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EL PENSAMIENTO DE ECHEVERRÍA
EDITORIAL SUDAMERICANA
BUENOS AIRES
ENSAYOS BREVES
1951
PRÓLOGO
La vida, el pensamiento, la obra y la acción política de Echeverría han suscitado desde la generación
romántica que lo consideró guía y maestro, una extensa literatura histórica y crítica, por lo común no
meramente informativa o doctrinal sino de carácter pragmático, vinculada a las ideas e ideales de los que esa
obra ha sido venero fecundo para varias generaciones argentinas. Este año, el del centenario de la muerte
del poeta, esa literatura, bajo las dos formas apologética y crítica, se ha enriquecido con valiosas
contribuciones, abonadas algunas de ellas, en el libro, en la conferencia y en el artículo, por la autoridad de
nombres ilustres y la notoria competencia. En esta tenaz exégesis el breve ensayo de Tulio Halperín Donghi,
que me complazco en ahijar, no representa una repetición de enfoques conocidos, de investigaciones antes
realizadas, de conceptos ya elaborados o de dilucidaciones divulgadas. En la vasta bibliografía echeverriana
es un aporte nuevo. El autor es un joven publicista -tiene veinticuatro años-, que junta a una seria información
jurídica, histórica y literaria, no de mero origen escolar, aunque sellada en nuestra universidad y en las de
Roma y Turín, un talento crítico anticipadamente maduro, en el cual tienen su parte la agudeza y el vigor. Él
se ha propuesto excavar, sin preconceptos políticos, filosóficos o sentimentales, el pensamiento de
Echeverría, para sacar a luz todo cuanto hubo en éste de genuinamente personal en el campo especulativo,
así como en la adecuación de ese pensamiento a la realidad social que intentaba redimir. No relata una
historia muy conocida ni vuelve a deshilar la trama de las ideas filosóficas y políticas de que está tejida la
obra del pensador argentino, tarea poco menos que llevada a término por los investigadores precedentes. No
anda por los caminos trillados. Con rigor que nada concede al lugar común, encadenando estrechamente las
razones por nexos que sacrifican en ocasiones la elegancia de la elocución a la lógica, desmonta el
pensamiento del autor del Dogma Socialista, lo encuadra en las filosofías europeas, a veces diferentes o
contrarias en que aquél se inspiró, lo atarea al de su generación, lo contrasta con el de la unitaria, y señala
sus debilidades, sus contradicciones íntimas o patentes, sus defectos de estimación y la dispersión de las
tendencias en que se encarna. Si juzga innecesario rehacer por menudo la genealogía de las ideas del
maestro argentino, pone en cambio el más firme empeño en trazar el itinerario de ese pensamiento,
indicando en la carta su errar incierto, sus desviaciones y los escollos con que chocó en la realidad viva, al
descender del cielo de las abstracciones.
El crítico no es indulgente con el autor estudiado -cosa nada reprochable en una historiografía como la
nuestra que resbala demasiadas veces hacia la hagiografía-; pero su objetividad está a cubierto de la
sospecha de que le mueva otro interés ideológico que no sea la indagación de la verdad. La mentalidad
dogmática de Echeverría es sometida al ácido de una crítica, no propiamente corrosiva pero sí fijadora de su
exacto perfil. Aun las doctrinas carentes de cualquier posibilidad de trascender al plano de la acción, cuando
son significativas del rumbo de un pensamiento generosamente inspirado, merecen la atención de la crítica.
Tal es la posición del autor de este ensayo, quien empieza por declarar que "la más breve, la más sumaria de
las historias del pensamiento argentino sería inconcebible sin el nombre de Echeverría" , y se inclina al final
ante la misión que el animador de la generación de 1837 hizo suya y dio sentido a su existencia dolorida.
Roberto F. Giusti
I
ECHEVERRÍA EN SU GENERACIÓN
La más breve, la más sumaria de las historias del pensamiento argentino sería inconcebible sin el nombre de
Echeverría. He aquí, sin duda, una muy singular fortuna para un pensador reconocidamente no de primer
orden, aun dentro del limitado marco nacional. Pero fortuna no es aquí la palabra adecuada; si Echeverría se
identifica con un decisivo punto de inflexión en la historia argentina no es porque lo haya decidido así la
suerte, sino una elección deliberada del propio Echeverría, que gustaba de meditar acerca de su “misión”, del
papel que le tocaba desempeñar en este rincón del mundo.
Y he aquí ya un rasgo que será dominante en la nueva generación: en su vuelta hacia la realidad, la primera
realidad que se les aparecía, la más hondamente sentida era la de ellos mismos, suspendidos entre una
pérdida total y una salvación que traería consigo la de la propia patria, si es que sabían hallar la justa senda.
“¿Habrá generación más sazonada que la nuestra? -se preguntaba Gutiérrez-. ¡Desgraciada ella si se
convierte en frívola!”1. Sólo un continua escrutarse y dirigirse, una vigilancia nunca interrumpida, podía salvar
a esos jóvenes desamparados en medio de una ciega hostilidad. Mas con ello mismo todo actuar no
deliberado, toda ingenua espontaneidad les estaban vedados. La nueva generación, nota Alberdi, tiene
estilo2. Es decir, que su conducta es el intento de realizar un tipo humano previamente fijado como deseable.
No es sin duda esta del amaneramiento la solución más alta al problema de la propia “misión”. Pero es en
todo caso una solución, y como tal revela que el problema había sido efectivamente planteado, y a la vez que
toda la existencia de quienes se lo formularon pretendió servirle de respuesta. Gestos y pensamientos,
sentimientos y trajes se consagraron por igual a resolverlo. ¿Eso era cosa nueva? Alberdi notaba también que
los viejos no tenían estilo, y ello al margen de que los años, las costumbres y las manías hiciesen de ellos
unas figuras de rasgos muy acusados, casi una caricatura. Un viejo unitario del 26 es efectivamente una
caricatura -y lo es aun más cuando lo vemos con los ojos de quienes lo combatieron-; pero Alberdi tiene
razón, no tiene estilo. Esa cómica estampa no es fruto de ningún esfuerzo por se precisamente así; esa cárcel
de hábitos de vida y de pensamiento en que vive encerrado no comenzó por se un alto modelo ideal, a cuya
imitación consagrase el esfuerzo de todos sus días.
Ese viejo unitario es, sin duda, un ser ingenuo. Lo es en su fe candorosa, en su obstinada e infundada
esperanza de volver a la perdida edad de oro; y es esa ingenuidad la que hace de él una figura a la vez
cómica y enternecedora. Pero esa ingenuidad también tiene un sentido más alto, es a la vez su fuerza
secreta, es esa íntima seguridad que el joven ha perdido y debe reemplazar con unas seguridades
conquistadas en el examen, a cada instante renovado, de su propio rumbo y del mundo hostil que quiere
someter.
Pero esa pérdida de una firma guía interior es ya inevitable; esto es lo primero que advierte esa recién
adquirida clarividencia; ya casi nada de lo que daba sentido a la existencia de las viejas generaciones lo tiene
para la nueva. No tan sólo eso; a las viejas y caducas razones para existir no les han aparecido
reemplazantes. La oscura seguridad con que había sido posible avanzar hacia el triunfo o la ruina, sin
vacilaciones, se veía ahora substituída por un examen en el cual lo que había sido íntimo guía para el
conocimiento y la acción se trocaba en objeto, en algo que, ya incapaz de fijar rumbos, se entregaba mudo e
inerte a una inquisición de la que tampoco podía surgir una indicación segura, sino tan sólo un paisaje de
cosas, de datos, de los cuales y mediante ciertos criterios llevados al examen de la realidad y previos a ese
examen pudiese surgir un mandato, una orden imperativa, es decir, ese rumbo que se había perdido
juntamente con la primitiva ingenuidad y que ahora quería recuperarse a través de la nueva actitud de
examen y reflexión.
Así, mucho de lo que había guiado a la vieja generación, conservó su validez para la nueva, pero ello pudo
ocurrir a costa de un cambio total de su sentido. La nueva generación era, por ejemplo, nacionalista: ese
nacionalismo no era sino el sustituto de una adhesión directa e ingenua a la propia tierra, a través de una red
de amores y de odios, de luchas y concordias que a ella unen. A ese nacionalismo seco y deliberado se
acompaña una actitud abierta frente al mundo, que tampoco será ya la candorosa efusión admirativa frente a
lo extranjero, que ha quedado desde luego vedada al perderse el tranquilo disfrute de un vínculo nacional que
se posee sin esfuerzo y no es preciso reconstruir a cada instante. “Nosotros no oíamos con envidia -dice
1 Carta a Alberdi, publicada en Escritos Póstumos de éste, Buenos Aires, 1900, pág. 485.
2 “Hombres de estilo en todo el sentido de la palabra: estilo de caminar, estilo de vestir, estilo de escribir, estilo de
hablar, estilo de pensar, estilo en todo y nada más que estilo...”. La generación presente a la faz de la generación
pasada, artículo de El iniciador, transcripto en el tomo I de Obras Completas, pág. 383.
Gervasio A. de Posadas en carta a Alberdi 3- esas ponderaciones hiperbólicas de nuestros antecesores que
habían recorrido la Europa y nos inspiraban una sed, o un hambre, diré así, por conocer lo que ellos habían
conocido. Hemos venido a Europa, y después todo eso nos ha parecido mucho menos de lo que nos
habíamos imaginado… Alvear, Castro, Molina y otros viajaron sin tener por delante la existencia cruel y
miserable de nuestra patria, pero nosotros jóvenes que viajamos a la fuerza, con la idea siempre fija en el
porvenir, esta idea nos influye para mirar con desdén hasta empalagarnos de cuanto vemos al presente. ¿No
es verdad?”. La imagen del país extranjero se borra ante el recuerdo de la propia circunstancia, y no sólo
cuando invade al desterrado la nostalgia, no sólo cuando cierra los ojos a la realidad presente para evocar la
patria perdida. Más importante es que también la curiosidad por esos países extraños se diese subordinada a
esa “idea siempre fija en lo porvenir”, se resolviese en la búsqueda de lo que convenía agregar, de acuerdo
con la ajena experiencia, a la imagen de la patria futura. Así viajó Sarmiento, y así pudo dar una escala de
valoraciones de los diferentes países, en la que el lugar más alto lo ocupaban los Estados Unidos; escala
que, según él mismo lo sabía, era del todo falsa si se la pretendía hacer regir más allá de sus finalidades. Ese
interés por lo extranjero quedaba así integrado en la preocupación por el propio futuro. Mas por ello mismo
esas supuestas realidades extrañas no eran sino descarnadas posibilidades de elección que se ofrecían al
pensador afanoso de un mañana mejor para su propio país, posibilidades de entre las cuales había de
escoger una, de acuerdo con preferencias previas a ese mismo examen. Nos hallamos muy lejos de todo
candoroso entusiasmo por la grandeza europea o norteamericana, mas por ello mismo esta cautelosa y
reflexiva apropiación de algunos rasgos ajenos, como ese nacionalismo que antes se vio, no podía ser un
lazo, una ligadura que fijase desde el comienzo a la nueva generación en una actitud determinada, era más
bien un horizonte nuevo que se abría rico de posibilidades. Sólo que esa riqueza de meras posibilidades
podía aparecerse ante todo como carencia de seguridades, de firmes puntos de apoyo. Falta que se hizo más
sensible cuando esas viejas luchas que nada decían a la nueva generación la envolvieron, sin embargo, y le
impusieron unos sufrimientos y penurias para los cuales le era preciso aún hallar un sentido que los hiciese
tolerables.
Ahora eran ya capaces de ver (es significativo que el escrito de Alberdi acerca de la vieja y la nueva
generación haya sido de los primeros que escribió en el destierro montevideano) que si la ideología unitaria
había sido desde el principio inadecuada y no era ya sino un rimero de exasperadas repulsiones y adhesiones
no fundadas, expresión de una ciega voluntad de venganza, de esa ideología ingenuamente feroz de
derrotados nacía la serenidad de los derrotados unitarios en medio de las miserias y angustias del desierto.
Por aquí también debía ser otro el camino de la generación nueva. En su origen no tenía partido, y quizá no
sea acertado señalar como una decisión heroica la de apartarse de los grupos políticos ya existentes. No, no
hubo ninguna generosa renuncia al viejo credo, a una fe que de pronto se advierte como irrazonable y es
preciso sacrificar a exigencias más altas: la nueva generación no debió renunciar al unitarismo, o en todo
caso esa renuncia no le fue demasiado gravosa. ¿Había sido unitaria la generación del 37? He aquí lo que
Brígido Silva, el futuro cuñado de Avellaneda y fundador con él de la filial tucumana de la Asociación de Mayo,
escribe a su amigo Alberdi; es la descripción de la fiesta que un caudillo ofrece a otro caudillo: “He venido a
este pueblo con el solo objetivo de pasear y divertirme en las fiestas de colocación de una capilla preciosa
que ha hecho Ibarra. Tuvo lugar esa función el 21 del corriente, y ha estado muy buena. La misa ha sido
compuesta por nuestro paisano Zavalía; y ha sido generalmente aplaudida. Casi todos los mozos de
Tucumán se hallan aquí acompañando al señor Heredia. El gobernador Ibarra y los santiagueños y
santiagueñas nos obsequian mucho...” 4. Dejemos de lado lo que al principio más llama nuestra atención, la
mirada de maravilla que el ingenuo provinciano echa al magnífico festín. Fijémonos tan solo en la actitud que
esa escueta narración revela hacia unos gobernantes que no son ni execrados ni exaltados, que gozan más
bien de esa pacífica aceptación que no precisa proclamarse abiertamente y caracteriza a lo que solemos
llamar gobierno normal. Y normal comenzó a ser, para muchos de los que después formarían la generación
del 37, ese gobierno de caudillos, portador por lo menos de la paz, en tanto que las veleidades de la
restauración unitaria tenía por supuesto primero la guerra civil.
Pero bien pronto se advierte que la confianza puesta en el sistema federal era infundada, que él no reservaba
sitio alguno para la “juventud ilustrada”. La indignada sorpresa que el hecho provoca indica hasta qué punto
3 En Escritos Póstumos de Alberdi, tomo XV, páginas 803-813. Buenos Aires, 1900.
4 En En Escritos Póstumos de Alberdi, tomo XV, páginas 227-230. Buenos Aires, 1900.
era inesperado, hasta qué punto se confiaba en ocupar el lugar dirigente en ese orden que de pronto revela
su fundamental hostilidad. “Si Rosas no fuera tan ignorante -dirá Echeverría en la Ojeada Retrospectiva, VI5- y
tuviese un ápice de patriotismo en el alma, si hubiese comprendido su posición, habría dado en aquella época
un puntapié a toda esa hedionda canalla de infames especuladores e imbéciles beatos que lo rodean; habría
llamado y patrocinado a la juventud, y puéstose a trabajar con ella en la obra de la organización nacional”.
Pero este grupo de desengañados que se ve proscrito porque “hojea libros y viste de frac” no por eso se verá
atraído por quienes se entregan, también ellos, a esas inclinaciones. Por el contrario, ese común campo de
acción, que, según Echeverría, daba nacimiento a una “simpatía, movimiento espontáneo del corazón [que]
no tenía raíz alguna en la razón y el convencimiento” (Ojeada Retrospectiva, I6), hacía posible también el
choque, la mutua desconfianza. Y los rencores de Echeverría, rencores tenaces de intelectual, iban dirigidos
ante todo a ese grupo de “doctores que todo lo saben”, a ese grupo que brillantemente ocupaba la escena
intelectual del país, sin dejar apenas sitio para los demás, al grupo que había unido su suerte a la del partido
unitario.
Pero por encima del rencor y de la ciega simpatía, la actitud hacia el unitarismo venía dictada por una
experiencia peculiar, la de una nación entrega a sus venganzas sobre aquellos que quisieron sacarla de sus
viejos carriles y señalarle un destino más alto. Esto, que para las propias víctimas de esa venganza no era
sino un incidente en el camino, para sus sucesores y contendientes debía ser el dato primero sobre el cual
construirían la imagen del país. Eso es lo que significa, en sus mejores momentos, el aludir a la propia
juventud como argumento polémico decisivo, es decir, no es el señalar a los viejos que son efectivamente
viejos y es por lo tanto innecesario refutar las ideas que ellos sostienen y desaparecerán con ellos. Era más
bien aludir a ese punto de vista más adecuado, en el que una dura experiencia colocaba a los jóvenes, y no a
sus predecesores, llegados a ella ya formados, y por eso, si más capaces de sobrellevarla, menos aptos para
captar su sentido.
Ese hecho se aparecía a la nueva generación bajo la forma del fracaso del partido unitario. Es importante que
ella lo haya visto así. Pudo verlo en realidad de muchas otras maneras, pero si eligió precisamente ésa fue
porque su tarea, su “misión”, seguía siendo aquella tan mal emprendida por los unitarios. La nueva
generación “se pone en el lugar” de los unitarios -de allí una actitud hacia ese partido en la que caben a la vez
la simpatía y el despego, pues ponerse en lugar de otro significa también negarle todo lugar legítimo-; se
pone en lugar de los unitarios y rehace críticamente el camino por ellos recorrido. Porque también en el
campo político le estaba vedado a la nueva generación todo ingenuo despliegue de los propios impulsos, y en
este sentido a la contraposición entre el racionalismo unitario y el supuesto historicismo del grupo del 37, que
concede al fin su lugar a otras fuerzas históricas que no fincan su legitimidad en su racionalidad, debiera
agregarse esta otra, que de ningún modo pretende negar a la anterior, a saber, que si el racionalismo unitario
iba sostenido y apoyado por una firme fe que no era desde luego racional y le permitía sobrellevar las muchas
debilidades que ese racionalismo hubiese revelado a un examen conducido a la luz de la fría razón, el
valorizar otras fuerzas oscuras y ciegas, el discurrir sobre ellas era en la nueva generación un llevar al ámbito
de la conciencia mucho de lo que antes había quedado a oscuras. Pero se ha visto ya cómo de esta manera
lo que era guía de una conducta ingenuamente entregada a sus impulsos se trueca en uno de los objetos que
se aparecen a un examen reflexivo del que espera la fijación de un rumbo nuevo. Pero, entonces, la tarea
primera, también en el campo político, será establecer cuál es ese rumbo, y así como la nueva generación se
plantea problemáticamente su existencia toda, desde su poetizar hasta su vestir, se planteará también
problemáticamente su política. Y si la solución en aquellos campos era el sustituir una vida que se
desenvolvía en ingenua espontaneidad por otra tensa en el esfuerzo de realizar en sus distintas actitudes una
dada figura ideal, en la política será la sustitución de las viejas creencias que desde las honduras de la propia
alma no venían ya a guiarlos por una Creencia deliberadamente construida a la plena luz del día. No se
trataba de la mera formulación de algo que ya regía antes de ser expresado; era preciso formular los artículos
de la fe y a la vez crear la fe. Es la tarea romántica, cuyo propósito no era necesariamente contradictorio, pero
sí lo era dada la imagen romántica de la fe; era el intento de confeccionar deliberadamente aquello que sólo
se concebía como fruto de un crecimiento espontáneo y oscuramente seguro de su propio camino. Era ka
tarea de la nueva generación, pero era, además, la tarea, la “misión” de Echeverría.
II
EL PRECEPTISTA Y EL POETA
¿Era Echeverría un romántico? La respuesta es menos fácil y evidente de lo que pudiera creerse. Por lo
menos es indudable que en todo cuanto hizo y escribió se nos revela un hombre románticamente consciente
de sí mismo. Sólo que esa conciencia se daba en él de manera muy peculiar. En un poeta puede ella
comenzar como extático asombro frente a la propia espontaneidad creadora. Mas el poeta romántico
concluirá por complacerse en turbios juegos con esa espontaneidad que ya no es ingenua, y hará de su obra
un eco, un comentario tierno o burlón de aquello que la anterior poesía, menos compleja en sus motivaciones,
expresaba directamente. Surge de allí una poesía de segundo grado, apoyada toda ella en el desgarramiento
nostálgico del artista frente a la supuesta perdida feliz inocencia creadora. Así adquiere esa poesía uno de
sus rasgos definidores: poesía sentimental.
Sería vano buscar algo análogo en Echeverría. Formado en el romanticismo, no ignora que una de sus
características es esa atormentada nostalgia, y a ella alude al contraponer en sus escritos críticos la poesía
pagana despreocupada y la íntimamente desgarrada que trajo consigo el cristianismo. Mas no es fácil hallar
rastros de ella en la creación poética, a pesar de que sus temas parecen ser una sola cosa con ese tipo de
poesía: así el héroe viril de todos sus poemas, que, como hubo de confesar el propio poeta, es siempre el
mismo, y no es sino el don Juan del Norte, el fáustico peregrino insatisfecho y afanoso. Es que la conciencia
de sí no se dirigía en nuestro poeta al concreto Esteban Echeverría, a sus posibilidades y limitaciones;
implicaba más bien el trazado de una imagen ideal, la de un tipo humano muy determinado -el "único
pensador realmente dogmático del Plata" 7, el ser destinado a revolucionar el pensamiento y la poesía en este
rincón del planeta- que Echeverría intentará llevar a la realidad mediante su actividad artística y política. Aquí
también es "hombre de estilo". Mas con ello la conciencia de la propia personalidad poética no será ya un
reconocer, acatar y sacar partido de la legalidad íntima que rige el propio flujo creador, sino más bien un
criterio de selección extrínseco que se aplica a esas creaciones espontáneas de un fluir que de nuevo habrá
quedado a oscuras, pues el interés del poeta se dirige a otra cosa: a trazar y tomar por guía un cierto
esquema de artista innovador y revolucionario. De esta manera la poesía queda subordinada a la preceptiva.
¿Pero a que preceptiva? No es fácil responder a esta pregunta, pues para ello sería preciso poner en claro
los resortes de ese pensamiento tortuoso e incierto que caracteriza a Echeverría. Hay, desde luego, un legado
muy rico que Echeverría utiliza con preferencia, sin entender a veces del todo: es el de la estética romántica,
que se inserta románticamente en una filosofía de la historia, no muy nítidamente trazada, en la que sin
embargo el pensador deposita confianza bastante como para suplir con ella las propias insuficiencias
filológicas ("estoy seguro, sin haber leído ninguna, que las novelas caballerescas españolas de la Edad Media
se aventajan a las de las otras naciones en brillo y pompa de colorido"). No faltan, por otra parte, enfoques
utilitarios. Pero más significativo que todo esto son las desviaciones y transformaciones que el pensador
impone al saber aprendido, y que no ha hecho suyo del todo, a esa teoría que en el fondo sigue siéndole
extraña. Así se revelan las ocultas tendencias de un espíritu que, sumergido bajo la mole de un legado
cultural aceptado sin discriminación, reacciona contra él de la única manera que le es todavía posible:
privándolo de su auténtico sentido.
¿Cómo actúan esas ocultas repulsiones y preferencias del pensador? Veámoslas en acción en la Carta al
Doctor Fonseca. "El arte debe huir siempre de las particularidades, girar siempre en el círculo de las ideas
generales, abrazar con una pincelada un cuadro vasto, un siglo, la humanidad entera, si es posible… Este
principio ha sido desconocido u olvidado por todos los poetas españoles, y por esta razón no hay uno solo
que se haya captado la admiración universal, excepto Cervantes, que en su Don Quijote ha personificado las
ridiculeces del hombre".8 Se exige aquí, por una parte, un arte de contenido denso y vario, que en otras
páginas habrá de contraponerse a la unilateralidad clásica, pero más sugestivo es el llamado a ir de lo
particular en favor de las "ideas generales". Porque esa huida de la particular puede interpretarse como
revelación que debe hacer el poeta de la milagrosa presencia de lo universal en cada una de sus concretas
manifestaciones, mas también como búsqueda de un plano típico y genérico, en el cual ya no hay ninguna
individualidad irreductible, ni tampoco auténtica universalidad. Este segundo camino es el que propone
Echeverría al exigir un arte que sea, él también, de lo general, e ilustrar la exigencia afirmando que la
celebridad del Quijote se debe a su carácter de figura típica, de "personificación" de un rasgo genérico. Mas
no es ese el camino que prefiere el romanticismo, y Echeverría habrá de recusarlo pocas líneas más abajo:
"La Ilíada y la Odisea son celebradas como monumentos históricos de épocas remotas [y por lo tanto no en
cuanto puras obras de arte] porque la poesía heroica es especial, puesto que tiene por objeto ensalzar
héroes".9 Ahora el héroe, figura típica, aparece como especial frente a la universalidad que es exigencia de
7 Así en carta a Alberdi publicada en los Escritos Póstumos de este tomo XV, página 794. Buenos Aires, 1900.
8 En Obras Completas, tomo V, Buenos Aires, 1874, pág. 153.
9 Obras cit. loc. cit.
todo arte duradero. Pero esa universalidad no es para Echeverría sino una generalidad aún más general y
comprensiva: "ellos (los escultores griegos) llegaron a representar las formas universales de lo bello que no
existen en una familia, en una nación, sino que se encuentran diseminadas en la especie" 10. Frente al arte
nacional, un arte -como gustaría de decir el mismo Echeverría- humanitario, tanto más vacío de contenido
concreto cuanto más amplio fuera su alcance, y de allí el recurrir finalmente a las "ideas generales". La vía
abierta para huir de lo insignificante por individual resultó ser una sola, la de lo típico, y alcanzar lo típico será
una de las ambiciones del poeta Echeverría.
Tenemos un testimonio de ello en la elaboración, en el canto III del Avellaneda, de las escenas recogidas en
El matadero. El lugar ha cambiado, y no sólo de Buenos Aires a Tucumán, sino de un paisaje verdadero y vivo
a uno no representado, sino apenas designado en algunas fórmulas que se repiten como símbolos
algebraicos de una realidad ausente (así la "verde grama" que servirá de cama al héroe en su última hora). Y
en este esquema de paisaje, el campamento federal, dibujado con una nitidez límpida y fría, un poco
escenográfica. En el los sayones, los verdugos, figuras desprovistas de toda individualidad, que actúan en
grupos y coros y dan expresión a su barbarie en disciplinado unísono:
"...muestra
cara horrible y siniestra
un grupo de sayones"13.
Figuras coloridas y vacías, merecedores todos ellos del apóstrofe de Avellaneda a Maza: "Degollador, tu
nombre me horroriza / Porque la humana fiera simboliza" 14. Fuera de ese papel de símbolos no tienen
existencia alguna autónoma.
A la cabeza de esa cohorte de verdugos, Oribe. Su figura ha sido minuciosamente trazada de manera que
realice un tipo humano de muy netos contornos en la literatura de la época: el asesino a quien la imagen de
sus crímenes pasados -que despierta en él un vago terror en el que hay a la vez larvado arrepentimiento y
admiración sobrecogida ante sí mismo- sirve de incentivo para cometer otros nuevos (luego nos será
mostrado en una actitud también típica: intentando conciliar el sueño, perseguido por imágenes sangrientas):
Mas la indeterminación fantástica y la universalidad ejemplarizadora de esta imagen -cuyo horror debía
sobrecoger- concluyen por situarla en una vaga lejanía, como de fábula infantil:
En este vago horizonte demoníaco remata la jerarquía de representantes de las fuerzas malignas que tiene
su grado ínfimo en aquella “bárbara maravilla” de soldados federales. En esto se ha trocado el mundo vario y
vivo de El matadero. Pero no sólo ha ido perdiendo con el cambio el pensador político -pues desde luego
estas figuras siniestras no son utilizables seriamente en ese campo-; también la visión poética ha dejado su
sitio a la utilización sistemática de un rico acervo de lugares comunes y figuras sin sustantividad alguna.
Pero aun experiencias más íntimas que las políticas habrán de acomodarse en estos prepotentes moldes
proporcionados por la galería de tipos literarios románticos. En las primeras Cartas a un amigo el autor deber
referirse a la muerte de su madre y los sentimientos que este hecho le inspira. ¿Cómo aludir a todo esto? Era
posible pintar lo ocurrido como la tristísima cesación del prodigioso acordarse de dos almas. Mas también
cabría acudir a la imagen dulcemente desgarradora de la madre que ama y sufre y muere en silencia a causa
del desvío y de la desarreglada conducta del hijo, con el correspondiente arrepentimiento póstumo de éste.
¿Cuál de las dos imágenes empela el poeta? Ambas. El hijo ejemplar se declara de pronto culpable de la
muerte de su madre. ¿Se trata del placer de jugar con las posibilidades que ofrece un tema por otra parte
hondamente sentido? Diría que no, que el poeta se propone reflejar honradamente sus sentimientos y su
conducta. Mas para ello dispone de un limitado repertorio de figuras y actitudes, entre las cuales no se da
transición. Por ello la poesía echeverriana, a la vez que de figuras típicas, es estática (y lo más valioso que de
ella queda son cuadros y descripciones) o, mejor, es una sucesión discontinua de imágenes de duros
contornos tras de las cuales es preciso adivinar los rasgos huidizos de la realidad viva que representan.
Tales tipos e imágenes son, en su mayoría, los que prefirió el romanticismo. Mas del que lo sean no depende
el uso que de ellos hace el poeta. En el Discurso de introducción a una serie de conferencias vemos dibujarse
III
IDEAS SOBRE RELIGIÓN
Según Echeverría, uno de los puntos en que la nueva generación debía apartarse de los unitarios era el de la
religión, a la que éstos habían otorgado consideración muy escasa y trivial. Mas no eran ellos solos quienes
así procedían: “Las cuestiones religiosas generalmente interesan muy poco a nuestros pensadores, y cuanto
más les arrancan una sonrisa de ironía: error heredado por algunos de nuestros amigos.” Así se lamenta en la
Ojeada retrospectiva19, para concluir apostrofando a los “filósofos” descreídos: “A vosotros, filósofos, podrá
bastaros la filosofía, pero al pueblo, a nuestro pueblo, si le quitáis la religión ¿qué le dejáis? Apetitos
animales, pasiones sin freno”. Entre la queja inicial y esta pregunta no corre contradicción abierta; hay más
bien, o parece haber, un cambio brusco en el punto de mira. Pues la justificación utilitaria de la religión para el
pueblo, para la masa ignara incapaz de elevarse hasta las alturas filosóficas, no es incompatible con una
“sonrisa de ironía” frente a lo religioso, y prueba de ello es que la tuviesen por válida aquellos mismos cuya
actitud frívola es reprochada en el primer párrafo. Estos cambios en el punto de mira, este súbito ensancharse
o estrecharse del ámbito en que se mueve el pensador constituyen lo más característico de la actitud de
Echeverría frente a lo religioso.
Desde luego puede influir en ello la actitud en extremo cautelosa que quiere mantener frente a la que llama
“religión del pueblo”, es decir, la dominante. A ella se dirigen las más rendidas muestras de respeto exterior y
quizá la mayor resida en evitar cuidadosamente toda formulación explícita de una religiosidad desenvuelta al
margen, si no en contra, del catolicismo. Pero esto no basta para explicar por qué en las fugaces
consideraciones que sobre religión formula Echeverría no advertimos el trasunto de un pensamiento
sistemático que permanece oculto, y sí el de una íntima vacilación que se resuelve en un haz de
contradicciones.
¿A qué se debe ello? Las simpatías religiosas del ambiente romántico que conoció Echeverría eran ya cosa
bastante turbia. Motivos pragmáticos -la necesidad de fundar un orden más estable- se entremezclaban
curiosamente con razones más hondas. Pero también en ese plano priva su carácter de ordenadora y
pacificadora, ahora en el seno de la convulsionada conciencia romántica. Así la ve, por ejemplo, Thierry en un
instante decisivo de su existencia. Cuando el gran historiador, ciego y paralítico, se pone en busca de un
"puerto al que no lleva la razón", concluye por hallarlo en "la fe de sus padres". Mas aún en ese instante de
ansiosa nostalgia no logra una definitiva identificación con esa Iglesia en la que sin embargo pretende haber
El mismo poeta parece sorprenderse de lo que ha revelado en ese instante de involuntaria sinceridad y pasa
a arengarse a sí mismo con palabras tan rotundas como íntimamente turbadas:
Así la figura del hombre pasivamente resignado se identifica con la del moderno investigador-conquistador de
la naturaleza. Mas ese mismo conocimiento lleva implícita la redención:
Con lo que el progresismo oficial recobra su pleno dominio, y bajo su signo se recompone la unidad del
pensamiento del poeta, por un momento amenazada. Y en ninguno de los dos planos -el de la espontaneidad
o el de la adecuación al credo profesado en la lucha política- hay nada parecido a la religiosidad romántica.
Sin embargo Echeverría la conoció, y ella está implícita en ciertas figuras de sus poemas, mas ese
conocimiento en él es a menudo sumario, y siempre frío y distante.
Más cerca estuvo, sin duda, de los enfoques saintsimonianos, que dentro del ámbito romántico ocupan un
lugar peculiar. También parten ellos de una clarísima conciencia de la anarquía “profunda” en que vive
Europa, y también procuran hallar en la religión el fundamento para “una autoridad libremente aceptada”. Mas
ya no se verá en ella una suerte de defensa sentimental contra ciertas conclusiones letales que puede
alcanzar la razón (tal imagen llevaría el sello de las épocas críticas; en tales eras, en efecto, “il-y-a divergence
complète entre les sentiments, les raissonnements et les actes” 23. Por el contrario, las épocas orgánicas, y lo
específicamente religioso en ellas es el orden que las rige (“Dieu et l’ordre sont pour lui [el hombre] des
termes identiques”24), orden que ha de incluir a la humanidad entera y gobernará todas las actividades y
potencias de cada hombre. Todo en esas épocas se contrapone a las épocas críticas, cuyo rasgo
fundamental es el egoísmo. Con esa calificación ética no quiere aludirse tan sólo a la moral vigente, sino
también, con audaz transposición, a las fragmentarias formas de pensamiento en boga. (“Nous jeunes
philosophes ont même trouvé un mor qui peint merveilleusement cette anarchie intellectuelle; demandez leur
à quelle école ils appartiennent, ils répondront: Nous sommes de l’école éclectique” 25). Y tampoco la ciencia
se libra de esos reproches; ya en 1805 Saint Simon increpaba duramente a los investigadores científicos:
“Descartes avait monarchisée la science, Newton l’a republicanesée, il l’a anarchisée, vous êtes des savants
anarchistes”26. Por su parte, el artista, cuanto más talentoso sea, más fielmente reflejará la sociedad en que
vive, y el florecimiento de la sátira y la elegía marcan el predominio del espíritu egoísta en el campo de la
creación literaria.
La época orgánica anunciada por la escuela saintsimoniana sustituiría al egoísmo el espíritu de sacrificio, a la
ciencia empirista un dogma que dedujeses geométricamente sus contenidos de un número muy pequeño de
postulados, a la filosofía anárquica una concepción filosófica que debía abrazar todos los modos de actividad
humana y daría solución a todos los problemas individuales y sociales. Tal concepción filosófica es
propiamente una religión. Pero ella no se da separada del dogma, es el mismo dogma considerado como un
conjunto, no ya de conocimientos, sino de directivas para la acción. Una fuerte tendencia unificadora es lo
primero que se advierte aquí. ¿Racionalismo también? Desde luego, pero este rasgo antirromántico está aquí
elaborado románticamente, y a la postre negado. Pues el método de deducción geométrica no es aceptado
como bueno en sí, ni por su supuesto valor para alcanzar la verdad, sino en cuanto es trasunto en el campo
del pensamiento de una virtud de más amplio alcance, y ella es esa tendencia unificadora que se señaló
antes. Ya se ha visto como la crítica a la ciencia dominante se vierte en términos de analogía política (“ciencia
monárquica” que se contrapone a “ciencia anárquica”). Y así debe ser, puesto que esa crítica no pretende
apoyarse en exigencias estrictamente científicas, sino se apresura a señalar en el enfoque científico errado
un mero reflejo de una tendencia general del espíritu, de toda una estructura del pensamiento y de la
sociedad que urge reemplazar. Pero también en la que habrá de sustituirla formas de pensamiento y
estructura social serán interdependientes, y el dogma no sólo será tal por ciertas cualidades intrínsecas en su
enunciado, sino además porque tiene un órgano de creación estrictamente determinado dentro de la
sociedad: el dogma nace en los templos.
Racionalismo aceptado, entonces, indirectamente y como consecuencia implícita de una elección previa en
favor de un orden unitario. Por lo tanto, no habrá contradicción, sino sólo un cambio de enfoque, si el acento
se carga luego sobre la voluntad -y el previo racionalismo se disculpa como necesaria adaptación al espíritu
dominante- para concluir en el predominio del sentimiento. Ahí va aproximándose cada vez más la
22 Obras, cit., t. I, pág. 301.
23 Doctrine de Saint Simon, exposición de diversos discípulos luego de la muerte del maestro; París, 1829, pág. 19.
24 Doctrine, cit., pág. 250.
25 Doctrine, cit., pág. VII.
26 Doctrine, cit., pág. 8.
religiosidad santsimoniana a su fuente romántica, de la que la separa todavía un propósito más serio y directo
de contribuir a la construcción de una sociedad nueva.
Echeverría a la vez participa y se mantiene alejado de este conato de fundar una religiosidad renovada.
Participa en cuanto lo conoce, y toma de él más de un punto de vista, y por otra parte hay muy buenas
razones para dudar de la completa sinceridad de aquellas recusaciones formales que de él hace. Pero ese
mismo hacer suyos ciertos puntos de vista nos revela a la vez hasta qué punto se hallaba distante de ellos.
He aquí, en el Discurso de introducción a una serie de lecturas pronunciadas en el Salón Literario en
setiembre de 1837, la contraposición entre la crítica, destructiva, de la guerra de Independencia y el orden
sereno de la época orgánica que debe sustituirla:
“Dos épocas, pues, en nuestra vida social, igualmente gloriosas, igualmente necesarias: entusiasta, ruidosa,
guerrera, heroica la una, nos dio por resultado la independencia, o nuestra regeneración política; la otra
pacífica, laboriosa, reflexiva, que debe darnos por fruto la libertad. La primera podrá llamarse
desorganizadora, porque no es de la espada edificar, sino ganar batallas y gloria; la segunda organizadora,
porque está destinada a reparar los estragos, a curar las heridas y a echar el fundamento de nuestra
generación social”. Pero veamos cómo es esa época organizadora: “… no nos pide la patria una idolatría
ciega, sino un culto racional; no gritos de entusiasmo, sino la labor de nuestro entendimiento; porque el
entusiasmo y la veneración idólatra, si bien útiles y necesarios en las épocas heroicas para conmover y
electrizar los pechos, no lo son en aquellas en que debe reinar la fría y despreocupada reflexión” 27.
Cautela contra entusiasmo, “fría y despreocupada reflexión”, ¿es esta de veras una época orgánica? Las
ideas saintsimonianas, contaminadas en este caso con otras de Vico, han servido para expresar esto: que a
la guerra ha de seguir la paz, luego del entusiasmo bélico debe reinar una más reposada consideración de las
cosas. Pero esto, desde luego, no tiene ya nada que ver con el sentido que tenía en el saintsimonismo la
distinción entre épocas críticas y orgánicas. ¿No sintió, entonces, Echeverría esa necesidad de unidad y
orden que era el motor de la nueva religiosidad saintsimoniana? Ya veremos que sí, pero se verá también que
esa exigencia cobró en él un sentido distinto. Lo primero que advertimos es que no compromete sino al
pensador político, no al artista o a aquello que era ante todo Echeverría: el modelador de su propia existencia.
No parece haber buscado en la exigencia unitaria el camino para resolver otros problemas más ńtimos que
los del país dividido; para ninguna, por ejemplo, de esas angustias e incertidumbres de las cuales suele
confesarse prisionero en sus escritos literarios. En todo caso esa exhibición de un alma atormentada se halla
muy distante de los ideales artísticos saintsimonianos. El poeta Echeverría está orgulloso de su filiación
byroniana -y Byron y Goethe eran para el saintsimonismo los más distinguidos representantes de la nueva era
crítica, del mismo modo que Juvenal y Persio lo habían sido de la crisis del mundo antiguo (un juicio tan
agudo o, si se quiere, tan impertinente como pueden ser tales calificaciones sociológicas de hechos
estéticos). Lo que admira y quiere imitar en Byron es esa orgullosa conciencia de su soledad, premio y
castigo a la vez del peculiarísimo metal de que está hecha su alma. “Las almas de fuego no sienten como las
almas vulgares”, tal es el epígrafe que pone Echeverría a unas páginas de supuesta confesión íntima, y no sin
duda para incluirse entre las segundas. En esas mismas páginas lo vemos apartarse de esas almas vulgares,
del vulgo bullicioso que puebla la Alameda, para entregarse a la comunión con la “salvaje naturaleza”, con las
ondas “turbulentas y majestuosas” 28 del Plata, espejo de un alma que aspira ella también a una grandeza
violenta y sombría. Los saintsimonianos no hubieran podido, sin duda, ver sin desaprobación este soberbio
aislamiento, en el hallarían el sello del egoísmo. Para refutar a Comte no les fue preciso examinar sus
doctrinas; les bastó hacer saber que el pensador se complacía en llevar vida solitaria. Por lo tanto “il n’y a
pour lui que fiel et amertume. Por lui tout est creux, l’Univers est un vide inmense. l’orgueil dont il s’emplit
l’oppresse et l’étouffe”29. He aquí una vez más la interdependencia entre forma de vida y formas de
pensamiento que hacía de la comunidad saintsimoniana a la vez que un medio de propaganda y difusión de
la doctrina, el fin último de esa difusión; esa comunidad era, a la vez que iglesia militante, iglesia triunfante.
Pero si sólo aparece el enfoque saintimoniano en el pensador político y no en el poeta o en el hombre
preocupado -como lo era en alto grado Echeverría- de modelar su vida según ciertos cánones y normas
conscientemente escogidas, en el político él conserva paradójicamente su rasgo dominante: es ante todo
27 Dogma, cit., pág. 263.
28 Así en las Cartas a un amigo, en Obras, cit. t. V, págs. 43-44.
29 En Le Globe del 13 de enero de 1833. Citado por Sébastien Charlety: Histoire du Saintsimonisme, 2° ed. París,
1937, pág. 115.
exigencia de unidad. Más esa exigencia no surgirá ya de lo más hondo del alma del pensador -de lo contrario
estaría siempre presente, en todos sus actos y creaciones-; no es sino un dato más, que éste ha hecho suyo
durante su periodo de aprendizaje, y de cuya legitimidad como exigencia fundamental no está él mismo muy
seguro.
Lo que no es impedimento, sino más bien motivo para que la reitere a cada paso con renovado énfasis. Tal
unidad viene dada desde luego por el fin único a que habrán de encaminarse todas las actividades humanas:
"política, filosofía, religión, arte, ciencia, industria, todo... deberá encaminarse a fundar el Imperio de la
democracia"30. Pero no sólo por el fin. Esa unidad implica a la vez riesgos comunes, un cierto eslabonamiento
en las concepciones que presiden este actuar dirigido concertadamente a una finalidad única: "Entendemos
por creencia -dice Echeverría, explicando qué es esa fundación de creencias que cree necesaria- no, como
muchos, la religión únicamente, sino cierto número de verdades religiosas, morales, filosóficas, políticas,
enlazadas entre sí como eslabones primitivos de un sistema y que tengan para la conciencia individual o
social la evidencia inconcusa del axioma y del dogma"31. Y en otro texto observa: “Hay, si se quiere, [en
nuestra sociedad] muchas ideas, pero no un sistema de doctrinas políticas, filosóficas, artísticas, no una
verdadera ciencia; porque la ciencia no consiste en almacenar muchas ideas, sino en que éstas sean sanas y
sistemadas, y constituyan, por decirlo así, un dogma religioso para el que la profesa” 32.
Por dos veces -y no son ciertamente las únicas- al referirse a la unidad de doctrina ha aparecido en el
trasfondo la religión. He aquí sin duda un rasgo saintsimoniano. Mas esa aproximación a la doctrina francesa
pone al mismo tiempo en claro la distancia que irremediablemente separa de ella a nuestro pensador. Lo que
en ella era llevar el acento a las relaciones que existen entre formas de pensar y formas de vida -entre un
pensar religioso, jerarquizado entorno de unas pocas premisas, y una sociedad religiosa, vale decir
desconocedora del egoísmo y organizada según una libre jerarquía- se halla aquí transpuesto a otro plano; no
hay ya tal vinculación, sino tan sólo un ligar estructura dogmática y fe, en el que persiste el racionalismo
originario, desglosado de un sistema en el que allá va su justificación. La justificación está ahora
precisamente en este ligamen entre la fuerte estructura unitaria que se exige para la Creencia y su capacidad
de promover una fe que sea estímulo para la acción.
Esto está aquí vinculado con una imagen causal de las vicisitudes sociales; el pensamiento que se hace
acción es una causa más, y en cuanto nos fijemos como finalidad uno de sus posibles efectos esa causa será
a la vez un medio, un instrumento que será valioso en cuanto nos aproxime al fin buscado. Para los
saintsimonianos esta actitud había de ser inconcebible; para ellos, en efecto, la unidad dogmática no es
valiosa porque pueda ayudar a construir una sociedad jerarquizada, sino en cuanto ella misma encierra esas
virtudes que hacen deseable el establecimiento de un orden social jerárquico. Pensamiento, acción y
sociedad no aparecen vinculados causalmente, sino como partes de una única estructura, de una totalidad
"orgánica".
Tan interesante como este involuntario distanciamiento de las ideas francesas es aquí otro, que no carece de
vinculación con el anterior. Esta unidad, que ha sido preciso fundamentar de manera distinta, ha cambiado a
la vez de sentido. Si entre los saintsimonianos lo religioso no designaba un dado credo de contenido
sobrenatural, si en verdad no quería sugerir contenido alguno, sino una pura forma, tanto de pensamiento
como de vida, y por ello la religión se asimilaba a la concepción filosófica que, organizada jerárquicamente en
torno de unos pocos principios, llegaba a gobernar todas las actividades humanas, regidas según un orden
unitario (y en este sentido debe entenderse la objeción a la ley de los tres estadios de Comte, a saber, que
también el estadio científico era religioso, sólo que lo era de otro modo) en Echeverría no hay ya asimilación
entre religión y dogma, es decir, lo religioso no es aquí todo el dogma en cuanto todo él encierra estas
cualidades. Es preciso entonces delimitar y justificar una esfera propia de lo religioso, que sólo podrá quedar
caracterizada por su contenido. Se plantean así para Echeverría con carácter necesario ciertos problemas
que no lo tenían tal para los franceses (y no se quiere decir con esto que ellos dejasen de plantearlos),
“Política, filosofía, industria, religión, arte, ciencia, todo...” deberá encaminarse a la democracia. ¿Hay, pues,
una religión en el Dogma? Digamos mejor que hay en él, o debe haber, ciertos principios directores válidos
también para la religión. “La filosofía -se lee en el párrafo titulado Emancipación de espíritu americano-
IV
EL PENSAMIENTO DE ECHEVERRÍA
LA EXIGENCIA UNITARIA
La exigencia unitaria le llega a Echeverría como herencia saintsimoniana, pero sólo comprenderemos lo que
en nuestro pensador significa si, dejando de lado la experiencia que le dio origen, examinamos aquella que
movió a Echeverría a hacerla suya y conservarla como piedra fundamental de la deseada regeneración. Esa
exigencia, vista desde su origen europeo, se nos aparecía como enigmática, había perdido su justificación
originaria y las que ahora la apoyaban eran muy poco pertinentes, del todo ajenas a su primitivo sentido. Es
precisamente ese sentido el que ha cambiado junto con aquellas justificaciones, y la nueva significación que
le permite conservar su papel predominante está vinculada con los propósitos más firmes que llevó
Echeverría a la vida política.
Echeverría, ya se ha visto, se pone en el lugar del partido unitario: la ruina de la nación se identifica para él
con el fracaso de ese partido. Pero esa identificación no era de ninguna manera cosa tan evidente como él
parecía creer, no era un dato que la realidad proporcionaba; era ya una peculiar manera de interpretar esa
realidad.
En el examen de la realidad nacional lo primero que quiere observar Echeverría es el papel del grupo
dirigente. Lo primero y aun lo único, pues el interés por lo demás, por ese mundo misterioso capaz de ofrecer
las más inesperadas y devastadoras reacciones, no se da sino subordinado al estudio de la actitud que frente
a él supo asumir el grupo dirigente unitario. Si ese grupo era lo único de veras activo que guardaba en sí la
nación, si todo lo demás no se definía sino por relación con él, altísima era con ello su dignidad, enorme a la
vez su responsabilidad; era en rigor responsable único del destino nacional, pues todo lo que ocurría en el
país era acción suya o reacción a esa acción; una reacción que era siempre posible, y por lo mismo
estrictamente obligatorio, prever. Antes de rechazar por injusta esa crítica del partido unitario, con su no
fundada inculpación por todo lo que ocurrió en el país, debe notarse que tal crítica no era sino preparación
para una empresa análoga; esa atribución de una responsabilidad indivisa al grupo unitario es a la vez la
aceptación plena de esa responsabilidad por quienes vienen a ocupar su sitio. Más que una intemperancia
polémica -que desde luego también la hay- debe verse en esas acusaciones airadas, y a veces disparatadas,
contra la filosofía corruptora, contra el ateo materialismo unitario, una consecuencia obligada de una visión
del mundo presidida por la acción de unos grupos directores que a su vez se han reunido bajo el signo de un
determinado sistema de creencias.
Como grupo dirigente, el unitario ha fracasado. Es urgente, entonces, averiguar cómo ha ocurrido eso; sus
errores servirán de enseñanza a quienes se disponen a emprender la misma aventura. Ha fracasado -ya se
sabe- porque no conoció una creencia unitaria. No ocurre tan sólo que las creencias de ese partido no diesen
el lugar debido a la generosa renuncia a todo egoísmo, no tan sólo que sometieran a todo impulso unitario
superador de ese egoísmo a un examen que partiendo de supuestos que negaban la posibilidad de ese
impulso, llegaba a la conclusión de que ese impulso efectivamente no existía, que la supuesta generosidad no
era sino el más hábil de los disfraces que pudiese tomar el egoísmo. No faltan en Echeverría acusaciones de
ese tipo; sensualismo, utilitarismo, egoísmo son términos que se dirigen como injurias contra la facción caída,
según modelos europeos no difíciles de determinar. Así, por ejemplo, la profesión, de fe de Avellaneda:
Acusaciones, como notaba ya Gutiérrez, un tanto absurdas. Pero esa falta de una creencia unitaria tiene
también para Echeverría un sentido mucho más evidente: faltó a los unitarios, y en general al grupo dirigente
argentino, una concordia fundamental en torno de algunas premisas de todos aceptadas. Y si antes se
usaban contra los unitarios ciertos expedientes de la polémica ecléctica contra el sensualismo, ahora se
seguirán las directivas de la polémica que desde distintos orígenes se movía al eclecticismo. Sólo que
tampoco los elementos que ella proporciona son del todo adecuados; no puede acusarse al grupo dirigente
argentino de haber intentado conciliar superficialmente ideologías irreductibles: ha sido por el contrario
secuaz intransigente -pero no firme ni constante- de las ideas que iba imponiendo sucesivamente la moda;
sucesiva y aun simultáneamente, pues (y es esta la más turbadora de las experiencias que tuvo Echeverría
con la cultura europea) no daba ella una respuesta única a las urgentes inquisiciones que se le planteaban, y
la pretensión de poseer la verdad, generosamente distribuida entre los sostenedores de ideas opuestas, no
LA TRADICIÓN PROGRESIVA
No un motivo solo, un complejo entrelazarse de ellos es lo que llevó a Echeverría a plantearse como uno de
los problemas centrales de su pensamiento político el de la tradición.
Desde luego, el tema se hallaba vivo y presente en el instante de la cultura europea que conoció Echeverría.
Y en el panorama de su propio país no era difícil discernir la presencia de elementos muy próximos a los que
llevaron este tema al primer plano de la atención en Europa. Aquí también se daba por parte de los más un
insospechado apego por las antiguas formas de vida, que no tenía ni buscaba justificación racional alguna, y
parecía apoyarse tan sólo en que esas formas eran las viejas y queridas, en que parecía inimaginable
desenvolverse al margen de ellas; en suma: en que eran, las tradicionales.
Mas hay todavía otra razón para ese interés de Echeverría por lo tradicional, y debemos buscarla en las
relaciones que intenta establecer entre la Nueva Generación y el ciclo revolucionario de Mayo. Echeverría -es
bien sabido- reprocha a los unitarios su infidelidad a la tradición de Mayo. Ahora bien, tales hombres, al
contrario de los que formaban la generación del 37, habían participado en la revolución, y sin duda no
hallaban ningún hiato entre sus tendencias de entonces y las que ahora los movían. Por ello las críticas de
Echeverría habrían de parecerles injustas. Sin embargo no carecían ellas de fundamento. Mayo era -para la
Nueva Generación y no para los unitarios- un hecho tradicional, porque ella, y no sus predecesores en la
lucha política, era capaz de ver que el ciclo revolucionario estaba cerrado, que todo él pertenecía ya al
pretérito, y que el ser fieles a su espíritu no podría ya limitarse a mantener ciegamente los ideales que él
había defendido, de modo que esa fidelidad planteaba a su vez un problema que era preciso aclarar. Pero
aclarar el problema de la fidelidad a un pasado que se sabe tal, y que por lo tanto va acompañada de una
cierta independencia frente a él, importaba delimitar una imagen de lo tradicional muy rica en posibilidades,
entre ellas de una visión propiamente histórica del pasado argentino. Todo eso, y señaladamente esto
último, se queda en Echeverría en mera posibilidad, lo que debe achacarse a un especial sesgo de su
pensamiento: suele partir de una visión ingenua en la que lo decisivo en cuanto a la validez de las ideas es,
románticamente, la concreta circunstancia en que ellas brotan. Mas para las que formarán el sistema así
construido aspirará a una validez absoluta, desvinculada de la circunstancia histórica que las ha visto surgir. Y
con ello la imagen de lo tradicional ha de sufrir muy importantes limitaciones.
No sólo esa tendencia predominante en todo su pensamiento lo impulsa en este segundo sentido; le es
preciso además armonizar las dos imágenes de lo tradicional que hemos señalado: una que ve en la tradición
lo "eternamente pretérito", una fuerza sin rostro que se opone a los afanes iluminados (y, como se ha visto,
estos giros de la Ilustración no son impropios al referirnos a Echeverría), y otra que afirma la necesidad de
sostener algunos ideales tradicionales. Quizá ambas hubiesen sido conciliables en una visión histórica y no
estática de lo tradicional. Pero otro es el camino que toma Echeverría. Introduce un tercer factor, que
justificará racionalmente esta duplicidad de imágenes de lo tradicional, y hará por lo tanto innecesario todo
intento de reducirlas a unidad. Se trata de la fe en el progreso.
¿Fe en el progreso? Más bien deberíamos hablar quizá de fe en lo progresista. Pero en el sistema ya
concluso, en el Dogma o en los confusos versos de intención filosófica del Avellaneda lo que prima es la lucha
de dos principios, el progresista y el retrógrado, que se disputan el dominio del mundo. Mas ¿qué es lo
progresista y qué es el progreso? Para lo uno y lo otro no da Echeverría respuesta demasiado precisa.
Progreso no es sino el desenvolvimiento de lo que trae consigo de benéfico la tradición. Con ello se legitima
la doble visión de lo tradicional, mas al mismo tiempo se la carga de intención valorativa: una tradición
retrógrada, que se identifica con el mal; otra progresiva, que es tal en cuanto es "benéfica". Y a la vez se
impone una -visión estática de la tradición y progreso, puesto que la lucha entre ambos principios que se da
en el curso de la historia no es sino el trasunto de un conflicto previo, planteado en el seno de lo tradicional, y
por ello el progreso no es sino el "desenvolverse" de algunos, elementos ya existentes en la tradición.
Tradición que ha pasado a abarcar ambos principios, mas por ello mismo ya no desempeñará papel alguno
autónomo en el sistema de Echeverría, puesto que en cuanto "benéfica" se identifica con el progreso, y como
retrógrada constituye un principio autónomo, maligno, que sólo puede definirse como negación del opuesto y
resultará así aun más impreciso que éste.
Veamos cómo se construye esta antítesis. Lo progresista se caracteriza, para Echeverría, por desarrollarse
en torno a una idea o a un sistema de ideas. Mas no conviene equivocarse: en Echeverría, como en toda la
generación del 37, no se da en la imagen de la idea el amor a lo concreto propio del romanticismo. A lo sumo
alcanzarán las ideas una ambigua personificación alegórica como doncellas trashumantes. Así en Alberdi:
"Las ideas son unas vírgenes que, como las estrellas, están destinadas a viajar eternamente". Y esta imagen
un poco grotesca reaparece en uno de los últimos escritos de Echeverría: "Las ideas de la Francia
Republicana, en su viaje de circunvalación por el mundo, han de tocar necesariamente en América" 57.
En torno a estas ideas se constituye una creencia, un credo. La misma palabra "creencia" nos está ya
revelando la doble naturaleza de ésta; se trata de un sistema de ideas lógicamente trabadas entre sí, y del
que sean veraces depende el éxito del movimiento que habrá de surgir de ellas ("¿Qué es un hecho político
funesto? -se pregunta Echeverría-. El resultado de una idea errónea. ¿Qué es otro, fecundo en bienes? El de
"[...] en el corredor
del caserío, sentado
en el gran sillón vetusto
de gusto anterior a Mayo".
Y una nota explicativa se encarga de poner en claro la intención didáctica de esta alusión: "En Mayo de 1810
se inauguró en el Plata la revolución de la Independencia. Antes de esa época muebles, trajes, modas, todo
era de gusto severamente español; después de ella el comercio libre trajo al país objetos labrados al gusto de
los pueblos europeos..." 59. Mayo es un cambio en la política, un cambio en el comercio, un cambio en las
costumbres, pero es todo eso porque es algo más: nada menos que la entrada en la historia de esta parte del
continente; "en Mayo el pueblo argentino empezó a existir como pueblo. Su condición de ser experimentó
entonces una transformación repentina. Como esclavo, estaba fuera de la ley del progreso, como libre entró
rehabilitado en ella..." 60. Lo que ocurría antes de esa fecha no alcanzaba dignidad de historia, era tan sólo esa
mecánica actividad que Echeverría llama la rutina, desprovista de todo sentido y en el fondo inerte.
Mas ¿cuál es el sentido de esa mutación? Ella, lo sabemos, introduce en la senda del progreso, pero
Echeverría no da dirección determinada a ese progreso. Hacia una mayor unidad, dicen los saintsimonianos,
y algo análogo afirma Alberdi; pero esa unidad que en los franceses implicaba "una común acción de gracias
hacia la fuente de la cual recibimos la vida, hacia el Amor" 61, en el argentino se halla transpuesta a otra clave;
se trata aquí de una nivelación de toda la humanidad, de una mayor aproximación entre los pueblos, "merced
a la perfectibilidad indefinida de nuestra naturaleza" 62, merced también a los medios que él progreso
proporciona. Echeverría va más allá y llega a identificar el progreso con la conquista del bienestar, pero bien
pronto se echa de ver que también esto tiene un sentido ambiguo entre el mero bienestar material y el "vivir
conforme a la ley de su ser", según reza la fórmula que toma de la Joven Europa. De todas maneras, aunque
no haya logrado determinarse su dirección, la fuerza progresista no puede confundirse con su contrincante
retrógrada: no se trata de dos estructuras idénticas pero de sentido opuesto. Si, así ocurriese no sería ya
posible distinguir válidamente dentro de las premisas del sistema cuál es la "benéfica" y progresiva.
Pero no ocurre así. Si la creencia progresiva es una estructura de ideas que de pronto se inserta en el flujo de
los hechos, para constituir una fuerza que habrá de centrarse en esas ideas, la característica de lo retrógrado
es carecer de todo centro, no ser referible a sistema alguno de ideas, y reducirse a una mera actividad ciega
que, privada de fin y de sentido, no es en el fondo sino pasividad, resistencia pasiva frente a la nueva
ordenación que las ideas revolucionarias están imponiendo. Por eso es particularmente feliz la vieja imagen
que a menudo emplea Echeverría, la que contrapone la luz a las tinieblas. Al haz de rayos agrupados en torno
de una fuente común se opone la oscuridad sin centro y sin forma que, herida por la luz, es incapaz de
58 En “Sentido filosófico de la Revolución de febrero en Francia”, en Dogma, cit., págs. 444-445.
59 Obras, cit. t. I, págs. 196.
60 Dogma, cit., pág. 85.
61 Doctrina, cit., pág. 76.
62 Ver el Fragmento Preliminar al estudio del derecho, reedición fascimilar, Buenos Aires, 1942, pag. 313.
combatirla activamente, pero halla su fuerza en su propia infinitud, de manera que ninguna derrota habrá de
lograr su total extinción.
Esa diferencia de estructura entre lo progresista y lo retrógrado es la que hace que en El Matadero el único
personaje pintado en forma poco convincente sea la joven víctima. Mientras los demás, representantes de la
fuerza retrógrada, no representan en el fondo sino a sí mismos, a sus propios instintos y oscuras tendencias,
y por ello se mueven y actúan libremente, el asesinado es a la vez representante y símbolo del progreso, su
actividad debe ser el trasunto de un muy determinado sistema de ideas, y por eso mismo aparece falsa y
trabada. Y cuando Echeverría -movido por su curiosa creencia de que también el arte debe ocuparse de lo
general, construye en el Avellaneda, figuras típicas de representantes de lo retrógrado, y teme haber dotado a
esa fuerza de un centro y símbolo en Rosas, se apresura a agregar que
Es decir que no ahorrará a lo retrógrado el análisis disociador que no quiere emprender frente a lo
progresista.
He aquí el mundo escindido hasta sus raíces íntimas en dos fuerzas opuestas, y desde el instante
revolucionario se trabará entre ambas una lucha que sólo puede concluir por la "aniquilación del espíritu de
las tinieblas". Pero no será esa lucha la sola tarea que debe emprender lo progresivo. La creencia que se
encarna en la revolución es aún un conjunto de ideas muy genéricas y esquemáticas, y será preciso
desarrollarla hasta que encierre en una muy apretada red todas las actividades humanas. ¿Cómo se logra
ello? No desde luego por transformación, alguna del sistema primitivo, que permanece inmutable. Pero al
presentarse un hecho nuevo, no previsto en el sistema de ideas revolucionarias, se buscará de entre éstas
alguna muy general, que pueda ser válida aun en este caso determinado. De la conjugación entre esta norma
generalísima y el caso concreto surge una regla de conducta inequívoca, que permite reaccionar sin titubeos
frente al hecho nuevo e imprevisto, sin que haya sido necesario apartarse del credo revolucionario original.
Así procederá Echeverría frente al hecho nuevo de la intervención francesa en el Plata. ¿Debe la Nueva
Generación apoyarla? Sí, responde Echeverría, porque "Mayo echó por tierra la barrera que nos separaba de
la comunión de los pueblos cultos" 64. El sistema de ideas que Mayo trajo consigo no contenía, por supuesto,
una respuesta directa a este trágico dilema, pero el pensador creyó posible deducirla de la actitud
genéricamente abierta frente a todo lo extraño y el apartamiento del cerrado orbe hispánico que la revolución
significaba. No interesa aquí averiguar si la deducción es legítima, si la solución a que se llega estaba
efectivamente en las premisas, sino poner en claro el procedimiento mediante el cual se justifica una dada
actitud refiriéndola al sistema de amplios y vagos principios que en un primer momento han constituido la
constelación de ideas revolucionarias.
Así va creciendo la mole del credo revolucionario, por el agregado de nuevos corolarios que -notémoslo bien-
no aportan en verdad nada nuevo a las premisas primitivas. Es un proceso sin vitalidad alguna, en el que no
se da propiamente creación. El instante creador fue aquel en el cual la ligera estructura ideal de la primitiva
creencia revolucionaria surgió en la mente de un pensador para encarnarse luego en el hecho revolucionario.
Si antes de la irrupción de las ideas revolucionarias no hay en rigor historia, tampoco la hay luego, en esa
lucha de resultado seguro entre lo progresista y lo retrógrado, que Echeverría llega a identificar con la "guerra
fatal y necesaria, entre la causa del bien y su contraria" 65, o en el crecimiento mecánico del nuevo credo.
Echeverría construye así una historia que se reduce a un solo instante misterioso: aquel en que surge la
creencia revolucionaria. Mas ese instante -que en la Argentina es Mayo- es a la vez un momento como otros
en el curso de los hechos que realmente han ocurrido, y ese mismo carácter de punto de tangencia entre el
flujo de los hechos sin importancia y la historia que realmente interesa lo condena inexorablemente a quedar
a oscuras. Porque determinarlo de cualquier manera implicaría poner en primer plano el aspecto subalterno
de este instante de doble raíz: su concreta inserción en el curso de los hechos, sus vinculaciones con los que
le anteceden y le siguen. Pero lo que importa es que no se pierda de vista que ese instante es de "cambio
absoluto", y como tal trasciende toda posible determinación. He aquí quizá la razón más honda por la cual
63 Obras, cit. t. I, págs. 336.
64 Dogma, cit., pág. 103.
65 Obras, cit. t. I, págs. 334.
Echeverría -como ya se ha advertido- no quiso someter a un análisis disgregador el hecho revolucionario, y
prefirió aceptarlo sin examen, para que fuera la piedra básica de todo su sistema.
La primitiva constelación de ideas es, como se ha visto, sustancialmente inmutable. Y si los hechos lo niegan
con excesiva estridencia hay un medio, para explicar esta contradicción. Por ejemplo, si los Hombres de
Mayo proclamaron la soberanía del pueblo y no, como hubiese preferido Echeverría, según una fórmula que
recoge de pensadores de la Restauración francesa, la de la razón del pueblo, ello no fue "extravío de
ignorancia, sino necesidad de los tiempos" 66. El postular una necesaria y sabia hipocresía de los hombres que
viven ya en el futuro, frente a una época incapaz de recibir la verdad desnuda es, y esto es bien sabido, un
carácter típico de la visión histórica ilustrada. Pero esta explicación tiene un sentido más amplio que el de un
mero resabio iluminista: es la manera más sencilla y directa de conciliar la creencia en un sistema de
verdades inmutables con un interés nuevo y prepotente por un pasado que no parece muy abierto a tales
verdades; interés difícilmente justificable si se pretende ver en ese pasado tan sólo un entretejerse de
necedades y desvaríos.
A la vez que inmutable, la constelación de ideas revolucionarias es única. Es posible que en el curso de la
historia haya sufrido deformaciones o mutilaciones caprichosas, pero sus verdades permanecen rigiendo
idealmente fuera de ese curso, a la espera de ser captadas en su auténtico sentido. Algo de eso se trasunta
en la comparación que traza Echeverría entre su Creencia y el Cristianismo. Echeverría no es, por supuesto,
el único pensador que halaga su propia vanidad calificando a su sistema de "nuevo cristianismo". Y lo que en
él queda en alusión discreta, en algún correligionario entusiasta (por ejemplo, Quiroga Rosas) será abierto
paralelo entre la misión de la Nueva Generación y la de los Apóstoles. Pero ocurre aquí algo muy significativo.
Mientras los saintsimonianos, por ejemplo, de quienes tomó quizá Echeverría esta inmodesta costumbre,
quieren significar con este paralelo que la doctrina que ellos sustentan será el núcleo en torno del cual habrá
de centrarse la nueva era orgánica, tal como en la Edad Media ella se había construido en torno del
cristianismo, y se apresuran por otra parte a señalar las diferencias entre una y otra fe (de las que
naturalmente deducen la superioridad de la nueva), Echeverría no puede aceptar que dos sistemas
dogmáticos se hayan sucedido en el tiempo, sin que sea posible reducir el uno a deformación del otro. Por
ello, podrá decir en el Avellaneda:
He aquí, al parecer, una alusión a toda la historia espiritual del Occidente a partir del cristianismo, y ella está
descripta en términos de aproximación, alejamiento y nueva aproximación a una verdad que en todo el
proceso ha permanecido inmutable, y a lo sumo ha logrado ser "mejor interpretada y comprendida".
Esta paulatina iluminación del mundo por las ideas, que aquí acaba de verse, requiere a la vez una muy
determinada imagen de la realidad. Pero tal imagen -que en efecto se da en Echeverría- aparece también ella
enmascarada por otras opuestas, que Echeverría no llegó a rechazar. Quizá uno de los puntos en que la
tradición romántica casaba más difícilmente con esa imagen de la realidad fuese el del municipio. Y
En el examen que hace Echeverría de la realidad argentina, con la que será preciso en adelante contar para
todo conato de regeneración nacional, halla un elemento que ocupa en ella un lugar peculiar. Nacido de la
colonia, no vale para él el sumario juicio que condena a todo ese régimen, porque es anuncio en esa era
tenebrosa de la revolución futura, a la que sin embargo deberá su extinción. Ese elemento es el municipio.
Desde que la generación del 37 llamó la atención sobre él no ha sido infrecuente que se lo tomara como
piedra fundamental para una Argentina renovada y muy curiosamente, esa su permanencia en el primer plano
de la especulación política ha coincidido con una muy escasa gravitación en el campo de la política efectiva.
Desde su aparición van unidos en el interés por el municipio la preocupación por el futuro con el examen del
pasado. Ello puede significar, en el mejor de los casos, que se viese en el pasado, como lo vio Echeverría,
aquello que plasma, o por lo menos revela, el "modo de ser" argentino. Pero puede significar también la
construcción y utilización de una dada imagen del pasado como argumento en favor de una línea política
previamente establecida. Esto ha ocurrido también, desde luego en el caso del municipio; y algún debate
supuestamente histórico sobre el papel del cabildo colonial no es sino discusión política sobre el papel que
debe tener la comuna en la Argentina republicana. Pero aquí ha desaparecido ya todo interés autónomo por
el pasado, y el hecho deja por lo tanto de interesarnos. Interesa, sí, advertir cómo quienes quisieron
honradamente averiguar cómo era ese modo de ser debieron a la vez estudiar el papel de la comuna en
nuestra vida colonial y en la transición hacia la independencia. No se quiere aquí juzgar si quienes
emprendían tal investigación llevaban ya, sin saberlo, una muy determinada solución para ella, ni es preciso
señalar -porque se lo ha hecho ya hasta la saciedad, y a veces en forma harto simplista- lo que pudo haber
de falaz o de incompleto en la imagen del sentimiento liberal vago pero potente que animaba a nuestros
cabildos en su tenaz lucha por sus fueros. Pero véase cómo este interés por el municipio, nacido de nuestra
generación romántica, logra arraigar en el pensamiento nacional y perdurar en él por un tiempo insólitamente
prolongado. Eso se debe a que fue recibiendo a lo largo de su vigencia estímulos muy diversos, y él mismo
fue variando junto con esos estímulos. Los modelos de vida municipal se desplazan a través de los
continentes, y el ideal se colora según las cambiantes preferencias del tiempo, pero conservará siempre -aun
cuando queme los viejos ídolos, y no aspire ya a señalar rumbos, sino a dar una descripción neutra de una
realidad que proclama análoga a la que estudian las ciencias naturales-, conservará siempre el sello de su
origen romántico. Porque romántica era en efecto la fuente de que tomó Echeverría, junto con su generación,
el interés por la comuna. Y romántico es el propósito polémico con que recuerda las inmerecidas desgracias
de esa víctima del centralismo unitario.
En su origen pudo tener esta exaltación de la comuna el sentido de una glorificación del tercer estado, que
mantuvo en tiempos bárbaros el rescoldo de la civilización romana. Pero esa glorificación había tomado ya un
derrotero particular: era a la vez búsqueda de los orígenes, era la pretensión ingenua y obstinada de captar
una tendencia en su pureza primitiva a la vez que en su plena vitalidad, o, mejor, de alcanzar en su desnudez
originaria una energía creadora de unas formas en las que sin duda ha de manifestarse, pero va
enmascarada. Por ello es preciso buscarla en su origen, en la imagen mítica de una edad de oro no de
quietud, sino dominada por la pura creación, por una serena actividad no perturbada. He aquí un primer
aspecto del interés por el municipio.
Pero no sólo se daba esa búsqueda reverente de los orígenes de la libertad moderna. En la necesidad de
resolver el conflicto entre autoridad e individuo también podía hallarse en el municipio una respuesta peculiar.
No se quiere ya ver frente a frente al estado unitario, creación desprovista de toda sustancia histórica, y un
genérico individuo, también él formal y abstracto. La imagen de un estado formado por una libre federación de
municipios no implica crear un grado más en la escala de términos contrapuestos, es la pretensión de acabar
con toda contraposición mediante una imagen más rica y concreta del individuo y del estado; del individuo,
sumergido en una comunidad dentro de la cual alcanza pleno sentido su personalidad propia, conformada
por ella a la vez que en contra de ella; del estado no ya visto como una voluntad formal, sino como creación
de esos individuos agrupados en unas comunidades a cuya adhesión constantemente renovada debe su
existencia.
Imagen de un mundo en discorde concordia, que no estaba ausente del pensamiento de Echeverría. A ella
alude quizá al escribir a Urquiza que "tomando como principio de nuestra doctrina el pensamiento de Mayo,
queremos la verdadera Federación, porque queremos la democracia, que no es otra cosa que la organización
federativa de la Provincia y de la República... queremos para asegurar el goce de esas garantías sociales, la
organización del Sistema Municipal en cada distrito, en cada villa, en cada Departamento de Provincia, y V. E.
no debe ignorar que el sistema municipal es el fundamento necesario de toda federación bien consolidada y
cimentada"68. En esta carta hay una ambigüedad querida, y el término mismo de federación está destinado a
introducir ocultamente una exigencia nueva, identificándola con las creencias más queridas de aquellos a
quienes se revela así a medias. Es la inocente insidia del misionero, y quizá a Echeverría, que gustaba de
comparar a su grupo con el de los Apóstoles, no le desagradaría el recuerdo de las palabras de San Pablo
sobre un Dios desconocido. Pero tampoco es ilícito justificar de otro modo esta supuesta ocultación: ¿acaso
la doctrina antigua a la que se asimila la nueva no es ya un reflejo anticipado, una prefiguración imperfecta de
ésta? Pero en el caso de Echeverría esta ambigüedad, consejo de la prudencia, tenía además otro
significado, era trasunto de un ideario renovador que debía satisfacer a la vez a exigencias opuestas.
Había en primer lugar -ya se ha dicho- una defensa de la institución municipal, cuna de nuestras libertades,
ahogada por el pedantesco iluminismo unitario. Ella está vinculada con la imagen romántica de la vida
municipal, de esa libertad y unidad concretas, y por lo tanto infinitamente más valiosas que las meramente
formales garantizadas por el estado unitario.
"Concebíamos [...] la necesidad [...] de constituir con este fin en cada partido un centro de acción
administrativa y gubernativa que, eslabonándose a los demás, imprimiese vida potente y uniforme a la
asociación nacional, gobernada por un poder central.
Se ve, pues, que caminábamos a la unidad, pero por diversa senda que los federales y unitarios. No a la
unidad de forma del unitarismo, ni a la despótica del federalismo, sino a la unidad intrínseca, animada, que
proviene de la concentración y acción de las capacidades físicas y morales de todos los miembros de la
asociación política"69.
Unidad "intrínseca, animada". Se alude aquí a una imagen muy determinada de la vida argentina, centrada en
la espontánea y milagrosamente acorde actividad de los municipios. Porque el organizar a la nación en
comunas no significaba tan sólo una senda distinta en la marcha hacia la unidad; implicaba a la vez la
adopción de una determinada unidad; la organización municipal era un medio y a la vez un fin. Pero este ideal
que diríamos de democracia orgánica, si esta conjunción de palabras no evocase cosas muy turbias que
desde luego nada tienen que ver con el pensamiento de Echeverría, chocaba con otras inclinaciones y
tendencias del pensador. Y en las cartas a De Angelis vemos cómo se proclama con vehemencia aun mayor
la importancia del municipio, pero a la vez se trueca su sentido:
"Ahora bien, si en vista de lo expuesto me preguntasen: ¿Quiere usted para su país un Congreso y una
Constitución? Contestaría: No. Y ¿qué quiere usted? Quiero, replicaría, aceptar los hechos consumados,
existentes en la República Argentina, los que nos ha legado la historia y la tradición revolucionaria. Quiero
ante todo reconocer el hecho dominador, indestructible, radicado en nuestra sociedad, anterior a la revolución
de Mayo y robustecido y legitimado por ella, de la existencia del espíritu de localidad; y que todos los patriotas
se apliquen a encontrar el medio de hacerle olvidar sus resabios y preocupaciones disolventes, de iluminarlo
para la vida social. ¿Cómo se conseguirá ese fin? Por medio de la organización del poder municipal en cada
distrito, en cada provincia y en toda la República. Quiero que a ese núcleo primitivo de asociación municipal,
a esa pequeña patria, se incorporen todas esas individualidades nómadas que vagan por nuestros campos;
que dejen la lanza, abran allí su corazón a los afectos simpáticos y sociales y se despojen poco a poco de su
selvática rudeza. El distrito municipal será la escuela donde el pueblo aprenda a conocer sus intereses y sus
derechos, donde adquiera costumbres cívicas y sociales, donde se eduque paulatinamente para el gobierno
de sí mismo o la democracia, bajo el ojo vigilante de los patriotas ilustrados; en él se derramarán los
gérmenes del orden, de la paz, de la libertad, del trabajo común encaminado al bienestar común; se
68 Publicada por Alberto Palcos en “Echeverría y la democracia argentina”, Buenos Aires, 1941, pág. 203.
69 Dogma, cit., pág. 88.
cimentará la educación de la niñez, se difundirá el espíritu de asociación, se desarrollarán los sentimientos de
patria y se echarán los únicos indestructibles fundamentos de la organización futura de la República.
¿Cuándo, preguntaréis, tendrá la Sociedad Argentina una Constitución? Al cabo de veinticinco, de cincuenta
años de vida municipal, cuando toda ella lo pida a gritos y pueda salir de su cabeza como la estatua bellísima
de un escultor"70.
El espíritu de localidad viene dado por el pasado, es un dato del que no es posible ya prescindir, por más que
así se prefiriese hacerlo. No queda entonces sino sacar de él el mejor partido posible, "iluminarlo",
transformarlo de elemento negativo en positivo. Porque junto a este instinto localista mezquino es posible
imaginar otro, iluminado, y el marco para la transformación que llevará del primero al segundo es el municipio.
He aquí una nueva imagen de la comuna, no ya centro de una libre actividad creadora, sino receptáculo
pasivo de una enseñanza que le llega de los "patriotas ilustrados", a cuyo cargo estará dirigir la
transformación. No queramos examinar qué había de viable en este proyecto y preguntarnos cómo iba a ser
posible a los grupos ilustrados reconquistar un poder que habían perdido cuando iban unidos, si ahora deben
separarse y actuar aisladamente en cada municipio. Como suele ocurrir con las soluciones políticas que
propone Echeverría, esta división del país en municipios que actúen como otros tantos centros de
adoctrinamiento no puede siquiera ser planteada en el plano de las efectivas posibilidades de acción, lo que
no le impide ser significativa del rumbo de su pensamiento.
Pero veamos qué era ese espíritu de localidad mezquino, que servirá de materia para las elaboraciones del
grupo ilustrado, y qué el localismo iluminado. El viejo espíritu localista implica la pretensión de imponer las
formas de vida locales, sin que se acepte frente a ellas disidencia alguna, en una tentativa, que no ha de
resignarse a hallar sus límites en el estrecho círculo local, sino pretenderá regir hasta allí donde pueda llegar
la fuerza de quienes la emprenden. Ello es así porque la previa adhesión a los ideales tradicionales no se
apoya en su mero carácter de tales, sino en supuestas virtudes, en unas excelencias que se supone posee al
margen de su vigencia local. Por eso mismo ese localismo mezquino -que podría resumirse, por ejemplo, en
la fórmula "Religión o muerte" de Quiroga, fórmula que expresaba la voluntad de imponer una dada forma de
vida, y no sólo a la Rioja, en virtud; no de que esa fórmula fuese habitual en la Rioja, sino de que se la
juzgaba buena-, aunque surgido de una circunstancia particular, encierra a la vez una aspiración universal. No
ocurre lo mismo con el nuevo espíritu de localidad redimido. Aquí no se podría imaginar una fórmula que,
como la de Quiroga, no aludiese a la circunstancia local. ¿Se ha perdido entonces toda aspiración de más
amplio alcance, esa regeneración no es sino limitación? De ningún modo, pero ahora el proceso será el
opuesto: no será la expresión de una pretensión universalmente válida surgida de una concreta circunstancia,
sino la modificación, mediante esa circunstancia, de una previa aspiración universal. Pues el nuevo espíritu
de localidad no es autónomo, como lo era el viejo. Por el contrario, es lo que ha de producir, al refractarse en
la múltiple realidad, ese unitario sistema de ideas que, según Echeverría, han de presidir la regeneración
nacional. La resignación a ver al país dividido por veinticinco o cincuenta años es más comprensible si se
advierte que la división es sólo ilusoria, que la oculta unidad viene dada por esas ideas que,
concertadamente, guían en todas partes por los mismos derroteros. Por esas ideas y por quienes tienen por
misión adoctrinar al país en ellas, por los patriotas ilustrados, por la Joven Generación Argentina.
He aquí entonces el papel de la joven generación, un papel no político sino docente. Y no porque no pretenda
abarcar aquello que habitualmente se coloca en el campo de la política; por el contrario, ese será el tema
específico de su enseñanza. No es político porque no concibe frente a su grupo otras fuerzas que luchen con
él en el mismo plano. La nueva generación pretende a veces ser un partido, "un partido nuevo, cuya misión es
adoptar lo que de legítimo haya en uno y otro partido, y consagrarse a encontrar la solución pacífica de todos
"nuestros problemas con la clave de una síntesis más alta, más nacional y más completa que la suya, que
satisfaciendo todas las necesidades legítimas, las abrace y las funda en su unidad"71. Un partido nuevo que,
reuniendo todo lo que haya de legítimo en los viejos, ha de quitarles todo papel. Un partido único, por
lo tanto. Pero, desde luego, un partido único no es un partido, y lo es aun menos en el pensamiento de
Echeverría: lo que diferencia al "nuevo partido" que quiere Echeverría de los variados partidos únicos que
nuestro tiempo nos ha deparado es que mientras éstos no pretendan actuar en nombre de una verdad
universalmente válida, sino de unas verdades parciales, que justifican su predominio sobre otras verdades
CONFLICTOS ÚLTIMOS
He aquí, pues, un mundo que no era sino ciega materia inerte hasta que, en un destemplado día de Mayo,
vino a habitarlo la idea revolucionaria. Quizá pueda hallarse grandiosa esta imagen. Pero no se ve cómo
puede encerrarse en ella una realidad rica y varia. También Echeverría sintió esa dificultad; como poeta se
había formado en medio de las preferencias románticas por lo pintoresco y característico, es decir, por lo
peculiar y concreto; como pensador político ha partido de una crítica al unitarismo en la que da lugar principal
entre las causas de la catástrofe a la "tendencia hacia lo abstracto" de sus guías espirituales. Además, se
hace difícil admitir una negación total del pasado anterior al hecho revolucionario por quien siente por ese
pasado una atracción muy viva, por quien, por ejemplo, ha estudiado con tesón los clásicos del Siglo de Oro,
en esa época no muy apreciados en Buenos Aires (es verdad que para adquirir un estilo formalmente
correcto, lo que constituye un muy curioso ejercicio para un poeta innovador y revolucionario). Esa negación
conocerá, por lo tanto, atenuaciones. Tal imagen es sólo válida para la América Hispánica. El espectáculo de
la historia hispanoamericana, de sus choques entre unas pocas fuerzas muy homogéneas, estimula esta
brutal simplificación que ve en todo el trasunto de la lucha entre "la causa del bien y su contraria". Así, escribe
Echeverría en su respuesta a Alcalá Galiano, "[...] no se oculta a los americanos que en una sociedad como la
española, para reconstruir las creencias […] sea necesario "injertar las nuevas ideas en las ideas antiguas"; y
sólo podrían extrañar que España no sepa aprovechar de esta ventaja inmensa de antiguas tradiciones [...]
para reconstruir y engendrar [...] algo nuevo y original, [...] que se asemeje a lo que hizo la gloria de la vieja,
España [...] la sociedad española no es la sociedad americana [...] nada tiene que hacer la tradición colonial,
despótica, en que el pueblo era cero, con el principio democrático de la revolución americana y [...] entre
aquella tradición y este principio no hay injerto ni transacción posible [...]" 80.
Pero aun en este campo más restringido, la interpretación que el sistema del Dogma da de la historia importa
tales mutilaciones y deformaciones que Echeverría habrá de contradecirla cada vez que examine con cierta
atención el curso de los hechos que han sucedido después de Mayo. Por todas partes la realidad desborda
este seco esquema en que a "Mayo-progreso-democracia" se opone la otra tríada siniestra de "colonia-
retroceso-tiranía", encarnada a veces en Rosas. Puesto que Rosas es encarnación de esto último, sus
atributos sólo pueden ser los de una perfidia ininteligente, condenada por otra parte a la derrota. Y los
calificativos que Echeverría aplica a Rosas (por ejemplo "imbécil" y "malvado") no son tan sólo la única e
inefectiva venganza que le queda al desterrado contra su perseguidor; constituyen, dentro del sistema del
Dogma, una definición estricta y completa de lo que significa el rosismo. Naturalmente que cuando Echeverría
-como ocurre en la polémica con De Angelis- se libera de sus preocupaciones dogmáticas logra dar análisis
mucho más ricos y profundos del proceso que había vivido la Argentina independiente.
El llamado a la realidad, del que había surgido el Dogma, no halla lugar en él. Desde luego, ese conjunto de
verdades dogmáticas universalmente válidas ha nacido de una concreta circunstancia, y para satisfacer las
exigencias también muy determinadas que esa circunstancia impone. Hay aquí un continuo doble plano: una
afirmación absolutamente válida subordina esa su validez a ciertas condiciones mudables; esa validez se
revela entonces relativa. Es quizá esto lo que se ha llamado el pragmatismo de Echeverría, pragmatismo que
ha sido ásperamente negado pero que surge, sin embargo, como posibilidad de una solución para la ambigua
empresa que quiso llevar a cabo Echeverría: formular unas ideas (verdaderas) que sirviesen a la vez de