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el FEMINISMO

ESPONTÁNEO
d e l a HISTERIA
EMILCE DIO BLEICHMAR

X' U U i l i i U U l
EM ILCE DIO BLEIGH M AR

E l fe m in is m o e s p o n t á n e o
DE L A H ISTER IA
Estudio de trastornos narcisistas
de la feminidad

[
IB
OSTMMJCjONES

fONTAMARA

]
Primera edición: 1985, Adotraf, S.A., Madrid, Espafla
Primera edición mexicana: 1989, Distribuciones Fontamara, SA.
Segunda edición: 1994
Tercera edición: 1997

Derechos reservados conforme a la ley

ISBN 968-476-090-6

© Emilce Dio Bleicnmar

<£> Distribuciones Fontamara, S. A.


Av. Hidalgo No. 47-b, Colonia del Carmen
Deleg. Coyoacán, 04100 México, D. F.
Tels. 659-7117 y 659*7978 Fax 658*4282

Impreso y hecho en México


Printed and made in México
A mi madre.
A mis hijos Andrea, Julieta y Javier.
A Memén y Mariana.
PRO LO G O
Se trata de un libro inteligente, que engloba aspectos sociales y cultu­
rales. Igualmente es un estudio estrictamente psicoanalítico que demues­
tra —por cierto, con tacto y respeto— el sexismo de Freud. Destaca có­
mo en nuestra sociedad, y en toda sociedad conocida, la diferencia de
sexos implica desigualdad, y ambas condiciones tienen consecuencias
psíquicas, poniendo énfasis en la disparidad existente en las leyes de la
cultura que constituyen y gobiernan la fem inidad y la masculinidad. La
prohibición del incesto es pareja para ambos sexos, pero una vez alcan­
zada la diferenciación sexual, la normativización del deseo del hombre
y la mujer circula por caminos opuestos.
Para analizar el desarrollo psicológico diferencial del varón y de la ni­
ña, ’a autora profundiza en los conceptos de género y sexo. Es un abordaje
importante, ya que estas dos nociones no suelen ser discriminadas en el
psicoanálisis clásico. Emilce Dio Bleichmar nos habla de la identidad de
género anterior al reconocimiento de la diferencia anatómica. Tanto la
niña como el varón saben desde muy temprano que son diferentes. Am­
bos idealizan y se identifican a la madre. Para ambos, la madre de la
primera infancia es poderosa y omnipotente. A esta identificación co­
rresponde en la niña su Yo Ideal femenino primario, cargado de libido
narcisista, y dando lugar al ideal del género al que pertenece. Discutien­
do este punto, descubrimos, no sin cierta malicia, la debilidad del varón
por tener que renunciar a esta identificación temprana, ajena a su género.
E l drama de la niña se produce cuando, al reconocer la diferencia
anatómica, descubre también la inferioridad insospechada de la madre,
inferioridad que no se lim ita a la supuesta castración, sino a la realidad
de la propia inferioridad de su ser social, su ser mujer, ya que los padres
de nuestra infancia son nuestros modelos ejemplares tanto de sexo como
de clase social. En esta época se constituye, a través de los avatares del
complejo de Edipo, el Yo Ideal femenino, ya marcado por ¡a doble
minusvalía del modelo materno, herida narcisística que deja una huella
a menudo imborrable.
En la parte primera del libro la autora se apoya principalmente en
las investigaciones de Margaret Mahler y de Stoller. Mientras que coin­
cido con Mahler, me parece que Stoller exagera en su valoración del gé­
nero frente al sexo biológico. Como psicoanalista y médica, y por cierto
como mujer, no puedo imaginarme una identidad femenina o masculina
sólida si el sexo biológico está en desacuerdo con ella. Sin embargo, el
enfoque de Stoller nos ayuda, aunque no lo tomemos al pie de la letra,
a comprender mejor el inestable y delicado equilibrio entre sexo y
género.
En la parte segunda del libro la autora resume críticamente, con am­
plitud y minuciosidad, la extensa bibliografía sobre la histeria, la diver­
sidad de criterios para interpretar y ubicarla, la confusión existente en
los empeños diagnósticos diferenciales y en el establecimiento de subca-
tegorías. Si esta parte puede parecer algo árida a los lectores que no per­
tenecen a nuestra especialidad, su esfuerzo en la lectura se verá amplia­
mente premiado por lo atractivo y revelador de los últimos capítulos.
En ellos hay descubrimientos muy acertados, «el feminismo espontá­
neo» —aberrante— de la histérica, quien a través de su frigidez, de su
no goce, reivindica el deseo de ser reconocida, no sólo deseada, y la ex­
plicación de los cambios de fisonom ía que el cuadro de la histeria ha su­
frido en el siglo último. Llegamos a comprender cómo la mujer de antes
solamente lograba ser escuchada si recurría a mensajes corporales,
mientras que la de hoy, si pretende diferenciarse del modelo materno dei
género, si bien amplía sus áreas de acción y obtiene mayor reconoci­
miento, aún paga la rebelión mutilando ¿u placer sexual.
E l reanálisis que hace Emilce Dio Bleichmar del famoso caso Dora
es brillante y totalmente convincente. Concuerdo con la autora, y creo
que actualmente somos muchos en sostener que las ideas sobre la mujer
constituyen «el talón de Aquiles» de la doctrinapsicoanalítica. Concor­
damos por experiencia clínica, pero ella lo demuestra, tras un arduo tra­
bajo interdisciplinario, ofreciendo de esta manera una sólida base cien­
tífica psicoanalítica a lo dicho por sociólogos y feministas. Ayuda de es­
ta manera a la mujer, en su cambio y en su lucha por una verdadero
autonomía, a poder abandonar el camino de la histeria y a lograr set
compañera del hombre en igualdad de derechos y posibilidades, sin poi
eso tener que renunciar a! deseo y al placer.

M a r ie Langer
INT ROD U CCION

No se discute con el destino, o cedemos a sus


poderes de fascinación o nos rebelamos. El re­
verso del destino es la conciencia, la libertad.

O c t a v io P az

'
LA HISTERIA: UNA CUESTION FEMENINA

La histeria se nos revela multifacética, plástica, voluble en su apa­


riencia y también en los intentos de comprensión que ha suscitado en
el curso de la historia. De las explicaciones mágicas, religiosas, médicas,
hemos arribado en el último siglo a las de carácter psicológico. Sin em­
bargo, lo circunscripto del dominio de pertenencia no ha disminuido la
variedad de las propuestas, ya que los matices abundan, y no es lo mis­
mo entender el síntoma histérico como producto de la represión del de­
seo sexual, que como un efecto del lenguaje, como una estructura básica
del ser humano o como una defensa específica contra la psicosis. Pero,
con todo, en el enjambre de rostros y de teorías se destaca un invariante:
ya sean hechiceras, santas, neuróticas o sujetos tachados, siempre se tra­
ta de mujeres. Será en torno a este punto donde haremos girar nuestro
Interrogante, ¿en qué se funda la predisposición de la mujer a la his­
teria?

Freud asestó un golpe mortal al supuesto naturalismo que goberna­


ría nuestros cuerpos, al establecer en el campo científico la profunda he-
teronomía entre la pulsión y su objeto. La sexualidad humana es capri­
chosa, variable, múltiple, a veces silenciosa, alejándose de la consisten­
cia y ritmo regular que caracteriza el celo animal. Gracias al psicoanáli-
lls, la histeria cobró distancia del naturalismo etimológico del que pro­
venía, y del útero se desplazó a las reminiscencias, al fantasma, al Edi­
po, pilares del gran descubrimiento que la histeria inauguraba, el in-
amsciente. Pero cuando se trata de explicar por qué se corporiza preva-
ientemente a través del cuerpo de la mujer, asistimos sorprendentemente
a la reintroducción de la línea supuestamente abandonada: a causa de
hil anatomía. Si bien, no se trata de la anatomía a secas, sino de las con-
wcuendas psíquicas de la diferencia anatómica de los sexos, con todo,
Agrá la anatomía la que se supondrá marcando el destino diferencial que
jistnnirá la castración en el hombre y en la mujer.
La posesión de un clítoris, al que se le adjudica sin mayor reflexión
filiación masculina, predeterminaría la organización de una fantasmáti-
ca fálica que gobernaría el vínculo de la niña con su madre en tanto mu­
jer. Toda niña sería un muchachito sin saberlo —tesis de la masculini­
dad primaria— hasta que descubre la diferencia de sexos, momento a
partir del cual, ahora ya con la certeza de no ser varón, deseará serlo
por el resto de su infancia o de su vida, sostendrá Sigmund Freud. Y
este núcleo fuerte de masculinidad en la mujer sería el responsable de
su proclividad a la histeria, roca irreductible al poder transformador del
psicoanálisis, de la palabra, a causa precisamente de su anclaje en otro
orden, el biológico.

Freud sellará la histeria una vez más en la historia del conocimiento,


al destino supuestamente fijado por la naturaleza a 1a mujer. Y quizás
sea este sector de su teoría —hoy ampliamente discutido y cuestiona­
do— donde es posible observar con mayor nitidez la marca del prejuicio
que hace obstáculo, que fija un límite al carácter transformador del pen­
samiento freudiano. El escándalo surge entre las mujeres analistas, es­
pecialmente entre las mujeres psicoanalistas de niños, quienes, obser­
vando a las niñas, las encuentran en franca contradicción con lo que la
teoría sostiene, ya que se revelan mucho más femeninas cuanto más pe­
queñas son. Melanie Klein eleva la bandera de la feminidad primaria,
una nena-mujer que conoce su vagina y desea el pene del padre práctica­
mente desde que nace, desvirtuando de este modo todo remanente de
masculinidad inicial en el determinismo de la histeria. Sin embargo, la
propuesta kleiniana, aun invirtiendo la hipótesis ciento ochenta grados
—la masculinidad primaria se transforma en feminidad primaria— no
contribuye a desterrar el naturalismo contenido en el modelo teórico, si­
no que lo entroniza aún más, pues tal feminidad también se concibe sur­
giendo de la anatomía, en este caso la que corresponde a su sexo, la
vagina.

¿Feminidad primaria o secundaria? Polémica que insiste y no se re­


suelve, y cuyo valor estriba, más que en polarizar a los analistas, en las
posibilidades que deja abiertas para la comprensión de la mujer. Pero,
¿qué entender por feminidad o masculinidad? ¿Acaso un sinónimo de
sexualidad, tal cual lo concibió Freud en sus artículos de 1931 y 1933,
que versando sobre un mismo tema se titulan, uno, «La sexualidad fe­
menina», y el otro, «La feminidad»? ¿O debemos pensar que tanto la
feminidad como la masculinidad aluden a una subjetividad que será la
encargada de investir al cuerpo, de marcar tanto su anatomía, sus fun­
ciones, así como al deseo sexual, con las múltiples significaciones y fan­
tasmas que modelan sus siluetas y comportamientos diferenciales?

El fenómeno del transexualismo viene en nuestra ayuda para indi­


carnos una dirección. Considerado durante mucho tiempo un trastorno
extremo de la sexualidad, a partir de los trabajos de Robert Stoller se
reubica su comprensión, iniciándose el capítulo altamente promisorio
de los trastornos del género. Las investigaciones sobre estos raros casos
demuestran la estructuración de un núcleo de identidad femenina, es de­
cir, un sentimiento e idea inicial de ser mujer, anterior a la marcación
anatómica del cuerpo, o sea, al reconocimiento por parte del niño de
una diferencia anatómica genital entre el hombre y la mujer. Esta femi­
nidad, cimentada en el seno de una peculiarísima relación con una ma­
dre que feminiza casi sin erotizar, tiene el extraordinario poder de recha­
zar la anatomía que ulteriormente el niño descubrirá. Identidad femeni­
na sostenida sólo por la convicción del niño y el deseo de la madre, y
que se opone con tanto rigor al empuje del cuerpo, a la anatomía, a las
hormonas, al deseo sexual que emanaría «naturalmente» de este suelo
biológico, que el niño y luego el joven no dudarán en buscar todos los
medios posibles para la transformación total de éste, su cuerpo de hom­
bre que cuestiona el deseo de ser mujer.

Lo que el transexualismo nos demuestra, entonces, es una via de su­


peditación de la sexualidad al género. Una vez definida una identidad
de género, ésta, la feminidad, por ejemplo —de acuerdo a las leyes que
dictan los postulados que la cultura ha edificado como lo masculino y
lo femenino—, normativiza el deseo sexual. Lo que revoluciona el pen­
samiento psicoanalítico es que, entonces, la feminidad/masculinidad no
se hallan exclusivamente bajo la égida de la anatomía, de lo biológico
para su organización, no sólo en el caso del transexual, sino de todo ser
humano. La introducción de la noción de género, su origen indepen­
diente de los del sexo y sus íntimas articulaciones posteriores clausuran
—en mi opinión— la dicotomía feminidad primaria o masculinidad pri­
maria, para establecer definitivamente la carta de ciudadanía de la femi­
nidad primaria, pero, simultáneamente, inauguran la concepción de una
feminidad secundaria, en el interior de la cual la masculinidad no puede
dejar de tener un lugar.

Existe claramente una feminidad temprana por identificación prima­


ria y/o especular a la madre, a la cual la niña conocerá, definirá y nom­
brará empleando el mismo discurso cultural por el cual se conocerá, de­
finirá y nombrará a sí misma. Discurso que no hará más que redoblar
los enunciados a través de los cuales la madre se define a sí misma e
identifica a su hija como su doble. Feminidad primaria que goza de las
licencias de lo imaginario, del fantasma, ya que en la intimidad de los
cuidados, del placer del amor y en las reducidas dimensiones en que la
madre reina, el niño/a puede edificar la idea de una feminidad a la cual
no le falta nada. Por tanto, hay un tiempo durante el cual la feminidad,
es decir, los atributos, actividades y actitudes que caracterizan a una
mujer, son considerados por el niño una condición ideal. Será por esta
valoración estrictamente fantasmática por lo que la feminidad primaria
para la niña se constituirá en el núcleo más poderoso de su Yo Ideal
preedípico, y por lo que la castración materna sólo ocupará un lugar psí­
quico, a posteriori del descubrimiento de la diferencia anatómica y de
la total significación de la función sexual de los órganos genitales. Si el
fantasma de la mujer fálica debe ser producido, es para mantener la
creencia en la omnipotencia materna, omnipotencia que hallaba su sus­
tentación en un universo gobernado por las significaciones que emana­
ban de la feminidad en tanto género femenino; el falicismo le será agre­
gado a posteriori, no para dar cuenta de la masculinidad inicial, sino
que tal masculinidad le debe ser añadida cuando esta última se instituye
en el símbolo privilegiado por la cultura para designar el poder. Este pa­
saje del cuerpo a lo simbólico en la determinación de la identidad, hasta
hoy llamada identidad sexual —justamente por el peso atribuido a la
marcación anatómica— y que de ahora en adelante debiéramos denomi­
nar identidad de género, contribuye a reintroducir en la teorización
psicoanalítica, una orientación que los propios trabajos de Freud sobre
la feminidad interrumpieron: la importancia de la realidad psíquica, del
registro de la fantasía, de la creencia, de lo simbólico, como órdenes
fundantes alejados de todo realismo ingenuo.

El centro de la primera parte de nuestro estudio sobre la histeria con­


sistirá en poner a trabajar el concepto de género en el interior de la teo­
ría psicoanalítica sobre la sexualidad femenina. Pensamos que los resul­
tados de tal elaboración contribuyen no sólo a resolver gran parte de los
impasses a que la misma se halla enfrentada, sino también a la elimina­
ción de todo remanente de naturalismo dentro del campo de la revolu­
ción freudiana. Para la clara distinción entre género y sexo es imprescin­
dible, al menos, un breve recorrido por algunas de las múltiples investi­
gaciones sobre la sexualidad que se han venido desarrollando en los últi­
mos veinte años en el campo de la genética, la embriología, la bioquími­
ca, la neurofisiología, la endocrinología y el comportamiento sexual.
La cantidad de hallazgos representan nn desafío saludable para nuestra
joven ciencia del psicoanálisis, que todavía se halla inmersa en los avata-
res de un libre discurrir, sin que los teóricos sufran el estorbo del peso
de los hechos.

Pero, ¿por qué esta recurrencia por nuestra parte a la biológico, des­
pués de tan enconada denuncia a las repetidas recaídas en el naturalismo
a que ha estado sometida la teoría? Pues, porque los datos empíricos
serán utilizados, lo que no deja de constituir una paradoja, para refutar
una teoría que hacía del empirismo —la diferencia anatómica de los se­
xos y lo supuestamente real— su sustento. Nos valdremos de una serie
de estudios empíricos que, desligados de connotaciones ideológicas, des­
mienten y desenmascaran la estructura imaginaria del supuesto empi­
rismo anatómico. Se trata en realidad de un contrapunto entre el em­
pirismo de la ciencia, que cierta epistemología desdeña y rechaza porque
confunde con otra dimensión de lo empírico —el de la ideología— , al
cual legítimamente ha sabido poner al descubierto. Es así como el nuevo
bagaje de conocimientos biológicos adquiere significación en el seno de
una teoría psicoanalítica, en la cual lo simbólico constituye el eje orde­
nador. No deja de ser sorprendente que, desde los extramuros del psi­
coanálisis, hoy sea posible fundamentar y completar la tesis freudiana
sobre el rol capital de las experiencias infantiles en la estructuración de
la sexualidad humana, y afirmar que las determinaciones biológicas sólo
podrán reforzar o perturbar una orientación edificada por el intercam­
bio humano. Money y los hermanos Hampson (1955) demuestran cómo
dos niñas, ambas hembras en el programa genético, gonadal y endocri­
no, con su estructura sexual interna normal, por padecer, durante la
gestación del síndrome adrenogenital, nacen con sus órganos sexuales
externos masculinizados. Una de las niñas es rotulada correctamente co­
mo hembra, mientras que a la otra —engañosamente varón por la
enfermedad— se le asigna el sexo masculino. A los cinco años, la desig­
nada hembra se considera y es considerada por su familia una niña, y
la que creyó ser varón, un varón. Lo que ha determinado el comporta­
miento y la identidad no ha sido su sexo (biológico), ya que es otro, sino
las experiencias vividas desde el nacimiento, experiencias totalmente or­
ganizadas sobre la naturaleza supuestamente masculina del cuerpo de­
signado como varón. También se constatan los raros casos de varones
nacidos sin pene y niñas sin vagina, que si bien sufren hondos conflictos
por este hecho, tales conflictos no conmueven una identidad de género
previamente establecida que no ha requerido la posesión del genital para
su constitución. Todos estos hallazgos, y muchos más, van operando
una suerte de línea de clivaje entre sexo y género, hasta hace una década
prácticamente sinónimos en el diccionario e inextricablemente ligados
en sus destinos, de modo que hoy es posible afirmar que pertenecen a
dos dominios que no guardan una relación de simetría, y que hasta pue­
den seguir cursos totalmente independientes. Es entonces la propia bio­
logía —debidamente enmarcada en un contexto teórico— la que des­
miente a las teorías que apelaron a ella, y que nos permite, con su favor,
asestar el golpe final a todo resabio de naturalismo, ubicando la femini­
dad y la masculinidad —en tanto identidades de género— como catego­
rías del patrimonio exclusivo del discurso cultural. Pero aún debemos
otro tributo a la biología, pues sabemos la magnitud de la inercia con
que se enfrentan las nuevas ideas hasta lograr su consagración. Para
aquellos que se sientan inclinados a seguir pensando en la masculinidad
inherente a la estructura anatómica de los órganos sexuales de la ñifla
—el clítoris—, lo que determinaría la naturaleza de su deseo sexual, se
encontrarán con la sorpresa de los datos que prueban que tal hipótesis
biológica es simplemente falsa, embriológicamente el clítoris no es
masculino.

Pero si queremos ser fieles a nuestro norte metodológico y mantener


la cercanía a los hechos clínicos, ¿cómo dejar de lado la presencia de lo
masculino en la histeria? ¿Cómo precisar la naturaleza de su bisexuali­
dad, se trata del deseo o de las identificaciones? ¿Qué es entonces lo bi-
fronte, su sexo o su género? La biología moderna desacredita rotunda­
mente el mito de la supuesta masculinidad de la niña, de manera que de­
ja de ser un obstáculo que pueda ser invocado, para profundizar en la
incuestionable feminidad primaria de la misma. Por otra parte, el des­
cubrimiento de la diferencia anatómica de los sexos que verdaderamente
determina el destino diferencial para la niña y el varón, no sería el que
éstos adquieren en un momento de su desarrollo, sino la debida norma-
tivización que en tanto género y orientación sexual tengan los padres,
quienes construirán desde su sistema simbólico la feminidad y/o mascu­
linidad que corresponda al cuerpo sexuado que dan a luz. En el caso de
la niña, la identidad de género femenino ve facilitada su estructuración,
pues en el campo intersubjetivo en el cual tiene lugar su gestación, el
otro especular —la madre— es efectivamente su doble. Esta específica
condición de maternalización de nuestra cultura marcará desde tempra­
no la mayor parte de los patrones que rigen la feminidad y la masculini­
dad. La dependencia, el déficit de diferenciación, el predominio del nar­
cisismo y de la ambivalencia en el vínculo, como rasgos peculiares de
la feminidad, serán rastreados desde el inicio. Pero en ningún momento
nos enfrentamos con ningún dato que pudiera ser considerado fálico o
masculino; la feminidad primaria parece transcurrir ideal, imaginaria y
fantasmáticamente al margen de toda significáción masculina para la ni­
ña. De ahí que pueda constituirse en una de las condiciones fundamen­
tales de su Yo Ideal, de su sistema narcisista. Tanto la niña como la ma­
dre gozarán de un tiempo en el que la representación de la mujer en tan­
to género será la sede del poder.

La crisis de la castración, al provocar una redistribución de la valora­


ción ligada al género, arrasa con ese universo femenino en que tanto a
la madre como a la hija no le faltaban nada, y el pene real del padre
será elevado en carácter de símbolo fetiche, representando privilegiada­
mente la compensación de toda carencia. Pero sabemos que aquello que
el descubrimiento de la castración pone en tela de juicio es el papel nar-
cisizante de la madre, ahora será del padre del que se esperará la valori­
zación. Se hace entonces necesario agregar en el estudio de la feminidad,
junto a la constatación de los efectos psíquicos que la diferencia anató­
mica de los sexos provoca en el sistema narcisista de la niña, aquellos
otros efectos que provienen del testimonio que la niña efectuará, de
ahora en adelante, de las múltiples y permanentes desigualdades en la
valorización social de los géneros. Creemos que la principal consecuen­
cia psíquica del complejo de castración para la niña es la pérdida del
Ideal Femenino Primario, la completa devaluación de sí misma, el tras­
torno de su sistema narcisista, y que el interrogante mayor a dilucidar
no es cómo hace la niña para cambiar de objeto y pasar de la madre al
padre, sino cómo se las arregla la niña para desear ser una mujer en un
mundo paternalista, masculino y fálico. La eficacia de la castración se
funda en la alteración, en la inversión de la valoración sobre su género,
de idealizado y pleno se convierte en una condición deficiente e inferior.
Pero si esta metamorfosis tiene lugar es porque el núcleo de la identidad
de género se halla firmemente constituida; la castración ni origina ni al­
tera el género, sino que lo consolida. Lo que sí compromete, organiza
y define es el destino que la niña dará a su sexualidad. El complejo de
castración orienta y normativiza el deseo sexual, no el género. En otras
palabras, decide básicamente sobre la organización de la sexualidad fe­
menina, no acerca de la feminidad. La niña se orientará o no hacia el
padre, estableciendo su elección de objeto sexual, sellando así o no su
heterosexualidad. Heterosexualidad que en la teoría requiere ser dife­
renciada de la feminidad, pues así como existen homosexuales femeni­
nas, también existen formas de histeria fuertemente masculinizadas y,
sin embargo, exclusivamente heterosexuales.
Pero a la niña no le basta establecer la heterosexualidad para lograr,
por consecuencia, una identificación secundaria a la madre que tipifique
su feminidad, ya que la feminidad, en tanto ideal, ha quedado cuestio­
nada por la castración. Deberá reconstruir su sistema narcisista de idea­
les del género y reinstalar una feminidad valorizada que oriente tanto
su rol del género como su deseo sexual. La prolongación en el tiempo
y sil clausura incompleta en la mayor parte de los casos, características
del Complejo de Edipo de la niña, encuentran explicación en la colosal
empresa narcisística que debe acometer: 1) la reconstrucción de su femi­
nidad, a través de la instauración de un Ideal del Yo Femenino Secunda­
rio que no sólo incluya la oposición fálico-castrado, sino el rol social
—rol conflictivo, ambivalentemente valorado— , así como la moral se­
xual que legisla sobre este rol, y 2) la narcisización de la sexualidad para
su género, pues la sexualidad femenina es un valor altamente contradic­
torio en nuestra cultura.

Recapitulando, la incorporación del concepto de género a la teoriza­


ción del desarrollo psicosexual nos ha permitido establecer la dimensión
simbólica de la feminidad. A su vez, a través de este desarrollo, hemos
podido situar el género como una representación privilegiada del siste­
ma narcisista Yo Ideal-Ideal del Yo, y constatar que estas estrucuras, así
como el Super Yo, siguen cursos de estructuración y formas finales de
organización diferentes en los distintos géneros, por lo que pensamos
que el género es un articulador o una estructura mayor, a la cual tanto
el Ideal del Yo como el Super Yo se hallan subordinados. Si bien la ley
del incesto introduce una legalidad pareja para ambos sexos prohibien­
do la sexualidad endogámica, sin embargo la moral sexual que normati-
viza el ejercicio del resto de las formas de sexualidad no es igualmente
simétrica.

Y será a partir del estudio de la especificidad del sistema narcisista,


de los ideales y valores que guían a la niña durante la latencia y la ado­
lescencia, de donde se desprenderá la fuerte oposición que rige tanto las
relaciones entre feminidad y narcisismo como entre sexualidad femeni­
na y narcisismo. Durante estos períodos la tipificación tanto de la femi­
nidad como de la masculinidad se realiza por mútiples vías, por identifi­
cación al objeto rival, por ejercicio del rol y por un proceso de moldea-
miento sólidamente pautado por los ideales de feminidad/masculinidad
imperantes en la familia y en la microcultura a la cual ella pertenezca.
El resultado es un clivaje estructural de los modos de acción y de pensa­
miento de los dos géneros, un mundo privado y doméstico para las ni­
ñas, quienes cultivarán la gracia, la seducción y los sentimientos, y un
mundo social y crecientemente público para los varones, desde el cual
ejercerán la capacidad para la toma de decisiones y el poder transforma­
dor sobre la realidad; una clara dicotomía en el ejercicio del placer pul-
sional que será legitimado en el caso de los varones y fuertemente conde­
nado para las niñas, y una diferencia neta en la localización dei. objeto
del deseo sexual y del reconocimiento narcisista. El varón sólo buscará
en la madre-mujer el objeto de la satisfacción pulsional y será de su pa­
dre del que obtendrá la valoración, quien, a su vez, se halla instituido
socialmente para otorgarla y para ofrecerse como ideal del Yo; mientras
la niña dirigirá su búsqueda sexual y narcisista sobre el mismo objeto,
quien por esta peculiaridad de otorgar tanto el goce como la valoriza­
ción no puede dejar de ser erigido, de alguna forma, en su ideal.

Y es en este punto donde se revela el profundo déficit narcisista de


organización de la subjetividad de la futura mujer, ya que lo habitual
en la niña es que, en el proceso de identificación a la madre —en tanto
objeto rival y supuestamente ideal— , encuentre serios obstáculos para
considerarla un modelo a quien parecerse, y en lugar de desear identifi­
carse a ella, se desidentifique y localice el ideal en el hombre. De esta
manera, concluirá el proceso por el cual la única vía para el restableci­
miento del balance narcisista en la mujer es en base a alguna referencia
fálica, ubicando al hombre en el objetivo central y único de su vida.
Puede rodearlo de la más alta idealización y emprender su «caza», cual­
quiera sean sus cualidades; puede, despojándose de la posibilidad de po­
seer para sí metas y valores, delegarlos en él, de manera que será la fiel
compañera, la que ayuda a que su «hombre se realice», situándose en
ese lugar tan valorizado por nuestras convenciones, de ser «la mujer que
está siempre detrás de los grandes hombres»; o ambicionando mayor
trascendencia para sí, competirá por poner en acto comportamientos o
actividades que desarrollan los hombres, es decir, masculinizará su Ideal
del Yo y su Yo; o finalmente puede llegar a instituir como su meta el
comportamiento sexual del hombre hacia la mujer, homosexualizando
su deseo

Toda suerte de oposiciones caracterizan los destinos de las distintas


instancias psíquicas en la mujer. Si busca ser sujeto de su deseo y satisfa­
cer sin represiones su pulsión, aceptando su papel de ser «objeto causa
del deseo», se encontrará no sólo con la condena social, sino con el peli­
gro real de la pérdida del objeto, es decir, con un entorno que unánime­
mente no valoriza, no legitima como femenina esta disposición. Resulta
así una oposición entre narcisismo y ejercicio de la sexualidad. Si se afa­
na por superar sus tendencias «pasivas» que la mantienen dependiente
del objeto —ya sea madre, padre u hombre— y obtener autonomía so­
cial e intelectual, se encuentra con que de alguna manera compite con
algún hombre, castrándolo. Por tanto, la autonomía, que por otro lado
forma parte de los requisitos esenciales de los decálogos de salud men­
tal, se opone a la feminidad. La pulsión se opone al narcisismo; la am­
pliación del Yo, al Ideal del Yo. ¿Y el Super Yo? Los trabajos de Gilli­
gan (1982) —provenientes del campo de la psicología social— sobre la
evolución diferencial del juicio moral en los distintos géneros, muestran
que, al llegar a la adolescencia, las niñas presentarán una perspectiva
moral basada en una ética del cuidado, mientras que en los varones lo
que prevalece es la lógica de la justicia. Pero como ambos serán evalúa
dos con métodos diseñados en base a patrones masculinos —la escala
de Kohlberg—, las niñas, aun poseyendo una sólida ética del cuidado
y la responsabilidad y una muy avanzada lógica de la elección, serán cla­
sificadas como alcanzando un menor nivel de moralidad. Extraña con­
dición la del Super Yo femenino, defectuoso, pero centrado en los máxi­
mos principios éticos del cuidado y la responsabilidad, inferior al del
hombre, pero condenando y legislando rigurosamente cualquier «exce­
so» sexual.

Esta dimensión profundamente conflictiva de la feminidad en nues­


tra cultura se demuestra y tiene su máxima expresión en la histeria. La
introducción del concepto de género permite comprender más cabal­
mente la problemática histérica y no caer en el error de considerarla ba­
sada en una supuesta indefinición sexual. Si la histérica/produce la fan­
tasía de la mujer con pene, no lo hace ni por homosexual ni por transe-
xual —o sea, por el deseo de ser hombre—, sino porque, cerrados los
caminos de jerarquización de su género, intenta formas vicariantes de
narcisización, añadiendo a su feminidad falicismo, masculinidad, un
pene fantasmal, o dirigiéndose a un hombre para que le diga quién es.

Es posible delimitar dentro del cuadro de la histeria tres subcatego-


rías nosológicas: la personalidad infantil-dependiente, la personalidad
histérica y el carácter fálico-narcisista, las cuales constituyen una serie
psicopatológica cuyo eje es el grado de aceptación o rechazo de los este­
reotipos sobre los roles del género vigentes en nuestra cultura. En todas
ellas, sin embargo, se manifestará el síntoma histérico (dejando de lado
la conversión, cuya filiación exclusiva a la histeria queda seriamente
cuestionada), entendiendo por tal el profundo conflicto narcisista que la
relación deseo-placer le provoca. El goce sexual de la mujer, en tanto
goce puro, el ejercicio de la sexualidad como testimonio de un ser que
desea el placer y lo realiza en forma absoluta —por fuera de cualquier
contexto legal, moral o convencional—, se constituye en una transgre­
sión a una ley de la cultura de similar jerarquía a la ley del incesto. La
histeria queda así ubicada en el centro de un conflicto básico de carácter
narcisista, que impulsa a la mujer a una suerte de feminismo espontá­
neo, pues lo que trata es de equiparar o invertir la valorización de su
género, no el comportamiento sexual. Cada vez que se sienta humillada
apelará a su única arma en la lucha narcisista, el control de su deseo y
su goce, para de esta manera invertir los términos, ella será el amo, asu­
miendo un deseo de deseo insatisfecho. En su reivindicación no puede
dejar de permanecer prisionera de los paradigmas y sistemas de repre­
sentación masculina, y su feminismo espontáneo y aberrante se pondrá
en juego en el mismo terreno en que ha quedado circunscripta y defini­
da, el sexo. Pero, obviamente, la problemática narcisista femenina exce­
de este campo, así como lo excede para el hombre, pues también cuando
en éste la valorización narcisista se confronta exclusivamente en el área
de la sexualidad, surge la histeria. Esta dimensión de la problemática de
la mujer, vista desde el narcisismo de su género, ha permanecido y per­
manece silenciada para la cultura, el teórico, el terapeuta y para la pro­
pia mujer. Cuando accede a cualquier otro terreno se considera que in­
vade el territorio masculino, castra al hombre, es masculina. Si deja de
ser femenina en forma convencional —hembra, madre, ama de casa— ,
no se piensa que busca otras formas de ser en el mundo, sino que imita
y compite con el hombre.

¿Es posible intentar hablar de la histeria, de la mujer y de la femini­


dad al margen de un discurso sexista? Mucho se ha escrito sobre la mu­
jer, sobre su sexualidad, ya que es especialmente en tanto sexo que ocu­
pa un lugar en la historia. Gran parte d£ lo escrito no hace sino repetir
el estereotipo imperante en nuestra cultura. Todo lo que se siga escri-
b endo y proclamando sobre ella tiene una feroz incidencia sobre lo que
la mujer es. Lacan y su escuela, en el marco de una concepción lingüísti­
ca del psicoanálisis, definen a la histérica ya no como enferma más o
menos neurótica, ni más o menos psicótica, ni más o menos infantil, si­
no como el sujeto del inconsciente en ejercicio, efecto y producto del
lenguaje. La histérica, por primera vez en la historia del conocimiento,
queda reivindicada y equiparada con el hombre, ya que será entendida
en su carácter conflictual de ser-parlante, marcada por el significante,
que deja sus huellas de desconocimiento y de carencia en la estructura
misma que funda y constituye al ser humano en tanto ser-que-habla. La­
can unlversaliza, generaliza y redefine en realidad el concepto de histe­
ria, ya que si para Freud consistía en el núcleo fundamental de toda neu­
rosis, para aquél consiste en el paradigma del sujeto del inconsciente.
Por tanto, la histeria desde esta perspectiva queda desvinculada de toda
connotación psicopatológica, sexista y valorativa, ya que el sujeto del
inconsciente es concebido como pura estructura en el marco de un es­
tricto formalismo, ahistórico y transfenoménico. La histeria freudiana,
kleiniana, psiquiátrica o la del patrimonio cultural sólo guarda con el
sujeto histérico lacaniano una relación de homonimia. Y es esta homo-
nimia la que nos resuena sintomal, ¿por qué continuar manteniendo un
significante tan cargado de reminiscencias de un saber marcado por la
historia, por el prejuicio, por el sexismo? ¿Por qué instituir al falo, co­
mo significante del deseo, la fórmula «la mujer no existe», y concebir
la demanda de la histérica «¿quién soy yo?» como un enigma al que hay
que sostener como tal? ¿En este juego de resonancias imaginarias se está
sorteando verdaderamente el discurso sexista o sus marcas penetran aún
más hondo, en una suerte de retorno de lo reprimido, del «eterno feme­
nino», del «misterio», del «enigma de la mujer», como sutiles hilos invi­
sibles que siguen bordando una trama en la que la relación sujeto-sujeto
es inconcebible? ¿Cómo soslayar la cuestión de por qué la dependencia
del hombre al significante toma cuerpo privilegiadamente en el cuerpo
de la mujer para dar la forma clínica de la histeria? ¿O es que nueva­
mente la teoría sobre la mujer se constituye en una suerte de talón de
Aquiles de una teorización, que al pretender aplicar rigurosamente los
principios de un estructuralismo ahistórico concibe un significante, un
lenguaje exclusivamente sobre el modelo fonológico, libre utópicamente
de toda sujeción social? ¿O la mujer, además de padecer la discordia in­
herente a su carácter genérico de ser-que-habla, si habla mucho, compi­
te y es fálica?

El niño elabora en el curso de su desarrollo psicosexual varias teorías


sexuales que paulatinamente va abandonando. Si la primacía del falo se
sostiene en su inconsciente es porque el fantasma encuentra un límite a
su metamorfosis, algo le hace obstáculo ofreciendo una resistencia in­
quebrantable: su aspecto más profundo, lo que los lacanianos llaman la
dimensión real del fantasma. Este aspecto de invariabilidad, y al mismo
tiempo de organizador de la subjetividad, sorprendentemente no consis­
te en complejas y primitivas fantasías de objetos parciales despedaza­
dos, sino en fantasías «tontas», que son las que más le cuestan confesar
a los hombres y a las mujeres. El carácter primitivo e irreductible está
dado por la convalidación social que tales fantasmas encuentran. Se po­
dría hablar de mitos, ya que son estructuras socioafectivas colectivas
con una coherencia y unidad que permiten su análisis. El naturalismo,
las «actitudes maternas» son un ejemplo, remiten a axiomas incuestio­
nables de nuestro universo simbólico, que comienzan a ser no sólo des­
enmascarados sino hasta ridiculizados en la literatura, sustituyéndoselos
por «proposiciones incorregibles» (Mehan-Wood, 1975).

Nuestro trabajo no pretende ser más que una contribución a la línea


teórica que no deja de asombrarse del poder incalculable de la creencia
humana, poder que parece haber aterrorizado al hombre mismo, quien,
en lugar de reconocer la marca de su pensamiento productivo en las
ideas que sostiene sobre sí mismo, ha preferido considerarlas «actitudes
naturales», o sea, ajenas a su dominio. Pero derribado el naturalismo
otros «axiomas incuestionables» se hacen visibles. En la intimidad del
diván una mujer equipara su creatividad a una enorme potencia, a un
«torrente avasallador» frente al cual, sin embargo, tiene reacciones con­
tradictorias de bienestar y angustia. Se le interpreta que ella concibe su
creatividad como equivalente a poseer un pene y a su vez este fantasma
como una usurpación. Usurpación entonces de la mujer al hombre, ya
sea la paciente-mujer a su analista-hombre en la transferencia, o la niña
a su padre, o la esposa a su marido, o la mujer identificada a la madre
codiciosa de la potencia paterna. Incustionablemente, más allá del colo­
rido temático, una acción en contra de un derecho o prerrogativa exclu­
sivamente masculina. El resultado de esta codificación tiene efectos ma­
yores: 1) la mujer-paciente, por considerado que sea su analista-hombre
o mujer, no podrá menos que incubar un molesto sentimiento de culpa,
ya que se trata de un robo; 2) el analista incluirá su descubrimiento co­
mo una confirmación más de la teoría que sustenta el mismo enunciado,
proveyendo una evidencia singular que contribuye a su mayor crédito
como verdad científica; 3) la teoría convalidará la fantasmática colecti­
va sobre las diferencias inherentes a la dicotomía de los géneros como
si fuera una esencia de la estructura del inconsciente, y 4) las mujeres
y hombres insertos en este discurso cultural y científico continuarán
imaginarizando toda creatividad y potencia de la mujer en áreas no tra­
dicionalmente femeninas —hogar, hijos— como algún tipo de usurpa­
ción fálica.

Que al sexismo es posible rastrearlo en las teorías psicológicas impe­


rantes sobre los sexos, que legitiman su mayor o menor grado de desa­
rrollo, su salud o enfermedad, lo muestran las experiencias de Gilligan
sobre la aplicación de la escala de Kohlberg al estudio del juicio moral
en adolescentes de ambos géneros. Incluso no es necesario un trabajo
de investigación tan cuidadoso para su reconocimiento, sino la simple
reflexión sobre un saber psicoanalítico que en la actualidad ha penetra­
do al discurso cultural: un hombre o un padre agresivo es descripto en
términos de dominante o autoritario, mientras que en la mujer estas ca­
racterísticas toman el nombre de fálica o castradora; la indiscriminación
y alta frecuencia en las relaciones sexuales se catalogan de promiscuidad
en el caso de homosexuales y mujeres, mientras que en el hombre se de­
nomina «donjuanismo».

Pero ninguna de estas direcciones será el centro de nuestro análisis,


ya que ellas interesan a otros campos —el de la psicología social o el de
la historia de la cultura—, sino el estudio psicoanalítico del origen, es­
tructuración y formas finales de organización de la feminidad. El géne­
ro, tanto femenino como masculino, será entendido a todo lo largo del
trabajo como una estructura estrechamente articulada y permanente­
mente evaluada y significada por el sistema narcisista del sujeto. Vere­
mos que el factor que le otorga mayor especificidad y carácter diferen­
cial a los géneros es su distinta valoración narcisista. Dentro de este
marco, la feminidad, en algunas de sus formas de organización interme­
dia o final, puede erigirse en un trastorno narcisista, y será desde esta
perspectiva desde donde nos proponemos explicar la predisposición de
la mujer a la histeria. El sexismo, es decir, la desigualdad en la aprecia­
ción de los géneros, es una de las tantas expresiones de uno de los con­
flictos más hondos del ser humano, su tendencia al avasallamiento del
semejante. La mujer no se halla exenta de este mal, pero en la confron­
tación con el hombre sólo ha podido, o sabido, ser amo en forma sinto-
mal. La solución encontrada, la histeria, no es más que una salida abe­
rrante, un grito desesperado de la mujer acorralada en tanto género fe­
menino. La histeria no es sino el síntoma de la estructura conflictual de
la feminidad en nuestra cultura.
PA RT E P R IM E R A

LA FEM IN ID A D
CAPITULO I

G E N E R O Y SEXO: S U D I F E R E N C I A C I O N
Y L U G A R E N EL C O M P L E J O D E EDIPO

Sexo y género son términos que hasta hace una década se recubrían
uno a otro de una manera inextricable. Es así que, en el diccionario, gé­
nero es simplemente un sinónimo de sexo (Webster, 1966), y se pueden
encontrar definiciones tales como: «Por sexo se entiende el género (ma­
cho o hembra) con el que nace el niño» (Rosenberg, Sutton-Smith,
1972). La Real Academia Española (1970) y el Petit Robert (1972) sólo
conciben al género, en su relación con la diferenciación sexual en térmi­
nos exclusivamente gramaticales: «la pertenencia al sexo masculino o fe­
menino o a cosas neutras», es decir, una palabra femenina remite a otra
palabra femenina, esté o no implicado el sexo. En cambio sexo contiene
la diversidad de significaciones corrientes: «conformación particular
que distingue al hombre de la mujer, asignándole un rol determinado
en la generación que le confiere ciertas características distintivas»; «cua­
lidad de hombre y de mujer»; «el sexo fuerte y el sexo débil»; «el segun­
do sexo»; «el bello sexo»; «partes sexuales»; «órganos genitales exter­
nos». Podemos observar que cuando el género es distinguido como un
concepto unitario no da cuenta ni de fenómenos humanos ni sociales,
y que sexo no sólo incluye las peculiaridades anatómicas, sino que de
tal anatomía parece surgir todo el universo de significaciones simbólicas
que rigen las teorías vigentes sobre el sexo y el género en nuestra cultura.
Esta falta de precisión no sólo abarca el mundo lego, sino también el
campo científico, ya que el fenómeno que designa al sujeto que con una
determinada anatomía adopta conductas propias del otro sexo, recibe
en inglés una doble denominación, tanto se lo describe en términos de
«cross-gender behavior», como «sex-role-deviation».

Sin embargo, la teoría psicoanalítica no sólo estaba madura para la


neta demarcación entre sexo y género (Stoller, 1968; Abelin, 1980;
Tyson, 1982), sino que lo requería —como hemos adelantado en la
introducción— para superar el nivel de conocimiento lego del dicciona­
rio que imperaba en su seno. Pudo de este modo hacer uso de las recien­
tes investigaciones en el campo médico (Money, J., Hampson, J. G., y
J. L., 1955, 1957; Money, J., y Ehrhardt, A., 1972) y psicológico (Bem,
1981) que cuestionan tal continuidad y arribar a una clara diferencia­
ción entre sexo y género. Bajo el sustantivo género se agrupan todos los
aspectos psicológicos, sociales y culturales de la fem inidad/ masculini ■
dad, reservándose sexo para los componentes biológicos, anatómicos y
para designar el intercambio sexual en sí mismo.

El clivaje efectuado en el seno de los conceptos reduce el papel de


lo instintivo, de lo heredado, de lo biológicamente determinado, en fa­
vor del carácter significante que las marcas de la anatomía sexual ad­
quieren para el hombre a través de las creencias de nuestra cultura. Ca­
mino señalado por Freud, al poner de relieve el papel de la fantasía en
la sexualidad humana en el ejemplo paradigmático del fetichismo, re­
cientemente continuado por la escuela francesa, al considerar el género
como ubicado por encima de la barra en la elipse saussuriana, en el lu­
gar reservado al significante, y el sexo por debajo, en alguna parte como
significado (Mannoni, 1973). El contraste entre la «varonidad» y «hem-
bridad» (sexo biológico) y la «masculinidad» y «feminidad» (género)
han permitido profundizar y refinar las discusiones sobre el tema (Kat-
chadourian, 1983). El estudio de las perversiones sexuales ha proporcio­
nado en la historia del conocimiento sobre la sexualidad una vía re­
gia para su comprensión, y gran parte de los hallazgos que marcan la
oposición entre los destinos del género y del sexo provienen de aquel
ámbito.

El género es una categoría compleja y múltiplemente articulada que


comprende: 1) la atribución, asignación o rotulación del género; 2) la
identidad del género, que a su vez se subdivide en el núcleo de la identil
dad y la identidad propiamente dicha, y 3) el rol del género.

ATRIBUCION DEL GENERO

La rotulación que médicos y familiares realizan del recién nacido se


convierte en el primer criterio de identificación de un sujeto y determa
nará el núcleo de su identidad de género. A partir de ese momento, la
familia entera del niño se ubicará con respecto a este dato, y será emiso­
ra de un discurso cultural que reflejará los estereotipos de la masculini­
dad/ feminidad que cada uno de ellos sustenta para la crianza adecuada
de ese cuerpo identificado. Existen casos en que se cometen errores en
la atribución inicial del género y posteriormente es necesario corregirlos.
Casi todos los intentos de esta clase que se han realizado después de los
tres años del nacimiento han fracasado, reteniendo el sujeto su identi­
dad de género inicial o convirtiéndose en alguien extremadamente con­
fuso y ambivalente. Por ejemplo, niños que nacen con un síndrome
adrenogenital, con sexo genético, hormonal y anatómico femenino nor­
mal, pero que, por causa de la afección sus órganos sexuales externos
se han masculinizado, si han sido designados como nenas al nacer, a los
cinco años inequívocamente son niñas, mientras que si han sido rotula­
dos varones, son varones. Estas constataciones permiten suponer que lo
que ha determinado su comportamiento de género no es el sexo biológi­
co, sino sus experiencias vividas desde el nacimiento, comenzando por
la asignación del sexo (Stoller, 1968).

NUCLEO DE LA IDENTIDAD DE GENERO

«Conociendo desde el principio de su vida a su madre y a su padre


aceptan su existencia como una realidad que no precisa de investiga­
ción alguna.» (Freud S. Teorías sexuales infantiles. St. Ed., Vol. IX,
pág. 212).

Es el esquema ideo-afectivo más primitivo, consciente e inconsciente


de la pertenencia a un sexo y no al otro. Si bien todos los autores acuer­
dan sobre la confluencia de factores biológicos y psicológicos para la
constitución de la identidad del género, es posible trazar una clara de­
marcación entre aquellos que dan más fuerza a lo biológico-anatómico
(Greenacre, 1953; Roiphe y Galenson, 1981; Tyson, 1982) y los que
cuestionan el poderío de estos factores (Money y Ehrhardt, 1972; Sto­
ller, 1968-75; Kessler y McKenna, 1978), al considerar al sexo —en tanto
cuerpo anatómico— un estímulo social, entendiendo por esto los efectos
que la rotulación del sexo del bebé ejerce en el despliegue de las conduc­
ías maternas y paternas —las fuerzas más poderosas que se conocen—
en el modelaje de los comportamientos y juicios que el niño desarro-
liará *. Estudios recientes muestran cómo la mayoría de las conductas
humanas se hallan clasificadas según un criterio dicotómico de los se­
xos, dimensión social de tal división que es ignorada a lo largo del pro­
ceso de crianza de un niño (Barry, Bacon y Child, 1957; Maccoby y
Jacklin, 1974). Stoller (1968) sostiene que por el sentimiento «soy nena»
o «soy varón» se debe entender el núcleo de conciencia, la autopercep-
ción de su identidad genérica, núcleo esencialmente inalterable que debe
distinguirse de la creencia que se relaciona pero es diferente, a saber
«soy viril» o «soy femenina». Esta última creencia corresponde a un de­
sarrollo más sutil y más complicado, que no se consolida hasta que el
niño/a comprende acabadamente de qué manera sus padres desean ver­
lo/a expresar su masculinidad/feminidad, es decir, cómo debe compor­
tarse para corresponder con la idea que ellos tienen de lo que es un niño
o una niña. En el caso del varón, por ejemplo, podrá tener alguna idea
de qué significa ser mujer, y hasta fantasías tales como «me gustaría te­
ner un bebé» o «tener tetas», el tipo de deseos que constituyen una parte
de la así llamada «homosexualidad latente» que se reencuentra en mu­
chas culturas. Pero el conocimiento «yo soy varón» como definición de
sí, comienza a desarrollarse mucho más temprano que los sentimientos
«yo soy masculino» o que las perturbaciones de la identidad del género
como «yo soy femenino, soy como una mujer». Actitudes de este orden
recubren un núcleo previo de la identidad del género. El transvestismo
es un ejemplo claro: un hombre que tiene la ilusión de ser femenino
cuando se viste con ropas de mujer, tiene simultáneamente clara con­
ciencia de ser hombre. Los dos aspectos de la identidad de género le son
esenciales para la perversión, el más reciente «ahora soy femenina», y
el núcleo arcaico «soy un hombre».

Desde el nacimiento en adelante la niña/o va teniendo percepciones


sensoriales de sus órganos genitales, fuente biológica de su futura identi­
dad de género. Existen numerosos trabajos —especialmente aquellos
autores que sostienen la existencia de una feminidad primaria— que han
estudiado las manifestaciones precoces de la genitalidad, del descubri­
miento y manipuleo que hace el lactante varón o niña de sus genitales
aún durante el primer año de vida. Pero es a partir de este punto cuando
comienza a acentuarse la divergencia en los planteamientos, pues para

* La obra de Lacan ha contribuido también a esta demarcación al considerar el sexo


cómo un significante, pero su énfasis en la supremacía del mismo, en su valor sólo posicio-
nal en la cadena lingüística apartan sus teorizaciones del estudio del género como un siste­
ma fijo de relaciones, es decir, como un código cultural.
algunos la primera y fundamental experiencia que establecerá el núcleo
de la identidad de género será el descubrimiento de los genitales: el pene
en el varón y su ausencia en la nena, y el mayor índice conductal de que
tal núcleo de la identidad se halla firmemente establecido lo constituirá
la aparición de la ansiedad de castración.

El papel que desempeña el otro en el descubrimiento y establecimien­


to precoz de la erogeneidad genital se presta también a algunas precisio­
nes. Para algunos —siguiendo a Freud—, la madre es el primer agente
seductor, al realizar los cuidados corporales erotiza la zona y favorece
tanto el descubrimiento de los genitales como su integración al esquema
del Yo corporal incipiente (Greenacre, 1953; Spitz, 1962; Kleeman,
1965; Francis y Marcus, 1975; Roiphe y Galenson, 1981). Para otros es
necesario que a esta facilitación, que se establece por el contacto físico,
se le sume la confirmación parental, término arbitrario, utilizado para
designar todo lo que expresan los padres a un niño/a concerniente a su
sexo y a su género (Stoller, 1968; Kessler y McKenna, 1978). Esta con­
cepción atribuye mayor valor al poder de la creencia, del fantasma, del
deseo, como moldeadores del núcleo del género, que a la asunción que
puede hacer el niño de por sí, en base a sensaciones corporales, de su
pertenencia a un sexo anatómico.

La percepción de la excitación genital y la masturbación se incre­


mentan durante el segundo año de vida. Durante la etapa del control de
esfínteres es cuando, en un contexto de confrontación de la función uri­
naria de los genitales y del apogeo del erotismo uretral, la inscripción
de pertenencia a un género queda más firmemente establecida (Klee­
man, 1965; Roiphe y Galenson, 1968). Por tanto, el sentimiento de tener
un núcleo de la identidad del género proviene para los distintos autores
de diversas fuentes: 1) de la percepción despertada naturalmente por
la anatomía y fisiología de los órganos genitales; 2) de la actitud de
padres, hermanos y de los pares en relación al género del niño, y 3) de
una fuerza biológica cuyo poder para modificar la acción del medio es
relativo.

Stoller puntualiza que no es fácil estudiar la precisa y determinada


importancia de cada uno de estos factores en los sujetos normales, ya
que no se puede aislar un factor de otro. Sin embargo, algunos raros
ejemplos le permiten interrogarse más de cerca sobre estas cuestiones,
como en el caso de dos varones nacidos sin pene que parecen haber cre­
cido sin dudas ni vacilaciones sobre su núcleo de identidad masculina
(Nota I). Estos dos casos muestran, por una parte, que el sentimiento
de ser varón está presente y es permanente, y, por otra, que el pene no
es esencial para ese sentimiento, pues desde el nacimiento los factores
psicológicos fueron suficientes para el desarrollo de una conciencia cre­
ciente de su masculinidad. Consiste primero en el sentimiento de perte­
nencia a una categoría, en base a que no todos los seres humanos perte­
necen a la misma, es decir, que existen diferencias. Más tarde, se descu­
bre que no todos poseen las insignias esenciales de su propio género —la
particularidad de sus órganos externos— , en ese momento queda sellada
su identidad.

Normalmente, los órganos genitales externos indican al individuo y


a la sociedad que se es hombre o mujer, pero, como hemos adelantado,
no son esenciales para producir el sentimiento de pertenencia a un géne­
ro. Este énfasis, tan marcado a favor del poderío de la creencia del otro
humano en la determinación del núcleo del género, no es en Stoller pro­
ducto de la especulación, sino de precisas observaciones de un buen nú­
mero de casos, ochenta y tres hermafroditas, transvestistas y homose­
xuales, que al decir de este autor constituyen una suerte de «experimen­
tos naturales» que hacen vacilar nuestras ideas sobre la masculinidad y
feminidad en sus mismos cimientos. 1) Transexuales hombres desarro­
llan el convencimiento de ser mujeres a pesar de su anatomía masculina,
convicción que los impulsa a buscar los medios quirúrgicos necesarios
para corregir lo que consideran un «error de la naturaleza»; 2) interse­
xuales cuya identidad de género es definida, no hermafrodita: adoles­
centes a quienes se les descubre sobre el plano cromosómico un XO, con
un desarrollo anátomo-fisiológico neutro y sin embargo poseen un pro­
fundo e inconmovible sentimiento de ser mujer, pues así fueron criados;
3) identidad hermafrodita en hermafroditas: cuando son enfrentados
con la posibilidad de asunción de un solo sexo, resultan exitosos sólo
aquellos casos cuya identidad de género no ha sido aún establecida, pues
una vez estructurada parece imposible de modificar.

A partir de estas observaciones, Stoller sostiene una serie de propo­


siciones que modifican sustancialmente el punto de vista tradicional:
1) los aspectos de la sexualidad que caen bajo el dominio del género son
esencialmente determinados por la cultura. Este proceso de inscripción
psíquica comienza desde el nacimiento y formaría parte de la estructura­
ción del Yo. La madre es el agente cultural, y a través de su discurso
el sistema de significaciones será trasmitido, más tarde, padre, familia
y grupos sociales contribuirán a este proceso. 2) El rol de las fuerzas bio­
lógicas sería el de reforzar o perturbar la identidad de género estructura­
da por el intercambio humano. 3) La identificación en tanto operación
psíquica daría cuenta de la organización de la identidad de género.
4) El núcleo de la identidad de género se establece antes de la etapa fáli­
ca, lo que no quiere decir que la angustia de castración o la envidia al
pene no intervengan en la identidad del género, sino que lo hacen una
vez estructurada tal identidad. 5) La identidad de género se inicia con
el nacimiento, pero en el curso del desarrollo la identidad de género se
complejiza, de suerte que un sujeto varón puede no sólo experienciarse
hombre, sino masculino, u hombre afeminado, u hombre que se imagi­
na mujer.

ROL DEL GENERO

Rol es un concepto proveniente de la sociología, se refiere al conjun­


to de prescripciones y proscripciones para una conducta dada, las expec­
tativas acerca de cuáles son los comportamientos apropiados para una
persona que sostiene una posición particular dentro de un contexto da­
do. El rol del género es el conjunto de expectativas acerca de los com­
portamientos sociales apropiados para las personas que poseen un sexo
determinado. Es la estructura social la que prescribe la serie de funcio­
nes para el hombre y la mujer como propias o «naturales» de sus respec­
tivos géneros. En cada cultura, en sus distintos estratos, se halla rígida­
mente pautado qué se espera de la feminidad o de la masculinidad de
una niña/o. La tipificación del ideal masculino o femenino es anónima,
abstracta, pero férreamente adjudicada y normativizada hasta el este­
reotipo, aunque en el desarrollo individual, el futuro hombre o mujer
haga una asunción y elección personal dentro del conjunto de valores
para su género. Es decir, que al sujeto se le asigna un rol del género,
que él podrá eventualmente asumir o rechazar. Tanto rol como estereo­
tipo son categorías que encierran un alto grado de valoración, de juicios
en sí mismos. Se trata de aprobaciones o proscripciones, definiéndose
estereotipo como el conjunto de presupuestos fijados de antemano acer­
ca de las características positivas o negativas de los comportamientos su­
puestamente manifestados por los miembros de una clase dada. El este­
reotipo del rol femenino en nuestra sociedad sanciona como pertinentes
al género —es decir, como características positivas— una serie de con­
ductas que, al mismo tiempo, poseen una baja estimación social (pasivi­
dad, temor, dependencia). Ahora bien, estos estereotipos están tan hon­
damente arraigados, que son considerados como la expresión de los fun­
damentos biológicos del género. A tal punto llega tal creencia —elevada
a la categoría de dato objetivo— , que una de las definiciones de hombre
del Webster es: «aquel que posee un alto grado de fuerza, coraje y va­
lor» (1966, pág. 1373). Porque el género está adscripto al rol, estas ex­
pectativas de rol son concebidas como la más pura expresión de las
fuentes biológicas del género.

El movimiento feminista se ha encargado de reivindicar el carácter


«séxista» de las atribuciones de roles y estereotipos del género, que ha
efectuado la estructura social a lo largo de la historia; sin embargo, las
conquistas conseguidas no se sitúan tanto en variaciones sobre el este­
reotipo —se sigue esperando que una niña sea dulce y buena, se case y
forma una familia—, sino sobre las sanciones, ya que las desviaciones
de este modelo confrontan una mayor indulgencia social. Las teorías so­
bre el desarrollo del rol del género varían en el énfasis otorgado a los
factores biológicos o culturales. El poder de la creencia colectiva es tan
ilimitado, que ha sellado con las marcas de lo biológicamente determi­
nado no sólo el rol del género, sino su carácter dicotómico. Se asume,
desde los albores de la historia de la ciencia, que la dicotomía del rol
es la natural expresión de la naturaleza dicotómica del género. Esta tesis
viene siendo crecientemente reexaminada (Kessler y McKenna, 1978;
Chodorow, 1978; Bem, 1981), pero la base del cuestionamiento de la
existencia de roles dicotómicos no replantea la existencia de dos géne­
ros. Coincidimos con Chodorow (1978) en que la naturaleza dicotómica
del género se convierte en problemática sólo por los criterios dicotómi­
cos y desiguales que se ejercen en la atribución de los roles del género.

A través de la observación, los niños incorporan las conductas perte­


necientes al padre y a la madre, aprendizaje que se realiza sin necesidad
de un reforzamiento directo, porque los padres constituyen, por su con­
dición de tales, objetos idealizados a los que se desea imitar, y además
tienen el control sobre el otorgamiento del amor y del reconocimiento
como recompensa (Mischel, 1966, 1970; Kessler y McKenna, 1978). Por
ejemplo, viendo a la mamá ponerse rouge en los labios o perfume y ob­
servando al papá elogiándola porque está bonita, ambos, varones y ni­
ñas, aprenden a vestirse. Cuando los niños lleven a cabo las conductas
aprendidas en ese punto, entonces sí serán diferencialmente reforzados:
a la niña se la reconocerá por su gracia, mientras el varón será desapro­
bado instruyéndolo acerca de los peligros que acarrea la transgresión de
esta pauta social. Durante el segundo, tercero y aun cuarto año de vida,
y esto depende de las peculiaridades de su socialización, presencia de
hermanos, etc., los niños establecen las diferencias de género, por ras­
gos exteriores y secundarios que son en orden de frecuencia: largo del
pelo, vestido, tamaño y forma corporal, según cuál de estos atributos
sea destacado por el discurso materno para establecer la rotulación. Una
niña de dos años y un mes, ve un bebé en una cuna y pregunta si es nena
o varón, a lo que la madre responde: «Es una linda niñita, mira los zar­
cillos en sus orejas». El niño aprende a discriminar las rotulaciones de
género que corresponden a los comportamientos aprobados, y también
aprende a emplear tal etiquetación para sí mismo/a, y su proceso será
reforzado o desaprobado por sus padres. En esto consiste el proceso
temprano de identificación a su género. Se podría apelar a la represión
como factor de encubrimiento o a una vaguedad conceptual del niño,
y sostener que, en realidad, ya «saben» sobre las diferencias anatómi­
cas. Sin embargo nos inclinaríamos a pensar que no es así, los niños que
han sido instruidos por sus padres a diferenciar los géneros por medio
de los significantes lingüísticos anatómicos —niños que cuando comien­
zan a hablar, repiten de acuerdo a la versión dada por los padres, «los
varones tiene pipí y las nenas un hueco o vagina»— , lo hacen sin pudor
ni curiosidad por seguir averiguando más, lo que revela que se trata de
una rotulación (jomo cualquier otra y, que sólo incentivarán la curiosi­
dad cuando se le agregue a este conocimiento la plena significación se­
xual de los genitales. El adultomorfismo y el estructuralismo a-histórico
imperante en el psicoanálisis de niños ha conducido a un olvido de lo
progresivo de la construcción de las estructuras psíquicas, subrayando
el efecto aprés-coup de reordenamiento y resignificación del pasado co­
mo método casi exclusivo de la estructuración de la psique. La resignifi­
cación puede consistir en una transformación, en una inversión, aun en
una desestructuración, pero siempre operará sobre una significación ya
constituida y de forma gradual y progresiva. Tan necesario es conocer
los momentos reestructurantes como los procesos de organización.

Desde el ámbito psicoanalítico, no sólo Stoller sostiene que ía mar­


cación del género del cuerpo precede a la sexualización del mismo, los
trabajos de Abelin (1975-1980) sobre el rol del padre en la triangulación
temprana también lo conducen a tal afirmación. Edgcumbe y Burgner
(1975) psicoanalistas de niños, a través del estudio de niños en la escue­
la maternal y del material clínico de niños en la fase anal, afirman que
durante este período, el niño a pesar de estar interesado en las diferen­
cias anatómicas, no parece considerar «...su'Pene como una confirma­
ción de su masculinidad. Esta confirmación tendría lugar cuando alcan­
za la fase fálico-narcisista y el investimiento consecuente del órgano ge­
nital y de las fantasías sexuales genitales». También Bleichmar, S.
(1983) afirma que los significantes lingüísticos del género actúan duran­
te un período del desarrollo sin abrocharse al sexo como significado *.
Kohlberg (1966) enfatiza la importancia del desarrollo —en este caso
cognoscitivo— para la percatación de las expectativas de rol.

Una vez que el núcleo de la identidad de género se halla establecido,


el niño/a mismo, ya inscripto en una de las dos categorías, organiza su
experiencia en la búsqueda de «iguales» como modelos del rol con quien
identificarse. Sandler y Sandler (1978) puntualizan que junto a las repre­
sentaciones del Yo y del objeto (en cuanto al género), el niño crea repre­
sentaciones de los roles, es decir, modelos mentales de las interacciones
entre él y los objetos en lo que atañe al género. No existe aún evidencia
concluyente, pero estos hallazgos conducen a pensar que la identidad de
género y el rol del género pueden influenciarse en varias direcciones.
Dadas rígidas expectativas del rol del género, un niño puede comenzar
a abrigar la idea de que porque a él no le gustan ciertas actividades de
varones, y sí, otras de nenas, él es un «marica». Si las expectativas fue­
ran más flexibles, tales conflictos de identidad podrían soslayarse.

ELECCION DE OBJETO SEXUAL

Se refiere a la orientación o preferencia del sexo que debe poseer el


compañero sexual. Las condiciones estudiadas anteriormente —asigna­
ción, núcleo y rol del género se desarrollan, o al menos, como en el casc
del rol del género— tienen sus raíces en las fases anteriores a la etapa
fálica. Es decir, transcurren en el marco de la «prehistoria del Complejo
de Edipo», antes de la completa inscripción de la significación sexual de
los órganos genitales y del intercambio sexual en sí mismo. No así la
«elección» o preferencia de objeto sexual, que implica una completa
comprensión de la naturaleza sexual de la relación entre el hombre y la

* Un niño ae cuatro años, cuyo padre tiene vedados algunos alimentos y excesos
orales debido a un trastorno gástrico crónico, responde a la madre que le pregunta si quie­
re un poquitc de café que los adultos están en vías de ingerir: «¿Te crees que soy una mu­
jer para tomar café y fumar?»
mujer, la función específica de los órganos genitales en el coito y el apo­
geo de la pulsión genital. Este conocimiento opera una transformación
sobre el deseo del niño, ya que la previa coexistencia de pulsiones sexua­
les hacia ambos padres, o de búsqueda de reconocimiento y aceptación
narcisística, se ve conmocionada, y resulta necesario hacer una «elec­
ción», una opción, una renuncia, ante la presencia del conflicto.

¿Cuál es el peso de la zona erógena en la elección del objeto? ¿Es


la creciente erotización de la zona genital lo que dirige la elección? ¿O
efectuada la elección, ésta comanda la prevalencia y la localización de
la pulsión? Pensamos que este problema no está aún totalmente diluci­
dado. Pero es a partir de este punto cuando se orientará definitivamente
el deseo —aunque este sea un proceso que solamente se complete en la
adolescencia— y se definirán las formas de goce. Lo que queremos re­
calcar es que cualquiera sea la dirección que se logre, ésta sólo definirá
el tipo de orientación sexual, hetero u homosexual, pero no afectará al
género del niño/a. Ya que, como se ha venido pensando a partir de
Freud, aquella elección sólo se sella en la pubertad, sin embargo, el ni­
ño/a durante la latencia y la adolescencia no duda de su género, sino
de su orientación. Así es que para describir el perfil psicosexual de una
persona, actualmente se requieren tres especificaciones: el sexo anató­
mico, el género y el tipo de sexualidad en relación al objeto.

Las combinaciones son múltiples:

Sexo Género Elección de objeto

Hombre maculino heterosexual


« « homosexual
« afeminado heterosexual
« « homosexual
« transvestista heterosexual
« « homosexual
« transexua) heterosexual
Mujer femenina heterosexual
« « homosexual
« masculina heterosexual
« « homosexual
« transexual heterosexual
La utilidad de la tabla y la claridad comprensiva que proporciona se
ponen de manifiesto especialmente en la caracterización de los homose­
xuales. Siempre resultaba trabajoso entender afirmaciones de este tipo:
«La feminidad en el hombre —es decir—, el objetivo sexual que un par-
tenaire sexual le introduzca algo en el cuerpo, vinculado habitualmente
a la fantasía de ser mujer, está combinada, frecuente pero no necesaria­
mente, con homosexualidad: con la elección de unpartenaire del mismo
sexo» (Fenichel). Hoy en día estamos en condiciones de sostener que un
homosexual —un hombre que desea sexualmente otro hombre— puede
presentarse como un hombre masculino —con aspecto físico, activida­
des y gustos masculinos— o como un hombre afeminado —que goza
con los amaneramientos y las sedas—, esto independientemente de su
rol sexual activo o pasivo en el coito. El afeminamiento de un hombre
no necesariamente indica una elección homosexual de objeto, sino que
puede tratarse sólo de un hombre que en su desempeño social adopte
algunas actividades o posea gustos de mujer. Al establecer un clivaje en­
tre las diferentes condiciones de organización psicosexual, surge la nece­
sidad de precisar el examen, pues, por ejemplo: una persona con una
atribución de género masculino, con una identidad de género femenina,
con intereses masculinos, objeto sexual hombre, que usa ropa de mujer,
¿es hombre o mujer?

GENERO Y COMPLEJO DE EDIPO

Si el núcleo profundo de la identidad de género, la feminidad o mas­


culinidad de un niño/a se hallan ya establecidas antes de los tres áños,
¿cuál es el papel del conflicto edípico en este proceso? En el historial de
Juanito (1909), Freud recalca que el momento en que la ansiedad de cas­
tración se instala con plena efectividad, es cuando Juanito comprende
que si insiste en sus requerimientos incestuosos, puede perder su pene,
es decir, convertirse en mujer, idea que lo atemoriza. Es esta consecuen­
cia —el eventual cambio de sexo— lo que provoca la eficacia de la ansie­
dad de castración, que conduce a la represión de los deseos incestuosos
y al desplazamiento de la ansiedad sobre el objeto externo. De lo cual
debemos deducir que sólo un ya existente sentimiento de ser un varón
y el temor a perder la masculinidad —debidamente narcisizada— se pre­
sentan como la condición previa necesaria para que la amenaza de cas­
tración obtenga su efectividad. Incluso la no resolución del drama edípi-
co, con todas las vicisitudes posibles de calcular —fijación a la lucha fá­
lica con el padre, edipo negativo y elección de objeto homosexual— , no
llega a comprometer la identidad de género de los protagonistas. Esta
identidad es previa y se halla consolidada, a lo que conduce el desenlace
edípico es a una normativización del deseo, es decir, a la elección del ob­
jeto heterosexual. Su fracaso a lo sumo puede alterar tal «normalidad»
y pervertir el deseo, no el género.

¿Existe en la obra freudiana un lugar que sea independiente del con­


flicto edípico desde donde poder pensar la estructuración del género?
En el capítulo VII de Psicología de las masas y análisis del Yo, Freud
se plantea cuál es la naturaleza del vínculo humano más primitivo, el
que da cuenta de las relaciones del niño con sus padres en la «prehisto­
ria» del Complejo de Edipo:

«El niño manifiesta un especial interés por su padre, quisiera ser


como él y reemplazarlo en todo. Podemos, pues, decir que hace de su
padre un ideal. Esta conducta no representa, en absoluto, una actitud
pasiva o femenina con respecto al padre (o a los hombres en general),
sino que es estrictamente masculina y se concilio muy bien con el
Complejo de Edipo a cuya preparación contribuye. Simultáneamente
a esta identificación con el padre, o algo más tarde, comienza el niño
a desarrollar una verdadera catexis de objeto hacia su madre de acuer­
do al tipo de elección anaclítica. Muestra dos órdenes de enlaces psico­
lógicamente diferentes: uno francamente sexual hacia la madre, y una
identificación con el padre, al que considera como modelo a imitar.
Estos dos enlaces coexisten durante algún tiempo*sin influirse ni opo­
nerse entre sí.» (St. Ed. Vol. XVIII, pág. 105, subrayado nuestro).

De esta formulación se desprende claramente que Freud conside­


raba la existencia de una identidad masculina en el niño, que se cons­
truye por medio de la identificación y que tal identificación se halla
guiada por la similitud entre él y el padre, proceso previo y prepara­
torio del Complejo de Edipo. La identificación primaria a la que alude
el párrafo citado es un concepto que ha caído en desuso por la com­
prensión limitada que se ha hecho de él en relación a la expresión de
Freud: «es una identificación directa e inmediata, que se sitúa antes
de toda catexis de objeto». No es nuestro propósito un análisis mi­
nucioso de esta cuestión, pero pensamos que el proceso descripto por
Freud delimita un espacio y un modo de organización de la estruc­
tura inicial de relación del niño con sus padres, que es de gran im­
portancia para la elucidación de este período. Freud no habla de un mo-
mentó puntual, de un instante mítico, del origen, de la puesta en marcha
del encuentro humano. Sí habla de un proceso que se sitúa «antes de la
catexis de objeto», como se desprende del párrafo del Yo y el Ello. La
catexis de objeto a la que alude es la elección de la madre como objeto
sexual al comienzo dél período edípico, no a la catexis de objeto que or­
ganizará la relación Yo-otro en la etapa oral y anal. Es obvio que antes
del período edípico, los padres existen como entes separados y diferen­
ciados desde el punto de vista perceptual y cognitivo con los cuales el
niño mantiene relaciones de objeto, pero justamente en este período, es­
te espacio de relación se organiza coexistiendo «la relación de objeto y
la identificación».

Esta peculiar estructura de relación, que ha sido teorizada desde


distintos parámetros —identificación primaria (Freud), relación dual
(Lacan)— , da cuenta de un sistema triádico, es decir, que comprende
tres términos:
Padre Madre

Hijo

Pero que no se llega a constituir en triangular, ya que no se alcanza


a trazar el tercer lado —relación entre los padres— , que constituirá el
verdadero triángulo, en el sentido que desde el hijo los padres tienen una
única identidad, la de padres, identidad que a su vez define los términos
de la relación que el niño concibe y conoce. Sólo cuando el niño acceda
a la significación sexual y a la comprensión del concepto marido-mujer
y su intercambio específico, el triángulo se completará.

Madre-esposa Padre-marido
0 0

Hijo

En el primer sistema, tanto la nena como el varón considerarán a sus


padres objetos anaclíticos, objetos dispensadores de reconocimiento
narcisista, objetos del deseo sexual (oral, anal e incluso genital), pero
sólo en su carácter de padres, no percibiendo ni concibiendo la primacía
de la relación genital parental de la cual ellos son producto. En el seno
de ese sistema de relación, cualquiera que quede en posición de tercero
resultará ser un rival, como puede serlo un hermano o cualquier extra­
ño. La niña no se halla en posición masculina, sino sólo en una relación
narcisista en que aspira al primer puesto, la de querer ser preferida,
amada y satisfecha por la madre con exclusividad. Si la madre ha sido
la dispensadora principal de los cuidados —como es habitual en nuestra
cultura—, ella será la más buscada y celosamente codiciada. Pero el pa­
dre, en el momento que otorgue los cuidados anaclíticos —debidamente
diferenciados de los de la madre por la dicotomía de los roles de género
habituales en nuestra cultura—, será preferido y celado de la misma for­
ma, en lo pertinente a esos cuidados. La diferencia de género de los pa­
dres se halla claramente establecida por un niño de dos años, el papá
es hombre, y la mamá, mujer. Pero esta distinción no es sexual (en el
sentido de sus roles sexuales diferenciales), aunque pueda conocer la di­
ferencia anatómica de los órganos genitales de los padres, sino sólo de
género y de funciones (Edgcumbe y Brugner, 1975). Para aspirar a la
exclusividad materna no es necesario hacerlq desde la masculinidad,
basta ser niño o bebé, que es una identidad conocida y competidora del
padre como de cualquier otra condición. Abelin (1980) describe un es­
quema parecido, «el modelo tripartido de la triangulación temprana»,
en el cual el padre es inicialmente concebido como «un diferente tipo
de padre», atendiendo a su inscripción psíquica como objeto de identifi­
cación y como rival del amor de la madre, pero también en tanto objeto
de un género diferente al de la madre. Esta diferenciación genérica, tan­
to entre el padre y la madre como entre el hijo varón o mujer, sería la
responsable de una distinta organización de la fase de «rapprochement»
—propuesta por Mahler— en los distintos géneros.

Tan es así, que en este sistema primario de relación ya se hallan cla­


ramente distinguidos los diferentes géneros de los padres para el niño,
que Freud insiste en recalcar la diferencia que existe entre la identifica­
ción con el padre y la elección del mismo como objeto sexual.

«En el primer caso, el padre es lo que se quiere ser, en el segundo,


lo que se quiere tener, la distinción depende de si el factor interesado
es el sujeto o el objeto del Yo. La identificación es entonces ya posible
antes de que cualquier elección de objeto sexual sea hecha» (St. Ed.
Vol. XVIII, pág. 106, subrayado nuestro).

Si el padre es su ideal y a él se quiere parecer es porque se ha efectua­


do un clivaje, clivaje que no se realiza por las líneas de fuerza de la se­
xualidad, sino del narcisismo, del doble, del igual al que se quiere imi­
tar. O sea, que en la etapa preedípica se organiza un ideal del género,
un prototipo, al cual se toma como modelo, y el Yo tiende a conformar­
se de acuerdo a ese modelo. Ahora bien, todo este proceso se realiza en
un contexto prevalentemente ajeno al conflicto edípico, aun cuando
conflictos de otro tipo pueden estar presentes *. El niño busca ser el pre­
ferido de cada uno de los padres, él los ha «elegido» para que lo amen,
y a estos objetos poderosos e ideales el niño se identifica. Coexiste la ca­
texis de objeto y la identificación sin que aún se haya efectuado una
«elección de objeto sexual», pues el niño no se ha encontrado en la si­
tuación de tener que optar. Como dice Freud refiriéndose al vínculo del
niño con su madre y con su padre en este período: «Estos enlaces coexis­
ten durante algún tiempo sin influirse ni estorbarse entre sí» **. A partir
del momento en que el niño conciba la sexualidad de sus padres, y ubi­
que al padre en una posición imposible de igualar, es que tanto la fan-
tasmática como la estructura de las relaciones en el sistema —ahora sí
triangular y no sólo triádico— se modificarán; el niño no sólo deseará
ser como el padre, sino que se dará cuerita de que su padre es el objeto
de amor sexual de su madre, a la que él desea ahora no sólo oral, anal,
sino también genitalmente. Este cambio conmueve la dinámica de la re­
lación con el padre: si éste constituía un ideal al cual el niño trataba de
imitar en todas sus formas identificándose a él, ahora esta identificación
no sólo sostendrá la ambivalencia propia de la naturaleza narcisista de
tal identificación, sino un plus adicional correspondiente a la posición
de rival edípico.

Se desprende claramente que, como resultado de los avatares del


Complejo de Edipo, el niño establecerá en el mejor de los casos una de­
finida orientación hacia qué sexo dirigirá su deseo, es decir, que estable­
cerá los cimientos de su futura hetero u homosexualidad. Pero tanto
una como la otra descansan sobre un núcleo que no se ha cuestionado,
el género del niño y el de sus padres. E l puede dudar entre el deseo de
penetrar a su madre o ser penetrado por su padre, pero no duda que él
es un varón que será penetrado por otro varón o penetrará a una mujer.
La idea freudiana de la bisexualidad siempre descansó sobre una bipola-
ridad del deseo, no del género. El niño freudiano «perverso polimorfo

* No pretendemos sostener la idea de una vida psíquica temprana angelical, sin sufri­
miento ni angustia, sino subrayar que la posición y el carácter de ideal del género que po­
seen los padres para el niño, no es consecuencia de un conflicto al cual estas configuracio­
nes intrapsíquicas intentarían solucionar.

** Bleger (1967), en su estudio sobre la ambigüedad, caracterizó un estado mental de


indiferenciación, de no discriminación, de coexistencia de contrarios sin que se desarrolle
conflicto, ni ambivalencia, por un déficit de reconocimiento de la diferenciación de los
términos en juego.
y bisexual» nunca fue concebido sobre el modelo del transexual, el niño
varón puede desear jugar al doctor indistintamente con una nena o con
un varón, pero no duda, ni le es indistinto ser un varón o una nena. Un
niño de tres años once meses ve barriendo el piso a su papá; ante tal es­
pectáculo exclama: «¡Papá es un marica!» La madre se ríe, el padre no
escucha bien y le pregunta a la madre qué dijo el niño; ella aclara: «Er­
nesto dice que las que barren son las mujeres». El padre le contesta al
niño: «Tienes razón», y sigue barriendo. El niño se enoja y permanece
reconcentrado y distante del padre toda la tarde. La edad del niño nos
muestra cuán tempranamente se hallan establecidos en forma diferen­
cial los roles del género. Ahora bien, ¿qué significa para este niño ser
«marica»? ¿Podemos pensar que designa a la homosexualidad en tanto
peculiaridad del deseo o simplemente a los hombres que siendo tales
—es decir, establecido su género— desempeñan tareas o acciones de
mujeres, y que, por tanto, no son suficientemente masculinos?

EL IDEAL TEMPRANO DEL GENERO

La cateogría de idealidad siempre la hallamos en los orígenes: M.


Klein sostuvo la persecución y la idealización como los estados iniciales
de la psique, Lacan propuso la identificación especular al otro absoluto-
ideal de la primera dependencia en lo real, como punto de partida del
Yo, Desde los míticos orígenes, la identificación se pone en marcha por
la pregnancia del valor del modelo. La sintaxis sobre la que se articula
«yo deseo ser como tú» deriva del hecho que al tú se lo evalúa, aun en
el registro más elemental, como poseyendo una cualidad superior. Si la
unidad perceptiva visual del cuerpo unificado ejerce una fascinación, es
porque se contrapone a la percepción interoceptiva del cuerpo despeda­
zado (Lacan, 1966). Sabemos que la madre, en su calidad de objeto múl­
tiple (libidinal, narcisizante, anaclítico), es el mayor blanco de la identi­
ficación del niño, ya sea varón o mujer. El poder de la madre en cuanto
modelo —por más deficiente y desamorada que pueda ser— es en su ca­
lidad de adulto. El niño no parece, en el período de indiferenciación y
simbiosis, rechazar identificaciones o comportamientos de rol materno,
aunque éstos no coincidan con su género. Se han observado varones pe­
queños imitando a sus madres en las tareas del hogar y reproduciendo
estas acciones en sus juegos, así como expresando deseos de tener bebés,
en forma similar a como aparecen estas conductas en las nenas pequeñas
(Ross, 1975). Sin embargo, tanto los juegos como las conductas de imi­
tación a la madre en las funciones de reproducción, cuidados o tareas
del hogar, rápidamente desaparecen en los varones pequeños y se pro­
longan o perpetúan en las nenas. Pensamos que sobre este punto no se
ha tomado suficientemente en cuenta el modelaje del rol que efectúan
los padres y el medio social, quienes establecen delimitaciones muy ne­
tas entre juegos y juguetes de varones y niñas, entre actividades y actitu­
des apropiadas para cada género, estimulando y desacreditando lo que
cada microcultura considera como pertinente a la educación de un va­
rón o una nena. Así como está claramente establecido que el celeste es
un color para los varones, a ninguna mamá se le ocurrirá regalarle a su
hijo una muñeca. De cualquier modo, y a pesar de la asignación de sexo
al nacer, de los efectos que tal asignación tiene sobre el deseo de los
padres —quienes considerarán al género del niño como correspondiente
a su sexo, salvo en los casos de madres y padres de transexuales y
homosexuales— y de la energía social puesta al servicio de la divi­
sión dicotómica de los géneros, parece evidente que la asunción de
un temprano ideal del género le resulte más dificultoso al varón que a
la niña.

El primer y principal modelo de identificación es la madre, para es­


tablecer el núcleo de la identidad de género y buscar activamente la iden­
tificación con los hombres, el niño varón debe desidentificarse de ella
(Greenson, 1968; Abelin, 1980; Tyson, 1982). Si el varón imita la dulzu­
ra, los movimientos, los gestos maternos, se feminiza. Por tanto, si bien
el varón cuenta con la ventaja que su objeto de amor no varía a lo largo
de su evolución, no es tan simple en cuanto al desarrollo de su identidad
de género, pues la identificación a la madre no promueve su masculini­
dad. Esta modificación a las ideas freudianas sobre el desarrollo psico-
sexual, proviene sobre todo de los hallazgos de Stoller en los casos de
transexualismo masculino. Los niños desarrollan una identificación fe­
menina temprana que no parece resultar básicamente de un grave con­
flicto, sino, por el contrario, de una unión-fusión perfecta con la madre
y de un conjunto de factores que, si cumplen la condición de hallarse
todos presentgs, darían como resultado un transexual varón: 1) gran be­
lleza física desde el nacimiento; 2) extrema intimidad y cercanía en la
relación temprana madre-hijo (que se acerca al modelo de relación in­
condicional y perfecta de la cual el niño no parece querer desprenderse);
3) madres con severos síntomas de masculinidad en su desarrollo o de­
seos de ser varón, que experimentan con este determinado niño una ex­
trema felicidad; 4) mujeres que previamente al nacimiento del niño su­
fren una depresión crónica sin esperanzas, una vida inerte sin ningún es­
tímulo; 5) relaciones de pareja caracterizadas por prolongadas ausencias
físicas del esposo, déficits serios en el vínculo emocional, o marcado
formalismo, y 6) esposo pasivo, inafectivo y despreciado por la madre
que abandona totalmente la crianza del niño en sus manos, no teniendo
ningún contacto con él.

Lo que más llama la atención es la calidad de la intimidad entre


madre-hijo: la forma en que se miran a los ojos, la intensidad de sus
abrazos, la suavidad de la voz, lo prolongado de las caricias, la forma
de yacer entre sus brazos. Stoller acota que estas cualidades de la rela­
ción en caso de dos enamorados adultos, despiertan y desarrollan el sen­
timiento de fusión (merging), pero en el amor adulto la intensidad de
la fusión se apoya en su contrario, la clara conciencia de la mutua sepa­
ración y diferencia. El interrogante es qué sucede frente a estos mismos
fenómenos cuando no se ha logrado esta conciencia de sí. Si la ilusión
reduce hasta tal punto la brecha entre ambos seres, si en términos mater­
nos el niño sería su falo sin cuestionamiento, y el niño está encantado
de ser «el todo para la madre», ¿qué impulsaría tanto a la madre como
al hijo a abandonar este idilio? (Mahler, 1958). Lo importante a resaltar
es que aun tratándose de la máxima intimidad madre-niño, de una sim­
biosis sin corte, de una madre que observa cómo su hijo varón comienza
a vestirse de mujer y lejos de rechazarlo lo estimula secretamente, tanto
la relación en sí misma como el transvestismo del niño no tienen un ca­
rácter erótico-genital. O sea, esta profunda intimidad madre-hijo, y la
serie de factores ya mencionados, conducen a una identificación fe­
menina del niño a la madre de tal intensidad y poder transformador
sobre el Yo, que tan pronto el niño descubre la diferencia de sexos
comienza a desear ser mujer, deseo previo a cualquier elección de objeto
sexual.

Ahora bien, estas condiciones son extremas en el transexual, pero la


estructura de la relación dual madre-hijo y la identificación primaria y
especular a ella es común a todos los varones de la especie; por tanto,
uno podría interrogarse sobre cómo logra el varón desidentificarse de
su madre y cuáles son las vicisitudes del desarrollo normal de la masculi-
nidad en el niño. Habitualmente se encuentra con una madre que des­
acreditará cualquier esbozo de conductas o juegos femeninos. En el cur­
so de la socialización, el niño recibirá un infinito número de claves en
la comunicación y en el código social vigente, que le indicarán lo que
se espera de él como varoncito. El proceso de desprendimiento, de sepa­
ración de la madre, de ruptura del mundo imaginario de la simbiosis
temprana, favorece que el niño se dirija hacia el padre. Aquí se demues­
tra la importancia de la presencia real del padre-hombre para efectuar
el corte de la relación dual con la madre.

PAPEL DEL PADRE EN LA CONSTRUCCION


DE LA MASCULINIDAD

Si bien concordamos con la tesis de que el niño pequeño toma como


modelos tanto al padre como a la madre en la construcción de su ideal
temprano (Freud, 1922), creemos que es necesario hacer algunas preci­
siones sobre este punto. La identificación a la madre —en tanto objeto
de la supervivencia vital, condición que posibilita que por apoyo se con­
vierta en objeto libidinal— es una condición de estructura, el Yo sólo
adviene y se organiza como Yo imaginario, como Yo-Otro (Lacan). El
padre, en tanto proveedor de cuidados, es más oscuro y difícil de captar
por el niño pequeño, y se requiere un mayor desarrollo cognitivo para
que esto suceda, de ahí la enorme relevancia que cobra la continuidad
y la consistencia de su presencia para que se; erija en objeto interno idea­
lizado (Abelin, 1975). ¿A partir de qué referencias es el padre para el
niño un ideal temprano, tal cual lo describió Freud como objeto de la
identificación primaria?

En la literatura se ha puesto mucho énfasis en las experiencias liga­


das al falicismo uretral: «Comienza a mostrar gran fascinación hacia el
chorro de orina de su padre» (Tyson, 1982), y es a partir de esta comu­
nión anatómica cuando el niño empezaría a mostrar un exhibicionismo
y un orgullo extremo por su Órgano, entrando en lo que algunos autores
han designado la fase fálico-narcisista de la etapa fálica. Edgcumbe y
Brugner (1975) y también Nágera (1975) describen un período preedípi-
co de la etapa fálica, durante el cual el niño, si bien ya conoce la oposi­
ción fálico-castrado y el erotismo genital, sin embargo el exhibicionismo
y las fantasías fálicas girarían alrededor de la valorización y la narcisiza-
ción de su cuerpo, más que sobre el deseo sexual hacia la madre, ya que
las relaciones de objeto siguen manteniéndose duales. Lo que resulta im­
portante subrayar es que el niño presenta todo tipo de deseos relaciona­
dos con las capacidades y funciones de un cuerpo humano, tanto poseer
un pene potente y grandioso como también senos y bebés (Kestenberg,
1956; Van Leeuween, 1966; Ross, 1975); también en el varón se ha ob­
servado envidia al pene, ya que éste es vivido como una posesión narci­
sista del padre (Bleichmar, H ., 1981), que el niño desea para sí aún antes
de haber desarrollado la comprensión cognitiva de su función en el in­
tercambio sexual (Tyson, 1982).

MASCULINIZACION DEL PENE

Ahora bien, este énfasis en la función uretral y posteriormente en la


genital, es decir, en el pene real del padre como única referencia de la
masculinidad, resulta un planteamiento no sólo reduccionista, sino una
trampa en la que se ha caído no infrecuentemente. Que el pene se haya
erigido en el símbolo del poder del hombre en nuestra cultura no quiere
decir que la transmisión y la estructuración de la masculinidad, en sus
complejos aspectos psicológicos y sociales, se realice sólo por la percep­
ción del pene real y de sus funciones. El falocentrismo abarca una in­
trincada y vastísima red de significaciones en las que el falicismo pe-
neano es una de sus variantes. Pareciera que el psicoanálisis, que ha sido
tan celoso en definir las fronteras de su objeto de estudio —el cuerpo
investido libidinalmente, el marcado por el significante— poniendo dis­
tancias del cuerpo biológico, no se hubiera interrogado sobre las formas
en que se masculiniza el pene.

Ahora bien, uno se podría cuestionar si en la niñez el pene real no


recubre la totalidad del falicismo, es decir, que basta que el padre se
muestre desnudo ante el niño, que comparta el ejercicio o haga conocer
la función uretral, para que el niño adquiera el sentido de la masculini­
dad y la narcisización de la genitalidad, como paradigma de la masculi­
nidad *. Lo que ha sido denominado la capacidad de donación del pa­
dre (Lacan, 1970) parece aludir a otro plano, al de la narcisización de
la masculinidad, no de la genitalidad. Aunque en cada cultura y en cada
microcultura se registran variantes, existen parámetros sumamente rígi­
dos de los valores por los cuales la masculinidad queda definida. Esta

* Quizá en muchos estratos de nuestras sociedades, en aquellas culturas en donde im­


pera el machismo, la masculinidad se trasmita en estos términos en forma consciente, aun­
que inconscientemente exista una trama de pautas que no se toman en cuenta y que tienen
mayor importancia en la determinación de los valores de la masculinidad o feminidad.
dimensión de la masculinidad, esta ¡mago del padre, lo que constituiría
la trama significante de la estructura del Ideal del Yo, aún queda por
dilucidar. Pareciera que como se asume que «el sujeto abandona el Edi­
po provisto de un Ideal del Yo, tipificante de la masculinidad y la femi­
nidad» (Lacan, 1970), el psicoanalista no penetra más allá del Complejo
de Edipo. En los últimos años, en la literatura psicoanalítica han apare­
cido algunos trabajos sobre este tema, recalcándose la importancia en
la transmisión de la masculinidad, no sólo del padre real —en tanto do­
nador efectivo de los atributos—, sino del status de la masculinidad en
la fantasmática tanto del padre como de la madre, como de la ideología
consciente sobre los mismos que posee la familia. El óptimo investimen-
to narcisista en la masculinidad y en el rol del género masculino se esta­
blecerá en el niño cuando el padre y la madre muestren visible orgullo,
tanto en la masculinidad paterna como en la del niño. Si el padre es con­
trolador y dominante, no permitiendo el desacuerdo, puede forzar en el
niño una actitud pasiva y dependiente que obstaculice la asunción de
comportamientos del rol, que por otra parte simultáneamente exigirá
como imprescindibles de la masculinidad: independencia, asertividad,
capacidad de decisión (Tyson, 1982). Si la madre domina y desvaloriza,
o franca y abiertamente rechaza los aspectos masculinos de la relación
con el esposo, el niño encontrará serios obstáculos en ver las ventajas
narcisistas en la identificación masculina; por el contrario temerá ser
dominado, empequeñecido y perder la estima de la madre, lo que difi­
cultará su des-identificación de ella. Pero también parece tener una
enorme importancia cómo el niño ve, concibe, va experimentando la
masculinidad de su padre; si su padre que es una imago-parental ideali­
zada (Kohut, 1971) comienza a ser contrastado por el niño de manera
que sus comportamientos de rol no se adecúan a los fijados como mode­
lo, también esto afectará cuan narcisizada e ideal pueda construirse la
masculinidad. En los capítulos II y III examinaremos pormenorizada-
mente las peculiares vicisitudes y dificultades de narcisización, tanto de
la vagina como de la feminidad, con que se enfrentan las mujeres de
nuestra cultura.

Resumiendo, el padre participa en la construcción de la mascu­


linidad del niño en forrtia múltiple: 1) como modelo ejemplar del cuer­
po anatómico del hombre; 2) como modelo de hombre masculino en
sus roles sociales; 3) como modelo que valoriza su propia masculinidad
y desea favorecerla en su hijo (su capacidad donativa); 4) como modelo
de hombre masculino aceptado y deseado por una mujer, y 5) activa­
mente por la promoción de deseos y conductas en el hijo —a través de
sus propios deseos y expectativas acerca de qué es lo que quiere que el
hijo varón sea—, y por el grado de compromiso en impulsar esta iden­
tidad.

El ideal del género se constituye por: a) Representaciones ideales de


los objetos, basadas en las tempranas impresiones de los padres, quienes
son vistos como los modelos ejemplares del género. Ejemplares en un
doble sentido: ideales y patrones de clase, ya que a partir de la imagen
ejemplar se incluyen por comparación todos los otros miembros de la
misma: mamá-mujeres-señoras-nenas. b) Representaciones del niño/a
varón-mujer ideal. El varón/nena modelo, que proviene del propio
ideal de los padres de lo que debe ser un niño/a. c) Representaciones del
varón/nena ideal del propio niño, lo que el niño quiere ser. Estos tres
tipos de representaciones son interdependientes no sólo en su dinámica,
sino en su génesis.

CONCLUSIONES

1. Los aspectos de la sexualidad que caen bajo el dominio del géne­


ro son prevalentemente determinados por el universo de significaciones
imperantes en la cultura. Este proceso de inscripción simbólica comien­
za desde el nacimiento y formaría parte de la estructuración del Yo. La
madre es el agente cultural a través del cual el sistema de significaciones
será transmitido. Más tarde, padre, familia y grupos sociales contribui­
rán a este proceso.

2. El rol de las fuerzas biológicas será el de reforzar o perturbar


una identidad de género ya estructurada por el intercambio humano.

3. La identificación en tanto operación psíquica daría cuenta de la


organización de la identidad de género.

4. El núcleo de la identidad de género se establece antes de la etapa


fálica. Lo que no quiere decir que la angustia de castración o la envidia
al pene no intervengan en la identidad del género, sino que lo hacen una
vez que tal identidad se halla básicamente estructurada, para sellar su
conformación definitiva.
5. La identidad de género comienza a partir del mínimo desarrollo
cognitivo, suficiente para la percepción consciente o inconsciente de la
pertenencia a un sexo y no al otro. En el curso del desarrollo la identi­
dad de género se complejiza, de suerte que un sujeto varón puede no só­
lo sentirse hombre, sino masculino, u hombre afeminado, u hombre que
desea ser mujer.

6. La idea freudiana de la bisexualidad siempre descansó sobre la


bipolaridad del deseo, no del género. El niño freudiano «perverso poli-
formo y bisexual» nunca fue concebido sobre el modelo del transexual.

7. La madre constituye tanto para el varón como para la nena un


ideal temprano del género, razón por la cual el desarrollo psicosexual
es más complicado para el varón que para la nena, en lo que atañe al
género.

3. Tan central como la estructuración de la oposición fálico-castrado


para la organización del género, resulta la masculinización del pene y/o fe­
minización de la vagina: investimento de valoración narcisista del género.
N ota I. Para mayor profundización en este punto, véase el capí­
tulo V, «El sentimiento de ser macho», del libro de Robert
Stoller, Sexo y género. Tomo I (1968).

«E l primer paciente, genéticamente normal, no tenía pene externo cuando


nació, pero sí testículos laterales en su escroto bífido que parecían grandes y pe­
queños labios, y una uretrostomía perineal. Le dieron nombre de varón y fue
criado como un varón. Una hidronefrosis grave del lado derecho con infección
y fiebre durante los tres primeros meses de vida condujeron a la ablución del
riñón enfermo a los diez meses. Durante el transcurso del segundo año, como
consecuencia de infecciones que se repetían, se le puso una sonda en la vegija
para salvar el riñón todavía sano. Este instrumento lo conserva casi constante­
mente hasta ahora. Antes del nacimiento del niño, la riiadre abandonó al padre,
que desapareció completamente de la vida del paciente. Algunos meses después
ella se casó. El paciente y su hermano (tres años más grande) tenían entonces
un padrastro y una media hermana de la edad del paciente. El padrastro tom ó
rápidamente un rol activo en la familia. Era un hombre masculino y ha servido
de excelente objeto identificatorio para el niño. Es por esto que pese a esta grave
enfermedad de aparición precoz, pese a las permanentes intervenciones médicas
y a la presencia constante de la sonda, el paciente, que tiene ahora cuatro años,
es considerado por sus dos padres como un niño normal desde el punto de vista
psicológico. Ellos lo comparan frecuentemente con su hermano de siete años,
al que encuentran más sensible, más tím ido y un poco afeminado. Describen al
naciente como a un niño fuerte, activo, que no se cuestiona su status de varón,
le gusta jugar al fútbol y al béisbol con su padre y luchar con sus hermanos. Pa­
ra retomar las palabras de su madre: «...L e gusta el boxeo, toda clase de depor­
tes, también le gusta mirar deportes en la T .V ., me dijo que quería ser un lucha­
dor gordo y grasoso cuando fuera mayor. El detesta todo lo que le parece feme­
nino (camisas que podrían hacerlo parecer una niña), él quiere todo lo que pa­
rezca de niño. Tiene la costumbre de jugar en el escritorio solo. Algunas veces
él es Superman, en otras palabras, cuando hay que peinarse, él se peina para
atrás, como su pap á.» Su padrastro cuenta: « ...L e gusta bajar al lugar en donde
yo trabajo. Pienso que quiere ser como yo.» A l paciente le gusta imitar a su pa­
drastro, que tiene una colección de pistolas, el niño lo im ita con sus pistolas para
niños. Su padrastro es gerente de una gasolinera, el juego favorito del niño es
«la gasolinera», le gusta hacer un pozo en el piso, construir una estación con
ladrillos, o usar la cola del gato como manguera del surtidor. Es evidente que
este interés esté sobredeterminado: este niño está influenciado no solamente por
el trabajo de su padrastro, sino también por su gran interés y preocupación en
su propia «estación surtidora». En resumen, los padres describen netamente a
un niño con una identidad masculina, que él manifiesta en la relación con su
madre y su padrastro. El padre y la madre no dan la impresión de tener grandes
problemas en sus propios roles respectivos del género. El aspecto del niño corro­
bora toda la inform ación que dan los padres. Es un niño despierto, simpático,
inteligente, cálido, audaz; tan francamente agradable que uno no puede explicar
la fuerza evidente de su Y o (pese a las traumáticas experiencias médicas) sin atri­
buir la excelencia de su estado mental a la suerte que él tiene de tener padres
como los suyos” .

“ ...A lgunos expertos del Centro Médico aconsejaron que se transformara en


una niña y que los esfuerzos de los padres fueran consagrados a ayudarlo a con­
vertirse en una mujer con el correr de los años. Se hizo esta recomendación en
razón de la im portancia de la intervención quirúrgica para hacerle un pene ade­
cuado que, por su condición, no podría tener nunca una función sexual. Sin em­
bargo, porque él era verdaderamente masculino, y creía que su rol de género no
podía ser cambiado por la psicoterapia o por otro aprendizaje y porque sus espe­
ranzas de vida no eran grandes en razón del riñón enfermo, los psiquiatras reco­
mendaron dejarlo vivir como niño. Los padres se sintieron aliviados por esta re­
comendación que fue seguida por los médicos que se ocupaban de él” .

“ El segundo niño, que nosotros vimos por primera vez a los quince años,
era, en el momento de su nacimiento, un macho genética y anatómicamente nor­
mal, salvo por el hecho de que no tenía pene y que tenía una uretrostomía peri-
neal. Los dos testículos estaban situados en el interior de un escroto normal. Era
el menor de cuatro niños: el mayor, mongólico; los otros dos (una niña y un
niño), normales. Antes de su nacimiento, su madre no quería tener más hijos.
D ada la asignación correcta de sexo al nacimiento, fue criado como un varón,
sin equívocos, por una madre que se interesaba poco en él y por un padre «esti­
rado» y cubierto de joyas que vendía perfumes. Desde el año y medio el paciente
fue hospitalizado seis veces en cinco años; la últim a vez, durante tres años con
una sola vuelta al hogar. Estas numerosas operaciones, una laparastomía segui­
da de intervenciones plásticas repetidas obtuvieron como resultado un pene que
un urólogo describió recientemente como «una monstruosidad con un aspecto
increíble». N o es sorprendente que en el transcurso de su adolescencia, su con­
ducta se haya transformado en un problema en el colegio y con los vecinos. El
se creó una vida imaginaria que, en los momentos de sufrimiento, inundaban
la vida real bajo un m odo paranoide: «Y o soy el nieto de Dios y probablemente
sea el Mesías», decía furiso, la cara lívida y devorado por el miedo, en un m o­
mento crítico del tratamiento. Desde los siete años, este niño juega con los veci­
nos juegos sexuales que tom aron la apariencia de una ceremonia con reglas que
deben de ser mantenidas. Por ejemplo, en uno de los juegos, llam ado «el cor­
d ó n », cada uno de los dos jugadores tira del pene del otro para producirle dolor.
El primero que grita de dolor ha perdido y debe hacerle al otro todo lo que éste
le pida. A unque el paciente, con su pedículo de piel, no siente el dolor, algunas
veces grita. Los dos niños saben que el grito es falso, pero ninguno de los dos
lo admite. Durante la masturoación mutua que sigue, el paciente deja actuar a
su compañero solamente unos minutos (con el reloj en la mano), porque no
quiere que éste tenga un orgasmo. Después de esto, el compañero debe hacer
lo mismo al paciente (salvo la relación anal que el paciente no puede llevar a
cabo porque su pedículo de piel no es eréctil). Está claro, después de estas des­
cripciones, que uno de los objetivos esenciales de estas actividades es obligar al
compañero a tratarlo como si su «pene» fuese tan bueno como un pene que fun­
ciona (un mecanismo para «probar» al pene y que parece ligado a la dinámica
del exhibicionismo). Fuera del recurso de la homosexualidad como defensa efi­
caz contra la pérdida del sentimiento de ser un macho, estas actividades más una
forma particular de masturbación constituyen igualmente la vida sexual del
paciente».

«...Es evidente que se trata de un niño muy perturbado; sin embargo, pese
a todas estas perturbaciones de las funciones del yo, y sus problemas en la defi­
nición de una identidad, el núcleo de la identidad del género está intacto. El no
duda que es un hombre. Su problema esencial es que, en tanto hombre, tiene
una anomalía importante. Su desarrollo normal y su psicopatología tienden a
reparar el daño psicológico (o aprender a vivir con éste) sin volverse una mujer.
No se entrega a sus compañeros de juegos sexuales como una mujer, y no tiene
nada de femenino ni en su apariencia ni en sus actos. Sus actividades homose­
xuales son, más bien, un intento patético e impresionante de demostración a los
otros hombres que su «pene» funciona tan bien como el de ellos. El, por supues­
to, tío lo cree realmente, pero en el fantasma de estos juegos sexuales existe al
menos la creencia momentánea de que él está intacto».
CAPITULO II

FEMINIDAD PRIMARIA Y SECUNDARIA

¿FEMINIDAD PRIM ARIA O SECUNDARIA?

Cuestión que ha seguido un curso pendular en la historia del psico­


análisis, y que ha dividido a los autores, entre los que siguen básicamen­
te a Freud en su idea de un monismo fálico en la infancia (Lamp-de-
Groot, 1928; Deutsch, 1925, 1930; Mack Brunswick, 1940; Bonaparte,
1951; Chasseguet-Smirgel, 1964; Lacan, 1966) y los que se apartan del
freudismo, sosteniendo la precocidad y anterioridad de una posición
francamente femenina en la niña pequeña (Müller, 1932; Horney,
1932-33; M. Klein, 1932; Jones, 1927, 1935; Zilboorg, 1944; Langer,
1951; Jacobson E., 1964; Stoller, 1968; Fast, 1979; Cereijdo, 1983).
¿Cuáles son los ejes polémicos sobre los que se han asentado las diferen­
cias teóricas? Básicamente los siguientes: 1) conocimiento versus desco­
nocimiento de la vagina; 2) contemporaneidad de impulsos orales y ge­
nitales (vaginales); 3) deseos tempranos del pene del padre, y 4) conoci­
miento congénito y/o precoz de la diferencia de sexos y del intercambio
sexual entre los padres.

Del repaso de los puntos anteriores surge claramente que a pesar de


las diferencias se termina adscribiendo la feminidad al órgano sexual,
a su conocimiento, a su grado de erotización, a su puesta en acción, a
su carácter de zona erógena, de fuente del deseo «natural» hacia el pene,
su complementario. De acuerdo a esta concepción, organizadas las vías
somáticas, biológicas y anatómicas del aparato genital femenino, que­
daría establecida la feminidad. Pensamos que la introducción de la dife­
renciación entre género y sexo, así como sus líneas de demarcación y de
relación, contribuyen a la reconstitución de un marco de comprensión
de esta cuestión, que ha preocupado a los psicoanalistas desde sus albo­
res y que se ha basado sobre un gran equívoco: el del naturalismo, cuyo
bastión inexpugnable en psicoanálisis se localiza en el cuerpo, en la ana­
tomía, en lo biológico. No es que estos factores no participen o no de­
ban ser tomados en cuenta en su articulación, sino que es precisamente
esta articulación la que cuesta tanto establecer con propiedad. Tanto las
teorías sostenidas como el método de exploración utilizado debe llamar­
nos a la reflexión. Las afirmaciones sobre la sexualidad temprana de la
niña curiosamente no abundan como resultado de experiencias de obser­
vación, sino que lo hacen por su carácter especulativo, de referencias in­
tertextuales, de toma de posición.

En el capítulo anterior hemos mostrado que la feminidad en tanto


sentimiento de género es una línea evolutiva que sufre transformaciones
a lo largo del desarrollo, pero que su núcleo se establece temprana y sóli­
damente en forma independiente de la sexualidad. Más aún, la sexuali­
dad femenina y la elección de objeto se logran a plenitud siempre y
cuando la mujer armonice el narcisismo ligado a su género y la narcisi-
zación de su sexualidad, proceso más tardío y sujeto a un mayor número
de factores conflictivos, psicológicos y sociales. Esto nos conduce a un
aspecto central de nuestro trabajo: articular las investigaciones recientes
sobre el género con el papel jugado por el sistema narcisista en la cons­
trucción de la creencia sobre el género. ¿Es el género de un sujeto parte
de su sistema narcisista intrapsíquico, es decir, de su Yo y Super Yo, o
debemos ubicar el género, como tradicionalmente se lo ha enfocado, en
la línea de las vicisitudes del deseo sexual? La teorización freudiana to­
mó esta última dirección, la noción de género es inseparable del grueso
de la teoría sobre el Edipo, no existió en Freud una delimitación entre
estos dos conceptos y las reformulaciones posfreudianas —Melanie
Klein, Lacan— tampoco lo hacen. Sólo podemos constatar una breve
pero significativa referencia que desafortunadamente Freud dejó sin de­
sarrollar y que no fue retomada posteriormente. En «Sobre la psicogé­
nesis de un caso de homosexualidad femenina» (1920) dice:

«L a literatura sobre la homosexualidad habitualmente fracasa en


distinguir con suficiente claridad entre la cuestión de la elección de ob­
jeto por un lado y las características sexuales y la actividad sexual por
el otro, como si la respuesta a la primera necesariamente implicara la
respuesta a las otras. La experiencia, sin embargo, prueba lo contra­
rio: un hombre con predominio de características masculinas y mascu­
lino también en su vida erótica puede ser invertido con respecto a su
objeto, am ando exclusivamente a hombres en lugar de mujeres. Un
hombre en el cual predominan atributos del carácter femenino, quien
puede en la vida amorosa comportarse como una mujer, es de esperar
partiendo de esta actitud femenina que eligiese un hombre como obje­
to de amor; sin embargo, puede ser heterosexual y no presentar ningu­
na inversión hacia su objeto, como lo haría cualquier hombre normal.
Lo mismo es verdad para las mujeres; aquí rasgos sexuales mentales
y elección de objeto no coinciden necesariamente... Es en cambio una
cuestión de tres conjuntos de características, a saber: caracteres sexua­
lesfísicos (hermafroditismo físico), caracteres sexuales mentales (acti­
tud masculina ofemenina) y tipo de elección de objeto, que hasta cier­
to punto varían independientemente uno de los otros y se encuentran
en diferentes sujetos en múltiples permutaciones» (St. Ed. Vol.
X V III, pág. 170, subrayado nuestro).

Si se siguen las consecuencias que derivan de esta tesis, se comprueba


que permiten concebir una línea teórica que se contrapone al grueso de
los supuestos del edificio freudiano sobre la feminidad y la sexualidad
femenina, y cuya revisión podría girar en torno a los siguientes puntos:
1) bisexualidad biológica; 2) masturbación clitoridiana; 3) ausencia de
atracción instintiva hacia el sexo masculino; 4) la «masculinidad» de la
libido, por su carácter activo, y 5) envidia al pene.

EL MITO DEL FALICISMO O MASCULINIDAD


INICIAL DE LA NIÑA

1. La s u p u e s t a b is e x u a l id a d b io l ó g ic a

En rigor, la teoría freudiana sobre la feminidad y la sexualidad fe­


menina se podría calificar de «transexualista», ya que sostiene que la ni­
ña instintivamente se halla preparada para la masculinidad, que desde
que descubre la diferencia anatómica de los sexos se siente castrada, de­
sea ser hombre y ver su cuerpo transformado poseyendo un pene. Freud
(1897-1905) sustenta la teoría de la disposición bisexual congénita a par­
tir de ideas sugeridas por Fliess sobre el sexo dominante y el recesivo
(Fliess se hallaba impresionado por los hallazgos en el feto de órganos
sexuales atrofiados del otro sexo) y la mantiene a lo largo de toda su
obra (1919, 22, 23, 31, 33) otorgándole una enorme importancia. Tal es
así que, en Análisis terminable e interminable, sigue afirmando que la
bisexualidad influencia tanto la identidad sexual como la elección de ob­
jeto, y que su naturaleza biológica constituye uno de los obstáculos in­
salvables y uno de los límites que el psicoanálisis encuentra en tanto te­
rapia. Sin embargo, sus planteamientos han sido siempre zigzagueantes,
ya que en sus reflexiones sobre el fracaso del tratamiento en el caso Do­
ra, apela al vínculo homosexual, y en su trabajo sobre la feminidad re­
calca la importancia del estudio de la relación preedípica de la niña con
la madre. Sin embargo, en ese mismo trabajo (1931) sostiene que «la vi­
da sexual de la mujer se divide regularmente en dos fases, la primera
tiene un carácter masculino, sólo la segunda es específicamente feme­
nina».

Si bien la historia de la doctrina psicoanalítica muestra un aparta­


miento e incluso en algunos momentos un corte radical con la biología
—planteándose un dominio del orden estricto del significante (Lacan)—,
la recaída a nivel de hipótesis intermedias en el fundamento biológico
es permanente. Por eso nos parece pertinente, en lo que atañe a la femi­
nidad y la sexualidad femenina, mostrar cómo inclusive los hallazgos re­
cientes en neurofisiología y en endocrinología ponen en duda la idea de
un soporte biológico de la bisexualidad y, además, recalcar aquellos
aportes de la clínica que ponen en evidencia que los sentimientos de ser
una mujer y de sentirse femenina son relativamente independientes de
sus órganos genitales.

2. E l s u b s t r a t o b io ló g ic o d e l c o m p o r ta m ie n to s e x u a l

2.1. Experimentos en animales de laboratorio

Los fisiólogos del cerebro están comenzando a determinar los meca­


nismos neurohumorales que afectan el comportamiento sexual (Goy,
Phoenix y Young, 1962; Barraclough y Gorski, 1962). Según Young
(1965) el código genético desencadena la liberación bioquímica que de­
sarrollará el tejido embrionario en alguna de las dos direcciones (Jost,
1958; Gorki y Whalen, 1966; Grady y Phoenix, 1965; Harris y Levine?
1962; Phoenix, Goy y Resko, 1968) *. Uno de los hallazgos más sor­
prendentes es que sólo si el cerebro fetal, el hipotálamo, es activado por
andrógenos la conducta masculina se desarrolla. El estado neutro, de re­
poso o inicial para los mecanismos centrales del sexo, así como los rudi­
mentos de los órganos sexuales y sus aparatos anexos, son femeninos;
si la corriente normal de andrógenos es bloqueada, retoma el corñandc^

* Citados por Stoller (1968).


el cerebro femenino. Aparentemente el cerebro consistiría en un sistema
anatómico único, y sólo si es activado con andrógenos, la «roca» para
la masculinidad se implanta, si no permanece femenino. Desde el punto
de vista neurofisiológico el cerebro del hombre resulta ser un cerebro
hembra androgeneizado, y embriológicamente el pene es un clítoris
masculinizado. Existen períodos de sensibilidad crítica durante los cua­
les el cerebro fetal es más susceptible a la influencia hormonal, de tal
modo que basta una simple inyección de hormonas en el laboratorio pa­
ra poder establecer por vida la conducta sexual, ya sea masculina o
femenina *.

2.2. Anomalías sexuales genéticas y congénitas (Money, Hampson y


Hampson, 1955)

2.2.A. Anormalidades cromómicas X O (Síndrome de Turner). Es­


tos individuos en lugar de poseer los dos cromosomas X X o XY carecen
del segundo cromosoma y no tienen gónadas productoras de hormonas
sexuales, sin embargo el desarrollo anatómico es de mujer. Generalmen­
te presentan comportamiento femenino y son heterosexuales. (Véase
nota II.)

2.2.B. Síndrome de insensibilidad andrógena (Feminización testi-


cular). Estos sujetos que presentan un perfil cromosómico XY se des­
arrollan como mujeres heterosexuales. Es probable que el defecto hor­
monal sea en el órgano periférico que no responde a los andrógenos en
circulación.

2.2.C. Hipogonadismo constitucional en hombres. Estos sujetos se


presentan físicamente normales al nacer, recién en la adolescencia se les
descubre una deficiencia en andrógenos. Un gran número de estos casos
non femeninos desde la infancia o creen ser niñas.

2.2.D. Trastornos del lóbulo temporal. En sesenta y siete casos de


trastornos paroxísticos del lóbulo temporal se observaron conductas de
Inversión sexual, sólo en hombres. La conducta (comúnmente vestirse
ton ropas de mujer) sobrevino en el acmé de la crisis, la remisión de la
Crisis hace desaparecer también el trastorno de conducta.

* Para mayor detalle, véase Stoller (1968).


2.3.A. Castración del hombre. Si se produce antes de la pubertad
no sólo se extinguen los caracteres sexuales secundarios, sino la sexuali­
dad en su totalidad. Si se efectúa después de la pubertad, se ve marcada-¡
mente disminuida.

2.3.B. La castración de la mujer. No produce los mismos efectos;


niñas púberes que son ovariectomizadas pueden como los adultos desa­
rrollar una sexualidad normal y tener orgasmo. De la misma manera la
extirpación de ovarios en la mujer adulta no disminuye ni su necesidad
sexual ni su placer.

Todo parece indicar que las hormonas andrógenas constituyen el


substrato biológico del deseo sexual tanto en los hombres como en las
mujeres. En la mujer dependería de una ínfima cantidad de andrógenos
que normalmente produce la suprarrenal, ya que la suprarrenalectomía
ocasiona la abolición casi completa de la sexualidad. Por otra parte, la
administración de estrógenos a un hombre no modifica su comporta­
miento sexual, salvo que por hacerlo en grandes cantidades compita con
la producción de testosterona. En cambio las mujeres a quienes se les
ha administrado andrógenos ven su libido reactivada. Pero lo importan­
te a recalcar es que la sustracción o adición de hormonas no modifica
la orientación de la libido. Así, si se le administra a una mujer andróge-¡
nos, aunque pueda masculinizarse en sus caracteres sexuales externos,
sigue deseando a un hombre. De la misma manera que la ingestión de
andrógenos por un homosexual afeminado no lo transforma en menos
afeminado, sino que acrecienta su deseo de relaciones homosexuales.
Por tanto, la intuición freudiana sobre el carácter masculino de la libido
en tanto deseo sexual hallaría su certeza en la naturaleza andrógena de
las hormonas activadoras del deseo, pero éste sigue siendo fiel a su fan^J
tasma, y ni se masculiniza ni se feminiza por la acción de los andróge­
nos, sólo disminuye o cobra intensidad.

Stoller sostiene que todas estas evidencias nos llevan a refutar el su­
puesto monismo fálico de los niños de ambos sexos, y en todo caso pos­
tular lo inverso, que todos los bebés hasta los dos años son prevalente-
mente niñas. Pero esta hipótesis sólo nos conduciría a una recaída en
un biologismo de sentido contrario cuando lo que nos impresiona, en
cambio, es el enorme poder que las actitudes, los comportamientos y las
creencias de los padres tienen en el modelaje de la masculinidad y femi­
nidad. E l sistema biológico organizado prenatalmente en una dirección
masculina o femenina es casi siempre insuficiente en los humanos para
resistir la fuerza más poderosa del medio ambiente: la madre. Las evi­
dencias sobre la organización temprana de la masculinidad y la femini­
dad en base a la poderosa acción del medio materno y familiar se pre­
sentan cada vez en forma más numerosa: 1) niños diagnosticados al na­
cer como hermafroditas desarrollan una «identidad hermafrodita» (es
decir, durante toda la vida no saben si son hombre o mujer o si son am­
bas cosas), siempre que sus padres también abriguen dudas sobre el sexo
asignado. Cuando no es así (aun ante la presencia de órganos sexuales
externos ambiguos), el niño no duda en ser varón si al nacer se le asignó
el sexo masculino. Esto ocurre independientemente de la presencia
de anormalidades cromosómicas, gonadales o defectos hormonales;
2) transexuales hombres, como resultado de circunstancias posnatales
—una específica constelación familiar— presentan una feminización
tan marcada que actúan como mujeres y demandan que su cuerpo se
transforme en un cuerpo de mujer. No presentan ninguna anormalidad
biológica.

Todos estos hallazgos obligan a una revisión de la articulación entre


el nivel biológico y el psicológico. Los hechos parecen sugerir una com­
plejidad superior a la esperada. En algunos momentos críticos del desa­
rrollo esta relación es de determinación, período fetal de acción de los
andrógenos sobre el hipotálamo, o los fenómenos de «imprinting» o
modelaje del género por la madre, como en los casos de transexualismo
masculino; en otros momentos, en que estructuras como el género o el
deseo sexual ya se hallan establecidas, esta relación parece ser sólo de
influencia, afeminamiento de hombres heterosexuales, intensificación
de deseo sexual por acción de los andrógenos.

¿VAGINA O CLITORIS?

La presencia, exterioridad y supuesta filiación anátomo-masculina


del clítoris han sido los soportes centrales en que Freud basó su idea de
la predominancia de la bisexualidad en la niña. Si en ella debía darse en
el curso de su evolución una metamofosis de hombre a mujer, el cambio
de zona erógena —del clítoris a la vagina— era su condición esencial.
La dicotomía feminidad primaria o secundaria en realidad se asienta en
la concepción antagónica de estos dos órganos femeninos, de manera
que un recorrido por los distintos autores nos enfrenta con una serie de
argumentos controversiales.

—La niña sólo conoce el clítoris. —La niña conoce la vagina ya sea
La vulva y la vagina al ser órga­ por protofantasías heredadas o
nos internos permanecen desco­ por equiparación con la boca
nocidos hasta la vida sexual pu- (Horney, M. Klein).
beral (Freud).

—La zona erógena infantil es el —La vagina es fuente de impul­


clítoris. Si hay masturbación, sos, es una zona erógena en la
ésta es clitoridiana (Freud). Si infancia. Existe la masturba­
permanece como zona erógena ción vaginal (Müller, Horney).
privilegiada en la edad adulta,
es signo de masculinidad.

—Al considerarse al clítoris como —Los impulsos vaginales son re­


masculino, las pulsiones de la ceptivos. Desea recibir el pene,
niña serían fálicas, es decir, de como equivalente del pecho
penetración, activas (Freud). (fellatio-M. Klein). El clítoris es
un órgano femenino (Jones).

—Toda manifestación psicológica —Por un proceso defensivo, niega


masculina es producto de la bi­ la existencia de la vagina y su
sexualidad biológica (Freud). función. Deseos agresivos pro­
yectados sobre la madre por he­
ridas narcisistas. Temor a ser
atacada en su interior (M.
Klein, Jones).

La mayoría de las críticas efectuadas a Freud por parte de los defen­


sores de la feminidad primaria se basan en hechos de observación de ni­
ñas pequeñas, quienes evidencian su conocimiento de la existencia y lo­
calización de la vagina. Coincidimos con los autores que sostienen que
no debe confundirse entre el descubrimiento de la vagina que puede
efectuar la niña y el grado de erotización que la misma alcanza durante
la infancia (Granoff y Perrier, 1964; Lucioni, 1982). Pero aun superaddi
este impasse, lo que parece menos sostenible es que sea la fuente esencial
del sentimiento de feminidad. Puede trazarse un paralelo entre los niños
que nacen sin pene, pero que son reconocidos al nacimiento como sien-
do varones, y las niñas que son genética, anatómica y fisiológicamente
normales salvo por el hecho de que nacen sin vagina. Tal anomalía pue­
de provocar un gran sufrimiento en una joven o en una niña cuando se
descubre el trastorno, pero Stoller nunca ha observado que tales muje­
res desarrollen una perturbación en el núcleo de su identidad de género,
es decir, en su certidumbre de ser mujeres. Estas mujeres 110 buscan
masculinizar su cuerpo, por el contrario insisten en proveerse mediante
la cirugía de una vagina. Como en el varón la presencia de un pene, en
la niña el conocimiento de su vagina refuerza enormemente el sentimien­
to de ser mujer, pero no constituye una condición sine qua non. Si el
varón o la niña se consideran varón o mujer es porque sus padres no
dudan de que lo sean. El conocimiento casi consciente de su estado bio­
lógico acrecienta su sentimiento de identidad, pero aun en ausencia de
este conocimiento en niños sexualmente neutros (XO), una identidad fe­
menina se estructura si se le asigna inequívocamente a la criatura el sexo
femenino (Stoller, 1968). (Nota II.)

La estructura especular de la primera relación de objeto favorece la


instalación precoz del género femenino en la niña. No existe desarmonía
anatómica, ni de identidad entre la futura mujer y su madre. La niña
ama y desea a un objeto con el cual y simultáneamente se identifica,
identificación que crea y construye una imagen temprana femenina, así
como un Ideal del Yo preedípico (Jacobson, 1964; Blum, 1976) *. En
cambio en la organización del goce debe darsf ana ruptura con las for­
mas de seducción materna, el cuerpo de la niña debe reaccionar a otros
estímulos que no sean el de su doble. Hacia la mitad del segundo año,
la niña parece tener una clara representación de su cuerpo, construida
a lo largo de su relación con la madre, de la cual se ha diferenciado co­
mo cuerpo-otro (Mahler, 1958). La deambulación y el ejercicio de las
funciones corporales han establecido a través de la acción un reconoci­
miento psíquico del cuerpo en una anatomía que, si bien puede obtener
una imagen de completud por vía especular (Lacan, 1966), sólo alcanza­
rá su cabal objetivación y autorreconocimientp a través de la acción y
experiencias propias. Experiencias de esfuerzo, dolor y sensibilidad que
acompañan a las funciones contribuyen a relleiíar el contorno de la uni­
dad. Sabemos el rol prevalente que juega el placer para el proceso de
subjetivación del cuerpo, y el carácter organizador que tienen las zonas
erógenas. Ahora bien, la dificultad para la niñ^ en formarse una clara

* Véase el próximo capítulo para el examen de este punto.


representación genital es bien conocida (Greenacre, 1950), sin embargo,
aún no existe consenso sobre las razones de este desconocimiento. Pen­
samos que no sólo el carácter oculto de los órganos genitales contribuye
a esto, sino que debe tenerse en cuenta la ausencia, o poca frecuencia,
de experiencias estimulantes del placer vaginal. La función uretral, la
micción en la niña, no ponen en juego el órgano genital como en el caso
del varón. A su vez, en el cuidado higiénico, fuente de estimulación eró-
gena permanente entre la madre y el hijo, las posibilidades de excitación
de la vagina son mucho menores. No hay necesidad de apelar a una se­
xualidad virtual distinta en el varón o en la niña, con una prefijación
al objeto heterosexual como postula Grumberger *, ya que la represión
materna de la homosexualidad, es decir, la habitual normativización so.-
cial del deseo materno nos parece suficiente explicación (Aulagnier,
1977).

La hipótesis sobre las protofantasías o fantasmas primarios (es de­


cir, un conocimiento heredado sobre la realidad sexual que ubicaría el
saber sobre la vagina en upa independencia de lo vivido-real-histórico)
no aporta en forma concluyente sobre el problema, pues debiera en ese
caso seguir la evolución pautada por lo madurativo, y el cúmulo de mu­
jeres que descubren la masturbación vaginal como actividad de goce en
la adultez es numerosísimo ¿Cómo explicar una detención tan marca­
da, tan extendida del desarrollo madurativo si la impronta fuera bioló­
gica? ¿O es que se requiere una estimulación externa para ponerla en
marcha? Entonces sólo habríamos logrado un deslizamiento del proble­
ma del órgano al estímulo, ¿cómo es que el estímulo no tiene lugar, o
su participación es tan iimpredecible? La anatomía no favorece un tem­
prano y espontáneo descubrimiento de la vagina por la niña, ni su esti­
mulación casual en el cuidado corporal por parte de la madre. El ejerci­
cio de la función uretral enmascara aún más las posibilidades de órgano
de goce de la vagina, ya q!ue despierta la confrontación entre los sexos
y la envidia al pene como una posesión preciada en el otro. Pensamos
que es en este sentido donde «la anatomía es el destino» en el caso de
la niña, pues no favorece! una sexualización completa en la infancia. Pe­
ro en este punto descansa un monumental malentendido: que la vagina

* «Igualmente puede uno) preguntar si aquí la actividad “ anaclítica” de la madre se


puede considerar como fuentt de dichas sensaciones y si no sería preciso invertir de alguna
forma esta proposición suponiendo una cierta sexualidad virtual, distinta desde el princi­
pio en la niña y en el niño y qufe ios cuidados en cuestión no hacen más que activar» (1964).
no se constituya en zona erógena en la niñez —que no sea punto de par­
tida de la estimulación para el goce sexual— no quiere decir que ulte­
riormente no reaccione al estímulo sexual, que no se produzca la descar­
ga muscular en caso de producirse la masturbación clitoridiana. Lo que
falta es que sea la penetración y la consiguiente estimulación de la muco­
sa vaginal, aquello que pone en marcha el proceso de excitación (Mas-
ters y Johnson, 1966), aunque el asiento final del orgasmo sea siempre
vaginal, como veremos más adelante.

MASTURBACION

Los estudios masivos sobre la sexualidad femenina (Sherfey, 1966;


Hite, 1976) y sobre la terapia sexual (Masters y Johnson, 1966; Kaplan,
1974) han arrojado datos que nos ayudan a esclarecer este punto. Las
niñas desarrollan múltiples formas de masturbación: compresión de los
muslos, retención de orina, balanceos, estimulación clitoridiana y even­
tualmente introducción en la vagina de diversos objetos. En el informe
Hite se destacan seis tipos básicos de masturbación femenina, pero lo
interesante a constatar es que el 73 por 100 de las mujeres practicaban
la estimulación clitorideo/vulvar, mientras que sólo un 1,5 por 100, la
penetración vaginal. Estas declaraciones pertenecen a mujeres adultas
no homosexuales, es decir, que sus fantasías eróticas eran con hombres,
sin embargo el estímulo era clitoridiano y los ensueños eróticos giraban
alrededor de ser penetradas, no de penetrar con su clítoris a nadie. ¿Có­
mo pensar que la niña pequeña al descubrir su clítoris y las posibilidades
de goce genital desea penetrar a su madre, ya que la etapa de masturba­
ción temprana entre los quince y diecinueve meses transcurre en la más
completa ignorancia de la función del pene en el intercambio sexual? La
naturaleza de las fantasías masturbatorias tempranas es aún un punto
a precisar. Existen claras observaciones que demuestran conductas de
coqueteo y actitudes seductoras hacia el padre en niñas de dieciocho me­
ses (Abelin, 1975), y un pico de erotización en este período, que ha lleva­
do a algunos a postular una etapa genital temprana (Aberasturi, 1967;
Roiphe y Galenson, 1981). Pero también se constata posteriormente una
diferencia neta entre varones y niñas en el dominio del autoerotismo. La
masturbación del varón es una constante, puede reprimirse en mayor o
menor grado, pero jamás deja de ser conocida y practicada. Declaracio­
nes como las que se compilan en el informe Hite serían inconcebibles
para el género masculino:

«M is recuerdos sobre la masturbación se remontan a la edad de


siete años, aunque no supe lo que era realmente hasta cumplir los
quince...» « A punto de cumplir quince años viví mi primera experien­
cia de intercambio de besos y caricias con un chico. Tales pasiones me
dejaban sexualmente excitada (aunque no lo comprendía entonces,
eso era lo que me pasaba). Llegaba a casa, una vez acostada, me toca­
ba, experimentando casi inmediatamente un orgasm o...» «A l descu­
brir mi clítoris a la edad de dieciocho años...» « L a primera vez que
gocé sola tenía diecinueve años...» (pág. 52).

Para el varón no hay posibilidad de engaño, la voluptuosidad que


lo invade se halla indisolublemente conectada con la erección de su ór­
gano y la consecuente descarga muscular. La niña nada en las tinieblas
de su anatomía genital interna, si sólo conoce su clítoris y la habitual
mojigatería y moral sexual de las madres no le han proporcionado nin­
gún saber sobre su vagina, la niña concebirá que todo lo que le sucede
tiene asiento en lo que ve.

M it o d e l o r g a s m o c l it o r id ia n o

El conocimiento adquirido sobre la fisiología del acto sexual nos


permite no recaer en el mismo error de la niña, y superar el malentendi­
do y la falsa división entre orgasmo clitoridiano y vaginal que tanta con­
fusión ha creado. La fase de excitación se caracteriza por una vasodila-
tación refleja de los genitales, que produce una turgencia generalizada
de los labios y del tejido que rodea la cavidad de la vagina. La fase de
preparación orgásmica (Masters y Johnson, 1966) se alcanza cuando
existe una distensión generalizada del tejido vulvar y del introito de la
vagina, un enrojecimiento de los labios y la lubricación vaginal, que es
el signo cardinal de la excitación de la mujer. La lubricación vaginal
consiste en un trasudado que distiende el área genital durante la excita­
ción. Finalmente el orgasmo consiste en una contracción refleja de los
músculos localizados en el introito vaginal, contracciones acompañadas
por sensaciones de intenso placer. El clítoris, en tanto zona erógena, se
halla provisto de la red sanguínea suficiente para proveer parte de la va-
sodilatación necesaria para cumplir un papel relevante en la fase de exci­
tación, pero carece de los músculos necesarios para las contracciones del
orgasmo. Cualquiera que sea el estímulo —táctil, auditivo-visual— que
desencadene la ex citación ge nital, ésta c o m p re n d e rá a la z o n a ge nital en ­
tera. Q u e la n iñ a o la m u je r frote o estim ule su clítoris c o m o m é to d o
prevalente p a ra d e sarrollar la ex citación, hasta la p la ta fo r m a org ástica
necesaria p a ra que los m úsculo s de la v a g in a desencadenen su salva de
co ntraccio nes,no implica que haya un doble orgasmo: uno clitoridiano
y otro vaginal, y m u c h o m enos que u n o sea m a s c u lin o y o tro fe m e n in o ,
ya q u e el clítoris es u n a parte esencial del a p a ra to genital fe m e n in o *,
ó rg a n o de la ex citación , pero n o del o rg asm o .

Es c o m o si la teo ría se h u b ie ra ex trav iado en el m is m o nivel im a g in a ­


rio que el fa n ta s m a de la n iñ a , am b as h a n necesitado ela bora r u n a m is ­
m a creencia fa n tástica: el carácter m a s c u lin o de la sexualidad fe m e n in a .
« ¿ P o d r ía n las neurosis sexuales que parecen endém icas en las m ujeres
ser en parte consecuencia de la ia tro g e n ia ? » , se p re g u n ta b a Sherfey en
1966, y agregaba: « J u n t o a la im p re sio n a n te p ro m e sa de la e x tra o rd in a ­
ria riq u e za y p r o fu n d id a d del p e n sam ie n to fr e u d ia n o que co nm u e ve
nuestras m entes, ta m b ié n nos e n co n tram o s frente al o b s tác u lo f o r m id a ­
ble de u n gran b lo q u e de profesionales y de o p in ió n p ú b lic a que insisten
p a ra qu e el org asm o v ag in a l se p r o d u z c a . P a ra erradicar estos conceptos
erróneos debem os c o m e n zar p o r erradicarlos de la m ente de p sic o a n a lis­
tas y p s iq u iatras. P a r a su co nse cu ción se requiere la p ru e b a de que el
org asm o v a g in a l c o m o u n o rg asm o d is tin to del c lito r id ia n o sen cillam e n ­
te n o existe, y lo que existe es u n a ú n ic a experiencia que co nstituy e la
sexualidad fe m e n in a . A n te tales pruebas la teo ría p s ic o an alítica debiera
ser rev isada».

D ig a m o s , p o r nuestra parte y a m an e ra de síntesis de este a p a r ta d o ,


que in v o c a r la b io lo g ía p a ra sostener la tesis de la m a s c u lin id a d c o n s ti­
tu c io n a l de la m u je r , p ara hacer depender de a q u é lla el de sarrollo psico­
lóg ico de su id e n tid a d de género y la o rie n ta c ió n de su deseo sexual, re­
su lta d o b le m e n te falso. E n p rim e r lu g a r, a u n en el m is m o á m b ito b io ló ­
gico, ya que las investigaciones recientes lo de sm ienten, pe ro , sobre to ­
d o , p o rq u e parte n de un error básico de c o n c e p ción de los hechos: la
c o n a tu r a lid a d entre el p s iq u is m o y lo a n a tó m ic o y u n orden de ca usa­
c ió n en qye el « s u e lo » b io ló g ic o d e fin iría la psiquis.

* L a sem ejan za a n a tó m ic a entre el clítoris y e) pene n o los e q u ip a ra ni en el p la n o


fisio ló g ic o , ni m u c h o m e nos en el p sic o ló g ic o . L a e stim u la c ió n de a m b o s no despierta un
ún ic o tip o de fantasías. Estas dep en den de la estru cturación del deseo y no del ó rg a n o que
se excita. D e ig u a l m a n e ra el frote del p e zón de la m u je r y su erección d u ra n te el co ito
no activ an fantasías de ser ella la q ue pene tra, sino el deseo de ser p ene trada. L a teoría
ha sido presa del nivel im a g in a r io al sup on er que la s im ilitu d de fo r m a define la fu n c ió n .
Nota II. Extraído del capítulo VI, «El sentimiento de ser mujer», del
libro Sexo y género, tomo I, de Robert Stoller.

Ciertos casos de anomalías biológicas se constituyen en experiencias «cuasi


experimentales» que pueden ayudarnos sobremanera en la comprensión del de­
sarrollo de ser mujer: 1) mujeres sin vagina normales biológicamente; 2) mujeres
biológicamente neutras, cuyos órganos genitales externos parecen normales al
nacimiento, no habiendo duda por parte de los padres sobre el sexo de la niña;
3) mujeres biológicamente normales, con excepción de la masculinización de sus
órganos externos (vagina), que fueron criadas sin ambigüedad como niñas;
4) mujeres normales biológicamente, aparte de la masculinización de sus órga­
nos genitales externos (vagina), que fueron criadas sin ambigüedad como varo­
nes, y 5) mujeres normales biológicamente, que no poseen clítoris.

1. L a primera categoría es conocida por los ginecólogos. La mujer, en este


caso, se considera una hembra, y posee una feminidad que la conduce con la
misma frecuencia que en las mujeres anatómicamente normales a las tareas y
a los placeres femeninos: casamiento, relaciones sexuales vaginales (en la vagina
artificial) con orgasmo, embarazo (cuando el útero está presente) y cuidados
maternales. Relata el caso de una muchacha de diecisiete años, femenina, seduc­
tora, inteligente, cuyo aspecto en el m omento del nacimiento era normal. A u n ­
que no presentaba ni vagina ni útero, sus órganos genitales externos eran nor­
males. Sus padres, que no sospechaban nada, la criaron como a una niña, y ella
se sintió mujer y femenina. Sus senos, su vello pubiano y la distribución de grasa
subcutánea femenina comenzaron a desarrollarse a los diez años (ya que tenía
ovarios normales y funcionales), y aunque tenía dolores abdominales cada mes,
no presentaba reglas. A los catorce años, un examen físico de rutina — que por
primera vez comprendía un examen de los órganos genitales— reveló que ella
no tenía vagina. U n chequeo posterior mostró que tampoco había útero, pese
a la presencia de ovarios funcionales. A l hacerla partícipe de los hallazgos, ella
decía lo siguiente: « ...lo que más me impresionó es que yo quería tener niños...
y yo quería una vagina. Quería sentirme como todo el m undo, yo quería utilizar
la m ía, quiero decir, cuando llegue el momento, yo quería utilizar la m ía, no
quería sentirme diferente... y me sentía diferente... y continúo sintiéndome dife­
rente...» Cuando le propusimos una vaginoplastia, quiso que se hiciera inm edia­
tamente; cuando se le preguntó, después, cómo se sentía con una vagina, ella
dijo: «...es diferente, es mejor, es ún paso hacia adelante. A hora me siento co­
m o todo el m u n d o ...»

2. Segunda categoría: pacientes intersexuales cuya identidad de género es


norm al. Relata el caso de una persona tan biológicamente neutra como puede
serlo un ser hum ano: un X O en el plano cromosómico con neutralidad
anátomo-fisiológica. Sin embargo, cuando se la vio por primera vez, a los die­
ciocho años, nada en su conducta, en su manera de vestir, en sus deseos sociales
y sexuales, en sus fantasías, podrían haberla distinguido de las otras muchachas
del Sur de California. H ab ía un hecho inquietante que hacía que ella no fuese
una muchacha corriente, a los dieciocho años, sus senos nos habían comenzado
a crecer y no tenía reglas. Después de haber hablado con sus hermanas mayores
y de haber esperado durante algunos meses una m aduración natural, se presentó
a la consulta médica (no psquiátrica). En el examen médico no se descubrió na­
da en particular, a no ser la ausencia de desarrollo de los senos, de pigmentación
aureolar y un extraño vello pubiano que solo cubría los labios. Los labios y el
clítoris parecía;, normales. El orificio vaginal estaba virgen. No había ningún
signo de tejido gonádico del otro sexo. N o se notó ninguna hipertrofia suprarre­
nal. En resumen, los contenidos de la cavidad abdom inal eran neutros (con la
tendencia a la anatom ía femenina que se produce en la genética neutra en los
seres humanos). Durante el tratamiento psiquiátrico que comenzó el día en que
se le inform ó de su esterilidad (tratamiento que siguió durante tres años), el su­
frimiento que esta revelación inevitable le causó fue estudiado con detenimien­
to. Explorando este sufrimiento, descubrimos la presencia de tres orientaciones
enraizadas en las identificaciones femeninas, indiscernibles en sus grandes ras­
gos de la reacción que se encontraría en una mujer de sexo genéticamente nor­
mal. La primera orientación era su deseo de casarse y de tener hijos; la segunda,
el aspecto exterior y la función de sus órganos genitales, y la tercera se vinculaba
con sus intereses femeninos (su aspecto exterior, sus juegos, la utilización del
tiempo libre, las relaciones sexuales, etc.)...La fam ilia de la paciente se oponía
a una vaginoplastia porque pensaba que la paciente comenzaría a tener relacio­
nes sexuales antes de su casamiento. La paciente estaba evidentemente muy an­
siosa frente a esta cirugía correctora, y, finalmente, los cirujanos aconsejaron
a la fam ilia permitir la operación para que la paciente no se sintiese tan diferente
de sus amigas. Después de la intervención, la paciente fue muy feliz y nunca des­
pués se arrepintió de la vaginoplastia. Com o lo temía su fam ilia, algunos meses
después comenzó a tener relaciones sexuales con su amigo. Ella terminó casán­
dose y sigue casada hasta el día de hoy...

3 y 4. Los sujetos que entran en la tercera categoría, hembras masculinas


criadas como niñas, y en la cuarta, hembras masculinizadas criadas como varo­
nes, fueron objeto de los hoy ya clásicos trabajos de Money y los hermanos
Hampsons (1957). Ellos estudiaron las diferencias existentes en la identidad de
género de niñas presentando el síndrome adreno-genital. En este caso preciso,
los órganos genitales externos de la niña; que, por otra parte, es normalmente
sexuada, fueron masculinizados «in útero» por una gran cantidad de hormonas
andrógenas de origen suprarrenal. Los autores describen dos niñas, las dos hem­
bras biológicamente normales (genéticamente, en la anatom ía y en la fisiología
sexual interna), pero con órganos genitales externos masculinizados. Luego de
un diagnóstico correcto, una de las niñas fue criada sin ambigüedad como una
nena (tercera categoría); esta niña se mostró tan femenina como las otras niñas.
La otra, que no fue reconocida como hembra, fue criada sin ambigüedad como
un varón (cuarta categoría) y se volvió un niño completamente masculino.

5. En este caso nos hallamos frente a la niña normal desde todo punto de
vista, pero con ausencia de clítoris. En la literatura médica no se registra ningún
caso de este tipo, pero en algunas partes del mundo musulmán la costumbre ha­
ce que se extirpe el clítoris de todas las mujeres en la temprana infancia, o años
más tarde. Si bien existen millones de mujeres en esa situación, ellas no tienen
disminuido su sentimiento de ser mujeres, este sentimiento no desaparece jamás
y ni ellas ni sus maridos constatan una disminución de la feminidad.
CAPITULO III

Y O IDEAL F E M E N I N O PRIMARIO

El estudio del transexualismo ha conmovido los cimientos del na­


turalismo hasta tal punto, que no sólo ha permitido afirmar que la iden­
tidad de género de estos sujetos se basa en una creencia —en una ilu­
sión tan poderosa que los compulsa a transformar su anatomía— , sino
que ha conducido a extender este tipo de determinación a todo ser
humano. Tanto el varón como la niña llegan a la conclusión de que son
hombre o mujer por un proceso de naturaleza idéntica a la del transe-
xual, es decir, por algo que trasciende la simple percatación de la sexua­
lidad anatómica de sus cuerpos. Esta tesis y la serie de consecuencias
que conllevan nos conducen a la necesidad de revisar la siguiente aseve­
ración freudiana: «Tomando como punto de partida la prehistoria, se­
ñalaremos que el desarrollo de la feminidad queda expuesto a perturba­
ciones por parte de los fenómenos residuales del período temprano de
las masculinidad» {La feminidad. St. Ed. Vol. X X II, pág. 131. Subra­
yado nuestro).

En su lugar proponemos para la etapa preedípica * lo siguiente:

1. La etapa preedípica no es idéntica en el varón y en la niña.

2. La diferencia en la organización de la etapa preedípica en los


distintos géneros es un efecto de la estructura asimétrica de la maternali-
zación y paternalización, procesos que fundan la célula familiar de
nuestra cultura.

3. Esta fase no se caracteriza en la niña ni por rasgos ni por mani­


festaciones de masculinidad.

* Pese a las objeciones que se han formulado a la denominación de preedípico, por


su carácter teóricamente impensable desde la estructura, consideramos útil conservar esta
expresión freudiana para referirnos al período anterior al reconocimiento por parte del ni-
flo de la oposición fálico-castrado.
4. La madre, en su carácter de objeto primario, impone la especifi­
cidad de su género a la relación madre-hijo.

5. Existe en los niños de ambos sexos una teoría preedípica sobre


la feminidad.

6. La identificación primaria es portadora de un Yo Ideal femeni­


no para la niña.

7. La envidia al pene no puede ser sino secundaria.

Melanie Klein puso de manifiesto la turbulencia del mundo interno


que para una madre desencadena el hecho de tener un hijo: regresión
y reelaboración de su propio vínculo con su madre, actualización de sen­
timientos de persecución y depresión si en la relación ha predominado
la ambivalencia. Cada una de las capacidades requeridas —dar vida,
proveer bienestar físico, contener la ansiedad, comprender las necesida­
des y responder adecuadamente a ellas, tener leche, etc.— remiten en to­
da mujer a la puesta en comparación con los otros ejemplares de su gé­
nero. La relación de ser a ser es constante, tanto si la mujer se compara
con su madre u otras madres o si se identifica con su hija, en el deseo
de ésta de poseer una madre: como es ella, como ella tuvo, como ella
quisiera ser. Por tanto, el peligro de fusión, proyección y extensión nar­
cisista, así como mayores dificultades a la separación, se presentan más
habitualmente cuando la relación materno-filial tiene lugar con las hijas
mujeres. La línea del modelo —ya se trate de repetirlo o de diferenciarse
de él— se sobreimpone permanentemente a la línea de la relación de ob­
jeto. El período de simbiosis parece ser más prolongado entre madres
e hijas mujeres que entre madres e hijos varones. Freud (1931-1933) se­
ñaló este hecho —mayor longitud y mayor importancia de la fase pre­
edípica en la nena que en el varón— intuyendo y sugiriendo su relevan­
cia en el desarrollo diferencial de ambos. Es interesante constatar que
fue llevado a esta afirmación por trabajos clínicos de psicoanalistas mu­
jeres, que mostraron la importancia de esta fase para la mujer (Deutsch,
1925; LamRl-de-Groot, 1928; Mack Brunswick, 1940). Sin embargo, la
orientación final que Freud otorgó a estos hallazgos debe ser revisada
y reformulada desde la perspectiva que introduce la noción de género,
ya que la prehistoria —lo preedípico— , el vínculo con la madre, es esen-
ciuí para el desarrollo de la feminidad no por la supuesta masculinidad
que encierra, sino por todo lo contrario, por la inevitable feminización
que genera.
Estudios provenientes de distintos campos de observación coinciden
en la afirmación de que las madres tienden a experimentar a sus hijas
mujeres como menos separadas de ellas. Sentimientos de unidad y conti­
nuidad, identificación y simbiosis predominan con las hijas mujeres y
la calidad de la relación tiende a retener elementos narcisistas, mientras
que el componente libidinal permanece más débil. Por el contrario,
cuando es madre de un género diferente al suyo, experimenta el hijo co­
mo opuesto a sí, como un «otro» distinto. Entonces la investidura libi­
dinal predomina sobre un tipo de investidura narcisista, la de la identifi­
cación. A su vez, los varones, como respuesta a ser considerados dife­
rentes, tienden también a experimentarse distintos a sus madres, y las
madres empujan esta diferenciación (aunque retengan en algunos casos
ur. gran control sobre ellos), inclinándose a una mayor sexualización del
vinculo, proceso que a su turno reforzará la urgencia de la separación.
En la medida que la maternalización es ejercida por la mujer, el período
preedípico de las niñas no sólo será más prolongado que el de los varo­
nes, sino que aquéllas conservarán siempre, aun ya mujeres, la tenden­
cia a colocar en el centro de sus preocupaciones las relaciones humanas
que tienen que ver con la maternalización: sentimientos de fusión, défi­
cit de separación e individuación, límites del Yo corporal y del Yo más
difusos.

ETAPA PREEDIPICA

1,1 T e o r ía p r e e d íp ic a s o b r e l a f e m in id a d .

E fectos d e l a p r e m a t u r a c ió n

El carácter persecutorio e idealizado de las representaciones de obje­


to primarias es un efecto de las condiciones de prematuración humana,
condición que determina la peculiaridad fantasmática de nuestra vida
pulsional y cognitiva. La dependencia vital, libidinal y cognitiva en que
se encuentra el niño, junto con el desconocimiento de tales condiciones,
organiza un registro imaginario de la realidad. La fantasía de «la mujer
con pene» (Freud, Lacan) o el «vientre materno lleno de todos los teso­
ros imaginables para el bebé» (Klein, M.) son representaciones tempra­
nas, que dan cuenta de la cualidad omnipotente que adquiere la madre
para la mente del niño. Pero sabemos a partir de Freud que la madre
fálica no constituye sólo una fantasía que se estructura aprés-coup del
descubrimiento de la diferencia de sexos, sino una de las primeras «tei
rías sexuales» que despliega el niño frente a los enigmas que le plante^
la sexualidad humana. Toda teoría parte de algún supuesto fundamena
tal que se trata de demostrar. Sabemos que las teorías infantiles son
erróneas por dos motivos, porque en su psiquis predomina la ley del de^
seo sobre la de la realidad y por insuficiencia de conocimiento, déficit
que es rellenado por el saber a disposición del niño (coito oral, parto
anal). Sin embargo, Freud también nos llama la atención sobre el hecho
de que todas las teorías infantiles contienen alguna parte de verdad.
¿Cuál es el núcleo de verdad que encierra la teoría de la madre fálica?

Si se deben medir los efectos estructurantes que en el niño tiene el


descubrimiento de la sexualidad adulta, coincidimos con Lacan (1966)
en que el factor central sobre el que se reorganizará la psique infantil-
será el advenimiento de la noción de castración materna. Lacan, a quienj
le debemos el haber rescatado la teoría de un realismo simplista, ubican
do el complejo de castración en una dimensión intersubjetiva —que arti­
cula la teoría freudiana del deseo y del narcisismo— , reformuló el narcijl
sismo primario en términos de la dupla madre fálica-niño falo. El niño*
engañado por su desconocimiento de la naturaleza sexual de la relación
entre los padres y por su propio deseo de ocupar el lugar de único objeto)
del deseo de la madre, mantiene la creencia, durante un período idílico
de su existencia, de «ser todo lo que la madre desea». Este supuesto in-
fantil es teorizado en términos de hijo-falo, ya que el niño se ubicará
en el lugar de lo que a la madre le falta, constituyéndose así la trama
imaginaria del narcisismo primario. El acento recae no tanto en la fu­
sión del niño a la madre, o en la creencia de posesión del pecho, sino
en que el sentimiento de plenitud, de omnipotencia, provendría de la ilu­
soria ubicación: «para agradar a la madre es preciso y suficiente con ser
un niño» (la teoría sustituye niño por falo, lo que no significa que esta
sustitución ocurra en la fantasía del mismo). Por otra parte, la madre,
marcada por su propia estructuración edípica, será la fuente de esta ilu­
sión, ya que el hijo completará, por mediación simbólica, lo que a ella
le falta. Este encuentro de ambos deseos sella la célula narcisista prw
maria.

Posteriormente, el niño asistirá al descubrimiento de la sexualidad^


y sufrirá dolorosamente sus efectos: su destronamiento del lugar que
creía ocupar, él no es todo para la madre —en términos teóricos no
es su falo— , pero también descubre, ,y a esto se resiste, que a la ma­
dre también le falta algo, ella no es todo, ella está castrada, no tie-s
ne pene. La angustia de castración, si bien su fantasmática compro­
mete al pene, en realidad es efecto de una transformación fundamental
del narcisismo infantil: el niño comprende que el deseo de la madre
no es ley, «el deseo de cada uno está sometido a la ley del deseo del
otro». A partir de esta transformación, la angustia de castración se dife­
rencia de la angustia de separación, pues en la separación del ni­
ño de la madre, o de las partes de su cuerpo, la creencia en la omnipo­
tencia materna no se ve afectada, mientras que esto es lo esencial en la
angustia de castración. En este punto se instalará la teoría sexual infan­
til sobre la madre fálica, y ofrecerá dura resistencia a ser desalojada: el
niño insistirá en la posesión del pene por parte de la madre, porque de
esa manera conservará intacto el postulado de la «ley del deseo» (Aulag­
nier, 1977).

Ahora bien, cualquiera que sea el registro sobre el que se basa la


creencia —«ser el único objeto del deseo de la madre» (Lacan, 1958),
«ser la que tiene todo lo que se desea» (Green), «ser la que detenta la
ley del deseo» (Aulagnier, 1975), «vientre materno repleto de posesio
nes» (Klein)—, tal creencia es anterior al descubrimiento de la diferencia
de sexos. Cuando tal descubrimiento sobreviene, el fantasma de la mu­
jer con pene surge como un intento imaginario de conservar y desmentir
el colapso narcisista que la mujer sin pene precipita. Por tanto, la mujer
fálica en tanto fantasía tiende a preservar algo que con anterioridad fun­
cionaba como premisa, como postulado, como realidad que no se cues­
tionaba: el poder absoluto de la madre. Poder no sólo basado en el de­
seo, sino en el ámbito de acción social de este poder, que es el hogar,
escenario privilegiado de la puesta en acto de la relación madre-hijo. La
madre, en la mayoría de las familias de nuestra cultura y aún más en
la era industrial y posindustrial, es la dueña y señora del hogar con res­
pecto a los hijos, teniendo plenos poderes de acción y decisión en las eta­
pas tempranas de sus vidas. En este sentido la fantasía del niño sobre
el poder materno, aunque ilusoria y errónea, contiene un núcleo de ver­
dad. Toda sociedad se distingue en aspectos domésticos y aspectos pú­
blicos de la organización social, madre y niños forman el corazón de la
organización doméstica, siendo las madres las que dictan las normas y
reglas de procedimiento que gobiernan esta organización (Rosaldo,
1974; Ortner, 1974; Chodorow, 1974). Los hombres pueden estar inclui­
dos en las unidades domésticas, pero su esfera social privilegiada es la
pública.

Si bien la madre fálica, en tanto fantasma, se organiza «aprés-coup»


de la instalación en la psique de la oposición fálico-castrado, la creencia
en su omnipotencia es del período anterior, y esta prehistoria es, desde
el punto de vista de la diferenciación sexual, asexual. El niño no conoce
aún la diferencia anatómica de los sexos (pene-vagina), pero sí la dife­
rencia de los géneros y las posiciones en la estructura del parentesco
(nena-madre-mujer-hombre-padre-niño). El niño y la niña saben, aun
antes de cualquier noción sobre la diferencia anatómica de los genitales,
que la persona que prodiga y legisla los cuidados, la satisfacción, la pro­
tección, es decir, su bienestar entero, es mujer. El padre, como objeto
primario, tiene una representación mucho menos consistente, porque su
función en la primera infancia es menos significativa, no estando a car­
go ni del cuerpo, ni de la alimentación, ni de la higiene, modos básicos
de intercambio y de organización de las relaciones de objeto tempranas.
Si tanto el varón como la niña desarrollan la teoría de la madre fálica,
es para restituir una imagen de poderío materno, poderío que no emana­
ba de su masculinidad, sino que tal masculinidad le debe ser agregada
cuando la madre-mujer, en tanto género femenino, se instituye como in­
completa, imperfecta, perdiendo poderío. La carencia de pene será la
marca de esa pérdida. El niño elabora una primera versión de la femini­
dad materna que otorga a ésta la más alta valorización. Es por la
valoración fantasmática del género mujer por la cual la feminidad se es­
tructura originariamente, tanto para el varón como para la niña, como
una condición ideal. El niño aún no ha llegado en esta etapa a otra ela­
boración, no menos fantasmática, aunque por otros determinantes: la
condición ideal del género masculino.

1.2. Yo I d e a l f e m e n in o p r e e d í p i c o

Las investigaciones sobre la identidad de género sostienen, con raras


excepciones, que ésta se halla firme e irreversiblemente establecida para
ambos sexos alrededor de los tres años. Como lo ha demostrado insis­
tentemente Stoller, dicha identidad se halla favorecida en el caso de las
niñas, y entorpecida con mayor frecuencia en el caso de los varones,
porque los niños de ambos sexos son criados por mujeres. La madre es
para ambos sexos el objeto primario: anaclítico, libidiuizador, narcisi-
zante y socializador. El padre tiene una aparición posterior y secunda­
ria. Esta peculiaridad de la estructura de la familia tiene efectos crucia­
les y diferenciales en las experiencias de las relaciones preedípicas y edí-
picas y en la forma en que ellas son estructuradas, es decir, apropiadas,
internalizadas y transformadas por ambos sexos.
La más temprana relación Yo-otro ha sido categorizada en términos
de identificación primaria (Freud) o identificación especular (Lacan).
En ambos casos, se trataría de una relación de ser a ser, de ser-otro, en
la cual el otro queda ubicado en una categoría de modelo o ideal. Que
la madre sea modelo para el niño tiene implicaciones diferentes según
los géneros. Para la niña, la madre es un doble absoluto, ya que tanto
el discurso materno como el cultural hablarán de ellas dos bajo el mismo
género gramatical; usará el mismo tipo y color de ropa, el mismo largo
del pelo, etc. Pero no sólo será un doble total, sino un doble superior
al otro género, pleno de poderes y de atributos: un ideal. La niña vive
el paraíso de ser igual al ideal, con quien en viitud de la estructura narci­
sista (especular, de desconocimiento) de la organización de su Yo, se
tenderá a fusionar y confundir. Cuando la niña juega a dar de comer
al muñeco, no hace sino escenificar el transitivismo que persiste en la
relación de objeto con la madre. Ella es la mamá, el muñeco es ella,
transforma en activo —poseer el alimento, ejercitar la función de ali­
mentar, tener los medios— aquello que es su ser pasivo, ser el bebé que
recibe, no poder moverse, no saber alimentarse de por sí. Simultánea­
mente la niña va siendo instruida acerca de que estas transformaciones
de la pasividad (niñas) a la actividad (madre), se adecúan placentera­
mente a lo que todos (madre, padre y familia completa) esperan de ella:
una verdadera niña que ya es toda una mamá que alimenta, mantenien­
do la continuidad en la unidad de género. Estos aplausos a su identifica­
ción a la madre, la confirman una y otra vez en el género asignado al
nacer, confirmación que reforzará su propio deseo de ser igual a su
ideal, la madre.

Por tanto, no parece discutible la feminidad inicial de la niña, ni la


del varón. Sin embargo, salvo en los casos extremos, que concluirán en
transexualismo, los varones rápidamente son alejados de esta condición
de feminización obligatoria. Quizá en este punto podamos constatar la
poderosísima influencia del medio humano, que puede no sólo torcer
los destinos fijados por la biología, sino también, aquellos que la estruc­
tura de la relación humana inicial le impone. La madre como ser social,
inscripta en una cultura que legisla minuciosamente sobre la bondad de
la dicotomía de los géneros, muy tempranamente establecerá diferencias
y distinciones entre su trato al bebé niña o varón. Existen numerosas ex­
periencias que muestran el moldeamiento de las diferencias de género
por parte de la madre (Stoller, 1968, 1975; Maccoby y Jacklin, 1974).
La niña, al tomar a la madre como modelo, proceso facilitado por su
total equivalencia y semejanza, tiene inicialmente una identidad de gé-
ñero idealizada que la llena de orgullo. Admira a su madre por el gobier­
no del hogar y los hijos y desea ser como ella. En la relación de ser a
ser, la ambivalencia es máxima, porque por momentos ese ser al que
imita, incorpora y sustituye, también es el objeto de la primera depen­
dencia, al que debe obediencia para seguir recibiendo‘los cuidados y el
amor. En esta duplicidad de la madre —modelo del ideal del género
temprano y a la vez objeto anaclítico que otorga o niega— radica, a
mi juicio, el carácter prevalentemente conflictivo de la niña con su
madre.

El género mujer, en tanto compartido por la madre y la hija, contri­


buye a formar un núcleo de identidad de la niña, fuerte e idealizado, un
Yo Ideal, ya que la nena en tanto mujer es igual a la mamá. Por otra
parte, este Ideal del Yo femenino, esta feminidad primaria, es un objeto
interno idealizado y fantasmático que no contiene el conocimiento sobre
la anatomía y la sexualidad femenina. A su vez, el hecho de que la ma­
dre sea mujer, no afecta sólo a la niña para la organización de la rela­
ción de objeto, sino, y sobre todo, a la madre. Porque son del mismo
género que sus hijas y han sido mujeres, las madres de hijas mujeres
tienden a no experimentar a sus niñas como separadas y diferentes de
ellas, como sí lo hacen con sus hijos varones. Una madre de dos varones
decía: «Hasta que tenga una nena no paro, necesito sentir eso de ser
igual con mi hija; además, en la vejez sólo las hijas cuidan de sus ma­
dres». Los sentimientos de unidad, de fusión y de continuidad, aunque
son sentidos por la madre ante cualquier sexo del hijo, parecen ser más
masivos y prolongados entre madres e hijas mujeres *.

1.3 . E l PAPEL DEL PADRE COMO OBJETO PRIM ARIO INTERNO E IDE a L

Las condiciones habituales de maternalización determinan una rela­


ción más distante —especialmente en los primeros años de la vida— del
niño/a con el padre. El padre de nuestra cultura no alimenta, no higieni­
za, no está a cargo del cuerpo del bebé. Esta falta de intercambios pri­
marios, sobré los que se organiza la relación de objeto temprana, deter­
mina que el padre sea una figura con quien se tiene un vínculo más exte­
rior, menos exclusivo, más distante, menos particularizado, con menor
cantidad y riqueza de intercambios que con la madre. Como consecueif-

* Para la documentación de este punto, consúltese Chodorow (1978).


cia, la representación del padre en tanto objeto interno se instalará pos­
teriormente y estará expuesta a menor grado de disociación y ambiva-
letaia, contribuyendo también en menor grado a constituir una imagen
especular del Yo temprano y un objeto del Self (Kohut). Paralelamente,
al ser el padre menos responsable del cuidado y al permanecer sus fun­
ciones más alejadas, el niño, ignorante al principio tanto del status fa­
miliar y social del padre como de su rol sexual en la pareja, le otorgará
menor valorización. Por tanto, el padre como objeto primario juega un
rol secundario con respecto a la madre en los tempranos períodos de la
vida.

Abelin (1980) considera que el padre es reconocido como un «tipo


diferente de padre» e investido como un «segundo vínculo» antes del co­
mienzo de la crisis de «rapprochment» (Mahler), alrededor de los die­
ciocho meses. Su presencia jugaría un papel esencial en la superación
exitosa de esta subíase del proceso de separación-individuación por par­
te del niño, pues se constituye en una «estable isla para practicar la reali­
dad, mientras la madre se contamina de sentimientos de añoranza y
frustración» (pág. 155).

Sin embargo, la comunión de géneros —el saber por parte del niño
varón que él es igual al padre— favorecerá la desidentificación de la ma­
dre (Greenson, 1968), la búsqueda y tendencia a la identificación prima­
ria con el padre. A su vez, tanto la madre, quien lo considerará un otro
distinto e igual al padre, como el padre, que obtendrá la satisfacción
narcisista de investir a su hijo varón, con el proyecto de la continuidad
y la semejanza en el otro que lo perpetúa, ambos favorecerán que en la
identificación primaria del varón a la omnipotencia materna se intro­
duzca una grieta que lo conduzca a la búsqueda de modelos paternos.
Por tanto, el sentimiento de identidad de género es un factor que juega
un papel relevante en las diferencias que se observan en la etapa preedí­
pica entre niñas y varones (Mahler, 1975; Stoller, 1975), ya que la niña
verá en su madre un todo aún más completo y pleno de poderes que el
varón. En la estructura del Yo especular temprano y en la organización
del objeto como una «imago parental idealizada» (Kohut, 1971), la ma­
dre adquiere mayor cualidad de idealidad para la nena que para el va­
rón, ya que para éste se configura y se construye paso a paso el senti­
miento de la no homogeneidad entre su ser y el de la madre.
2. CARACTERES ESPECIFICOS DE LA FASE PREEDIPICA
EN LA NIÑA

El período preedípico en la niña se caracteriza por:

2.1. Estructura fundamentalmente narcisista del vínculo materno.

2.2 Mayores dificultades en el proceso de separación-indivi­


duación.

2.3. Menor sexualización del vínculo materno.

2.4. Identificación primaria portadora del Yo Ideal femenino pri­


mario. La niña no cambia de objeto del género.

2.1. E s t r u c t u r a f u n d a m e n ta lm e n te n a r c is is ta
DEL VÍNCULO PREEDÍPICO

« A la luz de las discusiones previas debemos concluir que la acti­


tud hostil hacia la madre no es consecuencia de la rivalidad implícita
en el Com plejo de Edipo, sino que se origina en la fase anterior, y sim­
plemente halló un reforzamiento y una oportunidad en la situación
edípica.» (S. Freud, La sexualidad femenina. St. Ed. Vol. X X I , pág.
231).

La igualdad de género entre madre e hija confiere a la relación pre­


edípica —cuya estructura, independientemente de la variable género, es
fundamentalmente narcisista en cuanto a la identificación al Yo Ideal-
cualidades aún más narcisistas. Toda la fenomenología y la dinámica
del doble es aplicable a la comprensión de este punto, ya que no sólo
el hijo y la madre se completan en lo que ambos no tienen, sino que a
este factor se agrega la semejanza al otro igual e ideal como condición
de narcisismo. La madre es un semejante, pero es mucho más semejante
para su hija mujer, la cual a su vez es un semejante también más seme­
jante para su madre que el hijo varón. Los fenómenos de transitivismo,
de indiferenciación, de fusión entre las representaciones del yo y del ob­
jeto son más intensos, pues la igualdad de género favorece el sentimien­
to de unidad y los fenómenos de identificación. Ahora bien, en el caso
de la nena, a esta identificación al otro ideal, obligada y formadora de
su Yo, se le agregará un plus de identificación al semejante. Por tanto,
en la niña no sólo es narcisista la estructura a la que el Yo puede adve­
nir, sino que además será narcisista el deseo que duplique el poder de
esta identificación, el deseo narcisista de ser igual al otro porque el otro,
y no cualquier otro, sino el ideal, es igual a uno. Creemos que es este
carácter el que contribuye a que la etapa preedípica cobre más impor­
tancia para la nena que para el varón —será más prolongada, más con­
flictiva y más exclusiva— , pues la madre no sólo es el objeto de amor,
de la dependencia absoluta, sino el ideal narcisista y el semejante del gé­
nero. En cambio el varón, aun durante el imperio de la relación dual con
la madre, debe dirigir la mirada al tercero para encontrar al semejante
que capture su deseo narcisista por la equiparación del uno al otro.

Sabemos que la agresividad es la tensión correlativa de la estructura


narcisista (Lacan, 1966), lo que permite comprender el mundo persecu­
torio de la niña en el vínculo temprano con su madre. Las fantasías de
vaciamiento, mutilación, envenenamiento, no necesitan de otras razo­
nes que el conflicto de dependencia-autonomía con un otro que se halla
ubicado no sólo como auxiliar de funciones, sino como ideal. Las inves­
tigaciones clínicas psicoanalíticas, así como las provenientes de otros
campos, constatan el carácter más conflictivo, de mayor ambivalencia,
mayor lucha por el poder entre madre e hija. Aunque estas fantasías y
sentimientos sufran la represión, son hallazgos habituales en los análisis
de mujeres adultas y contribuyen a fortalecer lazos de mutua dependen­
cia entre hija y madre a través de sentimientos de culpa, persecución y
angustia de separación.

2 .2 . D if e r e n c i a s e n e l p r o c e s o d e s e p a r a c i ó n -i n d i v i d u a c i ó n

«U na niña pequeña es regularmente menos agresiva, desafiante y


autosuficiente; parece tener más necesidad de que se le muestre ternu­
ra, y ser por tanto más dependiente y dócil.» (S. Freud, Lafeminidad.
Sí. E d., Vol. X X I I , pág. 117).

Las diferencias de género imprimen al proceso temprano de


separación-individuación características fundamentalmente distintas
(Mahler, 1975). Para los varones, la separación y la individuación están
íntimamente relacionadas con la identidad de su género, desde que la se
paración de la madre es esencial en el desarrollo de su masculinidad. Pa­
ra las niñas y mujeres, la cuestión de la feminidad o de la identidad fe­
menina no depende esencialmente del logro de la separación de la ma­
dre, ni del progreso de su individuación. La masculinidad se irá defi­
niendo desde la separación de la madre, mientras que la feminidad lo
hará desde el apego a la misma; por tanto, la identidad de género mas­
culina se verá amenazada por la intimidad del niño a la madre, mientras
que la identidad de género femenina lo será por la separación precoz.

Antes de establecerse la verdadera triangularidad, existe un otro dis­


tinto a la madre, pero que es el igual al varón en tanto género. En la
mujer asistimos a una paradoja en la correlación habitual entre el éxito
del proceso de separación-individuación y la asunción de la feminidad.
El fracaso en el proceso de separación-individuación no atenta contra
su feminidad, contra su identidad de género, al contrario, permanecer
en algún grado ligada a la madre, favorece la organización de una femi­
nidad convencional legitimada por nuestra cultura. Lo que conlleva una
doble problemática, pues la futura mujer no sólo se desarrollará con un
déficit narcisista por su condición de castrada, sino que también sufrirá
los déficits de acción y de dominio de la realidad extrafamiliar, al per­
manecer en un estado de dependencia. En toda mujer funciona en algún
momento «el miedo a no poder, o a no saber», es decir, un núcleo fóbi-
co. Sin embargo, los criterios de madurez o salud mental que sustentan
nuestras teorías elevan categorías tales como «transformación de objeto
en sujeto de deseo», «autonomía», «sublimación» al rango de lo espera­
do como culminación del desarrollo. La feminidad convencional, es de­
cir, los valores que rigen los estereotipos de idealidad del género, buena
esposa —la que sigue y acompaña al marido—, buena madre —la que
permanece al cuidado exclusivo de sus hijos—, se hallan en contradic­
ción con los criterios convencionales de salud mental. Se han sostenido
hipótesis del carácter «concéntrico de la libido femenina» (Grunberger),
del carácter receptivo-pasivo de sus fines sexuales, y estas peculiaridades
se han extendido a la explicación del fracaso habitual de la mujer en al­
canzar la autonomía. Pensamos más bien, que debiera sopesarse ade­
cuadamente la influencia de los factores género y rol social en la forma­
ción de una feminidad que perpetúa la dependencia de la mujer.

2 .3 . M e n o r s e x u a l iz a c ió n d e l v ín c u l o

2 .3 .1 . La heterosexualidad materna

Se considera que es una variante transcultural la represión materna


de la sexualidad hacia su hijo, y la transmisión de esta represión por me­
dio del discurso y el conjunto del programa educativo (Aulagnier,
1975). Lo que quisiéramos enfatizar es que la heterosexualidad de la ma­
dre, es decir, la orientación de su deseo hacia los hombres, implica un
mayor grado de represión de cualquier componente de sobreerotización
con su hija mujer. Si se acepta que en el cuidado que prodiga la madre,
en la caricia por añadidura, en el beso que se pierde en la boca, siempre
surge, a pesar de la represión, un plus de placer, debemos pensar que
la resonancia será tanto menor entre madre e hija cuanto mayor sea la
heterosexualidad de la madre. Esto ha sido señalado por algunos auto­
res (Grunberger; Greenacre, 1950) como un efecto de «lo natural», co­
mo producto de una atracción o rechazo automático entre los cuerpos.
Pensamos que sería más pertinente comprender «la naturalidad» como
un efecto de la normativización del deseo de la madre hacia la heterose­
xualidad, orientación que dificulta, al bloquear la vía del mismo sexo
como «objeto causa del deseo», que cualquiera que posea un cuerpo
femenino pueda ser causa de él, incluida su hija.

2.3.2. La supuesta «masculinidad» de la niña

«Finalmente intensos impulsos activos hacia la madre emergen du ­


rante la fase fálica. La actividad sexual de este período culm ina con
la masturbación clitoridiana. Esta probablemente se acompaña con
ideas de su madre, pero si la niña enlaza un fin sexual a la idea, y de
qué fin se trata, yo no he sido capaz de descubrirlo a partir de mis ob­
servaciones.» (S. Freud, La sexualidad femenina, St. E d. Vol. X X I,
pág. 239. Subrayado del autor).

Freud sostuvo la masculinidad de la niña a lo largo de toda su obra.


Se refería indistintamente a la sexualidad femenina como a la feminidad
y/o masculinidad sin establecer precisiones entre estos conceptos. Si es­
tas afirmaciones son revisadas a la luz de la noción de género se logra
una mayor claridad tanto conceptual como semántica. La identidad de
género es anterior al establecimiento de la hetero-homosexualidad de un
sujeto, es decir, anterior a la normativización de su deseo sexual. Desde
el punto de vista de la exterioridad, de la apariencia, nadie ha puesto
en duda, y al decir de Stoller «es tan obvio que a nadie se le ha ocurrido
estudiarlo», que las niñas pequeñas no muestran signo alguno de mascu­
linidad —gestos y actitudes corporales— ni tendencia a los juegos de va­
rones, ni conductas de transvestismo. En los raros casos de transexualis-
mo femenino —proceso que compromete la identidad de género, rio la
sexualidad— la masculinízación de la niña y el deseo de ser varón es un
proceso más tardío. Por el contrario, en los casos de feminización del
transexualismo masculino se registran signos de feminización ya en el
primer año de vida, lo que resulta lógico de entender, pues el objeto pri­
mario objeto de la identificación es una mujer. Este solo hecho parecie­
ra ser suficiente para no aceptar sin reservas la supej^ición de una fase
primaria de masculinízación de la niña pequeña. Freud hablaba de la su­
puesta masculinidad de la niña pequeña como si se tratase de una homo­
sexualidad, ya que se refería al vínculo sexual entre dos mujeres, niña
y madre. Pero, ¿puede hablarse de vínculo homosexual o de deseo ho­
mosexual en un período de la vida en que no se halla inscripta en la psi­
que la oposición fálico-castrado? ¿Cuál es la naturaleza del deseo sexual
de la niña hacia la madre?

El caudal erótico de la niña busca el cuerpo de la madre para ser aca­


riciada, besada, higienizada, calmada, y es en la intimidad y cotidiani­
dad de este contacto donde la niña puede sentir excitación genital y co­
menzar a masturbarse. La condición de órgano interno de la vagina difi­
culta que la seducción ejercida durante los cuidados maternos estimule
esta área corporal, lo suficiente para erigirla en zona erógena temprana.
El clítoris y la vulva —por su exterioridad— se constituyen habitual­
mente en la zona privilegiada de goce que la niña buscará manipular.
Como lo planteamos anteriormente, el clítoris puede, al igual que cual­
quier otra parte, erigirse en zona erógena, pero las contracciones muscu­
lares reflejas responsables del goce orgástico no pueden dejar de trans­
currir en la vagina, aunque ésta se desconozca cognitiva y libidinalmen-
te. Por tanto, las masturbación clitoridiana no tiene que ver con ningu­
na supuesta masculinidad ni masculinización, hasta tanto la niña no le
atribuya una significación fálica.

Ahora bien, lo que inquietaba a Freud, y con razón, era la difi­


cultad en determinar cuáles podrían ser las fantasías que acompañan
la masturbación clitoridiana temprana, y no acertaba a «imaginar un fin
sexual determinado». Sabemos que el fantasma se guía por las leyes
de lo imaginario y rompe con el supuesto naturalismo inherente a la
anatomía, pero aun si recayéramos en el error teórico de atribuir mascu­
linidad a las fantasías masturbatorias, en base a una supuesta mascu­
linidad del clítoris, no dejaríamos de equivocarnos: hay suficientes evi­
dencias que permiten afirmar que el clítoris, desde el punto de vista
anatómico, no es un órgano masculino. Freud apelaba a lo real vi­
vido para «imaginar» los fines supuestamente fálicos de la niña: «Só-j
lo una vez que todos sus intereses han experimentado un nuevo im­
pulso por la llegada de un hermanito/a menor podemos reconocer
claramente tal fin. La niña pequeña, igual que el varoncito, quiere creer
que es ella la que le ha dado a la madre este nuevo niño» (La sexualidad
femenina. St. Ed. Vol. XXI, pág. 239). Ante lo cual surge el siguiente
interrogante: si e<¡ necesario apelar a una experiencia vivida para poder
«imaginar» el fin sexual, ¿cómo se las arregla la niña para fantasear ha­
cerle un hijo a la madre penetrándola con su clítoris si desconoce su va­
gina, la de la madre y la función del pene en la procreación? (Tyson,
1982). Salvo que entendamos el fin de darle un hijo a la madre en térmi­
nos de simple posesión, o de ser los protagonistas nominales de un pro­
ceso en el cual la sexualidad o el fin sexual no juegan ningún papel. El
niño de ella y la madre constituiría más una posesión narcisista compar­
tida (Bleichmar, H., 1981) que un producto del goce y de la actividad
clitoridiano. Por tanto, el status psíquico de «un hijo de la madre» re­
sulta difícil concebirlo en esta etapa como un producto de la pareja hete­
rosexual; se torna más cercano a un atributo de la feminidad de la ma­
dre, que la niña desea también hacer suyo —compartir como posesión
narcisista [«ya que es exclusivo de la madre, con descuido total del obje­
to paterno» (Freud)]— o adueñarse de esta posesión privilegiada de la
misma manera como codicia y anhela todo lo que la madre tiene.

Las formulaciones en términos de «tener un hijo de la madre» o «ha­


cer un hijo con la madre» nos enfrentan con dudas acerca de que refle­
jen con fidelidad la fantasmática temprana infantil. La sintaxis del de­
seo debiéramos pensarla como más próxima a «tener un hijo como ma­
má» o «hacer un hijo igual como hace mamá». En tales formulaciones
el tener o hacer no sólo no se refieren a la verdad sexual del engendra­
miento, sino que se superponen y funden con el ser, ya que para el niño
«tener o hacer un hijo como mamá» equivale a «ser la mamá». Abelin
(1980) sostiene que en la fase temprana la niña adquiriría específicamen­
te —a diferencia del varón— una «identidad generacional», que se esta­
blecería a lo largo de un continuo con su madre en estos términos: «yo
soy más pequeña que mamá, pero más grande que un bebé» o «yo deseo
ser cuidada por mi madre o deseo cuidar a un bebé». O sea, que el bebé
sería primariamente una posición en la polaridad o transitividad inhe­
rente a su identificación a la madre, más que un producto de ella y la
madre. Karen, una niña de cuatro años ocho meses, única hija, me ha­
bla de los hermanos/as de sus amiguitas. Le pregunto si ella quisiera te­
ner hermanos, a lo que responde: «Una hermanita..., pero no sé por
qué...Yo le digo siempre a mi mamá y no la tiene» (los padres se hallan
en el proceso de buscar un nuevo hijo). ¿Qué tiene que hacer mamá para
tener otra nenita?, a lo que inmediatamente responde: «¡Comer mu­
cho!» Yo me muestro escéptica y vuelvo a insistir si ella cree que los be­
bés se hacen simplemente comiendo. Contesta con una serie de argu­
mentos sobre el crecimiento del abdomen y cómo se va llenando de co­
mida; yo le comento entonces que según su idea la mamá puede hacer
un bebé sola, basta con comer. Se queda pensativa y hace un gesto de
duda, yo le agrego: «¿No necesitará a tu papi para hacerlo?» «¡No, pa­
ra nada!» «¿Y cómo es que siempre un niño tiene una mamá y también
un papá?» A lo que me responde: «Clara, la muchacha de mi abuela,
tuvo tres hijos, ella sola.» Este ejemplo ilustra el período del desarrollo
en que coexisten a cielo abierto las significaciones primarias guiadas por
el principio del placer y las secundarias sujetas al de realidad (Aulagnier,
1975). Podemos pensar que Karen «sabe» algo más del engendramiento
de lo que afirman sus enunciados defensivos, pero son éstos últimos los
que evidencian su deseo; lo oculto, en todo caso, es la verdad que duele,
la participación del padre que se halla en contradicción con una idea an­
terior: el poder absoluto de la madre y la exclusividad de su relación con
ella.

2.3.3. El juego y las fantasías masturbatorias

«E l hecho de que las niñas sean más afectas que los varones a jugar
con muñecas, suele interpretarse como un signo precoz de feminidad
incipiente. Eso es muy cierto, pero no debería olvidarse que lo expre­
sado de tal manera es la faz activa de la feminidad, y que dicha prefe­
rencia de la niña probablemente atestigüe el carácter exclusivo de su
vinculación a la madre, con descuido total del objeto paterno.» (S.
Freud, La sexualidadfemenina. St. Ed. Vol. X X I , pág. 237. Subraya­
do en el original).

La única vía que disponemos de acceso al fantasma masturbatorio


en la niñez es el juego. También Freud examinó el juego de las niñas pa­
ra tratar de cercar los fines sexuales que le eran tan esquivos. En el capí­
tulo III de La sexualidad femenina examina el juego a las muñecas, con­
siderándolo la clave para la comprensión de la naturaleza del vínculo
materno. Ahora bien, de esta formulación —«la faz activa de la
feminidad»— creemos que se desprende un gran malentendido aún vi­
gente, pues en el marco freudiano «faz activa» se lee «faz de fines sexua­
les activos», sinónimo de «faz masculina». Sin embargo, y esto es lo que
quisiera enfatizar, Freud, en todo momento —una lectura cuidadosa del
capítulo así lo destaca— , cuando se refiere a «la actividad», sin especifi­
car fines activos, lo hace considerándola un principio general del funcio­
namiento de la psique humana, por medio del cual «...una impresión
pasivamente recibida evoca en los niños la tendencia a una reacción acti­
va...». «Principio que responde a la necesidad de dominar el mundo ex­
terior al que se halla sometido...» (pág. 236). A continuación Freud da
el ejemplo del juego «al doctor», y en este punto considera que de la
energía con que se efectúa este viraje de la pasividad a la actividad de­
penderá el grado de masculinidad o feminidad que un sujeto tendrá en
la vida adulta. Por tanto, la actividad a que se refiere Freud como pre­
cursora de futura masculinidad es una propiedad que sobrepasa el mar­
co de la pulsión sexual, se trata de un principio general al servicio del
dominio de la realidad, de la supervivencia, o sea, un principio de adap­
tación. La «faz activa de la feminidad» en el contexto del juego a las
muñecas —juego a través del cual Freud descubre el carácter activo de
los fines de la nena— se refiere a expresar activamente (tomando el rol
de la madre poderosa) lo vivido pasivamente (ser niña). De la misma
manera que es activo el varón o la nena que después de una visita al mé­
dico invierten los papeles y sitúan al muñeco o al hermanito menor en
víctima pasiva.

¿Es entonces posible sostener que en el juego de las muñecas la nena


expresa sus fines sexuales activos —léase masculinos— hacia la madre, es
decir, el deseo de penetrarla y hacerle un hijo, o debemos pensar que ex­
presa su temprana feminidad, ya que la maternidad es aquello que activa­
mente desempeñan las mujeres? En rigor, «faz activa de la feminidad» se
hallaría correctamente empleada, porque la maternidad a que esta femini­
dad temprana alude, es la más activa de las condiciones de la feminidad, y
su escenificación en el juego, lejos de masculinizar a la niña, la feminiza.
El juego a las muñecas se desarrolla previa e independientemente del cono­
cimiento sexual sobre los órganos genitales y sobre el papel del padre
y la madre en la procreación. Se trata de una feminidad activa, porque
la niña se esfuerza en ejercitarla en juegos y fantasías, actividad que no
tiene ni carácter masculino, ni fálico, ni tampoco carácter homosexual,
pues no implica ninguna elección de objeto sexual con quien la niña elija
tener un hijo, sino la identificación a un atributo materno. Por tanto,
podemos sostener que en la fase preedípica existe en las niñas un ejerci­
cio activo de la feminidad, a través de la ficción, de la fantasía, de uno
de los aspectos esenciales del rol del género femenino: la maternidad.
Las condiciones de maternalización de nuestra cultura aseguran la
provisión para las niñas de un modelo de su género que conduce a la
estructuración de un Yo Ideal femenino primario. Al ser la madre-mujer
el objeto primario por excelencia, al cual el Yo de todo niño varón o
mujer se identifica, en una identificación especular estructurante del psi-
quismo, queda asegurada para la niña la asunción de los caracteres del
género en el proceso mismo de la organización del Yo. En relación a la
feminidad, es decir, al género, la niña no tiene que cambiar de objeto,
el objeto primario es el objeto de identificación de su género. Este pro­
ceso se desarrolla desde el comienzo de la vida por una doble vía: por
el efecto de anticipación que el discurso materno ejercerá sobre la niña
al verla su igual, y por la identificación primaria de la niña a la madre,
modelo ideal todopoderoso. El desenlace edípico podrá reforzar o alte­
rar este proceso que tiene lugar durante el período preedípico. La niña
entonces no cambia de objeto para el establecimiento de su feminidad*
sino que deberá cambiar de objeto para la organización de su goce, de
su heterosexualidad. En cambio el varón conservará a la madre como
objeto de su elección para el establecimiento de la heterosexualidad, pe­
ro deberá cambiar de modelo para la construcción de su masculinidad.
CAPITULO IV

C O N S E C U E N C I A S PSIQUICAS D E L
R E C O N O C I M I E N T O D E L A DIFERENCIA
A N A T O M I C A D E L O S SEXOS: P E R D I D A
D E L IDEAL F E M E N I N O PRIMARIO

El descubrimiento de la diferencia anatómica de los sexos y sus efec­


tos concomitantes se han considerado desde siempre en la literatura psi-
coanalítica un organizador psíquico de colosal importancia para la psi­
cología femenina, ya que sobre el conocimiento anatómico se ha basado
—en forma exclusiva— el establecimiento de la identidad de género y
la fantasmática sexual que orientará su destino sexual. Las observacio­
nes de niñas pequeñas indican que invariablemente esta experiencia se
acompaña de sentimientos de ansiedad, rabia, desafío, mortificación,
depresión y deseo de anulación de la diferencia descubierta (Mahler,
1958; Mahler y col., 1975; Roiphe y Galenson, 1981). Pero creemos que
es necesario revisar el dominio en que ocurre la herida narcisista, la es­
pecificidad de los motivos y sus cambios eventuales a lo largo del desa­
rrollo, para soslayar un vicio frecuente de las concepciones globalizan-
tes que paradójicamente se basan en un fenómeno único para dar cuenta
de las explicaciones.

La inclusión del desarrollo cognitivo en la evaluación de la envidia


al pene permite distinguir varios pasos de complejidad creciente. Un pri­
mer nivel durante el cual la niña codicia cualquier posesión ajena, espe­
cialmente de otro niño a quien puede considerar un igual. El órgano que
descubre en el varón es similar —en su importancia— al juguete o al ca­
ramelo ajeno, que todo niño experimenta como una «falta virtual»
(Edgcumbe y Burgner, 1975; Abelin, 1980; Tyson, 1982). La escuela de
Charlotte Bühler sostiene que una diferencia de dieciocho meses de edad
en los niños es la condición que determina la mayor intensidad de los
sentimientos de celos y envidia entre los niños *. Si bien son necesarios

* Citado por Lacan, 1966.


estudios ulteriores que amplíen estas apreciaciones, parece constituir un
estímulo de muchísima mayor magnitud en sus efectos, que el niño des­
cubra en edad temprana una diferencia en las posesiones de cualquier
tipo —anatómico, material, etc.— de otro niño que el que tendría esa
misma diferencia con respecto a un adulto. De ahí que los senos mater­
nos —paradójicamente— provoquen menor arrebato que el chocolata
que come otro niño, o la visión del pene del hermanito produce mayoij
impresión que el cuerpo del papá *. Este fenómeno ha sido observado
también por Abelin (1980) y denominado «constelación de Madonna»^
aludiendo al mayor impacto que el niño puede tener ante la visión de
otro niño en brazos de la madre, sobre el sufrido ante la visión de la ma­
dre junto al padre. Es decir, que en una fase del desarrollo el igual sería
un rival de mayor envergadura que el padre.

Un segundo nivel de significación se constituye cuando el control


y la potencia uretral ocupan el foco de atención de la niña. Esta que­
rrá imitar la posición de pie y deseará poseer las mismas habilidades
para la micción que el varón. Falicismo uretral preedípico que igno1
ra el carácter genital del pene. Finalmente, ya con un completo cono­
cimiento de su función sexual y de su papel en la procreación, la niña
envidiará el pene en tanto órgano que proporciona el goce a la madre.
Es a partir de la inscripción psíquica de esta significación donde se des­
encadenará el proceso de redistribución de la omnipotencia, pivote so­
bre el que se reordenará la posición de cada uno de los integrantes del
drama edípico.

Siempre fue una tesis muy discutida desde ámbitos psicológicos no


analíticos (Malinowsky, 1932; Mead, 1935) la importancia atribuida al
descubrimiento de la diferencia de los sexos en la estructuración de la
personalidad, tanto normal como patológica, ¿por qué se convierte en
tan medular esta diferencia? Quizá los trabajos de Lacan, al poner el
acento en el carácter imaginario de la castración, hayan contribuido a
la comprensión de este enigma. El falo materno —es decir, el pene fan-
tasmático atribuido por el niño a la madre después de descubrir su
falta— no hace más que testimoniar una ilusión del universo psicológica
del niño pequeño, el poder materno. Al descubrir el pene real del padre
y sus funciones, el poder se traslada de la madre al padre. Por tanto,

* Edgcumbe y Burgner (1975) afirman que a partir de la etapa fálica el varón pueda
envidiar los senos o la capacidad de engendramiento de la madre.
el pene se constituirá en el símbolo del supuesto poder, ahora del padre.
Poder cuyo término teórico en psicoanálisis coincide con un símbolo
universal de nuestra cultura: el fdlo. Falo cuyo referente más habitual
es el pene. Lacan sostiene que el falo es sólo un significante, pero un
lignificante esencial, pues en su :arácter de tal —sustituyendo una
ausencia y adquiriendo sentido sólo en una combinatoria de signi­
ficantes— cumple paradigmáticamente la función de significar: el de-
leo. la castración y al sujeto mismo, ya que en su concepción teórica el
lujeto psíquico es producto de una falta irreductible: su constitución en
y por el lenguaje. En este sentido el pene real podrá ser elevado en carác­
ter de símbolo fetiche del falo y representar privilegiadamente la com­
pensación de todas estas carencias.

Ahora bien, ¿la niña, cuando se dirige al padre en el movimiento edí­


pico, busca el pene sólo como órgano de goce o busca el falo en tanto
poder paterno o poder masculino? Lo que el descubrimiento de la cas­
tración materna pone en tela de juicio es el papel.narcisizante de la ma­
dre, ahora es del padre del que se espera la valorización. ¿La niña descu­
bre sólo una diferencia de sexos, una especie que posee y otra que le fal­
la un órgano o, así como se ha recalcado tanto su sensibilidad a las dife­
rencias y desigualdades que observa frente a la micción, también será
testigo* a medida que crece, de las múltiples y permanentes desigualda­
des entre ella y los varones, entre las mujeres y los hombres?

Sin embargo, esta concepción imaginaria del pene como símbolo del
falo es vacilante, ya que se concibe que como consecuencia de que la ni-
fto realmente tiene un pene atrofiado —el clítoris, órgano supuestamen­
te masculino con una naturaleza más activa que la vagina—, lo que bus­
caría es el órgano real que compense esta minusvalía. Tan aguda es la
reificación, que Stoller se empeña en demostrar con datos lo contrario,
y sustentar que «por el hecho de que el clítoris sostenga una significa­
ción fálica no quiere decir que uno pueda probar que el clítoris es un
pequeño pene». Entonces si es el falo y no el pene lo que la nena anhela,
¿cómo circunscribir la envidia sólo a un terreno imaginario, cuando en
la relación con lo real, la niña, la adolescente, se ven enfrentadas tan
precoz y tan brutalmente a la diferencia y al privilegio que goza el hom­
bre en un mundo masculino? La niña se inscribe en un universo simbóli­
co que le reenvía —quiéralo o no y más allá de sus vicisitudes personales
compensatorias— una imagen devaluada de su género.

La castración no se refiere al mero hecho anatómico de un sexo con


un miembro y otro no, sino a hechos simbólicos cüya materialidad y sig^
nificación, si bien no son del todo visibles y es necesario aprehenderlos)
e interpretarlos, no dejan de ejercer una profunda eficacia. Estos hechoáf
constituyen verdaderas condiciones de estructura que se simbolizan en
la castración: el poder de la madre y su deseo no son absolutos, ésta ne­
cesita al padre-hombre para su completud y goce al igual que el padre?
el hombre no puede realizar nunca su deseo, aunque lo anhele, ya que
éste es del orden del fantasma; la integración del sujeto es un imposible^
ya que es producto del significante que lo constituye como sujeto dividí*
do. Pero pensamos que existe una condición específica para el génerá
femenino que se debe agregar a la lista de determinaciones subyacente$ |
al fantasma de la castración y es la constatación de la desigual valori­
zación social de su género. Es necesario investigar cuáles son los efectosi
psíquicos sobre el sistema narcisístico de la niña —sobre su deseo de sen­
tirse única, diferente, superior— del descubrimiento de la valorización
social de su sexo como «segundo sexo». Creemos que la principal conse­
cuencia psíquica del complejo de castración para la niña es la pérdida
del ideal femenino primario. El colapso narcisista que sufre en su desa­
rrollo no se limita a la serie anatómica: inferioridad-uretral-sexo^
femenino-incompetente-para satisfacer-a la madre, sino que es expuesta ]
a un continuo, permanente y poderosísimo proceso social de deprecian
ción de su género, que comienza en la primera infancia y que cobrará |
mayor intensidad en la latencia y adolescencia.

Dos niñas de seis años están viendo a la pequeña Lulú por TV, ésta
quiere llegar a una isla cercana y no sabe cómo hacerlo; ve pasar a un
hombre con un bote y le pide que la alcance; la respuesta del buen hom­
bre es la siguiente: «El mar no está hecho para las mujeres». Las niñas,
en el estado de concentración casi hipnótica que suelen tener al ver TV,
apenas si parpadean, la ideología ya las tenía presas de sus creencias y
la TV no hace sino reafirmarlas.

Si el descubrimiento de la castración materna impulsa a la niña a la


búsqueda del falo en el pene del padre, proceso silencioso pero aparen­
temente de un peso decisivo en su destino, el descubrimiento del carácter
secundario de su rol social en nuestra cultura ¿no debería lanzarla a una
carrera desenfrenada en la conquista de las posiciones, habilidades, em­
blemas fálicos que poseen los hombres? Sin embargo, la lógica a priori
tropieza con una realidad: las niñas, futuras mujeres, organizan una
identidad femenina que nada tiene que envidiar a la «Susanita de Ma-
falda».
«E l sujeto abandona el Edipo provisto de un Ideal del Y o ... El
Ideal del Y o resulta de una identificación tardía, ligada a la rela­
ción tercera del Edipo; no es un objeto, pero pertenece al sujeto, a una
intrasubjetividad estructurada como las relaciones intersubjetivas y
no debe ser confundido con la función del superyo, pues está orienta­
do hacia lo que en el deseo del sujeto representa un papel tipificante
el hecho de asumir la masculinidad o la fem inidad.» (Lacan, 1958,
pág. 103).

Si nos atenemos a la letra (que será revisada más adelante), para que
la feminidad sea deseada debe consistir en algo idealizado, por tanto la
pregunta de mayor pertinencia no es cómo hace la nena para cambiar
de objeto y pasar de la madre al padre, sino cómo se las arregla la niña
para desear ser una mujer en un mundo paternalista, masculino y fálico.
¿Cuál es la hazaña monumental que las mujeres realizan para erigir en
Ideal, ya no a la madre-fálica —ilusión ingenua de la dependencia
anaclítica— , sino a la madre y a la mujer de nuestra cultura? Y aquí nos
enfrentamos con todo el sincretismo que el sustantivo mujer encierra,
¿cuando se habla de «la mujer» nos estamos refiriendo a su identidad
de género, a los comportamientos estereotipados del mismo, es decir, al
mito, a su carácter de complemento del hombre, a la elección de objeto
que debe realizar, o a su sexualidad específica?
CAPITULO V

G E N E R O Y NARCISISMO

La feminidad primaria forma parte del Yo Ideal, construido en una


fusión e identificación especular obligada a la madre omnipotente de la
primera dependencia. Al sobrevenir la crisis del descubrimiento de la
castración materna, la niña se sumerge en una doble decepción, de su
madre y de ella misma. Colapso narcisista que ataca el núcleo de su esti­
ma, ella, miembro de una clase —ahora con la totalidad de las notas que
definen al género mujer—, pertenece a un género devaluado, ¿qué ha­
cer? Freud sostuvo que ante tamaña conmoción narcisística la niña tenía
tres destinos: 1.° buscar al padre, en tanto poseedor de lo que a ella le
falta, y luego por medio de sustituciones simbólicas desear tener un hijo
de él y cumplir entonces con todos los pasos de la feminidad; 2.° renun­
ciar a toda sexualidad, amputando su destino de mujer, y 3.° competir
con el hombre por el poder fálico (neurosis, homosexualidad). Lacan
considera que para superar esta triple condición: frustrada (sólo tiene
un pequeño pene-clítoris), privada (tampoco puede tener el pene del pa­
dre) y castrada (del falo), la niña catectizará el deseo sexual, buscará a
su padre, lo tratará de seducir con todos sus poderes fetichistas (belle­
za), es decir, se hará mujer identificándose a lo que es y hace su madre
y todas las mujeres para restituir el narcisismo perdido.

Una vez más, en este punto se hace evidente la necesidad de distin­


guir entre sexo y género. El complejo de castración, principalmente en
el caso de la niña, no hace más que mostrar todos los alcances de esta
distinción. Cuando la niña sufre la castración, la eficacia de esta ope­
ración psíquica se funda en una alteración, en la inversión de la valori­
zación sobre su género: de idealizado y pleno se convierte en una condi­
ción deficiente e inferior. Pero si esta metamorfosis puede ocurrir es
porque el núcleo de la identidad de género se halla firmemente constitui­
do. La crisis de la castración ni instituye ni altera el género, sino que
1o consolida, pero lo que sí compromete, organiza y define es el destino
que la niña en tanto género femenino dará a su sexualidad. Tanto Freud
como Lacan lo que pormenorizan son los posibles caminos que tomará
la sexualidad femenina: se desplegará haciendo uso del poder legitimado
para la mujer, la seducción; se anulará asumiendo la mujer sólo los roles
sociales, no los sexuales; o iniciará una larga contienda a través de su
sexualidad para armonizar y elaborar los conflictos intra e intergénero
que la crisis de la castración inaugura.

El complejo de castración orienta, normativiza el deseo sexual, no


el género; en otras palabras, tiene que ver con la organización de la se­
xualidad femenina, no con la feminidad. La niña se orientará o no hacia
el padre, y es a partir de este momento cuando se establecerá la elección
de objeto sexual, y cuando quedará definida o no su heterosexualidad.
Heterosexualidad que debe diferenciarse de feminidad, pues, por ejem­
plo, a las mujeres que desarrollan una de las formas de histeria más co­
munes en la actualidad —el carácter fálico-narcisista— , siendo comple­
tamente heterosexuales, se las considera habitualmente entre las más
masculinas. Una de las claras diferencias entre el Complejo de Edipo del
varón y la niña —ya señalado por Freud— es que para la niña, la crisis
de la castración pone en marcha el Complejo de Edipo, y su resolución
se prolongará durante el tiempo de la latencia en lugar de clausurarse,
como en el caso del varón, al comienzo de la misma. Pensamos que esta
diferencia se basa en que la niña tiene una doble empresa narcisística a
resolver a partir del complejo de castración: 1) la reelaboración de su
feminidad, ya que el Yo Ideal femenino primario ha sucumbido y debe­
rá constituir otro, ahora teniendo en cuenta su condición de segundo se­
xo, y 2) la narcisización de la sexualidad para su género, ya que la sexua­
lidad femenina es un valor contradictorio en la cultura a la que ella
accede.

EL SISTEMA NARCISISTICO DE LA MUJER

¿Cuáles son las posesiones, los objetos de la actividad narcisística,


el sistema de ideales de la mujer? (Bleichmar, H., 1981).
No existe aparentemente otra circunstancia que exalte por igual el
narcisismo de la mujer. El nacimiento del hijo le prueba que ha sido ca­
paz del acto máximo: la creación de la vida. Al constatar que su leche
y sus cuidados son indispensables, que su sola presencia es vital para al­
guien, la mujer puede por primera vez en la vida sentirse insuperable.
Cuanto menor sea el espectro de actividades sustentadoras de su narci­
sismo, mayor será el placer que obtendrá de la maternidad, al constituir
a esta función en la única que la engrandece. En los últimos años —bajo
el amparo del influjo feminista— se ha cuestionado el amor materno en
su carácter de «fuerza instintiva propia de la mujer» a lo largo de la his­
toria, y los hallazgos nos muestran un instinto un tanto frívolo, muy su­
peditado al influjo de los valores de la época (Badinter, 1980).

2. La belleza c o rpo ra l y la s e d u c c ió n

Cuanto más bella, más apreciada, más amada, más deseada. La niña
descubre la admiración y privilegios que obtiene a partir de la posesión
o explotación de su belleza muy tempranamente, pero es sólo a medida
que su gracia como niña se va eclipsando cuando crecerá en ella la con­
ciencia del poder que posee como «futura hermosa mujer». La niña
aprenderá, escuchará, verá que sólo la mujer es reconocida como al­
guien que ha cumplido con las expectativas que sus padres o la sociedad
tienen sobre ella, si alcanza el status de la mujer casada con hijos, para
lo cual le es indispensable ser bella, atractiva. En cambio en el hombre,
su narcisismo encuentra reconocimiento no sólo por fuera del hogar y
la familia, sino que la legitimación y aplauso lo espera de sus congéne­
res, de los otros hombres. La mujer sólo alcanzará el ideal y se sentirá
valorizada a través del encuentro sexual con el hombre que le garantice
que como mujer —en tanto género— tiene éxito (el éxito del género
masculino no se limita al encuentro sexual, salvo cuando éste es el único
medio de conseguir la convalidación intragénero como en el caso del
playboy o Don Juan). El ideal femenino edípico es el objeto rival, al
ideal temprano femenino, fruto de la identificación especular, se suma­
rá ahora la madre y otras mujeres significativas como modelos del rol
del género a imitar en la conquista de la valorización, del deseo, del
amor que el hombre les puede brindar.

Para responder al interrogante de cuáles son las referencias sobre las


que se construyen los ideales femeninos de una niña, habrá que dirigirse
hacia la investigación de los ideales femeninos de la madre. Si una ma­
dre, leyendo una revista femenina, comenta a su hija que Jacqueline
Kennedy Onassis se conserva joven y atractiva a los cincuenta y dos
años, y el artículo se titula «¿Cómo debe sentirse una mujer que todas
las mañanas se encuentra como noticia en los periódicos?», ¿es posible
que esa niña deduzca que puede haber otras formas privilegiadas de ser
noticia, aparte de conseguir un apellido famoso vía la sexualidad? Una
vez que este objetivo (¿fálico?, ¿narcisista?, ¿del género?) se halla insta­
lado, la niña está lista para atravesar su etapa edípica, es decir, competir
con su madre como rival en la conquista de su papá-hombre, para ser
preferida en el área erótico-sexual. Se ha fundado su elección de objeto
sexual, su heterosexualidad. Ella querrá ahora ser no sólo una «mamá»
como su madre, sino también una esposa, de su «papi» como su «ma-
mi», en lugar de ser únicamente la niña de «mami» y «papi». Ella que­
rrá ser «la mami de los niños de su papi».

Coincidimos con Tyson (1982) en la reserva sobre la complejidad


simbólica de las fantasías de tener un hijo que se adjudican a la niña de
uno a cinco años. Las niñas de esta edad, aun cuando hayan recibido
información sexual por parte de los adultos o hayan sido testigos del
embarazo y parto de algún hermanito, generalmente no sólo no tienen
el nivel cognitivo para comprender cabalmente el proceso fisiológico, si­
no el deseo femenino de ser ellas embarazadas y «sufrir» la maternidad.
Pueden, y de hecho esto es lo que se observa en la clínica, desear ser co­
mo una r..amá que tiene niños, es decir, anhelar el rol, no los fenómenos
de la maternidad. Maternidad que, ya sea siguiendo a M. Klein —para
quien el vientre materno lleno de contenidos, escenario fantasmático del
embarazo, es un núcleo persecutorio básico— o como dato de lo real
vivido —hecho médico, dolor, sangre— , nunca puede ser fuente de de­
seo para una niña, y mucho menos si lee la Biblia y cree en la condena
divina «parirás con dolor».

£>ehan distinguido una serie de funciones y roles en una madre feme­


nina y heterosexual, que serán los emblemas a los cuales la niña se iden­
tificará (lo que en la literatura científica se ha dado en llamar «una ver­
dadera mujer»): 1) grado de aceptación y gratificación, tanto libidinal
como narcisística que la madre obtiene de la posesión de un cuerpo ana­
tómico de mujer (hembra); 2) grado de aceptación y gratificación narci­
sística que la madre obtiene del ejercicio o fantaseo de todo o algo de
lo que en nuestra cultura es considerado femenino (feminidad); 3) grado
de deseo y goce que la madre siente en amar y ser amada sexualmente
por un hombre (heterosexualidad); 4) grado de placer y capacidad afec­
tiva para convivir con un hombre y la aceptación del mismo en su rol
(pareja), y 5) grado de deseo y placer en tener hijos y criarlos (mater­
nidad).

Ahora bien, sabemos que los comportamientos de rol que constitu­


yen un ideal no sólo son aportados por el modelo presente, sino «que
las imágenes y símbolos en la mujer no pueden aislarse de las imágenes
y de los símbolos de la mujer» (Lacan, 1960), a lo que pensamos se de­
biera agregar: y en el hombre, ya que es el hombre hacia quien la mujer
se dirige para aislar las ijnágenes y símbolos de la mujer. ¿Qué desea pa­
pá en la mujer? ¿Mamá cumple con todas sus expectativas, o papá tiene
diferentes modelos de mujer, distintas categorías? ¿Cómo constituye la
niña un ideal femenino desde el fantasma paterno de la feminidad?
¿Cuáles son los fragmentos de estos deseos, de este discurso paterno que
se inscriben en la niña y a qué operaciones psíquicas ella los somete?
¿Cuál es el desenlace? ¿Cuáles son las formas de relación de una niña
con su padre y qué actividades desarrolla con éste? Diálogo, deportes,
mecánica, si la niña comparte mucho estas áreas se masculiniza y no de­
be hacerlo. Si el hombre ha superado las diversas formas de machismo
y colabora en el hogar, en su tiempo dedicado a la familia prevalecen
generalmente las actividades con el hijo varón. La niña debe en todo ca­
so interesarse por lo que es propio del hogar que pocos hombres com­
parten. Por tanto, la niña será llevada a suponer que las únicas formas
de captación paterna son las de la belleza y la seducción, y adoptará co­
mo vía privilegiada de acceso al hombre y al mundo de los hombres los
senderos de la gracia, del encanto.

3. La s e x u a l id a d , u n a a c t iv id a d n a r c is is t a p o c o n a r c is iz a d a

¿Es la mujer fálica aquella cuya sexualidad posee un alto valor fáli-
co? Una vez más las apariencias engañan y pareciera que es justamente
su falicismo —en tanto lucha narcisista por la posesión del falo— lo que
impide su goce sexual. Por tanto, las investigaciones se han dirigido a
denunciar la magnitud del narcisismo presente en su organización psí­
quica, narcisismo responsable de.su fracaso para asumir una «verdadera
feminidad». Si la histérica es como mujer, supuestamente, aquella que
ha alcanzado el mayor desarrollo en su estructuración psíquica —debi­
damente triangularizada, marcada por la castración— y fracasa en su
acceso al goce, es por el narcisismo que se interpone como enemigo a
su deseo, ya que en lugar de aceptarse como «objeto causa de deseo»
obtiene su placer narcisista en desear que el deseo del otro no se realice.
Habiendo alcanzado el retorno a Freud —quien sostuvo que la mujer
es eminentemente narcisista, pues prefiere ser amada a amar— , el inves­
tigador en psicoanálisis duerme tranquilo. Es así que el componente narci­
sista de la sexualidad femenina recibe toda la atención (Grunberger, 1964;
Torok, 1964; Lemoine-Luccioni, 1976) y se destaca que quien quiera cap­
tar la vida inconsciente de la mujer situándose únicamente en el punto
de vista pulsional objetal, bien pronto llegará a un callejón sin salida.

Los argumentos sustentados para tratar de probar la prevalencia de


la estructura narcisista en la mujer son los siguientes: 1) prefiere ser
amada a amar (Freud); 2) carácter concéntrico (centrada en sí misma)
de su investidura libidinal (Grunberger); 3) capacidad de gozar de sí mis­
ma, autosuficiencia que fascina al hombre (Freud); 4) clítoris, zona eró-
gena principal típicamente narcisista, no sirve nada más que para el pla­
cer («contrariamente al pene, que al mismo tiempo que es fuente de pla­
cer es de reproducción y órgano de micción, sin hablar de sus significa­
ciones inconscientes energéticas» Grunberger), y 5) narcisismo flotante,
no integrado, no saturado, «que es patrimonio de las mujeres, cierta­
mente hay hombres narcisistas que presentan esta clase de narcisismo,
pero de alguna manera se encontrará en estos hombres una importante
componente femenina» (Grunberger, pág. 100).

Ahora bien, ¿cuáles son las razones que se esgrimen para explicar este
desnivel entre la pulsión y el narcisismo? Se pueden agrupar de la siguien­
te manera: a) Déficit pulsional primario. Se ha atribuido a todo tipo de
razones la frecuente frigidez de la mujer, desde «debilidad de la energía
libidinal» (Bonaparte); «inhibiciones constitucionales» (Deutsch, H.); pa­
sando por la ya consabida bisexualidad más acentuada en la mujer que
en el hombre, hasta confusiones graves entre frigidez y «espiritualidad»
(Deutsch); b) Peculiaridades en el desarrollo psicosexual: inadecuación
estructural del objeto anaclítico como objeto erótico y, como consecuen­
cia, la relación madre-hija será inevitablemente frustrante y ambivalente
(Grunberger, Chasseguet-Smirgel); falicismo infantil (innato, alto mon­
to de bisexualidad) devaluado en el descubrimiento de la falta de pene
en ella y la madre; hombre fallido (Freud, Lacan).

Como consecuencia de esta desigualdad narcisista tan dolorosamen­


te vivida, la niña deseará, en un incesante desplazamiento, una confir­
mación narcisista por parte del hombre, fundamentalmente en el amor.
Hará del amor «el asunto de su vida», exigirá siempre ser adorada, y
su queja permanente será la pérdida del romanticismo inicial de la pare­
ja, momento cumbre del agasajo, la lisonja, la sobrevaloración en que
la ubica su enamorado. ¿Por qué el amor compensa mejor el colapso
narcisista de la mujer que la sexualidad? ¿Por qué la sexualidad, el goce,
no se halla frecuentemente investido, es decir, por qué sólo la mujer que
es amada obtiene en su inconsciente algo que equivale a la posesión del
falo, y esta representación no se origina a partir de un buen orgasmo?
¿Es que el goce sexual es demasiado real y concreto para despertar la
fantasía, y el deseo —su fuente— necesita de un plus no realizado? ¿Por
qué, entonces, son tan frecuentes los fantasmas de megalomanía fálica
en los hombres depués de una buena conquista y desempeño sexual?
¿Estamos en presencia de un inconsciente que funciona con una legali­
dad diferente o con contenidos diferentes? La teoría psicoanalítica ha
sido renuente hasta el momento en escuchar y tener en cuenta el discurso
feminista, se lo conoce, pero sus enunciados permanecen si no censura­
dos, al menos neutralizados.

La denuncia sobre la desigualdad, reivindicación central, no es teori­


zada; la tinta gastada en el estudio de la diferencia de sexos jamás alcan­
zó para considerar la desigualdad de los mismos. Parece imprescindible
e imperioso la incorporación al discurso analítico de la valorización di-
cotómica y desigual de los roles del género, que la cultura viene realizan­
do desde sus albores, para poder comprender cabalmente la articulación
entre el deseo sexual y el deseo narcisista en la mujer. Pensamos que es
en el sistema narcisista en el que esta desigualdad de status y poder inci­
de y organiza gran parte de la fantasmática femenina. Pensamos que no
basta aceptar que la mujer se halla «presa de los paradigmas y represen­
taciones viriles» (Lemoine-Luccioni), sino que es necesario rescatar a la
mujer y al hombre del supuesto destino que los hace no sólo diferentes
—diferencia que lejos de apartarlos sella su unión— , sino desiguales, lo
que los precipita a la guerra de los sexos.

La niña entra al Edipo devaluada en tanto género, pues anatómica


y funcionalmente le falta algo, y paso a paso recibirá las órdenes contra­
dictorias de nuestra cultura, a través de los fantasmas maternos y pater­
nos sobre su sexualidad y sobre sus destinos posibles en tanto mujer.
Debe formarse y proponerse como objeto de deseo y, para su logro, de­
sarrollar con menor o mayor sofisticación las artes de la gracia y la se­
ducción. El cuerpo, la belleza, la perfección de lo ofrecido a la mirada,
no puede soslayarse para incorporarse a las formas vigentes que despier­
tan la admiración y el deseo del hombre. Adoptando la máscara, las in­
signias de la feminidad, la mujer, dicen Lacan, «se encuentra identifica­
da de una manera latente con el falo» y, para este autor, esto constituye
el origen del extrañamiento, de su rechazo como ser, pues, identificada
con el falo, «no puede encontrar la satisfacción instintiva de la materni­
dad pasando por la vía sustitutiva pene-hijo» (1970).

En primer lugar, la mujer en tanto despierte y controle el deseo del


hombre se hallará situada en la posición de máximo poder. El período
de la conquista, del asedio, de la corte que le hace el hombre, constituye
el momento en que ella vivencia alguna suerte de entronización. A esto
Lacan llama «estar identificada de una manera latente con el falo», pero
creemos que la grieta que la mantendrá escindida no pasa sólo entre el
deseo y la maternidad, sino entre el deseo y la investidura narcisista de
su deseo sexual. Si alguna referencia podría ser llamada para aclarar la
división y extrañamiento que caracteriza a la mujer frente a la tan men­
tada unidad masculina la no coincidencia entre la pulsión y la valoriza­
ción de la pulsión merece destacarse.

El niño, el púber, el adolescente, el hombre, para quienes su padre


o los otros hombres constituyen sus referencias identificatorias en cuan­
to al ejercicio de la función sexual, en todo momento legitimarán, verán
con buenos ojos, estimularán —salvo en casos patológicos extremos—,
jamás prohibirán o desalentarán al futuro potente amante. Ningún pa­
dre/madre de hijo varón se preocupará por la virginidad de su hijo. Esta
es una preocupación de las mujeres y de los padres de las mujeres. A
lo sumo el muchacho deberá velar por la virginidad de su hermana, de
manera que claramente dividirá el mundo de las mujeres en dos catego­
rías. Ningún hombre a lo largo de la historia será descalificado por su
actividad o abuso de la actividad sexual, aun el seductor, el Don Juan,
el «chulo», el «gigolo», gozan de mayor prestigio que las mujeres a las
que ellos explotan. Ningún hombre es censurado por provocar o acceder
al deseo sexual, el hombre no es condenado en los códigos de justicia
por adulterio. Ningún hombre es censurado por buscar la satisfacción
de su deseo sexual en forma independiente del amor, o simplemente pa­
gando por obtener un servicio. Ningún hombre es, en el fondo, censura­
do por practicar la poligamia. En todos los casos existe un investimento
narcisista pleno de la función sexual, socialmente legitimada y social­
mente inducida. Todas las condiciones enunciadas se constituyen en
símbolos de hombría. La hombría se rige por cánones y estereotipos se-
ciliares que conforman una fantasmática organizada y ritualizada que
la literatura, el cine, la propaganda publicitaria, la pornografía, dan
cuenta de ella. En este sentido pensamos que el hombre es uno, pero no
por la gracia del significante, por ser el falo el símbolo de su órgano se­
xual al mismo tiempo que el órgano por donde se manifiesta su deseo
de la mujer (Lemoine-Luccioni), sino porque si el poder masculino pue­
de ser cercado, definido, es en la medida en que cualquier manifestación
pulsional —por más perversa y abusiva que sea— contribuye a la califi­
cación y valorización de sí en tanto ejemplar de su género, es decir,
uumenta su hombría.

Todo lo contrario sucede con la mujer. ¿Cómo puede no sentirse ex­


trañada, dividida, atravesada por el malestar, si cualquier movimiento
en favor de la pulsión devalúa, descalifica, mancha su narcisismo de
mujer? La pulsión ataca al género. Extraña condición de culminación
narcisista la de la mujer, pues el éxito de su carrera le exige poner en
Juego aquello de sí que se halla menos narcisizado: su sexualidad. Se ha
insistido en que el desconocimiento de la vagina no es por déficit cogni-
tivo, sino por falta de investimento libidinal, sin reparar que simultá­
neamente el teórico que sustenta esta afirmación de orden general, co­
mo madre/padre de una púber o adolescente en particular, velará no
por la puesta en acto del órgano, sino por su «latencia» hasta que sea
mayor. El abismo entre ser objeto causa de deseo, es decir, despertarlo
pero en forma recatada, y ser sujeto de deseo, poder gozar de su sexuali­
dad y sentirse valorizada en su ejercicio y goce, no resulta superable fá­
cilmente para la mujer por medio de resignificaciones individuales. Pen­
samos que para lograr la tan mentada «unidad», a la mujer no sólo le
es necesario decubrir la vagina, libidinizarla adecuadamente, sino sobre
todo narcisizarla. Para esto es imprescindible que se opere un real cam­
bio psicosocial, que se le ofrezcan otros modelos del género, que se con­
sidere el valor poderosamente inductor que la teoría que se sostenga so­
bre la mujer tiene en el mantenimiento o cambio de los paradigmas a
partir de los cuales se estructuran sus roles del género, su sexualidad y
su fantasmática. Formulaciones como las siguientes deben llamarnos a
la reflexión:

«E l desvío de la libido hacia el h ijo es resultado del viejo sueño fe­


menino de plenitud y completud: es hombre porque tiene el falo (el
hijo), y es mujer porque es madre. Por consiguiente, es todc — si no
toda, para retomar una vez más la expresión de Lacan— , como se
acostumbra decir: ¡la maternidad la ha transform ado!» (Lemoine-Lu-
ccioni, 1976).
¿Cómo categorizaríamos a Virginia Wolff cuando sostenía que tod<|
lo que necesitaba una mujer para escribir una novela era una asignaciófl
anual de quinientas libras y un cuarto propio? ¿El malestar de la muje§
exitosa sin hijos se deberá a que no logra la culminación de su desarrollé
psicosexual o a los valores sociales y seudocientíficos imperantes que la
consideran una mujer incompleta? Un trabajo reciente que apunta a esi
ta problemática es el de Ethel Specton Person (1983), centrado en la va<i
riable género del terapeuta y su relación con las metas de la terapia. Un
terapeuta hombre supervisa con la autora el caso de una mujer de treini
ta años, madre de dos hijos pequeños. Tanto ella como el terapeuta coni
sideraban las dificultades de la paciente en la misma forma; en virtud
de sus experiencias infantiles, la maternidad y el cuidado de los niño!
amenazaban a la paciente con una pérdida de su autonomía y con el pe­
ligro de regresión a una relación dual con su madre. La diferencia radi^
caba en la evaluación que cada uno hacía sobre la decisión de la pacient|
de retomar su trabajo: el terapeuta, como un síntoma; la supervisor^
como una maniobra saludable. La conclusión de la autora subraya el
hecho de que la terapia de las mujeres —cualquiera que sea el génerdj
del terapeuta— ha sufrido la contaminación de la penetración cultural
y los prejuicios intelectuales acerca de la naturaleza y psicología de la
mujer. Uno de los errores más frecuentes es la interpretación de aspira^
ciones profesionales o intelectuales como una huida de la feminidad, y
el supuesto de que la verdadera feminidad es alcanzar el orgasmo vagi­
nal y la maternidad.

4. G énero : r e p r e s e n t a c i ó n p r i v i l e g i a d a d e l s is t e m a n a r c is i s t a

¿Será nena o será varón? Si para definir una representación narcisis­


ta necesitaríamos de un paradigma —aquello que se construye, que se
mira, que se halla siempre marcado por un fondo de valoración—, el
género cumple todos los requisitos. 1) La confirmación parental del
cuerpo anatómico como perteneciente a uno de los sexos, es la fuerza
más poderosa en la determinación del género de una persona. Esta con­
firmación sabemos que jamás se halla exenta de preferencia o rechazo,
y, salvo raras excepciones, un varón es siempre bienvenido. (Es clásico
en las anamnesis psiquiátricas la pregunta sobre si el sexo fue deseado
o no al nacer.) 2) la diferencia anatómica es el soporte universal de la
simbolización de toda imperfección y desigualdad humana. La mujeí
asume en su género esta simbolización devaluadora y devaluada, está
castrada. 3) La sexualidad es uno de los comportamientos que sufren
una de las evaluaciones más desiguales según qué género la ejercite. En
tanto actividad narcisista, veinte siglos de cultura denuncian el status
conflictivo de la sexualidad para la mujer, que se halla muy lejos de ser
una actividad que la valorice, una actividad narcisizada y narcisizante.
■) La maternidad: esta función de la feminidad se halla muy ambivalen­
temente considerada por nuestra cultura, ya que si bien María es la ma­
dre de Cristo y es en tanto madre que alcanza la categoría de sagrada,
es a costa de violentar de tal manera la lógica más elemental que pocos
lo creen de verdad. Para ser madre sagrada, debe serlo excluyendo el se­
xo. Todos los demás comportamientos del rol asignados a la mujer son
considerados inferiores.

Pensamos que es esta profunda desigualdad narcisista la responsable


de una característica muy femenina que ha sido remarcada por todos los
uutores: «la mujer no habla», «el continente negro», «el vacío», «el
misterio», «el enigma». No habla, no por estar sometida a una poderosa
represión intrapsíquica, ni por un ejercicio recalcitrante de la indiferen­
cia narcisista, no es por muy narcisista por lo que la mujer no hace bien
el amor, sino por un trastorno básico en el proceso de narcisización de
su género y de la puesta en acto de la pulsión.
CAPITULO VI

R E C O N S T R U C C I O N D E L A FEMINIDAD:
IDEAL D E L Y O F E M E N I N O S E C U N D A R I O

Abordaremos ahora las líneas de transformación del Ideal del Yo y


del Superyo durante el desarrollo, junto con la permanente divergencia
que la variable género introduce en este proceso, para tratar de definir
la especificidad que estas estructuras pueden lograr en la niña y en la
adolescente. A la niña no le basta establecer la heterosexualidad para lo­
grar por consecuencia una identificación secundaria a la madre que tipi­
fique su feminidad, ya que tal feminidad (todopoderosa) ha quedado
cuestionada por la crisis de la castración. Debe reconstruir su sistema
narcisista de ideales del género, reinstaurar una feminidad valorizada,
que oriente tanto su rol del género como su deseo sexual hacia la conse­
cución del proyecto futuro que se ha dado en llamar «convertirse en una
verdadera mujer». El Ideal del Yo en tanto estructura intrapsíquica no
es estático, sino que se ve afectado por factores evolutivos y sociales.
El Ideal del Yo del género, es decir, la feminidad, es una subestructura
que forma parte del sistema global de ideales y, por tanto, recibirá las
influencias de los cambios que en este sistema se establezcan. Pero debe­
mos tener en cuenta que los modelos, metas y proyectos que componen
tal sistema están fuertemente marcados en nuestra cultura por la divi­
sión dicotómica de los géneros, razón por la cual el ideal del género
constituye quizá la subestructura central de dicho sistema. A su vez pen­
samos que si el Ideal del Yo e incluso el Super Yo siguen cursos de es­
tructuración y formas finales de organización diferentes en los distintos
géneros, debiéramos concluir que el género es un articulador o una es­
tructura mayor a la cual tanto el Ideal del Yo como el Super Yo se hallan
subordinados. Si hay algo que diferencia el ideal del género primario del
secundario es el carácter imaginario-individual del primero, y la suje\
ción a la moral y a las convenciones sociales del segundo. Si bien la ley
del incesto introduce una legalidad pareja para nenas y varones prohi-j
biendo la sexualidad endogámica, sin embargo la moral sexual que nor-
mativiza el ejercicio del resto de las formas de sexualidad, hemos mos­
trado que no se caracteriza por la equidad en ambos géneros.

De lo im a g in a r io in d iv id u a l a lo im a g in a r io c o l e c t iv o

La mayoría de los autores (Kohut, 1971; Blos, 1974; Chasseguetj


Smirgel, 1975) basan el carácter dinámico del Ideal del Yo en el abando-*
no progresivo de la ilusión y de las metas grandiosas y megalomaníaca^
de la fantasía —como medios para su consecución— , por actividades
que permitan el logro, teniendo en cuenta tanto los poderes y límites del
Yo como los de la realidad. El complejo de castración permite la desi­
dealización de la madre y el niño, quienes quedan desposeídos de los
atributos de supuesta perfección, completud, autosuficiencia, omnipo­
tencia. Lacan, profundizando en esta dirección, introdujo la distinción
entre castración imaginaria y castración simbólica. Si los atributos de
perfección sólo sufrieran un traslado de la madre y el hijo al padre, con­
virtiéndose éste en un segundo representante del Yo Ideal, nos hallaría­
mos frente a la castración imaginaria. Sólo se completa la evolución del
sujeto cuando ni el padre ni ningún hombre puede detentar el poder ab­
soluto; éste en carácter de producto simbólico de la humanidad, pero
más allá de cualquier individuo en particular, quedaría soldado a las le­
yes que rigen nuestra cultura. Bleichmar, H. (1981) amplía la tesis laca-
niana estudiando las condiciones intersubjetivas de producción del Yo
Ideal más allá del modelo edípico. Considera que siempre que la ideali­
zación de un atributo de la persona se extienda a la totalidad de la mis­
ma (discurso totalizante), entronizándola como la suma de las perfec­
ciones, se está construyendo un Yo Ideal. Es necesario que el juicio sea
parcial, despersonalizado, para que aun reconociendo el valor de una
persona como supremo, pero sólo en un dominio restringido —por
ejemplo un campeón olímpico— , ello no implique una representación
unificada del sujeto. En este último caso se trata de un juicio discrimina-
tivo que coloca el valor —un rasgo de los tantos posibles en el Ideal del
Yo— por fuera de una persona en particular; aunque esta última pueda
en algún momento encarnarlo, nunca sería considerado como detentan­
do la suma de todos los ideales.
Ahora bien, si volvemos a centrarnos en el registro del género pare­
ciera que la sociedad, en su conjunto de niveles simbólicos —psicológi­
co, social, jurídico, ético— no ha superado la dimensión imaginaria,
pues claramente existe un género tratado como ideal. Si la posición del
sujeto frente al ideal se resume en sólo dos alternativas —se posee el va­
lor y entonces se obtiene la consagración y el reconocimiento, o no se
lo posee y el destino es, ya sea el desconocimiento o el relegamiento—
a partir del período edípico en adelante, fa niña asistirá a la constatación
d^ que la clase a la que pertenece no posee el atributo que la eleva a la
categoría de ideal. Tanto las estructuras psíquicas como sus transforma­
ciones han sido estudiadas sobre un único modelo, el del varón, de ahí
que se postule universalmente que la evolución que va del Yo Ideal al
Ideal del Yo debe deslizarse sobre una línea trazada desde la máxima
autoidealización a una progresiva disminución del narcisismo. Este
principio no es válido para el desarrollo de la niña y la mujer. Para el
género femenino el trazado no sólo se quiebra —de una máxima ideali­
zación cae abruptamente a un máximo colapso— , sino que luego es ne­
cesario un interminable trabajo de reactivación del narcisismo, que sea
capaz de restituir la feminidad a la categoría de Ideal del Yo a alcanzar.

Del planteamiento lacaniano del Edipo en tres tiempos, el correspon­


diente a la instauración de la castración simbólica —cuando «el padre
interviene como aquel que tiene el falo y no es tal»— siempre resultó
el más oscuro, el más difícil de precisar. ¿Cómo se las arregla el varón
para admirar más al padre que a la madre, para renunciar al objeto in­
cestuoso por temor a la castración, para erigir a su padre como ideal a
quien identificarse, y al mismo tiempo relativizar a este padre como un
ejemplar de la clase y no suponerlo un Yo Ideal, suma de atributos de­
seables? Todo hace suponer que la tipificación de la masculinidad en el
niño se verá favorecida por la presencia del padre real, quien será eleva­
do al carácter de modelo, guiado por el deseo narcisista del niño de re­
producir al igual. ¿Y la niña? ¿Puede ella dejar de considerar a su padre
un Yo Ideal, distinguir entre el falo y el pene, y establecer un juicio dis-
criminativo que dimensione el poder relativo de su padre en tanto hom­
bre sometido a leyes? ¿No se impone más bien suponer que esta visión
del padre se verá entorpecida por el peso de las leyes culturales y sociales
a las que la mujer se halla sometida, y que, en la medida en que éstas
cobren vigencia en su mente, la castración simbólica del hombre, en tan­
to género, puede volver a desdibujarse? Aun cuando destrone al padre
como Yo Ideal, ¿no lo hará al precio de colocar a otro hombre en ese
lugar?
Resumiendo, la economía narcisista en el caso del varón sólo se verá. I
afectada por la crisis de la castración en la viabilidad para la posesión
del objeto incestuoso: si antes era el hijo-falo de la madre y desde esta 1
posición mantenía su autoestima, ahora se sabe un varón-futuro-homg I
bre-poseedor-del-falo. Su sistema Yo Ideal-Ideal del Yo sigue pleno de
narcisismo, es decir, de autoidealización, que sólo deberá dirigir hacu
otros fines. En cambio, para la niña, el complejo de castración pulverizó 1
su Yo Ideal femenino primario, inaugurando un largo período, el de la
latencia, durante el cual la niña asistirá a un doble proceso de sentido
contrario, de devaluación y reconstrucción de su narcisismo. Deberá
construir un Ideal del Yo femenino que no sólo incluya la oposición
fálico-castrado, sino el rol social de la mujer en nuestra cultura —rci
conflicitivo, ambivalentemente valorado y actualmente sujeto a una
gran movilidad—, así como también la moral sexual que legisla sobrfiS
este rol.

C o n s o l id a c ió n d e l r o l d e l g é n e r o

Durante el llamado período de latencia y antes de la pubertad, la


identidad de género se fortalece mediante la puesta en acto de los comí
portamientos de rol que cada uno de los géneros progresivamente am- j
plía, pues los círculos y experiencias fuera del hogar se multiplican pro*;
veyendo modelos de identificación adicionales a los edípicos. Lo que re­
salta durante esta etapa es la neta demarcación que se establece entre los
dos géneros, ya que despliegan actividades, intereses, que se realizait |
completamente por separado. Pero sabemos que este aislamiento es cui*
dado con esmero por los varones en ese período y sufrido como un re­
chazo y relegamiento por parte de las niñas. Todo varón, sabiéndose po­
seedor de una supremacía sobre las niñas, mantiene con orgullo la puré*
za del género integrándose al grupo de los elegidos. Es interesante cons- '
tatar que es en esta época en la cual al niño que no cumple con los cánoí
nes de masculinidad requeridos —no sabe batear, o patear la pelota, o
pelear debidamente— se le comienza a rotular de «marica», es decir, in­
ferior o sospechosamente femenino. Siempre se ha explicado esta repulí)
sión por parte de los varones hacia las niñas por el «horror a la castra*
ción», entendiendo por esto la amenaza que el genital femenino, por su
sola presencia, ejercería sobre la integridad fálica del varón. Sin embar«
go, la utilización de la palabra «marica» como un insulto ofensivo, diri­
gido al igual del género por su falta de habilidad en lo que serían las acti­
vidades propias del mismo, arroja dudas sobre la exclusividad del papel '
de la angustia de castración, en la profunda división de los géneros que
se opera a partir de la edad escolar. El niño que pronuncia el insulto,
cuando es interrogado sobre su valor semántico, dice: «Burro, gafo, co­
mo un nene que no sabe o una niña que no juega a eso». De esta res­
puesta surgen varias reflexiones posibles. Si el significado de «marica»
es en primer lugar femenino y no homosexual, es decir, que lo peyorati­
vo es la feminidad o el sexo femenino, no el hombre que desea a otro
hombre, sino el varón que por tener comportamientos de mujer es infe­
rior, debemos concluir que la masculinidad-en este período se define
fundamentalmente por el negativo de la feminidad: no se es mujer, ni
se posee ningún rasgo femenino. El varón en esta etapa de la latencia
separa y mantiene un neto clivaje con todas las niñas e incluso las muje­
res. De manera que un varón para sentirse adecuadamente masculino
debe defenderse del contacto con las mujeres, lo que favorece su ruptura
del vínculo primario con su madre y la rápida liquidación del Edipo. En
segundo término, el ejemplo del juego muestra que la masculinidad
también se construye a partir del desarrollo de habilidades físicas —el
que no las posee durante la infancia corre el riesgo de ser marginado—,
que irradiarán como una condición de engrandecimiento sobre el rol del
género, que eventualmente se reflejará en su comportamiento sexual.

MOLDEAMIENTO DE LA FEMINIDAD

A partir de la edad escolar, las actividades se hallan socialmente re­


gladas de tal manera que el desempeñarse en una determinada actividad
define, en la mayoría de las veces, el rol del género del niño: ballet-
fútbol, para tomar un paradigma. Padres, familiares y maestros mantie­
nen demarcaciones, no sólo ofreciéndose como modelos de identifica­
ción, sino en forma activa a través de las expectativas, orientaciones y
elecciones de actividades e intereses a estimular en el niño, que modela­
rán los roles del género correspondiente. Jeanne Block, del Departa­
mento de Psicología de Berkeley, Universidad de California, estudió el
desarrollo de la personalidad en ciento treinta niños durante once años.
Los niños fueron observados a partir de la edad de tres años en adelante
por medio de grabaciones, entrevistas, test y observaciones djrectas en
su hogar. La investigación no fue diseñada en primera instancia para
buscar diferencias de comportamiento en los distintos sexos, pero estas
diferencias se mostraron tan significativas a medida que los niños cre­
cían que se convirtió en el foco de la indagación. Se eligió a una familia
del estado de Maryland, los Graham, un matrimonio de educadoress
con dos hijos varones y dos niñas de edad escolar, como unidad de aná­
lisis. El señor Graham manifiesta las siguientes expectativas sobre la
personalidad deseada para sus hijos varones: «que asuman responsabili­
dades, que sean independientes, que aprendan a pensar por sí mismos,
que sean trabajadores y ambiciosos, que sepan controlar sus sentimien­
tos, que sean agresivos y autosuficientes», acentuando la importanciá
del logro —«los mejores atletas luego son buenos hombres de negocios;
el atletismo favorece esta actitud»— . En cambio de las niñas espera:
«que sean obedientes, amables, atractivas, no agresivas, unas damas,
que tengan buenas maneras». A lo que la señora Graham agrega: «La
mejor profesión del mundo es la de ama de casa y madre, tranquilas,
no excesivamente activas, espero que las niñas asuman responsabilida­
des de limpieza en la casa». En función de estas metas diferentes las ni­
ñas son criadas más cerca del hogar, en contextos y grupos en general
más reducidos, más supervisados, más estructurados; se las estimula pa­
ra que estén en casa cuidando hermanos, lo que provoca un mayor
aislamiento y una menor práctica en lidiar con lo imprevisto. Obser­
vando a las niñas en sus juegos se advierten las siguientes peculiari­
dades: en general, juegan de a dos, o en grupos pequeños, juegan por
turno y la competencia es indirecta. Cuando surge una disputa, las niñas
en lugar de tratar de elaborar un sistema de reglas para resolver los des­
acuerdos, subordinan la continuación del juego al mantenimiento de la
relación.

En cambio a los varones se les permite desde más pequeños vivir en


ambientes más extensos y de menor supervisión, lo que los induce a ex­
plorar, experimentar y entender más activamente el mundo. Improvisan
sin tanto temor y resuelven problemas en forma espontánea. Se les enco­
mienda tareas fuera de la casa, lo que les permite ampliar sus horizontes
y desarrollar habilidades para aprovechar lo inesperado. En sus juegos
generalmente forman grupos amplios y heterogéneos, integrando equi­
pos, más a menudo fuera de la casa, en juegos más competitivos y de
mayor duración. Los juegos parecen durar más tiempo, no sólo porque
requieren mayor nivel de habilidad y son menos aburridos, sino porque
cuando entre varones surge en el curso del juego algún desacuerdo son
capaces de resolver la disputa desplegando mayor capacidad de negocia­
ción. Pareciera que los varones no sólo gozan del deporte o del juego
en sí mismo, sino también del placer de la disputa. Piaget también ha
observado esta diferencia, el gusto y fascinación que tiene el niño en la
elaboración de las reglas del juego, su actitud pragmática hacia los mis­
mos, mientras las niñas son más tolerantes, más dispuestas a excepcio­
nes. En virtud de estas experiencias diferentes, los varones aprenden las
leyes de la competencia abierta —a jugar con los enemigos y competir
con los ámigos— en el marco de las leyes y reglas de los juegos. En cam­
bio las condiciones lúdicas culturales de las niñas replican los modelos
de crianza y de relación de objeto temprano, favoreciéndose la coopera­
ción y el tener en cuenta los sentimientos del otro, pero en detrimento
de la internalización de un «otro generalizado» y de las reglas de convi­
vencia social.

Volviendo a la familia Graham, si se observaba al padre jugando


con su hijo varón, resaltaba el énfasis que ponía en enseñar el mecanis­
mo de füncionamiento del juguete y en el logro intelectual del niño. En
cambio con la niña gozaba más, se divertía, se destacaba que la relación
afectiva era lo más importante. La madre tenía una actitud diferencial
menos marcada, ayudaba directa e innecesariamente de manera que lle­
gaba a interferir en la labor cuando no era necesario. Como la madre
jugaba más frecuentemente con la niña y el padre con el varón, el men­
saje implícito era que la capacidad de la niña quedaba devaluada, ya que
la madre la tenía que ayudar continuamente. Los maestros también
mostraban una evaluación sexista del logro de los niños, ya que el éxito
del varón era considerado un resultado de su intelecto, mientras que en
la nena se tendía a explicar como un producto de la suerte o la tenaci­
dad. No es difícil obtener un perfil de autoestima distinto por parte del
propio niño: un mayor sentido de eficacia, de habilidad, de saberse ca­
paz de producir efectos, de hacer cosas en el caso de los varones.

No es entonces casual, ni tampoco «natural» —ligado a una propie­


dad innata y eterna de los distintos sexos—, las diferencias que se obser­
van en el comportamiento de los niños. Estas aparentes invariantes del
hombre y la mujer —en tanto características de acción que rellenan los
contenidos de la feminidad y masculinidad— han sido minuciosa, sóli­
damente construidas a lo largo de la interacción intersubjetiva en la cé­
lula familiar y en los contextos sociales habituales. Se destacan siete di­
ferencias netas en los comportamientos de género en la infancia:
1) Agresividad: los varones desarrollan juegos más violentos, más ru­
dos, de mayor competencia y espíritu de asertividad. 2) Actividad: los
varones se presentan como más curiosos, con mayores ansias de explo­
ración, practican juegos de naturaleza más variada y en espacios exte­
riores. 3) Impulsividad: los varones se arriesgan más. La tasa de acci­
dentes es mayor para los varones en todas las edades. 4) Ansiedad: las
niñas son más ansiosas, más temerosas. En función de este motivo es
por lo que parecen ser más obedientes, más complacientes. 5) Im por­
tancia de las relaciones sociales: las niñas son más maternales, cooperan
más que los varones, preocupadas por el bienestar del grupo, y más em-
páticas. Tienen menor número de amigos, pero las amistades son más
íntimas, compartiendo sus ansiedades y tristezas. Los varones tienen
mayor número de amigos, pero no tan íntimos. 6) Calidad del autocon-
cepto: los varones se sienten más poderosos, con mayor control sobre
los sucesos de la realidad, más influyentes, definitorios, ambiciosos, ca­
paces de hacer que las cosas sucedan. Las niñas carecen de estos senti­
mientos. 7) Comportamientos ligados al logro: las niñas subestiman su
desempeño, si fracasan piensan que no son inteligentes, en cambio los
varones tienden más a echar la culpa al otro.

En un estudio comparativo, de niños entre cinco y quince años de


edad, de cuatro países, Australia, Estados Unidos, Inglaterra y Suecia
(Goldman, 1982), se constató que la identidad de género se halla firme­
mente establecida a la edad de siete años, y que es mayor el número de
niñas con conflictos con su propio sexo que el de varones, localizándose
en esta edad el rechazo entre los sexos. Se destaca la experiencia llevada
a cabo en escuelas de Suecia donde se han desarrollado múltiples esfuer­
zos para implantar una igualdad entre los géneros, siendo los niños sue­
cos —entre todos los niños de los cuatro países estudiados— los que es­
tadísticamente presentan menor hostilidad hacia las niñas. Sin embargo,
comentando estos estudios, los investigadores suecos aconsejan exten­
der los programas de formación al hogar, pues los que se llevan a cabo
en la escuela sólo pueden minimizar o remediar una diferencia y una de­
sigualdad entre los géneros y sus expectativas, que tiene su origen tem­
pranamente en la familia. Los autores dejan abierto un interrogante:
«¿La enfermedad de la hostilidad entre los géneros es tan evidente en
el mundo de los adultos y en la respuesta de los niños, que puede ser
moderada por la escuela, o los maestros en sí mismos son transmisores
de la misma infección?»

Resumiendo, durante el período de latencia el rol del género se con­


solida a través de varias vías: por identificación al objeto rival, por ejer­
cicio del rol y por un proceso cognitivo y social de aprendizaje que es
activamente orientado por el medio. El resultado es un clivaje estructu­
ral de los modos de acción de los géneros, un mundo privado y domésti­
co para las niñas, un mundo social y crecientemente público para los va-
roñes. La consecuencia de esta división tiene claros efectos psíquicos: el
varón hallará facilitada la resolución del conflicto edípico, pues para
consolidar su masculinidad debe romper amarras con su madre y catec-
tizar los intercambios extrafamiliares; la independencia y la autonomía
se verán reforzada- por el apoyo que los adultos brindan a estas tenden­
cias que son universalmente definidas como masculinas. «El varón no
debe estar pegado a la falda de su madre», constituye un claro ejemplo
de la premisa que dirige el proceso de masculinización de un varón. La
importancia de la presencia del padre real en la modelización de esta
masculinidad está fuera de cuestión, pero «el padre ausente» es un com­
portamiento habitual de los padres de nuestras sociedades actuales y es­
to, sin embargo, rio implica que el niño deje de identificarse, o no apren­
da los roles apropiados a su género. Pareciera que no es imprescindible
una relación de objeto permanente y estrecha para que la identificación
se produzca. Quizá una mayor distancia favorece la ubicación del mode­
lo como ideal y, por tanto, la identificación se vea facilitada. El varón
desarrollaría una identificación posicional (Mitscherlich, 1963; Slater,
1961; Winch, 1962), concepto que alude a la identificación con los com­
portamientos, actitudes del rol desempeñado y no con la persona. Es de­
cir, una identificación parcial, discriminada, propia de la estructura tar­
día y diferenciada del Ideal del Yo (Bleichmar, H., 1981). Y no sólo la
mayor distancia en el vínculo paterno favorece este proceso, sino el he­
cho de que al tener el varón mayores oportunidades de relaciones de ob­
jeto y experiencias extrafamiliares, mayores serán sus posibilidades de
multiplicar y no personalizar el modelo al cual se identifica.

La niña a lo largo de la latencia pondrá en acto, ahora en ensayos


cada vez más cercanos a la realidad, los comportamientos que desempe­
ñó en sus juegos durante la primera infancia. Si tiene hermanos más pe­
queños los alimentará y cuidará, comenzará a colaborar en el manteni­
miento del hogar, velará por la salud emocional de la familia o al menos
comenzará a preocuparse por las relaciones humanas como le indican
sus modelos. Se la adiestrará debidamente para estas actividades especí­
ficas, a las cuales ella reconocerá como las propias de su género y las
que «sabe hacer mejor». En la formación y desarrollo de habilidades se
tenderá a que la niña-futura mujer se ocupe de la estética del cuerpo,
de las artes o del deporte o cualquier otra habilidad, pero siempre con
un límite, una exigencia mucho menor que en el caso de los varones. La
identificación a la feminidad materna —ahora objeto rival— no hace
más que continuar la identificación primaria en el mismo contexto de
apego y dependencia, pues, como ya hemos visto, las niñas son reteni­
das en el hogar, más supervisadas y sus actividaoes e intereses desplega^
dos en medios más cercanos y privados. Por tanto, el modelo no se des-
personaliza, se diversifica menos, la identificación secundaria se apoya
casi exclusivamente en la persona de la madre, por lo que ésta cobra ma­
yor importancia, y será básicamente a través de su discurso mítico sobre
la feminidad como la niña conformará la suya.

A todos los factores considerados en el caso del varón como facilita-


dores de la resolución edípica y de la identificación secundaria al padre,
debemos agregar la indiscutible narcisización que el proceso de masculi-
nización conlleva. Si uno se preguntara cuánto pueden sostener los pa­
dres reales de la segunda infancia el prestigio y la prestancia con la que
fueron investidos tempranamente, y aceptáramos que siempre existe un
proceso de desidealización —el bombero deja de ser un personaje fasci­
nante por el uniforme o la potencia fálica-uretral de apagar el fuego, o
el padre se metamorfosea de titán al volante en un simple chófer a suel­
do— , sin embargo, para el varón, el hombre siempre conservará su
puesto de primacía frente a la mujer. Esto es lo que constata el niño que
se suma al grupo de varones y, tan sólo por la superioridad física, consi­
derará la masculinidad un privilegio. Masculinidad y narcisismo se re­
fuerzan permanentemente. Para la niña existe una fuerte oposición en­
tre feminidad y narcisismo, no sólo porque la mujer no es lo más valioso
de nuestra cultura y la niña lo descubre, sino por el carácter diferencial
de las experiencias sociales en el período medio de la infancia, que tam­
poco la proveen de suficientes habilidades yoicas que aumenten su
autoestima. Por tanto, si ni desde el Yo ni desde el Ideal del Yo la niña
puede considerar su narcisismo satisfecho, ¿podrá obtener el reconoci­
miento que necesita en el terreno del deseo sexual?

P lacer p u l s io n a l e g o s i n t ó n i c o

«Toda satisfacción obtenida, todo placer, se acompaña de una dis­


minución de la brecha entre el Ideal del Yo y el Yo, pues todo placer
pulsional egosintónico es inseparable de una satisfacción narcisística
que reviste de narcisismo al Yo y aumenta su autoestima.»
(Chasseguet-Smirgel, 1975).

Ya hemos señalado las diferencias constatadas en el ejercicio de la


masturbación entre varones y nenas, explicando la mayor represión ob­
servada en las nenas, no sólo como un producto del complejo de castra­
ción, sino también de la desigual valoración social existente en nuestra
cultura de la sexualidad infantil. Sobre el varón en ningún período de
su vida pende la condena de la «impureza», incluso si el niño despliega
una actividad seductora temprana, precursora de su masculinidad, es
considerada con orgullo por sus padres, en cambio la madre debe velar
desde pequeña por el cuidado del recato, del pudor, de la pureza de Su
hija, que será un espéjo de la propia. El descubrimiento de la-noción de
prostitución (Goldman, 1982), no de la palabra —ya que los niños pe­
queños la esgrimen como una ofensa exclusivamente verbal o con un
contenido anal—, confunde y llena de perplejidad a la niña sobre su
autoerotismo. Otro aspecto importante que marca una clara diferencia
es que el varón experimenta en el placer masturbatorio una eficacia del
órgano genital que lo acerca permanentemente al ejercicio de su rol se­
xual adulto, mientras que la niña obtiene del autoerotismo menos ga­
rantías de estar capacitada suficientemente para la obtención de las me­
tas de su ideal. No sólo porque no tiene la prueba de la capacidad eréctil
del pene, sino porque habitualmente el Super Yo materno y su Ideal de
lo que debe ser una niña le prohíben y la condenan a un silencio absolu­
to sobre cualquier comunicación de su experiencia sexual, silencio que
a su vez será testimonio del cuidado de su propia pureza como madre.
Por tanto, la experiencia no le aporta gratificaciones pulsionales que
sean alimentadoras de su narcisismo. Por el contrario, aun en el caso
que el impulso masturbatorio salga victorioso sobre la represión o la
condena social, la niña siempre albergará una sombra de culpa, de per­
secución, de impureza. Siempre se ha considerado que el particular em­
plazamiento anatómico del ano y la vagina —su proximidad— era res­
ponsable de la persistencia de la teoría de la cloaca en la vida adulta,
o del insistente significado anal en la genitalidad de la mujer, sin evaluar
adecuadamente los efectos psíquicos de la negativa valoración social
que connota como sucio el deseo femenino, o lo que imprime a la fan-
tasmática de la actividad sexual de la mujer la existencia del rol social
de la prostituta.

Coincidimos con Peter Blos (1972) en la conceptualización de la la-


tencia como un período durante el cual no existen ni urgencias ni nuevas
configuraciones pulsionales, en lugar de considerarlo como una época
de silencio faniasmático o de ausencia de deseo sexual. Pero esta defini­
ción tiene en cuenta sólo el registro de la pulsión, no el de las estructuras
psíquicas. Podemos agregar que la latencia es, sí, una época de reestruc­
turación y gran desarrollo de la organización del Yo, del Ideal del Yo
y del Superyo. Hemos pasado revista al carácter diferencial de las expe-
riendas sociales en la infancia media, a la desigual evaluación del ejerci­
cio del autoerotismo, al descubrimiento creciente de la diferencia social
de los distintos géneros, para concluir que, inequívocamente en todos
los aspectos considerados, los varones y las nenas arribarán a la puber­
tad con un sistema narcisista equipado en forma diferencial. En el varón
se facilita la transformación del narcisismo, pues en su caso sí existe una
estrecha interdependencia entre la organización de un Ideal del Yo rea­
lista, con objetivos centrados en el desarrollo físico, intelectual y moral
y las actividades sublimatorias, que reforzará la consecución de nuevas
metas, en función de la gratificación obtenida en el desempeño logrado.
Vimos que las condiciones de socialización y la valoración social de tales
experiencias favorecen estos procesos. En cambio, en la niña, la estruc­
tura del Ideal del Yo femenino tropieza con mayores obstáculos para con­
ducir al Yo a estrechar la brecha y, por tanto, a narcisizarlo debidamen­
te. Así pues, el defecto narcisista en la mujer será más complejo y pro­
fundo, atentando contra la evolución del Ideal en tanto estructura y contra
la transformación y evolución en su seno del propio narcisismo.

RESTITUCION DEL NARCISISMO


A TRAVES DE LA HETEROSEXUALIDAD

Sin embargo este defecto, este trastorno de la autoestima en la niña


contribuirá a normativizar su deseo, ya que inevitablemente la orientará
hacia el hombre en la empresa de restituir su narcisismo. Si existe una
diferencia entre la estructura del deseo en la niña y en el varón puede
ubicarse en este plano: la búsqueda del padre, del hombre, del pene, es
decir, su deseo sexual estará indisolublemente mezclado con el deseo de
reconocimento narcisista. En cambio para el varón la latencia inaugura
una linea de clivaje facilitadora de su desarrollo, ya que de la mujer
—hacia quien se orienta su deseo— esperará el goce sexual o el cuidado
anaclítico, y del hombre —el igual hacia quien se dirige su ideal—, el
reconocimiento narcisista. Existe un claro proceso diferencial en los
cambios que a lo largo del desarrollo se operan sobre la estructura psí­
quica del Ideal del Yo en los distintos géneros. El varón, una vez que
asumió la castración materna, erige como Ideal del género al padre,
ideal que coincide con la valorización social que detenta el hombre en
la cultura. Por tanto, cuanta mayor autonomía logre el niño superando
el vínculo primario de dependencia a la madre, externaüzándose de la
familia, en mayor grado hallará convalidada su masculinidad como el
valor que legitima la cultura. La evolución del ideal masculino podrá se­
guir diferentes trazados, de modelos grandiosos e infantiles —como el
bombero— a estereotipos adolescentes tan grandiosos como los anterio­
res, pero actualizados —el cantante de rock, el campeón de tenis—, pa­
ra pasar posteriormente a ideales más realistas, pero en todos los casos
podemos constatar una transformación de los caracteres del modelo con
conservación de su naturaleza masculina. Siempre serán los valores de
grandeza, fuerza, coraje, inteligencia, encarnados en algún hombre, los
que se querrán poseer como propios. El futuro hombre podrá ser un re­
petidor compulsivo del modelo —igual que papá— , un corrector del
modelo —mejor que papá— o eventualmente, por fallos del ejemplar
en suerte, buscará un modelo extrafamiliar, es decir, otro hombre con
mayor valorización. Pero excepcionalmente el varón querrá cambiar el
género del modelo y desear ser igual que mamá.

En cambio este procedimiento es moneda corriente en el desarrollo


de la niña, el erigir comportamientos, valores, intereses o deseos mascu­
linos como ideales del Yo. Pero no sólo en esta forma lo masculino in­
terviene en la organización del Ideal del Yo femenino secundario, sino
que la mujer también puede renunciar o simplemente concebir que en
su destino no caben «metas masculinas», e invertir su narcisismo no en
sí misma, sino en su objeto de amor. Para la niña no existe evolución,
sino colapso y derrumbe del ideal femenino primario; descubrimiento
permanente y creciente de su inferioridad social, lo que impide una com­
pleta narcisización de sus metas femeninas; una imposibilidad de com-
patibilizar su deseo y la moral social imperante, lo que cercena su satis­
facción pulsional y un ejercicio de los comportamientos del rol de la fe­
minidad, que refuerzan su relación simbiótica a la madre disminuyendo
sus posibilidades de movimiento en el mundo adulto y masculino.

LUGAR DEL HOMBRE EN EL IDEAL


DEL YO FEMENINO SECUNDARIO

La niña tiene por delante varios caminos posibles para restituir el


narcisismo perdido de su género *, los que constituyen a su vez múlti-

* Maldavsky (1980) también sostiene que la desidealización de la madre como garan­


te del ser impone que la niña realice ciertas transformaciones durante la latencia, «una de
pies variantes de investidura narcisista de objeto: 1) idealización del ob­
jeto sexual; 2) localización del Ideal del Yo en el objeto; 3) constitución
de la masculinidad como Ideal del Yo, y, por último, 4) institución d
el deseo masculino como Ideal del Yo.

1. I d e a l iz a c ió n d e l o b ie t o s e x u a l

Instituye como meta suprema de su Ideal del Yo ser la mujer de un


hombre. Buscará desesperadamente el amor, el novio, el marido, ser el
núcleo de una familia. El carácter narcisista de la elección radicará en
la extrema idealización del objeto, el cual se considerará valioso simple^
mente porque es poseído. Freud sostuvo que en el enamoramiento, la
tendencia a la idealización del objeto, obnubila todo juicio crítico y el
objeto pasa a ser sobreestimado, ignorándose o perdonándosele toda
imperfección o defecto. Desde el punto de vista económico, el modela
freudiano puede concebirse como un sistema de vasos comunicantes^
«El yo se hace cada vez menos exigente y más modesto, en cambio el
objeto deviene más magnífico y precioso, hasta podría decirse que el ob­
jeto ha devorado al Yo.» Freud (1914) consideraba este proceso como
habitual en el hombre, quien capaz de un amor objetal pleno, empobre<¡
ce su Yo en favor del objeto de amor. Si tuviéramos que recaer en gene­
ralizaciones impresionistas probremente documentadas, nos animaríai
mos a proponer a la mujer como un sujeto mejor provisto para el ejerció
ció de la idealización desmesurada de su objeto de amor, por múltiple^
razones: 1) por sufrir más frecuentemente de trastornos narcisistas que
facilitan el empleo del mecanismo de la idealización; 2) por su condición
de género dependiente del hombre en aspectos que no sólo atañen a la
sexualidad y al narcisismo, sino incluso a la supervivencia, subordina­
ción que no tolera la desmistificación; 3) por su déficit en el ejerci­
cio de roles sociales, carencia que permite por desconocimiento la ubi­
cación imaginaria del objeto sexual en una posición ideal; 4) por ser
constituida como sujeto prevalentemente pasivo y consumidor de es­
tereotipos sociales que alimentan su fantasía y favorecen la idealiza­
ción.

En realidad podríamos decir que este proceso de empobrecimiento


del Yo en aras del engrandecimiento del objeto se halla favorecido en

las cuales es la ubicación del padre como modelo del cual esperará un regalo, un
don, que colocará al servicio de la desmentida de que ella carece de falo» (pág. 336).
Ib mujer, porque la condición de empobrecimiento del Yo no es un esta­
do transitorio —como el enamoramiento—, sino una condición estruc­
tural permanente. Y la prueba de esta afirmación la encontramos en el
legundo caso de investidura narcisista del objeto de amor, cuando ésta
pasa a ocupar el lugar del Ideal del Yo del sujeto. ¿Es habitual que la
mujer ocupe para el hombre el carácter de líder, de conductora de las
decisiones, de autoridad moral, de sede del conocimiento, o que el hom­
bre enamorado y esclavo del deseo de la mujer, abrigue en su incons­
ciente el deseo ferviente de ser como ella? No hay una problemática del
ser en la relación narcisista del hombre con la mujer. En cambio este
punto es central en la organización del narcisismo femenino y del Ideal
del Yo de la misma.

2. E l o b je to en e l lu g a r d e l Id e a l d ei Yo

Localiza las metas de su Ideal del Yo en el hombre. Realizará una


elección narcisista de objeto, delegando en su objeto sexual la consecu­
ción de los fines que supone vedados para sí misma por su condición de
mujer.

«E l Ideal sexual puede entrar en una interesante relación auxiliar


con el Ideal del Yo. Donde la satisfacción narcisista tropieza con obs­
táculos reales, el ideal sexual puede ser usado como satisfacción susti-
tutiva. Entonces se ama siguiendo el tipo de elección narcisista de ob­
jeto, lo que una vez fue y se ha perdido o lo que posee méritos que
uno no ha tenido. E n fórm ula paralela a la anterior: se am a lo que
le falta al yo para alcanzar el ideal.» (S. Freud, Introducción al Narci­
sismo. St. Ed. Vol. X IV , pág. 101. Subrayado nuestro).

Ampliando lo claramente expuesto por Freud pensamos que la mu­


jer ubicará al objeto en las siguientes posiciones: 1) El hombre puede
ocupar el lugar del niño mimado y consentido (que se perdió o nunca
se tuvo), y la mujer funcionar como objeto anaclítico que brinda cuida­
dos y ternura. 2) El hombre puede ser una imago parental idealizada
(madre-padre) que cuida de la mujer-niña. 3) El hombre puede ser obje­
to del Self que narcisiza a la hija-mujer, otorgándole siempre estímulo
y apoyo. 4) El objeto puede ser él mismo, un hombre que contiene en
su personalidad rasgos de carácter o habilidades yoicas que la mujer
anheló o ansia para sí, pero que «tropieza con obstáculos reales» para
asumir por sí misma. En este último caso, el objeto es elegido por poseer
las habilidades del Yo en el manejo de la realidad y la capacidad de su­
blimar, que la mujer no ha alcanzado en la evolución pero que ambicior
na, y considerando que sólo pueden ser realizadas por el «otro natural»-,
las delega en el hombre. No se trata de un «Ideal Peneano» (Pérez,
1983), sino de un ideal masculino, es decir, de roles que culturalmentQ
el hombre desempeña «con menor cantidad de ‘obstáculos reales’» para
su consecución, obteniendo así una mayor gratificación narcisista por
su posesión y ejercicio. La mujer funcionaría con un resto de psicología
grupal-primitiva o infantil (Fernández Moujan, 1974), ya que el objetqj
de amor se convierte en una imago parental idealizada (Kohut), y a él
se le confía tanto la prueba de realidad como la promoción y conserva­
ción de la ilusión.

Desde esta perspectiva se hace más comprensible la observación de


Freud sobre el carácter más débil y flexible del Super Yo en la mujer^
El mandamiento religioso, que vehiculiza todo un universo ideológico^
estipula que «la mujer debe seguir al marido», éste es el máximo valor
exigido; por tanto, de la mujer no se espera que tenga principios muy
sólidos o estables (de cualquier naturaleza que sean, éticos, religiosos^
estéticos, pueden ser motivos de desacuerdo con el hombre), sino que
sea tolerante, se adapte, lo complazca. Es decir, que haga suyo los idea­
les del otro como si fueran propios. La delegación del Ideal del Yo en
el hombre acarrea una serie de desventajas para el equilibrio narcisistai
de la mujer, que variarán de acuerdo a su tipo de personalidad. Si se
trata de una personalidad infantil, esta depositación no entrará en lucha
con su propio Yo, sino que la mujer-niña usufructuará de las ventaja^
de la dependencia y la falta de responsabilidad. Se hallará en mejor
equilibrio con la feminidad clásica y tradicional y su sistema de ideales
narcisistas se enfrentará con menor proporción de conflictos intrapsí-j
quicos, interpersonales y sociales, ya que como «buena mujer» su meta
será contribuir al cuidado y protección del hombre, para que éste «reali->
ce» su Ideal del Yo. En cambio la mujer con una personalidad más his­
térica o fálico-narcisista, con ambiciones propias, que aspire a un desti­
no más glorioso, competirá por la puesta en acto de roles tradicionales
del género que desempeña el hombre.

3. La m a s c u l in id a d como Ideal del Yo

Incorpora como metas propias de su Ideal del Yo rasgos que conven-*


cionalmente se consideran masculinos; por tanto, la estructura intrapsí|
quica tendrá un doble carácter, femenino y masculino, con mayor o me-
ñor grado de integración de estos comportamientos de rol del género (lo
que ha sido erróneamente considerado la bisexualidad de la mujer). La
masculinidad perseguida atañe a modos de acción en la realidad, activi­
dades, intereses, roles y derechos, no al deseo sexual que se conserva he­
terosexual, aunque la esfera de la sexualidad pueda verse afectada por
la rivalidad con el hombre. Dentro de este sector quedarían ubicadas la
mayoría de las mujeres de nuestra época, con roles del género en franco
cambio de generación en generación, así como las llamadas personalida­
des histéricas. O mujeres, cuyas madres ya han avizorado un Ideal del
Yo posconvencional y han estimulado un tipa de crianza o de socializa­
ción no tradicionalmente femenino, o que pertenecen a microculturas en
las cuales el feminismo ya se ha incorporado a las creencias populares
o, que por fuerte ambición narcisista han desarrollado individualmente
un Ideal del Yo posconvencional.

4. El d e s e o m a s c u l in o c o m o Id e a l del Yo

Instituye como Ideal del Yo el comportamiento sexual del hombre


hacia la mujer, homosexualizando el deseo.
CAPITULO VII

SUPERYO FEMENINO Y M O R A L SEXUAL

En el capítulo anterior hemos visto cómo la niña arriba a la organi­


zación de una feminidad secundaria que se define netamente como efec­
to del discurso cultural. La estructura del Ideal del Yo femenino secun­
dario bascula ineluctablemente sobre alguna referencia fálica. Nos cen­
traremos a continuación en el estudio del Superyo femenino, en los esta­
dios intermedios y formas finales de organización de esta estructura psí­
quica que, por definición, es aquella que se supone más sujeta al poder
de la ley.

Freud afirmó que el Superyo de la mujer sólo alcanzaba un «escaso


sentido de justicia», por la acción del sentimiento no elaborado de envi­
dia al pene que gobernaba su psiquismo. Significativamente, sobre su
complejo de masculinidad recaería la responsabilidad del fracaso en la
conquista de uno de los baluartes del hombre, el desarrollo de la ética.
Es curioso constatar que salvo estas escasas referencias de Freud, todos
los estudios sobre el Superyo que le sucedieron no han tomado en cuenta
la variable género; Melanie Klein formuló su tesis del Superyo precoz,
profundizó su evolución en los sucesivos períodos de la vida y sus pecu­
liaridades en los distintos cuadros psicopatológicos, pero, en todos los
casos, tanto para el hombre como para la mujer, concibió una estructu­
ra unitaria del mismo. ¿Esta equiparación implícita responde a la com­
pleta evidencia de que se trata de una misma clase de organización, o
a un silencio sobre una problemática que se ha ignorado? Si nos remiti­
mos a los orígenes, tanto el varón como la nena son marcados por igual
por la ley del padre, pero esta ley ¿se limita sólo a impedir la relación
dual y a establecer la interdicción del incesto o incluye una estricta nor­
mativa diferencial para la nena y el varón a partir de la latencia? En
otras palabras el significante paterno prohíbe por igual a varones y ne­
nas en relación a la madre, pero la interdicción que inaugura y de la que
es portador ¿legisla en forma igualitaria al púber, al adolescente y al
adulto de ambos sexos en lo que atañe a su vida sexual?
Si el hombre es producto del malentendido que lo constituye como
ser-parlante (Lacan, 1972-1973), si se reconoce su sujeción al lenguaje
como un orden que lo precede e instituye ¿cómo entender, entonces, el
status y la acción de las leyes morales diferenciales incrustadas en el len­
guaje, sobre la formación de las estructuras psíquicas del hombre y la
mujer? ¿O debemos precisar que el déficit ético o sublimatorio que ca­
racterizaría a la mujer debe entenderse exclusivamente como un fracaso
en su identificación al padre? Por otra parte, ¿cómo explicar, en un su­
jeto supuestamente de menor envergadura moral, el vigor y el éxito de
la represión del deseo sexual, la frecuencia de los sentimientos de culpa
y la tendencia al masoquismo que caracterizan al Superyo de la mujer?
Las afirmaciones de Freud sobre la inmadurez moral de la mujer tenían
sólo un carácter impresionista, pero lo que no deja de ser sorprendente
de constatar es que aún a través de cuidadosos estudios empíricos se
arribe a las mismas falsas conclusiones (Kohlberg). Sólo un esfuerzo
teórico (Gilligan), guiado por la sospecha de la presencia de un prejuicio
ideológico en la evaluación de los datos, ha permitido precisar tanto las
razones que han inducido a sostener una dirección equivocada en la
apreciación del juicio moral en la mujer, como también poner al descu­
bierto los vicios metodológicos que han conducido a tales afirmaciones
erróneas.

Nuestro planteamiento se centrará en la necesidad de incorporar al


estudio del Superyo femenino las formas de acción y los modos específi­
cos, en que la ley imperante en la cultura sobre el ejercicio desigual de
la sexualidad en ambos géneros, ejerce sus efectos. Y, además, puntuali­
zar cómo esta ley, debidamente incorporada al inconsciente materno y
paterno, determina una socialización diferente para niños y varones a
partir de la latencia, dando como resultado que al llegar a la pubertad
y a la adolescencia, niñas y varones han constituido escalas de valores
morales y éticos que difieren en sus objetivos. A su vez, veremos cómo
esta diferencia será evaluada, mediante procedimientos que se rigen por
principios elaborados básicamente sobre muestras masculinas, como
una desigualdad.

Para el tratamiento de este punto tomaremos en consideración los


estudios de Kohlberg (1969-1976) sobre el desarrollo del juicio moral.
Kohlberg sostiene una perspectiva a la vez cognitiva y social en el enfo­
que de su teoría, entendiendo el juicio moral como un producto tanto
del desarrollo lógico como del nivel alcanzado por el sujeto en la percep­
ción social de sus semejantes. Describe seis estadios, que agrupa en tres
niveles principales: el nivel preconvencional (estadios I y II), el nivel
convencional (estadios III-IV) y el nivel posconvencional (estadios V-
VI). Estas descripciones están basadas en el estudio empírico de ochenta
y cuatro varones seguidos por Kohlberg durante veinte años. El nivel
preconvencional es el nivel de la mayoría de los niños menores de nueve
años, algunos adolescentes y muchos delincuentes adolescentes y adul­
tos. En el nivel convencional se ubicarían gran parte de los adolescentes
y adultos de nuestra sociedad y de otras sociedades. El nivel posconven­
cional sólo es alcanzado por una minoría de adultos, y, por lo general,
sólo se llega a él después de los veinte años. El término convencional im­
plica someterse a las reglas y expectativas de la sociedad o de la autori­
dad, y defenderlas precisamente porque son convalidadas socialmente.
El individuo que está a nivel preconvencional no comprende realmente
todavía las reglas sociales, ni las defiende. Algunos de los que están en
el nivel posconvencional las comprenden y aceptan básicamente, pero
su aceptación se basa en la comprensión y acuerdo con principios mora­
les de carácter más general, subyacentes a las mismas. Estos principios
entran en algunas ocasiones en conflicto con las reglas, en cuyo caso el
sujeto posconvencional juzga por el principio más que por la conven­
ción. Una forma de comprender los tres niveles es concebirlos como tres
tipos diferentes de relación entre el Yo y las reglas y expectativas de la
sociedad. Desde este punto de vista, el nivel /es el de una persona pre­
convencional, para la cual las reglas y expectativas sociales son algo ex­
terno al Yo; en el nivel I I o convencional, el Yo se identifica con las re­
glas y expectativas de los otros, especialmente de las autoridades, y las
interioriza; en el nivel I I I o posconvencional, el sujeto diferencia su Yo
de las reglas y expectativas de los otros y define sus valores en función
de los principios que su Yo escoge. La articulación de la perspectiva so­
cial y del juicio moral nos remite a un concepto aún más básico, que es
la perspectiva sociomoral, que se refiere al punto de vista que adopta
un sujeto al definir los hechos sociales y los valores o deberes sociomo-
rales. Por ejemplo, un sujeto que se halla ubicado en un nivel conven­
cional al emitir un juicio moral se basa en las siguientes razones:
1) preocupación por la aprobación social; 2) lealtad a personas, grupos
y autoridades, y 3) el bienestar de los otros y de la sociedad. Lo que de­
fine y unifica a las características del nivel convencional es su perspecti­
va social, es decir, el punto común de los participantes en una relación
o grupo. El individuo convencional subordina las necesidades del indivi­
duo al punto de vista y las necesidades del grupo.

Kohlberg ejemplifica su tesis con el caso de Joe, quien a los diecisiete


años responde a la pregunta «por qué no se debe robar en los almace­
nes» de la siguiente manera: «Es una cuestión de ley. Una de nuestras
reglas es tratar de proteger a todo el mundo, de proteger la propiedad.
Si no tuviéramos estas leyes, la gente no haría, no tendría que trabajar
para vivir y toda nuestra sociedad se vendría abajo.» En cambio, a los
seis años: «No está bien robar en unos almacenes. Va contra la ley. Al­
guien puede verte y llamar a la policía.» A los veinticuatro años Joe
adopta el punto de vista moral posconvencional como respuesta al dile­
ma de Heinz (un hombre llamado Heinz considera si debe robar o no
una medicina para salvar a su mujer de la muerte). «El deber del marido
es salvar a su mujer. El hecho de que su vida está en peligro está por
encima de cualquier otro criterio que se pueda utilizar para juzgar su ac­
ción. La vida es más importante que la propiedad.» ¿Y si fuera un ami­
go y no su mujer? «No dudo que fuera diferente, desde el punto de vista
moral sigue siendo un ser humano en peligro.» ¿Y si fuera extranjero?
«También.» ¿Cuál es el punto de vista moral? «Creo que todo individuo
tiene derecho a la vida y si hay una forma de salvar a un individuo debe
ser salvado.» ¿Deberá el juez castigar al marido? «Normalmente la mo­
ral y las leyes coinciden, aquí están en conflicto. El juez debería tener
más en cuenta el punto de vista moral, pero preservar la ley imponiendo
a Heinz un castigo ligero.»

Aplicando la escala de Kohlberg, Simpson (1974), Edwards (1975)


y Holstein (1976) en estudios empíricos observaron que la mayoría de
las mujeres no sobrepasaban el estadio III, en el cual la moral es conce­
bida en términos interpersonales, y la bondad es equivalente a ayudar
y ser complaciente con otros. Esta concepción de la bondad es conside­
rada por Kohlberg y Kramer (1969) como funcional para la mujer, ya
que su vida transcurre en el hogar, y sostienen que sólo si la mujer entra­
ra a jugar en la arena de las actividades tradicionalmente masculinas re­
conocería la inadecuación de su perspectiva moral y progresaría como
el hombre, al considerar que las relaciones humanas están subordinadas
a reglas (estadio IV), y las reglas, a principios universales de justicia (es­
tadios V y VI).

Las observaciones sobre el carácter diferencial de las experiencias so­


ciales en la infancia media (Piaget, 1932; Maccoby, 1974; Lever, 1978,
y Chodorow, 1978) conducen a pensar que los varones y las niñas alcan­
zan la pubertad provistos de distintas herramientas, con una diferente
orientación interpersonal y un diferente rango de experiencias sociales.
Los estudios sobre la mujer que se centran en conceptos derivados de
las condiciones específicas de su desarrollo proponen una concepción
moral para las mismas que difiere de las de Freud, Piaget o Kohlberg.
Para la mujer (Gilligan, 1982), la moral se definiría como un conflicto
de responsabilidades, más que como un conflicto de derechos, que re­
quiere para su resolución un pensamiento de tipo contextual y descripti­
vo, más que formal y abstracto. Esta concepción de la moralidad que
hace su centro en el cuidado, focaliza su desarrollo en la toma de res­
ponsabilidades y en las relaciones humanas, así como la concepción de
la moralidad basada en la justicia la vincula a la comprensión de los de­
rechos y las reglas. La moralidad de los derechos difiere de la moralidad
de la responsabilidad en el énfasis puesto en la separación más que en
los vínculos, y en la consideración de lo individual en lugar de las rela­
ciones humanas.

Como ilustración de la importancia que tiene el factor genérico en


la divergencia de orientación del juicio moral, transcribiremos las res­
puestas dadas por dos niños de once años —una niña y un varón— al
dilema de Heinz. La muestra fue seleccionada para el estudio de las va­
riables género y edad, manteniendo constante factores ya estudiados,
como clase social, nivel de educación y de inteligencia *. Amy y Jake,
los niños elegidos, cursaban el mismo sexto grado y participaban en las
mismas actividades escolares y extraescolares. Eran alumnos sobresa­
lientes y, al menos en las aspiraciones que tenían a los once años, no po­
dían ser clasificados como asumiendo roles del género estereotipados.
Amy quería ser científica, y Jake prefería el inglés a las matemáticas.
A ambos niños se los enfrentó con el dilema de Heinz. Jake desde el
principio tuvo claro que Heinz debía robar la medicina; partiendo del
dilema entre el principio de propiedad y el principio de vida, él distingue
la prioridad de la vida y utiliza la lógica para justificar su elección.

«P or una cosa la vida es más importante que el dinero, y si el boti­


cario sólo ganara 1000 dólares, él sigue viviendo, pero si Heinz no ro­
ba la droga su mujer se muere.» ¿Por qué la vida es más importante
que el dinero? «Porque el farmacéutico puede conseguir 1000 dólares
después, de gente rica con cáncer, pero Heinz no puede conseguir a
su mujer otra vez.» ¿Por qué no? «Porque la gente es toda diferente.»
¿Y si Heins no quiere a su mujer? «N o hay diferencia, no es una cues­

* Ejemplo citado por Gilligan (1982) de las experiencias efectuadas por Kohlberg
(1958). The Development o f Modes of Thinking and Choices in Years 10 to 16. Ph. D.
Diss. University of Chicago.
tión entre odiar y am ar e incluso si Heinz fuese apresado, el juez pro­
bablemente pensaría que él tenía derecho a hacerlo.» ¿Pero Heinz ha­
bría violado la ley? «Las leyep a veces cometen errores.»

O sea, que Jake tiene en cuenta las leyes y reconoce sus funciones
en el mantenimiento del orden social, también toma en consideración
que las leyes son productos del hombre y, como tal, sujetas a error y
cambio. Fascinado por el poder lógico de las matemáticas, este mucha­
chito considera que es la única disciplina totalmente lógica y la aplica
al dilema en juego que «es una suerte de problema matemático con hu­
manos». Aunque al mismo tiempo conoce los límites de la lógica, pues
cuando se le pregunta si hay siempre una respuesta correcta a los proble­
mas moráles, Jack responde «hay errores y aciertos en los juicios», e
ilustra cómo una acción llevada a cabo con la mejor de las intenciones
puede conducir al peor de los desastres: «Si usted le da el asiento a una
anciana en el autobús, y luego choca y el asiento es arrojado por la ven­
tana, será por esta razón que la anciana muera.»

Desde el punto de vista cognitivo la preadolescencia se caracteriza


por la articulación de un pensamiento operacional en surgimiento, aun­
que la descripción todavía se funde en los parámetros de un mundo in­
fantil —su edad, su ciudad, la ocupación de sus padres, sus creencias,
sus gustos—, es decir, un campo de observación aún egocéntrico. Sin
embargo, la creciente capacidad para el pensamiento formal, para el
metapensamiento y el razonamiento lógico, liberan al niño de su depen­
dencia de la autoridad y le permiten hallar las soluciones a sus proble­
mas. Aplicando la escala de Kohlberg, el razonamiento de Jake —an­
clado aún en su nivel convencional— es una mezcla de los estadios III
y IV, pero su habilidad para deducir lógicamente, diferenciar moral de ley
y considerar que las leyes pueden estar sujetas a errores, y apuntar a un
principio de justicia propio, acercan a Jake al tope del desarrollo moral.

En contraste, Amy responde de una forma muy diferente, dando la


impresión de fallar en su razonamiento lógico y en no tener la capacidad
de pensar por sí misma. Interrogada si Heinz debería robar el medica­
mento, ella responde en forma evasiva e insegura:

«Bueno, yo no pienso eso. Pienso que debe haber otras formas o


maneras además de robar, por ejemplo, pedir el dinero prestado o un
préstamo a un bancó, o algo, pero no tendría que robar, pero su espo­
sa tampoco tendría que m o rir...» ¿Por qué no debería robar? «Si el
roba el medicamento, él podría salvar a su esposa, pero si lo hace, él
podría ir preso, y entonces su esposa se enfermaría de nuevo, y no po­
dría conseguir más medicamentos y esto no marcharía. De manera
que ellos deberían hablarlo y discutirlo y encontrar otra manera de ha­
llar el dinero.»

Ella no tiene en cuenta ni la ley ni la propiedad, sino los efectos que


sobre la relación tendría el robo. Amy encara el dilema no como un pro­
blema lógico o matemático, sino desde una perspectiva interpersonal
—la necesidad de la esposa por su marido y la preocupación del marido
por su mujer—, y busca responder a los intereses del farmacéutico de
una manera que trata de mantener la unión, en lugar de producir un
conflicto insoluble. Así como ella vincula la sobrevivencia de la esposa
con la preservación de la relación, ubica el valor de la vida humana en
un contexto de relaciones, considerando que sería negativo dejarla mo­
rir, porque «si ella muere, lastima a muchos, y esto también la hace su­
frir a ella». Estima que el núcleo del dilema no surge del derecho del far­
macéutico, sino del fracaso de éste en tener en cuenta el problema de
la mujer.

Las respuestas siguientes dadas por Amy repiten la misma argumen­


tación ante los sucesivos interrogantes que se suceden en la construcción
que Kohlberg hace del dilema de Heinz, si Heinz ama o no a su mujer,
si es una extranjera, etc.; pero sus respuestas van siendo cada vez menos
explícitas y Amy va perdiendo confianza en sí misma. Finalmente afir­
ma: «Bueno, porque no está bien, no sabrá cómo dárselo a su esposa
y ella moriría igual.» Amy compone el rompecabezas según otras leyes,
un mundo no tanto de reglas y principios, sino de relaciones humanas,
y el dilema descansa, para ella, en el fracaso del farmacéutico —en tanto
ser humano— en responder a las necesidades de la esposa: «El debería
darle los medicamentos para la esposa y permitirle al marido que le pa­
gue después.» Ella considera que la solución del dilema radicaría en re­
saltar el pedido de ayuda al farmacéutico y, en caso de que éste no acce­
diese, en apelar a otros que estén en posición de ayudar. Así como Jake
confía en que el juez acordaría que robar era lo que Heinz debía hacer,
Amy está segura que si Heinz y el farmacéutico hubieran podido hablar
lo suficiente, habrían llegado a un acuerdo sin tener que robar. Ella
también tiene en cuenta que la ley se equivoca, pero además estima que
existe un error en el seno mismo del drama y cree que «el mundo debería
compartir más las cosas, y de esa manera la gente no se vería forzada
a robar». Ambos reconocen la necesidad de un acuerdo, pero mediado
de diferente manera: él, de forma impersonal a través de términos lógi-
eos y por la fuerza de la ley; ella, a través de la comunicación humana.
Así como Jake confía eri una convención para solucionar el dilema
—asumiendo que esta convención es compartida—, Amy se basa en la
comunicación, sosteniendo que las voces serían oídas.

Lo que Gilligan descubre es que mientras las afirmaciones de Jake


se confirman por la coherencia lógica entre preguntas y respuestas, las
de Amy no se sostienen por el fracaso en la comunicación demostrada
por el entrevistador al no entender sus respuestas. Desde la escala de
Kohlberg, Amy queda ubicada por debajo de Jake, en un cabalgamien­
to entre los estadios II y III: 1) sentimiento de impotencia en el mundo;
2) inhabilidad para pensar sistemáticamente acerca de los conceptos de
moral y ley; 3) rechazo a examinar la lógica de los conceptos sobre ver­
dad moral recibidos, y a desafiar la autoridad; 4) fracaso en considerar
el acto de salvar una vida sin efectos. Por otra parte, su tendencia a apo­
yarse en las relaciones interpersonales parece revelar dependencia y vul­
nerabilidad, y su creencia en la comunicación como medio de resolver
problemas se presenta como ingenua y cognitivamente inmadura. Esto
contrasta con la personalidad de Amy y con su autopercepción, segura
de sí misma en sus convicciones y creencias, convencida de poder reali­
zar algo valioso en la vida. Describiéndose a sí misma como en «creci­
miento y cambio, porque ahora sé realmente mejor cómo soy y veo el
mundo diferente».

Gilligan se interroga si esta visión del mundo que Amy despliega le­
jos de ser inferior, no es no sólo diferente, sino expresión de una pro­
funda ética humanística. Su mundo es un mundo de relaciones y
verdades psicológicas, donde el descubrimiento del vínculo entre las per­
sonas impone la responsabilidad por el otro, la perentoriedad de la nece­
sidad de una respuesta. Desde esta perspectiva, su comprensión de la
moral surgiendo del reconocimiento de la relación de objeto, su creencia
en la comunicación como modo de resolución de conflictos y su convic­
ción de que la solución al dilema surgirá de lo apremiante del mismo,
parecen hallarse lejos de una cognición primitiva e inmadura. Los ju i­
cios de Amy contienen los principios centrales de una ética del cuidado,
así como los de Jake reflejan la lógica de la justicia. Su incipiente con­
ciencia de un método no violento de resolución de conflictos y su creen­
cia en el poder reparador del cuidado, la conducen a ver a los actores
del dilema no como oponentes en un concurso de derechos, sino como
miembros de una red de relaciones de cuya continuación dependen to­
dos. Consecuentemente, la solución al conflicto descansa en activar el
sistema de comunicación, asegurando la salvación de la esposa a través
del fortalecimiento del diálogo más que en el corte de las conexiones.

Pero lo que Gilligan resalta es que el entrevistador no entiende las


respuestas de Amy, mejor dicho, no se da cuenta de que Amy no res­
ponde a si Heinz debe robar el medicamento, es decir, si debe actuar o
no en esa situación, sino cómo debe actuar Heinz al darse cuenta de la
urgencia. Amy responde a si Heinz no podría arbitrar otra alternativa
que robar el medicamento. Entonces lo que parece una evasión del pro­
blema desde una perspectiva, significa en otros términos el reconoci­
miento del problema y la búsqueda de una mejor solución. Ante el mis­
mo dilema, Jake y Amy ven dos problemas morales distintos: él, un
conflicto entre la vida y la propiedad, que debe resolverse por deducción
lógica; ella, una fractura de la relación humana, que debe ser reparada
de alguna manera.

El problema teórico adicional no sólo consiste en no haber compren­


dido que se trataba de lógicas diferentes, sino además, haber considera­
do los argumentos de Amy como de un estadio inferior. Kohlberg tiene
respuestas para el interrogante ¿qué ve él que ella no ve?, ya que ubica
a Jake en un estadio superior de la escala, pero no sólo carece de hipóte­
sis para la pregunta inversa ¿qué ve ella que él deja de lado?, sino que
no se le ocurre planteársela. De hecho, Jake revela una comprensión so­
fisticada de una lógica de la justificación, de la misma manera que Amy
es equivalentemente sofisticada en su comprensión de la naturaleza de
la elección. Dice Amy: «Si dos caminos conducen a lugares muy distan­
tes y uno elige uno, nunca se sabrá qué habría sucedido si hubiera elegi­
do el otro», y agrega, «la chance que ha elegido es realmente una conje­
tura» y lo ilustra concretamente ante la elección de campamento para
el verano: «Yo nunca sabré qué habría pasado si me hubiera quedado;
y si el campamento no resultara bien, tampoco sé, si me hubiera queda­
do, si hubiese sido mejor. No hay solución, porque es imposible estar
en dos situaciones al mismo tiempo, pero hay que decidirse, y uno nun­
ca sabe.»

La organización diferencial de las estructuras de la psique en los dis­


tintos géneros, basada a su vez en el carácter diferencial de las relaciones
de objeto y de las experiencias sociales en la infancia, que conduce a que
el varón y la niña llegados a la adolescencia consideren y evalúen la rea­
lidad, la condición humana y los valores también en forma diferencial,
ha sido hasta el momento escasamente reconocida en el ámbito científi­
co. Este déficit de comprensión se ha rellenado con una ideología subya-»
cente, el imperio de lo masculino como referencia absoluta y parámetro
indiscutido de toda normativa. Esta es la razón por la cual nos parece
imprescindible estudiar y evaluar los efectos psíquicos que tiene sobre
la organización de las estructuras mentales de la mujer, el hecho de que
tanto el mundo lego como el científico se hallen gobernados por la erró­
nea creencia sobre la condición inferior del género femenino. Lo que Gi-
lligan destaca es que Amy, aun poseyendo una sólida ética del cuidado
y la responsabilidad, y una muy avanzada lógica de la elección, será cla­
sificada como alcanzando un menor nivel que Jake, ignorándose no só­
lo el error teórico que encierra tal evaluación, sino también los efectos
devaluadores sobre el concepto de género femenino que aflorarán en la
mente de Amy, de Jake, del entrevistador y de todo aquel que tenga ac­
ceso a los resultados.

LA FEMINIDAD O LA VIGENCIA DE UNA CONVENCION

¿Cómo hará entonces la adolescente para no envidiar a los hombres,


a las condiciones de desarrollo de los varones, a los roles masculinos que
se destacan por su grado de eficacia y competencia? ¿Cómo se las arre­
glan las adolescentes de nuestra cultura en transición, para compatibili-
zar las metas femeninas de apego, dependencia y conciliación con los
ideales de funcionamiento masculino, separación-individuación y auto­
nomía que se les presentan como más exitosos, pero ajenos? Horner
(1972) observa que las mujeres presentan un tipo de ansiedad propia,
que no es ni la expectativa ansiosa ante el éxito ni el temor al fracaso,
sino el miedo al éxito. Las mujeres tienen problemas con la competitivi*
dad, que parecen emanar de la oposición entre feminidad y éxito, pues
la anticipación del éxito en actividades de competencia de logros, espe­
cialmente con hombres, conlleva la convicción de consecuencias negati­
vas: amenazas de rechazo social, conflictos afectivos, pérdida del objeto
de amor y de la feminidad. La mujer pareciera no sentirse con derecho
a tener éxito, a diferencia del hombre, que al haber edificado su identi­
dad, sin medirse con nadie más que él mismo (en el sentido genérico),
asume el derecho a sentirse bien con su éxito en cualquier área, ya que
éste no pone en peligro su masculinidad.

La diferente situación para la mujer no sólo tiene sus raíces en la su­


bordinación social, sino en el substrato último de su preocupación mo­
ral. La sensibilidad hacia las necesidades de los otros y la asunción de
la responsabilidad por su cuidado, conduce a la mujer a escuchar las
voces de los demás y a tener en cuenta el juicio ajeno, antes que el pro­
pio Esta aparente debilidad, difusión y confusión de juicios es a su vez
inseparable de su fuerza moral. La mujer no sólo se define en un contex­
to interpersonal, sino que también se juzga en términos de su habilidad
para el cuidado. El lugar de la mujer en el mundo masculino es el de
nutriente, ayudante, compañera, la hilandera de la red de relaciones so­
bre la que ella se apoya. Pero mientras la mujer se ocupa del cuidado
del hombre, los hombres —en las teorías psicológicas y en los arreglos
económicos— tienden a no valorizar dicho cuidado. Cuando se norma-
tiviza sobre salud mental, se hace en términos de autonomía, individua­
ción, acceso al deseo, mientras que la preocupación por el cuidado o la
dependencia al objeto se considera inmadurez o debilidad (Miller,
1976).

Existe una notoria discrepancia entre adultez y feminidad, y esto se


evidencia con marcado rigor en estudios sobre estereotipos del rol se­
xual. Broverman y col. (1972), estudiando las cualidades necesarias para
la adultez: capacidad de pensamiento autónomo, toma de decisiones
claras y acción responsable, las consideran no sólo atributos masculi­
nos, sino cualidades indeseables de-la feminidad. Por tanto, la adoles­
cente debidamente convencional —aquella que se identifica con las re­
glas y expectativas de los otros, especialmente de las autoridades, y las
interioriza— mantendrá su identidad «en suspenso», en estado latente,
preparándose para atraer al hombre por el cual se nombrará, por cuyo
status se definirá, cuyos valores adoptará, el hombre que la rescatará del
vacío y la soledad rellenando el «espacio interno». Mientras que en el
hombre la identidad precede a la intimidad y al compromiso en una rela­
ción de objeto, en la mujer estos procesos se hallan fusionados. La inti­
midad va junto con la identidad, y la mujer llegará a saber sobre si en
¡a medida en que se relaciona con su hombre.

Ejemplificando con los cuentos de la Bella Durmiente y Blanca Nie­


ves, Bettelheim (1976) observa la reconcentración en el interior y el esta­
do latente de la adolescente hasta que llega el príncipe que definirá su
ser. Esta línea de desarrollo, en que la identidad precede a la intimidad,
y el crecimiento humano implica separación e individuación, es la direc­
triz en la definición del ciclo humano; todo lo que signifique apego y
dependencia será entonces retraso y desviación: o sea, la feminidad.
Junto a este sistema dual de requerimientos y expectativas para el de­
sempeño social, la adolescente también descubrirá —y deberá ubicarse
en alguna de las categorías descritas pre, post o sencillamente
convencional— que en el orden cultural donde ella se inscribe, existe
una moral sexual también dual, diferente para cada sexo. Para los mu­
chachos, la ley del deseo, de su legitimación, de las ventajas tanto de su
puesta en acto, como de las múltiples y numerosas experiencias, de la
libre expresión y comunicación sobre la sexualidad. Cuanto más «corri*
do», mejor hombre será. En cambio las niñas-mujeres serán introducit
das en la «moral del respeto», que se constituye en una de las reglas de
oro de la feminidad.

Vamos a examinar detenidamente esta peculiar normativización de


la mujer por la paradoja que encierra. Apenas la niña alcanza la pube«¡
tad, o antes, descubre que en tanto género las mujeres son agrupadas,
clasificadas, consideradas no sólo en forma desigual en relación a los
hombres, sino en relación a su propio género. Están las mujeres respeta-*
bles, respetadas y/o que se hacen respetar y las otras, las mujeres «fáci­
les», «ligeras», de rango inferior, lo que en un período anterior era sólo
un significante ofensivo, ahora se abrocha al significado. Esta línea de
clivaje se traza sobre la legitimación social del ejercicio de la sexualidad,
ley aplicada sólo al deseo femenino. El niño/a es introducido en un
mundo social primario y elemental que le permite la organización de su
deseo gracias a la instauración en la cultura de una prohibición, la pro­
hibición del incesto. La niña se introducirá en el mundo de los adultos
al ser marcada por la ley que prohíbe el libre ejercicio de su deseo, la
moral sexual que la definirá ante sí misma, ante las demás mujeres y
hombres como un determinado tipo de mujer.

Pero la importancia de este hecho no sólo radica en que la adolescen­


te, a diferencia del varón, tendrá que vigilar su deseo, tendrá que desa­
rrollar controles para sus impulsos —generalmente basados o en el te­
rror persecutorio frente a las consecuencias que le acarrearía el satisfa­
cerlo, o en férreos principios morales—, sino que tendrá que hacer fren­
te al desbalance narcisista que el dilema de la feminidad le acarrea. Para
ser mujer debe acceder a la sexualidad, pero para ser una mujer respeta­
ble debe reprimir su deseo. La moral se opone a la pulsión. Para ser mu­
jer y valorizarse como tal debe tener experiencias sexuales, no puede ser
una «gafa», una «tonta», una «no avivada», es decir, debe ser «sexy»,
seductora, manipular los resortes del hacerse desear, lo qué la convierte
en una narcisista que prefiere que la amen a amar. Pero este narcisismo,
el del desear el deseo y no su satisfacción, la mantiene a distancia de la
acción concreta, de la vivencia, del goce, del aprendizaje y la madurez
sexual, y, por tanto, en el fondo no se narcisiza porque sabe de su déficit
en tanto mujer-niña, o sea, virgen. La virginidad constituye la expresión
más pura de la estructura profundamente contradictoria del rol sexual
exigido y esperado en la mujer. Si la conserva, mantiene el honor de su
género, lo que eleva su narcisismo, pero permanece en un nivel de erotis­
mo infantil que la hace sentirse incompleta; si por el contrario accede
al deseo y su sexualidad se cultiva, creciendo como hembra, cae presa
del tormento de perder al hombre y pasar a la categoría de mujer des­
honrada o de verse compulsada a form alizar una unión precoz para
evitar este riesgo, todo lo cual se halla lejos de narcisizarla. ¿A quién
confía sus dudas, temores, sufrimientos? Generalmente no erícuentra a
la madre receptiva y disponible para facilitar la iniciación de su sexuali­
dad, pues la madre no puede abrir una temática, una comunicación que
comprometería su rol de educadora. Si la madre estimula la sexualidad
de su hija mujer, ¿cómo enfrenta ella misma el dilema de la virginidad,
paradigma del honor de su género? Razón por la cual evita el tema, la
confrontación y el compañerismo en esta etapa. La niña se dirige enton­
ces hacia sus pares, pero corriendo el riesgo de no ser cabalmente com­
prendida, y que la amiga, arrastrada también por los dilemas puberales
y adolescentes, la condene con el calificativo de «puta», fantasma siem­
pre cercano para cualquier muchacha que tiene como empresa principal
en su vida «cuidar su reputación». Por tanto, la joven esconderá su cu­
riosidad, reprimirá su deseo, inhibirá la fantasía y esperará al hombre
con quien en la intimidad del amor podrá comenzar a investigar ¿qué
es una mujer?

CONCLUSIONES

La especifidad de los conflictos que marcan los estadios intermedios


y las formas finales de organización de las estructuras psíquicas del
Ideal del Yo secundario y del Superyo en el género femenino determinan
un tipo de integración diferente a la del hombre.

1. La permanencia de lazos de relación primaria con la madre du­


rante toda la vida dificulta la despersonalización de los modelos del
Ideal del Yo y de los valores éticos y morales del Superyo, manteniéndo­
se referidos centralmente a aquellos sustentados por el objeto de la deJ
pendencia.

2. La feminidad, en tanto convención vigente (es decir, tal cual es


predominantemente entendida en nuestra cultura), se opone a la evolu*
ción, al cambio, a la autonomía, al éxito, ideales que por otra parte son
los que reciben la máxima valoración en el sistema del cual tal conven*)
ción surge.

3. La feminidad, en tanto convención vigente, se opone a la sexua-


lidad, ya que el rol de sujeto de deseo en la mujer es fuertemente combas
tido por los valores morales del sistema.

4. La feminidad, en tanto convención vigente, se opone al narcisisl


mo, ya que los lugares que la definen no contribuyen a su neta valoriza*
ción.

Estas razones fuerzan a un clivaje obligatorio de las estructuras psí-«


quicas de la mujer, cuyas líneas de fractura son guiadas por una de sus
leyes básicas, el mantenimiento del balance narcisista, mantenimiento
que implica en todos los casos alguna forma de inclusión del hombre pa­
ra su estabilización final. La feminidad más ortodoxa se alcanzará es­
cindiendo el Ideal del Yo, en uno «femenino», de apego y dependencia
al hombre, quien sustituirá la imago parental idealizada, y uno «mascu­
lino», de ambiciones y valores cuya realización delegará en el hombre
elegido o eventualmente en sus hijos. Formas menos tradicionales de fe­
minidad —pero día a día más numerosas por el cambio en los roles de
la mujer de generación en generación— son aquellas en que la escisión
entre metas femeninas y masculinas del Ideal del Yo y del Superyo co­
existen en el seno mismo de las estructuras psíquicas de la mujer sin de­
legación en el hombre (Benedeck, 1959).
PA RT E SE G U N D A

LAS HISTERIAS

« L a re p re s e n ta c ió n d e la s e x u a lid a d fe m e n i­
n a c o n d ic io n a , r e p r im id a o n o , su p u e s ta en
o b r a y sus e m e rg e ncias d e s p la za d a s (d o n d e la
d o c t r in a d e l te r a p e u ta p u e d e re s u lta r p a rte
c o n d ic io n a d a ) , f i j a n la suerte d e las te n d e n ­
c ias, p o r m u y d e sb a stad a s n a tu r a lm e n te q u e se
las s u p o n g a .»

Lacan: Soore la sexualidad femenina


EL E N I G M A SEMIOLOGICO,
N O S O L O G I C O Y EXPLICATIVO

Frente a la histeria la dispersión de las opiniones es máxima: ¿oral


o fálico? ¿Carácter «instintivo», propio de mujeres impulsivas, busca­
doras de placer, exhibicionistas o, por el contrario, cárcel donde impera
la represión y la defensa contra la expresión de la pulsión? ¿Personali­
dad infantil, superficial, inestable, sugestionable, inmadura o última
etapa del desarrollo psicosexual con sólido proceso secundario, múlti­
ples posibilidades de relaciones de objeto y estructura del Yo intacta?
¿Dependiente, complaciente del deseo del otro, siempre lista a quedar
cautiva del discurso del amo, o competitiva, agresiva, experta en no sa­
tisfacer el deseo, es decir, castradora? ¿Conversión como mecanismo
que marca su especificidad o sólo un síntoma que es común a cualquier
estructura?

La histeria surge así, dando lugar a efectos paradójicos sobre los es­
tudiosos, a adjetivaciones peyorativas como «amorfa» (Kris, 1973),
«controvertible receptáculo universal de todo tipo de rasgos» (Nam-
num, 1973) o a obras como la monografía de Krohn (1978), monumen­
tal esfuerzo de cercar lo que el propio autor llama «una neurosis elusi­
va». Es increíble el número de artículos escritos sobre el caso Dora —la
histérica más famosa de la historia—, quien ha llegado hasta el cine y
el teatro (la obra de Cixous, 1976, puesta en escena por la compañía de
Renaud-Barrault y la película de MacCall y Col, 1979). Todo lo cual
prueba el desconcierto, el desaliento y/o la fascinación que ejerce, pero
también sugiere una insuficiencia que no encuentra su tope.

Una primera respuesta, la más habitual, que trata de justificar este


déficit teórico, es ubicarlo como el efecto obligatorio de la naturaleza
misma de su estructura sintomal, el aspecto camaleónico, ubicuo, cam­
biable de sus manifestaciones (Wajeman, 1982). La histeria sufre trans-
formaciones junto con el devenir histórico, pues siempre está alerta a
la moda, al juicio vigente, a las convenciones imperantes. Exquisita-,
mente sensible a la aprobación de las mayorías, abandona el lecho de
enferma —la sociedad actual no tiene tiempo para cuidar enfermos—,
el beneficio secundario no rinde sus frutos. Por tanto, escasean cada vez
más las histerias sintomáticas de los primeros escritos de Freud y abun­
dan los trastornos de la personalidad. Es opinión de muchos (Namnum;
Beres y Green, 1974) que el mecanismo de conversión tiende a desapare-}
cer. Pero este deslizamiento de la neurosis al carácter no alcanza a des­
pejar la confusión. Pues no sólo se caracteropatiza, sino que tampoco
se presenta «pura», está acompañada de manifestaciones compulsivas,
obsesivas, fóbicas, paranoides, infantiles, narcisistas. ¿Qué es lo que se
destaca entonces como específicamente histérico? Justamente en este
punto de pasaje de la neurosis al carácter es donde la histeria parece des­
vanecerse, difuminarse y es cada vez más difícil definirla. Cuando se
trataba de la gran histeria de la época de Charcot el diagnóstico semioló-
gico y nosológico no ofrecía problemas. Este desdibujamiento se acre­
cienta aún más cuando la histérica se transforma en fóbica, pues la dis­
tinción entre histeria de angustia e histeria de conversión planteada por
Freud quedaría anulada, al destacarse la fobia sexual como la forma tí­
pica de la histeria actual. Se sostiene que «cuando parece haberse alcan­
zado formalmente la madurez sexual mediante el matrimonio, vemos
aparecer la evitación de la sexualidad genital bajo los diferentes disfra­
ces del “ conflicto matrimonial” , que en realidad suelen ser mecanismos
fóbicos» (Namnum, 1974).

El planteamiento kleiniano desgenitaliza la histeria al sostener el ca­


rácter oral de los conflictos subyacentes. Las angustias paranoides y de­
presivas en relación a la madre pasan a considerarse como el factor cen­
tral, y el cuadro, a ser una organización defensiva superficial de un tras­
torno más profundo de naturaleza psicótica. Pero lo que llama la aten­
ción en relación a esta última tesis es que la introducción del concepto
de regresión severa, o al menos de posible descompensación psicótica
como un «siempre presente» en la histeria por parte de los kleinianos
(Rosenfeld, 1974), no contribuyó mayormente el encuadramiento noso­
lógico de la psicosis histérica. Quizá por esta razón, otros autores se
oponen a este planteamiento de generalización de la psicosis en la histe­
ria, y sostienen que si se produce la descompensación es porque desde
el comienzo «existió algo que no era solamente histeria» (Namnum,
1974). Green (1974) también subraya el carácter defensivo de la histeria,
pero contra un núcleo depresivo, todo el despliegue histriónico y exhibi­
cionista estaría al servicio de balancear una autoestima estruendosamen­
te disminuida. Aunque no lo especifica, parece referirse a una depresión
de corte narcisista.

Con respecto al núcleo fuerte del concepto, el carácter específico del


conflicto edípico en juego, Freud lanzó la primera piedra al sostener que
el fracaso del tratamiento de Dora descansaba en no haber tenido en
cuenta el factor homosexual. A partir de la sospecha freudiana, algunos
autores han apoyado la tesis de la doble orientación del deseo sexual en
la histeria (Lacan, 1956-57; Krohn y Krohn, 1982; Kohon, 1984). En es­
te oscilar entre el padre y la madre sin poder decidirse a localizar el obje­
to de su deseo se fundaría su presunta bisexualidad. Pero ¿es que la clí­
nica muestra una prevalencia del Edipo invertido, la madre en tanto ob­
jeto sexual, o la madre se recorta como el modelo de una feminidad
fuertemente rechazada, de la cual la histérica huye y busca desesperada­
mente modelos de valorización que obligadamente la masculinizan? ¿O,
por el contrario, el cuerpo de la madre es escudriñado para saber sobre
aquello que las unifica en tanto género femenino? ¿Se puede hablar de
bisexualidad porque rechace o compita con el hombre? En realidad la
histérica ni desea ser hombre —no es una transexual encubierta— ni se
homosexualiza, rivaliza, castra al hombre no accediendo a su deseo, pe­
ro la naturaleza de su deseo siempre se mantiene heterosexual al igual
que su identidad, que no se aleja del dominio de la feminidad.

Este impasse pareció resuelto con las ideas kleinianas sobre el Edipo
temprano y la fijación oral, que parecían poder explicar el desplaza­
miento de la importancia del conflicto con el padre a la madre. Pero,
¿cómo entender con precisión la naturaleza de un Edipo oral? Laplan-
che arriesga una aproximación, «nos encontramos en el nivel oral, en
la época de los cuidados maternales de la estimulación sexual excesiva,
la seducción, la pasividad y la irrupción de la fantasía de la escena pri­
maria, a través de estas experiencias sexuales infantiles, he aquí el nú­
cleo de la histeria» (1974). Uno se pregunta, ¿no caben la totalidad de
los niños en esta supuesta matriz patógena causante de la histeria?

Lacan, por su parte, unlversaliza la histeria de tal modo, que ésta


se constituye en el ejemplar paradigmático de las formulaciones más ge­
nerales de la teoría: el deseo jamás puede alcanzar su satisfacción, está
condenado a ser deseo de un deseo, y la histérica no haría sino sostener
a través de esta manifestación el aspecto central de todo hombre, su
condición de sujeto escindido por el lenguaje y, por tanto, incapaz de
ser colmado, incapaz de cualquier integración. Todos los síntomas de
la histérica se pueden reducir a la alienación de su deseo, y a lo que La­
can llama la carencia fálica del padre. Carencia fálica del hombre, que
la histérica —más allá de toda intencionalidad— , inevitablemente, pon­
drá de manifiesto al solicitarle que responda a su pregunta, ¿quién soy?,
y si éste intenta solucionar el enigma no hará más que descubrir su «no
saber», su propia condición de castrado. En esta peculiaridad de la de­
manda de la histérica sobre su subjetividad, encontraría fundamento la
explicación de su fisonomía siempre elusiva, siempre variando en el
transcurso del tiempo, ya que según este enfoque, el hombre siempre ha
intentado saber sobre ella y de este modo se ha prestado a dotarla de
sucesivas máscaras: la hechicera, la santa, la enferma. Pero esta trampa
que la histérica le tiende al analista, y que él debe saber sortear, es consi­
derada por Lacan y su escuela, como el prototipo de la situación analíti­
ca, y de ella surge uno de los principios rectores de su técnica: no acce­
der a la demanda, no obturar con un supuesto saber por parte del analis­
ta el deseo del paciente, única vía que permitiría situar al sujeto del in­
consciente. Ahora bien, ante estas formulaciones, la categoría de histe­
ria que Lacan crea: el discurso histérico ¿no es un concepto nuevo, dis­
tinto a la histeria de la psicopatología? ¿Si todo sujeto, como ser parlan­
te, es un histérico, qué se le añade a la histérica para que el ejemplo se
transforme en paradigma y, sobre todo, cómo interviene su condición
de mujer para otorgarle especificidad a lo que se sostiene como una pro­
blemática universal?

Los argumentos sustentados ante los distintos impasses que se pre­


sentan en torno a la histeria pueden resumirse así: 1) La gran neurosis,
plena de ataques y síntomas conversivos, es decir, la forma histérica epi­
léptica desaparece —como han desaparecido a lo largo de la historia las
formas demoníaca y la hipocondríaca—, dejando lugar a una vaga e im­
precisa evitación de la sexualidad. 2) El mecanismo de conversión como
rasgo fundamental del modelo sólo es mantenido por algunos autores
(Laplanche, 1974), mientras que la mayoría lo descartan (Easer y Les-
ser, 1965; Zetzel, 1968, y Krohn, 1978) o sostienen como Green (1974)
la necesidad de sustituir la conversión por la disociación como eje de la
categoría nosológica. 3) El descubrimiento freudiano de la importancia
en la histeria de la relación con la madre —por otra parte escasamente
integrada a su teorización sobre la psicopatología de este cuadro— ha
dado lugar en los sucesivos intentos de comprensión a una difusión de
su marco de referencia inicial, primero de la neurosis a la psicosis, luego
como modelo universal de la estructuración del deseo humano, por lo
que es casi comprensible que se llegue a preconizar que «más vale elimi­
nar la categoría de histeria» (James, 1974).

Una reflexión sobre esta síntesis pone de relieve una doble insufi­
ciencia. En primer lugar, resalta la sobreinclusión, la generalidad de los
análisis que en lugar de contribuir a una mayor precisión, a una delimi­
tación más rigurosa de las fronteras de la histeria en tanto configuración
psicopatológica, a una comprensión de sus formas de articulación con
otras estructuras o cuadros psiquiátricos,, nos conduce a un caos nosoló-
gico, a una vaguedad semiológica y, lo que es quizá la consecuencia más
lamentable, a una inespecificidad terapéutica. Por otro lado, estas des­
cripciones sobreabarcativas se corresponden con explicaciones que se
caracterizan por una tendencia reductora «todos los síntomas tienden al
discurso histérico» (Wajeman, 1982). ¿Es que puede mantenerse una ex­
plicación unitaria para entidades tan diferentes como una personalidad
infantil e impulsiva, un carácter histérico marcado por la represión, sín­
tomas conversivos en una paranoia y el carácter fálico-narcisista? ¿Esta
fisonomía tan polifacética no nos estará sugiriendo una heteronomía de
condiciones subyacentes, más que una unidad? El pluralismo ha sido se­
ñalado y es así que se habla de «Las Histerias» (Sauri, 1975), sin embar­
go, pareciera que con el plural del sustantivo sólo se está apuntando el
hecho de que existen varias explicaciones dinámicas para dar cuenta de
su psicopatología o, en otro plano, al cambio frecuente de fisonomía
—las distintas caras de la histeria a lo largo del tiempo— , y no a una
diversidad de cuadros, que, si bien comparten un núcleo común, tienen
autonomía suficiente para distinguirse claramente entre sí.

Recapitulando, el recorrido por la literatura sobre la histeria nos


permite delinear tres dimensiones sobre las que es posible encarar un
trabajo de revisión y replanteamiento. En primer lugar, desde el punto
de vista semiológico, el papel de la conversión en el diagnóstico de histe­
ria. Se impone el reconocimiento de la no necesariedad del vínculo entre
síntoma conversivo e histeria, ya que el primero admite variadas conste­
laciones dinámicas subyacentes. Trataremos de dar cuenta del síntoma
conversivo como una categoría aislable, que puede, por un lado, acom­
pañar o no a una neurosis histérica y, por el otro, formar parte de la
constelación sintomal de cualquier cuadro psicopatológico. Es preciso
distinguir entre personalidad o carácter y estructura psicopatológica, la
personalidad a pesar de que la podamos denomina^, por ejemplo, histé­
rica por la predominancia de cierta configuración psicopatológica, es
una entidad compleja en la cual se hallan presentes otras estructuras o
mecanismos además de los dominantes. Las estructuras psicopatológw
cas o unidades de organización, en cambio, son cada una de ellas defini­
das en torno a ciertos parámetros, y, por tanto, están desde el punto de
vista metodológico en una relación de oposición unas con respecto a las
otras. El mecanismo de conversión sería un claro ejemplo de lo que pro­
ponemos entender como una organización mínima, que admite una de­
finición que lo delimita y diferencia de otros mecanismos, y simultánea­
mente se halla presente en múltiples combinaciones con otras unidades,

En segundo término, las investigaciones en otros dominios de la psi-


copatología nos permiten actualmente precisar con mayor rigor la cate­
goría nosológica de histeria, separando de su seno cuadros como las per­
sonalidades borderline que durante mucho tiempo han sido considera­
das como histerias graves o psicosis histéricas. Junto a este proceso de
verdadera limpieza conceptual, simultáneamente surge la necesidad de
reconocer otras configuraciones emparentadas, la personalidad infantil
o dependiente y el carácter fálico-narcisista como pertenecientes a la se­
rie histérica. De manera que, por un lado, se eliminan algunas catego­
rías y, por otro, se incorporan como pertinentes otras ya descriptas en
la literatura, pero no consideradas histéricas hasta el momento. Se trata
de un reagrupamiento en torno a una estructura psicopatológica común,
la problemática narcisista del género, pero que en la combinatoria con
otras estructuras da como resultado una pluralidad de configuraciones:
las distintas personalidades. De este modo entendemos el pluralismo
presente en la histeria.

En tercer lugar, abordaremos la relación entre histeria y género fe­


menino. No hay ninguna duda de la prevalencia de la histeria en la mu­
jer, y tai afirmación se funda no sólo en las impresiones de gran parte
de los que se han dedicado a su estudio —Freud en primer lugar— que
ha conducido a que se constituya en la única «neurosis sexuada» —his­
teria femenina y masculina— , sino que actualmente existen datos esta­
dísticos que así lo demuestran (DSM-III).

A partir de la obra freudiana es un postulado psicoanalítico que el


desarrollo psicosexual es más complejo en la mujer, quien debe sortear
un mayor número de obstáculos que el hombre, y al decir de Perrier «to­
da madurez libidinal debe pasar por los modos histéricos de madura­
ción» (1974). ¿Es entonces la histeria si no el destino obligado de la mu­
jer, al menos un paso necesario de'su evolución o,,en cambio, una posi­
ción, una forma de organización específica que se actualiza, moviliza o
pasa al estado latente según las condiciones de la experiencia? Coincidi­
mos con quienes han venido sosteniendo una articulación entre femini­
dad e histeria (Freud, 1926; Lacan, 1958; Rosolato, 1964; Perrier, 1974;
Fendrick, 1976; Chodoff, 1982), pero diferimos en el sincretismo con
que se ha concebido la feminidad, al hacerla sinónimo de heterosexuali­
dad, de deseo sexual, de sexualidad femenina. Creemos que la incorpo­
ración del concepto de género, y las consecuencias que conlleva para la
teorización sobre la histeria, permiten comprender más cabalmente su
problemática. El carácter estructural e intrínsecamente conflictual de la
feminidad en nuestra cultura se demuestra y tiene su máxima expresión
en la histeria, que se constituye en uno de los síntomas que lo pone en
evidencia. La feminidad no es una configuración fácilmente delineable,
o paradójicamente puede serlo hasta el estereotipo; cada mujer elabora
a lo largo de su existencia su propio Ideal del Yo femenino más o menos
adaptado, más o menos en oposición al deseo de sus padres, a las expec­
tativas de los microgrupos en los que se halla inserta, a las convenciones
de la sociedad en que vive. Pero si tratamos de conocer y definir qué
es una mujer para los padres de dicha muchacha, o cuáles son los mode­
los aportados o exigidos por el microgrupo al cual pertence, o los patro­
nes vigentes en su medio, hallaremos una constante oposición tanto en­
tre feminidad y valorización narcisista como entre sexualidad femenina
y narcisismo. Las variantes de la histeria —la personalidad infantil-
dependiente, la personalidad histérica y el carácter fálico-narcisista—
constituyen una serie psicopatológica, cuyo eje lo constituye el grado de
aceptación o /rechazo de los estereotipos sobre los roles del género
vigentes en nuestra cultura. Pero en cada uno de estos cuadros podre­
mos reconocer una estructura genérica de toda mujer: el profundo con­
flicto narcisista que la relación deseo-placer le provoca.

Delimitadas así las tres dimensiones que organizarán nuestro replan­


teamiento entraremos en el análisis detallado de cada una de ellas.
CAPITULO IX

CONVERSION

¿CARACTER M AXIM O DEL MODELO?

La presencia de síntomas conversivos es para algunos el rasgo funda­


mental y lo que permite trazar la demarcación entre histeria de angustia
e histeria de conversión. Sin embargo, el hecho de que existan personali­
dades histéricas bien delimitadas u otros cuadros de la serie histérica,
como el carácter fálico-narcisista, que raramente presentan un síntoma
de conversión, arroja dudas sobre su valor patognomónico y la corres­
pondencia entre histeria y conversión. En ausencia de conversión, la
matriz generadora, ese núcleo de represión, de triangularidad edípica no
obstante, debería hallarse presente. ¿Entonces es la conversión el expo­
nente paradigmático de una estructura subyacente, o puede considerarse
irrelevante ya que la matriz existe sin su presencia? ¿Será legítimo inte­
rrogarse sobre la validez de la situación inversa: un síntoma conversivo
en ausencia del típico patrón subyacente, es decir, producido por con­
flictos diferentes al clásico conflicto edípico? El segundo orden de he­
chos que merece también una explicación, es la presencia de síntomas
conversivos en cuadros bien definidos pero distintos de la histeria, como
en la esquizofrenia, la neurosis obsesiva o la paranoia. ¿Su presencia se­
ría testimonio de una microestructura triangular de escenificación del
deseo, un indicador de ansiedad de castración, y debemos pensar en una
neurosis mixta o en un núcleo histérico como lo sugiere Laplanche
(1967)?

Ahora bien, las dudas no se centran sólo en la relación obligada en­


tre histeria y conversión, sino que se hacen extensivas al concepto mis­
mo de conversión, ya que el enlace mente-cuerpo se halla lejos de estar
dilucidado. Sabemos, a partir de Freud, de la eficacia simbólica para
movilizar mecanismos cerebrales que ponen en marcha procesos somáti-
eos, pero de este proceso sólo conocemos el eslabón inicial y el terminal.
La idea central es la trasmutación, el cambio de estado, algo psíquicq
se c o n v ie r t e e n algo físico, corporal. La tesis más radical fue la concep-j
C ió n económica freudiana —actualmente abandonada—, la libido en
tanto energía psíquica se transformaba, se convertía en inervación so­
m á t i c a . Pero simultáneamente a la económica, Freud sostuvo la concep^
ción simbólica de la c o n v e r s i ó n , que es la que se ha mantenido y ha reci-»
bido el e m p u j e de la teoría de la supremacía del significante en Lacan;
el síntoma somático es la expresión simbólica, debidamente disfrazada
por los mecanismos de condensación y desplazamiento de ideas reprimid
das. Esta particularidad —la de guardar una relación simbólica precisa
con la historia del sujeto— es la q u e distinguiría la conversión de otros
procesos de f o r m a c i ó n de síntomas, en los cuales también existe vincula^
ción de lo psíquico con lo somático, como en las enfermedades llamadas
psicosomáticas, entidades que se presentan como más herméticas al in->
tentó de aislar una fantasmática específica y determinante.

Pero volviendo al mecanismo de conversión, ¿podemos seguir soste­


niendo que se trata siempre de una fantasía inconsciente particular que
mantiene con el síntoma un enlace simbólico? En ese caso, ¿qué tipo de
simbolización se hallaría en juego? ¿Estamos permanentemente en pre­
sencia de un deseo sexual, como en la tos de Dora que supuestamente
expresaba un deseo de «felatio», o puede ser considerada en una acep­
ción más amplia, como una alteración psicógena de la función de alguna
parte del cuerpo, entendiendo por alteración psicógena la que se produ­
ce por cualquier tipo de motivo, no sólo el sexual? ¿Puede entonces la
conversión entenderse como un mecanismo elemental de la psique hu
mana, capaz de ser puesto en marcha por múltiples fantasmáticas?

Las dificultades para situar la conversión, desde el punto de vista se-


miológico y nosográfico, son ampliamente compartidas por la comuni­
dad psicológica en general, y quizá sufridas en forma aún más aguda
por los profesionales que trabajan con niños (Robins y O ’Neal, 1953;
Proctor, 1958; Hinman, 1958). Por su parte, Rock (1971), en un estudio
de diez casos de histeria de conversión, propuso el siguiente criterio para
la elaboración del diagnóstico diferencial: 1) síntoma somático bien de­
finido (motriz o sensorial) sin base anatómica ni fisiológica demostrada;
2) comienzo o exacerbación ante sucesos emocionales significativos; 3)
examen psiquiátrico que demuestre su filiación psicológica y su base in­
consciente. lan Goodyear (1981), aplicando estos criterios sobre tres mil
niños con síntomas somáticos, encontró sólo quince casos de histeria in­
fantil,rnueve niñas y seis varones, de edades promedio alrededor de doce
años. Los síntomas más comunes eran trastornos en la marcha y en los
miembros inferiores, acompañados algunas veces de dolores y pareste­
sias. Un 80 por 100 presentaba antecedentes psiquiátricos diversos: esta­
dos de ansiedad, enuresis, trastornos de conducta, depresión, fobias es­
colares. En alrededor del 30 por 100 se hallaba una historia médica ante­
rior, y la aparición del síntoma era en todos ellos rápida, en horas o po­
cos días. Pero lo más interesante a destacar es que el diagnóstico de per­
sonalidad mostraba un espectro sumamente amplio, en el que los rasgos
característicos de la personalidad demostrativa, exhibicionista o histrió-
nica estaban prácticamente ausentes, salvo en tres casos. Por el contra­
rio, la mayoría de los niños eran definidos por un perfil que giraba alre­
dedor de marcada ansiedad, déficit en las relaciones interpersonales, re­
tracción, inseguridad, baja autoestima y aislamiento.

Un caso particularmente estudiado fue el de una niña de'nueve años,


con una pérdida parcial de la visión en ambos ojos, que se quejaba de
«ver borroso». El examen psicológico mostró baja autoestima, tenden­
cia al aislamiento y búsqueda de relaciones con adultos. Su madre sufría
depresiones frecuentes, y su padre era un alcohólico moderado. Se ob­
servó que el síntoma hacía su aparición después que el padre dejaba la
casa como consecuencia de alguna disputa matrimonial. Una investiga­
ción más cuidadosa, permitió establecer el hecho a partir del cual el sín­
toma se había desencadenado: después de una visita de la niña a la casa
de ana tía que sufría de problemas de visión, afección que provocaba
una sobreatención por parte de sus familiares.

Estos datos sumados a otros provenientes del campo psicoanalítico


y psiquiátrico, que, aunque desafortunadamente no están provistos de
estadísticas, sin embargo se hallan basados en las observaciones de bue­
nos y experimentados clínicos, demuestran la escasa evidencia para
mantener la correspondencia entre síntoma conversivo y personalidad
histérica (Chodoff y Lyons, 1958; Guze, 1967; Stephens y Kamp, 1962;
Krohn, 1978). Lo que recalca el estudio de Goodyear es la participación
de la identificación con la tía en la producción del síntoma de conver­
sión. Un síntoma de conversión establecido vía identificación es lo que
Freud describió como identificación histérica, o también contagio histé­
rico. Se trata de una identificación parcial a un elemento puntual del
otro, que se articula precisamente por la similitud del deseo en juego.
Goodyear concluye que los niños parecen ser capaces de «aprender» que
una incapacidad física es un medio poderosísimo para encarar un sufri­
miento psicológico que se halla más allá de su control. En la generalidad
de los casos el niño es consciente del problema familiar, en cambio parei
ciera que el sufrimiento del niño es ignorado o mal entendido por la fa­
milia, sumergida en otras prioridades emocionales. En este sentido el
desarrollo de síntomas físicos se demuestra como un recurso eficaz para
contener y controlar dificultades interpersonales.

¿Estamos ante diferentes lenguajes —el aprendizaje postulado por


Goodyear y la identificación psicoanalítica— para describir un mismo
fenómeno, o se trata de dos hechos de distinta naturaleza? ¿Es lo mismo
la identificación histérica que el aprendizaje de una técnica de control
interpersonal? El punto en cuestión es el siguiente: cuando pensamos
que la niña se halla identificada a la tía, ¿esta identificación es a un mis»
mo deseo sexual, a una misma posición dentro de una estructura relación
nal o a una técnica interpersonal? ¿Podríamos aventurar que la simili­
tud de deseos o de fantasías inconscientes entreveía y sobrina se articula*
ría en un discurso fantasmático compartido, del tipo «no quiero ver a
mis padres peleando, ya que yo deseé separarlos, me siento culpable de
mis deseos incestuosos hacia papá», es decir, el síntoma como expresión
del conflicto edípico? O, más bien, considerar que la identificación es
a una determinada técnica de control sobre el semejante, ya que la tía
a través de su dolencia obtenía no sólo el cuidado sino la presencia peí^
manente de esposo y familiares. En este caso la identificación y el apren­
dizaje parecen recubrirse, ya que se trataría de una identificación a lo
que conocemos como el beneficio secundario del síntoma, que no es
otra cosa que un procedimiento yoico, y en el proceso de equiparación
de un Yo a otro, se incorpora un rasgo, independientemente de la fan­
tasmática que puede haber determinado su aparición en la tía.

No es casual que en la literatura psiquiátrica y psicológica no analíti­


ca abunden los trabajos que reconocen la importancia de la imitación
y la identificación en el proceso de formación de síntomas (Proctor,
1958; Gold, 1965; Raskin, 1966; Stevens, 1969; Caplan, 1970). Chodoff
(1974) considera que es a través de este mecanismo como en términos
psicológicos puede hablarse de experiencias de aprendizaje intensivo
(Leybourne y Churchill, 1972). Estos planteamientos se aproximan a los
nuestros (Dio Bleichmar, 1981) en la relevanciá otorgada al papel de la
identificación en la producción sintomal, no sólo en la línea freudiana
de la identificación histérica —identificación puntual y transitoria a un
rasgo—, sino a partir de la identificación primaria y masiva a los obje­
tos de amor de la primera infancia. Lo notable es que en el propio cam­
po psicoanalítico no se le haya otorgado al concepto freudiano de iden­
tificación primaria todo el valor que merece, tanto en la estructuración
de la psique normal como en la formación de rasgos de carácter y sínto­
mas patológicos. Después de la importancia cobrada por las relaciones
de objeto tempranas en la organización del psiquismo, la identificación
primaria ha quedado relegada y confundida con el mítico momento
puntual del origen del psiquismo.

Se ha malinterpretado la definición freudiana «esta identificación


no parece constituir el resultado o desenlace de una carga de objeto,
pues es directa e inmediata y anterior a toda carga de objeto» (St. Ed.
Vol. X IX , pág. 31), la formulación «anterior a toda carga de objeto»
tomándola en su literalidad descontextualizada, y no en el significado
que tenía para Freud. Freud se refería a la carga sekual del objeto edí-
pico y no a cualquier carga de objeto, lo que aclará explícitamente
cuando hablando de la diferencia entre «identificación con el padre y
la elección del padre como objeto» agrega: «El primer tipo de vínculo
es por tanto ya posible antes de que cualquier elección de objeto sexual
haya sido hecha» (St. Ed. Vol. XVIII, pág. 106. Subrayado nuestro).
Como ya hemos desarrollado en otro lugar (Dio Bleichmar, 1981), en
la oposición identificación primaria-identificación secundaria la barra
divisoria pasa por la pérdida de objeto (pérdida que no significa des-
aparación del objeto, sino una modificación de su inscripción psíquica)
que acontece, como consecuencia del complejo de castración y los con­
flictos edípicos. Al renunciar el niño al objeto incestuoso, y por tanto
perderlo en tanto objeto libidinal, lo recupera identificándose a él,
transformando su Yo a imagen y semejanza del objeto. En esto consiste
básicamente lo central del concepto de identificación secundaria, es
decir, secundaria a una pérdida. El modelo de la identificación melancó­
lica o narcisística también se rige por esta ley, ya que la imago del objeto
se instala en el Yo como consecuencia de su pérdida. Si en algo se distin­
gue entonces la identificación primaria es que no es secundaria a una
pérdida de objeto, sino que coexisten la carga de objeto y la identifica­
ción. Freud no habla de su presencia sólo en los orígenes o en las épocas
más tempranas del psiquismo, sino que la hace responsable de la estruc­
tura de la relación de objeto durante la prehistoria del Complejo de Edi-
po, es decir, durante la etapa preedípica. Período durante el cual consi­
deraba que el padre y la madre son valorados en forma indistinta por
el niño/a ya que se ignora 1^ diferencia de sexos y sus consecuencias psí­
quicas, por tanto anterior a la renuncia y consecutiva «pérdida» del
objeto.
A su vez, esta simultaneidad entre la relación de objeto y la identifü
cación queda incluida como característica central en la noción misma de
la identificación que propone Lacan, mostrando con todo rigor no sólo
la inevitabilidad de este tipo de organización de la psique humana, sino
la permanente vigencia del fenómeno en el campo de las relaciones nar-
cisísticas.

Pero la introducción de la temática del beneficio secundario nos con­


duce a revisar otro punto, y es el de la especificidad sexual edípica de
la fantasmática en juego. El enfoque kleiniano destierra toda exclusivü
dad fálica del conflicto en cuestión, al enfatizar la importancia de la
compleja y ambivalente relación con la madre en los casos de histeria^
Si bien este conflicto también formaría parte del circuito edípico, ya que
se trata de una triangularización temprana, Jo que predomina es la pro*
blemática persecutoria más que la sexual. Rangell (1959), tributario de
una línea teórica diferente, también sostiene que la conversión puede ex­
presar fantasías agresivas canibalísticas, como en el esquizofrénico. De
cualquier modo, aunque asistamos a una ampliación de la fantasmátic&
subyacente, el síntoma sigue respondiendo a los principios que lo defi*
nen como un «beneficio primario»: 1) se constituye en base al fantasmal
2) a través del síntoma mismo se obtiene una satisfacción libidinal. ¿Pe<
ro podríamos sostener con la misma coherencia, la presencia de conflicü
tos y fantasmas de orden narcisista en el punto de partida de un síntoma
conversivo? Por ejemplo: un prestigioso profesional acude a un congre%
so a presentar los resultados de sus investigaciones, y considera que será
muy atacado por el auditorio y sus colegas, por el carácter innovado!
de sus ideas que comprometen las teorías de muchos de los presentes.
El día de la presentación amanece afónico, no pudiéndose rastrear en
sus motivos más que una intensa persecusión y temor a perder posicio*
nes, conflictos todos de corte fuertemente narcisista.

Laplanche (1967) sostiene que es justamente el punto de vista tópico


el que permite dilucidar las fronteras siempre difusas entre beneficio pri­
mario y secundario, quedando este último claramente limitado a los ca­
sos en que las ventajas obtenidas sean del orden-narcisista o ligadas a
la autoconservación. Ahora bien, nuestro interrogante es el siguiente:
¿una motivación narcisista es siempre secundaria, extrínseca, posterior)
a otra de carácter sexual o agresivo, o puede tener autonomía y conce­
birse como motivo suficiente para desencadenar una conversión? Esta
parece ser la posición adoptada por el comité encargado por la Asocia­
ción Psiquiátrica Americana para la elaboración del Manual Diagnóstn
co y Estadístico de los Trastornos Mentales (DSM-III), al establecer al
beneficio secundario como uno de los dos motivos posibles en la pro­
ducción de un síntoma conversivo. Se considera que la evitación de un
peligro o el control de una relación interpersonal son factores causa­
les suficientes, desvinculándolos de su carácter de efecto del benefi­
cio primario. La pertinencia del mecanismo de manipulación para la
explicación del síntoma conversivo, como una técnica de control inter­
personal, se pone de manifiesto en la frecuencia con que en la infancia
es posible determinar el beneficio secundario y no el primario en la sin-
tomatología histérica. En el caso Dora, Freud registra este hecho en la
infancia:

«Los motivos de la enfermedad empiezan a actuar muchas veces


ya en la infancia. L a niña, ansiosa de cariño y que sólo a disgusto
comparte con sus hermanos la ternura de sus padres, observa que esta
ternura se prodiga exclusivamente sobre ella cuando está enferma.
Descubre así un medio de provocar el cariño de sus padres y se servirá
de él en cuanto disponga del material psíquico necesario para producir
una enfermedad.» (St. E d. Vol. V II, pág. 44).

¿Es necesario concebir una fantasía adicional que esté enlazada es­
pecíficamente con la enfermedad en juego, o basta haber sufrido alguna
cualquiera, o haber visto u oído de los beneficios de estar enfermo, para
que la conversión se instale, sin que entre el deseo de acaparar a los pa­
dres y la enfermedad específica intervenga ninguna asociación simbóli­
ca? En favor de esta posición es que se pronuncia el comité asesor de
la Sociedad de Psiquiatría Americana, que pareciera resolver la proble­
mática que se le presentó a Freud predominantemente con la histeria:
la coexistencia de mecanismos intrasubjetivos e interpersonales en el se­
no mismo de un síntoma psíquico. En la nota añadida en 1923 al estudio
del caso Dora, Freud distingue en el «beneficio primario» mismo dos
partes: la parte interna, que consistiría en la reducción del esfuerzo psí­
quico —«fuga hacia la enfermedad»— que procura el síntoma al con­
flicto, y la parte externa, que estaría ligada a las modificaciones que el
síntoma aporta en las relaciones interpersonales del sujeto (St. Ed. Vol.
VII, pág. 43). Como bien señala Laplanche (1967), entonces la frontera
que separa «la parte externa del beneficio primario» y el beneficio se­
cundario resulta difícil de trazar.

Pero no sólo en el sentido de una predominancia o de una autono­


mía del beneficio secundario es donde debemos señalar la presencia de
conflictos narcisistas en la producción de síntomas conversivos, también
en las descripciones freudianas de síntomas conversivos por simboliza­
ción (en la época que distinguía dos mecanismos posibles para explicar
la conversión por simbolización y simultaneidad, lo que hoy denomina­
ríamos por metaforización y contigüidad temporal), hallamos sus ras­
tros. ¿Es forzar mucho los argumentos considerar el temor a «no entrar
con buen pie entre los demás huéspedes del sanatorio», como una pro­
blemática de orden narcisista? (St. Ed. Vol. II, pág. 179). Hugo Bleich-
mar (1981) mostró, como un juicio surgido en el área de las representa^
ciones narcisistas, por ejemplo, una fórmula devaluadora de la autoestin
ma como «no valgo nada», por medio de la operativa de las creencias
del inconsciente, se traslada a las representaciones del área del cuerpo
creando una idea hipocondríaca del tipo «tengo cáncer». De la misma
manera pensamos que representaciones narcisistas pueden constituirse
en punto de partida de un otro tipo de trasposición, el de la conver­
sión.

De manera que es posible concebir varios mecanismos de producción


de un síntoma conversivo: a) por simbolización, es decir, por la pura
combinatoria de las representaciones, en que una parte del cuerpo ex­
presa a través de la alteración de la función, un pensamiento reprimido)
y simultáneamente la defensa —«vomito porque me da asco la sexuali­
dad», «no veo nada, no me entero de mis deseos incestuosos», «no pue­
do moverme, me inmovilizo y no soy culpable»— , simbolización que,
por otra parte, admite múltiples fantasmáticas: sexual, agresiva, narci­
sista. b) Por identificación al otro, conversión en la cual el síntoma se
emplea para lograr una equiparación de ser a ser, pues si comparte el
rasgo supone que se le asemeja en totalidad. El síntoma conversivo del
otro es un atributo más, una característica como cualquier otra que se
elige para la semejanza, c) Por identificación a un recurso del otro, al
beneficio secundario que obtiene a través del síntoma, d) Por exclusivó
beneficio secundario, por el aprendizaje a partir de una enfermedad o
dolencia previa, de los efectos interpersonales que provoca. La idea de
la «complacencia somática» como generadora de síntomas conversivos
pero desvinculada de toda otra significación que no sea el control del
objeto.

La diferencia entre b) y c), es decir, los dos tipos de identificación,


está basada en la lógica de las dos clases de discurso: la del Yo Ideal y
la del Ideal del Yo (Bleichmar, H., 1981). En el primer caso, la identifi­
cación al otro se halla dirigida por el deseo de moldear el propio Yo a
imagen y semejanza del otro, quien se sitúa como un Yo Ideal. El sínto­
ma conversivo no vale de por sí, sino sólo como un atributo del otro que
a partir de su posesión —por la ley de parte por el todo— ásegura la
equiparación de la identidad total. En el segundo caso, el recurso, el ras­
go, admite un reparo, una discriminación como tal, no asegura la identi­
dad, sino que si el sujeto lo elige como atributo a poseer espera usufruc­
tuarlo de igual forma.

Ahora bien, si se elimina la imprescindibilidad del fantasma como


condición única de producción del síntoma conversivo, la demarcación
entre enfermedad psicosomática y conversión, pareciera desdibujarse,
especialmente para los síntomas que implican objetivamente algún gra­
do de alteración orgánica, aunque dicha alteración pueda ser considera­
da de carácter funcional y pasajera, como la afonía y la tos espasmódi-
ca. Esta situación es contemplada en la DSM-III al introducir la catego­
ría Trastornos somatoformes para designar los síntomas psíquicos que
sugieren desórdenes físicos (de ahí, lo de somatoforme) sin base anató­
mica ni fisiológica demostrable, con una fuerte presunción de estar rela­
cionados con factores o conflictos psicológicos, pero por'fuera del con­
trol voluntario del sujeto. Los trastornos pueden comprometer cual­
quier aparato, y cuando las quejas se refieren al sistema neurológico es
entonces que se denominan síntomas conversivos. Es decir, que la
conversión queda reducida a una subclase de los trastornos somatofor­
mes, cuando éstos son de carácter seudoneurológico —dificultad para
tragar, afonía, sordera, visión borrosa o visión doble, desmayos o pér­
dida de conciencia, pérdida de memoria, convulsiones, trastornos en la
marcha, debilidad o parálisis muscular, retención urinaria o dificultad
para la micción— , y el carácter conversivo no supone la necesidad de
una fantasmática específica subyacente. Por otra parte, el síntoma con­
versivo es presentado en forma independiente de los distintos cuadros
de histeria que la clasificación contempla. A su vez, al describir la histe­
ria de conversión, se aclara que el mecanismo productor puede ser tanto
el beneficio primario, o sea, una fantasía específica, o el beneficio se­
cundario en forma independiente y exclusiva.

Por otra parte, el clivaje en el territorio afectado por una u otra con­
dición —por un lado, motricidad, órganos de los sentidos para la con­
versión y, por el otro, el sistema nervioso autónomo, órganos más pro­
fundos, para la enfermedad psicosomática— pone de relieve el rol juga­
do por la anatomía y la fisiología imaginaria en el proceso de conver­
sión. La marcha, la palabra, la visión, se D u e jd e n articular en una gra­
mática fantasmal más fácilmente que el hígado o el riñón, y quedar
afectados o constituirse en el eje de una actividad narcisista —la gargan­
ta para el barítono— y por tanto sometida a los avatares del éxito o del
fracaso. Por ello la conversión se halla más cerca que las enfermedades
psicosomáticas de ser expresión de contenidos representacionales, de ex­
presar deseos y temores. La enfermedad psicosomática, en cambio, se
localiza en un órgano, no porque exista alguna relación entre el tipo de
conflicto —su temática— y la zona enferma, sino porque ésta ofrece un
punto de menor resistencia para que la tensión del conflicto provoque
inespecíficamente alguna alteración.

La conversión es un mecanismo de vinculación entre dos conjuntos


de representaciones, por un lado las que establecen la anatomía y la f i­
siología del cuerpo, y por otro, aquellas que escenifican al sujeto en los
temas de la agresividad, del narcisismo, de la sexualidad, de las relacio­
nes interpersonales. Dos conjuntos de representaciones diferentes, aun­
que con un tipo de articulación muy particular: en las representaciones
de la agresividad, de la sexualidad, del narcisismo, la representación del
cuerpo anatómico está incluida, pero sólo como un elemento más que
compone el montaje de la escena. Aunque se trata del cuerpo, éste apa­
rece gozando, golpeado o siendo valorado. De este modo, las represen­
taciones del cuerpo anatómico son una subclase comprendida e incluida
en el complejo representativo de la sexualidad, la agresividad y/o el nar­
cisismo, razón precisamente por la cual estas últimas pueden en su gra­
mática actuar sobre aquéllas. Porque en el nivel psíquico son las mismas
representaciones las que dibujan al cuerpo anatómico cuando éste es
parte de la intersubjetividad, es por lo que se puede producir el mecanis­
mo denominado conversión. En rigor no existe ninguna conversión aún-
que metafóricamente resulte legítimo conservar esta denominación, no
hay ningún cambio de estado, de psíquico a físico. Todo transcurre en
el plano de las representaciones, más aún, porque como acabamos de
ver el abrazo en tanto representación anatómica está incluido en el pen­
samiento «quiero abrazar a fulano», es que aquél puede paralizarse,
cuando al abrazo se le suma un peligro, una prohibición. Es en la aso­
ciación particular entre la representación del cuerpo y las representacio­
nes que vinculan el cuerpo al otro en lo que radica la propiedad de la
conversión, ya que después, en el segundo tiempo, cuando la representa­
ción del cuerpo alterado pasa a comandar las vías nerviosas y a producir
un efecto en la anatomía o en la fisiología del cuerpo real, ya no hay
nada de específico. ¿Acaso en el automatismo de hablar, las representa­
ciones no van guiando los músculos fonatorios por fuera de la concien­
cia del sujeto, o cuando domina el miedo los músculos que habilitan el
correr pueden ya sea activarse o paralizarse?

Sintetizando:

1. La conversión es entonces un mecanismo complejo caracteriza­


do por una determinada vinculación de cualquier tipo de conflicto y la
representación del cuerpo. El cuerpo siempre se halla incluido ya sea:
á) como escenario del fantasma inconsciente; b) identificado a otro
cuerpo enfermo; lo que admite a su vez dos posibilidades: a la posición
de enfermo, y por tanto cuidado y atendido, o al núcleo conflictivo sub­
yacente; o c) considerándose enfermo, como técnica de control interper­
sonal sin ninguna metaforización en juego.

2. Lo específico del mecanismo no descansaría en una temática


particular, sino en la vinculación de cualquier temática con representa­
ciones corporales, que comprometen a su vez las representaciones de su
funcionamiento.

3. Un síntoma somático, de cualquier etiología, puede ser incorpo­


rado a una trama fantasmal, de hecho iodo sujeto enfermo elabora al
guna teoría imaginaria sobre su enfermedad, pero en este caso el fantas­
ma es un efecto de la dolencia y no su causa.

4. Síntomas conversivos pueden hallarse en cualquier estructura de


personalidad o trastorno psicopatológico. En este caso no es necesario
apelar a denominaciones tales como «núcleo histérico» o «neurosis mix­
ta» para su ubicación semiológica, sino delimitarlo simplemente como
un síntoma conversivo, ya que su filiación a la histeria no es impres­
cindible.

5. El síntoma conversivo es una manifestación frecuente en la his­


teria, pero no es necesaria su presencia para la existencia de la misma.

Pero ¿no es una franca contradicción que no exista una temática


particular, ni tampoco un mecanismo propio de la histeria y simultánea­
mente tanto la temática como el mecanismo aparezcan con mayor fre­
cuencia en este cuadro? Pensamos que es en torno a esta estrecha corre­
lación —que sin embargo no encierra especificidad ni necesariedad—
donde se dividen las opiniones entre los partidarios de la conversión co­
mo modelo máximo del cuadro y los que lo consideren irrelevante. Falsa
opción resultante de la confusión entre especificidad y frecuencia, sin
penetrar en los motivos que determinan esta última. Lo que resalta co­
mo verdaderamente significativo es la frecuencia de síntomas conversi­
vos en el género femenino (la DSM-III los registra en el 1 por 100 de
las mujeres y raramente en el hombre) lo que nos conduce a interrogar­
nos sobre la posibilidad de que, en la nosología, entre conversión e his­
teria se halla deslizado un error. El clínico consideró lo que en realidad
es una correlación estadística, que ambas categorías, histeria y conver­
sión, sostienen por separado con una tercera, el género femenino, como
si fuera una relación de necesariedad entre las primeras. Si conversión
e histeria coinciden es porque ambas aparecen con mayor frecuencia en
la mujer. Existe una facilitación genérica para la amnesia, la ceguera,
la parálisis, los desmayos y los dolores corporales, así como la utiliza­
ción de las representaciones del cuerpo y su funcionamiento, especial­
mente el sexual en la mujer. Esta facilitación de la cónversión en el géne­
ro femenino descansa en el mismo principio que condujo a Freud a pen­
sar Ja «facilitación somática», una experiencia anterior, un dolor real
que luego simplemente es evocado. ¿Acaso no es por su cuerpo por lo
que se considera que la mujer «habla» y no es esta la razón por la cual
no existe el síntoma histérico solitario, sino que siempre es una expre­
sión, una comunicación, un mensaje?
INFANTILISMO Y/O PSICOTIZACION
D E L A HISTERIA E N L A T E O R I A

La novena revisión de la Clasificación Internacional de Enfermeda­


des Mentales de la OMS contempla una categoría que se denomina
«Trastorno de la Personalidad de Tipo Histérico» (301.5), caracterizado
por los siguientes rasgos: afectividad superficial e inestable, dependen­
cia de otras personas, ansia de apreciación y atención, teatralidad y pro­
pensión a ser sugestionable, inmadurez sexual (frigidez). En la citada
clasificación se dan como sinónimos de tal configuración los siguientes:
«personalidad histérica, histriónica o psicoinfantil», o sea, que se equi­
para ¡a histeria a una condición infantil. Esta vinculación de la histeria
con la infancia, aunque salvo excepciones *, no se halla explicitada o
conceptualizada, sin embargo es posible reencontrarla, de una u otra
manera con bastante facilidad, en una serie de trabajos que pueblan la
literatura sobre el tema. Por ejemplo, de los cinco parámetros aislados
por Chodoff y Lyon (1958) para definir la personalidad histérica, si ex­
ceptuamos las concernientes al plano sexual, el resto puede ser conside­
rado la perfecta descripción de la afectividad de un niño: 1) egoísmo,
vanidad; 2) exhibicionismo, dramatización, mentira, exageración; 3)
despliegue descontrolado de afectos, labilidad afectiva, inconsistencia
de las reacciones; 4) superficialidad emocional; 5) exigencia y dependen­
cia. En la exhaustiva revisión que hace Krohn (1978) de las descripciones
existentes sobre la personalidad histérica y la neurosis histérica, el agru-
pamiento de los datos también nos sugiere una fisonomía de inmadurez,
de falta de desarrollo emocional, de características que pueblan el mun­
do infantil y los tratados de psicología infantil:

* Reich (1933) y Wittels (1930) ya en los años 20 habían notado la dificultad de los
cuadros de histeria de liberarse de las fijaciones infantiles, y consideraban que la histérica
permanecía como el niño, confundiendo realidad y fantasía.
Aguda reacción al disgusto (Reich, 1933).
Baja tolerancia a la frustración (Easer y Lesser, 1965).
Impredicibilidad (Reich).
Reacciones inconsistentes (Chodoff y Lyon).
Uso de los sentimientos en lugar del pensamiento en una crisis; labi­
lidad emocional; crisis de rabia o pataletas (Easer y Lesser; Israel,
1971).
Sobredramatización; anhelo insaciable de actividades excitantes (Is­
rael, DSM-III).
Sugestionabilidad (Reich; Easer y Lesser; Israel).
Desarrollo de la imaginación (Reich).
Uso de la fantasía para realzar relaciones existentes (Easer y Lesser).
Gran actividad de ensoñación, que crea ficciones (identificación a
personajes imaginarios); tendencia a la idealización y desidealiza­
ción brusca (Krohn, Israel).
Mantenimiento de una imagen de sí que elimine lo displacentero, lo
desagradable (Easer y Lesser).
Necesidad compulsiva de ser querido; sobredependencia a la aproba­
ción de los otros (Reich).
Hipersensibilidad a los otros por una excesiva necesidad de amor y
de ser amada (Easer y Lesser).
Continua comprobación de si son queridos o no (Chodoff y Lyon;
Reich).
Incesante búsqueda de atención; egocentrismo, autoindulgencia y
desconsideración hacia los otros (DSM-III).
Infantilismo, viven en un mundo de juego, juguetes y pequeños ob­
jetos (Israel).

Ahora bien, la constatación de este conjunto de rasgos y síntomas


de inmadurez en el cuadro de la histeria ha conducido la investigación
psicoanalítica en dos direcciones que podríamos denominar «la psicoti-
zación y la infantilización» de la histeria. Detengámonos en primer lu­
gar en aquélla, que la considera sólo una fachada de la psicosis.

Son muchas las voces, junto a Melanie Klein, que se han alzado con­
validando la tesis de una fijación o regresión oral en la histeria. Sin em­
bargo, examinando los trabajos que siguen esta posición, se observa una
diversidad de criterios bastante amplia en lo que cada autor considera
como relevante del así llamado «carácter oral» o «fijación oral». Para
algunos se trata de una equivalencia representacional entre la vagina y
la boca, es decir, que la boca y sus actividades se han erotizado y juegan
las veces de un órgano genital (Reich, 1933; Marmor, 1953); para otros
la oralidad sería sinónimo de dependencia (Johnston, 1963), mientras
que la inestabilidad emocional, la falta de responsabilidad, la confusión
entre fantasía y realidad, serían rasgos que para Zilboorg (1931) y Wit-
tels (1930) hablarían a las claras de una debilidad del Yo y un punto de
fijación anterior a la etapa fálica, considerando a la histeria un primer
paso hacia una descompensación esquizofrénica. Zilboorg recuerda que
«el hombre de los lobos», cuyo diagnóstico final fue el de esquizofrenia,
comenzó con una clara reacción histérica.

Easer y Lesser, por un lado, y Zetzel, por el otro, se resistieron a


pensar la histeria como una psicosis encubierta, pero al no poder descar­
tar la existencia de cuadros francamente más primitivos, los dos prime­
ros autores se inclinaron hacia la distinción entre histerias verdaderas e
histeroides (basándose en la investigación de los cien casos de histeria
realizado por Knapp y Col. (1960), mientras que Zetzel subdividió el
cuadro en cuatro categorías, a las que denominó: 1) «verdaderas» o
«buenas histerias», que se benefician con el psicoanálisis; 2) otras, tam­
bién verdaderas, pero que no consiguen un compromiso terapéutico;
3) caracteres depresivos con síntomas histéricos que le otorgan una fa­
chada de histeria; 4) seudohisteria en personalidades más primitivas.
También Brenman (1974) afirma que muchísimos casos de histeria apa­
rente encubren psicosis de base y, se inclina por la investigación minu­
ciosa de problemas tradicionalmente histéricos, como la frigidez o la hi-
persexualidad, síntomas encubridores tanto de una voraz dependencia,
como de la identificación con un objeto fantástico. «Cuando las defen­
sas fracasan, la gravedad de la enfermedad dependería hasta qué punto
es lo único que el paciente tiene, o cuántas otras partes de la personali­
dad más sanas están disponibles para entablar relaciones de objeto nor­
males.» Se inclina por una división entre «histeria» e «histerias seve­
ras», que corresponderían a la psicosis de base.

Green (1974) destaca la necesidad de una definición metapsicológica


de la estructura de la histeria, y sostiene que en lugar de haber una opo­
sición entre oralidad y sexualidad, el problema de la histeria residiría en
la relación entre sexualidad, amor ¡y reacción a la pérdida, referido a las
diferentes estructuras del Yo. El núcleo de la estructura consistiría en
una lucha enérgica contra la depresión potencial, depresión de corte
narcisístico, ya que pone el acento en la autoestima estruendosamente
disminuida. Si bien Green no considera que lo oral se impone sobre lo
genital, pone de relieve la trasformación histórica de la histeria —consü
derada por Freud como una represión erigida contra la satisfacción se­
xual— y la histeria actual en la cual la sexualidad conserva su vigencia
a través del deseo del objeto. Pero la naturaleza del deseo sería más nar-
cisista que sexual, de ahí que la pérdida, actuando como una herida nar-
cisista, pueda conducir a la depresión. El señalamiento de que ante la
pérdida se pueden presentar síntomas tales como actuaciones mayores,
adicción a las drogas, estados delirantes con temor a la desintegración
y psicosis pasajeras de recuperación rápida y algunas veces espontáneas^
ubica a Oreen junto a los que conciben para la histeria una relación es­
trecha con la psicosis. Herbert Rosenfeld (1974), asumiendo el punto de
vista kleiniano —la histeria, una defensa frente a angustias esquizoparáfl
noides graves—, afirma que la eliminación de los síntomas mediante la
hipnosis determina con frecuencia la aparición de estados psicóticos.

Frente a esta franca tendencia al desdibuj amiento del cuadro clínico


(histerias graves, histeroides, buenas histerias y seudohisterias, caráctep
oral, defensa frente a la psicosis), varios autores (Namnum, 1974; Be-
res, 1974, y Laplanche, 1974) reclaman desde distintos puntos de vista
—el valor clínico de una nosología ya conocida, la fidelidad a Freud—*
la necesidad del mantenimiento de la histeria como una unidad, caracte­
rizada por la expresión de las fantasías edípicas por medio de la conver­
sión. ¿Cuáles son los argumentos que fundamentan la conservación de
la categoría freudiana inalterable, y, en ese caso, cómo explicar la co­
existencia de síntomas y rasgos histéricos junto a condiciones de regre­
sión severa, que se constatan a diario en la práctica clínica? Una línea
es la apelación a la necesidad de preservar los principios básicos de la
doctrina, y la desconfianza respecto a la amenaza de «desexualización
del psicoanálisis en la mayoría de las teorizaciones modernas», posición
asumida por Laplanche (1974), quien sostiene que este riesgo se corre
al considerar la histeria sólo como una defensa contra «angustias arcai­
cas, psicóticas y de naturaleza no sexual». Propone entender «la orali-
dad kleiniana», en el sentido primigenio dado por Freud a la especifici­
dad histérica: la seducción materna en época temprana a través de una
«estimulación sexual excesiva» y un elemento de pasividad. La presen­
cia de síntomas de corte más regresivo, las alucinaciones o las crisis son
entendidas por este autor como respondiendo al concepto de escena, y
en este punto residiría, aun en sus formas más desestructuradas, el sello
de la histeria freudiana: «una escena triangular edípica, aunque tome li­
bretos que han sido percibidos en la Dareja a nivel oral». La «escena»
es concebida como un elemento susceptible y fácilmente disponible para
la conversión, es decir, para «la puesta en escena».

Pensamos que una revisión de la histeria que permita distinguir y


subdividir dentro del cuadro algunas configuraciones, con suficiente
unidad en sí mismas para aspirar a la categoría de subtipos con una fiso­
nomía propia, no es una inconsecuencia con el psicoanálisis, por el con­
trario se trata de un reconocimiento a la producción teórica que ha des­
bordado la nosología psiquiátrica preanalítica. La histeria es una cate­
goría psiquiátrica prefreudiana, a la que Freud otorgó una explicación
dinámica. Después de casi cien años de elaboración teórica, ¿no será ne­
cesario hacerla estallar y proponer desde el psicoanálisis nuevas configu­
raciones, nuevas denominaciones? De hecho, este camino ha empezado
a ser transitado: Kernberg (1967) y Sugarman (1979) se han esforzado
en trazar no sólo una línea de clivaje entre la histeria neurótica y las for­
mas más regresivas, intento compartido por Guntrip (1961), Blacker y
Tupin (1977), Alien (1977), aunque con resoluciones no tan felices, sino
que también sostienen la necesidad de abandonar definiciones tales co­
mo «histeria oral», «seudohisteria», «histeroides», denominaciones y
conceptos que en lugar de contribuir a remarcar las diferencias tienden
a oscurecerlas.

O r g a n iz a c ió n b o r d e r l in e . P e r s o n a l id a d in f a n t il
y p e r s o n a l id a d h is t é r ic a

De acuerdo a la conceptualización de Kernberg (1975), las personas


que sufren de un trastorno borderline presentan una sintomatología
neurótica variada. Sólo un cuidadoso diagnóstico revela la combinato­
ria específica de síntomas que caracterizan esta estructura: ansiedad cró­
nica difusa, polisintomatología neurótica, tendencias perversas poli­
morfas, impulsiones y adicciones, severa patología del carácter que pue­
de incluir personalidades infantiles, narcisistas, «as if», psicopáticas.
Lo relevante a destacar es que entre la sintomatología neurótica pueden
presentarse múltiples y elaborados síntomas de conversión de larga du­
ración, así como sensaciones corporales complejas, fronterizas con alu­
cinaciones corporales. También es dable constatar una completa inhibi­
ción de la vida sexual, pero con fantasías inconscientes o conscientes
plenas de deseos sexuales de múltiple procedencia, que pueden tener el
carácter de alucinaciones visuales. Se presentan además reacciones diso-
ciativas, amnesia y, fugas con trastornos de conciencia posterior. En la
personalidad de estos pacientes se destaca un histrionismo errático y su­
perficial, pues son buscadores de vínculos en detrimento de la vida inte­
rior, tienen serias dificultades en el mantenimiento de las relaciones de
objeto por el nivel narcisista de las mismas, ya que si bien «se cuelgan^
del objeto, sólo esperan de él gratificación. La divalencia afectiva es
marcada y los objetos son sentidos como totalmente buenos o malos,,
en forma permanente y con escasa posibilidad de cambio o matices. Las
relaciones afectivas son masivas, sobreexigentes y en caso de producirse,
alguna limitación a la relación interpersonal, aquélla no es aceptada,
despertándose rabia narcisista sin neutralización. La mayor ansiedad
surge ante la pérdida de objeto, lo que es temido por encima incluso de
la pérdida de su amor. Cuando esto ocurre, el colapso narcisista es total,
reaccionan con indefensión, debilidad, vacío, abandono y pánico a no
ser queridos, y la desestabilización de la personalidad puede ser tan agu­
da que precipite estados psicóticos transitorios.

Ahora bien, a partir de los estudios sobre la organización borderline


de la personalidad, que datan de las últimas décadas, Knight (1953),
Kernberg (1967, 1975), Paz C. (1969), Masterson (1972), ha sido posible
reubicar con mayor precisión diagnóstica y conceptual, dentro de esa
categoría, una serie de entidades que tenían un status teórico ambiguo:
«esquizofrenia seudoneurótica» o «ambulatoria», «neurosis con nú­
cleos psicóticos» (a partir de los trabajos kleinianos sobre la importan­
cia de los mecanismos esquizoparanoides subyacentes a las neurosis),
«prepsicosis», e incluso una serie de descripciones clínicas sin denomi­
nación. Pensamos que el mismo proceso de reubicación y precisión está
sucediendo con los dos niveles que se recortan en el campo de la histeria:
las «malas» y las «buenas» histerias, de Zetzel, las «seudohisterias», e
incluso las denominadas «psicosis histéricas», que a la luz de la concep-
tualización de la personalidad borderline quedan enmarcadas dentro de
los límites de esta categoría. Kernberg subraya que por borderline debe
entenderse una organización estable de la personalidad, y no un estado
transitorio entre la neurosis y la psicosis. A partir de esta noción, propo­
ne un criterio de clasificación de la patología del carácter a lo largo de
un continuo que va de un nivel superior a un nivel inferior, de acuerdo
al grado de predominancia de los mecanismos de represión y disocia­
ción. Considera que la personalidad histérica en general no es una es­
tructura borderline, sino una neurosis de carácter de nivel superior, y
denomina personalidad infantil a una estructura intermedia entre la his­
teria neurótica y la histeria borderline, pero que muchas veces puede
quedar ubicada directamente en el campo borderline. Pensamos que la
delimitación de la personalidad infantil como una configuración separa­
da de la histeria contribuye a clarificar el nivel de confusión y descon­
cierto imperante en el diagnóstico y comprensión de las histerias graves,
y que la designación elegida —personalidad infantil— permitf dar cuen­
ta de su carácter primitivo y oral, constituyendo un verdadero aporte a
la psicopatología.

RASGOS COMUNES Y DIFERENCIALES ENTRE


PERSONALIDAD HISTERICA Y PERSONALIDAD INFANTIL
(Kernberg, 1975)

P e r s o n a l id a d h is t é r ic a P e r s o n a l id a d in f a n t il

1) Labilidad emocional
Seudohiperemocionalidad que re­ Labilidad emocional difusa y ge­
fuerza la represión. Es marcada neralizada. Pocas áreas libres de
en áreas parciales conflictivas conflicto. Déficit de control im­
(sexual), permaneciendo estable pulsivo más generalizado.
emocionalmente en otras (traba­
jo, etc.). Falta de control emo­
cional en áreas circunscriptas y
sólo en el clímax de algún con­
flicto.
2) Sobrecompromiso
El compromiso expresado en las La sobreidentificación es más
relaciones interpersonales es apro­ desesperada e inapropiada. Hay
piado en la superficie. Observa­ una lectura equivocada de los
dores no calificados usualmente motivos de los otros, aunque en
consideran este rasgo como «el la superficie puede haber un
encanto típico de la mujer». ajuste adaptativo adecuado a los
La extroversión y la rápida pero mismos. En relaciones prolonga­
superficial resonancia intuitiva das y comprometidas, desplie­
con otros, y la sobreidentificación gan demandas regresivas, infan­
con las implicaciones de la fanta­ tiles, oral-agresivas.
sía, el arte y la literatura, se des­
arrollan dentro de un sólido
marco del proceso secundario y
de una evaluación realística de la
realidad.
3) Dependencia y deseos exhibicionistas
La necesidad de ser querida y de Tiene menor carácter sexual, con
ser el centro de atención tienen mayor sentimiento de indefeni 1
una mayor implicación sexual. sión, oralmente determinado*
Los deseos oral-dependientes es­ Exigencias inapropiadas y exhibí#
tán relacionados con tendencias al cionistas que tienen una cualidad
exhibicionismo genital directo. fría, más narcisista.

4) Seudohipersexualidad e inhibición sexual


La provocación sexual y la pos­ La provocación sexual tiende a
terior frigidez o rechazo es típico ser más directa, más inapropiad|
de esta estructura. Revela fuerte socialmente, y expresa más que
vínculo edípico en sus relaciones un deseo sexual, demandas ora­
sexuales, y existe la capacidad pa­ les de cuidado y protección^
ra relaciones estables, si se cum­ Conducta y relaciones sexuales
plen ciertas precondiciones neuró­ menos estables, hasta llegar a la
ticas (relaciones prolongadas con promiscuidad (promiscuidad in­
hombres mayores o «amores im­ ducida, es «llevada por la co­
posibles»). Represión de fantasías rriente»). Fantasías sexuales di­
sexuales. fusas, polimorfas.

5) Competencia con hombres y mujeres


La rivalidad edípica es el motor Hay menos diferenciación entre
de la competencia con el mismo la que se ejerce con mujeres y
sexo, y está claramente diferen­ con hombres, presentando en ge­
ciada de la que se ejerce con el neral un nivel muy bajo de com­
sexo opuesto. Cuando la compe­ petencia. Cambios bruscos de
tencia con el hombre se instala, sentimientos, una sumisión e
de manera de negar la inferiori­ imitación infantil a otros, así co­
dad sexual, tienden a desarrollar mo oposicionismo y terquedad.
sólidos y estables rasgos de ca­
rácter en este sentido,

6) Masoquismo
Relacionado con un Superyo rí­ Sentimientos de culpa erráticos e
gido y severo que condena la se­ inconsistentes. Rasgos masoquis-
xualidad. Fuertes sentimientos tas y sádicos derivados de la fal­
de culpa. ta de integración pulsional.

Coincidimos con Krohn en la apreciación de la valiosa contribución


que para la comprensión de la histeria constituye la delimitación de los
trastornos borderlines que ha efectuado Kernberg en términos de impul­
sos, procesos del Yo y relaciones de objeto. Asimismo pensamos que
merecería repensarse la sustitución de la categoría psicosis histérica por
la de personalidad borderline. En este sentido es curioso constatar la es­
casa bibliografía que existe sobre psicosis histérica (Follin, Chazand y
Pilan, 1961; Hollender y Hirsch, 1964; Richman y White, 1970; Martin,
1971; Pankow, 1974), tal como lo señalan Temoshok y Ahkisson (1977),
quienes recalcan el hecho de que a pesar de que esta categoría carece de
designación oficial —no figura en ninguna clasificación reciente, ni
tampoco en la actual DSM-III—, sin embargo se conserva por una espe­
cie de tradición oral entre los especialistas, quienes consideran que «ella
está aún entre nosotros». Por otra parte, desde el pundo de vista teóri­
co, el concepto de psicosis histérica no deja de plantear una contradic­
ción, ¿una psicosis en el seno mismo de una de las neurosis considerada
la más cercada a la normalidad? En este sentido, tanto la delimitación
como la conceptualización propuesta por Kernberg para las personali­
dades borderline, ofrece un dominio en el interior del cual se puede ubi­
car la psicosis histérica y resolver así el impasse teórico.

Pensamos que el trabajo de Kernberg merece una reflexión ulterior:


este autor ha sido un estudioso de la teoría kleiniana, a la cual por un
lado ha criticado desde el cristal de la psicología del Yo (Kernberg, 1969)
y por otro, la ha incorporado, especialmente en lo pertinente a los meca­
nismos primitivos, así como a las consecuencias que la acción de tales
mecanismos ejercen sobre el Yo y sobre las relaciones de objeto. A la
riqueza y fecundidad kleiniana, Kernberg le agrega sistematización, res­
peto por la nosología, el diagnóstico y la especificidad terapéutica, así
como los desarrollos en el estudio del Yo del psicoanálisis americano.
El producto es algo que puede verse como un mestizaje de ideas, de di­
recciones teóricas, de preocupaciones, sin embargo enriquece, aclara,
completa notablemente el conocimiento sobre la histeria. Quizá esta
mezcla, esta pluralidad, resulte extraña a algunos espíritus amantes de
la pureza de las fuentes, celosos de mantener netas las fronteras de las
escuelas. Afortunadamente el curso del conocimiento parece indiferente
a estos intentos de limitación y compartimentalización, y a pesar de los
esfuerzos en contra, termina incorporando a su cauce los desbordes.

Recapitulando, la incorporación de la conceptualización tanto de la


personalidad borderline como de la infantil o dependiente (como apare­
ce en la última edición de la DSM-III) a la nosografía, significa un pro­
greso, y, además, de una manera indirecta, aporta elementos para una
mejor comprensión de la histeria. ¿Si se trata verdaderamente de entida­
des tan diferentes, qué ha quedado del sello unificador que la palabra
histeria contenía al englobarlas? ¿Se trataba sólo de un uso abusivo de I
esta categoría o daba cuenta de un denominador común, que con la nue­
va delimitación nosológica corremos el riesgo de dejar por el caminoll
¿Asistiremos a la experiencia siempre repetida de ver cómo el vino nue* 1
vo se arruina en el odre viejo, e insensiblemente recaer en nominación^
tales como histeria borderline, histeria infantil o neurótica? ¿Qué es lo
que insiste en esta recurrencia no encontrando la idea adecuada que ter« 1
mine por concebirla? Un hecho viene a nuestro encuentro, en las esta­
dísticas que proporciona la DSM-III, tanto la personalidad borderline
como la dependiente o infantil, como la personalidad histérica y la neu­
rosis histérica, muestran una clara prevalencia en el género femeninos
¿Nos sugieren algo estos datos? Lo que la delimitación nosológica con*
tribuye a aclarar son las distintas formas, más o menos evolucionaddk
de acuerdo a los grados de organización diferenciales del Yo y del siste%
ma Ideal del-Yo-Superyo, de enfrentar un mismo y único conflicto: el
de la fem inidad, el dilema que a toda mujer se le plantea en nuestra cul­
tura en tanto género femenino. ¿Acaso no hemos mostrado hasta el har­
tazgo, cómo la relación madre-hija retiene a la mujer en los lazos de una
relación primaria, dependiente y narcisista; cómo el ideal paterno y
masculino de la mujer no da lugar a figuras de autonomía, asertividacÜ
y libertad pulsional; que la cultura toda y aún los tratados sobre salud
mental también lo consideran así? ¿La puesta en escena de la crisis histé*
rica no es más evocativa de la pataleta del niño, que sólo atina en su de­
bilidad a arrojarse al suelo como señal de protesta y forma de presión^
que del ataque epiléptico, o de la posesión demoníaca, o de una supuesr,
ta simbolización —por la semajanza de los movimiento— del acto se­
xual? ¿Si en la mujer es más frecuente el uso del cuerpo como método
para encarar y resolver los conflictos, no nos estará diciendo de esa ma­
nera que es sólo por medio de él como cree poder ser escuchada?
EL FALICISMO Y /O NARCISISMO
DE LA HISTERIA

Wilhelm Reich (1933) inauguró en el psicoanálisis el estudio del


carácter, y sus descripciones tanto del carácter histérico como del obse­
sivo-compulsivo constituyen un clásico sobre este tema. Su precisión
diagnóstica merece destacarse, pues afirmaciones suyas de hace cincuen­
ta años van encontrando actualmente la convalidación, después de un
largo período controversial. Se opuso a la inclusión de la histeria en cua­
dros regresivos más severos, como la depresión o la esquizofrenia, y,
aunque ya en ese entonces aceptaba la presencia de rasgos orales en la
histeria, consideraba, sin embargo, que pertenecían a una diferente serie
psicopatológica. También describió un tercer tipo de organización ca-
racterológica, la personalidad fálico-narcisista. Ubicada ésta en un lu­
gar intermedio entre la histeria y la personalidad obsesivo-compulsiva,
presentaría características pertenecientes tanto a la posición sádico-anal
como al nivel fálico-genital. De acuerdo a Reich, las personalidades
fálico-narcisistas, a pesar de poseer poderosas preocupaciones narcisís-
ticas, mantienen fuertes lazos con las personas y las cosas, y en este sen­
tido se hallarían muy cercanas al cuadro del carácter genital, como se
denominaba en esa época a las configuraciones más cercanas a la nor­
malidad. Rasgos de competitividad, fuerte ambición, coraje impulsivo,
exhibicionismo y conducta agresiva abierta son sus características prin­
cipales. En los hombres, un gran orgullo es concentrado en los genitales,
vividos como instrumentos de agresión y venganza más que como órga­
nos de amor, y en las mujeres lo prominente sería la fantasía de tener
un pene, aunque Reich sostenía la idea de que este cuadro era infrecuen­
te en el género femenino.

A pesar de que la categoría del carácter fálico-narcisista es clínica­


mente diferente de la del carácter histérico, sin embargo ha caído en des­
uso, y el carácter histérico actualmente engloba tanto rasgos de agresivi-
dad, narcisismo, competitividad, junto a marcada sugestionabilidadg
complacencia o exhibicionismo, así como también son consideradas co­
mo histéricas aquellas personalidades dependientes, infantiles, poco
competitivas y nada agresivas. O si no, encontramos que en la literatura,
puede ser caracterizado en una forma personal que no se atiene a ninguf
na nosología establecida, tal como lo hace Perrier (1974), describiendo
una mujer que viene al encuentro del analista en nombre de «la militante
de la verdad del sexo y del amor, segura de la causa que defiende, busca
un testigo de su desgracia, que son los hombres: unos son brutales y tirá*
nicos; otros, timoratos e inconsistentes. En su egoísmo, malignidad o ig­
norancia nunca llegan a corresponder con la imagen de aquél al aue la
histérica se cree con derechos...» (pág. 164). Denomina a esta configui
ración «el lado ofensivo del compromiso histérico», una de las fachadas
más frecuentes de la histeria actual, opinión que también sostienen Is­
rael y Col. (1971) en la hermosa descripción clínica por ellos elaborada

Coincidimos con Krohn (1978) en la doble ventaja —clínica y con


ceptual— que ofrece conservar la distinción entre carácter histérico y ca
rácter fálico-narcisista, y una lectura de sus rasgos fenomenológicos dis
tintivos, tal como Krohn lo ha realizado, nos resulta sumamente esclare
cedor (pág. 55).

C a r á c t e r h is t é r ic o C a r á c t e r f á l i c o -n a r c i s i s t a ,

1) Lucha interna contra sentimien­ Deseos de exhibición y de ser ad­


tos de culpa y deseos incestuo­ mirada/o, y temor a la vergüeña
sos; contra la emergencia de pen­ za y a la humillación. Exquisita
samientos, deseos y sentimientos sensibilidad a la inferioridad físi­
tabúes hacia objetos edípicos. ca o mental lo que la/o lleva a te­
mer el ridículo y la crítica.
2) Se presenta como débil, imper­ Trata en todo momento de evitar
fecta/o, tonta/o, con tal de evi­ o impedir la experiencia que la/o
tar, si es necesario, pensamien­ enfrente con la inadecuación o la
tos incestuosos, manteniéndose imperfección.
segura/o en fantasías infantiles
pregenitales.
3) Trata de evitar pensamientos Trabaja muy duro para parece»
perversos y todo lo que la/o lleve perfecta/o, y más allá de toda
a una objeción social. crítica.
4) Etapa triangular del Edipo. Con­ Etapa triangular del Edipo. Con­
flictos y celos acerca de la relación flictos alrededor de cualquier ti­
entre los padres y deseos de usur­ po de inferioridad corporal o de
pación del lugar del objeto simé­ otros atributos del género.
trico del género.
5) Lucha por establecer un vínculo Preocupaciones sobre todo alre­
infantil con el objeto: aunque dedor del tamaño (en el hom­
tenga fantasías de poseer un pe­ bre), preservación y aceptabili­
ne, estas fantasías están al servi­ dad de los órganos genitales, pa­
cio de construir un romance con ra desterrar de la mente ideas de
el objeto incestuoso. inferioridad genital, de órgano
sucio, pequeño e insignificante.
6) Se siente más cómoda/o presen­ Centrada/o en afirmar el pode­
tándose débil y pasiva/o. Su pa­ río de su sexualidad, de su belle­
sividad e infantilidad es egosin- za, más que preocupaciones por
tónica y una manera privilegiada los sentimientos hacia los obje­
de mantener el vínculo con el ob­ tos. Lucha denodadamente por
jeto. erradicar toda flaqueza, defecto
o añoranza de dependencia.
Dominante e impositiva/o.
7) No le preocupa necesitar y ser Conductas contrafóbicas de de­
dependiente del hombre papá. safío al peligro y a la muerte son
comunes, en una tentativa de
afirmar la omnipotencia y man­
tener a raya carencias y senti­
mientos de inferioridad.
8) Se esfuerza con mayor o menor Preocupada/o en establecer la
conflicto para establecer un vín­ igualdad o la superioridad fálica
culo infantil con el objeto. con el objeto.

Creemos que la problemática planteada por Reich sobre la posición


intermedia del carácter fálico-narcisista entre la neurosis obsesiva y la
histeria merece una revisión. Para Reich, la cuestión se centraba en que
si el carácter fálico-narcisista presentaba rasgos de agresividad abierta
y coraje impulsivo, estos atributos francamente «activos» remitían a su
filiación sádico-anal, de allí que debían entenderse como de raigambre
obsesiva. Reich, tributario de las ideas de Abraham sobre la evolución
de la libido, comparte con él uno de sus vicios teóricos: el atribuir una
significación destructiva a la expulsión de heces y luego cuando se cons­
tata un rasgo de agresividad en el carácter, explicar su naturaleza agresi­
va por su origen anal *.

La preocupación del carácter fálico-narcisista es ocupar una posi­


ción de poder, de privilegio, de superioridad que le garantice ser admira­
do/a y reconocido/a como valioso/a. Las emociones displacenteras tie­
nen que ver con sentimientos de vergüenza, humillación, inferioridad,
ridiculez. Su objetivo fundamental es un desempeño, una conducta, una
posesión de atributos, de poderes o de objetos que lo eleven a alguna
de las múltiples categorías de la perfección —el mejor alumno/a, la más
bella, el más acaudalado, etc.— . Hasta aquí, nos encontramos frente a
una descripción que en nada se diferencia en nuestros días de un carác­
ter narcisista a secas. ¿Cuál es la peculiaridad entonces de un carácter
fálico-narcisista? Reich nos ayuda poco, sus explicaciones dinámicas no
avanzan más allá de una insistencia en la ansiedad de castración; el ca­
rácter fálico-narcisista centraría sus conflictos y fantasías más en sí mis­
mo, en el estado de su Yo, de sus genitales, que en los objetos, y princi­
palmente en un tema privilegiado: la castración de sus genitales. La es­
pecificidad estaría dada por la genitalidad en juego, de ahí lo de fálico,
y en buen freudismo esto significa ansiedad de castración en el hombre
y envidia al pene en la mujer. El problema es que esta referencia no nos
aclara las diferencias con el carácter histérico, cuyas preocupaciones
también han sido consideradas como del orden fálico, aunque con un
matiz menos narcisista, menos competitivo y más sexual. Sin embargo,
aunque se plantee una equiparación libidinal entre histeria y estructura
fálico-narcisista la desigualdad de desarrollo del Yo entre una y otra es
clara, configurándose la histeria como un nivel menor de organización,
hasta tal punto que se las caricaturiza a una como mujer-niña y a la otra
como mujer-hombre.

¿Cómo entender esta desarmonía entre la clínica y la teoría? ¿La


«mujer-niña», inocente, ignorante, dependiente del hombre, inconsis­
tente y voluble, haciendo gala de un pensamiento vago e impreciso, sería
acaso más mujer, más femenina, con un mayor grado de triangulariza-
ción ya que su goce sólo se vería refrenado por la culpa edípica, mien­
tras que la mujer de inteligencia clara y aguda, capaz de conductas agré-

Para mayor detalle véase Dio Bleichmar «La teoría de la libido. El pensamiento
analógico en la teoría psicoanalítica», en La Depresión, un Estudio Psicoanalítico, Bleich­
mar H. (1976).
sivas, de coraje, con ambiciones, que compite en lugar de depender, es
más fálica, más narcisista, más atrasada en su carrera de mujer, pues
parece lejos de aceptar su feminidad? Sin embargo ambas se pueden
presentar frígidas o, si no frígidas, al menos, la sexualidad es su terreno
conflictivo.

El falicismo de la histeria, si bien ha sido reiteradamente subrayado


en la comprensión del cuadro, ha recibido distintos y complejos senti­
dos. Freud consideraba que la histeria expresa el conflicto genuinamen-
te edípico, pero al tratarse de una fijación en el desarrollo psicosexual
a una etapa infantil, el falicismo se refería a las características de esa fa­
se, es decir, al predominio de una determinada zona erógena, supuesta­
mente el clítoris, y de una determinada fantasmática sobre los genitales,
gobernada por la premisa universal del pene. Sólo muy tangencialmen­
te, tratando de dar cuenta del fracaso terapéutico en el caso Dora, asu­
me la hipótesis del Edipo negativo y de los deseos homosexuales, como
una especificación mayor del falicismo histérico. De cualquier modo, en
la obra freudiana este carácter del trastorno histérico queda básicamen­
te vinculado a la masculinización de su deseo, ya sea en la envidia al
pene o, eventualmente, a la posesión de la madre como objeto sexual
desde una posición fálica similar a la del padre.

Más tarde, Abraham esboza los rudimentos de una teoría psicoanalí-


tica del carácter, y es Reich quien otorgará al falicismo histérico una lo­
calización en el Yo, al describir los rasgos que permiten distinguir el cua­
dro de la histeria del carácter fálico-narcisista. Recientemente, Alan y
Janis Krohn (1982) ofrecen una relectura del caso Dora, en la cual mues­
tran que, si bien Freud llegó a poner en evidencia los deseos homosexua­
les de Dora, no otorgó a la regresión a la fase fálico-edípica o, más pre­
cisamente, a la fase del Edipo negativo que sería normal en toda mujer
—de acuerdo con las ideas de Nágera (1975)—, la relevancia que tiene
en la histeria. Sostienen que Freud no consideró en toda su magnitud
el amor erótico de Dora hacia Frau K, que él no supo ver este amor co­
mo derivando del complejo fálico-edípico, que incluye competencia y
deseos de castración hacia el hombre y deseos de amar a una mujer des­
de una posición fálica. Desde esta perspectiva la hostilidad de Dora ha­
cia Freud, hacia su padre y el señor K, serían producto no sólo del orgu­
llo injuriado, sino más básicamente de sus celos y rivalidad con su padre
por el amor de su madre. Sostienen enfáticamente que para analizar
apropiadamente los casos de histeria, el complejo fálico-edípico debe
ser reconocido, entendido e interpretado sistemáticamente. No es sufi-
cíente aceptar la existencia de la bisexuaüdad, sino comprender la natu­
raleza específica de los deseos homosexuales. Estos autores subrayan
que, si bien Freud puso de manifiesto tales deseos en Dora, no distin­
guió, a esa altura del conocimiento analítico, los distintos tipos de amor
que unían a Dora con su madre. Y lo que también destacan, es que en
este error se recae aún actualmente en la comprensión del cuadro y, que
la literatura psicoanalítica abunda en esta confusión, ya que el compro^
miso con la madre en la mujer histérica se adjudica a la presencia de un
vínculo preedípico prevalentemente oral.

Para estos autores, Dora revela lo que han encontrado en otros casos
de histeria: que la fase fálico-edípica es extremadamente significativa
para la mujer histérica. Una fijación en esta etapa incluye una incons­
ciente rivalidad con los hombres, a menudo con deseos de castracióu y
muerte hacia ellos, deseos o intentos de poseer genitalmente a la madre
y a los sustitutos maternos (Frau K), y, más profundamente, recuerdos
infantiles depresivos provenientes de la fase fálico-edípica de no ser ca­
paz de dar a la madre y a ninguna otra mujer ni placer sexual con un
pene, ni tampoco un bebé. El núcleo más conflictivo en Dora, para estos
autores, sería el componente agresivo hacia los hombres y las defensas
concomitantes. Dora ilustraría esta condición, en sus intentos de organi­
zar la historia con el señor K, de modo de representarse como traumáti­
camente agredida, usando una defensa paranoide ante sus propios de­
seos inconscientes de herirlo. Sostienen también que aunque Freud des­
cubre y discute la no analizada transferencia, él nunca explícitamente
habría reconocido la básica hostilidad hacia los hombres que impregna­
ba la patología de Dora, actuada en la transferencia por medio de los
intentos de convertir el análisis en una contienda y de probar que Freud
estaba equivocado. Hostilidad hacia los hombres que continuó, por otra
parte, sin cambios en la vida de Dora, siendo constatada años más tarde
por Félix Deutsch en su encuentro con la paciente.

Un examen de la literatura americana sobre la elaboración que sufre


el concepto de fálico en la histeria, nos conduce a la comprobación de
un fuerte contraste y, la obra de Alan Krohn es un fiel exponente. Por
un lado, este autor es ejecutor de la monumental obra sobre la histeria
ya mencionada, en la cual concluye sistematizando una configuración
de rasgos, para dar cuenta de su personalidad tipo. Se trata de un preci­
so estudio sobre la estructura del Yo, los distintos niveles de las relacio­
nes de objeto, la organización del Superyo, y las relaciones con la reali­
dad social. Krohn sostiene que la personalidad histérica no implica psi-
copatología, sólo cuando se desarrolla una neurosis, el síntoma es consi­
derado por el Yo como egodistónico. Pero lo que resulta sorprendente
es que ni en la descripción del Yo, ni en los conflictos pulsionales,
Krohn destaca el carácter fálico del conflicto o de los rasgos, al contra­
rio, expresa textualmene: «En contraste con la personalidad fálico-
narcisista u otros pacientes con fijaciones preedípicas fálicas, la histeria
está primariamente preocupada por la posesión libidinal exclusiva de su
objeto incestuoso. El deseo inconsciente gira alrededor de fantasías
fálico-edípicas de ser penetrada fálicamente por el padre, tener un hijo
de él y reemplazar finalmente a la madre» (pág. 214). Sin embargo, cua­
tro años más tarde propone la relectura del caso Dora como un paso
central para la cabal comprensión de la histeria, ubicando el conflicto
en la misma etapa, pero entendiendo «lo fálico» como el deseo homose­
xual, y destacando en la descripción del carácter de Dora y en sus mani­
festaciones, rasgos que no son fácilmente ubicables en la tipología de
personalidad histérica sostenida por él mismo previamente, sino que se
acercan mucho más a la descripción hecha por Reich del carácter
fálico-narcisista.

O sea, que Krohn, tributario de los desarrollos del psicoanálisis ame­


ricano en el estudio del Yo, contribuye con un cuidadoso trabajo a esta­
blecer la especificidad de su estructura en la histeria, apelando a una
amplia gama de autores y de posturas para la construcción final del mo­
delo (Rapaport, Shafer, Abse, Kernberg, Shapiro, Federn, Siegman,
Zetzel, Fairbairn), y cuando lo contrasta con los otros esquemas aporta­
dos anteriormente por la literatura (Wittels, Reich, Chodoff y Lyon,
Marmor), recalca que el fracaso de estos intentos en establecer un orden
en la nosología de la histeria radicaría en la no inclusión del estudio del
Yo en la diferenciación de los distintos cuadros. Esta deficiencia sería
la responsable de la confusión y desorden en que se encuentra la histe­
ria, ya que todas las propuestas se basan exclusivamente en la especifica­
ción de la etapa del desarrollo libidinal alcanzado («cuando el Yo no es
tomado en cuenta, las discusiones concernientes al nivel libidinal alcan­
zado se parecen a las discusiones sobre el número de ángeles o cómo en­
contrar una aguja en un pajar», pág. 84). Pero, sorprendentemente, el
mismo Krohn en la explicación última del origen de los síntomas y con­
flictos de Dora, retoma los planteamientos más estrictamente «instinti-
vistas» haciendo recaer las causas en el supuesto falicismo-deseo homo­
sexual de Dora, deseo que es comprendido en su más concreta acepción,
en la más estricta literalidad simbólica del fantasma, como el deseo de
poseer un pene propio.
¿Es esto lo que la clínica sugiere, que la histérica es una homosexual
latente? Después de declarar la necesidad y la conveniencia de contem­
plar el estudio del Yo para delimitar las histerias orales o psicóticas de
las genitales, de señalar la importancia de distinguir un pluralismo de
cuadros —el carácter fálico-narcisista, por ejemplo—, Krohn en 1982
vuelve a reducir el pluralismo y sostener la fijación de la histeria a la eta­
pa del Edipo negativo y a recalcar que sólo se terminará comprendiendo
cabalmente a la histeria cuando se analice a fondo su hostilidad hacia
el hombre. Lamentamos que una línea tan promisoria como la que
Krohn había iniciado en su monografía, fuera posteriormente abando­
nada, y si transcribimos en tanto detalle sus comentarios sobre el caso
Dora, es porque creemos que Krohn personifica una orientación vigente
del psicoanálisis actual (Kohon, 1984). Posición que discutiremos y que
se erige en un polo de la teorización, el otro polo lo constituyen las ideas
de Lacan y sus continuadores.

Lacan en su relectura de Freud rescata el psicoanálisis y la histérica


de una concepción reificada del objeto, al puntualizar que no es el pene
lo que la histérica persigue, sino el falo. Falo, que designa justamente
aquello que desde la perspectiva imaginaria del niño le falta a la madre,
ya que a la mujer y a la madre en realidad no le falta nada, y que se
convertirá en el significado privilegiado que designará sólo aquello que
es una falta, y no sustancialidad alguna real o fantaseada. Sobre el con­
cepto de falo —basado en la teoría infantil— , Lacan hace pivotear gran
parte de sus ideas, ya que en tanto representación de una ausencia, de
una falta, el falo se presta para hacer girar sobre sí tanto al deseo como
al objeto. La niña se introducirá en el complejo de Edipo en tanto no
posee el falo, y deseará el pene del padre para recibir de él un sustituto
simbólico del falo: el hijo. ¿Pero cómo instituye la niña al padre como
objeto de su deseo, si ni el objeto —el padre— ni el deseo —sexual de
ser penetrada— han sido las experiencias sobre las que la niña ha transi­
tado, creyendo ser o poseer el falo que concebía entre ella y la madre?
Lacan (1956-57) puntualiza que justamente éste es el dilema de la histéri­
ca: no poder determinar el objeto de su deseo. Para hacerlo se lanza al
centro del triángulo edípico, de tal forma que siempre en una histeria
hay tres personajes. Es lo que resalta en el caso Dora, está el padre y
el señor K en posición simétrica y, simultáneamente, la señora K. El in­
terés de Dora al fijarse en el señor K no es excluyente de la señora K,
pues tal interés habría residido en la relación de los personajes de la pa­
reja y no en ellos por separado. Lacan sostiene que Dora desarrolla un
vínculo libidinal con el señor K, pero que «... la señora K, no es sólo
objeto elegido, ella es la pregunta de Dora y encarna a sus ojos la fun­
ción femenina, el misterio de su feminidad corporal; lo que Dora busca
en la señora K es una respuesta a su pregunta: ¿qué es una mujer? O
más precisamente: ¿cómo puede aceptarse como objeto del deseo del
hombre?» (pág. 159). Para abordar este interrogante, para saber sobre
la sexualidad femenina, se identificaría con el hombre, de ahí su identi­
ficación con el señor K y con Freud durante el tratamiento. O sea, que
si el hombre cobra importancia para la histérica, es porque éste se sitúa
en el circuito del deseo de otra mujer, pero la condición de este drcuito
es que la otra mujer sea deseada por el hombre. De ahí que el plantea­
miento se cierra en la afirmación de que el acceso al objeto del deseo
(el padre, el hombre) es otorgado por un tercero (la madre, otra mujer),
lo que se desprende del enunciado general: el objeto del deseo se institu­
ye por mediación, es el objeto del deseo del otro. En esta problemática
es donde la histérica quedaría atrapada, oscilando e interrogándose, es­
pecialmente si ei hombre —como en el caso de Dora— sufre de alguna
carencia fálica, en un incesante deseo de deseo y, por tanto, esencial­
mente insatisfecho.

Siguiendo las ideas de Lacan, Perrier (1974) pormenoriza el falicis-


mo de la histérica centrándolo básicamente en los mecanismos de identi­
ficación. Por un lado, en la exaltación del cuidado y la belleza corporal
la mujer histérica identificaría su cuerpo con el falo; a su vez se identifi­
caría al hombre en un doble aspecto, a su deseo —tratando de averiguar
por procuración cómo y qué es una mujer— y a su Ideal del Yo masculi­
no, según Perrier para comprobar, compitiendo con él, la carencia fáli­
ca del hombre. También la fantasía bisexuada de la histérica es com­
prendida como una doble identificación, al Yo Ideal homosexuado de
su madre edípica, pero rechazado en tanto modelo de feminidad desva­
lorizada, y al Ideal del Yo del padre —idealizado y, por tanto,
anhelado— , pero al que se intenta denigrar por competencia narcisista.

Ahora bien, así como Freud fue conducido a gran parte de los descu­
brimientos psicoanalíticos —la sexualidad en la etiología de la neurosis,
la transferencia, la estructura del síntoma— a partir del estudio de la
histeria, también Lacan encuentra en la histeria tanto el paradigma de
uno de sus planteamientos básicos —el deseo es siempre el deseo del
otro— como la clara ilustración de uno de sus replanteamientos y polé­
micas centrales con el psicoanálisis posfreudiano: la relación de objeto
no se da en forma directa y simple entre un sujeto y un objeto, sino que
siempre se halla mediada por un tercer término: el falo. Esta virtud de
la histeria —ser el modelo ejemplar de la teoría— sin embargo se ha
convertido, en nuestra opinión, en un obstáculo para su cabal compren­
sión psicopatológica, pues al tratarse de una hipótesis de tal nivel de ge­
neralización y poder de inclusión —la estructura del deseo humano es
histérica, todo sujeto es entonces histérico— hasta se desdibuja la con­
tribución que esta explicación aporta a la comprensión de la sugestiona-*
bilidad presente en su sintomatología.

A manera de síntesis, se perfilan dos tendencias claras en el psicoi


análisis actual acerca de la comprensión del falicismo de la histeria.
Una, como sinónimo de homosexualidad, de disputa del rol del padre
en la posesión de la madre, de masculinización del deseo, es decir, la
más plena expresión del «mayor monto de bisexualidad presente en la
mujer». Remanentes de la orientación biologista que aún domina cier­
tos sectores de la teoría, especialmente —como lo hemos subrayado en
la parte primera— en lo que se refiere al desarrollo psicosexual de la ni­
ña y a la concepción de la supuesta masculinidad de sus primeros años
de vida. Otra, como ilusión de totalidad, de narcisismo satisfecho, de
poder, de sustitución de «la hiancia constitutiva del hombre» (Lacan).
Desde esta orientación el falicismo de la histérica no sólo se aparta de
toda biologización, sino que tal falicismo es una construcción esencial­
mente fantasmática y un efecto de la estructura del lenguaje, que rompe
amarras con cualquier forma de naturalismo, apartándose de toda apa­
riencia de masculinización, ya que la mujer más femenina ejercería una
estrategia de poder en la así llamada «feminidad como mascarada».

Las ideas de Lacan han significado un paso fundamental en la com­


prensión del falicismo, y concordamos con ellas en términos generales,
aunque en el tratamiento particularizado que hace de este punto en el
caso de la histeria nos surgen algunas dudas. Hemos tomado en primer
término como base del análisis la propuesta que aparece en el Seminario
de las Relaciones de Objeto (1956-57), época en la cual la histeria era
aún incluida en un modelo psicopatológico (según los discípulos y segui­
dores de Lacan es posible distinguir épocas en su producción teórica,
que se han dado en llamar Lacan I y II), posteriormente discutiremos
su segunda proposición, el discurso histérico.

¿Por qué, si se insiste tanto en la barra divisoria entre significante


y significado, y en el falo en tanto significante opuesto a cualquier mate­
rialidad dada, se concibe a la mujer histérica interrogándose sobre la fe­
m inidad corporal y cómo haría una mujer para aceptarse como objeto
del deseo del hombre? Pero, ¿de qué deseo, el sexual? ¿Por qué com­
prender la inmensa y compleja red simbólica de significaciones «fálicas»
en que se hallan inmersos el hombre y la mujer, exclusivamente en el te­
rreno de la sexualidad? ¿No sería más consecuente considerar la sexuali­
dad de la misma forma que se hizo con el pene y su relación con el falo,
verla como una imaginarización, un efecto de una estructura simbólica
en la cual el narcisismo es lo determinante? ¿Estará insatisfecha la histé­
rica porque encarna el deseo, o justamente por haber sido elegida para
encarnarlo y no encontrar en el sistema de representaciones que se le
ofrecen para definirse, otras formas, otros significantes que la ayuden
a representarse como sujeto? ¿Si la histérica se resiste a concebirse como
«objeto causa de» es por su identificación latente con el falo, o más bien
por un desesperado intento de zafarse de una sexualidad a la que se erige
como la totalidad de su persona?

Sólo podríamos apoyar la propuesta lacaniana de que la histérica no


puede determinar el objeto de su deseo, siempre que se entienda esta
fórmula como referida a la oposición entre dos deseos: el sexual —por
el objeto del otro sexo— y el narcisista de reivindicación de su género.
Si por un lado Dora acepta su deseo sexual por el señor K, no puede
dejar de sentirse humillada y comparada con Frau K, a quien el señor
K con anterioridad sedujo y abandonó, si por el otro, cuida su narcisis­
mo ligado al género, mutila su deseo sexual. Pero la feminidad que le
preocupa a la histérica, como a Dora, no es únicamente la corporal, sino
precisamente una fem inidad que no quede reducida a lo corporal, a su
sexualidad. Así como cuando el falo se imaginariza en el pene, éste se
convierte en el centro de las preocupaciones, cuando «el ser mujer» se
imaginariza bajo la forma del cuerpo, éste se perturba.

¿El polimorfismo de que hace gala la histeria —la borderline, la in­


fantil, la histriónica o la fálico-narcisista— no tiene ninguna relevancia,
o nos está señalando un camino a través del cual la resistencia a ser obje­
to de deseo puede ser interrogada? Coincidimos con Perrier en que la
histeria de los años 80 es cada vez más «el lado ofensivo de la histérica»,
la forma clínica descripta por Reich, el carácter fálico-narcisista que en
los años 30 era poco frecuente en la mujer. De todas las histerias, es la
única que no adoptaría la máscara o el simulacro de la feminidad, no
se presenta ni dependiente, ni inferior. ¿Será por eso que se la considera
narcisista? La fálico-narcisista no se arroja al suelo, ni hace escenas con
el cuerpo, sino que habla, pelea, reivindica. ¿Pero cuál es su reclamo?
El del derecho a una vida similar a la del hombre, ya que su Ideal del
Yo del género aspira para sí a desempeñar roles tipificados socialmente
como masculinos, y el desarrollo del Yo alcanzado le permite obtenerlos
si se lo propone. Para el logro de este objetivo puede decidir mutilar la
feminidad tradicional y no buscar ni el amor ni la sexualidad, o puede
tratar de integrarlos pero con tanto celo de que su feminidad corra el
riesgo de verse devaluada, que los conflictos inherentes a toda relación
amorosa o sexual serán considerados afrentas narcisísticas a su posición
de sujeto de deseo.
LA FEMINIDAD Y /O «NORMALIDAD»
DE LA HISTERIA

Partiendo de las concepciones más radicales sobre la gravedad y ca­


rácter regresivo de la histeria, las así llamadas histeria oral o «maligna»,
hemos llegado, a través de un recorrido de las diferentes propuestas ha§-
ta las formulaciones, también reiteradas y frecuentes en la literatura, so­
bre la aparente obligatoriedad en el curso de la vida de una mujer, del
pasaje por una etapa histérica, o la identidad de estructura entre histeria
y feminidad (Freud, 1933; Lacan, 1956-57; Granoff y Perrier, 1964;
Aulagnier, 1966; Perrier, 1974; Nágera, 1975). En este terreno el psicoa­
nálisis, lejos de ser innovador, ha penetrado en una de las relaciones
consagradas por el saber múltiple —filosófico, literario, médico,
popular—: la mujer es histérica. ¿Ha contribuido el psicoanálisis a dar
cuenta de las razones de esta indisoluble amalgama o se ha sumado a
la perpetuación del mito? (Fendrik, 1976).

El punto de pasaje de la histeria a la feminidad «madura» quedará


ubicado para Freud en el levantamiento de la represión y en el ejercicio
pleno de la sexualidad, que se lograría abandonando «un montante de
actividad» —la sexualidad fálico-clitoridiana— , renuncia que permitiría
no sólo alcanzar la heterosexualidad, sino dejar de oscilar entre el Edipo
negativo y el positivo, y de esta manera sustituir el deseo de tener el pene
por el del hijo. Pero esta conceptualización continúa manteniendo, des­
de el punto de vista de la estructura del deseo y de la organización del
Yo una total equiparación entre histeria y feminidad, pues en última
instancia la más acabada feminidad no sería sino el deseo narcisista de
obtención del pene a través del hijo. En este sentido Freud concibe la
feminidad básicamente gobernada por un acentuado narcisismo: 1) pre­
fiere ser amada a amar; 2) practica el culto a su cuerpo, ya que cuanto
más atractivo más lo equipara a la posesión del pene envidiado en la
ecuación cuerpo-falo; 3) la elección de objeto es conforme al ideal narci-
sista de hombre que hubiera querido ser; 4) el hijo le deparará las satis­
facciones de todo aquello que de su complejo de masculinidad ella espe­
raba, y 5) la intensa envidia al pene presente en su vida psíquica es la
razón de su escaso sentido de justicia.

La teoría freudiana sobre la feminidad constituye una suerte de ta­


lón de Aquiles de la doctrina psicoanalítica. Las revisiones a esta altura
son numerosísimas, a las postulaciones sobre la feminidad primaria (ya
mencionadas) se suman las críticas a la posición prejuiciosa de Freud so­
bre la mujer (Irigaray, 1974; Kofman, 1980). Sin embargo un repaso de
estos desarrollos ulteriores produce la impresión de que si bien se acepta
la necesidad de un replanteamiento a fondo, las propuestas que se han
presentado como revisiones no sólo mantienen la estrecha relación entre
feminidad e histeria, sino que esta relación se ha consolidado. Las coor­
denadas sobre las que se ordena la feminidad son entonces las mismas
que para la neurosis: el deseo sexual y su estructuración en la trama edí-
pica. Además, en todo momento y en todos los autores —salvo Sto-
11er— existe una superposición total entre feminidad, sexualidad feme­
nina, zona erógena vaginal y elección de objeto heterosexual. Estos tér­
minos son prácticamente intercambiables y, en teoría al menos, tributa­
rios unos de otros, aunque algunos autores como Granoff y Perder
opongan algunas reservas *.

Lacan también centra la problemática de la mujer, su «extrañamien­


to», su rechazo como ser, en los dilemas a que se ve enfrentada por la
crisis de la castración. La feminidad, una «verdadera mujer», quedará
establecida si se estructura en ella la orientación hacia el padre, el hom­
bre, si se establece la heterosexualidad. Heterosexualidad que enmasca­
ra la búsqueda del hijo, en última instancia el falo que le dará la comple-
tud buscada. Para obtenerlo debe exhibirse y proponerse como objeto
de deseo, y esta posición implica una identificación latente con el falo,
es decir, que para «tener» el falo (debe buscar al hombre y a través de
él alcanzar la libidinización de la vagina y la heterosexualidad) debe «ser

* «Lo que vale la pena destacar es que la clínica nos muestra la precariedad de los es­
quemas edípicos en relación a las infinitas variaciones de las historias femeninas. No fal­
tan esquemas clínicos, pero todo transcurre como si la mujer, desde su origen, estuviera
en una relación privilegiada con lo real, que habría que tener en cuenta para no reducirla
a las modalidades o caracteres de su Edipo. Es así como se pueden ver hijos orales o anales
en mujeres preedípicas, del mismo modo que orgasmos rectales o vaginales en grandes in­
maduras, o a la inversa, frigideces irreductibles en sujetos muy edípicamente marcados»
(pág. 49).
el falo» (autosuficiente, narcisista). El deslizamiento desde la feminidad
a la histeria es fácil de suponer: en este permanente juego de ser y/o te­
ner el falo puede quedar atrapada y ser presa de lo que se define como
su estructura específica, el deseo en su carácter de insatisfacción esen­
cial.

En Lacan la histeria abandona el ámbito de la psicopatología en la


medida en que se presenta como el modo específico de estructuración
del deseo humano, de la transferencia, del Edipo y la bisexualidad, y a
través de la teorización última de este autor, de la estructura misma del
sujeto del inconsciente. En esta dirección histeria y feminidad son equi­
valentes, ya que la feminidad quedará definida: 1) a partir del deseo se­
xual; 2) a partir del deseo del otro a quien se dirige su deseo, es decir,
la dimensión intersubjetiva del deseo humano; 3) la bisexualidad, que
en el interior del Edipo aparece ligada a las identificaciones; 4) a la dia­
léctica de ser y tener el falo, y 5) al valor preponderante que toma la ex­
periencia patogénica de la pérdida del amor. De ahí que algunos auto­
res, como Perrier (1974), establecen una línea de demarcación entre una
histeria lograda, «normal» («como idéntica a uno de los registros fun­
damentales del deseo, la identificación imaginaria») y por otra parte
una histeria sintomal, la neurosis, y se inclinan a sostener una línea evo­
lutiva que necesariamente «debe pasar por los modos histéricos de ma­
duración libidinal».

Por tanto, la feminidad en tanto «verdadera» se constituiría en una


suerte de polo ideal, una especie de meta utópica, y en realidad toda mu­
jer sólo alcanzaría el rango de la feminidad en tanto máscara, engaño,
simulacro, pues permanecería tributaria de los modelos identificatorios
de la etapa fálica. Nuevamente la máscara alude a la falicidad subyacen­
te a esa aparente feminidad, ya que eliminada toda ilusión de feminidad
natural la mujer no puede sino ordenarse según las leyes del significante,
fundamentalmente del significante fálico. De ahí la expresión lacaniana
«la mujer no existe», ya que el significante que podría situarla es sólo
un significante perdido.

Quizá sea Piera Aulagnier (1966) quien mejor da cuenta de la inci­


dencia de lo simbólico en la estructuración de la mujer, al marcar que
la feminidad es ante todo una cuestión de hombres, descansando en su
condición de deseada, condición que sólo objetivará a través de la mira­
da masculina. Para Aulagnier en este punto residiría esa feminidad tan
envidiada y explorada, espiada, buscada, que toda mujer persigue. Si la
mujer está más o menos siempre en una relación de rivalidad con sus
semejantes (histeria normal), sería para constatar cuál es el rango de de-
seabilidad y cómo, a través de qué atributo, «la otra» logra despertaij
el deseo del hombre, investigación que también persigue a través del
hombre, buscando saber qué desea él en la otra mujer. En una producti|
vidad que toma como punto de partida ideas de Lacan, Piera Aulagnie^
se aparta un tanto de la formulación estructuralista ahistórica, de que
el hombre no tiene mejor suerte que la mujer en la organización de su
deseo (ya que también se halla marcado por la falta, pues en rigor él
tampoco es el falo, sólo posee un pene que lo simboliza).

Puntualiza una clara diferencia entre la estructura del deseo del


hombre y la mujer: mientras el hombre puede escindir el deseo del
amor, esto es imposible para la mujer. «En esta posibilidad y en esta
afirmación sustentará su potencia masculina, su orgullo, su narcisismo)))
quiere ser capaz de un deseo autónomo, en estado puro, frente al cual
la mujer sea un objeto intercambiable (sólo un «a»).» La estrategia mas­
culina para negar la castración, cuyo espectro se perfila sobre la castra­
ción materna, es entendida en estos términos por Aulagnier: «... si es
preciso el amor para que exista el deseo, entonces su supremacía fálica
revela estar sometida al antojo de la Otra: la mujer se acerca al lugar
vedado que tenía la madre, aquel cuya falta amenaza siempre con remi­
tir a la nada su papel de ser que desea. Pero si, por el contrario, cual­
quiera puede permitirle reconocerse como ser que desea, si cualquieí
mujer, sin que tenga ni un^ palabra que decir, y cualquiera que sea su
deseo le basta para que pueda afirmarse como amo del deseo, entonces
la amenaza materna es vana...» (pág. 71, subrayado del autor).

En cambio la mujer se declarará siempre partidaria del amor único,


ya que algo se opondría a que se conciba sólo como objeto de deseo,
siempre buscará el amor y sólo por amor logrará en el mejor de los casos
el goce sexual. No la hiere el ser deseada, lo que no puede tolerar y lo
siente como una decadencia es que el hombre le revele saber que ella no
es sólo deseable, sino sobre todo que está deseosa del deseo de él y que
se desenmascare su carencia. Tampoco soporta ser descubierta como su­
jeto de deseo. Pero, ¿por qué esta angustia, qué marca este corte tan ne­
to entre el hombre y la mujer, esta fractura entre el placer y el deseo que
se situaría en el nudo de la feminidad? Es que para la mujer, si experi­
mentar placer no puede transformarse en el signo de otra cosa, si descu­
bre que no es para el hombre sino el instrumento de un goce en el que el
amor no tiene lugar alguno, y si su propio placer le confirma que na revela­
do al compañero que a ella le falta algo, entonces se desmoronaría toda va­
lorización narcisística. De ahí que la mujer tome la vía del simulacro, del
engaño, de la mascarada (siendo ella misma la primera engañada) y con
extrema atención tratará de atisbar, desentrañar cómo él la desea y, sólo
«por amor» asumirá el papel que él propone y le será fiel, ya que el hom­
bre, siempre listo en la reivindicación de su autonomía de ser que desea, no
está dispuesto a considerar la reciprocidad cuando él no es el beneficiario.

Lo que surge como esclarecedor en el planteamiento de Aulagnier es la


articulación que establece entre la valoración narcisista y la sexualidad
como condición de acceso a la feminidad. Aunque también el clivaje entre
histeria y feminidad pasa por el logro o no del goce, este último sería de­
pendiente de un investimento narcisístico previo. Aulagnier sostiene que lo
que Freud denominó una feminidad normal implicaría que «...la mujer
haya podido hacer del deseo que brilla en la mirada del hombre la fuente
misma de su investidura narcisística, pues, no lo olvidemos, no se puede
amar si antes uno no se ama a sí mismo. Podrá aceptar saber que en cuan­
to sujeto de la carencia puede encontrar su lugar de deseada...» (pág. 88).
Si este prerrequisito no se cumple —la investidura narcisista del deseo
del hombre por ella— rehusará a su compañero todo surgimiento de pla­
cer, su frigidez desmentirá que el pene sea el emblema y la sede tanto
del goce como de la valoración narcisista y será él quien deberá interro­
garse acerca de qué es para ella el objeto del deseo. En el triunfo del en­
gaño la mujer recuperaría el poder, el falo, pero a costa de su goce.

Concordamos plenamente con este lúcido planteamiento de Aula­


gnier, salvo en un punto, y es el de instituir «al deseo que brilla en la
mirada del hombre en la fuente misma de la investidura narcisista» de
la mujer. Pensamos que es justamente esta reducción, la narcisización
de la mujer exclusivamente en torno a la sexualidad, la que la conduce
a exigir una legitimación del goce por el amor, o que en su defecto lo
rehúse. Por el contrario, pensamos que la condición que garantiza que
la mujer acepte de buen grado la mirada deseante del hombre, es que
sólo espere de ella el goce y que su narcisismo se halle asegurado por
medio de otrasfuentes, no sólo por medio de la sexualidad. Si la sexuali­
dad y sus avatares deben hacerse cargo exclusivamente del manteni­
miento de la autoestima del sujeto, inevitablemente la sexualidad se verá
comprometida y será gobernada por otras leyes que las del deseo sexual.
¿Acaso no es éste el drama del hombre histérico?
DORA, ¿HOMOSEXUALIDAD O TRASTORNO
NARCISISTA DEL GENERO?

MARCO FREUDIANO DE COMPRENSION DE LA HISTERIA

El eje de la interrogación freudiana sobre la histeria se condensa en


sus incógnitas frente a Dora: «¿cómo se explica su repulsa en la escena
del lago, o por lo menos la forma brutal, testimonio de indignación, de
dicha repulsa? ¿Cómo pudo una muchacha enamorada sentirse insulta­
da en una declaración que, según comprobaremos luego, no tuvo nada
de grosera, ni de ofensiva?» (pág. 38). En esta repulsa radica la condi­
ción según la cual Freud define la histeria: «...toda persona que en oca­
sión de una excitación sexual experimenta sentimientos preponderante
o exclusivamente displacenteros» (pág. 28), y esta subversión de los
afectos será explicada básicamente por la acción del mecanismo de re­
presión, que produce una metamorfosis tal, que en lugar de deseo se
manifiesta lo contrario, asco, repugnancia, rechazo. La razón funda­
mental que dispara la represión surge del carácter incestuoso y prohibi­
do de los deseos que se dirigen ya sea hacia el padre, el señor K o la seño­
ra K. La sexualidad infantil, los actos masturbatorios (temática del pri­
mer sueño), los deseos sexuales actuales (fantasías de desfloración, em­
barazo y parto en el segundo sueño) en conflicto con las ideas morales,
los sentimientos filiales y la culpa edípica encuentran como única solu­
ción la represión de toda manifestación sexual. Los síntomas corporales
(asma, jaqueca, tos y afonía) aparecen como la fractura al bloqueo de
la conciencia y el Superyo, y se abren camino hacia la satisfacción por
medio de la sustitución fantasmática.

Freud aporta la explicación, las determinaciones, las mediciones a


un saber profano que relacionaba desde los albores de la medicina la se­
xualidad a la histeria. En el marco freudiano los síntomas corporales,
la depresión de ánimo, las fantasías, sueños y problemática de Dora,
surgen de la insatisfacción del deseo sexual, de los celos y necesidad de
venganza sobre los agentes de su frustración sexual. En primer lugar,
básicamente su padre, que la relega doblemente por su madre y por la
señora K; luego el señor K, que, además de ser esposo de la amante de
su padre, seduce a una institutriz. Las coordenadas de la histeria se tra­
zan sobre estos hallazgos: conflicto edípico en el registro libidinal fálico,
triangularidad, represión, identificación histérica y conversión. Sin em­
bargo, aunque el desenlace del tratamiento presta más colorido a la tipi­
ficación histérica —Dora abandona la cura no satisfaciendo el deseo de
Freud—, el cierre lo deja insatisfecho y Freud se pregunta si habrá com­
prendido cabalmente a Dora. Pero ¿por qué Dora desea a la señora K
y no a la madre cuando en el historial el deseo heterosexual parecía po­
der deslizarse del padre al señor K y de éste al padre fácilmente? ¿Es que
acaso Dora desea en el fondo a su madre, siendo la señora K un sus­
tituto? ¿Hay simetría entre el desplazamiento del deseo del padre al
señor K por un lado, y por otro entre la madre y la señora K?

Veamos cómo caracterizaba Dora a las mujeres que la rodeaban. Su


madre: se trataba de una mujer poco ilustrada y sobre todo poco inteli­
gente, que al enfermar su marido había concentrado todos sus intereses
en el gobierno del hogar, ofreciendo una imagen completa de aquello
que Freud mismo calificaba de «psicosis del ama de casa». «... Falta de
toda comprensión para los intereses de sus hijos, se pasaba el día velan­
do por la limpieza de las habitaciones, los muebles y los utensilios, con
una exageración tal, que hacía casi imposible servirse o gozar de ellos.»
«... La muchacha hacía tiempo que no tenía prácticamente relación con
su madre, a la que criticaba duramente, y había escapado por completo
a su influencia» (pág. 20) *. Por el contrario, sabemos que a la señora K
—a pesar de ser su máxima rival— le profesaba una honda admiración,
habiendo mantenido una estrecha y confiada amistad. La seño­
ra K la había hecho confidente y consejera de su vida matrimonial y con
ella podía leer el libro de Mantegaza sobre la Fisiología del amor. Dora
admiraba el cuerpo de la señora K, quien conocía sus gustos y podía ele­
girle los regalos que la muchacha apreciaba, y, según palabras de Freud,
nunca había escuchado una sola palabra hostil contra aquella mujer.
Sabemos que esta inconsecuencia, este dato contradictorio en el esque­

* Este retrato materno es corroborado en la biografía de su familia aportada por


el hermano de Dora (Rogow, 1978).
ma de la triangularidad histérica, condujo finalmente a Freud hacia la
hipótesis de la existencia de corrientes afectivas masculinas hacia la se­
ñora K como el último estrato del inconsciente de Dora. En 1901-1905,
en pleno auge del descubrimiento de la importancia del deseo edípico se­
xual, Freud sustenta esta tesis hasta sus últimas consecuencias.

Pero el conocimiento psicoanalítico ha progresado lo suficiente para


que ochenta años después sea posible proponer otra perspectiva. Dora
se hallaba, efectivamente, más interesada en la mujer que en el hombre,
pero no en su sexo, sino en su feminidad, en la búsqueda de un ideal
de Yo femenino, que lejos de perfilarse como instituido y fácilmente lo-
calizable, se hallaba desdibujado. ¿Cómo podía su madre, mujer de po­
cas luces, cuyo padre descalificaba totalmente, y para quien «no signifi­
caba nada», que sólo podía reinar sobre los objetos del mundo domésti­
co, ser el ideal admirado de una muchacha como Dora, a quien Freud
describe «...como una joven madura de juicio muy independiente...»
(pág. 22), «...que rechazaba el cuidado de la casa y el trato social y pre­
fería estudios serios, cursos y conferencias para señoras...» (pág. 23).
La señora K parecía más indicada para ser y representar el modelo de
feminidad admirada, elegida por su padre y lectora de temas sexuales,
constituía un prototipo más valorizado. Si consideramos seriamente el
juicio de Freud sobre Dora como una mujer inteligente, ¿no es por obra
de esta inteligencia y a través de ella por lo que la relación con su madre
en tanto doble de su género y polo de identificación, es decir, en el regis­
tro narcisista, se podía ver seriamente\afectada?

El contraste entre la personalidad de los hombres y las mujeres es


tajante. Su padre: «...persona dominante en su círculo, tanto por su in­
teligencia y sus condiciones de carácter como por las circunstancias de
su vida...» (pág. 18). Gran industrial, de infatigable actividad y dotes
intelectuales poco vulgares, se hallaba en excelente situación económica.
Y su hermano, año y medio mayor, era «...el modelo a partir del cual
sus ambiciones se habían forjado» (pág. 21) *. ¿Cómo se articulan en
el interior del Ideal del Yo de Dora las ambiciones «masculinas», es de­
cir, el registro de un dominio de algo más allá del mundo doméstico ma­
terno, con el ideal femenino, en tanto complementaridad de lo que al
hombre le falta? En otras palabras, ¿cómo se armonizan los deseos nar-

* A partir de los trabajos de Rogow (1979), sabemos que el hermano de Dora, Otto
Bauer, fue uno de los principales líderes socialistas en Austria.
cisistas, las ambiciones que se tipifican en un terreno masculino, y el de­
seo sexual de Dora por un hombre, no para serlo, sino para tenerlo?

¿Cuáles eran las quejas de Dora? Ser sólo un objeto al servicio del
narcisismo de los personajes del drama. Objeto de transacción para el
padre, vendida al señor K, a cambio del silencio de aquél sobre sus rela­
ciones con la señora K; objeto del capricho sexual para el señor K, pues
Dora conocía el episodio de seducción que el señor K había tenido con
la institutriz; objeto encubridor para la señora K, ya que cultivando la
amistad con Dora se le facilitaba el acercamiento con el padre y objeto
aún para su propia institutriz, que utilizaba a la muchacha para seducir
al padre. ¿Cuáles eran los sentimientos que predominaban en Dora? La
indignación, la rabia narcisista, la humillación. Le indignaba que su pa­
dre la creyera una intrigante fantasiosa, aceptando la opinión de que
«tal escena del lago» no había tenido lugar, consistiendo sólo en un fe­
bril sueño de su mente erotizada. Le indignaba descubrir la falsedad de
la dedicación maternal de la institutriz, quien exhibía su devoción ante
la mirada de su padre. Le indignaba que el señor K considerara posible
un acercamiento erótico, que sugería más una burda seducción (equipa­
ración de Dora a la institutriz) que una pasión irrefrenable o un gran
amor. Le indignó finalmente la traición de la señora K. Ahora bien, ¿no
serán estos los términos racionalizadores preconscientes de formulación
del conflicto, cuando en realidad el deseo sexual reprimido, tanto hetero
como homosexual, sería el motivo real, generador de los síntomas y res­
ponsable de la histeria de Dora?

Freud sostiene que la pugna se entablaba entre la tentación de ceder


al deseo sexual y las resistencias a sucumbir a él. Entre los motivos de
la defensa enumera: razones de respetabilidad y cordura, hostilidad pro­
vocada por las confidencias de la institutriz y un elemento neurótico, la
represión sexual edípica (pág. 88). ¿Cómo se modifica la perspectiva
conceptual si a los primeros dos órdenes de motivos le otorgamos una
dimensión psicoanalítica dentro del marco del narcisismo? Se puede en­
tonces sostener que lo que se opone como repulsa, como rechazo, lo que
provoca la indignación de Dora no es solamente la transformación de
un impulso sexual en su contrario, en asco, asco ligado a la cloaca, al
flujo, al semen sifilítico, a la erección, sino que el asco o la repugnancia
física es una «conversión» de un sentimiento de humillación narcisista.
El narcisismo herido no deja que el deseo sexual se organice, porque a
pesar de que Dora entrevé que el valor máximo de la feminidad merodea
el sexo, la sexualidad que le toca vivir no se halla investida de un valor
narcisista y, por el contrario, se opone al narcisismo de su género, que
Dora trabajosamente intenta situar.

Se destaca el carácter incestuoso de los sentimientos de Dora como


el motivo de su honda represión y sus síntomas concomitantes, sin repa­
rar ni en el matiz incestuoso tanto de la proposición del señor K, como
de la complacencia con que el padre toleraba los avances de su amigo
hacia su hija, ni en los efectos desestructurantes que la transgresión a
la ley por parte de un adulto puede producir en la mente de una adoles­
cente. Transgresión que posteriormente no es asumida como libertad del
deseo o del amor, sino que cuando es desenmascarado por la denuncia
de Dora, el señor K no vacila en considerarse el «inocente seducido»
apelando a una supuesta perversión de la adolescente, «...con qué dere­
chos puede escandalizarse una muchacha que lee la Fisiología del
am or...» (pág. 88) argumentará el señor K. Sin lugar a dudas no se pue­
de subestimar el deseo edípico de Dora, el empuje sexual que una ado­
lescente puede abrigar hacia un padre atractivo y prestigiado, o por un
hombre adulto también apuesto que la requiere de amores, pero tam­
bién es necesario precisar el abismo de diferencias que existe entre el de-
seo sexual edípico de una niña por su padre en la etapa fálica y el com­
plejo universo psíquico en que ese deseo reemerge en una adolescente
como Dora. La niña puede vivir el espejismo de creerse reina porque pa­
pá la sube a sus rodillas, mientras mamá se halla ausente y sólo soñar
con alguna bruja nocturna, pero esta simplicidad del conflicto infantil,
el maniqueísmo con que se dibujan los buenos y los malos y la grandio­
sidad cómodamente sustentada de que gozan los ídolos, no se reencuen­
tra en la subjetividad de una adolescente debidamente normativizada y
sumida en la problemática de su feminidad secundaria.

Si Dora es «invitada» a olvidarse de su castidad con la anuencia de


su padre, ¿se asusta sólo de su empuje sexual o también se confunde
frente a lo que ella suponía que esperaban ambos de una «mujer que sig­
nificara algo», o sea, que contuviera su deseo?; ¿sólo se resiente porque
su padre la posterga sexualmente por la señora K o porque parece igno­
rar su papel de garante de la honorabilidad de su hija adolescente, es
decir, defensor del narcisismo de su feminidad incipiente? Padre que se
desentiende de su tratamiento con Freud en la medida en que no la con­
duce a encubrir sus relaciones con la señora K. ¿La indignación de Do­
ra, no era al mismo tiempo una lúcida captación sobre su poca impor­
tancia como ser humano, como otro significativo para su padre, a quien
ella consideraba su Ideal del Yo, ideal que no sólo no la reconocía, sino
que tampoco lograba sostenerse en tanto tal? Se ha insistido en m «ca­
rencia fálica» que ofrecía como imagen el padre de Dora, por la impo­
tencia postsifilítica que sufría, sin jerarquizar que el desmoronamiento
que tiene lugar es el de su talla en tanto garante del honor, categoría que
sobrepasa la falicidad peneana. ¿Cómo hará Dora para sentir en forma
fresca, espontánea, sin conflicto, su deseo sexual? ¿La insistencia freu-
diana justamente en este punto, en su masturbación infantil, en su deseo
sexual no correspondido, no ubicaban a Dora exclusivamente comp una
adolescente «alborotada», obsesionada por el sexo, lo que la humillaba
y confundía una vez más?

¿En qué consiste la especificidad de la lucha fálica que se desarrolla en­


tre el hombre, el médico, el amo y la histérica, sino en una lucha de poder,
de mayor reconocimiento? Dora era susceptible, no aceptaba el menospre­
cio al género, si huía de su madre era probablemente por horror a la in­
ferioridad y no por falta de sentimientos filiales. No quería ser reducida
a la mujer-mucama que mantiene limpia la casa, ni tampoco a la que
accede al erotismo libre de atadura superyoicas, pero no sólo por moral
victoriana, sino por un hondo conflicto narcisista en que el sexo se cons­
tituye en signo de degradación para la mujer («seducida y abandonada»).
Dora odiaba el modelo femenino aportado por su madre, en tanto re­
chazada y menospreciada por los hombres de la casa, con quienes Dora
se identificaba en sus ideales y ambiciones. La señora K personificaba
otro ideal, deseada y apreciada por su padre, tolerada en su doble vida
por su marido; madre y enfermera devota del hombre amado; poseedo­
ra de un «saber sexual» que compartía con Dora, a quien hacía su confi­
dente y amiga. En este acto la señora K introducía a Dora en el mundo
de los adultos, de la mujer en tanto tal. Si algo Dora deseaba era esta
formación que no podía recibir de su madre. ¿Qué sienten las mujeres,
qué viven las mujeres en relación a los hombres?

Si hay algo «homosexual» en la histérica es su deseo de homologa­


ción y de conocimiento sobre su género, sobre las conductas, activida­
des y sentimientos que definen a una mujer en sus distintas y específicas
funciones. Si para «saber sobre la mujer» la mujer se dirige al hombre,
al amante, no es por homosexualidad latente, buscando que el hombre
le hable de las mujeres, ni por una sofisticada relación con el «saber so­
bre el objeto de la tendencia», sino porque la intimidad sexual es el úni­
co ámbito de discurso sexual permitido y existente para una adolescente.
Dora, por la peculiaridad del pacto perverso vigente entre los protago­
nistas del drama, había tenido acceso al conocimiento sexual a través de
la intimidad con una mujer. Si el señor K pudo enarbolar la acusación
contra Dora para defenderse de su responsabilidad en la escena del lago,
la muchacha sabía que la informante era la señora K, la única testigo
de sus confidencias y con quien compartía la lectura de la Fisiología del
amor. ¿Estos hechos no le demostrarían dolorosamente a Dora que tan­
to para el hombre como para la mujer la sexualidad en la mujer no es
un atributo que la engrandece, la valorice, que no es una virtud, sino
una degradación? Lo que Dora llamó «la traición de la señora K» con­
siste en la traición que la propia mujer se hace a sí misma al no recono­
cerse el derecho a la actividad sexual, identificada a los paradigmas y
sistemas de representaciones del hombre de nuestra cultura.

¿No es éste también el conflicto de la histérica, cómo gozar sexual-


mente en un mundo en que tanto las mujeres como los hombres no con­
sideran este goce como legítimo y engrandecedor de la mujer? Es llama­
tivo que la intensidad del conflicto edípico (el deseo sexual de Dora por
su padre) no entorpeciera la relación amistosa y de compañerismo que
mantenía tanto con la señora K como con su propia institutriz, a quienes
sabía enamoradas de su padre. Sólo se desató la furia narcisista de Dora
cuando advirtió que por sí misma «no representaba nada para ellas»,
que en ausencia de su padre la institutriz se mostraba indiferente a la
joven. «Mi mujer no significa nada para mí», en boca de su padre y del
señor K, o la conducta de la institutriz encerraban un mismo significa­
do, la descalificación de su género. La herida infligida era al narcisismo,
más que a la libido. A su vez, Dora «no significaba nada» para las pro­
pias mujeres que sucesivamente fue considerando sus modelos —la ins­
titutriz, la señora K—, pero al menos la señora K significaba algo para
los hombres. Si la única mujer del universo simbólico de Dora se desmo­
ronaba, ¿quién podía sostener entonces la valorización de la feminidad?
Sólo la bofetada, que, en tanto reacción, se hacía cargo de la defensa
del género como algo más que la entrega del cuerpo. Tal es así, que los
síntomas por los cuales el padre se dirige a Freud en búsqueda de ayuda
en el epílogo de los sucesos del lago, son básicamente una intensa depre­
sión que conduce a Dora a ideas de suicidio y a una creciente asociabili-
dad. ¿Cómo entender estos síntomas en el interior de un cuadro de his­
teria? ¿Son pertinentes a su dinámica interna o pertenecen a otra serie
psicopatológica? Parecieran corresponder a las reacciones de una depre­
sión narcisista (Bleichmar, H., 1976, 1981).

La tesis que emerge, entonces, no es que la mujer histérica rechace


al hombre a causa de su corriente homosexual o por un acentuado narci­
sismo —producto de alguna fijación a una etapa fálico uretral de su
deseo— , sino que la mujer histérica rechaza al hombre porque no en­
cuentra otra form a de valorar a la mujer que hay en ella, siendo el pre­
cio que tiene que pagar, el de una lucha sexista entre ella y el hombre
que ama.

La importancia de la inclusión de la problemática narcisista en la


comprensión de la histeria reside en que permite entender cómo la per­
sonalidad infantil o dependiente, la personalidad histérica y el carácter
fálico narcisista en la mujer se delimitan como una serie psicopatológica
cuyo eje es el grado de aceptación o rechazo de los estereotipos vigentes
de la feminidad. Cuando más acepte la mujer los estereotipos de nuestra
cultura sobre los valores «intrínsecamente femeninos», más se aproxi­
mará a la personalidad histérico-infantil o dependiente. Su sexualidad
podrá permanecer en un letargo asintomático, si sobre ella no se inviste
ningún valor, o la rechazará como lo prescribe el modelo de la pureza.
Cuanto más aspire a una equiparación al hombre, más competitiva,
«castradora» y mayor dificultad tendrá en aceptarse «objeto causa del
deseo», pues se sentirá reducida a un cuerpo que goza, y no es esta meta
la que su Ideal del Yo le impone. La identificación al padre es una direc­
ción obligada si la mujer es consciente de su condición y no la acepta,
sino que se rebela, pues ¿qué la llevaría a identificarse a la madre desva­
lorizada sino un secular sometimiento que ha sido considerado parte de
su «naturaleza» masoquista?

Existe otra dimensión en el deseo del hombre por la mujer que ésta
se halla ávida por escudriñar y descubrir: si este deseo recubre algo más
que su sexo, si el padre que comienza a ser atraído por la grácil jovencita
también reconoce en ella algo más que un cuerpo. ¿Acaso no era esto
lo que Dora sentía a los dieciocho años cuando escuchaba: «mi mujer
no es nada para mí»? ¿Qué destino podía imaginar para sí como futura
mujer, si la señora K, la única jerarquizada dentro de ese conjunto, tam­
bién caía a la categoría de una nada? Al falo no se lo busca como flecha
indicadora que conduzca al tercero femenino, no se trata de otra mujer
a la que se desea sexualmente, sino una mujer que represente una ima­
gen valorizada de la feminidad. Es una búsqueda desesperada por la rei­
vindicación narcisista de un género poco narcisizado en la historia de la
cultura
HISTERIA Y GENERO
El feminismo espontáneo de la histeria

«L a mujer se define como un ser hum ano


en busca de valores en el seno de un m undo de
valores... vacilante entre el papel de objeto, de
otro que le es propuesto y la reivindicación de
su libertad.»

SlMONE DE BEAUVOIR

¿Cómo componer el rompecabezas? Por de pronto, resulta imposi­


ble seguir denominando en singular la histeria, es decir, mantener una
categoría unitaria para englobar configuraciones que se diferencian
marcadamente entre sí. Queda la alternativa de pluralizar —las
histerias—, conservando la denominación prefreudiana y añadiendo la
especificidad que le corresponda. Pero, ¿cuál sería entonces el denomi­
nador común entre una borderline-histérica y una mujer con frigidez,
entre un carácter fálico-narcisista y un síntoma conversivo en una mujer
obsesiva? ¿El conflicto sexual subyacente, la estructura del deseo o el
hecho de tratarse de la psicopatología de la mujer? ¿Es que la histeria
tiene un carácter universal del que la ciencia da cuenta, o ésta no escapa
a la imprecisión del saber popular, ya que cuando describe el sobrecom-
promiso emocional de la personalidad histérica se acota que «observa­
dores no sofisticados consideran este rasgo típicamente feminino»?
(Kernberg, 1975, pág. 14). Y los observadores calificados, ¿cómo lo
consideran? Un dato significativo son las estadísicas sobre las que se
confeccionó la DSM-III. Tanto la personalidad borderline, la depen­
diente (lo que correspondería a la personalidad infantil de la ICD-9), la
personalidad histriónica (histérica en clasificaciones anteriores), como
los síntomas somatoformes (que incluyen conversiones y somatizacio-
nes) y los del área sexual muestran una clara prevalencia en la población
femenina. ¿Podríamos sostener que esta serie de cuadros constituyen un
eje por el que transita la mujer, avatares del género femenino?

La personalidad dependiente es descripta en los siguientes términoá


en la DSM-III: «El sujeto pasivamente permite que otro asuma la res­
ponsabilidad en áreas mayores de su vida a causa de un déficit de con­
fianza y de inhabilidad para funcionar independiente; se subordinan las
propias necesidades a la de los otros, de los cuales ella o él dependen,
Generalmente los que sufren de esta condición tienen serios problema^
en hacer manifiestos sus deseos y demandas, por temor a poner en ries­
go la relación de la cual dependen y verse forzados a hacerse cargo de
ellos mismos. Por ejemplo, una esposa puede tolerar abusos físicos de
su marido por temor a ser abandonada. Invariablemente existe un défi­
cit de autoestima y minimizan sus habilidades y poder, sintiéndose im­
potentes y desamparados. La ansiedad y la depresión son los rasgos aso­
ciados, y, a menos que el sujeto se halle seguro sobre la relación que
satisface su necesidad de dependencia, la preocupación invariable y
permanente es la posibilidad de ser abandonada» (págs. 324-25). ¿No
constituye esta descripción un colosal mural de la mujer en nuestra so­
ciedad?

Krohn (1978) se dispone a pulverizar el tan mentado mito ae la ino­


cencia y la pasividad en este cuadro. Sostiene que no sólo es la expresión
de una fijación o regresión libidinal, sino una fantasía defensiva para
reforzar la negación de la erotización y de la agresividad. Proclamando
el deseo de una estrecha, cálida y honesta relación con un hombre dulce,
suave y sensitivo la histérica evitaría el reconocimiento de su excitación
sexual. «Si tal fantasía es evaluada como teniendo una real base oral,
y las interpretaciones son guiadas hacia los presumibles conflictos ora­
les, la estructura defensiva de la histérica será a menudo reforzada por
la fantasía de una pequeña chiquilina con conflictos acerca de la alimen­
tación y el cuidado, evitando poner de manifiesto el potencial agresivo
y autodestructivo» (pág. 224). No hay ninguna duda de que la inocencia
y la pasividad constituyen un mito en la histérica, y coincidimos con
Krohn en desechar la tesis de la fijación oral, pero en este mito no se halla
incluido sólo un peculiar método de enfrentar el conflicto edípico. Si la
histérica es dependiente y pasiva, ejemplificando la condición esencial de
la mujer en nuestra cultura, esta defensa es la expresión de una condición
de estructura. ¿Acaso en «la dote» psicológica que debe aportar una jo­
ven para ser elevada a la categoría de mujer digna, o sea, casarse, no
constituyen la virginidad y la sumisión uno de los rasgos más preciados?
Este mito es cuidadosamente construido en la formación de la joven
para esperar y conquistar por medios pasivos —su belleza y gracia— un
hombre que la conducirá a su destino. ¿No resulta lógico suponer que
la histérica encuentre facilitada la vía para adjudicar al hombre, ser la
fuente de deseos sexuales y agresivos que no puede reconocer en sí mis­
ma? ¿Por qué se ha jerarquizado, con tanto énfasis, que la histérica tie­
ne siempre el sentimiento de que es el otro el provocador de sus deseos
sexuales y agresivos, y no se ha reconocido que el mandato de la pasivi­
dad secularmente mantenido por la cultura también compromete la
mente, la acción y la representación que ella elabora sobre su capacidad
para producir efectos en la realidad, aspectos de la personalidad que ex­
ceden el campo de los impulsos? ¿Por qué se ha reducido la problemáti­
ca de la histérica a la sexualidad? Pero junto a esta histérica pasiva y
dependiente que se especializa en desembarazarse de toda responsabili­
dad por sus deseos y acciones, encontramos la silueta opuesta, la fálico-
narcisista, empeñada en la decisión activa, exquisitamente sensible a
cualquier mención descalificadora. ¿Una es más oral y la otra más fáli-
ca? ¿O debemos inclinarnos a pensar las diferencias entre un cuadro y
otro como diferentes potenciales del Yo y del Ideal del Yo, no de los im­
pulsos? ¿Es en este punto donde, al decir de Granoff y Perrier, «todo
transcurre como si la mujer, desde su origen, estuviera en una relación
privilegiada con lo real, que habría que tener en cuenta para no reducir­
la a las modalidades o caracteres del Edipo»? (pág. 49).

El psicoanálisis significó una revolución en el conocimiento, al per­


mitir el salto de la psicofisiología del cuerpo —del cuerpo objeto al cuer­
po vivido por el sujeto— a la cabal comprensión de un cuerpo-humano.
La histeria dejó de ser un útero que afectaba la psique, una especie de
maldición de la naturaleza biológica femenina para convertirse en un
efecto del fantasma sexual, de la sexualidad en tanto actividad humana,
psíquica, vivencial. El deseo sexual ocupó el centro del sistema y la de­
mostración de su surgimiento y organización en el seno de la relación
parental del triángulo edípico, subjetivizó el deseo arrancándolo de su
base animal, demostrando que la gente se enferma no por ignorancia de
las leyes biológicas, sino porque el deseo sexual debe ser reprimido, tal
como la ley de la cultura lo exige. Freud comprendió a la histérica, pero
ésta habría permanecido insatisfecha a causa de su subterránea e irre­
ductible masculinidad.

Cuando Lacan propone el retorno a Freud —para rescatar el psico­


análisis de las desviaciones tanto de la psicología del Yo americana
como del enfoque kleiniano de las relaciones de objeto sin mediación-i
y sostiene el imperativo de contemplar el orden simbólico en el cual el
sujeto se inscribe, la histérica ve renovada sus esperanzas de ser comí
prendida, sobre todo si la propuesta incluye la explicación de por quéj
la histérica siempre abriga esperanzas.

En el seminario de 1969-70 Lacan ubica la histeria como uno de los


cuatro discursos —junto al del amo, al de la Universidad y al del analis^
ta—, es decir, como un total efecto de la cadena significante. El del amo
sería aquel en el cual existiría una supuesta identidad entre el sujeto y
el significante, es decir, el que se cree dueño de la verdad, siendo el de
la Universidad su versión moderna: la burocracia. Por el contrario, el
del analista consistiría en el que renuncia a todo intento de gobernar o
educar, como lo soñaba Freud. ¿Y el discurso histérico? Significativa^
mente este discurso no es universal, sino que está singularizado, es «el
de la histérica». Sin embargo es considerado un modelo ejemplar del
discurso del analizando, que buscaría al otro: amo, Universidad o ana­
lista para que le descubra la clave de su destino. Si obtiene una respuesta
cualquiera, irreductiblemente queda cosificada, definida por otro, redu­
cida a objeto del deseo del otro y entonces la rechazará. Por eso, según
Lacan, ante ella todo amo perderá su máscara y se reconocerá castrado,
castración que no involucraría la más mínima intencionalidad, sino que
sería un puro efecto de la estructura que determina la demanda.

Pero a pesar de estas buenas intenciones y del intento de compren­


derla tan castrada como al hombre —que también viviría engañado en
la máscara de su completud fálica (imaginarizada como posesión del
pene)— , la histérica sigue interrogándose si en la estructura del lengua­
je, o en las leyes de la cultura, o en las convenciones sociales, o en los
mitos sobre la mujer, esa categoría de objeto a la cual se halla condena­
da no podría revisarse, ya que Lacan ha logrado arrancarla de la psico-
patología, pero ha fracasado en narcisizarla. ¿Por qué la impotencia del
saber que la histérica engendraría provoca «...que su discurso se anime
del deseo...» (Lacan, 1970, pág. 74). ¿Por qué esa tendencia distintiva
a la erotización? Cada vez que la mujer oye hablar de ella, lee sobre lo
que es ella, estudia su tema, fantasea su destino, sueña sus deseos, irre­
mediablemente aparece el deseo sexual, la meta del orgasmo vaginal, el
hombre como objetivo de su vida... ¿Es esto cierto, o el malestar histéri­
co reside justamente en la reducción de su condición humana a su sexua­
lidad, en la superposición y confusión entre feminidad y sexualidad, en­
tre su ser social y su erotismo?
Si se establece claramente la diferencia conceptual entre feminidad
y sexualidad femenina pensamos que es posible una mejor comprensión
de la histeria, ya que la feminidad constituye un continente negro, un
enigma quizá mucho más ignorado tanto para la mujer como para el
hombre que el constituido por la sexualidad femenina. La feminidad no
tiene que ver con el deseo sexual, ni con ningún conjunto de pulsiones,
aunque éstas pudieran quedar por fuera del ámbito de la represión
(Montrelay, 1970), sino con el conjunto de convenciones que cada socie­
dad sostiene como tipificadores de lo femenino y lo masculino. La con­
ducta sexual de un hombre, su relación con la mujer, hablarán de su vi­
rilidad, pero la masculinidad de un hombre incluye valores como el co­
raje, la fuerza, la capacidad de decisión que podrán hacerlo más precia­
do a los ojos de una mujer, pero hasta ahora estos ragos no parecen pro­
venir de ningún substrato sexual, a menos que le otorguemos al pene es­
tos atributos. Si no lo son del pene, sino del falo, ¿no es entonces el falo
un significante de los valores e ideales masculinos de nuestra cultura y
es esta instancia en tanto orden simbólico, cadena significante pero con
significados bien abrochados, los que definen y tipifican qué es una mu­
jer y qué es un hombre? Si es justamente la histérica la que se interroga
sobre esta cuestión, es por una vaga e incipiente conciencia de su insatis­
facción en cuanto a una imposición que no surge precisamente de su
«naturaleza», sino de un orden ajeno que la tipifica como objeto, tipifi­
cación a la que se resiste.

Al naturalismo de lo biológico en que éste generaría obligatoriamen­


te un efecto, Lacan agrega Otro naturalismo —en el sentido de aquello
que no puede ser de otra manera— , el del significante: la histérica es his­
térica pues está marcada por el lenguaje como ser de una «falta» no so-
lucionable. Obviamente esta histérica lacaniana ya no es la de la psico-
patología, sólo se ha mantenido la denominación para referirse a una
categoría que adquiere sentido en el interior de las coordenadas laca-
nianas.

Pero en este juego de la polisemia, tan peculiar a su estilo, mientras


por un lado enriquece, pues se amplía la problemática, por el otro se
pierde por lo que se sustrae, con el agravante de que el abandono queda
disimulado en la suposición que la nueva categoría explicita y contiene
también a la antigua, sin reparar que se hallan ubicadas en dos órdenes
diferentes. En el caso de la histeria de la psicopatología el interro­
gante pendiente es sobre la muy distinta incidencia en el hombre y en
la mujer.
Aunque la histérica llegue a aceptar la aparente simetría que se le
propone —tanto el hombre como la mujer son sujetos de la carencial
ambos se dan lo que no tienen—, seguirá en la búsqueda del falo, por«
que éste simboliza una soberanía que se ejerce en otros dominios más
allá del amor y la sexualidad. Y son esos otros dominios en los que la
mujer constata también su sujeción, su inferioridad, su falta de deci-A
sión, su ausencia de deseo. Si para saber cómo es una mujer en la cama,
la histérica tiene que averiguarlo a través del hombre que le hable o la
dirija hacia otra mujer en calidad de modelo, ¿a quién puede dirigirse
para saber de trabajo o negocios que le permitan su autonomía material^
para saber de la historia del mundo que la ubiquen en un contexto so­
cial, para saber de derechos y poderes que le descubran el arte de goberj
nar? Si su feminidad secundaria debidamente asumida le demuestra la
supremacía masculina, ¿cómo hará la mujer para no desear ese destiné
para sí? ¿Cómo puede existir como ser humano sin valorización narcií
sista?

Cada vez que se siente humillada apelará a su única arma para restan
blecer su narcisismo herido, el control de su deseo y su goce, e invertir!
los términos, el amo quedará castrado. Es común que la reacción preva^
lente de la mujer en la pareja, cuando surge un desacuerdo, sea la indife*
rencia sexual o la negativa a tener relaciones sexuales (Singer Kaplan)¡
De esta peculiar manera la mujer se hace oír en tanto sujeto, reivindi^
cando su deseo de reconocimiento, de valorización en tanto género fe­
menino, lo que equivale considerar su feminidad como equivalente de
su ser-humano, no sólo a su ser-sexuado. En su reivindicación no pueda
dejar de permanecer prisionera de los paradigmas y sistemas de repre­
sentación masculina, y su feminismo espontáneo se pondrá en juego en
el mismo terreno en que ha quedado circunscripta, el sexo.

En el síntoma histérico el conflicto entre sexualidad y valoración


narcisista alcanza su máxima complejidad, y es este conflicto, en su ca­
rácter genérico y constante para la feminidad, el que se instituye como
un síntoma de la estructura cultural. Es esta identidad estructural entre
la feminidad y la histeria la que «unlversaliza» a la histeria, así como
simultáneamente le otorga a la feminidad su carácter sintomal. Siempré{
que se cree una oposición entre narcisismo y sexualidad o entre narcisis­
mo y fem inidad, y tal fem inidad quede reducida a la sexualidad, estare­
mos ante una estructura histérica.
La sexualidad es el instrumento y/o la actividad narcisista que la his­
térica privilegia para el mantenimiento de su balance narcisista. Pero en
tanto actividad narcisista la sexualidad está sujeta —lo hemos visto—
a una muy distinta y desigual valoración social para el hombre y la
mujer, lo que determinará que de acuerdo a como se ubique la histé­
rica frente a esta distinta valoración, la sexualidad en tanto actividad
se ponga en acto o se sustraiga de la escena. Si en la experiencia singular,
la actividad sexual se opone o entra en contradicción con la valora­
ción narcisista, dicha puesta en acto se verá comprometida, pertur­
bada o bloqueada en algún nivel. La mujer siempre va a requerir que
la propuesta sexual tome el carácter de un romance, de un hecho tras­
cendente en la vida del hombre. Si, por el contrario, el despliegue de la
actividad sexual refuerza o satisface el narcisismo, la puesta en acto se
verá favorecida y tenderá a repetirse, lo que ocurre habitualmente en la
histeria masculina, de ahí su casi sinónimo de Donjuanismo, y que
llamativamente no encuentra su paralelo para la actividad similar en
la mujer, sino que en ella se la describe como promiscuidad o ninfo­
manía.

La transformación de los modelos de feminidad de generación en ge­


neración, la liberación sexual que impera actualmente, conduce a la
adolescente, a la mujer, a multiplicar crecientemente sus experiencias se­
xuales. Pero aún en los años 80 el goce sexual de la mujer, en tanto goce
puro, el ejercicio de la sexualidad como testimonio de un ser que desea
el placer y lo realiza en forma absoluta —por fuera de cualquier contex­
to legal o moral convencional— se constituye en una transgresión a una
ley de la cultura de similar jerarquía a la ley del incesto. Las relaciones
sexuales con los hijos son tan antinaturales como el derecho al puro pla­
cer sexual de la mujer. «Ella no lo necesita», dicen las madres y los pa­
dres de las adolescentes mujeres, mientras proporcionan una prostituta
al varón. Los padres debidamente normativizados transmiten la prohi­
bición del incesto sin necesidad de amenazas, a través de su propia re­
presión. De la misma manera está inscripto en ellos y efectúan la trans­
misión de la estructura desigual del deseo del hombre y la mujer. Para
el hombre: el derecho y la valorización del deseo autónomo, en estado
puro, con mujeres como objetos intercambiables; para la mujer: el
amor de un hombre que otorgue legitimidad a su goce. Desde esta pers­
pectiva ¿es difícil entender por qué la excitación sexual puede despertar
en la mujer-angustia o rechaztf, o por qué el deseo en la histérica consistí
en que el deseo del otro se mantenga insatisfecho? ¿No es acaso éste el
momento de mayor'correspondencia entre sexualidad y valoración nar­
cisista a la que puede aspirar?

Hemos visto que la histeria de los 80 raramente hace crisis, pero


siempre podemos reconocer un escenario, un guión, alguna acción que
tiene o no tiene lugar, como claramente sostiene Laplanche, una comu­
nicación que se hace en el área privilegiada del cuerpo y que implica un
mensaje dirigido a otro. Un deseo que no se expresa, un orgasmo que
no tiene lugar, una presencia que se ausenta, ella debiera venir y se va,
como lo hizo Dora; o seduce, o hace el amor pero no se compromete,
o pareció estar convencida pero hizo lo que quiso. Laplanche sostiene
que invariablemente cualquiera de estas «puestas en escena» nos remitid
rá a una escena -.exual del complejo de Edipo. Y aquí radica el punto
problemático, que la sexualidad sea la actividad que la histérica privile-s
gia para balancear su narcisismo no implica que su narcisismo se reduz­
ca a la sexualidad, sino que obviamente lo excede. Sustrayendo del esce­
nario aquello por lo único que es tenida en cuenta —el sexo—, ¿será re­
conocida como algo más? En esta sustracción, en este rechazo se cuela
su anhelo de valorización, su enigmático reclamo feminista. Existe un
fenimismo espontáneo en la histérica que consiste en la protesta des­
esperada, aberrante, actuada, que no llega a articularse en palabras, una
reivindicación de una fem inidad que no quiere ser reducida a la sexuali­
dad, de un narcisismo que clama por poder privilegiar la mente, la ac­
ción en la realidad, la moral, los principios y no quedar atrapado sólo
en la belleza del cuerpo (cuando en el hombre la valoración narcisista
se plantea exclusivamente en el ámbito de la sexualidad surge la histeria
masculina).

Pero esta dimensión ha permanecido y permanece confundida para


la cultura, el teórico, el terapeuta y para la propia mujer. Cuando la mu­
jer accede a cualquier otro ámbito se considera que invade el territorio
masculino, que castra al hombre o que se identifica con él (y eso está
mal), o que abandona la feminidad si no lo es de la manera convencio­
nal —hembra-madre-ama de casa— , feminidad que como hemos subra­
yado queda adscripta a dependencia, sobrecompromiso emocional, in­
ferioridad, y atrapada en este narcisismo devaluado, sólo atina al
autoengaño.
EL SINTOMA HISTERICO: TESTIMONIO DE IMPOTENCIA

« L a aparente estupidez de la histeria»


«...lo s síntomas van en contra del interés de la
enferma y entorpecen gravemente su liber­
tad .»

C harcot

El antecedente de Charcot nos ilumina para emitir un juicio sobre


la histeria. Sus manifestaciones pueden agruparse en síntomas de exclu­
sión de la conciencia y de evitación del conflicto: amnesia, desmayos,
crisis letárgicas y catalépticas, ceguera, parálisis, anestesias, actitud de
«bella indiferencia» y toda la gama de rechazos de la sexualidad. Es de­
cir, ante el conflicto, la histérica se sustrae, se escapa, no sabe, no sien­
te, no puede. O si no tenemos el otro sector, los síntomas de expresión
del conflicto: las conversiones, las escenas, la teatralidad, el sobrecom-
promiso afectivo, expresión enmascarada, sólo un mensaje enigmático
del que ella misma no se entera y, finalmente, los síntomas compensato­
rios, ¿qué hace la histérica, además de recurrir a la elemental defensa
de sustraerse de la escena? Crea disfraces: la ensoñación diurna, la alu­
cinación, la ecmenesia, ficciones placenteras pero tan efímeras que se
desvanecen en pocas horas o en pocos días, pues no tiene el sólido mon­
taje de una buena argumentación que justifique o racionalice la realidad
o alguna creencia para renegarla, sólo algunas imágenes que no se sos­
tienen y se esfuman por sí solas. La ausencia de combate, cuando domi­
nan los síntomas de exclusión y de evitación, fue interpretada como el
éxito de las defensas en la histeria, o lo ventajoso de esta estrategia fren­
te a la neurosis obsesiva, la paranoia o la depresión, en las cuales el tor­
mento consciente y el sufrimiento es tan invalídente, sin penetrar en el
carácter profundamente patético, infantil e impotente que traslucen los
mecanismos histéricos. Si la histeria constituye el síntoma de la estructu­
ra profundamente conflictiva de la fem inidad en nuestra cultura, esta
apreciación de la debilidad de sus métodos, de lo inconsistente de sus
defensas, de lo sordo del grito con que se hace oír, no hace más que tes­
tim oniar el carácter devaluado de su identidad de género.

Pero la condición social del género femenino se halla en una lenta


pero creciente metamorfosis: de la doncella al cuidado de religiosas que
le enseñaban el arte del bordado y el recato, a la adolescente de los colle-
ges americanos hay un mundo de por medio. De ahí que sea necesario
revisar cuidadosamente ciertas formulaciones que sostienen que la niña
abandona el Edipo provista de un Ideal que tipifica su feminidad, salvo
que lo tomemos estrictamente como un punto de partida. Lo que se ob­
serva es que la niña se identifica a su madre, pero cada día más frecuen­
temente, luego se desidentifica de ella, en un largo y laborioso proceso
para erigir en modelo a alguna otra mujer —real o de ficción— a través
de la cual su deseo de identificación con su género nQ implique el sordo
sentimiento de sentirse inferior. De manera que podemos constatar la
variedad y la variación a lo largo de la historia de los modelos de femini­
dad, y lo que queremos subrayar es que este cambio en la tipificación
social de la identidad femenina no es ajeno a lo que vemos como su con­
secuencia: la fisonom ía variable que el cuadro de la histeria presenta en
las diferentes épocas. No nos resulta enigmático que los síntomas de im­
potencia y desesperación, los desmayos o las crisis catalépticas sean una
reliquia y que en cambio: «el lado ofensivo de la histeria», como la lla­
ma Perrier, la militante del sexo y el amor tome la palabra. Cuanto ma­
yor sea el conflicto intrínseco a su género, es decir, .cuanto mayor sea
su deseo de trascendencia por fuera de los roles convencionalmente asig­
nados a la feminidad, el feminismo espontáneo de la mujer no sólo in­
volucrará a la sexualidad, sino que reivindicará el derecho a los roles so­
ciales tipificados como masculinos. De ahí que la histérica deje de ser
neurótica, de ocultar a su conciencia y luego soñar con lo que no puede
conseguir o acceder, y se caracteropatice tratando de desarrollar tanto
ambiciones como capacidades yoicas, que le permitan un protagonismo
en el mundo, y de esa manera lograr vencer la oposición entre feminidad
y narcisismo. Para el éxito de esta estrategia el carácter fálico-narcisista
se presenta más apropiado.

E l espectro de perfiles psicológicos y cuadros psicopatológicos des-


criptos bajo la denominación de personalidad infantil-dependiente, per­
sonalidad histérica y carácterfálico-narcisista aparecen mucho más fre­
cuentemente en el sexo femenino, porque tienen en común el trastorno
narcisista del género que toda mujer padece en mayor o menor medida.
Este trastorno narcisista inherente al género femenino es lo que se ha
dado en llamar la « normalidad» de la histeria, entendiendo por tal nor­
malidad un paso obligado en su evolución psicosexual. Pero que, «con
buena suerta», algunas mujeres lograrían superar, adoptando la confi­
guración de una fem inidad convencional que adormece sus deseos de
trascendencia, pero les aporta el placer de estar satisfaciendo el deseo
de los otros.
Sin embargo, a pesar de que existe un denominador común —el tras­
torno narcisista inherente al género—, los diferentes cuadros de la histe­
ria se pueden distinguir de acuerdo al grado de desarrollo alcanzado por
el Yo, a la amplitud de metas del Ideal del Yo y en relación a cuáles son
las localizaciones de su sistema narcisista. De estas variaciones depende­
rá en qué medida la mujer acepte o rechace las convenciones vigentes
que tipifican una feminidad devaluadora de su narcisismo. Si las acepta,
puede erigir como Ideal del Yo femenino a la mujer-niña, en todas sus
versiones, desde la ama de casa que cuida á sus hijos y esposo como ni­
ños, y colecciona peluches, hasta la «vamp-niña», cuyo modelo estelar
de los años 50 estuvo personificado en Marilyn Monroe. Pero en ambas
la restitución de un narcisismo infantil ligado al género ha consistido en
la sustitución de los padres por un hombre al que han erigido como ideal
y proveedor. Cada vez que este equilibrio se vea amenazado, la mujer-
niña —más o menos borderline, más o menos infantil— sólo sabrá «ha­
cer una escena», alterar la vida sexual o atormentarse por la amenaza
de perder al objeto. Tanto Kernberg como Martin (1971) subrayan que
los motivos desencadenantes de las descompensaciones psicóticas en las
personalidades borderline como en las psicosis histéricas por ellos estu­
diadas son las relacionadas con la amenaza de abandono por el objeto.
Después de haber consagrado la vida a la construcción de una feminidad
cuyas leyes morales exigen el cuidado del objeto, ¿quién retribuirá estos
cuidados —no sólo el amor, sino el aseguramiento de la supervivencia—
si aquél cambia de planes? Ante tal desenlace ¿qué puede hacer la
mujer-niña sino llorar de rabia y desesperación? Este estereotipo consti­
tuye un polo de lo que se ha teorizado como la pasividad de la histérica,
estructura de fondo que da lugar a los cuadros de personalidad infantil,
dependiente, o la histérica en su forma clásica.

El otro polo está constituido por la fálico-narcisista, en que el carác­


ter central del cuadro —la pasividad— se ha metamorfoseado. Llamati­
vamente las amnesias, los desmayos, las conversiones, así como los en­
sueños compensadores, es decir, las expresiones de impotencia no hacen
su aparición. En su lugar, la franca y abierta rivalidad con el hombre,
el espíritu combativo evidenciado, justifica la denominación de «muje­
res fálicas», ya que la supuesta envidia al pene no se disfraza bajo nin­
guna máscara de feminidad. Cuanto mayor sea su ambición de erigirse
en sujeto de su destino, mayor será su identificación al padre, al maes­
tro, al médico, al hombre como modelo —ilusorio pero legitimado— ,
pues la soberanía de éste como hacedor de su destino es un hecho social.
Esta identificación es esencialmente al tipo de estructura del deseo y a
la posición de determinación de los hechos de que goza el hombre en
nuestra sociedad, no al objeto al que se dirige este deseo. No consiste
en homosexualidad de ningún tipo, y es en este sentido donde no vemos
la conveniencia de seguir hablando de homosexualidad, al mismo tiem­
po que se sostiene que «la homosexualidad de la histérica debe distin­
guirse de la homosexualidad anal, perversa y psicótica» (Rosolato), ya
que no se trata ni de deseo sexual, ni de elección de objeto femenino,
ni de ningún complejo de Edipo invertido —como bien lo señala Mal-
davsky (1982)— lo que hace la histérica, sino de la apropiación para el
género femenino de los derechos y de los modos de acción tipificados
como masculinos. Si en lo imaginario, supuestamente la histérica se in­
terrogaría sobre si es hombre o mujer, no es con respecto a los roles se­
xuales, sino al poder, a la valoración, a las formas de obtener reconoci­
miento; no es a la diferencia de sexos a lo que reacciona, sino a la des­
igualdad imperante entre ellos. En todo caso si tuviéramos que concebir
un interrogante en torno al cual situarla, podríamos escucharla pregun­
tándose sobre cómo acceder a poder identificarse con su género sin que
esto implique ser inferior.
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ÍNDICE

Prólogo....................................................................................... 9

INTRODUCCIÓN

La histeria: una cuestión femenina............................................ 15

PARTE PRIMERA: LA FEMINIDAD

Capítulo 1: Género y sexo: su diferenciación y lugar en el Com­


plejo de E dipo........................................................................ 31
Atribución del género......................................................... 32
Núcleo de la identidad de género....................................... 33
Rol del género..................................................................... 37
Elección de objeto sexual................................................... 40
Género y Complejo de Edipo............................................. 42
El Ideal temprano del género.............................................. 47
Papel del padre en la construcción de la masculinidad...... 50
Masculinización del pene................................................... 51
Conclusiones...................................................................... 53
N o ta l.................................................................................. 55

Capítulo II. Fem inidad prim aria y secundaria.......................... 59


¿Feminidad primaria o secundaria?.................................... 59
El mito del falicismo o masculinidad inicial de la niña...... 61
La supuesta bisexualidad biológica.................................. 61
El substrato biológico del comportamiento sexual........... 62
¿Vagina o clítoris?.............................................................. 65
Masturbación...................................................................... 69
Mito del orgasmo clitoridiano.......................................... 70
Nota I I ................................................................................. 72
Capítulo III. Yo idealfemenino prim ario ................................... 75
Etapa preedípica................................................................. 77
Teoría preedípica sobre la feminidad............................... 77
Yo Ideal femenino preedípico........................................... 80
El papel del padre como objeto primario interno e ideal .. 82
Caracteres específicos de la fase preedípica....................... 84
Estructura fundamentalmente narcisista del vínculo pre­
edípico ............................................................................ 84
Diferencias en el proceso de separación-individuación .... 85
Menor sexualización del vínculo...................................... 86
Identificación primaria portadora del Yo Ideal femenino.. 92

Capítulo IV. Consecuencias psíquicas del reconocimiento de la


diferencia anatóm ica de los sexos: pérdida del idealfem eni­
no prim ario............................................................................ 93

Capítulo V. Género y narcisism o............................................... 99


El sistema narcisístico de la m ujer..................................... 100
El Supremo. El h ijo .......................................................... 101
La belleza corporal y la seducción............................... ;... 101
La sexualidad, una actividad narcisista poco narcisizada . 103
Género: representación privilegiada del sistema narcisista 108

Capítulo VI. Reconstrucción de la fem inidad: Ideal del Yofeme­


nino secundario..................................................................... 111
De lo imaginario individual a lo imaginario colectivo..... 112
Consolidación del rol del género...................................... 114
Moldeamiento de la feminidad........................................... 115
Placer pulsional egosintótico............................................ 120
Restitución del narcisismo a través de la heterosexualidad. 122
Lugar del hombre en el Ideal del Yo femenino secundario . 123
Idealización del objeto sexual.......................................... 124
El objeto en el lugar del Ideal del Y o ............................... 125
La masculinidad como Ideal del Y o ................................. 126
El deseo masculino como Ideal del y o ............................. 127
Capítulo VII. Superyo femenino y m oral sexual........................ 129
La feminidad o la vigencia de una convención.................. 138
Conclusiones....................................................................... 141

PARTE SEGUNDA: LAS HISTERIAS

Capítulo VIII. E l enigma.semiológico, nosológico y explicativo 145

Capítulo IX. Conversión............................................................ 153


¿Carácter máximo del modelo?.......................................... 153

Capítulo X. Infantilism o y/o psicotización de la histeria en la


te o ría..................................................................................... 165
Organización borderline. Personalidad infantil y personali­
dad histérica...................................................................... 169
Rasgos y diferencias entre personalidad histérica y perso­
nalidad infantil.................................................................. 171

Capítulo XI. E lfalicism o y/o narcisismo de la histeria............. 175


Carácter histérico. Carácter fálico-narcisista...................... 176

Capítulo XII. La fem inidad y/o «norm alidad» de la histeria.... 187

Capítulo XIII. Dora, ¿homosexualidad o trastorno narcisista del gé­


nero?...................................................................................... 193
Marco freudiano de comprensión de la histeria................. 193

Capítulo XIV. Histeria y género. E lfeminismo espontáneo de la


histeria................................................................................... 201
El feminismo espontáneo................................................... 207
El síntoma histérico: testimonio de impotencia......... ........ 209

Bibliografía................................................................................ 213
Este libro se imprimió bajo el cuidado de Ediciones Coyoacán S.A. de
C.V., Hidalgo 47-2, Coyoacán, en noviembre de 1997.
E l tiraje fue de 1,000 ejemplares más sobrantes para reposición.

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