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Christoph Theobald
EL CRISTIANISMO COMO ESTILO
Una manera de hacer Teología en la postmodernidad1
Prólogo
El que aprende a pensar, descubre rápidamente que el método o itinerario que
toma prestado no es de ninguna manera exterior a lo que intenta comprender. Y si además
es cristiano, no puede no hacer una aproximación entre lo que acaba de percibir del
principio mismo de todo pensamiento -filosófico- y la manera neotestamentaria de
considerar al Nazareno como verdad que es camino (Jn 14, 4-9).
También se ha hablado a menudo, si no del cristianismo en su conjunto, de tal
corriente espiritual y de tal estado de vida en términos de método, de manera de proceder,
es decir, de modo de ser. A partir de la carta de los dominicos -de la ordo predicatorum-
, santo Tomás por ejemplo se interroga en la tercera parte de su Suma Teológica sobre “el
modo de vida de Cristo”: “vida activa”, precisa, “que consiste en entregar a los otros por
la predicación y la enseñanza las verdades que han contemplado”. A la Compañía de
Jesús, otro ejemplo, le gusta designar, desde el siglo XVI, la existencia apostólica según
sus Constituciones y según los Ejercicios -la contemplación en la acción- como “su
manera de proceder” (noster modus procedendi). Interesarse en los procedimientos y
querer avanzar “con método” es a menudo la expresión legítima del sentimiento de un
enorme despilfarro en el dominio espiritual, pero puede también ayudar a establecer
estrategias, a forjar incluso técnicas, cuya maestría se muestre finalmente en las antípodas
de la actitud fundamento de todo “espiritual” (pneumatikos). La gran tradición lo sabe y
no deja de recordarlo: la manera o el modo consiste precisamente en la capacidad de
percibir esto que, adviene en el camino, lo imprevisto. El aire de familia o el estilo de una
corriente espiritual se reconocen en su manera de vivir esta paradoja.
Hoy, parece que ha llegado el momento de tomar en serio estas intuiciones y de
ampliarlas a la comprensión de la tradición cristiana entera. En efecto, la teología
sistemática se ha acercado progresivamente a la gran tradición espiritual del cristianismo,
para dejarse informar por ella. Pero más aún la exégesis bíblica, en particular la tercera
búsqueda del Jesús histórico, que ha puesto en valor la singularidad del estilo de vida del
Nazareno y de los suyos en la sociedad judía de su época, esperando marcar con su
impronta nuestras propias formas de vivir y de pensar. Según estos diferentes abordajes
bíblicos, espirituales o especulativos, el contenido de la fe de siempre se muestra entonces
inseparable de una manera de proceder y de situarse en la existencia (es lo que se ha dicho
a menudo); hoy hay que ir más lejos: esta “manera” no hace más que indicarlo: es él
mismo. Incoherencias (de orden estilístico) pueden entonces aparecer entre la confesión
de fe y la vida de alguien o de un grupo, y -riesgo más sutil- confusiones entre la
imposición del contenido de la fe como visión (a veces premoderna) del mundo, y la
1
Traducción del original francés: THEOBALD, Christoph (2008). LE CHRISTIANISME COMME STYLE.
Une manière de faire de la théologie en postmodernité. Paris : Cerf.
2
proposición de una manera de vivir, realizable en todas las culturas; a eso nos hemos
vuelto particularmente sensibles.
Presentimos entonces que hay un cierto desafío al comprender hoy al
cristianismo como estilo. ¿No resulta acaso que la ciencia cuya tarea es pensar esto se
comprenda, ella también, como manera de hacer y no como simple exposición de una
doctrina? La teología llamada “espiritual” nos ha preparado para esto desde hace mucho.
Pero allí aún, un ensanchamiento, digamos una radicalización, parece imponerse. En
efecto, pertenece al ámbito de la fe cristiana misma -a su estilo- que aquellos que la viven
adquieran una comprensión interior y lleguen de esta manera a ser convencidos,
interiormente, de la verdad de lo que les ha sido de antemano transmitido por otros. En
esta perspectiva, la teología sería una manera de hacer un servicio de este estilo, manera
llevada adelante por la espera de su borramiento como disciplina y de su cumplimiento
en aquellos y aquellas en quienes habrá hecho nacer su propia inteligencia. La traición
espiritual del profetismo judío y del cristianismo, ¿no está como imantada por esta mirada
escatológica: “No se instruirán más entre compañeros, entre hermanos, repitiendo:
‘Aprendan a conocer al Señor’”, profetiza Jeremías, “porque todos me conocerán,
pequeños y grandes” (Jer 31, 34)?
La percepción del lazo entre el estilo de vida de los cristianos y la inteligencia
interior de lo que viven está sin duda ligada a lo que se llama comúnmente “la
modernidad”. El poderoso movimiento de emancipación que la caracteriza ha sido, al
menos parcialmente, impulsado por el propio cristianismo. Ciertamente, accediendo
progresivamente a la “mayoría”, muchos europeos han sido conducidos al ateísmo y a
posiciones anticristianas, o simplemente no cristianas; pero otros solamente han tomado
distancia en comparación con la “forma” jerárquica y dogmática que había adoptado la
proposición eclesial de la fe, refiriéndose desde ese momento a lo que comenzaban a
comprender de la figura misma del Evangelio, desde un punto de vista intelectual, la
filosofía de la religión y las ciencias humanas, tal como se han desarrollado fuera de la
Iglesia y en el seno de la teología, han sido a menudo motoras en esta lenta recomposición
que, sin dejar el zócalo de la cultura moderna, se ha diversificado cada vez más en nuestra
civilización contemporánea, marcada a partir de ahora por un pluralismo cultural y
religioso infranqueable.
Todo parece entonces haberse dado como si hubiera habido concomitancia entre
el paso de una concepción dogmática a una percepción estilística de la identidad cristiana,
una transformación de la teología en interacción con la filosofía, las ciencias humanas, y
el terreno de nuestras sociedades, y finalmente un deslizamiento tectónico del conjunto
de nuestra cultura europea de la modernidad hacia un nuevo horizonte, posmoderno o
ultramoderno, aún difícil de identificar. Esta obra querría explorar algunos lazos entre
estas diferentes facetas de una misma problemática.
Señalemos sin embargo al lector que los capítulos que la componen ya han sido
todos publicados después de la aparición, en 1988, de mi estudio sobre “Maurice Blondel
y el problema de la modernidad”. He transformado estos artículos más o menos
sustancialmente, siendo la modificación más importante la de su integración en un plan
de conjunto. Resulta el esbozo de líneas mayores de una teología sistemática, puestas en
evidencia por numerosas notas de reenvío interno. ¿Habría sido necesario sistematizar de
antemano mi propósito o, por el contrario, dejar estas páginas, casi todas ligadas a pedidos
3
Obertura
EL CONCEPTO DE “ESTILO”
una institución en el museo. Merleau-Ponty no puedo más que tomar estas distancias
respecto aese género oficial y pomposo, llamado “retrospectivo”, porque, según él, da
una falsa exterioridad y un falso prestigio al verdadero valor de las obras liberándolas de
los azares del medio en el que nacieron. En el otro caso, se compromete en otra relación
completamente distinta con ellas, accesible solamente a quien vive EN la pintura: “la
unidad de la pintura no está solamente en el Museo, sino en esta tarea única que se
propone a todos los pintores, que hace que un día en el museo serán comparables, y que
estos fuegos se responden uno al otro en la noche. Los primeros dibujos en las paredes de
las cavernas mostraban el mundo como “a pintar” o “a dibujar”; llamaban a un futuro
indefinido de la pintura, y es lo que hace que nos hablen y que respondamos por
metáforas, o que colaboren con nosotros.
El estilo de las obras de arte puede ser designado, finalmente, como emblema de
una manera de habitar el mundo, de tratarlo, de interpretarlo por le rostro como por la
vestimenta, por la agilidad del gesto como por la inercia del cuerpo, en definitiva, como
una cierta relación al ser. Citando aquí aprobatoriamente a Malraux, Merleau-Ponty
precisa: “Todo estilo es la puesta en forma de los elementos del mundo que permiten
orientarlo hacia una de sus partes esenciales”: hay significación en tanto que los datos del
mundo son sometidos por nosotros a una deformación coherente (La creación estética, p.
152). “Admiremos la extrema precisión de esta fórmula: en la operación del estilo, se
trata de la creación de otro mundo, el mismo que ve el pintor, solamente liberado del peso
sin nombre que lo retenía por detrás y lo mantenía en el equívoco”. Pero el advenimiento
de esta metamorfosis no tiene nada de imitación, por más que se trate de la naturaleza o
de otro cuadro; no es tampoco dirigida por el interés de otro o por no se sabe qué voluntad
de complacer. Ella lleva en sí su propia coherencia, expresando ella misma las
condiciones según las cuales oye ser recibida y aprobada. Todo análisis estilístico viene
entonces con retraso respecto de la llegada de un estilo que nace como a espaldas de su
creador, y sin embargo se presta a la percepción creadora de otro.
en que, en sus célebres “discursos sobre la religión” (1799), se aleja no sólo de la teología
de las Luces, desgarrada entre verdades de razón y verdades históricas cada vez más
problemáticas, sino también de la tentativa hegeliana de una reconciliación especulativa,
para apoyarse a partir de ese momento en la religión positiva y en sus figuras
históricamente dadas. Si “el propósito último de la teología consiste (entonces) en
exponer siempre más puramente la esencia particular del cristianismo en cada instante
por venir”, se comprende que ella deba articularse sobre una hermenéutica que tome la
historicidad de la fe cristiana en serio, y particularmente los documentos de la comunidad
primitiva.
Ahora bien, lo que vale para la Teología es a fortiori válido para el pensamiento
filosófico que, pro su parte, implica la interpretación de otras filosofías, por ejemplo, las
de un Heráclito y de un Parménides, o incluso de un Platón y de la escuela socrática en
general. Empujado por sus cursos de exégesis a elaborar una hermenéutica bíblica,
Schleiermacher la concibe entonces de entrada como una disciplina general, susceptible
de regular la lectura de todas las expresiones históricas del pensamiento. Para lo que es
del Nuevo Testamento, queda así en la línea de la exégesis de las Luces, insistiendo en la
humanidad del teto y exigiendo que la hermenéutica especial de las Escrituras sea fundada
filosóficamente, a saber “sobre principios claros, tomados directamente de la naturaleza
del pensamiento y del lenguaje”. Es exactamente en el cruce de una hermenéutica general
y de una hermenéutica especial, en el lugar mismo donde se trata de comprender “la
esencia particular” de una expresión del espíritu, que aparece la noción de estilo. Voy
entonces a abordarla en primer lugar en este marco filosófico, antes de medir tanto su
fecundidad teológica como sus límites en el marco de mi propio cuestionamiento.
observaciones poco remarcadas, pero sin embargo llenas de interés para nuestro
cuestionamiento.
Desde el punto de vista gramatical, una hermenéutica especial se impone en el
caso del Nuevo Testamento porque este comprende una suerte de mestizaje lingüístico:
“El nuevo espíritu cristiano surge en el Nuevo Testamente a través de una mezcla
lingüística donde el hebreo es la matriz, que de entrada ha permitido a lo nuevo ser
pensado, mientras que lo griego ha sido injertado allí. Ese es el motivo por el cual la
hermenéutica del Nuevo Testamento debe ser tratada como una hermenéutica especial.
Como la mezcla de lenguas es una excepción, un estado que no es conforme a la
naturaleza, la hermenéutica del Nuevo Testamento, en tanto que hermenéutica especial,
no se despega de la hermenéutica general de manera regular”. Para acabar con las dudas
semánticas que resultan de este mestizaje, el comparatismo y los métodos gramaticales
no alcanzan entonces, pero llaman a la clarividencia que funciona aquí como
aproximación suplementaria.
Esta se muestra como necesaria desde que se adopta el punto de vista psicológico
y se aborda como exégeta el estilo propio de cada uno de los escritos y los autores del
Nuevo Testamento. Ausente en el mito y esbozada solamente en Homero y en el Antiguo
Testamento, la emergencia de la individualidad religiosa se vuelve en efecto en
Schleiermacher el criterio decisivo de una discriminación entre los dos Testamentos. Así
también la tarea psicológica no comienza verdaderamente sino en el Nuevo Testamento,
a partir del momento en que la religiosidad individual de cada autor se refleja en el estilo
de sus escritos. El comparatismo no desaparece, sin embargo; pero la cuestión última de
la novedad del cristianismo permanece irresoluble por medio de una interpretación
gramatical y comparativa ya que -a diferencia de Platón o de otros filósofos- los escritores
neotestamentarios no han creado ningún concepto nuevo; es una segunda observación la
que deseo retener. La cuestión de saber si, sí o no, su “uso de la lengua” vehicula
realmente una perspectiva nueva, no responde más que en parte a la cultura histórica del
intérprete. De hecho, reenvía sobre todo a su actitud fundamental ya un acto de
clarividencia que se sitúa, con el punto de vista gramatical, en el seno de un círculo
llamado “hermenéutico”.
entonces el hecho de la redacción de cada libro por su autor -en unión con Cristo- y la
expresión perfecta de su libertad creadora, mientras que la reunión de los libros
neotestamentarios está puesta bajo la conducción del Espíritu, ya que es “el resultado de
múltiples colaboraciones y oposiciones en el seno de la Iglesia, que hace que todo lo que
ha cooperado no puede serle atribuido de la misma forma”. Schleiermacher mantiene
entonces, aún aquí, una posición intermedia entre aquellos que, por la redacción misma
de los libros no cuentan más que con la conducción del Espíritu, y aquellos que, por el
contrario, extienden la inspiración al reconocimiento del canon bíblico. La meta de estas
distinciones teológicas es mantener juntas la historicidad radical de figuras particulares
del cristianismo y la acción del Espíritu Santo.
Nos encontramos aquí entonces de entrada con la cuestión gramatical del
mestizaje lingüístico que, en el plano dogmático, se expresa en términos de mezcla impura
entre lo canónico y lo apócrifo, esto último como resultado históricamente constatable de
influencias judías y paganas persistentes en el seno de la Iglesia primitiva. Reservando la
inspiración al ministerio del apóstol en tanto que individuo cuyo trabajo de redacción no
representa más que una parte de su actividad, Schleiermacher no duda en atribuir a la
conducción del Espíritu “la influencia purificadora de la memoria del Cristo total”,
ejercida por quienes forman parte de la “clase apostólica”, en el seno de la cual la igualdad
entre todos no impide ni la complementariedad ni la corrección mutua.
Cuando pasamos al punto de vista técnico y psicológico, nos encontramos con
el problema de la inspiración al nivel de la forma y del contenido de los escritos.
Schleiermacher insiste no sólo en la unidad de su forma y su contenido, sino que también
muestra muy concretamente cómo la fidelidad apostólica a las enseñanzas de Cristo, a
menudo ligadas a circunstancias precisas, exige “una percepción pura y completa de los
episodios de la vida de Cristo” y de sus “acciones en tanto que auto-manifestaciones”
fecundas por el anuncio del Reino; los libros doctrinales y los libros históricos del Nuevo
Testamento no pueden entonces ser separados. Se encuentra de entrada en este plan el
trabajo de purificación, selección y colección, atribuido a la conducción del Espíritu
Santo. La idea de que la adecuación del pensamiento del apóstol, del género literario
adoptado por él y de la composición estilística de su texto es el criterio último de su
autenticidad -y por lo tanto de su inspiración- está solamente sugerida, pero aparece con
una gran claridad en los comentarios bíblicos del teólogo, por ejemplo, el comentario de
la primera carta a Timoteo, que, siguiendo el fundamento de este criterio, pone por
primera vez en duda su autenticidad.
Retengo de este recorrido que en Schleiermacher la inspiración es pensada en
unión con la creatividad individual del escritor y se expresa en último término en la unidad
-perceptible por comparación y clarividencia- entre su pensamiento y su modo de
expresión (género literario y composición), llamado “estilo”. Sin embargo, dado que es
imposible comprender históricamente un solo autor del Nuevo Testamento sin
relacionarlo con Cristo, en el plano teológico su inspiración debe, también ella, ser
definida en analogía con la identidad del maestro: sin abolir la diferencia específica entre
el NT y Cristo, se trata, en cristología y en pneumatología, de dos modos de unión entre
la divinidad y la humanidad, cada una “formadora de la persona” (personenbildend); lo
que permite precisamente respetar hasta el fin las reglas críticas de la hermenéutica. Fruto
de un largo proceso histórico, la unidad teológica del Nuevo Testamento -su “color
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fundamental”- reenvía entonces río arriba a la fuerza de la unidad de Cristo en cada uno
de los apóstoles y, río abajo, a su colaboración, en un desafío de purificación, de selección
y de ensamblaje, que no compete más que a la conducción del Espíritu.
Más reciente que un siglo y medio, la obra de Hans Urs von Balthasar y, en
particular, su estética teológica, nos invitan a darnos cuenta de la cuestión teológica del
estilo en el seno de la tradición católica. El célebre teólogo suizo forma parte de los que,
durante y en torno al concilio Vaticano II, tomaron distancia en relación a una reducción
dogmática y moral de la identidad cristiana, tal como la encontramos en la teología de la
“escuela”. Gracias a una cultura histórica, literaria y filosófica fuera de lo común, logró
“rozar los bastiones” antimodernistas del sistema católico y a re-enraizar la fe en los tres
trascendentales de lo bello, lo bueno y lo verdadero, haciendo de la estética el pórtico de
entrada de su gran trilogía. Es el lugar preciso en donde voy a excavar su pensamiento.
singular, deja al pasar al plural en el momento mismo en que aborda las mediaciones de
esta figura única, a saber, la Escritura, la Eucaristía y la Iglesia: “Su figura (la del Hijo de
Dios) está ahí para marcar su impronta sobre otras figuras; todo reside en este proceso, y
es por eso que no sólo es difícil, sino imposible, considerar el sello en sí mismo, antes del
acto por el cual se imprime. Es a partir de esto que hace que veamos lo que es. El acto
por el cual ella se atestigua forma parte de esta futura”. La Escritura -por el momento no
retiene más que esta mediación- se sitúa entonces entre los estilos teológicos y la figura
crística. Reconstruyamos este encadenamiento y las dos decisiones que lo determinan, sin
perder de vista la perspectiva de Schleiermacher.
vuelve preciosa y amable (speciosa)- no retrocede por tanto delante del comparatismo.
Balthasar integra entonces una cierta hermenéutica, sobre todo en el tercer capítulo del
primer tomo de la Estética, donde trata de “Cristo, centro de la figura de revelación”;
centro precisamente porque se destaca sobre el fondo de la historia de la salvación y de
todo el cosmos creado. Es el lugar donde las ciencias de las religiones y - ¡sorpresa! -
“todas las originalidades únicas de otras teofanías”, constitutivas de tal o cual religión,
reciben carta de ciudadanía. A la manera de un Schleiermacher, pero a la altura de la
figura misma, Balthasar los inscribe en una doble perspectiva analítica o tipológica
(gramatical, habría dicho el teólogo de Berlín) y teológica, u orientada hacia la unicidad
(adivinatoria en el sistema de la hermenéutica), según una diferencia completamente
decisiva. He aquí cómo lo explica: “Lo que aclara sobre uno de los planos (comparación
de la religión bíblica con las de las civilizaciones aledañas, etc.) y que (por una razón
teológica, a saber que la Palabra de Dios exige la unicidad en el condicionamiento y la
generalidad históricos), es lícito e incluso requerido un punto de vista metódico, se vuelve
sobre el otro plano un peligro, y corre el riesgo de escondernos el carácter propio de la
religión revelada y la unicidad que la distingue de todas las otras. Pero las cosas son tales
que finalmente la verdadera unicidad no es visible más que por los ojos de la fe (…)”2.
Si la originalidad de la expresión del espíritu que representa el cristianismo
vuelve a poner para Schleiermacher nuestro poder de “clarividencia” (Einfühlung),
inclusive, de una recreación congenial – lo que lo conduce hacia una concepción
hermenéutica o genealógica de la teología-, para Balthasar la unicidad de Cristo no es
accesible más que a una percepción (Wahrnehmung), la de la fe, que se somete a una
evidencia, lo que la orienta hacia una comprensión fenomenológico de la teollgía. Esta
percepción estética de una evidencia, por la fe, es la razón simultáneamente
epistemológica y teológica de la primacía que da a la figura en comparación al texto
bíblico y a su interpretación: “Es una evidencia, decide de entrada, que emana e irradia
del fenómeno mismo, y no la que tiene por base la satisfacción de las necesidades del
sujeto (…) Toda forma de kantismo en la teología, por muy existencial que sea, no puede
más que deformar el fenómeno y añorarlo. Incluso el axioma escolástico: quidquid
recipitur, secundum modum recipientis recipitur (lo que traducido en términos modernos
significaría: requiere una precompresión categorial o existencial), no puede atentar contra
lo que acabamos de decir”.
La fe es entonces ante todo un acto simple que Balthasar identifica con la
percepción de la “perla” irremplazable, por amor de la cual todo el resto puede ser
vendido o considerado como “basura” (Mt 13, 46; Flp 3, 8). Es al mismo tiempo un acto
complejo. Debe en efecto volverse de entrada sensible al hecho “estético” que la figura
crística se mide por ella misma, midiendo un aspecto de ella misma por otro para probar
su acuerdo mutuo e interno; “acuerdo” que es en última instancia la correspondencia
absoluta entre la misión de Cristo y su existencia reportadas a su obediencia al Padre;
2
Balthasar va a romper toda continuidad (en la discontinuidad) entre la participación metódica de buscar
en la fenomenología de las religiones y el acto de fe: “Porque una figura tal (única) debería constantemente
distinguirse y ponerse aparte en la red de relaciones de lo histórico, como el punto de referencia propiamente
dicho, y exigiría constantemente, para ser percibida como lo que es, que quien la contemple vaya hasta la
fe. Al menos a una fe dada de entrada a título de intento, pero que será sin embargo otra cosa diferencia
que una simple participación metódica (Enel marco de la epoché metódica), en vista de una comprensión
fenomenológica”.
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3
Notemos sin embargo la formulación más atenuada del comienzo de la estética que se encontrará en
substancia al comienzo del segundo tomo: “La crítica tiene razón de preocuparse de los géneros literarios
en la Escritura y de reportarse a sus leyes generales para la interpretación. Pero este trabajo no agota la
cuestión del género poético particular de la Escritura sagrada: esta cuestión se plantea justamente allí donde
llegan a su fin las consideraciones generales y donde, para interpretar esta inspiración de especie particular
(aunque enraizada en las formas generales), es necesario que el intérprete tenga él mismo una inspiración
que le sea donada (…) encontramos muy frecuentemente este segundo tiempo en los Padres, mientras
sufrían de la ausencia del primero; entre los buscadores de hoy, el primero puede existir con o sin el
segundo).
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en el objeto principal del segundo volumen de la Estética, que presenta doce figuras de
teólogos creadores. Si hubiera podido parecer, a propósito de la Escritura, que el teólogo
subraya su transparencia literaria respecto de la única figura central de Cristo y su
impresión en los creyentes, la introducción del segundo tomo insiste sobre todo en las
mediaciones, más precisamente en una doble mediación a la obra en el seno mismo de
toda teología: “el fenómeno general de la libertad de la expresión humana en la palabra
espiritual”, que Balthasar trata en la línea de lo que Schiller dice sobre la obra de arte
como aparición de una libertad superior que se vuelve visible y necesaria; “el carácter
humano de la revelación histórica de la salvación”; que aborda analógicamente como “un
desafío superior con las formas de expresión presentes: la prosa y la poesía (que alternan
en los profetas), el relato histórico, la legislación, el himno y la oración, la sentencia y la
sabiduría, etc.”. “No encuentra realmente el fenómeno de la revelación”, agrega” “sino el
que discierne allí, como Anselmo, la libertad suprema de la manifestación en la necesidad
suprema de la forma de manifestación”.
La teología es entonces “expresión de expresión”, porque su contenido es ya
expresión de Dios. Balthasar presenta de entrada su objeto formal y el desplazamiento
trinitario que ha sufrido en la historia de las teologías, sin hacer referencia a los “recursos
profanos de estilo” de los que se sirven. Pero en la medida en que se vuelve sensible a la
doble mediación del carácter humano de la revelación y de la libre creación humana, abre
un pasaje entre el objeto formal de la teología y la forma de expresión de una teología
particular, su estilo propiamente dicho. Según esta perspectiva “ella es, por un lado,
reproducción obediente de la expresión de la revelación que se imprime en el creyente;
por el otro lado, en el Espíritu Santo -que es el Espíritu de Cristo, de la Iglesia y del
creyente- ella es poder creador, libre y filial, de co-expresar el misterio que se expresa”.
Balthasar vuelve aquí a la teoría paulina de los carismas que Schleiermacher
había evocado para dar cuenta de diferencias estilísticas entre los escritos
neotestamentarios y su unidad y que el teólogo suizo utiliza para poner en valor la forma
interna de una gran teología, inclusive, “el costado estético de una vocación personal”,
tal que esta es depositada inmediatamente por Dios a través de la Iglesia en el espíritu y
el corazón del individuo”. Esta aproximación final es completamente significativo:
muestra en efecto la diferencia de tratamiento entre la Escritura, a resguardo del régimen
de la figura, y la teología a la que Balthasar reconoce su poder creador; puede ser también
el síntoma de una dificultad fundamental de pensar hasta el final el lazo entre las dos
clases de mediaciones (sin embargo expuestas de manera analógica) que son las leyes de
la libre creación humana y la expresión histórica de la revelación en las Escrituras.
Teología a poner la forma misma del cristianismo y su concordancia interna -la unidad
de la forma y del fondo- en el centro de su preocupaciones. Es entonces y a este preciso
punto que la cuestión del estilo puede surgir en el corazón mismo de la identidad cristiana,
permitiendo a esta asumir del interior de ella misma y en total libertad las condiciones
históricas -cada vez más móviles y plurales- que le son hechas e impuestas del exterior.
Es normal que este aprendizaje sea probado por los creyentes como una amenaza de
muerte. Pero pueden también reconocer que este largo proceso ya les ha abierto y les abre
siempre dimensiones todavía desconocidas de su propia identidad, inclusive, las lleva al
punto donde perciben que este aprendizaje mismo forma parte del misterio.
Es entonces en este lugar y del interior mismo del cristianismo que debemos
releer como teólogos de qué manera la noción de estilo ha podido progresivamente entrar
en la fe, bajo su forma típicamente moderna y postmoderna. No se trata de anticipar el
diagnóstico teológico de nuestra época, reservado a la cuarta etapa de esta obertura, sino
de volver a unirnos al círculo más interior, donde la identidad cristiana y su historicidad
contemporánea se definen mutuamente en términos de estilo; esto quiere decir: no
solamente en función de una juntura contingente sino, si es posible, según una necesidad
interna.
concordancia entre forma y fondo como última característica del concepto de estilo, la
obra o la existencia encarnada, que explican ellas mismas las condiciones bajo las cuales
entienden ser recibidas y aprobadas. Es del seno mismo de la historia que surge así lo que
se mostrará como auténtico, en el sentido del criterio propuesto al instante, sin jamás
imponerse del exterior, a la imagen de la Sabiduría bíblica que nos acompaña en este
camino de aprendizaje.
Se comprende entonces cómo, en esta etapa, las nociones de estilo y de santidad
bíblica se definen mutuamente: n sin problema, desde ya, porque el camino recorrido
también nos ha enseñado que ninguna tradición, ciertamente no la tradición cristiana,
puede reivindicar la santidad por ella misma, a riesgo de abandonar peligrosamente la
pluralidad de las maneras de habitar un mismo mundo, intrínsecamente ligada al concepto
de estilo. Nos va a hacer falta entonces explorar la complejidad estilística de la concepción
bíblica de la santidad, ligada con lo que nos revela de ello la complejidad estilística de las
Escrituras. La santidad debe ciertamente estar referida al misterio de Dios, pero
haciéndonos descubrir el sentido de la palabra “Dios” partir de su manifestación histórica
en la manera misma del “Santo de Dios” (Jn 6, 68 ss.) de habitar el mundo, a saber, de
comunicar su propia santidad mesiánica a algunos a partir de su pasión por las maneras
de vivir infinitamente diversificadas de todos y cada uno en su inalienable unicidad. Es
esto lo que hay que intentar pensar simultáneamente.
volver, luego de este largo periplo, de nuevo al texto bíblico, esta vez no solamente en
tanto que escrito sino honrando su densidad literaria. Espero así mostrar progresivamente
al lector lo que resiste a toda aproximación diferente que la estilística, y que precisamente
es percibida por la fe cristiana como misterio del mundo: la “santidad”.
judío y en un contexto cultural más amplio, sea percibida; exigencia obvia porque forma
parte de toda estilística, lo hemos visto, y procede de esta santidad neotestamentaria
misma, tal como veremos. Después de haber dado una primera aproximación, desarrollaré
sucesivamente su perfil mesiánico y escatológico, así como el género de palabra oral que
le corresponde, volviendo por medio de esto a los escritos neotestamentarios.
Hospitalidad y santidad
¿Por qué el lector de las Escrituras judías, Jesús, no escribió nada él mismo, y
cómo comprender el pasaje de esta ausencia de huellas escritas a la novedad de la escritura
neotestamentaria? El hecho de no haber dejado nada, ¿es una casualidad sin significación
particular, o podemos detectar en los evangelios inicios que nos den sentido? Otros
personajes (Sócrates, Buda, tal rabino, etc.), nos dicen que la forma puramente oral de su
enseñanza y el nacimiento ulterior de escritos en los círculos de sus alumnos son, en cada
caso, la expresión de un cierto “juego” relacional entre el maestro y sus discípulos, que
tienen su fecundidad propia. Por lo que respecta al nazareno, el tipo de relación,
comprometido con aquellos con los que encuentra imprevistamente, y el efecto que se
desarrolla a partir de esto, son perfectamente remarcables en los relatos evangélicos.
Describiré esta manera de ser de entrada en términos de hospitalidad en lo cotidiano
(philoxenia4), accesible a una percepción elemental5, antes de hacer intervenir el
4
Ver Rom 12, 13; Hb 13, 2, en referencia a Gn 18, 1-16 y 1 Pe 4, 9; 1 Tim 3,2; Ti 1, 8. Para más precisiones,
ver el artículo “Philoxenia-philoxenos (Stählin) en THWNT, 5 (1952), P. 16-25, que subraya no sólo la
posición central de la hospitalidad en la acción de la proclamación de Jesús, así como en todo el Nuevo
Testamento, sino aun su carácter abierto e ilimitado.
5
Notemos de entrada la asimilación entre la hospitalidad y la Dama Sabiduría en Pr 9, 1-6 (“La Sabiduría
ha construido su casa…”) y en Sab 19, 13-22, bajo una forma negativa, la Sabiduría vengando la actitud
inhospitalaria de los egipcios y de los habitantes de Sodoma a los que Lot ofrece como dueño de casa sus
dos hijas (Gn 19, 1-29; lo contrario de la hospitalidad de Abraham en la encina de Mambré) Encontramos
en estos pasajes lo que Benveniste dice de las instituciones indoeuropeas. El análisis del vocabulario de la
hospitalidad juega un rol central en el primer tomo de Economía, parentesco, sociedad, de Vocabulario de
las instituciones indoeuropeas. El capítulo VII lleva este título ,pero la temática permanece hasta el final
del recorrido: “Hemos estudiado aquí las relaciones entre hostis “enemigo” y hospes, “invitado/anfitrión”.
En griego, xenos designa al extranjero, y el verbo xeinizo el comportamiento de hospitalidad. Esto no se
puede comprender si no es partiendo de la idea de que el extranjero es necesariamente un enemigo -y
correlativamente que le enemigo es necesariamente un extranjero. Es siempre porque quien nació fuera es
a priori un enemigo, que un compromiso mutuo es necesario para establecer, entre él y EGO, relaciones de
hospitalidad que no sean concebibles al interior mismo de la comunidad. Esta dialéctica “amigo-enemigo”
juega ya un rol en la noción de philos. En la Roma de las primeras épocas, el extranjero que se volvía un
hostis se encuentra pri iure cum populo Romano, igual en derecho al ciudadano romano. Los ritos, los
acuerdos, los tratados interrumpen así esta situación permanente de inter-hostilidad que reina entre los
pueblos o las ciudades. Al abrigo de las convenciones solemnes y a favor de las reciprocidades, las
relaciones humanas pueden nacer, y entonces los nombres de las ententes o de los estatus jurídicos vienen
a denotar los sentimientos propios de ellos. En un seminario sobre hospitalidad, Derrida se apoya sobre
estas lecturas de Benveniste “tan preciosas como problemáticas” para poner de relieve lo que él considera
como la aporía, inclusive la antinomia, de la hospitalidad: “Habría una antinomia, una antinomia
irresoluble, una antinomia no pasible de dialéctica, entre la ley de la hospitalidad, la ley incondicional de
la hospitalidad ilimitada (dar al que lleva todo lo de su casa y su propio ser, darle su propio, nuestro propio,
sin pedirle ni su nombre, ni contraparte, ni cumplir la menor condición), y pro el otro lado, las leyes de la
hospitalidad, estos derechos y deberes siempre condicionados y condicionales, tales como son definidos
por la tradición grecolatina, inclusive judeocristiana; todo el derecho y toda la filosofía del derecho hasta
30
Kant y Hegel. Intentaré mostrar que la santidad hospitalaria del Nazareno es una manera de situarse en esta
aporía.
6
Nota del traductor: la palabra que usa Theobald es “le tout-venant”, que significa “cualquiera”, o más
propiamente, “todo el que llega”. Cada vez que la usemos designará a personas que se cruzan con Jesús,
cualquiera sea su condición, es decir, a todos los que se acercan a él por los caminos.
7
En el mundo bíblico, este advenimiento infinitamente diverso y plural no puede más que ser atribuido a
la Sabiduría, figura del desborde en extensión, en profundidad y en altura, inmanente a toda la historia de
la Humanidad: “Como ella es única, todo lo puede, afirma la Sabiduría de Salomón: permaneciendo en ella
misma, renueva el universo y, a lo largo de las edades, pasa por las almas santas para formar amigos de
Dios y profetas”. No es creada sino engendrada -para parafrasear la confesión de fe del concilio de Nicea-
, como tampoco crea, sino que engendra; el engendramiento es el término más apropiado para nombrar la
paradoja de un juego relacional del que la paternidad o la maternidad vuelve a alguien -Jesús de Nazareth,
31
sus compañeros- que al mismo tiempo recibe esta paternidad o esta maternidad del otro, de cualquiera.
Volveremos más tarde al “acto de engendrar” para precisar a la vez su apuesta cristológica, su apuesta
antropológica y su apuesta eclesial en la apertura mesiánica de la creación.
88
Para lo que concierne a la distinción de un doble aspecto, positivo y negativo, del término “sagrado” en
las lenguas más antiguas, ver Benveniste (cita). Yo sigo a Levinas, cuando en De lo sagrado a lo santo.
Cinco nuevas lecturas talmúdicas, disocia rigurosamente la santidad de lo sagrado: “Siempre me he
preguntado si la santidad, inclusive la separación o la pureza, la esencia sin mezcla que se puede llamar
Espíritu y que anima al judaísmo -o a la cual el judaísmo aspira- puede residir en un mundo que no fuera
desacralizado. Me he preguntado -y he ahí el verdadero problema- si el mundo es lo suficientemente
desacralizado para acoger una tal pureza”. Sin duda el debate lleva después (en el marco del Nuevo
Testamento) a la concepción de esta pureza-santidad: lugar dado a las reglas rituales (“Estas reglas del gesto
exterior son necesarias para que la pureza interior no sea más verbal”), preponderancia de la ley en relación
a la esperanza (“Esto que debo hacer es más importante que esto que me está permitido esperar”) y rol de
la enseñanza (“El maestro es discípulo de alguien, tiene con respecto a sus maestros un sentimiento de
culpa. Él tampoco supo tomar lo que le daban”).
9
Estos dos rasgos neotestamentarios de la santidad forman una suerte de estructura de la que se describirá
el perfil mesiánico y escatológico. Volveremos sobre esto al comienzo de la cuarta parte de la obra, donde
hablaremos de dos facetas inseparables, la vertiente interior y la vertiente relacional de esta santidad
milagrosa, esencialmente en compartida y en comunicación de sí, como lo indica la fórmula breve de la fe
que introduciré más adelante. Notemos de aquí en más que estos dos trazos de la santidad del Nazareno y
de los suyos se dejan aproximar sobre el plano ético, inclusive, más precisamente en términos de
autenticidad, de justeza y de verdad, según la diferenciación de las relaciones que mantenemos con nosotros
mismos, con la sociedad y con la totalidad de lo real. Desde el momento en que nos aproximamos a la
santidad “del exterior”, hay que poder indicar en efecto los criterios universales de receptividad: su
32
autenticidad, su justeza y su relación con la verdad; la última piedra de escándalo de esto es el misterio del
mal, del que nos ocuparemos… La regla de oro a la que nos referiremos frecuentemente se sitúa
exactamente en este punto, allí donde se trata de volver perceptible la santidad, accesible y admisible, más
allá de las fronteras del cristianismo instituido. La tentativa de Bultmann, que pensaba la unidad interna de
la proclamación de Jesús a partir de tres temas divergentes (la temática étnica- Jesús maestro de sabiduría-
; el anuncio escatológico del Reino -Jesús profeta- y una visión teocéntrica de la santidad de Dios), iba ya
en este sentido. La tercera búsqueda del Jesús histórico privilegia, ella también, la entrada ética en el
universo cultural del Nazareno.
33
10
Cf: Jn 10, 18: “Nadie me quita la vida, sino que yo la doy voluntariamente; tengo autoridad para
entregarla y autoridad para retomarla: ese es el mandamiento que recibí de mi Padre”.
35
que lo siguen y los Doce deben entrar a su vez en esta inversión de la mirada; mirada
admirada -como la suya- de lo que adviene en el otro, quienquiera que sea, incluso más
allá de las fronteras de Israel (cf. Mt 8, 10). Su propia capacidad de aprendizaje no deja
así de hacer escuela.
Aunque preparada por esta comunidad de santidad a la manera del Santo de Dios,
la lectura mesiánica de esta hospitalidad abierta, para los primeros cristianos, no es para
nada obvia, sino que se inscribe en un conflicto de interpretaciones, interna al judaísmo,
que provocó la muerte violencia del Nazareno y se prolonga hasta bastante después.
Según ciertas tradiciones post-exílicas, la venida del Mesías debe en efecto ser legitimada
por el advenimiento efectivo de los tiempos mesiánicos. Rechazando esta demanda de
legitimación, contraria a la hospitalidad y al tipo de percepción que ella supone -la
confianza de la fe-, Jesús pone “gestos de poder” en la perspectiva sinóptica, y hace signos
(sémeia) o cumpla las obras (erga) según el lenguaje del cuarto evangelio, que no duda
en decir que los discípulos de Cristo harán otros más grandes (Jn 14, 12).
Es sin duda en razón de su ambigüedad fundamental que, entre estas
manifestaciones narradas en los relatos evangélicos -el de Lucas da una suerte de lista en
el discurso de Jesús en la sinagoga de Nazareth (Lc 4, 17-21) y en su respuesta a los
enviados de Juan (Lc 7, 21-23)-, la curación de los ciegos ocupa un lugar particular. Indica
que la mirada hospitalaria de Jesús, sin embargo, tan apropiada al elemental de la vida,
está lejos de ser evidente para todos, y que adoptarla efectivamente está ene l orden de
una verdadera conversión, o necesita una inversión. La obra mesiánica consiste
precisamente en la victoria sobre este enceguecimiento, victoria tanto más costosa cuanto
la ceguera se transforma en “oscurecimiento”: los cuatro relatos evangélicos y los Hechos
retratan este proceso dramático en la trama de Isaías 6, 9-13: “mirando, no ven; oyendo,
no comprenden…”
Se correrían sin embargo graves riesgos si se interpretara la santidad mesiánica,
inaugurada por le Nazareno, a partir del fin, “el oscurecimiento de una parte de Israel”
(Rom 11, 25), y la escalada de la violencia en torno a la muerte de Jesús, aislando de su
contexto por ejemplo el concepto paulino de “mesías crucificado” (1 Cor 1, 17-2, 16). El
conjunto y los textos neotestamentarios muestra más bien que las primeras comunidades
cristianas eran perfectamente conscientes de que la violencia más grave y la crucifixión
de Jesús no fueron simplemente provocadas por el exterior, por el poder romano y el
sanedrín, sino que vinieron -y vienen siempre- del interior mismo del juego de relaciones,
calificado al instante de hospitalidad abierta. También los evangelistas relatan la
incomprensión siempre impenetrable de los discípulos (cv Mc 4, 11-13; 8,17-21) y ponen
en escena sus disputas de poder, a las que Jesús responde “reencuadrando” la antigua
hospitalidad a partir de la figura del esclavo o del servidor (cf. Is 52, 13 ss.); “El más
grande ¿es el que está a la mesa o el que sirve? ¿No es el que está a la mesa? Ahora bien,
yo soy en medio de ustedes en el lugar del que sirve” (Lc 22, 27). Es del seno mismo de
este espacio de intimidad con los más próximos que surge, para terminar, la muerte. Uno
de los doce lo entrega: “el que meta conmigo la mano en el plato”, dice Jesús, retomando
la expresión del salmo 41, 10.
El nazareno mantiene sin embargo su hospitalidad respecto atodos al precio de
su vida, quedando hasta el fin en una postura de aprendizaje y de desposeimiento de sí
(ver Hb 5, 8; Is 50, 4-9). La figura del cordero del cuarto evangelio y del primer libro de
36
de una santidad en lo cotidiano, accesible a todo ser humano, a cada uno de manera única,
aquí y ahora.
Mateo y Lucas piensan este desplazamiento del centro de gravedad de la Ley
refiriéndose a la célebre Regla de Oro: “Todo lo que quieran que los demás hagan por
ustedes, háganlo ustedes por ellos. He ahí la Ley y los Profetas” (Mt 7, 12). El carácter
formal o abstracto de esta regla elemental no la vuelve solamente accesible a todos, sino
que abre sobre todo y deja el lugar a cualquiera que la tome, pero no puede tomarla si no
es de forma única, cada vez que lo hace concretamente.
La regla existe en efecto, recordémoslo, en el judaísmo, en la cultura griega,
china, etc.; se la alega en nuestros grandes debates éticos sobre la justicia y los derechos
del hombre. Simple indicador de la reciprocidad fundamental que regula nuestras
relaciones humanas se presenta de entrada como máxima de respeto y de justicia, resumen
de la Ley, al menos de lo que en ella toca lo universal. Pero discretamente abre allí la
posibilidad de una hospitalidad cuya apertura a cualquiera supone una actitud
desmesurada, desposeimiento de sí e inversión de la mirada, ya evocada más arriba.
Apela, en efecto, a la capacidad paradojal de “ponerse en le lugar de otro” sin quitar su
propio lugar, siempre en tal o cual situación concreta: cuando se trata de encontrar a
alguien por simpatía y compasión activa –“¿Quién es mi prójimo?” … este de quien me
vuelvo prójimo, según una inversión excesiva, para nada exigible, pero propuesta en tal
o cual situación inesperada (Lc 10, 25-37); cuando se trata de entrar en la perspectiva de
tal otro al punto de tomar sobre sí su violencia –“Si
te acuerdas de que tu hermano tiene algo contra ti (…) ve primero a reconciliarte
con él”, según la misma inversión que conduce aquí al coraje de exponerse a la violencia
de otro (Mt 5, 23 ss.). Gracias a esta regla, el acceso necesariamente único y siempre
circunstanciado a la santidad hospitalaria del Nazareno y de sus múltiples asociados
vuelven perceptible como tal, más allá de las fronteras de Israel y en Israel, porque es y
permanece como el cumplimiento desmesurado de su Ley y de sus Profetas.
El vocabulario sin medida o de la desmesura11 conviene perfectamente en este
contexto mesiánico. Señala en efecto que el acceso a lo que se ha calificado más arriba
de “elemental” y al instante de “universal”, en la experiencia de la hospitalidad, es
cualquier cosa menos evidente; la ceguera, inclusive el oscurecimiento del corazón, lo
atestigua, como lo indica positivamente la enigmática inversión de perspectiva inscripta
en la Regla de oro (“los otros por ustedes… ustedes por ellos”). Volveré en mi desarrollo
sobre el perfil escatológico de la santidad neotestamentaria al enigma de la ceguera y de
la violencia, contentándome por el momento con reflexionar sobre qué tienen de necesario
y de ambiguo los términos “sin medida” y “desmesura”.
Remarquemos que los sinópticos, el cuarto evangelio, Pablo y la carta a los
Efesios, conocen la categoría sapiencial de la “medida” (métron) -oh, tan presente en el
terreno de la estética; precisamente para sugerir de entrara un “sin medida”: “es una
11
El vocabulario de la medida, sobre el cual se volverá más adelante, tiene una doble función: hacer
comprender la unicidad de un ser humano, móvil entre lo que es mensurable y lo que desafía toda mesura,
y aprehenderlo al mismo tiempo como obra de la gracia que hace que lo que es desmesurado resulte, cada
vez y siempre en un acontecimiento, a la medida de tal o cual. De ahí una fórmula breve o su equivalente
para decir “dios”: “Dios como manifestación graciosa de su desmesura a la medida de tantas y tantas
medidas humanas, vueltas incomparables; y es este descubrimiento lo que Jesús llama fe.
38
12
La carta a los efesios articula perfectamente lo que le es dado a cada uno según la medida del don de
Cristo y lo que es a la medida de cada uno como ser único (Ef 4, 7.16) y la medida de la talla de la
plenitud de Cristo (Ef 4, 13); el cuarto evangelio utiliza una vez la formula “fuera de medida” para hablar
de la plenitud del espíritu (Jn 3, 34).
13
Ver Rom 12, 3, que liga el concepto de medida al verbo “tener sentido común” o “ser razonable”
(sophronein): “Digo a cada uno de ustedes: no tengan pretensiones más allá de lo que es razonable para no
ser pretenciosos, cada uno según la medida de fe que Dios le ha dado en el reparto”. La teoría paulina de
los carismas (Rom 12, 6) puede ser comprendida como una primera aproximación estilística de un cuerpo
social formado por una multitud de seres únicos en relación de hospitalidad.
39
celo, se sitúa todavía en el marco de referencia del judaísmo, recordado por la cita del
salmo 69, 10: “El celo de tu casa me devorará” (Jn 2, 17). Pablo finalmente acoge le
reproche de la multitud (1 Cor, 18) y lo focaliza en un sorprendente pasaje sobre el
lenguaje de la cruz que se manifieste por la locura de la predicación, como puesta en
presencia de Aquel que es anunciado: “Un mesías crucificado, escándalo para los judíos,
locura para los paganos” (1 Cor 1, 21-24). El apóstol se cuida sin embargo de evitar toda
confusión entre esta locura (moria) y otra (maintesthai) que amenace la apertura de la
comunidad de Corinto (1 Cor 14, 23), de distinguirla también del “celo excesivo” que lo
había animado antes de la conversión. Pero ¿cómo percibir en la locura mesiánica
sabiduría y poder, inclusive, el poder de la sabiduría de Dios, cuando es imposible dejar
el círculo, ya evocado, de un pensamiento a la vez comunicado por el mesías del hombre
espiritual y ya supuesto en aquel por quien lo pueda recibir (1 Cor 2, 9-16).
Conocemos la respuesta del apóstol que se refiere aquí a su experiencia de la
revelación de las “profundidades de Dios” por parte del Espíritu (1 Cor 2, 10), “regla”
que le es dada por Dios como medida, según esta otra expresión ya referida. Pero el
problema de fondo permanece planteado: la entrada en una perspectiva “sin medida”, el
sobrecogimiento por esto desmesurado, inclusive el celo, ¿cuándo podemos decir que se
volvieron ciegos, al punto de oscurecer el corazón? ¿Cómo percibir que se han movido
en santidad mesiánica o son simplemente su expresión? Se comprende la gran dificultad
de este discernimiento, y su actualidad; se opera en el seno mismo del judaísmo,
produciendo progresivamente la escisión que ya conocemos, sin que ella haya sido
programada de antemano (!); se ejerce también entre aquellos que están del lado del
Nazareno y en cualquiera, lo hemos visto.
Frente a esta dificultad extrema, es altamente significativo que los sermones en
la montaña y en la llanura muestran que este mismo discernimiento se repiten en lo
cotidiano, en el marco de la Regla de oro, cada vez que una situación elemental de
hospitalidad abierta se presenta. Es entonces que el humilde regalo se abre de manera
desmesurada, no pudiendo ser honrado más que de manera única por aquel que, en el
campo, se muestra verdadero respecto de otro. ¿Es esta una expresión de celo? Los
sinópticos no conocen este vocabulario, pero ponen a sus lectores delante del mismo
límite, por definición infinitamente móvil, entre una perspectiva desmesurada y la medid
de un tal o una tal, entre lo que puede ser una locura o revelarse como una manifestación
de santidad. Decidir acerca de esto desde el exterior y en referencia a un sistema legal se
revela imposible. Es entonces remarcable que los textos cuenten más bien situaciones
concretas y cotidianas, donde el conflicto ya ha sido asumido, confrontando al lector, no
a un heroísmo fuera de lo esperable14, sino a una cierta desenvoltura o evidencia: la
desmesura paradojal se ha mostrado, aquí o allí, a la medida de tal o cual.
14
Para lo que significa la diferencia entre el santo, el héroe y el sabio en una perspectiva tomista (fundada
sobre los tres conceptos de acto, estado y natura), ver el bello tratado “De la santidad” de Lavelle, en Cuatro
santos: “A menudo se opone el santo, al héroe y al sabio. El santo puede ser uno y otro: o al menos es un
héroe que se disimula frecuentemente bajo las apariencias de la sumisión, un sabio que se disimula a
menudo bajo las apariencias de la locura. Parece que el héroe y el sabio no tuvieran que vérselas con la
naturaleza y que la voluntad o la razón tuvieran el poder de vencerla o de regularla (…) Parece que en lugar
de estar en conflicto con la naturaleza fuera por una necesidad de la naturaleza que el santo produce acciones
que nos parecen las más bellas y las más difíciles. Es que hay en él una naturaleza nueva que, en lugar de
oponerse a la otra, se confunde con ella porque la espiritualiza. Y su conducta, aunque parezca una locura,
desafía sin embargo la sabiduría de los más sabios. No es porque sea el efecto de cálculos de la prudencia,
40
sino porque está más allá de la prudencia y toma su inspiración de una fuente más alta, en la que integra
todos los consejos y los sobrepasa al mismo tiempo”.
41
primeros cristianos, sino aun su percepción del carácter definitivo y último de lo que les
aconteció en su encuentro con él; dicho de otra manera, cómo y en qué sentido su santidad
tiene un perfil escatológico, destacable en el contexto de su época y hoy.
En efecto, habíamos previsto interrogarnos sobre la ceguera -no solamente de
una parte de Israel- que se instala en una última confusión entre santidad y locura y le
responde por medio de la burla y la violencia. La literatura apocalíptica y el Nuevo
Testamento muestran que este enigma toca al sentido de la historia en su totalidad; es
imposible hablar de una curación “mesiánica” de la ceguera y de una victoria sobre la
violencia sin volver a los motivos más profundos de la humanidad y por lo tanto a la
pluralidad inadmisible de las maneras de referirse a ella y de habitar un mismo mundo.
Es entonces grande la tentación, ya señalada, de querer salir de una vez por todas de este
plural, inclusive de la ceguera y de la violencia que se liga a ella, y de apelar al “Dios
Santo” bajo la forma de un último recurso o de un “Deus ex machina”. Ahora bien, viendo
la manera de situarse del Nazareno, Dios “surge” en la manifestación última de una
sabiduría abigarrada (Ef 3, 10), que da a partir de ahora a todo ser la posibilidad de salir
del caos recurriendo a lo que hay de más profundo en sí mismo y llamándolo a lo que
percibe como siendo del mismo orden en otro.
La hipótesis es por eso la misma que la que precede. Evitaría interpretar el
carácter escatológico de la existencia del Nazareno a partir del fin violento de su vida,
pero intentaría quizás percibir y comprender lo que es definitivo y último en su manera
de suscitar y de despertar, cada vez de manera absolutamente única, el “elemental” de la
ida en aquel o aquella que encuentra; este elemental, a su vez único, del que ya hemos
tocado la fuerza de desborda transfronteriza o universal. Es, en definitiva, una nueva
relación que da perfil escatológico a la hospitalidad del Cristo, y se comunica alegremente
en el seno de aquella y mucho más allá.
Describir esta novedad en términos de estructura y hablar de una lógica
mesiánica o interpretar el tiempo mesiánico como paradigma del tiempo histórico es
ciertamente sugestivo y puede ser necesario, pero de ninguna manera suficiente. El
acontecimiento o advenimiento que continúa a plantearse está en efecto intrínsecamente
ligado al nombre único de aquel que lo vuelve posible, Jesús de Nazareth, jamás borrado
de lo que ha podido llamarse “sintagma nominal Jesús Mesías”. Jamás tampoco nadie
pudo ver y, al punto en que estamos, sobre todo oír su Beatitud en lugar de otra. Es
entonces este entramado relacional, en el corazón de una nueva manera de situarse en la
historia y el mundo, que espera la aproximación sapiencial o estilística y la conduce a
término. Ella se renueva en medio (y no al fin) de los cuatro relatos evangélicos, cuando
en la confrontación entre la identidad mesiánica que se le atribuye y su ceguera, Jesús
hace “francamente” (parresia) llamado a los motivos últimos de la vida: perder su vida,
y así salvarla…; lo que de aquí en más puede ir de suyo (Mc 8, 34-9) Jn 12, 20-26). En
lo que sigue, intentaré comprender el lazo entre esta evidencia de orden estilístico y el
perfil escatológico de la santidad “hospitalaria” de Cristo.
1. Volvamos por una última vez a los dos trazos esenciales de esta
hospitalidad: desapego de sí o capacidad de aprendizaje en beneficio de cualquiera o
gracias a él. ¿Qué es lo que permite que, en la vida cotidiana, esta postura sea mantenida
hasta el extremo, incluso cuando el prójimo más cercano se transforma en cualquiera,
inclusive en enemigo? ¿Qué es lo que hace entonces posible renunciar al precio de su
43
propia vida ¡No hay más que una sola respuesta: la relación a lo último que es la muerte,
inclusive la manera de tomar “el simple hecho de existir, ¡ya ha mutado radicalmente!
Nacer y morir son ciertamente fenómenos universales, pero sus interpretaciones
divergen profundamente, en particular entre Oriente y Occidente; incluso si no hay que
descuidar al influencia de las espiritualidades orientales sobre nuestro continente; la idea
hindú de la reencarnación y de la pluralidad de las existencias fácilmente retomada en
nuestras sociedades marcadas por el relato ios y por un sentido agudo del carácter
provisorio de todos los lazos e instituciones, viene inmediatamente al espíritu. Desde el
punto de vista particular de la tradición bíblica, no es solamente la muerte la que se opone
a la vida, sino muerte y mentira, inextricablemente ligados ente ellos. Desde el comienzo
del Pentateuco (Gn 1, 4b-3, 24), esta confusión, considerada como la más elemental, es
expuesta y discernida por el narrador del segundo relato de la creación. El “poder” que la
muerte ejerce sobre la vida no es en efecto más que fáctico: la muerte no lo obtiene más
que sugiriendo al ser humano de hacer amalgama entre los límites inherentes a su
existencia y una envidia subyacente a la vida; ella lo hace además reaccionar y entrar en
una lucha encarnizada por defender lo que él considera como su derecho, casi siempre en
detrimento de otro. La alianza entre la violencia y la ceguera es entonces concluida bajo
el signo de aquello que la Escritura fustiga como la última mentira de unos de los
fundamentales de la vida, manifestados por la mutación de la muerte en “´último
enemigo” (ver 1 Cor 15, 25-27).
No es escrutando más intensamente, con las Escrituras y los Sapienciales en
particular, los meandros del corazón humano, que esta percepción específica del drama
humano se volverá más creíble entre las múltiples maneras de habitar el mismo mundo.
Pero el arte del Mesías de acabar con una mentira tan anclada en la humanidad puede
convencernos, incluso si atrae sobre sí y los suyos la misma confusión radicalizada al
extremo en el momento mismo del desenlace; lo hemos visto en el punto precedente.
Preguntémonos entonces cómo y en qué sentido el Santo de Dios viene a desarmar el
ultimo enemigo, según el lenguaje “guerrero” del apóstol Pablo comentando el salmo
mesiánico 110; o, por hablar con san Francisco y quizás con los relatos evangélicos,
¿cómo transforma “la muerte corporal a la que ningún hombre viviente puede escapar”
en hermana? ¿Cómo logra inaugurar esta hospitalidad pacífica y contagiosa cuyo
principio es una nueva relación con la muerte y con la vida, accesible en toda visión del
mundo y sobre todo a todo ser en su unicidad, desde que se deja alcanzar al nivel de su
simple existencia?
Los sinópticos y Pablo responden a esta preguntan por el anuncio del “evangelio
de Dios”, que sitúan al principio de la presencia apostólica del Nazareno y de la suya: “El
tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios se acerca: conviértanse y crean en el Evangelio”
(Mc 1, 14ss. Y Rom 1, 1). Es esencial oír de entrada el “eu” (bueno) en este anuncio
(aggelion), reemplazado por las múltiples bienaventuranzas o “felices” del Nuevo
Testamento, sobre todo los del sermón de la Montaña y los sermones en la llanura. La
alianza ente la novedad y la bondad que remonta por lo esencial al segundo Isaías es
llevada por un enviado, un angelos, Jesús y sus apóstoles; no dejamos la hospitalidad de
aquellos a quienes les tocó recibir ángeles (Heb 13, 2).
Comprender lo que se oye supone aquí que se identifique sin dudar el
destinatario de este “Felices” oído -Dios en tanto que Abba, Padre- y que se perciba
44
simultáneamente la razón de ser del lazo intrínseco entre esta voz y su origen. El “felices”
oído libera en efecto de la sospecha de celos últimos. Desarma la muerte como último
enemigo de la vida y la transforma en mensajero (o mensajera) capaz de convencer a
cualquiera del precio incomparable de su existencia: si no hay más que una sola vida, este
“una vez por todas” es la garantía de su unicidad. Solo un origen “paternal” -Dios Padre-
puede cargar el peso de esta feliz noticia. Quien lo escucha percibe súbitamente la única
novedad que es su simple existencia entre su nacimiento y su muerte y que es, del mismo
modo, la existencia del otro. Una diferencia se abre aquí en el seno mismo de la existencia
encarnada, a cruzar por una conversión o una inversión: lo que es cada vez nueva es la
única existencia de alguien; pero percibirla como novedad, y novedad buena, requiere
una voz capaz de hacer escuchar esto y darlo a conocer, sobre todo cuando esta evidencia
elemental no está o no es más inmediatamente accesible: es lo que realiza el Evangelio
de dios anunciado por su enviado.
En una situación de mentiras que no deja de alimentarse de “los sufrimientos de
este tiempo”, aún falta que el anuncio de tal Evangelio sea de una credibilidad sin error.
Esta exigencia escatológica concierne de entrada al evangelista mismo; pero su propia
credibilidad incluye que sepa que la convicción de su interlocutor no puede venir más que
de él mismo. Reencontramos aquí la santidad hospitalaria del Nazareno. Ya hemos
percibido el secreto de su propia credibilidad cuando nos preguntábamos por su
mesianismo: la concordancia entre sus actos, sus palabras y sus pensamientos, reveladora
de su concordancia consigo mismo y de la simplicidad feliz de su existencia. Jesús ha
“debido” escuchar él mismo la voz paternal (Lc 3, 21ss.), fundadora de su propia
unicidad, para poder afrontar la mentira y vencer, desde el comienzo de su itinerario, el
último enemigo (Lc 4, 1-13). Es esta voz oída lo que da a su santidad hospitalaria el perfil
de desenvoltura y desmesura siempre medida que la distingue de todo heroísmo, hasta el
último anonadamiento de sí.
Habiendo escuchado él mismo la voz del Padre, al punto de ser totalmente
modelado por ella (cf. Lc 9, 28-36) -y cómo no ser marcado íntegramente por semejante
noticia, incluso o precisamente si ella no revela más que lo que es-, Jesús sabe y aprende
al mismo tiempo que nadie puede escucharla en lugar de otro. Su hospitalidad es sin
embargo tal que suscita, despierta y revela en aquellos y aquellas que encuentra el
elemental que ya presenté, en el punto precedente, en términos éticos. Este elemental
contiene ocultando en cada uno un último “posible” de orden teologal -la mutación de su
relación con la propia muerte- que gracias a lo que escucha en sí mismo, se pone de
manifiesto, en tal situación, a su medida. La escucha de la bienaventuranza en la boca de
Jesús o de sus compañeros representa entonces una verdadera victoria sobre la mentira,
lo que sugiere el término “con-vicción”; pero esta no es verdaderamente convicción más
que si viene al mismo tiempo del plan profundo de quien escucha el “felices”: debe
verdaderamente escucharla decir él mismo, en el fondo de sí, para ser convencido.
Todo se pasa por lo tanto como si la credibilidad de la palabra feliz dicha por
Jesús y la credibilidad de su santidad hospitalaria vinieran del hecho de que él no se
atribuye jamás la capacidad de convencer desde el exterior a sus interlocutores, sino que
crea las condiciones donde su victoria sobre la mentira se vuelven posible y donde se
manifiesta lo que ya habita en la conciencia y en el corazón: una fe en la que reconoce así
que tiene su origen en aquel al que llama Padre. Hay que considerar en su unidad el
45
conjunto del periplo que venimos de recorrer -la bienaventuranza y la mutación que ella
introduce en el régimen de la muerte, la unicidad del existir que ella revela entonces,
prometida a una unidad interna a la vez ética y teologal, y la imposibilidad de acceder allí
de otra manera que por sí mismo -para comprender y recibir como creíble lo que no puede
ser oído más que en una hospitalidad mesiánica efectivamente vivida: a saber, el origen
paternal de la voz evangélica y el fin que ella introduce en la historia haciéndose escuchar
desde el seno de aquella.
2. “Los ciegos ven…”; es la primera señal del mesianismo de Jesús,
inseparable de los tiempos mesiánicos sobre los que nos preguntábamos en el punto
precedente. “los sordos oyen”; es una segunda señal. La he calificado de escatológica
porque nos confronta con el nacimiento y la muerte y nos abre al mismo tiempo la
totalidad de la Historia, sus motivos últimos, y la dimensión de la altura de su espacio
hospitalario de vida donde interfiere la voz de Dios. La historia continúa, sin embargo;
podríamos decir incluso que continúa como antes: ya hemos hablado de la acusación a
menudo recíproca, de ceguera y de violencias injertas sobre la pluralidad -estilística- de
las maneras de habitar el mundo y de interpretar la finitud de la existencia humana. Ahora
bien, el mesianismo escatológico de Jesús se manifiesta por la curación de la ceguera y la
sordera, y por la victoria definitiva sobre la violencia. ¿Cómo evitar que esta pretensión
inaudita se transforme en una nueva violencia? ¿Cómo percibir la evidencia del fin en el
seno de una historia, marcada por los efectos perversos de tantos mesianismos religiosos
y seculares?
Sólo una aproximación estilística, inclusive, de un tipo particular, nos vuelve
sensibles a estas cuestiones y nos permite discernir lo que es justo. Lo afirmo desde el
comienzo y he intentado mostrarlo haciendo progresivamente intervenir lo que “necesita”
esta percepción, deseosa y capaz de encontrarse con la concordancia absoluta entre la
forma y el fondo de la santidad hospitalaria de Jesús y de sus asociados: de entrada, la
unicidad incomparable de esta concordancia, engendrada y percibida en un mundo de
violencia, en referencia a un reparo ético a la vez formal y fundamental alimentado por la
Regla de Oro; y en seguida el carácter definitivo y último de lo que acontece en el
encuentro de Jesús con cualquiera, en razón del cambio que introduce en la relación de
cada uno, pero también con su grupo, a partir de su propia muerte. Es entonces, en
definitiva, la novedad inaudita de la buena Noticia y de lo que ella revela lo que suscita
su propia aproximación estilística.
Merleau Ponty nos puso en este camino, recordemos, hablando de la estructura
de llamada y de respuesta subyacente a todo estilo. Pero desfasado de lo que Merleau
Ponty deja ver del trabajo del pintor, no es de entrada “la figura de las cosas” en la que el
Nazareno reencuentra cada mañana el mismo llamado al que jamás termina de responder;
es más bien ese cualquiera que llega y su último “posible” -la voz paternal de la
Bienaventuranza- la que lo mantiene despierto. La “metamorfosis del mundo” -puesta en
forma de los elementos del mundo que permiten orientarlo hacia una de sus partes
esenciales-, propia de toda “operación estilística”, toma entonces una figura
absolutamente inédita. He dicho desde el vamos que la innovación verdadera se burla de
alguna manera del estilo. Pero la novedad, tal como emerge con el Nazareno, no se burla
de lo que se vuelve viejo, aunque se diga de Dios que manipula a las “autoridades y
poderes “(Col 2, 15 y Sal 2, 4); ella reorienta a lo viejo, lo hace ver y oír de manera nueva,
46
y relanza así la historia de una manera completamente distinta. Dado que consiste en una
manera hospitalaria de situarse en medio de las múltiples maneras de habitar un mismo
mundo cotidiano y de situarse respecto de ellas15, se la puede designar también como
“estilo de estilos”, lo que sería una manera de honrar hoy su particularidad escatológica.
La fragilidad propia de este tipo de percepción y de inteligencia estilísticas se
sitúa evidentemente en la doble utilización del mismo término “estilo”; siempre a punto
de volcarse hacia uno de los dos lados de esta relación paradojal. Esta deriva de la
diferencia fundamental entre lo que puede ser percibido, en el seno de la hospitalidad
mesiánica, como cada vez absolutamente nueva y definitiva -la unicidad de tal existencia
respecto de otro- y la vista o la mirada, ligadas a una presencia, que abren, aquí y allá,
esta feliz percepción, a partir de lo cual todo el resto se vuelve antiguo. He utilizado el
vocabulario profético y evangélico de la conversión o de la inversión (metanoia) tanto
como este, más sapiencial, del aprendizaje, para indicar el desafío de esta relación que
implica un cambio de actitud cara a cara con la muerte y entonces una nueva manera de
tratar con la ceguera y la violencia. Es en esta diferencia entre lo que es visto y oído y
súbitamente visto y oído de una forma nueva, tanto como la conversión o el aprendizaje
que pasan de una percepción a “otra”, que la historia encuentra su autonomía,
comprendida en ella la de la modernidad y la posmodernidad que, por un lado, resultan o
salen de este proceso de conversión y aprendizaje y pueden también conducirlo allí.
La unidad interna entre estas dos vertientes de la inteligencia estilística de la
santidad hospitalaria del Nazareno aparece entonces ahora con fuerza mientras aparece a
menudo oculta; bajo diferentes formas, además: la oposición entre Jesús y Pablo o entre
el corpus evangélico y el epistolar, entre los costados apocalíptico y sapiencial de la futura
de Jesús, entre lo que se destaca del acontecimiento único y último, y lo que sale del
motor de una concepción ontológica de la historia y del universo, etc. ahora bien, es
imposible percibir el advenimiento de una novedad absoluta sin ser reenviado por él a
toda la existencia entre el nacimiento y la muerte, y a los motores últimos de la historia
de la humanidad; e inversamente, lo que adviene en una existencia ignota o se prepara en
la historia de la humanidad bajo la forma de los últimos posibles no es perceptible más
que si se produce un acontecimiento: una presencia y una palabra radicalmente nuevas
que perforan la mentira, disipan la ceguera y la sordera, y se enfrentan sin violencia a la
violencia de la historia.
El punto de mira de esta relación indisociable entre el estilo y unos estilos -
manera de situarse en medio de una pluralidad de maneras de vivir- es la comprensión
del “como” de semejanza o de comparación, ya evocado en el contexto de nuestra
búsqueda “ética” sobre la ausencia de medida o sobre la desmedida que hace entrar lo
incomparable de Dios en la historia. “Ustedes serán perfectos como su Padre celeste es
perfecto” (Mt 5, 48) o “bueno y misericordioso como él” (Lc 6, 35 ss.). Se pueden citar
también las parábolas de Jesús que hacen ver y oír la presencia escondida de esta misma
abundancia en la historia y el mundo, de nuevo gracias a una “semejanza”: “El Reino de
Dios es como un hombre que arroja la semilla en tierra…” (Mc 4, 26). En Paul, la
semejanza corre entre el Mesías y Jesús y los hombres o el hombre: de condición divina,
15
Estas maneras de habitar un mismo mundo comprenden también sus interpretaciones articuladas y
organizadas; pero pasamos entonces al nivel de las expresiones culturales del espíritu del que se planteará
la cuestión en referencia a las Escrituras.
47
el Mesías se vuelve “semejante a los hombres” y “es reconocido por su aspecto como un
hombre”, habiendo sin embargo desplazado del interior esta semejanza, encarada a partir
de lo alto, por su manera de tomar una “apariencia de esclavo” (Flp 2, 6-8)- es el estilo
de vida mesiánico de los cristianos, “el pensamiento del Mesáis”, lo que el apóstol expone
así (Flp 2, 1-5), no dudan en designar este desfasaje por un “como no” que parece revocar
toda semejanza entre la existencia cristiana y la forma de este mundo: “El tiempo se ha
acortado. A partir de ahora, quienes tengan una mujer hagan como si no la tuvieran” (1
Cor 7, 29). ¿Cómo comprender el lazo intrínseco entre esta revocación escatológica de
toda semejanza que salvaguarda la novedad absoluta del estilo mesiánico, y su percepción
que no puede producirse más que sobre la base de una semejanza con las esperas últimas
de la humanidad?
La revocación de toda semejanza indica, en efecto, Enel estilo de vida de los
cristianos, que “el fin” ha llegado. Pablo lo expone bajo una forma paradojal que resulta
de una completa primera suspensión – no de una simulación- de los marcadores de la
identidad religiosa y étnica, social luego, de los estados de vida e incluso de las maneras
más profundas de plantearse en la existencia: llorar, alegrarse, comprar, disfrutar del
mundo, etc. (1 Cor 7, 17-35): “La circuncisión no es nada, y la incircuncisión no es nada
(…) Que cada uno permanezca en la llamada a la que ha sido llamado” (1 Cor 7, 19 ss.).
La suspensión no es entonces la supresión de toda condición y de sus marcadores
estilísticos; al contrario, instaura una nueva relación a esas maneras de vivir: “estilo de
estilos”. Esta relación consiste en anular lo que en ellos es puramente factual o del orden
del destino -el “como no” paulino tanto como el verbo katargein que efectivamente puede
tomarse por “desactivar” lo señalan-, pero precisamente para suscitar allí el llamado que
se aferra de toda una existencia, tal como es, pero a partir de ese momento marcada por
lo que el apóstol designa por el término “uso” o “utilidad”: “aunque puedas volverte libre,
haz uso lo mejor posible de tu condición de esclavo” (1 Cor 7, 21). Esta noción cuya
posteridad es imposible de retomar aquí por completo, determina por ejemplo el usus
pauper de los franciscanos y se reencuentra también, de otra manera, en la indiferencia
ignaciana que consiste en desactivar todas las preferencias para poder “usar de todas las
cosas, en la medida en que ayudan a alguien por su fin”; lo que es una manera de
permitirle de descubrir su llamada.
Este llamado no interviene entonces al costado de los estilos de vida ya existentes
para agregarle uno nuevo o mejor, sino en su propio centro. Es la única manera de volver
al fin efectivamente presente en el seno de la historia multiforme y de velar por que la
hospitalidad mesiánica -estilo de estilos- no entre en rivalidad con uno de esos estilos o
no haga bulto con ellos; he ahí el sentido de la revocación de toda semejanza entre la
figura del Mesías o de la vida cristiana y la pluralidad de las maneras de vivir. Volveré
más tarde sobre los riesgos inherentes a esta composición absolutamente única. Pero en
otro momento hay que precisar bien que el como no tiene la última palabra, incluso en el
corpus paulino. El apóstol no presenta solamente al Mesías crucificado como figura a
imitar y a sí mismo en tanto que imitador del Mesías (1 Cor 4, 16 etc.), lo que supondría
por supuesto que una semejanza pueda ser establecida; comunica también y sobre todo
su certeza de que la creación, inclusive que todo, concurre a este proceso de imitación y
que lo que propone ya esté en obra en aquellos que lo reciben (1 Tim 2, 13).
48
Gestos y palabras
(Mc 4, 11.33ss.) del “hablar abiertamente” (Mc 8, 32). La decisión de cualquiera de entrar
o de encontrarse efectivamente en el espacio hospitalario del Nazareno ocupa este umbral
absolutamente decisivo. Atravesarlo no significa entrar en una comunidad (de masa o de
itinerantes), pero no lo excluye tampoco. Lo esencial es una nueva manera de situarse en
el mundo que puede entonces transparentar en parábolas que pierden de golpe su
apariencia enigmática (metamorphosis), pero también en le lenguaje ético de Jesús del
que ya se subrayó el carácter tajante (krisis)16
Desde la Historia de la tradición sinóptica de Rudolf Bultmann (1921), estas
palabras han sido el objeto de múltiples búsquedas, combinando aproximaciones literarias
y sociohistóricas en sus “lugares” (Formgeschichte). La expresión de Wittgenstein “juego
de lenguaje” que religa la práctica de una lengua de gestos cotidianos o formas de vida
que le corresponden es aquí adecuada. Pero el comparatismo corre el riesgo de
contentarse con una simple clasificación de estos “juegos” atribuyendo a diferentes
aspectos del personaje Jesús, abordado como carismático itinerante, profeta, curador,
poeta y maestro de ética. Más recientemente se ha intentado comprenderlos a partir del
juego relacional muy diferenciado del Nazareno: sus relaciones familiares, su relación
con le Bautista, con sus discípulos, con sus simpatizantes, más particularmente con ciertas
mujeres, y sus relaciones con sus adversarios. Es más bien en este marco -Jesús
pareciendo de entrada como no estando solo- que se puede percibir la unidad interna de
sus palabras; unidad, por razones ya indicadas, accesible solamente a una aproximación
estilística. En cuanto a su enseñanza ética respecto ala ley, no se ve cómo comprender de
otra manera la unificación original, operada por él, entre varios factores: una
radicalización sin precedentes -en el sentido de un desplazamiento de la ley hacia su
origen y su fin en la santidad misma de Dios-, una apertura tan radical a todos (incluso a
los enemigos) y sobre todo a los últimos entre nosotros -más acá y más allá de las fronteras
del judaísmo-, y el llamado a realizar esta santidad aquí y ahora y siempre de manera
absolutamente única. En cuanto a la poética de las parábolas, la perspectiva estilística está
aquí más particularmente en su elemento.
2. El simple hecho de que el corpus de palabras de Jesús –“enseñanza” ética,
“composiciones” parabólicas, etc.- haya sido considerablemente enriquecido por la
tradición presinóptica plantea la pregunta central del principio de esta creatividad. Más
acá del paso a la escritura sobre el que voy a volver, este principio reside en la hospitalidad
de Jesús mismo y en su capacidad innata de contar con la singular creatividad de sus
compañeros; es lo que resulta del camino recorrido. La aproximación estilística de las
palabras de Jesús tiene precisamente por motivo escrutar lo que la reconstrucción
imposible de su perímetro exacto corre el riesgo de esconder, a saber, su formación en el
seno de un juego relacional cuya fecundidad propia ya ha sido percibida.
Jülicher en efecto tenía razón cuando llamaba a las parábolas “hijas del instante”
(Kinder des Augenblicks), “encontradas en el instante y para el instante” por el locutor
(Redner) Jesús para manejar tal situación comunicando de eso su interpretación y su
evaluación a sus interlocutores. Como tal, ellas no marcan solamente la distancia de Jesús
16
En el capítulo VI de la cuarta parte de esta obra intento articular estos diferentes niveles de la experiencia
relacional del Nazareno distinguiendo tres funciones del Espíritu “operador” de lazos: las funciones de
dynamis o de manifestación elemental de una potencia de existir, de krisis ética y de metamorphosis
“mística” del mundo.
51
en relación consigo mismo; conducen a quienes lo escuchan a una escena imaginaria para
que, habiendo tomado una distancia similar respecto de ellos mismos, puedan libremente
abrirse al misterio de lo que está pasando entre ellos. Esta forma hace de ellas los actos
de lenguaje más íntimamente ligados a la hospitalidad abierta del Nazareno. Pero
entonces, ¿cómo podrán guardar su pertinencia en otras situaciones y sobre todo después
de la Pascua? Cuestión que no ha dejado de aparecer en la investigación. ¿Y cómo
comprender la desproporción entre la pequeñez de estos micro-relatos relativamente poco
numerosos, atribuidos con mayor o menor certitud a Jesús, y su extraordinaria
arborescencia en el Nuevo Testamento (cf. Mc 4, 30-32)?
Me parece que la respuesta se encuentra en el aspecto didáctico de ciertas
parábolas, que permanece desapercibido ya sea en una aproximación puramente retórica
y concentrada en el instante de su invención, ya sea en una perspectiva poética que las
aísla de su referencia extra narrativa y las lleva hacia lo que algunos llaman
“parabolicidad universal del lenguaje”. Ahora bien, tal parábola es contada por Jesús de
manera de hacer participar a sus oyentes en el acto mismo de su emisión. Al nivel de su
enunciado, cuenta entonces de su propia formación como acto de lenguaje en lazo
estrecho con quien la cuenta y con cualquiera que esté invitado a recibirla. Ella pone en
efecto en escena el riesgo corrido por Jesús, que consiste en dirigirse a cualquiera, estando
obligado a contar con su escucha -¿cómo si no tomaría la palabra?-, sin poder por lo tanto
forzarla; es la forma misma de la parábola como metáfora o libre “transfert” del locutor
y del oyente en otra escena que dice su fondo, a saber, el misterio de la comunicación
misma de la palabra, que cuando efectivamente logra su cometido, se llama “Reinado de
Dios”.
El lector habrá comprendido que acabo de comentar la parábola del sembrador,
que ocupa un lugar particular en los evangelios sinópticos, y no deja de evocar el
apotegma joánico del “grano de trigo que cae en tierra, muere y da fruto abundante” (Jn
12, 24); palabra pronunciada con proximidad a la cita de Isaías 6, 9-10 (“para que no lo
vean con sus ojos y su corazón no comprenda…”) que suscita igualmente la parábola del
sembrador (Mc 4, 10-12). Podría llamarse la “parábola de las parábolas” porque tiene por
contenido la comunicación parabólica misma, en tanto que anticipación de su propio éxito
mesiánico y escatológico, inesperada y sin embargo sobreabundante; pero dado que ella
permanece, por definición, suspendida a su recepción, llama a una segunda lectura (Mc
4, 14-20), separada de la primera por el abismo que ocupa o cava la cita de Isaías. La
designación y la para ‘bola como “parábola de las parábolas” la acerca a la fórmula “estilo
de estilo”, y muestra también su enraizamiento en un nudo relacional que he descrito
desde el comienzo en términos de hospitalidad abierta. La parábola del sembrador
introduce sin embargo un elemento de reflexividad: cuenta su propia elaboración, lo que
hace posible la creación de otras parábolas. Ahí está el aspecto didáctico señalado al
instante: “Ustedes no comprenden esta parábola. Entonces, ¿cómo comprenderán las
demás parábolas?” (Mc 4, 13). Podría objetarse que el evangelio de Marcos inventó esta
teoría de la parábola. Es sin duda cierto; pero este hallazgo testimonia de una singular
perspicacia estilística en referencia a la creatividad suscitada por el sembrador del Galileo.
3. Acabamos de atravesar el umbral del “volverse escritura” de la santidad
hospitalaria del Nazareno. Bien al comienzo de estas reflexiones sobre el cristianismo
como estilo, yo había no sólo subrayado que Jesús no había dejado ningún escrito e
52
intentado dar razón de esto, sino también notado el riesgo de que las primeras
comunidades corrieron confiados en una escritura única y definitiva, y, como tal,
absolutamente nueva. La tradición post-pascual se apoya sin duda en la creatividad que
acabamos de poner de relieve. Ella está herida por la negación del Nazareno de una parte
de su pueblo, seguido de su ejecución; ella está al mismo tiempo llevada adelante por su
nueva manera de sestar presente -sus aplicaciones”- en el seno de la hospitalidad
mesiánica y escatológica que había inaugurado y que ciertos de sus discípulos relanzan
ahora tomando su lugar. El lazo intrínseco entre su referencia (amorosa) al Resucitado y
su sensibilidad a las manifestaciones propias de los tiempos mesiánicos, tanto como entre
el advenimiento del fin de la historia que continúa permanece al principio de esta
hospitalidad que ese inscribe en figuras históricas extremadamente validadas, aquí y allí
amenazados por desequilibrios de orden cristológico o prepatológico, escatológico o
eclesiológico.
En estas condiciones de una extrema fragilidad, el paso a la escritura representa
un verdadero desafío. Notemos que no se trata solamente sobre la enseñanza de Jesús
como un Schleieracher pudo presuponerlo, pero sobre su presencia en palabras y en actos
en el seno mismo de una hospitalidad abierta, y por abrir siempre más ampliamente. Pudo
decirse que el cristianismo primitivo se dirige, por este simple gesto de escritura, a su
propio porvenir. Esta expresión de su vitalidad es completamente incomprensible,
inclusive legítima de acuerdo a lo que ha sido dicho de su consciencia mesiánica y
escatológica. Pero no hay que subestimar el peligro sutil que este proceso complejo de
una simple puesta por escrito hace correr al nuevo movimiento cristiano: corre el riesgo
de aferrarse a su propia supervivencia y tomar distancias respecto de lo que no puede
venir más que imprevistamente y sin poder ser programado, siempre y de manera única,
y definitiva; corre finalmente el riesgo de volverse vieja. Ciertas grandes construcciones
teológicas u otra, quizás adosadas en las Escrituras que inspiradas efectivamente por las
confirman esta sospecha como la fuente de los múltiples movimientos que la iglesia
conoció desde sus comienzos.
Es en esta encrucijada que interviene la inteligencia estilística de las Escrituras.
Yo lo había presupuesto en el punto de partida, al momento de interrogarme sobre el
contraste entre la ausencia de escritos de llamando del Nazareno y el relanzamiento del
proceso de escritura entre los primeros cristianos. Designando esta escritura por el
calificativo “Escritura Santa”, el cristianismo presupone que ella está totalmente ordenada
al a novedad el acontecimiento del que ha sido. Esta hipótesis resta a verificar su doble
vertiente: el status de la escritura neotestamentaria y el tipo de interpretación teológica
que les es aplicado.
La Escritura “santa”
y a renovar esta novedad. Pasamos entonces al nivel de las expresiones culturales del
espíritu –cristiano en la ocurrencia- donde el concepto de estilo está en su propio
elemento.
Va de suyo que un nuevo tipo de escritura y de lectura totalmente ajustada a la
santidad hospitalaria del Nazareno no ha podido nacer de golpe. Ha estado sometido a un
trabajo de laboratorio eclesial y de discernimiento que exégetas e historiadores pueden
notar en el seno mismo del corpus disponible de los textos canónicos y no canónicos. En
efecto, hablar de escritura santa o inspirada por el Espíritu de santidad en el sentido en
que se ha dado a este término, debe ser verificable: la inspiración no es solamente
reconocida en tal o tal texto en vista de su canonicidad llamada “material” –su
apostolicidad o su concordancia perfecta con la consciencia de la Iglesia primitiva, como
decía Karl Rahner- pero debe ser realmente probad en un acto de lectura correspondiente
a las cualidades objetivas e inherentes a los escritos, tomados en ello9s mismos. Esta
puesta a prueba es hoy posible gracias a una exégesis crítica que, en su vertiente
pragmática de análisis narrativo y retórico, ha integrado en su campo de búsqueda la
comunicación entre la voz del narrador yo del escritor de epístolas y el lector.
Hace falta entonces precisar este desplazamiento y verificar enseguida, de
manera más específica, si lo que la exégesis nos enseña de la relación entre escritores
neotestamentarios y lectores concuerda con la manera de ser de Jesús, partiendo de las
calidades de las grandes clases de escritos neotestamentarios –cartas apostólicas, relatos
evangélicos y apocalipsis- antes de interrogarnos sobre la presencia histórica de esta
Escritura, como conjunto orgánico y canónico, en el seno de una pluralidad de culturas y
sobre su capacidad estilística de confederar a los cristianos.
según se aborde las cartas paulinas, los evangelios sinópticos, los Hechos, el corpus
joánico, etc. La diferenciación interna de las clases de escritos, sin duda estructuralmente
limitada, y de los escritos propiamente dichos, es el espacio literario donde se nota la}
sorprendente apertura post-pascual de la hospitalidad mesiánica y escatológica del
Nazareno, pero también las resistencias que se oponen en el contexto cultural y religioso
de la época y en las primeras comunidades cristianas. Pero cada vez un mismo criterio de
concordancia estilística entre forma y fondo puede guiarnos en nuestra puesta a prueba
de los textos.
Este criterio, ya puesto en valor por Schleiermacher, funciona en efecto como
condición de credibilidad, permitiendo a un lector cualquiera acceder, aquí y ahora, al
mismo acontecimiento único y último que se produjo en el seno de la hospitalidad el
Nazareno. Agrego que esto no significa la ausencia de tensiones incluso importantes entre
los textos, inclusive al interior de tal o cual libro. Al contrario, estas divergencias
cuidadosamente conservadas por el canon neotestamentario son susceptibles de suscitar
en el lector lo que los Hechos (15, 2. 7 y 25, 20) llaman la zétesis –discusión o instrucción-
o el apóstol Pablo la diakrisis pneumatón (1 Cor 12, 10), sugiriendo ya las maneras de
proceder; se trata entonces de una actividad “razonable”, supuesta a la obra en el lector y
al mismo tiempo relanzada por el acto de lectura.
también la alabaza (ver Mt 11, 25-27), género de oración que calibra de alguna manera
el conjunto de los otros elementos17.
Estas diferentes tentativas de comprender la composición progresiva de la Biblia
cristiana, del interior mismo de sus formas más pequeñas y a partir de la invención de una
nueva manera de escribir y de leer, deben apoyarse en última instancia o en primer lugar
sobre el dato textual menos contestable que es la distinción de las tres clases de escritos
del Nuevo Testamento, a saber, las letras apostólicas, los evangelios con los Hechos, así
como el Apocalipsis de Juan. Es ese el terreno donde se puede verificar el ajuste de la
nueva escritura con la santidad hospitalaria del Nazareno.
1. Las cartas apostólicas, las de Pablo en particular, forman una primera
clase de escritos, sin duda la más fundamental y la más elemental de las tres. como
medio de comunicación con una comunidad o un individuo, esta forma es en efecto
bien perceptible en las otras dos clases, como lo atestiguan los prólogos del evangelio
de Lucas y los Hechos, o incluso las siete cartas inaugurales del Apocalipsis. En
cuanto a la práctica epistolar y Pablo, está íntimamente ligada a su ministerio
apostólico de fundador itinerante de comunidades. Ella no sustituye su autoridad
viviente o la de su equipo, pero es un medio de gobernarlos a distancia y de ponerlas
en relación, por ejemplo, por la célebre carta de la colecta (cf. Gal 2, 10).
Es remarcable que Pablo no escribiera solamente cartas, sino que reflexionara
sobre lo que esto significa en el régimen neotestamentario. También introduce, en la
segunda carta a los Corintios, una distinción entre su escritura epistolar y la de la Ley de
Moisés sobre las tablas de piedra, tomando al mismo tiempo distancia respecto de las
cartas de recomendación que salían de falsos apóstoles (2 Cor 3, 1). El género epistolar
recibe aquí una significación metafórica que sitúa el acto de la escritura en el momento
de la fundación de la comunidad y de la recepción del Evangelio, a saber, en la “seguridad
del apóstol” (2 Cor 3, 4-5) y el develamiento de los rostros transfigurados en la imagen
del Señor (2 Cor 3, 12-18). Al mismo tiempo, el orden de la escritura se invierte, como
ya en la hospitalidad de Jesús, en la medida en que la primera “carta” es la que Pablo
mismo recibe: “Ustedes son una carta de Cristo”, escribe a la comunidad de los “santos”,
una carta confiada a nuestro ministerio, escrita no con tinta, sino con el Espíritu del Dios
viviente, no sobre tablas de piedra sino sobre tablas de carne, sobre sus corazones” (2 Cor
3, 3ss.).
La carta escrita con tinta está entonces en concordancia con el criterio espiritual
de santidad que ella da de su propia autenticidad, si permanece, en su forma, al servicio
de la experiencia, hecha a lo largo del encuentro fundador entre el apóstol y aquellos que
han recibido su Evangelio, contentándose de renovar esta experiencia en y a partir de su
17
La ventaja de esta clasificación según la energía “racional” de las formas literarias es la de apoyarse en
la diferenciación de las relaciones que mantenemos con nosotros mismos, con la sociedad y con la totalidad
de lo real y de volver la santidad hospitalaria perceptible y creíble. Propongo un análisis detallado de los
tres elementos del discurso neotestamentario que se injertan sobre estas relaciones diferenciadas en el
capítulo IV de la segunda parte: “Les juegos de la narratividad por la teología”. En el análisis que sigue,
organizado según las clases de escritos del Nuevo Testamento, me atengo sobre todo a los elementos
narrativo y argumentativo, así como al a estructura doxológica de los textos. Trataré el elemento regulador
cuando sea sucesión del canon de las Escrituras y del Símbolo.
56
raíz crística y escatológica. Precisemos estos dos aspectos, recordando lo que ha sido
dicho del doble perfil, mesiánico y escatológico, de la santidad hospitalaria del Nazareno.
El primer aspecto se verifica en el estilo de relación que la carta compromete
con sus destinatarios. Podría objetarse (con los numerosos adversarios del apóstol) que la
enunciación paulina es tan fuerte en su corpus epistolar que corre el riesgo de encerrar a
sus lectores, en particular cuando evoca delante de ellos el don de su vida, a veces en
términos parentales (1 Tim 2, 7-12), y los invita a imitarlo (1 Tim 6; Flp 3, 7). El límite
de la “carta de recomendación” sería atravesado, invalidando por su forma misma lo que
quiere volver accesible. Remarquemos sin embargo que la manera de rozar, por
momentos, este límite es recordando el exceso mesiánico que, como hemos dicho,
caracteriza la manera de Jesús y la del apóstol. Pablo es perfectamente consciente de la
ambivalencia de este exceso. Pasar los límites de la recomendación y anunciarlo de
manera irónica (cf. 2 Cor 10-13, sobre todo 11, 16), es sin embargo dar al lector la libertad
de posicionarse en verdad; procedimiento estilístico que empuja de hecho hasta el límite
la “reflexividad epistolar”.
Las situaciones de interlocución, a menudo conflictivas, varían evidentemente
de una carta a la otra y manifiestan una sorprendente capacidad de adaptación y de
aprendizaje apostólico; la investigación histórica lo establece. Pero la intención relacional
y su fundamento mesiánico permanecen idénticos. La referencia constante de Paul a la
manera de Cristo de comportarse como esclavo de todos (doulos), a su presencia en sí
mismo (cf. Gal 2, 20) y sobre todo en aquellos y aquellas a quienes se dirige, el llamado
importante a sus memorias, inclusive a lo que ha a sido la obra en ellos en el momento
mismo de la acogida inicial del Evangelio, produce el efecto de una simetría. Todos los
elementos estilísticos de la escritura paulina (formas de argumentación, metáforas
utilizadas, etc.), confirman el llamado del apóstol al sentido común y a la conciencia del
lector y contribuyen a abrir un espacio cultural de acogida cada vez más ecuménico y
diverso, rebasando la frontera que crea la diferencia inicial entre judíos y no judíos. La
carta supone o apunta entonces siempre a una libre co-presencia en el seno de una
experiencia de “transfiguración” que, compartida por el número mayor (“Nosotros todos
que, con le rostro descubierto, reflejamos la gloria del Señor…”), relativiza al mismo
tiempo oda prerrogativa, cualquiera que sea.
Desde este punto de vista, la primera carta a los Tesalonicenses, el escrito más
antiguo del Nuevo Testamento, es paradigmático. La narración que ocupa la mitad del
texto reenvía la comunidad de los destinatarios a la evangelización y a sus efectos: efectos
sobre ellos- “nuestro anuncio del Evangelio en ustedes no ha sido solamente discurso”,
comenta Pablo, “sino potencia, acción del Espíritu Santo y maravilloso cumplimiento” (1
Tes 1, 5) – y efectos de vuelta sobre el apóstol mismo, destinatario del Evangelio de la fe
y del amor de sus interlocutores (3, 6) –“y ahora revivimos porque ustedes se mantienen
firmes en el Señor”, les escribe (3, 7). Este intercambio supone la autonomía de los
compañeros incluso si la iniciativa y la autoridad se sitúan del lado de Pablo y de su
equipo: el apóstol nota no solamente que su propia palabra resulta Palabra de Dios porque
ella ya está actuando en aquellos que la reciben en total libertad (2, 13); remarca aun la
fecundidad de su acogida que, haciendo imagen en el entorno, ha mudado en nuevo
anuncio en Macedonia y Acadia (1, 6-10). Incluso sin detallar este proceso de
57
comunicación simétrica y cada vez más abierto, se perciben aquí los trazos esenciales de
la hospitalidad del Nazareno.
El segundo aspecto de la concordancia de la cara apostólica con lo que pretende
ser se verifica en su orientación escatológica, en dirección de un fuera de texto que no
duda en anticipar: está escrita e inscripta en efecto entre estos dos encuentros o presencias
efectivas, en el vacío de la separación, “lejos de ustedes con los ojos, pero no con el
corazón”, en este “espacio” donde se forma el deseo de nuevos reencuentros (2, 17-3, 13).
Esta característica se verifica incluso en el caso de la epístola a los Romanos, que no
puede apoyarse sobre un encuentro previo cualquiera entre Pablo y los destinatarios de
su carta (ver Rom 1, 8-15), pero sin embargo hace referencia a una memoria apostólica
anterior que ella viene a “reactivar” (Rom 15, 8). Queda que el motivo último de la
escritura apostólica es la espera de un futuro, jamás enteramente programable, porque
siempre estará situado bajo la luz de la “presencia del Señor Jesús durante su venida
(parousia) con todos sus santos” (cf. 1 Tes 2, 19ss.).
Por una oración de acción de gracias (eucharistein) que forma parte de la forma
misma de la carta (1 Tes 1, 2-4)), esta anticipa este feliz acontecimiento mesiánico y
escatológico, dejando subsistir la ausencia y la libertad de los destinatarios, así como el
carácter inacabado y no controlable de la historia. Este espacio a la vez exterior e interior
se llena de toda clase de noticias llegadas a oídos del apóstol, de problemas también
concernientes a la Iglesia, de consejos, ordenanzas, amonestaciones, orientadas todas
hacia la venida del Señor Jesús, a lo imprevisto o durante futuros reencuentros. El deseo
que se abre así se explica finalmente en una oración de demanda, estructural del mismo
modo que la acción de gracias (1 Tes 2, 11-13).
No es este el lugar para hacer un relevo de los numerosos índices textuales que
orientan la lectura de las cartas apostólicas en este sentido. Alcanza con retener que esta
lectura consiste a volverse sensible a la forma o al estilo de estos textos, a exponerse
entonces a sus efectos de inspiración. Estos son vehiculizados por la “reactivación” -hic
et nunc- del acontecimiento fundador de una co-presencia entre un apóstol y una
comunidad en devenir y cotidianamente orientada hacia nuevos encuentros y presencias
nuevas. La “reflexividad epistolar” de las cartas no garantiza solamente la libertad de un
lector cualquiera, puesto en posición de verificar personalmente su autenticidad; ella
comunica aun el Espíritu de la escritura, al punto, eventualmente, de suscitar e inspirar su
propia escritura apostólica; es lo que se produjo en la “escuela paulina”.
La argumentación del apóstol, a menudo cerradas en sí mismas y complejas (ver
1 Pe 3, 15 ss.), a veces también polémica, y que se apoya no sólo en su experiencia de
conversión y el recuerdo de lo que pasa en el momento de la fundación de determinada
comunidad, sino también en la memoria de las Escrituras, ha estado a menudo aislada
dentro de las grandes construcciones doctrinales que conocemos. No hay en efecto más
que un paso entre esto y transformar la misión paulina en el conjunto de la cuenca
mediterránea en ocupación nueva de la tierra y las cartas del apóstol en esbozo de un
nuevo edificio religioso destinado a sustituir a los antiguos. La lectura estilística no
renuncia de ninguna manera a evaluar la argumentación paulina, pero rehúsa
desconectarla de su enraizamiento en la experiencia relacional, a la vez mesiánica y
escatológica, que el estilo de los textos vehicula.
58
de los santos es el haber escuchado el “Felices…” Cuando esto llega (21, 6), es de una
vez y para siempre; el acontecimiento participa a partir de ese momento del advenimiento
de la novedad misma de Dios (21, 3-7).
Finalmente se agregan a esto las condiciones o efectos sapienciales: la capacidad
de discernir en el paroxismo de la violencia el comienzo de su autodestrucción (16, 179.
En el seno de una confusión extrema, la constancia ética y teologal no alcanza; hacen
falta aún la inteligencia y la sabiduría (13, 9 ss.) que el libro profético comunica al lector,
haciéndolo comprender los móviles últimos de la historia de la humanidad y ayudando
así a permanecer de pie en las pruebas, así como el Hijo del Hombre permanece de pie.
Feliz es verdaderamente, quien lee así el libro de la Revelación y accede con el profeta
escritor a la convicción íntima de que “sus palabras son ciertas y veraces” (22, 6).
Este largo recorrido aparentemente nos ha alejado de la santidad hospitalaria del
Nazareno; la concordancia estilística de la escritura apocalíptica de Juan y de esta
experiencia elemental vuelve a salir sin embargo de lo que acaba de ser dicho del profeta
escritor y su relación con sus lectores. Es en definitiva el borramiento que lo caracteriza,
a él y a su escritura: está al servicio de las Iglesias. Al final del libro, él se dice “servidor”
como el Ángel que le ha revelado el libro y que se dice ahora “co-servidor” (syn-doulos):
“Soy un compañero deservicio, para ti y para tus hermanos profetas, para aquellos que
guardan las palabras de este libro” (22, 8 ss.). El imaginario angélico está aquí
desmitologizado. El Ángel es revelador, nada más: es a esta función que Juan está llamado
como los Ángeles de las siete Iglesias (1, 20), como todos los que guardan la Palabra.
Un abordaje estilístico del Apocalipsis debe entonces ciertamente situarlo
primero entre los apocalipsis de la literatura intertestamentaria y volverse sensible al tipo
de escritura que pone en marcha (tipología, gestión del imaginario, etc.). Al abordaje
comparatista le falta no obstante la diferencia esencial si no percibe el “reflejo”, en la
escena misma del libro, de la relación original que el narrador, profeta y escrito (ver Ef
4, 11-13) mantiene con sus lectores, tomando muy seriamente su exigencia de
credibilidad y de conocimiento interior, empujándola incluso a comprometerse con ella:
“Aquel que es, que era y que viene” (1, 8; 4, 8 etc.) y conmoviendo así muy radicalmente
la dimensión vertical del espacio de hospitalidad.
Progresivamente puesta en valor a través de las tres clases de escritos del Nuevo
Testamento, esta reflexividad ha sido designada más arriba como “estilo de estilos”. Es
un último aspecto el que ahora debemos aclarar.
La escritura tipológica es en efecto un procedimiento estilístico que supone una
manera de habitar el mundo; manera entre otras, particularmente sensible a situaciones
de violencia. En el Apocalipsis de Juan, este tipo de escritura es menos discreto que en
los relatos evangélicos y las cartas paulinas; corre el riesgo por lo tanto de atrapar la
imaginación del lector -la historia de la interpretación de este libro lo prueba-, cuando en
realidad está claramente puesta al servicio del mismo acontecimiento, único y último, de
una santidad hospitalaria, perseguida también por los otros escritos: “lo que debe llegar
pronto” (1, 1). Ciertamente, las dos vertientes teologal e histórica, de este acontecimiento
del fin -encuentro decisivo “a la puerta” de una existencia (21, 6) y derrota de una
violencia paroxística (16, 17)-, son designados en el libro cuya coherencia no tiene falla
(“lo que debe llegar…”). Pero el espacio real del “pronto” no puede abrirse más que fuera
del texto, en el seno de tal existencia o en tal momento de la historia, precisamente en
64
manos de lo que se produce cuando el lector se deja libremente reenviar por le narrador
al hijo del hombre, Cordero degollado desde la creación del mundo (13, 8 y 17, 8), y
jinete victorioso (6, 2 y 19, 11-13).
Este encuentro decisivo y sus efectos históricos se dicen en el Apocalipsis
directamente de lo sensible, en un imaginario o un estilo particular, englobando los
aspectos culturales, económicos, políticos y religiosos del hombre en el mundo (12-18):
imaginario o estilo que ciertamente se presta a la expresión de un fin pero que, para esto,
debe ser integralmente atravesado y convertido. Esta travesía es el desafío de todo
encuentro o de toda hospitalidad verdadera, sobre todo cuando ella pone en juego
diferentes visiones del mundo; más que los evangelios y las cartas, el Apocalipsis se
enfrenta con ella. Reparar en este trabajo sobre el límite del imaginario y exponerse a él
es el desafío de una lectura del apocalipsis, sensible no solamente al estilo apocalíptico
que este comparte con otros textos de la época intertestamentaria, sino también a la
“relación estilística” que mantiene con el estilo apocalíptico. Es en efecto esta relación la
que determina el alcance mesiánico escatológico del texto en su relación con sus lectores
potenciales y que lo libra del riesgo de una repetición que banalizaría sus desafíos; riesgo
que acecha no solamente a la apocalíptica intertestamentaria, sino toda escritura que
olvide que Jesús no dejó nada escrito.
Para finalizar, nuestra travesía de las formas y clases de escritos del Nuevo
testamento nos ha ayudado a tomar en cuenta y comprender el ajuste estilístico entre esta
nueva manera de escribir y la hospitalidad del Nazareno: una misma comunicación de
santidad y de conocimiento interior a cualquiera es el desafío. Nos hemos vuelvo más
particularmente sensibles a un cierto tipo de reflexividad. Esta vehicula en efecto una
potencial autocrítica a la que la voz del escritor de la epístola o del narrador hace participar
al lector, dándole a experimentar y verificar pro sí mismo el efecto de inspiración sin
aprisionarlo en la letra del texto; suscita también su creatividad invitándolo a inventar
maneras de leer y de escribir que obedezcan a las mismas condiciones estilísticas. Es este
aspecto prospectivo de la escritura neotestamentaria lo que ahora debemos encarar.
esencial, va en otra dirección que la clausura del Nuevo testamento para quien la muerte
de los apóstoles no es un tema central. El principio genealógico de las generaciones que
preceden la venida del Mesías está suspendido en beneficio de la relación sincrónico, a la
vez mesiánico y escatológico, entre Jesús y quienes encontraba de improviso, o entre los
apóstoles, representantes del Resucitado, y sus comunidades. No se trata entonces de una
época ejemplar, estando la clausura a partir de ese momento situada en lo que los textos
revelan y suscitan de único y de último, aquí y ahora, en tal o cual evento de encuentro,
según los diferentes significados del “hoy” lucano. Para lo que es finalmente del orden de
los escritos, pierde la función determinante que tenía en la construcción de la Biblia judía,
por estar transformada en propósito espiritual o pneumatológico que empuja hasta el fin
una gran intuición profética: “no enseñarán más entre compañeros, entre hermanos,
repitiendo “Aprendan a conocer al Señor”; porque todos me conocerán, pequeños y
grandes” (Jer 31, 34). Este pasaje contiene, como la reanudación de los dos parámetros
precedentes, una crítica aguda y una fuerza vivificante que anticipa le resultado del
anuncio: la paradoja pneumatológica de que la experiencia evangélica es
incomparablemente personal, siempre única, y justamente propuesta como tal a todos,
constituyendo así el único lazo verdadero entre ellos.
El Nuevo Testamento orienta entonces a sus lectores individuales y eclesiales
hacia la desaparición de la clausura como distancia, proponiendo al discípulo de Cristo
volverse, como lo dejan entender ciertos “espirituales” (pneumatikoi), otro Cristo. Los
relatos evangélicos juegan un rol esencial en esta transgresión sui generis de la clausura.
En la medida en que estos relatos se sitúan entre la unicidad de Cristo y lo que él se vuelve
en aquellos y aquellas que se encuentra -del lado de los múltiples episodios carnales de
conversión-. Tiene un aspecto prolífico: “si hubiera que ponerlos por escritos […] el
mundo entero no podría contener los libros” (Jn 21, 25). Soñando con la eventualidad de
una proliferación infinita de libros, Juan es “retenido” sobre esta pendiente, por la
imposición del parámetro canónico de una “clausura” en el seno de la hospitalidad
radicalmente abierta del “verbo hecho carne que ha puesto su tienda entre nosotros” (Jn
1, 14)18.
Hablar de las Escrituras como canon estilístico del cristianismo en la historia es
entonces tomarse en serio la fecundidad paradojal de esta hospitalidad del Verbo. En lugar
de limitarla a lo que enuncia la regla dogmática y a lo que pone en obra el cuerpo
constituido de la Iglesia, el abordaje estilístico la reemplaza en una historia cultural del
cristianismo que engloba las comunidades cristianas, manteniendo abierto un espacio de
alcance más amplio. Esta diferenciación que siempre ha existido no se impone sino en la
época moderna, incluso posmoderna -lo veremos pronto-, cuando la figura espiritual del
“cualquiera”; omnipresente en los relatos evangélicos, toma realmente consistencia en la
sociedad y comprimente una relación nueva, a menudo espiritual, con la tradición bíblica
y cristiana.
El arte, la literatura y la arquitectura son un terreno selecto para observar estas
mutaciones y esta fecundidad paradojal del canon estilístico de la Escritura. Erich
18
Se puede completar esta formulación del principio pneumatológico por una fórmula que reúna los tres
parámetros de la idea cristiana del Canon de las Escrituras: “el Único engendra una multitud de únicos”.
Esta fórmula se apoya sobre el abordaje estilístico de la santidad hospitalaria del Nazareno, y permite al
mismo tiempo comprender la explicitación trinitaria del dato bíblico.
69
luego de la época clásica, la perspectiva de una edad de oro o de un período ejemplar (con
todos los fenómenos “neo” que conocemos desde entonces). Esta mutación, evocada al
comienzo de nuestro recorrido, ha tomado ahora más relieve, luego de haber mostrado
cómo la Biblia cristiana se presta efectivamente a una lectura que presupone el “libro de
la naturaleza y de la historia” y un período ejemplar en el cual tuvo lugar la Revelación.
Hemos vuelto entonces sobre la vertiente histórica de esta obra, pero valiéndonos
de nuestro recorrido sobre la inteligencia estilística de la tradición cristiana. La postura
de aprendizaje que caracteriza a la modernidad y la postmodernidad hace tomar
conciencia, cuando es adoptada pro los cristianos, que la identidad de su fe no ha sido
adquirida de una vez y para siempre, sino devuelta al metier por cada cambio cultural e
histórico, no solamente en su forma sino, por este aspecto, hasta su fondo. Desde nuestra
fenomenología de la hospitalidad del Santo de dios, sabemos que esta postura sapiencial
es constitutiva de la identidad misma del Nazareno y de los que se identifican con él. Es
entonces en una perspectiva propiamente teológica que podemos abordar ahora el
diagnóstico histórico que sostiene nuestro abordaje del cristianismo como estilo y hacerlo
según el recorrido global, ya diseñado al fin de la segunda etapa.
El lector encontrará en la primera parte de esta obra algunos de mis trabajos que
han dan cuenta de este diagnóstico teológico. El estudio de la crisis modernista y de la
obra de Maurice Blondel (1861-1949), comenzado hace una treintena de años, me
permitió en efecto experimentar el shock producido por la entrada de la modernidad en la
cultura católico. Pero me ha hecho falta muy rápidamente ensanchar el terreno de
búsqueda -en tiempo y profundidad-, para llegar a una percepción más precisa y global al
mismo tiempo, de las mutaciones actuales, que además están en vía de aceleración.
También he estudiado los textos normativos de la Iglesia católica entre los concilios
Vaticano I y II, y los siguientes, así como la historia de la teología durante la misma
época, con una atención cada vez más grande en la historia de la exégesis bíblica desde
el siglo XVIII, mientras las ciencias humanas y la filosofía permanecían como mis
interlocutores privilegiados. Estos trabajos me llevaron a interrogarme finalmente sobre
el punto de partida de una teoría teológica de la modernidad, estudio que se encontrará
igualmente en esta obra. El propósito de las reflexiones que siguen es reemplazar este
conjunto de búsquedas históricas en la perspectiva estilística que viene de ser explorada
y que me parece decisiva hoy: ¿cómo hemos llegado a concebir al cristianismo como
estilo? La manera de formular la pregunta indica que el diagnóstico teológico del
momento presente es, como siempre, el resultado de una decisión interpretativa y de una
búsqueda crística de lo que la legitima desde el punto de vista histórico.
Sin embargo, hay que llamar la atención sobre dos puntos. El primero se nos ha
impuesto desde la primera mirada estilística sobre la santidad hospitalaria de quien no ha
dejado nada escrito. El abordaje teórico de la presencia del cristianismo en el seno de las
sociedades modernas y postmodernas corre el riesgo en efecto de sugerir una relación
instrumental con la cultura que lo rodea, prejuicio inconsciente que acecha a todo
intelectual, cristiano o no. Se puede remarcar a propósito del magisterio romano, cuyas
reacciones al modernismo sobreestiman la influencia de la doctrina en la Iglesia y la
sociedad. Para la misma época, un mimo reproche se puede hacer a los adversarios del
catolicismo, también ellos inclinados a creer en su poder de cambiar la sociedad de arriba
para abajo a partir de su ideología del progreso. Ahora bien, la historia nos revela que
71
19
Le Sillon fue un movimiento progresista dentro del catolicismo de la primera mitad del siglo XX.
72
20
Ver J. de Maistre: “No puede haber sociedad humana sin gobierno, ni gobierno sin soberanía, ni soberanía
sin infalibilidad; y este último privilegio es tan absolutamente necesario que estamos forzados a suponer la
infalibilidad, incluso en las soberanías temporales (donde no está) so pena de ver disolverse la asociación”.
21
La “secularización interna” puede definirse como el proceso pro le cual la reducción de la influencia del
sistema religioso sobre el conjunto de la sociedad es progresivamente aceptada al interior y juzgado
legítimo por le grupo religioso mismo.
74
simétrica con las personas de un mismo medio, que vuelven a poner un abordaje
antropológico e histórico de la sociedad.
3. Hace falta sin embargo hacer intervenir aquí la doble cesura de las dos
guerras mundiales y el potencial autocrítico que ellas liberan en el seno de las sociedades
europeas, tanto del lado de los cristianos como de aquellos que no lo son. Todo pasa como
si el aprendizaje se volviera posible a partir de que todos los participantes del juego social
consintieran a ello y se expusieran a la eficacia secreta de la Regla de oro…, al momento
precisamente en el que son sumergidos por una crisis de credibilidad más fundamental
que la que resulta de sus oposiciones seculares. Es en efecto todo el sistema del
humanismo occidental el que vacila sobre sus bases cuando lo incalificable que
representan los campos de la muerte comienza a interrogar el fondo de la conciencia
europea.
Del lado de esta conciencia, una distinción se impone a partir de aquí cada vez
más claramente entre el proceso histórico de una lenta salida de la civilización europea
de un universo holístico, por un lado, y lo que deberíamos llamar el mito de la
modernidad, por el otro: este mito que reposa sobre un juicio de valor que transfigura el
cambio y el progreso en forma absoluta. Con la mirada aterrorizada como la del Angelus
novus de Benjamin, Europa descubre no solamente los totalitarismos que ha sido capaz
de producir, sino también el riesgo destructor del inmenso potencial técnico, acumulado
bajo la égida de este mito; interrogación dolorosa y aprendizaje difícil de su propia
creatividad, que no debuta realmente más que en los años 1960, con la emergencia de lo
que podemos llamar una modernidad modesta.
No habría sido pensable que esta toma de conciencia se detuviera en el umbral
de la Iglesia católica. En un sentido, esta toma incluso las fachadas, que poseen con la
institución conciliar, respuesta en honor por Juan XXIII (enero de 1959), un órgano
donde, frente a la opinión pública, podía reunirse y concentrarse el examen de conciencia
que secretamente sacudía a Europa; pero no solamente Europa, porque la oposición
paroxística entre Oriente y Occidente, y la descolonización que acababa de comenzar,
dieron al aprendizaje conciliar una forma completamente nueva y cada vez más abierta a
los otros continentes. Si el fin del mito de la modernidad comienza a despuntar en las
sociedades europeas, en la Iglesia católica es su forma política, tomada en el concilio
Vaticano I, la que llega ahora a su fin.
El discurso de Juan XXIII, pronunciado el 11 de octubre de 1962 en el momento
de apertura del Concilio, lo anuncia haciendo justicia a las nuevas exigencias de
credibilidad, honradas por el respeto de la historia en su autonomía y una nueva
conciencia de la forma pastoral de la Iglesia. Expresando su “completo desacuerdo con
los profetas de la infelicidad, que anuncian siempre catástrofes, como si el mundo
estuviera cerca de su fin”, Juan XXIII propone más bien una lectura sapiencial de la
historia humana: “En el curso actual de los acontecimientos, mientras la sociedad humana
parece dar vueltas, más vale reconocer los designios misteriosos de la Providencia divina
que, a través de la sucesión de los tiempos y los trabajos de los hombres, la mayor parte
contra toda espera, alcanzan su fin y disponen todo con sabiduría para el bien de la Iglesia,
incluso los acontecimientos adversos”. La confianza absoluta en la presencia de Dios en
la historia de la humanidad, considerada sin embargo como totalmente autónoma, se
conjuga, precisamente por esta razón, con una atención nueva en la capacidad de
75
aprendizaje de los humanos: “Los hombres están cada vez más convencidos de que la
dignidad y la perfección de la persona humana son valores muy importantes que exigen
esfuerzos rudos. Pero lo que es importante es que la experiencia terminó por enseñarles
que la violencia exterior impuesta a los otros, el poder de las armas, la dominación
política, no son capaces de traer una solución feliz a los graves problemas que la
angustian”.
La modernidad no ha sido entonces bautizada ingenuamente; y menos aún
desconocida en sus efectos perversos; pero más bien es reconocida en su capacidad de
aprendizaje y de autocorrección, sin referencia externa. Este respeto por la autonomía de
la historia va de la mano con una comprensión menos exterior y más modesta del rol de
la Iglesia que, ella también, se pone de ahora en más en una postura de aprendizaje. No
es sino al fin del concilio, en la primera parte de la constitución pastoral Gaudium et spes,
que ella se pone en una relación simétrica en comparación a la sociedad reconoce todo lo
que aprendió de la historia pasada y presente de la humanidad. A partir de ahora se puede
entonces verdaderamente hablar de “secularización interna”, habiendo legitimado la
reducción de la empresa de la Iglesia sobre el conjunto de la sociedad por el
reconocimiento de una alteridad y de una simetría, fundadas sobre la identidad misma del
cristianismo.
El conflicto de interpretaciones que produce esta posición de principio en el seno
mismo del catolicismo, afrontado a partir de entonces a múltiples aperturas ecuménicas y
societarias, así como a una serie impresionante de recomposiciones pastorales, vuelva la
recepción del concilio Vaticano II muy compleja y difícil; y esto tanto más cuando este
proceso es rápidamente reconducido por la opinión pública y la mayoría de los actores en
su juego de oposiciones, característico del mito de la modernidad, entre la norma del
progreso y la de la tradición. Ahora bien, este debate oculta la nueva ola de secularización
y de toma de distancia respecto al catolicismo, comprometida en las sociedades europeas
desde fines de los años sesenta.
4. La situación actual, que constituye el cuarto momento en esta larga historia
de aprendizaje, muestra entonces datos nuevos. Son bien conocidos y se dejan resumir
rápidamente. La mundialización de todos los intercambios humanos, comprometida sobre
todo a partir del fin del mundo bipolar en 1989, y el pluralismo radical de las
civilizaciones y tradiciones que está ligado a esto, signan el fin del mito moderno de un
progreso lineal e indefinido según el modelo occidental; la razón utópica cede a partir de
este momento su lugar a un pragmatismo sin perspectiva a largo plazo. Al mismo tiempo,
surgen nuevas inquietudes, sobre todo en relación con una globalización económica,
técnica, mediática y política, que se vuelve cada vez más amnésica y pierde sus
inmunidades, permitiendo protegerla contra el potencial de deshumanización que
vehicula. Desconectándose de las grandes tradiciones humanas, los obliga a entrar en un
nuevo tipo de interacción y una recomposición interna sin precedentes. Un nuevo
horizonte se abre delante de un aprendizaje difícil y cada vez más complejo.
Los grandes vectores de la modernidad europea continúan sin embargo a obrar:
recuerdan incluso su impacto y se modifican: se señala a menudo el individualismo, pero
también una manera apacible de arreglarse con la pluralidad de las proposiciones de
sentido, todas indexadas por el relativismo y el probabilismo. La autorrealización se
vuelve el valor fundamental, incluso si está atravesado por una conciencia aguda del
76
riesgo (alimentación, riesgo ecológico, fragilidad de las relaciones, soledad, etc.), y por
el sentimiento a menudo frustrante con el que cada uno de nosotros está enfrentado en la
tarea de ser sí mismo, como a un imperativo social que hay que encarar completamente
solo. Pro esta insatisfacción estructural, intramundana y ligada al os límites de la vida, no
representa más una apertura a la trascendencia o a la “vida eterna”, en el sentido cristiano
y escatológico del término, que da a ciertas de nuestras decisiones y de nuestras
relaciones, y a cada una de nuestras existencias, un peso único, decisivo y definitivo. El
ethos de buena parte de nuestros contemporáneos más bien está haciendo un contrato con
un lazo provisorio que invade progresivamente todos los rincones de su existencia y de
las representaciones del mundo -por ejemplo, la reencarnación- que prolongan este
provisorio hasta lo indefinido. La vida no es vivida más como un todo, sino como una
serie de episodios, y cada uno tiene valor por sí mismo, focalizando sólo al interés que
nos aporta, lejos de las grandes estructuras de la sociedad y de las sociedades.
Una vez más, recurro a Erich Auerbach, quien en el último capítulo de Mímesis,
comentando en 1945 la novela de Virginia Woolf Al faro (1927), anticipa el ethos que
venimos de esbozar: “[…] poner el acento sobre la circunstancia insignificante,
cualquiera, tratara por ella mismo, sin hacerla servir a un conjunto concertado de
acciones; al mismo tiempo, algo enteramente nuevo y elemental se revela a nuestro
espíritu: la riqueza de la realidad y la profundidad de la vida de cada momento al cual nos
abandonamos sin segundas intenciones. Lo que se produce en ese momento -ya sea que
se trate de acontecimientos interiores o exteriores- concierte muy personalmente a los
individuos que lo viven, pero también a lo que tienen de común y elemental. Es
precisamente el instante cualquiera el que posee una relativa independencia frente a las
ideologías cuestionadas y precarias en nombre de las cuales los hombres luchan o
desesperan; fluye debajo de ellas, en tanto que son la vida cotidiana […] Hará falta
bastante tiempo aún hasta que la humanidad viva una vida común sobre la tierra, pero ya
el término comienza a ser visible”.
La distancia que se anuncia aquí entre la existencia común y las ideologías o
mitos, así como sus instituciones que los sostienen, alcanzan no solamente a la Iglesia,
sino también a otras organizaciones del mismo tipo. A menudo analizado en términos de
desinstitucionalización, este proceso, ligado hoy al valor de la autorrealización, revela
hasta qué punto ciertas sociedades europeas -Francia en particular- quedaron marcadas
hasta una época muy reciente por el modelo institucional del catolicismo, en desmedro
de la laicización de sus instituciones (la escuela, la medicina o las organizaciones de
trabajo social). La Iglesia del II milenio les había legado lo que llamamos su “programa
institucional”, canonizado en el concilio Vaticano I; y ellas lo adoptaron, en el seno del
juego mimético, propio de la época de la modernidad triunfando. Trasmitido a toda la
sociedad francesa, este programa cuyo propósito ha sido “transformar valores y principios
en acción y en subjetividad mediante un trabajo profesional específico y organizado”, el
de los clérigos relegados por los militantes, se agota hoy; lo que provoca el declive de
todas las instituciones a socializar a los individuos en un universo definido de principios
y valores. La Iglesia y su pastoral son tomadas por esta dinámica de descomposición.
La terminología de la modernidad, ¿es apropiada aún para designar la
desaparición de este zócalo cultural formado por le cristianismo, y que lo sostuvo durante
el II milenio? Si somos más intensamente sensibles a la permanencia de las grandes rasgos
77
que se apoya sobre una identidad eclesial que en realidad nadie puede, osa o quiere
interrogar. Por el contrario, varios pasajes del concilio Vaticano II descentran el grupo
Iglesia, no solamente en dirección de la sociedad, pero también en relación con la Iglesia
o Cristo, y lo invitan de alguna manera a no hacer más de su propia perennidad el valor
principal de su compromiso pastoral. La incertidumbre que parece aquí en cuanto a la
comparación entre los dos concilios vaticanos y más aún respecto ala forma histórica y
teologal del cristianismo -pregunta que abordan los dos, pero diferentemente- perjudica
hasta hoy su recepción común, difícil de prever en una perspectiva unilateralmente lineal.
Es entonces a partir de la situación actual, evocada recién, que interrogaré estos
dos concilios de los tiempos modernos sobre su abordaje teológico de la forma del
catolicismo, para mostrar que la percepción propiamente estilística, que volveremos a
cuestionarnos en el último punto de esta etapa, puede apoyarse sobre un cuestionamiento
que viene de mucho más lejos.
El primero que percibió, en los textos del concilio Vaticano I, el paso del
contenido de la fe a su forma y de lo que es creído (fides quae creditur) hacia el acto de
creer (fides qua creditur) fue sin duda Maurice Blondel: “[…] el obstáculo no es el objeto
ni el don, sino la forma y el hecho del don”, escribió en 1896. Al mismo tiempo (supongo
lo imposible) que por un esfuerzo revelador de genio nos recubriremos casi toda la carta
el contenido de la enseñanza revelada, no tendríamos nada aún, absolutamente nada del
espíritu cristiano, porque no es nuestro. No tenerlo como recibido y dado, pero como
encontrado y salido de nosotros, es no tenerlo para nada: esto es el escándalo de la razón;
es ahí precisamente que hay que fijar los ojos para sondear la llaga filosófica de las
conciencias, en aquellos de nuestros contemporáneos que se gobiernan por el
pensamiento”. Karl Rahner seguirá los pasos del filósofo distinguiendo en 1954 la
“teología formal y fundamental” de la “dogmática especial”. A la hora del primer concilio
de los tiempos modernos, la forma de la fe se define a partir de su contenido dogmático;
y esta explicitación comparte de entrada el valor normativo del dogma propiamente dicho.
Pero veremos que esta extensión de lo dogmático a los fundamentos o a la forma de la fe
tendrá algunas repercusiones sobre el concepto mismo del dogma y sobre su estatus.
Es sobre todo en el capítulo IV de la constitución Dei filius sobre la fe católica
que el Concilio codifica este paso. Este capítulo define de entrada la distinción absoluta
(o la “no confusión”) entre dos órdenes de conocimiento: diferencia de principio entre
razón natural y fe divina, y diferencia de objeto entre verdades de razón y misterios
escondidos en Dios. Utilizada aquí en un contexto epistemológico, la terminología del
dúplex ordo reenvía al fondo ontológico del texto y se apoya de hecho sobre el dogma
cristológico de las dos naturalezas: “un solo y mismo Cristo, reconocido en dos
naturalezas, sin confusión, sin separación”. La relación entre fe y razón deriva entonces
de la concepción misma de la revelación cristiana, precisada en los tres primeros capítulos
que, ellos, se apoyan implícitamente sobre la cristología de Calcedonia. La punta del
primer parágrafo del capitulo IV es la definición del concepto de misterio, relacionado a
79
la vez a lo que está escondido en Dios (in Deo abscondita), a sus profundidades (1 Cor 2,
10), y a la razón, como lo que constituye su límite absoluto.
Podría ciertamente proponerse una lectura estrecha de esta articulación que
atenúe el sentido del límite como cambio de orden (metabasis eis allo genos). Pero las
evoluciones ulteriores de la teología, en particular las reflexiones de un Karl Rahner sobre
el sentido bíblico de la terminología del misterio, y el concilio Vaticano II conducen a
poner en valor la relación de alteridad entre la fe y la razón, es decir, la ausencia de
competencia posible entre los dos órdenes y por lo tanto la autonomía de la razón: todo
esto en nombre mismo de la fe en un Dios cuyo misterio absoluto, “permaneciendo como
revestido por una cierta oscuridad”, consiste en su autorrevelación (Cap. II), y su gratuita
auto-comunicación, como dirá el Vaticano II. Negativamente, podría formularse así ese
principio doctrinal de la no-competencia: Dios no revela nada de lo que podemos o
podremos un día saber y comprender por nosotros mismos. La formulación positiva sería
entonces esta: Dios no tiene más que una cosa para decirnos, un solo misterio a revelar
al creyente: es Él mismo, Él mismo como destino de la humanidad.23
La insistencia sobre la no-confusión no anula el “sin separación”. Al contrario.
En la perspectiva de la fe en un Dios que se revela Él mismo en su misteriosa identidad,
la razón es comprendida como don del Creador y Señor que entrega la humanidad y la
creación, real y auténticamente, a ellas mismas. La afirmación de su consistencia tiene
por objeto, hay que subrayarlo, mantener en el corazón de la fe, llevada por la revelación,
su libertad, a saber, un acceso libre a la fe, y una fe libre porque está acompañada hasta
el fin por el asentimiento de la inteligencia: allí está su forma última, garantizada por la
forma misma de la Revelación de un Dios que no viene por efracción, sino que suscita en
el creyente el obsequium bajo la forma de un obsequium rationabile.
Sin embargo, hay que reconocer que el Concilio del siglo XIX se detiene a mitad
de camino. Su consciencia apocalíptica y su concepción teológico-política de la autoridad
le impiden llegar al fondo de la forma de la fe católica tal como se dibuja sin embargo
cuando se relee hoy su obra. Encontramos dos orientaciones que, convergiendo hacia un
mismo eclesio-centrismo, no han podido ser ajustadas y plantean el problema de las
relaciones entre historia y normatividad dogmática o jurídica, dificultad que estalla a
pleno día durante la crisis modernista24. El límite impuesto por el principio de autoridad
a la libertad y a su capacidad de aprendizaje se nota en dos lugares neurálgicos: el acto de
fe, “ofrecimiento de una obediencia libre”, ciertamente, pero presentada al mismo tiempo
como obligación en razón e la sumisión de la razón natural a la soberanía absoluta de
Dios; pero también la interpretación e esta fe por la Iglesia, comprendida como recepción
23
Esta formulación de alguna manera última de la identidad cristiana será retomada luego. No debe hacer
olvidar el recorrido estilístico que acabamos de llevar a cabo. Es por esta razón que propondremos otra
fórmula breve de la fe cristina: “Podemos ciertamente sostener que el cent4o del Nuevo Testamento, lo que
designa como su mysterion, no es otra cosa que el único Dios comunicando a la multitud la santidad que lo
constituye en Él mismo. esta formulación que resurge de todo lo que precede supone la unidad interna del
canon de las Escrituras, retomada más arriba por la formulación siguiente: “El Único engendra una multitud
de únicos”, fórmula que de entrada tiene un sentido mesiánico (a la vez cristológico y pneumatológico),
pero que permite igualmente explicitar el sentido trinitario de a la autorrevelación y de la autocomunicación
del Dios tes veces santo.
24
Sobre este punto decisivo volveremos más adelante. La articulación de las dos funciones, positiva y
negativa, de este conocimiento natural, determina la interpretación del Concilio, antimodernista, o más
propicio al aprendizaje histórico impuesto por la modernidad.
80
un orden jerárquico y precisar el criterio de una unidad fundada sobre las “insondables
riquezas de Cristo”. La declaración insiste sobre el carácter insondable de este misterio
respecto asu conocimiento y su expresión; lo que excluye toda actitud de posesión y exige
una disposición a la “búsqueda”. Y ya que esta búsqueda se hace entre varios -y sobre
todo “en unión con nuestros hermanos separados” (según la formulación paradojal del
texto)-, se realiza como emulación, animada por una manera de hacer o por “virtudes”
que deben corresponder a lo que o al Que es buscado: “amor de la verdad, caridad y
humildad”.
De esta manera, el criterio que hace la unidad de las verdades doctrinales se sitúa
en un cierto estilo de comunicación. Este modelo nuevo que encarna la verdad en el seno
de relaciones verdaderas se encuentra aún en otros lugares del corpus conciliar: en la
constitución pastoral y, más particularmente, en la declaración sobre la libertad religiosa.
Esta insiste no solamente en la libertad de la conciencia de los emisores y destinatarios
de todo discurso situado delante del horizonte de la verdad; pero ella pone también en
valor su capacidad y su deber de buscarla, y buscarla “según la manera propia de la
persona humana y a su naturaleza social, a saber por una libre búsqueda, por el medio de
la enseñanza o de la educación, del intercambio o del diálogo gracias a los cuales los
hombres exponen los unos a los otros la verdad que han encontrado o piensan haber
encontrado, a fin de ayudarse mutualmente en la búsqueda de la verdad”. El Concilio no
duda en hacer de esta concordancia entre lo que es propuesto o buscado, y la manera de
hacerlo, el criterio último de una verdad que se explica aquí bajo la figura de la
autenticidad y de apoyarla sobre el estilo de vida o la vida de Cristo.
Esta concepción de la unidad del misterio de la fe en su manera de comunicarse,
más allá o más acá de una diferenciación en verdades, no estructura el conjunto del corpus
conciliar; lejos de eso. Volvemos a encontrar aquí las mismas tensiones ya señaladas a
propósito de la figura cultural de la verdad. La definición “graduada” de la pertenencia
eclesial en el capítulo II de Lumen Gentium, por ejemplo, distingue perfectamente la
incorporación en la Iglesia católica del trabajo del Espíritu en la conciencia de todo ser
humano. Pero a esta distinción superpone al mismo tiempo otro modelo más concéntrico
(que se lo encuentra también en la primera encíclica de Pablo VI, Ecclesiam suam),
“limitando” así el juego de la búsqueda y de la emulación que orienta a todos los
compañeros hacia “la única fuente”.
Sobre las dos vertientes, externa e interna, de la forma pastoral de la Iglesia que
se viene de explorar -el tomar en cuenta el enraizamiento cultural de los destinatarios del
Evangelio y la manifestación unificada de la Revelación en cierto estilo de comunicación-
el corpus del Vaticano II es entonces como trabajado desde el interior, anunciando así los
conflictos de interpretación que atraviesan la historia de su recepción. No hay ninguna
dificultad en interpretar este proceso en términos de secularización interna del
catolicismo, a saber, como aprendizaje (o aggiornamento, según el vocabulario de Juan
XXIII), que pasa por conflictos entre puntos de vista y estrategias opuestas en cuanto a la
manera de responder a las transformaciones impuestas por la modernidad. A condición,
sin embargo, de que se perciba bien que estos conflictos suscitan finalmente una
interrogación fundamental sobre la identidad de la fe y el Evangelio.
Esta interrogación (el eje vertical o teologal del corpus, presentado más arriba
en su globalidad) es presentado desde el comienzo del Concilio, pero le cuesta abrirse
85
camino y no cumple su propósito más que al fin del recorrido, en otoño de 1965, en la
versión definitiva de textos como Dei Verbum y Dignitatis humanae, discutidos sin
embargo desde el comienzo. Reencontramos aun los mismos conflictos y tensiones que
podemos sin embargo reconducir ahora hacia dos concepciones diferentes de la
Revelación, cuya articulación no es verdaderamente pensada. La del concilio Vaticano I
que se deja describir en términos de instrucción -Dios (y análogamente la Iglesia) se
comportan cara a cara de la sociedad humana de manera simétrica como soberano que la
instruye acerca de su verdad- está siempre presente. Pero por lo esencial, la revelación no
es más definida a partir de un contenido (verdades a creer, mandamientos que cumplir,
ritos que practicar), sino como experiencia, acontecimiento de encuentro o de
comunicación: lo que ya ha sido notado. En efecto, Dios no nos revela de entrada cosas,
verdades, dones; sólo tiene una cosa para comunicarnos: Él mismo -Él mismo como
misterio absoluto. La única respuesta adecuada -la fe- es entonces el don de sí del
creyente, ofrenda libre, cuya raíz última es la conciencia humana.
Esta concepción bíblica permanece sin embargo atravesada por la idea de la
instrucción, sin que la posición reguladora de la doctrina esté bien situada. Esta ausencia
de claridad reaparece con fuerza cuando el Concilio trate la articulación orgánica de las
instancias de regulación que son la Escritura, la tradición y la Iglesia con su magisterio.
Podemos recordar al respecto los debates sobre la extensión material de la Escritura y de
la tradición y los anteriores, sobre el magisterio. Estos conflictos ocultan sin duda una
dificultad más fundamental, poco consciente aún, que se señala por la simple
yuxtaposición de dos esquemas en Dei Verbum, el de la Palabra de Dios siempre actual,
y el de la Revelación y su transmisión que reitera la idea de un período constitutivo.
No podemos decir que este trabajo muy complejo de reencuadre, apenas
esbozado aquí, haya conducido a una articulación completa de los dos ejes vertical y
horizontal del corpus y a una unificación satisfactoria de los puntos de vista. La regla del
compromiso ha sido aplicada con rigor por Pablo VI, consciente de los límites inherentes
de una asamblea conciliar; el proceso de reforma y de renovación de la forma misma del
catolicismo -la secularización interna, según el lenguaje de los sociólogos- ha sido
entonces interrumpido en diciembre de 1965, pro la fuerza de las cosas, antes de retomar
inmediatamente, pero a partir de este momento bajo el modo de recepción de la obra
conciliar.
Incertitudes
Abordado en la dinámica del debate sobre la forma del catolicismo, mejor dicho
del cristianismo (según la perspectiva ecuménica del Vaticano II), la recepción de la obra
conciliar plantea dos problemas: el de la relación no clarificada entre los dos concilios
vaticanos con las cuestiones de fondo que han sido señaladas varias veces; luego el del
diagnóstico teológico del momento presente, que nos parece salírsenos de la perspectiva
del primer concilio. Comenzaremos por medir esta distancia.
A primera vista, lo que ha sido dicho, en nuestra relectura de la historia europea,
de la situación actual del cristianismo se deja localizar en la matriz de la obra conciliar.
En lo que concierne al individualismo, por ejemplo, podríamos identificar su parte de
86
25
La palabra original, “amorce”, puede ser tanto ‘comienzo’ como ‘cebo, carnada’; en los dos casos el
sentido difiere enormemente (Nota del t.).
87
que está desapareciendo, habiendo prolongado su existencia durante cierto tiempo sin
hab3er sido alimentada por la fe cristiana.
A continuación de esta demolición, la relación de las comunidades cristianas con
sus entornos también cambió. Si, durante todo el período post-conciliar, la Iglesia intentó
volver creíble su capacidad de aprendizaje, insistiendo en la línea del Vaticano II en el
intercambio y el diálogo con la sociedad y en la reciprocidad de estas relaciones, haciendo
valer su posición propia como institución de verdad, estos últimos años las relaciones de
alguna manera se invirtieron: se han vuelto, en nuestras regiones, una minoría envejecida,
se ha dedicado o bien a retirarse en su propio espacio comunitario, o bien a desesperar
de su capacidad de tener peso en los grandes desafíos de la sociedad, habiendo en todo
caso todos los dolores del mundo para ser escuchados en el espacio público.
Sin embargo podemos preguntarnos, en una perspectiva prospectiva y teológica,
si la actual empobrecimiento de la Iglesia en Europa no es susceptible de reconducirla
hacia el principio evangélico de su existencia, y si el humus cultural que se ha formado
progresivamente en torno de ella y en su seno no representa un terreno propio para nuevas
presencias del Evangelio en la sociedad: si pensamos en el sentido de la autonomía de los
europeos, en su interés por las dimensiones más concretas y elementales de la existencia
y en su manera de abordar la solidaridad global a partir de lo que está cerca y a la mano,
o el todo de su vida a partir de tal episodio, sin olvidar su sentido de la creatividad, ligado
al valor fundamental del auto cumplimiento.
El momento favorable (Kairós) parece entonces interrogarse de nuevo sobre la
forma del cristianismo, sin esquivar los movimientos tectónicos que se están produciendo
ante nuestros ojos, pero sin romper tampoco los lazos con los dos concilios de la
modernidad; pasando más bien por nuevos umbrales en su recepción: umbrales
seguramente más radicales que los del pasado, a la medida de las pruebas atravesadas por
nuestras Iglesias y a la altura de la fuente evangélica y de la promesa que ella oculta. El
resumen concentradísimo de la obra del Vaticano II que se encuentra en la carta apostólica
Tertio millenio adveniente de Juan Pablo II, sugiere una orientación como esta: “Una gran
riqueza de contenido y el tono nuevo desconocido hasta ahora, con el cual las cuestiones
han sido presentadas por el concilio, constituyen como un anuncio de tiempos nuevos.
Los padres conciliares hablaron el lenguaje del Evangelio, el lenguaje del Sermón de la
Montaña y de las Bienaventuranzas. En el mensaje del Concilio, Dios está presente en su
señorío absoluto sobre todas las cosas, pero también como garante de la autentica
autonomía de las realidades temporales”. Abordar el cristianismo según la hipótesis
principal de esta obra, como estilo, y considerar la Escritura como su canon estilístico en
la historia, es una manera de dar cuenta del desafío que el momento actual plantea a la
Iglesia y a la teología.
Hoy…
al evangelio. Ciertos trazos de esta percepción aparecerán ahora con mayor agudeza, los
que de entrada están ligados con nuestro contexto actual. Las dos perspectivas a las que
nos hemos aclimatado progresivamente van a orientar nuestra mirada: la lectura teológica
de la cultura en su autonomía -y aquí reencontraremos las intuiciones mayores de los dos
concilios- y la mirada interna del cristianismo sobre sí mismo, concibiéndose como
manera específica de habitar este mundo.
y sin embargo suscitada, es decir engendrada al mismo tiempo por otro. El formalismo
de los principales redactores de Dei Filius acentúa unilateralmente el primer aspecto,
mientras que el tradicionalismo moderado hace intervenir con justa razón la condición
cultural previa de esta apertura, arriesgando sin embargo instalar allí una autoridad
soberana y englobante.
Aquí es donde se ubica el segundo argumento que hace intervenir la Escritura y
lo que ella misma dice del estatus cultural de la razón. Con ella, pude sin duda
comprenderse el trabajo de la razón en el seno de las culturas y entre ellas en términos
sapienciales. Seremos entonces particularmente sensibles al hecho de que la tercera clase
de escritos de la Septuaginta, el libro de la Sabiduría por ejemplo, le atribuye a esta una
tarea educativa. La historia de la humanidad y de los justos de Israel es comprendida allí
como un largo proceso de aprendizaje, inmanente a la creación y por lo tanto autónomo
(en el sentido pleno del término), jamás automática sino rodeada de la oscuridad de la
noche y entregada a los acechadores y buscadores, conociendo momentos de terrible
sanción. Aquí se supone entonces una fe razonable, a la vez libre y necesaria: accesible a
todo ser humano, da crédito a este misterioso trabajo educativo que garantiza la
permanencia de lo humano en el universo y a pesar de la violencia.
La sabiduría y la fe que ella engendra vuelven en el Nuevo Testamento -lo hemos
visto-, en particular en la relación entre Jesús y quien se le acerca, a quien nada ni nadie
obligan a convertirse en discípulo. Todo acontece entonces como si la Escritura preparara
ella misma un lugar cada vez más amplio y abierto “al otro” del pueblo de los “santos”
de Israel y a su libertad radical. Es esta libertad de cualquiera la que se señala hoy en la
secularización de la Biblia cristiana, que puede ser leída con la fe antropológica de ese
“cualquiera”, fe que supone y suscita al mismo tiempo, cuando es introducida en la
escuela de humanidad, a la obra en el seno de nuestras sociedades.
Tomar en cuenta este hecho cultural inédito y lo que él vuelve posible, hacerlo
no coercitiva ni forzadamente, sino con conocimiento de causa, es para la Iglesia una
manera de vivir hoy la hospitalidad mesiánica y escatológica del Nazareno. La definición
de este estilo de vida como “estilo de estilos” encuentra aquí toda su significación. Ella
honra en efecto hasta el fin la libertad y la autonomía de un “dar crédito” escondido en
toda manera de habitar el mundo, sin renunciar sin embargo a tener que ver con la manera
de Jesús -estilo de estilos-, que no ha dejado de acechar los momentos y situaciones en
que, a merced de su presencia bienhechora, esta “fe que salva” podía manifestarse. Un
mismo acontecimiento puede producirse, aún hoy, cuando la Escritura circula entre
cristianos y no cristianos.
La hospitalidad de los cristianos no impide por eso, e incluso vuelve posible, que
los umbrales sean atravesados al interior de la fe, que los que viven a la manera del
Nazareno “intriguen” al otro y susciten en él el deseo no solamente de conocerlo desde el
interior de su santidad mesiánica y escatológica, sino incluso de identificarse con él; ha
sido planteado ampliamente a lo largo de esta obertura. Lo que se manifiesta así de la
Iglesia, no es de entrada su constitución acabada y su “programa institucional”, que se
91
Un triple choque
26
Esta manera de comprender el lazo entre Revelación e Iglesia supone evidentemente el diagnóstico
histórico que acabamos de producir, pero implica también una manera de hacer teología, en particular una
puesta en marcha del “modelo genealógico” que trataremos más adelante.
94
salvación, confrontada a partir de ahora a una visión evolutiva del mundo, mientras que
el segundo se injerta en la esfera de lo bello, el arte, la literatura y la filosofía de
Heidegger, de la cual toma prestada la noción de “figura” y una teoría del fenómeno. El
desafío del conflicto es la comprensión del límite de las racionalidades del mundo: el
trascendentalismo teológico de un Rahner la sitúa en el seno de la relación inobjetivable
y misteriosa entre la autotrascendencia de la historia del mundo y del hombre y la auto-
comunicación de Dios; Balthasar se opone a esta esta estructura, según él demasiado
formal y abierta, y sitúa al centro de la teología la inintegrable cruz del Hijo que
transforma nuestras racionalidades en fragmentos en los cuales sólo la fe percibe la gloria
divina. He presentado y discutido en la segunda etapa de esta obertura su aporte a una
estilización teológica. Del “trascendentalismo teológico”, ya en obra en Marice Blondel,
será largamente trabajado en la primera parte de esta obra.
Durante los treinta últimos años otros dos paradigmas vieron aún la luz y han
variado mucho: el “paradigma práctico-narrativo” y el “paradigma intercultural e
interreligioso”. Se los tratará sobre todo en la segunda y en la cuarta parte. El primer
paradigma supone la transformación de las racionalidades occidentales a lo largo del siglo
XX, no solamente el “giro lingüístico” (en sus versiones anglosajonas y continentales”,
sino también el advenimiento de la sociología como teoría de la sociedad y de la
racionalidad (Durkheim y Weber). El giro decisivo para la teología se produce con la
crítica de la razón instrumental y perfectamente transparente a ella misma; crítica que se
encuentra en la “teoría crítica” de Adorno y Horkheimer, con su aplicación al mito de la
modernidad y a los sistemas totalitarios, o, de manera completamente diferente, en la
hermenéutica del mito, practicada por el estructuralismo. Ella padece en pleno centro la
aparente transparencia del edificio doctrinal e institucional del catolicismo. Un J. B. Metz,
por ejemplo, registra este choque desplazando el objeto formal de la teología hacia los
sujetos de la fe, los testigos, y sus praxis, algo a menudo censurado por la teología y sus
instituciones. Pero este paradigma, nacido durante los años 1970, conoció otras variantes
que se sitúan todas entre las teologías políticas y las teologías de la liberación, marcadas
por el debate sobre las ideologías y sobre las grandes mutaciones éticas al seno de las
sociedades occidentales.
El paradigma intercultural e interreligioso, finalmente, domina el debate
teológico de los dos últimos decenios. Es otra manera de salvaguardar la unidad de la
teología, evidentemente ligada al contexto de la mundialización y al apogeo de las
ciencias de las religiones. Del lado de las racionalidades, el choque viene aquí a la vez de
la comparación científica entre sistemas culturales y religiosos a los cuales el cristianismo
margina de la misma forma que los otros -Troeltsch es aquí la referencia- y del debate
sobre el tenor normativo de la modernidad que, en este contexto infinitamente más
amplio, no es más deducido hoy de las estructuras de la conciencia de sí ni, como en
Marx, del proceso de mediación del trabajo social, sino de las estructuras de la
intersubjetividad y de la intercomunicación. Los teólogos, que se enfrentan a estas
cuestiones culturales o religiosas, desplazan el objeto formal de la teología hacia la
articulación, comprendida de maneras extremadamente diversas, entre la fe como acto
específico y su manifestación en estructuras de pertenencia, sean estas religiosas o
culturales.
96
27
Encontramos aquí la fase utópica o escatológica de la razón que, por ejemplo para Habermas, abre el
horizonte de una “comunicación universal y sin coerción”.
97
racionales, y la interna, que lleva sobre ella misma. Ella puede perderse aquí en el
“englobante” antropológico, cultural, religioso y cósmico en el cual se la sitúa. Ella puede
también verse invitada a movilizar recursos hasta ese momento no percibidas, para
administrar la relación de alteridad entre estas dos perspectivas; principio que nos ha
guiado desde el comienzo28.
En cuanto al debate sobre el objeto formal y material de la teología cristiana, el
resultado del choque es doble. La teología no puede contentarse más con una
reinterpretación de su patrimonio, en la línea del paradigma hermenéutico; es acorralada
a plantear la cuestión de la verdad en su contexto29. Esto es lo que explica el regreso del
interés por la teología fundamental, durante loas dos últimas décadas del siglo XX.
Además, no alcanza tampoco para ella con defender el estatus propio de la fe como una
convicción entre otras -lo que permanece siempre como una tarea respecto de
racionalidades de tipo positivista; la integración de la tradición cristiana en un englobante
antropológico y cósmico, y su relación de alteridad con otras tradiciones y perspectivas,
la obligan a repensar la fe como una manera de dar existencia a Dios en tanto que “sujeto”
de una “intriga” que la apocalíptica ha designado con el concepto de “designio divino”.
¿Cómo podría renunciar a la fe en un Dios que lleva en Él la alteridad de la que acabamos
de hablar?
28
El modelo de articulación crítico es la pendiente epistemológica de la postura de aprendizaje y de la
conjugación de las perspectivas internas y externas, fundadas sobre la postura misma del Nazareno. El
aspecto crítico de esta relación de alteridad, la capacidad de auto-interrogación y de reencuadre, ha sido
desarrollada en la tercera etapa de esta obertura a partir del perfil mesiánico y escatológico del estilo
cristiano y en lazo con los géneros literarios del Nuevo Testamento. Ha encontrado una primera formulación
técnica en la cuarta parte de esta obertura, con la intención explícita del comparatismo y de la diferenciación
de la auto-interrogación de las sociedades (sobre el lazo social), por un lado, y el de cada una de las
tradiciones, del otro. El modelo de articulación crítica combina y formaliza estas dos vertientes de un mismo
proceso de aprendizaje.
29
Aquí es donde interviene la diferenciación de las relaciones que mantenemos con nosotros mismos
(autenticidad), con la sociedad (justeza), y con la totalidad de lo real (verdad), de la que hemos hablado
antes. Ella alimenta al mismo tiempo una criteriología para la auto-interrogación de las sociedades y
tradiciones de las que acabamos de hablar, ampliando esta a la cuestión del sujeto y al problema de la
verdad.
98
30
Este modelo se injerta en la experiencia de una Iglesia naciente, de la que hemos hablado al fin de la
etapa precedente. Será desarrollado enseguida, sobre la base del “principio estilístico” de la teología,
relacionado desde el comienzo con la profecía de Jer 31, 34.
99
registrarlas. Lo que hay que mostrar, a distancia del gran capítulo IV de Dei Filius,
cruzado más arriba, dicho de la teología.
razón sobre el terreno de la fe o, más bien, de un acto de fe que integra (y limita al mismo
tiempo) el trabajo de la razón? Parece que el texto defiende más bien la segunda solución.
Sitúa entonces el trabajo de la razón en un camino -el quaerere- en el que la razón juega
como aliada de una vertiginosa reductio in mysterium -es la continuación del texto-, y
esta está comprendida al mismo tiempo como cumplimiento de la libertad humana.
Pero esta articulación interna, en un sentido bastante remarcable, permanece
hermética en el triple choque producido por la entrada de las racionalidades en la
inteligencia de la fe, por las razones ya indicadas más arriba.
1. Decir, para retomar los términos mismos del Vaticano I, que el “sentido de
los dogmas” es adquirido de una vez y para siempre es bloquear la entrada del paradigma
hermenéutico. Ahora bien, el sentido de la revelación debe ser reinterpretado sin cesar: el
acto de interpretación no es un acto exterior a la fe ni se ejerce solamente sobre su terreno;
determina a la fe desde el interior mismo en su itinerancia hacia el misterio. Por tal
motivo, regresa entonces sobre el contenido de la fe y el sentido de la revelación, a partir
de ahora impensable fuera de un acto de recepción histórica y cultural: la Paradosis
efectivamente vivida, el cuerpo eclesial de la fe -el que ella es, que recibe y que se da- es
la única huella de su origen divino. La interpretación histórica y cultural forma parte
entonces de la revelación en el sentido en que esta es entregada a aquella.
El principio estilístico da todo su lugar al Espíritu y a la creatividad de aquellos
que se benefician de la hospitalidad de Cristo y la ejercen a su vez, lo hemos visto. Deja
entonces a las racionalidades del mundo producir su choque, permitiendo a la fe recoger
lo que ellas le aportan en tanto que fe. Este aporte no anula la adquisición de la dogmática
cristiana, tal como ha sido elaborada por las generaciones que nos precedieron; pero la
vuelve a poner en tensión -heurística- con la fuerza inspiradora de las Escrituras cristianas
y la percepción mesiánica y escatológica del mundo del que ellas son una expresión
histórica, engendrada por el Nazareno y los suyos. La interpretación del cristianismo que
ha sido propuesta al corazón de esta “obertura” es un resultado posible de esta operación.
2. Esta supone al mismo tiempo que el límite entre la perspectiva externa
sobre la fe y su mirada interna sobre ella misma se haya vuelto un “umbral” para pasar
gratuitamente. Separar, como lo hace la constitución Dei Filius, la función apologética de
la razón, de su puesta en marcha propiamente teológica, y transformar la primera en
“ciencia” que volvería a la fe obligatoria y a su contrario autodestructor de la constitución
humana, es herir la libertad que se encuentra en su raíz. Ahora bien, esta es constitutiva
de la revelación, bajo las diferentes formas distinguidas más arriba.
El abordaje estilístico de lo real, que supone por definición una pluralidad de
maneras de habitar un mismo mundo, puede registrar el choque experimentado por la fe
cuando aplica la Regla de Oro a otras tradiciones y a sus creyentes, dándoles los mismos
derechos que reclama para ella misma. Por debajo de su creatividad interpretativa, ella
siempre es reconducida hacia una prueba de libertad sin garantía. Lo que ha sido dicho
del cristianismo como “estilo de estilos” -manera hospitalaria de Jesús de relacionarse a
una pluralidad de maneras de vivir- vale a fortiori para la inteligencia interna de la fe, en
lucha con la cuestión de su propia verdad: verdad escatológica y mesiánica, inseparable
de la percepción de otras maneras de habitar el mundo y de sus modos de “dar crédito” a
la vida -lo he dicho-, pero conducida por este plural hacia la última prueba de una libertad
que debe pronunciarse en relación con toda su existencia y los recursos últimos de lo real,
101
y hacerlo sin ninguna garantía externa, sino con la que le viene de su fe. A partir de este
momento la hermenéutica “dogmática” de la fe, de la que hemos hablado en el punto
precedente, es inseparable de una “apologética” o teología fundamental que, en el umbral
del acto de fe, piensa las dimensiones de esta libertad probada hasta el fin.
3. Esta prueba es hoy la de todos o casi todos, incluso si nuestras sociedades
dispensan poderosas anestesias contra esta experiencia a la vez dolorosa y feliz, y si
nuestras comunidades le oponen barreras protectoras. Recientemente nombrada doctora
de la Iglesia, Teresa de Lisieux es el símbolo de esta travesía de la fe, reservada a todos,
ya sean grandes o pequeños. Hablaremos de esto en el comienzo de la segunda parte de
esta obra, cuando me interrogaré sobre las relaciones íntimas entre teología fundamental
y teología espiritual. Creando una jerarquía entre la base irrefutable de la fe (capítulo III),
construida sobre una triple demostración (religiosa, christiana, catholica), y “una cierta
inteligencia muy fructífera de los misterios” (Capítulo IV), llevada por el magisterio y la
teología, la constitución Dei Filius se inmuniza contra esta experiencia fundamental y su
“democratización”. Es sin embargo la apertura a un número más grande que el principio
estilístico induce registrando el tercer choque evocado más arriba: la hospitalidad de Jesús
suscita la inteligencia interior de todos, en el corazón de su travesía siempre única, y
esparce la preocupación por el avenir de una fe consciente de ella misma que es el futuro
de la creación. Esta “democratización” no anula el rol específico ni de los “vigilantes” de
la fe, ni de aquellos que la piensan, sino que los interroga sobre la forma pastoral que le
dan a su función.
31
Volveremos sobre todo en la segunda pate de la obra a la cuestión de la unidad de las disciplinas
teológicas: el primer capítulo pondrá en valor la unidad entre la teología fundamental y la teología espiritual
y su influencia sobre una hermenéutica “dogmática”; el capítulo II desarrollará el conjunto del organigrama
teológico a partir de la espiritualidad ignaciana, adoptando la metáfora de los “tres niveles” en lugar de
hablar, como aquí, de un triedro; el capítulo IV volverá a desplegar la diversidad de los géneros literarios
de la teología -relato, regla, argumentación y doxología-, a partir del “misterio” neotestamentario: el único
Dios, comunicando a la multitud la santidad que lo constituye en sí mismo; el capítulo V, finalmente,
volverá a la cientificidad ya la tecnicidad de la teología, fundando la distinción interna que ella requiere en
la auto-revelación de Dios.
103
de su fe, sino también de una hospitalidad -que se enfrenta a la violencia por limitarla o
tomarla sobre sí-, y de una puesta a disposición de los recursos de la tierra al servicio de
los más pequeños, antes de servir a los más grandes.
Las cuatro partes de la obra ya han sido brevemente presentadas al fin del
prólogo. Cada una se abrirá por un capítulo que dará un pantallazo de su problemática
central, mientras que le último capítulo suministrará un tratamiento sintético y más
completo; el lector más apurado podría contentarse con estos dos recorridos.
En cuanto a la cuarta parte, tiene un estatus particular. Mi entrada en la teología
por el estilo y el principio de concordancia entre forma y contenido no me dispensa de
abordar los grandes contenidos de la fe cristiana en esta perspectiva. Es el objetivo de los
últimos capítulos de la obra, que representan el bosquejo de una hermenéutica dogmática.
Lo que precede ha mostrado por qué una teología en acuerdo con la santidad hospitalaria
del Nazareno debe concebirse al límite de la creación y de su apertura mesiánica y
escatológica. Esta perspectiva se precisará a partir del último capítulo de la primera parte,
que retomará la problemática clásica de la creación y de la teología natural. Al fin de la
segunda y la tercera parte, nos reencontraremos con este enraizamiento del mesianismo
“cristiano” en la creación al nivel de una teología de la fe, y bajo el ángulo de la
cientificidad de la teología. Estos estudios que pertenecen todos a la dimensión
fundamental de la teología, serán retomados en la cuarta parte en forma sistemática y
situada (sobre los “lugares de experiencia”, ya evocados en esta obertura) de algunos
temas clásicos: teología trinitaria, cristología, antropología, eclesiología, creación, mal y
comunión de los santos. Pero estas cuestiones serán reencuadradas según el abordaje
estilístico, sensible en todo caso a la creación de su apertura mesiánica, situándose la
Iglesia como lugar de paso, desinado más arriba por la fórmula “estilo de estilos”.
Otros trabajos que me permito evocar son necesarios para completar y equilibrar
este primer boceto: investigaciones sobre la figura de Jesús y sobre el apóstol Pablo, así
como sobre la Revelación como concepto recapitulador del cristianismo contemporáneo;
pero también el abordaje de la fase nocturna y dramática de la existencia humana, puesta
en la mira por la noción de pecado. En lo que se refiere a la Iglesia, los tres capítulos
centrales de la cuarta parte abordan su dimensión teologal, su unidad, su santidad, su
catolicidad y su apostolicidad; acerca de su nacimiento entre nosotros, que da cuetna
también de una teología histórico-práctica, podemos leer Presencia del Evangelio, libro
nacido de una experiencia de hospitalidad eclesial.