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Geoestéticas

Lic. Martin Bolaños, FFyL - UBA

Resumen

¿Qué ocurre con el arte cuando sus prácticas acontecen por fuera de los dispositivos de visibilidad que las sociedades
occidentales han preparado para su circulación? ¿Qué ocurre cuando el arte se manifiesta como un vínculo social al
margen de la lógica del capital y sus taxonomías disciplinarias?

En las poblaciones migrantes, el arte participa de los cruces, ambigüedades y fluctuaciones que afectan a las
configuraciones identitarias de las vidas en tránsito. Es en esos intersticios, donde la memoria y la querencia expresan
su condición fronteriza, donde las expresiones artísticas emergen mostrando una fuerza particular. Fuerza que pone a
prueba las categorías de análisis moldeadas por la epistemología de las ciencias sociales. Este texto explora alcances
y limitaciones del concepto de geo estéticas y lo pone en relación con los de Geocultura (Rodolfo Kusch), Geopoética
(Fernando Ainsa) y Archipiélago (Edouard Glissant).

Abstract

What happens to art when its practices occur outside the visibility devices that Western societies have prepared for
circulation? What happens when art manifests itself as a social bond outside the logic of capital and its disciplinary
taxonomies?

In migrant populations, art participates in the crossings, ambiguities and fluctuations that affect the identity
configurations of lives in transit. It is in these interstices, where memory and querencia express their border
condition, where artistic expressions emerge showing a particular strength. Force that tests the categories of analysis
molded by the epistemology of the social sciences. This text explores the scope and limitations of the concept of geo-
aesthetics and puts it in relation with those of Geo-culture (Rodolfo Kusch), Geopoetics (Fernando Ainsa) and
Archipelago (Edouard Glissant).

Resumo

O que acontece com a arte quando suas práticas ocorrem fora dos dispositivos de visibilidade que as sociedades
ocidentais prepararam para a circulação? O que acontece quando a arte se manifesta como um laço social fora da
lógica do capital e de suas taxonomias disciplinares?

Nas populações migrantes, a arte participa dos cruzamentos, ambiguidades e flutuações que afetam as configurações
identitárias das vidas em trânsito. É nesses interstícios, onde memória e querencia expressam sua condição de
fronteira, onde surgem expressões artísticas que mostram uma força particular. Força que testa as categorias de
análise moldadas pela epistemologia das ciências sociais. Este texto explora o alcance e as limitações do conceito de
geoestética e coloca-o em relação com os da Geocultura (Rodolfo Kusch), Geopoética (Fernando Ainsa) e
Arquipélago (Edouard Glissant).

1
En un texto de convocatoria a un Congreso Internacional organizado por el departamento de historia
del arte de la Universidad de Barcelona, en 2015 se propone “reivindicar la dimensión geo-estética como
una disciplina para interpretar aquellas prácticas y discursos que desde sus lugares de emisión son
susceptibles de redefinir -o cuando menos, cuestionar- las relaciones centro-periferia”. Geo-estética (en
singular) como disciplina hermenéutica que interpreta prácticas y discursos disidentes. También el crítico
español Joaquin Barriendos, en el mismo contexto, se refiere a la geo-estética como una disciplina que
expresa una oposición activa a la segmentación multicultural del circuito del arte contemporáneo. Así, la
única fuerza crítica que podemos oponer a la internacionalización (sic), consiste en aprovechar lo que el
autor llama “procesos de translocalización estratégica” para abrir el juego a “una mentalidad geoestética
necesariamente contestataria, crítica y reflexiva” (Barriendos, 2007).

Más allá de lo que signifiquen los procesos de translocalización estratégica, parece tautológico
suponer que pudiera darse una liberación de las relaciones desiguales sin desarticular el circuito de la
desigualdad. Frente a estas actitudes apropiacionistas de interculturalidades y geo estéticas, las
epistemologías del desprendimiento oponen modos de pensar propios.

En palabras del filósofo uruguayo Yamandú Acosta:

“se hace necesario discernir entre ejercicios de –aparente- interculturalidad que refuerzan
sobrelegitimando –eventualmente de un modo no intencional- a la
monoculturalidad/multiculturalidad… y ejercicios de efectiva interculturalidad en los términos
de una interculturalidad descentrada y crítica que son aquellos que tienen lugar desde la
constitutiva –y constituyente- interculturalidad de la transmodernidad”. Acosta (2017).

La construcción lingüística que nos ocupa, la(s) geoestética(s), revela las marcas coloniales inscriptas
en su genética. Ambas, palabras de origen griego, amalgamadas en la Europa del siglo XVIII: geografía y
estética. En los dos casos está supuesto el distanciamiento. Distanciamiento entre el cartógrafo y lo
cartografiado, distanciamiento entre el contemplador y lo contemplado. Hoy sabemos que tales dicotomías
han quedado encadenadas a lo que durase la modernidad. No hay cartografía que no construya -y a la vez
que se construya a si misma- a través de lo cartografiado. No hay contemplador que no invente en su totalidad
aquello que está contemplando. La proxemia, la interacción, la participación y la relación son marcas
contemporáneas de un arte que no propone estéticas sino poéticas de la invención. No supone un público
sino un co-creador y no admite la existencia de obras sino de espacios relacionales (Bourrieaud, 2009).

Un primer problema surge cuando constatamos que estas operaciones se producen en torno a un
guión curatorial, el cual a su vez es legitimado por instituciones culturales (Museos, galerías, bienales,
coleccionistas, escritores o filósofes), las que por su parte responden a programas de gestión y desarrollo
económicos locales, regionales o globales. El circuito del arte contemporáneo, entonces, condena a las
buenas conciencias de la invención y la apertura, a reproducir los intereses del sistema financiero, en
cualquiera de sus niveles.

El segundo problema es que las características recién mencionadas del arte contemporáneo son las
que tradicionalmente se han asignado al arte popular. (Acha, Colombres, Escobar, 1991). Por ejemplo: el

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arte popular reniega de la función estética, o al menos la ubica en un mismo plano con otras funciones o
significaciones: rituales, afectivas, decorativas, y, desde ya, religiosas. El arte popular tampoco destaca el
carácter aurático de la obra, ni supone un contemplador distante y mucho menos, crítico. Supone en cambio
el contacto, físico o afectivo, entre las personas o entidades que interactúan por medio del “objeto” artístico.

Incluso los valores de “habilidad o virtuosismo” son muchas veces dejados de lado -como ocurre en
el arte “contemporáneo”- a favor de un concepto o de una relación sobre la que se construye el sentido de un
objeto un ritmo, un tatuaje o una danza. Al igual que en el arte contemporáneo, el arte popular relativiza la
necesidad de una autoría individual, apuntando al anonimato o a la comunidad como agente de invención.

Sin embargo, y a diferencia del arte contemporáneo de los museos, las bienales y los eventos, el arte popular
reclama la religión o el mito y elude la centralidad de los mercados. Es cierto que todas las formas artísticas
populares terminan exhibidas en una colección privada o agonizando en los envases mediáticos de la
industria cultural. Pero lo que se colecciona, se vende o se difunde es ya su cadáver.

Y en esto reside su carácter fuertemente político. En que el arte popular no puede vivir como tal
dentro del circuito higiénico del capital. No puede pensarse lo popular sino como una cualidad que excede
los cálculos cuantitativos. Es aquello que se sustrae al número, que no puede ser contado, que habita en los
límites de la forma. El arte popular siempre es fronterizo.

En este escenario, las geopoéticas operan como despliegue sensible de las contraculturas
transmodernas. Abandonada la constelación “estética”, vienen a la mente otras palabras-constelaciones que
dialogan o han dialogado, no siempre en buenos términos, con las derivas de la estética. Contra ella se ha
invocado a la estésis, o estésica, donde la sensibilia se emancipa de su condición de cognitio confusa, y a la
vez reclama una epistemología desde los sentidos, en tanto estrategia de desprendimiento epistémico
(Mignolo, 2010; 2014). Pero la estesis por sí misma no alcanza para visibilizar la complejidad de un
dispositivo que, en tanto transmoderno, involucra también la tecnosfera de un capitalismo sin bordes.

Por eso, provisoriamente, hablaremos de geopoeticas. Reinterpretando el geo, pero manteniendo la


idea de poiesis, bajo su aspecto de permanente auto-invención, más allá de los medios, los soportes o los
lenguajes en los que ella se expresa.

En la era de lo trans-local, los desplazamientos de cuerpos y territorios producen una paisajística del
devenir migrante (Massey, 1991). Tal vez el arte, entendido como geopoética, sea, entre otras cosas, la
dimensión sensible de ese tránsito que reclama un lugar de encuentro; un lugar que, si no fundante, sea al
menos suficientemente estable como para permitir un desarrollo vital del sentido.
Dicho lugar de encuentro es el cruce de los infinitos itinerarios que constituyen una geocultura.

Como dice Ticio Escobar en otro texto: “Quizá la duración de los procesos culturales esté asegurada
por la posibilidad suya de asumir el pasado desde el sitio, provisional siempre, que funda el momento propio:
lugar abierto a escenas distintas y cruzado por muchos tiempos” (Escobar, 1998).

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No se trata de una geocultura del lugar fijo, del arraigo o del suelo. Kusch define a la espacialidad
americana como un “enfrentamiento absoluto consigo mismo”. (Kusch [1976] 2011: 105). El suelo es un
espacio móvil surgido de los itinerarios y desplazamientos. Lo americano, dice Kusch en el mismo lugar,
“entendido como un despiadado aquí y ahora”. Tiempo y espacio son despiadados en América, sin duda.
Esa impiedad describe -no define, ya que es indefinible- lo americano. Ante esto incluso la cultura es apenas
un refugio precario, un domicilio provisorio. Y distingue la experiencia de esta geografía sin mapas, asumida
en su pathos agonal, de los artificios tecnológicos con que se intenta medirla.

Por otra parte, ni la cultura ni la geografía son ya las mismas luego de su conjunción. Esta conjunción
habilita un espacio-tiempo trágico que requiere de otro tipo de saber. La geocultura se da entonces como una
dimensión interna al sujeto. Ella “remite a sujetos culturales que están siempre en constitución, ya que son
sus prácticas culturales las que los definen y redefinen” (Scherbowsky, 2015:49). Las culturas son, además
y, sobre todo, “resultados provisorios de diálogos, conflictos, infamias, encuentros y desencuentros” (Fornet
Betancourt, 2009). Reservas comunales de sentido en permanente transformación. De modo que lo “geo” no
refiere aquí al dibujo militar de una distribución poblacional, ni tampoco a la cartografía fixista de un
culturalismo anclado en mitologías románticas.
Fernando Aínsa (2005: 4-10) pone a trabajar la palabra “geopoética” en un contexto específicamente
literario. Conviene repasarlo porque atañe a una serie de experiencias de la espacialidad de la América
Nuestra según aparece en escrituras que van desde Cristóbal Colon hasta Julio Cortázar y Jorge Luis Borges.
Por un lado, describe una batalla secular entre el “logos” y el “topos” de la paisajística del “Nuevo” Mundo.
Una tradición que atraviesa la historia literaria y que narra los intentos renovados y conflictivos de
racionalizar un espacio que se resiste a las cartografías, que burla las trazas de las sendas, borra los caminos,
devora a los exploradores. “El diálogo entre el conquistador y el espacio americano parece entablado sobre
las bases sólidas de la posesión que sigue al deseo” (2005:6). Pero al mismo tiempo y junto con esa
espacialidad construida, se desarrolla la experiencia de los “espacios negativos”, los plegamientos barrocos
de un espacio indisolublemente ligado a las existencias sociales que lo construyen desde su cotidiano existir:

“El estar determina el ser, relación que la crítica ha reflejado en los análisis sobre paisajes,
ambientes, descripciones que forman parte del espacio novelesco, espacio que supone el lugar
donde se desarrolla la intriga, verdadera red de relaciones suscitadas por el propio texto”
(2005:10).

Entre tales espacios se hallan las “exterioridades” que remiten al desarraigo y al exilio. El espacio ya no
es “refugio”, sino incertidumbre, búsqueda de la identidad en geografías móviles, tránsitos que no encuentran
sosiego. Las geopoéticas de Aínsa exploran desde la literatura “estos modos de organizar el mundo según
circunstancias creativas que generalmente son tan dinámicas como envolventes”. Narrativas que resultan de
“una tensión, de una escisión y de una disconformidad” (2005:10).

Tensión, escisión y disconformidad. Es en esa negatividad donde las propuestas geopoéticas coinciden.
No tanto en la descripción de las batallas entre lo topográfico y lo geográfico, entre el Logos y el Topos, sino
en el testimonio emergente de espacialidades otras que, lejos de invertir los términos de la relación, anulan
la relación en sí.

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El poeta antillano Edouard Glissant (1928-2011), construye una espacialidad geopoética de la
dispersión. La metáfora del archipiélago recupera la diversidad en la unidad, mediada por la práctica del
tránsito, de la navegación. Dice Glissant:

“El pensamiento-archipiélago, pensamiento del ensayo, de la tentación intuitiva, que se podría


adosar a pensamientos continentales que serían sobre todo pensamientos de sistema. A través
del pensamiento continental, aún vemos el mundo en bloque, en grueso, o como un chorro,
como una especie de síntesis imponente, tal como cuando observamos sucesivas tomas aéreas
de vistas generales de los contornos de los paisajes y de los relieves. A través del pensamiento-
archipiélago, podemos conocer indudablemente las más pequeñas piedras de río e imaginar
los huecos de agua que éstas cubren, dónde aún se albergan los cangrejos de agua dulce.”
(2008:4).

Desafía de ese modo tanto la insularidad de las culturas fijas y sus poéticas estancas, como el
monologismo territorial del espacio continental. El “pensamiento archipélico” es un pensamiento no-
sistemático, cuya forma es intuitiva y frágil, y deriva de una visión poética y de un imaginario del mundo”
(Boyer, 2009:20). El archipiélago es también un espacio abierto en continua transformación y expansión. La
condición de su habitar es por lo tanto fronteriza, los sentidos se trasladan, sus poéticas crecen y se ramifican,
desquebrajando la unidad globalizada del no-lugar: “Debemos acostumbrarnos a la idea que el absoluto del
Ser es continental, que las variaciones de la Relación comienzan con los archipiélagos, y que el conocimiento
es errante, que va literalmente de un sitio a otro y que ello lo refuerza” (Glissant, 2008:6).

No se trata, obviamente, de aquella retórica de la multiculturalidad1, el melting-pot, pero tampoco de


la celebración de mestizajes, sincretismos o hibridaciones que darían por resultado una nueva identidad
plegada sobre sí misma. Por el contrario, el archipiélago geopoético de Glissant es una ruptura respecto de
ambas actitudes. La multiculturalidad encierra en “nichos” a las poblaciones según su origen, etnia o idioma,
mientras que el archipiélago es apertura y expansión. Y la “creolización” es para Glissant una “alquimia
viva” que supera los mestizajes, aun cuando con frecuencia los atraviesa.

Para finalizar, lo que podemos mantener es la intención de descolonizar el pensamiento sobre


cada una de las figuras que hacen a la comprensión estandarizada del arte: artista, obra, contemplación,
recepción, participación, interacción, circulación, exhibición, institución y un largo etcétera. Lo cual se
expresa en la pregunta sobre qué pasaría con todas estas figuras si no existieran los mercados de arte ni
se inscribieran las prácticas en una condición neocolonial.

Esta última condición ha heredado de la Modernidad la necesidad de mantener la tensión entre


el fixismo de la identidad y una dinámica de la mezcolanza. En el primer caso, la identidad sirve para
visibilizar y demarcar un territorio de existencia. En el segundo caso, la movilidad opera como una
fuerza de producción de sentido desterritorializada.

1 Véase Grimson (2008:50), donde, siguiendo a Hannerz, se critican tres supuestos de la multiculturalidad como “archipiélago”: “1.
“Se tiende a considerar a los grupos humanos como unidades discretas clasificables en función de su cultura como en otras épocas
lo eran en función de la raza; 2. Esa clasificación se sustenta en el supuesto de que esas unidades tienen similitudes a su interior
y diferencias con su exterior; 3. Esto permitiría diseñar un mapa de culturas o áreas culturales con fronteras claras. Es la idea del
mundo como archipiélago de culturas”.

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La “cultura popular”, entendida no como cultura de masas, sino como reserva impersonal de
sentidos, (multi-identitaria, migrante, hibrida, informe, políticamente sospechosa y antropológicamente
dudosa), ejerce una actividad deconstructiva que podría reponer la idea de una poética inaccesible a las
lógicas del poder sistémico.

¿Es posible depositar la fe en el espacio invisible de esta corriente vital, desfondante y a la vez
fundante de una contracultura del devenir? Es lo que se experimenta al recorrer los laberinticos mercados
al aire libre, en el Alto paceño o en la estación de Liniers o en las “villas” de Buenos Aires. Estas
espacialidades barrocas, intrincadas, exuberantes en estímulos sensoriales, cargadas de energías
seculares son un buen ejemplo de lo que Michel Foucault llamaba “heterotopias”: “esos espacios
diferentes, esos otros lugares, esas impugnaciones míticas y reales del espacio en el que vivimos”
(Foucault, 2008:1).

Las geopoéticas no se proyectan sobre un espacio vacío ni sobre una temporalidad histórica. No
tienen lugar y no tienen futuro, eluden la hoja en blanco, el lienzo vacío o el silencio de la audiencia. De
ese modo manifiestan la dimensión de “profundidad” que el capitalismo avanzado necesita negar para
reproducir su eterna privatización de la existencia.

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