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GUSTAVO FLAUBERT
BARCELONA
CASA EDITORIAL MAUCCL—MALLORCA, 2 2 6 y 2 2 8
Buenos Ayres México Habana
MAUCCI HERMANOS MAUCCI HERMANOS J . LÓPEZ RODRÍGUEZ
Cnyo, 1070 Primera del Reloz, 1 Obispo, 133 y 185
1901
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GUSTAVO FLAUBERT
BARCELONA
CASA EDITORIAL MAUCCL—MALLORCA, 2 2 6 y 2 2 8
Buenos Ayres México Habana
MAUCCI HERMANOS MAUCCI HERMANOS J . LÓPEZ RODRÍGUEZ
Cnyo, 1070 Primera del Reloz, 1 Obispo, 133 y 185
1901
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F S Z 7 s 1'
El festín
Salammbó 2
pués de vencer á Masisabal, puso su cabeza cortada en la mesa estaba un libio de talla gigantesca, con el cabello
proa de su navio.—«A cada oleada, se hundía bajo la es- negro muy corto.
puma; pero el sol la embalsamaba y se endureció como si Solo conservaba su coselete militar cuyas escamas de
fuera de oro; sin embargo no cesaban de llorar sus ojos y cobre desgarraban la púrpura del lecho. Un collar de pla-
las lágrimas se mezclaban á las salobres olas.» ta casi se escondía entre los pelos de su tórax. Manchaban
Contaba aquello en un antiguo dialecto can aneo que BU rostro salpicaduras de sangre, y se apoyaba en el codo
no comprendían los bárbaros. Se preguntaban absortos lo izquierdo sonriendo estático.
que decía acompañándose de tan espantosos gestos y su- Salammbó, no cantaba ya según el ritmo sagrado. Em-
bidos á las mesas, sobre los lechos y á las ramas de los pleaba simultáneamente todos los idiomas de los bárba-
sicomoros, con la boca abierta y alargando la cabeza, pro- ros, lo cual era una delicadeza propia de mujer, para ver
curaban comprender aquellas vagas historias que pare- si así, domaba su cólera. A los griegos hablaba en griego,
cían evocaciones de lo pasado vistas á través de la obscu- luego se dirigía á los liguros, á los de Campania y á los
ridad de las teogonias, como fantasmas envueltos en nu- negros y todos ellos escuchándola, hallaban en aquella
bes. voz la dulzura de su patria. Entusiasmada por los recuer-
Unicamente los sacerdotes sin barba, comprendían á dos de Cartago, cantaba las antiguas batallas contra Ro-
Salammbó. Sus arrugadas manos se estremecían y de ma, y ellos la aplaudían. Inflamábase viendo el brillo de
cuando en cuando arrancaban á las liras su sonido lúgu- las espadas desnudas. Gritaba, agitando sus brazos. Cayo
bre; pues más débiles que una mujer vieja, temblaban á su lira y ella calló. Apretando su corazón con ambas ma-
un tiempo de emoción mística y del miedo que les causa- nos, permaneció algunos minutos con los párpados cerra-
ban los hombres. Los bárbaros, no se cuidaban de ellos, dos, saboreando la agitación de aquellos hombres.
únicamente tenían ojos para la virgen que cantaba. Matho, el libio, se inclinaba hacia ella. Involuntaria-
Nadie le miraba con tanta atención como un jefe nú- mente se le acercó, é impulsada por el reconocimiento de
mida, joven, sentado en las mesas de los capitanes entre BU orgullo, vertió en una ancha copa de oro un chorro de
soldados de su país. Su cinturón estaba tan repleto de vino para reconciliarse con el ejército.
dardos que formaba como una giba bajo su ancho manto —«¡Bebe!»—dijo.
atado á sus sienes por una correa. De tal modo estaba en- Tomó la copa, y la acercaba á sus labios, cuando un
vuelta su cabeza, que solo se veía de su rostro las llamas galo, el mismo á quien Giscon había herido, le tocó en el
de sus dos ojos fijos. hombro, bromeando con aire jovial, en la lengua de su
Por casualidad estaba en el festín, pues su padre, le pais.
hacía vivir entre los Barca, según la costumbre de los Spendio, que estaba cerca, se ofreció á traducir sus pa-
reyes que enviaban á sus hijos al seno de grandes fami- labras.
lias para preparar alianzas; pero después de seis meses de —¡Habla!—dijo Matto.
estancia, Narr'Havas no había visto aún á Salammbó; y —Los dioses te protegen, vas á ser rico. ¿Cuando es la
en cuclillas, con la barba tocando casi los mangos de sus boda?
javalinas, la miraba con las narices dilatadas, como un —¿Qué boda?
leopardo agazapado entre bambúes. Al otro lado de la - ¡ L a tuya! pues entre nosotros,—dijo el galo.-cuaado
una mujer da de beber á un soldado, es que le ofrece su ,—¡Kol—dijo el esclavo;—me has librado del ergástulú,
¡soy tuyo! eres mi dueño! ¡ordena!
lecho.
Aun no había acabado, cuando Narr'Havas, dando un Matho, dió la vuelta á la terraza arrimado á las pare-
salto, sacó un dardo de su cintura, y apoyando el pie de- des, á cada paso escuchaba, y por entre las medias cañas
recho en el borde de la mesa, lo lanzó contra Matho. doradas, miraba dentro de las habitaciones silenciosas. Al
i dardo, silbó entre las copas, y atravesando el brazo cabo se detuvo con ademán desesperado.
del libio, lo clavó tan fuertemente en la mesa, que el —¡Escucha!—le dijo el esclavo.—¡Oh! no me despre-
mango temblaba en el aire. cies porque soy débil! H e vivido en el palacio. Puedo
Matho, lo arrancó en seguida; pero no tenía armas, es- como una víbora deslizarme entre las paredes. ¡Ven! Hay
taba desnudo; al fin levantando con ambas manos la mesa en el Salón de los Antepasados un lingote de oro debajo
la tiró contra Narr'Havas en medio de la multitud que de cada losa; un camino subterráneo conduce á sus tum-
se precipitaba para separarlos. bas.
Los soldados y los númidas estaban tan apretados, que —¿Qué me importa eso?—dijo Matho.
no podían tirar de sus machetes. Matho adelantaba dando Spendio calló.
tremendos golpes con la cabeza. Cuando la levantó, Narr' Estaban en la terraza. Una enorme masa de sombra se
Havas, había desaparecido. Le buscó con la mirada. Sa- extendía ante ellos, parecida al amontonamiento de mo-
lammbó tampoco estaba allí. les gigantescas, petrificadas por una acción descono-
cida.
Entonces, dirigiendo su mirada hacia el palacio, advir-
tió que en lo alto se cerraba la puerta roja con la cruz ne- Una línea luminosa se elevó en Oriente.
gra. Se precipitó. A la izquierda, en lo más profundo, los canales de Me-
Se le vió correr entre las proas de las galeras, luego, gara empezaban á vagar con sus sinuosidades blancas la
reaparecer á lo largo de las tres escaleras hasta la puerta verdura de los jardines.
roja contra la que hizo chocar todo su cuerpo. Se apoyó Poco á poco los techos cónicos de los templos heptágo-
anhelante contra la pared, para no caer. nos, las escaleras, las terrazas, las murallas, se destacaban
con limpieza sobre el fondo pálido del cielo; alrededor de
Un hombre le había seguido, y á través de las tinie-
la península cartaginesa, un cinturón de espuma blanca
blas, pues las luces del festín quedaban ocultas por el án-
ondulaba, mientras el mar esmeraldino, parecía inmovili-
gulo del palacio, reconoció á Spendio.
zado por la frescura de la mañana.
—¡Vetel—dijo.
Luego, á medida que el firmamente rosado parecía en-
El esclavo sin contestar, desgarró con sus dientes la tú-
sancharse, las altas casas inclinadas sobre las pendientes
nica y luego arrodillándose junto á Matho, le cogió deli-
del terreno se levantaban, se amontonaban, como un re-
cadamente el brazo, y le palpaba en la obscuridad para
baño de cabras negras que baja de las montañas. Las ca-
descubrir la herida.
lles desiertas, parecían más largas; aquí y allá, las palme-
A la luz de un rayo de luna que se deslizaba entre las ras sobresaliendo de las paredes no se movían; las cister-
nubes, Spendio, advirtió en el centro del brazo un aguje- nas llenas parecían grandes escudos de plata abandona-
ro sangriento. Aun cuando Matho, decía: «¡Déjame! ¡déja- dos en los patios; el faro del promontorio Hermtee,
me!» ató alrededor del brazo el trozo de tela,
dece de tal manera sus oídos que no oiría el paso de uft
empezaba á palidecer. En la cima de la acrópolis, en el
bosque de cipreses, los caballos de Eschemun, sintiendo
^Arrastró á Matho al otro extremo de la terraza, y desig-
la aproximación de la luz, ponían sus cascos sobre el pa-
nándole el jardín donde centelleaban al sol las espadas de
rapeto de mármol y relinchaban cara al sol.
los mercenarios suspendidas de los árboles:
Apareció; Spendio levantando los brazos lanzó un
grito. - ¡ A q u í hay hombres fuertes cuyo odio está exaspera
Todo se movía en una atmósfera rojiza, pues el Dios, do! nada les liga á Cartago, ni familia, ni juramentos, m
como desgarrándose, vertía sobre Cartago la lluvia de oro dl
°Matho, permaneció apoyado contra la pared; Spendio,
de sus venas. Los bauprés de las galeras centelleaban. El
techo de Khamon parecía arder; y en el fondo de los acercándose, prosiguió en voz baja: ,. . a
;Me comprendes, soldado? Nos pasearíamos cubiertos
templos, cuyas puertas se abrían, diríase que había esta-
de púrpura como los satrapas. Nos lavarían con agua^per-
llado un incendio.
fumada, yo tendría esclavos á mi vez! No estás harto de
Los grandes carromatos que llegaban de la campiña, dormir sobre la dura tierra, de beber el vmagre de los
daban sobre las losas de laa calles. Los dromedarios car- campamentos, y de oir de continuo la trompeta? Reposa^
gados de bagajes, bajaban las cuestas. Los mercaderes, rás más tarde. ¿No es cierto? ¡Si cuando
instalaban sus tiendas en las encrucijadas. Algunas ci- corona, para echar tu cadáver á los cuervos! O quizá,
güeñas volaron alejándose, las blancas velas de los bu- cuando, apoyado en un palo, ciego, cojo, débil, irás de P u e ^ "
ques palpitaban. Se oyó en el bosque de Tanit el tambo- en puerta cantando tu juventud á los ninos, y á los ven-
ril de las cortesanas sagradas, y en la punta de los Map- dedores de salmuera! Acuérdate de todas las injusticias
pales los hornos de cocer ataúdes de arcilla, empezaban á
de tu jefe; las noches pasadas sobre la nieve, las marchas
humear.
bajo un sol abrasador, las tiranías de la disciplina, y la
Spendio se inclinaba fuera de la terraza, sus dientes en- eterna amenaza de la cruz! Después de tantas miserias, te
trechocaban, y repetía: han dado un collar de honor, como se cuelga del pecho
—¡Ah! sí... sí... ¡Amo mío! comprendo porque desdeña- de los asnos un collar de cascabeles para aturdiría y ha-
bas hace poco el saqueo de la casa. cer que no sientan la fatiga. ¡Un hombre como tú más
Matho, pareció despertar al oir el sonido de su voz; pa- valiente que Pyrrho! ¡Si hubieses querido! ¡Ah! ,cuán di-
recía no comprender; Spendio añadió: choso serás en las amplias y frescas salas, escuchando el
—¡Ah! ¡cuántas riquezas! y los hombres que las poseen, són de las liras, recostado sobre flores, con bufones y mu-
no tienen siquiera hierro para defenderlas. jeres! ¡No me digas que la empresa es imposible! ¿Acaso
Entonces, señalando con su mano derecha extendida, los mercenarios no fueron ya dueños de Reggio y otras
algunos hombres de la plebe que se arrastraban sobre la plazas fuertes de Italia? ¿Qué te detiene? Hamücar está
arena para buscar granitos de oro: ausente, el pueblo execra á los ricos, Giscon nada puede
—Mira,—dijo;—la República, es como estos miserables, contra los cobardes que le rodean, pero tú, tu eres vahen-
inclinada sobre la orilla de los océanos, hunde en todas te y te obedecerán. ¡Manda! ¡Cartago es nuestra; apoderó-
las riberas sus brazos ávidos, y el rumor del oleaje, ensor- monos de ella!
—¡No!—dijo Matho,—la maldición de Moloch pesa só-
bre mí. Lo he comprendido viendo s^s ojos, y hace poco,
al pasar por un templo, un carnero negro retrocedió. Mi!
rando á su alrededor dijo: «¿Dónde está?»
Spendio, comprendió que una inquietud inmensa le
absorbía y no se atrevió á hablar más.
Detrás de ellos los árboles quemados, humeaban aún;
de sus ramas ennegrecidas caían de,1 cuando en cuando
monos casi carbonizados. Los soldados borrachos, ronca-
ban con la boca abierta al lado de los cadáveres, y los que
no dormían, inclinaban la cabeza, deslumhrados por la
luz del día. El suelo desaparecía bajo grandes charcos ro-
jos. Los elefantes balanceaban entre las estacas de sus
parques, sus trompas sangrientas. E n los abiertos grane-
ros, se velan sacos de trigo medio vertidos; y frente á la II >
puerta de los graneros, una larga línea de carretas amon-
tonadas por los bárbaros. Los pavos reales posados en loa E n Sicca
cedros, desplegaban la cola graznando.
La inmovilidad de Matho, asombraba á Spendio; esta-
ba más pálido que antes, y con los ojos fijos, apoyado en
la barandilla de la terraza, miraba algo en el horizonte.
Spendio, encorvándose, descubrió lo que contemplaba. Un
punto de oro, rodaba á lo lejos, entre el polvo por el cami- Sos días después, los mercenarios salieron
no de Utica; era la trasera de u n carro tirado por dos mu- " deCartago.
los; un esclavo corría delante de la lanza, sujetándolos por A cada uno se le entregó una moneda
la brida. En el carro se veían do3 mujeres sentadas. Las de oro á condición de que irían á acam-
crines de los animales se erizaban entre sus orejas á la ' * par en Sicca y se les dijo para halagarles:
moda persa, sujetas por un hilo de perlas azules. Spendio —Sois los salvadores de Cartago; pero
las reconocio, y ahogó un grito. Un gran velo, flotaba al si permanecíais en ella, produciríais el
viento detrás del carro. • hambre y no podría pagaros. Alejaos. La
República más tarde os agradecerá esta
condescendencia, Inmediatamente vamos á decretar im-
puestos; se os pagará íntegramente y se armarán galeras
para llevaros á vuestras respectivas patrias.
No sabían qué contestar á tales discursos; aquellos hom-
bres, acostumbrados á la guerra, se aburrían en una ciu-
—¡No!—dijo Matho,—la maldición de Moloch pesa só-
bre mí. Lo he comprendido viendo svs ojos, y hace poco,
al pasar por un templo, un carnero negro retrocedió. Mi!
rando á su alrededor dijo: «¿Dónde está?»
Spendio, comprendió que una inquietud inmensa le
absorbía y no se atrevió á hablar más.
Detrás de ellos los árboles quemados, humeaban aún;
de sus ramas ennegrecidas caían de,1 cuando en cuando
monos casi carbonizados. Los soldados borrachos, ronca-
ban con la boca abierta al lado de los cadáveres, y los que
no dormían, inclinaban la cabeza, deslumhrados por la
luz del día. El suelo desaparecía bajo grandes charcos ro-
jos. Los elefantes balanceaban entre las estacas de sus
parques, sus trompas sangrientas. En los abiertos grane-
ros, se velan sacos de trigo medio vertidos; y frente á la II >
puerta de los graneros, una larga línea de carretas amon-
tonadas por los bárbaros. Los pavos reales posados en loa E n Sicca
cedros, desplegaban la cola graznando.
La inmovilidad de Matho, asombraba á Spendio; esta-
ba más pálido que antes, y con los ojos fijos, apoyado en
la barandilla de la terraza, miraba algo en el horizonte.
Spendio, encorvándose, descubrió lo que contemplaba. Un
punto de oro, rodaba á lo lejos, entre el polvo por el cami- Sos días después, los mercenarios salieron
no de Utica; era la trasera de un carro tirado por dos mu- " deCartago.
los; un esclavo corría delante de la lanza, sujetándolos por A cada uno se le entregó una moneda
la brida. En el carro se veían do3 mujeres sentadas. Las de oro á condición de que irían á acam-
crines de los animales se erizaban entre sus orejas á la ' * par en Sicca y se les dijo para halagarles:
moda persa, sujetas por un hilo de perlas azules. Spendio —Sois los salvadores de Cartago; pero
las reconocio, y ahogó un grito. Un gran velo, flotaba al si permanecíais en ella, produciríais el
viento detrás del carro. • hambre y no podría pagaros. Alejaos. La
República más tarde os agradecerá esta
condescendencia. Inmediatamente vamos á decretar im-
puestos; se os pagará íntegramente y se armarán galeras
para llevaros á vuestras respectivas patrias.
No sabían qué contestar á tales discursos; aquellos hom-
bres, acostumbrados á la guerra, se aburrían en una ciu-
dad, y poco coetó convencerles. El pueblo subió á las mu-
rallas para verlos marchar. confianza, que los ¿ -
mezclaron con ellos. Se les bacía mu p ^
Desfilaron por la calle de Khamon y la puerta de Cyrta
entremezclados, arqueros con honderos, capitanes con sol- abrazaba. Algunos l e s S e les
dados, lusitanos con griegos, andaban con paso firme, ha- la ciudad por exceso de hipo esia y v le8 e n d -
ciendo resonar sobre las losas los pesados coturnos. Esta- echaban perfumes, flores J ™ ™ ™ ™ P ü 0 e i n haber
ban abolladas sus armaduras por las catapultas y sus ros- gaba amuletos contra las ^ f f ^ í r la muerte, ó
tros ennegrecidos por el polvo de las batallas. Gritos ron- escupido tres veces » ^ ^ X « Vencible
encerrado dentro pelos de chacay que p h
eos se escapaban de las espesas barbas, sus cotas de malla
cobardía. En voz alta se invocaba el favor
rotas, batían contra los puños de los machetes, y á través
en voz baja su m a l d i c i ó n ^ de carga y
de los agujeros del cobre se veían sus miembros desnudos,
terribles como máquinas de guerra. Seguía luego larga fila de bagajes, dromedarios
de rezagados. Los enfermos gemían Bobre lo d ^
Las largas lanzas, las hachas, los chuzos, las gorras de
y otros se apoyaban cojeando en u n trozo de p
fieltro y los cascos de bronce, todo oscilaba á la vez á im-
pulsos de un mismo movimiento. Llenaban la calle en rrachines se llevaban envuelta
toda su anchura, y aquella larga masa de soldados arma- des trozos de carne, £ r u t ^ p t ó a . Había algu-
dos discurría por entre altas casas de seis pisos embadur- en hojas de higuera y meve en sacos de ^ A
nadas de betún. nos que llevaban quitasoles y loros ^ M e de
frican
collar. Sa dejó conducir junto á las sacerdotisas de las dio-
camellos, que hacían sonar la gran esquila colgada de su
sas, pero bajó la colina sollozando como el que vuelve de
cuello, y csrca de ellos, galopaban muchos jinetes con ar-
un funeral.
madura de escamas de oro que les cubrían desde los talo-
Spendio, por lo contrario, era cada vez más atrevido, y
nes hasta los hombros.
estaba más alegre. Se le veia entre los soldados bebiendo
Se detuvieron á trescientos pasos del campamento, para
y bromeando de continuo. Componía las corazas abolla-
sacar de los estuches que llevaban á la grupa su escudo
das. Jugaba con puñales Iba al campo á recoger hierbas
redondo, su ancha espada, y BU casco á la beocia. Algunos
para los enfermos. E r a gracioso, decidor, parlanchín y dies-
r permanecieron con los camellos, los otros continuaron
tro. Los bárbaros se acostumbraron á sus servicios y ls es-
adelantando. Al cabo de pocos momentos, aparecieron las
timaban.
arma3 de la república, es decir los pales de madera azul,
En vano esperaban éstos un embajador de Cartago que terminados en cabezas de caballo y en piñas de pino.
les trajera sobre recua interminable de mulos, cestas re-
Los bárbaros se levantaron todos aplaudiendo; las mu-
pletas de oro; y de condnuo calculaban lo que debían co-
jeres se precipitaron hacia los guardias da la Legión y les
brar, trazando con sua dedos cifras en la arena.
besaban los pies.
Cada cual pensaba como se las arreglaría; tendrían con-
La litera adelantó llevada por doce negros, que mar-
cubinas, esclavos, tierras. Otros, anhelaban esconder su
chaban á pasos cortos y rápidos. No podían adelantar en
tesoro, ó arriesgarlo en expediciones marítimas. Pero á
línea recta, porque se oponían á su marcha las cuerdas de
causa de la ociosidad continuada, estallaban muchas dis-
las tiendas, los trípodes y los animales domésticos que en
putas entre infantes y jinetes, entre bárbaros y griegos.
gran número corrían sueltos por el centro dol campamen-
Cada día llegaban al campamento, muchos hombres to. A veces una mano carnosa, liena de sortijas, entreabría
casi desnudos con la cabeza envuelta en hierbas, para evi- las cortinillas; una voz ronca vomitaba injurias; entonces
tar los rayos del sol. Eran los deudores de los cartagineses, los portadores ee detenían, y después, cambiaban de di-
obligados á labrar sus tierras, que se escapaban de la do- rección.
minación odiosa. También afluían libios, aldeanos arrui-
Las cortinas de púrpura se levantaron, y se vió sobre
nados por los impuestos, desterrados, malhechores.
un amplio cojin una cabaza humana impasible y abota-
Todos abominaban de la República. Spendio más que gada. Las cejas, formaban como dos arcos de ébano uni-
nadie. Se hablaba de marchar en masa contra Cartago y dos por los extremos; lentejuelas .de oro centelleaban en-
llamar á los romanos. tre su pelo lanoso, y el rostro era tan pálido que parecía
embadurnado con polvos de mármol. El resto del cuerpo
desaparecía bajo las pieles quo llenaban lá litera.
Una noche, á la hora de la cena, se oyó un rumor que Los soldados reconocieron el hombre tendido al euffeta
cada vez se acercaba más, y á lo lejos, se vió una masa Hannon, el que había contribuido por su torpeza, á la
roja que adelantaba entre las ondulaciones del terreno. pérdida de la batalla de las islas Agates; en cuanto á su
Era una gran litera de púrpura que ostentaba en los án- victoria, de Hecatómpylo3 sobre los libios, si había demos-
gulos ramilletes da plumas de avestruz; guirnaldas de per- trado clemencia, era por avaricia, según pensaban los bár-
las adornaban sus ventanas cerradas. La seguían muchos baros, pues había vendido por su cuenta todos loa cauti-
r
• 1 • • •
vos, habiendo dicho á la República que les había matado. Se le ocurrió la idea de convccar á los capitanes; y en-
Después de escoger sitio á propósito para arengar á los tonces los heraldos gritaron aquella orden en griego,
soldados, hizo una señal; la litera se detuvo, y Hannon, lengua que, desde Xantippo, se empleaba para las voces
sostenido por dos esclavos, bajó al suelo tambaleándose. de mando en el ejército cartaginés.
Llevaba botas de fieltro negro adornadas con lunas de Los guardias apartaron á latigazos la turba de soldados;
plata. A sus piernas arrollábanse cintas parecidas á las de y bien pronto, los capitanes de las falanges y los jefes de
las momias, dejando escapar á trechos las carnes flAcidas. las cohortes bárbaras, llegaron ostentando las insignias de
Su vientre sobresalía de la túnica corta de color escarlata su grado y las insignias de su nación. Había cerrado la
que le llegaba á los muslos. La papada caía hasta su pe- noche, un gran clamoreo se elevaba en la llanura, aquí y
cho y su túnica pintada de flores, parecía estallar en los allá brillaban hogueras; todos hablaban preguntándose:
sobacos. Llevaba una banda, un cinturón y un ancho «¿Qué hay? ¿por qué no se distribuye el dinero?»
manto negro de dobles mangas. La riqueza de su traje, Hannon explicaba á los capitanes las cargas infinitas
su gran collar de piedras azules, sus broches de oro y sus de la República. Su tesoro estaba agotado. El tributo de
pesados aretes, hacían má3 asquerosa su deformidad. Hu- los romanos lo aplastaba.
biérase dicho que era un ídolo rechoncho mal cortado de De cuando en cuando se rascaba los miembros con su
un bloque de piedra, pues una pálida lepra extendida so- espátula, ó bien se interrumpía para beber en una copa
bre todo su cuerpo le daba la apariencia de las cosas de plata que le tendía un esclavo, hecha con cenizas de
inertes. Sin embargo, su nariz, encorvada como el pico de espárragos hervidos en vinagre, luego se limpiaba los la-
un buitre, se dilataba con violencia para aspirar el aire y bios con una servilleta de color escarlata, y añadía:
sus ojillos pitarrosos brillaban con fulgor duro y metáli- —Lo que antes valía un siclo de plata, vale hoy tres
co. Llevaba en la mano una espátula de oro para rascarse ehekels de oro, y las tierras sin cultivo, durante la guerra,
la piel. Dos heraldos soplaron en sus cuernos de plata; no producen nada. Nuestras pesquerías de púrpura están
cesó el tumulto, y Hannon habló. casi perdidas, y las perlas cuestan un ojo de la cara; ape-
Empezó por haccr el elogio de los dioses y de la Repú- nas si tenemos bastantes ungüentos para el servicio de los
blica; los bárbaros debían felicitarse por haberle servido, dioses. En cnanto á los manjares resultan carísimos. Por
mas era preciso mostrarse razonables, pues los tiempcs falta de galeras, no tenemos especias, y cuesta mucho ob-
eran malos. tener silphio, á causa de las rebeliones de Cyrene. Sicilia,
«Si un amo no tiene si no tres aceitunas, ¿no es justo donde tantos esclavos adquiríamos, se perdió para noso-
que guarde dos para él?» tros. Ayer mismo, por un bañero y cuatro pinches de co-
El viejo sufeta esmaltaba su discurso con proverbios y cina, di más dinero que en otras ocasiones por un par de
apólogos, moviendo la cabeza para solicitar la aproba- elefantes.
ción. Desenrolló una larga tira de papiro, y leyó sin perdonar
Hablaba en púnico y los que le rodeaban eran campa- una sola cifra, todos los gastos que el gobierno había hecho:
nianos, griegos y galos, de modo, que nadie le entendía. tanto para reparaciones de templos, como para pavimentar
Hannon lo advirtió, se detuvo, y balanceándose pesada- las calles, para la construcción de buque?, para las pea*
mente sobre una y otra pierna, reflexionó.
•
— 42 — — 43 —
querías de coral, para la3 máquinas de las minas en el Le miraron asombrados; luego, todos como por un
país de los cántabros.
acuerdo tácito, creyendo quizá haber comprendido, baja-
Pero los capitanes, lo mismo que los soldados, tampoco ron la cabeza en señal de asentimiento.
entendían el púnico, aunque los mercenarios se saludaran Entonces Spendio empezó con voz vehemente:
en esa lengua. —¡Ha dicho que los dioses de los demá3 pueblos, no
Los griegos, apretados en sus cinturones de hierro, agu- eran si no quimeras ante los dioses de Cartago! ¡0.3 ha lla-
zaban el oído, esforzándose en adivinar sus palabras, mado cobardea, ladrones, embusteros, perro3 é hijos de
mientras los montañeses, semejantes á osos, envueltos en perras! La República, ha dicho, no se vería obligada á pa-
sus pieles le miraban con desconfianza, ó bostezaban apo- gar, á no ser por vosotros, el tributo de los romanos; vues-
yados en EUS mazas con clavos de cobre. Los galos mo- tros desórdenes han hecto que se hayan acabado las pro-
vían murmurando su cabeza, y los hijos del desierto es- visiones de perfumes, de aromas, de esclavos y de silphio,
cuchaban inmóviles bajo sus trajes de lana gris. Cada vez pues estáis de acuerdo con lo3 nómada?, en la frontera de
llegaba más gente, los guardias, á quienes la multitud em- Cyrene. ¡Los culpables serán castigados! Ha leído la enu-
pujaba, tambaleábanse sobre sus caballos. Los negros sos- meración de sus suplicios; se les hará trabajar en empe-
tenían ramas de pino inflamadas, y el obeso cartaginés drar las calles, en armar navios, y á los demás, se les en-
continuaba su arenga, subido sobre un montículo de cés- viará á abrir las entrañas de la tierra en Cantabria.
ped.
Spendio dijo las mismas cosas á los griegos, á los cam-
^ Los bárbaros se impacientaban, se levantaron murmu- pamos, á los baleares; reconociendo muchos de los nom-
llos, y empezaron á apostrofar á Hannon. Este gesticula- bres propios que habían herido sus oidos. Los mercenarios
ba con su espátula. Los que querían hacer callar á los de- quedaron convencidos de que reproducía exactamente el
más, gritando, aumentaban el barullo. discurso del sufeta. Algunos le gritaron:
De repente, un hombre de pobre apariencia, llegó hasta —¡Mientes!
los pies de Hannon, arrancó la trompeta de un heraldo, Las voces se perdieron en el tumulto que levantaban
sopló, y Spendio (pues era él) anunció que iba á decir las otras. Spendio añadió:
algo importante. —¿No habéis visto que ha dejado fuera del campamen-
Al oir aquella declaración, rápidamente repetida en cin- to una reserva de sus ginetes? A una señal suja, acu-
co diversas lenguas, griego, latín, galo, líbico y balear, los dirán para matarnos á tolos.
capitanes medio riendo, medio asombrados, contestaron: Los bárbaros se volvieron hacia aquel lado, y como la
—¡Hablal [Habla! multitud se apartaba entonces, apareció en el centro de
Spendio vaciló, temblaba; por fin, dirigiéndose á los li- ella, adelantándose con la lentitud de un fantasma, un
bios que eran los más numerosos dijo: sér humano, encorvado, demacrado, enteramente desnu-
—¡Todos habéis oido las horribles amenazas de este do, y oculto hasta la cintura por largos cabellos entremez-
hombre! clados con hojas seca?, polvo y espinas. Llevaba alrede-
Hannon no replicó porque no comprendía el libio; y dor de la ciniura y de las rodillas trenzas de paja y hara-
para continuar el experimento, Spendio repitió la misma pos de tela. Su piel, blanda y terrosa, colgaba sobre sus
frase en los demás idiomas de los bárbaros. huesos como pingajos de unas ramas secas; sus manos
temblaban con estremecimiento continuo y caminaba
apoyándose en un palo de olivo. Los cadáveres fueron colocados entre los brazos de los
dioses Pataicos que rodeaban el templo de Khamón. Se
^ Llegó junto á los negros que sostenían las antorchas.
le3 echó en cara todos los crímenes d9 I03 Mercenarios.
Una especie de mueca de idiota descubría sus encías páli-
Su gula, sus robos, sus impiedades, sus desdenes, y la
das. Sus grandes ojos asombrados recorrían las filas de los
muerte de los peces en el jardín de Salammbó.
bárbaros que le rodeaban.
Sus cuerpos sufrieron infame3 mutilaciones; los sacer-
Pero, lanzando un grito de espanto, se echó hacia atrás
dotes quemaron sus cabellos para atormentar su alma. Se
tapándose con los cuerpos de aquellos. Balbuceaba: «¡He-
les colgó en pedazos en las tiendas de los carniceros; algu-
los aquí! ¡Helos aquí!» señalando á les guardias del sufeta
nos llegaron á morder aquellas carnes; y por la noche,
inmóyiles dentro de sus relucientes armaduras. Sus caba-
para ocultar aquella iniquidad, ardieron grandes piras en
llos piafaban deslumhrados por la luz de las antorchas,
las encrucijadas.
que chisporroteaban en las tinieblas: el espectro humano
se agitaba y gritaba: Aquellas eran las llamas que habían visto los soldados,
á lo lejos, reflejarse en el agua del lago. Pero habiéndo-
— ¡Ellos les han matado!
se incendiado algunas casas, echaron por encima de las
Al oir aquellas palabras que vociferaba en balear, sus
murallas los cadáveres y los agonizantes; Zarxas perma-
compatricios llegaron y le reconocieron; Bin contestarles
neció basta el día siguiente entre I03 cañaverales de las
repetía:
orillas del lago; luego se alejó á campo traviesa en pos del
—¡Sí, todos muertoB, todos! ¡Aplastados como pasas! ejército, siguiendo las huellas impresas en el polvo.
¡Cuán fuertes eran! ¡Los honderoel ¡Mis compañeros, los
Por la mañana se ocultaba en las cavernas, y por la no-
vuestros!
che se ponía de nuevo en marcha, cubierto de sangrien-
Se le hizo beber vino y lloró, luego, volvió á hablar. tas llagas, hambriento, enfermo, viviendo de raíce3 y de
Spendio no pudo contener su alegría; explicando á los carroñas. Al cabo, un día vió relucir la3 lanzas á lo lejos,
griegos y á los libios el hecho que contaba Zarxas, no po- y las siguió, á pesar de que su razón estaba turbada á
día creer en él de puro contento. Los baleares palide- fuerza de terrores y de miserias. La indignación de los
cían al saber como habían muerto eus compañeros. soldados, contenida mientras habló el balear, estalló como
Era una tropa de trescientos honderos, desembarcados una tempestad; querían asesinar á I03 guardias y al gene-
la víspera, que aquel día durmieron demasiado. Cuando ral. Algunos se interpusieron diciendo que era mejor oír-
llegaron á la plaza de Khamón, los bárbaros hablan mar- le y saber si se les pagaría. Entonces todos gritaron: «¡El
chado, y ellos estaban sin defensa, pues sus balas de ar- dinero!» Hannon les contestó que lo había traído.
cilla se habían cargado con los demás bagajes. Se les de- Corrieron á las avanzadas y pronto todo el equipaje del
jó penetrar en la calle de Satheb hasta la puerta de enci- sufeta llegó á sus pies, empujado por los bárbaros. Sin
na chapeada de cobre. Eatonces el pueblo se lanzó contra esperar á los esclavos, rompieron correas, y destrozaron
ellos con irresistible impulso. cestas. Encontraron trajes preciosos, esponjas, rascado-
E n efecto, los soldados recordaron un gran grito; Spen- res, cepillos, perfumes y punzones de antimonio para pin-
dio, que huía á la cabeza de las columnas, no le había tarse los ojos.
oído.
Todos aquellos objetos pertenecían á los guardias, que
eran hombres ricos acostumbrados á aquellas delicado- Tanta injusticia, les exasperó, y arrancaron los palos
zas.
de las tiendas, y arrollaron sus mantos y ensillaron sus ca-
Después se encontró, sobre un camello, un gran cubo
ballos; cada cual tomó su ca-co y espada, y en un instan-
de bronce; pertenecía al sufeta que se bañaba en el ca-
te todos estuvieron prestos. Loa que no tenían armas se
mino pues habla tomado toda suerte de precauciones,
lanzaron á los bosques para proveerse de palos.
nasta la de llevarse en jaulas comadrejas de Hecatómpvlcs
que se quemaban vivas para hacer la tisana. Amanecía; los habitantes de Sicca, despertados por el
ruido, se agitaban en las calles. «Van á Cartago», decíase,
Como su enfermedad lo daba gran apetito, llevaba gran y aquel rumor se extendió por la comarca entera. De cada
cantidad de víveres y vino, salmuera, pescados con miel, sendero de cada barranco, surgían hombres, los pastores,
grasa de ganso derretida y recubierta de nieva y paja des- bajaban corriendo de las montañas. Cuando los bárbaros
menuzada. La provisión era considerable. A medida que habieron partido, Spsndio recorrió la llanura montado
abrían las cestas y aparecían aquellos manjares, resona- sobre un caballo pú-dco, llevando con él á su esclavo que
ban formidables carcajadas. conducía de la brida un tercer caballo.
En cuanto á dinero, no había sino dos grandes cofres Una sola tienda estaba en pie.
de esparto; en uno de ellos había discos de' cuero de los Spendio entró er. ella.
que la República se servía para ahorrar el numerario; y —¡Levántate, amo! ¡levántate! ¡nos marchamos!
como los bárbaros parecieron sorprendidos, Hannon de- —¿Dónde vais?—preguntó Matho.
claró que siendo sus cuentas muy embrolladas, los Anti- — ¡A Cart3go!—gritó Spendio.
guos no habían tenido espacio para examinarlas. Se les Matho montó de un salto en el caballo que el esclavo te-
enviaba aquello á cuenta. Entonces todo fué removido, nía junto á la puerta.
mu os, criado?, litera, bagajes, provisiones.
Los soldados tomaron las monedas de las sacos para
lapiaar á Hannon. Con gran trabajo pudo subir á un asno
y huyo agarrándose á las crines, lanzando alaridos, lio-
rando y ñamando la maldición de todos los dioses sobre
el ejército.
Su ancho collar de pedrería, saltando, Regaba hasta su
frente y orejas y le cegaba.
Mordía con los dientes su largo manto que arrastraba y
desde lejos los bárbaros le gritaban:
-»¡Vete, cobarde! ¡marrano! ¡cloaca, Molocb! desuda tu
oro y tu peste! ¡Aprisa, más aprisa!» La escolta, aterrori-
zada, galopaoa junto á él, pero el furor de loa bárbaros no
se apaciguó. Recordaron que muchos da ellos que mar-
charon á Cartago, no habían vuelto; les habían matado
sin duda.
III
Salammbô
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Salammbô
tendidas de una en otra casa, parecían gigantescos mur-
ciélagos desplegando sus alas. Solo se oía el ruido de las mamento. Luego, con los codos pegados á los costados,
ruedas hidráulicas que subían û agua al último piso do los antebrazos rectos, y las mano3 abiertas echando atrás
la cabeza bajo los rayos de la luna dijo:
los palacios; en el cintro de las terrazas, I03 camellos des-
cachaban tranquilamente con lss patas replegadas bajo el —,Oh Rabbetnal... ¡Raabet!... ¡Tanit!...—Y su voz sona-
ba de un modo plañidero como haciendo un llamamien-
vientre, á modo de avestruces. I os porteros, dormían en
to—¡Anaitis! ¡ Aetarté! ¡Derceto! ¡Astoreth! ¡Mylitta!¡Atha-
la calle atravesados ante las puertas; la sombra de I03 co-
ra! ¡Elissal ¡Tiratha! por los símbolos ocultos, por los sis-
losos se alargaba en Jas desiertas plaza?; á lo lejos la hu-
tros sonoros, por ios surcos de la tierra, por el eterno si-
mareda de un sacrificio que aun ardía se escapaba por
lencio y por la fecundidad eterna deminadora del mar
entre las tejas de bronce y la brisa petada, traía entre-
tenebroso y de las playas remotas! ¡oh! ¡reina de las ccsas
mezclados con lea perfumes de plantas aromáticas las húmedas, salud!
emanaciones marinas, y la exhale ci ó n de las murallas
Balanceó el cuerpo entero durante dos ó tres veces, y
que despedían en aquella hera el calor que les pre3tó el
luego cayó hundiendo la frente en el polvo, con los bra-
sol. Alrededor de Cartago resplandecían las sombras in- zos extendidos.
móviles, pues Ja luna alumbraba con sus rayos el golfo
Su enclava la levantó rápidamente, pues era preciso se-
rodeado de montañas y el lago de Túnez, donde I03 feni- gún los ritos, que alguien arrancara al penitente de eu
copteros entre les bancos de arena, formaban largas rayas prc&ternacióa. Aquello equivalía á decirle que los dioses
rojas mientras que más allá, junto á las catacumbas la aceptaban su súplica, y la nodriza de Salammbô cumplía
gran laguna salada relucía como un trozo de plata. La bó- siempre aquel deber piadoso.
veda del cielo azul, se hundía en el horizonte limitada á Unos mercaderes de Tetulia la trajeron de niña á Car-
un lado por la polvareda de las llanuras y del otro por las tago, y ni aun después de obtener su libertad, quiso aban-
brumas del mar, y en la cima de la Acrópolis, los cipreses donar á sus dueños, como lo probaba su oreja derecha
piramidales que rodeaban el templo de Eschmím se ba- atravesada por un ancho agujero. Unas sayas multicolo-
lanceaban y murmuraban como las olas que batían lenta- res caían desde sus caderas hasta los tobillos, ceñidos por
mente la playa al pie de ios muros. dos aros de estaño. Su rostro, como aplastado, era amari-
Salammbô subió á la terraza de su palacio sostenida llo como su túnica. Largas agujas de plata formaban un
por una esclava que llevaba en una fuente carbones en- sol detrás de su cabeza. Llevaba en una de las ala3 de la
cendidos. nariz un botón de coral, y permanecía junto al lecho más
En el centro de la terraza había un lecho de marfil, cu- erguida que un hermes y con los párpados bajos.
bierto de pieles de lince con cogines de plumas de loro, Salammbô se adelantó hasta el extremo de la terraza.
animal fatídico consagrado á los Dioses y en los cuatro Durante un momento, sus ojos recorrieron el horizonte y
ángulos, se elevaban altas pebeteros, lienoa de nardo, in- después se fijaron en la ciudad dormida, y el suspiro que
cienso, cinamomo y mirra. El esclavo encendió I03 pebe- lanzó, levantando los pechos hizo ondular de un extremo
teros. Salammbô miró la estrella polar; saludó lentamente á otro la larga simaría blanca que pendía de su cuello sin
los cuatro puntos cardinales, y se arrodilló sobre el polvo broche ni cinturón. Sas sandalias do punta retorcida des-
de azur sembrado de estrellas
• de oro á imitación del fir-
aparecían bajo un montón de esmeraldas, y una redecilla
de púrpura encerraba su abundante cabellera. »¡Oh! ¡Tanit! ¿me quieres, verdad? ¡Te he mirado tan-
to! ¡Pero no! ¡Tú corres en tus dominios de azúr, y yo
Levantó la cabeza para contemplar la luna y mezclando
permanezco sobre la tierra inmóvil! Taanach, toma su ne-
á sus palabras fragmentos de himno, murmuró:
val y púlsalo y pulsa poco á poco la cuerda de plata pue3
«¡Cuán ligeramente ruedas sostenida por el eter im-
mi corazón está muy triste. »
palpable! El movimiento que tu agitación produce, en-
gendra I03 vientos y los rocíos profundos. Conforme cre- La esclava levantó una especie de arpa de ébano más
ces ó decreces, se ensanchan ó disminuyen los ojos de los alta que ella y triangular como un delta; puso la punta
gatos y las manchas de las panteras. |Las esposas claman en un globo de cristal y empezó á tocar con ambas ma-
tu nombre entre los horrores del parto! ¡Tú hinchas las nos.
conchas! ¡Por tí hierven los vinos! ¡Tú corrompes los ca- Sucedíanse los sonidos sordos y precipitados como el
dáveres! ¡En el fondo del mar las perlas te deben la zumbido de las abejas, y adquiriendo poco á poco mayor
vida! sonoridad, huían en alas de la noche con la queja de las
olas y el estremecimiento de los grandes árboles en la
»Todos los gérmenes ¡oh, Diosa! fermentan en las obscu- cima de la Aeropoli?.
ras profundidades de la humedad. Cuando apareces se es-
— ¡Cállate!—exclamó Salambó.
parce una augusta soledad en la tierra; ciérrense las flo-
—¿Qué tienes, ama? La brisa que sopla, la nube que
res, las olas se calman, los hombres fatigados se tienden
pasa, todo ahora te molesta y agita.
mostrándote su pecho, y el mundo con sus océanos y BUS
—No sé.
montes, se mira en tu rostro como en un espejo. Eres
—Las largas oraciones te cansan.
bisnca, dulce, luminosa, inmaculada, protectora, purifica-
—¡Oh, Taañach, quisiera disolverme en ellas como una
dora, serena!»
flor en el vino.
El astro se mostraba entonces sobre la montaña de las —Quizá es el aroma de los perfumes.
Aguas Calientes, sobre el corte que seperaba sus dos ci- —¡No!—dijo Salammbó; el espíritu délos dioses habita
mas. Debajo de ella, fulguraba una estrella diminuta y en los perfumes.
tenía en derredor un gran círculo pálido. Salammbó aña-
Entonces la esclava, le habló de su padre. Sa le creía
dió:
en la comarca del Ambar, más allá de las columnas de
«¡Cuán terrible eres, ¡oh, dueña! ¡Tá produces los Malkarth. «Si no vuelve, le decía, será preciso que esco-
monstruos, las fantasmas aterradores! los engañosos en-, jas ua esposo entra I03 hijos de loa Antiguos, y entonces,
sueños; tus ojos devoran las piedras de los edificios y 'os tus penas sa disiparán en brazo3 de un hombre.»
monos enferman cada vez que te rejuveneces. —¿Por qué?—preguntó la joven.
»¿A dónde vas? ¿Per qué cambias perpetuamente de for- Todos los que hasta entonces había visto la causaban
ma? Tan pronto curva y recortada te deslizas por los es- horror con sus risas da animal faroz, y sus miembros gro-
pacios como una galera sin mástiles, como entre las estre- seros.
llas pareces á un pastor que guarda su rebaño. Fúlgida y. — A veces Taanach, ee exhala del fondo de mi sér como
redonda, roza3 la cima de loa montee como la rueda de¡ un hálito ardiente, más denso que los vapores de un vol-
un carro, cán. Oigo voces que me llaman, un globo de fuego, rueda
y sube por mi pecho, me ahoga, voy á morir; y luego, algo
suave, corriendo desde la frente hasta los pies, penetra en Sabía toda3 sus aventuras, conocía todos sus nombres que
mi carne... es una caricia que me envuelve, y me siento repetía como si tuvieran para ella una misma significa-
aplastada como si un Dios se tendiera sobre mí. ¡Ahí qui- ción. A fia de desentrañar las profundidades de su dog-
siera diluircne en la bruma de las noches, en la linfa de ma, quería conocer en lo más secreto del templo el anti-
las fuentes, en la savia de los árboles, abandonar mi cuer- quísimo ídolo con su manto magnífico del que dependían
po, no ser sino un soplo, an rayo y deslizarme, subir has- los destinos de Cartago, pues la idea de un dios no se des-
ta til ¡Oh! ¡Madre! prendía con claridad de su representación, y tocar, ó has-
ta ver su simulacro, era arrancarle parte de su virtud, y
Levantó sus brazos en alto sacando el pecho é irguiendo en cierto modo dominarle.
el talle, pálida y ligera como la luna. Luego, cayó sobre el
Salammbó se volvió. Había reconocido el ruido de las
lecho de marfil anhelante; pero Taanach le puso un collar
campanillas de oro que Sehahabarim llevaba en el extre-
de ambar con dientes de delfin para-ahuyentar loa terro-
mo de su túnica. El sacerdote subió las escaleras; luego al
res, y Salambó dijo con voz casi extinta.
llegar al umbral de la terraza se detuvo, cruzando los bra-
—Ve á buscar á Schahabarin. zos.
Su padre no qui-: o que entrara en el colegio de las sa-
Como lámparas sepulcrales, brillaban sus ojos hundi-
cerdotisas, ni que se le diera á conocer los rito3 de la Ta-
dos, su alto y delgado cuerpo, flotaba dentro de su túnica
nit popular. La reservaba para alguna alianza que pudie-
de lino, pesada por les cascabeles que alternaban junto á
ra servir á sus miras políticas. Así es que vivía aislada en
sus talones con bolas de esmeralda. Tenía los miembros
el palacio. Su madre había muerto hacía muchos años.
débiles, oblicuo el cráneo, puntiaguda la barba; su piel
Creció entre abstinencias, ayunos y purificaciones, siem- parecía fría y su rostro amarillo, surcado de profundas
pre rodeada de cosas exquisitas y graves, saturado el cuer- arrugas, delataba una pena horrible.
po de perfumes y embebida en oraciones el alqáa. Nunca
Era el sacerdote de Tanit el que educara á Salammbó.
había probado el vino, ni comido carne, ni tocado bestia
—Habla,—dijo.—¿Qué quieres?
inmunda ni puesto les pies en la casa de un muerto. Ig-
—Esperaba... me habías casi prometido-
noraba los simulacros obscenos, pues cada dio3 se mani-
Balbuceaba, se turbó. De repente dijo:
festaba bajo formas distintas, rindiéndosele á menudo
—¿Por qué me desprecias? ¿He olvidado' ncaso algún
cultos contradictorios, y Salammbô adoraba á la diosa en
rito? Eres mi dueño y ms has dicho que nadie como yo
su aspecto sideral. La influencia de la luna pesaba sobre
comprendía el culto de la diosa. Pero yo veo que guardas
la virgen, y cuando el astro disminuía languidecía Sa-
secretos para mí. Es verdad, ¡oh padre!
lammbô. Triste y débil durante el día, se reanimaba por
Sehahabarim recordó las órdenes de Hamilcar y' con-
la noche. Durants un eclipse, poco faltó para que mu-
testó:
riera.
—No, no te oculto nada.
Pero la Rabbet, celosa se vengaba de aquella virginidad —Un genio;—replicó la joven,—me impulsa á tal amor.
sustraída á sus sacrificios y atormentaba á Salammbô con He subido las gradas de Eschmun, dios de las plantas y
obsesiones tanto más fuertes, cuanto más vagas eran. de las inteligencias; he dormido bajo el olivo de oro de
La hija de Hamilcar pensaba en Tanit continuamente. Melkarth, patrón de las colonias tirias; empujé las pUer-
«
tas de Baal Kharnon, dios de la luz y la fecundidad; he pertó al oir las últimas palabras y Schahabarim, como ce-.
sacrificado á los kabyros subterráneos, á I03 dieses de los diendo, dijo:
bosques, de los vientos, de los ríos y de las montañas, pe- - Suspira y gobierna los amores de los hombres.
ro todos están harto lejanos, harto elevados, son harto in- - ¡Los amores de los hombres! - r e p i t i ó Salammbô como
sensibles, ¿comprendes? mientras ella, siento que se mez- entre sueños.
cla en mi vida, llena mi alma y me estremezco por inter-
- Es el alma de Cartago,—continuó el sacerdote—y
nos impulsos, como si la diosa quisiera escaparse. Paréce-
aunque alienta en todas partes, aquí es donde habita bajo
me que voy á oir su voz, á ver su rostro, y me deslumhran el velo t agrado.
relámpagos fulgurantes, y luego vuelvo á hundirme en las —¡Padre míe!-exclamó Salambó—la veré, ¿verdadr1
tinieblas. ¡Tú me guiarás! hace mucho tiempo que vacilaba. La cu-
Callaba el sacerdote. La joven le suplicaba con la mi- riosidad que siento me devora. Piedad, acude en mi auxi-
rada. lio, partamos!
Al cabo, hizo alejar la esclava que no era de raza ca- El sacerdote la apartó con un gesto violento y orgu-
nanea, y levantando un brazo en el aire, dijo: lloso.
—Antes de los dioses solamente existían las tinieblas, —¡Jamás! ¿no sabes que es un secreto mortal? Los Baals,
y un soplo pesado é indistinto como la conciencia del
hermafroditas, üúlo dejan caer sus velos para nosotros so-
hombre flotaba eobre la nada. Se contrajo creando t-1 de-
los, hombres por el espíritu, mujeres por la debilidad. Tu
sierto y la Nube, y del Deseo y de la Nube surgió la Ma-
deseo es un sacrilegio. ¡Bástete la ciencia que posees!
teria primitiva. Era un agua fangosa, negra, helada. En-
Cayó de rodillas poniendo ambos dedos índices junto á
cerraba monstruos insensibles, partes incoherentes, de for-
sus orejas en señal de arrepentimiento. Sollozaba oyendo
mas que aun debían nacer, y que están pintadas en I03
santuarios. las palabras del sacerdote, arrebatada á la vez de cólera,
de terror y de admiración. Schahabarim permanecía in-
Luego la materia se condensó; se convirtió en un hue-
sensible como las piedras del edificio; la miraba tembloro-
vo. Se rompió. La mitad formó la tierra, la otra mitad el
sa á sus pies y experimentaba una especie de alegría vién-
firmamento. El sol, la luna, los vientos, las nubes, apare-
dola sufrir por su divinidad á la que él tampoco podía co-
cieron, y al estallido del trueno despertaron I03 seres inte-
nocer.
ligentes. Entonces Eschmun se extendió por la estrellada
Empezaban á piar los pájaros, soplaba un viento frío, y
esfera; Khamon resplandeció en el sol, Melkarth con sus
blancas nubecillas corrían por el firmamento pálido.
brazos le empujó hacia Gades; los Kabyrios bajaron á los
De repente advirtió en el horizonte detrás de Túnez, co-
volcanes, y Rabbetna, semejante á una nodriza, se inclinó
mo una niebla ligera que se arrastraba sobre el suelo; des-
Kobre el mundo vertiendo su luz como leche, y su noche
pués, aquello se convirtió en una cortina de polvo gris, y
como un manto.
entre los torbellinos de aquella masa polvorienta, asoma-
—¿Y después?-dijo Salambó. ron cabezas de dromedarios, lanzas y escudos. Era el ejér-
Después le contó el secreto de las vírgenes para dis- cito de los bárbaros que avanzaba hacia Cartago.
traerla de sus obsesiones; pero el deseo de la virgen des-
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_ — ¡ ^ o s habitantes de la campiña, montados en
I b asnos ó corriendo á pie, pálidos, sin alien-
•± to, locos de terror, llegaron á la ciudad.
% Huían ante el t-jército. En tres días había
6 M S I Í S Í B a l v a < 1 ° ! a distancia que existe entre Sic-
k (á ca y Cartago para arrasar esta última.
'/• r Cerráronse las puertas y casi al mismo
tiempo aparecieron I03 bárbaros; pero se
a detuvieron en mitad del itsmo, á orillas
t/ del lago.
Al principio no se mostraron hostiles. Mucho3 se acer-
caron ostentando palma3. Se les rechazó á flechazos por-
que inspiraban un terror indecible.
Por la mañana y al anochecer, se veía á algunos de los
mercenarios errar á lo largo de las murallas. Se hacia no-
tar sobre todo por su persistencia un hombrecillo cuida- rayas de azur, cúpula de cobre, arquitrabes de mármol,
dosamente envuelto en un manto y cuyo rostro desapare- contrafuertes babilónicos, obeliscos apoyados y hundidos
cía bajo una visera. Durante largas horas permanecía mi- en el suelo por la punta, semejantes á antorchas inverti-
rando el acueducto con tal insistencia, que sin duda que- das. Los peristilos llegaban á los frontones; las volutas
ría engañar á los cartagineses acerca de sus verdaderos serpenteaban entre las columnatas; las paredes de granito
designios. Otro hombre le acompañaba, que era una espe- sostenían techumbres de tejas, y todos aquellos edificios su-
cie de gigante que iba con la cabeza desnuda. bían uno sobre otro, ocultándose á medias de una manera
Pero Cartago estaba bien defendida en toda la exten- maravillosa é incomprensible. Se advertían allí la sucesión
sión del itsmo, primero por un foso, después por un talud de las épocas y el recuerdo de patrias olvidadas.
cubierto de cé - ped, y por último, por la muí alia, alta de Detrás del Acropolis, en terrenos arcillosos, el camino
treinta codos, toda de piedra de sillería, formando doble de los mappales bordeado de tumba?, llegaba en linea rec-
cuerpo. ta desde la plaza hasta las catacumbas; grandes casas se
De trecho en trecho se levantaban sobre el segundo erguían en el centro de los jardines, y aquel tercer barrio,
cuerpo grandes torres almenadas que sustentaban escu- Megara, la ciudad nueva, llegaba hasta el borde del acan-
dos de bronce suspendidos á unos grandes garfios. tilado, donde se levantaba un gigantesco faro que ardía
Aquella primera línea de murallas defendía el barrio de tedas la3 noches.
Malqua, donde vivían marineros y tintoreros. Se veían los Cartago se desplegaba asi ante los soldados que ocupa-
mástiles en que se secaban las velas de púrpura, y en las ban la llanura.
últimas terrazas las hornillas de arcilla para cocer la sal- Desde lejo3 reconocían loa mercados, las encrucijadas;
muera. disputaban acerca del sitio y del nombre de los templos.
En la parte opuesta de la ciudad extendía en anfiteatro El de Khamoa, enfrente de los Sisitas, tenía tejas de oro;
sus altas casas de forma cúbica. Las había de piedra, de Meikartb, á la izquierda da Eschmun, ostentaba en su te-
madera, de guijarros, de caña, de tapia. Los bosques de cho ramas de coral; Tanit, más allá, redondeaba entre pal-
los templos, formaban como lagos de verdura en aquella meras su cúpula de cobre. El negro Moloeh estaba al pie
montaña de bloques pintados de diversos colores. Las pla- de las cisternas, hacia el faro. En el ángulo de los frontis-
zas públicas la nivelaban á distancias desiguales. Innume- picios, en lo alto de las paredes, en las esquinas de las pla-
rables callejuelas, entrecruzándose, le surcaban de uno á za?, por todas partes, se veían divinidades da asquerosas
otro extremo. cabezas, colosales ó rechonchas, con vientres enormes, con
Se advertía aún los recintos de los tres antiguos barrios; las fauces abiertas, extendidos los brazos y llevando en la
se levantaban aquí y allá como grandes escollos, alargan- mano horcas, cadenas ó javalinas; y el azul del mar, dibu-
do sus enormes masas, cubiertas de plantas trepadoras jándose en el fondo de las callee, las hacía parecer más
ennegrecidas por las inmundicias, y las calles pasaban por escarpadas por un efecto de perspectiva.
sus aberturas profundas como los ríos bajo los puentes. Una multitud bulliciosa las llenaba desde la mañana
La colina de la Acropolis, en el centro de Byrsa, desapa- hasta la noche; mancebos que agitaban campanillas, vo-
recía bajo un desorden de monumentos. Veíanse templos ceaban en la puerta de los baños; las tiendas de bebidas
de columnas con capiteles de bronce, conos de piedra con calientes humeaban, y por donde quiera resonaba el ruido
de los yunques y el mugir de las fraguas. Los galles blan- Matho tomó el mando de su3 soldados. Les hacía ma-
cos, consagrados al Sol, cantaban en las terrazas; I03 bue- niobrar sin descanso. Se le respetaba por su valor y por
yes que se degollaban mugían en los templos, los esclavos su fuerza sobre todo. Inspiraba además una especie de te-
corrían con cestas en la cabeza, y en los vanos de los pór- rror místi o, pues se creía que por la noche hablaba con
ticos, algún sacerdote aparecía envuelto en su obscuro fantasmas. Los otros capitanes se animaron al ver su ejem-
manto, con los pies descalzos y el gorro puntiagudo. plo. El ejército adquirió pronto severa disciplina. Los car-
Aquel espectáculo de Cartago irritaba á los bárbaros. tagineses oían desde sus casas I03 toques de atención y
La admiraban, la execraban y á la vez hubiesen querido mando. Al cabo los bárbaros se acercaron.
habitar la ciudad y destruirla. ¿Qué habla en el Puerto Para aplastarlos en el i'soio, hubiese sido preciso que
Militar defendido por triple muralla? Luego, detrás de la dos ejércitos les acometieran á la vez, uno por el golfo de
ciudad, en el fondo de Megara estaba más alto que el Utica, ctro por la montaña de Aguas Calientes. Pero, ¿có-
Acropolis, el palacio de Hamilcar. Los ojos de Matho se mo hacerlo con la sola Legión sagrada, fuerte de seis mil
fijaban de continuo en él. Subía á I03 olivos y se inclina- hombres á lo sumo?
ba, resguardando con la mano sus ojos para ver mejor. Si se inclinaban hacia Oiiente, se juntarían á los nóma-
Los jardines estaban vacíos, y la puerta roja con la cruz das é interceptarían el camino do Cyrene y el comercio
negra permanecía siempre cerrada. del desierto. Si se replegaban hacia occidente, sublevaría-
Más de veinte veces dió la vuelta á les murallas buscan- se la Numidia. La falta de víveres les haría devastar como
do alguna brecha para entrar. Una noche se echó al golfo una nube de langostas, las campiñas; los ricos temblaban
y durante tres horas nadó ein descanso. Lllegó hasta el por sus hermosas quintas, por sus viñas, por sus cultivos.
pie de les Map pales y quiso subir per el acantilado. Deso- Hannon propuso medidas atroces é impracticables, ta-
llóse las rodillas, rompióse las uñas y cayó de nuevo al les como prometer fuertes sumas por cada cabeza de bár-
agua sin lograr su objeto. baro, ó que por medio de buques y máquinas se incendia-
Su impotencia le exasperaba, estaba celoco de aquella ra su campamento.
Cartago que encerraba á Salsmmbó, como de alguien que Su colega Giscon quería, por lo contrario, pagarles. Pero
la hubiera poseído. Desapareció su enervamiento, y un á causa de su popularidad, los Antiguos le detestaban,
ardor continuado de acción le dominaba. Con las mejillas pues temían una dictadura, y por terror de ella y de la
inflamadas, irritados los ojos, ronca la voz, atravesaba con monarquía, so esforzaban en atenuar lo que de ellas sub-
paso rápido el campamento, ó bien sentado en la orilla, sistía ó lo que podía restablecerlas.
frotaba con arena su enorme espada. Disparaba flechas Fuera de las fortificaciones habitaba nna raza de origen
contra I03 buitres que pasaban. Su cólera se expandía en desconocido, compuesta de cazadores de puerco espines,
palabras furiosas. que se alimentaban de moluscos y serpientes. Iban á las
—Dá rienda suelta á tu cólera, como un carro arrebata- cavernas á coger hienas vivas, que por las noche3 hacían
do por sus corceles,—decía Spendio;—grita, blasfema, des- correr por las arenas de Megara, entre las agujas petreas
truye y mata. El dolor se mata con sangre, y ya que no de las tumbas. Su3 cabañas de barro estaban pegadas al
puedes satisfacer tu amor, conserva tu cólera, ella te sos- acantilado como nidos de golondrinas. Vivían allí ein go-
tendrá. bierno y sin dioses, entremezclados, completamente des-
nudo3, á u n tiempo débiles y feroces, y execrados desde vender la reserva de Silfio, sobrecargar de tributos las
antiguo por el pueblo á causa de su alimentación inmun- colonias; los mercenarios se impacientaban, y Túnez les
da. Los centinelas advirtieron un día que todos habían apoyaba. Los ricos, aturdidos por el furor de Hannon y
partido. los reproches de su colega, recomendaron á los ciudada-
Por fio se decidieron los miembros del Gran Consejo. I nos que conocían á algún bárbaro, que fueran á visitarle,
Fueron al campamento sin collares ni cinturones, calzan- esperando que así calmarían su cólera.
do sandalias descubiertas, como vecinos. Adelantaban con Comerciantes, escribas, obreros del arenal, familias en-
calma, saludando á los capitanes, ó se detenían hablando teras fueron al campamento.
á los soldados, para decirles que todo había acabado, y Los soldados dejaban entrar en el campamento á cuan-
que se atenderían sus reclamaciones. tos lo pedían, pero por un solo paso tan estrecho que no
Muchos de ellos no hablan visto nunca u n campamento podían atravesarlo cuatro hombres de frente. Spendio, de
de mercenarios. E n vez de la confusión que se imagina- pie junto á la barrera, les hacía registrar con cuidado. Ma-
ban, reinaba por do quier un orden y un silencio aterrar tho, frente á él, examinaba aquella muchedumbre, tra-
dores. tando de hallar á uno á quien [hubiese visto en el pa-
Una alta trinchera de tierra recubierta de musgo, ence- lacio de Salambó.
rraba el ejército como dentro de una alta muralla, incon- El campamento parecía una ciudad, según la agitación
movible al choque de las catapultas. El piso de las callee y la multitud que en él se advertía. Las dos muchedum-
estaba regado con agua fresca. Por las aberturas de las bres distintas se mezclaban, sin confundirse, una, vestida
tiendas, se veían relucir las pupilas amarillentas de los de tela ó de lana con casquetes de fieltro en forma de pi-
soldados. Los haces de picas y las panoplias, deslumhra- fias, y la otra, revestida de hierro, y con cascos. Entre los
ban á los cartagineses como espejos. Hablaban en voz ba- criados y los vendedores ambulantes, paseaban mujeres
ja. Temían derribar algún objeto con sus largos mantos. de todas las razas, morenas como dátiles maduros, ver-
Los soldados pidieron víveres, diciendo que se pagarían duzcas como aceitunas, amarillas como las naranjas, ven-
con el dinero que les debían. didas por los marineros, escogidas en los lupanares, roba-
Se les enviaron bueyes, carneros, pintadas, frutas secas, das á las caravanas, cogidas en el asalto de las ciudades, á
carnes saladas, pero rechazaban desdeñosamente les me- quienes se hartaba de amor mi entras eran jóvenes, y de
jores manjares, denigraban lo que se les cí recia y querían palos cuando viejas, y que después de una derrota, pere-
pagar las cabras al precio da los pichones, y las aves al cían á lo largo de los caminos, entre los bagajes, junto á
las bestias de carga abandonadas. Las mujeres de los nó-
precio de la fruta. Los comedores de cosas inmundas,ejer-
madas balanceaban sobre sus talones túnicas de pelo de
ciendo de árbitros, afirmaban que se les engañaba. Enton-
dromedario de color obscuro; negras, muy viejas, de pe-
ces tiraban de sus espadas y amenazaban matar.
chos pendientes, recogían para hacer fuego el fiemo de
Los comisarios del Gran Consejo escribieron el número
los animales, que hacían secar al sol; las siracusanas lle-
de años que se debía á cada soldado, pero ahora era impo-
vaban discos de oro en la cabellera, las lusitanas collares
sible saber á punto fijo cuántos mercenarios tenían dere-
cho á ser pagados, y los Antiguos se asustaron ante lo
exhorbitante de la suma que deberían abonar. Era preciso Salambó o
de conchas, las galas pieles de lobo sobre su blanco pe-
lemarcas de los griegos pidieron algunas de aquellas ar-
cho; y arrapiezos robustos, sucios, asquerosos, desnudog, maduras preciosas que se fabricaban en Cartago. El gran
incircuncisos, daban cabezadas en el vientre de los com- Consejo, votó un crédito para adquirirlas. También era
pradores, ó como tigrezuelos les mordían las manos. justo según decían los jinetes, que la República les indem-
Los cartagineses se paseaban á través del campamento nizara de la pérdida de los caballos. Uno afirmaba haber
asombrados al ver la abundancia que allí reinaba. Loa perdido dos en el combate; otro tres en un asedio, otro
más pobres estaban tristes, y los otros disimulaban sa diez ó doce en marchas forzadas. Se le3 ofreció corceles de
inquietud. Hecatómpylos; prefirieron dinero.
Los soldados les daban golpecitos en el hombro, invi- Luego pidieron que se les pagara en plata, todo el trigo
tándoles á divertirse. En cuanto advertían algún persona- que se les debía al precio más alto á que se vendió duran-
je de nota, le invitaban á tomar parte en sus juegos. te la guerra, de suerte que algunos cobraron por una me-
Cuando jugaban al disco, se las arreglaban para aplas- dida de harina más dinero que les había costado un saco
tarle los pies, y si se batían á puñadas, de la primera le entero de trigo. Aquella exigencia indignó á los cartagine-
rompían la mandíbula. Los honderos asustaban á los car- ses, pero les fué preciso someterse á ella.
tagineses con sus hondas. Los psylos con sus víboras, los Entonces los delegados de los soldados y los del Gran
jinetes con sus caballos. Aquellos mercaderes, al recibir Consejo se reconciliaron, jurando por el Genio de Carta-
esos ultrajes, bajaban la cabeza y se esforzaban por son- go y por los Dioses de los bárbaros. Siguiendo las costum-
reír. bres' orientales, se hicieron mil cumplidos y cortesías.
Algunos, para demostrar que eran valientes, afirmaban Luego los soldados reclamaron como prenda de buena
que querían ser soldados. Entonces se les obligaba á par- amistad, el castigo de los traidores que les indispusieron
tir leña y á limpiar los mulos. Se les encerraba en una ar- con la República. Se fingió no comprenderles. Entonces
madura y se les hacía rodar como toneles por las callea se explicaron más claramente diciendo que querían la ca-
del campamento. Luego, cuando querían partir, los Mer- beza de Hannon.
cenarios se mesaban los cabellos, haciendo contorsiones Muchas veces al día, abandonaban el campamento, se
grotescas. paseaban al pie de las murallas. Gritaban que se les echa-
Algunos de los soldados, imaginaban que todos los car- ra la cabeza del sufeta y tendían sus mantos para reci-
tagineses serían ricos de un modo desmedido, y les se- birla.
guían per doquiera, pidiéndoles todos los objetos que ex- El Gran Consejo hubiera cedido quizá á no ser por una
citaban su codicia, sus sortijas, sus sandalias, sus braza- última exigencia más injuriosa que las otras: pedían en
letes, sus cinturones. Cuando ya les habían despojado, y matrimonio para sus jefes, vírgenes escogidas en el seno
no les quedaba nada, si el cartaginés decía: «¿Qué queréis de las grandes familias. Era una idea de Spendio, que los
de mí?» unos le contestaban: «Tu mujer» y otros: «Tu demás creyeron razonable.
vida.» Pero aquella pretensión de querer mezclar su sangre
Las cuentas militares se entregaron á los capitanes y á con la sangre púnica, indignó al pueblo; se les dijo bru-
los soldados ya aprobadas en definitiva. Entonces recla- talmente que nada más recibirían. Entonces declararon
maron tiendas. Se les dieron las tiendas. Después los po- que se les había engañado, y que si dentro de tres días no
se les pagaba su sueldo, irían á tomarlo dentro de Caí. llevando tatuado en el pecho un loro. Amigos y esclavos,
tago. en gran número, todos sin armas, acompañaban al gene-
La mala fe de los Mercenarios no era tan grande como ral y á los intérpretes. El ejército acogió con aclamacio-
podía suponerse, pues Hamílcar les había becbo promesas; nes aquellas tres barcas cargadas hasta los topes.
exhorbitantes, vagas, pero solemnes y reiteradas. Pudie- En cuanto Giscon desembarcó, los soldados corrieron á
ron creer al desembarcar en Cartago que se pondría á su su encuentro. Hizo levantar una especie de tribuna con
sacos, y declaró que no se iría antes de haberles pagado á
disposición la ciudad, que se repartirían tesoros; y cuando
vieron que apenas si podían cobrar su sueldo, la desilu- todos.
sión fué grande para su orgullo y para su avaricia. Largos aplausos estallaron, y durante largo rato, no pudo
Dionisio, Pirro, Agatocles, y los generales de Alejan- hablar. Empezó exponiendo los errores de la República y
dro, ¿no habian dado el ejemplo de maravillosas fortu- los de los bárbaros; la culpa era de algunos alocados que
nas? El ideal de Hércules que los cananeos confundían con su violencia asustaron á Cartago. La mejor prueba de
la buena intención que guiaba á los cartagineses, era su
con el sol, resplandecía en el horizonte de los ejércitos. Seí
sabía que simples soldados llevaron diademas y el es- presencia allí, que desde antiguo era adversario del sufe-
truendo de los imperios que se derrumbaban hacía soñar ta Hannon. No debían suponer que fuera tan inepto el
pueblo que quisiera irritar á unos valientes como ellos, ni
á los galos en sus selvas de encinas y á los etiopes en BUS
arenas. Había un pueblo, dispuesto siempre á utilizar e! tan ingrato que desconociera sus servicios. Giscon empezó
valor de los hombres; y el ladrón echado de su asilo, e! á pagar á I03 soldados, comenzando por los libios.
parricida, errante por los caminos, el sacrilego perseguido Desfilaron ante él por naciones, levantando sus dedos
para decir el número de los años que se les adeudaba; los
por los dioses, todos los hambrientos, todos los desespera-
dos, trataban de llegar al puerto donde Cartago reclutabsescribas tomaban las monedas del cofre abierto, y otros
sus soldados. Casi siempre sabía mantener la República con un estilete, hacían agujeros en una lámina de plomo.
A los soldados se les marcaba en el brazo izquierdo con
sus promesas, pero en aquella ocasión, su avaricia estuvo i
punto de causar su pérdida. Los númidas, los libios, el pintura verde para que no pudieran volver á presentarse.
Pasó ante el general un hombre que marchaba pesada-
Africa entera, iba á lanzarse contra Cartago. Solamente e!
mar estaba libre, pero en el mar, encontraba á los roma' mente como los bueyes.
nos; y como un hombre asaltado por asesinos, sentía que —Ven aquí,—dijo el sufeta, sospechando algún fraude
la muerte aleteaba á su alrededor. —¿cuántos años has servido?
—Doce años,—contestó el libio.
Fué preciso recurrir á Giscon; los bárbaros aceptaron j Giscón le tocó con los dedos bajo la mandíbula, para
su mediación. Una mañana, vieron bajarse las cadenas ver si allí tenía la3 callosidades que la carrillera del casco
del puerto,'y tres barcos de poco calado, pasando por el producía á la larga. ¡Ladrón! exclamó el suffeta, los ca-
canal de la Tania, entraron en el lago. I llos que te faltan en el rostro, debes llevarlos sobre los
En la proa del primero, estaba Giscon; detrás de él, y hombros.
más alta que un catafalco, veíase una caja enorme, ador- Y desgarrándole la túnica, descubrió su espalda cubier-
nada de anillas, grandes como coronas. Aparecía luego la
Legión de los intérpretes, peinados como las esfinges, y
ta de roña sangrienta; era u n labrador de Hippo-zaryta. Le
rallas del campamento, oscilaba desde la puerta hasta el
silbaron; se le decapitó.
centro lanzando grandes clamores. Cuando el tumulto
Cuando llegó la noche, Spendio despertó á los libios y crecía demasiado, Giscon, apoyaba un codo en su cetro de
les dijo:
marfil, y mirando al mar, permanecía inmóvil con la ma-
—Cuando los ligurios, los griegos, los baleares y los ita- no hundida en su barba.
lianos habrán recibido su paga, marcharán. Pero vosotros A menudo Matho celebraba largas conferencias con
permaneceréis en Africa diseminados en cien pueblos dis- Spendio. Después poníase en frente del suffeta, y Giscon
tintos y sin ninguna defensa. Entonces la República se sentía perpetuamente sus pupilas fijas en él, llameantes é
vengará! Desconfiad. ¿Vais á dar crédito á las palabras de implacables. Muchas veces á través, de la multitud, se lan-
Giscon? Los dos sufetas están de acuerdo. Este os enga zaron injurias sin oirse. Entre tanto la distribución conti-
ña. Acordaos de la isla de I03 Esqueletos y de Xantippo que nuaba y el sufeta sabía vencer todos los obstáculos.
enviaron á Esparta en una galera podrida.
Los griegos reclamaron acerca de la diferencia de mo-
—¿Qué hacer?—preguntaban ellos. nedas. Les dió tan claras explicaciones, que se retiraron
—Reflexionad,—decía Spendio. sin chistar. Los negros reclamaron ser pagados en aque-
Los dos días siguientes transcurrieron empleados en pa- llas conchas blancas usadas por el comercio en el interior
gar á los soldados de Magdala, de Leptis, de Hecatompy- del Africa. Les ofreció pedirlas á Cartago. Entonces, como
lor; Spendio habló á los galos. los otros, aceptaron moneda. A los baleares se les había
—Se paga á los libios, después se pagará á los griegos prometido algo mejor, mujeres.
á los baleares, á los asiáticos y á los demás; pero á voso- El sufeta contestó que se esperaba para ellos una ca-
tros como sois pocos, no se os dará nada; no veréis ya ravana de vírgenes; el camino era largo, tardarían seis lu-
vuestra patria! ¡No os darán barcos! Os matarán, para nas en llegar, cuando estarían bien gorda3 y con la piel
ahorrarse alimentos. T aromatizada, se enviarían á las Baleares á bordo de gale-
Los galos fueron á hablar al suffeta Autarito, aquel á ras cartaginesas.
quien Giscon hirió en el jardín de Hamilcar, le interpeló. De repente Zarxas, vigoroso y fuerte ya, saltó sobre los
Desapareció arrojado por los esclavos, pero juró ven- hombros de sus amigos, y gritó:
garse. —¿No guardas alguna para los cadáveres?
Las reclamaciones, las quejas se multiplicaron. Los más Al decir esto, mostraba en la muralla de Cartago la
obstinados penetraban en la tienda del suffeta; para en puerta de Khamon.
ternecerle le tomaban las manos para hacerle palpar sus A los últimos rayos del sol las planchas de cobre que la
bocas sin dientes, sus brazos adelgazados, las cicatrices de revestían de alto abajo, resplandecían; I03 bárbaros cre-
sus heridas. Los que aun no habían recibido la paga, se yeron ver lucir en ellas un rastro sangriento. Cuantas ve-
irritaban; los que cobraron ya sueldo, pedían otro para sus ¡ ces quiso hablar Giscon, sus clamores ahogaron sus pala-
caballos; y los vagabundos, los desterrados, tomando las bras, al fin bajó lentamente y se encerró en su tienda.
armas de los soldados gritaban que se les desatendía. A Cuando salió de ella al apuntar el sol, sus intérpretes,
cada instante llegaban grupos de hombres, las tiendas i que dormían al exterior no se movieron; permanecían ten-
crujían, caían al suelo; la multitnd apretada entre las mu- - didos boca arriba con los ojos fijos, la lengua entre los
dientes y el rostro azulado. Mucosidades blancas fluían de trazadas con pintura violeta sobre pieles de oveja; y leyó
sus narices, y sus miembros estaban rígidos como si el cuanto había entrado en Cartago, mes por mes, día por
frío de la noche los hubiese helado. Todos tenían en el día.
cuello un apretado lazo de juncos. De repente ee detuvo con los ojos dilatados, como si
La rebelión fué en aumento desde aquel instante. El hubiese leido entre las cifras su sentencia de muerte.
asesinato de los baleares, recordado por Zarcas, confirma- En efecto, los Antiguos habían reducido fraudulenta-
ba la desconfianza de Spendio. Imaginaban los bárbaros menta aquellas cifras y el trigo vendido durante la gue-
que la República sólo pensaba en engañarles. ¡Era preciso rra figuraba á tan bajo precio, que era imposible no ad-
acabar! ¡No había necesidad de intérpretes! Zarxas, con vertir el engaño.
una honda arrollada á la cabeza, cantaba canciones de —¡Habla!—gritaron,—¡más alto! ¡Ah! ¡trata de mentir,
guerra. Autharito, blandía su larga espada; Spendio daba cobarde! Desconñemos.
armas á unos y animaba á otros. Los más fuertes procu- Durante unos momentos vaciló. Después, volvió á leer.
raban cobrar por sí mismos, los menos furiosos, pedían Los soldados, sin pensar que se les engañaba, aceptaron
que la distribución continuara. Nadie abandonaba sus ar- por buenas las cuentas de los Sysitas. Al ver la abundan-
mas y todas las cóleras iban conlra Giscon en una ola tu- cia de Cartago se apoderó de ellos un terrible furor. Rom-
multuosa de odio. pieron la casa de sicomoro; estaba casi vacia.
Algunos subían á su lado en la tribuna. Mientras se Habían visto salir de ella tales sumas que la juzgaban
contentaban con vociferar injurias se les escuchaba con inagotable. Giscon debía tener el oro en 6U tienda, Escala-
paciencia, pero si le ofendían personalmente inmediata- ron los sacos. Matho les guiaba y como gritaban «¡Dinero!
mente eran lapidados ó se les cercenaba la cabeza. El ¡dinero!» Giscon contestó al fin:
montón de sacos estaba más rojo que un altar. — ¡Que os pague vuestro general!
Después de las comidas, cuando habían bebido vino, Les miraba de frente, sin hablar con sus grandes ojos
eran temibles. Beber vino estaba prohibido en el ejército amarillos que relucían en su rostro más pálido que su
púnico ba jo pena de muerte, y los Mercenarios levanta- barba... Una flecha, detenida por las plumas, atravesaba
ban ahora sus copas mirando hacia Cartago para ocupar- su oreja y un hilillo de sangre se escurría desde su tiara
se de su disciplina. A veces se entretenían en matar á los hasta el hombro.
esclavos que contaban su dinero. La palabra hiere distinta Matho hizo una señal, y todos adelantaron. Spendio,
en cada lengua, la comprendían todos. con un nudo corredizo le aprisionó las muñecas, otro le
Giscon sabía que la patria le abandonaba; pero á pesar derribó y desapareció entre los remolinos de la multitud
de su ingratitud, no quería deshonrarla. Cuando le recor- que invadía la tienda y la tribuna.
daron que se les había prometido barcos, juró por Moloch Saquearon su tienda. Sólo se halló allí lo indispensable
que se los daría él mismo á su costa, y arrancando su co para los usos cotidianos. Luego, buscando mejor, aparecie-
llar de piedras azules, lo lanzó entre la multitud como ron tres imágenes de Tanit y una piedra negra, caída de
prenda de su juramento. la luna envuelta en una piel de mono. Muchos cartagine-
ses habían acompañado á Giscon; todos eran gente de viso
Los africanos reclamaron el trigo que les prometiera el
y partidarios de la guerra.
Gran Consejo. Giscon enseñó las cuentas de los Sysitas,
Se les arrastró fuera de las tiendas y se les precipitó en
el foso de la basura. Fueron atados por el vientre á sóli- Entonces Matho, levantando el brazo hacia el planeta
das estacas y se les alargaba el alimento con la punta de de Chabar, exclamó:
una jabalina. —¡Lo juro por Tanit!
Spendio añadió:
Autharito al mismo tiempo que los vigilaba, les injuria- j
—Mañana al ponerse el sol, me esperarás al pie del
ba, pero como no comprendían su lengua no le respon-
acueducto, entre el noveno y décimo arco. Tráete un pico
dían; los galos, de cuando en cuando, les echaban piedras
de hierro, un casco y sandalias de cuero.
para oírles gritar.
El acueducto de que hablaba, atravesaba oblicuamente
el istmo entero y formaba una obra enorme de cinco ar-
cos superpuestos que llegaba hasta la parte occidental
Al día siguiente una especie de inquietud se apoderó
del Acrópolis, donde pasaba bajo la ciudad para verter ca-
del ejército. Como no tenían contra quien dirigir su cóle-
si un río en la cisterna de Megara.
ra, reflexionaban acerca de lo que habían hecho. Matho
A la hora convenida, Spendio encontró á Matho. Ató
sentía una gran tristeza. Le parecía que indirectamente
una especie de arpón al extremo de una cuerda, la hizo
había ultrajado á Salambó. Los Ricos eran como una de-
dar vueltas rápidamente como á una honda, los garfios de
pendencia de su persona. Se sentaba por ia noche á la ori-
hierro hicieron presa y los dos, uno detrás de otro, subie-
lla de su foso y en sus gemidos oía algo de la voz que lle-
ron á lo alto de la pared.
naba su corazón.
Cuando hubieron llegado al primer piso, les costó mu-
Todos acusaban á los libios porque eran los únicos que cho traba jo enganchar de nuevo el harpón, pero por fin lo
habían cobrado, pero al mismo tiempo que crecían los lograron. Otras veces, la cuerda amenazaba romperse.
odios entre nación y nación, comprendían todos que era Por fin llegaron á la plataforma superior. Spendio, de
muy peligroso entregarse á tales celos. Después de un aten- cuando en cuando, se inclinaba para palpar las piedras
tado semejante, las represalias debían ser tremendas. Era con la mano.
preciso adelantarse á la cólera de Cartago. Todo se volvían —¡Aquí es,—dijo,—empecemos!
conciliábulos y arengas. Todos hablaban y nadie escucha-
Y apoyándose en el pico que trajo Matho, consiguieron
ba. Spendio ordinariamente tan locuaz meneaba la cabe-
za con desaliento escuchando las diversas proposiciones. levantar una de las losas.
En aquel instante advirtieron un grupo de jinetes que
Una noche preguntó á Matho si en el interior de la ciu- galopaban sobre caballos en pelo. Relucían sus brazaletes
dad había fuentes. de oro entre los obscuros pliegues de sus capas. Delante
—Ni una,—contestó Matho. del grupo corría un hombre con un penacho de plumas
Al día siguiente, Spendio le llevó á orillas del lago. de avestruz en la cabeza y una lanza en cada mano.
—¡Amo!—le dijo el antiguo esclavo;—si tu corazón es —¡Narr'Havas!—exclamó Matho.
intrépido te llevaré á Cartago. —¡Qué importa!— replicó Spendio; y se hundió en el
—¿Cómo? agujero que acababan de abrir al levantar la losa.
—¡Jura ejecutar todas mis órdenes, seguirme como una Matho trató de recubrir el agujero; pero no le fué po3Í
sombra! ble.
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—Ya volveremos,—dijo Spendio;—pasa delante. Enton-
ces se aventuraron por el conducto de las aguas. raron de ella, cedió y se encontraron en una escalera. Una
Les llegaban hasta el vientre. Pronto perdieron pie y puerta de bronce la cerraba. Con la punta de un puñal
tuvieron que nadar. Sus miembros chocaban contra las cortaron la barra, y de repente el aire libre azotó sus ros-
paredes del canal demasiado estrecho. El agua corría, casi tros.
tocando las paredes superiores, y contra ellas se desgarra- La noche era silenciosa, y el cielo parecía estar á una
ban la piel del cráneo. Luego la corriente les arrastró. Un altura desmesurada. Grupos de árboles elevaban sus ra-
aire más pesado que el de un sepulcro aplastaba tu pecho mas á lo largo de las paredes. La ciudad entera dormía.
y con la cabeza bajo los brazos, juntas las rodillas, pasa- Las hogueras de las avanzadas brillaban como estrellas
perdidas.
ban como flechas á través de las tinieblas, ahogándose,
casi muertos. De repente la obscuridad fué completa y Spendio, que había pasado tres años en el ergástulo, no
aumentó la velocidad de las aguas. Cayeron. conocía los diversos distritos de la ciudad. Matho pensó
que para ir al palacio de Hamílcar debían tomar á mano
Cuando hubieron vuelto á la superficie, durante unos
izquierda atravesando los Mappales.
instantes, permanecieron tendidos de espaldas aspirando
—No,—dijo Spendio,—llévame al templo de Tanit.
deliciosamente el aire. Muchas líneas de arcos, unas de-
Matho quiso hablar.
trás de otras, se extendían desde una á otra pared de los
—Acuérdate,—dijo el antiguo esclavo, y con la mano
grandes depósitos. Todos estaban llenos, y el agua forma-
le señaló el planeta de Chabar que resplandecía.
ba una sola superficie en toda la anchura de la cisterna.
Entonces Matho, silenciosamente, se dirigió hacia el
Las cúpulas del techo permitían el paso de una claridad
Acrópolis.
pálida que formaba sobre las ondas discos de luz, y las ti-
Se arrastraban á lo largo de las líneas de nogales que
nieblas de aquel recinto, que se espesaban más hacia las bordeaban los senderos. El agua corría desde sus miem-
paredes, le hacían parecer de una amplitud desmedida. El bros hasta el suelo. Sus sandalias húmedas no producían
menor ruido despertaba un fuerte eco. ningún ruido; Spendio con ojo3 relucientes como antor-
Spendio y Matho se pusieron á nadar, y pasando por chas, registraba todas las matas; iba detrás de Matho, con
bajo las aberturas de los arcos, atravesaron muchas salas. la manos puestas sobre los dos puñales que llevaba en los
Otras filas de estanques más pequeños se estendían para- brazos, mantenidos por una argolla de cuero, cerca de los
lelamente á cada lado. Se perdieron; avanzaban, retroce- sobacos.
dían. Por fin algo resistió bajo sus talones. Era el piso de
la galería que rodeaba la cisterna.
Entonces, avanzando con grandes precauciones, tantea
ron el muro para encontrar una salida. Pero sus pies se
deslizaban y caían en charcos profundos. Sallan de ellos
y volvían á caer de nuevo. Sentían una fatiga espantosa
como si sus miembros al nadar se hubieran disuelto en el
agua. Sus ojos se cerraron. Agonizaban.
Spendio tocó con la mano los barrotes de uno reja. Ti-
V
Tanit
J
VII
Hamílcar Barca
El antiguo esclavo se puso á contar la batalla y las ma- y sin embargo la gané. Confiesa que mi piara de cerdos
niobra?. Matho creía verlas, y se irritaba. El ejército de nos sirvió mejor que una falanje de espartanos.
Utica en vez de correr al puente debió atacar á Hamilcar Y cediendo al deseo de realzarse y de tomar desquite,
por retaguardia. enumeró cuanto hiciera por la causa de los mercena-
—¡Ah! ya lo sé,—exclamó Spendio. rios.
—Era preciso doblar tus filas, no comprometer los véli- —Yo soy—dijo—quien en I03 jardines del Suffeta em-
tes contra la falanje, dejar paso á los elefantes; en un mo- pujé al galo. Más tarde en Sicca les he dado ánimo, ha-
mento debía cambiar la faz de la lucha. ciéndoles temer la venganza de la República. Giscon les
Spendio contestó: perdonaba, pero yo no quise que los intépretes hablarad.
—Le he visto pasar con un gran manto rojo, levantados ¡Ah! ¡Cómo les salían las lenguas de la boca.¿Te acuerdas?
los brazos, más alto que la polvareda, como un águila que Te llevé á Cartago; he robado el zaimph, te llevé á su ca-
vuela al lado de las cohortes; á cada señal de su cabeza, sa. Haré más aún: ¡ya verás!
se estrechaban, se precipitaban; la multitud no3 ha echa- Y se echó á reir como un loco. Matho le miraba con los
do uno contra otro. Me miró; sentí en mi corazón como el ojos dilatados. Experimentaba malestar ante aquel hom-
frío de una espada. bre que era á un tiempo tan cobarde y tan terrible.
Se interrogaron tratando de descubrir por qué el Suffe- El griego añadió con tono jovial chasqueando los de-
ta había llegado cuando las circunstancias eran más des- dos:
favorables para los bárbaros. Hablaron luego de la situa- —¡Evohé! ¡Después de la lluvia el sol! He trabajado en
ción, y para atenuar su falta ó para animarse á eí mismo, las canteras y he bebido vino en una crátera que me per-
Spendio dyo que aun quedaba esperanza. tenece bajo una tienda de brocado de oro como un Ptolo-
—Aun cuando no quedase nadie más, no importa,—di- meo. La desgracia sirve para hacernos más hábiles. A
jo Matho,—hasta solo continuaré la guerra! fuerza de trabajo se doma la fortuna. Esta proteje á los
—Yo también,—gritó el griego levantándose de un políticos. ¡Cederá!
salto. Volvió hacia Matho, y tomándole por el brazo:
Caminaba á largos pasos, centelleaban sus pupilas, y una —Amo, ahora I03 cartagineses están seguros de su vic-
extraña sonrisa contraía su rostro de chacal. toria. Tienes un ejército que no se ha batido y tus hom-
—¡Volveremos á empezar; no te alejes nunca de mi! no bres te obedecen. Ponlos en la vanguardia; los míos para
sirvo para las batallas á la luz del sol. El fulgor de las es- vengarse les seguirán. Me quedan tres mil caballos, mil
padas turba m i vista; es una enfermedad; he pasado de- doscientos honderos y arqueros, cohortes enteras. ¡Hasta
masiado tiempo en el ergá3tulo. Pero indícame murallas podemos formar una falanje! ¡Volvamos!
que escalar durante la noche, y entraré en las ciudadelas Matho, aplastado por el desastre, no había decidido na-
y los cadáveres estarán fríos antes que canten los gallos! da para repararlo, Escuchaba con afán, y las planchitas
Enséñame á alguien, algo, un enemigo, un tesoro, una de bronce que rodeaban su busto se levantaban al impul-
mujer; aun cuando fuera la hija de un rey, y traeré tu de- so de los latidos de su corazón.
seo ante tus ojos. Me acusas de haber perdido la batalla, Recogió su espada y gritó:
- 172 -
—¡Sigúeme! ¡adelante!
Pero laa avanzadas a n u n c i a r o n q u e los m u e r t o s de los
cartagineses h a b i a n sido recogidos, q u e el p u e n t e estaba
q u e m a d o y q u e H a m i l c a r con sus tropas había desapare-
cido.
IX
En campaña
StfIlfO
i
! o) va
suficientes, n i para acometer, n i p a r a resis-
tir, m a r c h ó hacia el sur, por la orilla dere-
c h a del río, lo cual le ponía de m o m e n t o á
cubierto de u n a sorpresa.
Quería a n t e todo p e r d o n a n d o por en-
tonces su rebelión, separar á todas las t r i b u s de los bár-
baros, y después, c u a n d o estuviesen aislados, caería sobre
ellos y les e x t e r m i n a r í a .
E n catorce día?, pacificó la regió c o m p r e n d i d a entre
Thouccaber y Utica, y las ciudades desde Fignicaba, Tes-
s o u r a h , Vacca y otras m á s occidentales; Zunghar, edifica-
- 172 -
—¡Sigúeme! ¡adelante!
Pero laa avanzadas anunciaron que los muertos de los
cartagineses habian sido recogidos, que el puente estaba
quemado y que Hamilcar con sus tropas había desapare-
cido.
IX
En campaña
StfIlfO
i
! o) va
suficientes, ni para acometer, ni para resis-
tir, marchó hacia el sur, por la orilla dere-
cha del río, lo cual le ponía de momento á
cubierto de una sorpresa.
Quería ante todo perdonando por en-
tonces su rebelión, separar á todas las tribus de los bár-
baros, y después, cuando estuviesen aislados, caería sobre
ellos y les exterminaría.
En catorce día?, pacificó la regió comprendida entre
Thouccaber y Utica, y las ciudades desde Fignicaba, Tes-
sourah, Vacca y otras más occidentales; Zunghar, edifica-
— 174 — — 175 -
da en la montaña; Assuras, célebre por su templo; Dge- que componían el ejército de Autharito apenas conocían
raado, fértil en viñedos; Thapitis y Hagur le enviaron á aquellos Mercenarios que eran de raza griega ó latina; y
embajadores. Los campesinos llegaban trayendo víveres, puesto que la República les ofrecía tantos bárbaros á
imploraban su protección, besaban sus pies, los de los sol- cambio de tan pocos cartagineses, es que unos tenían mu-
dados y se quejaban de los bárbaros. cho valor y los otros carecían de él. Temían caer en un
Algunos le ofrecían en sacos cabezas de Mercenarios lazo.
muertos por ellos á lo que decían, pero que en. realidad Autharito rehusó. Entonces, los Antiguos decretaron la
habían cortado á los cadáveres; pues muchos se habían ejecución de los cautivos, aun cuando el Suffeta, le hu-
perdido huyendo y se hallaban en las viñas. biese escrito que no los matasen. Quería incorporar á los
Para deslumhrar al pueblo, Hamilcar envió al día si- mejores en sus filas y de tal modo excitar á los demás
guiente de la victoria los dos mil soldados que aprisionó bárbaros á desertar. Pero el odio no tuvo espera.
en el campo de batalla. Llegaron por compañías de cien Los dos mil bárbaros fueron atados en los Mappales, en
hombres cada una, con los brazos atados á la espalda á las piedras de los cipos, y los mercaderes, los hinches de
una barra de broce, de cinco en cinco, y los heridos, co- cocina, los sastres y hasta las mujeres, las viudas de los
rrían también porque los ginetes, detrás les flagetaban con muertos con sus hijos, cuantos querían, acudieron á ma-
sus látigos. tarlos á flechazos. Se les apuntaba lentamente para pro-
¡Fué un delirio de alegría! Se afirmaba que habían que- longar su suplicio; se bajaba el arma, luego volvía á le-
dado seis mil bárbaros en el campo de batalla, que los vantarse y la gente se reía y vociferaba.
otros no resistirían, y que la guerra había acabado; la Los paralíticos se hacían llevar állí en literas; muchos
gente abrazábase en las calles y se frotó con manteca y por precaución llevábanse la comida, y otros pasaban la
cinamomo el rostro de los dioses Pataicos, para darles las noche en aquel lugar horrible. Se hablan levantado tien-
gracias. Con sus grandes ojos, su enorme barriga, y sus das, y bebían á discreción. Muchos ganaron grandes su-
dos brazos levantados hasta los hombros parecían vivir has- mas alquilando arcos.
ta por su pintura fresca y participar de la alegría del pue- No se retiraron los cadáveres crucificados parecidos á
blo. Los Ricos, dejaban sus puertas abiertas, todo era ale- estatuas rojas sobre las tumbas.
gría en la ciudad. Los templos estaban iluminados por la La sanción de los dioses no faltó en aquella ocasión
noche, y las sacerdotisas de la diosa bajaban hasta Mal- pues de los cuatro puntos cardinales, llegaban bandadas
qua. Se establecieron en las encrucijadas de sicomoro, y de cuervos. Volaban trazando grandes círculos en el aire
alH se prostituyeron. Se otorgaron tierras á los vencedo- y graznando continuamente. A veces, aquella negra nube,
res, se dispusieron holocaustos para Melkartb, se votaron se deshacía de pronto, ensanchando lejos sus espirales
cien coronas de oro para el Suffeta, y sus partidarios que- obscuras; era que un águila la atravesaba; en las terrazas,
rían que se tle diera nuevas prerrogativas y nuevos ho- en las cúpulas, en la punta de los obeliscos, y en el fron-
nores. tón de los templos, se veían grandes aves de rapiña que
Había solicitado de los Antiguos, que propusieran á sostenían en su pico enrojecido piltrafas humanas.
Autharito cambiar á Giscon y los otros cartagineses ccn A causa del hedor, los cartagineses, se decidieron á des-
los otros bárbaros si era preciso. Los libios y los nómadas atar los cadáveres. Se quemaron algunos, se echaron otros
obligó á prescindir de él; como los romanos, todo debía
al mar; y las olas, empujadas por el viento del norte les llevarse á la espalda. Por precaución contra los elefantes,
depositaron en la playa, delante del campo de Autha- Matho, instruyó un cuerpo de caballería en que el hom-
rito. bre y el caballo desaparecían bajo una coraza de piel de
Aquel castigo habia aterrorizado á los bárbaros, y se les hipopótamo, erizada de clavos y para proteger I03 cascos
vió plegar sus tiendas, reunir sus rebaños, poner sus ba- de los caballos, envolvíanse sus pezuñas en cuerdas de es-
gajes sobre asnos, y aquella nrsma noche el ejército ente- parto.
ro se alejó. Se prohibió saquear los pueblos y tiranizar les habitan-
tes que no fueran de raza púnica. Como el país iba que-
dando exhausto, Matho, ordenó distribuir víveres, sin cui-
darse de las mujeres. Primero, las compartían con ellas.
Debía dirigirse desde la montaña de las Aguas Calien- Por falta de alimento, muchos se debilitaban. Aquella era
tes hasta Hippo-Zaryta y privar así al Suffeta la posibili- ocasión incesante de riñas y querellas, porque muchos, se
dad de volver á Cartago sin combatir. atraían á las compañeras de las demás, ofreciéndolas su
Entre tanto los otros dos ejércitos tratarían de alcanzar- ración. Matho, ordenó echar á todas implacablemente. Se
le en el sur. refugiaron al campamento de Autharito, pero las galas,
Spendio por oriente, y Matho por occidente, de modo, y las libias, á fuerza de ultrajes, las obligaron á marchar-
que juntándose los tres, pudieran sorprenderle y aplastar- se. Algunas, fueron á pedir refugio á los cartagineses, y
le. Un refuerzo que no esperaban les llegó: Narr'Havas otras se obstinaron en seguir á los ejércitos, llamando á
apareció á la cabeza de trescientos camellos cargados de sus hombres, sujetándoles por los mantos, y enseñándoles
pez, de veinticinco elefantes, y de seis mil ginetes. : sus hijitos desnudos que lloraban.
Contó que el Suffeta, había querido sublevar á sus sub- El genio de Moloch poseía á Matho.
ditos, pero que él, prevenido por el hijo de su nodriza,final A pesar de la voz de su conciencia, ejecutaba acciones
sitio donde estaban los rebeldes, y les venció fácilmente. espantosas, creyendo que obedecía la voluntad de su Dios.
Los jefes de los cuatro ejércitos deliberaron acerca de Cuando no podia talar los campos, mandaba cubrirlos de
todo La guerra sería larga y era preciso prever todas las piedras para esterilizarlos.
contingencias. A fuerza de mensajes, obligaba á Autharito y á Spen-
Se convino en reclamar el auxilio de los romanos y se dio á que se apresuraran. Pero las operaciones del Suffeta
ofreció aquella comisión á Spendio; pero como era tráns- eran incomprensibles. Acampó sucesivamente en Eidus,
fuga, no se atrevió á encargarse de ella. Doce hombres de Monchar, en Tehent; las avanzadas creyeron verle cerca
las colonias griegas, se embarcaron en Amraba en una de Ischul, cerca de las fronteras de Narr'Havas, y se supo
chalupa de los númidas para ir á Roma. Los jefes exigie- que habla atravesado el río sobre Teburba como para vol-
ron de todos los bárbaros el juramento de una fidelidad ver á Cartago.
completa. Diariamente los capitanes inspeccionaban el Aquellas marchas y contramarchas fatigaban á los car-
uniforme y el calzado; se prohibió á los centinelas el uso tagineses y las fuerzas de Hamilcar, sin renovarse dismi-
del escudo, pues á veces, le apoyaban en BU lanza y se Salammbó 12
dormían de pie; á los que arrastraban algún bagaje, eeles
Huían de día en día. Los campesinos le llevaban víveres
cada vez de peor gana; por todas partes hallaba una resis- desnudos. Eran los iberos de Matho, los lusitanos, los ba-
tencia pasiva, un odio taciturno. A pesar de sus súplicas leares, los gétulos; resonó el relincho de los caballos de
al Gran Consejo, n o llegaba ningún socorro de Cartago. Narr'Havas que se exparcieron alrrededor de la colina.
Entonces, desesperando de la República, Hamílcar to- Luego llegó la muchedumbre que mandaba Autharito;
mó de las tribus lo necesario por proseguir la campaña; los galos, los libios, los nómadas; y entre ellos, se veía á
granos, aceite, madera, bestias de carga y hombres. Los los comedores de casas inmundas, que se distinguían por
habitantes huían de los pueblos á su aproximación. Las las espinas de pescado que llevaban en la cabellera.
aldeas que se atravesaba estaban vacías y en vano se bus- Los báibaros, combinando exactamente sus movimien-
caba dentro de las cabañas; al ejército púnico le rodeaba tos se habían juntado, pero sorprendidos el verse enfrente
una soledad espantosa. del enemigo permanecieron algunos minutos inmóviles
Los cartagineses furiosos saquearon todas las provincias; Cumo consultándoes.
cegaban las cisternas, é incendiaban las casas. El Suffeta había dispuesto sus hombres en círculo ce-
A veces junto á los caminos veían relucir dentro de un rrado, de manera que pudieran ofrecer por todas partes
grupo de arbustos, unas pupilas centelleantes. Era un igual resistencia. Los mercenarios estaban cansados; me-
bárbaro que, en cuclillas y cubierto de polvo para con- jor era esperar el nuevo día; y seguros de su victoria los
fundirse con el color de las hojas secas, les espiaba. bárbaros durante toda la noche, solo se cuidaron de comer
Ni Utica ni Hippo Zaryta le enviaron tampoco socorros. y dormir. Habiendo encendido grandes fogatas que des-
No se atrevían á comprometerse y contestaron vaga- lumhrándoles dejaban en la sombra al ejército púnico.
mente. Hamilca hizo abrir alrededor de su campamento, como
De todos modos quería un punto en la costa y el puerto los romanos, un foso ancho de quince pasos y diez codos
de Utica era el que le convenía; así podría aprovisio- de profundidad. Al levantarse el sol, los mercenarios que-
narse. daron pasmados viéndoles atrincherados como dentro de
El Suffeta dió la vuelta al lago de Hippo-Zarjta con gran una fortaleza.
cautela, pero despues tuvo que disponer sus regimientos Comprendieron que si todos atacaban á la vez se expo-
en columna para subir la montaña que separa los dos va- nían á una derrota segura, porque el mismo exceso de
lles. Al ponerse el sol, y bajando por una estrecha cañada combatientes les perjudicaría. Además, ¿cómo salvarlos
que se iba ensanchando despues en forma de embudo, ad- pasos? En cuanto á les elefantes no estaban bastante
virtieron ante ellos, junto al suelo lobas de bronce, que adiestrados.
parecían correr sobre la yerba. —¡Sois un hatajo de cobardes!—exclamó Matho.—Capi-
De repente vieron altos penachos y oyeron un canto taneando á los mejores se dirigió contra la trinchera; una
formidable, acompañado de un ritmo de palmas. Era el nube de piedras les hizo retroceder; pues el Suffeta había
ejército de Spendio, pues los campamos y griegos, por tomado en el puente sus catapultas abandonadas.
odio á Cartago, habían adoptado las insignias romanas. Los bárbaros, al ver aquella dificultad se amilanaron;
Al mismo tiempo, á la izquierda, aparecieron largas lan- querían vencer, pero arriesgándose lo menos posible. Spen-
zas, escudos de piel de leopardo, corazas de lino, hombros dio quería guardar las posiciones que tenían, y rendir por
hambre al ejército prínico. El Suffeta entabló negociacio-
guijarros. Aquello lo había inventado Autharito, pero dis-
nes para ganar tiempo, y una mañana los bárbaros halla-
ron en sus avanzadas un pergamino con proposiciones es- gustaba á Matho.
critas. Decía que los Antiguos le habían obligado á hacer Hamílcar exasperado, hizo abrir las empalizadas decidi-
la guerra, y para probarles que mantendrían su palabra do á pasar y con ímpetu furioso, los cartagineses subie-
ron hasta la mitad de la falda de las colinas.
les ofrecía el saqueo de Utica ó de Hippo-Zaryta; termina-
Pero bajó de ellas tal torrente de bárbaros, que no tu-
ba diciendo que no les temía, porque había ganado con
visron más remedio que retroceder apresuradamente. Uno
dádivas á algunos traidores, los cuales acabarían con ellos.
de los legionarios que quedó rezagado, cayó entre las pie-
Los cuatro jefes se reunían todas las noches en la tien-
dras. Zarxas fué hacia él, y derribándole le hundió un
da de Matho, y en cuchillas alrededor de un escudo ade-
puñal en la garganta. Lo sacó; aplicó sus labios sobre la
lantaba y hacían retroceder con cuidado, figuritas de ma- herida y chupó la sangre con avidez. Luego, se sentó so-
dera, que eran invención de Pyrrho para ensayar las ma- bre el cadáver y entonó una canción balear, llamando á
niobras. sus hermanos al festín; luego, bajó lentamente la cabeza
Mientras los bárbaros deliberaban, el Suffeta aumenta- y lloró. Aquel espectáculo aterrorizó á los bárbaros, sobre
BUS defensas; hizo ahondar u n doble foso, y en los ángulos todo á los griegos.
del campamento levantar torres de madera. Los cartagineses no intentaron otra salida y no se atre
Desde el fondo del anfiteatro en que estaban asediados, vían á rendirse, seguros de perecer entre atroces suplicios.
veían de continuo en las alturas los cuatro campamentos El hambre más horrible reinaba en el campamento.
de los bárbaros. Algunas mujeres pasaban con cueros en Quedaba únicamente en él un poco de trigo y unos sacos
la cabeza; muchas cabras corrían balando entre los pabe- de fruta seca. No había ni carne ni aceite, ni hierba para
llones de picas y lanzas; los centinelas se relevaban, y los los caballos. Todos echaban de menos sus casas, sus fami-
soldados comían alrededor de altos trípodes. lias, de continuo era preciso rechazar ataques; las torres ar-
Desde el segundo día, los cartagineses habían advertido dían; los comedores de cosas inmundas, asaltaban sus em-
en el campamento de los mercenarios, un grupo de unos palizadas. Una lluvia de piedras y de hierro caía sobre las
trescientos hombree, apartados délos demás. Eran los Ricos, tiendas. Para librarse de los proyectiles, los cartagineses
prisioneros desde el principio de la guerra. Los libios les levantaron espesos cañizos de juncos, se encerraron tras
alinearon junto al foso, y apostados detrás de ellas, lam- ellos, y permanecieron sin moverse. Hamücar estaba tan
bón jabalinas, sirviéndose de sus cuerpos á modo de escu indignado contra Cartago, que hubiera deseado unirse á
dos. Algunos délos cartagineses sollozaban estúpidamente. los bárbaros para ir contra ella. Ni el Gran Consejo, m na-
otros gritaban á sus amigos que tiraran contra los btoba- die, enviaba un socorro ni una esperanza. La situación era
ros. Había uno inmóvil y con la frente baja que no hablaDa intolerable, pensando que llegaría á serlo más.
nunca. Su gran barba blanca casi le llegaba hasta las manos En Cartago, al tener noticias del desastre se maldijo el
cubiertas de cadenas y los cartagineses reconocían á Gascón j nombre de Suffeta más que si se hubiera dejado vencer
en aquel hombre. Aunque el sitio era peligroso, todos se j desde el principio. Faltábanles dinero y tiempo para bus-
empujaban para verlo. Se le había puesto e n l a , y T car otros mercenarios, y era imposible equipar nuevos sol-
una tiara grotesca de cuero de hipopótamo, incrustada dados en la ciudad.
El Suffeta había tomado todas las armas y con él esta-
ban los mejores capitanes. Todos creían que el Suffeta- jardines de Megara; los esclavos, temblorosos, no se atre-
después de la victoria, debió aniquilar á los mercenarios. vían á rechazarlos. Sin embargo, no llegaban á subir por
¿Por qué se le ocurrió saquear á las tribus? Los mercena- la escalinata de las galeras. Permanecían al pie de ella con
rios, los pescadores, hasta los bañeros y los vendedores de los ojos levantados hacia la última terraza. Esperaban á
bebidas calientes, discutían los planes de campaña del Suf- Salammbó y durante horas y horas vomitaban injurias
feta; no había hombre que no se creyera con derecho á contra ella como perros que ladran á la luna.
dar su voto.
Los sacerdotes afirmaban que su derrota era el castigo
de su impiedad; recordaban que jamás ofreció holocaus-
tos, que no había siquiera purificado sus tropas, que re-
husó llevar augures en sus filas y exigieron del Gran Con-
sejo la promesa de crucificarle si por azar volvía á Car-
tago.
Un delirio fúnebre agitaba á Cartago. Los gritos de las
muieres llenaban las casas y escapándose por entre verjas
y rejas, hacían volver la cabeza á los que pasaban. Algu-
nas veces se decía que los bárbaros llegaban; que se les
habla visto detrás de las montañas de las Aguas Calientes,
que estaban acampados en la llanura.
Cuando el terror pasaba, la cólera renacía. La convic-
ción de su impotencia aplastaba á todos bajo una inmen-
sa tristeza. Aumentaba cuando todos los habitantes subi-
dos una tarde á las terrazas lanzaban, inclinándose nueve
veces, un gran grito por saludar al sol. Hundíase detrás de
la laguna lentamente, y después desaparecía entre las
montañas, hacia donde estaban los bárbaros.
Algunos decían que todas las desdichas provenían de la
pérdida del zaimph, Salammbó tenía indirectamente la
culpa de ello. Debía ser castigada. Aquella idea tomó
pronto cuerpo entre el populacho Para calmar á los Ba-
alim era preciso ofrecerles algo de un valor inmenso, un
sér hermoso, joven, virgen, de antigua estirpe, un astro
humano. Diariamente hombres desconocidos invadían los
La serpiente
XI
En la tienda
XI
En la tienda
h o m b r e q u e g u i a b a á S a l a m m b ó la hizo
adelantar p r i m e r o hacia las c a t a c u m b a s ,
luego b a j a r á lo largo del arrabal de Mo-
luya, lleno de callejuelas escarpadas. Los
dos, caballos al paso, llegaron á la p u e r t a
de Teveste.
Sus pesadas h o j a s estaban entreabier-
tas; pasaron; aquellas se cerraron detrás
de ellos.
P r i m e r a m e n t e siguieron u n c a m i n o q u e corre á lo lar-
go de las murallas, y u n a vez d e j a d a s atrás las cisternas,
enfilaron u n c a m i n o que, entre el golfo y el lago, llega
hasta Rhadés.
Nadie había alrededor de la ciudad, ni en el m a r n i en
la c a m p i ñ a . L a s olas de color d e pizarra batían nueva- Acababa el día. Oyéronse ladridos de perro; se acerca-
m e n t e la playa y u n viento ligero hacía saltar la espuma ron hacia el p u n t o donde resonaban.
de s u s crestas. A pesar de s u s velos, S a l a m m b ó tiritaba al Por fin vieron u n a cerca de piedras q u e resguardaba
contacto del aire. Después se levantó el sol; mordía su es- u n a construcción a r r u i n a d a . U n perro corría por allí; el
p a l d a y su n u c a , y á pesar d e s u s esfuerzos, sentía inven- guia le lanzó guijarros y e n t r a r o n en u n a sala abovedada.
cible somnolencia. E n el centro u n a m u j e r en cuclillas se calentaba j u n t o
C u a n d o h u b i e r o n d e j a d o atrás la m o n t a ñ a de las Aguas á u n fuego de zarzas, cuyo h u m o se escapaba por los agu-
Calientes, los caballos t o m a r o n u n paso m á s vivo porque jeros del techo. Sus cabellos blancos, qua le caían h a s t a
el suelo ofrecía m a y o r resistencia. las rodillas, la ocultaban á medias; y sin querer contestar,
De c u a n d o en c u a n d o u n a pared m e d i o calcinada se le- con expresión de idiota, m u r m u r a b a imprecaciones contra
v a n t a b a á orillas del camino. Los techo3 de casas y caba- los bárbaros y cartagineses.
fias estaban h u n d i d o s , las paredes cuarteadas y en el inte E l guía b u s c a b a á derecha é izquierda. No hallando na-
rior n o se veía si no muebles destrozados, jarras y ánforas da que comer volvió á la vieja. Esta, sin volver la cabeza
rotas, telas desgarradas: por allí había pasado la devasta- y con los ojos fijos en los carbones, m u r m u r a b a :
ción asoladora. —Yo era la m a n o . Los diez dedos e s t á n cortados. L a bo-
A m e n u d o u n rostro terroso aparecía entre aquellas rui-
ca ya no come.
n a s y u n c u e r p o cubierto de harapos se ocultaba en algún
E l esclavo le enseñó u n p u ñ a d o de oro. Se lanzó sobre
a g u j e r o . S a l a m m b ó y su guía n o se detenían.
él la vieja; después volvió á su i n m o v i l i d a d .
Las l l a n u r a s a b a n d o n a d a s se sucedían u n a s á otra?. A
El h o m b r e sacó u n p u ñ a l y la amenazó. Entonce?, tem-
veces se veían rincones apacibles d o n d e corría u n arroyue-
blando, la vieja sacó de d e b a j o de u n a losa u n jarro d e
lo e n t r e altas h i e r b a s . S a l a m m b ó , p a r a refrescar las manos,
vino y algunos pescados de Hippo-Zaryta conservados e n
cogía las h i e r b a s h ú m e d a s . J u n t o á u n g r u p o de laureles-
miel.
rosas, el caballo d e S a l a m m b ó dió u n salto: había visto el
cadáver de u n h o m b r e t e n d i d o en el suelo. S a l a m m b ó no quiso tocar a q u e l m a n j a r i n m u n d o , y se
Por exceso d e precaución, el guía de Salammbó, que era durmió sobre las m a n t a s de los caballos colocadas en u n
u n h o m b r e á q u i e n S c h a h a b a r i m e m p l e a b a p a r a todas las rincón.
comisiones peligrosas, iba á pie, j u n t o á ella, entre los dos Antes del alba se despertó.
caballos. E l perro aullaba. E l guía se acercó despacito á él y con
A mediodía t r e s bárbaros vestidos de pieles cruzaron u n p u ñ a l le m a t ó de u n solo golpe. Después, con la san-
gre, frotó el morro de los caballos p a r a reanimarlos. L a
con los viajeros. Poco á poco a u m e n t a r o n e n número y
vieja le laczó u n a maldición. S a l a m m b ó , al verlo, apretó
e n c a n t i d a d los g r u p o s d e mercenarios. Al ver á Salammbó
el amuleto q u e llevaba sobre el corazón.
algunos m u r m u r a b a n u n a bendición y otros alguna bro-
De nuevo se pusieron en m a r c h a .
m a obscena. E l guía les contestaba á todos en su lengua,
De c u a n d o en cuando, p r e g u n t a b a si llegarían pronto.
diciéndoles q u e la h i j a del S u f f e t a era u n niño enfermizo
E l camino o n d u l a b a entre colinas bajas. Se oía el canto
q u e iba á u n t e m p l o lejano.
de las cigarras. E l sol r e q u e m a b a la h i e r b a amarillenta. A
veces pasaba u n a víbora; v o l a b a n las águilas; S a l a m m ó
soñaba envuelta en u n velo, y á pesar del calor no lo apar-
t a b a por t e m o r á m a n c h a r su precioso t r a j e . Lanzó u n silbido q u e se repitió varias veces como mo-
dulado por otros centinelas.
De trecho en trecho h a b í a torres q u e l e v a n t a r o n los car-
tagineses para vigilar á las tribus. E n t r a b a n en ellas para S a l a m m b ó esperaba. S u caballo asustado d a b a vueltas
descansar y refrescarse, y después volvían á m a r c h a r relinchando.
L a víspera, por prudencia, h a b í a n d a d o u n largo rodeo- Cuando llegó Matho, la l u n a se elevaba á espaldas de
pero ahora no haUaban n i u n b á r b a r o siquiera; como lá S a l a m m b ó . Pero como t - n í a sobre su rostro u n velo ama-
región era estéril, no se i n t e r n a b a n en ella. rillo con flores negras y t a n t a s ropas alrededor del cuerpo,
era imposible reconocerla. Desde lo alto de la trinchera
De nuevo aparecieron huellas de las devastaciones. A
m i r a b a M a t h o á aquella f o r m a vaga, que se d i b u j a b a co-
veces, en el centro de u n gran campo, s e veía u n mosaico-
m o u n f a n t a s m a en la p e n u m b r a de la tarde.
era el único resto de u n a q u i n t a : los olivos sin h o j a s pare-
cían grandes m a t a s d e espinas. Atravesaron u n a aldea Por fin ella dijo:
cuyas casas estaban arrasadas. J u n t o á las paredes había —Llévame á t u tienda. ¡Lo quiero!
esqueletos h u m a n o s . Mulos y d r o m e d a r i o s á medio devo- Un recuerdo q u e no podía precisar brilló en su memo-
rar obstruían las calles. ria. Sentía latir su corazón. Aquel tono de m a n d o le inti-
midaba.
Cerrada la noche el cielo estaba c u b i e r t o d e nubes.
—¡Sigúeme!—contestó.
D u r a n t e horas siguieron con dirección á Occidente, y
de pronto, aparecieron ante s u s ojos g r a n n ú m e r o de lu- Bajóse la barrera, y penetró en el campo de los bár-
ces. baros.
H a b í a allí g r a n t u m u l t o ; unos á otros se l l a m a b a n los
Brillaban en el f o n d o de u n anfiteatro. A q u í y allá se
soldados, g r i t a b a n y c a n t a b a n . Los caballos, atados á u n a s
veían m a n c h a s de oro q u e centelleaban c a m b i a n d o de si-
estacas clavadas en el suelo, f o r m a b a n largas líneas rectas
tio. E r a n las corazas de loa clinabaros del campamento
entre las tienda?. D e éstas las había redondas, cuadradas,
púnico; luego distinguieron cerca d e aquellas, otras luces
de cuero y de tela; barracas de caña y agujeros en la are-
m á s numerosas, pues los ejércitos d e los Mercenarios uni-
n a como los q u e h a c e n los perros.
nidos se extendían sobre u n a i n m e n s a superficie.
S a l a m m b ó recordaba haberlos visto ya; pero sus b a r b a s
S a l a m m b ó hizo u n a d e m á n p a r a adelantarse, pero el eran ahora má3 largas, sus rostros m á s negros, sus voces
guía la llevó u n poco m á s lejos, h a s t a e n c o n t r a r u n a bre- m á s roncas. Matho, c a m i n a n d o delante de ella, los aparta-
cha q u e d a b a paso al c a m p a m e n t o de los bárbaros. E n lo b a con u n a d e m á n de su brazo q u e levantaba su m a n t o
alto de la trinchera se p a s e a b a u n centinela con el arco al rojo. Algunos le besaban las manos; otros inclinándose le
brazo y u n a pica sobre el hombro. pedían órdenes, p o r q u e ahora, era el verdadero, el único
S a l a m m b ó no cesaba de avanzar. E l b á r b a r o se arrodilló, jefe de los bárbaros; Spendio, Autharito y N a r r ' H a v a s es-
y u n a larga flecha desgarró el b o r d e del m a n t o de aquella. t a b a n d e s a n i m a d o s , y él había mostrado tal audacia y
Como permaneciese inmóvil y g r i t a n d o , el soldado la pre- obstinación q u e todos le obedecían.
g u n t ó lo qué quería.
S a l a m m b ó siguiéndole atravesó todo el c a m p a m e n t o .
—Hablar á M a t h o , - c o n t e s t ó ; - s o y u n t r a n s f u g a de S u t i e n d a estaba en el e x t r e m o á trescientos pasos de las
Cartago.
trincheras de H a m i l c a r .
Vió á la derecha un ancho foso y le pareció que algunos ropas eran, como el esplendor de su piel, algo especial
rostros asomaban sobre el talud al nivel del suelo, seme- que solo pertenecía á ella. Sus ojos, SU3 diamantes cente-
jantes á cabezas cercenadas. Pero sus ojos centelleaban y lleaban; el brillo de sus uñas continuaba el de la pedrería
de sus dedos; los dos broches de su túnica, levantando al
de aquellas bocas entreabiertas se escapaban gemidos en
go sus senos, los acercaba uno á otro, y Matho pensaba
lengua púnica.
con deücia en aquel estrecho intervalo que les separaba,
Los negros, que sostenían fanales de resina, estaban á
por donde corría un hilo de perlas con una placa de esme-
ambos lados de la puerta. Matho apartó la tela brusca- raldas que colgaba más abajo sobre la gasa violada. Sus
mente. Ella le siguió. aretes eran dos balancitas de záfiro con una perla ahueca-
Era una tienda grande, con un mástil en el centro. Una da llena de perfume líquido. Por los agujeros de la perla,
gran lámpara en forma de loto la alumbraba, llena de acei- de cuando en cuando, caía una gota que mojaba su espal-
te amarillento, en que flotaban puñados de estopa. Ss veía da desnuda, Matho la miraba caer.
entre las sombras arreos militares que relucían. Una espa-
Una curiosidad indomable le arrastró, y como un niño
da desnuda se apoyaba en un escabel, cerca de un escudo.
que pone la mano sobre una fruta desconocida, tembloro-
Había látigos de cuero de hipopótamo, címbalos, collares,
so, con la punta del dedo, la tocó ligeramente en la tabla
campanillas; en un rincón, sobre una piedra redonda, ha-
del pecho; la carne un poco fría cedió con resistencia elás-
bía puñados de monedas de cobre; y por los desgarrones
tica.
de la tela, el viento traía el polvo del exterior y las ema-
naciones de los elefantes, á los que se veía comer sacu- Aquel contacto, apenas sensible, conmovióle hasta el
diendo sus cadenas. fondo de sus entrañas. Un impulso de todo su sér le pre-
—¿Quién eres?—dijo Matho. cipitaba hacia ella. Hubiera querido envolverla, absorber-
Sin contestar, Salammbó miraba á su alrededor; sus la, bebería. Su pecho anhelaba, entrechocábanse sus dien-
ojos se detuvieron en un lecho de palma, donde se veía tes.
fulgurar algo azulado y centelleante. Cogiéndola por las muñecas, la atrajo suavemente y se
Se adelantó vivamente, dejando escapar un grito. Mat- sentó sobre una coraza cerca del lecho de palma, cubierto
ho, detrás de ella, golpeaba el suelo con el pie. con una piel de león. Salammbó estaba de pie. Mirábala
—¿Qué te trae? por qué vienes? él de alto á bajo, y teniéndola así entre sus piernas re-
Ella contestó, designando el Zaimph: petía:
—(Para tomarlo!—y con la otra mano arrancó los velos —¡Qué hermosa eres! ¡Qué hermosa eres!
que la cubrían. Sus ojos continuamente fijos en los suyos la hacían su-
Matho retrocedió con los codos echados hacia atrás, frir, y aquel malestar, aquella repugnancia aumentaban
de un modo tan agudo, que Salammbó debía contenerse
asombrado, casi aterrorizado.
para no gritar. El recuerdo de Schahabarim la contuvo.
Se sentía como apoyada por la fuerza de los dioses; y
Matho continuaba con las manos de ella entre las suyas,
mirándole frente á frente le pidió el Zaimph; lo reclamó
y de cuando en cuando, á pesar de la orden del sacerdote,
con palabras elocuentes y altivas.
desviando la cara trataba de apartarle sacudiendo los bra-
Matho no la oía; la contemplaba, y sn traje, para él, se zos, El dilataba la nariz para oler mejor el perfume de su
confundía con el cuerpo. La suavidad y centelleo de las
cuerpo. Era una emanación indefinible, fresca, y que, sin
recía que la diosa había dejado su manto para tí, y que te
embargo, aturdía como el humo de un pebetero. Sentía
pertenecía! En su templo ó en tu casa, ¿qué importa? ¿No
la miel, la pimienta, el incienso, las rosas y aun otro sa-
eres, acaso, todopoderosa, inmaculada, radiante y bella
bor. como Tanit?
¿Cómo estaba cerca de él, en su tienda, á su discreción? Y con una mirada llena de adoración infinita:
Alguien, sin duda, la había empujado hasta allí. ¿Había —¡A menos que no seas la misma Tanit!
venido por el Zaimph? Sus brazos cayeron y bajó la cabe- —¿Yo? ¡Tanit!—pensaba Salammbó.
za abrumado por una duda repentina. No hablaban. El trueno retumbaba á los lejos, los car-
Salammbó, para enternecerle, le dijo con voz quejum- neros balaban asustados por la tempestad.
brosa: —¡Oh! ¡acércate! ¡acércate! no temas nada! En otro
—¿Qué te hice para que quieras mi muerte? tiempo era un soldado igual que los otros mercenarios, y
—¡Tu muerte! tan bueno, que ayudaba siempre á mis compañeros. ¡Qué
Ella continuó: me importa Cartago! La multitud de sus hombres, se agi-
—Te vi una noche á la luz de mis jardines incendiados, ta para mí como perdida en el polvo de tus sandalias, y
entre copas humeantes y mis esclavos que se desespera- todos sus tesoros con las provincias, las flotas y las islas,
ban; tu cólera era tan grande, que saltaste hacia mí y tu- no despiertan mi deseo como la frescura de tus labios y
ve que huir. Luego el terror se ha apoderado de Cartago. el contorno de tus hombros. Si quería derribar sus mura-
Las ciudades quedaban arrasadas, el fuego devoraba las llas, era para llegar hasta tí, para poseerte! Además, así
campiñas y los bosques. Mis hermanos de Cartago caían me vengaba. Ahora, aplasto á los hombres como si fueran
á centenares. Eras tú quien los había perdido, eras tú gusanos, me lanzo sobre las falanges, aparto las lanzas
quien los había asesinado. ¡Te aborrezco! ¡Tu solo nombre con las manos, detengo los caballos por los ollares; una
me roe como un remordimiento! ¡Eres más aborrecido que catapulta no me materia! ¡Oh! ¡si supieras como me acuer-
la peste y que la guerra romana! ¡Las provincias se con- do de tí! A veces el recuerdo de un ademán, de un plie-
mueven al sentir tu furor; los surcos están llenos de cadá- gue de tu vestido, se apodera de mí, me enlaza como una
veres! ¡He seguido la huella de tus hogueras como si mar- red! Veo tus ojos en las llamas de las faláricas y en el oro
chara detrás de Molochl de los escudos! Oigo tu voz en el són de los címbalos. Me
Matho se levantó de u n salto; un orgullo colosal dilata- vuelvo; tú no estás allí! y entonces torno á la batalla!
ba su corazón; sentíase fuerte como un dios. Levantaba sus brazos, bajo cuya piel se entrecruzaban
Con las alas de la nariz abiertas, apretados los dientes, las venas, como la yedra en las ramas de los árboles. Ex-
continuó la virgen: tremecíanse sus músculos cuadrados, su respiración con-
—¡Como si no fuera bastante tu sacrilegio, viniste á mi movía sus costados ceñidos por un cinturón de bronce
estancia durante mi sueño, cubierto con el zaimph! No adornado de cordones que caían hasta sus rodillas, más
comprendí tus palabras, pero adiviné que querías arras- firmes que si fueran de mármol. Salammbó acostumbrada
trarme hacia algo espantoso, al fondo de u n abismo. á ver á los eunucos se sentía dominada por la fuerza de
Matho, retorciéndose los brazos, exclamó: aquel hombre. Aquello debía ser el castigo de la diosa, ó
—¡No, no! ¡Era para dártelo, para devolvértelo! ¡Me pa- la influencia de Móloch, que alentaba sobre los cinco ejér-
citos. Un gran cansado la vencía, escuchaba con estupor llos le ahogaron y tambaleándose, como si fuera á caer,
el grito intermitente de los centinelas que se contestaban añadió:
unos á otros. —¡Ahí ¡perdóname! Soy un infame, más vil que los es-
Las llamas de la lámpara vacilaban bajo las ráfagas de corpiones, que el barro y que el polvo, Hace poco, mien-
aire caliente. De cuando en cuai¡do, lucían amplios relám- tras hablabas, tu aliento ha pasado sobre mi rostro y me
pagos; luego la obscuridad redoblaba, y no veía sino las deleitaba como un sediento que bebe en un arroyo. ¡Aplás-
pupilas de Matho, que ardían como dos tizones en la obs- tame, con tal que sienta tus pies! ¡maldíceme con tal que
curidad. Comprendía que una fatalidad la rodeaba. Que oiga tu voz! ¡No te vayas! ¡Piedad! ¡Te amo! ¡Te amol
aquel era un momento supremo, irrevocable, y haciendo Estaba de rodillas ante ella, la rodeaba el talle con am-
un esfuerzo, fué hacia el zaimph y levantó las manos para bos brazos, echada atrás la cabeza y errantes sobre el cuer-
cogerlo. po de Salammbó las manos; los discos de oro que llevaba
—¿Qué haces?—gritó Matho. en las orejas, relucían sobre su cuello bronceado, gruesas
Ella gritó con placidez: lágrimas caían de sus ojos, parecidos á globos de plata,
—Me vuelvo á Cartago. suspiraba de una manera acariciadora y murmuraba va-
Se adelantó Matho cruzando los brazos con un aspecto gas palabras más ligeras que la brisa y suaves como un
tan terrible, que inmediatamente quedó corno clavada en beso.
el suelo. Salammbó se sentía invadida por una languidez en que
—¡Volverte á Cartago! perdía la conciencio de sí misma. Algo íntimo y superior,
Balbuceaba y repetía rechinando los dientes: un tiempo, una orden de los dioses la obligaba á abando-
—¡Volverte á Cartago! jAhí Venías para tomar el narse; sentía como si una nube la levantara del suelo, y
zaimph, para vencerme y desaparecer luego! ¡No! ¡no! ¡Me desfallecida, se echó en el lecho, sobre la piel del león.
perteneces! Nadie podrá arrancarte de aquí. ¡Oh! no he Matho la cogió los talones, la cadenita de oro se rompió y
olvidado la insolencia de tus grandes ojos tranquilos, ni I03 dos extremos, parecían dos vívoras saltadoras. Cayó el
como me aplastabas bajo el orgullo de tu belleza! ¡A mi zaimph envolviéndola; y sintió el rostro de Matho que se
vez ahora! ¡Eres mi cautiva, mi esclava, mi criada! Llama acercaba á su pecho.
si quieres á tu padre y su ejército! A los antiguos á los ri- —¡Moloch, me quemas!
cos; y á todo tu execrable pueblo! ¡Soy el jefe de trescien- Y los besos del soldado, más devoradores que la llama
tos mil soldados! Iré á buscar más á Lusitania, á las Ga- recorrían su cuerpo, sentíase como arrastrada por el hura-
lias, al Desierto, y derribaré tu ciudad, quemaré sus tem- cán, comomo absorvida por la fuerza del sol.
plos y los triremes flotarán sobre olas de sangre! No quie- Matho la besó los dedos de las manos, los brazos, los
ro que quede ni una casa, ni una piedra, ni una palmeral pies, y las largas trenzas de sus cabellos desde un extremo
¡Si los hombres se acaban, atraeré los osos de las monta- á otro.
ñas y empujaré los leones! ¡No trates de huir porque te —¡Llévatelo!—decía; - ¿ q u é me importa? ¡Llévame á mí
mato! también! ¡Abandonaré el ejército! ¡renuncio á todo! Más
Lívido y con los puños orispados, se extremecía como allá de Gades, mar adentro, hay una isla cubierta de pol-
un arpa cuyas cuerdas van á saltar. De repente los sollo- vo de oro, de verdura y de pájaros; en las montañas, gran-
des flores llenas de perfumes que arden, se balancean co-
tumultuosas y sin embargo precisas. Pero el abismo que
mo eternos incensarios; en los limoneros más altos que
se había abierto ante ella, las alejaba á una distancia infi-
cedros, hay serpientes de color de leche, que con los dia- nita.
mantes de sus fauces hacen caer los frutos sobre el cés
Cesaba la tempestad; pocas gotas de agua cayendo una
ped; el aire es tan suave, que impide morir. ¡Oh! la encon-
tras otra, hacían oscilar el techo de la tienda.
traré, verás. Viviremos en grutas de cristal en la falda de
Matho, ccmo u n hombre embriagado, dormía tendido
las colinas. Nadie habita esa isla encantada, y si hay hom-
de lado, con u n brazo fuera del lecho. Su diadema de per-
bres, yo seré su rey. las se había apartado un poco y dejado al descubierto su
Limpió el polvo de sus coturnos; quiso que pusiera en- frente. Una sonrisa mostraba sus dientes. Brillaban entre
tre sus labios un gajo de granada; acumuló detrás de su 8Ú barba negra y sus párpados entornados descubríase
cabeza los vestidos para formarla un cojín. Buscaba todos una alegría silenciosa y casi insultante.
los medios de servirle, de humillarse, y puso sobre sus Salammbó le miraba inmóvil con la cabeza baja y la3ma
piernas el zaimph como u n simple tapiz. nos cruzadas. En la cabecera de la cama había un puñal
—¿Todavía guardas aquellos cuernecillos de gacela en sobre una mesa de ciprés; la vista de aquella hoja brillan-
que cuelgas tus collares? [Me ios darás! ¡Los deseol te le sugirió un deseo sangriento. Se acercó, lo cogió por
Hablaba como si la guerra hubiese acabado y reía ale- el mango. Al roce de su vestido, Matho entreabrió los ojos
g-emente. Los mercenarios. Hamilcar, todos los obstácu- alargando la boca hacia las manos. E l puñal cayó al
los habían desaparecido, La luna se deslizaba entre do3 suelo.
nubes, la veían por una abertura de la tienda. Oyeronse gritos; un resplandor espantoso fulguraba de-
— ¡Ah! ¡Cuántas noches he pasado contemplándola! me trás de la tienda. Matho la levantó; vieron grandes llamas
parecía un velo que ocultaba t u rostro; tú me mirabas á que envolvían el campamento de los libios. Sus barracas
través de él; tu recuerdo se mezclaba á sus rayos y no sa- de caña ardían, y las estacas de apoyo, retorciéndose es-
bía distinguiros á una de otra. tallaban entre el humo; en el horizonte rojizo negras som-
Y con la cabeza entre sus pechos, lloraba abundante- bras corrían desatentadas. Se oían los alaridos de los que
mente. estaban en las cabañas; los elefantes, los bueyes y los ca-
—¡Hé aquí—pensaba ella—el hombre formidable que ballos, saltaban entre la multitud aplastándola. Las trom-
hace temblar á Cartago! petas sonaban. Muchos gritaban:
Se durmió. Entonces, soltándose de sus brazos, puso un —¡Matho! ¡Matho!
pie en su el suelo, y advirtió que la cadenilla estaba Algunos querían forzar la puerta.
rota. —¡Ven! Hamilcar incendia el campamento de Autha-
Se acostumbraba en las grandes familias á que las vír- rito.
genes respetaran esta traba, como una cosa casi religiosa Se levantó de un salto; Salammbó quedó sola.
y Salammbó, ruborizándose, arrolló alrededor de sus pier- Entonces examinó el zaimph, y cuando lo hubo con-
nas ambos extremos de la cadenita. templodo, quedó sorprendida al no sentir la dicha que
Cartago, su casa, su habitación y la campiña que ha-
bía atrauesado, se confundían en su mente en imágenes Salammbó 14
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imaginara. Permanecía melancólica ante su ensueño rea- nuestras flotas! Los bárbaros que mandaban me han arro-
lizado. jado como un esclavo homicida. Mis compañeros mueren
Entonces se levantó la tela de la tienda y apareció una á mi lado. El hedor de sus cadáveres me despierta por la
forma monstruosa. Salammbó no distinguió de pronto sino noche. Aparto las aves de rapiña que vienen á "comerles
dos ojos y una luenga barba blanca que llegaba casi al los ojos; ¡y sin embargo, ni un sólo día he desesperado de
suelo; pues el resto del cuerpo envuelto en los harapos de Cartago! Aun cuando hubiese visto contra ella todos los
un manto obscuro arrastraba por la tierra. Deslizándose ejércitos de la tierra y las llamas sobrepujar los templos,
así, llegó hasta sus pies, y Salambó reconoció al viejo hubiese creído aún en su eternidadl ¡Pero ahora todo ha
Giscón. acabado! ¡todo está perdido! Los dioses la execran. ¡Maldi-
ción sobre tí, que has precipitado su ruina con tu ignomi-
Los mercenarios, para impedir que sus cautivos huye-
nia!
Los mercenarios, para impedir que sus cautivos huye-
sen, les habían roto á mazadas las piernas; y pudríanse to- Ella abrió los labios.
dos mezclados en un foso entre las inmundicias. Los más —¡Ah! estaba aquí—exclamó Giscon.—Te he oido ge-
robustos, cuando oían el ruido de las gamellas, se levan- mir de amor como una prostituta.; luego, él te explicaba
taban gritando. Así es como Giscon había visto á Sa- su deseo, y tú te dejebas besar las manos! ¡Pero si el furor
lammbó, había adivinado una cartaginesa por las peque- de tu impudicicia te movía, debías por lo menos hacer como
ñas bolas de Sadrastro que golpeaban contra sus cotur- las bestias feroces que se esconden para ayuntarse, y no
nos; y presintiendo un gran misterio y haciéndose ayudar exponer tu vergüenza ante los ojos de tu padre!
por sus compañeros consiguió salir del foso; luego con los —¿Cómo?—preguntó Salammbó.
codos y las manos se había arrastrado unos veinte pasos —¡Ah! ¿no sabías sin duda que las dos trincheras están
más lejos hasta la tienda de Matho. Oyó dos voces. Escu- á sesenta codos una de otra, y que tu Matho, por exceso
chó y lo oyó tcdo. de orgullo, se ha situado frente á Hamílcar? Allí está tu
—¿Eres tú?—exclamó por fin asustada. podre detrás de tí; y gi pudiese yo subir este sendero le
Incorporándose sobre las manos replicó: gritaría:
— ¡Si, yo soy! Me creen muerto, ¿no es verdad? —«¡Ven á ver á tu hija entre los brazos del bárbaro! Se
Ella bajó la cabeza, y Giscon añadió: ha puesto para gustarle el manto de la diosa; y abando-
—¡Ahí ¿por qué los Baals no me han hecho esta gracia? nando su cuerpo, entrega con la gloria de tu nombre la
Y acercándose tanto que casi la tocaba: majestad de los dioses, la venganza de la patria, la salva-
—¡Me habrían evitado el dolor de maldecirte! ción misma de Cartago!»
Salammbó se echó vivamente hacia atrás por el indeci- El movimiento de su boca desdentada hacía mover su
ble miedo que le inspiraba aquel sér inmundo, que era as- barbf«¡ sus ojos, fijos en ella, la devoraban; y repetía con-
queroso como una larva y terrible como un fantasma. vulso entre el polvo:
—Pronto cumpliré cien años; he visto á Agatocles; he — ¡Ab! ¡sacrilega! ¡maldita seas! ¡maldita! ¡maldita!
visto á Régulo, y las águilas de los romanos destrozando Salammbó había apartado la tela, la sostenía con la mano
las cosechas de los campos púnicos! ¡Presencié todos los ho- y sin contestarle, miraba hacia al lado de Hamílcar.
rrores de las batallas y vi el mar lleno de los despojos de —¿Es por aquí, verdad?
—¡Qué te i m p o r t a ! ¡Vuélvete! ¡vete! ¡Aplasta t u rostro
grandes trozos de terreno a u n cubiertos p o r la s o m b r a pa-
contra el suelo! ¡Tu p r e s e n t í a m a n c h a r í a u n lugar santo!
recían moverse; por otra parte se h u b i e r a dicho q u e los
S a l a m m b ó arrollóse el z a i m p h al talle, recogió viva- h o m b r e s eran torrentes q u e chocaban u n o s contra otros.
m e n t e s u s velos y s u m a n t o . M a t h o distinguía á los capitanes, á los soldados, á los he-
—¡Voy allá! —exclamó; y escapándose desapareció. raldos y h a s t a los criados q u e iban m o n t a d o s en asnos.
P r i m e r a m e n t e a n d u v o p o r las tinieblas sin encontrar á E n vez de g u a r d a r su posición para proteger á la infan-
nadie, p o r q u e todos i b a n h a c i a el incendio, y el clamor tería, N a r r ' H a v a s volvió bruscamente á la derecha como
redoblaba, y g r a n d e s l l a m a s enrojecían el cielo. si quisiera hacerse aplastar por Hamílcar.
U n grito sonoro se oyó á sus pies; en la sombra, el mis- Sus jinetes adelantaron á los elefantes y todos los caba-
m o q u e había oído al pie de la escalinata de las galeras, ó llos a d e l a n t a n d o su cabeza sin brida g a l o p a b a n t a n furio-
inclinándose reconoció al g u l a q u e tenía del diestro á los s a m e n t e q u e s u vientre parecía rozar la tierra. De p r o n t o
caballos. N a r r ' H a v a s dirigióse resueltamente á u n centinela. Arrojó
H a b í a p a s a d o la n o c h e entre las dos trincheras, luego su lanza, su espada, su jabalina y desapareció entre los
i n q u i e t o al ver el i n c e n d i o , h a b í a vuelto a t r á s p a r a ver lo cartagineses.
q u e p a s a b a e n el c a m p a m e n t o de Matho. E l rey de los n ú m i d a s llegó hasta la r i e n d a de H a m í l -
S u b i ó á caballo, S a l a m m b ó m o n t ó sobre el otro, y hu- car; y dijo i n d i c a n d o sus hombres que e s t a b a n detenidos
yeron á todo escape h a c i a el c a m p a m e n t o púnico. á lo lejos:
—¡Barca! ¡te los traigo, son tuyos!
E n t o n c e s se prosternó en señal de esclavitud, y como
M a t h o h a b í a v u e l t o á su t i e n d a . L a l á m p a r a h u m e a n t e p r u e b a de su fidelidad, recordó toda su c o n d u c t a desde el
a p e n a s a l u m b r a b a , y creyó q u e S a l a m m b ó d o r m í a . En- principio de la guerra.
tonces, palpó d e l i c a d a m e n t e la piel del león. Llamó. No
Primeramente, había i m p e d i d o el sitio d e Cartago y la
le contestaron. A r r a n c ó u n trozo de tela p a r a hacer entrar
ejecución de los cautivos; después no h a b í a aprovechado
la luz del día; el z a i m p h h a b í a desaparecido. L a tierra la victoria contra H a n n o n en Utica. No h a b í a t o m a d o par-
t e m b l a b a b a j o pasos multiplicados.. G r a n d e s clamores, re- te en la batalla del Macar; y se había a u s e n t a d o expresa-
linchos, c h o q u e s de a r m a s ensordecían el aire, y trompe- mente para eximirse de la obligación de c o m b a t i r al suf-
tas y clarines t o c a b a n á la carga. feta.
E r a como u n h u r a c á n q u e se a r r e m o l i n a b a á su alrede- Narr'Havas, con efecto, había pensado engrandecer sus
dor. U n f u r o r d e s o r d e n a d o le hizo saltar sobre s u s armas dominios con las provincias púnicas y h a b í a a u x i l i a d o ó
y se lanzó á la pelea. a b a n d o n a d o á los Mercenarios, según le p a r e c í a n favora-
Largas filas de b á r b a r o s b a j a b a n corriendo la m o n t a ñ a , bles ó adversos para estos los azares de la guerra. Viendo
y los cuadros p ú n i c o s m a r c h a b a n contra ellos, con una al cabo q u e la victoria definitiva serla p a r a H a m í l c a r se
oscilación pesada y regular. L a n i e b l a desgarrada por los decidió por él, quizá á su odio contra M a t h o , á causa del
rayos del sol, f o r m a b a nubecillas q u e balanceaban, y poco m a n d o ó de su a n t i g u o amor.
á poco, ascendiendo, descubrían los estandartes, los cas
El Suffeta le escuchó sin interrumpirle. C o m p r e n d i ó en-
eos y la p u n t a de las picas. B a j o las evoluciones rápidas
seguida la utilidad de tal alianza p a r a s u s proyectos. Con
terrible; pero recobrando su impasibilidad miró de sosla-
los n ú m i d a s se desembarazarían de los libios; luego, lleva-
yo á N a r r ' H a v a s .
ría á I03 occidentales á conquistar Iberia; y sin preguntar-
le p o r q u e n o h a b í a venido antee, ni demostrar ninguna E l rey de los n ú m i d a s estaba en u n ángulo en a c t i t u d
d u d a acerca d e s u s mentiras, besó á N a r r ' H a v a s , chocan- discreta. Llevaba en la f r e n t e el polvo q u e tocó al proster-
do p o r tres veces s u pecho contra el suyo, narse. E l suffeta se adelantó hacia él, y con a d e m á n grave
le dijo:
E r a p a r a r o m p e r el círculo de hierro q u e le envolvía,
por lo q u e i n c e n d i ó el c a m p a m e n t o de los libios. Aquel — P a r a r e c o m p e n s a r los servicios q u e m e has prestado,
ejército llegaba como u n socorro de los dioses; disimulan- N a r r ' H a v a s , te doy m i h i j a .
do s u alegría respondió: Y añadió:
—¡Sé m i h i j o y d e f i e n d e á t u padre!
— ¡Que los Baals te favorezcan! Ignoro lo q u e h a r á por
Narr'Havas, hizo u n s d a m á n de sorpresa y luego la besó
t í la República, pero H a m í l c a r no es ingrato.
las manos. S a l a m m b ó , i n m ó v i l como u n a estatua, parecía
E l t u m u l t o "redoblaba, los capitanes e n t r a b a n en la
no comprender.
tienda.
Se ruborizaba y e n t o r n a b a los ojos; sus largas p e s t a ñ a s
E l s u f f e t a se vestía y h a b l a b a á u n t i e m p o .
encorvadas, p r e s t a b a n s o m b r a á sus mejillas.
—¡Ea! ¡á l u c h a r ! Con t u s jinetes, aplastarás su infante-
H a m i l c a r quiso unirles i n m e d i a t a m e n t e por medio de
ría e n t r e s u s ginetes y los míos. ¡Valor! ¡Exterminal
esponsales indisolubles. P u s o entre las m a n o s de Salambó
N a r r ' H a v a s se precipitaba c u a n d o S a l a m m b ó apare- u n a lanza q u e ofreció á N a r r ' H a v a s . Unieron sus pulgares
ció. u n o contra otro con u n a correa, después, echáronles trigo
Saltó del caballo, abrió su ancho m a n t o y extendiendo p o r la cabeza y los granos q u e caían alrededor p e r c u t í a n
los brazos, desplegó el zaimph. e n el suelo como granizo q u e rebota.
L a t i e n d a de cuero, l e v a n t a d a por las esquinas, dejaba
ver la m o n t a ñ a llena de soldados, y c o m o estaba en el
centro, de t o d a s partes se veía á S a l a m m b ó .
U n clamor i n m e n s o rasgó los aires, u n largo grito de
esperanza.
Los q u e e s t a b a n e n m a r c h a , se detuvieron; los moribun-
dos se i n c o r p o r a b a n p a r a bendecirles, todos los bárbaros
sabían a h o r a q u e h a b í a recobrado el z a i m p h . Le veían de
lejos, creían verle; y otros gritos, de r a b i a y de venganza,
r e s o n a b a n atronadores á pesar de los aplausos de los car-
tagineses; los cinco ejércitos escalonados e n la montaña,
gesticulaban y vociferaban e n torno de S a l a m m b ó .
H a m i l c a r , sin poder hablar le d a b a gracias con movi-
m i e n t o s de cabeza. S u s ojos m i r a b a n a l t e r n a t i v a m e n t e al
z a i m p h y á ella y entonces advirtió q u e la cadenilla esta-
b a rota. E n t o n c e s se estremeció asaltado por u n a sospecha
XII
El acueducto
ti
y a d o e n el polvo á 8u8 Hamilcar le d i j o entonces la espantosa verdad, pero se
X ^ r enfureció contra s u p a d r e diciendo que podía aplastar al
° L t r e S h ° m b r e S V e 8 t Ì d 0 S d e n e S r o ' 1 6 esperaban en la pueblo entero, ya q u e era el amo de Cartago.
saia, de p i e , J u n t o al disco de piedra Desgarró sus vesti- Por fin, e x t e n u a d o por los esfuerzos de su cólera se dur-
dos, y se revolcaba sobre las losas gritando- mió con sueño i n t r a n q u i l o . H a b l a b a soñando, tendido so-
bre un cojín de escarlata; su cabeza estaba echada hacia
r M ^ d a í ¡ M h l e QSU
H a
? Í b a l ! ¡ 0 h ! ¡ h i í ° m í o 1 ¡ M i speranza!
Z ^ ' / í 1 <*>' (Matadme á m i también! 1¡Llevad- atrás, y su brazito, a p a r t a d o del cuerpo, permanecía rígido
me! ¡Desdicha! ¡desdicha! en u n a actitud i m p e r a t i v a .
Cuando hubo c e r r a d o la noche, Hamilcar lo cogió sua-
alarido??nba ? r0S
ír°'f m e S a b a 108 C a b e l l o s
' y lanzaba
alaridos c o m o las plañideras de los funerales vemente, y bajó á o b s c u r a s la escalinata de las galeras.
Pasando por la casa d e comercio tomó u n a cajita de pasas
molél!Vá08l0l¡PadeZ°0dema8Íado! lId08!
I M a t a d ^ e co- y u n a calabaza d e a g u a pura; el niño se despertó ante la
Los servidores de Moloch se a d m i r a b a n de q u e Hamil- estátua de Aletes, e n el subterráneo de las pedrerías; y
car tuviera t a n poco corazón. E s t a b a n casi enternecí. sonreía en brazos d e s u padre á la luz de las claridades
que le rodeaban.
Se oyó u n r u i d o de pies desnudos y un estertor compri- Hamilcar estaba seguro que ya no podrían quitarle su
mido, s e m e j a n t e á la respiración d e u n a bestia feroz que hijo. Entonces c o m o n o tenía que disimular, pues nadie le
se acerca; y en el u m b r a l d e la tercera galería, entre los veía, dió rienda s u e l t a á su cariño. Como u n a madre que
encuentra á su p r i m o g é n i t o despues de perderle, se lanzó
T l o s t a Tfi,:.rreci0 ™ h o m b r e lívido, terrible,
con ios brazos estendidos; gritó: sobre su hijo; le e s t r e c h a b a contra su pecho, reía y lloraba
—¡Mi hijo! á u n tiempo, le l l a m a b a con los nombres m á s cariñosos,
H a m i l c a r d e u n salto, se lanzó sobre el esclavo. Cubrió- le cubría de besos; H a n n i b a l , asustado por aquella ternu-
le ia boca con la m a n o y gritó: ra, callaba.
q u e ie h a educad
Hamilcar volvió á paso d e lobo, palpando las paredes;
°! ¡Le u a m a
su hijo! llegó á la gran sala d o n d e entraba la luz de la l u n a por
¡be volverá loco! ¡Basta! ¡basta!
Y e m p u j a n d o p o r los h o m b r o s á los tres sacerdotes y á u n a de las aberturas de la cúpula; en el centro, el esclavo
ahito, dormía t e n d i d o sobre el pavimento de mármol. Le
miró y sintió piedad. Con la p u n t a de su coturno, le puso
una alfombra b a j o la cabeza. Luego levantó los ojos y mi-
H f l S , C a S , V O l - Í e n d 0 ^ C U a r t 0 d e S a I a m ^ b ó desató á ró á Tanit, cuyo c u a r t o creciente brillaba en el cielo, y se
Hannibal. E l nino, exasperado, le mordió en la m a n o ha-
sintió más fuerte q u e los Baals, y lleno de desprecio por
l ^ J T ^ 1 " 6 - f a r a h a C e r l e e 8 t a r <J uiet °> S a l a m m b ó qui- •ellos.
so asustarie c o n Lamia, u n a hada" maléfica de Cyrene.
—¿Donde está? - p r e g u n t ó Los preparativos del sacrificio se estaban ultimando.
band0leM
eiUa c S S * ^ H Scdammló 17
—¡Que v e n g a n , les mataré!
arrastrado en el c e n t r o d e u n catafalco, e n t r e antorchas y
cabelleras. P a r a s u p e d i t a r los reyes del firmamento a l Sol
Se derribó u n g r a n trozo d e pared del templo de Mo-
é impedir q u e su i n f l u e n c i a particulares contrarrestare la
loch p a r a sacar al D i o s de cobre sin tocar las cenizas del
suya se b andía al estremo de largas perchas estrellas de
altar. Después, a p e n a s a p u n t ó el sol, los hieródulos le em-
metal multiculares. Los Abadirs, piedras caídas de la
p u j a r o n hacia la p l a z a de K h a m o n .
l u n a giraban d e n t r o de h o n d a s de hilo de plata; paneci-
I b a hacia atrás deslizándose sobre cilindros; sus hom- llos q u e r e p r o d u c í a n el sexo d e u n a m u j e r se amontona-
bros eran m á s altos q u e las murallas; todos los cartagine- ban en las cestas q u e llevaban los sacerdotes de Ceres-
ses q u e le veían a u n q u e f u e r e de lejos, h u í a n asustados otros llevaban sus a m u l e t o s ; los ídolos olvidados reapare-
p o r q u e n o podía c o n t e m p l a r s e i m p u n e m e n t e a l Baal, sino cieron: hasta se t o m ó de los b u q u e s s u s símbolos místi-
e n el ejercicio de su cólera. cos, como si Cartago h u b i e s e querido recogerse p o r entero
F u e r t e olor de a r o m a s se esparció por las calles. Todos en u n p e n s a m i e n t o de m u e r t e y desolación.
los t e m p l o s se a b r i e r o n á la vez; salieron los tabernáculos A n t e cada a n o d e los tabernáculos, u n h o m b r e mante-
sobre carromatos ó e n literas q u e los pontífices llevaban. m a en equilibrio sobre su cabeza u n ancho pebetero don-
G r a n d e s p e n a c h o s d e p l u m a s o n d e a b a n en sus ángulos y de h u m e a b a el incienso.
vivos rayos e s c a p á b a n s e de sus agudos copetes, termina- L a estátua d e cobre c o n t i n u a b a avanzando hacia la pla-
dos en bolas de cristal, d e oro, de plata ó d e cobre. za de K h a m ó n . Los Ricos, llevando cetros con p u ñ o de es-
E r a n los Baalim Cananeos, derivados del Baal supremo meralda acudieron d e s d e el f o n d o de Megara. Los Anti-
q u e volvían hacia s u principio p a r a h u m i l l a r s e ante su guos e m e n d o s u s d i a d e m a s se reunieron en K i n i s d o y los
f u e r z a y anegarse en t u esplendor. gobernadores de provincia, los mercaderes, los soldado«
E l pabellón de M e l k h a r t de fina p ú r p u r a , protegía una los marineros y la h o r d a n u m e r o s a de empleados de los'
l l a m a d e petróleo; en el de K h a m o n , de color de jacinto, f u n e r a b s , todos, con las insignias de su magistratura, ó
se l e v a n t a b a u n falo d e marfil rodeado d e u n círculo de los i n s t r u m e n t o s de s u oficio se dirigían hacia los taber-
pedrería; entre las cortinas de E c h s m u n , azules como el náculos que b a j a b a n del Acrópolis, entre los colegios de
éter, u n p h y t o n d o r m i d o , f o r m a b a u n círculo con la cola; sacerdotes.
y los dioses Pataicos, sostenidos p o r los sacerdotes, pare-
. p o r deferencia h a c i a Moloch, h a b í a n revestido s u s tra-
cían n i ñ o s grandes envueltos en p a ñ a l e s cuyos talones ro-
bes m á s espléndidos y ostentaban s u s mejores joyas. Cen-
zaban el suelo.
telleaban los d i a m a n t e s sobre los m a n t o s y las túnicas
Después, venían t o d a s las f o r m a s inferiores de la divi- negras; pero los anillos d e m a s i a d o anchos, caían de los
nidad. Baal S a m i n , dios de los espacios celestes; Baal Peor dedos adelgazados y n a d a t a n lúgubre como aquella mul-
dios de los m o n t e s sagrados; Baal Zebup, dios de la co- titud silenciosa, c u y o s aretes golpeaban contra rostros pá-
rrupción, y los de los países vecinos y los de las razas ca- lidos y en que las á u r e a s tiaras ceñían frentes crispadas
naneas: el I T a r b a l de la Libia, el A d r a m m e l e e h de Cal- por u n a desesperación atroz.
dea, el K i j u n de los sirios; Derceto, con cara de virgen, se Por fin llegó el Baal al centro de la plaza. Sus pontífices
arrastraba sobre sus aletas y el cadáver de T a m m u z iba con verjas, dispusieron u n recinto p a r a a p a r t a r á la mul-
titud y p e r m a n e c i e r o n á s u s pies alrededor de él.
Los sacerdotes de Khamón, con túnicas de lana obscu-
cólera, sacudían sobre su pecho su barba negra en forma
ra se alinearon bajo las columnas del pórtico; los de de abanico.
Schmun con mantos de lino y tiaras puntiagudas colocá-
Schahabarim sin contestar continuaba andando; y des-
ronse en las gradas del Acrópolis; los sacerdotes de Mel-
pués de atravesar todo el recinto, llegó entre las piernas
kar, pusiéronse del lado de Occidente; los de los Abad-
del coloso, y luego, le tocó en ambos lados de ellas exten-
dirs, apretados los cuerpos en anchas cintas de telas fri-
diendo los brazos, lo cual era una fórmula solemne de
gias, quedaron hacia Oriente; y en el Sur, con los magos
adoración. Hacía demasiado tiempo que la Rabbet le tor-
de la muerte, cubiertos de tatuajes quedaron los plañide-
turaba, y por desesperación, ó quizá á falta de un dios
ros con sus mantos remendados, los servidores de los Ba-
que le satisfaciera por completo su pensamiento, se deci-
toeques y los ísidonion que, para conocer el porvenir se
día al cabo por aquel.
ponían en la boca un hueso de muerto.
La multitud, asustada por aquella apostasía, lanzó un
De cuando en cuando llegaban filas de hombres desnu- prolongado murmullo. Sentíase que se rompía el último
dos por completo con los brazos tendidos hacia delante, lazo que unía las almas á una divinidad clemente.
cogidos por los hombros unos á otros. Arrancaban de las
Pero Schahabarim, á causa de su mutilación no podía
profundidades de su pecho u n a voz cavernosa. Los ojos
participar del culto al Baal. Los sacerdotes de rojo manto
que miraban al coloso, brillaban entre la polvareda, y á
le excluyeron del recinto; luego, cuando estuvo fuera, dió
intervalos iguales, toaos á una como sacudidos por un so-
la vuelta alrededor de todos los colegios y despué3, el sa-
lo movimiento, balanceaban sus cuerpos. Estaban tan fu-
cerdote sin dios desapareció entre la multitud. Esta se
riosos, que para restablecer el orden, los hieródulos á pa-
apartaba á su paso.
los, les hicieron echar de bruces, con el rostro tocando las
verjas de cobre. Entretanto, una hoguera de áloes, cedro y laurel, ardía
entre las piernas del coloso. Sus largas alas hundían su3
Entonces fué, cuando del fondo de la plaza avanzó un p u n t o en la llama; I03 ungüentos con que se le había fro-
hombre vestido de blanco. Atravesó lentamente la multi- tado, corrían como sudor sobre sus miembros de cobre.
tud y se reconoció en él un sacerdote de Tanit, al gran Alrededor de la piedra redonda en que apoyaba los pies,
sacerdote Schahabarim. Una rechifla general le acogió, los niños envueltos en velos negros formaban un- círculo
pues la tiranía del principio viril, prevalecía aquel día en inmóvil; y sus brazos desmesuradamente largos, bajában-
todas las conciencias, y la diosa estaba de tal modo olvi- se hasta ellos como para apoderarse de aquella corona y
dada, que no se había notado siquiera la ausencia de sus llevarla al cielo.
pontífices. El pasmo creció de punto, cuando se le vió que
Los Ricos, los Antiguos, las mujeres, toda la muche-
abría una de las puertas destinadas á los que habían de
dumbre se apiñaba detrás de los sacerdotes y en las terra-
entrar para ofrecer víctimas. Los sacerdotes de Moloch
zas de las casas. Las grandes estrellas pintadas no se mo-
creyeron que aquel era u n u l t r a j e para su dios; con vio-
vían ya, los tabernáculos estaban en el suelo; y las huma-
lentos ademanes trataban de rechazarle. Alimentados con
redas de los incensarios subían perpendicularmente seme-
las carnes de los holocaustos, vestidos de púrpura como
jantes á árboles gigantescos, desplegando en pleno azul
reyes, y ciñendo triples coronas, mofábanse de aquel páli-
sus ramajes azulados.
do eunuco extenuado por maceraciones, y carcajadas de
Muchos se desmayaron, otros permanecían inertes y pe-
trificados e n é x t a s i s . U n a a n g u s t i a infinita aplastaba IOB
pechos. L o s ú l t i m o s clamores se extinguieron uno á uno tonces, p a r a a n i m a r al p u e b l o , los sacerdotes sacaron de
y el p u e b l o d e Cartago anhelaba, absorvido por el deseo su c i n t u r a u n o s p u n z o n e s con q u e se a r a ñ a b a n el rostro.
d e su terror. Se hizo e n t r a r en el recinto á los fieles, q u e estaban tendi-
Por fin, el g r a n sacerdote de Moloch pasó la mano iz- dos de bruces en el exterior. Se les echó u n p a q u e t e de
q u i e r d a b a j o los velos de los niños, y les arrancó de la horribles i n s t r u m e n t o s y c a d a cual escogió su tortura. Se
f r e n t e u n m e c h ó n de cabellos q u e arrojó á las llamas. En- traspasaban el pecho; se h e n d í a n las mejillas; pusiéronse
tonces, los h o m b r e s de rojos m a n t o s e n t o n a r o n el himno coronas de espinas e n la cabeza; luego, enlazando sus bra-
sagrado: zos y r o d e a n d o á los niños, f o r m a b a n otro gran círculo
q u e se contraía y se e n s a n c h a b a . Llegaban h a s t a la balaus-
—«¡Gloria á tí, Sol! ¡Rey de las dos zonas, creador que
se engendró, P a d r e y Madre, P a d r e é Hijo, Dios y Diosa trada, se retiraban y volvían á empezar l l a m a n d o hacia
Diosa y Dios!» ellos á la m u l t i t u d por el vértigo d e a q u e l movimiento de
sangre y de gritos.
S u voz se p e r d i ó entre el estruendo de los instrumentos
q u e r e s o n a b a n á la vez p a r a ahogar los gritos de las víc- Poco á poco, g r a n gentío e n t r ó h a s t a el final de las ave-
timas. nidas; lanzaban al f u e g o perlas, d i a m a n t e s ricos, vasos de
Los h i e r o d u l o s c o n u n largo gancho abrieron los siete oro y de plata. Copas, antorchas, t o d a s s u s riquezas; las
c o m p a r t i m e n t o s del cuerpo del Baal. E n el m á s alto se in- ofrendas se sucedían u n a s á otras y e r a n cada vez m á s es-
t r o d u j o h a r i n a ; en el segundo, dos tórtolas; e n el tercero, pléndidas y múltiples. Por fin, u n h o m b r e q u e se t a m b a -
u n m o n o ; en el cuarto, u n carnero; en el q u i n t o u n a ove- leaba e m p u j ó á u n niño, después se vió entre las m a n o s
ja; y c o m o n o h a b í a b u e y p a r a p o n e r en el sexto, se echó del coloso u n a p e q u e ñ a m a s a negra; se h u n d i ó en la aber-
u n a piel c u r t i d a q u e se tomó del santuario. E l séptimo t u r a tenebrosa. Los sacerdotes se inclinaron e n la gran
a g u j e r o p e r m a n e c i ó vacío. losa y u n n u e v o canto estalló, celebrando las alegrías de
la m u e r t e y los r e n a c i m i e n t o s de la eternidad.
A n t e s del g r a n sacrificio era conveniente ensayar los
brazos del Dios. U n a s cadenitas q u e a r r a n c a b a n de sus S u b í a n l e n t a m e n t e las víctimas, y como la h u m a r e d a al
dedos, llegaban h a s t a las espaldas y volvían á bajar por volar f o r m a b a altos torbellinos, parecían desaparecer tam-
detrás, d o n d e algunos h o m b r e s , t i r a n d o con fuerza, ha- bién d e n t r o de u n a n u b e . N i n g u n o se movía, estaban ata-
cían s u b i r h a s t a la a l t u r a d e los codos las m a n o s abiertas, dos por las m u ñ e c a s y los jarretes, y los obscuros velos,
las cuales, acercándose u n a á otra llegaban h n s t a su vien- t u p i d o s y recios, les i m p e d í a n ver y ser reconocidos.
tre; moviéronse m u c h a s veces seguidas, y después los ins- H a m i l c a r , con u n m a n t o rojo como I03 sacerdotes de
t r u m e n t o s callaron. Crepitaban las llamas. Moloch, estaba cerca del Baal; erguido a n t e el dedo gordo
de su pie derecho.
Los pontífices de Moloch se p a s e a b a n p o r la gran losa,
e x a m i n a n d o lo m u c h e d u m b r e . C u a n d o subió el d é c i m o c u a r t o niño, todos pudieron ad-
vertir q u e se extremeció é hizo u n gesto de horror. Pero
E r a preciso u n sacrificio individual, u n a oblación vo-
bien p r o n t o recobró su actitud, cruzándose de brazos y
l u n t a r i a q u e se consideraba como la iniciadora de las
m i r a n d o al suelo. Al o t r o lado de la estatua, el gran pon-
otras. Pero n a d i e se presentaba, y las siete avenidas que
tífice permanecía i n m ó v i l c o m o él. I n c l i n a n d o su cabeza
c o n d u c í a n desde las barreras al coloso, estaban vacías. En-
q u e ostentaba u n a m i t r a asiría, observaba sobre su pecho
la placa de oro cubierta de piedras fatídicas, en que las
bones hasta sus rodillas; completamente rojo, como un gi-
llamas reflejándose, producían claridades irisadas. Palide-
gante cubierto de sangre, parecía con su cabeza echada
cía, desesperado. Hamücar inclinaba la frente; y estaban
hacia atrás vacilar bajo el peso de su embriaguez.
ambos tan cerca de la pira que la orla de su manto levan-
tándose, los rozaba. A medida que los sacerdotes se apresuraban, el frenesí
del pueblo aumentaba. Disminuía el número de las vícti-
Los brazos de cobre movíanse con mayor velocidad. No
mas, y unos gritaban perdón y otros que se necesitaban
se detenían un instante. Cada vez que se ponía entre
más. Hubieran dicho que las terrazas llenas de gente se
ellos á un niño, los sacerdotes de Moloch extendían la
hundían bajo los alaridos de espanto y de voluptuosidad
mano hacia él, para cargarle con todos los crimentes de
mística. Luego los fieles llegaron arrastrando á sus hijos
pueblo, vociferando:
que se agarraban á ellos; les pegaban para hacerse soltar
son hombres, sino bueyes!» y les entregaban á los hombres rojos. Los músicos se de-
Y la multitud repetía: tenían cansados entonces, se oían los sollozos de las ma-
—«¡Bueyes! ¡bueyes!» dres y el chirrido de la grasa que caía sobre los carbones
Los devotos gritaban: ardientes. Unos borrachos iban á cuatro patas, daban vuel-
—«¡Señor! ¡come!» tas alrededor del coloso y rugían como tigres; los Isidonim
Y los sacerdotes de Proserpina conformándose por el auguraban, los fieles, cantaban con sus labios hendidos; se
terror; á las necesidades de Carta go murmuraban la fór- habían derribado las verjas; todos querían su parte en el
mula elusiaca: sacrificio; y los padres, cuyos hijos murieron en otro tiem-
— «¡Vierte la lluvia! ¡Engendra!» po, echaban al fuego sus efigies, sus juguetes, sus esquele-
Las víctimas apenas llegaban al borde de la abertura, tos. Algunos que llevaban cuchillos se arrojaron sobre los
desaparecían como una gota de agua sobre una placa en- otros. Estalló una gran matanza. Los hieródulos cogieron
rojecida; y una humareda blanca ascendía entre los tonos las cenizas de la gran losa y las lanzaron al aire, á fin de
de escarlata de la estatua. que el gran sacrificio se esparciera por la ciudad hasta la
Sin embargo, el apetito del dios no se calmaba, quería región de las estrellas.
más víctimas. Para darle más se apiló una porción entre Aquel ruido y aquella claridad deslumbrante, había
sus manos con una gruesa cadena que las sostenía. Loa atraído á los bárbaros al pie de las murallas, y mirando
devotos al principio habían querido contarlas para saber desde lo alto de sus máquinas de guerra, contemplaban el
si su número correspondía al de los días del año solar; pe- espectáculo mudos de horror.
ro como se echaban tantas, una tras otra, era imposible
contarlas entre aquel movimiento vertiginoso de los bra-
zos. Aquello duró mucho rato, hasta la noche. Luego, las
planchas interiores adquirieron un brillo más sombrío.
Entonces se vieron carnes que ardían. Algunos creyeron
reconocer cabellos, miembros, cuerpos enteros.
Acabó el día; gruesas nubes se amontonaron sobre el
Baal, la pira ya sin llamas, formaba una pirámide de car-
XIV
Salammbó 18
día perder sus velites, la mitad de ellos pereció tan sólo.
El hubiera sacrificado un número veinte veces mayor para cartagineses habían abandonado en el desfiladero á fin de
el éxito de tal empresa. atraer á I03 bárbaros. Los mataron á lanzadas, los comie-
Hasta la mañana siguiente I03 bárbaros estrecharon sus ron, y así que los estómagos estuvieron repletos, los pen-
samientos fueron menos lúgubres.
filas de un extremo á otro del desfiladero. Tentaban con
sus manos la montaña tratando de descubrir una sa- Al día siguiente degollaron á todos sus mulos, próxima-
mente unos cuarenta, y luego rayeron las pieles, cocieron
lida.
las entrañas y no desesperaron todavía, porque el ejército
Al fin amaneció y por todas partes vieron á su alrede-
de Túnez, avisado sin duda, iba á llegar.
dor una altísima muralla blanca, cortada á pico. ¡ Y ni un
Bolo medio de salvación! Las dos salidas naturales de Pero á la noche del quinto día, aumentó el hambre,
mascaron los tahalíes de sus espadas y las esponjillas
aquel callejón cerrado estaban obstruidas, la una por el
ocultas en el fondo de sus cascos.
rastrillo y la otra por el montón de rocas.
Cuarenta mil hombres estaban amontonados en una es-
Entonces todos se miraron sin hablar. Y todos sintie-
pecie de hipódromo que formaba alrededor de ellos la
ron un frío glacial en los ríñones, y un grave peso en los
montaña. Algunos permanecían ante el rastrillo ó al pie
párpados.
de las rocas; los demás confusamente se agrupaban en la
Se dirigieron resueltamente contra las rocas. Pero las
llanura. Los más fuertes evitaban hablarse y los tímidos
mas bajas, oprimidas por el peso de las demás, permane- buscaban á los valientes, que sin embargo no podían sal-
cieron inmóviles. Trataron de encaramarse para llegar á varles.
la cima; la forma redonda de los pesados cuerpos bacía
Por vía de precaución se habían enterrado precipitada-
imposible la empresa. Quisieron hender el terreno por los mente los cadáveres de los vélites; ya no se distinguía el
dos extremos de la cañada; sus instrumentos se rompie- sitio de las huesas.
ron. Con los mástiles de sus tiendas encendieron una ho-
Todos los bárbaros languidecían postrados en tierra.
guera; el fuego n o podía quemar la montaña.
Entre sus filas pasaba un veterano, y ellos prorrumpían
Volvieron al rastrillo; estaba guarnecido de largos cla- en maldiciones contra los cartagineses, contra Hamilcar y
vos, gruesos como estacas, agudos como las púas de un contra Matho, si bien resultaba inocente del desastre; pero
puerco espin. Sin embargo, su furor era tal que se preci- les parecía que sus dolores hubieran sido más tolerables si
pitaron contra el obstáculo. Los primeros penetraron en él los hubiese compartido. Y luego empezaban á gemir;
él hasta la cintura, los demás saltaron por cima de sus ca- algunos lloraban por lo bajo, como niños.
maradas, y todos cayeron dejando en aquellas horribles Se acercaban á los capitanes y les pedían algo que mi-
ramas girones humanos y cabelleras ensangrentadas. tigase sus padecimientos. Los interpelados no respondían,
Cuando se hubo disipado su abatimiento examinaron ó bien, arrebatados de furor, cogían una piedra y se la
los pocos víveres que les quedaban. Los mercenarios que echaban al rostro.
habían perdido sus bagajes, tenían raciones para dos días, Muchos guardaban cuidadosamente, en un agujero del
y los demás se encontraban apurados porque esperaban suelo, parte de su alimento, un puñado de dátiles, un po-
un convoy prometido por los pueblos del sur. co de harina; y lo comían durante la noche, ocultando la
No obstante, vagaban por alli toros, aquellos que los cabeza bajo su manto. Los que tenían espadas las mostra-
a » de carne al fuego, nevándolos en la punta de sus es-
ban desnudas en su mano, los más desconfiados se man- padas los salaban con polvo y se disputaban los mejores.
tenían en pie, apoyados en la montaña. Cuando no quedó nada de los tres cadáveres, los ojos va-
Acusaban á sus jefes y les amenazaban. Anthasito mos- garon por la üanura en busca de nuevo alimento.
traba miedo. Con esa obstinación del bárbaro al que nada Pero, ¿no quedaban los cartagineses, veinte cautivos del
amedrenta., veinte veces al día avanzaba hasta el fondo, ultimo combate, y en los que nadie hasta entonces había
hacia las rocas, esperando hallarlas separadas, y con sus pensado? Pronto desaparecieron, una venganza lógica, de«-
hombros formidables cubiertos de pieles recordaba á sus pues de todo. Y luego como era preciso vivir y como ya
compañeros un oso que, á la primavera sale de su caver- se había desarrollado el gusto de este alimento, como se
na, para ver si se ha fundido la nieve. morían de hambre, se degolló á todos los aguadores, los
Spendio, rodeado de griegos, se escondía en una de las palafreneros, los criados. Diariamente se mataba. Algunos
grietas; como sentía terror, hizo circular el rumor de su comían mucho, recobraban sus fuerzas y ya no aparecían
muerte. tristes.
Habían enflaquecido de un modo espantoso; su piel es- A no tardar faltó este recurso. Entonces el deseo les hi-
taba jaspeada de azul. En la noche del noveno día tres zo fijarse en los Heridos y los enfermos. Ya que no podían
iberos murieron. curarse, mas valía ahorrarles sufrimientos; y tan pronto
Asustados los demás, huyeron de aquel sitio. Se les des- como un soldado vacilaba todos gritaban que estaba heri-
nudó y sus blancos cuerpos permanecieron expuestos al do y que debía servir á los demás de alimento. Para ace-
sol, en la arena. lerar su muerte empleaban astucias, se les robaba el últi-
Entonces, algunos garamantos empezaron á rondar en mo resto de su inmunda ración; con afectado descuido se
torno de los cadáveres. Eran hombres acostumbrados á la les pisoteaba; los moribundos para que se les creyera vi-
soledad y que no respetaban á> dios alguno. Al fin el más gorosos, probaban á levantar los brazos á erguirse y á reir.
viejo hizo una seña é incünándose sobre los cadáveres cor- Hombres desvanecidos se despertaban al contacto de una
taron trozos con sus cuchillos, y luego, puestos en cucli- hoja mellada que les aserraba un miembro; y mataban
llas, comieron. Los demás les miraban de lejos; se oyeron también impelidos por el furor, sin necesidad, con el fin
gritos de horror; con todo, muchos, en el fondo de su co- de satisfacer sus instintos.
razón, envidiaban aquel valor. Una niebla densa y tibia, envolvió al ejército el décimo
A media noche, algunos de los bárbaros se acercaron al cuarto día. Este cambio de temperatura produjo numero-
grupo y disimulando su deseo, pedían un bocadito, para sas muertes, y la corrupción se desarrollaba sensiblemen-
probarlo nada más. Otros más atrevidos vinieron, su te. La escarcha que caía sobre los cadáveres los ablandó y
número aumentó; pronto formaron enjambre. Pero casi pronto convirtióse la llanura en vasto pudridero. Vapores
todos al sentir en sus labios el contacto de la carne fría blanquecinos flotaban sobre ella; escocían en las narices-
dejáronla caer de su mano; otros, por el contrario, la de- penetraban la piel, turbaban la vista y los bárbaros creían
voraban con avidez. entrever en los hálitos exhalados, las almas de sus compa-
Con objeto de cobrar ánimo, se excitaban mutuamente. neros. "Va no se resignaban con su suerte: preferían morir.
Algunos que habían hecho ascos al banquete de los gara- Dos días después, el tiempo mejoró y el hambre moles" '
mantos, no acertaban á separarse de éstos. Cocían los tro-
t ó de nuevo. Les parecía á veces q u e les a r r a n c a b a n el es- feo pico amarillo; y el h o m b r e desesperado caía de bruces
t ó m a g o con tenazas. E n t o n c e s se revolcaban acometidos en el polvo.
p o r convulsiones, comían tierra á p u ñ a d o s , se m o r d í a n
Algunos alcanzaban á descubrir camaleones, serpientes.
los brazos y p r o r r u m p í a n en risas frenéticas.
Pero lo q u e les hacía vivir era su a m o r á la vida. Se fija-
L a sed les a t o r m e n t a b a a u n m á s , porque no t e n í a n n i
b a n en esta idea exclusivamente, y se a f e r r a b a n á la exis-
u n a gota d e a g u a en los odres, c o m p l e t a m e n t e agotados
tencia con u n esfuerzo q u e la prolongaba.
desde el noveno día. Para engañarse, se aplicaban á la
Los m á s estoicos y fríos p e r m a n e c í a n juntos, sentados
l e n g u a las escamas metálicas de los cinturones, los p o m o s
en corro, en m e d i o de la llanura, a q u í y allá, entre los
d e marfil, las h o j a s de las espadas. Otros c h u p a b a n u n
muertos; y envueltos en sus mantos, se a b a n d o n a b a n si-
guijarro. B e b í a n orines e n f r i a d o s e n los cascos de bronce.
lenciosamente á su tristeza.
jY todavía a g u a r d a b a n el ejército de Túnezl Lo m u c h o
Aquellos q u e h a b í a n nacido en las ciudades se acorda-
q u e t a r d a b a era indicio de su llegada p r ó x i m a . Por otra
b a n de las calles resonantes, d é l a s tabernas, de los tea-
parte, Matho, el valiente de los valientes, n o podía aban-
tros, de los baños, y las barberías donde se c u e n t a n histo-
donarles. «¡Será mañana!» se decían, y ese m a ñ a n a , n u n -
rias. Otros volvían á ver c a m p i ñ a s al declinar la tarde,
ca llegaba.
c u a n d o los trigos amarillos o n d u l a n y los grandes bueyes
Al principio habían rezado, hicieron votos, practicaron suben las colinas con la r e j a del arado al cuello. Los viaje-
toda clase de encantos. Y ahora no sentían por sus deida-
ros s o ñ a b a n con cisternas, los cazadores con sus bosques,
des más que odio, y deseando vengarse trataban de no
los veteranos con batallas, y en la m o d o r r a q u e les domi-
creer en ellas.
n a b a , sus p e n s a m i e n t o s f u l g u r a b a n con la viveza y la cla-
Los h o m b r e s de carácter violento perecieron los prime- ridad de u n ensueño. Se a l u c i n a b a n s ú b i t a m e n t e ; busca-
ros; los africanos resistieron m e j o r q u e los galos. Zarxas, b a n en la m o n t a ñ a u n a p u e r t a p a r a h u i r . Otros creyendo
e n m e d i o de los baleares, permanecía t e n d i d o en el suelo, navegar con u n a t e m p e s t a d , m a n d a b a n la m a n i o b r a de
esparcidos los cabellos, por c i m a de los brazos inertes. u n navio, ó bien retrocedían asustados, al percibir batallo-
Spendio encontró u n a p l a n t a de anchas h o j a s llenas de nes púnicos. Los h a b í a q u e se figuraban asistir á u n fes-
jugo, y h a b i é n d o l a declarado venenosa á fin de apartar á tín, y c a n t a b a n .
s u s camaradas, apagaba su sed con ella.
^ E s t a b a n demasiado débiles p a r a derribar de u n a pedra- Muchos de ellos, p o r u n a e x t r a ñ a manía, repetían la
d a á los cuervos q u e p a s a b a n . A l g u n a vez, c u a n d o u n gi- m i s m a p a l a b r a ó hacían c o n t i n u a m e n t e el m i s m o ade-
pacto, posado en u n cadáver, le s a j a b a d e s d e h a c í a a l g ú n m á n . Y luego c u a n d o levantaban la cabeza y se m i r a b a n
tiempo, u n h o m b r e que traía e n t r e los dientes u n a javali- u n o s á otros ahogábanles s u s sollozos al ver los horribles
n a se arrastraba hacia él a p o y á n d o s e en u n a m a n o , y des- s e m b l a n t e s marchitos. Algunos y a no padecían y p a r a
p u é s de a p u n t a r bien lanzaba s u a r m a . L a bestia d e blan- m a t a r el t i e m p o c o n t a b a n los peligros á q u e h a b í a n esca-
co p l u m a j e , t u r b a d a p o r el ruido, se i n t e r r u m p í a , m i r a n - pado.
d o á su alrededor t r a n q u i l a m e n t e , c o m o u n cuervo mari- S u m u e r t e era ciertísima, i n m i n e n t e . E n c u a n t o á pedir
n o e n u n escollo, y luego volvía á h u n d i r e n la carne s u misericordia al vencedor, ¿cómo hacerlo? Ni a u n s a b í a n
d o n d e estaba H a m i l c a r .
E l viento soplaba del lado de la quebrada. H a c í a volar
la arena por cima del rastrillo en cascadas, perpetuamen- No tenían nada que temer; cualquier cambio de fortu-
te; y los mantos y las cabelleras de los bárbaros se cubrían na les permitiría ver el término de sus male3. Un gozo
de polvo como si la tierra alzándose hasta ellos quisiera desmedido les agitó, abrazábanse, lloraban. Spendio, Antha-
sepultarles. rito y Zarxas, cuatro italvitas, un negro y dos espartanos
Nada se movía; la eterna montaña á cada instante les se ofrecieron como parlamentarios. Se les admitió su ofre-
parecía más inaccesible. cimiento. Sin embargo, no sabían como partir.
Algunas veces bandadas de aves cruzaban con las alas Pero resonó un crujido en dirección de las rocas, y la
tendidas el espacio azul, en la libertad del aire. Los bár- más alta oscilando sobre su base, saltó hasta la llanura.
baros cerraban los ojos para no verlas. Si por el lado de los bárbaros las rocas no podían mover-
Se notaba de pronto como un zumbido en las orejas, se se, porque era preciso subir un plano oblicuo, y, además
ennegrecían las uñas, enfriábase el pecho; sé tendían de estaban amontonadas en el paso más estrecho, bastaba en
lado y se extinguían sin un suspiro. cambio empujarlas por el otro lado para hacer que se des-
El día décimonono habían perecido dos mil asiáticos, plomasen. Los cartagineses las movieron y á la alborada
quinientos del archipiélago, ocho mil libios, los mercena- avanzaban por la llanura como por las gradas de una in-
rios más jóvenes y tribus completas, en junto veinte mil J mensa escalera derruida.
soldados, la mitad del ejército. Los bárbaros no podían aún trepar por ellas. Se les ten-
Antharito, á quien no quedaban más que cincuenta ga- dió escalas; todos se lanzaron al asalto. La escala de una
lo?, iba á matarse para acabar de una vez, cuando creyó catapulta les rechazó; sólo los Diez subieron.
ver frente á él en la cumbre de la montaña, una forma Andaban entre los clinabares, y para sostenerse apoya-
humana. ¿ •' ban su mano en la grupa de los caballos.
Esta parecía, á causa de la elevación, un enano. No obs- Ahora que su primera alegría se había disipado, empe-
tante, Antharito reconoció en su brazo izquierdo un escudo zaban á mostrarse inquietos. Las exigencias de Hamilcar
en figura de trébol. Gritó: «¡Un cartaginés!» Y en la lla- resultarían crueles. Pero Spendio les tranquilizaba.
nura, ante el rastrillo y bajo las rocas, inmediatamente se
—«¡Yo hablaré'»—Y se jactaba de conocer las cosas
levantaron todos. El soldado se hallaba al borde del pre-
buenas para la salvación del ejército.
cipicio; desde abajo mirábanle Jos bárbaros.
Detrás de todos los matorrales hallaban centinelas que
Spendio recogió una cabeza de buey; luego con dos cin- se prosternaren ante el tahalí que Spendio se había ceñido.
turones formó una diadema, y la puso en los cuernos al Al Jlegar al campamento púnico, la multitud se agrupó
extremo de una vara, en demostración de sus intenciones T^ á su alrededor y oyeron como un murmullo y risas. Abrió-
pacíficas. El cartaginés desapareció. Ellos esperaron. se la puerta de una tienda.
En fin, por la tarde, como una piedra que se desprende
Hamilcar estaba dentro, sentado en un escabel, junto á
de la montaña, cayó de lo alto un tahalí. Era de cuero
una mesa baja, en la que brillaba una espada desnuda.
rojo y estaba cubierto de bordados con tres estrellas de
Los capitanes de pie, le rodeaban.
diamantes, llevaba impreso en el centro el sello del Gran
Al distinguir á los enviados levantó la cabeza y luego la
Consejo: un caballo, bajo una palmera. Era la contesta-
adelantó para examinarles bien.
ción de Hamilcar, el salvoconducto enviado por el suffeta.
Mostraban las pupilas extraordinarias dilatadas y oje-
ras n e g r a s q u e se prolongaban h a s t a las orejas, s u s narices
—¡No! m e b a s t a con diez,—respondió H a m i l c a r .
azuladas se d e s t a c a b a n sobre las h u n d i d a s mejillas, surca-
Se les dejó salir de la t i e n d a á fin de q u e deliberasen.
das por arrugas p r o f u n d a s ; la piel de su cuerpo, demasia-
C u a n d o estuvieron solos, el galo protestó en n o m b r e d e
do a n c h a p a r a s u s músculos, desaparecía b a j o u n polvo
los compañeros sacrificados, y Zarxas d i j o á Spendio:
de color plomizo; sus labios se pegaban á sus dientes ama-
—¿Por q u é no le has m a t a d o ? ¡su e s p a d a estaba allí, á
rillos; e x h a l a b a n u n olor nauseabundo; se les podía t o m a r
su lado!
por t u m b a s entreabiertas, por sepulcros vivientes.
—¿A él?—prorrumpió Spendio, como a s o m b r a d o de
E n m e d i o de la t i e n d a y en la estera d o n d e los capita-
que creyeran sus compañeros q u e H a m i l c a r no era in-
nes i b a n á sentarse veíase u n plato de calabazas h u m e a n -
mortal.
tes. Los b á r b a r o s clavaban en él sus ojos y t e m b l a b a n de
E s t a b a n t a n abatidos q u e d u r a n t e largo rato t e n d i d o s
pies á cabeza, á la vez q u e vertían lágrimas. No obstante
de espaldas e n el suelo, permanecieron inmóviles sin sa-
se contuvieron.
ber q u é partido t o m a r .
H a m i l c a r se volvió p a r a comunicar u n a orden. E n t o n -
E l griego les i n d u c í a á q u e cedieran; después de larga
ces se echaron sobre el plato, de bruces. Sus rostros se em-
deliberación, consintieron y entraron de nuevo en la
p a p a b a n en la grasa y el ruido de su deglución se mezcla-
tienda.
b a con los sollozos de alegría m a l contenidos. Mas p o r sor-
presa q u e por l á s t i m a se les dejó limpiar la gamella. Y H a m i l c a r puso su m a n o en la de los diez bárbaros su-
luego, c u a n d o todos se h u b i e r o n levantado, H a m i l c a r con cesivamente, apretándoles el pulgar; y luegro, la f r o t ó e n
u n a seña ordenó al q u e llevaba el tahalí q u e hablase. su vestido p o r q u e aquella piel viscosa p r o d u c í a al tacto
Spendio tenía miedo; balbuceaba. u n a impresión r u d a y blanda, u n hormigueo grasiento
q u e horripilaba. Luego les dijo:
H a m i l c a r h a c í a girar en su dedo u n grueso anillo de
oro m i e n t r a s escuchaba al griego. Lo dejó caer al suelo; —¿Sois jefes de los bárbaros y habéis j u r a d o p o r ellos?
fependio lo recogió en seguida; ante su a m o volvía á ser -¡Sí!
u n esclavo h u m i l d e . Los d e m á s se estremecieron, indig- —¿Sin doblez, y con el propósito de cumplir vuestra
. n a d o s de s e m e j a n t e bajeza. promesa?
Pero el griego levantó la voz, y relatando los crímenes Se a f i r m a r o n q u e volvían á su c a m p o p a r a ejecutarlo:
de H a n n o n , enemigo de Barca, t r a t a n d o de conmover á — P u e s bien,—repuso el sufeta:—con arreglo al pacto
éste con la n a r r a c i ó n de su infortunio, habló largo rato de establecido entre yo, Barca, y los e m b a j a d o r e s de los mer-
u n m o d o rápido, insidioso y a ú n violento. cenarios, os elijo á vosotros y os quedaréis aqui.
Spendio cayó d e s m a y a d o . Los bárbaros, como si le
E l s u f e t a r e p ü c ó q u e aceptaba sus razones. Por lo mis-
a b a n d o n a r a n , se estrecharon u n o s contra otros y n o pro-
m o llegarían á la paz, y ahora ésta sería d e f i n i t i v a . . pero
n u n c i a r o n u n a sola p a l a b r a n i exhalaron u n a sola q u e j a .
exigió q u e le entregase diez mercenarios p o r él escogidos
sin a r m a s y sin ropajes.
N o esperaban t a l m u e s t r a d e clemencia; Spendio con-
testó:
—¡Oh! ¡Diez, veinte, si los quieres, señor!
E l m á s furioso lo conducía u n n u m i d o coronado por u n a
d i a d e m a de p l u m a s . L a n z a b a jabalinas con asombrosa ra-
Los q u e les a g u a r d a b a n , a l ver q u e n o volvían, se juz- pidez, lanzando á intervalos u n largo silbido agudo; las
garon vendidos. I n m a g i n a r o n q u e los p a r l a m e n t a r i o s se enormes bestias dóciles c o m o perros, persistiendo e n la
n a oían e n t r e g a d o al suíeta.
matanza, volvían sus ojos hacia él.
Esperaron dos d í a s más, y en la m a ñ a n a del tercero re-
solvieron m a r c h a r s e . Después de c u m p l i r la m a t a n z a de u n m o d o metódico
y t r e m e n d o N a r r ' H a v a s calmó á los elefantes y les hizo
Con auxilio d e cuerdas, picas y flechas lograron escalar retroceder.
las rocas y d e j a n d o tras sí á los m á s débiles, emprendie-
L a l l a n u r a recobró su inmovilidad. Anochecía. H a m i l -
ron el c a m i n o de T ú n e z p a r a reunirse con el ejército.
car se deleitó a n t e el espectáculo de s u venganza; pero de
L n lo alto del desfiladero, se extendía u n p r a d o con al- pronto se estremeció.
gunos arbustos; los bárbaros devoraron las yemas. I n m e -
Veía, y todos vieron, á seiscientos pasos de allí á la iz-
d i a t a m e n t e e n c o n t r a r o n u n h a b a r y todo desapareció co-
quierda, en la c i m a de u n otero, m á s bárbaros... E n efec-
m o si u n a n u b e d e langosta hubiese pasado p o r allí.
to, cuatrocientos de los m á s vigorosos, mercenarios etrns-
E n t r e las o n d u l a c i o n e s d e aquellos montículos brilla- eos, libios y espartanos, desde el principio, h a b í a n s u b i d o
b a n haces de color de plata; los bárbaros, d e s l u m h r a d o s á u n montículo y e n a q u e l lugar se h a b í a n m a n t e n i d o in-
p o r ei sol, p e r c i b í a n m á s a b a j o grandes moles negros q u e decisos. Después de la m a t a n z a de sus compañeros, resol-
los soportaban. S e levantaron como si de p r o n t o se ani- vieron atravesar el c a m p a m e n t o cartaginés, y b a j a b a n y a
masen. E r a n l a n z a s q u e brillaban sobre las torres q u e sus- en destacamentos apretados, de u n m o d o maravilloso y
t e n t a b a n en sus l o m o s u n o s elefantes t e r r i b l e m e n t e ar- formidable.
mados.
I n m e d i a t a m e n t e se les envió u n heraldo. E l sufeta ne-
A d e m á s del v e n a b l o de su pretal, las p u n t a s de sus col-
cesitaba soldados, y a d m i r a d o de su bravura, les recibía
millos, las l á m i n a s de bronce q u e cubrían sus costados y
sin condiciones. Y' el emisario de Cartago añadió q u e po-
ios p u ñ a l e s de s u s rodilleras, t e n í a n en el e x t r e m o de sus
d í a n acercarse á u n sitio d o n d e encontrarían víveres.
t r o m p a s u n brazalete de cuero por el q u e p a s a b a el m a n -
Los b á r b a r o s acudieron allí y p a s a r o n la noche comien-
go de u n largo cuchillo. H a b í a n salido á u n a vez todos de
do. E n t o n c e s los cartagineses empezaron á m u r m u r a r de
los e x t r e m o s de l a planicie y avanzaban p o r todos lados.
Indecible terror oprimió á los bárbaros, q u e n i siquiera la parcialidad del sofeta p a r a los mercenarios.
trataron de salvarse por la f u g a . ¿Cedía á los i m p u l s o s de u n odio insaciable, ó b i e n era
Los elefantes atravesaron aquella m a s a de h o m b r e s y aquel u n r e f i n a m i e n t o de perfidia? Al d í a siguiente vino
los espolones de s u pretal la dividían, los p u ñ a l e s de sus él m i s m o sin espada y con la cabeza descubierta, acompa-
colmillos la r e m o v í a n como rejas de arado; cortaban, ra. ñ a d o de algunos clinabaros y les declaró que, como tenía
jaban, p a r t í a n con las hoces de sus trompas; las torres, lie- q u e a l i m e n t a r á m u c h a gente, no podía tomarles á su ser-
ñas de f a l a n c a s , s e m e j a b a n volcanes móviles. Los terri- vicio. No obstante faltábanle h o m b r e s , y no sabía por q u é
bles animales al cruzar el llano, trazaban n u e v o s surcos. m e d i o escojer á los buenos, y a3l disponía q u e c o m b a t í s
sen entre sí, q u e d a n d o admitidos los vencedores e n s u
guardia particular. E r a u n género de m u e r t e como cual-
1 e 86 a p a r t a 8 e n 8 0 8 8 0 l d a d 0 S m o
Colocáronse en cuatro filas iguales, al m o d o de los gla-
Z e Z V n Z ? ,f ' * diadores, y empezaron por t í m i d o s encuentros. Algunos
M B d6 W H a v a 8 formad 8
C de b a T ° en se h a b í a n v e n d a d o los ojos y sus espadas oscilaban en el
y a 8 t r 0 m p a S b k n d l a n
bloe p t e S V h S ^ s o s vena- aire suavemente, como báculos d e ciego. Los cartagineses
m glgante8C 8 q u e h u b i e s e u
do U e Z ° maneja- p r o r r u m p i e r o n en injurias, calificándoles de cobardes. Los
bárbaros cobraron ánimo, y p r o n t o el combate f u é gene-
ral, violento, terrible.
A veces dos h o m b r e s se d e t e n í a n ensangrentados y
caían u n o en brazos de otro y espiraban dándose el últi-
m o beso. N i n g u n o retrocedía. Se a r r o j a b a n sobre las h o j a s
tendidas. S u delirio era t a n furioso, q u e á lo lejos los car-
tagineses t e m b l a b a n d e miedo.
Por ú l t i m o se detuvieron. S u s pechos p r o d u c í a n u n
gran ruido sordo, y se percibían sus p u p i l a s entre su larga
cabellera q u e p e n d í a como si saliesen de u n p a ñ o de púr-
p u r a . Muchos giraban sobre sus talones r á p i d a m e n t e , al
igual q u e p a n t e r a s h e r i d a s en la cabeza. Otros p e r m a n e -
cían inmóviles m i r a n d o u n cadáver t e n d i d o á sus pies; y
de esposa. °n con mi1
ternezas y con complacencias de pronto se a r a ñ a b a n el rostro y t o m a n d o con a m b a s m a -
nos la e s p a d a la h u n d í a n en su vientre.
Q u e d a b a n todavía sesenta. Pidieron de beber. Se les or-
d e n ó que arrojasen sus espadas, y c u a n d o lo h u b i e r o n rea-
mm^m
s i S ü l I s lizado se les llevó agua.
E n tanto q u e bebían con la cara h u n d i d a en los vasos,
sesenta cartagineses lanzándose contra ellos, les m a t a r o n
á p u ñ a l a d a s p o r la espalda.
H a m i l c a r lo h a b í a dispuesto así p a r a satisfacer los ins-
tintos de su ejército y atraérselo por estos medios.
L a guerra había t e r m i n a d o ; al m e n o s todos se lo creían;
M a t h o n o debía resistirse; en su impaciencia, el S u f f e t a
h e r m a n o s se Z ^ l í Z T ^ ** e l l ° m á s , > Los
m a n 0 S enlazadf dió i n m e d i a t a m e n t e la orden de partida.
amante d e c í a T s u ^ S ^ ** * > 7 el
Los batidores le d i j e r o n q u e h a b í a n visto u n convoy
y llorando
p a & n S a m a r g a
C m ^ t e ° n"
™ t r ^ k d6 la8
^ aparecÍeron »
cicatrices de las grandes b S Tí q u e se dirigía á la M o n t a ñ a de Plomo. H a m i l c a r n o les
hizo caso. U n a vez destruidos los mercenarios, no le mo-
Cartago: h u b i é X c r ^ d n ^ h M a i l i b i d o p o r
qUe eran lestarían los n ó m a d a s . Lo m á s i m p o r t a n t e era apoderarse
lumnas. inscripciones e n co-
de Túnez. Se e n c a m i n ó hacia ella á m a r c h a s forzadas.
3 Narr' H a v a s respondió que los cartagineses se dirigían
n o S k i ^ ^ ' ^ 3 6 1 e n c a r g 0 d e l l e ™ á Cartago la
o n a ; y e i r e y d 8 i s númida? hacia Túnez á fin de tomarla. A la vez que le exponía sus
r r t r
a e sust triunfos, se presentó á Salammbó.
° > probabilidades de éxito y la debilidad de Matho, la joven
parecía deleitarse en u n a prodigiosa esperanza. Tembla-
ban sus labios, palpitaba su pecho. Cuando él prometió
matarle con sus propias manos, la hija de Hamílcar ex-
clamó:
—Sí, mátale; es preciso.
E l n ú m i d a replicó que deseaba ardientemente aquella
muerte, porque u n a vez t e r m i n a d a la guerra sería su es-
poso.
Estremecióse S a l a m m b ó y b a j ó la cabeza.
Esta le recibió en los jardines bajo u n gran sicomoro Continuando su discurso Narr' Havas comparó sus de-
entre almohadas de cuero a m a r i l l o ' al lado de Taanach seos con flores que languidecen tras la lluvia, con viaje-
Su semblante estaba cubierto por f a j a blanca que pa=án ros extraviados que esperan el nuevo día. También le de-
claró que era m á s bella que la luna, más grata que el vien-
to de la m a ñ a n a y el rostro del huésped. H a r í a que traje-
sen para ella del país de los negros cosas n u n c a vistas en
m a n Cartago y esparcilla polvo de oro en los aposentos de su
las Z i ó ' Z S : : ! * * °3 y dUraCte la
— no
casa. Declinaba la tarde y llenaban el aire balsámicos olo-
res. Durante largo tiempo se contemplaron en silencio y
hiifdTHaaile?nKnC!f-la d6rr0ta de Ios
bárbaros. La
los ojos de S a l a m m b ó semejaban dos estrellas rodeadas
M por los celajes de u n a nube. Antes de ponerse el sol, el
5 £ 5 r ¡ s . « = 5 r . s í n ú m i d a se retiró.
mmsm
h„NZ H
7-T C
f Ó 7 SaIarambó
- sin contestarle le mira Los Antiguos se sintieron aliviados de u n a gran inquie-
t u d tan pronto como él salió de Cartago. E l pueblo le ha-
bía aclamado con entusiasmo. Si Hamílcar y el rey de los
n ú m i d a s t r i u n f a b a n por sí solos de los mercenarios, sería
imposible resistirles. Por lo tanto se decidió, á fin de debi-
litar á Barca, hacer que participase en la liberación de la
República aquel á quien a m a b a n , el viejo H a n n o n .
Este partió sin dilación p a r a las provincias occidentales
para vengar en el teatro m i s m o de su oprobio. Pero los
m a n a mayor que los R a a l ^ „ •l Í OIe a n a her
"
habitantes y los bárbaros habían muerto ó a n d a b a n ccul-
E l recuerdo de mZo£Z*6 T Z ^ T
7
averiguar q u é era de él ° re81SUÓ a l deseo de
Salammló 19
tos ó fugitivos. Entonces descargó su cólera en la campi dras de las casas. Se acercaba el último combate; él nada
ña. Quemó las ruinas de las ruinas y no dejó un sólo ár- esperaba y, sin embargo, no dejó de considerar cuán mu-
bol en pie ni perdonó una sola hierba; á los niños y en- dable es la fortuna.
fermos mandó matarles; por su orden los soldados viola Al ácercarse á la muralla, vieron lo3 cartagineses en el
ban a las mujeres antes de acuchillarlas; las más bellas le adarve á un hombre que sobresalía de cintura arriba de
visitaban en su litera, porque su horrible dolencia le abra- las almenas, las flechas que entorno suyo volaban parecían
saba en deseos impetuosos y los satisfacía con todo el fu- inquietarle menos que si fueran un vuelo de golondrinas.
ror de un hombre desesperado y loco. Por caso extraordinario ninguna le alcanzó.
A menudo de las cumbres de las colinas negras tiendas Hamílcar estableció su campamento en el lado meridio-
se desprendían como derribadas por el viento y anchos nal; á su derecha Narr' Havas ocupaba el llano de Rha-
discos de brillante borde que formaban las ruedas de un dés y Hannon la margen del lago; los tres [generales de-
carro giraban con ruido quejumbroso y lentamente se bían conservar su respectiva posición para lanzarse juntos
hundían en los valles. Las tribus que habían abandonado al ataque.
el sitio de Cartago erraban de este modo por las provin Sin perder un momento Hamílcar quiso mostrar á los
cías en espera de una ocasión, de una victoria de los mer mercenarios que les castigaría como á esclavos. Mandó
cénanos que les permitiese volver á las andadas. Mas, im- crucificar á los diez embajadores, unos al lado de otros en
pendas por el terror ó el hambre, todas emprendían el ca- un cerro fronterizo á la ciudad.
mino de sus comarcas y desaparecieron. A este espectáculo los sitiados abandonaron el muro.
Hamílcar no se mostró celoso de los éxitos de Hannon Matho se había dicho que á poder pasar entre las mu-
Deseoso de acabar cuanto antes, le ordenó cayese sobre
rallas y las tiendas de Narr* Havas con bastante rapidez
1 únez, y Hannon que amaba á su patria, el día señalado
para que lo3 númidas no tuviesen tiempo de salir, caería
Hallóse al pie de los muros de la ciudad.
sobre la retaguardia de la infantería cartaginesa, que de
Esta, para defenderse, contaba con su población autóc- este modo quedaría cogida entre su división y los del in-
tona con doce mü mercenarios y luego con los comedo- terior. Se lanzó fuera de la plaza con sus veteranos.
res de cosas inmundas que, al igual que Matho, temían y
Vióle Narr' Havas y franqueando la playa del Lago,
deseaban á Cartago. Y la plebe y el Schalischim contení-
voló al encuentro de Hannon para decirle que enviase sol-
piaban de lejos sus altas muraüas tras las que se escon-
dados en auxilio de Hamílcar. ¿Creía á Barca demasiado
dían placeres inefables. En este concierto de odios, la re-
débil para oponerse á los Mercenarios? ¿Era traición ó ne
sistencia se organizó rápidamente. Se buscaron odres para
cedad? Nadie pudo averiguarlo.
hacer cascos, se cortaron todas las palmeras de los iardi-
nes para fabricar lanzas, se construyeron cisternas y en Deseoso Hannon de humillar á su émulo no dudó un
cuanto á los víveres, se pescaron desde las márgenes del solo instante. Mandó tocar sus trompetas y su ejército en
. 0 g r " e s o s P f 3 8 blancos, alimentados con cadáveres é tero se precipitó contra los bárbaros. Estos se volvieron y
inmundicias Sus muros, que la envidia de Cartago había corrieron en derechura al campamento enemigo; derriba-
reducido á ruinas, eran tan débiles, que se podía derri- ban á los soldados, les aplastaban bajo sus pies, y recha-
barios de una manotada. Matho tapó los agujeros con pie- zándoles impetuosamente, llegaron hasta la tienda de
H a n n o n que se hallaba rodeada de treinta cartagineses,
los m á s ilustres de los Antiguos. incierta esperanza de salvación le h u b i e r a sacrificado con
todos sus soldados.
Pareció asombrado de tal audacia; llamó á s u s capita-
Al pie de las treinta cruces, tendidos en el suelo y con
l e s r o d o s se dirigieron airados contra él, v o m i t a n d o i m
cuerdas atadas á los sobacos, yacían los treinta cartagine-
precaciones Se e s t r u j a b a n u n a s contra otros, y los que le
ses. Entonces el viejo caudillo, c o m p r e n d i e n d o q u e iba á
r l T n ^ T ÍmpedíaD k füga
" E o t r e
t ^ t o , él les de- morir, lloró.
10 q U 6 q u i e r a s l
vame!» ^ ¡S°y ric
° ! jSál- Le quitaron lo q u e q u e d a b a de sus vestiduras y apare-
Le arrastraban, y si bien pesaba m u c h o , sus pies no to- ció el horror de su cuerpo. E s t a b a cubierto de úlceras; la
grasa de s u s piernas le cubría las u ñ a s de los pies; de sus
msov vvuestro ! e d ? W¡pagaré
u t ? o cautivo! Ó 8U t 6 r r 0 r :
m i rescate!«> M e h¡Oidme,
abéis c i d
™amigos °! dedos p e n d í a n como girones verdosos y las lágrimas q u e
míos! ¿qué queréis? ¡Siempre he sido bueno! ¡Ya veis que se deslizaban entre los tubérculos de s u s mejillas, comu-
no m e resisto!» nicaban á su s e m b l a n t e u n a expresión de espantosa triste-
Una cruz gigantesca se l e v a n t a b a ante la tienda. Los za, porque p a r e c í a n o c u p a r m a s espacio q u e en otro sem-
bárbaros aullaron: «¡Aquí! ¡aquíN P e r o él gritó m á s fuer- blante h u m a n o . S u d i a d e m a real, medio desceñida, se
arrastraba con sus blancos cabellos por el polvo.
f n ? m b r e , d e s u s d i o s e s les conjuró á q u e le lleva-
sen á d o n d e estaba el Schalischim, á quien tenía q u e con- Creyeron n o disponer de cuerdas bastante fuertes p a r a
d qUe dep6ndía la saIvació izarle á lo alto de la cruz y le clavaron encima, antes de
, » todos. De-
tuviéronse al oír aquello, y algunos creyeron q u e debía levantarla, á la u s a n s a púnica. Pero su orgullo se despertó
consultarse á Matho. Se f u é á buscarle. con el dolor. Les llenó de i n j u r i a s . E c h a b a e s p u m a r a j o s y
H a n n o n se desplomó en la hierba; y en torno suyo veía se retorcía como u n m o n s t r u o m a r i n o al q u e se degüella
en la playa, y les predecía que todos perecerían a u n m á s
nado 1 Gl S U P 1 Í C Í ° á q u e s e l e b a b í a ' c o n d e horriblemente y q u e sería vengado.
n a d ó s e hubiese m u l t i p l i c a d o de a n t e m a n o ; hacía esfuer-
Ya lo estaba. Al otro lado de la ciudad, de la q u e al
presente escapaban haces de l l a m a s y c o l u m n a s de h u m o ,
6
le le vantarom ^ " ^ ~ ^ ^ o agonizaban los e m b a j a d o r e s de los mercenarios. '
- H a b l a , - l e d i j o Matho. Algunos, q u e p r i m e r a m e n t e se h a b í a n desvanecido aca-
E l se ofreció á entregarle á H a m í l c a r , y luego los dos b a b a n de despejarse b a j o la frescura del viento, pero per-
m a n e c í a n con la cabeza doblada sobre el pecho y su cuer-
entrarían en Cartago y serían reyes.
po descendía u n poco, á pesar de los clavos de sus brazos
M a t h o se alejó h a c i e n d o u n a señal á los suyos p a r a q u e
asegurados á m a y o r a l t u r a q u e la cabeza, de sus talones y
ü t o c r e í a q u e se trataba de J i d
: ~ m T - - de sus manos; la sangre caía en gruesas gotas, l e n t a m e n t e ,
como de las r a m a s de u n árbol caen los f r u t o s maduros, y
e s f sittadonL6 ^ ^ H a n n
° n 86 h a l I a b a u n a de Cartago, el golfo, las m o n t a ñ a s y la llanura, todo les pa-
p a r t e o d k b a ^ p t ^ C * U e , n o 6 6 c o ™ d < * a nada, y por otra
p a r t e odiaba de t a l m o d o á H a m í l c a r , que m e d i a n t e u n a recía girar á su alrededor, al igual de u n a i n m e n s a rueda;
á veces u n a n u b e de polvo q u e se l e v a n t a b a del suelo les
envolvía en su torbellino; u n a sed horrible les devoraba,
liífMi
su lengua se pegaba al paladar, y sentían deslizarse por en lo alto, en el cielo. Sobre sus pechos se destacaban co-
sus miembros un sudor glacial, á la vez que su alma les mo blancas mariposas las barbas de las flechas que desde
abandonaba. abajo les habían tirado.
Mientras, columbraban á una profundidad infinita ca- En la cima de la más alta brillaba una ancha cinta de
lles, soldados en marcha, centelleos de espadas; y el tu- oro; pendía sobre el hombro, y faltaba en aquel lado el
multo de la pelea llegaba á sus oídos vagamente, como el brazo, por lo que Hamílcar reconoció difícilmente á Han-
ruido del mar á náufragos que mueren abrazados á la ar- non. Como sus huesos esponjosos cedían bajo los taladros
boladura de un navio. Zarxas, antes tan vigoroso, colga- de hierro, porciones de los miembros se habían despren-
ba como una caña rota; á su lado el etiope tenía la cabeza dido, y no quedaban en la cruz más que restos informes,
doblada hacia atrás y apoyada en un brazo de la cruz; parecidos á esos fragmentos de animales que cuelgan de
Antharito, inmóvil, abría mucho los ojos; su larga cabelle- la puerta de los cazadores.
ra, cogida en una hendidura de la madera, erizábase en su El Suffeta no lo había advertido, delante de él la ciudad
frente, y su estertor parecía un rugido de cólera. En cuan- ocultaba todo lo que estaba al otro lado, más lejos; y los
to á Spendio, estraño valor le animaba, ahora despreciaba capitanes enviados sucesivamente á los dos generales no
la vida por la certidumbre que tenía de una pronta libe- habían reaparecido. Entonces llegaron algunos fugitivos,
ración eterna, é impasible aguardaba la muerte. que relataron la derrota y el ejército púnico se detuvo.
En medio de su desfallecimiento, alguna vez se estre- Aquella catástrofe que se producía en medio de su victo-
mecían con un roce de plumas que tocaban á su boca, ria les pasmaba. No se daban ya cuenta de las órdenes.
grandes alas proyectaban sombras en torno de ellos, graz- Aprovechóse Matho de esta suspensión para continuar sus
nidos breves resonaban en el aire, y como la cruz de Spen- estragos entre los númidas.
dio era la más alta, en ésta se posó el primer buitre. En- Se habla dirigido contra ellos después de destruir el
tonces el esclavo volvió el rostro hacia Antharito y le dijo campamento de Hannon. Los elefantes salieron. Pero los
lentamente, con una sonrisa indefinible: mercenarios, provistos de teas tomadas en los muros,
—«¿Te acuerdas de los leones en el camino de Sicca? avanzaban por la llanura rodeados de llamas y las enor-
—»¡Eran nuestros hermanos!» -respondió el galo. Y es- mes bestias asustadas corrían á precipitarse al golfo, don-
piró. de se malaban unas á otra3 pugnando por huir y se aho-
El Suffeta, mientras tanto, había agujereado el recinto gaban bajo el peso de sus corazas. Narr' Havas había lan-
llegando á la cindadela. A impulso de una ráfaga de vien- zado contra ellos su caballería, todos se echaron de bru-
to el humo de pronto se desvaneció y descubrió el hori- ces, y luego, cuando los caballos estuvieron á tres pasos
zonte hasta las murallas de Cartago, y aun creyó distin- de distancia, se lanzaron sobre su viente y lo abrieron á
guir peasonas que miraban desde la galería de Eschmun; puñaladas, de modo que al llegar Barca había sucumbido
luego volvió los ojos y distinguió á la izquierda, en la mar- la mitad de los númidas.
gen del Lago, treinta cruces desmesuradas. Cansados y rendidos los mercenarios, no podían soste-
Con objeto de hacerlas más pavorosas, las habían cons- nerse contra sus tropas. Retrocedieson en buen orden has-
truido con los mástiles de sus tiendas unido3 por los es- ta la montaña de las Aguas Calientes. El Suffeta no se
trenaos; y los treinta cadáveres de los Ancianos aparecían atrevió á perseguirles y dirigióse hacia el paso del Macar.
L a ciudad de Túnez le pertenecía, pero se hallaba redu-
y los Mercenarios f u e r o n perseguidos, rechazados, hostiga-
cida á u n m o n t ó n de escombros h u m e a n t e s . Las r u i n a s se
dos como bestias feroces. Desde q u e e n t r a b a n e n el bos-
d e s p l o m a b a n por las brechas de las m u r a l l a s h a s t a el cen-
que, los árboles se i n c e n d i a b a n en torno de ellos; c u a n d o
tro de la llanura, en el fondo, e n t r e las m á r g e n e s del gol-
bebían en u n a f u e n t e , estaba e n v e n e n a d a , se t a p i a b a n las
lo, los cadáveres de los elefantes, e m p u j a d o s por la brisa,
c h o c a b a n entre sí, como u n archipiélago de negras rocas cavernas e n q u e se les e n c o n t r a b a dormidos. Las pobla-
q u e üotase en el agua. ciones que h a s t a hacia poco les h a b í a n defendido, 'sus an-
tiguos cómplices, los hostigaban ahora, y reconocían siem-
P a r a el sostenimiento de la guerra, N a r r ' H a v a s había
pre en esas cuadrillas a r m a d u r a s cartaginesas.
talado los bosques, levado á jóvenes y viejos, m a c h o s y
h e m b r a s , y de este m o d o agotó la f u e r z a m i l i t a r de s u Llevaban m u c h o s el rostro desfigurado por rojas pústu-
reino. El pueblo q u e de lejos les h a b í a visto perecer, se las q u e creían contagio de H a n n o n . I m a g i n a b a n otros que
desconsoló; los h o m b r e s se l a m e n t a b a n e n las calles y les procedían de h a b e r c o m i d o los peces de S a l a m m b ó , y le-
l l a m a b a n p o r sus n o m b r e s como á d i f u n t o s amigos E l jos de arrepentirse, s o ñ a b a n con otros sacrilegios á fin de
p r i m e r día solo se h a b l ó de los c i u d a d a n o s muertos. Pero q u e a u m e n t a r a el oprobio d e los dioses púnicos, á los coa-
al siguiente percibieron las t i e n d a s de los Mercenarios e n les h u b i e r a n querido e s t e r m i n a r .
la m o n t a ñ a de las Aguas Calientes. E n t o n c e s la desespe- Arrastráronse de este m o d o tres meses por la costa
ración f u é t a n p r o f u n d a , q u e m u c h a s personas, especial- oriental, y despues por la m o n t a ñ a de Selium y la e n t r a d a
m e n t e las m u j e r e s , se a r r o j a r o n de cabeza desde lo alto de del desierto. I b a n en busca de u n refugio cualquiera. Sólo
la Acrópolis. les eran fieles Utica é H i p p o Zayta sitiadas á la sazón por
H a m i l c a r . Corriéronse despues al norte, i b a n al azar sin
conocer el terreno. T a l c ú m u l o de desgracias les había he-
cho perder el juicio.
S u exasperación crecía y u n día se hallaron en las gar-
g a n t a s del Cabo ¡frente á Cartago otra vez!
Multiplicáronse entonces los combates. L a f o r t u n a p o r
a m b a s partes era igual, pero u n o s y otros hallábanse t a n
irritados, q u e en vez de escaramuzas sin objeto a n h e l a b a n
u n a batalla decisiva.
Nadie conocía los proyectos de H a m i l c a r . Vivía solo en E s t a proposición a n h e l a b a presentarla Matho al Suffeta.
su tienda, no teniendo á su lado m a s q u e á u n m u c h a c h o . Uno de los libios ofrecióse á d e s e m p e ñ a r la comisión. Cre-
Comían solos. Ni a u n N a r r ' H a v a s le a c o m p a ñ a b a . Le tri- yeron que no volvería, m a s regresó por la noche.
b u t a b a extraordinarios obsequios d e s d e la derrota de E l reto estaba aceptado. E n c o n t r a r í a n á H a m i l c a r al
H a n n o n ; pero el rey de los n ú m i d a s t e n í a sobrado interés día siguiente al a m a n e c e r en la planicie de Rhadés.
en ser su h i j o p a r a desconfiar de tales a t e n c ' o n e s Quisieron saber los Mercenarios si había dicho algo m á s
y el libio esclamó:
Tal inercia ocultaba hábiles gestiones. Por m e d i o de
v a n a a o s artificios H a m i l c a r s e d u j o á los j e f e s de las aldeas — « V i é n d o m e f r e n t e á él, m e h a p r e g u n t a d o q u é espera-
ba, le he respondido: «¡La muerte!» E n t o n c e s m e h a con-
testado «jNoI ¡vete! ¡ m a ñ a n a la encontrarás con todos t u s
compañeros!» gamellas, sabedor q u e n o d e b e combatirse al enemigo
Los bárbaros se sorprendieron ante t a l generosidad y con el estómago df-maciado lleno. Constaba su ejército de
M a t h o l a m e n t ó q u e no h u b i e r a n m a t a d o al m e n s a j e r o . catorce m i l h o m b r e s , el d o b l e del enemigo. A pesar de
esto, n u n c a había m o s t r a d o m a y o r i n q u i e t u d ; si s u c u m b í a
arrastraría en su caída á Cartago, y perecería en la cruz;
si t r i u n f a b a llegaría á I t a l i a d o n d e podría f u n d a r el i m p e -
rio de los Barca.
Por la noche se levantó v e i n t e veces p a r a inspeccionarlo
todo personalmente. E n c u a n t o á los cartagineses estaban
exasperados p o r su prolongado terror.
N a r r ' H a v a s d u d a b a de la fidelidad de los n ú m i d a s . Por
otra p a r t e los bárbaros p o d í a n vencerles. U n a estraña de-
Le q u e d a b a n a ú n tres m i l africanos, mil doscientos bilidad le h a b í a postrado; á c a d a i n s t a n t e bebía grandes
griegos, quinientos samnitas, c u a r e n t a galos y u n a p a r t i d a copas de agua.
de Nafr'ur, bandidos n ó m a d a s procedentes de la región de De r e p e n t e u n h o m b r e á q u i e n él n o conocía abrió su
los dádiles, en j u n t o siete mil doscientos diez y nueve sol- herida y dejó en el suelo u n a c o r o n a de sal g e m a adorna-
d a d o s pero n i u n a sintagma completa. H a b í a n t a p a d o los d a con d i b u j o s hieraticos t r a z a d o s por m e d i o de azufre y
a g u j e r o s de sus corazas con omoplatos de c u a d r ú p e d o s y r o m b o s de nácar; a l g u n a vez se e n v i a b a al desposado su
reemplazado sus coturnos de bronce por sandalias estro- corona de matrimonio; era u n a p r u e b a d e amor, u n a espe-
peadas. A u m e n t a b a n el peso de sus vestidos l á m i n a s d e cie de invitación.
hierro ó de cobre; sus cotas de malla estaban hechas pe- A pesar de todo, la h i j a de H a m i l c a r n o a m a b a al rey
dazos. de los n ú m i d a s .
L a cólera de sus c o m p a ñ e r o s m u e r t o s hervía en s u s pe- Molestábala de u n m o d o intolerable el recuerdo de
chos y m u l t i p l i c a b a su vigor. Y luego, el dolor de u n a in- Matho, pareciéndola q u e la m u e r t e de a q u e l h o m b r e li-
justicia e n o r m e les aguijaba, especialmente c u a n d o veían bertaría su pensamiento. E l r e y de los n ú m i d a s dependía
en el horizonte á Cartago. J u r a r o n combatir u n i d o s h a s t a de ella, esperaba i m p a c i e n t e los esponsales y c o m o estos
la m u e r t e . d e b í a n s e g u i r á la victoria, S a l a m m b ô le e n v i a b a a q u e l
Sacrificaron sus acémilas y comieron en a b u n d a n c i a p r e s e n t e á fin de excitar s u valor.
p a r a r e c u p e r a r las fuerzas; en seguida d u r m i e r o n . A l g u n o s Así desapareció s u a n s i e d a d y n o pensó m a s q u e en la
rezaron, vuelto el rostro á constelaciones diferentes. felicidad de poseer á m u j e r t a n bella.
Llegaron los cartagineses á la l l a n u r a los primeros. Fro- I g u a l visión había a s a l t a d o á Matho; m a s éste la recha-
t a r o n con aceite el borde de sus escudos p a r a [que las fle- zó en seguida, y su a m o r se estendió e n sus c o m p a ñ e r o s
chas resbalaran fácilmente; los i n f a n t e s q u e llevaban lar- de a r m a s . Acariciábales c o m o si f o r m a r a n ¡parte de él, de
gos cabellos se los cortaron en la frente, p o r precaución, su odio y se sentía m á s a n i m o s o . Si á veces exhalaba u n
y H a m i l c a r desde la q u i n t a hora, m a n d ó vaciar todas l a s suspiro, es q u e p e n s a b a en S p e n d i o .
Dispuso á sus soldados e n seis filas iguales. E n el centro
nes, colocó entre ellos hoplitas, y les lanzó contra los Mer-
colocó á los etruscos unidos por una cadena de bronce;
cenarios.
los arqueros permanecían detrás, y en las dos alas se si-
Los bárbaros no podían resistirse; únicamente los infan-
tuaron los naffur, montados en camellos de pelaje corto
tes griegos tenían armaduras de bronce; los demás, cuchi-
cubiertos de plumas de avestruz.
llos en el estremo de una vara, hoces tomadas en las al-
Dispuso el Suffeta á los cartagineses en un orden aná-
querías, espadas fabricadas con la llanta de una rueda;
logo. Distanciados de la infantería, al lado de los vélites
las hojas demasiado blandas se torcían con los golpes y
aparecían los clinabares más allá los númidas; y al rayar
en tanto que ellos las enderezaban en sus rodillas los car-
el día hallábanse así alineados unos en frente de otros.
tagineses, á derecha é izquierda, les acuchillaban fácil-
Hubo un momento de vacilación. Por fin se movieron los
mente.
dos ejércitos.
Mas los etruscos adheridos á su cadena no se movían;
Avanzaban lentamente los bárbaros, para no fatigarse;
los que habían muerto no pudiendo caer formaban con
el centro del ejército púnico formaba una curva convexa,
sus cuerpos una valla, y la gruesa línea de bronce se se-
y luego se produjo un choque terrible parecido al crujir
paraba y se estrechaba alternativamente, flexible como
de dos flotas que se juntan. Habiéndose entreabierto la
una serpiente, inquebrantable como una muralla. Los
primera fila de los bárbaros, los arqueros ocultos tras
bárbaros tras ella tomaban aliento y despues volvían or-
sus camaradas, lanzaban sus balas, sus flechas, sus jabali-
denados á la pelea con los pedazos de su arma en la
nas. En tanto la curva de los cartagineses se enderezó po-
mano.
co, se hizo recta y luego se plegó; entonces las dos seccio-
nes de los vélites se aproximaron paralelamente, como las Muchos aparecían inermes y se lanzaban sobre los car-
ramas de un compás que se cierra. tagineses á los que mordían en la cara, como perros. Los
Los bárbaros obstinados contra la falange penetraban galos, por orgullo, se despojaron de sus sayos, mostraban
en la hendidura; se perdían. desde lejos sus grandes cuerpos enteramente blancos, y
Detúvoles Matho y en tanto que las alas cartaginesas para atemorizar al adversario, ensanchaban sus heridas.
continuaban avanzando, hizo desfilar hacia fuera las tres En medio de los sintagmas púnicos ya no sé oía la voz del
filas interiores de su línea; pronto salieron de sus flancos, pregonero anunciando las órdenes, los estandartes por ci-
y su ejército apareció en una triple longitud. ma del polvo repetían sus señales y los soldados se mo-
vían con el vaivén de la enorme mole que les rodeaba.
Los bárbaros colocados en los estremos eran los más
débiles, especialmente I03 de la izquierda que habían va- Los númidas avanzaron por orden de Hamilcar y al
ciado su carcaj, y el destacamento de los vélites, que al punto se lanzaron á su encuentro los naffur.
fin caía sobre ellos les desbarató fácilmente. Vestían amplias túnicas negras, blandiendo un hierro
Matho les ordenó retroceder. Lanzó su derecha com- sin mango atado á una cuerda y exhalaban roncos y pro-
puesta de compañías armadas de hachas contra la izquier- longados gritos. Sus armas caían en sitio adecuado y vol-
da cartaginesa; el centro atacaba al enemigo y los del otro vían á subir con un seco chasquido arrastrando tras sí un
estremo, fuera de peligro, tenían en jaque á los vélitas. miembro.
Hamilcar entonces dividió á sus jinetes por escuadro- La infantería púnica se arrojó contra los bárbaros lo-
grando romper sus filas. Los manípulos giraban separados
de CUMbares
S d t t a S r ' T « n de los dientes y c o n t e m p l a r o n la c u m b r e de la colina, d o n d e
los bárbaros e s t a b a n e n pie.
Sados l u c h a b a n m u c h a . , cartagineses enga. Acometieron n u e v a m e n t e y S8 r e a n u d ó el combate. Los
Mercenarios les a t r a í a n diciéndoles q u e se i b a n á r e n d i r ,
invencible esfuerzo ^ ^ T " > * y de p r o n t o con espantosa carcajada se m a t a b a n y á m e
d i d a que caían los muertos, los d e m á s p a r a defenderse se
e n c a r a m a b a n m a s arriba. E r a c o m o u n a p i r á m i d e q u e
mfe
« " • c h a c h o s y a u n de ™ < * . de crecía l e n t a m e n t e .
ealid
a t o r m e n t a d o s p o r ra ansiedad " de Carta go, y Pronto q u e d a r o n cincuenta, y luego veinte, tres, dos t a n
P P0D
« * • de algo í o C d a b T e e t h r ?reeWi°Ia solo, u n s a m n i t a a r m a d o de u n a segur y Matho que a u n
D ap dcrado
Hamilcar, del único ^ ? <® <=asa de blandía su espada.
* aquel cuya * — * Re- E l samnita, con las rodillas en tierra, hacía voltear s u
h a c h a y prevenía á M a t h o de los golpes que le asestaban:
«IAquí! ¡por el otro lado! ¡bájate!»
Matho h a b í a p e r d i d o sus hombreras, su casco, su cora-
za, estaba c o m p l e t a m e n t e desnudo, lívido, con los cabellos
erizados y la boca cubierta de e s p u m a , y su espada gira-
N b a t a n r á p i d a m e n t e , q u e f o r m a b a á su alrrededor u n a
esperanza a l g u n a de venS ni ° ""^"aban
de aureola. U n a piedra la rompió por la e m p u ñ a d u r a ; el
eran l o s mejores, los S " ™ " " » » M r . pero
mtré s a m n i t a había m u e r t o y la m u c h e d u m b r e cartaginesa se
Los de Cartaeo P ' d o s , los m á s f u e r t e s
1 6 3 P de estrechaba, le t o c a b a casi. E n t o n c e s levantó al cielo s u s
¿toldas ' T °' *»
mano3 inermes, y cerró los o j i s ; abriendo los brazos como
0 9
Wan i n f u n d i d o m M o T C b Z ^ T " ^ el h o m b r e q u e desde u n p r o m o n t o r i o se arroja al m a r ,
lanzóse en m e d i o de las picas.
Separáronse estas a n t e el bárbaro. Corrió n u e v a m e n t e
hacia los cartagineses, pero las a r m a s retrocedían siempre,
h u y e n d o de él.
r e c b a z a b a al p u n t o , y ios c a r L l 7 U M co
^ulsión
de la pelea estendían o s b L o T l T * ** d deeord
<* S u pié tropezó en u n a espada. M a t h o quiso cogerla. Se
las piernas de sus c o m p a ñ e ^ C r i pÍCas sintió a t a d o de pies y m a n o s y cayó.
¿ ^
b a n en la sangre; la p e d e n t e í n T * C I e g a 8 ' rodar M a r r ' H a v a s q u e le seguía aprovechándose del i n s t a n t e
cadáveres al llano. B f ^ f ? * * en que 6e b a j a b a le h a b í a envuelto en u n a de esas f u e r t e s
de eubir redes q u e se e m p l e a n p a r a coger á las fieras.
cuesta pisoteaba 103 cuerpos ^ 1»
Luego le ataron á la grupa de u n elefante con los cua-
Luego 88 d t t u v i e r o n todos Los r«rfo •
cartagineses rechinaron t r o miembros e n cruz y todos los que n o estaban heridos
le acompañaron e n u n t u m u l t o indecible hasta Gartago.
L a n u e v a de la victoria había llegado allí antes de la
tercera hora de la noche; la clepsidra de K h a m o n señala-
chos fastidiados, llenos de fatiga. E s t a b a n inmóviles como
ba la hora q u i n t a en el punto que llegaban á Malqua; en-
la m o n t a ñ a y como los muertos. Caía la tarde; anchas fa-
tonces Matho abrió los ojos. Las casas parecían arder á
jas rojizas cubrían el cielo al occidente.
causa de las infinitas luces q u e brillaban en la ciudad.
De uno de los montones esparcidos en el llano, se le-
Un inmenso clamoreo llegaba á sus oídos, y tendido de
vantó u n a figura m á s vaga que u n espectro. Entonces uno
espaldas miraba á las estrellas. Después u n a puerta se ce-
de los leones se incorporó y echó á andar, y su f o r m a
rró trás él y las tinieblas le envolvieron.
monstruosa se destacó como u n a sombra negra en el fon-
E l siguiente día á la misma hora espiraba en eldesfide
do del cielo purpúreo; cuando estuvo al lado del hombre,
ladero del H a c h a el último de los Mercenarios.
le derribó de u n zarpaso.
Los bárbaros aguardaban á Matho y f u e r a descorazona-
E n seguida, echado sobre él, con el estremo de sus col-
miento, languidez ú obstinación de enfermo no habían
millos, lentamente, le sacaba las entrañas.
querido salir de la montaña, por último se agotaron las
Por último abrió la boca cuanto pudo, y d u r a n t e algu-
provisiones y los zuaces partieron.
nos minutos, lanzó u n resonante rugido que los ecos del
Sabíase que no pasaban de mil trescientos y para aca-
monte repitieron y que se perdió en el general silencio.
bar con ellos no h u b o necesidad de emplear soldados.
De improviso fragmentos de rocas se desprendieron de
Las fieras, en especial los leones, desde q u e había em-
lo alto, se oyó el roce de pasos rápidos, y por el lado del
pezado la guerra, hacía tres años, se habían multiplicado.
rastrillo y por la cañada, aparecieron ocicos puntiagudos y
Narr'Havas había dado u n a batida y luego embistiendo
contra ellos por medio de cabras atadas de trecho en tre- orejas enhiestas; brillaron en la semi oscuridad pupilas
cho, les había e m p u j a d o hasta el desfiladero, y todos vi- leonados. E r a n los chacales que acudían para devorar los
vían allí cuando llegó el emisario d é l o s Ancianos para sa * restos.
ber cuantos bárbaros quedaban con vida. E l cartaginés, que miraba inclinado al borde del preci-
E n toda la estensión de la llanura hallábanse t u m b a d o s picio, se volvió á la ciudad.
leones y cadáveres, y los muertos se c o n f u n d í a n con las
a r m a d u r a s y los vestidos. A casi todos les faltaba el sem-
blante ó u n brazo; algunos parecían a ú n intactos; otros
se habían secado por completo y cráneos polvorientos lle-
vaban los cascos; piés descarnados salían de la cnémides;
los esqueletos conservaban sus mantos; huesos m a n d a d o s
por el sol f o r m a b a n m a n c h a s blancas en la arena.
Los leones descansaban con el pecho apoyado en tierra
y las dos patas estiradas, parpadeaban bajo la luz, aumen-
t a d a por la reverberación de las rocas blancas. Otros, sen-
tados sobre sus patas traseras, miraban con fijeza al hori-
zonte, ó bien, la cabeza oculta bajo sus enormes melenas
dormían haciéndose u n ovillo, y todos parecían satisfe- Salammbó 20
\
Matho
™ Á n Í T l Ó Ia.hÍja de H a m ü c a r
' P°r haber
tocado el
m a n t o de Tanit.
ÍNDICE
Páginas
E l festín . . . . 5
E n Sicca 25
Salammbô 49
B a j o las murallas de Cartago 59
Tanit . . . . : 79
Hannon 95
H a m ü c a r Barca 117
L a batalla del Macar 155
E n campaña 173
L a serpiente 185
E n la t i e n d a 197
E l acueducto - 217
Moloch 235
E l desfiladero del H a c h a ; . . 267
Matho 307
CASA EDITORIAL MATJCCI
Mallorca, 226 y 228.—Apartado de Correos, 189
BARCELONA
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