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TULIO HALPERÍN DONGHI

EL PENSAMIENTO DE ECHEVERRÍA
EDITORIAL SUDAMERICANA
BUENOS AIRES
ENSAYOS BREVES
1951

A LA MEMORIA DE MI PADRE, GREGORIO HALPERÍN

PRÓLOGO

La vida, el pensamiento, la obra y la acción política de Echeverría han suscitado desde la generación
romántica que lo consideró guía y maestro, una extensa literatura histórica y crítica, por lo común no
meramente informativa o doctrinal sino de carácter pragmático, vinculada a las ideas e ideales de los que esa
obra ha sido venero fecundo para varias generaciones argentinas. Este año, el del centenario de la muerte
del poeta, esa literatura, bajo las dos formas apologética y crítica, se ha enriquecido con valiosas
contribuciones, abonadas algunas de ellas, en el libro, en la conferencia y en el artículo, por la autoridad de
nombres ilustres y la notoria competencia. En esta tenaz exégesis el breve ensayo de Tulio Halperín Donghi,
que me complazco en ahijar, no representa una repetición de enfoques conocidos, de investigaciones antes
realizadas, de conceptos ya elaborados o de dilucidaciones divulgadas. En la vasta bibliografía echeverriana
es un aporte nuevo. El autor es un joven publicista -tiene veinticuatro años-, que junta a una seria información
jurídica, histórica y literaria, no de mero origen escolar, aunque sellada en nuestra universidad y en las de
Roma y Turín, un talento crítico anticipadamente maduro, en el cual tienen su parte la agudeza y el vigor. Él
se ha propuesto excavar, sin preconceptos políticos, filosóficos o sentimentales, el pensamiento de
Echeverría, para sacar a luz todo cuanto hubo en éste de genuinamente personal en el campo especulativo,
así como en la adecuación de ese pensamiento a la realidad social que intentaba redimir. No relata una
historia muy conocida ni vuelve a deshilar la trama de las ideas filosóficas y políticas de que está tejida la
obra del pensador argentino, tarea poco menos que llevada a término por los investigadores precedentes. No
anda por los caminos trillados. Con rigor que nada concede al lugar común, encadenando estrechamente las
razones por nexos que sacrifican en ocasiones la elegancia de la elocución a la lógica, desmonta el
pensamiento del autor del Dogma Socialista, lo encuadra en las filosofías europeas, a veces diferentes o
contrarias en que aquél se inspiró, lo atarea al de su generación, lo contrasta con el de la unitaria, y señala
sus debilidades, sus contradicciones íntimas o patentes, sus defectos de estimación y la dispersión de las
tendencias en que se encarna. Si juzga innecesario rehacer por menudo la genealogía de las ideas del
maestro argentino, pone en cambio el más firme empeño en trazar el itinerario de ese pensamiento,
indicando en la carta su errar incierto, sus desviaciones y los escollos con que chocó en la realidad viva, al
descender del cielo de las abstracciones.
El crítico no es indulgente con el autor estudiado -cosa nada reprochable en una historiografía como la
nuestra que resbala demasiadas veces hacia la hagiografía-; pero su objetividad está a cubierto de la
sospecha de que le mueva otro interés ideológico que no sea la indagación de la verdad. La mentalidad
dogmática de Echeverría es sometida al ácido de una crítica, no propiamente corrosiva pero sí fijadora de su
exacto perfil. Aun las doctrinas carentes de cualquier posibilidad de trascender al plano de la acción, cuando
son significativas del rumbo de un pensamiento generosamente inspirado, merecen la atención de la crítica.
Tal es la posición del autor de este ensayo, quien empieza por declarar que "la más breve, la más sumaria de
las historias del pensamiento argentino sería inconcebible sin el nombre de Echeverría" , y se inclina al final
ante la misión que el animador de la generación de 1837 hizo suya y dio sentido a su existencia dolorida.
Roberto F. Giusti

I
ECHEVERRÍA EN SU GENERACIÓN
La más breve, la más sumaria de las historias del pensamiento argentino sería inconcebible sin el nombre de
Echeverría. He aquí, sin duda, una muy singular fortuna para un pensador reconocidamente no de primer
orden, aun dentro del limitado marco nacional. Pero fortuna no es aquí la palabra adecuada; si Echeverría se
identifica con un decisivo punto de inflexión en la historia argentina no es porque lo haya decidido así la
suerte, sino una elección deliberada del propio Echeverría, que gustaba de meditar acerca de su “misión”, del
papel que le tocaba desempeñar en este rincón del mundo.
Y he aquí ya un rasgo que será dominante en la nueva generación: en su vuelta hacia la realidad, la primera
realidad que se les aparecía, la más hondamente sentida era la de ellos mismos, suspendidos entre una
pérdida total y una salvación que traería consigo la de la propia patria, si es que sabían hallar la justa senda.
“¿Habrá generación más sazonada que la nuestra? -se preguntaba Gutiérrez-. ¡Desgraciada ella si se
convierte en frívola!”1. Sólo un continua escrutarse y dirigirse, una vigilancia nunca interrumpida, podía salvar
a esos jóvenes desamparados en medio de una ciega hostilidad. Mas con ello mismo todo actuar no
deliberado, toda ingenua espontaneidad les estaban vedados. La nueva generación, nota Alberdi, tiene
estilo2. Es decir, que su conducta es el intento de realizar un tipo humano previamente fijado como deseable.
No es sin duda esta del amaneramiento la solución más alta al problema de la propia “misión”. Pero es en
todo caso una solución, y como tal revela que el problema había sido efectivamente planteado, y a la vez que
toda la existencia de quienes se lo formularon pretendió servirle de respuesta. Gestos y pensamientos,
sentimientos y trajes se consagraron por igual a resolverlo. ¿Eso era cosa nueva? Alberdi notaba también que
los viejos no tenían estilo, y ello al margen de que los años, las costumbres y las manías hiciesen de ellos
unas figuras de rasgos muy acusados, casi una caricatura. Un viejo unitario del 26 es efectivamente una
caricatura -y lo es aun más cuando lo vemos con los ojos de quienes lo combatieron-; pero Alberdi tiene
razón, no tiene estilo. Esa cómica estampa no es fruto de ningún esfuerzo por se precisamente así; esa cárcel
de hábitos de vida y de pensamiento en que vive encerrado no comenzó por se un alto modelo ideal, a cuya
imitación consagrase el esfuerzo de todos sus días.
Ese viejo unitario es, sin duda, un ser ingenuo. Lo es en su fe candorosa, en su obstinada e infundada
esperanza de volver a la perdida edad de oro; y es esa ingenuidad la que hace de él una figura a la vez
cómica y enternecedora. Pero esa ingenuidad también tiene un sentido más alto, es a la vez su fuerza
secreta, es esa íntima seguridad que el joven ha perdido y debe reemplazar con unas seguridades
conquistadas en el examen, a cada instante renovado, de su propio rumbo y del mundo hostil que quiere
someter.
Pero esa pérdida de una firma guía interior es ya inevitable; esto es lo primero que advierte esa recién
adquirida clarividencia; ya casi nada de lo que daba sentido a la existencia de las viejas generaciones lo tiene
para la nueva. No tan sólo eso; a las viejas y caducas razones para existir no les han aparecido
reemplazantes. La oscura seguridad con que había sido posible avanzar hacia el triunfo o la ruina, sin
vacilaciones, se veía ahora substituída por un examen en el cual lo que había sido íntimo guía para el
conocimiento y la acción se trocaba en objeto, en algo que, ya incapaz de fijar rumbos, se entregaba mudo e
inerte a una inquisición de la que tampoco podía surgir una indicación segura, sino tan sólo un paisaje de
cosas, de datos, de los cuales y mediante ciertos criterios llevados al examen de la realidad y previos a ese
examen pudiese surgir un mandato, una orden imperativa, es decir, ese rumbo que se había perdido
juntamente con la primitiva ingenuidad y que ahora quería recuperarse a través de la nueva actitud de
examen y reflexión.
Así, mucho de lo que había guiado a la vieja generación, conservó su validez para la nueva, pero ello pudo
ocurrir a costa de un cambio total de su sentido. La nueva generación era, por ejemplo, nacionalista: ese
nacionalismo no era sino el sustituto de una adhesión directa e ingenua a la propia tierra, a través de una red
de amores y de odios, de luchas y concordias que a ella unen. A ese nacionalismo seco y deliberado se
acompaña una actitud abierta frente al mundo, que tampoco será ya la candorosa efusión admirativa frente a
lo extranjero, que ha quedado desde luego vedada al perderse el tranquilo disfrute de un vínculo nacional que
se posee sin esfuerzo y no es preciso reconstruir a cada instante. “Nosotros no oíamos con envidia -dice

1 Carta a Alberdi, publicada en Escritos Póstumos de éste, Buenos Aires, 1900, pág. 485.
2 “Hombres de estilo en todo el sentido de la palabra: estilo de caminar, estilo de vestir, estilo de escribir, estilo de
hablar, estilo de pensar, estilo en todo y nada más que estilo...”. La generación presente a la faz de la generación
pasada, artículo de El iniciador, transcripto en el tomo I de Obras Completas, pág. 383.
Gervasio A. de Posadas en carta a Alberdi 3- esas ponderaciones hiperbólicas de nuestros antecesores que
habían recorrido la Europa y nos inspiraban una sed, o un hambre, diré así, por conocer lo que ellos habían
conocido. Hemos venido a Europa, y después todo eso nos ha parecido mucho menos de lo que nos
habíamos imaginado… Alvear, Castro, Molina y otros viajaron sin tener por delante la existencia cruel y
miserable de nuestra patria, pero nosotros jóvenes que viajamos a la fuerza, con la idea siempre fija en el
porvenir, esta idea nos influye para mirar con desdén hasta empalagarnos de cuanto vemos al presente. ¿No
es verdad?”. La imagen del país extranjero se borra ante el recuerdo de la propia circunstancia, y no sólo
cuando invade al desterrado la nostalgia, no sólo cuando cierra los ojos a la realidad presente para evocar la
patria perdida. Más importante es que también la curiosidad por esos países extraños se diese subordinada a
esa “idea siempre fija en lo porvenir”, se resolviese en la búsqueda de lo que convenía agregar, de acuerdo
con la ajena experiencia, a la imagen de la patria futura. Así viajó Sarmiento, y así pudo dar una escala de
valoraciones de los diferentes países, en la que el lugar más alto lo ocupaban los Estados Unidos; escala
que, según él mismo lo sabía, era del todo falsa si se la pretendía hacer regir más allá de sus finalidades. Ese
interés por lo extranjero quedaba así integrado en la preocupación por el propio futuro. Mas por ello mismo
esas supuestas realidades extrañas no eran sino descarnadas posibilidades de elección que se ofrecían al
pensador afanoso de un mañana mejor para su propio país, posibilidades de entre las cuales había de
escoger una, de acuerdo con preferencias previas a ese mismo examen. Nos hallamos muy lejos de todo
candoroso entusiasmo por la grandeza europea o norteamericana, mas por ello mismo esta cautelosa y
reflexiva apropiación de algunos rasgos ajenos, como ese nacionalismo que antes se vio, no podía ser un
lazo, una ligadura que fijase desde el comienzo a la nueva generación en una actitud determinada, era más
bien un horizonte nuevo que se abría rico de posibilidades. Sólo que esa riqueza de meras posibilidades
podía aparecerse ante todo como carencia de seguridades, de firmes puntos de apoyo. Falta que se hizo más
sensible cuando esas viejas luchas que nada decían a la nueva generación la envolvieron, sin embargo, y le
impusieron unos sufrimientos y penurias para los cuales le era preciso aún hallar un sentido que los hiciese
tolerables.
Ahora eran ya capaces de ver (es significativo que el escrito de Alberdi acerca de la vieja y la nueva
generación haya sido de los primeros que escribió en el destierro montevideano) que si la ideología unitaria
había sido desde el principio inadecuada y no era ya sino un rimero de exasperadas repulsiones y adhesiones
no fundadas, expresión de una ciega voluntad de venganza, de esa ideología ingenuamente feroz de
derrotados nacía la serenidad de los derrotados unitarios en medio de las miserias y angustias del desierto.
Por aquí también debía ser otro el camino de la generación nueva. En su origen no tenía partido, y quizá no
sea acertado señalar como una decisión heroica la de apartarse de los grupos políticos ya existentes. No, no
hubo ninguna generosa renuncia al viejo credo, a una fe que de pronto se advierte como irrazonable y es
preciso sacrificar a exigencias más altas: la nueva generación no debió renunciar al unitarismo, o en todo
caso esa renuncia no le fue demasiado gravosa. ¿Había sido unitaria la generación del 37? He aquí lo que
Brígido Silva, el futuro cuñado de Avellaneda y fundador con él de la filial tucumana de la Asociación de Mayo,
escribe a su amigo Alberdi; es la descripción de la fiesta que un caudillo ofrece a otro caudillo: “He venido a
este pueblo con el solo objetivo de pasear y divertirme en las fiestas de colocación de una capilla preciosa
que ha hecho Ibarra. Tuvo lugar esa función el 21 del corriente, y ha estado muy buena. La misa ha sido
compuesta por nuestro paisano Zavalía; y ha sido generalmente aplaudida. Casi todos los mozos de
Tucumán se hallan aquí acompañando al señor Heredia. El gobernador Ibarra y los santiagueños y
santiagueñas nos obsequian mucho...” 4. Dejemos de lado lo que al principio más llama nuestra atención, la
mirada de maravilla que el ingenuo provinciano echa al magnífico festín. Fijémonos tan solo en la actitud que
esa escueta narración revela hacia unos gobernantes que no son ni execrados ni exaltados, que gozan más
bien de esa pacífica aceptación que no precisa proclamarse abiertamente y caracteriza a lo que solemos
llamar gobierno normal. Y normal comenzó a ser, para muchos de los que después formarían la generación
del 37, ese gobierno de caudillos, portador por lo menos de la paz, en tanto que las veleidades de la
restauración unitaria tenía por supuesto primero la guerra civil.
Pero bien pronto se advierte que la confianza puesta en el sistema federal era infundada, que él no reservaba
sitio alguno para la “juventud ilustrada”. La indignada sorpresa que el hecho provoca indica hasta qué punto

3 En Escritos Póstumos de Alberdi, tomo XV, páginas 803-813. Buenos Aires, 1900.
4 En En Escritos Póstumos de Alberdi, tomo XV, páginas 227-230. Buenos Aires, 1900.
era inesperado, hasta qué punto se confiaba en ocupar el lugar dirigente en ese orden que de pronto revela
su fundamental hostilidad. “Si Rosas no fuera tan ignorante -dirá Echeverría en la Ojeada Retrospectiva, VI5- y
tuviese un ápice de patriotismo en el alma, si hubiese comprendido su posición, habría dado en aquella época
un puntapié a toda esa hedionda canalla de infames especuladores e imbéciles beatos que lo rodean; habría
llamado y patrocinado a la juventud, y puéstose a trabajar con ella en la obra de la organización nacional”.
Pero este grupo de desengañados que se ve proscrito porque “hojea libros y viste de frac” no por eso se verá
atraído por quienes se entregan, también ellos, a esas inclinaciones. Por el contrario, ese común campo de
acción, que, según Echeverría, daba nacimiento a una “simpatía, movimiento espontáneo del corazón [que]
no tenía raíz alguna en la razón y el convencimiento” (Ojeada Retrospectiva, I6), hacía posible también el
choque, la mutua desconfianza. Y los rencores de Echeverría, rencores tenaces de intelectual, iban dirigidos
ante todo a ese grupo de “doctores que todo lo saben”, a ese grupo que brillantemente ocupaba la escena
intelectual del país, sin dejar apenas sitio para los demás, al grupo que había unido su suerte a la del partido
unitario.
Pero por encima del rencor y de la ciega simpatía, la actitud hacia el unitarismo venía dictada por una
experiencia peculiar, la de una nación entrega a sus venganzas sobre aquellos que quisieron sacarla de sus
viejos carriles y señalarle un destino más alto. Esto, que para las propias víctimas de esa venganza no era
sino un incidente en el camino, para sus sucesores y contendientes debía ser el dato primero sobre el cual
construirían la imagen del país. Eso es lo que significa, en sus mejores momentos, el aludir a la propia
juventud como argumento polémico decisivo, es decir, no es el señalar a los viejos que son efectivamente
viejos y es por lo tanto innecesario refutar las ideas que ellos sostienen y desaparecerán con ellos. Era más
bien aludir a ese punto de vista más adecuado, en el que una dura experiencia colocaba a los jóvenes, y no a
sus predecesores, llegados a ella ya formados, y por eso, si más capaces de sobrellevarla, menos aptos para
captar su sentido.
Ese hecho se aparecía a la nueva generación bajo la forma del fracaso del partido unitario. Es importante que
ella lo haya visto así. Pudo verlo en realidad de muchas otras maneras, pero si eligió precisamente ésa fue
porque su tarea, su “misión”, seguía siendo aquella tan mal emprendida por los unitarios. La nueva
generación “se pone en el lugar” de los unitarios -de allí una actitud hacia ese partido en la que caben a la vez
la simpatía y el despego, pues ponerse en lugar de otro significa también negarle todo lugar legítimo-; se
pone en lugar de los unitarios y rehace críticamente el camino por ellos recorrido. Porque también en el
campo político le estaba vedado a la nueva generación todo ingenuo despliegue de los propios impulsos, y en
este sentido a la contraposición entre el racionalismo unitario y el supuesto historicismo del grupo del 37, que
concede al fin su lugar a otras fuerzas históricas que no fincan su legitimidad en su racionalidad, debiera
agregarse esta otra, que de ningún modo pretende negar a la anterior, a saber, que si el racionalismo unitario
iba sostenido y apoyado por una firme fe que no era desde luego racional y le permitía sobrellevar las muchas
debilidades que ese racionalismo hubiese revelado a un examen conducido a la luz de la fría razón, el
valorizar otras fuerzas oscuras y ciegas, el discurrir sobre ellas era en la nueva generación un llevar al ámbito
de la conciencia mucho de lo que antes había quedado a oscuras. Pero se ha visto ya cómo de esta manera
lo que era guía de una conducta ingenuamente entregada a sus impulsos se trueca en uno de los objetos que
se aparecen a un examen reflexivo del que espera la fijación de un rumbo nuevo. Pero, entonces, la tarea
primera, también en el campo político, será establecer cuál es ese rumbo, y así como la nueva generación se
plantea problemáticamente su existencia toda, desde su poetizar hasta su vestir, se planteará también
problemáticamente su política. Y si la solución en aquellos campos era el sustituir una vida que se
desenvolvía en ingenua espontaneidad por otra tensa en el esfuerzo de realizar en sus distintas actitudes una
dada figura ideal, en la política será la sustitución de las viejas creencias que desde las honduras de la propia
alma no venían ya a guiarlos por una Creencia deliberadamente construida a la plena luz del día. No se
trataba de la mera formulación de algo que ya regía antes de ser expresado; era preciso formular los artículos
de la fe y a la vez crear la fe. Es la tarea romántica, cuyo propósito no era necesariamente contradictorio, pero
sí lo era dada la imagen romántica de la fe; era el intento de confeccionar deliberadamente aquello que sólo
se concebía como fruto de un crecimiento espontáneo y oscuramente seguro de su propio camino. Era ka
tarea de la nueva generación, pero era, además, la tarea, la “misión” de Echeverría.

5 “Dogma socialista”. Edición crítica y documentada, La Plata, 1940, p. 99.


6 Dogma, cit., pág. 77.
Misión adecuadísima para el hombre que la hacía suya. Para nadie mejor que para Echeverría vale lo que se
ha dicho de la nueva generación. No hay duda que, para bien lo mismo que para mal, era lo que Alberdi
llamaba un “hombre de estilo”. Su vida -en la que el punto culminante fue aquel levantarse de pronto por un
esfuerzo de pura voluntad desde una juventud aventurera, y transformar la huída de una culpa misteriosa en
punto de partida para una existencia diferente- quedará siempre marcada por esa decisión que, si lo salvó de
perderse, lo fijó a la vez en la actitud de quien busca redimirse no en el hallazgo de su propia ley íntima, sino
en el seguimiento de unas formas de vida juzgas como genéricamente valiosas. Quizá nadie podía
comprender mejor que Echeverría lo que implicaba esa tarea de fundar creencias, ese hacer de las meras
ideas el cimiento de una existencia renovada.
¿Pero de qué ideas? El bagaje que de ellas poseyó Echeverría no era precisamente pobre; era más bien
disperso, una rica variedad de datos aislados que era preciso agrupar y utilizar de alguna manera.
Había, ante todo, una formación literaria romántica, que precisamente por serlo, por ser una imagen de la
historia literaria que se resuelve en historia universal, no dejará de influir en la imagen del mundo que se
construirá Echeverría. Hay también un rimero de noticias filosóficas muy variadas, que le han llegado en su
periodo de aprendizaje. Y, como persona curiosa de “novedades inteligentes”, no podrá desconocer las
nuevas especulaciones políticas, que a su vuelta a Buenos Aires se trocarán en objeto de su interés
predominante. Sólo que -ya se ha visto- en todo esto no se daba unidad, y Echeverría no siempre fue capaz
de advertirlo. Las contraposiciones que impone un curso de pensamiento para él ajeno se le escapan, y si ello
le permite a veces pasar de largo frente a las falsas, como si advirtiese la ignorada unidad que liga a veces a
los adversarios más enconados, también le impide tomar en cuenta las inexcusables, y con ello la imagen que
del pensamiento europeo se forma Echeverría no tiene una perspectiva propia, aquella más amplia y
adecuada que podría dar la distancia, sino es una acumulación de puntos de vista dispersos que hacen
imposible toda visión unitaria. Esa constelación de ideas aprendidas es lo primero que advierte quien se
aproxima a Echeverría.
Pero por debajo de ellas está lo que de eras quiso decir Echeverría, unas verdades sencillas que sólo en
parte coincidían con el complicado aparato ideológico mediante el cual buscó expresarlas. Sólo que tampoco
en ese plano más hondo le fue concedida a Echeverría la paz; aquí también lo vemos enfrentarse con unas
contradicciones que no es capaz de superar.
De todo eso quisiera darse cuenta aquí. Es decir, que las páginas que siguen no pretenden de ningún modo
ser un capítulo de historia de las ideas. No me fue posible seguir puntualmente la complicada genealogía de
las que son utilizadas en el Dogma. Quizá esa tarea no tenga demasiado sentido en un pensador que quiso y
logró expresarse mediante el lugar común, mediante lo que él juzgaba un cuerpo de verdades universalmente
aceptadas. Es precisamente ese intento lo que quiere describirse aquí, y en ese sentido se pretendió trazar el
itinerario del pensamiento de Echeverría. Se verá ante todo en el poeta una anticipada imagen del pensador
político, y luego habrá de presentársenos la lucha con el acervo cultural recibido, que se cree propio y es sin
embargo ajeno. Y esa misma lucha habrá de revelarnos ese haz disperso de tendencias incompatibles que
puede llamarse, más adecuadamente, el pensamiento de Echeverría.
Lo que sigue no pretende tampoco -ya se ve- ser un juicio crítico, una apresurada o minuciosa conjunción de
alabanzas y vituperios. Especialmente, no quisiera que se viese en la comparación del pensamiento de
Echeverría con el saintsimonismo o el historicismo ningún tonto reproche que se le levantase por no haber
sino saintsimoniano ni historicista. Sí, lo que sigue no quiere ser un juicio crítico, pero toda descripción lleva
implícito en todo caso un juicio, y cualquier juicio desfavorable que sobre el pensamiento de Echeverría
pudiera formularse sería injusto si olvidara ver tras ese pensamiento lo que fue su motor: ese serio y reflexivo
volverse sobre sí mismo y su destino, ese haber sabido identificar su propio deber con al exigencia siempre
renovada que trae consigo el nuevo día.

II
EL PRECEPTISTA Y EL POETA

¿Era Echeverría un romántico? La respuesta es menos fácil y evidente de lo que pudiera creerse. Por lo
menos es indudable que en todo cuanto hizo y escribió se nos revela un hombre románticamente consciente
de sí mismo. Sólo que esa conciencia se daba en él de manera muy peculiar. En un poeta puede ella
comenzar como extático asombro frente a la propia espontaneidad creadora. Mas el poeta romántico
concluirá por complacerse en turbios juegos con esa espontaneidad que ya no es ingenua, y hará de su obra
un eco, un comentario tierno o burlón de aquello que la anterior poesía, menos compleja en sus motivaciones,
expresaba directamente. Surge de allí una poesía de segundo grado, apoyada toda ella en el desgarramiento
nostálgico del artista frente a la supuesta perdida feliz inocencia creadora. Así adquiere esa poesía uno de
sus rasgos definidores: poesía sentimental.
Sería vano buscar algo análogo en Echeverría. Formado en el romanticismo, no ignora que una de sus
características es esa atormentada nostalgia, y a ella alude al contraponer en sus escritos críticos la poesía
pagana despreocupada y la íntimamente desgarrada que trajo consigo el cristianismo. Mas no es fácil hallar
rastros de ella en la creación poética, a pesar de que sus temas parecen ser una sola cosa con ese tipo de
poesía: así el héroe viril de todos sus poemas, que, como hubo de confesar el propio poeta, es siempre el
mismo, y no es sino el don Juan del Norte, el fáustico peregrino insatisfecho y afanoso. Es que la conciencia
de sí no se dirigía en nuestro poeta al concreto Esteban Echeverría, a sus posibilidades y limitaciones;
implicaba más bien el trazado de una imagen ideal, la de un tipo humano muy determinado -el "único
pensador realmente dogmático del Plata" 7, el ser destinado a revolucionar el pensamiento y la poesía en este
rincón del planeta- que Echeverría intentará llevar a la realidad mediante su actividad artística y política. Aquí
también es "hombre de estilo". Mas con ello la conciencia de la propia personalidad poética no será ya un
reconocer, acatar y sacar partido de la legalidad íntima que rige el propio flujo creador, sino más bien un
criterio de selección extrínseco que se aplica a esas creaciones espontáneas de un fluir que de nuevo habrá
quedado a oscuras, pues el interés del poeta se dirige a otra cosa: a trazar y tomar por guía un cierto
esquema de artista innovador y revolucionario. De esta manera la poesía queda subordinada a la preceptiva.
¿Pero a que preceptiva? No es fácil responder a esta pregunta, pues para ello sería preciso poner en claro
los resortes de ese pensamiento tortuoso e incierto que caracteriza a Echeverría. Hay, desde luego, un legado
muy rico que Echeverría utiliza con preferencia, sin entender a veces del todo: es el de la estética romántica,
que se inserta románticamente en una filosofía de la historia, no muy nítidamente trazada, en la que sin
embargo el pensador deposita confianza bastante como para suplir con ella las propias insuficiencias
filológicas ("estoy seguro, sin haber leído ninguna, que las novelas caballerescas españolas de la Edad Media
se aventajan a las de las otras naciones en brillo y pompa de colorido"). No faltan, por otra parte, enfoques
utilitarios. Pero más significativo que todo esto son las desviaciones y transformaciones que el pensador
impone al saber aprendido, y que no ha hecho suyo del todo, a esa teoría que en el fondo sigue siéndole
extraña. Así se revelan las ocultas tendencias de un espíritu que, sumergido bajo la mole de un legado
cultural aceptado sin discriminación, reacciona contra él de la única manera que le es todavía posible:
privándolo de su auténtico sentido.
¿Cómo actúan esas ocultas repulsiones y preferencias del pensador? Veámoslas en acción en la Carta al
Doctor Fonseca. "El arte debe huir siempre de las particularidades, girar siempre en el círculo de las ideas
generales, abrazar con una pincelada un cuadro vasto, un siglo, la humanidad entera, si es posible… Este
principio ha sido desconocido u olvidado por todos los poetas españoles, y por esta razón no hay uno solo
que se haya captado la admiración universal, excepto Cervantes, que en su Don Quijote ha personificado las
ridiculeces del hombre".8 Se exige aquí, por una parte, un arte de contenido denso y vario, que en otras
páginas habrá de contraponerse a la unilateralidad clásica, pero más sugestivo es el llamado a ir de lo
particular en favor de las "ideas generales". Porque esa huida de la particular puede interpretarse como
revelación que debe hacer el poeta de la milagrosa presencia de lo universal en cada una de sus concretas
manifestaciones, mas también como búsqueda de un plano típico y genérico, en el cual ya no hay ninguna
individualidad irreductible, ni tampoco auténtica universalidad. Este segundo camino es el que propone
Echeverría al exigir un arte que sea, él también, de lo general, e ilustrar la exigencia afirmando que la
celebridad del Quijote se debe a su carácter de figura típica, de "personificación" de un rasgo genérico. Mas
no es ese el camino que prefiere el romanticismo, y Echeverría habrá de recusarlo pocas líneas más abajo:
"La Ilíada y la Odisea son celebradas como monumentos históricos de épocas remotas [y por lo tanto no en
cuanto puras obras de arte] porque la poesía heroica es especial, puesto que tiene por objeto ensalzar
héroes".9 Ahora el héroe, figura típica, aparece como especial frente a la universalidad que es exigencia de
7 Así en carta a Alberdi publicada en los Escritos Póstumos de este tomo XV, página 794. Buenos Aires, 1900.
8 En Obras Completas, tomo V, Buenos Aires, 1874, pág. 153.
9 Obras cit. loc. cit.
todo arte duradero. Pero esa universalidad no es para Echeverría sino una generalidad aún más general y
comprensiva: "ellos (los escultores griegos) llegaron a representar las formas universales de lo bello que no
existen en una familia, en una nación, sino que se encuentran diseminadas en la especie" 10. Frente al arte
nacional, un arte -como gustaría de decir el mismo Echeverría- humanitario, tanto más vacío de contenido
concreto cuanto más amplio fuera su alcance, y de allí el recurrir finalmente a las "ideas generales". La vía
abierta para huir de lo insignificante por individual resultó ser una sola, la de lo típico, y alcanzar lo típico será
una de las ambiciones del poeta Echeverría.
Tenemos un testimonio de ello en la elaboración, en el canto III del Avellaneda, de las escenas recogidas en
El matadero. El lugar ha cambiado, y no sólo de Buenos Aires a Tucumán, sino de un paisaje verdadero y vivo
a uno no representado, sino apenas designado en algunas fórmulas que se repiten como símbolos
algebraicos de una realidad ausente (así la "verde grama" que servirá de cama al héroe en su última hora). Y
en este esquema de paisaje, el campamento federal, dibujado con una nitidez límpida y fría, un poco
escenográfica. En el los sayones, los verdugos, figuras desprovistas de toda individualidad, que actúan en
grupos y coros y dan expresión a su barbarie en disciplinado unísono:

"en medio de la bárbara gavilla


Los seis mártires van al sacrificio"11.

"ellos, empero, no oyen o aparentan


no oír de aquella turba
los bárbaros ladridos"12.

"...muestra
cara horrible y siniestra
un grupo de sayones"13.

Figuras coloridas y vacías, merecedores todos ellos del apóstrofe de Avellaneda a Maza: "Degollador, tu
nombre me horroriza / Porque la humana fiera simboliza" 14. Fuera de ese papel de símbolos no tienen
existencia alguna autónoma.
A la cabeza de esa cohorte de verdugos, Oribe. Su figura ha sido minuciosamente trazada de manera que
realice un tipo humano de muy netos contornos en la literatura de la época: el asesino a quien la imagen de
sus crímenes pasados -que despierta en él un vago terror en el que hay a la vez larvado arrepentimiento y
admiración sobrecogida ante sí mismo- sirve de incentivo para cometer otros nuevos (luego nos será
mostrado en una actitud también típica: intentando conciliar el sueño, perseguido por imágenes sangrientas):

"...de cada víctima inocente


cae en su impío seno
una gota de sangre
convertida en veneno
y se lo quema como pez ardiente,
y en esqueleto horrible
de carnívora hiena lo transforma
borrando de su faz la humana forma:
y al ver aquel fantasma del infierno,
heridas de terror las poblaciones,
lanza un grito de dolor eterno
preñado de estupendas maldiciones"15.

10 Obras cit. loc. cit.


11 En Obras Completas, t. I, Buenos Aires, 1870, pág. 388.
12 Obras, cit., t. I, pág. 397.
13 Obras, cit., t. I, pág. 424.
14 Obras, cit., t. I, pág. 409.
15 Obras, cit., t. I, pág. 328-329.
El último adjetivo marca involuntariamente (pues para Echeverría "estupendo" significa algo así como
grandioso o descomunal) el tránsito al espectáculo consciente de sí mismo. Por encima de Oribe, Rosas.
También la imagen de Rosas está moldeada sobre un tipo romántico. Mas lo que hay en ella de
indeterminado tiene un doble origen: por una parte no se quiere pintar al gobernador de Buenos Aires, sino al
tirano-tipo, que habita genéricamente "un edificio" y gobierna sobre una grande ciudad. Y por añadidura ese
tipo es el de un ser indefinido e informe, entrevisto en sueños, cuya esencial monstruosidad no sólo no es
humana, sino es inexpresable "en el lenguaje familiar del hombre":

"A una especie de bestia o Minotauro,


forma de toro y de demonio y de hombre,
monstruo tal vez de cópula sin nombre,
vio a orillas de un gran río, y en el centro
de una grande ciudad, recluso dentro
de un informe edificio, parecido
a una cueva infernal, donde circuido
de terror y misterio, parecía
urdir con el demonio entre tinieblas
trama alguna maléfica y sin nombre
en el lenguaje familiar del hombre" 16.

Mas la indeterminación fantástica y la universalidad ejemplarizadora de esta imagen -cuyo horror debía
sobrecoger- concluyen por situarla en una vaga lejanía, como de fábula infantil:

“...y el monstruo aquél tenía


a los muchos y mansos moradores
de la ciudad aquélla
en convulsión perpetua de terrores” 17

En este vago horizonte demoníaco remata la jerarquía de representantes de las fuerzas malignas que tiene
su grado ínfimo en aquella “bárbara maravilla” de soldados federales. En esto se ha trocado el mundo vario y
vivo de El matadero. Pero no sólo ha ido perdiendo con el cambio el pensador político -pues desde luego
estas figuras siniestras no son utilizables seriamente en ese campo-; también la visión poética ha dejado su
sitio a la utilización sistemática de un rico acervo de lugares comunes y figuras sin sustantividad alguna.
Pero aun experiencias más íntimas que las políticas habrán de acomodarse en estos prepotentes moldes
proporcionados por la galería de tipos literarios románticos. En las primeras Cartas a un amigo el autor deber
referirse a la muerte de su madre y los sentimientos que este hecho le inspira. ¿Cómo aludir a todo esto? Era
posible pintar lo ocurrido como la tristísima cesación del prodigioso acordarse de dos almas. Mas también
cabría acudir a la imagen dulcemente desgarradora de la madre que ama y sufre y muere en silencia a causa
del desvío y de la desarreglada conducta del hijo, con el correspondiente arrepentimiento póstumo de éste.
¿Cuál de las dos imágenes empela el poeta? Ambas. El hijo ejemplar se declara de pronto culpable de la
muerte de su madre. ¿Se trata del placer de jugar con las posibilidades que ofrece un tema por otra parte
hondamente sentido? Diría que no, que el poeta se propone reflejar honradamente sus sentimientos y su
conducta. Mas para ello dispone de un limitado repertorio de figuras y actitudes, entre las cuales no se da
transición. Por ello la poesía echeverriana, a la vez que de figuras típicas, es estática (y lo más valioso que de
ella queda son cuadros y descripciones) o, mejor, es una sucesión discontinua de imágenes de duros
contornos tras de las cuales es preciso adivinar los rasgos huidizos de la realidad viva que representan.
Tales tipos e imágenes son, en su mayoría, los que prefirió el romanticismo. Mas del que lo sean no depende
el uso que de ellos hace el poeta. En el Discurso de introducción a una serie de conferencias vemos dibujarse

16 Obras, cit., t. I, pág. 415.


17 Obras, cit., t. I, pág. 415.
bajo la tersa superficie de un recuerdo infantil la arquitectura severa de un esquema de edad heroica, según
el pomposo gusto neoclásico. Allí la iglesia parroquial se oculta bajo un genérico “templo de Dios de los
ejércitos”, cuyo vago paganismo se acomoda mejor a la tradición vigente en cuanto a estos cuadros ideales:
“...en los tiempos de nuestra infancia, solía el estruendo del cañón, o el repique de las campanas
arrebatarnos del teatro de nuestros juegos infantiles y llevarnos en pos de sus mágicos acentos. ¿Cuál era
esa voz omnipotente que hacía hervir de júbilo nuestra sangre? Era la voz de la Patria que nos convocaba al
templo del Dios de los Ejércitos para que allí le tributásemos gracias por una nueva victoria del valor
argentino, o para que entonásemos himnos al Sol de Mayo, reunidos al pie del sencillo monumento que
consagró a su memoria el heroísmo”. 18
Esta tendencia a traducir la realidad abigarrada en un limitado mundo de figuras típicas trasciende el
romanticismo del poeta. Y trasciende además al propio poeta, para comprometer al hombre todo, lo mismo al
literato innovador que al pensador “dogmático”. Ambos concluyen envueltos en análoga red de esquemas; si
el poeta cree en “las ideas generales”, el pensador pondrá él también su obstinada fe en ellas, en las
verdades descubiertas por “los publicistas más adelantados”, en un mundo de ideas que es preciso acatar,
sean o no aquéllas a que nos llevan nuestras inclinaciones más verdaderas. Surge así todo un sistema de
ideas que Echeverría proclama y no es, sin embargo, el suyo. Mas por debajo de él lograremos oír alguna vez
unas palabras que le son de veras propias: triunfo singular en una lucha que no ha querido siquiera ser
emprendida, pues aun cuando lo traiciona Echeverría cree seguir siendo fiel a un bagaje cultural en el que ve
el signo de sus superioridad frente al mundo hostil que lo rodea.

III
IDEAS SOBRE RELIGIÓN

Según Echeverría, uno de los puntos en que la nueva generación debía apartarse de los unitarios era el de la
religión, a la que éstos habían otorgado consideración muy escasa y trivial. Mas no eran ellos solos quienes
así procedían: “Las cuestiones religiosas generalmente interesan muy poco a nuestros pensadores, y cuanto
más les arrancan una sonrisa de ironía: error heredado por algunos de nuestros amigos.” Así se lamenta en la
Ojeada retrospectiva19, para concluir apostrofando a los “filósofos” descreídos: “A vosotros, filósofos, podrá
bastaros la filosofía, pero al pueblo, a nuestro pueblo, si le quitáis la religión ¿qué le dejáis? Apetitos
animales, pasiones sin freno”. Entre la queja inicial y esta pregunta no corre contradicción abierta; hay más
bien, o parece haber, un cambio brusco en el punto de mira. Pues la justificación utilitaria de la religión para el
pueblo, para la masa ignara incapaz de elevarse hasta las alturas filosóficas, no es incompatible con una
“sonrisa de ironía” frente a lo religioso, y prueba de ello es que la tuviesen por válida aquellos mismos cuya
actitud frívola es reprochada en el primer párrafo. Estos cambios en el punto de mira, este súbito ensancharse
o estrecharse del ámbito en que se mueve el pensador constituyen lo más característico de la actitud de
Echeverría frente a lo religioso.
Desde luego puede influir en ello la actitud en extremo cautelosa que quiere mantener frente a la que llama
“religión del pueblo”, es decir, la dominante. A ella se dirigen las más rendidas muestras de respeto exterior y
quizá la mayor resida en evitar cuidadosamente toda formulación explícita de una religiosidad desenvuelta al
margen, si no en contra, del catolicismo. Pero esto no basta para explicar por qué en las fugaces
consideraciones que sobre religión formula Echeverría no advertimos el trasunto de un pensamiento
sistemático que permanece oculto, y sí el de una íntima vacilación que se resuelve en un haz de
contradicciones.
¿A qué se debe ello? Las simpatías religiosas del ambiente romántico que conoció Echeverría eran ya cosa
bastante turbia. Motivos pragmáticos -la necesidad de fundar un orden más estable- se entremezclaban
curiosamente con razones más hondas. Pero también en ese plano priva su carácter de ordenadora y
pacificadora, ahora en el seno de la convulsionada conciencia romántica. Así la ve, por ejemplo, Thierry en un
instante decisivo de su existencia. Cuando el gran historiador, ciego y paralítico, se pone en busca de un
"puerto al que no lleva la razón", concluye por hallarlo en "la fe de sus padres". Mas aún en ese instante de
ansiosa nostalgia no logra una definitiva identificación con esa Iglesia en la que sin embargo pretende haber

18 Obras, cit., t. V, pág. 310-311.


19 Dogma, cit., pág. 83-84.
hallado refugio. Por lo menos se mantiene bastante alejado como para ver en ella un problema, no filosófico
pero sí histórico, o, según sus propias palabras, "un hecho que se impone a mi atención y no soy capaz de
eludir ni de explicar". Y aún más claramente se ve esa insuperable distancia en su decisión de hallar la paz en
"la fe de los simples". Una fe así caracterizada permanece irremediablemente vista desde fuera; de lo
contrario no sería la fe de los simples, sino sencillamente la de Thierry. Estamos aquí en el núcleo de la
religiosidad romántica; esta imagen idílica de la fe tiene como dato primero el de la apasionada nostalgia que
mueve al romántico a buscarla, y de desaparecer ésta perdería todo su sentido. Mas por eso mismo esta
búsqueda está condenada a no satisfacerse jamás, y las luchas y "fatigosas incertidumbres" de la razón no
dejarán su sitio a la paz hallada en el seno de la Iglesia; por el contrario, la lucha habrá de proseguir, más
confusa y desesperada que antes, como un destino no aceptado que sin embargo debe seguir soportándose;
y del frustrado ensayo de fuga sólo quedará la desesperada certidumbre de que es inútil todo intento de
liberación.
Nada de este debatirse en una situación sin salida hemos de hallar en Echeverría. Se oponía a ello desde
luego su credo "progresista", su implícito optimismo. Si bien ese optimismo iba en contra de cierta
fundamental amargura del pensador, que habría de agravarse cuando, luego de ocupar por un brevísimo
instante el primer lugar de su generación, se ve substituido y casi olvidado, lo que en esos momentos de
desesperanza sale a la luz es algo muy distinto de la atormentada rebelión romántica: es una orgullosa
aceptación del destino. De este modo, en el Avellaneda nos da una inesperada, absurda y patética versión de
la " ley del progreso":

"la ley del hombre es progresar contino


para llegar a un incógnito destino
y devorando del dolor la angustia
proseguir su camino
a través del caos con alma mustia.
¿Quién le impuso esa ley irrevocable?
¿Quién a su imperio crudo
sometió su espíritu indomable?
Se la dio quién lo quiso y quién lo pudo,
y maldecirla es vano, aborrecerla,
si es fuerza resignado obedecerla."20

El mismo poeta parece sorprenderse de lo que ha revelado en ese instante de involuntaria sinceridad y pasa
a arengarse a sí mismo con palabras tan rotundas como íntimamente turbadas:

"Fuerza no, sí deber, deber sagrado


pues que le fuere dado
al hombre descubrirla y conocerla
y con libre y veraz conocimiento
de esa ley someterse al cumplimiento".21

Así la figura del hombre pasivamente resignado se identifica con la del moderno investigador-conquistador de
la naturaleza. Mas ese mismo conocimiento lleva implícita la redención:

"... El mal su imperio


pierde a medida que la mente humana

20 Obras, cit., t. I, pág. 299.


21 Obras, cit., t. I, pág. 300.
creciendo en perfecciones un misterio
nuevo de la creación columbra ufana". 22

Con lo que el progresismo oficial recobra su pleno dominio, y bajo su signo se recompone la unidad del
pensamiento del poeta, por un momento amenazada. Y en ninguno de los dos planos -el de la espontaneidad
o el de la adecuación al credo profesado en la lucha política- hay nada parecido a la religiosidad romántica.
Sin embargo Echeverría la conoció, y ella está implícita en ciertas figuras de sus poemas, mas ese
conocimiento en él es a menudo sumario, y siempre frío y distante.
Más cerca estuvo, sin duda, de los enfoques saintsimonianos, que dentro del ámbito romántico ocupan un
lugar peculiar. También parten ellos de una clarísima conciencia de la anarquía “profunda” en que vive
Europa, y también procuran hallar en la religión el fundamento para “una autoridad libremente aceptada”. Mas
ya no se verá en ella una suerte de defensa sentimental contra ciertas conclusiones letales que puede
alcanzar la razón (tal imagen llevaría el sello de las épocas críticas; en tales eras, en efecto, “il-y-a divergence
complète entre les sentiments, les raissonnements et les actes” 23. Por el contrario, las épocas orgánicas, y lo
específicamente religioso en ellas es el orden que las rige (“Dieu et l’ordre sont pour lui [el hombre] des
termes identiques”24), orden que ha de incluir a la humanidad entera y gobernará todas las actividades y
potencias de cada hombre. Todo en esas épocas se contrapone a las épocas críticas, cuyo rasgo
fundamental es el egoísmo. Con esa calificación ética no quiere aludirse tan sólo a la moral vigente, sino
también, con audaz transposición, a las fragmentarias formas de pensamiento en boga. (“Nous jeunes
philosophes ont même trouvé un mor qui peint merveilleusement cette anarchie intellectuelle; demandez leur
à quelle école ils appartiennent, ils répondront: Nous sommes de l’école éclectique” 25). Y tampoco la ciencia
se libra de esos reproches; ya en 1805 Saint Simon increpaba duramente a los investigadores científicos:
“Descartes avait monarchisée la science, Newton l’a republicanesée, il l’a anarchisée, vous êtes des savants
anarchistes”26. Por su parte, el artista, cuanto más talentoso sea, más fielmente reflejará la sociedad en que
vive, y el florecimiento de la sátira y la elegía marcan el predominio del espíritu egoísta en el campo de la
creación literaria.
La época orgánica anunciada por la escuela saintsimoniana sustituiría al egoísmo el espíritu de sacrificio, a la
ciencia empirista un dogma que dedujeses geométricamente sus contenidos de un número muy pequeño de
postulados, a la filosofía anárquica una concepción filosófica que debía abrazar todos los modos de actividad
humana y daría solución a todos los problemas individuales y sociales. Tal concepción filosófica es
propiamente una religión. Pero ella no se da separada del dogma, es el mismo dogma considerado como un
conjunto, no ya de conocimientos, sino de directivas para la acción. Una fuerte tendencia unificadora es lo
primero que se advierte aquí. ¿Racionalismo también? Desde luego, pero este rasgo antirromántico está aquí
elaborado románticamente, y a la postre negado. Pues el método de deducción geométrica no es aceptado
como bueno en sí, ni por su supuesto valor para alcanzar la verdad, sino en cuanto es trasunto en el campo
del pensamiento de una virtud de más amplio alcance, y ella es esa tendencia unificadora que se señaló
antes. Ya se ha visto como la crítica a la ciencia dominante se vierte en términos de analogía política (“ciencia
monárquica” que se contrapone a “ciencia anárquica”). Y así debe ser, puesto que esa crítica no pretende
apoyarse en exigencias estrictamente científicas, sino se apresura a señalar en el enfoque científico errado
un mero reflejo de una tendencia general del espíritu, de toda una estructura del pensamiento y de la
sociedad que urge reemplazar. Pero también en la que habrá de sustituirla formas de pensamiento y
estructura social serán interdependientes, y el dogma no sólo será tal por ciertas cualidades intrínsecas en su
enunciado, sino además porque tiene un órgano de creación estrictamente determinado dentro de la
sociedad: el dogma nace en los templos.
Racionalismo aceptado, entonces, indirectamente y como consecuencia implícita de una elección previa en
favor de un orden unitario. Por lo tanto, no habrá contradicción, sino sólo un cambio de enfoque, si el acento
se carga luego sobre la voluntad -y el previo racionalismo se disculpa como necesaria adaptación al espíritu
dominante- para concluir en el predominio del sentimiento. Ahí va aproximándose cada vez más la
22 Obras, cit., t. I, pág. 301.
23 Doctrine de Saint Simon, exposición de diversos discípulos luego de la muerte del maestro; París, 1829, pág. 19.
24 Doctrine, cit., pág. 250.
25 Doctrine, cit., pág. VII.
26 Doctrine, cit., pág. 8.
religiosidad santsimoniana a su fuente romántica, de la que la separa todavía un propósito más serio y directo
de contribuir a la construcción de una sociedad nueva.
Echeverría a la vez participa y se mantiene alejado de este conato de fundar una religiosidad renovada.
Participa en cuanto lo conoce, y toma de él más de un punto de vista, y por otra parte hay muy buenas
razones para dudar de la completa sinceridad de aquellas recusaciones formales que de él hace. Pero ese
mismo hacer suyos ciertos puntos de vista nos revela a la vez hasta qué punto se hallaba distante de ellos.
He aquí, en el Discurso de introducción a una serie de lecturas pronunciadas en el Salón Literario en
setiembre de 1837, la contraposición entre la crítica, destructiva, de la guerra de Independencia y el orden
sereno de la época orgánica que debe sustituirla:
“Dos épocas, pues, en nuestra vida social, igualmente gloriosas, igualmente necesarias: entusiasta, ruidosa,
guerrera, heroica la una, nos dio por resultado la independencia, o nuestra regeneración política; la otra
pacífica, laboriosa, reflexiva, que debe darnos por fruto la libertad. La primera podrá llamarse
desorganizadora, porque no es de la espada edificar, sino ganar batallas y gloria; la segunda organizadora,
porque está destinada a reparar los estragos, a curar las heridas y a echar el fundamento de nuestra
generación social”. Pero veamos cómo es esa época organizadora: “… no nos pide la patria una idolatría
ciega, sino un culto racional; no gritos de entusiasmo, sino la labor de nuestro entendimiento; porque el
entusiasmo y la veneración idólatra, si bien útiles y necesarios en las épocas heroicas para conmover y
electrizar los pechos, no lo son en aquellas en que debe reinar la fría y despreocupada reflexión” 27.
Cautela contra entusiasmo, “fría y despreocupada reflexión”, ¿es esta de veras una época orgánica? Las
ideas saintsimonianas, contaminadas en este caso con otras de Vico, han servido para expresar esto: que a
la guerra ha de seguir la paz, luego del entusiasmo bélico debe reinar una más reposada consideración de las
cosas. Pero esto, desde luego, no tiene ya nada que ver con el sentido que tenía en el saintsimonismo la
distinción entre épocas críticas y orgánicas. ¿No sintió, entonces, Echeverría esa necesidad de unidad y
orden que era el motor de la nueva religiosidad saintsimoniana? Ya veremos que sí, pero se verá también que
esa exigencia cobró en él un sentido distinto. Lo primero que advertimos es que no compromete sino al
pensador político, no al artista o a aquello que era ante todo Echeverría: el modelador de su propia existencia.
No parece haber buscado en la exigencia unitaria el camino para resolver otros problemas más ńtimos que
los del país dividido; para ninguna, por ejemplo, de esas angustias e incertidumbres de las cuales suele
confesarse prisionero en sus escritos literarios. En todo caso esa exhibición de un alma atormentada se halla
muy distante de los ideales artísticos saintsimonianos. El poeta Echeverría está orgulloso de su filiación
byroniana -y Byron y Goethe eran para el saintsimonismo los más distinguidos representantes de la nueva era
crítica, del mismo modo que Juvenal y Persio lo habían sido de la crisis del mundo antiguo (un juicio tan
agudo o, si se quiere, tan impertinente como pueden ser tales calificaciones sociológicas de hechos
estéticos). Lo que admira y quiere imitar en Byron es esa orgullosa conciencia de su soledad, premio y
castigo a la vez del peculiarísimo metal de que está hecha su alma. “Las almas de fuego no sienten como las
almas vulgares”, tal es el epígrafe que pone Echeverría a unas páginas de supuesta confesión íntima, y no sin
duda para incluirse entre las segundas. En esas mismas páginas lo vemos apartarse de esas almas vulgares,
del vulgo bullicioso que puebla la Alameda, para entregarse a la comunión con la “salvaje naturaleza”, con las
ondas “turbulentas y majestuosas” 28 del Plata, espejo de un alma que aspira ella también a una grandeza
violenta y sombría. Los saintsimonianos no hubieran podido, sin duda, ver sin desaprobación este soberbio
aislamiento, en el hallarían el sello del egoísmo. Para refutar a Comte no les fue preciso examinar sus
doctrinas; les bastó hacer saber que el pensador se complacía en llevar vida solitaria. Por lo tanto “il n’y a
pour lui que fiel et amertume. Por lui tout est creux, l’Univers est un vide inmense. l’orgueil dont il s’emplit
l’oppresse et l’étouffe”29. He aquí una vez más la interdependencia entre forma de vida y formas de
pensamiento que hacía de la comunidad saintsimoniana a la vez que un medio de propaganda y difusión de
la doctrina, el fin último de esa difusión; esa comunidad era, a la vez que iglesia militante, iglesia triunfante.
Pero si sólo aparece el enfoque saintimoniano en el pensador político y no en el poeta o en el hombre
preocupado -como lo era en alto grado Echeverría- de modelar su vida según ciertos cánones y normas
conscientemente escogidas, en el político él conserva paradójicamente su rasgo dominante: es ante todo
27 Dogma, cit., pág. 263.
28 Así en las Cartas a un amigo, en Obras, cit. t. V, págs. 43-44.
29 En Le Globe del 13 de enero de 1833. Citado por Sébastien Charlety: Histoire du Saintsimonisme, 2° ed. París,
1937, pág. 115.
exigencia de unidad. Más esa exigencia no surgirá ya de lo más hondo del alma del pensador -de lo contrario
estaría siempre presente, en todos sus actos y creaciones-; no es sino un dato más, que éste ha hecho suyo
durante su periodo de aprendizaje, y de cuya legitimidad como exigencia fundamental no está él mismo muy
seguro.
Lo que no es impedimento, sino más bien motivo para que la reitere a cada paso con renovado énfasis. Tal
unidad viene dada desde luego por el fin único a que habrán de encaminarse todas las actividades humanas:
"política, filosofía, religión, arte, ciencia, industria, todo... deberá encaminarse a fundar el Imperio de la
democracia"30. Pero no sólo por el fin. Esa unidad implica a la vez riesgos comunes, un cierto eslabonamiento
en las concepciones que presiden este actuar dirigido concertadamente a una finalidad única: "Entendemos
por creencia -dice Echeverría, explicando qué es esa fundación de creencias que cree necesaria- no, como
muchos, la religión únicamente, sino cierto número de verdades religiosas, morales, filosóficas, políticas,
enlazadas entre sí como eslabones primitivos de un sistema y que tengan para la conciencia individual o
social la evidencia inconcusa del axioma y del dogma"31. Y en otro texto observa: “Hay, si se quiere, [en
nuestra sociedad] muchas ideas, pero no un sistema de doctrinas políticas, filosóficas, artísticas, no una
verdadera ciencia; porque la ciencia no consiste en almacenar muchas ideas, sino en que éstas sean sanas y
sistemadas, y constituyan, por decirlo así, un dogma religioso para el que la profesa” 32.
Por dos veces -y no son ciertamente las únicas- al referirse a la unidad de doctrina ha aparecido en el
trasfondo la religión. He aquí sin duda un rasgo saintsimoniano. Mas esa aproximación a la doctrina francesa
pone al mismo tiempo en claro la distancia que irremediablemente separa de ella a nuestro pensador. Lo que
en ella era llevar el acento a las relaciones que existen entre formas de pensar y formas de vida -entre un
pensar religioso, jerarquizado entorno de unas pocas premisas, y una sociedad religiosa, vale decir
desconocedora del egoísmo y organizada según una libre jerarquía- se halla aquí transpuesto a otro plano; no
hay ya tal vinculación, sino tan sólo un ligar estructura dogmática y fe, en el que persiste el racionalismo
originario, desglosado de un sistema en el que allá va su justificación. La justificación está ahora
precisamente en este ligamen entre la fuerte estructura unitaria que se exige para la Creencia y su capacidad
de promover una fe que sea estímulo para la acción.
Esto está aquí vinculado con una imagen causal de las vicisitudes sociales; el pensamiento que se hace
acción es una causa más, y en cuanto nos fijemos como finalidad uno de sus posibles efectos esa causa será
a la vez un medio, un instrumento que será valioso en cuanto nos aproxime al fin buscado. Para los
saintsimonianos esta actitud había de ser inconcebible; para ellos, en efecto, la unidad dogmática no es
valiosa porque pueda ayudar a construir una sociedad jerarquizada, sino en cuanto ella misma encierra esas
virtudes que hacen deseable el establecimiento de un orden social jerárquico. Pensamiento, acción y
sociedad no aparecen vinculados causalmente, sino como partes de una única estructura, de una totalidad
"orgánica".
Tan interesante como este involuntario distanciamiento de las ideas francesas es aquí otro, que no carece de
vinculación con el anterior. Esta unidad, que ha sido preciso fundamentar de manera distinta, ha cambiado a
la vez de sentido. Si entre los saintsimonianos lo religioso no designaba un dado credo de contenido
sobrenatural, si en verdad no quería sugerir contenido alguno, sino una pura forma, tanto de pensamiento
como de vida, y por ello la religión se asimilaba a la concepción filosófica que, organizada jerárquicamente en
torno de unos pocos principios, llegaba a gobernar todas las actividades humanas, regidas según un orden
unitario (y en este sentido debe entenderse la objeción a la ley de los tres estadios de Comte, a saber, que
también el estadio científico era religioso, sólo que lo era de otro modo) en Echeverría no hay ya asimilación
entre religión y dogma, es decir, lo religioso no es aquí todo el dogma en cuanto todo él encierra estas
cualidades. Es preciso entonces delimitar y justificar una esfera propia de lo religioso, que sólo podrá quedar
caracterizada por su contenido. Se plantean así para Echeverría con carácter necesario ciertos problemas
que no lo tenían tal para los franceses (y no se quiere decir con esto que ellos dejasen de plantearlos),
“Política, filosofía, industria, religión, arte, ciencia, todo...” deberá encaminarse a la democracia. ¿Hay, pues,
una religión en el Dogma? Digamos mejor que hay en él, o debe haber, ciertos principios directores válidos
también para la religión. “La filosofía -se lee en el párrafo titulado Emancipación de espíritu americano-

30 Dogma, cit., pág. 215.


31 Dogma, cit., pág. 139.
32 Dogma, cit., pág. 213.
ilumina la fe, explica la religión y la subordina también a la ley del progreso” 33. Veamos cuáles son las
explicaciones que nos promete la filosofía, cuáles los caracteres de esa religión subordinada a la ley del
progreso.
Para trazarlos se comienza por definir la religión natural: “Religión natural es aquel instinto imperioso que
lleva al hombre a tributar homenaje a su creador. Las relaciones del hombre con Dios son como las de hijo a
padre, de una naturaleza moral.
Siendo Dios la fuente pura de nuestra vida y facultades, de nuestras esperanzas y alegrías, nosotros en
cambio de esos bienes le presentamos la única ofrenda que pudiera apetecer, el tributo de nuestro corazón”. 34
Pero esta pura relación filial demuestra bien pronto ser insuficiente, y es preciso admitir que tal como nos es
pintada es muy poco efusiva:
“La religión natural no ha bastado al hombre, porque careciendo de certidumbre, de vida y de sanción, no
satisfacía las necesidades de su conciencia; y ha sido necesario que las religiones positivas que apoyan su
autoridad sobre hechos históricos viniesen a proclamar las leyes que deben regir estas relaciones íntimas
entre el hombre y su Creador”35.
Junto a esa pura relación, en sí necesaria y a cubierto de las vicisitudes históricas, apoyadas además en ella
se dan esas codificaciones que son las relaciones positivas. Ellas sí son mudables y contingentes, como
creaciones que son de la historia. Mas no hay en esta contraposición entre lo necesario y lo contingente de la
religión ninguna preferencia iluminista por lo primero, ninguna explícita desvalorización de lo segundo. No hay,
no puede haber más religión que la positiva, es decir, aquella en que el núcleo intemporal va protegido por la
corteza de un credo determinado. Esta legitimación de los credos positivos es desde luego muy distinta de la
que hubiese preferido un auténtico romántico, quien habría de ver en los distintos credos el constituirse -o en
todo caso el manifestarse- históricamente de algo en sí oculto e inaccesible. Aquí, por el contrario, lo
necesario y lo contingente aparecen Igualmente accesibles; se dan yuxtapuestos y por así decirlo ambos en
el mismo plano.
Pero es que tampoco en el credo positivo todo es mera contingencia: ante todo es necesario que haya un
credo positivo. Aquí el testimonio de la historia no hace sino corroborar un dato que es previo a todo examen
histórico, nacido de una supuesta necesidad de la conciencia humana. Pero ese credo positivo, que es
necesario que lo haya, puede ser rigurosamente cualquiera. Eso es cabalmente lo contingente en esos
códigos que son los credos positivos: su contenido. La historia los crea, y les da vigencia, pero no parece
atribuir privilegio alguno a ninguna de esas creaciones; todas ellas parecen situarse en el mismo nivel, y es
misión del pensador escoger la que crea preferible según ciertos criterios ideológicos previos. La creación
histórica de los credos positivos se manifiesta así ilusoria; en realidad estos credos son meras posibilidades
de elección del pensador y sólo alcanzará a justificar su vigencia aquel que el pensador haga suyo. El
testimonio de la historia, que antes tenía papel secundario, lo tiene ahora principal: es él el que revela la pura
contingencia de esos códigos que son las religiones positivas. Pero esa contingencia se identifica con la
posibilidad de una elección arbitraria (históricamente arbitraria por lo mismo que es ideológicamente
consecuente) de los contenidos dogmáticos de los credos positivos. He aquí cómo el evitar cuidadosamente
todo desdén ilustrado por lo histórico-contingente no logra impedir que ese elemento se presente con todos
los rasgos que lo hacen merecedor de ese desdén, pues ellos están implícitos en el enfoque iluminista cuyas
limitaciones advirtió Echeverría, pero que no fue capaz de superar. Ello permite que inmediatamente se
adopte el cristianismo como religión "progresiva", sin tomar en cuenta más que ciertos caracteres que se
atribuyen a su doctrina, como si la elección hubiese podido recaer sobre cualquier otro credo, con sólo que
estuviese más de acuerdo con los principios del Dogma, pues para nada se ha querido tomar en cuenta que
el cristianismo no es tan sólo un conjunto de dogmas, que tiene también su historia, y aún se dejó de lado el
hecho que para Echeverría debía ser el de más bulto de esa historia, a saber, que él era ya,
independientemente de toda aceptación o recusación, la religión vigente en el país:
La mejor de las religiones positivas -dice desde este punto de vista Echeverría- es el cristianismo, porque no
es otra cosa que "la revelación de los instintos morales de la humanidad".
“El evangelio es la ley de Dios, porque es la ley moral de la conciencia y la razón.”

33 Dogma, cit., pág. 195.


34 Dogma, cit., pág. 167.
35 Dogma, cit., pág. 167.
“El Cristianismo trajo al mundo la fraternidad, la igualdad y la libertad, y rehabilitando al género humano en
sus derechos, lo redimió... el cristianismo es esencialmente civilizador y progresivo... el cristianismo debe ser
la religión de las democracias".36
Aún aquí, en esa pura contingencia que son los credos positivos, se busca algún elemento necesario en qué
fincar su validez; así esos instintos morales, esa ley moral de la conciencia y de la razón, que se revelan en el
cristianismo, y aseguran su superioridad sobre los demás credos. Pero todo esto es sobremanera forzado; en
la decisión no pueden haber dejado de influir otros factores, y Echeverría ha de reconocerlo en una curiosa
nota:
"En varios párrafos, y en este especialmente, hay algunas opiniones críticas, sugeridas por la situación
excepcional de nuestro país, cuya tendencia no se ocultará a los lectores del Río de la Plata. Sin embargo,
hacemos la prevención, porque consideradas en abstracto esas opiniones pueden parecer erróneas o
contradictorias a los lectores extraños a nuestras cosas". 37
Con esta nota se abre el capítulo sobre religión, y lo cierra otra en la que se advierte igualmente hasta qué
punto se ha tomado en cuenta la situación argentina. Y cuando llega a su conocimiento la existencia de un
credo “más amplio” que el cristiano, el primer movimiento es de entusiasta aceptación, que luego se atempera
no sin que influya en ello la situación religiosa del país:
“La filosofía presiente ya y anuncia el nacimiento de una religión racional del porvenir más amplia que el
cristianismo, que sirva de base al desenvolvimiento del espíritu humano, y a la reorganización de las
sociedades europeas, y que satisfaga plenamente las necesidades actuales de la humanidad. ¿Quién será el
revelador de esa religión? La humanidad misma. Esta idea, que constituye el principio fundamental de la
doctrina de Leroux y su escuela, no ha salido aún de la esfera de la especulación, y nos reducimos a
anunciarla, no siendo tiempo todavía de ventilar entre nosotros las cuestiones que envuelve. Nuestra fe en el
cristianismo es completa: lo adoptamos además como la religión del pueblo, aun cuando quisiéramos verlo
reinar con toda su pureza y majestad” 38.
Más explícitas aun son las palabras con que justifica las proposiciones religiosas de la Creencia ante la
Asociación de Mayo. Afirma allí que al redactarla fue preciso “tener en consideración el hecho real,
indestructible de la existencia de una religión positiva en nuestra sociedad, reconocerlo y sujetarlo al criterio
de la filosofía. Ella [la Comisión redactora] ha pensado además que siendo la religión cristiana, bajo la forma
católica, la religión del pueblo, era de nuestro deber respetarla para no sublevar simpatías que pueden
oponerse en lo porvenir a nuestras miras políticas”. Queda para más adelante la lucha abierta, el “atacar de
frente la autoridad infalible de la Iglesia y del Papa sobre la interpretación y propagación de la doctrina
religiosa”39. Pero Echeverría no cree que esa lucha sea fácil. Los que lo oyen no alcanzarán a ver el día del
triunfo, aquel en que ha de reinar “en toda su pureza el cristianismo, desalojada la superstición y aniquilado el
catolicismo”. En estas promesas de aniquilación definitiva concluye la previa “adhesión completa” a la fe del
pueblo. ¿Hipocresía? Pero si tales limitaciones y reticencias deben encerrarse en notas y discursos
explicativos, no es sólo por consejo de la prudencia. No hallan cabida en el texto, porque nada en él debe
aludir a aquellas situaciones concretas que sin embargo gravitan decisivamente sobre el pensador. Este
influjo de la realidad está condenado a ejercerse clandestinamente -a pesar de que tomarla en cuenta haya
sido uno de los propósitos cardinales que llevó a Echeverría a la meditación política- y lo está porque en el
trasfondo de ideas en que se apoya el Dogma todo prestar atención a la realidad concreta implica apartar la
mirada de aquellos principios cuya validez no depende de las meras circunstancias, y en los cuales debe
apoyarse quien pretenda hacer obra duradera. Pero no por ellos esa exigencia de ir a lo concreto se plantea
menos urgentemente. Por el contrario, seguirá rigiendo como un elemento extraño y decisivo el curso tortuoso
del pensamiento de Echeverría e imponiéndole las más curiosas inconsecuencias. Así se establece una
insoluble tensión entre enunciado teórico y realidad práctica. Por eso en en nuestro caso los motivos de
adhesión al cristianismo que se dan en notas y explicaciones verbales deben ocultarse celosamente en la
exposición del Dogma, y esa misma adhesión, cuyo brotar de una concreta circunstancia no es justificación
suficiente dentro del sistema de ideas del autor, debe fingirse incondicionada, y no sólo en cuanto es total sino
en cuanto se apoya exclusivamente en ciertos elementos de la doctrina que se hace propia, a los que se
36 Dogma, cit., pág. 167-68.
37 Dogma, cit., pág. 167.
38 Dogma, cit., pág. 195.
39 “Lecturas hechas en la Joven Argentina”, en Dogma, cit., pág. 321.
atribuye universal validez. Ocultación, ficción, disimulo, de todo ello hemos encontrado en este proceder; en
suma, los rasgos exteriores de la hipocresía. Pero esa supuesta hipocresía no es una tacha ética, sino lógica,
y trasunta la impotencia del pensador frete a las duras imposiciones de la historia, que debe aceptar, pero es
incapaz de justificar.
Mas en todo caso este cristianismo tan tortuosamente aceptado debe integrarse con puntos de vista políticos,
filosóficos y morales para constituir una creencia unitaria (“entendemos por creencia… cierto número de
verdades religiosas, morales, filosóficas, políticas, enlazadas entre sí como eslabones primitivos de un
sistema”). Así la religión cristiana no será ya sino un capítulo de ese credo más amplio y habrá de quedar
subordinada a la economía general del Dogma. En el punto 11, titulado Emancipación del espíritu americano,
se intenta describir la estructura de esa creencia. Allí se alude, desde luego, a su sector religioso, sin tomar
en cuenta ya que él ha sido recogido por el pensador de la realidad en torno. ¿Y qué se dice en él?:
“La religión es el cimiento moral en que descansa la sociedad, el bálsamo divino del corazón, la fuente pura
de nuestras esperanzas venideras y la escala mística por donde suben al cielo los pensamientos de la
tierra”40.
Como definición estas frases ampulosos son sin duda insuficientes. Pero es que no se quiere aquí definir qué
sea la religión, y sí tan sólo aludir a un objeto bien conocido tanto por el autor como por aquellos a quienes se
dirige. Destruída la unidad saintsimoniana del Dogma, Echeverría no intenta siquiera delimitar con algún rigor
cada uno de los elementos que la componen. En el mismo capítulo la filosofía se le superpone
implacablemente con la ciencia:
“La ciencia enseña al hombre a conocerse a sí mismo, a penetrar en los misterios de la naturaleza, a levantar
su pensamiento al creador, y a encontrar los medios de mejora y perfección individual y social” 41.
Pero exactamente lo mismo hace la filosofía:
“La filosofía, en suma, es la ciencia de la vida en todas sus manifestaciones posibles, desde el mineral a la
planta, desde la planta al insecto infusorio, desde el insecto al hombre, desde el hombre a Dios” 42.
Pero no es dudoso que para Echeverría filosofía y ciencia no eran la misma cosa. Y no lo eran porque la
experiencia cotidiana se las presentaba como distintas, de la misma manera que lo que evocaba en esa
experiencia la palabra religión eran un credo y un culto muy determinados. He aquí una muy curiosa actitud
de parte de quien pretende transformar la sociedad: sus concepciones supuestamente novedosas sólo
adquieren sentido se se refieren a esa misma sociedad aún irredimida. Sólo tomándola en cuenta pasan a
aludir a algo determinado esas frases henchidas que arriba se citan. De este modo la novedad que puedan
traer consigo esas concepciones queda muy limitada; si pasase de ciertos límites, si llegara a implicar la
abolición del orden existente, el nuevo credo no hallaría en qué apoyarse, se desenvolvería en el vació, o
mejor quedaría él mismo vacío, tal como ocurre apenas dejamos de proyectarlo sobre esa realidad que
combate y a la que al mismo tiempo debe su fantasmagórica sustancia. Esa moderación, como la hipocresía
que antes se notó, no es una actitud deliberada y libremente elegida; por el contrario, el pensador no puede
dejarla de lado, porque es consecuencia de su incapacidad de crear una imagen nítida de ese nuevo mundo
por el cual combate. Esa imagen no puede surgir, por lo tanto, sino de lo ya existente, que así logra perdurar
clandestinamente en el nuevo universo redimido.
Pero cuando le toca exponer esa su doctrina religiosa secreta, cuyo conocimiento la prudencia aconseja
limitar a unos pocos iniciados, ella resulta muy cercana a la pública, a la que se enuncia en el Dogma. Allí
vemos un repudio, más franco y abierto del catolicismo, pero ese repudio sólo se hace posible concibiendo el
catolicismo como una impureza, un abuso, una forma patológica de la que es preciso liberar al cristianismo.
Por lo tanto, tampoco aquí se pretende crear algo nuevo, sino tan sólo reformar lo ya existente. Y esa reforma
no es en el fondo sino una restauración, la restauración de un primitiva pureza de la fe, “abolido el poder
colosal que se sienta en el Vaticano” 43. La imagen de la iglesia como una conspiración de “hipócritas y falsos
profetas”44, ya anticuada en la época en que se compuso el Dogma, es consecuencia ineludible de esta
imposibilidad, vigente también en el campo religioso, de crear nada radicalmente nuevo. La repulsa de lo viejo
no puede implicar, entonces, el rechazo de la verdad intemporal que él encierra, sino de los arbitrarios
40 Dogma, cit., pág. 196.
41 Dogma, cit. loc. cit.
42 Dogma, cit. loc. cit.
43 Dogma, cit., pág. 322.
44 Dogma, cit., pág. 322.
enmascaramientos a los que esa verdad ha sido sometida, por los siniestros manejos de algunos malvados.
No es causalidad que esta imagen que tiene Echeverría de la Iglesia Católica fuera en buena parte de la
Ilustración, pues todo el enfoque de lo religioso pertenece a ese círculo de ideas iluministas. Aquí se anula la
distancia que aún lo apartaba de ellas en aquélla su distinción de religión natural y religión positiva, ambas
igualmente necesarias y legítimas. Porque ahora se postula una religión, positiva desde luego, puesto que se
la supone viable, pero al mismo tiempo “purificada” de los arbitrarios agregados de la historia; en suma,
también ella natural cuando se la contraponga a los contaminados credos existentes.
Hemos recorrido así el círculo de las ideas religiosas de Echeverría y llegamos de nuevo al punto de partida.
¿Esta estructura ideal -en cuya construcción han gravitado tanto como los influjos ideológicos las
insuficiencias y limitaciones del propio pensador- gobierna sola el pensamiento religioso de Echeverría? De
ninguna manera. El conato inevitablemente fracasado de vivificar con el contacto de la realidad sus
construcciones ideológicas no es lo único que viene a turbar desde fuera la ruta de ese pensamiento. Hay
también una inclinación liberal que en él no halla cabida y se venga deformándolo y mutilándolo, negando su
misma base, la unidad de creencia. Esa unidad significa desde luego que hay un solo credo legítimo. Pero
ese credo debe a la vez abarcar todas las actividades y potencias de cada hombre. Esta segunda pretensión
la negaba implícitamente Echeverría en cuanto artista y modelador de su propia existencia. Pero aparece,
además, olvidada en el sector religioso del Dogma, al establecerse junto al honor que regla los actos del
hombre público una moral específica del hombre privado:
"Hay ciertas acciones que la moral aprueba en el hombre privado y reprueba en el hombre público. Es por lo
mismo necesario adoptar la palabra honor, la cual vulgarmente se aplica al hombre público que se conduce
con honradez y probidad, puesto que ella designa la moralidad en sus actos" 45.
Tal distinción se hace precisa porque "existe cierto desacuerdo entre algunos preceptos evangélicos y la
organización actual de las sociedades", a saber, "el cristianismo enseña abnegación de las cosas mundanas,
desprendimiento de los intereses terrestres, absorción del hombre en Dios o en la idea exclusiva de la
salvación de su alma, doctrinas enteramente opuestas a los deberes del hombre social y del ciudadano" 46.
Pero en seguida se echa de ver que honor y moral no son cosas distintas: "el honor y la moral no son sino
dos términos idénticos que conducen a idéntico resultado". Esto que Echeverría llama honor no es sino un
sistema moral que se contrapone a otro, a saber, el del Dogma que pretende para sí el ciudadano,
renunciando al hombre privado, que entrega a la moral cristiana. No importa a averiguar aquí si esta
propuesta división de jurisdicciones puede remediar eficazmente la oposición de ambos sistemas (podría
observarse en tal sentido, que para que haya ese desacuerdo que se supone existente es preciso que ambos
pretendan regir de distinta manera el mismo sector de conducta). Más importa señalar con qué facilidad, con
cuánta rapidez se deja de lado esa exigencia unitaria que era el cimiento maestro de la construcción de la
Creencia. Es que aquí esa exigencia choca con algo para Echeverría aún más decisivo, unos inexpresados e
indiscutidos supuestos liberales, que para regir su pensamiento no precisan siquiera de la deliberada
adhesión del pensador. Los vemos surgir en forma aún más espontánea al principio de la ya citada exposición
que sobre los temas religiosos del Dogma pronunció ante la Joven Argentina. Dice allí: “...he creído que no
debíamos ceñirnos a hacer una simple profesión de nuestra fe religiosa, puesto que nadie tiene derecho para
interrogaros sobre este punto ni a nadie Tampoco puede interesarle" 47. He aquí afirmadas incidentalmente
unas verdades que para Echeverría no necesitan ser fundamentadas, tan evidentes aparecen. Y sin embargo
ellas son incompatibles con la previa construcción dogmática que pretenden justificar, puesto que es
inconcebible en ella una creencia que no se someta a las normas y se acomode a la estructura de la
Creencia.
He aquí cómo la religión implícita en el Dogma choca con los más definidos propósitos que llevó Echeverría a
la meditación política -adecuación a la realidad concreta- a la vez que con sus inclinaciones más profundas:
su liberalismo. De ambos conflictos nacerá una tensión que no logra apaciguarse, y desde luego un
falseamiento y deformación del enunciado dogmático, que no alcanza a afirmarse plenamente en medio de
esos ásperos combates. Realismo y liberalismo deben así insertarse como puedan en ese sistema de ideas
que los contradice, y al que a su vez socavan, sin lograr sin embargo que sea dejado de lado por
construcciones más de acuerdo con la índole del pensador. Lo sorprendente aquí no es este conflicto larvado
45 Dogma, cit., pág. 173.
46 Dogma, cit., pág. 173, nota.
47 Dogma, cit., pág. 321.
e insoluble; cincuenta años antes de Echeverría y en su misma tierra se daban relaciones del todo análogas
entre escolástica y pensamiento moderno. Pero en todo caso aquel sistema de ideas sobre el cual iban a
insertarse las novedades que lo negaban había sido por siglos el carril propio de todo pensamiento, y quienes
ahora advertían confusamente que el suyo buscaba otro camino seguían sin embargo tributando a esas
trochas seculares una veneración que quizá hayas en difícil justificar, pero que podía prescindir de toda
justificación.
Nada de eso ocurre con Echeverría. Ese sistema que una firme voluntad mantiene en pie a pesar de que se
opone a las inclinaciones más hondas de su espíritu no lo había recibido de una vieja tradición; carecía
además de prestigio en el país, hasta tal punto que sea preciso ocultar celosamente sus orígenes y sus
consecuencias últimas. Y sin embargo el pensador se obstina en proclamarlo suyo.
Desde luego, Echeverría toma muy en cuenta que tales ideas son las vigentes entre los que creen directores
del pensamiento europeo. Esa es la carta de triunfo que esgrime contra De Angelis, que ha osado hablar de
los "delirios de Saint-Simon, Furier y Considerant". "¡Dios mío! -responde-. ¡Un pobre gusano acostumbrado a
revolcarse en la podredumbre, quiere escupir al Sol! ...No sabe V. que los tres primeros son celebridades
reconocidas por todo el mundo civilizado y que se han puesto fuera del alcance de toda crítica...?" 48. Pero
luego acusará a los unitarios de agregarse siempre frívolamente a la última de las modas intelectuales
europeas. No importa aquí lo que pueda haber de injusto en esa acusación. Lo que interesa es que los
unitarios aparezcan buscando en esa novedad ante todo un atributo más de qué ensoberbecerse, un nuevo
motivo de separación del común de las gentes; en suma, cualquier cosa menos el contenido de verdad que
ella pudiese encerrar. La actitud de Echeverría es a la vez menos frívola y más ingenua. Lo que le atraía en lo
nuevo no era propiamente su novedad, sino esa vigencia universal entre los espíritus selectos, ese ser
reconocido por el mundo civilizado que, según sus candorosas palabras, implica a la vez situarse fuera del
alcance de toda crítica. Novedad y verdad están aquí unidas, y la primera es piedra de toque de la segunda.
Ya se ha dicho cuán candoroso es ese criterio de verdad. Y él estaba implícito en la actitud con que
Echeverría entró en contacto con la cultura europea. No era la del que examina críticamente aquello que debe
hacer suyo, según ciertos criterios previos, no por inexpresados menos seguros. Propiamente no se daba
selección alguna entre los tan complejos elementos del momento cultural que conoció Echeverría ("ecléctico"
es para él, saintsimonianamente, un insulto, pero eso no le impide hacer suyos muchos puntos de vista del
eclecticismo). Más esa adhesión tan profusamente otorgada no podía ser, por eso mismo, muy profunda. En
rigor no era siquiera adhesión ni, desde el punto de vista en que se colocó Echeverría, era preciso que lo
fuese. Esos elementos culturales permanecían frente a él como otros tantos hechos, como cosas inertes, que
era preciso aceptar como datos proporcionados por la realidad en torno, y el reconocimiento de su validez no
implicaba acuerdo de ninguna clase con las tendencias propias del pensador, con sus más íntimas
repulsiones y preferencias, sino se imponía por su mera vigencia para "el mundo civilizado", del mismo modo
que un objeto se nos impone por su mera presencia, y es forzoso tenerlo en cuenta, por mucho que no se
quisiera hacerlo. Hay así algo objetivo, que permanece y quiere permanecer extraño al pensador mismo, en
esos elementos ideológicos que maneja Echeverría. Como ha notado Raúl Orgaz, "para Echeverría, que
quiso combatir el analfabetismo doctrinario (así debía juzgarlo él) de las élites argentinas... las ideas y los
ideales de Saint Simon, Leroux y Mazzini debieron participar del carácter impersonal y de la esencia colectiva
de los alfabetos"49. Y, según Chaneton, "lo único foráneo en sus páginas es el concepto filosófico de los
problemas. Lo cual es tan objetivo como el idioma en que estaba escrito el libro" 50. Aquí se revela con
claridad suma, sustentada además con el acento de la convicción, la actitud de Echeverría que Chaneton
parece a ser suya. Por eso la idea que, desligada de su contexto parece -y es- en extremo discutible (porque
ni las ideas ni la lengua son objetos de los que el pensador se apodera y hace suyos con sólo tomarlos, como
haría suya con sólo recogerla una moneda que hallase en su camino) es aquí justa en cuanto trasunta
fielmente el punto de vista de Echeverría. Esa actitud, ese entrar en un orbe cultural que supone concluso, en
el cual el único papel posible es el de pasivo acatamiento, es la actitud propia del discípulo. Por ella, y
mientras se mantuvo en ella lo fue Echeverría. Mas esas ideas que hacía suyas -de esa manera pasiva y
distante que acaba de describirse- iban muchas veces contra sus más íntimas repulsiones y preferencias. Y
ya que no le era dado recusarlas abiertamente, le quedaba un solo camino para defenderse de esas enojosas
48 En la primera de las “Cartas a don Pedro de Angelis, editor del Archivo Americano”, en Dogma, cit., página 387.
49 Raúl A. Orgaz: Echeverría y el saint-simonismo, Córdoba, 1934, página 51.
50 Abel Chaneton: Retorno de Echeverría. Buenos Aires, 1944, página 148.
concepciones que se obstinaba en proclamar suyas: ese camino era el de la incomprensión. Tales ideas se
hallan de pronto envueltas en una atmósfera hostil que las socava, las vacía, las reduce a una pobre fórmula
ya carente de todo sentido. Así hemos visto cómo la exigencia unitaria que estaba en la raíz de la religiosidad
saintsimoniana se transforma en una directiva tan imperiosa como enigmática para el mismo pensador que la
reafirma enfáticamente.
Y toda la ruta del pensamiento de Echeverría queda así tapizada de residuos ideológicos, de signos que han
quedado vacíos de todo significado, y sirven tan sólo de testimonio de una batalla que se ha librado sin que lo
supiese el vencedor, una batalla en que las ideas invasoras han sido silenciosamente aniquiladas. Pero ese
aniquilamiento no puede ser total. Echeverría será siempre, a pesar de todas sus vacilaciones y
contradicciones, el profeta de un orden nuevo y progresista. Y aún esas vacilaciones son ellas mismas
trasunto de pensamiento, de otros pensamientos, de otros puntos de vista inexpresados y sin embargo
presentes. Pero en este sentido sus consideraciones religiosas ocupan un lugar especial. Aquellas tendencias
que vimos cómo privaban de su sentido auténtico a las doctrinas religiosas proclamadas en el Dogma -el
liberalismo, la búsqueda de una concreta realidad- no son en sí mismas religiosas. El alma de Echeverría
tenía poco que decir en cuanto a esto. Sólo en un momento de desesperanza hemos oído una voz suya no
aprendida; pero en ese grito orgulloso de una voluntad ciega presa de un ciego destino todo lo que constituía
la personalidad propia, el perfil inconfundible de Echeverría se ha desvanecido. En él, en sus preocupaciones
más hondas, no tenía lugar alguno lo religioso. Por esto el que vemos aquí es el peor Echeverría; es el
discípulo fiel y diligente que, por desdicha, no comprende. Y ¿qué culpa tiene de no comprender, de que una
divinidad sarcástica lo haya puesto en contacto con un instante del pensamiento europeo abierto por todas
partes a nuevos problemas y nuevos enigmas como era el del romanticismo?. Echeverría sintió oscuramente
esa injusticia y esa crueldad, y en esos momentos la exigencia unitaria cobra un sentido más auténtico,
aunque desde luego mucho más limitado: es la voz impaciente del autodidacto, ansioso de saber a qué
atenerse, de unas pocas verdades claras y sencillas, buenas para difundirlas y no para discutirlas, y perdido
en la maraña de consignas contradictorias. Esperanza modesta y a la vez obstinada, contrafigura disminuida
y a veces pedantesca de la grandiosa aspiración saintsimoniana de un mundo y un pensamiento concordes;
no la despreciemos, sin embargo: bajo la ampulosa construcción de ideas aprendidas hemos oído ya la voz
de Echeverría. Y hemos aprendido además esto: que esa voz no ha de llegarnos con una palabra nueva, con
una palabra antes no oída. Esa en que -al fin- han de expresarse sus inclinaciones más hondas no es, a la luz
de una mera historia de las ideas, más original que los ejercicios del discípulo que habla con el corazón
puesto en otra cosa. No, no es demasiado novedoso lo que hemos de oír, es tan sólo la respuesta que
Echeverría pudo dar a los enigmas que le propuso su tiempo atormentado. Y eso, que se oculta bajo el alud
de ideas ajenas y contradictorias eso, es lo que podemos llamar sin mentira el pensamiento de Echeverría.

IV
EL PENSAMIENTO DE ECHEVERRÍA

LA EXIGENCIA UNITARIA
La exigencia unitaria le llega a Echeverría como herencia saintsimoniana, pero sólo comprenderemos lo que
en nuestro pensador significa si, dejando de lado la experiencia que le dio origen, examinamos aquella que
movió a Echeverría a hacerla suya y conservarla como piedra fundamental de la deseada regeneración. Esa
exigencia, vista desde su origen europeo, se nos aparecía como enigmática, había perdido su justificación
originaria y las que ahora la apoyaban eran muy poco pertinentes, del todo ajenas a su primitivo sentido. Es
precisamente ese sentido el que ha cambiado junto con aquellas justificaciones, y la nueva significación que
le permite conservar su papel predominante está vinculada con los propósitos más firmes que llevó
Echeverría a la vida política.
Echeverría, ya se ha visto, se pone en el lugar del partido unitario: la ruina de la nación se identifica para él
con el fracaso de ese partido. Pero esa identificación no era de ninguna manera cosa tan evidente como él
parecía creer, no era un dato que la realidad proporcionaba; era ya una peculiar manera de interpretar esa
realidad.
En el examen de la realidad nacional lo primero que quiere observar Echeverría es el papel del grupo
dirigente. Lo primero y aun lo único, pues el interés por lo demás, por ese mundo misterioso capaz de ofrecer
las más inesperadas y devastadoras reacciones, no se da sino subordinado al estudio de la actitud que frente
a él supo asumir el grupo dirigente unitario. Si ese grupo era lo único de veras activo que guardaba en sí la
nación, si todo lo demás no se definía sino por relación con él, altísima era con ello su dignidad, enorme a la
vez su responsabilidad; era en rigor responsable único del destino nacional, pues todo lo que ocurría en el
país era acción suya o reacción a esa acción; una reacción que era siempre posible, y por lo mismo
estrictamente obligatorio, prever. Antes de rechazar por injusta esa crítica del partido unitario, con su no
fundada inculpación por todo lo que ocurrió en el país, debe notarse que tal crítica no era sino preparación
para una empresa análoga; esa atribución de una responsabilidad indivisa al grupo unitario es a la vez la
aceptación plena de esa responsabilidad por quienes vienen a ocupar su sitio. Más que una intemperancia
polémica -que desde luego también la hay- debe verse en esas acusaciones airadas, y a veces disparatadas,
contra la filosofía corruptora, contra el ateo materialismo unitario, una consecuencia obligada de una visión
del mundo presidida por la acción de unos grupos directores que a su vez se han reunido bajo el signo de un
determinado sistema de creencias.
Como grupo dirigente, el unitario ha fracasado. Es urgente, entonces, averiguar cómo ha ocurrido eso; sus
errores servirán de enseñanza a quienes se disponen a emprender la misma aventura. Ha fracasado -ya se
sabe- porque no conoció una creencia unitaria. No ocurre tan sólo que las creencias de ese partido no diesen
el lugar debido a la generosa renuncia a todo egoísmo, no tan sólo que sometieran a todo impulso unitario
superador de ese egoísmo a un examen que partiendo de supuestos que negaban la posibilidad de ese
impulso, llegaba a la conclusión de que ese impulso efectivamente no existía, que la supuesta generosidad no
era sino el más hábil de los disfraces que pudiese tomar el egoísmo. No faltan en Echeverría acusaciones de
ese tipo; sensualismo, utilitarismo, egoísmo son términos que se dirigen como injurias contra la facción caída,
según modelos europeos no difíciles de determinar. Así, por ejemplo, la profesión, de fe de Avellaneda:

“Allá en la capital de Buenos Aires


a dudar me enseñaron los doctores
de Dios, de la virtud, del heroísmo,
del bien, de la justicia y de mí mismo.
Me enseñaron, como hábiles conquistas
del espíritu humano en las edades,
esos dogmas falaces y egoístas
que como hedionda lepra se pegaron
en el cuerpo social, y de la patria
la servidumbre y muerte prepararon.
Sofistas o sectarios sin criterio
de una filosofía
cuya vasta síntesis su intelecto
comprender no podía
el influjo moral no calcularon
de la doctrina misma que enseñaron”. 51

Acusaciones, como notaba ya Gutiérrez, un tanto absurdas. Pero esa falta de una creencia unitaria tiene
también para Echeverría un sentido mucho más evidente: faltó a los unitarios, y en general al grupo dirigente
argentino, una concordia fundamental en torno de algunas premisas de todos aceptadas. Y si antes se
usaban contra los unitarios ciertos expedientes de la polémica ecléctica contra el sensualismo, ahora se
seguirán las directivas de la polémica que desde distintos orígenes se movía al eclecticismo. Sólo que
tampoco los elementos que ella proporciona son del todo adecuados; no puede acusarse al grupo dirigente
argentino de haber intentado conciliar superficialmente ideologías irreductibles: ha sido por el contrario
secuaz intransigente -pero no firme ni constante- de las ideas que iba imponiendo sucesivamente la moda;
sucesiva y aun simultáneamente, pues (y es esta la más turbadora de las experiencias que tuvo Echeverría
con la cultura europea) no daba ella una respuesta única a las urgentes inquisiciones que se le planteaban, y
la pretensión de poseer la verdad, generosamente distribuida entre los sostenedores de ideas opuestas, no

51 Obras, cit. t. I, págs. 140-141.


hacía sino exasperar la polémica y aumentar la confusión. Pero ocurría algo aun más grave: no era ninguna
auténtica inquietud lo que movía a los argentinos cultos a ubicarse bajo el signo de determinadas corrientes
europeas: era un mero deseo de distinguirse, de brillar en el juego de las ideas. Por ello la variedad de
doctrinas no era sentida como una insuficiencia: era ella la que hacía posible una utilización de la cultura
europea en este campo subalterno -pues de no existir ella la asombrada admiración ante la novedad vendría
a agotarse bien pronto- y por lo mismo no se hacía ningún esfuerzo serio por concluir con esa situación. La
polémica supuestamente destinada a terminar con ella no era una colaboración en la búsqueda de la verdad,
sino en la de la máxima ostentación de las cualidades de las partes. Así como el partido unitario era en
política una ciega resistencia que se agota en sí misma, en la admirativa contemplación de su propio gesto,
ese partido representaba también para Echeverría una cultura que se agotaba en un despliegue sin seriedad
de propósitos. Así no podía constituirse una política ni tampoco una cultura seria. Pero esa actitud, que
comenzó por ser simplemente equivocada, pues no es preciso creer que los unitarios se lanzasen a
sabiendas al suicidio político, o que se fijaran la frivolidad como ideal cultural, se ha entumecido en la
adversidad; es ahora una rígida resistencia que, desligada ya de toda preocupación por el éxito, no pretende
ser una línea política, ni tampoco en el otro campo un sistema de formación cultural, sino una actitud ética;
todo desviarse de esa línea no cabrá ya juzgarlo como conveniente o inadecuado, será llanamente una
traición. Echeverría advirtió claramente que ese camino no llevaba a ninguna parte, y esto desde luego no
podía ser objeción para quienes lo seguían a sabiendas de ese hecho, pero sintió a la vez oscuramente la
inmoralidad de ese persistir en una actitud que se sabe destinada a no tener consecuencias. Esa sustitución
de la política por la ética no sólo es -digámoslo perogrullescamente- antipolítica; es también moralmente
ambigua: eso que se cree una directiva moral puede no ser sino mera testarudez y soberbia. El rechazo de
una política que no lleva a ninguna parte, de una actividad cultural reducida a un mero juego de habilidades,
se formula, sí, en Echeverría, en nombre del éxito, pero ese éxito no se busca tan sólo por sí mismo: esa
búsqueda significa aquí ante todo proponerse seriamente un fin, dar un claro sentido a la propia actividad. Por
eso en los reproches que mueve a la actitud intelectual dedos viejos grupos dirigentes hay algo más que el
señalar un error, una falta de prudencia en el camino elegido, hay algo más que el dolor de quien ve surgir de
allí la “servidumbre y muerte” de su patria, hay ante todo un rechazo de la pecaminosa frivolidad de esa forma
de pensamiento:
“Por esa facilidad con que todo se olvida entre nosotros, hemos llegado a dudar alguna vez si la Providencia
negó a los hijos del Río de la Plata disposiciones para la educabilidad: lo que imposibilitaría todo progreso en
el orden de las ideas, porque sin la facultad de educarse no hay como progresar en sentido alguno.
Pero reflexionando y observando bien hemos visto que olvidamos tan fácilmente las cosas por la frivolidad
con que las miramos, y porque rara vez nos dejamos impresionar por ellas de modo que se graben de un
modo indeleble en la memoria. Así se explica por qué desde el principio de la revolución andamos como
muelas de tahona girando en un círculo vicioso y nunca salimos del atolladero.
No hay principio, no hay idea, no hay doctrina que se haya encarnado como creencia en la conciencia
popular, después de una predicación de 35 años. No hay cuestión ventilada y resuelta cien veces que no
hayan vuelto a poner en problema y discutir pésimamente los ignorantes sofistas. No hay tradición alguna
progresiva que no borre un año de tiempo; y lo peor de todo es que no nos quedan al cabo ideas, sino
palabrotas que repetimos a grito herido para hacer creer que las entendemos... Contribuyen a este mal,
mucho en nuestro encender, la falta de buena fe unas veces, otra la incuria de nuestros pensadores y
escritores, quienes debieran llevar el hilo tradicional de las ideas progresivas entre nosotros, y persuadirse
que sólo por medio de la asociación, de la labor inteligente y de la unidad de las doctrinas, lograremos educar,
inocular creencias en la conciencia del pueblo.
Otras causas, además, obstan y dañan mucho a nuestra educabilidad: una es esa candorosa y febril
impaciencia con que nos imaginamos llegar como de un salto, y sin trabajo ni rodeos al fin que nos
proponemos; otra, la versatibilidad de nuestro carácter, que nos lleva siempre a buscar lo nuevo y extasiarnos
en su admiración, olvidando lo conocido.
La Europa, sin querer fomenta y extravía a menudo esta última disposición, excelente para la educabilidad,
cuando está bien dirigida. En cuanto a modas, comercio, y en general a todo lo que tienda a la mejora de
nuestro bienestar, nada hay que decir; pero sus libros, sus teorías especulativas, contribuyen muchas veces a
que no tome arraigo la buena semilla y a la confusión de las ideas; porque hacen vacilar o aniquilan la fe en
las verdades reconocidas, inoculan la duda y mantienen en estéril y perpetua agitación a los espíritus
inquietos”52.
En estas líneas vemos surgir una vez más la exigencia unitaria, y no ya como una palabra aprendida, sino
como desemboque de un previo examen y toma de posición frente a la realidad argentina. Esa exigencia está
aquí referida al papel que se atribuye al grupo dirigente: destinado a inculcar en el pueblo un dado sistema de
verdades, a “inocular creencias”, no podrá desde luego hacerlo mientras no las tenga él mismo, mientras
sustituya a esa su auténtica misión la de agitar debates ociosos, la de colocarse bajo el signo de unas
autoridades a las cuales es siempre posible oponer otras; a tomar, en fin, el papel de “abogados sofistas” en
medio del “laberinto de argumentos autorizados que se lanzan al rostro en la palestra los escritores de uno y
otro partido”53.
Pero esa unidad no podrá hacerse en nombre de uno de los credos que así luchan por la supervivencia,
credos exóticos que en nada aluden a la situación para la cual se pretende hallar en ellos soluciones. Hay
aquí una vena escéptica, no infrecuente en Echeverría, pues ese rechazo del pensamiento europeo es a la
vez rechazo de toda actividad especulativa. Así en las Cartas a un amigo se niega todo valor al saber como
guía de la conducta: “[...] en general, los escritores de esas ciencias son unos pedagogos insoportables;
quieren tratar a los hombres como a niños y les dicen con tono magistral y un compás en la mano: este
camino has de seguir para ser feliz; este sentimiento has de tener para no dejarte ofuscar por las pasiones y
errar la senda; este pensamiento ha de ser el ídolo de tu mente si quieres ser siempre virtuoso y feliz; y cada
uno aferrado a su infalible sistema divide en categorías el corazón humano y le señala la senda del bien y de
la virtud. ¿Y a cuál, entre tanto, atenerse para no errar? A ninguno, pues todos nos han dado los desvaríos de
su imaginación por reglas infalibles de moral y filosofía. ¿Y a qué sirve tanto fárrago de doctrinas? A llenar de
dudas el ánimo, a desmoralizar al hombre y poner muchas veces a la razón en guerra abierta con los
sentimientos espontáneos del corazón. Estoy convencido que el más simple campesino sabe más sobre
moral que el más sabio filósofo; es verdad que él no explica ni analiza sus sentimientos, pero es feliz
ignorando cómo siente y cómo piensa. A fuerza de reglas y preceptos pierden su fuerza los sentimientos más
naturales, se ofusca la imaginación y se engendran mil facticios que pervierten el corazón.
[...] las reglas y los preceptos violentan las inclinaciones naturales, y convierten, a menudo, los sentimientos
más pacíficos en pasiones frenéticas y fatales.
[...] estoy convencido que la única y mejor norma para obrar bien es el corazón, cuando éste no está viciado.
Pero se me dirá: ¿Cómo atajar el mal de las inclinaciones viciadas? Entonces yo responderé: Nada pueden
las declamaciones de la filosofía cuando el germen de la virtud está corrompido” 54.
¿A cuál atenerse para no errar? He aquí, ya se ha visto, la pregunta del autodidacto perplejo. Pero ese
escepticismo al que se llega no es el desesperanzado del romántico; significa a la vez la apertura de un
nuevo rumbo, al margen de todo conocimiento especulativo. La imagen del campesino ignorante, símbolo de
una sabia ingenuidad, no encierra aquí nada de la nostalgia por un paraíso irremediablemente perdido. Una
vez más hallamos bajo la corteza romántica una intimidad que no lo es; no hay ninguna inseguridad ni
angustia, sino por el contrario una íntima certeza de rumbo. Esto no ocurre tan sólo en Echeverría: el
auténtico problema romántico es en Hispanoamérica el político; allí sí reinaba la desazón ante un destino tan
enigmático como cruel. Por ello todos los demás problemas se transforman a su vez en políticos o dejan de
existir como tales: así el pensamiento religioso de Echeverría, intento de expresar la nostalgia por la fe
perdida, no es sino un rimero de frases arrebatadas e íntimamente frías, bajo las cuales se dibuja la vieja
justificación política de la religión como instrumento de gobierno.
No, no hay aquí ninguna nostalgia por una oscura sabiduría del corazón que está siempre a nuestro alcance,
que es aun un camino abierto cuando se advierte que el de la filosofía no lleva a ninguna parte. Frente a las
contradictorias conclusiones del conocimiento teórico queda el buen sentido común, y lo mismo ocurre en
política: “hagamos lo que hacen los políticos prácticos de todo el mundo” 55. “¿Sería un buen ministro Guizot
sentado en el fuerte de Buenos Aires, ni podría Leroux con toda su facultad metafísica explicar nuestros
fenómenos sociales?”56. Pero desde luego el llamado al sentido común es siempre insidioso; esos caminos
52 Dogma, cit., págs. 108-110.
53 Dogma, cit., págs. 125-126.
54 Obras, cit. t. V, págs. 60-62.
55 Dogma, cit., págs. 126.
56 Dogma, cit., págs. 122-123.
que él señala oscuramente precisan ser aclarados y determinados con rigor; y, entonces lo que nos presenta
como sencilla verdad de sentido común pasa a ser un pensamiento de ningún modo común, sino peculiar del
pensador que lo proclama. Así la renuncia a toda especulación no es sino renuncia a las especulaciones
ajenas, pues la propia no se debilita con ello, sino por el contrario se hace inexpugnable al ser identificada
con esa sabiduría previa a toda doctrina.
En torno de ese pensamiento ha de constituirse la unidad de creencia, unidad que es indispensable para la
acción. Si el escepticismo teórico frente a las conclusiones del pensamiento europeo se resolvía en la
reafirmación de unas determinadas conclusiones de ese pensamiento, que venían a situarse por oblicuos
caminos en una situación privilegiada frente a las demás, ese desemboque ofrece a la vez un remedio muy
sencillo para ese inconveniente práctico que trae consigo el seguir la cultura europea: su desconcertante
variedad de rumbos, que hace imposible tomar ninguno firme y constante. Para el seguidor del Dogma no
habrá desde luego problemas de esta clase: le basta con atenerse a su sistema de ideas, fijadas de una vez
para siempre. Pero ¿de qué ideas? Pues hasta ahora no se ha dicho nada del contenido de esa creencia
unitaria que se considera imprescindible. Sin embargo su contenido estaba implícito en esa misma exigencia.
Se ha visto cómo ella va unida a una peculiar visión de la historia en que tienen principal papel esos que
Echeverría llama grupos ilustrados y no son sino los representantes de un dado sistema de ideas. He aquí ya
una creencia que no ha de carecer de consecuencias; que, por el contrario, las determinará en todos los
campos del pensamiento de Echeverría. Y esa misma exigencia en su aspecto más formal, desligada ya de
toda motivación, esa misma voluntad de unirse será aquello en cuyo nombre se unirán los argentinos. Así
como la fe romántica se nos apareció como una voluntad de creer que quiere sustituir a una efectiva creencia,
y parte del hallazgo de la imprescindibilidad de la fe para una vida más dichosa, así la creencia política única,
nacida de un examen de la vida política del que surge el convencimiento de que es precisa para resolverlos
una creencia única, no es sino ese mismo convencimiento, capaz de reunir a cuantos desean terminar con
esos males.
Creencia única de ningún modo vacía. En torno de ella ha de constituirse toda una visión del mundo; hemos
de verla, en sucesivos giros vertiginosos, alcanzar las dimensiones del universo; pero si así transformada
puede parecernos a veces vacuo ejercicio retórico, grandilocuencia que se agota en sí misma, convendría
entonces no olvidar su origen más modesto y limitado: el ensayo de volver a constituir un grupo dirigente para
un país que lo ha perdido, y se complace en ello; se regocija en esa recién ganada licencia, pues sus viejos
guías no son ya sino mudos y tristes testigos desaprobadores, que, también ellos, gozan de su propio gesto
de desaprobación; ese su hosco apartamiento es su manera de tomar parte en el aquelarre. Así el grupo
dirigente ha decaído a grupo disidente. Es decir, que ha dejado de ser el portador de la continuidad histórica.
Este es el primero de los males argentinos, y a terminar con él se dirige en primer lugar la actividad de
Echeverría. Frente a esa quebrada imagen de la historia, caótico campo de lucha desde que quienes deben
dirigirla han renunciado a ello, era preciso construir otra, en la que el hilo conductor fuese el "hilo tradicional
de las ideas progresivas". Ello no significaba tan sólo aceptar un compromiso para el futuro, el de proceder de
modo tal que la Argentina volviese a desenvolver su vida en torno de la tradición progresista. Implicaba
también la adopción de un canon de interpretación del pasado, un pasado que sólo se hará inteligible en
relación con esa tradición progresista: presente o ausente en los hechos que se someten al examen del
pensador, ella domina siempre la imagen del mundo de Echeverría.

LA TRADICIÓN PROGRESIVA

No un motivo solo, un complejo entrelazarse de ellos es lo que llevó a Echeverría a plantearse como uno de
los problemas centrales de su pensamiento político el de la tradición.
Desde luego, el tema se hallaba vivo y presente en el instante de la cultura europea que conoció Echeverría.
Y en el panorama de su propio país no era difícil discernir la presencia de elementos muy próximos a los que
llevaron este tema al primer plano de la atención en Europa. Aquí también se daba por parte de los más un
insospechado apego por las antiguas formas de vida, que no tenía ni buscaba justificación racional alguna, y
parecía apoyarse tan sólo en que esas formas eran las viejas y queridas, en que parecía inimaginable
desenvolverse al margen de ellas; en suma: en que eran, las tradicionales.
Mas hay todavía otra razón para ese interés de Echeverría por lo tradicional, y debemos buscarla en las
relaciones que intenta establecer entre la Nueva Generación y el ciclo revolucionario de Mayo. Echeverría -es
bien sabido- reprocha a los unitarios su infidelidad a la tradición de Mayo. Ahora bien, tales hombres, al
contrario de los que formaban la generación del 37, habían participado en la revolución, y sin duda no
hallaban ningún hiato entre sus tendencias de entonces y las que ahora los movían. Por ello las críticas de
Echeverría habrían de parecerles injustas. Sin embargo no carecían ellas de fundamento. Mayo era -para la
Nueva Generación y no para los unitarios- un hecho tradicional, porque ella, y no sus predecesores en la
lucha política, era capaz de ver que el ciclo revolucionario estaba cerrado, que todo él pertenecía ya al
pretérito, y que el ser fieles a su espíritu no podría ya limitarse a mantener ciegamente los ideales que él
había defendido, de modo que esa fidelidad planteaba a su vez un problema que era preciso aclarar. Pero
aclarar el problema de la fidelidad a un pasado que se sabe tal, y que por lo tanto va acompañada de una
cierta independencia frente a él, importaba delimitar una imagen de lo tradicional muy rica en posibilidades,
entre ellas de una visión propiamente histórica del pasado argentino. Todo eso, y señaladamente esto
último, se queda en Echeverría en mera posibilidad, lo que debe achacarse a un especial sesgo de su
pensamiento: suele partir de una visión ingenua en la que lo decisivo en cuanto a la validez de las ideas es,
románticamente, la concreta circunstancia en que ellas brotan. Mas para las que formarán el sistema así
construido aspirará a una validez absoluta, desvinculada de la circunstancia histórica que las ha visto surgir. Y
con ello la imagen de lo tradicional ha de sufrir muy importantes limitaciones.
No sólo esa tendencia predominante en todo su pensamiento lo impulsa en este segundo sentido; le es
preciso además armonizar las dos imágenes de lo tradicional que hemos señalado: una que ve en la tradición
lo "eternamente pretérito", una fuerza sin rostro que se opone a los afanes iluminados (y, como se ha visto,
estos giros de la Ilustración no son impropios al referirnos a Echeverría), y otra que afirma la necesidad de
sostener algunos ideales tradicionales. Quizá ambas hubiesen sido conciliables en una visión histórica y no
estática de lo tradicional. Pero otro es el camino que toma Echeverría. Introduce un tercer factor, que
justificará racionalmente esta duplicidad de imágenes de lo tradicional, y hará por lo tanto innecesario todo
intento de reducirlas a unidad. Se trata de la fe en el progreso.
¿Fe en el progreso? Más bien deberíamos hablar quizá de fe en lo progresista. Pero en el sistema ya
concluso, en el Dogma o en los confusos versos de intención filosófica del Avellaneda lo que prima es la lucha
de dos principios, el progresista y el retrógrado, que se disputan el dominio del mundo. Mas ¿qué es lo
progresista y qué es el progreso? Para lo uno y lo otro no da Echeverría respuesta demasiado precisa.
Progreso no es sino el desenvolvimiento de lo que trae consigo de benéfico la tradición. Con ello se legitima
la doble visión de lo tradicional, mas al mismo tiempo se la carga de intención valorativa: una tradición
retrógrada, que se identifica con el mal; otra progresiva, que es tal en cuanto es "benéfica". Y a la vez se
impone una -visión estática de la tradición y progreso, puesto que la lucha entre ambos principios que se da
en el curso de la historia no es sino el trasunto de un conflicto previo, planteado en el seno de lo tradicional, y
por ello el progreso no es sino el "desenvolverse" de algunos, elementos ya existentes en la tradición.
Tradición que ha pasado a abarcar ambos principios, mas por ello mismo ya no desempeñará papel alguno
autónomo en el sistema de Echeverría, puesto que en cuanto "benéfica" se identifica con el progreso, y como
retrógrada constituye un principio autónomo, maligno, que sólo puede definirse como negación del opuesto y
resultará así aun más impreciso que éste.
Veamos cómo se construye esta antítesis. Lo progresista se caracteriza, para Echeverría, por desarrollarse
en torno a una idea o a un sistema de ideas. Mas no conviene equivocarse: en Echeverría, como en toda la
generación del 37, no se da en la imagen de la idea el amor a lo concreto propio del romanticismo. A lo sumo
alcanzarán las ideas una ambigua personificación alegórica como doncellas trashumantes. Así en Alberdi:
"Las ideas son unas vírgenes que, como las estrellas, están destinadas a viajar eternamente". Y esta imagen
un poco grotesca reaparece en uno de los últimos escritos de Echeverría: "Las ideas de la Francia
Republicana, en su viaje de circunvalación por el mundo, han de tocar necesariamente en América" 57.
En torno a estas ideas se constituye una creencia, un credo. La misma palabra "creencia" nos está ya
revelando la doble naturaleza de ésta; se trata de un sistema de ideas lógicamente trabadas entre sí, y del
que sean veraces depende el éxito del movimiento que habrá de surgir de ellas ("¿Qué es un hecho político
funesto? -se pregunta Echeverría-. El resultado de una idea errónea. ¿Qué es otro, fecundo en bienes? El de

57 Dogma, cit., págs. 442.


ideas maduras y ciertas"). Pero se trata al mismo tiempo del más poderoso estímulo para la acción, y como
tal deberá reunir ciertas condiciones, de modo que alcance, para quien la profesa, "la certidumbre de un
dogma religioso".
Este núcleo de axiomas no puede surgir sino como creación de un pensador: "en las grandes sociedades
europeas" -y, como se verá, también en la incipiente sociedad argentina- "no puede concebirse ni realizarse
revolución alguna social sin que la razón humana prepare de antemano los elementos de ella y sin que exista
madura en la cabeza de los que la inician una idea generatriz y dominadora" 58. Entonces la idea puede ya
cobrar carne mediante la Revolución. El de la revolución es el único hecho histórico de veras significativo;
transcurrido él se ha incorporado una nueva corriente al curso histórico y será capaz de los más notables
desarrollos, pero todo ello no importará sino un hacerse evidente lo que ya estaba implícito en el instante
inicial.
El instante revolucionario es, en la Argentina, Mayo. Echeverría ha señalado repetidas veces las mutaciones
muy hondas que Mayo trajo consigo, en la política como en la vida. Aun en algún instante descriptivo de su
poesía insistirá sobre el tema, y en La Guitarra nos hará ver a un personaje, Ramiro,

"[...] en el corredor
del caserío, sentado
en el gran sillón vetusto
de gusto anterior a Mayo".

Y una nota explicativa se encarga de poner en claro la intención didáctica de esta alusión: "En Mayo de 1810
se inauguró en el Plata la revolución de la Independencia. Antes de esa época muebles, trajes, modas, todo
era de gusto severamente español; después de ella el comercio libre trajo al país objetos labrados al gusto de
los pueblos europeos..." 59. Mayo es un cambio en la política, un cambio en el comercio, un cambio en las
costumbres, pero es todo eso porque es algo más: nada menos que la entrada en la historia de esta parte del
continente; "en Mayo el pueblo argentino empezó a existir como pueblo. Su condición de ser experimentó
entonces una transformación repentina. Como esclavo, estaba fuera de la ley del progreso, como libre entró
rehabilitado en ella..." 60. Lo que ocurría antes de esa fecha no alcanzaba dignidad de historia, era tan sólo esa
mecánica actividad que Echeverría llama la rutina, desprovista de todo sentido y en el fondo inerte.
Mas ¿cuál es el sentido de esa mutación? Ella, lo sabemos, introduce en la senda del progreso, pero
Echeverría no da dirección determinada a ese progreso. Hacia una mayor unidad, dicen los saintsimonianos,
y algo análogo afirma Alberdi; pero esa unidad que en los franceses implicaba "una común acción de gracias
hacia la fuente de la cual recibimos la vida, hacia el Amor" 61, en el argentino se halla transpuesta a otra clave;
se trata aquí de una nivelación de toda la humanidad, de una mayor aproximación entre los pueblos, "merced
a la perfectibilidad indefinida de nuestra naturaleza" 62, merced también a los medios que él progreso
proporciona. Echeverría va más allá y llega a identificar el progreso con la conquista del bienestar, pero bien
pronto se echa de ver que también esto tiene un sentido ambiguo entre el mero bienestar material y el "vivir
conforme a la ley de su ser", según reza la fórmula que toma de la Joven Europa. De todas maneras, aunque
no haya logrado determinarse su dirección, la fuerza progresista no puede confundirse con su contrincante
retrógrada: no se trata de dos estructuras idénticas pero de sentido opuesto. Si, así ocurriese no sería ya
posible distinguir válidamente dentro de las premisas del sistema cuál es la "benéfica" y progresiva.
Pero no ocurre así. Si la creencia progresiva es una estructura de ideas que de pronto se inserta en el flujo de
los hechos, para constituir una fuerza que habrá de centrarse en esas ideas, la característica de lo retrógrado
es carecer de todo centro, no ser referible a sistema alguno de ideas, y reducirse a una mera actividad ciega
que, privada de fin y de sentido, no es en el fondo sino pasividad, resistencia pasiva frente a la nueva
ordenación que las ideas revolucionarias están imponiendo. Por eso es particularmente feliz la vieja imagen
que a menudo emplea Echeverría, la que contrapone la luz a las tinieblas. Al haz de rayos agrupados en torno
de una fuente común se opone la oscuridad sin centro y sin forma que, herida por la luz, es incapaz de
58 En “Sentido filosófico de la Revolución de febrero en Francia”, en Dogma, cit., págs. 444-445.
59 Obras, cit. t. I, págs. 196.
60 Dogma, cit., pág. 85.
61 Doctrina, cit., pág. 76.
62 Ver el Fragmento Preliminar al estudio del derecho, reedición fascimilar, Buenos Aires, 1942, pag. 313.
combatirla activamente, pero halla su fuerza en su propia infinitud, de manera que ninguna derrota habrá de
lograr su total extinción.
Esa diferencia de estructura entre lo progresista y lo retrógrado es la que hace que en El Matadero el único
personaje pintado en forma poco convincente sea la joven víctima. Mientras los demás, representantes de la
fuerza retrógrada, no representan en el fondo sino a sí mismos, a sus propios instintos y oscuras tendencias,
y por ello se mueven y actúan libremente, el asesinado es a la vez representante y símbolo del progreso, su
actividad debe ser el trasunto de un muy determinado sistema de ideas, y por eso mismo aparece falsa y
trabada. Y cuando Echeverría -movido por su curiosa creencia de que también el arte debe ocuparse de lo
general, construye en el Avellaneda, figuras típicas de representantes de lo retrógrado, y teme haber dotado a
esa fuerza de un centro y símbolo en Rosas, se apresura a agregar que

"[...] nada Rosas es, sino un mal hombre,


un gaucho oscuro..."63.

Es decir que no ahorrará a lo retrógrado el análisis disociador que no quiere emprender frente a lo
progresista.
He aquí el mundo escindido hasta sus raíces íntimas en dos fuerzas opuestas, y desde el instante
revolucionario se trabará entre ambas una lucha que sólo puede concluir por la "aniquilación del espíritu de
las tinieblas". Pero no será esa lucha la sola tarea que debe emprender lo progresivo. La creencia que se
encarna en la revolución es aún un conjunto de ideas muy genéricas y esquemáticas, y será preciso
desarrollarla hasta que encierre en una muy apretada red todas las actividades humanas. ¿Cómo se logra
ello? No desde luego por transformación, alguna del sistema primitivo, que permanece inmutable. Pero al
presentarse un hecho nuevo, no previsto en el sistema de ideas revolucionarias, se buscará de entre éstas
alguna muy general, que pueda ser válida aun en este caso determinado. De la conjugación entre esta norma
generalísima y el caso concreto surge una regla de conducta inequívoca, que permite reaccionar sin titubeos
frente al hecho nuevo e imprevisto, sin que haya sido necesario apartarse del credo revolucionario original.
Así procederá Echeverría frente al hecho nuevo de la intervención francesa en el Plata. ¿Debe la Nueva
Generación apoyarla? Sí, responde Echeverría, porque "Mayo echó por tierra la barrera que nos separaba de
la comunión de los pueblos cultos" 64. El sistema de ideas que Mayo trajo consigo no contenía, por supuesto,
una respuesta directa a este trágico dilema, pero el pensador creyó posible deducirla de la actitud
genéricamente abierta frente a todo lo extraño y el apartamiento del cerrado orbe hispánico que la revolución
significaba. No interesa aquí averiguar si la deducción es legítima, si la solución a que se llega estaba
efectivamente en las premisas, sino poner en claro el procedimiento mediante el cual se justifica una dada
actitud refiriéndola al sistema de amplios y vagos principios que en un primer momento han constituido la
constelación de ideas revolucionarias.
Así va creciendo la mole del credo revolucionario, por el agregado de nuevos corolarios que -notémoslo bien-
no aportan en verdad nada nuevo a las premisas primitivas. Es un proceso sin vitalidad alguna, en el que no
se da propiamente creación. El instante creador fue aquel en el cual la ligera estructura ideal de la primitiva
creencia revolucionaria surgió en la mente de un pensador para encarnarse luego en el hecho revolucionario.
Si antes de la irrupción de las ideas revolucionarias no hay en rigor historia, tampoco la hay luego, en esa
lucha de resultado seguro entre lo progresista y lo retrógrado, que Echeverría llega a identificar con la "guerra
fatal y necesaria, entre la causa del bien y su contraria" 65, o en el crecimiento mecánico del nuevo credo.
Echeverría construye así una historia que se reduce a un solo instante misterioso: aquel en que surge la
creencia revolucionaria. Mas ese instante -que en la Argentina es Mayo- es a la vez un momento como otros
en el curso de los hechos que realmente han ocurrido, y ese mismo carácter de punto de tangencia entre el
flujo de los hechos sin importancia y la historia que realmente interesa lo condena inexorablemente a quedar
a oscuras. Porque determinarlo de cualquier manera implicaría poner en primer plano el aspecto subalterno
de este instante de doble raíz: su concreta inserción en el curso de los hechos, sus vinculaciones con los que
le anteceden y le siguen. Pero lo que importa es que no se pierda de vista que ese instante es de "cambio
absoluto", y como tal trasciende toda posible determinación. He aquí quizá la razón más honda por la cual
63 Obras, cit. t. I, págs. 336.
64 Dogma, cit., pág. 103.
65 Obras, cit. t. I, págs. 334.
Echeverría -como ya se ha advertido- no quiso someter a un análisis disgregador el hecho revolucionario, y
prefirió aceptarlo sin examen, para que fuera la piedra básica de todo su sistema.
La primitiva constelación de ideas es, como se ha visto, sustancialmente inmutable. Y si los hechos lo niegan
con excesiva estridencia hay un medio, para explicar esta contradicción. Por ejemplo, si los Hombres de
Mayo proclamaron la soberanía del pueblo y no, como hubiese preferido Echeverría, según una fórmula que
recoge de pensadores de la Restauración francesa, la de la razón del pueblo, ello no fue "extravío de
ignorancia, sino necesidad de los tiempos" 66. El postular una necesaria y sabia hipocresía de los hombres que
viven ya en el futuro, frente a una época incapaz de recibir la verdad desnuda es, y esto es bien sabido, un
carácter típico de la visión histórica ilustrada. Pero esta explicación tiene un sentido más amplio que el de un
mero resabio iluminista: es la manera más sencilla y directa de conciliar la creencia en un sistema de
verdades inmutables con un interés nuevo y prepotente por un pasado que no parece muy abierto a tales
verdades; interés difícilmente justificable si se pretende ver en ese pasado tan sólo un entretejerse de
necedades y desvaríos.
A la vez que inmutable, la constelación de ideas revolucionarias es única. Es posible que en el curso de la
historia haya sufrido deformaciones o mutilaciones caprichosas, pero sus verdades permanecen rigiendo
idealmente fuera de ese curso, a la espera de ser captadas en su auténtico sentido. Algo de eso se trasunta
en la comparación que traza Echeverría entre su Creencia y el Cristianismo. Echeverría no es, por supuesto,
el único pensador que halaga su propia vanidad calificando a su sistema de "nuevo cristianismo". Y lo que en
él queda en alusión discreta, en algún correligionario entusiasta (por ejemplo, Quiroga Rosas) será abierto
paralelo entre la misión de la Nueva Generación y la de los Apóstoles. Pero ocurre aquí algo muy significativo.
Mientras los saintsimonianos, por ejemplo, de quienes tomó quizá Echeverría esta inmodesta costumbre,
quieren significar con este paralelo que la doctrina que ellos sustentan será el núcleo en torno del cual habrá
de centrarse la nueva era orgánica, tal como en la Edad Media ella se había construido en torno del
cristianismo, y se apresuran por otra parte a señalar las diferencias entre una y otra fe (de las que
naturalmente deducen la superioridad de la nueva), Echeverría no puede aceptar que dos sistemas
dogmáticos se hayan sucedido en el tiempo, sin que sea posible reducir el uno a deformación del otro. Por
ello, podrá decir en el Avellaneda:

"Y así para hombres y pueblos se cumplieron


del Cristo las divinas profecías.
Mas la razón humana, ebria de orgullo
y de ciencia y poder que creyó suyo,
quiso endiosar sus propias concepciones,
y se abismó en el caos, porque de vista
perdió las luminosas tradiciones
que revelara el genio en el pasado;
pero la ley de Dios, la ley del Cristo
mejor interpretada y comprendida
volvió a poner al hombre descarriado
en la senda del bien y de la vida"67.

He aquí, al parecer, una alusión a toda la historia espiritual del Occidente a partir del cristianismo, y ella está
descripta en términos de aproximación, alejamiento y nueva aproximación a una verdad que en todo el
proceso ha permanecido inmutable, y a lo sumo ha logrado ser "mejor interpretada y comprendida".
Esta paulatina iluminación del mundo por las ideas, que aquí acaba de verse, requiere a la vez una muy
determinada imagen de la realidad. Pero tal imagen -que en efecto se da en Echeverría- aparece también ella
enmascarada por otras opuestas, que Echeverría no llegó a rechazar. Quizá uno de los puntos en que la
tradición romántica casaba más difícilmente con esa imagen de la realidad fuese el del municipio. Y

66 Dogma, cit., pág. 184.


67 Obras, cit. t. I, págs. 348.
precisamente en las consideraciones que Echeverría dedica al municipio hemos de ver surgir el nítido perfil
de esa concepción triunfante en una lucha sobre otras que, aunque el mismo Echeverría no lo advirtiese, le
eran hostiles.

LA IDEA MUNICIPAL Y LA IMAGEN DE LA REALIDAD

En el examen que hace Echeverría de la realidad argentina, con la que será preciso en adelante contar para
todo conato de regeneración nacional, halla un elemento que ocupa en ella un lugar peculiar. Nacido de la
colonia, no vale para él el sumario juicio que condena a todo ese régimen, porque es anuncio en esa era
tenebrosa de la revolución futura, a la que sin embargo deberá su extinción. Ese elemento es el municipio.
Desde que la generación del 37 llamó la atención sobre él no ha sido infrecuente que se lo tomara como
piedra fundamental para una Argentina renovada y muy curiosamente, esa su permanencia en el primer plano
de la especulación política ha coincidido con una muy escasa gravitación en el campo de la política efectiva.
Desde su aparición van unidos en el interés por el municipio la preocupación por el futuro con el examen del
pasado. Ello puede significar, en el mejor de los casos, que se viese en el pasado, como lo vio Echeverría,
aquello que plasma, o por lo menos revela, el "modo de ser" argentino. Pero puede significar también la
construcción y utilización de una dada imagen del pasado como argumento en favor de una línea política
previamente establecida. Esto ha ocurrido también, desde luego en el caso del municipio; y algún debate
supuestamente histórico sobre el papel del cabildo colonial no es sino discusión política sobre el papel que
debe tener la comuna en la Argentina republicana. Pero aquí ha desaparecido ya todo interés autónomo por
el pasado, y el hecho deja por lo tanto de interesarnos. Interesa, sí, advertir cómo quienes quisieron
honradamente averiguar cómo era ese modo de ser debieron a la vez estudiar el papel de la comuna en
nuestra vida colonial y en la transición hacia la independencia. No se quiere aquí juzgar si quienes
emprendían tal investigación llevaban ya, sin saberlo, una muy determinada solución para ella, ni es preciso
señalar -porque se lo ha hecho ya hasta la saciedad, y a veces en forma harto simplista- lo que pudo haber
de falaz o de incompleto en la imagen del sentimiento liberal vago pero potente que animaba a nuestros
cabildos en su tenaz lucha por sus fueros. Pero véase cómo este interés por el municipio, nacido de nuestra
generación romántica, logra arraigar en el pensamiento nacional y perdurar en él por un tiempo insólitamente
prolongado. Eso se debe a que fue recibiendo a lo largo de su vigencia estímulos muy diversos, y él mismo
fue variando junto con esos estímulos. Los modelos de vida municipal se desplazan a través de los
continentes, y el ideal se colora según las cambiantes preferencias del tiempo, pero conservará siempre -aun
cuando queme los viejos ídolos, y no aspire ya a señalar rumbos, sino a dar una descripción neutra de una
realidad que proclama análoga a la que estudian las ciencias naturales-, conservará siempre el sello de su
origen romántico. Porque romántica era en efecto la fuente de que tomó Echeverría, junto con su generación,
el interés por la comuna. Y romántico es el propósito polémico con que recuerda las inmerecidas desgracias
de esa víctima del centralismo unitario.
En su origen pudo tener esta exaltación de la comuna el sentido de una glorificación del tercer estado, que
mantuvo en tiempos bárbaros el rescoldo de la civilización romana. Pero esa glorificación había tomado ya un
derrotero particular: era a la vez búsqueda de los orígenes, era la pretensión ingenua y obstinada de captar
una tendencia en su pureza primitiva a la vez que en su plena vitalidad, o, mejor, de alcanzar en su desnudez
originaria una energía creadora de unas formas en las que sin duda ha de manifestarse, pero va
enmascarada. Por ello es preciso buscarla en su origen, en la imagen mítica de una edad de oro no de
quietud, sino dominada por la pura creación, por una serena actividad no perturbada. He aquí un primer
aspecto del interés por el municipio.
Pero no sólo se daba esa búsqueda reverente de los orígenes de la libertad moderna. En la necesidad de
resolver el conflicto entre autoridad e individuo también podía hallarse en el municipio una respuesta peculiar.
No se quiere ya ver frente a frente al estado unitario, creación desprovista de toda sustancia histórica, y un
genérico individuo, también él formal y abstracto. La imagen de un estado formado por una libre federación de
municipios no implica crear un grado más en la escala de términos contrapuestos, es la pretensión de acabar
con toda contraposición mediante una imagen más rica y concreta del individuo y del estado; del individuo,
sumergido en una comunidad dentro de la cual alcanza pleno sentido su personalidad propia, conformada
por ella a la vez que en contra de ella; del estado no ya visto como una voluntad formal, sino como creación
de esos individuos agrupados en unas comunidades a cuya adhesión constantemente renovada debe su
existencia.
Imagen de un mundo en discorde concordia, que no estaba ausente del pensamiento de Echeverría. A ella
alude quizá al escribir a Urquiza que "tomando como principio de nuestra doctrina el pensamiento de Mayo,
queremos la verdadera Federación, porque queremos la democracia, que no es otra cosa que la organización
federativa de la Provincia y de la República... queremos para asegurar el goce de esas garantías sociales, la
organización del Sistema Municipal en cada distrito, en cada villa, en cada Departamento de Provincia, y V. E.
no debe ignorar que el sistema municipal es el fundamento necesario de toda federación bien consolidada y
cimentada"68. En esta carta hay una ambigüedad querida, y el término mismo de federación está destinado a
introducir ocultamente una exigencia nueva, identificándola con las creencias más queridas de aquellos a
quienes se revela así a medias. Es la inocente insidia del misionero, y quizá a Echeverría, que gustaba de
comparar a su grupo con el de los Apóstoles, no le desagradaría el recuerdo de las palabras de San Pablo
sobre un Dios desconocido. Pero tampoco es ilícito justificar de otro modo esta supuesta ocultación: ¿acaso
la doctrina antigua a la que se asimila la nueva no es ya un reflejo anticipado, una prefiguración imperfecta de
ésta? Pero en el caso de Echeverría esta ambigüedad, consejo de la prudencia, tenía además otro
significado, era trasunto de un ideario renovador que debía satisfacer a la vez a exigencias opuestas.
Había en primer lugar -ya se ha dicho- una defensa de la institución municipal, cuna de nuestras libertades,
ahogada por el pedantesco iluminismo unitario. Ella está vinculada con la imagen romántica de la vida
municipal, de esa libertad y unidad concretas, y por lo tanto infinitamente más valiosas que las meramente
formales garantizadas por el estado unitario.
"Concebíamos [...] la necesidad [...] de constituir con este fin en cada partido un centro de acción
administrativa y gubernativa que, eslabonándose a los demás, imprimiese vida potente y uniforme a la
asociación nacional, gobernada por un poder central.
Se ve, pues, que caminábamos a la unidad, pero por diversa senda que los federales y unitarios. No a la
unidad de forma del unitarismo, ni a la despótica del federalismo, sino a la unidad intrínseca, animada, que
proviene de la concentración y acción de las capacidades físicas y morales de todos los miembros de la
asociación política"69.
Unidad "intrínseca, animada". Se alude aquí a una imagen muy determinada de la vida argentina, centrada en
la espontánea y milagrosamente acorde actividad de los municipios. Porque el organizar a la nación en
comunas no significaba tan sólo una senda distinta en la marcha hacia la unidad; implicaba a la vez la
adopción de una determinada unidad; la organización municipal era un medio y a la vez un fin. Pero este ideal
que diríamos de democracia orgánica, si esta conjunción de palabras no evocase cosas muy turbias que
desde luego nada tienen que ver con el pensamiento de Echeverría, chocaba con otras inclinaciones y
tendencias del pensador. Y en las cartas a De Angelis vemos cómo se proclama con vehemencia aun mayor
la importancia del municipio, pero a la vez se trueca su sentido:
"Ahora bien, si en vista de lo expuesto me preguntasen: ¿Quiere usted para su país un Congreso y una
Constitución? Contestaría: No. Y ¿qué quiere usted? Quiero, replicaría, aceptar los hechos consumados,
existentes en la República Argentina, los que nos ha legado la historia y la tradición revolucionaria. Quiero
ante todo reconocer el hecho dominador, indestructible, radicado en nuestra sociedad, anterior a la revolución
de Mayo y robustecido y legitimado por ella, de la existencia del espíritu de localidad; y que todos los patriotas
se apliquen a encontrar el medio de hacerle olvidar sus resabios y preocupaciones disolventes, de iluminarlo
para la vida social. ¿Cómo se conseguirá ese fin? Por medio de la organización del poder municipal en cada
distrito, en cada provincia y en toda la República. Quiero que a ese núcleo primitivo de asociación municipal,
a esa pequeña patria, se incorporen todas esas individualidades nómadas que vagan por nuestros campos;
que dejen la lanza, abran allí su corazón a los afectos simpáticos y sociales y se despojen poco a poco de su
selvática rudeza. El distrito municipal será la escuela donde el pueblo aprenda a conocer sus intereses y sus
derechos, donde adquiera costumbres cívicas y sociales, donde se eduque paulatinamente para el gobierno
de sí mismo o la democracia, bajo el ojo vigilante de los patriotas ilustrados; en él se derramarán los
gérmenes del orden, de la paz, de la libertad, del trabajo común encaminado al bienestar común; se

68 Publicada por Alberto Palcos en “Echeverría y la democracia argentina”, Buenos Aires, 1941, pág. 203.
69 Dogma, cit., pág. 88.
cimentará la educación de la niñez, se difundirá el espíritu de asociación, se desarrollarán los sentimientos de
patria y se echarán los únicos indestructibles fundamentos de la organización futura de la República.
¿Cuándo, preguntaréis, tendrá la Sociedad Argentina una Constitución? Al cabo de veinticinco, de cincuenta
años de vida municipal, cuando toda ella lo pida a gritos y pueda salir de su cabeza como la estatua bellísima
de un escultor"70.
El espíritu de localidad viene dado por el pasado, es un dato del que no es posible ya prescindir, por más que
así se prefiriese hacerlo. No queda entonces sino sacar de él el mejor partido posible, "iluminarlo",
transformarlo de elemento negativo en positivo. Porque junto a este instinto localista mezquino es posible
imaginar otro, iluminado, y el marco para la transformación que llevará del primero al segundo es el municipio.
He aquí una nueva imagen de la comuna, no ya centro de una libre actividad creadora, sino receptáculo
pasivo de una enseñanza que le llega de los "patriotas ilustrados", a cuyo cargo estará dirigir la
transformación. No queramos examinar qué había de viable en este proyecto y preguntarnos cómo iba a ser
posible a los grupos ilustrados reconquistar un poder que habían perdido cuando iban unidos, si ahora deben
separarse y actuar aisladamente en cada municipio. Como suele ocurrir con las soluciones políticas que
propone Echeverría, esta división del país en municipios que actúen como otros tantos centros de
adoctrinamiento no puede siquiera ser planteada en el plano de las efectivas posibilidades de acción, lo que
no le impide ser significativa del rumbo de su pensamiento.
Pero veamos qué era ese espíritu de localidad mezquino, que servirá de materia para las elaboraciones del
grupo ilustrado, y qué el localismo iluminado. El viejo espíritu localista implica la pretensión de imponer las
formas de vida locales, sin que se acepte frente a ellas disidencia alguna, en una tentativa, que no ha de
resignarse a hallar sus límites en el estrecho círculo local, sino pretenderá regir hasta allí donde pueda llegar
la fuerza de quienes la emprenden. Ello es así porque la previa adhesión a los ideales tradicionales no se
apoya en su mero carácter de tales, sino en supuestas virtudes, en unas excelencias que se supone posee al
margen de su vigencia local. Por eso mismo ese localismo mezquino -que podría resumirse, por ejemplo, en
la fórmula "Religión o muerte" de Quiroga, fórmula que expresaba la voluntad de imponer una dada forma de
vida, y no sólo a la Rioja, en virtud; no de que esa fórmula fuese habitual en la Rioja, sino de que se la
juzgaba buena-, aunque surgido de una circunstancia particular, encierra a la vez una aspiración universal. No
ocurre lo mismo con el nuevo espíritu de localidad redimido. Aquí no se podría imaginar una fórmula que,
como la de Quiroga, no aludiese a la circunstancia local. ¿Se ha perdido entonces toda aspiración de más
amplio alcance, esa regeneración no es sino limitación? De ningún modo, pero ahora el proceso será el
opuesto: no será la expresión de una pretensión universalmente válida surgida de una concreta circunstancia,
sino la modificación, mediante esa circunstancia, de una previa aspiración universal. Pues el nuevo espíritu
de localidad no es autónomo, como lo era el viejo. Por el contrario, es lo que ha de producir, al refractarse en
la múltiple realidad, ese unitario sistema de ideas que, según Echeverría, han de presidir la regeneración
nacional. La resignación a ver al país dividido por veinticinco o cincuenta años es más comprensible si se
advierte que la división es sólo ilusoria, que la oculta unidad viene dada por esas ideas que,
concertadamente, guían en todas partes por los mismos derroteros. Por esas ideas y por quienes tienen por
misión adoctrinar al país en ellas, por los patriotas ilustrados, por la Joven Generación Argentina.
He aquí entonces el papel de la joven generación, un papel no político sino docente. Y no porque no pretenda
abarcar aquello que habitualmente se coloca en el campo de la política; por el contrario, ese será el tema
específico de su enseñanza. No es político porque no concibe frente a su grupo otras fuerzas que luchen con
él en el mismo plano. La nueva generación pretende a veces ser un partido, "un partido nuevo, cuya misión es
adoptar lo que de legítimo haya en uno y otro partido, y consagrarse a encontrar la solución pacífica de todos
"nuestros problemas con la clave de una síntesis más alta, más nacional y más completa que la suya, que
satisfaciendo todas las necesidades legítimas, las abrace y las funda en su unidad"71. Un partido nuevo que,
reuniendo todo lo que haya de legítimo en los viejos, ha de quitarles todo papel. Un partido único, por
lo tanto. Pero, desde luego, un partido único no es un partido, y lo es aun menos en el pensamiento de
Echeverría: lo que diferencia al "nuevo partido" que quiere Echeverría de los variados partidos únicos que
nuestro tiempo nos ha deparado es que mientras éstos no pretendan actuar en nombre de una verdad
universalmente válida, sino de unas verdades parciales, que justifican su predominio sobre otras verdades

70 Dogma, cit., pág. 420.


71 Dogma, cit., pág. 124.
igualmente parciales mediante el juicio de Dios de su triunfo en la liza política, el "nuevo partido" ofrece la
solución única a todos los problemas, a saber, una "síntesis más alta", frente a la cual es impensable toda
disidencia legítima. Mientras el partido único es una solución al problema de la libertad de disentir, solución
negativa, pero que revela que el problema ha sido efectivamente planteado, Echeverría niega que el
problema pueda siquiera plantearse. Consecuencia quizá enojosa para su liberalismo, pero ineludible, de
la exigencia unitaria.
La Nueva Generación no es, entonces, un partido político, sino una institución docente: las fuerzas por medio
del vínculo de un Dogma socialista72. Ante todo, predicación. Y frente a "nuestro pensamiento fué llegar a ella
[la Revolución] después de una lenta predicación moral que produjese la unión de las voluntades y ese orden
docente, una sociedad discente, un coro de discípulos sumisos. Así el municipio pudo dejar de ser el centro
de una libre actividad creadora, para trocarse en el aula en que los grupos ilustrados enseñan a los que no lo
son el camino para una unidad más alta y valiosa. No será la instancia más elevada de la Argentina nueva;
más aun, no tendrá en ella papel autónomo alguno; mero instrumento para lograr la unidad, su papel es del
todo pasivo: difunde unas enseñanzas que no ha creado, sino recibido de lo alto. El nuevo municipio, como el
nuevo espíritu de localidad, no tiene ya sentido sino dentro de la total estructura de pensamiento y vida
presidida por la Creencia".
He aquí en qué concluye esa unidad "intrínseca, animada" que debía traer consigo la actividad de la nueva
generación. Esa unidad es, entonces, una jerarquía en que cada instancia halla su justificación en la superior,
hasta llegar a aquello cuya validez lleva consigo la de todo el sistema de ideas y hechos revolucionarios: las
verdades elementales que sirven de fundamento a todo ese sistema.
El espíritu de localidad tiene así en Echeverría un doble aspecto: irredimido es un obstáculo para la marcha
triunfante del nuevo sistema de ideas, y su redención consiste cabalmente en desaparecer como tal obstáculo
para ser absorbido por el nuevo sistema y entrar a formar parte de él. Será entonces la materia que
proporciona la historia a quien quiere construir una realidad nueva, materia que desde luego impone límites y
veda caminos a esa construcción, pero es esa misma materia rebelde la que enriquece con sus exigencias y
problemas siempre nuevos el mínimo sistema de ideas originario, supuestamente capaz de dar respuesta a
cuanto enigma pueda plantearle la realidad.
Vuelve así a nosotros en una nueva perspectiva esa construcción de la creencia revolucionaria que se
describió en el párrafo anterior. Se vio allí cómo, frente al sistema de ideas progresivas que es, o pretende
ser, constante creación, lo retrógrado no es sino pura pasividad, la inercia de una forma de vida que ha
quedado vacía, sin alma ni sustancia, una ciega rutina que es casi el ciego curso de las cosas inanimadas, Y
esa contraposición se nos aparece ahora como sumergida en otra más amplia, entre las ideas renovadoras y
la realidad enemiga, una realidad en la que cuenta en primer término esta obstinada resistencia de lo
retrógrado. La imagen de la difusión y ampliación del sistema de ideas revolucionarias exige a la vez una muy
determinada imagen de la realidad a las que esas ideas han de imponerse, y a esa exigencia debe atribuirse
el torcido curso que en el pensamiento de Echeverría ha descripto la idea municipal.
De las muchas novedades que Echeverría quiso aportar al pensamiento argentino, no atribuía la menor
importancia a esta de una atención más firme y constante para la realidad. La "realidad"; el término nos
parece hoy lleno de ambigüedades: una común experiencia hizo posible que tanto Echeverría como quienes
compartían -o rechazaban- su punto de vista supiesen muy bien a qué se quería aludir con esa palabra.
Había ante todo allí una crítica dirigida a los unitarios, a ese partido que no supo contar con la realidad. Este
error unitario era primero cierta falta de tacto político, que luego se trocó en la voluntariamente ciega soberbia
con que los unitarios intentaron imponer a una nación que no lo deseaba sus personales opiniones sobre lo
que era oportuno o valioso. Es preciso evitar ese camino que recorrió para su ruina el partido unitario, y para
ello habremos de preguntarnos ante todo cómo es esa realidad. No es esa la pregunta que formularía un
espectador desprevenido, ella sería más bien, una vez más: ¿qué es esa realidad? Pregunta que de algún
modo debió hallar respuesta, pues de otro modo no hubiese sido posible que se plantease directamente la
que quiso responder Echeverría.
La existencia de eso que llama la realidad es algo que, para Echeverría, se ha hecho patente en el fracaso
del partido unitario. La realidad es aquello que resistió victoriosamente al intento unitario de avasallarlo; pero
esa victoria no es fruto de ninguna acción deliberada, es, aun en el triunfo, una mera resistencia sin iniciativa

72 Dogma, cit., pág. 104.


propia la que se enfrenta con el ensayo de someter el mundo al gobierno de las ideas. Esa experiencia
conforma decisivamente la visión que de la realidad tiene Echeverría. La realidad es, ante todo, resistencia.
Aun cuando pudo aparecer a un primer examen como una fuerza activa, toda auténtica actividad creadora le
está vedada. La realidad es aquel mundo de tinieblas que debía ser paulatinamente conquistado a la luz de la
idea revolucionaria.
Pero Echeverría contaba con un bagaje cultural en que la realidad no era tan sólo obstaculizados, era
también capaz de creación. Y con esas palabras ajenas debió decir lo suyo, a veces opuesto a lo que ellas
significaban. Comenzará, por lo tanto, por pedir un acatamiento absoluto de la realidad, del "modo de ser", del
"modo de vida" argentinos: "Y advertid que así como no hay sino un modo de ser, un modo de vida del pueblo
argentino, no hay sino una solución adecuada para todas nuestras cuestiones" 73. "[...] no podremos
representar un partido político con pretensiones de nacionalidad, si no basamos nuestra síntesis social sobre
fundamentos inmutables, y no damos pruebas incesantes de que la nuestra tiene un principio de vida más
nacional y comprende mejor y de modo más completo las condiciones peculiares de ser, y las necesidades
vitales del pueblo argentino"74. Pero aquí la ambigüedad dura aun menos que en el caso del municipio; desde
el comienzo esa realidad, esos modos de ser o de vida no se nos aparecen como una autómata actividad
creadora, sino como objetos a los que se dirige aquello auténticamente creador: el pensamiento
revolucionario. Lo que a Echeverría se le aparece como problema no es la realidad, sino la actitud que frente
a ella ha de tomar quien quiera influir en el destino de su propio país. El interés por la realidad -ya se ha
dicho- sólo se da ligado y subordinado al interés previo por la propia misión y el propio destino. Y ahora la
realidad, que comenzó por ser pasivo obstáculo a la marcha triunfante de la idea nueva, se ha transformado
en objeto de conocimiento, el pensador tendrá "siempre clavado el ojo de la inteligencia en las entrañas de la
sociedad"75. Y la realidad ha de entregarse pasivamente a esa osada investigación. Si en ella tiene la realidad
un papel del todo pasivo, el activo corresponderá a los principios, al criterio que guía al pensador. Y aquí sí
tiende su lazo la ambigüedad antes temida, porque, ¿ese criterio surge de la realidad misma, o viene dado
por el pensador y es previo a su investigación? Pues, de ser verdad lo primero, he aquí que esa realidad que
se rinde pasivamente aparecería a la vez como rectora del pensamiento al que se entrega.
Esta pregunta no se la formuló expresamente Echeverría, aunque desde luego el haber exigido una mayor
atención por la realidad debiera llevarlo por el primer camino. Y a veces parece que es el que se dispone a
seguir, sobre todo en los momentos de más áspera polémica antiunitaria. "Todo esto prueba -dirá en la
segunda carta a De Angelis- que erais de la familia de los constituyentes a priori, y que estabais empeñados
en amoldar a una forma abstracta la Nación Argentina" 76. Pero, claro está, tales invectivas ni siquiera rozan el
problema planteado, que deberá al contrario presentarse cada vez que Echeverría, al margen de toda
intención polémica, deba establecer cuál es el papel de la realidad y cuál el de los principios en la elaboración
de su propio sistema de ideas.
"El punto de arranque, como decíamos entonces para el deslinde de estas cuestiones deben ser nuestras
leyes, nuestras costumbres, nuestro estado social; determinar primero lo que somos, y aplicando los
principios buscar lo que debemos ser, hacia qué punto debemos gradualmente encaminarnos. Mostrar en
seguida la práctica de las naciones cultas cuyo estado social sea análogo al nuestro, y confrontar siempre los
hechos con la teoría o la doctrina de los publicistas más adelantados. No salir del terreno práctico, no
perderse en abstracciones; tener siempre clavado el ojo de la inteligencia en las entrañas de nuestra
sociedad..."77. He aquí una vez más, la creencia en un cuerpo de doctrina en unas verdades universalmente
válidas que podrían espigarse en los "publicistas más adelantados". Son esas doctrinas las que han de
presidir el examen de la realidad apenas se quiera extraer de él normas buenas para la acción. La realidad no
es, por lo tanto, quien fija las directivas para el análisis de ella misma, análisis que, como se vio, tenía
un propósito bien preciso, "determinar primero lo que somos y [...] buscar lo que debemos ser". Es decir, la
transformación de esa realidad en otra nueva, construida de acuerdo con el plan previamente trazado por el
pensador. Pero así la realidad no se renueva, es renovada: una vez más se nos aparece como pasiva.

73 Dogma, cit., pág. 121-22.


74 Dogma, cit., pág. 84.
75 Dogma, cit., pág. 413.
76 Dogma, cit., pág. 125.
77 Dogma, cit., pág. 84.
Y pasivo es, siempre, el papel que le atribuye Echeverría. Y quizá eso fuese inevitable. Surge su pensamiento
político como una crítica del intento de sobreponerse a la realidad sin tomarla en cuenta. Esa tentativa, en
que se conjugaban ignorancia y soberbia, ha fracasado, y es preciso, por lo tanto, intentar nuevamente la
empresa sobre bases más sólidas. Pero la empresa es siempre la misma: dominar y transformar esa realidad
hostil. Para ello es necesario previamente conocerla, pero con un conocimiento vuelto él también a la acción,
hacia esa tentativa de dominio y definitiva victoria, y conformado por esa su intención. Conocimiento de algo
que es hostil, y que es ante todo ajeno, conocimiento sumario, que no pretende comprender esa realidad que
a sus ojos se presenta, sino tan sólo tener de ella los datos precisos para combatirla más eficazmente.
¿Es esta la actitud que mantiene Echeverría frente a esa realidad sobre la cual quiso llamar la atención? Al
parecer, es ésta. Y si hay muchas buenas razones para sorprenderse de que sea precisamente ésta, la que
más nos mueve a la sorpresa no es una buena razón. Esa no buena razón es que ha solido mezclarse el
nombre de Echeverría con otra palabra que desde hace algún tiempo ha comenzado a correr también por
nuestra tierra: historicismo. Al iluminismo unitario suele contraponerse el historicismo de la generación del 37.
Sólo que tiende a identificarse el iluminismo con ciertos caracteres de la política unitaria, por ejemplo, con su
falta de tacto. El político unitario, según la imagen caricaturesca que de él trazó la nueva generación,
pedantescamente seguro de sí mismo ha pasado a ser la imagen corpórea del pensamiento ilustrado. E
historicista ha pasado a ser -a falta de otro nombre- todo lo que se oponía a los unitarios, no sólo un
pensamiento que, como el de Echeverría, o Alberdi, o Sarmiento, intentara dentro de sus posibilidades
comprender la realidad histórica que a sus ojos se presentaba, sino aun, muy curiosamente, la tiranía rosista,
tras de cuyas tendencias políticas "realistas" hay quienes gustan de imaginar todo un sistema de
pensamientos, que se trasunta en esa falta de escrúpulos y afición a la intriga. ¿Será preciso advertir que el
proponerse ciertas finalidades ilustradas no va necesariamente emparejado con una torpe elección de los
medios que han de emplearse para alcanzarlas? ¿Que historicismo no es -no digamos realismo político, pues
eso es demasiado evidente-, que no es el sólo plantearse problemáticamente la realidad histórica que halla
ante sí el pensador, sino una determinada solución que a ese planteo puede darse? Como es sabido la
generación del 37 comenzó por demostrar muy escasa habilidad política, lo que ha de atribuirse quizá a su
escasa experiencia. Cuando el bloqueo francés, mientras los viejos unitarios adivinaron inmediatamente que
de él sólo podía salir humillación y vergüenza, y ninguna ventaja positiva, y se apresuraron a echar esa
vergüenza sobre el enemigo, sobre el tirano que mientras oprime a su propio pueblo se somete mansamente
a la afrenta extranjera, la joven generación, en cambio, creyó en el "papel civilizador" de Francia. Pero no
busquemos aquí la prueba de que no era historicista, pues el historicismo no es una manera de actuar, sino
una manera de ver la historia.
Manera de ver que no fue la de Echeverría. Y quizá, al margen de cuanto pueda opinarse acerca de la validez
del historicismo, está bien que así haya sido. ¿Es posible a la vez un pensamiento renovador y detenido a
comprender esa realidad que se combate? Sí es posible, y de ello tenemos un testimonio admirable en el
Facundo. Pero para que ello ocurra no bastan las buenas intenciones, no es tampoco suficiente un
instrumento ideológico adecuado. Es evidente que para Sarmiento es Facundo una etapa necesaria en la vida
argentina, y en esa necesidad halla su justificación. Pero no nace de esa idea la comprensión que del mundo
de Facundo logra Sarmiento, para la cual los contemporáneos hubiesen dado una explicación bastante
sumaria, pero no descaminada: genio. Y el forzado elogio y apenas oculto desdén con que Echeverría recibe
el "método de exposición dramático, estilo animado, pintoresco, lleno de vigor, frescura y novedad", la "mucha
observación y bellísimos cuadros diseñados con las tintas de la inspiración poética de una obra que es, sin
embargo, poco dogmática" 78, basta para advertir hasta qué punto le es ajena toda sensibilidad para lo
individual-histórico, que se le aparece como mera tendencia a la descripción pintoresca, o, como dirá en unas
líneas no destinadas a la publicidad, "divagaciones fantásticas, descripciones y raudal de cháchara
infecunda"79. El único pensador realmente dogmático del Plata verá siempre en la realidad el teatro de la

"[...] guerra fatal y necesaria


entre la causa del bien y su contraria".

78 Dogma, cit., pág. 115.


79 En carta a Alberdi, del 9 de julio de 1850, publicada en los Escritos Póstumos de Juan Bautista Alberdi, t. XV,
Buenos Aires, 1900, págs. 793-94.
He aquí un pensamiento vuelto todo él a la lucha, que se resume en un ciego llamado al combate. Pero no
podía ser tan sólo ese el propósito que llevó a Echeverría a la acción política, ni podrá parecerle del todo
satisfactoria esa conclusión. Por debajo de los conflictos entre el pensamiento de Echeverría y el legado
cultural que ha recibido se dan todavía otros conflictos, unas luchas que surgen ahora entre tendencias
dispares ninguna de las cuales quiere sacrificarse, que quieren sostenerse ciegamente todas ellas y que no
logran, ni buscan, la armonía. Y si antes pudimos oír en las palabras ajenas un acento genuino, y en esto
consistía la victoria del auténtico Echeverría, ahora no hay lugar ya para la victoria ni para la derrota,
precisamente porque todo es genuino y hondamente propio: todos esos derroteros divergentes coinciden con
las inclinaciones del pensador, y en errar sin rumbo a través de ellos ha de agotarse el pensamiento de
Echeverría.

CONFLICTOS ÚLTIMOS

He aquí, pues, un mundo que no era sino ciega materia inerte hasta que, en un destemplado día de Mayo,
vino a habitarlo la idea revolucionaria. Quizá pueda hallarse grandiosa esta imagen. Pero no se ve cómo
puede encerrarse en ella una realidad rica y varia. También Echeverría sintió esa dificultad; como poeta se
había formado en medio de las preferencias románticas por lo pintoresco y característico, es decir, por lo
peculiar y concreto; como pensador político ha partido de una crítica al unitarismo en la que da lugar principal
entre las causas de la catástrofe a la "tendencia hacia lo abstracto" de sus guías espirituales. Además, se
hace difícil admitir una negación total del pasado anterior al hecho revolucionario por quien siente por ese
pasado una atracción muy viva, por quien, por ejemplo, ha estudiado con tesón los clásicos del Siglo de Oro,
en esa época no muy apreciados en Buenos Aires (es verdad que para adquirir un estilo formalmente
correcto, lo que constituye un muy curioso ejercicio para un poeta innovador y revolucionario). Esa negación
conocerá, por lo tanto, atenuaciones. Tal imagen es sólo válida para la América Hispánica. El espectáculo de
la historia hispanoamericana, de sus choques entre unas pocas fuerzas muy homogéneas, estimula esta
brutal simplificación que ve en todo el trasunto de la lucha entre "la causa del bien y su contraria". Así, escribe
Echeverría en su respuesta a Alcalá Galiano, "[...] no se oculta a los americanos que en una sociedad como la
española, para reconstruir las creencias […] sea necesario "injertar las nuevas ideas en las ideas antiguas"; y
sólo podrían extrañar que España no sepa aprovechar de esta ventaja inmensa de antiguas tradiciones [...]
para reconstruir y engendrar [...] algo nuevo y original, [...] que se asemeje a lo que hizo la gloria de la vieja,
España [...] la sociedad española no es la sociedad americana [...] nada tiene que hacer la tradición colonial,
despótica, en que el pueblo era cero, con el principio democrático de la revolución americana y [...] entre
aquella tradición y este principio no hay injerto ni transacción posible [...]" 80.
Pero aun en este campo más restringido, la interpretación que el sistema del Dogma da de la historia importa
tales mutilaciones y deformaciones que Echeverría habrá de contradecirla cada vez que examine con cierta
atención el curso de los hechos que han sucedido después de Mayo. Por todas partes la realidad desborda
este seco esquema en que a "Mayo-progreso-democracia" se opone la otra tríada siniestra de "colonia-
retroceso-tiranía", encarnada a veces en Rosas. Puesto que Rosas es encarnación de esto último, sus
atributos sólo pueden ser los de una perfidia ininteligente, condenada por otra parte a la derrota. Y los
calificativos que Echeverría aplica a Rosas (por ejemplo "imbécil" y "malvado") no son tan sólo la única e
inefectiva venganza que le queda al desterrado contra su perseguidor; constituyen, dentro del sistema del
Dogma, una definición estricta y completa de lo que significa el rosismo. Naturalmente que cuando Echeverría
-como ocurre en la polémica con De Angelis- se libera de sus preocupaciones dogmáticas logra dar análisis
mucho más ricos y profundos del proceso que había vivido la Argentina independiente.
El llamado a la realidad, del que había surgido el Dogma, no halla lugar en él. Desde luego, ese conjunto de
verdades dogmáticas universalmente válidas ha nacido de una concreta circunstancia, y para satisfacer las
exigencias también muy determinadas que esa circunstancia impone. Hay aquí un continuo doble plano: una
afirmación absolutamente válida subordina esa su validez a ciertas condiciones mudables; esa validez se
revela entonces relativa. Es quizá esto lo que se ha llamado el pragmatismo de Echeverría, pragmatismo que
ha sido ásperamente negado pero que surge, sin embargo, como posibilidad de una solución para la ambigua
empresa que quiso llevar a cabo Echeverría: formular unas ideas (verdaderas) que sirviesen a la vez de

80 Dogma, cit., pág. 139-140.


instrumento para la regeneración nacional. La relación entre verdad y utilidad, o, más ampliamente, entre
actividad teórica y práctica es el problema para el cual el pragmatismo da respuesta. Respuesta que no es
sino una de las muy variadas que a él pueden darse. ¿Fue la que hizo suya Echeverría? Pero para resolver
este problema, es preciso plantearlo explícitamente y de una vez por todas. Y eso no lo hizo nunca
Echeverría. El Dogma debía "en pequeño espacio abarcar los fundamentos o principios de todo un sistema
social", debía a la vez ser "instrumento de propaganda" 81. He aquí dos misiones distintas, que, según
Echeverría, no se contradicen, pero tampoco se implican la una a la otra. Ambas se dan yuxtapuestas. Pero
no es tampoco esta la solución única; un problema que no se plantea abiertamente, y que debe ser resuelto a
cada paso, sin la cabal comprensión de lo que él significa, ha de alcanzar sucesivamente soluciones muy
diversas; entre ellas, a veces, algunas cercanas al pragmatismo. Pero ese dudar entre las diversas
justificaciones que a su pensamiento pueden darse es en Echeverría trasunto de una duda aun más grave, la
duda acerca de si ese pensamiento puede alcanzar justificación alguna. Duda ésta que corroe toda la
construcción dogmática.
Esa construcción era ya dudosamente válida en cuanto incapaz de traducir en su pobre sistema de símbolos
la compleja realidad de la que se propuso dar la clave. Pero su validez se hará problemática además por otra
causa. Ya se ha visto cómo, por debajo de las opiniones de Echeverría sobre política hay otro dato mucho
más hondo y esencial: su liberalismo. El liberalismo es hasta tal punto la atmósfera que envuelve el
pensamiento todo de Echeverría, que éste es incapaz de advertir que ciertas conclusiones antiliberales a las
que no puede menos que llegar su pensamiento son efectivamente antiliberales. Pues ocurre que dentro del
sistema de ideas que hizo suyo Echeverría no hallaba lugar legítimo su liberalismo, un liberalismo que no
implicaba tan sólo querer que fuesen toleradas las opiniones que disentían de la suya, sino ver como
justificada y legítima esa disidencia. Pero esto último era incompatible con esa oposición entre las fuerzas del
bien, que levantan el Dogma por bandera, y las malignas del "insociable y bárbaro egoísmo". Esa lucha no
puede sino concluir con el aniquilamiento de las fuerzas del mal:
"El triunfo de la revolución, es para nosotros el de la idea nueva y progresiva; es el triunfo de la causa santa
de la libertad del hombre y de los pueblos. Pero ese triunfo no ha sido completo, porque las dos ideas se
hostilizan sordamente todavía; y porque el espíritu nuevo no ha aniquilado completamente al espíritu de las
tinieblas"82.
Desde luego esta lucha hasta el aniquilamiento, consecuencia de la cerrada contraposición entre la "causa
del bien y su contraria" habrá de darse tan sólo donde se dé esta última: en Hispanoamérica. En la Argentina
no tiene sentido hablar de enseñanza libre, no hay neutralidad posible; todo, y también la escuela, está
necesariamente orientado hacia uno de los dos polos, hacia el bien o hacia el mal. He aquí algo que
Echeverría no pretende imponer a la realidad, sino, según cree, extraer de las enseñanzas que ella
proporciona. Por eso la enseñanza libre es absurda en Hispanoamérica, y puede ser buena en Europa:
"La enseñanza libre, buena quizá en Europa o en países donde las creencias y tradiciones seculares
arraigándose en la sociedad mantienen su equilibrio moral... no puede sino echar incesantemente entre
nosotros nuevos gérmenes de discordia y confusión, y a ella debemos atribuir gran parte de la anarquía moral
y física que nos ha devorado, y esterilizado treinta y cuatro años de revolución" 83.
Este punto de vista se da, para el mismo Echeverría, ligado a la exigencia unitaria de la que es corolario:
"creo [...] que si queremos [...] la felicidad de nuestro país […] debemos marchar todos en un sentido y con
una mira"84.
Pero también en el más reducido campo nacional tenía el liberalismo de Echeverría que decir su palabra. En
el mismo Discurso sobre Mayo y la enseñanza popular en el Plata busca Echeverría representarse
concretamente qué debe significar la caída del régimen rosista, y he aquí lo que se le aparece como
deseable:
"Es más que probable -afirma- que la colisión de los partidos; después de la caída de Rosas, será en el
terreno de la legalidad [...] y esto es lo que debemos apetecer [...] que reine la libertad, y se abra al fin la
arena de la discusión, donde puedan luchar pacíficamente todas las opiniones legítimas" (cuente o no entre
ellas la del "insociable y bárbaro egoísmo" -y al parecer Echeverría sí la cuenta-; lo importante es aquí que se
81 Dogma, cit., pág. 84.
82 Dogma, cit., pág. 187.
83 En Obras Completas, t. IV, Buenos Aires, 1873, pág. 427.
84 Obras, cit. loc. cit.
admita la posibilidad de que se den diversas opiniones legítimas) "y conquistar con las armas de la razón, el
poder y la iniciativa social los que se muestren mejores y más capaces" 85. Nos hallamos ante formas, de
pensar típicamente liberales (aun más significativo que la exigencia primera de que se abra la "arena de la
discusión" sea que se afirme que en ella saldrán necesariamente victoriosos los mejores y más capaces); la
victoria contra el mal permitirá proseguir esa misma lucha como polémica periodística o contienda electoral.
Estas conclusiones niegan, claro está, las del Dogma. Pero de ningún modo las anulan. Nacido del llamado a
un más atento examen de la realidad con vistas a la liberación de la propia patria, el Dogma no satisface
ninguna de esas dos aspiraciones, y logra sin embargo mantenerse en pie. Ya se ha visto que lo que en él se
proclama es fruto de un aprendizaje, de un pasivo acatamiento de la cultura europea, y de las que eran
juzgadas sus unánimes conclusiones. Pero si ese prestigio de las verdades proclamadas por los "publicistas
más adelantados" conserva fuerza bastante para oponerse a inclinaciones mucho más hondas y decisivas es
porque detrás de esa mansa receptividad de discípulo aplicado, estaba el discípulo mismo, el hombre que
como lo vio Sarmiento "piensa donde nadie piensa" y busca "en los libros, en las constituciones, en las
teorías, en los principios, la explicación del cataclismo que lo envuelve y entre cuyos aluviones de fango,
quisiera alzar aun la cabeza, y decirse habitante de otro mundo y muestra de otra creación" 86, el hombre que
finca su máximo orgullo en ser el único pensador realmente dogmático del Plata.
Era ese destino, esa misión que Echeverría había hecho suya y que venía así a prestar sentido a su
existencia dolorida, lo que se arriesgaba en un examen de las ideas del Dogma a la luz de las intenciones que
condujeron a formularlo. Pero si, por esa razón, el examen no pudo hacerlo Echeverría, no por ello era menos
viva su duda acerca de la validez de esas ideas, precisamente porque era muy viva se rehusaba
obstinadamente a toda revisión crítica. Así el problema limitado de la validez de un dado sistema se trueca en
un hondo desgarramiento de conciencia, y esa pregunta que no ha querido formularse concluye por inficionar
toda la actitud de Echeverría frente al conocimiento teórico: ante él le quedará siempre un irreductible residuo
de escepticismo. Sólo que esa actitud genéricamente pesimista frente a los resultados que pueda alcanzar
toda especulación teórica no puede ser tampoco confesada: especular teóricamente es la misión que
Echeverría ha dado a su vida. Por eso sólo se opondrán a la seca, árida estructura dogmática unos
escrúpulos y reticencias que no podrán manifestarse nunca del todo. Es esto, ya se ha visto, consecuencia de
la ingenua idea de que puede recibirse pasivamente la verdad por medio de los "publicistas más
adelantados". Pero esta idea va a la vez unida a la decisión de labrarse un destino como poeta y pensador
revolucionario. Por eso será preciso juzgar a Echeverría como él gustó de juzgar a los demás, mediante un
juicio ideológico que se hace a la vez juicio ético: es bueno o malo que haya pensado así. Porque ello no
implicaba tan sólo un error, era un despreocuparse del recto pensar en la esperanza de alcanzar esa buscada
realización de un dado tipo humano, el del innovador ideológico. El error se dobla así en despego por esa
búsqueda de la verdad que, sólo ella, pueda dar sentido a la actividad del pensador.
No sólo, entonces, se combaten en Echeverría el pensamiento y la acción, hay también algo más hondo que
ellos, algo que hace que ambos sean vistos como formas de comportarse, como actitudes que se juzgan en
cuanto puros gestos, desprovistos de toda finalidad y de todo propósito, gestos más o menos adecuados a
ese revolucionario en literatura y en política que se desearía ser. Es esa imagen ideal lo que es preciso salvar
por encima de todo. Está ahí, en esa seca deliberación, en esa resistencia a todo generoso abandono lo que
quien quiera hacerlo puede llamar la culpa de Echeverría; quizá sea más justo decir que era ese su límite, un
límite que lo encerraba inexorablemente en ese árido mundo de esquemas ideológicos. Porque Echeverría no
podrá ya huir de esa estructura por la cual se siente sin embargo oprimido; ni, a pesar de esa opresión, se lo
propondrá jamás seriamente. Este universo sin aire será para siempre el suyo, y el llamado a la realidad que
es el rasgo más constante del pensador a la vez que del poeta habrá de señalar la relación tensa y ambigua -
esperanza y desesperación- que lo liga con ese mundo que se ha construido, pues es a veces trasunto de la
opresión y angustia que nacen de esas sus criaturas desencarnadas, a veces afirmación insolente de que
esas imágenes sin vida son más reales que la realidad misma.

85 En Obras, t. IV, pág. 417.


86 De Montevideo, Carta a Vicente F. López, en Viajes, tomo V de las Obras de Sarmiento, Santiago de Chile, 1886,
pág. 64.

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