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Epígrafe

“En el tiempo de abuelito… se bailaba el son así…”.


A Silvana, de quien aprendí la seriedad del asunto;
y, a Nicolás, de quien aprendo el gozo del asunto:
los dos primeros, continuadores,
como los que vendrán,
de la brega de amar y de vivir.
Con sincero afecto,
G.V.G

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Prólogo

Lo que tenemos que hacer por lo pronto es esfuerzo


tras esfuerzo para ir de prisa detrás de tantos como nosotros
y delante de otros muchos. De eso se trata.
Ya descansaremos bien a bien cuando estemos muertos 1.

(…) las estirpes condenadas a cien años de soledad


no tenían una segunda oportunidad sobre la tierra2.

No pienso que sufrir es aquella opción


Que nos dio algún dios para salvarnos;
No apagues el candil
O la nieve te hunde en el centro del dolor3.

Uno, como fenomenólogo que vive en su mundo de la vida, colombiano y


latinoamericano, que ha sido educado bajo los auspicios de la lengua castellana y de la
religión católica, que sabe lo indígena que corre por la sangre, la piel y el cuerpo propio,
que ha tenido la influencia africana de las voces, los cantos y los ritmos: uno se pregunta
cómo hemos llegado a ser y cómo hemos de continuar nuestro camino, como personas y
como colectivo cultural. Aquí es donde uno requiere entender qué es lo que nos ofrece la
reflexión del giro teológico en la fenomenología; sí, en la francesa, pero también qué
ofrece ella a nuestra propia comprensión de nuestro mundo de la vida.
En primer lugar, creo que hemos recibido –y en parte, si cabe la expresión,
transmitido– de manera pasiva y anónima nuestra fe; pero no me refiero a la fe en Dios o
en la religión o en la institución eclesiástica; no. Me refiero a nuestra fe en la manera de
vivir la historia, en cierto modo como condena o como fatalidad. Acaso como en el
verso de Porfirio Barba Jacob: “Con fatales pasos hacia el fatal abismo”. Así como nos
llegó el descubrimiento, la conquista y los largos años de colonia –que tal vez no
terminan–; así nos llegó un modelo de república, nos apareció más tarde nuestra
representación de unas opciones de izquierda, y, más recientemente, está ante nuestros
ojos bien la economía de libre mercado, la globalización y la conectividad.
El credo, pues, que hemos recibido y que comunicamos es que “la vida está en otra
parte”: que la filosofía debe aprenderse en centros culturales como los europeos o los
norteamericanos, que nuestra economía es, ha sido y será dependiente, que nuestra piel y
nuestra sangre no están limpias. Es la fe en la dependencia. Mi punto de vista –como se
verá más adelante– es que la tragedia de nuestra historia, en parte, se explica por una
educación patriarcalista en la que nos entrenamos y entrenamos a otros para obedecer;

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y, en consecuencia, por el sentido anónimo en el cual recibimos de la autoridad paterna
usos y costumbres que, por ser acríticamente asimilados, terminan siendo nuestros
modelos de actuación.
De ahí que la propuesta que desarrollo en este libro es la de una deconstrucción
fenomenológica del patriarcalismo y ésta lleva a un despliegue de la superación de la
economía del don, para hallar el sentido utópico del amor como proyecto y
desenvolvimiento de ser. Y, principalmente, esto se puede lograr si damos el paso del
estudio de las religiones, del fenómeno religioso, al estudio de Dios como fenómeno.
La fenomenología de la ausencia y la presencia de Dios lo que indica es que se tiene
que dar un giro de la mirada: del fenómeno religioso a la experiencia personal de Dios,
bien por su presencia o bien por su ausencia, en la vida de cada quien. Aquí, esta es mi
hipótesis, es donde aparece la fuente última de fundamentación o de superación del
patriarcalismo. Desde luego, esto no pone en cuestión que se pueda vivir la fe –en Dios,
en la historia (incluso con mayúscula), en la cultura, en el alter, en sí mismo, etc.–; antes
bien, lo que indica es que con o sin ella es preciso el despliegue de la crítica a la génesis
de esos patrones de autoridad que constituyen y, por impensados, pueden llegar a
determinar tanto nuestra persona como la personalidad –del sujeto, de las comunidades,
de las organizaciones; en el modo de personalidades de orden superior.
Quisiera llamar la atención sobre un texto, en mi entender, indispensable para
comprender la necesidad, diría, del paso de la experiencia religiosa a Dios como
fenómeno. Se trata del escrito de Juan Rulfo titulado Talpa4. Se trata, creo, de la acción
pasiva de la culpa; ésta ha sido creada mediante mecanismos de autoridad y se ha
entronizado por vía de la experiencia religiosa. Tal vez es imperativo indicar que a lo
largo de ese escrito Rulfo no usa ni una sola vez la voz o el título Dios. Y, ¿por qué? A
primera vista, tan sólo sabemos que no está presente; pero no se trata de y con un Deus
absconditus –en el sentido y la dirección debidos a Lutero–, sino con un Dios ausente.
En cambio de un trato con Dios, a lo largo de la elaboración de Rulfo aparecen tanto la
Virgen como su representante de ésta en la tierra, el señor cura; como se observa, es una
mediación la que funda otra mediación: la de la Virgen funda la del señor cura5. En
efecto, pues, ni Tanilo, ni Natalia, ni el hermano de Tanilo se las ven con Dios –ni como
idea, ni como fenómeno, ni como realidad–; tanto sólo tratan con ese Dios ausente que
funda la acción y el ejercicio de los mediadores. De este modo, el poder directo de Dios
sobre los sujetos y su historia se difumina en mediaciones, que empoderan a los
mediadores. No se debe ignorar que Tanilo “iba todos los años a Tolimán, en el
novenario del Señor, y bailaba la noche entera hasta que sus huesos se aflojaban, pero
sin cansarse”6, pero aquí es evidente que no se está haciendo invocación de Dios, sino
asistiendo al ritual, a un ritual.

La emergencia de la culpa
El narrador de Talpa –de quien desconocemos el nombre, tan sólo sabemos de él que

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es el hermano de Tanilo Santos y el cuñado de Natalia– carga con la culpa de haber
matado a Tanilo: “(…) la cosa es que a Tanilo Santos entre Natalia y yo lo matamos. Lo
llevamos a Talpa para que se muriera. Y se murió”7. El viaje hacia Talpa fue, en
realidad, motivado por el deseo, sexual o amoroso, del hermano de Tanilo Santos y su
cuñada, Natalia.
Y en efecto, es por el deseo o la atracción sexual de estos últimos que inician el viaje;
y, en el camino, es el deseo lo que encuentran, lo que realizan y, en cierto modo, lo que
consumen hasta hundirse en el “remordimiento” que no les “dará”, en adelante, “ninguna
paz ya nunca”8. Ambos saben a lo que van. Tanilo tal vez lo ignora. No es claro. O tal
vez propicia el viaje para que en vida, ante sus ojos, quede en evidencia la perfidia de su
esposa y la de su hermano. Es posible también leerlo así: el desvelamiento de la traición
de ambos sirve de consuelo y liberación para Tanilo.
Ahora bien, Natalia y el hermano de Tanilo se sienten arrastrados por el deseo como
por una fuerza ciega; como si ellos fueran víctimas de esa fuerza que no puede dominar
y que, en cambio, no sólo los domina, sino que también los determina; así, en el
esplendor del deseo, era “la soledad aquella” la que “empujaba uno al otro”, “noche tras
noche”, “hasta que llegaba la madrugada y el viento frío apagaba la lumbre” de sus
“cuerpos”9. Es como la serpiente en el Paraíso. De nuevo, el mismo pecado arcano, la
misma culpa y, consecuencia, la misma pena: la expulsión del Paraíso y el vagar
penando. Se trata de la repetición: de la caída, del vagar sin rumbo, del cargar a cuestas
la culpa. Y todo esto es vivido con dramatismo. Veamos más de cerca el drama –no
obstante su estructura repetitiva, como si los personajes vivieran de dictado lo que el
mediador predica una y otra vez para el control de los cuerpos y de las almas:
Muerto Tanilo, permaneció con la boca abierta. “(…) aquella boca que no pudo
cerrarse a pesar de los esfuerzos de Natalia”; pero, además, la expresión del cuerpo
muerto de Tanilo permaneció “con las manos y los pies engarruñados y los ojos muy
abiertos como mirando su propia muerte”10. Entonces lo que se puede decir es que la
expresión pétrea del cuerpo muerto de Tanilo fue como un acusador silencioso que llevó
tanto al hermano de Tanilo como a Natalia a la vivencia radical de la culpa, al
remordimiento.
Tras su regreso a Zenzontla para ambos, hermano y esposa de Tanilo, se les hizo
evidente “el trapo de nuestros pecados”11. Ahora “Natalia llora por él, tal vez para que él
vea, desde donde está, todo el gran remordimiento que lleva encima de su alma”12.
Como se puede ver, se trata de la violación del sexto de los mandamientos de la Ley de
Dios. Pero ellos no hicieron conciencia de la tentación, y, en consecuencia, ella, su
advertencia, no les contuvo; dieron los pasos para la realización del deseo. Entonces y
sólo entonces, y tras la muerte de Tanilo, se eleva su conciencia hasta hacerles visible la
culpa y, ésta, principalmente en el modo del remordimiento.
De hecho, en el camino, todavía con restos de vida, Natalia aupaba a Tanilo a
continuar la marcha hacia Talpa. “Le decía que sólo la virgen de Talpa lo curaría. Ella

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era la única que podía hacer que él se aliviara. Ella nada más. Había otras muchas
Vírgenes; pero sólo la de Talpa era la buena. Eso le decía”13. Tal vez se pueda ver en la
actitud de Natalia premeditación y alevosía. Su conducta deliberadamente procura la
liberación de Tanilo, por una muerte inducida, sí, pero obtenida por el cese natural de las
potencias vitales. Desde luego, en este acto la vocería está en Natalia, pero se observa
con claridad que el hermano no hace nada para corregir esa conducta; más aún, la
aprueba y la prohija.

La decisión de ir a Talpa
No se sabe, por el relato, qué enfermedad sufría Tanilo. En rigor, tampoco se puede
atribuir a éste la violación de la Ley de Dios. Más aún, si se tratara de valorar la persona
de Tanilo simplemente se podría decir que se trata de un hombre bueno. Lo cierto es
que, según Rulfo, Tanilo se enferma. Y, es cierto, se trata de un problema de salud
pública. En la exposición del relato no se menciona ni un tegua, ni un médico, ni un
hospital, ni una farmacia, ni una botica, ni un yerbatero. Tal vez sea un detalle nimio para
el autor; tal vez Tanilo acudió a todas esas instancias y el autor comience su versión
cuando ya, en cierto modo, se lo había declarado desahuciado. Lo que sabemos es que:
“La idea de ir a Talpa salió de (…) Tanilo”14. Había enfermado con ampollas pútridas
en su piel, “(…) miedo sentía de no tener ya remedio. Para eso quería ir a ver a la Virgen
de Talpa; para que ella con su mirada le curara sus llagas. (…) La Virgencita le daría el
remedio para aliviarse de aquellas cosas que nunca se secaban. Ella sabía hacer eso: lavar
las cosas, ponerlo todo nuevo de nueva cuenta (…). Ya allí, frente a Ella, se acabarían
sus males; nada le dolería más. Eso pensaba él”15.
Pero no sabemos, de otro lado, como ya se insinuaba, que él, Tanilo, ya había visto las
miradas, el comportamiento, la expresión corporal del hermano y la esposa: su atracción.
Y, ¿no era ello, precisamente, lo que quería expiar, para él y para ellos, frente a la
Virgencita que sabe “lavar esas cosas, ponerlo todo de nueva cuenta”?, ¿acaso Tanilo vio
la mancha, el pecado, en emergencia y empezó, con ellos, precisamente con ellos, el
periplo, para lavarse y lavarlos de esa mancilla? Y, si este último fuera el caso, ¿no es su
muerte y la culpa que disuelve el deseo de hermano y esposa, transformado en
remordimiento, la realización plena de su función mediadora: ante la Virgen, con el
parlamento del señor cura? Si todo ello fuere así, entonces Tanilo en la muerte expiaba la
muerte, podía sentir que no moriría para siempre; allí, justamente, también él hacía las
veces de mediador ante el Innombrado.
De ahí que no tenga, en sí, tanta relevancia el tema de la salud pública en esta obra de
J. Rulfo, puesto que lo que se pone en juego es la salud espiritual. Como se observa,
tampoco se hace en el relato, por la circunstancia histórico-cultural no cabe, a la
posibilidad de un divorcio, a la reinstauración de otra relación marital. No hay, pues, una
comprensión política o estatal o civil de la unión de Tanilo con Natalia, a la posibilidad de
su disolución, a la posibilidad de nuevas nupcias entre el hermano de Tanilo con Natalia.

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Todo esto hay que resolverlo por la Ley de Dios; aquí no viene al caso la Ley Civil. Se
observa, entonces, un hiato entre deseo y posesión de sí: ninguno de los miembros del
trío habla abiertamente del deseo, de lo que está en juego: la realización sexual de la
atracción de hermano y esposa. Tampoco la madre de Natalia –que es mencionada
explícitamente– o el entorno familiar de los tres tiene una manifestación en que haga
visible su posición ante sus conductas. El deseo no es, en este caso, una expresión de sí,
de posesión de sí, de ejercicio de mismidad, sino, por el contrario, determinación. El
deseo es aquí una pulsión. En ella sólo, y sin razones, tiende a su consecución.
Da la impresión de que el hermano de Tanilo y Natalia sólo pudieran expiar la culpa,
que aparece primero como deseo y después como traición al ser realizado en las noches
del camino –allende al traicionado–, vía el remordimiento.

La mortificación
En la secuencia temporal del relato, el hermano de Tanilo y Natalia, en la oscuridad,
buscaban “la sombra de algo para escondernos de la luz del cielo. Así nos arrimábamos a
la soledad del campo, fuera de los ojos de Tanilo y desaparecidos en la noche”16.
Ciertamente, ambos eran conscientes de que traicionaban a Tanilo. Pero, ¿lograban ellos,
en efecto, hacer invisible y ocultar su lascivia –según el relato, mórbida– a Tanilo? El
relato no da cuenta de que ello ocurra o no. Lo cierto es que Tanilo:
“En cuanto se vio rodeado de hombres que llevaban pencas de nopal colgadas como
escapulario, él también pensó en llevar las suyas. Dio en amarrarse los pies uno con otro
con las mangas de su camisa para que los pasos se hicieran más desesperados. Después
quiso llevar una corona de espinas. Tantito después se vendó los ojos, más tarde en los
últimos trechos del camino, se hincó en la tierra, y así, andando sobre los huesos de sus
rodillas y con las manos cruzadas hacia atrás, llegó a Talpa (…)”17.
Se sabe que, en el cristianismo, la mortificación es una vía hacia la santificación. Se
procura, con ella, completar el dolor del Cristo: su pasión y muerte. El Cristo, a su vez,
es el Cordero Pascual, la Víctima Propiciatoria. Él, el Cristo, se encarnó para expiar los
males del mundo, para salvarnos del Pecado Original –un pecado de sexo, de erotismo,
de carne–, precisamente, por la muerte en cruz –escándalo y locura–; para hacer de
puente que vuelva, otra vez, a unir a la humanidad con el Creador. Y cada vez que
alguien se mortifica: se echa sobre sí los males del mundo, de los pecados de sus
hermanos, su propia historia de pecado. Así, entonces, por la mortificación cada
cristiano se hace uno con Cristo, en pro de la redención.
En el caso de Tanilo: las pencas de nopal hacen las veces de cilicio que son las llagas
del Cristo en su camino hacia el Gólgota; los pies amarrados y el caminar hincado son
para propiciar las caídas en ese Vía Crucis; evidentemente la corona de espinas son la
crucifixión, en medio, literalmente, de dos ladrones –sólo que para ambos Tanilo,
silenciosamente, pide el Paraíso–; y los ojos vendados son la muerte, muerte en cruz, y,
a la par, ese no ver el pecado de sus traidores, para que ellos logren la redención –y la

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logran: en adelante verán su culpa y vivirán su remordimiento.
Aquí uno se pregunta, entonces, qué tan ignorante o inocente o desinformado estaba
Tanilo de la traición. Por cierto, en principio, sólo se puede expiar la culpa de la cual uno
se ha percatado. Y, más aún, en este caso, Tanilo propicia que ésta sea llevada al límite,
con su decisión del viaje a Talpa. Así, entonces, se puede evaluar la calidad de agente en
la acción deliberada de Tanilo: evidenció el deseo entre hermano y esposa, propició el
viaje a Talpa, testimonió la traición de ambos, hizo precisamente ante ellos todo el
despliegue de su hexis (ἕξις),
–de voluntad, de verdad, de sacrificio, de perdón, de reconciliación. Hasta cierto punto,
puede decirse, Tanilo es quien hace que se manifieste en su esplendor la traición, que
lleguen a plena conciencia de ella sus traidores y que, consecuentemente, los traidores
tengan que asumirla.
Sin embargo, aquí es importante poner en evidencia que los miembros del trío –Tanilo,
esposa y hermano– son fatalmente entrelazados por la culpa, por el pecado; hasta cierto
punto, su acción es contingente, porque ella misma actúa sobre los sujetos para
convertirlos en su expresión. Así, Tanilo asume el camino de la mortificación como vía
de expiación; ella es llevada sobre sus hombros hasta que la descubren y la asumen
plenamente sus traidores. La culpa, también para ambos –cual judíos errantes–, se
convierte en vía18. Al cabo, el hermano de Tanilo y Natalia vagarán por el mundo a raíz
de esa culpa, que es su cruz: escándalo y locura.

La culpa y la reconciliación
Al fin llegan los tres a Talpa. Ingresan a la iglesia –ἐκκλησία–, a la comunidad de los
creyentes y los fieles. Aquí ocurre el desenlace. Como en la composición de Bienvenido
Brens: se apaga la vela –“¡Apágame la vela, María!”–, pues ya se ha realizado el deseo y,
por la mortificación de Tanilo, se ha expiado la culpa, precisamente, evitando hacia
adelante el deseo y la traición; y tornándola, viva y activamente, en remordimiento.
En la iglesia de Talpa, como tullido, “Natalia lo arrodilló (…) enfrentito de aquella
figurita dorada que era la Virgen de Talpa. Y Tanilo comenzó a rezar y dejó que se le
cayera una lágrima grande, salida de muy adentro, apagándole la vela que Natalia le
había puesto entre las manos”19; ahí se “le cortó esa cosa con la que uno se sabe dar
cuenta de lo que pasa junto a uno”20; y “Se murió de todos modos”21.
La conciencia –ese saber con…, ese saber que acompaña, esa estructura intencional
que une y enlaza noesis y noema– se extingue en uno y se abre o aviva en los otros dos.
Aquél, Tanilo, con su “lágrima grande salida de muy adentro” –el colmo de dolor y la
expresión máxima de la expiación– apaga la vela –antes encendida, erigida, erecta–,
apaga el deseo hasta de vivir, apaga el deseo –sí, propio, pero también el que habita entre
su hermano y su esposa–; en cambio, entre estos últimos aparece un nuevo polo
correlativo, que ya no es el deseo, sino la culpa.
En el caso de su hermano y de Natalia, la culpa viene a hacer las veces de expiación

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continua de lo que fuera deseo y gozo. Y esa culpa se hace presente ante ellos,
precisamente, ante la comunidad de los fieles. Como si Tanilo les dijera que la cosa no
es sólo con él, que por su lado están perdonados; pero que la cosa es con todos, con la
comunidad, con la dimensión social del pecado. Si hubiera sido cosa sólo con él, bien a
bien su hermano y Natalia habrían podido, sin más, unirse, amarse, saturarse de deseo.
Pero no. La cosa no termina ahí. Precisamente, Tanilo muere tras ver la Virgen y la
confirmación de la expiación por parte del mediador de la mediadora: “(…) el señor
cura”22 con sus palabras confirma la fe de Tanilo y, en ella, su reconciliación, pues según
sus parlamentos, de la virgen: “No se ensordece su ternura ni ante el lamento ni ante las
lágrimas, pues Ella sufre con nosotros. Ella sabe borrar esa mancha y dejar que el
corazón se haga blandito y puro para recibir su misericordia y su caridad. La Virgen
nuestra, nuestra madre, que no quiere saber nada de nuestros pecados; la que quisiera
llevarnos en sus brazos para que no nos lastime la vida, está aquí junto a nosotros,
aliviándonos el cansancio de nuestras enfermedades del alma y de nuestro cuerpo,
ahuatado, herido y suplicante. Ella sabe que cada día nuestra fe es mejor porque está
hecha de sacrificios”23. Ahora el hermano de Tanilo y Natalia son los que se sumergen
en la vía del sacrificio. Y a ella, es cierto, los llevó el goce; pero ahora hay que asumir la
culpa, llevarla consigo, expiarla una y otra vez. ¿Hasta cuándo? Rulfo sólo nos deja
saber que siempre está “detrás de tantos como nosotros y delante de otros muchos”24.
Lo cierto es que aquí, con su deceso, Tanilo se halla en el seno de su madre, la Virgen
de Talpa; y, entonces encuentra su reconciliación en la muerte con la vida, acaso con la
vida santa. Entre tanto, con esa misma muerte y reconciliación, su hermano y Natalia
comienzan a “sentir como si no hubiéramos llegado a ninguna parte, que estamos aquí de
paso, para descansar, y que luego seguiremos caminando. No sé para dónde; pero
tendremos que seguir, porque aquí estamos muy cerca del remordimiento y del recuerdo
(…)”25. Es como la maldición del judío errante –como se había dicho–. Para ellos ese es
su vía crucis. Y no se sabe ni cómo, ni cuándo, ni por qué puedan tener la redención. Es
la condena de las estirpes a cien años de soledad; y es frente a esa condena que se tiene
que dar el paso de la culpa –del Dios ausente– a la reflexión sobre la fuente de
comprensión de lo absoluto de la responsabilidad de sí –incluso y principalmente ante la
presencia de Dios.
Creo, pues, haber mostrado que la culpa, la expiación y la redención son modos
culturales que se transmiten –como en Talpa– de manera anónima; pero que hay una
estructura de poder que, sin más, podemos calificar de patriarcal. Esta estructura hace
derivar una experiencia subjetiva que es la de la sujeción a la tradición. Los personajes de
Talpa no la ponen en cuestión. Bajo el manto de la fe en realidad lo que hay es una
hegemonía de la religión y sus agentes que incluso oculta la relación con el Dios vivo, el
del perdón, el del amor, el de las señales de vida que vivifican la experiencia de mundo, a
saber, el Dios sacramental. Se trata, por tanto, de dar el paso de la cultura religiosa,
pasiva y hegemónicamente asumida, hacia la vivencia personal de Dios como fenómeno.
Hasta aquí, pues, nuestra reflexión sobre la fenomenología de la ausencia de Dios,

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que hemos puesto de manifiesto siguiendo el planteamiento de Juan Rulfo en Talpa.
Demos ahora el giro hacia la fenomenología de la presencia de Dios. Hay temas sobre
los que se requiere volver. Me pregunto, ¿por qué, siendo nuestra formación y nuestra
cultura, tan “afectada” por la noción de Dios, por las prácticas religiosas, por los valores
derivados de una y otra fuente: tenemos tan poca reflexión filosófica, técnicamente
desarrollada, sobre estas estructuras de nuestro mundo de la vida? Los fenómenos
religiosos, concretamente: la fe, son una expresión de nuestra cultura que muchas veces
se pasa inadvertida como si sobre ella no tuviera que recaer la reflexión. Pero, a su turno,
cada vez se requiere más el desarrollo de estudios críticos sobre la fenomenología –a
guisa de ejemplo: una “fenomenología del lugar”, de la “inteligencia artificial”, del
“archivo”, de la “memoria”. Esto, metodológicamente, requiere una lectura constante de
Husserl. No obstante, es imperativo pensar –con y sin fenomenología, con y sin, y aún si
fuera necesario: contra, Husserl– temas que son cosa misma del pensar: Dios, la
persona, el bien, el mal, la salvación, la conversión. Todo esto tiene que desembocar en
una ética entendida en el sentido de filosofía primera.

El giro teológico y el origen ontoteológico de la metafísica


Se ha vuelto un lugar común hablar de ontoteología. Aparentemente es ello lo que
conduce a perder el “horizonte” de la metafísica misma puesto que, según esa
interpretación, se abandona el Ser como su asunto o, si se quiere, el ente; y, en cambio,
se entroniza como pregunta, como tema y como problema a Dios.
Ahora bien, si se asume a Dios como cosa misma de la metafísica26: no deberá
tratárselo como entidad conceptual; por el contrario, se hace preciso asumirlo
–como lo hace Pascal o Kierkegaard– como: el Dios de Israel, el Dios encarnado, o,
sumariamente expresado: aquél ante el cual se puede danzar y hacer sacrificio(s).
Aparece de inmediato la pregunta: ¿dónde está, en este enfoque, “lo filosófico”, esto
es, el estudio del por qué y la causa? Y, con ello, de manera derivada, queda la pregunta:
¿cuáles son los límites entre filosofía y religión? O, más precisamente, ¿entre razón y fe?
También se puede tomar otro camino y plantear la pregunta: ¿cuáles son las
condiciones de posibilidad que permiten la transformación del interrogar sobre Dios en
una pregunta auténticamente filosófica? Vamos a dar aquí sólo una indicación muy vaga:
tanto la apuesta “Dios existe” como la “caída en la existencia” –que produce “temor y
temblor”– son acontecimientos debidamente documentados como y en cuanto cuestiones
filosóficas. Pero demos un paso más: estudiar el misterio –la encarnación del Verbo– es
en sí cosa misma de y para la filosofía. ¿Qué significa en cada caso misterio y cómo él
es entitativo de y en cada expresión de lo ente? Esta es una cuestión que va y viene con
respecto a la historia de la metafísica; y esto exige que el filosofar, que es interrogar por
el por qué y por la causa –como investigación racional–, también se abra al horizonte de
la manifestación del misterio.
¿Qué es lo que se manifiesta? Acaso un arcano y como tal lo inescrutable en cuanto a
su qué; pero aquí lo relevante es reconocer que se manifiesta. En cuanto tal, es y hay

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una pura fenomenidad que exige, en todo caso, una fenomenología –que sea del Espíritu
o de la experiencia de la conciencia en el mundo de la vida: será tema que se ponga en
cuestión pormenorizadamente en procesos de investigación sistemática, filosófica. Tal
fenomenología puede estudiar la manifestación bien como donación, pero también como
acontecimiento. En cualquiera de los dos casos se despliega una patentización, a saber,
bien el ser de lo manifestado, bien el ser del acontecer: son un puro aparecer y no hay
manera de descartar ni lo uno ni lo otro por su ser-no-racionales, por la desmesura de su
darse, por la excedencia y la saturación, respectivamente.
Entonces un primer índice se impone: el giro teológico es una consecuencia prístina de
la deconstrucción: cuando la razón se desfonda (desfunda): queda la razonabilidad.
Ante este primer índice aparece la desmesura, la locura y el escándalo. Aquí se funda
otra orientación: Cristo como centro de la historia y como salvación, respectivamente,
se nos ha donado y ha acontecido.
¿Qué va, entonces, de la razón a un nuevo modo de encarar la filosofía, a saber, su
tenérselas que ver tanto con el asombro como con el misterio? Es la deconstrucción de
un supuesto: que la filosofía es dar cuenta de causa y principio; y, en cambio de ello, es
filosofar sobre la creación y la salvación, alfa y omega, a saber, el amor y su desmesura.
¿Por qué tendremos que rechazar el principio de razón suficiente, piedra angular de la
misma razón en su estructura y en su teleología? Básicamente por la existencia de un tipo
de fenómeno que desborda tal fundamento; a saber, los fenómenos saturados: Dios, el
primero; pero con él, el amor y con éste el arte –la obra de arte, en su obrar–, el
fenómeno “simple” y cotidiano de la comunicación que se troca entendimiento, primero,
y luego el sistema de referencia de lo sobreentendido.
No se trata, por tanto, de tomar por programa la superación de la ontoteología, sino de
fenomenologizar a Dios y sus múltiples manifestaciones, con sus variados
acontecimientos –en los cuales se enquista el misterio. Se trata, pues, de un
fenomenologizar que recae sobre “lo ente”, pero da un paso más allá y se engasta en el
fenómeno mistérico, erótico, estético, en vías de la salvación.

Se presenta un hiato entre metafísica y ética


¿Con qué Dios se halla el análisis retrospectivo de la razón del ser hacia sus
fundamentos? Sin duda, con Dios como causa sui. Pero, ¿quién podrá postrarse ante tal
“deidad”? Aquí, pues, es donde la filosofía –que sin renunciar a ser un mero
racionalismo– tiene que enfrentar el problema de la ética: o bien se trata de una ética sin
metafísica27 o se tiene que recurrir a un misticismo laico o ateo; o se procura, en fin,
dar un salto y queda (¿cae?) en el abismo de la fe.
¿Cómo fundar no el ser –que finalmente se proyecta a lo santo, a lo divino, a Dios–,
sino el hacer; esto es, no la metafísica, sino la ética? Podemos poner una suerte de
esperanza en que la ética es un cuidado del ser, mediante el cual se “pastorea” y se
“cura”. No obstante, siempre se podrá preguntar: ¿quién otorga esa responsabilidad al

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sujeto-ético?
Ahora pongamos por hipótesis que la ética deviene en tanto el sujeto-ético –que por
ahora no queremos ni clasificarlo, ni describirlo, ni mucho menos definirlo– llega a ser tal
y en cuanto y como tal cuando alcanza el desasimiento: un desprendimiento absoluto de
todo interés egoísta, que es y sólo puede ser tal en cuanto se “gasta” en una donación
sin fin, hasta llegar a su fin, como único fin. Aquí la ética es una poderosa
concentración egóica que sólo se realiza plenamente anonadándose en el servicio, la
entrega y, en especial, en el amor. Este sujeto-ético es Cristo, crucificado y resucitado,
que ha puesto ante nuestros ojos –en evidencia plena– el sentido total de la salvación.
Por esto el Cristo –sin más veras– es el centro de la historia, como historia y
efectuación del perdón.
Pero, ¿qué es Cristo, quién es Cristo? Es locura y escándalo. Y no puede ser de otra
manera: la racionalidad queda desbordada por Él; la sensatez del status quo se desfonda.
Y, sin embargo, el mismo Cristo es guardián pleno del ser; o sea, Él es el ser mismo que,
como verbo encarnado, no sólo da vida –y la da en abundancia–, sino que viene y repara
el daño, la soberbia, en fin, el pecado que en este caso es la privación de(l) ser.
¿Dónde, pues, aparece el hiato entre ética y metafísica? En que aquella es pura
irracionalidad, locura y escándalo; mientras ésta es razón, racionalidad,
razonabilidad: razón y sensatez. La ética es metafísicamente inconmensurable y la
metafísica es éticamente inconmensurable. No hay entre ellas una “lógica” común, ni una
“episteme” común, ni una “epistemología” común –que pueda salvar el hiato. Entonces
queda, por así decirlo, una suerte de esquizofrenia: mundo de la razón, mundo de lo
ético, del bien o de la bondad. Ese mundo de la razón es un lógos –que termina en
máquinas de guerra, hospicios, régimen de verdad–; este mundo ético es un pathos
místico-mítico, que termina en un amor universal, en desprendimiento de todo lo
terreno, en donación sin cuenta ni medida.
Tal vez, pero es una mera hipótesis, este hiato se pueda llenar o superar sólo bajo la
condición de la estética, no en cuanto tratado filosófico, sino en cuanto puro sentir que
espiritualiza o en cuanto puro espiritualizar que corporaliza; se trata, por tanto, del
icono que jamás llega a la idolatría, sino que se mantiene proyectándose –con su obrar,
en cuanto obra– hacia lo absoluto: lo inefable, el misterio, Dios; o, que hace visible la
infinitud en fragmentos resplandecientes de grandeza: del amor, de la bondad, de la fe.
La obra de arte –que del todo no es racional, que del todo no es irracional– enlaza o
engarza finitud e infinitud.
Pero que enlace o engarce razón y locura, escándalo y sensatez, finitud e infinitud,
etc., no quiere decir que la obra de arte sea metafísica o ética ella misma. Quiere decir
que ella desafía la comprensión en una u otra vías, sin ser ni lo uno ni lo otro. Y, sin
embargo, la obra de arte tanto para el artista como para el esteta como para el público sin
más: desnaturaliza, hace volver a sentir, opera cada vez un nuevo nacimiento, obliga a
recuperar la infancia.
¿Por qué problematiza el hiato? Porque, en general, se da por inexistente; porque se ha

12
convertido en algo inadvertido. Los más racionalistas dan por entendido que “eso divino”
de lo que trata la metafísica es ya de una vez por todas de lo que hablan los Santos
Evangelios; los más místicos están atados a las formas de contemplación, de adoración,
en las distintas, variadas y potentes expresiones del amor.
En principio, pues, nuestro asunto no tiene nada que ver con la superación del hiato.
Más bien, se trata de mantenerlo y de llevarlo a máxima comprensión. Provisionalmente,
se plantea que la revelación del ser no tiene que ver ni con su explicación (o, al menos,
con la explicación de algunas de sus facetas), como tampoco con el escándalo-locura de
la fe. Él es cosa misma de la obra de arte.

La apertura al misticismo
¿Por qué no abrirse al pensamiento místico? El pensamiento mismo está
“contaminado” por Dios: como centro de la historia, como razón de ser de la vida y
también de la mente. No es que toda la filosofía sea una mística; sin embargo, el estudio
del yo da, necesariamente, con ese sentido y esa vocación. Esta reflexión sobre el yo y
su relación –por cierto mística– con lo divino: no hace de por sí “nuevo” al hombre,
tampoco implica que de suyo por ello supere el “mal”, el “pecado”, el “vicio”. El yo, en
su intimidad, se orienta a esa unio mystica. Es esa unión con Dios la que da sentido a la
vida personal y, en ella, a la historia. Y, para cada yo, cabe repetir lo que enseña la
Oración Sacerdotal: “no te pido que lo saques del mundo, sino que lo protejas del
maligno”. Cada yo en cuanto “vida que experimenta al mundo” se interna, pues, en el
mundo mismo, esto es, realiza su mundear. Es en éste en el cual se erige la presencia, la
exhibición, la fenomenidad del Dios encarnado, el Cristo, en razón del ser, de la historia y
de pensar.
En el mundear mismo se hace imperativo otro modo que ser: orar, reverenciar,
preparar el advenimiento, el adviento. Es la búsqueda del Cristo resucitado, y sólo de Él,
la que salva y es una salvación desde la Cruz, desde la locura: lo que adviene, el
adviento, es el de la locura, la del Cristo que con su sangre salva: da un testimonio de
amor y de un amor que es y sólo puede ser incondicionalidad28, universalidad, ecclesia
universalis. Esto es lo que enseña, a su modo, toda fenomenología –y quizá toda
filosofía: lo sagrado del yo de cada quien es esa misma conexión con el universal; es un
sí rotundo a la esperanza que es, a su turno, la fuente última y única de la salvación–; es
creer, como contrapunto y como contraparte, que de lo peor puede venir lo mejor y que
nadie –por ofensiva que sea su conducta– es indigno de amor, de nuestro amor y, en
consecuencia, de la entrega y del sacrificio, así se implique una muerte por sacrificio y
aún con martirio29. Y no es que Dios nos lo pida; todo lo contrario: es que uno –cada
quien–
en primera persona, como lo fue la primera persona del Cristo, asume libremente esta
Cruz, que es la manera concreta como en cada caso “podemos” y “queremos” ayudar a
Dios. Esto es lo que nos une y nos hace una sola carne con el Cristo y esto es lo que
produce la unio mystica. Aquí es donde se produce la salvación de los fieles. Y no

13
obstante, el dolor, el sacrificio, el martirio: con todo lo que se vive, se vive con una
exquisita y tremenda alegría. ¿Por qué? Porque es la alegría de salvar el universal en
cada caso y de llevarlo en su singular unicidad a la redención. Es la alegría del amor, de
los hijos de Dios, de los que viven de la infinitud en la finitud. Es que el ideal de ser uno,
uno mismo no es sólo un esfuerzo egoísta de un quien que rompe con todas las ataduras;
es, igualmente, un entorno comunitario
–ecclesia–, social y cultural que permite la expansión y la expresión de todas las fuerzas
anímicas de cada quien como riqueza de la variedad de modos de ser y de hacer.

Mística y formación
Se puede, entonces, dar un alcance distinto al título mística. Lo podemos restringir al
proceso en el cual se puede llevar a cabo un proceso de formación de y en el
desasimiento. Así como la Modernidad tuvo la capacidad de fundar el yo –en el sentido
cartesiano del término–, un pensamiento fenomenológico consecuente con la categoría
intersubjetividad tiene que llevar a máxima claridad como su propia condición de
posibilidad el proceso mediante el cual el yo se desprende de todo grado y rasgo de
egoísmo. Desde luego, no se trata de un formalismo, como por ejemplo: abandonar la
primera persona al hablar o al escribir. No. Se trata de que prime la noción de comunidad
sobre la de yo; se busca, en fin, que cada yo –visto desde mí como un tú, un alter
radical– pueda ser sí mismo, encontrarse, realizarse; y, que en esa su realización, se
despliegue una comunidad que alberga, protege y potencia la singularidad de cada quien
en la ejecución de sus potencias anímicas.
¿Se puede tener una mística al margen del concepto, la idea y la vivencia humana de
Dios, de lo divino, de lo sacro? Como fenomenólogos vamos a practicar las variaciones
que sean del caso frente a la pregunta, que hace las veces de tema o de aquello sobre lo
cual volvemos la atención.
Como principio metodológico, vamos a procurar una mística técnicamente atea –como
primer paso de las variaciones–. Aquí no estamos “cerrados” a que Dios es uno y trino,
crucificado como Cristo; pero suspendemos esa presunción para avanzar en la variación:
una mística sin Dios.
Vamos en procura de entender la cosa misma que es el yo. Desde luego, partimos de
Meister Eckhart como primero en la mística que formula una noción del yo y,
simultáneamente, con ello un proyecto de formación.
Aquí está implicada no sólo una relación con el absoluto, digamos: el Ser, Dios;
también está implicado el modo de comprenderse a sí mismo el yo: su libertad, su
responsabilidad, su esperanza; pero también entra en juego: el erotismo, la sexualidad, el
espacio personal y comunitario.
¿Cómo llega el yo a conformarse como persona con respecto al “cuerpo familiar”, con
respecto al “cuerpo social”, con respecto al “cuerpo cultural”? Al parecer, se requiere un
des-prendimiento o un des-gajamiento. El todo –sea el que sea: familiar, comunitario,
social, político, cultural, etc.–: deja de satisfacernos, de hacernos felices. Requerimos “un

14
espacio propio”, “nuestra propia experiencia de mundo”. Aunque no nos apartemos
físicamente jamás –pienso en Emily Dickinson: un retiro a sí misma en medio del todo
familiar; cf. En mi flor me he escondido–: hay una y otra ruptura, hasta hacernos a
nuestra propia personalidad. Esa ruptura es como una retirada hacia nosotros mismos,
hacia la profundidad de nuestro yo. Pero ese retiro impone y exige un retorno: vuelta al
seno del hogar, vuelta a la comunidad, al ámbito social donde también deseamos un
reconocimiento, un gesto de acogida, una amable aprobación, aunque allí tácita o
expresamente se nos endilgue un desvío, un desatino.
Y también la unión sexual: es un común encuentro en el cual el enlace copulativo es un
caso de nuestra pertenencia, pero los besos, los abrazos, las caricias, las miradas: crean
un todo al que los amantes pertenecen, y que, en rigor, no le pertenece individualmente a
ninguno de ellos. No es que uno pertenezca al otro, o viceversa, sino que ellos se
desprenden de sí, se desasen, para poder estar y poder pertenecer a un todo que los une
en gozo, en la extremaunción, en la placidez del sueño amatorio.
Pero los amantes se han hecho uno en la cópula: tienen que darse al retiro; requieren
su tiempo propio, de meditación propia, en muchos casos, en medio de su propia familia.
Y en medio de ese aislamiento vienen los sentimientos: la ausencia, la tristeza, la
melancolía, el deseo, la esperanza, la expectativa, etc. Sólo hay amor si hay capacidad de
retiro al aislamiento y luego perseverancia en el retorno.
En mi entender, no hay esfera de la vida personal y comunitaria que no pase por la
dinámica retiro-retorno.
Sólo allá en la distancia veo sus cualidades, veo por qué necesito a la otra persona, veo
por qué –aún cuando no lo comprenda del todo– quiero vivir, seguir viviendo, con ese
alter; y la veo como alter: no como un apéndice de mí, no a quien me someto como
esclavo. Ahí es cuando compongo y construyo mi libertad. En ese espacio vuelvo y me
comprometo, yo, íntimamente y tengo, de nuevo, fuerzas para hacerme plenamente
responsable de mí mismo, de mi yo, para actuar frente al tú que me es par.
Lo más radical de mi formación como yo es mi formación erótica: en ella puedo
descubrir el misterio del alter y de mí mismo como alter del (de un) alter. Esta es la
paradoja de la experiencia erótica: se exige la experiencia del alter y, sin embargo, esta
experiencia no es posesión –ni de sí ni del alter–, sino exactamente lo contrario: es
desprendimiento, desasimiento. Y todo esto, que ciertamente roza con las categorías y
con las prácticas de la mística –por cierto, sin ninguna idea o ninguna alusión o ninguna
referencia a Dios, a lo divino, aunque sí a lo sacro– son (como aparecen en el
Kamasutra) técnicas que pueden ser aprendidas, enseñadas, escritas, conservadas,
transmitidas.
Lo que cambia todo en una ética del reconocimiento intersubjetivo es que la primera
persona es el otro: no sólo su rostro; ¡no! Todo cuerpo sexuado, erotizado, en el pleno
goce de la libertad del otro, con el otro, es modelo de esta relación de desasimiento la
que tiene que ser llevada a sus límites.

15
El desasimiento como intersubjetividad fundante
El argumento principal es que el punto de vista ético que quiere poner al otro como
primera persona (la otra persona es la primera, no yo) tiene que fundarse en el
desasimiento. Sin embargo, en el variar de las variaciones, queda claro que este modo de
ética no depende del anclaje en la metafísica. Por el contrario, se basa en una serie de
prácticas y de ejercicios que conduzcan al pleno descubrimiento de cómo la realización,
de cada quien en cuanto sujeto, pasa por desasirse de sí. Pongamos como ejemplos
paradigmáticos, que deben ser explorados en sus consecuencias, tan sólo los siguientes:
1) las prácticas amatorias plenamente eróticas; 2) la ab-negación de madres y padres en
la atención de sus hijos; 3) el componente heroico de constituirse en autor, autoridad, ex-
puesta a la discusión, precisamente, para ser deconstruida tanto su construcción como su
práctica de saber. Todas ellas, me parece, son formas que se construyen al margen del
patriarcalismo. Es pensar en el amante –o los amantes–, el padre o la madre y el autor:
sin gestos, ni comportamientos, ni reconocimiento patriarcal, ahí no hay más lugar para
el patriarca. Es, más bien, el empoderamiento de cada uno de los amantes, de los hijos,
de los lectores.
Veamos unos esbozos muy amplios e imprecisos, lejos de lo que implica una
descripción completa, que dejarán insinuaciones con respecto a lo buscado aquí:
1) El erotismo. Plena y consecuentemente vivido implica una experiencia completa de
desasimiento. Ésta no es una negación; antes, por el contrario, es la experiencia del
placer de hacer que el placer fluya por la otra persona, que se vaya colmando de éxtasis.
Incluso puede llegarse a la satisfacción por el gozo completo en que la otra persona
despliega su plenitud –orgásmica, erótica– como
presupuesto del propio goce. El goce consiste, entonces, en recibir el goce pleno de la
pareja.
Lo que he resumido aquí tiene tras de sí una técnica clásica como la que ha llegado a
nosotros por el Kamasutra. Se trata, en efecto, de un manual que lleva, paso a paso, a
estudiar cómo se logra poner al otro como primera persona de y en la relación sexual.
2) La ab-negación. Propongo observarla en el contexto de la crianza. El padre o la
madre, una y otra vez, ejercitan la práctica de suspensión o aislamiento de sus propios
intereses en función de crear condiciones para la promoción de sus hijos. La primera
persona son ellos, los hijos, no los padres.
Queda bien claro que estas modalidades –abnegación materna, abnegación paterna– no
sólo son comunicadas anónimamente (de madre a hija, de padre a hijo), sino que se
erraría al atribuirlas a la familia, a una sociedad o a una cultura o a una religión –dentro
de la cultura– en particular. Antes, por el contrario, son estructuras transculturales,
supratemporales, supralingüísticas.
3) El heroísmo. Por supuesto, el héroe puede aparecer bien en la acción militar, bien en
la acción política. Aquí se hace referencia al heroísmo sencillo y cotidiano de quien
ofrenda su vida por causas que implican un esfuerzo máximo de la voluntad y que son
llevadas en el espacio silencioso de un gabinete, por ejemplo, de escritor. Se puede

16
pensar que a éste lo mueve la búsqueda de la fama y el honor; acaso la avaricia.
Se puede centrar el interés en lo que también fenomenológicamente Husserl llamó el
heroísmo de la razón, que no transige con nada distinto que poner bajo la razón lo que se
dice del mundo, de su sentido. ¿Cómo llega un autor, cualquier autor, a la convicción de
que la obra tiene que ser elaborada y a poner sus esfuerzos en llegar a materializarla?
Este es el heroísmo de la razón. En este caso, razón no sólo indica hacia dónde se tienen
que producir las clarificaciones, sino que mueve la voluntad hasta llevar a un quién a que
ejecute el proyecto, a que lo lleve a término.
Se trata, pues, de “echarse al hombro” un riesgo que conmueve las estructuras
circunmundanas a partir de la fe puesta en el proyecto que se aventura, pasando de largo
por el riesgo del ostracismo –de entonces entre los griegos y de nuestra cotidianidad–.
Esta es una forma de heroísmo. El mismo implica un desasimiento de sí mismo como
primera persona y poner lo abstracto de la alteridad –efectivamente abstracta– como
primera persona que, paradójicamente, se encarna en todo quien concreto que se
encuentra como un otro, como cuerpo, como rostro.
El desasimiento que se funda en el íntimo reconocimiento de la intersubjetividad eleva
los comportamientos personales –sin dependencia de una ideología o de un punto de
vista religioso, en particular– en dirección de lo abstracto, esto es, en una relación de
pertenencia con el universal.
La hipótesis que se está discutiendo, pues, es que: el desasimiento es una estructura
estructurante de una intersubjetividad éticamente realizada o vivida. Como ya se ha
observado: la experiencia mística surge y se sostiene por el desasimiento. En los
ejemplos que se han traído aquí a colación se logra ver que el desasimiento es una
experiencia que no depende de la religiosidad, de la fe en Dios, de la relación con lo
divino, con lo santo. Hemos visto, sí, en cambio que es una religación que opera el
sujeto en su vida erótica, familiar y sociocultural. Aunque faltan descripciones que
muestren las variaciones y la variedad de direcciones del desasimiento, a nuestro
propósito son suficientes: la dimensión efectiva del misticismo ateo, esto es, sin
referencia a Dios, sin que niegue que pueda darse tal.

El desasimiento y don
Como lo hemos visto, se puede tener una mística técnicamente atea; y, en efecto, una
mística efectiva en nuestra cotidianidad. Sin embargo, no se puede ignorar que el modelo
de comprensión del yo, del desasimiento del yo, de la mística, de la entrega plena de y en
el amor: lo ofrece la unio mystica, la tradición de pensarla desde y en la fe.
Ahora bien, lo que queda como resultado es que sólo hay desasimiento si y sólo si en
su experiencia el yo se hunde en el don. Y lo propio de éste –como se
estudia a lo largo de este libro– es que no tiene retorno, no tiene contraprestación, es
entrega en sí que no quiere otra cosa que ser realizada hasta los límites; y que esta
entrega, en sí, es el amor.

17
¿Dónde puede, pues, ser hallado el amor, bajo el esquema plenamente crístico? En la
donación. La donación es un amor sin límite y sin medida; sin otro sentido que la
plenitud de la experiencia de gastarse amando.
Aunque aquí se diga muy toscamente: el don, la donación, la gratuidad del don son la
plena y absoluta presencia de Dios; y, por el contrario, cualquier cambio en ese
estructura de gratuidad –el contrato, la economía del don, la contraprestación– es en sí la
renuncia al amor; y, con ello, la ausencia de Dios. De ahí que, pueda decirse, la
fenomenología de la ausencia y de la presencia de Dios es, a su turno, una
fenomenología del don. Que el don sea pasado o atravesado por un punto de vista de fe
es algo que no se puede ni negar, ni afirmar. El don es la experiencia humana del amor,
en su plenitud. Y no son las religiones, ni sus agentes, las que pueden validar la
experiencia de donación. Ésta es tan íntima como amar, como perdonar, como
reconciliarse, como esperar, como poner en libertad y liberarse.
Es en el don donde se da el paso del deber al amor, de la moral del deber a la ética
sabiduría: del saber vivir, del saber amar, del saber-se en la entrega sin medida, des-
medida,
inconmensurable, del exceso de amor. El don como amor es la desmesura, es la lucha
contra todas las formas del capitalismo, contra toda economía. Hay hoy un credo en el
capital, en el mercado, en la economía. Contra esto es que se levanta el don, el amor, la
locura y la cruz. Sí, se trata de una utopía. Al filosofar fundamos la fe en lo irrealizado y
ponemos hoy el don como un destino de ser. Y, como se verá más adelante, esto es la
superación del patriarcalismo y de la formas de autoritarismo que hacen confuso y
atribulado nuestro presente.
***
Al cabo, a lo largo de esta obra no se dice nada distinto de lo que hemos indicado
apretadamente aquí. No he expuesto todas las pruebas. Por cierto, en esta investigación
sólo presento mi parte en el diálogo con dos obras: una La remoción del ser y la
superación de la metafísica de Carlos Enrique Restrepo (Medellín, Universidad de
Antioquia, 2011); otra Horizontes y sentidos del mundo latinoamericano en clave
literaria. Perspectivas fenomenológicas de Carlos Arturo Guevara (Bogotá, Universidad
Pedagógica Nacional, 2011). A estos autores mi gratitud por el diálogo en el cual aprendí
lo que expongo en esta obra.
G.V.G.
Bogotá, julio de 2011

____________________
1
Rulfo, juan. Talpa. En: Obras. Fondo de Cultura Económica, México, 1997, p. 55.

18
2
García Márquez, Gabriel.Cien años de soledad. Real Academia Española, Asociación de Academias de la Lengua
Española, Alfaguara, Bogotá, 2007, p. 471.

3
Torres, Raúl. Candil de nieve.

4
Publicado originalmente en la revista América, n. 62, enero, 1950; y, posteriormente, incluido en El llano en
llamas, 1953.

5
Hemos tratado del fenómeno de la mediación en el capítulo “La secularización de la cultura: una exigencia para la
modernidad”, en: Vargas Guillén, Germán. Pensar sobre nosotros mismos. San Pablo-Universidad Pedagógica
Nacional, Bogotá, 20062, pp. 369-383.

6
Rulfo, J. Op. cit., p. 57.

7
Ibíd., p. 51.

8
Ibíd., p. 52.

9
Ibíd., p. 53.

10
Ibíd., p. 59.

11
Ibíd., p. 51.

12
Ibíd., p. 54.

13
Ibíd., p. 56.

14
Ibíd., p. 51.

15
Ibíd., p. 52.

16
Ibíd., p. 53.

17
Ibíd., p. 57.

19
18
Que esta culpa o deuda sea la contraída al nacer por cada latinoamericano con el Fondo Monetario Internacional,
o la dependencia respecto de los centros de poder, o la vergüenza de la mezcla indígena y negra –en cuerpo,
sangre, lengua y alma– son sólo modos del pecado original. Es lo que se recibe y se entrega en una suerte de
teología pasiva –como la que se viene estudiando.

19
Rulfo, J. Op. cit., p. 58.

20
Ídem.

21
Ídem.

22
Ídem.

23
Ídem.

24
Ibíd., p. 55.

25
Ibíd., p. 59.

26
Pensar la metafísica sin Dios o pensar la metafísica cuando en ella la cosa misma es Dios. Ambos lados de la
reflexión son posibles –y, tal vez, necesarios–. Por nuestro lado, la primera dirección de estudio la desarrollamos
en La experiencia de ser (San Pablo, Bogotá, 2005); la segunda es la vía que se explora en la presente obra.

27
Es lo que hemos estudiado en el capítulo “¡Eliminad la crueldad!”, de Pensar sobre nosotros mismos (Op. cit.,
pp. 385-418).

28
No se trata, como hemos visto en el trío de los personajes de Talpa, de hundirse en la culpa y la expiación, sino
de saciarse de amor, amando.

29
Desde luego, hay límites y diferencias entre mortificación y martirio. Mientras el primero busca, en sí, continuar
la pasión de Cristo; el segundo es en todo y por todo testimonio de fe, en este sentido, amor sin límites, un amor
que al realizarse vuelve y se abre a la infinitud del encuentro. En esta perspectiva del análisis se puede decir que el
trío de Talpa vive el deseo y la culpa, y, consecuentemente, la expiación mediante la mortificación. Allí, en rigor,
no se encuentra ni el amor, ni efectivamente el perdón; por eso mismo, puede decirse, no hay evidencia de una
experiencia auténtica del yo, en su libertad.

20
Estudio I

EXCEDENCIA Y SATURACIÓN
FENOMENOLOGÍA DE LA AUSENCIA Y LA PRESENCIA DE DIOS

La cuestión de cómo en un mundo creado por Dios


es posible el mal en general sólo puede mantener una forma consecuente
si tomamos en serio lo negativo en su positividad singular
y lo retrotraemos a un origen en el proceso de la misma vida divina30.

Ahora este tenso drama del devenir divino se convierte


en el alentador modelo de la historia terrenal.
Pues tras el pecado original una parte de la responsabilidad
por el éxito de la redención del mundo caído ha sido traspasada
a los hombres 31.

Es el profeta el que convierte al Mesías en Mesías 32.

La investigación El sentido cabe fenomenología y hermenéutica33 se desplegó entre dos


polos: sujeto y sentido trascendental (la cultura está entre estos polos). En esta nueva
fase de la investigación se propone explorar dos formas particulares de la experiencia
espiritual, tanto en el orden de la vida íntima o personal del sujeto como en los procesos
culturales donde emerge y se despliega la relación con Dios. Así, entonces, lo que se
propone en esta investigación también se puede identificar bajo el siguiente índice: Hacia
una evaluación del giro teológico desde la fenomenología trascendental. Con ello se da
por entendido que la cosa misma fenomenológica no es Dios
–qua fenómeno–, sino la experiencia que los sujetos pueden tener de éste.
Incluso, procedimentalmente, viene al caso hacer una suerte de “declaración de
principios” sobre la materia en estudio: ciertamente –tanto por la vía humeana como por
la kantiana– filosóficamente es claro que no se puede conocer a Dios qua fenómeno y
tanto menos qua realidad. Esto implica la necesidad de abstener del juicio de valor de
existencia del fenómeno o la realidad Dios. Ahora bien, ¿se desprende de allí que no
exista? Desde luego que no. Lo que sí se puede evidenciar es cómo los sujetos y las
comunidades donde ellos se encuentran: refieren o relatan, aceptan o rechazan, adoran o
blasfeman, esperan o descreen, confían o recelan de esa tal realidad trascendente.
Ahora bien, la investigación fenomenológico-trascendental da por entendido que el

21
punto de partida para la comprensión de las vivencias correlativas a Dios aísla el punto
de vista de fe, o su contrario: la falta de fe, no el rechazo de ella, por parte de los
investigadores. Incluso puede afirmarse que la investigación requiere o bien un punto de
vista técnicamente ateo o, si se prefiere, agnóstico, porque es una investigación científica.
En la observación –fenomenológica y la no-fenomenológica, también– se hace evidente
no sólo la función de Dios en la diversidad de las culturas, sino también su papel
cohesionador. Y en ello no sólo está la idea, sino también el icono, el rito, el mito.
Especialmente este último no sólo es una fuente para tal cohesión, sino y en especial es
una fuente de sentido para la interpretación de la existencia personal y de la colectiva.
Pero, ¿qué función tiene en sí la idea de Dios, en especial, en la filosofía en general y
en particular en la fenomenología? Parece que esta pregunta gravita sobre toda búsqueda
en la dirección que se plantea aquí. Y, sólo de manera muy general, de ello cabe decir
que hay conexión –como se mostrará– entre fundamentación, conocimiento, verdad y
Dios. Y esto incluso dentro del desarrollo fenomenológico no sólo metodológico, sino
también doctrinario de la obra de E. Husserl.
No obstante, aquí es necesario observar que simultáneamente: a) Se rechaza la
presunción de derivar de la fenomenología una suerte de “prueba de la existencia de
Dios” –al estilo de las pruebas de Anselmo de Canterbury o santo Tomás de Aquino–,
como parece derivarse de las investigaciones de J-L. Marion34; b) Mientras se acepta que
el giro teológico en fenomenología es inherente a la fenomenología misma –no sólo en la
vertiente francesa, sino en su origen germano y en su desarrollo dentro de diversas
lenguas35.
Parece, pues, que se ha ido muy pronto en el presunto enlace, nexo o continuidad entre
el título donación entre la concepción husserliana y la heideggeriana, como lo ha hecho
Marion. Pero esto mismo exige que se logre una radical fundamentación del alcance del
título intuición. Y, en principio, es cierto que los seres humanos –de maneras: positiva,
negativa o indiferente– tienen “ideas” o “experiencias” o “vivencias” relativas a Dios.
Pero, ¿se deriva de allí la evidencia de una tal “excedencia” en la intuición que propicia
la experiencia del fenómeno saturado?36 Esto es lo que se quiere llevar a sus
consecuencias tanto en el análisis como en la investigación.
En la medida, pues, en que se entienda la teodicea como el estudio racional de Dios:
el tema tratado aquí se enmarca dentro esta disciplina. E, incluso, con todos los
problemas que puede traer consigo, se puede hablar de Husserl como el primer teólogo
racional postmoderno37. Como se verá, ello puesto que en su horizonte la
transculturalidad tiene un puesto preeminente, pero se mantiene en todo caso el horizonte
de humanidad universal bajo la égida del querer ser racional.

1. ¿Se puede reducir el “giro teológico” a la fenomenología francesa?


Nosotros pensamos aquí (bajo la rúbrica “amor ético”), naturalmente, en el infinito
amor de Cristo a todos los hombres y en el amor humano en general que ha de despertar

22
el cristiano en sí mismo y sin el cual ningún verdadero cristiano podría ser tal. (…). El
cristiano que ejercita el amor al enemigo no ama lo malo en él, y no es el mal obrar lo
que estima en su voluntad. En cada alma humana se aloja –esta es la creencia– una
vocación o germen que se fomenta espontáneamente hacia el bien. En cada alma se aloja
o encuentra encerrado un Yo ideal, el “verdadero” Yo de la persona, que se realiza en las
“buenas” acciones. Cada hombre consciente (éticamente consciente) ordena
voluntariamente en sí mismo un Yo ideal como “tarea infinita”. Y ello da ahora como
resultado especiales formas de comunidad ética según que ninguno de los sujetos sea
éticamente consciente antes de la relación que lo sea uno pero no otro, o que lo sean
ambos. Y así de forma semejante para la mayoría de los sujetos personales. De este
modo, en cuanto verdadero amante (ético) amo y participo voluntariamente en el alma
germinante del Otro, en su creciente y naciente subjetividad; o vivo en el sujeto maduro
consciente que pugna, porfía y obra ética y libremente en todo aquello que brota de su
positiva habitualidad ética como de su vida personal ética (lo negativamente ético es
contra mi deseo y voluntad). Vivo en ello, ante todo, y estimo, // me alegro o aflijo. Pero
la comunidad ética es amistad ética, comportamiento ético entre cristiano y cristiano,
etc.38
En esta investigación se reconoce, en primer término, que Husserl mismo usa en
reiteradas ocasiones el título “Dios”; pero también que a sus espaldas está toda la
tradición teológica de su maestro Franz Brentano. Entonces, al menos por vía de
hipótesis, no se puede reducir el aporte de Brentano en el pensamiento de Husserl al
título intencionalidad –con todas las variantes y desarrollos que éste hizo de la propuesta
genuina de aquél–. En especial, aquí es necesario reconocer que la obra de Brentano
tiene no sólo presencia del pensamiento aristotélico, sino de la obra de pensadores como
santo Tomás.
A su turno, es importante señalar que Husserl mismo se refiere a Dios no sólo bajo
títulos metafóricos: “hombre infinitamente alejado”39; sino que lo pone como el asunto
mismo de la investigación fenomenológica40; pero no es sólo este par de variantes las que
ofrece. También habla expresamente del “amor crístico” (Gemeingeist); e, incluso, abre
otra dirección de análisis al poner de presente la necesidad de la idea de Dios toda vez
que se busca una fundamentación absoluta41.
En resumen, Dios en Husserl parece –por lo que se acaba de indicar– que tiene que ser
estudiado fenomenológicamente como: a) Sentido teleológico de la historia –de la
existencia personal y colectiva–; b) Principio ético o paradigma de la relación
intersubjetiva; c) Principio o postulado epistemológico.
De modo que no resulta extraño ni extravagante –puesto lo anterior en evidencia– que
algunos de sus discípulos tomen el camino de la reflexión teológica; o que incluyan el
análisis de Dios como fenómeno en sus investigaciones –baste
mencionar aquí a Hildebrand, Heidegger, Stein, Löwith–.
Entonces, no hay sorpresa en la ocurrencia ni de la voz, ni del tema, ni de la
investigación, ni de la teoría fenomenológica sobre Dios como fenómeno –y hay que

23
insistir en ello: como fenómeno, no como realidad trascendente–.
Por eso, clara y expresamente parece extremadamente limitada la referencia de
Janicaud, por la limitación que pretende del tema al caso francés42. Pues, se queda corto
no sólo en el alcance del tema en el devenir mismo de la fenomenología, sino que mutila
la dimensión genética de lo que aparece como acontecimiento en el pensamiento francés
mismo.
Es cierto que en autores como Lévinas, Ricoeur, Henry o Marion: la presencia de tesis
tanto de Husserl como de Heidegger tienen una evidente impronta. No obstante, en sí se
carece de una evaluación de cómo ha emergido y cómo se ha desenvuelto el tema Dios
como fenómeno en la multiplicidad de expresiones de la fenomenología, especialmente,
en la trascendental.
Pensar a Dios, pensar sobre Dios, pensar sobre la experiencia humana de Dios como
fenómeno, pensar sobre el sentido del título Dios en los procesos de fundamentación de
la filosofía fenomenológica, pensar sobre el alcance de la experiencia comunitaria de la
experiencia humana de Dios como fenómeno, pensar en Dios como título intencional
último del proyecto teleológico de la experiencia humana de la historia: son todos
enunciados que se derivan de las tres caracterizaciones que se han mostrado como notas
provenientes, preliminares, de la presencia del título Dios en las obras de Husserl.
Entonces se necesita hacer un rastreo a través de los fenomenólogos
–franceses y no franceses– para llegar a establecer no sólo cómo aparece el título Dios en
sus investigaciones fenomenológicas, sino para caracterizar cómo se ha llegado a
componer la fenomenología de Dios como fenómeno.
Caso aparte tendrá la dirección que se ha llamado –desde los tiempos de Husserl y
Heidegger– fenomenología de la religión; a la que también se la puede llamar
fenomenología del hecho religioso. Los límites entre estos dos títulos: fenomenología
trascendental de Dios como fenómeno y fenomenología del hecho religioso exige una
delicada profilaxis. Es cierto que estos dos campos temáticos en muchos puntos se tocan,
hasta prácticamente disolver o borrar el límite. No obstante, en principio, Dios como
fenómeno puede ser vivido y experimentado: en el orden del concepto –u orden
epistemológico–, en el orden de la experiencia cultural, en el orden de la experiencia
personal –pongamos por caso: ética–: sin necesidad de ritos, de mitos, de creencias e
incluso sin instituciones y autoridades (religiosas).
En las investigaciones de fenomenología de la religión se implica, en primer término,
su historia, los diversos contextos culturales donde tiene lugar el hecho religioso, las
estructuras de la geopolítica de la fe, las formas de transacción ecuménica entre las
diferentes creencias y profesiones de fe. Desde luego, no se excluye la variable Dios
como fenómeno, pero es igualmente cierto que se puede llevar a cabo una aproximación
completa a los procesos de religación sin el presupuesto Dios. De hecho, la religación
puede vivirse desde un punto de vista ateo o agnóstico, siempre y cuando el sujeto se re-
pliegue en su mismidad, en su suidad.
Ahora bien, en la expresión “giro teológico”: ¿qué alcance tiene la teología? Es

24
imperativo hacer la siguiente observación: como ciencia, al menos en el contexto del
cristianismo, la teología parte del principio de que Dios se ha revelado a los seres
humanos; y lo ha hecho a través de la Encarnación de Jesús. Y sus testimonios y
palabras se han consignado en los Evangelios –unos sinópticos (Marcos, Mateo, Lucas),
otro exegético (Juan); y abundantes y variados apócrifos–. Y porque Dios se ha revelado
al ser humano, el ser humano estudia, busca comprender, lo que Dios le ha dicho. Para
llevar a cabo tal comprensión no sólo se vale de las lenguas –arameo, sánscrito, griego;
latín por la Vulgata; las lenguas a las cuales se ha vertido el mensaje: español, inglés,
francés, alemán, etc.–, sino que se ejercitan una pluralidad de disciplinas auxiliares: la
exégesis, la patrología, la cristología, la mariología, la martiriología, etc.; y, en especial, la
hermenéutica. En esta última es donde se da el paso de lo que Dios ha dicho o revelado
a lo que quiere decir esto para cada presente –hic et nunc–.
Frente, pues, a esa configuración del campo de saber teológico: ¿se puede aceptar una
influencia de la teología en los filósofos fundadores de la tradición fenomenológica, como
en Husserl y en Heidegger? El hic et nunc de la fenomenología husserliana pudiera ser
una prueba de ello; la hermenéutica de la facticidad, pudiera ser otra.
Ahora bien, que un acervo de voces y de expresiones de cuño teológico “migraran”
hacia la fenomenología no es suficiente para convertir esta disciplina en un reducto de la
teología. Y, sin embargo, ¿pueden “migrar” conceptos –como voces y expresiones– sin
portar las raíces de su “tierra de origen”? Al menos por vía de la conjetura: cabe poner
en duda tal posibilidad.
Por su origen, pues, la fenomenología trascendental –y aún más la hermenéutica– es
deudora de la teología. Pero, ¿de cuál? Sólo para el caso del cristianismo se habla de la
teología católica tanto como de la teología protestante. Esta última, emergente de la
Reforma; aquélla motivadora de la Reforma misma e impulsora de la Contrarreforma. Y
estos no son meros datos. Estos movimientos determinan la concepción de la autoridad
frente a la construcción del punto de vista hermenéutico. ¿Cuál de esas teologías gravita
sobre qué aspectos de la constitución de qué dimensiones de la fenomenología?
Aquí es donde cabe decir que los años de aprendizaje y noviciado de Heidegger con la
Compañía de Jesús y la tardía conversión de Husserl a la confesión protestante, no son
datos aislados de la cosa misma que está en discusión aquí, sino que están en el centro
del problema, a saber: la constitución del punto de vista del rétor, en un caso, la
preeminencia de la primera persona, en el segundo.
Las evaluaciones del giro teológico, hasta ahora habidas, han dejado de considerar este
tópico. Pero la cosa misma se extiende en implicaciones. Se sabe cómo Renovación del
hombre y la cultura fue un esfuerzo de Husserl por responder al interés de los japoneses
en la investigación fenomenológica. ¿Qué pasa con la teología budista y la confesión
budista en la práctica de la fenomenología? Y, se sabe, tampoco el budismo es un bloque
homogéneo; tiene variantes, una de ellas: el budismo zen. Obviamente, resulta poco
posible pensar en la influencia del budismo en el pensamiento de Husserl –aunque De
camino al habla de Heidegger sí deja unas insinuaciones sobre ello–, pero sí resulta

25
inocultable la influencia de una tal vertiente de la espiritualidad para el desarrollo de la
fenomenología en Asia.
En el mismo sentido, se sabe que existe llamada teología negativa –que queda
resumida en la sentencia nietzscheana “¡Dios ha muerto!”–. Ésta conquista una
secularización de la cultura, que afecta, igualmente, tanto la fundamentación como el
desenvolvimiento de la fenomenología. ¿No es la que hace presencia en sendos
volúmenes de Heidegger y en su texto, sobre este particular, en Holzwege?
En resumen, todo esto lleva a pensar que la restricción del examen del giro teológico a
la fenomenología francesa: a) restringe el alcance del problema; b)supone que se ha
“girado hacia” lo teológico, como si no hubiese estado lo teológico en cuanto tal –en
múltiples manifestaciones– en los procesos fundacionales de la fenomenología; c)
mantiene la ambigüedad del título teología –en principio, con desmedro tanto para la
fenomenología como para la teología–; d) se desconoce lo intrincado de las relaciones
entre las teologías y sus tensiones con las fenomenologías –que tampoco son un cuerpo
homogéneo–.

2. La pregunta por la donación


Husserl ya lo había sugerido definiendo la manera de aparecer de los “fenómenos espiritualizados”. Para
ver, por ejemplo, un libro como libro, para aprehenderlo como teniendo que ser leído, debo verlo no como
cosa (lo que el bibliófilo y el iletrado harán bajo modos apenas diferentes), sino como sentido. (…) lo que
me abre el cuadro como bello; es más bien que “vivo” su sentido, a saber, su aparecer bello, que no tiene
nada de cósico, puesto que no puede describirse como una propiedad de una cosa, ni demostrarse
mediante razones, ni tampoco apenas decirse43.

¿Se puede aceptar, desde el punto de vista de la fenomenología trascendental, la


continuidad de la comprensión husserliana en la heideggeriana sobre la donación? En sí
hay términos que son o al menos parecen ser equivalentes, en algunos sentidos, dentro
de la perspectiva de la fenomenología trascendental. Tales son: intuición, percepción,
donación, dación en persona.
En rigor, en la experiencia humana de mundo en sí el sujeto no tiene sensaciones
–aunque obviamente formen parte de la experiencia–. El ojo “no siente”, sino que ve; la
piel “no siente”, sino que toca o es tocada, etc. En fin, el dato sentido, qua
experimentado, es percibido. Y, esto quiere decir que a pesar de que la realidad se da sólo
por matices, facetas o escorzos, el sujeto toma el dato y lo estructura dentro de un
sistema de referencia o en un ámbito de remisiones que le dan sentido.
Y, obviamente, esto permite –como punto de partida– aseverar que en la experiencia
subjetiva de mundo la percepción es un plus de la sensación. No es, entonces, que el
sujeto no tenga “sensaciones”, sino que ordinariamente un haz de ellas son inhibidas,
precisamente, para que pueda emerger el sentido a partir del foco atencional presente;
como, por ejemplo, en el caso de estar viendo un filme: el espectador inhibe el olor de las
crispetas del vecino, la oscuridad de la sala, la compañía de enseguida, el roce de la silla
con el cuerpo y no es que esto no se esté sintiendo, sino que queda fuera de la operación

26
activamente constitutiva de sentido.
Ahora bien, la intuición en sí es esta misma operación de la percepción. Sólo que en la
percepción se tiene como correlato el percepto, cabe decir, aquello a lo que se refiere la
percepción; en cambio, en la intuición se trata –y no en vano también la voz quiere
decir: “ver interior”– del eidos o forma sin el percepto correlativo. Esto no quiere decir
que lo intuido no se pueda corregir; pues de hecho se corrige a partir de la percepción.
Pero, la percepción –que juega un papel constitutivo de la intuición– detiene su marcha
y cede su lugar a la intuición, hasta tanto se exige volver al percepto para validar lo dado
en persona. Tanto la percepción como la intuición tienen que vérselas con lo dado en
persona: la primera para constituirlo, la segunda para desplegarlo; y en muchos casos
este despliegue exige validaciones que obligan a retrotraer la experiencia al campo de la
percepción.
Los puros fenómenos son percibidos, los fenómenos puros son intuidos. Esta síntesis
lo dice todo e implica la mutua dependencia entre estas dos esferas de la experiencia.
Ahora bien, sólo lo que es dado en persona es fenómeno. Entonces éste se dona o da
bien en el modo de intuición, bien en el modo de percepción.
¿Hay un tipo de fenómeno cuyo carácter sea, precisamente, el darse de su no-darse?,
y, si tal fuera, ¿cómo es el darse del no darse? Por vía de hipótesis, aquí viene al caso
examinar títulos como excedencia44, fenómeno saturado45, cabe aquí decir: Dios.
Ahora bien, ¿qué otros fenómenos-no-aparecientes se dan como fenómenos, además
del caso límite Dios como fenómeno? En principio, la lista puede estar compuesta por: lo
bello, el sentido de la vida, el amor, el sentido de la historia. Para simplificarlo: un
fenómeno qua saturado es aquél en el cual la constitución de su sentido es despliegue
de las potencias anímicas dadoras –dadoras de sentido–. No hay un “cosa” que pueda
llamarse télos, que pueda ser dada a la percepción, aquella a la que pueda apelar la
intuición para validarla; y, sin embargo, es posible no sólo la comprensión y el
entendimiento, tanto como la coordinación estratégica de la acción y, en el mejor de los
casos, la acción comunicativa y el diálogo intercultural.
Un excedente de sentido, igualmente, es una operación constitutiva de sentido a partir
de lo dado, pero en el orden del despliegue de nuevos horizontes de entendimiento y de
comprensión. Y se excede a partir del texto, así éste aparezca y se modalice como
acción. Entonces, el sentido vive, precisamente, de la excedencia que ocurre o que
aparece cuando alguien o una comunidad lo encuentra y lo vivifica en su horizonte
presente, encaminado como un proyecto destinal de futuro. Es claro que la excedencia
es, ante todo, la operación hermenéutica esencial.
Para estos dos títulos hay un trasfondo. Mientras Husserl abogó por el darse en
persona como –si se quiere– punto arquimédico de todo el fenomenologizar, esto es, de
la descripción de esencias, Heidegger afirma la necesidad de romper el paréntesis que
abre la epojé y, con ello, la urgencia de la escucha atenta que permita captar, oír, la voz
del ser. Estas dos vías se abren, como caudales de un mismo río, para llegar –sin
volverse a cruzar en su recorrido– a puertos diferentes46; o, lo que vuelve aún más

27
visibles y radicales las diferencias: mientras uno asienta su proyecto en una pretensión
científica, el otro se arraiga a la búsqueda del pensar.
Entonces, lo que se hace imperativo es reconocer que la donación del fenómeno
saturado y su excedencia no es algo que ya esté evaluado en la perspectiva de la
fenomenología trascendental; más bien, puede decirse, se ha llegado al punto en que
queda al descampado cómo estas vertientes tuvieron su origen en esas fuentes prístinas
de la fenomenología, pero cómo se requiere una evaluación crítica para establecer dónde
se da un “salto” a la hermenéutica, pretendiendo estar todavía en el campo de la
investigación trascendental.

3. Dios, ¿tema de la fenomenología trascendental?


Es claro que debemos dividir la filosofía como ciencia de lo absoluto, primero en filosofía pura o
apriorística: ésta abarca un complejo de doctrinas, de principios, de disciplinas puras o racionales, lógica
pura, mathesis pura, ciencia natural pura, geometría y temporalidad puras, puras doctrinas del ser espiritual
individual y social, doctrinas puras de valores, práctica pura; además las disciplinas noéticas, y las
disciplinas más altamente construidas sobre ellas, y por último y más alto, la doctrina existencial
teleológicamente pura y la doctrina pura de Dios –esta última también una disciplina apriorística, referente a
una idea y no a una realidad47.

Creencia, fe, rito, mito, infinito [finitud, infinitud], absoluto, Dios: son otros modos de
fenómeno saturado y de excedencia. Ahora bien, aunque se puede hacer fenomenología
de cada uno de ellos, es necesario empezar por situar el alcance de la fenomenología
trascendental frente a ellos. Brevemente expresado, ésta opera como una clarificación de
la experiencia subjetiva que bien puede recaer sobre los fenómenos mencionados o
sobre cualquiera otros.
Entonces se tiene una primera pregunta: ¿es Dios una experiencia humana? Y la
respuesta indica que no sólo lo es, sino que lo es en múltiples direcciones. Ya se han
señalado tres de ellas: la teleológica, la ética y la epistemológica. Entonces cabe la
retropregunta: ¿por qué el ser humano usa el título Dios? Y, desde el punto de vista de la
fenomenología trascendental, el primer índice de respuesta que se halla es el
epistemológico –aunque todavía sea muy tosco–: porque el ser humano busca,
esencialmente, una fundamentación radical, un conocimiento apodíctico, una verdad
universal y total (cf. infra, estudio VII).
Aunque requiere una exposición sistemática, baste aquí indicar que el texto de las
Lecciones sobre La idea de la filosofía (de 1911) toma en su radicalidad el problema.
Aquí, como en Crisis, se debe reparar con especial y particular atención, pues a veces se
sostiene que el tema de Dios Husserl lo tuvo en reserva, que formó parte de los textos
que no vieron la luz en vida del autor. Contra esa estólida opinión, aquí se tratan con
detalle dos textos publicados, uno bajo la modalidad de Vorlesung –que es la forma
primaria de publicación científica en el mundo académico– y el segundo en la obra tanto
densa como madura, del creador de la fenomenología.
Hay más textos –como lo ha mostrado J. V. Iribarne– sobre este particular, una gran

28
cantidad de ellos en íntimo enlace con la ética fenomenológica48. Para la evaluación del
giro teológico se puede, metodológicamente, aislar el tema de la ética. No obstante, es
evidente que la conexión tiene no sólo un valor descriptivo, sino también una potencia
heurística: si se ha de poder fundamentar de manera absoluta el sentido de la historia, la
ética se deriva como un corolario de este saber “universal y total”.
El principal resultado de La idea de la filosofía es la respuesta a la pregunta: ¿por qué
se necesita la idea de Dios en filosofía? Aquí la tesis de Husserl es que, en resumidas
cuentas, es una exigencia de la razón. En su última instancia regresiva hacia sus
fundamentos la razón se halla con Dios como causa sui y el pensamiento racional tiene,
entonces, que vérselas con él.
Dios como idea, como idea del ser más completo; como idea de la vida más
completa, en el que se constituye el “mundo” más completo, /226/ a través de quien se
desarrolla, en forma de creación el más completo mundo espiritual, en relación con su
naturaleza completa. La filosofía como idea, como correlación de la idea de Dios como
ciencia absoluta del ser absoluto, como ciencia de la pura idea de la divinidad y como
ciencia del ser existencial absoluto. Ceñidos a esa idea y considerando si y en qué medida
el ser absoluto, como Dios viviente o como autodesarrollo de la idea de Dios, puede ser
considerado y reconocido en la realidad. Desde luego desplegar la consideración de si, en
realidad, existe un ser absoluto y el ideal necesario para la idea, tiene que ajustarse a la
idea de Dios. Y, al contrario, si Dios –el Dios existencial– sólo puede ser en forma de un
desenvolvimiento que en el curso de su desarrollo lleva los ideales absolutos a un
despliegue cada vez más completo. Condiciones de la posibilidad del ser (del ser
realizable), de la idea absoluta de Dios: si se puede tratar de un punto absoluto o de una
meta absoluta en el sentido de si se trata de un ser en reposo o de un flujo constante de
existencias que siempre permanecen iguales, o si pertenece a los seres de la divinidad
existencial el que el desarrollo de niveles de valor es de tal especie que un absoluto último
nivel de ninguna manera es imaginable, más aún, el más alto valor imaginable sólo existe
en la progresión de un desarrollo similar (…).
La más grande dificultad es el entendimiento de la teleología inicial que pertenece a la
conciencia absoluta. La causalidad es una forma real constructiva, dentro del ser
constructivo, pertenece entonces igualmente, bajo el aspecto de la constitución de la
conciencia a la teleología (…)49.
Ahora bien, el eco de estas observaciones en la Crisis llevaría a corregir la hipótesis50
de que este horizonte de la investigación de Husserl tuvo un desmentido. Al contrario, lo
que se observa en esta última obra es cómo el tema se convierte en la razón última de
todo proyecto filosófico que, en sí, quiera combatir el
relativismo.
Pero, ¿se trata de un Dios personal? En cuanto exigencia de la razón y como causa
sui, desde luego que no. Como motivo y motivación de la ética: sí. No obstante, tales
consideraciones sí están en los escritos inéditos en vida de Husserl, muy especialmente
en los de Intersubjetividad.

29
Estos aspectos, puestos en consideración aquí, a saber, Dios: causa sui o persona,
como ya se ha indicado, están presentes en la obra de Husserl. Sorprende
–hasta donde alcanza el actual estado de la bibliografía sobre el giro teológico– que no
hayan sido ni citados, ni profundizados. Tratar, como lo intenta Marion51, de sacar un
tema como éste de las Investigaciones lógicas o de Ideas I es un ejercicio interesante,
pero a la luz de otras pruebas disponibles: irrelevante.
No es inoficioso recordar que en Investigaciones lógicas Husserl indica que “si Dios
existe tiene que pensar lógicamente”. Queda así en evidencia que ahí el tema es la
objetividad de la lógica y no Dios qua fenómeno.
El Dios personal aparece al hablar del “amor crístico” (Gemeingeist). Aquí no sólo se
trató el tema de las personalidades de orden superior, sino de manera especial cómo se
constituye una ética superior. Y ésta, según la concepción de Husserl, emana de una
comprensión de un tal amor –personal, absoluto, divino– como el de Cristo.

4. El puesto de la idea de Dios y de la experiencia religiosa


en el diálogo transcultural
Dios no necesita ninguna explicación de la intuición, ni conseguir paso a paso saber las cosas y traerlas de
nuevo a sí [en el recuerdo], ni ninguna transferencia aperceptiva, ni ninguna fijación en lengua, etc. –
solamente que tal Dios es un absurdo52.

Dios como fenómeno es un tema de la psicología empírica, al igual que es materia de


interpretación de las múltiples culturas, y, asunto para entender los pares: diálogo y
tolerancia vs. guerra y sacrificio. ¿Cómo viven estos procesos las diferentes culturas?, ¿se
pueden ellas comprender sin este telón de fondo o sin estos presupuestos?
En cuanto tema de la psicología empírica es evidente que el sujeto, en actitud natural
en su mundo de la vida, se enfrenta con cuestiones de hecho relativas a la trascendencia,
al sentido último de la existencia, al origen del mundo, etc. Entonces, y en rigor, no es
que Dios tenga que ser explicado, sino que se requiere explicitar y comprender la
experiencia que tienen los seres humanos con respecto a todos los horizontes de la vida
en los cuales viene al caso la pregunta que se responde con la hipótesis de Dios –y con
otras formas análogas de referencia al absoluto–.
Pero, así como se da el fenómeno “experiencia religiosa” como asunto de la
experiencia subjetiva, también ello ocurre en el despliegue de la vida comunitaria, social,
política, cultural, estatal, interestatal. Aparecen, como se sabe, no sólo las prácticas
religiosas, sino diversas instituciones que administran, agencian, gobiernan –y en algunos
casos: manipulan, defeccionan, pervierten– los motivos fundantes de tal fenómeno, de
tales experiencias.
Y, sin embargo, a pesar de todos sus vaivenes la absoluta evidencia de la guerra de
religiones que cíclica y recurrentemente se toma el espacio público tanto de las naciones
como de las relaciones internacionales obliga a volver la atención o tematizar lo que hay
de invariante en estos dos ámbitos: el psicológico y el cultural. Y, si se quiere que –en

30
medio de todas las oscuridades del dinamismo de esta tensión esencial– se abran las
compuertas del diálogo, de la comprensión y del entendimiento: es necesario volver a
plantear qué es lo invariante en la variación; dónde y bajo qué modalidades emerge el
sentido de humanidad universal que permite pasar de la destrucción dogmática de la
diferencia a la inclusión del otro –sea persona, individualmente considerada; sea
personalidad de orden superior–.
El problema, pues, del giro teológico radica en no tratarlo, en suspenderlo, acaso por
las veleidades de la condición postmoderna, por los vientos de la secularización de la
cultura, por el ateísmo al uso que legó mayo del 68; y, por una serie de variables que no
se enumeran aquí.
La íntima responsabilidad con el entendimiento transcultural impulsa a poner en juego
la cuestión por los credos, las religiones y las ideas sobre Dios –con lo intrincado de sus
interpretaciones contextuales–. No se trata de esperar o clamar por “la llegada del Dios
ausente”, sino de comprometer un proyecto racional –científico en sentido
fenomenológico– con el horizonte de la comprensión de los presupuestos que mueven no
sólo la acción de los individuos, sino también de los colectivos dentro de sus respectivas
culturas.
¿Es universal el “no matarás” en la variedad de las religiones53 y credos? Y, si ello
fuera así, ¿qué racionalidad es la que impulsa la emergencia del mismo postulado en
diversos contextos culturales? De lo que se trata en sí no es de defender alguna
interpretación como válida, sino de hallar lo invariante en la variedad de las culturas; en
fin, de ver qué es lo que propicia un mínimo de entendimiento y de comprensión.
No se trata de entender a Dios, sino de entendernos a nosotros mismos; y, acaso como
bellamente lo expresara E. Hillesum, llegar a saber cómo podemos ayudar a Dios, a esa
parte de lo divino que habita en nosotros y mantiene viva la llama de la esperanza.
No se niega, pues, que en la textualidad de la obra de E. Husserl aparezca de manera
positiva y constatable la voz Dios, ni siquiera de que se puede derivar de allí lo que bien
se pudiera llamar una teología agnóstica o –como se ha visto– quizá racional –incluso
en la modalidad de una teodicea–. Sin embargo, más allá de todas esas posibilidades,
interesa indicar que la fenomenología en cuanto trascendental se orienta a caracterizar
respuesta a preguntas del siguiente tenor:

1. ¿Cómo se puede asegurar el sentido de racionalidad –como un querer-ser-


racional– para orientarse hacia la comprensión de Dios como fenómeno?
2. ¿Cómo mantener el enlace entre Dios como fenómeno y el sentido último de
humanidad universal?, y, en esta misma dirección:
3. ¿Cómo ejercer, en medio de los fanatismos que a veces aparecen asociados a
la vivencia personal y colectiva de Dios como fenómeno, las reglas
pragmático-trascendentales del discurso y del diálogo intercultural?
4. ¿Cómo dar el paso de lo variante a lo invariante en la diversidad de
experiencias personales y culturales sobre Dios como fenómeno?

31
5. Y, en fin, ¿cómo acatar y poner en evidencia como presupuesto de este tal
diálogo interreligioso –ecuménico– e intercultural el no matarás como sentido
universal total de humanidad?

Debe quedar como colofón de lo que se ha venido indicando aquí la seria meditación –
muchas veces no advertida– de la dimensión escatológica que dio Husserl a la historia y,
precisamente dentro de esta dimensión, el puesto que le asignó a Dios para pensar la
teleología. Es obvio que hay que tener ojos para ver esta indicación, pero es
incontestable que –como queda ahí remarcado– Dios como fenómeno no fue una
veleidad del pensamiento de Husserl, sino una verdad y un presupuesto de estructura –
que va desde los más radicales análisis epistemológicos, pasa por los parajes de la ética
y, sobre todo, se acendra como teleología–.
Frente a una contemporaneidad vergonzante tanto ante la razón como ante el sentido
íntimo y último de la historia, cabe, entonces, poner el acento en todas y cada una de las
expresiones que se hallan a continuación:
La razón es el tema explícito de las disciplinas del conocimiento (esto es, del conocimiento verdadero y
genuino, racional), de la valoración verdadera y genuina (los valores genuinos como valores de la razón),
de la acción ética (la acción verdaderamente buena, la acción fundada en la razón práctica); la razón
procura aquí un título a las ideas e ideales “absolutamente”, “eternamente”, “supratemporalmente”,
“incondicionadamente” válidos. Si el hombre se convierte en un problema “metafísico”, en un problema
absolutamente filosófico, es puesto en cuestión en cuanto ser racional, y si se trata de su historia, lo que
está en juego es el “sentido”, la razón en la historia. El problema de Dios entraña manifiestamente el
problema de la razón “absoluta” como fuente teleológica de toda razón en el mundo, del “sentido” del
mundo54.

____________________
30
Habermas, Jürgen. Israel o Atenas. Trotta, Madrid, 2001, p. 164.

31
Ibíd., p. 165.

32
Ibíd., p. 167.

33
Vargas Guillén, Germán y Reeder, Harry P. Ser y sentido. Hacia una fenomenología trascendental-hermenéutica.
San Pablo, Universidad Pedagógica Nacional, Bogotá, 20102.

34
Janicaud, Dominique y Courtine, Jean-François (eds.). Phenomenology and the ‘Theological Turn’: The French

32
Debates (Perspectives in Continental Philosophy, No. 15). Fordham University Press, New York, 2000.

35
Löwith, Karl. Historia del mundo y la salvación: los presupuestos teológicos de la filosofía de la historia. Katz,
Buenos Aires, 2007.

36
Marion, Jean-Luc. Siendo dado. Síntesis, Madrid, 2008.

37
Así como de Descartes se habla como el último teólogo medieval; y esto no sólo en razón de la preeminencia del
tema en su obra, sino también por las formas en que realizó no sólo su diálogo, sino también sus transacciones
con los teólogos de su época.

38
Husserl, Edmund. Zur Phänomenologie der Intersubjektivität. Zweiter Teil: 1921-1928. Den Haag, Martinus
Nijhoff, 1973 (Hua. XIV, pp. 174-175); traducción: César Moreno Márquez.

39
Husserl, Edmund. The Crisis of European Sciences and Transcendental Phenomenology. An Introduction to
Phenomenological Philosophy. Northwestern University Press, Illinois, 1992.

40
Ibíd., pp. 8-9.

41
Hua. XIV; pp. 165 a 235. Como se sabe, estos escritos corresponden a inéditos –en vida de Husserl–. No
obstante la “norma” autoimpuesta para este escrito de referir sólo lo publicado en vida del autor, las cosas mismas
que se tratan aquí exigen volver la atención sobre este texto en particular.

42
Janicaud, Dominique y Courtine, Jean-François (eds.). Op. cit.

43
Marion, Jean-Luc. Siendo dado. Op. cit., p. 96.

44
Ricoeur, Paul. Teoría de la interpretación. Discurso y excedencia del sentido. Siglo XXI, México, 1995.

45
Marion, Jean-Luc. Siendo dado. Op. cit., pp. 329-345.

46
Vargas Guillén, Germán y Reeder, Harry P. Op. cit., Capítulo XIII.

47
Husserl, Edmund. Vorlesungen über Ethik und Wertlehre 1908-1914. Kluwer Academic Publisher, Drodrecht,
1988 (Hua. XXVIII, p. 182).

48
Iribarne, Julia Valentina. De la ética a la metafísica. San Pablo, Universidad Pedagógica Nacional, Bogotá, 2006.

33
49
Husserl, Edmund. Hua. XVIII, pp. 225-226.

50
Herrera Restrepo, Daniel. Escritos de Fenomenología. USTA-Biblioteca Colombiana de Filosofía, Bogotá, 1986.

51
Marion, Jean-Luc. Siendo dado. Op. cit.

52
Husserl, Edmund. Psychological and Transcendental Phenomenology and the Confrontation with Martin
Heidegger (1927-1931). Kluwer Academic Publisher, Drodrecht, 1997, p. 443.

S
e traduce del modo indicado en el texto la siguiente observación de Husserl: “God needs no explication of
intuition, no step-by-step getting to know things and to bring them back to himself [in recollection], no
apperceptive transference, no fixation in language, etc. – but such a God in an absurdity” (no se dispuso de
edición alemana ni española de este texto en el transcurso de esta investigación).

53
Acaso es necesario explorar aquí las posibles conexiones en el uso de la expresión “variaciones” que aparece
tanto en Husserl como en W. James (The Varieties of Religious Experience). Aquí, desde luego, esto se expresa
como una conjetura, pero esto tiene que ser explorado en su mayor rigor. No obstante, parece existir abundantes
elementos de juicio para pensar en la necesidad de esclarecer y profundizar estos enlaces, sobre todo en lo que
hay en todo ello de psicológico, pero igualmente de cultural –en el tratamiento que han hecho los dos autores–.

54
Husserl, Edmund. La crisis de las ciencias europeas y la fenomenología trascendental. Una introducción a la
filosofía fenomenológica. Crítica, Barcelona, 1991, p. 9.

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Estudio II

DE LA ONTOTEOLOGÍA A DIOS-COMO-FENÓMENO55
(…) la metafísica es onto-teo-logía
(Die Metaphyisik ist Onto-Theo-Logie)56.

El Dios entra en la filosofía (…) como el lugar previo


a la esencia entre el ser y lo ente57.
Se ha hablado mucho, en la reciente literatura fenomenológica, del llamado giro
teológico. Ya hemos mostrado que no existe, en rigor, el precitado “giro”58, pues se
trataría de “tornar” hacia un lugar donde no se estaba, de desplazarse a ese otro sitio.
Hemos sostenido, incluso puede decirse que hemos probado documentalmente, en qué
sentido Dios fue tema perteneciente al origen mismo de la fenomenología de E. Husserl.
En esta investigación –que prosigue los desarrollos expuestos en la fuente citada– nos
hemos propuesto simplemente discutir la –digamos– indicación o acaso sea mejor llamar
“acusación” de M. Heidegger, según la cual toda la metafísica occidental es onto-teo-
logía. Mi tesis es que una tal onto-teo-logía sólo se da si se de antemano se asegura una
suerte de carácter de ente para Dios.
Por contra, mi tesis es que hay una fenomenología del fenómeno-Dios o de Dios-
como-fenómeno. Para ésta no tiene interés si tal fenómeno se corresponde con una
“realidad” o un “ente” o un “dato” o un “qué” que se pudiera identificar con Dios; antes
bien, con o sin su existencia: la experiencia humana, no sólo filosófica –como lo hemos
mostrado59–, exige la idea de Dios; sino que es la existencia humana misma la que exige
razones fundadas para hablar desde la experiencia de Dios en nuestras vidas, esto es, en
tanto fenómeno.
Y esta manera de filosofar es, en sí, otra de las temáticas que pueda y deba abordar la
metafísica; sólo que no tiene que “aferrarse” ni al ser, ni al ente-Dios; sino a la pura
fenomenología del fenómeno-Dios o de Dios-como-fenómeno60.
***
La cuestión que se formula es: “¿tiene la metafísica occidental un ‘destino’ onto-teo-
lógico?; y así interrogamos si Dios, y en qué modo, es tema de la metafísica; y, si,
concretamente, es la cruz de la filosofía el tener que arrastrar con el problema teológico:
de qué modo se hace cargo ella –como metafísica.
¿Qué es metafísica? Ya, de suyo, es un problema. Su sentido se nos presenta por

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escorzos: como por lados o manifestaciones o “aparecencias” que no terminan de
“revelar” su estructura completa y total. No hay, pues, una faz (facĭes) de su presentarse
que de una vez por todas pueda decir lo que, en definitiva, se pueda entender bajo la
misma. En su “devenir”, entre otras, como sus facies se ha interrogado si ella(s) es (son):
¿lo Uno, la multiplicidad, la participación; el ente, el ser, el ser-en-tanto-que-ser, la nada;
la existencia, el existente, el existenciario –llámese: Dasein–; Dios? Pero, también, podría
tratarse de procesos: ¿aniquilarse o “neantizarse”, esencializarse o “llegar a ser”,
mantenerse o no-zozobrar-en-la-nada o “ek-sistir”?
Cada vez que se responde a la pregunta: ¿qué es metafísica?, vuelve y se introduce
una hipótesis para comprenderla. Algunas veces, como reiteración del pensamiento
pensado; otras, como “enlace” o “quiasmo” entre diversas de las hipótesis sidas o dadas;
al cabo, como renovación del sentido mismo de la disciplina, cuando emerge una
hipótesis alterna o novedosa.
De este modo es como se ha introducido, históricamente, a “Dios como hipótesis”
para responder a la pregunta rectora, a saber: “¿qué es metafísica?”. Y, ciertamente, fue
una hipótesis relevante en el pasado, sigue siendo una hipótesis relevante hic et nunc; y,
quizá, aunque no lo sabemos, siga en el futuro persistiendo como una hipótesis relevante.
Introducir la hipótesis: Dios, como posibilidad de respuesta a la pregunta “¿qué es
metafísica?” lleva, de inmediato a la pregunta: “¿qué es Dios?”; y, más aún, “¿quién es
Dios?”. Es decir, asumir a Dios como hipótesis para el despliegue de la reflexión
metafísica tiene que comenzar por intentar responder de qué se está hablando, qué se
designa con los términos incluidos en la hipótesis. Y, desde luego, se hace necesario
establecer las condiciones de validez de la hipótesis misma, cabe decir: de su infirmación
o de su confirmación.
Supongamos, por tanto, que el tema de la metafísica es Dios –comenzando, claro está,
todavía sin saber lo que se alude bajo ese título–. Entonces nos preguntamos: ¿Qué se
señala con esta expresión, con este título, con este nombre, con este índice? ¿Acaso un
tipo de ente entre otros entes de aquellos con los cuales, en su mundear, se topa el
hombre?; o, como en otros casos y momentos se ha tratado: ¿se refiere con el título Dios
el ens supremo, el realísimo?; o, en otra dirección: ¿se indica lo divino, lo santo, al
Altísimo? Y si esta última dirección es la elegida: ¿es lo mismo: divino, santo y Altísimo;
o son indicaciones diferentes?
Pero puede haber, todavía, al menos otra forma de aproximarse al asunto: ¿es una idea,
una abstracción, al cabo, un concepto?; o, por el contrario: ¿es una persona –que
despliega una relación personal, al personalizarse y personalizar el mundo? Y si es una
persona: ¿cómo se inserta en la historia, en la vida, en nuestra vida específica y concreta?
Y, ¿bajo qué condiciones esa persona es el Cristo, Dios vivo y verdadero, encarnado en
la historia; señal de y en la historia de la redención; único, Unigénito: Alfa y Omega?
Aquí no se ha sacado ninguna conclusión distinta a la siguiente: Dios es una hipótesis
posible para captar el sentido total de la metafísica. No obstante, al mentar la expresión
“Dios” comienza la reflexión como un mero índice vacío, todavía vacío de contenido,

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que tiene que ser “llenado”, completado, instanciado. Y que, sin embargo, ya se ha
llenado –en diversas direcciones– todavía de manera incompleta, como una serie de
posibilidades para su comprensión y, sobre todo, para ser referido como polo correlativo
de la experiencia de los sujetos en el mundo.

1. Experienciar a Dios
Todavía sin saber lo que es Dios –“suspendiendo” o “poniendo en epojé”– su sentido:
asumamos que se trata o de una “idea” o de una “experiencia” o –incluso más allá de lo
que se nos da a la experiencia– de una “realidad”. Como se ha dicho, no sabemos qué
es; pero sabemos que, con independencia de las opiniones o los prejuicios: “algo” o
“alguien” a lo que “llamamos” con el título –todavía “vago”– es experimentado como
Dios. Y en parte se revela, y en parte está escondido.
Aquí, entonces, es cuando se puede decir: Dios es fenómeno: “lo apareciente” a un
quien que se dirige intencionalmente a “lo que aparece”, e, incluso, puede decirse
también, “a lo que hace aparecer”.
Si Dios fuera, sin más, “lo que aparece” se trataría de un fenómeno inmotivado, como
“me aparece” o “aparece” ante mí: la piedra, la casa, el río; pero también aparecen ante
mí los sueños, las emociones, la fatiga.
Ahora bien, si soy yo quien “lo hace aparecer” se trata –para nosotros, en nuestra
experiencia subjetiva– de un fenómeno motivado como pueden serlo también
fenómenos como el amor que tiene sí un “polo correlativo”: lo amado; la belleza que
tiene como “polo correlativo”: lo bello; la esperanza que tiene como “polo correlativo”: lo
esperado; y la ideología que tiene como “polo correlativo”: lo ideado.
Cualquiera de las dos vías: fenómeno inmotivado o fenómeno motivado, tiene la
propiedad de fenómeno: “lo apareciente”; pero también, y como tal, la propiedad de “lo
donado”. Para que algo aparezca tiene que ser dado. A la variedad de formas del darse,
sin más, lo podemos llamar “lo donado”, la donación. Entonces, puedo decir: ¿se me da
Dios? Y, si se me da: ¿cómo? Y, más allá de ello, como quiera que se me dé: ¿qué o
quién o se me da?
Al menos como punto de partida, pongamos en duda que Dios sea un fenómeno
inmotivado. Pero poner en duda todavía no es concluir. Quizá en una “situación límite”
–la muerte de un ser querido, la proximidad de mi propia muerte, la enfermedad mortal,
el peligro extremo (en cualquiera de sus variedades), la alegría, el arrobamiento
(amoroso, místico), un cataclismo, lo inesperado– se nos aparezca, al menos en una
primera mirada, como fenómeno inmotivado; como si uno no quisiera y, sin embargo,
Dios tomara “presencia” en nuestras vidas. Sin embargo, yo creo que esa “presunta”
inmotivación tiene uno(s) motivo(s): nuestra educación, nuestra cultura, nuestros hábitos
–o habitualidades–; acaso, también, aunque aquí se diga sin suficiente conocimiento de
causa: el inconsciente colectivo.
Entonces, se puede partir de que Dios es un fenómeno motivado. Claro, motivado por

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la cultura; pero, en cada caso: revivificado o experimentado subjetivamente. También
uno se puede preguntar si hay, en alguna esfera, propiamente hablando, un fenómeno que
no tenga la propiedad de motivación. Volvamos, incluso, a los mentados: piedra, casa,
río, emoción, fatiga, sueño. Todos son porque en su aparecer: aparecen ante mí –¿y por
mí?–. Sin embargo, en estos casos no tengo que decir
–no tengo que decirlo, ni que decírmelo–: “yo creo” o “yo no creo”.
En general, el creer –o su contrario– implica la falta o ausencia de “dato”, “hecho” o,
en un sentido muy amplio, hylé. Dios, el mundo y el alma son indicaciones de faltante o
de ausencia. No es que no se puedan presentar. Es que en el punto de partida: hay que
hacerlos presentar; diríamos: yo tengo que hacerlos presentes, porque se me presentan.
Es, entonces, cuando se comprende que Dios –o el mundo o el alma– se presenta en
cuanto fenómeno porque se satura: Él colma nuestras ansias, nos sacia. Aquí, como se
ve, no se dice que exista, que sea. Sólo que es experimentado por nosotros, como
saturación, como fenómeno saturado.
Aquí, entonces, Dios no es ni un qué –ni cosa, ni ente: onto; ni ente-pensado, lo-
pensado: lógico–, como tampoco es quién –el Cristo, el Unigénito, el Increado–. Dios,
en esta dirección del análisis “tan sólo” es “lo que se nos presenta”, es decir, se trata de
un “mero” o “puro” fenómeno. Y si se revela es porque lo buscamos; y si se oculta es
porque lo ignoramos, lo olvidamos, lo re-legamos: ni lo necesitamos, ni nos necesita.
¿Afirmamos que Dios no es un qué ni un quién? No. La indicación hecha es que como
fenómeno –motivado, saturado–: Dios es excedente de subjetividad, excedencia. Y, sin
embargo, no es ni el hombre infinitamente alejado –idea–, ni creación humana.
Simplemente, excede: es lo más grande, lo puesto más allá de lo razonable qua
fenómeno. Por eso, aunque todavía no lo sabemos, podría ser lo divino o lo santo. Pero
todavía no sabemos ni siquiera –como ya se dijo– si estos títulos divino y santo indican
lo mismo, o, por el contrario, indican la diferencia, el diferir, el diferendo. Y, ¿sería el
diferendo, exactamente, porque es lo Otro: no-humano, no el humus que se levanta y
anda, que tiene obras y cultiva; sino lo Otro: lo inmortal, lo que –a pesar de nuestro
cuerpo mortal– permanece inmortal, perenne; aquello en nosotros
–lo divino– que participa de la inmaterialidad, de la inmortalidad, de lo eterno?
O, acaso, ¿se trata de lo sin mácula, de lo que permanece perfecto y libre de toda
culpa, a pesar de nuestras malas acciones, de nuestras decisiones torpes, de eso Otro, lo
santo, que conserva y pervive en nuestra y más allá de nuestra existencia contingente?
Ahora bien, hemos hablado de lo Otro: lo divino, lo santo. Y, sin embargo, no hemos
introducido, no hemos tenido que introducir, el artículo determinado: el. No lo hemos
tratado como “el divino”, “el santo”. O sea, no hemos hablado aquí de la alteridad de
Dios como Creador. Y, entonces, podemos, por lo menos provisionalmente, dejar visto
cómo la introducción de Dios como hipótesis de la metafísica: no es una reducción de
ésta a teología. No hemos hablado de un ente-Dios. Hemos reducido nuestro análisis a
una pura fenomenología del fenómeno puro de Dios. Desde luego, puede ser que exista
ese ente-Dios: Creador. Sin embargo, en su posible inexistencia como ente, permanece,

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puede permanecer, como fenómeno, como fenómeno puro.

2. Dios como ente


Ahora vamos a interrogar por el carácter de ente –onto– de Dios, bajo la hipótesis de
su darse –aquí no se considera la existencia de un tal ente, sino mera o puramente su
darse: sea fáctica o eidéticamente–. Y, esto implica o puede implicar –como en el caso
anterior– una fenomenología, esto es, una experiencia subjetiva de un quién sobre un
qué. Situados, entonces, desde la hipótesis del darse de un tal ente que se puede
reconocer como Dios queda, entonces, inicialmente, la pregunta de si su darse se
corresponde a un ente inmanente al ser, algo así como si se pudiera afirmar que Dios es
un ser entre los seres; o, quizá, con menor desproporción: un ente entre los entes. Pero
aquí mismo podemos preguntar si, por el contario, se trata de un ser, en su esencia,
distinto o diferente del ser-en-tanto-que-ente; esto es, de un ser trascendente; un ser en
cuya radical trascendencia aparece y se despliega la alteridad; entonces, de este modo,
se trataría no de un ser entre los seres –o más precisamente, como se dijo: de un ente
entre los entes–, sino del radicalmente Otro; el que no tiene nada que ver con lo ente,
con la inmanencia de lo ente, sino que es el Otro, el radicalmente Otro.
Si se tratara de un ente entre los entes, ¿sería materia de experiencia, como por
ejemplo, la piedra, la casa, el río? O, por el contrario, ¿sería inmanente a lo ente, e,
incluso, indiferenciable de lo óntico del ente como en el caso de los sueños, las
emociones, la fatiga? En este caso, entonces, se precisaría una corrección: no se trata de
un ente entre los entes, sino de lo ente de los entes o de lo ente en los entes. Se debe,
ahora, variar la perspectiva. Pensar no a Dios como inmanente a los entes –lo ente de
los entes–, sino, por el contrario, Dios como lo trascendente. Y, puesto de nuevo en esta
manifestación o en esta expresión o en este escorzo: ¿es lo creador de lo creado, pero él
mismo increado; fuente de la temporalidad, pero él mismo eternidad, tiempo sin tiempo,
sin duración? O, simplemente, sin necesidad de una potencia creadora: ¿es la idea, idea
pura, que pensada o impensada al venir al pensamiento se da como idea en su
abstracción como idea eterna-Una-inengendrada-inmaterial-eterna?
De nuevo, aquí no se tiene una conclusión. Se han hallado, en cambio, desde la
hipótesis de Dios como ente: su posible inmanencia y su posible trascendencia. Y si es
inmanencia nos hemos hallado con su carácter de lo ente de los entes, por así decirlo, su
sustrato último. En cambio, si es trascendencia nos hemos hallado ante la radicalidad de
un ente-creador-eterno; o, igualmente, como trascendente, el Dios-idea o –como
también podemos expresarlo– la Idea-de-Dios.
Ahora bien, en ninguno de los tres casos –en las dos vías descritas, una de ellas, a su
vez: bifurcada– se ha salido del plano de la reflexión, del pensamiento, de la
consideración meramente racional. Frente a esta consideración: no se puede desplegar ni
el mito, ni el rito; ante este “Dios de los filósofos” –racional, eidético– no se puede
“danzar ni hacer sacrificios” –como lo mostrara Pascal y lo reiterara Heidegger–. Y, por
ello, puede dar lugar a una ética formal, pero no a una ratio cordis.

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Pensemos, todavía, en el primer caso: sería prácticamente incomprensible la adoración
a un trozo de materia; también lo sería a una idea. En el fondo, cualquiera de las dos
vías nos sumerge en la idolatría. Y, sin embargo, formalmente puedo comprender que lo
Otro, el Otro, yo-Mismo: inmanentemente compartimos “un trozo de divinidad”, “eso
divino que hay en uno”, “eso divino que hay en todo”. O, puedo comprender,
trascendentemente, un Dios que es la Causa-Última que encuentra la razón en su
ejercicio retrospectivo, en su radicalidad del ver a la objetividad de lo ente mismo que
por ser pensado “brota” o se manifiesta en su puro carácter de objeto.

3. Dios y el pensamiento
Vamos, ahora, a centrar nuestra atención en Dios qua lógos. Vamos a suponer que
Dios, en cuanto tal, es razón de ser de este mundo, de los entes, de los sujetos, de las
relaciones entre mundo y sujetos, entre los entes entre sí; o, también, podemos suponer,
Dios es la razón de ser por la cual todas las cosas han sido o pueden llegar a ser o son
en este singular Universo. Como si se tratara, primera vía, de lo ente en su
“relacionabilidad” como razón de ser; o, segunda vía, de la respuesta al por qué lo ente
llega a ser.
Pero, ¿qué pasa si el lógos refiere el poder ser pensado lo ente, el ser, el mundo; y no
sólo el poder ser pensado, sino también el pensar mismo que piensa lo ente, que es el
pensar de lo ente sobre lo ente? Si tal fuere, entonces, aparece una tercera vía: Dios es la
inteligencia, el intelecto, la intelección, la actividad intelectiva. Podríamos decir:
inteligencia agente. Y, así, el pensar puro sería, en nosotros los humanos, manifestación
o participación de la inteligencia divina; lo divino absoluto participado al ente
contingente.
Y si la ley física es una razón de ser, o si las especies se adaptan ora así, ora asá, es
porque en ellas obra lo divino, el intelecto agente que da esa tal razón de ser para que
ello ocurra como, en efecto, se da. Se comprende, entonces, que Dios no juega a los
dados con el Universo. Entonces, cuando se descubre –por medio de la investigación–: el
por qué, la causa y motivo de lo que es, así mismo se descubre la acción de Dios en
cuanto intelecto agente que hace ser a las cosas como son.
Y, entonces, cuando en la vida concreta de cada sujeto: se obra el bien, se tienen las
buenas acciones, que comportan la acción voluntaria: obra y actúa el intelecto agente
que permite comprender y dar sentido tanto a la experiencia humana como a la obra
misma sobre la cual ha recaído la acción, la buena acción. De modo que el lógos no es
sólo lo que está ahí, en sí, como fenómeno en las cosas, en la relación de las cosas entre
sí, en la razón para que las cosas se manifiesten y se desplieguen, sino, y en especial,
cuando se trata de la acción humana: el intelecto agente es motivo de la obra humana y
se manifiesta como “buenas obras”, como “obras bellas”, como “obras santas”, como
“acciones justas”, como “compresiones sabias”.
Dios, entonces, exista o no, se manifiesta en su pura fenomenidad como razón de ser,
como razón de acontecer. Y el ser humano se ocupa de él como lo en sí bueno y

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racional –¿cómo diferenciarlos?– que descubre una suerte de “verdad natural”, una
verdad que reposa en las cosas y cuyo descubrimiento es una acción inteligente que
realiza parcialmente y sin jamás llegar a agotar al intelecto agente.
Entonces, el sentido de esta comprensión de Dios, bajo la hipótesis de que es lógos,
razón de ser, razón de acontecer es, precisamente, integrar todo como lo Uno, la
Totalidad-de-lo-Uno. E integrarlo para poder llegar a comprenderlo racionalmente. Y
este esfuerzo de comprensión, en este horizonte, aparece como una exigencia de la razón
que siempre aparece como fenómeno motivado: no es que por sí y en sí mismo se
desvele, sino que hay un proceso de constitución y despliegue del sentido, que da con la
razón como fundamento último. Aquí, entonces, no sólo es racional quien piensa la
causa, el motivo, la razón; sino que también el mundo mismo aparece en cuanto
racional, puesto que no se basta a sí mismo, sino que exige un fundamento que es
develado como razón y que devela la razón, en cuanto intelecto agente.

4. Dios como persona


Interrogar, en cambio, por el carácter de Dios, desde el punto de vista fenomenológico,
como un quién, enfoca nuestra mirada a comprenderlo ya no como un qué, sino a su
propiedad personal. Ésta no lo revela sólo como persona en sí, sino como en sí en la
experiencia personal. Es, entonces, la experiencia en la cual lo concebimos como de un
alter que nos habla y a quien hablamos; es, por tanto, el diálogo íntimo –del alma
consigo misma– que interroga y responde por lo divino, por lo santo, en sí y para sí.
Dios, como persona, en la experiencia personal, es fuente no sólo de la ética, sino
también de la teleología de la historia. En el diálogo íntimo –como si habláramos al
Altísimo– nacen, entre otras, preguntas como: “¿quién eres Tú?, ¿quién es, en su
radicalidad, el Tú?”, pero, igualmente, “¿a dónde iremos?” –los otros y nosotros; el Yo y
el Tú.
El fenómeno Dios-Personal, entonces, refiere un soliloquio que se puede transformar
en diálogo en cuanto pregunta, de un lado; y en cuanto retropregunta, de otro lado. Se
comprende, así: desde nosotros hablamos, nos dirigimos, a un Tú; y Él nos contesta, no
sólo con su guía –sus palabras, “palabras de vida eterna”–, sino también con preguntas
que cuestionan lo sido, lo por venir.
Estas “palabras de vida eterna” vienen de lo Alto y se dirigen a lo Altísimo; y, en otros
términos, vienen de nosotros mismos –como para enaltecer-nos: lanzarnos hacia lo Alto–
y buscan hacernos comprensible la vía que conduce hacia lo Alto. Y, ¿qué es lo Alto? Lo
que nosotros mismos vamos descubriendo como posibilidad de ser, como sentido de
ser. Es, en sí, el destino de la salvación (salvatĭo), de librar al ser de todo mal y peligro,
de ponerlo en lo seguro. Ese diálogo íntimo trae a verdad palabras de vida eterna
porque ellas tratan o hablan o manifiestan o exponen caminos –historia y sentido– de
salvación.
Lo salvo es, entonces, lo ileso; no lo que ha evitado, sino lo que se ha librado de

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peligro. Como en la Oración Sacerdotal: “no te pido que los retires del mundo, sino que
los guardes del Maligno” (Jn 17, 15). ¿Qué es, entonces, ese peligro del que hablamos
íntimamente, de modo personal, para podernos proyectar hacia lo Alto, hacia lo
Altísimo?; y, ¿qué es lo que salva? Se propone como conjetura, aquí, que el peligro de
todos los peligros es el odio, el deliberado deseo del mal para alguien, para algo. Y, por
contra, en cambio, lo salvífico es el amor, la esperanza activa de realizar el bien, las
buenas obras, la esperanza última en la sobreveniencia del bien –de lo bueno, de la “vida
buena”, “buena y bella”–, de lo justo, de lo sabio.
Es en el diálogo interior donde y como se descubre la tensión entre el bien y el mal;
entre lo justo y lo injusto; entre lo bello y lo feo; al cabo, entre Dios –lo divino, lo santo–
y el abismo de la destrucción con todas las potencias del mal: el demonio, el espíritu que
incita al mal. Aquí, sólo en la soledad del alma, cada quien se responde a sí mismo y
responde a lo Absoluto por el sentido absoluto de sí mismo. Es la esfera de la libertad;
sólo que ésta, entonces, es ya –de suyo– completa y absoluta responsabilidad. Aquí, en
este diálogo, cada quien descubre la radicalidad de ser, su permanente estar-sobre-
nadando en la ek-sistencia; y, aquí, pasiva o activamente, anónima o conscientemente:
se promete y compromete. Se despliega, entonces, el sentido como antepuesto en
relación con el otro, con el Tú. Y puede fallarle o cumplir fácticamente al Otro, pero en
su intimidad sabe cada quien cómo va consigo mismo. Emerge y se despliega, entonces,
la alteridad como campo de realización del sí mismo, de la subjetividad.
Paradójicamente, mi Deus absconditus está ahí mismo, en mí; es, en mi misma
experiencia –qua Dasein–, que sólo se me revela a mí mismo por la reflexión.
¿Se afirma, entonces, de este modo, la existencia de Dios? No. Tan sólo la experiencia
humana de Dios –exista o no tal, qua realidad–. Aquí entran en juego: las Escrituras, los
rituales, el hecho religioso, la tradición cultural, la educación religiosa. No se ha ganado
nada para poder decir si Dios existe y de qué modo. En cambio, abierto en el reino de la
subjetividad, Dios como fenómeno personal se despliega como persona; personaliza la
existencia individual de cada sujeto, se transforma en una “realidad sentida”, en una
“experiencia viva”. Éste es el Dios vivo.
¿Quién, pues, es Dios?

5. Dios como tema filosófico


Vamos a considerar dos ideas, entre sí contrapuestas, para el estudio de Dios como
tema filosófico.
(a) Observa Heidegger: “La totalidad de ese ente que la fe desvela (…) constituye esa
positividad con que se encuentra la teología”61. En cambio,
(b) Hans Jonas hace la siguiente anotación: “Se podría hablar de una memoria eterna
de las cosas, en la que todos los acontecimientos se inscriben automáticamente (…). Una
memoria asentada en un sujeto, en un espíritu. (…) una memoria perfecta, (…) un
espíritu universal y perfecto”62.

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5.1 Dios como fenómeno
Comencemos con Heidegger: ¿qué diferencia hay entre una positividad y un
fenómeno? Bajo cualquiera de las modalidades en que se pueda entender, positividad
indica un positum que, al cabo tiene el carácter de factum. Si éste es la fe, la religión o
Dios –qua realidad, qua res– resulta, en todo caso, accidental. Hasta cierto punto, puede
decirse, se trata de algo que puede ser indicado, ostentado, mostrado.
Un fenómeno, en cambio, es algo donado. No se trata de una “realidad”, sino de una
“aparecencia” –sea o no existente–. Lo que aparece puede ser o no “existente”, “real”.
Lo que importa es su manifestarse, su manifestación. Y esto con independencia de su
carácter fáctico.
Querer, por tanto, hallar y tratar una positividad de la teología es, en último término,
acudir a un dato al cual se pueda llamar Dios; por tanto, es renunciar a la fenomenología
de la experiencia y del fenómeno Dios en la vida humana. En último término, sólo desde
este marco de referencia cabe afirmar “la teología es una ciencia positiva y como tal
absolutamente diferente de la filosofía”63. Con esto, queda claro, el propósito es el de
desembarazarse de Dios como problema filosófico, concretamente metafísico, y
quedarse con él como “cosa” –cosa entre las cosas, pura facticidad–; hacer de él materia
de una ciencia positiva: la teología. Pero, ¿puede ser reducido Dios a “cosa” (res), a
“ente”? O, por el contrario, ¿es “experiencia”, “vivencia”?
Cuando se halla el camino onto-teo-lógico para la metafísica es, precisamente, por el
razonamiento según el cual se puede “cosificar” a Dios, reducirlo a “cosa”; y, entonces,
es cuando se puede declarar no sólo a Dios como “hecho positivo”, sino tratarlo bajo los
cánones del positivismo. La positivización da, entonces, con el abandono de la filosofía,
concretamente, de la fenomenología: del estudio de los fundamentos últimos,
trascendentales, de la subjetividad constituyente.
En cambio, como consecuencia de esta positivización, se entroniza la “confianza” en
los “hechos” como recurso último, como ámbito de decisión de lo que está en disputa. Y,
¿qué es en cada caso lo que está en disputa? Tan sólo lo que tiene sentido en la
experiencia humana de mundo, el sentido mismo de mundo, la subjetividad dadora de
sentido y, ¿qué es ésta?, ¿quién es ésta? ¿Acaso Yo, un Yo, el Yo; acaso Dios, la
divinidad, el Altísimo?
Si se aduce que “La teología no es un conocimiento especulativo de Dios”64; que
“Todo conocimiento teológico funda su legitimidad concreta sobre la propia fe, esto es,
nace de ella y retorna a ella. (…) la teología es una ciencia óntica absolutamente
independiente”65, entonces queda todavía más claro que se trata a Dios como ente, como
cosa. Y que esa “cosa” es fundada por la fe; es, en último término, lo que la fe misma en
su despliegue “cosifica”, “reifica”. Y, entonces, de este modo, ¿en qué queda la
actividad constituyente de la subjetividad? Incluso si fuera “cosa”, Dios –qua
fenómeno, como la entidad o como la operación matemática o lógica– tiene una y otra
vez que ser constituido por un quien que lo vive, en primera persona y desde sí mismo.

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No es, por tanto, que Dios –exista o no– tenga por sí un sentido, sino que cada quien que
lo experimente –positiva (fe), negativa (ateísmo), o, indiferentemente (agnosticismo)–
tiene que ponerlo como materia de su vivencia, tiene que plenificar su sentido.
No es, por tanto, que la fe legitime el conocimiento de esa “cosa” que puede ser
llamada Dios; sino que la fe es una de las tantas y varias posibilidades de la experiencia
humana, dadora de sentido, de Dios qua fenómeno. ¿No tiene, o no tendría, entonces, el
fenómeno Dios un sentido para el ateo, para el agnóstico? A menos que, vía negativa, se
hablara del ateísmo como una teología negativa; pero, ¿qué hacer con el agnosticismo?,
¿se hablaría, acaso –¿con sentido?–, de una teología del indiferentismo? Entonces ya el
título teología comienza a ser tan equívoco que, en rigor, no designa un sentido.
Por contra, no hay un ente-Dios que pueda ser “evidenciado” o “verificado” y al cual
se pueda ostentar, indicar, “conocer”. Mas, en cambio, sí hay un fenómeno que “clama”
(clamāre), que “llama” (vocare, vocatio): ¿se llama, a sí misma, la consciencia
(cōnscientia)?; ¿hay “algo afuera”, un alter, Tú-Radical, que propicie este “llamado”?
Volvamos a decirlo: Dios es fenómeno: pura “aparecencia”; que lo que aparece, como
fenómeno-Dios o en cuanto Dios-como-fenómeno, sea o no existente: queda fuera de
juego en la descripción fenomenológica. En cambio, ¿de qué tipo de fenómeno se trata?,
¿cómo viene, en sus diferentes modalidades, un tal fenómeno a tomar sentido –cualquier
sentido– en la experiencia humana? Esta última pregunta es aquella en la cual se conserva
nuestro interrogar, precisamente, para no zozobrar ante el positivismo, para no
“cosificar” y no “reificar” a Dios.
Y, si nos atenemos a la fenomenología pura del fenómeno-Dios, o en cuanto a Dios-
como-fenómeno, la descripción se reduce a la manera como es vivido –uno u otro– el
mismo: se reduce a fenómeno. No hay pues factum, positum. Hay, como se ha visto:
fenómeno saturado, saturación; si ésta llega por vía de la tradición –digamos: el texto
bíblico, la cultura, la historia, la educación– o por la experiencia subjetiva
–sea la mística, la atea, la agnóstica; sea la revelación, la crítica, la indiferencia; etc.–: no
es aquí, en sí, un campo problemático. Sólo hay, pues, onto-teo-logía si previamente y
de antemano se pone o se postula un ente-Dios. Es una visión demasiado precipitada a la
creencia, a un abandono de la fenomenología –incluso de las mismas creencias, sin
suficiente claridad de los pasos que se dan para tal llegada –ahora repitámoslo:
precipitada– a la ύπóστασις.

5.2 Dios como memoria


Hans Jonas en su obra Pensar a Dios y otros ensayos hace énfasis en que el fracaso de
las pruebas de la existencia de Dios radica en las “pretensiones lógicas de aquellas
‘demostraciones’”66. En cambio, hay, según él, “razones fundadas que merecen ser
escuchadas en la consideración de la existencia de Dios”67. Para él, no hay duda –quién
podría dudarlo–, existe la historia; pudiéramos decir existe la historia natural o cósmica
y la historia humana. Ahora bien, existe o se da el presente. Y todo presente tiene
sentido porque tras sí hay un pasado que es la fuente de su darse y, también puede

44
decirse, su soporte óntico para su existencia; pero, igualmente, todo presente está
proyectado a ser inexorablemente pasado y, en esa dirección, a dar origen o servir de
fuente de sentido a lo que ha de ser.
Para Jonas:
(…) debe existir una presencia del pasado como tal pasado, una presencia que resulta compatible con su
ser-pasado sin convertir el tiempo en una ilusión: una presencia mental (intencional), por tanto, que sería la
representante de la substancial; y esta presencia debe ser eterna, puesto que la posibilidad de preguntar
acerca de la verdad o falsedad de las afirmaciones sobre ella existe eternamente68.

Por eso, el “poder totalitario” a pesar de todos sus esfuerzos por adulterar la memoria,
por mostrar sólo las pruebas de su conveniencia, por anular las pruebas que le son
contrarias: “no podrá anular la diferencia entre mentira y verdad, entre informaciones
correctas y falsas”69. No es, en sí, la necesidad de un consuelo
lo que nos pone ante la exigencia de la existencia del fenómeno-Dios o de Dios-como-
fenómeno; es la exigencia de una eternidad desde la cual no sea impune el dolor de las
víctimas, la razón de los vencidos, la anámnesis como razón del recuerdo. Es la sangre
de las víctimas la que clama por justicia desde la tierra (cf. Gn 4, 10). Y este clamor no
sólo tiene un sentido de verdad, sino de historia, de efectuación de la historia, de fuerza
efectual.
Si lo divino, lo santo, lo puro de la vida –del hermano, del próximo, del prójimo– se
puede anular, aniquilar y someter no sólo a la extinción física, todavía queda la eternidad
de la memoria, del sentido de la existencia, de la verdad del rostro. Y éstos –memoria,
sentido de la existencia, verdad del rostro– se hace camino de reparación de las víctimas:
de la viudas y los huérfanos. Jonas nos recuerda que “Los judíos de Auschwitz no
murieron por la fe (…). Lo que precedió a la muerte fue la deshumanización por medio
de la más extrema humillación y miseria”70. Por eso viene aquí una pregunta que toca
con la existencia y no sólo la de los judíos, sino de cualquier profesión de fe: “¿Qué clase
de Dios pudo permitir esto?”71. Aquí queda en cuestión “nuestro mito de ser-en-el-
mundo de Dios”72.
Asumamos, entonces, como hipótesis a Dios; pero, ¿puede ser el Creador, el gestor de
todos estos males, de toda esta violencia? Desde luego, según la hipótesis, Dios sí pudo
crear, pero con ello también creó su propia limitación: él no puede intervenir en la
historia. Ésta no sólo es nuestro acervo humano, sino también nuestra “culpa”. Entonces
Dios Creador –no interventor de la historia actual– presente sí, pero limitado, es una pura
memoria de todo pasado y, así mismo, de todo sentido de ser. Y, ¡no puede hacer nada!,
sólo testimoniar la historia, sólo servirle de memoria –como quedó dicho–. Esto,
entonces, lo convierte en “Dios sufriente”73. Dios, pues, fue libre de crear, pero no
puede ser libre de intervenir en las cosas humanas, en las cosas de esta tierra. De ahí,
entonces, que tengamos que decir que “la relación de Dios con el mundo incluye el
sufrimiento de Dios desde el momento de la Creación, y ciertamente de la creación del
mundo y desde la creación de los seres humanos”74. Y, ¿por qué es sufriente? Porque no

45
puede otra cosa que padecer, guardar memoria y esperar. Por eso es equivalente el título
Dios con el título amor. Este Dios sufriente “es paciente, es servicial; (…) no es
envidioso, no es jactancioso, no se engríe; es decoroso; no busca su interés; no se irrita;
no toma en cuenta el mal; no se alegra de la injusticia; se alegra con la verdad. Todo lo
excusa. Todo lo cree. Todo lo espera. Todo lo soporta” (1Co 13, 4-7).
Y este Dios sufriente –que es memoria inmemorial, eternidad, tiempo sin tiempo, ek-
stasis– deviene; “está pre-ocupado, o sea un Dios que no está alejado, separado y
cerrado en sí mismo, sino involucrado en aquello por lo que se preocupa”75. Así, pues,
este Dios, en cuanto ‘deviene’ “queda afectado por lo que acaece en el mundo, y
‘afectado’ significa ‘alterado’, cambiado en su estado”76 por lo que nosotros, en nuestra
mortalidad y nuestra finitud, obramos.
Nuestra buenas y nuestras malas obras no sólo afectan nuestra experiencia y
participación de la divinidad –en nuestro ser y en el demás–, sino que afectan a Dios
mismo. Se comprende, entonces, por qué la argumentación de Jonas “cae”,
precisamente, en una renovación de la teología como la que propone Etty Hillesum:
¡tenemos que ayudar a Dios! “(…) no es Dios quien nos puede ayudar, sino nosotros los
que debemos ayudarle a él”77. ¡Pobrecito Dios! ¡Cuántas cosas hacemos contra él! Y,
sobre todo, ¡cómo sufre por nuestras culpas! Y él, en la impotencia de su omnipotencia:
no puede más que dejarnos actuar; sólo puede esperar, pacientemente, nuestra
misericordia.
Así, entonces, librarnos del mal es ayudar a Dios; pero, en especial, restituir los
derechos de las víctimas, exhaltar las posibilidades de y para lo huérfanos: vuelve y da a
lo divino, a la divinidad, al Altísmo, la oportunidad de llegar a la plenitud con que obró
creando al mundo para que en y con su libertad, por su propio esfuerzo, hallara y
realizara el bien, lo bueno, lo justo, lo bello, lo sabio. Hay que tener, pues, sensibilidad y
amor para ayudar a Dios, para que no fracase la empresa de la creación, para que la
creatura halle su destino en medio de tanto extravío.

6. Dios: el sufriente
Hemos preguntado una y otra vez a lo largo de esta investigación: ¿quién es Dios? Y
debemos concluir aquí reiterando ahora la cuestión. La respuesta se puede simplificar en
extremo: Dios es el sufriente. En todo rostro que trasluce el sufrimiento –víctima,
huérfano, desplazado, torturado, desaparecido– Dios está presente, se hace presente y
re-clama. Más aún, es ratio cordis, por eso mismo es misericordĭa. Sí, es un Dios-
misericordioso, que nos hace experimentar la solidaridad con las víctimas, que lo
experimentamos cuando en nuestro corazón vivimos el dolor de las humillaciones que
padece el miserable. Es ese quién que en el corazón y de corazón razona haciendo suya
la vivencia de la injusticia para que se pueda dar la reparación.
Ese quién por el que interrogamos es el amor que nos falta o que hace presencia en
nuestra vidas. No es un patriarca que de una vez por todas puso las verdades arcanas en

46
un arca para que fueran conservadas por unos determinados administradores de las
relaciones de poder y de saber. Todo lo contrario, es el rostro de las víctimas que nos
descubre lo fallido de toda estrategia de poder, de toda distribución de saber, de toda
acumulación del tener.
Ese quién son los desposeidos de la tierra que acuden a la limosna como su posibilidad
de supervivencia, son los mendigos de todos los tiempos que no entran en el circuito del
consumo y ponen en entredicho la confianza en el mercado, en la economía, en la
riqueza.
Ese quién es el que habla en nosotros para que se obren las buenas obras.
Por eso, el extravío de la onto-teo-logía –según nuestra comprensión– radica en ver y
pensar, a todas luces un qué e ignorar la fenomenología del quién que se levanta en
nosotros y ante nosotros –humus– para tornarse en razón de acontecer. Y no es
necesario que se lo pueda caracterizar como ente, positum o factum. Tan sólo se exige su
fenomenología, su “aparecencia” en nosotros, entre nosotros, con nosotros.
Esa “joven judía holandesa, que se presentó voluntariamente, en 1942, en el campo de
concentración de Westerbrock, para ayudar y compartir el destino de su pueblo; [y que]
en 1943 murió en las cámaras de gas de Auschwitz”78; esa niña que se enamoró de Julius
Spier –S. en su Diario–, que nos abre la validez del silencio79 como forma íntima de
comunidad con Dios, que nos volvió a enseñar a rezar; esa mujer, que a ciencia y
conciencia de lo que a las claras se venía y, sin embargo, se fue a vivir en sus últimas
consecuencias la radicalidad del amor, nos dejó dicho:
A veces tengo la sensación de que llevo a Dios dentro de mí (…).
(…) hay que tener el valor de expresarlo. De pronunciar la palabra Dios80.
Está en nosotros la decisión. Este Dios ni está escondido, ni quiere esconderse.
Nosotros podemos ocultarlo, despreciarlo, ignorarlo. Pero el clama, llama. Ante nuestra
malas acciones, incluso, re-clama. Pero siempre está abierto a nosotros, como una
esperanza y como un horizonte de sentido.

____________________
55
Esta investigación es resultado del acompañamiento, en mi calidad de Director de Tesis, a Carlos Enrique
Restrepo Bermúdez en su investigación La remoción del ser y la superación teológica de la metafísica
(Universidad de Antioquia, Medellín, Colombia; 2008-2011).

56
Heidegger, Martin. La constitución Onto-Teo-Lógica de la metafísica. En: Heidegger, Martin. Identidad y
diferencia. Anthropos Editorial del Hombre, Madrid, 1990, pp. 121/120.

57

47
Ibíd., p. 153.

58
vid. supra. estudio i, pp. 31-33.

59
Ibíd., pp. 194-201.

60
A diferencia del tratamiento de la metafísica como tematización del fenómeno-Dios o Dios-como-fenómeno
expuesto aquí, en otra investigación (Vargas Guillén, Germán. La experiencia de ser. Tratado de metafísica. San
Pablo, Bogotá, 2005) hemos llevado a cabo una indagación sobre la relación ser-nada como cosa misma de esta
disciplina. Así, pues, como se puede hablar de la relación ser-nada sin Dios, también es posible hablar de Dios-
sin-el-ser. En la investigación aludida sólo se introduce como apéndice una reflexión sobre la persona a partir de
los supuestos teológicos sobre la Trinidad, debidos a san Agustín. No obstante, la presente investigación se
entrelaza, concretamente, con el asunto indicado allí (cf. Ibíd., pp. 281-293).

61
Heidegger, Martin. Fenomenología y teología. En: Heidegger, Martin. Hitos. Alianza, Madrid, 2000, pp. 56/54.

62
Jonas, Hans. Pensar sobre Dios y otros ensayos. Herder, Barcelona, 1998, p. 192.

63
Heidegger, Martin. Op. cit., pp. 52/49.

64
Ibíd., p. 60/60.

65
Ibíd., p. 61/61.

66
Jonas, Hans. Op. cit., p. 179.

67
Ídem.

68
Jonas, Hans. Op. cit., pp. 191-192.

69
Ibíd., p. 188.

70
Ibíd., p. 197.

71
Ibíd., p. 198.

72

48
Ibíd., p. 199.

73
Ibíd., p. 202.

74
Ibíd., p. 203.

75
Ibíd., p. 205.

76
Ibíd., p. 204.

77
Ibíd., p. 251.

78
Ídem.

79
Hillesum, Etty. Diario de Etty Hillesum. Una vida conmovida. Anthropos, Barcelona, 2007, p. 98.

80
Ibíd., p. 71.

49
Estudio III

EL DON
–FENOMENOLOGÍA DE LA DOBLE IMPLICACIÓN SUJETO-DON–

(…) mea res agitur81.

Y, cuando sea menester, vayan por limosna. Y no se avergüencen, y más bien recuerden que nuestro Señor
Jesucristo, el Hijo de Dios vivo omnipotente puso su faz como piedra durísima (Is 50,7) y no se avergonzó; y fue
pobre y huésped, vivió de limosna tanto Él como la Virgen bienaventurada y sus discípulos. Y cuando los
hombres los abochornan y no quieren darles limosna, den por ello gracias a Dios, pues por los bochornos
padecidos recibirán un gran honor ante el tribunal de nuestro Señor Jesucristo. Y sepan que el bochorno no se
imputa a los que lo padecen, sino a los que lo causan. Y la limosna es la herencia y justicia que se debe a los
pobres adquirida para nosotros por nuestro Señor Jesucristo82.

Y, cual peregrinos y forasteros en este siglo (cf. Gén 23, 4; Sal 38, 13; 1Pe 2, 11),
que sirven al Señor en pobreza y humildad, vayan por limosna confiadamente. Y no
tienen por qué avergonzarse, pues el Señor se hizo pobre por nosotros en este mundo
(cf. 2Cor 8, 9).
Esta es la excelencia de la altísima pobreza, la que a vosotros, mis queridísimos
hermanos, os ha constituido en herederos y reyes del reino de los cielos, os ha hecho
pobres en cosas y os ha sublimado en virtudes (cf. Sant 2, 5). Sea ésta vuestra porción,
la que conduce a la tierra de los vivientes (cf. Sal 141, 6). Adheridos enteramente a ella,
hermanos amadísimos, por el nombre nuestro Señor Jesucristo, jamás queráis tener
ninguna otra cosa bajo el cielo83.
En mayo de 2008 fui invitado a servir como comentarista del libro de Amalia
Quevedo titulado Mendigos de ayer y hoy84. Con ese motivo comencé a sistematizar mi
reflexión –por cierto, derivada de mi formación en la Escuela Franciscana– sobre la
temática del don. Ahora estoy convencido de que esta temática entrelaza tanto un punto
de vista sobre la limosna y sobre la donación como sobre el donatario y sobre el donador.
Sin embargo, para mí, lo más importante es que este horizonte de investigación nos abre
a pensar el desplazamiento de una fenomenología del tiempo, de la conciencia del
tiempo inmanente “a” o “hacia” una fenomenología del lugar, que bien puede ser
llamada –siguiendo a J. Derrida– una fenomenología de khôra85.
Precisamente, buscando una conexión entre la lectura de la mendicidad –que lleva a la
reflexión sobre la vida mendicante, sobre los mendicantes; y, más allá de ello, sobre la
vagancia y los vagos; y, sobre la manera como toda esta panoplia conceptual y
experiencial pone en cuestión el capitalismo y hace visible la imposibilidad de leer el don

50
desde la economía– he recurrido a Derrida como una suerte del “pasaje” o el “lugar” de
la conversación que entablo aquí con la obra de Quevedo; y, de pronto, con la misma
autora.
Para dar con el pretendido diálogo, desarrollo una primera parte de este estudio en el
cual se contienen los Presupuestos de conversación sobre el don. Éstos los articulo
revisando principalmente el planteamiento de J. Derrida; pero cotejo su diálogo tanto con
J.-L. Marion como con Platón; el primero, concretamente sobre el don; el segundo, en
cambio, sobre khôra 86.
En la segunda parte del estudio, parto del “método” del “contrapunto” para avanzar en
la conversación con Quevedo. Acaso la poesía latinoamericana, en la figura de José
Lezama Lima, encontró por primera vez un “método” para desarrollar o desplegar el
“sistema poético del mundo”. Él lo llamó: el contrapunto. En la segunda parte más que
“puntos” se desarrollan 5 “contrapuntos” al libro de Amalia Quevedo, siguiendo el
mentado “método”. Éste consiste en “oír lo no oído”, “ver lo no visto” y, cuando es del
caso, “señalar lo no señalado”.

1. Presupuestos de conversación
Tal vez se deba llamar la atención sobre el hecho de que, en muchos sentidos, la
limosna –que al pedirla hace mendigo al mendigo– tiene, si se quiere, dialécticamente, el
carácter de “reverso” o de “anverso” –según sea el caso– del don. Sin éste no puede
darse aquél; y, en cierto modo, viceversa. Pero, tematicemos la consecuencia, diríamos,
de la antieconomía del don y, a su turno, de la antieconomía de la limosna: si por algo
se caracterizan una y otra es porque al efectuarse, eo ipso, suspenden el circuito de la
producción capitalista. Desde luego, es más evidente cuando la limosna es en especie: un
pan, un pantalón, una teja; pero incluso si es en contable –“contante y sonante”–: no
media contrato, no hay retribución, no se dispone de estrategia coactiva para el
cumplimiento. Ni siquiera hay promesa.
Lo que más sorprende es que el mendigo se desconecta de todo trámite con el capital y
con el capitalismo. Es lo que hizo san Francisco en medio de la naciente burguesía
renacentista: desconectarse del circuito de producción. Incluso, expresamente, puso fuera
de juego el dinero87; mucho más, desde luego, la acumulación de capital. Y si impulsó el
trabajo88, como en efecto propugnó por él, no fue ni mucho menos para convertirlo en
mercancía; sino tan sólo para exaltar el carácter anónimo del servicio, de ser el menor y
de ponerse siempre mediante él en la situación de recibir –y nunca de impartir– órdenes.
En una sola cosa falla el capitalismo con respecto a la limosna: en que carece de un
puesto para ella. En el capitalismo, no se la comprende ni teórica, ni prácticamente; no
tiene sentido ni desde el punto de vista de los valores económicos, ni desde los valores
morales que propicia. Pero, a su vez, ni el don ni la auténtica donación, propiamente
dichos, tampoco tienen un lugar en él: no son declarables, no generan exenciones, no se
rigen por el contrato.

51
Por eso, tanto una vida santa como la de Francisco de Asís como unas vidas hundidas
voluntaria y activamente en la mendicidad en las metrópolis, en el mundo poscapitalista,
tienen que ser leídas también como una crítica y, hasta cierto punto, como una disolución
del status quo. Y al lado de esta crítica también aparece la acción de otros que se
mueven fuera de las reglas de juego del circuito de producción capitalista: los artistas, los
místicos, los vagos, los humanistas. Este es un movimiento que se desplaza del a-
arquismo al anarquismo, en un ir y venir permanente. Son también los pacifistas que se
juegan el todo por el todo en aras de una revolución desde la enérgica y activa posición
de no-violencia89.
Y, hay que decirlo, donde fracasa el Derecho –el Estado de Derecho, el Estado Social
de Derecho–, no queda otra alternativa que acudir a la caridad. No es que la caridad
venga a darse como una suerte de paraestado; es que los estados se han creado al
amparo del capitalismo y sus sistemas tanto de representación como de operación lo que
buscan es poner en funcionamiento, de diversas maneras, las estrategias del capital. De
ahí que la “máquina capitalista” reduzca los ciudadanos a consumidores; que tenga tasas
impositivas sobre todos los regímenes corporales: dietético, de placeres, habitacionales,
recreacionales. La caridad no cabe ni dentro de las funciones de Estado, ni en la
operación de la “máquina capitalista”. Y, sin embargo, lo que enlaza el don con la
limosna es, justamente, la caridad.
No es, por tanto, que la caridad supla al Estado. No. Todo lo contrario, es que donde
aparece la caridad es porque falla el Estado, su espíritu capitalista. Entonces, hay que
tener sensibilidad para ver los lados vulnerables de lo humano: aquello que exige el
rostro, la presencia del alter, el reconocimiento activo: es donde y cuando una cara
enrostra, plena y concienzudamente, a otra cara; y, en ese enrostramiento, una se hace
responsable por la otra.
Hay muchos sensores para ver la cualidad de liberal de los estados. Uno, quizá de los
mejor formulados, sea el que describe J. Shklar: liberales, personas que “Intuitivamente
elegirán la crueldad como lo peor que hacemos”90; pero, otro, las urgencias de caridad
en la atención humanitaria por la insuficiencia o la insolvencia de los estados. Por el
primero, entonces, se dirá: cuanto menos cruel es una sociedad tanto más liberal –culta,
respetuosa, potenciadora– es de las libertades individuales; por el segundo, a su turno, se
dirá: cuanto más caridad se requiere en una sociedad para la atención de los ciudadanos,
para la atención de sus Derechos Fundamentales, tanto menos liberal es.
Y, sin embargo, nos rigen los ideales liberales. Sólo que con ellos y contra ellos se
levantan los individuos, las personas singulares, para hacer visible cómo bajo todo ropaje
de “desarrollo”, de “humanización”, de “progreso”: perviven formas atrabiliarias de
imposición de esquemas y estructuras de mercado que masifican, homogenizan y, al
cabo, deshumanizan.
Tanto el don como la limosna, enlazadas por la caridad, son las maneras como se
puede hacer una resistencia pacífica al capitalismo.

52
1.1 Más allá de la economía del don
Es, desde luego en la orientación del tema que se está tratando aquí, imprescindible
aludir al debate sobre el don, habido entre J. Derrida y J.-L. Marion91. Ciertamente, las
posiciones de uno y otro difieren en muchos puntos. Sin embargo, en uno –en realidad,
en más de uno– hay coincidencia: la necesidad de sustraer al don de la economía. Se
puede resumir en los siguientes términos la pregunta en la cual convergen: ¿cómo liberar
al don de la atadura del intercambio donador-
donatario, como si, por algún efecto, en algún momento, retornara aquél el beneficio
propiciado y/o éste, a su turno, pudiera regresar lo recibido?
La hipótesis de Marion es que esta liberación del don se produce, o se puede producir,
si se sale de la tríada don, donador, donatario; si ésta se puede reducir a una relación
dual –en cualquiera de las modalidades combinatorias posibles–; e, incluso, se puede
llegar a uno solo de los componentes de la tríada, donde se dé y se despliegue un puro
manifestarse, en sí y por sí, sin segundo y sin tercer componente de la relación que ata el
don a la economía.
Para Marion, entonces, queda la pregunta: ¿Qué puede querer decir, en esta condición
pura y absolutamente fenoménica: donar la vida, donar el cuerpo, donar la carne, donar
el tiempo; en fin, donar? Esta pregunta cierra la presunción –por escatológica que ella
sea– de una economía que regule los intercambios del don. Lo que se despliega es,
entonces, la diversidad de formas de aparecencia, de la radicalidad del don como pura
fenomenidad; estos son los prolegómenos mismos de la caridad.
La hipótesis de Derrida, en cambio, es que se trata de llegar a la posibilidad de la
imposibilidad como lugar de emergencia de la relación plena y auténtica, por fuera de un
decir o un manifestarse de don que fuera, en sí y sin otro recurso, puro y absoluto
acontecimiento (Ereignis); para él esto sólo es posible si se llega a khôra, que, en cuanto
mero y puro lugar –sin la hipótesis del tiempo, de la inmanencia de la conciencia de la
conciencia temporal, sin el yo-temporalidad– donde se despliegue, liberándose de todos
sus pliegues, es la resistencia. Desde luego, se trata de resistirse a la economía, pero, en
general, a todos los intercambios interesados: de bienes, de servicios, de signos, de
símbolos, de sentidos.
Para Derrida, lo que queda es en la pura y radical fenomenidad del don: la política de
la resistencia, que se enfrenta a la historia, al texto sagrado –sea la Biblia, la Torá o el
Corán–, al yo, a las potencias de la ideología; en fin, a todo lo que ate y se convierta en
instrumento de dominación, de vasallaje, de sometimiento, de anclaje a estructuras
dominantes.
Dos maneras, pues, parecen hacer salir o dar el salto del circuito de la economía al
don: la teología mística, por el lado de Marion; la política de la resistencia, por el lado de
Derrida. Y, sin teorías –como lo hemos visto ya– la mendicidad que viene san
Francisco92 y se entroniza como crítica del capitalismo en las sociedades posindustriales.
Tanto el mendicante como el vagabundo vuelven a una suerte de recuperación, tal vez
acrítica, pero sí, radical a todas las formas de la producción, del mercado, de los

53
estándares de rendimiento, de la monetarización.
La investigación relativa al don no puede descartar mendicación y vagabundeo como
formas de resistencia, e incluso, de subversión. A esta orientación para pensar las formas
de protesta también hay que asociar la recuperación de una subjetividad dadora de
sentido que se juega el todo por el todo por el lugar, más que por la temporalidad –que
puede terminar acumulada en papel moneda, en títulos de valor, en dispositivos de
cambio– y propone un desplazamiento al lugar, que también tiene su inmanencia –
como el tiempo–, pero que no puede ser transformada en formas o en estructuras de
propiedad.
El don, pues, es una estructura del mundo de la vida que propicia y produce un
desplazamiento de la fenomenología del tiempo a la fenomenología del lugar. En ese
sentido, de la Ereignis a khôra. Sólo en ésta se puede dar una auténtica radicalidad de la
experiencia de sentido, de constitución y despliegue del sentido desde y de las potencias
anímicas. Que estas sean designables, o no, como subjetividad es o será un título que
también quede en suspensión (fenomenológica).

1.2 La fenomenología de khôra como hospitalidad

(…) en cualquier lugar (…) refugiados de toda especie, inmigrados con o sin ciudadanía, exiliados o
desplazados, con o sin papeles (…) reclaman una mutación del es-
pacio socio y geo-político, una mutación jurídico-política pero, antes que nada, si este límite conserva aún
su pertinencia, una conversión ética93.

Pensar la ética, desde el don, cambia esencialmente la relación con el alter. De lo que
se trata es de un desplazamiento de la fenomenología de la conciencia interna del
tiempo, cabe decirlo, de la fenomenología de la conciencia a la fenomenología de khôra
o fenomenología del lugar. No es la relación de mi yo –constituyente del alter, por su
reducción a mi esfera de propiedad– con el otro o con lo otro; se trata de un poner en
libertad que permite la apertura a la exposición del alter. Precisamente, para que el alter
pueda tanto exponerse como expresarse: se requiere que tenga un lugar en la tierra, un
ámbito en el que pueda no sólo ser reconocido, sino que –una vez reconocido– tenga
lugar en su esencia el acogimiento.
¿Qué es la acogida? En su sencillez el “don del albergue, del abrigo, del asilo”94.
Propio de este don es que “excede tal vez lo político”95. La acogida opera antes de toda
consideración del futuro o del pasado de las subjetividades temporalmente distendidas.
Por decirlo más rotundamente: la acogida opera como eliminación de la eliminación de
la posibilidad del otro, de su ser en el mundo; o, formulado en su afirmación dialéctica,
opera como reconocimiento en y desde la hospitalidad. Entonces, no se trata de
constituir al otro en y desde mi subjetividad, sino de dejarlo ser, e incluso más
ampliamente: de dejar ser al ser –específicamente, del otro.
Pueden venir o sobrevenir, luego de la acogida hospitalaria: 1) yuxtaposiciones, 2)
mestizajes, 3) identificaciones. Desde luego, en las primeras se da el caldo de cultivo de

54
las diferencias entre los sujetos y los grupos que entran en interacción; en los segundos
hay entrelazamientos que funden, como en crisol, las tradiciones, los usos, las
costumbres, las lenguas, las sangres, las religiones; por las terceras se hace común una
patria, un destino, una lengua, “un cielo nuevo y una tierra nueva”.
Desde luego, la acogida es una acción utópica en cualquier cultura; subvierte no sólo
las prácticas, sino y esencialmente los valores. Y si ante algo somos conservadores es,
precisamente, ante el extraño, ante el extranjero; lo vemos con recelo como advenedizo y
representa, su mera y llana presencia, un peligro y produce emociones tales como la
repugnancia96. Todavía, sin expresar nada, pone en cuestión el –o particularmente
“nuestro”– status quo. En el comienzo hay un límite nítido entre nosotros y los otros,
entre los mismos y los extraños. Y si su lengua difiere de la nuestra, ni siquiera tenemos
palabras para comunicarnos, para trazar nuestras diferencias. Por eso, inicialmente, antes
de toda palabra de acogida tenemos un gesto, una actitud, una expresión corporal. “Las
palabras llegan tarde”; y la palabra de acogida –en cierto modo– es una promesa, un
“¡aquí puedes habitar, aquí puedes estar a seguro, ten confianza, bienvenido!”. El
problema es que el cuerpo puede rechazar antes de toda reflexión, es que la palabra
puede ser devaluada
–en cuanto promesa incumplida.
Por eso hay una mutua sospecha. Si bien quien acoge y en el acoger se exige una
suerte de desasimiento, también el acogido tiene que asir, tomar algo, hacerse poseedor.
La dialéctica de la hospitalidad implica que se pueda actuar en todo esto “todavía sin
nombres”: no puede ser realizada “en el nombre de…”. Sólo puede esperarse, dejarla
como espera, dejarla como un poder ser. Tanto el hotel
–el hostal– como el hospicio del capitalismo niegan la hospitalidad; de ella no queda más
que el nombre. Sólo hay hospitalidad –auténtica hospitalidad– cuando se practica sin el
cálculo de reciprocidad, sin mediación contractual y monetaria; en último término,
cuando se sale del circuito de la economía.
La hospitalidad no tiene nada que ver con gestos y sonrisas aprendidas en la escuela
de hotelería y turismo; tampoco con la gentileza protocolaria aprendida en la escuela de
enfermería o de medicina. Sólo hay hospitalidad cuando nace del corazón, como
ejercicio total de desprendimiento, de desasimiento. Es una donación que anonada y se
anonada. No reclama nada, no espera nada, no busca nada. En ese sentido, es el amor
antes del amor.
La hospitalidad es la apertura al riesgo, a lo desconocido, a lo inédito. Mientras la
conciencia interna del tiempo, propiamente: la subjetividad absoluta, no logra
desasirse; khôra, que despliega la fenomenología del lugar, intensifica la radicalidad del
otro; supera la reducción a la esfera de propiedad y expone como principio fundante del
reconocimiento y de la acogida: la diferencia. Cuando se difiere del alter ya antes de
toda posición: el alter mismo está en un lugar, lo puedo identificar, lo he tenido que dar
por dado. La diferencia es la donación antes del don.
Khôra es una acogida anterior a la natalidad. Es una suerte de saco materno, de bolsa

55
natatoria, en la que crece un tercero, pleno alter, aunque sea sangre de mi sangre porque
en su sangre se mezclan la mía y otra(s) sangre(s). Son sueños e historias milenarias,
“(…) fundiéndose incesantes / en otro cuerpo nuevo”97. Ni el tuyo, ni el mío; ni sólo tu
sangre, ni sólo mi sangre. Un tercero, que me acoge en su cuerpo y en su sangre; y, se
diferencia de mi cuerpo y de mi sangre, en un todo; y construye otros sueños e historias.
El hijo o la hija son el prototipo del extraño y del extranjero más cercano a quien acojo,
plena y totalmente, en cuerpo y alma98.
Por eso el pobre, la viuda y el huérfano son el prototipo del máximo y más violento
extrañamiento. Y poco importa si la pobreza, la viudez o la orfandad se vive en la casa
propia o en tierra extraña; hay un extrañamiento absoluto. Sólo que en el extranjero, con
otra lengua y otro paisaje: el desconsuelo es mayor, casi hasta hacerse insoportable. Ahí,
en suelo extranjero, llega a su extrema manifestación el abatimiento99.
Khôra, la fenomenología del lugar, nace y se despliega en la constitución de la
diferencia; pero, paradójicamente, en función de la acogida, del acogimiento. En la
diferencia, y sólo en ella, opera la silenciosa y no apalabrada-apalabrable manifestación
del don. La diferencia es la donación antes –anterior, antecedente y antecesora– del
don. Por eso es que se requiere la deconstrucción del don, precisamente para que
aparezca la condición anterior de emergencia a sí mismo y para que tanto la apertura de
la acogida como la recepción del acogimiento: se desplieguen sin economía, por fuera de
todo cálculo y libre de todo contrato.

1.3 Khôra: nodriza, lugar, espacio

Derrida retrotrae su discusión sobre khôra de su lectura del Timeo de Platón100.


Esencialmente, para Derrida khôra es “lugar de la política, política de los lugares”101. Tal
vez aquí se debe indicar que reconocer al otro más que aceptarle o tolerarle –en el plano
de la reducción del otro a la esfera de propiedad en la inmanencia de la conciencia
– consiste en permitir que habite, que despliegue su ser en el mundo, o, sin más, que
tenga un lugar, una residencia en la tierra.
Platón mismo muestra cómo el demiurgo –que conduce “del desorden al orden” (30a)–
espacia o crea espacio en cuanto “término medio” (32a), “En medio del ser” (35a), con
lo cual se constituye “una tercera clase de naturaleza entre lo indivisible y lo divisible en
los cuerpos de una y otra”102, “formando una X” (36b); de ahí que se pueda afirmar que
“el dios (…) compuso de estos tres elementos –la naturaleza de lo mismo, la de lo otro y
el ser– ” (37a) y “Construyó la tierra para que sea nodriza nuestra” (40c); “(…) de la
necesidad. El universo nació por la combinación de la necesidad y de la inteligencia” para
darse como un “ordenar” y un “devenir” (48a).
Este “tercer tipo” (48e): “¿Qué características debemos suponer que posee? (…) la de
un ser receptáculo de toda generación, como si fuera una nodriza” (49a); a este
receptáculo (khôra) “se le puede aplicar la denominación de ‘aquello’” (50a). Hay, pues,
“un tercer género eterno, el del espacio, que no admite destrucción, que proporciona una

56
sede a todo lo que posee un origen, captado por un razonamiento bastardo sin la ayuda
de la percepción sensible (…), y, al mirarlo, soñamos y decimos todo ser está en un lugar
y ocupa cierto espacio, y que lo que no está en algún lugar en la tierra o en el cielo no
existe” (52b).
A manera, pues, de conclusión sobre este asunto, Platón indica: “(…) hay ser, espacio
y devenir, tres realidades diferenciadas, y esto antes de que naciera el mundo. La nodriza
del devenir (…) admite las formas de la tierra y el aire y sufre todas las afecciones
relacionadas con éstas” (52e); en fin, “los cuerpos (…) se sedimentan en un lugar” (53a).
Derrida reconoce que khôra menciona, o al menos indica, “lugar”, “sitio”,
“emplazamiento”, “región”, “comarca”; “madre”, “nodriza”, “receptáculo”, “porta-
impronta” (párrafo 9); pero “decimos khôra y no la khôra” (párrafo 15), es decir, se
niega a que khôra tenga o indique género –sea masculino o femenino– o, en cambio, que
insinúe “tercer género (triton genos, 48e, 52a)”. Y, sin embargo, “Hay khôra; (…) pero
lo que hay no es” (párrafo 13); de donde se puede llegar a concluir que ella es
“equivalente de un es gibt” (Ídem); en este carácter “khôra debe (…) guardar” (párrafo
15) en cuanto “hendidura” (párrafo 22)103.
Lo que se muestra es que al filosofar –como en el caso de Sócrates, pero en todo caso:
cuando se discute en pro de abrir espacio al alter, sea extranjero, extraño, anómalo,
neonato, sin-patria, transeúnte– “somos sin lugar propio” (párrafo 30); este es gibt, en
tanto khôra, es “lugar general o receptáculo total” (párrafo 32) en el que, al cabo, se “da
la palabra” (Ídem); sólo como simulacro es un “lugar propio” (párrafo 34), pues khôra
es “el don de una hospitalidad (…) destinatario de esto (…) en una escena de don y de
contra-don” (Ídem.); este es el “abismo” (párrafo 42) porque “el sitio mismo (…) recibe
la palabra de aquellos ante los que desaparece pero que la reciben también de él, puesto
que los hace hablar” (párrafo 35), en procura de “salvar una memoria” (párrafo 44) en la
cual “recibir y perpetuar la infancia” (párrafo 45) como una “determinación (…)
insistente” (párrafo 49).
Khôra es espaciar para “Dar la vida –mas esto es también la guerra” (párrafo 53),
puesto que es “situación o topología del ser, experiencia del ser o relación al ser”
(párrafo 59).
2. Conversación
Quevedo, además del libro de la referencia, ha publicado Ens per accidens.
Contingencia y determinación en Aristóteles (1989); La privación según Aristóteles
(1998); De Foucault a Derrida (2001); Amor de madre (2003); y, En el último instante.
La lectura contemporánea del sacrificio de Abraham (2006).
De manera puntual quiero llamar la atención sobre el hecho de que Quevedo no vio: 1)
las nociones de “mendigo” y de “limosna” –asociadas al don– al tenor de la Escuela
Franciscana –pero de ello aquí se indica puntualmente el señalamiento ya transcrito del
Santo de Asís; 2) la serie de filósofos, de la mentada Escuela, que reflexionaron sobre
ella; 3) la reflexión fenomenológica sobre el don, que hace eclosión con el llamado “giro
teológico” en la “fenomenología francesa”; 4) la incidencia del rastro judío que transita

57
silenciosamente en la reflexión de J. Derrida sobre el don; y, 5) la presencia de la
reflexión y de la expresión de la mendicidad en la estética latinoamericana.
No es posible decir si Quevedo lo calló deliberadamente o si no lo vio o si ha dejado
que lo descubra el lector. En todo caso, el especial contrapunto que quiero poner de
manifiesto aquí tiene que ver con aquello a lo que se vuelve la atención o es tema en el
libro, a saber, el porqué de la pregunta implícita en la obra, que, en mi entender, es la
validez de la limosna en las sociedades tanto posliberales como posindustriales.
En todo caso, en uno y otro –posliberalismo, posindustrialismo– es la cuestión sobre el
tema de don, más que de la mendicidad: lo que se somete a consideración, a estudio, en
el ensayo.

2.1 El rostro y el lugar

El rostro104: a quien miro, quien se dirige a mí, a quien me dirijo. No sólo es un


humano, una persona –que de hecho lo es–, sino que me mira. Su mirada no sólo me
hace saber de sus ojos. También es portador de gestos. Los gestos expresan su “sentido”,
su sentir. Entonces, del rostro no sólo proviene la mirada; también el gesto. Él es
simultáneamente un lugar desde el cual me llega una voz, un lugar del habla que me
habla; es un lugar de escucha –atenta o desatenta–; es, ante todo, un quien. Y no se me
da de manera completa y total, sólo por manifestaciones; debo intuirlo a partir de una de
sus facetas: lo que manifiesta su mirada, lo que trasluce su faz, lo que expresan sus
gestos; ora veo a una, ora a otra faceta; y, así sucesivamente.
Ahora bien, si ese rostro es el del pobre –el lugar de la pobreza, el lugar del pobre–;
lo es porque me interpela; y me interpela con un ruego o una crítica “pasiva”, sólo por el
hecho de estar ahí como existente. Si se mira a la carga “negativa” de los “valores
positivos” que expresan las obras de caridad –las llamadas “materiales–: ¿a quién tengo
ante mí, quién toma lugar ante mis ojos, quién aparece en su pura fenomenidad? Veo y
se despliegan ante mí la figura del hambriento, del sediento, del desnudo, de los enfermos
y de los presos, de los peregrinos carentes de albergue, del cautivo, del insepulto. Ellos se
exhiben ante mí en algún lugar.
¿Qué es, entonces, lo que me interpela? No sólo el rostro. Es que el rostro transparenta
la carencia. Y, en su carencia, el pobre se me hace visible porque yo tengo algo que
podría suplirlo en su necesidad. De hecho, cuando estoy carente
–como otro está carente– no puedo sentirme en la urgente necesidad de responder en su
ayuda. O bien, tácita o expresamente me interpela por tener un lugar en la tierra, bajo
el cielo; o bien, él y yo estamos, como peregrinos –como extranjeros, como
desplazados– buscando un lugar en el mundo.
Sólo soy responsable cuando ante la interpelación: puedo responder. Si alguien necesita
ayuda en algo en que no puedo ayudarlo: sólo me resta confiarme, como él e incluso con
él, a una nueva búsqueda, acaso solidaria, de alguien que acuda a nuestra ayuda, a
nuestro encuentro. Debo, pues, dar un lugar, ceder un lugar o buscar solidariamente con
él un lugar.

58
Comprendo, entonces, la diferencia entre el don y la dádiva. En el primero estoy en
posesión de lo que me ha sido dado y lo que, a su vez, debo entregar a otro
–como la vida que me fue dada, la educación que me otorgaron, la casa que pude
adquirir (cf. Mt 10, 9-10). Pero más allá de ésta hay una suerte de magnanimidad que
ofrece, da y concede, más allá de lo recibido, más allá de lo requerido. En todas las
épocas históricas se ha preguntado qué es lo justo dar. Y la respuesta ha sido siempre
variante. En resultas, se da del don que nos ha sido concedido y el cual, al ser entregado
por nosotros a los otros, tan sólo cumple con la severidad de transmisión que nos
concierne, precisamente, porque se nos ha dado en la plenitud de la gratuidad.
Pero la dádiva es una presunción. Allá cada quien que la otorga como una expresión de
su poderío, de su “señorío”, de su “realeza”. La dádiva no es expresión de lo que hemos
recibido en gratuidad, sino de lo que se ha acumulado para ostentar, para mostrar la
fortaleza y la superioridad. En cierto modo, no es entrega, sino ofensa: ostentación,
limitación, exigencia, compromiso, tiempo acumulado y acuñado para intercambios.
Entonces, se comprende, sólo en el don hay una auténtica entrega. En cambio, bajo
distintos títulos: la dádiva compra, compromete, seduce, entorpece; y, al cabo, empieza
con ella la ética del individualismo –opuesta, claro está, al sentido comunitario que está
implícito en el don– que termina o puede terminar en diversas modos de corrupción, de
chantaje, en fin, de perversión.
Si nos movemos por las calles con pretensiones dadivosas estamos ante la expresión de
nuestra soberbia. En cambio, si nos limitamos a la entrega de lo que en gratuidad nos ha
sido entregado simple y llanamente estamos en la actitud que reclama el poeta: “humilde,
humilde, humilde / porque no es nada una llamita al viento” (Porfirio Barba Jacob,
Futuro).
¿Qué hacer ante el pobre? Pero antes, mucho antes de esto: ¿quién es el pobre, qué es
la pobreza? Bajo distintos títulos sabemos que es un bienaventurado y, sin embargo, lo
que vemos son sus tribulaciones, sus tristezas. La bienaventuranza es, en todos los casos,
el poder estar en disposición de recibir el don, la apertura completa y absoluta a recibirlo,
de corazón, con nuestras manos y nuestra inteligencia. Por eso, en la diversidad de
nuestras experiencias –aún con “ciertos grados de riqueza”: de capital simbólico, de
capital contable– somos pobres. Pobres como la Ítaca que encontró Odiseo tras sus
largos nueve años de aventuras y desventuras; pero pobre como la Ítaca que nos hace
comprender
–según el verso de K. Kavafis– lo que significan las Ítacas.

2.2 El rostro del mendigo


Pero me he ido entrando en la materia sin advertir que la obra que está aquí en
comento nos ha llevado no sólo por los parajes del Egeo, por los mares de la Edad
Heroica, en las naves de los aqueos. Que nos ha puesto ante los de la Media Luna, los
judíos, la nueva Alianza, en fin, como siguiendo la huella de R. Otto (Lo santo); huella
según la cual las religiones se encaminan paulatina, pero inexorablemente hacia el

59
monoteísmo.
Que, tras el tránsito por esos parajes, se ha internado en la comprensión de lo que
significó la mendicidad en la Edad Dorada hasta que se forjara el “nuevo paradigma” en
el cual no sólo se hizo materia de hilaridad y de gracejo, sino que también fue objeto de
legislación hasta convertirla en un oficio. Que, al cabo, como lo mostró M. Foucault se
enclaustró, se espacializó, en un recinto. En fin, que la modernidad, con su capacidad de
institucionalizar –no sólo nuevos modos del Estado– llegó poner la mendicidad en el
orden del discurso y de la acción que se tuvo con respecto a la locura. Pero, más allá de
todo: ella no sólo se convirtió en materia de legislación, sino también de la poética. Que
nombres como los de Tolstoi y Dostoievski no sólo nos dicen qué es de la mendicidad en
su entorno, sino también del alcance que pone el contrapunto “ley divina” – “ley
humana”.
La autora nos lleva a reconocer textos y contextos dentro de los cuales Platón,
Rousseau, Nietzsche y Derrida han filosofado sobre ella. Y aún sostiene que “Tampoco
son muchos los filósofos que se han preocupado explícitamente del problema de la
mendicidad” (p. 13).
Hecha este sucinto repaso por los parajes del texto me veo impelido a señalar que la
autora ha elegido el vertiginoso género del ensayo. Como pocos intelectuales
colombianos, Quevedo –que meditó largas jornadas la obra de Aristóteles, con la mira
puesta en ser per accidens– sabe lo que va del tratado, al ensayo; o viceversa. El
ensayo105, como su nombre lo indica, no tiene pretensiones holísticas o abarcadoras de la
totalidad; por el contrario, va como una suerte de tanteo, como por partes; cabe decirlo:
in fiere, como queriendo llegar a comprender.
A diferencia del tratado, que es una suma o súmula –como se dijo una y otra vez en el
Nuevo Reino de Granada (no en la Granada evocada en la p. 142) contentiva de “lo
sabido”–: el ensayo nos pone ante lo inexplorado, ante lo que caben más hipótesis de
trabajo que conclusiones.
Y, ¿sobre qué hay que sentar hipótesis? Ya lo he indicado, sobre la validez histórico-
filosófica de la limosna. Y es que los que nos educamos al amparo de sentencias como
“un vaso de agua no se le niega a nadie” –que traduce la obra pía: “Dar de beber al
sediento”– no terminamos de comprender cómo el botecito en el supermercado niega la
fe que nos transmitieron nuestros mayores. Y es que ante los abusos de que se puede ser
objeto al ser interpelado por el cuerpo harapiento del otro queda la pregunta si es nuestra
la responsabilidad del bienestar del otro, o es responsabilidad del Estado. Y, entonces,
¿para qué tantos impuestos? Puede pensar otro, al amparo del contractualismo; y, ¿no
estamos reemplazando la responsabilidad de la sociedad al dejarnos conmover del rostro
hambriento?
Es que esas preguntas llevan a “abrir mundo”. A partir de lo que se logró en el ensayo
cabe preguntarse por la mendicidad en el Nuevo Reino de Granada –como lo ha hecho
A. Martínez Boom106–, o en nuestra agitada vida republicana. Así, por ejemplo, sobre
esta última anota Beatriz Castro:

60
En Medellín antes de 1909, año en que se prohíbe la mendicidad en las calles, también la alcaldía de la
ciudad les proporcionaba una tablilla a los mendigos, en la cual tenían la información sobre su persona, y
que constituía realmente un certificado que permitía solicitar limosna públicamente como “mendigo
oficial”, entre otras cosas porque la Casa de Mendigos, fundada en 1891, no tenía espacio para
recibirlos 107.

Al tenor de lo propuesto en el ensayo tendremos que dejarnos interpelar por el “rostro


del hombre” sí en estéticas como las de Brueghel (carátula, p. 117), el Bosco (p. 128) y
Rembrandt (p. 129); pero también viene al caso los rostros suplicantes de Guayasamín.

2.3 El don como arcano


Quiero llamar, ahora, la atención sobre Derrida en la tradición judía. Cierto, no es un
tema que se haya explorado ampliamente. Acaso ha sido Maurizio Ferraris en su Ritratto
a memoria108 quien lo ha puesto más de manifiesto recientemente. Pero, ¿por qué llamar
la atención sobre este “rasgo” de Derrida? Lo diré en una breve sentencia: de familia
migrante como tuvo que ser, hacia Argelia (1930), por su condición judía, Derrida no
sólo amó el fútbol –medio de integración de los más, judíos y no judíos–, sino que buscó
la academia, la escritura en particular, como su modo de realizar el ser, su ser.
Entonces, queda un problema que tiene importancia para nosotros: ¿por qué Derrida
nos ha ofrecido una reflexión sobre el don?, y, ¿hasta dónde va la valoración y hasta
dónde la crítica del mismo?
El don, para Derrida, digámoslo así, tiene el carácter de un arcano, de lo muy antiguo y
escondido que nos viene por tradición. Pero, es evidente, el acceso al mismo no nos
pone en la condición de “mejores” o “buenos” o “nobles”.
Entonces, ¿a qué viene la crítica? En resumen, para que no se repita Auschwitz. Esto
lo vio en uno de sus muchos maestros: E. Husserl, pero lo leyó en otro de ellos: W.
Benjamin.
Este arcano y muy escondido mensaje que nos lega la tradición se tiene que volver a
meditar, precisamente, sin signos de dadivosidad; todo lo contrario: viendo cómo lo
donado nos compromete y compromete en cada caso con un estar por ser que viene
desde antes y nos atraviesa y nos convoca y nos motiva.
A esto viene un primer momento de la meditación. Sí. El filósofo francés-argelino nos
pone ante esto que es cosa misma: el don. Pero esto nos recuerda la noción de
“hecceidad” que nos aclararan tanto J. D. Scoto como G. de Occam. De modo que la
lista propuesta en el ensayo de A. Quevedo tendría al menos dos ampliaciones
indispensables.
Pero si no se hace una meditación en estas direcciones no comprenderíamos por qué la
excedencia de la ausencia del “Dios Ido” del que nos habla M. Henry, por un lado, pero
en especial J.-L. Marion es una anticipación y un destino de la saturación del fenómeno
ante el cual no podemos ni ocultarnos, ni evadirnos. Esto es lo que nos indica la raíz
profunda de una consideración filosófica, sí laica –fuera de todo sospecha, como lo
indica Quevedo, p. 167 y p. 173– del don; pero, a la par, profundamente ebria de

61
absoluto.
Acaso se trata de las consecuencias del deicidio y todavía estamos ante la fuerza de
volver a pensar por fuera de la filosofía, o, como lo pretende más de una vez Derrida: en
las márgenes o fuera de ellas.

2.4 ¿Qué debemos entonces a Derrida?


En resumen, el volver al giro teológico en la fenomenología. Los meros y puros
fenómenos que pretendemos describir son varios y variados: el resplandor de la
afectividad –según lo hizo canónicamente E. Husserl en Ideas II y que Antonio Zirión109
ha llevado a algunas de sus consecuencias en español–, el café donde busco a Pedro –
según la explicación de Sartre en El ser y la nada–, la carne que no el cuerpo –como lo
ejecuta, en cuanto “mero fenómeno” a la luz del dictum joánico, M. Henry–, la ausencia
de Dios –como ya se dijo, la fenomenología de J.-L. Marion.
Pero, ¿por qué la ausencia de Dios? Como lo dijo Nietzsche: porque hemos que
matado a Dios, porque la desproporción del crimen nos ha dejado al descampado:
pobres, vacíos de verdad y de sentido.
Entonces Derrida no es, ni mucho menos, parte del “giro teológico”; pero, sin duda,
propiciador del mismo. Y aunque quisiéramos, no es ésta la ocasión de profundizar en el
asunto. Me limito a decir: la filosofía del don es apertura al misterio, thaumazein en el
más arcaico sentido del término, en la perspectiva de khôra, de la fenomenología del
lugar.

3. Conclusión
¿Es posible la limosna en las sociedades posliberales? Sin duda sí, y sin duda no. Si
fuera posible, como lo he indicado, ¿para qué Estado? Y si no, ¿para qué fe? La
reducción del ciudadano a consumidor, a sujeto de tasas impositivas, se constata en
hechos evidentes como que el niño-adolescente antes de Registro Civil o de Cédula: paga
impuestos por el pegante que huele, para mitigar el hambre en las esquinas. Entonces,
cuando él se desplaza y hace que su cuerpo me produzca: sentimientos de dolor, o de
angustia, o de temor, me pregunto para qué este Estado, si vale la pena.
Pero cuando tengo la evidencia de que él me interpela no está en cuestión la
concepción que tengo sobre el Estado, sino sobre mí mismo. Es la cuestión que trae a
colación la Quevedo a partir del intercambio que describe Tolstoi de uno de sus
personajes y el vigilante del Kremlin. Y es, finalmente, la interpelación a la cual está
sometida mi fe.
Aquí, en este lugar, es cuando comprendo –si es que en verdad la comprendo– la
expresión lapidaria con que nos deja el texto del que hacemos comento: “Es bueno tener
a quien darle, y es bueno que alguien nos pida” (p. 185).
Pero, como lo indicó J. L. Borges en Una oración110: doy la luz que no tengo, la
sabiduría que tan sólo ansío, el consejo sobre lo que apenas comprendo. Y en medio de

62
todo esto, más allá del mundo de los consumidores tengo que dar y darme en cada día,
no a lo que es, sino a lo que espero; no a lo que tengo, sino a lo que busco. Y, como dijo
el mismo autor, citando a L. Bloy: “Nadie sabe que ha venido a hacer a este mundo, (…)
ni cuál es su nombre, su imperecedero Nombre en el registro de la luz…”111.
Nos preguntamos por los mendigos, por la limosna. Pero sabemos que en el fondo
preguntamos por nosotros mismos, por una humanidad carente, que lucha por alguna
claridad, que sólo puede darse a la tarea de comprender en el entendido de que todo está
ante nosotros como una manifestación más del misterio, que, en el fondo, no es más,
pero tampoco es menos que don.
____________________
81
Séneca, Lucio Anneo. El texto completo de la cita, que Séneca atribuye a Hércules, dice: “Noli mihi invidere, mea
res agitur: deinde tu si quid volueris, in vicem faciam; manus manum lavat.” (“No te me pongas en contra, se
trata de mis intereses; si otro día quieres tú algo, te devolveré el favor: una mano lava la otra”). Séneca, Lucio
Anneo. Apocolocintosis. Gredos, Madrid, 1996, p. 18.

82
Francisco de Asís, 1R, Capítulo IX.

83
Francisco de Asís, 1R, Capítulo VI.

84
Quevedo, Amalia. Mendigos de ayer y hoy. Ediciones Internacionales Universitarias, Madrid, 2007.

85
Khôra, transcribe del griego la versión del francés que se vierte al castellano de la obra del mismo; nombre ch́ōra
se transcribe del griego en la versión castellana del Timeo. Ambas obras se citan más adelante.

86
En este caso, evito usar el artículo –femenino, masculino, neutro– por las razones que se verán al hablar, más
adelante, del tema.

87
Pidió: no llevarlo (1R 14,1); ni pedirlo (1R 8, 8); ni recibirlo (1R 2, 5-7); ni siquiera como salario del trabajo (1R
7, 5; 2R 5, 4). En: Francisco de Asís. Escritos. Biografías. Documentos de la época. BAC, Madrid, 1991.

88
“Y yo trabajaba con mis manos, y quiero trabajar; y quiero firmemente que todos los hermanos trabajen en algún
oficio compatible con la decencia. Los que no saben, que lo aprendan” (Test., 20-21); Op. cit., p. 123.

89
Como los describe Stéphane Hessel en Indignaos (cf. http://www.attacmadrid.org/wp/wp-
content/uploads/Indignaos.pdf; consultado: 31 de mayo de 2011).

90
Shklar, Judith N. Vicios ordinarios. Fondo de Cultura Económica, México, 1990, p. 79.

63
91
Marion, Jean-Luc y Derrida, Jacques. “Sobre el don. Una discusión entre Jacques Derrida y Jean-Luc Marion
moderada por Richard Kearney”. En: Anuario Colombiano de Fenomenología. Vol. III, 2009, pp. 243-274.

92
1R 9; Op. cit. p. 98.

93
Derrida, Jacques. “Palabra de acogida”. En: Adiós a Emmanuel Lévinas. Palabra de acogida. Trotta, Madrid,
1998, p. 97.

94
Ídem.

95
Derrida, Jacques. Op. cit., p. 107.

96
Cf. Nussbaum, Martha C. Sin fines de lucro. Por qué la democracia necesita las humanidades. Katz, Buenos
Aires, 2011, p. 57.

97
González, Ángel. “Áspero mundo”. En: Palabra sobre palabra. Seix Barral, Barcelona, 1994, p. 13.

98
No es el caso desarrollarlo aquí. Sin embargo, debe quedar indicado que khôra da un paso atrás, genéticamente,
con respecto al título natalidad. Arendt señala que “(…) cada hombre es único, (…) con cada nacimiento algo
singularmente nuevo entra al mundo. (…) la acción como comienzo corresponde al hecho de nacer, (…) es la
realización de la condición humana de la natalidad” (cf. Arendt, Hannah. La condición humana. Paidós, Barcelona,
1993, p. 202).

A
su turno, Nussbaum señala que “sabemos que el niño llega, indefenso, que no construyó ni controla. (…) es
necesario reflexionar sobre el extraño relato sui generis que implica nuestra combinación de competencia con
indefensión, nuestra relación problemática con la impotencia, con la mortalidad y la finitud, y nuestro deseo
insistente de trascender todas las condiciones que a cualquier ser inteligente le resulta penoso aceptar” (Op. cit.,
p. 55).

E
l paso atrás, que implica genéticamente khôra, despliega el reconocimiento y el dar espacio al neonato antes de la
natalidad; como se ha dicho, el neonato es un otro, totalmente cercano y simultáneamente extraño. Khôra
consiste en dar espacio, en abrir la posibilidad de ser al ser de un nuevo ser. El modelo de khôra, si así se puede
hablar, es la acogida al otro antes de cualquier posibilidad de expresión autónoma del alter, antes de que el otro
pueda ejecutar sus capacidades. Es, digo, el modelo de acogida al otro como totalmente otro; sea el extranjero, el
extraño, el desplazado, el pobre, el mendicante.

99
Lévinas, Emmanuel. Totalidad e infinito. Sígueme, Salamanca, 1987, p. 262.

100
Platón. Timeo. En: Diálogos VI. Filebo, Timeo, Critias. Gredos, Madrid, 1992, pp. 156-261.

64
101
Derrida, Jacques. Khôra. Córdoba, Argentina, Alción Editora, mayo de 1995. Edición digital de Derrida en
castellano. Consultado en: http://www.jacquesderrida.com.ar/textos/kora.htm; consultado el 3 de junio de 2011;
párrafo 25.

102
Ídem.

103
En este mismo párrafo Derrida muestra cómo Heidegger alude a khôra “sin ninguna cita ni referencia precisa, a la
que Platón designaría el lugar (Ort) entre el ente y el ser, la ‘diferencia’, el lugar entre ambos” (Op. cit.; párrafo
22). Conjeturo que Heidegger más bien tome por base la teoría de Husserl (cf. Hua. XVI; p. 146; 174) que
expongo más adelante (vid. infra:estudio VIII) donde se muestra cómo Husserl introduce expresamente el título
System der Orte.

104
Lévinas, Emmanuel. Totalidad e infinito. Sígueme, Salamanca, 1987, pp. 201-232. Desde luego, lo expuesto aquí
está afectado por la concepción ética de Lévinas; no obstante, no se pretende hacer una exposición ni del autor ni
de la obra de referencia.

105
Cf. Cataño, Gonzalo. La artesanía intelectual. Plaza & Janés, Bogotá, 1995.

106
Martínez Boom, Alberto, Noguera, Carlos E. y Castro, Jorge O. Educación, poder moral y modernización.
Historia de la acción educativa de la Fundación Social. 1911-1961. Bogotá, Fundación Social, 1996.

107
Castro C., Beatriz. El tratamiento de la pobreza urbana en Colombia 1869-1922. Informe de Final de
Investigación. Facultad de Ciencias Sociales y Económicas, Departamento de Ciencias Sociales, Universidad del
Valle, Cali, 1998, p. 26.

108
Traducido al castellano por Bruno Mazzoldi: cf. Ferraris, Maurizio. Jackie Derrida. Retrato de memoria. Siglo del
Hombre, Bogotá, 2007.

109
Zirión Quijano, Antonio. “El resplandor de la afectividad”. En: Acta fenomenológica latinoamericana, vol. III.
Jitanjáfora, 2009, pp. 139-153.

110
En: Obras completas. Vol. II, Emecé, Buenos Aires, 1994, p. 392.

111
Op. cit., p. 100.

65
Estudio IV

MEMORIA Y ARCHIVO
–ENTRE FENOMENOLOGÍA Y HERMENÉUTICA–

1. Planteamiento del problema


Nuestra pregunta por el archivo parte de un hecho histórico en el interior mismo del
Movimiento Fenomenológico: nuestra disciplina está asociada al Archivo Husserl en
Lovaina, al cual se debe “peregrinar” al menos “una vez en la vida”.
Para todos nosotros, como en un Arca, se encuentra lo Arcano de los actos
fundacionales de nuestro movimiento y, por tanto, cuando hay problemas de validez o de
legitimidad en el análisis o la interpretación, como si se tratara de un recurso a la instancia
última, se acude al Archivo y a los intérpretes “legítimos”.
No sólo contamos con el mentado Archivo, sino que del mismo hay copias auténticas,
por ejemplo en Friburgo, en Estrasburgo y en Nueva York. Como parte de esta tradición
“archivadora” existe el Center for Advance Research in Phenomenology (CARP) en
Memphis, que conserva legados de importantes fenomenólogos de la segunda y sucesivas
generaciones a Husserl y su fenomenología fundacional, que hubieron de cultivar esta
disciplina en los Estados Unidos.
Para todos es conocido con qué variantes se conserva el legado de Heidegger –que
dicho sea de paso: no tiene el carácter público y de libre examen científico que se ha
dado, por ejemplo, al de Husserl–; también goza de notoriedad el de Hannah Arendt.
Más recientemente ha surgido con todo su impulso el de Paul Ricoeur –promovido, entre
otros, por Oliver Mongin, Marie-France Begué, Francisco Diez Fischer–.
Nos hemos preguntado no sólo sobre la emergencia de tal práctica, sino también sobre
su sentido y su validez; e, igualmente, hemos querido establecer en qué condiciones se
“naturaliza”, en Colombia y en América Latina. Como dato relevante debemos dejar
dicho que ya con la temprana segunda generación de fenomenólogos, nuestros
“modernizadores de la filosofía” en América Latina: atendieron clases, participaron en
seminarios y hubieron de desarrollar sus investigaciones doctorales. Mencionemos, a
guisa de ejemplo, los nombres de Carlos Astrada, Walter de Reyna, Danilo Cruz Vélez,
Daniel Herrera y Guillermo Hoyos.
En términos muy generales, y todavía muy vagos: el archivo es un dispositivo de y
para el diálogo virtual (entre los vivos, entre los muertos entre sí vía sus legados y la
interpretación de los mismos por los vivos; es diálogo abierto con las generaciones por

66
venir). Durante años, trabajando bajo la dirección de Daniel Herrera, vi muy de cerca
esta problemática: la de comprender la tradición de pensamiento dentro de la cual se sitúa
nuestro filosofar, esto implica reconocer –con sus limitaciones–: qué pensadores nos han
precedido, qué manuscritos están por ser establecidos, qué acervos documentales
permiten la comprensión de “trazas” intelectuales en nuestra tradición.
En mi caso particular, mi entrenamiento en el campo ha pasado por la participación en
REDUC, por el establecimiento fenomenológico de la génesis de la intencionalidad de
nación en Colombia –a partir del pensamiento de José Eusebio Caro–, por la preparación
de la Bibliografía de Fenomenología en Español (BFE), sobre todo en algunos aspectos
de su automatización y en los índices de entrada en los Resúmenes Analíticos en
Fenomenología (RAF). Con base en ese entrenamiento durante la realización de mi
investigación posdoctoral decidí procurar que se nos otorgara una copia de los acervos
documentales de CARP.
Aquí empieza, para nosotros, el tema que pongo hoy para nuestra conversación. En la
tradición fenomenológica, si no me equivoco, hay dos maneras esenciales de enfrentar la
relación con el archivo: la que nos ofrece J. Derrida –que, por brevedad, también
llamaremos desconstructiva– y la que elaboró sistemáticamente P. Ricoeur –que,
también por brevedad, llamaremos hermenéutica.
A mí me parece que volver la atención sobre estos autores, al tratar este tema, no está
desencaminado, puesto que en torno al mismo hay una común preocupación, por cierto,
“con aire de familia” fenomenológico. De hecho, fue Ricoeur quien en La memoria, la
historia, el olvido112 trazó los elementos centrales de este diálogo.
Yo creo que no se puede mirar el archivo como tema de la fenomenología, en
cualquiera de sus variantes, sin considerar: el lenguaje, y en él: la escritura, la lectura –el
texto–, el habla; y por todo ello, entonces, la historia con sus retenciones y sus
protenciones, con sus fundaciones y sus reinvenciones. Pero, más allá de ello, me
parece, el problema es la memoria, la reivindicación de la alteridad como protofuente,
como protofundación, de la vida comunitaria.
Yo quiero comenzar mi examen del asunto recordando que la inmensa categoría arca,
no sólo designa, para Husserl, “la tierra”, sino también nuestra propia corporalidad; que
lo arcano refiere lo “contenido” y “transportado” en ella; que no sólo se portan
manuscritos con soportes físicos de experiencia, sino “inscripciones” en el cuerpo,
“marcas”. Que el puro ser-vivo es co-portador de sentido compartido.

1.1 El arca originaria ‘Tierra’: cuerpo


El manuscrito “Inversión de la teoría copernicana según la interpreta la cosmovisión
habitual. El arca originaria ‘Tierra’ no se mueve. [Etc.]” redactado por Husserl entre el
7 y el 9 de mayo de 1934 es ahora objeto de nuestra atención113. Y lo es porque allí –
como ya lo hemos resaltado– aparece explícitamente la voz Arca (Arche). Para Husserl,
“la Tierra se vuelve ‘cuerpo que sirve de suelo’, cancelando así la forma originaria
suelo”114. Ésta, como todo lo dado a la intuición, y en cuanto tal, se despliega

67
eidéticamente como una “multiplicidad abierta”115 en la cual tiene lugar “toda
comprobación (…) su punto subjetivo de partida y su anclaje último en el yo que
comprueba”116. Desde luego, en sentido estricto, jamás tengo experiencia de la Tierra
qua objeto; de hecho, “Yo tomo conocimiento de la Tierra a fragmentos y experimento
asimismo la condición fragmentable de partes que resultan ser auténticos cuerpos
físicos”117.
La Tierra se nos da en tanto “un espacio circundante como sistema de lugares, (…)
todos los cuerpos de la Tierra tienen su posición ‘respectiva’ en este sistema”118. Ahora
bien, ¿qué es lo que se nos da en ese “sistema de lugares”?, en síntesis: “fragmentos
implícitos de Tierra, (…) cuerpos de carne. ‘Mi cuerpo de carne’, ‘otros cuerpos de
carne’”119. Este cuerpo mío, carnal, intropáticamente captado como alter, desde el cual
y por el cual: capto movimiento y reposo, la vida (“subjetividad”) y el pensar (“yo”,
“ego cogito”), que conserva en sí todas las posibilidades: es arca original120. A ésta la
“presupongo como cuerpo original”121.
Se puede introducir una suerte de experimento mental (Gedankenexperiment)122 en el
cual “si tuviésemos dos tierras” significaría que tendríamos “dos fragmentos de la Tierra
una y con una Humanidad”123, a partir de mí, como fuente de orientación, “Sólo ‘el’
suelo Tierra (…) puede hallarse constituido de manera originaria”124 y, por ello mismo,
desde la centralidad de mi yo:
(…) cabe también que el suelo terreno se amplíe; que (…) yo llegue a saber que existen en el espacio de mi
primer suelo terreno grandes aeronaves que lo surcan hace largo tiempo; que en una de ellas nací yo y vive
mi familia, y que ella fue suelo de mi ser hasta que supe que sólo éramos navegantes sobre la tierra más
ancha125.

En este experimento mental se ha “aclarado la posibilidad de arcas que vuelen, pues


‘arcas’ podría ser otra denominación para los ámbitos que son moradas originarias”126;
que cada arca tiene “origen histórico”127, que cada una en la “predatitud y (…)
constitución (…) competen al ego apodíctico, a mí, como fuente de todo sentido (…) en
la historicidad en curso”128. Así se devela la Tierra como “‘ámbito que es morada
originaria’, arca del mundo”129. Ahí, pues, como sujeto, encuentro y tejo “la trama” de
mi vida que se me da como “unidad de rememoración”130 que no es sólo “’recordar’ en
la empatía, sino sólo en un recuerdo histórico que los sujetos recordados delegan a
otros”131. Así, como queda visto “lo psíquico (…) se trasmuta luego a lo
trascendental”132.

1.2 Lo enarcado

Pero, ¿cómo se “enarca”133 lo que es depositado en el Arca? Y, ¿qué es lo que se res-


guarda en el Arca? Para responderlo vamos, ahora, a dirigir nuestra atención a El origen

68
de la geometría134, redactado por Husserl en 1936.
En síntesis, se “enarca” con el lenguaje; pero el problema es que “la vida humana (…)
muy pronto cae en medida creciente en la seducción del lenguaje”135. Desde luego,
“Todo (…) es nombrable (…), expresable en un lenguaje”136, pero, al mismo tiempo que
emerge ante y por el ejercicio la subjetividad protofundante el mundo objetivo137,
simultáneamente lo nombrado puede ser una y otra vez dicho, representificado, “en la
evidencia de identidad”; y, puede ser representificado porque el lenguaje mismo opera,
puede decirse, un recubrimiento138.
Así mismo, lo que se pone en el Arca son las archi-evidencias139, las evidencias
primeras y preeminentes; tales son o pueden ser, según Husserl, archi-comienzos,
comienzos primeros o preeminentes140; que expresan “la primera formación de sentido
(Sinnbildung), hacia las archi-premisas que se mantienen en el mundo de la cultura
precientífica”141.
Que a partir de estas archi-premisas se opera deductivamente, que se pueda volver o
no a revivificar la situación fundante, protofontanar: es lo que, a mi entender, funda tanto
el operar deconstructivo, como el constructivo. Pero, es claro, previamente se ha
requerido un acto de constitución (Sinnkonstitution). Respectivamente, el acto de
construcción y el de deconstrucción llevan a comprender que “La comprensión pasiva
de la expresión se diferencia, entonces, de su puesta en evidencia por reactivación del
sentido”142.
Debemos, sin embargo, clarificar todavía dos sentidos más de la deconstrucción:

1. “(…) el intento de una reactivación efectiva sólo puede reactivar a los


miembros singulares de la relación (…) en la conciencia originaria de
nulidad”143.
2. “(…) la posibilidad de reactivación (…) [asegura] de la proto-fundación
evidente su poder y conservación permanente”144.

¿Qué es, pues, lo que está en discusión? En todos los casos, cómo la subjetividad
constituyente no sólo puede, sino que debe retrotraerse hacia la forma(ción)-anterior-
primera (Nachgestalt) de sentido que, desde luego, ha sido configurada por un sujeto;
pero que puede ser una y otra vez revisitada, corregida, reorientada. La deconstrucción
no es, entonces, un procedimiento externo a la fenomenología, sino el objetivo de la
investigación genética.
Como se ve, no es nuestro interés aquí exponer la teoría del lenguaje de la
fenomenología de E. Husserl145. Nos limitamos a establecer en el anterior y en este
parágrafo: unos elementos básicos para enfrentar la cuestión –que en nuestro entender–
despliega el diálogo Ricoeur-Derrida a partir de la pregunta: ¿es la escritura, en tanto
pharmakon, veneno o remedio? No es el caso anticipar aquí ninguna respuesta, sino

69
proceder a ver los detalles de este debate.

2. Del horizonte hermenéutico


Parto ahora de P. Ricoeur para formular la pregunta: ¿Memoria vs. historia? Con ello
se puede recorrer el encaminarse de dos fenomenologías. Se presenta un Informe de
lectura de los dos primeros apartados de la sección II de La memoria, la historia, el
olvido146, deteniendo la atención en los siguientes aspectos: 1) el desprendimiento de la
memoria con respecto al sujeto; 2) la escritura; 3) origen vs. comienzo; 4) la historia:
remedio o veneno.
El texto de Ricoeur, como todo texto, tiene la posibilidad de ser leída desde otros mitos
fundacionales. Pareció sugerente hacer el ejercicio que hay a continuación para poner de
presente, en clave de un clásico de la literatura latinoamericana, dos aspectos: nuestro
mito fundacional de la memoria (5.); y, la aparente distinción que se produce entre una
fenomenología de la memoria con respecto a una fenomenología de la historia (6.). En
resultas, no se trata de que una fenomenología tenga preeminencia sobre la otra, sino de
llevar a cabo la comprensión del alcance de cada una de ellas. Mientras la primera tiene,
si se quiere, un anclaje en la experiencia subjetiva de mundo, la segunda cobra una
suerte de autonomía epistémica que le da, por así decirlo, más estabilidad y, en ese
sentido, mayor validez intersubjetiva.

2.1 El desprendimiento de la memoria


(…) la cuestión es saber en qué consiste, en definitiva, la relación entre historia y memoria [en esta dirección]
(…) este ‘no dicho’ equivale (…) a una epokhe metódica147.

En la Parte II, Historia/epistemología, de La memoria, la historia, el olvido, Paul


Ricoeur introduce su análisis citando a Heródoto; allí retrotrae el título historie
–que, como se sabe, dice relación al investigar–, pero, concretamente atribuye a tal
proceso la tarea de que se ejecute “(…) para evitar (…) el olvido”148. Ahora bien, es
claro que esta tarea se consolida en cuanto realiza “(…) la epistemología del
conocimiento histórico”; y lo propio de ésta es que le permita, a la historia, hallar su
“plena autonomía como ciencia humana”149; mediante el intento de llevar “a buen
término la confrontación entre el objetivo de verdad de la historia y el objetivo de
veracidad o (…) de fidelidad de la memoria”150. Es así como emerge la aporía o
“problema de las relaciones entre el conocimiento y la práctica de la historia y la
experiencia de la memoria viva”151; aquí, en resumen, aparecen dos polos: uno si se
quiere objetivo –“conocimiento y práctica de la historia”, como ya se vio–; otro,
subjetivo –“experiencia de la memoria”–152.
¿De qué se trata, cuando se plantean los dos polos, el objetivo y el subjetivo? En
último término, de caracterizar las condiciones de posibilidad de la historia como ciencia;
y, en este proceso, lo que se encuentra es que: “(…) la autonomía del conocimiento

70
histórico respecto al fenómeno mnemónico sigue siendo la presunción principal de una
epistemología coherente de la historia en cuanto disciplina científica y literaria”153. Así,
entonces, no es que se rechace la memoria o la vida subjetiva; sino que la aspiración de
una ciencia, como tal, para el caso de la historia, no puede quedar atada a los recuerdos
individuales; más bien, como tal, ella exige una suerte de descentramiento –como lo
llamara Piaget–; aunque aquí de lo que se trata es de dar un salto. Y éste se logra –por
así decirlo– alcanzando la conformación y configuración de unos dispositivos que
puedan dar cada vez más y mayor estabilidad a lo individualmente recordado154.
(…) llamo fase documental la que se efectúa desde la declaración de los testigos oculares a la constitución
de los archivos y que se fija, como programa epistemológico, el establecimiento de la prueba documental.
Llamo después fase explicativa/comprensiva la que concierne a los usos múltiples del conector ‘porque’
que corresponde a la pregunta ‘¿por qué?’: ¿por qué las cosas ocurrieron así y no de otra manera? El doble
título explicación/comprensión habla lo bastante del rechazo de la oposición entre explicación y
comprensión que, muy a menudo, ha impedido captar toda su amplitud y complejidad en el tratamiento del
‘porque’ histórico. Llamo, finalmente, fase representativa a la configuración literaria o escrituraria del
discurso ofrecido al conocimiento de los lectores de historia155.

Se puede, de manera muy simplificadora, presentar la caracterización propuesta por


Ricoeur, según el cuadro que se muestra a continuación (Cuadro No. 1); de lo que se
trata es de ver que este proceso de investigación, rigurosamente hablando, alcanza
objetivación –darle a la memoria el carácter de objeto que puede ser hallado,
confrontado, evidenciado por diversos sujetos–, más que de objetividad –la presunción
de una verdad que vale así e indefinidamente para los diversos sujetos que la
confrontaren–.
Cuadro No. 1
FASE EFECTÚA FIJA
Declaración de testigos
Documental oculares Prueba documental
Archivo
Usos múltiples del Tratamiento del
Explicativa/comprensiva
conector ‘por qué’ ‘porque’ histórico
Configuración literaria
Representativa Intención historiadora
o escrituraria
Ahora bien, “(…) en la fase escrituraria es donde se declara plenamente la intención
historiadora”156. Y, como se verá más adelante, ésta comienza con la práctica de
construcción del archivo. Es con “(…) la representación de una cosa ausente ocurrida
antes y el de la práctica consagrada a la rememoración activa del pasado que la historia
eleva al rango de una reconstrucción”157. Entonces queda explícito: sin reconstrucción
de lo sido, no hay, en rigor, historia; pero no es simplemente memoria. Se urge por un,
digámoslo así, desprendimiento de lo sido con respecto al punto de vista personal,
individual; se trata de ver cómo toda biografía está inserta en una vida colectiva, en
estructuras de interacción, en epistemes epocales.

71
La historia no es la narración de la vivencia sui de quien fue testigo presencial
–ello sería, en cambio, ejercicio de la memoria–. Más bien, como lo indica Ricoeur, con
la palabra “fase” se designan “momentos metodológicos imbricados entre sí”158.
En la historia –en cuanto investigación, en cuanto disciplina– “es evidente que nadie
consulta un archivo sin proyecto de explicación, sin hipótesis de comprensión; y nadie
intenta explicar un curso de acontecimientos sin recurrir a una configuración literaria
expresa de carácter narrativo, retórico, imaginativo”159. Así, entonces, es como se da el
salto a la disciplina; y, más concretamente, se hace visible que “(…) historiografía
[designa] la operación misma en que consiste el conocimiento histórico captado en la
acción, al natural”160.

2.2 La escritura

Ahora bien, en esta investigación (historiē) –con su esplendor y, si cabe la expresión,


su miseria– todo se debe a la escritura:
(…) llamo (…) a la tercera fase (…) literaria o escrituraria cuando se trata del modo de expresión; fase
representativa, cuando se trata de la exposición, de la mostración, de la exhibición de la intención
historiadora considerada en la unidad de sus fases, es decir, la representación presente de las cosas
ausentes del pasado. La escritura, en efecto, es el umbral del lenguaje que el conocimiento histórico ya
franqueó siempre, alejándose de la memoria para el correr la triple aventura de la archivación, de la
explicación y de la representación. La historia es, de principio a fin, escritura. En este sentido, los archivos
constituyen la primera escritura a la que se enfrenta la historia, antes de concluir ella misma en escritura
según el modo literario de la escrituralidad161.

Por antonomasia, la escritura es un dispositivo de objetivación. Las vivencias, por


íntimas que sean, una vez descritas son objeto entre los objetos; como tales pueden ser
transportadas, vendidas, reproducidas, falseadas, verificadas. Y, además, el que las vivió:
es un potencial lector más entre los que hay. Como objeto: puede ser, entonces,
conservada –cabe decir: archivada–, reescrita, reinscrita –como el palimpsesto, como la
glosa, como la cita dentro de un texto más amplio, como la edición crítica y el respectivo
“aparato crítico”.
Se entiende, entonces, por qué Ricoeur plantea como una suerte de “parodia al mito
platónico del Fedro dedicado a la invención de la escritura”, pues, en fin, de lo que se
trata es de saber en qué “medida (…) el don de la escritura es considerado por el mito
como el antídoto de la memoria” –el que, más bien, podría ser llamado antídoto del
olvido–; y, en este sentido, “como una especie de desafío opuesto por la pretensión de
verdad de la historia al deseo de fiabilidad de la memoria misma, [que] puede
considerarse como el paradigma de cualquier sueño de sustituir la memoria por la
historia”162.
¿Cuál es, pues, la cuestión con que se enfrenta Ricoeur? “El problema de saber si el
pharmakon de la historia-escritura es remedio o veneno”163. Podríamos traducir: si la
historia es un positivismo, capaz de convertirse en una tiranía objetivista; si la memoria

72
es un subjetivismo, arbitrario y caprichoso, que deriva en formas atrabiliarias del
relativismo con su consecuente escepticismo.

2.3 Origen vs. comienzo


Es pues necesario distinguir el origen del comienzo164.
Si algo se hace claro con la escritura es que acontece la operación mediante la cual se
espacializa la memoria, cabe decir, se espacializa la distención subjetiva de la
experiencia humana de mundo. Mientras lo dicho –en forma oral– no se escribe: todavía
la narración es un tiempo –el de los oyentes– compartiendo otros tiempos –el del
narrador, el de las vivencias aludidas en el relato por otros sujetos–. De ahí que:
(…) se puede señalar algo como un comienzo del tratamiento crítico de los testimonios, de las pruebas,
pero no es un comienzo del modo de pensamiento histórico, si se entiende por esto la temporalización de la
experiencia común según una manera irreducible a la de la memoria incluso colectiva. Esta anterioridad
imposible de asignar es la de la inscripción, que, de una u otra forma, acompañó desde siempre a la
oralidad, como lo ha demostrado magistralmente Jacques Derrida en De gramatología. Los hombres
espaciaron los signos, al mismo tiempo que los encadenaron –si esto tiene sentido– a lo largo de la
continuidad temporal del flujo verbal165.

La escritura como origen de la historia tiene no sólo la propiedad de la


espacialización, sino también la del encadenamiento. Y, ¿qué, y, a qué se encadena?
Digámoslo en dos palabras: vivencias y espacio. Pero, ¿cómo se da el encadenamiento?
Es una suerte de apalabramiento. Sólo que éste no depende ahora exclusivamente del
narrador; también depende del carcelero –que viene a ser tanto como el archivista, el
investigador, el lector de la obra histórica–; pero la palabra encadenada –como en El
último círculo– tras las rejas tiene la libertad de decir y de callar, de expresar y de
ocultar, de lo arcano sido y de lo escatológico, por ser.
En todo caso, la palabra misma –aún con todo y su encadenamiento– todavía puede
seguir siendo comienzo y origen: haz de sucesos datados que el historiador enlaza,
encadena, en el primero de los sentidos; o, por el contrario, una permanente liberación
del sentido –que no sólo habla de colectivos, o de estructuras, o de flujos temporales;
sino que mantiene asidos los sujetos a los procesos de autocomprensión. De ahí la
anfibología, como la refiere Ricoeur en los siguientes términos:
(…) centro del concepto anfibológico de nacimiento entre comienzo y origen. El comienzo consiste en una
constelación de acontecimientos datados, colocados por un historiador a la cabeza del proceso histórico
que sería la historia de la historia. (…) se remonta el historiador del nacimiento de la historia mediante un
movimiento retrospectivo que se produce en el medio ya constituido del conocimiento histórico. El origen
es otra cosa: designa la aparición del acto de distanciamiento que hace posible toda empresa y, por tanto,
también su comienzo en el tiempo. Esta aparición es siempre actual y, por eso, siempre está ahí. La historia
nace continuamente del distanciamiento en que consiste el recurso a la exterioridad de la huella del archivo.
(…) El origen, pues, no es el comienzo. Y la noción de nacimiento encubre, bajo su anfibología, la
diferencia entre las dos categorías del comienzo y el origen166.

Así, pues, a mi entender, puede servir de colofón la sentencia según la cual: “(…) el
comienzo es histórico; el origen, mítico”167. Y esto porque más allá de toda posibilidad

73
de narrar, más allá de los instrumentos objetivos u objetivados está siempre la
subjetividad productora de sentido que inserta toda comprensión en una visión subjetiva
de mundo, cabe decir: en una mitología. Y, sin embargo, más allá de toda visión
subjetiva y de toda mitología, siempre queda el rastro, la huella, el indicio, etc., que
llevan a la prueba, que permite mantener, sin fin, el intento de comprender no sólo las
causas, sino también los fines en la historia.

2.4 La historia: remedio o veneno


(…) lo que está en juego es el destino de la memoria168.

En el Preludio de la Parte II de La memoria, la historia, el olvido, se reconstruye el


mito del origen de la escritura. La razón para ello se nos hace clara: entenderlo significa
tanto como captar el desprendimiento del testimonio con respecto al testigo, o, en otros
términos, su encadenamiento; e, incluso, su liberación como campo hermenéutico de
las posibilidades de explicación/comprensión histórica. Entonces, “(…) cómo, pues, no
va a afectar el mito el debate entre memoria e historia”169.
De lo que se trata, pues, es de ponerse, decididamente, ante la “ambigüedad
insuperable vinculada al pharmakon que el dios ofrece al rey. (…) ¿no debería uno
preguntarse (…), a propósito de la escritura de la historia, si es remedio o veneno?”170.
Y, ¿en qué sentido es lo uno o lo otro? Si la escritura, cabe decir: la historia, cura lo hace
como y en cuanto antídoto del olvido; pero si corrompe es porque se desplazan las
fuerzas subjetivas productoras del sentido, queda sólo un cañamazo de las vivencias, al
cabo una seca sucesión descolorida de momentos. En este último sentido,
progresivamente, se va desplegando, en cuanto historia, una “ars memoriae, esa
memoria artificial”171 que termina actuando como “memoria por defecto”172. Aquí, de
aposta, se sucede –o puede suceder– un desplazamiento tal del sujeto que no hay lugar,
en sí, para memoria, para que las potencias anímicas aludan a las revelaciones de lo sido
en cuanto experiencia mundanal y por ello surge la pregunta: “(…) ¿dónde se muestra el
lado repetitivo de forma no problemática, sino en los escritos memorizados, aprendidos
de memoria?”173. Una cosa es, pues, el ars memoriae vivido en primer persona, otra su
desprendimiento que configura de diversos modos dispositivos (archivos, pruebas,
narraciones).
Y, ¿cómo se sortea este peligro de positivización que merodea, en todas las
circunstancias, la escritura-historia? Hay que retener y mantener a la vista el hecho de
que “(…) el libro de historia, como cualquier libro: ha roto amarras con su
anunciador”174 y por ello se alcanza, precisamente, el estatuto de historia –no
meramente, como se vio, es testimonio o memoria personal–; así, pues, lo que hay
ahora es “(…) la autonomía semántica del texto” y ésta “se presenta aquí como una
situación de desamparo”175. Es ahora, de nuevo, cuando se reivindica el sujeto, su papel
activo y, hasta donde cabe decirlo, determinante del sentido –como función última tanto
de la historia como de la escritura–: “la ayuda de la que esta autonomía lo priva [al

74
texto] sólo puede llegar del trabajo interminable de contextualización y de
recontextualización en que consiste la lectura”176. Y, así, sin el lector –que sólo se es y se
puede ser tal en primera persona–: lo escrito se reduce a lucus a non lucendlo,
“la historia (…) sería (…) la sucesión descolorida de sus momentos”177. Por eso, sea por
la memoria y su exceso –la memorización–, sea por la historia y su exceso –la
positivización–: siempre se torna al sujeto, fuente prístina –primera, natal– del sentido:
“(…) es en el alma donde está inscrito el verdadero discurso”178.
Si podemos mantener al sujeto como núcleo protofontanar del hecho histórico, del
sentido del hecho histórico, de la captación y comprensión del sentido de la escritura-
historia,
entonces se comprende que archivos, pruebas y narraciones son punto de referencia,
anclaje y pivote del despliegue de la experiencia compartida de ser, del horizonte
colectivo de sentido. Así, pues, “Para la verdadera memoria, la inscripción es siembra,
sus palabras verdaderas son ‘simientes’ (spermata). Podemos hablar, pues, de escritura
‘viva’ para esta escritura del alma y ‘estos jardines de caracteres escritos’ (276d)”179. Ya,
pues, la escritura-historia no es, no puede ser veneno, sino su contrario: antídoto.
Es, pues, como en la Arcadia, del Caballero Derrotado “de retorno a su lugar”
(Vencidos, León Felipe): allí se puede cantar a la Dama del Andante Caballero, o su
nombre es sonoro –Dulcinea– para la composición poética; en fin, se puede tratar de la
gesta, de la épica, de la epopeya; o simplemente del poema, del romance, del soneto.
Aquí es donde “Se nombra por segunda vez el olvido”180; pues, sólo queda, con todos
los recursos de la ars memoriae, una pátina, sólo que asentada en la memoria viva, en
la experiencia de la primera persona. Se descubre, así, que “La transición mediante el
olvido y el juego es tan esencial que el diálogo puede elevarse a otro nivel, el de la
dialéctica, en que se vuelve secundaria la oposición entre memoria viva y depósito
muerto”181.
Justamente, pues, indica Ricoeur que: “(…) el asunto no es sólo epistemológico, sino
también ético y estético, en cuanto se trata de ponerse de acuerdo sobre ‘las condiciones
en las que es hermoso o ruin (vergonzoso, aiskhron) pronunciar o escribir discursos’
(277d)”182. Para nosotros, es como el verso de Gonzalo Arango (Salvaje esperanza), la
pregunta: “Quién refrescará la memoria de la tribu. / Quién revivirá nuestros dioses”. Y,
al cabo, la respuesta: “Que la salvaje esperanza sea siempre tuya, / querida alma
inamansable”. Así, pues, no sólo está el documento, el monumento; también la danza y
la chirimía; el rito y el mito. Y no sólo un origen fantástico o fantasioso, que podríamos
aherrumbrar, sino una historia viva –como la vida y práctica del Yurupari en el Vaupés–
en la que vuelve y hace presencia lo que se cree y lo que se espera.
La cuestión es si, todavía, al plantearnos en este sentido el problema: “¿Este
desentendimiento va dirigido también al pharmakon del mito?”183. Y, concretamente,
aquí, situados en esta situación: “No se sabe si el discurso filosófico es capaz de
conjurar el equívoco de un remedio del que nunca se sabe si es un bien o un veneno”184;

75
es decir, no se sabe si al mantener este punto de inflexión estemos todavía en las
márgenes mismas de la filosofía y, en cambio, no hemos dado el salto a la literatura.
Ya había expuesto Ricoeur la idea de que es preciso llevar a cabo la fenomenología de
seguir una historia185. Ahora, viene la cuestión: “¿Cuál sería el equivalente (…) de las
relaciones entre memoria viva e historia escrita?”186. Y frente a ello
–como retrotrayendo esa tal fenomenología– viene la respuesta: “(…) correspondería
(…) una fase en la que vendrían a superponerse perfectamente, por una parte, la
memoria instruida, iluminada por la historiografía, y por otra, la historia erudita capaz de
reanimar la memoria en el declive y así (…) de ‘re-actualizar’, de ‘re-efectuar’ el
pasado”187. En todo caso, esos: ‘re-actualizar’ y ‘re-efectuar, como quiera que sean,
ponen de presente la primacía y primordialidad del sujeto, que no sólo en el vivir, en el
hacer, sino –y en especial– en el dar sentido a la historia. Quede, como síntesis, la idea
de que: “(…) habría que exorcizar la sospecha de que la historia sigue siendo un daño
para la memoria, como el pharmakon del mito, del que no se sabe si, es remedio o
veneno, o los dos. Daremos (…) la palabra a esta irreductible sospecha”188.

2.5 Nuestro mito fundacional de la memoria


… pueblo que se hundía en el tremendal del olvido189.

¿Por qué se plantea la necesidad de reescribir el mito del origen de la escritura? Bien
puede ser por la relación y diferencia entre origen y comienzo de la historia190; bien
porque la escritura en cuanto pharmakon sea remedio o veneno191. En todo caso, en
nuestro mito fundacional –expuesto en Cien años de soledad– se trata, más que de tener
un “aparato para olvidar los malos recuerdos”, de una pulsión hacia “inventar la máquina
de la memoria para poder acordarse de todas”192 las invenciones, fruto de la fatiga
humana, en fin, de lo que da sentido.
Según nuestro mito fundacional lo primero que llega es la enfermedad del insomnio –
que al mismo tiempo contiene la muerte progresiva del sueño, de la dimensión onírica–,
pero luego viene su “manifestación más crítica: el olvido. (…) cuando el enfermo se
acostumbraba a su estado de vigilia, empezaban a borrarse de su memoria los recuerdos
de la infancia, luego el nombre y la noción de las cosas, y por último la identidad de las
personas y aun la conciencia del propio ser, hasta hundirse en una especie de idiotez sin
pasado”193.
La memoria, pues, juega como una suerte de principio de identidad, de dinámica de
identificación, de proceso identitario. Es, en el fondo, una lucha por el sí mismo, por la
conquista de la mismidad. Y, ¿qué pasa con la inexorable tendencia al olvido? En su puro
origen empiezan las tentativas por defenderse “de las evasiones de la memoria”. Según
nuestro mito fundacional el ‘método’ –si se lo puede llamar así– se descubre “por
casualidad”194; en nuestro caso, “Aureliano escribió el nombre en un papel que pegó con
goma en la base del yunquecito (…). Para recordar casi todas las cosas (…) las marcó

76
con el nombre respectivo, de modo que le basta con leer la inscripción para recordarlas
(…). Con un hisopo entintado marcó cada cosa con su nombre (…). Poco a poco,
estudiando las infinitas posibilidades del olvido, se dio cuenta de que podía llegar un día
en que se reconocieran las cosas por sus inscripciones, pero no se recordara su
utilidad”195. De nuevo, como en el Fedro, hace presencia el temor de que la escritura sea
veneno, de que se nos fugue el sentido íntimo –¿último?– de lo vivido, de la experiencia
de vida, del mundo en cuanto vivido.

2.6 Fenomenología de la memoria vs. fenomenología de la historia


Es aquí, entonces, donde ocurre la emergencia de la distinción entre una
fenomenología de la memoria y una fenomenología de la historia. De hecho, nuestro
mito fundacional muestra cómo en esta última –sea en archivos, o con pruebas, o con
narraciones; sean éstas históricas o literarias196– se puede continuar “viviendo en una
realidad escurridiza, momentáneamente capturada por las palabras, pero que había de
fugarse sin remedio cuando olvidaran los valores de la letra escrita”197.
Incluso, si se dijera el nombre de nuestro lugar –Macondo– y si se recordara la causa
última de la existencia –en el sentido crístico (Dios vivo) o en el tomístico (causa sui)–
y se escribiera “en la calle central (…) Dios existe”198 siempre se puede sucumbir “al
hechizo de una realidad imaginaria, inventada (…), que (…) resultaba menos práctica,
pero más reconfortante”199. Es, entonces, como si la historia se tornara en gran relato
–metarrelato– e incluso se pudiera “popularizar esa mistificación” recurriendo al “artificio
de leer el pasado en las barajas como antes se había leído el futuro”200. Una vez más,
aquí hay un hiato –con el carácter de un abismo: abisal, abismal– entre fenomenología
de la memoria y fenomenología la historia.
¿Qué es, en últimas, la fenomenología de la historia? Quizás es cierto: una disciplina
con “plena autonomía como ciencia humana”201. Ella nos impulsa a “construir una
máquina de la memoria (…) para acordarse de los maravillosos inventos”202. Es, si cabe
la expresión, la creación de un artefacto, de un dispositivo. Éste puede tener más o
menos perfección, pero, en sí, tendencialmente, apunta a crear “la posibilidad de repasar
todas las mañanas, y desde el principio hasta el fin, la totalidad de los conocimientos
adquiridos en la vida”; se trata, pues, de una suerte de “diccionario giratorio que un
individuo situado en el eje pudiera operar mediante una manivela, de modo que en pocas
horas pasaran frente a sus ojos las nociones necesarias para vivir”203. ¿Qué
materializaciones tiene, de hecho, el artefacto? No hay que mencionar la remota máquina
fruto del Arte de Lulio. Basta con la positividad que se ofrece de ella en megaproyectos
como History Channel –aunque hay más casos–.
Y, ¿quién construye la máquina de la memoria, esto es, la historia?; por así decirlo:
¿desde dónde se narra?
Por contraste, en una fenomenología de la memoria se trata de “beber (…) una
sustancia (…) apacible” con la cual se haga “luz en su memoria” y los ojos se

77
humedezcan de llanto “antes de verse a sí mismo en una sala absurda donde los objetos
antes estaban marcados, y antes de avergonzarse de solemnes tonterías escritas en las
paredes”204; en fin, se trata de alcanzar y celebrar “la reconquista de los recuerdos”205.

3. De la deconstrucción
El archivo: entre la grafocracia y la huella. No deja de ser llamativo que tres filósofos
franceses: Michel Foucault, Jacques Derrida y Paul Ricoeur, entre sí contemporáneos,
pongan como uno de sus centros de preocupación el archivo. Un primer indicio de por
qué ocurre esto, en resumidas cuentas, puede indicarse con la queja o el lamento de W.
Benjamin: “pensar después de Auschwitz”. De ahí que se requiera pensar y reelaborar
críticamente: el archivo, las relaciones de poder dentro de las cuales se ejecuta, la
manera como –con base en aquél y en éstas– se administra la memoria; y, más allá de
todo esto, la escritura: qué es escribir, quién escribe, cómo se realiza el proceso de
escritura y desde qué lugares de enunciación se lleva a cabo.
Me parece que es dentro de este “espacio del problema” donde aparece, a su vez, el
problema general de la escritura, el problema particular del archivo y la archivística
como disciplina, y, la propuesta de una línea de fuga orientada a la diseminación en el
caso de Derrida206.

3.1 El problema general de la escritura


Farmacea evoca “Una fuente, ‘quizá de aguas medicinales”. (…) es también un
nombre común que significa la administración del farmacon, de la droga: del remedio y/o
veneno”207. Y, a su turno, “el farmacon hace salir de las vías y de las leyes generales,
naturales o habituales”, “hace salir de sí y (…) arrastra a un camino que es propiamente
de éxodo”208. Lo podríamos formular así: si se opera el éxodo de o desde la constitución
de sentido y, por contera, se naturaliza su instauración: entonces se da un hundimiento
en el naturalismo, en la suposición de la tesis general del mundo; una suerte de
afirmación del es como primacía de todo horizonte del pensar. Se funda, allí, una
metafísica de la presencia.
Aquí es donde se sitúa el problema: “la escritura, el fármaco, el desvío”209; “el
problema de la escritura debe vincularse al problema del ‘saber de memoria’”210. Y, en
resultas, la escritura en cuanto fármaco es veneno en cuanto signifique “la ruptura
genealógica y el alejamiento del origen”211; esto es, en cuanto ella pueda ser acusada de
“repetir sin saber”212. Se plantea, entonces, la disyuntiva: o vuelta a la fuente prístina del
sentido o naturalización de lo instaurado. En el primer caso sólo hay huella –e incluso
fragmentos– que en sí y por sí vuelve a reelaborar un quién que encuentra lo dado y
vuelve a promoverle a sentido; en el segundo es giro repetitivo de lo mismo, lo
instaurado, como una noria que en su girar impone, se impone, como un texto sagrado,
como una historia oficial, como mito de familia.

78
Ahora bien, “El dios de la escritura [Zot] se convierte así en suplente de Rê [dios
creador que engendra por medio del verbo213], añadiéndose a él y reemplazándole en su
ausencia y esencial desaparición”214; entonces la “sustitución (…) tiene lugar como un
puro juego de huellas y suplementos”215. Así, “el dios de la escritura es también (…) el
dios de la muerte”216; “es el dios de la no-identidad”, “El dios de la escritura es, pues, a
la vez su padre, su hijo y él. (…) no es un rey ni un esclavo”217. Una escritura-noria es
pura repetición, olvido-del-ser, exilio del sujeto; pero una escritura-huella es, en todos
los casos, un despertar, una suerte de agitación que precede a la vigilia, o, acaso, una
marea nocturna (nightmare), una pesadilla, que agita hasta volver a instalarlo a uno
activamente en la experiencia consciente. También se puede expresar así la dicotomía –
que eso es–: vida-de-dictado, o, vida-decidida.
Se comprende, entonces, que “La escritura no vale más (…) como remedio que como
veneno”218; pues, en cuanto pharmakon “la esencia o la virtud benéficas (…) no le
impide ser dolorosa”; y, las más de las veces, “el remedio farmacéutico es esencialmente
perjudicial porque es artificial”. De ahí que “Contraria a la vida, la escritura –o, si se
quiere, el farmacon– no hace más que desplazar e incluso irritar el mal”, puesto que
“con pretexto de suplir la memoria, la escritura nos hace más olvidadizos, lejos de
acrecentar el saber, lo reduce. No responde a la necesidad de la memoria, apunta a un
lado, no consolida la mneme, sino únicamente la hipomnesis”219; “en realidad, la
escritura es esencialmente mala, exterior a la memoria, productora no de ciencia, sino de
opinión”220.
Y, como se ve, no está decido de antemano qué valor asuma el pharmakon. Lo que sí
está claro es que juega como memoria o como recuerdo. O es vida activa, decidida a
cada paso, huella –que pasa y nunca queda, que queda y no se olvida–; o, por el
contrario, es dictado, determinación, destino.

3.2 El problema particular del archivo y de la archivística en cuanto disciplina


“El hombre que se apoya en la escritura, que se pavonea de los poderes y los saberes
que ésta le asegura, ese simulador desenmascarado por Zamus tiene todos los rasgos del
sofista: ‘imitador del que sabe’”; más aún, es al que podríamos llamar grafócrata221. Y,
¿en qué radica la problemática que deviene? En que, “El sofista vende, pues, los signos y
las enseñas de la ciencia: no la memoria (mneme), los monumentos (hipomnémata), los
inventarios, los archivos, las citas, las copias, los relatos, las notas, los dobles, las
crónicas, las genealogías, las referencias. No la memoria, sino las memorias”222.
Grafócrata, en resumen, es el que ejerce el poder de archivar: arconte, patriarca,
archipatriarca, hermeneuta oficial. Pero, así mismo, sofista; y no sólo porque ejerce un
poder, un control, una “venta” del sentido, sino porque oficia como oficial de un oficio:
conservación de la memoria que se trasmuta en recuerdo, que al ser evocado guía y
determina.

79
Aquí, entonces, viene el papel de la filosofía –en cierto modo, como antídoto del
veneno de la hipomnesis–: “exhumar (…) sin limitarse (…) a los monumentos
conceptuales, (…) vestigios de un campo de batalla” como alternativa para superar el
simulacro de un “exceso (…) sutil de (…) verdad” que se contenta con “imitar el
absoluto”223. En último término, se trata de hallar “Mneme sin hipomnesis, sin
farmacon”224, de hacerse al tipo original225 que por un movimiento permita ligarse “a la
idealidad del eidos, como la posibilidad de la repetición misma”; en fin, se trata de “hacer
saltar el primer término o más bien de la primera estructura y hacer aparece su
irreductibilidad”226.
En otros términos, se puede y se debe deslindar: grafía, grafema –que se limita a ser
huella– de grafocracia ejercida por los grafócratas –instauración de la memoria que se
torna recuerdo–. Y no es que todo acto de archivar, por sí y en sí, ya sea grafocracia,
sino, más bien, que tiene carácter de pharmakon, puesto que la materia misma, el objeto,
con el cual se trata una y otra vez es la escritura.

3.3 Una línea de fuga: la diseminación


“(…) se trata de repetición. La memoria viva repite la presencia del eidos y la verdad
es también la posibilidad de la repetición en el recuerdo. La verdad desvela al eidos o al
ontôs on, es decir, a lo que puede ser imitado, repetido, reproducido en su identidad”227.
Pero, hay que entenderlo: “Lo que se repite es el repetidor, el imitador, el significante, el
representante, eventualmente en ausencia de la cosa misma que parecen reeditar, y sin la
animación psíquica o mnésica, sin la tensión viva de la dialéctica”228. Queda, entonces, el
cañamazo de “repetirse solo, maquinalmente, sin alma que viva para sostenerle y
ayudarle en su repetición, sin que la verdad se presente en ninguna parte” en la cual “la
hoja se anuncia (…) como superficie y soporte de la escritura”229.
Los extremos del darse de la repetición son, entonces, eidos y ontôs on. La primera
funda la diferencia, la segunda una catilinaria oficiosa, oficiante, oficial. A la primera,
incluso, se la puede llamar intuición originaria, intuición categorial, dación en
persona; la segunda, en cambio, es olvido-del-ser, destino, determinación.
“Canción de las simples cosas” o “Yo pisaré las calles nuevamente/de lo que fue
Santiago ensangrentada,/y en una hermosa plaza liberada/me detendré a llorar por los
ausentes”: primera persona de un quien que vuelve a revivificar desde su horizonte de
ser la experiencia de-vida, debida.
La diseminación es una vuelta a la primera persona, a volver a apropiar, desde sí, el
horizonte de ser –no de una verdad, ya dada, determinada–; sino un re-vivir, que vuelve
y despliega el sentido, que asienta la posibilidad de escamotear lo dado como
determinación y de reducirlo a horizonte, a perspectiva, a posibilidad.

4. Conclusión

80
La memoria: de la repetición a la diferencia. En su bello texto Sobre la humanidad
en tiempos de oscuridad: reflexiones sobre Lessing, Hannah Arendt230 no sólo nos
recuerda que se es persona porque se aparece en público y porque éste la recibe y la
confirma231, sino que vuelve y nos pone de presente que “El mundo está entre personas,
y este estar-entre (…) es hoy la causa de la mayor preocupación”232; en fin, que “este
estar-entre (…) debería haberse formado entre este individuo y sus semejantes”233.
Como en una de las doctrinas más decantadas del Obispo de Hipona, en esencia, la
persona es relación. Y si por algo se caracteriza esta tal relación es porque alude no sólo
al presente, sino también al pasado como al futuro. Y del pasado, que es en sí
genéticamente constitutivo cabe, entonces, decir que “‘no se ha dominado’”; más aún,
que “‘dominarlo’. Quizás eso no pueda hacerse con ningún pasado”234. Y, ¿qué pasa si,
además, ese tal pasado no sólo tiene tintes de horror, de destrucción, de muerte? En fin,
“(…) lo que queda [es] la demoledora emoción que nos da la capacidad de aceptar el
hecho de que algo como esta guerra haya podido suceder”235; y, entonces, lo que se
deriva de allí es la necesidad de volver a tener una advertencia fuerte que nos descubra la
fragilidad del error, de que el horror es posible porque ya ha pasado, ya ha sucedido; y
que, por eso, puede volver a sucederse, a repetirse. Así, entonces, “(…) en este pathos
(…) la red de actos individuales se transforma en acontecimiento, en un todo
significante”236.
La memoria, para ser tal, no sólo tiene que ser narrada. En la narración lo vivido viene
como por segunda vez:
(…) hasta los argumentos que no sean trágicos sólo se convierten en acontecimientos genuinos cuando se
los experimenta por segunda vez en forma de un sufrimiento en la memoria, que opera de manera
retrospectiva y perceptiva. Una memoria de esta clase sólo puede hablar cuando se han silenciado la
indignación y la ira, que nos obliga a la acción, y esto necesita tiempo237.

Entonces, no es que la narración sea como una suerte catarsis. Más bien, puede
decirse, es una suerte de tregua; o, si se quiere, una pausa que retarda una activación
abrupta de la acción, que se puede reducir a fuerza, a estratagema, a eliminación del
adversario. En cambio, esa pausa que retarda da un tiempo, una expectativa, una
posibilidad. De este modo puede volverse a humanizar narrativamente la experiencia de y
con los otros, a crear nexos de amistad, a solidarizarse.
Se trata, pues, de afectar la acción dejando que intervenga la memoria en el modo de
repetición. Sólo que al repetirla la transforma, la trastoca y vuelve y la pone en
movimiento de humanizar, de –si se puede decir así:– amistar. “El impacto trágico de
esta repetición en el lamento afecta uno de los principales elementos de toda acción;
establece su significado y esa significación permanente que luego ingresa en la
historia”238. El paso inexorable del tiempo –que hay que buscarlo como una pausa que
retarda, según dijimos– hace dar un salto de la memoria a la historia. Que en este salto
graviten prácticas como el archivo, la interpretación y la espacialización, no es asunto
ahora. Lo que está en consideración es que un tal salto impide la deshumanización, la

81
fatal ausencia de amistad. De ahí que:
(…) cierto ‘dominio’ del pasado (…) consiste en relatar lo sucedido; pero esta narración, que da forma a la
historia, no resuelve ningún problema ni alivia sufrimiento alguno; no domina nada de una vez para siempre.
Por el contrario, mientras siga vivo el significado de los sucesos –y este significado puede persistir durante
períodos prolongados–, el ‘domino del pasado’ puede adoptar la forma de una narración recurrente. El
poeta, en un sentido general, y el historiador, en un sentido especial, tienen la tarea de poner este proceso
de narración en movimiento y de involucrarnos en él. Y nosotros, aunque no somos (…) ni poetas ni
historiadores, también nosotros tenemos la necesidad de recordar los sucesos significativos de nuestras
vidas narrándonos a nosotros mismos y a otras personas”239.

La función narrativa tiene, pues, no sólo la capacidad de adscribir, sino también de


llegar a identificar. Y un narrar –que humaniza, que amista– como tal no es potestativo
del profesional de la palabra, de la escritura, del archivo. Sin más: es el modo como
involucramos a los otros en nuestras historias; es la manera como los otros nos
involucran en las historias de ellos. Aquí, entonces, no hay sólo una ética del
acogimiento, sino también una ética del reconocimiento.
La narración no sólo abre mundo, sino que lo atesta; en su temporalización: la
narración se hace tiempo y da o suscita el salto que convierte la memoria en historia.
“Cuando esto sucede, el relato de lo acontecido se detiene para el ser del tiempo y se
agrega una narración formada, un elemento más al repertorio del mundo. (…) se (…) ha
dado a la narración su lugar en el mundo, donde nos sobrevivirá”240. La narración, pues,
es enriquecimiento del mundo.
En su ensayo, Arendt nos recuerda –prácticamente a manera de colofón– que “en la
antigüedad se consideraba que los amigos eran indispensables para la vida humana y que
una vida sin amigos, de hecho, no merecía la pena ser vivida”241. Pero a esto hay que
agregar que “los verdaderos amigos (…) son (…) aquellos a quienes revelamos sin
reserva nuestra amistad y con quienes compartimos nuestras alegrías”242. Y es,
justamente, en este ambiente “donde cada hombre (…) dice (…) en cada momento (…)
lo que ‘considera verdadero’”243. Así, en una búsqueda –sin llegar a hallarla– de la
verdad, dice Arendt, Lessing “Quería ser amigo de muchos, pero no ser hermano de
nadie”244.
Este es, pues, el tránsito de la memoria a la historia; de la repetición a la diferencia:
una política de la amistad. ¿Qué quiere decir esto? En último término, que no se trata de
hallar un punto fijo donde todo pueda ser resuelto bajo un criterio de objetividad, sino,
más bien, de tener un lugar de encuentro humano donde el humanizar pueda ser
desplegado; en fin, donde la solidaridad no dependa del miedo o del fanatismo o de la
amenaza, sino de haber ido construyendo una red de relaciones en la que emerge el
sentido –siempre variante–, de haber abierto la posibilidad a otra manera de ser, de haber
desplegado –al fin y al cabo– un juego de narraciones que nos permiten identificarnos,
reconocernos y hacer proyectos.
Memoria sí, pero con la posibilidad de historia. Narración sí, pero como apertura de
multiplicidad de sentidos y de horizontes de ser. Repetición, en fin, sí, pero orientada a

82
la diferencia, al diferendo, a lo otro, a la alteridad. Queda pendiente la cuestión: ¿cómo
diferenciar allí testimonio y documento? Aún de una manera muy tosca, cabe decir:
como memoria y como historia. Y, más allá de ello: ¿cómo se enfrenta la tarea del
archivo? A la par, como tarea de la memoria y como tarea de la historia. Sólo que en
cada uno de estos casos se exige una imaginación narrativa.

____________________
112
Ricoeur, Paul. La memoria, la historia, el olvido. Fondo de Cultura Económica, Buenos Aires, 2004.

113
Husserl, Edmund. La tierra no se mueve. Complutense, Madrid, 2006.

114
Ibíd., p. 12.

115
Ibíd., p. 18.

116
Ibíd., p. 20.

117
Ibíd., p. 23.

118
Ibíd., p. 27.

119
Ibíd., p. 29.

120
Ibíd., p. 32.37.

121
Ibíd., p. 39.

122
Aquí uso esta expresión a partir del uso que hace Husserl de la misma en las Investigaciones lógicas. Es claro que
Husserl leyó en este respecto la obra de E. Mach. No se quiere decir aquí, en este punto, que Husserl siga a
Mach; sino, más bien, que sí hay un conocimiento detallado y comentarios sucesivos a lo largo de la carrera de
aquél a la obra de éste; y que en el pensamiento de Mach el título experimento mental (Gedankenexperiment) es
un concepto relevante.

123

83
Husserl, Edmund. Op. cit., p. 40.

124
Ibíd., p. 41.

125
Ídem.

126
Ibíd., p. 44.

127
Ibíd., p. 45.

128
Ibíd., p. 51.

129
Ibíd., p. 52.

130
Ibíd., p. 55.

131
Ibíd., p. 56.

132
Ibíd., p. 57.

133
En Fenomenología del ser y del lenguaje (2003) en más de un lugar asumí esta palabra (“enarcar”) como si
indicara el “poner en un arco”, como la flecha, que se lanza o se proyecta en una dirección de sentido; creo que
esa interpretación conserva su validez. Aquí, no obstante, ahora exploro esta otra dirección, siguiendo el título
Arca, como se viene exponiendo.

134
Krisis; Hua. VI, pp. 365 a 86.

135
Ibíd., p. 372.

136
Ibíd., p. 370.

137
Ídem.

138
Ídem.

139

84
Ibíd., pp. 375, 381, 385.

140
Ibíd., p. 376.

141
Ibíd., p. 378. Subraya ajena al texto.

142
Ibíd., p. 372.

143
Ídem.

144
Ídem.

145
Que fue materia de nuestra investigación –desde luego: corregible y completable–, ya mencionada,
Fenomenología del ser y del lenguaje (2003).

146
Ricoeur, Paul. Op. cit., pp. 175-187.

147
Ibíd., p. 179.

148
Ibíd., p. 175.

149
Ídem.

150
Ibíd., p. 176.

151
Ídem.

152
Veremos, más adelante, ello equivale a plantearnos, respectivamente, una fenomenología de la historia y una
fenomenología de la memoria; que, igualmente, refieren uno de los polos: el objetivo y el subjetivo.

153
Ricoeur, Paul. Op. cit. p. 176.

154
De aquí el proceso, sí valorativo, pero igualmente crítico, al que es preciso someter el testimonio; especialmente
el de las víctimas. Y es claro que la posibilidad de reconciliación se deriva del hecho de que no sólo se pueda dar
valor al punto de vista de la víctima. Aquí se comprende la postura crítica de Arendt respecto del juicio de
Eichmann.

85
155
Ricoeur, Paul. Op. cit., p. 177.

156
Ídem.

157
Ídem.

158
Ídem.

159
Ídem.

160
Ibíd., p. 178.

161
Ibíd., pp. 178-179.

162
Ibíd., p. 179.

163
Ídem.

164
Ricoeur, Paul. Op. cit., p. 180.

165
Ídem.

166
Ibíd., p. 181.

167
Ídem.

168
Ricoeur, Paul. Op. cit., p. 183.

169
Ibíd., p. 183.

170
Ídem.

171
Ibíd., p. 184.

86
172
Ídem.

173
Ibíd., p. 185.

174
Ídem.

175
Ídem.

176
Ídem.

177
Husserl, Edmund. La crisis de la humanidad europea. Nova, Buenos Aires, 1980, p. 131.

178
Ricoeur, Paul. Op. cit., 186.

179
Ídem.

180
Ibíd., p. 186.

181
Ídem.

182
Ibíd., p. 187.

183
Ídem.

184
Ídem.

185
Ricoeur, Paul. Historia y narratividad. Paidós, Barcelona, 1999, p. 105.

186
Ricoeur, Paul. La memoria, p. 187.

187
Ídem.

188
Ídem.

87
189
García Márquez, Gabriel. Cien años de soledad. Real Academia Española, Asociación de Academias de la Lengua
Española, Alfaguara, Bogotá, 2007, p. 61.

190
Ricoeur, Paul. La memoria, p. 181.

191
Ibíd., p. 183ss.

192
García Márquez, Gabriel. Op. cit., p. 26.

193
Ibíd., p. 56.

194
Ibíd., p. 59.

195
Ibíd., pp. 59-60.

196
Ricoeur, Paul. La memoria, p. 177.

197
García Márquez, Gabriel. Op. cit., p. 60.

198
Ídem.

199
Ibíd., p. 61.

200
Ídem.

201
Ricoeur, Paul. La memoria, p. 175.

202
García Márquez, Gabriel. Op. cit., p. 61.

203
Ídem.

204
Ibíd., p. 62.

205
Ídem.

88
206
Derrida, Jacques. La diseminación. Fundamentos, Madrid, 1975.

207
Ibíd., p. 102.

208
Ibíd., p. 103.

209
Ibíd., p. 104.

210
Ibíd., p. 105.

211
Ibíd., p. 109.

212
Ídem.

213
vid. Ibíd., p. 128.

214
Ibíd., p. 131.

215
Ibíd., p. 132.

216
Ibíd., p. 136.

217
Ibíd., p. 138.

218
Ibíd., p. 147.

219
Ibíd., p. 149.

220
Ibíd., p. 154.

221
Ídem.

222
Ibíd., p. 160.

89
223
Ibíd., p. 161.

224
Ibíd., p. 163.

225
Ibíd., p. 164.

226
Ídem.

227
Ibíd., pp. 166-167.

228
Ibíd., p. 167.

229
Ídem.

230
Arendt, Hannah. “Sobre la humanidad en tiempos de oscuridad: reflexiones sobre Lessing”. En Hombres en
tiempos de oscuridad. Gedisa, Barcelona, 2006.

231
Ibíd., p. 13.

232
Ibíd., p. 14.

233
Ibíd., p. 15.

234
Ibíd., p. 30.

235
Ibíd., p. 31.

236
Ídem.

237
Ídem.

238
Ídem.

239
Ibíd., p. 32.

90
240
Ídem.

241
Ibíd., p. 34.

242
Ídem.

243
Ibíd., p. 41.

244
Ibíd., p. 40.

91
Estudio V

LA DECONSTRUCCIÓN FENOMENOLÓGICA
DEL PATRIARCALISMO
–COMO POLÍTICA DE LA MEMORIA–

Sólo entonces comenzaría a olvidar


A deshacer la historia de su vida y la de los demás
La historia de la nieve y la piedra
Del dragón y la mariposa
Del hermano y del enemigo
A destejer el destino de quien deshace un dibujo
Grabado por agujas milenarias en la carne torturada
Así comenzaría desde la primera letra del tiempo
A contarlo todo de nuevo
Hasta olvidar su nombre y el nombre de todo ser
A nombrar la leyenda y transformar la fábula en mundo real245.

Exordio
A mí me parece que la principal función de la filosofía en una sociedad como la
colombiana radica en superar el patriarcalismo, mediante una estrategia de desmontaje.
Ha sido, precisamente, el patriarcalismo el que ha permitido el extravío por los rellanos
del embrujo autoritario. Incluso con la desconfianza que se puede tener sobre la
Modernidad y sobre la razón ilustrada: la deconstrucción lleva a plenitud una idea del
sujeto y, especialmente, de su empoderamiento.
Sólo, pues, sociedades que no dejan su destino en manos de los dioses pueden ser
democráticas, porque cada quien se define como “parte”, y, en consecuencia, como
sujeto de derechos en los procesos de participación. Por esto mismo, es a través de la
toma de posición subjetiva que llega a constituirse, en sí, la democracia radical, no sólo
como ideal, sino también y en especial como praxis. En efecto, la democracia ha sido
una de las experiencias más pobres o más escasas o más precarias en nuestro mundo de
la vida, porque hemos sido presas del fatalismo y de la desesperación ante el ambiente
reinante de la suposición según la cual ya “todo está perdido”. En parte, se ha supuesto
que el sujeto no puede nada ante estos “designios”.
Otra cosa es lo que observamos en la Europa Central y en Norteamérica: un exceso de
subjetividad que lleva a un subjetivismo egoísta: se convierte en la suposición de una
razón reinante que puede someterlo todo. Es un reino de subjetividad que decapita la
relación con el alter. Entre nosotros, en cambio, es la falta de un “sujeto fuerte”, que

92
haga valer sus derechos, por un lado; pero, por otro, es el primado de una
responsabilidad comunitaria que funda la solidaridad y la justicia como compasión.

1. Subjetividad fenomenológica y deconstrucción del patriarcalismo


En general, también se puede hablar de la obra de J. Derrida como de una
fenomenología deconstructiva –a diferencia de una fenomenología constructiva
(Husserl) o una fenomenología destructiva (Heidegger). ¿Qué pretende deconstruir tal
fenomenología? La cosa misma que se toma como asunto o que se tematiza es el
patriarcalismo. Sean casos: la memoria, el archivo, la autoridad, el falocentrismo, el
logocentrismo, la escritura.
¿Por qué, en rigor, la deconstrucción es un proyecto auténticamente fenomenológico?
Se trata de tener la experiencia originara (Ur-Erfahrung) que, en todos los casos, es
vivida en primera persona. En ese sentido, se trata de que cada quien sea capaz de
superar el patriarcalismo. O, como lo indica Husserl246: dar el paso de la segunda a la
primera efectividad. Ésta representa, sin más la objetividad, el darse naturalizado. El
retorno a la primera efectividad, en cambio, ofrece una recuperación de la primera
persona, esto es, de la subjetividad constituyente y dadora de sentido.
Por lo demás, se trata de que se pueda sostener al mismo tiempo: la vía de la
fenomenología trascendental, aquella que no sólo busca el eidos, sino la que mantiene y
preserva el horizonte de la ciencia, de la ciencia rigurosa. Entonces sí hay una Er-
Fahrung, una vivencia original, que tiene que ser reconquistada en cada caso en primera
persona; pero, así mismo, se implica que todo volver a ese lugar originario, originante y
originador pueda ser racionalizado hasta poder ofrecer una forma originaria (Ur-Form)
que puede, una y otra vez, en su pura formalidad, ser comunicada, complementada,
corregida. Si, por la vía de la Ur-Erfahrung, la primera persona es irrenunciable; por la
vía de la Ur-Form: el tú, el nosotros, el vosotros, el ellos –y, en general– los pronombres
personales que designan el alter no sólo puede, sino que debe –cada quien, en su
posición irrenunciable de primera persona–: complementar, corregir, variar, transformar
lo puesto y propuesto por quien ha expresado una Form que vale para uno y vale para
todos.
Lo originario a lo que hay que volver, entonces, invoca la subjetividad; pero,
simultáneamente, la intersubjetividad. Y, ¿cómo sobrevienen, entonces, las posibilidades
de la comunicación, de la comprensión, del entendimiento? Parece no haber otra
posibilidad: el mundo en cuanto horizonte se nos da como uno mismo y común. Pero
este mismo mundo tiene que ser, una y otra vez, efectuado desde la perspectiva en que
cada quien se sitúa. La horizontalidad del mundo, visto siempre en la perspectiva de la
primera persona, exige una pre-visión tanto como una pre-dación; esto es, un aparecer
y desplegarse en plena intuitividad.
¿Qué tiene que ver, pues, esta postura fenomenológica con el desmontaje del
patriarcalismo? Ni más ni menos que la imposibilidad de aceptar lo que no sea dado a
mi experiencia en cuanto y en tanto primera persona. Entonces me exijo volver a la Ur-

93
Erfahrung, sin aceptar lo dicho por ninguna autoridad. Sólo que al vivirlo y al decir,
desde el desmontaje, tengo el íntimo compromiso con la expresión del sentido que se me
ofrece en el modo como se me ofrece. Es, pues, el íntimo compromiso de despliegue de
la Ur-Form que puede ser corregida por un otro en otra posición de existencia desde su
perspectiva, en nuestro común horizonte de experiencia.
Ur-Erfahrung y Ur-Form son como anverso y reverso, dos caras de una misma
posibilidad: la primera persona que es irrenunciable, que no puede aceptar nada que no
sea conquista de la reflexión propia; y, por otra parte, pluralidad de perspectivas, que
una y otra vez ponen en juego los procesos de corrección, en fin, ponen en acción el
principio de corregibilidad. Es la posición del analogon, como la ha expuesto
Husserl247; aquella que me obliga a reducir el punto de vista del alter y al alter mismo a
mi esfera de propiedad, por una parte. Pero, por otra parte, es el alter –que en su ser
irrenunciable de primera persona– que ejerce todos sus derechos de crítica, de
corrección, de ejecutor de un proyecto de humanidad universal que exige, a su vez, una
comprensión universal.
Desde luego, Husserl no tuvo “nombres para todo eso”. Derrida, quizá sí. La
fenomenología de Husserl, genética en todos sus pasos, siempre se orientó
constructivamente. La de Derrida, también genética –como la ejerció desde el trabajo
pionero sobre el Origen de geometría–, en cambio, se desplegó desde su inició como
deconstrucción.
El ejercicio que nos proponemos, a continuación, tiene que ver con un proceso, sí, de
fenomenología genética: primero reconstructivo –siguiendo a Habermas–; pero luego
vamos a desarrollar –por razones que no se explicitan, pero que se entenderán– una
deconstrucción de la idea de los alemanes como maestros de la humanidad –de la mano
de H. Broch–; nuestro colofón será, precisamente, una fenomenología genético-
deconstructiva-reconstructiva en la crítica al Patriarca y máximo jerarca de la Iglesia
católica en la cabeza de Pío XI, a manos de la hoy santa Edith Stein.

2. La crisis del “espíritu absoluto” como crisis de la filosofía


Broch (…) Durante toda su vida se aferró a la idea de que “la muerte es en sí misma carente de valor”. (…)
Como sabemos que la muerte es el mal absoluto, el summum malum, podemos decir que el asesinato es la maldad
absoluta248.

En la actualidad sabemos que el asesinato está lejos de ser lo peor que un ser humano puede hacerle a otro y
que, por otra parte, la muerte no es lo que el hombre más teme249.

2.1 Reconstrucción genética, filosófica


a) En 1973 Jürgen Habermas leyó la conferencia radial en Hesse titulada ¿Para qué
aún la filosofía? En ella, por así decirlo, evaluó: 1) El fracaso de lo Absoluto como cosa
misma de la filosofía, siguiendo en ello la preocupación expresada por Th. W. Adorno250;
pero, más allá de ello, 2) Observó cómo la filosofía en Alemania hubo de estar

94
“dominada” y “asociada” al desarrollo de “escuelas” que, a su vez, estuvieron lideradas
por individuos251, con nombres propios (ej. Husserl, Heidegger, Jaspers, Litt, Scheler,
Plessner; Benjamin, Korsch, Horkheimer; Wittgenstein, Carnap, Popper; Gehlen, Bloch).
3) Que la filosofía se asocie a “personas” –y que, por tanto, no obedezca a un proyecto
“científico”– trae consigo el primado de la “retórica”252 hasta, prácticamente convertirse
en sofística. 4) Todos estos “movimientos” quedaron determinados por el influjo de un
proceso histórico: el fascismo253, bien porque lo asumieron acríticamente, bien porque
reaccionaron contra él, bien porque hubieron de elaborar la “culpabilidad y la
responsabilidad colectiva”254 por el proceder adoptado. 5) Al cabo, el problema es: si la
filosofía es o puede ser un instrumento de la ilustración o si todavía el filósofo es más
bien un “iluminado”, un “arconte”, un “funcionario de la humanidad”, y, en este
respecto, todavía las tareas de conversión de la filosofía en un dominio público es o no
pasa de ser un ideal255.
Acaso el mayor problema de la filosofía alemana es que todavía “se imagina dueña, sin
duda alguna, de un primer absoluto y adopta un aire de un demiurgo”256. Desde luego,
esta “autocomprensión” no aparece sin más. Habermas ve el origen de ésta en: a) La
presunción de la unidad de filosofía y ciencia hasta Hegel257; b) “La unidad de la
enseñanza filosófica y la tradición en el sentido de una transmisión de legítima
autoridad”258; c) El intercambio de roles entre filosofía y religión, dado hasta Hegel259; y,
d) La suposición de que la filosofía es tarea de una élite260. Y, sin embargo,
históricamente todo ello fracasó.
¿Para qué, entonces, aún filosofía, tras todo este fracaso? Habermas sugiere una
respuesta: para fungir como crítica y como teoría crítica. En el primer sentido tiene el
valor de crítica intrínseca261 al desarrollo de las ciencias (como lo han hecho Popper,
Lorenzen o Luhmann); en el segundo sentido se orientaría al “afianzamiento de la
identidad” a partir de una “conciencia cotidiana completamente secularizada”262 que
logre reconstruir “la estructura motivacional”263 que posibilite el despliegue de “las
estructuras de la personalidad”, precisamente en el seno mismo “de las estructuras de
grupo que llevan consigo un potencial complementario”264.
b) A su turno, en 1985 Hans-Georg Gadamer muestra cómo en los comienzos del siglo
XX hay, en Alemania, una seria confrontación entre relativismo y ciencia rigurosa.
Indica cómo, incluso, desde el primer horizonte de la investigación –siguiendo a W.
Dilthey– se puede afirmar que “el relativismo no sería un defecto de nuestra concepción
científica, sino muestra de la riqueza de aspectos de la vida misma”265. En cambio, visto
desde el lado de la búsqueda de la universalidad de la ciencia o su carácter de ciencia
rigurosa: “Únicamente el manifiesto de Husserl a favor de la ‘Filosofía como ciencia
estricta’, ese famoso artículo de 1910266, que llevó a un conflicto con Dilthey, se
mostraba confiado en poder conjurar el peligro del relativismo y del escepticismo que
amenazaba aquí”267. Para Gadamer, el período de la referencia –1910 a 1920– se

95
caracterizó por ser un “momento de la crisis de los fundamentos científicos: crisis de los
fundamentos de la teología (…), crisis de la economía (…), crisis en las matemáticas
(…), y crisis en la física”268. Es en este contexto en el cual se comprende que: “La
confusión general de las mentes obligaba a que se prestase inútilmente atención al
evangelio de la fenomenología al modo husserliano”269.

2.2 La crisis vista en la literatura


La maravillosa novela de Hermann Broch titulada Los inocentes (Die Schuldlosen),
que “Ensambla una polifonía de voces, temas e historias, complicadas y exigentes”,
refiere tres momentos estelares de la historia cultural europea, y, particularmente,
alemana: “Tres tiempos –1913, 1923 y 1933–”270. Sólo a manera de información
complementaria recordemos: en 1913 publica Husserl sus Ideen I; en cambio, 1933 es
justamente el año en que Heidegger es elegido Rector de la Universidad, cargo en el que
permanece por diez meses.
De los muchos elementos que bien vale la pena tomar en consideración en la novela,
vamos a detener nuestra atención en capítulo “VII. Los cuatro discursos de Zacharias,
catedrático de instituto”271.
Ya para 1913 Zacharias272 era “profesor interino de instituto”. Si por algo se
caracteriza Zacharias es por exhibir “un carácter surgido de la mediocridad”. De hecho:
“Sólo entiende problemas aritméticos, problemas de repartos y combinaciones
proporcionales, no problemas de la existencia”273. Era, pues, un hombre “completamente
determinado por las cosas de un mundo exterior plácido”274. Aunque no tenía una
especial disposición erótica, se abría a la posibilidad de llegar a vivir con una mujer que
pudiera ser “futura ama de casa”275.
Zacharias, “cuando se licenció”276, llegó a vivir a una casa de familia. Tal familia
estaba compuesta por la patrona y su hija, Philippine277. Zacharias usaba los domingos
para viajar con “billete de cuarta clase (…) con mochila a la espalda y sombrero
tirolés”278; entre tanto, Philippine vivía permanente “un nuevo sueño (…) arropada en el
suave asiento de primera clase”279, y, en sus sueños, había algo así como con un hombre
idealizado.
Zacharias y Philippine se enamoran sórdida y perdidamente, más por las circunstancias
que por una auténtica atracción280. “El espíritu romántico de Philippine, cautivado por la
palabra muerte, fue repasando las ventajas de las distintas clases de muerte. La fogosidad
de su amor exigía un final también tempestuoso”281; para ambos en un momento dado el
suicidio se convirtió en un auténtico proyecto que ejecutaron, tras copular: “(…) ella se
entregaba extasiada a ese sentimiento creciente, (…) con los ojos cerrados vio ante sí la
cabeza de Zacharias rodeada de estrellas y murmullos del bosque, le sonrió un momento
y le apuntó al corazón, cuya sangre se fundió amorosamente con la que brotaba de su

96
sien”282.
Pero, retengamos este dato. Broch, concluido el relato, cavila con la siguiente reflexión:
Cierto que la preparación común a la muerte es ya en sí un acto de liberación ética, y puede adquirir tanta
importancia que a muchos amantes les supone toda una vida, prestándoles a lo largo de ella la fuerza de una
realidad de valores que de otra forma no habrían podido poseer. Pero la vida es larga y facilita el olvido. Por
eso, lo único que nos es lícito conjeturar en este caso es que los acontecimientos que se desarrollaron entre
los arbustos acontecieron con la grosera torpeza de costumbre para precipitarse luego a su fin natural, no
necesariamente feliz283.

¿Por qué es importante retener este dato? Obsérvese cómo en la misma novela, más
adelante, Zacharias aparece “Con sus propios hijos, una chiquilla de nueve años, un
muchacho de ocho y otro de cinco –fruto del último permiso militar–, y que gracias a la
ayuda de su esposa, había podido aplicar tales principios educativos. Los niños
obedecían a la primera palabra. En casa todos, él como guía y espejo de los demás
(…)”284. Queda, entonces, en evidencia cómo Zacharias ve el amor como suicidio; y, el
matrimonio como su plena y total consumación. Cuando Zacharias regresa a su casa, tras
libar con Andreas –A. en esta parte de la novela, Andreas en otras partes de la misma–,
y, de pronunciar sus cuatro discursos, de hecho Philippine lo reprime. Broch lo narra así:
(…) empezó a pegarle (…). No se fijaba siquiera si le daba en la espalda o en las
nalgas; le golpeó una y otra vez, sin parar.
Zacharias, primero silencioso, con el trasero un tanto salido para facilitar la ejecución,
empezó ahora a gemir:
–Eso es, así… más, más… más… más… sácame la repulsión del cuerpo… hazme
fuerte… sácamelo… eso es… así… ¡oh, Philippine!, querida… te amo, otra vez.
–Cuando se disponía a desabrocharse los tirantes, se interrumpió el castigo. Se volvió
sorprendido y, con la mirada vidriosa, la copa del sombrero siempre en la cabeza, se
dirigió titubeante a su mujer:
–Philippine, te quiero285.
Ya para entonces en la narración Zacharias había pronunciado su “tercer discurso”286;
había comparado la fraternidad con el amor, mostrando la primacía de aquélla sobre
éste. En ambas se da una tendencia a la consunción del hombre; pero “el amor se apaga
en sí mismo en la consunción a la que aspira y con ello evidencia y prueba su no
existencia, la fraternidad empieza en realidad con la consunción misma”287. Entonces,
como evocando lo que sucedió en el bosque, alude al hecho de que “los amantes temen
la muerte, la superación de la muerte, la superación del rechazo que produce la
muerte”288.
¿En qué radica, pues, la primacía de la fraternidad? Zacharias aduce que “la
fraternidad es el sueño de la comunidad de los hombres, un sueño primitivo
transformado en algo elevado y noble por su multiplicidad y que siempre alcanza la
realidad porque se ha sujetado a ella”289. Es en la fraternidad donde todo se “perdona de
antemano y ni el pedo más maloliente puede dañar la camaradería”290.

97
2.2.1 El progreso
Zacharias acudía a las reuniones del partido socialdemócrata en las cuales se
impugnaba la teoría de la relatividad de A. Einstein. Tanto él como sus copartidarios,
según decía: “¡Somos partidarios del progreso, pero no estamos dispuestos a doblegarnos
a las modas!”291. Para él, ni en ciencia, ni en política es posible la neutralidad292. Su
interlocutor, A., arguye, por contra:
–(…) Yo acepto lo que me reserva la suerte, incluso el progreso y sus bendiciones. Y como no puedo
rebelarme contra ella, trato de alegrarme. Nadie puede detener el progreso. Por eso debemos
defenderlo293.

A. y Zacharias discuten en torno a la recepción de la teoría de la relatividad y su


relación con el progreso. Mientras A. la considera “Un beneficio inevitable”294; Zacharias
sentencia:
–(…) Puedo afirmar con valentía que soy un hombre partidario del progreso. Soy miembro del partido
socialdemócrata, y éste se ha pronunciado abiertamente a favor de la teoría de la relatividad. Pero en la
mentalidad en desarrollo no puede sembrarse la confusión bajo la capa del progreso (…)295.

a. le replica:
–Totalmente. Desde el punto de vista político está usted a favor de Einstein, pero desde el científico, en
contra. Y en general le gusta a usted muy poco Einstein296.

Zacharias cree que el progreso deviene de la precisión o la trae como consecuencia.


En cambio A. considera que “La precisión trae consigo la desgracia”. Incluso, insiste:
–¡Ah! Los alemanes son el pueblo más preciso de Europa y con su precisión han atraído consigo la
desgracia sobre sí mismos y sobre Europa297.

La controversia, entonces, se podría resumir así: o uno se abandona a las fuerzas de la


naturaleza y de la historia, viviendo simple y llanamente lo que depare el azar –tesis de
A.–; o, por el contrario, uno participa de la idea de conducir naturaleza e historia; y,
desde luego, si se embarca en este proyecto debe hacerlo con precisión, puesto que ello
exige racionalidad, disciplina, don de mando o capacidad de seguir órdenes –según la
posición que se tenga en la jerarquía social–, unidad de cuerpo o –lo que es lo mismo–
comportamiento gregario; en esta dirección argumenta Zacharias y es a esto a lo que
llama progreso.

2.2.2 Los alemanes “un pueblo de maestros”


Zacharias muestra que los franceses, según su experiencia en la guerra, son “demasiado
pequeños, demasiado negros y demasiado parlanchines”298; según sus palabras “Con los
judíos ocurrió lo mismo”299; pueblos así, tan desordenados como los rusos, no pueden ir
cambiando a su antojo la imagen del mundo. Para eso los alemanes tienen su ciencia y
sus genios dentro de ella. Así, entonces, esta es, para él “(…) nuestra imagen del mundo,

98
y si la queremos cambiar lo haremos nosotros mismos, mejor y con más consistencia, sin
tanto revuelo. Esta es nuestra precisión, la precisión de la ciencia alemana. Nosotros lo
haremos y (…) no necesitaremos su ayuda”300. De aquí concluye Zacharias que “Al
alumno no compete enseñar al maestro”301; y, para hacerlo más explícito indica:
(…) Somos un pueblo de maestros, de maestros del mundo, y no es de extrañar que los demás, pésimos
alumnos, consideren nuestra severidad como una injusticia y se revelen contra ella302.

Pero, ¿cuál es el contenido de esa enseñanza que tienen que promover los alemanes?
El infinito; los alemanes son “el pueblo del infinito y por ello el pueblo de la muerte”303;
esto es lo que tienen que irradiar e irrigar por el mundo; para esta tarea tienen que asumir
el liderazgo de la fraternidad, de las naciones, de la fraternidad de las naciones304. Ésta
es la misión de los alemanes: “Nuestra misión es demostrárselo al mundo, sobre todo a
las victoriosas democracias occidentales”305. Y, por esto, no importan ni los sacrificios, ni
los malos entendidos: “Para salvarlos hemos de castigarlos, imponiéndoles el infinito,
portador de la muerte”306. Y todo lo que hay que enseñar es una “Lección (…) difícil de
enseñar”307; pero esta misión tiene el enorme costo de que a los alemanes se les “ha
conferido no sólo la dignidad del juez, sino también la indignidad del verdugo”308. En sí,
pues, esta “misión de enseñar al mundo es la maldición del don” y, sin embargo, la han
“aceptado en honor a la verdad que se halla en el infinito”309.
Pero, ¿qué ha pasado con las clases obreras alemanas? Han perdido responsabilidad y
la relación con el infinito al que están obligados; así, entonces, se han vuelto temerosos
de la muerte; por eso mismo, se han vuelto incapaces de ser maestros del mundo310;
esto conlleva a una degeneración de la democracia.

2.2.3. La democracia y la superación del singular


¿Cuál es el problema que tiene que ser denunciado, pues, con este decaimiento de la
clase obrera? En sí, el decaimiento lo que indica es una primacía del singular. Esta
primacía consiste en que cada quien busca su interés, la afirmación de su ser. Y ésta se
logra por el régimen de placeres que da el amor: copular. Se trata, ahora, de una clase
obrera que sólo vive para la “diversión” y para “dormir con sus mujeres”311. Así,
entonces, se vuelve “botín fácil para las degeneradas democracias”. Pero, piensa
Zacharias, esto tiene que ser superado si Alemania quiere cumplir con su destino y con
su responsabilidad.
¿Cómo, pues, se supera este estado de cosas? Reconociendo la superioridad del
universal, de la totalidad: “Sólo la totalidad es la verdad, no el individuo”312; y, muy por
el contrario si se piensa el individuo es en función de realizar el universal, lo abstracto, la
totalidad: “solamente él puede tomar parte en la libertad del conjunto y nunca, nunca
jamás, le será posible ni le estará permitido demostrar libertad propia”313.
Llegados a este punto, entonces, uno se pregunta: ¿por qué hay que superar el singular,

99
el individuo? Entonces se entiende: el primado de éste trae consigo la anarquía; y,
entonces, un mundo tal se hace ingobernable. Zacharias lo expresa lacónicamente:
“Necesitamos una libertad planeada y por eso es necesario sustituir la libertad caótica e
imbécil de occidente por una libertad dirigida”314. Lo peor que le puede pasar a una
cultura es la imbecilidad (imbecillĭtas, -ātis): esa suerte de alelamiento o escasez de
razón que perturba toda actuación con sentido; esa improcedencia que viene de la
flaqueza y la debilidad tanto física como moral. Zacharias sabe que esto sólo lo pueden
superar los alemanes; los que son capaces de sacrificar toda forma del individuo por el
universal. Y esta decisión, que viene –como se ha mostrado– como misión del pueblo
alemán, se basa en la igualdad; pero tiene que ser una igualdad de los mejores:
Nuestra igualdad será igualdad ante las órdenes, igualdad de disciplina y de
autodisciplina, igualdad ordenada de acuerdo con la edad, la categoría y la misión de los
ciudadanos, una pirámide bien equilibrada en cuya cúspide se requerirá al elegido, el cual
será un maestro de disciplina, severo, serio y autoritario, sometido también a la
autodisciplina. Será quien garantice la fraternidad. De otro modo no sería posible. A toda
fraternidad le corresponde un padre, abuelos, toda una serie de antepasados que
garanticen la unidad del conjunto y el carácter inalterable y certero de las cosas.
Nuestro camino llega al amor a través del castigo y nos lleva hasta aquel amor
eternamente dispuesto para la muerte y que, por tanto, sabe superar la muerte. En este
amor, más allá del rechazo de la muerte, se juntan fuera del tiempo la animalidad y el
infinito. Este es el camino que la democracia alemana tendrá la obligación de seguir,
poniéndose en cabeza de la autodisciplina, porque está destinada a dirigir el nuevo
internacionalismo315.
Así, pues, en contraposición con el singular, con el individuo, el universal permite la
introducción del orden, la prestancia de un líder que haga las veces de padre; que en sí
contenga todos los valores del orden que exige la democracia.
Sólo quien puede ofrendar la vida por la democracia –por el grupo, por la fraternidad–
es digno de pertenecer al universal, de llevar a plenitud sus valores. Y éste tiene que ser
el líder; él es quien tiene que conducir a quienes no tienen ese espíritu, ese tesón, esa
entrega.
El líder es un padre. Y éste no sólo encarna su ser ahora patriarca, sino que, además,
resume en sí y potencia la tradición arcana de los abuelos. Esto es lo que da continuidad
al orden, a la construcción de una democracia que es capaz de asumir y proyectar cuanto
bueno ha sido y cuanto bueno puede ser, llegar a ser. En el líder se unen: bondad, belleza
y justicia.
Así mismo, es líder es el gran sacrificado. En resumidas cuenta, el líder y el
sacrificado es el elegido. Y lo es porque él mismo no se erige en tal, sino que –por
procedimientos y mecanismos democráticos–: son sus congéneres quienes lo enaltecen
como tal. Por eso mismo su voz, sus órdenes, sus mandatos: no serán cuestionables;
pues, en sí, su voz sólo profiere: el sumo bien, la suma justicia y la suma esperanza.

100
2.3 El patriarca como Führer
Zacharias lo tuvo claro desde siempre. Era su costumbre “amoldar sus puntos de vista
a aquellos que estaban en el poder y (…) poseía una auténtica confianza democrática en
la sabiduría de la mayoría popular”316; fue por eso por lo que “se afilió al partido
socialdemócrata”317. Desde luego, esta ideología no sólo la veía imperativa para su
profesión, también para su vida personal, familiar, como ya se estableció atrás. Ahora
Zacharias:
(…) se veía ya director del instituto. Cuando lo fuera, pensaba aplicar un reglamento severo, prescindir de
los profesores con otras ideas políticas, preservar la escuela de dañinas formas modernas de pensar y
educar a los jóvenes bajo una disciplina férrea para convertirlos en bizarros demócratas 318.

Es relevante ver cómo en la mentalidad de Zacharias no cabe la duda, no se cuestiona


la autoridad –ni la de otros, ni la propia–; llama la atención cómo, poseedor de unas
cuantas verdades, está dispuesto a difundirlas, puede decirse, al precio que sea. Y, por
eso mismo, tanto los conocimientos como las actitudes –por ejemplo, las que considera:
auténticamente democráticas– que juzga válidas, según su punto de vista, hay que
imponerlas.
El caso de su alegato contra la teoría de la relatividad tan sólo ilustra el procedimiento
que adopta para toda su actuación. De ahí tanto las dos siguientes preguntas como su
declaración sentenciosa, como respuesta:
¿Cómo podía ejercerse bien la profesión si uno debía enseñar a cada momento nuevas materias? (…) ¿De
qué servirían entonces los exámenes de capacitación profesional para la enseñanza? (…) Es, por tanto,
inadmisible importunar al profesor con nuevas teorías, sobre todo siendo tan discutibles como las de
Einstein319.

La crisis de lo absoluto como crisis de la filosofía, pues, radica en que lo absoluto


mismo no se da más con necesidad; por tanto, queda abierto el camino de lo subjetivo-
relativo. Y, por el contrario, ante este último: sólo queda el expediente de imponer lo
absoluto.
¿Cuál es, pues, la necesidad de lo absoluto?
Ahora bien, con la debacle de lo absoluto, también sobreviene una crisis tanto de la
formación como de la enseñanza. Todo el conocimiento resulta ser tan sólo un conjunto
de hipótesis. Nada, pues, puede darse por cierto, por definitivo.
Este, digámoslo así, temor a la incertidumbre se cubre o se llena con autoritarismo. Y,
precisamente, ahí se abre el camino para que venga el líder, der Führer. Él tiene una
misión salvífica porque encarna la respuesta a todos los miedos que devienen de la
incertidumbre. Aquí, con alguien que piense por nosotros, por los otros, se da la
renuncia a ser sí mismo, a tener una autorresponsabilidad por sí y por el sentido de la
historia.

3. La relación memorable de E. Stein y el papa Pío XI

101
En el año de 1933, desde luego, se registran muchos hechos memorables. De ellos se
puede destacar, para los objetivos de este escrito, dos: el ascenso de Hitler al poder y el
ejercicio de M. Heidegger como Rector320. La tinta que ha corrido sobre ambos hechos
hace inútil cualquier profundización aquí. Vamos, en cambio –en razón de nuestros
intereses–, a centrar la atención en la carta de Edith Stein a S.S. el papa Pío XI, remitida
6 meses antes de que la autora hiciera su ingreso al monasterio de las carmelitas en
Colonia (el 14 de octubre de 1933).
La carta de Edith Stein al papa Pío XI
12 de abril de 1933

¡Santo Padre!
Como hija del pueblo judío que, por la gracia de Dios, durante los últimos once años
también ha sido hija de la Iglesia Católica, me atrevo a hablarle al Padre de la Cristiandad
sobre lo que oprime a millones de alemanes.
Desde hace semanas vemos que suceden en Alemania hechos que constituyen una
burla a todo sentido de justicia y humanidad, por no hablar del amor al prójimo. Durante
años, los líderes del nacionalsocialismo han estado predicando el odio a los judíos. Ahora
que tomaron el poder gubernamental en sus manos y armaron a sus partidarios entre los
cuales hay elementos probadamente criminales, esta semilla de odio ha germinado. Sólo
hace poco tiempo, el gobierno admitió que se habían producido algunos incidentes. No
podemos conocer exactamente su alcance porque la opinión pública está amordazada.
Sin embargo, a juzgar por lo que he sabido a través de contactos personales, no se trata
de ninguna manera de pocos casos excepcionales. Bajo la presión de reacciones del
exterior, el gobierno adoptó métodos más benignos. Ha difundido la consigna: no tocar ni
un pelo a los judíos. Pero sus medidas de boicot que despojan a la gente de su sustento
económico, su honor civil y su patria arrojan a muchos a la desesperación: en la última
semana he sabido por informes privados de cinco casos de suicidio como consecuencia
de ese hostigamiento. Estoy convencida de que éste es un fenómeno general que todavía
producirá muchas más víctimas. Podemos deplorar que esos desdichados no hayan
tenido una mayor fuerza interior para sobrellevar su infortunio. Pero gran parte de la
responsabilidad recae sobre aquellos que los llevaron a ese punto. Y también recae sobre
aquellos que permanecen en silencio frente a esos hechos.
Todo lo que ocurrió y sigue ocurriendo día tras día es producido por un gobierno que
se autodenomina cristiano. Desde hace semanas, no sólo los judíos, sino también miles
de fieles católicos de Alemania, y, creo, de todo el mundo, esperan y confían en que la
Iglesia de Cristo alce su voz para poner fin a este abuso del nombre de Cristo. ¿No es
esta idolatría de la raza y de la autoridad del Estado que se impone diariamente a la
conciencia pública a través de la radio, una verdadera herejía? ¿No es este intento de
aniquilar la sangre judía una afrenta a la sagrada humanidad de nuestro Salvador, a la
santísima Virgen y a los apóstoles? ¿No se opone diametralmente todo esto a la conducta
de nuestro Señor y Salvador, quien, incluso en la cruz, oró por sus perseguidores? ¿Y no
es una mancha negra en la crónica de este Año Santo, que se suponía debía ser un año

102
de paz y reconciliación?
Todos nosotros, que somos fieles hijos de la Iglesia y observamos las condiciones
imperantes en Alemania con los ojos abiertos, tememos lo peor para el prestigio de la
Iglesia si el silencio se prolonga por más tiempo. Estamos convencidos de que a la larga,
este silencio no logrará comprar la paz con el actual gobierno alemán. Por ahora, la lucha
contra el catolicismo se hará en forma silenciosa y menos brutal que contra los judíos,
pero no menos sistemática. No pasará mucho tiempo hasta que ningún católico pueda
ocupar un cargo en Alemania, a menos que se ponga incondicionalmente al servicio del
nuevo rumbo de los acontecimientos.
A los pies de Su Santidad, rogando su bendición apostólica,
(Firmado) Dra. Edith Stein,
docente del Instituto Alemán de Pedagogía Científica,
Münster en Westfalia, Collegium Marianum321.
De la carta debemos resaltar, al menos, los siguientes aspectos:

1. Stein reacciona prácticamente de inmediato a los hechos: el ascenso de Hitler,


como ya se ha dicho, pero también la situación contextual de rechazo a los
judíos y de entronización del antisemitismo como política de Estado en la
Alemania de ese entonces.
2. La autora, prácticamente, identifica nacionalsocialismo con amordazamiento
de la opinión pública como si, en todos los casos, el totalitarismo tuviera su
origen en esta práctica.
3. Como queda visto en el texto de la Carta, el título Patria designa –como el
concepto nación– el lugar donde se nace; no tiene, por tanto, una relación
unívoca con sangre, ni con religión –acaso sí con lengua– como en el caso
del pensamiento de M. Heidegger (cf. Lógica, según el manuscrito de
Weiss322; y la Entrevista para Der Spiegel323).
4. En la misiva se establece el suicidio –que, para entonces, empieza a darse
como fenómeno social entre los judíos-alemanes– como resultado del
hostigamiento político y civil del que fueran víctimas por el Estado y el partido
nacionalsocialista.
5. Un aspecto central de la comunicación radica en la denuncia que hace del uso
político de la religión como encubrimiento ideológico de la barbarie nazi.
6. También la autora hace visible la necesidad de que el cristianismo se levante y
hable; en fin, de que se comprometa políticamente a partir de sus
convicciones.
7. Igualmente, aquí se observa, desde el punto de vista religioso, cómo el uso
ideológico de la religión es, en sí, una herejía.
8. Por supuesto, no sólo son las estructuras políticas y administrativas del poder
del Estado las que tienen una avanzada contra los judíos-alemanes, también la
universidad y la iglesia alemanas quedan incursas en la crítica toda vez que su
omisión o su complicidad conlleva una aceptación pasiva de las acciones del

103
orden político.
9. En consecuencia, el silencio se convierte en este caso: manifiestamente en
complicidad.
10. Stein habla tras una experiencia explícita y concreta de Iglesia, tras once años
de su conversión, datada en 1922. No se trata de un juicio desde fuera de la
estructura eclesial, sino, precisamente, desde un conocimiento, digamos, de
“las cosas mismas” tanto de la fe católica como de la organización eclesiástica.

Con lo observado en la carta –y destacado en los puntos precedentes– se puede decir


que este documento es una breve pieza político-religiosa en la cual E. Stein desarrolla
un ejercicio –como docente del Instituto de Pedagogía Científica– para tomar posición
ante los acontecimientos políticos del momento: ascenso de Hitler al poder, ya lo hemos
dicho; persecución política a los judíos-alemanes, suicidio masivo de éstos.
Desde luego, se trata de una valoración sobre el mundo-de-la-vida-político-religioso
de su momento. Lo que queda en discusión no sólo son los hechos, sino también la
génesis y la trayectoria ideal de su poder-llegar-a-ser. En este último sentido: es un
ejercicio de fenomenología genética.
En la carta cabe destacar cómo se da un ejercicio de expresión relativo a lo que un(a)
fiel de la Iglesia católica le plantea, en primera persona, a la persona que en su persona
encarna la autoridad y la jerarquía de esta estructura de organización social y política: la
Iglesia. Aquí, en cierto modo, Stein hace uso de una herencia luterana –en tanto modo
contextual de la cultura alemana– en la cual se trata directamente –sin intermediarios–
con la autoridad. De ese hecho cabe destacar que la única respuesta que recibió la
remitente fue lo que llamamos un “acuse de recibo”. ¿Por qué?, ¿por su condición de
mujer?, ¿por su posición de judía-conversa?, ¿por su modesta posición de Profesora de
Instituto?, ¿por el temor Vaticano a la reacción nazi?
Todo esto tiene que ver con las máquinas de guerra, con las tecnologías de la muerte:
cuando la acerada máquina ya está en funcionamiento, los poderes se doblegan al más
fuerte. También el Vaticano quedó, en este caso, presa de la máquina, de la precisión –
fatal precisión– alemana, como la llama H. Broch. ¡Qué diferencia entre Pío XI y Juan
XXIII (Angelo Giuseppe Roncalli, el llamado “papa bueno”)!; este último aseguraba que
“la justicia está por encima de la caridad”324.
Aquí, entonces, no sólo hay primera persona que se dirige en persona al papa –en
persona– como primera persona de la Iglesia; se trata de un ego trascendental de un(a)
creyente (una-más-entre-las-demás) que se dirige al ego trascendental de quien asume el
lugar de puente, de pontífice de la Iglesia católica en cuanto personalidad de orden
superior.
Desde luego, contrasta la actuación vaticana con respecto a Stein con la que la misma
institución tuvo Hermine Speier en 1934, cuando pone bajo la responsabilidad de ésta –
con todo y su situación de judía, y en su momento de vinculación laboral con el
Vaticano, no-conversa– en cuanto antropóloga competente: la construcción del archivo

104
fotográfico. ¿Cómo explicar esta disimilitud en una y otra actuaciones?

____________________
245
Quessep, Giovanni. Parábola. En: Antología poética. Instituto Caro y Cuervo, Bogotá, 1993, p. 64.

246
Hua. IX, § 19.

247
Meditaciones Cartesianas, §44.

248
Arendt, Hannah. “Hermann Broch 1886-1951”. En: Hombres en tiempos de oscuridad. Gedisa, Barcelona, 1990,
p. 134.

249
Ibíd., p. 135.

250
Habermas, Jürgen. “¿Para qué aún la filosofía?”. En: Sobre Nietzsche y otros ensayos. Tecnos, Madrid, 1982, p.
62.

251
Ibíd., p. 64.

252
Ibíd., p. 65.

253
Ibíd., p. 66.

254
Ídem.

255
Ibíd., p. 68.

256
Ibíd., pp. 71-72.

257
Ibíd., p. 75.

258
Ibíd., p. 76.

105
259
Ídem.

260
Ibíd., p. 77.

261
Ibíd., p. 85.

262
Ibíd., p. 87.

263
Ídem.

264
Ibíd., p. 88.

265
Gadamer, Hans-Georg. El giro hermenéutico. Cátedra, Madrid, 2001, p. 125.

266
Es conocido que el artículo Philosophie als strenge Wissenschaft de E. Husserl data de 1911, publicado en la
Revista Logos (I, 1911, pp. 289-341). Quizá Gadamer refiere la fecha de la composición del escrito, más que la
de edición.

267
Ídem.

268
Gadamer, Hans-George. Op. cit., p. 126.

269
Ídem.

270
Broch, Hermann. Los inocentes. Random House Mondadori, Barcelona, 2007, p. 9.

271
Ibíd., pp. 159-193.

272
Ibíd., p. 43.

273
Ídem.

274
Ibíd., p. 44.

275

106
Ibíd., p. 45.

276
Ibíd., p. 44.

277
Ibíd., p. 46.

278
Ibíd., p. 47.

279
Ídem.

280
Ibíd., pp. 48-49.

281
Ibíd., p. 52.

282
Ibíd., p. 55.

283
Ídem.

284
Ibíd., p. 160.

285
Ibíd., p. 191.

286
Ibíd., p. 177.

287
Ídem.

288
Ídem.

289
Ibíd., p. 178.

290
Ibíd., p. 179.

291
Ibíd., p. 161.

292

107
Ibíd., p. 164.

293
Ibíd., p. 166.

294
Ídem.

295
Ibíd., p. 165.

296
Ídem.

297
Ibíd., p. 167.

298
Ibíd., p. 168.

299
Ídem.

300
Ídem.

301
Ídem.

302
Ídem.

303
Ibíd., p. 169.

304
Ibíd., p. 174.

305
Ídem.

306
Ibíd., p. 169.

307
Ídem.

308
Ídem.

309

108
Ídem.

310
Ibíd., p. 185.

311
Ídem.

312
Ídem.

313
Ídem.

314
Ibíd., p. 186.

315
Ídem.

316
Ibíd., p. 160.

317
Ídem.

318
Ídem.

319
Ibíd., p. 161.

320
“En abril de 1933 (…) elegido rector unánimemente por el pleno de la Universidad” (cf. Heidegger, Martin. “El
rectorado, 1933-1934”. En: La autoafirmación de la Universidad alemana. El rectorado, 1933-1934. Entrevista del
Spiegel. Tecnos, Madrid, 1989, p. 21).

321
Tomado de: Revista Criterio, Nº 2283, Junio 2003. En: http://www.revistacriterio.com.ar/cultura/la-carta-de-
edith-stein-al-papa-pio-xi/ Consultado: 25 de abril de 2011.

322
Heidegger, Martin. Lógica. Lecciones de M. Heidegger. (Semestre de verano de 1934) en el legado de Helene
Weiss. Anthropos, Barcelona, 1991.

323
Ed. cit.

324
Citado por: Arendt, Hannah. Op. cit., p. 76.

109
Estudio VI

LOS LÍMITES DE LA REBELDÍA


LA FENOMENOLOGÍA DE ALBERT CAMUS:
SU LECTURA Y SU HERENCIA

Una mirada desde la alcantarilla


puede ser una visión del mundo
La rebelión consiste en mirar una rosa
hasta pulverizarse los ojos 325.

En el Prólogo de la segunda edición (1913) de las Investigaciones lógicas (1900-11)


Husserl habla de la emancipación que significó para él la elaboración de esta obra. Su
observación es que “Las Investigaciones lógicas habían sido para mí una obra de
emancipación”. ¿En qué sentido lo afirma este recatado y serio profesor de filosofía?
Desde luego, este maduro y recatado profesor no desarrolló una teoría de la rebeldía
como la que no sólo se le puede imputar a A. Camus, sino la que éste mismo no sólo
enuncia, sino que también ejecuta.
Como lo dice claramente en la cita en comento, Husserl no propone, sino que efectúa
tal rebelión. ¿En qué consiste su rebeldía, contra qué se rebela el recatado profesor
Husserl? Pongámoslo en una sola frase: contra el objetivismo –como contexto general de
las ciencias, reinante en Europa–, por una parte; pero, por otra, contra su propia
comprensión del sujeto –la que hubo de desarrollar en la Filosofía de la aritmética–,
aquél que daba fundamento a las ciencias desde sus operaciones de pensamiento y que
llegó a caracterizar como psicologismo.
Aquí hay una doble rebeldía: contra el objetivismo y contra el subjetivismo. Y, sin
embargo, de lo que se trata es de hacer fenomenología, su proyecto intelectual es,
precisamente, el validar la posición del sujeto (polo subjetivo) como Null Punkt para el
despliegue de toda comprensión; pero, al mismo tiempo, de validar un polo objetivo que
sea, en todo caso, recíproco y correlativo del darse de éste al sujeto. La rebeldía
consiste, en este caso, en centrarse en la correlación. Puede plantearse, entonces que la
correlación es una expresión de rebeldía tanto contra el subjetivismo como contra el
objetivismo.
No es exagerado hablar de Camus como lector y crítico de la fenomenología; tan sólo

110
en El mito de Sísifo. Ensayo sobre el absurdo cita, al menos: siete veces a Edmund
Husserl326, dos veces a Martin Heidegger327, y, cuatro a Karl Jaspers328. Ahora bien,
como se sabe, el género literario del ensayo no es, propiamente, una exposición
académica. No se puede, por tanto, esperar dentro del ensayo una exposición sistemática
del pensamiento fenomenológico, ni del Movimiento Fenomenológico. Sin embargo, mi
tesis es que –en este Ensayo– Camus transforma la categoría subjetividad trascendental
de la fenomenología –de la fenomenología husserliana– en rebeldía; que en cuanto la
halla, la pone en relación con el absurdo como estructura de desenvolvimiento que da
con la libertad y la pasión como sus formas de despliegue. Sólo que la radicalidad de
este despliegue se logra en el arte, pese a todo una pasión inútil.
Para la fundamentación de esta tesis vamos a dar los siguientes pasos: (1) En el
primero, se procura establecer –en el Ensayo– la herencia de la fenomenología de
Husserl; y, en el segundo, se caracterizan las críticas que se hacen allí a la
fenomenología. Posteriormente, (2) se va a dar cuenta de la tematización de los títulos:
rebeldía, absurdo, libertad, pasión, carne; se muestra a continuación (3) cómo es en la
creación –artística y filosófica– donde se pone en libertad el sujeto ante el absurdo,
asumiéndolo; hasta llegar a configurar una (4) ética de la eficacia. Allí, a manera de
conclusión, se ha mostrado cómo la rebeldía, en tanto tal ética de la eficacia, descubre la
preeminencia de la subjetividad protooperante
–dadora de sentido– hasta hallar su límite y su radicalidad al sublevarse contra la
idolatría.

1. Camus: lector y crítico de la fenomenología


Nuestro intento radica en hacer visible que la subjetividad trascendental, en cuanto
rebeldía –como la elaboró Camus–, no sólo por el lado de la encarnación, sino también
por el de la superación de la idolatría, mantiene vigencia en la fenomenología francesa;
en especial, en la que ha dado en llamarse la del giro teológico. Por cierto, en ésta las
contribuciones de Jacques Derrida –con la desconstrucción–, la de Michel Henry –con su
postulación de la encarnación de la carne; y, la de Jean-Luc Marion –con su teoría del
fenómeno saturado y de la superación de la metafísica de la presencia– llevan a una
radicalización el proyecto husserliano en ámbitos donde Husserl mismo no lo entrevió.
Acaso, todo ello, en parte dando razón a Paul Ricoeur al decir que “la historia de la
fenomenología es la historia de las herejías contra la fenomenología”.

1.1 La comprensión de la fenomenología


En una nota de su Ensayo, Camus indica expresamente: “(…) de Husserl (…) tomo un
tema y examino (…) sus consecuencias”329. ¿Qué es, entonces, aquello que recibe y
acepta como legado de Husserl? En particular, según sus propias palabras, en
indagaciones como aquella a la que remite el absurdo, “(…) todo comienza por la
conciencia y nada vale sino por ella”330. De la conciencia lo que toma en consideración,

111
entonces, es su estructura intencional; a saber, el que a toda vivencia subjetiva
–polo subjetivo– le corresponde un polo objetivo; a la noesis el noema.
Pero, ¿por qué dar valor a la conciencia? En resumidas cuentas, porque no hay
conocimiento más que por la experiencia subjetiva, por el darse el mundo al sujeto. Así,
entonces, la conciencia tiene la propiedad de iluminar –como si fuera una “linterna
mágica”, dice Camus– el mundo, su sentido y su absurdo, lo impuesto por la tradición y
lo que libera de ella, el horizonte de posibilidades y la fatalidad de la muerte. Llegar
hasta el absurdo y escanciarlo hasta las heces; beberlo todo y más: cuanto más absurdo,
más total su radicalidad; esto sólo puede hacerlo el hombre consciente.
De ahí que indique:
(…) el tema de la ‘intención’, puesto de moda por Husserl y los fenomenólogos. (…) el método
husserliano niega [el] proceder clásico de la razón. (…) la fenomenología se niega a explicar el mundo,
quiere ser solamente una [descripción] de lo vivido. (…) Es la conciencia la que aclara[,] (…) linterna
mágica (…) [es] ‘intención’[,] ‘dirección’; sólo tiene un valor topográfico331.

¿En qué aspecto se aparta este proceder fenomenológico, nuevo, del “clásico”? En su
negativa a explicar. El sujeto consciente –¿acaso es pleonástico llamar consciente al
sujeto?– se limita a ver. Y del ver no sale o no surge explicación alguna. Tan sólo deviene
descripción. Y ésta tiene que ser realizada como despliegue –Auslegung–. Lo que el
sujeto aporta es ni más ni menos que una mirada al mundo. Y si se sigue una
descripción previa, ya dada como herencia o como dotación o como determinación de
un pasado –próximo o remoto– sobre el presente viviente, es por la negativa a su propio
ver de quien experiencia hic et nunc el mundo, la vida, la cotidianidad. Aquí se entiende
por qué Camus indica que “Para un hombre, comprender al mundo es reducirlo a lo
humano, marcarlo con su sello”332; y, en esta perspectiva, operar la dación de sentido
desde sí –como sujeto– sobre el mundo es la cosa misma de la que se trata cuando se
busca el tal alumbrar de la conciencia como linterna mágica.
Según esta perspectiva, la fenomenología “se limita a describir (…) la experiencia y el
renacimiento del mundo, [sus] maneras absurdas. (…) comprendiendo cada rostro de la
experiencia”333. No es, pues, que ya desde siempre y para siempre se dé un mundo de y
con sentido; por el contrario, lo que aparece es una pura facticidad que tiene que ser
promovida a sentido; y tal promoción sólo la puede hacer el sujeto. Así, entonces, de lo
que se trata con el fenomenologizar es de “descubrir (…) la ‘esencia’ de cada objeto del
conocimiento, (…) la experiencia”334. Y, como queda visto, no es la mera y solitaria
reflexión la que puede donar el sentido; por el contrario, es del trato con el mundo de
donde se erige el sentido, su posibilidad. Y, más concretamente, indica Camus, “(…)
Husserl habla (…) de ‘esencias extra-temporales’ (…). (…) estas ideas o estas ideas que
la conciencia ‘efectúa’ (…) están directamente presentes en todo dato de percepción.
(…) una infinidad de esencias (…) dan (…) sentido a una infinidad de objetos. El mundo
(…) se hace intuitivo. (…) las alucinaciones y las ficciones forman parte también de las
‘esencias extra-temporales’”335. Entonces, aunque pueda ser criticable todo lo que se

112
entienda bajo el título “esencias extra-temporales”, lo que no se les puede endilgar a las
mismas es que no partan de la experiencia de sujetos concretos con experiencias
concretas del concreto y específico mundo de la vida en donde a ellas les corresponde
como correlato un darse intuitivo.
Camus lleva a sus consecuencias la postura fenomenológica relativa, de un lado a lo
absurdo –en particular con respecto al hombre absurdo–; y, de otro, la pura descripción
en este enfoque. De esta relación resulta su planteamiento: “Para el hombre absurdo (…)
se trata (…) de sentir y describir”336. Así, entonces, su proyecto de realizar el
pensamiento absurdo tiene que vérselas con el describir; y, en esta dirección: “Describir
es la última ambición del pensamiento absurdo. (…) contemplar y dibujar el paisaje
siempre virgen de los fenómenos”337. Y, por cierto, en el límite último del absurdo, la
muerte de la esperanza, la descripción vuelve a jugar su papel definitivo: “(…) la muerte
de una esperanza y su multiplicación (…) es un fenómeno absurdo y se trata de su
descripción”338. Ahora bien, la descripción no se logra sin un esfuerzo tenaz de la
voluntad –que logra vencer tanto la fascinación de la explicación como de la
interpretación– y en esta “(…) dificultad de la ascesis absurda” es donde emerge y se
despliega la “(…) necesidad de una conciencia mantenida sin cesar”339.

1.2 Las críticas de Camus a Husserl


El primer problema que –por así decirlo– descubre Camus en Husserl es el de que “la
verdad se halla por encima de toda temporalidad”340; en fin, el de que “La verdad (…)
es ‘eterna’, o mejor, es una idea; y como tal es supratemporal”341. De hecho, esto es lo
que también se concluye a partir de estas posiciones de Husserl: que si Dios existe tiene
que pensar lógicamente. De ahí deriva Camus una primera crítica a Husserl: lo que sabe
un “(…) un ángel o (…) un dios no tiene sentido para mí”342; pues, el reconocimiento de
lo humano como contingencia irreductible lleva a Camus a afirmar: “No puedo
comprender sino en términos humanos”343.
Este reino de lo supratemporal, pese a las muchas críticas de Husserl a la metafísica,
consecuentemente, lleva a una segunda crítica de Camus al ver que en la fenomenología,
según su expresión: “(…) me encuentro ante una metafísica del consuelo”344; y, según
esta comprensión, cree Camus, “(…) Husserl (…) salta (…) a la Razón eterna”345.
Ahora bien, ¿en qué consiste en sí el reproche? En que, dice Camus, el “mundo de las
formas (…) Lo (…) encuentro (…) un intelectualismo (…) desenfrenado”346. Y,
precisamente, aunque con una diferencia de estrategia a la de Kierkegaard, por ahí se
cuela Dios, la idea de Dios, Dios como consuelo:
Del dios abstracto de Husserl al dios fulgurante de Kierkegaard no hay mucha distancia. La razón y lo
irracional llevan a la misma predicación. El filósofo abstracto y el filósofo religioso (…) se apoyan en la
misma angustia. (…) la nostalgia es más fuerte que la ciencia. (…) La razón tiene un rostro enteramente
humano, pero sabe también volverse hacia lo divino347.

113
Y, ¿cuál es el problema con este Dios-idea, Dios-consuelo? El problema es lo eterno,
el intento de subvertir y superar la infranqueable muerte. Al hallar una vía de escape
hacia la eternidad, postula Camus, entonces ya no necesitamos el tenernos que batir día a
día con el absurdo como suelo único de nuestra experiencia de mundo. Y con una piedra
angular, que no se mueva, que boicotee el fluir temporal que viene desde y va
inexorablemente hacia lo absurdo: como humanos podemos participar de lo eterno.
Según Camus esto lo aprendimos, filosóficamente, desde Plotino: “(…) Plotino supo (…)
integrar [el principio] más extraño, el completamente mágico de la participación”348.
Entonces es un enlace que viene a contener el siguiente razonamiento: por las verdades
supratemporales se conquista lo inmutable como garantía ante el absurdo; nosotros, los
humanos, al poder fenomenologizar la verdad, consecuentemente, participamos de lo
eterno. Camus considera que “(…) ésta [la participación] no es la única contribución de
Plotino a la fenomenología. Toda esta actitud está ya contenida en la idea (…) de que no
hay sólo una idea del hombre, sino también una idea de Sócrates”349. Es cierto que
Husserl observó en Gemeingeist: “Mi vida y la de Platón son una. Yo prosigo el trabajo
de su vida y la unidad de sus realizaciones constituye una porción en la unidad de las
mías; su aspirar y desear, su crear, se prosiguen en los míos”350. ¿Esta es otra forma de
participación, de eternidad, en el sentido en que la critica Camus? No es el interés aquí
responder a los cuestionamientos de Camus. Pero sí queda claro que, según su posición:
“En Husserl la razón termina no teniendo límites”351. La razón, a la cual ya no se puede
acusar de tradicional, puede, entonces, enlazar: lo suprasensible, lo suprahistórico, lo
supratemporal. La razón puede acaso radicar en crear un nexo en lo diverso, entre los
polos antitéticos. “En el universo de Husserl el mundo se aclara y ese deseo de
familiaridad que existe en el corazón del hombre se hace inútil”352. Aparece, entonces,
una suerte de heroísmo de la razón que parece obrar a su entero y antojado querer: “(…)
el espíritu que desea y el mundo que decepciona, mi nostalgia de unidad, el universo
disperso y la contradicción que los encadena. (…) Husserl reúne este universo”353; sin
embargo, para Camus, este universo debía permanecer separado por las exigencias de las
cosas mismas, a saber, por el absurdo como auténtico ser del mundo. Al no percatarse
de ello, considera Camus, “Husserl (…) restituye (…) lo eterno y la comodidad”354. Y
situado allí, muy a sabiendas de que el absurdo se hace visible, precisamente, sólo a
partir de una conciencia lúcida, capaz de asumirlo, interpela a Husserl: “¿(…) qué es lo
que constituye el fondo de este conflicto, de esta fractura entre el mundo y mi espíritu,
sino la conciencia que tengo de él?”355; como si de ese modo la imprecación pudiera
reconducir a la fenomenología a no ir tan de prisa: abrir sí la conciencia, pero con ella
aceptar las consecuencias del absurdo.
Ahora bien, si la verdad es eterna, y, si la eternidad de la verdad abre a los humanos la
posibilidad de la participación en la eternidad misma: todo parece quedar a salvo en la
comodidad; pero resulta que, según Camus, “(…) una verdad por su definición misma,
es estéril. Todas las evidencias lo son”356. Entonces todo el proyecto idealista de la

114
fenomenología encalla en un sin-sentido, en otra expresión burlesca del absurdo. Por
contera, entonces, tanto de Kierkegaard como de Husserl afirma Camus: “En ciertos
hombres, el fuego de eternidad que los devora es lo bastante grande como para que
quemen en él el corazón mismo de quienes le rodean”357.

2. La subjetividad trascendental: rebeldía, absurdo, libertad, pasión, carne


2.1 La rebeldía: estructura de la subjetividad trascendental
Por tus antiguas rebeldías
y por la edad de tu dolor,
por tu esperanza interminable, mi amor,
yo quiero vivir en vos358.
¿En qué consiste la rebelión? Para comenzar, se puede tematizar como un “grito”. No
es un argumento, ni es un razonamiento; se salta por encima de los modos académicos –
que en sí son o pueden ser una suerte de status quo–. De este “grito”359 es propiedad la
“rebelión” y ésta se orienta a “(…) divinizar (…): lo irracional”360. No obstante, el
“grito” en sí ya es expresión de lo irracional mismo. No se puede ocultar que el “grito”
emerge como una expresión íntima de las potencias anímicas. En unos casos: manifiesta
el dolor, en otros el desacuerdo; nace violentamente cuando es efecto de la coacción.
Entonces, puede decirse, también el “grito” es esfera de la actitud natural. Pero lo que
busca una toma de conciencia de este “grito” es que se supere esta tal actitud natural;
que el “grito” se convierta en proyecto. No se trata, pues, de que el “grito” sea una mera
explosión, sino un impulso –sí, no puede perder tal carácter– al que se dé curso como
modo de vida. Para hacer todo el énfasis con el que se tiene que resaltar este carácter de
proyecto para lo “irracional” es, entonces, que se usa la expresión “divinizar”; en esto
consiste el proyecto: “divinizar lo irracional”.
Pero si se debe y se puede llevar a cabo tal proyecto es porque el suelo mismo de la
experiencia humana es la carencia de sentido, la irracionalidad. Por eso, “Abolir la
rebelión consciente es eludir el problema. (…) Una de las únicas posiciones filosóficas
coherentes es (…) la rebelión. Es una confrontación perpetua del hombre con su propia
oscuridad”361. La rebelión no es un invento o un capricho. Es, también como en Kant,
liberarse de la culpable incapacidad. Todo le llega al sujeto como un no-sentido, como
un sin-sentido. Y hay que, desde sí mismo, hacerlo o convertirlo en “esfera de
propiedad”362. De ahí que pueda entenderse que la “rebelión da su precio a la vida”363;
esto es, sólo cuando el sujeto puede alzarse contra todo lo dado, como en sí vigente y
pleno de sentido, es cuando la realidad le aparece, en su estado inicial, como sin-sentido:
él mismo vive. En esta dirección la rebeldía es, por así decirlo, la conciencia de estar
vivo. Y, por cierto, si el mundo en sí y el mundo construido tienen un valor intrínseco: la
rebelión de cada sujeto, en primera persona, ha de tornar a descubrirlo, a coincidir con
los horizontes abiertos en la historicidad precedente, en el flujo intersubjetivo de la
comunidad de yoes.

115
Así, pues, a la par que la rebelión da vida, vivifica, al sujeto, hay un polo correlativo
de esta experiencia: lo absurdo. El sujeto no sólo lo descubre, sino que lo lleva a sus
extremos, a su antípoda: el sentido:
El hombre absurdo no puede sino agotarlo todo y agotarse. Lo absurdo es su tensión más extrema, la que
mantiene constantemente con un esfuerzo solitario, pues sabe que con esa conciencia y esa rebelión al día
testimonia su única verdad, que es el desafío364.

La rebeldía es una insurrección, una emancipación. ¿Contra qué? Contra lo absurdo,


contra el absurdo, como la vivencia que revela María Bashkirtseff: “¡Para ser feliz
necesito TODO, el resto: no me basta!...”365. Lo que desafía es lo absurdo. Este desafío
es una tensión no sólo extrema, sino constante puesto que todo –incluso lo ya vivido, lo
que es un suelo seguro– se puede tornar no sólo carente de validez y de sentido, sino
total y extremadamente inútil, en fin, absurdo. Y este tenerse que batir con el absurdo no
se vale en grupo, como rebaño, como horda. Sólo se puede en primera persona, como
individuo, en la calidad de un quién que tiene que responder por sí mismo, sin más
recursos que su interioridad de vida.
¿Qué es lo que testifica (testificāri) el testigo –sujeto– con su testimonio (testimonĭum)
en su atestación? Es una suerte de respuesta a, ante y contra lo absurdo en términos de
“¡Heme aquí!” (Gn 22, 1); una determinación de y para enfrentarlo; un talante. Y, desde
luego, el testimonio expresa una responsabilidad. Ésta sólo puede darse en primera
persona por un quien, por cada quien. Se trata, en efecto, del testimonio de “Una
persona” o de “aquel sujeto cuyos actos son susceptibles de imputación” que, a
diferencia de “La cosa (…) no es susceptible de imputación”366. Y esta persona se
personaliza, toma presencia como tal, precisamente, al dar testimonio; y al boicotear, en
éste, el absurdo. Y, si se interroga quién es este “¿Quién?”: es el que “habla, (…) actúa,
narra su vida, (…) se designa como el autor moralmente responsable de estos actos
(…)”367. Y, sin embargo, este quien: sabe, en todos los casos, que de todos modos la
lleva perdida, “perdida / sin remedio” –como en el Relato de Sergio Stepansky de L. de
Greiff–. Aunque todavía se hablará más en detalle del hombre absurdo, aquí cabe decir
que éste es el correlato de la rebeldía. Pero,
¿Qué es (…) el hombre absurdo? El que, sin negarlo, no hace nada por lo eterno (…) y su razonamiento le
enseña sus límites. Seguro de su libertad a plazo, de su rebelión sin porvenir y de su conciencia perecedera,
prosigue su aventura en el tiempo de su vida. (…) Una vida más grande no puede significar para él otra
vida368.

¿Por qué el hombre absurdo, en cuanto tal, no hace nada por lo eterno? Porque frente
a lo eterno es que la rebeldía encuentra sus límites. Que hay lo eterno –entiéndase como
se entendiera–: el hombre absurdo no puede ni negarlo ni superarlo. Pero lo eterno está
más allá de sus posibilidades, por así decirlo: “Durarán más allá de nuestro olvido / No
sabrán nunca que nos hemos ido”369. La radicalidad de la rebeldía despeja el campo de
la vanidad del sujeto. Como en la frase de Montaigne que le sirve a P. Barba Jacob
como epígrafe de la Canción de la vida profunda: “el hombre es cosa vana, variable y

116
ondeante…”370. El límite, pues, de la rebeldía –más allá de la cual no alcanza ya ningún
puerto más distante– es el descubrimiento de que todo es vano; incluyendo la fuente de
sentido del mundo –que es en sí absurdo–, a saber, el sujeto. “Vanidad de vanidades –
dice Qohélet–; vanidad de vanidades, todo [es] vano ¿Qué provecho saca el hombre de
toda la fatiga con que se afana bajo el sol” (Qohélet 1, 2-3). Es la reflexión, la actitud
reflexiva, la que le pone esto de manifiesto al sujeto. En cambio, sujeto a la espontánea
naturalidad del pasar de la vida en el mundo, el sujeto se las cree. Cree que tiene
porvenir, que es imperecedero –que su conciencia es imperecedera–. En último término,
irreflexivamente el sujeto se envanece.
El límite de la rebelión consiste en volverse contra el sujeto y contra el subjetivismo.
Aquí la rebelión trata de pensar la “presencia” del yo, “sin ceder a la idolatría (…) de la
conciencia de sí (colectiva)”371. Ante este yo idolátrico, autoidolátrico, se tiene que
volver una y otra vez, cada vez con mayor rebeldía, la reflexión, la actitud reflexiva.
Esta es, en su esencia, puede decirse, un desasimiento. Camus ve cómo con la actitud
ingenua de este yo, que hace de sí mismo un ídolo, “(…) no se trata de venganza, sino
de rebelión. (…) quiere matarse para hacerse dios. (…) debe matarse para ser dios. (…)
el hombre que pregona esta pretensión insensata es muy de este mundo. Hace gimnasia
todas las mañanas para conservar la salud. (…) es pueril e iracundo, apasionado,
metódico y sensible”372. En esta rebelión ingenua, la del “grito” irreflexivo e
inconsciente: el sujeto en su actitud natural queda reducido a siervo del mundo,
digámoslo, de la vanidad. De ésta lo desencadena: la fuerza del espíritu; y, más
específicamente, la fuerza del desasimiento. Y este desencadenamiento del naturalismo
ingenuo de un presunto yo todopoderoso que acecha y cerca con vulgaridad al hombre,
sólo lo logran los “(…) pensadores lúcidos (…) [que] vuelve[n] sobre sí mismo[s][,]
erigen las imágenes de sus obras como símbolos evidentes de un pensamiento limitado,
mortal y rebelde”373; que saben “qué vana es nuestra ciencia y vana nuestra sabiduría” (I
Cor., XIII, 12-13).
Un paradigma de desasimiento es aquel en el cual se ama sin esperanza y sin
expectativas de recompensa; es el amor como puro don, como donación absoluta.
Como el que revela el verso atribuido a santa Teresa: “No mueve, mi Dios, para quererte
/ el cielo que me tienes prometido, / ni me mueve el infierno tan temido / para dejar por
eso de ofenderte”: al mismo tiempo, un amor sin límite; pero, sobre todo, sin
condiciones. Es, en sí, la fuerza de lo incondicionado.
Supuesto, como lo hace Camus, que Don Juan es un ejemplo de rebeldía, de hombre
rebelde, cabe entonces considerar que él: “va a consentir (…) en su destino, a
satisfacerse con esa existencia cuya grandeza no vale sino por su rebelión. (…) Hay, por
tanto, dioses de luz e ídolos de barro”374. Aquí, entonces, la rebelión consiste en alzarse
contra lo absurdo, contra los ídolos375.
Veamos, ahora, la siguiente indicación de Camus: “(…) la rebelión contra los hombres
se dirige también a Dios”376. Y, ¿por qué? Porque a uno y a otro se los toma, en actitud

117
natural, como un qué, no como a un quién377. Esta, se puede llamar así, es la rebelión
contra la onto-teo-logía. El hombre rebelde se contra-pone, se levanta contra la
suposición del es, naturalizado. Sólo puede atenerse a lo que ‘brota’, a lo que ‘emerge’,
de su interioridad de vida como prenda de un futuro grande y lejano, sólo que absurdo,
como absurda es –si la tiene– su propia fe. Aquí, en este estado de conciencia “(…) el
horror se consagra. En esta rebelión que sacude al hombre y le hace decir: ‘Eso no es
posible’, hay la certidumbre desesperada de que ‘eso’ es posible”378. ¿Qué es lo posible?
Lo imposible: el sentido y el absurdo, ser y nada. Sólo que este sujeto, en cuanto ser –
más aún, en cuanto ser-en-el-mundo–, trabaja para nada; entonces, en su rebeldía, el
sujeto descubre que “(…) no hay trabajo más terrible que el trabajo inútil y sin
esperanza”379.
Para Camus, más que Don Juan, “(…) Sísifo es el héroe absurdo. (…) su odio a la
muerte y su apasionamiento por la vida le valieron el suplicio indecible en el que todo ser
se dedica a no acabar nada”380; el héroe absurdo es el que acomete las empresas, que
precisamente: no tienen sentido, para realizar el sentido; a sabiendas de la contingencia y
la inutilidad de éste. Es, en fin de cuentas, el que sabe desde un comienzo que se trabaja
en pro de objetivos que sólo llenan “los días que uno a uno son la vida”381; que los llena
de búsquedas y de sacrificios que son, en sí, vanos. Meditemos ahora sobre cómo en la
bajada de la cuesta, Sísifo tiene una pausa, “interesa durante ese regreso, esa pausa. Esta
hora (…) es como una respiración (…), es la hora de la conciencia. (…) es superior a su
destino. (…) este mito es trágico (…) porque su protagonista tiene conciencia”382. “(…)
impotente y rebelde, (…) Su destino le pertenece”383. No se trata de ese heroísmo con el
que muchas veces se topa accidentalmente un individuo; digamos, por ejemplo, el que le
pasa a alguien sin proponérselo, como cuando alguien reacciona a una circunstancia y
salva la vida de otro, prácticamente, repitámoslo, sin proponérselo, sin quererlo,
‘inconscientemente’. No. El héroe absurdo –como se dijo– sabe que de todos modos la
lleva perdida; y, sin embargo, reemprende la brega: estéril, inútil, frustrada, contingente.
Allá, en la vida solitaria del alma: sin fastidio y sin dolor, comprende que esto –la
vanidad– en todo caso: no valía la pena. No se resigna a la inutilidad y continúa la lucha,
sin cesar.

2.2 Lo absurdo: lo dado, el mundo (de la) [,] vida


El descubrimiento de la subjetividad trascendental no puede quedarse en un juego de
la razón. Es cierto que la razón misma da con este “nuevo territorio”, pero es necesario
hacer sucesivas exploraciones. ¿Qué pasa si la subjetividad que siempre es encarnada,
corporal, no se orienta por la razón, sino que está sujeta a pasiones, a emociones, a
sentimientos, que en sí, son el suelo de lo absurdo? Y, ¿cómo entender, entonces, que no
sólo hay un proyecto de racionalización que da curso al sentido desde la absurdidad, en
muchos casos, sin la razón?; y, que, más bien, ¿hay horizontes de despliegue de la
subjetividad que dan posibilidades al sentido, pero, al cabo, el sujeto mismo de todos

118
modos la lleva perdida?
Centremos, pues, ahora la atención en el polo noemático; en este caso, en lo que
experimenta el sujeto: “(…) este espesor y esta extrañeza del mundo es lo absurdo”384.
Para el sujeto: ¿qué es este mundo donde vive, este mundo de la vida? De nuevo, la
respuesta es: “(…) el absurdo (…) una pasión (…) la más desgarradora de todas”385; y
es que allí el sujeto se desgarra porque “(…) se halla ante lo irracional. (…) Lo absurdo
nace de esta confrontación entre el llamamiento humano y el silencio irrazonable del
mundo”386. En su esperanza en la razón, en el sentido, el sujeto pregunta –al mundo, a
las cosas de y en el mundo– y no encuentra respuesta; sólo hay silencio, un silencio
irrazonable del mundo es lo que se le ofrece como suelo permanente: lo absurdo. Éste
surge como correlación hombre-mundo: “(…) la absurdidad nace de una comparación.
(…) lo Absurdo no está en el hombre (…), ni en el mundo, sino en su presencia
común”387; es una suerte de copresencia: del mundo al sujeto, del sujeto al mundo.
Así, pues, “No puede haber absurdo fuera del espíritu humano”388, sólo es el ser
humano quien se percata de lo absurdo, de la absurdidad de todo: de sí mismo –en
general, de su y de la ek-sistencia– y del mundo en sí. Entonces, “Si hay absurdo, lo hay
en el universo del hombre”389. La piedra, el río, Dios, en cuanto, entes se le presentan al
hombre como manifestaciones del absurdo. Todo, pues, lo que puede ser abarcado con la
indicación: ‘es’ equivale a absurdidad, pues se reduce o se limita a darse como simple
onticidad que no es más que óntica, pura coseidad que no satisface al hombre, más aún,
que lo cosifica. Así, entonces: “El hombre absurdo (…) Reconoce (…) y admite lo
irracional”390, se abre a preguntar-le a las cosas –más allá de su entidad–; se abre a
preguntar-se, precisamente, para no quedar reducido a simple cosa entre las cosas. Aquí
se comprende que “Lo absurdo (…) es el estado metafísico del hombre consciente”391,
del que interpela, del que se interpela. Y es, en sí, tan sin-sentido como “(…) lo absurdo
es el pecado sin Dios”392.
Ahora, bien, cabe la pregunta: ¿por qué “(…) mantener la apuesta desgarradora y
maravillosa de lo absurdo?”393. En resumidas cuentas: porque “(…) después de lo
absurdo todo se desquicia”394 y allí, trascendentalmente, para y por el sujeto, “(…) el
mundo absurdo renace con su esplendor y su diversidad”395. Quedan sólo fragmentos de
mundo y así mismo queda una subjetividad fragmentada, en fin, “(…) una vida
enteramente dedicada a la dispersión”396.
El sujeto fragmentado se halla trascendentalmente con “(…) lo absurdo: […] trata de
respirar con él, de reconocer sus lecciones y de volver a encontrar su carne”397. En este
descubrimiento trascendental, lo absurdo no está trascendentemente más allá del sujeto;
por el contrario, está más acá, esto es, trascendentalmente; lo absurdo es su propia
carne, su cuerpo y cara verdadera. Es el reconocimiento de la dualidad Verbo-verba398,
el radicalmente Otro –fuente de sentido– y el yo –lugar de la donación del sentido, de la
apertura al sentido– y por ello “(…) Jesús encarna todo el drama humano. Es el hombre

119
perfecto, pues es quien ha realizado la condición más absurda. No es el Dios-hombre,
sino el hombre-dios”399; es decir, es la locura de la cruz, así mismo su absurdidad400.
Para el sujeto “(…) no hay más que un mundo”401; en este tiene que realizar e incluso
agotar sus potencias anímicas; de ahí que pueda afirmarse que: “La dicha y lo absurdo
son dos hijos de la misma tierra”402, de un mismo suelo. En éste “(…) nada termina,
todo recomienza”403. El sujeto, como una noria, da vueltas en torno a lo mismo:
absurdo-despliegue de sentido-vuelta al absurdo y así, ad infinitum, sin esperanza y sin
derrota. Aquí, en este mundear, se experimenta una “(…) ética [de la] sumisión a lo
cotidiano”404; y, al cabo, se “(…) prefiere la apariencia a la verdad”405; por esto mismo
el sujeto encuentra, en su mundear, en su mundo de la vida, su esplendor y su miseria; y
allí se reconoce que: “Hay en la condición humana (…) una absurdidad fundamental al
mismo tiempo que una grandeza implacable”406.
Los límites de la rebeldía en su mundear con, por, contra y en lo absurdo adviene
como una renuncia a la alteridad: vuelta hacia el sí mismo; pero ahí descubre que no hay
grandeza en él, que si hay grandeza: no le pertenece; que si le pertenece, desborda su ek-
sistencia. “Lo Absurdo es reconocido, aceptado, el hombre se resigna a él y desde ese
instante sabemos que no es ya lo absurdo. [Estos son sus] límites”407. Así, entonces, por
todas partes el sujeto encuentra su falibilidad, su fragilidad. Aquí está otro límite de la
absurdidad: la muerte, la insobornable muerte, de la que san Francisco de Asís nos lo
canta (en CSol, 12): “Laudato si, mi signore per sora / morte corporale, / da la quale
nullo homo viviente pò skappare”408. Lo absurdo, pues, en uno de sus extremos, es el
“(…) aterrador aprendizaje de la muerte”409. Ahí en esa absurdidad una y otra vez
reconocemos nuestra mortalidad en la pura mortalidad que experimentamos al ver morir
a los otros, al ver nuestro fin próximo, al ver, al cabo, el final de todo y de todos: “todos
estamos muertos, muertos, muertos: / los de Ayer, los de Hoy, los de Mañana… / (…)
nadie nos llora, nadie nos recuerda”410. Y es que, como nos lo recuerda Camus: “Cuanto
más exaltante es la vida, tanto más absurda es la idea de perderla”411.
Así, en su fragilidad de sujeto, éste llega a encontrar, entonces, que “Lo absurdo fija
(…) sus límites, no puede calmar su angustia. (…) Lo absurdo no va tan lejos. Lo
absurdo es la razón lúcida que comprueba sus límites”412. Aquí el sujeto descubre su
mortalidad, su absurdidad y también teje los límites de su propia rebeldía.

2.3 La libertad
Como hombre rebelde, ante el absurdo, descubro que sólo “puedo experimentar (…)
mi propia libertad”413; y en ella, “(…) se trata de vivir”414; en fin, al cabo, “(…) se trata
de morir”415. En esta dialéctica se evidencia, entonces, que “Si hay destino personal, no
hay un destino superior”416. Así el hombre rebelde se va tornando en hombre absurdo; y
éste lo es porque, en su libertad, “(…) se siente desligado de todo”417. Aquí, para él, la

120
“única fatalidad [es] la muerte, todo lo demás, goce o dicha, es libertad”418; en esta su
liberación de lo absurdo comprende que “(…) el hombre se preocupa por la esperanza.
Pero ése no es asunto suyo”419 y que, por el contrario, que para mí, como sujeto “(…) si
lo absurdo aniquila todas mis probabilidades de libertad eterna, me devuelve y exalta, por
el contrario, mi libertad de acción”420.
No se trata, pues, de una libertad que pudiera calificarse de metafísica, una suerte de
en sí. Por el contrario, se llega a una libertad situada. Y el lugar donde se sitúa, de
manera concreta, es en la acción. La libertad no es un horizonte de posibilidades,
tampoco una dotación. El hombre sólo puede, en efecto, vivir la libertad, cabe decirlo
pleonásticamente, liberándose. Esta liberación tiene que operarla el sujeto una y otra
vez. Entonces hay que advertir que no se trata de una conquista definitiva. Por el
contrario, toda decisión libremente tomada en un momento dado termina por convertirse
en otra atadura, en un compromiso, en una determinación, y, por eso mismo, en un
destino ciego.
Desde un punto de vista puramente fenomenológico: es la tentación del naturalismo.
Lo que en un momento ha sido un acto fundacional reflexivo puede tornarse en una
catilinaria, que se repite con vehemencia, pero que ha perdido su capacidad de fundar
sentido. El matrimonio, la fe, la profesión, todo lo que constituye nuestra vida cotidiana
corre el riesgo de la pérdida de sentido, no porque en sí no lo posea, sino porque la
fuerza de la repetición hace que se olvide su fuente prístina: su por qué. Aquí es cuando
“(…) el hombre se siente extraño. Es un exilio sin remedio, pues está privado de los
recuerdos de una patria perdida o de esperanza de una tierra prometida”421. Aquí,
entonces, sólo queda la nostalgia –o, peor aún, el tedio que “no funda en ningún sentido
el ente ni tampoco pone en cuestión su fundamento en beneficio propio”422– y ésta se
desvela como “(…) la marca de lo humano”423; ahí, más que nunca, por mi libertad,
pero también en parte coaccionado por lo absurdo, que merodea todo sentido –toda
estructura de sentido–, “(…) privado de lo eterno, quiero aliarme con el tiempo”424.
Sobre este individuo, que se fuga, que huye una y otra vez de lo absurdo para hacerse
libre, pero que queda una y otra vez atado a sus tentativas, sin lograr del todo
materializar su proyecto, digo, de este individuo “Se debe hablar (…) con rudeza y, si es
necesario con el desprecio conveniente”425, pues, en sus tentativas tan sólo se muestra
“irrisorio y humillado”426.
En cambio, como sujeto que no hace pactos con el naturalismo, que no se acomoda,
ni se justifica en su situación aparece una libertad que –como sujeto– “Entre la historia y
lo eterno, [ha] elegido la historia”427, pues en su contingencia, es ésta la que muestra
“certidumbres”428, a saber, la variabilidad, la fugacidad, la evanescencia. Y, aunque
suene como una sentencia moral y moralizante, ahí se observa que “Un hombre lo es
más por las cosas que calla que por las que dice”429, que la libertad es una esfera de
intimidad en la que el sujeto sabe –sin tener que ir predicándolo a cada paso– que está

121
hundiéndose en la nada, que si existe lo eterno: no es él; tal es lo Otro, el Verbo. De ahí
que pueda afirmarse, sin volverse contra sí mismo, que “Hay (…) muchas maneras de
suicidarse, una de las cuales es el don total y el olvido de la propia persona”430. Ahí es
cuando el sujeto llega al desasimiento total; es, entonces, cuando la radicalidad de la
subjetividad descubre la intersubjetividad, primero como alteridad próxima; y luego
descubre el Verbo como lo radicalmente Otro. Como en el caso de Don Juan: “Es otro
amor el que [lo] conmueve, y éste es liberador. (…) Don Juan ha elegido no ser
nada”431; y, por eso, en el desasimiento, “Hay que imaginarse a Sísifo dichoso”432.
Puesto que sabe que “La existencia es engañosa y eterna”433, entonces, por su
comprensión de su inevitable aniquilamiento “La esperanza se introduce por medio de la
humildad”434 como ejecución de un proyecto de grandeza que sólo se funda “en la
protesta y el sacrificio sin porvenir”435. Así, entonces, la libertad es esa acción situada de
liberación que podemos –como he visto– caracterizar como desasimiento: de sí, del
mundo, de la vanidad de vanidades de uno y otro.

2.4 La pasión
Ese sujeto que se ha descubierto en su pura carnalidad, también se pudiera
caracterizar como animal patético, “padeciente” y, más aún, “sufriente”. Camus
comienza su ensayo con la cita de Píndaro (III Pítica): “¡Oh, alma mía, no aspires a la
vida inmortal, pero agota el campo de lo posible”, para indicar el sentido total de la obra:
en este mundo, que sepamos, vida no hay sino una; y de todos modos sólo cursa hacia la
muerte. No hay otro punto de llegada, así se considere a esta última como puente (¿de
qué, hacia dónde, para qué?).
El hombre absurdo entrevé así un universo ardiente y helado, transparente y limitado en el que nada es
posible pero donde todo está dado, y más allá de lo cual sólo están el hundimiento y la nada. Entonces
puede decidirse a aceptar la vida en semejante universo y sacar de él sus fuerzas, su negación a esperar y el
testimonio obstinado de una vida sin consuelo436.

Es, digámoslo así, en carne propia y en cada momento de la existencia que hay que
volver a proponer el sentido; a sabiendas de que esta lucha está perdida, y, que, por ello,
es tiempo perdido. Y, sin embargo, el hombre absurdo –por razón misma del absurdo y
con él y contra él– saca fuerzas de valor y no de ningún otro lugar. Así, a modo de
evocación de Píndaro cabe decir que de lo que se trata es de: “(…) agotar todo lo
dado”437. No hay tiempo que perder, aunque el fruto de este esfuerzo, de antemano esté
ya en sí perdido: “¿Los yunques y troqueles de mi alma / trabajan para el polvo y para el
viento?”. Es la pregunta que retrotrae Carranza en su Epístola mortal438. La respuesta
de la pasión no se acalla por su evidencia: ¡sí, trabaja ‘para nada’! Y, sin embargo, se
vale intentar una y otra vez, como Sísifo, la tarea incesante de la búsqueda de sentido,
que encalla en el sin-sentido radical de la muerte.
Posado sobre el suelo del sin-sentido, como animal padeciente, “me convenzo de que
esta vida no tiene otra faz que lo absurdo, siento que todo su equilibrio se debe a la

122
perpetua oposición entre mi rebelión consciente y la oscuridad en que forcejeo”439; así,
en mi patetismo, “admito que mi libertad no tiene sentido sino con relación a su destino
limitado”440, entonces, descubro en la radicalidad de mi ser padeciente “que lo que
cuenta no es vivir lo mejor posible, sino vivir lo más posible”441, como si se tratara de
agotar las posibilidades, de ‘gastar’ la oportunidad. De ahí que “La moral de un hombre,
su escala de valores (…) tiene sentido (…) por la cantidad y variedad de experiencias que
ha podido acumular”442. Pero no se confunde en ningún momento esfuerzo y ‘gasto’,
puesto que “(…) esta cantidad (…) depende de nosotros (…) [de] tener conciencia de
ellas”443.
Como sujeto, “(…) saco de lo absurdo tres consecuencias, que son mi rebelión, mi
libertad y mi pasión”444, sobre este trípode se erige mi rebeldía, mi lucha incesante
contra el absurdo, mi lucha tenaz por encontrar una y otra vez el sentido, que se escapa
o se petrifica –a cual más de terribles consecuencias de positivización y de
naturalización de la vida, de su ser, de su sentido–. Por eso, entre las múltiples maneras
que hay de vivir la experiencia humana de mundo, si me asumo rebelde ante el absurdo,
“Elijo únicamente a hombres que sólo aspiran a agotarse, o que tengo conciencia por
ellos de que se agotan”445. Elijo, pues, llevar a sus consecuencias la lucha con el
fantasma del sin-sentido. Y, ¿para qué? Sólo cabe una contrapregunta como respuesta,
como réplica: ¿por qué no? Si lo que nos circunda es el absurdo y si nuestra rebeldía
consiste en boicotearlo a cada paso, entonces el rostro verdadero de lo humano, de
humanizarnos, es levantarnos del polvo y andar –como Lázaro–, a sabiendas de que aún
tras la resurrección –del sentido, de la vida– vuelve y sobreviene la muerte.

2.5 La carne
Uno casi lo pone en duda: ¿lo dice Camus, lo dice Henry? No. En efecto, lo dice
Camus: “(…) Esta la rebelión de la carne es lo absurdo”446. ¡Ah! Pero, ¿por qué es que
uno lo pone en duda? Porque Henry había indicado que “La carne es justamente la
forma que tiene la vida de hacerse Vida. (…) esta interioridad recíproca de la Carne y de
la Vida (…) se ha establecido en la Vida absoluta como el modo fenomenológico según el
cual esta Vida viene eternamente así en el Archi-Pathos de su Archi-Carne”447. En una u
otra dirección se comprende que “El pensamiento abstracto encuentra por fin su apoyo
de carne”448. Ciertamente, sea que se lo trate como Leib o como Körper, la
fenomenología de Husserl queda suspensa en su referencia al cuerpo. Pero la
encarnación es otra cosa. “Nacer –dice Henry– significa venir a una carne, allí donde
toda carne viene a sí, en la Archi-Carne de la vida. Es así como la fenomenología de la
carne remite invenciblemente a una fenomenología de la encarnación”449. Y, me parece,
se puede coincidir con Henry cuando critica la teoría fenomenológica al hacer ver que el
texto joánico no dice que el Verbo se hizo cuerpo, sino el Verbo se hizo carne. De ahí
que “la encarnación del Verbo (…) signifique (…) una definición del hombre como

123
carne”450.
Como sujeto, pues, “Quiero librar a mi universo de sus fantasmas y poblarlo solamente
con las verdades de la carne cuya presencia no pueda negar”451; quiero vivir y vivir de
veras no es sólo descubrirme en mi patetismo, en mi ser sufriente. Es el despliegue de
mis potencias, a la par: encarnadas y trascendentalmente encarnadoras; no sólo he
recibido –es decir, pasivamente– un sentido, sino que en mi rebeldía –es decir,
activamente– desde mí mismo vuelvo y revivifico –discuto, reenruto, transformo,
deniego– hasta proyectarlo como un horizonte de ser en mi
circunmundo.
¿Me declaro por ello, por así decirlo, prohombre, prócer, héroe? No. Todo lo
contrario. “Yo no reharé nunca a los hombres. Pero hay que hacer ‘como si’, pues el
camino de la lucha hace que vuelva a encontrar la carne. Aunque humillada, la carne es
mi única certidumbre”452. Esto implica que soy un sufriente más, entre los otros, como
los otros. No mejor, ni superior. Simple y llanamente uno más. Ahora bien, es mi
condición carnal la que me descubre sí mis penas, pero también las de los otros. Y, sin
embargo, como nos lo indica Borges en Una oración, “sólo yo puedo salvarme”453. Y,
para sí, cada quien tiene no sólo que volverlo a decir, sino y en especial a efectuar. En
esto consiste el ser-uno-más en medio de todos; pero irreductiblemente único y solo.
Refiriéndose a Kafka, Camus se permite recordarnos que “(…) K. (…) plantea la x de
esta ecuación de carne”454; en ella la variable –esto es, x– se instancia en cada caso con
el quien que en primera persona se asume como sí mismo. Y, así como en cuanto carne
me sensibilizo de mí mismo, de mis padecimientos; así también, por ser carne,
comprendo el sufrimiento del otro y su irreductibilidad.
Viene, pues, el colofón de esta serie de observaciones de Camus: “La carne triunfa”455.
Lo absurdo queda sin más fuera de juego mientras la carne se exprese, mientras la
encarnación sea más que un proyecto, una efectiva realidad humana. Y cada vez que,
por la variedad de modos en que ocurre, se efectúa la encarnación: la absurdidad del
absurdo cede su paso; es tierra, barro, que se levanta y habla; que procura el sentido y,
estrictamente hablando, cura.

3. La creación artística y filosófica


3.1 La desmesura de lo absurdo en el arte y en la filosofía
Como sujeto, si en efecto encarno el enfrentamiento con el sin-sentido, “(…) exijo a la
creación absurda (…): la rebelión, la libertad y la diversidad. Luego manifestará su
profunda inutilidad”456. Y, si se profundiza en el carácter de la inutilidad, en su por qué,
lo que se encuentra es que lo propio de todo proyecto es que en sí mismo se ‘gasta’. Una
vez concluido es, de inmediato, hora de reemprender la búsqueda. Lo contrario es la
renuncia a la potencia creadora que en sí configura la subjetividad en su rebelión y en su
rebeldía; como se ha mostrado, esta es, al mismo tiempo, su configuración

124
trascendental. Por eso, “(…) la diversidad es el lugar del arte”457; y para lograr que esa
estructura esencial no se devalúe, no pierda su eficacia, es que “(…) el hombre absurdo
descubre una disciplina que constituirá lo esencial de sus fuerzas”458, a saber, el tener
que reempezar, cada vez, como Sísifo.
Ahora bien, pese a que el sujeto intente la creación, “(…) la obra misma, bien sea
conquista, amor o creación, puede no ser; (…) [consuma] la inutilidad profunda de toda
vida espiritual”459. La creación tiene, más bien, el carácter de una apuesta. Y, sin
embargo, no tiene ninguna propiedad salvífica. Por sí y en sí parte y retorna a la
inutilidad. Sólo forma parte de las múltiples expresiones de lo vano, de la vanidad.
La propiedad del arte, de la obra de arte, es que describe. No es que se trate de una
propuesta que busque reproducir ‘lo dado’, que se quede en la figuración. No. Es que en
“(…) las artes de la forma o del color (…) sólo reina la descripción en su espléndida
modestia. (…) la pintura más intelectual (…) trata de reducir la realidad [al] goce de los
ojos [n]. (…) sucede lo mismo con la música”460. Lo que describe el arte es la actividad
constitutiva de sentido. La obra misma, en su obrar, vuelve y propicia la operación
constitutiva de sentido que desde cada quien tiene que desplegarse para que los meros
sonidos pasen de ‘ruido’ a música, para que los colores y los trazos pasen de manchones
a pintura; en uno y otro caso, para que se desplieguen estructuras de sentido.
Así, entonces, si como en la filosofía, en el arte reina la descripción, entonces “(…) la
antigua oposición entre arte y filosofía (…) es (…) falsa”461; y lo es porque en ambas la
cosa misma de la que se trata es de la creación; pero además, de una creación que
implica tanto al artista como al espectador, al crítico tanto como al público. Todos son,
en primera persona, sujetos. De ahí que “La idea de un arte separado de su creador no
es solamente anticuada, sino también falsa”462.
Es necesario tematizar más la creación. Ésta concierne por igual a la filosofía como al
arte, siempre que uno y otro sean expresiones de la rebeldía, de la insurrección contra el
absurdo; en fin, cada vez que en todos los casos se mantenga la cualidad de sujeto que
se vuelve a sus potencias anímicas como único recurso del que puede valerse para
intentar la constitución del sentido. La filosofía, así sea cuando se mantenga en la
condición expositiva de la tradición, tiene que garantizar que en cada momento se ponga
en ejecución, se efectúe, el proyecto creativo. Éste no consiste en llegar a ‘novedades’,
sino al descubrimiento de la fuente prístina del sentido.

3.2 La creación

¿Qué es la creación? “La creación es la gran imitación”463. ¿Qué y por qué se imita?
Sólo una cosa se puede imitar: el momento nativo de la emergencia del sentido. Es, en
cierto modo, la subjetividad trascendental –el sujeto rebelde– que se levanta, una y otra
vez, haciendo lo siempre mismo y siempre diferente. Y se imita porque no hay nada
nuevo bajo el sol. Es la misma absurdidad a la que se enfrenta; acaso cambien sus
modalidades, pero el fondo es idéntico, repetido. Se trata, pues, de

125
(…) hacer que resuene el secreto estéril. (…) la inteligencia humana (…) Demostrará (…) el aspecto
voluntario de la creación. (…) la voluntad humana [tiene la] (…) finalidad de (…) mantener la conciencia.
Pero eso no se podría hacer sin disciplina. La creación es la más eficaz de todas las escuelas de la
paciencia y de la lucidez. (…) el testimonio trastornador de la (…) dignidad del hombre: la rebelión tenaz
contra su condición, (…) la perseverancia en un esfuerzo considerado estéril. (…) Constituye una ascesis.
Todo eso ‘para nada’. (…) acercarse a su realidad desnuda464.

¿Qué se busca, pues, con este proyecto de creación ante lo absurdo? La creación
parece ser el único lugar donde la subjetividad mantiene su carácter reflexivo, donde
supera la positivización de la actitud natural. Por eso, hay que afirmar que “Crear es
vivir dos veces”465; y una vez, y otra vez. El arte es pura negatividad. No porque no
ejecute cada vez proyectos de sentido, de ser; sino exactamente porque se niega a dejar
de intentar la superación (Aufhebung). En su negatividad, el creador sabe que se alza
contra el status quo; pero también anticipa que lo hace ‘para nada’, que vendrán otros
tiempos y otros aires, otros creadores y otras circunstancias que no dejarán ni polvo de lo
expresado; que la huella es un fantasma, una invención.
El arte no puede ser servido por nada tan bien como por un pensamiento negativo. (…) Trabajar y crear
‘para nada’. (…) saber que la propia creación no tiene porvenir, ver la propia obra destruida en un día
teniendo conciencia de que, profundamente, eso no tiene más importancia que construir para los siglos. Es
la sabiduría difícil que autoriza el pensamiento absurdo. Realizar abiertamente estas dos tareas, negar por
un lado y exaltar por el otro, es el camino que abre al creador absurdo466.

La creación no lleva a ninguna parte y, sin embargo, es una suerte de camino destinal
que vuelve y pone en la ruta de recomenzar. De ahí que el “(…) personaje más absurdo
(…) es el creador”467. Él encierra todas las paradojas del sin-sentido: ser-sujeto-en-el-
mundo, ser-objeto-en-el-mundo. En cuanto lo primero, procura construir ‘para nada’; en
cuanto lo segundo, construye ‘desde la nada’. El creador mismo, consciente de su
hundimiento en la nada, efectúa un esfuerzo tenaz de la voluntad –de la voluntad de
crear–. Sabe que no tiene otro sentido que ‘gastar’ su ser-en-el-tiempo. Por eso obra en
y para el “(…) triunfo enteramente carnal (…) [humillación de] las facultades abstractas.
(…) la carne hace que resplandezca la creación”468. En su rebeldía: el creador se
proponer una tarea de la cual sabe de antemano el fracaso. Nada se le hace más ridículo
que querer superar la irredenta muerte: “Si hay algo que termina la creación no es el grito
victorioso e ilusorio del artista ciego: ‘Lo he dicho todo’, sino la muerte del creador, que
cierra su experiencia y le libra de su genio”469.
Para el creador, artista o filósofo: “Pensar es, ante todo, querer crear el mundo”470. Y
aunque se mantenga la fe en la razón, incluso filosóficamente, se sigue creando. Así,
pues, hay que decir: “El filósofo, aunque sea Kant, es creador”471. En todo ello lo que
está en juego es, en cada caso, la existencia propia; pues, “(…) el sistema (…) no se
separa de su autor”472. Crear es, pues, agotar las posibilidades: sí de expresión, pero, en
especial, de ser-en-el-mundo. “Ya no se cuentan ‘historias’; se crea el universo
propio”473. Habitamos en él, morimos con él. En muchos casos, este universo se nos

126
disuelve como sin-sentido que de nuevo cae en el absurdo. Por eso, “La obra absurda
exige un artista consciente de estos límites y arte en el que lo concreto sólo se describa a
sí mismo. No puede ser el fin, el sentido y el consuelo de una vida. Crear o no crear no
cambia nada”474. Se intenta hasta el final, pues todavía más incomprensible es la
inmovilidad ante la desproporción del absurdo. Así, entonces, “Para el artista absurdo el
problema consiste en adquirir esa mundología que supera a la desenvoltura”475.

4. La ética de la eficacia
Para Camus, Don Juan es, en sí, el representante de la ética de la eficacia, pues, “(…)
para quien busca la cantidad de los goces sólo cuenta la eficacia”476. Es el hombre
rebelde que toma conciencia de sus límites y se lanza en procura de alcanzarlos; sabe
que no los superará, que no los desbordará. Trata de jugar dentro de esos
condicionamientos. “Lo que Don Juan pone en práctica es una ética de la cantidad”477.
Se encamina a alcanzar todos los goces que le sean posibles, con todos los riesgos que
ello conlleva. Perder la vida en el intento es una de las alternativas –no elegida, pero
potencial–. Pero sabe que también una alternativa es el decaimiento al que llevan
irreparablemente los años: “Para un hombre consciente no constituye una sorpresa la
vejez y lo que ella le presagia”478. Sabe que al final del camino está, igualmente, el
horizonte de “(…) sepultarse en un convento”479; en fin, que “El goce termina (…) en
ascetismo”480. Esta búsqueda de los límites, propia de una ética de la eficacia, es la de
los conquistadores; éstos “(…) encuentran (…) los únicos valores que aman y admiran:
el hombre y su silencio”481.
Así, pues, una ética de la eficacia es aquella vida en la que “Puedo tocar con la mano
las verdades a mi medida”482. Aquí se juegan los “(…) hombres sabios (…) Don Juan
(…) del conocimiento; comediante (…) de la inteligencia”483. Y sin embargo, no se trata
de una puesta en escena, sino de un estar ante lo absurdo; como nos lo indica P. Barba
Jacob en Oh, Noche:
Y venir, sin saberlo, tal vez de algún oriente
que el alma en su ceguera vio como un espejismo,
y en ansias de la cumbre que dora un sol fulgente
ir con fatales pasos hacia el fatal abismo.
Aquí queda la eficacia, la ética de la eficacia: en un proyecto que consiste en avanzar
sin certeza y sin ilusión. Pero en avanzar. ¿Hacia dónde? Hacia la emergencia de un
sentido lábil y contingente. Renunciar a este proyecto es un paso que no se considera: no
el suicidio filosófico, que se enunció atrás; sino el suicidio físico. Y, ¿por qué no tomar
esta partida? Porque sería tanto como dar triunfo prematuramente al absurdo, contra el
cual, a pesar de todo, podemos batallar hasta en el último suspiro, con el último aliento.
La ética de la eficacia es, en sí, un proyecto utópico. Si éste se asume, sólo podrá ser
efectuado individualmente. Sí, es cierto, a nadie salvará, no conducirá a ganarle la partida

127
definitiva a la muerte. Sin embargo, se burla de ella. Esta burla, como se vio, contiene la
certeza de la diferencia entre los verba y el Verbo, entre el ídolo y la distancia, entre lo
contingente y lo irrecusable de lo absoluto. ¿Qué queda como lo más cierto? Una lucha
que no transige con el absurdo.
____________________
325
Pizarnik, Alejandra. “Árbol de Diana”. En: Obra completa. Árbol de Diana, Medellín, 2000, p. 70.

326
Camus, Albert. El mito de Sísifo. Ensayo sobre el absurdo. En: Camus, Albert. El mito de Sísifo. El hombre
rebelde. Losada, Buenos Aires, 1967, pp. pp. 37, 40, 41, 42, 43, 45, 46.

327
Ibíd., pp. 20, 27.

328
Ibíd., pp. 17, 27, 33, 34.

329
Ibíd., p. 37.

330
Ibíd., p. 20.

331
Ibíd., pp. 40-41.

332
Ibíd., p. 23.

333
Ibíd., p. 41.

334
Ibíd., p. 42.

335
Ídem.

336
Ibíd., p. 76.

337
Ídem.

338
Ídem.

339
Ibíd., p. 89.

128
340
Husserl, Edmund. Investigaciones lógicas. Revista de Occidente, Madrid, 1976, 85.

341
Ibíd., p. 121.

342
Camus, Albert. Op. cit., p. 43.

343
Ibíd., p. 46.

344
Ibíd., p. 43.

345
Ídem.

346
Ibíd., p. 44.

347
Ídem.

348
Ídem.

349
Ídem.

350
Hua. XVI, p. 198.

351
Camus, Albert. Op. cit., p. 45.

352
Ídem.

353
Ídem.

354
Ibíd., p. 46.

355
Ibíd., p. 47.

356
Ibíd., p. 105.

129
357
Ibíd., p. 103. Todavía debemos recabar dos observaciones de Camus que tienen que ver con la fenomenología.
En ellas menciona tanto a Jaspers como a Heidegger; en la primera hace notar que “Jaspers desespera de toda
ontología” (Ibíd., p. 28); pero acaso quien, en verdad, desespera es el propio Camus de la fenomenología
husserliana y su constelación de ontologías regionales. En la segunda, en referencia clara a Heidegger, indica que:
“(…) el mundo del ‘se’ anónimo, (…) [el] hombre entra en él en adelante con su rebelión y su clarividencia”
(Ibíd., p. 47), con lo cual, por así decirlo, se regodea en este último para distanciarse de la fenomenología de
Husserl y para ver cómo a partir de aquélla puede internarse, con este se, en lo absurdo.

358
Walsh, María Elena, Serenata para la tierra de uno.

359
Camus, Albert. Op. cit., p. 38.

360
Ídem.

361
Ibíd., p. 48.

362
Husserl, Edmund. Meditaciones cartesianas. Madrid, 1986, pp.124-132.

363
Camus, Albert. Op. cit., p. 49.

364
Ibíd., p. 49.

365
Silva, José Asunción. Poesía y prosa. Instituto Colombiano de Cultura-Biblioteca Básica Colombiana, Bogotá,
1979, p. 162.

366
Ricoeur, Paul. Lo justo. Jurídica de las Américas, Santiago de Chile, 1997, 43.

367
Ibíd., p. 50.

368
Camus, Albert. Op. cit., 157.

369
Borges, Jorge Luis. Obras completas. Vol. II. Emecé, Buenos Aires, 1994, p. 370.

370
Barba Jacob, Porfirio. Poemas. Procultura, Bogotá, 1985, p. 100.

371
Marion, Jean-Luc. Dios sin el ser. Ellago Ediciones, Pontevedra, 2010, p. 232.

130
372
Camus, Albert. Op. cit., p. 84.

373
Ibíd., p. 90.

374
Camus, Albert. Op. cit., pp. 81-82.

375
Marion, Jean-Luc. Op. cit., p. 28.

376
Camus, Albert. Op. cit., pp. 99n.

377
Vid. supra, estudio II.

378
Camus, Albert. Op. cit., p. 100.

379
Ibíd., p. 93.

380
Ibíd., p. 94.

381
Arturo, Aurelio. Obra poética completa. ALLCA XX, Madrid, 2003, p. 53.

382
Ídem.

383
Ibíd., p. 95.

384
Ibíd., p. 21.

385
Ibíd., p. 26.

386
Ibíd., p. 30.

387
Ibíd., p. 32.

388
Ídem.

131
389
Ibíd., p. 35.

390
Ibíd., p. 37.

391
Ibíd., p. 39.

392
Ídem.

393
Ibíd., p. 47.

394
Ibíd., p. 50.

395
Ibíd., p. 56.

396
Ibíd., p. 68.

397
Ibíd., p. 75.

398
Marion, Jean-Luc. Op. cit., p. 206.

399
Camus, Albert. Op. cit., p. 85.

400
Camus indica que “(…) se puede ser cristiano y absurdo. Hay ejemplos de cristianos que no creen en la vida
futura” (Ibíd., p. 88) y, por nuestra parte, citando el poema anónimo atribuido a santa Teresa, indicamos que: se
trata del amor en el sentido de la apuesta de Pascal. Es el amor como don total y universal, pero al mismo tiempo
como locura, como absurdo. Es el amor como desmesura.

401
Ibíd., p. 95.

402
Ídem.

403
Ibíd., p. 100.

404
Ibíd., p. 102.

132
405
Ídemn.

406
Ibíd., p. 99.

407
Ibíd., p. 105.

408
D’Assise, F. Écrits. Éditions du Cerf-Éditions Franciscaines, Paris, 1981, p. 344.

409
Camus, Albert. Op. cit., p. 105.

410
Carranza, Eduardo. Carranza por Carranza. Procultura, Bogotá, 1985, p. 167.

411
Camus, Albert. Op. cit., p. 106.

412
Ibíd., p. 45.

413
Ibíd., p. 50.

414
Ibíd., p. 56.

415
Ibíd., p. 20.

416
Ibíd., p. 96.

417
Ibíd., pp. 52-53.

418
Ibíd., p. 91.

419
Ibíd., p. 107.

420
Ibíd., p. 50.

421
Ibíd., p. 15.

133
422
Marion, Jean-Luc. Op. cit., p. 164.

423
Camus, Albert. Op. cit., p. 106.

424
Ibíd., p. 70-71.

425
Ibíd., p. 69.

426
Ibíd., p. 70.

427
Ídem.

428
Ídem.

429
Ibíd., p. 69.

430
Ibíd., p. 61.

431
Ibíd., p. 62.

432
Ibíd., p. 69.

433
Ibíd., p. 88.

434
Ibíd., p. 104.

435
Ibíd., p. 71.

436
Ibíd., p. 52.

437
Ibíd., p. 53.

438
Carranza, Eduardo. Op. cit., p. 167.

134
439
Camus, Albert. Op. cit., p. 53.

440
Ídem.

441
Ídem.

442
Ídem.

443
Ibíd., p. 54.

444
Ibíd., p. 55.

445
Ibíd., p. 59.

446
Ibíd., p. 20.

447
Henry, Michel. Encarnación. Una filosofía de la carne. Sígueme, Salamanca, 2001, p. 160.

448
Camus, Albert. Op. cit., p. 80.

449
Henry, Michel. Op. cit., p. 164.

450
Ibíd., p. 19.

451
Camus, Albert. Op. cit., p. 81.

452
Ibíd., p. 71.

453
Borges, Jorge Luis. Obras completas. Vol. II. Emecé, Buenos Aires, 1994, p. 392.

454
Camus, Albert. Op. cit., p. 100.

455
Ibíd., p. 101.

135
456
Ibíd., p. 91.

457
Ídem.

458
Ídem.

459
Ídem.

460
Ibíd., p. 79.

461
Ibíd., p. 77.

462
Ídem.

463
Ibíd., p. 76.

464
Ibíd., p. 90.

465
Ibíd., p. 76.

466
Ibíd., p. 89.

467
Ibíd., p. 74.

468
Ibíd., p. 91.

469
Ibíd., p. 89.

470
Ibíd., p. 79.

471
Ídem.

472
Ibíd., p. 80.

136
473
Ídem.

474
Ibíd., p. 78.

475
Ídem.

476
Ibíd., p. 60.

477
Ibíd., p. 61.

478
Ibíd., p. 62.

479
Ibíd., p. 63.

480
Ídem.

481
Ibíd., p. 72.

482
Ídem.

483
Ibíd., p. 74.

137
Estudio VII

LA FENOMENOLOGÍA Y EL IDEAL DE LA CIENCIA


–En el centenario del artículo:
La filosofía, ciencia rigurosa484–

Philosophie als Wissenschaft, als erntsliche, strenge, ja apodiktish


strenge Wissenschaft –der Traum ist ausgeträumt485.

En el Coloquio Fenomenología de 2010486 acordamos poner en discusión la


pregunta: ¿abandonó Husserl el ideal de la ciencia rigurosa, expuesto y llevado a su
máxima exigencia en el Artículo para la revista Logos, en 1911?, o, por el contrario,
¿conduce el ideal de ciencia rigurosa toda la obra de Husserl, y es este ideal el “santo y
seña” de toda la fenomenología desde sus comienzos hasta el final?
Si se adoptara la posición de abandono del ideal de ciencia estricta, entonces la
observación de Krisis487 tendría el carácter de corrección de todo el proyecto
fenomenológico; en cambio, si se adoptara la idea de la ciencia rigurosa como hilo
conductor del comienzo al final del pensamiento de Husserl entonces la mentada
observación se restringiría a una metáfora.
Por mi parte, sostengo la tesis de que el lugar en el cual se asienta la diferencia entre la
filosofía de E. Husserl y la de M. Heidegger es en que el primero la concibe como
ciencia mientras el segundo rechaza tal pretensión.
De lo que se trata en la presente investigación es, precisamente, de tomar postura sobre
las dos cuestiones señaladas y, al mismo tiempo, de evaluar la posibilidad de la filosofía
en la dirección de la ciencia o del pensamiento, que renuncia a la pretensión de ser
científico, incluso en el sentido fenomenológico dado por Husserl a este título.
Para llevar a cabo nuestra reflexión, vamos a dar los siguientes pasos:

1. Se va a establecer lo que se indica bajo el título ciencia y, más exactamente,


ciencia rigurosa en el Artículo del mismo nombre.
2. Se va a caracterizar el sentido en que la fenomenología es psicología; y cómo
una y otra son fundamento para las ciencias.
3. Se va sistematizar el sentido en que la ciencia funda la formación como
proyecto de la persona, de la comunidad, de la cultura, de la humanidad –
como proyecto teleológico y sentido de responsabilidad.

138
Como queda indicado, no se expone el Artículo, sino que se revisa en función de los
intereses y cuestiones de investigación planteados para el desarrollo de la misma. En
consecuencia, queda aquí aludido, pero sin discusión, el tema del historicismo y la
crítica que hace Husserl del mismo. Igualmente, queda fuera del análisis tanto el
naturalismo –en general–, como sus consecuencias en relación con la psicología y con la
historia.

1. El título ciencia en La filosofía, ciencia rigurosa


Acaso desde Platón, y pese a algunos olvidos en el Medioevo, así como a través del
paso por el Renacimiento y por la Modernidad: la filosofía siempre ha pretendido ser
ciencia488. Y lo ha pretendido porque ella misma tiene el “sentido
ético-religioso” de guiar la humanidad por “normas racionales puras”489. La dialéctica de
este interés que orienta toda la filosofía como investigación se puede describir así: por
una parte, la filosofía halla el eidos del sentido histórico –vía la reflexión–, su sentido
ideal; por otra, una vez hallado ese sentido histórico –esclarecido en y como télos–, éste
guía la acción humana –hic et nunc–, y, permite evaluar las actuaciones en términos de
su validez, de su pleno sentido de humanidad o sus respectivos contrarios.
Ahora bien, como en el ideal aristotélico (981 b 7-9), según el cual propio de la ciencia
es que puede ser enseñada, Husserl vuelve su mirada sobre Kant indicando que a éste:
(…) Le gustaba decir (…) que no se puede aprender filosofía, sino sólo a filosofar. ¿Qué otro significado
tiene esta frase más que la confesión de que la filosofía no es ciencia? A donde llega la ciencia, la ciencia
real, llega la posibilidad de enseñar y aprender, en todas partes en el mismo sentido. (…) el aprendizaje
científico (…) siempre estriba en la actividad propia, en el íntimo producir, según fundamentos y secuelas,
las evidencias racionales que obtuvieron los espíritus creativos 490.

Así, entonces, la filosofía si quiere contribuir a un sentido pleno de humanidad –


entendido como compromiso ético-religioso– tiene que proyectarse como ciencia; y ésta
apunta a combatir y superar el relativismo. Y, sin embargo, aquí cientificidad no es
abandono de la subjetividad, sino, por el contrario, actividad propia de cada quien. En
esta actividad emerge un producir de cada quien a partir de fundamentos que valen para
uno y valen para todos. Por eso, al mismo tiempo que se acepta que “la filosofía (…) no
es ciencia aún (…) aún no ha empezado a ser ciencia”491, se observa cómo “se suscita la
cuestión de si querrá la filosofía seguir manteniendo la meta de ser ciencia rigurosa, de si
puede y debe quererlo”492, pues ahí es donde radica su compromiso. Y no interesa que
todavía no se haya alcanzado este nivel de autofundamentación; antes bien, se trata de
trazar como ideal investigativo no sólo la conquista de cientificidad, sino también de
poder proceder con un método que al mismo tiempo ofrezca un proyecto y un proceso
cooperativo de emergencia de la verdad como tarea compartida, y, de despliegue de la
subjetividad en cada quien, hallando los fundamentos últimos del querer y del aspirar. Así
se entiende que “(…) los intereses supremos de la cultura humana exigen que se
construya una filosofía rigurosamente científica; (…) se necesita (…) la crítica positiva

139
de sus fundamentos y sus métodos”493. O sea, no es una aspiración a la ciencia por sí
misma, sino por la intrínseca necesidad de dar con un sentido de verdad universal y total
con la debida y rigurosa mostración del modo como se ha alcanzado la misma; pues, por
el contrario, “(…) las convicciones universales significan poca cosa cuando no se las
puede fundamentar, (…) cuando no se divisa camino alguno hacia sus metas. (…) Esto
es lo que hemos de lograr y (…) hemos de alcanzar la confianza viva y eficaz en la
ciencia, [en] (…) su comienzo real”494.
Ahora bien, el método de investigación ha de ser el apriórico en cuanto se orienta hacia
el conocimiento de esencias y en cuanto tiende, por eso mismo, a ser una teoría
científica de la razón:
(…) en la medida en que la investigación fenomenológica es investigación de esencias, o sea, apriórica en el
auténtico sentido, hace al mismo tiempo plena justicia a todos los motivos legítimos del apriorismo. (…) la
idea de la filosofía rigurosamente científica (…) indica (…) el verdadero camino que conduce a una teoría
científica de la razón y, por tanto, a una psicología que realmente sea satisfactoria495.

La investigación de los fundamentos de la razón es simultáneamente ciencia


fenomenológica y ciencia psicológica. ¿Por qué? Porque en sí trata de explicitar y
comprender a la razón misma –en su verdad universal y total–; y se orienta a explicitar
la manera como los sujetos –intuito personae– configuran, en su propia experiencia, el
despliegue de la verdad, en su absoluta radicalidad. Aquí, entonces, debe convivir la
“comprensión esclarecedora” de “la relación entre la vigencia fluyente y la validez
objetiva, entre la ciencia como fenómeno cultural y la ciencia como sistema teórico
válido”496; o expresado de otro modo: la experiencia en que cada quien llega a configurar
la verdad con base en unos principios válidos y un método radicalmente científico. Aquí
cabe, entonces, acudir a los “términos platónicos” que ponen en “relación (…) la idea y
su forma fenoménica enturbiada”497. Por más, pues, que se mezclen elementos de
daciones empíricas con verdades a priori, la tarea de la crítica de la razón
(fenomenología) y el modo del experienciar subjetivo (psicología fenomenológica,
psicología pura) intentan hallarse ante lo puro mismo, sea en una u otra dimensiones de
la vida del conocimiento.
Pero la idea de la ciencia, de la ciencia rigurosa, si por algo se caracteriza es porque
tiende a la realización de valores supremos, de valores universales. Éstos implican la
clarificación de un sentido pleno de humanidad. Se trata, entonces, de vivir de cara a
unos valores universales y totales, que se puedan fundar en la reflexión, en la razón,
metódicamente; pero, simultáneamente, de estar hondamente enraizados en el presente
histórico. La búsqueda de la filosofía consiste en vivir la infinitud del sentido de
humanidad desde la finitud que es propia de cada quien como miembro de la especie.
(…) la idea de la filosofía [satisface] (…) valores que, desde ciertas perspectivas, son superiores: los de la
ciencia filosófica (…) una universitas de ciencia rigurosa supratemporal (…). / La “idea” de la ciencia (…)
es supratemporal, (…) no está limitada por relación alguna con el espíritu de una época. (…) nuestras
metas vitales son de doble índole: unas, para el tiempo; las otras, para la eternidad; unas, al servicio de
nuestra propia perfección y de la de nuestros contemporáneos; las otras, al de la perfección también de los

140
que vivan después de nosotros, hasta las más lejanas generaciones. Ciencia es título de valores absolutos,
intemporales. Cada uno de tales valores, una vez que es descubierto, queda perteneciendo al tesoro de los
valores de toda la humanidad posterior y es evidente que también determina el contenido material de la idea
de formación, sabiduría, visión del mundo, como, asimismo, el de la filosofía como visión del mundo498.

La filosofía, la fenomenología, puede acudir a experiencias concretas de la humanidad


esclareciendo su sentido pleno y auténtico: los ideales políticos-democráticos, las
sucesivas declaraciones que promulgan y asientan los derechos humanos como
patrimonio universal, las aspiraciones de paz bajo todas las formas de la política –con
todo y sus extravíos fácticos–, las instituciones que aparecen como expresión del cultivo
de la humanidad, las obras de arte que prosiguen su obrar silencioso del sentido de lo
bello, los hallazgos en las diversas ciencias.
En esa relación infinitud de valores-finitud de la vida concreta de cada persona: se
instalan tanto la formación como la sabiduría y la visión del mundo. De éstas se sabe,
por anticipado, que son legados perfectibles; de aquélla, que es auténtica si procura
vivificar los legados, precisamente, perfeccionándolos mediante la crítica y el obrar en
dirección de valores universales y totales que den posibilidades para la realización a la
humanidad plena.
Aquí la función del “(…) hombre teórico” en cuanto “investigador vocacional” –que en
otros momentos llegará a ser llamado por Husserl: funcionario de la humanidad– radica
en que “(…) donde la ciencia puede hablar, aunque tarde siglos en hacerlo, rechazará con
menosprecio vagas ‘intuiciones’”; la radicalidad de su tarea consiste en que “(…)
defiende un derecho de la humanidad del futuro”499. La lucha contra el relativismo
estriba en que lo humano mismo tiene que ser llevado a plena universalidad.
Para el investigador vocacional “(…) las ciencias todas, trae[n] consigo una dimensión
de enigmas cuya solución se nos vuelve una cuestión / vital500; pues, no se trata sólo de
un investigar como mera tarea profesional –que no compromete la existencia misma del
investigador–, sino que, por el contrario, es asunto ético que compromete en primera
persona a quien efectúa la labor científica. Es por esto por lo que “(…) hay que insistir
(…) en no olvidar la responsabilidad que tenemos para con la humanidad”501. Ni las
ciencias ni las artes son ornato; por el contrario, son cultivo de lo humano, clarificación
de normas ideales y de metas que enaltecen la vida de todos y cada uno de los miembros
de la especie. La ciencia nos involucra a todos; es un proyecto hecho en comunidad,
colectivamente. Y requiere de la comunidad no sólo para proseguir las tareas
emprendidas; sino también para dar cada vez más posibilidad de realización al principio
de corregibilidad.
(…) la ciencia debe considerarse logro del trabajo colectivo de las generaciones de investigadores (…) que
(…) tienen funciones distintas y maneras diferentes de actuar y enseñar (…). La ciencia (…) es
impersonal. Los que trabajan en ella en colaboración no precisan sabiduría sino aptitudes teóricas. Su
contribución enriquece el tesoro de vigencias eternas que han de constituir una bendición para la
humanidad502.

El desarrollo de una actitud reflexiva, fenomenológica, que vuelve sobre el

141
reconocimiento de todos y cada uno de los sujetos no sólo como humanos, sino también
como sujetos reflexivos: deshace tanto la visión heroica de la historia como la
suposición de que la creación es asunto de “genio”. Más bien, la creación es trabajo
paciente, expuesto a la corrección, a ser complementado, a impulsar nuevas
comprensiones. Como modesto trabajador, el artista o el científico son contingentes en la
tarea de llevar a cabo la elaboración del sentido; mas éste es lo que en sí se valida en su
intemporalidad, en su validez eterna. De ahí que la filosofía como ciencia rigurosa
pueda llegar a tener la aspiración de universal y eterna; y que, en sí, la fenomenología
preserve el ideal de philosophia perennis (Hua. IX, p. 301). Aquí, entonces, lo que
define la validez no es la “genialidad de un creador”, sino un método riguroso que
permita dar cuenta, paso por paso, del modo como se llega a una verdad plenamente
basada en la evidencia.
Cada fragmento de ciencia acabada es una totalidad de pasos intelectuales, cada uno de los cuales es de
evidencia inmediata, o sea, en absoluto profundo. La profundidad es cosa de sabiduría; la claridad y
distinción conceptuales, de la teoría rigurosa. Acuñar de nuevo, en configuraciones racionales unívocas, lo
que la profundidad adivina, es el proceso esencial de la reconstrucción de las ciencias rigurosas. / (…) la
ciencia rigurosa es lo que más necesita nuestro tiempo503.

Si es posible dar cuenta de los pasos intelectuales que llevan a una evidencia,
entonces lo que se afirme en la ciencia queda sujeto a la discusión, a la corrección. Y no
es que no existan talentos intelectuales, talentos extraordinarios504, que ofrecen valiosas
intuiciones; es que es preciso dar el paso de la intuición a la evidencia. Más aún, la cosa
misma anticipada en la intuición es lo genial; no lo es, en cambio, el creador o el
descubridor.
El paso de la intuición a la evidencia no sólo debe ser metódico, sino que se requiere
que muestre cómo se produce el desplazamiento de las prefiguraciones intuitivas a las
configuraciones racionales. Así, entonces, la ciencia se caracteriza por un proceder
reconstructivo; que al mismo se le pueda llamar o no genético no es ahora el tema y, sin
embargo, tal denominación no resulta “extraña” ni “extralimitada”, pues:
(…) la filosofía es, por su esencia, la ciencia de los verdaderos comienzos, de los orígenes, de los
ριζωµατa παντωn. La ciencia de lo radical tiene que ser también radical en su procedimiento, y tiene que
serlo en todos los sentidos 505.

2. La fenomenología como psicología


Si se pregunta: ¿qué es lo que persigue la investigación fenomenológica? La respuesta
no se hace esperar: la conciencia “pura”, no los procesos psicofísicos –que se han
convertido en el campo de exploración de la psicología como ciencia natural; la cual, a
su vez, naturaliza la psiquis–; es como:
Tropezamos así con una ciencia –de cuyo formidable alcance nuestros contemporáneos no tienen aún
idea– que es ciencia de la conciencia (…): la fenomenología de la conciencia (…). (…) la fenomenología
tiene que ver con la conciencia “pura”, o sea, con la conciencia en la actitud fenomenológica506.

142
¿Qué puede querer decir, en este caso actitud fenomenológica? En parte está dicho:
conciencia “pura”. Pero debe darse un paso más hacia su comprensión: tal actitud es
conciencia reflexiva que se atiene a los datos que se ofrecen inmanentemente, que pone
al sujeto que los experiencia como su asunto, como cosa misma. Al formularlo de este
modo, prácticamente quedan borrados o, al menos, borrosos los límites entre psicología
y fenomenología, puesto que:
La ciencia psicológica en sentido pleno (…) es (…) análisis directo y puro de la conciencia (…) “análisis”
que ha de llevarse a cabo sistemáticamente y la “descripción” de los datos que se ofrecen en las diferentes
direcciones posibles de la mirada inmanente (…) análisis de la conciencia (…). A esta psicología le bastan
(…) rudos conceptos de clase tales como percepción, intuición de la fantasía, afirmación, cuenta y
cálculo, estimación de magnitudes, reconocimiento, espera, retención, olvido, etc. 507.

Así, pues, tanto la fenomenología como la psicología son estudio de lo meramente


subjetivo. Desde luego, habrá que llegar a establecer: cómo y en qué se diferencian.
Ahora lo que nos queda visto es el enlace que se da entra ambas. Lo que las enlaza es el
estudio de la conciencia, de la subjetividad, de lo psíquico. En este sentido, “(…) todo lo
psíquico (…) debe ser el primer objeto de investigación tanto para la psicología como
para la fenomenología”508. Aquí hay que observar que todo lo psíquico “posee el
carácter de (…) ‘conciencia de’”509; y aunque la investigación eidética busca ofrecer su
esencia, lo invariante de ella, es preciso advertir que “(…) tiene una cantidad
desconcertante de configuraciones”510. Esto, desde luego, significa que la variedad que
signa a la conciencia511 tiene que ser perseguida en lo esencial a sus diversas formas de
aparición. Este invariante es su estar siempre en correlación o el vivir en enlace que la
hace ser de…, esto es, su estructura intencional.
Ahora puede decirse: lo que caracteriza “la psicología originaria” como “ciencia
sistemática de la conciencia” es el hecho de “que investigue inmanentemente lo
psíquico”512. Lo psíquico es experienciado como vivencia subjetiva, en los modos
–como ya se vio– de: percepción, intuición de la fantasía, afirmación, cuenta y cálculo,
estimación de magnitudes, reconocimiento, espera, retención, olvido, etc.; esto es, son
experiencias que aluden a la primera persona. En estas investigaciones lo que se refiere
es la “fuerza de las (…) cosas psíquicas (…)”513; sobre éstas es, en sí, que se hace
posible que “se lleven a cabo (…) análisis de la conciencia
[, de] los fenómenos sensibles subjetivos, cuyas descripción y / designación (…) trata
con fenómenos (…), conceptos”514; éstos son materia de investigación, precisamente,
porque entran en “la auténtica esfera de la conciencia”515. Es a esto a lo que, sin más, se
puede llamar esfera de lo inmanente; y, por ello, es que:
(…) la investigación analítica (…) descriptiva de las vivencias intencionales (…) investiga seriamente lo
inmanente (…). [Se orienta al] análisis inmanente o (…) análisis de esencias. (…) [Así] el analista
fenomenológico (…) mira los fenómenos que el lenguaje suscita con las respectivas palabras, o (…) se
adentra en los fenómenos que constituyen la realización plenamente intuitiva de los conceptos empíricos,
de los matemáticos, etc. 516.

143
La investigación de las vivencias parte de ellas mismas, puesto que son daciones
originarias. Originariedad e inmanencia son notas equivalentes y concordantes. Y, sin
embargo, cuando un fenómeno es enunciado: la investigación fenomenológica requiere
operar una reconducción o una reducción (reducere) de lo dado, predicativa o
proposicionalmente, hasta tornar a la fuente prístina de la experiencia, de la vivencia
originaria, pre-predicativa; ésta es dación intuitiva.
Así, entonces, se encuentra un circuito complementario: si las daciones originarias o
vivencias o intuiciones son la primera forma de experiencia, entonces la investigación
consiste en llevar a plena exposición este darse; esa plena exposición implica la
racionalización de la experiencia. Entre tanto, si, por el contrario, la primera forma de
dación es predicativa, proposicional, se trata de que la investigación revele los
fundamentos plenamente intuitivos de lo aseverado. Se comprende, entonces, que
“¡Tenemos que consultar las cosas mismas! ¡Volvamos a la experiencia, a la intuición,
que son las únicas que pueden dar sentido y legitimidad racional a nuestras palabras!” (p.
32). Sólo, pues, la intuición es la que puede ofrecer las cosas mismas; y, a su vez,
queda entonces visto, cosas mismas lo son exclusivamente en tanto dadas a la
experiencia subjetiva. Si con base en lo referido sobre la intuición se pregunta: “¿cuáles
son estas cosas y cuál es esta experiencia hacia la / que debemos volver en
psicología?”517, aparece la posibilidad de trazar un límite –no el único– entre
fenomenología y psicología puesto que en esta última los “análisis de conciencia que han
de haberse hecho (…) / a partir de experiencias ingenuas (ya sean o no observaciones y
ya transcurran en el marco de la actualidad presente de conciencia o en el recuerdo o la
empatía)”518; es decir, mientras la psicología como ciencia realiza los estudios que
clarifican la constitución a partir de las experiencias ingenuas, de suyo la fenomenología
implica recurrir a la conciencia “pura” o reflexiva. Y, sin embargo, tanto la una como la
otra “sólo con respecto a lo que dan de sí percepciones o recuerdos reales”519 es que
pueden llegar a establecer los “fundamentos de legitimidad de la validez de un concepto,
de su poseer esencia o carecer de ella y, además, de su aplicación válida en el caso
concreto que se aduzca”520. Lo que diferencia psicología y fenomenología es, a su vez,
lo que las une: una y otra laboran sobre lo meramente subjetivo; una, en su operar
ingenuo, natural, espontáneo; otra en su actitud reflexiva, críticamente consciente. Y, sin
embargo, es posible la transformación de la una en la otra; y, viceversa. Aquí cabe decir:
la subjetividad es el campo fenoménico tanto para una como para otra disciplinas: “la
fenomenicidad (…) –en (…) que se mueven constantemente la intuición y el
pensamiento (…)– es (…) tema de la ciencia (…) de (…) la psicología y (…) la
fenomenología”521. Más aún, si se negara su mutua complementariedad, sería tanto
como decir: es posible conocer al sujeto en actitud reflexiva sin conocer su operar
mundanal cotidiano –natural, ingenuo, espontáneo–; o, es posible conocer al sujeto en
su operar ingenuo, natural o espontáneo, sin tender a conocer su ser a priori, su
constitución trascendental. El enlace de estas dos disciplinas, precisamente por su
comunidad fenoménica, es la que puede llegar a ofrecer una auténtica y radical

144
fundamentación de la ciencia toda, de la filosofía como ciencia, como ciencia rigurosa.
Esta doble fundamentación: natural-reflexiva, mundanal-trascendental, espontánea-a
priori es en sí una exigencia de radicalidad, de plena justificación de la ciencia522. Por
eso es que la fenomenología le ofrece una vía de clarificación a la psicología
contemporánea si “quiere ser ciencia (…) de los ‘fenómenos psíquicos’”523. Esta vía es,
precisamente, un proceder científico, repitámoslo, de base fenomenológica. Así, pues, si
este es el objetivo que persigue la psicología, entonces “ha de poder describir y
determinar estos fenómenos con rigor conceptual. Tiene que apropiarse de los conceptos
rigurosos que necesita trabajando con método”524. Por el recurso a este método, a esta
vía, partiendo entonces de su fenómeno –dado en experiencia ingenua– la psicología ha
de investigar el “sentido de lo psíquico”525 mediante la ejecución de “análisis de esos
contenidos conceptuales y reconoce por válidas otras tantas relaciones fenomenológicas
que aplica a la experiencia”526 que terminan por ofrecerlos en su darse en la “experiencia
(…) a priori”527; entonces, de este modo, se logra en ella misma el tránsito hacia los
“fenómenos mismos”528. La promoción de la psicología como ciencia de base
fenomenológica implica:
(…) profundizar en la cuestión (…)[:] cómo, por qué método, quepa traer del estado de confusión al de
claridad y validez objetiva aquellos conceptos que entran esencialmente en los juicios psicológicos[,] (…) el
“sentido” de la experiencia psicológica y [las] “exigencias” [que] plantea de suyo al método el ser en el
sentido de lo psíquico529.

Interesa, pues, establecer como un punto de partida de la investigación psicológica el


vivir cotidiano del sujeto. Éste profiere, en su vivir espontáneo, aserciones que
expresan estados psíquicos –por extensión, se podría hablar de estados mentales; y, en
esta misma dirección de cambios de estado. La investigación metódicamente considerada
eleva estas expresiones al rango de cosa misma para su estudio, en términos de clarificar
qué es lo que está implicado en el mismo desde la perspectiva del sentido de lo psíquico.
Ahora bien, volver la mirada sobre el sujeto no implica considerarlo como solus
ipse530. Por el contrario, “cuando las percepciones se piensan repartidas en distintos
‘sujetos’”531, entonces se puede afirmar que lo “que existe corporalmente”532 puede “ser
experimentado como algo individualmente idéntico por muchos sujetos y”,533 en ese
sentido, puede “ser descrito como siendo intersubjetivamente lo mismo. Las mismas
entidades del estilo de las cosas (cosas, procesos, etc.) se alzan ante los ojos de todos
nosotros y pueden ser determinadas por todos nosotros conforme a su ‘naturaleza’”534.
Así, entonces, ganar el reino de los fenómenos subjetivos es hacerse con los que valen
para uno y valen para todos, es “determinar intersubjetivamente lo psíquico535.
No se trata de una dación a secas; antes bien, se indica que hay dación intersubjetiva:
lo que me es dado como fenómeno, en cuanto individuo, es materia de referencia, de
comunicación, de diálogo intersubjetivo. Entonces se da el paso a la experiencia del
sujeto que sólo puede ser comprendida como dación intersubjetiva. De este modo se

145
alza ante la vista de cada quien un mundo que es común para todos, que es esfera de las
interacciones y de las transacciones de sentido. Por ello, “‘naturaleza’ quiere decir que,
al exhibirse en la experiencia en ‘fenómenos subjetivos’ que varían de múltiples formas,
se alzan, sin embargo, como unidades temporales de propiedades o permanentes o
cambiantes, y lo hacen en tanto vinculadas en el contexto omnivinculante del único
mundo de los cuerpos, con su espacio único y su tiempo único”536. Hay, pues, un mundo
que nos es común porque lo experimentamos como fuente de sentidos; y, sobre todo,
porque es omnivinculante: me contiene, contiene a los demás, contiene las cosas de las
que hacemos referencia unos y otros. En tanto omnivinculante, ese mundo se nos ofrece
como común.
Ese mundo común es el que permite llevar a cabo “toda investigación intuitiva”537,
dentro de él es que resulta determinable “lo que la cosa es en verdad”, su ser “objeto de
la experiencia”, su carácter de “algo”, de “ente”, que puede ser “determinado y (…)
determinable”538. En ese mundo común cada cosa “aparece (…) siempre, en medio del
cambio de sus apariciones y de las circunstancias fenoménicas, como algo que
constantemente es de otro modo”539. En este mundo común se ofrece la dación “de lo
que la cosa misma, en tanto que objeto de experiencia, pretende, por así decirlo, ser”540.
Queda, pues, fuera de juego la idea de un mundo solipsista, de un solipsismo vulgar.
La investigación de la psicología desde luego recae sobre el sujeto. Sólo que éste es lo
que es en intersubjetividad (cf. Hua. VI, p. 175, 26-28). Que aquí no se desarrolle una
teoría de la intersubjetividad no implica que la misma no esté implicada como un
presupuesto de la investigación. Como veremos de inmediato, éste tiene los índices tanto
de comercium como de empatía:
Volvámonos ahora hacia el “mundo” de lo “psíquico” y limitémonos a los “fenómenos psíquicos” (…).
(…) Lo psíquico se reparte (dicho metafóricamente y no metafísicamente) en mónadas que no tienen
ventanas y entran unas en commercium con otras sólo por empatía (…) en la esfera psíquica no hay
diferencia entre aparecer y ser (…) los apareceres mismos en cuestión (…) no son a su vez un ser que
aparezca gracias a apareceres que están detrás de él, como lo evidencia cualquier reflexión sobre la
percepción de cualquier aparecer. (…) cuanto llamamos fenómeno psíquico (…) es (…) en sí y por sí (…)
fenómeno y no naturaleza541.

Commercium es un título para indicar transacciones entre sujetos; por eso mismo,
transacciones intersubjetivas. ¿Qué implica el uso metafórico del título mónada –sin
ventanas–, aquí? Que un sujeto no puede estar en el lugar del otro, que dos sujetos no se
pueden volver uno, que en toda relación entre sujetos cada uno en sí es irreductible –
más aún, residuo irreductible–; acaso podré conocer al otro en analogon (Hua. I, § 44):
como si estuviera en su lugar, pero jamás estaré en su propio lugar. La vida psíquica de
un sujeto puede, por empatía, comprender lo que otro dice, lo que experimenta del
mundo, del mundo común. Se comparte, pues, un mundo y un pathos. De allí surge el
ser pares (paarung). Y ese mundo y ese sentir el mundo ofrecen una pura fenomenidad.
Ahí no se entrega un dato “natural” por sí determinante; en cambio emerge un dato,
una dación, que motiva.

146
Aquí lo que se ofrece, lo que se da, es “algo psíquico (…) un ‘fenómeno’” que “va y
viene”, que “no conserva ser alguno permanente e idéntico que quepa determinar como
tal objetivamente”542. Y aquí –que, queda visto, se rechaza la causalidad, el reino de la
determinación– dado que hay un yo vivenciante: emerge el reino de la motivación. La
fenomenología es el estudio de este reino. En éste, “lo que ‘es’ el ser psíquico (…) es
‘vivencia’, vivencia intuitiva en la reflexión, que aparece como ella misma, por sí misma,
en un río absoluto, como ahora y ya ‘atenuándose’, hundiéndose continuamente, de
manera visible, en algo pasado”543. La motivación es esfera de la temporalidad. Y en
ella el yo tiene experiencia de sí mismo y del mundo como “rememorado”, como lo “que
fue percibido”544; en la rememoración lo experienciado puede ser dado al sujeto
“‘repetidamente’, en actos de rememoración que forman unidad en una conciencia”545.
El estudio fenomenológico de estas experiencias psíquicas abre el “contexto, y
únicamente en él” es en el que “puede a priori lo psíquico ser objeto de ‘experiencia’
como ente y ser identificado como lo idéntico de esas ‘repeticiones’”546.
Es como dación a priori que “todo lo psíquico (…) se inserta (…) en un contexto
abarcante, en una unidad ‘monádica’ de conciencia: una unidad que nada tiene que ver
en sí con la naturaleza”547. Así, pues, el arribo al reino de la motivación es, en cuanto
despliegue de la temporalidad subjetiva, inmanente: el momento en que es posible
vérselas con “‘formas’ exclusivas suyas”548. Allí es donde el yo, en su mundear, se
descubre como “un río de fenómenos ilimitado por sus lados, que tiene una línea
intencional que lo impregna a todo él: la línea del ‘tiempo’ inmanente, que carece de
principio y de fin; un tiempo que no mide cronómetro alguno”549. Y, en coincidencia, se
da el hecho de que otro(s) sujeto(s), otro yo, es (son), así mismo, una “unidad en el río
comprendida ella misma en su fluir. (…) Gracias a (…) la experiencia de cosas y esta
experiencia de relación, aparece a la vez la empatía como una especie de visión mediada
de lo psíquico, caracterizada en sí misma como una mirada a un segundo nexo
monádico550. Porque compartimos un mundo común y una estructura temporal de la
experiencia: los sujetos nos podemos comprender unos a otros. Estos grados de
comprensión son grados de copertenencia y coparticipación en el mundo común; esto
se descubre y describe por empatía.
Paradójicamente, cuanto más excavemos en las estructuras y formas de dación de lo
plenamente subjetivo, por empatía, más cerca nos hallaremos de la comprensión de la
vivencia del alter. Para el propósito de una ciencia radical basta, entonces, con “convertir
a lo psíquico (…) en objeto de investigación intuitiva”551; pero si este postulado se aplica
al campo de la búsqueda la psicología, entonces se satisface “la condición básica de la
psicología plenamente científica”552, la cual, a su vez, constituye “el campo de la
auténtica crítica de la razón”553. Ésta sólo llega a satisfacerse cuando da cuenta de la
intuición de esencia, cuando ofrece la esencia de la percepción, cuando alcanza, al fin,
la intuición de esencias. Es evidente que hablar de esencias se prestó, desde siempre, en
la filosofía y fuera de ella, a escarceos místicos. Sin embargo, conviene ver en su estricta

147
delimitación a qué se alude, fenomenológicamente, con este título:
La intuición de esencias no alberga mayores dificultades o “místicos” secretos que la percepción. Cuando
traemos intuitivamente a plena claridad, a pleno dato, “color”, lo dado es una “esencia”; y asimismo
cuando, en intuición pura, dirigiendo la mirada de percepción en percepción, traemos a dato qué es
“percepción”, percepción en sí misma –eso idéntico de cualesquiera singularidades perceptivas fluyentes–,
hemos captado intuitivamente la esencia percepción. A donde llega la intuición, el tener conciencia intuitiva,
allí llega también la posibilidad de una “ideación” correspondiente a aquella (…) o de la “intuición esencias”.
Y en la medida en que la intuición es pura y no encierra co-menciones que la sobrepasen, la esencia
intuitiva es algo adecuadamente intuitivo: un dato absoluto554.

La psicología no sólo puede sino que debe transformarse en fenomenología, como


se ha venido viendo. Y esto se logra en cuanto se desarrolla la investigación
–en aquélla– que tiende a la descripción de esencias. Ésta nos da en plena
universalidad, y por tanto de manera abarcante, la totalidad de los tipos. Entonces
puede decirse que psicología en cuanto fenomenología ofrece una “tipología descriptible
del fluir” de la experiencia psíquica; la posee en “‘ideas’, las cuales, captadas y fijadas
intuitivamente, hacen posible un conocimiento absoluto”555. Así esta investigación pasa
del estudio primero y, si se quiere primario, de la percepción y se desplaza al estudio de
“títulos psicológicos” cada vez más complejos tales como la “voluntad”, para dar con “el
dominio onmiabarcante de los ‘análisis de conciencia’”, o sea, para dar con la
investigación de esencia de los más altos dominios de lo meramente subjetivo, en su
darse a priori, en su universalidad, su verdad y su
completud556.
En esta constante transformación de la psicología557 en fenomenología, ésta última se
funda y despliega como “ciencia” que “mientras es pura (…) solamente puede ser
investigación de esencias, y en absoluto investigación de existencias”558. A diferencia,
pues, de la psicología, la fenomenología no tiene como referente una subjetividad
concreta y particular, sino el eidos puro subjetividad. Si en algún momento la
fenomenología aludiera a lo “singular, en su inmanencia” sólo podría considerarlo, en
tanto “puesto como ¡esto de aquí!: esta percepción, este recuerdo, etc., que fluyen”559;
pero este recurso sólo se ejecuta para volver, una y otra vez, a ponerlo todo “bajo los
conceptos esenciales rigurosos que se deben al análisis”560, esto es, para establecer cómo
lo singular se corresponde y “‘tiene’ una esencia que se puede afirmar de él con validez
evidente”561.
Con lo indicado en esta sección se evidencia que el proyecto de la psicología
fenomenológica –que el mismo Husserl enraíza en las Lecciones de 1925 sobre
Psicología fenomenológica en las Investigaciones lógicas (Hua. IX, pp. 20-46)– tiene
en el Artículo de 1911 una exposición no sólo sistemática, sino y en especial
programática.

3. La filosofía como ciencia rigurosa funda la formación

148
Toda gran filosofía no es sólo un hecho histórico, sino que también tiene una gran
función, una función teleológica de índole peculiar, en la evolución de la vida espiritual de
la humanidad: es un supremo ascenso de la experiencia de la vida, de la formación
humana y de la sabiduría de su tiempo562.
Como se ha visto, la formación corresponde simultáneamente a un proyecto de la
persona, de la comunidad, de la cultura, de la humanidad. Como proyecto ofrece un
sentido teleológico que se aclara sólo por vía de la reflexión; y, en ese proceso de
racionalización la filosofía misma deviene como un íntimo sentido de responsabilidad.
Desde luego, esta praxis concierne a todos y cada uno de las personas. Husserl
consideró en Krisis563 que este proceso filosófico se desarrolla mediante la formación
(Bildung) y la investigación (Forschung); y, de hecho, según sus palabras, este proceso
implica un “movimiento de formación cultural (der in der Bildungsbewegung)” que una
y otra vez repercuta en la “educación de los niños (Kindererziehung)”564 que conlleve a
una “praxis universalmente transformada”565. Lo que interesa, a manera de colofón, es
dejar indicado que este proyecto se funda en la psicología transformada en
fenomenología, esto es, que la psicología fenomenológica sienta las bases de una total
transformación de la educación toda vez que lleve a crear las condiciones para la
emancipación del sujeto, para que él se haga plenamente responsable de sí y del sentido
radical de la historia. ¿Cómo lograr paso a paso esta transformación? No fue un tema
elaborado por Husserl en este Artículo. Quizá es la cosa misma de la vía psicológica de
la fenomenología sobre la subjetividad que en su radicalidad sólo es lo que es en la
relación con el alter, en la cultura, haciendo instituciones, en últimas, ejerciendo la
subjetividad como praxis política.

____________________
484
Husserl, Edmund. La filosofía, ciencia rigurosa. Presentación y traducción de Miguel García-Baró. Encuentro,
Madrid, 2009. La traducción corresponde al texto de Husserliana XXV (citada: Hua. XXV): Husserl, Edmund.
Aufsätze und Vorträge. Martinus Nijhoff, Drodrecht, 1987. Herausgegeben von Thomas Nenon und Reiner Sepp;
pp. 1-62.

485
Husserl, Edmund. Krisis (Hua. VI), p. 508.

486
III Congreso Colombiano de Filosofía, Cali, Sociedad Colombiana de Filosofía – Universidad del Valle, 19 al 23 de
octubre de 2010.

487
Hua. VI, p. 508.

149
488
Huserl, Edmund. Op. cit., pp. 7-8.

489
Ibíd., p. 7.

490
Ibíd., pp. 7-8.

491
Ibíd., p. 9.

492
Ibíd., p. 11.

493
Ibíd., pp. 13-14.

494
Ibíd., p. 19.

495
Ibíd., p. 58.

496
Ibíd., p. 62.

497
Ídem.

498
Ibíd., p. 73.

499
Ibíd., p. 76.

500
Ibíd., pp. 77-78.

501
Ibíd., p. 79.

502
Ibíd., p. 82.

503
Ibíd., pp. 83-84.

504
Tal vez conviene llamar la atención en cómo, por ejemplo, en las Lecciones de Psicología fenomenológica de
1925: Husserl recomendaba a sus alumnos “un estudio más cuidadoso de todos los escritos de este espíritu

150
extraordinario (dieses ausserordentlichen Geistes)” que había ya logrado una “fenomenología genial, previa y
preliminar (geniale Vorschau und Vorstufe der Phänomenologie)”, refiriéndose a la obra de W. Dilthey (Hua. IX,
p. 35).

505
Ibíd., p. 85.

506
Ibíd., p. 27.

507
Ibíd., p. 28.

508
Ibíd., p. 32.

509
Ídem.

510
Ídem.

511
“(…) el sentido y el método del trabajo (…) sólo se manifiestan en la fenomenología pura y sistemática (…) se
hace patente en la inmensa riqueza de diferencias de conciencia (…), [en] el análisis de la conciencia misma” (p.
30).

512
Ibíd., p. 29.

513
Ídem.

514
Ídem.

515
Ídem.

516
Ibíd., p. 31.

517
Ibíd., pp. 32-33.

518
Ibíd., pp. 33-34.

519
Ibíd., p. 35.

151
520
Ídem.

521
Ibíd., p. 41, nota.

522
La siguiente indicación sirve de ilustración de cómo se da la mutua complementariedad entre psicología y
fenomenología.


(…) se reconocerá pronto universalmente que una ciencia empírica de lo psíquico en sus relaciones con la
naturaleza que sea realmente suficiente, sólo puede ponerse en marcha si la psicología se construye sobre la base
de una fenomenología sistemática; o sea, si se investigan y fijan de modo intuitivo puro y en su nexo sistemático
las configuraciones esenciales de la conciencia y de sus correlatos inmanentes y si se aducen las normas acerca
del sentido y el contenido científico de los conceptos de toda índole / de fenómenos, es decir, de los conceptos
con los que el psicólogo empírico expresa lo psíquico en sus mismos juicios psicofísicos (…) la psicología está
en estrecha, en estrechísima relación, con la filosofía (…) la fenomenología (…) constituye el fundamento
común de la filosofía y la psicología” (p. 55-56).

E
n muchos momentos de su trabajo investigativo, Husserl –por ejemplo en Investigaciones lógicas– crítica al
psicologismo, hasta hacer perder la idea de esta complementariedad. Acaso una de las razones por las que la
llamada vía psicológica no llegó, al menos en los primeros tiempos, a un progreso equivalente a los que sí
alcanzaron las otras vías, sea, precisamente, el “ocultamiento” del valor de la misma en el difícil límite entre
psicología y psicologismo; entre ciencia de la actitud natural y ciencia reflexiva sobre la actitud natural. Sobre
esta última, el progreso y desarrollo de la psicología fenomenológica ofrece inocultables aportes.

523
Ibíd., p. 35.

524
Ídem.

525
Ibíd., p. 37.

526
Ídem.

527
Ídem.

528
Ídem.

529
Ibíd., p. 38.

530
Cf. Fink, Eugen. VI. Cartesianische Meditation. Teil 1. Die Idee Einer Transzendentalen Methodenlehree.
Drodrecht, Kluwer Academic Publisher, 1988, Hsg. Hans Ebeling, Jann Holl and Guy van Kerckhoven; p. 216.

152
531
Huserl, Edmund. Op. cit., p. 40.

532
Ídem.

533
Ídem.

534
Ídem.

535
Ibíd., p. 53.

536
Ibíd., p. 40.

537
Ibíd., p. 41.

538
Ídem.

539
Ídem.

540
Ídem.

541
Ibíd., p. 42.

542
Ibíd., p. 43.

543
Ídem.

544
Ídem.

545
Ídem.

546
Ibíd., p. 44.

547
Ídem.

153
548
Ídem.

549
Ídem.

550
Ídem.

551
Ibíd., p. 46.

552
Ibíd., p. 47.

553
Ídem.

554
Ibíd., p. 47.

555
Ídem.

556
Cf. Ídem.

557
“(…) todo conocimiento psicológico (…) presupone conocimiento de esencias de lo psíquico, y (…) la esperanza
de querer investigar mediante experimentos psicofísicos y percepciones internas no premeditadas –experiencias–
la esencia del recuerdo, del juicio, de la voluntad, etc., y querer así obtener los únicos conceptos rigurosos que
pueden dar valor científico a la designación de lo psíquico” (p. 55).

558
Ibíd., p. 52.

559
Ídem.

560
Ídem.

561
Ídem.

562
Ibíd., p. 67.

563
Hua. VI, p. 333, 23.

154
564
Ídem., l. 39-40.

565
Op. cit., 334, 1.

155
Estudio VIII

MUNDO DE LA VIDA Y FENOMENOLOGÍA DEL LUGAR


Introducción
Una de las obras de E. Husserl más relevantes para tratar el tema de la percepción –en
sus enlaces con las cinestesias y la intuición– es Cosa y espacio (Ding und Raum), de
1907. Como se sabe, en su pura cercanía, y como antecedente, de inmediato hubo de
estar La idea de la fenomenología (Die Idee der Phänomenologie, también de 1907;
sólo que con meses atrás de ser impartidas) y un poco más atrás las Lecciones de
fenomenología de la conciencia interna del tiempo (Vorlesungen zur Phänomenologie
des inneren Zeitbewusstseins, 1905-6).
Una peculiaridad de Cosa y espacio es que solamente menciona o introduce la idea de
la intersubjetividad de manera incidental –mentada en la obra únicamente tres veces–. Al
contrario, y aunque no llega a usar jamás las expresiones “mónada” ni “monadología”, se
trata de una cuidadosa descripción de las estructuras de la percepción de una subjetividad
que en sí no tiene nada que ver con el alter –aunque, cabe decirlo: éste exista y esté
presupuesto–.
Al igual que se puede ver cómo en Ideas II el título mente queda descrito de modo tal
que es, en sí, una estructura a priori; en Cosa y espacio se trata de una exposición
sistemática de la percepción qua estructura a priori. Y, es que es en este ámbito donde
ocurre y se despliega la constitución de la facticidad –el puro ser cosa de las cosas– en
el espacio; pero, obviamente, una tal constitución requiere un punto cero –el cuerpo– que
en su estar quieto o su desplazarse, en su vivir, en suma, no sólo promueve la facticidad
a sentido, sino que, justamente, al operar y realizarse qua sujeto: “espacializa”, esto es,
constituye el lugar.
Que tal “espacialización” sólo puede devenir, precisamente, por el hecho de que el
cuerpo (Leib) en su vivencia en tanto distensión temporal: percibe –ora así, ora de otra
manera; ora quieto, ora en movimiento; ora este lateral, ora aquel–, es un hecho; pero
que, en su pura e eidética presentación: las cosas en su darse a la corporalidad humana,
se dan en tanto y en cuanto entrambas –cosas y cuerpo humano– deviene un puro
“entre” –o, como hemos preferido llamarlo: cabe566–, es, igualmente, incontestable.
Cabe es un modo de la experiencia, a saber, la correlación, que se modaliza
múltiplemente. El cabe, la cabencia, tiene la propiedad de hacer visible la correlación
qua límite; esto es, con la propiedad de unir y separar; en fin, de demostrar la

156
inextricable relación del sujeto con las cosas, de las cosas entre sí, de las cosas con el
mundo, del sujeto en el mundo, del mundo como espacio común a toda subjetividad –
esto es, como espacio posible de cualquier despliegue de la intersubjetividad–. La
dimensión o región “espacio”, en la cual aparecen o se dan al sujeto “las cosas”,
intrínsecamente despliega el cabe, porque, mutuamente, estas dos esferas son
irreductibles la una a la otra, pero el despliegue de la experiencia, en tanto correlación,
es puramente: cabe.
¿Qué es, pues, mundo o –fuera de toda duda– ser –como, inusitadamente lo llama aquí
Husserl, antes de toda metafísica567–? La respuesta no se dejará esperar –aunque la
reserve el autor, en esta serie de Lecciones, precisamente, para que sirva de colofón–: lo
que es dado a la experiencia del sujeto. Aquí, entonces, hay simultáneamente una
ontología material y una ontología de la subjetividad. La primera hace referencia a las
cosas en cuanto tales –qua taliter–, que pueden ser referidas en su darse, que están
ubicadas y, por tanto, pueden ser localizadas; que pueden ser experienciadas
cinestésicamente; y al cabo son cosa misma para la experiencia del sujeto en la vida
perceptual de la conciencia. En la segunda, el sujeto, por síntesis sucesivas, toma o
puede tomar el darse perceptual como punto de partida para la variación imaginativa; y
en el extremo límite, en el despliegue de tipos, la intuición. La subjetividad, qua
subjetividad, modaliza las variaciones en tipos que ofrecen unidades completas de
sentido; cabe decir, en intuiciones –ora perceptuales, ora categoriales, ora eidéticas–.
Así, entonces, Cosa y espacio ofrece la descripción más básica de todo lo que tiene
que ver con la percepción –sea que ésta “acontezca” en un ser humano, un animal o, si
tal fuera posible, en una máquina568–; pero, a fuer de los hechos: bajo la condición de
que este proceso pueda, en todos los casos, ser ejecutado por un cuerpo –como vida que
experimenta el mundo–.
Todavía no usa Husserl aquí el título mundo de la vida569, se trata de la configuración
del estrato más básico de “puro mundo” o “Mundo Uno” –como dará en llamarlo en
Ideas II (que, por nuestra parte, hemos llamado talidad570–. Y en él el sujeto se “ubica”
–con sus “ubistesias”571 y/o cinestesias–; a partir de ellas constituye no sólo su
localización, sino también el lugar; así, y sólo así, se da paso a la constitución del
espacio, en tanto y en cuanto vivido.

1. El título “mundo de la vida”


Como se puede constatar en diversos lugares, la manera en que Husserl lo “definió” –
que más bien cabe decir: lo caracterizó, lo describió, lo asumió– tiene fórmulas cada vez
más precisas. Vale la pena aquí mencionar dos de ella: “terreno universal de creencia”572,
y, “horizonte de los horizontes”573. Aquí es necesario recordar la diferencia entre
“mundo” y “mundo de la vida”. Mientras aquél está compuesto de las plantas, los
bosques nativos, las piedras, los ríos, los planetas, las galaxias, esto es, la pura facticidad;
el segundo indica: ámbito de experiencia del sujeto, lugar de las operaciones vitales del

157
sujeto y la comunidad.
Ahora bien, ¿cómo se nos da el “mundo de la vida”? Husserl advierte que:
lingüísticamente sedimentado574. Y, sin embargo, más allá de toda “capa” o
“cubrimiento” lingüístico: es lo que se nos entrega en su pura radicalidad en cuanto
vivimos, esto es, pre-predicativamente; o, como nos lo recuerda José Lezama Lima: la
“piedra sobre la cual lloró Mario”. Aquí podemos aludir al lugar sacro, hieráticamente
signado: sigue siendo la misma “materialidad”, pero ahora soporta el signo sacro; y,
además, allí converge una comunidad: para encontrarse y celebrar, para recibir al recién
nacido, para despedir a los muertos; para confirmar y ratificar en la fe, herencia de los
mayores y compromiso de cada sí mismo que la asume; para consagrar la unión de los
amantes. Mundo de la vida, pues, es mundo del sentido experimentado por mí y por los
otros, por nosotros.

1.1 El mundo como “terreno universal de creencia”


Como es sabido, uno de los autores que más valoró Husserl durante toda su carrera
científica fue a D. Hume. Y si algún concepto le debe a Hume tanto como al empirismo
británico es, precisamente, su noción de Belief. Obviamente, no se trata de una asunción
a secas; ni mucho menos acrítica. Por el contrario, es en el alegato contra Descartes que
aparece –como en Hume– la noción “creencia”.
Es cierto que al tratar con la experiencia del sujeto en el mundo de la vida una
evidencia se impone: toda operación vital requiere y tiene un “suelo común”; en sí,
aunque pudiéramos ponerlo todo en duda, el mundo mismo ya está fuera de ella. No es
el cogito la primera evidencia; sino el mundo. Y, ¿por qué? Puesto que o bien forma
parte del ahí en el que nos encontramos, como seres vivientes; o bien, es el ahí en el que
se nos ofrecen todos y cada uno de los correlatos –eidéticos y materiales; noéticos y
noemáticos– de la conciencia. De ahí que el intento de explicitarlo pueda llevar a la
ciencia y ésta última, precisamente por la mundaneidad del mundo, sea –como la llama
Husserl– materia de una dóxa universal; esto es, el mundo de la vida mismo está pre-
dado y es el terreno en el cual se evidencia toda donación.
No es, por tanto, que tuviéramos que “demostrar” la existencia del mundo; es que
cualquier operación vital, incluyendo las de: mostración y demostración propias de las
ciencias, ya presupone la existencia del mundo.
Se precisa ahora profundizar el sentido del título “creencia” en este caso. Ésta, por
supuesto, no es una evidencia, y tampoco es una intuición. Para abreviar, se puede
advertir que esta expresión muestra lo sobreentendido en lo entendido. A partir de aquél,
y especialmente cuando deja de ser tal, es posible ir de lo presupuesto por válido “así e
indefinidamente” al dato que puede servir de soporte para lo asumido; en ese tránsito la
creencia puede ser decepcionada, o, plena de contenido. Creencia, en cuanto sustantivo,
es, como se sabe, efecto de la acción (movimiento: verbo) de creer; creemos cuando, al
menos temporalmente, se aísla la duda en una operación cognoscitiva; la creencia tiene,
pues, el carácter de un estado mental de primer orden575; en ella el sujeto simple y

158
llanamente se atiene al darse –de cosas, objetos, situaciones, juicios, prejuicios, etc.–.
Tal estado mental siempre puede ser puesto en cuestión.
Creemos creencias que ofrecen un nivel de “estabilidad” del darse del mundo a
nosotros; ponemos en duda nuestras creencias cuando lo que creemos sufre un desacople
con los hechos, con otras actitudes intencionales de otros sujetos, con nuestros
recuerdos, con nuestras expectativas, etc. En cuanto “terreno universal de creencia” el
mundo de la vida es el espacio, el lugar, la ubicación: que ordinariamente habitamos, con
el prejuicio de no tener prejuicios sobre él. La vivencia ingenua de este dársenos
pasivamente el mundo, de manera todavía incuestionada e incuestionable, configura lo
que “creemos”.
¿Qué se nos da, pues, como “terreno universal”? Desde luego, no es esta calle, o este
edificio, o este día, o esta audiencia; sino estructuras que posibilitan, stricto sensu, mi
ser-en-el-mundo; sin las cuales la experiencia misma no es realizable. A título de ejemplo:

la temporalidad: el haber-sido, el ser-aquí-y-ahora, el poder-llegar-a-ser;


el espacio: el estar yo aquí y Ud. allá; el estar cada cosa en su sitio, el tener cada
cosa su sitio; el poderme referir a las cosas del mundo, de mi mundo, del mundo
que tenemos en común, con la posibilidad de que el otro, usted u otros,
comprendan en ésta u otra lengua lo que digo;
la lengua, la lingüisticidad, los símbolos, los iconos, las marcas, las señales: indicios
que permiten dar a conocer al otro no sólo mi ser en el mundo, sino el sentido del
mundo para mí, la posibilidad de que el otro, vía la ideación, capte mi experiencia
de mundo, a partir de su propia experiencia de mundo;
la corporalidad: el ser cuerpo de mi cuerpo entre otros cuerpos576 –anímicos o
inanimados–, el poder encontrar con mi cuerpo cosas, puras cosas, que entran en el
campo de mi experiencia de mundo, en mi mundear, en el mundear del mundo.

A esto es, a modo de ejemplo, a lo que se llama “estructuras del mundo de la vida”. Y
éstas en cuanto tales, al tiempo, son modus essendi y modus cognoscendi, esto es,
modos de ser y modos de conocer.

1.2 El mundo como “horizonte de los horizontes”


Dos términos están en correlación: perspectiva y horizonte. Del “mundo de la vida” se
puede hablar, como a menudo lo dice Husserl, al mismo tiempo, como “horizonte de los
horizontes” y como “perspectividad de las perspectivas”. En el segundo sentido está
incluida la primera persona de quien percibe el horizonte; en el primero está incluida la
materialidad que se ofrece perceptualmente al sujeto. Propio del horizonte es que en su
darse, se da perspectivizado; esto es, en cuanto “límite visual” aparece como la lejanía
que alcanza el sujeto con su mirada; mientras en cuanto perspectiva ofrece la “estancia”
de quien percibe cómo lo dado a un sujeto de una pura región –sea ella material, formal,
imaginativa, alucinativa, ficticia, etc.– emerge, en tanto sentido, con múltiples
posibilidades de desenvolvimiento, motivado por la experiencia del sujeto-en-el-mundo.

159
De hecho, una de las formas de explicitar la correlación horizonte-perspectiva, es,
precisamente, caracterizando al horizonte como conjunto de posibilidades o perspectivas
que se ofrecen en un asunto, situación o materia. Pero, el horizonte, al mismo tiempo, es
límite, espacio, superficie, lugar, paisaje, frontera, término temporal, nivel estratificado.
Al cabo, pues, el horizonte es, de suyo, una estructura hylética; el horizonte nos es
común a los diversos sujetos en una situación; pero, ante el mismo, cada uno de ellos
tiene y conserva su propia perspectiva; con ello queda en evidencia que el horizonte es
“común”, “objetivo”, “objetivado” o “intersubjetivizado”, mientras la perspectiva es
“individual”, “subjetiva”, “propioceptiva” o “individuada”.
Que es una estructura hylética no cambia el hecho de que sea, al mismo tiempo, una
estructura eidética; es decir, comporta, qua mundo, el ser modus essendi y modus
cognoscendi. Es claro que el horizonte es objetivo, y, por ello mismo, en él o respecto a
él podemos definir acuerdos o desacuerdos, derivados de la pluralidad de perspectivas de
los sujetos, esto es, de las múltiples interpretaciones que todos y cada uno de ellos
puedan hacer. Como perspectiva, el interpretante –que cada uno de nosotros es– ofrece
una “visión” que tiene una doble posibilidad de ser sometida a control crítico; el
interpretante que somos valida para sí y para los otros su comprensión de la
horizontalidad del mundo.
Por definición y por principio la horizontalidad de los horizontes es infinita; y la
perspectivización en que acaece el ser interpretado, por el interpretante que somos,
también lo es. A una objetividad ilimitada le es correlativa una subjetivación ilimitada,
igualmente. Y, en todo caso, uno y otro en su desenvolvimiento obedecen a leyes de
estructura; como por ejemplo, en el horizonte de la comprensión matemática se puede
hallar “belleza y elegancia”; la primera implica la simplicidad y la segunda la claridad; y
no es que por ello se pierda la vivencia estética, aún cuando la experiencia legaliforme
siga estando en el horizonte formal. Veamos el mismo ejemplo en el caso de la
perspectividad: definidos los caracteres de un personaje literario, sea el caso don Quijote
de La Mancha y Sancho Panza; Sherlock Holmes y Dr. Watson; Raskolnikov y Sonja, la
conducta de los mismos implica ley de estructura; lo que ha llamado Mijaíl Bajtín577 la
autonomía del personaje. Puede suceder que se atribuyan caracteres de Sancho Panza a
don Quijote, como lo hace Savater578 en su obra Instrucciones para olvidar el Quijote;
puede ser que Sancho Panza se relacione con Dulcinea, atribuyéndole los valores
quijotescos, pero tratándola como Aldonza Lorenzo. El horizonte de los personajes no
cambia por la perspectiva que un nuevo intérprete pueda darle a ellos, pero queda en
discusión la validez de estas últimas.

2. La fenomenología del lugar


El total de las imágenes ahora mantiene una coordinación continua, pero ésta es
otorgada a manera de un privilegio de los sistemas de los lugares; las cualidades de las
imágenes, esto es, sus coloraciones unitarias, de veras tienen una única unidad, a través
de los sistemas de los lugares y de su propia coordinación con estos sistemas579.

160
¿Qué es y a qué se refiere una fenomenología del lugar? Es en Cosa y espacio donde
manifiestamente Husserl introduce la expresión “sistema del lugar” (System der Orte)580.
¿Qué diferencia hay entre espacio y lugar? Aquí hay una diversidad de matices que
deben ser tematizados propiamente. Mientras el espacio sólo se da en el ámbito de la
intuición, el lugar es cosa misma –y, también puede decirse: ámbito– para la
percepción. Es claro que esta última sirve o puede servir de base para el
desenvolvimiento de las multiplicidades intuitivas; pero también lo es que el espacio, en
cuanto tal, no refiere ningún lugar, y puede ser compuesto intuitivamente sin referencia
a datos perceptivos; tal es el caso de las diferentes concepciones que existen sobre éste
(mencionemos, aquí, a modo de ejemplo los títulos “espacio euclidiano”, y, “espacio no-
euclidiano”), que pueden ser compuestos en el ámbito categorial y desenvueltos
eidéticamente.
El lugar es ámbito de la correlación perceptual; de hecho, aunque se trate de una
emoción, de un sentimiento y de cualquiera otra forma abstracta: no es posible percibir
algo que no esté dado en un lugar. Pongamos, aquí, unos ejemplos de formas abstractas
que son “localizadas” en la experiencia perceptual: la furia de la mirada, la tristeza del
rostro de otra persona, la proximidad de la lluvia, la ‘enfermedad’ de la planta. Desde
luego, no se pueden “ver” títulos o “cosas” como: “furia”, “tristeza”, “proximidad”,
“enfermedad”. Pero pueden ser completados, por la percepción, los indicios que dan o
darían cuenta de ello –como se llaman en el Nuevo Testamento: “los signos de los
tiempos” (cf. Mt 16, 3), para referir el pronóstico: lloverá, hará sol, etc.–; la pregunta,
entonces, que cabría es la siguiente: ¿no se trata de índices categoriales (repitamos los
ejemplos: “furia”, “tristeza”, “proximidad”, “enfermedad”), esto es, de intuiciones
categoriales?
Dejemos, al menos por ahora, en suspenso la respuesta. Vayamos en cambio al caso de
la intuición; en este caso, de la intuición de las formas puras. Puedo intuir las formas
geométricas sin que ellas se den “localizadas”, diríamos, contrapuestas (Gegenstand),
como objetos (Objekt) de la percepción. Y, en el orden de la variación imaginativa:
puedo poner las formas intuidas, puedo mantener “transparentes” sus superficies –el
triángulo en cuanto tal, el cuadrado en cuanto tal, el círculo en cuanto tal, etc.–, sólo
delineadas sus formas. Puedo detener mi atención y hallo que la línea –que delinea–
puede tener algún color, digamos, por ejemplo, negro; pero el transfondo en el cual
aparece la imagen puede ser transparente; como lo puede ser la superficie misma de las
figuras. Claro que puedo “colorear” –de nuevo, puesto en el plano de la imaginación y en
el despliegue de las variaciones imaginativas– superficie y trasfondo; o superficie sobre
la cual sólo se delinea.
El lugar y los objetos dados en los lugares configuran el sistema de los lugares,
precisamente como coordinación entre el darse de un objeto en su proximidad o lejanía
con respecto a otros objetos, incluyendo entre estos mi propio cuerpo como objeto. Así,
entonces, cada cosa aparece “subtendida en un lugar”581, dentro del “campo visual del
lugar”582; y, con ello, se configura una “formación absoluta” que, en todos los casos,

161
“puede también estar acompañada con una coloración completamente diferente”583.
Sólo se da como válido el caso en el cual, entonces, se hable de un lugar dentro de un
“sistema del lugar” para cada objeto o cosa que aparece en el campo visual; pero ella
aparece, como tal, adyacente a…
El “sistema de los lugares” configura, a su turno, el “sistema de los objetos”; tal
configuración implica que el “sistema del lugar” que le es “propio” a cada objeto o cosa
se enmarca o encuadra en relación y en entretejimiento584 con otros sistemas –de objetos
o cosas–. Así, entonces, el “sistema de los objetos” viene configurado por la dación de
horizontalidad en que las cosas aparecen, se dan, a la percepción; cabe decir aquí: se
objetivan585.
Con respecto a ellas mi cuerpo está cercano o distante, quieto o en movimiento, arriba
o abajo. El sistema dentro del cual se da un objeto en el escenario del sistema de los
objetos configura el entre o cabe. La pura cabencia tiene tanto una dimensión óntica
como una dimensión lógica; el entre, que acontece en la relación de las cosas, es el que
se despliega, análogamente, en la relación entre un cuerpo humano (Leib) y los objetos;
la cabencia es de cosas entre cosas, así una de ellas sea mi corporalidad humana
(Leib), esto es, mi subjetividad en tanto cuerpo.
Pero, ¿puedo percibir una cosa: sin olor, sin distancia dentro de mi campo visual, sin
estar ella en relación con distintas posiciones con respecto586 a mi propio cuerpo; esto es,
al margen de mi experiencia corporal?
Las cosas, al ser percibidas, al estar dadas en el campo visual, o en el campo de las
cinestesias, se nos ofrecen por escorzos. Cada dación de un escorzo de la cosa anticipa
diversas otras dimensiones, o aspectos, o escorzos de la misma. Y así, la percepción
vive de la localización, mutua localización de las cosas con respecto al cuerpo; de las
cosas con respecto a otras cosas. La percepción, que vive de la relación con el lugar, no
entrega unidades completas de sentido, esto es, intuiciones, aunque intrínsecamente las
anticipe y, en muchos casos, estas últimas puedan tener por base aquéllas.
La percepción no sólo es un ámbito distinto de la intuición, sino que ofrece la calidad
de interface entre el órgano percipiente u órgano de la percepción, a saber, el cuerpo, y la
facticidad de las cosas que se interrelacionan, no en uno, sino en una multiplicidad de
sistemas de lugares.
Estos sistemas de lugares refieren: el subsistema de cada cosa en su individualidad,
que ofrece tanto unidad hacia sí como unidad hacia el entorno.
El cuerpo humano (Leib), como cosa (Körper) –que también lo es–, se relaciona como
unidad: consigo misma y con los sistemas de los objetos que le sirven de entorno. Al
relacionarse, al estar en respectividad, crea y vive el cabe. El cuerpo humano no sólo
vive como cosa entre las cosas, sino que, al mismo tiempo, es cosa entre las cosas;
literalmente: cabe entre ellas. Al vivir, como conciencia o vida que experimenta el
mundo, la correlación es la cabencia o despliegue del sentido –de las cosas, del espacio,
del mundo, del ser–. Pero estar en ella, como en una suerte de pertenecer: requiere un

162
lugar, ser ubicado, poder –en fin– caber. Un modo del cabe –queda visto– indica la
posibilidad misma del sentido; el otro modo refiere la pura materialidad óntica de la
cosa-cuerpo-humano de estar (sein) en un ahí (Da) en el que permanece siendo
(seinendes), a su turno, un ahí (Da)587.
La interrelación del sistema de los lugares de las cosas en sus mutuas interrelaciones
con el sistema de la cosa cuerpo humano (Leib) produce y realiza –por despliegues
sucesivos que tienen el carácter de multiplicidades ordenadas– la cabencia de la
cabencia.
La cabencia es el estar siempre entre:

de las cosas entre cosas, así una de éstas sea la cosa-cuerpo-humano;


de los objetos entre objetos, que, como tales, sólo están dados en el orden de la
intuición–;
del cuerpo humano, que nunca se da perceptivamente –sino propioceptivamente– a
sí mismo como sí mismo, sino única y exclusivamente en el orden de la
intuición.
de los sujetos entre sujetos, lo cual puede ser evidenciado por la presencia del alter
en el campo perceptual, pero que es intuido como tal en la esfera intuitiva –hasta
constituir la ética–588.

Husserl habla sobre cómo la fenomenología como proyecto científico tiende a describir
las estructuras del mundo de la vida. Como se ha mostrado, el cabe y la cabencia son
estructuras del mundo de la vida. Tales son estructuras óntico-ontológicas; acontecen
tanto en el orden del ser como en el orden del pensar. Cuando se examina el cabe desde
el ámbito específico teorético de la comprensión se puede ver su despliegue como lógica
formal; pero dado que ocurre en sí en el mundo mismo, sin que sea referida al mundo de
la vida, sin que todavía se introduzca la esencial actividad constituyente del sujeto –que
torna al Mundo Uno, en cuanto tal, en mundo de la vida–. Ahí, pues, ya está dada la
pura cabencia que, sin producir sentido en cuanto tal, es condición de posibilidad para
éste. La cabencia, digamos, material –del Mundo Uno– es estructura trascendental que
puede ser desplegada por el sujeto en estructura formal.

2.1 El borroso límite entre “cinestesias”, percepción e intuición


Mi cuerpo vive el sentido cinestésicamente. El ámbito de las cinestesias no es la única
dimensión en que experimentamos el sentido; de hecho, también se me da en las esferas
de la imaginación y de la intuición.
Puedo caminar a oscuras en la noche y encontrar la perilla de la puerta sin que, en
rigor, se me dé intuitivamente ni el espacio, ni el objeto “puerta”, ni el objeto “perilla”.
La búsqueda de la perilla en la oscuridad, por la típica de la experiencia cinestésica, me
hace desplazar la mano más arriba de mi cadera y más abajo de la altura de mi hombro.
En esta experiencia cinestésica el punto cero del desplazamiento de mi mano se da con

163
respecto al yo-cuerpo dentro del cual, con respecto a mí mismo, la mano se halla en su
propia medianía. Y, sin embargo, no lo estoy “pensando”; no tengo una lista de
proposiciones que clarifiquen la orientación de mi mano; la respectividad –cabencia y
correlación– cuerpo humano (Leib, en este caso, mío; esto es, yo-cuerpo, mi-propio-yo-
cuerpo) y cuerpo físico (Körper, en este caso: perilla, puerta-perilla, umbral de puerta,
etc.). Análogamente puedo designar este conjunto de operaciones cinestésicas:
razonamiento espacial; y puedo, en efecto, reducirlas a interacciones de estos sistemas
de localizaciones. Sin embargo, en la experiencia misma, de hecho, no operamos ni con
“esquemas”, ni con “mapas”, ni con “proposiciones”.
Así, al comunicar mi experiencia cinestésica, en efecto, puedo introducir dimensiones
imaginativas –e incluso diagramáticas–, categoriales y eidéticas que no forman parte de la
experiencia cinestésica propiamente dicha. En el dárseme cinestésico de la facticidad a mi
corporalidad, en la experiencia como tal, la secuencia temporal determina mis
posibilidades de abrir la puerta. De hecho, el tanteo con la mano en la oscuridad está
inserto en la secuencia temporal ya-sido, ahora, y, todavía-no. Bien puede ser que ya-
sido me indique el haber tenido éxito o el haber fallado en mi intento de búsqueda en la
oscuridad; que ahora me indique el acople o el desacople presente de mi búsqueda; y,
que todavía-no me abra el horizonte de nuevas acciones cinestésicas que pueden
completar el ejercicio de mi desplazamiento en el lugar, esto es, un nivel de
corregibilidad, también dado en este ámbito de experiencias.
¿Dónde hay aquí, en alguna de sus dimensiones, intuición? El cuerpo percipiente no
tiene ningún despliegue ni categorial, ni eidético; pero, el acierto o desacierto en el
desenvolvimiento de la experiencia valida o invalida el sentido de la acción pretendida. Y
toda ella es una unidad incompleta de sentido en desenvolvimiento en el flujo incesante
de la percepción, de la percepción cinestésica, que bajo ningún título es ni completa, ni,
en sí, autónoma; tal autonomía sólo se logra en cuanto intuición. Ésta es, en cambio,
estructura y unidad completa de sentido.
Ciertamente, la intuición –como tal– puede tener “aire de familia” con la percepción.
¿En qué? En que dentro del conjunto del darse: aparece el darse en persona, esto es, a
la percepción; pero la intuición es otro nivel. Desde luego, el darse también se hace
presente en ella, pero allí en modo eidético.

2.2 El lugar: ¿qué es?


Todas las distinciones del lugar de las cosas son comparables y pueden ser parcial o
totalmente coincidentes en el modo de congruencia589.
El desenvolvimiento de los lugares es algo absolutamente invariable, algo siempre
dado. (…) el total desenvolvimiento de los lugares (…) es meramente llenado a manera
de cambio. (…) el desenvolvimiento de los lugares (…) es una secuencia, ésta no
desenvuelve los lugares mismos590.
La propiedad más característica de lugar es que se ofrece siempre como un ahí (Da).
Se trata, pues, de que cada cosa –sea física o humana– se ubica, está ubicada, puede ser

164
ubicada. Cada cosa tiene un ubi, o “en dónde”. Al referir el lugar todavía no se discute
que las cosas lleguen a hallarse en un determinado sitio; tampoco si ellas lo alcanzan
como efecto de una decisión voluntaria o es tan sólo la acción de meras fuerzas que
determinan el movimiento; tampoco entra en juego el hecho de que el moverse de un
punto a otro requiera un agente externo a la cosa movida o que intrínsecamente ella
ejecute acciones de movimiento.
Ubi indica, como se ha dicho, “en dónde”; refiere, entonces, lugar (locus, loci),
locación, posición. La ubicación, a diferencia de lugar, implica un Ego-Polo. Pero éste,
que también en cada caso se halla localizado, tiene que poder precisar las cosas en un
determinado ahí para poderlas percibir, aprehender, en suma, experimentar en el ámbito
de las cinestesias. Por cierto, un poderse atener a las cosas, como cosas que nos
circundan –que configuran nuestro circunmundo, más aún: que son nuestro
circunmundo vital– implica que se desarrolle una síntesis pasiva en la cual lo que se da,
en cuanto se da como “comparable y coincidente” e “invariable”. Entonces, en el estrato
básico de la experiencia cinestésica se obra un sistema que sirve de referencia: sí al estar
de las cosas ahí; pero visto desde el cuerpo humano: un poderse atener a las cosas que
pasivamente está sobreentendido.
Obviamente esta donación –en síntesis pasiva, que se ofrece como sobreentendido–
también puede fallar: las llaves no están donde mi mano, pre-predicativa e
irreflexivamente, las buscaban. El lugar no ha cambiado su estancia: el bolsillo sigue ahí,
al alcance de mi mano, a la altura de mi pierna; hay la misma abertura en mi pantalón
que me permite operar cinestésicamente buscando, sin pensarlo, las llaves. Pero lo
sobreentendido deja de serlo. Ahora debo “traducir” proposicionalmente mi experiencia:
transito de la pre-predicación a la predicación: ¿dónde están las (mis) llaves?
Los lugares no han cambiado en la experiencia descrita. Las cosas han sido
desplazadas, removidas, re-situadas. Puedo volver a orientarme pasiva, cinestésicamente:
tanteo, con mis manos, la mesa y fallo en la búsqueda; camino y observo por la
habitación; abro un clóset, remuevo las cosas en su pura “coseidad” en el cajón de la
mesa de noche. No atino, ahora sí, con el objeto buscado. Las llaves, de su pura
coseidad de cosas en que estaban y podían permanecer mientras las buscaba en mi
bolsillo: se han tornado ahora en objeto.
Las cosas en el cajón se mantienen así, sólo hyléticamente signadas. Y lo son porque
he desbordado el ámbito cinestésico-perceptual y he dado curso a su objetivación; y si
alguien me pregunta: “¿qué buscas?”, puedo responder, sin tener que re-situar en mi
memoria: “¡Las llaves!”. Lo que, en cambio, si quiero localizar y localizarlo en el mero
y puro espacio físico es, ahora, el objeto, que ahora es objeto de mi búsqueda.
Así, se puede decir, lo que objetiva la cosa es el fallo de mi actitud intencional
puramente cinestésica. De nuevo, se puede insistir: ¿ha cambiado el lugar, han cambiado
los lugares, de mi búsqueda? Es obvio que no; lo que ha cambiado es mi actitud
intencional: de meramente cinestéstica, digamos, pasiva; a una activa, atenta y
deliberada búsqueda.

165
Incluso puedo ver cómo los lugares l1, l2, l3, ln se mantienen siendo sí mismos
idénticos en los tiempos t1, t2, t3, tn. En cambio, puedo observar, se ha dado el tránsito
de cinestesias k1 a k2 y de ésta a k3 y así sucesivamente hasta kn: todavía en el plano
cinestésico toco en un bolsillo, toco en el otro, palpo la mesa, toco otro bolsillo en mi
pantalón, verifico en mi chaqueta. Pero en algún momento también kn falla. Entonces, a
su vez, lo que falla es la habitualidad cinestésica de lo que se me daba como
sobreentendido. Ahora debo operar un cambio de la actitud intencional cinestésica (i k )
a una actitud intencional imaginativa (i im) y/o a una actitud intencional intuitiva (i in)
que se puede modalizar como categorial (i in+c), como eidética (i in+e), etc.
Volvamos ahora a la cuestión formulada como título de este parágrafo: el lugar es un
puro ahí. Visto desde el sistema de las cosas es un estar óntico; visto desde el sistema
de los objetos es una ubicación desde el ahí-sujeto-cuerpo que crea un sistema de
habitualidades. El paso del uno al otro está determinado, en todos los casos, por la
actitud intencional. Aunque la siguiente afirmación exija más exposición, nos sirve para
sintetizar lo expuesto: el lugar es la condición de posibilidad del mundanear del mundo
y del ser-en-el-mundo.

3. El puro cabe en la experiencia perceptiva


Una corporalidad es vista, pero deja abierta infinitamente muchas posibilidades para
posteriores corporalidades, a saber, en el “entre” (Zwischen). Pero el “entre”591 es
constituido por el hecho de que continuas expansiones, no obstante existentes, pueden
ser unidas de varias maneras, y finalmente en una manera continua, por la intermediación
de una expansión continua. El “entre” como vacío, aunque continuamente llenable,
espacio, como la mera posibilidad de intermediarios reales caracterizados en una
determinada manera legaliforme, es lo que nosotros podemos, así, tener aquí, aunque no
podemos decir que el espacio vacío pueda ser visto. Que nosotros veamos que hay
cuerpos, y, junto con lo que vemos, podemos captar el “entre”, cual fantasía que se
puede poblar con cuerpos de esta o de esta otra manera. Así el espacio no es más que
co-visto592.
Hemos descrito diversas maneras del darse del cabe o entre. Pretendemos, a modo de
conclusión aquí, relacionarlo exclusivamente con la corporalidad humana, esto es,
tematizarlo en lo referente al campo perceptual. Aquí, entonces, tiene sentido partir de la
observación de Husserl según la cual: “(…) el punto-ego se mueve en el espacio”593.
Quedan implicados, dentro de este modo de referir el ego: el ego mismo, su movimiento
y el espacio. Como hemos dicho, éste último sólo existe y se da para el sujeto; pero la
observación de Husserl no podía ser más precisa: para el sujeto –que, bajo ninguna
circunstancia deja de ser cuerpo humano (Leib)– en tanto ego –cabe aquí decir: en
funciones trascendentales– deviene el espacio; puede expresarse esto mismo diciendo: el
cuerpo –no el ego– simple y llanamente experimenta el aquí, el allá, el arriba, el abajo,
etc., en cuanto localizaciones de las cosas y las cosas en cuanto ubicadas; y todo ello

166
acaece en el plano de las cinestesias. Ahora bien, si el sujeto se representa los sistemas
de localizaciones, entonces, eo ipso, devine el espacio; y deviene, digamos, como una
toma de conciencia de sí mismo –bien que explícita, bien que implícita– de que uno
mismo está fungiendo como punto cero a partir del cual: distancia, altura, profundidad,
volumen, etc., son espacializados, como tales en el orden trascendental –ora
imaginativo, ora intuitivo–.
Desarrollar esquemas o hallar tipicidades son rendimientos de la subjetividad, es
claro, pero qua ego; entre tanto, vivir en las habitualidades con ubistesias y cinestesias
son modos de experiencia del yo-cuerpo; éste vivir entrambas es, básicamente, realizado
bajo síntesis pasiva que, en todo caso, puede ser trasladada al ámbito de la síntesis
activa. Desde luego, es el mismo cuerpo –como Husserl lo enseña:– en tanto portador
del ego594 el que puede, sucesivamente, cambiar su actitud intencional: hallarse en el
plano meramente cinestésico o dar curso a la experiencia trascendental. Se comprende
así que “una estricta correlación595 determinada es, por tanto, constituida entre la
posición del ego y el aparecer, tal que una determinada imagen de la serie de
desenvolvimientos de la expansión pertenece a una completa determinación del punto
espacial como posición del ego”596. Que, en efecto, es el punto al que nos lleva una
cuidadosa delimitación entre percepción e intuición. Sí; con la primera tanto como con
la segunda se vive la correlación; la primera sólo ofrece el darse ubistésico-cinestésico,
esto es, el lugar y, con él, el sistema del lugar, los sistemas de los lugares, al cabo, la
cosa y ella entre otras cosas. Mientras en la segunda no sólo se nos da el espacio, sino
también las multiplicidades ordenadas de desenvolvimiento de los objetos.
Demos ahora un paso más, “(…) el aparecer mismo (…) visual y táctil (…) permite el
aparecer visual al ser localizado materialmente entre lo táctil, y lo táctil entre lo visual.
Pero este ‘lugar entre’ (…) llega a través de la aprehensión (…)”597. El puro cabe tiene
su manera prístina en la percepción. Bien que es ejecutado por el cuerpo, pero en la
respectividad de lo material, de la materialidad. Ambas materias: cuerpo humano y
cuerpo no humano se hallan contra-puestas (Gegenstand). Sin embargo, sólo el primero
puede abrazar, envolver y entretejer de/con sentido al segundo; cierto es que el segundo
soporta, sostiene y preserva al primero; pero en esta dialéctica el primero tiene la función
de significar al segundo; y el segundo la de soportar no sólo el sentido, sino la de
mantener y preservar al primero.
Pongamos, pues, aquí la cuestión, ahora sí, ¿qué es el mundo de la vida y cómo
acontece su donación como cabe en el ámbito perceptual? “El entorno de las cosas es
equivalente a lo ‘percibido’. Como el significado de las palabras ‘cabe’ (inmitten) y
‘entorno’ (Umgebung), este es un nexo espacial que unifica lo percibido especialmente de
la cosa con las otras cosas co-percibidas”598. Como queda visto: no está usado el título
Lebenswelt; tan sólo Umgebung (“entorno”, “contexto”; que, tal vez, aquí, por ello, se
pueda equivaler con Umwelt); éste es el que se nos dona perceptivamente, que no aquél
propiamente dicho. Y, como tal, se nos da como mera y pura cabencia.
Así, entonces, el puro cabe en la experiencia perceptiva es un acontecer del mundo –

167
el mundear– que llega a plena evidencia; que está exhibido como donación en el campo
de las cinestesias. Dentro de ellas se configura un poderse atener a las cosas que se
puede tematizar –según lo hemos mostrado– en su respectividad; esto es, de lo que se
trata aquí es de un cabe que llega a plena exhibición, sí, del mundo –qua y en tanto com-
posición de lo dado ahí en la circundamuneidad–, pero particularmente como mi
entorno. Y, con respecto a las otras cosas que son no-yo –sea que las tenga o no dentro
de mi campo perceptual– yo, como cuerpo humano, me hallo en medio de ellas, en su
medianía.
Aquí se encuentra un límite exacto entre percepción e intuición: la primera es
cabencia cinestésica; la segunda es cabencia intelectual, esto es, eidética. En el primer
caso, para decirlo de una buena vez: se nos da como entorno, en el segundo caso, en
cambio, como mundo de la vida. En los dos casos es el mismo mundo y el mismo
sujeto, pero cambia la actitud intencional. Al despliegue del primero se lo llamará –como
se ha visto aquí– fenomenología del lugar; al primero, en cambio, fenomenología del
mundo de la vida.

____________________
566
Vargas Guillén, Germán. Meaning between Phenomenology and Hermeneutics. Towards a Hermeneutical-
Transcendental Phenomenology. Denton, North Texas Philosophical Association, March 26-28, 2009; Vargas
Guillén, Germán y Reeder, Harry P. Ser y sentido. Bogotá, San Pablo, 20102.

567
Husserl, Edmund. Hua. XVI., p. 285ss.

568
Cf. Gallagher, Shaun & Zahavi, Dan. The Phenomenological Mind. An Introduction to Philosophy of Mind and
Cognitive Science. Routledge, N.Y., 2008, p. 130.

569
Aunque uno de los lugares en que más sistemáticamente se expone este tema es en Crisis, he omitido aquí hacer
una exposición del tema en dicha fuente. No obstante, como se puede evidenciar: retrotraigo conceptos
fundamentales de la manera como Husserl desarrolla allí su descripción del mismo.

E
n español ha sido Antonio Aguirre quien nos ha ofrecido una de las exposiciones más completas del tema.

570
Vargas Guillén, Germán. La experiencia de ser. San Pablo, Bogotá, 2005, pp. 115 y passim.

571
Cf. Vargas Guillén, Germán y Reeder, Harry P. Op. cit., p. 24, n. 4.

168
572
Husserl, Edmund. Experiencia y juicio. UNAM, México, 1980, §7; p. 29 y ss. (Citado: EJ).

573
Ibíd., §8; p. 32-41. Como complemento de esta formulación se puede ver la indicación que hace Husserl en
Crisis, a saber: “Todo ‘fundamento’ alcanzado remite de hecho de nuevo a otros fundamentos, todo horizonte
abierto despierta nuevos horizontes” (Crisis; §49, p. 179).

574
Husserl, Edmund. EJ, §4.

575
Nenon, Thomas. Husserl’s Theory of the Mental. In: Nenon, Th. & Embree, L. (Edits.). Issues in Husserl’s Ideas
II (pp. 223-235). Kluwer Academic Publishers, Dordrecht, Boston, London, 1996.

576
“(…) el cuerpo es también una cosa, una cosa física como cualquiera otra, así, por tanto, ella también tiene su
espacio y es llenada con una materia propia y con una materia que le es anexa. Él es una cosa entre otras cosas, y
entre ellas él tiene sus cambios de lugar; está estacionado o exactamente en movimiento como lo hacen otras
cosas. (…) es precisamente un cuerpo, el portador del ego; el ego tiene sensaciones y estas sensaciones son
‘localizadas’ en el cuerpo, en parte aquí como pensamientos, y en parte allí inmediatamente por las aparecencias”
(Hua. XVI; p. 137; 161/2).

577
Bajtín, Mijaíl. Problemas de la poética de Dostoievski. Fondo de Cultura Económica, México, 20032.

578
Savater, Fernando. Instrucciones para olvidar el Quijote. Taurus, Madrid, 1996.

579
Hua. XVI; p. 186; 156.

580
“El elemento de profundización en su fusión continua de la continuidad unitaria del sistema de los lugares [System
der Orte] (…), constituye una distinción fenomenológica esencial entre el campo doble y el campo unitario” (Hua.
XVI; p. 146; 174).

581
Ídem.

582
Ídem.

583
Ídem.

584
“Nuestro presente concierne al entretejimiento, en una correlación remarcable, de la constitución de la cosa física
con la constitución del Ego-Cuerpo” (Hua. XVI; p. 137; 162).

585

169
Varios títulos confluyen y tienen que ser cuidadosamente caracterizados:

C
osa. Ésta, en efecto, cuando y en cuanto aparece: se da contra-puesta a quien la experimenta –en este sentido
Gegenstand–.

O
bjeto. Éste puede ser “rendimiento” de la percepción, en el modo de percepción intuitiva; en ella, percibo lo
percibido, en cuanto lo anticipo y, con el darse de y en la experiencia perceptual, puedo corregirlo, variarlo,
completarlo; así, entonces, sólo se da objeto –Objekt– en cuanto objetivado. Ahora, no todo objeto en tanto
objetivado es “rendimiento” de la percepción –como quedó indicado en los ejemplos de la abstracción geométrica,
que es, igualmente, como se vio, eidética–.

O
bjetivación. Es, en el caso de lo dado o donado primigeniamente a la percepción, paso de la percepción de la cosa
–en cuanto fácticamente dada a la percepción– a la intuición. De ahí que se pueda hablar de percepción intuitiva.
Como se puede constatar en la experiencia: una vez dada esta tal constitución, como “rendimiento”, el sujeto
puede referirse, sin más, a la unidad completa de sentido o intuición de la cosa en tanto objeto. Vamos a decirlo
así: la transposición –como “rendimiento”– de lo contra-puesto (Gegenstand) en objeto (Objekt) acontece al
cambiar, pues, del plano de la percepción al plano de la intuición.

D
esenvolvimiento de multiplicidades. Resulta claro, entonces, que la percepción, tanto como la intuición, obedecen
a “leyes de estructura”. Una vez captada una faz, aspecto, o escorzo de una cosa en tanto contra-puesta: se
derivan anticipaciones que son, por decirlo así, fruto del desplazamiento de la “trayectoria ideal de la mirada” –o
de las otras formas de percepción que finalmente ofrecen un escorzo como si fuera visto–. Caso idéntico ocurre
con la unidad completa de sentido a la que llamamos intuición: sea que se configure a partir de los datos donados
en cuanto unidades anticipatorias de sentido, o sea que se configure a partir del puro darse de la “visión interior”
(intuito) sin necesidad de un precepto correlativo.

586
No es un tema del que se pueda hacer una exposición detallada aquí. Sin embargo, cabe observar cómo X. Zubiri
desarrolla la respectividad como categoría fundante de su proyecto intelectual. Según nuestro entendimiento: una
tal categoría, respectividad, tiene hondas raíces fenomenológicas; como se indica someramente aquí. No es de
extrañar que en Zubiri tenga un “eco fenomenológico”; como se sabe, él hubo de desarrollar sendas tesis, durante
su formación, sobre el tema del juicio en Husserl.

P
ara que no quede enteramente vaga nuestra indicación, digamos que: respectividad señala el estar-unas-cosas-en-
relación(-o-respecto-)-a-otras; sea que entre ellas, una entre tantas, la “cosa” Leib sea una más. Ahora bien,
¿estará Dios como otra, en esa pura respectividad? Tal lo insinúa Zubiri en El hombre y Dios.

587
Incluso en una postura no metafísica –vale en este caso decir: meramente fenomenológica–: la pura corporalidad
humana opera como Dasein, en cuanto cabe que al desplegarse constituye y realiza el sentido; y, opera como pura
onticidad (seinendes) que se ubica en cuanto sistema del lugar (ente) en el sistema de los lugares (onticidad).

588
Tanto Nenon (1996) como Gamboa (2010) nos han mostrado cómo acontece ello, específicamente, al tratar la
teoría de lo mental en Husserl.

589

170
Hua. XVI; p. 174; 147.

590
Hua. XVI; p. 179/180; 151.

591
El texto alemán no usa comillas para las siguientes menciones de la palabra Zwischen. La traducción inglesa, en
cambio, sí. Por dar un sentido que enfatiza el término “between” –requerida en esta exposición– asumimos la
sugerencia de la versión inglesa de Richard Rojcewicz.

592
Hua. XVI, 262/3; 223.

593
Hua. XVI, 242; 204.

594
“Adererseits ist dieses Ding eben Leib, Träger des Ich (…)” (Por otra parte, esta cosa es precisamente un
Cuerpo, portador del ego); Hua. XVI, p. 162; 137. La traducción inglesa, de Richard Rojcewicz, usa
sistemáticamente la voz bearer para verter Träger.

595
Las cursivas no está en el texto.

596
Hua. XVI, 241; 204.

597
Hua. XVI, 78; 64.

598
Hua. XVI, 80; 66.

171
Estudio IX

LAS RUINAS DE ÉFESO, JONIA

Se sabe que hay una crítica no sólo aguda, sino también certera a la totalidad. Acaso
ésta sea el “rastro” o el “santo y seña” de la metafísica occidental de Jonia a Jena, como
lo expone Franz Rosenzweig. Vamos a ir a Jonia, la fuente prístina del pensar sobre la
totalidad. Vamos a “situarnos” ante Lo Uno como equivalente de “totalidad”. No nos
preocupa por ahora qué otros nombres puede adquirir. Bástenos tomar en consideración
cómo ésta refiere: una “clausura’’. Digámoslo mediante la siguiente interrogación: si hay
Lo Uno, ¿qué puede quedar fuera de su esfera? Al menos desde un punto de vista lógico:
sería un contrasentido. ¿Puede haber lo vario; lo múltiple? O, por el contrario, ¿se trata
de Lo Mismo que adquiere distintas modalidades, caracteres, sentidos?, ¿qué evidencias
puedan jugar a favor de lo múltiple?
Mi propia hipótesis ha sido: que Lo Uno (llamémoslo, aunque sea muy
provisionalmente, Ser) alberga dentro de sí potencias de afirmación o de esencialización
tanto como de aniquilación o de neantización. Si no fuera así: sólo se podría entender
la quietud. Pero no hay tal: “¡Se mueve!”. Poco va a importar que lo llamemos: Ser,
Realidad, Mundo; o que lo identifiquemos en términos todavía más abstractos
señalándolo como Lo Uno.
Ya sabemos, con el paso de los siglos de investigación, físicamente al “todo” de “lo
real” se lo puede ver tan sólo como un “enjambre de moléculas”, que ora se manifiesta
así, ora asá; es decir, que la “dureza” o la “firmeza” de lo dado es “aparente”; o, por lo
menos, parcial, provisional, dinámica.
Más aún, como bellamente lo expresara J. L. Borges: es cierto que a menudo hablamos
de Universo, pero, por qué no aceptamos, en cambio, la idea de la existencia del
Multiverso: una suerte de pluralidad de todos, de variedades de Uno. Claro está que la
objeción no tardaría en manifestarse más o menos en los siguientes términos: ¿no sería el
Multiverso una, a su turno, un conjunto o variedades de Lo Uno –que, en efecto, en
cada una de éstas sería “modalidades” de Lo Mismo–?
Vamos a estudiar sucesivamente los títulos: Lo Uno, la razón, el mundo y la
dialéctica. En ello vamos a seguir –reconstructivamente– los fragmentos probablemente
auténticos de Heráclito, en los cuales se hace alusión expresamente a los temas referidos.
Se trata, según la indicación de M. Heidegger de pensar lo impensado; a sabiendas de

172
que –en la tradición del pensamiento filosófico de Occidente– se opera una “clausura” en
la “totalidad” que, acaso, debe ser “desconstruida” e incluso en algunos casos
“destruida”. ¿Por qué? En razón de que en la totalidad misma –dentro de ella– no hay
posibilidades para lo otro, lo radicalmente otro.
Así, por paradójico que parezca, la posibilidad misma de la metafísica occidental radica
en su propia destrucción; esto es, en su capacidad de albergar no sólo un pensamiento de
lo otro, sino de abrirse a la exterioridad. Y ello impone: volver sobre estas fuentes
prístinas y fundadoras de la tradición para hallar una rendija, un resquicio, por donde “se
abra” lo mismo, “se cuele” lo otro.

Lo Uno
Heráclito examina Lo Uno. Y, ¿cómo lo halla? En resumen como plenitud. Lo Uno es,
puede decirse, completo y autosuficiente. Más aún, propio de la plenitud de Lo Uno es,
precisamente, albergar lo plural, lo divergente, lo disonante; y, por esa misma vía: el
movimiento, la dinamicidad de la realidad, la transformación: esta es su ley y conviene
seguirla, no sólo vivir conforme a ella, sino también hacerla un principio de razón, de
razonabilidad, de racionalidad.
Y, en cierto modo, es tal la plenitud de Lo Uno que se puede transmutar y transformar
en lo Divino (expresamente Heráclito lo llama aquí: Zeus). En tanto lo Divino: comporta
voluntad. ¿Se guía por la voluntad, o, por el contrario, guía la voluntad? Se formula,
pues, una suerte de panteísmo: todo es Dios –la raíz del árbol y sus hojas, los ojos que
miran con lascivia y el objeto de una tal mirada, el cielo y las estrellas. Así, en cierto
modo, no hay diferencia entre ser un físico –quien estudia la physis–un teólogo –quien
estudia a los dioses, a Zeus. La investigación –sea física, teológica o filosófica: meros
modos de aproximarse a Lo Uno– se tiene que desplegar como escucha atenta: ¿a qué?
Ya se ha dicho: a Lo Uno. La sabiduría viene a ser tanto como un saber escuchar, que,
desde luego, tiene que ser escucha atenta, pero además: escucha de Lo Mismo, de lo que
dice, eternamente, Lo Uno.
Pero todavía hay más títulos implicados: ley, voluntad, sabiduría, Divinidad, razón,
inteligencia. Lo Uno es en sí y por sí; no depende de nada distinto que sí mismo: to
physein; lo que por sí mismo se hace a sí mismo; digámoslo a la manera de B. Spinoza:
natura naturans y natura naturata o “naturaleza que naturaliza y naturaleza que se
naturaliza”: que a sí misma se crea y que, una vez creada, por sí misma es capaz de
desplegarse como naturaleza sin necesidad de nada externo que la sostenga o la siga
creando.
De ahí que, sin más, se puede llamar a sí mismo Lo Uno. Y es tal su carácter
–digamos: autosuficiente– que no requiere de nada externo a él mismo. Cierto, un griego
como Heráclito: no requiere una hipótesis creacionista. ¿Para qué? Ahora bien, dentro del
rango de comprensión de Lo Uno: ¿cómo introducir una hipótesis que permita
comprender el movimiento? Esto está a la mano si se mira que en sí Lo Uno comporta
Lo Dual –diríamos: el ying y el yang, lo masculino y lo femenino, el día y la noche, el

173
sol y la luna, lo ácido y lo dulce, el frío y el calor. En sus propios términos: “cosas
íntegras”, “convergente divergente”, “consonante disonante”; pero, en efecto, no son
dos; es Lo Uno –como se dijo– que comporta modos distintos de darse.
Y, ¿dónde está la inteligencia y la razón y la ley y la voluntad? Insistamos, no en otra
parte. No habría un todo –digamos: Dios Trascendente, Uno y Eterno– fuera del todo.
Esta idea no sólo sería un disparate –tal, como de hecho, queda en la proposición
subrayada–, un contrasentido, una contradicción; esencialmente, sería una idea
innecesaria, inesencial, prescindible; luego, por mera economía de pensamiento:
impropia.
Se trata, en todo caso, de Lo Uno Inmanente: que en sí y por sí conserva o contiene
las potencias que se truecan en movimiento, al irse desplegando ellas mismas. Ahora
bien, si hay pares: a la activación de un modo, digamos: el calor, conviene el despliegue
de su contrario: el frío; la vida - la muerte; el bien - el mal; incluso, la materia - la
forma, lo bruto - lo inteligente, el cuerpo - el alma, etc. En fin, “conviene convenir que
todas las cosas son una” y dentro de esa mismidad de Lo Uno, sin salir de su cerco,
“obedecer”. Dejemos, como síntesis las propias expresiones del de Éfeso:
Acoplamientos: cosas íntegras y no íntegras, convergente divergente, consonante
disonante, de todas las cosas Uno y Uno de todas las cosas (DK 22 B 10).
Uno, lo único sabio, quiere y no quiere ser llamado con el nombre Zeus (DK 22 B
32).
Es ley […] obedecer la voluntad de lo Uno (DK 22 B 33).
Cuando se escucha […] a la Razón, es sabio convenir que todas las cosas son una
(DK 22 B 50).
Una sola cosa es lo sabio: conocer la Inteligencia que guía todas las cosas a través de
todas (DK 22 B 41).
Ahora bien, como lúcidamente lo expresa Heráclito: “[…] Si no se espera lo
inesperado, no se lo hallará […] (DK 22 B 18)”; si no hay una pregunta por lo
trascendente: no vendrá una tal respuesta trascendente, si no se espera un Dios,
Innombrable y Altísimo, no “hablará”. Pero, en contrario, si se “lo espera”: se crean las
condiciones de posibilidad de la revelación, de su manifestarse, de su epifanía.
¿Cuál de las hipótesis podría sostenerse con más validez?
Diremos, dependerá de lo que se interrogue, de lo que se interpele. No obstante, contra
Heidegger, una metafísica como la heraclítea: no es ontoteología; es, sí, comprensión y
estudio de Lo Uno –ser, mundo, realidad–; e, incluso, de Lo Divino y de Lo Santo. Pero
no está presupuesto un Deus Absconditus.

La razón
La voz λόγος que, por antonomasia, identifica la filosofía tiene su eclosión, su
emergencia prístina en Occidente, con Heráclito. ¿Dónde ha de situarse? Cierto, es
posible: en la mente, en la operación cognoscitiva humana. Pero, ¿sólo allí? O, por el
contrario, ¿“emerge” en la mente porque hay o se da en el “mundo” –sin que todavía

174
digamos nada de lo que quiera decir “mundo”? O, como también puede expresarse,
¿“acontece” tanto en la mente como en el cosmos, cabe decir, tiene al mismo tiempo un
carácter lógico –incluso ontológico– porque “ocurre” en el ente, como ente –con
carácter óntico?
Y, ¿cuándo “adviene” o se “despliega” o “acontece”? Si “adviene”, ¿de dónde?; si se
“despliega”, ¿cómo y dónde se hallaba “plegada”?, ¿cuáles son sus “pliegues”? En un
sentido más estricto cabe ver que “acontece”, “sucede”, “se da”. No hay que pensar un
antes o un después. Baste decir: se da hic et nunc. Conservemos también aquí la idea de
la unidad, de Lo Uno: en el darse de lo ente, que ocurre y se da según medida, por
relación y composición de opuestos, “acontece” como tal el suceder. Y no pasa que se
requiera de un ente en particular, mucho menos de un ens supremo o de un ens
realisimo: Dios. La humilde piedra, en su darse, no sólo obedece a “ley de estructura”,
para mantener su configuración; también la arena que la sostiene, la gravedad que las
enlaza –a piedra y arena–; pero también es posible un pensar lo óntico: arena, piedra,
relación de una y otra, como otra expresión de la razón, del λόγος.
El λόγος está o antecede a todo pensar, pero también el pensar es un modo de λόγος.
Es la propiedad de estructura, de ley, de legaliformidad; pero también es la formalización,
vía el pensamiento –el conocimiento, la reflexión, la razón– de su eternidad –su haber
estado ahí antes de toda racionalización; su permanecer, más allá de cualquier sujeto que
llegue a afirmarlo. Y, como vemos, no se refiere a la relación del ente fáctico, tangible,
sensoperceptible; también a los entes formales. Así, no depende de que yo lo sepa o de
que desaparezcan los animales inteligentes que pueden pensar: 2+2=4. Aunque nadie lo
sepa, aunque nadie lo hubiese llegado a descubrir: es verdad. A esto es a lo que se refiere
la eternidad del λόγος.
Y es tal la verdad y evidencia de este λόγος que si no ha sido descubierto o si lo ha
sido y se quiere poner a prueba, tendrá, en todos los casos, que llegarse a la experiencia
de que vale para uno y vale para todos. En esto consiste su inteligencia: que lo capto –
alguien lo capta– así, porque es así, porque se da así como algo común y para cada caso
en que se satisfaga la misma regla de cuestionamiento. Se trata, puede decirse, de la
objetividad del darse de Lo Uno, que tiene que valer, si es tal, para todos. Y no es
asunto de preferencia o de gusto; de enfoque o de punto de vista. Claro que se nos da en
cuanto interpretado, pero si me desplazo al punto desde el cual el otro ve o contempla o
percibe el mundo: me hallaré con la validez de sus aserciones.
Ese λόγος simultáneamente es materia de traducción –que de una lengua a otra, de
una experiencia a otra, dentro de la misma experiencia lingüística, dentro de la variedad
de experiencias históricas de una lengua en diversos momentos históricos–, pero de
estabilidad, de unicidad, de permanencia. Así, por ejemplo, en el título griego
φιλοσοφία. No sólo es claro que se puede decir en diferentes lenguas (Philosophia,
Philosophie, philosophy, philosophie, filosofia, etc.), sino que el proyecto germinal de
la Grecia Antigua es una y otra vez interpretado, según el contexto histórico, según los
problemas, según la historia viviente: en modo diverso. Cabe, entonces, decir que ese

175
eterno λόγος va modalizándose, según horizontes de experiencia de los sujetos en su
mundo de la vida.
La razón, el λόγος, pues, es Uno; y, sin embargo, siempre cambiante, variante. Esto
no es un juego al relativismo, ni al escepticismo. Todo lo contrario, es Lo Uno en su
verdad, cambiante; es Lo Uno cognoscible, sí, pero no total y definitivamente. De esto,
pues, es de lo que se trata: de captar el movimiento, el darse. Más tarde, lo veremos, este
movimiento además adquirirá los modos de temporalidad y de historicidad.
Cerremos, pues, este acápite con las palabras de Heráclito, sobre el λόγος:
[…] esta razón existe siempre […] todo sucede según esta razón […] (DK 22 B 1).
[…] es necesario seguir a lo común; […] la razón es lo común […] (DK 22 B 2).
[…] El mar se dispersa y es medido con la misma razón que había antes que se
generase la tierra (DK 22 B 31).
Es necesario que los que hablan con inteligencia confíen en lo común a todos […]
(DK 22 B 114).
La armonía invisible vale más que la visible (DK 22 B 54).

El mundo
La eternidad del λόγος sólo es equiparable a la del mundo. Y, sin embargo, no se
funden ni se confunden. Mientras aquél es una suerte de legaliformidad de la dinámica de
lo que es; éste, en cambio, aparece como lo que es mismo, en su orden, en su expresión,
en su capacidad de contener el devenir. En síntesis, mundo –κόσµος– es el conjunto de
todas las cosas. Pero éstas nacen, crecen, desaparecen y mueren; son sujetas por la
contingencia, el cambio, la aniquilación; entre tanto, el mundo mismo no pasa, aunque las
cosas, en efecto, pasan en el mundo.
Ese “fuego siempre vivo” alude al cambio, al nacimiento y la muerte, a la aparición y la
desaparición. En este respecto viene a ser equivalente mundo de orden, de totalidad de
lo ente, de reunión –por vía del λόγος– de lo que se da. En esta reunión hay lo que
perece, con la misma importancia de lo que se está afirmando hic et nunc. Es un vaivén:
del ser al ser, de Lo Uno en Lo Uno. No se requiere nada fuera de esta unidad.
De nuevo, no se necesita un Dios creador. El mundo ha existido desde… y existirá
hasta… siempre. Él configura un éxtasis (ἔκστασις): salida del tiempo, superación de la
finitud; mas no por un quién, sino por un qué; y éste es la facticidad misma que ora es
casa, ora herrumbre; que ora es flor, ora fruto. Es lo cambiante: πάντα ρει. Y el flujo no
se detiene. Dentro de ese todo, que es el mundo, no se le tiene que dar por establecido ni
un tamaño, ni una determinada forma de la fuerza: no es el Universo en su máximo de
expansión, ni la implosión del mismo; no son las estrellas, ni los agujeros negros
conocidos. Todos ellos, a su manera, son parte del Uno-Mundo, del orden-cósmico.
Si hay dioses: ellos pueden habitar el mundo; pero no lo crean. El mundo es, o puede
ser residencia, no sólo de lo ente mismo –qua realidad–, sino de humanos, de dioses, de

176
espíritus. Pero ninguno de sus “habitantes” puede arrogarse la propiedad de creador,
tanto menos de poseedor, tanto menos de Único. La legaliformidad cósmica de Lo Uno
se despliega como casa, pero no como propiedad.
Ahora bien, en el tiempo-cósmico-de-Lo-Uno: hay ley de estructura. Ésta marca
incluso los ritmos del nacer y del morir, del crecer y del decrecer, del apetito y de la
satisfacción, etc. Pero hay que oír el λόγος en su mundear. En cierto modo, él es
natura. Sus tiempos, medidas, ritmos, manifestaciones, pulsiones: forman parte de la
razón con la cual va tornando, en todo caso, todo a ser, aunque desaparecido; digamos:
ser-recuerdo, ser-en-tanto-haber-sido.
La mundaneidad del mundo abarca por igual: cosas, plantas, ideas, sentimientos,
sujetos, comunidades, etnias, continentes. Todos, por igual, se encienden y se apagan
con medida; y más allá de ellos sigue Lo Uno en su desenvolvimiento. Aquí, en rigor no
es dable introducir la nada; pero eso no indica que no existan procesos de aniquilación –
en los que se apaga, según medida– de lo dado. Y la aniquilación, como índice, muestra
que no es que Lo Uno carezca de estabilidad, sino que él en su seno es capaz de
comportar y de albergar lo diverso, lo vario, lo alterno. Y, no obstante, al cabo puede
sumirlo en su mismidad, determinándolo, en cada caso, a ser momento de su
desenvolvimiento.
Mundaneidad del mundo indica que todo, menos el mundo mismo en tanto unidad
cósmica de Lo Uno, es parte de la ratio; puesto que él mismo es la ratio. Que todo llega
a ser por una ratio; o, como lo dirán siglos, muchos siglos, adelante, Gottlob Leibniz y
Arthur Schopenhauer: todo lo que en el mundo es, lo es por una razón suficiente. Y esto
incluye: su desaparecer. Y que, según ellos, la metafísica ha de investigar las raíces
(ῥίζωµα). Según la expresión de este último, investigar la cuádruple raíz del principio
de razón suficiente. Lo radical de este Mundo-Uno es, entonces, que él mismo quizá no
tiene una razón de ser; pero todo cuanto hay en él y sus procesos –su dinamismo, su
movimiento–: sí. ¿Por qué habría de tener una “razón de ser” el mundo? No le
concierne. Y, no obstante, es. Que no exige un απò µηχανῆς θεóς, un Deus ex
machina, lo prueba que ni se quiera, ni se deba recurrir a una realidad fundante o
creadora para poner en movimiento la comprensión de lo que es, de la totalidad. Ahora
bien, una vez dado el mundo como tal: todo ocurre, deviene y se despliega en la
eternidad del mismo mundo, que, en resultas, es la eternidad del λόγος.
Quede, como referente, la indicación de Heráclito:
Este mundo, el mismo para todos, ninguno de los dioses ni de los hombres lo ha
hecho, sino que existió siempre, existe y existirá en tanto fuego siempre vivo,
encendiéndose con medida y con medida apagándose (DK 22 B 30).

La dialéctica
Sí, διαλεκτική es un título amplio. Pluralmente designa: el diálogo o la capacidad de
argumentar y de discutir, pero también un método de razonamiento desarrollado a partir

177
de principios; en especial la capacidad de afrontar una oposición. Se puede rastrear una
mayor antigüedad en el uso del término. Se ha convenido, sin embargo, en señalar a
Heráclito como quien por vez primera le dio un contenido filosófico. Y, como se ha
dicho, esto es debido a la capacidad de no sólo poner en juego un título audaz: Lo Uno –
que en cierto modo invoca tanto la “clausura” como la “quietud”–, sino la de vérselas
con el movimiento, con el pasar, con la mutación, con el cambio.
Discordia es un término que invoca oposición. Pero una cosa está clara: al menos para
discordar u oponerse es preciso converger. La Diferencia sólo es posible con respecto a
Lo Mismo. Y ocurre con la oposición frío-calor, pero también vida-muerte. En el caso
de la experiencia dialógica o dialogal: se requiere referirse a Lo Mismo para poder estar
en contradicción.
Sólo de la oposición nace La Diferencia. Y ésta, sólo se realiza a fuerza de Lo Mismo,
de Lo Uno. Pero éste es cambiante. Es en La Diferencia en la cual se constituye la
realización o el efecto del movimiento de oposición. El diferencial en el interior de Lo
Siempre Mismo ocurre como una modalización, que no disminuye la potencia afirmativa
de Lo Uno; sino que asume que, en efecto, se mueve. Pero es, paradójicamente, un
diferencial homogéneo, esto es, “clausurado” sobre Lo Siempre Mismo.
Se trata, pues, de un intercambio o de un cambio entre, digámoslo así, partes de Lo
Mismo. Así, en nada se cambia Lo Uno, pero en todo se cambia dentro o en el interior
de Lo Uno. Este acontecimiento tiene lugar. Es una fuerza que permanentemente lo
transforma todo. Y esta transformación puede ser tan sólo como el aleteo de una
mariposa, que altera la quietud de la totalidad de lo ente. Pero, más allá de ello, hoy lo
sabemos, sí, que nadie se baña dos veces en el mismo río; pero tampoco la piedra en su
quietud está inactiva. Todo lo contrario. No hay nada en el Universo que no esté en
absoluto y completo despliegue, activo, en movimiento.
De esto es de lo que se trata. De asumir cómo está dado un todo cerrado y bien
completo; y, sin embargo, bien dinámico y en constante transformación. Esta es una de
las perplejidades, de las mayores perplejidades, del pensamiento occidental: Lo Uno,
cerrado y bien completo, y no obstante, cambiante, mutante, capaz de asimilar Lo
Diverso como parte de sus constituyente esencial.
Dejemos estas indicaciones de Heráclito:
[…] todo sucede según discordia (DK 22 B 8).
Guerra es padre de todos […] (DK 22 B 53).
[…] la Guerra es común, […] y […] todo sucede según discordia y necesidad (DK
22 B 80).
[…] al diverger, se converge consigo mismo […] (DK 22 B 51).
Como una misma cosa está en nosotros lo viviente y lo muerto, así como lo despierto
y lo dormido, lo joven y lo viejo; pues éstos, al cambiar, son aquellos, y aquéllos, al
cambiar, son éstos (DK 22 B 86).
Con el fuego tienen intercambio todas las cosas y con todas las cosas el fuego, tal
como con el oro las mercancías y con las mercancías el oro (DK 22 B 90).

178
No obstante lo anterior, ratifiquemos la sentencia del filósofo llamado El Oscuro: “A la
naturaleza le place ocultarse” (DK 22 B 123). Todo parece claro y transparente; creemos
haberlo captado en su dinámica al aceptar la dialéctica como estructura de lo real mismo.
Y, a la par, está oculto.

____________________

179
Estudio X

TEMATIZACIÓN DE LA METAFÍSICA
EN EL PARMÉNIDES DE PLATÓN�
Decía mi maestro Abel Martín que es la modestia la virtud
que más espléndidamente han solido premiar los dioses.
Recordad a Sócrates, que no quiso ser más que un amable
conversador callejero, y al divino Platón, su discípulo,
que puso en boca de tal maestro lo mejor de su pensamiento.
Antonio Machado�

1. La ciencia, el método y la metafísica


Debe notarse que el tema que enlaza los diversos “campos semánticos” documentados
con respecto a la metafísica, según el Parménides de Platón, es el de la participación.
Desde luego, éste es un tópico central en el pensamiento del autor –no sólo en esta obra–
y, al mismo tiempo, es un “eje” de la metafísica como disciplina en la cultura filosófica
de Occidente.
La obra que estudiamos ahora, puede decirse, produce asombro y, en muchos casos,
desconcierto puesto que la argumentación platónica aquí corresponde estrictamente a un
método, a saber, el método dialéctico argumentativo. Comenzaremos, por tanto, nuestra
exposición caracterizándolo y mostrando –hacia el final de su presentación–: cómo éste
implica una desdogmatización de los puntos de vista y, por ello mismo, una apertura
hacia la ciencia.
En esta primera sección del estudio daremos los siguientes pasos: presentaremos el
alcance del título ciencia tal y como puede ser caracterizado en el Parménides;
concretamente, haremos visibles las características de ella, nos detendremos en
considerar qué pasos tiene el método propuesto por el autor, y, finalmente, mostraremos
cómo se da una delimitación –dentro de las cláusulas precedentes– del objeto de
investigación de la metafísica.

1.1 La ciencia
La posibilidad de llevar a cabo la crítica –o de establecer los límites y las

180
posibilidades de una argumentación en filosofía– parece depender de la posibilidad de
analizar los supuestos que los autores tienen en materias específicas con respecto al
conocimiento, a saber: su posibilidad y, dado que sea posible, las características para
desarrollar el mismo; el método o las formas de proceder para llevar a cabo los procesos
de conocimiento y, dentro del horizonte metódico, no sólo los pasos que se deben seguir,
sino también las estrategias para establecer el valor de lo dicho; en todos los casos,
resulta necesario poder establecer: de qué se está hablando o cuál es el tema u objeto
sobre el que recae la investigación metódica.
En el caso del Parménides, de Platón, al menos se pueden presentar resultados
específicos con respecto a estos tres ítems. Los siguientes numerales corresponden,
respectivamente, entonces, a los títulos de las siguientes secciones dentro de esta
tematización: 1°. Las características del conocimiento; 2°. El método; y, 3°. El objeto.

Las características del conocimiento


Comencemos por recordar que, en general, el título ciencia (del lat. scientĭa y éste a
su vez del griego saber o εξπισζηµη) se define, en primer término, como conjunto de
conocimientos obtenidos mediante la observación y el razonamiento, sistemáticamente
estructurados y de los que se deducen principios y leyes generales; en segundo término,
como el saber o la erudición; en tercer término, como la habilidad, maestría, conjunto de
conocimientos en cualquier cosa; y, en cuarto término, como el conjunto de
conocimientos relativos a campos de investigación –entre ellos: las ciencias exactas, la
fisicoquímica y las llamadas ciencias naturales–. Literalmente, su opuesto es la necedad;
y, necio (del lat. nescĭus) es el adjetivo para calificar al ignorante y al que no sabe lo que
podía o debía saber; al imprudente o falto de razón; al terco y porfiado en lo que hace o
dice; a una acción ejecutada con ignorancia, imprudencia o presunción.
En el caso de lo expuesto por Platón, en el Parménides, la ciencia se encamina al
conocimiento de la verdad (134a, p. 53). En esto parece seguir la huella de lo indicado
en los fragmentos del Eléata, a saber, su distinción entre el camino de la ciencia y el
camino de la opinión. Por el primero, según éste se llega a la verdad; por el segundo a lo
incierto. Ahora bien, ¿sobre qué es dable hallar la verdad? Parecerá pleonástica la
respuesta, pero es lo indicado taxativamente por Platón: sobre lo que es verdad; y,
concreta y precisamente, verdad en sí. Según la indicación de Platón es como si existiera
tal (verdad en sí) y que ni siquiera dependiera de que fuera o no conocida por el ser
humano. Incluso se puede afirmar que se trata de aceptar, en primer término, la
existencia objetiva de la verdad. Y si tal fuera, pues no dependerá de que sea o no
descubierta por el ser humano; aunque, desde luego, ella regularía lo que llegare a ser
conocido.
Encontramos, así, la indicación en el texto que analizamos:
(…) ¿también la ciencia en sí, lo que es la ciencia, habrá de ser ciencia de aquella verdad en sí, de lo que es
verdad? (134a, p. 53).

181
No es, por tanto, que la verdad sea “construida” por la ciencia; aquélla está ahí –
diríamos– desde tiempos inmemoriales. En resultas, el alcance de la ciencia llega hasta
poder descubrirla. En este sentido –como suele atribuirse a Platón– conocer es
reconocer. Ahora bien, ¿qué alcance tiene el conocimiento? Esto es, ¿qué objetos pueden
llegar a ser plenamente aprehendidos –diríamos– en su “verdad universal y total”? Según
Platón, no se logra un conocimiento de lo divino; las formas (eîdos) son sólo
parcialmente cognoscibles, la ciencia en sí sólo es de los dioses. Puede ser formulado de
otro modo: el conocimiento humano es parcial, esto es, sólo se refiere en él parte del
todo. No es que sea falso, sino que es incompleto. El ser humano no tiene, pues, la
plenitud de la ciencia –lo que implicaría un conocimiento: eterno, inmortal, completo y,
en este sentido, divino–; se sabe que, en efecto, toda mente humana es duradera, mortal
e incompleta. Pongamos, ahora, una serie de ejemplos que nos lo hacen cada vez más
visible: conocemos, digamos, un “rostro bello”, pero es obvio que en él no se agotan
todas las posibilidades de belleza de los rostros humanos; y, podría hacerse la lista de un
amplio número de “rostros bellos”, pero, igualmente, serían sólo casos de una
abstracción que en sí no llega a tener un contenido evidenciable en la experiencia
cotidiana. Al cabo, en la infinitud posible del número de “rostros bellos” sólo se tendrían
“innumerables ejemplos” de las posibilidades que puede alcanzar la idea pura, la forma
pura, “rostro bello”. Pero, aún así, el ejemplo “rostro bello”, “rostros bellos”,
“innumerabilidad de rostros bellos”: serían sólo caso o manifestación de lo que en sí es la
belleza. Quedaría por mencionar: “atardecer bello” (“atardeceres bellos”,
“innumerabilidad de atardeceres bellos”); si fuera el caso “casa bella”, “carro bello”,
“ciudad bella”, etc., y en cada caso su múltiples casos de su darse.
Queda en evidencia, entonces, que el mismo análisis se puede hacer para lo bueno,
para lo sabio. En resumen, conozco casos de belleza, de bondad, de sabiduría, pero no
las puedo conocer en sí mismas a cada una de ellas. Y, sin embargo, tendencialmente,
puedo discriminar en una acción en sí cuando es justa o injusta. Por lo demás, no sólo
puedo tener, por así decirlo, mi propia experiencia –intuición, evidencia– de ello en un
acto concreto, sino que incluso puedo argumentar por qué la misma puede tener uno u
otro calificativo y, al cabo, mi argumentación puede ser aceptada o rechazada por otros.
En cierto modo, no sólo puedo mostrar, sino que también puedo demostrar la validez de
mis comprensiones. Entonces, no es que se niegue la posibilidad del conocimiento. De
hecho, se acepta que tal es no sólo posible, sino también válido. Sin embargo, no puede
afirmarse de una vez y para siempre su verdad completa –o, como lo hemos indicado
atrás: su verdad universal y total–.
(
…) ninguna de las Formas es conocida por nosotros, dado que no participamos de la
ciencia en sí.
[
…] (…) nos es incognoscible tanto lo bello en sí, lo que él es, como lo bueno y todo
cuanto admitimos como caracteres que son en sí. […] (…) nadie más que un dios posee
el conocimiento más exacto (…).

182
[
…] El dios (…) que (…) posee la ciencia en sí (…) será capaz de conocer las cosas de
entre nosotros (134b-d, p.55).
(
…) nosotros (…) [no] sabemos nada de lo divino (134e, 55).
¿Quién, pues, puede llevar a cabo un tal conocimiento completo de la verdad? Según
Platón: la divinidad, el dios; es decir, conocerlo todo de todo o acerca todo: implicaría
una mente que pasa y no termina, es decir, una mente que vive el tiempo sólo como
éxtasis (ek-stasis, ἔκστασις –digamos: un estar en el tiempo, fuera del tiempo–). Sólo,
pues, un dios puede tener un tal conocimiento “exacto” –nos dice Platón– y sólo él será
capaz de conocer las cosas.
Pero, pese a todo, por finita que sea nuestra experiencia temporal en cuanto
humanos, como forma pura, podemos anticipar la a-temporalidad, cabe decir, la
eternidad. Entonces, no es que el concepto carezca de contenido, sino que no se llega ni
a captar, ni a realizar ni plenamente ni totalmente. Y, sin embargo, como se ha venido
mostrando, podemos hacer saber a otros nuestra experiencia, nuestra comprensión de
ella, la verdad –sí parcial, pero absoluta y evidente– tal y como nos es posible y dado
vivirla. Así, pues, por parcial que sea –y, lo es– nuestro conocimiento, se puede afirmar
que propio de la ciencia es que puede ser enseñada.
El hombre, el singular que es cada uno de nosotros –cada existenciario concreto y
efectivo– en cuanto existente, no es “plenamente dotado”, quiere esto decir, no llega a un
conocimiento que contenga plenamente la verdad. Así, entonces, propio de la
investigación es que viva –digámoslo así– del principio de corregibilidad. Y así como,
eidéticamente, esto es, por la reflexión que nos descubre la eternidad o la verdad como
ideas regulatrices; así, la ciencia humana, la investigación que la constituye, muestra
epistemológicamente la primacía del precitado principio de corregibilidad, también
como idea regulatriz. De modo que, como lo indica Platón:
Un hombre plenamente dotado sería capaz de comprender que hay un género de cada cosa y un ser en sí y
por sí, pero (…) habiendo descubierto y examinado suficientemente y con cuidado todas estas cosas,
[sería] capaz de instruir a otro (135a-b, pp. 55-56).

Con lo cual se puede afirmar que “el hombre plenamente dotado” –diríamos: el eidos
hombre–, que sólo existe en cuanto forma pura –y nunca como realidad efectiva, aunque
sí efectual–: podría enseñar la verdad; pero dado que sólo vive el singular, éste desde
luego puede mostrar la evidencia de su experiencia, en su verdad, pero como “insumo”
de un proceso infinito de investigación que una y otra vez vuelve a someterse al
principio de corregibilidad. De ahí que se pueda –en términos humanos, no divinos–
hablar de la investigación, de la ciencia, de la filosofía como tarea infinita.

1.2 El método
Una diferencia radical entre el llamado conocimiento espontáneo y el conocimiento
científico es que el primero no tiene que dar cuenta del modo como se ha adquirido. El

183
segundo, en cambio, no sólo presenta sus tesis, sino que hace visible una manera de
fundamentarlas u obtenerlas. Es cierto que no se puede establecer un método como único
y definitivo. De hecho, no sólo existe variedad de métodos debido a las cosas mismas
que se investigan –digamos: no es lo mismo investigar lo formal (en campos como la
lógica, la matemática, la computación) que lo social (en campos como la antropología, la
sociología, la historia)–; también, en muchos casos, los métodos mismos determinan una
serie de cosas mismas sobre las cuales recaen o se pueden aplicar en procesos
específicos –digamos, por ejemplo, que la fenomenología exige volver sobre las
vivencias tal y como son efectuadas en la experiencia subjetiva, la arqueología exige
tener un qué que pueda ser reconstruido, la hermenéutica un despliegue de la
comprensión vía procesos interpretativos, la dialéctica materialista la historia desde una
postura crítica social–.
En el caso de Platón –quien instaura la primera versión de la dialéctica– se trata, si se
quiere, de un método argumentativo –con lo cual podemos hablar de una dialéctica
argumentativa– y con él se puede seguir, paso a paso, la manera como no sólo se sientan
las tesis, sino como se muestran y, hasta donde cabe afirmarlo, se demuestran.
(…) la facultad dialéctica (135c, p. 56) (…) [supone] que cada cosa es y examina las consecuencias que
desprenden de esa hipótesis, (…) [supone] que esa misma cosa no es, si quieres tener mayor
entrenamiento (135e-136a, p. 57).

¿Cómo opera, en esencia, el método dialéctico argumentativo de Platón, según lo


indica en el Parménides? Podemos esquematizarlo en los siguientes pasos:
a. Suponer lo que se examina. Poner como dado algo, aunque todavía no se tenga
“prueba” –esto es, ni mostración y, mucho menos, demostración– es, en rigor, lo que
quiere decir la palabra hipótesis (ὑπόθεσις). Se trata, por tanto, de una suposición en la
cual algo se da por posible o por imposible, para sacar
–de ello por medio de la argumentación, lógicamente encadenada– una consecuencia.
b. Tesis. Las hipótesis deben derivar en tesis. Tras el estudio de sus consecuencias
–como se dijo, se hace preciso sentar o afirmar como válido lo previa supuesto; por el
mero estudio de sus consecuencias las hipótesis pueden ser confirmadas o infirmadas.
Si se da el primer caso, o sea, su confirmación, entonces cobran el carácter de tesis
(θέσις). Ésta opera, entonces, como una conclusión, que tiene el carácter de una
proposición que se mantiene con razonamientos. Por tanto, el segundo paso del método
dialéctico argumentativo consiste en llegar a tesis.
c. Antítesis. Platón manifiestamente hace visible cómo la manera –digámoslo así– de
romper tanto la ingenuidad como el dogmatismo –que luego llegara a ser llamada: la
actitud natural– es, precisamente, examinar las proposición contraria e incluso la
contradictoria, en términos lógicos.
d. Síntesis. Para Platón el ejercicio debe concluir en algún punto. Y en esto consiste
lo que dirá con la expresión “discernir bien la verdad”, la que vale para uno y vale para
todos; la que convencería –como también lo afirma– a los mismos dioses.
Que aquí esté en ciernes otro método como el atribuido a Pedro Lombardo

184
–aunque visiblemente emergente en Abelardo–, conocido mucho más tarde en la historia
de la filosofía como el método de las sentencias –desde luego con variantes como:
questio, contra, pro, quaestiones resolutio– no es el tema en este momento. Sin
embargo, sí queda en claro que este modo de proceder en filosofía –que tiene valiosos
complementos con la doxografía fundada por Aristóteles, el discípulo de Platón–
conforma una de las vertientes que procuran dar rigor a la investigación en este campo
disciplinar.
Ahora bien, como se dijo al finalizar la exposición del numeral 1: la ciencia es
enseñable. Platón vuelve, una y otra vez, a mostrar que es preciso “ejercitarse” en este
proceder, como se ha dicho, para “discernir la verdad”. Que ésta esté dada o no, en
cuanto omni aeternitate fluens veritas sempiterna, no es asunto para los procesos de
investigación que puede llevar a cabo el ser humano. Lo que sí es asunto, en este caso,
es que no se llega espontáneamente a la verdad. Se requiere un examen –que luego
podría ser llamado control crítico o principio de corregibilidad–.
Concluyamos este numeral 2 con estas observaciones de Platón:
(…) a propósito de algo, se suponga que él es o él no es o que está afectado por
cualquiera otra determinación, se debe examinar las consecuencias que se siguen tanto
respecto de sí mismo como respecto de cada uno de los otros, el que se prefiera elegir, e
igualmente respecto de una pluralidad y de todos en conjunto. Y las demás cosas a su
vez, tanto respecto de sí mismas como respecto de alguna otra, la que prefieras elegir, se
suponga que eso es, o se suponga que no es, si pretendes ejercitarte cumplidamente para
discernir bien la verdad (136b-c, p.58).
La gente ignora (…) que sin recorrer y explorar todos los caminos es imposible dar
con la verdad y adquirir inteligencia de ella (136d-e, p. 59).

1.3 El objeto
¿En qué campos o a qué temas o qué cuestiones pudieran ser abordados según el
método dialéctico argumentativo? Si nos atenemos directamente al Parménides la
respuesta será a lo Uno. Y, en este sentido, a lo que –con Aristóteles– diera en llamarse
en la tradición filosofía primera. De lo Uno es posible llegar a establecer –vía el método–
“el ser o el no ser”. Tan sólo con afirmarlo en cualquiera de los dos sentidos queda
abierta la senda del conocimiento –bien que de su ser, bien que de su no-ser–. Y puesto
que lo Uno se puede llegar a conocer –afirma Platón– “las demás cosas”. ¿Qué han de
ser éstas? Si lo Uno es, lo constituyente de sí; si lo Uno no es, lo vario, esto es, lo
múltiple. Pero, para este último: si lo Uno es, lo constituyente de sí, a su vez, tendría o
podría tener el modo de lo Uno –como se verá– por participación de él.
¿Qué estudia, entonces, esta investigación filosófica de lo primero, esta filosofía
primera, esto es, la metafísica? Ya lo hemos dicho: lo Uno, pero sin su relación con el
ser y su contrario, el no-ser, no pasaría de un conjunto de afirmaciones dogmáticas.
Pero, igualmente, la investigación tiene que orientarse a sus constituyentes, a su
configuración intrínseca: ¿si lo Uno es, a su turno, intrínsecamente se aparece o se

185
manifiesta como vario, esto es, como múltiple? Y, si lo múltiple es, en cuanto tal, lo
constituyente de lo Uno, ¿cómo es la relación de lo Uno con lo múltiple? Entonces, al
menos por vía de hipótesis, cabe decirlo: es una relación de participación.
Una parte de un todo tiene la propiedad, precisamente, de participar en la
conformación o en la configuración de éste; pero, a su turno, está plenamente
conformado o configurado por él: el todo es tal por las partes de la que está compuesto
y, simultáneamente, la parte es tal por pertenecer al todo del cual es miembro. O sea, la
participación –por así decirlo– es una doble imbricación. Pero no hay sólo esto. Las
expresiones del “aquel”, del “algo”, del “de éste”, del “para éste”, entre otras, revelan esa
bilateralidad o doble pertenencia o doble imbricación de lo Uno –o el todo– con
respecto a sus partes; y, de las partes con respecto a su todo –a lo Uno–.
Platón señala que:
(…) cuando se dice “uno”, se enuncia, en primer término, algo cognoscible y, luego,
diferente de las otras cosas, se le añada a él el ser o el no ser (160c, p. 121).
(…) si lo uno no es, qué debe resultar de ello. Ante todo es necesario, al parecer,
acordarle lo siguiente: que de él hay ciencia, o, de lo contrario, no se sabrá de qué se está
hablando cuando se diga “si lo uno no es” (160d, p. 121). […] lo uno que no es participa
del “aquel”, del “algo”, del “de éste”, del “para éste”, tanto de éstas como de todas las
determinaciones de este tipo (160e, p. 122).
¿Qué implica aquí el título cognoscible? Que de ello puede haber ciencia; esto es,
saber “de qué se está hablando” y establecer “determinaciones” o límites dentro de los
cuales se habla o se conoce –un fenómeno, una experiencia, un objeto–. En sí, con
respecto al asunto de la metafísica (lo Uno, el todo, las partes, el ser, el no-ser, lo
múltiple, las formas, la participación, la temporalidad, el límite) puede haber ciencia:
el estudio de la metafísica tiene un objeto de estudio y un método; por ello es posible
llegar a conocimiento verdadero que presente resultados –aunque parciales, por su
incompletud– encaminados hacia una verdad universal y total. La metafísica, entonces,
es un estudio racional que, moviéndose dentro de lo condicionado, tiende a un
conocimiento último e incondicionado, cabe decirlo “en pro de una philosophia
perennis”.

2. Lo Uno
Una vez caracterizados los elementos fundamentales de las nociones ciencia, método y
objeto, que tienen, las dos primeras, un carácter general; y la segunda, una aplicación
concreta y particular al campo de investigación de la metafísica, vamos ahora a
desarrollar algunos aspectos del contenido de esta disciplina, a partir del Parménides de
Platón.
Todavía, en un sentido muy amplio, que se irá llevando a una progresiva explicación,
se puede pensar lo Uno como si se pudiera captar en sus procesos internos o
intrínsecos, mientras en otra perspectiva él fuera dable en cuanto estructura completa.
Desde sus procesos intrínsecos: cabe hablar de la multiplicidad, de las partes, de la

186
temporalidad, del no-ser. En último término, por así decirlo, dentro de lo Uno
“acontece” el movimiento, el cambio, la variedad, la pluralidad, incluso, la nada. Él
mismo se puede caracterizar como un conjunto o continente, capaz de albergar no sólo
infinidad de entes, sino de procesos atinentes tanto a la unidad como a cada uno de los
componentes de la misma.
En cambio, en cuanto estructura completa: es una totalidad, sin antes y sin después:
eternidad; y, por eso mismo: completitud. Lo Uno se basta a sí mismo, no requiere de
nada –pues ya lo es y lo contiene todo. Pasan, han pasado y pasarán “cosas” dentro de
él, pero el mismo no pasará. En este sentido, es pura quietud, absoluta inmovilidad, es
un bastarse a sí mismo, desde sí mismo.
Ahora podemos verlo con claridad: lo Uno es no-ser y es ser; es no-ser en cuanto
estructura completa; es ser, en cambio, desde los procesos intrínsecos de lo Uno. Pero
lo vario sólo puede ser con respecto a lo Uno y lo Uno no requiere de nada para ser; no
tiene un antes o un después; no pertenece al orden de lo temporal. En este preciso
sentido: lo Uno no-es-ser o no-es.
Sin embargo, y aquí aparece un “eje” de toda la metafísica: la participación. La parte
es parte del todo, de lo Uno. Lo Uno la contiene y la enlaza con lo demás. Ser, entonces,
primordialmente es cópula: atadura, ligamento, enlace, unión, conjunción. También lo
podemos decir de la siguiente manera: el ser es “principio de participación”. No podemos,
pues, diferenciar el ser de la participación como tampoco la participación del ser.
Este “tomar parte” aparece como la condición de posibilidad de lo vario o múltiple.
Pero, precisamente, cada constitutivo o ente –que en su individualidad también tiene
carácter o modo de unidad– se halla sometido a los avatares de la contingencia del ser y
el no-ser, y, por ello mismo, de la temporalidad.
Si tomáramos un ente, en su unicidad, también lo podríamos ver como contentivo de
partes constituyentes; sean casos: un cuerpo humano o una mano, una casa o una
ciudad, un árbol o una hoja. Los ejemplos se pueden multiplicar indefinidamente y, de
nuevo, en cada uno de ellos volver a operar la relación “todo-parte”. La mano “participa”
del cuerpo, pero puede, a su turno, ser atendida en su singularidad como unidad; y la
atención se puede desplazar al dedo y también a éste para comprenderlo como unidad
que a su vez se puede desagregar en “elementos” o “componentes” constitutivos. El
dedo y sus constitutivos: participan de lo humano. Y, sin embargo, lo humano –que
desde luego está presente en el dedo y sus constitutivos– no se agota ni en Pedro, ni en
Juan, como tampoco en la mano ni en el dedo, etc.
Ahora bien, el ser de cada uno de estos entes no se explica por sí mismo, sino por la
unidad de género a la cual pertenecen. Por supuesto, esta pertenencia es un modo de
participación. Como lo veremos: lo Uno tiene primacía sobre el ser y no sólo ello,
también autonomía. Así, queda como “cosa misma” de la metafísica: no el ser, sino lo
Uno –al menos en la perspectiva platónica–. Lo veremos, todo esto, con mayor amplitud
en la siguiente exposición.

2.1 Las formas

187
Las Formas�599 es uno de los temas que simultáneamente: refiere tanto un problema
metafísico como un conjunto de postulados constituyentes de la teoría del
conocimiento. ¿Cómo sé lo que llega a ser conocido del ser? Ahora bien, ¿sobre qué, si
no es sobre el ser, recae el conocimiento? Y, en ese caso, ¿qué puede querer decir ser?
Una acción justa –la que fuera–. Pongamos por caso: devolver a alguien lo que ha
olvidado en nuestra casa, o, por ejemplo: pagar a tiempo nuestros compromisos, digamos
ahora, cumplir con nuestras obligaciones académicas; todos estos casos pueden ser
llamados “justos”. Pero, ¿qué es en sí y por sí, la justicia? Es un tema que pone de
presente la problemática en una primera aproximación. Pero podemos profundizar en
esta serie de ejemplos que hacen visible tan sólo una mirada sincrónica. Aquí no hemos
visto cómo la reducción de la persona a una situación de esclavismo o de servidumbre: es
injusta. Entonces quedará ante nuestra vista que el término cambia de alcance de un
momento histórico a otro. Y, sin embargo, hay alguna “propiedad de herencia” que hace
posible que comprendamos
–aunque con diferencias– lo que dice un griego del siglo V a.C. cuando utiliza esta
expresión. Tampoco coincide el contenido cuando lo usa un talibán o un cristiano o un
ateo o un mahometano; y, pese a ello es posible –sino un entendimiento pleno–, al
menos, la comunicación básica a partir de la cual se puede propiciar el intercambio.
La justicia, como ejemplo del cual nos ocupamos: apunta hacia un todo del cual las
diversas expresiones son una parte. Aún cuando no hemos planteado una respuesta a la
pregunta qué es lo justo, al menos podemos suponer que sí haya una respuesta, sea que
particularmente nosotros podamos o no establecerla. Bajo este supuesto, podemos llegar
a ver sí y en qué medida y bajo qué aspectos –pongamos por caso– el uso del velo
impuesto a las mujeres: se acerca o se aleja de un ideal de justicia. No es que,
filosóficamente, podamos de una vez por todas o “aclamar” como válida o “sancionar”
como errónea tal práctica. Más bien, nos concierne evaluar para cada caso el pro y el
contra, hasta hallar “invariantes” en los que se satisface, al menos parcialmente, el
concepto.
“Invariante” es un título contemporáneo para la expresión eîdos. La condición de
posibilidad de la comprensión parece estribar en que lo que alguien diga pueda ser
“figurado” o “representado” por su interlocutor. No importa que la comprensión que se
produzca en el interlocutor sea incompleta o equivocada. Ella funge como “punto de
partida” para nuevos despliegues de la interacción comunicativa. Poco importa, entonces,
que el ámbito dialógico corresponda a la esfera familiar, al trámite interreligioso, a la
interacción intercultural. En todos los casos, por tentativo y errático que aparezca el
eîdos: progresivamente no sólo se irá aclarando, sino que su sentido mismo se irá
haciendo más translúcido y comprensible, cabe decir: para uno y para todos, como
esfera del despliegue del habla.
¿Cómo se llega a un “modelo” o eidos?, ¿se debe partir inductivamente de “casos”
que permitan remontarse a una “generalización”, o, por el contrario es necesario tener
primero un concepto que permita valorar cada caso e incluso que se “instancie” en ellos,

188
digamos, deductivamente? En realidad, esta cuestión no está asumida aquí. Es, en sí, un
problema; pero no debemos intentar ahora ni siquiera una reflexión sobre ello, puesto
que nos sumiría en la teoría del conocimiento, a sabiendas de que lo que está ahora en
discusión es la metafísica.
Bástenos, en cambio, decir que las ideas o formas o eîdos nos proporcionan una
captación, en sí, de lo que hay –trátese de lo Uno o lo múltiple, de la totalidad o sus
partes–. Sea inductiva o deductivamente: la forma es aquello de lo cual participa el caso
o es parte de lo englobado y constituyente en la unidad que propicia y ofrece el
concepto.
Sobre lo indicado en este numeral, son palabras de Platón las siguientes:
(…) las Formas (…) se aprehenden por el razonamiento (129e-130a, p. 41).
(…) hay (…) Formas (…) que (…) por tomar parte de la semejanza se tornan
semejantes, del grandor, grandes, y de la belleza y de la justicia, bellas y justas (131a, p.
44).
(…) las Formas en sí mismas son divisibles en partes, y las cosas que de ellas
participan participarán de una parte, y en cada una de ellas no estará el todo, sino una
parte de él en cada uno (131c, p. 45).
(…) Formas, a la manera de modelos (132d, p. 49).
(…) aquello por participación de lo cual las cosas semejantes son semejantes, ¿no
será la Forma misma? (132e, p. 50).

2.2 Lo Uno y lo múltiple


Podemos formular la cuestión en los siguientes términos: dado lo Uno, ¿qué es lo
múltiple?; y, como en una suerte de quiasmo: dado lo múltiple: ¿Qué es lo Uno? La
respuesta, según nuestra comprensión, apunta exactamente a lo mismo: si lo Uno se da lo
múltiple es el conjunto de sus constituyentes o de sus elementos. Ahora bien, si lo
múltiple se da lo Uno es la conjunción o la reunión de ello bajo un ámbito que le da la
posibilidad de ser dentro de un horizonte o dentro de un contexto, en el cual cada parte
adquiere “delimitaciones”. Así, entonces, el quiasmo es un “vaivén” –se va de lo Uno a
lo múltiple, se viene de lo múltiple a lo Uno–.
Es posible captar –en la exposición llevada a cabo por Platón– la imposibilidad de lo
dual, precisamente, porque la filosofía y el pensamiento griego no hacen distinción entre
creador y creatura. Entonces, lo Uno es lo mismo, en sí mismo, capaz de contener la
multiplicidad. Fuera de su esfera, carece de sentido y no tendría lugar. Entonces, aquí
aparece un nuevo elemento que permite la comprensión de estas interacciones: la
participación. Lo Uno participa de lo múltiple; del mismo modo que lo múltiple
participa de lo Uno.
(…) el conjunto de todas las cosas es uno, por participación de lo uno, y (…) esas
mismas cosas son (…) múltiples, por participar de la multiplicidad (129b, p. 40).
(…) las mismas cosas son múltiples y unas (129d, p. 40).
¿Qué más se puede decir lo Uno?, ¿qué otras características comporta? Para Platón lo

189
Uno es: ilimitado, no posee principio ni fin, es carente de figura, es redondo (137d-e, p.
61), no está en ningún lugar, se rodea a sí mismo (138a, p. 62), ni se mueve, ni está en
reposo (139b, p. 65), es múltiple (143a, p. 75), está fragmentado por el ser, es
pluralidad y multiplicidad ilimitada (144e, p. 80), es igual a sí mismo (151c, p. 97), es
condición de posibilidad de todo lo que es (158b, p. 115). Lo Uno, pues, puede ser
comprendido –como ya se ha indicado– como un contenedor. Fuera de él no hay nada.
Él es condición de posibilidad de todo lo existente.
Pero podemos cambiar el punto de vista y centrar nuestra atención en lo múltiple.
Cada unidad de la multiplicidad tiene, a su turno, características propias de lo Uno; de
ahí que –con Platón– se pueda afirmar que “(…) lo uno es lo mismo que los otros”
(148a-b, p. 89); y, sin embargo, “(…) sólo lo uno es uno y no podrá haber dualidad
(149d, p. 93)”, puesto que “(…) ser uno no le es posible sino a lo uno en sí” (158a,
p.114).
Vamos, de nuevo, a la participación, “(…) las cosas que participan de lo uno son, sin
duda, múltiples” (158b, p. 115). Y, ¿en qué sentido participan? Hemos visto las
siguientes formas esenciales de participación: (a) Son parte de lo Uno; (b) Las partes –
en su multiplicidad– tienen estructura unitaria, esto es, participan de la estructura de
lo Uno; (c) Las partes se conjuntan o reúnen o unen con las otras en cuanto
constituyentes de lo Uno; así, (d) “(…) lo uno (…) acontece[…] a las cosas otras que lo
uno” (159b, p. 118), esto es, simultáneamente las partes devienen tales por el acontecer
de lo Uno y lo Uno permite ser a las partes; de ahí que se pueda afirmar que “(…) las
otras cosas de ningún modo son uno, ni tienen en sí mismas ninguna unidad” (159d, p.
119).
¿Cómo, pues, entender la afirmación –aparentemente contradictoria– de Platón, según
la cual “(…) si lo uno no es, lo múltiple es” (165e, p. 135) con todo lo señalado sobre las
relaciones entre lo Uno y lo múltiple? Bastaría con señalar que se trata de determinar
qué es lo temático o lo enfocado en cada caso. Si ante la mirada no se tiene lo Uno,
entonces se puede dar la manifestación de lo múltiple; y, viceversa. Pero no pudiéramos,
al tiempo, permitirnos la manifestación de ambos.
A la manera de una reconciliación, entonces, cabe ver la preeminencia de lo Uno sobre
lo múltiple. Especialmente si se considera que aquél es presupuesto epistemológico para
la emergencia de la comprensión de éste. Entonces tiene valor la sentencia según la cual
“(…) sin uno es imposible tener opinión de lo múltiple” (166b, p. 136). Ahora bien,
Platón no va a dejar estas relaciones entre los dos polos –lo Uno y lo múltiple– reducidas
a un plano meramente cognoscitivo. Por el contrario, ello tiene un valor y un sentido
ontológico. De ahí la observación según la cual “(…) si lo uno no es, nada es” (166c, p.
136). Con esto, pues, queda claro que esta preeminencia no sólo corresponde al pensar,
sino también y esencialmente al ser. Sin embargo, conforme a las exigencias de la
dialéctica como método argumentativo, Platón deja, de nuevo, en suspenso la
posibilidad de una afirmación dogmática. Así se comprende la afirmación según la cual:
(…) si lo uno es o bien si lo uno no es, él y las otras cosas son absolutamente todo y no lo son, aparecen

190
como absolutamente todo y no lo aparecen, tanto respecto de sí mismas como entre sí (166c, p. 136).

2.3 El todo y las partes


De alguna manera ya se han tematizado las relaciones entre el todo y las partes, si se
mira que la multiplicidad por antonomasia es confluencia y coexistencia de éstas;
mientras el todo dice relación a lo Uno. En nuestro entender, éste es el sentido de la
observación platónica que sobre esta materia se asienta en el Parménides: “[…] lo uno
en sí es necesariamente múltiple. […] las partes son parte de un todo” (144e, p. 80); es,
como si dijéramos, que lo Uno es múltiple hacia su interior y en sus constitutivos. Uno y
todo se equivalen. Y, sin embargo, ¿por qué, entonces, introducir dos términos –esto es,
todavía sin Occam: por qué no practicar la “navaja de Occam“–? La única justificación
que queda ante nuestros ojos es la siguiente: Uno refiere una estructura completa que no
requiere ninguna otra explicación; esto es, se trata –sin más– de lo existente en tanto en
sí y por sí. En cambio, la totalidad –que también alude a lo Uno– refiere la unidad vista
desde sus constituyentes o desde sus elementos. Entonces, según esta interpretación, no
se hace se trata a dos “realidades” distintas, sino a dos “conceptos”, que desde dos
“marcos de referencia” distintos permiten el estudio y la comprensión de la unidad.
Así, entonces, “lo uno que es, en consecuencia, es tanto uno como múltiple, y es todo
y partes, y es limitado e ilimitado” (145a, p. 80); es Uno en sí mismo y con respecto a sí
mismo. Sin embargo, cuando se mira a sus constituyentes o –si se quiere– a su
contenido: tiene lo vario, la multiplicidad de los “elementos” o “constituyentes” que son
–dentro de lo Uno– susceptibles tanto de generación como de corrupción. A su turno, lo
múltiple se puede desagregar, indefinidamente, en nuevos componentes. Todos estos son
partes. Esta desagregación, en efecto, puede ir hasta lo infinito y, en este mismo sentido,
se entiende que lo Uno es infinito. En cambio, visto desde lo Uno mismo y en cuanto
totalidad: no tiene ni un elemento ni un constituyente que no sea parte de sí; y, en este
sentido, limita hacia sí mismo consigo mismo. De ahí se pueda afirmar tanto que “Cada
una de las partes está (…) en el todo, y ninguna fuera del todo” (145b, p. 81) como que
“(…) lo uno es la totalidad de las partes de sí misma” (145c, p. 81).
De nuevo, ¿cómo se relaciona todo esto con la doctrina de la participación? No está
de sobra recordar que parte (del lat. pars, partis) hace referencia a una porción
indeterminada de un todo. Entre tanto, participar (del lat. participāre) indica el tomar
parte en algo o el recibir una parte de algo. Con esto lo que se hace visible es que la
parte sin el participar es incomprensible; y, viceversa. No obstante, queda en claro, de
lo que toma parte la parte al participar es del todo; a su turno, de lo que la parte tiene
la calidad de dada es del todo. Así, pues, Platón indica que “(…) las otras cosas no
están completamente privadas de lo uno, sino que de algún modo participan de él” (157c,
p. 112); y, “(…) las partes son partes de aquello que es un todo” (157c, p. 112). En
consecuencia, “(…) participar de lo uno le es necesario tanto al todo como a la parte”
(158a, 114).
Un nuevo concepto requiere ser puesto en juego: límite (que llega al español del lat.

191
limes, -itis). Éste refiere una línea real o imaginaria que separa, un fin o un término.
¿Cómo se diferencia, por un lado, una parte respecto de otra?, y, también, ¿cómo se
diferencia el todo de la parte? En efecto, se requiere trazar un límite. Mas, no es que
éste sea sólo trazado por el entendimiento. Es que en sí, ónticamente, la adyacencia de
una cosa respecto a otra depende de que entre ellas exista un límite que, en sí, las separe
e incluso, uniéndolas, las relacione en su diferencia. De ahí que Platón establezca que:
“(…) cada parte (…) un límite respecto de las otras y respecto del todo, y así también
tiene un límite el todo respecto de las partes. […] el límite de las unas respecto a las otras
(…) produce (…) una ilimitación” (158c-d, p. 116).
Así, entonces, si es dable pensar –ontológicamente– el límite es porque está, en sí
mismo, dado. Sin embargo, se debe hacer explícito el hecho de que parte con parte se
distinguen por el límite; pero éste también tiene su darse en la totalidad: el todo –vamos
a decirlo así– limita consigo mismo o como también lo ha dicho Platón se circunda a sí
mismo y tal circundarse es su propio límite con respecto a sí mismo; esto es, se
autolimita.
Ahora bien, en cuantas partes se pueda dividir lo Uno –que es en infinitas partes– en
tantas se da o aparece un límite. Por ello, según Platón: “(…) las cosas otras que lo uno,
como todos así como parte por parte, son ilimitadas y participan del límite” (158d, p.
117).

2.4 La temporalidad: duración y eternidad


Uno de los problemas que más ha desconcertado a Occidente es la temporalidad. Este
problema se puede “dividir” en dos aspectos: duración y eternidad. Por la primera cabe
la generación y la corrupción; por la segunda el ék-stasis, la inmovilidad. Ahora se hace
claro para nosotros que en la teoría platónica: la duración corresponde y concierne a lo
múltiple; en cambio, la eternidad (quietud, inmovilidad, ék-stasis) es lo propio y
exclusivo de lo Uno. Platón ha enseñado, por ello, que: “[…] lo uno no podría […] estar
en el tiempo […]” (141a, 69), puesto que es quietud, inmovilidad, ék-stasis; mientras
“(…) las cosas (…) están en el tiempo y participan (…) de (…) edad” (141c-d, p. 70),
puesto que son parte de lo múltiple y están, por tanto, sujetas a duración y, en este
sentido, generadas tanto como corruptibles.
Propio de lo Uno es que alberga dentro de lo sí lo temporal, pero él mismo no es parte
de lo temporal: “(…) lo uno (…) [no] tiene parte del tiempo ni está en ningún tiempo”
(141d, pp. 70-71). Él, como tal, está en reposo, por estar en sí mismo: “(…) lo uno está
necesariamente siempre él mismo en sí mismo y en algo diferente, y siempre se mueve y
está siempre en reposo” (146a, p. 83). Su estar como algo “diferente” consiste en estar
plenamente en sus partes constitutivas, sin llegar a ser jamás una de ellas; o, sin que
ninguna de sus partes lo agote.
¿En qué medida y cómo es que se da la participación de lo Uno con respecto a la
temporalidad? Ya lo hemos dicho: él mismo no es temporal; pero sus constitutivos: sí. Y
en su pura quietud ya es –desde toda y para toda una eternidad–. Y, sin embargo, siendo

192
temporales sus constitutivos y por referencia a ellos llega a ser él mismo, siendo sí
mismo. Así, pues, “[…] Lo uno (…) participa del tiempo, y, al participar del tiempo, es y
llega a ser él mismo” (151e, p. 98). Nos encontramos –todavía sin formularla– en la
aporía agustiniana: lo Uno contiene, simultáneamente, todo presente y todo pasado, todo
ahora. Y no es, como se ha visto, que él mismo sea temporal, sino que por ser
continente del todo –de sus constituyentes– también contiene la temporalidad: ¿dónde
más podría darse ésta? Y, ¿por qué no ver la temporalidad misma como comunidad?
Dentro de lo Uno todo está sujeto a ser o no-ser, a haber-sido, a poder-llegar-a-ser. La
comunidad no le adviene por la temporalidad, sino que la comunidad entre sí de las
partes, de lo múltiple constitutivo de lo Uno, adviene de estar todo ello sujeto a la
contingencia: al poder-dejar-ser, al poder-llegar-a-ser, al poder-ser-aquí-y-ahora (hic et
nunc). Esta comunidad viene, pues, no de su relación con lo Uno –que tal no es
comunidad, sino participación–; sino de lo vario de la multiplicidad sujeta –como se
observa– a la contingencia: “[…] ‘es’ es alguna cosa más que participación del ser en
tiempo presente, así como ‘era’ lo es del ser en tiempo pasado y, de su lado, ‘será’ es
una comunidad con el ser del tiempo porvenir […]” (151e-152a, p. 98-99). Se entiende,
pues, que va una diferencia de la participación a la comunidad: aquélla enlaza o une,
ésta en cambio homogeniza: “[Lo uno] participa del tiempo, dado que participa del ser
(152a, p. 99). […] avanza de acuerdo con el tiempo” (Íd.). “[…] se mantiene en
contacto con (…) el ahora y con el después, soltando el ahora y atrapando el después,
llegando a ser en el intermedio de ambos, del después y del ahora” (152c, p. 100). Y, sin
embargo, hay una preeminencia del ahora –que es la propiedad quintaesencial de lo
Uno–. Él es, precisamente, el que enlaza o une. La quietud del ahora, que es a su vez el
estado perenne de lo Uno en su estancia esencial, en su esenciar, en su esencia: es el
que comparte con lo múltiple. Sólo desde el ahora se contempla el-haber-sido, el-
poder-llegar-a-ser, el-ser. Así, pues, “el ahora (…) siempre (…) está presente a lo uno a
través de todo su ser, porque, cuando es, es siempre ahora” (152e, p. 100). La
participación de lo Uno y de lo múltiple se efectúa, pues, por lo ek-stático del ahora.
Se comprende, entonces, por qué Platón sentencia que “(…) lo uno [llega] a ser por
igual tiempo” (152e, p. 101), y que “(…) lo uno fue lo primero que se originó” (153b, p.
102); que “(…) lo uno tiene la misma edad que todas las otras cosas” (153d, p. 103).
Nada, sólo él, es necesario; él queda fuera de toda posible contingencia. Así mismo,
sólo de él se puede decir que es lo eterno, que es un tiempo sin tiempo. Y, por tanto, que
no es temporal, sino que participa del tiempo que lo alberga en su seno, vía sus
constitutivos. Así, pues, “(…) lo uno participa del tiempo […] es necesario que participe
del antes y del después y del ahora, dado que participa del tiempo […]” (155c-d, p. 107).
Y sus constitutivos –que sí están sometidos a la contingencia “a veces” participan –al
ser afirmados– del ser; en cambio, “a veces” –al ser aniquilados– se hunden en la
nada. De ahí, entonces, que “(…) si lo uno es (…) uno y múltiple y ni uno ni múltiple, y
si participa del tiempo […] es necesario que, porque es uno, participe a veces del ser, y
que, porque no lo es, a veces no participe del ser” (155e, p. 108-109).
En una formulación aparentemente autocontradictoria queda expresado el dictum:

193
“(…) en un tiempo participa y en otro no participa; éste sería, en efecto, el único modo
en el que podría participar y no participar de lo mismo” (155e, p. 109). ¿Por qué sólo es
aparentemente autocontradictorio el dictum? Porque, a la par, lo Uno: participa, si se lo
mira desde sus constitutivos, pero no participa si se lo mira desde el horizonte de su
eterna unicidad, de su quietud. Y esto es tanto más visible si se refiere a su contextura
óntica, pues: “Y hay un tiempo en el que participa del ser y uno en el que se deshace de
él” (156a, p. 109). Así, se comprende, que son las cosas o entes –en tanto constitutivos
de lo Uno– los que llegan-ser, son, dejan-de-ser. Y, por tanto, es a esta unidad en tanto
totalidad la que “[…] al tomar parte del ser (…) lo llamas ‘llegar a ser’ […] Y al
deshacerse del ser (…) lo llamas ‘perecer’. […] lo uno (…) al tomar y al dejar el ser,
llega a ser y perece” (156a, p. 109). Mientras que lo Uno mismo, en sí y por sí mismo,
“(…) no cambia ni cuando está en reposo ni cuando se mueve, ni cuando está en el
tiempo” (156c, p. 110). Y, sin embargo, “algo” de lo Uno y de lo múltiple parecen
compartir la propiedad
ek-stática de eternidad o atemporalidad, a saber, el instante. De él nos dice Platón:
“(…) el instante parece significar algo tal que de él proviene el cambio y se va hacia uno
u otro estado (…) estando en ningún tiempo” (156d, p. 111). Podría, prácticamente,
decirse que es una suerte de punto cero a partir del cual se abre el horizonte de pasado
tanto como el horizonte de futuro.
599
Santa Cruz traduce idéa por “carácter” y eîdos por “Forma” (p. 47). Según ella, la palabra nóēma “como
‘pensamiento’ es ambigua, porque designan tanto ‘algo pensado’ (…) como el proceso de pensamiento que lo
aprehende” (p. 48).

194
CONCLUSIÓN

Podemos concluir esta obra refiriendo una de las diferencias centrales entre Platón y,
por un lado, los presocráticos; pero, por otra, con Aristóteles. En resumen, para éstos la
“cosa misma” de la metafísica llegaría a plantearse como el ser. Mas, expresamente,
Platón indica radicalmente que “lo uno no es ser”. De inmediato viene la pregunta,
entonces, ¿qué es lo Uno? Y, por contera, ¿de qué se ocupa, de este modo, la
metafísica?
Comencemos por caracterizar la delimitación, en este sentido negativa, de la
metafísica. En primer lugar, nos dice Platón, “(…) de ningún modo lo uno participa del
ser (141e, p. 71). ¿Qué sentido toma aquí el título participación? Pongámoslo en los
siguiente términos: lo Uno, sin más, no es parte del ser. ¿Por qué? Porque, según la
teoría platónica –como la hemos venido estudiando–: ser es una característica o una
propiedad. No es eîdos, no es, en consecuencia, una forma pura. Cuando dirigimos
nuestra atención al ser: ¿con qué nos hallamos? Con esto o con lo otro, con lo sido, con
lo que es, con lo que puede ser. No hay, sin embargo, ni siquiera en el orden del pensar,
o en el orden eidético, un referente para el título ser. Éste, en cuanto tal, es un índice de
estados o modos o momentos de la facticidad. Pero lo Uno no es: ni estado, ni modo, ni
momento. Por tanto, siguiendo a Platón, concierne afirmar: “De ningún modo, entonces,
[el ser] es lo uno” (Íd.); y que, al mismo tiempo, “(…) tampoco hay modo de que sea
uno; pues sería ya algo que es y que participa del ser” (Íd.), como que “(…) ‘es’ tiene
distinto significado que ‘uno’” (142c, p. 73).
Entonces la oposición que se da puede ser sintetizada de la siguiente manera:
1º Lo Uno no se identifica con el ser, puesto que aquél es abstracto, puro eîdos;
mientras éste es concreto y factual.
2º Lo Uno es eterno mientras el ser es fugaz, temporal, contingente.
3º Lo Uno, entonces, no es identificable con el ser, pero, igualmente,
4º lo Uno tiene un significado distinto del ser, y, ¿en qué sentido aparece esta
diferencia?
En resumen,
5º lo Uno carece de una propiedad de ek-sistencia –que le concierne al ser–, mientras,
en cambio, es un puro ek-stásis. Las propiedades señaladas, a su turno, se transmutan de
un todo en relación con el ser que carece de ek-stásis mientras es pura ek-sistencia.
Al tratar así la diferencia y la imposibilidad de aceptar la participación en la
perspectiva señalada, desde luego, de lo que se trata es de ver cómo no se puede reducir

195
lo eterno a lo temporal, lo necesario a lo contingente, lo Uno a lo múltiple y vario. Esta
dirección de la mirada consigue mantener la preeminencia abstracta del eîdos relativo a
lo Uno –que por cierto: sólo se puede comprender en el orden de la representación–
sobre la materialidad y la objetualidad de lo múltiple, esto es, su carácter de ente en
cuanto tal.
Ahora bien, conforme al método dialéctico argumentativo cabe sentar la tesis en la
cual se despliega la otra dirección de la reflexión, esto es, la antítesis. Entonces
tendremos que afirmar que: “[…] lo uno participa del ser y (…), en consecuencia, es
[…]” (143a, p. 75). Cabría, entonces, comenzar a preguntar sobre: ¿cuáles son las
condiciones de participación de lo Uno y el ser, condiciones que ya fueron –como se
acaba de ver– previamente negadas? Platón se interesó en mostrar cómo la reflexión
tiene que mantener la diferencia –que ya se ha postulado– entre lo Uno y el ser.
Entonces indica: “(…) si una cosa es el ser y otra diferente es lo uno, no es por ser uno
que lo uno es diferente del ser, ni es por ser ser que el ser es otro que lo uno, sino que
difieren entre sí en virtud de lo diferente y de lo otro” (143b, p. 75). Con esto se hace
patente la referencia tanto a lo múltiple como a lo vario, en tanto lo diferente y lo otro.
¿Diferente y otro con respecto a qué? Cabe decirlo: de lo Uno. Pero, entonces, viene al
caso la pregunta: “¿Cuándo menciono “ser” y “uno”, acaso no menciono a ambos?”
(143c, p. 76); y, la respuesta es: sí. Pero, entonces, ¿en qué radica su diferencia? Platón
indica lo propio del ser es, precisamente, no poder ser un todo, esto es, no poder ser
unidad y, en consecuencia, no poder ser lo Uno. Así, pues, se puede observar que: “(…)
el ser está fragmentado (…) en (…) partes (…) pequeñas como (…) grandes (…) y hay
un número ilimitado de partes del ser” (144b, p. 78). Así, aunque sea pleonástico decirlo,
lo Uno es principio de unidad; en cambio, el ser es principio de diferenciación, de
divisibilidad, de separación.
No obstante, atenidos a la configuración óntica, esto es, de lo ente, en cuanto
constitutivos de lo Uno: “(…) participar de lo uno le es necesario tanto al todo como a la
parte” (158a, 114).
¿En qué, pues, se puede sostener el valor de la antítesis? En que si bien lo Uno no es
ser y no participa del ser, en cambio, lo múltiple o lo vario sí participa de lo Uno;
forma parte de éste, conformándolo, como su constitutivo. Sin embargo, aquél
configura a éste; pero éste no aquél. Aquí se da, pues, una diferencia y una relación:
mientras lo Uno está formado y conformado por el ser, el ser está configurado por lo
Uno. En la primera dirección –formativa, conformativa– no hay participación; en la
segunda –configurativa– sí la hay.
Así queda establecido que hay, simultáneamente, validez en la tesis como en la
antítesis. De modo que podremos, ahora, examinar la posibilidad de que se llegue a una
síntesis. Y, ¿cómo? Mirando, una vez más, hacia las condiciones de participación.
Platón observa, entonces, que: “(…) a lo uno que no es (…) le corresponde participar de
la igualdad, de la grandeza y de la pequeñez. […] Y también es necesario que (…)
participe del ser. […] lo uno que no es, al parecer, es […] si debe no ser, es necesario
que tenga la propiedad de ser no ser, como lazo que conecte con el no ser” (161e-162a,

196
pp. 124-125). ¿En qué consiste esa condición de participación? En que lo Uno se
presenta como un continente tanto de ser como de no-ser. Esa continencia da como
resultado que sí participa, pero no sólo del ser, también del no-ser. En últimas, ser y no-
ser es lo propio de lo temporal, lo que hace ente al ente –en tanto ser ahora, dejar de ser
luego, haber sido o no haber sido antes– en su estructura misma: contingente.
Si lo Uno tanto sólo participara del ser y, en cambio, no del no-ser, él mismo sería
contingente. Pero dado que participa de ambos, por ser sus constitutivos, él mismo se
mantiene en la eternidad de su inmovilidad que es puro eîdos y pura abstracción. Lo
Uno es pura ένέργεια, pura fuerza eidética; mientras el ser se manifiesta como
δύναµις, fuerza óntica que se materializa y se realiza temporalmente�600, incluso con
virtud.
Esa ένέργεια en cuanto lo Uno, en resultas, es. Así, pues, “(…) lo que es participa del
no ser, y lo que no es, del ser, también lo uno, dado que no es, es necesario que participe
del ser, para lograr no ser. […] lo uno posee el no ser, precisamente porque no es”
(162b, p. 126). Es esta fuerza –que se puede equiparar con potencia anímica– la que en
tanto ser, esto es, en tanto δύναµις, llega a ser, deja de ser, es –aquí y ahora–. Ahora
vemos, como lo indica Platón, que “(…) lo uno que no es se nos muestra en
movimiento, si es que tiene un cambio del ser al no ser. […] lo que no es es imposible
que sea en alguna de las cosas que son. […] lo uno, que no es, no podría tener rotación
en aquello en lo que no es” (162c-d, p. 127). El problema, pues, que nos llevó a la
temporalidad es el antagonismo entre quietud –eternidad– y movimiento –duración–.
Ahora queda en claro qué es lo eternamente-quieto, a saber, lo Uno; mientras se nos
manifiesta lo duradero-en-movimiento, a saber, lo vario o múltiple constitutivo de lo
Uno.
¿Se desprende, de la aceptación y participación de lo Uno con respecto tanto al ser
como al no-ser, una potencia creadora de la nada?, esto es, ¿hay posibilidad de una
creatio ex nihilo? Desde luego: no. Es cierto, sí que “(…) cuando decimos ‘no es’ […]
[se] significa (…) ausencia de ser (163c, p. 129)”; eso sí. Sin embargo, “(…) lo que no
es no podrá ser ni parte del ser ni de ninguna otra manera” (163c-d, p. 129). Así queda,
de nuevo, reiterado que de la nada puede venir; que hay un todo completo y clausurado
sobre sí mismo. Lo único que puede dejar de ser es lo ek-sistente; lo que puede llegar a
ser es por la ek-sistencia de una potencia de ser dada en lo ek-sistente mismo.
Concluyamos, pues, la exposición en que hemos desarrollado una propuesta para
comprender una Tematización de la metafísica en el Parménides de Platón reiterando y
considerando la tesis fuerte del autor, a saber:
(…) lo uno que no es ni perece ni llega a ser (…) de ningún modo participa del ser (163d, p. 129). […] es
necesario que tampoco se mueva (163e, p. 130). […] no posee ningún tipo de determinación (164a, p.
131).

(…) lo uno no es (164e, p. 133).


¿Por qué lo Uno es lo indeterminado, o, insistamos, carece de determinaciones? La

197
respuesta más obvia, según el propio planteamiento de Platón: porque lo Uno no es. Y,
volveríamos a preguntar, ¿por qué no-es? La hipótesis fuerte, precisamente, nos lleva a
pensar: porque es indeterminado e indeterminable. ¿Qué quiere decir, en este caso,
indeterminación e indeterminabilidad? Sin más rodeos: concepto, puro eîdos, eîdos
puro. ¿Dónde, pues, se halla lo Uno? Ya lo hemos dicho: en la región eidética, en la
exigencia de unidad que trae consigo el pensar. De ahí que lo Uno no es, de ningún
modo participa del ser y no se mueve. Ahora nos quedará por ver si de tal modo es
posible una metafísica como proyecto de comprensión universal y total o si, por el
contrario, se evanesce como una mera construcción intelectual.
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600
Sigo en esto la iluminadora nota de José Ortega y Gasset en La historia como sistema (Revista de Occidente,
Madrid, 1970, pp. 135-137, nota 1), pero será cuando se estudie el De Ánima de Aristóteles cuando esa
observación llegue a pleno sentido dentro del análisis propuesto.

201
202
INDICACIÓN DE LA PROVENIENCIA

Los estudios I. Excedencia y saturación: fenomenología de la ausencia y presencia de


Dios, II. De la ontoteología a Dios-como-fenómeno, y VIII. Mundo de la vida y
fenomenología del lugar, fueron publicados previamente bajo las siguientes referencias
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Pensamiento y Cultura. Universidad de La Sabana, Bogotá, Vol. 13, No. 2, diciembre,
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Vargas Guillén, Germán. “Mundo de la vida y fenomenología del lugar”. En: Anuario
Colombiano de Fenomenología. Universidad de Antioquia, Medellín, Vol. 4, octubre,
2010, pp. 51-68.

203
ÍNDICE ONOMÁSTICO

Aguirre, Antonio, 177


Andreas (A.), 116
Arendt, Hannah, 71, 83, 90, 104, 107, 112, 127
Arturo, Aurelio, 140
Astrada, Carlos, 84
Auschwitz, 58, 61, 79, 100
Bajtín, Mijaíl, 181
Barba Jacob, Porfirio (Ricardo Arenales), 8, 76, 138, 154
Begué, Marie-France, 83
Benjamin, Walter, 79, 100, 112
Bloch, Ernst, 113
Borges, Jorge Luis, 80, 138, 149, 195
Bosch, Jerónimo o El Bosco, 78
Brentano, Franz, 32
Broch, Hermann, 112, 114, 115, 116, 127
Brueghel, Pieter, 78
Camus, Albert, 129, 130, 131, 132, 133, 134, 135, 136, 137, 138, 139, 140, 143,
144, 145, 147, 148, 149, 150, 154
Carnap, Rudolf, 113
Caro, José Eusebio, 84
Carranza, Eduardo, 144, 147
Castro, Beatriz, 78
Castro, Jorge O., 78
Courtine, Jean-François, 30, 33
Cristo (–Jesús, –Jesucristo), 13, 18, 19, 21, 22, 31, 34, 35, 41, 47, 49, 63, 124, 143
Cruz Vélez, Danilo, 84
Derrida, Jacques, 64, 67, 68, 69, 72, 73, 74, 77, 78, 79, 80, 84, 88, 93, 100, 101,
110, 112, 131
Descartes, René, 31, 178
Dickinson, Emily, 23
Dilthey, Wilhelm, 114, 163
Don Juan, 140, 146, 154
Einstein, Albert, 117, 118
El Ingenioso Hidalgo Don Quijote de La Mancha, 181
Ferraris, Maurizio, 78
Fink, Eugene, 168
Foucault, Michel, 74, 76, 100
Gadamer, Hans-Georg, 114
Gallagher, Shaun, 177

204
Gamboa Sarmiento, Sonia Cristina, 186
García Márquez, Gabriel, 7, 98, 99, 100
García-Baró, Miguel, 157
Gehlen, Arnold, 113
González, Ángel, 71
Guayasamín, Oswaldo, 78
Guevara, Carlos Arturo, 27
Habermas, Jürgen, 29, 112, 113
Heidegger, Martin, 33, 34, 35, 38, 41, 45, 51, 55, 73, 83, 110, 112, 115, 123, 125, 136, 157, 196, 198
Henry, Michel, 33, 79, 80, 131, 148, 149
Heráclito, 196, 197, 198, 200, 202, 203
Heródoto, 89
Herrera Restrepo, Daniel, 40, 84
Hessel, Stéphane, 65
Hildebrand, Dietrich von, 33
Hitler, Adolf, 123, 125, 126
Holmes, Sherlock, 181
Horkheimer, Max, 112
Hoyos Vásquez, Guillermo, 84
Hume, David, 178
Husserl, Edmund, 17, 25, 30, 31, 32, 33, 34, 35, 36, 38, 39, 40, 41, 42, 43, 44, 45, 73, 79, 83, 85, 86, 87,
96, 110, 112, 114, 115, 129, 130, 131, 132, 133, 134, 135, 136, 137, 149, 157, 158, 159, 161, 163,
167, 168, 173, 174, 175, 176, 177, 178, 179, 180, 182, 184,186, 190, 191
James, William, 42
Janicaud, Dominique, 30, 33
Jaspers, Karl, 112, 136
Jonas, Hans, 55, 57, 58, 59
Juan XXIII (Angelo Giusseppe Roncalli), 127
Kant, Immanuel, 137, 153, 159
Kierkegaard, Søren, 17, 134, 136
Korsch, Karl, 112
Leibniz, Gottfried Wilhelm, 201
Lessing, Gotthold Ephraim, 104, 107
Lévinas, Emmanuel, 33, 69, 71, 74
Lorenzen, Paul, 113
Löwith, Karl, 31, 33
Luhmann, Niklas, 113
Mach, Ernst, 86
Machado, Antonio, 205
Marion, Jean-Luc, 30, 31, 33, 36, 37, 41, 64, 67, 68, 79, 80, 131, 139, 140, 143, 145
Martínez, Alberto, 78
Mazzoldi, Bruno, 78
Mongin, Oliver, 83
Montaigne, Michel Eyquem de, 138
Nenon, Thomas, 157, 179, 186
Nietzsche, Friedrich, 77, 80, 112
Noguera, Carlos, 78
Nussbaum, Martha C., 70, 71

205
Occam, Guillermo de, 79, 218
Philippine, 115, 116, 117
Pío XI (Achille Damiano Ambrogio Ratti), 127
Platón, 64, 72, 73, 77, 135, 158, 205, 206, 207, 208, 209, 210, 211, 212, 213, 216, 217, 218, 219, 220,
221, 222, 223, 224, 225
Plessner, Helmuth, 112
Popper, Karl R., 113
Quevedo, Amalia, 63, 64, 73, 74, 77, 79, 80
Raskolnikov, 181
Reeder, Harry P., 29, 38, 176, 177
Rembrandt, Harmenszoon van Rijn, 78
Restrepo, Carlos Enrique, 27, 45
Ricoeur, Paul, 33, 37, 83, 84, 88, 89, 90, 91, 92, 93, 94, 95, 96, 97, 98, 99, 100, 131, 138
Rojcewicz, Richard, 190, 191
Rulfo, Juan, 7, 9, 11, 12, 15, 16
Sancho Panza, 181
Sartre, Jean Paul, 79
Savater, Fernando, 181
Scheler, Max, 112
Schopenhauer, Arthur, 201
Scoto, Juan Duns, 79
Séneca, Lucio Anneo, 63
Sepp, Reiner, 157
Shklar, Judith, 66
Sísifo, 130, 140, 146, 147, 150
Sócrates, 73, 134, 205
Sonja, 181
Speier, Hermine, 127
Spier, Julius, 61
Stein, Edith, 33, 112, 123, 124, 125, 126, 127
Vargas Guillén, Germán, 3, 4, 5, 9, 29, 38, 45, 46, 140, 176, 177
Walsh, María Elena, 136
Watson, Dr., 181
Weiss, Helene, 125
Wittgenstein, Ludwig, 112
Zacharias, 115, 116, 117, 118, 119, 120, 121, 122
Zahavi, Dan, 177
Zirión Quijano, Antonio, 79
Zubiri, Xavier, 184

206
ÍNDICE DE MATERIAS

absurdo, 130, 131, 133-138, 140-145, 147, 148, 150-155


rebeldía –rebelión –rebelde, hombre, 11, 21, 31, 32, 35, 44, 45, 47, 49, 71, 78, 103,
107, 112, 115, 117, 118, 129, 130-154, 161, 184, 209
acontecimiento, 18, 33, 67, 105, 203
carne, 13, 22, 67, 80, 86, 109, 130, 131, 136, 142, 143, 147-150, 153
–carnalidad –condición carnal, 147, 149
–encarnación (encarnado –a), 18, 19, 34, 47, 130, 131, 141, 149, 150
Verbo encarnado
cuerpo, 7, 10, 14, 15, 23, 24, 26, 35, 36, 49, 67, 70, 71, 77, 80, 85, 86, 116, 118,
143, 149, 175-177, 180, 183-192, 197, 214
morada, 86
suelo, 71, 85, 86, 134, 137, 141-143, 147, 178
tierra, 7, 9, 13, 34, 58, 59, 60, 63, 69, 71-73, 75, 85, 86, 136, 143, 145, 150, 200
encarnación del Verbo, 18, 149
conciencia (consciente), 10, 11, 14, 15, 18, 31, 32, 40, 61, 64, 67, 69, 70, 72, 88, 98, 102, 113, 124, 131-
133, 135-142, 147, 148, 152-154, 163-167, 170-172, 175, 176, 178, 185, 190
correlación, 39, 130, 142, 165, 176, 180, 182, 183, 185, 187, 191
cabe (–cabencia –entre, 29, 176, 177, 184-187, 190-192
polo correlativo, 15, 47, 48, 137
noema, 15, 131
–polo noemático, 141
noesis, 15, 131
desasimiento, 19, 22, 24-26, 70, 139, 146
–desasimiento (desasen) del yo, 23, 26
des-gajamiento – desgajamiento, 23
des-prendimiento – desprendimiento, 19, 20, 23, 24, 70, 89, 91, 95
Dios, 7-9, 16-24, 26, 27, 29, 30-35, 37-61, 63, 79, 80, 99, 124, 133, 134, 139, 140, 142, 143, 184, 196-
200
–ausente, 9, 16, 42
–causa sui, 19, 39, 40, 99
–como fenómeno (qua fenómeno), 8, 33, 34, 37, 41, 43, 54
–como hipótesis, 46, 47, 50
–encarnado, 17, 21
función de D., 30
idea de D., 30, 32, 39, 40, 41, 46, 134
–personal, 40, 41

207
presencia de D., 8, 16, 27
–sacramental, 16
–sufriente, 59
vivencia personal de D, 16
–vivo, 16, 47, 54, 63, 99
divino (lo divino), 19-22, 24, 26, 29, 41, 43, 47, 49, 50-54, 58, 60, 196, 198, 205, 207, 208
Altísimo, 47, 53, 54, 56, 60, 198
alto, 38, 40, 53
ens supremo, 47, 198
realísimo, 47
sacro (lo sacro), 22, 24, 178
santificación, 13
santo, 19, 26, 30, 32, 47, 49, 50, 53, 54, 58, 74, 76, 124, 157, 195, 198
don, 8, 26, 27, 63, 64-71, 73-76, 78-81, 92, 118, 120, 139, 140, 143, 146, 154, 181
donación, 18-20, 27, 31, 36, 38, 48, 63, 65, 70, 71, 139, 143, 178, 188, 191, 192
donador, 64, 67
donatario, 63, 67
epojé, 38, 48
erotismo, 13, 23, 25
amor, 8, 16, 18-23, 26, 27, 31, 32, 37, 41, 48, 54, 59-61, 70, 74, 115-117, 120, 121,
124, 136, 139, 143, 146, 150
amante, 24, 32
amor de Cristo – amor crístico, 31, 32, 41
amor humano, 31
amor universal, 20
formación erótica, 24
deseo, 9-12, 14, 15, 21, 23, 32, 54, 71, 93, 135
gozo – goce, 15, 23-25, 144, 151, 154
desmesura, 18, 27, 143, 150
ética, 17, 19, 20, 24, 27, 32, 34, 39, 40, 41, 43, 44, 51, 53, 69, 74, 76, 106, 116, 130, 143, 154, 155, 186
libertad –liberación, 10, 11, 21, 23, 24, 27, 54, 60, 67, 69, 94, 95, 116, 120, 121,
130, 136, 138, 144-148, 150
–moral, 27, 78, 121, 146, 148
valor(es), 16, 30, 38, 39, 40, 44, 61, 65, 68, 69, 75, 90, 99, 102, 112, 113, 116, 121,
131, 132, 137, 147, 148, 154, 160, 161, 167, 172, 181, 206, 218, 224
experiencia, 8, 9, 16-18, 21, 23-27, 29, 31, 33, 34, 36-39, 41, 42, 45-48, 50, 52-57, 59, 68, 73, 85, 89,
90, 93, 95, 96, 99, 102, 104, 106, 110, 111, 119, 126, 131-134, 137, 148, 153, 160, 164-173, 176-182,
184, 186-192, 199, 202, 207, 208, 209, 212
–humana (que tienen los seres humanos), 27, 33, 36, 39, 45, 52, 54, 56, 57, 93, 137,
148
–religiosa (vid. religación), 8, 9, 41, 42
–subjetiva (vid. sujeto), 16, 36, 38, 42, 48, 50, 57, 89, 131, 166, 209
fenómeno(s), 8, 9, 16, 18, 19, 29, 30, 31, 33, 36, 37, 38, 41, 42, 43, 45, 46, 48-50, 52, 53, 55, 56-58, 79,
80, 90, 124, 125, 131, 133, 140, 160, 165, 167-171, 212

208
ausencia, 8, 23, 27, 45, 49, 79, 80, 102, 104, 106, 225
excedencia, 18, 31, 37, 38, 45, 49, 79
–inmotivado, 48
–mistérico, 19
–motivado –motivante, 48, 49, 52
presencia, 8, 16, 21, 27, 32, 33, 35, 45, 48, 58, 60, 66, 69, 74, 97, 99, 104, 138,
139, 142, 149, 186
–religioso, 8
–saturado(s), 31, 37, 38, 49, 57, 131
fenomenología, 7, 8, 16-18, 21, 27, 29-31, 33-36, 38-40, 43-46, 50, 55-57, 60, 61, 64, 67-71, 73, 74, 79,
80, 83, 84, 85, 87, 88, 89, 90, 97, 99, 100, 110, 112, 114, 126, 129-132, 134-136, 149, 157,158, 160-
167, 170, 172-175, 182, 186, 192, 209
–constructiva, 110
–de Dios como fenómeno (de Dios-como-fenómeno), 33
–de la ausencia de Dios, 16
–de la encarnación, 149
–de la historia, 89, 90, 99, 100
–de la khôra o del lugar, 17, 64, 68, 69, 70, 71, 73, 80, 182, 192
–de la memoria, 89, 90, 99, 100
–de la presencia de Dios, 16
–de la religión, 33, 34
–deconstructiva, 110
–del don, 27
–destructiva, 110
–genética, 112, 126
–trascendental (–actitud reflexiva), 29, 33, 35, 36, 38, 39, 44, 110, 139, 162, 166,
167
fenomenologizar, 18, 19, 37, 132, 134
filosofía, 8, 17-19, 21, 30, 31, 33, 38-40, 44-46, 55, 56, 79, 80, 84, 97, 103, 109, 112, 113, 114, 123,
129, 149, 150, 151, 157-163, 167, 171, 173, 198, 206, 209, 211, 212, 216
ciencia rigurosa, 110, 114, 157-163, 167, 173
ciencia(s), 34, 38, 40, 44, 45, 55, 56, 61, 78, 89, 90, 100, 102, 103, 110, 113, 114,
117, 119, 129, 134, 139, 157-168, 171-173, 178, 205-209, 211-213
principio de corregibilidad, 111, 162, 209, 211
icono, 20, 30
identidad, 45, 87, 98, 102, 104, 113
principio de identidad, 98
proceso identitario, 98
ídolo(s), 139, 140, 155
–idolatría, 20, 51, 124, 130, 131, 139
inmanencia, 50, 51, 67, 68, 72, 165, 172
intersubjetividad, 22, 24, 26, 40, 111, 146, 158, 169, 175, 176
caridad, 15, 65-67, 75, 127
comunidad, 14, 15, 22, 23, 31, 32, 37, 61, 117, 137, 158, 162, 167, 173, 177, 178,

209
221
comunidad ética, 31, 32
–humanidad –humanidad universal, 13, 31, 42, 43, 81, 86, 96, 104, 111-113, 124,
158-162, 173
–humanizar –humanización, 66, 106, 107
personalidades de orden superior, 8, 41, 42, 127
otro (–Otro, 10, 13, 18, 20, 23-26, 31, 32, 42, 47, 49-51, 54, 69-72, 75, 77, 107,
136, 141, 143, 146, 150, 170, 179, 196, 199, 209, 224
alter, 8, 22, 24, 53, 56, 66, 69, 70-73, 86, 110, 111, 171, 174, 175, 186
–alteridad, 26, 50, 54, 85, 107, 143, 146
huésped, 63
medicante – mendicidad, 64, 65, 68, 74, 76-78
pobre – pobreza, 63, 71, 75, 76, 78
rostro, 24, 26, 58, 60, 66, 74, 75, 77, 78, 132, 134, 148, 182, 207
víctima(s), 10, 13, 58-60, 90, 124, 126
intuición, 31, 36, 37, 41, 85, 104, 163-166, 171, 172, 175, 176, 178, 182-187, 191, 192, 208
–dación en persona –dado en persona, 36, 37, 104
evidencia, 10, 14, 19, 21, 31, 32, 41-43, 80, 87, 88, 116, 117, 144, 147, 163, 169,
173, 178, 180, 192, 199, 208, 209
percepción, 36, 37, 72, 132, 164, 165, 169, 171-173, 175, 177, 182-187, 191, 192
khôra, 64, 67-73, 80
acogida, 23, 69-72
acogimiento, 69, 71, 72, 106
albergue, 69, 75
diferencia, 42, 45, 46, 49, 55, 58, 70-73, 75, 77, 88, 94, 98, 104, 107, 110, 127,
134, 138, 155, 157, 166, 169, 172, 177, 182, 188, 196, 202, 209, 219, 221, 223, 224
hospitalidad, 69, 70, 73
lugar – sitio, 7, 17, 24, 34, 37, 45, 51, 64, 65, 67-70, 72-75, 80, 85, 87, 95, 96, 99,
102, 107, 110, 125, 127, 143, 145, 147, 150, 152, 157, 170, 175, 177-180, 182, 183,
185, 187-191, 203, 216, 217, 222
–espacio –espacializa(ción) –espaciaron, 23-25, 42, 68, 71-73, 78, 85, 86, 93, 101,
106, 169, 175-177, 179, 180, 182, 185, 186, 189-191
–l. sacro, 178
–sistema de los lugares (=sistema de lugares, sistema del lugar), 85, 182, 183, 185,
191
natalidad, 71
nodriza, 72, 73
receptáculo, 72, 73
resistencia, 66-68
ley, 10-12, 52, 77, 181, 196, 197, 199, 201
de Dios, 10, 11, 12
mediación, 9, 70
función mediadora, 12

210
mediador(a), 10, 12, 15
metafísica (–filosofía primera), 17-20, 24, 27, 39, 45-47, 50, 55, 101, 131, 134, 145, 185, 195, 196, 198,
201, 205, 211-215, 222, 225, 226
–de la presencia, 101, 131
ente, 17-19, 37, 40, 42, 43, 45-47, 49-52, 55-57, 60, 73, 111, 145, 169, 170, 184,
185, 198-201, 203, 214, 215, 219, 223, 224
ente-Dios, 46, 50, 56, 57
existencia (ek-sistencia, ek-sistir) – existenciario, 17, 18, 30, 32, 41, 45, 46, 49, 50,
54, 57, 58, 99, 111, 115, 117, 140, 142, 143, 146, 147, 153, 162, 178, 195, 207, 209,
223, 225
facticidad, 34, 55, 132, 175, 177, 185, 187, 201, 223
– hylé, 49
límite, 14, 27, 33, 37, 48, 69, 70, 130, 133, 138, 139, 143, 166, 167, 176, 180, 186,
192, 212, 219, 220
misterio, 18, 20, 24, 80, 81
–manifestación del m., 18
onto-teo-logía (=ontoteología), 17, 18, 45, 57, 60, 140, 198
participación (–participar), 46, 52, 59, 84, 109, 134, 135, 205, 212-214, 216, 217,
219-225
–problema metafísico, 214
ser (–sentido), 17-19, 23, 45, 46, 52, 53, 59, 72, 78, 79, 106, 152, 168, 211-214,
217, 221, 223-225
–destino de ser, 27
–en-el-mundo, 58, 140, 153, 179, 190
–horizontes de ser, 107
–modos de ser, 22, 180
–olvido-del-ser, 102, 104
Uno (= lo-Uno, lo Uno), 46, 52, 66, 148, 177, 186, 195-203, 211-214, 216-226
–la multiplicidad, lo múltiple (múltiple), 33, 46, 85, 107, 117, 185, 195, 212-214,
216-225
método, 64, 99, 131, 159, 160, 163, 165, 167, 168, 202, 205, 206, 209, 210-213, 218, 223
deconstructivo(a) – deconstrucción, 8, 18, 71, 88, 100, 109, 110, 112
fenomenología (vid.), 7, 8, 16-18, 21, 27, 29-31, 33-36, 38-40, 43-46, 50, 55-57,
60, 61, 64, 67-71, 73, 74, 79, 80, 83-85, 87-90, 97, 99, 100, 110, 112, 114, 126, 129-
132, 134-136, 149, 157,158, 160-167, 170, 172-175, 182, 186, 192, 209
hermenéutica –interpretación –narración, 17, 30, 34, 35, 37, 38, 41, 43, 83, 84, 87,
91, 93, 105-107, 117, 133, 210, 218
mundo, 7, 13, 14, 16, 18, 20, 21, 23, 25, 27, 29, 31, 36, 39, 41, 44, 47, 49, 51-53, 56, 59, 60, 63-65, 68,
69, 71-73, 75, 77, 80, 81, 86, 87, 89, 93, 94, 99, 101, 105, 106, 107, 109, 111, 115, 119, 120, 124,
126, 129, 131, 132-139, 141, 142, 143, 146-148, 153, 161, 169-171, 176-181, 185, 186, 190-192, 195,
196, 198-202
–de la vida, 7, 16, 18, 41, 68, 73, 109, 133, 141, 143, 177-180, 186, 191, 192, 199
–imagen del mundo, 119

211
–mundaneidad del m., 178, 201
naturalismo, 101, 139, 145, 146, 158
–actitud natural, 41, 136, 139, 140, 152, 167, 210
–naturalización, 101, 148
–positivismo, 55, 57, 93
–positivización, 55, 56, 95, 96, 148, 152
patriarcarlismo
arca, 60, 83, 85-87
–arcano, 10, 18, 78, 79, 83, 85, 94
–enarcar, 87
–original, 86
–archipatriarca, 103
archivo(s), 17, 83, 84, 85, 90, 91, 92, 94, 95, 96, 99-101, 103, 106, 107, 110, 127
–archivación, 92
arconte, 103, 113
–educación patriarcal, 8
escritura, 78, 85, 88, 89, 92, 93, 95, 96, 98, 99, 101-104, 106, 110
huella, 76, 94, 100-103, 152, 206
pharmakon –farmacon, 88, 93, 95, 97, 98, 101-103
habla, 12, 31, 32, 35, 53, 60, 74, 79, 85, 90, 94, 126, 129, 132, 138, 150, 186, 212,
215
historia(s), 8, 9, 13, 18, 19, 21, 29, 31-34, 37, 39, 43, 44, 47, 53, 57-59, 68, 71, 78,
85, 88-100, 102, 106, 107, 109, 114, 118, 123, 131, 146, 153, 158, 162, 174, 199, 209-
211
memoria, 17, 55, 58, 59, 73, 78, 85, 88-93, 95-107, 110, 189
–máquina de la memoria, 98, 100
–olvido, 89, 92, 95-99, 102, 104, 116, 138, 146, 164, 165
–rememoración –recuerdo –recordar, 16, 41, 58, 86, 87, 91, 99, 102-104, 106, 149,
166, 170, 172, 173, 177, 201, 206, 219
–patriarca –padre –líder, 24, 25, 60, 102, 103, 112, 121-124, 203
–patriarcal, 16, 24
texto, 8, 32, 35, 37, 39, 41, 57, 63, 68, 77, 80, 85, 87, 89, 92, 96, 102, 104, 125,
149, 157, 190, 191, 207
pecado (privación del ser), 10, 12-15, 19, 21, 29, 142
culpa, 9-16, 21, 49, 58
mortificación, 13, 14, 21
–original, 14, 29
remordimiento, 10-14, 16
protenciones, 85
razón (razones), 12, 17-21, 25, 31, 36, 39, 40, 44, 46, 51-53, 57, 58, 60, 64, 95, 109, 110, 112, 121, 123,
131, 134, 135, 141, 144, 147, 153, 160, 161, 167, 171, 196, 197, 198-202, 206
–de ser, 21, 51, 52, 202
–exigencia de la r., 39, 40, 52

212
racional, 18, 20, 31, 39, 42-44, 51-53, 166, 213
–irracional, 20, 134, 136, 141, 142
–ser racional, 44, 110
razonabilidad, 18, 20, 196
–suficiente, 18, 201, 202
religión, 7, 16, 17, 25, 55, 113, 125, 126
cultura religiosa, 16
credo, 8, 27
–creencia, 31, 38, 57, 177, 178, 179
cristianismo – cristiano, 13, 31, 32, 34, 35, 124, 126, 143, 215
fe, 7, 8, 15-17, 19-21, 26, 27, 30, 34, 38, 55, 56, 58, 77, 80, 126, 140, 145, 153,
178
religación, 26, 34
retenciones, 85, 164, 165
salvación, 17-19, 21, 22, 31, 53
dolor, 7, 13, 15, 22, 58, 60, 80, 136, 141
expiación, 14, 15, 16, 21
martirio, 21, 22
perdón, 14, 16, 19, 21
redención, 13, 16, 22, 29, 47
sacrificio, 14, 15, 17, 21, 22, 41, 74, 146
subjetividad, 32, 49, 54, 56, 68-70, 86-88, 94, 110, 111, 130, 136, 141, 142, 146, 150, 152, 159, 164, 166,
172, 174, 175, 176, 184, 191
–constituyente, 56, 88, 110
–dadora de sentido, 56, 68
ego, 86, 127, 180, 183, 188, 190, 191
hombre, 11, 21, 31, 32, 35, 44, 45, 47, 49, 71, 78, 103, 107, 112, 115, 117, 118,
130-140, 142-150, 152, 154, 161, 184, 209
–h. absurdo, 133, 137, 138, 142, 144, 147, 150
mismidad, 12, 34, 98, 197, 201
persona(s), 7, 8, 11, 17, 21, 23-26, 31, 37, 40, 42, 46, 47, 53, 54, 66, 74, 78, 95,
98, 104-106, 110, 111, 113, 127, 138, 146, 158, 161, 173, 182, 187, 214
posesión de sí, 12
–primera persona, 21, 22, 24-26, 35, 56, 96, 104, 110, 111, 127, 137, 138, 150, 151,
162, 165, 180
sujeto, 8, 19, 24, 26, 29, 32, 34, 36, 41, 52, 54, 55, 80, 86, 88, 89, 95, 96, 98, 102,
109, 110, 129-132, 137-153, 163, 164, 166-171, 174-180, 184, 186, 189, 190, 192,
199, 221
ser-uno-más (uno más, uno-más), 149
–sujeto padeciente (patético, padeciente, pasión), 13, 21, 130, 136, 141, 147, 148
–sujeto-ético, 19
–trascendental, 130, 136, 141, 152
yo, 9, 21-24, 26, 31, 48, 49, 51, 53, 56, 65, 67-69, 75, 85, 86, 104, 118, 135, 136,

213
139, 143, 149, 170, 171, 179, 187, 191, 192, 199
–ideal, 31
teleología, 18, 40, 43, 53
temporalidad, 38, 50, 67, 68, 133, 170, 171, 179, 200, 208, 212-214, 220, 221, 225
eternidad, 50, 58, 59, 134, 135, 136, 161, 199, 200, 202, 208, 209, 213, 220, 222,
225
eterno, 49, 51, 72, 134, 135, 138, 145, 146, 197, 199, 207, 221, 223
intemporal(es), 161
supratemporal, 133, 134, 135, 161
–temporaliza, temporalización, 93, 106
–tiempo, 23, 51, 58, 59, 64, 67-70, 75, 86, 87, 93, 94, 98, 105, 106, 109, 110, 121,
124, 125, 129, 138, 139, 143, 145, 147, 150, 153, 158, 159, 160, 161, 169, 171, 175,
180, 181, 185, 198, 200, 201, 205, 208, 214, 217, 220, 221-223
teodicea, 31, 43
teología, 14, 34, 35, 43, 50, 55, 56, 59, 68, 114
–giro teológico, 7, 17, 18, 29-31, 34, 35, 39, 40, 42, 45, 74, 79, 80, 131
–reflexión teológica, 32
trascendencia, 41, 50, 51
vanidad, 138, 139, 141, 146, 151
voluntad, 14, 25, 26, 31, 32, 133, 152, 153, 172, 196, 197
–querer ser racional (vid. racional), 31

214
215

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