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Christoph Theobald
EL CRISTIANISMO COMO ESTILO
Una manera de hacer Teología en la postmodernidad1

Prólogo
El que aprende a pensar, descubre rápidamente que el método o itinerario que
toma prestado no es de ninguna manera exterior a lo que intenta comprender. Y si además
es cristiano, no puede no hacer una aproximación entre lo que acaba de percibir del
principio mismo de todo pensamiento -filosófico- y la manera neotestamentaria de
considerar al Nazareno como verdad que es camino (Jn 14, 4-9).
También se ha hablado a menudo, si no del cristianismo en su conjunto, de tal
corriente espiritual y de tal estado de vida en términos de método, de manera de proceder,
es decir, de modo de ser. A partir de la carta de los dominicos -de la ordo predicatorum-
, santo Tomás por ejemplo se interroga en la tercera parte de su Suma Teológica sobre “el
modo de vida de Cristo”: “vida activa”, precisa, “que consiste en entregar a los otros por
la predicación y la enseñanza las verdades que han contemplado”. A la Compañía de
Jesús, otro ejemplo, le gusta designar, desde el siglo XVI, la existencia apostólica según
sus Constituciones y según los Ejercicios -la contemplación en la acción- como “su
manera de proceder” (noster modus procedendi). Interesarse en los procedimientos y
querer avanzar “con método” es a menudo la expresión legítima del sentimiento de un
enorme despilfarro en el dominio espiritual, pero puede también ayudar a establecer
estrategias, a forjar incluso técnicas, cuya maestría se muestre finalmente en las antípodas
de la actitud fundamento de todo “espiritual” (pneumatikos). La gran tradición lo sabe y
no deja de recordarlo: la manera o el modo consiste precisamente en la capacidad de
percibir esto que, adviene en el camino, lo imprevisto. El aire de familia o el estilo de una
corriente espiritual se reconocen en su manera de vivir esta paradoja.
Hoy, parece que ha llegado el momento de tomar en serio estas intuiciones y de
ampliarlas a la comprensión de la tradición cristiana entera. En efecto, la teología
sistemática se ha acercado progresivamente a la gran tradición espiritual del cristianismo,
para dejarse informar por ella. Pero más aún la exégesis bíblica, en particular la tercera
búsqueda del Jesús histórico, que ha puesto en valor la singularidad del estilo de vida del
Nazareno y de los suyos en la sociedad judía de su época, esperando marcar con su
impronta nuestras propias formas de vivir y de pensar. Según estos diferentes abordajes
bíblicos, espirituales o especulativos, el contenido de la fe de siempre se muestra entonces
inseparable de una manera de proceder y de situarse en la existencia (es lo que se ha dicho
a menudo); hoy hay que ir más lejos: esta “manera” no hace más que indicarlo: es él
mismo. Incoherencias (de orden estilístico) pueden entonces aparecer entre la confesión
de fe y la vida de alguien o de un grupo, y -riesgo más sutil- confusiones entre la
imposición del contenido de la fe como visión (a veces premoderna) del mundo, y la

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Traducción del original francés: THEOBALD, Christoph (2008). LE CHRISTIANISME COMME STYLE.
Une manière de faire de la théologie en postmodernité. Paris : Cerf.
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proposición de una manera de vivir, realizable en todas las culturas; a eso nos hemos
vuelto particularmente sensibles.
Presentimos entonces que hay un cierto desafío al comprender hoy al
cristianismo como estilo. ¿No resulta acaso que la ciencia cuya tarea es pensar esto se
comprenda, ella también, como manera de hacer y no como simple exposición de una
doctrina? La teología llamada “espiritual” nos ha preparado para esto desde hace mucho.
Pero allí aún, un ensanchamiento, digamos una radicalización, parece imponerse. En
efecto, pertenece al ámbito de la fe cristiana misma -a su estilo- que aquellos que la viven
adquieran una comprensión interior y lleguen de esta manera a ser convencidos,
interiormente, de la verdad de lo que les ha sido de antemano transmitido por otros. En
esta perspectiva, la teología sería una manera de hacer un servicio de este estilo, manera
llevada adelante por la espera de su borramiento como disciplina y de su cumplimiento
en aquellos y aquellas en quienes habrá hecho nacer su propia inteligencia. La traición
espiritual del profetismo judío y del cristianismo, ¿no está como imantada por esta mirada
escatológica: “No se instruirán más entre compañeros, entre hermanos, repitiendo:
‘Aprendan a conocer al Señor’”, profetiza Jeremías, “porque todos me conocerán,
pequeños y grandes” (Jer 31, 34)?
La percepción del lazo entre el estilo de vida de los cristianos y la inteligencia
interior de lo que viven está sin duda ligada a lo que se llama comúnmente “la
modernidad”. El poderoso movimiento de emancipación que la caracteriza ha sido, al
menos parcialmente, impulsado por el propio cristianismo. Ciertamente, accediendo
progresivamente a la “mayoría”, muchos europeos han sido conducidos al ateísmo y a
posiciones anticristianas, o simplemente no cristianas; pero otros solamente han tomado
distancia en comparación con la “forma” jerárquica y dogmática que había adoptado la
proposición eclesial de la fe, refiriéndose desde ese momento a lo que comenzaban a
comprender de la figura misma del Evangelio, desde un punto de vista intelectual, la
filosofía de la religión y las ciencias humanas, tal como se han desarrollado fuera de la
Iglesia y en el seno de la teología, han sido a menudo motoras en esta lenta recomposición
que, sin dejar el zócalo de la cultura moderna, se ha diversificado cada vez más en nuestra
civilización contemporánea, marcada a partir de ahora por un pluralismo cultural y
religioso infranqueable.
Todo parece entonces haberse dado como si hubiera habido concomitancia entre
el paso de una concepción dogmática a una percepción estilística de la identidad cristiana,
una transformación de la teología en interacción con la filosofía, las ciencias humanas, y
el terreno de nuestras sociedades, y finalmente un deslizamiento tectónico del conjunto
de nuestra cultura europea de la modernidad hacia un nuevo horizonte, posmoderno o
ultramoderno, aún difícil de identificar. Esta obra querría explorar algunos lazos entre
estas diferentes facetas de una misma problemática.
Señalemos sin embargo al lector que los capítulos que la componen ya han sido
todos publicados después de la aparición, en 1988, de mi estudio sobre “Maurice Blondel
y el problema de la modernidad”. He transformado estos artículos más o menos
sustancialmente, siendo la modificación más importante la de su integración en un plan
de conjunto. Resulta el esbozo de líneas mayores de una teología sistemática, puestas en
evidencia por numerosas notas de reenvío interno. ¿Habría sido necesario sistematizar de
antemano mi propósito o, por el contrario, dejar estas páginas, casi todas ligadas a pedidos
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y marcadas por el momento de su composición, al estado de fragmentos? Me decidí


finalmente a hacer preceder la elección de los textos retenidos y modificados por una
reflexión más sintética sobre la dinámica de la experiencia y del pensamiento que me ha
guiado estos últimos años. Ha sido precisada gracias a múltiples contactos con actores
eclesiales, estudiantes y colegas, sobre todo Édouard Pousset sj quien, desde 1974, había
comenzado a releer la tradición cristiana sobre la marcha de los evangelios, inspirándose
en un principio al que le gustaba designar con la bella expresión de “aspecto de vida
evangélico”.
Además, numerosos autores antiguos y modernos me han acompañado en este
camino de pensamiento: de manera más constante, Maurice Blondel y Karl Rahner,
incluso si no he dejado de enfrentarme con los límites de su “trascendentalismo”;
Friedrich Schleiermacher y Hans Urs von Balthasar, así como sus herederos hermeneutas
y fenomenólogos que vuelven a menudo sobre la escena teológica; Ernst Troeltsch y
Jürgen Habermas, pero también la filosofía política francesa, que me han ayudado a
clarificar cuestiones epistemológicas. A la inversa, cito muy pocos autores
contemporáneos, reenviando el debate con ellos hacia otros lugares.
Ligado con su subtítulo, tanto la obra como la “obertura” que la introduce van a
progresar simultáneamente sobre dos vertientes: un diagnóstico teológico del momento
presente, en relación con nuestros debates sobre la modernidad y la posmodernidad, e
íntimamente ligado a esta evolución, una reflexión epistemológica sobre una manera de
hacer teología. La primera parte será principalmente consagrada al diagnóstico (I), la
segunda y la tercera a la manera de hacer teología en unión con la tradición espiritual del
cristianismo (II) y apoyada en la lectura de las Escrituras (III). Se trata aquí de las dos
vertientes externas e internas más visibles de una misma presencia cristiana en nuestra
historia, encarada desde la terminología del “estilo de vida”: el cristianismo como estilo.
La explicitación de esto se encontrará recién en la última parte (IV). Esperando, es por él
que comienzo la obertura, que como un primer contrapunto hará escuchar todos los
“temas” que a continuación serán tratados más ampliamente en cada una de las cuatro
partes del libro.

Obertura

Esta “obertura” tiene un triple objetivo: pensar el cristianismo en términos


estilísticos, mostrar cómo esta concepción “estética” puede formarse en el momento en
que el “paradigma dogmático” del catolicismo toca sus límites, y explicitar el tipo de
teología con el que se relaciona este paso.
La dificultad del camino del pensamiento que abre este objetivo viene de la
mutua imbricación de estos tres aspectos. Conviene ciertamente comenzar por la mirada
principal de nuestro recorrido, que es la aproximación estilística de la tradición cristiana.
Pero esta perspectiva nueva no se presenta más que a partir de un momento de nuestra
historia; adoptarla supone entonces ya una cierta mirada sobre el lugar y el destino de la
fe cristiana en la evolución de las sociedades europeas: la modernidad y la posmodernidad
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suscitaron transformaciones internas a la identidad cristiana que no conciertan más a tal


o cual punto de su doctrina, sino más radicalmente a su misma forma. En el luteranismo,
esta mutación tuvo lugar en el paso del siglo XVIII al XIX; en el catolicismo, durante la
crisis modernista (893-1914), que perjudicó su figura dogmática. El concilio Vaticano II
(1962-1965) registró esta sacudida sin precedentes, poniendo toda su atención sobre la
forma contextual y pastoral de la revelación en el seno de las sociedades modernas. Mi
aproximación estilística querría llevar a su termino esta intuición, en el contexto de los
cambios culturales más recientes de los que hay que dar cuenta. Percibir al mismo tiempo
este nuevo tejido cultural y la forma de un cristianismo y de una Iglesia en recomposición
continua implica una manera de hacer teología. Esta demanda la composición de esta
“obertura” pero no podrá ser explicitada más que al final.
El camino que se anuncia recorrerá cinco etapas. Definiré de antemano el
concepto de “estilo” (primera etapa) antes de preguntarme si y cómo puede ponerse en
obra para percibir y comprender la identidad cristiana. Dos precursores, Schleiermecher
y Balthasar van a acompañar esta interrogación y ayudarme a determinar mi propio punto
de partida (segunda etapa). En el medio de la obertura intentaría designar y unirme al
lugar misterioso más allá de toda escritura y de todo espacio intelectual o académico,
donde puede nacer la percepción estilística del cristianismo.: la hospitalidad del Nazareno
del que dibujaré el perfil mesiánico y escatológico. Por sus gestos y sus palabras, y por el
volverse “escritura” de su presencia hospitalaria entre los primeros cristianos (tercera
etapa), me dejaré reconducir hacia la cultura europea, para reflexionar sobre el rol que
esta hospitalidad ha jugado y puede jugar aún. A distancia de Shcleiermacher y de
Balthasar, referentes de la segunda etapa de mi recorrido, me hará falta llevar aquí un
diagnóstico sobre el momento presente y mostrar cómo esta marca la forma misma del
catolicismo y de la Iglesia (cuarta etapa). De la vertiente histórica de la problemática del
estilo, podré entonces volver a pasar sobre su vertiente epistemológica y mostrar qué tipo
de teología corresponde a nuestro momento presente y a una concepción estilística del
cristianismo (quinta etapa).

EL CONCEPTO DE “ESTILO”

Antes de interrogarme sobre las razones teológicas en favor de un acercamiento


entre la noción de estilo y de la identidad cristiana, algunas precisiones concernientes al
concepto mismo de estilo.
En su acepción común, el estilo atañe al arte o a la estética, y designa la cualidad
de una obra o de una serie de obras; pero veremos que el concepto es utilizado también,
de manera muchos más general, para hablar de la forma de los objetos producidos por el
trabajo humano, inclusive, la manera de vivir de los grupos y los seres humanos. Dos
significados diferentes pero complementarios parecen imponerse hoy. Por un lado, el
estilo significa el sistema de medios o de códigos en juego en la producción de las obras;
tiene entonces una función descriptiva y sirve a la clasificación, pudiendo incluso tener
un sentido normativo en un encuadre académico o en una sociedad donde el arte juega un
rol de integración. Del otro lado, el estilo define una propiedad o una cualidad, a saber, la
coherencia interna de una obra singular o la maestría del autor que manifiesta.
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Sobre el fundamento de esta distinción, la reflexión se compromete en dos


direcciones. Bajo la influencia de la lingüística, se formó en el siglo XX una estilística
que fue precisando progresivamente su cuadro teórico y aportó un gran número de
precisiones analíticas. Simultáneamente, la filosofía intentó pensar no sólo qué hace el
valor, inclusive, “el absoluto” (Focillon) de un estilo singular, sino también su inscripción
en la historia.
Para la estilística, recordemos simplemente que se acopló sobre las tres retóricas
-el arte de persuadir (retórica) y el estudio de las figuras (poética), en Aristóteles, y a
partir del siglo XVII el are de juzgar las críticas-, aceptando de entrada su limitación a la
lengua y al discurso literario; inclusive, al mismo tiempo su posicionamiento en un cierto
tipo de comunicación, interesándose a la vez en el emisor de un mensaje, en el mensaje
mismo y en el receptor. Si se distingue con P. Guiraud y con Leo Spitzer una estilística
de la expresión, que pone en valor las posibilidades de una lengua, y una estilística del
individuo, que se interesa al arte del escritor, el estilo o el efecto de estilo se define
finalmente como una propiedad del mensaje, pero en tanto que está condicionado por los
medios y los códigos puestos a disposición por una lengua. Es Gilles-Gaston Granger, en
su Ensayo de una filosofía del estilo, quien intentó ensanchar el terreno de la búsqueda y
desarrollar, en la línea de una teoría del juego, una “estilística general” que concerniese
no sólo al conjunto de las artes sino también a todos los objetos producidos por el trabajo
humano, en tanto que se escaparan por alguna tangente a una codificación manifiesta y
dieran lugar a una sobre-codificación múltiple, permitiendo una individuación.
Quedémonos entonces por un instante con la perspectiva analítica y
demorémonos más vienen la reflexión filosófica sobre el estilo, tal como vio la luz en la
fenomenología. La estilística nos deja en efecto con la cuestión de la personalidad de tal
obra, no atañe a una comparación clasificatoria sino a la manifestación de una unicidad
incomparable, una innovación que se burla de alguna manera del estilo. ¿De qué orden
es? ¿Y cuál es su significación en la época moderna y postmoderna, que no concibe más
al arte como transfiguración de una naturaleza preestablecida?

El estilo: “emblema de una manera de habitar el mundo”

Para responder a estas dos preguntas sigo de entrada a Merleau-Ponty en su


debate con Malraux. Reflexionando, en la línea de Saussure, sobre el prodigio de la lengua
que se adelanta a los que la aprenden, sin jamás ser la traducción de un texto original o
de un sentido preexistente, que Merleau-Ponty se interesa en la expresión como operación
del lenguaje sobre el lenguaje que de repente se descentra hacia su sentido, y compara
esta actividad creadora con la pintura. Lo que por consiguiente se le da con “su estilo” a
quien habla tanto como a quien pinta no es una manera, un cierto número de
procedimientos o de tics de los que puede hacer un inventario, sino un modo de
formulación tan reconocible por unos como por otros, tan poco vivible por él como su
silueta o sus gestos de todos los días.
Una cosa es observar este modo de expresión desde el exterior, con los ojos del
público; y otra es “instalarse en la operación misma del estilo”. En el primer caso, somos
reconducidos hacia la estilística y hacia un tipo de historia de la pintura que ha encontrado
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una institución en el museo. Merleau-Ponty no puedo más que tomar estas distancias
respecto aese género oficial y pomposo, llamado “retrospectivo”, porque, según él, da
una falsa exterioridad y un falso prestigio al verdadero valor de las obras liberándolas de
los azares del medio en el que nacieron. En el otro caso, se compromete en otra relación
completamente distinta con ellas, accesible solamente a quien vive EN la pintura: “la
unidad de la pintura no está solamente en el Museo, sino en esta tarea única que se
propone a todos los pintores, que hace que un día en el museo serán comparables, y que
estos fuegos se responden uno al otro en la noche. Los primeros dibujos en las paredes de
las cavernas mostraban el mundo como “a pintar” o “a dibujar”; llamaban a un futuro
indefinido de la pintura, y es lo que hace que nos hablen y que respondamos por
metáforas, o que colaboren con nosotros.
El estilo de las obras de arte puede ser designado, finalmente, como emblema de
una manera de habitar el mundo, de tratarlo, de interpretarlo por le rostro como por la
vestimenta, por la agilidad del gesto como por la inercia del cuerpo, en definitiva, como
una cierta relación al ser. Citando aquí aprobatoriamente a Malraux, Merleau-Ponty
precisa: “Todo estilo es la puesta en forma de los elementos del mundo que permiten
orientarlo hacia una de sus partes esenciales”: hay significación en tanto que los datos del
mundo son sometidos por nosotros a una deformación coherente (La creación estética, p.
152). “Admiremos la extrema precisión de esta fórmula: en la operación del estilo, se
trata de la creación de otro mundo, el mismo que ve el pintor, solamente liberado del peso
sin nombre que lo retenía por detrás y lo mantenía en el equívoco”. Pero el advenimiento
de esta metamorfosis no tiene nada de imitación, por más que se trate de la naturaleza o
de otro cuadro; no es tampoco dirigida por el interés de otro o por no se sabe qué voluntad
de complacer. Ella lleva en sí su propia coherencia, expresando ella misma las
condiciones según las cuales oye ser recibida y aprobada. Todo análisis estilístico viene
entonces con retraso respecto de la llegada de un estilo que nace como a espaldas de su
creador, y sin embargo se presta a la percepción creadora de otro.

El concepto moderno y postmoderno de estilo

¿De dónde viene entonces esta capacidad de expresión absolutamente singular


de un sentido nuevo e inédito, sin nada por debajo de lo sensible? La pregunta se plantea
con fuerza cuando, en la condición moderna y posmoderna, nadie más puede contar, para
comunicar, con el socorro de una Naturaleza o de un texto preestablecido; y es aquí donde
las respuestas comienzan a divergir. Antes de unirse al punto mismo de estas
divergencias, sigamos aún a Merleau-Ponty.
Este último recuerda la responsabilidad del cristianismo en la renuncia a una
trascendencia vertical, poniendo su impacto histórico respecto anuestra existencia
encarnada, a saber, “la operación expresiva del cuerpo, comenzada desde la más mínima
percepción, que se amplifica en pintura y en arte”. “La cuasi eternidad del arte se
confunde con la cuasi eternidad de la existencia encarnada, y tenemos en el ejercicio de
nuestro cuerpo y de nuestro sentido, en tanto que nos insertan en el mundo, de qué
comprender nuestra gesticulación cultural en tanto que nos inserta en la historia”.
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A diferencia de Malraux, nostálgico de las civilizaciones de lo sagrado y


partidario de una filosofía del individuo y de la muerte, Merleau-Ponty desarrolla el
concepto de una metamorfosis del mundo, en el seno de nuestro uso creador del lenguaje,
de la pintura y de la cultura, que ya se puede calificar de “mesiánico” (a condición de
precisar este término tan cargado de historia). Una estructura del llamado y de respuesta
la porta discretamente: “El pintor mismo es un hombre de trabajo que encuentra cada
mañana en la figura de las cosas la misma pregunta, el mismo llamado al cual jamás
terminó de responder”; la fecundidad ilimitada de cada presente es su punto de partida
“que, justamente porque es singular y porque pasa, no podrá jamás dejar de haber sido y
entonces de ser universalmente”; una tradición en fin lo engendra, “inclusive, comenta
Husserl, el poder de olvidar los orígenes y de dar al pasado, no una sobrevida, que es la
forma hipócrita del olvido, sino una nueva vida, que es la forma noble de la memoria”.
Volveré a este perfil “mesiánico” del concepto de estilo en el contexto más
amplio de las interpretaciones actuales del mundo, luego de haberme acercado al punto
de partida de su diferenciación. Este si sitúa, por un lado, en una mutación de la
experiencia de llamada y de respuesta, evocada al instante, y del otro, en la diferenciación
interna de nuestra cultura, la autonomía
tomada por las artes en particular. Precisemos estos dos aspectos del concepto
moderno de estilo.
1. Si, en tiempos de la cristiandad, el estilo del poeta y del profeta -expresión
absolutamente singular de un sentido nuevo e inédito, por debajo de lo sensible- era
atribuido a la acción del Espíritu Santo, la desaparición de un texto o de una Naturaleza
preestablecida ha desplazado el centro de gravedad de la experiencia de inspiración hacia
la idea de “genio”. Kant recuerda esto en su Crítica del juicio (1790) que este término
central de la estética moderna “verdaderamente ha derivado de genius, el espíritu dado
como propio a un hombre en su nacimiento, encargado de protegerlo y de dirigirlo, y que
alimenta la inspiración de la que emanan sus ideas originales”. El talento de todo genio
es un “don natural”, consistente en producir “este porqué ninguna regla determinada
puede indicarse”, a saber, un producto caracterizado a la vez por su originalidad y su
ejemplaridad futura. No hay ningún problema en reconocer en los cuatro elementos de la
analogía entre lo bello y el bien moral, que Kant desarrolla sobre esta base, las
características del concepto de estilo, tal como viene de ser desarrollado siguiendo a
Merleau-Ponty: “Lo bello agrada inmediatamente; de manera totalmente desinteresada;
la libertad de la imaginación es representada, en su apreciación, como armonizándose con
la legalidad del entendimiento; el principio subjetivo de su apreciación es representada
como universal, inclusive, como poseedora de una validez para cada uno, sin ser por lo
tanto representada como cognoscible por un concepto universal”:
2. Pero este desplazamiento de la inspiración hacia la genialidad no
representa más que una faceta, el costado espiritual, del advenimiento del concepto
moderno de estilo. De la otra cara se encuentra la lenta conquista de su autonomía por
parte de las artes, giro acabado y firmado por Kant en su tercera Crítica. Si la estética
significaba tradicionalmente la teoría de la percepción sensible -Kant habla en su Crítica
de la razón pura de “estética trascendental”-, desde Baumgarten ella abarca también la
ciencia de lo bello y del arte, llevada por el juicio del gusto que el filósofo de Königsberg
logrará someter a los principios a priori, luego de dudarlo, en su última Crítica.
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Esta distinción, sinónimo de modernidad, entre teoría de la percepción o estética


fundamental y crítica del arte, Merleau-Ponty intenta franquearla con su filosofía de la
percepción. Pero no puede ser borrada, como lo prueban no sólo el ensanchamiento del
concepto de estilo ya señalado, inclusive, su recuperación para la vida cotidiana, sino
también la cada vez mayor dificultad de nuestros contemporáneos acceder a una
experiencia estética con el arte llamado “moderno”. Ahora bien, allí donde el
fenomenólogo hace comprender una continuidad histórica entre el gesto cotidiano y la
emergencia de nuevos órganos culturales, un Jürgen Habermas -que va a acompañarnos
en el conjunto de esta obra- discierne más bien una discontinuidad entre lo que llama “el
mundo de la vida cotidiana” (Lebenswelt) y las “bellas artes, asunto de especialistas”;
manteniendo con los sentidos de la vista y del oído una relación que no es inmediatamente
accesible a nuestras capacidades auditivas y visuales o a nuestra imaginación. Es
precisamente esta diferenciación de los campos de lo real y la especialización de sus
racionalidades las que hacen le aspecto altamente problemático de la modernidad
occidental.
Entre estos continentes tan fácilmente a la deriva en nuestras sociedades, un
nuevo tipo de actor se ha formado: el crítico, o el hermeneuta, el vulgarizador o incluso
el que se define como iniciador o pasador. Esto es particularmente verdadero cuando se
trata del campo de la estética o el trabajo iniciático consiste en abrir y en convertir
nuestros ojos y nuestros oídos, para volver posible una experiencia del estilo a sentidos
anestesiados o atrofiados pro la racionalidad estratégica. Nuestros museos y nuestros
monumentos perderían efectivamente su alma sin estos actores. La fragilidad de su trabajo
viene de lo que se juega concretamente en la relación que cada sociedad tiene con la
belleza, en la pluralidad de estilos que son como tantas maneras de habitar el mundo. Esta
relación de la sociedad es expuesta, por un lado, a la explotación económica y a la
manipulación política, pero también, por el otro, es el lugar privilegiado donde se puede
formar (no sin las técnicas de comunicación) un ethos común, una manera de escucharse
al nivel del sentir y una manera de entender la cuestión del sentido. El crítico o
comentador de las obras participa de esto situándose precisamente en la articulación
móvil entre una estética fundamental del mundo de la vida cotidiana y la gestión de lo
bello por las artes.
Retengamos entonces, en el punto al que hemos llegado, que la modernidad debe
ser comprendida precisamente como movimiento de diferenciación, amenazado sin cesar
por divisiones entre esferas culturales; la pluralidad de los estilos y de las maneras de
habitar un mismo mundo atiza aún la experiencia de escisión y la violencia que puede
suscitar. A menudo este pluralismo conflictivo en el seno de un mundo globalizado ya
está situado, por los sociólogos, en lo que se llama “postmodernidad”. Esta puede en
efecto ser analizada como el hacerse cargo del nuevo desafío de la unidad, la de los
sujetos, grupos y sociedades, en un mundo en vía de unificación. Este interés inédito por
la unidad pasa por nuestro enraizamiento en lo sensible -la fenomenología nos lo habrá
enseñado; lo aborda a través de la diversidad de los estilos.
Pero ¿sobre qué fundar este tipo de unificación cuando el entorno natural y el
original religioso del mundo se retiraron o ya no pueden cargar el desafío que esto
supone? Es bajo esta forma “política” que la cuestión de la inspiración o de la estructura
del llamado y de la respuesta reviene en la filosofía post-hegeliana, y en el siglo XX,
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ligada a la estética; Merleau-Ponty lo nota de entrada. La pluralidad de estilos, inherente


al concepto mismo de estilo como estructura singularizante, se desdobla aquí en
pluralidad de concepciones del mundo.
La estética, ¿debe ella tomar el lugar de las religiones y concebir, con Heidegger,
sus obras como lugares últimos de una “revelación de la verdad”? el ethos posmoderno,
que tiende a estetizar al extremo nuestras existencias, nos empujará incluso a nosotros a
inspirar el perspectivismo nietzscheano; si la apertura radical sobre la pluralidad de las
formas de vida que se componen y se descomponen cruelmente en el río de la vida impide
toda evasión consoladora en un trasmundo más allá de las apariencias, las obras de arte,
la tragedia, nos permitirían por el contrario decir “sí” a la ronde de ficciones y participar
de manera creadora en el desafío creador de la vida. Pero otros, como un Benjamin, o
diferentemente un Adorno y sus sucesores de la escuela de Frankfurt, nos advierten contra
toda confusión entre lo bello y lo sagrado, subrayando la dimensión “mesiánica” de la
obra de arte que, en razón de la prohibición bíblica de toda imagen, es reducida, en lo
efímero de la carne y frente a la crueldad apocalíptica de Auschwitz, a hacer de signo en
la dirección de un imposible cumplimiento. En cuanto al cristianismo, ¿está condenado
por la autonomización del campo de la estética a un retorno nostálgico hacia la “bella
totalidad” estético-teológica de la Edad Media, tal como se expresa en todos los estilos
“neo” de los siglos XIX y XX? ¿O, en la celebración postmoderna del pluralismo
religioso, está obligado a estetizar a ultranza su proposición de sentido para volverlo
creíble en el mercado competencial de bienes religiosos?

¿COMPRENDER LA IDENTIDAD CRISTIANA COMO ESTILO?

La reflexión sobre la noción de estilo me condujo entonces a un primer umbral


donde debo preguntarme como teólogo sobre la relación que la tradición cristiana
mantiene no solamente con lo bello y las bellas artes, sino también y sobre todo con la
historicidad y la pluralidad de los estilos como sendas maneras de habitar un mismo
mundo.
¿Alcanza con aplicar simplemente al cristianismo una reflexión general sobre el
estilo, tal como viene de ser propuesta? Remarquemos que esto ya ha sido hecho; me
interesaría sobre todo por dos testigos privilegiados y de alguna manera en bandos
opuestos: el luterano Fridreich Schleiermacher, fundador de la hermenéutica moderna, y
el católico Hans Urs von Balthasar, a quien se puede considerar como el iniciador de una
fenomenología teológica. Pero ligado a esta breve relectura de la teología moderna se
planteará rápidamente una pregunta más fundamental, precisamente la de las razones
propiamente teológicas que militarían en favor de un acercamiento entre la identidad
cristiana y la noción de estilo.

Friedrich Schleiermacher (1768-1834)

Las consideraciones de Schleiermacher sobre el estilo, aunque antiguas, nos


reenvían al centro de su hermenéutica. Esta, se sabe, se dieron a conocer en el momento
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en que, en sus célebres “discursos sobre la religión” (1799), se aleja no sólo de la teología
de las Luces, desgarrada entre verdades de razón y verdades históricas cada vez más
problemáticas, sino también de la tentativa hegeliana de una reconciliación especulativa,
para apoyarse a partir de ese momento en la religión positiva y en sus figuras
históricamente dadas. Si “el propósito último de la teología consiste (entonces) en
exponer siempre más puramente la esencia particular del cristianismo en cada instante
por venir”, se comprende que ella deba articularse sobre una hermenéutica que tome la
historicidad de la fe cristiana en serio, y particularmente los documentos de la comunidad
primitiva.
Ahora bien, lo que vale para la Teología es a fortiori válido para el pensamiento
filosófico que, pro su parte, implica la interpretación de otras filosofías, por ejemplo, las
de un Heráclito y de un Parménides, o incluso de un Platón y de la escuela socrática en
general. Empujado por sus cursos de exégesis a elaborar una hermenéutica bíblica,
Schleiermacher la concibe entonces de entrada como una disciplina general, susceptible
de regular la lectura de todas las expresiones históricas del pensamiento. Para lo que es
del Nuevo Testamento, queda así en la línea de la exégesis de las Luces, insistiendo en la
humanidad del teto y exigiendo que la hermenéutica especial de las Escrituras sea fundada
filosóficamente, a saber “sobre principios claros, tomados directamente de la naturaleza
del pensamiento y del lenguaje”. Es exactamente en el cruce de una hermenéutica general
y de una hermenéutica especial, en el lugar mismo donde se trata de comprender “la
esencia particular” de una expresión del espíritu, que aparece la noción de estilo. Voy
entonces a abordarla en primer lugar en este marco filosófico, antes de medir tanto su
fecundidad teológica como sus límites en el marco de mi propio cuestionamiento.

El estilo de una obra en la articulación de su interpretación gramatical y


psicológica

El concepto de estilo supone de entrada la distinción fundamental entre una


interpretación psicológica o “técnica” (en el lenguaje de Schleiermacher) y una
interpretación gramatical, siendo estos dos puntos de vista necesarios cuando se aborda
una obra cualquiera del espíritu humano. La interpretación gramatical aclara el sentido de
esta, sobre la base de un conocimiento de la lengua, mientras que la interpretación
psicológica intenta aproximar su “personalidad”, en tanto que expresión de la intención
del autor. El estilo de una obra se sitúa en el punto de articulación de estos dos abordajes,
en la medida precisamente en que el pensamiento propio del escritor se manifiesta en su
utilización del lenguaje (Sprachgebrauch). Tenemos aquí, dicho sea de paso, una de las
primeras marcas distintivas, expuesta al comienzo, entre la perspectiva analítica de la
estilística y el interés de la fenomenología por la unicidad de la obra. Desde un punto de
vista metodológico, su estilo no puede entonces ser tomado por una doble marcha, la de
la comparación -y nos encontramos aquí todo lo que el comparatismo histórico del siglo
XIX aportará a la hermenéutica-, y la de la clarividencia (Einfühlung), ya que su
singularidad o su novedad no pueden ser comprendidas más que en una suerte de
recreación congénial. Es lo que Schleiermacher muestra precisamente pasando de la
hermenéutica general a la hermenéutica especial del Nuevo Testamento. Retengo dos
11

observaciones poco remarcadas, pero sin embargo llenas de interés para nuestro
cuestionamiento.
Desde el punto de vista gramatical, una hermenéutica especial se impone en el
caso del Nuevo Testamento porque este comprende una suerte de mestizaje lingüístico:
“El nuevo espíritu cristiano surge en el Nuevo Testamente a través de una mezcla
lingüística donde el hebreo es la matriz, que de entrada ha permitido a lo nuevo ser
pensado, mientras que lo griego ha sido injertado allí. Ese es el motivo por el cual la
hermenéutica del Nuevo Testamento debe ser tratada como una hermenéutica especial.
Como la mezcla de lenguas es una excepción, un estado que no es conforme a la
naturaleza, la hermenéutica del Nuevo Testamento, en tanto que hermenéutica especial,
no se despega de la hermenéutica general de manera regular”. Para acabar con las dudas
semánticas que resultan de este mestizaje, el comparatismo y los métodos gramaticales
no alcanzan entonces, pero llaman a la clarividencia que funciona aquí como
aproximación suplementaria.
Esta se muestra como necesaria desde que se adopta el punto de vista psicológico
y se aborda como exégeta el estilo propio de cada uno de los escritos y los autores del
Nuevo Testamento. Ausente en el mito y esbozada solamente en Homero y en el Antiguo
Testamento, la emergencia de la individualidad religiosa se vuelve en efecto en
Schleiermacher el criterio decisivo de una discriminación entre los dos Testamentos. Así
también la tarea psicológica no comienza verdaderamente sino en el Nuevo Testamento,
a partir del momento en que la religiosidad individual de cada autor se refleja en el estilo
de sus escritos. El comparatismo no desaparece, sin embargo; pero la cuestión última de
la novedad del cristianismo permanece irresoluble por medio de una interpretación
gramatical y comparativa ya que -a diferencia de Platón o de otros filósofos- los escritores
neotestamentarios no han creado ningún concepto nuevo; es una segunda observación la
que deseo retener. La cuestión de saber si, sí o no, su “uso de la lengua” vehicula
realmente una perspectiva nueva, no responde más que en parte a la cultura histórica del
intérprete. De hecho, reenvía sobre todo a su actitud fundamental ya un acto de
clarividencia que se sitúa, con el punto de vista gramatical, en el seno de un círculo
llamado “hermenéutico”.

La aproximación estilística de las obras del cristianismo y su “inspiración”

Este marco filosófico abierto, en el que Schleiermacher desarrolla sus


reflexiones sobre el estilo de las obras del espíritu, dentro de las cuales están
comprendidas las del cristianismo, concuerda perfectamente con su interés dogmático.
Dos pasajes remarcables, extraídos de la Hermenéutica y crítica y de su teología
sistemática La fe cristiana nos permitirán comprender el lazo que establece entre una
aproximación estilística de la figura particular del cristianismo y su inspiración.
En el primer texto, Schleiermacher parte del conflicto, heredado de las “Luces”;
entre el interés filológico del exégeta que “aísla cada escrito de cada escritor” y el interés
dogmático del teólogo que “considera el Nuevo Testamento como una sola obra de un
solo escritor”, a saber, como obra de “la personalidad determinada del Espíritu Santo”.
Mostrando los límites de cada una de estas dos posiciones, intenta aproximarlas.
12

La explicación filológica de cada texto en particular debe preceder siempre su


lectura en el seno del canon bíblico, pero “permanece” por debajo de su propio principio”
y “destruye incluso el cristianismo en tanto no reconoce su subordinación al proceso
teológico: puede en efecto reducir su búsqueda a la formación individual de cada autor;
debe aún reconocer su común dependencia de Cristo, “siendo su individualidad producto
en parte de su relación con Él”.
Para dar cuenta de la unidad dogmática del Nuevo Testamento, respetando la
individualidad de cada autor, Schleiermacher introduce aquí una comparación interesante
con la escuela socrática: “Sócrates, el maestro, no escribe él mismo; sus posiciones nos
son transmitidas por los escritos de sus alumnos. Después de su muerte, estos recibían
una forma particular, pero guardaban todo el color fundamental de Sócrates (sokratische
Grundfarbe). Los mismo ocurre con la relación de los discípulos con Cristo. Pero la
familiaridad es más grande entre los escritores neotestamentarios que entre los socráticos,
ya que la fuerza de la unidad que emanaba de Cristo era en sí más grande, incluso entre
los apóstoles que, como Pablo, tenían una particularidad remarcable, tan poderosa que se
referían por su doctrina exclusivamente a Cristo.
Por primera vez tocamos aquí el corazón de los grandes conflictos exegéticos y
dogmáticos, por un lado, por el lazo entre la particularidad estilística más o menos
remarcable de cada uno de los autores del Nuevo Testamento y el color fundamental que
les es común, y por el otro por la relación que mantiene cada uno con el Cristo y la
inspiración del conjunto de sus escritos. Volveremos sobre esto más largamente. El
principio dogmático de la analogía de la fe que interviene tradicionalmente en este punto
no es suprimido de ninguna manera, pero “debe surgir del interés filológico mismo”, y
no puede funcionar más que de manera negativa, cuando el exégeta olvida la dependencia
común de los autores respecto aCristo y no percibe lo que liga los textos del Nuevo
Testamento unos con otros. Schleiermacher se opone entonces a una perspectiva
dogmática -la de la ortodoxia luterana, calificada en adelante supranaturalista-, que
considera la letra misma de las Escrituras como inspirada y que, por esta razón,
transforma al Espíritu Santo en escritor con una “personalidad determinada”. Una
dogmática como esta está condenada a destruirse a sí mismo: termina por “atribuir al
espíritu Santo los innegables cambios de tono y modificaciones de puntos de vista” de los
autores y por ponerse en contradicción con la teoría paulina (1 Co 12) de la relación entre
el mismo y único Espíritu y los dones diversos entre los diferentes miembros de la
comunidad.
La doctrina de la Escritura, en La fe cristiana, ilumina la finalidad propiamente
dogmática de estas últimas afirmaciones. En perfecta coherencia con toda su
hermenéutica, en particular el círculo entre el análisis gramatical y la clarividencia,
inclusive entre cada uno de los escritos del Nuevo Testamento, Schleiermacher muestra
de entrada que es imposible fundar la fe sobre el texto bíblico, que no existe por lo tanto
ningún camino directo que vaya de la explicación filológica de los textos particulares
hasta el descubrimiento del Nuevo Testamento como Escritura sagrada, ya dando siempre
por sentado el acto de fe individual del creyente.
Pero remarquemos sobre todo la distinción entre “inspiración” (Eingebung) y
“conducción” (Leitung) del Espíritu que permite evitar la idea ahistórica del Espíritu santo
como escritor del Nuevo Testamento; la inspiración, en el sentido estricto del término, es
13

entonces el hecho de la redacción de cada libro por su autor -en unión con Cristo- y la
expresión perfecta de su libertad creadora, mientras que la reunión de los libros
neotestamentarios está puesta bajo la conducción del Espíritu, ya que es “el resultado de
múltiples colaboraciones y oposiciones en el seno de la Iglesia, que hace que todo lo que
ha cooperado no puede serle atribuido de la misma forma”. Schleiermacher mantiene
entonces, aún aquí, una posición intermedia entre aquellos que, por la redacción misma
de los libros no cuentan más que con la conducción del Espíritu, y aquellos que, por el
contrario, extienden la inspiración al reconocimiento del canon bíblico. La meta de estas
distinciones teológicas es mantener juntas la historicidad radical de figuras particulares
del cristianismo y la acción del Espíritu Santo.
Nos encontramos aquí entonces de entrada con la cuestión gramatical del
mestizaje lingüístico que, en el plano dogmático, se expresa en términos de mezcla impura
entre lo canónico y lo apócrifo, esto último como resultado históricamente constatable de
influencias judías y paganas persistentes en el seno de la Iglesia primitiva. Reservando la
inspiración al ministerio del apóstol en tanto que individuo cuyo trabajo de redacción no
representa más que una parte de su actividad, Schleiermacher no duda en atribuir a la
conducción del Espíritu “la influencia purificadora de la memoria del Cristo total”,
ejercida por quienes forman parte de la “clase apostólica”, en el seno de la cual la igualdad
entre todos no impide ni la complementariedad ni la corrección mutua.
Cuando pasamos al punto de vista técnico y psicológico, nos encontramos con
el problema de la inspiración al nivel de la forma y del contenido de los escritos.
Schleiermacher insiste no sólo en la unidad de su forma y su contenido, sino que también
muestra muy concretamente cómo la fidelidad apostólica a las enseñanzas de Cristo, a
menudo ligadas a circunstancias precisas, exige “una percepción pura y completa de los
episodios de la vida de Cristo” y de sus “acciones en tanto que auto-manifestaciones”
fecundas por el anuncio del Reino; los libros doctrinales y los libros históricos del Nuevo
Testamento no pueden entonces ser separados. Se encuentra de entrada en este plan el
trabajo de purificación, selección y colección, atribuido a la conducción del Espíritu
Santo. La idea de que la adecuación del pensamiento del apóstol, del género literario
adoptado por él y de la composición estilística de su texto es el criterio último de su
autenticidad -y por lo tanto de su inspiración- está solamente sugerida, pero aparece con
una gran claridad en los comentarios bíblicos del teólogo, por ejemplo, el comentario de
la primera carta a Timoteo, que, siguiendo el fundamento de este criterio, pone por
primera vez en duda su autenticidad.
Retengo de este recorrido que en Schleiermacher la inspiración es pensada en
unión con la creatividad individual del escritor y se expresa en último término en la unidad
-perceptible por comparación y clarividencia- entre su pensamiento y su modo de
expresión (género literario y composición), llamado “estilo”. Sin embargo, dado que es
imposible comprender históricamente un solo autor del Nuevo Testamento sin
relacionarlo con Cristo, en el plano teológico su inspiración debe, también ella, ser
definida en analogía con la identidad del maestro: sin abolir la diferencia específica entre
el NT y Cristo, se trata, en cristología y en pneumatología, de dos modos de unión entre
la divinidad y la humanidad, cada una “formadora de la persona” (personenbildend); lo
que permite precisamente respetar hasta el fin las reglas críticas de la hermenéutica. Fruto
de un largo proceso histórico, la unidad teológica del Nuevo Testamento -su “color
14

fundamental”- reenvía entonces río arriba a la fuerza de la unidad de Cristo en cada uno
de los apóstoles y, río abajo, a su colaboración, en un desafío de purificación, de selección
y de ensamblaje, que no compete más que a la conducción del Espíritu.

Una doble dificultad

Me parece inútil retomar aquí la crítica clásica de la pretendida hermenéutica


romántica de Schleiermacher o el severo juicio que se puede tener sobre su relación con
el Antiguo Testamento. En el marco de mi propio cuestionamiento, lamento mas bien
nunca se haya planteado la cuestión de las razones propiamente teológicas que militan en
favor de un acercamiento entre el análisis estilístico de los textos del Nuevo Testamento
y la identidad cristiana, a excepción quizás de su referencia tardía a los dones del Espíritu
Santo en 1 Cor 12. Ahora bien, la interacción entre su hermenéutica y su manera de
identificar la esencia particular del cristianismo existe sin lugar a dudas y es
perfectamente perceptible.
Pero, dicho esto, aparte de todo lo que este teólogo eminente nos acaba de
aclarar, nos ayuda aun a identificar mejor las dificultades que se oponen a una
comprensión estilística del cristianismo. Tomo en cuenta al menos dos.
La primera habla de la unidad entre la forma y el contenido de los escritos
neotestamentarios y sobre la articulación de los diferentes géneros literarios.
Schleiermacher reconduce estos últimos hacia su punto de origen en la persona de Cristo,
su ministerio y el ministerio apostólico -es su intuición lo que guardaremos-, pero sin
pensar ni en el pasaje de lo oral a lo escrito (en Sócrates y Jesús) ni la transformación de
la forma misma de la enseñanza o de la doctrina, que resulta de su relación a
circunstancias históricas y a la acción; fuertemente marcado por la enseñanza paulina, no
le convence atribuir a los actos de Cristo y al relato el lugar estructurante que merecen.
También el concepto de estilo, decisivo en el seno de la interpretación técnica y
psicológica de los textos, desaparece prácticamente en la dogmática; quizás porque
Schleiermacher está más bien preocupado por volver posible la hermenéutica crítica
desde el punto de vista de la teología, más que de pensar realmente su unidad. Esta podría
sin embargo encontrar su fundamento en una concepción de estilo, directamente extraída
de lo que los grandes géneros del Nuevo Testamento -cartas, relatos y apocalipsis-
refractan de la unicidad del Nazareno, de entrada, de manera plural.
Es aquí donde aparece la segunda dificultad, que resulta del lazo demasiado
estrecho que Schleiermacher establece entre la individualidad del autor neotestamentario
y el estilo de su obra. Como lo muestra su comparación entre la escuela socrática y la
Iglesia de los tiempos apostólicos, le cuesta pensar su unidad respectiva, en el primer caso
designada en términos de “color fundamental” y en el segundo por los conceptos de
“fuerza de unidad emanante de Cristo” y de “espíritu común” (Gemeingeis). El problema
de la particularidad remarcable de ciertos apóstoles y de su lazo con Cristo es sin
embargo bien planteado, aunque sea de manera demasiado sucinta. Una comprensión de
la noción misma de estilo que integre de entrada lo plural de los escritos y los autores,
así como los lazos que los unen en Iglesia, nos permitirá pensar la identidad crística y
15

pneumatológica del cristianismo, teniendo en cuenta el proceso complejo y controvertido


de su formación, sin recurrir a la distinción abstracta entre inspiración y conducción.

Hans Urs von Balthasar (1905-1988)

Más reciente que un siglo y medio, la obra de Hans Urs von Balthasar y, en
particular, su estética teológica, nos invitan a darnos cuenta de la cuestión teológica del
estilo en el seno de la tradición católica. El célebre teólogo suizo forma parte de los que,
durante y en torno al concilio Vaticano II, tomaron distancia en relación a una reducción
dogmática y moral de la identidad cristiana, tal como la encontramos en la teología de la
“escuela”. Gracias a una cultura histórica, literaria y filosófica fuera de lo común, logró
“rozar los bastiones” antimodernistas del sistema católico y a re-enraizar la fe en los tres
trascendentales de lo bello, lo bueno y lo verdadero, haciendo de la estética el pórtico de
entrada de su gran trilogía. Es el lugar preciso en donde voy a excavar su pensamiento.

De la crítica de la modernidad estética hacia una nueva “estética


trascendental”

En el primer volumen de Gloria, Balthasar desarrolla en efecto una “doctrina de


la percepción”, una “estética (en el sentido kantiano del término) comprendida como el
descubrimiento de la figura de Dios que se revela”. Sobre dos puntos esenciales, su
programa toca a nuestro propio cuestionamiento: su definición de la estética y el
diagnóstico de la modernidad que supone. Por lo que es la estética, el teólogo registra
ciertamente la cesura que representa la distinción, desde Baumgarten y Kant, entre la
teoría de la percepción o la estética fundamental (desplegada en la Crítica de la razón
pura), por un lado, y la ciencia “regional” de lo bello y de las artes (pensada ya en la
tercera Crítica) por el otro. Pero presenta un juicio fundamentalmente negativo sobre esta
diferenciación cultural de los tiempos modernos que señala el fin de la tradicional
circumincesión de los trascendentales, tal como la encontramos en las síntesis metafísico-
teológicas elaboradas por la patrística, la Edad Media, el barroco e incluso, más tarde, por
Schelling. Ni el arte moderno, en particular el abstracto, ni una “estética regional
encerrada en el mundo”, le interesan verdaderamente como teólogo; aunque esté listo a
reconocer que, “bajo esta forma estrecha (la ciencia de la estética) despejará más
netamente ciertos modos fundamentales de la belleza que permitirán asir mejor los de la
revelación divina” y que “a partir de esta, una luz directriz podrá esclarecer las figuras
más significativas del arte, las que reenvían al todo”.
El diagnóstico histórico que sustenta esta crítica de la desarticulación moderna
de los trascendentales está atenuado. Desde el primer volumen, Balthasar insiste sobre el
hecho de que la relación entre la teología bíblica y la metafísica extrabíblica permanece
muy flotante (schwebend) a lo largo de la historia del cristianismo. En la medida en que
la estética teológica, tal como él la entiende, está ligada a las grandes síntesis filosófico-
teológicas que acaban de ser mencionadas, desaparece desde el momento en que estas
llegan a su fin, “habiendo sonado la hora de la autonomía creciente de las ciencias y de la
16

filosofía”. Este movimiento se esboza ya en el Renacimiento y recibe impulsos poderosos


de Lutero, ligado en él con una cierta distancia en relación a la tercera clase de escritos
del Antiguo Testamento, en particular los libros de la Sabiduría y su “tendencia estética”.
Ya he evocado, al comienzo de esta obertura, esta desaparición de un texto o de una
Naturaleza “preestablecida” y el desplazamiento, en Kant, de la experiencia de la
inspiración a la idea de genio. Balthasar cita este célebre pasaje de la Crítica del juicio en
el momento en que prolonga lo que llama el carácter flotante del bello kantiano hasta el
actual “puro juego, no solamente desinteresado y gratuito (el arte por el arte) sino
finalmente privado de sentido, de la existencia finita en la nada”. Percibe aquí la tarea
histórica de una nueva estética trascendental; concepto que el teólogo toma prestado
evidentemente de Kant, reemplazando sin embargo el sentido clásico de la convertibilidad
de los trascendentales.
La historia del cristianismo y la situación moderna de lo bello sitúan al teólogo
delante de una alternativa: “SI la Alianza entre la estética metafísica y teológica, sólida
durante dos mil años, está hoy denunciada, ¿no estaremos en la hora decisiva en que hay
que abandonar esta tradición y establecerla sobre la roca primitiva y desnuda de la Biblia?
¿O bien el cristiano debe comprometerse en una vía más difícil aún y percibir, a partir de
la gloria en su desnudez, lo bello escondido y oscurecido, discernirlo y administrarlo en
lugar (stellvertretend) del mundo?” Es esta última tarea la que se da Balthasar:
“Esperamos mostrar”, escribe en 1965, “que el cristiano, gracias a su experiencia insigne
de la gloria -que ciertamente hay que repensar y volver a expresar para nuestro tiempo a
partir del centro de la revelación- tiene el deber aún hoy de vivir ejemplarmente la
experiencia imposible de ser perdida del ser, para volverse guardián responsable de la
gloria entera; así ya el judía, cantando a su Dios los salmos de la creación, era el guardián
responsable de la gloria de la Alianza y de la creación”. Según una argumentación bien
útil, el teólogo querría a la vez más clásica que un clasicismo esclerosado, más moderna
que los modernistas inconsistentes que abundan en la Iglesia y la teología, y más
ecuménica que tantos puentes prematuramente echados. Pero exige un encuentro entre la
teología bíblica, comprendida en ella la de los libros de la sabiduría, y una estética
trascendental que considere lo bello como una de las determinaciones del ser como tal.
El principio fundamental de este encuentro es la analogía entre la belleza de Dios
y la del mundo, entre su acción formadora y las energías formadoras de la naturaleza y
del hombre; analogía que Balthasar no cesa de poner en valor permaneciendo muy
sensible a los interrogantes de la teología protestante. Por eso no aplica simplemente una
reflexión general sobre lo bello en la tradición cristiana, sino parece responder a nuestro
cuestionamiento, propiamente teológico, concerniente a la relación entre la identidad
cristiana y lo bello, la belleza de las “existencias elegidas” y las bellas artes. Pero lo hace,
me parece, en un marco de pensamiento que no deja realmente advenir ni su remarcable
intuición fenomenológica, que consiste en tomar por punto de partida “el arte divino o la
santidad moldeada por Dios” en la Historia, ni el aspecto hermenéutico de esta figura, tan
magistralmente iniciada en sus reflexiones sobre las mediaciones, en particular la
mediación escrituraria.
El vocabulario es en sí mismo significativo. Balthasar utiliza de entrada la noción
estética de estilo en plural (Fächer der Stile); pero no la aplica más que a las teologías
cristianas, en tanto que reserva para Cristo el concepto de figura, que mantiene en
17

singular, deja al pasar al plural en el momento mismo en que aborda las mediaciones de
esta figura única, a saber, la Escritura, la Eucaristía y la Iglesia: “Su figura (la del Hijo de
Dios) está ahí para marcar su impronta sobre otras figuras; todo reside en este proceso, y
es por eso que no sólo es difícil, sino imposible, considerar el sello en sí mismo, antes del
acto por el cual se imprime. Es a partir de esto que hace que veamos lo que es. El acto
por el cual ella se atestigua forma parte de esta futura”. La Escritura -por el momento no
retiene más que esta mediación- se sitúa entonces entre los estilos teológicos y la figura
crística. Reconstruyamos este encadenamiento y las dos decisiones que lo determinan, sin
perder de vista la perspectiva de Schleiermacher.

Percepción de la figura crística y experiencia de “deslumbramiento”

En efecto, Balthasar compromete su abordaje estético no a partir de una


hermenéutica bíblica, es de decir de una hermenéutica general de las “expresiones del
espíritu”, sino partiendo de “la figura de la revelación divina en la historia de la salvación,
con Cristo como principio y fin”. He ahí su decisión inicial, expuesta desde la
introducción, en oposición al luteranismo: “No es eso que, desde Lutero, hemos dado en
llamar la Palabra de Dios -la Sagrada Escritura-, que es el lenguaje de la encarnación de
Dios y su expresión original: es Jesucristo, el Solo y Único (…), que es el Verbo, la
Imagen, la Expresión y la Exégesis de Dios (…) Él es lo que expresa, a saber, Dios; pero
no es él aquel a quien expresa, inclusive, el Padre. Paradoja incomparable, fuente primera
de la estética cristiana y por lo tanto de toda estética”.
Para verlo, los discípulos necesitaban no sólo tomar distancia y retroceder, lo
cual se vuelve posible por la muerte y la resurrección de su maestro y por el nacimiento
dele recuerdo retrospectivo de la figura que habían visto, sino que les hacía falta aún
“recibir el Espíritu Santo que debía darles por primera vez la mirada contemplativa de la
fe”. Respecto aesto que vieron y ven, sus pronunciamientos (kerigmas) y la Escritura no
son entonces más que segundos; pero lo son, según Balthasar, en tanto que “testimonio
que el Espíritu da de la Palabra”. Como tal y “en una ligazón indisoluble, un matrimonio,
con los testimonios oculares, admitidos e invitados originalmente a ver, este testimonio
posee una forma interior que es absolutamente canónica en tanto que forma, por lo tanto,
detrás de la cual no se puede volver más que con el riesgo de perder a la vez la imagen y
el Espíritu. Lo que es inspirado, es el resultado final del texto, que jamás puede
reconstituirse adecuadamente, y no por los pedazos que el análisis filológico cree poder
arrancar del conjunto acabado para deslizarse de alguna manera detrás de la figura y
develar su misterio a partir de su formación”. Esta primera decisión, polémica a la manera
de Karl Barth como ha podido ser constatado, nos sitúa en las antípodas del camino
hermenéutico de Schleiermacher, fundada precisamente sobre la crítica histórica y su
recuperación hermenéutico-teológica; volveré sobre esto.
En el punto en el que estamos de nuestra reconstrucción, alcanza con retener que
la figura de Cristo es de entrada mediadora por la totalidad de las Escrituras inspiradas,
las que deben ser atravesadas de lado a lado por la mirada de la fe en dirección de su
centro figurativo antes mismo de poder estar sometidas a interpretación. Lo que la fe
percibe -la figura central, a la vez forma (forma o species) y radiación (splendor) que la
18

vuelve preciosa y amable (speciosa)- no retrocede por tanto delante del comparatismo.
Balthasar integra entonces una cierta hermenéutica, sobre todo en el tercer capítulo del
primer tomo de la Estética, donde trata de “Cristo, centro de la figura de revelación”;
centro precisamente porque se destaca sobre el fondo de la historia de la salvación y de
todo el cosmos creado. Es el lugar donde las ciencias de las religiones y - ¡sorpresa! -
“todas las originalidades únicas de otras teofanías”, constitutivas de tal o cual religión,
reciben carta de ciudadanía. A la manera de un Schleiermacher, pero a la altura de la
figura misma, Balthasar los inscribe en una doble perspectiva analítica o tipológica
(gramatical, habría dicho el teólogo de Berlín) y teológica, u orientada hacia la unicidad
(adivinatoria en el sistema de la hermenéutica), según una diferencia completamente
decisiva. He aquí cómo lo explica: “Lo que aclara sobre uno de los planos (comparación
de la religión bíblica con las de las civilizaciones aledañas, etc.) y que (por una razón
teológica, a saber que la Palabra de Dios exige la unicidad en el condicionamiento y la
generalidad históricos), es lícito e incluso requerido un punto de vista metódico, se vuelve
sobre el otro plano un peligro, y corre el riesgo de escondernos el carácter propio de la
religión revelada y la unicidad que la distingue de todas las otras. Pero las cosas son tales
que finalmente la verdadera unicidad no es visible más que por los ojos de la fe (…)”2.
Si la originalidad de la expresión del espíritu que representa el cristianismo
vuelve a poner para Schleiermacher nuestro poder de “clarividencia” (Einfühlung),
inclusive, de una recreación congenial – lo que lo conduce hacia una concepción
hermenéutica o genealógica de la teología-, para Balthasar la unicidad de Cristo no es
accesible más que a una percepción (Wahrnehmung), la de la fe, que se somete a una
evidencia, lo que la orienta hacia una comprensión fenomenológico de la teollgía. Esta
percepción estética de una evidencia, por la fe, es la razón simultáneamente
epistemológica y teológica de la primacía que da a la figura en comparación al texto
bíblico y a su interpretación: “Es una evidencia, decide de entrada, que emana e irradia
del fenómeno mismo, y no la que tiene por base la satisfacción de las necesidades del
sujeto (…) Toda forma de kantismo en la teología, por muy existencial que sea, no puede
más que deformar el fenómeno y añorarlo. Incluso el axioma escolástico: quidquid
recipitur, secundum modum recipientis recipitur (lo que traducido en términos modernos
significaría: requiere una precompresión categorial o existencial), no puede atentar contra
lo que acabamos de decir”.
La fe es entonces ante todo un acto simple que Balthasar identifica con la
percepción de la “perla” irremplazable, por amor de la cual todo el resto puede ser
vendido o considerado como “basura” (Mt 13, 46; Flp 3, 8). Es al mismo tiempo un acto
complejo. Debe en efecto volverse de entrada sensible al hecho “estético” que la figura
crística se mide por ella misma, midiendo un aspecto de ella misma por otro para probar
su acuerdo mutuo e interno; “acuerdo” que es en última instancia la correspondencia
absoluta entre la misión de Cristo y su existencia reportadas a su obediencia al Padre;

2
Balthasar va a romper toda continuidad (en la discontinuidad) entre la participación metódica de buscar
en la fenomenología de las religiones y el acto de fe: “Porque una figura tal (única) debería constantemente
distinguirse y ponerse aparte en la red de relaciones de lo histórico, como el punto de referencia propiamente
dicho, y exigiría constantemente, para ser percibida como lo que es, que quien la contemple vaya hasta la
fe. Al menos a una fe dada de entrada a título de intento, pero que será sin embargo otra cosa diferencia
que una simple participación metódica (Enel marco de la epoché metódica), en vista de una comprensión
fenomenológica”.
19

volveré sobre el argumento de autenticidad o de santidad que se esboza aquí. El sentido


de la calidad que percibe el carácter incomparable de Cristo se desarrolla enseguida en
cuatro direcciones: una perspectiva contemplativa que enfrenta las proporciones,
conexiones, equilibrios propios a la figura Crística; una verificación existencial que
experimenta la fuerza de la figura (dynamis o energeia); la auto-distinción de la figura
crística respecto atodas las otras figuras de la religión humana, lugar donde interviene el
“comparatismo”; y, finalmente, la percepción al seno mismo de la figura, de la posibilidad
de ser añorado por la ceguera inocente o el enceguecimiento culpable.
Llegamos así a la segunda encrucijada, anunciada al inicio: el lugar donde la
percepción de la figura crística en su evidencia, previa a toda hermenéutica bíblica,
implica la rehabilitación de una estética teológica que va a considerar lo bello como
transcendental del ser. Balthasar lo anuncia en el momento preciso en que analiza la
experiencia de fe bajo su forma joánica; vuelve sobre esto a partir de que explora la
profundidad de la figura objetiva de la revelación en su relación con las religiones y con
el somos. Sin ser su referencia exclusiva, la teología de Juan funda su estética, al
comienzo porque da a percibir la aparición de la gloria divina “den la carne” -figura finita,
única, absolutamente privilegiada-, pero también porque ella hace necesaria la
intervención del término filosófico ser, y esto por una doble razón: sólo ese término da
su verdadero alcance al fenómeno estético intramundano -encontramos aquí el
diagnóstico histórico de Balthasar; pero al mismo tiempo, “la afirmación joánica sobre
Cristo y sobre Dios se cumple teológicamente justo en el lugar donde se produce la
afirmación filosófica y mítica en la experiencia humana del mundo y de Dios”. Se
comprende entonces que la referencia a la figura tomada por Dios mismo en la
Encarnación introduzca un discernimiento “comparatista” en el conjunto de las religiones
y sistemas filosóficos que, según Balthasar, se dividen en dos categorías: los mitos, que
permanecen l nivel de una estética intramundana, la cual no hace más que transfigurar la
ley del mundo; o los místicos sin imagen y sin estética, que niegan finalmente el mundo
y la necesidad humana de las imágenes. Solo el cristianismo honraría a la vez a los dos,
uniéndolos en la aparición del Dios trinitario que es su juicio (puesto a la luz por la Biblia)
y su cumplimiento (puesto en obra por buen número de teólogos).
La experiencia de fe no pude entonces permanecer al nivel de una simple
sumisión a la evidencia que emana de la figura; debe aún dejarse deslumbrar y llevar por
esta irradiación hacia la gloria, la belleza invisible de la creación y del ser. La teología
joánica la inscribe en la fe y el amor mismos que, lejos de ser permanecer como actos
particulares del sujeto creyente, retienen firmemente toda su existencia. Balthasar no deja
de poner de relieve este componente experimental de “deslumbramiento” y de “loco
entusiasmo” en la fe que, ya en la filosofía no cristiana (El Banquete) es la razón última
de su acercamiento estético al misterio cristiano. Es aquí donde piensa unir las esperas de
una modernidad más moderna que “los modernismos inconsistentes que abundan en la
Iglesia y la teología”.
20

De la figura crística a las Escrituras y de las Escrituras a los estilos teológicos

Podríamos permanecer ahí, en esta breve reconstrucción del recorrido estético


de Balthasar, ya que venimos de tocar a la razón propiamente teológica de su
acercamiento a la identidad cristiana no estilística, en el sentido contemplativo, sino
“figurativa”. Nos queda sin embargo ir al extremo del encadenamiento que va de la figura
de la revelación a las Escrituras y de las Escrituras a los estilos teológicos. Por eso que es
de entrada la Escritura, ya hemos notado su posición específica respecto ala figura única
que es Cristo en el seno mismo de la Iglesia: no es la fe de la Iglesia la que la engendra,
sino la Iglesia que la ha recibido del Espíritu de Cristo, que se sirve de su propia fuerza
creadora de imagen para formarla en ella (como formó en María la figura de Cristo).
Balthasar reconoce entonces una figura en la Escritura. Pero esta no se dirige enfrente de
la figura crística “como una figura independiente y cerrada, que reproduce la primea”;
jamás puede reivindicar una figura comprensible en ella misma y evidente; su única
función teológica es la de indicar y atestiguar la expresión de revelación de Dios en Cristo,
por el Espíritu.
La unidad y la necesidad internas de las diferentes partes del canon de las
Escrituras no son de orden filológico. Encontramos aquí, una vez más, la polémica de
Balthasar contra el método histórico-critico que atraviesa toda su Estética, incluso si
reconoce también que “el desafío introducido en el texto por el método crítico ha aportado
una ganancia teológica inestimable, de manera que la complejidad acrecentada de la
perspectiva tiene por así decirlo abierta en el abrigo de la vestimenta escrituraria
dimensiones nuevas en el asimiento teológico del objeto”. La forma del Canon y sus
proporciones internas se sitúan sin embargo sobre un plan completamente diferente al
filológico: precisamente sobre el de su figura cristológica, por un lado, y el de su
capacidad de insertarse en la historia de la Iglesia y de la humanidad, por le otro, para
hacer allí figuras cristiformes vivas. No por esto el teólogo suizo llega a darle una
estructura sacramental, como lo había hecho Orígenes, pero mantiene el encadenamiento
más estrecho entre Escritura y sacramento. Su lectura de las Escrituras puede entonces
ser calificado de “espiritual”; en el sentido que se daba a ese término en la tradición
patrística y medieval, sentido que distingue cuidadosamente de una simbolización
teológica (de un cierto apofatismo o areopagitismo) cuyo “estilo es susceptible de poner
en peligro factores esenciales”. En contrapartida, las características literarias del texto no
tienen ningún alcance teológico especial; afirmación que alea definitivamente al teólogo
católico de las mejores intuiciones de la hermenéutica contemporánea3.
La noción de estilo, finalmente, aparece por primera vez cuando Balthasar habla
de la relación de la teología y de los teólogos con las Escrituras; se convierte en seguida

3
Notemos sin embargo la formulación más atenuada del comienzo de la estética que se encontrará en
substancia al comienzo del segundo tomo: “La crítica tiene razón de preocuparse de los géneros literarios
en la Escritura y de reportarse a sus leyes generales para la interpretación. Pero este trabajo no agota la
cuestión del género poético particular de la Escritura sagrada: esta cuestión se plantea justamente allí donde
llegan a su fin las consideraciones generales y donde, para interpretar esta inspiración de especie particular
(aunque enraizada en las formas generales), es necesario que el intérprete tenga él mismo una inspiración
que le sea donada (…) encontramos muy frecuentemente este segundo tiempo en los Padres, mientras
sufrían de la ausencia del primero; entre los buscadores de hoy, el primero puede existir con o sin el
segundo).
21

en el objeto principal del segundo volumen de la Estética, que presenta doce figuras de
teólogos creadores. Si hubiera podido parecer, a propósito de la Escritura, que el teólogo
subraya su transparencia literaria respecto de la única figura central de Cristo y su
impresión en los creyentes, la introducción del segundo tomo insiste sobre todo en las
mediaciones, más precisamente en una doble mediación a la obra en el seno mismo de
toda teología: “el fenómeno general de la libertad de la expresión humana en la palabra
espiritual”, que Balthasar trata en la línea de lo que Schiller dice sobre la obra de arte
como aparición de una libertad superior que se vuelve visible y necesaria; “el carácter
humano de la revelación histórica de la salvación”; que aborda analógicamente como “un
desafío superior con las formas de expresión presentes: la prosa y la poesía (que alternan
en los profetas), el relato histórico, la legislación, el himno y la oración, la sentencia y la
sabiduría, etc.”. “No encuentra realmente el fenómeno de la revelación”, agrega” “sino el
que discierne allí, como Anselmo, la libertad suprema de la manifestación en la necesidad
suprema de la forma de manifestación”.
La teología es entonces “expresión de expresión”, porque su contenido es ya
expresión de Dios. Balthasar presenta de entrada su objeto formal y el desplazamiento
trinitario que ha sufrido en la historia de las teologías, sin hacer referencia a los “recursos
profanos de estilo” de los que se sirven. Pero en la medida en que se vuelve sensible a la
doble mediación del carácter humano de la revelación y de la libre creación humana, abre
un pasaje entre el objeto formal de la teología y la forma de expresión de una teología
particular, su estilo propiamente dicho. Según esta perspectiva “ella es, por un lado,
reproducción obediente de la expresión de la revelación que se imprime en el creyente;
por el otro lado, en el Espíritu Santo -que es el Espíritu de Cristo, de la Iglesia y del
creyente- ella es poder creador, libre y filial, de co-expresar el misterio que se expresa”.
Balthasar vuelve aquí a la teoría paulina de los carismas que Schleiermacher
había evocado para dar cuenta de diferencias estilísticas entre los escritos
neotestamentarios y su unidad y que el teólogo suizo utiliza para poner en valor la forma
interna de una gran teología, inclusive, “el costado estético de una vocación personal”,
tal que esta es depositada inmediatamente por Dios a través de la Iglesia en el espíritu y
el corazón del individuo”. Esta aproximación final es completamente significativo:
muestra en efecto la diferencia de tratamiento entre la Escritura, a resguardo del régimen
de la figura, y la teología a la que Balthasar reconoce su poder creador; puede ser también
el síntoma de una dificultad fundamental de pensar hasta el final el lazo entre las dos
clases de mediaciones (sin embargo expuestas de manera analógica) que son las leyes de
la libre creación humana y la expresión histórica de la revelación en las Escrituras.

Tres puntos de debate

Pero antes de comprometer una crítica cualquiera, conviene registrar el beneficio


de esta breve excursión en la Estética de Balthasar para nuestro propio cuestionamiento.
La principal ganancia del recorrido baltasariano es sin duda la de haber situado la
identidad figurativa o estilística del cristianismo -permanezcamos por el momento en la
indecisión respecto de estos dos términos- en el conjunto del proceso que va de la figura
crística por las Escrituras y la Iglesia hasta su impresión en los creyentes, y su expresión
22

en los estilos teológicos diversificados. Lo que permanece formal en el argumento de


Schleiermacher concerniente a la unidad entre el contenido y la forma de los escritos
neotestamentarios como criterio de autenticidad y de inspiración es aquí reconducido
hasta la percepción de la concordancia absoluta (Übereinstimmung) entre la misión de
Cristo y el todo de su existencia, reportados -por su obediencia al Padre. Es lo que
efectivamente se puede llamar “el arte divino o la santidad modelada por Dios” en nuestra
historia, que yo tomaría, por lo siguiente, como punto de partida de mi propia reflexión
estilística.
Habiendo dicho esto, la manera de articular las diferentes instancias del proceso
de revelación puede suscitar observaciones que nos conducirán más lejos. Destaco tres:
la oposición constante de Balthasar, ciertamente atenuada pero de principio, respecto al
método filológico o arqueológico, tanto como el diagnóstico histórico que sustenta su
toma de distancia, no son admisibles; no sólo porque delinea la diferenciación cultural de
los Tiempos modernos por su manera de sustituir de entrada la circumincesión de los
trascendentales a la estética trascendental de Kant, sino sobre todo porque se priva del
aporte precioso de la hermenéutica de los textos en la aproximación a las Escrituras. Lejos
de ser casi transparente en relación a la figura crística, el teto bíblico posee una densidad
lingüística e histórica que la pluraliza inevitablemente. Como tal, es tributario de una
creatividad plural, análoga a la que Balthasar concede sin la menor duda a los estilos de
las teologías.
El compromiso principal de esta inflexión hermenéutica es el lugar otorgado a
las figuras apostólicas, a los autores y a los textos del Nuevo testamento, en comparación
a la única figura de Cristo. Si, históricamente hablando, estos receptores deben ser
acreditados como de una verdadera creatividad espiritual, a la misma altura que la de
Jesús (lo que evidentemente habrá que precisar bien), esta no puede más que refluir sobre
la percepción de su propia figura. Se vuelve entones imposible aislarla o destacarla de la
relación que mantiene con aquellos y aquellas que la han recibido; es su reencuentro lo
que es el único lugar de revelación. O, por decirlo de otra manera: su manera propia de
hacer y de dejar advenir a otros diferentes de sí -y como él- forma intrínsecamente parte
de su propia figura de santidad mesiánica. Balthasar corre el riesgo de esquivar esta
paradoja del engendramiento de la fe de otro en el seno de una relación simétrica. Esta se
le vuelve en efecto cuando Jesús, en el instante mismo en que suscita la fe, se deja ya
sorprender por ella que, nacida de la libertad del otro, viene entonces a su encuentro (cf.
Mc 5, 34). Ahora bien, distinguir de entrada entre la percepción de una evidencia y su
interpretación, situar la primera del lado de la recepción pasiva de la figura central de la
revelación por los testigos oculares mientras que se excluye a la segunda del perímetro
de la revelación, es no honrar hasta el fin el carácter constitutivo de una relación que se
vuelve o se re-vuelve (en la travesía de la incomprensión, el abandono y la traición)
simétrica; quizás es también permanecer en la queja de que la creatividad hermenéutica
“toca” y deforma el carácter supuestamente sagrado de la figura (Mc 5, 25-34)- es, en
todo caso, como “creadores”, fundadores de comunidades y escritores que los discípulos
son y permanecen receptores. Su creatividad interpretativa se refleja incluso en los textos
del Nuevo Testamento hasta en su forma o su estilo, que se muestran así teológicamente
significativos del estilo mismo de su relación entre ellos y con el Cristo.
23

Podría objetarse que la aproximación, inclusive la identificación, entre la


percepción y la creatividad interpretativa (clarividencia o recreación congenial) abolió los
límites entre la figura única de Cristo, por un lado, y los apóstoles, los autores y los textos
del Nuevo Testamento, por el otro, que tienen posición canónica, así como los teólogos
que pertenecen a la historia del cristianismo; a continuación de esta obertura y en las
tercera y cuarta partes de esta obra volveré sobre la cuestión cristológica y pneumatología
que se plantea aquí. Contentémonos, por el momento, con sugerir que la normatividad del
canon de las Escrituras no está instituida por un centro único -la figura de Cristo, situado
sobre otro plano más que el texto-, sino por la relación entre él y los suyos; relación que
se manifiesta desde entonces en el estilo y los estilos de las Escrituras. En tanto que ella
es llamada a reconstituirse, más allá de la muerte del Mesías y hasta el fin, esta relación
es sostenida por las Escrituras y las formas estilísticas que ella les da. La interpretación
teológica misma participa de esta reconstitución continua en las formas y acompaña a la
Iglesia en su esfuerzo de encontrar, en las situaciones inéditas a las que se ve enfrentada,
la inteligencia interior de lo que es canónicamente para ella.
Si la articulación hermenéutica de las diferentes instancias del proceso de
revelación parece entonces imponerse por razones teológicas, la entrada baltasariana en
la inteligencia de la fe por la fenomenología, que se enraiza en el interés por las figuras
de los santos, no debe por lo tanto ser esquivada. Es un segundo punto a discutir. La
interpretación de los textos y de las situaciones puede en efecto degenerar en marcha
indefinida, ya que la historicidad de los interpretes les ofrece sin cesar nuevas
perspectivas de comparación. Ahora bien, no se puede excluir de entrada ni aplazar sin
cesar la experiencia donde lo incomparable se presente, lo que llama entonces a nuestra
capacidad de clarividencia o de percepción. Balthasar percibe allí el advenimiento de una
evidencia, ligada a la indisolubilidad o a la totalidad de la figura percibida. Pero es
necesario agregar, me parece, que la evidencia de una expresión del espíritu -en particular
la de la santidad- se manifiesta como tal en la postura de una con-vicción: ella no con-
vence más que a condición de lo que es percibido como evidente, en una relación de
alteridad inalienable, esté ya en marcha en aquel que la percibe y que lo percibe en una
victoria sobre lo que corre sin cesar el riesgo desviarlo de su propia unicidad
incomparable. Es entonces la convicción misma lo que lleva la evidencia que relanza el
proceso de interpretación, permaneciendo él mismo siempre imantado por ella.
Nos acercamos aquí a la concepción fenomenológica del estilo de un Merleau-
Ponty, calificado más arriba de mesiánico, pero con una diferencia importante que nos
provee de un tercer punto de discusión. Para el fenomenólogo, nuestras existencias
encarnadas y nuestras obras de arte se encadenan y se articulan desde una cierta
continuidad que es la de la expresión, la noción de estilo, que designa a cada uno de estos
dos niveles “una manera de habitar el mundo”: esta continuidad estética es sin duda lo
que vuelve al pensamiento del teólogo Balthasar comparable al de la fenomenología. Pero
para Merleau-Ponty el estilo no existe más que en plural; los estilos se pluralizan, en la
medida justamente en que nadie puede referirlos a una Naturaleza o a un texto
preestablecido. Nuestras maneras de habitar el mundo se desdoblan aquí en pluralidad de
concepciones del mundo, que intentan, cada una a su modo, de interpretar nuestra
presencia en el mundo y en la historia, comprendidas allí nuestras experiencias de
entusiasmo, tan radicalmente ambivalentes (hasta la locura colectiva) y sin embargo tan
fundamentales en el encuentro de tal obra de arte o de tal existencia exitosa. Balthasar no
24

reintroduce ciertamente una Naturaleza o un texto matricial, pero bordea el conflicto de


interpretación de las visiones del mundo haciendo alusión a la doctrina de los
trascendentales del ser, a partir de una distinción entre lo plural de los estilos y la figura
única de la gloria en el seno de la creación, habiendo esta sido entregada, en estos tiempos
que son los nuestros a la responsabilidad última de los cristianos.
Si yo no puedo seguirlo sobre el terreno bíblico-metafísico, oigo sin embargo lo
que dice de la importancia de los escritos sapienciales, que le dan, de alguna manera en
el interior mismo de las Escrituras, su cuestión estética como cuestión abierta a la
totalidad de lo real. Encontraremos estos sapienciales a lo largo de esta obra, de acuerdo
a la manera en que han sido retomados modernamente y sobre todo en su función
cristológica. Ellos plantean en efecto el problema del reenvío a la trascendencia, o más
bien del reflejo de la trascendencia en la inmanencia, en la ocurrencia le reflejo de la
santidad de Dios en la santidad humana; reflejo vuelvo imposible y perceptible por la
Sabiduría que, porque es simultáneamente única y plural o relaciona, resulta capaz de
renovar la historia y el universo desde el interior mismo del drama que enfrentan.
Poniendo en valor el ineludible paso por la tercera clase de escritores para religar los dos
Testamentos entre ellos y con lo que los desborda, Balthasar indica entonces al menos el
terreno bíblico en el que buscar la razón última teológica para abordar la identidad
cristiana en términos estilísticos, incluso si no se puede pedir prestado su recorrido
metafísico y si no se ve obligado a trazar otro camino.

El principio teológico de una aproximación estilística

El camino que acabo de abrir me ha permitido circunscribir progresivamente el


cuestionamiento propio de esta obra avanzando hasta el punto donde la percepción
cristiana del misterio de la santidad deberá engendrar su interpretación estilística. Antes
de dedicarme resueltamente, recapitulemos las etapas recorridas hasta ahora situándolas
bajo la luz del principio teológico que comienza a imponerse.

Una postura de aprendizaje

A cierta distancia de Balthasar, me parece decisivo no dejar la postura de


aprendizaje, postura de la Sabiduría, en el momento en que somos confrontados a las
evoluciones históricas de la modernidad y de la postmodernidad brevemente evocadas
respecto al destino de la estética. ¿Qué revelan ellas de la identidad misma del
cristianismo? La pregunta supone que esta no es adquirida de una vez para siempre, que
no cambia solo de forma cultural, sino que es alcanzada, en su fondo mismo, por cambios
históricos. La tradición hermenéutica ha tomado nota de esta problemática, dando a la
teología la difícil cuestión de la identidad cristiana, administrada muy frecuentemente de
manera defensiva en referencia a la idea de la “doctrina de la fe” (Schleiermacher), de “l
esencia del cristianismo” (Harnack) o del “dogma católico” (Vaticano I) ahora bien, la
autodefensa desparece con el miedo delante de la pluralidad diacrónica y sincrónica de
las tradiciones cristianas, y cuando el proceso de aprendizaje conduce a la Iglesia ya al
25

Teología a poner la forma misma del cristianismo y su concordancia interna -la unidad
de la forma y del fondo- en el centro de su preocupaciones. Es entonces y a este preciso
punto que la cuestión del estilo puede surgir en el corazón mismo de la identidad cristiana,
permitiendo a esta asumir del interior de ella misma y en total libertad las condiciones
históricas -cada vez más móviles y plurales- que le son hechas e impuestas del exterior.
Es normal que este aprendizaje sea probado por los creyentes como una amenaza de
muerte. Pero pueden también reconocer que este largo proceso ya les ha abierto y les abre
siempre dimensiones todavía desconocidas de su propia identidad, inclusive, las lleva al
punto donde perciben que este aprendizaje mismo forma parte del misterio.
Es entonces en este lugar y del interior mismo del cristianismo que debemos
releer como teólogos de qué manera la noción de estilo ha podido progresivamente entrar
en la fe, bajo su forma típicamente moderna y postmoderna. No se trata de anticipar el
diagnóstico teológico de nuestra época, reservado a la cuarta etapa de esta obertura, sino
de volver a unirnos al círculo más interior, donde la identidad cristiana y su historicidad
contemporánea se definen mutuamente en términos de estilo; esto quiere decir: no
solamente en función de una juntura contingente sino, si es posible, según una necesidad
interna.

Las etapas del proceso de aprendizaje

1. El proceso de aprendizaje comienza cuando el cristianismo descubre que


es una tradición particular entre otras y cuando percibe más claramente que este plural
externo se refleja de alguna manera en su propio seno; le falta entonces aprender a
conjugar varias perspectivas internas (confesionales) y externas (religiosas y no
religiosas). La hermenéutica moderna, tal como la hemos presentado, intenta pensar esta
nueva situación haciendo intervenir por primera vez la noción de estilo para designar la
personalidad propia del cristianismo, haciéndolo sobre todo a partir de sus obras (plural)
– las Escrituras- y de sus autores.
2. Es aquí donde el aprendizaje se complejiza, en particular a causa de la
distinción entre nuestras existencias encarnadas pertenecientes al mundo de la vida
(Lebenswelt) y las obras del espíritu; el contacto de culturas de expertos, que nacen sobre
el terreno de las obras, con la cultura creyente y eclesial de todos los días que deviene por
otra parte cada vez más problemática. La fenomenología, recordamos, intenta mantener
la unidad de estas esferas, en desmedro de las discontinuidades de las que ha sido y
siempre será cuestión; ella interviene precisamente en le lugar donde, ya en la tradición
hermenéutica era cuestión de personalidad, de incomparable, de estructuras singularizan
tés; resumiendo, de lo que no es accesible más que a la percepción o a la clarividencia
estilística.
3. Esta gestión de la diferenciación de las esferas impone al cristianismo un
nuevo aprendizaje. Si finalmente ha sido entregado, por lo que respecta a la percepción
de su propia personalidad, a la singularidad de quien se implica, y si esta implicación se
presenta como una manera de habitar el mundo -directamente el sensible-, ¿cómo puede
especificar de manera justa la forma mesiánica de esta manera en unión con las
imaginarias de sus propios textos u obras, sin absolutizar ni rechazar a otras tradiciones
el derecho de habitar el mismo mundo? Aquí se ofrece el criterio de coherencia o de
26

concordancia entre forma y fondo como última característica del concepto de estilo, la
obra o la existencia encarnada, que explican ellas mismas las condiciones bajo las cuales
entienden ser recibidas y aprobadas. Es del seno mismo de la historia que surge así lo que
se mostrará como auténtico, en el sentido del criterio propuesto al instante, sin jamás
imponerse del exterior, a la imagen de la Sabiduría bíblica que nos acompaña en este
camino de aprendizaje.
Se comprende entonces cómo, en esta etapa, las nociones de estilo y de santidad
bíblica se definen mutuamente: n sin problema, desde ya, porque el camino recorrido
también nos ha enseñado que ninguna tradición, ciertamente no la tradición cristiana,
puede reivindicar la santidad por ella misma, a riesgo de abandonar peligrosamente la
pluralidad de las maneras de habitar un mismo mundo, intrínsecamente ligada al concepto
de estilo. Nos va a hacer falta entonces explorar la complejidad estilística de la concepción
bíblica de la santidad, ligada con lo que nos revela de ello la complejidad estilística de las
Escrituras. La santidad debe ciertamente estar referida al misterio de Dios, pero
haciéndonos descubrir el sentido de la palabra “Dios” partir de su manifestación histórica
en la manera misma del “Santo de Dios” (Jn 6, 68 ss.) de habitar el mundo, a saber, de
comunicar su propia santidad mesiánica a algunos a partir de su pasión por las maneras
de vivir infinitamente diversificadas de todos y cada uno en su inalienable unicidad. Es
esto lo que hay que intentar pensar simultáneamente.

EL CRISTIANISMO COMO ESTILO

En el momento de abordar el corazón del cuestionamiento de esta obra, me


arriesgo -siguiendo a los que han intentado definir “la esencia” del cristianismo, su
“doctrina” o su “dogma”-, a simplemente objetivar o representar la manera de ser de Jesús
de Nazareth, sin interrogarme sobre la forma de mi propósito. Tomar conciencia de este
escollo no es evitarlo, sino dejarse sorprender por lo que resiste a la objetivación y llama
precisamente a un acercamiento estilístico: la concordancia entre el fondo y la forma. Hay
entonces que percibir al mismo tiempo que le texto del Nuevo Testamento, trasplantado
sobre un Antiguo, no representa nada, me atrevo a decir, pero quiere volver posible un
acontecimiento en los lectores, y que este que permite el advenimiento y sus efectos no
ha escrito nada por sí mismo, estrictamente hablando.
¡Cómo no contradecir este dato elemental que debería in-formar todo
pensamiento cristiano, si no es situando la manera de hacer teología, al menos la que
emprendo aquí, en el cruce problemático (desafiando a la vez la hermenéutica y la
fenomenología) de la Escritura como obra y expresión cultural del espíritu humano con
la existencia del Nazareno mismo, hombre de relación sin ser escriba! Es este cruce que
una cultura de expertos exégetas y teólogos, sin embargo, tan importante, corre el riesgo
de ocultar. Ahora bien, una estilística del Nuevo Testamento no puede situarse solamente
al nivel del teto. En efecto, el estilo mismo de este texto se define por l posibilidad de
dejar advenir lo que pasa entre Jesús y aquellos que él se cruza, así como su manera propia
de habitar el mundo. Intentaré entonces pensar de entrada este estatuto paradojal de la
escritura en régimen neotestamentario, lo que me conducirá a interrogarme sobre el
porqué de este estatuto -razón que calificaría de mesiánica y escatológica-, antes de
27

volver, luego de este largo periplo, de nuevo al texto bíblico, esta vez no solamente en
tanto que escrito sino honrando su densidad literaria. Espero así mostrar progresivamente
al lector lo que resiste a toda aproximación diferente que la estilística, y que precisamente
es percibida por la fe cristiana como misterio del mundo: la “santidad”.

El estatuto paradojal de la Escritura neotestamentaria

Comencemos entonces por registrar la relación específica que Jesús y Pablo


mantienen con lo escrito. El apóstol reflexiona sobre esto explícitamente en la segunda
carta a los Corintios (2 Co 2, 17-3, 18); en cuanto a Jesús, no ha escrito nada, acabo de
mencionarlo. Ciertamente, uno y otro son lectores de las Escrituras de su pueblo; en
cuanto a Pablo, sus cartas lo atestiguan; en cuanto a Jesús, podemos deducirlo del dato
sinóptico, por ejemplo, del episodio de la lectura del profeta Isaías en la sinagoga de
Nazareth (Lc 4, 16-30). Pero jamás el Nazareno deja de conceder una autoridad cualquiera
a un “está escrito”: no es porque está escrito que es verdadero. Incluso el diablo puede
citar las Escrituras; Lucas se cuida de mostrárnoslo a través de las tentaciones de Jesús
(Lc 4, 1-13), que preceden inmediatamente su llegada a Nazareth. La autoridad es la de
la voluntad de Dios, que el Maestro entiendo y discierne -en las Escrituras y, lo veremos,
siempre relacionado con lo que pasa en sus encuentros- a partir de su relación con Aquel
que hoy lo engendra en el Espíritu (Lc 3, 21-22; ver también Lc 2, 46-52). Mientras Jesús
cumple así su existencia sin haber dejado nada escrito a sus discípulos, el apóstol Pablo
y otros se ponen a escribir inscribiendo esta parada decisiva en el estilo mismo de su
escritura.
Sin poder visitar, sobre la base de esta observación, los diferentes corpus del
Nuevo Testamento, desarrollemos al menos a título de hipótesis una estructura
fundamental: -Jesús, sus discípulos y Pablo comparten evidentemente las Escrituras -la
Ley, los profetas y los otros escritos- con parte de sus contemporáneos (poco importa aquí
bajo qué forma precisa): es el mundo común que los habitan, llevado por el Santo de
Israel (Is 6, 3 y Sal 99, 3.5.9), y para el lector, Jesús mismo (según la sugerencia lucana),
el escenario que le permite trazar su itinerario, reparar su propio lugar a merced de las
situaciones y proponer a los que encuentra el lugar que les conviene, como en la sinagoga
de Nazareth, dándoles la posibilidad de identificarlo.
-La suspensión de la autoridad del escrito interviene precisamente en el momento
en que la presencia mutua de los interlocutores -la parusía (ver Flp 1, 25 ss.) – o el
acontecimiento que se produce de manera inesperada recibe la autoridad última. Tal
episodio del relato evangélico (Lc 5, 33-35) o el doble envío de la carta paulina a la
memoria de la fundación de tal comunidad y a la alegría de una futura presencia efectiva
(1 Tim) ilustran en la evidencia de su desplazamiento. El acontecimiento de presencia o
de develamiento (1 Cor 3, 16-18) no se sitúa entonces jamás al fin de la lectura de la Ley,
los profetas y otros relatos: es de otro orden y funciona como presupuesto o condición de
lectura, activa y creadora, que permite a los textos abrirse y producir sus efectos de
sentido.
-La invención de un nuevo tipo de escritura en la Iglesia naciente es
integralmente al servicio de esta parusía apostólica y del acontecimiento de conversión o
28

de develamiento que la presencia evangélica quiere volver posible en el seno mismo de


un mundo común que desde entonces se percibe “anciano”. Es el fondo el que determina
la forma de los escritos. Ya sea que se trate de una carta paulina, de los evangelios o
incluso del Apocalipsis, es en efecto -por hipótesis- imposible de concebir una escritura
nueva que no sea totalmente ordenada a esto que constituye la novedad misma del
cristianismo primitivo. Ahora bien, si ella no se reduce a la identidad cristológica del
Nazareno, sino que se concentra en el tipo de relación que él mantiene con los que cruzan
su camino, como ya lo notamos más arriba, se comprende por qué es necesario no sólo
un nuevo tipo de escritura, sino incluso una nueva manera de leer. Un nuevo tipo de
escritura: la letra (gramma) permanece en efecto como un medio ambiguo que puede
matar si acapara la autoridad (2 Cor 3, 6); el itinerario de Jesús lo prueba. Pero el escrito
parece al mismo tiempo necesario para que después de la muerte del nazareno, y quizás
gracias a su desaparición, eso que pasó entre él y sus contemporáneos pueda aun advenir.
Comprender cómo la escritura neotestamentaria logra este propósito pone de relieve una
aproximación literaria, reservada para más tarde. Igualmente, un nuevo tipo de lectura,
que nace con este modo de escritura: la lectura de las cartas apostólicas y de los evangelios
corresponde a su forma si la parusía de la que hablan estos textos se produce realmente
entre sus lectores y en el mundo; es lo que de entrada nos ensaña hoy la exégesis crítica
sobre su vertiente pragmática de análisis retórico y narrativa.
Esta estructura compleja, aún relativamente formal, no llama de suyo a una
aproximación estilística, aunque se escapa de los análisis incapaces de conjugar el interés
hermenéutico por las Escrituras con una percepción fenomenológica del modo de existir
del Nazareno, por lo tanto, de hacer ver lo que pasa en el cruce del texto bíblico con lo
que está fuera del texto, cómo ella resiste también a tentativas de formalización o de
objetivación en un discurso doctrinal. Decididamente, hay varias maneras de sucumbir a
la seducción de la letra o, por le contrario, de esquivar su “necesidad”. El aproximación
estilística se presenta desde el momento en que nos preguntamos por qué Jesús no escribió
nada y por qué razón y en qué espíritu la escritura neotestamentaria fue inventada
inmediatamente; dicho de otro modo, se vuelve pertinente, digamos necesario, cuando
nos interrogamos sobre la novedad de lo que aviene con el Nazareno, tan amenazado de
volverse anciano (o a ser percibido simplemente como tal), o incluso sobre lo que se pone
de relieve cada vez, de un advenimiento o de un acontecimiento único y último -
contentémonos por el momento con esta fórmula para identificar lo “nuevo”-, mientras la
escritura sugiere espontáneamente l idea de una repetición que corre el riesgo de quitarle
todo carácter inédito. Es exactamente esta paradoja, declinada aquí de varias maneras, la
que llama a una aproximación estilística.

Un estilo mesiánico y escatológico

Querría entonces llegar al punto en el que se unen la invención neotestamentaria


de una nueva manera de escribir y la aproximación estilística que le es concedido sólo a
ella. Este lazo es la “santidad” de Jesús de Nazareth. Esta santidad no permite solamente
comprender el pasaje de la ausencia de escritura a un nuevo tipo de escrito; funda o
engendra, también y, sobre todo, su propia interpretación estilística: el cristianismo como
estilo. Esto supone evidentemente que la especificidad de esta santidad, en su entorno
29

judío y en un contexto cultural más amplio, sea percibida; exigencia obvia porque forma
parte de toda estilística, lo hemos visto, y procede de esta santidad neotestamentaria
misma, tal como veremos. Después de haber dado una primera aproximación, desarrollaré
sucesivamente su perfil mesiánico y escatológico, así como el género de palabra oral que
le corresponde, volviendo por medio de esto a los escritos neotestamentarios.

Hospitalidad y santidad

¿Por qué el lector de las Escrituras judías, Jesús, no escribió nada él mismo, y
cómo comprender el pasaje de esta ausencia de huellas escritas a la novedad de la escritura
neotestamentaria? El hecho de no haber dejado nada, ¿es una casualidad sin significación
particular, o podemos detectar en los evangelios inicios que nos den sentido? Otros
personajes (Sócrates, Buda, tal rabino, etc.), nos dicen que la forma puramente oral de su
enseñanza y el nacimiento ulterior de escritos en los círculos de sus alumnos son, en cada
caso, la expresión de un cierto “juego” relacional entre el maestro y sus discípulos, que
tienen su fecundidad propia. Por lo que respecta al nazareno, el tipo de relación,
comprometido con aquellos con los que encuentra imprevistamente, y el efecto que se
desarrolla a partir de esto, son perfectamente remarcables en los relatos evangélicos.
Describiré esta manera de ser de entrada en términos de hospitalidad en lo cotidiano
(philoxenia4), accesible a una percepción elemental5, antes de hacer intervenir el

4
Ver Rom 12, 13; Hb 13, 2, en referencia a Gn 18, 1-16 y 1 Pe 4, 9; 1 Tim 3,2; Ti 1, 8. Para más precisiones,
ver el artículo “Philoxenia-philoxenos (Stählin) en THWNT, 5 (1952), P. 16-25, que subraya no sólo la
posición central de la hospitalidad en la acción de la proclamación de Jesús, así como en todo el Nuevo
Testamento, sino aun su carácter abierto e ilimitado.
5
Notemos de entrada la asimilación entre la hospitalidad y la Dama Sabiduría en Pr 9, 1-6 (“La Sabiduría
ha construido su casa…”) y en Sab 19, 13-22, bajo una forma negativa, la Sabiduría vengando la actitud
inhospitalaria de los egipcios y de los habitantes de Sodoma a los que Lot ofrece como dueño de casa sus
dos hijas (Gn 19, 1-29; lo contrario de la hospitalidad de Abraham en la encina de Mambré) Encontramos
en estos pasajes lo que Benveniste dice de las instituciones indoeuropeas. El análisis del vocabulario de la
hospitalidad juega un rol central en el primer tomo de Economía, parentesco, sociedad, de Vocabulario de
las instituciones indoeuropeas. El capítulo VII lleva este título ,pero la temática permanece hasta el final
del recorrido: “Hemos estudiado aquí las relaciones entre hostis “enemigo” y hospes, “invitado/anfitrión”.
En griego, xenos designa al extranjero, y el verbo xeinizo el comportamiento de hospitalidad. Esto no se
puede comprender si no es partiendo de la idea de que el extranjero es necesariamente un enemigo -y
correlativamente que le enemigo es necesariamente un extranjero. Es siempre porque quien nació fuera es
a priori un enemigo, que un compromiso mutuo es necesario para establecer, entre él y EGO, relaciones de
hospitalidad que no sean concebibles al interior mismo de la comunidad. Esta dialéctica “amigo-enemigo”
juega ya un rol en la noción de philos. En la Roma de las primeras épocas, el extranjero que se volvía un
hostis se encuentra pri iure cum populo Romano, igual en derecho al ciudadano romano. Los ritos, los
acuerdos, los tratados interrumpen así esta situación permanente de inter-hostilidad que reina entre los
pueblos o las ciudades. Al abrigo de las convenciones solemnes y a favor de las reciprocidades, las
relaciones humanas pueden nacer, y entonces los nombres de las ententes o de los estatus jurídicos vienen
a denotar los sentimientos propios de ellos. En un seminario sobre hospitalidad, Derrida se apoya sobre
estas lecturas de Benveniste “tan preciosas como problemáticas” para poner de relieve lo que él considera
como la aporía, inclusive la antinomia, de la hospitalidad: “Habría una antinomia, una antinomia
irresoluble, una antinomia no pasible de dialéctica, entre la ley de la hospitalidad, la ley incondicional de
la hospitalidad ilimitada (dar al que lleva todo lo de su casa y su propio ser, darle su propio, nuestro propio,
sin pedirle ni su nombre, ni contraparte, ni cumplir la menor condición), y pro el otro lado, las leyes de la
hospitalidad, estos derechos y deberes siempre condicionados y condicionales, tales como son definidos
por la tradición grecolatina, inclusive judeocristiana; todo el derecho y toda la filosofía del derecho hasta
30

vocabulario teológico de “santidad”, más técnico y de entrada referido al sistema de


interpretación del judaísmo, evidentemente en un mundo cultural más amplio.
1. La fecundidad de la red de relaciones de Jesús se enraíza de entrada en un
tipo de hospitalidad absolutamente única. De episodio en episodio, los relatos evangélicos
logran mostrar la sorprendente distancia del Nazareno en relación a su propia existencia.
Hablando de otro, del “Hijo del hombre” por ejemplo, del sembrador o incluso del dueño
de casa, cuando le toca hablar de sí mismo, aplaza siempre la pregunta por su identidad,
rehusando dejarla fijarse prematuramente. Lejos de ser una treta o una estratagema, esta
postura es la expresión de su singular capacidad de aprender de cualquiera6 como de fuera
de cada situación nueva que se presenta (cf. Mc 1, 40 ss.; 5, 30). “Aprendió por sus
sufrimientos la obediencia”, según el resumen notable de su itinerario de Hb 5, 8, que se
refiere además al trabajo educativo de la sabiduría. Jesús se comporta entonces él mismo
como discípulo (cf. Es 5, 4ss). Así se crea un espacio de libertad en torno a él,
comunicando por su simple presencia una proximidad bienhechora a quienes vienen a su
encuentro. Este espacio de vida (del que progresivamente percibimos su profundidad,
ancho, altura…) les permite descubrir su propia identidad y acceder a él a partir de lo que
les habita ya en profundidad, y ese expresa súbitamente en un acto de fe: crédito dado a
quien está en frente y al mismo tiempo a la vida entera.
Pueden entonces volver a partir porque lo esencial de su existencia se jugó en un
instante; Jesús reenvía incluso a la mayoría de ellos sin religarlos consigo ni entre ellos
en un lazo de discípulo a maestro. Pero ciertos permanecen con él (Jn 1, 35.39), o son
llamados a seguirlo (Mc 1, 16-20), inclusive, a tomar su lugar bajo la forma de la
itinerancia o simplemente según una manera completamente nueva de acoger a cualquiera
en sus casas. Incluso si los relatos dan la impresión de una programación apostólica, una
lectura narrativa de los textos muestra que el programa del “narrador omnisciente”,
formado además ex evento o a partir de los efectos de la presencia del Nazareno, deja
claramente aparecer el carácter contingente y gratuito de lo que llega.
El lazo de estas relaciones extremamente diferenciadas nace entonces de
improviso y como a espaldas de aquel que las engendra, siendo Jesús “tan reconocible
por los otros, tan poco visible para sí mismo como su silueta o sus gestos de todos los
días”. Por esta razón paradoja, su movimiento ciertamente no se descubre a la mirada
exterior de la muchedumbre y de las autoridades -de quienes los relatos despliegan todas
las facetas acogedoras o violentas-, sino que se abre también y sobre todo a aquellos que,
gracias a la hospitalidad del Nazareno, perciben en ello el secreto del origen. Participan
del interior, habiendo descubierto lo que cada uno tiene de único7, al punto, para algunos,

Kant y Hegel. Intentaré mostrar que la santidad hospitalaria del Nazareno es una manera de situarse en esta
aporía.
6
Nota del traductor: la palabra que usa Theobald es “le tout-venant”, que significa “cualquiera”, o más
propiamente, “todo el que llega”. Cada vez que la usemos designará a personas que se cruzan con Jesús,
cualquiera sea su condición, es decir, a todos los que se acercan a él por los caminos.
7
En el mundo bíblico, este advenimiento infinitamente diverso y plural no puede más que ser atribuido a
la Sabiduría, figura del desborde en extensión, en profundidad y en altura, inmanente a toda la historia de
la Humanidad: “Como ella es única, todo lo puede, afirma la Sabiduría de Salomón: permaneciendo en ella
misma, renueva el universo y, a lo largo de las edades, pasa por las almas santas para formar amigos de
Dios y profetas”. No es creada sino engendrada -para parafrasear la confesión de fe del concilio de Nicea-
, como tampoco crea, sino que engendra; el engendramiento es el término más apropiado para nombrar la
paradoja de un juego relacional del que la paternidad o la maternidad vuelve a alguien -Jesús de Nazareth,
31

de poder dejarse identificar a su manera de ser y de contribuir así al engendramiento de


la red.
2. La intervención del vocabulario bíblico de “santidad8” perfora de alguna
manera el secreto que adviene de esta manera y designa el origen. También los Hechos
de la tradición joánica utilizan el título mesiánico “el Santo” (Ac 2, 27; 3, 14…) para
nombrar la identidad del Nazareno, en referencia a la oración de David: “tú no dejarás a
tu Santo conocer la corrupción “(Sal 16, 10). Pablo extiende esta designación a los
miembros de sus comunidades, inclusive, a los “conciudadanos de los santos” (Ef 2, 19).
En el mundo bíblico del judaísmo vuelve plausibles estas atribuciones y
comunicaciones sucesivas, considerando que la santidad no es la marca exclusiva de Dios;
ella califica también y sobre todo el lazo de pertenencia mutua y sin retorno que liga este
Dios Santo al pueblo de Israel e indica las exigencias que se desprenden para la existencia
cotidiana, su vida cultual y profana. En la época de Jesús, y en una situación de crisis
cultural y religiosa recurrente, los esenios de Qumrán se aplican a sí mismos el título de
“santos” en exclusividad, identificándose así como comunidad mesiánica en el seno de
un Israel en perdición. Utilizarlo para designar al Nazareno y aquellos que, de una manera
o de otra, le son asociados, como hace el Nuevo Testamento, supone entonces que su
significación sea singularmente reencuadrada por lo que viene de ser dicho de la
hospitalidad cotidiana del Nazareno y de la fecundidad propia que es su manifestación.
Sin entrar todavía en la comprensión de este reencuadre, retengamos los dos trazos
esenciales del juego de relaciones significativas, descripto más arriba a grandes rasgos:
determinan la santidad, Enel sentido en que se puede aplicar al Nazareno y a sus
asociados: capacidad de aprendizaje o desposeimiento de sí en beneficio de una presencia
a cualquiera, aquí y ahora (cf. Mc 8, 35 y Jn 12, 24ss); nos queda precisar, en el punto en
que estamos, el sentido preciso que recibe de estos rasgos la relación al origen, en el “Dios
Santo”9.

sus compañeros- que al mismo tiempo recibe esta paternidad o esta maternidad del otro, de cualquiera.
Volveremos más tarde al “acto de engendrar” para precisar a la vez su apuesta cristológica, su apuesta
antropológica y su apuesta eclesial en la apertura mesiánica de la creación.
88
Para lo que concierne a la distinción de un doble aspecto, positivo y negativo, del término “sagrado” en
las lenguas más antiguas, ver Benveniste (cita). Yo sigo a Levinas, cuando en De lo sagrado a lo santo.
Cinco nuevas lecturas talmúdicas, disocia rigurosamente la santidad de lo sagrado: “Siempre me he
preguntado si la santidad, inclusive la separación o la pureza, la esencia sin mezcla que se puede llamar
Espíritu y que anima al judaísmo -o a la cual el judaísmo aspira- puede residir en un mundo que no fuera
desacralizado. Me he preguntado -y he ahí el verdadero problema- si el mundo es lo suficientemente
desacralizado para acoger una tal pureza”. Sin duda el debate lleva después (en el marco del Nuevo
Testamento) a la concepción de esta pureza-santidad: lugar dado a las reglas rituales (“Estas reglas del gesto
exterior son necesarias para que la pureza interior no sea más verbal”), preponderancia de la ley en relación
a la esperanza (“Esto que debo hacer es más importante que esto que me está permitido esperar”) y rol de
la enseñanza (“El maestro es discípulo de alguien, tiene con respecto a sus maestros un sentimiento de
culpa. Él tampoco supo tomar lo que le daban”).
9
Estos dos rasgos neotestamentarios de la santidad forman una suerte de estructura de la que se describirá
el perfil mesiánico y escatológico. Volveremos sobre esto al comienzo de la cuarta parte de la obra, donde
hablaremos de dos facetas inseparables, la vertiente interior y la vertiente relacional de esta santidad
milagrosa, esencialmente en compartida y en comunicación de sí, como lo indica la fórmula breve de la fe
que introduciré más adelante. Notemos de aquí en más que estos dos trazos de la santidad del Nazareno y
de los suyos se dejan aproximar sobre el plano ético, inclusive, más precisamente en términos de
autenticidad, de justeza y de verdad, según la diferenciación de las relaciones que mantenemos con nosotros
mismos, con la sociedad y con la totalidad de lo real. Desde el momento en que nos aproximamos a la
santidad “del exterior”, hay que poder indicar en efecto los criterios universales de receptividad: su
32

3. Esta santidad “hospitalaria”, si puede decirlo, es exactamente el espacio en


el que se anudan a la vez la ausencia de escritura de Jesús y la invención neotestamentaria
de una nueva manera de escribir. Tales como son relatados los múltiples encuentros de
Jesús con los individuos, grupos o multitudes, resultan de hecho impensables fuera de una
presencia efectiva hic et nunc, al alcance de la voz y en el intersticio de un intercambio
de miradas que abre la posibilidad del tocar…; cada vez, ellos se presentan para el
Nazareno y para quienes se cruza como decisivos, y por lo tanto últimos, al punto que
cada uno de estos episodios podría ser le último del relato. La ausencia de escritura es
entonces la expresión de la prioridad absoluta dada, en tan poco tiempo de vida pública,
a su presencia en al lado de los otros y de su distancia también absoluta en relación
consigo mismo. Sin ser explícitamente refutado por Jesús (en todo caso, no lo sabemos),
la escritura puede ser en efecto una pantalla mortal y una manera sutil de eternizar o de
“ponerse en las manos de sí mismo” (2 Cor 3, 1; 5, 12; 10, 12…). Ahora bien, el
aplazamiento de la pregunta por la propia identidad y el borramiento delante de los efectos
de su propia presencia abren el espacio donde los otros pueden designarlo e identificarlo
identificándose en su propia unicidad; espacio de vida donde la identidad misteriosa del
Nazareno puede pasar ellos. Esta fecundidad de un nuevo tipo, jamás programada según
una estrategia de transmisión y sin embargo cada vez más real, tanto como la ausencia de
una escritura, que es el signo más paradojal, hacen que un nuevo régimen de escritura
pueda nacer, victorioso, de la ambigüedad y enteramente imantado por una presencia
apostólica del mismo tipo que la de Jesús.
De parte de los primeros cristianos, este régimen de escritura nuevo supone una
inteligencia perfectamente adaptada a la manera de ser de quien no les ha dejado nada.
Cualquiera sea (por el momento) el origen de esta inteligencia -tanto más misteriosa
después de la dificultad manifestada de los discípulos a comprender a su maestro (cf. Mc
4, 10-13; 8, 17…así como la teoría joánica del malentendido) y después de la debacle de
Jerusalén- debemos preguntarnos hoy cómo especificar, visto el tipo de escritura
efectivamente engendrado por las comunidades y respecto asu entorno cultural.
Calificarla de estilística comienza a imponerse en el punto preciso al que hemos llegado.
“¿No haría falta”, en efecto un sentido particularmente fino para percibir la santidad
hospitalaria de Jesús que, ciertamente, “lleva en sí su propia coherencia, expresando ella
misma las condiciones bajo las cuales ella percibe ser recibida y aprobada”, pero que
supone, en su misma constitución, la capacidad del maestro de contar con la singular
creatividad interpretativa de sus compañeros?”
Ciertas analogías ya evocadas que se apoyan sobre la noción de escuela y
sobre la relación fundante entre un maestro y sus discípulos permiten hoy volver esta
aproximación estilística del cristianismo plausible, viso el contexto de las primeras
comunidades cristianas, inclusive, en un cuadro cultural más amplio. Schleiermacher
había utilizado la analogía de la escuela socrática; otros tipos de escuela se enfrentaron al

autenticidad, su justeza y su relación con la verdad; la última piedra de escándalo de esto es el misterio del
mal, del que nos ocuparemos… La regla de oro a la que nos referiremos frecuentemente se sitúa
exactamente en este punto, allí donde se trata de volver perceptible la santidad, accesible y admisible, más
allá de las fronteras del cristianismo instituido. La tentativa de Bultmann, que pensaba la unidad interna de
la proclamación de Jesús a partir de tres temas divergentes (la temática étnica- Jesús maestro de sabiduría-
; el anuncio escatológico del Reino -Jesús profeta- y una visión teocéntrica de la santidad de Dios), iba ya
en este sentido. La tercera búsqueda del Jesús histórico privilegia, ella también, la entrada ética en el
universo cultural del Nazareno.
33

mismo problema de una coherencia transgeneracional a partir de un juego de relaciones


inaugural: sobre el terreno de la sabiduría o de las religiones con figuras como Buda, tal
profeta como Elías, tal rabino como Gamaliel o Aqiba ben Joseph, tal fundador, o incluso
en el dominio estético de las grandes tradiciones artísticas con su filiaciones propias, lugar
de elección de la estilística contemporánea. Su comparación (que no puede ser el objetivo
de estas páginas) nos reenviaría a la especificidad del cristianismo primitivo: un tipo de
hospitalidad inaugurado por el Nazareno, que no se deja reducir, ni al círculo de sus
discípulos y apóstoles, ni a una cierta categoría social de personas, ni a un campo
especifico de la humanidad en búsqueda de sentido (la sabiduría, el ejercicio de un arte o
la practica de una religión). Legándonos el concepto moderno de estilo, la diferenciación
de estos mundos, con sus accesos codificados, señalada al comienzo en referencia a
Merleau Ponty y Habermas, corre el riesgo en efecto de esconder lo que el cristianismo
primitivo tiene de especifico. El mundo relacional, abierto gracias a la santidad
hospitalaria del Nazareno, es de un acceso privilegiado y no excluye a nadie; toca un gran
número que toman parte de él como actores; personas cualesquiera, de condiciones,
profesiones y situaciones sociales de lo más diversas.
Desde el punto de vista teológico, no se puede sin embargo contentarse con una
comparación clasificatoria como esta, puramente contextual y por lo tanto exterior. Es del
interior mismo de la santidad hospitalaria del Nazareno que hay que percibir la necesidad
de una inteligencia que le sea apropiada, tal como se la encuentra en la obra y el género
de escritura inventado por los primeros cristianos. Ha sido calificada, al instante, como
interpretación estilística, en el sentido en que es única y definitiva, y -desde este doble
punto de vista- nuevo, exige un tipo de percepción propia que ciertamente no excluye la
comparación, sino que la sitúa en su justo lugar. Es lo que yo mostraré en los dos puntos
que sigue sin quitar el marco que viene de ser trazado, desarrollando sucesivamente el
perfil mesiánico y escatológico de la santidad neotestamentaria.

El perfil mesiánico de la santidad neotestamentaria

Presentar el adjetivo “mesiánico” es continuar a precisar la manera de ser del


Nazareno y la percepción o la inteligencia que le resulta apropiada en referencia a su
propia tradición. Podría entonces entrar aquí de nuevo en un juego de comparaciones y
aproximarse así a la especificidad del mesianismo cristiano; expresión redundante pero
necesaria en el marco de la historia judía que conoció no solamente varias figuras de este
tipo, sino que rehúsa sobre todo toda disyunción entre la venida del Mesías y el
advenimiento efectivo de los tiempos mesiánicos. Pero mi objetivo, repito, es más bien
comprender cómo la manera de ser de Jesús, caracterizada de entrada en términos de
hospitalidad, pudo suscitar la confesión mesiánica de los cristianos (Hech 11, 26);
probablemente de entrada, bajo una forma más arcaica y más experimental, la que
atribuye al Nazareno el título de “santo de Dios”; nosotros hemos abordado esto en el
punto precedente, e intentamos ahora comprenderlo desde el interior.
La hipótesis es que la manera de Jesús de posicionarse en sus múltiples
relaciones, presentadas por los relatos evangélicos, despierta y revela en sus
interlocutores un elemental cada vez absolutamente único (a precisar, por supuesto), que
34

desborda en profundidad y en anchura los marcadores legales del judaísmo,


permaneciendo destacable en la línea de su tradición. Reconocer con el mesianismo
cristiano, en el advenimiento de este elemental de la vida, la obra e l santidad de Jesús y
sus asociados, exige un cierto tipo de percepción, “ojos para ver y oídos para escuchar”;
inclusive, la capacidad de dejar a este acontecimiento reencuadrar el espacio cotidiano de
referencias y de significaciones; lo que en la Biblia judía es lo propio de la Sabiduría, o
en términos contemporáneos, lo propio de una inteligencia estilística.
El recorrido de teología bíblica propuesto para argumentar en favor de esta
hipótesis supone que se hace jugar un cierto equilibrio histórico-teológico en re los
sinópticos, la literatura epistolar, la de Pablo en particular, y la tradición joánica. Sin
poder proveer aquí todos los apoyos de esto se mostrará que este recorrido depende del
lugar dado a la muerte violenta del Nazareno y de la manera de comprender la escisión
interna del judaísmo que ha dado nacimiento al cristianismo. De lo que precede resalta ya
que opto por un retorno a la manera de ser de Jesús, que no está marcada por su fin, para
evitar hacer depender su mesianismo de la violencia ejercida sobre él y de la separación
entre judíos y cristianos; violencia que corre el riesgo de contaminar la imagen de Dios,
es de entrada por esta razón que distingo el perfil mesiánico y el perfil escatológico de la
santidad neotestamentaria, e intenta por el momento de postergar l referencia a la santidad
de Dios; ella debe aquí ser comprendida, solamente en un segundo tiempo, a la manera
del Nazareno.
1. Demos entonces de entrada perfil a este “elemental” que adviene en la
hospitalidad de Jesús y de sus asociados y se presta a la interpretación mesiánica. Los dos
trazos esenciales de esta hospitalidad que ya han sido puestos de relieve en los relatos
evangélicos -desposeimiento de sí en beneficio de una presencia a cualquiera- nos ponen
en camino. Lejos de ser una expresión de debilidad, el desasimiento del Nazareno y su
capacidad de aprendizaje son en efecto el signo de una autoridad (exousia) o de una fuerza
(dynamis)10 cuyo secreto es su concordancia consigo mismo: él irradia porque en él
pensamientos, palabras y actos concuerdan absolutamente y manifiestan la simplicidad y
la unidad de su ser; es esto lo que los relatos ponen en escena. Su irradiación no
deslumbra, sin embargo, sino que se hace discreta, inclusive, se borra en beneficio de
cualquiera y suscita y revela en sí el mismo “elemental” de vida, llamado también “fe”,
del que no se apropia jamás en el origen: “Hija mía, tu fe te ha salvado” (Mc 5, 34). Esto
explica por qué deja ir o reenvía a sus compañeros, sin impedirse por otro lado de llamar
a ciertos a seguirlo.
Esta estructura relacional es también radicalmente abierta -en profundidad y en
extensión, como lo hemos dicho- porque se sitúa por debajo de los mitswôt, en particular
de las reglas de pureza religiosa y ritual del judaísmo, y se apoya sobre su principio
mismo, a ausencia de mentira o la concordancia de los pensamientos, palabras y actos,
perceptible precisamente por ese cualquiera que llega, que se beneficia de esto en el
momento mismo en que descubre la posibilidad en sí mismo. El centro de gravedad de la
santidad se ha desplazado de esta manera hacia su origen, sin evadirse de la carne de la
hospitalidad humana. Al contrario, la santidad se comunica en abundancia gracias a las
posibilidades últimas que Jesús percibe en el otro y que el otro descubre en él. Aquellos

10
Cf: Jn 10, 18: “Nadie me quita la vida, sino que yo la doy voluntariamente; tengo autoridad para
entregarla y autoridad para retomarla: ese es el mandamiento que recibí de mi Padre”.
35

que lo siguen y los Doce deben entrar a su vez en esta inversión de la mirada; mirada
admirada -como la suya- de lo que adviene en el otro, quienquiera que sea, incluso más
allá de las fronteras de Israel (cf. Mt 8, 10). Su propia capacidad de aprendizaje no deja
así de hacer escuela.
Aunque preparada por esta comunidad de santidad a la manera del Santo de Dios,
la lectura mesiánica de esta hospitalidad abierta, para los primeros cristianos, no es para
nada obvia, sino que se inscribe en un conflicto de interpretaciones, interna al judaísmo,
que provocó la muerte violencia del Nazareno y se prolonga hasta bastante después.
Según ciertas tradiciones post-exílicas, la venida del Mesías debe en efecto ser legitimada
por el advenimiento efectivo de los tiempos mesiánicos. Rechazando esta demanda de
legitimación, contraria a la hospitalidad y al tipo de percepción que ella supone -la
confianza de la fe-, Jesús pone “gestos de poder” en la perspectiva sinóptica, y hace signos
(sémeia) o cumpla las obras (erga) según el lenguaje del cuarto evangelio, que no duda
en decir que los discípulos de Cristo harán otros más grandes (Jn 14, 12).
Es sin duda en razón de su ambigüedad fundamental que, entre estas
manifestaciones narradas en los relatos evangélicos -el de Lucas da una suerte de lista en
el discurso de Jesús en la sinagoga de Nazareth (Lc 4, 17-21) y en su respuesta a los
enviados de Juan (Lc 7, 21-23)-, la curación de los ciegos ocupa un lugar particular. Indica
que la mirada hospitalaria de Jesús, sin embargo, tan apropiada al elemental de la vida,
está lejos de ser evidente para todos, y que adoptarla efectivamente está ene l orden de
una verdadera conversión, o necesita una inversión. La obra mesiánica consiste
precisamente en la victoria sobre este enceguecimiento, victoria tanto más costosa cuanto
la ceguera se transforma en “oscurecimiento”: los cuatro relatos evangélicos y los Hechos
retratan este proceso dramático en la trama de Isaías 6, 9-13: “mirando, no ven; oyendo,
no comprenden…”
Se correrían sin embargo graves riesgos si se interpretara la santidad mesiánica,
inaugurada por le Nazareno, a partir del fin, “el oscurecimiento de una parte de Israel”
(Rom 11, 25), y la escalada de la violencia en torno a la muerte de Jesús, aislando de su
contexto por ejemplo el concepto paulino de “mesías crucificado” (1 Cor 1, 17-2, 16). El
conjunto y los textos neotestamentarios muestra más bien que las primeras comunidades
cristianas eran perfectamente conscientes de que la violencia más grave y la crucifixión
de Jesús no fueron simplemente provocadas por el exterior, por el poder romano y el
sanedrín, sino que vinieron -y vienen siempre- del interior mismo del juego de relaciones,
calificado al instante de hospitalidad abierta. También los evangelistas relatan la
incomprensión siempre impenetrable de los discípulos (cv Mc 4, 11-13; 8,17-21) y ponen
en escena sus disputas de poder, a las que Jesús responde “reencuadrando” la antigua
hospitalidad a partir de la figura del esclavo o del servidor (cf. Is 52, 13 ss.); “El más
grande ¿es el que está a la mesa o el que sirve? ¿No es el que está a la mesa? Ahora bien,
yo soy en medio de ustedes en el lugar del que sirve” (Lc 22, 27). Es del seno mismo de
este espacio de intimidad con los más próximos que surge, para terminar, la muerte. Uno
de los doce lo entrega: “el que meta conmigo la mano en el plato”, dice Jesús, retomando
la expresión del salmo 41, 10.
El nazareno mantiene sin embargo su hospitalidad respecto atodos al precio de
su vida, quedando hasta el fin en una postura de aprendizaje y de desposeimiento de sí
(ver Hb 5, 8; Is 50, 4-9). La figura del cordero del cuarto evangelio y del primer libro de
36

la Biblia cristiana dice el sentido de esta conservación. Dejando percibir el leguaje


sacerdotal de la pureza religiosa y ritual, esta figura última de santidad mesiánica (cf. Is
53, 7) no designa más que una postura que permanece perfectamente destacable en el plan
humano y que, Como tal, es comunicada por Jesús a la multitud anónima de los santos:
“ellos han vencido al acusador por la sangre dl Cordero y por la palabra de la que dieron
testimonio; no amaron su vida hasta el miedo a la marte” (A 12, 11(; “en su boca no
encontraron nada de mentira: son irreprochables” (Ap 14, 5).
Incluso en el contexto del Apocalipsis, no el desencadenamiento de la violencia
y el martirio lo que definen el mesianismo cristiano. Este se comprende más bien y
comprende lo que le ocurrió a Jesús como hospitalidad, mantenida hasta el extremo y
conducida hasta sus últimas trincheras cuando la incomprensión, inclusive la violencia,
vienen a poner a prueba el comportamiento ético que está en su fuente: la ausencia de
mentira o la concordancia consigo mismo. Percibir allí la santidad en la obra no es de
entrada asegurado, lo he demostrado, pero supone el descubrimiento, en sí, de un mismo
posible, librado a la libertad inalienable de cualquiera. En definitiva, la lectura mesiánica
de esta hospitalidad -hospitalidad mantenida hasta el fin abierta -permanece entonces
expuesta al conflicto de interpretaciones, y la victoria mesiánica sobre el enceguecimiento
es remitida a quien deja su mirada invertirse para percibir el elemental de la vida, en sí y
en el otro.
2. El camino recorrido hasta aquí nos habrá permitido darnos cuenta de que
la hospitalidad, mantenida abierta gracias al a santidad del Nazareno y de sus asociados,
nos prohíbe separar la referencia a Cristo y la percepción o anticipación de los signos y
manifestaciones de poder de los “tiempos mesiánicos”, dicotomía sin embargo
largamente mantenida en la historia del cristianismo. ¿Cómo calificar justamente este
discernimiento mesiánico que se encuentra en su encrucijada, y uniéndolos, percibe a la
vez y al mismo tiempo la modalidad propia de la presencia del Nazareno y, según un
misterioso regreso sobre sí, la de los efectos producidos por esta presencia, a saber, su
propio poder, en tanto que discernimiento, frágil y vulnerable sin embargo? Se enraíza en
la Sabiduría o en el Espíritu, según la tradición bíblica, o muestra una inteligencia
estilística -lo que comprendemos ahora- porque debe poder atender efectivamente a la
ausencia de mentira o a la concordancia absoluta entre pensamientos, palabras y actos,
entre la forma de vida de alguien y su fondo, concordancia que, por principio, es cada
vez única e incomparable.
Pablo y los sinópticos acercan esta inteligencia mesiánica –“pensamiento del
mesías” (noun crhistou: 1 Cor 2, 16), propio del hombre espiritual (pneumatikos: 1 Cor
2, 15)- gracias a la Ley que regula en efecto todas las relaciones y la hospitalidad en sus
aspectos a la vez internos y externos al judaísmo (cf. Dt 5, 6-21). Lo abordan en términos
de “fin” (telos: Rom 10, 4) y de “plenitud” o de “cumplimiento” (pleroma y plerosai, cf.
Rom 13, 8. 10 y Mt 5, 17); con ciertas polémicas, que, dicho sea de paso, no contradicen
necesariamente la hospitalidad que se mantiene abierta hasta el fin. El destino de Jesús de
Nazareth revela en efecto las fuerzas mortíferas que se esconden en la letra (gramma) de
la Ley para aquel que tiene ya de antemano “el corazón oscurecido”. Pero como el
oscurecimiento y la violencia última ejercida sobre Jesús no determinan la definición del
mesianismo “cristiano”, así la polémica contra la ambigüedad de la Ley no permite
encontrar su destino último, “fin” o suspensión de la ambigüedad de la letra y “plenitud”
37

de una santidad en lo cotidiano, accesible a todo ser humano, a cada uno de manera única,
aquí y ahora.
Mateo y Lucas piensan este desplazamiento del centro de gravedad de la Ley
refiriéndose a la célebre Regla de Oro: “Todo lo que quieran que los demás hagan por
ustedes, háganlo ustedes por ellos. He ahí la Ley y los Profetas” (Mt 7, 12). El carácter
formal o abstracto de esta regla elemental no la vuelve solamente accesible a todos, sino
que abre sobre todo y deja el lugar a cualquiera que la tome, pero no puede tomarla si no
es de forma única, cada vez que lo hace concretamente.
La regla existe en efecto, recordémoslo, en el judaísmo, en la cultura griega,
china, etc.; se la alega en nuestros grandes debates éticos sobre la justicia y los derechos
del hombre. Simple indicador de la reciprocidad fundamental que regula nuestras
relaciones humanas se presenta de entrada como máxima de respeto y de justicia, resumen
de la Ley, al menos de lo que en ella toca lo universal. Pero discretamente abre allí la
posibilidad de una hospitalidad cuya apertura a cualquiera supone una actitud
desmesurada, desposeimiento de sí e inversión de la mirada, ya evocada más arriba.
Apela, en efecto, a la capacidad paradojal de “ponerse en le lugar de otro” sin quitar su
propio lugar, siempre en tal o cual situación concreta: cuando se trata de encontrar a
alguien por simpatía y compasión activa –“¿Quién es mi prójimo?” … este de quien me
vuelvo prójimo, según una inversión excesiva, para nada exigible, pero propuesta en tal
o cual situación inesperada (Lc 10, 25-37); cuando se trata de entrar en la perspectiva de
tal otro al punto de tomar sobre sí su violencia –“Si
te acuerdas de que tu hermano tiene algo contra ti (…) ve primero a reconciliarte
con él”, según la misma inversión que conduce aquí al coraje de exponerse a la violencia
de otro (Mt 5, 23 ss.). Gracias a esta regla, el acceso necesariamente único y siempre
circunstanciado a la santidad hospitalaria del Nazareno y de sus múltiples asociados
vuelven perceptible como tal, más allá de las fronteras de Israel y en Israel, porque es y
permanece como el cumplimiento desmesurado de su Ley y de sus Profetas.
El vocabulario sin medida o de la desmesura11 conviene perfectamente en este
contexto mesiánico. Señala en efecto que el acceso a lo que se ha calificado más arriba
de “elemental” y al instante de “universal”, en la experiencia de la hospitalidad, es
cualquier cosa menos evidente; la ceguera, inclusive el oscurecimiento del corazón, lo
atestigua, como lo indica positivamente la enigmática inversión de perspectiva inscripta
en la Regla de oro (“los otros por ustedes… ustedes por ellos”). Volveré en mi desarrollo
sobre el perfil escatológico de la santidad neotestamentaria al enigma de la ceguera y de
la violencia, contentándome por el momento con reflexionar sobre qué tienen de necesario
y de ambiguo los términos “sin medida” y “desmesura”.
Remarquemos que los sinópticos, el cuarto evangelio, Pablo y la carta a los
Efesios, conocen la categoría sapiencial de la “medida” (métron) -oh, tan presente en el
terreno de la estética; precisamente para sugerir de entrara un “sin medida”: “es una

11
El vocabulario de la medida, sobre el cual se volverá más adelante, tiene una doble función: hacer
comprender la unicidad de un ser humano, móvil entre lo que es mensurable y lo que desafía toda mesura,
y aprehenderlo al mismo tiempo como obra de la gracia que hace que lo que es desmesurado resulte, cada
vez y siempre en un acontecimiento, a la medida de tal o cual. De ahí una fórmula breve o su equivalente
para decir “dios”: “Dios como manifestación graciosa de su desmesura a la medida de tantas y tantas
medidas humanas, vueltas incomparables; y es este descubrimiento lo que Jesús llama fe.
38

buena medida, tasada, sacudida, desbordante, que se derramará sobre el trozo de su


vestido, porque la medida de la que se sirvan para juzgar servirá también para medida con
ustedes” (Lc 6, 38…12). La ausencia de juicio, inclusive, de condenación, puede ser la
consecuencia de este ensanchamiento al infinito de nuestras mesuras, pero también y
sobre todo la suspensión de un tipo de ley que dispensaría al sujeto de experimentar en y
por sí mismo la frontera infinitamente móvil entre lo que le parece ser “a su medida” y lo
que se le presenta como “desmesurado”. Ninguna comparación puede venir a su auxilio;
ella le haría dejar lo que es propio de este límite, a saber, de no poder ser fijado a priori,
y voltearía su mirada de lo único que puede experimentar y decidir, aquí y ahora.
El apóstol Pablo lo nota, no sin ironía, estigmatizando la perversidad de la
comparación entre s combate con los falsos apóstoles: “Porque nosotros no tenemos la
audacia, escribe a los corintios, de igualarnos o de compararnos con ciertas personas que
se recomiendan a ellos mismos; tomándose ellos mismos como unidad de medida y de
comparación, pierden la cabeza” (2 Cor, 10, 12). En el conjunto de este pasaje, central
para nuestro propósito estilístico, la aporía de la comparación se arrima de hecho al
problema de la unidad de medid: tomarse a sí mismo como referencia de medida y de
comparación (v. 12) o sobrepasar la medida (v. 13), conduce hacia una misma locura de
la que sólo puede verse librado por medio de una referencia a la medida que es la regla
(kanon) atribuida por Dios muy concretamente a Pablo (2 Cor 10, 13); regla que
concierne aquí y de nuevo al dominio de la hospitalidad abierta: “la medida de la regla
que Dios nos ha atribuido, haciéndonos llegar hasta ustedes”.
Pero la pregunta sobre la unidad de medida y el recurso a la idea de regla o a lo
que es razonable13, Mateo y Lucas ya nos han preparado -apuntan a la ambigüedad de la
categoría de desmesura y conducen la unidad entre la santidad mesiánica y su percepción
hasta el límite. ¿Cómo distinguir al fin de cuentas, cuando tocamos lo que es propiamente
hablar “desmesurado”; la santidad mesiánica de la locura?
Sólo Marcos resitúa el dilema, último de alguna manera, en el seno mismo del
parentesco del nazareno –“dicen: ha perdido la cabeza”, porque él y sus discípulos no
tienen siquiera tiempo ni espacio para comer (Mc 3, 20)-, mientras que el conjunto de los
sinópticos relacionan la interpretación oficial difundida por los escribas –“Este caza a los
demonios por Belcebú, el jefe de los demonios” (Mt 12, 24)-, dejando aún a Marcos la
fórmula más fuerte: “Belcebú lo posee” (Mc 3, 22). En cuanto al cuarto evangelio, amplía
la gama de interpretaciones: recordando las dos explicaciones, profana y religiosa,
relacionadas por Macos –“está poseído, desvaría” (Jn 10, 20)-, Juan agrega, por un lado,
el motivo de la presunción (Jn 8, 52) y del suicidio (Jn 8, 22), y por el otro, el de la
blasfemia (Jn 10, 33); pero ya ha advertido a su lector, al comienzo del relato, que incluso
este conflicto de interpretaciones respecto del comportamiento extremo de Jesús, de su

12
La carta a los efesios articula perfectamente lo que le es dado a cada uno según la medida del don de
Cristo y lo que es a la medida de cada uno como ser único (Ef 4, 7.16) y la medida de la talla de la
plenitud de Cristo (Ef 4, 13); el cuarto evangelio utiliza una vez la formula “fuera de medida” para hablar
de la plenitud del espíritu (Jn 3, 34).
13
Ver Rom 12, 3, que liga el concepto de medida al verbo “tener sentido común” o “ser razonable”
(sophronein): “Digo a cada uno de ustedes: no tengan pretensiones más allá de lo que es razonable para no
ser pretenciosos, cada uno según la medida de fe que Dios le ha dado en el reparto”. La teoría paulina de
los carismas (Rom 12, 6) puede ser comprendida como una primera aproximación estilística de un cuerpo
social formado por una multitud de seres únicos en relación de hospitalidad.
39

celo, se sitúa todavía en el marco de referencia del judaísmo, recordado por la cita del
salmo 69, 10: “El celo de tu casa me devorará” (Jn 2, 17). Pablo finalmente acoge le
reproche de la multitud (1 Cor, 18) y lo focaliza en un sorprendente pasaje sobre el
lenguaje de la cruz que se manifieste por la locura de la predicación, como puesta en
presencia de Aquel que es anunciado: “Un mesías crucificado, escándalo para los judíos,
locura para los paganos” (1 Cor 1, 21-24). El apóstol se cuida sin embargo de evitar toda
confusión entre esta locura (moria) y otra (maintesthai) que amenace la apertura de la
comunidad de Corinto (1 Cor 14, 23), de distinguirla también del “celo excesivo” que lo
había animado antes de la conversión. Pero ¿cómo percibir en la locura mesiánica
sabiduría y poder, inclusive, el poder de la sabiduría de Dios, cuando es imposible dejar
el círculo, ya evocado, de un pensamiento a la vez comunicado por el mesías del hombre
espiritual y ya supuesto en aquel por quien lo pueda recibir (1 Cor 2, 9-16).
Conocemos la respuesta del apóstol que se refiere aquí a su experiencia de la
revelación de las “profundidades de Dios” por parte del Espíritu (1 Cor 2, 10), “regla”
que le es dada por Dios como medida, según esta otra expresión ya referida. Pero el
problema de fondo permanece planteado: la entrada en una perspectiva “sin medida”, el
sobrecogimiento por esto desmesurado, inclusive el celo, ¿cuándo podemos decir que se
volvieron ciegos, al punto de oscurecer el corazón? ¿Cómo percibir que se han movido
en santidad mesiánica o son simplemente su expresión? Se comprende la gran dificultad
de este discernimiento, y su actualidad; se opera en el seno mismo del judaísmo,
produciendo progresivamente la escisión que ya conocemos, sin que ella haya sido
programada de antemano (!); se ejerce también entre aquellos que están del lado del
Nazareno y en cualquiera, lo hemos visto.
Frente a esta dificultad extrema, es altamente significativo que los sermones en
la montaña y en la llanura muestran que este mismo discernimiento se repiten en lo
cotidiano, en el marco de la Regla de oro, cada vez que una situación elemental de
hospitalidad abierta se presenta. Es entonces que el humilde regalo se abre de manera
desmesurada, no pudiendo ser honrado más que de manera única por aquel que, en el
campo, se muestra verdadero respecto de otro. ¿Es esta una expresión de celo? Los
sinópticos no conocen este vocabulario, pero ponen a sus lectores delante del mismo
límite, por definición infinitamente móvil, entre una perspectiva desmesurada y la medid
de un tal o una tal, entre lo que puede ser una locura o revelarse como una manifestación
de santidad. Decidir acerca de esto desde el exterior y en referencia a un sistema legal se
revela imposible. Es entonces remarcable que los textos cuenten más bien situaciones
concretas y cotidianas, donde el conflicto ya ha sido asumido, confrontando al lector, no
a un heroísmo fuera de lo esperable14, sino a una cierta desenvoltura o evidencia: la
desmesura paradojal se ha mostrado, aquí o allí, a la medida de tal o cual.

14
Para lo que significa la diferencia entre el santo, el héroe y el sabio en una perspectiva tomista (fundada
sobre los tres conceptos de acto, estado y natura), ver el bello tratado “De la santidad” de Lavelle, en Cuatro
santos: “A menudo se opone el santo, al héroe y al sabio. El santo puede ser uno y otro: o al menos es un
héroe que se disimula frecuentemente bajo las apariencias de la sumisión, un sabio que se disimula a
menudo bajo las apariencias de la locura. Parece que el héroe y el sabio no tuvieran que vérselas con la
naturaleza y que la voluntad o la razón tuvieran el poder de vencerla o de regularla (…) Parece que en lugar
de estar en conflicto con la naturaleza fuera por una necesidad de la naturaleza que el santo produce acciones
que nos parecen las más bellas y las más difíciles. Es que hay en él una naturaleza nueva que, en lugar de
oponerse a la otra, se confunde con ella porque la espiritualiza. Y su conducta, aunque parezca una locura,
desafía sin embargo la sabiduría de los más sabios. No es porque sea el efecto de cálculos de la prudencia,
40

3. Es esta disposición la que funda la aproximación estilística, disponible


precisamente cuando la confusión, empujada al extremo en el parecido entre santidad y
locura, corre el riesgo de no dejar más que la referencia inmediata a una revelación de
Dios como puerta de salida. Ahora bien, Pablo mismo no deja de apelar a la inteligencia
elemental de sus interlocutores, a su conciencia y a lo que en ellos concuerda ya con la
“locura” de su predicación: “Consideren, hermanos, quiénes son: no hay entre ustedes ni
muchos sabios a los ojos de los hombres, ni muchos poderosos, ni muchas personas de
buena familia” (1 Cor 1, 26). Y los relatos evangélicos cuentan las manifestaciones,
signos y obras de los tiempos mesiánicos, confiando en la capacidad de percepción de
cualquiera, ciertamente suscitada y despertada por la figura del Nazareno, pero sin que se
haga cada vez e inmediatamente referencia a una revelación; el lector es dejado por el
contrario hasta un cierto punto en compañía de un discurso sapiencial, admirablemente
recapitulado por Lucas en una de las controversias ya evocadas, sobre el ascetismo de
Juan y las costumbres hospitalarias de Jesús: “(Las personas de esta generación) son
comparables a niños sentados en la plaza que se interpelan unos a otros: Tocamos la flauta
y no bailaron, entonamos un canto fúnebre y no lloraron (..) Pero la sabiduría ha sido
reconocida por todos sus hijos” (Lc 7, 31-36).
El estilo, no es otra cosa sino esta fineza sapiencial que nace en el seno mismo
de la hospitalidad abierta del Nazareno -en su santidad comunicativa, hemos dicho- y que
al mismo tiempo la engendra: a saber, la capacidad de ver, de oír, en lo que es oído y
visto, la invisible e inaudible concordancia de cualquiera consigo mismo como lo que
funda su unicidad. Hay motivos para temer una falta de rigor (en todos los sentidos del
término) de semejante percepción transfronteriza, y para proteger el bien común de
determinado grupo, sentirse obligado a reconducirla hacia la ley o una ley común a la vez
doctrinal y moral, inclusive, de contener lo que es percibido; es lo que ha hecho el discurso
cristiano cada vez que redujo lo “único” a un “caso” entre otros, sujeto a comparación.
La percepción estilística no carece sin embargo de rigor propio, como acabamos de
mostrarlo. Pero entre estas dos maneras des sentir y de comprender se sitúa un cambio de
orden, una métabasis eis allon génon, una conversión o una inversión. Invita a “pasar a
la otra orilla” (Mc 4, 35) -en lenguaje sinóptico e iniciático-, se podría retroceder delante
de esta perspectiva sin medida, inclusive desmesurada, de un mundo formado por
innombrables seres únicos en relación de hospitalidad; sin embargo, esta manera de
habitar el mundo, el mesianismo cristiano como estilo, es lo que el Santo de Dios h
inaugurado.
He callado hasta ahora la referencia a Dios, introducida sin embargo desde el
momento en que ha sido cuestión de santidad y, no sin reserva, al momento en que parecía
la última dificultad de salir de la confusión entre la santidad y la locura demoníaca, ligada
al conflicto del Nazareno con una parte de su pueblo. El desafío principal de esta
prudencia- notémoslo en conclusión de este punto sobre el mesianismo- ha sido no dejar
contaminar el principio estilístico de la santidad hospitalaria de Jesús por la violencia y
el oscurecimiento de ciertos, ni pro el debate inevitable sobre el estatus de la ley;
discernimiento que nos enseñan los relatos evangélicos.

sino porque está más allá de la prudencia y toma su inspiración de una fuente más alta, en la que integra
todos los consejos y los sobrepasa al mismo tiempo”.
41

El regreso del fin violento de Jesús hacia los comienzos de su ministerio,


inclusive el principio de su existencia mesiánica, nos revela en efecto que la referencia a
Dios es más bien rara en sus palabras, incluso si los relatos nos muestran al Nazareno
retirarse para orar; en todo caso, es introducida siempre en una situación y según
condiciones que le dan una significación estilística precisa: en la frontera precisamente
infinitamente móvil de una desmesura, mostrándose súbitamente a la medida de tal o cual
interlocutor. Así el sermón de la montaña prepara cuidadosamente su entrada, eliminando
progresivamente todos los malentendidos, hasta que, en la situación límite del amor a los
enemigos, pueda religar el corazón de la ley de santidad (Lc 19, 2) y la teología del
Deuteronomio (Dt 18, 13) para poner en relación de semejanza el “ser perfecto” del Padre
-Quien “hace salir el sol sobre canallas y sobre buenos, y caer la lluvia sobre justos es
injustos-, y el “ser perfecto” que él desea para sus receptores (Mt 5, 48). El sermón en la
llanura es aún más discreto; reserva para el medio del texto (Lc 6, 35 ss.) el mismo tipo
de comparación (kathos), la referida a la tradición de “Dios rico en misericordia” (Ex 34,
6). El desafío de esta discreción hospitalaria es dejar a los interlocutores descubrir ellos
mismos que es lo que ya los habita.
Este tratamiento indirecto a la referencia de Dios, necesario en una primera
aproximación, no alcanza sin embargo para percibir todas las dimensiones de la santidad
neotestamentaria esta se manifiesta en la historia, la del hombre y su movimiento, la del
pueblo judío y del contexto cultural más amplio en le que evoluciona. Una historia
marcada no solamente por la violencia bajo todas sus formas, pero ahora y sobre todo por
la ambigüedad de las posturas humanas que allí se afrontan. Es esta ambigüedad,
conducida por la violencia hasta la confusión, la que vuelve tan difícil el discernimiento
de qué es lo santo. Todo lo precedente ha mostrado sin embargo que el “Mesías” es
alguien victorioso sobre esta ambigüedad en aquellos que entran en su tipo de
hospitalidad. Eta victoria introduce una cesura en su existencia, concentrándola en su
última unicidad; no se define por eso la historia, que a partir de ahora continúa de otra
manera. Es este perfil escatológico de la santidad neotestamentaria lo que hay que
desenvolver ahora. La referencia a Dios está aquí en su elemento: abre a la percepción
estilística la dimensión de la altura y del espacio hospitalario de la vida, de la cual ya
hemos medido el largo y la profundidad.

El perfil escatológico de la santidad neotestamentaria

El adjetivo “escatológico” permite entonces completar y finalizar nuestro


discernimiento estilístico de la santidad hospitalaria del Nazareno. La necesaria referencia
al contexto cultural y religioso del judaísmo nos invitaría a pasar de nuevo por un juego
de aproximaciones para precisar el sentido del término que venimos de introducir. Pero a
partir de nuestro recorrido sobre el perfil mesiánico del estilo de Jesús, sabemos que a no
ser que “no veamos nada” ni “escuchemos nada”, este abordaje comparatista nos
conduciría hasta la manifestación de un “incomparable” que regresaría entonces sobre la
manera de percibir los contemporáneos del Nazareno y de interpretar el sistema de
significaciones o de referencias en el que ellos evolucionan. Mi objetivo es más bien
mostrar inmediatamente cómo la manera de ser del Nazareno -su tipo de hospitalidad
absolutamente única- pudo engendrar no solamente la confesión mesiánica de los
42

primeros cristianos, sino aun su percepción del carácter definitivo y último de lo que les
aconteció en su encuentro con él; dicho de otra manera, cómo y en qué sentido su santidad
tiene un perfil escatológico, destacable en el contexto de su época y hoy.
En efecto, habíamos previsto interrogarnos sobre la ceguera -no solamente de
una parte de Israel- que se instala en una última confusión entre santidad y locura y le
responde por medio de la burla y la violencia. La literatura apocalíptica y el Nuevo
Testamento muestran que este enigma toca al sentido de la historia en su totalidad; es
imposible hablar de una curación “mesiánica” de la ceguera y de una victoria sobre la
violencia sin volver a los motivos más profundos de la humanidad y por lo tanto a la
pluralidad inadmisible de las maneras de referirse a ella y de habitar un mismo mundo.
Es entonces grande la tentación, ya señalada, de querer salir de una vez por todas de este
plural, inclusive de la ceguera y de la violencia que se liga a ella, y de apelar al “Dios
Santo” bajo la forma de un último recurso o de un “Deus ex machina”. Ahora bien, viendo
la manera de situarse del Nazareno, Dios “surge” en la manifestación última de una
sabiduría abigarrada (Ef 3, 10), que da a partir de ahora a todo ser la posibilidad de salir
del caos recurriendo a lo que hay de más profundo en sí mismo y llamándolo a lo que
percibe como siendo del mismo orden en otro.
La hipótesis es por eso la misma que la que precede. Evitaría interpretar el
carácter escatológico de la existencia del Nazareno a partir del fin violento de su vida,
pero intentaría quizás percibir y comprender lo que es definitivo y último en su manera
de suscitar y de despertar, cada vez de manera absolutamente única, el “elemental” de la
ida en aquel o aquella que encuentra; este elemental, a su vez único, del que ya hemos
tocado la fuerza de desborda transfronteriza o universal. Es, en definitiva, una nueva
relación que da perfil escatológico a la hospitalidad del Cristo, y se comunica alegremente
en el seno de aquella y mucho más allá.
Describir esta novedad en términos de estructura y hablar de una lógica
mesiánica o interpretar el tiempo mesiánico como paradigma del tiempo histórico es
ciertamente sugestivo y puede ser necesario, pero de ninguna manera suficiente. El
acontecimiento o advenimiento que continúa a plantearse está en efecto intrínsecamente
ligado al nombre único de aquel que lo vuelve posible, Jesús de Nazareth, jamás borrado
de lo que ha podido llamarse “sintagma nominal Jesús Mesías”. Jamás tampoco nadie
pudo ver y, al punto en que estamos, sobre todo oír su Beatitud en lugar de otra. Es
entonces este entramado relacional, en el corazón de una nueva manera de situarse en la
historia y el mundo, que espera la aproximación sapiencial o estilística y la conduce a
término. Ella se renueva en medio (y no al fin) de los cuatro relatos evangélicos, cuando
en la confrontación entre la identidad mesiánica que se le atribuye y su ceguera, Jesús
hace “francamente” (parresia) llamado a los motivos últimos de la vida: perder su vida,
y así salvarla…; lo que de aquí en más puede ir de suyo (Mc 8, 34-9) Jn 12, 20-26). En
lo que sigue, intentaré comprender el lazo entre esta evidencia de orden estilístico y el
perfil escatológico de la santidad “hospitalaria” de Cristo.
1. Volvamos por una última vez a los dos trazos esenciales de esta
hospitalidad: desapego de sí o capacidad de aprendizaje en beneficio de cualquiera o
gracias a él. ¿Qué es lo que permite que, en la vida cotidiana, esta postura sea mantenida
hasta el extremo, incluso cuando el prójimo más cercano se transforma en cualquiera,
inclusive en enemigo? ¿Qué es lo que hace entonces posible renunciar al precio de su
43

propia vida ¡No hay más que una sola respuesta: la relación a lo último que es la muerte,
inclusive la manera de tomar “el simple hecho de existir, ¡ya ha mutado radicalmente!
Nacer y morir son ciertamente fenómenos universales, pero sus interpretaciones
divergen profundamente, en particular entre Oriente y Occidente; incluso si no hay que
descuidar al influencia de las espiritualidades orientales sobre nuestro continente; la idea
hindú de la reencarnación y de la pluralidad de las existencias fácilmente retomada en
nuestras sociedades marcadas por el relato ios y por un sentido agudo del carácter
provisorio de todos los lazos e instituciones, viene inmediatamente al espíritu. Desde el
punto de vista particular de la tradición bíblica, no es solamente la muerte la que se opone
a la vida, sino muerte y mentira, inextricablemente ligados ente ellos. Desde el comienzo
del Pentateuco (Gn 1, 4b-3, 24), esta confusión, considerada como la más elemental, es
expuesta y discernida por el narrador del segundo relato de la creación. El “poder” que la
muerte ejerce sobre la vida no es en efecto más que fáctico: la muerte no lo obtiene más
que sugiriendo al ser humano de hacer amalgama entre los límites inherentes a su
existencia y una envidia subyacente a la vida; ella lo hace además reaccionar y entrar en
una lucha encarnizada por defender lo que él considera como su derecho, casi siempre en
detrimento de otro. La alianza entre la violencia y la ceguera es entonces concluida bajo
el signo de aquello que la Escritura fustiga como la última mentira de unos de los
fundamentales de la vida, manifestados por la mutación de la muerte en “´último
enemigo” (ver 1 Cor 15, 25-27).
No es escrutando más intensamente, con las Escrituras y los Sapienciales en
particular, los meandros del corazón humano, que esta percepción específica del drama
humano se volverá más creíble entre las múltiples maneras de habitar el mismo mundo.
Pero el arte del Mesías de acabar con una mentira tan anclada en la humanidad puede
convencernos, incluso si atrae sobre sí y los suyos la misma confusión radicalizada al
extremo en el momento mismo del desenlace; lo hemos visto en el punto precedente.
Preguntémonos entonces cómo y en qué sentido el Santo de Dios viene a desarmar el
ultimo enemigo, según el lenguaje “guerrero” del apóstol Pablo comentando el salmo
mesiánico 110; o, por hablar con san Francisco y quizás con los relatos evangélicos,
¿cómo transforma “la muerte corporal a la que ningún hombre viviente puede escapar”
en hermana? ¿Cómo logra inaugurar esta hospitalidad pacífica y contagiosa cuyo
principio es una nueva relación con la muerte y con la vida, accesible en toda visión del
mundo y sobre todo a todo ser en su unicidad, desde que se deja alcanzar al nivel de su
simple existencia?
Los sinópticos y Pablo responden a esta preguntan por el anuncio del “evangelio
de Dios”, que sitúan al principio de la presencia apostólica del Nazareno y de la suya: “El
tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios se acerca: conviértanse y crean en el Evangelio”
(Mc 1, 14ss. Y Rom 1, 1). Es esencial oír de entrada el “eu” (bueno) en este anuncio
(aggelion), reemplazado por las múltiples bienaventuranzas o “felices” del Nuevo
Testamento, sobre todo los del sermón de la Montaña y los sermones en la llanura. La
alianza ente la novedad y la bondad que remonta por lo esencial al segundo Isaías es
llevada por un enviado, un angelos, Jesús y sus apóstoles; no dejamos la hospitalidad de
aquellos a quienes les tocó recibir ángeles (Heb 13, 2).
Comprender lo que se oye supone aquí que se identifique sin dudar el
destinatario de este “Felices” oído -Dios en tanto que Abba, Padre- y que se perciba
44

simultáneamente la razón de ser del lazo intrínseco entre esta voz y su origen. El “felices”
oído libera en efecto de la sospecha de celos últimos. Desarma la muerte como último
enemigo de la vida y la transforma en mensajero (o mensajera) capaz de convencer a
cualquiera del precio incomparable de su existencia: si no hay más que una sola vida, este
“una vez por todas” es la garantía de su unicidad. Solo un origen “paternal” -Dios Padre-
puede cargar el peso de esta feliz noticia. Quien lo escucha percibe súbitamente la única
novedad que es su simple existencia entre su nacimiento y su muerte y que es, del mismo
modo, la existencia del otro. Una diferencia se abre aquí en el seno mismo de la existencia
encarnada, a cruzar por una conversión o una inversión: lo que es cada vez nueva es la
única existencia de alguien; pero percibirla como novedad, y novedad buena, requiere
una voz capaz de hacer escuchar esto y darlo a conocer, sobre todo cuando esta evidencia
elemental no está o no es más inmediatamente accesible: es lo que realiza el Evangelio
de dios anunciado por su enviado.
En una situación de mentiras que no deja de alimentarse de “los sufrimientos de
este tiempo”, aún falta que el anuncio de tal Evangelio sea de una credibilidad sin error.
Esta exigencia escatológica concierne de entrada al evangelista mismo; pero su propia
credibilidad incluye que sepa que la convicción de su interlocutor no puede venir más que
de él mismo. Reencontramos aquí la santidad hospitalaria del Nazareno. Ya hemos
percibido el secreto de su propia credibilidad cuando nos preguntábamos por su
mesianismo: la concordancia entre sus actos, sus palabras y sus pensamientos, reveladora
de su concordancia consigo mismo y de la simplicidad feliz de su existencia. Jesús ha
“debido” escuchar él mismo la voz paternal (Lc 3, 21ss.), fundadora de su propia
unicidad, para poder afrontar la mentira y vencer, desde el comienzo de su itinerario, el
último enemigo (Lc 4, 1-13). Es esta voz oída lo que da a su santidad hospitalaria el perfil
de desenvoltura y desmesura siempre medida que la distingue de todo heroísmo, hasta el
último anonadamiento de sí.
Habiendo escuchado él mismo la voz del Padre, al punto de ser totalmente
modelado por ella (cf. Lc 9, 28-36) -y cómo no ser marcado íntegramente por semejante
noticia, incluso o precisamente si ella no revela más que lo que es-, Jesús sabe y aprende
al mismo tiempo que nadie puede escucharla en lugar de otro. Su hospitalidad es sin
embargo tal que suscita, despierta y revela en aquellos y aquellas que encuentra el
elemental que ya presenté, en el punto precedente, en términos éticos. Este elemental
contiene ocultando en cada uno un último “posible” de orden teologal -la mutación de su
relación con la propia muerte- que gracias a lo que escucha en sí mismo, se pone de
manifiesto, en tal situación, a su medida. La escucha de la bienaventuranza en la boca de
Jesús o de sus compañeros representa entonces una verdadera victoria sobre la mentira,
lo que sugiere el término “con-vicción”; pero esta no es verdaderamente convicción más
que si viene al mismo tiempo del plan profundo de quien escucha el “felices”: debe
verdaderamente escucharla decir él mismo, en el fondo de sí, para ser convencido.
Todo se pasa por lo tanto como si la credibilidad de la palabra feliz dicha por
Jesús y la credibilidad de su santidad hospitalaria vinieran del hecho de que él no se
atribuye jamás la capacidad de convencer desde el exterior a sus interlocutores, sino que
crea las condiciones donde su victoria sobre la mentira se vuelven posible y donde se
manifiesta lo que ya habita en la conciencia y en el corazón: una fe en la que reconoce así
que tiene su origen en aquel al que llama Padre. Hay que considerar en su unidad el
45

conjunto del periplo que venimos de recorrer -la bienaventuranza y la mutación que ella
introduce en el régimen de la muerte, la unicidad del existir que ella revela entonces,
prometida a una unidad interna a la vez ética y teologal, y la imposibilidad de acceder allí
de otra manera que por sí mismo -para comprender y recibir como creíble lo que no puede
ser oído más que en una hospitalidad mesiánica efectivamente vivida: a saber, el origen
paternal de la voz evangélica y el fin que ella introduce en la historia haciéndose escuchar
desde el seno de aquella.
2. “Los ciegos ven…”; es la primera señal del mesianismo de Jesús,
inseparable de los tiempos mesiánicos sobre los que nos preguntábamos en el punto
precedente. “los sordos oyen”; es una segunda señal. La he calificado de escatológica
porque nos confronta con el nacimiento y la muerte y nos abre al mismo tiempo la
totalidad de la Historia, sus motivos últimos, y la dimensión de la altura de su espacio
hospitalario de vida donde interfiere la voz de Dios. La historia continúa, sin embargo;
podríamos decir incluso que continúa como antes: ya hemos hablado de la acusación a
menudo recíproca, de ceguera y de violencias injertas sobre la pluralidad -estilística- de
las maneras de habitar el mundo y de interpretar la finitud de la existencia humana. Ahora
bien, el mesianismo escatológico de Jesús se manifiesta por la curación de la ceguera y la
sordera, y por la victoria definitiva sobre la violencia. ¿Cómo evitar que esta pretensión
inaudita se transforme en una nueva violencia? ¿Cómo percibir la evidencia del fin en el
seno de una historia, marcada por los efectos perversos de tantos mesianismos religiosos
y seculares?
Sólo una aproximación estilística, inclusive, de un tipo particular, nos vuelve
sensibles a estas cuestiones y nos permite discernir lo que es justo. Lo afirmo desde el
comienzo y he intentado mostrarlo haciendo progresivamente intervenir lo que “necesita”
esta percepción, deseosa y capaz de encontrarse con la concordancia absoluta entre la
forma y el fondo de la santidad hospitalaria de Jesús y de sus asociados: de entrada, la
unicidad incomparable de esta concordancia, engendrada y percibida en un mundo de
violencia, en referencia a un reparo ético a la vez formal y fundamental alimentado por la
Regla de Oro; y en seguida el carácter definitivo y último de lo que acontece en el
encuentro de Jesús con cualquiera, en razón del cambio que introduce en la relación de
cada uno, pero también con su grupo, a partir de su propia muerte. Es entonces, en
definitiva, la novedad inaudita de la buena Noticia y de lo que ella revela lo que suscita
su propia aproximación estilística.
Merleau Ponty nos puso en este camino, recordemos, hablando de la estructura
de llamada y de respuesta subyacente a todo estilo. Pero desfasado de lo que Merleau
Ponty deja ver del trabajo del pintor, no es de entrada “la figura de las cosas” en la que el
Nazareno reencuentra cada mañana el mismo llamado al que jamás termina de responder;
es más bien ese cualquiera que llega y su último “posible” -la voz paternal de la
Bienaventuranza- la que lo mantiene despierto. La “metamorfosis del mundo” -puesta en
forma de los elementos del mundo que permiten orientarlo hacia una de sus partes
esenciales-, propia de toda “operación estilística”, toma entonces una figura
absolutamente inédita. He dicho desde el vamos que la innovación verdadera se burla de
alguna manera del estilo. Pero la novedad, tal como emerge con el Nazareno, no se burla
de lo que se vuelve viejo, aunque se diga de Dios que manipula a las “autoridades y
poderes “(Col 2, 15 y Sal 2, 4); ella reorienta a lo viejo, lo hace ver y oír de manera nueva,
46

y relanza así la historia de una manera completamente distinta. Dado que consiste en una
manera hospitalaria de situarse en medio de las múltiples maneras de habitar un mismo
mundo cotidiano y de situarse respecto de ellas15, se la puede designar también como
“estilo de estilos”, lo que sería una manera de honrar hoy su particularidad escatológica.
La fragilidad propia de este tipo de percepción y de inteligencia estilísticas se
sitúa evidentemente en la doble utilización del mismo término “estilo”; siempre a punto
de volcarse hacia uno de los dos lados de esta relación paradojal. Esta deriva de la
diferencia fundamental entre lo que puede ser percibido, en el seno de la hospitalidad
mesiánica, como cada vez absolutamente nueva y definitiva -la unicidad de tal existencia
respecto de otro- y la vista o la mirada, ligadas a una presencia, que abren, aquí y allá,
esta feliz percepción, a partir de lo cual todo el resto se vuelve antiguo. He utilizado el
vocabulario profético y evangélico de la conversión o de la inversión (metanoia) tanto
como este, más sapiencial, del aprendizaje, para indicar el desafío de esta relación que
implica un cambio de actitud cara a cara con la muerte y entonces una nueva manera de
tratar con la ceguera y la violencia. Es en esta diferencia entre lo que es visto y oído y
súbitamente visto y oído de una forma nueva, tanto como la conversión o el aprendizaje
que pasan de una percepción a “otra”, que la historia encuentra su autonomía,
comprendida en ella la de la modernidad y la posmodernidad que, por un lado, resultan o
salen de este proceso de conversión y aprendizaje y pueden también conducirlo allí.
La unidad interna entre estas dos vertientes de la inteligencia estilística de la
santidad hospitalaria del Nazareno aparece entonces ahora con fuerza mientras aparece a
menudo oculta; bajo diferentes formas, además: la oposición entre Jesús y Pablo o entre
el corpus evangélico y el epistolar, entre los costados apocalíptico y sapiencial de la futura
de Jesús, entre lo que se destaca del acontecimiento único y último, y lo que sale del
motor de una concepción ontológica de la historia y del universo, etc. ahora bien, es
imposible percibir el advenimiento de una novedad absoluta sin ser reenviado por él a
toda la existencia entre el nacimiento y la muerte, y a los motores últimos de la historia
de la humanidad; e inversamente, lo que adviene en una existencia ignota o se prepara en
la historia de la humanidad bajo la forma de los últimos posibles no es perceptible más
que si se produce un acontecimiento: una presencia y una palabra radicalmente nuevas
que perforan la mentira, disipan la ceguera y la sordera, y se enfrentan sin violencia a la
violencia de la historia.
El punto de mira de esta relación indisociable entre el estilo y unos estilos -
manera de situarse en medio de una pluralidad de maneras de vivir- es la comprensión
del “como” de semejanza o de comparación, ya evocado en el contexto de nuestra
búsqueda “ética” sobre la ausencia de medida o sobre la desmedida que hace entrar lo
incomparable de Dios en la historia. “Ustedes serán perfectos como su Padre celeste es
perfecto” (Mt 5, 48) o “bueno y misericordioso como él” (Lc 6, 35 ss.). Se pueden citar
también las parábolas de Jesús que hacen ver y oír la presencia escondida de esta misma
abundancia en la historia y el mundo, de nuevo gracias a una “semejanza”: “El Reino de
Dios es como un hombre que arroja la semilla en tierra…” (Mc 4, 26). En Paul, la
semejanza corre entre el Mesías y Jesús y los hombres o el hombre: de condición divina,

15
Estas maneras de habitar un mismo mundo comprenden también sus interpretaciones articuladas y
organizadas; pero pasamos entonces al nivel de las expresiones culturales del espíritu del que se planteará
la cuestión en referencia a las Escrituras.
47

el Mesías se vuelve “semejante a los hombres” y “es reconocido por su aspecto como un
hombre”, habiendo sin embargo desplazado del interior esta semejanza, encarada a partir
de lo alto, por su manera de tomar una “apariencia de esclavo” (Flp 2, 6-8)- es el estilo
de vida mesiánico de los cristianos, “el pensamiento del Mesáis”, lo que el apóstol expone
así (Flp 2, 1-5), no dudan en designar este desfasaje por un “como no” que parece revocar
toda semejanza entre la existencia cristiana y la forma de este mundo: “El tiempo se ha
acortado. A partir de ahora, quienes tengan una mujer hagan como si no la tuvieran” (1
Cor 7, 29). ¿Cómo comprender el lazo intrínseco entre esta revocación escatológica de
toda semejanza que salvaguarda la novedad absoluta del estilo mesiánico, y su percepción
que no puede producirse más que sobre la base de una semejanza con las esperas últimas
de la humanidad?
La revocación de toda semejanza indica, en efecto, Enel estilo de vida de los
cristianos, que “el fin” ha llegado. Pablo lo expone bajo una forma paradojal que resulta
de una completa primera suspensión – no de una simulación- de los marcadores de la
identidad religiosa y étnica, social luego, de los estados de vida e incluso de las maneras
más profundas de plantearse en la existencia: llorar, alegrarse, comprar, disfrutar del
mundo, etc. (1 Cor 7, 17-35): “La circuncisión no es nada, y la incircuncisión no es nada
(…) Que cada uno permanezca en la llamada a la que ha sido llamado” (1 Cor 7, 19 ss.).
La suspensión no es entonces la supresión de toda condición y de sus marcadores
estilísticos; al contrario, instaura una nueva relación a esas maneras de vivir: “estilo de
estilos”. Esta relación consiste en anular lo que en ellos es puramente factual o del orden
del destino -el “como no” paulino tanto como el verbo katargein que efectivamente puede
tomarse por “desactivar” lo señalan-, pero precisamente para suscitar allí el llamado que
se aferra de toda una existencia, tal como es, pero a partir de ese momento marcada por
lo que el apóstol designa por el término “uso” o “utilidad”: “aunque puedas volverte libre,
haz uso lo mejor posible de tu condición de esclavo” (1 Cor 7, 21). Esta noción cuya
posteridad es imposible de retomar aquí por completo, determina por ejemplo el usus
pauper de los franciscanos y se reencuentra también, de otra manera, en la indiferencia
ignaciana que consiste en desactivar todas las preferencias para poder “usar de todas las
cosas, en la medida en que ayudan a alguien por su fin”; lo que es una manera de
permitirle de descubrir su llamada.
Este llamado no interviene entonces al costado de los estilos de vida ya existentes
para agregarle uno nuevo o mejor, sino en su propio centro. Es la única manera de volver
al fin efectivamente presente en el seno de la historia multiforme y de velar por que la
hospitalidad mesiánica -estilo de estilos- no entre en rivalidad con uno de esos estilos o
no haga bulto con ellos; he ahí el sentido de la revocación de toda semejanza entre la
figura del Mesías o de la vida cristiana y la pluralidad de las maneras de vivir. Volveré
más tarde sobre los riesgos inherentes a esta composición absolutamente única. Pero en
otro momento hay que precisar bien que el como no tiene la última palabra, incluso en el
corpus paulino. El apóstol no presenta solamente al Mesías crucificado como figura a
imitar y a sí mismo en tanto que imitador del Mesías (1 Cor 4, 16 etc.), lo que supondría
por supuesto que una semejanza pueda ser establecida; comunica también y sobre todo
su certeza de que la creación, inclusive que todo, concurre a este proceso de imitación y
que lo que propone ya esté en obra en aquellos que lo reciben (1 Tim 2, 13).
48

Sería inexacto decir que la enseñanza de Jesús en parábolas apuesta únicamente


sobre un juego de semejanzas entre el Reino de Dios y lo que ocurre en el mundo de la
historia. Incluso si es imposible reconstruir el corpus exacto de estas parábolas, por una
razón teológica a precisar por lo que sigue, se puede sin pena tener en cuenta modelos
diferentes. El llamado a una evidencia inicial es ciertamente siempre exigido, al menos
para comprometer la comunicación con el auditorio: “Aquel de entre ustedes que tenga
un servidor que trabaje en el campo o cuide los animales…” (Lc 17, 7 u otras fórmulas
de introducción similares) pero el propósito de estos microrrelatos es hacer ver tal
situación de una manera nueva. Así, la primera parábola del relato lucano (Lc 7, 41-43),
situado justo después de la evocación del ascetismo de Juan y de las costumbres que
tienen el Nazareno en la mesa, y precisamente en un contexto de hospitalidad, muestra de
maravillas cómo Jesús se pone a abrir este espacio a una mujer que ya había hecho
irrupción: apostrofa al fariseo que lo ha invitado –“Simón, tengo algo que decirte…”- y
lo lleva a otra escena -la historia del perdón de la deuda desigual a los dos deudores- o
puede contar con su buen juicio antes de reconducirlo, gracias a una transferencia de lo
que parece entonces evidente, a lo que ocurre efectivamente en torno a la mesa y que a
partir de ese momento puede ser percibido de una manera diferente por él y el conjunto
de los invitados.
A partir de un nudo de este tipo y que es siempre de orden relacional, las
parábolas de Jesús atraviesan la sociedad y sus esferas económicas, sociales, políticas y
religiosas, la ruralidad y la ciudad y, finalmente, la totalidad de la historia. Ellas ejercen
ahí, según la expresión de Ricœur, una función heurística, fundada sobre la innovación
semántica de una metáfora impuesta en intriga que hace percibir a la vez la impertinencia
de una predicación (más bien que una denominación) -un acreedor (Lc 7, 41-43), un padre
(Lc 15, 11-33), un patrón (Mt 20, 1-16) o un propietario (Mc 12, 1-11) hacen a la inversa
de lo que podría esperarse de ellos -y una nueva pertinencia establecida por el relato. Esto
puede ser suscitado por una trasferencia de evidencia, por un desafío con lo insólito
(“modelo de extravagancia”) o aun por la manifestación de un crecimiento escondido y
al fin de cuentas sin proporción con sus inicios (“modelo de crecimiento”); poco importa:
en cada caso, se establece un lazo intrínseco entre lo que jamás ha sido visto ni oído, y
que súbitamente es percibido aquí y ahora.
Este funcionamiento complejo y diversificado recuerda lo que ha sido dicho, en
el marco del corpus paulino, de la desactivación de nuestros estilos (“como no”), y de la
instauración simultánea de una nueva relación con ellos. Pero las parábolas de Jesús más
bien hacen aparecer a los últimos posibles, que se esconden en los relatos y estilos de vida
del mundo, arrancados gracias a su presencia y a su palabra. Lo último no puede en efecto
manifestarse en la historia más que mostrando que lo es efectivamente por su manera de
unirse a “lo que se le parece” ya, allí donde la existencia humana es cotidianamente
enfrentada al misterio de su nacimiento y de su muerte, y allí donde la historia está en
búsqueda de sus recursos más profundos; dicho de otro modo, lo último no puede
manifestarse más que revelando el mundo, tal como es a pesar de sus cegueras y
violencias, como creación abierta a la metamorfosis mesiánica. La paternidad del
Creador, “Dios” como Padre, se esconden en la enseñanza parabólica (bajo la figura del
acreedor, del padre, del patrón, etc.), precisamente porque la santidad hospitalaria de
Jesús lo revela como habiendo entregado enteramente “lo que se Le parece” a la creación
y a cada creatura en su autonomía más estricta.
49

3. Como último recurso está entonces esta relación escatológica que la


santidad hospitalaria del Nazareno y de su movimiento mantiene con la historia de la
humanidad, que necesita una aproximación específica. Esta me condujo a designar al
cristianismo como “estilo de estilos”. Toda otra aproximación hoy corre el riesgo de
objetivar esto que es del orden del acontecimiento o de transformar esto en fenómeno
exótico y extraño; lo que haría desaparecer la especificidad de la tradición cristiana sobre
el mercado mundial de las múltiples maneras de vivir. Ahora bien, la aproximación
estilística permite mantener juntas la absoluta singularidad del acontecimiento
escatológico y su presencia en la historia, según una variabilidad sorprendente de formas
o figuras- el Nuevo Testamento y la historia nos lo enseñan- que no cesan de desbordar
toda tentativa de reducirlas a una estructura única, sin perder por ello su perfil común, a
la vez singular y reconocible como tal. La razón de esto es que la estructura de la santidad
hospitalaria del nazareno -expresión impropia (lo comprendemos ahora)- implica esta
variabilidad como formando parte de su constitución misma. Como tal, ella representa
sin duda la matriz que ha vuelto posible la estilística occidental, tal como ha sido evocada
al fin de nuestra primera visión del juego relacional iniciado por le Nazareno. Ella
engendra en todo caso la creatividad neotestamentaria; ya lo he señalado abordando el
anuncio del Evangelio, por Jesús, bajo la forma de las parábolas. Es de estos actos de
lenguaje, inclusive más globalmente del género de palabra correspondiente al estilo
hospitalario del Nazareno y de su grupo, que se cuestionará ahora antes de volver a los
escritos bíblicos como tales.

Gestos y palabras

La hospitalidad de Jesús constituye un espacio de vida, llamado Reino de Dios,


del cual hemos explorado progresivamente la profundidad, el ancho y la altura,
dimensiones abiertas por la santidad del nazareno, su presencia y su manera de estar
presente. Se le puede acercar en términos éticos, lo que ya hecho en varias oportunidades.
Pero la presencia apostólica de Jesús comienza más bien por gestos de curación en favor
de aquellos y aquellas que la enfermedad parece excluir de este tipo de hospitalidad
radicalmente abierta que extrae su energía (dynamis) en los recursos últimos de la
creación. El perfil mesiánico y escatológico de su estilo ha sido puesto en evidencia en
los puntos precedentes: el espacio nuevo que se abre a partir de ciertos gestos, susceptibles
de encontrar al otro en su existencia carnal (la vista y el oído), es al mismo tiempo
habitada por sus palabras que tienen un impacto más universal porque se dirigen no
solamente a tal o cual grupo de discípulos, o de adversarios, pero también a la multitud.
En la perspectiva de su capítulo, voy a abordar de entrada bajo el ángulo de su unidad
estilística antes de interrogarme sobre el principio de su proliferación en el seno de la
tradición post-pascual donde se inventa finalmente una nueva manera de escribir.
1. Las palabras del Nazareno no aumentan de entrada la ética o la moral, pero
quieren ante todo dejar percibir “los últimos posibles” escondidos en la sociedad y el
mundo. Es el rol del anuncio del Evangelio que toma forma en bienaventuranzas,
parábolas o incluso en otros apotegmas. Como ya hemos visto, estos actos de lenguaje se
sitúan en el límite entre la evidencia fulgurante de un fin y la aproximación progresiva de
esta percepción; límite que Marcos y Juan marcan distinguiendo el “hablar en parábolas”
50

(Mc 4, 11.33ss.) del “hablar abiertamente” (Mc 8, 32). La decisión de cualquiera de entrar
o de encontrarse efectivamente en el espacio hospitalario del Nazareno ocupa este umbral
absolutamente decisivo. Atravesarlo no significa entrar en una comunidad (de masa o de
itinerantes), pero no lo excluye tampoco. Lo esencial es una nueva manera de situarse en
el mundo que puede entonces transparentar en parábolas que pierden de golpe su
apariencia enigmática (metamorphosis), pero también en le lenguaje ético de Jesús del
que ya se subrayó el carácter tajante (krisis)16
Desde la Historia de la tradición sinóptica de Rudolf Bultmann (1921), estas
palabras han sido el objeto de múltiples búsquedas, combinando aproximaciones literarias
y sociohistóricas en sus “lugares” (Formgeschichte). La expresión de Wittgenstein “juego
de lenguaje” que religa la práctica de una lengua de gestos cotidianos o formas de vida
que le corresponden es aquí adecuada. Pero el comparatismo corre el riesgo de
contentarse con una simple clasificación de estos “juegos” atribuyendo a diferentes
aspectos del personaje Jesús, abordado como carismático itinerante, profeta, curador,
poeta y maestro de ética. Más recientemente se ha intentado comprenderlos a partir del
juego relacional muy diferenciado del Nazareno: sus relaciones familiares, su relación
con le Bautista, con sus discípulos, con sus simpatizantes, más particularmente con ciertas
mujeres, y sus relaciones con sus adversarios. Es más bien en este marco -Jesús
pareciendo de entrada como no estando solo- que se puede percibir la unidad interna de
sus palabras; unidad, por razones ya indicadas, accesible solamente a una aproximación
estilística. En cuanto a su enseñanza ética respecto ala ley, no se ve cómo comprender de
otra manera la unificación original, operada por él, entre varios factores: una
radicalización sin precedentes -en el sentido de un desplazamiento de la ley hacia su
origen y su fin en la santidad misma de Dios-, una apertura tan radical a todos (incluso a
los enemigos) y sobre todo a los últimos entre nosotros -más acá y más allá de las fronteras
del judaísmo-, y el llamado a realizar esta santidad aquí y ahora y siempre de manera
absolutamente única. En cuanto a la poética de las parábolas, la perspectiva estilística está
aquí más particularmente en su elemento.
2. El simple hecho de que el corpus de palabras de Jesús –“enseñanza” ética,
“composiciones” parabólicas, etc.- haya sido considerablemente enriquecido por la
tradición presinóptica plantea la pregunta central del principio de esta creatividad. Más
acá del paso a la escritura sobre el que voy a volver, este principio reside en la hospitalidad
de Jesús mismo y en su capacidad innata de contar con la singular creatividad de sus
compañeros; es lo que resulta del camino recorrido. La aproximación estilística de las
palabras de Jesús tiene precisamente por motivo escrutar lo que la reconstrucción
imposible de su perímetro exacto corre el riesgo de esconder, a saber, su formación en el
seno de un juego relacional cuya fecundidad propia ya ha sido percibida.
Jülicher en efecto tenía razón cuando llamaba a las parábolas “hijas del instante”
(Kinder des Augenblicks), “encontradas en el instante y para el instante” por el locutor
(Redner) Jesús para manejar tal situación comunicando de eso su interpretación y su
evaluación a sus interlocutores. Como tal, ellas no marcan solamente la distancia de Jesús

16
En el capítulo VI de la cuarta parte de esta obra intento articular estos diferentes niveles de la experiencia
relacional del Nazareno distinguiendo tres funciones del Espíritu “operador” de lazos: las funciones de
dynamis o de manifestación elemental de una potencia de existir, de krisis ética y de metamorphosis
“mística” del mundo.
51

en relación consigo mismo; conducen a quienes lo escuchan a una escena imaginaria para
que, habiendo tomado una distancia similar respecto de ellos mismos, puedan libremente
abrirse al misterio de lo que está pasando entre ellos. Esta forma hace de ellas los actos
de lenguaje más íntimamente ligados a la hospitalidad abierta del Nazareno. Pero
entonces, ¿cómo podrán guardar su pertinencia en otras situaciones y sobre todo después
de la Pascua? Cuestión que no ha dejado de aparecer en la investigación. ¿Y cómo
comprender la desproporción entre la pequeñez de estos micro-relatos relativamente poco
numerosos, atribuidos con mayor o menor certitud a Jesús, y su extraordinaria
arborescencia en el Nuevo Testamento (cf. Mc 4, 30-32)?
Me parece que la respuesta se encuentra en el aspecto didáctico de ciertas
parábolas, que permanece desapercibido ya sea en una aproximación puramente retórica
y concentrada en el instante de su invención, ya sea en una perspectiva poética que las
aísla de su referencia extra narrativa y las lleva hacia lo que algunos llaman
“parabolicidad universal del lenguaje”. Ahora bien, tal parábola es contada por Jesús de
manera de hacer participar a sus oyentes en el acto mismo de su emisión. Al nivel de su
enunciado, cuenta entonces de su propia formación como acto de lenguaje en lazo
estrecho con quien la cuenta y con cualquiera que esté invitado a recibirla. Ella pone en
efecto en escena el riesgo corrido por Jesús, que consiste en dirigirse a cualquiera, estando
obligado a contar con su escucha -¿cómo si no tomaría la palabra?-, sin poder por lo tanto
forzarla; es la forma misma de la parábola como metáfora o libre “transfert” del locutor
y del oyente en otra escena que dice su fondo, a saber, el misterio de la comunicación
misma de la palabra, que cuando efectivamente logra su cometido, se llama “Reinado de
Dios”.
El lector habrá comprendido que acabo de comentar la parábola del sembrador,
que ocupa un lugar particular en los evangelios sinópticos, y no deja de evocar el
apotegma joánico del “grano de trigo que cae en tierra, muere y da fruto abundante” (Jn
12, 24); palabra pronunciada con proximidad a la cita de Isaías 6, 9-10 (“para que no lo
vean con sus ojos y su corazón no comprenda…”) que suscita igualmente la parábola del
sembrador (Mc 4, 10-12). Podría llamarse la “parábola de las parábolas” porque tiene por
contenido la comunicación parabólica misma, en tanto que anticipación de su propio éxito
mesiánico y escatológico, inesperada y sin embargo sobreabundante; pero dado que ella
permanece, por definición, suspendida a su recepción, llama a una segunda lectura (Mc
4, 14-20), separada de la primera por el abismo que ocupa o cava la cita de Isaías. La
designación y la para ‘bola como “parábola de las parábolas” la acerca a la fórmula “estilo
de estilo”, y muestra también su enraizamiento en un nudo relacional que he descrito
desde el comienzo en términos de hospitalidad abierta. La parábola del sembrador
introduce sin embargo un elemento de reflexividad: cuenta su propia elaboración, lo que
hace posible la creación de otras parábolas. Ahí está el aspecto didáctico señalado al
instante: “Ustedes no comprenden esta parábola. Entonces, ¿cómo comprenderán las
demás parábolas?” (Mc 4, 13). Podría objetarse que el evangelio de Marcos inventó esta
teoría de la parábola. Es sin duda cierto; pero este hallazgo testimonia de una singular
perspicacia estilística en referencia a la creatividad suscitada por el sembrador del Galileo.
3. Acabamos de atravesar el umbral del “volverse escritura” de la santidad
hospitalaria del Nazareno. Bien al comienzo de estas reflexiones sobre el cristianismo
como estilo, yo había no sólo subrayado que Jesús no había dejado ningún escrito e
52

intentado dar razón de esto, sino también notado el riesgo de que las primeras
comunidades corrieron confiados en una escritura única y definitiva, y, como tal,
absolutamente nueva. La tradición post-pascual se apoya sin duda en la creatividad que
acabamos de poner de relieve. Ella está herida por la negación del Nazareno de una parte
de su pueblo, seguido de su ejecución; ella está al mismo tiempo llevada adelante por su
nueva manera de sestar presente -sus aplicaciones”- en el seno de la hospitalidad
mesiánica y escatológica que había inaugurado y que ciertos de sus discípulos relanzan
ahora tomando su lugar. El lazo intrínseco entre su referencia (amorosa) al Resucitado y
su sensibilidad a las manifestaciones propias de los tiempos mesiánicos, tanto como entre
el advenimiento del fin de la historia que continúa permanece al principio de esta
hospitalidad que ese inscribe en figuras históricas extremadamente validadas, aquí y allí
amenazados por desequilibrios de orden cristológico o prepatológico, escatológico o
eclesiológico.
En estas condiciones de una extrema fragilidad, el paso a la escritura representa
un verdadero desafío. Notemos que no se trata solamente sobre la enseñanza de Jesús
como un Schleieracher pudo presuponerlo, pero sobre su presencia en palabras y en actos
en el seno mismo de una hospitalidad abierta, y por abrir siempre más ampliamente. Pudo
decirse que el cristianismo primitivo se dirige, por este simple gesto de escritura, a su
propio porvenir. Esta expresión de su vitalidad es completamente incomprensible,
inclusive legítima de acuerdo a lo que ha sido dicho de su consciencia mesiánica y
escatológica. Pero no hay que subestimar el peligro sutil que este proceso complejo de
una simple puesta por escrito hace correr al nuevo movimiento cristiano: corre el riesgo
de aferrarse a su propia supervivencia y tomar distancias respecto de lo que no puede
venir más que imprevistamente y sin poder ser programado, siempre y de manera única,
y definitiva; corre finalmente el riesgo de volverse vieja. Ciertas grandes construcciones
teológicas u otra, quizás adosadas en las Escrituras que inspiradas efectivamente por las
confirman esta sospecha como la fuente de los múltiples movimientos que la iglesia
conoció desde sus comienzos.
Es en esta encrucijada que interviene la inteligencia estilística de las Escrituras.
Yo lo había presupuesto en el punto de partida, al momento de interrogarme sobre el
contraste entre la ausencia de escritos de llamando del Nazareno y el relanzamiento del
proceso de escritura entre los primeros cristianos. Designando esta escritura por el
calificativo “Escritura Santa”, el cristianismo presupone que ella está totalmente ordenada
al a novedad el acontecimiento del que ha sido. Esta hipótesis resta a verificar su doble
vertiente: el status de la escritura neotestamentaria y el tipo de interpretación teológica
que les es aplicado.

La Escritura “santa”

Después de haber mostrado dónde se sitúa la novedad del cristianismo y en qué


la percepción de esta necesita un tipo de discernimiento particular, llamado aquí
“pensamiento estilístico”, nos hace falta ahora volver a las Escrituras como tales y a su
densidad literaria, para verificar si, y en caso afirmativo cómo, el género de escritura y de
lectura inventado por las primeras comunidades cristianas llega efectivamente a mantener
53

y a renovar esta novedad. Pasamos entonces al nivel de las expresiones culturales del
espíritu –cristiano en la ocurrencia- donde el concepto de estilo está en su propio
elemento.
Va de suyo que un nuevo tipo de escritura y de lectura totalmente ajustada a la
santidad hospitalaria del Nazareno no ha podido nacer de golpe. Ha estado sometido a un
trabajo de laboratorio eclesial y de discernimiento que exégetas e historiadores pueden
notar en el seno mismo del corpus disponible de los textos canónicos y no canónicos. En
efecto, hablar de escritura santa o inspirada por el Espíritu de santidad en el sentido en
que se ha dado a este término, debe ser verificable: la inspiración no es solamente
reconocida en tal o tal texto en vista de su canonicidad llamada “material” –su
apostolicidad o su concordancia perfecta con la consciencia de la Iglesia primitiva, como
decía Karl Rahner- pero debe ser realmente probad en un acto de lectura correspondiente
a las cualidades objetivas e inherentes a los escritos, tomados en ello9s mismos. Esta
puesta a prueba es hoy posible gracias a una exégesis crítica que, en su vertiente
pragmática de análisis narrativo y retórico, ha integrado en su campo de búsqueda la
comunicación entre la voz del narrador yo del escritor de epístolas y el lector.
Hace falta entonces precisar este desplazamiento y verificar enseguida, de
manera más específica, si lo que la exégesis nos enseña de la relación entre escritores
neotestamentarios y lectores concuerda con la manera de ser de Jesús, partiendo de las
calidades de las grandes clases de escritos neotestamentarios –cartas apostólicas, relatos
evangélicos y apocalipsis- antes de interrogarnos sobre la presencia histórica de esta
Escritura, como conjunto orgánico y canónico, en el seno de una pluralidad de culturas y
sobre su capacidad estilística de confederar a los cristianos.

Una nueva manera de escribir y de leer: ¿manifestación de la santidad


neotestamentaria?

Comencemos por preguntarnos en qué sentido lo que ha sido dicho


precedentemente de la santidad neotestamentaria puede ser transferido a la Escritura.
Tradicionalmente, la santidad califica a los autores de tal o tal escrito: san Pablo apóstol,
san Mateo, san Juan, etc.; aquellos a los que la tradición llama hagiógrafos. Ahora bien:
cuando se desplaza la novedad del Nuevo Testamento hacia una nueva manera de escribir
y de leer, la santidad se pone a circular entre los autores, sus escritos y sus destinatarios.
Hace falta a partir de ahora preguntarnos en qué sentido este nuevo modo de escritura
puede ser una expresión de la santidad neotestamentaria y cómo la puede volver
accesible entre los lectores que Pablo llama “los santos”. Las investigaciones de la
pragmática sobre la relación ente la enunciación epistolar o evangélica y el lugar que ella
reserva al lector implícito nos orientan desde el interior mismo de los textos hacia este
tipo de pregunta.
Esta relación ¿reproduce lo que acaba de ser dicho de la hospitalidad del
Nazareno? ¿Podía incluso leerse ahí la victoria mesiánica y escatológica sobre la ceguera
y la sordera; victoria ya resaltada en las parábolas de Jesús que anticipan sus propios
efectos sobreabundantes, permaneciendo –hasta en su forma mismo- suspendidas de la
libertad de sus oyentes? Dudamos que la respuesta deba ser extremadamente escéptica,
54

según se aborde las cartas paulinas, los evangelios sinópticos, los Hechos, el corpus
joánico, etc. La diferenciación interna de las clases de escritos, sin duda estructuralmente
limitada, y de los escritos propiamente dichos, es el espacio literario donde se nota la}
sorprendente apertura post-pascual de la hospitalidad mesiánica y escatológica del
Nazareno, pero también las resistencias que se oponen en el contexto cultural y religioso
de la época y en las primeras comunidades cristianas. Pero cada vez un mismo criterio de
concordancia estilística entre forma y fondo puede guiarnos en nuestra puesta a prueba
de los textos.
Este criterio, ya puesto en valor por Schleiermacher, funciona en efecto como
condición de credibilidad, permitiendo a un lector cualquiera acceder, aquí y ahora, al
mismo acontecimiento único y último que se produjo en el seno de la hospitalidad el
Nazareno. Agrego que esto no significa la ausencia de tensiones incluso importantes entre
los textos, inclusive al interior de tal o cual libro. Al contrario, estas divergencias
cuidadosamente conservadas por el canon neotestamentario son susceptibles de suscitar
en el lector lo que los Hechos (15, 2. 7 y 25, 20) llaman la zétesis –discusión o instrucción-
o el apóstol Pablo la diakrisis pneumatón (1 Cor 12, 10), sugiriendo ya las maneras de
proceder; se trata entonces de una actividad “razonable”, supuesta a la obra en el lector y
al mismo tiempo relanzada por el acto de lectura.

Las “formas” del Nuevo Testamento

En cuanto se entra en la diferenciación interna de las formas del Nuevo


Testamento, diversos tipos de clasificación son posibles. Podemos toma por guía los
géneros literarios, ligados cada uno a un sitio especifico; análisis intentado en varios
oportunidades para aislar apotegmas, controversias, palabras de sabiduría y oráculos
proféticos, parábolas y exhortaciones, relatos de milagros y otros conjuntos narrativos,
como los relatos de la infancia, del bautismo , la transfiguración y aquellos de la pasión
y apariciones de Cristo, reglas comunitarias, salmos e himnos, inclusive argumentaciones
teológicas, etc. estas formas no remiten todas a Jesús de Nazareth, lejos de allí, pero
pertenecen por lo esencial al patrimonio cultural del judaísmo del primer siglo de nuestra
era. En régimen neotestamentario, todas ellas sufrieron un reencuadre específico, para
poder ejercer un “poder” específico de formación en aquellos que se exponen a sus
posibles efectos.
Ara entrar de entrada en este trabajo de retomar y de reencuadrar, podemos
seguir la huella de la energía “racional” que vehiculan estas pequeñas formas
reagrupándolas, con el conjunto de la Biblia judía, en el seno de tres elementos
lingüísticos: el elemento narrativo exigido por la temporalidad de la existencia humana,
el elemento regulador constitutivo de la vida en sociedad y el elemento deliberativo o
argumentativo adaptado a la búsqueda de la verdad. La santidad neotestamentaria se
expresa en estos registros fundamentales, bajo el ángulo de la autenticidad d de una
presencia (que compete al relato de vida), de la justeza de un comportamiento (que
compete al discurso normativo), y de la verdad de un discurso (siempre sometido a una
discusión evaluativa). Pero sin duda hay que agregar entonces un último elemento que no
hace bulto con los otros: la doxología, no sólo la acción de gracias (1 Tes 1, 2-4), sino
55

también la alabaza (ver Mt 11, 25-27), género de oración que calibra de alguna manera
el conjunto de los otros elementos17.
Estas diferentes tentativas de comprender la composición progresiva de la Biblia
cristiana, del interior mismo de sus formas más pequeñas y a partir de la invención de una
nueva manera de escribir y de leer, deben apoyarse en última instancia o en primer lugar
sobre el dato textual menos contestable que es la distinción de las tres clases de escritos
del Nuevo Testamento, a saber, las letras apostólicas, los evangelios con los Hechos, así
como el Apocalipsis de Juan. Es ese el terreno donde se puede verificar el ajuste de la
nueva escritura con la santidad hospitalaria del Nazareno.
1. Las cartas apostólicas, las de Pablo en particular, forman una primera
clase de escritos, sin duda la más fundamental y la más elemental de las tres. como
medio de comunicación con una comunidad o un individuo, esta forma es en efecto
bien perceptible en las otras dos clases, como lo atestiguan los prólogos del evangelio
de Lucas y los Hechos, o incluso las siete cartas inaugurales del Apocalipsis. En
cuanto a la práctica epistolar y Pablo, está íntimamente ligada a su ministerio
apostólico de fundador itinerante de comunidades. Ella no sustituye su autoridad
viviente o la de su equipo, pero es un medio de gobernarlos a distancia y de ponerlas
en relación, por ejemplo, por la célebre carta de la colecta (cf. Gal 2, 10).
Es remarcable que Pablo no escribiera solamente cartas, sino que reflexionara
sobre lo que esto significa en el régimen neotestamentario. También introduce, en la
segunda carta a los Corintios, una distinción entre su escritura epistolar y la de la Ley de
Moisés sobre las tablas de piedra, tomando al mismo tiempo distancia respecto de las
cartas de recomendación que salían de falsos apóstoles (2 Cor 3, 1). El género epistolar
recibe aquí una significación metafórica que sitúa el acto de la escritura en el momento
de la fundación de la comunidad y de la recepción del Evangelio, a saber, en la “seguridad
del apóstol” (2 Cor 3, 4-5) y el develamiento de los rostros transfigurados en la imagen
del Señor (2 Cor 3, 12-18). Al mismo tiempo, el orden de la escritura se invierte, como
ya en la hospitalidad de Jesús, en la medida en que la primera “carta” es la que Pablo
mismo recibe: “Ustedes son una carta de Cristo”, escribe a la comunidad de los “santos”,
una carta confiada a nuestro ministerio, escrita no con tinta, sino con el Espíritu del Dios
viviente, no sobre tablas de piedra sino sobre tablas de carne, sobre sus corazones” (2 Cor
3, 3ss.).
La carta escrita con tinta está entonces en concordancia con el criterio espiritual
de santidad que ella da de su propia autenticidad, si permanece, en su forma, al servicio
de la experiencia, hecha a lo largo del encuentro fundador entre el apóstol y aquellos que
han recibido su Evangelio, contentándose de renovar esta experiencia en y a partir de su

17
La ventaja de esta clasificación según la energía “racional” de las formas literarias es la de apoyarse en
la diferenciación de las relaciones que mantenemos con nosotros mismos, con la sociedad y con la totalidad
de lo real y de volver la santidad hospitalaria perceptible y creíble. Propongo un análisis detallado de los
tres elementos del discurso neotestamentario que se injertan sobre estas relaciones diferenciadas en el
capítulo IV de la segunda parte: “Les juegos de la narratividad por la teología”. En el análisis que sigue,
organizado según las clases de escritos del Nuevo Testamento, me atengo sobre todo a los elementos
narrativo y argumentativo, así como al a estructura doxológica de los textos. Trataré el elemento regulador
cuando sea sucesión del canon de las Escrituras y del Símbolo.
56

raíz crística y escatológica. Precisemos estos dos aspectos, recordando lo que ha sido
dicho del doble perfil, mesiánico y escatológico, de la santidad hospitalaria del Nazareno.
El primer aspecto se verifica en el estilo de relación que la carta compromete
con sus destinatarios. Podría objetarse (con los numerosos adversarios del apóstol) que la
enunciación paulina es tan fuerte en su corpus epistolar que corre el riesgo de encerrar a
sus lectores, en particular cuando evoca delante de ellos el don de su vida, a veces en
términos parentales (1 Tim 2, 7-12), y los invita a imitarlo (1 Tim 6; Flp 3, 7). El límite
de la “carta de recomendación” sería atravesado, invalidando por su forma misma lo que
quiere volver accesible. Remarquemos sin embargo que la manera de rozar, por
momentos, este límite es recordando el exceso mesiánico que, como hemos dicho,
caracteriza la manera de Jesús y la del apóstol. Pablo es perfectamente consciente de la
ambivalencia de este exceso. Pasar los límites de la recomendación y anunciarlo de
manera irónica (cf. 2 Cor 10-13, sobre todo 11, 16), es sin embargo dar al lector la libertad
de posicionarse en verdad; procedimiento estilístico que empuja de hecho hasta el límite
la “reflexividad epistolar”.
Las situaciones de interlocución, a menudo conflictivas, varían evidentemente
de una carta a la otra y manifiestan una sorprendente capacidad de adaptación y de
aprendizaje apostólico; la investigación histórica lo establece. Pero la intención relacional
y su fundamento mesiánico permanecen idénticos. La referencia constante de Paul a la
manera de Cristo de comportarse como esclavo de todos (doulos), a su presencia en sí
mismo (cf. Gal 2, 20) y sobre todo en aquellos y aquellas a quienes se dirige, el llamado
importante a sus memorias, inclusive a lo que ha a sido la obra en ellos en el momento
mismo de la acogida inicial del Evangelio, produce el efecto de una simetría. Todos los
elementos estilísticos de la escritura paulina (formas de argumentación, metáforas
utilizadas, etc.), confirman el llamado del apóstol al sentido común y a la conciencia del
lector y contribuyen a abrir un espacio cultural de acogida cada vez más ecuménico y
diverso, rebasando la frontera que crea la diferencia inicial entre judíos y no judíos. La
carta supone o apunta entonces siempre a una libre co-presencia en el seno de una
experiencia de “transfiguración” que, compartida por el número mayor (“Nosotros todos
que, con le rostro descubierto, reflejamos la gloria del Señor…”), relativiza al mismo
tiempo oda prerrogativa, cualquiera que sea.
Desde este punto de vista, la primera carta a los Tesalonicenses, el escrito más
antiguo del Nuevo Testamento, es paradigmático. La narración que ocupa la mitad del
texto reenvía la comunidad de los destinatarios a la evangelización y a sus efectos: efectos
sobre ellos- “nuestro anuncio del Evangelio en ustedes no ha sido solamente discurso”,
comenta Pablo, “sino potencia, acción del Espíritu Santo y maravilloso cumplimiento” (1
Tes 1, 5) – y efectos de vuelta sobre el apóstol mismo, destinatario del Evangelio de la fe
y del amor de sus interlocutores (3, 6) –“y ahora revivimos porque ustedes se mantienen
firmes en el Señor”, les escribe (3, 7). Este intercambio supone la autonomía de los
compañeros incluso si la iniciativa y la autoridad se sitúan del lado de Pablo y de su
equipo: el apóstol nota no solamente que su propia palabra resulta Palabra de Dios porque
ella ya está actuando en aquellos que la reciben en total libertad (2, 13); remarca aun la
fecundidad de su acogida que, haciendo imagen en el entorno, ha mudado en nuevo
anuncio en Macedonia y Acadia (1, 6-10). Incluso sin detallar este proceso de
57

comunicación simétrica y cada vez más abierto, se perciben aquí los trazos esenciales de
la hospitalidad del Nazareno.
El segundo aspecto de la concordancia de la cara apostólica con lo que pretende
ser se verifica en su orientación escatológica, en dirección de un fuera de texto que no
duda en anticipar: está escrita e inscripta en efecto entre estos dos encuentros o presencias
efectivas, en el vacío de la separación, “lejos de ustedes con los ojos, pero no con el
corazón”, en este “espacio” donde se forma el deseo de nuevos reencuentros (2, 17-3, 13).
Esta característica se verifica incluso en el caso de la epístola a los Romanos, que no
puede apoyarse sobre un encuentro previo cualquiera entre Pablo y los destinatarios de
su carta (ver Rom 1, 8-15), pero sin embargo hace referencia a una memoria apostólica
anterior que ella viene a “reactivar” (Rom 15, 8). Queda que el motivo último de la
escritura apostólica es la espera de un futuro, jamás enteramente programable, porque
siempre estará situado bajo la luz de la “presencia del Señor Jesús durante su venida
(parousia) con todos sus santos” (cf. 1 Tes 2, 19ss.).
Por una oración de acción de gracias (eucharistein) que forma parte de la forma
misma de la carta (1 Tes 1, 2-4)), esta anticipa este feliz acontecimiento mesiánico y
escatológico, dejando subsistir la ausencia y la libertad de los destinatarios, así como el
carácter inacabado y no controlable de la historia. Este espacio a la vez exterior e interior
se llena de toda clase de noticias llegadas a oídos del apóstol, de problemas también
concernientes a la Iglesia, de consejos, ordenanzas, amonestaciones, orientadas todas
hacia la venida del Señor Jesús, a lo imprevisto o durante futuros reencuentros. El deseo
que se abre así se explica finalmente en una oración de demanda, estructural del mismo
modo que la acción de gracias (1 Tes 2, 11-13).
No es este el lugar para hacer un relevo de los numerosos índices textuales que
orientan la lectura de las cartas apostólicas en este sentido. Alcanza con retener que esta
lectura consiste a volverse sensible a la forma o al estilo de estos textos, a exponerse
entonces a sus efectos de inspiración. Estos son vehiculizados por la “reactivación” -hic
et nunc- del acontecimiento fundador de una co-presencia entre un apóstol y una
comunidad en devenir y cotidianamente orientada hacia nuevos encuentros y presencias
nuevas. La “reflexividad epistolar” de las cartas no garantiza solamente la libertad de un
lector cualquiera, puesto en posición de verificar personalmente su autenticidad; ella
comunica aun el Espíritu de la escritura, al punto, eventualmente, de suscitar e inspirar su
propia escritura apostólica; es lo que se produjo en la “escuela paulina”.
La argumentación del apóstol, a menudo cerradas en sí mismas y complejas (ver
1 Pe 3, 15 ss.), a veces también polémica, y que se apoya no sólo en su experiencia de
conversión y el recuerdo de lo que pasa en el momento de la fundación de determinada
comunidad, sino también en la memoria de las Escrituras, ha estado a menudo aislada
dentro de las grandes construcciones doctrinales que conocemos. No hay en efecto más
que un paso entre esto y transformar la misión paulina en el conjunto de la cuenca
mediterránea en ocupación nueva de la tierra y las cartas del apóstol en esbozo de un
nuevo edificio religioso destinado a sustituir a los antiguos. La lectura estilística no
renuncia de ninguna manera a evaluar la argumentación paulina, pero rehúsa
desconectarla de su enraizamiento en la experiencia relacional, a la vez mesiánica y
escatológica, que el estilo de los textos vehicula.
58

2. Un mismo principio de lectura vale también para la segunda clase de


escritos que es la de los evangelios. Reconozcamos incluso que son ellos quienes nos han
vuelto sensibles al desafío relacional que está en la base de la literatura paulina, más
abierto geográficamente pero más concentrado sobre el grupo eclesial que en los relatos
evangélicos. Con excepción de Lucas, sus autores parecen ausentarse de sus escritos o
querer permanecer anónimos; el problema de su legitimación o de su “recomendación”
no se plantea entonces en los mismos términos que en Pablo. Todo ocurre como si
desearan borrarse delante de lo que pueda pasar hoy entre Jesús resucitado y cualquiera
que se encuentre en su camino. Sus “voces” de narradores son sin embargo
omnipresentes; cargan sobre sí en todo momento el proyecto del relato en su integralidad
respecto de posibles lectores a los que les indican sus lugares.
Es en efecto por esta puesta en relación entre el Nazareno y los lectores dl teto -
via los personajes del relato- que se define el género evangelio: los evangelios son relatos
de conversión que no ponen en escena solamente el itinerario de Jesús, del principio al
fin, sino al mismo tiempo lo que él se vuelve en y por aquellos y aquellas cuyo itinerario
se cruza con el de él. También podría hablarse de relatos de encuentros poniendo el acento
en la relación de identificación mutua entre él y los y las que se cruza, personajes y
lectores. Ciertamente, los tres sinópticos y el cuarto evangelio desarrollan, cada uno a su
manera, toda una “teoría” (de las parábolas o de los signos) inspirada en Isaías (Is 6, 8-
11), para hacer lugar a la incomprensión y a la no-fe no solamente de los adversarios sino
también de los más cercanos; ya hablé sobre esto. Pero la insistencia sobre la inmanencia
en la definición propuesta -lo que Jesús se vuelve en los y las que se encuentra- es una
manera de decir al mismo tiempo el desenlace “eucarístico” de esta imposibilidad de
seguir al maestro hasta el fin –“mi cuerpo por ustedes”- o incluso su estructura
pneumatológica –“es mejor para ustedes que yo me vaya…”-, particularmente desplegada
en el evangelio de Juan.
El “género evangelio” nos lleva entonces más cerca del estilo mesiánico y
escatológico de la santidad del Nazareno que hemos planteado al comienzo de nuestro
desarrollo sobre su hospitalidad. Desde este punto de vista, la diferencia de perspectiva
respecto de la clase de escrito de las cartas paulinas es patente y amerita ser notada. Estas
últimas subrayan el aspecto sincrónico de una co-presencia del itinerante y de su
comunidad eclesial, apoyándose en especial sobre una memoria, diferenciada y más o
menos desarrollada, que rememora la conversión el apóstol a Cristo, la fundación de tal
comunidad y la historia de Israel entre las naciones; los evangelios, a la inversa, se
despliegan enteramente en el elemento del relato, honrando de entrada la dimensión
diacrónica (el Kairós), no solamente del itinerario de Jesús sino también de la vida de los
y las que acceden a la fe. Esta acentuación temporal va de la mano con una diferenciación
sorprendente de las figuras de conversión o de fe que no se dejan encasillar en las
categorías de discípulo, apóstol o incluso testigo. La diversidad de los episodios donde el
“cualquiera que llega”, en su singularidad absoluta y con sus preocupaciones, encuentra
asilo cerca del Nazareno, forma parte de la definición misma del género evangelio. En
efecto, concuerda perfectamente con lo que constituye el fondo de la santidad hospitalaria
de Jesús, a saber, su percepción de lo que es único y definitivo, y por lo tanto nuevo, en
cada encuentro, tanto como su capacidad de comunicar este sentido del discernimiento a
otro.
59

La reflexividad de la que hemos hablado a propósito de las parábolas y de las


cartas apostólicas no está ausente de la clase de relatos evangélicos, incluso si no aparece
a primera vista. Interviene sin embargo gracias a la voz del narrador que orquesta el
conjunto del relato e invita a su doble lectura, por ejemplo, tomando la figura de “un joven
hombre, vestido con una túnica blanca” que anuncia a las mujeres y por las mujeres a los
discípulos, que el Resucitado los precede en Galilea: “Es allí que lo verán, como él les
dijo” (ver Mc 16, 1-8). Esta doble lectura es estructural en dos sentidos: de entrada, al
nivel de la simple forma de los relatos porque una primera lectura según su dimensión
lineal o episódica está necesariamente seguida de una reanudación, permitiendo al lector
percibir, a partir de su fin, su composición como un conjunto; es a después también un
plan mesiánico y escatológico porque El que está muerto se vuelvo hoy presente en
“Galilea” en medio de los suyos cuando viven allí siguiendo su estilo. Lo que más bien
está implícito en Mateo y Marcos, la obra lucana lo explicita exponiendo estas dos
dimensiones en dos libros diferentes cuyas múltiples relaciones intertextuales invitan al
lector a superponer estos escritos, el segundo “repatriando” lo que se pasa a lo largo de
primero en la actualidad y el espacio de la Iglesia, naciente aquí y ahora: … relatando
precisamente aquello en lo que Jesús se transforma en y por aquellos y aquellas cuyo
itinerario cruza el suyo.
Situándose entonces a la vez en estas dos dimensiones, histórica y actual, de la
relación del Nazareno con su entorno, los relatos cuentan simultáneamente su itinerario y
su propio nacimiento (como hace por otra parte la parábola del sembrador); está allí su
reflexividad discreta. Su escritura se funda en definitiva sobre la desaparición de Jesús y
sobre su presencia nueva y actual en medio de los suyos bajo la forma de un
“engendramiento” o de un “traspaso” de su autoridad, que comunica a los Doce (Cf. Mc
3, 13-19), llamándolos a ocupar realmente su lugar. No pudiendo relatar su identidad más
que bajo esta forma de una comunicación de ella a otros distintos que él, a los que les da
de vivir -y de escribir, podemos agregar ahora- a partir de su propia existencia mesiánica
y escatológica, los evangelios sugieren al mismo tiempo que no pueden más que contarlo,
según un ajuste perfecto entre fondo y forma: cómo relatar en efecto un engendramiento
o una comunicación de otra forma que no sea bajo el modo de un relato. A causa de esta
reflexividad que religa los relatos evangélicos a su nacimiento, su proliferación creadora
no puede dar cuenta de una lógica de sustitución donde todo nuevo relato reemplazaría
simplemente a los precedentes; la creación de los evangelios es del orden de una filiación
espiritual que produce un indudable aire de familia, ampliamente puesto en valor por la
historia de su redacción; su hermenéutica teológica debería acordarse de esto.
Poner en valor el itinerario de los Doce y su proximidad respecto ala “voz
narrativa” del evangelista (cf. Ef 4, 11-13) no significa que se quiera reducir la
impresionante diversidad de las figuras evangélicas a algunos personajes que cargan a la
vez con la identidad mesiánica y escatológica del Nazareno –“Tú eres el Cristo…” (Mc
8, 19 ss.)- y la configuración global del relato. La identidad mesiánica y escatológica del
Nazareno, así como la dimensión configuradora de cada uno de los evangelios se
esconden en efecto en la diversidad de los episodios e itinerarios humanos, volviendo
posible una atención remarcable a las “realidades penúltimas” de la existencia.
Un último trazo estilístico de los relatos se perfila aquí: no cuentan solamente,
sino que también argumentan; no proponen sólo figuras de identificación a sus lectores,
60

también quieren ayudarlos a darse cuenta de su fe absolutamente única. Esta comprensión


interior es entregada a cualquiera, sea cual sea su posición, visitante anónimo o discípulo,
según un tipo de credibilidad, explorada a lo largo de este capítulo. La inteligencia de la
fe ese apoya en efecto sobre la capacidad elemental del lector de percibir la coherencia
paradojal de la manera de ser del Nazareno en tal o cual situación, representando cada
vez que llegan, una victoria mesiánica sobre su ceguera y sordera congénitas. Falta que
los relatos argumenten también en su globalidad, e intentando hacer comprender a sus
lectores el rechazo opuesto al Nazareno y a su movimiento por numerosos judíos. Para
eso sitúan a Jesús en su contexto sociocultural, situándolo en comparación al grupo del
Bautista y a los otros grupos político-religiosos que lo rodean, y se sirven de una escritura
tipológica, ya puesta en valor por Käsemann en relación con su estructura apocalíptica.
Sin embargo, uno puede sorprenderse del carácter discreto y alusivo de estas tipologías
que llaman a la inteligencia y a la cultura bíblica de los lectores. Incluso a este nivel global
de la configuración del relato, el narrador deja entonces a los destinatarios hacer su propio
camino en el mundo es el suyo, sin jamás aislar el trabajo de la inteligencia del tipo de
relación que mantienen con el Nazareno. Esta manera de proceder forma parte de la
definición incluso del “género evangelio”.
3. La dimensión tipológica de la escritura bíblica que acabamos de resaltar
caracteriza sobre todo a la tercera clase de escrito, la de los apocalipsis. Pero como la
forma de la carta se distiende sobre las otras dos clases, sobre todo el tercer evangelio,
los Hechos y el Apocalipsis de Juan, así como la apocalíptica informa los Evangelios y
las cartas apostólicas, en particular por su manera de interrogarse sobre el sentido de la
historia en su totalidad y de activar los resortes más escondidos de la humanidad y la
creación. En un primer momento, se tratará aún de “reencuadre” neotestamentario de la
apocalíptica, antes de abordar, como en el caso de las otras dos clases de escritos, la
reflexividad propia del Apocalipsis de Juan y el tipo de relación que ella compromete
entre el profeta escritor y sus lectores. Redoblada de alguna manera, esta reflexividad les
permite atravesar el imaginario presente en todo encuentro, sobre todo cuando este pone
en juego diferentes visiones del mundo. Se lo presiente: he ahí la apuesta del último texto
de la Biblia cristiana por la historia cultural del cristianismo.
Para decir qué es lo definitivo o escatológico en la experiencia de la santidad
hospitalaria de Jesús, hace falta en efecto un modo de expresión adecuado, disponible en
el universo cultural religioso de los primeros cristianos. Ligado a la sabiduría, la
apocalíptica provee este marco más universal que reúne el libro de las Escrituras judías -
Ley, profetas y demás escritos- y, en su matriz, la totalidad de lo real entre tierra y cielo,
principio y fin, para indicar así el límite absoluto de este universo en espera de otro, objeto
de una última revelación (apocalipsis) y de una creación nueva. Con otros grupos, el
movimiento de Jesús se da en este mundo común llevado por un cierto universalismo
“utópico”, lo cual ya ha sido señalado. Fuera de un marco semejante, no sería posible
hacer oír el Evangelio como siendo a partir de ese momento el de Dios en persona (Rom
1, 1 y Mc 1, 1); como Evangelio entonces que marca el fin de este mundo, resonando en
su seno e indicando sus últimos posibles. Las cartas y los evangelios son incomprensibles
sin este enraizamiento bíblico y cultural: según el apóstol Pablo, todas las promesas de
Dios han encontrado su ‘sí’ en la persona de Cristo Jesús” (2 Cor 1, 20); Mateo y Lucas
utilizan el vocabulario del “cumplimiento de las Escrituras”; Lucas y Juan hablan también
del “entendimiento de las Escrituras”, abierto por el Resucitado.
61

Dicho esto, los autores neotestamentarios vuelven a enmarcar este esquema


apocalíptico, demasiado estrechamente ligado a las crisis de identidad repetidas del
pueblo de Israel a partir del exilio y a la idea de un pequeño resto de rescatados, para
ciertos mártires. Esta recomposición se verifica sobre todo en el Apocalipsis de Juan,
siendo el principio de reencuadre la experiencia actual de la hospitalidad evangélica o de
la santidad hospitalaria de Jesús, de la que este texto sondea todas las dimensiones de
ancho, profundidad y altura. También atraviesa las diferentes formas neotestamentarias
de las que ya hemos hablado, orientándolas finalmente hacia la imagen de una comida,
en relación con el espacio radicalmente abierto de una ciudad nueva en el corazón de la
creación.
Todo se juega sin embargo en el perímetro de la relación entre el profeta Juan en
la isla de Patmos y las siete Iglesias del Asia Menor; el Hijo del Hombre se revela a él del
medio de estas Iglesias y le pide escribir, a cada una de ellas, una carta. Reencontramos
aquí la experiencia de la escritura, a distancia, de una carta, precedida en Pablo por la
recepción de una carta de otro tipo, confiada por Cristo a su ministerio, y en el Apocalipsis
por la orden de escribir a las Iglesias, emanando de la revelación de Aquel que reside en
medio de ellas. Las cartas mismas terminan todas con el mismo llamado, ya escuchado
de la boca de quien ha contado la parábola del sembrador: “Quien tenga oídos, que oiga
lo que el Espíritu dice a las Iglesias” (Ap 2, 7); con la salvedad de que, como Pablo, Juan
se dirige a las Iglesias y no a la multitud como Jesús en los evangelios. Pero el desafío
mesiánico y escatológico de la escucha, desarrollado más arriba, es exactamente el
mismo. se decide en la experiencia elemental de la hospitalidad, en la puerta de casa: “He
aquí que estoy a la puerta y llamo. Si alguno escucha mi voz y abre la puerta, entraré en
su casa y cenaré con él y él conmigo” (3, 20). Como en los relatos evangélicos, esta
comida de la Iglesia de Laodicea anuncia un banquete de una dimensión completamente
distinta, la de las “bodas del cordero” (19, 6-9). Es la misma comida, de alguna manera
superpuesta a la primera; pero el Cordero se invitó a ella con todos los despojados de la
historia, para identificar a sus comensales con ellos.
Es ahí, entre estas dos comidas, que se inscribe el relato apocalíptico de la
historia de la humanidad, con sus violencias sufridas e infligidas, pero también con
curaciones desatendidas, cuya fuente ella puede descubrir. Este recorrido hace intervenir
la dimensión tipológica de la escritura bíblica que superpone series de figuras (el éxodo,
el templo y su liturgia, animales a menudo compuestos, la bestia y sus acólitos, la
creación, la fuente etc.) y los alinea en el tiempo, a partir del grito de los justos “¿hasta
cuándo?”, que surge del corazón de la violencia (6, 10). El autor del apocalipsis es de una
honestidad sin par: indica claramente que, frente a la injusticia y al mal, el único y último
desafío de verdad es “el cumplimiento del misterio de Dios, como anunció a sus
servidores y profetas (cf. 10,7).
El reencuadre de las figuras no se hace entonces únicamente gracias a su
inscripción en la historia del cristianismo primitivo -el Crucificado, sus primeros testigos
y la actualidad de las comunidades perseguidas del Asia Menor en el seno del Imperio
romano-, ni tampoco solamente en función de una manera nueva de afrontar la violencia,
que caracteriza al Cordero y la multitud de los santos anónimos, invitados al banquete de
bodas. La apuesta última de la recomposición el esquema apocalíptico es mostrar cómo
lo que el libro promete para un momento próximo (1,1, etc.) -a saber, la venida de Dios
62

en la historia- se realiza efectivamente en aquel que escucha, aquí y ahora, llamar a su


puerta (21, 6) y en las peripecias del mundo (16, 17); en otras palabras, el propósito es
ofrecer al lector la posibilidad de verificar esta realización. Si la literatura apocalíptica
está amenazada por una repetición indefinida, el Apocalipsis ¿se escapa del riesgo de un
encuentro anunciado y postergado sin cesar? Los primeros destinatarios y los lectores de
hoy no pueden dejar de plantearse esta pregunta acerca de la credibilidad.
A la recapitulación de las diferentes clases de escritos (cartas y evangelios) y al
trabajo de reorientación que esto supone, corresponde entonces una reflexividad de
alguna manera redoblada: el Apocalipsis de Juan se designa a sí mismo como libro
profético (22, 18); pero da al lector la posibilidad de verificar su pretensión contándole
su propia escritura. De esta manera, comienza por relatar el llamado a escribir a las siete
iglesias (1, 11 y 19); requerimiento que atrapa desde el seno mismo de la revelación del
hijo del hombre. Una vez que estas cartas fueron escritas, el profeta descubre que otro
libro precede el que está componiendo. A aquel, Dios lo tiene en su mano derecha (5, 1):
“libro” de la historia y de la humanidad. Sólo el Cordero es digno de abrirlo; habiéndolo
tomado, abre entonces hasta el séptimo sello. Pasivamente, el escritor asiste a esta
apertura progresiva que, en realidad, precede a su propia escritura epistolar y desenrolla
todas las dimensiones de lo que pasa, hic et nunc, a la puerta de las Iglesias y en el umbral
del banquete de bodas. El rollo se vuelve entonces pequeño, gracias al acto de la lectura
y de inteligencia del profeta, que acompaña este desenrollar. También el profeta escritor
recibe la misión de comer el libro: vuelto comestible (ver Jer 1, 9 y Ez, 3, 3), no es sólo
para leer sino también para interiorizar. Su gusto es dulce, como miel en la boca, pero se
revela amargo cuando desciende a las entrañas; al no haber concluido la historia de
violencia, el profeta debe continuar a profetizar, desde ese momento a partir del
conocimiento interior adquirido en el transcurso de la apertura del libro de la historia (10,
1-11).
En cuanto al lector del Apocalipsis, desde el comienzo está posicionado como
tal: “Feliz quien lee…” (1, 3), e invitado enseguida a situarse en el seno de las siete
Iglesias a las que el libro se dirige. Pero las condiciones de lectura y sus efectos, que
permiten verificar lo que el libro promete, no van a precisarse más que progresivamente
y luego de las siete cartas, cuando las dimensiones del combate espiritual de las Iglesias
aparecerán; el lector podrá identificarse entonces con el narrador, escritor profeta cuyo
acto de lectura del libro que precede su propio trabajo de escritura está “proyectado” sobre
l la escena de su libro. Hay condiciones o efectos éticos de dignidad que se manifiestan
de entrada, ya señalados en nuestro desarrollo sobre el perfil mesiánico de la santidad del
Nazareno y de sus asociados: “no amaron tanto su vida como para temer morir” (12, 11);
“en sus bocas no encontraron ni señal de mentira; son irreprochables” (14, 5). Para
comprender el momento presente como última revelación, el lector debe entonces adoptar
la manera de vivir de los compañeros del Codero que ha abierto el libro, hay que Omer el
libro y cuidar lo que en él está escrito.
Pero esta imagen de una dignidad elemental en la prueba, ¿alcanza para
convencer de la verdad del libro? Intervienen entonces condiciones o efectos teologales,
ya indicados en el abordaje del perfil escatológico de la santidad neotestamentaria: la
escucha de las siete bienaventuranzas que resuenan todas en el umbral de la existencia (1,
3; 14, 13; 16, 15; 19, 8; 20, 6; 22, 7; 22, 14). Lo que vuelve accesible la manera de vivir
63

de los santos es el haber escuchado el “Felices…” Cuando esto llega (21, 6), es de una
vez y para siempre; el acontecimiento participa a partir de ese momento del advenimiento
de la novedad misma de Dios (21, 3-7).
Finalmente se agregan a esto las condiciones o efectos sapienciales: la capacidad
de discernir en el paroxismo de la violencia el comienzo de su autodestrucción (16, 179.
En el seno de una confusión extrema, la constancia ética y teologal no alcanza; hacen
falta aún la inteligencia y la sabiduría (13, 9 ss.) que el libro profético comunica al lector,
haciéndolo comprender los móviles últimos de la historia de la humanidad y ayudando
así a permanecer de pie en las pruebas, así como el Hijo del Hombre permanece de pie.
Feliz es verdaderamente, quien lee así el libro de la Revelación y accede con el profeta
escritor a la convicción íntima de que “sus palabras son ciertas y veraces” (22, 6).
Este largo recorrido aparentemente nos ha alejado de la santidad hospitalaria del
Nazareno; la concordancia estilística de la escritura apocalíptica de Juan y de esta
experiencia elemental vuelve a salir sin embargo de lo que acaba de ser dicho del profeta
escritor y su relación con sus lectores. Es en definitiva el borramiento que lo caracteriza,
a él y a su escritura: está al servicio de las Iglesias. Al final del libro, él se dice “servidor”
como el Ángel que le ha revelado el libro y que se dice ahora “co-servidor” (syn-doulos):
“Soy un compañero deservicio, para ti y para tus hermanos profetas, para aquellos que
guardan las palabras de este libro” (22, 8 ss.). El imaginario angélico está aquí
desmitologizado. El Ángel es revelador, nada más: es a esta función que Juan está llamado
como los Ángeles de las siete Iglesias (1, 20), como todos los que guardan la Palabra.
Un abordaje estilístico del Apocalipsis debe entonces ciertamente situarlo
primero entre los apocalipsis de la literatura intertestamentaria y volverse sensible al tipo
de escritura que pone en marcha (tipología, gestión del imaginario, etc.). Al abordaje
comparatista le falta no obstante la diferencia esencial si no percibe el “reflejo”, en la
escena misma del libro, de la relación original que el narrador, profeta y escrito (ver Ef
4, 11-13) mantiene con sus lectores, tomando muy seriamente su exigencia de
credibilidad y de conocimiento interior, empujándola incluso a comprometerse con ella:
“Aquel que es, que era y que viene” (1, 8; 4, 8 etc.) y conmoviendo así muy radicalmente
la dimensión vertical del espacio de hospitalidad.
Progresivamente puesta en valor a través de las tres clases de escritos del Nuevo
Testamento, esta reflexividad ha sido designada más arriba como “estilo de estilos”. Es
un último aspecto el que ahora debemos aclarar.
La escritura tipológica es en efecto un procedimiento estilístico que supone una
manera de habitar el mundo; manera entre otras, particularmente sensible a situaciones
de violencia. En el Apocalipsis de Juan, este tipo de escritura es menos discreto que en
los relatos evangélicos y las cartas paulinas; corre el riesgo por lo tanto de atrapar la
imaginación del lector -la historia de la interpretación de este libro lo prueba-, cuando en
realidad está claramente puesta al servicio del mismo acontecimiento, único y último, de
una santidad hospitalaria, perseguida también por los otros escritos: “lo que debe llegar
pronto” (1, 1). Ciertamente, las dos vertientes teologal e histórica, de este acontecimiento
del fin -encuentro decisivo “a la puerta” de una existencia (21, 6) y derrota de una
violencia paroxística (16, 17)-, son designados en el libro cuya coherencia no tiene falla
(“lo que debe llegar…”). Pero el espacio real del “pronto” no puede abrirse más que fuera
del texto, en el seno de tal existencia o en tal momento de la historia, precisamente en
64

manos de lo que se produce cuando el lector se deja libremente reenviar por le narrador
al hijo del hombre, Cordero degollado desde la creación del mundo (13, 8 y 17, 8), y
jinete victorioso (6, 2 y 19, 11-13).
Este encuentro decisivo y sus efectos históricos se dicen en el Apocalipsis
directamente de lo sensible, en un imaginario o un estilo particular, englobando los
aspectos culturales, económicos, políticos y religiosos del hombre en el mundo (12-18):
imaginario o estilo que ciertamente se presta a la expresión de un fin pero que, para esto,
debe ser integralmente atravesado y convertido. Esta travesía es el desafío de todo
encuentro o de toda hospitalidad verdadera, sobre todo cuando ella pone en juego
diferentes visiones del mundo; más que los evangelios y las cartas, el Apocalipsis se
enfrenta con ella. Reparar en este trabajo sobre el límite del imaginario y exponerse a él
es el desafío de una lectura del apocalipsis, sensible no solamente al estilo apocalíptico
que este comparte con otros textos de la época intertestamentaria, sino también a la
“relación estilística” que mantiene con el estilo apocalíptico. Es en efecto esta relación la
que determina el alcance mesiánico escatológico del texto en su relación con sus lectores
potenciales y que lo libra del riesgo de una repetición que banalizaría sus desafíos; riesgo
que acecha no solamente a la apocalíptica intertestamentaria, sino toda escritura que
olvide que Jesús no dejó nada escrito.
Para finalizar, nuestra travesía de las formas y clases de escritos del Nuevo
testamento nos ha ayudado a tomar en cuenta y comprender el ajuste estilístico entre esta
nueva manera de escribir y la hospitalidad del Nazareno: una misma comunicación de
santidad y de conocimiento interior a cualquiera es el desafío. Nos hemos vuelvo más
particularmente sensibles a un cierto tipo de reflexividad. Esta vehicula en efecto una
potencial autocrítica a la que la voz del escritor de la epístola o del narrador hace participar
al lector, dándole a experimentar y verificar pro sí mismo el efecto de inspiración sin
aprisionarlo en la letra del texto; suscita también su creatividad invitándolo a inventar
maneras de leer y de escribir que obedezcan a las mismas condiciones estilísticas. Es este
aspecto prospectivo de la escritura neotestamentaria lo que ahora debemos encarar.

Las escrituras: Canon estilístico del cristianismo en la historia

Central en el Apocalipsis de Juan y evocado en plural al fin del cuarto evangelio


(Jn 20, 30 y 21, 25), el tema del “libro” anuncia un posible reagrupamiento de las tres
clases de escritos que circulan en la Iglesia primitiva. Mi objetivo no es abordar aquí la
historia del canon cristiano de las Escrituras; de esto se ocupará la tercera parte de esta
obra. Notemos solamente, en la línea de lo que precede, que la selección de los textos
canónicos en el seno de un conjunto más vasto fue hecha en una suerte de “laboratorio
eclesial” y en función de los efectos de inspiración producidos por su lectura; lo que no
excluye que los criterios de autoridad, como la antigüedad y la apostolicidad de tal texto
hayan jugado un rol y que se haya tomado prestada la idea de Canon al judaísmo
intertestamentario; como vuelve a salir, entre otros, de la utilización de la fórmula
canónica del Deuteronomio –“ustedes no agregarán nada, ni quitarán nada” (Dt 4, 1 y 13,
1) – al fin del Apocalipsis (Ap 22, 18 ss.) y en la reflexión de San Ireneo sobre la “regla
de verdad”.
65

Más fundamentalmente, en efecto, se plantea ahora la cuestión de saber si el rol


normativo jugado por la escritura y sobre todo por el conjunto de ciertos textos se sitúa
aún en la línea de la santidad hospitalaria de Jesús y, de ser así, cómo esta regulación
permite mantenerla, inclusive, volverla fecunda en la historia. Es entonces este tercer
elemento lingüístico del discurso cristiano, después del elemento narrativo y el elemento
argumentativo, lo que conviene situar ahora. Después de algunas breves reflexiones sobre
el principio mismo de la autoridad en la tradición cristiana, abordaré entonces las
potencialidades normativas propias del abordaje estilístico del canon de las Escrituras.
1. En varias ocasiones se nos apareció el riesgo sutil que una puesta por
escrito hace correr al movimiento cristiano. Puede en efecto esconder un simple deseo de
supervivencia del grupo y una distancia, de entrada, insensible y luego cada vez más
grande, respecto de una vida que es del orden del acontecimiento o del surgimiento no
programable que, por esto mismo, no puede ser confiada a ninguna escritura. Este peligro
se manifiesta más particularmente después de la desaparición de las generaciones
fundadoras y cuando las comunidades, luchando con elecciones de interpretación
unilaterales o herejías, convocan a una conformidad más o menos formal con lo que está
escrito.
En el proceso de ser recogida, la Escritura neotestamentaria representa un
poderoso antídoto contra este riesgo. Si se le da una función federativa y normativa, se
debe al mismo tiempo aceptar la infinita complejidad de esta norma, imposible de reducir
a una estructura simple y única. El abordaje estilístico de la santidad hospitalaria del
Nazareno y la puesta por escrito de su advenimiento en las primeras comunidades
mostraron en efecto la extraordinaria variabilidad de los puntos de vista que implican.
Muy consciente de este carácter heterogéneo de la letra de las Escrituras, Orígenes no
duda en hablar de su oscuridad, y reenvía, por esta razón, su interpretación a otra instancia
de regulación, “la regla de la Iglesia celeste de Jesucristo, transmitida por la sucesión de
los apóstoles”. Cuando Lutero pone en cuestión estas meditaciones y desplaza la
autoridad hacia la sola Escritura, es naturalmente conducido a subrayar su claridad que
le viene de la enseñanza de la epístola a los Romanos sobre la justificación del pecador
por la sola fe, erigida en “canon en el canon”. Estos giros de 180° muestran que no es
fácil exponerse realmente a la variabilidad estilística de las Escrituras y no leerlas
inmediatamente en función de una claridad teológico-filosófica, impuesta por una
organización intelectual e institucional del espacio social y eclesial, sea el que sea en este
caso.
Excavar en las potencialidades normativas propias de la configuración
estilística de las Escrituras no significa por ello que se ignore la regulación doctrinal de
la Iglesia y su estructura apostólica, incluso su economía sacramental. La “regla de
verdad” que tiene su raíz en la práctica bautismal de las primeras comunidades ya está
integrada por el apóstol Pablo en su descripción del proceso de evangelización (ver Rom
10, 9); se lo planteará desde la primera parte de su obra. En cuanto a la estructura
apostólica de la Iglesia, nace en la hospitalidad misma de Jesús entre aquellos que
perciben en ella el secreto de origen de su santidad mesiánica y escatológica y participan
del interior en su multiplicación. El traspaso de identidad del Nazareno a otros distintos
a él ya fue abordado en relación con el juego relacional que sustenta la literatura epistolar,
evangélica y apocalíptica como escritura de apóstoles, de evangelistas y profetas (cf. Ef
66

4, 1-13). Finalmente, con respecto a la Eucaristía y el Bautismo, ha habido poco


cuestionamiento hasta el momento. Su posicionamiento en el seno de la hospitalidad
mesiánica y escatológica, engendrada por gestos y palabras, no deja dudas; en cambio, su
aporte a la presencia (parusía) de Cristo –“hasta que él venga” (1 Cor 11, 26), demandaría
otros desarrollos, en particular en la perspectiva de esta obra.
Sin embargo, el fin del abordaje estilístico del cristianismo no es discutir tal
punto de doctrina o de práctica eclesial, sino interrogar el contenido de la economía
doctrinal, institucional y sacramental de la Iglesia en función de la forma que ha tomado
en la historia. Ahora bien, la ritualización progresiva de los gestos y las palabras de las
comunidades, la entrada del derecho romano en la estructura eclesial y un cierto tipo de
desarrollo lógico impuesto a la regla de la fe corren el gran riesgo de poner en peligro su
enraizamiento en la hospitalidad mesiánica y escatológica del movimiento cristiano. Estas
puestas en forma implican en efecto una concentración más o menos tácita sobre la Iglesia
como cuerpo constituido, que puede hacer olvidar la apertura radical de los encuentros en
torno a Jesús y el carácter no programable de los acontecimientos que surgen cuando los
suyos se cruzan gratuitamente con cualquiera. Además, estas formaciones doctrinales,
institucionales y rituales se refieren a una tradición que, por jugar el rol de fundamento,
se sustrae a la empresa de las generaciones futuras. Este proceso de sacralización que
consiste en poner aparte una “época ejemplar” de la historia, garantizada por textos,
personajes y ritos sagrados, no comenzó sino en el transcurso de los siglos III y IV; pero
fue posible desde el primer acto de escritura apostólica.
Comprender el cristianismo como estilo implica entonces saber poner en
relación, y eventualmente en tensión, la forma normativa o dogmática que ha tomado la
tradición cristiana, de un lado, y el canon estilístico vehiculizado por las Escrituras, del
otro. Este conjunto debe además estar referido a un tipo de percepción mesiánica y
escatológica en concordancia con una manera de vivir, engendrada por el Nazareno en
persona. Es claro que esta diferenciación de las perspectivas se impone desde que se toma
seriamente la historicidad radical de la tradición cristiana y la pluralidad de sus
manifestaciones históricas. Es el caso cuando, al fin del largo desarrollo de las
mediaciones doctrinales, institucionales y sacramentales del cristianismo, su forma
misma está sometida a la crítica. Desarrollaré esta vertiente histórica del abordaje
estilístico en la etapa siguiente de esta obertura, y el enfoque no será tanto anular la
dogmática cristiana sino dejarla informarse, en el sentido fuerte del término, por el
extraordinario potencial normativo de la estilística bíblica.
2. Este opera en efecto sobre dos ejes: el eje horizontal de la pluralidad de los
géneros literarios y clases de escritos, y el eje vertical de la relación, también variable,
entre las dos partes de la Biblia cristiana.
En cuanto a los géneros literarios y clases de escritos, exploran todas las
dimensiones del espacio hospitalario del movimiento cristiano: la dimensión sincrónica
de una co-presencia de unos y otros es acentuada más intensamente en las cartas
apostólicas, mientras que los evangelios subrayan más bien la dimensión diacrónica del
acceso a la santidad hospitalaria del Nazareno; en sus múltiples episodios de encuentros,
estos relatos ponen sobre todo en escena la singularidad absoluta de la fe sin descuidar,
por supuesto, su dimensión colectiva, dejando sin embargo a los Hechos y al Apocalipsis
el cuidado de pensar el movimiento cristiano en términos de presencia histórica. Esta
67

diferenciación interna deja lugar a aperturas imprevisibles y engendra acentuaciones


infinitamente diversas, ligadas a la perspectiva estilística de un mundo desmesurado,
formado por innombrables seres únicos en relación de hospitalidad; proponiendo al
mismo tiempo un equilibrio global, resultante del respecto de todas las dimensiones. La
regulación doctrinal lo designa, sobre todo en situaciones de crisis, pero no puede jamás
cerrar s discernimiento, aquí ahora.
Sobre el eje vertical -que atraviesa el de los géneros y clases- la norma se
presenta en el pasaje de las Escrituras a la hospitalidad neotestamentaria y por
consiguiente al interior de la Ley, los profetas y los otros escritos. Una misma variabilidad
estilística afecta este plan: en las cartas, los evangelios el Apocalipsis, las maneras de
reencuadrar el mundo de las Escrituras antiguas -y de entrada de suspender su autoridad
como escritos- son en efecto diversas, y diversos los terrenos y sus expresiones culturales,
donde se enraíza y podrá enraizarse aún la santidad hospitalaria del Nazareno. La relación
reflexiva que estos nuevos escritos mantienen con su propia escritura -relación que
reproduce lo que ha sido dicho del estilo de vida de los cristianos como “estilo de estilos”-
ejerce sin embargo una verdadera función normativa respecto de toda escritura futura. El
desafío de esta norma es el respecto del tipo de relación que sostiene a partir de ese
momento con el acto de escribir y de leer: desde un punto de vista mesiánico y
escatológico, esta relación es verdadera si la escritura nueva cuenta con la autonomía de
un lector cualquiera y la autonomía de su mundo cultural; si deja entonces a sus
destinatarios acceder libremente, a partir de ellos mismos y de su propio universo, a lo
que es último en su existencia y en la historia. La novedad de esta hospitalidad evangélica
y lo que a su contacto en toda cultura se vuelve entonces viejo, no hacen número. Un día
la modernidad occidental emergerá de esta matriz, pero solamente cuando ose poner en
dificultades una cristiandad que haya puesto progresivamente la novedad del evangelio
en formas antiguas, en desacuerdo estilístico en comparación consigo misma.
3. La reunión de los escritos y el reconocimiento del canon de la Biblia
cristiana se hicieron alrededor de estos dos ejes, ya presentes en el corazón de la
hospitalidad del Nazareno: es lo que intentaré mostrar más en detalle en la tercera parte
de esta obra. Se tratará de comprender, desde el interior mismo de los textos y de sus
formas, cómo le nuevo tipo de escritura y de lectura que acabamos de poner en cuestión
pudo finalmente tener éxito en lo que llamamos Nuevo Testamento, injertado en una
Escritura antigua y profética.
Habrá hecho falta, para eso, reencuadrar la idea misma de canon, heredada del
judaísmo postexílico que lo define por tres parámetros: el reconocimiento de una
autoridad divina en una palabra humana (la de Moisés en el caso del judaísmo, la clausura
o la puesta aparte de un tiempo de los orígenes (delimitado por la muerte del revelador)
y la indicación de un orden para los textos retenidos. Encontramos todos estos elementos
bajo la pluma de san Ireneo; incluso si el proceso de transformación o de reencuadre que
supone ese préstamo pudo estar oculto por lo que siguió.
Cuando se pasa, en efecto, en régimen neotestamentario, el principio de
autoridad no se define más por la presencia de la Palabra de Dios en una serie de escritos,
sino por la capacidad del Mesías y de los suyos de pasarla o comunicar a cualquiera,
eventualmente mediante una nueva manera de escribir. Si, además, para comprender el
estatus fundador del Pentateuco, el relato de la muerte de Moisés en el Deuteronomio es
68

esencial, va en otra dirección que la clausura del Nuevo testamento para quien la muerte
de los apóstoles no es un tema central. El principio genealógico de las generaciones que
preceden la venida del Mesías está suspendido en beneficio de la relación sincrónico, a la
vez mesiánico y escatológico, entre Jesús y quienes encontraba de improviso, o entre los
apóstoles, representantes del Resucitado, y sus comunidades. No se trata entonces de una
época ejemplar, estando la clausura a partir de ese momento situada en lo que los textos
revelan y suscitan de único y de último, aquí y ahora, en tal o cual evento de encuentro,
según los diferentes significados del “hoy” lucano. Para lo que es finalmente del orden de
los escritos, pierde la función determinante que tenía en la construcción de la Biblia judía,
por estar transformada en propósito espiritual o pneumatológico que empuja hasta el fin
una gran intuición profética: “no enseñarán más entre compañeros, entre hermanos,
repitiendo “Aprendan a conocer al Señor”; porque todos me conocerán, pequeños y
grandes” (Jer 31, 34). Este pasaje contiene, como la reanudación de los dos parámetros
precedentes, una crítica aguda y una fuerza vivificante que anticipa le resultado del
anuncio: la paradoja pneumatológica de que la experiencia evangélica es
incomparablemente personal, siempre única, y justamente propuesta como tal a todos,
constituyendo así el único lazo verdadero entre ellos.
El Nuevo Testamento orienta entonces a sus lectores individuales y eclesiales
hacia la desaparición de la clausura como distancia, proponiendo al discípulo de Cristo
volverse, como lo dejan entender ciertos “espirituales” (pneumatikoi), otro Cristo. Los
relatos evangélicos juegan un rol esencial en esta transgresión sui generis de la clausura.
En la medida en que estos relatos se sitúan entre la unicidad de Cristo y lo que él se vuelve
en aquellos y aquellas que se encuentra -del lado de los múltiples episodios carnales de
conversión-. Tiene un aspecto prolífico: “si hubiera que ponerlos por escritos […] el
mundo entero no podría contener los libros” (Jn 21, 25). Soñando con la eventualidad de
una proliferación infinita de libros, Juan es “retenido” sobre esta pendiente, por la
imposición del parámetro canónico de una “clausura” en el seno de la hospitalidad
radicalmente abierta del “verbo hecho carne que ha puesto su tienda entre nosotros” (Jn
1, 14)18.
Hablar de las Escrituras como canon estilístico del cristianismo en la historia es
entonces tomarse en serio la fecundidad paradojal de esta hospitalidad del Verbo. En lugar
de limitarla a lo que enuncia la regla dogmática y a lo que pone en obra el cuerpo
constituido de la Iglesia, el abordaje estilístico la reemplaza en una historia cultural del
cristianismo que engloba las comunidades cristianas, manteniendo abierto un espacio de
alcance más amplio. Esta diferenciación que siempre ha existido no se impone sino en la
época moderna, incluso posmoderna -lo veremos pronto-, cuando la figura espiritual del
“cualquiera”; omnipresente en los relatos evangélicos, toma realmente consistencia en la
sociedad y comprimente una relación nueva, a menudo espiritual, con la tradición bíblica
y cristiana.
El arte, la literatura y la arquitectura son un terreno selecto para observar estas
mutaciones y esta fecundidad paradojal del canon estilístico de la Escritura. Erich

18
Se puede completar esta formulación del principio pneumatológico por una fórmula que reúna los tres
parámetros de la idea cristiana del Canon de las Escrituras: “el Único engendra una multitud de únicos”.
Esta fórmula se apoya sobre el abordaje estilístico de la santidad hospitalaria del Nazareno, y permite al
mismo tiempo comprender la explicitación trinitaria del dato bíblico.
69

Auerbach ya lo observó entre 1942 y 1945. En Mímesis, obra monumental sobre la


representación de la realidad en la literatura occidental, mostró cómo las Escrituras y el
realismo con el cual hacen aparecer lo elemental en la vida cotidiana, conmocionan la
teoría antigua y clásica de los niveles estilísticos, según la cual la realidad jornalera y
práctica no podía encontrar lugar, en la literatura, más que en el cuadro de un estilo bajo
o intermedio, es decir de un divertimento grotescamente cómico, o bien placentero, ligero,
elegante y colorido. Distingue sin embargo entre dos tipos de realismo o de violación dela
doctrina de los niveles estilísticos: el realismo moderno, tal como se constituyó en Francia
a comienzos del siglo XIX con Stendhal y Balzac, que abrió la puerta a sus formas
contemporáneas; y la antigua concepción cristiana de la realidad que se desprende de las
obras del fin de la Antigüedad y de la Edad Media. Participando de una actitud
fundamental común, difieren sobre un punto esencial: la concepción figurativa que
prevaleció al fin de la Antigüedad durante la Edad Media cristiana. He recordado más
arriba que esta visión tipológica de lo real que se apoya sobre la idea de un “libro divino”
de la historia de la creación, abierto al umbral de una época ejemplar, remonta a la época
post-exílica del judaísmo y se alimenta a la vez de la apocalíptica y de la sabiduría. El
Nuevo testamento utiliza ciertamente este procedimiento de escritura, pero mantiene al
mismo tiempo una relación “reflexiva” con él; es esta reflexividad la que hace posible
una futura toma de distancia de la tipología, pero también su reinterpretación teológica
en otros contextos.
Es la desaparición de la concepción figurativa de lo real en el realismo
contemporáneo lo que representa entonces ahora el contexto de una lectura estilística de
las Escrituras. En el vaivén entre, de un lado, aquello en lo que se transformaron el arte,
la literatura yal arquitectura en Europa y, del otro, su matriz estilística -la Escritura
siempre presente como producción cultural-, una fe y una esperanza se expresan, fe y
esperanza de cualquiera en lucha contra su existencia cotidiana. Ellas pueden volverse fe
y esperanza en Cristo y en El que lleva su anuncio escatológico de una alegría sin
precedentes; a condición sin embargo de que la dimensión común y siempre única de lo
cotidiano, abierta por una estilística bíblica en ruptura por comparación a todo
esteticismo, se vuelva la de un amor hospitalario, espacio entonces donde el cristianismo
continúa a manifestarse como estilo.

¿CÓMO HEMOS LLEGADO A CONCEBIR EL CRISTIANISMO COMO ESTILO?

Estos últimos desarrollos nos han hecho reencontrar la cuestión de la historia de


la interpretación estilística de la identidad cristiana, allí donde la habíamos dejado con
Schleiermacher y Balthasar, cuando nos interrogamos sobre las razones propiamente
teológicas que militarían en favor de un acercamiento entre la identidad cristiana y la
noción de estilo. Antes habíamos situado esta noción en el marco de la fenomenología de
Merleau-Ponty, pero quedando particularmente atentos al nacimiento del concepto
moderno en el siglo XVIII. Es en efecto el resultado de un doble proceso: por un lado, la
diferenciación interna de la cultura europea y por lo tanto de la autonomía de las artes
respecto del mundo cotidiano, y por el otro, el desplazamiento “espiritual” de la
experiencia de inspiración hacia la idea de “genio”. El marco englobante de un texto o de
una Naturaleza preestablecidos desaparece de este hecho, como se borrará igualmente,
70

luego de la época clásica, la perspectiva de una edad de oro o de un período ejemplar (con
todos los fenómenos “neo” que conocemos desde entonces). Esta mutación, evocada al
comienzo de nuestro recorrido, ha tomado ahora más relieve, luego de haber mostrado
cómo la Biblia cristiana se presta efectivamente a una lectura que presupone el “libro de
la naturaleza y de la historia” y un período ejemplar en el cual tuvo lugar la Revelación.
Hemos vuelto entonces sobre la vertiente histórica de esta obra, pero valiéndonos
de nuestro recorrido sobre la inteligencia estilística de la tradición cristiana. La postura
de aprendizaje que caracteriza a la modernidad y la postmodernidad hace tomar
conciencia, cuando es adoptada pro los cristianos, que la identidad de su fe no ha sido
adquirida de una vez y para siempre, sino devuelta al metier por cada cambio cultural e
histórico, no solamente en su forma sino, por este aspecto, hasta su fondo. Desde nuestra
fenomenología de la hospitalidad del Santo de dios, sabemos que esta postura sapiencial
es constitutiva de la identidad misma del Nazareno y de los que se identifican con él. Es
entonces en una perspectiva propiamente teológica que podemos abordar ahora el
diagnóstico histórico que sostiene nuestro abordaje del cristianismo como estilo y hacerlo
según el recorrido global, ya diseñado al fin de la segunda etapa.
El lector encontrará en la primera parte de esta obra algunos de mis trabajos que
han dan cuenta de este diagnóstico teológico. El estudio de la crisis modernista y de la
obra de Maurice Blondel (1861-1949), comenzado hace una treintena de años, me
permitió en efecto experimentar el shock producido por la entrada de la modernidad en la
cultura católico. Pero me ha hecho falta muy rápidamente ensanchar el terreno de
búsqueda -en tiempo y profundidad-, para llegar a una percepción más precisa y global al
mismo tiempo, de las mutaciones actuales, que además están en vía de aceleración.
También he estudiado los textos normativos de la Iglesia católica entre los concilios
Vaticano I y II, y los siguientes, así como la historia de la teología durante la misma
época, con una atención cada vez más grande en la historia de la exégesis bíblica desde
el siglo XVIII, mientras las ciencias humanas y la filosofía permanecían como mis
interlocutores privilegiados. Estos trabajos me llevaron a interrogarme finalmente sobre
el punto de partida de una teoría teológica de la modernidad, estudio que se encontrará
igualmente en esta obra. El propósito de las reflexiones que siguen es reemplazar este
conjunto de búsquedas históricas en la perspectiva estilística que viene de ser explorada
y que me parece decisiva hoy: ¿cómo hemos llegado a concebir al cristianismo como
estilo? La manera de formular la pregunta indica que el diagnóstico teológico del
momento presente es, como siempre, el resultado de una decisión interpretativa y de una
búsqueda crística de lo que la legitima desde el punto de vista histórico.
Sin embargo, hay que llamar la atención sobre dos puntos. El primero se nos ha
impuesto desde la primera mirada estilística sobre la santidad hospitalaria de quien no ha
dejado nada escrito. El abordaje teórico de la presencia del cristianismo en el seno de las
sociedades modernas y postmodernas corre el riesgo en efecto de sugerir una relación
instrumental con la cultura que lo rodea, prejuicio inconsciente que acecha a todo
intelectual, cristiano o no. Se puede remarcar a propósito del magisterio romano, cuyas
reacciones al modernismo sobreestiman la influencia de la doctrina en la Iglesia y la
sociedad. Para la misma época, un mimo reproche se puede hacer a los adversarios del
catolicismo, también ellos inclinados a creer en su poder de cambiar la sociedad de arriba
para abajo a partir de su ideología del progreso. Ahora bien, la historia nos revela que
71

ciertas transformaciones totalmente imprevistas se produjeron en las profundidades de las


sociedades y por debajo de sus divisiones ideológicas. Ya sea que se piense en la masa
de aquellos, cristianos o no, que mezclados en las trincheras de 1914-1918, hicieron una
verdadera experiencia espiritual, como lo nota Teilhard de Chardin, o incluso en aquellos
que, en la Acción Católica y ya entre los cristianos sociales o en Le Sillon19, se unieron a
sus contemporáneos en su medio en clases sociales diferentes de la suya para humanizar
la sociedad, no sin referencia además a La acción (1893) de Maurice Blondel. Abordajes
distintos a los doctrinales, llevados por historiadores y sociólogos, nos han enseñado que
los motivos más profundos de las grandes mutaciones de las sociedades europeas no son
de entrada de orden ideológico.
Si hay una diferencia a marcar y a precisar entre la modernidad y lo que se llama
postmodernidad, lleva también, y quizás, sobre todo, a la relación que nuestras sociedades
y sus tradiciones mantienen con su intelectualidad y el poder que esta representa. Las
tensiones entre la filosofía hermenéutica y la fenomenología, evocadas varias veces, se
sitúan aquí, pero también, y en lo más íntimo, mi sorpresa frente a la ausencia de escritura
en Jesús de Nazareth. Esta es el fruto de la razón teológica de una vigilancia en relación
con los límites y de una atención renovada a las fuerzas de una teoría de la modernidad o
de la postmodernidad.
Además -segundo punto de atención-, el abordaje estilístico del cristianismo
exige que el diagnostico teológico del momento presente sea abordado en el seno de una
historia cultural que no separe jamás el destino del catolicismo y de las otras confesiones
del de Europa. Están ligados en una misma historia donde lo que transforma a uno no
puede sino repercutir en el otro. El juego de oposiciones tan característico de Occidente
entre lo espiritual y lo temporal, y entre sus esferas de influencia respectivas, podrá
esconder su imbricación mutua. Es sin embargo esta tensión conflictiva lo que, por los
dos lados, ha puesto en marcha el proceso de aprendizaje que volvió posible la
modernidad, con sus vectores fundamentales que son la autonomía o la libertad, y hoy
sobre todo la creatividad de las sociedades, grupos e individuos.
En un primer momento, propondré entonces una lectura global de este proceso
mostrando también por qué la terminología de la postmodernidad, a menudo criticada
pero adoptada aquí, me parece legítima. Lo que permite reparar, en esta larga historia, el
advenimiento de una concepción estilística del cristianismo es la importancia nueva que
toma, a partir de cierto momento, el problema de la credibilidad o de la autenticidad de
todos los actores sociales, abordado en función de vectores o de criterios nuevos,
precisamente estos que acaban de ser evocados. Restringiré enseguida -en un segundo
momento- mi punto de vista mostrando cómo el catolicismo aborda esta cuestión de la
credibilidad determinando y dejando modificar progresivamente su propia forma. Al
contacto de la situación actual de las sociedades europeas, la concepción estilística del
cristianismo deberá encontrar enseguida -último momento del desarrollo- su plausibilidad
no haciendo más que perseguir una interrogación, ya comprometida desde hace rato.

Lento aprendizaje de la credibilidad

19
Le Sillon fue un movimiento progresista dentro del catolicismo de la primera mitad del siglo XX.
72

Antes de entrar en la cuestión de la forma propiamente dicha, hace falta adquirir


una vista global del proceso de aprendizaje que acompaña lo que se llama la época
moderna y postmoderna de la historia europea. Se puede proponer un esquema de
interpretación relativamente simple en cuatro momentos, construido a partir del
desplazamiento progresivo de las exigencias de credibilidad impuestas por las sociedades
a sus actores y sus tradiciones.
1. La contestación cada vez más radical del cristianismo, sobre todo del
catolicismo, desde le siglo XVIII, constituye un primer momento. Este proceso
extremadamente complejo, provocado esencialmente por la confrontación con
cuestionamientos históricos, ha sido a menudo descripto. Hay que distinguir varias fases:
la de las Luces propiamente dicha, que mantienen un consenso religioso, fundado sobre
el conocimiento racional de Dios como dato fundador del lazo social; la de la segunda
mitad del siglo XIX, que la abandona al provecho de una visión “positivista” de la
realidad; y finalmente la de la primera mitad del siglo XX que, siendo desgarrada cada
vez más por ideologías opuestas, comienza a desarrollar una consciencia crítica de la
modernidad por comparación con sus propios presupuestos.
La historización progresiva del cristianismo y su toma de distancia cultural, que
son el resultado de esta contestación, obedecen a una racionalidad de un nuevo tipo, el
“comparatismo”, puesto a propósito en obra en esta “obertura”. Opera al interior de las
ciencias humanas nacientes y se sitúa con este fin entre la sociedad moderna y las
tradiciones religiosas y espirituales que, delante del foro de la opinión pública, identifican
a partir de ese momento toda una misma jurisdicción racional. Opera también en el
sentido de las ciencias curas, por ejemplo, al interior de la cosmología, donde carga con
la sospecha sobre todo aquello cuya emergencia (la vida, por ejemplo, o el sentimiento
religioso), aparece irreductible a las condiciones que la preceden. Lo propio del
“paradigma de reducción”, contrabalanceado hoy por el “paradigma de complejidad”, es
precisamente reintroducir lo contingente como caso particular, es decir, la conciencia
electiva de una tradición, en una ley siempre más general.
En la transición del siglo XIX al XX, E. Troeltsch piensa los tres principios que
gobiernan el comparatismo y al actitud nueva respecto alas tradiciones que instaura en el
seno de nuestras sociedades: el principio de analogía, “llave de la crítica”; el de
homogeneidad de todo proceso histórico, que la distingue rigurosamente de una pura
igualdad que no dejaría más lugar a las diferencias; y finalmente el principio de causalidad
correlativa de todos los fenómenos de la vida y del espíritu de la historia. La comparación
puede conducir a una percepción estilística de lo que es incomparable: ya lo he mostrado
en el comienzo de esta Obertura. Ninguna duda, sin embargo, de que a lo largo de los
tiempos modernos ella ha tenido por efecto neutralizar las identidades religiosas y
quitarles toda credibilidad.
2. Un segundo momento está entonces constituido por la reacción del
catolicismo. Oponiéndose con todas sus fuerzas a lo razonable, promovido por la
sociedad, porque lo considera destructor de los “fundamentos más profundos” de esta
(Vaticano I), entre, casi a pesar de él, en un proceso de transformación interna en el que
se pueden distinguir nuevamente varias fases.
Confrontado a una contestación que no lleva más sobre este punto doctrinal, pero
que se ha vuelto global, la Iglesia debe a partir de ahora interrogarse sobre los
73

fundamentos últimos de su fe, las relaciones entre la “naturaleza” y la #revelación


sobrenatural” de las que se dice depositaria, o entre la razón y la fe. Es precisamente la
dimensión global de la crítica lo que la hace bascular en una nueva conciencia de ella
misma -la de su propia forma. Contra la invasión de la historia, la concibe en el concilio
Vaticano I (1870) e manera jurídica. Dado que la reivindicación de la autonomía de la
razón es considerada a partir de las Luces como una cuestión de derecho, el Concilio debe
también situarse sobre este terreno si quiere argumentar e favor de los límites de esta
razón; y lo hace con ganas, tanto más cuanto puede apoyar su recorrido sobre una cierta
plausibilidad del principio teológico político de la autoridad o de la instancia última y sin
llamada; principio necesario, según la filosofía del Estado del tradicionalismo, para poner
un freno a la crítica y la discusión permanente que destruirían todo orden social20. El paso
de la forma jurídica de la conciencia eclesial se acompaña entonces por una lectura
apocalíptica de los tiempos modernos; está intrínsecamente ligada al estado de urgencia
provocado pro le combate entre el rechazo de toda trascendencia, por un lado, y el recurso
último a los derechos de la verdad, por el otro. En esta perspectiva, la credibilidad del
catolicismo y de la soberanía de sus intérpretes debe ser reestablecida en un proceso de
legitimación que se apoye sobre la Revelación, llamando al foro de una razón abierta a la
trascendencia, supuesta intacta a pesar de la degradación de las sociedades.
Sobre el fondo de esta nueva conciencia eclesial, se comprenden los aspectos
dramáticos de la crisis modernista (1893-1914), que constituye la segunda fase de la
reacción eclesial. Mantenida hasta entonces en el exterior, la historia entre en efecto en el
edificio doctrinal y jurídico del catolicismo y su doctrina bíblica, atacando enseguida a su
forma dogmática y llegando a perjudicar su fundamento racional; es la racionalidad
diferenciada de las ciencias la que entra aquí en escena y reenvía la razón doctrinal en
una visión precrítica del mundo; esta no puede no reaccionar.
La serie de shocks no impide por eso un aprendizaje lento y limitado, tercera
fase, que pase por una diferenciación interna de las posiciones tenidas al día siguiente de
la crisis modernista. Ciertamente el tomismo romano rehúsa reconocerse como escuela,
defendiendo su identidad con el magisterio supremo; y hasta el concilio Vaticano II nadie
osa reconocerse en el paradigma liberal del protestantismo y mucho menos en el
paradigma hermenéutico de los principales actores de la crisis modernista, A. Loisy y E.
Le Roy; pero ya presente en el concilio Vaticano I, el tradicionalismo moderado, suerte
de nebulosa en la que se encuentran corrientes tan diversas como los herederos de la
escuela romántica de Tubinga y de la apologética de Maurice Blondel, continúa a hacer
su camino. Resulta tanto más eficaz cuando expresa la experiencia de cierto número de
militantes cristianos, cotidianamente en contacto con las aspiraciones democráticas de la
sociedad moderna. ¿Puede hablarse de un principio de secularización interna21? Sin duda,
si se tienen en cuenta conflictos en el seno de los movimientos de la Acción Católica,
especializada durante los años que preceden inmediatamente al concilio Vaticano II;
conflictos entre dos tipos de credibilidad, la del mandato por una misión religiosa, y que
corresponde a la forma jurídica y jerárquica del catolicismo; y la de una solidaridad

20
Ver J. de Maistre: “No puede haber sociedad humana sin gobierno, ni gobierno sin soberanía, ni soberanía
sin infalibilidad; y este último privilegio es tan absolutamente necesario que estamos forzados a suponer la
infalibilidad, incluso en las soberanías temporales (donde no está) so pena de ver disolverse la asociación”.
21
La “secularización interna” puede definirse como el proceso pro le cual la reducción de la influencia del
sistema religioso sobre el conjunto de la sociedad es progresivamente aceptada al interior y juzgado
legítimo por le grupo religioso mismo.
74

simétrica con las personas de un mismo medio, que vuelven a poner un abordaje
antropológico e histórico de la sociedad.
3. Hace falta sin embargo hacer intervenir aquí la doble cesura de las dos
guerras mundiales y el potencial autocrítico que ellas liberan en el seno de las sociedades
europeas, tanto del lado de los cristianos como de aquellos que no lo son. Todo pasa como
si el aprendizaje se volviera posible a partir de que todos los participantes del juego social
consintieran a ello y se expusieran a la eficacia secreta de la Regla de oro…, al momento
precisamente en el que son sumergidos por una crisis de credibilidad más fundamental
que la que resulta de sus oposiciones seculares. Es en efecto todo el sistema del
humanismo occidental el que vacila sobre sus bases cuando lo incalificable que
representan los campos de la muerte comienza a interrogar el fondo de la conciencia
europea.
Del lado de esta conciencia, una distinción se impone a partir de aquí cada vez
más claramente entre el proceso histórico de una lenta salida de la civilización europea
de un universo holístico, por un lado, y lo que deberíamos llamar el mito de la
modernidad, por el otro: este mito que reposa sobre un juicio de valor que transfigura el
cambio y el progreso en forma absoluta. Con la mirada aterrorizada como la del Angelus
novus de Benjamin, Europa descubre no solamente los totalitarismos que ha sido capaz
de producir, sino también el riesgo destructor del inmenso potencial técnico, acumulado
bajo la égida de este mito; interrogación dolorosa y aprendizaje difícil de su propia
creatividad, que no debuta realmente más que en los años 1960, con la emergencia de lo
que podemos llamar una modernidad modesta.
No habría sido pensable que esta toma de conciencia se detuviera en el umbral
de la Iglesia católica. En un sentido, esta toma incluso las fachadas, que poseen con la
institución conciliar, respuesta en honor por Juan XXIII (enero de 1959), un órgano
donde, frente a la opinión pública, podía reunirse y concentrarse el examen de conciencia
que secretamente sacudía a Europa; pero no solamente Europa, porque la oposición
paroxística entre Oriente y Occidente, y la descolonización que acababa de comenzar,
dieron al aprendizaje conciliar una forma completamente nueva y cada vez más abierta a
los otros continentes. Si el fin del mito de la modernidad comienza a despuntar en las
sociedades europeas, en la Iglesia católica es su forma política, tomada en el concilio
Vaticano I, la que llega ahora a su fin.
El discurso de Juan XXIII, pronunciado el 11 de octubre de 1962 en el momento
de apertura del Concilio, lo anuncia haciendo justicia a las nuevas exigencias de
credibilidad, honradas por el respeto de la historia en su autonomía y una nueva
conciencia de la forma pastoral de la Iglesia. Expresando su “completo desacuerdo con
los profetas de la infelicidad, que anuncian siempre catástrofes, como si el mundo
estuviera cerca de su fin”, Juan XXIII propone más bien una lectura sapiencial de la
historia humana: “En el curso actual de los acontecimientos, mientras la sociedad humana
parece dar vueltas, más vale reconocer los designios misteriosos de la Providencia divina
que, a través de la sucesión de los tiempos y los trabajos de los hombres, la mayor parte
contra toda espera, alcanzan su fin y disponen todo con sabiduría para el bien de la Iglesia,
incluso los acontecimientos adversos”. La confianza absoluta en la presencia de Dios en
la historia de la humanidad, considerada sin embargo como totalmente autónoma, se
conjuga, precisamente por esta razón, con una atención nueva en la capacidad de
75

aprendizaje de los humanos: “Los hombres están cada vez más convencidos de que la
dignidad y la perfección de la persona humana son valores muy importantes que exigen
esfuerzos rudos. Pero lo que es importante es que la experiencia terminó por enseñarles
que la violencia exterior impuesta a los otros, el poder de las armas, la dominación
política, no son capaces de traer una solución feliz a los graves problemas que la
angustian”.
La modernidad no ha sido entonces bautizada ingenuamente; y menos aún
desconocida en sus efectos perversos; pero más bien es reconocida en su capacidad de
aprendizaje y de autocorrección, sin referencia externa. Este respeto por la autonomía de
la historia va de la mano con una comprensión menos exterior y más modesta del rol de
la Iglesia que, ella también, se pone de ahora en más en una postura de aprendizaje. No
es sino al fin del concilio, en la primera parte de la constitución pastoral Gaudium et spes,
que ella se pone en una relación simétrica en comparación a la sociedad reconoce todo lo
que aprendió de la historia pasada y presente de la humanidad. A partir de ahora se puede
entonces verdaderamente hablar de “secularización interna”, habiendo legitimado la
reducción de la empresa de la Iglesia sobre el conjunto de la sociedad por el
reconocimiento de una alteridad y de una simetría, fundadas sobre la identidad misma del
cristianismo.
El conflicto de interpretaciones que produce esta posición de principio en el seno
mismo del catolicismo, afrontado a partir de entonces a múltiples aperturas ecuménicas y
societarias, así como a una serie impresionante de recomposiciones pastorales, vuelva la
recepción del concilio Vaticano II muy compleja y difícil; y esto tanto más cuando este
proceso es rápidamente reconducido por la opinión pública y la mayoría de los actores en
su juego de oposiciones, característico del mito de la modernidad, entre la norma del
progreso y la de la tradición. Ahora bien, este debate oculta la nueva ola de secularización
y de toma de distancia respecto al catolicismo, comprometida en las sociedades europeas
desde fines de los años sesenta.
4. La situación actual, que constituye el cuarto momento en esta larga historia
de aprendizaje, muestra entonces datos nuevos. Son bien conocidos y se dejan resumir
rápidamente. La mundialización de todos los intercambios humanos, comprometida sobre
todo a partir del fin del mundo bipolar en 1989, y el pluralismo radical de las
civilizaciones y tradiciones que está ligado a esto, signan el fin del mito moderno de un
progreso lineal e indefinido según el modelo occidental; la razón utópica cede a partir de
este momento su lugar a un pragmatismo sin perspectiva a largo plazo. Al mismo tiempo,
surgen nuevas inquietudes, sobre todo en relación con una globalización económica,
técnica, mediática y política, que se vuelve cada vez más amnésica y pierde sus
inmunidades, permitiendo protegerla contra el potencial de deshumanización que
vehicula. Desconectándose de las grandes tradiciones humanas, los obliga a entrar en un
nuevo tipo de interacción y una recomposición interna sin precedentes. Un nuevo
horizonte se abre delante de un aprendizaje difícil y cada vez más complejo.
Los grandes vectores de la modernidad europea continúan sin embargo a obrar:
recuerdan incluso su impacto y se modifican: se señala a menudo el individualismo, pero
también una manera apacible de arreglarse con la pluralidad de las proposiciones de
sentido, todas indexadas por el relativismo y el probabilismo. La autorrealización se
vuelve el valor fundamental, incluso si está atravesado por una conciencia aguda del
76

riesgo (alimentación, riesgo ecológico, fragilidad de las relaciones, soledad, etc.), y por
el sentimiento a menudo frustrante con el que cada uno de nosotros está enfrentado en la
tarea de ser sí mismo, como a un imperativo social que hay que encarar completamente
solo. Pro esta insatisfacción estructural, intramundana y ligada al os límites de la vida, no
representa más una apertura a la trascendencia o a la “vida eterna”, en el sentido cristiano
y escatológico del término, que da a ciertas de nuestras decisiones y de nuestras
relaciones, y a cada una de nuestras existencias, un peso único, decisivo y definitivo. El
ethos de buena parte de nuestros contemporáneos más bien está haciendo un contrato con
un lazo provisorio que invade progresivamente todos los rincones de su existencia y de
las representaciones del mundo -por ejemplo, la reencarnación- que prolongan este
provisorio hasta lo indefinido. La vida no es vivida más como un todo, sino como una
serie de episodios, y cada uno tiene valor por sí mismo, focalizando sólo al interés que
nos aporta, lejos de las grandes estructuras de la sociedad y de las sociedades.
Una vez más, recurro a Erich Auerbach, quien en el último capítulo de Mímesis,
comentando en 1945 la novela de Virginia Woolf Al faro (1927), anticipa el ethos que
venimos de esbozar: “[…] poner el acento sobre la circunstancia insignificante,
cualquiera, tratara por ella mismo, sin hacerla servir a un conjunto concertado de
acciones; al mismo tiempo, algo enteramente nuevo y elemental se revela a nuestro
espíritu: la riqueza de la realidad y la profundidad de la vida de cada momento al cual nos
abandonamos sin segundas intenciones. Lo que se produce en ese momento -ya sea que
se trate de acontecimientos interiores o exteriores- concierte muy personalmente a los
individuos que lo viven, pero también a lo que tienen de común y elemental. Es
precisamente el instante cualquiera el que posee una relativa independencia frente a las
ideologías cuestionadas y precarias en nombre de las cuales los hombres luchan o
desesperan; fluye debajo de ellas, en tanto que son la vida cotidiana […] Hará falta
bastante tiempo aún hasta que la humanidad viva una vida común sobre la tierra, pero ya
el término comienza a ser visible”.
La distancia que se anuncia aquí entre la existencia común y las ideologías o
mitos, así como sus instituciones que los sostienen, alcanzan no solamente a la Iglesia,
sino también a otras organizaciones del mismo tipo. A menudo analizado en términos de
desinstitucionalización, este proceso, ligado hoy al valor de la autorrealización, revela
hasta qué punto ciertas sociedades europeas -Francia en particular- quedaron marcadas
hasta una época muy reciente por el modelo institucional del catolicismo, en desmedro
de la laicización de sus instituciones (la escuela, la medicina o las organizaciones de
trabajo social). La Iglesia del II milenio les había legado lo que llamamos su “programa
institucional”, canonizado en el concilio Vaticano I; y ellas lo adoptaron, en el seno del
juego mimético, propio de la época de la modernidad triunfando. Trasmitido a toda la
sociedad francesa, este programa cuyo propósito ha sido “transformar valores y principios
en acción y en subjetividad mediante un trabajo profesional específico y organizado”, el
de los clérigos relegados por los militantes, se agota hoy; lo que provoca el declive de
todas las instituciones a socializar a los individuos en un universo definido de principios
y valores. La Iglesia y su pastoral son tomadas por esta dinámica de descomposición.
La terminología de la modernidad, ¿es apropiada aún para designar la
desaparición de este zócalo cultural formado por le cristianismo, y que lo sostuvo durante
el II milenio? Si somos más intensamente sensibles a la permanencia de las grandes rasgos
77

y valores de la Europa moderna, y menos molestos por el recubrimiento mítico con el


cual fueron transmitidos, guardaremos el término señalando eventualmente la indudable
radicalización por el vocabulario de la “ultra-modernidad”. Si, en cambio, nos
impresionamos por los fenómenos de la mundialización, la pluralidad de las tradiciones
que interactúan a partir de este momento y, sobre todo, por el cuestionamiento y la
desaparición del zócalo cultural que es el humanismo clásico de la antigua Europa en
beneficio del realismo de la vida cotidiana, evocado por Auerbach, preferiremos hablar
de “postmodernidad”, debiendo entonces proteger este término contra el malentendido de
una anulación de los vectores fundamentales de los tiempos modernos que son la
autonomía, la libertad y la creatividad.
Sean cuales fueran las palabras, la exigencia de credibilidad se movió
considerablemente a través de los cuatro momentos del proceso de aprendizaje que
venimos de recorrer. Nacida de un enfrentamiento entre poderes sobre un mismo terreno,
fue progresivamente integrada pro cada uno de los beligerantes; se expande por el
conjunto de las sociedades europeas, afectadas por la caída de los dioses, el
enfrentamiento con el mal radical y, no menos difícil, la toma de conciencia de lo
innombrable de lo que fueron y son aún cómplices. Ella se transforma entonces bajo el
golpe de estos diferentes shocks, siendo el último la apertura sin protección de nuestras
interioridades a lo que pasa sobre la superficie del globo, y se retira de alguna manera en
la penumbra de la vida cotidiana, única para cada uno y común a todos; perspectiva a
partir de la cual todo lo que no está coordinado con ella es considerado con escepticismo:
ni la simple legitimidad formal de un actor, ni su acción de militante, pueden ya darle
credibilidad a la causa que sostiene. Es la desaparición de estos criterios seculares lo que
obliga al cristianismo a interrogarse de nuevo sobre su propia forma.

El catolicismo en lucha con su forma

La relectura esquemática de la historia europea más reciente nos ha mostrado


cómo pudo emerger, relacionado con el problema de la credibilidad, el aspecto más
fundamental de la forma misma del cristianismo, o bien del catolicismo. Lo abordaré
ahora desde un punto de vista propiamente teológico.
Es así como fue tratado por la primera vez por la Iglesia del concilio Vaticano I,
que se dejó reconducir por el cuestionamiento más radical hacia lo que la funda en lo más
íntimo de sí misma. Siempre se podrá decir que, según una lógica inevitable de la vida,
este aprendizaje teologal es una artimaña que caracteriza a todos los seres vivos -dentro
de los cuales están comprendidas las sociedades y la Iglesia- en su propensión a
sobrevivirse; la historia y la sociología adoptan bastante naturalmente este tipo de
argumento, salido del darwinismo histórico y social; no es seguro además que el proceso
de autolegitimación del Vaticano I22 escape al reproche de una estrategia de sobrevida
22
Ver el capítulo III de Dei Filius: “Porque es solamente a la Iglesia católica que se refieren todos estos
signos tan numerosos y tan admirables dispuestos por Dios para hacer aparecer con evidencia la
credibilidad de la fe cristiana. Mucho más, la Iglesia, a causa de su admirable propagación, de su
eminente santidad y de su inagotable fecundidad en todo bien, a causa también de su unidad católica y de
su invencible firmeza, es por ella misma un gran y perpetuo motivo de credibilidad y un testimonio
irrefutable de su misión divina”.
78

que se apoya sobre una identidad eclesial que en realidad nadie puede, osa o quiere
interrogar. Por el contrario, varios pasajes del concilio Vaticano II descentran el grupo
Iglesia, no solamente en dirección de la sociedad, pero también en relación con la Iglesia
o Cristo, y lo invitan de alguna manera a no hacer más de su propia perennidad el valor
principal de su compromiso pastoral. La incertidumbre que parece aquí en cuanto a la
comparación entre los dos concilios vaticanos y más aún respecto ala forma histórica y
teologal del cristianismo -pregunta que abordan los dos, pero diferentemente- perjudica
hasta hoy su recepción común, difícil de prever en una perspectiva unilateralmente lineal.
Es entonces a partir de la situación actual, evocada recién, que interrogaré estos
dos concilios de los tiempos modernos sobre su abordaje teológico de la forma del
catolicismo, para mostrar que la percepción propiamente estilística, que volveremos a
cuestionarnos en el último punto de esta etapa, puede apoyarse sobre un cuestionamiento
que viene de mucho más lejos.

Fuerzas y debilidades del concilio Vaticano I

El primero que percibió, en los textos del concilio Vaticano I, el paso del
contenido de la fe a su forma y de lo que es creído (fides quae creditur) hacia el acto de
creer (fides qua creditur) fue sin duda Maurice Blondel: “[…] el obstáculo no es el objeto
ni el don, sino la forma y el hecho del don”, escribió en 1896. Al mismo tiempo (supongo
lo imposible) que por un esfuerzo revelador de genio nos recubriremos casi toda la carta
el contenido de la enseñanza revelada, no tendríamos nada aún, absolutamente nada del
espíritu cristiano, porque no es nuestro. No tenerlo como recibido y dado, pero como
encontrado y salido de nosotros, es no tenerlo para nada: esto es el escándalo de la razón;
es ahí precisamente que hay que fijar los ojos para sondear la llaga filosófica de las
conciencias, en aquellos de nuestros contemporáneos que se gobiernan por el
pensamiento”. Karl Rahner seguirá los pasos del filósofo distinguiendo en 1954 la
“teología formal y fundamental” de la “dogmática especial”. A la hora del primer concilio
de los tiempos modernos, la forma de la fe se define a partir de su contenido dogmático;
y esta explicitación comparte de entrada el valor normativo del dogma propiamente dicho.
Pero veremos que esta extensión de lo dogmático a los fundamentos o a la forma de la fe
tendrá algunas repercusiones sobre el concepto mismo del dogma y sobre su estatus.
Es sobre todo en el capítulo IV de la constitución Dei filius sobre la fe católica
que el Concilio codifica este paso. Este capítulo define de entrada la distinción absoluta
(o la “no confusión”) entre dos órdenes de conocimiento: diferencia de principio entre
razón natural y fe divina, y diferencia de objeto entre verdades de razón y misterios
escondidos en Dios. Utilizada aquí en un contexto epistemológico, la terminología del
dúplex ordo reenvía al fondo ontológico del texto y se apoya de hecho sobre el dogma
cristológico de las dos naturalezas: “un solo y mismo Cristo, reconocido en dos
naturalezas, sin confusión, sin separación”. La relación entre fe y razón deriva entonces
de la concepción misma de la revelación cristiana, precisada en los tres primeros capítulos
que, ellos, se apoyan implícitamente sobre la cristología de Calcedonia. La punta del
primer parágrafo del capitulo IV es la definición del concepto de misterio, relacionado a
79

la vez a lo que está escondido en Dios (in Deo abscondita), a sus profundidades (1 Cor 2,
10), y a la razón, como lo que constituye su límite absoluto.
Podría ciertamente proponerse una lectura estrecha de esta articulación que
atenúe el sentido del límite como cambio de orden (metabasis eis allo genos). Pero las
evoluciones ulteriores de la teología, en particular las reflexiones de un Karl Rahner sobre
el sentido bíblico de la terminología del misterio, y el concilio Vaticano II conducen a
poner en valor la relación de alteridad entre la fe y la razón, es decir, la ausencia de
competencia posible entre los dos órdenes y por lo tanto la autonomía de la razón: todo
esto en nombre mismo de la fe en un Dios cuyo misterio absoluto, “permaneciendo como
revestido por una cierta oscuridad”, consiste en su autorrevelación (Cap. II), y su gratuita
auto-comunicación, como dirá el Vaticano II. Negativamente, podría formularse así ese
principio doctrinal de la no-competencia: Dios no revela nada de lo que podemos o
podremos un día saber y comprender por nosotros mismos. La formulación positiva sería
entonces esta: Dios no tiene más que una cosa para decirnos, un solo misterio a revelar
al creyente: es Él mismo, Él mismo como destino de la humanidad.23
La insistencia sobre la no-confusión no anula el “sin separación”. Al contrario.
En la perspectiva de la fe en un Dios que se revela Él mismo en su misteriosa identidad,
la razón es comprendida como don del Creador y Señor que entrega la humanidad y la
creación, real y auténticamente, a ellas mismas. La afirmación de su consistencia tiene
por objeto, hay que subrayarlo, mantener en el corazón de la fe, llevada por la revelación,
su libertad, a saber, un acceso libre a la fe, y una fe libre porque está acompañada hasta
el fin por el asentimiento de la inteligencia: allí está su forma última, garantizada por la
forma misma de la Revelación de un Dios que no viene por efracción, sino que suscita en
el creyente el obsequium bajo la forma de un obsequium rationabile.
Sin embargo, hay que reconocer que el Concilio del siglo XIX se detiene a mitad
de camino. Su consciencia apocalíptica y su concepción teológico-política de la autoridad
le impiden llegar al fondo de la forma de la fe católica tal como se dibuja sin embargo
cuando se relee hoy su obra. Encontramos dos orientaciones que, convergiendo hacia un
mismo eclesio-centrismo, no han podido ser ajustadas y plantean el problema de las
relaciones entre historia y normatividad dogmática o jurídica, dificultad que estalla a
pleno día durante la crisis modernista24. El límite impuesto por el principio de autoridad
a la libertad y a su capacidad de aprendizaje se nota en dos lugares neurálgicos: el acto de
fe, “ofrecimiento de una obediencia libre”, ciertamente, pero presentada al mismo tiempo
como obligación en razón e la sumisión de la razón natural a la soberanía absoluta de
Dios; pero también la interpretación e esta fe por la Iglesia, comprendida como recepción

23
Esta formulación de alguna manera última de la identidad cristiana será retomada luego. No debe hacer
olvidar el recorrido estilístico que acabamos de llevar a cabo. Es por esta razón que propondremos otra
fórmula breve de la fe cristina: “Podemos ciertamente sostener que el cent4o del Nuevo Testamento, lo que
designa como su mysterion, no es otra cosa que el único Dios comunicando a la multitud la santidad que lo
constituye en Él mismo. esta formulación que resurge de todo lo que precede supone la unidad interna del
canon de las Escrituras, retomada más arriba por la formulación siguiente: “El Único engendra una multitud
de únicos”, fórmula que de entrada tiene un sentido mesiánico (a la vez cristológico y pneumatológico),
pero que permite igualmente explicitar el sentido trinitario de a la autorrevelación y de la autocomunicación
del Dios tes veces santo.
24
Sobre este punto decisivo volveremos más adelante. La articulación de las dos funciones, positiva y
negativa, de este conocimiento natural, determina la interpretación del Concilio, antimodernista, o más
propicio al aprendizaje histórico impuesto por la modernidad.
80

y declaración infalible de una doctrina revelada o un depósito, constituido definitivamente


en la época apostólica. Reencontramos aquí las dos facetas, ya señaladas, de lo sagrado
que de alguna manera bloquean la ruta del proceso de aprendizaje tan característico de la
modernidad: el “libro” de la naturaleza o de la historia (según la orientación
fundamentalmente jurídica o más tradicionalista que se reconoce en los textos del
Vaticano I) y la idea de una época ejemplar como referencia absoluta de todo desarrollo
ulterior.
En lo que concierne al primer punto, el desafío consiste en determinar la
significación exacta del límite de una razón concebida como autónoma en su orden, es
decir, en su capacidad de conocer a Dios como principio y fin de todas las cosas: ¿hay
que comprender este límite en términos de dependencia en relación con Dios, o más bien
en función de un destino humano para dejar abierto, a pesar de y contra toda tentativa
totalitaria de cierre? La respuesta dada a esta cuestión compromete la relación de la Iglesia
con la sociedad, la obligación o la libertad de pasar a la fe cristiana y el tipo de obediencia
(obsequium) o de escucha (oboeditio) que estructura la fe. Se sabe en qué sentido se
inclina el concilio Vaticano II cuando retoma este problema en la constitución dogmática
sobre la revelación y su transmisión Dei Verbum y en la declaración sobre la libertad
religiosa Dignitatis humanae, no solamente para poner en valor la libertad religiosa y la
libertad del acto de fe, sino también para desplazar el principio de la razón hacia la
obligación y el derecho de buscar la verdad. El lugar acordado al otro por le cristianismo
es el desafío principal; ya lo hemos percibido.
Pueden leerse entonces los textos del Vaticano I según una perspectiva
“apocalíptica” y “autoritaria” devolviendo inmediatamente las fuerzas destructoras al
seno de las sociedades a un desprecio de Dios y del magisterio de su Iglesia (prologo);
pero también podemos discernir allí una invitación al aprendizaje, incluso a un doble
aprendizaje. En este sentido, el capítulo IV de Dei Filius reconoce contradicciones de
hecho entre la fe y la razón, pero las califica inmediatamente como imaginarias: “Esta
apariencia imaginaria viene sobre todo de que los dogmas de la fe no han sido
comprendidos ni expuestos según el espíritu de la Iglesia, o bien cuando se toman
opiniones falsas como si fueran conclusiones de la razón”. La fe es así instigada a volver
de su confrontación con la racionalidad contemporánea hacia ella misma, y a ponerla al
servicio de su propia reinterpretación “según el espíritu de la Iglesia”: lo que abre la vía
al paradigma hermenéutico; lo veremos en seguida. Del lado de la razón, encontramos
una invitación implícita a “la enmienda”. Nada exige que esta debe venir del exterior. La
razón participa de las capacidades reales, aunque a menudo ocultas, del universo, de las
tradiciones humanas, de las colectividades y de las personas a regenerarse y a
transformarse ellas mismas. La fe puede reconocer estos recursos y hacerlo del interior
mismo de su identidad.
En lo que concierne al segundo punto, a saber la interpretación de la fe por la
Iglesia, se trata aquí aún de la significación de un límite, el que hay entre la edad
apostólica y el resto de la historia de la Iglesia. El concilio distingue en efecto el carisma
de la inspiración por el Espíritu Santo, que es un fenómeno extraordinario ligado a la
época constitutiva de la Revelación, de la asistencia permanente del Espíritu Santo que
permite ala Iglesia salvaguardar y desarrollar el depósito de la fe y separar en particular
los libros inspirados de los que no lo son, para proponérnoslos en el Canon como
81

inspirados. Esta distinción está fundada en la constitución sobre la fe católica y retomada


enseguida en el capítulo o IV de la primera constitución sobre la Iglesia: “El Espíritu
Santo no ha sido prometido a los sucesores de Pedro (este capítulo habla sólo de ellos)
para que hagan conocer bajo su revelación una nueva doctrina, sino para que con su
asistencia guarden santamente y expongan fielmente la revelación transmitida por los
Apóstoles, es decir, el depósito de la fe”.
El desafío de este esquema de interpretación es articular orgánicamente -y en la
línea de Ireneo y de Tertuliano- las tres instancias de la paradosis cristiana: la Escritura,
la tradición y la Iglesia con su magisterio. Podemos leer Dei Filius en función de una
apertura posible a la historia y concebir la diferencia entre la Escritura y la tradición, no
como una distinción de contenidos (sin embargo inducida por el modelo de instrucción
de la revelación, en el mismo capítulo II de Dei Filius) sino, según la expresión de su
principal redactor, como una diferencia modal o funcional (dúplex modus): la presencia
de la Revelación en la tradición oral de la Iglesia le permite reconocerla, según una cierta
connaturalidad espiritual, en tal o cual libro bíblico. En cuanto a la tradición, a ella
también hay que distinguirla del magisterio eclesial y concebirla como infinitamente más
amplia que la doctrina definida por él. Es lo que sobresale, en todo caso, de la diferencia
entre “el consentimiento unánime de los Padres”, siempre a constatar o a verificar
posteriormente, y el “sentido eclesial”, caracterizado por un juicio explícito sobre esto
que, “en las materias de fe y costumbres forma parte del edificio de la doctrina cristiana”.
Al mismo tiempo, la noción de dogma recibe un sentido muy restringido, y debe
responder a dos condiciones: la referencia a la Escritura y a la tradición (“todo lo que está
contenido en la palabra de Dios, escrita o trasmitida por la tradición”) y su proposición
pro la Iglesia “como divinamente revelada”.
Sin embargo, hay que reconocer, como en el caso de los límites de la razón, que
el eclesio-centrismo del concilio y su preocupación por no separar las tres instancias lo
conducen finalmente a identificar la Revelación y el dogma; expresiones como “doctrina
de la fe revelada por Dios”, “dogma sagrado”, es decir “dogma divinamente revelado”,
lo atestiguan. Lo que es del orden de la forma o de la regla se transforma aquí
subrepticiamente en contenido dogmático, el espíritu en letra que puede matar. En
principio suscitado por la “regla de fe”, todo trabajo crítico del historiador se detiene si
es obligado a conservar a perpetuidad un contenido doctrinal determinado de una vez y
para siempre (capitulo IV). La dificultad se redobla a partir de que se trata de la Escritura
y de la tradición apostólica, objetos privilegiados de la exégesis y de la historia l fin del
siglo XIX. No les es solamente imposible determinar un período constitutivo de la
Revelación: en nombre del comparatismo, deben sobre todo recusar una sacralización de
esta época, a fortiori si ella trae aparejada una sacralización de las instancias habilitadas
a salvaguardar su memoria. Es lo que constituirá el desafío de la crisis modernista.

La “forma pastoral” de la doctrina en el Vaticano II


Es muy sorprendente que Juan XXIII haya tocado los dos puntos neurálgicos
que venimos de desarrollar a partir de su discurso de apertura del concilio Vaticano II, el
11 de octubre de 1962. Con una rara limpidez, dibuja allí la transformación que le espera
a partir de ese momento al catolicismo. Lo que dice del respeto de la historia en su
autonomía ya ha sido comentado en l relectura esquemática de los cuatro momentos de la
82

historia reciente de Europa. El pasaje de su discurso que concierne a la interpretación de


la fe por parte de la Iglesia, entroncado en la traducción latina, introduce explícitamente
la perspectiva de la forma, y esta en un espíritu pastoral: “Es necesario que esta doctrina
auténtica sea estudiada y expuesta siguiendo los métodos de búsqueda y la presentación
que usa el pensamiento moderno. Porque una es la sustancia del depósito de la fe, y otra
la formulación de la que se reviste; y hay que tener en cuenta esta distinción -con
paciencia cuando sea necesario-, midiendo todo según las formas y proporciones de un
magisterio que tiene carácter sobre todo pastoral. Este principio se sitúa claramente a
distancia del capítulo IV de Dei Filius: no afirma solamente, y por primera vez, la
diferencia fundamental entre el depósito de la fe (tomada aquí como un todo, sin
referencia a una pluralidad interna que da cuenta ya de la expresión) y la forma histórica
que toma a tal o cual época; insiste también -como implicación de esta concepción
hermenéutica de la fe- sobre la función fundamental pastoral del magisterio eclesial.
Si queremos comprender cómo esta doble intuición de Juan XXIII haya tenido
éxito en ejercitar al catolicismo en un verdadero cambio estilístico, no podemos
apoyarnos solamente sobre tal pasaje asilado del Vaticano II. Es la estructura de conjunto
del corpus lo que hay que tener en cuenta, sin minimizar las tensiones que la atraviesan.
Este corpus se organiza de hecho alrededor de tres polos. Situado sobre un eje
horizontal, la estructura de los textos parece ser bipolar: aparece tendida entre la Iglesia
y la sociedad, entre la perspectiva ad intra y la relación de la Iglesia ad extra. Es así como
los documentos conciliares han sido leídos por ciertos sociólogos y teólogos en la fase
más conflictiva de la recepción, marcada por la oposición entre el progresismo y el
integrismo. Pero un análisis más fino pone en evidencia un tercer polo: se sitúa sobre un
eje vertical por comparación al plan eclesiológico y social. Allí se toman en cuenta textos,
ya evocados y muy controvertidos durante el Concilio y posteriormente, sobre la
revelación y su transmisión, sobre la fe y la libertad de conciencia (principalmente la
constitución Dei Verbum y la declaración Dignitatis humanae); textos que tratan entonces
de la manera de concebir la relación entre el hombre y Dios. Ahora bien, la manera de
encarar la relación del hombre con Dios repercute en el estilo de las relaciones que los
católicos comprometen con otros. El Vaticano II es el primer concilio en haber abordado
sistemáticamente este tipo de cuestión distinguiendo entre relaciones ecuménicas (decreto
Unitatis redintegratio), relación con las religiones no cristianas (declaración Nostra
aetate), relación con el ateísmo y presencia en la sociedad moderna (constitución pastoral
Gaudium et spes). Estos dos ejes del corpus, el eje teologal o vertical y el plan de
relaciones o el eje horizontal, se cruzan finalmente en la Iglesia: por una parte, la
conciencia que toma de ella misma (constitución Lumen Gentium), inaugurando -quizás
por primera vez- lo que se ha llamado una conversión e la Iglesia; por un lado, n la
redefinición de las relaciones entre sus principales actores (decretos sobre el ministerio
de los obispos y de los sacerdotes sobre la renovación de la vida religiosa y el apostolado
de los laicos).
Lo que los sociólogos llaman “secularización interna” del catolicismo se
presenta entonces, en el corpus conciliar, como “conversión” o “descentramiento”. Este
proceso gigantesco de aprendizaje conduce a la Iglesia a entrar en comunicación con otros
creyentes, ateos y fuerzas económicas, sociales y políticas de las sociedades, hasta tomar
progresivamente conciencia de su alteridad y del “provecho espiritual” que puede sacar
83

de un diálogo con ellos. El fruto de esta experiencia es en efecto -y este es el punto


esencial- una interrogación sin precedentes sobre la identidad de su propia fe y sobre la
fuente evangélica de su presencia en la historia. Es esta auto interrogación que Juan XXIII
introdujo desde el mes de octubre de 1962 en los trabajos conciliares hablando de
“pastoralidad de la doctrina”, principio que es el desafío más fundamental de las tensiones
en el seno del concilio y en la historia de su recepción.
¿En qué consiste entonces esta “pastoralidad” según el Vaticano II? Formulada
de la manera más simple, la respuesta es esta: no hay anuncio del Evangelio de Dios sin
tomar en cuenta el destinatario. El Vaticano II precisa esta relación o este encuentro en
dos direcciones diferentes que nos hace falta explorar brevemente antes de volver a
nuestra perspectiva global de una trasformación estilístico. El concilio insiste en efecto
sobre el contexto histórico y cultural de los destinatarios -y por lo tanto sobre la figura
cultural de la verdad revelada- y sobre la unidad interna de esta verdad propuesta a los
receptores sin que haya logrado unificar estas dos perspectivas.
La primera se encuentra sobre todo en la constitución pastoral Gaudium et spes,
y más particularmente en un texto sobre la mutualidad de las relaciones entre Iglesia y
sociedad, a la cual ya ha hecho alusión: “La manera apropiada de proclamar la palabra
revelada debe permanecer la ley de toda evangelización. es de esta manera, en efecto, que
se puede suscitar en toda nación la posibilidad de expresar el mensaje cristiano según el
modo que le conviene, y que puede ser promovido al mismo tiempo un intercambio
viviente entre la Iglesia y las diversas culturas”. Este texto que no habla más de doctrina
sino de Evangelio, de palabra revelada o de verdad revelada, reconoce -al menos al nivel
de los principios- la existencia del problema que la teología católica se plantea a partir de
la crisis modernista: la historicidad de una verdad irremediablemente pluralizada pro las
lenguas y las culturas del mundo, sin que su unidad y su universalidad sean directamente
accesibles en una doctrina trans-histórica o exenta de todo enraizamiento lingüístico y
cultural. El trabajo de interpretación lleva entonces simultáneamente sobre las lenguas y
sobre la verdad revelada; simultaneidad que ya he intentado pensar en el corazón de esta
obertura, en términos de estilo de estilos.
La arquitectura global de Gaudium et spes reposa sobre este procedimiento
hermenéutico que religa inseparablemente la exposición doctrinal sobre le hombre en el
mundo y el abordaje histórico y contingente de la vida y de la sociedad contemporáneas.
Sin embargo, esta unión intima entre doctrina y contexto histórico no es siempre ni en
todo lugar mantenida de manera consecuente. Muchos pasajes dejan subsistir una cierta
exterioridad entre Evangelio e historia, o consideran el lenguaje y las culturas como
medios o instrumentos para comunicar una verdad o verdades cuya independencia habría
que salvaguardar.
Si pasamos ahora del contexto cultural de los destinatarios del Evangelio a su
misteriosa unidad interna, nos encontramos delante de tensiones análogas. Es el decreto
sobre el ecumenismo Unitatis redintegratio el que cita, casi literalmente, el principio de
pastoralidad introducido por Juan XXIII, relacionado con lo que el texto conciliar llama
una reforma “en materia moral, en la disciplina eclesiástica, o incluso en la formulación
de la doctrina, que hay que distinguir con cuidado del depósito de la fe”. La idea de una
jerarquía de las verdades que aparece aquí retoma, ciertamente, la perspectiva de una
pluralidad de verdades doctrinales, presente en el Vaticano I; pero permite establecer allí
84

un orden jerárquico y precisar el criterio de una unidad fundada sobre las “insondables
riquezas de Cristo”. La declaración insiste sobre el carácter insondable de este misterio
respecto asu conocimiento y su expresión; lo que excluye toda actitud de posesión y exige
una disposición a la “búsqueda”. Y ya que esta búsqueda se hace entre varios -y sobre
todo “en unión con nuestros hermanos separados” (según la formulación paradojal del
texto)-, se realiza como emulación, animada por una manera de hacer o por “virtudes”
que deben corresponder a lo que o al Que es buscado: “amor de la verdad, caridad y
humildad”.
De esta manera, el criterio que hace la unidad de las verdades doctrinales se sitúa
en un cierto estilo de comunicación. Este modelo nuevo que encarna la verdad en el seno
de relaciones verdaderas se encuentra aún en otros lugares del corpus conciliar: en la
constitución pastoral y, más particularmente, en la declaración sobre la libertad religiosa.
Esta insiste no solamente en la libertad de la conciencia de los emisores y destinatarios
de todo discurso situado delante del horizonte de la verdad; pero ella pone también en
valor su capacidad y su deber de buscarla, y buscarla “según la manera propia de la
persona humana y a su naturaleza social, a saber por una libre búsqueda, por el medio de
la enseñanza o de la educación, del intercambio o del diálogo gracias a los cuales los
hombres exponen los unos a los otros la verdad que han encontrado o piensan haber
encontrado, a fin de ayudarse mutualmente en la búsqueda de la verdad”. El Concilio no
duda en hacer de esta concordancia entre lo que es propuesto o buscado, y la manera de
hacerlo, el criterio último de una verdad que se explica aquí bajo la figura de la
autenticidad y de apoyarla sobre el estilo de vida o la vida de Cristo.
Esta concepción de la unidad del misterio de la fe en su manera de comunicarse,
más allá o más acá de una diferenciación en verdades, no estructura el conjunto del corpus
conciliar; lejos de eso. Volvemos a encontrar aquí las mismas tensiones ya señaladas a
propósito de la figura cultural de la verdad. La definición “graduada” de la pertenencia
eclesial en el capítulo II de Lumen Gentium, por ejemplo, distingue perfectamente la
incorporación en la Iglesia católica del trabajo del Espíritu en la conciencia de todo ser
humano. Pero a esta distinción superpone al mismo tiempo otro modelo más concéntrico
(que se lo encuentra también en la primera encíclica de Pablo VI, Ecclesiam suam),
“limitando” así el juego de la búsqueda y de la emulación que orienta a todos los
compañeros hacia “la única fuente”.
Sobre las dos vertientes, externa e interna, de la forma pastoral de la Iglesia que
se viene de explorar -el tomar en cuenta el enraizamiento cultural de los destinatarios del
Evangelio y la manifestación unificada de la Revelación en cierto estilo de comunicación-
el corpus del Vaticano II es entonces como trabajado desde el interior, anunciando así los
conflictos de interpretación que atraviesan la historia de su recepción. No hay ninguna
dificultad en interpretar este proceso en términos de secularización interna del
catolicismo, a saber, como aprendizaje (o aggiornamento, según el vocabulario de Juan
XXIII), que pasa por conflictos entre puntos de vista y estrategias opuestas en cuanto a la
manera de responder a las transformaciones impuestas por la modernidad. A condición,
sin embargo, de que se perciba bien que estos conflictos suscitan finalmente una
interrogación fundamental sobre la identidad de la fe y el Evangelio.
Esta interrogación (el eje vertical o teologal del corpus, presentado más arriba
en su globalidad) es presentado desde el comienzo del Concilio, pero le cuesta abrirse
85

camino y no cumple su propósito más que al fin del recorrido, en otoño de 1965, en la
versión definitiva de textos como Dei Verbum y Dignitatis humanae, discutidos sin
embargo desde el comienzo. Reencontramos aun los mismos conflictos y tensiones que
podemos sin embargo reconducir ahora hacia dos concepciones diferentes de la
Revelación, cuya articulación no es verdaderamente pensada. La del concilio Vaticano I
que se deja describir en términos de instrucción -Dios (y análogamente la Iglesia) se
comportan cara a cara de la sociedad humana de manera simétrica como soberano que la
instruye acerca de su verdad- está siempre presente. Pero por lo esencial, la revelación no
es más definida a partir de un contenido (verdades a creer, mandamientos que cumplir,
ritos que practicar), sino como experiencia, acontecimiento de encuentro o de
comunicación: lo que ya ha sido notado. En efecto, Dios no nos revela de entrada cosas,
verdades, dones; sólo tiene una cosa para comunicarnos: Él mismo -Él mismo como
misterio absoluto. La única respuesta adecuada -la fe- es entonces el don de sí del
creyente, ofrenda libre, cuya raíz última es la conciencia humana.
Esta concepción bíblica permanece sin embargo atravesada por la idea de la
instrucción, sin que la posición reguladora de la doctrina esté bien situada. Esta ausencia
de claridad reaparece con fuerza cuando el Concilio trate la articulación orgánica de las
instancias de regulación que son la Escritura, la tradición y la Iglesia con su magisterio.
Podemos recordar al respecto los debates sobre la extensión material de la Escritura y de
la tradición y los anteriores, sobre el magisterio. Estos conflictos ocultan sin duda una
dificultad más fundamental, poco consciente aún, que se señala por la simple
yuxtaposición de dos esquemas en Dei Verbum, el de la Palabra de Dios siempre actual,
y el de la Revelación y su transmisión que reitera la idea de un período constitutivo.
No podemos decir que este trabajo muy complejo de reencuadre, apenas
esbozado aquí, haya conducido a una articulación completa de los dos ejes vertical y
horizontal del corpus y a una unificación satisfactoria de los puntos de vista. La regla del
compromiso ha sido aplicada con rigor por Pablo VI, consciente de los límites inherentes
de una asamblea conciliar; el proceso de reforma y de renovación de la forma misma del
catolicismo -la secularización interna, según el lenguaje de los sociólogos- ha sido
entonces interrumpido en diciembre de 1965, pro la fuerza de las cosas, antes de retomar
inmediatamente, pero a partir de este momento bajo el modo de recepción de la obra
conciliar.

Incertitudes

Abordado en la dinámica del debate sobre la forma del catolicismo, mejor dicho
del cristianismo (según la perspectiva ecuménica del Vaticano II), la recepción de la obra
conciliar plantea dos problemas: el de la relación no clarificada entre los dos concilios
vaticanos con las cuestiones de fondo que han sido señaladas varias veces; luego el del
diagnóstico teológico del momento presente, que nos parece salírsenos de la perspectiva
del primer concilio. Comenzaremos por medir esta distancia.
A primera vista, lo que ha sido dicho, en nuestra relectura de la historia europea,
de la situación actual del cristianismo se deja localizar en la matriz de la obra conciliar.
En lo que concierne al individualismo, por ejemplo, podríamos identificar su parte de
86

verdad notando la importancia teológica que el concilio le da a la consciencia, “centro


secretísimo del hombre y santuario donde está solo con Dios y donde su voz se hace
escuchar”. En cuanto al pluralismo de las posiciones de sentido, y al relativismo o al
probabilismo que los aumenta, se puede evidentemente notar la postura de búsqueda,
puesta en valor por el concilio, así como el comienzo25 de una toma de conciencia de las
otras confesiones, religiones y el ateísmo. Incluso la desinstitucionalización de lo
religioso podría ser justificado parcialmente, en la medida en que Lumen Gentium no
desarrolla solamente la idea de una pertenencia graduada al pueblo de Dios, sino que
introduce sobre todo una relación de incertidumbre en el concepto mismo de pertenencia
que, en el sistema cristiano, no puede más que conjugar lo visible y lo invisible: puede
estarse “de cuerpo” sin estar “de corazón”, como puede estarse “de corazón” sin estar
“incorporado”.
Pero, digámoslo inmediatamente, el corpus conciliar impone un límite a este
género de lectura. Apoyándose en síntomas culturales ya perceptibles en los años 1960,
los sitúa por comparación a un absoluto cuyas formas históricas permanecen ampliamente
intactas, ya sea que se trate de la institución eclesial y de su conciencia de ser depositaria
de la verdad revelada, vehiculada por la tradición cristiana, o de la concepción de la
humanidad codificada por el humanismo occidental. Se vuelve entonces difícil considerar
los síntomas evocados al instante por ellos mismos en una perspectiva de autonomía y de
autocorrección eventual, perspectiva a la cual se así Juan XXIII.
Mirando más de cerca, una distancia cada vez más grande se ha cavado entre la
actual situación cultural de los europeos -limitémonos a los del Oeste- y la forma cultural
del catolicismo del Vaticano II. Sobre el eje horizontal del corpus conciliar, en el polo
eclesial, está perfilada una articulación institucional de diferentes orles, funciones o
cuerpos eclesiales (obispos, sacerdotes, religiosos, laicos, etc.), cuya complejidad se ha
vuelto casi ilegible para la mayoría: no solamente en lo que concierne al programa
institucional que los religa en un proyecto apostólico común, sino también en cuanto a las
formas de vida que los sustentan y que toman su plausibilidad de una ética de la
generosidad o del don, fundada sobre una relación con lo invisible, al fin de la existencia
y a la resurrección.
Es en efecto sobre este eje, llamado más arriba vertical, que se encuentra la razón
fundamental de la falta de plausibilidad o de legibilidad cultural de la forma católica de
la fe, tal como se perfila en el Vaticano II. Si es cierto que el sistema de valores europeos
se organiza en torno a la autorrealización, este se ha alejado progresivamente del
humanismo occidental, tal como se lo encuentra en Gaudium et spes: un humanismo
sensible a los desafíos de la libertad y de la moral y a las instancias límites como la de la
muerte que los funda; un humanismo desplegado en sus grandes estructuras normativas
al plan conyugal y parental, cultural, económico-social, sin que la desarticulación de estos
diferentes niveles y el interés por la dimensión episódica y por lo provisorio, lo cotidiano,
es decir lo elemental de la existencia, sean percibidos. Es esta visión del hombre y del
mundo, que supuestamente funcionaba como previa a la exposición de la fe cristiana, la

25
La palabra original, “amorce”, puede ser tanto ‘comienzo’ como ‘cebo, carnada’; en los dos casos el
sentido difiere enormemente (Nota del t.).
87

que está desapareciendo, habiendo prolongado su existencia durante cierto tiempo sin
hab3er sido alimentada por la fe cristiana.
A continuación de esta demolición, la relación de las comunidades cristianas con
sus entornos también cambió. Si, durante todo el período post-conciliar, la Iglesia intentó
volver creíble su capacidad de aprendizaje, insistiendo en la línea del Vaticano II en el
intercambio y el diálogo con la sociedad y en la reciprocidad de estas relaciones, haciendo
valer su posición propia como institución de verdad, estos últimos años las relaciones de
alguna manera se invirtieron: se han vuelto, en nuestras regiones, una minoría envejecida,
se ha dedicado o bien a retirarse en su propio espacio comunitario, o bien a desesperar
de su capacidad de tener peso en los grandes desafíos de la sociedad, habiendo en todo
caso todos los dolores del mundo para ser escuchados en el espacio público.
Sin embargo podemos preguntarnos, en una perspectiva prospectiva y teológica,
si la actual empobrecimiento de la Iglesia en Europa no es susceptible de reconducirla
hacia el principio evangélico de su existencia, y si el humus cultural que se ha formado
progresivamente en torno de ella y en su seno no representa un terreno propio para nuevas
presencias del Evangelio en la sociedad: si pensamos en el sentido de la autonomía de los
europeos, en su interés por las dimensiones más concretas y elementales de la existencia
y en su manera de abordar la solidaridad global a partir de lo que está cerca y a la mano,
o el todo de su vida a partir de tal episodio, sin olvidar su sentido de la creatividad, ligado
al valor fundamental del auto cumplimiento.
El momento favorable (Kairós) parece entonces interrogarse de nuevo sobre la
forma del cristianismo, sin esquivar los movimientos tectónicos que se están produciendo
ante nuestros ojos, pero sin romper tampoco los lazos con los dos concilios de la
modernidad; pasando más bien por nuevos umbrales en su recepción: umbrales
seguramente más radicales que los del pasado, a la medida de las pruebas atravesadas por
nuestras Iglesias y a la altura de la fuente evangélica y de la promesa que ella oculta. El
resumen concentradísimo de la obra del Vaticano II que se encuentra en la carta apostólica
Tertio millenio adveniente de Juan Pablo II, sugiere una orientación como esta: “Una gran
riqueza de contenido y el tono nuevo desconocido hasta ahora, con el cual las cuestiones
han sido presentadas por el concilio, constituyen como un anuncio de tiempos nuevos.
Los padres conciliares hablaron el lenguaje del Evangelio, el lenguaje del Sermón de la
Montaña y de las Bienaventuranzas. En el mensaje del Concilio, Dios está presente en su
señorío absoluto sobre todas las cosas, pero también como garante de la autentica
autonomía de las realidades temporales”. Abordar el cristianismo según la hipótesis
principal de esta obra, como estilo, y considerar la Escritura como su canon estilístico en
la historia, es una manera de dar cuenta del desafío que el momento actual plantea a la
Iglesia y a la teología.

Hoy…

Después de haber atravesado esta larga historia de una transformación interna


del catolicismo al contacto del mundo moderno y posmoderno, podemos entonces situar
la percepción de su identidad como estilo, desarrollada en el corazón de esta obertura en
la línea del combate espiritual que lleva adelante desde el siglo XIX para volver creíble
88

al evangelio. Ciertos trazos de esta percepción aparecerán ahora con mayor agudeza, los
que de entrada están ligados con nuestro contexto actual. Las dos perspectivas a las que
nos hemos aclimatado progresivamente van a orientar nuestra mirada: la lectura teológica
de la cultura en su autonomía -y aquí reencontraremos las intuiciones mayores de los dos
concilios- y la mirada interna del cristianismo sobre sí mismo, concibiéndose como
manera específica de habitar este mundo.

Una manera de relacionarse con las huellas culturales del cristianismo en la


sociedad

La hipótesis desarrollada más arriba y que consiste en considerar a la Escritura


como canon estilístico del cristianismo, son solamente de la vieja Europa sino también de
la Europa de hoy, puede apoyarse sobre arios argumentos. Un primer apoyo nos viene de
la historia del Vaticano II: hizo falta esperar al ´último período (otoño de 1965) para llegar
al fin de la redacción de ciertos textos que sin embargo tienen función de principio, en
particular la constitución sobre la revelación divina y su último capítulo sobre la Escritura
en la ida de la Iglesia; hoy, la recepción del concilio está encontrándose con este principio.
Ahora bien: si la Biblia es puesta en manos de los cristianos y además circula cada vez
más entre los no cristianos -otro argumento-, es que el trabajo de la exégesis moderna,
iniciado en el siglo XVIII, dio frutos. Después de una crítica literaria esencialmente
orientada hacia la reconstrucción de la historia de Israel y del cristianismo primitivo, el
análisis estructural de laos años sesenta se desmarcó insistiendo en la inmanencia del
texto, soñando a veces con una objetividad casi mítica del juego de sus significados, hasta
que la lectura analítica o el análisis narrativo y la retórica hayan puesto en evidencia la
relación entre el narrador y el lector.
A través de esta larga aventura, íntimamente ligada a la historia de la modernidad
y de la posmodernidad cuyas dimensiones críticas han sido recordadas desde el primer
omento de nuestra relectura, la Biblia se ha secularizado progresivamente, y transformado
en un “clásico” entre otros; simultáneamente el acceso al libro se ha democratizado. No
goza más de algún tipo de privilegio estatutario en comparación a otros textos: todos son
sometidos a la misma metodología plural que evoluciona continuamente, queriéndose
controlable por el mayor número. Al no ser más propiedad exclusiva de la Iglesia, puede
entonces entrar en el juego de competición entre los grandes textos de la humanidad y
hacer concretamente la prueba de su prueba inspiradora. He ahí un tercer argumento para
hacer valer hoy. El libro bíblico permanece como una huella cultural del cristianismo en
la sociedad, permitiendo decodificar todas las otras marcas que han sido depositadas allí.
Estos múltiples fragmentos permanecen vivos, en la medida en que fueron puestos prueba
y, eventualmente, “retratados” gracias a un comparatismo generalizado. La escritura
puede jugar, en este proceso de test individual y colectivo, un rol particular, a condición
de no ser tratada más que como documento arqueológico: puede en efecto reconducir a
su lectores hacia el zócalo de su humanidad más elemental: sus identidades en relación,
su relación con la vida y la muerte, la enfermedad y la salud, el intercambio de los bienes
de este mundo y la prueba cuando falta lo esencial, la violencia, el lazo social y la
construcción de las sociedades, la religión y el paso por la duda…
89

Esta escuela de humanidad que el texto bíblico suscita en la sociedad, en


interacción con otros monumentos culturales, ¿puede ser asumida por la fe cristiana, es
decir, dejarla hacer su trabajo en completa libertad? Responder positivamente a esta
pregunta es tomar en serio el abordaje estilístico propuesto a lo largo de estas páginas.
Dos argumentos teológicos ya esbozados precedentemente toman aquí todo su sentido: el
primero concierne al estatus autónomo de las culturas, y el segundo lo que la Escritura
misma dice de este estatus.
Entre los datos culturales que constituyen el cuarto momento de nuestra relectura
de la historia europea se encuentra la insistencia nueva sobre le realismo de la vida
cotidiana, con sus avatares a menudo banales, a veces dramáticos o felices. He mostrado
más arriba que todo el reto debería ser coordinado con esto, al menos eso es lo que espera
el hombre posmoderno: ya sea que se trate de grandes flujos de intercambio y de
comunicación entre seres humanos, marcados por la mundialización, las religiones y las
tradiciones, las relaciones entre pueblos o incluso las instituciones políticas y sociales,
fundadas sobre el principio del laicismo. En el centro de este dispositivo cultural se
encuentra el individuo, con sus relaciones de proximidad más o menos provisorias que
contrae, y grupos, del que salió o a los que frecuenta a lo largo de su camino, estando él
mismo, como los demás, librado a la intensa búsqueda de una calidad de existencia.
La escuela de humanidad de la que hemos hablado recién no deja de trabajar en
este terreno. El desafío teológico consiste en reconocer que ella no puede apostar a una
fe que ciertamente existe bajo múltiples formas culturales, pero que muestra una
estructura elemental de orden antropológico. Puede descubrírsela interrogando nuestros
idiomas e instituciones indoeuropeos bajo la asociación de los dos términos “creencia” y
“credencia (deuda)”. Así es como Émile Benveniste insistió sobre la laicización antigua
del término religioso en el mundo mediterráneo: un tipo de relación, establecido de
antemano entre los hombres y sus dioses, es transferido inmediatamente en el lazo social;
como si los seres humanos, marcados por una vulnerabilidad fundamental, estuvieran
dedicados a la muerte, a menos de “dar crédito” a otro y a la vida. En efecto, hay que
pasar un umbral en toda existencia humana en vía de humanización, pero también por
grupos enteros y sociedades en conflicto, cuando el miedo o la violencia, ligados a la
vulnerabilidad, deben ceder su lugar a la confianza.
Todas las culturas lo saben acompañando estos “pasajes” por medio de sus ritos
de iniciación o de reconciliación. En nuestras sociedades posmodernas, a falta de estos
ritos, pasos decisivos se viven en diferentes momentos de la vida, incluso si el desarrollo
del riesgo cero y la búsqueda de seguridades de todo género parecen dispensarnos de esto.
Cada vez, en efecto, que se presenta una situación o un acontecimiento que súbitamente
abre la mirad de alguien o de un pueblo sobre el total de su existencia sin embargo
inacabada, un acto de fe en la vida les es pedido; pero este “crédito” hecho al porvenir no
se vuelve posible más que gracias a la presencia de otros, de “pasadores” o mediadores
que ya lo encarnan en su propia existencia.
¿De qué orden es este crédito? No es una fe en Dios, al menos no necesariamente.
Da cuenta sin embargo de lo que quiso afirmar el Vaticano I: la apertura radical del
destino humano que, si al contacto de la revelación se transforma en acto de fe en Cristo
y en Dios, garantiza la entera libertad de este. Esta apertura no puede mas que ser
relacional, en el sentido en que es entregada a la responsabilidad inalienable de cada uno
90

y sin embargo suscitada, es decir engendrada al mismo tiempo por otro. El formalismo
de los principales redactores de Dei Filius acentúa unilateralmente el primer aspecto,
mientras que el tradicionalismo moderado hace intervenir con justa razón la condición
cultural previa de esta apertura, arriesgando sin embargo instalar allí una autoridad
soberana y englobante.
Aquí es donde se ubica el segundo argumento que hace intervenir la Escritura y
lo que ella misma dice del estatus cultural de la razón. Con ella, pude sin duda
comprenderse el trabajo de la razón en el seno de las culturas y entre ellas en términos
sapienciales. Seremos entonces particularmente sensibles al hecho de que la tercera clase
de escritos de la Septuaginta, el libro de la Sabiduría por ejemplo, le atribuye a esta una
tarea educativa. La historia de la humanidad y de los justos de Israel es comprendida allí
como un largo proceso de aprendizaje, inmanente a la creación y por lo tanto autónomo
(en el sentido pleno del término), jamás automática sino rodeada de la oscuridad de la
noche y entregada a los acechadores y buscadores, conociendo momentos de terrible
sanción. Aquí se supone entonces una fe razonable, a la vez libre y necesaria: accesible a
todo ser humano, da crédito a este misterioso trabajo educativo que garantiza la
permanencia de lo humano en el universo y a pesar de la violencia.
La sabiduría y la fe que ella engendra vuelven en el Nuevo Testamento -lo hemos
visto-, en particular en la relación entre Jesús y quien se le acerca, a quien nada ni nadie
obligan a convertirse en discípulo. Todo acontece entonces como si la Escritura preparara
ella misma un lugar cada vez más amplio y abierto “al otro” del pueblo de los “santos”
de Israel y a su libertad radical. Es esta libertad de cualquiera la que se señala hoy en la
secularización de la Biblia cristiana, que puede ser leída con la fe antropológica de ese
“cualquiera”, fe que supone y suscita al mismo tiempo, cuando es introducida en la
escuela de humanidad, a la obra en el seno de nuestras sociedades.
Tomar en cuenta este hecho cultural inédito y lo que él vuelve posible, hacerlo
no coercitiva ni forzadamente, sino con conocimiento de causa, es para la Iglesia una
manera de vivir hoy la hospitalidad mesiánica y escatológica del Nazareno. La definición
de este estilo de vida como “estilo de estilos” encuentra aquí toda su significación. Ella
honra en efecto hasta el fin la libertad y la autonomía de un “dar crédito” escondido en
toda manera de habitar el mundo, sin renunciar sin embargo a tener que ver con la manera
de Jesús -estilo de estilos-, que no ha dejado de acechar los momentos y situaciones en
que, a merced de su presencia bienhechora, esta “fe que salva” podía manifestarse. Un
mismo acontecimiento puede producirse, aún hoy, cuando la Escritura circula entre
cristianos y no cristianos.

“La Iglesia naciente”

La hospitalidad de los cristianos no impide por eso, e incluso vuelve posible, que
los umbrales sean atravesados al interior de la fe, que los que viven a la manera del
Nazareno “intriguen” al otro y susciten en él el deseo no solamente de conocerlo desde el
interior de su santidad mesiánica y escatológica, sino incluso de identificarse con él; ha
sido planteado ampliamente a lo largo de esta obertura. Lo que se manifiesta así de la
Iglesia, no es de entrada su constitución acabada y su “programa institucional”, que se
91

han vuelto ampliamente ilegibles en nuestro humus cultural, sino su devenir o su


nacimiento, aquí y ahora, posible evidentemente por una misteriosa hospitalidad que
atraviesa las generaciones donde la ve de unos engendra la de otros.
La percepción teológica de lo que así está naciendo y renaciendo se choca con
sin embargo hoy con el obstáculo ya varias veces notado, a saber, el esquema histórico
teológico que sacraliza la distinción entre un período constitutivo o ejemplar y el nuestro,
que ya no lo es. Una manera de afrontar esta dificultad es estar atentos a la analogía entre
nuestra situación cultural y eclesial y la Iglesia naciente. Tomo prestado este término,
sorprendentemente próximo al “acontecimiento”, a Pierre Batiffol, sin seguirlo en los
senderos apologéticos que él anuncia en el título de su célebre obra de 1909 La Iglesia
naciente y el catolicismo.
El término “Iglesia naciente” encierra en efecto eso con lo que la búsqueda
histórica y exegética nos confronta desde hace tres siglos: la diferencia entre una figura
pretendidamente acabada del catolicismo contemporáneo y el origen plural de una Iglesia
de los orígenes que, siendo de entrada consciente de su tarea de discernimiento -lo cual
es bien perceptible en las primeras huellas escritas de las que disponemos-, deja
progresivamente advenir en ella lo que he llamado una “norma estilística”. Pero el
concepto “Iglesia naciente” puede arropar también a la Iglesia actual, precisamente bajo
el modo de una génesis permanente; hipótesis que se vuelve plausible desde que el
cristianismo consiente a dejarse interrogar por los movimientos tectónicos de la cultura
contemporánea sobre su propia forma. Es precisamente en el punto en el que los dos
significados del término “Iglesia naciente” se cruzan que hay que repensar el esquema
clásico y hacer intervenir el principio de la analogía.
En una perspectiva contemporánea, la idea de una génesis permanente de la
Iglesia puede apoyarse sobre la génesis misma de la fe, tal como ella se está diseñando:
partiendo de un “creer” elemental, indispensable para vivir y sin embargo jamás adquirido
de entrada, el encuentro de uno o varios cristianos puede conducir a alguien a
interrogarlos sobre aquel con el que se identifican, e incluso a identificarse con él y su
tipo de presencia. Haber pasado ese umbral o esos umbrales de la fe y descubrirse
finalmente a sí mismo responsable de la presencia mesiánica y escatológica de Jesús en
nuestra historia es siempre el resultado de una experiencia de relación o de hospitalidad,
es decir, de un engendramiento, que es ya una huella de la Iglesia: advenimiento en esos
pasajes de la fe, ella está entonces presupuesta en lo que adviene, no en su programa
institucional sino en su ministerio apostólico y pastoral, que el Nazareno ha entregado de
inmediato a otros diferentes a él. Así, la génesis de la fe debe ser leída en dos perspectivas,
incluso si la segunda se caracteriza por una cierta discreción: en la perspectiva de quien
cree, como itinerario de conversión que, a veces y sin ninguna necesidad, transforma una
fe elemental en fe apostólica; pero también en sentido inverso a partir de aquellos que lo
han dejado advenir o lo han suscitado. Siendo aquello en lo que ellos mismos se han
transformado, no pueden comprenderse a sí mismos si no es al servicio de la fe del
“cualquiera” y borrarse cuando esta se manifiesta siempre milagrosamente. La Iglesia que
nace, aquí y ahora, sobre los caminos de la fe, ya está siempre precedida por la que les ha
abierto, borrándose delante de ellos: la Iglesia en génesis permanente.
Reencontramos aquí la pastoralidad, cara a Juan XXIII y al concilio Vaticano II,
menos bajo la forma de una adaptación de la doctrina católica a la situación presente, sino
92

en su principio mismo, a saber, en lo que vuelve posible el nacimiento y la maduración


de la fe; la pastoralidad que es la forma misma de la Iglesia naciente. Tal toma de
conciencia es imposible sin una cierta lectura de las Escrituras, hecha entre varios y
respetando la consistencia literaria y la génesis literaria de los textos. Lo que es leído
puede así volverse nuevamente realidad en y en medio de aquellos que leen, en la medida
en que, allí donde están, se vuelvan sensibles a los comienzos y a su fecundidad. Cuando
sucede en efecto que la lectura de algunos pasa de un interés antropológico por el tipo de
humanidad vehiculado por el texto a una identificación personal con Jesús de Nazareth y
aquellos que lo rodean, significada por gestos sacramentales que remodelan su humanidad
hasta sus raíces, y que, por incremento, se produce en alguien el sentimiento de ser a partir
de ese momento responsable de la hospitalidad mesiánica y escatológica de la que él
mismo se ha beneficiado, la forma pastoral de la Iglesia que los ha discretamente
precedido a todos se descubre súbitamente.
Entrando así en la génesis de la huella bíblica, comienzan a darse cuenta de las
similitudes y de las diferencias entre la Iglesia naciente de los primeros siglos y el
nacimiento de la Iglesia al cual asisten. La analogía entre las dos situaciones produce
entonces sus efectos: descubrir la diferencia es reconocer que la Escritura y la Iglesia
naciente que la ha fijado existen ya y que todo nacimiento ulterior de la Iglesia, en el país
que sea, ya está precedido. He allí la intención del esquema clásico de un período
constitutivo que se opone a un puro actualismo ingrato con la encarnación. Pero esta
intención no viene aquí en exterioridad sagrada: se impone desde el interior mismo de la
experiencia del paso, re-trazado inmediatamente, y en una actitud de gratitud en relación
a aquellos y aquellas que nos han engendrado a la fe.
Dicho esto, debemos hoy preguntarnos en qué consiste exactamente este
fundamento ya planteado por quienes acceden finalmente a una lectura cristiana del texto.
Si alguien quiere mantenerse en una postura de génesis y no privilegiar de entrada una
figura histórica del pasado, de la edad apostólica, sin duda debe situarse formalmente en
lo que nos liga y nos desliga al mismo tiempo (la norma normans) en la recepción exitosa
-y con eterna promesa de éxito- de lo que Jesús ha entregado a tal efecto a los suyos, y ha
entregado de manera de volver posible este efecto de recepción. Es todo lo que ha sido
desarrollado, al centro de esta obertura, sobre la relación entre los apóstoles y las
comunidades que fundan, o más originalmente sobre la relación hospitalaria entre Jesús,
“apóstol y gran sacerdote de nuestra fe” (Hb 3, 1), y aquellos y aquellas que se cruza por
el camino; en fin, es la pastoralidad como forma de la Iglesia naciente, llevada en
permanencia por un tipo de percepción de los seres y del mundo, una manera mesiánica
y escatológica de habitar el mundo.
Esta manera, Jesús mismo nos la ha entregado realmente a todos a través de la
historia; el término paulino de paradosis (1 Tim 2, 9-10; 1 Cor 11, 23) lo indica. Este acto
de “entrega” hace confianza a la creatividad de los receptores; ya he marcado a partir de
mi desarrollo sobre la santidad hospitalaria del Nazareno, en relación con la actual
situación cultural, particularmente sensible a la creatividad como expresión de la
autorrealización del hombre. La Escritura es la huella cultural y teológica de esta
creatividad, y los apóstoles-pastores son los garantes de ella, cuando cuentan hasta el final
-como Jesús- con la fe y la capacidad de ciertos creyentes de entrar a su vez y con toda
su creatividad en la responsabilidad de volver deseable el Evangelio de Dios. La
93

Escritura, la tradición y la autoridad apostólica se inscriben así en la forma pastoral de


una Iglesia naciente y “desapareciente” en beneficio de la fe de todos. Esta forma es la
única huella de la auto-revelación y la auto-comunicación de Dios en su santidad,
impensable fuera de su recepción histórica y cultural26.
De parte del creyente, esta recepción creadora, fundada en la Revelación misma,
necesita una percepción y una inteligencia interior que será la cuestión a plantear en la
última etapa de esta obertura.

UNA MANERA DE HACER TEOLOGÍA

De esta “manera” es que trata la tercera parte de la obertura: de entrada, bajo la


forma de cierta vigilancia, porque el teólogo corre el riesgo de olvidar el simple hecho de
que el Nazareno no ha escrito nada (3ª etapa) y de mantener, en razón de su propia cultura
de experto, una relación instrumental con el mundo de la vida y las mutaciones que se
producen en él (4ª etapa); de manera positiva también, porque la percepción mesiánica y
escatológica de la identidad del Santo de Dios por los cristianos, constitutiva del juego
relacional que él inauguró, ya es un acto teológico en el sentido fuerte del término. El
abordaje estilístico del cristianismo interroga entonces al teólogo mismo sobre en qué se
convierte cuando se sitúa en el espacio hospitalario abierto por Jesús de Nazareth y pone
su competencia específica al servicio de la forma pastoral de la Iglesia.
Después de haber recorrido a grandes pasos la vertiente histórica de la
problemática estilística, pasaré ahora sobre su vertiente epistemológica, sin dejar por ello
la historia de la modernidad y de la posmodernidad europeas. El proceso de aprendizaje
que la caracteriza ha sido en efecto muy ampliamente acompañado por la teología que,
dejándose transformar ella misma al contacto de la intelectualidad contemporánea, ayudó
a las Iglesias y las comunidades cristianas a abrirse a ella en nombre de su identidad
específica, no sin provocar por momentos -¿imprudentemente? ¡Quién lo sabe…!-
reacciones de rechazo de su parte. Ella, en todo caso, ha jugado un rol eminente en el
advenimiento de una concepción estilística del cristianismo; la hermenéutica de
Schleiermacher y la fenomenología de Balthasar, interrogadas en la primera etapa, lo
muestran. Pero después de haber pensado efectivamente el cristianismo como estilo, hay
que volver ahora a la vertiente epistemológica de este abordaje. Comenzaré entonces por
determinar la responsabilidad de la teología en el proceso de aprendizaje, presentado muy
esquemáticamente al comienzo de la cuarta etapa; expondré enseguida lo que llamo el
principio estilístico de la teología, antes de terminar por algunas reflexiones sobre la
unidad interna de las disciplinas teológicas, que encontrarán un desarrollo más amplio en
la segunda y la tercera parte de esta obra.

Un triple choque

26
Esta manera de comprender el lazo entre Revelación e Iglesia supone evidentemente el diagnóstico
histórico que acabamos de producir, pero implica también una manera de hacer teología, en particular una
puesta en marcha del “modelo genealógico” que trataremos más adelante.
94

Las teologías moderna y contemporánea, ¿qué aprendieron? Sus


transformaciones esenciales, en lucha contra las racionalidades modernas, se dejan
reagrupar según tres abordajes: hay un triple choque.

Diferenciación interna y unidad de la teología

Un primer choque se produce cuando el proceso de diferenciación interna a la


cultura europea, evocado al comienzo de nuestro recorrido, repercutió al interior de las
ciencias teológicas y comenzó a amenazar la unidad misma de la teología. Esta
recomposición se estabiliza sin duda por primera vez en la distinción hecha por
Schleiermacher entre una hermenéutica general, dirigida por la filosofía, y una
hermenéutica especial. Pero así nace, al interior de la teología, una suerte de triángulo
epistemológico. La ciencia de la fe no puede más vivir del solo cara a cara entre filosofía
y teología especulativa, sino que a partir de ahora dependerá del intercambio constante
con un tercer socio del discurso, a menudo resentido como un aguafiestas: la llamada
teología positiva, con su objeto formal histórico, sociológico o incluso práctico. El
sistema entero recibe de esta manera una movilidad que no había jamás conocido hasta
entonces; las ciencias humanas, nacidas al fin del siglo XIX, entran directamente, por
medio de la exégesis y de la historia del cristianismo, en la teología, en la que generan
una o varias culturas de expertos cuyo contacto con la cultura creyente y eclesial de todos
los días se vuelve cada vez más problemática. Esta cuestión difícil que preocupa a la
teología protestante desde comienzos del siglo XIX, no surgió en la subcultura católica
sino hasta la crisis modernista; ya lo he marcado. Es aquí donde se refuerzan y se precisan
las resistencias al proceso de diferenciación y de descentración inherentes a la
modernidad, pero nacen también nuevas maneras de encarar la unidad misma de la
teología y su objeto formal, esencialmente según un abordaje antropológico. Se puede
reagruparlas en torno a cinco paradigmas que, surgidos cada uno en su momento,
cohabitan aún en el seno de la teología contemporánea, donde se fecundan mutuamente.
El primero, llamado “paradigma histórico-hermenéutico”, ocupa un lugar
privilegiado, a la altura de la importancia dada en el cristianismo a las Escrituras y a la
Historia. El choque se produce en el lugar mismo en que las nuevas racionalidades, de las
que ya hemos hablado, obligan a la teología a desplazar su objeto formal hacia el límite
de tal racionalidad regional, al punto en que esta le lega una tarea: precisamente la de
reinterpretar el dato bíblico y de pensar el acto de fe como acto de interpretación del
mundo. Este paradigma histórico-hermenéutico permanecerá, hasta la época del último
concilio, en el margen de la teología católica. No es sino hasta mucho después del
Vaticano II que la teología católica integrará progresivamente la vertiente hermenéutica
de las ciencias humanas y el debate filosófico que la acompaña desde Schleiermacher
hasta Ricoeur.
Para la misma época, otros dos paradigmas se enfrentan en el seno de la teología
católica, siempre llevada por el marco oficial del tomismo: el paradigma “trascendental”
y el “paradigma estético”. El primero registra más bien el choque producido por las
ciencias empírico-formales o “duras” en el seno de la teología de la creación y de la
95

salvación, confrontada a partir de ahora a una visión evolutiva del mundo, mientras que
el segundo se injerta en la esfera de lo bello, el arte, la literatura y la filosofía de
Heidegger, de la cual toma prestada la noción de “figura” y una teoría del fenómeno. El
desafío del conflicto es la comprensión del límite de las racionalidades del mundo: el
trascendentalismo teológico de un Rahner la sitúa en el seno de la relación inobjetivable
y misteriosa entre la autotrascendencia de la historia del mundo y del hombre y la auto-
comunicación de Dios; Balthasar se opone a esta esta estructura, según él demasiado
formal y abierta, y sitúa al centro de la teología la inintegrable cruz del Hijo que
transforma nuestras racionalidades en fragmentos en los cuales sólo la fe percibe la gloria
divina. He presentado y discutido en la segunda etapa de esta obertura su aporte a una
estilización teológica. Del “trascendentalismo teológico”, ya en obra en Marice Blondel,
será largamente trabajado en la primera parte de esta obra.
Durante los treinta últimos años otros dos paradigmas vieron aún la luz y han
variado mucho: el “paradigma práctico-narrativo” y el “paradigma intercultural e
interreligioso”. Se los tratará sobre todo en la segunda y en la cuarta parte. El primer
paradigma supone la transformación de las racionalidades occidentales a lo largo del siglo
XX, no solamente el “giro lingüístico” (en sus versiones anglosajonas y continentales”,
sino también el advenimiento de la sociología como teoría de la sociedad y de la
racionalidad (Durkheim y Weber). El giro decisivo para la teología se produce con la
crítica de la razón instrumental y perfectamente transparente a ella misma; crítica que se
encuentra en la “teoría crítica” de Adorno y Horkheimer, con su aplicación al mito de la
modernidad y a los sistemas totalitarios, o, de manera completamente diferente, en la
hermenéutica del mito, practicada por el estructuralismo. Ella padece en pleno centro la
aparente transparencia del edificio doctrinal e institucional del catolicismo. Un J. B. Metz,
por ejemplo, registra este choque desplazando el objeto formal de la teología hacia los
sujetos de la fe, los testigos, y sus praxis, algo a menudo censurado por la teología y sus
instituciones. Pero este paradigma, nacido durante los años 1970, conoció otras variantes
que se sitúan todas entre las teologías políticas y las teologías de la liberación, marcadas
por el debate sobre las ideologías y sobre las grandes mutaciones éticas al seno de las
sociedades occidentales.
El paradigma intercultural e interreligioso, finalmente, domina el debate
teológico de los dos últimos decenios. Es otra manera de salvaguardar la unidad de la
teología, evidentemente ligada al contexto de la mundialización y al apogeo de las
ciencias de las religiones. Del lado de las racionalidades, el choque viene aquí a la vez de
la comparación científica entre sistemas culturales y religiosos a los cuales el cristianismo
margina de la misma forma que los otros -Troeltsch es aquí la referencia- y del debate
sobre el tenor normativo de la modernidad que, en este contexto infinitamente más
amplio, no es más deducido hoy de las estructuras de la conciencia de sí ni, como en
Marx, del proceso de mediación del trabajo social, sino de las estructuras de la
intersubjetividad y de la intercomunicación. Los teólogos, que se enfrentan a estas
cuestiones culturales o religiosas, desplazan el objeto formal de la teología hacia la
articulación, comprendida de maneras extremadamente diversas, entre la fe como acto
específico y su manifestación en estructuras de pertenencia, sean estas religiosas o
culturales.
96

En resumen: las ondas del choque, originadas por la diferenciación progresiva


de las racionalidades modernas y pasando por el médium de las disciplinas teológicas,
alcanzan casi inmediatamente a toda la teología y se diferencian a su vez, precisamente
en el lugar donde se plantea la cuestión de su estatus propio. Siendo clásicamente
comprendida como ciencia que trata sobre “Dios en su Revelación”, la teología se define
a partir de ahora en su objetor formal y su objeto material como ciencia de la fe,
ciertamente teologal, pero comprendida muy diversamente según sus recursos y sus
manifestaciones antropológicas. Para alcanzar la plena significación de este
desplazamiento, hay que tomar conciencia de un segundo choque, cuyas ondas se
superponen de alguna manera a las repercusiones del primero.

Perspectiva externa e interna

Este segundo choque se produce porque una de las nuevas “jurisdicciones”


toman su lugar al costad de la de la fe y de la Iglesia, limitándola o impugnándola incluso.
Ya lo hemos viso al comienzo de la cuarta etapa de esta obertura: la razón y las
racionalidades están relacionadas con el derecho y se separan del tribunal de la crítica,
diferenciado en la época moderna en varias instancias. Esta segunda perspectiva nos
invita a releer la historia de las racionalidades en teología como una historia institucional:
historia del conflicto de las facultades o historia de las disciplinas científicas, y de su
situación en la sociedad y en Iglesia. Esta cara conflictiva forma parte de la teología de
los siglos XIX y XX. La distinción hecha por Schleiermacher entre una hermenéutica
general y una hermenéutica especial es sin duda demasiado poco atenta con la cara
polémica de esta relación.
A lo largo de los siglos XIX y XX, al menos cuatro modelos o maneras de
administrar esta relación se cristalizaron, atravesando de alguna manera los paradigmas
hermenéuticos, transcendentales, estéticos, etc., de los que hemos hablado: el modelo del
rechazo mutuo, o del enfrentamiento entre racionalidades científicas y convicciones
religiosas, tributario de una relación contra-societaria entre una tradición, digamos la
tradición católica, y la sociedad que la rodea; el modelo de independencia, en la teología
liberal, por ejemplo, o en Bultmann, que conduce ya sea a acantonar la fe en la interioridad
de los sujetos o las comunidades, ya sea a legitimar sin más las evoluciones y las
racionalidades de las sociedades modernas; el modelo de convergencia, por ejemplo en
la obra de un Teilhard de Chardin, en la Process Theology inspirada por Whitehead o en
Moltmann, que tiene a relativizar la frontera moderna entre ciencia, mito y religión; el
modelo de articulación crítica, finalmente, que sitúa la historia de las racionalidades
modernas, de las tradiciones religiosas y de la fe cristiana en el seno de un sistema de
relaciones donde la interrogación mutua, jamás detenida definitivamente, invita a cada
uno de los socios a cuestionarse sobre lo que lo constituye en su propia identidad27.
Estos diferentes modelos registran y administran entonces, cada uno a su manera,
el choque que se produce cuando una tradición, en particular la cristiana, debe conjugar
una doble mirada sobre ella misma, la externa, de la sociedad y de sus instancias

27
Encontramos aquí la fase utópica o escatológica de la razón que, por ejemplo para Habermas, abre el
horizonte de una “comunicación universal y sin coerción”.
97

racionales, y la interna, que lleva sobre ella misma. Ella puede perderse aquí en el
“englobante” antropológico, cultural, religioso y cósmico en el cual se la sitúa. Ella puede
también verse invitada a movilizar recursos hasta ese momento no percibidas, para
administrar la relación de alteridad entre estas dos perspectivas; principio que nos ha
guiado desde el comienzo28.
En cuanto al debate sobre el objeto formal y material de la teología cristiana, el
resultado del choque es doble. La teología no puede contentarse más con una
reinterpretación de su patrimonio, en la línea del paradigma hermenéutico; es acorralada
a plantear la cuestión de la verdad en su contexto29. Esto es lo que explica el regreso del
interés por la teología fundamental, durante loas dos últimas décadas del siglo XX.
Además, no alcanza tampoco para ella con defender el estatus propio de la fe como una
convicción entre otras -lo que permanece siempre como una tarea respecto de
racionalidades de tipo positivista; la integración de la tradición cristiana en un englobante
antropológico y cósmico, y su relación de alteridad con otras tradiciones y perspectivas,
la obligan a repensar la fe como una manera de dar existencia a Dios en tanto que “sujeto”
de una “intriga” que la apocalíptica ha designado con el concepto de “designio divino”.
¿Cómo podría renunciar a la fe en un Dios que lleva en Él la alteridad de la que acabamos
de hablar?

Una nueva relación entre las tradiciones.

A este punto preciso se hace sentir un tercer choque, desencadenado por la


relación nueva con las tradiciones que se ha establecido en nuestras sociedades
occidentales en vía de mundialización, en parte gracias al comparatismo y a sus
principios, de los que hemos hablado. En tanto que empresa racional, la teología no puede
no problematizar la relación que mantiene con su propia tradición y con la comunidad
eclesial que la sostiene. Allí ejerce en efecto la función de un “ministerio de relaciones
exteriores”, haciendo valer sin cesar la perspectiva externa y planteando la cuestión de la
verdad. No puede entonces más que problematizar la pretensión implícita de la fe de ser
verdadera, pretensión “protegida” por la praxis cotidiana de la comunidad y por su liturgia
contra todo cuestionamiento radical. En este sentido, la teología comparte la clase de
culturas de expertos que socavan de alguna manera el sentido común de la sociedad,
enriqueciéndola y reformándola a partir de sus adquisiciones; lo que se hace en teología

28
El modelo de articulación crítico es la pendiente epistemológica de la postura de aprendizaje y de la
conjugación de las perspectivas internas y externas, fundadas sobre la postura misma del Nazareno. El
aspecto crítico de esta relación de alteridad, la capacidad de auto-interrogación y de reencuadre, ha sido
desarrollada en la tercera etapa de esta obertura a partir del perfil mesiánico y escatológico del estilo
cristiano y en lazo con los géneros literarios del Nuevo Testamento. Ha encontrado una primera formulación
técnica en la cuarta parte de esta obertura, con la intención explícita del comparatismo y de la diferenciación
de la auto-interrogación de las sociedades (sobre el lazo social), por un lado, y el de cada una de las
tradiciones, del otro. El modelo de articulación crítica combina y formaliza estas dos vertientes de un mismo
proceso de aprendizaje.
29
Aquí es donde interviene la diferenciación de las relaciones que mantenemos con nosotros mismos
(autenticidad), con la sociedad (justeza), y con la totalidad de lo real (verdad), de la que hemos hablado
antes. Ella alimenta al mismo tiempo una criteriología para la auto-interrogación de las sociedades y
tradiciones de las que acabamos de hablar, ampliando esta a la cuestión del sujeto y al problema de la
verdad.
98

cristiana, por ejemplo, a partir de la crítica bíblica o de la psicología religiosa. Ella


perdería sin embargo su estatus propio si no fuera con el creyente y su comunidad de la
perspectiva externa hacia la perspectiva interna, a partir de ahora adoptada con una
“segunda ingenuidad”.
La dificultad que se presenta aquí es sin embargo más radical aún y concierne a
la posición de todas las tradiciones religiosas y espirituales en el seno de la modernidad
occidental; nos acompaña desde la primera etapa de nuestro debate con la estética de
Balthasar durante la segunda etapa. En El discurso filosófico de la modernidad. Habermas
caracteriza la modernidad como una época histórica que “toma conciencia del problema
[…] que es el abandono de épocas ejemplares del pasado y la necesidad de agotar en sí
misma todo lo que atañe a las normas”. No es el momento de volver sobre los recursos
normativos que, según Habermas, se encuentran en el comportamiento comunicacional
ni en su sensibilidad, que se volvió más grande en comparación con los recursos de
sentido de que disponen nuestras tradiciones, evocadas recientemente, en un intercambio
con el cardenal Ratzinger, frente a los riesgos que representan para la humanidad las
técnicas y manipulaciones genéticas. Es más bien la relación de las tradiciones con ellas
mismas, en esta situación, lo que suscita el interés del teólogo. A partir de ahora, ellas son
entregadas muy radicalmente a un acto de recepción que es, al mismo tiempo, del orden
de la recreación; venimos de subrayar al fin de la etapa precedente. Los contenidos
concretos de las formas de vida particulares de la tradición cristiana y las maneras de
recibirlas y de formar consenso respecto de ellos se encuentran desde entonces en una
tensión ineluctable; es lo que para Habermas constituye el nudo de nuestra relación
moderna y postmoderna de nuestras tradiciones.
Los teólogos expertos intervienen, en el corazón de esta tensión, en la
autocomprensión misma de la Iglesia y en la formación del sensus fidelium y consensos
eclesiales. Su rol es ayudar a las comunidades a comprender desde el interior a reproducir
activamente, del interior mismo de esta inteligencia, la génesis eclesial de la fe y a
volverse así sujetos históricos de su fe. Esta fórmula podría servir como definición de un
modelo genealógico en teología, que correspondería a una articulación crítica entre una
perspectiva externa y una perspectiva interna sobre la tradición cristiana en el seno mismo
de los paradigmas práctico-narrativos o interculturales evocados más arriba30.

El regreso del principio

De este lado de una fórmula semejante, necesitada por la tecnicidad propia de la


ciencia teológica, el triple choque -en el borde entre racionalidades del mundo y de la fe,
de la sociedad y de la Iglesia, de la historia contemporánea, y de la referencia eclesial a
una tradición- no ha dejado de poner a la teología delante la cuestión de su propio objeto
formal y material; es esto lo que surge del esbozo que venimos de proponer. El principio
estilístico, introducido en la tercera etapa de esta obertura, es una respuesta a esta
cuestión: es incluso llamado por las conmociones que venimos de hacer notar y permite

30
Este modelo se injerta en la experiencia de una Iglesia naciente, de la que hemos hablado al fin de la
etapa precedente. Será desarrollado enseguida, sobre la base del “principio estilístico” de la teología,
relacionado desde el comienzo con la profecía de Jer 31, 34.
99

registrarlas. Lo que hay que mostrar, a distancia del gran capítulo IV de Dei Filius,
cruzado más arriba, dicho de la teología.

El espíritu creador y el conocimiento para todos

Lo que podemos llamar “principio estilístico” de la teología ha sido ya varias


veces abordado; desde el prefacio, lo he relacionado con la profecía de Jeremías: “No se
instruirá más entre compañeros, entre hermanos, repitiendo: ‘Aprendan a conocer al
Señor’, porque todos me conocerán, pequeños y grandes” (Jer 31, 34). Analizando
además, al fin de la tercera etapa, el reencuadre cristiano de la idea del canon bíblico,
heredado del judaísmo postexílico, he puesto en relieve la función esencial de este mismo
principio y su fuerza pneumatológica a la vez crítica y vivificante: relativiza toda clausura
y toda mediación, sobre todo la del maestro, en beneficio del conocimiento “inmediato”
de Dios que puede nacer en aquellos y aquellas que se identifican con el Mesías. De
manera más original aún, la hospitalidad misma de Jesús compete a este Espíritu, lo
hemos visto: ella se vuelve posible gracias a su desasimiento de sí, frente al cualquiera y
a su libertad creadora, y alcanza su término por su propia fe mesiánica y escatológica en
la obra educadora de la Sabiduría y del Espíritu Santo en todo ser humano, sea pequeño
o grande.
Fácilmente se comprende que la teología patrística haya podido encontrar en esta
santidad hospitalaria del Nazareno el punto de partida de una explicitación trinitaria, y
consagraré a esto el primer capítulo de la cuarta parte de esta obra. Por lo que concierne
a la forma misma de la teología, el principio estilístico del Espíritu que acaba de ser puesto
en evidencia impide considerar “conocimiento” al corazón de la percepción siempre
actual del Mesías y del discernimiento de los signos mesiánicos como secundario en
comparación a la vez, y reservarla solamente a algunos, según la vieja distinción
jerárquica entre majores y minores. Porque está intrínsecamente ligada a la fe como su
cumplimiento pneumatológico, el conocimiento teológico es potencialmente para todos.

El conocimiento de Dios bajo el triple choque


En relación con la presentación de la teología en la constitución Dei Filius del
concilio Vaticano I, esta afirmación de principio marca sin embargo una toma de
distancia, que se vuelve innecesaria por el registro del triple choque del que hemos
hablado recién. El capítulo IV de la constitución no trata únicamente sobre la razón en
una perspectiva teológica -de la que hemos hablado en la 4ª etapa-; aborda también la
función apologética de la razón, desarrollada en una perspectiva externa, y la puesta en
marcha propiamente teológica de la razón en el seno mismo de la fe: “Mientras la razón,
iluminada por la fe, busca con cuidado piedad y sobriedad, llega, por el don de Dios, a
una cierta inteligencia muy fructífera de los misterios, ya sea gracias a la analogía con las
cosas que conoce naturalmente, ya sea gracias a los lazos que religan los misterios entre
ellos y con el fin último del hombre”. Esta última descripción conjuga una vertiente
espiritual -una actitud o una manera de hacer (cuidado, piedad y sobriedad), dada por
Dios- y una vertiente racional. ¿Se trata formalmente, en la teología, de un trabajo de la
100

razón sobre el terreno de la fe o, más bien, de un acto de fe que integra (y limita al mismo
tiempo) el trabajo de la razón? Parece que el texto defiende más bien la segunda solución.
Sitúa entonces el trabajo de la razón en un camino -el quaerere- en el que la razón juega
como aliada de una vertiginosa reductio in mysterium -es la continuación del texto-, y
esta está comprendida al mismo tiempo como cumplimiento de la libertad humana.
Pero esta articulación interna, en un sentido bastante remarcable, permanece
hermética en el triple choque producido por la entrada de las racionalidades en la
inteligencia de la fe, por las razones ya indicadas más arriba.
1. Decir, para retomar los términos mismos del Vaticano I, que el “sentido de
los dogmas” es adquirido de una vez y para siempre es bloquear la entrada del paradigma
hermenéutico. Ahora bien, el sentido de la revelación debe ser reinterpretado sin cesar: el
acto de interpretación no es un acto exterior a la fe ni se ejerce solamente sobre su terreno;
determina a la fe desde el interior mismo en su itinerancia hacia el misterio. Por tal
motivo, regresa entonces sobre el contenido de la fe y el sentido de la revelación, a partir
de ahora impensable fuera de un acto de recepción histórica y cultural: la Paradosis
efectivamente vivida, el cuerpo eclesial de la fe -el que ella es, que recibe y que se da- es
la única huella de su origen divino. La interpretación histórica y cultural forma parte
entonces de la revelación en el sentido en que esta es entregada a aquella.
El principio estilístico da todo su lugar al Espíritu y a la creatividad de aquellos
que se benefician de la hospitalidad de Cristo y la ejercen a su vez, lo hemos visto. Deja
entonces a las racionalidades del mundo producir su choque, permitiendo a la fe recoger
lo que ellas le aportan en tanto que fe. Este aporte no anula la adquisición de la dogmática
cristiana, tal como ha sido elaborada por las generaciones que nos precedieron; pero la
vuelve a poner en tensión -heurística- con la fuerza inspiradora de las Escrituras cristianas
y la percepción mesiánica y escatológica del mundo del que ellas son una expresión
histórica, engendrada por el Nazareno y los suyos. La interpretación del cristianismo que
ha sido propuesta al corazón de esta “obertura” es un resultado posible de esta operación.
2. Esta supone al mismo tiempo que el límite entre la perspectiva externa
sobre la fe y su mirada interna sobre ella misma se haya vuelto un “umbral” para pasar
gratuitamente. Separar, como lo hace la constitución Dei Filius, la función apologética de
la razón, de su puesta en marcha propiamente teológica, y transformar la primera en
“ciencia” que volvería a la fe obligatoria y a su contrario autodestructor de la constitución
humana, es herir la libertad que se encuentra en su raíz. Ahora bien, esta es constitutiva
de la revelación, bajo las diferentes formas distinguidas más arriba.
El abordaje estilístico de lo real, que supone por definición una pluralidad de
maneras de habitar un mismo mundo, puede registrar el choque experimentado por la fe
cuando aplica la Regla de Oro a otras tradiciones y a sus creyentes, dándoles los mismos
derechos que reclama para ella misma. Por debajo de su creatividad interpretativa, ella
siempre es reconducida hacia una prueba de libertad sin garantía. Lo que ha sido dicho
del cristianismo como “estilo de estilos” -manera hospitalaria de Jesús de relacionarse a
una pluralidad de maneras de vivir- vale a fortiori para la inteligencia interna de la fe, en
lucha con la cuestión de su propia verdad: verdad escatológica y mesiánica, inseparable
de la percepción de otras maneras de habitar el mundo y de sus modos de “dar crédito” a
la vida -lo he dicho-, pero conducida por este plural hacia la última prueba de una libertad
que debe pronunciarse en relación con toda su existencia y los recursos últimos de lo real,
101

y hacerlo sin ninguna garantía externa, sino con la que le viene de su fe. A partir de este
momento la hermenéutica “dogmática” de la fe, de la que hemos hablado en el punto
precedente, es inseparable de una “apologética” o teología fundamental que, en el umbral
del acto de fe, piensa las dimensiones de esta libertad probada hasta el fin.
3. Esta prueba es hoy la de todos o casi todos, incluso si nuestras sociedades
dispensan poderosas anestesias contra esta experiencia a la vez dolorosa y feliz, y si
nuestras comunidades le oponen barreras protectoras. Recientemente nombrada doctora
de la Iglesia, Teresa de Lisieux es el símbolo de esta travesía de la fe, reservada a todos,
ya sean grandes o pequeños. Hablaremos de esto en el comienzo de la segunda parte de
esta obra, cuando me interrogaré sobre las relaciones íntimas entre teología fundamental
y teología espiritual. Creando una jerarquía entre la base irrefutable de la fe (capítulo III),
construida sobre una triple demostración (religiosa, christiana, catholica), y “una cierta
inteligencia muy fructífera de los misterios” (Capítulo IV), llevada por el magisterio y la
teología, la constitución Dei Filius se inmuniza contra esta experiencia fundamental y su
“democratización”. Es sin embargo la apertura a un número más grande que el principio
estilístico induce registrando el tercer choque evocado más arriba: la hospitalidad de Jesús
suscita la inteligencia interior de todos, en el corazón de su travesía siempre única, y
esparce la preocupación por el avenir de una fe consciente de ella misma que es el futuro
de la creación. Esta “democratización” no anula el rol específico ni de los “vigilantes” de
la fe, ni de aquellos que la piensan, sino que los interroga sobre la forma pastoral que le
dan a su función.

El estilo de la teología y del teólogo

Reencontramos aquí la concordancia entre la forma y el fondo, en el seno de un


juego relacional absolutamente único y reconocible, tan característico de la santidad del
Nazareno: la manera de hacer de la teología habla de la teología misma. Esto no concierne
solamente a la auto-implicación del teólogo en lo que hace, sino también y sobre todo en
la forma oral y escrita que da a la comunicación de un pensamiento. Será más
ampliamente tratado en la segunda parte de esta obra.
De lo que precede vuelven a surgir dos aspectos que pondremos brevemente en
evidencia. De entrada, la articulación difícil entre la creatividad interpretativa de una
disciplina cada vez más diversificada y técnica, y el borramiento progresivo de la teología
en beneficio de su cumplimiento en aquellos y aquellas en los que habrá hecho nacer su
propia inteligencia interior de la fe. La finalidad mesiánica y escatológica de la teología
más creativa es entonces su propia desaparición, al servicio de la génesis de la fe y de
comunidades, verdaderos sujetos históricos de su propia fe. La forma pedagógica de la
Sabiduría constituye entonces el hogar inspirador de su estilo.
La reflexividad propia de los escritos neotestamentarios juega un rol particular
en este camino; es el otro aspecto del estilo de la teología y del teólogo que hay que
recordar. Esta reflexividad remonta de alguna manera a la actividad parabólica del
Nazareno; recordamos que la parábola del sembrador relata su propia formación. Es sobre
esta reflexividad que se injerta la tecnicidad propia de la teología que, cuando la erige en
propósito (lo cual sucede), pierde su capacidad de engendrar inteligencias libres y
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autónomas. Ahora bien, volviendo a trazar su propia génesis y sopesando en cada


encrucijada los argumentos a favor o en contra de esa bifurcación, hace participar al lector
de esta génesis, sin encarcelarlo en la letra pero dándole los medios de verificar lo que ha
leído y de inventar sus propias maneras de pensar la fe, obedeciendo a las mismas
condiciones estilísticas.

El triedro de las disciplinas teológicas

Tal como acaba de ser propuesto, el principio estilístico de la teología sugiere


una manera de concebir su unidad, y por lo tanto una relación interna entre sus diferentes
disciplinas que dan cuenta, cada una, de una alta tecnicidad. El conjunto de la obra
intentará dar razón del esbozo aquí propuesto31. Ella nos conduce al comienzo de esta
última etapa y a la obra de Schleiermacher, de la que permanece, en ciertos puntos,
deudora.
1. Schleiermacher se había interesado prioritariamente en las figuras
históricamente dadas del cristianismo. Es por esta razón que la “teología histórica”,
situada entre la “teología filosófica” y la “teología práctica”, recibe una función
mediadora tan decisiva en su Enciclopedia teológica; esta importancia de la historia no
ha dejado de crecer a partir de ese momento. Hoy, un primer desafío epistemológico
consiste entonces en poner en relación la investigación bíblica e histórica, y la “teología
práctica” (o sus equivalentes). El paso de una a la otra, y en los dos sentidos -según el
círculo hermenéutico-, pasa por lo que se puede llamar “diagnóstico del momento
presente” (que Schleiermacher había situado en la tercera parte de la “teología histórica”
bajo el título de “estadística eclesiástica”). Pone en juego varias disciplinas,
principalmente la filosofía, la historia y la sociología, incluso si su punta, la percepción
del momento favorable (Kairós), es de orden teologal.
La noción de “estilo”, que ya en Schleiermacher permite encarar la unicidad del
cristianismo sobre el límite móvil de una hermenéutica general y especial, se ha
enriquecido considerablemente y afinado desde entonces, como mostré en la tercera etapa
de esta obertura. Inmediatamente la puse en contacto con la noción de “forma” (Vaticano
I), y la más particular de “forma pastoral”, introducida por Juan XXIII. Esta última
pertenece a la teología práctica (o sus equivalentes), y el desafío cultural, ecuménico e
interreligioso es hoy la percepción simultánea del estilo de las Escrituras y de la forma
pastoral de la Iglesia. Apoyándome en la actual rearticulación de los abordajes narrativos
e históricos de la Biblia, he intentado sobre todo poner de relieve el aspecto genealógico
del estilo bíblico y de la forma de la Iglesia, así como el llamado al aprendizaje y a la

31
Volveremos sobre todo en la segunda pate de la obra a la cuestión de la unidad de las disciplinas
teológicas: el primer capítulo pondrá en valor la unidad entre la teología fundamental y la teología espiritual
y su influencia sobre una hermenéutica “dogmática”; el capítulo II desarrollará el conjunto del organigrama
teológico a partir de la espiritualidad ignaciana, adoptando la metáfora de los “tres niveles” en lugar de
hablar, como aquí, de un triedro; el capítulo IV volverá a desplegar la diversidad de los géneros literarios
de la teología -relato, regla, argumentación y doxología-, a partir del “misterio” neotestamentario: el único
Dios, comunicando a la multitud la santidad que lo constituye en sí mismo; el capítulo V, finalmente,
volverá a la cientificidad ya la tecnicidad de la teología, fundando la distinción interna que ella requiere en
la auto-revelación de Dios.
103

creatividad que introduce en el proceso de recomposición continua del cristianismo. El


concepto “Iglesia naciente”, situado sobre las dos vertientes, histórica y práctica de la
teología, es el resultado de esto.
2. Pero esta noción no tiene sólo una significación heurística de un punto de
vista histórico-exegético, y en una perspectiva práctica; como muchos otros términos
utilizados -remarcamos de entrada los de “santidad”, “estilo” y “forma”-, da cuenta al
mismo tiempo de consideraciones principales o normativas. Schleiermacher había puesto
la dogmática al costado de la estadística eclesiástica (diagnóstico), después la teología
exegética y la historia de la Iglesia, en la tercera parte de la teología histórica; había
subrayado así el dominio de la normatividad interna del cristianismo, tal como se expresa
en el Nuevo Testamente (ver Rom 10, 9) y, más tarde, en el símbolo niceno-
constantinopolitano que nos guiará a continuación. Esta normatividad no es solamente de
orden sociológico o institucional, sino que se desprende de la forma mesiánica y
escatológica del cristianismo. Una hermenéutica dogmática debe pensar sus aspectos
fundamentales -cuidemos los términos de la revelación y de instancias reguladoras-, en
relación constante con la historia y la actual práctica eclesial.
He ahí el segundo desafío epistemológico: permitir un juego a la vez crítico y
autocrítico entre los tres polos que son la historia, el nacimiento actual de la Iglesia y una
normatividad abierta que los religa, es honrar hasta el fin la libertad de la fe, constitutiva
de una revelación que no existe más que en sus huellas históricas.
3. Este triángulo necesita, finalmente, la intervención de otra dimensión más
que permita visualizar el conjunto de las disciplinas teológicas bajo la forma de un triedro
(cuya figura varía por supuesto, según la institución “facultaria” o el grupo de personas
que colabora allí) esta nueva dimensión no es más que la que se revela en la actual prueba
de la libertad de la fe, como hemos mostrado más arriba.
Schleiermacher había tratado esta dimensión en el marco de la “teología
filosófica” que precede a toda otra disciplina teológica. Hoy, esta prueba las atraviesa a
todas, así como ella lleva en sí todas las figuras de la fe distinguidas más arriba. Cuando
está articulada bajo la forma de una disciplina propia, da cuenta tanto de la filosofía, de
la teología espiritual como de la teología fundamental. El Vaticano I, recordemos, había
situado la inteligencia de la fe y las actitudes que ella supone en el camino que va del
misterio al misterio; el Concilio las reconoce entonces como “don de Dios”. El único acto
de fe a la altura de este don es la “doxología” o alabanza.
Pero aquí se produce el último choque, cuando nos damos cuenta de la pluralidad
de las tradiciones religiosas y espirituales en el seno de nuestras sociedades, y
comprendemos el proyecto inacabado de la modernidad, que relativiza la idea de épocas
ejemplares del pasado y agota en sí misma todo lo que da cuenta de normas. La doxología
que se interesa en Dios por Dios aparece entonces en toda su fragilidad y su fuerza: el
triedro de la teología se invierte, de alguna manera, y “reposa” sobre su vértice -para
adaptar tal metáfora familiar a la tradición espiritual. Este diseña el espacio “litúrgico”
donde la inteligencia de la fe y nuestra capacidad de argumentar en favor de la verdad va
hasta a dar existencia a Dios en tanto que “sujeto” de un designio que concierne todo, a
todos y a cada uno. Pero la doxología abre también, gracias al interés puro de este Dios
por la humanidad, el espacio de una creatividad espiritual en el cual las comunidades
eclesiales y los individuos se vuelven realmente sujetos históricos: sujetos no solamente
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de su fe, sino también de una hospitalidad -que se enfrenta a la violencia por limitarla o
tomarla sobre sí-, y de una puesta a disposición de los recursos de la tierra al servicio de
los más pequeños, antes de servir a los más grandes.

Las cuatro partes de la obra ya han sido brevemente presentadas al fin del
prólogo. Cada una se abrirá por un capítulo que dará un pantallazo de su problemática
central, mientras que le último capítulo suministrará un tratamiento sintético y más
completo; el lector más apurado podría contentarse con estos dos recorridos.
En cuanto a la cuarta parte, tiene un estatus particular. Mi entrada en la teología
por el estilo y el principio de concordancia entre forma y contenido no me dispensa de
abordar los grandes contenidos de la fe cristiana en esta perspectiva. Es el objetivo de los
últimos capítulos de la obra, que representan el bosquejo de una hermenéutica dogmática.
Lo que precede ha mostrado por qué una teología en acuerdo con la santidad hospitalaria
del Nazareno debe concebirse al límite de la creación y de su apertura mesiánica y
escatológica. Esta perspectiva se precisará a partir del último capítulo de la primera parte,
que retomará la problemática clásica de la creación y de la teología natural. Al fin de la
segunda y la tercera parte, nos reencontraremos con este enraizamiento del mesianismo
“cristiano” en la creación al nivel de una teología de la fe, y bajo el ángulo de la
cientificidad de la teología. Estos estudios que pertenecen todos a la dimensión
fundamental de la teología, serán retomados en la cuarta parte en forma sistemática y
situada (sobre los “lugares de experiencia”, ya evocados en esta obertura) de algunos
temas clásicos: teología trinitaria, cristología, antropología, eclesiología, creación, mal y
comunión de los santos. Pero estas cuestiones serán reencuadradas según el abordaje
estilístico, sensible en todo caso a la creación de su apertura mesiánica, situándose la
Iglesia como lugar de paso, desinado más arriba por la fórmula “estilo de estilos”.
Otros trabajos que me permito evocar son necesarios para completar y equilibrar
este primer boceto: investigaciones sobre la figura de Jesús y sobre el apóstol Pablo, así
como sobre la Revelación como concepto recapitulador del cristianismo contemporáneo;
pero también el abordaje de la fase nocturna y dramática de la existencia humana, puesta
en la mira por la noción de pecado. En lo que se refiere a la Iglesia, los tres capítulos
centrales de la cuarta parte abordan su dimensión teologal, su unidad, su santidad, su
catolicidad y su apostolicidad; acerca de su nacimiento entre nosotros, que da cuetna
también de una teología histórico-práctica, podemos leer Presencia del Evangelio, libro
nacido de una experiencia de hospitalidad eclesial.

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