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SECUNDINO CASTRO SÁNCHEZ
(Madrid)
JERUSALÉN
Desde que Jerusalén fuera un señuelo para David, que con sólo
verla, le conmovió tanto o más que la belleza de Betsabé (2S 11,1-
12,25), hasta nuestros días, no ha dejado de ser para un grupo bien
numeroso de la humanidad un sueño sagrado. Decir Jerusalén para
este grupo, es decir Dios a la vista o Jesucristo brilla.
Desde entonces nos encontramos con varias formas de entender la
Ciudad. Primeramente se la comprendió como el centro político reli-
gioso de un pueblo que hizo de ella la capital del territorio y de su fe.
Fue así desde David hasta su caída en poder de los babilonios (1-
2Re). Los judíos desterrados la lloraron y la ansiaron (Sal 137) y la
Ciudad comenzó a idealizarse y a significar el judaísmo libre (Is 60).
La Ciudad destruida, gracias a un emperador pagano, que fue de-
nominado ungido (mesías) por el profeta Isaías, Ciro, (Is 5,21), fue
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Estella (Navarra), Editorial Verbo Divino, 2005, 404 pp.
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Este pasaje que va a mostrarnos que hay un cielo nuevo y una tie-
rra nueva, está enmarcado en la comprensión del vidente de Patmos
como una visión (21,1-2), una audición (21,3-4) y un discurso (21,5-
6).
La expresión cielo nuevo y tierra nueva es una forma muy concre-
ta de hacer alusión a todo el universo. Es lo que el hombre contempla
como creación. En Isaías este cielo nuevo y tierra nueva (65,17;
62,22) muy probablemente se refieran a la renovación de Israel. Se
quiere recalcar la novedad porque el término “kainós” aparece aquí
cuatro veces en sólo ocho versículos. El vocablo griego utilizado, en
el Nuevo Testamento significa novedad de calidad. Este adjetivo
siempre se relaciona con Cristo y su obra salvífica, El primer cielo y
la primera tierra han desaparecido. Los autores observan que desde
este punto de vista la novedad no es total porque siguen siendo tierra
y cielo, aunque sean nuevos.
Los hagiógrafos del Nuevo Testamento están de acuerdo en que la
resurrección de Cristo ha infundido una nueva calidad de ser y de
existencia a todo. Si el cielo nuevo y la tierra nueva son para el futu-
ro, ¿dónde queda la dínamis creadora y transformadora de la resu-
rrección de Cristo? Si hasta ese momento no hay novedad en el cielo
y en la tierra, ¿la resurrección de Cristo no ejerce sobre ellos influjo
alguno hasta después de la segunda venida del Señor? Bien mirada
esa interpretación futurista del Apocalipsis pone en entredicho la efi-
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ral), Él, Dios con ellos será su Dios” (21,3). Se está describiendo la
comunidad de Jesús. La Ciudad va a tener, como enseguida veremos,
carácter universal, va a estar siempre abierta (21,25). Allí ya no habrá
ningún dolor. La razón que da el autor de esto es que el mundo viejo
ha pasado (21,4).
La palabra morada adquiere aquí un gran significado. Parece que
el autor partiendo de Ezequiel (37,27) nos lleva a lo más hondo del
pensamiento joánico. Juan dirá que en casa del Padre hay muchas
moradas (Jn 14,2). Cada cristiano va a ser una morada de Yahvé.
Desde aquí hay que leer el nombre de Dios que llevarán escrito en la
frente (Ap 22,4). La morada de que habla el Apocalipsis resultará del
conjunto de moradas que representa cada uno de sus habitantes. La
morada del Apocalipsis es lo que antes se llamó ciudad, después es-
posa y ahora morada; que adquiere aquí su máxima expresividad por-
que el autor desde Ezequiel (37,27), conduciría, como hemos dicho,
el contenido de la expresión a la intensidad del cuarto evangelio (Jn
1,14).
En efecto, la palabra tienda (morada) la aplica el evangelista a la
encarnación del verbo. La morada queda así relacionada con Jesucris-
to. “Esta es la morada de Dios con los hombres” (Ap 21,3). Esta pre-
sencia de Dios entre los hombres hace que ellos sean “sus pueblos”,
en plural, contra Ezequiel que lo escribe en singular (37,27). Es la
nueva alianza con todas las naciones. Parece que el plural quiere decir
que ya Israel no es exclusivo y que su alianza con él estaba en fun-
ción de las demás. Y también que la alianza con Dios y con el Corde-
ro no anula las peculiaridades de cada pueblo, sino que más bien las
acrecienta, no sólo las respeta, “serán sus pueblos”. Esas característi-
cas que ahora Dios asume, son también suyas. Si estas realidades se
entendieran de la Jerusalén de la eternidad, no parece tener mucho
sentido allí las peculiaridades de los pueblos, una vez que el tiempo
se ha consumado.
La ciudad, la novia, la morada, es la esposa del Cordero. Se trata
de la comunidad, que se ha adherido a él. De momento no se expresa
cómo será la relación con Dios. Ya dijimos que en la Ciudad no habrá
dolor. El autor lo expresa más tiernamente: “Enjugará toda lágrima de
sus ojos” (21,4). El texto remite a Isaías (25,8; 35, 10). Juan ha modi-
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rona que rodea la ciudad. Otros suponen que serían meras reminis-
cencias de los textos del AT (Is 54,11-12; Ez 40,5). O tendría el sen-
tido de determinarla como ciudad, ya que todas las ciudades antiguas
las poseían.
Pensamos que hay que entenderlas en sentido obvio. Sirven de
protección. Éste es un elemento más que nos indica que no estamos
hablando de una Jerusalén del más allá de este mundo, sino de una
ciudad que se identifica con la comunidad cristiana, que debe ser pro-
tegida de los enemigos.
También la muralla sirve para identificar la ciudad, y señalar el
espacio que le pertenece y separa de otros. Tampoco esto tendría sen-
tido alguno en una ciudad que fijáramos en el más allá. Todo esto nos
convence aún más de que estamos hablando de un espacio que se si-
túa en este mundo.
“La muralla de la ciudad se apoya sobre doce cimientos, que lle-
van los nombres de los doce apóstoles del Cordero” (21,14). Sin du-
da, el vidente quiere enseñar que la doctrina de Jesús, transmitida por
los doce, es quien da solidez a la construcción. Esto tampoco tendría
mucho sentido para la otra vida. La ciudad ya está solidificada. Y más
si se entiende en sentido simbólico. Es decir, los cimientos o la piedra
en la que se apoya se entienden de la doctrina.
También la ciudad tendrá doce puertas, tres en cada uno de los
puntos cardinales. Sobre ellas había doce ángeles, que tenían escritos
los nombres de las doce tribus de Israel (21,13). Tenemos de nuevo el
número doce, que significan la plenitud de la elección, de la que par-
ticipa la Ciudad, ahora con el nombre de las doce tribus de Israel. Las
doce puertas indican que esa plenitud de elección alcanza a todos los
hombres que, si bien encontrarán su fundamento en los Apóstoles, se
relacionarán también con Israel, las doce tribus. O sea, que la Ciudad,
la Nueva Jerusalén, que halla su fundamento en los Apóstoles, no na-
ce del todo con ellos, se retrotrae al pueblo de Israel, el pueblo de la
elección, en la que se fundamentan los mismos Apóstoles. Los ánge-
les significan también protección y la presencia de lo divino en la mu-
ralla. La Ciudad está sumamente protegida.
No parece que muchos de estos elementos vayan de acuerdo, co-
mo venimos diciendo, con una ciudad celestial. Sigo pensando, y ca-
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da vez con más seguridad, que Juan está trasladando al género apoca-
líptico su escatología realizada.
a que ya no son necesarios esos astros para regular las fiestas litúrgi-
cas. La luz le proviene de la gloria de Dios. Se percibe aquí una alu-
sión a aquel momento de la vocación de Isaías (Is 6) donde el kabod
se manifestó con gran potencia y esplendor. La lámpara de la Ciudad
es el Cordero. El mismo Jesucristo se proclamó en el evangelio de
Juan “luz del mundo” (8,12). Precisamente el evangelio de Juan le
presenta como la verdad (Jn 14,6). La iluminación de Cristo es tal que
el autor de la primera carta de Juan dirá que el cristiano ya no tiene
necesidad de que nadie le enseñe (1Jn 2,27).
cina para los gentiles” (22,2). Ahora el vidente se separa del texto del
Génesis y sigue a Ezequiel 47,12. También encuentran aquí gran difi-
cultad quienes entienden la Ciudad de Jerusalén como la ciudad del
futuro. ¿Cómo las hojas del árbol pueden ser curativas o medicinales?
Se han propuesto toda clase de interpretaciones. La solución es senci-
lla si pensamos que todavía nos encontramos en los márgenes del
tiempo, no de la eternidad. Quienes se acerquen a la comunidad pas-
cual de Jesús todavía pueden encontrar vida y curación de sus enfer-
medades y dolencias. El árbol está en medio de la plaza para que
quienes se acerquen encuentre el remedio para sus dolores. Los que
se hallan adentro de la ciudad no lo necesitan.
En la ciudad nunca habrá ya maldición alguna (22,3). El texto se
inspira en Za 14,11, referente a la Jerusalén de los últimos tiempos,
en la que no existirá la maldición a la que se hace alusión en Gn 3,16-
22. Es la sentencia contra los primeros padres después de su desobe-
diencia. Está claro que no es necesario esperar a la eternidad para
verse libre de aquella maldición, de la que libró a la humanidad el
Mesías. Precisamente en el Gn 3,15 ya se habla de esa rehabilitación
y se sitúa en la línea histórica de la promesa. La pascua de Jesús,
nuevo Adán, rehabilita a la humanidad y la resitúa en el principio. Es-
te es el sentimiento de todo el Nuevo Testamento.