La Vida Consagrada, don y misterio para la Iglesia
El Santo Padre ha convocado a toda la Iglesia a celebrar el Año de la Vida
Consagrada. Por tal motivo, el 2015 está signado por este acontecimiento de gracia, teniendo en el horizonte los 50 años de la Constitución dogmática Lumen Gentium del concilio Vaticano II y, en particular, de la publicación del decreto conciliar Perfectae Caritatis sobre la adecuada renovación de la vida religiosa.
Dicho Año ha comenzado el 30 de noviembre de 2014, primer Domingo de
Adviento, y se prolongará hasta el día 02 de febrero de 2016, fiesta de la Presentación del Señor. Tres son los objetivos que el Papa ha delineado sobre la base de aquellos mismos que San Juan Pablo II propusiera a comienzos del tercer milenio en su exhortación Vita consecrata: «Vosotros no solamente tenéis una historia gloriosa para recordar y contar, sino una gran historia que construir. Poned los ojos en el futuro, hacia el que el Espíritu os impulsa para seguir haciendo con vosotros grandes cosas» (Exhortación apostólica postsinodal Vita consecrata, n. 110). Así, los Objetivos para el Año de la Vida Consagrada pueden esbozarse de la siguiente manera: a.- En primer lugar, los consagrados deben “mirar al pasado con gratitud” para afianzar su identidad, la unidad de sus institutos y el sentido de pertenencia: un solo corazón, una sola alma, gozando de la presencia del Señor (Perfectae caritatis, 15). Dios, que ha querido embellecer a la Iglesia con variados dones y carismas, preparándola para toda obra buena, ha dado en los consagrados respuestas a las necesidades de la Iglesia, según los signos de los tiempos, traduciendo el Evangelio en formas concretas y particulares de vida. Esta mirada hacia la historia debe ser ocasión para dar gracias y alabar a Dios y, al mismo tiempo, una invitación a la conversión teniendo en cuenta la propia fragilidad y la experiencia del amor misericordioso del Señor. Por tal motivo, la confianza en el Dios Amor (cfr. 1 Jn 4, 8) debe estar en la base de la confesión humilde de la santidad y vitalidad a la que están llamados los consagrados. b.- En segundo lugar, la mirada hacia el pasado tiene que traducirse en un impulso para “vivir el presente con pasión”, asumiendo los desafíos que plantea la cultura contemporánea, la sociedad del enfrentamiento, la difícil convivencia entre las culturas… Viviendo la mística del encuentro, los consagrados deben ser “expertos en comunión” y signos creíbles de la presencia del Espíritu, que despierta el deseo de que todos sean uno (cfr. Jn 17, 21). La llamada del Espíritu Santo, a quien hay que escuchar en el hoy de la Iglesia para seguir a Cristo con amor apasionado, ha sido siempre la razón esencial de todas formas de consagración. En tal sentido, las reglas de vida, los votos religiosos, los estatutos de las asociaciones e institutos son instrumentos en orden a vivir la radicalidad del Evangelio con la fuerza de la pasión centrada en Cristo: “Para mí la vida es Cristo” (Flp 1, 21). Amar a Cristo – primer y único amor – hace posible amar en la verdad y la misericordia a toda persona, dando testimonio de la compasión que movía el corazón de Jesús hacia la multitud, tal como nos lo relata el Evangelio. Por eso, el Evangelio de Cristo es el vademécum del consagrado: para leerlo, meditarlo y, sobre todo, vivirlo. c.- En tercer lugar, frente a la crisis y a las incertidumbres que actualmente afectan y amenazan a la vida consagrada, se impone “abrazar el futuro con esperanza”, sin miedos, apoyados en la fe en el Señor de la historia, “en quien hemos puesto nuestra confianza” (2 Tim 1, 12) y que no defrauda. Sin oír a los “profetas de desventuras”, es necesario mirar al futuro, permaneciendo despiertos y vigilantes, revistiéndose de Jesucristo y portando las armas de la luz (cfr. Rom 13, 11-14). Las exigencias del testimonio y del anuncio deben confluir en el diálogo entre los consagrados jóvenes – que son el presente y, al mismo tiempo, el futuro – y la generación que les precede, para revitalizar el entusiasmo y los ideales que han de animar a los nuevos modos de vivir el único Evangelio en consonancia con las nuevas condiciones y circunstancias.
La «mirada hacia el pasado», la «pasión para vivir el presente» y la «tensión
esperanzada hacia el futuro» son los ejes que dan forma a la vida consagrada: siempre la misma y siempre renovada. Experimentar y demostrar que Dios es la felicidad del ser humano, que la auténtica fraternidad alimenta y afianza la alegría y que la donación total de sí en el servicio a la Iglesia y a los hombres son la fuente de la realización personal y plena de la vida, constituye una urgencia para la vida consagrada hoy. Este testimonio, apartándose del culto a la eficiencia y al poder, al bienestar y la salud como fines en sí mismos, al éxito, a la marginación y exclusión de los "perdedores", debe conducir al consagrado a encarnar la máxima del Apóstol: "Cuando soy débil, entonces soy fuerte." (2 Cor 12, 10). En la configuración con Cristo, obediente, casto y pobre, el consagrado se transforma en signo y rostro de la Pascua, fuerza testimonial para una sociedad hambrienta y sedienta de Dios. Así, obrando por atracción (cfr. Evangelii gaudium, n. 14), la vida consagrada está llamar a vitalizar a la Iglesia, transparentando la alegría y la belleza de vivir el Evangelio en el seguimiento más cercano y radical de Cristo.
En virtud del Bautismo, todo cristiano es un consagrado a Dios y está llamado a
imitar a Cristo. Asimismo, el pueblo de los consagrados es un "linaje escogido, sacerdocio real, nación santa, pueblo adquirido para anunciar las alabanzas de Aquel que los ha llamado de las tinieblas a su admirable luz» (1 Pe 2, 9).