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Sheridan Le Fanu
HUELLAS
POR EL año 1794, el hermano menor de un barón llamado James Barton, regresó a
Dublín. Había servido en la marina con cierta distinción, mandando una fragata de Su
Majestad durante casi toda la guerra con América. El capitán Barton contaba con cuarenta
y dos a cuarenta y tres año de edad. Era un compañero agradable e inteligente cuando
estaba de buen humor, aunque por regla general era reservado y, a veces, hasta
extravagante.
En sus necesidades personales, el señor Barton gastaba poco. Habitaba en una linda
mansión de una calle aristocrática, y tenía un solo criado y un caballo, y aunque se le
Juzgaba de ideas avanzadas y libre pensador, llevaba una existencia ordenada y
absolutamente moral, careciendo de vicios en absoluto.
Por consiguiente, siendo Barton prudente, ahorrador y poco sociable, según todos los
indicios, mantendría su soltería contra todos los intentos de las jóvenes, y era posible que
muriese de vejez, dejando toda su fortuna a un hospital o un asilo.
Sin embargo, todas las cualidades de la muchacha no le proporcionaban más que una
admiración superficial, pues la joven tenía algo peor que un defecto, ya que por toda dote
sólo podía aportar al matrimonio su inteligencia y su atractivo personal.
El capitán Barton menudeaba sus visitas, quedando casi siempre invitado con los
privilegios que otorga una intimidad entre dos prometidos.
El trayecto más corto cruzaba, durante largo trecho, por una calle recién abierta en la
que apenas se habían echado los cimientos de los edificios.
Una noche, poco después de hacerse público su compromiso, Barton se retiró ya muy
avanzada la hora.
Iba ya por la mitad de la calle, cuando de repente oyó otros pasos, acompasados y al
parecer a unos veinte metros de distancia.
Aquel rumor de pasos no podía ser el eco de los suyos, ya que efectuó diversas
pruebas para demostrarlo, consiguiendo siempre un resultado negativo.
Tranquilizado por estos razonables, reanudó la marcha y, antes de haber recorrido una
docena de pasos, las misteriosas pisadas fueron de nuevo audibles a su espalda. Esta
vez, como si hubiera un designio especial de demostrar que los sonidos no eran
resonancias de un eco, los pasos se apresuraban unas veces, moderando otras la marcha,
y avanzando con lentitud.
—¿Quién va?
Los pasos le persiguieron hasta el estreno de la solitaria calle y tuvo que realizar un
enorme esfuerzo para resistir el impulso de echar a correr.
EL VIGILANTE
El Vigilante.
El capitán leyó varias veces tan extraña misiva. La examinó en todos sentidos,
contemplándola a trasluz, sin conseguir un resultado positivo. Luego, dedicó su atención al
sobre. Estaba lacrado y encima se veía imperfectamente la impresión accidental de un
pulgar.
Nada permitía adivinar su origen. El autor, la carta y su verdadero objetivo eran un
enigma inexplicable; sin embargo, sugerían por asociación de ideas una finalidad común
con la aventura de la noche anterior.
Mas a pesar de considerar el asunto como indigno de pensar más en él, le perseguía
con obstinación, atormentándole con dudas de perplejidad que le deprimían con
aprensiones indefinidas. Lo cierto es que durante algún tiempo evitó pasar por la calle
prohibida, dando un largo •rodeo para llegar a casa.
Una semana más tarde de recibir la extraña misiva le ocurrió algo que le recordó su
contenido, o contrarrestó la desaparición gradual de su mente de la impresión recibida.
Regresaba una noche del teatro, de donde al salir acompañó a su prometida y a la tía
de ésta hasta su coche, en compañía de unos desconocidos. Separóse de ellos por el
camino y por último quedó completamente solo. Era ya la una y las calles estaban
desiertas. Ya durante el trayecto que realizó en compañía notó con creciente sobresalto el
ruido de unos pasos que al parecer le seguían.
Miró atrás un par de veces, con la inquieta impresión de ser otra vez víctima de las
mismas aprensiones que le desconcertaron una semana antes. Deseaba con todas las
fuerzas de su ser, ver algo que justificase de manera natural el rumor de aquellos pasos.
Pero la calle continuaba desierta.
Junto a la tapia del parque de un colegio, los pasos resonaron casi simultáneamente
con la cadencia de sus propias pisadas. Dos o tres veces miró con rapidez y sigilo por
encima del hombro, mas siempre con resultado negativo.
La irritación que le produjo este misterio intangible llegó a ser casi intolerable. Y
cuando ¡al fin llegó a su domicilio, tenía los nervios tan excitados que no pudo descansar y
ni siquiera intentó acostarse hasta después de amanecer.
El Vigilante?
Durante unos días, el capitán estuvo extraordinariamente retraído, mas nadie pudo
adivinar la causa.
No obstante, además de la proximidad de la boda, el capitán tenía un asunto de
importancia relacionado con una reclamación judicial de un antiguo litigio sobre ciertas
propiedades.
EL ANUNCIO
Varios días más tarde, el capitán Barton acompañado de un amigo, pasaba por el
pasaje de College Green, cuando un individuo con una gorra de piel hundida hasta los
ojos, avanzó rápidamente, como si estuviera muy excitado, murmurando algo entre dientes
con extraña vehemencia.
El efecto de esta aparición inesperada fue sorprendente. El capitán Barton era hombre
valiente, sereno y orgulloso del dominio que ejercía sobre sus nervios, pero al ver avanzar
al desconocido retrocedió unos pasos en silencio, asiendo el brazo de su amigo en un
terrible espasmo de dolor o terror.
—¿Qué dijo ese hombre? No le oí... —inquirió Barton, sin contestar a las anteriores
preguntas.
Costó poco persuadirle, pues era cierto que el capitán deseaba encontrarse en su
casa. Pero rehusó la compañía de su amigo y cuando al día siguiente, éste fue a
interesarse por su salud, el criado le manifestó que su amo no había salido de su
habitación, pero que no se trataba de nada grave y que al cabo de unos días estaría
totalmente restablecido.
Aquella misma noche, el capitán mandó a buscar al médico, reputado entre la alta
sociedad de Dublín, y la entrevista resultó muy extraordinaria.
Entró en detalles sobre los síntomas de su postración, pero de manera vaga, como si
careciese de interés en su propia salud. Sin embargo, el doctor comprendió que su
paciente tenía en la mente algún asunto de mayor importancia que su enfermedad. Le
preguntó, entre otras cosas, si alguna circunstancia irritante ocupaba sus pensamientos. El
enfermo lo negó presuroso y casi con enojo.
Entonces, el doctor diagnosticó una leve indisposición con una fuerte alteración
nerviosa, y para justificar su visita recetó un ligero calmante.
—Perdone, doctor, pero iba ya a olvidarme. ¿Me permitirá que le dirija unas preguntas
médicas un tanto extrañas? No obstante, de su solución depende una apuesta. ¿Me
perdonará asimismo si le parezco poco razonable? El médico asintió y volvió a sentarse.
Barton parecía tener cierta dificultad en comenzar el propuesto interrogatorio, pues guardó
silencio unos minutos bajo la escrutadora mirada del médico; luego, se acercó a la
biblioteca y permaneció de pie junto a ella.
—Opinará que son unas preguntas infantiles —comenzó por fin—, pero no puedo
cobrar mi apuesta sin una aclaración. Deseo saber primero algo respecto del tétano. Si un
hombre padece de esa dolencia y fallece por ella, según asegura un forense de mediana
habilidad ¿puede volver a la vida?
—Nadie, ni el más profano que haya presenciado una muerte, podría equivocarse en
un caso de tétano.
—Voy a formularle una pregunta, quizás aún más ingenua. Pero antes dígame: ¿son
los hospitales extranjeros, por ejemplo el de Napóles, muy vagos y complicados? ¿No
puede caber algún error en la inscripción del nombre y señas de un paciente?
—Lo siento, mas no puedo contestarle esa pregunta porque desconozco por completo
el régimen interior de los hospitales extranjeros.
El doctor despidióse al fin, mas al llegar a la calle recordó haber olvidado los guantes y
subió para recogerlos. Su reaparición fue igualmente embarazosa para los dos hombres,
pues un papel que el médico reconoció como su receta ardía en ¡el fuego del hogar, y
Barton expresaba un profundo abatimiento.
El doctor poseía demasiado tacto para hacer demostración alguna, mas ya había visto
lo bastante para temer la seguridad de que la dolencia que afectaba al capitán era
puramente moral.
El Delfín era el navío que el capitán Barton había mandado antaño. Los esfuerzos
realizados para dar una gran publicidad al anuncio le sugirieron al médico ya mentado la
idea de que la extraña inquietud de su extraordinario paciente guardaba alguna secreta
relación con el citado individuo.
UN EXTRAÑO ENCUENTRO
Durante este período, Barton recobró sus antiguos hábitos, algo más sosegado ya.
Sin la menor vacilación, aceptó una invitación de sus camaradas de club y aunque al
principio mostróse melancólico y abstraído, bebió mucho más de lo acostumbrado,
posiblemente con la secreta esperanza de disipar sus angustias bajo los efectos del
alcohol.
Cuando terminó estaba excitado y sus chistes provocaron ruidosas carcajadas. A las
ocho y media se despidió de sus compañeros y se le ocurrió dirigirse a casa de la tía de
Clara a pasar el resto de la velada junto a ésta.
Fue este orgulloso desafío a lo que consideraba como su debilidad, lo que le indujo
aquella noche a tomar el camino que provocó su nueva aventura.
También pudo regresar por un camino distinto al que le fue prohibido por su misterioso
comunicante.
Jamás ningún ser humano vio sus resoluciones tan sometidas a prueba como el
capitán Barton cuando, conteniendo la respiración, puso los pies en la desierta calle que, a
pesar de todo su escepticismo, estaba infestada por algún poder maligno en lo que a él
concernía.
Prosiguió rápidamente su camino casi sin respirar por la creciente ansiedad de aquel
momento. No obstante, no se vio molestado por ningún ruido sospechoso, y empezaba ya
a felicitarse de su decisión cuando, ya casi al extremo de la calle, vislumbró los faroles de
otras más iluminadas y concurridas.
Su primer impulso fue volver sobre sus pasos en persecución del frustrado asesino,
pero el camino a ambos lados estaba entorpecido por los cimientos de las casas, y más
allá se extendían extensos solares llenos de estiércol y basura, y todo estaba tan silencioso
como si jamás un disparo hubiese alterado aquella soledad. La futilidad de intentar la
búsqueda del asesino era patente, sobre todo cuando no había la menor pista.
De pronto, después de unos minutos y como brotando del suelo, topó con el
hombrecillo de la gorra de piel. El encuentro fue de lo más inesperado.
Mas por ciertas razones sólo de él conocidas, no hizo la menor gestión para denunciar
el atentado a la policía; por el contrario, lo guardó celosamente para sí.
De tal forma ocultó la verdadera causa de sus sufrimientos, que parecía dictada por la
sospecha de que conocía el origen de su extraña persecución, pero que era de tal
naturaleza que no se atrevía a revelarlo.
El marino se concentró en sí mismo y constantemente ocupado por una ansiedad de
persecución que no se atrevía a revelar a nadie, se excitó cada día más y más, sufriendo
varios ataques que produjeron desastrosos efectos en su sistema nervioso. Y en esta
condición, se vio obligado a soportar con frecuencia creciente las sigilosas visitas de
aquella aparición.
En las maneras de Barton había algo embarazoso y excitado que contrastaba con su
rostro macilento y descolorido de tal forma que impresionó al predicador, dándole la
desagradable sensación de que su visitante sufría mucho, tanto moral como físicamente.
—Sé que es ésta es una visita extraña. Quizás injustificada entre dos personas que
tan sólo han sido presentadas. En circunstancias ordinarias, jamás me hubiera atrevido a
molestarle, pero mi visita no es una intrusión vana ni impertinente. Estoy seguro de que
comprenderá y disculpará mi intención cuando le exponga mis motivos.
Para mí será una verdadera satisfacción poder aliviarle en algo; mas usted ya sabe...
—Entonces, debo entender que su visita tiene relación directa o indirecta con las
pruebas de la revelación —sugirió el clérigo.
Mientras Barton así se expresaba, su agitación era tan vehemente, que el reverendo
se alarmó ante aquel extraordinario penitente.
La frenética y excitada rapidez con que hablaba, y el indefinible horror que expresaban
sus facciones descompuestas, en contraste con su frialdad y flema habituales, eran
sorprendentes y penosos.
—Mi querido señor —le interrumpió el pastor—, veo que es usted muy desdichado.
Pero me atrevo a predecir que la depresión que usted experimenta se halla en un origen
puramente físico, y casi diría externo y, por tanto, con un cambio de aires y unos buenos
tónicos, recobrará su perdido optimismo y su equilibrio mental. Existe, después de todo,
más verdad de la que nosotros quisiéramos creer en las teorías clásicas que asignan un
predominio de cualquier afección del cerebro sobre el embotamiento de nuestro organismo
físico. Créame, un poco de atención a la dieta, unas horas de ejercicio diario y mucha
distracción le convertirán en otro hombre.
—Pero, capitán Barton, debe usted recordar que otros hombres han padecido como
usted, también han sufrido horrores...
—Sí, sí, que Dios me proteja —repitió Barton—. Pero ¿me ayudará? ¿Querrá
libertarme de este infierno que me acosa y me persigue?
—Rece, amigo mío. Rece humilde y contritamente y sus penas se verán aliviadas.
—¿Que rece? No puedo. En lo más recóndito de mi alma existe algo que me niega el
consuelo de la oración. Lo que usted me aconseja es imposible... absolutamente imposible.
—Diga entonces —le apremió el pastor—. ¿Cómo puedo servirle? ¿Qué desea que le
aclare? ¿Qué debo hacer o decir para ayudarle?
—Bien ¿qué le parece? —gritó al fin Barton, con un extraño silbido entre sus dientes.
—Oí el ruido del viento —replicó el aludido—. ¿Qué he de -pensar? ¿Qué hay de
extraordinario en una ráfaga de aire?
—Basta... basta —replicó el clérigo haciendo un esfuerzo para tranquilizarse, pues aun
siendo de día, había algo contagioso en la nerviosa agitación que tan agudamente
experimentaba su visitante. Luego, tras una pausa, añadió—: No debe usted ceder a tales
fantasías a tales locuras. Ha de resistir.
—Sí, ya sé: "resiste al demonio y él huirá de ti". Pero ¿cómo resistirse? ¿Qué puedo
hacer?
—Perdone, reverendo. ¿Fue la fantasía la que le hizo a usted, igual que a mí, oír hace
un instante esos acentos infernales? La tarde es apacible. Pues ¿a qué aquella ráfaga de
viento?
—Usted asegura que ha visto a menudo a tal persona. ¿Por qué no la detiene e
interroga? Es. algo precipitado suponer la existencia de un agente sobrenatural cuando, al
fin y al cabo, todo el hecho puede tener una fácil explicación.
Escondió el rostro entre las manos, cual queriendo apartar de sí alguna imagen de
horror, murmurando las últimas frases como una jaculatoria.
Impresionado el reverendo por aquella súplica, prometió asistirle con sus oraciones,
que no dejaría de hacer .en todo momento, y consolado con esta promesa, Barton partió.
NUEVA VISIÓN
Ésta solicitó apremiante una explicación, que no le fue negada, y aunque la naturaleza
de la misma las dejó confusas y aturdidas, fue bastante para llenar sus espíritus -de
turbación y sobresalto.
—Vamos, vamos —insistió el general—. Protesto, esto no puede ser. Eres hombre
sentenciado a la horca y no al altar. Esos demonios te han convertido en un santo.
Barton trató de cambiar de tema.
—No, no —rió su visitante—. Estoy dispuesto a terminar de una vez para siempre con
este misterio que te agota. No te enojes, pero verte asustado a tu edad, como un .niño
travieso ante las brujas, y, por lo que veo una bruja muy despreciable, me apena hasta lo
indecible. En serio, ha llegado la hora de poner ya término al asunto, porque estoy
convencido de que con un poco de atención y cuidado, el misterio quedará aclarado dentro
de una semana.
Miró a su alrededor, buscando el rastro de la persona a quien viera con tanta claridad.
Corrió en todas direcciones, mas todo fue en vano y cuando los transeúntes le
recordaron, con su actitud estupefacta, lo absurdo de tal persecución, se contuvo, bajó el
bastón y regresó tranquilamente en apariencia, aunque agitado por dentro, al piso del
capitán.
Halló a éste pálido y tembloroso. Los dos permanecieron en silencio, aunque presa de
emociones diferentes.
—Claro que sí. Este sujeto corre como un gamo; quise atraparle pero se esfumó antes
de llegar yo a la puerta del vestíbulo. No obstante, no te preocupes porque me pilló de
sorpresa. La otra vez estaré alerta y ¡voto a bríos! cuando lo tenga a mi alcance probará la
dureza de mi bastón.
Tampoco esta hipótesis resultaba muy agradable. Sin embargo, si lograba convencer a
Barton de que no había nada sobrenatural en el asunto, las apariciones no ejercerían ya
ningún efecto pernicioso sobre su ánimo.
LA HUIDA
Cediendo a las tenaces instancias, Barton partió hasta Inglaterra acompañado del
general Montague.
Una vez allí se dirigieron a Dover, donde con viento favorable tomaron el barco para
Calais. La confianza del general en el resultado de -la expedición, sobre el estado de
ánimo de Barton, aumentó de día en día, desde su partida de las costas irlandesas. Pues
con profundo alivio y alegría, el paciente no volvió a ver ni una sola vez aquella aparición.
El general iba un poco más adelantado que Barton, y al pasar por entre la
muchedumbre, un hombrecillo le tocó en el brazo, espetándole en un patois (1) cerrado:
1
Jerga dialectal de algunas regiones de Francia. (N. del T.)
El general, tras unas palabras de agradecimiento, se volvió rápidamente, y observó
que el capitán tenía el rostro tan pálido como un espectro. Se dirigió apresuradamente a su
lado.
—Ya ha desaparecido...
—¿Qué aspecto tenía? ¿Cómo iba vestido? Necesito detalles para identificarle entre el
gentío —apremió el excitado militar, dispuesto a lanzarse en persecución del atrevido.
—Le tocó a usted en el brazo, le habló y me señaló a mí. ¡Que el Cielo se apiade de
mi alma! Ahora comprenderá usted que no puedo escapar a mi castigo —sollozó el capitán,
en tono bajo y acento desgarrador.
Montague se había alejado ya, lleno de rabia en busca del sujeto que tan bien supo
burlarle; su aspecto lo tenía grabado en la memoria, mas pese a su s pesquisas no halló a
nadie parecido.
Varios ociosos que le ayudaron a buscarle pensando que se, trataba de un ratero, se
vieron también defraudados.
No obstante, fue trabajo inútil procurar de allí en adelante inspirar al capitán un solo
destello de esperanza; estaba desalentado y resignado con su destino.
Su primer objetivo era regresar a Irlanda, para, como creía y casi deseaba, morir
rápidamente.
Al fin, parecía como que Barton había perdido no sólo toda la alegría y la esperanza,
sino además el dominio de su voluntad. Se sometió pasivamente a manos de los amigos
que asustados por los rápidos progresos de lo que ellos juzgaban una rara enfermedad, se
ofrecieron a cuidarle.
Con la apatía de la más absoluta desesperación, aceptó todas las medidas que le
sugirieron y aconsejaron. Y como último recurso decidieron trasladarle a una casa de la tía
de Clara en la vecindad de Clontarí, donde siguiendo el consejo de su médico que persistía
en la opinión de que se trataba de un trastorno nervioso desconocido, se resolvió
confinarlo en la casa, en aquellas habitaciones que no comunicaban con el exterior.
Unos meses de absoluta reclusión, interrumpiendo la serie de esas impresiones
terribles, podrían disipar poco a poco las aprensiones del paciente y contribuir a un próximo
restablecimiento.
Por lo tanto, esta leve mejoría fue acogida con gran alegría, especialmente por parte
de la joven, cuya radiante juventud y belleza parecían marchitarse junto a un hombre casi
inválido.
Cuando hubo transcurrido el primer mes, sin que la odiosa y temida visita se hubiera
repetido, hubo un suspiro de profundo alivio en todos los corazones, y la cadena de
emociones que les mantenía en suspenso, quedó totalmente rota o desvanecida.
Barton, con las emociones de un recién nacido, empezó a encontrar gusto a las mil
naderías que tornan amable la existencia, y hasta cuando la joven sentada a su lado le
contaba una historieta o un chascarrillo, una pálida sonrisa se unía a la cascada armoniosa
de la risa cristalina de la muchacha.
MELANCOLÍA
El canto se quebró en su garganta al oír una risa maligna, y al levantar la vista hacia el
seto espinoso que rodeaba el jardín, vio a un hombrecillo de singular aspecto que, sin
conocerle, le inspiró recelo y repulsión.
La asustada doncella quedóse inmóvil, sin que a pesar de sus grandes esfuerzos
lograse arrancar un solo grito a su garganta o un sólo paso a sus inmóviles piernas, como
si una potencia maligna la tuviese clavada en el suelo. Fue entonces cuando el misterioso
forastero le encargó darle un mensaje al capitán Barton, advirtiéndole que debía reanudar
su vida normal.
Sintiéndose aliviado, el capitán empezó a pasearse de vez en cuando por el patio que,
rodeado de una tapia de altura más que regular, no tenía comunicación con el exterior. Por
consiguiente, se consideraba a salvo y de no ser por una descuidada violación de las
órdenes de uno de los criados, habría podido disfrutar por algún tiempo más de su valiosa
inmunidad.
Por el lado de la carretera se entraba en el patio por una verja de madera, con amplio
portillo, que además estaba defendida por la parte exterior por una puerta de hierro. Se
cursaron órdenes estrictas de tenerla siempre cerrada con llave; sin embargo, sucedió que
un día, mientras Barton se paseaba confiadamente por el soleado patio, al volver sobre sus
pasos vio el portillo abierto y el rostro de su perseguidor observándole por entre los
barrotes de hierro.
El marino permaneció unos segundos clavado en tierra, sin aliento, fascinado por
aquella temida mirada; luego, cayó desvanecido sobre el pavimento.
Allí le encontraron helado e inerte, unos minutos más tarde, y fue trasladado a su
habitación, de la cual ya no debía salir con vida.
—Sí, mi penitencia casi ha terminado. Del íntimo dolor de haber obrado mal, no
escaparé ni en la eternidad, pero mi agonía en la tierra llegó ya a su término. He recibido
ya un consuelo, he tenido una revelación del más allá, y lo que resta de su prueba lo
soportaré con sumisión y hasta con alegría.
—Me alegro de oírte hablar de esta manera, querido Barton. Paz y optimismo es lo
que tu espíritu necesita para convertirte de nuevo en el de antes.
—No, no es ésta mi confianza. Moriré pronto. Tengo aún que verle otra vez y luego
descansaré ya para siempre.
—¿De él? No, no. Las buenas nuevas no pueden venir por su mediación, y éstas
fueron excelentes. Llegaron a mí, suave y dulcemente, como un mensaje de amor y
caridad, tal como yo no sabría explicar sin hablar más de lo necesario o conveniente,
respecto a otras personas y sucesos.
"De mis ojos brotaron tibias lágrimas producidas por la dulzura de la voz y la misteriosa
y serena belleza de la canción. Así, con gusto, cerraría los ojos en este mundo, y aunque la
muerte sea para mí el principio del dolor eterno, y se apodere de mí un verdadero frenesí
de terror, y retroceda y vacile ante el último encuentro con ese... engendro infernal que me
ha arrastrado al borde del abismo, para arrojarme a una sima sin fondo, ahora puedo
enfrentarme con la realidad de mí situación de manera mucho más serena. Sí, he de verle
aún por última vez, pero en circunstancias indescriptiblemente aterradoras."
Mientras hablaba, el capitán temblaba con tal violencia, que el general se alarmó
verdaderamente, temiendo un ataque y se apresuró a volver al tema de antes, cuyas
cualidades sedantes y tranquilizantes fueron bien patentes.
vivido, como lo que ahora oigo y veo. Jamás un perdón fue otorgado con más
generosidad,
Barton rompió de nuevo a llorar y su amigo, impresionado por aquella pena intensa y
suave, le dejó desahogarse.
Desde aquella memorable conversación, el espíritu del desdichado Barton pareció
quedar sumido en una profunda y tranquila melancolía, aguardando con resignación la
visita que señalaría el principio de su liberación.
Este servidor era de confianza, muy atento y leal. Y sus obligaciones sólo consistían
en atender y cuidar a su amo, procurando excluir la temida visita de "El Vigilante".
Era una expectación instintiva hacia lo ignoto que esperaba y temía al mismo tiempo.
REQUIESCAT
Barton, lejos de compartir este afecto por el nuevo favorito, le consideró desde el
principio con verdadera antipatía. Su proximidad le resultaba intolerable, le odiaba y hasta
temía con una vehemencia casi grotesca e increíble.
Llegó el invierno, y en una de sus más crudas noches, Barton estaba en cama, como
es natural, pues apenas se levantaba ya. El criado ocupaba otra más pequeña en el mismo
cuarto. Eran casi las dos y ardía una luz que no se extinguía nunca.
De pronto, el honrado servidor se vio arrancado de su sueño por la voz del capitán.
—No puedo quitarme de la cabeza que ese maldito pájaro se ha escapado y está
acechando en algún rincón del cuarto. He tenido una horrible pesadilla. ¡Por favor, Smith,
levántese y sáquelo de aquí! ¡Vaya pesadilla infernal!
Al avanzar, oyó que el capitán, que yacía en la cama, 'Con las cortinas corridas y al
parecer sin darse cuenta de la salida del otro, le llamaba por su nombre y le indicaba que
colocase la vela junto a la cama, sobre la mesita de noche.
El criado, que estaba en el pasillo, se dispuso a volver sobre sus pasos, cuando ante
su asombro, oyó otra voz en el interior de la habitación y vio por el cristal que la luz se
desplazaba lentamente, como si la llevaran a través del cuarto, en respuesta a la orden de
Barton.
Sucedió un silencio de muerte, durante el cual el criado sintió erizársele los cabellos,
pues de repente sonó un grito de dolor tan espantoso que, bajo un misterioso impulso, el
criado, arrancado de su estupor, corrió hacia la puerta, tratando de abrirla.
Transido de sudor frío, sin saber lo que hacía, pues dentro de la habitación se oía la
voz imperativa de antes, el pobre hombre echó a correr por el pasillo, retorciéndose las
manos y deseando hallar a alguien en quien descargar el terror que le paralizaba.
En aquel momento cesó todo ruido, siendo substituido el alboroto por un silencio
mortal.
—¿Qué sucede? ¿Qué pasa? ¿Dónde está su amo? —preguntó Montague—. ¿Ha
ocurrido algo?
—¡Que Dios nos proteja a todos, mi general! —tartamudeó el viejo servidor, mirando
con pavor hacia el cuarto de Barton—. Todo ha terminado. Está muerto, señor, estoy
seguro de que ya ha muerto.
Sin esperar a oír más, el general, seguido del criado, avanzó presuroso hacia la puerta
del aposento y girando el picaporte, la abrió. Al ceder la puerta bajo la presión, el búho
salió del cuarto, surgiendo de entre las sombras, y con un chillido agudísimo, voló sobre
sus cabezas, apagando la vela que el general sostenía en la mano, desapareciendo entre
las tinieblas.
—Ahí está, que Dios nos bendiga —murmuró el criado tras una pausa, con un jadeo.
—Descorra las cortinas, no se quede ahí parado —refunfuñó Montague con voz
severa, en tanto procuraba recobrarse.
La luz de la vela que aún ardía junto al lecho, lanzó sus resplandores sobre una figura
acurrucada en la cabecera. Parecía como si se hubiese corrido hacia atrás, huyendo de
algo, hasta topar con el lecho. Las manos aún estaban crispadas sobre las ropas de la
cama.
Cogió la vela y la mantuvo en alto de modo que la luz diese de lleno sobre el rostro del
cadáver.
Las facciones de éste estaban rígidas, pétreas y blancas, los ojos vidriosos, miraban
hacia delante, como contemplando lo infinito.
—¡Dios clemente! ¡Ha fallecido! —musitó el general, apartando la vista del horroroso
espectáculo.
—Mire, mi general —observó el criado—, que me muera también si no había algo más
en la cama con él. ¡Mire allí, señor!
Señaló unas huellas profundas, producidas por una fuerte presión, cerca de los pies
de la cama.
Montague no contestó.
—¡Vámonos señor! ¡Por favor, salgamos de aquí! ¡De nada puede ya servirle a mi
pobre amo nuestra ayuda!
CONCLUSIÓN
No es necesario seguir su vida posterior a los personajes ligeramente relacionados
con esta narración en los acontecimientos. Baste decir que el misterio jamás llegó a
aclararse.
La única cosa en la vida del capitán Barton que jamás se pondrá en claro y que tal vez
guardase cierta relación con los sufrimientos que minaron su existencia, ya que él mismo
tendía a considerarla un grave pecado digno del peor castigo, no se supo hasta muchos
años más tarde.
Por lo visto, seis años antes de retirarse de la marina, el capitán se detuvo unas
semanas en Plymouth, entrando en relaciones ilícitas con una linda chiquilla, hija de uno de
sus marineros.
Dando por cierta la culpabilidad de Barton y sin esperar a que éste se justificase por su
conducta, el marino se insolentó con él estando en funciones de servicio, y el capitán, en
un ataque de amargura y desesperación, ejerció terribles represalias contra aquel padre
enfurecido.
El padre consiguió huir al fin, mientras el barco se hallaba fondeado en Nápoles, pero
falleció en un hospital, al parecer, a causa del castigo infligido a él en uno de sus recientes
suplicios.
Es imposible afirmar que tal suceso tenga relación con los acontecimientos de la vida
posterior de Barton. No obstante, es probable que en su espíritu ambos estuviesen
fuertemente ligados.
Sea cual sea la verdad acerca del origen y motivos de aquella persecución misteriosa,
no cabe duda de que, con respecto a los agentes sobrenaturales que actuaron, es
probable que prevalezca un misterio absoluto e impenetrable hasta el día del juicio final.