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Homilía de S.S.

Juan XXIII en la Basílica de San Pablo Extramuros


«UNIDAD LIBERTAD PAZ»
25 de enero de 1959
EN EL ESPLENDOR DE "SAN PABLO"
La reunión de hoy del Sacro Colegio Cardenalicio, de la Prelatura y del pueblo de Roma en esta basílica de San
Pablo extra muros, Nos recuerda la visita que hace veinte años, durante Nuestra "misión" en Oriente, tuvimos la
suerte de hacer a Tarso, donde el Apóstol de las Gentes nació y recibió su primera educación.
Imaginad la emoción de Nuestro espíritu al recordar hoy aquella visita, no donde él nació, sino aquí, donde hace
veinte siglos reposan las reliquias de Pablo.
En el himno litúrgico del 29 de junio, la Iglesia asocia el nombre de Pablo con el del Príncipe de los Apóstoles.
¡Oh afortunada Roma, para quien la sangre de dos Apóstoles es insignia de gloria y señal de espiritual belleza!
Los emperadores han pasado; ya no existe la gloria militar; apenas si quedan piedras fragmentadas de los
monumentos que recuerdan los fastos antiguos. Pero más glorioso se mantiene y exalta, en el corazón de los fieles,
el doble culto de los dos Apóstoles: Oh Roma felix! Duorum Principum es consecrata sanguine!
En los recuerdos de Nuestra visita a Tarso -hace ahora exactamente veinte años- Nos vuelve la viva impresión del
esfuerzo que han realizado -cuando se han separado de la Iglesia- por exaltar a San Pablo, dando la impresión como
de contraponerlo a San Pedro. Intento éste, que no prosperó. Las múltiples escuelas de estudios paulinos, de variada
procedencia, fueron débiles construcciones, y poco a poco perdieron el vigor no sólo científico y la consistencia
jurídica, sino que hasta los edificios materiales que las albergaron -muy bien los hemos visto con Nuestros ojos-
terminaron en ruinas.
De Tarso, fuera del nombre y de algunas casas esparcidas acá y allá, ya no queda resto alguno de su antiguo
esplendor. La pequeña ciudad aparece casi sumergida en las arenas y por las filtraciones de las aguas del turbio
Cidno.
Unico recuerdo de San Pablo es una modesta capilla católica, en una casa particular, con una campanita a la que Nos
permitimos dar algunos toques que se perdían en el desolado desierto.
San Pablo palpita, en cambio, con sus restos gloriosos y con sus recuerdos aquí, en Roma, unidos a los de San
Pedro, punto de atracción los unos y los otros para el mundo entero.
En verdad que el canto de la Liturgia mantiene en exaltación los corazones de los católicos de toda la tierra.
¡Afortunada Roma que, consagrada con la sangre gloriosa de los dos Apóstoles, resplandeces siempre con una
belleza incomparable!
2. 1) Esta solemne unión de los dos Apóstoles, este culto de sus recuerdos es eco que responde a su voz, anunciadora
del Evangelio: es señal de la unidad de un magisterio siempre refulgente, es repetida invitación a la perfecta
adhesión, mente corde et opere, de los Obispos sucesores de los Apóstoles y de los fieles con el Sucesor de Pedro, y
es clarísima indicación del concorde fervor en la ardiente profesión de la fe del pueblo cristiano. Hijos de Roma, y
todos cuantos hoy os habéis reunido aquí en espíritu, de todos los puntos de la tierra, vosotros renováis el homenaje
mundial de los siglos a las notas características de la Iglesia de Jesús: una, santa, católica, apostólica.
Gran consuelo éste de vivir perteneciendo al cuerpo y al espíritu de la Santa Iglesia, con la seguridad de la eterna
transformación de nuestra vida en la gloria inmortal de Dios, Creador y Redentor, y de sus Santos.
Esta unidad de la Iglesia, que San Pablo desde el día de su gloriosa Conversión puso en perfecta armonía con la
enseñanza de Pedro (aquella enseñanza, cuyas líneas nos dejó San Marcos en su Evangelio) lleva a considerar con
vivo dolor cuán perjudiciales han sido -los intentos y esfuerzos, desgraciadamente triunfantes en parte a lo largo de
los siglos, por despedazar esta cohesión católica- a la felicidad y al bienestar del mundo concebidos según el anuncio
de Jesús como un solo redil bajo la guía de un solo pastor.
Pensad cómo la perfecta unidad de la fe y de la realización de la doctrina evangélica serían tranquilidad y alegría del
mundo entero, a lo menos en la medida que es posible sobre la tierra. Y no sólo en servicio de los grandes principios
de orden espiritual y sobrenatural que a cada hombre conciernen ante los bienes eternos, de los que el cristianismo
fue aportador al mundo, sino también de los más seguros elementos de prosperidad civil, social y política de cada
una de las naciones.
Primer fruto de esta unidad es, de hecho, no sólo el aprecio, sino también el recto uso y el goce de la libertad, don
preciosísimo del Creador y del Redentor de los hombres.
Tan gran verdad es que toda desviación -en la historia de cada uno de los pueblos- de la libertad, resulta de hecho en
contradicción, unas veces más o menos velada, otras veces prepotentemente audaz, con los principios del Evangelio.
Son aquellos mismos principios evangélicos que San Pedro, en sus cartas, y San Pablo, en proporciones más vastas
y variadas, anunciaron e ilustraron, bajo divina inspiración, a la faz del mundo.
Precisamente a este año corresponde la iniciada conmemoración diecinueve veces secular de la Carta de San Pablo a
los Romanos.
¡Ah, qué emoción al releer y meditar aquel documento que todavía resuena, desde el fondo del siglo primero de la
era cristiana, hasta nosotros!
Es un poema grandioso y exaltante, elevado al triunfo de la fe, al triunfo de la libertad de las almas y de los pueblos,
al triunfo de la paz.
3. 2) Venerables Hermanos y amados hijos: Dejad que Nos volvamos a la gran tristeza de Nuestro corazón, del
corazón de toda la Iglesia Católica, al comprobar dolorosamente todo cuanto -no en la amada Italia a Nos más
próxima, ni en muchas otras naciones, gracias al Señor- en vastas regiones muy conocidas de Europa y del Asia,
agita y amenaza con hacer naufragar las almas y las colectividades, un día encaminadas ya al gusto y a los
beneficios de esta libertad y de esta paz.
Vosotros comprendéis bien Nuestro dolor, que aumentó desde el instante en que, a pesar de Nuestra indignidad,
fuimos puestos en esta altura, desde donde se puede, aunque con alguna dificultad, descubrir un horizonte más
vasto, teñido en sangre por el sacrificio, impuesto a muchos, de la libertad, ya de pensamiento, de actividad cívica y
social, ya, con especial recrudecimiento, de la profesión de la propia fe religiosa.
Por deber de gran reserva y de sincero y meditado respeto, y con la confiada esperanza de que poco a poco se disipe
la tempestad, Nos abstenemos de detallar ideologías, localidades, personas. Pero no permanecemos insensibles a la
diaria documentación que continuamente pasa ante Nuestros ojos, y que es revelación de temores de violencias, de
anulación de la persona humana.
Con toda confianza os diremos que la habitual serenidad del espíritu que se transparenta en Nuestra faz, y que alegra
a Nuestros hijos, oculta el dolor interno y el sufrimiento del alma que, a la par que se goza con ellos y los conforta
para el bien y para lo mejor, se vuelve a aquellos otros -y son millones y millones- cuya suerte ignoramos y de
quienes no sabemos si al menos pudo llegarles el eco de las palabras con que, en el comienzo de Nuestro
Pontificado quisimos saludar a todos los pueblos, y de la seguridad de que sus lágrimas caen sobre Nuestro corazón.
4. 3) La conciencia de que vosotros, amados Hermanos e hijos Nuestros, participáis en la preocupación de la Iglesia
por esta decadencia del sólido concepto tradicional de la libertad, que San Pablo ilustró en sus cartas, Nos mueve a
dirigirnos al Señor, invitándoos a hacer otro tanto, con más insistente oración: a volvernos al Creador y al Redentor
divino, de quien viene la firmeza en la fe y la perseverancia en las buenas obras.
Unidad, libertad y paz: gran trinomio que, considerado en los fulgores de la fe apostólica, es para nuestras almas
motivo de elevación y de fervorosa fraternidad humana y cristiana.
Cuando estamos terminando una semana de intensa oración para obtener este triple don, el rito de hoy sobre la
tumba del Apóstol -que va a consumarse con el misterio del Cuerpo y Sangre de Cristo- es un nuevo llamamiento a
nuestra fraternal, unánime, previsora caridad que nos une con los hijos de tantas naciones otrora florecientes en la
luz del Evangelio, y ahora contristadas por pruebas inenarrables.
Como señal de buen progreso espiritual de todos cuantos aquí os habéis reunido o estáis escuchando, que os
determine a querer tomar parte en los sufrimientos de la Iglesia universal, queremos concluir con las palabras
conmovedoras y enérgicas, con que el Apóstol de las Gentes suscribe su Carta a los Romanos, que son los Romanos
de todos los tiempos: honrados con un privilegio que, por el hecho de distinguirles de los demás pueblos, les obliga
grandemente ante la faz del mundo entero a una colaboración de oraciones y de abierta profesión de fe:
Yo os pido, hermanos, que os guardéis bien de esos promovedores de disensiones y de escándalos contra la
enseñanza que habéis recibido; evitadlos. Esas personas no sirven a nuestro Señor Jesucristo, sino a sus perversas
pasiones, y con discursos amables y aduladores seducen los corazones sencillos. En efecto, la fama de vuestra
obediencia ha llegado a todas partes, y me alegro por ello; pero quiero que seáis prudentes para hacer el bien y
sencillos para evitar el mal. Os digo que el Dios de la paz aplastará muy pronto a Satanás bajo vuestros pies. ¡Que
la gracia de nuestro Señor Jesucristo sea con vosotros![4].

[4] Rom. 16, 17-20.

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