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Guillermo Zermeño Padilla, Historias Conceptuales, México, El Colegio de México,

2017.

¡Maldita e impostergable modernidad, que todo desabrigas! exclamaba Charles


Baudeleire en Los Paraisos artificiales (1860), ¿a qué modernidad que todo lo abarca y
moldea se referiría este romántico? “Familiarmente extraño, enigmáticamente obvio”, ha
escrito Giacomo Marramao. Quizá la respuesta sencilla sería hacer una extrapolación de
la paradoja agustiniana del tiempo: si nadie me lo pregunta, lo sé; pero si quiero
explicárselo al que me lo pregunta, no lo sé. Lo único claro es que es lugar de posibilidad
y momento que tamiza la existencia de todo pasado, presente y futuro actual.
La modernidad ha sido frecuentemente objeto de debate en la teoría social, y la
ciencia histórica no es excepción. Desmarcándose de las discusiones sobre la
prerrogativa metodológica de las estructuras o los acontecimientos, sobre la cualidad
discursiva de la escritura nomológica o la narrativa, sobre la preeminencia de los actores
sociales o los fenómenos culturales, la historia conceptual se ha interesado por articular
sus recursos heurísticos y teóricos en torno al problema de la temporalidad en la
modernidad.
Siguiendo este hilo de Ariadna, ha ido entretejiendo los nudos de los lenguajes
políticos modernos, buscando en los discursos, a la manera de la retórica clásica, la
huella lingüística de su contexto de enunciación, las tramas vivenciales de cada concepto
como índice de la realidad pero también factor de transformación, aparejadas por las
disputas ideológicas por su sentido. Es en esta tradición historiográfica donde se sitúa la
obra Historias conceptuales de Guillermo Zermeño, publicada recientemente por El
Colegio de México.1 En las líneas que siguen estimularé al lector para deleitarse con esta

1 Se reconocen tres escuelas preponderantes de las que se constituye la historia conceptual: la tradición
anglosajona fundada por Quentin Skinner y John Pocock centrada en la dimensión pragmática del lenguaje;
la tradición alemana de Wilhelm Dilthey, renovada por Reinhart Koselleck, ajustada a la dimensión
semántica del lenguaje; y la escuela francesa con Michel Foucault y Jacques Derrida a la cabeza, más bien
interesada en la dimensión sintáctica del lenguaje. Entre los más destacados representantes de la historia
conceptual, solo a modo de invitación, podemos mencionar a Hans Blumenberg, Pierre Rosanvallon, Javier
Fernández Sebastián, Luis Castro Leiva, Guillermo Zermeño, Iván Jaksic, Gonzalo Capellán de Miguel,
Alejandro Cheirif Wolosky o Elias Jose Palti. Sobre este último puede consultarse, a manera de
introducción, “De la historia de ‘ideas’ a la historia de los ‘lenguajes políticos’. Las escuelas recientes de
análisis conceptual”, Anales, núm. 7-8, 2004-2005, pp. 63-82.

1
obra, al tiempo que emitiré algunas apreciaciones provocativas. Vale advertir que no se
ha seguido una lectura lineal del capitulado, nos ha movido más un interés tópico.
Con el objetivo de descifrar el engarzamiento entre la historia, la modernidad y la
opinión pública, a partir de la conversión y sedimentación de la palabras en conceptos,
Zermeño recurre en su análisis semántico lo mismo al nivel de la sincronía o uso
discursivo en la larga duración, que al de la diacronía, es decir, a las situaciones
concretas del habla. La idea rectora del libro dicta que tanto el idioma por sí mismo como
los giros que acontecen en la resemantización de los conceptos, dentro de sus contextos
sociales de uso, revelan las transformaciones culturales de una época. En el entendido
que “lo político y lo social, más los lenguajes puros, son los detonadores de la necesidad
de buscar nuevas fórmulas lingüísticas para describir las nuevas situaciones” (p. 113).
Esta labor, que busca tensar la teoría de los tiempos históricos que Koselleck
articuló para Alemania, a la contraluz del caso mexicano, arranca en 1808, el año cero
de la constelación política hispanoamericana. La historia se acelera, la relación pasado-
futuro se disloca, el presente estalla en pedazos y se frecuenta el uso de la metáfora de
orfandad debido al resquebrajamiento del Imperio español. La autocoronación de
Napoleón el 2 de diciembre de 1804 en Notre Dame, es el episodio con que Zermeño
simboliza la ruptura de los regímenes de historicidad: el pasado deja de informar a un
presente ubicuo, difuso, “debido a que las tradiciones establecidas como modelos que
autorizan el hacer y el deber hacer han sido desactivadas” (p. 103). Es necesario dotar
de leyes y de legitimidad al nuevo Estado autorreferencial a través de códigos civiles,
penales, administrativos.
Las independencias de las colonias americanas, o los procesos emancipatorios de
los reinos ultramarinos, como prefiere llamarlos Roberto Breña2, desencadenan una
forma caótica de vivir el tiempo, marcada por el signo de la proliferación de los litigios
fronterizos, las disputas semánticas para definir la ciudadanía en relación con su alteridad
y una pérdida de unidad que se traduce en el vaciamiento de lo americano, ahora provisto
de sustancia desde “lo propio” de cada nación.

2Roberto Breña, El primer liberalismo español y los procesos de emancipación de América, 1808- 1824,
México, El Colegio de México, 2006.

2
Otro de los resultados lingüísticos de la ruptura del régimen discursivo tradicional
con la transformación de las provincias imperiales en entidades nacionales
independientes fue la emergencia de una progresión semántica; misma que,
irónicamente, me atrevo a definir como nostálgica pero moderna a la vez. Después de la
“guerra de conquista”, como califica Mariano Otero la intervención expansionista
desplegada por James Knox Polk3, se frecuentó la voz Hispanoamérica con el objeto de
diferenciar de la América del Norte protestante a los hijos mestizos de la España católica.
La escisión cultural comportaba el renacer de un sueño político que, a pesar de todo,
nunca concretaría del todo: se apostaba al regreso de ese romántico frente contra los
abusos europeos. Contra la decadencia del Viejo Mundo, el orbe hispanoamericano
“marchará a la par primero; la avanzará después; y será al fin: la parte más ilustrada por
las ciencias como en la más iluminada por el sol”, de acuerdo con un escritor
guatemalteco difundo en la Gaceta del Imperio Mexicano en marzo de 1822, y continúa:
“Habrá sabios entre los ladinos, habrá filósofos entre los indios [...] esta parte de la tierra
será la más iluminada de todas” (p. 198).
Recurriendo heurísticamente a fuentes periódicas como la prensa, libros y escritos
de pensadores indicativos, diccionarios como el de Covarrubias de 1611, el de Nebrija
de 1764 o las distintas ediciones del publicado por la Real Academia desde 1726, el de
Zermeño es un ejercicio de historización del momento de quiebre de los viejos esquemas
conceptuales con los que la gente que habitaron un tiempo pudieron verbalizar su
experiencia a través de los medios impresos de su época.
Es una operación para historiar el largo instante en que el vocabulario
acostumbrado se vació de contenido por no describir más las situaciones
extralingüísticas. Esto debido a la irrupción en la conciencia de un mundo que se
revolucionaba y la emergencia de la experiencia temporal moderna, caracterizada por el

3 Históricamente, el Mexican Affaire en la idiosincrasia supremacista estadounidense no hizo su aparición


cuantitativa con fuertes resultados en la movilización de votos por vez primera en la reciente elección del
candidato republicano Donald Trump con su virulenta propaganda a favor de construir el muro fronterizo
desde el Río Bravo hasta el septentrión del Mar de Cortés. En las elecciones presidenciales de 1844 Henry
Clay cayó en picada en las preferencias electorales al no disponer de un elemento argumental de la misma
fuerza que su contrincante Polk, discípulo predilecto de Andrew Jackson, quien arguyó falazmente que los
vecinos del sur habían robado Texas a Estados Unidos y estos, con la convicción jeffersoniana que serían
guiados por Dios como lo había hecho con Israel, se lanzarían a una guerra justa de reconquista. El
resultado de arengar las voluntades estadounidenses con una política agresiva fue “la máxima tragedia
nacional”, en las palabras que después escribió Luis Cabrera.

3
desencantamiento del pasado y, contradictoriamente, su simultánea resacralización en
términos de tesoro de experiencias pedagógicas, dotado de panteón de fundadores, altar
de héroes laicos, proezas memorables donde se actualiza el espíritu nacional; y en el
sentido kantiano de camino que ha conducido a este presente, futuro destinado de aquel
pasado.
El estallido conceptual que interesa a Zermeño fue aparejado también a la
formación histórica de un espacio público, espera de opinión que dio forma al nuevo
proceso de asimilación social a partir de criterios de distinción, ya no por sangre o derecho
divino, sino basados en el gusto y la educación. La esfera pública se convirtió pronto en
el lugar privilegiado desde el cual la modernidad produce apoteóticamente “tradiciones”
mediante sistemas técnicos de comunicación.
El espacio público está también coligado al “desarrollo de una cultura comercial
del impreso, del surgimiento de un tipo de editores y de publicistas que [...] pondrán las
bases para crear un nuevo tipo de público-consumidor” (p. 60). En este punto, que ocupa
el primer capítulo de su libro, Zermeño desglosa la tesis de los modelos de modernidad
política de Jürgen Habermas y recuerda su réplica para el horizonte hispanoamericano
por la escuela de François-Xavier Guerra, Annick Lemperier y Antonio Annino. Si bien
Guillermo apunta que los franceses tuvieron un programa similar en la década de los
ochenta al de Daniel Cosío Villegas en su Historia moderna de México de 1957, no hace
referencia al estudio más agudo y emblemático, aunque poco consultado hasta la fecha,
de don Edmundo O ‘Gorman de 1977, astutamente titulado México, el trauma de su
historia, en cuyas páginas dio cuenta de las contradicciones en la modernidad mexicana
por sus anclajes en la tradición.4
Arquetipo de estas contradicciones constituyentes de la modernidad
hispanoamericana puede encontrarse en el capítulo 10, mismo que da cuenta
pormenorizada del tránsito que el concepto cacique experimentó consecuencia de la
consolidación del régimen liberal y la victoria de Jesús González Ortega sobre las tropas

4 De acuerdo con O’ Gorman, las elites criollas americanas asumieron la modernidad como bandera para
navegar la emancipación del yugo español pero no por convicción en sus principios fundacionales liberales.
Una aproximación al caso mexicano del camino transitado por los liberales del primer tercio del siglo XIX
para la construcción de la esfera pública recurriendo a catecismos políticos, a propósito de la actividad
publicista de Vicente Rocafuerte, puede verse en Humberto Morales Moreno, “La disputa por los derechos
fundamentales. Tolerancia y Libertad de Cultos en México”, Caja negra, núm. 7, 2009, pp. 129-138.

4
de Miramón. Pasó de referir a la autoridad tradicional, en un orden legal, que hacía las
veces de intermediario cultural a cambio de privilegios, a ser un déspota propio del estado
salvaje, fuera de toda legalidad, que influencia voluntades en el umbral electoral y dispone
a capricho de los cargos de autoridad: “el verdadero cacique es diputado provincial
perpetuo; no quiere serlo de las Cortes por preferir no abandonar el convento”
(Diccionario de Juan Rico y Amat de 1855, p. 305). Lo interesante es que, en un régimen
democrático, los juegos de poder hicieron que el cacique no viera mermada su legitimidad
al revestirse como representante los intereses populares contra el poder central, a la
usanza de Manuel Lozada en la región del norte.
Es de reconocer un aporte de gran envergadura que se hace autoevidente al
realizar una lectura transversal de la obra en su completitud. Contribución acuciante
cuanto que la historiografía actual versa esmeradamente en reflexionar sobre la memoria
institucionalizada y los procedimientos de mitificación del logos histórico, o lo que
Francois Furet tipificaba como “espíritu de conmemoración o de execración por los
orígenes de la nación”5. Entre sus páginas se entrevé el catálogo de mitos fundacionales
que alimentan el ideario nacionalista mexicano. Desde el panteón de próceres que, tras
el ajuste conceptual con el pasado diferenciando la primera revolución de Hidalgo de la
segunda encabezada por Iturbide, excluía a éste del repositorio sagrado por decreto del
Supremo Gobierno de México de julio de 1823 (p. 181). Andando por la lexicación del
liberalismo como sinónimo de civilización efectuada por Guadalupe Victoria al cerrar las
sesiones del Congreso Constituyente el 31 de enero de 1824, anatemizando por
derivación a los monarquistas y borbónicos cual enemigos de la nación (p. 204).
Incluso Guillermo arroja luz sobre la alquimia experimentada por Juan Álvarez, y
secundada por José María Lafragua posteriormente, al “presentarse como descendiente
directo de los insurgentes que lucharon por la independencia, como el eslabón directo de
Hidalgo, en contra de opositores como Lucas Alamán o López de Santa Anna” (p. 189);
momento desde el cual estos últimos serían exiliados al ostracismo de la memoria patria
junto con otros conservadores como Anastasio Bustamante, Antonio de Haro y Tamariz,

5 Citado en Paul Ricoeur, Tiempo y narración, Tomo III, Mésico, Siglo Veintiuno, 2009, p. 847. Para
ejemplificar nuestro argumento baste con mencionar Erika Pani y Ariel Rodríguez Kuri (Coords.),
Centenarios: conmemoraciones e historia oficial, México, El Colegio de México, 2012 y Marco Velázquez
Albo, et. al., Olvido y conmemoración. La institucionalización del recuerdo, México, BUAP, 2017.

5
Leonardo Márquez, Miguel Miramón o Tomas Mejía, a quienes la historia negó por
muchas décadas el derecho de réplica.6
El quinto capítulo, en coautoría con Peer Schmidt, hispanista alemán especialista
en las impensables relaciones entre Martin Lutero y la Nueva España fallecido en 2009,
discute como operó una transformación en el concepto de libertad en el siglo XIX.
Mientras las proclamas insurgentes de 1810 invocaban una libertad aun estamental,
apegada en sentido al derecho natural y la idea rectora de la Divina Providencia, el
concepto de libertad arengado en los manifiestos desde 1811, aun deslindándose de la
“libertad moral” desbordada en 1789 como libertinaje religioso, aludía a una idea
individualista, sancionada por el derecho constitucional en ciernes y la voluntad general
tan cara a los ilustrados.
La entusiasta prédica en nombre de la libertad, ente abstracto de todas las
naciones que se preciaran de ser modernas, realizada por Mina durante su expedición
desde las costas de Tamaulipas, se hace eco en el Acta de separación definitiva de la
metrópoli en 1821 y en la fusión de los términos “libertad” e “independencia” operado por
Carlos María de Bustamante en su Cuadro histórico, cuando caracteriza el 27 de
septiembre como el “día en el que las tinieblas dieron paso a la luz del sol radiante de los
libertadores [...] las sombras de los antiguos emperadores mexicanos entiendo salieron
de sus tumbas [...] para preceder al ejército de los libertadores de sus hijos” (p. 157).
Acto seguido, Zermeño nos asoma a los debates por el rumbo que México debería
tomar en sus instituciones de gobierno. Una vez independizada la nación, José Joaquín
Fernández de Lizardi y Servando Teresa de Mier coincidían en la necesidad de enseñar
a ser libres; proeza por la cual, según Lorenzo de Zavala y José María Luis Mora, debía
trabajarse sobre el espíritu y la reforma de las leyes. En la década de 1830 el influjo de
las ideas utilitaristas de Adam Smith se sintetizó en la resemantización de la libertad como
inmanente a la propiedad, pero si parecía haber consenso en este suelo, la delimitación
dividió a los liberales entre radicales como Valentín Gómez Farías y después Melchor

6 Con la influencia de la Escuela de los Anales, la historiografía mexicana se han dado a la tarea de rescatar
la historia de quienes han sido condenados a permanecer como una parte insignificante y poco
representativa de la época que protagonizaron. Cfr. Humberto Morales y William Fowler (coords.), El
consewadurismo mexicano en el siglo XIX (1810-1910), México, UAP, University of Saint Andrews, 1999 y
Dora Kanoussi (comp.), El pensamiento conservador en México, México, Plaza y Valdés, BUAP, 2002.

6
Ocampo, y los moderados entre Mariano Otero o Ignacio Comonfort 7. Fue hasta 1854
que el concepto ingresó a un nuevo espacio comunicativo con la hegemonía liberal y las
Leyes de Reforma, que rompieron, afirmaba Juárez, la transacción progreso-retroceso
instaurada en 1824. La libertad, indefinido progreso a la civilización, recuperando la
fórmula de Francisco Zarco en su Historia del Congreso Extraordinario Constituyente,
encontró su más acabada clarificación semántica con la obra de Gabino Barreda y su
referente extralingüístico en el orden social porfiriano.
Historias conceptuales es una recopilación de ensayos que, en conjunto, podemos
distinguir como paradigmático no solo por su valor historiográfico, en tanto todo problema
histórico es necesariamente historiográfico desde la perspectiva de Michel de Certeau.
Además de por la actualidad metodológica y reflexividad teórica de la historia conceptual
que lo anima, por la labor arqueológica que desdibuja la estaticidad los estratos virreinal,
decimonónico, revolucionario y contemporáneo, poniendo en acto los entramados
históricos que toman sentido solo en la comprensión narrativa de la Verstehen del
historiador. Por tanto, sin proponérselo, entra, por la potencia del uso, en el campo de los
recursos didácticos para repensar la manera de historiar lo que a menudo se ofrece como
divisiones cronológicas infranqueables de la historia de México.
A manera de ejemplo comentaré dos capítulos ilustrativos. Se trata del noveno,
donde Zermeño, con pluma ágil y hermenéutica prolija, analiza el uso histórico del término
mestizaje procediendo bajo el método de Foucault que le permite establecer “la
dispersión [en una] estrategia, en un mecanismo descriptivo y general de las prácticas
discursivas que son el soporte material del saber”8, asumiéndolas como universos
relacionales en los límites mismos del discurso, vertebrados por la expresión y
apropiación significante más por el sentido diacrónico de la temporalidad. Si en 1925
Vasconcelos volvía en problema filosófico el mestizaje, a manera de sustancia metafísica
para su raza cósmica, imbuida en el espíritu moderno, fue posible por la semantización
del mestizo en Andrés Molina Enríquez (1909) como tipo ideal de la mexicanidad. Pero
éste, a su vez, retomó los estudios de Vicente Riva Palacio, hacedor de la historia oficial

7 Al respecto sigue vigente Silvestre Villegas Revueltas, El liberalismo moderado en México, 1852-1864,
México, UNAM, 1997.
8 Fernando Betancourt Martínez, Historia y lenguaje. El dispositivo analítico de Michel Foucault, México,

UNAM, INAH, 2006, p. 63.

7
del liberalismo triunfante, de Justo Sierra, arquitecto del proyecto educativo porfiriano, y
de Francisco Pimentel, teórico de la economía política que entre 1864-1866 fundió el
concepto de americanismo denotado por José María Morelos y por Simón Bolívar en la
tónica de la fusión de los mundos hispano e indígena.
Guillermo da cuenta de cómo los conceptos se construyen dialécticamente.
Vasconcelos polemizaba con el indigenismo de Manuel Gamio y Alfonso Caso
simultáneamente con la ontología de Mario Bunge y José Ingenieros, de manera similar
a como antes había confrontado Sierra, junto con Agustín Aragón, el etnocentrismo de
Gustave Le Bon apelando a argumentos de la sociología positiva marcada por la
episteme evolucionista. Pero también Riva Palacio y Manuel Altamirano previamente ya
habían debatido las tesis criollistas en boga al reivindicar como el protagonista de la
Independencia al mestizo.
Las batallas por la nación en el siglo XIX no solo reclamaban para sí los beneficios
de la aculturación difundida en el Ensayo político sobe el reino de la Nueva España de
Humboldt en las antípodas a la apología moral de la pureza de sangre presente en la
Memoria y ensayos de Antonio Alzate; erigieron a la revolución de Ayutla como momento
axial, tiempo modélico, retorno a los orígenes auténticos que habían originado la
emancipación: la modernidad mexicana inventa su propia teodicea. Los momentos que
encumbran este concepto los rastrea Zermeño en la publicación de 12 de octubre de
1917. Fiesta de la raza, en tanto apoteosis de la mitología nacionalista a manos del
constitucionalismo triunfante, y en la convocatoria al Congreso de Estudios
Interamericanos en Estocolmo en 1960, época en la que la erosión del discurso
revolucionario empieza a ser patente.9
El segundo capítulo que quiero comentar para esclarecer el recurso arqueológico
en la metodología de Historias conceptuales es el dedicado al tránsito de “las
revoluciones a la revolución”. La transformación del concepto referido a la traslación de
cuerpos celestes o a revueltas políticas, a un cambio de sistema más cercano en la

9 Cfr. Alan Knight, Repensar la Revolución Mexicana, Vol. II, México, El Colegio de México, 2013. No
obstante, no es menos cierto que los escándalos de corrupción del alemanismo en los cuarenta costaron
caro al partido-gobierno, que en respuesta intentó maniobrar una “relegitimación revolucionaria” con Adolfo
Ruiz Cortines y Adolfo López Mateos. Elmy Grisel Lemus Soriano, Para institucionalizar la Revolución
mexicana, tesis de doctrorado en historiografía, México, UAM, 2017, p. 12.

8
prensa mexicana al elemento civilizador de Washington que a la experiencia de
Robespierre y Marat. Obviando los impactos de 1789 que el propio Koselleck ya había
visto, se coteja que la primavera francesa de 1848 fue una revolución por sus fuertes
cargas conceptuales al explicitar nuevas dualidades sintagmáticas como burguesía/clase
obrera o democracia/movilización popular, introducidas a México con relativamente
pronto. La revolución se transformó en una ruptura, en la instauración de un orden social
otro: las demandas sociales del cuarenta y ocho fueron exigidas por Ponciano Arriaga en
1856, celebradas como acometidas por José María Iglesias al triunfo de la revolución
social de 1867 y consumadas por la “gloriosa revolución reformista” realizada por Benito
Juárez, según el testimonio de Zárate en el funeral del Benemérito en 1872.
Olvida Zermeño, sin embargo, que la transición desde el uso astronómico
renacentista al plenamente moderno del concepto revolución fue mediado por un estadio
semántico que en no poco esclarece su uso en las décadas anteriores a 1911: y es que
en los episodios históricos previamente aludidos era utilizado para definir aquellos
estrujamientos que tenían como cometido reinstaurar un estado de cosas previo,
revivificar un orden que había sido violentado: Grito de Dolores de 1810, Plan de Casa
Mata de 1823, Plan de Ayutla reformado en Acapulco en 1854, Plan de Tuxtepec de 1876
e incluso el Plan de San Luis de 1910, todos se inscribe en dicha lógica. El propio
Guillermo lo reconoce cuando escribe que, desde 1828, los revolucionarios se situaban
fuera de la ley con el cometido de restaurarla, en el sentido suareciano del concepto
revolución; en consecuencia acaeció su pronta devaluación semiótica, como se aprecia
en las amargas lamentaciones de Carlos María de Bustamante y Francisco Sánchez de
Tagle debido a que “las revoluciones (fiebre maligna de toda sociedad) se han vuelto
entre nosotros intermitentes y periódicas” (p. 182).
En este estrato conceptual tiene razón Furet cuando advierte que la revolución no
es una transición, es un origen y un fantasma de origen; por lo que nos conmina a
distanciarnos de las creencias de los propios actores en la significación del
acontecimiento. A nuestro parecer, no fue sino hasta los planes de Tacubaya, de Emilio
Vázquez Gómez, y de Ayala, de Emiliano Zapata, en 1911, y de Ciudad Juárez,
pronunciado por Pascual Orozco el año siguiente, que el concepto se desdobló en un
camino ad inovatio, en una franca ruptura con la forma de ser las cosas. Si la constitución

9
de 1857 buscó poner en orden el país actualizando (en el sentido de Bergson) el texto de
1824, el constituyente de 1917, aun cuando partiera del puerto anterior según el proyecto
del Plan de Guadalupe, izó velas en otro rumbo: fundar una nueva nación, inventar su
propia tradición y crear un nuevo lenguaje político apto para el, así pretendido, naciente
pacto social.
Podríamos continuar ahondando en el capítulo “Civilización: el poder de un
concepto”, para graduar el proceso de secularización semántica de los conceptos como
este neologismo, que se separa del buen gusto y el decoro, deja de asociarse con la
cristianización de los bárbaros, para referir a la difusión de las luces y del reino de la
libertad desde la matriz del voluntarismo político propio de los liberales modernos. O en
el capítulo que Zermeño propone para escrutar los cambios semánticos del concepto
intelectual, fenómeno propio de los medios de masas del siglo XX y tematizado
sociológicamente por Gramsci, Mannheim, Bourdieu, Bobbio y Camp; desde sus raíces
europeas en los philosophes del siglo XVIII y las ramificaciones de los savants del
positivismo hasta el auge de la voz con el caso Dreyfus. O el caso mexicano de los
ateneístas, quienes fabricaron su propia tradición desde el criollismo ilustrado de los
jesuitas, asumiendo como signo la autorruptura generacional con sus maestros Sierra y
Chávez. Queda este hilo por entramar con, por mencionar, el Grupo Hiperión, la
generación de intelectuales latinoamericanos de 1920 como Ingenieros, Mariátegui o
Haya de la Torre, la posterior generación beat o incluso los infrarrealistas.
A este tenor es también sugerente el guiño que Zermeño hace a su maestro
Moisés González Navarro al construir el apartado sobre el concepto de pobreza desde la
casuística medieval de la caridad, hasta su introducción a la economía política por la
capacidad productiva y de consumo de la revolución industrial, con sus implicaciones
para el “desarrollo humano” en las sociedades modernas. A vueltas con la cultura
moderna10, bien podría ser el subtítulo de esta obra que pretende obtener una
comprensión más compleja de los problemas que aquejan al presente de la historiografía.

Octavio Spíndola Zago


Benemérita Universidad Autónoma de Puebla

10Hacemos referencia a Guillermo Zermeño, La cultura moderna de la historia, México, El Colegio de


México, 2010.

10

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