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Que a nadie le quepa duda. Ni la más diminuta: Dios no existe.

El Dios puritano pietista, Dios medieval que deambula con una lupa persiguiendo pecadores,
condenando transgresores, escudriñando “morales” íntimas en desmedro de la ética, no existe. El
Dios sobrio y circunspecto, rígido y aguafiestas, solemne y precavido, que demanda severo respeto,
Dios parecido a nuestras represiones y prejuicios, entusiasta de los agrios reglamentos, de los
preceptos desangrados, Dios numérico y cuantitativo, que aborrece al imperfecto y al profano,
preocupado por las listas de firmantes en los registros civiles, que detesta a quienes ejercen otros
modos sexuales, que reprueba privacidades, obseso por las cáscaras de la existencia, guardián de las
formas y del qué dirán y de la imagen, Dios que anida entre nubes y laúdes vigilando la pureza de
los dogmas y las doctrinas, no existe.

Dios no existe. El Dios renovado y modernoso, milagrero y puedelotodo, Dios que está siempre a
mano en una Biblia subrayada en los pasajes “espirituales”, los textos “angélicos”, los versículos
“todopoderosos”, no existe. El Dios que salta y baila festejando vaya uno a saber qué mientras el
hambre, mientras las guerras, mientras la injusticia y el dolor y la miseria, Dios armado de lanzas y
espadas filosas como tridentes, imbuido en batallas místicas y dirimiendo territorios barriales, archi-
exorcista acérrimo enemigo de demonios insignificantes, indescifrable que se manifiesta ante los
“elegidos”, que se esconde tras fórmulas esotéricas, no existe. El Dios que otorga prosperidades
contantes y sonantes, que sana emociones a precios módicos, que bendice a cambio de diezmos, que
genera neo-apóstoles, que llueve oro, puntilloso revisor de dones y talentos celestiales, Dios de
portentos de entrecasa, manosanta a domicilio, no existe.

Dios no existe. El Dios ceremonioso, jerarca pomposo, ícono alumbrado a velas y con baranda a
incienso, Dios desaguado y sufriente, que se refugia en los conventos, que nada tiene que ver con el
día a día, Dios incontaminado, de pose beata, de pasiva contemplación, Dios que sólo calla, de la
quietud y la inacción monástica, no existe. El Dios de las promesas pagadas con procesiones, que
comercia flagelación por favores, de las cruces y los himnarios, de las borlas y los ornamentos, Dios
administrado por “dignatarios”, de liturgias tediosas y vaciadas, de cuellos clericales distintivos, de
jerarquías eclesiales, afectaciones burdas y obscenas, no existe.

Dios no existe. El Dios progre clasemedista, herbívoro y jiposo, Dios autoayudista, que mora dentro
de un triángulo piramidal, que promueve la paz egocéntrica y una vida no tóxica, Dios de técnicas
meditabundas, que concede la armonía interior mientras el mundo se deshace en violencias y
desequilibrios, no existe. El Dios reparador de las crisis existenciales, sostenedor de proyectos
narcisos, de viajes astrales, respiraciones curativas, especialista en coordinar psicodramas, Dios que
vaga impersonal por las regiones extáticas, coterráneo de los lugares apartados all inclusive, de
meditaciones trascendentales que no trascienden mis propios bienestares, Dios esotérico descolgado
de todo lo otro, de escalafones kármicos, de me salvo yo solo, no existe.

Dios no existe. El Dios de las guerras santas, de los comandos suicidas, los hombres bombas, del
terror, Dios que otorga títulos eternos de propiedad terrena, que legitima el “derecho a defensa”, que
asiente bombardeos persuasivos de misiles, Dios que no repara en daños colatelares, no existe. El de
los campos de formación de cuadros para asesinar en su nombre, que entrena escuadrones de
fuerzas especiales, que se embandera en un bando, que se atribuye las matanzas, Dios del odio que a
las injusticias las resuelve a caño de fusil, no existe.
Dios no existe. El Dios a mí manera, que dice lo que yo quiero, que hace lo que yo le digo, que va
por donde le indico, que responde a mis necesidades, que pregunta a mis respuestas, no existe. El
Dios que vela por mis intereses, que entorpece a quienes no quiero ni me quieren, que incrementa
mis cuentas bancarias, que cabe en cualquiera de mis moldes, no existe.

(Eso sí, me hago cargo, si es por parecerme, a mí me parece un Dios de colores y bondad, de ternura
y alegría, divertido y sensible, compañero de bailongo que me empuje al abrazo de esos otros que
están jodidos. Un Dios de sonrisa ancha y manos abiertas, amigote de tribuna, marchante por la paz
y la libertad, que ande a los gritos reclamando justicia. Un Dios sencillo e inteligente, sin nada de
ganas de perder tiempo en ceremonias bostezadas, gustoso del vino y los asados, dispuesto a la
conversa y la risa de sobremesa. Un Dios específico y sin abstracciones, que se niegue a ser
representado por esos mandamases impresentables que desde el fondo de la historia, vienen
hablando en su nombre).

Jorge Tasín
Escritor, trabajador social en Ciudad Oculta, villa miseria de Buenos Aires.

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