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El imperio de lo efímero

Publicado el 8 septiembre, 2018 por GJ

1984. Recoleta. Jorge Romero Brest dice, mientras enciende una pipa: Cuando estoy en
Paris se me expande la mente; cuando estoy en Nueva York se expande mi cuerpo.

Sigue siendo, hasta hoy, el elogio más inteligente de la lectura.

Montaigne, Shelley, entre otros depredadores voraces (Shelley leía catorce horas por
día), eran lectores hedónicos y activos, alejados de la lectura mecánica. Si bien la
educación superior, el estudio intensivo de obras, es una instancia insuficiente para
producir un gran escritor, sí es necesaria como llave maestra que libera vectores de
pensamiento con precisión y eficiencia.

Leer con atención es proceder como un detective. Como en un palimpsesto, bajo la letra
flagrante perviven huellas de otras historias, no escritas pero trazadas con rasgos
vigorosos, porque la imaginación y las asociaciones de lecturas pasadas las crean y
recrean, voluntaria o involuntariamente, eludiendo la dictadura de la literalidad, la letra
muerta. Están ahí, para que todo el mundo las vea, pero para que solo el lector
considerado las descubra. Nada es más odioso para la sabiduría que la excesiva
agudeza.

El inglés dispone de peruse, que quiere decir leer con atención. El español, afecto al
derroche, utiliza tres palabras y quince letras. Así como el mero acto de leer no es
peruse, leer obras no es leer entradas en las redes sociales, aunque se lo haga
atentamente.

El discurso funcional, meramente comunicativo, no solo se arrastra en un solo sentido


sino que toma las palabras sin previo análisis y las utiliza como si fuesen tuercas y
tornillos. Gastón Bachelard pudo decir que el discurso funcional es choricero: piensa
como sala.

La etimología es un recurso indispensable para relativizar la utilización unidimensional


del lenguaje. La reducción del sentido a la función contingente de una palabra produce
la ilusión de que la palabra solo tiene un valor. Es el pensar en una sola vía. Es
renunciar a descubrir las múltiples caras del sentido. La muerte de la poesía. Las
diferencias quedan aplanadas. El opinar uniformado, aún en aparentes divergencias.

Las obras de alto rigor compositivo entrenan al discernimiento. Leer con


intencionalidad crítica permite acceder a un reflexionar vertebrado.

Suele decirse que Internet es como una linterna que permite ver lo que antes estaba
oculto: la masa en acción en tiempo real. Bella pero equivocada poética del chiaroscuro
para bautizar una hecatombe. El posmoderno Prometeo entregó Internet a los hombres
para que hagan el bien. Fuera del control de los dioses la Multitud, colectivo barbárico-
invisible, abusa del prodigio y se consagra como especie dominante. No son ya las
masas -vieja ilusión de sujeto clasista, superstición análoga antigua como el papiro y
fracción infinitesimal de esta horda impalpable e implacable- las hacedoras de la
historia.

La Multitud es el actor protagónico consagrado en el ámbito digital. Es el modo en que


se presenta el albor del despotismo no ilustrado, junto al cual la suma de todos los
tiranos del pasado son una brisa inofensiva.

En la era de la ignorancia digital, global, caótica y enciclopédica la Multitud, dispersa


pero asociada, marca el paso con exigencia despiadada. Su voracidad insaciable la
convierte en metrónomo de la banalidad moderna. La hegemonía de lo efímero se
produce y reproduce a fuerza de volumen, de estruendo y fugaces resplandores. En ese
ámbito el dictamen es inmediato e inapelable.

Rehenes de sí mismos, los miembros de la Multitud se tapan unos a otros vociferando


oraciones de imposible discernimiento. El medio que estimula la estolidez y la pereza -
una suerte de mar de Solaris, diría Stanislav Lem- es una máquina que los utiliza como
insumo de productos que facturan millones por segundo. Todo ese frenesí sin sentido
conforma una fábrica que a primera vista parece ser, siguiendo a Borges, edificada por
dioses que perdieron la razón. Condiciona movimientos y argumentos, premia y castiga,
amenaza y alienta. Puede uno imaginar con certeza que el mundo ya es conducido, en
buena medida, por los internos de un manicomio.

Para que el fallo de sus pares no sea desfavorable otros integrantes de la Multitud,
aterrorizados, hacen lo imposible para congraciarse de antemano con el nuevo régimen.
El jurado contempla amenazante y azota teclados. Políticos, jueces, periodistas,
celebridades -cualquiera que anhele poder o fama- adecuan palabras y actos a las
preferencias del poder ágrafo-rector. Nadie quiere ser tocado por la hoja de la guillotina
idiocrática.

El cuadro ha muerto. Me dijo Romero Brest en su departamento de la calle Parera, de


paredes blancas, vacías y un gato negro.

El libro no ha muerto, como se suele repetir, sin pensar. Las librerías desbordantes de
ejemplares son la prueba tangible. Sin embargo, su presencia, física o digital, ya no
tiene relevancia.

Es probable que nunca en la historia de la humanidad se haya leído y escrito tanto como
en la última década. Las redes sociales son la prueba. Sin embargo, la calidad de lo
escrito y leído no superaría la prueba más indulgente. Vivimos el imperio de la escritura
mecánica y la lectura narcótica. La escritura creativa se denomina narración, pero el
idioma español todavía no provee una palabra equivalente que marque la diferencia en
el campo de la lectura.

Pascal decía que el mundo sería mucho mejor si la gente se quedara dentro de su casa
leyendo un libro.

La lectura ha muerto. Su dominio ya no es instrumento de subsistencia.

Gustavo Jalife

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