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González Zeferino.

Historia de la Filosofía tomo II

§ 18. Crítica a St. Agustín

Por lo que acabamos de exponer, y por los pasajes citados puntualmente, con otros
análogos que pudieran citarse, se ve desde luego que la Filosofía cristiana no necesitó
que viniera al mundo la Filosofía semiracionalista de Descartes para poner de
manifiesto la importancia científica de la observación psicológica, ni para plantear y
resolver el problema de la certeza, como tampoco necesitó de la Filosofía cartesiana
para reconocer y afirmar, según reconoce y afirma San Agustín, que en el problema
psicológico y en el problema teológico o divino, se halla resumido y representado el
problema fundamental de la Filosofía, su objeto esencial: Phiosophiae duplex quaestio
est; una de anima, altera de Deo.

Empero el mérito principal de San Agustín como filósofo, consiste en el desarrollo que
comunicó a la Filosofía cristiana, haciendo entrar en ella todas las grandes cuestiones
que se relacionan con su objeto y esencia propia, y formando un cuerpo de doctrina en
[88] que se concentran, aúnan, desenvuelven y armonizan las corrientes varias que
hasta entonces habían surcado en sentidos diferentes el campo de la misma. Todas
esas grandes corrientes, presintiendo y adivinando, por decirlo así, que se hallaban
amenazadas de sucumbir y desaparecer bajo las ruinas amontonadas por el paso de la
justicia de Dios a través de Europa y de Asia, parece como que quisieron refugiarse en
el gran doctor africano, para que éste, concentrándolas y fundiéndolas en el crisol de
su genio poderoso, les diera unidad, y vida y vigor y fuerza bastante para atravesar sin
perecer el período de tinieblas, de ruinas, persecuciones y guerras que separan al siglo
de la Ciudad de Dios del siglo de la Suma Teológica. Gracias al impulso vigoroso que
recibió de San Agustín, la Filosofía cristiana pudo renacer en Santo Tomás con nuevo
vigor, y lozanía, y esplendor, después de atravesar ciudades y bibliotecas reducidas a
ceniza por el alfanje de los hijos del desierto, y pasando por encima de las ruinas
amontonadas por los pies del caballo de Atila.

Así, pues, la Filosofía del grande Obispo de Hipona representa y contiene el primer
ensayo relativamente completo y sistemático de la Filosofía cristiana. Encuéntrase
realizado en sus obras, bien que de una manera fragmentaria y dispersa, el ideal de
esa Filosofía; porque la Filosofía cristiana es el movimiento libre y espontáneo de la
razón humana bajo la égida de la razón divina, la cual, dirigiendo y encauzando su
actividad, la pone a salvo de los grandes errores y extravíos que en todo tiempo la han
deshonrado y pervertido, cuando ha marchado entregada a sus propias fuerzas, al
[89] mismo tiempo que agranda y extiende los horizontes de la razón humana. Porque
la Filosofía cristiana lleva consigo una especie de refluencia recíproca entre la ciencia
humana y la ciencia divina, entre la Filosofía y la Teología. Si la primera suministra a la
segunda argumentos, demostraciones, analogías y métodos que la afirman y la
aproximan a la razón humana, la segunda suministra a la primera la clave para la
solución de los problemas más trascendentales de la Filosofía, de la moral y de la
historia, sobre los cuales esparce vivísima luz. La fe, que, aún en el orden puramente
humano y natural, es anterior a la razón, lo es mucho más cuando se trata de la fe
divina; la cual, por consiguiente, lejos de excluir la ciencia, le prepara más bien el
camino (credimus ut agnoscamus.– Crede ut intelligas), y afirma sus pasos, y ensancha
su horizonte. Por eso también el ideal de la Filosofía cristiana envuelve y entraña la
marcha paralela, armónica y relativamente independiente de la razón y de la
revelación, de la ciencia filosófica y de la ciencia teológica: Nisi enim aliud esset
credere, et aliud intelligere, et primo credendum esset quod magnum et divinum
intelligere cuperemus, frustra dixisset propheta: Nisi credideritis y non intelligetis .

El gran Doctor africano añade que la razón ejerce su actividad y ejerce sus funciones
propias, aun cuando se trata de aquellas verdades que son propiamente objeto de la fe
divina y de la revelación, porque aún en este caso pertenece a la razón examinar la
autoridad que le presenta y manda asentir a aquellas verdades: neque auctoritatem
ratio penitus deserit, cum consideratur cui sit credendem. [90]

Puede decirse que hasta en los últimos días de su vida, San Agustín procuró fijar y
defender los derechos y el valor legítimo de la razón humana. En algunas de sus obras,
el Doctor de la gracia había exagerado la necesidad del auxilio sobrenatural y de la
virtud moral (tantum cuique panditur, quantum capere potest propter propriam, sive
malam, sive bonam voluntatem); pero en el libro de las Retractaciones modifica estas
ideas y desaprueba sus exageraciones acerca de este punto, reconociendo que la razón
puede adquirir la ciencia y conocer muchas verdades,{1} independientemente de la
bondad moral y de la gracia divina.

Ya dejamos indicado que la Ciudad de Dios representa la creación de la Filosofía de la


historia, verdadera ciencia nueva, traída al mundo por el Cristianismo; ciencia que la
historia pagana no presintió siquiera, y que, bajo las inspiraciones del moderno
racionalismo, se levanta hoy y se rebela con increíble ingratitud contra la religión de
Cristo, que le dio el ser.

Mientras que Orosio escribía su historia para rebatir las acusaciones de los gentiles
contra el Cristianismo, y mientras que Salviano, en su libro De gubernatione Dei,
lloraba cual otro Jeremías sobre los males y calamidades de la época, apuntando o
dejando entrever uno y otro la grande ley del progreso humano, que el Cristianismo
llevaba en su seno y comenzaba a revelar exteriormente, el autor de la Ciudad de Dios,
remontándose sobre estos puntos de vista relativamente [91] parciales e incompletos,
trazaba a grandes rasgos la marcha ordenada y progresiva de la humanidad bajo la
acción providencial de Dios, bajo las aspiraciones previas y bajo la impulsión presente
de la idea cristiana. Las luchas, los desórdenes y las contradicciones que agitan,
perturban y conmueven las naciones y los individuos, desaparecen como por encanto
para hacernos vislumbrar en su fondo la ley histórica encarnada en el género humano
con su unidad de origen, su marcha progresiva a través del choque de las dos
ciudades, y su destino final correlativo en la vida futura. A pesar de las negaciones y
contradicciones del racionalismo, esta idea, como todas las grandes ideas, se ha
perpetuado a través de los siglos, y palpita en el fondo de todas las teorías y trabajos
acerca de la Filosofía de la historia. Porque no es sólo en el Discurso de Bossuet donde
reaparece; encuéntranse también vestigios y reminiscencias de ella en la Ciencia
nueva de Vico con sus corsi e recorsi, y en las Ideas sobre la Historia de la Humanidad
de Herder, y en la perfectibilidad indefinida de Condorcet, y en las edades armónicas
de Krause, y en la teoría hegeliana y de tantos otros panteístas sobre la Filosofía de la
historia.

——
{1} «Non approbo quod in oratione dixi: Deus, qui nonnisi mundos verum scire
voluisti; responderi enim potest multos etiam non mundos multa scire vera.» Retract.,
lib. I, cap. IV.

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