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Necesito que Fernando vuelva a Buenos Aires. Di muchas vueltas

inútiles hasta darme cuenta de algo tan sencillo, tal vez cegado por

esa ridícula omnipotencia tantas veces vencedora, capaz de hacerme

creer que podré llenar páginas de ficción con quienes se me antoje

inventar, para obligarlos a hacer y decir todo lo que pase por mi

imaginación o mis sentimientos.

Pobre Fernando, esperando por años en Brasil que un destello de

claridad en mi cabeza le permitiera regresar a donde pertenece, y de

donde –ahora lo veo con nitidez- nunca debió salir. Claro, excusas y

explicaciones sobran, pero el tiempo las viene carcomiendo y su

validez se ha vuelto opinable.

Para qué iba a considerar a Fernando, por ejemplo. En aquella novela

no lo maté sólo porque pareció que la lejanía era una categoría más

interesante que la muerte, de modo que sin razón o necesidad lo

exilié. Terminaba con Fernando y con la novela mediante la sentencia

“peor que la muerte es el olvido”, en una especie de decreto de

disolución final. Servía, entre otros propósitos, para condensar el

hartazgo y la incomodidad de trescientas páginas de convivencia con

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un sujeto no del todo dependiente, con una cuota de obediencia tan

escasa como para dedicar su conducta a contradecir muchos de mis

designios.

Cualquiera diría que este deseo de reflotar a Fernando es pura culpa,

resultante de aquel maltrato final, sobre todo sabiendo de nuestra

inmensa libertad para parir personajes sobre el papel: una demiurgia

absoluta, superadora de cualquier límite que deja en manos del

escritor la capacidad de crear personajes a gusto y a disgusto, con

defectos, atributos, costumbres, emociones, taras, complejos,

alegrías, hasta olores, necesarios para su relato. El reproche sería “si

podés escribir cualquier personaje, si nada te impide fijar cada detalle

de su personalidad, cuál es la necesidad de repetir con Fernando, un

tipo inventado para otra novela, del todo diferente de la que tenés en

gestación”.

Bueno, pero las cosas son así: voy a insistir con Fernando. Pero

atención, no es un capricho; tampoco significa el entumecimiento de

mi imaginación, todavía muy sensible y atenta. Cada caminata por las

calles de la ciudad, cada viaje en subte o en colectivo, cada café en

bares robando diálogos vecinos, cada ser humano que por tales o

cuales razones me habla, es un personaje que apunto sin saber si me

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servirá en el futuro. El desfile es incesante y mi colección engorda a

diario, pero el archivo no es más que una mísera lista de datos, y dar

vida a un personaje es otra cosa. Es algo penoso, complicado, lleno

de misterios, contramarchas y vacilaciones que cuestionan el

pretendido poder del escritor. O por lo menos que deshacen su

imagen para rebajarla a simple fachada –como la del político exitoso-

detrás de la cual hay un ser humano luchando por saber lo que busca

y por decirlo de un modo entendible.

Además, con cada personaje nuevo tengo que disputar una lucha por

el control de su lenguaje, de sus acciones. Quien diga que los maneja

a voluntad es muy probable que esté trabajando con cadáveres, a lo

sumo con marionetas. Con demasiada frecuencia me ocurre que un

buen personaje carretea unas pocas páginas y despega cuando ni

siquiera nos hemos familiarizado con el carácter que quisimos darle:

pensábamos ser amigos cuando en realidad se ha vuelto un extraño.

Nos sorprende a cada vuelta de hoja con senderos desconocidos, con

palabras inesperadas que muestran su independencia, dejando en

claro que se propone imponer su antojo.

Tal el caso de Fernando. No hay mejor ejemplo que ilustre lo que

quiero decir. Mis planes para Fernando fueron darle el perfil de un

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muchachón promediando los cuarenta, educado y entrenado para

razonar, para defender la razón por sobre cualquier variante del

pensamiento. Quise amurallarlo contra la falta de lógica, contra la

mentira y en especial contra la marea irracional que predomina en

esta época. Puede que haya exagerado en el propósito, a pesar de

tener buenos motivos. Fernando debía ser una especie de detective

en una novela con varios misterios, y sus armas exclusivas serían el

saber sistemático –las ciencias del lenguaje y de los signos- y una

lógica impecable. Con estricta racionalidad y ese hábito que tienen los

científicos de dudar de todas las apariencias. Quise hacer, en

resumen y para hablar mal y pronto, un intelectual de mierda, de ésos

que caen mal a la gente normal y terminan aislados, integrando alguna

secta de colegas en cuyas reuniones se habla mal del mundo.

Supongo que así salió Fernando, a las pruebas me remito. Releo la

novela ya distante algunos años y el dibujo va tomando los trazos

pretendidos. Sin embargo…

También descubro a otro Fernando, uno que desde luego jamás

intenté crear. Tiene un cierto humor apenas perceptible en sus

palabras, inesperado al aparecer en situaciones que no lo requieren.

Eficaz para despertar en mí alguna sonrisa cómplice y sorprendida,

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como si fuera otro quien lo hubiera diseñado. No me molestó ese

humor, pese a no haberlo buscado. En cambio debo confesar que me

puso mal conocer a un Fernando bastante bohemio y peor aún al

darme cuenta de su romanticismo bastante visible.

Hace poco leí a un pensador sosteniendo que el romanticismo es el

producto desgraciado de una sociedad incapaz de superar sus males

–dos siglos ya de esfuerzos sin resultados- y que los movimientos del

arte contemporáneo, en todo el siglo XX, fueron influidos

negativamente por el romanticismo para describir un estado de

decadencia social creciente. Yo no adhiero a semejante versión;

confieso que me gusta la música de Brahms y dudo bastante de todo

lo demás. Pero de lo que estoy seguro es que no quise, no necesité

de ningún modo, que Fernando tuviese un espíritu romántico. La

novela no precisaba un protagonista romántico, hasta es posible que

fuera inconveniente para la trituradora de conceptos que imaginé.

Puedo digerir esa cierta bohemia en él, al fin y al cabo no interfiere

demasiado: la bohemia no es un rasgo suficiente para convertir a un

científico en un artista por más que todo sujeto de aspecto o conducta

excéntrica pueda parecerlo. Pero insisto, lo del romanticismo, esas

actitudes apasionadas y hasta un poco enfermizas de Fernando, me

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cayeron muy mal por contrariar mis deseos de un modo tan frontal. Y

más todavía, después de mi lectura reciente, por tener tal vez que

darle la razón al filósofo.

¿Y entonces? Más reproches: Con todo lo que dijiste, ¿vas a insistir

con un personaje que te salió para el carajo? Precisamente. No me

salió para el carajo, sólo me salió. Es que ahora, para esta novela,

necesito a Fernando por esos rasgos antes no deseados. Me sirven,

me hacen falta y tengo la esperanza de que estos tres o cuatro años

en Brasil no lo hayan cambiado demasiado.

La alternativa de buscar un personaje nuevo me expone a los mismos

riesgos que tomaron forma con Fernando. Qué tal si propongo un tipo

así y termina naciendo otro, inservible para mi novela. El lingüista ya

es como lo desprecié antes y como lo necesito ahora, con él voy más

a lo seguro. Sé que me hará rabiar, es inevitable y estoy preparado

para soportarlo. Todos tendrán que soportarlo.

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Recorro la madrugada rumbo a mi casa. “La casa está en orden”. La

frase late en el cerebro, no la puedo apagar desde la bronca y la

tristeza que llevo encima. “Necesito un café, entro al bar que todavía

aguanta abierto, a fuerza de bostezos del único mozo. Trato de

recordar el desorden de una Semana Santa lejana, ese que alguien

quiso disimular con la frase, al precio de tantas complicidades. Pero

me concentro en las cinco palabras que se han instalado en mi y

repiquetean. No se trata de política: es que si hay una casa ordenada,

ésa es la de Clarisa.

Salimos un par de veces antes que me invitara. Alguien nos había

presentado, y sin que hubiera demasiada onda, salimos. Volvimos a

salir, por aquello de que uno busca desde todos los ángulos encontrar

cosas comunes, algo para compartir, hasta que se da cuenta de que lo

concreto es atracción física. Seguro que ella lo había descubierto

antes que yo, por la mirada fija que acompañó cuando, apenas

saliendo del cine dijo de ir a su casa. Mientras yo empezaba a

entender el asunto, ella ya lo tenía decidido. Nada de comentar el

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filme, o de ir a tomar algo. No, Fernando, vamos a mi casa. Así que

fuimos.

Revuelvo el café que humea. El orden, qué cosa contradictoria.

Práctica, no nos engañemos. Baste escuchar mis puteadas cuando no

encuentro algo- me pasa a diario- pensando en las cosas que podría

hacer en lugar de esas búsquedas interminables, para entender que

tal vez haga falta ser ordenado. Está claro que no lo soy, pero también

es obvio que me encanta ser desordenado.

Buen café, todavía lo preparan, en contra de la malaria universal.

“Orden en la sala”, en cambio, es callarse la boca, reprimirse,

quedarse quieto, por efecto de una orden. La orden que controla el

desorden. Yo en realidad siento el desorden revolverse en mi interior

como algo cálido, vital.

Ella, en cambio, es muy ordenada, basta ver cómo se viste, cómo se

arregla. Demasiado, pese a que no parece importarle el aspecto. No

se acomoda el mechón de pelo que invade la cara, como lo haría cada

dos minutos la que vive pendiente de la facha; no se mira en cada

espejo ni se revisa la ropa. Tal vez sepa que es muy linda y que eso

basta para electrizar a cualquier macho de sangre caliente, pero aún

así ha decidido tener un aspecto impecable. Desde el primer momento

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sufrí el contraste de todo eso con mis pantalones vaqueros, buenos

pero compañeros desde antaño, ya casi parte del cuerpo. O con mis

conflictos con el peine y el peluquero, con las camisas sin planchar

que anuncian a gritos que Fernando es un solitario más bien bohemio.

Miro las luces del bar bailando en los reflejos negros del café

humeante, mientras trato de imaginar porqué me dio bola, siendo yo

tan distinto a ella. Tal vez quería voltearme, sin demasiados trámites,

ésos que tratamos de cumplir los varones cuando creemos estar

haciendo un levante.

Cuando entramos a su departamento yo estaba loco por concretar lo

que ella parecía haber resuelto. Pero encenderse las luces y ver esa

sucesión interminable de cosas en su sitio, todo limpio y reluciente,

perfecto en su ubicación y en su proximidad con lo demás, fue como

un camión volcador enorme lanzando una carga de escombros sobre

mi entusiasmo. Era un ambiente grande, con sillones del lado del

ventanal, un juego de comedor más hacia la entrada, y varios muebles

en las paredes cargados de objetos, adornos y algunos libros lujosos,

que de lejos parecían enciclopedias o alguna de esas colecciones tan

vistosas que se venden en cuotas. Además, varias mesitas pequeñas,

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también cargadas de chucherías lustrosas, llenando todos los rincones

del sitio.

Ella indicó donde debía sentarme; ahora pienso que lo había

diagramado antes, como lo haría con el lugar de un cenicero o un

elefantito de porcelana. No fuera que mi iniciativa la desordenara un

poco. “Tomás un wisky” Claro que lo tomaría: el vaso panzón estaba

frente a mí, y a su lado un recipiente forrado del que sacó dos cubitos

de hielo. El malestar asomado con la primera imagen de la casa

aumentó algo cuando ella sirvió una medida de escocés no al voleo,

sino con un dedal de los que se usan en los bares; en seguida creció

otro poco cuando quedó claro que sólo bebería yo.

Necesito otro café, que viene con la hostilidad del mozo, viendo que

se posterga el cierre del lugar.

Orden tiene dos géneros, dos sexos. La orden, el orden. ¿Serán

marido y mujer de sí mismos? La cosa merece una investigación,

quiero saber si negarse a cumplir una orden significa ser partidario del

desorden. ¿Qué es entonces el desorden? Alguien me dijo una vez

que los átomos de un cristal están ordenados, que los de una célula

viviente son un absoluto desorden.

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Repaso el par de experimentos que me propuse llevar a cabo al tercer

trago del licor. El primero fue dejar el vaso sobre el cristal de la mesa

ratona frente a mi, al lado del disco decorado sobre el que apoyaba

cuando me lo sirvió, sin tocarlo. En el acto ella lo devolvió al lugar

correcto, y una gamuza salida de la nada limpió el anillo de humedad

que quedara en el cristal. Dejé pasar un par de minutos, para tomar

un cenicero rectangular, de bronce brillante, y elogiar sus formas luego

de una revisión detallada. Ella pareció complacida, pero reaccionó al

instante cuando lo devolví a la mesa en posición torcida. Lo movió

hasta lograr un paralelismo perfecto entre el cenicero y los bordes de

la mesa, mientras yo tildaba con cruces ambos casilleros de mi test.

También sentía una cruz enorme en la boca del estómago.

Pago los cafés, con propina mínima. El gallego no hizo nada por

mejorarla, salgo sin remordimientos a pasear mi amargura por la

avenida casi desierta.

Tuve claro que si no dejaba de examinar esa obsesión por el orden, la

cosa seguiría empeorando. Para volver al tema de la velada concentré

la atención en sus pechos, por lo visto grandes y levantados. La

eterna duda de si se mantendrían así sin ayuda iba a resolverse

enseguida, por el modo en que me miraba. Acepté sin protestar que el

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trámite tenía que ser el convencional, que por más que todo estuviera

decidido yo tenía que hacer un primer avance. Algo esperable,

educadito. Es que tanta perfección hacía descartable el sexo de

vanguardia o las técnicas experimentales.

En fin, fui al frente como lo habría hecho el abuelo: que la mirada, que

los gestos, que la manito, los piquitos, y todo apuntó al dormitorio. La

temperatura había subido lo suficiente por más que ambos fuimos

caminando, sin más desbordes que un chupón breve y discreto por el

camino.

Decido ir a pie, a falta de algún colectivo tardío, que no se si

aparecerá, Por las dudas seguiré la ruta. Y vuelvo a reconstruir la

crisis, que empezó al encenderse la luz del cuarto, donde la cama ya

estaba preparada, con la sábana superior doblada en triángulo para

enseñar el camino, y el cobertor plegado al pie de un modo

milimétrico. Apreté los dientes; me quité la ropa a toda velocidad.

Como es de práctica revoleaba cada prenda para tirarla a cualquier

parte, un error fatal que inició el desenlace. Ella apenas había

comenzado con los primeros botones cuando suspendió todo, para ir

recogiendo mi ropa, plegarla y apilarla con cuidado sobre una silla. De

modo que mientras todavía estaba ordenando mis cosas, yo ya estaba

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en pelotas, temiendo la catástrofe. El último intento desesperado fue

intentar desvestirla.

Sólo a un idiota profesional se le hubiera ocurrido un desatino

semejante: fui rechazado con un vos no sabés de esto, sos muy

desprolijo. Mientras ella se iba desvistiendo con parsimonia, doblando

la ropa como si la fuera a empacar para un viaje, a mi se me venía el

mundo abajo de un modo irremediable. Cuando supe que ya nada iba

a pasar, Clarisa ni siquiera había llegado al corpiño. Le dije que se

había roto la magia del momento y me vestí con más prisa que al

desnudarme, mientras ella me miraba pensativa.

“Fernando, deberías...”

El reproche tácito terminó por estropear todo. Me fui casi corriendo,

con ese yo te llamo que significa jamás te llamaré. Y aquí estoy,

masticando bilis, al descubrir que nunca llegaré a saber lo de sus

tetas.

Ya en casa, pienso si no debo organizar un escrache frente a su

departamento; una multitud bullanguera con cánticos alegres de letras

rimadas y capciosas. Las pancartas tendrían que decir algo así como

“Viví, desordenate un poco” o bien textos más específicos, del tipo de

“Dejate de acomodar bombachas”.

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Me desvisto lentamente; con mucha solemnidad y premeditación tiro

una media sobre el helecho que cuelga frente a mi ventana. La otra la

revoleo hacia atrás, para no ver donde cae.

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Mirá esa vidriera, Fernando, tan llena de chirimbolos extraños, objetos

indescriptibles. Vos, un tipo curioso con el hábito de relacionar todo

con el lenguaje, describí, si sos capaz, ese conjunto de artefactos con

una palabra única, con un vocablo que los comprenda a todos. No son

souvenirs, un nombre pomposo para la mercadería de los negocios

llenos de basura de los lugares turísticos, donde entrás por una postal

para enviar a quien debe saber que estuviste allá y terminás

comprando el llavero con el escudo de San Lorenzo sin duda

importado de Buenos Aires. O la miniatura entre pintada e impresa,

con paisaje marítimo, gaviotas y velero, con leyenda Recuerdo de Villa

Gessell al pie.

No, nada de eso. No son recuerdos; tampoco parecen baratijas

decorativas, en realidad te atreverías a designar algunas de las

piezas en vidriera como objetos artísticos, o al menos como ítems

bellos y sugestivos. Pero tus problemas serían muchos si llegaras a la

vidriera desde una caminata distraída, de ésas que tanto te gustan en

las tardes frescas del final del otoño. Venís pensando en los dramas

de traducir un texto sin estropearlo, y de golpe y porrazo estás parado

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frente a la vidriera, sin haber mirado el cartel que la preanuncia desde

varios metros antes. Ahí tendrías problemas, los eternos problemas de

comprender, y en consecuencia, nominar. Lo natural seria que dijeras

entonces, “qué carajo es todo esto” y curioso como te diseñé,

comenzaras la tarea de clasificar, ordenar, interpretar, buscando el

sentido abarcador.

Ya lo estás haciendo, Fernando-universitario dedicado a la

investigación. El misterio no durará demasiado para un buen

observador, que examinando pistas e indicios por todos lados, hasta

en la cara de la mujer detrás del mostrador allá adentro, terminará por

separarse del vidrio para buscar y encontrar el cartel indicador del

negocio. “Feng Shui”.

Te hice culto, Fernando, así que sabés que es algo de los chinos,

antiguo y tal vez solemne, como una religión o una ética envejecida.

Pero no estás obligado a suponer al tema tan difundido como para

asegurar rentabilidad a un negocio grande tal cual es éste que te ha

detenido, atiborrado por centenares de objetos, no precisamente

chucherías baratas.

Dirás “Coño con los chinos” una frase entre sorprendida y admirada.

Entrarás para investigar. Observación de todo; te llevará una buena

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media hora el recorrido. Metales, maderas, cerámicas, cristales. Cien

Budas diferentes, todos reconocibles de lejos, sin las deformaciones

de la escultura contemporánea; infinidad de cuerpos geométricos con

predominio de esferas, cubos y pirámides; pululando entre ellos

estatuitas de distintos animales. Y cajitas, cajas, cajones, vidrios,

espejos. Mil espejos, casi todos pequeños como para no devolver

imágenes, sino algún significado místico o simbólico. De a ratos, la

empleada flaca, huesuda y de expresión triste vendrá a preguntar sus

rutinas de puedo ayudarte, estás buscando algo en especial.

No gracias. Estás descubriendo algo que excede a cada objeto.

Querés saber, tal vez ella te pueda contar del Feng Shui. Pero ella

vende, no capacita. Parece que trabaja sólo con iniciados que saben

más que ella; vienen a comprar o encargar objetos muy precisos,

definidos. Pero vos querés saber, y te irás apenas con un folleto que

no dice gran cosa, aunque contiene una dirección de Internet donde

podría haber respuestas.

Antes de partir deberás comprar algo, una delicadeza mínima hacia la

empleada que hasta llegó a sentir temor por tu permanencia

prolongada, casi sospechosa en épocas de tanta violencia urbana.

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Ya sé que andás mal de fondos -así preferí traerte del Brasil- pero allá

tenés una ranita de la buena suerte, barata por ser pequeña como un

llavero, de madera blanda y apenas pintarrajeada. La vendedora-

tótem decidió soltar prenda y te dirá que ubiques el bicho mirando al

noroeste, para así derramar fortuna económica y profesional sobre tu

persona. La comprarás, por más que se lea el asco en tu rostro, como

cada vez que te hablan de dinero. Sos inmaculada y miserablemente

desinteresado de la guita, Fernando, pero el asunto te importa: por

más que desprecies el dinero bien quisieras progreso profesional

después de una época de mozo en restoranes de Porto Alegre, o de

vendedor de libros –al menos libros- en Río. Sé que deseás tanto

volver a la Lingüística, a lo tuyo, que hasta serás capaz de convivir

con la rana de cinco pesos sin creer para nada en ella, por si las

moscas…

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Este es el Fernando que me hacía falta. Para evitar un reproche tuyo,

para desmentir que siempre estoy criticando tu conducta –pobre, sé

que nunca podrías hacerlo- te anticipo que esta vez serán sólo

elogios. Tu actuación frente a esa mina Clarisa, un espectáculo. Lo

digo aún a riesgo de asumir una cierta complicidad con el desorden

que propugnás, con una actitud algo contestataria, periférica, por no

decir marginal, y desde luego bohemia, que has lucido con brillo en la

aventura de aquella noche. Me da escalofríos pensar en la posibilidad

de ser acusado de todo eso; a mí, que vivo con la ilusión de ser un

tipo serio, medido y circunspecto.

Claro que si fueras humilde –en realidad no estoy seguro de haberte

dotado de semejante discapacidad- protestarías, para darle todo el

mérito de lo ocurrido a una respuesta orgánica, decidiendo por vos lo

que se debía hacer. O mejor dicho, lo que no se iba a poder hacer.

Entonces comenzaría una discusión interminable donde los

argumentos dominantes serían si las convicciones tan abstractas

como el deber ser, la ideología, o siquiera las costumbres, pueden

alcanzar para el congelamiento de una buena calentura.

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“Y bué, a mi me pasó”. Me tirarías tu experiencia personal como para

terminar la discusión, que yo trataría de seguir con el cuestionamiento

de tu virilidad, cosa que te ofendería y se abriría la instancia de

agresiones verbales, tal vez con insultos y todo. Por suerte el diálogo

es hipotético, imposible, y vos quedaste contento pese a todo.

No debieras cantar victoria, Fernando. Con Clarisa salvaste tus

principios de sujeto despelotado a costa de una frustración no muy

dolorosa, si tengo que interpretarla por el modo casi alegre en que

revoleaste las medias antes de dormir. Flor de autoestima, dirían

muchos. Pero no te va a ir tan bien de aquí en más. Las cosas se

pondrán complicadas con Claudia, a quien pronto vas a conocer.

Será, precisamente, en una charla sobre Feng Shui, donde irás por

más conocimientos sobre el tema, y te acercarás a ella con la doble

curiosidad de hacer contacto con ese personaje imbuido de Feng y de

una gran preocupación por representar diez o quince años menos de

edad.

Pese a tus intentos no te dará ni la hora, hasta el momento en que

escuche la respuesta que darás a alguien preguntando por tu

actividad. Bastará que te oiga decir lo del curso de Gramática

Generativa que estás dando en el postgrado de tal carrera, y las

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clases de Lingüística Aplicada que vas a dictar más allá, para

conseguir un inmediato canal de comunicación con Claudia. Se te

acercará con su mejor sonrisa inquisitiva –nos conocemos de algún

lado, no recuerdo, bueno no importa- y de inmediato te propondrá un

intercambio comercial: ella te hablará del Feng que practica con

dominio total, en tanto vos deberás mejorar su redacción de textos

para correo electrónico.

Ella necesita atender a su clientela a través del correo electrónico, el

maldito mail y siente que toca de oído cuando enfrenta la PC. Además

de haber escrito muy pocas cartas en su vida, intuye que lo del mail es

diferente y necesita ponerse a la altura de los demás.

La oferta parecerá vergonzosa para tu parte, porque estás

convencido de la desigualdad de la balanza cuando se pesa un

conocimiento científico como el tuyo contra lo que te parece, a lo

sumo, una tradición más bien supersticiosa. Preferirás que hubiera

requerido tus servicios profesionales a cambio de honorarios, sin Feng

Shui, pero resignarás el orgullo cultural, porque la mina te va a caer

interesante y pese a estar algo crecidita para tu gusto, hasta podría

terminar por poner al día tu funcionamiento glandular, como siempre

en estado de atraso crónico.

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Acordarán encontrarse en la casa de ella, algo muy conveniente para

quien todavía no está afincado y le han prestado una habitación-

paradero temporario en el caserón de una tía vieja y gruñona.

Se reunirán varias veces para el intercambio pactado, en las que te

prometo dificultades de todo tipo. Así que te repito, Fernando, todavía

no cantes victoria.

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Fernando está a punto de sublevarse. La estrategia de escuchar con

la boca abierta mientras Claudia le cuenta del Feng se viene

resquebrajando en todas direcciones. Tal vez le sería más soportable

el discurso si pensara que ella está en papel de evangelizadora, de

creyente tratando de ganarlo para su convicción. En cambio tiene la

sensación de estar asistiendo al detalle de una superioridad. Algo así

como “no cuento todo esto para convencerte, sino para que aprecies

cuánto mejor es lo mío”. En realidad ella no lo ha sugerido siquiera;

por el contrario, ha explicado todo con sobriedad, con énfasis

moderado y su más honrada convicción, suficiente para que cualquier

humano razonable tenga que admitir la seriedad de un argumento

aunque no crea en él. Pero Fernando no quiere ser razonable, está

entrando en fase dos, donde las emociones y el instinto asoman fuera

de la ventanilla. Y como no hay demasiado en juego, decide agredir.

Lo tuyo, Claudia, es una religión de negocios. Es para traficantes, para

el comercio.

No es una religión, Fernando, es un modo de ver el mundo, un estilo

de vida donde uno armoniza con el mundo.

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Asombroso, Claudia no reacciona sino con calma, cuando él está

esperando que se ofenda, que corte la discusión. Con esa paciencia

que sólo merecen los niños preguntones, que descoloca a Fernando.

Es una religión, porque no funciona si no creés.

Es cierto, tenés que creer, pero el Feng es fácil de creer porque se

basa en el sentido común. Fijate qué sencillo, trabaja con los cinco

elementos fundamentales, la madera, el agua, el fuego, el metal y la

tierra.

Todo suave, parsimonioso. El se siente como el leopardo corredor,

incapaz de atacar a su presa si antes no sale disparada. Necesita

reacción, hay que provocar más.

Entonces deja afuera al vidrio y la carne.

Te estoy hablando en serio, Fernando. Tratá de entender porque todo

el Feng tiene una lógica muy sólida. Todavía es comprensiva, aunque

el tonito ha subido un par de decibeles.

Puede ser, pero entonces el ruso Mendeleiev trabajó toda su vida al

reverendo cohete, por no decir al pedo.

No se quién fue ese ruso.

Un tipo que propuso, ya hace bastante, ordenar en una tabla todos

los elementos que existen.

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¿Y? Con un dejo de desprecio.

Eran como noventa, después se fueron agregando más. Creo que son

más de cien. El calcio, por ejemplo, es uno de ellos. Tus huesos son

de calcio, pese a que los chinos no lo consideran.

Otro alarde de paciencia en ella. Tenés la mente muy cerrada,

Fernando. Todos esos elementos son categorías menores, que están

incluidas en los cinco grandes grupos, la mayoría en la tierra.

Ah, entonces es un problema de clasificación.

Exacto. La del ruso es una que va al detalle, la del Feng es abarcativa,

conceptual. Es, como te decía, una mirada del mundo.

También los griegos la tenían, para ellos los elementos eran sólo

cuatro. Tal vez habían hablado con los chinos. Y también está la que

cita Borges en un relato. Justamente una clasificación hecha por los

chinos en un “Emporio celestial de conocimientos benévolos”

ordenaba a los animales en varias categorías, como “los que de lejos

parecen moscas” o “los que acaban de romper un jarrón”, o “dibujados

con un pincel finísimo” o “que se agitan como locos”, entre tantos

otros.

Te estás burlando. Me querés abrumar con la cultura occidental y de

paso ponerme en ridículo.

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Es que con los griegos, por caso, pasaron veinticinco siglos. ¿Podés

imaginar ese tiempo? Cien generaciones. Cien veces nació un

humano, creció, tuvo un hijo, ese hijo creció y siguió la cadena. Es

mucho tiempo para que todo siga igual e insistamos con

clasificaciones absurdas.

Nada sigue igual. Todo está peor. Por eso el Feng propone ver el

mundo como cuando era mejor. Vivir como entonces, pero ahora.

Claudia, el mundo no era mejor antes. La esperanza de vida era de

treinta años. Había pestes, oscuridad, esclavitud.

Ahora hay televisión.

Y bien que la mirás; seguro que tenés ochenta canales en el cable.

Bueno si, pero es basura. Aunque a veces me divierte.

Sos igual que un amigo que quiere irse a vivir en las montañas, lejos

de la gente y tener su huertita. Pero exige llevarse la PC con Internet.

No soy así; para mi la ciudad está bien. Me sirve, me sirve Internet. Lo

que tu amigo no tiene es la capacidad de ver un poco más allá de los

aparatos, de las cosas que pasan a su alrededor. Hay otra dimensión,

hay energía que se mueve entre la gente. Hay que saber orientarla de

modo que te favorezca.

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Ah, la cuestión energética. No se gran cosa de eso, pero vi que los

chinos le daban importancia. Pero tengo reparos.

Seguramente. Es tu actitud negativa. Claudia aumenta la furia

contenida de Fernando, lo está retando como lo haría la tía que

comprende el mal comportamiento del sobrinito. El ya no sabe cómo

mantenerse calmo.

Sucede que consulté con un conocido, se llama Oscar y es ingeniero

electricista. Se supone que la energía es su asunto cotidiano. Me dijo

–de un modo rotundo y hasta malhumorado- que la energía no tiene

signo, que no existen energías negativas y positivas. Se pueden

sumar y restar, según vayan o vengan, pero son siempre de la misma

naturaleza. Me trató de animal, por no recordar la Física del

secundario, donde además me enseñaron que ni siquiera se puede

crear energía desde la nada. A lo sumo, se consigue transformar una

forma de energía en otra. Cuando me hablaba de las leyes de la

Termodinámica lo dejé, bastante avergonzado.

Me hacés reir, Fernando, porque sos el ejemplo que prueba lo

equivocado que está tu amigo: vos en persona invalidás sus dichos.

¿Yo?

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Ajá. Estás emitiendo energía negativa a raudales. La puedo sentir en

la piel. Es lo que la gente llama mala onda. ¿Acaso la energía no se

transmite en forma de ondas? Zumm, zumm, me estás irradiando.

Es una radiación que nunca fue detectada o medida por la ciencia, por

sus instrumentos. Oscar también fue terminante al respecto.

Algún día se podrá, hace falta que un tipo con la mente más abierta

que la tuya invente el aparato.

Ya hay aparatos, muy sensibles, y nada. No sirven para medir

supersticiones.

Los espacios del diálogo se van estrechando; ambos creen que el otro

esta cerrado para todo lo que se opone a su modo de ver el mundo.

Claudia asesta otro mazazo en el materialismo de Fernando:

No es asunto de creencias, Fernando, ahí está tu error, es cuestión de

mentes, es un tema orgánico. Me parece que tu cerebro se está

deteriorando por las emisiones del horno de microondas que tenés en

tu casa. No te querés lo suficiente, no te cuidás, estás atentando

contra tu capacidad de razonar.

Fernando está seguro de razonar bien; además, cree haber

descubierto el flanco desprotegido:

El Imperio contraataca, según veo. Vos en cambio, te cuidás.

29
Seguro; jamás tendría un microondas.

Pero fumás bastante. El cerebro sí, los pulmones no.

Bueno, no soy perfecta, estoy tratando de dejarlo.

Casi con placer, el suelta muy despacio, muy lento, como para

destacar el punto débil, el agujero negro de todo el edificio de ella:

El Feng no te ayuda.

Supone que se rendirá, no hay defensas buenas contra la simpleza

del hecho. Pero se olvida que ella es vendedora, que siempre podrá

construír una fachada vistosa y como mínimo eficaz:

Son ámbitos diferentes.

Casi gritando, en contraste con el discurso pausado y reconvencional

de ella:

El Feng no te puede ayudar porque no va en contra del placer: el faso

te da placer, como a los chinos con el opio.

Así empieza la trifulca. Sigue; se alimenta de intercambios que

empeoran: éso lo viste en una película de acción; la vida es

complicada; vos no fumás pero te vas a morir por la mugre que tenés

ahí dentro.

Y señala la cabeza de Fernando. A esa altura ella no ha perdido

solidez en su posición, pero se ha alterado, como si en algún lugar de

30
su conciencia se hubiera disparado una alarma, anunciando una

fisura, una duda. Se deja entonces llevar al tono de guerra, donde lo

que viene después ya es pura violencia verbal. No agrega nada.

31
6

A Claudia la tuve que inventar, no tenía a nadie como ella en catálogo.

No podía tenerla porque a pesar de no ser alguien excepcional o

extraterrestre, la mujer necesitaba mostrar algo tan especial como

para causarle problemas a Fernando. Muy especial, de manera que

los conflictos de Fernando no fueran sólo con ella, sino además

consigo mismo.

Tenía que ser una mujer complicada, contradictoria, aún a riesgo de

que me saliera cualquier verdura o un personaje del todo inmanejable,

La estuve imaginando durante un par de meses con borradores que

cambiaban a cada momento o eran simplemente descartados. Me

sirvió el contraste con personas conocidas, de carne y hueso, que

aportaron detalles al carácter de Claudia. Por fin –ya la cosa se hacía

demasiado larga- la receta adoptada resultó así:

INGREDIENTES:

 Claudia ha doblado los cincuenta y sobrepasa en cinco o seis

años a Fernando.

32
 Conserva todavía un físico opulento, apetecible, aunque una

enfermedad de la piel ha arrugado su rostro más de lo que

debiera denunciar su edad.

 Ha sido muy hermosa y atractiva desde la adolescencia hasta

épocas no muy distantes. Hija única de un matrimonio humilde,

probablemente judíos muy trabajadores, recibió educación

básica hasta los quince.

 A esa edad, un traspie la dejó con una hija que echó por tierra

las ilusiones paternas de un casamiento salvador.

 Pese a todo, se abrió camino a fuerza de imponer su figura.

Armó y deshizo varias parejas que soportaron su mal carácter

hasta no poder más. En todos los casos eligió seguridad y un

buen pasar, declinante con los años y el desfile cada vez más

esporádico de los proveedores.

 Llega al presente en soledad desde tiempo atrás, ocupada y

preocupada por la supervivencia material y limitada a su

exclusivo esfuerzo. Empieza a sentir, mucho antes que

comprender, que su soledad ya no es circunstancia sino más

bien resultado. Mujer práctica, comienza a construír un aparato

33
de explicaciones que apuntan a describir esa soledad como algo

natural.

PREPARACION:

 Tomamos a Claudia con mucho cuidado y la instalamos en un

departamento pequeño pero muy prolijo en el barrio de Caballito,

saldo resultante de remontar la corriente en los últimos diez

años. Todo su esfuerzo está allí dentro, en los muebles, en los

cuadros, los objetos que acumula para significar sus ocurrencias

y su modo de entender el mundo. Lo repartimos en una sala bien

proporcionada en la que se acomodan con armonía algunos

muebles lustrosos, muchos adornos extraños de toda época, un

sofá de los que jamás se usan, paredes con varias

reproducciones de Klimt, vistosas y agradables, un cuarto muy

pequeño con el escritorio y la PC, y en una alcoba con cama

doble alta y mullida como para no perder las esperanzas.

 Junta fetiches y talismanes. Toda clase de objetos

recomendados para ayudarla a vivir exitosamente. Tiene varias

creencias que le ha costado compatibilizar, desde la liturgia, la

superstición, las creencias orientales. Todo orientado a la vida

de cada día, para llegar al siguiente sin remordimientos. Tiene

34
un terapeuta: en el medio en que creció nadie podría prescidir de

uno sin perder puntos, pero lo consulta poco, pues ha aprendido

a relacionar los sucesos que la atraviesan con los objetos que

acumula, una causalidad más sencilla y conveniente que atacar

los incómodos porqué.

 Con anterioridad a esta operación la hemos puesto a trabajar:

debe ganarse la vida sin ayuda y mantener un cierto nivel

parecido al que le diera antaño alguna de sus parejas. Es una

mujer de clase media educada en la antigua idea de progreso

que, si bien la edad y lo adverso que los tiempos recientes han

sido para todos se la están borrando, le permite el desarrollo de

una fuerte resistencia a empeorar. Y trabaja. Lo mejor para esta

parte de la preparación es fácil de adivinar. Claudia vende. La

venta es lo suyo, le sale del alma y lo hace de maravillas,

disfrutando cada aspecto de las operaciones.

 Precaución: De ningún modo se nos podía ocurrir ponerla detrás

de un mostrador; no siquiera detrás de un escritorio. Claudia

ataca las ventas, sale a buscar sus clientes, les vende. Los tiene

incondicionales desde hace varios años, cuando su figura era

todavía un espectáculo, y los mantiene porque los clientes han

35
ido madurando con ella y siguen suspirando. Les vende mucho y

bien, pero siempre andando, yendo, viniendo. Su llegada a las

oficinas de compras en las empresas que visita es siempre un

acontecimiento que causa revuelo. Su escritorio es el de su

casa, que usa a lo sumo para culminar detalles, entregas o para

arreglar problemas. Y para el correo electrónico, un

descubrimiento reciente de Claudia, que la tiene fascinada y

sumergida hasta los ojos en el ir y venir de cartas.

 ¿Qué vende Claudia? No es importante. La preparación admite

variantes diversas, adecuadas al gusto de cada uno. Sin que sea

imprescindible, recomendamos una tarea estacional, tal como

vender frutillas, accesorios para esquiar o regalos de fin de año.

De esta forma se consigue que Claudia disponga de mucho

tiempo para hacerse preguntas, para inventar explicaciones,

para perdonarse lo imperdonable.

 Es que Claudia se debe muchas explicaciones: la parte final de

la preparación consiste en sumergirla reiteradas veces hasta

dejarla empapada en el cúmulo de cuestiones personales,

íntimas y de relación que atacan a la mayoría de las personas –

tal vez más a las mujeres- en la época de sus vidas en que la

36
naturaleza decide algunos cambios para nada deseados. Es el

tiempo en que Claudia está frente a la decisión de someterse a

la condición orgánica, tal vez adaptar su día a día y sus

esperanzas al cuarto menguante, o bien la de rebelarse de

cualquier forma en la pretensión desesperada de detener el tic

tac fatídico.

PRESENTACIÓN:

El aspecto terminado de Claudia será el de la mujer inteligente y

fogueada que muy probablemente combina las dos posibles rutas de

la preparación. Por transitar ambos senderos incurre en muchas

contradicciones, algo bien femenino que nos hace enloquecer de

placer y de furia al mismo tiempo. Pero aún en las contramarchas,

estará dando siempre un paso al frente; a cualquier frente que crea

convenirle. Tal vez haya descubierto que su resignación a la madurez

no ayuda a sobrevivir, que todavía puede vender su figura, en especial

si la recubre de todas esas excentricidades que se han puesto de

moda en el mundo poco racional que la contiene. Donde hay un nicho,

y ella supo descubrirlo, en el que la clientela todavía admirará esa

mezcla que presenta, por extraña, por diferente e inapropiada. Muy en

37
especial, por exitosa entre tanta malaria universal, enterradora de las

clases medias.

En cualquier caso, será el plato que deleite a todos –eso se espera-

incluyendo al creador de la receta.

38
7

Un mínimo moverse del aire se cuela en la tranquilidad del atardecer

en plaza Dorrego. Empujada por el colectivo veintinueve que acaba de

pasar resoplando, la brisa le acerca a Fernando el olor a gasoil mal

quemado que extrañó en sus cuatro años de lejanía, y restablece un

poco más la familiaridad con la ciudad. Han sido varias semanas de

caminar, mirar recordando, sentir, hasta oler, para volver a ser parte

de ella desde dentro, para estar de este lado de los turistas que llenan

el lugar.

Sentado a una mesita en la plaza, mirando hacia Humberto Primero,

Fernando enfrenta la cerveza y los maníes con cáscara mientras

repasa el contacto de la víspera.

“Guillo querido, tus oídos no te engañan. Soy Fernandito. Adiviná

desde dónde te llamo. Si, flaco, de un locutorio de la calle Córdoba.

No, no Guillo, no de paso. Estoy para quedarme. Disfrutando mi

segundo mes en Buenos Aires, después de tanto tiempo.

Si, todo bien, todo en regla, si no, no hubiera podido entrar. ¿Y vos?

Claro. Claro que tenemos que vernos, dale, mañana como tantas

39
veces siempre a las siete, en la plaza Dorrego. Qué alegrón flaco. Nos

vemos.”

Y se ven; Guillo está llegando para un reencuentro de abrazos y

alaridos entre compiches de casi toda la vida, para sentarse para un

desfile interminable de cervezas y turnarse hasta la madrugada entre

preguntas, respuestas y evocaciones de tantas aventuras.

Fernando debe contestar lo más urgente: que ha vuelto porque nada

se lo impedía ya. En realidad cree que nunca tuvo impedimentos que

no fueran los de su voluntad, que volver era enfrentarse consigo

mismo y recién desde un par de meses atrás se sintió capaz de

hacerlo.

Los relatos se alternan, con Guillo en la descripción del declive

general, en parte también suyo, pero siempre con la cabeza fuera del

agua. Fernando, con que llega esperanzado de retomar sus cursos

universitarios. Viene haciendo contactos desde tiempo atrás y apenas

llegado ha podido comenzar un par de cosas: no son tantos los

lingüistas y su postgrado pesa a la hora de competir. Guillo seguirá

siendo colega, ya que insiste en dictar Literaturas marginales, aunque

está cada vez más interesado en las artes plásticas.

40
Eso le viene bien a Fernando, porque tiene que ver con una mina algo

misteriosa, ajá llegamos a las minas, dale contá desde que te fuiste,

en Brasil más o menos, más menos que más, pero al regresar de

movida nomás, una historia con una tal Clarisa, que terminó mal pero

sirvió para verificar que todavía tengo vigencia, y por ahora nada más.

Cómo nada más y la que te tiene intrigado. No, es una clienta, bueno,

clienta no, le corrijo la gramática y ella me habla de cosas. Claro te

habla de cosas, vamos Fernando. Si de cosas extrañas de Oriente,

que quiero conocer. Un intercambio. Seguramente también

intercambian fluidos, eh varón.

Las cervezas desfilan sin lograr entibiarse mientras el diálogo se

acelera. Como en las épocas que discutían sobre un poema, sobre el

arte. Ya han repasado el periodo de alejamiento, los recuerdos más

alejados. Guillo vuelve a la carga.

Dale flaco, contá de la mina esa.

Te repito, nada de fluidos, me tiene confundido y discutimos mucho.

Le gusta Klimt, todas sus paredes tienen reproducciones de ese tipo.

Quiero saber qué significa esa obsesión, a ver si logro entender cómo

es ella.

41
Pero Fernando, no se puede catalogar a una persona por el tipo de

pintura que prefiere. Ya lo sé, pero también sé que algo se puede

deducir si además la has escuchado opinar de muchas otras cosas.

Es peligroso.

No importa, hablame de Klimt.

Fue un tipo polémico, adelantado a su época, salido del Simbolismo,

su escuela se llamaba Secesión. Tal vez uno de los pilares fundadores

del Art Nouveau y del Art Déco. Murió cerca del veinte.

Pasalo en limpio, Guillo.

Lo que dije; se lo considera un pintor “decorativo”, influido por la

acuarela japonesa de fines del XIX, cuidadoso en eliminar de su obra

toda apelación al afecto, al sentimiento. En general no acepta términos

medios. Te gusta mucho, o más bien te disgusta.

Porqué tiene que gustarle un artista extranjero. Tenemos montones en

el país. Ahora que no hay estilos de moda, seguro que podría

encontrar algo parecido, pero bien local. No seas chauvinista,

Fernando; no, te conozco y sé cómo pensás. En realidad me estás

describiendo tu disgusto por la inclinación de ella.

Ca-ra-jo.

No quise molestar.

42
No, estoy pensando en Claudia, la mina en cuestión se llama Claudia.

¿Acaso esperabas algo diferente?

Hubiera preferido otra cosa; así, con tu descripción de Klimt, la muralla

es más sólida.

No entiendo.

Es largo de explicar. Estoy tratando de encontrar debilidades,

incoherencias, y por este lado no voy a ninguna parte. Está claro que

Klimt no me sirve.

¿Es lo único que le gusta?

No lo se, no vi otras pinturas en su casa, aparte de dos que dijo

haberlas pintado de jovencita.

¿Colgadas?

No, las sacó de un cajón. Muy extrañas, formas voluminosas que se

entrelazaban sin sugerir seres u objetos.

Nada parecido a Klimt.

No; le pregunté por el estilo, y respondió “surrealista”, pero casi

susurrando, y las guardó de inmediato.

Como si no estuviera orgullosa de su obra temprana.

Eso. De su obra única; no volvió a pintar más.

43
Creo que el asunto nos excede, Fernando. Pero si necesitás una

opinión desde lo instintivo –digamos un pálpito- se me ocurre que allá

en el cajón puede estar el secreto. Me juego a que lo de Klimt es muy

reciente.

El silencio los invade. Ambos, pensativos, digieren la teoría.

Algo así como si Klimt fuera su pose actual, la fachada deseable de su

sensibilidad. En tanto que la verdadera quedó encajonada muy en su

interior.

Fernando objeta que la idea no cierra. La gente no sigue siendo lo que

fue antaño; menos esta mujer, tan atenta a lo que le pasa a cada

momento.

Guillo recapacita; entonces te las mostró sólo para lucir su capacidad

artística.

No pueden dilucidar el asunto, de modo que la charla deriva hacia el

repaso extenso de los cuatro años, de ellos, del país, de todo un poco

hasta que el fondo de la noche los hace suspender; seguirán en otro

momento, tratarán de cruzarse en intervalos de clases, en la facultad.

Mientras pagan lo consumido, Guillo, todavía ignorante de lo que está

en juego entre Fernando y la mujer, trata de hurgar por alguna clave

44
de último momento; puede que a las apuradas y entre despedidas le

arranque algo al amigo.

Será inútil: Ya le contará todo, cuando sea la oportunidad. Por ahora

es imposible porque Fernando no sabe cómo sigue la historia.

Simplemente no sabe cuál es la historia.

45
8

Le ofrecemos al costo y por tiempo limitado,

3 Kits de Feng Shui,

compuestos por elementos celosamente seleccionados,

y de altísima calidad que lo ayudarán a conseguir

Riqueza, Bienestar, Armonía, Energía Positiva y Buena Suerte,

en fin, ser una persona exitosa.

No deje pasar esta oportunidad única, realice su pedido hoy

mismo.

El sitio, la página del Feng. Por fin voy a enterarme del asunto, que

sigue siendo misterioso. Internet es el lugar; ni aquella vendedora ni

Claudia pudieron aportar algo mas que un par de recetas. Consejos

bastante elípticos, los de Claudia, típicos de un creer mucho más que

de un saber. Yo necesito pistas: cómo este trasplante de algo venido

de tan lejos y de tanto tiempo atrás se ha podido instalar en nuestra

gente. Cómo funciona la cosa.

Parece que la página empieza con una promo. Claro. Algo hay que

vender; no es que sean mercachifles, es que regalar despierta

46
sospechas, rajemos, nos están engañando y algún interés habrá

detrás de todo. En cambio, sI vienen de frente vendiendo, sin vueltas,

la cosa es seria, hay que prestar atención.

Kit Nº 1:

Carillón Este elemento es muy utilizado en Feng Shui ya que es ideal

para armonizar y mover la energía en cualquier espacio.

Tortuga con monedas Este elemento es un símbolo de protección

del dinero tanto en el hogar como en los negocios.

El Buda Muy popular entre los hombres de negocios y los

comerciantes. Símbolo de riqueza y bienestar general.

Colgante Campana con monedas.

Esta campana es apropiada para activar la energía de la prosperidad

en casas y oficinas. Otorga protección.

Riqueza, el punto número uno, primero y principal. Pero casi todo el

“spam” –propaganda basura- ofrece riqueza y la gente ni siquiera lo

lee. Porqué deberían mirar lo del Feng. Me parece un detalle

misterioso de algo más extenso. Por más que yo dude ante el Feng,

(esa duda sistemática que los occidentales arrastramos desde los

47
griegos) algo debe tener para sobrevivir tantos siglos. Lo mismo que

tantas otras visiones del mundo. Cómo es entonces que semejante

cuerpo de ideas puede ser convertido en mercadería.

Sigo leyendo:

Feng Shui significa "vientos suaves sobre aguas calmas". Originario

de China, el feng shui analiza el diálogo que establecemos cada día

con el entorno: nuestra casa, nuestra ciudad, el lugar en el que

trabajamos. La premisa básica es que, si establecemos una relación

armónica y cooperativa con nuestro entorno, aumentamos nuestras

posibilidades de tener éxito en todas las áreas de nuestra vida: salud,

relaciones, prosperidad.

Como no podía ser de otro modo, por venir de donde viene, la

definición tiene la forma de una metáfora. Marinera, en este caso, que

para un habitante de las pampas podría equivaler, se me ocurre, a

“atardecer apacible bajo el ombú solitario”.

El concepto no parece demasiado loco si pienso que Claudia no se

arrebata cuando me habla del Feng. No tiene esa pose mística de

quien está sumergida en algo religioso que la supera. No; me lo

48
cuenta como si estuviera explicando cómo llegar a un sitio tomando

dos colectivos. Una especie de manual de instrucciones prácticas,

cotidianas, sin nada de esa solemnidad que tienen lo trascendente, lo

extraterrestre y lo de ultratumba.

¿Porqué, entonces, no puede un materialista como yo, hacerse amigo

de estas recetas? ¿Porqué me irritan, me sublevan y termino por

ofender a Claudia con argumentos agresivos, ésos que se dicen más

desde la calentura que desde el saber o la razón?

Cada vez que discutimos termino por irme hecho un desastre, enojado

con ella y furioso con mi actuación, porque el vendaval de occidente

ha perdido por puntos ante la brisa del mar calmo. Ella –una mina de

alta competición- se muere de placer por la sucesión de victorias.

Creo que le importa eso mucho más que conseguir un nuevo adepto.

Prefiere derrotar a evangelizar, una conducta que agrega motivos al

disgusto que llevo encima.

Releo. “Si establecemos una relación armónica y cooperativa con

nuestro entorno…” A ver; supongamos que el entorno, llámese México

DF, San Pablo, Buenos Aires, es hostil, conflictivo, violento. Que uno

tiene que vivir cuidando no ser estafado, usado, secuestrado, robado,

violado, engañado. Tal vez odiado o peor, ignorado. Cómo se

49
establece armonía y cooperación con ese entorno. Parece un chiste,

¿no?

Claro que si uno lo consigue, tendrá éxito. Éxito es la palabra mágica,

ahí debe estar la clave. Por eso aparece en el título de la página de

Internet. Uno consigue de todo para “en fin, ser una persona exitosa”.

Cómo se hace. Me es difícil imaginarlo, porque nunca intenté ser

exitoso, al menos de este modo. Como lo hace Claudia, que como

mínimo me supera en materia de éxitos. A ver. Pienso que para

armonizar con lo que ocurre a su alrededor maneja todas las

herramientas “lícitas”. Vende, seduce. Negocia, forcejea. ¿Y para lo

que no se debe, o no se puede?

Ahí no hay armonía que valga. A menos que se vuelva violenta o

perversa y Claudia no parece tener ese estilo. Debe ser que se ubica

en otra dimensión, la del Feng; la neblina se empieza a disipar.

Donde ya no cabe la adaptación, se usa el talismán. El escudo

protector, el conjuro materializado en los productos Feng. Ahora

sospecho porqué se venden, porqué son comprados. Si Claudia no es

banquera para despojar ahorristas; si no es funcionaria corrupta, si no

es jueza que vende sentencias, si no es empresaria explotando a sus

empleados, si no está en alguna mafia; y si a la riqueza no se llega

50
con el trabajo personal, sólo le queda el recurso de enriquecerse con

el Buda, la tortuga con monedas o las monedas colgantes que

tintinean, llamando a sus colegas a acumularse en las arcas de

Claudia. Me suena como si ella ha aceptado, con tantos otros que

apelan a distintos Fengs, que la riqueza material ya no es una

posibilidad universal y está más allá de lo natural, de lo naturalmente

posible. Entonces Claudia la busca con fetiches, talismanes y toda

superstición posible, tanto más eficaz cuanto menos real sea.

¿Y jugar a la lotería? Debería preguntarle si no es mejor. Como

receta, es más universal. Hay más gente comprando cada semana

una ilusión en un cartoncito, que la masa seguidora de los preceptos

del Feng. No, no creo que deba preguntar, puedo imaginar sus

respuestas. La lotería es sólo dinero, lo otro es calidad de vida. Por

más que lo principal pueda ser el camino a la riqueza, jamás lo

reconocerá, aún cuando esté de acuerdo en que la calidad de vida,

para ella, pase por la ruta del dinero. Me diría además que en la lotería

se enriquece uno solo a costa de todos los demás, mientras que el

Feng debiera enriquecer a todos sus adeptos. Todo un tema, el de la

riqueza. Quiénes serían los pobres, entonces. Tal vez nosotros, los no

practicantes, no creyentes de la energía positiva. ¿Y si nos uniéramos

51
todos, desaparecerían los pobres? Ojo que en los últimos tiempos se

han vuelto demasiados. Por ahí, el Congreso debería aprobar una ley

declarando obligatoria la práctica del Feng Shui. Puedo imaginar su

texto: poquísimos considerandos, en el Feng los fundamentos son la

práctica, la experiencia. Prohibición de artefactos en punta; concentran

energía negativa, optar por las curvas, los bordes y extremos

redondeados. Mucho espejito, para desviar y rechazar lo negativo.

Posicionar todo para allá. Éxito, éxito.

No creo que pueda plantearlo, que ella acepte ir tan lejos. Bastante

antes estaría peleando, echándome para acabar la polémica.

El otro tema para evitar sería el del trasfondo comercial que rodea al

Feng. No parece útil interesarla en el asunto, aunque no imagino su

respuesta. ¿Qué tiene esta creencia que se nos presenta como un

artículo de consumo? ¿Hasta dónde ese ser tan consumible no pasa a

ser su naturaleza, y lo importante no sea lo que un talismán pueda

hacer sino el hecho de tenerlo?

Como mínimo, me trataría de estúpido. Lo que yo veo como algo

perverso, sospechoso, capaz de ocultar segundas intenciones, o de

construir mera mercadería vendible, para ella sería un mérito, tal es su

respeto por el comercio. Con esa suficiencia que me enferma me haría

52
saber que tanto mejor si es vendible: señal clara de bondad y

necesidad del producto.

Ahí es donde yo tendría que irme, entre expresiones del tipo

mercantilismo y obscenidad, degenerando hacia gansada o pelotudez,

por supuesto con una nueva expulsión.

Otra vez furioso, por haber dejado de lado la posibilidad que tampoco

a ella se le ocurrió citar, la de sostener el desprecio de algo por haber

sido capturado para los negocios, como si ello bastara para invalidar lo

que pueda tener de bueno. Al fin y al cabo, en este mundo

desquiciado, también el arte se vende.

53
9

Relación desigual la nuestra, Fernando. Vos, un personaje de mi

relato; yo, escribiendo todo. Sé de tus pensamientos, de lo que vas a

hacer o decir. Más todavía, puedo obligarte a lo que se me antoje. Y

vos, ni siquiera sabés de mi existencia. Es una superioridad

monstruosa pero también un obstáculo absoluto y definitivo que

impide cualquier diálogo entre ambos. No te permito suponer que

estás siendo escrito, única forma en que podrías hablarme. Yo en

cambio, te hago llegar mis pensamientos, opiniones, críticas y

protestas acerca de todo. No me escuchás, pero sé de la eficacia de

los mensajes: algo así como la voz de tu conciencia seguramente

repite e interpreta mis palabras. Y en última instancia, puedo forzar tu

conducta a ser coherente con lo que pienso.

Hasta ahí, solamente, no del todo; esa es tu revancha. Está ese

margen, esa dimensión pequeña pero importante que no controlo, ese

crecer por tu cuenta, por donde intercalás actitudes imprevistas como

las de la rana o el azúcar, que me ponen mal, muy mal.

Si, Fernando, estoy enojado. O quizás sólo molesto, incómodo. Podés

llamarlo como te parezca y es probable que aciertes, para eso sabés

54
del lenguaje, de idiomas. Lo cierto es, de todos modos, que la culpa

de mi estado de ánimo es tuya. Ya me habías disgustado con lo de la

ranita de la suerte, un gesto a contramarcha de todo lo que ambos

creemos. La disolución del racionalismo total que hemos pactado. Un

golpe bajo, traicionero, que digerí penosamente a fuerza de repetir

que sos un tipo de carne y hueso, y que tanto mejor que así seas.

Pero lo del saquito de azúcar ya no cabe en mi paciencia, es

insoportable. Que la mujer crea en el azúcar en la billetera como motor

de enriquecimiento, es coherente con su visión del mundo. Pero que

vos, siempre sonriendo ante estas creencias, más allá de ellas, hayas

accedido a recibir un saquito de sus manos, y a guardarlo en tu porta

documentos, a falta de billetera para los diez pesos que promediás en

tus bolsillos; que accedieras al pedido de ella de retribuir con otro

paquete “porque no tengo uno en esta billetera, y debe ser un amigo

quien te lo ofrezca”; que al salir del bar, por último, luego de

despedirte, no hayas tirado a la mierda el sobre que encima abulta

entre tus papelitos y el DNI, es el desmoronamiento y la catástrofe

total de la reputación que traté de construir para vos.

No me vengas con que debías ser educado, comprensivo, respetuoso

de las creencias ajenas, que la mina no se merecía un desaire, tal vez

55
para ella el asunto era importante. Pudiste rehusar con cortesía: “no

creo en estas cosas, disculpame”. No lo hiciste. Peor aún, desde

entonces andás por todos lados con el bolsillo trasero del pantalón

bien hinchado más allá de un posible tumor en la nalga izquierda. Tal

vez ufano, tal vez deseoso de los efectos prometidos del azúcar.

No te perdono, Fernando. Ni voy a aceptar que el asunto no es

importante para quienes no creemos; ¿acaso los principios están sólo

para los crédulos? Exijo que hagas algo al respecto, que me des una

satisfacción, un resarcimiento moral. Algo así como usar el azúcar

para endulzar un café y beberlo. Aunque tendrías que tenerlo ya fuera

de la billetera de antemano, para no dar lugar a que alguien piense, si

estás en un bar y te miran, que estás consumiendo porquerías. No;

mejor va a ser que lo tires a la basura, en una especie de acto

revestido de solemnidad. Eso es, la basura, dando al procedimiento un

contenido simbólico: cada cosa en su lugar. Tendrá doble puntaje a tu

favor por resultar un gesto a contracorriente del modo de ser de un

sujeto despelotado. Por último, también quiero ver que te muestres

arrepentido y lamentes la actitud. Tenés tiempo hasta que termine el

relato. Mientras tanto, yo estaré nervioso y preocupado. Espero que la

amargura no contamine las páginas faltantes, que no me obligues a

56
acciones desmesuradas en tu contra, porque en realida te sigo

profesando afecto, aunque más no sea ese afecto con resignación que

inventan los padres de un hijo descarriado.

57
10

El hijo de puta puso los ojos en blanco y dejo de empujar. Ya había

llegado bien hasta el fondo. A Claudia le dolía, a pesar de que estaba

mojada como cada vez, o tal vez más, por la bronca que le daba el

tipo. Se calentaba como un termotanque cuando no había opción y la

bombacha tenía que bajarse, sí o si. Le dolía mucho – lo de él era de

exhibición, de video porno pero de verdad- pero en especial porque el

punto la había atropellado. “La orden de compra sale, pero la tenés

que venir a buscar a mi casa, esta noche.” Ella no era de venderse así

como así, pero la operación seria de mil regalos de fin de año,

agendas y los demás chismes que correteaba hacia diciembre y le

daban de comer por seis meses.

Se consoló con que por lo menos esta vez no tenía que fingir que le

dolía, cosa que hacía siempre para poner loco a un tipo. En especial al

de atributo pequeño, que descubría un nuevo universo de poder

cuando “le hacía ver las estrellas”.

Había pataleado, amenazado, Que hablaría con el director, para

contarle lo del acoso, y el tipo le dijo que le conseguía la entrevista si

quería. Que entonces se preparara para que los dos la voltearan, tal

58
era el acuerdo entre ambos. Que el director era un viejo libidinoso que

preferiría mirar como él le haría de todo. Que de todos modos se

podía ir, y la compra se movería para otro lado, el de una competidora

pendeja bastante más razonable que ella. Ella, que por otra parte ya

calzaría sus cincuenta, No? Si, cinco cuatro, pero bien conservados,

pelotudo, sino no te estarías babeando por mis tetas. Cierto, tenía

tetas importantes, todavía no vencidas. El macho se estaba ocupando

de ellas sin parar desde que la desnudara, y para eso la había calzado

desde abajo.

No había aceptado ir pero dejó la puerta abierta. “Tal vez vaya, pero

no a lo que vos pensás. Hay cosas que no podes hacer.”

Y había ido, no iba a ser la primera vez que aflojaría, y de todos

modos siempre habría una revancha. Pero primero, la orden de

compra. No se dejo tocar hasta verla, pese a que el tipo – que la

recibió en bata chillona que lo hacia mas ridículo por lo bajito y pelado,

se le fue encima de movida.

“Sabe hacerlo, el hijo de puta. Me da tiempo y ya empiezo a imaginar

el Paraíso. Claro que desde arriba manejo mejor las acciones, y el

dolor va aflojando.”

59
A fuerza de rechazarlo había conseguido que le mostrara los papeles,

y todavía ensayó resistencia, con que iba a gritar hasta que vinieran

los vecinos. “Vas a gritar pero pidiendo más” La defensa había

cesado, fracasada, cuando le tocó las tetas, con esos pezones

enormes, duros y bien parados, que la traicionaban siempre. “Estas

más caliente que yo, viejita.”

Claro, no era de madera, y mientras el le sacaba la ropa con habilidad,

sin errar a los botones o a los cierres, ella se concentró en esa

enormidad que lucía el petiso.

Ya casi no dolía y el sube y baja, lentísimo de movida por las puteadas

con lágrimas de ella, se animaba de a poco. Pensaba, ahora que la

tenía bien adentro y hasta con cierta comodidad, que había sido una

hazaña hacerla entrar..

Ahora que empezaba a gustarle y sabia que se venia lo más de lo

más, tenía que convivir con el asco que le daba ese jefe de compras

hijo de puta aprovechado y garchador a la fuerza, que sin embargo la

estaba haciendo gozar para el derroche. Casi lo último que pudo

pensar antes que todo se pusiera al rojo, fue en un disfrute solo para

ella y que él era solo un instrumento de placer que usaba porque se le

60
antojaba y le convenía; que de todos modos lo iba a dejar baboso

hasta el año próximo porque de repetir ni hablar si no compraba más.

Después ya no hubo pensamientos, solo sentir a mil por hora, carne,

gemidos, rugidos, y ambos incitándose con dame mas que me muero,

dale llename, y apretarse, morderse, empujar con todo y a los gritos

para el final salvaje que pareció iba a ser el broche de la historia.

Pero el petiso era un animal o un anormal. En vez de una explosión

fuerte y breve de macho corriente tuvo final casi como el de ella, que

se sintió inundada por un torrente tibio. Pero cuando jadeaba, apoyada

en los brazos extendidos calculando que ya se podía desprender de la

tranca gloriosa, el coso la dió vuelta rodando y quedó arriba, como si

nada hubiera pasado. “Te creés que me ordeñaste del todo, viejita”. Y

pistoneaba suave, despacio. Ella debió poner cara de asombro mas

que otra cosa, porque el le sonrió. “Hay para más, nena. El hierro te

va ser mas amigable, todas prefieren el segundo polvo”. Como ella

estaba inmóvil, tal vez entre asombrada y exhausta, agregó. “Dejalo a

papito, que vas a ver como te lleva”. Ella pensó que iba a jugar de

bofe, de carne colgada, y que por suerte ya no le dolía: Se imaginó

oficiando de puta leyendo el diario. Pero casi en seguida la cosa se

encendió de nuevo. Nunca le había pasado así, tan seguido y antes

61
de comprenderlo se vio agarrada al petiso, metiendo uñas en su

espalda y trayéndolo de las nalgas duritas, ahora que en efecto la

cosa estaba re-buena. De nuevo reconoció que el turro era un dios en

lo suyo, porque la fue llevando al éxtasis del modo gradual en que se

va sintiendo todo y presintiendo lo que va a venir. Con un final a toda

orquesta y coros, con el manantial brotado que los dejó, esta vez si, a

ambos tumbados, resollando y sin fuerzas.

Casi antes de dormirse, el tipo le estaba diciendo “se nota que la

gozaste mas que yo, guachita, no tendría que darte la orden”.

Pero se durmió, y ella aprovechó para lavarse un poco, juntar su ropa,

guardar los documentos de la venta, y tomárselas por el ascensor.

Mientras esperaba que alguien abriera la puerta de calle, Claudia puso

en el rostro una levísima sonrisa, “me voy con dos polvos de película y

la orden de compra”.

62
11

Ya venía mal la sesión a partir de su opinión sobre el lenguaje. Cómo

no iba a correr sangre después de escucharse “lo único importante es

la gestualidad, porque la palabra está plagada de mentiras”.

Ella no cree en lo que escucha, a menos que el rostro, las manos, la

posición del cuerpo, la actitud de todo el que habla se lo confirme.

Primero, la gestualidad; después, y sólo como una especie de

traducción, las palabras. Le es fácil refugiarse en esa idea, ella vive

gesticulando con todo lo que tiene: todo lo toma a pecho porque allí

está bien abundante; se para y se sienta a cada instante, como para

que Fernando no pierda de vista sus proporciones. Si se ve apremiada

por un argumento faltante o cualquier debilidad frente al otro, el cruce

de piernas siempre a la vista con faldas escasas, restablecerá el

equilibrio o lo volcará a su favor.

Pero entonces, Claudia, se trata de usar otro lenguaje.

Si, el de la expresividad, directo y sincero.

Acaso se debe aprender, dónde lo enseñan.

Cualquiera que haga algo de teatro lo sabe, lo aprende.

63
¿Y si no se estudia teatro?

El cuerpo sabe decir lo suyo.

Están los menos expresivos, los que tienen parálisis facial, por

ejemplo.

Cierto, como también los hay más mentirosos que lo normal.

Y está el aprendizaje: el teatro te enseña a representar fingiendo no

sólo con palabras, también con gestos.

No importa, los gestos verdaderos son incontrolables, a cada instante

desbordan sin que te des cuenta. En cambio, nos enseñan desde

chiquitos a callar, que es un modo de ocultar si no de mentir. Sabemos

medir el habla para lo que nos conviene.

Le mencioné entonces la cultura de la imagen empujando las palabras

al trasfondo del mensaje visual, para producir la mentira más eficiente.

¿La publicidad, Fernando? No seas retro, flaco, es un mal necesario,

cada uno tiene que aprender a manejarla.

Esta mina me pone mal. Decididamente mal. La seguridad con que me

habla la protege, inhibe mis respuestas, las neutraliza antes de ser

dichas y fracasan por asmáticas, por insignificantes. Entonces, apelo a

las agresiones, le digo una bestialidad, nos peleamos, y todo termina

mal. Así fue también con la energía negativa, la que según los chinos

64
viene desde el norte. Yo me pregunto porqué del norte. Para ellos, tal

vez, porque el norte es la oscuridad, el frío, el vecindario hostil por

siglos. La Gran Muralla se hizo para extrañar al norte, alejarlo, algo de

eso debe ser.

¿Y nosotros? Le dije a Claudia que estamos en el hemisferio sur, que

acá todo es al revés, que las protecciones contra la energía negativa

deberían apuntar al sur: el calor, la fertilidad, la historia, todo tiene que

ver con el norte. Se ve que el tema no figura en su libreto por el modo

en que me sacó cagando.

De todos modos la situación todavía era tolerable. Por desgracia, me

volvió a tratar de negativo, de nuevo “esa asquerosa postura negativa

tuya, que arrasa con todo lo que otros, positivos y bien intencionados,

tratan de construir”.

Traté de explicarle una idea que alguna vez me deslumbró, mirá

Claudia, hay pensadores muy importantes que sostienen que lo

positivo es algo cristalizado, muerto, como el Derecho positivo, que

resume las prácticas sociales recién para cuando ya han perdido

actualidad, mientras que lo negativo es vital y cambiante; es la actitud

de los que no se resignan al presente y lo tratan de superar.

65
Creo que hasta ahí no había entendido nada, su cara ya no daba

abasto con los gestos de duda. Reconozco su expresividad, haciendo

innecesaria la negación. Entonces traté de redondear. Si no fuera por

el espíritu negativo, por esa insatisfacción de cada día para que no

sea igual al anterior, si no tuviéramos esa resistencia a la resignación,

los humanos jamás hubiéramos bajado de los árboles. Todavía

estaríamos comiendo raíces, tubérculos y larvas arrancadas de los

troncos. Negar el mundo tal cual es, negar la validez de los límites que

quiere establecernos a cada instante, es ser negativo.

Claudia abrió la boca como para contestar; no le di oportunidad:

Positivo es el que no quiere cambios. Seguramente porque le va bien

y pretende seguir disfrutando. Nada puede mejorar si no cambia.

“puede empeorar” alcanzó a mechar ella en medio de mi discurso, por

entonces encendido y de barricada. No sólo puede, casi siempre

sucede, esa es la historia de los humanos. Avanzamos a los

tropezones, pero no por positivos. Los positivos están quietitos,

engordando.

Algo debió entender, porque se puso loca y tuve que poner primera y

arrancar sin más vueltas, sin más parlamento, para no darle la

oportunidad de que me echara. Después me di cuenta que ése

66
hubiera sido mi triunfo por el reconocimiento de sentirse herida. Así,

huyendo para no complicarla, quedaba a salvo su coraza y me fui mal,

con la sensación de llevar a cuestas una nueva derrota, ridícula como

las anteriores por estar la razón de mi parte. (¿Estará?) La esgrima,

pese a todo, le había sido favorable a Claudia no por el peso de los

argumentos sino por la serenidad de su discurso.

Es que yo no discuto para ganar, ella sí. Su triunfo es la venta

asegurada, el mío, aclarar la exposición y agregar un poste más a mi

estructura intelectual. Claudia sabe que no puede vacilar, que no

necesita hacerlo; yo manejo la duda como método. Es la Fe contra la

búsqueda apasionada, casi sin esperanzas.

Y la verdad, que corre siempre dos cuadras más adelante sin dejarse

alcanzar. Claudia no la persigue, le basta con creer. No puedo

explicarle si es mejor buscarla y alguna vez alcanzarla para descubrir

su forma cambiante, y de repente tenerla de nuevo dos cuadras

adelante. No puedo hacerlo si no estoy terriblemente seguro de qué

debe ser lo mejor.

Lo único que podría transmitirle y sólo para que lo ignore, es la

sensación de estar en esa búsqueda como lo único posible para mí.

67
Un imperativo que me prohíbe elegir la facilidad del gran atajo.

Siempre la ruta más difícil, la más dolorosa.

68
12

Los tiempos verbales, que me vuelven loca. Parece que en castellano

el pasado es más complicado que en inglés, porque hay ochocientos

modos de hablar en pasado. En cambio en inglés, dos o tres

solamente, que conozco a pesar de saber bastante poco del idioma.

Así que me tenés que explicar bien lo de nuestros verbos. ¿Si,

Fernandito?

Claudia no terminó la secundaria. Dar a luz a los quince años, a

mediados de los sesenta, fue para sus padres un permiso vedado a

las clases medias porteñas que educaban a sus hijos para alcanzar

las profesiones supuestamente capaces de abrir las puertas del

ascenso social. Claudia rompió el proyecto de sus mayores

aumentando su dolor con el más absoluto anonimato en la paternidad

de la criatura. Pudor, vergüenza, incomodidad, todo contribuyó a que

Claudia fuera recluida en casa, con “educación familiar” como sustituto

del colegio.

Ella suple con inteligencia y esfuerzo las carencias de aquella

formación. Tiene un vocabulario generoso y lo usa con corrección,

con mucha expresividad heredada de algunas pocas clases de teatro

69
lejanas pero intensas. Sin embargo ha leído poco y nada, de modo

que a la hora de escribir son frecuentes los naufragios. Nunca se

propuso asuntos literarios; su necesidad se centra en la redacción

comercial, con cartas e informes. La preocupación es que percibe sus

propios productos como de calidad inferior, arriesgando en alguna

ocasión el bien tramado desenlace de sus ventas.

Pero que no sea Gramática, Fernando. No me interesa saber cuándo

poner una ce en lugar de una ese, porque de eso se ocupa la

computadora. Me dijeron que no es infalible pero puedo zafar. Lo que

necesito es estilo: en lugar de cartas me salen listados. O si pierdo

mucho tiempo pensando, el resultado es algo lacrimógeno. ¿Te

imaginás, Claudia emocionando a un encargado de compras?

Fernando cree que es posible pero se abstiene de opinar que las

razones pueden ser otras, menos literarias. Le habla del estilo, en

materia de correo electrónico, como algo todavía semejante a un

edificio en construcción del que tampoco se conocen los planos. Pero

Fernando, las reglas de la escritura no han cambiado. Es que sí han

cambiado, o más bien desaparecido. El email es comunicación

inmediata, coloquial. Ida y vuelta, sin presentaciones ni despedidas.

Sin firuletes.

70
Pero hay que vender, Fernando; vender tiene sus vueltas, necesita un

toquecito aquí, un adornito allá.

¿No se vende con la verdad?

Si. Siempre que no esté desnuda. Como nosotras, que con un poco de

ropa atraemos más.

Fernando coincide y exagera. Escribir, al fin de cuentas, es decir

verdades que uno no se propone revelar. Es no darse cuenta de estar

haciéndolo.

Mejor se hubiera callado, Claudia pone cara de nada, no sabe de qué

le está hablando; él intenta cambiar de tema, imposible, quiero saber,

a ver si digo cosas de más.

Fernando respira hondo, no es ella el mejor frontón para arrojar su

teoría y verificar si funciona. A lo sumo se escuchará a si mismo, en

voz alta, y podrá detectar ruidos en el discurso. Tiene que ver con el

nivel de represión, Claudia, el que uno se impone cuando dialoga. Si

yo estoy delante tuyo, hay muchos indecibles que te prohibís, por

pocos pelos en la lengua que puedas tener. Y no por falta de coraje, o

timidez, sino por practicidad. Si no, no habría diálogos posibles.

Claudia asiente: No veo la novedad.

71
Las cosas cambian cuando en vez de hablar, se escribe. En vez de

diálogo, hay monólogo, y si no te veo frente a mi, me animo a decir

más cosas.

Eso lo saben hasta los niños más pequeños. Apenas aprenden a

escribir, supongo. No te burles, Fer, no me estás contando novedades.

Lo nuevo, estimada Claudia, es mi idea. La idea de que en realidad el

monólogo no existe. Siempre, siempre, lo que se escribe es un

diálogo.

Zambomba, flaquito. Para un diálogo hacen falta dos.

Es que siempre hay dos, por lo menos. Vos, y la que tenés adentro,

que es muy tímida y apenas se anima a aparecer cuando estás sola, o

cuando dormís. Yo digo que se suelta cuando escribís, y para ponerla

en vereda hay que estar muy canchero con la birome, digo, con el

teclado.

Lo que me estás diciendo es, en otras palabras, que escribe el

inconsciente.

No Claudia, no exactamente; el escrito es el resultado de un forcejeo,

de una negociación. Si vos, la de afuera, conocés el mecanismo,

tenés más vías de escape. Simplemente reprimís, o en todo caso

suavizás. Y si sos como la mayoría, incluyendo a los escritores

72
profesionales, siempre dejarás escapar algo del otro, sin querer y sin

darte cuenta.

La teoría no impresiona demasiado a Claudia, que ha escuchado todo

con recelo: lo va a consultar con su terapeuta. Si, tiene terapeuta. Ah,

y qué dice el terapeuta del Feng. Nada, aunque Claudia sospecha

simpatía.

Pero no es el tema, Fernando, volvamos a la escritura. Cierto o no, lo

tuyo no importa demasiado en la redacción comercial. Además el que

lee no es psicólogo, y no se dedica a interpretar textos. Los lacanianos

se ocupan, creo. ¿Estoy equivocada?

En parte. Supongo que también en el comercio pensás cosas que no

conviene transmitir. Digamos, hasta dónde llegar en un regateo. El

caso típico es el de las negaciones.

No estoy de acuerdo: cuando no me conviene algo, digo “no” como

para que no haya dudas. Puede ser, pero cuando escribís una

negación rotunda sin que te haya sido pedida, los profesionales saben

que en realidad pensás exactamente lo contrario. Y el destinatario, sin

saber porqué, siente que algo no funciona, no te cree.

Dame un ejemplo.

73
Hay millones: “No se trata de dinero” quiere decir que lo único que

cuenta es el dinero; “no hay nada personal es esto” informa que el

asunto es terriblemente personal.

Claudia enmudece. Piensa, como repasando las redacciones más

recientes; se sobresalta. Fernando le da otra vuelta de tuerca. La

situación ha empeorado con el mail. La facilidad con que se envía, se

recibe y se contesta, la velocidad de la comunicación, afloja los

controles. Escribís más suelta, más impulsiva. La de adentro tiene

más oportunidades. No sé cómo los analistas todavía no mantienen

con sus pacientes entrevistas por mail.

La exageración termina con el humor de Claudia. Le ha pedido pistas

para mejorar su escritura, y él sólo propaga miedo y desaliento.

Escribir es tan riesgoso que sería mejor no hacerlo; ¿eso es lo que

buscás? Es tu maldita energía negativa, destructiva. Yo voy a seguir

escribiendo mis cartas, porque estoy con los que construyen y no con

los que desarman todo para ver cómo funciona y después no saben

cómo arreglarlo.

Fernando siente que se le ha ido la mano, aún cuando en realidad

74
cree en lo que ha dicho. Pero para ser coherente con su idea,

reconoce que el otro-su-yo ha metido la cola. Allá dentro de su

persona se cocinan ataques contra Claudia, vaya a saberse porqué.

También siente, mientras ella le habla con dureza y amenazas de

dejar todo si no cambia de actitud, que prefiere ser agredido antes que

recibir el trato condescendiente, algo socarrón, como viniendo desde

allá arriba donde Claudia se considera respecto a él en la escala

universal del éxito.

Un pequeño bienestar lo acompaña mientras se despide. Ha logrado

provocar rajaduras en la muralla y hasta asomar la cabeza por

encima, para ver lo que hay del otro lado. Aunque lo que se vislumbra

no es de su agrado.

75
13

Fernando no sabe porqué sigue yendo a lo de Claudia.

Ha terminado por conocer los fundamentos del Feng y no

precisamente por ella, sino por lecturas y navegación por Internet. Le

ha ocultado sus investigaciones paralelas a fuerza de simular un aire

vacilante, curioso y de duda permanente, como el que se reconoce en

quienes están aprendiendo algo desde la ingenuidad. Fernando ha

creído en esa postura como ventajosa y capaz de compensar y

equilibrar sus eternas debilidades en las discusiones.

Perdido el interés por la novedad, escucha a Claudia repetirse en

conceptos, consejos y opiniones, que no le aportan nada agregable a

lo aprendido. Recibe lo de ella como una especie de trabajo práctico

en el cual se debe confirmar o descartar la teoría subyacente. El ha

tomado partido por la negación, el rechazo; busca entonces el error, la

debilidad, la falta de sustento. Lo irracional. Todo aquello que asegure

y refirme la corrección de su postura.

Su intelecto le dice que ya ha tenido suficiente, que puede irse

tranquilo a continuar su vida sin alteraciones exigibles por el Feng, que

76
habrá pasado sin dejar rastros. Puede que otras zonas de su ser no

estén tan convencidas del epílogo, puede que crean en algo faltante,

que todavía no está a la vista. El caso es que Fernando sigue yendo y

sigue dudando si debe terminar.

Tampoco lo que debe transmitir a Claudia, lo del buen escribir, da para

más. Ya de inicio lo había tomado como un precio accesible para

acercarse y averiguar, sin mayor convencimiento de poder mejorar la

escritura de ella, que ni siquiera le pareció imperdonable. Los consejos

mínimos que aportó en la primera reunión le parecieron más que

suficientes para asegurar una redacción razonable y todo lo demás

que fue agregando, pura hojarasca. En un momento temió quedar sin

libreto cuando todavía quería seguir, de modo que forzó el tema del

diálogo con uno mismo como un simple estiramiento de algo que

languidecía para morir en cualquier instante. Y que sin embargo

deseaba mantener aún a costa de peloteras como la que resultó de

esa última historia.

Así es como Fernando llega a la reunión con sus interrogantes

encima, sin demasiada esperanza de disiparlos.

Claudia lo recibe más tranquila que otras veces, con una especie de

serenidad cercana a la tristeza. Tiene un par de preguntas nimias,

77
acerca de sinónimos, de cuándo repetir palabras, nada que

Fernando no pueda responder con una frase sencilla y sin embargo

desarrolla con volteretas, estirando y estirando.

Claudia se da cuenta y trata de reasumir su ser Claudia. Hacela corta,

Fer, ya entendí.

Un silencio pastoso los envuelve, pasan varios segundos

interminables.

Por mi ya está todo. Decime si queda algo para hablar del Feng.

El Feng ya está muerto y enterrado para Fernando, que ya en la

reunión anterior no había llevado ninguna inquietud.

Al borde de una negativa, cree ver una forma borrosa en el horizonte

de sus ideas, o tal vez de su intuición. Sin pensar, sin darse

demasiada cuenta, le está preguntando.

Hasta ahora, entre tus descripciones y alguna información agregada

que tuve por ahí, he sabido que el Feng me orientará en la vida para

conseguir Riqueza, Bienestar, Armonía, Energía Positiva y Buena

Suerte, tal como decía un aviso que me impresionó mucho. Este

conjunto comprende los ingredientes del éxito, o pera llamarlo con un

término pasado de moda, fe-li-ci-dad. ¿Estamos de acuerdo?

Por una vez, estamos.

78
Bien. La pregunta que bailotea es, ¿no falta algo, ahí?

Seguramente, es imposible detallar, además cada uno necesita menos

de ésto, más de lo otro, distintas proporciones de eso que llamaste

ingredientes.

No. Mi pregunta es si no falta algo descomunal. De máxima

importancia.

Claudia piensa: calla como si supiera de esa carencia pero tiene la

obligación de negarla. Muerde con fuerza y susurra.

En tantos milenios deben haber estudiado bien la lista, supongo que lo

esencial está ahí.

Faltan los afectos. Falta amor.

Un nuevo silencio, en el que ninguno mira al otro. Fernando avanza su

mano y apenas roza con la punta del índice la mano de ella, durante

un instante muy breve. Ambos retiran sus manos, Fernando está

turbado, balbucea algo incomprensible que ella no descifra. Un

silencio larguísimo que disipa cualquier posible encantamiento, y que

ella se ocupa de subrayar con un gesto, un mohín.

No se, el amor es la consecuencia de lo demás.

79
Mentira, el amor es un impedimento para llegar al éxito. Tu religión se

vende porque ha reemplazado la búsqueda del amor por la búsqueda

del éxito. Igual que la mayoría de la gente.

Así empieza otra discusión, la última.

Esta vez, sin fe, sin convicción, sin tratar de imponer razones, en

tonos apagados, hasta que Claudia corta:

Para mi ya se ha hecho tarde, dejemos. Si, dejemos.

Ese fue el final.

80
14

Fernando. Qué confusión has causado en mis convicciones. No puedo

decir que actuaste con un criterio propio, sin respetar mi propósito. Por

el contrario, Más allá de algún par de agachadas que ya fueron

reprochadas, hiciste y dijiste casi todo el proyecto imaginado, con el

énfasis necesario en cada texto y en cada actitud. Pusiste a salvo

algunas grandes cuestiones, como los principios que compartimos, en

contra de esa regresión que defienden tantos, hoy. Esto es lo que me

ha emocionado en mayor medida y siento gratitud hacia tu

representación de todo lo mío.

Claudia te puso a prueba con la valoración del correo electrónico y me

gustó el resultado. Si bien no enfatizaste demasiado –al fin y al cabo el

escritor soy yo y vos sólo un personaje- lo mostraste como diferente al

sistema epistolar anterior. No mejor o peor, sino diferente. Vaya si lo

es. Me acuerdo del aprendizaje de las misivas de antaño, una especie

de escalón superior en la clase de Castellano, al que se llegaba, con

suerte, hacia el final del periodo lectivo, como el caso más complicado

de la famosa “composición”. Uno no podía siquiera proponerse la

redacción de una carta si no estaba penetrado por la solemnidad y la

81
pompa que nos enseñaban como imprescindibles para el trabajo. Las

formas en que te podías dirigir estaban bien determinadas, aunque no

tanto como en las cartas en inglés. La profe de inglés, además de ser

un bombón que nos tenía muertos, había casi supeditado la

promoción del curso a que los alumnos aprendiesen la diferencia entre

“yours sincerelly” y “yours faithfully”, los dos únicos modos existentes

en que se podía despedir uno al terminar una carta.

Todo un tema, Fernando. Nos guste o no nos guste, un camino que se

abre paso por entre quienes escriben, sin importarle demasiado sus

temores y prevenciones.

Eso funcionó. Nada que ver con el otro asunto, el de las antiguas

creencias. Siento –y esta es mi confusión- que la firmeza de ideas

previas que te transmití, no importa si expuestas por vos sin

demasiado éxito ante Claudia, y que arraigaron con solidez en tu

persona, no fueron una copia de las mías, sino una especie de

migración, porque ya no están en sus antiguos casilleros en mi

interior, sino de un modo algo borroso y volátil que impide

embanderarme.

La duda sistemática que antes era altiva y petulante, autoridad

suficiente para descartar con un “no sirve, es falso”, ahora es una

82
duda. Sólo una duda, quiero creer que más humilde, pero generadora

de confusión. Es difícil que llegue a tener una rana de la suerte, o cosa

parecida, pero no enloqueceré cuando vea a alguien transportar

azúcar en la billetera.

Tampoco puedo festejar como un éxito absoluto el manejo de los

personajes. Claudia, empezada desde cero, me resulta ahora un ser

del todo misterioso y mal podría arriesgar una predicción sobre su

conducta; menos aún una descripción precisa de su carácter. Y vos,

Fernando, pese a que llevamos ya dos novelas juntas, continuaste

desarrollando ciertos libretos propios, pequeños pero incisivos, en más

de un caso, sorprendentes para mi designio.

Curioso, si nos guiamos por una idea ingeniosa de Valle Inclan: dijo

una vez que Homero se arrodillaba ante los personajes de sus obras,

que Shakespeare enfrentaba a los suyos en un plano de igualdad y

que Cervantes tuvo por debajo suyo a Don Quijote, por haberlo creado

más loco que él. Si así fueron las cosas, Fernando, lo que habría es

una tendencia ascendente, una curva de crecimiento del papel que

juegan los autores y una evolución a través de la historia de la

literatura que tal vez nos explique la omnipotencia de los escritores de

hoy. Pero que estoy decidido a descartar si debo guiar el juicio por lo

83
sucedido con mis personajes. No me siento para nada por encima de

ustedes, Fernando, por más que haya logrado encarrilar de algún

modo lo que hicieron y dijeron. Es que en realidad, no termino de

conocerlos en profundidad ni los comprendo del todo.

Como autor, he disfrutado la posibilidad adicional de intervenir en

estas páginas con esa cantidad de poder ilusorio que uno tiene

cuando sabe que el interlocutor (no el lector, sino el personaje) no está

en condiciones de responder. No ha sido participación gratuita, de

todos modos. Ahora, al revisar los textos, me invade un cierto

desasosiego que se añade al ya contabilizado; advierto que el tamaño

y cantidad de mis intervenciones resulta demasiado voluminosa. Y la

idea perversa no tarda en germinar: Un autor apareciendo como tal

con suficiente frecuencia en un texto de ficción, más que autor pasa a

ser personaje. Entonces, bien podría estar siendo escrito por otro. En

cuyo caso sería –como lo sos vos, Fernando- incapaz de responder a

los mil reproches con que seguramente ese otro me estará

bombardeando. En el hipotético caso en que yo termine siendo un

personaje, no quiero que mi autor se la lleve gratis: le dejo todas

estas inquietudes que terminan de asaltar mi hasta hoy monolítica

seguridad, que ahora veo mejor como omnipotencia ridícula, muralla

84
de cartón queriendo ocultar las preguntas claves, puesta a incendiarse

ante la sospecha: quiénes somos, autor y yo, adónde apuntamos la

mirada, cuál es la búsqueda.

No me hagas caso, Fernando. Más nos valdrá a ambos volver a la

ecuación inicial, vos personaje, yo autor. Vos, personaje escrito en

forma directa por un ser de carne, con ideas y emociones; de otro

modo quedarías reducido a eslabón de una serie desconocida, en

todo caso un item insignificante. Yo, recuperando la manija, el control

tan placentero. Mejor abandono el círculo vicioso y dejo el asunto

como está, sin complicarlo más. Con casi todo en su cauce, porque

vos, Fernando, que a veces te cortaste solo, todavía no hiciste

preguntas. No se te vaya a ocurrir.

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