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CRISTOLOGIA – UPS – 2006

LA PRETENSION DE JESUS

La búsqueda de la Iglesia primitiva del auténtico rostro del Dios de Jesu-


cristo no se centró solamente en la figura del Padre de Jesús, sino que, a un
nivel más amplio y profundo, trató de clarificar el misterio de la persona del
mismo Jesús. Evocando el texto evangélico: “¿Quién dicen los hombres que soy
yo?... y ustedes, ¿quién dicen que soy yo?” (Mc. 8, 27-30), se preguntó la co-
munidad cristiana (como las de todos los tiempos): ¿Quién fue, quién es –en sí
mismo y para nosotros- ese Jesús, llamado Cristo?

Según la conocida frase de A. von Harnack, “Jesús predicó al Padre; la


Iglesia predicó a Cristo”. Sin duda, encierra parte de verdad, en cuanto que Jesús
no se predicó a sí mismo, y quizá no se atribuyó los títulos que ponen en su boca
los textos evangélicos; pero en esa misma “predicación del Reino del Padre” se
manifiesta alguien que es “más grande que Jonás... más grande que Salomón”
(Mt. 12, 41-42), e incluso que Moisés (cfr. Jn. 6, 28-38) y que el mismo
Abraham (cfr. Jn. 8, 58). Aunque no lo haya dicho así, todo su ser avala esta
afirmación de la Iglesia apostólica, que quedó plasmada en el Nuevo Testa-
mento.

El núcleo del mensaje de Jesús es la predicación del Reino de Dios


“Abbá”. Sin embargo, este reino no puede desligarse de su persona: en cierto
sentido, El mismo es el Reino, o al menos, la aceptación de éste pasa ineludi-
blemente por la aceptación de la persona de Jesús (cfr. Lc. 4, 21; 10, 23ss.; 11,
20; Mt. 12, 28; 11, 5). Orígenes resumió esta intuición diciendo que Jesús es la
. El es la llegada del Reino de Dios en la figura del ocultamiento,
la humillación y la pobreza.

En El son inseparables la persona y la “causa”: El es su Causa en persona.


Por eso, toda su predicación sobre el Reino de Dios que viene, su conducta y
actuación contienen una “Cristología implícita” o indirecta, que después de Pas-
cua se expresó en forma directa.

Hay diversos caminos para manifestar esta “Cristología oculta” en la per-


sona de Jesús:

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A) PRAXIS: Jesús, sin duda, cumplió normalmente los deberes de un
judío piadoso; rezaba y asistía los sábados a la sinagoga. Pero también (como
se vio antes) quebrantaba el precepto sabático entendido al modo judío (Mc. 2,
23 – 3,6), el ayuno (Mc. 2, 18-22) y las prescripciones de pureza de la ley judía
(Mc. 7, 1-23). Sobre todo, come con publicanos y pecadores (Mt. 11, 9; Lc. 15,
1ss.), trata con cultualmente impuros, considerados igualmente impíos. Esta
postura tiene poco que ver con actitudes “contestatarias” o romanticismo social:
se ve claro sólo en relación con el mensaje de Jesús sobre la llegada del Reino.

En este trato con los pecadores, se muestra un aspecto decisivo y esencial:


es Jesús mismo quien recibe a los pecadores en la comunión con Dios: esto
significa el hecho de perdonar los pecados. Desde el principio se descubrió lo
escandaloso de esta pretensión: “Blasfema contra Dios. ¿Quién puede perdonar
pecados, sino sólo Dios?” (Mc. 2, 6-7). Por tanto, la conducta de Jesús con los
pecadores implica una pretensiónñ cristológica inaudita. Jesús se comporta
como uno que está en lugar de Dios. En El y por El se realizan el amor y la
misericordia de Dios. No hay mucha distancia de aquí a aquella palabra de Juan:
“Quien me ve a mí, ve al Padre” (Jn. 14, 9).

También respecto a los milagros, en los que la fe desempeña un papel


irreemplazable, se muestra cómo en Jesús, aquí y ahora, irrumpe el Reino de
Dios. Tienen un carácter ejemplar, y están en orden a demostrar de lo que es
capaz la fe suscitada por Jesús.

El sentido último de la persona y de los milagros de Jesús se dará sola-


mente después de Pascua, pero ya en la fase terrena de Jesús, sus milagros orien-
tan hacia el sentido de la Trascendencia de su Persona (cfr. RENE LATOURE-
LLE, Miracles de Jésus et Théologie du Miracle, Montréal-Paris, Bellarmin-
Du Cerf, 1986, sobre todo pp. 294-300).

B) PREDICACION: La predicación de Jesús contiene también una


“Cristología implícita”. A primera vista actúa como un rabbí, un maestro de
sabiduría. Pero más atentamente, se descubren grandes diferencias, que notaron
sin duda sus contemporáneos. Se preguntaban sorprendidos: “¿Qué es esto? Es
una doctrina nueva, y se anuncia con grande autoridad” (Mc. 1, 27). Jesús no
enseña sólo como un maestro que se limita a explicar la ley de Moisés: también
frente a ésta dice: “Pero yo les digo...” (Mt. 5, 22. 28 et passim). No se opone a
la suprema autoridad de Moisés en el Antiguo Testamento, pero sí la supera.

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Más aún: el pasivo “se dijo a los antiguos...” es, en realidad, una circun-
locución de la Palabra del mismo Dios. Por consiguiente, con su “pero yo les
digo...”, Jesús pretende decir la Palabra definitiva de Dios, que cumple de modo
insuperable el texto del Antiguo Testamento.

Jesús habla distinto de un profeta. Este transmite la Palabra de Dios: “Así


habla el Señor”, “oráculo de Yahvéh...” Jamás se encuentra una fórmula seme-
jante en la predicación de Jesús. No distingue su palabra de la de Dios. Habla
con plena autoridad propia (Mc. 1, 22. 27; 2, 10). Prescindiendo de si expresa-
mente dijo que era el Mesías, la única categoría acorde a su pretensión es pre-
cisamente ésta: ser “el Ungido”, de quien el Judaísmo esperaba, no que anulara
la antigua Ley, sino que la viniera a explicar de manera nueva y definitiva. Jesús
“se saltó” de tal manera todos los esquemas conocidos, que el Judaísmo, en
cuanto tal, rechazó su pretensión. Jesús se consideró como la boca y la voz de
Dios; y entendieron perfectamente su actitud, y por eso la rechazaron, acusán-
dole, en el juicio del Sanedrín, de blasfemo.

En cambio, quien aceptaba su palabra, cambiaba radicalmente de vida.


Percibía, en un primer momento, que lo que Jesús pedía superaba las posibili-
dades de las fuerzas humanas. Pero, al mismo tiempo, esta predicación ponía en
claro que Dios estaba cerca, con su poder soberano, para hacer posible al hom-
bre lo imposible (cfr. Mc. 10, 27). Creer en la Palabra de Jesús significaba, para
el creyente, renunciar a su conducta natural anterior, para que ganara espacio en
él la bondad de Dios, que use anticipa a todos y que no defrauda a nadie. Se
trata aquí de la misma bondad que, después de Pentecostés, se atribuye al Espí-
ritu Santo (cfr. Gal. 5, 22). Pensemos, por ejemplo, en la palabra sobre el perdón
y el amor a los enemigos (Mt. 5, 43-48; cfr. Jn. 4, 46-54).

C) SEGUIMIENTO: Es el tercer camino para mostrar una “Cristología


pre-pascual”. Jesús invita al pueblo a una decisión definitiva mediante su propia
conducta y predicación. Esta decisión en pro o en contra de la aceptación del
Reino de Dios la vincula concretamente a la decisión respecto de él, de su pala-
bra y de su obra. Esto se ve especialmente claro en Mc. 8, 38: ante Jesús se toma
la decisión escatológica: en él se decide uno respecto a Dios.

Esta constatación se concretiza en la llamada de Jesús al seguimiento.


También en esto, Jesús se comportó de una manera totalmente diversa a la de
un rabbí. A diferencia de éstos, no se le puede pedir a Jesús que lo reciba entre
sus discípulos: Jesús elige libre y soberanamente “a los que El quiso” (Mc. 3,
13; cfr. Jn. 15, 16).

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La pretensión de Jesús aparece más clara todavía en cuanto al contenido
del seguimiento. Jamás se habla de discusiones eruditas entre Jesús y sus discí-
pulos, ya que su meta no es la asimilación de una doctrina, sino la participación
en la proclamación del Reino de Dios, incluso anunciando este mismo Reino
mediante acciones del Poder de Dios: mediante la expulsión de espíritus inmun-
dos (Mc. 1, 17; 3, 14; 6, 7).

Finalmente, no se trata de una actitud provisional maestro-discípulo,


hasta que éste se vuelva, a su vez, maestro. No hay más que un Maestro, Cristo
(Mt. 10, 24s.; 23, 8). Por eso, la vinculación de los discípulos a su maestro es
infinitamente más estrecha que la de los rabinos. Jesús llama a sus discípulos
“para que estén con El” (Mc. 3, 14), participan de su peregrinaje, de su carencia
de casa, e incluso de su peligroso destino. Se trata de una comunión de vida
total, de una comunión de destino “pase lo que pase”. La decisión del segui-
miento implica romper con toda atadura, “dejarlo todo” (Mc. 10, 28). Un se-
guimiento tan radical y total equivale a una confesión de Jesús como Mesías.

Pero este discipulado se malentendería si se aplicara sólo a los apóstoles


o a los “discípulos” en sentido estricto. A este respecto, es particularmente re-
velador el texto de Lc. 9, 18-26. Después de dirigirse a sus discípulos, Jesús
“decía a todos: Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome
su cruz cada día, y sígame. Porque quien quiera salvar su vida, la perderá; pero
quien pierda su vida por mí, ése la salvará... porque quien se avergüence de mí
y de mis palabras, de ése se avergonzará el Hijo del Hombre, cuando venga en
su gloria, en la de su Padre y en la de los santos ángeles”.

Podemos decir, sintéticamente, que ya en el período pre-pascual de su


vida terrena, Jesús se muestra como el revelador definitivo del Amor y la sal-
vación del Padre, porque es su “Hijo” (Mt. 11, 27).

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