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¿No entendió Sáenz de Oiza, diseñador de las globulares Torres Blancas de Madrid, que es imposible amueblar con éxito una
habitación con las paredes curvas? | GETTY
STEPHEN BAYLEY
13 DIC 2018 - 12:29 CET
Suele decirse —al menos yo— que diseñar con éxito la vivienda más simple es un
cometido tan difícil y exigente que roza el límite de las capacidades humanas.
Descifrar la secuencia del genoma humano es fácil si se compara con el reto de
trabajar de manera correcta las proporciones y los detalles.
¿Existe alguna prueba de que los arquitectos son quienes están en mejor disposición
para enfrentarse a esta tarea desalentadora? Quizás no. Uno de los libros venerados
entre los profesionales de la arquitectura es Arquitectura sin arquitectos, de Bernard
Rudofsky (1964), un tratado sobre los pueblos blancos españoles y la chora griega que
presenta una defensa rotunda del ingenio local.
Siempre me gusta recordar la idea de Flaubert de que los arquitectos son todos
"imbéciles". O lo que en una ocasión me dijo Philip Johnson: "No lo olvides, hijo, yo soy
una puta". En lo que se refiere a reputación, los arquitectos no nadan en la
abundancia. Los estudios muestran que, entre "las profesiones", solo los periodistas
gozan de menos confianza que ellos. Pero recientemente he podido agregar un nuevo
insulto a la vasta enciclopedia de agravios acumulados por la profesión arquitectónica.
Vale, quizá sea una exageración. Pero los arquitectos sí parecen más vulnerables al
fallo que otros profesionales. Aunque esto puede que no sea más que una percepción,
porque, como apuntó Frank Lloyd Wrigth: "Los cirujanos pueden enterrar sus errores,
pero los arquitectos deben vivir con ellos".
Y las relaciones con los clientes están siempre cargadas de problemas. Este fue el tema
que abordaba un clásico menor de la literatura inglesa del siglo XX: The Honeywood
File [el archivo de Honeywood], de Harry Bulkeley Creswell (1929). El mismo Creswell
era un distinguido arquitecto, y sin embargo muy consciente de lo absurdo de su
profesión. El libro registra, en formato epistolar, el triángulo satánico formado por el
(ambicioso) arquitecto, el (incompetente) constructor y un cliente mezquino
empeñado en ahorrar dinero. Aparte del encuentro en un andamio de París de 1789
entre el Antiguo Régimen y Madame Guillotina, ninguna relación está más condenada
al fracaso que la que se establece entre el arquitecto y su cliente.
Pero estos casos son triviales en comparación con algunos errores clásicos recientes.
¿No entendió, por ejemplo, Sáenz de Oiza, diseñador de las globulares Torres Blancas
de Madrid [en la imagen principal del artículo], que es imposible amueblar con éxito
una habitación con las paredes curvas?
Pero empecemos mejor con el propio Philip Johnson. Su Glass House [1] de 1949 en
New Canaan (Connecticut EE UU) fue, lo primero, un robo. "Me gusta Mies van der
Rohe porque es fácil de copiar", dijo Johnson. En segundo lugar, es una atrocidad
térmica: fría en invierno, calurosa en verano. A Johnson no le importaban las facturas
de calefacción: él era rico. Y en tercer lugar: como una metáfora de "salir" del armario,
Johnson, que era gay, estaba encantado con la exposición que le proporcionaba la
Glass House, pero lo hilarante es que tuvo que rodearla de focos de tal manera que él
no pudiera ver cómo sus voyeurs miraban hacia dentro.
Puesto que la Tate Modern tiene pocas obras artísticas que valga la pena admirar, los
visitantes que pasan por el mirador de esta extensión del museo dedican buena parte
del tiempo a observar detenidamente lo que ocurre dentro de los apartamentos Neo
Bankside, como si se tratara de un espectáculo. Esto ha sido fuente de angustiosas
quejas por parte de los abochornados vecinos que pensaron que su baño era privado.
No podía haber un ejemplo más absurdo del concepto vanguardista de la-vida-es-arte.
Entretanto, en San Francisco, la gente comenzó a mudarse en 2009 a la Torre
Millennium [3], en el número 302 de Mission Street. Ahora, el edificio al completo se
está hundiendo en la tierra inestable, incapaz de soportar su peso. Esta es una versión
trágica del error de diseño que afectó a la Torre John Hancock [4], de I.M. Pei, en
Boston. Tan pronto como se terminó de levantar en 1976, las ventanas comenzaron a
caerse.
Y luego está el artista Grayson Perry, un ceramista travestido, tejedor y polemista, que
ha conquistado de forma extraordinaria el corazón de la tradicional clase
conservadora británica. En 2015 Perry construyó su House for Essex [7], una calculada
afrenta a toda noción de buen gusto, modal, pertinencia e inteligencia.
Pastiche total. Leon Krier diseñó Poundbury [6], en Dorset, por mandato del príncipe de Gales. Una fantasía retro-kitsch con arcos
neorrománicos y frontón greco-romano en pleno 1994 | GETTY
Ahí está, orgullosa de su nauseabunda vulgaridad y burlándose del gusto de los mismos
que Perry dice que defiende.
¿Es un reglao? ¿Se come? ¿Tiene cuerda?. House for Essex [7] se levanta, dice el autor, "orgullosa de su nauseabunda
vulgaridad y burlándose del gusto de los mismos que su diseñador, Grayson Perry, dice que defiende" | GETTY
Una casa debería ser realmente una máquina pensada para vivir en ella, no para reírse
de ella.
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