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En los tiempos que corren, de avances de las neurociencias y de auge de las terapias
cognitivo-comportamentales, intentar transmitir lo subversivo del descubrimiento freudiano
en el marco de la docencia universitaria sigue siendo una respuesta posible y ética: la de
hacer existir el psicoanálisis.
Que en una asignatura como Psicoanálisis Freud1de la que formamos parte haya surgido
una instancia como la de una Escuela de Ayudantes es, de por sí, un hecho promisorio,
porque es también la posibilidad de un espacio a construir en el interior mismo de la
cátedra, un espacio distinto, un lugar que se presta a la conversación entre analistas como
un diálogo efectivo, en el que, de a poco, se ha ido produciendo una suerte de intercambio
de experiencias aunado a un esfuerzo de articulación conceptual de los distintos momentos
de la enseñanza freudiana, mediante un trabajo colectivo y, a la vez, singular.
Es una experiencia en lo real, en el punto donde se asienta la dificultad, allí donde se abre la
hiancia entre la teoría y la práctica. Borde donde la irreductible satisfacción pulsional no
será reabsorbida por la cadena de las representaciones. Pero lo vivificante de esa
experiencia es justamente que se presenta de la mano de aquello que hace tope al saber, que
lo agujerea, lo cual plantea la posibilidad de pensarlo en construcción permanente, a través
de una provocación a la elaboración, de manera tal que ese saber del que somos portadores
no se nos convierta en hábito.
Tal vez por ello solemos pensarlo como un espacio bisagra, algo así como una zona
intermedia de reunión y producción.
Alberto Quiroga