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En este trabajo intenté compilar, para el uso del analista práctico, algunas de las reglas sobre la
iniciación de la cura. Por otra parte, las presento como unos consejos, y no las pretendo incondicionalmente
obligatorias. La extraordinaria diversidad de las constelaciones psíquicas intervinientes, la plasticidad de todos
los procesos anímicos y la riqueza de los factores determinantes se oponen a una mecanización de la
técnica, y hacen posible que un proceder de ordinario legítimo no produzca efecto algunas veces, mientras que
otro habitualmente considerado erróneo lleve en algún caso a la meta.
1. ENTREVISTAS PREVIAS
Con los enfermos de quienes sé poco, he tomado la costumbre de aceptarlos primero sólo
provisionalmente, por una semana o dos. Si uno interrumpe dentro de ese lapso, le ahorra al enfermo la
impresión penosa de un intento de curación infortunado; uno sólo ha emprendido un sondeo a fin de tomar
conocimiento del caso y decidir si es apto para el psicoanálisis. No se dispone de otra modalidad para ese
ensayo. Ahora bien, ese ensayo previo ya es el comienzo del psicoanálisis y debe obedecer a sus reglas.
Quizá se lo pueda separar de este por el hecho de que en aquel ensayo uno lo hace hablar al paciente y no le
comunica más esclarecimientos que los indispensables para que prosiga su relato.
La iniciación del tratamiento con un periodo de prueba así, fijado en algunas semanas, tiene además una
motivación diagnóstica. Si el enfermo no padece de histeria ni de neurosis obsesiva, sino de parafrenia, el
médico no podrá mantener su promesa de curación, y por eso tiene unos motivos particularmente serios para
evitar el error diagnóstico. Si bien ese ensayo no posibilite de manera regular una decisión segura, solo es una
buena cautela más.
Prolongadas entrevistas previas antes de comenzar el tratamiento analítico, hacerlo preceder por una
terapia de otro tipo, así como un conocimiento anterior entre el médico y la persona por analizar, traen nítidas
consecuencias desfavorables. En efecto, hacen que el paciente enfrente al médico con una actitud
transferencial ya hecha, y este deberá descubrirla poco a poco, en vez de tener la oportunidad de observar
desde su inicio el crecer y el devenir de la transferencia. De ese modo el paciente mantendrá durante un lapso
una ventaja que uno preferiría no concederle.
Tanto los legos como los médicos, que tienden aun a confundir al psicoanálisis con un tratamiento sugestivo,
suelen atribuir elevado valor a la expectativa con que el paciente enfrente el nuevo tratamiento. En
realidad, la actitud de los pacientes tiene un valor escaso; su confianza o desconfianza provisionales apenas
cuentan frente a las resistencias internas que mantienen anclada la neurosis. También alguien sumamente
idóneo para ejercer el psicoanálisis en otro puede comportarse como cualquier mortal y ser capaz de producir
las más intensas resistencias tan pronto como él mismo se convierta en objeto de análisis, siendo que la
neurosis se arraigue en estratos psíquicos hasta los cuales no calo la formación analítica.
3. TIEMPO
Con relación al tiempo, obedezco estrictamente al principio de contratar una determinada hora de sesión. A
cada paciente le asigno cierta hora de mi jornada de trabajo disponible; es la suya y permanece
destinada a él aunque no la utilice. No puede ser de otro modo. Cuando se adopta una práctica más
tolerante, las inasistencias “ocasionales” se multiplican hasta el punto de amenazar la existencia material del
médico. Y con la observancia más rigurosa de esta estipulación resulta, al contrario, que los impedimentos
contingentes no se producen y se vuelven rarísimas las afecciones intercurrentes. En casos benignos, o en
continuaciones de tratamientos muy extensos, bastan tres sesiones por semana. Otras limitaciones de tiempo
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no son ventajosas ni para el medico ni para el paciente. Un trabajo menos frecuente corre el riesgo de no estar
acompasado con el vivenciar real del paciente, y que así la cura pierda contacto con el presente y sea
esforzada por caminos laterales.
Una pregunta desagradable para el médico, que el enfermo le dirige al comienzo mismo: ¿cuánto durará el
tratamiento? ¿Cuánto tiempo necesita usted para librarme de mi padecimiento? Se responde, por así decirlo:
¡Camina!, y lo funda diciéndole que uno tendría que conocer el paso del caminante para estimar la duración de
su peregrinaje. Con esto se sale de las primeras dificultades. Es fácil, en efecto, que el neurótico altere su
tempo y en ciertos periodos solo haga progresos muy lentos (atemporalidad de nuestros procesos
inconscientes). El psicoanálisis requiere siempre lapsos más prolongados, generalmente más largos de lo que
esperaba el enfermo, por eso se tiene el deber de revelarle ese estado de cosas antes que él decida emprender
el tratamiento.
Desapruebo a comprometer a los pacientes a que perseveren cierto lapso en el tratamiento; les consiento que
interrumpan la cura cuando quieran, pero no les oculto que una ruptura tras breve trabajo no arrojará ningún
resultado positivo, y es fácil que, como una operación incompleta, los deje en un estado insatisfactorio. Algunos
pacientes dividen sus males en unos intolerables y otros que describen como secundarios y dicen: “basta con
que usted me libre de aquellos; en cuanto a los otros, ya les pondré término en la vida misma”. De ese modo,
sin embargo, sobrestiman el poder electivo del análisis. Sin duda, el médico analista es capaz de mucho, pero
no puede determinar con exactitud lo que ha de conseguir. Él introduce un proceso, a saber, la resolución
de las represiones existentes; puede supervisarlo, promoverlo, quitarle obstáculos del camino y también por
cierto viciarlo en buena medida; pero, ese proceso, una vez iniciado, sigue su propio camino y no admite
que se le prescriban ni su dirección ni la secuencia de los puntos que acometerá.
Con relación al dinero, los honorarios del médico. El analista no pone en entredicho que el dinero haya de
considerarse en primer término como un medio de sustento y de obtención de poder, pero asevera que en la
estima del dinero coparticipan poderosos factores sexuales. El hombre de cultura trata los asuntos de dinero de
idéntica manera que las cosas sexuales. Entonces, de ante mano está resuelto tratar las relaciones monetarias
ante el paciente con la misma natural sinceridad en que pretende educarlo para los asuntos de la vida sexual.
El psicoanálisis tiene derecho a adoptar la posición del cirujano, que es sincero y cobra caro porque
dispone de tratamientos capaces de remediar.
Por las mismas razones, tendrá derecho a negar asistencia gratuita, sin exceptuar de esto ni siquiera a sus
colegas o a los parientes de ellos. Un tratamiento gratuito importa para el psicoanalista mucho más que para
cualquier otro: le sustrae una fracción considerable del tiempo de trabajo de que dispone para ganarse la vida y
por un lapso de muchos meses. Además, es dudoso que la ventaja para el enfermo contrapese en alguna
medida el sacrificio del médico; muchas de las resistencias del neurótico se acrecientan enormemente por el
tratamiento gratuito.
Mantengo el consejo de hacer que el enfermo se acueste sobre un diván mientras uno se sienta detrás, de
modo que él no lo vea. En primer lugar, no tolero permaneceré bajo la mirada fija de otro ocho horas, o más,
cada día; y como mientras escucho, yo mismo me abandono al decurso de mis pensamientos inconscientes, no
quiero que mis gestos ofrezcan al paciente material para sus interpretaciones o lo influyan en sus
comunicaciones. Es habitual que el paciente tome como una privación esta situación que se le impone y se
revuelva contra ella, en particular si la pulsión de ver desempeña un papel significativo en su neurosis. A pesar
de ello, que tiene el propósito y el resultado de prevenir la inadvertida contaminación de la transferencia y
permitir que en su momento se la destaque nítidamente como resistencia.
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No interesa para nada con qué materia se empiece, con tal que se deje al paciente mismo hacer su relato y
escoger el punto de partida. Lo único que se exceptúa es la regla fundamental de la técnica psicoanalítica,
que el paciente tiene que observar. Se lo familiariza desde un principio con ella: “Una cosa todavía, antes que
usted comience. En un aspecto su relato tiene que diferenciarse de una conversación ordinaria. Usted
observara que en el curso de su relato le acudirán pensamientos diversos que preferiría rechazar con ciertas
objeciones críticas. Diga, pues, todo cuanto se le pase por la mente. Compórtese como lo haría, por ejemplo,
un viajero sentado en el tren del lado de la ventanilla que describiera para su vecino del pasillo como cambia el
paisaje ante su vista. Por último, no olvide nunca que ha prometido absoluta sinceridad, y nunca omita algo so
pretexto de que por alguna razón le resulta desagradable comunicarlo”.
Será oportuno amonestar al paciente para que trate su cura analítica como un asunto entre su médico y él
mismo, y no haga consabedoras a las demás personas, por más próximas que estén a él o por mucho que lo
inquieran. No opongo dificultad ninguna a que los enfermos mantengan en secreto su tratamiento, si así lo
desean, a menudo porque también guardaron secreto sobre su neurosis. Por añadidura, lo protege así de las
múltiples influencias hostiles que intentaran apartarlo del análisis. Tales influjos pueden ser fatales al comienzo
de la cura.
En ocasiones se tropezara con pacientes que empiezan su cura con la desautorizadora afirmación que no se
les ocurre nada que pudieran narrar, y ello teniendo por delante intacta toda la historia de su vida y de su
enfermedad. No se debe ceder, ni esta primera vez ni las ulteriores, a su ruego de que se les indique
aquello sobre lo cual deben hablar. El aseguramiento, repetido con energía, de que no existe semejante falta
de toda ocurrencia para empezar, y de que se trata de una resistencia contra el análisis, pronto constriñe al
paciente a las conjeturas confesiones o pone en descubierto una primera pieza de sus complejos. Todo lo que
se anuda a la situación presente corresponde a una transferencia sobre el médico, la que prueba ser
apta para una resistencia. Así, uno se ve forzado a empezar poniendo en descubierto esa resistencia; desde
ella se encuentra con rapidez el acceso al material patógeno.
Así como la primera resistencia, también los primeros síntomas o acciones casuales del paciente merecen un
interés particular y pueden denunciar un complejo que gobierne su neurosis. Hay pacientes que piden realizar el
tratamiento en otra posición, las más de las veces porque no quieren estar privados de ver al médico; por lo
común se les rehúsa el pedido, no obstante, uno no puede impedir que se las arreglen para decir algunas frases
antes que empiece la sesión, o después que se les anunció su término, dividiendo su tratamiento en un tramo
oficial, cuyo comportamiento es inhibido, y un tramo cordial, en el que hablan con libertad y comunican toda
clase de cosas, sin computarlas ellos como parte del tratamiento. Ese biombo que el paciente quería levantar,
se construye con el material de una resistencia transferencial.
Ahora bien, mientras las comunicaciones y ocurrencias del paciente afluyan sin detención, no hay que
tocar el tema de la transferencia. Es preciso aguardar para este, el más espinoso de todos los
procedimientos, hasta que la transferencia haya devenido resistencia.
La respuesta solo puede ser esta: no antes de que se haya establecido en el paciente una transferencia
operativa, un rapport en regla. La primera meta del tratamiento sigue siendo allegarlo a este y a la
persona del médico. Para ello no hace falta más que darle tiempo.
Aun en periodos posteriores del tratamiento habrá que proceder con cautela para no comunicar una sola
solución de síntoma y traducción de un deseo antes que el paciente esté próximo a ello, de suerte que solo
tenga que dar un corto paso para apoderarse él mismo de esa solución. La comunicación prematura de una
solución pone fin a la cura prematuramente, tanto por las resistencias que así se despiertan de repente como
por el alivio que viene con la solución.
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¿Es nuestra tarea prolongar el tratamiento y no llevarlo a su fin lo más prematuramente? ¿No padece el
enfermo a causa de su no saber y no comprender, y no es un deber hacerlo sapiente lo más pronto posible,
cuando el medico lo adviene? Para responder se necesita una excursión sobre el significado del saber y el
mecanismo de la curación en el psicoanálisis.
Si bien en los tiempos iniciales de la técnica analítica atribuíamos elevado valor al saber del enfermo sobre lo
olvidado por él, y apenas distinguíamos entre nuestro saber y el suyo, con la segura expectativa de llevar así
neurosis y tratamiento a un rápido final; el éxito esperado no se producía. ¿Cómo podía ser que el enfermo,
conociendo ahora su vivencia traumática, se comportara empero como si no supiera más que antes?
Fue preciso entonces quitar al saber cómo tal el significado que se pretendía para él, y poner el acento sobre
las resistencias que en su tiempo habían sido la causa del no saber y ahora estaban aprontadas para
protegerlo. El saber consciente era sin duda impotente contra esas resistencias, y ello aunque no fuera
expulsado de nuevo.
Los enfermos saben sobre la vivencia reprimida en su pensar, pero a este último le falta la conexión con
aquel lugar donde se halla de algún modo el recuerdo reprimido. Solo puede sobrevenir una alteración si el
proceso consciente del pensar avanza hasta ese lugar y vence ahí las resistencias de la represión. La
comunicación consciente de lo reprimido no deja de producir efectos en el enfermo, claro que no exteriorizara
los efectos deseados, sino que tendrá otras consecuencias: primero, incitará resistencias, pero luego, una vez
vencidas estas, un proceso de pensamiento en cuyo decurso terminará por producirse el esperado influjo sobre
el recuerdo inconsciente.
El motor más directo de la terapia es el padecer del paciente y el deseo, que ahí se engendra, de sanar.
Es mucho lo que se debita de la magnitud de esta fuerza pulsional, sobre todo la ganancia secundaria de la
enfermedad.
Pero esta fuerza pulsional misma, de la cual cada mejoría trae aparejada su disminución, tiene que
conservarse hasta el final.
Ahora bien, por si sola es incapaz de eliminar la enfermedad; para ello le faltan dos cosas: (1) no conoce los
caminos que se deben recorrer hasta ese término y (2) no suministra los montos de energía necesarios contra
las resistencias.
El tratamiento analítico remedia ambos déficit: en cuanto a las magnitudes de afecto requeridas para vencer
las resistencias (2), las suple movilizando las energías aprontadas para la transferencia; y mediante las
comunicaciones oportunas muestra al enfermo los caminos (1) por los cuales debe guiar esas energías.
La transferencia a menudo basta por sí sola para eliminar los síntomas del padecer, pero ello de manera solo
provisional, mientras ella misma subsista. Así sería sólo un tratamiento sugestivo, no un psicoanálisis.
La transferencia merece el nombre de un tratamiento psicoanalítico si ha empleado su intensidad para
vencer las resistencias. Es que solo en ese caso se vuelve posible la condición de enfermo, por más que la
transferencia, como lo exige su destinación, haya vuelto a disolverse.
Además, en el curso del tratamiento es despertado otro factor propiciados: el interés intelectual y la
inteligencia del enfermo.
Transferencia e instrucción como las nuevas fuentes de fuerza que el enfermo debe al analista.
Empero, de la instrucción se vale solo en la medida en que es movido a ello por la transferencia, y por eso la
primera comunicación debe aguardar hasta que se haya establecido una fuerte transferencia; y, las posteriores,
deben hacerlo hasta que se elimine, en cada caso, la perturbación producida por la aparición, siguiendo una
serie, de las resistencias transferenciales.
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Hay personas que reaccionan en un sentido inverso a los progresos de la cura. Cada una de las soluciones
parciales que habría de traer consigo un alivio o una desaparición temporal de los síntomas provoca,
por el contrario, en estos sujetos, una intensificación momentánea de la enfermedad, y durante el
tratamiento empeoran en lugar de mejorar. Muestran la llamada reacción terapéutica negativa.
En estos enfermos hay algo que se opone a la curación, la cual es considerada por ellos como un peligro;
predomina en ellos la necesidad de la enfermedad y no la voluntad de curación.
Estas personas conservan intensidad suficiente para constituir el mayor obstáculo a la curación, obstáculo más
fuerte que la inaccesibilidad narcisista, la conducta negativa para con el médico y la adherencia a la
enfermedad.
Se trata de un factor de orden moral, de un sentimiento de culpabilidad, que halla su satisfacción en la
enfermedad y no quiere renunciar al castigo que la misma significa. Pero este sentimiento de culpabilidad
permanece mudo para el enfermo. No le dice que sea culpable, y de este modo, el sujeto no se siente culpable,
sino enfermo.
Resulta muy difícil convencer al enfermo de este motivo de la continuación de su enfermedad, pues preferiría
siempre atenerse a la explicación de que la cura analítica no es eficaz en su caso.
La tercera forma del masoquismo, el masoquismo moral, resulta singular para mostrar una relación menos
estrecha con la sexualidad. Lo que importa es el sufrimiento mismo, aunque no provenga del ser amado, sino
de personas indiferentes o incluso de poderes o circunstancias impersonales. El verdadero masoquismo ofrece
la mejilla a toda posibilidad de recibir un golpe.
Nos ocuparemos primero de la forma externa de este masoquismo. El tratamiento analístico nos presenta
pacientes cuya conducta contra el influjo terapéutico nos obliga a adscribirles un sentimiento inconciente de
culpabilidad.
Nos es posible reconocer a tales personas (la reacción terapéutica negativa) y no ocultamos tampoco que la
energía de tales impulsos constituye una de las más graves resistencias del sujeto y el máximo peligro para el
buen resultado de nuestros propósitos médicos o pedagógicos.
La satisfacción de ese sentimiento inconciente de culpabilidad es la ventaja de la enfermedad, o sea, la suma
de energías que se rebela contra la curación y no quiere abandonar la enfermedad. Los padecimientos que la
neurosis trae consigo constituyen precisamente el factor que da a esta enfermedad un alto valor para la
tendencia masoquista.
Un padecimiento queda entonces sustituido por otro y vemos que de lo que se trataba era tan solo de
poder conservar cierta medida de dolor.
El sentimiento inconciente de culpabilidad no es aceptado fácilmente por los enfermos. Saben muy bien en qué
momento (remordimientos) se manifiesta un sentimiento conciente de culpabilidad, y no pueden convencerse de
que abrigan en su interior movimientos análogos de los que nada perciben.
Pero no podemos prescindir de juzgar y localizar este sentimiento inconciente de culpabilidad conforme al
modelo del conciente. Hemos adscripto al superyó la función de la conciencia moral y hemos reconocido en la
conciencia de la culpabilidad una manifestación de una diferencia entre el yo y el superyó. El yo reacción con
sentimientos de angustia a la percepción de haber permanecido muy interior a las exigencias de su idea (el
superyó). Querremos saber cómo el superyó ha llegado a tal categoría y por qué el yo ha de sentir miedo al
surgir una diferencia con su ideal.
El superyó conservo caracteres esenciales de las personas introyectadas: su poder, su rigor y su
inclinación a la vigilancia y al castigo. Ha de suponerse que la separación de los instintos provocada por tal
introducción en el yo, tuvo que intensificar el rigor. El superyó, o sea la conciencia moral que actúa en el, puede
mostrarse dura, cruel e implacable contra el yo por el guardado. El imperativo categórico de Kant es el heredero
directo del complejo de Edipo.
El superyó, sustitución del complejo de Edipo, llega a ser también el representante del mundo exterior real, y de
este modo, el prototipo de las aspiraciones del yo.
El complejo de Edipo demuestra ser la fuente de nuestra moral individual. En el curso de la evolución infantil,
que separa paulatinamente al sujeto de sus padres, va borrándose la importancia personal de los mismos para
el superyó.
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A las imágenes de ellos restantes se agregan luego las influencias de los maestros del sujeto y de las
autoridades por él admiradas, de los héroes elegidos por el como modelos, personas que no necesitan ser ya
introyectadas por el yo, mas resistente ya.
La última figura de esta serie iniciada por los padres es el destino.
Los sujetos despiertan por su conducta en el tratamiento y en la vida, la impresión de hallarse excesivamente
coartados moralmente, encontrándose bajo el dominio moral singularmente susceptible, aunque esta
“supermoral” no se haga consciente en ello.
Un examen más detenido nos descubre la diferencia que separa el masoquismo a tal continuación inconciente
de la moral. En esta última, el acento recae sobre el intenso sadismo del superyó, al cual se somete el yo. En el
masoquismo moral, el acento recae sobre el propio masoquismo del yo, que demanda castigo, sea por parte del
superyó, sea por los poderes parentales externos.
En ambos casos se trata de una relación entre el yo y el superyó, o poderes equivalentes a este último, y de
una necesidad satisfecha por el castigo y el dolor.
Constituye una circunstancia accesoria que el sadismo del superyó se haya claramente conciente mientras que
la tendencia masoquista del yo permanece casi siempre oculta a la persona y ha de ser deducida de su
conducta.
La inconciencia del masoquismo moral nos dirige sobre una pista inmediata. Podemos interpretar el sentimiento
inconciente de culpabilidad, como una necesidad de castigo por parte de un poder mental. Sabemos que el
deseo de ser maltratado por el padre, tan frecuente en las fantasías, se halla muy próximo al de entrar en una
relación sexual pasiva con él, siendo tan solo una deformación regresiva del mismo,
Aplicando esta explicación al contenido del masoquismo moral, se no revela su sentido oculto. La conciencia
moral y la moral han nacido por la superación y la desexualización del complejo de Edipo y provoca una
regresión desde la moral al complejo de Edipo.
El masoquismo crea la tentación de cometer actos pecaminosos, que luego habrán de ser castigados con
los reproches de la conciencia moral sádica o con las penas impuestas por el gran poder parental del destino.
Para provocar el castigo por esta última representación parental tiene el masoquismo que obrar
inadecuadamente, laborar contra su propio bien, destruir los horizontes que se le abren en el mundo real e
incluso poner término a su propia existencia real.
El retorno del sadismo contra la propia persona se presenta regularmente con ocasión del sojuzgamiento
cultural de los instintos, que impide utilizar al sujeto en la vida una gran parte de sus componentes instintivos
destructores. Esta parte rechaza del instinto de destrucción surge en el yo como una intensificación del
masoquismo.
El sadismo del superyó y el masoquismo del yo se completan mutuamente y se unen para provocar las
mismas consecuencias. Solo así puede comprenderse que del sojuzgamiento de los instintos resulte con
frecuencia un sentimiento de culpabilidad y que la conciencia moral se haga tanto más rígida y susceptible
cuanto más ampliamente renuncia el sujeto a toda agresión contra otros.
El masoquismo resulta un testimonio clásico de la existencia de la mezcla o fusión de los instintos. Su peligro
está en proceder del instinto de muerte y corresponder a aquella parte del mismo que eludió ser proyectada al
mundo exterior, en calidad de instinto de destrucción. Pero, como además integra la significación de un
componente erótico, la destrucción del individuo por si propio no puede tener efecto sin una satisfacción
libidinosa.
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El objeto, el objeto a, ese objeto que no ha de situarse en nada análogo a la intencionalidad de una noésis
(pensamiento), que no está en la intencionalidad del deseo, este objeto debe ser concebido como la causa del
deseo. El objeto está detrás del deseo.
El objeto es, en su función esencial, que se escapa en el plano de nuestra aprehensión.
La noción de causa pertenece a ese exterior, a ese lugar del objeto antes de toda interiorización.
En el fetiche se devela la dimensión del objeto como causa de deseo ¿qué es lo que se desea? No es lo que el
fetiche encarna en sí sino el fetiche causa de deseo. El deseo, por su parte, va a agarrarse de donde puede.
Para el fetichista, es preciso que el fetiche esté ahí. Es la condición en la que se sostiene su deseo.
Allí donde dicen yo (je) es ahí donde en el plano inconciente de sitúa a.
El deseo y la ley son la misma cosa en el sentido de que su objeto les es común. No basta pues con
reconfortarse diciendo que son, el uno respecto del otro, como los dos lados de la muralla, o como el derecho y
el revés. El mito de Edipo no significa más que esto. La relación de la ley con el deseo es tan estrecha que sólo
la función de la ley traza el camino del deseo. El deseo, en cuanto deseo por la madre, es idéntico a la función
de la ley. Es en tanto la prohíbe que la ley impone desearla. Se desea a la orden.
Pasaje al acto
El pasaje al acto es una respuesta del sujeto frente a la angustia, a lo real. Tiene como característica el
exceso, exceso que empuja a lo real. Se trata de un fenómeno dirigido al Otro como imbarrable, Otro a quién no
le falta nada.
Por otro lado, el sujeto del pasaje al acto se presenta tan radicalmente barrado que se “hace” objeto. Se trata de
un dejarse caer del sujeto, haciéndose objeto y dirigido al Otro.
Es condición, en el pasaje al acto, la identificación al objeto que se le supone a ese Otro. Identificación que,
en el caso del suicidio, ubica al sujeto como desecho, como resto. Puede ubicarse en M esta sensación de
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exceso, de ansiedad incontrolable, que empuja al pasaje al acto. Predomina un exceso –de goce- que se trata
de cortar, de poner un límite.
De este modo la intervención frente al pasaje al acto no puede ser de tipo interpretativo. Se trata, más bien, de
una intervención en acto que frene ese empuje hacia lo real, esa caída.
¿IMPLICACIÓN O DESIMPLICACIÓN?
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El primer movimiento del análisis no consiste en “implicar” al sujeto, sino mas bien en quebrantar su implicación
en la conducta sintomática, en romper la egosintonía de la neurosis; no “que se haga cargo” entonces, sino que
experimente más bien lo contrario, la amenidad, la extrañeza del síntoma.
Para que el síntoma salga del estado de enigma aún informulado, el paso que hay que dar no es que se
formule, sino que en el sujeto se esboce algo que le sugiera que hay una causa para eso.
Para Lacan → Síntoma: es lo que el sujeto conoce de sí, sin reconocerse en ello.
El analista solo puede interpretar el síntoma y esto es porque no puede conocerlo objetivamente, ni tampoco
puede llegar a un saber exhaustivo sobre él: el síntoma es esa verdad sólida y opaca que resiste al saber
integrado en el Otro. Resiste al comienzo, a veces cede durante un tiempo pero luego revive durante el
tratamiento, y resistirá hasta el final del psicoanálisis, para afirmarse entonces como un incurable capaz de
derrumbar al sujeto supuesto saber en una caída que puede ser concluyente, abrir otras opciones. Mientras
dura el tratamiento, él no es del todo responsable porque está dividido, y la causa de su división, la causa
actualizada en el análisis, es el analista.
La rectificación pensada como un “hacerse cargo” implica un estatuto imaginario y moral yo-yo. La única
responsabilidad que le compete es del orden del goce, subjetiva e Icc. La rectificación entonces, tiene más
que ver con reintroducir otro escenario psíquico. Producir un movimiento que transforme el síntoma para que el
sujeto convoque el saber y promueva asociaciones.
LACAN AL REVÉS.
Para el caso del ser hablante en tanto ser electivo, la dimensión del ser, incluso cuando parece un permanecer,
implica una decisión, en ese caso la de permaneser.
En lugar de responsabilizar prematuramente al paciente, pongamos sobre el tapete qué hay tenido de liberador
la terminación de un análisis.
Es verdad que en el final de un análisis se encuentran imposibilidades, lo incurable, el síntoma, el fracaso del
Otro como intérprete, etc., se encuentra en suma la castración, pero esta no es un dato solamente negativo, la
doctrina psicoanalítica dice que es un contrafuerte para el deseo y para los goces efectivamente asequibles,
que es un punto de apoyo para el acto, para salir de la fantasía en la que el neurótico, el perverso y el psicótico
demoran la realización de sus actos más interesantes.
La verdadera carencia que viene a mostrar el síntoma es la irresolución, la falta de un ser que elige no elegir.
Decirle “hacete cargo” es apelar a la cobertura yoica sin que nada de eso se modifique. El analista, destitución
subjetiva mediante, se hace causa de la división, de la irresolución. El análisis apuesta a la libertad electiva.
La destitución subjetiva implica: no comprender, no ser parte interesada, permitir la escucha, alojar el
padecimiento, desplegar la demanda, omitir el juicio, etc.
Lo que la castración ha evidenciado como falta de saber y falta de ser en el Otro en el final de un análisis,
puede redundar en una ganancia de ser en el analizado, ser en acto, elección, ejercicio de esa aptitud que
caracteriza al ser hablando de lenguas equivocas.
SUJETO Y SER HABLANTE. DOS FORMAS DEL SER DISCERNIDAS POR EL PSICOANÁLISIS.
Dos formas del ser hablante. Ambas se apoyan en un rasgo que diferencia a este de un ente programable: la
aptitud para elegir. Esa aptitud es tan importante, que todo lo demás, incluyendo los mecanismos de la neurosis,
la perversión o la psicosis, resultan secundarios, en la medida en que son ya el resultado de la toma de posición
de un ser que por su intervención en un momento electivo estructurante, queda escindido entre pulsión y
defensa.
- Ser del sujeto, es la que el psicoanalista encuentra en el comienzo verdadero del análisis, es el
síntoma. Es el analizante como subjetctum (aquello que resiste invariable el cambio en toda transformación),
como soporte de la cura analítica. La verdadera carencia revelada por el síntoma es la irresolución, la falta de
un ser que elige no elegir, que para hacerlo se extraña del tiempo, en el estilo de un “no todavía”, simulando que
no pierde ninguna opción, porque tampoco apuesta.
- Ser en acto, que implica una salida de la representación y por lo mismo puede constituir un acceso
a la presencia, tan requerida en el acto del psicoanalista.
Los intentos de solucionar la división del analizante mediante algún consejo, alguna toma de partido entre sus
partes divididas no puede sino resultar un fiasco, como siempre que en un psicoanálisis se reemplaza de
manera sostenida su orientación propia por un procedimiento sugestivo.
Lo que esperamos como resultado genuino no es un reforzamiento de la falta de ser, sino una ganancia de ser,
en acto, un acceso a otro ininterpretable que ya no es del síntoma: el acto.
Nos proponemos:
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1- aprender a detectar, describir y consignar en historiales clínicos adecuados aquellos momentos en que el
analizante ha elegido, o debiendo elegir no lo ha hecho, como hecho fundante de su neurosis
2 – consignar y describir aquellos momentos en que el analizante al comienzo, durante o al término de la cura
se ve confrontado a una nueva elección. Ejemplos de esto son la decisión de consultar, la de analizarse, las
distintas formas del agieren freudiano, la respuesta asociativa o resistencial a la interpretación, la interrupción y
la conclusión del tratamiento.
Hipótesis:
1- Si bien buena parte de la estructuración de la neurosis y del ocasionamiento de sus manifestaciones clínicas
pueden explicarse en términos de mecanismo, es posible aislar en todos los casos algunos momentos decisivos
en que el paciente, en tanto ser hablante, ha debido elegir en una alternativa respecto de la cual en principio él
es capaz de hacerlo, y no lo ha hecho, ha evitado hacerlo.
2- La puesta en acto transferencial expone la actualización, de al menos algunas de esas circunstancias, en las
que el ser hablante debió tomar partido y no lo hizo, y cuyo resultado ha sido la producción de síntomas como
formación de compromiso entre opciones contrapuestas.
3- Ya en la primera fase del encuentro con el analista está en juego una revisión de tales elecciones no
efectuadas.
4- Los resultados del tratamiento psicoanalítico pueden ser esclarecidos a partir de los momentos electivos que
se han manifestado bajo las condiciones del tratamiento.
Metodología
El objeto de estudio de nuestra investigación son los momentos electivos que pueden verificarse en el
tratamiento psicoanalítico de una neurosis. Definimos momentos electivos a esos momentos en que el ser
hablante ha de expresar una preferencia o un rechazo, dicho de otro modo una toma de posición ante el deseo
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del Otro, con consecuencias sobre su forma de gozar (activa, pasiva, o de diátesis media respecto de la
exigencia pulsional incitada por el deseo del Otro).
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posición defensiva ante lo pulsional y el síntoma mismo en tanto real separable de las interpretaciones con que
lo atempera la fantasía.
Hemos constatado aquí que algunas de estas variables ya están en juego en la iniciación de los tratamientos en
el servicio (cuarto objetivo).
El enseñante no es el amo, es un sujeto que pone su división a la obra. ¿Cuál? La de decir, y más precisamente
la de “decirse”, cuando es una cura. Pero esta tarea tiene un límite, el de lo imposible, porque todo no puede
decirse. Hay entonces, durante el curso de la cura y a su término, un interrogante concerniente a lo que
podríamos llamar la clínica de lo imposible de decir. Entre aquello que en una cura, cesa de no decirse
(contingencia) y lo que permanece imposible de decir, ¿Cuál es el lugar del acting out?
Es el Icc que determina al sujeto el que debe ser sacado a la luz. Sin embargo, hay una ambigüedad en el
“decirse”, porque el “se” podría designar tanto al remitente como al destinatario.
La paradoja de la tarea analizante es que se demanda al sujeto decir aquello que es, allí donde no es, allí
donde es el Icc, Icc que es saber, pero saber sin sujeto. Es saber sin nadie para saberlo, sin “yo” pero que
además es saber que se dice sin nadie para decir, porque el sujeto, aquel que dice “yo” no puede considerarse
ni como agente de su Icc, ni de su síntoma, de su lapsus o de su sueño. El Icc es un saber solo confirmado
por el hecho de que se lo puede leer. Es un saber que se confirma porque su lectura tiene efectos,
especialmente efectos terapéuticos.
Lo que hace lo cotidiano de los seres hablantes es una elección del “no pienso”, a entender como “no pienso el
Icc” que sin embargo, es eje de pensamiento. Cuando el Icc habla, el sujeto no es, en el sentido de “yo”
(“moi, Je”). Esta represión primaria de los pensamientos del Icc, es también una represión de la falta en ser. El
neurótico se hace demasiadas preguntas, es que esta embarazado por su Icc. Porque si el sujeto no piensa su
Icc, sucede que el Icc piensa por él bajo una forma precisa: son las formaciones del Icc. El síntoma es un
trastorno del “no pienso”.
El Icc le recuerda su existencia al sujeto amo de sí mismo y el psicoanálisis intenta unir ambos. Y es la
transferencia referida por una parte al sujeto supuesto al saber, la que induce al sujeto a volverse hacia su Icc.
El imperativo analítico implica que el sujeto cambie la posición que quiera renunciar a su “no pienso”. Una de las
funciones de las entrevistas preliminares es asegurarse de que el sujeto pueda cambiar de posición, pueda
ponerse en esa posición que es la del esclavo (de la asociación libre), pueda asumir su “no soy”. Nadie, asume
su “no soy”, pero el analizante en todo caso, acepta hacer la prueba, porque ya la hizo, para su desagrado, en
el síntoma.
La paradoja del acting out es que la verdad está allí, pero de modo tal que desde el comienzo los analistas
reconocieron en él un malogro a la cura.
Acting out es el término que usó Strachey para el agieren freudiano.
Este out no hay que entenderlo como fuera del campo del análisis, no hay fuera del análisis desde que el sujeto
entra en la transferencia. Tampoco quiere decir fuera del consultorio del analista, quiere decir fuera de la esfera
de los recuerdos, fuera de la esfera de lo que se dice.
El agieren freudiano es un modo de la transferencia, la transferencia-resistencia. Lo reprimido no retorna allí en
el pensamiento, retorna en la acción, en el hacer, en el actuar.
La vida que el analizante tuvo no se rehace. Lo que cambia, es cómo él se sitúa en ella y el sentido que le da.
Reconstituir su historia es reencontrar la sucesión de las identificaciones del sujeto (S1… S1… S1…) y en cada
etapa, la verdad que allí se anuda. En cuanto al agieren, hay q decir que en la medida en que es legible, y
legible como repetición, no deja de participar, él también, del mismo registro del sujeto supuesto al saber, o sea,
del descifrado significante.
Rememoración y acting out están, al menos en parte, del mismo lado, el del Icc. Lo que está del lado de la
transferencia (puesta en acto) no es el acting out, es el pasaje al acto, porque se opone al trabajo del
significante.
El acting out es otra cosa, está del lado del Icc, de una manifestación salvaje del Icc. Una verdad se da a leer,
sobre todo cuando el acting out se impone como réplica de una intervención del analista.
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La interpretación del acting out, aunque posible, no es admisible para el sujeto. Y esto por falta de subjetivacion.
“Quien dice no es sujeto”.
Del síntoma el sujeto se queja, carga con su molestia y con su pregunta. El acting out, no se queja. Pasa
incluso desapercibido y a menudo parece relatada como por casualidad y sin que se plantee la pregunta por su
sentido. El síntoma es una opacidad subjetiva. Es reconocido por el sujeto, él se interroga con un ¿Qué quiere
decir? Dirigido a veces al analista. Se lo supone legible. Nada de todo esto para el acting out. El sujeto no sabe
lo que eso dice, ni siquiera que eso diga.
El acting out no tiene estructura de metáfora, sin embargo, se ubica en la dialéctica de la relación con el Otro:
habitualmente le está dirigido y le responde cuando la interpretación se extravía y se lo da a interpretar al buen
entendedor que falta. Acting out es cuando hay verdad dejada a cuenta; muestra, indica a la verdad en deuda.
El acting out es interpretable, pero no se debe interpretar porque su interpretación no es recibida por el
analizante. Sin embargo el analista tiene que responderle porque mientras el analizante está en act-out, no está
en posición de analizante. Él tiene que responderle, incluso pararlo. (Ejemplo de DORA)
La posición obsesiva consiste en obturar la inconsistencia del Otro allí donde no hay significante en el Otro, en
cubrir todo lo real con el significante. ¿Qué deviene lo real fuera del significante, que sin embargo existe? Pasa
al acto, a menudo irruptivamente, siendo sus formas extremas ya el suicidio o el acto criminal. El punto de
inconsistencia del Otro inspira al sujeto obsesivo odio y terror: él intenta cubrirlo con la marea de su trabajo
mental y con sus inhibiciones, pero ellas se desgarran en la irrupción del pasaje al acto.
El histérico es el sujeto mismo, el sujeto dividido, el Icc en ejercicio.
El sujeto dividido está en el lugar del agente, en el lugar del que ordena, para un beneficio que es de producción
de saber. Pero allí hay como un fingimiento del discurso. El sujeto histérico parece pedir el saber, pero lo que
quiere es el ser, el ser que a la vez falta (falta en ser) y desafía, pregunta su forma de remediar la falta en ser,
es el lazo social por el que intenta alojarse en el vacío del Otro.
El acting out, me parece ser por excelencia, en la histeria, el instrumento clínico de ese desafío: una ficción que
da a leer esa verdad que, del ser, queda fuera de las capturas del verbo, y que es a la vez “pito catalán” y
llamado al saber. Es acting out del ser, en búsqueda del partenaire que tiene una oportunidad de responder.
Pasaje al acto: no hay Otro. Cae el Otro y no hay más sostén para el sujeto.
Acting-out: acción mostrativa en tanto se dirige al Otro. Si hay dirección al Otro hay transferencia. En el acting-
out hablamos de transferencia salvaje, ya que hay dirección al Otro→ transferencia que no es alojada por el
Otro, no hay lugar para mí en el deseo del Otro. Se dirige al Otro en función de obtener una respuesta. Pero
esta respuesta no es del orden de la interpretación. Colette Soler plantea que el padecimiento que se dirige al
Otro no está subjetivado. En ese algo que se muestra lo importante es la respuesta, no la interpretación.
Pivote del Sujeto Supuesto Saber→ pasar de esa actuación a preguntarse por qué me pasa esto o qué
enigmático que es esto.
Neurosis Psicosis
Situación inicial El yo, al servicio de la realidad reprime una El yo al servicio del ello resigna la
moción pulsional. No es todavía neurosis. realidad. Huida inicial de la realidad
Obediencia a la realidad.
Segundo paso Indemnización del ello a expensas de la realidad y Compensación de la realidad, pero
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o reparación reestablecimiento de la satisfacción (en el no a expensas del ello, sino por la
síntoma) Reacción (del ello) contra la represión y creación de una nueva realidad.
fracaso de esta. El retorno de lo rep constituye la
enfermedad propiamente dicha. Intento de huida.
Afán del poder del ello q no se deja constreñir por la realidad. Rebelión del ello contra la
realidad. Expresan su incapacidad para adaptarse a la realidad. Reacción del yo con
angustia.
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