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GUSTAVO FLAUBERT

OBRAS DE GUSTAVO FLAUBERT TRADUCCION


DE
(le venta en esta Casa Editorial
AUGUSTO RIERA
L A SEÑORA BOVARY. 2 tomos
SALAMBÓ

BARCELONA
CASA EDITORIAL MAUCCL—MALLORCA, 2 2 6 y 2 2 8
Buenos Ayres México Habana
MAUCCI HERMANOS MAUCCI HERMANOS J . LÓPEZ RODRÍGUEZ
Cnyo, 1070 Primera del Reloz, 1 Obispo, 133 y 185
1901
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GUSTAVO FLAUBERT

OBRAS DE GUSTAVO FLAUBERT TRADUCCION


DE
(le venta en esta Casa Editorial
AUGUSTO RIERA
L A SEÑORA BOVARY. 2 tomos
SALAMBÓ

BARCELONA
CASA EDITORIAL MAUCCL—MALLORCA, 2 2 6 y 2 2 8
Buenos Ayres México Habana
MAUCCI HERMANOS MAUCCI HERMANOS J . LÓPEZ RODRÍGUEZ
Cnyo, 1070 Primera del Reloz, 1 Obispo, 133 y 185
1901
m f f r /

F S Z 7 s 1'

El festín

en Megara, arrabal de Cartágo, en


los jardii.es de Hamílcar.
Los soldados que había capitaneado en
Sicilia celebraban un gran festín para
6) |j|| 0 conmemorar el aniversario de la batalla
M £ de Eryx, y como el jefe estaba ausente,
comían y bebían en plena libertad.
GiniKg Los capitanes, que calzaban coturnos
de bronce, estaban colocados en la aveni-
da central, bajo un velo de púrpura, franjeado de oro, que
EMP. DE LA CASA EDITORIAL MAUCCI.—BARCELONA
arrancando de la pared de los establos, iba hasta la pri-
mera terraza del palacio; los soldados hallábanse bajo los
árboles cerca de una serie de construcciones de techum-
bre plana, donde estaban prensas, bodegas, almacenes, moneros hacía aún más penetrante el vaho de aquella
panaderías y arsenales, y además un patio para los elefan- multitud sudorosa.
tes, fosos para los animales feroces y una cárcel para los Había allí hombres de todas las naciones: ligurios, lusi-
esclavos. tanos, baleares, negros y fugitivos de Roma, Mezclábanse
Las cocinas se levantaban entre un grupo de higueras; al pesado dialecto dórico las silabas célticas que restalla-
un bosque de sicomoros llegaba basta una gran masa de ban como las fustas de los carros de batalla y las termi-
árboles y arbustos donde resplandecían las granadas, en- naciones jónicas, y las consonantes del desierto ásperas
tre las manchas blancas de los algodoneros; las parras car- como los gritos del chacal. Reconocíase al griego por su
gadas de racimos, subían hasta la copa de los pinos; un esbelto talle, al egipcio por sus anchos hombros, al cánta-
vergel de rosas embalsamaba el aire bajo los plátanos; de bro por sus gruesas pantorrillas. Los carios balanceaban
trecho en trecho, sobre el verde musgo, balanceaban su orgullosamente las plumas de 6U casco, los arqueros de
esbelto tallo los blancos lirios; los senderos estaban tapiza- Capadocia llevaban pintadas grandes flores sobre la piel,
dos por negra arena mezclada con polvo de coral, y en el y algunos lidios, con trajes de mujer, comían tranquila-
centro del jardín los cipreses de un extremo á otro forma- mente luciendo grandes aretes en las orejas. Otros, que
ban una dobl° columnata de verdes obeliscos. por gala se habían pintado con bermellón, parecían esta-
El palacio construido de mármol numídico, veteado de tuas de coral.
amarillo, ostentaba sus cuatro pisos de desigual anchura. Unos, tendidos sobre cojines, comían alrededor de gran-
Con BU gran escalinata recta de madera de ébano, que te- des fuentes, y otros, de bruces, cogían los trozos de carne
nía en los ángulos de cada peldaño la proa de una galera y se alzaban incorporados sobre los codos en la actitud
vencida, con sus puertas encarnadas, blasonadas de una pacífica de los leones cuando devoran su presa. Los que
cruz negra, con sus verjas de cobre que al ras del suelo llegaron tarde, de pie junto á los árboles, miraban las me-
evitaban el paso de los escorpiones, y sus rejas de barras sas bajas, que casi desaparecían bajo los tapices de escar-
doradas que en lo alto cerraban sus aberturas, aparecía á lata, y esperaban que llegara su turno.
los ojos de los soldados, en su feroz opulencia, tan solem- No siendo suficientes las cocinas de Hamilcar, el Con-
ne é impenetrable como el rostro de Hamilcar. sejo había enviado esclavos, vajillas y lechos; y se veían
El Consejo les había designado su casa para celebrar entre los árboles del jardín, como en un campo de batalla
aquel festín; los convalecientes que yacían en el templo cuando se quema á los muertos, grandes hogueras res-
de Eschmún, caminando penosamente desde el amanecer, plandecientes donde se asaban bueyes. Los panes espol-
llegaron hasta el palacio, arrastrándose sobre sus muletas. voreados de anís alternaban con grandes quesos, más pe-
A cada instante llegaban nuevos comensales. Por todos sados que discos, y las cráteras llenas de vino estaban jun-
los senderos sallan hombres y hombres, como arroyos que to á las cántaras llenas de agua, alrededor de cestas de
se precipitan en un lago. oro afiligranadas que rebosaban de flores. La alegría de
poder hartarse á su gusto, hacía chispear todos los ojos,
Por entre los árboles, veíase correr á los esclavos de las
y aquí y allí empezaban á resonar canciones.
cocinas, atareados y medio desnudos. Las gacelas huían
balando; el sol tocaba á BU ocaso y el perfume de los li- Primeramente se les sirvió aves en salsa, verde en fuen-
tes de arcilla roja con dibujos negros, luego toda suerte
de mariscos, que se recogen en las costas púnicas, purés miraban con asombro, y gesticulaban para excitar la risa.
de guisantes, de habas y de centeno, y caracoles adereza- Lanzábanse bromeando por encima de las mesas, los es-
dos con comino en fuentes de ámbar amarillo. cabeles de marfil y las espátulas de oro. Bebían á grandes
Después las mesas se cubrieron de carne: antílopes con tragos los vinos griegos encerrados en odres, los de Cam-
BUS cuernos, pavos con sus plumas, conejos enteros coci- pania, contenidos en ánforas, y los cántabros que llegan
dos con vino dulce, piernas de camellos y de búfalos, eri- en toneles y los vinos de cinamono y de loto. Estos vinos
zos y cigarras fritas. derramados sin cuidado alguno formaban charcos en el
En gamellas de madera de Tamrapani flotaban grue- suelo. El vaho de las carnes subía hasta el follaje mezcla-
sos trozos de grasa en una espesa salsa de azafrán. Todo do con el vapor de los alientos. Se oía á la vez, el crujir
estaba recargado de salmuera, de trufas y de asafétida. de las mandíbulas, el ruido de las canciones, de las copas,
Pirámides de frutas se derrumbaban á veces sobre las el estrépito de los vasos de Campania que se estrellaban
fuentes de miel, y no se habían olvidado los cocineros de en mil pedazos, y el sonido argentino de las grandes fuen-
servir aquellos famosos perritos panzudos de lanas rojas tes de plata.
que se cebaban con caldo de aceitunas, que tanto gusta- A medida que aumentaba su embriaguez, recordaban
ban á los cartagineses y que causaban horror á los demás más vivamente la injusticia de Cartago. En efecto, la Re-
pueblos. pública, agotada por la guerra, había dejado acumular en
La novedad de los platos excitaba la avidez de los es- la ciudad todas las bandas de mercenarios que volvían de
tómagos. Los galos de larga cabellera ee arrancaban de las ella. Giscon, su general, tuvo sin embargo, cuidado de li-
manos naranjas y limones que comían sin mondar siquie- cenciarlos poco á poco para facilitar el pago de sus habe-
ra. Los negros que no habían visto jamás langostas, se res, y el Consejo creyó que acabarían por consentir en co-
arañaban el rostro con las rojas púas. Los afeitados grie- brar con alguna rebaja.
gos, más blancos que los mármoles de su país, arrojaban De todos modos, el pueblo les odiaba, porque no podía
al suelo los restos de los manjares, en tanto que los pasto- pagarles. La deuda se confundía con los tres mil doscien-
res del Brucio, cubiertos con pieles de lobo, devoraban si- tos talentos euboicos exigidos por Lutacio, y aparecían lo
lenciosamente su ración sin levantar la cabeza del plato. mismo que Roma, como enemigos de Cartago. Los merce-
Cerrada la noche, se retiró el velario que cubría la ave- narios lo comprendían, así es que su indignación estalla-
nida de los cipreses y los esclavos trajeron antorchas. ba en amenazas y en violencias. Un día pidieron reunirse
para celebrar una de sus victorias y el partido de la paz
Las ondulantes llamas del petróleo que ardía en vasos
consintió para vengarse de Hamilcar que con tanto afán
de pórfido asustaron á los monos consagrados á la luna,
sostenía la guerra. Esta había terminado contra su volun-
que se mecían en lo alto de los cedros. Lanzaron gritos
tad, y desesperando de Cartago, el general entregó á Gis-
que produjeron gran hilaridad entre los soldados.
con el mando de los mercenarios. Indicar su palacio para
Llamas oblongas se reflejaron en las corazas de cobre. albergarlos, equivalía á atraer hacia él algo del odio que
Centelleaban con mil luces multicolores las fuentes in- los bárbaros despertaban. Además, el gasto debía ser exce-
crustadas de piedras preciosas. Las cráteras que tenían en sivo; Hamilcar lo pagaría casi todo.
BU borde espejos convexos, ampliaban la imagen de los
objetos, y los soldados, apiñándose alrededor de ellas, se Enorgullecidos de haber domado la República los mer-
cenarlos, creían que, al cabo, podrían volver á sus hogares párpados, como no pudiendo resistir el resplandor de las
con el sueldo que habían ganado á costa de tantas fatigas, llamas. Pero cuando vió que ninguno de aquellos hombres
pero é3tas, vistas á través de los vapores de la embriaguez, le atacaba, se escapó un hondo suspiro de su pecho. Bal-
les parecían prodigiosas y mal recompensadas. Enseñá- buceaba y murmuraba bajo las lágrimas claras que baña-
banse mutuamente sus heridas, relataban sus viajes y las ban su rostro; después, tomó por las asas una cántara lle-
partidas de caza de sus países. Imitaban el grito de los na, la levantó en el aire con sus brazos encadenados, y
animales feroces y sus saltos. Luego empezaron las in- mirando al cielo dijo:
mundas apuestas. Hundían la cabeza en las ánforas y
—t ¡Salud, oh Baal-Eschmún libertador, á quien mis
permanecían bebiendo sin respirar como dromedarios se
compatriotas llaman Esculapio! ¡A vosotros, Genios de las
dientos. Un lusitano de gigantesca talla, que llevaba un
fuentes, de la luz y de los bosques! ¡á vosotros, dioses ocul-
hombre en cada mano, con los brazos extendidos recorría
tos bajo las montañas y en las cavernas de, la tierral y á
las mesas echando fuego por las narices. Unos lacedemo
vosotros, hombres fuertes, de armaduras relucientes, que
nios que no se habían quitado las corazas saltaban pesa-
damente. Varios soldados andaban como las mujeres ha- me habéis libertado!»
ciendo contorsiones y ademanes obscenos; otros desnudá- Luego, dejó caer la copa y contó su historia. Le llama-
banse para luchar á la manera de los gladiadores, y un ban Spendio. L03 cartagineses le aprisionaron en la bata
grupo de griegos, bailaba alrededor de una jarra adornada lia de Egineta. E n griego, en ligurio y en púnico dió nue-
con figuras de ninfas, mientras un negro marcaba el rit- vamente gracias á los mercenarios. Les besaba las manos,
mo con un hueso de buey sobre un escudo de cobre. les felicitó.por el banquete, extrañándose de no ver en las
mesas las copas de la Legión sagrada. Aquellas copas, que
De repente oyeron un canto plañidero, suave y potente tenían un pámpano de esmeraldas, en cada una de sus
á la vez, que ondulaba en el aire como el batir de alas de c a r a s de oro, pertenecían á una milicia formada exclusi-
un pájaro herido. vamente por jóvenes patricios. Era un privilegio, casi un
Era la voz de los esclavos del ergástulo. Algunos sóida honor sacerdotal; lo cual hacía que ninguno de los teso-
dos se levantaron de un salto para libertarles. Al cabo de ros de la República, fuera más envidiado que aquel por
un instante volvieron, empujando delante de ellos, á unos los mercenarios. Detestaban la Legión á causa de ello, y
veinte hombres que contrastaban con los demás á causa algunos habían arriesgado su vida, para gustar el inconce-
de la palidez de sus facciones. Un casquete cónico de fiel- bible placer de beber en ellas.
tro negro tapaba su cabeza afeitada. Todos llevaban san- Ordenaron pues, que se trajesen las copas. Estaban de-
dalias de madera, y producían un ruido de hierros entre- positadas entre los Sysitas, asociación de comerciantes
chocados, que aumentaba con la velocidad de la marcha. que comían en común. Los esclavos volvieron diciendo
Llegaron hasta la avenida de los ci preses, donde se es- que á tal hora, los Sysitas dormían.
parcieron entre la multitud que les interrogaba. Uno de —«Que se les despierte»,—contestaron los mercenarios.
ellos permaneció un tanto apartado de la multitud y de Después de una nueva tentativa, se le3 dijo que estaban
pie. A través de los desgarrones de su túnica, se advertían encerradas en un templo.
los cardenales de sus hombros y espaldas. Con la cabeza —tQue se abra»,—contestaron.
baja miraba alrededor con desconfianza y entornados sus
- IB —
los mercenarios, les dijo que se arrepentirían de su ac-
Cuando los esclavos, temblando, hubieron confesado
que estaban en poder del general Giscon, gritaron: ción.
—«¡Que las traiga!» Prosiguió el festín. Pero Giscon podía volver y, rodean-
Giscon apareció por el fondo del jardín rodeado por do de tropas el arrabal, que llegaba hasta las murallas,
una escolta de la Legión sagrada. Su amplio manto negro, aplastarles sin misericordia. Entonces comprendieron su
retenido sobre la cabeza por una mitra de oro, constelada aislamiento, á pesar de su gran número; y la gran ciudad
de piedras preciosas, y que le envolvía hasta los pies de que dormía junto á ellos, envuelta en sombras, les inspi-
su caballo, se confundía desde lejos con las tinieblas de la ró terror con su amontonamiento de construcciones, sus
noche. Solo se advertían su barba blanca, las fulguracio- altos templos donde moraban arcanos dioses más impla-
nes de la mitra y su triple collar de anchas placas azules cables aun que su pueblo. A lo lejos algunos faroles se
que batían contra su pecho. deslizaban por la superficie de las aguas «leí puerto, y bri-
llaban luces en el templo de Khamon. Se acordaron de
Los soldados, al verle entrar, le saludaron con una gran Hamílcar. ¿Dónde estaba? ¿Por qué les abandonó una vez
aclamación gritando: firmada la paz? Sus diferencias con el Consejo no eran
—«¡Las copas! ¡Las copas!» sino una treta para perderles. Su odio no saciado se con-
Empezó por declarar que, por su valor, eran dignos de vertía hacia él; le maldecían y se exasperaban unos con-
ellas. La multitud lanzó alaridos de alegría aplaudiendo. tra otros movidos de su propia cólera. En aquellos instan-
Bien lo sabía él, que les había capitaneado allá abajo, y tes se formó un gran grupo bajo los plátanos. Era para
que había vuelto con la última cohorte en la última ga- ver á un negro que se revolcaba por el suelo con los ojos
lera. vidriosos, el cuello envarado, la boca cubierta de espuma.
—«¡Es verdad! ¡Es verdad!»—decían. Alguien gritó que estaba envenenado. Todos pensaron es-
Sin embargo, Giscon les hizo comprender que la Repú- tarlo. Acometieron á los esclavos; se levantó un clamor
blica había respetado sus divisiones por nacionalidades, formidable y un vértigo de destrucción se apoderó de
sus costumbres, sus cultos. ¡Eran libres dentro de Carta- aquel ejército embriagado. Golpeaban y herían al azar,
go! Por lo que hace á los vasos sagrados, eran de propie- rompían y destrozaban cuanto estaba á su alcance; algu-
dad particular. De repente, cerca de Spendio, un galo se nos lanzaron antorchas entre el ramaje; otros, apoyándose
lanzó hacia Giscon corriendo por encima de las mesas, y en la balaustrada de los leones les mataron á flechazos;
le amenazó con dos espadas desnudas. los más osados corrieron hacia el patio de los elefantes, y
El general, sin interrumpir su discurso, le hirió en la querían cortarles la trompa y comer marfil.
cabeza con su pesado bastón de marfil: el bárbaro cayó. Los baleares que, para saquear y destruir más cómoda-
Los galo3 rugieron y su furor, comunicándose á los de- mente, hablan doblado uno de los ángulos del palacio, se
más, iba á estallar de un modo formidable. Giscon se en- hallaron detenidos por una barrera de bambúes de India.
cogió de hombros al ver su furia. Pensaba que su valor Cortaron con sus puñales las correas de la cerradura y se
sería impotente contra aquellos brutos exasperados. Era hallaron en otro jardín cubierto de plantas y arbustos
mejor vengarse luego de ellos merced á alguna astucia. cortados con arte. Anchas líneas de flores blancas descri-
Dió una orden á sus soldados y se alejó lentamente. Cuan- bían sobre la tierra azulada largas parábolas, parecidas á
do estuvo en el umbral de la puerta, volviéndose hacia . • •
regueros de estrellas. Las matas, envueltas en tinieblas
exhalaban suaves olores. Había altos troncos de árboles' cazas de su país, corrían detrás de sus compañeros como
embadurnados de cinabrio que semejaban sangrientas co- si fueran alimañas feroces. El incendio se propagaba de
lumnas. En el centro, doce pedestales de cobre soporta- árbol en árbol, y las altas masas de verdura que dejaban
ban gruesas bolas de vidrio y resplandores rojizos se esca- escapar largas espirales blancas, parecían volcanes en ac-
paban de aquellos globos huecos, como enormes pupilas tividad.
aun palpitantes. Los soldados se alumbraban con antor- Los clamores redoblaban. Los leones heridos rugían en
chas, tambaleándose á veces en el resbaladizo suelo la sombra.
Vieron de pronto un estanque dividido en muchos El palacio se iluminó de repente en su más alta terra-
compartimientos por paredes de piedra azul. El agua era za. Abrióse la puerta central, y una mujer, la hija del
tan clara que la luz d é l a s antorchas penetraba hasta el propio Hamílcar, vestida de negro, apareció en el um-
londo formado por blancas guijas y polvo de oro. Burbu- bral. Bajó la primera escalera que seguía oblicuamente la
jeo el agua y algunos peces de fulgurantes escamas apa- fachada del primer piso, después descendió la segunda, la
recieron en la superficie. tercera, y se detuvo en la última terraza, en lo alto de
la escalinata de las galeras. Inmóvil y con la cabeza baja,
Los soldados, riendo, les cogieron por las agallas, y los
pusieron sobre las mesas. J miraba á los soldados.
Eran los peces de la familia Barca. Todos descendían Detrás de ella, y en dos filas, estaban gran número de
de aquellos que rompieron el huevo místico en que se hombres pálidos, cubiertos de túnicas blancas con franjas
ocultaba la Diosa La idea de cometer un sacrilegioreani- rojas, que llegaban hasta süs pies. No tenían ni barba, ni
mó el apetito de los mercenarios; pronto pusieron grandes pelos, ni cejas. En sus manos cuajadas de anillos, soste-
vasos de cobre al fuego y se divertieron al ver como los nían enormes liras y todos á coro, con voz aguda, canta-
hermosos peces se retorcían en el agua hirviendo ban un himno á la divinidad de Cartago. Eran los sacer-
dotes eunucos del templo de Tanit, á quienes Salammbó
La muchedumbre se arremolinaba. Ya nadie tenía mié- llamaba á menudo á su casa.
do. Bebían sm medida. Los perfumes que en gruesas go-
Bajó la escalinata de las galeras. Los sacerdotes la si-
tas caían de su frente, manchaban sus túnicas desgarra-
guieron. Avanzó por la avenida de los cipreses y camina-
das, y apoyándose con ambos puños sobre las mesas que
ba lentamente entre las mesas de los jefes, que retroce-
les parecía que oscilaban como un navio en marcha, pa-
dían al verla pasar.
seaban su ávida mirada á 8 U alrededor, para devorar con
la vista lo que no podían coger. Otros, andando sin cui- Su cabellera espolvoreada con finísima arena de color
dado alguno por entre platos y fuentes, rompían á punta- violeta, y peinada en forma de torre según la" moda de
piés los escabeles de marfil y 1 08 frascos tirios de cristal. las vírgenes cananeas, la hacía parecer más alta. Trenzas
de perlas que arrancaban de sus sienes, bajaban hasta las
t Z Z T " 8 ? Sl eStertorar los
esclavos comisuras de sus labios, rojos como una granada entre-
moribundos entre las copas rotas. Pedían vino, manjares, abierta. Llevaba sobre el pecho un mosaico de piedras lu-
oro. Querían mujeres Deliraban en cien idiomas distin- minosas, que imitaban en su dibujo el de la piel de las
to. Algunos imaginaban hallarse en los baños á causa lampreas. Sus brazos, adornados de diamantes, emergían
del vapor que flotaba en el jardín, y otros, recordando las desnudos de su túnica sin mangas, constelada de flores
rojas sobre fondo negro. Llevaba en los tobillos una cade-
nita de oro, y su gran manto de púrpura sombría, hecho de creeis estar? ¿En una ciudad conquistada, ó en el pa-
de una estofa desconocida, arrastraba detrás de ella, dan- lacio de vuestro amo? ¡Y que amo! El sufeta Hamilcar,
do la ilusión de una gran ola obscura que la seguía. servidor de los baals! Conocéis en vuestras patrias á al-
Los sacerdotes, de cuando en cuando, arrancaban á sus guien, que sepa guiar mejor en las batallas? ¡Mirad! Los
liras acordes casi ahogados, y en los intervalos de la mú- peldaños de nuestro palacio, no pueden contener los tro-
sica resonaba el tintineo de la cadenita de oro mezclado feos de nuestras victorias! ¡Continuad! ¡Quemadle! Lleva-
al pisar de las sandalias de papiro. ré conmigo el Genio de mi casa, mi serpiente negra, que
Nadie la conocía. Sabíase tan sólo que vivía retirada y duerme allí arriba sobre hojas de loto. Silbaré, me segui-
consagrada á prácticas piadosas. Algunos soldados la vie- rá, y si subo á u n í galera, se deslizará en la estela de mi
ron de noche en lo alto de su palacio, de rodillas ante las lengua sobre la espuma de las olas.»
estrellas, entre el vapor de cien pebeteros encendidos. La Las delicadas alas de su nariz palpitaban. Hundía sus
luna la había puesto muy pálida y algo de la esencia de uñas entre la pedrería de su pecho. Sus ojos languidecie-
los dioses la envolvía como en un velo sutil. Sus pupilas ron y añadió:
parecían mirar á lo lejos más allá de los espacios terres- —«¡Ahí ¡pobre Cartago! ¡Desdichada ciudad! No tienes
tres. Caminaba con la cabeza inclinada, y llevaba en la ya para defenderte los hombres fuertes de otro tiempo,
mano derecha una lira de ébano. que iban más allá de los mares á levantar templos, sobre
Los soldados la oyeron murmurar: las remotas plazas. Todos los países, trabajaban para tí, y
—«¡Muertos! ¡Todos muertos! Ya no vendréis obede- las llanuras del mar, hendidas por sus remos balanceaban
ciendo á mi voz hasta el borde del estanque para tomar tus cosechas.
las pepitas que siempre os daba. El misterio de Tanit bri- Entonces, contó las aventuras de Melkarth, Dios de los
llaba en el fondo de vuestros ojos, más límpidos que la sidonios y padre de su familia.
linfa de los arroyos.» Les llamaba luego por sus nombres, Contaba la ascensión á las montañas de Ersiphonia el
que eran los nombres de los meses. «¡Siv! ¡Sivan! Tammuz viaje á Tarteso, y la guerra contra Masisabal para vengar
Elul, Tischri, Schebar! Tened piedad demí. ¡Oh!¡ Diosa!» á la reina de las serpientes.
Los soldados sin comprender lo que decía se agrupa- —«Persiguió en la selva al monstruo hembra, cuya
ban á su alrededor. Admiraban su traje, pero ella, les cola ondulaba sobre las hojas muertas, como u n arroyo
miró con susto y luego, hundiendo la cabeza entre los de plata, y llegó á un prado, donde, algunas mujeres con
hombros y extendiendo los brazos hacia ellos, repitió va- cola de dragón se agrupaban alrededor de una gran ho-
rias veces: guera, erguidas sobre sus colas. La luna, de color de san-
—«¡Qué habéis hecho! ¡Qué habéis hecho! gre, resplandecía dentro de u n círculo lívido y sus lenguas
»Teníais sin embargo para hartaros pan, carnes, aceite, de color escarlata, hendidas como los harpones de los pes-
todo el grano de los graneros! ¡hice traer bueyes de Heca- cadores, se alargaban encorvadas hasta el mismo límite
tompylos, envié cazadores al desierto!» Su voz se elevaba de las llamas.»
cada vez más; sus mejillas se enrojecían. Añadió: «¿Dón- Salammbó, sin detenerse, contó como Melkarth, des-

Salammbó 2
pués de vencer á Masisabal, puso su cabeza cortada en la mesa estaba un libio de talla gigantesca, con el cabello
proa de su navio.—«A cada oleada, se hundía bajo la es- negro muy corto.
puma; pero el sol la embalsamaba y se endureció como si Solo conservaba su coselete militar cuyas escamas de
fuera de oro; sin embargo no cesaban de llorar sus ojos y cobre desgarraban la púrpura del lecho. Un collar de pla-
las lágrimas se mezclaban á las salobres olas.» ta casi se escondía entre los pelos de su tórax. Manchaban
Contaba aquello en un antiguo dialecto can aneo que BU rostro salpicaduras de sangre, y se apoyaba en el codo
no comprendían los bárbaros. Se preguntaban absortos lo izquierdo sonriendo estático.
que decía acompañándose de tan espantosos gestos y su- Salammbó, no cantaba ya según el ritmo sagrado. Em-
bidos á las mesas, sobre los lechos y á las ramas de los pleaba simultáneamente todos los idiomas de los bárba-
sicomoros, con la boca abierta y alargando la cabeza, pro- ros, lo cual era una delicadeza propia de mujer, para ver
curaban comprender aquellas vagas historias que pare- si así, domaba su cólera. A los griegos hablaba en griego,
cían evocaciones de lo pasado vistas á través de la obscu- luego se dirigía á los liguros, á los de Campania y á los
ridad de las teogonias, como fantasmas envueltos en nu- negros y todos ellos escuchándola, hallaban en aquella
bes. voz la dulzura de su patria. Entusiasmada por los recuer-
Unicamente los sacerdotes sin barba, comprendían á dos de Cartago, cantaba las antiguas batallas contra Ro-
Salammbó. Sus arrugadas manos se estremecían y de ma, y ellos la aplaudían. Inflamábase viendo el brillo de
cuando en cuando arrancaban á las liras su sonido lúgu- las espadas desnudas. Gritaba, agitando sus brazos. Cayo
bre; pues más débiles que una mujer vieja, temblaban á su lira y ella calló. Apretando su corazón con ambas ma-
un tiempo de emoción mística y del miedo que les causa- nos, permaneció algunos minutos con los párpados cerra-
ban los hombres. Los bárbaros, no se cuidaban de ellos, dos, saboreando la agitación de aquellos hombres.
únicamente tenían ojos para la virgen que cantaba. Matho, el libio, se inclinaba hacia ella. Involuntaria-
Nadie le miraba con tanta atención como un jefe nú- mente se le acercó, é impulsada por el reconocimiento de
mida, joven, sentado en las mesas de los capitanes entre BU orgullo, vertió en una ancha copa de oro un chorro de
soldados de su país. Su cinturón estaba tan repleto de vino para reconciliarse con el ejército.
dardos que formaba como una giba bajo su ancho manto —«¡Bebe!»—dijo.
atado á sus sienes por una correa. De tal modo estaba en- Tomó la copa, y la acercaba á sus labios, cuando un
vuelta su cabeza, que solo se veía de su rostro las llamas galo, el mismo á quien Giscon había herido, le tocó en el
de sus dos ojos fijos. hombro, bromeando con aire jovial, en la lengua de su
Por casualidad estaba en el festín, pues su padre, le pais.
hacía vivir entre los Barca, según la costumbre de los Spendio, que estaba cerca, se ofreció á traducir sus pa-
reyes que enviaban á sus hijos al seno de grandes fami- labras.
lias para preparar alianzas; pero después de seis meses de —¡Habla!—dijo Matto.
estancia, Narr'Havas no había visto aún á Salammbó; y —Los dioses te protegen, vas á ser rico. ¿Cuando es la
en cuclillas, con la barba tocando casi los mangos de sus boda?
javalinas, la miraba con las narices dilatadas, como un —¿Qué boda?
leopardo agazapado entre bambúes. Al otro lado de la - ¡ L a tuya! pues entre nosotros,—dijo el galo.-cuaado
una mujer da de beber á un soldado, es que le ofrece su ,—¡Kol—dijo el esclavo;—me has librado del ergástulú,
¡soy tuyo! eres mi dueño! ¡ordena!
lecho.
Aun no había acabado, cuando Narr'Havas, dando un Matho, dió la vuelta á la terraza arrimado á las pare-
salto, sacó un dardo de su cintura, y apoyando el pie de- des, á cada paso escuchaba, y por entre las medias cañas
recho en el borde de la mesa, lo lanzó contra Matho. doradas, miraba dentro de las habitaciones silenciosas. Al
i dardo, silbó entre las copas, y atravesando el brazo cabo se detuvo con ademán desesperado.
del libio, lo clavó tan fuertemente en la mesa, que el —¡Escucha!—le dijo el esclavo.—¡Oh! no me despre-
mango temblaba en el aire. cies porque soy débil! H e vivido en el palacio. Puedo
Matho, lo arrancó en seguida; pero no tenía armas, es- como una víbora deslizarme entre las paredes. ¡Ven! Hay
taba desnudo; al fin levantando con ambas manos la mesa en el Salón de los Antepasados un lingote de oro debajo
la tiró contra Narr'Havas en medio de la multitud que de cada losa; un camino subterráneo conduce á sus tum-
se precipitaba para separarlos. bas.
Los soldados y los númidas estaban tan apretados, que —¿Qué me importa eso?—dijo Matho.
no podían tirar de sus machetes. Matho adelantaba dando Spendio calló.
tremendos golpes con la cabeza. Cuando la levantó, Narr' Estaban en la terraza. Una enorme masa de sombra se
Havas, había desaparecido. Le buscó con la mirada. Sa- extendía ante ellos, parecida al amontonamiento de mo-
lammbó tampoco estaba allí. les gigantescas, petrificadas por una acción descono-
cida.
Entonces, dirigiendo su mirada hacia el palacio, advir-
tió que en lo alto se cerraba la puerta roja con la cruz ne- Una línea luminosa se elevó en Oriente.
gra. Se precipitó. A la izquierda, en lo más profundo, los canales de Me-
Se le vió correr entre las proas de las galeras, luego, gara empezaban á vagar con sus sinuosidades blancas la
reaparecer á lo largo de las tres escaleras hasta la puerta verdura de los jardines.
roja contra la que hizo chocar todo su cuerpo. Se apoyó Poco á poco los techos cónicos de los templos heptágo-
anhelante contra la pared, para no caer. nos, las escaleras, las terrazas, las murallas, se destacaban
con limpieza sobre el fondo pálido del cielo; alrededor de
Un hombre le había seguido, y á través de las tinie-
la península cartaginesa, un cinturón de espuma blanca
blas, pues las luces del festín quedaban ocultas por el án-
ondulaba, mientras el mar esmeraldino, parecía inmovili-
gulo del palacio, reconoció á Spendio.
zado por la frescura de la mañana.
—¡Vetel—dijo.
Luego, á medida que el firmamente rosado parecía en-
El esclavo sin contestar, desgarró con sus dientes la tú-
sancharse, las altas casas inclinadas sobre las pendientes
nica y luego arrodillándose junto á Matho, le cogió deli-
del terreno se levantaban, se amontonaban, como un re-
cadamente el brazo, y le palpaba en la obscuridad para
baño de cabras negras que baja de las montañas. Las ca-
descubrir la herida.
lles desiertas, parecían más largas; aquí y allá, las palme-
A la luz de un rayo de luna que se deslizaba entre las ras sobresaliendo de las paredes no se movían; las cister-
nubes, Spendio, advirtió en el centro del brazo un aguje- nas llenas parecían grandes escudos de plata abandona-
ro sangriento. Aun cuando Matho, decía: «¡Déjame! ¡déja- dos en los patios; el faro del promontorio Hermtee,
me!» ató alrededor del brazo el trozo de tela,
dece de tal manera sus oídos que no oiría el paso de uft
empezaba á palidecer. En la cima de la acrópolis, en el
bosque de cipreses, los caballos de Eschemun, sintiendo
^Arrastró á Matho al otro extremo de la terraza, y desig-
la aproximación de la luz, ponían sus cascos sobre el pa-
nándole el jardín donde centelleaban al sol las espadas de
rapeto de mármol y relinchaban cara al sol.
los mercenarios suspendidas de los árboles:
Apareció; Spendio levantando los brazos lanzó un
grito. - ¡ A q u í hay hombres fuertes cuyo odio está exaspera
Todo se movía en una atmósfera rojiza, pues el Dios, do! nada les liga á Cartago, ni familia, ni juramentos, m
como desgarrándose, vertía sobre Cartago la lluvia de oro dl
°Matho, permaneció apoyado contra la pared; Spendio,
de sus venas. Los bauprés de las galeras centelleaban. El
techo de Khamon parecía arder; y en el fondo de los acercándose, prosiguió en voz baja: ,. . a
;Me comprendes, soldado? Nos pasearíamos cubiertos
templos, cuyas puertas se abrían, diríase que había esta-
de púrpura como los satrapas. Nos lavarían con agua^per-
llado un incendio.
fumada, yo tendría esclavos á mi vez! No estás harto de
Los grandes carromatos que llegaban de la campiña, dormir sobre la dura tierra, de beber el vmagre de los
daban sobre las losas de laa calles. Los dromedarios car- campamentos, y de oir de continuo la trompeta? Reposa^
gados de bagajes, bajaban las cuestas. Los mercaderes, rás más tarde. ¿No es cierto? ¡Si cuando
instalaban sus tiendas en las encrucijadas. Algunas ci- corona, para echar tu cadáver á los cuervos! O quizá,
güeñas volaron alejándose, las blancas velas de los bu- cuando, apoyado en un palo, ciego, cojo, débil, irás de P u e ^ "
ques palpitaban. Se oyó en el bosque de Tanit el tambo- en puerta cantando tu juventud á los ninos, y á los ven-
ril de las cortesanas sagradas, y en la punta de los Map- dedores de salmuera! Acuérdate de todas las injusticias
pales los hornos de cocer ataúdes de arcilla, empezaban á
de tu jefe; las noches pasadas sobre la nieve, las marchas
humear.
bajo un sol abrasador, las tiranías de la disciplina, y la
Spendio se inclinaba fuera de la terraza, sus dientes en- eterna amenaza de la cruz! Después de tantas miserias, te
trechocaban, y repetía: han dado un collar de honor, como se cuelga del pecho
—¡Ah! sí... sí... ¡Amo mío! comprendo porque desdeña- de los asnos un collar de cascabeles para aturdiría y ha-
bas hace poco el saqueo de la casa. cer que no sientan la fatiga. ¡Un hombre como tú más
Matho, pareció despertar al oir el sonido de su voz; pa- valiente que Pyrrho! ¡Si hubieses querido! ¡Ah! ,cuán di-
recía no comprender; Spendio añadió: choso serás en las amplias y frescas salas, escuchando el
—¡Ah! ¡cuántas riquezas! y los hombres que las poseen, són de las liras, recostado sobre flores, con bufones y mu-
no tienen siquiera hierro para defenderlas. jeres! ¡No me digas que la empresa es imposible! ¿Acaso
Entonces, señalando con su mano derecha extendida, los mercenarios no fueron ya dueños de Reggio y otras
algunos hombres de la plebe que se arrastraban sobre la plazas fuertes de Italia? ¿Qué te detiene? Hamücar está
arena para buscar granitos de oro: ausente, el pueblo execra á los ricos, Giscon nada puede
—Mira,—dijo;—la República, es como estos miserables, contra los cobardes que le rodean, pero tú, tu eres vahen-
inclinada sobre la orilla de los océanos, hunde en todas te y te obedecerán. ¡Manda! ¡Cartago es nuestra; apoderó-
las riberas sus brazos ávidos, y el rumor del oleaje, ensor- monos de ella!
—¡No!—dijo Matho,—la maldición de Moloch pesa só-
bre mí. Lo he comprendido viendo s^s ojos, y hace poco,
al pasar por un templo, un carnero negro retrocedió. Mi!
rando á su alrededor dijo: «¿Dónde está?»
Spendio, comprendió que una inquietud inmensa le
absorbía y no se atrevió á hablar más.
Detrás de ellos los árboles quemados, humeaban aún;
de sus ramas ennegrecidas caían de,1 cuando en cuando
monos casi carbonizados. Los soldados borrachos, ronca-
ban con la boca abierta al lado de los cadáveres, y los que
no dormían, inclinaban la cabeza, deslumhrados por la
luz del día. El suelo desaparecía bajo grandes charcos ro-
jos. Los elefantes balanceaban entre las estacas de sus
parques, sus trompas sangrientas. E n los abiertos grane-
ros, se velan sacos de trigo medio vertidos; y frente á la II >
puerta de los graneros, una larga línea de carretas amon-
tonadas por los bárbaros. Los pavos reales posados en loa E n Sicca
cedros, desplegaban la cola graznando.
La inmovilidad de Matho, asombraba á Spendio; esta-
ba más pálido que antes, y con los ojos fijos, apoyado en
la barandilla de la terraza, miraba algo en el horizonte.
Spendio, encorvándose, descubrió lo que contemplaba. Un
punto de oro, rodaba á lo lejos, entre el polvo por el cami- Sos días después, los mercenarios salieron
no de Utica; era la trasera de u n carro tirado por dos mu- " deCartago.
los; un esclavo corría delante de la lanza, sujetándolos por A cada uno se le entregó una moneda
la brida. En el carro se veían do3 mujeres sentadas. Las de oro á condición de que irían á acam-
crines de los animales se erizaban entre sus orejas á la ' * par en Sicca y se les dijo para halagarles:
moda persa, sujetas por un hilo de perlas azules. Spendio —Sois los salvadores de Cartago; pero
las reconocio, y ahogó un grito. Un gran velo, flotaba al si permanecíais en ella, produciríais el
viento detrás del carro. • hambre y no podría pagaros. Alejaos. La
República más tarde os agradecerá esta
condescendencia, Inmediatamente vamos á decretar im-
puestos; se os pagará íntegramente y se armarán galeras
para llevaros á vuestras respectivas patrias.
No sabían qué contestar á tales discursos; aquellos hom-
bres, acostumbrados á la guerra, se aburrían en una ciu-
—¡No!—dijo Matho,—la maldición de Moloch pesa só-
bre mí. Lo he comprendido viendo svs ojos, y hace poco,
al pasar por un templo, un carnero negro retrocedió. Mi!
rando á su alrededor dijo: «¿Dónde está?»
Spendio, comprendió que una inquietud inmensa le
absorbía y no se atrevió á hablar más.
Detrás de ellos los árboles quemados, humeaban aún;
de sus ramas ennegrecidas caían de,1 cuando en cuando
monos casi carbonizados. Los soldados borrachos, ronca-
ban con la boca abierta al lado de los cadáveres, y los que
no dormían, inclinaban la cabeza, deslumhrados por la
luz del día. El suelo desaparecía bajo grandes charcos ro-
jos. Los elefantes balanceaban entre las estacas de sus
parques, sus trompas sangrientas. En los abiertos grane-
ros, se velan sacos de trigo medio vertidos; y frente á la II >
puerta de los graneros, una larga línea de carretas amon-
tonadas por los bárbaros. Los pavos reales posados en loa E n Sicca
cedros, desplegaban la cola graznando.
La inmovilidad de Matho, asombraba á Spendio; esta-
ba más pálido que antes, y con los ojos fijos, apoyado en
la barandilla de la terraza, miraba algo en el horizonte.
Spendio, encorvándose, descubrió lo que contemplaba. Un
punto de oro, rodaba á lo lejos, entre el polvo por el cami- Sos días después, los mercenarios salieron
no de Utica; era la trasera de un carro tirado por dos mu- " deCartago.
los; un esclavo corría delante de la lanza, sujetándolos por A cada uno se le entregó una moneda
la brida. En el carro se veían do3 mujeres sentadas. Las de oro á condición de que irían á acam-
crines de los animales se erizaban entre sus orejas á la ' * par en Sicca y se les dijo para halagarles:
moda persa, sujetas por un hilo de perlas azules. Spendio —Sois los salvadores de Cartago; pero
las reconocio, y ahogó un grito. Un gran velo, flotaba al si permanecíais en ella, produciríais el
viento detrás del carro. • hambre y no podría pagaros. Alejaos. La
República más tarde os agradecerá esta
condescendencia. Inmediatamente vamos á decretar im-
puestos; se os pagará íntegramente y se armarán galeras
para llevaros á vuestras respectivas patrias.
No sabían qué contestar á tales discursos; aquellos hom-
bres, acostumbrados á la guerra, se aburrían en una ciu-
dad, y poco coetó convencerles. El pueblo subió á las mu-
rallas para verlos marchar. confianza, que los ¿ -
mezclaron con ellos. Se les bacía mu p ^
Desfilaron por la calle de Khamon y la puerta de Cyrta
entremezclados, arqueros con honderos, capitanes con sol- abrazaba. Algunos l e s S e les
dados, lusitanos con griegos, andaban con paso firme, ha- la ciudad por exceso de hipo esia y v le8 e n d -

ciendo resonar sobre las losas los pesados coturnos. Esta- echaban perfumes, flores J ™ ™ ™ ™ P ü 0 e i n haber

ban abolladas sus armaduras por las catapultas y sus ros- gaba amuletos contra las ^ f f ^ í r la muerte, ó
tros ennegrecidos por el polvo de las batallas. Gritos ron- escupido tres veces » ^ ^ X « Vencible
encerrado dentro pelos de chacay que p h
eos se escapaban de las espesas barbas, sus cotas de malla
cobardía. En voz alta se invocaba el favor
rotas, batían contra los puños de los machetes, y á través
en voz baja su m a l d i c i ó n ^ de carga y
de los agujeros del cobre se veían sus miembros desnudos,
terribles como máquinas de guerra. Seguía luego larga fila de bagajes, dromedarios
de rezagados. Los enfermos gemían Bobre lo d ^
Las largas lanzas, las hachas, los chuzos, las gorras de
y otros se apoyaban cojeando en u n trozo de p
fieltro y los cascos de bronce, todo oscilaba á la vez á im-
pulsos de un mismo movimiento. Llenaban la calle en rrachines se llevaban envuelta
toda su anchura, y aquella larga masa de soldados arma- des trozos de carne, £ r u t ^ p t ó a . Había algu-
dos discurría por entre altas casas de seis pisos embadur- en hojas de higuera y meve en sacos de ^ A
nadas de betún. nos que llevaban quitasoles y loros ^ M e de

. Detrás sus rejas de hierro ó de sus celosías, las mu


jeres, cubierta la cabeza con un velo, miraban pasar los
bárbaros en silencio.
Las terrazas, las fortificaciones, las murallas desapare- BUpecho por medio de una a^cha ^ ^
cían bajo la muchedumbre cartaginesa vestida con trajes que se aguijoneaba con la punía u r
negros. Las túnicas de los marineros, resaltaban como
manchas de sangre entre aquella sombría multitud, y al-
gunos niños, casi desnudos, cuya piel brillaba bajo sus
brazaletes de cobre, gesticulaban sobre los capiteles de las lidos por la fiebre, llenOB ao bárbaros,
puma de la plebe cartaginesa q u s e g u í a * ^
columnas ó entre las ramas de una palmera. Algunos de Cuando h u M e r o n p a ^ £ P
E1 eiércit0 se
los Antiguos estaban en la plataforma de las torres, y ad-
eD0S y
miraba ver de trecho en trecho esos personajes de larga " a c e t a r a del itsmo.
barba y de actitud meditabunda. Aparecían á lo lejos, so-
bre el fondo del cielo, indistintos como fantasmas, inmó-
viles como piedras. a parecieron como alta, **
eapareció ^ « J ^ X Í Í C — ,
Todos se sentían oprimidos por la misma inquietud; te-
^ H C l el S d k oielo sus almenas ™ i a s .
man miedo que los bárbaros, al verse tan fuertes, quisie-
ran permanecer en la ciudad. Pero marchaban con tanta T r t s t ' t o C l oyeron un gran clamor, creyeron
quei algunos de los suyos que se habían quedado en la
ciudad, se entretenían en saquear el templo. Aquella idea yes, artificialmente retorcidos, las ovejas, r e c ^ d 0
les hizo soltar grandes carcajadas, y luego continuaron su nieles para protejer sus vellones, los surcos que se entre-
marcha. c r u z a b a n formando romboides, las rejas de los arados pa-
Sentíanse contentos, al verse todos como en otro tiem- r cidas á anclas de navio y los granados que se regaban
po, marchando juntos por sembrados y campos. Los griegos con silphio. A q u e l l a fecundidad del suelo y aquellos in-
cantaban la antigua canción de los mamertinos- ventos les deslumhraban. . ,
- « C o n mi lanza y mi espada labro y cosecho; yo soy Por la noche se echaron sobre las tiendas sm desplegar-
el amo de la casa. El hombre desarmado cae á mis rodi- a s y al dormirse de cara 4 las estrellas sonaron con 1
lias y me llama Señor y Gran-Rey.» festín de Hamilcar. Al dia siguiente se detuv eron á la
Gritaban, saltaban y los más alegres contaban anécdo- S de un río entre plantíos de laurel r o s a . J — u s
tas; se había acabado la miseria. Al llegar á Túnez, algu- lanzas «us escudos y sus cinturones, se lavaban lanzando
nos advirtieron que faltaba un grupo de honderos balea- l e g r e s gritos, mientras otros bebían, echados de bruces
J qUe n GStaban Iej08; n a d i e entre las bestias de carga que dejaban caer a . *
ellos ° ° P e n s ó más en Spendio, sentado sobre un dromedario que robó en los
Unos se alojaron en las casas, otros acamparan al p i e parques de Hamilcar, advirtió de lejos á Matho que con
de las murallas, y los habitantes de la ciudad comparecie- efbrazo en cabestrülo, desnuda la cabeza é mclmada h .
ron para hablar con los soldados. cía beber á su mulo contemplando como se d e t a b a el
agua Corrió rápidamente á través de la multitud llamán-
, ¿ T t e t0 , d ] a I a ü ° c h e ^ vió que ardían hogueras á lo
lejos hacia el lado de Cartago; aquellas luces se reflejaban dolé:
en el lago como antorchas gigantescas.
2 Í S S . caso; pero Spendio, á pesar de ello le
Nadie podía decir en el ejército á cuento de qué venían
estas hogueras. siguió, y de cuando en cuando volvía sus miradas inquie-
Los bárbaros al día siguiente atravesaron una campiña tas hacia el Cabo de Cartago. nrnatitnta
Era el hijo de un profesor griego y de una prostituta
m d a
' ^ qUÍüta3de los atricioa
P » rtL c a m p a b a Enriquecióse al principio vendiendo muje-
r C o a ruinado por un naufragio, hizo la guerra con
ban unto al camino; regueros de agua corrían entre los
\ o s á m a n o s con los aldeanos de Sanimo; Le> a p ^ o n a -
bosques de palmeras; los olivos, trazaban largas líneas de
ron v se escapó- le aprisionaron de nuevo, y entonces tra
color verde gris; vapores rosados flotaban en tas gargantas
ba^ó en las canteras, se tostó en las estufas, gr£> entre su-
zonte S o l h ' 7 E l t a a m ° n t a Ü a S a Z U l 6 S c e r r a b a » el hori-
onte Soplaba un viento cálido. Por las anchas hojas de plicio^ fué esclavo de muchos amos, y conoció todas las
los cactus se arras raban los camaleones. Los bárbaros an S k s . Un día, desesperado, se lanzó á la
daban cada vez más lentamente alto del trireme en que remaba. Los marineros de Hamü
Marchaban en destacamentos aislados que se seguían car le recogieron moribundo, y le llevaron á Cartago, don-
de fué encerrado en el ergástulo de Megara. P e r o como se
r a e i ^ i 0í ? 8Í l a 0 S
^ Comían debía devolverá Roma sus tránsfugas, aprovechando el
racimos en los linderos de las viñas. Se tendían en la hier-
ba y miraban con estupor loa grandes cuernos de los bue- desor^n^huyó con los soldados. Durante todo el cammo
permaneció cerca de Matho; le traia comida, le sostenía
boca para detener sus sollozos, y embriagado por sus es-
para bajar del caballo, y por la noche ponía un tapiz bajo
peranzas soltó las bridas del dromedario, que avanzaba á
su cabeza.
pasos regulares. Matho volvía á caer en su tristeza; sus
Matho acabó por conmoverse al ver tanta solicitud, y á piernas colgaban hasta el suelo, y las yerbas, al rozar con
su vez contó al esclavo su vida. sus coturnos, producían un Bilbido continuo.
Había nacido en el golfo de las Sirtes. Su padre le con-
El camino se alargaba indefinidamente. Al extremo de
dujo en peregrinación al templo de Ammón. Después casó
una llanura se llegaba á una meseta circular, luego se ba-
elefantes en las selvas de los garamantos, y al cabo se alis-
jaba á un valle, y las montañas que parecían cerrar el ho-
tó en las filas de los cartagineses. Le nombraron tetrarca
rizonte como que cambiaban de sitio deslizándose á la
en la toma de Drepano. La República le debía cuatro ca-
aproximación de los soldados. De cuando en cuando apa-
ballos, veintitrés medidas de trigo, y el sueldo de un in-
recía un río bordeado de altos árboles, y después desapa-
vierno. Creía en los dioses y anhelaba morir en su patria.
recía tras la colina. A veces surgía una roca colosal pare-
Spendio le habló de sus viajes, de los pueblos y de los cida á la proa de un buque, ó al pedestal de alguna esfin-
templos que había visto. Sabía hacer sandalias, chuzos, re- ge derrocada. A intervalos regulares se encontraban unos
des, domesticar animales feroces y cocer pescados. templetes cuadrados que servían de estaciones á los pere-
A veces, interrumpiéndose, lanzaba un ronco grito. El grinos que iban á Sicca. Estaban cerrados como tumbas.
mulo de Matho aceleraba su marcha; los otros se apresu- Los libios, para hacerse abrir, daban fuertes golpes en la
raban para seguirle, y sin cesar Spendio gritaba agitado puerta. Nadie les contestaba.
por su angustia. Se calmó por fin á la tarde del cuarto
El terreno estaba cada vez menos cultivado. Empezaban
día.
las extensiones de arena erizadas de matas espinosas. Re-
Marchaban uno al lado del otro, á la derecha del ejérci- baños de carneros pacían entre las piedras; una mujer con
to por la ladera de una colina; la llanura en lo hondo se la túnica ceñida por un cinturón azul cuidaba de ellos. En
prolongaba hasta confundirse con los vapores y sombras cuanto vió entre las rocas las lanzas de los soldados, huyó
de la noche. Las líneas de los soldados que desfilaban á lanzando agudos gritos.
sus pies, producían ondulaciones en la sombra. De cuan- Marchaban los mercenarios por un camino hondo, limi-
do en cuando pasaban por eminencias alumbradas por la tado por dos cadenas de montículos rojizos, cuando un
luna, y entonces una chispa brotaba de la punta de las olor nauseabundo hirió su olfato, les pareció ver en lo alto
picas, centelleaban los cascos durante un instante, y todo de un árbol alguna cosa extraordinaria. Una cabeza de
desaparecía para volver á aparecer continuamente. A lo león se elevaba por encima de las hojas. Corrieron hacia
lejos los rebaños balaban al despertar, y algo de una dul- allí. Era un león atado por sus cuatro miembros como un
zura infinita parecía bajar sobre la tierra. criminal. Su enorme cabeza caíale sobre el pecho, y sus
Spendio, con la cabeza echada atrás y los ojos entorna- dos patas anteriores, que casi desaparecían bajo su abun-
dos, aspiraba con ansia la frescura de la brisa. Abría los dante melena, estaban abiertas como las alas de un ave.
brazos y movía los dedos, para apreciar mejor aquella ca- Sus costillas se marcaban bajo su piel tensa; sus patas
ricia tibia que envolvía su cuerpo. Soñaba con transporte posteriores estaban clavadas una sobre otra; y un hilo de
en que al fin podía vengarse. Apreté su mano contra la negra sangre corriendo entre su pelo, había formado esta-
golpeando tamboriles, sonando las liras, sacudiendo los
lactitas al final de la cola, que pendía recta á lo largo de
crótalos, y los últimos destellos del sol que se ocultaba
la cruz.
tros los montes de Numidia, pasaban entre las cuerdas de
Los soldados se divirtieron á su vez; le llamaron cónsul
las arpas ceñidas por sus brazos desnudos. Los instrumen-
y ciudadano de Roma y le lanzaron piedras á los ojos pa-
tos callaban de repente á intervalos y estallaba un grito
ra espantar los moscardones. estridente, precipitado, furioso, continuo, que era como
Cien pasos más lejos vieron otros dos, y luego, de repen- un aullido que lanzaban los jóvenes moviendo la lengua
te, apareció una larga fila de cruces con leones. Unos esta- hacia ambos lados de la boca. Otras permanecían recosta-
ban muertos desde tanto tiempo antes, que sólo quedaban das con la barba en la mano, y más inmóviles que esfin-
pegados al leño despojos de sus esqueletos; otros, medio ges, fijaban sus grandes ojos negros sobre el ejército que
podridos, retorcían la cabeza y contraían la boca con ho- subía.
rribles visajes; había algunos enormes; el árbol de la cruz Aun cuando Sicca era una ciudad sagrada, no podía
se doblegaba bajo su peso, y se balanceaban á impulsos contener tal multitud; el templo, con sus dependencias,
del viento, mientras sobre sus cabezas, bandadas de cuer- ocupaba la mitad del recinto; á causa de ello, los bárbaros
vos revoloteaban sin detenerse jamás. Así se vengaban los acamparon en la llanura, los que estaban disciplinados en
aldeanos cartagineses cuando cazaban algún animal feroz; formación correcta, los otros por naciones, ó siguiendo su
esperaban que el ejemplo aterrorizaría á los demás. capricho.
Los bárbaros, recobrando su seriedad, se asombraron. Los griegos alinearon en filas paralelas sus tiendas de
«¿Quépueblo es este,—pausaban,—que crucifica á los leo- pieles; los iberos dispusieron en círculo sus pabellones de
nes?» tela; los galos construyeron barracas de madera; los libios
Los hombres del Norte se sentían inquietos, turbados y cabañas de piedra sin cemento, y los negros abrieron en
medio enfermos. Sus manos se desgarraban contra las es- la arena con sus uñas fosos para dormir. Muchos, no sa-
pinas de los áloes; grandes mosquitos zumbaban á sus biendo donde ponerse, erraban por entre los bagajes, y
oídos, y la disentería empezaba á diezmar el ejército. Se por la noche dormían en el suelo envueltos en sus desga-
asustaban al ver que Sicca no aparecía. Tenían miedo de rrados mantos.
perderse y de desembocar en el desierto, la región de las
arenas y los terrores; muchos se negaban á andar más, y
otros tomaron la vuelta de Cartago. La llanura se extendía á su alrededor, ceñida por un
Al séptimo día, después de seguir durante mucho tre- círculo de montañas. Aquí y allá, una palma se inclinaba
cho la falda de una montaña, el camino torció bruscamen- sobre la arena; pinos enanos y robles crecían á la orilla de
te á la derecha. los precipicios. Algunas veces, una tempestad caía sobre
Entonces apareció una línea de murallas, cimentada so- montañas y colinas, como de un desmedido cielo,
bre blancas rocas y confundiéndose con ellas. De repente mientras la llanura permanecía cubierta de azul y de se-
se vió la ciudad entera: velos azules, amarillos y blancos renidad. Luego un viento tibio levantaba torbellinos de
se agitaban sobre las murallas á la luz del sol poniente.
Eran las sacerdotisas de Tanit que acudían para recibir Salammbó 3
á los hombres. Estaban alineadas á lo largo del parapeto,
polvo, y un torrente bajaba espumajeando desde las altu-
ras de Sleca, donde se levantaba, con su techumbre de decía á Narr' Havas las futuras perfidias de que le creía
oro sostenida por columnas de jaspe, el templo de la capaz.
Venus cartaginesa, dominadora de la comarca. Parecía El jefe de los númidas permaneció entre les mercena-
dominarla con su alma. Con aquellas convulsiones del rios. Parecía buscar la amistad de Matho. Le enviaba ca-
suelo, aquellas alternativas de temperatura y aquellos bras cebada?, polvo de oro y plumas de avestruz; el libio,
juegos de luz, manifestaba la extravagancia de su fuerza asombrado de aquellas atenciones, no sabía si aceptarlas
y la belleza de su eterna sonrisa. Las montañas tenían la ó rechazarlas.
forma de una media luna en su cima; otras parecían pe- t Spendio le tranquilizaba, y Matho se dejaba guiar por
chos de mujeres, mostrando sus senos hinchados, y los el esclavo, irresoluto y como dominado por invencible pe-
bárbaros sentían un cansancio lleno de delicias. reza, á modo de aquellos que han bebido un veneno que
Spendio, con el dinero que obtuvo de la venta de su poco á poco les roe las entrañas.
dromedario, compróse un esclavo. Durante todo el día Una mañana que salieron para cazar leones, Narr' Ha-
dormía delante de la tienda de Matho; á veces se desper- vas escondió un puñal bajo su manto. Spendio le siguió
taba sobresaltado creyendo sentir el silbido del látigo; en- continuamente y volvieron al campamento sin que aquel
tonces, sonriendo, contaba con sus dedos las cicatrices de puñal brillase.
sus piernas, en el sitio mismo en que los hierres le habían' Otra vez, Narr' Havas lo arrebató hasta muy lejos, has-
sujetado, y luego volvía á dormirse. ta los límites de su reino; llegaron hasta una estrecha gar-
Matho aceptaba su compañía, y Spendio, que llevaba ganta. Narr' Havas, sonriendo, declaró no conocer el ca-
una larga espada, escoltábale como un lictor cuando sa- mino. Spendio lo encontró.
lía. A menudo, Matho, melancólicos orno un augur, al des-
Una noche, en que atravesaban juntos las avenidas del puntar el alba iba solo á pasear por la campiña. Se tendía
campamento, vieron á unos hombres cubiertos con man- sobre la arena y permanecía inmóvil hasta la noche.
tos blancos. Entre ellos estaba Narr' Havas, príncipe de Consultó uno tras otro á todos los adivinos del ejército,
m á los que observan la marcha de las serpientes, á los que
los nú midas. Matho se estremeció.
—¡Tu espada!—exclamó,—¡quiero matarle! leen en las estrellas, á los que soplan sobre las cenizas de
—Aun no,—dijo Spendio deteniéndole. Narr' Havas se lo3 muertos.
adelantaba hacia él. i • Tragó gálbano, seseli y el veneno de las víboras que
hiela el corazón. Mujeres negras cantando palabras bárba-
Ba j6 los dos pulgares en señal de alianza, achacando á
la embriaguez su acceso de cólera. Luego habló mucho ras á la luz de la luna, le pincharon la piel de la frente
I
contra Cartago, pero no dijo qué objeto le llevaba entre con estiletes de oro; 63 cargó de collares y amuletos; invo-
los bárbaros. r có á Baal-Khamon, Moloch, los siete Cabiro3, Tanit y la
Venus griega. Grabó su nombre en una placa de cobre y
Era para traicionarles ó para traicionar á la República.
la hundió en la arena en el umbral de su tienda. Spendio
Spendio trataba en vano de inquirirlo, pero como contaba
le veía gemir y hablar á solas.
aprovechar todos los desórdenes que se produjeran, agra-
Una noche entró. Matho, desnudo como un cadáver, es-
taba tendido de bruces sobra una piel de león, con el ros-
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tro entre las manos; una lámpara suspendida alumbraba u
de los hombres! ¡Lloras como un cobarde! ¿No te humilla
sus armas colgadas sobre su cabeza en el mástil de la
que una mujer te haga padecer tanto?
tienda.
—¿Soy acaso un niño? ¿Cree3 que me enternecen toda-
—¿Sufres?—le dijo el esclavo,—¿qué quieres? contésta- vía sus rostros y sus canciones? En Drepano, teníamos
me. Y le sacudió cogiéndole por el hombro y llamándole muchas para limpiar nuestros establos. He violado á algu-
muchas veces: ¡amo! ¡amo! nas en los asaltos, bajo los techos que se derrumbaban, y
Matho, le miró al cabo con eus ojos grandes y velados. cuando la catapulta vibraba todavía. ¡Pero esta, Spendio,
—¡Oye!—dijo en voz baja,—¡los dioses me castigan! ¡la esta!...
hija de Hamílcar me persigue! ¡tengo miedo, Spendio! Y El esclavo le interrumpió:
se apretaba contra su pecho como un niño asustado por
—¡Si no fuera la hija de Hamílcar!...
un fantasma.—¡Háblame! ¡estoy enfermo! ¡quiero curar!
—No, - gritó Matho.—No se parece á las hijas de los
¡Todo lo he probado! ¿Sabes acaso algún dios más fuerte,
demás hombres. ¿Has visto sus grandes ojos bajo sus ce-
ó alguna invocación irresistible?
jas, como soles bajo arcos de triunfo? Acuérdate: cuando
—¿Para qué?—preguntó Spendio. ella apareció, palidecieron las antorchas. Entre los dia-
Golpeándose la cabeza con sus puños, Matho contestó: mantes de su collar, brillaban mucho más que las piedras,
—¡Para alejarla! los espacios de su piel desnuda; dejaba al pasar como el
Luego, como hablando consigo mismo, decía: aroma de un templo, y de su sér emanaba algo que era
—Sin duda soy la víctima de algún holocausto que ella más suave que el vino, y más terrible que la muerte.
ha prometido á los.dioses... me tiene encadenado por una Calló un instante, con la cabeza baja, las pupilas fijas.
cuerda invisible. Cuando yo camino es que ella adelanta;
—¡La qidero! ¡la necesito! ¡muero por ella! Al pensar
cuando me detengo, es que ella reposa. Sus ojos me que-
que puedo estrecharla entre mis brazos un furor de locu-
man, oigo su voz, me rcdea, me penetra. Me parece que
ra me arrebata, y sin embargo, la odio, Spendio. ¡Quisiera
esa mujer se ha convertido en mi alma. Y sin embargo,
pegarle! ¿Qué hacer? Ganas me dan de venderme para
hay entre nosotros dos las olas invisibles de un océano
convertirme en su esclavo. ¡Tú lo has sido! ¡Tú podías ver-
sin límites. ¡Cuán lejana, y cuán inaccesible! El esplendor "
la, hablarme de ella! ¿Todas las noches sube á la terraza
de su belleza la rodea de un nimbo de luz, y á veces creo
de su palacio? ¡Ah! las piedras deben estremecerse bajo
que jamás la he visto... que no existe... que todo eso es un
sus sandalias y las estrellas inclinarse para verla.
sueño!
Cayó bramando como un toro herido.
Así, Matho lloraba en las tinieblas, los bárbaros dor- Luego Matho cantó: «Persiguió en la selva al monstruo
mían.
hembra cuya cola ondulaba eobre las hojas muertas, co-
Spendio, mirándole, recordaba á los jóvenes que, en mo un rayo de plata.» Y atiplando su voz, trataba de imi-
otro tiempo, le suplicaban cuando paseaba por las ciuda tar la de Salagabó, mientras sus manes hacían los movi-
des su rebaño de cortesanas. Sintió piedad y dijo: mientos que viera ejecutar á las de aquella.
—¡Sé fuerte, amo mío! ¡Llama á tu voluntad, y no im- Quiso después aturdirse con vino. Después de sus borra-
plores á los dioses, pues éstos no hacen caso de los gritos cheras, estaba más triste aún. Trató de distraerse echando
las tabas, y perdió una por una, las placas de oro de su

frican
collar. Sa dejó conducir junto á las sacerdotisas de las dio-
camellos, que hacían sonar la gran esquila colgada de su
sas, pero bajó la colina sollozando como el que vuelve de
cuello, y csrca de ellos, galopaban muchos jinetes con ar-
un funeral.
madura de escamas de oro que les cubrían desde los talo-
Spendio, por lo contrario, era cada vez más atrevido, y
nes hasta los hombros.
estaba más alegre. Se le veia entre los soldados bebiendo
Se detuvieron á trescientos pasos del campamento, para
y bromeando de continuo. Componía las corazas abolla-
sacar de los estuches que llevaban á la grupa su escudo
das. Jugaba con puñales Iba al campo á recoger hierbas
redondo, su ancha espada, y BU casco á la beocia. Algunos
para los enfermos. E r a gracioso, decidor, parlanchín y dies-
r permanecieron con los camellos, los otros continuaron
tro. Los bárbaros se acostumbraron á sus servicios y ls es-
adelantando. Al cabo de pocos momentos, aparecieron las
timaban.
arma3 de la república, es decir los pales de madera azul,
En vano esperaban éstos un embajador de Cartago que terminados en cabezas de caballo y en piñas de pino.
les trajera sobre recua interminable de mulos, cestas re-
Los bárbaros se levantaron todos aplaudiendo; las mu-
pletas de oro; y de condnuo calculaban lo que debían co-
jeres se precipitaron hacia los guardias da la Legión y les
brar, trazando con sua dedos cifras en la arena.
besaban los pies.
Cada cual pensaba como se las arreglaría; tendrían con-
La litera adelantó llevada por doce negros, que mar-
cubinas, esclavos, tierras. Otros, anhelaban esconder su
chaban á pasos cortos y rápidos. No podían adelantar en
tesoro, ó arriesgarlo en expediciones marítimas. Pero á
línea recta, porque se oponían á su marcha las cuerdas de
causa de la ociosidad continuada, estallaban muchas dis-
las tiendas, los trípodes y los animales domésticos que en
putas entre infantes y jinetes, entre bárbaros y griegos.
gran número corrían sueltos por el centro dol campamen-
Cada día llegaban al campamento, muchos hombres to. A veces una mano carnosa, liena de sortijas, entreabría
casi desnudos con la cabeza envuelta en hierbas, para evi- las cortinillas; una voz ronca vomitaba injurias; entonces
tar los rayos del sol. Eran los deudores de los cartagineses, los portadores ee detenían, y después, cambiaban de di-
obligados á labrar sus tierras, que se escapaban de la do- rección.
minación odiosa. También afluían libios, aldeanos arrui-
Las cortinas de púrpura se levantaron, y se vió sobre
nados por los impuestos, desterrados, malhechores.
un amplio cojin una cabaza humana impasible y abota-
Todos abominaban de la República. Spendio más que gada. Las cejas, formaban como dos arcos de ébano uni-
nadie. Se hablaba de marchar en masa contra Cartago y dos por los extremos; lentejuelas .de oro centelleaban en-
llamar á los romanos. tre su pelo lanoso, y el rostro era tan pálido que parecía
embadurnado con polvos de mármol. El resto del cuerpo
desaparecía bajo las pieles quo llenaban lá litera.
Una noche, á la hora de la cena, se oyó un rumor que Los soldados reconocieron el hombre tendido al euffeta
cada vez se acercaba más, y á lo lejos, se vió una masa Hannon, el que había contribuido por su torpeza, á la
roja que adelantaba entre las ondulaciones del terreno. pérdida de la batalla de las islas Agates; en cuanto á su
Era una gran litera de púrpura que ostentaba en los án- victoria, de Hecatómpylo3 sobre los libios, si había demos-
gulos ramilletes da plumas de avestruz; guirnaldas de per- trado clemencia, era por avaricia, según pensaban los bár-
las adornaban sus ventanas cerradas. La seguían muchos baros, pues había vendido por su cuenta todos loa cauti-

r
• 1 • • •
vos, habiendo dicho á la República que les había matado. Se le ocurrió la idea de convccar á los capitanes; y en-
Después de escoger sitio á propósito para arengar á los tonces los heraldos gritaron aquella orden en griego,
soldados, hizo una señal; la litera se detuvo, y Hannon, lengua que, desde Xantippo, se empleaba para las voces
sostenido por dos esclavos, bajó al suelo tambaleándose. de mando en el ejército cartaginés.
Llevaba botas de fieltro negro adornadas con lunas de Los guardias apartaron á latigazos la turba de soldados;
plata. A sus piernas arrollábanse cintas parecidas á las de y bien pronto, los capitanes de las falanges y los jefes de
las momias, dejando escapar á trechos las carnes flAcidas. las cohortes bárbaras, llegaron ostentando las insignias de
Su vientre sobresalía de la túnica corta de color escarlata su grado y las insignias de su nación. Había cerrado la
que le llegaba á los muslos. La papada caía hasta su pe- noche, un gran clamoreo se elevaba en la llanura, aquí y
cho y su túnica pintada de flores, parecía estallar en los allá brillaban hogueras; todos hablaban preguntándose:
sobacos. Llevaba una banda, un cinturón y un ancho «¿Qué hay? ¿por qué no se distribuye el dinero?»
manto negro de dobles mangas. La riqueza de su traje, Hannon explicaba á los capitanes las cargas infinitas
su gran collar de piedras azules, sus broches de oro y sus de la República. Su tesoro estaba agotado. El tributo de
pesados aretes, hacían má3 asquerosa su deformidad. Hu- los romanos lo aplastaba.
biérase dicho que era un ídolo rechoncho mal cortado de De cuando en cuando se rascaba los miembros con su
un bloque de piedra, pues una pálida lepra extendida so- espátula, ó bien se interrumpía para beber en una copa
bre todo su cuerpo le daba la apariencia de las cosas de plata que le tendía un esclavo, hecha con cenizas de
inertes. Sin embargo, su nariz, encorvada como el pico de espárragos hervidos en vinagre, luego se limpiaba los la-
un buitre, se dilataba con violencia para aspirar el aire y bios con una servilleta de color escarlata, y añadía:
sus ojillos pitarrosos brillaban con fulgor duro y metáli- —Lo que antes valía un siclo de plata, vale hoy tres
co. Llevaba en la mano una espátula de oro para rascarse ehekels de oro, y las tierras sin cultivo, durante la guerra,
la piel. Dos heraldos soplaron en sus cuernos de plata; no producen nada. Nuestras pesquerías de púrpura están
cesó el tumulto, y Hannon habló. casi perdidas, y las perlas cuestan un ojo de la cara; ape-
Empezó por haccr el elogio de los dioses y de la Repú- nas si tenemos bastantes ungüentos para el servicio de los
blica; los bárbaros debían felicitarse por haberle servido, dioses. En cnanto á los manjares resultan carísimos. Por
mas era preciso mostrarse razonables, pues los tiempcs falta de galeras, no tenemos especias, y cuesta mucho ob-
eran malos. tener silphio, á causa de las rebeliones de Cyrene. Sicilia,
«Si un amo no tiene si no tres aceitunas, ¿no es justo donde tantos esclavos adquiríamos, se perdió para noso-
que guarde dos para él?» tros. Ayer mismo, por un bañero y cuatro pinches de co-
El viejo sufeta esmaltaba su discurso con proverbios y cina, di más dinero que en otras ocasiones por un par de
apólogos, moviendo la cabeza para solicitar la aproba- elefantes.
ción. Desenrolló una larga tira de papiro, y leyó sin perdonar
Hablaba en púnico y los que le rodeaban eran campa- una sola cifra, todos los gastos que el gobierno había hecho:
nianos, griegos y galos, de modo, que nadie le entendía. tanto para reparaciones de templos, como para pavimentar
Hannon lo advirtió, se detuvo, y balanceándose pesada- las calles, para la construcción de buque?, para las pea*
mente sobre una y otra pierna, reflexionó.

— 42 — — 43 —
querías de coral, para la3 máquinas de las minas en el Le miraron asombrados; luego, todos como por un
país de los cántabros.
acuerdo tácito, creyendo quizá haber comprendido, baja-
Pero los capitanes, lo mismo que los soldados, tampoco ron la cabeza en señal de asentimiento.
entendían el púnico, aunque los mercenarios se saludaran Entonces Spendio empezó con voz vehemente:
en esa lengua. —¡Ha dicho que los dioses de los demá3 pueblos, no
Los griegos, apretados en sus cinturones de hierro, agu- eran si no quimeras ante los dioses de Cartago! ¡0.3 ha lla-
zaban el oído, esforzándose en adivinar sus palabras, mado cobardea, ladrones, embusteros, perro3 é hijos de
mientras los montañeses, semejantes á osos, envueltos en perras! La República, ha dicho, no se vería obligada á pa-
sus pieles le miraban con desconfianza, ó bostezaban apo- gar, á no ser por vosotros, el tributo de los romanos; vues-
yados en EUS mazas con clavos de cobre. Los galos mo- tros desórdenes han hecto que se hayan acabado las pro-
vían murmurando su cabeza, y los hijos del desierto es- visiones de perfumes, de aromas, de esclavos y de silphio,
cuchaban inmóviles bajo sus trajes de lana gris. Cada vez pues estáis de acuerdo con lo3 nómada?, en la frontera de
llegaba más gente, los guardias, á quienes la multitud em- Cyrene. ¡Los culpables serán castigados! Ha leído la enu-
pujaba, tambaleábanse sobre sus caballos. Los negros sos- meración de sus suplicios; se les hará trabajar en empe-
tenían ramas de pino inflamadas, y el obeso cartaginés drar las calles, en armar navios, y á los demás, se les en-
continuaba su arenga, subido sobre un montículo de cés- viará á abrir las entrañas de la tierra en Cantabria.
ped.
Spendio dijo las mismas cosas á los griegos, á los cam-
^ Los bárbaros se impacientaban, se levantaron murmu- pamos, á los baleares; reconociendo muchos de los nom-
llos, y empezaron á apostrofar á Hannon. Este gesticula- bres propios que habían herido sus oidos. Los mercenarios
ba con su espátula. Los que querían hacer callar á los de- quedaron convencidos de que reproducía exactamente el
más, gritando, aumentaban el barullo. discurso del sufeta. Algunos le gritaron:
De repente, un hombre de pobre apariencia, llegó hasta —¡Mientes!
los pies de Hannon, arrancó la trompeta de un heraldo, Las voces se perdieron en el tumulto que levantaban
sopló, y Spendio (pues era él) anunció que iba á decir las otras. Spendio añadió:
algo importante. —¿No habéis visto que ha dejado fuera del campamen-
Al oir aquella declaración, rápidamente repetida en cin- to una reserva de sus ginetes? A una señal suja, acu-
co diversas lenguas, griego, latín, galo, líbico y balear, los dirán para matarnos á tolos.
capitanes medio riendo, medio asombrados, contestaron: Los bárbaros se volvieron hacia aquel lado, y como la
—¡Hablal [Habla! multitud se apartaba entonces, apareció en el centro de
Spendio vaciló, temblaba; por fin, dirigiéndose á los li- ella, adelantándose con la lentitud de un fantasma, un
bios que eran los más numerosos dijo: sér humano, encorvado, demacrado, enteramente desnu-
—¡Todos habéis oido las horribles amenazas de este do, y oculto hasta la cintura por largos cabellos entremez-
hombre! clados con hojas seca?, polvo y espinas. Llevaba alrede-
Hannon no replicó porque no comprendía el libio; y dor de la ciniura y de las rodillas trenzas de paja y hara-
para continuar el experimento, Spendio repitió la misma pos de tela. Su piel, blanda y terrosa, colgaba sobre sus
frase en los demás idiomas de los bárbaros. huesos como pingajos de unas ramas secas; sus manos
temblaban con estremecimiento continuo y caminaba
apoyándose en un palo de olivo. Los cadáveres fueron colocados entre los brazos de los
dioses Pataicos que rodeaban el templo de Khamón. Se
^ Llegó junto á los negros que sostenían las antorchas.
le3 echó en cara todos los crímenes d9 I03 Mercenarios.
Una especie de mueca de idiota descubría sus encías páli-
Su gula, sus robos, sus impiedades, sus desdenes, y la
das. Sus grandes ojos asombrados recorrían las filas de los
muerte de los peces en el jardín de Salammbó.
bárbaros que le rodeaban.
Sus cuerpos sufrieron infame3 mutilaciones; los sacer-
Pero, lanzando un grito de espanto, se echó hacia atrás
dotes quemaron sus cabellos para atormentar su alma. Se
tapándose con los cuerpos de aquellos. Balbuceaba: «¡He-
les colgó en pedazos en las tiendas de los carniceros; algu-
los aquí! ¡Helos aquí!» señalando á les guardias del sufeta
nos llegaron á morder aquellas carnes; y por la noche,
inmóyiles dentro de sus relucientes armaduras. Sus caba-
para ocultar aquella iniquidad, ardieron grandes piras en
llos piafaban deslumhrados por la luz de las antorchas,
las encrucijadas.
que chisporroteaban en las tinieblas: el espectro humano
se agitaba y gritaba: Aquellas eran las llamas que habían visto los soldados,
á lo lejos, reflejarse en el agua del lago. Pero habiéndo-
— ¡Ellos les han matado!
se incendiado algunas casas, echaron por encima de las
Al oir aquellas palabras que vociferaba en balear, sus
murallas los cadáveres y los agonizantes; Zarxas perma-
compatricios llegaron y le reconocieron; Bin contestarles
neció basta el día siguiente entre I03 cañaverales de las
repetía:
orillas del lago; luego se alejó á campo traviesa en pos del
—¡Sí, todos muertoB, todos! ¡Aplastados como pasas! ejército, siguiendo las huellas impresas en el polvo.
¡Cuán fuertes eran! ¡Los honderoel ¡Mis compañeros, los
Por la mañana se ocultaba en las cavernas, y por la no-
vuestros!
che se ponía de nuevo en marcha, cubierto de sangrien-
Se le hizo beber vino y lloró, luego, volvió á hablar. tas llagas, hambriento, enfermo, viviendo de raíce3 y de
Spendio no pudo contener su alegría; explicando á los carroñas. Al cabo, un día vió relucir la3 lanzas á lo lejos,
griegos y á los libios el hecho que contaba Zarxas, no po- y las siguió, á pesar de que su razón estaba turbada á
día creer en él de puro contento. Los baleares palide- fuerza de terrores y de miserias. La indignación de los
cían al saber como habían muerto eus compañeros. soldados, contenida mientras habló el balear, estalló como
Era una tropa de trescientos honderos, desembarcados una tempestad; querían asesinar á I03 guardias y al gene-
la víspera, que aquel día durmieron demasiado. Cuando ral. Algunos se interpusieron diciendo que era mejor oír-
llegaron á la plaza de Khamón, los bárbaros hablan mar- le y saber si se les pagaría. Entonces todos gritaron: «¡El
chado, y ellos estaban sin defensa, pues sus balas de ar- dinero!» Hannon les contestó que lo había traído.
cilla se habían cargado con los demás bagajes. Se les de- Corrieron á las avanzadas y pronto todo el equipaje del
jó penetrar en la calle de Satheb hasta la puerta de enci- sufeta llegó á sus pies, empujado por los bárbaros. Sin
na chapeada de cobre. Eatonces el pueblo se lanzó contra esperar á los esclavos, rompieron correas, y destrozaron
ellos con irresistible impulso. cestas. Encontraron trajes preciosos, esponjas, rascado-
E n efecto, los soldados recordaron un gran grito; Spen- res, cepillos, perfumes y punzones de antimonio para pin-
dio, que huía á la cabeza de las columnas, no le había tarse los ojos.
oído.
Todos aquellos objetos pertenecían á los guardias, que
eran hombres ricos acostumbrados á aquellas delicado- Tanta injusticia, les exasperó, y arrancaron los palos
zas.
de las tiendas, y arrollaron sus mantos y ensillaron sus ca-
Después se encontró, sobre un camello, un gran cubo
ballos; cada cual tomó su ca-co y espada, y en un instan-
de bronce; pertenecía al sufeta que se bañaba en el ca-
te todos estuvieron prestos. Loa que no tenían armas se
mino pues habla tomado toda suerte de precauciones,
lanzaron á los bosques para proveerse de palos.
nasta la de llevarse en jaulas comadrejas de Hecatómpvlcs
que se quemaban vivas para hacer la tisana. Amanecía; los habitantes de Sicca, despertados por el
ruido, se agitaban en las calles. «Van á Cartago», decíase,
Como su enfermedad lo daba gran apetito, llevaba gran y aquel rumor se extendió por la comarca entera. De cada
cantidad de víveres y vino, salmuera, pescados con miel, sendero de cada barranco, surgían hombres, los pastores,
grasa de ganso derretida y recubierta de nieva y paja des- bajaban corriendo de las montañas. Cuando los bárbaros
menuzada. La provisión era considerable. A medida que habieron partido, Spsndio recorrió la llanura montado
abrían las cestas y aparecían aquellos manjares, resona- sobre un caballo pú-dco, llevando con él á su esclavo que
ban formidables carcajadas. conducía de la brida un tercer caballo.
En cuanto á dinero, no había sino dos grandes cofres Una sola tienda estaba en pie.
de esparto; en uno de ellos había discos de' cuero de los Spendio entró er. ella.
que la República se servía para ahorrar el numerario; y —¡Levántate, amo! ¡levántate! ¡nos marchamos!
como los bárbaros parecieron sorprendidos, Hannon de- —¿Dónde vais?—preguntó Matho.
claró que siendo sus cuentas muy embrolladas, los Anti- — ¡A Cart3go!—gritó Spendio.
guos no habían tenido espacio para examinarlas. Se les Matho montó de un salto en el caballo que el esclavo te-
enviaba aquello á cuenta. Entonces todo fué removido, nía junto á la puerta.
mu os, criado?, litera, bagajes, provisiones.
Los soldados tomaron las monedas de las sacos para
lapiaar á Hannon. Con gran trabajo pudo subir á un asno
y huyo agarrándose á las crines, lanzando alaridos, lio-
rando y ñamando la maldición de todos los dioses sobre
el ejército.
Su ancho collar de pedrería, saltando, Regaba hasta su
frente y orejas y le cegaba.
Mordía con los dientes su largo manto que arrastraba y
desde lejos los bárbaros le gritaban:
-»¡Vete, cobarde! ¡marrano! ¡cloaca, Molocb! desuda tu
oro y tu peste! ¡Aprisa, más aprisa!» La escolta, aterrori-
zada, galopaoa junto á él, pero el furor de loa bárbaros no
se apaciguó. Recordaron que muchos da ellos que mar-
charon á Cartago, no habían vuelto; les habían matado
sin duda.
III

Salammbô

G\1 >

luna al ras de las olas y so-


L E V A N T Á B A S E LI
JfgVí| bre la ciudad, aun envuelta en tinieblas,
^ brillaban puntos luminoso?: la lanza de
jAftAOs^O,^ u n c a r r o e n u n patio, el collar de oro en
el pecho de un Dios, u n adorno cualquie-
ra en los tímpanos de los templos. Las
bolas de cristal de los techos de é-:tos
resplandecían aquí y allá como grue-
sos diamantes. Pero en cambio, ruinas,
montones de tierra negra y la verdura de I03 jardines se-
mejaban á manchas obscuras más negras que las tinie-
blas, y más allá de Malqua, las redes de los pescadores

Salammbô
tendidas de una en otra casa, parecían gigantescos mur-
ciélagos desplegando sus alas. Solo se oía el ruido de las mamento. Luego, con los codos pegados á los costados,
ruedas hidráulicas que subían û agua al último piso do los antebrazos rectos, y las mano3 abiertas echando atrás
la cabeza bajo los rayos de la luna dijo:
los palacios; en el cintro de las terrazas, I03 camellos des-
cachaban tranquilamente con lss patas replegadas bajo el —,Oh Rabbetnal... ¡Raabet!... ¡Tanit!...—Y su voz sona-
ba de un modo plañidero como haciendo un llamamien-
vientre, á modo de avestruces. I os porteros, dormían en
to—¡Anaitis! ¡ Aetarté! ¡Derceto! ¡Astoreth! ¡Mylitta!¡Atha-
la calle atravesados ante las puertas; la sombra de I03 co-
ra! ¡Elissal ¡Tiratha! por los símbolos ocultos, por los sis-
losos se alargaba en Jas desiertas plaza?; á lo lejos la hu-
tros sonoros, por ios surcos de la tierra, por el eterno si-
mareda de un sacrificio que aun ardía se escapaba por
lencio y por la fecundidad eterna deminadora del mar
entre las tejas de bronce y la brisa petada, traía entre-
tenebroso y de las playas remotas! ¡oh! ¡reina de las ccsas
mezclados con lea perfumes de plantas aromáticas las húmedas, salud!
emanaciones marinas, y la exhale ci ó n de las murallas
Balanceó el cuerpo entero durante dos ó tres veces, y
que despedían en aquella hera el calor que les pre3tó el
luego cayó hundiendo la frente en el polvo, con los bra-
sol. Alrededor de Cartago resplandecían las sombras in- zos extendidos.
móviles, pues Ja luna alumbraba con sus rayos el golfo
Su enclava la levantó rápidamente, pues era preciso se-
rodeado de montañas y el lago de Túnez, donde I03 feni- gún los ritos, que alguien arrancara al penitente de eu
copteros entre les bancos de arena, formaban largas rayas prc&ternacióa. Aquello equivalía á decirle que los dioses
rojas mientras que más allá, junto á las catacumbas la aceptaban su súplica, y la nodriza de Salammbô cumplía
gran laguna salada relucía como un trozo de plata. La bó- siempre aquel deber piadoso.
veda del cielo azul, se hundía en el horizonte limitada á Unos mercaderes de Tetulia la trajeron de niña á Car-
un lado por la polvareda de las llanuras y del otro por las tago, y ni aun después de obtener su libertad, quiso aban-
brumas del mar, y en la cima de la Acrópolis, los cipreses donar á sus dueños, como lo probaba su oreja derecha
piramidales que rodeaban el templo de Eschmím se ba- atravesada por un ancho agujero. Unas sayas multicolo-
lanceaban y murmuraban como las olas que batían lenta- res caían desde sus caderas hasta los tobillos, ceñidos por
mente la playa al pie de ios muros. dos aros de estaño. Su rostro, como aplastado, era amari-
Salammbô subió á la terraza de su palacio sostenida llo como su túnica. Largas agujas de plata formaban un
por una esclava que llevaba en una fuente carbones en- sol detrás de su cabeza. Llevaba en una de las ala3 de la
cendidos. nariz un botón de coral, y permanecía junto al lecho más
En el centro de la terraza había un lecho de marfil, cu- erguida que un hermes y con los párpados bajos.
bierto de pieles de lince con cogines de plumas de loro, Salammbô se adelantó hasta el extremo de la terraza.
animal fatídico consagrado á los Dioses y en los cuatro Durante un momento, sus ojos recorrieron el horizonte y
ángulos, se elevaban altas pebeteros, lienoa de nardo, in- después se fijaron en la ciudad dormida, y el suspiro que
cienso, cinamomo y mirra. El esclavo encendió I03 pebe- lanzó, levantando los pechos hizo ondular de un extremo
teros. Salammbô miró la estrella polar; saludó lentamente á otro la larga simaría blanca que pendía de su cuello sin
los cuatro puntos cardinales, y se arrodilló sobre el polvo broche ni cinturón. Sas sandalias do punta retorcida des-
de azur sembrado de estrellas
• de oro á imitación del fir-
aparecían bajo un montón de esmeraldas, y una redecilla
de púrpura encerraba su abundante cabellera. »¡Oh! ¡Tanit! ¿me quieres, verdad? ¡Te he mirado tan-
to! ¡Pero no! ¡Tú corres en tus dominios de azúr, y yo
Levantó la cabeza para contemplar la luna y mezclando
permanezco sobre la tierra inmóvil! Taanach, toma su ne-
á sus palabras fragmentos de himno, murmuró:
val y púlsalo y pulsa poco á poco la cuerda de plata pue3
«¡Cuán ligeramente ruedas sostenida por el eter im-
mi corazón está muy triste. »
palpable! El movimiento que tu agitación produce, en-
gendra I03 vientos y los rocíos profundos. Conforme cre- La esclava levantó una especie de arpa de ébano más
ces ó decreces, se ensanchan ó disminuyen los ojos de los alta que ella y triangular como un delta; puso la punta
gatos y las manchas de las panteras. |Las esposas claman en un globo de cristal y empezó á tocar con ambas ma-
tu nombre entre los horrores del parto! ¡Tú hinchas las nos.
conchas! ¡Por tí hierven los vinos! ¡Tú corrompes los ca- Sucedíanse los sonidos sordos y precipitados como el
dáveres! ¡En el fondo del mar las perlas te deben la zumbido de las abejas, y adquiriendo poco á poco mayor
vida! sonoridad, huían en alas de la noche con la queja de las
olas y el estremecimiento de los grandes árboles en la
»Todos los gérmenes ¡oh, Diosa! fermentan en las obscu- cima de la Aeropoli?.
ras profundidades de la humedad. Cuando apareces se es-
— ¡Cállate!—exclamó Salambó.
parce una augusta soledad en la tierra; ciérrense las flo-
—¿Qué tienes, ama? La brisa que sopla, la nube que
res, las olas se calman, los hombres fatigados se tienden
pasa, todo ahora te molesta y agita.
mostrándote su pecho, y el mundo con sus océanos y BUS
—No sé.
montes, se mira en tu rostro como en un espejo. Eres
—Las largas oraciones te cansan.
bisnca, dulce, luminosa, inmaculada, protectora, purifica-
—¡Oh, Taañach, quisiera disolverme en ellas como una
dora, serena!»
flor en el vino.
El astro se mostraba entonces sobre la montaña de las —Quizá es el aroma de los perfumes.
Aguas Calientes, sobre el corte que seperaba sus dos ci- —¡No!—dijo Salammbó; el espíritu délos dioses habita
mas. Debajo de ella, fulguraba una estrella diminuta y en los perfumes.
tenía en derredor un gran círculo pálido. Salammbó aña-
Entonces la esclava, le habló de su padre. Sa le creía
dió:
en la comarca del Ambar, más allá de las columnas de
«¡Cuán terrible eres, ¡oh, dueña! ¡Tá produces los Malkarth. «Si no vuelve, le decía, será preciso que esco-
monstruos, las fantasmas aterradores! los engañosos en-, jas ua esposo entra I03 hijos de loa Antiguos, y entonces,
sueños; tus ojos devoran las piedras de los edificios y 'os tus penas sa disiparán en brazo3 de un hombre.»
monos enferman cada vez que te rejuveneces. —¿Por qué?—preguntó la joven.
»¿A dónde vas? ¿Per qué cambias perpetuamente de for- Todos los que hasta entonces había visto la causaban
ma? Tan pronto curva y recortada te deslizas por los es- horror con sus risas da animal faroz, y sus miembros gro-
pacios como una galera sin mástiles, como entre las estre- seros.
llas pareces á un pastor que guarda su rebaño. Fúlgida y. — A veces Taanach, ee exhala del fondo de mi sér como
redonda, roza3 la cima de loa montee como la rueda de¡ un hálito ardiente, más denso que los vapores de un vol-
un carro, cán. Oigo voces que me llaman, un globo de fuego, rueda
y sube por mi pecho, me ahoga, voy á morir; y luego, algo
suave, corriendo desde la frente hasta los pies, penetra en Sabía toda3 sus aventuras, conocía todos sus nombres que
mi carne... es una caricia que me envuelve, y me siento repetía como si tuvieran para ella una misma significa-
aplastada como si un Dios se tendiera sobre mí. ¡Ahí qui- ción. A fia de desentrañar las profundidades de su dog-
siera diluircne en la bruma de las noches, en la linfa de ma, quería conocer en lo más secreto del templo el anti-
las fuentes, en la savia de los árboles, abandonar mi cuer- quísimo ídolo con su manto magnífico del que dependían
po, no ser sino un soplo, an rayo y deslizarme, subir has- los destinos de Cartago, pues la idea de un dios no se des-
ta til ¡Oh! ¡Madre! prendía con claridad de su representación, y tocar, ó has-
ta ver su simulacro, era arrancarle parte de su virtud, y
Levantó sus brazos en alto sacando el pecho é irguiendo en cierto modo dominarle.
el talle, pálida y ligera como la luna. Luego, cayó sobre el
Salammbó se volvió. Había reconocido el ruido de las
lecho de marfil anhelante; pero Taanach le puso un collar
campanillas de oro que Sehahabarim llevaba en el extre-
de ambar con dientes de delfin para-ahuyentar loa terro-
mo de su túnica. El sacerdote subió las escaleras; luego al
res, y Salambó dijo con voz casi extinta.
llegar al umbral de la terraza se detuvo, cruzando los bra-
—Ve á buscar á Schahabarin. zos.
Su padre no qui-: o que entrara en el colegio de las sa-
Como lámparas sepulcrales, brillaban sus ojos hundi-
cerdotisas, ni que se le diera á conocer los rito3 de la Ta-
dos, su alto y delgado cuerpo, flotaba dentro de su túnica
nit popular. La reservaba para alguna alianza que pudie-
de lino, pesada por les cascabeles que alternaban junto á
ra servir á sus miras políticas. Así es que vivía aislada en
sus talones con bolas de esmeralda. Tenía los miembros
el palacio. Su madre había muerto hacía muchos años.
débiles, oblicuo el cráneo, puntiaguda la barba; su piel
Creció entre abstinencias, ayunos y purificaciones, siem- parecía fría y su rostro amarillo, surcado de profundas
pre rodeada de cosas exquisitas y graves, saturado el cuer- arrugas, delataba una pena horrible.
po de perfumes y embebida en oraciones el alqáa. Nunca
Era el sacerdote de Tanit el que educara á Salammbó.
había probado el vino, ni comido carne, ni tocado bestia
—Habla,—dijo.—¿Qué quieres?
inmunda ni puesto les pies en la casa de un muerto. Ig-
—Esperaba... me habías casi prometido-
noraba los simulacros obscenos, pues cada dio3 se mani-
Balbuceaba, se turbó. De repente dijo:
festaba bajo formas distintas, rindiéndosele á menudo
—¿Por qué me desprecias? ¿He olvidado' ncaso algún
cultos contradictorios, y Salammbô adoraba á la diosa en
rito? Eres mi dueño y ms has dicho que nadie como yo
su aspecto sideral. La influencia de la luna pesaba sobre
comprendía el culto de la diosa. Pero yo veo que guardas
la virgen, y cuando el astro disminuía languidecía Sa-
secretos para mí. Es verdad, ¡oh padre!
lammbô. Triste y débil durante el día, se reanimaba por
Sehahabarim recordó las órdenes de Hamilcar y' con-
la noche. Durants un eclipse, poco faltó para que mu-
testó:
riera.
—No, no te oculto nada.
Pero la Rabbet, celosa se vengaba de aquella virginidad —Un genio;—replicó la joven,—me impulsa á tal amor.
sustraída á sus sacrificios y atormentaba á Salammbô con He subido las gradas de Eschmun, dios de las plantas y
obsesiones tanto más fuertes, cuanto más vagas eran. de las inteligencias; he dormido bajo el olivo de oro de
La hija de Hamilcar pensaba en Tanit continuamente. Melkarth, patrón de las colonias tirias; empujé las pUer-
«

tas de Baal Kharnon, dios de la luz y la fecundidad; he pertó al oir las últimas palabras y Schahabarim, como ce-.
sacrificado á los kabyros subterráneos, á I03 dieses de los diendo, dijo:
bosques, de los vientos, de los ríos y de las montañas, pe- - Suspira y gobierna los amores de los hombres.
ro todos están harto lejanos, harto elevados, son harto in- - ¡Los amores de los hombres! - r e p i t i ó Salammbô como
sensibles, ¿comprendes? mientras ella, siento que se mez- entre sueños.
cla en mi vida, llena mi alma y me estremezco por inter-
- Es el alma de Cartago,—continuó el sacerdote—y
nos impulsos, como si la diosa quisiera escaparse. Paréce-
aunque alienta en todas partes, aquí es donde habita bajo
me que voy á oir su voz, á ver su rostro, y me deslumhran el velo t agrado.
relámpagos fulgurantes, y luego vuelvo á hundirme en las —¡Padre míe!-exclamó Salambó—la veré, ¿verdadr1
tinieblas. ¡Tú me guiarás! hace mucho tiempo que vacilaba. La cu-
Callaba el sacerdote. La joven le suplicaba con la mi- riosidad que siento me devora. Piedad, acude en mi auxi-
rada. lio, partamos!
Al cabo, hizo alejar la esclava que no era de raza ca- El sacerdote la apartó con un gesto violento y orgu-
nanea, y levantando un brazo en el aire, dijo: lloso.
—Antes de los dioses solamente existían las tinieblas, —¡Jamás! ¿no sabes que es un secreto mortal? Los Baals,
y un soplo pesado é indistinto como la conciencia del
hermafroditas, üúlo dejan caer sus velos para nosotros so-
hombre flotaba eobre la nada. Se contrajo creando t-1 de-
los, hombres por el espíritu, mujeres por la debilidad. Tu
sierto y la Nube, y del Deseo y de la Nube surgió la Ma-
deseo es un sacrilegio. ¡Bástete la ciencia que posees!
teria primitiva. Era un agua fangosa, negra, helada. En-
Cayó de rodillas poniendo ambos dedos índices junto á
cerraba monstruos insensibles, partes incoherentes, de for-
sus orejas en señal de arrepentimiento. Sollozaba oyendo
mas que aun debían nacer, y que están pintadas en I03
santuarios. las palabras del sacerdote, arrebatada á la vez de cólera,
de terror y de admiración. Schahabarim permanecía in-
Luego la materia se condensó; se convirtió en un hue-
sensible como las piedras del edificio; la miraba tembloro-
vo. Se rompió. La mitad formó la tierra, la otra mitad el
sa á sus pies y experimentaba una especie de alegría vién-
firmamento. El sol, la luna, los vientos, las nubes, apare-
dola sufrir por su divinidad á la que él tampoco podía co-
cieron, y al estallido del trueno despertaron I03 seres inte-
nocer.
ligentes. Entonces Eschmun se extendió por la estrellada
Empezaban á piar los pájaros, soplaba un viento frío, y
esfera; Khamon resplandeció en el sol, Melkarth con sus
blancas nubecillas corrían por el firmamento pálido.
brazos le empujó hacia Gades; los Kabyrios bajaron á los
De repente advirtió en el horizonte detrás de Túnez, co-
volcanes, y Rabbetna, semejante á una nodriza, se inclinó
mo una niebla ligera que se arrastraba sobre el suelo; des-
Kobre el mundo vertiendo su luz como leche, y su noche
pués, aquello se convirtió en una cortina de polvo gris, y
como un manto.
entre los torbellinos de aquella masa polvorienta, asoma-
—¿Y después?-dijo Salambó. ron cabezas de dromedarios, lanzas y escudos. Era el ejér-
Después le contó el secreto de las vírgenes para dis- cito de los bárbaros que avanzaba hacia Cartago.
traerla de sus obsesiones; pero el deseo de la virgen des-
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IV

Bajo las murallas de Cartago

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_ — ¡ ^ o s habitantes de la campiña, montados en
I b asnos ó corriendo á pie, pálidos, sin alien-
•± to, locos de terror, llegaron á la ciudad.
% Huían ante el t-jército. En tres días había
6 M S I Í S Í B a l v a < 1 ° ! a distancia que existe entre Sic-
k (á ca y Cartago para arrasar esta última.
'/• r Cerráronse las puertas y casi al mismo
tiempo aparecieron I03 bárbaros; pero se
a detuvieron en mitad del itsmo, á orillas
t/ del lago.
Al principio no se mostraron hostiles. Mucho3 se acer-
caron ostentando palma3. Se les rechazó á flechazos por-
que inspiraban un terror indecible.
Por la mañana y al anochecer, se veía á algunos de los
mercenarios errar á lo largo de las murallas. Se hacia no-
tar sobre todo por su persistencia un hombrecillo cuida- rayas de azur, cúpula de cobre, arquitrabes de mármol,
dosamente envuelto en un manto y cuyo rostro desapare- contrafuertes babilónicos, obeliscos apoyados y hundidos
cía bajo una visera. Durante largas horas permanecía mi- en el suelo por la punta, semejantes á antorchas inverti-
rando el acueducto con tal insistencia, que sin duda que- das. Los peristilos llegaban á los frontones; las volutas
ría engañar á los cartagineses acerca de sus verdaderos serpenteaban entre las columnatas; las paredes de granito
designios. Otro hombre le acompañaba, que era una espe- sostenían techumbres de tejas, y todos aquellos edificios su-
cie de gigante que iba con la cabeza desnuda. bían uno sobre otro, ocultándose á medias de una manera
Pero Cartago estaba bien defendida en toda la exten- maravillosa é incomprensible. Se advertían allí la sucesión
sión del itsmo, primero por un foso, después por un talud de las épocas y el recuerdo de patrias olvidadas.
cubierto de cé - ped, y por último, por la muí alia, alta de Detrás del Acropolis, en terrenos arcillosos, el camino
treinta codos, toda de piedra de sillería, formando doble de los mappales bordeado de tumba?, llegaba en linea rec-
cuerpo. ta desde la plaza hasta las catacumbas; grandes casas se
De trecho en trecho se levantaban sobre el segundo erguían en el centro de los jardines, y aquel tercer barrio,
cuerpo grandes torres almenadas que sustentaban escu- Megara, la ciudad nueva, llegaba hasta el borde del acan-
dos de bronce suspendidos á unos grandes garfios. tilado, donde se levantaba un gigantesco faro que ardía
Aquella primera línea de murallas defendía el barrio de tedas la3 noches.
Malqua, donde vivían marineros y tintoreros. Se veían los Cartago se desplegaba asi ante los soldados que ocupa-
mástiles en que se secaban las velas de púrpura, y en las ban la llanura.
últimas terrazas las hornillas de arcilla para cocer la sal- Desde lejo3 reconocían loa mercados, las encrucijadas;
muera. disputaban acerca del sitio y del nombre de los templos.
En la parte opuesta de la ciudad extendía en anfiteatro El de Khamoa, enfrente de los Sisitas, tenía tejas de oro;
sus altas casas de forma cúbica. Las había de piedra, de Meikartb, á la izquierda da Eschmun, ostentaba en su te-
madera, de guijarros, de caña, de tapia. Los bosques de cho ramas de coral; Tanit, más allá, redondeaba entre pal-
los templos, formaban como lagos de verdura en aquella meras su cúpula de cobre. El negro Moloeh estaba al pie
montaña de bloques pintados de diversos colores. Las pla- de las cisternas, hacia el faro. En el ángulo de los frontis-
zas públicas la nivelaban á distancias desiguales. Innume- picios, en lo alto de las paredes, en las esquinas de las pla-
rables callejuelas, entrecruzándose, le surcaban de uno á za?, por todas partes, se veían divinidades da asquerosas
otro extremo. cabezas, colosales ó rechonchas, con vientres enormes, con
Se advertía aún los recintos de los tres antiguos barrios; las fauces abiertas, extendidos los brazos y llevando en la
se levantaban aquí y allá como grandes escollos, alargan- mano horcas, cadenas ó javalinas; y el azul del mar, dibu-
do sus enormes masas, cubiertas de plantas trepadoras jándose en el fondo de las callee, las hacía parecer más
ennegrecidas por las inmundicias, y las calles pasaban por escarpadas por un efecto de perspectiva.
sus aberturas profundas como los ríos bajo los puentes. Una multitud bulliciosa las llenaba desde la mañana
La colina de la Acropolis, en el centro de Byrsa, desapa- hasta la noche; mancebos que agitaban campanillas, vo-
recía bajo un desorden de monumentos. Veíanse templos ceaban en la puerta de los baños; las tiendas de bebidas
de columnas con capiteles de bronce, conos de piedra con calientes humeaban, y por donde quiera resonaba el ruido
de los yunques y el mugir de las fraguas. Los galles blan- Matho tomó el mando de su3 soldados. Les hacía ma-
cos, consagrados al Sol, cantaban en las terrazas; I03 bue- niobrar sin descanso. Se le respetaba por su valor y por
yes que se degollaban mugían en los templos, los esclavos su fuerza sobre todo. Inspiraba además una especie de te-
corrían con cestas en la cabeza, y en los vanos de los pór- rror místi o, pues se creía que por la noche hablaba con
ticos, algún sacerdote aparecía envuelto en su obscuro fantasmas. Los otros capitanes se animaron al ver su ejem-
manto, con los pies descalzos y el gorro puntiagudo. plo. El ejército adquirió pronto severa disciplina. Los car-
Aquel espectáculo de Cartago irritaba á los bárbaros. tagineses oían desde sus casas I03 toques de atención y
La admiraban, la execraban y á la vez hubiesen querido mando. Al cabo los bárbaros se acercaron.
habitar la ciudad y destruirla. ¿Qué habla en el Puerto Para aplastarlos en el i'soio, hubiese sido preciso que
Militar defendido por triple muralla? Luego, detrás de la dos ejércitos les acometieran á la vez, uno por el golfo de
ciudad, en el fondo de Megara estaba más alto que el Utica, ctro por la montaña de Aguas Calientes. Pero, ¿có-
Acropolis, el palacio de Hamilcar. Los ojos de Matho se mo hacerlo con la sola Legión sagrada, fuerte de seis mil
fijaban de continuo en él. Subía á I03 olivos y se inclina- hombres á lo sumo?
ba, resguardando con la mano sus ojos para ver mejor. Si se inclinaban hacia Oiiente, se juntarían á los nóma-
Los jardines estaban vacíos, y la puerta roja con la cruz das é interceptarían el camino do Cyrene y el comercio
negra permanecía siempre cerrada. del desierto. Si se replegaban hacia occidente, sublevaría-
Más de veinte veces dió la vuelta á les murallas buscan- se la Numidia. La falta de víveres les haría devastar como
do alguna brecha para entrar. Una noche se echó al golfo una nube de langostas, las campiñas; los ricos temblaban
y durante tres horas nadó ein descanso. Lllegó hasta el por sus hermosas quintas, por sus viñas, por sus cultivos.
pie de les Map pales y quiso subir per el acantilado. Deso- Hannon propuso medidas atroces é impracticables, ta-
llóse las rodillas, rompióse las uñas y cayó de nuevo al les como prometer fuertes sumas por cada cabeza de bár-
agua sin lograr su objeto. baro, ó que por medio de buques y máquinas se incendia-
Su impotencia le exasperaba, estaba celoco de aquella ra su campamento.
Cartago que encerraba á Salsmmbó, como de alguien que Su colega Giscon quería, por lo contrario, pagarles. Pero
la hubiera poseído. Desapareció su enervamiento, y un á causa de su popularidad, los Antiguos le detestaban,
ardor continuado de acción le dominaba. Con las mejillas pues temían una dictadura, y por terror de ella y de la
inflamadas, irritados los ojos, ronca la voz, atravesaba con monarquía, so esforzaban en atenuar lo que de ellas sub-
paso rápido el campamento, ó bien sentado en la orilla, sistía ó lo que podía restablecerlas.
frotaba con arena su enorme espada. Disparaba flechas Fuera de las fortificaciones habitaba nna raza de origen
contra I03 buitres que pasaban. Su cólera se expandía en desconocido, compuesta de cazadores de puerco espines,
palabras furiosas. que se alimentaban de moluscos y serpientes. Iban á las
—Dá rienda suelta á tu cólera, como un carro arrebata- cavernas á coger hienas vivas, que por las noche3 hacían
do por sus corceles,—decía Spendio;—grita, blasfema, des- correr por las arenas de Megara, entre las agujas petreas
truye y mata. El dolor se mata con sangre, y ya que no de las tumbas. Su3 cabañas de barro estaban pegadas al
puedes satisfacer tu amor, conserva tu cólera, ella te sos- acantilado como nidos de golondrinas. Vivían allí ein go-
tendrá. bierno y sin dioses, entremezclados, completamente des-
nudo3, á u n tiempo débiles y feroces, y execrados desde vender la reserva de Silfio, sobrecargar de tributos las
antiguo por el pueblo á causa de su alimentación inmun- colonias; los mercenarios se impacientaban, y Túnez les
da. Los centinelas advirtieron un día que todos habían apoyaba. Los ricos, aturdidos por el furor de Hannon y
partido. los reproches de su colega, recomendaron á los ciudada-
Por fio se decidieron los miembros del Gran Consejo. I nos que conocían á algún bárbaro, que fueran á visitarle,
Fueron al campamento sin collares ni cinturones, calzan- esperando que así calmarían su cólera.
do sandalias descubiertas, como vecinos. Adelantaban con Comerciantes, escribas, obreros del arenal, familias en-
calma, saludando á los capitanes, ó se detenían hablando teras fueron al campamento.
á los soldados, para decirles que todo había acabado, y Los soldados dejaban entrar en el campamento á cuan-
que se atenderían sus reclamaciones. tos lo pedían, pero por un solo paso tan estrecho que no
Muchos de ellos no hablan visto nunca u n campamento podían atravesarlo cuatro hombres de frente. Spendio, de
de mercenarios. E n vez de la confusión que se imagina- pie junto á la barrera, les hacía registrar con cuidado. Ma-
ban, reinaba por do quier un orden y un silencio aterrar tho, frente á él, examinaba aquella muchedumbre, tra-
dores. tando de hallar á uno á quien [hubiese visto en el pa-
Una alta trinchera de tierra recubierta de musgo, ence- lacio de Salambó.
rraba el ejército como dentro de una alta muralla, incon- El campamento parecía una ciudad, según la agitación
movible al choque de las catapultas. El piso de las callee y la multitud que en él se advertía. Las dos muchedum-
estaba regado con agua fresca. Por las aberturas de las bres distintas se mezclaban, sin confundirse, una, vestida
tiendas, se veían relucir las pupilas amarillentas de los de tela ó de lana con casquetes de fieltro en forma de pi-
soldados. Los haces de picas y las panoplias, deslumhra- fias, y la otra, revestida de hierro, y con cascos. Entre los
ban á los cartagineses como espejos. Hablaban en voz ba- criados y los vendedores ambulantes, paseaban mujeres
ja. Temían derribar algún objeto con sus largos mantos. de todas las razas, morenas como dátiles maduros, ver-
Los soldados pidieron víveres, diciendo que se pagarían duzcas como aceitunas, amarillas como las naranjas, ven-
con el dinero que les debían. didas por los marineros, escogidas en los lupanares, roba-
Se les enviaron bueyes, carneros, pintadas, frutas secas, das á las caravanas, cogidas en el asalto de las ciudades, á
carnes saladas, pero rechazaban desdeñosamente les me- quienes se hartaba de amor mi entras eran jóvenes, y de
jores manjares, denigraban lo que se les cí recia y querían palos cuando viejas, y que después de una derrota, pere-
pagar las cabras al precio da los pichones, y las aves al cían á lo largo de los caminos, entre los bagajes, junto á
las bestias de carga abandonadas. Las mujeres de los nó-
precio de la fruta. Los comedores de cosas inmundas,ejer-
madas balanceaban sobre sus talones túnicas de pelo de
ciendo de árbitros, afirmaban que se les engañaba. Enton-
dromedario de color obscuro; negras, muy viejas, de pe-
ces tiraban de sus espadas y amenazaban matar.
chos pendientes, recogían para hacer fuego el fiemo de
Los comisarios del Gran Consejo escribieron el número
los animales, que hacían secar al sol; las siracusanas lle-
de años que se debía á cada soldado, pero ahora era impo-
vaban discos de oro en la cabellera, las lusitanas collares
sible saber á punto fijo cuántos mercenarios tenían dere-
cho á ser pagados, y los Antiguos se asustaron ante lo
exhorbitante de la suma que deberían abonar. Era preciso Salambó o
de conchas, las galas pieles de lobo sobre su blanco pe-
lemarcas de los griegos pidieron algunas de aquellas ar-
cho; y arrapiezos robustos, sucios, asquerosos, desnudog, maduras preciosas que se fabricaban en Cartago. El gran
incircuncisos, daban cabezadas en el vientre de los com- Consejo, votó un crédito para adquirirlas. También era
pradores, ó como tigrezuelos les mordían las manos. justo según decían los jinetes, que la República les indem-
Los cartagineses se paseaban á través del campamento nizara de la pérdida de los caballos. Uno afirmaba haber
asombrados al ver la abundancia que allí reinaba. Loa perdido dos en el combate; otro tres en un asedio, otro
más pobres estaban tristes, y los otros disimulaban sa diez ó doce en marchas forzadas. Se le3 ofreció corceles de
inquietud. Hecatómpylos; prefirieron dinero.
Los soldados les daban golpecitos en el hombro, invi- Luego pidieron que se les pagara en plata, todo el trigo
tándoles á divertirse. En cuanto advertían algún persona- que se les debía al precio más alto á que se vendió duran-
je de nota, le invitaban á tomar parte en sus juegos. te la guerra, de suerte que algunos cobraron por una me-
Cuando jugaban al disco, se las arreglaban para aplas- dida de harina más dinero que les había costado un saco
tarle los pies, y si se batían á puñadas, de la primera le entero de trigo. Aquella exigencia indignó á los cartagine-
rompían la mandíbula. Los honderos asustaban á los car- ses, pero les fué preciso someterse á ella.
tagineses con sus hondas. Los psylos con sus víboras, los Entonces los delegados de los soldados y los del Gran
jinetes con sus caballos. Aquellos mercaderes, al recibir Consejo se reconciliaron, jurando por el Genio de Carta-
esos ultrajes, bajaban la cabeza y se esforzaban por son- go y por los Dioses de los bárbaros. Siguiendo las costum-
reír. bres' orientales, se hicieron mil cumplidos y cortesías.
Algunos, para demostrar que eran valientes, afirmaban Luego los soldados reclamaron como prenda de buena
que querían ser soldados. Entonces se les obligaba á par- amistad, el castigo de los traidores que les indispusieron
tir leña y á limpiar los mulos. Se les encerraba en una ar- con la República. Se fingió no comprenderles. Entonces
madura y se les hacía rodar como toneles por las callea se explicaron más claramente diciendo que querían la ca-
del campamento. Luego, cuando querían partir, los Mer- beza de Hannon.
cenarios se mesaban los cabellos, haciendo contorsiones Muchas veces al día, abandonaban el campamento, se
grotescas. paseaban al pie de las murallas. Gritaban que se les echa-
Algunos de los soldados, imaginaban que todos los car- ra la cabeza del sufeta y tendían sus mantos para reci-
tagineses serían ricos de un modo desmedido, y les se- birla.
guían per doquiera, pidiéndoles todos los objetos que ex- El Gran Consejo hubiera cedido quizá á no ser por una
citaban su codicia, sus sortijas, sus sandalias, sus braza- última exigencia más injuriosa que las otras: pedían en
letes, sus cinturones. Cuando ya les habían despojado, y matrimonio para sus jefes, vírgenes escogidas en el seno
no les quedaba nada, si el cartaginés decía: «¿Qué queréis de las grandes familias. Era una idea de Spendio, que los
de mí?» unos le contestaban: «Tu mujer» y otros: «Tu demás creyeron razonable.
vida.» Pero aquella pretensión de querer mezclar su sangre
Las cuentas militares se entregaron á los capitanes y á con la sangre púnica, indignó al pueblo; se les dijo bru-
los soldados ya aprobadas en definitiva. Entonces recla- talmente que nada más recibirían. Entonces declararon
maron tiendas. Se les dieron las tiendas. Después los po- que se les había engañado, y que si dentro de tres días no
se les pagaba su sueldo, irían á tomarlo dentro de Caí. llevando tatuado en el pecho un loro. Amigos y esclavos,
tago. en gran número, todos sin armas, acompañaban al gene-
La mala fe de los Mercenarios no era tan grande como ral y á los intérpretes. El ejército acogió con aclamacio-
podía suponerse, pues Hamílcar les había becbo promesas; nes aquellas tres barcas cargadas hasta los topes.
exhorbitantes, vagas, pero solemnes y reiteradas. Pudie- En cuanto Giscon desembarcó, los soldados corrieron á
ron creer al desembarcar en Cartago que se pondría á su su encuentro. Hizo levantar una especie de tribuna con
sacos, y declaró que no se iría antes de haberles pagado á
disposición la ciudad, que se repartirían tesoros; y cuando
vieron que apenas si podían cobrar su sueldo, la desilu- todos.
sión fué grande para su orgullo y para su avaricia. Largos aplausos estallaron, y durante largo rato, no pudo
Dionisio, Pirro, Agatocles, y los generales de Alejan- hablar. Empezó exponiendo los errores de la República y
dro, ¿no habian dado el ejemplo de maravillosas fortu- los de los bárbaros; la culpa era de algunos alocados que
nas? El ideal de Hércules que los cananeos confundían con su violencia asustaron á Cartago. La mejor prueba de
la buena intención que guiaba á los cartagineses, era su
con el sol, resplandecía en el horizonte de los ejércitos. Seí
sabía que simples soldados llevaron diademas y el es- presencia allí, que desde antiguo era adversario del sufe-
truendo de los imperios que se derrumbaban hacía soñar ta Hannon. No debían suponer que fuera tan inepto el
pueblo que quisiera irritar á unos valientes como ellos, ni
á los galos en sus selvas de encinas y á los etiopes en BUS
arenas. Había un pueblo, dispuesto siempre á utilizar e! tan ingrato que desconociera sus servicios. Giscon empezó
valor de los hombres; y el ladrón echado de su asilo, e! á pagar á I03 soldados, comenzando por los libios.
parricida, errante por los caminos, el sacrilego perseguido Desfilaron ante él por naciones, levantando sus dedos
para decir el número de los años que se les adeudaba; los
por los dioses, todos los hambrientos, todos los desespera-
dos, trataban de llegar al puerto donde Cartago reclutabsescribas tomaban las monedas del cofre abierto, y otros
sus soldados. Casi siempre sabía mantener la República con un estilete, hacían agujeros en una lámina de plomo.
A los soldados se les marcaba en el brazo izquierdo con
sus promesas, pero en aquella ocasión, su avaricia estuvo i
punto de causar su pérdida. Los númidas, los libios, el pintura verde para que no pudieran volver á presentarse.
Pasó ante el general un hombre que marchaba pesada-
Africa entera, iba á lanzarse contra Cartago. Solamente e!
mar estaba libre, pero en el mar, encontraba á los roma' mente como los bueyes.
nos; y como un hombre asaltado por asesinos, sentía que —Ven aquí,—dijo el sufeta, sospechando algún fraude
la muerte aleteaba á su alrededor. —¿cuántos años has servido?
—Doce años,—contestó el libio.
Fué preciso recurrir á Giscon; los bárbaros aceptaron j Giscón le tocó con los dedos bajo la mandíbula, para
su mediación. Una mañana, vieron bajarse las cadenas ver si allí tenía la3 callosidades que la carrillera del casco
del puerto,'y tres barcos de poco calado, pasando por el producía á la larga. ¡Ladrón! exclamó el suffeta, los ca-
canal de la Tania, entraron en el lago. I llos que te faltan en el rostro, debes llevarlos sobre los
En la proa del primero, estaba Giscon; detrás de él, y hombros.
más alta que un catafalco, veíase una caja enorme, ador- Y desgarrándole la túnica, descubrió su espalda cubier-
nada de anillas, grandes como coronas. Aparecía luego la
Legión de los intérpretes, peinados como las esfinges, y
ta de roña sangrienta; era u n labrador de Hippo-zaryta. Le
rallas del campamento, oscilaba desde la puerta hasta el
silbaron; se le decapitó.
centro lanzando grandes clamores. Cuando el tumulto
Cuando llegó la noche, Spendio despertó á los libios y crecía demasiado, Giscon, apoyaba un codo en su cetro de
les dijo:
marfil, y mirando al mar, permanecía inmóvil con la ma-
—Cuando los ligurios, los griegos, los baleares y los ita- no hundida en su barba.
lianos habrán recibido su paga, marcharán. Pero vosotros A menudo Matho celebraba largas conferencias con
permaneceréis en Africa diseminados en cien pueblos dis- Spendio. Después poníase en frente del suffeta, y Giscon
tintos y sin ninguna defensa. Entonces la República se sentía perpetuamente sus pupilas fijas en él, llameantes é
vengará! Desconfiad. ¿Vais á dar crédito á las palabras de implacables. Muchas veces á través, de la multitud, se lan-
Giscon? Los dos sufetas están de acuerdo. Este os enga zaron injurias sin oirse. Entre tanto la distribución conti-
ña. Acordaos de la isla de I03 Esqueletos y de Xantippo que nuaba y el sufeta sabía vencer todos los obstáculos.
enviaron á Esparta en una galera podrida.
Los griegos reclamaron acerca de la diferencia de mo-
—¿Qué hacer?—preguntaban ellos. nedas. Les dió tan claras explicaciones, que se retiraron
—Reflexionad,—decía Spendio. sin chistar. Los negros reclamaron ser pagados en aque-
Los dos días siguientes transcurrieron empleados en pa- llas conchas blancas usadas por el comercio en el interior
gar á los soldados de Magdala, de Leptis, de Hecatompy- del Africa. Les ofreció pedirlas á Cartago. Entonces, como
lor; Spendio habló á los galos. los otros, aceptaron moneda. A los baleares se les había
—Se paga á los libios, después se pagará á los griegos prometido algo mejor, mujeres.
á los baleares, á los asiáticos y á los demás; pero á voso- El sufeta contestó que se esperaba para ellos una ca-
tros como sois pocos, no se os dará nada; no veréis ya ravana de vírgenes; el camino era largo, tardarían seis lu-
vuestra patria! ¡No os darán barcos! Os matarán, para nas en llegar, cuando estarían bien gorda3 y con la piel
ahorrarse alimentos. T aromatizada, se enviarían á las Baleares á bordo de gale-
Los galos fueron á hablar al suffeta Autarito, aquel á ras cartaginesas.
quien Giscon hirió en el jardín de Hamilcar, le interpeló. De repente Zarxas, vigoroso y fuerte ya, saltó sobre los
Desapareció arrojado por los esclavos, pero juró ven- hombros de sus amigos, y gritó:
garse. —¿No guardas alguna para los cadáveres?
Las reclamaciones, las quejas se multiplicaron. Los más Al decir esto, mostraba en la muralla de Cartago la
obstinados penetraban en la tienda del suffeta; para en puerta de Khamon.
ternecerle le tomaban las manos para hacerle palpar sus A los últimos rayos del sol las planchas de cobre que la
bocas sin dientes, sus brazos adelgazados, las cicatrices de revestían de alto abajo, resplandecían; I03 bárbaros cre-
sus heridas. Los que aun no habían recibido la paga, se yeron ver lucir en ellas un rastro sangriento. Cuantas ve-
irritaban; los que cobraron ya sueldo, pedían otro para sus ¡ ces quiso hablar Giscon, sus clamores ahogaron sus pala-
caballos; y los vagabundos, los desterrados, tomando las bras, al fin bajó lentamente y se encerró en su tienda.
armas de los soldados gritaban que se les desatendía. A Cuando salió de ella al apuntar el sol, sus intérpretes,
cada instante llegaban grupos de hombres, las tiendas i que dormían al exterior no se movieron; permanecían ten-
crujían, caían al suelo; la multitnd apretada entre las mu- - didos boca arriba con los ojos fijos, la lengua entre los
dientes y el rostro azulado. Mucosidades blancas fluían de trazadas con pintura violeta sobre pieles de oveja; y leyó
sus narices, y sus miembros estaban rígidos como si el cuanto había entrado en Cartago, mes por mes, día por
frío de la noche los hubiese helado. Todos tenían en el día.
cuello un apretado lazo de juncos. De repente ee detuvo con los ojos dilatados, como si
La rebelión fué en aumento desde aquel instante. El hubiese leido entre las cifras su sentencia de muerte.
asesinato de los baleares, recordado por Zarcas, confirma- En efecto, los Antiguos habían reducido fraudulenta-
ba la desconfianza de Spendio. Imaginaban los bárbaros menta aquellas cifras y el trigo vendido durante la gue-
que la República sólo pensaba en engañarles. ¡Era preciso rra figuraba á tan bajo precio, que era imposible no ad-
acabar! ¡No había necesidad de intérpretes! Zarxas, con vertir el engaño.
una honda arrollada á la cabeza, cantaba canciones de —¡Habla!—gritaron,—¡más alto! ¡Ah! ¡trata de mentir,
guerra. Autharito, blandía su larga espada; Spendio daba cobarde! Desconñemos.
armas á unos y animaba á otros. Los más fuertes procu- Durante unos momentos vaciló. Después, volvió á leer.
raban cobrar por sí mismos, los menos furiosos, pedían Los soldados, sin pensar que se les engañaba, aceptaron
que la distribución continuara. Nadie abandonaba sus ar- por buenas las cuentas de los Sysitas. Al ver la abundan-
mas y todas las cóleras iban conlra Giscon en una ola tu- cia de Cartago se apoderó de ellos un terrible furor. Rom-
multuosa de odio. pieron la casa de sicomoro; estaba casi vacia.
Algunos subían á su lado en la tribuna. Mientras se Habían visto salir de ella tales sumas que la juzgaban
contentaban con vociferar injurias se les escuchaba con inagotable. Giscon debía tener el oro en 6U tienda, Escala-
paciencia, pero si le ofendían personalmente inmediata- ron los sacos. Matho les guiaba y como gritaban «¡Dinero!
mente eran lapidados ó se les cercenaba la cabeza. El ¡dinero!» Giscon contestó al fin:
montón de sacos estaba más rojo que un altar. — ¡Que os pague vuestro general!
Después de las comidas, cuando habían bebido vino, Les miraba de frente, sin hablar con sus grandes ojos
eran temibles. Beber vino estaba prohibido en el ejército amarillos que relucían en su rostro más pálido que su
púnico ba jo pena de muerte, y los Mercenarios levanta- barba... Una flecha, detenida por las plumas, atravesaba
ban ahora sus copas mirando hacia Cartago para ocupar- su oreja y un hilillo de sangre se escurría desde su tiara
se de su disciplina. A veces se entretenían en matar á los hasta el hombro.
esclavos que contaban su dinero. La palabra hiere distinta Matho hizo una señal, y todos adelantaron. Spendio,
en cada lengua, la comprendían todos. con un nudo corredizo le aprisionó las muñecas, otro le
Giscon sabía que la patria le abandonaba; pero á pesar derribó y desapareció entre los remolinos de la multitud
de su ingratitud, no quería deshonrarla. Cuando le recor- que invadía la tienda y la tribuna.
daron que se les había prometido barcos, juró por Moloch Saquearon su tienda. Sólo se halló allí lo indispensable
que se los daría él mismo á su costa, y arrancando su co para los usos cotidianos. Luego, buscando mejor, aparecie-
llar de piedras azules, lo lanzó entre la multitud como ron tres imágenes de Tanit y una piedra negra, caída de
prenda de su juramento. la luna envuelta en una piel de mono. Muchos cartagine-
ses habían acompañado á Giscon; todos eran gente de viso
Los africanos reclamaron el trigo que les prometiera el
y partidarios de la guerra.
Gran Consejo. Giscon enseñó las cuentas de los Sysitas,
Se les arrastró fuera de las tiendas y se les precipitó en
el foso de la basura. Fueron atados por el vientre á sóli- Entonces Matho, levantando el brazo hacia el planeta
das estacas y se les alargaba el alimento con la punta de de Chabar, exclamó:
una jabalina. —¡Lo juro por Tanit!
Spendio añadió:
Autharito al mismo tiempo que los vigilaba, les injuria- j
—Mañana al ponerse el sol, me esperarás al pie del
ba, pero como no comprendían su lengua no le respon-
acueducto, entre el noveno y décimo arco. Tráete un pico
dían; los galos, de cuando en cuando, les echaban piedras
de hierro, un casco y sandalias de cuero.
para oírles gritar.
El acueducto de que hablaba, atravesaba oblicuamente
el istmo entero y formaba una obra enorme de cinco ar-
cos superpuestos que llegaba hasta la parte occidental
Al día siguiente una especie de inquietud se apoderó
del Acrópolis, donde pasaba bajo la ciudad para verter ca-
del ejército. Como no tenían contra quien dirigir su cóle-
si un río en la cisterna de Megara.
ra, reflexionaban acerca de lo que habían hecho. Matho
A la hora convenida, Spendio encontró á Matho. Ató
sentía una gran tristeza. Le parecía que indirectamente
una especie de arpón al extremo de una cuerda, la hizo
había ultrajado á Salambó. Los Ricos eran como una de-
dar vueltas rápidamente como á una honda, los garfios de
pendencia de su persona. Se sentaba por ia noche á la ori-
hierro hicieron presa y los dos, uno detrás de otro, subie-
lla de su foso y en sus gemidos oía algo de la voz que lle-
ron á lo alto de la pared.
naba su corazón.
Cuando hubieron llegado al primer piso, les costó mu-
Todos acusaban á los libios porque eran los únicos que cho traba jo enganchar de nuevo el harpón, pero por fin lo
habían cobrado, pero al mismo tiempo que crecían los lograron. Otras veces, la cuerda amenazaba romperse.
odios entre nación y nación, comprendían todos que era Por fin llegaron á la plataforma superior. Spendio, de
muy peligroso entregarse á tales celos. Después de un aten- cuando en cuando, se inclinaba para palpar las piedras
tado semejante, las represalias debían ser tremendas. Era con la mano.
preciso adelantarse á la cólera de Cartago. Todo se volvían —¡Aquí es,—dijo,—empecemos!
conciliábulos y arengas. Todos hablaban y nadie escucha-
Y apoyándose en el pico que trajo Matho, consiguieron
ba. Spendio ordinariamente tan locuaz meneaba la cabe-
za con desaliento escuchando las diversas proposiciones. levantar una de las losas.
En aquel instante advirtieron un grupo de jinetes que
Una noche preguntó á Matho si en el interior de la ciu- galopaban sobre caballos en pelo. Relucían sus brazaletes
dad había fuentes. de oro entre los obscuros pliegues de sus capas. Delante
—Ni una,—contestó Matho. del grupo corría un hombre con un penacho de plumas
Al día siguiente, Spendio le llevó á orillas del lago. de avestruz en la cabeza y una lanza en cada mano.
—¡Amo!—le dijo el antiguo esclavo;—si tu corazón es —¡Narr'Havas!—exclamó Matho.
intrépido te llevaré á Cartago. —¡Qué importa!— replicó Spendio; y se hundió en el
—¿Cómo? agujero que acababan de abrir al levantar la losa.
—¡Jura ejecutar todas mis órdenes, seguirme como una Matho trató de recubrir el agujero; pero no le fué po3Í
sombra! ble.
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—Ya volveremos,—dijo Spendio;—pasa delante. Enton-
ces se aventuraron por el conducto de las aguas. raron de ella, cedió y se encontraron en una escalera. Una
Les llegaban hasta el vientre. Pronto perdieron pie y puerta de bronce la cerraba. Con la punta de un puñal
tuvieron que nadar. Sus miembros chocaban contra las cortaron la barra, y de repente el aire libre azotó sus ros-
paredes del canal demasiado estrecho. El agua corría, casi tros.
tocando las paredes superiores, y contra ellas se desgarra- La noche era silenciosa, y el cielo parecía estar á una
ban la piel del cráneo. Luego la corriente les arrastró. Un altura desmesurada. Grupos de árboles elevaban sus ra-
aire más pesado que el de un sepulcro aplastaba tu pecho mas á lo largo de las paredes. La ciudad entera dormía.
y con la cabeza bajo los brazos, juntas las rodillas, pasa- Las hogueras de las avanzadas brillaban como estrellas
perdidas.
ban como flechas á través de las tinieblas, ahogándose,
casi muertos. De repente la obscuridad fué completa y Spendio, que había pasado tres años en el ergástulo, no
aumentó la velocidad de las aguas. Cayeron. conocía los diversos distritos de la ciudad. Matho pensó
que para ir al palacio de Hamílcar debían tomar á mano
Cuando hubieron vuelto á la superficie, durante unos
izquierda atravesando los Mappales.
instantes, permanecieron tendidos de espaldas aspirando
—No,—dijo Spendio,—llévame al templo de Tanit.
deliciosamente el aire. Muchas líneas de arcos, unas de-
Matho quiso hablar.
trás de otras, se extendían desde una á otra pared de los
—Acuérdate,—dijo el antiguo esclavo, y con la mano
grandes depósitos. Todos estaban llenos, y el agua forma-
le señaló el planeta de Chabar que resplandecía.
ba una sola superficie en toda la anchura de la cisterna.
Entonces Matho, silenciosamente, se dirigió hacia el
Las cúpulas del techo permitían el paso de una claridad
Acrópolis.
pálida que formaba sobre las ondas discos de luz, y las ti-
Se arrastraban á lo largo de las líneas de nogales que
nieblas de aquel recinto, que se espesaban más hacia las bordeaban los senderos. El agua corría desde sus miem-
paredes, le hacían parecer de una amplitud desmedida. El bros hasta el suelo. Sus sandalias húmedas no producían
menor ruido despertaba un fuerte eco. ningún ruido; Spendio con ojo3 relucientes como antor-
Spendio y Matho se pusieron á nadar, y pasando por chas, registraba todas las matas; iba detrás de Matho, con
bajo las aberturas de los arcos, atravesaron muchas salas. la manos puestas sobre los dos puñales que llevaba en los
Otras filas de estanques más pequeños se estendían para- brazos, mantenidos por una argolla de cuero, cerca de los
lelamente á cada lado. Se perdieron; avanzaban, retroce- sobacos.
dían. Por fin algo resistió bajo sus talones. Era el piso de
la galería que rodeaba la cisterna.
Entonces, avanzando con grandes precauciones, tantea
ron el muro para encontrar una salida. Pero sus pies se
deslizaban y caían en charcos profundos. Sallan de ellos
y volvían á caer de nuevo. Sentían una fatiga espantosa
como si sus miembros al nadar se hubieran disuelto en el
agua. Sus ojos se cerraron. Agonizaban.
Spendio tocó con la mano los barrotes de uno reja. Ti-
V

Tanit

|L salir de los jardines, les detuvo la mura-


lla de Megara. Descubrieron una brecha
y pasaron.
El suelo formaba pendiente. Estaban
en una gran plaza.
—Escucha,—dijo Spendio,—y no te-
mas nada; cumpliré mi promesa...
Se interrumpió; pareció reflexionar y
medir sus palabras.
—¿Te acuerdas de aquel día, en que, al nacer el sol, te
enseñaba yo la ciudad hundida bajo nuestros pies? ¡Aquel
día éramos fuertes, y no quisiste escucharme!
Luego, añadió con voz grave:
—Amo en el santuario de Tanit, hay un velo misterio-
so caído del cielo, que envuelve el cuerpo de la diosa.
—Ya lo sé,—dijo Matho.
S pendió añadió: bia una gran masa negra: era el templo de Tanit que for-
maba un conjunto de monumentos y jardines de patios y
—Ese velo es divino, pues forma parte de la diosa. Los
antepatios, rodeado de una pared de piedras sobrepuestas.
dioses viven donde están sus atributos. Cartago es podero-
Spendio y Matho salvaron aquella pared.
sa porque le posee.
Aquel primer recinto encerraba un bosque de plátanos
Inclinándose entonces á su oído, añadió:
que se plantó por precaución contra la peste y la infección
—¡Te he traído conmigo para robarlo!
de la atmósfera. Aquí y allí había tiendas en las cuales,
Matho retrocedió horrorizado:
durante el día se vendían pastas epilatanias, perfumes,
—¡Vete! ¡que otro te ayude! no quiero realizar esa ac- trajes, dulces en forma de luna, é imágenes de la diosa
ción execrable. representada dentro del templo.
—Tanit es t u enemiga,—replicó Spendio,—te persigne Nada debían temer, porque las noches en que el astro
y te matará. Haciendo lo que te digo podrás vengarte. La • no aparecía se suspendían todos los ritos. Sin embargo
diosa te obedecerá. Serás inmortal é invencible. Matho acortó el paso y se detuvo junto á los tres peldaños
Matho bajó la cabeza, el otro continuó: de ébano que daban paso al segundo recinto.
—Sucumbiríamos; el ejército mismo quedaría aniqui- —¡Adentro!—dijo Spendio.
lado. ¡No podemos ni huir ni esperar socorro ni perdón! Granados, almendros, cipreses y mirtos, inmóviles co-
¿Qué castigo puedes esperar de los dioses, si tienes su fuer- mo si fuesen de bronce, alternaban unos con otros. E l
za entre las manos? ¿Prefieres mejor una derrota, ó pere- suelo pavimentado de guijarros azules, crugíabajo sus pa-
cer á manos del populacho, ó sobre un cadalso? Amo, un sos y guirnaldas de rosas pendían á lo largo del camino.
día entrarás en Cartago al igual de los pontífices que be- Llegaron á u n agujero oval que tenía una reja.
sarán tus sandalias; entonces, si el velo de Tanit te pesa Entonces Matho, á quien aquel silencio espantaba, dijo
aún, podrás devolverlo á la diosa. Sigúeme, vamos á to- á Spendio:
marlo. . —Aquí es donde se mezcla las Aguas dulces con las
Uu gran deseo devoraba á Matho, hubiese querido apo- Aguas amargas.
derarse del velo absteniéndose del sacrilegio. Se decía que —He visto todo eso en Siria en la ciudad de Maphug.
quizás no era necesario poseerlo para obtener el p o d e r que Por una escalera de seis peldaños de plata, subieron al
confería. <jl tercer recinto.
—Vamos,—dijo, y se alejaron con paso rápido, uno al: Un cedro enorme se veía en el centro. Sus ramas infe-
lado del otro sin hablar. riores desaparecían bajo los collares y las ropas que ha-
El terreno se elevaba y estaban cerca ya de las casas. bían suspendido los fieles. Dieron algunos pasos más y
Caminaban por entre callejuelas sumidas en tinieblas. En apareció la fachada del templo.
una plaza veíanse camellos que rumiaban junto á unos - Dos largos pórticos cuyos arquitrabes descansaban so-
montones de yerba. Pasaron luego bajo una galera cu-1 bre pilares muy gruesos, flanqueaban una torre cuadran-
bierta de enredaderas. Ladraron algunos perros. De repen-, gular que ostentaba en su plataforma una media luna. E n
ta, se ensancharon las paredes y vieron que estaban cerca ¡
de la parte occidental de la Acrópolis. Al pie de Bvrsa ha- SáUmbó 6
los ángulos de los pórticos y en las cuatro esquinas de la pacio empujando con sus pezuñas las pinas que habían
torre se elevaban grandes pebeteros llenos de perfumes. caldo al suelo desde lo alto de la copa de los árboles.
Toda suerte de adornos y dibujos de piedra alternaban en Retrocedieron por otro camino distinto entre dos largas
las paredes, y una valla de filigrana de plata formaba u n galerías paralelas de las que se adelantaban unos pabello-
ancho semicírculo delante de la escalera de cobre que ba- nes. Tamboriles y címbalos pendían de su columnas de
jaba del vestíbulo. cedro. Algunas mujeres dormían fuera de los pabellones
Había en la entrada entre una alta aguja de oro y otra 6obre lechos de hojas. Sus cuerpos ungidos con aceites
de esmeraldas, u n cono de piedra; Matho, al pasar por perfumados y ungüentos, exhalaban u n olor como el de
allí, se besó la mano derecha. los pebeteros extintos. Estaban tan cubiertas de sortijas,
La primera sala era muy alta. Innumerables aberturas de brazaletes, collares y tatuajes, que, sin el movimiento
dejaban ver el firmamento. Al rededor de lo pared, en de su pecho se las tomara por ídolos tendidos en el suelo.
cestas de caña había muchas barbas y cabelleras, primi- Matho se ahogaba en aquella atmósfera pesada en qué
cias de los adolescentes- En el centro de una sala circular se olía el violento perfume que exhalaban les tabiques y
">1 cuerpo de una m u j e r salía de un estuche sembrado de puerias de cedro. Aquel amontonamiento de símbolos de
-íhos femeninos. Gorda, barbuda, y con los párpados la fecundación, aquellos perfumes, aquellos alientos aro-
I a )?, parecía sonreir cruzando sus manos sobre el bajo matizados le sofocaban. A través de los deslumbramientos
¿Qre, liso y afinado por los besos de la multitud. místicos, pensaba en la Salammbó. La confundía con la
za
uego se encontraron otra vez al aire libre, en un co- propia diosa y su amor florecía como esos grandes lotos
cei
¡ r transversal en que un altar de proporciones exi- que crecen junto á los estanques profundos.
gía, ge apoyaba contra una puerta de marfil. No podía
Spendio calculaba qué suma de plata ganara en otro
sarj- g8 ¿ e ¿yj. ¡ o s sacerdotes solamente tenían el derecho
a tiempo vendiendo aquellas mujeres, y con una mirada
Úbrirla, pues u n templo no es punto de reunión para
ávida avaloraba, al pasar, los collares de oro.
multitud, sino la vivienda particular ¿de una divini-
El templo resultaba impenetrable. Spendio buscaba sin
dad.
cesar y Matho, prosternado ante la puerta, imploraba á
—La empresa resulta imposible,—dijo Matho;—no ha- Tanit. Suplicábale que no permitiera tal sacrilegio. Trata-
bía pensado en esto. ¡Volvámonos! ba de amansarla con palabras cariñosas, como se hace
Spendio examinaba cuidadosamente las paredes. Que- con una persona irritada.
ría el velo, no porque tuviera fe en su virtud, pues única- Spendio vió sobre la puerta una estrecha abertura.
mente creía en el Oráculo, sino porque estaba persuadido —¡Levántatel— dijo á Matho, y le hizo poner arrimado
de que los cartagineses al verse privados de él, temerían á la pared.
toda suerte de desdichas. Para encontrar salida, dieron Subió á sus hombros, á su cabeza, y bien pronto des-
vuelta al altar. apareció por el agujero.
Bajo grupos de terebintos, veíanse edículos de distintas Después Matho Bintió el golpe de una cuerda con nu-
formas. Aquí y allá se elevaba un gran falo de piedra, y dos que caía de lo alto. Trepó por ella y pronto sé encon-
varios ciervos se paseaban tranquilamente por aquel es- tró cerca de Spendio en una gran sala obscura.
Semejantes atentados se reputaban imposibles. La falta
de vigilancia lo patentizaba. El terror, más que las pare- de tal manera que producían pavor. Las serpientes téníaú
des y las rejas, defendían los santuarios. Matho creía mo- pies; los toros alas; pescados con cabeza de hombre traga-
rir á cada paso que daba. ban frutas; de entre las quijadas de los cocodrilos emer-
Una luz brillaba en el seno de las tinieblas; se acerca- gían flores, y los elefantes, con la trompa levantada pasa-
ron á ella. Era una lámpara que brillaba en el pedestal de ban orgullosamente en pleno azur, como águilas. Un es-
una estatua. Discos diamantinos esmaltaban su amplio fuerzo terrible dixtendía sus miembros incompletos ó mul-
ropaje azul, y cadenas, que se hundían bajo las losas, la tiplicados. Parecía que, con la lengua, quisieran sacar su
agarrotaban los tobillos. Matho contuvo un grito: Balbu- fe- alma. Todas las formas se hallaban allí, como si el recep-
ceaba: «¡Aquí estál ¡aquí está!» táculo de los gérmenes, estallando en impensado ímpetu,
se vaciara sobre las paredes de la sala.
Spendió tomó la lámpara para alumbrarse.
—¡Qué impío!—exclamó Matho; pero le siguió. Doce globos de cristal la alumbraban dispuestos en cír-
La sala en que penetraron no tenía sino una pintura culo, sostenidos por monstruos que parecían tigres. Sus
obscura representando una mujer. Sus piernas llegaban pupilas eran salientes como los ojos de los caracoles y en-
hasta el techo; el cuerpo ocupaba todo el techo. De su om- corvando sus grupas poderosas miraban hacia el fondo
bligo colgaba un huevo enorme y la cabeza y los brazos donde resplandecía en un carro de marfil la Rabbet su-
caían hacia la pared opuesta, llegando hasta las losas, en prema, la Omnifecunda, la última creada-
qué parecían hundirse los dedos puntiagudos. Escamas, plumas, flores, pájaros, la cubrían hasta el
vientre. Llevaba por aretes unos címbalos de plata que
Para ir más adentro, levantaron una tapicería; pero so-
golpeaban sus mejillas. Los grandes ojos fijos, miraban, y
pló viento y la lámpara se apagó.
una piedra luminosa, engarzada en un símbolo obsceno,
Entonces erraron á la ventura, perdidos en aquel déda-
alumbraba toda la estancia, reflejándose sobre la puerta
lo de piedra. De repente sintieron bajo sus pies algo que
en espejos de rojo cobre.
tenia una extraña suavidad. Chispillas deslumbrantes bro-
taban por doquier; diríase que caminaban sobre fuego. Matho adelantó un paso; una losa cedió bajo sus talo-
Spendio se bajó y vió que el suelo estaba cubierto de pie- nes, y las esferas rodaron y rugieron las fieras; una har-
les de lince; luego les pareció que una cuerda recia, fría y monía semejante á la que producen los planetas girando
viscosa pasaba entre sus piernas. Algunas hendiduras de eternamente en el espacio se elevó melodiosa y pura; el
las paredes dejaban pasar claridades blancas. Adelanta- alma de Tanit se esparcía por el ámbito sagrado. Iba á
ban guiados por aquellas luces. Por fin vieron una gran levantarse, grande como la sala, con los brazos abiertos.
serpiente negra. Se lanzó hacia las tinieblas, desapareció. De repente los monstruos cerraron las fauces y los globos
de cristal no giraron.
—¡Huyamos!—dijo Matho. —¡Es ella! ¡La he visto!
¡viene!... Después una modulación lúgubre llenó los espacios y
se extinguió por fin.
—No,—contestó Spendio;-el templo está vacío.
—¿Y el velo? - dijo Spendio.
Entonces una luz cegadora les hizo bajar los ojos. Ad-
No parecía. ¿Dónde estaba? ¿Cómo hallarle? ¿Le habrían
virtieron á su alrededor, en las paredes, infinidad de ani- ocultado los sacerdotes? Matho experimentaba una sensa-
males demacrados, anhelantes, con las garras pronto á ción desgarradora, como si su fe se hubiese extinguido.
desgarrar, confundidos y amontonados unos sobre otroa
—Por aquí,—dijo Spendio. Una inspiración le guiaba. un hombre, un sacerdote con su alto casquete y su amplio
I-levó á Matho hacia una hendidura, ancha de un codo, manto. Tenía los ojos dilatados por el terror.
que había en la pared, detrás del carro de Tanit. Antes que hubiese hecho un ademán, Spendio abalan-
Penetraron en una salita circular, tan alta de techo que zándose á él, le hundió en la espalda sus dos puñales. La
parecía el interior de una columna. Había en el centro cabeza chocó contra las losas.
una piedra negra, semi esférica, como un tamboril; sobre Inmóviles como el cadáver permanecieron ambos escu-
ella elevábanse llamas; un cono de ébano, con brazos y chando. Sólo se oía el murmullo del viento por la entre-
cabeza, estaba detrás. abierta puerta.
Más allá resplandecía como una nube en que refulgían Daba esta á un corredor estrecho. Spendio lo siguió,
estrellas; entre sus pliegues aparecían mil figuras; Esch- Matho también y pronto estuvieron en el tercer recinto,
mun con los kabyros, algunos monstruos ya vistos, los entre los pórticos laterales donde estaban las habitaciones
animales sagrados de los babilonios, y otros que ni Matho, de los sacerdotes; Spendio arrodillándose junto á una
ni Spendio conocían. El velo pasaba como un manto bajo gran balsa de mármol llena de agua, en qué nadaban pe
el rostro del ídolo y volvía á subir estendido hacia la pa- ees parecidos á los del jardín de Salammbó, lavó sus ma-
red á la que estaba sujeto por los ángulos, azul como la nos sangrientas. Las mujeres dormían.
noche, amarillo como la aurora, purpúreo como el sol, Alguien, bajo los árboles, corría detrás de ellos; Matho
inmenso, diáfano, centelleante, ligero. Era el manto de la que llevaba el velo, sintió varias veces que tiraban de él
diosa, el zaimph sagrado que no podía mirarse. suavemente. Era un gran cinocéfalo, uno de los que vivían
Palidecieron ambos. en libertad en el recinto de la diosa. Como si hubiera te-
— ¡Tómalo!—dijo Matho. nido conciencia del robo, se asía al manto. No se atrevían
Spendio no vaciló; apoyándose en el ídolo, arrancó el sin embargo á pegarle por temor de que gritase. De re-
velo que cayó en tierra. Cogiólo Matho; después, pasó su pente su cólera se apaciguió y les seguía balanceando el
cabeza por la abertura, se envolvió el cuerpo en él, y ex- cuerpo y sus largos brazo3. Al llegar á la barrera, de un
tendía los brazos para contemplarlo mejor. salto, subióse á un árbol.
—¡Vámonos!—dijo Spendio. Cuando hubieron salido del último recinto, se dirigieron
Matho respirando con fuerza, permanecía con los ojos al palacio de Hamücar. Spendio comprendía que era inú-
fijos sobre las losas. til querer convencer de lo contrario á Matho.
De repente exclamó: Tomaron por la calle de los Curtidores, la plaza de
—¿Si fuera á verla? ¡Ya no temo su belleza! ¿Qué pue- Muthumbal, el mercado de las Yerbas y la encrucijada de
de ahora contra mí? Ya soy más que un hombre. Puedo Cynasyn. Al doblar uua, esquina, un hombre retrocedió
atravesar las llamas, puedo andar sobre el mar! ¡Salamm- asustado por aquel objeto centelleante que brillaba entre
bó! ¡Salammbó! ¡Soy tu dueño! las tinieblas.
Su voz atronaba. A Spendio le pareció más alto y como —¡Oculta, el zaimph!—dijo Spendio.
transfigurado. Otros transeúntes cruzaron por su camino, pero no se
Se oyó ruido de pasos, se abrió una puerta y apareció fijaron en ellos. Por fin llegaron á las casas de Megara.
El faro que se levantaba detrás de ellos, al borde del
acantilado, iluminaba el cielo con su luz roja, y la sombra
Una claridad blanquecina brillaba sobre las hojas de
del palacio con sus terrazas superpuestas, se proyectaba
talco que tapaban las aberturas de la pared, que como es-
en los jardines como una monstruosa pirámide. Entraron
taban simétricamente diapuestas, parecían hilos de finas
rompiendo con sus puñales el seto vivo que cerraba los
perlas incrustadas en la pared. Reconoció la puerta roja
jardines.
con la cruz negra. Los latidos de su corazón redoblaron.
Todo guardaba aun las huellas del festín de los Merce- Hubiese querido huir. Empujó la puerta; se abrió.
narios. Las plantas pisoteadas, los arroyuelos secos, las
Una lámpara en forma de galera, ardía suspendida en
puertas del ergástulo abiertas. Nadie se veía junto á las
el fondo del cuarto y tres rayos que se escapaban de su
cocinas y bodegas. Les estrañaba aquel silencio, interrum-
cadena de plata, temblaban sobre el suelo: pintado de ro-
pido á veces por el resoplido ronco de los elefantes que se
jo con raya? negras. En el techo aparecía en el centro de
agitaban en sus parques y por la crepitación del faro en
los artesones, amatistas y topacios. En los lados más lar-
que ardía una pira de áloe.
gos de la habitación había una cama muy baja formada
Matho, de cuando en cuando decía: de correas blancas.
—¿Dónde está? ¡Quiero verla! Llévame á su lado:
Una grada de ónice rodeaba una gran balsa de alabastro,
—Es una locura,—contestaba Spendio,—llamarás, apa-
junto á la cual, se veían aun las huellas húmedas de una
recerán sus esclavos, y á pesar de tu fuerza, morirás.
persona. Aromas esquisitos llenaban el aire.
Llegaron así á la gran escalinata de las galeras. Matho,
Matho se deslizaba por las losas incrustadas de oro, de
levantó la cabeza, y creyó advertir en lo alto una claridad
nácar y de cristal, y á pesar de la dureza del suelo, pare-
suave. Spendio, quiso contenerle pero aquel subió las
cíale que sus pies se hundían como si caminara por la
gradas.
arena.
Al encontrarse en aquel sitio en que la había visto, el
Había visto detrás de la lámpara de plata una masa
intervalo de los días pasados se borró de su memoria. To-
cuadrada de azur, suspendida en el aire por cuatro cuer-
do le hablaba de ella. El cielo, [sobre su cabeza parecía
das que pendían del techo, y se adelantaba doblando el
incendiado; el mar, llenaba el horizonte. A cada uno de
cuerpo, y con la boca entreabierta.
sus pasos una inmensidad mayor le rodaba, y continuaba
Alas de fenicópteros sujetas á mangos de coral negro
subiendo con la estraña facilidad que se esperimenta en
estaban tiradas entre cojines de púrpura, cofrecillos de
los sueños.
cedro, y espatulas de marfil. A los cuernos de antílope
El roce del velo que arrastraba sobre las piedras, le re- estaban pasados brazaletes y sortijas, y grandes vasos de
cordó su nuevo poder, pero en el exceso de su esperanza, arcilla, se refrescaban en las hendiduras de la pared sobre
se sentía tímido é irresoluto. cañisos.
De cuando en cuando pegaba su rostro á las aberturas Muchas veces tropezó porque el suelo tenía distintos ni-
cuadrangulares de las habitaciones cerradas, y en muchas
veles, que formaban en la sala como una serie de habita-
de ellas, creyó ver personas durmiendo.
ciones. En el fondo, balaustres de plata rodeaba un tapiz
El último piso, más pequeño, formaba una especie de sembrado de flores pintadas. Llegó por fin junto á la ca-
dado en la cima de las terrazas. Matho, le dió la vuelta ma suspendida, cerca de un escabel de ébano que servía
lentamente.
para subir.
Pero la luz no alumbraba sino la orilla de la cama y
Bolo se veía un ángulo del colchón rojo y ia punta de un que me sigas, si no quieres, yo me quedo! que me impor-
pie pequeño y desnudo. Entonces, Matho, acercó suave- ta... Anega mi alma en el soplo de tu aliento. ¡Aplástense
mente la lámpara. mis labios besando tus manos!
Dormía con 1a mejilla apoyada en una mano, y con el —Déjame ver,—decía Salambó,—¡más cerca! ¡más
otro brazo tendido. Las ondas de su cabellera se espaicían cerca!
con tanta abundancia alrededor de ella, que parecía ten- Amanecía. Las hojas de talco de las paredes aparecían
dida sobre negras plumas y su ancha túnica blanca llega- teñidas de un color gris. Salammbó se apoyaba desfalle-
ba hasta sus pies siguiendo las ondulaciones del talle. cida en los cojines de la cama.
Entre los párpados entornados veíanse algo sus ojos. Las —¡Te amo!—gritaba Matho.
cortinas la envolvían en una atmósfera azulada, y el mo Salammbó dijo:
vimiento de su respiración, comunicándose á las cuerdas, — ¡Dámelo!—y se acercaba.
parecía mecerla en el aire. Un mosquito zumbaba. Se acercaba más y más cubierta con su 6imarra blanca
Matho, inmóvil sostenía con la mano 1a galera de plata, que arrastraba, y fijos los grandes ojos en el velo. Matho
y de repente el mosquitero se inflamó desapareciendo y la contemplaba deslumhrado por los esplendores de su
Salammbó despertóse. cabeza y alargando hacia ella el zaimph, iba á abrazarla.
Ella, abría los brazos. De repente se detuvo, y quedaron
El fuego se extinguió por sí mismo. La lámpara hacía
absortos contemplándose.
oscilar en el pavimento sombras y aces de luz.
Sin comprender lo que solicitaba, sintió horror. Sus
—¿Qué ocurre?—preguntó.
delgadas cejas se enarcaron, sus labios se entreabrieron;
Matho, contestóle:
temblaba.
—¡Es el velo de la diosa!
Por fin golpeó una de las páteras de cobre que estaban
—¿El velo de la diosa?—exclamó Salambó. Y apoyán-
en los ángulos del colchón y gritó:
dose en las mano?, se inclinó hacia fuera estremecién-
dose. —¡Socorro! ¡socorro! ¡Atrás sacrilego! ¡Atrás! ¡Infamel
¡maldito! ¡á mi! ¡Taanach, Kroúm, Ewa, Micipsa, Scha-
El libio añadió:
vúl!
—He ido á buscarle para ti en las profundidades del Apareció el rostro de Spendio asustado entre las jarras
santuario. ¡Mira!
de arcilla, y lanzó estas palabras:
El zaimph fulguraba despidiendo vivos reflejos.
—¡Huye! ¡llegan!
—¿Te acuerdas?—decía Matho;—por la noche te me
Un gran tumulto llenó las escaleras, y una oleada de
aparecías en sueño?; pero no adivinaba la muda orden de
gente, mujeres, criados, esclavos, se lanzaron dentro de la
tus ojos. Si la hubiera comprendido hubiese venido; ha-
habitación, blandiendo estacas, rompecabezas, cuchillos y
bría abandonado el ejército. No saliera de Cartago. Para
puñales.
obedecerte bajaría por la caverna de Hadrumeto al Reino
Quedaron como paralizados de indignación al ver á un
de les Sombras! Perdóname. No comprendía lo que me
hombre; los criados lanzaban el chillido de los funerales,
pasaba, pero algo me arrastraba hacia tí! Sin los Dioses,
y los eunucos, palidecían bajo su piel negra.
no me habría atrevido jamás!... ¡Marchemos! ¡Es preciso
Matho, estaba d e t r á s de los balaustres. E n v u e l t o en el
z ^ m p h parecía u n dios sideral, rodeado del firmamento.
aquellos afirmaban que los bárbaros habían entrado en la
Los esclavos iban á lanzarse sobre él. Salammbó les detuvo.
ciudad.
—¡INO le toquéis! jes el manto de la diosa'
a r etr0Ced ld0
Matho, que no sabía como salir de los recintos, camina-
exf,n 2 , k ' P - o adelantó un paso hacia él, y ba sin vacilar en línea recta. Cuando advirtieron su pre-
extendiendo un brazo desnudo:
sencia, se oyó un clamor terrible. Todos comprendieron
-¡Maldición sobre tí que has robado á Tanit! ¡Odio!
lo que ocurría; fué una consternación primero, después
r r t r r r y doiori
<que ^ *** una inmensa cólera.
Del fondo de los Mappales, de las alturas del Acrópolis,
bataüas, te destroce! ¡que Mastiman, dios de los muertos,
de las catacumbas, de las orillas del lago, acudían hom-
teahoguelyqueelotro-elque no debe n o m b r a r s e - t é
bres y hombres. Los patricios salían de sus palacios, los
S a k S k n ! Ó , U n g r Í t 0 C 0 m 0 8i recibiera una
estocada. vendedores de sus tiendas, las mujeres abandonaban sus
Salambó repitió muchas veces: hijos. Todos cogían hachas, palos, espadas, pero el obs-
—(Vete, vete!
táculo que detuvo á Salammbó les detenía también á ellos.
Los criados se a p a r t a r o n , y Matho, b a j a n d o la cabeza ¿Cómo cogerle el velo? Su sola vista era un crimen; era de
la propia substancia de los dioses y su contacto producía
laTanTa H T 1 6 T ^ «
X ' la pUeita
' 66 d e t ™ >
^ 86 h a b í a
de lase aDchado á la muerte.
estrellas de oro del pavimento. Le arrancó con un brusco En el peristilo de los templos, los sacerdotes desespera-
movimiento, y bajó las escaleras.
dos se retorcían los brazos, los guardias de la Legión galo-
Spendio, s a l t a n d o de terraza e n terraza y salvando se- paban al azar; la gente subía á los terrados de las casas,
ta*barreras y r e g u e r o s de agua, escapó de los j ^ sobre los hombros de los colosos, sobre los mástiles de los
6Staba navios. Pero Matho adelantaba, y á cada paso aumenta-
Po fue e l T •T ^ ^ ^andoLTX
h Z !. Í T t l J a d
°e/ae n a q U e l
átio inaccesible. Llegó ban su rabia y su terror. Las calles, quedaban desiertas
6
cuando se aproximaba, y aquel torrente de hombres que
^ J e ^ T ^ í0Ca arriba y COn 108
Pies ^
huían, llegaba hasta la cima de las murallas. Por todas
partes sólo veía ojos dilatados como para devorarle, dien-
yPMlaD0Che e 0 tes que crugían, puños amenazadores, y las imprecaciones
d e & r ' - « de Salammbó resonaban multiplicándose.
baBn^ba 61 8 0 l ; M a t h 0
' 001X10 U n I e ó n se
aleja, baja- De repente silbó una larga flecha. Después otra; pasa-
Camm
ron zumbando las piedras, pero los proyectiles mal dirigi-
radas. °8' B n d o ¿ 8U a l r e d e d o r
™ L dos porque se temía tocar al zaimph, no alcanzaban á
Un rumor confuso llegaba á sus oídos. Partió aquel ru- Matho. Por otra parte servíale de escudo el velo sagrado;
le tendía á derecha, á izquierda, delante, detrás, y sus
que habían robado el tesoro de la República del templo enemigos, no sabían como aprisionarle. Cada vez andaba
Moloch; otros
hablaban de un sacerdote asesinado; más aprisa. Metiéndose por las calles que le parecían
abiertas, pero á veces las encontraba cerradas al final por
cuerdas y obstáculos de toda especie. Llegó á la plaza de
K h a m o n , d o n d e m u r i e r o n los baleares. M a t h o se detuvo
palideciendo como el que se siente morir. Aquella vez es-
taba perdido; la multitud aplaudía.
Corrió hasta la gran puerta que estaba cerrada. Era
muy alta, de roble, con clavos de hierro, y chapeada de
cobre. Matho trató de abrirla. El pueblo aullaba de ale- > """1!HH!i!2B38iI!¡!!Pin"" •<>• nMiiilIllliinaffMlllillii'1'"'
gría viendo la impotencia de su furor. Entonces tomó su
sandalia, escupió en ella y abofeteó las inmóviles hojas
La ciudad entera lanzó un clamor. Parecían haber olvida-
do el velo. Iban á matarle. Matho paseó sobre la multi-
tud una mirada vaga. Sus sienes latían con fuerza inusi-
tada, aturdiéndole; sentía el sopor de los borrachos. De
repente se fijó en la larga cadena que había para hacer
mover la báscula de la puerta.
De un salto, se colgó á ella, poniendo rígidos los brazos, VI
y afianzándose con los pies; las enormes hojas se entre-
abrieron.
Entonces, quitóse del cuello el gran zaimph, y lo levan-
Hannon
tó cuan alto pudo de su cabeza. El manto, sostenido por
el viento del mar, resplandecía al sol mostrando sus colo-
l
res sus pedrerías y la figura de sus dioses. Matho, lleván-
dole asi, atravesó toda la llanura hasta las tiendas de los
• soldados, y el pueblo, en las muralla«, miraba alejarse la
| "EBÍ robarla!—decía por la noche Matho á
fortuna de Cartago.
Spendio,—¡era preciso cogerla y arreba-
tarla de su casa! ¡nadie se hubiera atrevi-
á oponerse á mi paso!
Spendio no le escuchaba. Tendido de
espaldas, reposaba con delicia junto á una
jarra llena de hidromiel en la que, de
cuando en cuando, metía la cabeza para
beber más abundantemente.
Matho añadió:
—¿Qué hacer? ¿Cómo volver á Cartago?
—No lo sé,—contestó Spendio.
Aquella impasibilidad le exasperaba, y exclamó:
—¡La culpa es tuja! ¿Me arrastras, y luego me abando-
K h a m o n , d o n d e m u r i e r o n los baleares. M a t h o se detuvo
palideciendo como el que se siente morir. Aquella vez es-
taba perdido; la multitud aplaudía.
Corrió hasta la gran puerta que estaba cerrada. Era
muy alta, de roble, con clavos de hierro, y chapeada de
cobre. Matho trató de abrirla. El pueblo aullaba de ale- > """1!HH!i!2B38iI!¡!!Pin"" •<>• nMiiilIllliinaffMlllillii'1'"'
gría viendo la impotencia de su furor. Entonces tomó su
sandalia, escupió en ella y abofeteó las inmóviles hojas
La ciudad entera lanzó un clamor. Parecían haber olvida-
do el velo. Iban á matarle. Matho paseó sobre la multi-
tud una mirada vaga. Sus sienes latían con fuerza inusi-
tada, aturdiéndole; sentía el sopor de los borrachos. De
repente se fijó en la larga cadena que había para hacer
mover la báscula de la puerta.
De un salto, se colgó á ella, poniendo rígidos los brazos, VI
y afianzándose con los pies; las enormes hojas se entre-
abrieron.
Entonces, quitóse del cuello el gran zaimph, y lo levan-
Hannon
tó cuan alto pudo de su cabeza. El manto, sostenido por
el viento del mar, resplandecía al sol mostrando sus colo-
l
res sus pedrerías y la figura de sus dioses. Matho, lleván-
dole asi, atravesó toda la llanura hasta las tiendas de los
• soldados, y el pueblo, en las muralla«, miraba alejarse la
| "EBÍ robarla!—decía por la noche Matho á
fortuna de Cartago.
Spendio,—¡era preciso cogerla y arreba-
tarla de su casa! ¡nadie se hubiera atrevi-
á oponerse á mi paso!
Spendio no le escuchaba. Tendido de
espaldas, reposaba con delicia junto á una
jarra llena de hidromiel en la que, de
cuando en cuando, metía la cabeza para
beber más abundantemente.
Matho añadió:
—¿Qué hacer? ¿Cómo volver á Cartago?
—No lo sé,—contestó Spendio.
Aquella impasibilidad le exasperaba, y exclamó:
—¡La culpa es tuja! ¿Me arrastras, y luego me abando-
ñas como u n cobarde q u e eres? ¿Acaso d e b o obedecerte? Si me dirijo á tí, Matho, es porque la posesión del zaimph
¿Crees ser mi dueño? ¡Ah, alcahuete, esclavo! ¡hijo de es- te ha convertido en el jefe del ejército. Y añadió:
clavo! —Además, somos antiguos conocidos.
Rechinaba I03 dientes, y levantaba contra Spendio su Matho, entretanto, miraba á Spendio, que escuchaba
formidable mano. sentado sobre un montón de pieles, asintiendo con la ca-
El griego no contestó. Una lámpara de arcilla brillaba beza. Narr'Havas, continuó hablando. Invocaba el testi-
suavemente, iluminando una panoplia de la que estaba monio de los dio363, maldecía á Cartago. En sus impreca-
suspendido el zaimph fulgurante. ciones rompió una javalina. Su3 soldados lanzaron un
De repente, Matho calzó los coturnos, ciñó su coselete gran clamor, y Matho, arrastrado por aquella cólera, dijo
de escamas de bronce, tomó su casco. que aceptaba la alianza.
—¿Dónde vas?—preguntó Spendio. Se trajo entonces un toro blanco y una oveja negra,
—¡Voy allí! ¡Déjame! ¡Lo traeré! ¡Al que se me oponga, símbolos del día y de la noche. Se los degolló á la orilla
le aplasto como una víbora! ¡La mataré, Spendio! de una fosa. Cuando ésta estuvo llena de sangre, hundia
Calló un instante, y luego repitió: ron en ella los brazos, luego Narr'Havas, puso su mano
—¡Sí la mataré, ya lo verás, la mataré! en el pecho de Matho, y éste la suya en el de Narr'Havas.
Pero Spendio, que aguzaba el oído, arrancó bruscamen- Repitieron aquel estigma en la tela de sus tiendas. Des-
te el zaimph y le echó á un rincón, tapándole con pieles. pués, pasaron la noche comiendo, y se quemó el resto de
Se oyó un murmullo de voces, brillaron muchas antor- las carnes, junto con la piel los huesos, los cuernos y las
chas, y Narr'Havas entró seguido de unos veinte hom- pezuñas.
bres. Una inmensa aclamación saludó á Matho al volver tra-
yendo el velo de la diosa; hasta lo3 que no creían en la
Llevaban mantos de lana blanca, largos puñales, colla-
religión cananea sintieron que un Genio aparecía. En
res de cuero, aretes de madera y calzado de piel de hiena.
cuanto á tratar de apoderarse del zaimph, á nadie se le
Inmóviles en el umbral, se apoyaban en sus lanzas, como
ocurrió; bastaba el modo misterioso como se habla adqui-
pastores que reposan. Narr'Havas era el más apuesto de
rido para legitimar su posesión. Así pensaban los soldados
todos; correas adornadas de perlas ceñían sus delgados
de raza africana, los otros cuyo odio era menos tenaz, no
brazos; el círculo de oro que sostenía alrededor de su ca-
sabían que resolver. Es casi seguro que, de haber tenido
beza el amplio manto ostentaba una pluma de avestruz
navios, la mayoría de ellos se hubiera marchado.
que caía hacia su espalda; una eterna sonrisa mostraba
sus dientes; sus ojos eran agudos como flechas y á prime- Spendio, Narr'Havas y Matho, enviaron mensajeros á
ra vista se advertía su inteligencia y ligereza. todas las tribus del territorio púnico.
Cartago extenuaba aquellos pueblos. Les exigía impues-
Declaró que guerrearía con los Mercenarios, porque la
tos exorbitantes y el grillete, el hacha ó la cruz, castiga-
República amenazaba de antiguo su reino. Tenía pues in-
ban á los morosos. Era preciso cultivar la tierra, según
terés en socorrer á los bárbaros, y podía serles útil.
convenía á Cartago, entregarle lo que pedía; á nadie se
—Os proveeré de elefantes, de vino, de aceite, de ceba-
reconocía el derecho de poseer armas; cuando las aldeas y
da, de dátiles, de pez y de azufre, para los sitios; y os pro-
Salammbó 7
porcionaré además diez mil infantes y diez mil caballos.
pueblos se rebelaban, se vendía á sus habitantes como es-
clavos; á los gobernadores, se les estimaba como si fueran á ella. Los haces de lanzas se amontonaban en las aldeas
prensas, según la cantidad que producían. Luego más allá como gavillas de trigo. Sa enviaron ganados y dinero. Ma-
de las regiones directamente sometidas á Cartago, habita- tho, pagó á los mercenarios los atrasos de su sueldo, y
ban los aliados que no pagaban si no un mediano tributo; aquella idea de Spendio, la hizo nombrar generalísimo de
más allá todavía, vagabundeaban los nómadas á quienes las cohortes bárbaras.
se podía lanzar contra los aliados. Siguiendo tal sistema, Al mismo tiempo llegaban innumerables grupos de
las cosechas resultaban siempre abundantes, las yeguadas hombres para aumentar el ejército. Primero aparecieron
florecientes, las plantaciones soberbias. Catón el viejo, tan los hombres de raza auctoctona, después los esclavos del
entendido en materias de cultivo y de esclavitud, noventa campo. Se apoderaron los soldados de grandes caravanas
y dos años más tarde admiró tal sistema, y el grito de de negros, se armó á éstos, y muchos mercaderes que iban
muerte que repetía en Roma, no era si no la voz de unos á Cartago, incitados por el lucro, permanecieron entre los
celos feroces. bárbaros. Incesantemente llegaban al campamento de los
mercenarios grupos numerosos. Desde las alturas del Acró-
Durante la última guerra, las exacciones habían redo- polis, veíase como aumentaba el ejército.
blado, por lo cual, casi todas las ciudades de la Libia,
En la plataforma del acueducto, había centinelas de la
abrieron sus puertas á Régulo. Para castigarlas se les exi-
Legión; cerca de ellos, de trecho en trecho, había calderas
gió mil talentos, veinte mil bueyes, trescientos sacos de
de cobre donde hervía asfalto fundido. Al pié de las mu-
polvo de oro, adelantos considerables de semillas, y los je-
rallas, la gran muchedumbre se agitaba tumultuosamente.
fes de las tribus habían sido clavados en cruz ó echados á
Mostrábase incierta por que temía asaltar las murallas.
los leones.
Utica é Ippo Zarita, rehusaron su alianza. Colonias feni-
Túnez, sobre todo, execraba á Cartago. Más antigua cias como Cartago gobernábanse á si mismo, y en los tra-
que la metrópoli, no le perdonaba su grandeza. Permane- tados que firmaba la República, se admitía siempre una
cía frente á sus murallas, hundida en el barro á la orida claúsula en su favor. Respetaban á su hermana que las
del agua, como un animal venenoso que la miraba. Las protegía, y no creían que una multitud de bárbaros pudie-
deportaciones, las matanzas y las epidemias no le debili- ra vencerla; por lo contrario, estimaban que sería ella la
taban. Había sostenido á Arcagates, hijo de Agatocles. vencedora. Deseaban permanecer neutrales y en paz.
Los comedores de cosas inmundas, hallaron dentro de su Pero su posición las hacía indispensables. Utica, situa-
recinto cuantas armas quisieron. da en el fondo de un golfo, podía enviar fácilmente á
. A P8nas recibieron los correos, estalló en todas las pro Cartago socorros del exterior. Si Utica resultaba vencida,
vincias un indecible regocijo. Sin detenerse ahorcaron á Ippo Zarita situada seis horas más allá, también en la eos
los intendentes de las casas y á los funcionarios de la Re- ta, la reemplazaría, y la metrópoli, así socorrida sería
pública; sacaron de las cavernas las antiguas armas que inexpugnable.
allí ocultaban; con el hierro de los arados ee forjó espadas; Spendio, quería que se asediara inmediatamente Caita-
los niños afilaban las jabalinas, y las mujeres daban sus go, pero Narr'Havas se opuso; era preciso ante todo asegu-
collares, sus sortijas, sus aretes, todo lo que podía servir rar las fronteras.
para la destrucción de Cartago. Todos querían contribuir Tal era la opinión de los veteranos. Matho, la aprobaba
y quedó decidido que Spendio atacaría inmediatamente á
.Utica, Matho á Ippo Zarita, y que el tercer cuerpo de ejér- buena fe. Ptolomeo, poco tiempo antes le había rehusado
cito, tomando á Túnez por base de operaciones, ocuparía dos mi talentos. Además el robo del velo, descorazonaba á
la llanura de Cartago, Autharito, se encargó de su jefatura. los cartagineses, como lo había previsto Spendio.
En cuanto á Narr'Havas, debía volver á su reino para Pero aquel pueblo que se sentía aborrecido apretaba
procurarse elefantes, y recorrer los caminos con su caba- contra su corazón su dinero y sus dioses; y su patriotismo
llería, para evitar la llegada de socorros á la metrópoli. se avivaba por la forma de su gobierno.
Las mujeres se indignaron al saber aquella decisión; en- El poder dependía de todos sin que ninguno fuera bas-
vidiaban las joyas de las damas púnicas. Los libios tam- tante fuerte para acapararlo. Se consideraban las deudas
bién reclamaron. Se les babía llamado contra Cartago, y particulares como deudas públicas, los hombres de raza
ahora se les arrojaba de ella. Matho, mandaba á sus com- cananea, tenían el monopolio del comercio; sumando los
pañeros, á los íberos, á los lusitanos y á los hombres de beneficios de la piratería á los de la usura, esplotando ru-
occidente y de las islas, y á todos los que hablaban griego, damente las tierras los esclavos y los pobres, á veces, se
pidieron servir bajo las órdenes de Spendio, porque fiaban llegaba á la riqueza.
en su inteligencia. Esta era la única que daba acceso á todas las magistra-
La estupefacción fué grande cuando se vió que el ejér- turas, y aún que t i poder y el dinero se perpetuaran en
cito se movía de repente. Luego, se extendió bajo la mon- las mismas familias, se toleraba la oligarquía por la espe-
taña Ariana, por el camino de Utica, á orillas del msr. Un ranza de conseguirle.
gran destacamento permaneció junto á Túnez; y el resto, Las sociedades de comerciantes que redactaban las le-
desapareció y reapareció de allí á poco á la otra orilla del yes, escogían los inspectores de hacienda, los cuales al de-
golfo, cerca de los bosques entre los cuales se perdió. jar su empleo, nombraban á los cien individuos del Con-
Eran ochenta mil hombres quizá. Las dos ciudades ti- sejo de los Antiguos, el cual á su vez, dependía de la gran
rias no resistirían, y pronto volverían contra Cartago. Un Asamblea, reunión general de todos los ricos.
núcleo importante ya la sitiaba ocupando el itsmo por su En cuanto á los dos suffetas, aquellos restos de los an-
base, y bien pronto tendría que rendirse por hambre, pues tiguos reyes, menos poderosos que Cónsules, se elegían el
no podría vivir sin el auxilio de las provincias. El génio mismo día en el seno de dos familias distintas. Se les di-
político, faltaba á Cartago, su eterna sed de ganancias le vidía por toda suerte de odios y envidias para que se de-
impedía tener aquella prudencia que proporcionan las bilitaran reciprocamente.
ambiciones más nobles. Navio anclado en la arena líbica No podían deliberar sobre la guerra; y cuando queda-
solo podría permanecer en ella á fuerza de trabajo. Las ban vencidos, el Gran Consejo les crucificaba.
naciones y las olas mugían de continuo alrededor de ella Así pues, la fuerza de Cartago, emanaba de los Pussy-
y la menor tempestad, conmovía el formidable edificio. las, establecidos en un gran patio en el centro de Malqua,
El tesoio estaba agotado por la guerra romana, y por en el sitio en que había sacado la primera barca de mari-
todo lo que se había derrochado y perdido, mientras se • ñeros fenicios, y que ahora resultaba tenerse firme, por-
regateaba con los bárbaros. Sin embargo, era preciso en- que desde entonces se había retirado mucho el mar. Ha-
contrar soldados, y no había un gobierno que fiara en su bía en aquel patio gran número de habitaciones pequeñas,
de arquitectura arcaica, construidos de troncos de palme-
ra para que pudieran deliberar las diferentes compañías. Todos por exceso de terror resultaban valientes. Los Ri-
Los ricos, se reunían en aquel sitio y pasaban discutiendo cos desde que cantaban los gallos se alineaban á lo largo
horas y horas acerca de sus intereses, y de los del gobier- de los Mappales, y arremangando sus túnicas se adiestra-
no, tratando desde el cultivo de la pimienta hasta la es- ban en manejar la pica. Pero como no tenían quien les
terminación de Roma. Tres veces por luna, hacían subir instruyera disputaban. Sentábanse cansados sobre las tum-
sus lechos á la alta terraza que limitaba las paredes del bas, y luego, volvían á empezar. Muchos se sometieron á
patio; y desde abajo se les veía sentados en la altura sin un régimen determinado. Unos creyendo que para resistir
coturnos y sin mantos, con los diamantes de sus dedos las fatigas de la guerra, era preciso comer mucho, se har-
que se paseaban sobre las carnes, y sus grandes arracadas taban brutalmente; otros á quienes su corpulencia moles-
que se hundían en las jarras, todos gordos y fuertes, me- taba, se imponían abstinencias y ayunos.
dio desnudos, dichosos, riendo y comiendo en pleno azul, Utica había reclamado ya muchas veces el auxilio de
como tiburones que juegan entre las olas. Carta go, pero Hannon, no quiso marchar hasta que no
En la ocasión presente, no podían disimular su inquie faltó ni un clavo á las maquinas de guerra. Perdió todavía
tud, y estaban pálidos; la muchedumbre que les esperaba tres lunas, equipando los ciento doce elefantes que había
en la puerta les escoltaba hasta sus casas para ver de sa- en los establos de las murallas; eran los vencedores de Ré-
carles alguna noticia. Como en tiempo de peste todas las gulo; el pueblo les quería; debía tratarse con esmero á
casas estaban cerradas; las calles se llenaban y vaciaban aquellos antiguos amigos.
en un momento; se subía al Acropolis; se acudía al puer- Hannon, hizo refundir las planchas de cobre que cu-
to; el Gran Consejo, delliberaba cada noche. brían su pecho, dorar sus colmillos, ensanchar sus torres
Por fin el pueblo fué convocado en la plaza de Khamon y cortar las piezas de la mejor púrpura gualdrapas borda-
y se decidió dar el poder supremo á Hannon, el vencedor das con franjas preciosas. Como se acostumbraba á llamar
de Hecatomphilo. á sus conductores «los indios,> ordenó que á todos se les
Era un hombre devoto, taimado, implacable para los vistiera según la usanza india, es decir con un turbante
africanop, un verdadero cartaginés. Sus rentas eran tan blanco y un taparrabos de bysso que formaba con sus
grandes como las de los Barca. Nadie como él era enten- pliegues transversales á modo de las valvas de una concha
dido en administración. sobre Iss caderas.
Decretó el alistamiento de todos los ciudadanos válidos. El ejército de Autharito, continuaba ante Túnez. Se
Colocó catapultas en las torres, exigió aprestos considera- ocultaba detrás de la muralla construida con barro del lago
bles de armas, ordenó la construcción de catorce galeras, erizada con su cima de malezas espinosas. Los negros ha-
que de momento no se necesitaban; quiso que todo se bían puesto sobre altos palos hombres monigotes, másca-
anotara se detallara. Se hacia trasportar al arsenal, al ras humanas hechas con plumas de pájaros, cabezas de
faro, al tesoro de los templos; de continuo se veía su gran chacales y de serpientes que abrían las fauces de cara al
litera que oscilando de grada en grada, subía la escalinata enemigo, para asustarle. Por tal medio, y creyéndose in-
del Acrópolis. Por la noche en su palacio, como no podía vencibles, los bárbaros bailaban, luchaban y jugaban con-
dormir, para prepararse al combate, ordenaba con voz te- vencidos de que Cartago sucumbiría muy pronto. Otro
rrible maniobras militares. que no fuese Hannon hubiese aplastado fácilmente aque-
lia muchedumbre á la que embarazaban para sus manio-
bras grandes rebaños y buen número de mujeres. Autha- la rodeaban había una muralla flanqueada de torre?. Nun-
rito desanimado, no exigía nada de sus subordinados. Se ca había acometido el libio empresas tale3. El recuerdo de
apartaban cuando pasaba centelleando sus grandes ojos Salambó le obsesionaba y soñaba en los placeres que
azules, luego, llegado á la orilla del lag>, se quitaba su debía proporcionar su belleza, como delicias de una ven-
sayo de piel de f ca, desataba la cuerda que sujetaba sus ganza que le transportaba de orgullo. Pensó varias veces
largos cabellos rojos y los sumergía en el agua. Sentía no en ofrecerse como parlamentario. Pensaba que si entraba
haber desertado al campo romano con los dos mil galos en Cartago, podría llegar hasta ella. A veces daba la señal
del templo de Eryx. del asalto y se lanzaba como un loco contra una obra de
defensa de los sitiados. Detrás de él iban los bárbaros, des-
A veces, en mitad del día obscurecíase el sol, entonces, el truyendo cuanto encontraban, derribando con su espada
golfo y el mar libre parecían inmóviles, como si fueran de y con sus hachas todos los obstáculos. Las escalas cafan
plomo fundido. Una nube de polvo obscuro llegaba arremo- con estrépito; resonaban los gritos de angustia de vencidos
linándose, las palmeras se encorvaban, desaparecía el fir- y vencedores que caían heridos, y todo volvía á quedar en
mamento, oíase chocar las piedrezuelas contra la grupa de silencio:
los animales, y el Galo con los labios pegados á los agu-
jeros de su tienda se ahogaba de sofocación y de melan- Matho se sentaba fuera de las líneas de las tiendas y, '
colía. enjugándose con sus manos su rostro salpicado de sangre,
miraba hacia Cartago,
Otros, además de él, echaban de menos su patria, aun-
Delante de él entre los olivos, palmera?, mirtos pláta-
que no fuera tan lejana. Los cartagineses cautivos podían
nos, había dos anchos estanques que se juntaban á un la-
distinguir al otro lado del golfo, en los pendientes de Byr-
go, cuyos contornos no se veían apenas. Detrás de una
sa los velorios de sus casas tendidos en los patios.
montaña surgían otras montañas, y en el centro del in-
Pero los centinelas les vigilaban de continuo. Se les ha menso lago, elevábase una isla negra de forma piramidal.
bía atado á todos á una cadena común. Todos llevaban A la izquierda, al extremo del golfo, montones de arena,
un yugo de hierro, y la multitud no se cansaba de mirar- enormes, densas, semejaban á olas amarillentas petrifica-
les. Las mujeres enseñaban á sus hijos sus preciosas túni- das de repente, mientras el mar, plano como un pavimen-
cas desgaradas que colgaban de sus miembros demacra- to de lapislázuli, elevábase insensiblemente hasta con-
dos. fundirse con las nubes.
Cada vez que Autharito miraba á Giscón, sentía un tre-
Matho lanzaba hondos suspiros. Se tendía de bruces en
mendo furor al recordar su injuria; le hubiera matado sin
la arena y hundiendo en ella sus manos, lloraba. Sentíase
el juramento que hizo á Narr'Havas. Entonces volvía á su
solitario, débil, abandonado. Jamás obtendría lo que
tienda, bebía uaa mezcla de cebada y comino hasta embo-
anhelaba y ni siquiera podía apoderarse de una ciudad.
rracharse, y despues, despertaba devorado por una sed
Por la noche, en su tienda, contemplaba el zaimph.
horrible.
¿Para que le servia aquel atributo de los Dioses? Y de
Matho entretanto, sitiaba á Hippo Zaryta. nuevo dudada. Luego pensaba que aquel manto pertene-
La ciudad estaba protegida, por un lago que comunica- cía á Salambó y que un soplo de su alma flotaba entre
ba con el mar. Tenía tres recintos y sobre las alturas que
sus pliegues; y entonces le palpaba, le olla, hundía en él
hubiese escupido á Júpiter Olímpico y, sin embargo, te-
su rostro y le besaba sollozando.
mía hablar en voz alta á obscuras y cada día se calzaba pri-
Se cubría los hombros con él para formarse la ilusión
mero el pie derecho.
de que estaba junto á ella.
Hacía levantar enfrente de Utica una ancha terraza
A veces se escapaba de repente. Saltaba por sobre los
cuadrangular, pero á medida que subía elevábanse las
soldados que dormían envueltos en sus mantos, montaba
murallas también y lo que derribaban unos, casi inmedia-
á caballo, galopaba sin descanso y dos horas después esta-
tamente lo separaban los otros. Spendio procuraba aho-
ba en ütica al lado de Spendio.
rrar las vidas de sus soldados, y procuraba recordar la es-
Al principio hablaba del sitio; pero después, para miti- tratagema que oyo contar en sus viajes. ¿Porque Narr'Ha-
gar su dodor sólo pensaba en Salambó y de ella habla- vas, no volvía? Aumentaba la inquietud.
ba. Spendio le exhortaba á tener paciencia.
—Rechaza esos pensamientos que degraban tu alma.
En otro tiempo obedecías; hoy mandas. Si no conquista-
Hannon había terminado sus preparativos. En una no-
mos á Cartago, cuando menos se nos concederá algunas
che sin luna, hizo atravesar en almadía el golfo de Cartago
provincias y seremos reyes.
á sus elefantes y soldados.
Pero ¿porqué la posesión del Zaimph no les aseguraba Luego, dieron la vuelta á la montaña de las Aguas Ca-
la victoria? Según Spendio, era preciso esperar. lientes para evitar á Autharito, y avanzaron con tal lenti-
Matho imaginaba que el zaimph solo tenía virtudes tud, que en vez de sorprender á los bárbaros al amanecer,
para los hombres de raza cananea y en su malicia de bár- como calculaba el Su fleta, se llegó á su vista en pleno día
baro pensaba; «El velo no hará nada en mi favor; pero de la tercer jornada.
como se lo han dejado arrebatar, tampoco les favorecerá á Utica tenía por el lado de Oriente una gran llanura que
ellos. > llegaba hasta la laguna de Cartago; detrás de ella, empeza-
Después nuevas dudas le asaltaron. Tenía que, sacrifi- ba un valle aprisionado entre dos bajas colinas aisladas;
cando á Aptonknos, dios de los libios, se ofendiera Mo- los bárbaros estaban acampados más lejos, á la izquierda,
loch; preguntó á Spendio á cual de los dos sería más pru- para poder bloquear el puerto; dormían dentro de sus
dente sacrificar un hombre. tiendas, cuando apareció el ejército cartaginés.
—Es igual,—replicó Spendio. Los honderos iban en las alas. Los guardias de la Le-
El libio no comprendía tal indiferencia é imaginó que gión, sepultados en sus armaduras de escamas de oro, for-
el griego tenía un genio del que no quería revelar el nom- maban la primera línea; montados en sus grandes caba-
bre. llos, sin erices ni orejas, y que llevaban en medio de la
Todos IOB cultos como todas las razas alentaban en las frente un cuerno de plata para que semejasen reinoceron
filas de los bárbaros. Además de tener á los suyos, respe- tes. En los huecos que dejaban BUS escuadrones, iban in-
taban á los ajenos. Algunos mezclaban extrañas prácticas fantes con casco que balanceaban en cada mano una ja-
á sus ritos nacionales. Otros, á fuerza de saquear templos balina de fresno. Las largas lanzas de la infantería pesada
y derribar ídolos y degollar á BUS sacerdotes, acababan asomaban detrás de ellos.
por no creer si no en el Destino y en la Muerte. Spendio Todos aquellos mercaderes habían acumulado sobre sí
el mayor número posible de armas. Algunos llevaban á la tro. Aquel montón de picas, de cascos, de corazas, de es-
vez una lanza, un hacha, una maza, dos espadas; y otros padas y de miembros confundido?, se revolvía, se ensan-
parecidos á puerco espines, aparecían erizados de dardos y chaba, se estrechaba en elásticas contracciones. Las cohor-
sus brazos se apartaban de las corazas formadas de placas tes cartaginesas cedieron más y má?; sus máquinus de
de cuerno ó de planchas de hierro. Aparecieron luego las guerra no podían adelantar en la arena; la litera del sufle-
grandes máquinas de guerra; carrobalistas, onagres, cata- ta, que se veía desde el principio balancear por sobre los
pultas y escorpiones, oscilaban sobre carromatos tirados hombros de los soldados como una tarca sobre las olas,
por muías y cuadrigas de bueyes. A medida que el ejérci- zozobró de pronto. ¿Había muerto? Los bárbaros queda-
to se desplegaba, los capitanes sofocados, corrían á dere- ron solos.
cha é izquierda para comunicar órdenes, estrechar filas y Desvanecíase la polvareda alrededor de ellcs y empeza-
hacer que cada cual ocupara su puesto. Los de los Anti- ban á cantar victoria cuando Hannon apareció montado
guos llevaban cascos de púrpura, cuyas franjas magnificas en un elefante. Llevaba la cabeza desnuda, y su collar de
y larguísimas se enredaban con las correas de los co- placas azules chocaba contra su túnica negra; aros de dia-
turnos. mantes comprimían sus enormes brazos y con la boca
Los cartagineses, maniobraban tan pesadamente, que abierta blandía una pica desmesurada que terminaba en
los soldados riendo lea invitaron á sentarse. Les gritaban varias puntas y más brillante que un espejo. En seguida
que en seguida les vaciarían las barrigas y les harían be- retembló el suelo, y los bárbaros vieron avanzar en una
ber hierro. sola línea todos los elefantes de Cartago, con sus colmillos
En lo alto del mástil plantado ante la tienda de Spen- dorados, las orejas pintadas de azul, cubiertos de bronce y
dio, apareció un pedazo de tela roja. Era la señal. El ejér- balanceando sobre sus formidables torres de cuero en que
cito cartaginés contestó á ella con gran ruido de trompete- había tres arqueros con el arco tendido. Apenas si los sol-
ría de címbalos, de flautas hechas con hueses de asno y de dados pudieron defenderse. Considerando segura la victo-
tímpanos. Ya los bárbaros habían saltado fuera de las em- ria, se hablan desbandado y se alinearon como pudie-
palizadas. L03 dos ejércitos estaban á tiro de jabalina fren- ron. El terror paralizó su empuje y permanecieron inde-
te á frente. cisos.
Un hondero balear adelantó un paso, puso una bala de Desde lo alto de las torre3 les echaban jabaiinas, flechas,
arcilla en la onda, volteó ésta; estalló un escudo de marfil falaricas, masas de plomo. Alguno?, queriendo subir á las
y los dos ejércitos se precipitaron uno sobre otro. torres, se agarraban á las franjas de las gualdrapas. Con
grandes cuchillos se les cortaban las manos, y caían hacia
Con la punta de sus lanzas los griegos, pinchando á los
atrás sobre las espadas en alto. Las pica3, demasiado débi-
caballos en las narices los derribaron sobre sus ginetes.
les se rompían. Los elefantes, pasaban á través de las fa-
Los esclavos que debían lanzar piedras, las tomaron dema-
lanjes, como los jabalíes por el monte bajo; arrancaban las
siado gruesas y no podían arrojarlas lejos. Los infantes
estacas del campamento con sus trompas. Atravesaron é¿-
púnicos al herir de tajo con su3 largas espadas, descubrían
te de un extremo á otro derribando las tiendas con el pe-
el flanco derecho. Les bárbaros hundieron sus líneas y les cho. T o d o 3 I 0 3 bárbaros habían huido. S8 ocultaban en las
degollaban fácilmente; tropezaban con los moribundos y colinas por donde los cartagineses llegaron.
los cadáveres, cegados por la sangre que les saltaba al ros-
H a n n o n vencedor, se presentó ante las puertas de Uti" táis tan fuerte. ¡Soy yo! ¿Me conocéis? ¿Dónde están, pues,
ca. Hizo tocar las trompetas. Los tres jueces de la ciudad vuestras espadas? ¡En verdad que sois terribles!
aparecieron en lo alto de una torre entre la almena. Fingió querer ocultarse como si tuviesen miedo.
Lo3 de Utica no querían recibir huéspedes tan bien ar- — ¡Pedíais caballos, mujeres, tierras, magistraturas, sa-
mados. Hannon se indignó. Por fin consintieron en admi- cerdocios! ¿Por qué no? ¡Sí, j o os daré tierras de las que
tirle con una corta escolta. jamás saldréis! ¡Se os casará con horcas nuevas! ¿Vuestra
Las calles eran demasiado estrechas para los elefantes. paga? ¡Os la fundiremos en la boca en lingotes de plomo!
F u é preciso dejarles fuera. ¡Y os pondré en buen sitio, muy alto, casi en las nube?,
En cuanto el sufleta entró en la ciudad, fueron á salu- para que os acerquéis á las águilas!
darle los principales ciudadanos. Se hizo llevar á los baños Los tres bárbaros desgreñados y cubiertos de harapos,
y llamó á sus cocineros. le miraban sin comprender lo que decía. Heridos en las
rodillas, les cogieron echándoles cuerdas, y las gruesas ca-
denas de sus manos arrastraban por el pavimento.
Tres horas después, aún estaba hundido en el aceite de Hannon se indignó al ver su impasibilidad.
cinamomo, del que llenaron la pila; mientras Ee bañaba, — ¡De rodillas! ¡De rodillas! ¡Chacales, polvo, gusanos,
comía, sobre una piel de buey tendida, lenguas de feni- excrementos! ¡Y no me contestan! ¡Basta! ¡Callaos! ¡Que
copteros con semillas de amapola mezcladas con miel. se les depellejei ¡No! ¡Esperad!
Cerca de él, su médico griego, envuelto en su ampüa tú- Soplaba como un hipopótamo dilatando los ojos. El
nioa amarilla, hacía calentar de cuando en cuando la es- aceite perfumado pegándose á las escamas de su piel, y la
tufa y dos jóvenes inclinados sobre los peldaños del baño luz de las antorchas le daba un tinte rosado.
le frotaban las piernas. Pero los cuidados de su cuerpo, no Añadió:
amenguaban su amor á la República y dictaba una carta — Durante cuatro días hemos sufrido el sol. En el paso
para el gran Consejo. Como se habían cogido algunos pri- de Macar, hemos perdido las mulap. ¡Ah! ¡Cómo sufro!
sioneros, preguntábase qué terrible castigo inventaría. ¡Que se calienten los ladrillos hasta el rojo!
—Espera,—dijo á un esclavo que escribía.—¡Que me los Ss oyó un ruido de palas y el incienso humeó en los
traigan, quiero verlos! anchos pebeteros y unos esclavos desnudos que sudaban
Desde el fondo de la sal8, llena de un vapor blanqueci- como espor jas, aplastaron sobre las articulaciones del Suf-
no en que las antorchas formaban como manchas rojas, leta una pasta compuesta de harina, azufre, vino tinto,
empujaron á tres bárbaros; un samnita, un espartano y leche de perra, mirra, gálbano, y styrax. Una sed incesan-
un capadocio. te le devoraba; el hombre vestido de amarillo no cedió á
—Continúa,—dijo Hannon. sus ruegos, y tendiéndole una capa de oro donde humea-
«¡Alegraos, luz de los Baalt! ¡vuestro sufleta ha extermi- ba un caido de víbora, «bebe, la dijo, para que la fuerza
nado á los perros voraces! ¡Bendita sea la Repúblical ¡Or- de las serpientes nacidas del sol, penetre en el tuétano de
denad rezos públicos!» los huesos. ¡Oh! ¡Reflejo de los dioses! Ya sabes que un sa-
cerdote de Schum observa alrededor del Perro los astros
Vió á los cautivos y riendo les dijo;
—¡Ahí ¡Ahí ¡Valientes de Sicca! Parece que hoy no gri-
crueles que engendran tu enfermedad. Paüdecen como las
bárbaro?. Permanecieron al pie de las murallas con sua
máculas de tu piel, y no morirág.
bagajes, sus criados y todo su tren de sátrapas. Entrete-
—No, ¿verdad?—repitió el Suffeta.—|No debe morir!
níanse en sus tiendas bordadas de perla?, mientras el
Y de sus labios violáceos se escapaba un aliento más campamento de los mercenarios, situado en la llanura no
nauseabundo que la exhalación de un cadáver. Dos brasas era sino un monton de ruinas. Spendio recobró su valor
parecían arder en el sitio de los ojos que no tenían pesta- Envió á Zarachas al campamento de Matho, recorrió los
tañas Un colgajo de piel rugosa le caia sobre la frente. bosques, reunió sus hombres, los cuales, irritados de ha-
Sus dos orejas apartándose de la cabeza, empezaban á ber sido vencidos sin combate, de nuevo formaron sus co-
crecer y las arrugas profundas que formaban semicírculos hortes y compañías. Entonces encontraron u n gran cubo
alrededor de sus narices, le daban u n aspecto extraño y de petróleo abandonado sin duda por los cartagineses.
espantoso, gran semejanza á un animal feroz. Su voz ex- Spendio hizo coger gran número de cerdos, los remojó con
traña parecía un rujido. Dijo: el líquido, le inflamó y lo3 dirigió hacia Utica.
—Quizás tienes razón, Demonades, creo que no debo Los elefantes, asustados por aquellas llamas huyeron.
morir. [Me sieto fuerte, mira, mira como trago! E l terreno estaba en pendiente allí y los cartagineses al
Y meno3 por gula que por ostentación, y para probarse ver la luz de aquello3 animales, les echaron jabalinas que
asimismo que estaba bien, se hartaba de quesos, de pesca- acabaron de irritarle», y con sus colmillos y bajo sus pies
dos limpios de espina, de ostras, huevos, trufas y pajaritos aplastaban á los cartagineses, le3 ahogaban, le.s destroza-
asados. Mirando á los prisioneros se deleitaba pensando en ban. Detrás de ellos, los bárbaros bajaban de la colina;
su suplicio. Al acordarse de Sicca, la rabia de todos sus el campamento púnico s i l empalizadas ni trinchera?, fué
dorores se exhalaba en injurias contra aquellos hombres. tomado a la primera embestida y los cartagineses fueron
- [Ah traidores! ¡Miserables! ¡Malditos! ¡Me ultrajabais aplastados contra las puertas que no se abrieron por te-
á mi! ¡A mí, el Suffeta! ¡Sus servicios! ¡El precio de su mor á los mercenarios.
Eangre como dicen elllos! ¡ Ah! ¡Sí! ¡Su sangre! ¡Su sangre! Apuntaba el día; por occidente se vió llegar la infante-
Luego, hablando consigo mismo, añadió: ría de Matho- Al mismo tiempo apareció gran golpe de ji-
—¡Todos perecerán, no se venderá ni uno solo! Mejor netes; eran Warr'Havas con sus númidas. Saltando ba-
sería conducirlos á Cartago. ¡Pero no tengo bastantes ca- rrancos y malezas perseguían á los fugitivos como lebreles
denas! ¡Escribid que me envíen! ¿Cuántos son? ¡No haya que dan caza á las liebres. Aquel cambio de fortuna, inte-
piedad! ¡Que me traigan en cestas todas sus manos cor- rrumpió al Sufeta. Gritó que le sacaran del baño.
tadas. Los tres prisioneros permanecían aún ante él. Entonces
En aquel instante estallaron gritos extraños á la vez un negro, el mismo que en la batalla llevaba su quitasol
roncos y agudos, dominando la voz de H m n o n y el ruido se inclinó á su oído.
de I03 p'atos que se le servían. Crecieron cada vez má?, y —¿Qué?...—contestó el Suffeta lentamente.—¡Ah! ¡má-
se oyó de súbito el grito furioso de los elefantes, como si talos! añadió con tono brusco.
la balaHa empezara de nuevo. Un gran tumulto rodeó la El etiope, Bacó del cinto u n largo puñal y las tres cabe-
ciudad entera.
Los cartagineses no habían tratado de perseguir á les Salammbé §
zas cayeron. Una de ellas, botando entre los restos del fes-
tín saltó dentro de la pila, donde flotó unos instantes con humaredas que subían hasta el cielo. Eran las quintas de
la boca abierta y los ojos fijos. los Ricos que ardían.
La claridad de la mañana entraba por las aberturas; de Sólo un hombre hubiera podido salvar á la República.
los tres cuerpos tendidos boca abajo, salía á borbotones la Se arrepintieron de haberle desconocido, y hasta el parti-
sangre como de tres fuentes, y un charco de sangre corría do de la paz, votó holocaUítos para la vuelta de Hamilcar.
por el mosáico cubierto de polvo azul. El Suft'eta mojó la La pérdida del zaimph había transformado á Salamm-
mano en aquel fango caliente y con él se untó las rodillas. bó. Por la noche creía oir los pasos de la Diosa y desper-
Era un remedio. taba asustada lanzando gritos. Todos los días mandaba
llevar comida á los templos. Taanach se extenuaba cum-
Cuando llegó la noche salió de la ciudad con su escol-
pliendo sus órdenes, y Schahabarina no la abandonaba.
ta, y luego metióse entre montañas para reunirse á su ejér-
cito.
Sólo encontró los restos.
Cuatro días después, estaba en Gorza, en lo alto de un
desfiladero, cuando las tropas de Spendio se presentaron
en la parte baja.
Han non reconoció en la reta guardia al rey de los numi-
das; Narr'Havas se inclinó para saludarle, haciéndole una
señal que no comprendió.
Volvió á Cartago pasando mil penalidades. Unicamente
caminaban de noche; de día se ocultaban en los olivares.
En cada etapa morían muchos; se creyeron perdidos mu-
chas veces; por fin llegaron al cabo Hermteum, donde em-
barcaron.
Hannon estaba tan fatigado, tan desesperado, que pidió
veneno á Demónades. Además se veía ya crucificado.
Cartago no tuvo fuerza para indignarse contra él. Se
habían perdido cuatrocientos mil novecientos setenta y
dos eiclos de plata, quince mil seiscientos veintitrés she-
kels de oro, dieciocho elefantes, catorce individuos de
Gran Consejo, trescientos Ricos, ocho mil ciudadanos y
todas las máquinas de guerra! La defección de Narr' Ha-
vas era cierta, I03 dos sitios empezaron de nuevo. El ejér-
cito de Autharito, se extendía ahora desde Túnez hasta
Rades.
De lo alto del Acrópolis se veían en la campiña espesas

J
VII

Hamílcar Barca

SL Anunciador de las Lunas, que vigilaba


todas las noches desde lo alto del templo
de Eschmnú, para señalar con su trompe-
ta las agitaciones del astro, advirtió una
mañana por el lado de Occidente, algo
parecido á un pájaro rozando con sus
alas la superficie del mar.
Era un navio con tres órdenes de reme-
ros; llevaba esculpido en la proa un caba-
llo. Elevábase el sol; el Anunciador de las Lunas se puso
la mano ante los ojos, y luego, cogiendo su clarín, lanzó
un gran grito de cobre hacia Cartago.
De todas las casas salió la gente; no se quería creer lo
que ocurría, disputaban todos y el muelle se llenó de cu- El puerto militar estaba completamente separado de la
riosos. Por fin se reconoció la trireme de Hamilcar. ciudad; cuando llegaban embajadores les era preciso pa-
Avanzaba orgullosa y feroz con la antena recta, la vela sar entre dos murallas por un corredor que desembocaba
hinchada y hendiendo la espuma; sus gigantescos remos á la izquierda en frente del templo de Khamon. Aquella
se hundían cadenciosamente en el agua. De cuando en gran extensión de agua redonda como ua vaso, hallábase
cuando en la extremidad de su quilla, formada como la rodeada de muelles, donde había como unos grandes ni-
reja de un arado, aparecía, bajo el espolón que terminaba chos para abrigar á los navios. Delante de cada uno de
la proa, el caballo de cabeza de marfil encabritado, como ellos se levantaban dos columnas que en su capitel tenían
si corriera eobre las llanuras del mar. los cuernos de Ammon, lo cual formaba una línea de pór-
Junto al promontorio cesó el viento, c-ayó la vela, .y se ticos alrededor del estanque. En el centro, en una isla, se
vió junto al piloto un hombre de pie con la cabeza des- levantaba una casa para el suffeta del mar1.
nuda. ¡Era él, el suffeta Hamilcar! Llevaba alrededor de El agua era tan límpida, que se veía el fondo pavimen-
la cintura anchas hojas de hierro que relucían, un manto tado de guijarros blancos. El ruido de las calles no llega-
rojo pendía de sus hombros dejando ver sus brazos; do3 ba hasta allí, y Hamilcar, pasando, reconocía las triremes
perlas muy largas colgaban de sus orejas, y cala sobre su que había mandado.
pecho la barba espesa y negra. Solamente quedaban unas veinte cuidadosamente res-
La galera empujada por las olas se acercó al muelle, y guardadas, y cubiertas de dorados y de símbolos místicos.
la multitud la seguía andando y gritando: P¿ro por la acción del tiempo las Quimeras habían perdi-
— ¡Salud! ¡bendición! ¡ojo de Kharaon! ¡Ahí ¡líbranos! do sus alas, los Dioses sus brazos, I03 toros sus cuernos de
¡La culpa la tienen los Ricos! ¡Quieren matarte! ¡Cuidado plata. Todas medio despintadas, inertes, podridas, pero
Barca! llenas de recuerdos exhalaban todavía como el aroma de
No contestó, como si el clamor del océano y de las ba- sus viajes, y al ver pasar á Hamilcar, al igual de los sol-
tallas le hubiesen ensordecido. Pero cuando llegó al pie dados mutilados que ven á su antiguo jefe, parecían de-
de la escalera que bajaba del Acrópolis, Halmicar bajó la cirle: «¡Somos nosotras! pomos nosotras! Tú también eres
cabeza, y cruzado de brazos miró el templo de Eschmun. un vencido».
Su mirada subió más aun, se perdió en la bóveda inmen- Nadie, fuera del suffeta del mar, podía entrar en la casa-
sa; con voz áspera dió una orden á sus marineros; la tri- almirante. Hasta que se tenía la prueba de su muerte, se
reme saltó; rozó el ídolo que se erguía en el ángulo del le consideraba siempre como vivo. Los Antiguos evitaban
muelle para detener las tempestades; y en el puerto del de aquel modo un amo, y no habían faltado tampoco esta
Comercio, lleno de inmundicias, de trozos de madera y de vez á la costumbre. El Suffeta penetró en las salas desier-
cáscaras de frutas, rechazaba ó partía los otros navios tas. A cada paso encontraba armaduras, muebles, objetos
amarrados á estacas y que terminaban en forma de man- conocidos, y que sin embargo le admiraban, y en el vestí-
díbulas de cocodrilo. El pueblo, acudía allí, y algunos pa- bulo había aún, en un pebetero la ceniza de los perfumes
ra saludarle de más cerca se echaron al agua. El buque quemados al partir para conjurar á Meikarth. No era de
estaba ya ante la puerta erizada de clavos. Levantóse y la aquel modo como esperaba volver. Todo lo que había he-
trireme desapareció bajo la bóveda profunda. cho, cuanto había visto, apareció ante su memoria: los
asalto?, los incendios,las Legiones, las tempestades, Drepa- pesar aquella atmósfera sobre su pecho, subió á la cima
no, Siracusa, Lili vea, el monte Etna, la meseta de Eryx, de la torre que dominaba á Cartago.
cinco años de batallas, hasta el día funesto en que, depo- L% ciudad se extendía en pendiente con sus cúpulas,
niendo las armas, ss perdió Sicilia. sus templo?, sus techos de 010, sus casas, sus grupos de
Subió al último piso de la casa; luego, sacando de una palmsia3, sus bolas de cristal que lanzaban destellos, y las
concha de oro suspendida á. su brazo una espátula ador- muralla?, formaban como una gigantesca guarnición á
nada de clavos, abrió la puerta de u n a salita oval. aquel cuerno de la abundancia que parecía verterse á sus
Delgadas redondeles negras, hundidas en la pared y pie?. Abajo, veía los puertos, las plazas, el interior de los
transparentes como cristal, la iluminaban suavemente. patios, las líneas de las calles, los hombres diminutos casi
Entre las hileras de aquellos disco3 iguales, se veían unos pegados al pavimento. ¡Ab! si Hannon no hubiese llegado
agujeros parecidos á los de las urnas en los columbarios. demasiado tarde el día de las islas Egatesl Sus ojos se
Contenía cada uno una piedra esférica, negruzca, que pa- hundieron en el extremo horizonte, y tendió hacia el lado
recía muy pesada. Unicamente las inteligencias superiores de Roma sus brazos temblorosos.
honraban aquellas piedras desprendidas de la luna. Por La muchedumbre ocupaba las gradas del Acrópolis. En
su caída representaban los astros, el cielo, el fuego; por su la plaza de Kbamon había empujones para ver al suffeta
color, la noche tenebrosa; por su densidad, la cohesión de cuando saliera. Las terrazas se ilenaban de gente. Algunos
las cosas terrestres. Una atmósfera sofocante llenaba aquel le reconocieron. Se le saludaba; se retiró, para mejor exci-
lugar místico. Arena del mar que el viento había empuja- tar la impaciencia del pueblo.
do sin duda á través de la puerta, blanqueaba algo las Hamiicar encontró en el gran salón á ios hombres más
piedras redondas de los nichos. Hamiicar con la punta de importantes de su partido: Istatíen, Subeldia, Hictamon,
su dedo, las contó todas; luego ocultó el rostro bajo un Jeubas y otros. Le contaron cuanto había ocurrido desde
velo do color de azafrán, y cayendo de rodillas se echó de que se firmó la paz: la avaricia de I03 Antiguo?, la mar-
bruces con los brazos extendidos. cha de los soldados, su vuelta, sus exigencias, la captura,
La luz exterior atravesaba las obscuras hojas que tapa- da Gitcon, el robo del Zaimph, Urica socorrida y después
ban I33 ventanillas. Arborescencias, montículos, torbelli- abandonada; pero nadie se atrevió á decirle los aconteci-
nos, extraños animales, se dibujaban en su espesor diáfa- mientos que lo concernían. Por fin se separaron para ver-
no, y la luz llegaba espantable y pacífica sin embargo, co- se de nuevo durante la noche en la asamblea de los Anti-
mo debe existir detrás del sol, en los tristes espacios de guos, en el templo de Moloc'a.
las creaciones futuras. S9 esforzaba en borrar de su men- . Acababan de sslir cuando estalló un gran tumulto jun-
te todas las formas, todos los símbolos y apelativos de los to á la puerta. A pesar de los criados alguien quería en-
Dioses, á fin de poder comprender mejor el inmutable es- trar; y como el escándalo redoblaba, Hamiicar mandó que
píritu que las apariencias ocultan. Algo de las vitalidades introdujeran al desconocido. Se adelantó una negra vieja,
planetarias le penetraba, mientras sentía por la muerte y encorvada, arrugada, temblorosa, de facha estúpida, en-
por todos los azares un desdén más hondo y más íntimo. vuelta hasta los talones en amplios velo3 azules. Llegó á
Cuando se levantó, sentíase lleno de una intrepidez sere- .un paso del suffeta y se miraron uno y otra largo espacio.
na, invulnerable á la misericordia, al temor, y como sentía De repente Hamiicar se estremeció; á un ademán suyo los
esclavos se fueron. Entonces haciendo señal de que an-
duviera con precaución le condujo á una habitación apar- Hamilcar bajaba la cabeza, deslumhrado por aquellos
tada. presagios de grandeza.
La negra se echó al suelo y quiso besarle los pies. El la —Desde hace algún tiempo siente como una especie de
levantó brutalmente. inquietud. Mira á lo lejos las velas que pasan sobre el
mar; está triste, rechaza el pan, quiere conocer á los dio-
—¿Dónde le has dejado, Iddibal?
ses y desea ir á Cartago.
—Allá abajo, amo.
Y desembarazándose de BUS velos, frotó con su manga —¡No, no! ¡aún nol —exclamó el suffeta.
el rostro. El color negro, el temblor senil, el encorvamien- El viejo exclavo pareció saber el peligro que asustaba á
to, desaparecieron. Era un robusto anciano, cuya piel pa- Hamilcar y contestó:
recía curtida por la arena, el viento y el mar. Un mechón —¿Cómo contenerle? Le he de hacer promesas, y no he
de cabellos blancos se erguía sobre su cráneo como el plu- venido á Cartago sino para comprarle un puñal con man-
mero de un pájaro, y con una ojeada irónica mostraba en go de plata rodeado de perlas.
el suelo el dizfraz caldo. Luego contó que habiendo visto al suffeta en la terraza,
se había presentado á los guardias del puerto como una de
- -¡Has hecho bien, Iddibal! ¡muy bien!
las mujeres de Salambó para llegar hasta él.
Luego como atravesándole con su mirada aguda:
Hamilcar permaneció largo rato como absorto en sus
—¿Nadie Eospecha todavía... pensamientos y después dijo:
El viejo juró por los kabyros que el secreto estaba bien —Mañana estará en Megara al ponerse el sol, detrás de
guardado. No abandonaban nunca eu cabaña á tres días
las fábricas de púrpura, é imitaras por tre3 veces el grito
de Adrumeto, en una plaza poblada de tortugas y con
del chacal. Si no me ves, el primer día de cada luna vol-
palmeras sobre las dunas.
verás á Cartago. ¡No olvides náda! ¡cuídale! Ya puedes ha-
- Siguiendo tus órdenes, amo mío, le enseño á lanzar blarle de Hamilcar.
jabalinas y á guiar cuádrigas. El esclavo se puso de nuevo su disfraz y ambos salieron
- ¿Es robusto, verdad? de la casa y del puerto.
¡Sí, amo, y muy intrépido! No teme ni las serpientes Hamilcar continuó solo y á pie sin escolta, pues las re-
ni el trueno ni las fantasmas. Corre descalzo como un pas- uniones de los Antiguos eran en las circunstancias extra-
tor por la orilla de los precipicios. ordinarias muy secretas y se acudía á ellas misteriosa-
—¡Habla! ¡habla! mente.
—De continuo inventa trampas para los animales fero- Primeramente siguió la fachada oriental del Acrópolis,
ces. La otra luna. ¿Lo creerás? sorprendió una águila, ésta pasó después por el Mercado de hierbas, las galerías de
le arrastraba y la sangre del ave de rapiña y la sangre del Quinisdo, y por el arrabal de los perfumistas. Las escasas
niño Be esparcían por el aire en anchas gotas como rosas luce3 se extinguían; las calles más anchas quedaban silen-
voladoras. El animal furioso le envolvía con sus alas; él ciosas; despué3 algunas sombras se deslizaron por las ti-
la estrechaba contra su pecho, y á medida que agonizaba nieblas; le siguieren, y todos se dirigieron como él hacia
el águila redoblaba su risa, sonora y soberbia como el cho- los Mappales.
que de las espadas. El templo de Moloch estaba edificado al pie de una gar-
gañía escarpada en un lugar siniestro. Desde abajo sólo se muerte al que tomaba parte en la sesión llevando un ar-
veían altoa muros que subían indefinidamente, como las ma cualquiera. Machos llevaban en la orilla de sus man-
paredes de una tumba monstruosa. La noche era sombría tos un desgarrón contenido por una franja de púrpura,
una niebla gris parecía pesar sobre el mar. liste, chocaba para demostrar que llorando á sus parientes, no habían
c ^ t r a el acantilado con un rumor de estertores y sollozos cuidado de sus vestidos. Otros tenían su barba encerrada
y las sombras se desvanecían poco á poco como si hubie- en un saquito de piel de violeta que dos cordones sujeta-
ran pasado á través de las paredes. I ban á las orejas. Todos se saludaron abrasándose estrecha-
Tan pronto como se salvaba la puerta aparecía un an- mente. Rodeaban á Hamiicar, le felicitaban; hubieran
cho patio cuaorangular con soportales. En el centro, ele- dicho que eran hermanos que volvían á verse.
vábase una masa arquitectónica ochavada. La cubrían va- Aquellos hombres eran casi todo3 rechonchos y anchos
nas cápuias que se amontonaban alrededor de un segundo de espaldas y tenían la nariz encorvada como los colosos
piso cubierto de una especie de rotonda, de la cual sumer- asirios. Algunos por su3 pómulos más salientes, su estatu-
gía un cono de vértice encorvado que terminaba en una ra más alta y los pies más estrechos, delataban su origen
africano, antecesores nómadas. Los que vivían de conti-
En cilindros de filigrana, embutidos en largas perchas nuo en el fondo de sus tiendas tenían el rostro pálido,
que Levaban unos esclavos, ardían brillantes llamas otros, ostentaban como la huella de la severidad del de-
Aquellas luces vacilaban bajo las ráfagas de viento y sierto. Se conocía á los marinos por el balanceo de su
los esclavos corrían y se llamaban para recibir á los anti- marcha, y los agricultores olían á campo, á hierbas secas,
guos. y á sudor de mulo. Todos aquellos viejos piratas ha-
cían labrar los campos, aquellos acumuladores de dinero
En el 8üeloy de trecho en trecho, es'aban agazapados
equipaban navios, y aquellos agricultores, alimentaban
á guisa d , esfinges enormes leones, símbolos vivientes del
esclavos diestros en toda clase de oficios.
sol dsvorador. Estaban adormilados con loa párpados en-
treabiertos, pero despertando al ruido de los pasos y de Pasaron primeramente por una sala abovedada que te-
las voces, se levantaban lentamente, iban hacia los Anti- nía la forma de un huevo, siete puertas correspondientes
guos, que conocían por su traje y se frotaban con sus pier- á los siete planetas dibujaban en la pared siete cuadro3 de
nas enarcando el lomo con bostezos sonoros; el vapor de colores distintos. Después de atravesar otra sala penetra-
su aliento velaba un tanto la luz de las antorchas. ron en una mayor que las anteriores.
Un candelabro cubierto de flores cinceladas ardía en el
Redoblóla agitación. Cerráronse las puertas, los sacer- fondo y cada uno de sus ocho brazos de oro tenía dentro
dotes huyeron y los Antiguos de,aparecieron entre las co- de cálices de diamantes una mecha debysso. Estaba colo-
iumnes que formaban en torno del templo un inmenso cado en el último peldaño de los que conducían á un
vestíbulo. Estaban dispuestas de manera que reproduje- gran altar que terminaba en los ángulos por grandes cuer-
ran en sus filas circulares concéntricas, el período satur- nos de cobre. Dos escaleras laterales conducíau á su cima
mano conteniendo los años, les meses; los días; y tocán- plana; no se veian las piedras, parecía una montaña de
dose al fin cuando llegaban á la pared del santuario. cenizas acumuladas en la que algo indistinto humeaba
Allí es donde los Antiguos dejaban sus bastones de encima lentamente. Más allá, más alto que el candelabro
aSta p u e s n n a le
' y s i e m P ^ e Observada, castigaba con la
y que el altar se levantaba el Moloch de hierro, con su pe- ron, estallaron, produjeron terror, y luego todas callaron
cho de hombre en el que se velan muchas aberturas. Sus á un tiempo.
alas desplegadas llegaban á la pared, sus manos pendien- Permanecieron algunos instantes en silencio. Por fin
tes tocaban el suelo, tres piedras negras rodeadas de un
Hamilcar sacó de su pecbo una estatuita de tres cabezas,
circulo amarillo figuraban tres ojos en su frente, y como azul como un zafiro y la colocó delante de él. Era la ima-
para mugir levantaba con esfuerzo terrible su cabeza de
gen de la verdad, el genio de su palabra. La volvió á colo-
toro.
car en su seno y todos como acometidos de una cólera re-
Alrededor de la sala estaban alineados escabeles de éba- pentina, exclamaron:
no. Detrás de cada uno, un brcio de bronce que reposaba —¡Son tus grandes amigos los bárbaros! ¡Traidorl ¡Infa-
sobre sus garras sostenía una antorcha. Todas aquellas lu- me! Vienes para vernos perccer ¿no es eso? ¡Dejadle ha-
ces se reflejaban en las losas de nácar que pavimentaban blar!
la estancia. Era tan alta, que el color rojo de las paredes —¡No, nol
al llegar cerca de la bóveda parecía negro, y los tres ojos Se vengaban de la prudencia á que les había constreñi-
del ídolo, fulguraban en lo alto como estrellas perdidas en do el ceremonial político poco antes, y aún cuado desea-
las tinieblas. ban la vuelta de Hamilcar, se indignaban ahora perqué
Los antiguos se sentaron en los escabeles de ébano, co- no previno sus desastres, ó porque no los había padecido
locando sobre su cabeza la cola de su traje. Permanecían como ellos.
inmóviles con las manos escondidas en sus anchas man- Cuando se calmó el tumulto, el sacerdote de Moloch se
gas, y el pavimento de nácar que parecía un río luminoso levantó.
que corría desde el altar á la puerta, se deslizaba bajo sus —Te preguntamos por qué no has vuelto á Cartago.
pies desnudos. —¡Qué os importa!—preguntó con desdén el suffeta.
Los cuatro pontífices estaban en el centro, espalda con- Los clamores redoblaron.
tra espalda en cuatro sitiales de marfil que formaban cruz. —¿De qué me acusáis? ¿Acaso no he cumplido con mi
El gran sacerdote de Schmun, con traje de color de jacin- deber en la guerra? Ya habéis visto el plan de mis bata-
to, el gran sacerdote de Tanit, vestido de blanco, el gran llas, vosotros que decíais que mis bárbaros...
sacerdote de Khamon con una túnica de lana obscura, y —¡Basta! ¡bastal
el gran sacerdote de Moloch, con manto de púrpura. Añadió con voz reconcentrada para que le escucharan
Hamilcar se adelantó al candelabro, dió una vuelta á su con más atención:
alrededor y después de mirar las mechas que ardían, echó —¡Ahí ¡es verdad! ¡Me he engañado, lumbreras de los
sobre ellas un polvo perfumado. Llamas violáceas brotaron Baals; también hay gente intrépida entre vosotros. Giscon
en la extremidad de los brazos. ¡levántate!
Entonces una voz aguda se levantó, otra le contestó; y Y recorriendo el peldaño del altar, con los párpados en-
los cien antiguos, los cuatro pontífices, y Hamilcar de pie, tornados como aquel que busca á alguien y repitió:
todos á una, entonaron un himno, y repitiendo siempre las —¡Levántate, Giscon! Tú puedes acusarme y estos de-
mismas sílabas y aumentando de tono, sus voces crecie- fenderán. Pero ¿dónde está?
Luego como comprendiendo:
—¡Ahí ¡en en casa sin duda, rodeado de sus hijos, man-
dando á sus esclavos y contando en la pared los collares á alta mar; ¿quién te lo impedía? ¡ Ah! ¡no me acordaba!
de honor que la patria le ha dado! Los elefantes temen al mar.
Todos se agitaron encogiéndose de hombros como flage- Los amigos de Hamilcar gustaron tanto de la broma
lados por un látigo. que soltaron grandes carcajadas.
—¡No sabéis siquiera si ha muerto ó vive! Sin cuidarse Hannon denunció la indignidad de tal ultraje. Aquella
de sus clamores, afirmaba que abandonando al suffeta enfermedad le sobrevino á consecuencia de un enfria-
abandonaron la República. Del mismo modo la paz roma- miento en el sitio de Hecatompylo, y el llanto corría por
na que tan ventajosa les pareció resultaba más funesta su rostro como una lluvia de invierno por una pared rui-
que veinte batallas. Sus adversarios, jefes de los syssitas nosa.
le vencieron por su número; los más importantes ee ha- Hamilcar añadió:
bían agrupado junto á Hannon que estaba sentado en el —Si me hubiéreis amado tanto como á éste, ahora rei-
otro extremo de la sala, ants una puerta alta cerrada por naría la alegría en Cartago! ¡Cuántas veces os he invocado!
un tapiz de color de jacinto. ¡y siempre rehusábais el dinero!
Había pintado con colorete las úlceras de su rostro, pe- —¡Lo necesitábamos!—contestaron los jefes de los sys-
ro el polvo de oro de sus cabellos había caído sobre sus sitas.
hombros y formaba dos placas brillantes, y aquellos pare- —Cuando todo iba de mal en peor, pues hemos llegado
cían blancos, finos y ensortijados como la lana. Paños sa- á beber los orines de los mulos y comido las correas de
turados de un psrfume oleoso que goteaba sobre las losas nuestras sandalias, cuando hubiera querido que los tallos
envolvían sus manos, y su enfermedad había empeorado de hierba fueran soldados y formar batallones con la po-
indudablemente, pues sus ojos desaparecían bajo los plie- dredumbre de nuestros muertos, acordáos de que aquí te-
gues de les párpados, y para mirar tenía que echar atrés níais muchas galeras intactas!
la cabeza. Sus partidarios querían que hablase. Por fin di- — No podíamos arriesgarlo todo de una vez,—contestó
jo una voz ronca y desagradable: Baat Baal, dueño de minas de oro en Jetulia.
— ¡Menos arrogancia, Barcal ¡Todos hemos sido venci- —¿Qué hacíais aquí en Cartago en vuestras casas detrás
dos! ¡Todos nos resignamos! ¡Resígnate tú también! de las murallas? Había galos junto al Eridan que era pre-
- Dinos por lo contrario,—exclamó sonriendo Hamil- ciso empujar. Cananeo3 en Cyrene que hubiesen venido,
car,—como gobernaste tus galeras contra la flota romana. y mientras los romanos enviaban embajadores á Petolo-
—El viento me empujaba,—contestó Hannon. mer...
—Haces como el rinoceronte que pisotea sus excremen- —¡Ahora nos elogia á los romanos!
tos. Tú patentizas tu estupidez. ¡Cállate! Alguien gritó:
Y se recriminaron acerca de la batalla de las islas Ega- —¿Cuanto te h a n dado por defenderles?
tes. —¡Pregúntalo á las llanuras del Brutio, á las ruinas de
Locres, de Metaponte y de Heraclea! ¡He quemado todos
Hannon le acusaba de no haberle auxiliado.
sus árboles, he saqueado todos sus templos, y matado
—Hubiera sido abandonar Eryx. Era preciso dirigirse
hasta á los hijos de sus hijos!
Salammbó 9
—Declamas como un catedrático-contestó Kapuras,
corona de hogueras que ardían al ras del suelo; las negras
un mercader ilustre:—¿qué quieres, pues?
humaredas subían hasta las tinieblas de la bóveda, y du-
- ¡Digo que era preciso ser más ingenioso ó más terri- rante algunos minutos fué tan profundo el silencio que se
ble! Si el Africa entera rechaza vuestro yugo, es que no
oía á lo lejos el ruido del mar.
sabéis uncirlo á su cerviz. Agatocles con Regulo, Copio,
Luego, los Antiguos deliberaron. Sus intereses, sus exis-
todos los hombres atrevidos, con sólo desembarcar la to-
man; y cuando los libios que están en Oriente, se unan á tencias, estaban amenazadas por los bárbaros. No se les
los númidas de Occidente, y los nómadas vengan del Sur; podía vencer sin el auxilio del Suffeta y aquella conside-
y los romanos del Norte... ración les hizo olvidar las otra3. Se habló á sus amigos.
Hubo reconciliaciones interesadas, pactos y promesas. Ha-
Un grito de horror resonó en la sala. milcar, no quería figurar en el gobierno; todos se lo supli-
- ¡Ah! ¡entonces golpearéis vuestros pechos, os revolca- caron, y como de nuevo se pronunciara la palabra «trai-
réis en el polvo y desgarraréis vuestros mantos! ¡de poco ción» montó en cólera. El solo traidor era el Gran Conse-
ha de serviros! Iréis á rodar las muelas de Suburra, y á jo, pues el tiempo de enganche de los soldados expiraba
vendimiar en las colinas de Lacio. con la guerra y eran libres desde que la guerra acabó; ala-
Golpeabánse el muslo derecho para patentizar su es- bó su valor y ponderó las ventajas que proporcionarían á
cándalo y las mangas de sus túnicas se levantaban como la República haciéndoles devotos á su causa por medio de
grandes alas de aves asustadas. Hamílcar, dominado por donaciones y privilegios.
su cólera, continuaba de pie en el último peldaño del al- Entonces Magdassan, antiguo gobernador de provincias
tar, tembloroso, terrible. Levantaba los brazos y los rayos dijo dilatando sus ojos amarillos:
del candelabro que estaba tras él, pasaban entre sus de- —En verdad, Barca, que á fuerza de viajar te has con-
dos como dardos de oro. vertido en griego ó en latino. Todavía hablas de recom-
—Perderéis vuestros navios, vuestros campos, vuestros pensar á esos hombres? Perezcan diez mil bárbaros, antes
lechos suspendidos y los esclavos que os frotan los pies! que uno solo de nosotros.
Los chacales dormirán en vuestros palacios. El arado vol- Los Antiguos, aprobaban con sus movimientos de ca-
cará vuestras tumbas. ¡Solo quedará el grito délas águilas beza murmurando:
y el montón de las ruinas! ¡Caerás Cartago! —Sí, ¿por qué tantas consideraciones? ¡Siempre se en-
Los cuatro pontífices estendieron las manos para apar- cuentran soldados!
tar el anatema. Todos se hablan levantado, pero el Suffeta —Y es fácil también deshacerse de ellos, ¿verdad? Se
de la Mar, magistrado sacerdotal bajo la protección del les abandona como hicisteis en Cerdeña, se advierte al
sol, era inviolable, mientras la asamblea de los Ricos, no enemigo el camino qu9 han de seguir, y así, se les coge
le hubiese juzgado El altar inspiraba terror. Retrocedie- como ocurrió á los galos en Sicilia, ó se les desembarca en
ron. mitad del mar. ¡Al volver he visto la gran roca blanquea-
Hamilcar no hablaba ya. Con los ojos fijos y la faz pá- da por sus huesos!
lida como las perlas de su tiara, anhelante, casi asustado —¡Qué desgracia! —replicó imprudentemente Kapuras.
por sus propias palabras, permanecía inmóvil. Desde la —¿No se han pasado mil veces al enemigo? —exclama-
altura en que estaba, las antorchas le parecían una ancha ron otros.
Hamilcar gritó:
do, con el pie izquierdo adelantado, llameantes los ojos,
Pe?ar d e VUestras le e3 le apretados los dientes, les desafiaba inmóvil bajo el cande-
Í W S J P * ? llamasteis á
Cartago? Cuando están aquí siendo pobres y numerosos bro de oro.
junto á vuestras riquezas, no se os ocurre debilitarles di- Resultaba que todos tenían armas; era un crimen; se
vidiéndoles. Después, les despedís con sus mujeres y ni- miraron unos á otro3 asustados. Como todos eran culpa-
nos, á todos, sin quedaros un solo rehén! ¿Pensabais que bles se tranquilizaron; poco á poco volviendo la espalda al
se asesinarían mutuamente para evitaros el dolor de que- Suffeta, bajaron rabiosos por la humillación. Por segunda
brantar vuestros juramentos? [Les odiáis porque son fuer- vez retrocedían ante él. Durante algún tiempo permane-
tes. ¡Me odiáis aún más á mí que soy su jefe! ¡Oh! Lo he cieron en pie.
comprendido hace poco cuando me besabais las manos v
Mucho3 que se habían herido los dedos los llevaban á
os conteníais para no mordérmelas! Si los leones que dór su boca ó los envolvían con el borde de sus mantos.
mían en el patio hubiesen entrado rugiendo, el clamor no
Iban á salir, cuando Hamilcar oyó estas palabras:
fuera más espantoso. El pontífice de Echmun se levantó
—¡E3 una delicadeza suya para no afligir á su hija!
erguido como una estatua y dijo:
Una voz más alta dijo:
-¡Barca! Cartago necesita que tomes el mando general
de las fuerzas púnicas. —¡Sin duda alguna, ya que escoje los amantes entre los
Mercenarios!
—Lo rehuso,-contestó Hamilcar.
Tambaleóse al oir aquello, y después sus ojos buscaron
—Te daremos plenos poderes.
maquinalmente á Schahabarim. El sacerdote deTanit era
-¡No!
el único que permanecía en su sitio, y Hamilcar veía des-
- S i n fiscalización, sin que tengas que dividirlo con na- de lejos su alto casquete. Todos le escarnecían. A medida
die; te daremos cuanto dinero pidas, todos los cautivos, que aumentaba su angustia redoblaba la alegría de ellos,
todo el botín, cincuenta zerets de tierra por cada muerto y entre carcajadas é imprecaciones, los de las últimas fi-
del enemigo. las gritaban:
—¡No! ¡no! porque es imposible vencer con vosotros. —¡Le han visto salir de su cuarto!
—¡Tiene miedo! —¡Sí, una mañana del mes de Tammuz!
lo~s!P°rqUe sois
cobarde?, avaros, ingratos, pusilánimes y — ¡Es el que robó el zaimph!
—¡Es un buen mozo!
—¡Les favorece! —¡Es más alto que tú!
—Para ponerse á su cabeza,—dijo alguien. Arrancó su tiara, insigna de su dignidad, su tiara de
—Y atacarnos nosotros,—contestó otro. ocho hileras místicas en cuyo centro había una concha de
Desde el fondo de la sala, Hannon vociferó: esmeraldas, y con ambas manos, coa toda su fuerza, la
—¡Quiere hacerse rey! arrojó al suelo. Los círculos de oro rompiéndose, rebota-
Entonces todos se levantaron tirando los escabeles y ron, las perla3 resonaron sobre las losas. Vieron entonces
las antorchas. Formando un grupo compacto se lanzaron e n ' k blancura de su frente una larga cicatriz, que semeja-
hacia el altar. Blandían puñales, pero buscando bajo sus ba una culebra entre sus cejas. Todos sus miembros tem-
mangas, Hamilcar, sacó dos grandes cuchillos, y encorva- blaban. Subió una de las escalinatas laterales que condu-
cían sobre el altar, y marchó sobre él. Aquello era ofrecer- produciendo sobre el pavimento de nácar como manchas
se á Dios, entregarse en holocausto. El movimiento de su de sangre.
manto agitaba los resplandores del candelabro y el polvo Los Antiguos se balanceaban extenuados; aspiraban con
fino levantado por sus pasos, le rodeaba como una nube ansia la frescura del aire; corría el sudor por sus rostros
hasta la cintura. Se detuvo entre las piernas del coloso de lívidos; á fuerza de haber gritado, no podían hablar, pero
cobre, tomó en sus manos dos puñados de aquel polvo su cólera contra el suffeta no cedía; á modo de adiós le
cuya sola vista hacía estremecer de horror á todos los car- lanzaban amenazas y Hamilcar les contestaba:
tagineses y dijo:
—¡Hasta la noche próxima, Barca, en el templo de
—¡Por las cien antorchas de vuestras Inteligencias! ¡Por
Ehmun!
las ocho hogueras de los Kabyros! ¡por las estrellas, los —¡Estaré!
meteoros y los volcanes! ¡Por todo lo que arde! ¡Por la sed —¡Te haremos condenar por los Ricos!
del desierto y por el salobre del Océano! ¡Por la caverna —¡Y yo, por el pueblo!
de Hadrumeto, y el imperio de las Almas! ¡Por la exter- —¡Cuida de no acabar crucificado!
minación! ¡Por las cenizas de vuestros hijos! ¡y las cenizas —¡Y vosotros arrastrados por las calles!
de los hermanos de vuestros antepasados con quienes aho- Cuando llegaron al umbral del patio, recobraron BU ac-
ra confundo la mía! ¡Vosotros, los cien del Consejo de Car- titud tranquila.
tago mentisteis acusando á mi hija! Y yo, Hamilcar Bar-
ca, Suffeta de la Mar, Jefe de los Ricos, y Dominador del
pueblo, ante Moloch, cabeza de toro, juro:—Aquí espera- Sus corredores y cocheros les esperaban en le puerta. La
ban algo espantoso, pero añadió con voz más alta y más mayoría montaron en muías blancas. El Suffeta saltó so-
tranquila;—que ni siquiera le hablaré de ello! bre su carro y tomó las riendas. Los caballos arrancaron
Los servidores del templo entraron llevando unas es- golpeando cadenciosamente ios guijarros que saltaban, y
ponjas de púrpura, y otros palmas. Levantaron la cortina subieron á escape toda la avenida de I03 Mappales, y el
tendida ante la puerta, y por la abertura, se vió al final de buitre de plata del extremo de la lanza, parecía volar se-
las otras salas la inmensa bóveda rosada que parecía con- gún lo íápido que pasaba el carro.
tinuar la bóveda, apoyándose en el horizonte sobre el mar El camino atravesaba un campo, donde se erguían al-
azul. El sol emergiendo de las olas subía. Chocó de repen- tas losas puntiagudas en la cima como pirámides y que
te contra el pecho del coloso, divididido en siete compar- tenían en el centro una mano abierta, como si el muerto
timientos cerrados por rejas. Sus fauces de rojos dientes tendido debajo la hubiera levantado al cielo para recla-
se abrían con horrible bostezo; las enormes ventanas de mar algo. '
su nariz se dilataban. Le animaba la claridad, y le daba Un alto edificio dominaba una serie de construcciones
un aspecto espantable é impaciente como si deseara sal- que se extendían á la derecha alineados como dos mura-
tar al exterior para mezclarse con el astro, con el Dios y llas de bronce.
recorrer con él las inmensidades. Cuando el carro fragoroso hubo entrado por la estrecha
Entretanto las antorchas tiradas al suelo, ardían aún, puerta, se detuvo bajo un ancho cobertizo, donde muchos
caballos comían montones de hierba.
Todos los criados acudieron. Formaban una gran multi-
tud pues los que trabajaban en el campo, temiendo á los dalias al posarse sobre las gradas y aquí y allá, un gigan-
soldados, se refugiaron en Cartago. Los labradores cubier- tesco ennuco que sobresalía de todas aquellas mujeres,
tos de pieles de animales, arrastraban cadenas remacha- sonreía estúpidamente. El viento levantaba sus velos. Era
das en los tobillos; los obreros de las fábricas de púrpura 6n el mes de Schebar, en pleno invierno. Los granados en
tenían enrojecidos los brazos como verdugos; los marinos flor se destacaban sobre el azul del cielo y á través de las
llevaban casquetes verdes; los pescadores, collares de co- ramas aparecía el mar y en él una isla lejana medio ocul-
ral; los cazadores, una red sobre el hombro; y los criados ta por la bruma.
del palacio, túnicas blancas ó negras, pantalones de cuero Hamilcar se detuvo viendo á Salammbó. Nació después
y casquetes de paja, de fieltro ó de tela, según su servicio de morir muchos varones hermanos suyos. Por otra parte,
y sus ocupaciones. el nacimiento d6 una hija, pasaba por una calamidad en
Detrás de ellos, se amontonaba la plebe desarrapada. las religiones del Sol. Los dioses le enviaron más tarde un
V ívían los que la formaban sin empleo alguno, lejos de hijo, pero sentía contra ella algo de su esperanza malogro-
las habitaciones, durmiendo por la noche en los jardines da y de la maldición que le lanzó al nacer. Salammbó se
y devorando los restos de las cocinas, moho humano que acercaba. Perlas de distintos colores calan en largos raci-
vegetaba á la sombra del palacio. Hamilcar los toleraba mos desde sus orejas hasta su3 hombros. Su cabellera es-
más por previsión que por desdén. Todos en señal de ale- taba rizada formando como una nube alrededor de su ca-
gría llevaban una flor en la oreja aunque muchos de ellos beza. Llevaba en el cuello unas plaquitas de oro cuadran-
no le habían visto jamás. gulares, representando una mujer entre dos leones, y su
vestido reproducía fielmente el traje de la Diosa.
Unos hombres armados de grandes bastones se lanza-
ron entre la multitud pegando á diestro y siniestro. Su túnica de jacinto de anchas mangas ceñíale el talle
ensanchándose en su parte inferior. El bermellón de sus
Era para rechazar á los esclavos que deseaban ver al
labios hacía parecer sus dientes más blancos y el antimo-
amo, para que éste no sufriera su contacto ni le molestase
el hedor que despedían. nio de sus párpados agrandaba sus ojos. Las sandalias
formadas de plumas de pájaros, tenían los tacones muy
Todos se echaron de bruces gritando. altos y estaba extraordinariamente pálida.
—¡Ojalá prospere tu casa, Ojo de Baal!
Llegó por fin cerca de Hamilcar, y sin mirarle, sin le-
Entre aquellos hombres, tendidos en el suelo en la ave-
vantar la cabeza, le dijo:
nida de los cipreses el intendente de los intendentes, Ab-
—¡Salud, ojo de Baalim! ¡Gloria eterna! ¡triunfo! ¡dichas!
daloním, con una mitra blanca en la cabeza, se. adelantó [satisfacción! ¡riqueza! Tiempo hacía que mi corazón esta-
hacia Hamilcar con un incensario en la mano. ba triste. Pero el dueño que llega es como Tammur resu-
Salambó bajaba entor.ce3 la escalinata de las galeras. citado, y bajo tu mirada, oh padre, una alegría, una nue-
Todas sus doncellas iban detrás de ella y á cada uno de va existencia resplandecerán por todas partes.
sus pasos bajaban también. Formaban una confusión de Tomando de manos de Taanach un vasito oblongo don-
vestidos blancos, azules y amarillos y las sortijas, los bro- de humeaba una mezcla de harina, manteca y vino:
ches, los collares, las franjas, los brazaletes resplandecían. —Bebe,—dijo,—la bebida del regreso, preparada por tu
Oíase un suave ruido de estofas ligeras; resonaban las san- sierva.
Hamilcar replicó:
— Bendición sobre tí. trada para sostener los cojines acumulados sobre la al-
Y cogió maquinalmente el vaso de oro-que le ofrecía. fombra.
Pero miraba y examinaba con una atención tan sosteni- El Suffeta se paseó primeramente con paso rápido y
da á Salambó, que ésta, turbada, dijo: largo, respiraba ruidosamente, golpeaba el suelo con el
—¡Te han dicho, oh dueño!... pie y se pasaba !a mano por la frente.
—Sí, ya lo sé, contestó Hamiicar en voz baja. Pero al advertir el cúmulo de sus riquezas se calmó. Su
¿Era una confesión? ¿Se trataba de los bárbaros? Aña- pensamiento, atraído por los corredores, se lanzó hacia
dió algunas palabras vagas acerca de los asuntos públicos otras salas llenas de tesoros más preciados. Planchas de
que esperaba llevar á buen puerto. bronce, lingotes de plata y barras de hierro alternaban
—¡Oh, padre! no borrarás lo irreparable. con las rieles de estaño traídos de Cassiterides por el mar
Tenebroso. Las gomas del país de los Negros reventaban
Entonces retrocedió, y Salammbó se asombraba de su es-
casi sus saco3 de corteza de palmera, y el polvo de oro co-
tupor, pues no pensaba ella en Cartago, sino en el sacrile-
locado en grandes odres, se escapaba insensiblemente por
gio del cual resultaba cómplice.
las costuras desgastadas. Delgados filamentos extraídos
Aquel hombre que hacia temblar las legiones, le asus-
de plantas marinas colgaban entre los linos de Egipto, de
taba como un dios. Había adivinado, lo sabía todo, algo
Grecia, de Taprovana y de Judea. Las madréporas se eri-
terrible iba á suceder.
zaban junto á las paredes; un olor indefinible flotaba en
De pronto gritó: «¡Perdón!» la atmósfera, formado por las exhalaciones de los perfu-
Hamilcar bajó lentamente la cabeza. me?, de I03 cueros, de las especias y de las plumas de aves
Aun cuando quería ácusarse, Salammbó no osaba despe- truz atadas en gruesos ramillentes en lo alto de la bóveda.
gar los labios, y sin embargo tenía necesidad de ser conso- En frente, á cada corredor los colmillos de elefante colo-
lada. Hamilcar dominaba las ganas que sentía de que- cados verticálmente, reuniéndose por los extremos, forma-
brantar su juramento. Lo mantenía por orgullo ó por te- ban un arco encima de la puerta.
mor; y la miraba de frente, con toda su fuerza, para adi-
Por fin subió sobre el disco de piedra. Todos los inten-
vinar lo que ocultaba en el fondo de su corazón.
dentes estaban con los brazos cruzados y la cabeza baja,
Salammbó hundía la cabeza entre sus hombros, aplastada mientras Abdaloním levantaba orgullosamente su mitra
por aquella dura mirada. Hamilcar estaba casi seguro de puntiaguda.
que habia faltado con un bárbaro. Temblaba, levantó am- Hamilcar interrogó al jefe de I03 navios. Era un viejo
bos puños. Ella lanzó un grito y cayó entre sus doncellas piloto, curtido por el viento, y grandes copos blancos ba-
que la rodearon. Hamilcar volvió la espalda y se alejó. jaban hasta su cintura, como si la espuma de las tempes-
Todos los intendentes le siguieron. tades se hubiera cuajado en su barba. Dijo que había en-
Se abrió la puerta de los depósitos y penetró en una viado una flota por Gades y Thymiamata para llegar á
vasta rotonda, donde afluían como los radios de una rueda Eziongaber, doblando el Cuerno del Sur y el promontorio
á su eje, largos corredores que conducían á otras salas. Un de los Aromas.
disco de piedra se levantaba en el centro con una balaus- Otros buques habían navegado hacia el oe3te durante
cuatro lunas sin encontrar orillas, pero la proa de los na-
víos se enredaba entre espesas yerbas, en el horizonte re- Baals. ¡No era culpa suyal ¡No pudo evitarlo! Había obser-
sonaba continuamente ruido de cataratas, nieblas de color vado las temperaturas, los terrenos, las estrellas, hecho las
de sangre obscurecían el sol, una brisa cargada de perfu- plantaciones en el solsticio de invierno, las labores en luna
mes adormecía á los tripulantes y no podían éstos decir menguante, cuidado de los esclavos, ahorrado sus vesti-
más porque su razón estaba como turbada. dos.
El rey Ptolomeo había cogido un cargamento de incien- Hamilcar, á quien irritaba aquella locuacidad, chasqueó
so de Schesbar; Siracusa, el Atia, Córcega y las demás is- la lengua, y el hombre de los cuchillos dijo con voz rá-
las nada habían entregado, y el viejo marino bajó la voz pida:
para anunciar que una trireme había sido apresada por
—¡ Amo mío! Todo lo han pillado, todo saqueado, todo
los numidas,—«pues están con ellos, amo mío »
destruido. En Marchala han cortado todos I03 árboles, y
Hamilcar frunció el entrecejo, después hizo señal de en Ubada, I03 graneros fueron derribados y las cisternas
que hablara el Jefe de los viajes; envuelto en una túnica fueron cegadas. En Tesdes se llevaron mil quinientas me-
obscura sin ceñidor, y con la cabeza rodeada por una an- didas de harina. En Maraszana mataron á los pastores, co-
cha tira de tela blanca, que pasando junto á su boca, le miéronse las abejas, ardió tu casa, tu hermosa casa con
caía por detrás de la espalda. vigas d9 cedro, donde pasabas el verano. Los esclavos de
Las caravanas habían marchado al llegar el equinocio Tuburbo han huido á las montañas. Todas las bestias de
de invierno. Y después de haber visto muchos países é in- carga han desaparecido. ¡Es una maldición! No me conso-
mensos reinos donde todos los utensilios eran de oro, y laré nunca...
un río de color de leche, ancho como un mar, y selvas de Hamilcar sentía una cólera espantosa. Estalló:
árboles azules y monstruos de rostro humano, cuyas pupi- —¡Cállate! ¿Soy acaso un pobre? ¡No mientas! ¡Di la ver
las al mirar se abrían como flores, habían vuelto muy po- dad! ¡Quiero saber cuanto he perdido, moneda por mone
cos de los audaces viajeros. da! Abdaloním, tráeme la3 cuentas de los buques, las de
Otros volvieron de la India con pavos, pimienta y nue- las caravanas, las de las alquerías y las de la casa. Si vues-
vos tejidos. Las caravanas de la Getulia y de Phazzana ha- vuestra conciencia os acusa, ¡ay de vosotros! ¡salid!
bían entregado sus rendimientos de costumbre; pero aho- Todos los intendentes, andando hacia atrás y con las
ra él, el Jefe de los viajes, no se atrevía á enviar nuevas mano3 tocando al suelo, salieron.
expediciones. Abdaloním tomó unas cuerdas de nudo?, unas tiras de
Hamilcar comprendió; los Mercenarios ocupaban la tela y papiros y uno3 homoplatos de carnero llenos de fi-
campiña. Lanzando un sordo gemido, se apoyó en el atra- nos caracteres. Los puso á los pies de Hamilcar, y entre
cado; y el Jefe de las alquerías tenía tanto miedo de ha- sus manos, un cuadro de madera con tres hilos interiores
blar que temblaba horriblemente á pesar de sus robustos por los que estaban pasadas bolas de oro, de plata y de
hombros y desús grandes pupilas rojas. Su rostro, era chato asta. Después dijo:
como el de un dogo, y llevaba en la cabeza una redecilla —Ciento noventa y dos casas en los Mappales, alquila-
de filamentos de árbol; ceñía su talle un cinturón de piel das á los nuevos cartagineses, á razón de un beka por
de leopardo en que relucían dos formidables cuchillos. luna,
Cuando Hamilcar le miró, empezó á invocar á todos loa - ¡No, es demasiado! ¡No abuses de los pobres!
Abdaloním quedó sorprendido de aquella generosidad.
Hamilcar le arrancó de las manos las tiras de tela. —No veo los gastos de Megara.
—¿Qué es esto? ¡Tres palacios en Kbamon á doce kesi- Abdaloním, palideciendo, tomó de un cajón unas plan-
tah por mes! ,Pon veinte! no quiero que los ricos me de- chitas de sicomoro enhebradas por paquetes en una cuer-
voren. da de cuero.
El intendente de los intendentes, después de un profun- Hamilcar le escuchaba queriendo conocer los detalles
do saludo, añadió: de la vida doméstica, y se calmaba oyendo la monotona
voz que numeraba cifras y más cifras. Abdaloním iba ca-
—Prestado á Tigillas, hasta fin de la estación, dos kikar
da vez más despacio. De repente dejó caer al suelo las ho-
á devolver tres con interés martimo; á Mar-Balkarth, mil
jas de madera, y se echó de bruces con los brazos exten-
quinientos siclos, dejando en prenda treinta esclavos. Do
didos en la posición de los condenados. Hamilcar, sin con-
ce de éstos han muerto en las salinas.
moverse, recogió las tabletas; sus labios se entreabrieron
—Es que no eran robustos,—dijo riendo el Suffeta. ¡No y sus ojos se dilataron, cuando vió en los gastos de un solo
importa! si necesita dinero, prestárselo. día un exorbitante consumo de pájaros, peces, vinos y
Entonces el intendente leyó lo que habían producido aromas y de jarros y copas rotas, esclavos muertos y tapi-
las minas de hierro de Annaba, las pesquerías de coral, las ces echados á perder.
fábricas de púrpura, el arriendo del impuesto sobre los
Abdaloním, siempre prosternado, le contó el festín de
griegos domiciliados, la explotación de plata en Arabia y
los bárbaros. No podía dejar de cumplir la orden de los
las presas de los buques.
Antiguos. Por otra parte, Salammbó quería que se prodigase
Hamilcar contaba con las bolitas que resonaban bajo el dinero para festejar á los soldados.
6us dedos. Al oir el nombre de su hija, Hamilcar se levantó de un
—¡Basta! ¿qué has pagado? salto, luego se acurrucó entre los cojines, desgarrando las
A Stratonicles de Corinto y á tres mercaderes de Ale- franjas de su manto con las uñas, anhelante, con la mira-
jandría contra estas letras, diez mil dracmas atenienses y da fija.
doce talentos sirios de oro. El alimento de las tripulacio- —¡Levántate!—dijo, y bajó.
nes cuenta veinte minas por mes, por una trireme. Abdaloním le seguía; sus rodillas temblaban. Pero apo-
—¡Ya lo sé! ¿Cuántas se han perdido? derándose de una barra de hierro se puso á levantar las
—He aquí la cuenta sobre estas hojas de plomo. En losas como si estuviera furioso. Saltó un disco de madera
cuanto á los navios fletados en compañía, como ha sido y bien pronto en toda la longitud del corredor, aparecie-
preciso echar algún cargamento al mar, se ha repartido ron muchas de esas anchas tapaderas de los silos donde
las pérdidap según lo que interesaba cada asociado. Por se conserva el grano.
cordaje prestado que no ha sido posible devolver, los Ly- —¡Ya lo ves! Ojo de Baal,—dijo el intendente temblan-
sitas han exigido ochocientos kesitah antes de la expedi- do.—¡No lo han tomado todo! Son profundos de cincuenta
ción de Utica. codos y llenos hasta arriba. Durante el viaje, he hecho
—¿Todavía ellos?—exclamó Hamilcar. Permaneció al- construir en todas partes, en los arsenales y en los jardines.
gún tiempo aplastado bajo el peso de todos los odios que ¡Tú casa está llena de trigo, como tu corazón de sab.du-
se despertaban en él y luego dijo: ría!
U n a sonrisa i l u m i n ó el rostro d e H a m i l c a r .
—Bien Abdaloním,—dijo; luego añadió á su oído: años que no he visto el sol. ¡En nombre de tu padre, perdón!
—Haz traer de Etruria, del Brucio, d e donde quieras, á Hamilcar, sin contestarle, llamó con las manos, apare-
cualquier precio, amontona y guarda. E s preciso que po- cieron tres hombres, y los cuatro á la vez, apalaneando
sea yo todo el trigo de Cartago. sus brazos, retiraron de sus anillos la barra enorme qua
Cuando estuvieron al final del corredor, Abdaloním cerraba la puerta. Hamilcar, tomó una antorcha y desapa-
con una de sus llaves, abrió una cámara cuadrangular, reció entre las tinieblas.
dividida en dos, por columnas de cedro. Monedas de oro, Creíase que aquel subterráneo era el sitio donde se
de plata y de cobre puestas sobre las mesas ó hundidas en guardaban las sepulturas de la familia; pero solo se halla-
nichos, subían á lo largo de las cuatro paredes hasta tocar ba un ancho pozo, escavado para engañar á los ladrones y
el artesonado del techo. que no ocultaba nada. Hamilcar, pasó junto á él, y des-
Enormes banastas de piel de hipopótamo guardaban en pués, bajándose hizo girar sobre sus rulos, una muela muy
los rincones filas enteras de saquitos pequeños; montones pesada, y por aquella abertura entró en una habitación
de calderilla se elevaban-sobre las losas; aquí y allá algu- que tenía la forma de un cono:
na fila demasiado alta se había desplomado, semejante á Escamas de cobre tapizaban las paredes, en el centro
una columna derrumbada. sobre un pedestal de granito se levantaba una estátua de
Las grandes moneda de Cartago q u e representaban á Kabyr, llamado Aletos, inventor de las minas en la Cel-
Tanit con un caballo bajo una palmera estaban revueltas tiberia. Junto á su base, en el suelo, había anchos escudos
con las de las colonias que representaban en sus caras un de oro, y vasos de plata monstruoso?, de cuello cerrado,
toro, una estrella, un globo ó una m e d i a luna. E l Suffeta de forma extravagante y que no podían servir; pues para
calculó al punto si las sumas amontonadas correspondían evitar dilapidaciones y para que los cambios de sitio fue
á las ganancias y pérdidas que acababan de leer, y se ran casi imposible?, habla la costumbre de hacer fundir
marchaba ya, cuando advirtió tres j a r r a s de cobre vacías. de aquel modo grandes cantidades de metal.
Abdaloním volvió la cabeza en señal d e horror, y Hamil- Con su antorcha encendió una lámpara de minero, fija-
car resignado no habló. %
da en el casquete del idolo; reflejos verdes, azules, amari-
llos, violetas, de color vino y de sangre, iluminaron de
Atravesaron otros corredores, otras salas y llegaron ante
pronto la sala.
una puerta que, para estar mejor g u a r d a d a tenia atrave-
Estaba llena de pedrerías que se guardaban en calaba-
sado en su umbral un hombre atado por el vientre á una
zas de oro, colgadas como lámparas de las escamas de co-
larga cadena empotrada en la pared; costumbre que los
bre, ó bien hundidas aún en sus bloques nativos, alinea-
cartagineses tomaron de los romanos. S u barba y sus uñas
dos junto á la pared.
habían crecido desmesuradamente, y se balanceaba á de-
recha é izquierda con la oscilación continua de los anima- Había allí carbunc'o3 formados por la orina de los lin-
les cautivos. Tan pronto como reconoció á Hamilcar se ces, piedras caídas de la luna, diamantes, topacios, las tres
clases de rubíes, las cuatro de zafiros y las doce de esme-
lanzó á él gritando;
raldas.
—¡Perdón! ¡Ojo de Baal! ¡Piedad! ¡Matame! Hace diez
Fulguraban semejantes á chispas de leche á cristales
Salammbó 10
azules á polvo de ptata, é irradiaban sus luces á chorros,
En la galería circular donde acababan todos los corre-
en rayos de estrellas; los topacios del monte Zabarca, esta-
dores, había acumulados á lo largo de las paredes vigue-
ban allí para ahuyentar los terrores, se veían ópalos de la
tas de algumio, sacos de lansonía, conchas de tortugas lle-
Bactrana que impiden los abortos y cuernos de Hamon
nas de perlas. El suffeta pasando, las rosaba con su man-
que se colocan bajo las camas para señar.
to sin mirar siquiera los gigantescos trozos de ámbar, ma-
Las irradiaciones de las piedras y las llamas de la lám teria casi divina formada por los rayos del sol.
para, se reflejaban en los escudos de oro.
Un vaho perfumado invadió la atmósfera.
Hamilcar, de pie, sonreía con los brazos cruzados, y le
—Empuja la puerta.
deleitaba menos el espectáculo que la conciencia de sus
Entraron.
riquezas. Eran inagotables, infinitas. Sus abuelos que dor-
Hombres desnudos amasaban pastas, machacaban hier-
mían bajo sus pies enviaban á su corazón algo de su eter-
bas, vertían aceite en las jarras, abrían ó cerraban peque-
nidad. Se sentía casi igual á los genios subterráneos. Era ños nichos ovalados, tan numerosos, que la estancia pare-
como la alegría de un Kabyro y los anchos rayos lumino- cía el interior de una colmena. Toda suerte de especies y
sos que herían su rostro parecíanle la extremidad de una de aromas estaban encerrados en aquellas cavidades. Por
invisible red, que á través de los abismos le sujetaba al todas partes se veían gomas en polvo, raíces, ramas de
centro del mund<\ filipéndulo, redomas de cristal, pétalos de rosas; y aquel
Una idea le hizo estremecer, y situándose detrás del exceso de perfumes asfixiaba, á pesar de los torbellinos
idolo marchó en línea recta hacia la pared. Después exa- del styrax que ardía en el centro sobre una trípode de co-
minó entre los tatuajes de su brazo la línea horizontal cor- bre.
tada por dos perpendiculares, lo cual expresaba en cifras El Jefe de los suaves olores, hombre alto y delgado y
cananeas el número trece. Entonces, contó hasta la déci- pálido como la cera, se adelantó hacia Halmilcar para fro-
ma tercera plancha de cobre, levantó una vez más su an- tarle las manos con metopión mientras dos ó tres hombres
cha manga y coh la mano derecha estendida leyó en otro le frotaban los talones con hojas aromáticas. Les rechazó;
sitio de su brazo otras líneas más complicadas pasando eran cirineos de costumbres infames á quienes sólo se to-
sus dedos delicadamente sobre ellas como un tocado de leraba por los secretos que sabían.
lira. Por fin dió siete golpes con su pulgar, y como un solo
Hamilcar mandó que á unos paquetes de nardo que se
bloque giró un gran trozo de muro.
iban á remitir á ultramar se mezclara un poco de antimo-
Disimulaba una especie de cueua donde había encerra- nio para que pesaran má3.
das cosas misteriosas que. no tenían nombre, y de incal- Luego preguntó dónde estaban tres copas de psagas,
culable valor. Hamilcar bajó tres peldaños; tomó de un que destinaba para su uso personal.
cubo de plata una piel de antílope que flotaba sobre un El Jefe de los olores confesó que no lo sabía y que unos
líquido negro, luego volvió á subir. Abdalonim volvió á soldados, armados, habían saqueado aquel departamento;
caminar delante de él. Hería el pavimiento con su alto él se vió obligado á abrirles todos los escondrijos.
bastón adornado de campanillas en el puño, y ante cada —¡Les temiste más que á mí!—exclamó el Suffeta, y á
habitación gritaba el nombre de Hamilcar, entre alaban- través del humo, sus pupilas, como antorchas, fulguraban
zas y bendiciones. sobre el hombre pálido.
- Í49 -
—¡Abdalonim! ¡Ante que se ponga el sol, hazlo azotar! delante de él aquellos hombres para hacerlos volar por
(Desgarra BU piel! medio de una catapulta! Sentíase humillado al haberlos
Aquel perjuicio, menor que los otros, le había indigna- detendido, era un engaño, una traición; y como no podía
do, pues á pesar de sus esfuerzos por olvidarlos, de conti- vengarse de los soldados, ni de los Antiguos, ni de Sa-
nuo aparecían los bárbaros ante su pensamiento. Sus fe- lammbó, ni de nadie, su cólera que buscaba una víctima,
chorías le recordaban la verüenza de su hija y odiaba á condenó de una vez á las minas á todos los esclavos de
todos su8 servidores porque lo sabían. los jardines.
Fué después ¿ inspeccionar el trabajo de los esclavos Abdalonim se estremecía [cada vez que lo veía acercarse
industriales cuyos productos se vendían por cuenta de la á los parques. Pero Hamilcar tomó el sendero de los mo-
casa Había sastres que bordaban y guarnecían mantos, linos; de dónde salla una melopea lúgubre.
otros que trenzaban redes, pintaban cogines, cortaban san- Entre el polvo de pesadas muelas que giraban, se veía á
dalias; obreros de Egipto alisaban y pulían papiros con los hombres que las movían. Unos empujaban con pecho
una concha, la lanzadera de los tejedores no se detenía y y brazos, otros uncidos, tiraban. El frote de las correas
los yunques de los armeros resonaban. había formado junto á sus axilas costras purulentas como
Hamílcar les dijo: tienen en el cuello los asnos, y el harapo negro y lacio
—¡Forjad espadas! ¡Forjad sin descanso! Necesito mu- que apenas tapaba sus caderas, pendía como una larga
chas! cola. Tenían los ojos rojos, resonaban los grilletes de sus
Después sacó del pecho la piel de antílope macerada en pies, todos los pechos anhelaban á la vez. Tenían en la
venenos para que le cortaran una coraza que debía ser boca, sujeto por dos cadenitas de bronce, un bozal, para
más sólida que las de bronce, invulnerable al fuego y al que no pudieran comer harina, y unos guanteletes sin de-
hierro. dos les impedían cogerla.
¡Cuando se acercaba á los obreros, Abdalonim, para re- Al entrar el amo, las barras de madera crugieron con
huir su cólera, vomitaba pestes contra aquellos! ¡Qué tra- más fuerza. El grano, chafándose, crugía. Muchos cayeron
bajo! ¡Es una vergüenza! ¡En verdad que el amo es dema- de rodillas; los otros, continuando, les pasaron por en-
siado clemente! Hamilcar, sin hacerle caso, se alejaba. cima.
Casi se detuvo al ver largas hileras de árboles calcina- Llamó á Giddenem, el gobernador de los esclavos.
dos. Las empalizadas estaban derribadas, el agua de los Hamilcar le mandó que quitara los bozales. Entonces
arroyuelos formaba fangosas charcas en el suelo y por to- todos, con gritos de animales hambrientos, se lanzaron
das partes se veían cacharros rotos, mesas destrozadas. sobre la harina, que devoraban hundiendo la cabeza en el
Harapos asquerosos pendían de algunas matas, bajo los montón.
limoneros las flores podridas formaban un estiércol ama- —¡Les matas de hambre!
rillo. Los criados no habían hecho desaparecer aquellos Giddenem contestó que era preciso para dominarlos.
despojos, creyendo que el dueño no volvería. ¡No vaha la pena de enviarte á Siracusa á la escuela de
A cada paso descubría un nuevo desastre que le traía á los esclavos. ¡Haz venir á los demás!
la memoria lo que quería olvidar. Ahora manchaba sus Los cocineros, palafreneros, los corredores, los que lle-
brodequines de púrpúra pisando inmundicias, y no tenía vaban las literas, los bañeros, las mujeres con sus hijos,
todos se formaron en una sola fila que llegaba desde la el estercolero. ¿Y dónde están los que faltan? ¿Les has ase-
casa de comercio hasta el parque de las fieras. No se atre- sinado?
vían á respirar. Un gran silencio reinaba en Megara. El Su rostro tenía UDa expresión tan terrible que todas las
sol se reflejaba en la laguna, al pie de las catacumbas. Los mujeres huyeron. Los esclavos retrocediendo, formaban
pavos chillaban. Hamilcar caminaba lentamente. un gran círculo á su alrededor; Giddanem besaba frenéti-
—¿Para qué me sirven esos viejos? ¡Véndelos! ¡Hay de- camente sus sandalia?; Hamilcar permanecía inmóvil.
masiados galos; son borrachos! demasiado candiotas; ¡son Es que en aquel instante recordaba mil desastres que
embusteros! Compra capadocios; asiáticos y negros. le asaltaron á la vez. Los gobernadores del campo habían
Le admiró ver que había tan pocos niños. huido por miedo á los soldados, en conciencia con ellos
—¡Es preciso que nazca más gente en la casa, Gidde quizás; todos le engañaban; no pudo contenerse más.
nem! Cada noche dejarás las habitaciones abiertas, á fin —¡Qué los traigan aquí!—gritó.—Mareadles en la fren-
de que puedan mezclarse hombres y mujeres. te con un hierro candente, como á los cobardes!
Hizo que le presentarán los ladrones, los perezosos, los Todos fueron puestos de cara al sol hacia el lado de
revoltosos. Distribuía castigos, recriminaba á Giddenem y Oriente donde gestaba el choloch-devorador. Los condena-
éste, como un toro, bajaba la cabeza. dos á flagetación se pusieron de pie contra los árboles con
—Mira, Ojo de Baal, éste quería suicidarse,—y¡mostraba dos hombres junto á ellos, uno que daba los golpes y otro
un libio de alta estatura. que los contaba.
—¡Ahí ¿quierés morir?—preguntó desdeñosamente el Hería con las dos manos. Los látigos, silbando, hacían
Suffeta. saltar la corteza de los árboles. La sangre manchaba, como
El esclavo contestó con intrepidez. roja lluvia, las hojas y masas rojas; aullando de dolor, se
-¡Si! retorcían al pie de los árboles. A los que se les marcaba,
Hamilcar, sin cuidarse del daño pecuniario ni del mal se arrancaban la carne con las uñas. Hacia el lado de las
ejemplo, volviéndose hacia los criados, dijo: cocinas unos hombres con grandes soplillos avivaban el
— Qué muera, pues. Lleváoslo. fuego de los hornillo 3 . De cuando en cuando un grito es-
Giddanem había ocultado á los mutilados detrás de los tridente desgarraba el aire. Los azotados se desmayaban,
otros. Hamilcar los vió: pero, retenidos por las ligaduras, quedaban con la cabeza
y los brazos colgando. Se olía á carne quemada. L03 leo-
—¿Quién te ha cortado el brazo?
nes, recordando quizá el festín, rugían.
—¡Los soldados, Ojo de Baal!
Luego á un Samita que cojeaba: Entonces apareció Salammbó en la terraza. La recorría
—¿Y á ti quién te ha hecho esto? rápidamente de derecha á izquierda, como asustada. Ha-
Era el gobernador, que le rompió una pierna con una milcar la vió. Le pareció que levantaba los brazo3 hácia
barra de hierro. donde él estaba; y con un gesto de horror, fuése hacia el
Aquella atrocidad estúpida indignó al amo. parque de los elefantes.
—¡Maldito el perro que hiere á las ovejas! ¡Limar á los Aquellos animales eran el orgullo de las grandes fami-
esclavos! ¡Ah! ¿Arruinas á tu amo?... Qué se le ahogue en lias únicas. Habían llevado á los abuelos, triunfado en
las guerras, se les veneraba como favoritos del Sol.
Los de Megera eran los más fuertes de Cartago Hamil-
car antes de marchar, hizo jurar á Abdalonim que los espiaban desde lejos vieron que se apoyaba á la pared
cuidaría. La mayoría habían muerto á consecuencia de para no caerse.
sus mutilaciones; sólo quedaban tres, echados en el centro Tres veces seguidas aulló el chacal. Hamilcar levantóla
del patio, entre el polvo y los destrozados restos del pese- cabeza; no profirió una palabra, no hizo un ademán. Cuan-
do se ocultó el sol, desapareció detrás de la barrera de
Le reconocieron y se le acercaron. nopales, y por la noche, en la asamblea de I03 Ricos, en
Uno tenía las orejas horriblemente cortadas; otro una el templo de Eschmum, dijo al entrar:
gran llaga en las rodillas, el tercero la trompa cortada. —¡Antorchas de Baalim, acepto el mando de las fuerzas
be miraban tristemente, como personas razonables, y el púnicas contra el ejército de los bárbaros!
que no tenia trompa, bajando su cabeza enorme y doblan-
do los jarretes, procuraba acariciarle suavemente con la
extremidad asquerosa de su muñón.
Dos lágrimas se escaparon de los ojos de Hamücar. Saltó
sobre Abdalonim.
—¡Ah! ¡miserable! ¡la cruz! ¡la cruz!
Abdalonim, desmayándose, cayó de espaldas.
Detrás de las fábricas de púrpura, cuyo humo subía ha-
cia las nubes, resonó un aullido de chacal; Hamilcar se
detuvo.
Al pensar en su hija, como si hubiese sentido el con-
tacto de un Dios, se calmó. Era una continuación de su
tuerza, la persistencia de su personalidad lo que que en-
treveía, y los esclavos no comprendían la causa do su cal-
ma súbita.
Dirigiéndose hacia las fábricas de púrpura, paró por de-
lante del ergástulo, gran construcción de piedra obscura
rodeada de fosos. Bajó á la prisión. Algunos le gritaron:
«¡Vuélvete!»; los más atrevidos le siguieron.
La puerta, abierta, se movía á impulsos del viento. El
crepúsculo entraba por las estrechas ventanas y rotas ca-
denas pendían de las paredes. «

j Aquello era lo que quedaba de los prisioneros de gue-

Hamilcar palideció extraordinariamente, y los que le


VIII

La batalla del Macar

día siguiente recibió de los Syssitas dos-


cientos veintitrés mil kikar de oro, decre-
tó un impuesto de catorce shekel para los
ricos. Hasta las mujeres contribuyeron;
se pagaba por los niños, y, cosa monstruo-
sa para los cartagineses, obligó á los cole-
gios de los sacerdotes á dar también di-
nero.
Reclamó todos los caballos, todos los
mulos, todas las armas. A los que quisieron disimular sus
riquezas se les confiscó los bienes, y para vencer la
avaricia ajena, dió sesenta armaduras y mil quinientos
gommor de harina, es decir más él solo que la Compañía
de Marfil.
— 158 -
Envió á Liguria á c o m p r a r soldados; tres mil m t m i . f i * jeres en los patios hacían hilas y vendajes; el ardor de
ses a d u m b r a d o s á cazar osos; se Ies p g ? p 0 ¡ g T unos se comunicaba á los otrcs. El alma de Halmicar lle-
do seas lunas á razón de cuatro minas diariaT naba la República.
Con los tres mil ligurios y los mejores hombres de Car-
tago formó una falange de cuatro mil noventa y seis hom-
clones »dentarias, luego 4 ,„ 3 oblZ7* ta de S S L bres defendidos por cascos de bronce, y que manejaban
lanzas de fresno largas de catorce codos.
S F í a e r a e S S Dos mil jóvenes llevaban hondas, un puñal y sandalias.
Se le reforzó con ochocientos más armados de un escudo
1
¡ £ £ 3 8 5 5 5 3 " " » - i redondo y uua espada romana.
La caballería pesada constaba de mil novecientos guar-
dias, cubiertos de escamas de bronce colorado como los
clinábaros asirios. Había además cuatrocientos arqúeros á
flgeSSasss
redujo el debagajes; y como había en el templo de Mo caballo con gorras de piel de comadreja, hachas de doble
filo, y túnicas de cuero. Además había armado mil dos
^sarde
d flasi ™ ? U Tde —los 8sacerdotes.
protestas
86 a p d e r ó d e
° A los oficiales
á p1«- cientos negros para apoyar á la caballería. Todo estaba
dispuesto y sin embargo Hamibar no marchaba.
A menudo salía por la noche de Cartago y se alejaba
hasta más allá de la laguna, hasta la desembocadura del
Macar ¿Quería unirse á los bárbaros? L03 liguro3, acam-
Un m
pados en los Mappales rodeaban su casa.
d u c i u n r f °d° f
° r m i d a b l e - Dió L o s con Las aprensiones de los Ricos parecieron justificarse
7
neo si se " " ^ ^ cuando un día, trescientos bárbaros se aproximaron á
No permitió que el Gran Consejo nombrara los genera- Cartago y Hamilcar mandó que se les abriera las puertas:
eran tránsfugas que, por fidelidad ó por temor, volvían
es n l t f m T o t * junto al Suffeta.
ÍKSL1 á
— ' La vuelta de Hamilcar no sorprendió á los mercenarios;
según ellos aquel hombre no podía morir. Volvía para
P a l 6 prevenir í * ^ M de
« a . cumplir sus promesas, esperanza que nada tenía de absur-
h i z ó nombrar ¿
í z z z ^ r 1 0
™ ' «ad- da si se tiene en cuenta que mediaba un verdadero abis-
mo entre la patria y> el ejército. Por otra parte, no se
abfndlncLabr !f T ^ y para teDer
Pied™ creían culpables y habían olvidado por completo el festín.
Los espías que sorprendieron les desengañaron. Fué un
triunfo para los más encarnizados, hasta I03 más tibios se
d e t n t o u n l 0 0 ? a r a 3 a 8 ' r e C O r r í a n á t o d a s ^ r a s las calles; pusieron furiosos. Luego los do3 sitios les aburrían, no
oe continuo se oía resonar las trompetas; en grandes ca
PaSaban adelantaban un paso, ¡más vaha una batalla! Al tener no-
t i e n d a s de c a m p a ñ a ,
ticia de los a r m a m e n t o s de Matho, saltó de alegría «¡Por
Pero en aquel instante, un hombre que no conocían ni
fin! ¡Por fin!» exclamó. el griego ni el libio entró en lo tienda. En una lengua des-
Entonces el resentimiento que sentía por Salammbó conocida hablaba á Narr' Hava3 el cual, de repente, corrió
recayó en Hamilcar. Su odio veía ahora una presa deter- hacia sus ginete?. Se alinearon en la llanura formando un
minada y creía ya saborear su venganza. Tan pronto se gran semicírculo. Narr' Havas, á caballo, bajaba la cabe-
veía rodeado de sus soldados, llevando la cabeza del Suf- za y se mordía los labios. Por fin dividió á sus hombres
feta en una pica como en un lecho de púrpura estrechan- en dos mitades; dió á una orden de que le aguardara y al
do entre sus brazos á l a virgen, cubriendo de besos su ros- frente de la otra se lanzó á galope tendido hacia las mon-
tro, pasando sus manos por su negra cabellera, y aquellas tañas.
visiones, que sabía que no se realizarían, le atormentaban. —¡Amo!—murmuró Spendio; no me gustan esas coin-
Juró, que ya que sus compañeros le habían nombrado cidencias. El Suffeta vuelve, Narr' Havas se marcha...
schalishim, se mostraría digno de tal cargo en la guerra, —¡Qué importa! —dijo con desdén el libio.
y la seguridad de que no volverla de ella le hacía impla- Pero se imponía adelantarse á Hamilcar, avisando á
cable. Autharito El peligro de levantar los sitios estribaba en
Fué á ver á Spendio y le dijo: que entonces podían los soldados de las ciudades atacar-
— ¡Toma tus hombres! ¡Yo traeré los míos! ¡Avisa al les por la espalda, mientras los cartagineses les combatirían
galo! ¡Estamos perdidos si Hamilcar nos ataca! ¿No me de frente. Después de mucha discusión se convino en lo
oyes? ¡Levántate! siguiente.
Spendio quedó asombrado al oir aquella voz llena de Spendio con quince mil hombres se adelantó hasta el
autoridad. Matho, habitualmente se dejaba guiar por sus puente del Macar, á tres millas de Utica, que se fortificó
consejos; pero ahora parecía á un tiempo más tranquilo y con tres torres enormes provistas de catapultas. Con tron-
más terrible; una voluntad soberbia fulguraba en sus ojos, cos de árboles y peñasco3 y muros de piedras se obstruyó
parecida á la llama dé un sacrificio. en la3 montañas todos los caminos y senderos; en su ci-
El griego no le escuchó. Vivía en una de las tiendas mas se amontonó gran cantidad de hierba seca que arde-
cartaginesas con bordados de perlas, bebía refrescos en ría para servir de señales, y de trecho en trecho se coloca-
copas de plata, dejaba crecer sus cabellos y no se apresu- ron pastores para que vieran estas.
raba en asaltar la ciudad sitiada. Había entablado nego- Indudablemente Hamilcar no se tomaría como Hannon,
ciaciones con la ciudad y estaba seguro de que se rendiría por la montaña de las Aguas Calientes. Pensarían que Au-
muy pronto. No quería, pues, partir. tharito, dueño del interior, le cerraría el paso. Además un
Warr'Havas, que siempre iba de un ejército á otro es- fracaso al principio de la campaña le perdería y una vic
taba presente y apoyó las razones de Spendio. toria no sería decisiva para él, pues los mercenarios le ata-
—¡Vete, si tienes miedo!—exclamó Matho —Nos habias carían de nuevo. Podía desembarcar en el cabo de los Ra-
prometido pez, azufre, elefantes, hombres, caballos! ¿Dón- cimos é ir en socorro de una de las dos ciudades. Pero
de están? quedaría entre los des ejércitos y era aquella una impru-
Warr'Havas se excusó afirmando que en breve cumpli- dencia que podía costarle muy cara. Lo natural era'que
ría sus promesas, siguiese la base del Ariana, volviendo luego á la izquierda
p a r a evitar la desembocadura del Macar, y dirigiéndose al
puente. Allí le esperaba Matho. murallas: durante algunos minutos la ciudad permaneció
Por la noche, á la luz de las antorchas, vigilaba á los silenciosa como una tumba. Los soldados, apoyados en
destacamento, avanzados. Iba á Hippo-Zaryta, á las obras sus lanzas, pensaban en su suerte, y los otros, en las ca-
de las montañas, no se daba p u n t o de reposo. Spendio en- sas suspiraban.
vidiaba su robustez; pero en cuanto á las obras de defen- Al ponerse el sol el ejército salió por la puerta occiden-
sa, á lo que debía hacerse para tener buenos confidentes tal, pero en vez tomar el camino de Túnez ó el de Utica,
y al arte de las máquinas de guerra, Matho tscuchaba á siguió por la orilla del mar; pronto llegó á la Laguna, don-
su compañero. Ya no hablaban de Salammbô, uno porque de grandes manchas de sal, lanzaban reflejos como gigan-
no pensaba en ella, otro porque le avergonzaba pensar tescas fuentes de plata olvidadas en la orilla.
Las charcas se multiplicaron. El suelo era cada vez más
A menudo iba hacia el lado de Cartago para ver si dis- blando, los pies se hundían: Hamílcar no retrocedió. Mar-
tinguía las tropas de H a milear. Fijaba sus miradas en el chaba á la cabeza. Su caballo, cubierto de manchas ama-
horizonte se tendía de bruces con el oído pegado al suelo rillas como un dragón, avanzaba penosamente. Cerró la
y ei zumbido de sus aiterias se le antojaba el rumor de un noche, noche sin luna. Algunos gritaron que todos iban á
ejército en marcha. perecer; les arrancó sus armas, que se entregaron á los
Dijo á Spendio que si dentro de tres días no había pa- criados. El barro era cada vez más profundo. Fué preciso
recido Hamílcar él iría con su ejército á buscarle para subir sobre las bestias de carga. Algunos se colgaron de
ofrecerle batalla. Pasaron dos días; Spendio procuraba re- las colas de los caballos; I03 robustos ayudaban á los débi-
tenerle, á la mañana del tercero, partió. les; el cuerpo de los ligurios empujaba á los infantes con la
punta de sus picas. La obscuridad redobló. Se había per-
dido el camino. Se detuvieron.
Entonces los esclavos del Suffeta se adelantaron para
Los cartagineses no esperaban la guerra con menos im- buscar las boyas que por su orden se habían colocado de
paciencia. En las tiendas de campaña y en las casas rei trecho en trecho. Voceaban en las tinieblas y el ejército
naban el mismo deseo é igual angustia. Todo el mundo se les seguía á lo lejos.
preguntaba porqué Hamílcar no se decidía. Por fin se llegó á un terreno firme. Adelantaron más, y
De cuando en cuando subía á la cúpula del templo de pronto se descubrió en la obscuridad una curva blanque-
Eschmun, junto al Anunciador de las Lunas, y consulta- cina. Estaban á orillas del Macar. A pesar del frío no se
Da los vientos. encendieron hogueras.
Un día, el tercero del mes de Tibby, bajó precipitada- A media noche soplaron fuertes ráfagas de viento. Ha-
mente la escalinata del Acrópolis. En los Mapapales reso- mílcar hizo despertar á los soldados; pero ni una trompeta
nó un gran clamor. Pronto reinó una gran agitación en las resonó; los capitanes les tocaban en el hombro.
calles y los so dados, armándose, se despedían de las mu- Un soldado de alta estatura entró en el río; el agua no
le llegaba á la cintura; se podía vadear.
jeres llorosas; luego corrían á la plaza de Khamon á for-
El Suffeta ordenó que treinta y dos de los elefantes se
mar. .No se les podía seguir, ni hablarles, ni subir á las
Sálammbó 11
pusieron en el rio y que los otros, cien pasos más abajo,
Al oir aquel nombre, Spendio se estremeció. Repetía
formando otra línea detuvieron á las filas de hombres que
maquinalmente: «¡Hamílcar! ¡Hamílcar!» ¡Y Matho no es-
arrastrara la corriente. Así todos, con las armas sobre la
taba allí! ¿Qné hacer? No se podía huir. El terror que le
cabeza atravesaron el río como entre dos paredes. El Suf-
inspiraba el Suffeta, la gravedad de la resolución que de-
feta sabía que el viento del Oeste, empujando las arenas,
formaba una especie de camino natural en toda su an- bía tomar, el peligro que crecía por momentos, todo le
chura. trastornaba; se veía ya decapitado, crucificado, asaeteado.
Pero le llamaban; treinta mil hombres iban á seguirle;
Ahora se hallaba el ejército en la orilla izquierda, frente pensó que podría lograr la victoria; se ere j ó más intrépi-
á Utica, en una vasta llanura, muy ventajosa para manio- do que Epaminondas. Para ocultar su palidez se embadur-
brar los elefantes, que constituían la fuerza principal del nó de bermellón, ciñó su armadura, bebió una gran copa
ejército.
de vino puro y corrió hacia sus soldados que marchaban
Aquel rasgo de genio entusiasmó á los soldados. Todos al encuentro dé los de Utica,
habían recobrado la confianza y pedían marshar en segui-
Se juntaron tan rápidamente, que el Suffeta no tuvo
da contra los bárbaros. El Suffeta les hizo reposar duran-
tiempo de alinear sus hombres en batalla. Poco á poco los
te dos horas. Cuando salió el sol, el ejército se movió for-
cartagineses se detenían. Los elefantes se detuvieron; ba-
mando tres líneas; de elefantes la primera, de caballería é
lanceaban sus pesadas cabezas que ostentaban penachos
infantería ligera la tercera; la falange marchaba á reta-
guardia. de plumas de avestruz y con las trompas se golpeaban las
espaldas.
Los bárbaros acampados cerca de Utica y los quince En los intérvalos que dejaban los elefantes se veían los
mil que había junto al puente, quedaron sorprendidos al vélites, los grandes cascos de los clinabaros, penachos, co-
ver ondular la tierra á lo lejos. El viento, que soplaba con razas, estandartes. Aunque el ejército cartaginés contaba
fuerza, levantaba grandes torbellinos de polvo que oculta- once mil hombres, no parecía tenerlos porque formaba un
ban, como una cortina amarillenta, la marcha del ejército cuadrilongo con los lado3 menores muy estrechos.
púnico. Algunos, al advertir los cuernos que llevaban en Los bárbaros, al verlos tan débiles, lanzaron un clamor
los cascos los cartagineses, creían que se trataba de una de alegría. El desdén que les inspiraban aquellos merca-
manada de bueyes; otros, engañados por la agitación de deres redoblaba su valor, y antes que Spendio diera una
los mantos, pensaban que eran olas; los que habían corri- orden, ya la habían comprendido y la ejecutaba.
do mucho mundo, se encogían de hombros, diciendo que
Se extendieron en una larguísima línea que rebasaba
aquello era un espejismo.
por los flancos al ejército púnico, á fin de envolverlo por
Pronto no fué posible la duda. La masa enorme avan- completo. Pero cuando estuvieron á trescientos pasos, los
zaba de continuo. Se distinguió á los elefantes erizados de elefantes, en vez de adelantar retrocedieron; los cünava-
picas, los bárbaros lanzaron un clamor formidable. ros, dando media vuelta, les siguieron, la sorpresa de los
—¡Los cartagineses!—y, sin señal, sin q u e n a d i e lo m a n - mercenarios subió de punto cuando vieron que los baga-
dara, los soldados q u e sitiaban á Utica y los q u e guarda- jeros les imitaban corriendo cuanto podían. ¡Los cartagi-
ban el p u e n t e se lanzaron sin orden n i concierto sobre el neses tenían miedo, huían! Un clamor formidable de befa
ejército de H a m í l c a r . y de alegría resonó en las filas de I03 bárbaros y Spendio,
llevaban en la mano izquierda, y I03 tarentinos guiando
desde lo alto de su dromedario gritó: «¡Ya lo sabía! ¡Ade- dos caballos, formaban los extremos de las dos alas.
lante! ¡Adelante!» El ejército de los bárbaros no había podido permanecer
alineado. En su extensión exorbitante había ondulaciones
Entonces las jabalinas, los dardos, las balas de fronda
y vacíos; todos respiraban anhelosamente sofocados por
volaron á la vez. Los elefantes, al sentirse heridos en la
haber corrido tanto.
grupa, galoparon más aprisa; una gran polvareda les en-
volvía y se disiparon como sombras. Pero se oía un gran La falanje adelantó pesadamente enfilando sus lanzas;
ruido de pasos, dominado por el ruido de las trompetas bajo este peso enorme la línea de los mercenarios, harto
que sonaban con furia. Aquel espacio que los bárbaros te- endeble, cedió por el centro.
nían ante ellos llenos de torbellinos y tumulto, atraía co- Entonces las alas cartaginesas se desplegaron; los ele-
mo un abismo; algunos se precipitaron en él. Aparecieron fantes las seguían. La falanje cortó en dos mitades á los
cohortes de infantería y la caballería galopaba también bárbaros con sus lanzas tendidas oblicuamente; las alas, á
hacia el enemigo. flechazos y pedradas acosaban á los soldados de Spendío.
Este, ordenó que se atacase simultáneamente á la fa-
Hamilcar había ordenado la falange que rompiera sus
lanje por ambos flancos; á fin de desbaratarle. Pero las fi-
secciones á fin de que los elefantes, las tropas ligeras y la
las más estrechas se deslizaban bajo las más largas, y la
caballería pasaran por sus intervalos para ir rápidamente
falanje se revolvió contra los bárbaros, tan terrible en sus
gacia las alas, y calculado tan bien la distancia de los
lados como lo era momentos antes por el frente.
bárbaros, que en el instante en que esto3 chocaron contra
el ejército, éste formaba una gran línea recta. En el cen- Golpeaban sobre el asta de las lanzas, pero la caballería
tro, estaba la -falange, formada por cuadros de diez y seis atacándoles por retaguardia les impedía dar en firme el
hombres por cara. Los jefes de las filas estaban entre loa asalto; y la falanje apoyada por los elefantes, se estrecha-
largos hierros aguzados que s breealían desigualmente de ba ó se ensanchaba según lo requerían loe incidentes de
las filas. Todas las caras desaparecían bajo la viseras de la lucha, formando un cuadro, un triángulo, un rombo,
los cascos; láminas de bronce cubrían las piernas dere- nn trapecio, una pirámide. Un movimiento interior la re-
chas, anchos escudos cilindricos bajaban hasta las rodillas movía de la cabeza á la cola, pues los que estaban en las
y aquella masa cuadrangular se movía como si estuviese últimas filas acudían á las primeras, y los que formaban
formada de una sola pieza, parecía vivir como un animal en estas por cansancio ó por heridas, se retiraban hacia
y funcionar como una máquioa. D,)s cohortes de elefan- ^ atrás. Las lanzas se inclinaban y se levantaban alternati-
tes la flanqueaban; contrayendo la piel hacían caer trozos | tivamente. Se veía un continuo fulgurar de espadas des-
de sus escamas. A derecha é izquierda de los elefantes nudas y la caballería cargaba sin cesar contra aquel mar
corrían los honderos con una honda alrededor de la cin- de hierro. Los herido3, defendíanse con sus escudos, ten-
tura, otra sobre la cabeza, y otra en la mano derecha. Es dían la espada, apoyando el puño contra el suelo, y otros,
taban luego los clinabaros, acompañado cada uno de un revolcándose en charcos de sangre, mordían los talones de
negro, tendiendo sus lanzas entre las orejas de sus caba- los combatientes. La multitud era tan compacta, el polvo
llos, cubiertos de oro como ellos. Más lejos, estaban los tan espeso, tari grande el tumulto, que nada podía distin-
soldados armados á la ligera con escudos de piel de lince, guirse; á los cobardes que ofrecieron rendirse ni siquiera
de los cuales sobresalían las lanzas de los venablos que
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se les escuchó. Cuando las manos quedaban sin armas, en- ventarles los ojos, cortarles los jarretes, otros deslizándose
tonces empezaba una lucha cuerpo á cuerpo, los pechos bajo su vientre les hundían la espada hasta el puño y pe-
crugían contra las corazas y los cadáveres colgaban con la recían aplastados; los más intrépidos, se colgaban de sus
cabeza hacia atrás entre los brazos crispados. Una compa- correas y bajo las llamas, bajo las flechas, continuaban
ñía de sesenta hombres de la Umbría firmes sobre sus ja- aserrando el cuero, y la torre de mimbres se derrumbaba
rretes, con la pica delante de los ojos, inconmovibles, y como una torre de piedras. Catorce de los que estaban en
rechinando los dientes, obligaron á retroceder á dos cua- el ala derecha, irritados por las heridas retrocedieron; en-
dros á la vez Pastores epirotas corrieron hacia el escua tonces, los indios, cogieron el escoplo y el martillo y apli-
drón de los clinabaros y cogiendo á los caballos por la cando aquél sobre la nuca dieron u n gran golpe. Los enor-
crin, voltearon sus bastones; los animales derribando á mes animales cayeron unos sobre otros. En aquel montón
sus ginetes huyeron por la llanura. de cadáveres y de armaduras u n elefante monstruoso lla-
Los honderos púnicos no podían intervenir en aquella mado Furor de Baal, cogido por la pata entre cadenas,
lucha á menos de herir á sus propios compañeros. La fa- gritó desesperadamente hasta la noche, pues tenía una
lanje empezaba á oscilar, vociferaban los capitanes, las fi- flecha en u n ojo.
las se estrechaban con dificultad y los bárbaros atacaban Sin embargo los otros, como conquistadores que se de-
cada vez con más ímpetu. Su empuje era tremendo; la leitan en el exterminio, derribaban, aplastaban, pisotea-
victoria era para ellos. De repente un grito, u n espantoso ban á heridos y moribundos. Para rechazar á los manípu-
grito, u n rugido de dolor y de cólera se levantó de las fi- los que se apiñaban al rededor suyo, giraban sobre sus pa-
las de los bárbaros; eran los setenta y dos elefantes que tas de atrás adelantando siempre. Los cartagineses sintie-
se precipitaban sobre ellos, formados en doble fila. Los ron avivar su ardor. La batalla empezó de nuevo.
indios les espoleaban tan vigorosamente que la sangre co • Los bárbaros cedían; los griegos tiraron sus armas y los
rría por sus orejas. Sus trompas embadurnadas de minio demás, al ver el mal ejemplo se asustaron. Spendio huía
erguíanse en el aire parecidas á culebras rojas; en el pecho inclinado sobre el cuello del dromedario. Entonces todos
llevaban u n cuerno de hierro, en los lomos una coraza, y se precipitaron hacia Utica.
sus colmillos estaban alargados por hojas de hierro corvas Los clinabaros. cuyos caballos estaban rendidos, no tra-
como sables. Para hacerles más feroces se les había em- taron de perseguirles. Los figures, extenuados por la sed
briagado con una mezcla de vino puro y de incienso. querían ir hacia el río. Los cartagineses que combatieron
A fin de resistir mejor su empuje, los bárbaros se lan- en el centro de los cuadros, y que habían sufrido menos,
zaron sobre ellos en filas compactas; los elefantes se echa- se desesperaban viendo que no podían completar su ven-
ron impetuosamente sobre ellos. Los espolones de su pre- ganza. Iban á perseguir á los mercenarios. Hamílcar apa-
tal, como proas de navio, hendían las cohortes. Con sus
trompas ahogaban los hombres, ó levantándolos del suelo Con las riendas de plata contenía á su caballo atigrado
los entregaban á I03 soldados de las torres; con sus colmi- cubierto de sudor. Las tiras que pendían de los cuernos
llos les despanzurraban, les lanzaban al aire, y entrañas de su casco ondeaban al viento y traía bajo su muslo iz-
palpitantes pendían de aquellos como los rollos de cuer- quierdo el escudo oval. Con u n movimiento de su lanza de
das cuelgan de los mástiles. Los bárbaros procuraban re- tres puntas, detuvo el ejército.
La falanje exterminó á todos los bárbaros que aun re-
sistían. Algunos aún se defendieron. Se les mató desde le- Entonces no sabiendo donde estaba; ni cómo hallar á
jos bajo una nube de piedras como si fueran perros rabio- Spendio, se volvió por el mismo camino. Apuntaba el alba
sos. Hamilcar había recomendado que se hicieran prisio- y á su luz vió á lo lejos la ciudad y-á su alrededor los des-
neros; pero los cartagineses dudaban en obedecerle, ansio- pojos de las máquinas ennegrecidas por las llama?, como
sos de hundir sus espadas en el cuerpo de los bárbaros. esqueletos gigantescos apoyados contra las murallas.
Anocheció. L03 cartagineses y los bárbaros habían des- Todo reposaba en un silencio extraordinario. Entre los
aparecido. Los elefantes que huyeron corrían á lo lejos soldados había hombres casi desnudos que dormían tendi-
con sus torres incendiadas. dos de espaldas ó con la frente apoyada en los brazos. Al-
Ardían en las tinieblas aquí y allá como faros medio gunos quitaban de sus piernas tiras de tela ensangrenta-
ocultos entre la niebla; á lo lejos solo se veía sobre la lla- das. Los moribundos movían lentamente la cabeza, y otros
nura la ondulación del río que acarreaba los cadáveres al arrastrándose les traían agua. A lo largo de los senderos
mar. estrechos, los centinelas caminaban para entrar en calor,
ó con el rostro vuelto hacia el horizonte permanecían
quietos con la lanza sobre el hombro en actitud feroz.
Dos horas después llegó Matho. A la luz de las estrellas Matho halló á Spendio bajo una tienda desgarrada, con
vió montones de hombres tendidos en tierra. Eran hileras la rodilla entre las manos y la cabeza baja.
de bárbaros. Inclinóse, todos estaban muertos. Llamó con Permanecieron largo rato sin hablar.
voz estentórea; nadie le contestó. Por fin Matho murmuró:
Por la mañana había abandonado Hippo Zarytacon sus —¡Vencidos!
soldados para marchar contra Cartago. En Utica el ejérci- Spendio contestó con voz sombría:
to de Spendio acababa de desaparecer y los habitantes —¡Sí, vencidos!
A todas las preguntas contestaba con ademanes deses-
incendiaban las máquinas de guerra. perados.
Todos se habían batido con saña. Pero como Matho pa-
Suspiros y estertores llegaban hasta ellos, Matho entrea-
ra llegar más pronto se adelantó por entre las montañas y
brió la tienda. Entonces aquel espectáculo le recordó otro
los bárbaros huyeron por la llanura, no tuvo noticia de la
ocurrido allí también, y dijo rechinando los dientes:
derrota hasta que se encontró en lo que había sido campo
de batalla. —¡Miserable! ya una vez..
Spendio le interrumpió:
En frente de él, más allá del río, veía á ras del suelo —Tú tampoco estabas.
unas luces inmóviles. Eran los cartagineses que se retira- —¡Es una maldición,—exclamó Matho,—pero un día ú
ron detrás del puente y para engañar á dos bárbaros, el otro llegaré hasta él! ¡le venceré! ¡le mataré! ¡Ah! ¡Si hu-
Suffeta había colocado avanzadas en la otra orilla. Matho, biese estado allí!
adelantando sin cesar, creyó ver las insignias púnicas,
La idea de haber faltado á la batalla le desesperaba más
pues distinguía en el aire cabezas de caballos que no se que la derrota.
movían; oyó también un gran rumor, ruido de canciones
Se arrancó del cinto la espada y la tiró al suelo.
y de copas que chocaban.
— ¿Cómo os han derrotado los cartagineses?
*

El antiguo esclavo se puso á contar la batalla y las ma- y sin embargo la gané. Confiesa que mi piara de cerdos
niobra?. Matho creía verlas, y se irritaba. El ejército de nos sirvió mejor que una falanje de espartanos.
Utica en vez de correr al puente debió atacar á Hamilcar Y cediendo al deseo de realzarse y de tomar desquite,
por retaguardia. enumeró cuanto hiciera por la causa de los mercena-
—¡Ah! ya lo sé,—exclamó Spendio. rios.
—Era preciso doblar tus filas, no comprometer los véli- —Yo soy—dijo—quien en I03 jardines del Suffeta em-
tes contra la falanje, dejar paso á los elefantes; en un mo- pujé al galo. Más tarde en Sicca les he dado ánimo, ha-
mento debía cambiar la faz de la lucha. ciéndoles temer la venganza de la República. Giscon les
Spendio contestó: perdonaba, pero yo no quise que los intépretes hablarad.
—Le he visto pasar con un gran manto rojo, levantados ¡Ah! ¡Cómo les salían las lenguas de la boca.¿Te acuerdas?
los brazos, más alto que la polvareda, como un águila que Te llevé á Cartago; he robado el zaimph, te llevé á su ca-
vuela al lado de las cohortes; á cada señal de su cabeza, sa. Haré más aún: ¡ya verás!
se estrechaban, se precipitaban; la multitud no3 ha echa- Y se echó á reir como un loco. Matho le miraba con los
do uno contra otro. Me miró; sentí en mi corazón como el ojos dilatados. Experimentaba malestar ante aquel hom-
frío de una espada. bre que era á un tiempo tan cobarde y tan terrible.
Se interrogaron tratando de descubrir por qué el Suffe- El griego añadió con tono jovial chasqueando los de-
ta había llegado cuando las circunstancias eran más des- dos:
favorables para los bárbaros. Hablaron luego de la situa- —¡Evohé! ¡Después de la lluvia el sol! He trabajado en
ción, y para atenuar su falta ó para animarse á eí mismo, las canteras y he bebido vino en una crátera que me per-
Spendio dyo que aun quedaba esperanza. tenece bajo una tienda de brocado de oro como un Ptolo-
—Aun cuando no quedase nadie más, no importa,—di- meo. La desgracia sirve para hacernos más hábiles. A
jo Matho,—hasta solo continuaré la guerra! fuerza de trabajo se doma la fortuna. Esta proteje á los
—Yo también,—gritó el griego levantándose de un políticos. ¡Cederá!
salto. Volvió hacia Matho, y tomándole por el brazo:
Caminaba á largos pasos, centelleaban sus pupilas, y una —Amo, ahora I03 cartagineses están seguros de su vic-
extraña sonrisa contraía su rostro de chacal. toria. Tienes un ejército que no se ha batido y tus hom-
—¡Volveremos á empezar; no te alejes nunca de mi! no bres te obedecen. Ponlos en la vanguardia; los míos para
sirvo para las batallas á la luz del sol. El fulgor de las es- vengarse les seguirán. Me quedan tres mil caballos, mil
padas turba m i vista; es una enfermedad; he pasado de- doscientos honderos y arqueros, cohortes enteras. ¡Hasta
masiado tiempo en el ergá3tulo. Pero indícame murallas podemos formar una falanje! ¡Volvamos!
que escalar durante la noche, y entraré en las ciudadelas Matho, aplastado por el desastre, no había decidido na-
y los cadáveres estarán fríos antes que canten los gallos! da para repararlo, Escuchaba con afán, y las planchitas
Enséñame á alguien, algo, un enemigo, un tesoro, una de bronce que rodeaban su busto se levantaban al impul-
mujer; aun cuando fuera la hija de un rey, y traeré tu de- so de los latidos de su corazón.
seo ante tus ojos. Me acusas de haber perdido la batalla, Recogió su espada y gritó:
- 172 -
—¡Sigúeme! ¡adelante!
Pero laa avanzadas a n u n c i a r o n q u e los m u e r t o s de los
cartagineses h a b i a n sido recogidos, q u e el p u e n t e estaba
q u e m a d o y q u e H a m i l c a r con sus tropas había desapare-
cido.

IX

En campaña
StfIlfO
i

Sufceta, pensó q u e los Mercenarios le es-


j_ • Jr perarían en Utica, ó se revolverían contra
^ c o m p r e n d i e n d o q u e no tenía fuerzas

! o) va
suficientes, n i para acometer, n i p a r a resis-
tir, m a r c h ó hacia el sur, por la orilla dere-
c h a del río, lo cual le ponía de m o m e n t o á
cubierto de u n a sorpresa.
Quería a n t e todo p e r d o n a n d o por en-
tonces su rebelión, separar á todas las t r i b u s de los bár-
baros, y después, c u a n d o estuviesen aislados, caería sobre
ellos y les e x t e r m i n a r í a .
E n catorce día?, pacificó la regió c o m p r e n d i d a entre
Thouccaber y Utica, y las ciudades desde Fignicaba, Tes-
s o u r a h , Vacca y otras m á s occidentales; Zunghar, edifica-
- 172 -
—¡Sigúeme! ¡adelante!
Pero laa avanzadas anunciaron que los muertos de los
cartagineses habian sido recogidos, que el puente estaba
quemado y que Hamilcar con sus tropas había desapare-
cido.

IX

En campaña
StfIlfO
i

Sufceta, pensó que los Mercenarios le es-


j_ • Jr perarían en Utica, ó se revolverían contra
^ comprendiendo que no tenía fuerzas

! o) va
suficientes, ni para acometer, ni para resis-
tir, marchó hacia el sur, por la orilla dere-
cha del río, lo cual le ponía de momento á
cubierto de una sorpresa.
Quería ante todo perdonando por en-
tonces su rebelión, separar á todas las tribus de los bár-
baros, y después, cuando estuviesen aislados, caería sobre
ellos y les exterminaría.
En catorce día?, pacificó la regió comprendida entre
Thouccaber y Utica, y las ciudades desde Fignicaba, Tes-
sourah, Vacca y otras más occidentales; Zunghar, edifica-
— 174 — — 175 -
da en la montaña; Assuras, célebre por su templo; Dge- que componían el ejército de Autharito apenas conocían
raado, fértil en viñedos; Thapitis y Hagur le enviaron á aquellos Mercenarios que eran de raza griega ó latina; y
embajadores. Los campesinos llegaban trayendo víveres, puesto que la República les ofrecía tantos bárbaros á
imploraban su protección, besaban sus pies, los de los sol- cambio de tan pocos cartagineses, es que unos tenían mu-
dados y se quejaban de los bárbaros. cho valor y los otros carecían de él. Temían caer en un
Algunos le ofrecían en sacos cabezas de Mercenarios lazo.
muertos por ellos á lo que decían, pero que en. realidad Autharito rehusó. Entonces, los Antiguos decretaron la
habían cortado á los cadáveres; pues muchos se habían ejecución de los cautivos, aun cuando el Suffeta, le hu-
perdido huyendo y se hallaban en las viñas. biese escrito que no los matasen. Quería incorporar á los
Para deslumhrar al pueblo, Hamilcar envió al día si- mejores en sus filas y de tal modo excitar á los demás
guiente de la victoria los dos mil soldados que aprisionó bárbaros á desertar. Pero el odio no tuvo espera.
en el campo de batalla. Llegaron por compañías de cien Los dos mil bárbaros fueron atados en los Mappales, en
hombres cada una, con los brazos atados á la espalda á las piedras de los cipos, y los mercaderes, los hinches de
una barra de broce, de cinco en cinco, y los heridos, co- cocina, los sastres y hasta las mujeres, las viudas de los
rrían también porque los ginetes, detrás les flagetaban con muertos con sus hijos, cuantos querían, acudieron á ma-
sus látigos. tarlos á flechazos. Se les apuntaba lentamente para pro-
¡Fué un delirio de alegría! Se afirmaba que habían que- longar su suplicio; se bajaba el arma, luego volvía á le-
dado seis mil bárbaros en el campo de batalla, que los vantarse y la gente se reía y vociferaba.
otros no resistirían, y que la guerra había acabado; la Los paralíticos se hacían llevar állí en literas; muchos
gente abrazábase en las calles y se frotó con manteca y por precaución llevábanse la comida, y otros pasaban la
cinamomo el rostro de los dioses Pataicos, para darles las noche en aquel lugar horrible. Se hablan levantado tien-
gracias. Con sus grandes ojos, su enorme barriga, y sus das, y bebían á discreción. Muchos ganaron grandes su-
dos brazos levantados hasta los hombros parecían vivir has- mas alquilando arcos.
ta por su pintura fresca y participar de la alegría del pue- No se retiraron los cadáveres crucificados parecidos á
blo. Los Ricos, dejaban sus puertas abiertas, todo era ale- estatuas rojas sobre las tumbas.
gría en la ciudad. Los templos estaban iluminados por la La sanción de los dioses no faltó en aquella ocasión
noche, y las sacerdotisas de la diosa bajaban hasta Mal- pues de los cuatro puntos cardinales, llegaban bandadas
qua. Se establecieron en las encrucijadas de sicomoro, y de cuervos. Volaban trazando grandes círculos en el aire
alH se prostituyeron. Se otorgaron tierras á los vencedo- y graznando continuamente. A veces, aquella negra nube,
res, se dispusieron holocaustos para Melkartb, se votaron se deshacía de pronto, ensanchando lejos sus espirales
cien coronas de oro para el Suffeta, y sus partidarios que- obscuras; era que un águila la atravesaba; en las terrazas,
rían que se tle diera nuevas prerrogativas y nuevos ho- en las cúpulas, en la punta de los obeliscos, y en el fron-
nores. tón de los templos, se veían grandes aves de rapiña que
Había solicitado de los Antiguos, que propusieran á sostenían en su pico enrojecido piltrafas humanas.
Autharito cambiar á Giscon y los otros cartagineses ccn A causa del hedor, los cartagineses, se decidieron á des-
los otros bárbaros si era preciso. Los libios y los nómadas atar los cadáveres. Se quemaron algunos, se echaron otros
obligó á prescindir de él; como los romanos, todo debía
al mar; y las olas, empujadas por el viento del norte les llevarse á la espalda. Por precaución contra los elefantes,
depositaron en la playa, delante del campo de Autha- Matho, instruyó un cuerpo de caballería en que el hom-
rito. bre y el caballo desaparecían bajo una coraza de piel de
Aquel castigo habia aterrorizado á los bárbaros, y se les hipopótamo, erizada de clavos y para proteger I03 cascos
vió plegar sus tiendas, reunir sus rebaños, poner sus ba- de los caballos, envolvíanse sus pezuñas en cuerdas de es-
gajes sobre asnos, y aquella nrsma noche el ejército ente- parto.
ro se alejó. Se prohibió saquear los pueblos y tiranizar les habitan-
tes que no fueran de raza púnica. Como el país iba que-
dando exhausto, Matho, ordenó distribuir víveres, sin cui-
darse de las mujeres. Primero, las compartían con ellas.
Debía dirigirse desde la montaña de las Aguas Calien- Por falta de alimento, muchos se debilitaban. Aquella era
tes hasta Hippo-Zaryta y privar así al Suffeta la posibili- ocasión incesante de riñas y querellas, porque muchos, se
dad de volver á Cartago sin combatir. atraían á las compañeras de las demás, ofreciéndolas su
Entre tanto los otros dos ejércitos tratarían de alcanzar- ración. Matho, ordenó echar á todas implacablemente. Se
le en el sur. refugiaron al campamento de Autharito, pero las galas,
Spendio por oriente, y Matho por occidente, de modo, y las libias, á fuerza de ultrajes, las obligaron á marchar-
que juntándose los tres, pudieran sorprenderle y aplastar- se. Algunas, fueron á pedir refugio á los cartagineses, y
le. Un refuerzo que no esperaban les llegó: Narr'Havas otras se obstinaron en seguir á los ejércitos, llamando á
apareció á la cabeza de trescientos camellos cargados de sus hombres, sujetándoles por los mantos, y enseñándoles
pez, de veinticinco elefantes, y de seis mil ginetes. : sus hijitos desnudos que lloraban.
Contó que el Suffeta, había querido sublevar á sus sub- El genio de Moloch poseía á Matho.
ditos, pero que él, prevenido por el hijo de su nodriza,final A pesar de la voz de su conciencia, ejecutaba acciones
sitio donde estaban los rebeldes, y les venció fácilmente. espantosas, creyendo que obedecía la voluntad de su Dios.
Los jefes de los cuatro ejércitos deliberaron acerca de Cuando no podia talar los campos, mandaba cubrirlos de
todo La guerra sería larga y era preciso prever todas las piedras para esterilizarlos.
contingencias. A fuerza de mensajes, obligaba á Autharito y á Spen-
Se convino en reclamar el auxilio de los romanos y se dio á que se apresuraran. Pero las operaciones del Suffeta
ofreció aquella comisión á Spendio; pero como era tráns- eran incomprensibles. Acampó sucesivamente en Eidus,
fuga, no se atrevió á encargarse de ella. Doce hombres de Monchar, en Tehent; las avanzadas creyeron verle cerca
las colonias griegas, se embarcaron en Amraba en una de Ischul, cerca de las fronteras de Narr'Havas, y se supo
chalupa de los númidas para ir á Roma. Los jefes exigie- que habla atravesado el río sobre Teburba como para vol-
ron de todos los bárbaros el juramento de una fidelidad ver á Cartago.
completa. Diariamente los capitanes inspeccionaban el Aquellas marchas y contramarchas fatigaban á los car-
uniforme y el calzado; se prohibió á los centinelas el uso tagineses y las fuerzas de Hamilcar, sin renovarse dismi-
del escudo, pues á veces, le apoyaban en BU lanza y se Salammbó 12
dormían de pie; á los que arrastraban algún bagaje, eeles
Huían de día en día. Los campesinos le llevaban víveres
cada vez de peor gana; por todas partes hallaba una resis- desnudos. Eran los iberos de Matho, los lusitanos, los ba-
tencia pasiva, un odio taciturno. A pesar de sus súplicas leares, los gétulos; resonó el relincho de los caballos de
al Gran Consejo, n o llegaba ningún socorro de Cartago. Narr'Havas que se exparcieron alrrededor de la colina.
Entonces, desesperando de la República, Hamílcar to- Luego llegó la muchedumbre que mandaba Autharito;
mó de las tribus lo necesario por proseguir la campaña; los galos, los libios, los nómadas; y entre ellos, se veía á
granos, aceite, madera, bestias de carga y hombres. Los los comedores de casas inmundas, que se distinguían por
habitantes huían de los pueblos á su aproximación. Las las espinas de pescado que llevaban en la cabellera.
aldeas que se atravesaba estaban vacías y en vano se bus- Los báibaros, combinando exactamente sus movimien-
caba dentro de las cabañas; al ejército púnico le rodeaba tos se habían juntado, pero sorprendidos el verse enfrente
una soledad espantosa. del enemigo permanecieron algunos minutos inmóviles
Los cartagineses furiosos saquearon todas las provincias; Cumo consultándoes.
cegaban las cisternas, é incendiaban las casas. El Suffeta había dispuesto sus hombres en círculo ce-
A veces junto á los caminos veían relucir dentro de un rrado, de manera que pudieran ofrecer por todas partes
grupo de arbustos, unas pupilas centelleantes. Era un igual resistencia. Los mercenarios estaban cansados; me-
bárbaro que, en cuclillas y cubierto de polvo para con- jor era esperar el nuevo día; y seguros de su victoria los
fundirse con el color de las hojas secas, les espiaba. bárbaros durante toda la noche, solo se cuidaron de comer
Ni Utica ni Hippo Zaryta le enviaron tampoco socorros. y dormir. Habiendo encendido grandes fogatas que des-
No se atrevían á comprometerse y contestaron vaga- lumhrándoles dejaban en la sombra al ejército púnico.
mente. Hamilca hizo abrir alrededor de su campamento, como
De todos modos quería un punto en la costa y el puerto los romanos, un foso ancho de quince pasos y diez codos
de Utica era el que le convenía; así podría aprovisio- de profundidad. Al levantarse el sol, los mercenarios que-
narse. daron pasmados viéndoles atrincherados como dentro de
El Suffeta dió la vuelta al lago de Hippo-Zarjta con gran una fortaleza.
cautela, pero despues tuvo que disponer sus regimientos Comprendieron que si todos atacaban á la vez se expo-
en columna para subir la montaña que separa los dos va- nían á una derrota segura, porque el mismo exceso de
lles. Al ponerse el sol, y bajando por una estrecha cañada combatientes les perjudicaría. Además, ¿cómo salvarlos
que se iba ensanchando despues en forma de embudo, ad- pasos? En cuanto á les elefantes no estaban bastante
virtieron ante ellos, junto al suelo lobas de bronce, que adiestrados.
parecían correr sobre la yerba. —¡Sois un hatajo de cobardes!—exclamó Matho.—Capi-
De repente vieron altos penachos y oyeron un canto taneando á los mejores se dirigió contra la trinchera; una
formidable, acompañado de un ritmo de palmas. Era el nube de piedras les hizo retroceder; pues el Suffeta había
ejército de Spendio, pues los campamos y griegos, por tomado en el puente sus catapultas abandonadas.
odio á Cartago, habían adoptado las insignias romanas. Los bárbaros, al ver aquella dificultad se amilanaron;
Al mismo tiempo, á la izquierda, aparecieron largas lan- querían vencer, pero arriesgándose lo menos posible. Spen-
zas, escudos de piel de leopardo, corazas de lino, hombros dio quería guardar las posiciones que tenían, y rendir por
hambre al ejército prínico. El Suffeta entabló negociacio-
guijarros. Aquello lo había inventado Autharito, pero dis-
nes para ganar tiempo, y una mañana los bárbaros halla-
ron en sus avanzadas un pergamino con proposiciones es- gustaba á Matho.
critas. Decía que los Antiguos le habían obligado á hacer Hamílcar exasperado, hizo abrir las empalizadas decidi-
la guerra, y para probarles que mantendrían su palabra do á pasar y con ímpetu furioso, los cartagineses subie-
ron hasta la mitad de la falda de las colinas.
les ofrecía el saqueo de Utica ó de Hippo-Zaryta; termina-
Pero bajó de ellas tal torrente de bárbaros, que no tu-
ba diciendo que no les temía, porque había ganado con
visron más remedio que retroceder apresuradamente. Uno
dádivas á algunos traidores, los cuales acabarían con ellos.
de los legionarios que quedó rezagado, cayó entre las pie-
Los cuatro jefes se reunían todas las noches en la tien-
dras. Zarxas fué hacia él, y derribándole le hundió un
da de Matho, y en cuchillas alrededor de un escudo ade-
puñal en la garganta. Lo sacó; aplicó sus labios sobre la
lantaba y hacían retroceder con cuidado, figuritas de ma- herida y chupó la sangre con avidez. Luego, se sentó so-
dera, que eran invención de Pyrrho para ensayar las ma- bre el cadáver y entonó una canción balear, llamando á
niobras. sus hermanos al festín; luego, bajó lentamente la cabeza
Mientras los bárbaros deliberaban, el Suffeta aumenta- y lloró. Aquel espectáculo aterrorizó á los bárbaros, sobre
BUS defensas; hizo ahondar u n doble foso, y en los ángulos todo á los griegos.
del campamento levantar torres de madera. Los cartagineses no intentaron otra salida y no se atre
Desde el fondo del anfiteatro en que estaban asediados, vían á rendirse, seguros de perecer entre atroces suplicios.
veían de continuo en las alturas los cuatro campamentos El hambre más horrible reinaba en el campamento.
de los bárbaros. Algunas mujeres pasaban con cueros en Quedaba únicamente en él un poco de trigo y unos sacos
la cabeza; muchas cabras corrían balando entre los pabe- de fruta seca. No había ni carne ni aceite, ni hierba para
llones de picas y lanzas; los centinelas se relevaban, y los los caballos. Todos echaban de menos sus casas, sus fami-
soldados comían alrededor de altos trípodes. lias, de continuo era preciso rechazar ataques; las torres ar-
Desde el segundo día, los cartagineses habían advertido dían; los comedores de cosas inmundas, asaltaban sus em-
en el campamento de los mercenarios, un grupo de unos palizadas. Una lluvia de piedras y de hierro caía sobre las
trescientos hombree, apartados délos demás. Eran los Ricos, tiendas. Para librarse de los proyectiles, los cartagineses
prisioneros desde el principio de la guerra. Los libios les levantaron espesos cañizos de juncos, se encerraron tras
alinearon junto al foso, y apostados detrás de ellas, lam- ellos, y permanecieron sin moverse. Hamücar estaba tan
bón jabalinas, sirviéndose de sus cuerpos á modo de escu indignado contra Cartago, que hubiera deseado unirse á
dos. Algunos délos cartagineses sollozaban estúpidamente. los bárbaros para ir contra ella. Ni el Gran Consejo, m na-
otros gritaban á sus amigos que tiraran contra los btoba- die, enviaba un socorro ni una esperanza. La situación era
ros. Había uno inmóvil y con la frente baja que no hablaDa intolerable, pensando que llegaría á serlo más.
nunca. Su gran barba blanca casi le llegaba hasta las manos En Cartago, al tener noticias del desastre se maldijo el
cubiertas de cadenas y los cartagineses reconocían á Gascón j nombre de Suffeta más que si se hubiera dejado vencer
en aquel hombre. Aunque el sitio era peligroso, todos se j desde el principio. Faltábanles dinero y tiempo para bus-
empujaban para verlo. Se le había puesto e n l a , y T car otros mercenarios, y era imposible equipar nuevos sol-
una tiara grotesca de cuero de hipopótamo, incrustada dados en la ciudad.
El Suffeta había tomado todas las armas y con él esta-
ban los mejores capitanes. Todos creían que el Suffeta- jardines de Megara; los esclavos, temblorosos, no se atre-
después de la victoria, debió aniquilar á los mercenarios. vían á rechazarlos. Sin embargo, no llegaban á subir por
¿Por qué se le ocurrió saquear á las tribus? Los mercena- la escalinata de las galeras. Permanecían al pie de ella con
rios, los pescadores, hasta los bañeros y los vendedores de los ojos levantados hacia la última terraza. Esperaban á
bebidas calientes, discutían los planes de campaña del Suf- Salammbó y durante horas y horas vomitaban injurias
feta; no había hombre que no se creyera con derecho á contra ella como perros que ladran á la luna.
dar su voto.
Los sacerdotes afirmaban que su derrota era el castigo
de su impiedad; recordaban que jamás ofreció holocaus-
tos, que no había siquiera purificado sus tropas, que re-
husó llevar augures en sus filas y exigieron del Gran Con-
sejo la promesa de crucificarle si por azar volvía á Car-
tago.
Un delirio fúnebre agitaba á Cartago. Los gritos de las
muieres llenaban las casas y escapándose por entre verjas
y rejas, hacían volver la cabeza á los que pasaban. Algu-
nas veces se decía que los bárbaros llegaban; que se les
habla visto detrás de las montañas de las Aguas Calientes,
que estaban acampados en la llanura.
Cuando el terror pasaba, la cólera renacía. La convic-
ción de su impotencia aplastaba á todos bajo una inmen-
sa tristeza. Aumentaba cuando todos los habitantes subi-
dos una tarde á las terrazas lanzaban, inclinándose nueve
veces, un gran grito por saludar al sol. Hundíase detrás de
la laguna lentamente, y después desaparecía entre las
montañas, hacia donde estaban los bárbaros.
Algunos decían que todas las desdichas provenían de la
pérdida del zaimph, Salammbó tenía indirectamente la
culpa de ello. Debía ser castigada. Aquella idea tomó
pronto cuerpo entre el populacho Para calmar á los Ba-
alim era preciso ofrecerles algo de un valor inmenso, un
sér hermoso, joven, virgen, de antigua estirpe, un astro
humano. Diariamente hombres desconocidos invadían los
La serpiente

BELLOS clamores del populacho no asus-


taban á la hija de Hamilcar.
Otras inquietudes más grandes la tur-
baban; su gran serpiente, el Pyton negro,
estaba enfermo; aquella serpiente era pa-
ra los cartagineses algo así como un amu-
leto. Creíanla hija del limo de la tierra,
pues emerge de sus profundidades y no
necesita pies para recorrerla; su marcha
recuerda la ondulación de los ríos, su temperatura las an-
tiguas tinieblas viscosas palpitantes de fecundidades, y el
orbe que describe mordiéndose )a cola, el conjunto de los
planetas, la inteligencia de Echmun.
El de Salammbó había rehusado ya muchas veces los
cuatro gorriones vivos que le ofrecían en el plenilunio y á
- 186 - - 187 —
Cada luna nueva. Su hermosa piel, cubierta como el firma- No podía vivir sin su presencia; pero interiormente se
mento de manchas de plata sobre fondo negro, amarillea- rebelaba contra aquella dominación; sentía por el sacerdo-
ba y estaba arrugada porque era demasiado ancha para su te terror, celos y una especie de amor, al mismo tiempo
cuerpo. De cuando en cuando, Salammbô se acercaba á la en reconocimiento de la singular voluptuosidad que se
cesta de hilos de plata en que dormía, y apartaba la corti- apoderaba de ella á su lado.
na de púrpura, las hojas de loto, las plumitas de pájaro. No había nadie en Cartago que fuese tan soberbio como
Lo serpiente estaba arrollada sobre sí misma, más inmó- él. En su juventud estudió en el colegio de los Mogbets,
vil que una liana seca; á fuerza de mirarla sentía como cerca de Babilonia; después visitó la Somotracia, Efeso,
otra espiral, como otra serpiente que subía del corazón á Tesalia, Judea, los templos de los nabateos, sepultados
la garganta y la ahogaba. ahora entre arenas; y recorrió á pie desde las cataratas
hasta el mar, el curso del Nilo. Con el rostro cubierto por
Desesperábase de haber visto el zaimph, y sin embargo
un velo y agitando las antorchas, había echado un gallo
le producía aquello un orgullo íntimo. Un misterio pro-
negro á la hoguera que fulgura ante la Esfinge, Madre del
fundo se ocultaba bajo el esplendor de sus pliegues; era
terror. Bajó á las cavernas de Proserpina, sus ojos vieron
la nube que envuelve à los dioses, el secreto de la existen-
dar vueltas á las quinientas columnas del laberinto de
cia universal, y Salammbô, aun c3ando sentía horror de sí
Lemmos y resplandecer el candelabro de Tarcuto, que te-
misma, deploraba no haber profundizado aquel misterio.
nía tantas luces como días hay en el año. A veces, duran-
Cansada de sus pensamientos se levantaba, y arrastran- te la noche, recibía viajeros griegos para interrogarles. La
do sus sandalias, cuya suela chocaba á cada paso con sus génesis del mundo era objeto de sus observaciones; estu-
talones, se paseaba al azar por la gran sala silenciosa. Las dió en el pórtico de Alejandría los equinocios; acompañó
amatistas y los topacios del techo, centelleaban producien- á Cyrene á los bematistas de Evergeta que miden el cielo
do manchas luminosas. Cogía por el cuello las ánforas col- calculando el número de sus pasos, y de todos aquellos es-
gadas de las paredes; se refrescaba el pecho con anchos tudios nació en su mente la idea de una religión nueva
abanicos, y á veces se entretenía en quemar cinamomo en sin fórmulas ni dogmas, y por lo mismo llena de vértigos
el hueco de las perlas. Cuando se ponía el sol, Taanach y ardores. No creía que la tierra tuviera la forma de una
quitaba las losas de fieltro negro que tapaban las abertu- piña. Imaginábala redonda y cayendo eternamente en la
ras de las paredes, y entonces sus palomas frotadas con inmensidad con tan prodigiosa rapidez que no se advierte
azmilcle como las de Tanit y con sus patitas rosadas se la caída.
deslizaban sobre las losas de cristal entre los granos de ce-
bada que les echaba. Pero de repente estallaba en sollo- De la posición del sol sobre la luna, deducía el predo-
zos, y permanecía tendida en el gran lecho de correas, in- minio del Baal, del que el astro no es sino el reflejo y la
móvil con los ojos abiertos, pálida como una muerta, in- figura; y de todo lo que deducía de las cosas terrestres
sensible, fría. pensaba que era preciso reconocer como supremo princi-
pio la virilidad exterminadora. Acusaba secretamente á
Algunas veces, durante días enteros, rehusaba todo ali- la Rabbet del infortunio de su vida. No era acaso por ella,
mento. Veía en sueños astros y cometas que pasaban bajo que en otro tiempo el gran pontífice le arrancó bajo una
eus pies. Llamaba á Schahabarim, y cuando estaba á su pátera de agua hirviendo en virilidad futura? Seguía con
lado no sabía que decirle.
tnirada melancólica los hombres que al lado de las saéef- rodar de continuo en tomo de él como una mujer enamo-
dotieas se ocultaban entre los grupos de los terebintos. rada que corre detrás de uu hombre por los campos?
Transcurrían sus días iDspeccionando los incensarios, Y sin cesar, exaltaba la virtud de la luz.
los vasos de oro, las pinzas, las raquetas para las cenizas Aun cuando el sacerdote dudaba de Tanit, esforzábase
del altar, los vestidos de las estatuas, y hasta la aguja de por creer en ella. En el fondo de su alma sentía un remor-
bronce que servía para rizar los cabellos de una antigua dimiento que le punzaba. Hubiera necesitado alguna prue-
Tanit en el tercer edículo, cerca de la parra de esmeralda. ba, una manifestación de los dioses, y esperando tenerla,
En la aridez de su vida, Salammbô le parecía una flor imaginó el sacerdote una empresa que podía salvar á una
que crece en la hendidura de u n sepulcro. Sin embargo, vez su creencia y su fe.
se mostraba duro para ella y la castigaba con penitencias De continuo deploraba ante Salammbó el sacrilegio, y
y amargas palabras. Su condición establecía entre ellos las desdichas que engendraba hasta en las regiones del
como la igualdad de un sexo común y no le dolía tanto cielo. Luego de repente, le anunció el peligro de Suffeta,
no poder poseer á la joven, cuanto verla tan bella y sobre asaltado por tres ejércitos mandados por Matho; pues Ma-
todo tan pura. A veces advertía que se fatigaba siguiendo tho, para los cartagineses, era como el rey de los bárbaros
su pensamiento, entonces se marchaba más triste y se sen- á causa del velo. Añadió que la salvación de la República
tía más abandonado, más solo, más vacío. y de su poder dependía de ella.
Palabras extrañas le escapaban alguna vez, deslumhran- —¿De mi?—exclamó,—¿cómo puedo..?
do á Salammbô como amplios relámpagos que iluminan los El sacerdote contestó con sonrisa desdeñosa:
abismos. —No consentirás en ello.
A veces le exponía la teoría de las almas que bajan á Le suplicaba. Por fin el sacerdote dijo:
la tierra siguiendo el mismo camino que el sol por los sig- —Es preciso que vayas al campamento de los bárbaros
nos del zodiaco. y recobres el zaimph.
—Las almas de los muertos,—decía,—se disuelven en Se desplomó sobre un escabel de ébano y permaneció
la luna como los cadáveres en la tierra. Las lágrimas for- con los brazos entre las rodillas, estremeciéndose como
mn su humedad, y aquel es u n lugar obscuro, lleno de una víctima al pie del altar. Zumbábanle las sienes, veía
barro, de despojos y de tempestades. círculos de fuego, y en su estupor, no comprendía sino
Salammbô preguntaba cómo acabaría ella. una cosa: que iba á morir.
—Primeramente languidecerás ligera como una nube Si la Rabbetna triunfaba, si el zaimph parecía y Carta-
que flota sobre las olas, y después de pruebas y angustias go se salvaba, ¿qué importa la vida de una mujer? pensa-
infinitas, irás al hogar del sol, al manantial mismo de la ba Schahabarim. Por otra parte, quizá obtendría el velo y
Inteligencia. no moriría.
No le hablaba nunca de la Rabbet. Salammbô creía que Estuvo tres días sin parecer. El cuarto, ella le envió á
era por pudor, y llamándole por u n nombre común que buscar. Para inflamar su corazón le relató todas las inven-
desiguala la luna, llenaba de bendiciones al astro t fertil y tivas que se lanzaban contra Hamílcar en pleno Consejo.
suave. El sacerdote exclamó: Se decía que había faltado, que debía reparar su cri-
men, y que la Rabbetna ordenaba el sacrificio.
—¡No, nol al otro debe toda su fecundidad. ¿No la vea
A menudo formidable clamor atravesendo los Mappa- cuerpo reluciente y claro se estiraba como una espada que
les, llegaba hasta Megara. Schahabarim y Salammbó sa- sale de su vaina.
lían, y desde lo alto de la escalinata de las galeras mira- Luego, durante los días siguientes á medida que se de-
ban. jaba convencer y se mostraba más dispuesta á servir á
Era una muchedumbre que en la plaza de Khamon pe Tanit, el p j t h o n curaba, engruesaba, parecía revivir.
dían armas. Los Antiguos no querían proporcionárselas, La certeza de que el sacerdote expresaba la voluntad de
estimando inútil el esfuerzo. Por fin se les permitió mar- los dioses, penetró entonces en su conciencia. Una maña-
char de Cartago y para rendir homena je á Moloch, ó por na se despertó decidida y preguntó lo que era preciso para
un vago instinto de destrucción, arrancaron en los bosques que Matho devolviese el velo.
de los templos grandes cipreses y pegándoles fuego con —Reclamarlo.
las antorchas de los Ivabyros los paseaban por las calles — ¿Y si rehusa?
cantando. Aquellas llamas monstruosas se adelantaban El sacerdote la miró fijamente con una sonrisa que no
balanceando suavemente; enviaban sus reflejos á las bolas le había visto jamás.
de cristal de las cresterías de los templos, á los colosos, y —Sí, ¿cómo hacerlo?—repitió Salammbó.
los espolones de los navios, salvaban las moles de los edi- Arrollaba entre sus dedos las cintas que colgaban de su
ficios, y parecían como sole3 paseándose por la ciudad. tiara, con los ojos bajos, inmóvil. Por fin viendo que no
Bajaron por el Acrópolis. La puerta de Malqua se abrió. comprendía le dijo:
—¿Estás dispuesta,—exclamó Schahabarim,—ó bien —Estarás sola con él.
quieres que se diga á tu padre que le abandonas? —Bien.
Se ocultó el rostro entre los velos, mientras las grandes —Sola en su tienda.
antorchas se alejaban con dirección al mar. Un espanto —¿Y entonces?
indeterminado le detenía, tenia miedo de Moloch, miedo Schahabarim se mordió los labios. Buscaba una frase
de Matho. Aquel hombre de gigantesca talla que era due- un circunloquio.
ño del zaimph, parecíale más fuerte que la Rabbetua, —Si debes morir, será más tarde,—le contestó;—¡no te-
como el mismo Baal y le aparecía rodeado de los mismos mas nada! ¡Haga lo que quiera no llames! ¡No te asustes
fulgores; además el alma de los dioses visita algunas ve- Sé humilde, ¿oyes? ¡sométete á su deseo!
ces el cuerpo de los hombres. —¿Y el velo?
—Los dioses proveerán,—contestó el sacerdote.
Schahabarim, hablando de aquél, ¿no le decía acaso que
—¿No sería mejor que me acompañases? ¡Oh, padre!
era f rzoso vencer á Moloch? Confundidos estaban uno
—¡No!
con otro; arabos la perseguían.
La hizo poner de rodillas y levantando la mano izquier-
Quiso conocer el porvenir y se acercó á la serpiente,
da en lo alto y la derecha extendida, juró en nombre de
pues según las actitudes que ésta tomaba deducíanse au-
ella, volver á Cartago el manto ele Tanit.
gurios. La cesta estaba vacía. Salammbó turbóse. La halló
Le indicó todas las purificaciones y ayunos que debía
enroscada por la cola á uno de los balaustres de plata, cer-
hacer, y el modo de llegar hasta Matho. Por otra parte,
ca del lecho suspendido, frotándose contra aquel para
un hombre que conocía los caminos la acompañaría.
desembarazarse de su piel vieja y amarillenta mientras su
Se sentía dichosa. No pensaba más que en la dicha de ,
ver de nuevo el zaimph y bendecía al sacerdote por sus palda, y empezó sus abluciones como disponen los ritos
sagrados,
consejos.
Taanach le trajo en un recipiente de alabastro algo lí-
quido y coagulado; era la sangre de un perro negro dego-
Era la época en que las palomas de Cartago emigraban llado por mujeres estériles en una noche de invierno en
hacia Sicilia á la montaña de Eryx, alrededor del templo las ruinas de un sepulcro. Con ella se frotó las orejas, los
de Venus. Antes de su partida durante muchos días se talones, el pulgar de la mano derecha, y su uña quedó
buscaban para reunirse; por fin tomaron vuelo una tarde; enrojecida como si hubiera aplastado una fresa.
el viento las e m p u j a b a y aquella gran nube blanca, desli- Apareció la luna. Entonces oyóse el sonido de una cíta-
zábase por el firmamento, sobre el mar, muy alta. ra y una flauta. Salammbó quitóse los aretes, el collar, los
Salammbó que las miraba alejarse bajó la cabeza y Taa- brazaletes, su larga simarra blanca; desató la mata de su
pelo, y durante algunos momentos la sacudió sobre sus
nach, creyendo adivinar su pena le dijo cariñosamente:
hombros para refrescarse al soltarla. Balanceando el cuer-
—Volverán, a m a .
po, Salammbó salmodiaba oraciones, y poco á poco iban ca-
- Y a lo sé.
yendo sus vestiduras á su alrededor. La pesada tapicería
—Volverás á'verlas.
se movió y por encima de la cuerda que la sostenía, apare-
—¡Quizá! - contestó Salammbó suspirando.
ció la cabeza del pyton. Bajó lentamente como una gota
No había confiado á nadie su resolución. Para llevarla de agua que resbala á lo largo de una pared, arrastróse
á cabo más discretamente, envió á Taanach al arrabal de entre la ropa caída, y luego, con la cola pegada al suelo,
Kinisdo á que comprara cuanto hacía falta: bermellón, se irguió; y sus ojos, más brillantes que carbunclos, se fi-
aromas, un cinturón de lino, y un traje nuevo. jaban en Salambó.
A las doce de la noche, vió en el bosque de sicomoros
El horror del frío, ó una oleada de pudor quizá la hicie-
un ciego con la m a n o apoyada en el hombro de un niño
ron vacilar. Pero recordando las órdenes del sacerdote, se
que marchaba delante de él y que llevaba una especie de
adelantó, y entonces la serpiente se dobló poniendo sobre
cítara de madera negra. Los eunucos, los esclavos, las ca-
su nuca el centro del cuerpo, y dejando colgar la cabeza
mareras habían sido alejados, nadie podía saber el miste-
y la cola como u n collar roto cuyos dos extremos caen
rio que se preparaba. hasta el suelo. Salammbó, enroscó la serpiente alrededor de
Taanach encendió en los ángulos de la habitación cua- sus caderas, bajo sus brazos, entre sus rodillas y luego,
tro trípodes con áloe y cardamomo. A lo lejos, el rumor tomándola por el cuello, aproximó su boca á las fauces
de las calles se debilitaba y al otro lado del golfo, las mon- triangulares del ofidio echando atrás la cabeza, y entor-
tañas, los olivares y la amarillenta tierra sin cultivo, on nando los ojos. La serpiente apretaba contra aquel cuer-
dulando indefinidamente, se confundían en u n vapor azu- po juvenil sus negros anillos atigrados de placas de oro.
lado; no se percibía ningún ruido. Una calma indecible, Salammbó anhelaba bajo aquel peso demasiado grande,
una pesadez sin límites, palpitaban en el aire. doblábanse sus corvas y se sentía morir; con la punta de
Salammbó sentóse en la grada de ónice junto al baño; le-
vantó las anchas magnas que sujetó por detrás de la es-
Salammbó 13
BU cola, golpeaba suavemente BUS muslos; después al cesaj un amplio vestido blanco á rayas verdes. Sujetó á su hom-
la música la serpiente se deslizó al suelo. bro un chai cuadrado de púrpura y por encima de todas
Taanach, volvió junto á ella, y cuando hubo dispuesto aquellas prendas colocó un manto negro de larga cola. La
los dos candelabros, cuyas luces ardían en bolas de cristal contempló y orgullosa de su obra, no pudo menos de de-
llenas de agua, tiñó con lausonia la palma de sus manos, cir:
dió bermellón á sus mejillas, antimonio á sus párpados, y —No estarás tan hermosa el día de tus bodas.
alargó sus cejas con una mezcla de goma, almizcle, ébano —¡Mis bodas! —repitió Salambó pensativa.
y patas de mosca aplastadas. Taanach puso, ante ella un espejo de cobre tan grande
Salammbó sentada en una silla con travesanos de marfil que la reflejaba por entero. Entonces se levantó y con el
se entregaba en manos de su esclava. Pero los contactos, dedo arregló un bucle de sus cabellos que bajaba dema-
el olor de los aromas, y los ayunos que había sufrido la siado sobre la frente.
enervaban. Se puso tan pálida que Taanach se detuvo: Aquellos cabellos estaban cubiertos de polvo de oro; ri-
—Continúa,—dijo Salammbó reanimándose. zados sobre la frente, y calan por la espalda en gruesas
Entonces sintió impaciencia y procuraba que Taanach trenzas adornadas de perlas.
fuera aprisa. La luz de los candelabros avivaba el colorete de sus me-
—¡Bien, bien, ama!... no creo que te espere nadie. jillas, el oro de su traje, la blancura de su piel; tenía alre-
—Si,—contestó Salambó;—alguien me espera. dedor del talle, en los brazo?, en las manos y en los dedos
Taanach retrocedió sorprendida y para saber de que se de los pie3 tal abundancia de pedrería que el espejo como
trataba: un sol devolvía sus rayos. Salammbó de pie, sonreía entre
—¿Qué me ordenas, ama? Si debes partir por mucho aquella claridad deslumbradora.
tiempo... Se paseó impaciente por la estancia esperando el mo-
Salambó sollozaba y la esclava dijo: mento convenido. Ds repente resonó el canto del gallo.
—¡Sufres! ¿Qué tienes? Llévame contigo. ¡No te vayas! Púsose un largo velo amarillo, hundió sus pies en unas
Cuando eras niña y llorabas te ponías sobre mí pecho y botas de cuero azul y dijo á Taanach:
te hacía reir acariciándote. ¡Ahora soy vieja, ya no puedo —Mira si bajo los mirtos hay un hombre con dos caba-
nada por tí! ¡Ya no me quieres! ¡Me ocultas tus dolores, y lleros.
desdeñas á tu nodriza! Al cabo de un momento la nodriza gritó:
La ternura y su despecho hacían saltar lágrimas de sus —¡Ama!
ojos que caían entre las cicatrices de SUB tatuajes. Taanach se deslizó suavemente á lo largo de las proas,
—¡No,—dijo Salammbó,—no, te quiero! Tranquilízate. hasta abajo de la terraza; Salammbó volvióse hacia ella, po-
Taanach con una sonrisa parecida á los visajes de un niendo un dedo sobre la boca, recomendando discreción;
mono viejo, continuó su tarea. Sobre la primera túnica, y desde lejos, á la luz de la luna, la nodriza distinguió en
vaporosa y de color de fresa, puso otra bordada con plu- la avenida de los ci preses una sombra gigantesca que ca-
mas de pájaro. Escamas de oro se pegaban á sus caderas, minaba á la izquierda de Salammbó oblicuamente, lo cual
y del ancho cinturón bajaban los pliegues de sus pantalo- era un presagio de muerte.
nes azules estrellados de plata. Después Taanach le puso
Taanach volvió á subir á la habitación. Se echó en el
suelo desgarrándose el rostro con las uñas; se mesaba los
cabellos, y lanzaba agudos alaridos.
Se le ocurrió la idea de que podían oírlos; entonces ca-
lló. Sollozaba sin ruido, con la cabeza entre las manos y el
rostro sobre las losas del pavimento.

XI

En la tienda

hombre que guiaba á Salammbó la hizo


adelantar primero hacia las catacumbas,
luego bajar á lo largo del arrabal de Mo-
luya, lleno de callejuelas escarpadas. Los
dos, caballos al paso, llegaron á la puerta
de Teveste.
Sus pesadas hojas estaban entreabier-
tas; pasaron; aquellas se cerraron detrás
de ellos.
Primeramente siguieron un camino que corre á lo lar-
go de las murallas, y una vez dejadas atrás las cisternas,
enfilaron un camino que, entre el golfo y el lago, llega
hasta Rhadés.
Nadie había alrededor de la ciudad, ni en el mar ni en
T a a n a c h volvió á subir á l a habitación. Se echó en el
suelo desgarrándose el rostro con las uñas; se mesaba los
cabellos, y lanzaba agudos alaridos.
Se le ocurrió la idea de q u e podían oírlos; entonces ca-
lló. Sollozaba sin ruido, con la cabeza entre las manos y el
rostro sobre las losas del p a v i m e n t o .

XI

En la tienda

h o m b r e q u e g u i a b a á S a l a m m b ó la hizo
adelantar p r i m e r o hacia las c a t a c u m b a s ,
luego b a j a r á lo largo del arrabal de Mo-
luya, lleno de callejuelas escarpadas. Los
dos, caballos al paso, llegaron á la p u e r t a
de Teveste.
Sus pesadas h o j a s estaban entreabier-
tas; pasaron; aquellas se cerraron detrás
de ellos.
P r i m e r a m e n t e siguieron u n c a m i n o q u e corre á lo lar-
go de las murallas, y u n a vez d e j a d a s atrás las cisternas,
enfilaron u n c a m i n o que, entre el golfo y el lago, llega
hasta Rhadés.
Nadie había alrededor de la ciudad, ni en el m a r n i en
la c a m p i ñ a . L a s olas de color d e pizarra batían nueva- Acababa el día. Oyéronse ladridos de perro; se acerca-
m e n t e la playa y u n viento ligero hacía saltar la espuma ron hacia el p u n t o donde resonaban.
de s u s crestas. A pesar de s u s velos, S a l a m m b ó tiritaba al Por fin vieron u n a cerca de piedras q u e resguardaba
contacto del aire. Después se levantó el sol; mordía su es- u n a construcción a r r u i n a d a . U n perro corría por allí; el
p a l d a y su n u c a , y á pesar d e s u s esfuerzos, sentía inven- guia le lanzó guijarros y e n t r a r o n en u n a sala abovedada.
cible somnolencia. E n el centro u n a m u j e r en cuclillas se calentaba j u n t o
C u a n d o h u b i e r o n d e j a d o atrás la m o n t a ñ a de las Aguas á u n fuego de zarzas, cuyo h u m o se escapaba por los agu-
Calientes, los caballos t o m a r o n u n paso m á s vivo porque jeros del techo. Sus cabellos blancos, qua le caían h a s t a
el suelo ofrecía m a y o r resistencia. las rodillas, la ocultaban á medias; y sin querer contestar,
De c u a n d o en c u a n d o u n a pared m e d i o calcinada se le- con expresión de idiota, m u r m u r a b a imprecaciones contra
v a n t a b a á orillas del camino. Los techo3 de casas y caba- los bárbaros y cartagineses.
fias estaban h u n d i d o s , las paredes cuarteadas y en el inte E l guía b u s c a b a á derecha é izquierda. No hallando na-
rior n o se veía si no muebles destrozados, jarras y ánforas da que comer volvió á la vieja. Esta, sin volver la cabeza
rotas, telas desgarradas: por allí había pasado la devasta- y con los ojos fijos en los carbones, m u r m u r a b a :
ción asoladora. —Yo era la m a n o . Los diez dedos e s t á n cortados. L a bo-
A m e n u d o u n rostro terroso aparecía entre aquellas rui-
ca ya no come.
n a s y u n c u e r p o cubierto de harapos se ocultaba en algún
E l esclavo le enseñó u n p u ñ a d o de oro. Se lanzó sobre
a g u j e r o . S a l a m m b ó y su guía n o se detenían.
él la vieja; después volvió á su i n m o v i l i d a d .
Las l l a n u r a s a b a n d o n a d a s se sucedían u n a s á otra?. A
El h o m b r e sacó u n p u ñ a l y la amenazó. Entonce?, tem-
veces se veían rincones apacibles d o n d e corría u n arroyue-
blando, la vieja sacó de d e b a j o de u n a losa u n jarro d e
lo e n t r e altas h i e r b a s . S a l a m m b ó , p a r a refrescar las manos,
vino y algunos pescados de Hippo-Zaryta conservados e n
cogía las h i e r b a s h ú m e d a s . J u n t o á u n g r u p o de laureles-
miel.
rosas, el caballo d e S a l a m m b ó dió u n salto: había visto el
cadáver de u n h o m b r e t e n d i d o en el suelo. S a l a m m b ó no quiso tocar a q u e l m a n j a r i n m u n d o , y se
Por exceso d e precaución, el guía de Salammbó, que era durmió sobre las m a n t a s de los caballos colocadas en u n
u n h o m b r e á q u i e n S c h a h a b a r i m e m p l e a b a p a r a todas las rincón.
comisiones peligrosas, iba á pie, j u n t o á ella, entre los dos Antes del alba se despertó.
caballos. E l perro aullaba. E l guía se acercó despacito á él y con
A mediodía t r e s bárbaros vestidos de pieles cruzaron u n p u ñ a l le m a t ó de u n solo golpe. Después, con la san-
gre, frotó el morro de los caballos p a r a reanimarlos. L a
con los viajeros. Poco á poco a u m e n t a r o n e n número y
vieja le laczó u n a maldición. S a l a m m b ó , al verlo, apretó
e n c a n t i d a d los g r u p o s d e mercenarios. Al ver á Salammbó
el amuleto q u e llevaba sobre el corazón.
algunos m u r m u r a b a n u n a bendición y otros alguna bro-
De nuevo se pusieron en m a r c h a .
m a obscena. E l guía les contestaba á todos en su lengua,
De c u a n d o en cuando, p r e g u n t a b a si llegarían pronto.
diciéndoles q u e la h i j a del S u f f e t a era u n niño enfermizo
E l camino o n d u l a b a entre colinas bajas. Se oía el canto
q u e iba á u n t e m p l o lejano.
de las cigarras. E l sol r e q u e m a b a la h i e r b a amarillenta. A
veces pasaba u n a víbora; v o l a b a n las águilas; S a l a m m ó
soñaba envuelta en u n velo, y á pesar del calor no lo apar-
t a b a por t e m o r á m a n c h a r su precioso t r a j e . Lanzó u n silbido q u e se repitió varias veces como mo-
dulado por otros centinelas.
De trecho en trecho h a b í a torres q u e l e v a n t a r o n los car-
tagineses para vigilar á las tribus. E n t r a b a n en ellas para S a l a m m b ó esperaba. S u caballo asustado d a b a vueltas
descansar y refrescarse, y después volvían á m a r c h a r relinchando.
L a víspera, por prudencia, h a b í a n d a d o u n largo rodeo- Cuando llegó Matho, la l u n a se elevaba á espaldas de
pero ahora no haUaban n i u n b á r b a r o siquiera; como lá S a l a m m b ó . Pero como t - n í a sobre su rostro u n velo ama-
región era estéril, no se i n t e r n a b a n en ella. rillo con flores negras y t a n t a s ropas alrededor del cuerpo,
era imposible reconocerla. Desde lo alto de la trinchera
De nuevo aparecieron huellas de las devastaciones. A
m i r a b a M a t h o á aquella f o r m a vaga, que se d i b u j a b a co-
veces, en el centro de u n gran campo, s e veía u n mosaico-
m o u n f a n t a s m a en la p e n u m b r a de la tarde.
era el único resto de u n a q u i n t a : los olivos sin h o j a s pare-
cían grandes m a t a s d e espinas. Atravesaron u n a aldea Por fin ella dijo:
cuyas casas estaban arrasadas. J u n t o á las paredes había —Llévame á t u tienda. ¡Lo quiero!
esqueletos h u m a n o s . Mulos y d r o m e d a r i o s á medio devo- Un recuerdo q u e no podía precisar brilló en su memo-
rar obstruían las calles. ria. Sentía latir su corazón. Aquel tono de m a n d o le inti-
midaba.
Cerrada la noche el cielo estaba c u b i e r t o d e nubes.
—¡Sigúeme!—contestó.
D u r a n t e horas siguieron con dirección á Occidente, y
de pronto, aparecieron ante s u s ojos g r a n n ú m e r o de lu- Bajóse la barrera, y penetró en el campo de los bár-
ces. baros.
H a b í a allí g r a n t u m u l t o ; unos á otros se l l a m a b a n los
Brillaban en el f o n d o de u n anfiteatro. A q u í y allá se
soldados, g r i t a b a n y c a n t a b a n . Los caballos, atados á u n a s
veían m a n c h a s de oro q u e centelleaban c a m b i a n d o de si-
estacas clavadas en el suelo, f o r m a b a n largas líneas rectas
tio. E r a n las corazas de loa clinabaros del campamento
entre las tienda?. D e éstas las había redondas, cuadradas,
púnico; luego distinguieron cerca d e aquellas, otras luces
de cuero y de tela; barracas de caña y agujeros en la are-
m á s numerosas, pues los ejércitos d e los Mercenarios uni-
n a como los q u e h a c e n los perros.
nidos se extendían sobre u n a i n m e n s a superficie.
S a l a m m b ó recordaba haberlos visto ya; pero sus b a r b a s
S a l a m m b ó hizo u n a d e m á n p a r a adelantarse, pero el eran ahora má3 largas, sus rostros m á s negros, sus voces
guía la llevó u n poco m á s lejos, h a s t a e n c o n t r a r u n a bre- m á s roncas. Matho, c a m i n a n d o delante de ella, los aparta-
cha q u e d a b a paso al c a m p a m e n t o de los bárbaros. E n lo b a con u n a d e m á n de su brazo q u e levantaba su m a n t o
alto de la trinchera se p a s e a b a u n centinela con el arco al rojo. Algunos le besaban las manos; otros inclinándose le
brazo y u n a pica sobre el hombro. pedían órdenes, p o r q u e ahora, era el verdadero, el único
S a l a m m b ó no cesaba de avanzar. E l b á r b a r o se arrodilló, jefe de los bárbaros; Spendio, Autharito y N a r r ' H a v a s es-
y u n a larga flecha desgarró el b o r d e del m a n t o de aquella. t a b a n d e s a n i m a d o s , y él había mostrado tal audacia y
Como permaneciese inmóvil y g r i t a n d o , el soldado la pre- obstinación q u e todos le obedecían.
g u n t ó lo qué quería.
S a l a m m b ó siguiéndole atravesó todo el c a m p a m e n t o .
—Hablar á M a t h o , - c o n t e s t ó ; - s o y u n t r a n s f u g a de S u t i e n d a estaba en el e x t r e m o á trescientos pasos de las
Cartago.
trincheras de H a m i l c a r .
Vió á la derecha un ancho foso y le pareció que algunos ropas eran, como el esplendor de su piel, algo especial
rostros asomaban sobre el talud al nivel del suelo, seme- que solo pertenecía á ella. Sus ojos, SU3 diamantes cente-
jantes á cabezas cercenadas. Pero sus ojos centelleaban y lleaban; el brillo de sus uñas continuaba el de la pedrería
de sus dedos; los dos broches de su túnica, levantando al
de aquellas bocas entreabiertas se escapaban gemidos en
go sus senos, los acercaba uno á otro, y Matho pensaba
lengua púnica.
con deücia en aquel estrecho intervalo que les separaba,
Los negros, que sostenían fanales de resina, estaban á
por donde corría un hilo de perlas con una placa de esme-
ambos lados de la puerta. Matho apartó la tela brusca- raldas que colgaba más abajo sobre la gasa violada. Sus
mente. Ella le siguió. aretes eran dos balancitas de záfiro con una perla ahueca-
Era una tienda grande, con un mástil en el centro. Una da llena de perfume líquido. Por los agujeros de la perla,
gran lámpara en forma de loto la alumbraba, llena de acei- de cuando en cuando, caía una gota que mojaba su espal-
te amarillento, en que flotaban puñados de estopa. Ss veía da desnuda, Matho la miraba caer.
entre las sombras arreos militares que relucían. Una espa-
Una curiosidad indomable le arrastró, y como un niño
da desnuda se apoyaba en un escabel, cerca de un escudo.
que pone la mano sobre una fruta desconocida, tembloro-
Había látigos de cuero de hipopótamo, címbalos, collares,
so, con la punta del dedo, la tocó ligeramente en la tabla
campanillas; en un rincón, sobre una piedra redonda, ha-
del pecho; la carne un poco fría cedió con resistencia elás-
bía puñados de monedas de cobre; y por los desgarrones
tica.
de la tela, el viento traía el polvo del exterior y las ema-
naciones de los elefantes, á los que se veía comer sacu- Aquel contacto, apenas sensible, conmovióle hasta el
diendo sus cadenas. fondo de sus entrañas. Un impulso de todo su sér le pre-
—¿Quién eres?—dijo Matho. cipitaba hacia ella. Hubiera querido envolverla, absorber-
Sin contestar, Salammbó miraba á su alrededor; sus la, bebería. Su pecho anhelaba, entrechocábanse sus dien-
ojos se detuvieron en un lecho de palma, donde se veía tes.
fulgurar algo azulado y centelleante. Cogiéndola por las muñecas, la atrajo suavemente y se
Se adelantó vivamente, dejando escapar un grito. Mat- sentó sobre una coraza cerca del lecho de palma, cubierto
ho, detrás de ella, golpeaba el suelo con el pie. con una piel de león. Salammbó estaba de pie. Mirábala
—¿Qué te trae? por qué vienes? él de alto á bajo, y teniéndola así entre sus piernas re-
Ella contestó, designando el Zaimph: petía:
—(Para tomarlo!—y con la otra mano arrancó los velos —¡Qué hermosa eres! ¡Qué hermosa eres!
que la cubrían. Sus ojos continuamente fijos en los suyos la hacían su-
Matho retrocedió con los codos echados hacia atrás, frir, y aquel malestar, aquella repugnancia aumentaban
de un modo tan agudo, que Salammbó debía contenerse
asombrado, casi aterrorizado.
para no gritar. El recuerdo de Schahabarim la contuvo.
Se sentía como apoyada por la fuerza de los dioses; y
Matho continuaba con las manos de ella entre las suyas,
mirándole frente á frente le pidió el Zaimph; lo reclamó
y de cuando en cuando, á pesar de la orden del sacerdote,
con palabras elocuentes y altivas.
desviando la cara trataba de apartarle sacudiendo los bra-
Matho no la oía; la contemplaba, y sn traje, para él, se zos, El dilataba la nariz para oler mejor el perfume de su
confundía con el cuerpo. La suavidad y centelleo de las
cuerpo. Era una emanación indefinible, fresca, y que, sin
recía que la diosa había dejado su manto para tí, y que te
embargo, aturdía como el humo de un pebetero. Sentía
pertenecía! En su templo ó en tu casa, ¿qué importa? ¿No
la miel, la pimienta, el incienso, las rosas y aun otro sa-
eres, acaso, todopoderosa, inmaculada, radiante y bella
bor. como Tanit?
¿Cómo estaba cerca de él, en su tienda, á su discreción? Y con una mirada llena de adoración infinita:
Alguien, sin duda, la había empujado hasta allí. ¿Había —¡A menos que no seas la misma Tanit!
venido por el Zaimph? Sus brazos cayeron y bajó la cabe- —¿Yo? ¡Tanit!—pensaba Salammbó.
za abrumado por una duda repentina. No hablaban. El trueno retumbaba á los lejos, los car-
Salammbó, para enternecerle, le dijo con voz quejum- neros balaban asustados por la tempestad.
brosa: —¡Oh! ¡acércate! ¡acércate! no temas nada! En otro
—¿Qué te hice para que quieras mi muerte? tiempo era un soldado igual que los otros mercenarios, y
—¡Tu muerte! tan bueno, que ayudaba siempre á mis compañeros. ¡Qué
Ella continuó: me importa Cartago! La multitud de sus hombres, se agi-
—Te vi una noche á la luz de mis jardines incendiados, ta para mí como perdida en el polvo de tus sandalias, y
entre copas humeantes y mis esclavos que se desespera- todos sus tesoros con las provincias, las flotas y las islas,
ban; tu cólera era tan grande, que saltaste hacia mí y tu- no despiertan mi deseo como la frescura de tus labios y
ve que huir. Luego el terror se ha apoderado de Cartago. el contorno de tus hombros. Si quería derribar sus mura-
Las ciudades quedaban arrasadas, el fuego devoraba las llas, era para llegar hasta tí, para poseerte! Además, así
campiñas y los bosques. Mis hermanos de Cartago caían me vengaba. Ahora, aplasto á los hombres como si fueran
á centenares. Eras tú quien los había perdido, eras tú gusanos, me lanzo sobre las falanges, aparto las lanzas
quien los había asesinado. ¡Te aborrezco! ¡Tu solo nombre con las manos, detengo los caballos por los ollares; una
me roe como un remordimiento! ¡Eres más aborrecido que catapulta no me materia! ¡Oh! ¡si supieras como me acuer-
la peste y que la guerra romana! ¡Las provincias se con- do de tí! A veces el recuerdo de un ademán, de un plie-
mueven al sentir tu furor; los surcos están llenos de cadá- gue de tu vestido, se apodera de mí, me enlaza como una
veres! ¡He seguido la huella de tus hogueras como si mar- red! Veo tus ojos en las llamas de las faláricas y en el oro
chara detrás de Molochl de los escudos! Oigo tu voz en el són de los címbalos. Me
Matho se levantó de u n salto; un orgullo colosal dilata- vuelvo; tú no estás allí! y entonces torno á la batalla!
ba su corazón; sentíase fuerte como un dios. Levantaba sus brazos, bajo cuya piel se entrecruzaban
Con las alas de la nariz abiertas, apretados los dientes, las venas, como la yedra en las ramas de los árboles. Ex-
continuó la virgen: tremecíanse sus músculos cuadrados, su respiración con-
—¡Como si no fuera bastante tu sacrilegio, viniste á mi movía sus costados ceñidos por un cinturón de bronce
estancia durante mi sueño, cubierto con el zaimph! No adornado de cordones que caían hasta sus rodillas, más
comprendí tus palabras, pero adiviné que querías arras- firmes que si fueran de mármol. Salammbó acostumbrada
trarme hacia algo espantoso, al fondo de u n abismo. á ver á los eunucos se sentía dominada por la fuerza de
Matho, retorciéndose los brazos, exclamó: aquel hombre. Aquello debía ser el castigo de la diosa, ó
—¡No, no! ¡Era para dártelo, para devolvértelo! ¡Me pa- la influencia de Móloch, que alentaba sobre los cinco ejér-
citos. Un gran cansado la vencía, escuchaba con estupor llos le ahogaron y tambaleándose, como si fuera á caer,
el grito intermitente de los centinelas que se contestaban añadió:
unos á otros. —¡Ahí ¡perdóname! Soy un infame, más vil que los es-
Las llamas de la lámpara vacilaban bajo las ráfagas de corpiones, que el barro y que el polvo, Hace poco, mien-
aire caliente. De cuando en cuai¡do, lucían amplios relám- tras hablabas, tu aliento ha pasado sobre mi rostro y me
pagos; luego la obscuridad redoblaba, y no veía sino las deleitaba como un sediento que bebe en un arroyo. ¡Aplás-
pupilas de Matho, que ardían como dos tizones en la obs- tame, con tal que sienta tus pies! ¡maldíceme con tal que
curidad. Comprendía que una fatalidad la rodeaba. Que oiga tu voz! ¡No te vayas! ¡Piedad! ¡Te amo! ¡Te amol
aquel era un momento supremo, irrevocable, y haciendo Estaba de rodillas ante ella, la rodeaba el talle con am-
un esfuerzo, fué hacia el zaimph y levantó las manos para bos brazos, echada atrás la cabeza y errantes sobre el cuer-
cogerlo. po de Salammbó las manos; los discos de oro que llevaba
—¿Qué haces?—gritó Matho. en las orejas, relucían sobre su cuello bronceado, gruesas
Ella gritó con placidez: lágrimas caían de sus ojos, parecidos á globos de plata,
—Me vuelvo á Cartago. suspiraba de una manera acariciadora y murmuraba va-
Se adelantó Matho cruzando los brazos con un aspecto gas palabras más ligeras que la brisa y suaves como un
tan terrible, que inmediatamente quedó corno clavada en beso.
el suelo. Salammbó se sentía invadida por una languidez en que
—¡Volverte á Cartago! perdía la conciencio de sí misma. Algo íntimo y superior,
Balbuceaba y repetía rechinando los dientes: un tiempo, una orden de los dioses la obligaba á abando-
—¡Volverte á Cartago! jAhí Venías para tomar el narse; sentía como si una nube la levantara del suelo, y
zaimph, para vencerme y desaparecer luego! ¡No! ¡no! ¡Me desfallecida, se echó en el lecho, sobre la piel del león.
perteneces! Nadie podrá arrancarte de aquí. ¡Oh! no he Matho la cogió los talones, la cadenita de oro se rompió y
olvidado la insolencia de tus grandes ojos tranquilos, ni I03 dos extremos, parecían dos vívoras saltadoras. Cayó el
como me aplastabas bajo el orgullo de tu belleza! ¡A mi zaimph envolviéndola; y sintió el rostro de Matho que se
vez ahora! ¡Eres mi cautiva, mi esclava, mi criada! Llama acercaba á su pecho.
si quieres á tu padre y su ejército! A los antiguos á los ri- —¡Moloch, me quemas!
cos; y á todo tu execrable pueblo! ¡Soy el jefe de trescien- Y los besos del soldado, más devoradores que la llama
tos mil soldados! Iré á buscar más á Lusitania, á las Ga- recorrían su cuerpo, sentíase como arrastrada por el hura-
lias, al Desierto, y derribaré tu ciudad, quemaré sus tem- cán, comomo absorvida por la fuerza del sol.
plos y los triremes flotarán sobre olas de sangre! No quie- Matho la besó los dedos de las manos, los brazos, los
ro que quede ni una casa, ni una piedra, ni una palmeral pies, y las largas trenzas de sus cabellos desde un extremo
¡Si los hombres se acaban, atraeré los osos de las monta- á otro.
ñas y empujaré los leones! ¡No trates de huir porque te —¡Llévatelo!—decía; - ¿ q u é me importa? ¡Llévame á mí
mato! también! ¡Abandonaré el ejército! ¡renuncio á todo! Más
Lívido y con los puños orispados, se extremecía como allá de Gades, mar adentro, hay una isla cubierta de pol-
un arpa cuyas cuerdas van á saltar. De repente los sollo- vo de oro, de verdura y de pájaros; en las montañas, gran-
des flores llenas de perfumes que arden, se balancean co-
tumultuosas y sin embargo precisas. Pero el abismo que
mo eternos incensarios; en los limoneros más altos que
se había abierto ante ella, las alejaba á una distancia infi-
cedros, hay serpientes de color de leche, que con los dia- nita.
mantes de sus fauces hacen caer los frutos sobre el cés
Cesaba la tempestad; pocas gotas de agua cayendo una
ped; el aire es tan suave, que impide morir. ¡Oh! la encon-
tras otra, hacían oscilar el techo de la tienda.
traré, verás. Viviremos en grutas de cristal en la falda de
Matho, ccmo u n hombre embriagado, dormía tendido
las colinas. Nadie habita esa isla encantada, y si hay hom-
de lado, con u n brazo fuera del lecho. Su diadema de per-
bres, yo seré su rey. las se había apartado un poco y dejado al descubierto su
Limpió el polvo de sus coturnos; quiso que pusiera en- frente. Una sonrisa mostraba sus dientes. Brillaban entre
tre sus labios un gajo de granada; acumuló detrás de su 8Ú barba negra y sus párpados entornados descubríase
cabeza los vestidos para formarla un cojín. Buscaba todos una alegría silenciosa y casi insultante.
los medios de servirle, de humillarse, y puso sobre sus Salammbó le miraba inmóvil con la cabeza baja y la3ma
piernas el zaimph como u n simple tapiz. nos cruzadas. En la cabecera de la cama había un puñal
—¿Todavía guardas aquellos cuernecillos de gacela en sobre una mesa de ciprés; la vista de aquella hoja brillan-
que cuelgas tus collares? [Me ios darás! ¡Los deseol te le sugirió un deseo sangriento. Se acercó, lo cogió por
Hablaba como si la guerra hubiese acabado y reía ale- el mango. Al roce de su vestido, Matho entreabrió los ojos
g-emente. Los mercenarios. Hamilcar, todos los obstácu- alargando la boca hacia las manos. E l puñal cayó al
los habían desaparecido, La luna se deslizaba entre do3 suelo.
nubes, la veían por una abertura de la tienda. Oyeronse gritos; un resplandor espantoso fulguraba de-
— ¡Ah! ¡Cuántas noches he pasado contemplándola! me trás de la tienda. Matho la levantó; vieron grandes llamas
parecía un velo que ocultaba t u rostro; tú me mirabas á que envolvían el campamento de los libios. Sus barracas
través de él; tu recuerdo se mezclaba á sus rayos y no sa- de caña ardían, y las estacas de apoyo, retorciéndose es-
bía distinguiros á una de otra. tallaban entre el humo; en el horizonte rojizo negras som-
Y con la cabeza entre sus pechos, lloraba abundante- bras corrían desatentadas. Se oían los alaridos de los que
mente. estaban en las cabañas; los elefantes, los bueyes y los ca-
—¡Hé aquí—pensaba ella—el hombre formidable que ballos, saltaban entre la multitud aplastándola. Las trom-
hace temblar á Cartago! petas sonaban. Muchos gritaban:
Se durmió. Entonces, soltándose de sus brazos, puso un —¡Matho! ¡Matho!
pie en su el suelo, y advirtió que la cadenilla estaba Algunos querían forzar la puerta.
rota. —¡Ven! Hamilcar incendia el campamento de Autha-
Se acostumbraba en las grandes familias á que las vír- rito.
genes respetaran esta traba, como una cosa casi religiosa Se levantó de un salto; Salammbó quedó sola.
y Salammbó, ruborizándose, arrolló alrededor de sus pier- Entonces examinó el zaimph, y cuando lo hubo con-
nas ambos extremos de la cadenita. templodo, quedó sorprendida al no sentir la dicha que
Cartago, su casa, su habitación y la campiña que ha-
bía atrauesado, se confundían en su mente en imágenes Salammbó 14
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imaginara. Permanecía melancólica ante su ensueño rea- nuestras flotas! Los bárbaros que mandaban me han arro-
lizado. jado como un esclavo homicida. Mis compañeros mueren
Entonces se levantó la tela de la tienda y apareció una á mi lado. El hedor de sus cadáveres me despierta por la
forma monstruosa. Salammbó no distinguió de pronto sino noche. Aparto las aves de rapiña que vienen á "comerles
dos ojos y una luenga barba blanca que llegaba casi al los ojos; ¡y sin embargo, ni un sólo día he desesperado de
suelo; pues el resto del cuerpo envuelto en los harapos de Cartago! Aun cuando hubiese visto contra ella todos los
un manto obscuro arrastraba por la tierra. Deslizándose ejércitos de la tierra y las llamas sobrepujar los templos,
así, llegó hasta sus pies, y Salambó reconoció al viejo hubiese creído aún en su eternidadl ¡Pero ahora todo ha
Giscón. acabado! ¡todo está perdido! Los dioses la execran. ¡Maldi-
ción sobre tí, que has precipitado su ruina con tu ignomi-
Los mercenarios, para impedir que sus cautivos huye-
nia!
Los mercenarios, para impedir que sus cautivos huye-
sen, les habían roto á mazadas las piernas; y pudríanse to- Ella abrió los labios.
dos mezclados en un foso entre las inmundicias. Los más —¡Ah! estaba aquí—exclamó Giscon.—Te he oido ge-
robustos, cuando oían el ruido de las gamellas, se levan- mir de amor como una prostituta.; luego, él te explicaba
taban gritando. Así es como Giscon había visto á Sa- su deseo, y tú te dejebas besar las manos! ¡Pero si el furor
lammbó, había adivinado una cartaginesa por las peque- de tu impudicicia te movía, debías por lo menos hacer como
ñas bolas de Sadrastro que golpeaban contra sus cotur- las bestias feroces que se esconden para ayuntarse, y no
nos; y presintiendo un gran misterio y haciéndose ayudar exponer tu vergüenza ante los ojos de tu padre!
por sus compañeros consiguió salir del foso; luego con los —¿Cómo?—preguntó Salammbó.
codos y las manos se había arrastrado unos veinte pasos —¡Ah! ¿no sabías sin duda que las dos trincheras están
más lejos hasta la tienda de Matho. Oyó dos voces. Escu- á sesenta codos una de otra, y que tu Matho, por exceso
chó y lo oyó tcdo. de orgullo, se ha situado frente á Hamílcar? Allí está tu
—¿Eres tú?—exclamó por fin asustada. podre detrás de tí; y gi pudiese yo subir este sendero le
Incorporándose sobre las manos replicó: gritaría:
— ¡Si, yo soy! Me creen muerto, ¿no es verdad? —«¡Ven á ver á tu hija entre los brazos del bárbaro! Se
Ella bajó la cabeza, y Giscon añadió: ha puesto para gustarle el manto de la diosa; y abando-
—¡Ahí ¿por qué los Baals no me han hecho esta gracia? nando su cuerpo, entrega con la gloria de tu nombre la
Y acercándose tanto que casi la tocaba: majestad de los dioses, la venganza de la patria, la salva-
—¡Me habrían evitado el dolor de maldecirte! ción misma de Cartago!»
Salammbó se echó vivamente hacia atrás por el indeci- El movimiento de su boca desdentada hacía mover su
ble miedo que le inspiraba aquel sér inmundo, que era as- barbf«¡ sus ojos, fijos en ella, la devoraban; y repetía con-
queroso como una larva y terrible como un fantasma. vulso entre el polvo:
—Pronto cumpliré cien años; he visto á Agatocles; he — ¡Ab! ¡sacrilega! ¡maldita seas! ¡maldita! ¡maldita!
visto á Régulo, y las águilas de los romanos destrozando Salammbó había apartado la tela, la sostenía con la mano
las cosechas de los campos púnicos! ¡Presencié todos los ho- y sin contestarle, miraba hacia al lado de Hamílcar.
rrores de las batallas y vi el mar lleno de los despojos de —¿Es por aquí, verdad?
—¡Qué te i m p o r t a ! ¡Vuélvete! ¡vete! ¡Aplasta t u rostro
grandes trozos de terreno a u n cubiertos p o r la s o m b r a pa-
contra el suelo! ¡Tu p r e s e n t í a m a n c h a r í a u n lugar santo!
recían moverse; por otra parte se h u b i e r a dicho q u e los
S a l a m m b ó arrollóse el z a i m p h al talle, recogió viva- h o m b r e s eran torrentes q u e chocaban u n o s contra otros.
m e n t e s u s velos y s u m a n t o . M a t h o distinguía á los capitanes, á los soldados, á los he-
—¡Voy allá! —exclamó; y escapándose desapareció. raldos y h a s t a los criados q u e iban m o n t a d o s en asnos.
P r i m e r a m e n t e a n d u v o p o r las tinieblas sin encontrar á E n vez de g u a r d a r su posición para proteger á la infan-
nadie, p o r q u e todos i b a n h a c i a el incendio, y el clamor tería, N a r r ' H a v a s volvió bruscamente á la derecha como
redoblaba, y g r a n d e s l l a m a s enrojecían el cielo. si quisiera hacerse aplastar por Hamílcar.
U n grito sonoro se oyó á sus pies; en la sombra, el mis- Sus jinetes adelantaron á los elefantes y todos los caba-
m o q u e había oído al pie de la escalinata de las galeras, ó llos a d e l a n t a n d o su cabeza sin brida g a l o p a b a n t a n furio-
inclinándose reconoció al g u l a q u e tenía del diestro á los s a m e n t e q u e s u vientre parecía rozar la tierra. De p r o n t o
caballos. N a r r ' H a v a s dirigióse resueltamente á u n centinela. Arrojó
H a b í a p a s a d o la n o c h e entre las dos trincheras, luego su lanza, su espada, su jabalina y desapareció entre los
i n q u i e t o al ver el i n c e n d i o , h a b í a vuelto a t r á s p a r a ver lo cartagineses.
q u e p a s a b a e n el c a m p a m e n t o de Matho. E l rey de los n ú m i d a s llegó hasta la r i e n d a de H a m í l -
S u b i ó á caballo, S a l a m m b ó m o n t ó sobre el otro, y hu- car; y dijo i n d i c a n d o sus hombres que e s t a b a n detenidos
yeron á todo escape h a c i a el c a m p a m e n t o púnico. á lo lejos:
—¡Barca! ¡te los traigo, son tuyos!
E n t o n c e s se prosternó en señal de esclavitud, y como
M a t h o h a b í a v u e l t o á su t i e n d a . L a l á m p a r a h u m e a n t e p r u e b a de su fidelidad, recordó toda su c o n d u c t a desde el
a p e n a s a l u m b r a b a , y creyó q u e S a l a m m b ó d o r m í a . En- principio de la guerra.
tonces, palpó d e l i c a d a m e n t e la piel del león. Llamó. No
Primeramente, había i m p e d i d o el sitio d e Cartago y la
le contestaron. A r r a n c ó u n trozo de tela p a r a hacer entrar
ejecución de los cautivos; después no h a b í a aprovechado
la luz del día; el z a i m p h h a b í a desaparecido. L a tierra la victoria contra H a n n o n en Utica. No h a b í a t o m a d o par-
t e m b l a b a b a j o pasos multiplicados.. G r a n d e s clamores, re- te en la batalla del Macar; y se había a u s e n t a d o expresa-
linchos, c h o q u e s de a r m a s ensordecían el aire, y trompe- mente para eximirse de la obligación de c o m b a t i r al suf-
tas y clarines t o c a b a n á la carga. feta.
E r a como u n h u r a c á n q u e se a r r e m o l i n a b a á su alrede- Narr'Havas, con efecto, había pensado engrandecer sus
dor. U n f u r o r d e s o r d e n a d o le hizo saltar sobre s u s armas dominios con las provincias púnicas y h a b í a a u x i l i a d o ó
y se lanzó á la pelea. a b a n d o n a d o á los Mercenarios, según le p a r e c í a n favora-
Largas filas de b á r b a r o s b a j a b a n corriendo la m o n t a ñ a , bles ó adversos para estos los azares de la guerra. Viendo
y los cuadros p ú n i c o s m a r c h a b a n contra ellos, con una al cabo q u e la victoria definitiva serla p a r a H a m í l c a r se
oscilación pesada y regular. L a n i e b l a desgarrada por los decidió por él, quizá á su odio contra M a t h o , á causa del
rayos del sol, f o r m a b a nubecillas q u e balanceaban, y poco m a n d o ó de su a n t i g u o amor.
á poco, ascendiendo, descubrían los estandartes, los cas
El Suffeta le escuchó sin interrumpirle. C o m p r e n d i ó en-
eos y la p u n t a de las picas. B a j o las evoluciones rápidas
seguida la utilidad de tal alianza p a r a s u s proyectos. Con
terrible; pero recobrando su impasibilidad miró de sosla-
los n ú m i d a s se desembarazarían de los libios; luego, lleva-
yo á N a r r ' H a v a s .
ría á I03 occidentales á conquistar Iberia; y sin preguntar-
le p o r q u e n o h a b í a venido antee, ni demostrar ninguna E l rey de los n ú m i d a s estaba en u n ángulo en a c t i t u d
d u d a acerca d e s u s mentiras, besó á N a r r ' H a v a s , chocan- discreta. Llevaba en la f r e n t e el polvo q u e tocó al proster-
do p o r tres veces s u pecho contra el suyo, narse. E l suffeta se adelantó hacia él, y con a d e m á n grave
le dijo:
E r a p a r a r o m p e r el círculo de hierro q u e le envolvía,
por lo q u e i n c e n d i ó el c a m p a m e n t o de los libios. Aquel — P a r a r e c o m p e n s a r los servicios q u e m e has prestado,
ejército llegaba como u n socorro de los dioses; disimulan- N a r r ' H a v a s , te doy m i h i j a .
do s u alegría respondió: Y añadió:
—¡Sé m i h i j o y d e f i e n d e á t u padre!
— ¡Que los Baals te favorezcan! Ignoro lo q u e h a r á por
Narr'Havas, hizo u n s d a m á n de sorpresa y luego la besó
t í la República, pero H a m í l c a r no es ingrato.
las manos. S a l a m m b ó , i n m ó v i l como u n a estatua, parecía
E l t u m u l t o "redoblaba, los capitanes e n t r a b a n en la
no comprender.
tienda.
Se ruborizaba y e n t o r n a b a los ojos; sus largas p e s t a ñ a s
E l s u f f e t a se vestía y h a b l a b a á u n t i e m p o .
encorvadas, p r e s t a b a n s o m b r a á sus mejillas.
—¡Ea! ¡á l u c h a r ! Con t u s jinetes, aplastarás su infante-
H a m i l c a r quiso unirles i n m e d i a t a m e n t e por medio de
ría e n t r e s u s ginetes y los míos. ¡Valor! ¡Exterminal
esponsales indisolubles. P u s o entre las m a n o s de Salambó
N a r r ' H a v a s se precipitaba c u a n d o S a l a m m b ó apare- u n a lanza q u e ofreció á N a r r ' H a v a s . Unieron sus pulgares
ció. u n o contra otro con u n a correa, después, echáronles trigo
Saltó del caballo, abrió su ancho m a n t o y extendiendo p o r la cabeza y los granos q u e caían alrededor p e r c u t í a n
los brazos, desplegó el zaimph. e n el suelo como granizo q u e rebota.
L a t i e n d a de cuero, l e v a n t a d a por las esquinas, dejaba
ver la m o n t a ñ a llena de soldados, y c o m o estaba en el
centro, de t o d a s partes se veía á S a l a m m b ó .
U n clamor i n m e n s o rasgó los aires, u n largo grito de
esperanza.
Los q u e e s t a b a n e n m a r c h a , se detuvieron; los moribun-
dos se i n c o r p o r a b a n p a r a bendecirles, todos los bárbaros
sabían a h o r a q u e h a b í a recobrado el z a i m p h . Le veían de
lejos, creían verle; y otros gritos, de r a b i a y de venganza,
r e s o n a b a n atronadores á pesar de los aplausos de los car-
tagineses; los cinco ejércitos escalonados e n la montaña,
gesticulaban y vociferaban e n torno de S a l a m m b ó .
H a m i l c a r , sin poder hablar le d a b a gracias con movi-
m i e n t o s de cabeza. S u s ojos m i r a b a n a l t e r n a t i v a m e n t e al
z a i m p h y á ella y entonces advirtió q u e la cadenilla esta-
b a rota. E n t o n c e s se estremeció asaltado por u n a sospecha
XII

El acueducto

=OCE horas después, no q u e d a b a de Merce-


narios m á s q u e u n m o n t ó n de heridos,
m u e r t o s y agonizantes.
H a m i l c a r , saliendo b r u s c a m e n t e del
f o n d o de la c a ñ a d a , había b a j a d o por la
p e n d i e n t e occidental q u e m i r a á H i p p o -
zaryta, y como allí h a b í a m u c h o c a m p o
libre, c u i d ó de a t r a e r allí á los bárbaros.
N a r r ' H a v a s les h a b í a envuelto con s u s
jinetes; el suffeta les r e c h a z a b a y aplastaba; además, esta-
b a n vencidos p o r a d e l a n t a d o p o r la p é r d i d a del zaimph.
H a m i l c a r cuidándose poco de d o r m i r en el c a m p o de ba-
talla, sé retiró algo más lejos á la izquierda, hacia unas Aun cuando hubiesen muerto casi todos á un tiempo, ha-
alturas de donde les dominaba. bía gran diferencia en la corrupción de los cuerpos; los
Montones de cadáveres ocupaban de alto á bajo la mon- hombre3 del Norte presentaban una hinchazón lívida,
taña entera. mientras que los africanos más nervosos, parecían cura-
Los supervivientes estaban tan inmóviles, como los dos al humo y se momificaban. Se reconocía á I03 Merce-
muertos. Acurrucados en grupos desiguales se miraban narios por los tatuajes de sus manos: Los viejos soldados
atortelados sin hablar. de Antioco tenían grabado un gavilán; los que habían ser-
El lago de Hippozaryta resplandecía á los rayos del sol vido en Egipto la cabeza de un mono, los príncipes de
poniente. A la derecha, blancas casas aglomeradas se ele- Asia, un hacha, una granada, un martillo, los de las repú-
vaban sobre su cinturón de murallas. Daspués, el mar se blicas griegas, el diseño de una ciudadela ó el nombre de
extendía indefinidamente; y apoyando la barba en sus un arconte; y se veía alguno cuyos brazos estaban cubier-
manos, los bárbaros suspiraban pensando en sus pa- tos enteramente de aquellos múltiples símbolos, que se
trias. confundían con sus cicatrices y con las heridas recien-
Sopló el viento de la noche; entonces, todos los pechos tes.
se dilataron. Para los hombres de raza latina, samnitas, etruscos
En la cima de altos peñascos, los cuervos permanecían campamos y brucio3 se levantaron tre3 enormes piras.
inmóviles mirando á I03 agonizantes. Los griegos, con la punta de sus espadas, abrieron fosas;
Cuando cerró la noche, perros de pelaje amarillo, ani los espartanos envolvieron los cadáveres con sus mantos
males inmundos que siguen los ejércitos se presentaron rojos; los atenienses les tendían de cara á oriente; los cán-
en el campamento de los bárbaros. Primero, lamieron los tabros los ocultaban bajo un montón de guijarros; los na-
coágulos de sangre de los muñones aun tibios y después samones los doblaban por medio de correas, de modo que
empezaron á devorar los cadáveres comenzando por el se tocaran cabeza y pies; los garamantos I03 sepultaron
vientre. en la playa á fin de que fueran eternamente bañados por
Los fugitivos comparecían uno tras otro como sombras; las olas.
las mujeres también se atrevieron á volver, pues queda- Grandes alaridos resonaban de cuando en cuando; era
ban algunas, á pesar de la espantosa carneceria consuma- para ver si volvían las almas. Luego el clamor se repetía á
da por los nú midas. intervalos iguales obstinadamente.
Algunos cogieron trozo3 de cuerda que encendieron La luz de la9 grandes piras hacía palidecer los rostros
para que sirviesen de antorchas, otros sostenían lanzasen- exangües; y las lágrimas excitaban las lágrimas, los so-
trecruzadas, sobre ellas ponían los cadáveres y los trans- llozos eran cada vez más agudos y los abrazos á los muer-
portaban á un sitio lejano. tos más frenéticos. Había mujeres que se echaban sobre
Estaban extendidos en largas lineas de espaldas, con los cadáveres, boca sobre boca, frente sobre frente y era
la boca abierta y la lanza al lado, ó bien estaban amonto- preciso golpearlas para que se marcharan al ir á enterrar
nados de cualquier modo, y á veces, para descubrir á los á los difuntos. Verdaderos rugidos se oían á pesar del rui-
que faltaban, era preciso descubrir todo un montón. Lue- do de los címbalos. Algunos arrancaban sus amuletos y
go, se pasaban la antorcha sobre su rostro lentamente* escupían sobre ellos. Los moribundos se revolcaban entre
el fango sangriento, mordiendo de rabia sus puños muti- pos de treinta ó cuarenta mujeres. Queriendo aprovechar
lados, y cuarenta y tre3 samnitas, todo3 fuertes y jóvenes, el poco tiempo que se les daba corrían de uno á otro in-
se degollaran unos á otros como gladiadores. Pronto faltó ciertas, palpitantes; luego, inclinándose sobre aquellos po-
madera para las piras y se extinguieron las llamas. Can- bres cuerpos, los golpeaban como las lavanderas golpean
sados de tanto gritar, debilitado3, vacilantes, durmiéronse la ropa. Vociferando el nombre de sus esposos les desga-
por fin junto á sus hermanos, inquietos los que deseaban rraban sus uñas y les reventaban los ojos con las agujas
vivir, y otros anhelando no despertar jamás. que llevaban en la cabellera. Los hombres entraron des-
pués, y les atormentaban cortándoles los pies por los tobi-
llos y arrancando la piel de su frente y 6U cabeza que se
ponían sobre la suya. Los comedores de cosas inmundas
La blanca luz del alba iluminó el campamento de los
inventaron atrocidades. Envenenaban las heridas, vertien-
bárbaros y algunos soldados desfilaron junto á él con los
do en ellas polvo, vinagre y trozos de vidrio; otros espera-
cascos apuntados en las picas; saludando á los mercena-
ban detrás de ellos; corría la sangre y todos se regocija-
rios les preguntaban si les gustaría ver de nuevo á su pa-
ban como los vendimiadores alrededor de las cubas bu-
tria. Otros se acercaron y los bárbaros reconocieron en meantes.
ellos á varios de sus antiguos compañeros.
E l suffeta habla propuesto á todos los cautivos que sir- Entre tanto, Matho estaba sentado en el suelo en el
vieran en sus filas. Algunos rehusaron intrépidamente y mismo sitio en que estaba cuando la batalla terminó. Con
se les soltó ordenándoles no combatir más contra Cartago. los codos sobre las rodillas y las sienes en las manos, no
E n cuanto á aquellos á quienes el miedo de los suplicios oía, no veía ni pensaba.
hacia dóciles, se les distribuyó las armas del enemigo, y Al oir los alaridos de la multitud levantó la cabeza. An-
ahora se acercaban á los vencidos, no tanto para seducir- te él había un trozo de tela enganchado á un mástil y que
los como movidos de su orgullo y curiosidad. arrastrando hasta el suelo, cubría confusamente cestas,
Contaron los buenos tratamientos del sufeta; los bárba- alfombras, una piel de león. Reconoció su tienda, y sus ojos
se fijaron en el suelo, como si la hija de Hamilcar al des-
ros les escuchaban con muecas de desprecio. No pudiendo
aparecer hubiese sido tragada por la tierra. La tela desga-
contenerse más, empezaron á coger guijarros, y todos los
rrada, agitábase á impulsos del viento; algunas veces, pa-
mercenarios pasados á las filas de Hamilcar, huyeron. En-
saba cerca de su rostro y vió en ella una mancha roja
tonces, u n dolor más profundo que la humillación de la
semejante á la huella de una mano. Era la de Narr'Havas
derrota, aplanó á los bárbaros.
la señal de su alianza. Tomó un tizón que aún ardía y ló
Pensaban en la inanidad de su valor. Permanecían con echó desdeñosamente entre los restos de su tienda; luego
la mirada fija rechinando los dientes. con la punta de su coturno empujaba hacia las llamas to-
Se les ocurrió una idea: se precipitaron en tumulto EO- do lo que escahaba á su acción á fin de que todo se con-
bre los prisioneros cartagineses. Los soldados del sufeta sumiese.
no se habían acordado de ellos, y permanecían aún en el
foso profundo. De repente, sin que se pudiera adivinar de donde sureía
B
apareció Spendio. '
Se les alineó tendidos en el suelo. Varios centinelas for-
maron un círculo alrededor de ellos y se dejó entrar gru- El antiguo esclavo se había atado al muslo dos astillas
de lanza; cojeaba con aspecto lastimoso exhalando ge-
Aquella estratagema de Spendio no produjo el resulta-
midos.
do apetecido. En vez de animar de un nuevo furor á los
—¡Quítate eso!—le dijo Matho;—¡ya sé que eres un va- bárbaros, les hizo temer más tremendos desastres. Algu-
liente! nos, los más pusi'ánimes, se despojaron de sus corazas y
Estaba tan abrumado por la injusticia de los Dioses, arrinconaron las armas para enternecer al sufeta si se pre-
que no tenia fuerzas para indignarse con los hombres. sentaba.
Spendio le hizo una señal y le llevó hacia el hueco de
Al día siguiente, apareció un nuevo correo, cansado y
una roca en que Zarxas y Autharito estaban ocultos.
cubierto de polvo. El griego le arrancó de las manos un
Habían huido como el esclavo, aún cuando uno fuera rollo de papiro lleno de caracteres fenicios. Se suplicaba á
muy cruel y otro muy valiente. Dijeron que era imposi- los Mercenarios que no desmayaran porque los valientes
ble explicarse lo que había ocurrido, la traición de Narr' tunecinos llegarían con grandes refuerzos.
Ha vas, el incendio del campamento, la pérdida del zaimph
Spendio leyó la carta tres veces, una tras otra, y ha-
y el ataque impensado de Hamilcar.
ciéndose sostener por dos capadocios, iba de uno á otro
Spendio no quería confesar su miedo y persistía en afir- extremo del campamento, y la volvía á leer.
mar que tenia rota la pierna.
Durante siete horas habló sin descanso. Recordaba á los
Los tres jefes y el schalischim preguntáronse lo que
mercenarios las promesas de Gran Consejo; á los africa-
convenía hacer.
nos las crueldades de los intendentes, á los bárbaros en
Hamilcar les cerraba el camino de Cartago; estaban co- general, la injusticia de Cartago. La bondad del sufeta en
mo prisioneros entre sus soldados, y las provincias de una estratagema para dividirles. Los que se entregarían
Narr'Havas; las ciudades tirias se unirían á los vencedo- serían vendidos como esclavos; los vencidos morirían en
res; se les acorralaría hacia el mar, y allí se acabaría con la cruz. Enseñando el papiro desplegado:
ellos. No había medio de evitar la guerra, pues de lo con-
—¡Mirad! ¡leed! ¡Ved aquí sus promesas! ¡No soy yo
trario, estaban perdidos, pero ¿cómo hacer comprender la
quien las hace!
necesidad de una interminable batalla á todos aquellos
hombres descorazonados y que aún sangraban por las he- Matho le observaba. Y á fin de disimular la cobardía
ridas? del griego, hacia gala de una cólera que poco á poco le in-
vadía de veras. Lanzó terribles maldiciones sobre los car-
—Yo me encargo de ello,—dijo Spendio. tagineses. El suplicio de los cautivos era una crueldad
Dos horas después, un hombre que llegaba del lado de inútil. ¿Por qué no matarlos y acabar de una vez?
Hippozaryta subió corriendo la montaña.
Entonces, volvieron hacia los prisioneros. Algunos aun
Agitaba unas tablillas en la mano, y como gritaba muy vivían; se les mató hundiéndoles el talón en la boca, ó
fuerte, los bárbaros le rodearon. bien traspasándoles con una jabalina.
Aquellas tablillas estaban escritas por los soldados grie- Pensaron en Gicon. No se le veía por ninguna parte;
gos de Cerdeña; recomendaban á sus compañeros de Afri- una gran inquietud se apoderó de ellos. Querían á un
ca que vigilaran á Giscon y á los demás cautivos. Según tiempo convencerse de su muerte y ser autores de ella.
decían se organizaba un complot para hacerlos evadir. Por fin tres pastores samnitas le descubrieron á quince
pasos del sitio en que estuvo la tienda de Matho. Le reco-
nocieron por su larga barba, y llamaron á los demás. Ten-
dido de espaldas, con los brazos pegados al cuerpo y las sus armas rotas, las mujeres se apiñaron en el centro de
piernas juntas, parecía u n muerto preparado para recibir la columna y sin cuidarse de los heridos que llevaban al
sepultura. Sin embargo, su tórax se alzaba y deprimía por verse abandonados, con paso rápido anduvieron por la
el movimiento respiratorio, y sus ojos abiertos miraban de orilla, como una manada de lobos que se aleja
una manera fija é intolerable. Marchaban contra Hippozaryta decididos á tomarla,
Los bárbaros le miraron con asombro. Desde que vivía pues necesitaban apoyarse en una ciudad.
en el foso le habían casi olvidado. Pero dominados por
antiguos recuerdos, se mantenían alejados y no se atre-
vían á levantar la mano contra él. Hamilcar, al verlos á lo lejos, se desesperó á pesar del
Los que estaban detrás murmuraban y empujaban, y orgullo que se sentía al verlos huir. Comprendía que se les
de pronto un garamanto atravesó la multitud blandiendo debía atacar en seguida con tropas de refresco. Con una
una hoz. Todos comprendieron su idea, enrojeciéronse sus nueva derrota se podía acabar con ellos; y en cambio, si
rostros, y gritaron: a guerra continuaba volverían más fuertes; las ciudades
- ¡ S í , sí! tinas se unirían á ellos; su elocuencia por los vencidos no
El hombre de la hoz se acercó á Giscon; le cogió la ca había servido para nada. Tomó la resolución de ser impla-
C8.D1©.
beza, y apoyándola en su rodilla la aserraba con rápido
movimiento; cayó; dos chorros de sangre hicieron un agu- La noche misma envió al Gran Consejo un dromedario
jero en el polvo. Zarchas llegó junto al cadáver y más li- cargado con los brazaletes recogidos en el campo de bata-
gero que un leopardo corrió hacia los cartagin' ses. lla, con la pena de grandes castigos, ordenaba que se le
enviase otro ejército.
Luego, cuando estuvo en mitad de la colina, sacó de su
pecho la cabeza de Giscon, y cogiéndola por la barba, vol- Los cartagineses le creían perdido hacía mucho tiempo
teó rápidamente su brazo; la masa por fin lanzada, descri- asi es que al tener noticia de su victoria experimentaron
bió una larga parábola y deaapareció detrás de la trinche- un asombro que tocaba en los límites del terror. La vuelta
ra púnica. del zaimph que anunciaba vagamente, acababa de sor-
Entonces cuatro heraldos, escogidos por la anchura de prenderlos. No había duda, los Dioses y la fuerza de Car-
su pecho, provistos de grandes clarines y hablando por tago parecían pertenecerle.
medio de bocinas de cobre, declararon que desde enton- Ninguno de sus enemigos se atrevió á quejarse ó á re-
ces, entre los cartagineses y los bárbaros, no habría ya ni criminar. Por el entusiasmo de unos, y por la pusilanimi-
fe ni piedad, ni Dioses, que rehusarían toda tentativa de dad de los otros, antes del término prescrito, salió de Car-
parlamento, y que á I03 parlamentarios se les cortaría las tago un ejército de cinco mil hombres.
manos. Se dirigió hacia Utica para apoyar al sufeta por reta-
guardia, mientras tres mil soldados de los mejores que
Inmediatamente después Spendio, marchó á Hippoza-
quedaban se embarcaron en buques que debían llevarles
ryta á recoger víveres. La ciudad tiria se los envió aquella
a üippozaryta á fin de rechazar á los bárbaros.
misma noche. Comieron ávidamente. Luego, cuando se
hubieron recontado, recogieron el resto de sus bagajes y Hannon, había aceptado el mando, pero cedióle á su
oalammbó 15
teniente Magdassar á fin de dirigir personalmente las tro- eia de una tempestad. Los Dioses evidentemente se decla-
pas de desembarco, pues no podía sufrir los vaivenes de raban contra ella. Entonces los ciudadanos de Hippoza-
la litera. Su enfermedad royéndole los labios y las narices, ryta pretestando una alarma, hicieron subir á los trescien-
había abierto un ancho agujero en su rostro, de tal modo, tos hombres de Hannon á las murallas.
que á diez pasos de distancia se veía el fondo de su gar- Y por sorpresa y cogiéndoles por los pies, les echaron
ganta. Sabía que era tan asqueroso, que se tenia que tapar al foso. Algunos que no murieron fueron perseguidos y se
el rostro con un velo como una mujer. ahogaron en el mar. ütica tampoco quería dejar paso
Hippozayta, no escuchó sus mandatos ni los de los bár- franco á los cartagineses, en cambio, se les envió vino con
baros, pero cada mañana los vecinos les bajaban víveres polvos de mandràgora v les degollaron durmiendo. Mag-
dentro de las cestas, y en voz alta desde las murallas se dasar huyó al ver que los bárbaros se aproximaban; la
excusaban con el miedo que sentían á la República y les ciudad habríales sus puertas, y desde entonces, sus dos
conjuraban á alejarse. Dirigían por signos las mismas pro- nuevas aliadas les auxiliaron con toda eficacia.
testas á los cartagineses que permanecían en el mar. • Aquel abandono de la causa púnica era un consejo y un
Hannon contentóse con bloquear el puerto, sin arries- ejemplo. Las esperanzas de la libertad se reanimaron. Al-
garse á un ataque. Sin embargo, persuadió á los jueces de gunas tribus aún vacilantes se decidieron. Todo se conmo-
la ciudad á que recibieran dentro de ella trescientos sol- vió. El sufeta lo supo y comprendió que estaba irrevoca-
dados. Luego se fué hacia el cabo de las Uvass, y dió blemente perdido.
un largo rodeo para envolver á los bárbaros, operación Despidió á Narr' Havas para que guardase los límites
importuna y hasta peligrosa. Los celos le impedían soco- de su reino; en cuanto á él resolvió volver á Cartago para
rrer al sufeta; detenía sus espías, malograba sus planes, alistar nuevos soldados y emprender otra vez la guerra.
comprometía la empresa. Hamilcar escribió al Gran Con- Los bárbaros establecidos en Hipposarvta vieron que
sejo que le depusiera; y Hannon volvió á Cartago furioso su ejército bajaba la montaña,
contra la locura de IOB Antiguos y la cobardía de su cole- ¿Dónde iban los cartagineses? El hambre, sin duda, les
ga. Así, después de tantas esperanzas, la situación era ca- empujaba, y querían librar una nueva batalla. No era eso;
da vez más deplorable; pero todos procuraban no pensar volvieron á la derecha; huían. Se les podía alcanzar y
en ella, ni hablar siquiera como si de aquel modo alejaran aplastarles. Los bárbaros se lanzaron en su persecución.
el peligro. Los cartagineses se vieron detenidos por el río. Aquella
Como si todo se conjurara de una vez contra Cartago se vez ancho, y el viento del oeste no había soplado. Unos
supo que los mercenarios de Cerdeña habían crucificado pasaron á nado, otros sobre sus escudos. Se pusieron de
á su general, apoderándose de las plazas fuertes, y dego nuevo c-n marcha. Cerró la noche. Desaparecieron.
liado á todos los cananeos. El pueblo romano amenazó á Los bárbaros no se detuvieron; atravesaron el río tam-
la República con hostilidades inmediatas, y aceptó la bién. Acudieron los tunecinos y los de Utica. A cada paso
alianza de los bárbaros, enviándoles buques cargados de aumentaba su número. Los cartagineses aplicando el oído
harina y carne seca. Los cartagineses los persiguieron, y al suelo, oían el ruido de sus pasos en las tinieblas. De
capturaron quinientos hombres, pero tres días después, cuando en cuando, para detenerlos, Barca hacía lanzar
una flota que traía víveres á Cartago naufragó á coneecuen-
ta de Khamon abrieron sus hojas. El cuadro púnico se
una nube de flechas. Cuando amaneció ambos ejércitos es- dividió; tres columnas se hundieron dentro de la ciudad,
taban en las montañas de Anana. arremolinándose dajo las arcadas. La masa demasiado
Entonces Matho, que marchaba á la cabeza, creyó dis- apretada no avanzaba, las lanzas se entrechocaban en el
tinguir en el horizonte algo verde en la cima de una emi- aire, y las flechas de los bárbaros se rompían contra las
nencia. ¡Luego, el terreno se deprimió y aparecieron obe- murallas.
liscos, cúpulas y casas! Era Cartago. Se apoyó contra un En el umbral deKahamon se vió áHamílcar, volvióse y
árbol para no caer, pues su corazón latía con violencia. gritó á sus hombres que se apartaran. Bajó del caballo; y
Pensaba todo cuanto había ocurrido desde que por últi- pinchándole con la espada le lanzó contra los bárbaros.'
ma vez pasó por allí. Luego, sintió alegría al pensar que Era un caballo oringio que se alimentaba con bolitas
volvería á ver á Salammbó. Todas las razones que tenía de harina y que doblaba las rodillas para dejar subir á su
para execrarla acudieron á su memoria; pero las rechazó; dueño. ¿Por qué lo rechazaba? ¿Era un sacrificio?
tembloroso y con las pupilas dilatadas, miraba, más allá El gran caballo galopaba entre las lanzas derribando
de Eschmun, la alta terraza de un palacio; una sonrisa de los hombres y tropezando sus cascos con las entrañas,
éxtasis iluminaba su rostro como si llegara hasta él algu- caía y luego, se levantaba dando saltos furiosos. Mientras
na claridad excelsa; abría los brazos, enviaba besos á la se apartaban y trataban de detenerle ó le miraban sor-
brisa y murmuraba: prendidos, los cartagineses entraban en la ciudad; la enor-
—¡Ven! ¡ven! me puerta se cerró detrás de ellos ruidosamente.
Un suspiro dilató su pecho y dos gruesas lágrimas como No cedió. Los bárbaros se estrellaron contra ella, los
perlas, cayeron de sus ojos. cartagineses, que tenían soldados en el acueducso, empe-
—¿Qué te detiene?—exclamó Spendio.—¡Aprisa! ¡En zaron á tirar piedras balas, y vigas. Spendio aconsejó que
marcha! El suffeta se nos escapará. Sus rodillas tiemblan no se obstinaran. Se alejaron algo, resueltos á sitiar á Car-
y me miras como un hombre embriagado. tago.
Pateaba de impaciencia; daba prisa á Matho y entor-
nando los ojos, como al acercarse á una meta deseada:
—¡Ah! ¡ya hemos llegado! ¡Hénos aquí! ¡Ya son míos! Entre tanto, el rumor de la guerra había salvado los
Tenía el aspecto tan convencido y triunfante, que Ma- confines del imperio púnico; y desde las columnas de Hér-
tho sacudiendo su sopor, se sintió arrastrado. Saltó sobre cules hasta más allá de Cyrene, los pastores pensaban en
uno de los camellos, le arrancó el ramal, y con la larga ella guardando sus rebaños, y las caravanas hablaban de
cuerda golpeaba á los rezagados; corría á derecha é iz- ella á la luz de las estrellas. ¡Aquella gran Cartago, domi-
quierda á retaguardia del ejército, como un perro que hos- nadora de los mares, espléndida como un sol y espantosa
tiga á un rebaño. A su voz tonante las líneas se estrecha como un dios, hallaba hombres que se atrevían á atacar-
ron, los despeados precipitaron el paso; al llegar al centro la! Muchas veces se había dicho que estaba vencida y to-
del istmo, la distancia disminuyó. Los primeros bárbaros, dos lo creyeron porque lo deseaban; pero aquella vez su
marchaban entre la polvareda levantada por los cartagine pérdida parecía segura. Las poblaciones sometidas, las al-
ses. Los dos ejércitos se acercaban; iban á chocar. deas tributarias, las provincias abadas, las hordas inde-
Pero las puertas de Malqua y de Tevsste y la gran puer-
pendientes, todos los que la execraban por su tiranía ó en- formadas de cera y resina; los caunos, los macaros, los ti-
vidiaban sus riquezas, ansiaban tomar parte en la guerra. llabaros, que llevaban dos jabalinas y un escudo de cuero
Los más valientes se habían unido á los mercenarios. La de hipopótamo. Se detuvieron cerca de las catacumbas,
derrote del Macar detuvo á los otros, pero ahora avanzaban junto á las primeras charcas de la laguna.
decididos por las dunas de Clipea y en cuanto vieron á Cuando los libios se movieron, se vió como una nube
los bárbaros se dirigieron hacia ellos. obscura rasara el suelo una muchedumbre incontable de
No eran sólo los libios de los alrededores de Cartago, negros. Los había del Harusch-blanco, del Harusch ne-
sino los nómadas de la meseta de Barca, los bandidos del gro, del desierto de Angilos y hasta de la gran comarca de
cabo Phisco, y del promontorio de Derné, los de Fazzana Agacymba, que está á cuatro meses al sur de los gara-
y de la Marmárica. Habían atravesado el desierto, be- mantos, y más allá todavía. A pesar de sus joyas de ma-
biendo en los pozos salobres de paredes hechas con hue- dera roja, la grasa de su piel negra les hacía parecer á mo-
sos de camello; los zuaeces, cubiertos de plumas de aves- ras caídas entre el polvo. Llevaban taparrabos de fibras de
truz que llegaban en cuádrigas; los garamantos tapados corteza de árboles, túnicas de yervas secas y pieles en la
con un velo negro, y sentados á mujeriegas sobre sus ye- cabeza. A guisa de estandartes en el extremo de un palo
guas pintadas; otros, en burros, en onagros, en zebras, en blandían colas de vaca.
búfalos; algunos arrastrando con sus familias y sus ídolos, Después detrás de los númidas los marusianos y los gé-
el techo de sus cabañas en forma de chalupa. Había amo- tulos, se amontonaban los hombres amarillentos que vi-
nianos con los miembros arrugados por el agua de las ven más allá de Taggir en los bosques de cedros. Lleva-
fuentes termales; atarantos que maldicen el sol; troglodi- ban á la espalda carcajes de piel de gato y sujetaban pe-
tas que entierran riendo sus muertos bajo el ramaje; los rros enormes, tan altos como pollinos, que no ladraban.
asquerosos auseanos que comen langostas; las akirmaki- La confusión de armas no era menor que la de los tra-
das que comen piojos, y los gysantes, embadurnados de jes y la de los pueblos.
bermellón que comen monos. Todos estaban alineados á Un movimiento continuo agitaba aquella multitud.
la orilla del mar en línea recta. Se adelantaron luego co- Dromedarios alquitranados como navios, derribaban á las
mo torbellinos de arena que levanta el viento. En mitad mujeres que llevaban á sus hijos sobre las caderas. Se de-
del istmo la multitud se detuvo, porque los mercenarios rramaban las provisiones de las banastas. Al caminar se
situados delante de ellos, cerca de las murallas, no que- eplastaban trozos de sal, paquetes de goma, dátiles podri-
rían moverse. dos, nueces de gurú; y á veces se veía sobre pechos cu-
Luego, por el lado de la Ariana, aparecieron los hom- biertos de pobredumbre, colgado de algún delgado cordón
bres de occidente y el pueblo de los númidas. Desenten- algún diamante que habían buscado I03 sátrapas, una pie-
diéndose de Narr' Havas que sólo gobernaba los masilia- dra casi fabulosa que bastaba para comprar un imperio.
liano3, acudieron todos los cazadores del Malethut-Baal y La mayoría de ellos no sabia siquiera lo que deseaba.
del Garafos, tapados con pieles de león, y que guiaban Una fascinación, una curiosidad invencible les aguijonea-
con el asta de su3 lanzas unos caballitos flacos de largas ban; los nómadas que no habían visto ninguna ciudad se
crines; luego venían los gétulos con corazas de piel de ser- asustaban al contemplar la sombra de sus murallas.
piente; después, los farusianos que llevaban altas coronas El istmo desaparecía bajo aquella muchedumbre in-
mensa, y aquella larga superficie en que las tiendas sobre-
los pilares. Los centinelas de la plataforma se paseaban
salían como de entre las aguas de una inundación, llega- tranquilamente.
ba hasta las primeras líneas de los otros bárbaros, cubier-
tos de hierro y situados simétricamente á los dos lados del Brillaron altas llamas; resonaron los clarines, y los sol-
acueducto. dados que estaban de centinela, pensando que se daba un
asalto, se precipitaron hacia Cartago.
Los cartagineses, aún asustados por la aparición de to-
Sólo un hombre permaneció en su puesto, se destacaba
das aquellas tribus bárbaras, vieron llegar hacia ellos una
sobre el fondo del cielo. La luna le iluminaba por la es-
especie de monstruos con sus mástiles, sus brazos, sus ar-
palda, y su sombra desmesurada parecía en la llanura un
ticulaciones, sus capiteles y sus conchas; eran las máqui-
obelisco en marcha.
nas de sitio que enviaban las ciudades tirias: sesenta ba-
listas, ochenta onagros, treinta escorpiones, cincuenta to- Esperaron que estuviese en frente de eüos. Zarxas co-
lenones, doce arietes y tres gigantescas catapultas que lan- gió su honda, pero bien por prudencia ó por ferocidad,
Spendio le detuvo.
zaban peñascos enormes.
—No, el silbido de la bala haría ruido. [A mí!
Pero faltaban muchos días aún para terminar los pre-
Entonces tendió su arco con todas sus fuerzas, apuntó
parativos del sitio. Los mercenarios, aleccionados por sus y partió la flecha.
derrotas, no querían reñir combates inútiles y por otra
El hombre no cayó; desapareció.
parte no tenían prisa alguna, sabiendo que la lucha sería
. ~ S i estuviese herido, le oiríamos,—dijo Spendio; y su-
terrible y que acabaría con una victoria ó con exterminio
completo. vió vivamente de piso en piso como había hecho la prime-
ra vez, con auxilio de una cuerda y de un arpón.
Cartago podía resistir largo tiempo. Sus anchas mura- Cuando estuvo en lo alto cerca del cadáver, soltó un ex-
lias ofrecían una serie de ángulos entrantes y salientes tremo de la cuerda. El balear ató á ella un pico y una ba-
propios para rechazar con éxito los asaltos. rra de hierro y se volvió.
Spendio tenía un proyecto y se decidió á realizarlo.
Las trompetas no resonaban ya. Todo estaba tranquilo.
La guerra le había impedido cumplirlo; y desde que ha- Spendio había levantado una de las losas, entró en el
bía vuelto junto á Cartago, parecíale que los habitantes agua y cerró la abertura.
sospechaban su empresa. Pero bien pronto disminuyeron
Calculando la distancia por el número de sus pasos, lle-
los centinelas del acueducto; era preciso mucha gente pa-
gó hasta el sitio en que había visto una hendidura obli-
ra la defensa del recinto.
cua; y durante tres horas, hasta la madrugada, trabajó de
^ Durante muchos días el esclavo se adiestró en el tiro
una manera continua, furiosa, respirando apenas por los
del arco. Una noche en que la luna brillaba, rogó á Matho
intersticios de las losas superiores, asaltado por tremendas
que á media noche encendiese una hoguera de paja y al
angustias, y creyendo morir á cada instante; por fin se
mismo tiempo todos los hombres lanzaran grandes clamo-
oyó un crujido; una piedra enorme, rebotando por les ar-
res; tomando por compañero á Zarxas, fué por la orilla
cos inferiores llegó hasta el suelo, y de repente, una cata-
del g lfo en dirección á Túnez.
rata, un r;o cayó desde el cielo á la llanura. El acueducto,
Al llegar cerca de la últimas arcadas, se acercaron al cortado por el centro, se derramaba. Era la muerte para
acueducto; y adelantaron arrastrándose hasta la base de Cartago y la victoria para los bárbaros.
En un instante los cartagineses, despertando, aparecie-
ron sobre las murallas, sobre las casas, sobre los templos.
Los bárbaros se empujaban, gritaban, bailaban delirantes
alrededor de la gran caída de agua, y locos de contento,
mojaban la cabeza en el chorro.
Se vió en lo alto del acueducto un hombre con una tú-
nica obscura desgarrada; permanecía inclinado en el bor-
de con las manos en las caderas y miraba hacia abajo co-
mo admirado de su obra.
Luego se irguió. Recorrió el horizonte con mirada do-
minadora que parecía decir: «¡Ahora todo esto es mío!
Estallaron grandes aplausos entre los bárbaros. Los car-
tagineses, comprendiendo por fin su desastre, lanzaban
alaridos desesperados. Entonces se puso á correr por la
plataforma de un extremo á otro, y como un conductor
de carro triunfante en los juegos olímpicos, Spendio, em-
briagado de orgullo, levantaba los brazos.
Moloch

bárbaros no tenían necesidad de circun-


valar Cartago por el lado de Africa, pues
éste les pertenecía. Pero para hacer más
fácil el aproche de las murallas, se derri-
" i " bó una trinchera que había junto al foso,
f j f Después, Matho dividió su ejército en
grandes semicírculos para envolver mejor
á Cartago. Los hoplitas de I03 Mercena-
rios se colocaron en primera línea, detrás
de ellos, honderos y jinetes; á retaguardia los bagajes, ca-
rros y caballos, y delante de toda esta muchedumbre, á
trescientos pasos de las torres se levantaban las máquinas
de guerra.
En un instante los cartagineses, despertando, aparecie-
ron sobre las murallas, sobre las casas, sobre los templos.
Los bárbaros se empujaban, gritaban, bailaban delirantes
alrededor de la gran caída de agua, y locos de contento,
mojaban la cabeza en el chorro.
Se vió en lo alto del acueducto un hombre con una tú-
nica obscura desgarrada; permanecía inclinado en el bor-
de con las manos en las caderas y miraba hacia abajo co-
mo admirado de su obra.
Luego se irguió. Recorrió el horizonte con mirada do-
minadora que parecía decir: «¡Ahora todo esto es mío!
Estallaron grandes aplausos entre los bárbaros. Los car-
tagineses, comprendiendo por fin su desastre, lanzaban
alaridos desesperados. Entonces se puso á correr por la
plataforma de un extremo á otro, y como un conductor
de carro triunfante en los juegos olímpicos, Spendio, em-
briagado de orgullo, levantaba los brazos.
Moloch

bárbaros no tenían necesidad de circun-


valar Cartago por el lado de Africa, pues
éste les pertenecía. Pero para hacer más
fácil el aproche de las murallas, se derri-
" i " bó una trinchera que había junto al foso,
f j f Después, Matho dividió su ejército en
grandes semicírculos para envolver mejor
á Cartago. Los hoplitas de I03 Mercena-
rios se colocaron en primera línea, detrás
de ellos, honderos y jinetes; á retaguardia los bagajes, ca-
rros y caballos, y delante de toda esta muchedumbre, á
trescientos pasos de las torres se levantaban las máquinas
de guerra.
Bajo la variedad infinita de sus apelaciones, podían re-
ducirse á dos sistemas; unas obraban como hondas y otras tenta y cinco soldados tiraban cuerdas que partían de la
como arcos. base de una viga gigantesca, terminada por una cabeza
Los primeros, los catapultas se llamaban también ona- de carnero de cobre. La habían envuelto en pieles de buey;
gros como los asnos salvajes que lanzan guijarros con sus argollas de hierro la ceñían de trecho en trecho. Era tres
patas. La construcción de las balistas ó escorpiones exi- veces más gruesa que el tronco de un hombre y de ciento
gían para su construcción mucho cálculo, pues su madera veinte codos de larga, y al empuje de los brazos desnudos
debía escogerse entre las más duras y todas las articula- . que la empujaban y la atraían, avanzaba y retrocedía con
ciones eran de cobre. oscilación regular.
Spendio puso las tres grandes catapultas en los ángulos Los otros asictes colocados ante las demás puertas, em-
principales, delante de cada puerta colocó un ariete, y de- pezaron á moverse también. Las poleas y los capiteles chi-
lante de cada torre una baüsta. Pero era preciso proteger rriaron, las redes de cuerdas cayeron y una nube de pie-
esas máquinas contra los tiros de los sitiados, y rellenar dras y de flechas atravesaron el aire y dieron contra los
el foso que los separaba de las murallas. Catapultas y ba- defensores de la muralla.
listas quedaron defendidas por redes de gruesas cuerdas Algunos se acercaban al muro ocultando bajo sus escu-
embebidas de vinagre para hacerlas incombustibles. dos tarros de resina, y luego los lanzaban violentamente.
Los cartagineses se preparaban también. Hamiicar les Toda aquella lluvia de balas de dardos y de fuegos, pasa-
había tranquilizado declarando que quedaba agua en las ba por encima de las primeras filas atravesando una cur-
cisternas para ciento veintitrés días. Se armó á I03 escla- va, que terminaba detrás de las murallas. Pero en lo alto
vos. Se vaciaron los arsenales. Cada ciudadano tuvo su si- de ellas, largas grúas se levantaron y bajaron enormes
tio y su empleo determinado. Se repasaron á toda prisa pinzas que terminaban en dos semicírculos dentados en
las máquinas de guerra. la parte interior. Mordieron los arietes. Los soldados, col-
Por el lado del norte y de oriente, la ciudad, defendida gándose de la viga, tiraban hacia atrás. Los cartagineses
por el mar y el golfo, era inaccesible. En la muralla que procuraban hacerla subir, y la porfía duró hasta la no-
daba frente al itsmo, que es por donde atacaban los bár- che.
baros, se acumularon ramas de árbol, muelas de molino, Cuando los mercenarios al día siguiente emprendieron
grandes recipientes de azufre, cubas llenas de aceite, y se de nuevo su tarea, todo el adarve de la muralla estaba ta-
construyeron muchos hornos. Se amontonaron grandes pizado de balas de algodón, de cogines; las almenas tapa-
rimeros de piedra en la plataforma de las torres, y las ca- O das con hojarasca y en el parapeto, entre las grúas, se dis-
sas se llenaron de arena para aumentar su resistencia. tinguía gran número de horcas y de guadañas. En seguida
Al ver aquellas disposiciones, los bárbaros se irritaron. se entabló una resistencia furiosa.
Quisieron pelear en seguida. El peso que pusieron en las Troncos de árboles sostenidos por cables calan y subían
catapultas era tan enorme, que las lanzas se rompieron; el alternativamente golpeando los arietes; grandes garfios
ataque se retardó. lanzandos por las balistas, arrancaban el techo de las ca-
Por fin el día trece del mes de Schabar, al apuntar el bañas; y de la plataforma de las torres vertíanse torrentes
sol, resonó un gran golpe contra la puerta de Khamon. Se- de sílice y guijarro.
Por fin los arietes rompieron la puerta de Khamon y de
Tagaste. tiesos como estacas, con los brazos separados del cuerpo
y la boca abierta.- El asalto duró muchos días, pues los
Pero los cartagineses habían amontonado detrás tal
mercenarios esperaban triunfar por un exceso de fuerza y
abundancia de materiales, que las hojas no se abrieron.
de audacia.
Permanecieron de pie. Entonces se empujó contra la mu-
ralla otras máquinas que aplicándose á las junturas de Algunas veces, un hombre subido sobre las espaldas de
los bloques, debían hacerlos ceder. Las máquinas fueron otro hundía un vástago entre las piedras y luego se servía
mejor dirigidas. Los sirvientes repartidos por secciones; de él como un escalón para subir más arriba, y luego cla-
desde la mañana á la coche funcionaron sin interrupción vaba otro y otro; y protegidos por el borde de las almenas
con la monotona precisión de un telar. que sobresalían de las murallas, se elevaban poco á poco;
pero siempre al llegar á cierta altura, caían.
Spendio no se cansaba de dirigir. Por sí mismo hacia
El gran foso, demasiado lleno, se desbordaba; bajo el
funcionar algunas de las más difíciles, y los eoldado3, ad-
paso de los vivos, los heridos formaban una sola masa con
mirando su destreza, ejecutaban sus órdenes.
los cadáveres y los moribundos, Entre la3 entrañas abier-
Las máquinas, sin embargo, no demolían la muralla;
ta?, los sesos esparcidos, y los charcos de sangre, los tron-
derribaban únicamente la parte superior, pero los sitiados,
cos calcinados parecían manchas negras, y brazos y pier-
reparaban por la noche los desperfectos. Se echó al foso
nas, saliendo de un montón, permanecían derechos como
césped, estacas, guijarros y hasta carros con sus ruedas
gruesas cepas en una viña incendiada.
para llenarlo más aprisa; y antes que estuviese lleno, la
inmensa muchedumbre de los bárbaros onduló en la lla- Las escaleras eran insuficientes y se empleó los toleno-
nura con movimiento irresistible y fué á estrellarse contra nes, instrumentos compuestos de una larga viga transver-
la base de las murallas como un mar desbordado. sal á otra y que llevaba en el extremo una plataforma cua-
d r a n g l a r con barandillas en que habían treinta infantes
Entonces se adelantaron las escaleras de cuerda y las con sus armas.
de madera. Por ellas los mercenarios, puestos en fila, su-
Matho quiso subir en la primera que se dispuso. Spen-
bían llevando las armas en la mano. Ni un cartaginés se
dio le detuvo.
veía á pesar de que casi tocaban los bárbaros el parapeto.
De repente las almenas se abrieron vomitando como gar- Unos hombres se encorvaron sobre un cabrestante; la
gantas de dragón fuego y humo; la arena candente se°es- gran viga se levantó hasta ponerse casi vertical, y harto
parcia entrando por las junturas délas corazas; el petróleo cargada por el extremo se doblaba como una caña desme-
se pegaba á los vestidos; el plomo líquido resbalaba sobre surada. Los soldados, ocultos hasta la barba, se en-
los cascos y agujereaba las carnes. Una lluvia de chispas cogían; no se veía sino las plumas de los cascos. Por fin
chamuscaba los rostros, y órbitas sin ojos parecían llorar cuando estuvo á cincuenta codos en el aire osciló á dere-
lágrimas grandes como almendras. Hombres cubiertos de cha é izquierda varias veces y después bajó. Como un bra-
aceite ardían por los cabellos. Corrían entre los otros y les vo gigante que tuviera en la mano una cohorte de pig-
inflamaban á su vez. Se les ahogaba, echándoles desde le- meos, dejó al borde de la muralla la plataforma llena de
jos sobre el rostro mantos embebidos de sangre. Algunos hombres. Saltaron entre la multitud y nunca más se vie
que no tenían heridas aparentes, permanecían inmóviles, ron.
Los otros tolenones pronto estuvieron listos. Pero se hu-
bieran necesitado cien veces m á s para t o m a r la ciudad. hacer rodar por ella las m á q u i n a s . Entonces Cartago no
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Se les utilizó de otra manera: arqueros etiopes se coloca- podría resistir.
ban en las plataformas, y cuando estaban en el airesujetá-
banse los cables, y así permanecían suspendidos lanzando
flechas envenenadas. Los cincuenta tolenones dominando Empezaba á dejarse sentir la sed. E l agua que valía al
las almenas, d o m i n a b a n así á Cartago como monstruosos comenzar el sitio dos kesitah por carga, se vendía ahora á
buitres, y los negros reían al ver como los soldados de u u plata; las provisiones de carne v trigo se
las murallas morían entre convulsiones atroces. acababan también. Aparecía el f a n t a s m a del h a m b r e Al-
H a m í l c a r envió hoplitas, á los q u e hacía beber cada gunos hablaban de las bocas inútiles, lo cual asustaba á
m a n a n a el jugo d e ciertas hierbas por protegerles contra todos.
ios venenos. Desde la plaza de K h a m o n hasta el templo de Melkart
Una noche obscura embarcó sus mejores soldados en había cadáveres en las calles, y como a ú n duraba el vera-
gabarras y les hizo t o m a r tierra en la Tamia. Adelantáron- no, grandes mossas negras hostigaban á los combatientes.
se hasta las primeras líneas de los bárbaros, y cogiéndoles Los ancianos transportaban á los heridos, y las gentes de-
de sorpresa, hicieronles g r a n m o r t a n d a d . H o m b r e s sus- votas celebraban funerales por los muertos en el sitio y
pendidos de cuerdas, b a j a b a n por la noche d e lo alto de en campaña. Estatuas de cera con cabellos y vestidos es-
las murallas con a n t o r c h a s en la m a n o , q u e m a b a n las taban tendidas á través de las puertas. Se f u n d í a n al ca-
obras de los Mercenarios y volvían á subir. lor de los cinos q u e ardían cerca de ellas; la pintura se
Matho se mostraba encarnizado, cada obstáculo aumen- escurría por sus hombros y el llanto corría sobre el rostro
taba su cólera, é i d e a b a cosas terribles y escavanantes. de los vivientes, que salmodiaban canciones lúgubres
Un día convocó m e n t a l m e n t e á S a l a m m b ó á u n a cita: des- La temperatura era tan sofocante, que los cuerpos, hin-
pués esperó. No vino, y aquello le pareció u n a nueva trai- chándose no podían colocarse en los féretros. Se les que-
ción, y desde entonces la execró. A u m e n t ó las avanzadas, maba en el centro de los patios, pero las hogueras incen-
plantó horcas bajo las murallas, disimuló t r a m p a s en el diaban á veces las paredes vecinas y largas llamas surgían
suelo, y m a n d ó á los libios q u e le t r a j e r a n u n a selva ente- de repente de las casas como sangre q u e salta de u n a ar-
ra para incendiar Cartago como u n a madriguera de zorras, teria. Moloch poseía por entero á Cartago; estrechaba las
bpendio se obstinaba t a m b i é n . T r a t a b a de inventar má- murallas, se revolcaba en las calles y devoraba los cadá-
quinas espantosas c o m o j a m á s se habían construido Nin- dáveres.
g u n a de las tentativas d a b a buen resultado, porque los A fin de retener en la ciudad el genio de los dioses, se
sitiados se resistían n o esperando misericordia. A cada cubierto de cadenas á sus simulacros. Se puso velos
nueva invención contestaba H a m í l c a r con u n a estratage- negros a los pataicos y cilicios alrededor de los altares,
m a nueva. Por fin comprendieron todos, q u e la ciudad be procuraba excitar el orgullo y los celos de los Baals, di-
era mespugnable, m i e n t r a s n o se hubiese levantado hasta ciendo: «¡Te vas á dejar vencer! ¡Los otros son m á s fuertes
la altura de las murallas u n a larga terraza q u e permitiera que tú quizás! Preséntate, auxilíanos, á fin de que los pue-
pelear sobre u n m i s m o nivel; se empedraría la cima para blos no digan: ¿Dónde están sus dioses?»
Salammbó
U n a a n s i e d a d p e r e n n e agitaba los colegios de los pontí- de las m u r a l l a s e n el e x t r e m o de la ciudad trazaba en fcl
fices. cielo zig zags desiguales, y las lanzas de los centinelas for-
Los de la R a b e t c a sobre todo t e n í a n miedo, porque el m a b a n en t o d a su extensión como u n a orla de espigas.
z a i m p h n o p r o d u j o n i n g ú n efecto. Se m a n t e n í a n encerra- Percibía á lo lejos, entre las torres, las m a n i o b r a s oa los
dos en el t e r c e r recinto inespugnable como ur¡a fortaleza. bárbaros, c u a n d o cesaban las diarias peleas, podía ver s u s
Solo u n o d e e l l o s se atrevía á salir, el g r a n sacerdote Scha- ocupaciones. Componían s u s a r m a s , se engrasaban la ca
habarim. bellera ó b a ñ a b a n en el m a r s u s brazos ensangrentados;
las tiendas e s t a b a n cerradas, las acémilas comían, y en
I b a á ver á S a l a m m b ô , pero p e r m a n e c í a silencioso con-
lontananza las hoces de los carros, colocados en semicírcu-
t e m p l á n d o l e c o n las pupilas fijas, ó bien se desataba en
lo, parecían u n a cimitarra de plata t e n d i d a al pie de las
p a l a b r a s y los reproche s q u e le dirigía e r a n más duros
colinas.
cada vez.
Por u n a c o n t r a d i c c i ó n inconcebible no perdonaba á la Volvieron á s u m e m o r i a las palabras de S c h a h a b a r i m .
joven el h a b e r seguido sus órdenes;—Schahabarim lo ha- Esperaba á su desposado N a r r ' H a v a s . No o b s t a n t e su
bía a d i v i n a d o t o d o , — y la obsesión d e esta idea aviva los odio hubiese querido ver de nuevo á Matho. De todos los
celos de su i m p o t e n c i a . L a a c u s a b a de ser la causa de la cartagineses, ella sola tal vez, le h u b i e r a hablado sin
guerra. A j u i c i o suyo, M a t h o sitiaba á Cartago para apo- temor.
derarse del z a i m p h otra vez; y profería imprecaciones y A m e n u d o su p a d r e e n t r a b a en su habitación., Se sen-
sarcasmos c o n t r a a q u e l bárbaro q u e p r e t e n d í a poseer cosas taba fatigado sobre los cojines y la contemplaba casi en-
santas. Sin e m b a r g o , el sacerdote se referia á algo que no ternecido c o m o si su vista le distrajera de sus t r a b a j o s in-
nombraba. cesantes. A veces la interrogaba acerca d e su estancia e n
el c a m p a m e n t o de los mercenarios. Le p r e g u n t a b a si al-
No i n s p i r a b a á S a l a m m b ô t e m o r alguno; la ansiedad de
guien le h a b í a aconsejado la empresa. Moviendo la ca-
q u e antes e s t a b a poseída se h a b í a disipado. Una calma
beza le contestaba q u e no, p u e s estaba orgullosa de h a b e r
singular l l e n a b a su espíritu. S u m i r a d a , menos vaga, bri-
salvado el z a i m p h .
llaba con claro fulgor.
E n t r e t a n t o el p y t h o n h a b í a e n f e r m a d o de nuevo, y co- El S u f f e t a p r o c u r a b a enterarse de todo lo referente á
m o á pesar d e ello S a l a m m b ô pareciese curar, la vieja Ta" Matho, p r e t e x t a n d o que le convenía p a r a sus planes mili-
a u a c h se regocijó en extremo, convencida de que aquella tares saber q u é clase de h o m b r e era. No comprendía por-
dolencia del r e p t i l evitaba la languidez d e su ama. que había p a s a d o t a n t a s horas en el c a m p a m e n t o . E n
efecto, S a l a m m b ó n o le h a b l a b a de Giscon, y si callaba
U n a m a ñ a n a le halló detrás del lecho de cuero enros-
su deseo d e asesinar á M a t h o era p o r q u e temía q u e le re-
cado sobre si m i s m o y con la cabeza oculta bajo u n mon-
p r o c h a r a n n o h a b e r cedido á tal deseo. S a l a m m b ó no con-
t o n de gusanos. A s u s gritos acudió la h i j a de Hamilcar.
taba m á s , p o r vergüenza quizá, ó por q u e u n exceso de
Le removió c o n la p u n t a de s u sandalia, y á la esclava la
candor h a c í a q u e no diera g r a n i m p o r t a n c i a á los besos y
sorprendió s u insensibilidad.
abrazos del soldado. Decía ú n i c a m e n t e , q u e c u a n d o le pi-
S a l a m m b ô v a no praticaba s u s a y u n o s con igual fervor- dió el z a i m p h el Schalischim parecía furioso, q u e gritó
P a s a b a el día e n lo alto de su terraza, con los codos apo- m u c h o y q u e d e s p u é s se h a b í a dormido.
y a d o s en la b a l a u s t r a d a y m i r a b a á su alrededor. La cima
U n a noche en q u e e s t a b a n así u n o e n f r e n t e del otro,
apareció T a a n a c h asustada. U n viejo con u n n i ñ o estaban
L a guerra azotaba todas las provincias y h a b í a temido
en los patios y q u e r í a n ver al S u f f e t a . por el h i j o de s u a m o .
H a m i l c a r palideció y luego dijo:
Entonces, no sabiendo donde ocultarle, se embarcó e n
—¡Que subaJ u n a chalupa, y costeando, llegó al golfo. Allí estaba desde
I d d i b a l entró sin prosternarse- L l e b a b a d e la m a n o un hacía tres días observando las murallas. Como le pareció
n i ñ o cubierto con u n m a n t o de piel de cabrón. Levantán- que aquella noche los alrededores de K h a m o n estaban de-
dole el capullo q u e ocultaba s u rostro: siertos, desembarcó cerca del arsenal.
—¡Héle aquí, tomadlo!
E l S u f f e t a y el esclavo se r e t i r a r o n á u n ángulo de la
sala.
Los bárbaros establecieron f r e n t e del p u e r t o m i s m o u n a
E l niño permaneció de pie e n el centro, y con mirada inmensa línea de maderos p a r a i m p e d i r la salida á los
m á s escudriñadora q u e a s o m b r a d a , e x a m i n a b a el lecho, cartagineses. Por la parte de tierra, cada día a u m e n t a b a la
las paredes, el suelo, los collares d e perlas tirados sobre altura de la terraza.
vestidos y m a n t o de p ú r p u r a , y a q u e l l a m a j e s t u o s a mujer
E s t a n d o interceptadas las comunicaciones con el exte-
joven q u e se inclinaba hacia él.
rior u n h a m b r e intolerable se dejó sentir. Matáronse to-
Quizá tenia diez años y n o e r a m á s alto q u e u n a espada dos los perros, m u l o s y asnos, y después los q u i n c e elefan-
r o m a n a . T e n í a el pelo rizado y la f r e n t e p r o m i n e n t e . Hu- tes que el S u f f e t a había salvado. Los leones del t e m p l o de
biérase dicho q u e sus p u p i l a s b u s c a b a n espacio. Las alas Moloch estaban furiosos, y eus g u a r d i a n e s no se atrevían
de su nariz delicada p a l p i t a b a n ; e n t o d o su c u e r p o se ad- á acercarse á ellos. P r i m e r o se les m a n t u v o con los heri-
vertía a q u e l indefinible esplendor d e los q u e están desti- dos de los bárbaros; después se les echó cadáveres a ú n ca-
n a d o s á altas empresas- C u a n d o se h u b o q u i t a d o su man- Jientes. No quisieron comerlos y m u r i e r o n todos. A la
t o h a r t o pesado, quedó vestido c o n u n a piel de lince ceñi- ñora del crepúsculo, se veía á m u c h a gente q u e cogían en-
d a á su c i n t u r a y apoyaba con firmeza sobre el pavimento tre las piedras de los antiguos recintos, hierbas y flores
sus pies blancos de polvo. A d i v i n ó sin d u d a q u e se trataba que cocían en vino; p u e s el vino costaba m e n o s caro qué
de cosas i m p o r t a n t e s , p o r q u e p e r m a n e c í a inmóvil, con una el agua. Otros, se deslizaban h a s t a las avanzadas del ene-
m a n o en la espalda, la cabeza i n c l i n a d a y u n d e d o j u n t o á migo y se m e t í a n en las tiendas p a r a robar alimentos. Los
la boca. bárbaros, llenos de asombro, d e j a b a n algunas veces que se
Por fin H a m i l c a r con u n a d e m á n llamó á Salammbó volvieran en paz. Llegó por fin u n dia en q u e los ctutiguos
j u n t o á sí y le dijo: resolvieron degollar p a r a ellos los caballos de E c h m u n .
— ¡ L e g u a r d a r á s e n t u cuarto, oyes! ¡Es preciso q u e na- Aun que eran animales sagrados no escaparon al hierro,
die, n i a u n los de la casa, s e p a n q u e existe! y sus carnes cortadas en trozos iguales, se escondieron
Luego, detrás d e la p u e r t a p r e g u n t ó de n u e v o á Iddi- detras del altar. Todas las noches, alegando cualquier de-
b a l si estaba seguro de q u e n a d i e les h a b í a visto. voción i b a n al t e m p l o y comían á escondidas; b a j o su tá-
—Nadie, d i j o el esclavo; las calles estaban desiertas, nicas llevabánse u n trozo p a r a los hijos.

Las piedras de las catapultas y las demoliciones p a r a


atender á la defensa, h a b í a n a c u m u l a d o grandes monto-
nes de escombros en las calles. Las tre3 grandes catapul- dientes de los cartagineses les caían y tenían las encías
tas no paraban, sus estragos eran extraordinarios, hasta el descoloridas como las de los camellos después de un viaje
demasiado largo.
punto de que la cabeza de un hombre fué á chocar contra
el frontón de los syssitas; en la calle de Kinisdo, una par- Las máquinas se pusieron sobre la terraza aún cuando
turienta fué aplastada por un bloque de mármol y su hijo, no alcanzara por todas partes la altura de las murallas.
con la cama, lanzado hasta la encrucijada de Cinasyrs, Frente á las veintitrés torres de las fortificaciones se le-
donde en encontró la colcha. vantaban otras tantas torres de madera. Todos los toleno-
nes funcionaban, y en el centro aparecía la formidable
Lo más irritante eran las balas de I03 honderos, calan
máquina de Demetrio Poliorceta que Spendio había re-
sobre los techos, en los jardines y en los patios, mientras
construido por fin. Piramidal como el faro de Alejandría
se comía las pocas piltrafas que quedaban. Aquellos atro-
era alta de ciento veinte codos, y ancha de veititrés, con
ces proyectiles llevaban grabados leyendas que se impri-
nueve pisos que iban en disminución hacia la cima, y
mían en las carnes, y sobre los cadáveres se leían injurias
que estaban protegidos por gruesas planchas de cobre.
como gorrino, chacal, gusano, y á veces sarcasmos: ahi va eso
Había en cada uno de aquellos pisos llenos de soldados,
ó, bien merecido me lo tengo.
numerosas puertas. En lo alto de la plataforma superior
El hambre crecía de modo tal, que Hamílcar ordenó había una catapulta y dos balistas.
abrir los silosqueguardaban trigo; sus intendentes lo repar-
tieron al pueblo. Durante tres días todos se hartaron; pero Entonces Hamílcar hizo levantar cruces para los que
entonces la sed se hizo intolerable. Y para que fuera más hablaban de rendirse; hasta las mujeres fueron alistadas.
triste la situación, los sedientos veían ante ellos la cascada Una mañana, poco después de amanecer, oyeron u n
de agua clarísima que caía del acueducto. gran clamor lanzado por todos los bárbaros á la vez. Las
trompetas tocaban, y los grandes cuernos mugían como
Hamílcar no se amilanaba. Contaba con u n aconteci-
toros. Todos se levantaron y fueron hacia las murallas.
miento extraordinario. Con algo decisivo.
Una selva de lanzas, de picas y de espadas se erizaba
Los propios esclavos arrancaron las planchas de plata
en su base. Se lanzó contra las murallas, las escalase en-
del templo de Melkarth, y cuatro grandes buques partie-
gancharon en ellas, y por los espacios abiertos de las al-
ron para las Galias á fin de comprar mercenarios á cual-
menas, aparecieron las cabezas de los bárbaros.
quier precio. Entre tanto diríase que el furor más grande
animaba á los bárbaros. Se le3 veía á lo lejos tomar la Grandes vigas sostenidas por largas filas de hombres
grasa de los muertos para tener bien untadas sus máqui- batían las puertas.
nas. Otros arrancaban las uñas de los cadáveres que co- Los cartagineses lanzaban contra los asaltantes muelas
sían por los bordes para hacerse corazas. En las catapul- de molino, toneles, camas, losas, cubos, todo lo que pesa-
tas pusieron grandes jarras llenas de serpientes cogidas ba y podía matar. Algunos acechaban teniendo en la ma-
por los negros; rompíanse los cacharros de arcilla, y las no una red de pescar y cuando llegaba un b rbaro, le
serpientes corrían, pululaban; luego los bárbaros, no con- aprisionaban entre las mallas. Ellos mismos derribaban
tentos con su invención, la perfeccionaron; lanzaban toda sus almenas, grandes trozos de muro se derrumbaban le-
especie de inmundicias, escrementos humanos, trozos de vantando inmensa polvoreda y las catapultas de la terra-
animales muertos y de cadáveres. La peste apareció. Los za, tirando unas contra otras hacían chocar á lo mejor sus
piedras q u e se r o m p í a n en m ü pedazos c a y e n d o como llu-
via de eilice sobre los c o m b a t i e n t e s . pendidas á su cintura; de c o n t i n u o h u n d í a la m a n o Í2-
Las flechas se d i s p a r a b a n por millares desde lo alto de quierda en ellas y su brazo derecho volteaba como la rue-
las torres de m a d e r a y d e las torres de piedra. Los toleno- da de u n carro.
nes movían r á p i d a m e n t e s u s largas a n t e n a s y como los Matho, al principio, se a b s t u v o d e pelear p a r a poder
bárbaros h a b í a n s a q u e a d o b a j o las c a t a c u m b a s el viejo m a n d a r m e j o r , se le vió á lo largo del golfo con los mer-
cementerio de los autóctonos, l a n z a b a n sobre los cartagí- cenarios, á orillas del lago con los negros, y desde el fon-
neses las losas de las t u m b a s . B a j o el peso de las platafor- do de la l l a n u r a e m p u j a b a c o n t i n u a m e n t e masas de sol-
m a s harto pesadas, a l g u n a s veces se r o m p í a n los cables y dados que se estrellaban c o n t r a la linea de las fortifica-
ciones.
m a s a s de h o m b r e s d a n d o alaridos, c a í a n desde lo alto.
H a s t a medio día los v e t e r a n o s de los hoplítas atacaron Poco á poco se f u é acercando; el olor de la sangre, el es-
f u r i o s a m e n t e la t a e n i a p a r a p e n e t r a r en el p u e r t o y des- pectáculo de aquella carnicería y el estrépito de los clari-
truir la flota. H a m i l c a r hizo e n c e n d e r sobre el techo de nes, acabaron por embriagarle en f u r o r bélico. E n t o n c e s
L-hamon u n a hoguera de p a j a h ú m e d a y c o m o el h u m o entró en su t i e n d a y q u i t á n d o s e la coraza se puso su piel
les cegaba, f u e r o n h a c i a la izquierda y a u m e n t a r o n la ho- de león m á s cómoda p a r a la batalla. Las fauces se adapta-
rrible m u c h e d u m b r e q u e se e m p u j a b a h a c i a Malqua. Sin- ban sobre su cabeza, r o d e a n d o el rostro de u n círculo de
t a g m a s c o m p u e s t a s de h o m b r e s r o b u s t o s h a b í a n h u n d i d o dientes; las dos patas anteriores se cruzaban sobre el pe-
tres puertas. Altas b a r r e r a s f o r m a d a s de p l a n c h a s clave- cho, y las posteriores a d e l a n t a b a n s u s u ñ a s m á s a b a j o de
teadas les detuvieron. O t r a p u e r t a cedió f á c ü m e n t e ; se las rodillas. Llevaba su f u e r t e c i n t u r ó n del q u e pendía u n
lanzaron pór e n c i m a d e ella corriendo y cayeron en u n h a c h a reluciente de doble filo, y c o n su g r a n espada q u e
foso lleno de cepos. E n el á n g u l o s u d e s t e A u t h a r i t o y sus e m p u ñ a b a con a m b a s m a n o s , se precipitó por la brecha
hombres, derribaron la m u r a l l a p o r u n a á m p l i a grieta ta- impetuosamente. Como u n p o d a d o r q u e corta las r a m a s y
p a d a con ladrillos. E l t e r r e n o se e l e v a b a detrás de la mu- trata de derribar el m a y o r n ú m e r o posible p a r a ganar
ralla; subieron aprisa pero se e n c o n t r a r o n a n t e u n a se- más, así adelantaba segando cartagineses á su alrededor.
g u n d a m u r a l l a c o m p u e s t a de p i e d r a s y largas vigas. A los q u e t r a t a b a n de cogerle de lado, les derribaba con
Atacaron y f u e r o n rechazados. el puño, c u a n d o le a t a c a b a n de f r e n t e les atravesaba; si
Desde la c a ü e de K h a m o n , h a s t a el M e r c a d o de hierbas huían les hendía. Dos h o m b r e s á la vez saltaron sobre s u
todo el trayecto de r o n d a e s t a b a e n p o d e r de los bárbaros, espalda; retrocedió de u n salto contra u n a p u e r t a y les
y los s a m n i t a s r e m a t a b a n á los m o r i b u n d o s . Los honde- aplastó. S u espada centelleaba b a j á n d o s e y levantándose.
ros situados á retaguardia, t i r a b a n sin descanso, pero á Se rompió contra el ángulo d e u n a pared. E n t o n c e s tomó
f u e r z a de h a b e r servido, el resorte d e las h o n d a s acama- su pesada hacha, y por d e l a n t e y p o r detrás m a t a b a carta-
m a n a s se había roto, y m u c h o s , c o m o los pastores, lanza- gineses como ovejas. Todos se a p a r t a b a n de a q u e l hom-
b a n guijarros con la m a n o , otros, tiraban bolas de plomo bre que s e m b r a b a la m u e r t e , y así llegó sólo h a s t a el se-
c o n el m a n g o de u n látigo. Z a r z a s , con los h o m b r o s cu- gundo recinto, al pie de la Acrópolis. Los proyectiles lan-
biertos por sus largos cabellos negros, a c u d í a á todas par- zados desde la cima, o b s t r u í a n las gradas. Matho, rodeado
t e s y arrastraba á los baleares. Dos cestas estaban suspen- de ruinas, se volvió para l l a m a r á s u s compañeros.
^ ió sus penachos d i s e m i n a d o s entre la m u l t i t u d , se
h u n d í a n , iban á perecer; se lanzó hacia ellos; entonces, el
gran círculo de p l u m a s rojas se estrechó y bien pronto le do, se extendía m á s lejos como u n a gran charca de púr-
alcanzaron y le rodearon. pura.
Como atacasen d e nuevo los púnicos sus compañeros L a terraza estaba t a n cargada de cadáveres que se la
retrocedieron rodeándole, y así, casi en volandas, fué creyera construida con cuerpos h u m a n o s .
arrastrado f u e r a de l a s murallas, hasta u n sitio donde la Sobre las murallas se veían anchos surcos abiertos por
terraza era alta.
el plomo derretido. U n a torre de madera ardía; las casas
Matho dió u n a o r d e n é i n s t a n t á n e a m e n t e todos los es- aparecían v a g a m e n t e como las gradas de u n anfiteatro
cudos se colocaron sobre los cascos; saltó encima para arruinado. Densas h u m a r e d a s subían arrastrando chispas
agarrarse á las asperezas del m u r o y volver á entrar en q u e se perdían en las negruras del cielo.
Cartago, y blandiendo s u h a c h a corría sobre los escudos,
semejantes á olas de bronce como u n dios marino sobre
las olas sacudiendo su tridente. Los cartagineses á quienes la sed devoraba se h a b í a n
Un h o m b r e con t ú n i c a blanca se paseaba j u n t o al borde lanzado hacia las cisternas. Rompieron las puertas. Uni-
de la muralla, impasible ante la m u e r t e que le rodeaba. camente barro líquido había en su fondo.
A veces ponía la m a n o derecha sobre los ojos para des- ¿Qué hacer? Los bárbaros eran innumerables, y u n a
cubrir á alguien, Matho pasó por debajo d e él. De repente vez descansados volverían al asalto.
sus pupilas llamearon, su rostro lívido se crispó, y levan- Durante t o d a la noche el pueblo deliberó en las encru-
t a n d o sus brazos débiles, le i n j u r i a b a gritando. cijadas. Unos decían que era preciso arrojar de la ciudad
Matho no le oía; p e r o sintió penetrar en su corazón una á las m u j e r e s , enfermos y viejos; otros, proponían aban-
m i r a d a t a n cruel y t a n furiosa que lanzó u n rugido. Des- donar Cartago y establecerse lejos en u n a colonia.
pidió con fuerza hacia él su larga hacha. Algunos cartagi- Pero no h a b í a b u q u e s y salió el sol sin que se hubiese
neses se lanzaron sobre Schahabarim, y Matho, no vién- acordado n a d a .
dole ya, cayó rendido p o r los esfuerzos hechos. Durante aquel dia no se peleó; todoB estaban rendidos;
_ t e r m i n a r la pelea, y á consecuencia de haberse hun- los soldados q u e dormían parecían cadáveres; entonces
dido en u n a m i n a abierta espresamente por orden de Ha- los cartagineses reflexionando acerca de la causa de sus
milcar, la m á q u i n a i d e a d a por Spendio, los cartagineses desastres, se acordaron que no habían enviado á Fenicia
bajaron de las murallas y atacaron á los bárbaros de los la ofrenda a n u a l para Melkarth Tirio y u n inmenso terror
q u e hicieron gran carnicería. Pero entonces acudieron los se apoderó de e los; los dioses indignados con la república
carros galos de hoces, y galopando contra los cartagineses persistirían sin d u d a en EU venganza.
les obligaron á retirarse. Cerró la noche; y poco á poco Se les consideraba como amos crueles á quienes se apa-
los bárbaros se retiraron. ciguaba con súplicas, y á los que corrompía á fuerza de
No se veía en la llanura sino u n a especie de hormigueo presentes. Todos eran débiles comparados con Moloch-
obscuro desde el golfo azulado hasta la laguna blanqueci- devorador. L a existencia, la m i s m a carne de los hombres
na; y el lago j u n t o al cual t a n t a sangre se había derrama- le pertenecía, así es que p a r a salvarla, los cartagineses te-
nían c o s t u m b r e de ofrecerle u n a porción d e ella que cal-
maba su f u r o r .
Tres horas después circuló u n a noticia extraordinaria.
E l Suffeta había hallado m a n a n t i a l e s al pie del acanti-
mechae de l a n a y como aquel m e d i o d e satisfacer al Baal
lado.
mo
m Í 0 y dsuave.
máls Tfácil
o m
m e i 0 Í l 0 S
^ o . * , lo r e c o m e n d a d Fueron hacia allí. Unos a g u j e r o s abiertos en la arena,
se llenaban de agua; algunos echados d e bruces bebían ya
HnPnrn° T * ? T 8 6 t r a t a b a d e i a República m i s m a . To- en ellos.
6be Ser C m p r a d
I s T X - ° ° P ° r t e r m i n a d a pérdida Hamílcar no sabía si era d e b i d o aquel descubrimiento
1 1 86 C n V Í e n e
d S más d ^ r f ° las necesidades á u n consejo de los dioses ó al vago recuerdo de u n a reve-
eXlg nCÍaa del m á s fueíte
Z X J T Ü " f - No bahía lación hecha por su padre; pero a l salir del consejo de los
m b l r a elDÍ08 ue8 ee
rír l L ¿ : ? ' P deleitaba al infli- antiguos había b a j a d o á la plaza, y hécho quitar por los
^ las m á s horrendos y a h o r a todos estaban á su discre- esclavos los guijarros que c u b r í a n la arena.
n r n h i f P r 6 C 1 S 0 8 a t l s f a c e r l e P o r completo. Los ejemplor Dió vestidos, calzado y vino. Repartió lo que quedaba
P o r o t r T Z 6 P ° f a q U d m e d i ° desaparecían los azotes, de trigo en su ca?a. Hizo e n t r a r á la m u l t i t u d en su pala-
Crelan q u e u n a
rifi, f n C o l a c i ó n por el fuego pu-
cio y abrió las cocinas como los almacenes, y todas las
r ficana á C a r t a g o . La ferocidad del pueblo gozaba en
habitaciones, exceptuando la d e S a l a m m b ô . Anunció que
e t m l o t b ^ feCdÓn debk h a C 6 - -clusTvam n " seis mil Mercenarios galos i b a n á llegar, y que el rey d e
entre los hijos de las g r a n d e s familias. Macedonia enviaba soldados.
asistió T r i C 8 6 r e U n Í 6 r 0 Q - í * 8 6 S Í Ó n f u é l a r ^ H a n n o n Pero desde el segundo día d i s m i n u y e r o n los manantia-
Z o t J ? ° m ° J a n ° P ° d í a 8 e n t a r s e Permaneció ten- les su caudal de agua, y al tercer día se habían agotado.
dido cerca de la puerta, m e d i o oculto entre las f r a n j a s de Entonces, el decreto de los A n t i g u o s circuló de nuevo, y
la tapicería; y cuando el pontífice de Moloch les preguntó
los sacerdotes de Moloch empezaron su cometido.
penTe^n " ^ ^ ¿ SU8 hi 08
Í > 8 » ™z r e s o l ó de H o m b r e s vestidos de negro, se presentaban en las casas.
repente en la sombra c o m o el rugido de u n genio en el
Muchos las a b a n d o n a b a n b a j o pretexto de u n negocio
dde eBU tpropia r ~ y Sc eo nnüt ea m
\ r isangre; ' pá l1a0b qa U áe H
* a*m í l- c a rPoder d« cualquiera; los servidores de Moloch, llegaban y se apode-
q u e esta-
raban de los niños. Otros los e n t r e g a b a n estúpidamente.
le t u T t é " e l n ° t r ° e X t r 6 m ° de la sala. Al Suífeta Luego los llevaban al templo d e Tanit, donde las sacerdo-
le turnó tanto aquella m i r a d a q u e quedó aterrado. To- tizas estaban encargadas de distraerles y alimentarles has-
ta llegar el día solemne.
Í v e l t T •! 7 d 0 C O n l a C a b e z a Bucesivamen.
te y s e g ú n los ntos, tuvo q u e contestar el gran sacer- Llegaron á casa de H a m i l c a r de repente y le hallaron
ronVí ' T 1 P é8t
°" Ent0nces
' 1 0 8 anti
g ™ s . decreta- en el jardín:
10 P r m e d Í
núes L T ° ° d e U n a P e r i f r a 8 i s Profesional, —¡Barca! Venimos por lo q u e sabes... ¡Tu hijo!
pues hay cosas que cuestan más decir que ejecutar Añadieron que varios ciudadanos le habían visto en los
Mappales acompañado por u n viejo.
^ Casi i n m e d i a t a m e n t e se s u p o e n todo Cartago la deci-
De momento, quedó como sofocado, pero comprendien-
do que toda negativa sería en vano, H a m i l c a r se inclinó;
Resonaron grandes lamentos. P o r todas partes se oía
l a s a
s & s r — •
les i n t r o d u j o en la casa de comercio. S u s esclavos vigila-
b a n los alrededores. tarlo con tierra r o j a . T o m ó después dos trozos de p ú r p u r a ;
E n t r ó e n la h a b i t a c i ó n d e S a l a m m b ó trastornado. Cogió le puso u n o en el p e c h o y otro en la espalda, y los j u n t ó
p o r u n a m a n o á H a n n i b a l , y con la otra, a r r a n c ó el cor- con dos broches de d i a m a n t e s .
d ó n d e u n vestido; a t ó sus pies, sus m a c o s , pasó el extre- Vertió p e r f u m e s sobre BU cabez; púsole u n collar de
m o p o r la boca, p a r a hacerle u n a mordaza y le ocultó bajo electro, y le calzó sandalias con talones de perlas, las san-
l a c a m a de cuero, d e j a n d o caer h a s t a el suelo u n a gran dalias de s u hija! p e r o p a t e a b a de vergüenza y de irrita-
colcha. ción; S a l a m m b ó q u e le a y u d a b a estaba t a n pálida como
D e s p u é s se paseó á derecha é izquierda; l e v a n t a b a los él. El n i ñ o sonreía, d e s l u m h r a d o por aquellos esplendores,
brazos, d a b a vueltas sobre sí m i s m o , se m o r d í a los labios, perdía su timidez, y empezaba á p u l m o t e a r c u a n d o Ha-
p e r m a n e c i ó algunos m i n u t o s con la m i r a d a fija, y el pe- milcar le arrastró.
c h o a n h e l a n t e como si f u e r a á morir. Le s u j e t a b a por el brazo con fuerza, como si tuviera
L l a m ó p o r tres veces con las manos. G i d d e n e m apa- miedo de perderle, y el n i ñ o lloriqueaba corriendo j u n t o
reció: á él.
— E s c u c h a , — l e dijo,—buscas entre los esclavos u n niño Al llegar cerca del ergástulo, b a j o u n a palmera, resonó
d e o c h o á n u e v e años con los cabellos [negros y rizados y u n a voz suplicante y dolorida.
l a f r e n t e a b u l t a d a . ¡Tráelo! ¡Aprisa! H a m i l c a r se volvió y vió á su lado á u n h o m b r e de al-
G i d d e n e m volvió a l cabo de poco, t r a y e n d o al niño. yecta aparencia, á u n o de aquellos miserables q u e vivían
E r a u n p o b r e m u c h a c h o , á la vez d e m a c r a d o é hincha- en la casa.
do; s u piel estaba a m a r i l l e n t a como el infecto h a r a p o que —¿Qué quieres?—le dijo el Suffeta.
l l e v a b a e n l a cintura. B a j a b a la cabeza y con el dorso de E l esclavo q u e t e m b l a b a de u n m o d o horrible balbu-
la m a n o se frotaba los ojos, llenos de moscas. ceó:
¿ H a b r í a q u i é n le c o n f u n d i e r a con H a n n i b a l ? ¡Y n o ha- —¡Soy s u padre!
b í a t i e m p o p a r a buscar otro! H a m i l c a r m i r a b a á Gidde- H a m i l c a r , c o n t i n u a b a c a m i n a n d o ; el miserable le se-
n e m ; s e n t í a ganas d e estrangularlo. guía con las p i e r n a s dobladas y el cuello estirado. S u ros-
_ ¡ V e t e ! — g r i t ó ; el gobernador de los esclavos h u y ó . tro estaba convulso por u n a angustia indecible y los sollo
D e p r o n t o Abdalonim h a b l ó detrás d e la p u e r t a . Pedían zos que contenía le a h o g a b a n .
p o r el S u f f e t a . Los servidores d e Moloch gse impacienta- Por fin se atrevió á tocarle ligeramente con u n dedo, e n
ban. el codo.
H a m i l c a r , contuvo u n grito c o m o si sintiera la morde- —¿Acaso vas á?...
d u r a de u n hierro c a n d e n t e ; y de nuevo paseó por la es- No t u v o f u e r z a p a r a acabar y H a m i l c a r se detuvo pas-
t a n c i a c o m o u n insensato. m a d o a n t e a q u e l dolor.
L a g r a n taza de mármol, contenía a ú n u n poco de agua J a m á s h a b í a p e n s a d o q u e pudiera h a b e r entre ellos na-
clara p a r a las abluciones de S a l a m m b ó . A pesar de toda d a c o m ú n . Aquello le paaeció u n a especie de u l t r a j e y
como u n a t a q u e á sus privilegios. Contestó con u n a mira-
s u r e p u g n a n c i a y de su orgullo el S u f f e t a b a ñ ó al niño, y
d a m á s fría y p e s a d a q u e el h a c h a de u n verdugo; el es-
c o m o u n m e r c a d e r de esclavos se p u s o á lavarlo y á fro-

ti
y a d o e n el polvo á 8u8 Hamilcar le d i j o entonces la espantosa verdad, pero se
X ^ r enfureció contra s u p a d r e diciendo que podía aplastar al
° L t r e S h ° m b r e S V e 8 t Ì d 0 S d e n e S r o ' 1 6 esperaban en la pueblo entero, ya q u e era el amo de Cartago.
saia, de p i e , J u n t o al disco de piedra Desgarró sus vesti- Por fin, e x t e n u a d o por los esfuerzos de su cólera se dur-
dos, y se revolcaba sobre las losas gritando- mió con sueño i n t r a n q u i l o . H a b l a b a soñando, tendido so-
bre un cojín de escarlata; su cabeza estaba echada hacia
r M ^ d a í ¡ M h l e QSU
H a
? Í b a l ! ¡ 0 h ! ¡ h i í ° m í o 1 ¡ M i speranza!
Z ^ ' / í 1 <*>' (Matadme á m i también! 1¡Llevad- atrás, y su brazito, a p a r t a d o del cuerpo, permanecía rígido
me! ¡Desdicha! ¡desdicha! en u n a actitud i m p e r a t i v a .
Cuando hubo c e r r a d o la noche, Hamilcar lo cogió sua-
alarido??nba ? r0S
ír°'f m e S a b a 108 C a b e l l o s
' y lanzaba
alaridos c o m o las plañideras de los funerales vemente, y bajó á o b s c u r a s la escalinata de las galeras.
Pasando por la casa d e comercio tomó u n a cajita de pasas
molél!Vá08l0l¡PadeZ°0dema8Íado! lId08!
I M a t a d ^ e co- y u n a calabaza d e a g u a pura; el niño se despertó ante la
Los servidores de Moloch se a d m i r a b a n de q u e Hamil- estátua de Aletes, e n el subterráneo de las pedrerías; y
car tuviera t a n poco corazón. E s t a b a n casi enternecí. sonreía en brazos d e s u padre á la luz de las claridades
que le rodeaban.
Se oyó u n r u i d o de pies desnudos y un estertor compri- Hamilcar estaba seguro que ya no podrían quitarle su
mido, s e m e j a n t e á la respiración d e u n a bestia feroz que hijo. Entonces c o m o n o tenía que disimular, pues nadie le
se acerca; y en el u m b r a l d e la tercera galería, entre los veía, dió rienda s u e l t a á su cariño. Como u n a madre que
encuentra á su p r i m o g é n i t o despues de perderle, se lanzó
T l o s t a Tfi,:.rreci0 ™ h o m b r e lívido, terrible,
con ios brazos estendidos; gritó: sobre su hijo; le e s t r e c h a b a contra su pecho, reía y lloraba
—¡Mi hijo! á u n tiempo, le l l a m a b a con los nombres m á s cariñosos,
H a m i l c a r d e u n salto, se lanzó sobre el esclavo. Cubrió- le cubría de besos; H a n n i b a l , asustado por aquella ternu-
le ia boca con la m a n o y gritó: ra, callaba.

q u e ie h a educad
Hamilcar volvió á paso d e lobo, palpando las paredes;
°! ¡Le u a m a
su hijo! llegó á la gran sala d o n d e entraba la luz de la l u n a por
¡be volverá loco! ¡Basta! ¡basta!
Y e m p u j a n d o p o r los h o m b r o s á los tres sacerdotes y á u n a de las aberturas de la cúpula; en el centro, el esclavo
ahito, dormía t e n d i d o sobre el pavimento de mármol. Le
miró y sintió piedad. Con la p u n t a de su coturno, le puso
una alfombra b a j o la cabeza. Luego levantó los ojos y mi-
H f l S , C a S , V O l - Í e n d 0 ^ C U a r t 0 d e S a I a m ^ b ó desató á ró á Tanit, cuyo c u a r t o creciente brillaba en el cielo, y se
Hannibal. E l nino, exasperado, le mordió en la m a n o ha-
sintió más fuerte q u e los Baals, y lleno de desprecio por
l ^ J T ^ 1 " 6 - f a r a h a C e r l e e 8 t a r <J uiet °> S a l a m m b ó qui- •ellos.
so asustarie c o n Lamia, u n a hada" maléfica de Cyrene.
—¿Donde está? - p r e g u n t ó Los preparativos del sacrificio se estaban ultimando.
band0leM
eiUa c S S * ^ H Scdammló 17
—¡Que v e n g a n , les mataré!
arrastrado en el c e n t r o d e u n catafalco, e n t r e antorchas y
cabelleras. P a r a s u p e d i t a r los reyes del firmamento a l Sol
Se derribó u n g r a n trozo d e pared del templo de Mo-
é impedir q u e su i n f l u e n c i a particulares contrarrestare la
loch p a r a sacar al D i o s de cobre sin tocar las cenizas del
suya se b andía al estremo de largas perchas estrellas de
altar. Después, a p e n a s a p u n t ó el sol, los hieródulos le em-
metal multiculares. Los Abadirs, piedras caídas de la
p u j a r o n hacia la p l a z a de K h a m o n .
l u n a giraban d e n t r o de h o n d a s de hilo de plata; paneci-
I b a hacia atrás deslizándose sobre cilindros; sus hom- llos q u e r e p r o d u c í a n el sexo d e u n a m u j e r se amontona-
bros eran m á s altos q u e las murallas; todos los cartagine- ban en las cestas q u e llevaban los sacerdotes de Ceres-
ses q u e le veían a u n q u e f u e r e de lejos, h u í a n asustados otros llevaban sus a m u l e t o s ; los ídolos olvidados reapare-
p o r q u e n o podía c o n t e m p l a r s e i m p u n e m e n t e a l Baal, sino cieron: hasta se t o m ó de los b u q u e s s u s símbolos místi-
e n el ejercicio de su cólera. cos, como si Cartago h u b i e s e querido recogerse p o r entero
F u e r t e olor de a r o m a s se esparció por las calles. Todos en u n p e n s a m i e n t o de m u e r t e y desolación.
los t e m p l o s se a b r i e r o n á la vez; salieron los tabernáculos A n t e cada a n o d e los tabernáculos, u n h o m b r e mante-
sobre carromatos ó e n literas q u e los pontífices llevaban. m a en equilibrio sobre su cabeza u n ancho pebetero don-
G r a n d e s p e n a c h o s d e p l u m a s o n d e a b a n en sus ángulos y de h u m e a b a el incienso.
vivos rayos e s c a p á b a n s e de sus agudos copetes, termina- L a estátua d e cobre c o n t i n u a b a avanzando hacia la pla-
dos en bolas de cristal, d e oro, de plata ó d e cobre. za de K h a m ó n . Los Ricos, llevando cetros con p u ñ o de es-
E r a n los Baalim Cananeos, derivados del Baal supremo meralda acudieron d e s d e el f o n d o de Megara. Los Anti-
q u e volvían hacia s u principio p a r a h u m i l l a r s e ante su guos e m e n d o s u s d i a d e m a s se reunieron en K i n i s d o y los
f u e r z a y anegarse en t u esplendor. gobernadores de provincia, los mercaderes, los soldado«
E l pabellón de M e l k h a r t de fina p ú r p u r a , protegía una los marineros y la h o r d a n u m e r o s a de empleados de los'
l l a m a d e petróleo; en el de K h a m o n , de color de jacinto, f u n e r a b s , todos, con las insignias de su magistratura, ó
se l e v a n t a b a u n falo d e marfil rodeado d e u n círculo de los i n s t r u m e n t o s de s u oficio se dirigían hacia los taber-
pedrería; entre las cortinas de E c h s m u n , azules como el náculos que b a j a b a n del Acrópolis, entre los colegios de
éter, u n p h y t o n d o r m i d o , f o r m a b a u n círculo con la cola; sacerdotes.
y los dioses Pataicos, sostenidos p o r los sacerdotes, pare-
. p o r deferencia h a c i a Moloch, h a b í a n revestido s u s tra-
cían n i ñ o s grandes envueltos en p a ñ a l e s cuyos talones ro-
bes m á s espléndidos y ostentaban s u s mejores joyas. Cen-
zaban el suelo.
telleaban los d i a m a n t e s sobre los m a n t o s y las túnicas
Después, venían t o d a s las f o r m a s inferiores de la divi- negras; pero los anillos d e m a s i a d o anchos, caían de los
nidad. Baal S a m i n , dios de los espacios celestes; Baal Peor dedos adelgazados y n a d a t a n lúgubre como aquella mul-
dios de los m o n t e s sagrados; Baal Zebup, dios de la co- titud silenciosa, c u y o s aretes golpeaban contra rostros pá-
rrupción, y los de los países vecinos y los de las razas ca- lidos y en que las á u r e a s tiaras ceñían frentes crispadas
naneas: el I T a r b a l de la Libia, el A d r a m m e l e e h de Cal- por u n a desesperación atroz.
dea, el K i j u n de los sirios; Derceto, con cara de virgen, se Por fin llegó el Baal al centro de la plaza. Sus pontífices
arrastraba sobre sus aletas y el cadáver de T a m m u z iba con verjas, dispusieron u n recinto p a r a a p a r t a r á la mul-
titud y p e r m a n e c i e r o n á s u s pies alrededor de él.
Los sacerdotes de Khamón, con túnicas de lana obscu-
cólera, sacudían sobre su pecho su barba negra en forma
ra se alinearon bajo las columnas del pórtico; los de de abanico.
Schmun con mantos de lino y tiaras puntiagudas colocá-
Schahabarim sin contestar continuaba andando; y des-
ronse en las gradas del Acrópolis; los sacerdotes de Mel-
pués de atravesar todo el recinto, llegó entre las piernas
kar, pusiéronse del lado de Occidente; los de los Abad-
del coloso, y luego, le tocó en ambos lados de ellas exten-
dirs, apretados los cuerpos en anchas cintas de telas fri-
diendo los brazos, lo cual era una fórmula solemne de
gias, quedaron hacia Oriente; y en el Sur, con los magos
adoración. Hacía demasiado tiempo que la Rabbet le tor-
de la muerte, cubiertos de tatuajes quedaron los plañide-
turaba, y por desesperación, ó quizá á falta de un dios
ros con sus mantos remendados, los servidores de los Ba-
que le satisfaciera por completo su pensamiento, se deci-
toeques y los ísidonion que, para conocer el porvenir se
día al cabo por aquel.
ponían en la boca un hueso de muerto.
La multitud, asustada por aquella apostasía, lanzó un
De cuando en cuando llegaban filas de hombres desnu- prolongado murmullo. Sentíase que se rompía el último
dos por completo con los brazos tendidos hacia delante, lazo que unía las almas á una divinidad clemente.
cogidos por los hombros unos á otros. Arrancaban de las
Pero Schahabarim, á causa de su mutilación no podía
profundidades de su pecho u n a voz cavernosa. Los ojos
participar del culto al Baal. Los sacerdotes de rojo manto
que miraban al coloso, brillaban entre la polvareda, y á
le excluyeron del recinto; luego, cuando estuvo fuera, dió
intervalos iguales, toaos á una como sacudidos por un so-
la vuelta alrededor de todos los colegios y despué3, el sa-
lo movimiento, balanceaban sus cuerpos. Estaban tan fu-
cerdote sin dios desapareció entre la multitud. Esta se
riosos, que para restablecer el orden, los hieródulos á pa-
apartaba á su paso.
los, les hicieron echar de bruces, con el rostro tocando las
verjas de cobre. Entretanto, una hoguera de áloes, cedro y laurel, ardía
entre las piernas del coloso. Sus largas alas hundían su3
Entonces fué, cuando del fondo de la plaza avanzó un p u n t o en la llama; I03 ungüentos con que se le había fro-
hombre vestido de blanco. Atravesó lentamente la multi- tado, corrían como sudor sobre sus miembros de cobre.
tud y se reconoció en él un sacerdote de Tanit, al gran Alrededor de la piedra redonda en que apoyaba los pies,
sacerdote Schahabarim. Una rechifla general le acogió, los niños envueltos en velos negros formaban un- círculo
pues la tiranía del principio viril, prevalecía aquel día en inmóvil; y sus brazos desmesuradamente largos, bajában-
todas las conciencias, y la diosa estaba de tal modo olvi- se hasta ellos como para apoderarse de aquella corona y
dada, que no se había notado siquiera la ausencia de sus llevarla al cielo.
pontífices. El pasmo creció de punto, cuando se le vió que
Los Ricos, los Antiguos, las mujeres, toda la muche-
abría una de las puertas destinadas á los que habían de
dumbre se apiñaba detrás de los sacerdotes y en las terra-
entrar para ofrecer víctimas. Los sacerdotes de Moloch
zas de las casas. Las grandes estrellas pintadas no se mo-
creyeron que aquel era u n u l t r a j e para su dios; con vio-
vían ya, los tabernáculos estaban en el suelo; y las huma-
lentos ademanes trataban de rechazarle. Alimentados con
redas de los incensarios subían perpendicularmente seme-
las carnes de los holocaustos, vestidos de púrpura como
jantes á árboles gigantescos, desplegando en pleno azul
reyes, y ciñendo triples coronas, mofábanse de aquel páli-
sus ramajes azulados.
do eunuco extenuado por maceraciones, y carcajadas de
Muchos se desmayaron, otros permanecían inertes y pe-
trificados e n é x t a s i s . U n a a n g u s t i a infinita aplastaba IOB
pechos. L o s ú l t i m o s clamores se extinguieron uno á uno tonces, p a r a a n i m a r al p u e b l o , los sacerdotes sacaron de
y el p u e b l o d e Cartago anhelaba, absorvido por el deseo su c i n t u r a u n o s p u n z o n e s con q u e se a r a ñ a b a n el rostro.
d e su terror. Se hizo e n t r a r en el recinto á los fieles, q u e estaban tendi-
Por fin, el g r a n sacerdote de Moloch pasó la mano iz- dos de bruces en el exterior. Se les echó u n p a q u e t e de
q u i e r d a b a j o los velos de los niños, y les arrancó de la horribles i n s t r u m e n t o s y c a d a cual escogió su tortura. Se
f r e n t e u n m e c h ó n de cabellos q u e arrojó á las llamas. En- traspasaban el pecho; se h e n d í a n las mejillas; pusiéronse
tonces, los h o m b r e s de rojos m a n t o s e n t o n a r o n el himno coronas de espinas e n la cabeza; luego, enlazando sus bra-
sagrado: zos y r o d e a n d o á los niños, f o r m a b a n otro gran círculo
q u e se contraía y se e n s a n c h a b a . Llegaban h a s t a la balaus-
—«¡Gloria á tí, Sol! ¡Rey de las dos zonas, creador que
se engendró, P a d r e y Madre, P a d r e é Hijo, Dios y Diosa trada, se retiraban y volvían á empezar l l a m a n d o hacia
Diosa y Dios!» ellos á la m u l t i t u d por el vértigo d e a q u e l movimiento de
sangre y de gritos.
S u voz se p e r d i ó entre el estruendo de los instrumentos
q u e r e s o n a b a n á la vez p a r a ahogar los gritos de las víc- Poco á poco, g r a n gentío e n t r ó h a s t a el final de las ave-
timas. nidas; lanzaban al f u e g o perlas, d i a m a n t e s ricos, vasos de
Los h i e r o d u l o s c o n u n largo gancho abrieron los siete oro y de plata. Copas, antorchas, t o d a s s u s riquezas; las
c o m p a r t i m e n t o s del cuerpo del Baal. E n el m á s alto se in- ofrendas se sucedían u n a s á otras y e r a n cada vez m á s es-
t r o d u j o h a r i n a ; en el segundo, dos tórtolas; e n el tercero, pléndidas y múltiples. Por fin, u n h o m b r e q u e se t a m b a -
u n m o n o ; en el cuarto, u n carnero; en el q u i n t o u n a ove- leaba e m p u j ó á u n niño, después se vió entre las m a n o s
ja; y c o m o n o h a b í a b u e y p a r a p o n e r en el sexto, se echó del coloso u n a p e q u e ñ a m a s a negra; se h u n d i ó en la aber-
u n a piel c u r t i d a q u e se tomó del santuario. E l séptimo t u r a tenebrosa. Los sacerdotes se inclinaron e n la gran
a g u j e r o p e r m a n e c i ó vacío. losa y u n n u e v o canto estalló, celebrando las alegrías de
la m u e r t e y los r e n a c i m i e n t o s de la eternidad.
A n t e s del g r a n sacrificio era conveniente ensayar los
brazos del Dios. U n a s cadenitas q u e a r r a n c a b a n de sus S u b í a n l e n t a m e n t e las víctimas, y como la h u m a r e d a al
dedos, llegaban h a s t a las espaldas y volvían á bajar por volar f o r m a b a altos torbellinos, parecían desaparecer tam-
detrás, d o n d e algunos h o m b r e s , t i r a n d o con fuerza, ha- bién d e n t r o de u n a n u b e . N i n g u n o se movía, estaban ata-
cían s u b i r h a s t a la a l t u r a d e los codos las m a n o s abiertas, dos por las m u ñ e c a s y los jarretes, y los obscuros velos,
las cuales, acercándose u n a á otra llegaban h n s t a su vien- t u p i d o s y recios, les i m p e d í a n ver y ser reconocidos.
tre; moviéronse m u c h a s veces seguidas, y después los ins- H a m i l c a r , con u n m a n t o rojo como I03 sacerdotes de
t r u m e n t o s callaron. Crepitaban las llamas. Moloch, estaba cerca del Baal; erguido a n t e el dedo gordo
de su pie derecho.
Los pontífices de Moloch se p a s e a b a n p o r la gran losa,
e x a m i n a n d o lo m u c h e d u m b r e . C u a n d o subió el d é c i m o c u a r t o niño, todos pudieron ad-
vertir q u e se extremeció é hizo u n gesto de horror. Pero
E r a preciso u n sacrificio individual, u n a oblación vo-
bien p r o n t o recobró su actitud, cruzándose de brazos y
l u n t a r i a q u e se consideraba como la iniciadora de las
m i r a n d o al suelo. Al o t r o lado de la estatua, el gran pon-
otras. Pero n a d i e se presentaba, y las siete avenidas que
tífice permanecía i n m ó v i l c o m o él. I n c l i n a n d o su cabeza
c o n d u c í a n desde las barreras al coloso, estaban vacías. En-
q u e ostentaba u n a m i t r a asiría, observaba sobre su pecho
la placa de oro cubierta de piedras fatídicas, en que las
bones hasta sus rodillas; completamente rojo, como un gi-
llamas reflejándose, producían claridades irisadas. Palide-
gante cubierto de sangre, parecía con su cabeza echada
cía, desesperado. Hamücar inclinaba la frente; y estaban
hacia atrás vacilar bajo el peso de su embriaguez.
ambos tan cerca de la pira que la orla de su manto levan-
tándose, los rozaba. A medida que los sacerdotes se apresuraban, el frenesí
del pueblo aumentaba. Disminuía el número de las vícti-
Los brazos de cobre movíanse con mayor velocidad. No
mas, y unos gritaban perdón y otros que se necesitaban
se detenían un instante. Cada vez que se ponía entre
más. Hubieran dicho que las terrazas llenas de gente se
ellos á un niño, los sacerdotes de Moloch extendían la
hundían bajo los alaridos de espanto y de voluptuosidad
mano hacia él, para cargarle con todos los crimentes de
mística. Luego los fieles llegaron arrastrando á sus hijos
pueblo, vociferando:
que se agarraban á ellos; les pegaban para hacerse soltar
son hombres, sino bueyes!» y les entregaban á los hombres rojos. Los músicos se de-
Y la multitud repetía: tenían cansados entonces, se oían los sollozos de las ma-
—«¡Bueyes! ¡bueyes!» dres y el chirrido de la grasa que caía sobre los carbones
Los devotos gritaban: ardientes. Unos borrachos iban á cuatro patas, daban vuel-
—«¡Señor! ¡come!» tas alrededor del coloso y rugían como tigres; los Isidonim
Y los sacerdotes de Proserpina conformándose por el auguraban, los fieles, cantaban con sus labios hendidos; se
terror; á las necesidades de Carta go murmuraban la fór- habían derribado las verjas; todos querían su parte en el
mula elusiaca: sacrificio; y los padres, cuyos hijos murieron en otro tiem-
— «¡Vierte la lluvia! ¡Engendra!» po, echaban al fuego sus efigies, sus juguetes, sus esquele-
Las víctimas apenas llegaban al borde de la abertura, tos. Algunos que llevaban cuchillos se arrojaron sobre los
desaparecían como una gota de agua sobre una placa en- otros. Estalló una gran matanza. Los hieródulos cogieron
rojecida; y una humareda blanca ascendía entre los tonos las cenizas de la gran losa y las lanzaron al aire, á fin de
de escarlata de la estatua. que el gran sacrificio se esparciera por la ciudad hasta la
Sin embargo, el apetito del dios no se calmaba, quería región de las estrellas.
más víctimas. Para darle más se apiló una porción entre Aquel ruido y aquella claridad deslumbrante, había
sus manos con una gruesa cadena que las sostenía. Loa atraído á los bárbaros al pie de las murallas, y mirando
devotos al principio habían querido contarlas para saber desde lo alto de sus máquinas de guerra, contemplaban el
si su número correspondía al de los días del año solar; pe- espectáculo mudos de horror.
ro como se echaban tantas, una tras otra, era imposible
contarlas entre aquel movimiento vertiginoso de los bra-
zos. Aquello duró mucho rato, hasta la noche. Luego, las
planchas interiores adquirieron un brillo más sombrío.
Entonces se vieron carnes que ardían. Algunos creyeron
reconocer cabellos, miembros, cuerpos enteros.
Acabó el día; gruesas nubes se amontonaron sobre el
Baal, la pira ya sin llamas, formaba una pirámide de car-
XIV

El desfiladero del Hacha

¡Sos cartagineses apenas habían vuelto á sus


casas cuando las nubes se espesaron; los
que levantaban la cabeza hacia el coloso,
sintieron gruesas gotas; empezaba la llu-
via.
Llovió toda noche á torrentes; retum-
baba el trueno; era la voz de Moloch; ha-
bía vencido á Tanit y ahora, fecundada,
abría en lo alto del cielo su vasto seno. A
veces se la veía tendida sobre cogines de nubes, luego las
tinieblas la envolvían de nuevo, como si harto cansada
aún, quisiera dormir de nuevo.
Los cartagineses, que creen que el agua es hija de la
luna, gritaban para facilitar su trabajo.
La lluvia azotaba las terrazas y formaba lagos en los pa- En todas partes se había racionado y se extendía por la
tios, cascadas en la escalera, torbellinos en las encrucija- comarca.
das; corría en pesadas masas tibias; de los ángulos de Entonces los bárbaros se indignaron como si les hubie-
todos los edificios, saltaban chorros espumosos, y los te- se traicionado. Los que más aburridos estaban del sitio,
chos de los templos, lavados, brillaban á la luz de los re- en especial los galos, no vacilaron en separarse de I03 me-
lámpagos. Por mil caminos distintos verdaderos torrentes nos para dirigirse á su encuentro. Spendio quería recons-
bajaban del Acrópolis; las casas se derrumbaban de im- truir la helepolis; Matho se había trazado u n a linea ideal
proviso; y muebles, cascote y astillas pasaban arrastrados desde su tienda hasta Megara, se había jurado seguirla, y
por los arroyos que corrían impetuosamente sobre las lo- ninguno de sus hombres se movió. Los demás al mando
sas. de Otharita, se marcharon, abandonando la parte occiden
Se habían puesto al aire libre ánforas, calabazas, telas, tal de las fortificaciones. La incuria de los sitiadores era
pero las antorchas se apagaban; y los cartagineses, perma- tal, que no se pensó en substituirle..
necían para beber con la cabeza echada hacia atrás y la Narr'Havas les espiaba de lejos, desde las montañas.
boca abierta. Otros junto á las charcas fangosas se tendían Por la noche hizo avanzar á los suyos por el lado exterior
en el suelo, hundían en el agua los brazos y bebían tanto de la Laguna, á orillas del mar, y entró en Carta go.
que arrojaban luego como los búfalos. La atmósfera re- Presentóse como un libertador, con seis mil hombres
frescó, y una esperanza inmensa llenó todos los corazo- que llevaban harina bajo sus mantos, y con cuarenta ele-
nes. Olvidóse lo jurado. La patria renacía una vez más. fantes cargados de forrages y de carne seca. Se les rodeó
Los bárbaros habían soportado la tempestad en sus solícitamente, y se les dió nombres. La llegada de seme-
tiendas mal cerradas, y al día siguiente, transidos de frío, jante refuerzo regocijó á los cartagineses meno3 que la
chapuzaban entre el barro, buscando sus armas estropea- contemplación de estos fuertes animales consagrados al
das ó perdidas. Baal; constituían una prenda de su ternura y probaban
Hamiícar por su propia cuenta fué á ver á Hannon y que al fin había resuelto para defenderles intervenir en la
en virtud de los plenos poderes que tenía le confió el guerra.
mando. El viejo suffeta, vacüó entre su rencor y su sed de Narr'Havas recibió el homenaje de los Ancianos. En se-
poder. Aceptó. guida dirigióse al palacio de Salammbó.
Sin perder momento, Hamilcar hizo salir una galera No la había visto desde el día en que dentro de la tien-
con dos catapultas, una á proa y otra á popa. La puso en da de Hamilcar entre los cinco ejércitos, había sentido su
el golfo delante de la barrera establecida por los bárbaros, manecita fría y suave posarse entre las suyas; despué3 de
después, embarcó en sus buques disponibles las tropas los esponsales la joven había regresado á Cartago. Su amor
mas robustas. Parecía huir; y poniendo proa al norte, des- dominado por otras ambiciones aparecía de nuevo, y aho-
apareció entre la bruma. ra esperaba gozar de sus derechos, casarse, hacerla suya.
Pero tres días después (en el punto en que iba á reanu- Salammbó no comprendía de qué manera aquel joven po-
darse el ataque) llegaron en tumulto gentes de la costa 11- día convertirse en su dueño. Por más que diariamente pe-
bica. Barca había penetrado en el país. día á Tanit la muerte de Matho, su horror por el libio dis-
minuía. Sentía confusamente que el odio con que él la
h a b í a perseguido e r a casi r e l i g i o s o - y h a b r í a querido ver
zó á los galos y todos los b á r b a r o s se hallaron sitiados á
C m refl6j0 d 6 1
su vez.
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E m p e z ó entonces á hostigarles. Se acercaba á ellos, h u í a
Deseaba conocerle m e j o r , y sin embargo su presencia y repitiendo c o n t i n u a m e n t e esta m a n i o b r a poco á poco
la h a b r í a t u r b a d o . L e hizo saber q u e no debía r e c S e les hizo salir de sus c a m p a m e n t o s .
Por otra parte, H a m i l c a r había prohibido á sus S e n - Spendio se vió obligado á seguirles, y por ú l t i m o M a t h o
tes que abrieran l a s p u e r t a s de su casa al rey de l o T n t cedió á su vez.
midas; difiriendo h a s t a el t é r m i n o de la guería Z Z Z No pasó de Túnez. Se encerró en sus m u r o s . E s t a obs-
pensa; esperaba conservar su adhesión tinación revelaba g r a n p r u d e n c i a , porque luego se vió q u e
E n c a m b i o se m o s t r ó altivo con los d e n t ó . Les hizo va- N a r r ' H a v a s salía por la p u e r t a de K h a m o n con sus ele-
n a r eus disposiciones. E x i g i ó prerrogativas p a r a sus s i f a n t e s y s u s soldados; H a m i l c a r le h a b í a llamado. Pero
d a d o s y les colocó e n puestos importantes; así l o s 7 J a los d e m á s b á r b a r o s v a g a b a n p o r las provincias persiguien-
ros abrieron los ojos d e s m e s u r a d a m e n t e a ver T l o s n t do al suffeta.
n u
m i d a s en las torres. E s t e c o n t a b a con tres m i l galos procedentes de E l y p e a .
Mayor f u é la sorpresa de los cartagineses al ver llegar Recibió a d e m á s caballos de la Cirenaica, a r m a d u r a s del
e n viejo t r i r r e m e p ú n i c o á cuatrocientos de los suyos h * Brucio, y r e a n u d ó los c o m b a t e s .
chos prisioneros d u r a n t e la guerra de Sicilia. E n efecto J a m á s se había m o s t r a d o t a n impetuoso n i m á s fértil
H a m i l c a r h a b í a devuelto secretamente á los Quiriles las en recursos, d u r a n t e cinco l u n a s les arrastró en pos de sí.
Tenía su p l a n y quería conducirles á u n sitio determi-
d e w T r / 6 l 0 8 , h f ] 6 8 l a t Í D 0 S c a P ^ a d o s antes de a nado.
le e n l h de las ^ a d e s tirias, y R o m a , por deferencia, t
SUS CaUtlV0S
b i i n l l - T a m b i é n 108 « o s ha
b i a n rechazado las proposiciones de los mercenarios en
Cerdena y n i a ú n h a b í a n querido reconocer como súbdi-
tos á los h a b i t a n t e s d e Utica.
Hieron, q u e g o b e r n a b a en Siracusa, imitó el ejemplo.
Para conservar sns Estados necesitaba el equilibrio entre
los dos pueblos; interesábale p u e s la s u e r t e ' de los cana
neos y se declaró su a m i g o enviándoles m i l doscientos bu-
ques con c i n c u e n t a y tres mil rebel de trigo p u r o
U n a razón de m á s peso les obligaba á socorrer á Carta- A n t e todo los b á r b a r o s f o r m a n d o pequeños destacamen-
go, conocían q u e en el caso de t r i u n f a r los mercenario« tos h a b í a n tratado de envolverle; siempre conseguía esca-
desde el soldado hasta el galopín de cocina! W o / s e su par. S u ejército c o n s t a b a de u n o s c u a r e n t a m i l h o m b r e s y
m u c h a s veces se alegraron a l ver retirarse á los cartagine-
sisrirlí11 7 qUe m D g Ú n g0bÍerü0
' DÍDgUna casa
P ° d r í a re- ses.
Les molestaban infinito los ginetes de N a r r ' H a v a s . A
E n t r e tanto H a m i l c a r batía la c a m p i ñ a oriental. Recha-
m e n u d o en las h o r a s d e m a y o r fatiga c u a n d o avanzaban
por la planicie dormitando bajo el peso de sus armas, es-
pesa nube de polvo elevábase en el horizonte; oíase el ga-
otros estaban y bien pronto los bárbaros todos se hallaron
lopar de los corceles y de semejante torbellino, y de
en las hondonadas, en llano.
la luz de las pupilas encendidas brotaba una lluvia de
Después la enorme hueste que se había agitado u n pun-
dardos. Los númidas, cubiertos de blancos ropajes, lanza-
to, detúvose; no descubrieron salida alguna. Se llamó á
ban temerosos gritos, levantaban sus brazos apretando en-
los de las vanguardias excitándoles á que siguieran ade-
tre sus rodillas á sus caballos encabritados, volvían brus-
lante; se estrujaban contra las montañas y de lejos apos-
camente grupas y desaparecían con rapidez. Siempre te-
trofaron á sus compañeros que no sabían dar con el ca-
man á corta distancia sobre sus dromedarios, acopio de
mino.
javalinas, y volvían más enfurecidos, aullaban como lo-
Y apenas habían bajado los bárbaros, sus adversarios
bos, huían como buitres. L03 bárbaros colocados en las fi-
ocultos por las rocas, sirviéndose de vigas las habían le-
las extremas caían uno á uno, y así continuaba la escara-
vantado, y como la pendiente era rápida, aquellos bloques
muza hasta la noche, en que trataba de ganar las monta-
rodando confundidos habían cerrado por completo el es-
ñas.
trecho orificio.
Por más que estas ofrecían peligro para los elefantes, E n el otro extremo de la llanura aparecía u n largo co-
Hamilcar siguió avanzando. Siguió la larga cordillera que rredor, agrietado, y que conducía á una quebrada por la que
se extiende desde el promontorio Hermes hasta la cum- se subía á la meseta superior donde estaba el ejército pú-
bre de Zaguan. Los bárbaros creyeron que por este medio nico. En dicho paso se habían colocado de antemano es-
les ocultaba la insuficiencia de su hueste. Pero la incerti- calas, y protegidos por las sinuosidades de las resquebra-
dumbre continua en que les mantenía les exasperó más jaduras los velites antes de ser alcanzados pudieron coger-
que una derrota. Sin descorazonarse marcharon tras él. las y volver á subir. Muchos de ellos se hundieron en la
Por último una tarde entre la montaña de Plata y la quebrada y fué necesario tenderles cables porque el terre-
montaña de Plomo en medio de enormes rocas á la entra- no en tal sitio era de arena movediza y tan inclinado, que
da de un desfiladero, sorprendieron á u n cuerpo de veli- ni aún de rodillas era posible subir. En el mismo instan-
tes; ciertamente el ejército entero estaba delante, porque te llegaron los bárbaros. Pero u n rastrillo de cincuenta co-
oyeron u n ruido de pasos y de clarines, al punto los car- dos de alto y construido á la exacta medida del intervalo
tagineses huyeron por la cañada. Esta conducía á una lla- se hundió de súbito ante ellos, como un baluarte que hu-
nura que tenía la forma del hierro de u n hacha y estaba biese caido del cielo.
rodeada de altas rocas. Para dar alcance á los velites, los
Por consiguiente habían prosperado los planes del suf-
bárbaros avanzaron allá en el fondo, entre los bueyes que
feta. Ninguno de los mercenarios conocía la montaña y
galopaban; otros cartagineses corrían en tumulto. Se vió
marchando á la cabeza de las columnas los unos habían
á un hombre cubierto por rojo manto, era el suffeta; unos
arrastrado á los otros. Las rucas, u n poco estrechas en su
á otros se lo dijeron, y redobló su gozo y su furia. Muchos
base, se habían desmoronado fácilmente, y en tanto que
por pereza ó prudencia, habíanse quedado en la entrada
todos corrían, su ejército á corta distancia había prorrum-
del desfiladero. Pero la caballería, que saliera de u n bos-
pido en gritos de desesperación. Cierto que Hamilcar po-
que, á lanzadas y sablazos les empujó al sitio donde los

Salammbó 18
día perder sus velites, la mitad de ellos pereció tan sólo.
El hubiera sacrificado un número veinte veces mayor para cartagineses habían abandonado en el desfiladero á fin de
el éxito de tal empresa. atraer á I03 bárbaros. Los mataron á lanzadas, los comie-
Hasta la mañana siguiente I03 bárbaros estrecharon sus ron, y así que los estómagos estuvieron repletos, los pen-
samientos fueron menos lúgubres.
filas de un extremo á otro del desfiladero. Tentaban con
sus manos la montaña tratando de descubrir una sa- Al día siguiente degollaron á todos sus mulos, próxima-
mente unos cuarenta, y luego rayeron las pieles, cocieron
lida.
las entrañas y no desesperaron todavía, porque el ejército
Al fin amaneció y por todas partes vieron á su alrede-
de Túnez, avisado sin duda, iba á llegar.
dor una altísima muralla blanca, cortada á pico. ¡ Y ni un
Bolo medio de salvación! Las dos salidas naturales de Pero á la noche del quinto día, aumentó el hambre,
mascaron los tahalíes de sus espadas y las esponjillas
aquel callejón cerrado estaban obstruidas, la una por el
ocultas en el fondo de sus cascos.
rastrillo y la otra por el montón de rocas.
Cuarenta mil hombres estaban amontonados en una es-
Entonces todos se miraron sin hablar. Y todos sintie-
pecie de hipódromo que formaba alrededor de ellos la
ron un frío glacial en los ríñones, y un grave peso en los
montaña. Algunos permanecían ante el rastrillo ó al pie
párpados.
de las rocas; los demás confusamente se agrupaban en la
Se dirigieron resueltamente contra las rocas. Pero las
llanura. Los más fuertes evitaban hablarse y los tímidos
mas bajas, oprimidas por el peso de las demás, permane- buscaban á los valientes, que sin embargo no podían sal-
cieron inmóviles. Trataron de encaramarse para llegar á varles.
la cima; la forma redonda de los pesados cuerpos bacía
Por vía de precaución se habían enterrado precipitada-
imposible la empresa. Quisieron hender el terreno por los mente los cadáveres de los vélites; ya no se distinguía el
dos extremos de la cañada; sus instrumentos se rompie- sitio de las huesas.
ron. Con los mástiles de sus tiendas encendieron una ho-
Todos los bárbaros languidecían postrados en tierra.
guera; el fuego n o podía quemar la montaña.
Entre sus filas pasaba un veterano, y ellos prorrumpían
Volvieron al rastrillo; estaba guarnecido de largos cla- en maldiciones contra los cartagineses, contra Hamilcar y
vos, gruesos como estacas, agudos como las púas de un contra Matho, si bien resultaba inocente del desastre; pero
puerco espin. Sin embargo, su furor era tal que se preci- les parecía que sus dolores hubieran sido más tolerables si
pitaron contra el obstáculo. Los primeros penetraron en él los hubiese compartido. Y luego empezaban á gemir;
él hasta la cintura, los demás saltaron por cima de sus ca- algunos lloraban por lo bajo, como niños.
maradas, y todos cayeron dejando en aquellas horribles Se acercaban á los capitanes y les pedían algo que mi-
ramas girones humanos y cabelleras ensangrentadas. tigase sus padecimientos. Los interpelados no respondían,
Cuando se hubo disipado su abatimiento examinaron ó bien, arrebatados de furor, cogían una piedra y se la
los pocos víveres que les quedaban. Los mercenarios que echaban al rostro.
habían perdido sus bagajes, tenían raciones para dos días, Muchos guardaban cuidadosamente, en un agujero del
y los demás se encontraban apurados porque esperaban suelo, parte de su alimento, un puñado de dátiles, un po-
un convoy prometido por los pueblos del sur. co de harina; y lo comían durante la noche, ocultando la
No obstante, vagaban por alli toros, aquellos que los cabeza bajo su manto. Los que tenían espadas las mostra-
a » de carne al fuego, nevándolos en la punta de sus es-
ban desnudas en su mano, los más desconfiados se man- padas los salaban con polvo y se disputaban los mejores.
tenían en pie, apoyados en la montaña. Cuando no quedó nada de los tres cadáveres, los ojos va-
Acusaban á sus jefes y les amenazaban. Anthasito mos- garon por la üanura en busca de nuevo alimento.
traba miedo. Con esa obstinación del bárbaro al que nada Pero, ¿no quedaban los cartagineses, veinte cautivos del
amedrenta., veinte veces al día avanzaba hasta el fondo, ultimo combate, y en los que nadie hasta entonces había
hacia las rocas, esperando hallarlas separadas, y con sus pensado? Pronto desaparecieron, una venganza lógica, de«-
hombros formidables cubiertos de pieles recordaba á sus pues de todo. Y luego como era preciso vivir y como ya
compañeros un oso que, á la primavera sale de su caver- se había desarrollado el gusto de este alimento, como se
na, para ver si se ha fundido la nieve. morían de hambre, se degolló á todos los aguadores, los
Spendio, rodeado de griegos, se escondía en una de las palafreneros, los criados. Diariamente se mataba. Algunos
grietas; como sentía terror, hizo circular el rumor de su comían mucho, recobraban sus fuerzas y ya no aparecían
muerte. tristes.
Habían enflaquecido de un modo espantoso; su piel es- A no tardar faltó este recurso. Entonces el deseo les hi-
taba jaspeada de azul. En la noche del noveno día tres zo fijarse en los Heridos y los enfermos. Ya que no podían
iberos murieron. curarse, mas valía ahorrarles sufrimientos; y tan pronto
Asustados los demás, huyeron de aquel sitio. Se les des- como un soldado vacilaba todos gritaban que estaba heri-
nudó y sus blancos cuerpos permanecieron expuestos al do y que debía servir á los demás de alimento. Para ace-
sol, en la arena. lerar su muerte empleaban astucias, se les robaba el últi-
Entonces, algunos garamantos empezaron á rondar en mo resto de su inmunda ración; con afectado descuido se
torno de los cadáveres. Eran hombres acostumbrados á la les pisoteaba; los moribundos para que se les creyera vi-
soledad y que no respetaban á> dios alguno. Al fin el más gorosos, probaban á levantar los brazos á erguirse y á reir.
viejo hizo una seña é incünándose sobre los cadáveres cor- Hombres desvanecidos se despertaban al contacto de una
taron trozos con sus cuchillos, y luego, puestos en cucli- hoja mellada que les aserraba un miembro; y mataban
llas, comieron. Los demás les miraban de lejos; se oyeron también impelidos por el furor, sin necesidad, con el fin
gritos de horror; con todo, muchos, en el fondo de su co- de satisfacer sus instintos.
razón, envidiaban aquel valor. Una niebla densa y tibia, envolvió al ejército el décimo
A media noche, algunos de los bárbaros se acercaron al cuarto día. Este cambio de temperatura produjo numero-
grupo y disimulando su deseo, pedían un bocadito, para sas muertes, y la corrupción se desarrollaba sensiblemen-
probarlo nada más. Otros más atrevidos vinieron, su te. La escarcha que caía sobre los cadáveres los ablandó y
número aumentó; pronto formaron enjambre. Pero casi pronto convirtióse la llanura en vasto pudridero. Vapores
todos al sentir en sus labios el contacto de la carne fría blanquecinos flotaban sobre ella; escocían en las narices-
dejáronla caer de su mano; otros, por el contrario, la de- penetraban la piel, turbaban la vista y los bárbaros creían
voraban con avidez. entrever en los hálitos exhalados, las almas de sus compa-
Con objeto de cobrar ánimo, se excitaban mutuamente. neros. "Va no se resignaban con su suerte: preferían morir.
Algunos que habían hecho ascos al banquete de los gara- Dos días después, el tiempo mejoró y el hambre moles" '
mantos, no acertaban á separarse de éstos. Cocían los tro-
t ó de nuevo. Les parecía á veces q u e les a r r a n c a b a n el es- feo pico amarillo; y el h o m b r e desesperado caía de bruces
t ó m a g o con tenazas. E n t o n c e s se revolcaban acometidos en el polvo.
p o r convulsiones, comían tierra á p u ñ a d o s , se m o r d í a n
Algunos alcanzaban á descubrir camaleones, serpientes.
los brazos y p r o r r u m p í a n en risas frenéticas.
Pero lo q u e les hacía vivir era su a m o r á la vida. Se fija-
L a sed les a t o r m e n t a b a a u n m á s , porque no t e n í a n n i
b a n en esta idea exclusivamente, y se a f e r r a b a n á la exis-
u n a gota d e a g u a en los odres, c o m p l e t a m e n t e agotados
tencia con u n esfuerzo q u e la prolongaba.
desde el noveno día. Para engañarse, se aplicaban á la
Los m á s estoicos y fríos p e r m a n e c í a n juntos, sentados
l e n g u a las escamas metálicas de los cinturones, los p o m o s
en corro, en m e d i o de la llanura, a q u í y allá, entre los
d e marfil, las h o j a s de las espadas. Otros c h u p a b a n u n
muertos; y envueltos en sus mantos, se a b a n d o n a b a n si-
guijarro. B e b í a n orines e n f r i a d o s e n los cascos de bronce.
lenciosamente á su tristeza.
jY todavía a g u a r d a b a n el ejército de Túnezl Lo m u c h o
Aquellos q u e h a b í a n nacido en las ciudades se acorda-
q u e t a r d a b a era indicio de su llegada p r ó x i m a . Por otra
b a n de las calles resonantes, d é l a s tabernas, de los tea-
parte, Matho, el valiente de los valientes, n o podía aban-
tros, de los baños, y las barberías donde se c u e n t a n histo-
donarles. «¡Será mañana!» se decían, y ese m a ñ a n a , n u n -
rias. Otros volvían á ver c a m p i ñ a s al declinar la tarde,
ca llegaba.
c u a n d o los trigos amarillos o n d u l a n y los grandes bueyes
Al principio habían rezado, hicieron votos, practicaron suben las colinas con la r e j a del arado al cuello. Los viaje-
toda clase de encantos. Y ahora no sentían por sus deida-
ros s o ñ a b a n con cisternas, los cazadores con sus bosques,
des más que odio, y deseando vengarse trataban de no
los veteranos con batallas, y en la m o d o r r a q u e les domi-
creer en ellas.
n a b a , sus p e n s a m i e n t o s f u l g u r a b a n con la viveza y la cla-
Los h o m b r e s de carácter violento perecieron los prime- ridad de u n ensueño. Se a l u c i n a b a n s ú b i t a m e n t e ; busca-
ros; los africanos resistieron m e j o r q u e los galos. Zarxas, b a n en la m o n t a ñ a u n a p u e r t a p a r a h u i r . Otros creyendo
e n m e d i o de los baleares, permanecía t e n d i d o en el suelo, navegar con u n a t e m p e s t a d , m a n d a b a n la m a n i o b r a de
esparcidos los cabellos, por c i m a de los brazos inertes. u n navio, ó bien retrocedían asustados, al percibir batallo-
Spendio encontró u n a p l a n t a de anchas h o j a s llenas de nes púnicos. Los h a b í a q u e se figuraban asistir á u n fes-
jugo, y h a b i é n d o l a declarado venenosa á fin de apartar á tín, y c a n t a b a n .
s u s camaradas, apagaba su sed con ella.
^ E s t a b a n demasiado débiles p a r a derribar de u n a pedra- Muchos de ellos, p o r u n a e x t r a ñ a manía, repetían la
d a á los cuervos q u e p a s a b a n . A l g u n a vez, c u a n d o u n gi- m i s m a p a l a b r a ó hacían c o n t i n u a m e n t e el m i s m o ade-
pacto, posado en u n cadáver, le s a j a b a d e s d e h a c í a a l g ú n m á n . Y luego c u a n d o levantaban la cabeza y se m i r a b a n
tiempo, u n h o m b r e que traía e n t r e los dientes u n a javali- u n o s á otros ahogábanles s u s sollozos al ver los horribles
n a se arrastraba hacia él a p o y á n d o s e en u n a m a n o , y des- s e m b l a n t e s marchitos. Algunos y a no padecían y p a r a
p u é s de a p u n t a r bien lanzaba s u a r m a . L a bestia d e blan- m a t a r el t i e m p o c o n t a b a n los peligros á q u e h a b í a n esca-
co p l u m a j e , t u r b a d a p o r el ruido, se i n t e r r u m p í a , m i r a n - pado.
d o á su alrededor t r a n q u i l a m e n t e , c o m o u n cuervo mari- S u m u e r t e era ciertísima, i n m i n e n t e . E n c u a n t o á pedir
n o e n u n escollo, y luego volvía á h u n d i r e n la carne s u misericordia al vencedor, ¿cómo hacerlo? Ni a u n s a b í a n
d o n d e estaba H a m i l c a r .
E l viento soplaba del lado de la quebrada. H a c í a volar
la arena por cima del rastrillo en cascadas, perpetuamen- No tenían nada que temer; cualquier cambio de fortu-
te; y los mantos y las cabelleras de los bárbaros se cubrían na les permitiría ver el término de sus male3. Un gozo
de polvo como si la tierra alzándose hasta ellos quisiera desmedido les agitó, abrazábanse, lloraban. Spendio, Antha-
sepultarles. rito y Zarxas, cuatro italvitas, un negro y dos espartanos
Nada se movía; la eterna montaña á cada instante les se ofrecieron como parlamentarios. Se les admitió su ofre-
parecía más inaccesible. cimiento. Sin embargo, no sabían como partir.
Algunas veces bandadas de aves cruzaban con las alas Pero resonó un crujido en dirección de las rocas, y la
tendidas el espacio azul, en la libertad del aire. Los bár- más alta oscilando sobre su base, saltó hasta la llanura.
baros cerraban los ojos para no verlas. Si por el lado de los bárbaros las rocas no podían mover-
Se notaba de pronto como un zumbido en las orejas, se se, porque era preciso subir un plano oblicuo, y, además
ennegrecían las uñas, enfriábase el pecho; sé tendían de estaban amontonadas en el paso más estrecho, bastaba en
lado y se extinguían sin un suspiro. cambio empujarlas por el otro lado para hacer que se des-
El día décimonono habían perecido dos mil asiáticos, plomasen. Los cartagineses las movieron y á la alborada
quinientos del archipiélago, ocho mil libios, los mercena- avanzaban por la llanura como por las gradas de una in-
rios más jóvenes y tribus completas, en junto veinte mil J mensa escalera derruida.
soldados, la mitad del ejército. Los bárbaros no podían aún trepar por ellas. Se les ten-
Antharito, á quien no quedaban más que cincuenta ga- dió escalas; todos se lanzaron al asalto. La escala de una
lo?, iba á matarse para acabar de una vez, cuando creyó catapulta les rechazó; sólo los Diez subieron.
ver frente á él en la cumbre de la montaña, una forma Andaban entre los clinabares, y para sostenerse apoya-
humana. ¿ •' ban su mano en la grupa de los caballos.
Esta parecía, á causa de la elevación, un enano. No obs- Ahora que su primera alegría se había disipado, empe-
tante, Antharito reconoció en su brazo izquierdo un escudo zaban á mostrarse inquietos. Las exigencias de Hamilcar
en figura de trébol. Gritó: «¡Un cartaginés!» Y en la lla- resultarían crueles. Pero Spendio les tranquilizaba.
nura, ante el rastrillo y bajo las rocas, inmediatamente se
—«¡Yo hablaré'»—Y se jactaba de conocer las cosas
levantaron todos. El soldado se hallaba al borde del pre-
buenas para la salvación del ejército.
cipicio; desde abajo mirábanle Jos bárbaros.
Detrás de todos los matorrales hallaban centinelas que
Spendio recogió una cabeza de buey; luego con dos cin- se prosternaren ante el tahalí que Spendio se había ceñido.
turones formó una diadema, y la puso en los cuernos al Al Jlegar al campamento púnico, la multitud se agrupó
extremo de una vara, en demostración de sus intenciones T^ á su alrededor y oyeron como un murmullo y risas. Abrió-
pacíficas. El cartaginés desapareció. Ellos esperaron. se la puerta de una tienda.
En fin, por la tarde, como una piedra que se desprende
Hamilcar estaba dentro, sentado en un escabel, junto á
de la montaña, cayó de lo alto un tahalí. Era de cuero
una mesa baja, en la que brillaba una espada desnuda.
rojo y estaba cubierto de bordados con tres estrellas de
Los capitanes de pie, le rodeaban.
diamantes, llevaba impreso en el centro el sello del Gran
Al distinguir á los enviados levantó la cabeza y luego la
Consejo: un caballo, bajo una palmera. Era la contesta-
adelantó para examinarles bien.
ción de Hamilcar, el salvoconducto enviado por el suffeta.
Mostraban las pupilas extraordinarias dilatadas y oje-
ras n e g r a s q u e se prolongaban h a s t a las orejas, s u s narices
—¡No! m e b a s t a con diez,—respondió H a m i l c a r .
azuladas se d e s t a c a b a n sobre las h u n d i d a s mejillas, surca-
Se les dejó salir de la t i e n d a á fin de q u e deliberasen.
das por arrugas p r o f u n d a s ; la piel de su cuerpo, demasia-
C u a n d o estuvieron solos, el galo protestó en n o m b r e d e
do a n c h a p a r a s u s músculos, desaparecía b a j o u n polvo
los compañeros sacrificados, y Zarxas d i j o á Spendio:
de color plomizo; sus labios se pegaban á sus dientes ama-
—¿Por q u é no le has m a t a d o ? ¡su e s p a d a estaba allí, á
rillos; e x h a l a b a n u n olor nauseabundo; se les podía t o m a r
su lado!
por t u m b a s entreabiertas, por sepulcros vivientes.
—¿A él?—prorrumpió Spendio, como a s o m b r a d o de
E n m e d i o de la t i e n d a y en la estera d o n d e los capita-
que creyeran sus compañeros q u e H a m i l c a r no era in-
nes i b a n á sentarse veíase u n plato de calabazas h u m e a n -
mortal.
tes. Los b á r b a r o s clavaban en él sus ojos y t e m b l a b a n de
E s t a b a n t a n abatidos q u e d u r a n t e largo rato t e n d i d o s
pies á cabeza, á la vez q u e vertían lágrimas. No obstante
de espaldas e n el suelo, permanecieron inmóviles sin sa-
se contuvieron.
ber q u é partido t o m a r .
H a m i l c a r se volvió p a r a comunicar u n a orden. E n t o n -
E l griego les i n d u c í a á q u e cedieran; después de larga
ces se echaron sobre el plato, de bruces. Sus rostros se em-
deliberación, consintieron y entraron de nuevo en la
p a p a b a n en la grasa y el ruido de su deglución se mezcla-
tienda.
b a con los sollozos de alegría m a l contenidos. Mas p o r sor-
presa q u e por l á s t i m a se les dejó limpiar la gamella. Y H a m i l c a r puso su m a n o en la de los diez bárbaros su-
luego, c u a n d o todos se h u b i e r o n levantado, H a m i l c a r con cesivamente, apretándoles el pulgar; y luegro, la f r o t ó e n
u n a seña ordenó al q u e llevaba el tahalí q u e hablase. su vestido p o r q u e aquella piel viscosa p r o d u c í a al tacto
Spendio tenía miedo; balbuceaba. u n a impresión r u d a y blanda, u n hormigueo grasiento
q u e horripilaba. Luego les dijo:
H a m i l c a r h a c í a girar en su dedo u n grueso anillo de
oro m i e n t r a s escuchaba al griego. Lo dejó caer al suelo; —¿Sois jefes de los bárbaros y habéis j u r a d o p o r ellos?
fependio lo recogió en seguida; ante su a m o volvía á ser -¡Sí!
u n esclavo h u m i l d e . Los d e m á s se estremecieron, indig- —¿Sin doblez, y con el propósito de cumplir vuestra
. n a d o s de s e m e j a n t e bajeza. promesa?
Pero el griego levantó la voz, y relatando los crímenes Se a f i r m a r o n q u e volvían á su c a m p o p a r a ejecutarlo:
de H a n n o n , enemigo de Barca, t r a t a n d o de conmover á — P u e s bien,—repuso el sufeta:—con arreglo al pacto
éste con la n a r r a c i ó n de su infortunio, habló largo rato de establecido entre yo, Barca, y los e m b a j a d o r e s de los mer-
u n m o d o rápido, insidioso y a ú n violento. cenarios, os elijo á vosotros y os quedaréis aqui.
Spendio cayó d e s m a y a d o . Los bárbaros, como si le
E l s u f e t a r e p ü c ó q u e aceptaba sus razones. Por lo mis-
a b a n d o n a r a n , se estrecharon u n o s contra otros y n o pro-
m o llegarían á la paz, y ahora ésta sería d e f i n i t i v a . . pero
n u n c i a r o n u n a sola p a l a b r a n i exhalaron u n a sola q u e j a .
exigió q u e le entregase diez mercenarios p o r él escogidos
sin a r m a s y sin ropajes.
N o esperaban t a l m u e s t r a d e clemencia; Spendio con-
testó:
—¡Oh! ¡Diez, veinte, si los quieres, señor!
E l m á s furioso lo conducía u n n u m i d o coronado por u n a
d i a d e m a de p l u m a s . L a n z a b a jabalinas con asombrosa ra-
Los q u e les a g u a r d a b a n , a l ver q u e n o volvían, se juz- pidez, lanzando á intervalos u n largo silbido agudo; las
garon vendidos. I n m a g i n a r o n q u e los p a r l a m e n t a r i o s se enormes bestias dóciles c o m o perros, persistiendo e n la
n a oían e n t r e g a d o al suíeta.
matanza, volvían sus ojos hacia él.
Esperaron dos d í a s más, y en la m a ñ a n a del tercero re-
solvieron m a r c h a r s e . Después de c u m p l i r la m a t a n z a de u n m o d o metódico
y t r e m e n d o N a r r ' H a v a s calmó á los elefantes y les hizo
Con auxilio d e cuerdas, picas y flechas lograron escalar retroceder.
las rocas y d e j a n d o tras sí á los m á s débiles, emprendie-
L a l l a n u r a recobró su inmovilidad. Anochecía. H a m i l -
ron el c a m i n o de T ú n e z p a r a reunirse con el ejército.
car se deleitó a n t e el espectáculo de s u venganza; pero de
L n lo alto del desfiladero, se extendía u n p r a d o con al- pronto se estremeció.
gunos arbustos; los bárbaros devoraron las yemas. I n m e -
Veía, y todos vieron, á seiscientos pasos de allí á la iz-
d i a t a m e n t e e n c o n t r a r o n u n h a b a r y todo desapareció co-
quierda, en la c i m a de u n otero, m á s bárbaros... E n efec-
m o si u n a n u b e d e langosta hubiese pasado p o r allí.
to, cuatrocientos de los m á s vigorosos, mercenarios etrns-
E n t r e las o n d u l a c i o n e s d e aquellos montículos brilla- eos, libios y espartanos, desde el principio, h a b í a n s u b i d o
b a n haces de color de plata; los bárbaros, d e s l u m h r a d o s á u n montículo y e n a q u e l lugar se h a b í a n m a n t e n i d o in-
p o r ei sol, p e r c i b í a n m á s a b a j o grandes moles negros q u e decisos. Después de la m a t a n z a de sus compañeros, resol-
los soportaban. S e levantaron como si de p r o n t o se ani- vieron atravesar el c a m p a m e n t o cartaginés, y b a j a b a n y a
masen. E r a n l a n z a s q u e brillaban sobre las torres q u e sus- en destacamentos apretados, de u n m o d o maravilloso y
t e n t a b a n en sus l o m o s u n o s elefantes t e r r i b l e m e n t e ar- formidable.
mados.
I n m e d i a t a m e n t e se les envió u n heraldo. E l sufeta ne-
A d e m á s del v e n a b l o de su pretal, las p u n t a s de sus col-
cesitaba soldados, y a d m i r a d o de su bravura, les recibía
millos, las l á m i n a s de bronce q u e cubrían sus costados y
sin condiciones. Y' el emisario de Cartago añadió q u e po-
ios p u ñ a l e s de s u s rodilleras, t e n í a n en el e x t r e m o de sus
d í a n acercarse á u n sitio d o n d e encontrarían víveres.
t r o m p a s u n brazalete de cuero por el q u e p a s a b a el m a n -
Los b á r b a r o s acudieron allí y p a s a r o n la noche comien-
go de u n largo cuchillo. H a b í a n salido á u n a vez todos de
do. E n t o n c e s los cartagineses empezaron á m u r m u r a r de
los e x t r e m o s de l a planicie y avanzaban p o r todos lados.
Indecible terror oprimió á los bárbaros, q u e n i siquiera la parcialidad del sofeta p a r a los mercenarios.
trataron de salvarse por la f u g a . ¿Cedía á los i m p u l s o s de u n odio insaciable, ó b i e n era
Los elefantes atravesaron aquella m a s a de h o m b r e s y aquel u n r e f i n a m i e n t o de perfidia? Al d í a siguiente vino
los espolones de s u pretal la dividían, los p u ñ a l e s de sus él m i s m o sin espada y con la cabeza descubierta, acompa-
colmillos la r e m o v í a n como rejas de arado; cortaban, ra. ñ a d o de algunos clinabaros y les declaró que, como tenía
jaban, p a r t í a n con las hoces de sus trompas; las torres, lie- q u e a l i m e n t a r á m u c h a gente, no podía tomarles á su ser-
ñas de f a l a n c a s , s e m e j a b a n volcanes móviles. Los terri- vicio. No obstante faltábanle h o m b r e s , y no sabía por q u é
bles animales al cruzar el llano, trazaban n u e v o s surcos. m e d i o escojer á los buenos, y a3l disponía q u e c o m b a t í s
sen entre sí, q u e d a n d o admitidos los vencedores e n s u
guardia particular. E r a u n género de m u e r t e como cual-
1 e 86 a p a r t a 8 e n 8 0 8 8 0 l d a d 0 S m o
Colocáronse en cuatro filas iguales, al m o d o de los gla-
Z e Z V n Z ? ,f ' * diadores, y empezaron por t í m i d o s encuentros. Algunos
M B d6 W H a v a 8 formad 8
C de b a T ° en se h a b í a n v e n d a d o los ojos y sus espadas oscilaban en el
y a 8 t r 0 m p a S b k n d l a n
bloe p t e S V h S ^ s o s vena- aire suavemente, como báculos d e ciego. Los cartagineses
m glgante8C 8 q u e h u b i e s e u
do U e Z ° maneja- p r o r r u m p i e r o n en injurias, calificándoles de cobardes. Los
bárbaros cobraron ánimo, y p r o n t o el combate f u é gene-
ral, violento, terrible.
A veces dos h o m b r e s se d e t e n í a n ensangrentados y
caían u n o en brazos de otro y espiraban dándose el últi-
m o beso. N i n g u n o retrocedía. Se a r r o j a b a n sobre las h o j a s
tendidas. S u delirio era t a n furioso, q u e á lo lejos los car-
tagineses t e m b l a b a n d e miedo.
Por ú l t i m o se detuvieron. S u s pechos p r o d u c í a n u n
gran ruido sordo, y se percibían sus p u p i l a s entre su larga
cabellera q u e p e n d í a como si saliesen de u n p a ñ o de púr-
p u r a . Muchos giraban sobre sus talones r á p i d a m e n t e , al
igual q u e p a n t e r a s h e r i d a s en la cabeza. Otros p e r m a n e -
cían inmóviles m i r a n d o u n cadáver t e n d i d o á sus pies; y
de esposa. °n con mi1
ternezas y con complacencias de pronto se a r a ñ a b a n el rostro y t o m a n d o con a m b a s m a -
nos la e s p a d a la h u n d í a n en su vientre.
Q u e d a b a n todavía sesenta. Pidieron de beber. Se les or-
d e n ó que arrojasen sus espadas, y c u a n d o lo h u b i e r o n rea-

mm^m
s i S ü l I s lizado se les llevó agua.
E n tanto q u e bebían con la cara h u n d i d a en los vasos,
sesenta cartagineses lanzándose contra ellos, les m a t a r o n
á p u ñ a l a d a s p o r la espalda.
H a m i l c a r lo h a b í a dispuesto así p a r a satisfacer los ins-
tintos de su ejército y atraérselo por estos medios.
L a guerra había t e r m i n a d o ; al m e n o s todos se lo creían;
M a t h o n o debía resistirse; en su impaciencia, el S u f f e t a
h e r m a n o s se Z ^ l í Z T ^ ** e l l ° m á s , > Los
m a n 0 S enlazadf dió i n m e d i a t a m e n t e la orden de partida.
amante d e c í a T s u ^ S ^ ** * > 7 el
Los batidores le d i j e r o n q u e h a b í a n visto u n convoy
y llorando
p a & n S a m a r g a
C m ^ t e ° n"
™ t r ^ k d6 la8
^ aparecÍeron »
cicatrices de las grandes b S Tí q u e se dirigía á la M o n t a ñ a de Plomo. H a m i l c a r n o les
hizo caso. U n a vez destruidos los mercenarios, no le mo-
Cartago: h u b i é X c r ^ d n ^ h M a i l i b i d o p o r
qUe eran lestarían los n ó m a d a s . Lo m á s i m p o r t a n t e era apoderarse
lumnas. inscripciones e n co-
de Túnez. Se e n c a m i n ó hacia ella á m a r c h a s forzadas.
3 Narr' H a v a s respondió que los cartagineses se dirigían
n o S k i ^ ^ ' ^ 3 6 1 e n c a r g 0 d e l l e ™ á Cartago la
o n a ; y e i r e y d 8 i s númida? hacia Túnez á fin de tomarla. A la vez que le exponía sus
r r t r
a e sust triunfos, se presentó á Salammbó.
° > probabilidades de éxito y la debilidad de Matho, la joven
parecía deleitarse en u n a prodigiosa esperanza. Tembla-
ban sus labios, palpitaba su pecho. Cuando él prometió
matarle con sus propias manos, la hija de Hamílcar ex-
clamó:
—Sí, mátale; es preciso.
E l n ú m i d a replicó que deseaba ardientemente aquella
muerte, porque u n a vez t e r m i n a d a la guerra sería su es-
poso.
Estremecióse S a l a m m b ó y b a j ó la cabeza.
Esta le recibió en los jardines bajo u n gran sicomoro Continuando su discurso Narr' Havas comparó sus de-
entre almohadas de cuero a m a r i l l o ' al lado de Taanach seos con flores que languidecen tras la lluvia, con viaje-
Su semblante estaba cubierto por f a j a blanca que pa=án ros extraviados que esperan el nuevo día. También le de-
claró que era m á s bella que la luna, más grata que el vien-
to de la m a ñ a n a y el rostro del huésped. H a r í a que traje-
sen para ella del país de los negros cosas n u n c a vistas en
m a n Cartago y esparcilla polvo de oro en los aposentos de su
las Z i ó ' Z S : : ! * * °3 y dUraCte la
— no
casa. Declinaba la tarde y llenaban el aire balsámicos olo-
res. Durante largo tiempo se contemplaron en silencio y
hiifdTHaaile?nKnC!f-la d6rr0ta de Ios
bárbaros. La
los ojos de S a l a m m b ó semejaban dos estrellas rodeadas
M por los celajes de u n a nube. Antes de ponerse el sol, el
5 £ 5 r ¡ s . « = 5 r . s í n ú m i d a se retiró.

mmsm
h„NZ H
7-T C
f Ó 7 SaIarambó
- sin contestarle le mira Los Antiguos se sintieron aliviados de u n a gran inquie-
t u d tan pronto como él salió de Cartago. E l pueblo le ha-
bía aclamado con entusiasmo. Si Hamílcar y el rey de los
n ú m i d a s t r i u n f a b a n por sí solos de los mercenarios, sería
imposible resistirles. Por lo tanto se decidió, á fin de debi-
litar á Barca, hacer que participase en la liberación de la
República aquel á quien a m a b a n , el viejo H a n n o n .
Este partió sin dilación p a r a las provincias occidentales
para vengar en el teatro m i s m o de su oprobio. Pero los
m a n a mayor que los R a a l ^ „ •l Í OIe a n a her
"
habitantes y los bárbaros habían muerto ó a n d a b a n ccul-
E l recuerdo de mZo£Z*6 T Z ^ T
7
averiguar q u é era de él ° re81SUÓ a l deseo de

Salammló 19
tos ó fugitivos. Entonces descargó su cólera en la campi dras de las casas. Se acercaba el último combate; él nada
ña. Quemó las ruinas de las ruinas y no dejó un sólo ár- esperaba y, sin embargo, no dejó de considerar cuán mu-
bol en pie ni perdonó una sola hierba; á los niños y en- dable es la fortuna.
fermos mandó matarles; por su orden los soldados viola Al ácercarse á la muralla, vieron lo3 cartagineses en el
ban a las mujeres antes de acuchillarlas; las más bellas le adarve á un hombre que sobresalía de cintura arriba de
visitaban en su litera, porque su horrible dolencia le abra- las almenas, las flechas que entorno suyo volaban parecían
saba en deseos impetuosos y los satisfacía con todo el fu- inquietarle menos que si fueran un vuelo de golondrinas.
ror de un hombre desesperado y loco. Por caso extraordinario ninguna le alcanzó.
A menudo de las cumbres de las colinas negras tiendas Hamílcar estableció su campamento en el lado meridio-
se desprendían como derribadas por el viento y anchos nal; á su derecha Narr' Havas ocupaba el llano de Rha-
discos de brillante borde que formaban las ruedas de un dés y Hannon la margen del lago; los tres [generales de-
carro giraban con ruido quejumbroso y lentamente se bían conservar su respectiva posición para lanzarse juntos
hundían en los valles. Las tribus que habían abandonado al ataque.
el sitio de Cartago erraban de este modo por las provin Sin perder un momento Hamílcar quiso mostrar á los
cías en espera de una ocasión, de una victoria de los mer mercenarios que les castigaría como á esclavos. Mandó
cénanos que les permitiese volver á las andadas. Mas, im- crucificar á los diez embajadores, unos al lado de otros en
pendas por el terror ó el hambre, todas emprendían el ca- un cerro fronterizo á la ciudad.
mino de sus comarcas y desaparecieron. A este espectáculo los sitiados abandonaron el muro.
Hamílcar no se mostró celoso de los éxitos de Hannon Matho se había dicho que á poder pasar entre las mu-
Deseoso de acabar cuanto antes, le ordenó cayese sobre
rallas y las tiendas de Narr* Havas con bastante rapidez
1 únez, y Hannon que amaba á su patria, el día señalado
para que lo3 númidas no tuviesen tiempo de salir, caería
Hallóse al pie de los muros de la ciudad.
sobre la retaguardia de la infantería cartaginesa, que de
Esta, para defenderse, contaba con su población autóc- este modo quedaría cogida entre su división y los del in-
tona con doce mü mercenarios y luego con los comedo- terior. Se lanzó fuera de la plaza con sus veteranos.
res de cosas inmundas que, al igual que Matho, temían y
Vióle Narr' Havas y franqueando la playa del Lago,
deseaban á Cartago. Y la plebe y el Schalischim contení-
voló al encuentro de Hannon para decirle que enviase sol-
piaban de lejos sus altas muraüas tras las que se escon-
dados en auxilio de Hamílcar. ¿Creía á Barca demasiado
dían placeres inefables. En este concierto de odios, la re-
débil para oponerse á los Mercenarios? ¿Era traición ó ne
sistencia se organizó rápidamente. Se buscaron odres para
cedad? Nadie pudo averiguarlo.
hacer cascos, se cortaron todas las palmeras de los iardi-
nes para fabricar lanzas, se construyeron cisternas y en Deseoso Hannon de humillar á su émulo no dudó un
cuanto á los víveres, se pescaron desde las márgenes del solo instante. Mandó tocar sus trompetas y su ejército en
. 0 g r " e s o s P f 3 8 blancos, alimentados con cadáveres é tero se precipitó contra los bárbaros. Estos se volvieron y
inmundicias Sus muros, que la envidia de Cartago había corrieron en derechura al campamento enemigo; derriba-
reducido á ruinas, eran tan débiles, que se podía derri- ban á los soldados, les aplastaban bajo sus pies, y recha-
barios de una manotada. Matho tapó los agujeros con pie- zándoles impetuosamente, llegaron hasta la tienda de
H a n n o n que se hallaba rodeada de treinta cartagineses,
los m á s ilustres de los Antiguos. incierta esperanza de salvación le h u b i e r a sacrificado con
todos sus soldados.
Pareció asombrado de tal audacia; llamó á s u s capita-
Al pie de las treinta cruces, tendidos en el suelo y con
l e s r o d o s se dirigieron airados contra él, v o m i t a n d o i m
cuerdas atadas á los sobacos, yacían los treinta cartagine-
precaciones Se e s t r u j a b a n u n a s contra otros, y los que le
ses. Entonces el viejo caudillo, c o m p r e n d i e n d o q u e iba á
r l T n ^ T ÍmpedíaD k füga
" E o t r e
t ^ t o , él les de- morir, lloró.
10 q U 6 q u i e r a s l
vame!» ^ ¡S°y ric
° ! jSál- Le quitaron lo q u e q u e d a b a de sus vestiduras y apare-
Le arrastraban, y si bien pesaba m u c h o , sus pies no to- ció el horror de su cuerpo. E s t a b a cubierto de úlceras; la
grasa de s u s piernas le cubría las u ñ a s de los pies; de sus
msov vvuestro ! e d ? W¡pagaré
u t ? o cautivo! Ó 8U t 6 r r 0 r :
m i rescate!«> M e h¡Oidme,
abéis c i d
™amigos °! dedos p e n d í a n como girones verdosos y las lágrimas q u e
míos! ¿qué queréis? ¡Siempre he sido bueno! ¡Ya veis que se deslizaban entre los tubérculos de s u s mejillas, comu-
no m e resisto!» nicaban á su s e m b l a n t e u n a expresión de espantosa triste-
Una cruz gigantesca se l e v a n t a b a ante la tienda. Los za, porque p a r e c í a n o c u p a r m a s espacio q u e en otro sem-
bárbaros aullaron: «¡Aquí! ¡aquíN P e r o él gritó m á s fuer- blante h u m a n o . S u d i a d e m a real, medio desceñida, se
arrastraba con sus blancos cabellos por el polvo.
f n ? m b r e , d e s u s d i o s e s les conjuró á q u e le lleva-
sen á d o n d e estaba el Schalischim, á quien tenía q u e con- Creyeron n o disponer de cuerdas bastante fuertes p a r a
d qUe dep6ndía la saIvació izarle á lo alto de la cruz y le clavaron encima, antes de
, » todos. De-
tuviéronse al oír aquello, y algunos creyeron q u e debía levantarla, á la u s a n s a púnica. Pero su orgullo se despertó
consultarse á Matho. Se f u é á buscarle. con el dolor. Les llenó de i n j u r i a s . E c h a b a e s p u m a r a j o s y
H a n n o n se desplomó en la hierba; y en torno suyo veía se retorcía como u n m o n s t r u o m a r i n o al q u e se degüella
en la playa, y les predecía que todos perecerían a u n m á s
nado 1 Gl S U P 1 Í C Í ° á q u e s e l e b a b í a ' c o n d e horriblemente y q u e sería vengado.
n a d ó s e hubiese m u l t i p l i c a d o de a n t e m a n o ; hacía esfuer-
Ya lo estaba. Al otro lado de la ciudad, de la q u e al
presente escapaban haces de l l a m a s y c o l u m n a s de h u m o ,
6
le le vantarom ^ " ^ ~ ^ ^ o agonizaban los e m b a j a d o r e s de los mercenarios. '
- H a b l a , - l e d i j o Matho. Algunos, q u e p r i m e r a m e n t e se h a b í a n desvanecido aca-
E l se ofreció á entregarle á H a m í l c a r , y luego los dos b a b a n de despejarse b a j o la frescura del viento, pero per-
m a n e c í a n con la cabeza doblada sobre el pecho y su cuer-
entrarían en Cartago y serían reyes.
po descendía u n poco, á pesar de los clavos de sus brazos
M a t h o se alejó h a c i e n d o u n a señal á los suyos p a r a q u e
asegurados á m a y o r a l t u r a q u e la cabeza, de sus talones y
ü t o c r e í a q u e se trataba de J i d
: ~ m T - - de sus manos; la sangre caía en gruesas gotas, l e n t a m e n t e ,
como de las r a m a s de u n árbol caen los f r u t o s maduros, y
e s f sittadonL6 ^ ^ H a n n
° n 86 h a l I a b a u n a de Cartago, el golfo, las m o n t a ñ a s y la llanura, todo les pa-
p a r t e o d k b a ^ p t ^ C * U e , n o 6 6 c o ™ d < * a nada, y por otra
p a r t e odiaba de t a l m o d o á H a m í l c a r , que m e d i a n t e u n a recía girar á su alrededor, al igual de u n a i n m e n s a rueda;
á veces u n a n u b e de polvo q u e se l e v a n t a b a del suelo les
envolvía en su torbellino; u n a sed horrible les devoraba,

liífMi
su lengua se pegaba al paladar, y sentían deslizarse por en lo alto, en el cielo. Sobre sus pechos se destacaban co-
sus miembros un sudor glacial, á la vez que su alma les mo blancas mariposas las barbas de las flechas que desde
abandonaba. abajo les habían tirado.
Mientras, columbraban á una profundidad infinita ca- En la cima de la más alta brillaba una ancha cinta de
lles, soldados en marcha, centelleos de espadas; y el tu- oro; pendía sobre el hombro, y faltaba en aquel lado el
multo de la pelea llegaba á sus oídos vagamente, como el brazo, por lo que Hamílcar reconoció difícilmente á Han-
ruido del mar á náufragos que mueren abrazados á la ar- non. Como sus huesos esponjosos cedían bajo los taladros
boladura de un navio. Zarxas, antes tan vigoroso, colga- de hierro, porciones de los miembros se habían despren-
ba como una caña rota; á su lado el etiope tenía la cabeza dido, y no quedaban en la cruz más que restos informes,
doblada hacia atrás y apoyada en un brazo de la cruz; parecidos á esos fragmentos de animales que cuelgan de
Antharito, inmóvil, abría mucho los ojos; su larga cabelle- la puerta de los cazadores.
ra, cogida en una hendidura de la madera, erizábase en su El Suffeta no lo había advertido, delante de él la ciudad
frente, y su estertor parecía un rugido de cólera. En cuan- ocultaba todo lo que estaba al otro lado, más lejos; y los
to á Spendio, estraño valor le animaba, ahora despreciaba capitanes enviados sucesivamente á los dos generales no
la vida por la certidumbre que tenía de una pronta libe- habían reaparecido. Entonces llegaron algunos fugitivos,
ración eterna, é impasible aguardaba la muerte. que relataron la derrota y el ejército púnico se detuvo.
En medio de su desfallecimiento, alguna vez se estre- Aquella catástrofe que se producía en medio de su victo-
mecían con un roce de plumas que tocaban á su boca, ria les pasmaba. No se daban ya cuenta de las órdenes.
grandes alas proyectaban sombras en torno de ellos, graz- Aprovechóse Matho de esta suspensión para continuar sus
nidos breves resonaban en el aire, y como la cruz de Spen- estragos entre los númidas.
dio era la más alta, en ésta se posó el primer buitre. En- Se habla dirigido contra ellos después de destruir el
tonces el esclavo volvió el rostro hacia Antharito y le dijo campamento de Hannon. Los elefantes salieron. Pero los
lentamente, con una sonrisa indefinible: mercenarios, provistos de teas tomadas en los muros,
—«¿Te acuerdas de los leones en el camino de Sicca? avanzaban por la llanura rodeados de llamas y las enor-
—»¡Eran nuestros hermanos!» -respondió el galo. Y es- mes bestias asustadas corrían á precipitarse al golfo, don-
piró. de se malaban unas á otra3 pugnando por huir y se aho-
El Suffeta, mientras tanto, había agujereado el recinto gaban bajo el peso de sus corazas. Narr' Havas había lan-
llegando á la cindadela. A impulso de una ráfaga de vien- zado contra ellos su caballería, todos se echaron de bru-
to el humo de pronto se desvaneció y descubrió el hori- ces, y luego, cuando los caballos estuvieron á tres pasos
zonte hasta las murallas de Cartago, y aun creyó distin- de distancia, se lanzaron sobre su viente y lo abrieron á
guir peasonas que miraban desde la galería de Eschmun; puñaladas, de modo que al llegar Barca había sucumbido
luego volvió los ojos y distinguió á la izquierda, en la mar- la mitad de los númidas.
gen del Lago, treinta cruces desmesuradas. Cansados y rendidos los mercenarios, no podían soste-
Con objeto de hacerlas más pavorosas, las habían cons- nerse contra sus tropas. Retrocedieson en buen orden has-
truido con los mástiles de sus tiendas unido3 por los es- ta la montaña de las Aguas Calientes. El Suffeta no se
trenaos; y los treinta cadáveres de los Ancianos aparecían atrevió á perseguirles y dirigióse hacia el paso del Macar.
L a ciudad de Túnez le pertenecía, pero se hallaba redu-
y los Mercenarios f u e r o n perseguidos, rechazados, hostiga-
cida á u n m o n t ó n de escombros h u m e a n t e s . Las r u i n a s se
dos como bestias feroces. Desde q u e e n t r a b a n e n el bos-
d e s p l o m a b a n por las brechas de las m u r a l l a s h a s t a el cen-
que, los árboles se i n c e n d i a b a n en torno de ellos; c u a n d o
tro de la llanura, en el fondo, e n t r e las m á r g e n e s del gol-
bebían en u n a f u e n t e , estaba e n v e n e n a d a , se t a p i a b a n las
lo, los cadáveres de los elefantes, e m p u j a d o s por la brisa,
c h o c a b a n entre sí, como u n archipiélago de negras rocas cavernas e n q u e se les e n c o n t r a b a dormidos. Las pobla-
q u e üotase en el agua. ciones que h a s t a hacia poco les h a b í a n defendido, 'sus an-
tiguos cómplices, los hostigaban ahora, y reconocían siem-
P a r a el sostenimiento de la guerra, N a r r ' H a v a s había
pre en esas cuadrillas a r m a d u r a s cartaginesas.
talado los bosques, levado á jóvenes y viejos, m a c h o s y
h e m b r a s , y de este m o d o agotó la f u e r z a m i l i t a r de s u Llevaban m u c h o s el rostro desfigurado por rojas pústu-
reino. El pueblo q u e de lejos les h a b í a visto perecer, se las q u e creían contagio de H a n n o n . I m a g i n a b a n otros que
desconsoló; los h o m b r e s se l a m e n t a b a n e n las calles y les procedían de h a b e r c o m i d o los peces de S a l a m m b ó , y le-
l l a m a b a n p o r sus n o m b r e s como á d i f u n t o s amigos E l jos de arrepentirse, s o ñ a b a n con otros sacrilegios á fin de
p r i m e r día solo se h a b l ó de los c i u d a d a n o s muertos. Pero q u e a u m e n t a r a el oprobio d e los dioses púnicos, á los coa-
al siguiente percibieron las t i e n d a s de los Mercenarios e n les h u b i e r a n querido e s t e r m i n a r .
la m o n t a ñ a de las Aguas Calientes. E n t o n c e s la desespe- Arrastráronse de este m o d o tres meses por la costa
ración f u é t a n p r o f u n d a , q u e m u c h a s personas, especial- oriental, y despues por la m o n t a ñ a de Selium y la e n t r a d a
m e n t e las m u j e r e s , se a r r o j a r o n de cabeza desde lo alto de del desierto. I b a n en busca de u n refugio cualquiera. Sólo
la Acrópolis. les eran fieles Utica é H i p p o Zayta sitiadas á la sazón por
H a m i l c a r . Corriéronse despues al norte, i b a n al azar sin
conocer el terreno. T a l c ú m u l o de desgracias les había he-
cho perder el juicio.
S u exasperación crecía y u n día se hallaron en las gar-
g a n t a s del Cabo ¡frente á Cartago otra vez!
Multiplicáronse entonces los combates. L a f o r t u n a p o r
a m b a s partes era igual, pero u n o s y otros hallábanse t a n
irritados, q u e en vez de escaramuzas sin objeto a n h e l a b a n
u n a batalla decisiva.
Nadie conocía los proyectos de H a m i l c a r . Vivía solo en E s t a proposición a n h e l a b a presentarla Matho al Suffeta.
su tienda, no teniendo á su lado m a s q u e á u n m u c h a c h o . Uno de los libios ofrecióse á d e s e m p e ñ a r la comisión. Cre-
Comían solos. Ni a u n N a r r ' H a v a s le a c o m p a ñ a b a . Le tri- yeron que no volvería, m a s regresó por la noche.
b u t a b a extraordinarios obsequios d e s d e la derrota de E l reto estaba aceptado. E n c o n t r a r í a n á H a m i l c a r al
H a n n o n ; pero el rey de los n ú m i d a s t e n í a sobrado interés día siguiente al a m a n e c e r en la planicie de Rhadés.
en ser su h i j o p a r a desconfiar de tales a t e n c ' o n e s Quisieron saber los Mercenarios si había dicho algo m á s
y el libio esclamó:
Tal inercia ocultaba hábiles gestiones. Por m e d i o de
v a n a a o s artificios H a m i l c a r s e d u j o á los j e f e s de las aldeas — « V i é n d o m e f r e n t e á él, m e h a p r e g u n t a d o q u é espera-
ba, le he respondido: «¡La muerte!» E n t o n c e s m e h a con-
testado «jNoI ¡vete! ¡ m a ñ a n a la encontrarás con todos t u s
compañeros!» gamellas, sabedor q u e n o d e b e combatirse al enemigo
Los bárbaros se sorprendieron ante t a l generosidad y con el estómago df-maciado lleno. Constaba su ejército de
M a t h o l a m e n t ó q u e no h u b i e r a n m a t a d o al m e n s a j e r o . catorce m i l h o m b r e s , el d o b l e del enemigo. A pesar de
esto, n u n c a había m o s t r a d o m a y o r i n q u i e t u d ; si s u c u m b í a
arrastraría en su caída á Cartago, y perecería en la cruz;
si t r i u n f a b a llegaría á I t a l i a d o n d e podría f u n d a r el i m p e -
rio de los Barca.
Por la noche se levantó v e i n t e veces p a r a inspeccionarlo
todo personalmente. E n c u a n t o á los cartagineses estaban
exasperados p o r su prolongado terror.
N a r r ' H a v a s d u d a b a de la fidelidad de los n ú m i d a s . Por
otra p a r t e los bárbaros p o d í a n vencerles. U n a estraña de-
Le q u e d a b a n a ú n tres m i l africanos, mil doscientos bilidad le h a b í a postrado; á c a d a i n s t a n t e bebía grandes
griegos, quinientos samnitas, c u a r e n t a galos y u n a p a r t i d a copas de agua.
de Nafr'ur, bandidos n ó m a d a s procedentes de la región de De r e p e n t e u n h o m b r e á q u i e n él n o conocía abrió su
los dádiles, en j u n t o siete mil doscientos diez y nueve sol- herida y dejó en el suelo u n a c o r o n a de sal g e m a adorna-
d a d o s pero n i u n a sintagma completa. H a b í a n t a p a d o los d a con d i b u j o s hieraticos t r a z a d o s por m e d i o de azufre y
a g u j e r o s de sus corazas con omoplatos de c u a d r ú p e d o s y r o m b o s de nácar; a l g u n a vez se e n v i a b a al desposado su
reemplazado sus coturnos de bronce por sandalias estro- corona de matrimonio; era u n a p r u e b a d e amor, u n a espe-
peadas. A u m e n t a b a n el peso de sus vestidos l á m i n a s d e cie de invitación.
hierro ó de cobre; sus cotas de malla estaban hechas pe- A pesar de todo, la h i j a de H a m i l c a r n o a m a b a al rey
dazos. de los n ú m i d a s .
L a cólera de sus c o m p a ñ e r o s m u e r t o s hervía en s u s pe- Molestábala de u n m o d o intolerable el recuerdo de
chos y m u l t i p l i c a b a su vigor. Y luego, el dolor de u n a in- Matho, pareciéndola q u e la m u e r t e de a q u e l h o m b r e li-
justicia e n o r m e les aguijaba, especialmente c u a n d o veían bertaría su pensamiento. E l r e y de los n ú m i d a s dependía
en el horizonte á Cartago. J u r a r o n combatir u n i d o s h a s t a de ella, esperaba i m p a c i e n t e los esponsales y c o m o estos
la m u e r t e . d e b í a n s e g u i r á la victoria, S a l a m m b ô le e n v i a b a a q u e l
Sacrificaron sus acémilas y comieron en a b u n d a n c i a p r e s e n t e á fin de excitar s u valor.
p a r a r e c u p e r a r las fuerzas; en seguida d u r m i e r o n . A l g u n o s Así desapareció s u a n s i e d a d y n o pensó m a s q u e en la
rezaron, vuelto el rostro á constelaciones diferentes. felicidad de poseer á m u j e r t a n bella.
Llegaron los cartagineses á la l l a n u r a los primeros. Fro- I g u a l visión había a s a l t a d o á Matho; m a s éste la recha-
t a r o n con aceite el borde de sus escudos p a r a [que las fle- zó en seguida, y su a m o r se estendió e n sus c o m p a ñ e r o s
chas resbalaran fácilmente; los i n f a n t e s q u e llevaban lar- de a r m a s . Acariciábales c o m o si f o r m a r a n ¡parte de él, de
gos cabellos se los cortaron en la frente, p o r precaución, su odio y se sentía m á s a n i m o s o . Si á veces exhalaba u n
y H a m i l c a r desde la q u i n t a hora, m a n d ó vaciar todas l a s suspiro, es q u e p e n s a b a en S p e n d i o .
Dispuso á sus soldados e n seis filas iguales. E n el centro
nes, colocó entre ellos hoplitas, y les lanzó contra los Mer-
colocó á los etruscos unidos por una cadena de bronce;
cenarios.
los arqueros permanecían detrás, y en las dos alas se si-
Los bárbaros no podían resistirse; únicamente los infan-
tuaron los naffur, montados en camellos de pelaje corto
tes griegos tenían armaduras de bronce; los demás, cuchi-
cubiertos de plumas de avestruz.
llos en el estremo de una vara, hoces tomadas en las al-
Dispuso el Suffeta á los cartagineses en un orden aná-
querías, espadas fabricadas con la llanta de una rueda;
logo. Distanciados de la infantería, al lado de los vélites
las hojas demasiado blandas se torcían con los golpes y
aparecían los clinabares más allá los númidas; y al rayar
en tanto que ellos las enderezaban en sus rodillas los car-
el día hallábanse así alineados unos en frente de otros.
tagineses, á derecha é izquierda, les acuchillaban fácil-
Hubo un momento de vacilación. Por fin se movieron los
mente.
dos ejércitos.
Mas los etruscos adheridos á su cadena no se movían;
Avanzaban lentamente los bárbaros, para no fatigarse;
los que habían muerto no pudiendo caer formaban con
el centro del ejército púnico formaba una curva convexa,
sus cuerpos una valla, y la gruesa línea de bronce se se-
y luego se produjo un choque terrible parecido al crujir
paraba y se estrechaba alternativamente, flexible como
de dos flotas que se juntan. Habiéndose entreabierto la
una serpiente, inquebrantable como una muralla. Los
primera fila de los bárbaros, los arqueros ocultos tras
bárbaros tras ella tomaban aliento y despues volvían or-
sus camaradas, lanzaban sus balas, sus flechas, sus jabali-
denados á la pelea con los pedazos de su arma en la
nas. En tanto la curva de los cartagineses se enderezó po-
mano.
co, se hizo recta y luego se plegó; entonces las dos seccio-
nes de los vélites se aproximaron paralelamente, como las Muchos aparecían inermes y se lanzaban sobre los car-
ramas de un compás que se cierra. tagineses á los que mordían en la cara, como perros. Los
Los bárbaros obstinados contra la falange penetraban galos, por orgullo, se despojaron de sus sayos, mostraban
en la hendidura; se perdían. desde lejos sus grandes cuerpos enteramente blancos, y
Detúvoles Matho y en tanto que las alas cartaginesas para atemorizar al adversario, ensanchaban sus heridas.
continuaban avanzando, hizo desfilar hacia fuera las tres En medio de los sintagmas púnicos ya no sé oía la voz del
filas interiores de su línea; pronto salieron de sus flancos, pregonero anunciando las órdenes, los estandartes por ci-
y su ejército apareció en una triple longitud. ma del polvo repetían sus señales y los soldados se mo-
vían con el vaivén de la enorme mole que les rodeaba.
Los bárbaros colocados en los estremos eran los más
débiles, especialmente I03 de la izquierda que habían va- Los númidas avanzaron por orden de Hamilcar y al
ciado su carcaj, y el destacamento de los vélites, que al punto se lanzaron á su encuentro los naffur.
fin caía sobre ellos les desbarató fácilmente. Vestían amplias túnicas negras, blandiendo un hierro
Matho les ordenó retroceder. Lanzó su derecha com- sin mango atado á una cuerda y exhalaban roncos y pro-
puesta de compañías armadas de hachas contra la izquier- longados gritos. Sus armas caían en sitio adecuado y vol-
da cartaginesa; el centro atacaba al enemigo y los del otro vían á subir con un seco chasquido arrastrando tras sí un
estremo, fuera de peligro, tenían en jaque á los vélitas. miembro.
Hamilcar entonces dividió á sus jinetes por escuadro- La infantería púnica se arrojó contra los bárbaros lo-
grando romper sus filas. Los manípulos giraban separados
de CUMbares
S d t t a S r ' T « n de los dientes y c o n t e m p l a r o n la c u m b r e de la colina, d o n d e
los bárbaros e s t a b a n e n pie.
Sados l u c h a b a n m u c h a . , cartagineses enga. Acometieron n u e v a m e n t e y S8 r e a n u d ó el combate. Los
Mercenarios les a t r a í a n diciéndoles q u e se i b a n á r e n d i r ,
invencible esfuerzo ^ ^ T " > * y de p r o n t o con espantosa carcajada se m a t a b a n y á m e
d i d a que caían los muertos, los d e m á s p a r a defenderse se
e n c a r a m a b a n m a s arriba. E r a c o m o u n a p i r á m i d e q u e
mfe
« " • c h a c h o s y a u n de ™ < * . de crecía l e n t a m e n t e .
ealid
a t o r m e n t a d o s p o r ra ansiedad " de Carta go, y Pronto q u e d a r o n cincuenta, y luego veinte, tres, dos t a n
P P0D
« * • de algo í o C d a b T e e t h r ?reeWi°Ia solo, u n s a m n i t a a r m a d o de u n a segur y Matho que a u n
D ap dcrado
Hamilcar, del único ^ ? <® <=asa de blandía su espada.
* aquel cuya * — * Re- E l samnita, con las rodillas en tierra, hacía voltear s u
h a c h a y prevenía á M a t h o de los golpes que le asestaban:
«IAquí! ¡por el otro lado! ¡bájate!»
Matho h a b í a p e r d i d o sus hombreras, su casco, su cora-
za, estaba c o m p l e t a m e n t e desnudo, lívido, con los cabellos
erizados y la boca cubierta de e s p u m a , y su espada gira-
N b a t a n r á p i d a m e n t e , q u e f o r m a b a á su alrrededor u n a
esperanza a l g u n a de venS ni ° ""^"aban
de aureola. U n a piedra la rompió por la e m p u ñ a d u r a ; el
eran l o s mejores, los S " ™ " " » » M r . pero
mtré s a m n i t a había m u e r t o y la m u c h e d u m b r e cartaginesa se
Los de Cartaeo P ' d o s , los m á s f u e r t e s
1 6 3 P de estrechaba, le t o c a b a casi. E n t o n c e s levantó al cielo s u s
¿toldas ' T °' *»
mano3 inermes, y cerró los o j i s ; abriendo los brazos como
0 9
Wan i n f u n d i d o m M o T C b Z ^ T " ^ el h o m b r e q u e desde u n p r o m o n t o r i o se arroja al m a r ,
lanzóse en m e d i o de las picas.
Separáronse estas a n t e el bárbaro. Corrió n u e v a m e n t e
hacia los cartagineses, pero las a r m a s retrocedían siempre,
h u y e n d o de él.
r e c b a z a b a al p u n t o , y ios c a r L l 7 U M co
^ulsión
de la pelea estendían o s b L o T l T * ** d deeord
<* S u pié tropezó en u n a espada. M a t h o quiso cogerla. Se
las piernas de sus c o m p a ñ e ^ C r i pÍCas sintió a t a d o de pies y m a n o s y cayó.
¿ ^
b a n en la sangre; la p e d e n t e í n T * C I e g a 8 ' rodar M a r r ' H a v a s q u e le seguía aprovechándose del i n s t a n t e
cadáveres al llano. B f ^ f ? * * en que 6e b a j a b a le h a b í a envuelto en u n a de esas f u e r t e s
de eubir redes q u e se e m p l e a n p a r a coger á las fieras.
cuesta pisoteaba 103 cuerpos ^ 1»
Luego le ataron á la grupa de u n elefante con los cua-
Luego 88 d t t u v i e r o n todos Los r«rfo •
cartagineses rechinaron t r o miembros e n cruz y todos los que n o estaban heridos
le acompañaron e n u n t u m u l t o indecible hasta Gartago.
L a n u e v a de la victoria había llegado allí antes de la
tercera hora de la noche; la clepsidra de K h a m o n señala-
chos fastidiados, llenos de fatiga. E s t a b a n inmóviles como
ba la hora q u i n t a en el punto que llegaban á Malqua; en-
la m o n t a ñ a y como los muertos. Caía la tarde; anchas fa-
tonces Matho abrió los ojos. Las casas parecían arder á
jas rojizas cubrían el cielo al occidente.
causa de las infinitas luces q u e brillaban en la ciudad.
De uno de los montones esparcidos en el llano, se le-
Un inmenso clamoreo llegaba á sus oídos, y tendido de
vantó u n a figura m á s vaga que u n espectro. Entonces uno
espaldas miraba á las estrellas. Después u n a puerta se ce-
de los leones se incorporó y echó á andar, y su f o r m a
rró trás él y las tinieblas le envolvieron.
monstruosa se destacó como u n a sombra negra en el fon-
E l siguiente día á la misma hora espiraba en eldesfide
do del cielo purpúreo; cuando estuvo al lado del hombre,
ladero del H a c h a el último de los Mercenarios.
le derribó de u n zarpaso.
Los bárbaros aguardaban á Matho y f u e r a descorazona-
E n seguida, echado sobre él, con el estremo de sus col-
miento, languidez ú obstinación de enfermo no habían
millos, lentamente, le sacaba las entrañas.
querido salir de la montaña, por último se agotaron las
Por último abrió la boca cuanto pudo, y d u r a n t e algu-
provisiones y los zuaces partieron.
nos minutos, lanzó u n resonante rugido que los ecos del
Sabíase que no pasaban de mil trescientos y para aca-
monte repitieron y que se perdió en el general silencio.
bar con ellos no h u b o necesidad de emplear soldados.
De improviso fragmentos de rocas se desprendieron de
Las fieras, en especial los leones, desde q u e había em-
lo alto, se oyó el roce de pasos rápidos, y por el lado del
pezado la guerra, hacía tres años, se habían multiplicado.
rastrillo y por la cañada, aparecieron ocicos puntiagudos y
Narr'Havas había dado u n a batida y luego embistiendo
contra ellos por medio de cabras atadas de trecho en tre- orejas enhiestas; brillaron en la semi oscuridad pupilas
cho, les había e m p u j a d o hasta el desfiladero, y todos vi- leonados. E r a n los chacales que acudían para devorar los
vían allí cuando llegó el emisario d é l o s Ancianos para sa * restos.
ber cuantos bárbaros quedaban con vida. E l cartaginés, que miraba inclinado al borde del preci-
E n toda la estensión de la llanura hallábanse t u m b a d o s picio, se volvió á la ciudad.
leones y cadáveres, y los muertos se c o n f u n d í a n con las
a r m a d u r a s y los vestidos. A casi todos les faltaba el sem-
blante ó u n brazo; algunos parecían a ú n intactos; otros
se habían secado por completo y cráneos polvorientos lle-
vaban los cascos; piés descarnados salían de la cnémides;
los esqueletos conservaban sus mantos; huesos m a n d a d o s
por el sol f o r m a b a n m a n c h a s blancas en la arena.
Los leones descansaban con el pecho apoyado en tierra
y las dos patas estiradas, parpadeaban bajo la luz, aumen-
t a d a por la reverberación de las rocas blancas. Otros, sen-
tados sobre sus patas traseras, miraban con fijeza al hori-
zonte, ó bien, la cabeza oculta bajo sus enormes melenas
dormían haciéndose u n ovillo, y todos parecían satisfe- Salammbó 20
\

Matho

rebosaba regocijo, regocijo gran-


de, desmedido, frenético, habíanse com-
puesto los boquetes de la ruina, envuelto
á pintar las estátuas de los dioses, el mir-
to alfombraba las calles, el incienso ardía
en las encrucijadas y la multitud en las
galeras formaba con sus trajes abigarra-
dme dos como cestas de flores que se espan-
^f* dlan al aire libre.
Oyóse entonces un clamor inmenso, los címbalos y eró-
sonaron más fuerte, los tambores atronaron, y el
gran palio de púrpura se hundió entre dos pilones.
30, Í D ? Í ? r y luego
i o lentamente, reapareCÍÓ S a k m m b ó
-
atravesó
andaba
la galería. Sentóse en inmensidad del mar, el golfo, las montañas y la perspecti-
va de las provincias, Salammbó resplandeciente se con-
R N ESCULPÍD0 6N CARAPACB0
R R C ? » ! ° ° ^ ^ Z fundía con Tanit y parecía el genio mismo de Cartago, su
ga. be coloco bajo 8 U S piés un escabel de marfil de tres alma corpórea.
p d a s , en el borde de la primera se arrodillaban d o s 2 El festín debía durar toda la noche. Grandes jarros de
nos negros, allí de vez en cuando apoyaba en su cabeza
ámbar, ánforas de vidrio azul se mezclaban en la doble
los brazos cargados de anillos.
r ^ o i f P Í é S á ! a s c a d e r a s b a i l á b a s e envuelta de una red fila de platos; racimos de uvas con sus hojas estaban en-
de mallas que c i t a b a n las escamas de un pez y que h 2 roscados como tirsos á cepas de marfil, témpanos de nie-
Uaban como nácar; u n cinto azul oprimía su tafie deian- ve se derretían en bandejas de ébano.
a^^mives6^^0^ e8C0 es
* - de m e d l E ; Entre tanto los esclavos, con la túnica arremangada co-
arrequives de carbunclos ocultaban los pezones. rrían de puntillas, de vez en cuando las liras tocaban un
Llevaba á la cabeza u n a toca de plumas de pavo cuaia- himno, ó bien se elevaba un coro de voces. El rumor del
C m la pueblo continuo como el ruido del mar, flotaba vagamen-
tia e ^ v * ^ ° ° ^ Z te en torno del festín y parecía arrullarlo con una armo-
08 108 C d 8 a I CU6r
Ras e o n J I f , ° ° P°' a P ^ a d a s l a s rodi- nía más prolongada; algunos se acordaban del festín de
•Lias, con aros de diamantes en los antebrazos, permanecía
erguido, en actitud hierática permanecía los Mercenarios, se concebían ensueños de felicidad; el
sol se encaminaba á su ocaso, y el cuarto creciente de la
b a t W R » ™ e S P ? ° , h a U á b a D S e e n d o s a 8 Í e ^ o s más luna se mostraba ya en el otro estremo del horizonte.
bajos iSarr Havas vestido con cimarra llevaba su corona
de sal gema de la que salían dos trenzas de c a b e l l o s T r c ' Salammbó como si alguien hubiese pronunciado su
das como cuernos de Hannon; y Hamilcar cub e l con nombre, volvió la cabeza; el pueblo que la contemplaba
una túnica goleta sembrada de pámpanos de oro ceñía siguió la dirección de sus ojos.
aun su espada de combate.
En la cima de la Acrópolis la puerta del calabozo, ta-
El pilón del templo de Hannon en el espacio encuadra llada en la roca al pié del templo acababa de abrirse y en
do por las mesas, se mordía la cola d e s c r i b i e n d o u n ^ n el umbral un hombre estaba de pié.
círculo negro en cuyo centro una columna de cobre s 5 t e Salió encorvado y azorado como una bestia indómita á
nía un huevo de cristal; y como el sol daba allí su 8 ayos -la que se devuelve su libertad.
dispersaban por todas partes, detrás de Sallmmbó es La claridad le deslumhraba; permaneció un rato inmó-
caloñábanse los sacerdotes de Tanit, á su derecha Tos An
vil, todos le habían reconocido y contuvieron el aliento.
cíanos y al otro lado los Ricos.
Aquella víctima representaba para ellos una cosa singu-
En el fondo los sacerdotes de Moloch. Los demás colé lar y revestida de un esplendor casi religioso. Se inclina-
gios ocupaban las galerías inferiores. La multitud üen^ba ban para verle, en especial las mujeres. Estas anhelaban
k s calles. Se remontaba por las casas y largas fiL n e e a conocer al que había hecho morir á sus hijos y sus espo-
sos, y del fondo de su alma brotaba, á pesar suyo, una
2pueblo,
1 tsobre
h Ú S Psu
Íde
í l a elA c rfirmamento,
cabeza
0p0lis
- T e n yi e en
n d ftorno
á s Xsuyo
i é í elai curiosidad infame, el deseo de conocerle completamente,
deseo mezclado con remordimientos y que se convertía en
un colmo de execración.
Avanzó al cabo; entonces se desvaneció el aturdimiento muerte del que participara la ciudad entera, y que todas
de la sorpresa. Muchos brazos se levantaron, y ya no se las manos, todas las armas, todas las cosas y aún todas
J
le vió.
las piedras de las calles, y las olas del golfo pudiesen des-
El rumor de las voces se confundía con el grito de los garrarle, aplastarle, aniquilarle. Por eso los Ancianos de-
aguadores que regaban las losas; esclavos de Hamílcar cidieron que iría de la cárcel á la plaza de Khamon, sin
ofrecían en nombre de su amo cebada perlada y pedazos escolta, con los brazos atados á la espalda; y quedaba pro-
de carne cruda; se preguntaban mutuamente; se abraza- hibido herirle en el corazón para matarle al punto, tocar
Dan llorando; las ciudades tirias les habían abierto sus á sus ojos impidiéndole ver el fin de su tortura, lanzar
puertas, y los nómadas andaban dispersos, los bárbaros contra él cosa alguna ó golpearle con más de tres dedos á
quedaban aniquilados. La Acrópolis desaparecía bajo ve- la vez.
a ? l 0 r e 8 ; 1 0 8 j o l o n e s de las trirremes alineados Aunque no saldría hasta anochecido, alguna vez creían
más allá del muelle resplandecían como diamantes; por verle, y la multitud se precipitaba hacia la Acrópolis, las
todas partes aparecía el orden restablecido y empezaba calles quedaban desiertas, y luego volvían á llenarse con
una nueva vida; una felicidad sin limites les embargaba: un rumor prolongado. Desde la víspera, inumerables cu-
amÍent
riosos permanecían de pie en el mismo sitio, y de lejos le
númtdt °deSaIammbÓCOnel rey d e l o s
' mostraban las uñas increpándole. Otros paseaban agita-
En la azotea del templo de Khamon, joyas admirables dos; algunos estaban pálidos como si se tratase de su pro-
üenaban tres mesas á las que debían sentarse los sacerdo- pia ejecución.
te s.los Ancianos y los Ricos; había otra más alta para Ha- De pronto, en los Mappales, altos abanicos de plumas se
levantaron. Era Salammbó que salía de su palacio, todos
^ Z w T f f P a r a eIla; Salammbó al
restituir el velo había salvado á la Patria, y el pueblo ce- desahogaron su pecho suspirando. Tardó en llegar el cor-
ebraba sus bodas como una fiesta nacional, y abajo, en tejo que caminaba despacio.
la playa, esperaba su aparición. Iban primero los sacerdotes de los Pataicos, y luego
Pero otro deseo más acre irritaba su impaciencia; le ha- los de Eschmun, los de Melkarth y los colegios restantes
bían prometido para la ceremonia la muerte de Matho con las insignias y el orden de un sacrificio. Los pontífi-
e ces de Moloch pasaron con la cabeza baja, y la multitud
J t - l Z r m e lD°t r a n- an8 d e bS a0CUearrllee m o r i r e cdhea r l e plomo de-
7 1 ? ' ^ m b r e ; se le poseída de cierto remordimiento apartaba de ellos la
ataría á un árbol y un mono le aplastaría la cabez¡ con vista.
Aquel día el elemento femenino lo dominaba todo y
seTePdÍa: ^ tDdÍd° á Otros o p L b n que todo lo confundía; una lascivia mística alentaba en el
Un dromedari
e i H t r ^ ^ ° . después de ha- aire cargado de perfumes; ardían ya las antorchas en el
hno emnlrwl e n d l f e r e n t e s p a r t e s d e l C U e r P° mechas de fondo de los bosques sagrados; durante la noche debía
7 86 r e g 0 c i a b a
del e n o T f T j » c o » * idea imperar la prostitución ritual; tres buques habían traído
e r r a ü t e P r k s CaIle8 d
cotnTn ° e la ciudad de Sicilia cortesanas y otras habían llegado del desierto.
como un candelabro agitado por el viento
Pero ¿á qué ciudadanos se encargaría este servicio v A medida que iban llegando los colegios alineábanse
como desairar á los demás? Buscábase un g é n ^ o d e en los patios del templo, en las galerías exteriores y á lo
largo de las escaleras. Hileras de túnicas blancas apare-
cían entre las columnatas. con palos en cuya punta habían clavado esponjas empa-
padas en inmundicias le restregaban el rostro con ellas.
Pronto acudieron los inspectores de las rentas, los go-
Del lado derecho del cuello brotó un chorro de sangre;
bernadores de las provincias y todos los Ricos. Afluyó la
entonces fué un verdadero delirio. Aquel último bárbaro
muchedumbre que fué rechazada á estacazo limpio por
representaba para ellos á todos los bárbaros, á todo el ejér-
los hieródulos; y en medio de los Ancianos, con sus tiaras
cito; se vengaban en él de su3 desastres, de sus derrotas,
t e r a cubierta con dosei de de sus oprobios. La rabia del pueblo crecía al satisfacerse;
^ = r ™ las cadenas demasiado tendidas se arqueaban, iban á rom-
La escalera de la Acrópolis se componía de sesenta peí- perse; ni siquiera sentían los golpes de los esclavos que les
danos Los bajó como si rodase por el cauce de un torren- azotaban para rechazarles; otros estaban subidos á todas
te de lo alto de una montaña; tres veces se le vió rebotar las salientes de las paredes; todas las aberturas de las ca-
y luego, al pié de la escalera, cayó de rodülas. sas estaban tapadas con cabezas que se movían frenéticas;
De sus espaldas brotaba sangre, su pecho se agitaba y el mal que no podían hacer lo vociferaban.
convulsivamente y para romper sus ligaduras hizo tan
Eran injurias atroces, inmundas, imprecaciones, y como
sobrehumano esfuerzo, que sus brazos cruzados sobre su
no les bastaba su dolor presente, le anunciaban otros más
desnuda espalda, se hincharon como anillos de serpiente
terribles para la eternidad.
Del sitio en que c h a l l a b a partían muchas calles. En ca'
da una de estas, triple hilera de cadenas de bronce, suie- Aquel tremendo clamor llenaba á Cartago con una con-
tas al ombligo de los dioses, se extendía de una á otra pa- tinuidad estúpida. A menudo, una sola silaba, una entona-
red paralelamente: la multitud estaba agrupada junto á ción ronca, profunda, frenética, era repetida durante unos
las casas y en el centro los servidores de los Antiguos pa- minutos por el pueblo entero.
seaban blandiendo sus látigos. Desde su base hasta su cima, vibraban las paredes y á
Matho le parecía que las fachadas le acometían y se le-
andar° ^ ^ ** e m p U j Ó dánd
°le Un p a I a
Matho echó á vantaban del suelo como do3 brazos inmensos que le aho-
gasen en el aire.
La gente tendía sus brazos por encima de las cadenas
Se acordaba de que otra vez había experimentado algo
gritando que se le había concedido un paso muy ancho- y
parecido. Era la misma multitud en las terrazas, iguales
él andaba pellizcado, punzado, desgarrado por todos
miradas, igual cólera; pero entonces caminaba libre, todos
aquellos dedos. Cuando llegaba al estremo de una calle
se apartaban, un dios le protegía, y aquel recuerdo preci-
otra calle aparecía ante él; muchas veces se echó á un la-
sándose poco á poco le infundía una tristeza abrumadora.
do para morder á sus verdugos, y todos se separaban, las
Nublábanse sus ojos; la ciudad le parecía como agitada
7 mUltÍtUd prorrum
ca^dT ^ Pía en u
» a car- por un torbellino, la sangre se escapaba por una herida de
la cadera, sentíase morir, dobláronse sus jarretes y cayó
Un niño le desgarró la oreja; una joven que ocultaba sobre las losas.
en su manga la punta de un huro le atravesó la mejilla-
Alguien cogió en el persistilo del templo de Melkarth la
le arrancaban puñados de cabellos, jirones de carne, otros
barra de un trípode enrojecida al fuego, y deslizándola
bajo la primera cadena, la apoyó en su Haga. Humeó la
carne; la rechifla del pueblo ahogó su voz; estaba en pie, Llegó hasta el pie de la terraza. Salammbó se inclinaba
Seis pasos más lejos cayó de nuevo, y volvió á caer des- sobre la balaustrada; aquellas espantosas pupilas la con-
pués; siempre le levantaba un nuevo suplicio. Por medio templaban y tuvo conciencia de todo lo que había sufrido
de tubos le lanzaban gotitas de aceite hirviendo; echaron por ella. Aun cuando agonizaba, le veía en su tienda de
en el camino que debía recorrer trozos de vidrio; camina- rodillas, rodeándole el talle con sus brazos, balbuceando
ba sin descanso. En la esquina de la calle de Satheb, se palabras cariñosas; tenia sed de oírlas aúa, de sentirlas;
apojó de espaldas contra una pared y se detuvo. ¡no quería que muriera! E n aquel instante Matho tuvo un
Los esclavos del Consejo le golpearon con sus látigos de gran estremecimiento; Salammbó iba á gritar. Cayó hacia
cuero de hipopótamo tan furiosamente y durante tanto atr'<8, y no se movió ya.
tiempo, que las franjas de su túnica estaban embebidas Salammbó, casi desvanecida, fué llevada á s u trono por
de sudor. Matho parecía insensible; de pronto tomó im- los sacerdotes que la rodeaban. La felicitaban; era su obra,
pulso y se puso á correr á la ventura castañateando los todos palmoteaban y vociferaban su nombre.
dientes como si tuviera un frío intenso. Enfiló la calle de Un hombre se lanzó sobre el cadáver. Aun cuando no
Budés y la de Scepo, atravesó el mercado de las yerbas y llevaba barba, le cubría el manto de los sacerdotes de Mo-
llegó á la plaza de Khamon. loch, y pendía de su cinturón una especie de cuchillo que
Desde aquel instante pertenecía á los sacerdotes. Los les servía para partir las carnes sagradas y que terminaba
esclavos apartaban á la muchedumbre. Había más espa- en el extremo del mango en una espátula de oro.
cio Matho miró á su alrededor y sus ojos encontraron á De un solo golpe hendió el pecho de Matho, luego le
Salammbó. arrancó el corazón, lo puso sobre la cuchara; y Schahaba-
Desde el primer paso que había dado, levantóse aque- rim, levantando el brazo, lo ofreció al sol. Hundíase detrás
Ua; luego, involuntariamente, á medida que se aproxima- de las olas, sus rayos llegaban como largas flechas hasta
ba, se adelantó poco á poco hasta el borde de la terraza y el corazón enrojecido. El astro se hundía en el mar á me-
bien pronto borrándose cuando la rodeaba, sólo vió á Ma- dida que las palpitaciones disminuía:); al último latido
Como un
mmenso silencio llenaba su alma, uno de desapareció.
esos abismos en que el mundo entero desaparece bajo la Entonces, desde el golfo hasta la laguna y del istmo al
presión de un pensamiento único, de un recuordo, de una faro, en todas las calles, sobre todas las casas y los tem-
mirada. Aquel hombre que caminaba hacia ella la atraía. plos resonó un clamor inmenso; á veces se detenía, des-
No tenía ya, salvo los ojos, apariencia humana; era una pués continuaba; á su choque temblaban los edificios; Car-
larga forma completamente roja; sus cuerdas, rotas, pen- tago parecía convulsa en el espasmo de una alegría titáni-
dían á lo largo de sus muslos, pero se las distinguía de los ca y de una esperanza sin limites.
tendones de sus muñecas despellejadas. Tenía la boca Narr'Havas, embriagado de orgullo, ciñó con su brazo
abierta; de sus órbitas salían dos llamas que parecían su- izquierdo el talle de Salammbó en señal de posesión, y con
h a e t a 8US
cabellos;—¡y el miserable caminaba sin des- la derecha, tomando una pátera de oro, bebió por el genio
canso! de Cartago.
Salammbó levantóse como su esposo con una copa en
la m a n o para beber t a m b i é n . Cayó con la cabeza b a c í a
atrás sobre el respaldo de su trono, pálida y con los labios

suelo "7 S U S Cabell


°9 desatados Ue
g a b a n h a s t a el

™ Á n Í T l Ó Ia.hÍja de H a m ü c a r
' P°r haber
tocado el
m a n t o de Tanit.

ÍNDICE
Páginas

E l festín . . . . 5
E n Sicca 25
Salammbô 49
B a j o las murallas de Cartago 59
Tanit . . . . : 79
Hannon 95
H a m ü c a r Barca 117
L a batalla del Macar 155
E n campaña 173
L a serpiente 185
E n la t i e n d a 197
E l acueducto - 217
Moloch 235
E l desfiladero del H a c h a ; . . 267
Matho 307
CASA EDITORIAL MATJCCI
Mallorca, 226 y 228.—Apartado de Correos, 189
BARCELONA
»

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