Sunteți pe pagina 1din 1272

INTRODUCCIÓN

Qué decir en esta introducción que no esté dicho en


el texto que la sigue. Introducir al tema para que el lec-
tor no se equivoque, es el único propósito de estas páginas
previas al desarrollo del discurso principal, y para ello
me bastaría indicar que con esta larga y completa obra,
la más fecunda de mi vida —que alcanzará su extensión
completa en cuatro tomos— me propongo analizar, siste-
matizar y descubrir las condiciones estructurales de la
explotación de la mujer.
El primero de los tomos está dedicado ai estudio de la
mujer como clase social y económica y al modo de pro-
ducción doméstico. Tras éste seguirán los dedicados al
análisis minucioso de la reproducción, de la sexualidad y
del trabajo doméstico, las tres explotaciones que sufre la
mujer, tras haber estudiado el conjunto de ellas, en la
lucha de clases entre el hombre y la mujer que se desarro-
lla en el marco del modo de producción doméstico.
Y aquí podría concluir esta introducción si, tanto por
parte de los editores como de algún sector de lectores, que
conocen desde hace tiempo él propósito de mi trabajo, no
me instaran a que hiciera un breve recorrido por otros
canales de teorización feminista, y me detuviera a exami-
nar los extraños meandros y la insólita flora que crece en
los caminos que abren cada día, y cierran con la misma
rapidez, otras pensadoras del feminismo.
Como por otro lado, estudiar todas las tendencias, ana-
lizar todos los escritos, largos y cortos que han prolife-
rado en los últimos diez años, constituiría tarea suficiente
para un nuevo libro, debo limitarme a repasar brevemente
tres o cuatro líneas, las fundamentales, del pensamiento

11
feminista, aquellas que han recorrido tos primeros cami-
nos de la historia de la rebelión de las mujeres, dejando a
un lado, por insignificantes y en muchas ocasiones dis-
turbiadores de un pensamiento coherente, tos miles de
senderillos sin salida.
¿Qué razonar, por ejemplo, frente a la irrazonable ten-
dencia de las llamadas «feministas independientes»* <me
únicamente se distinguen de las mujeres frustradas en un
mundo de hombres, neuróticas, insensatas y sin saber
abrir sus propios caminos, de antaño, porque en vez de
comer arsénico como madame Bovary, se entretienen gri-
tando en las calles en fechas señaladas y previamente con-
certadas, o quitándose tos sostenes en los autobuses?
En otro y muy distinto orden de cosas, la tendencia
del grupo feminista «Psicoanálisis y Política* de Francia,
que dirige la librería y editorial «Des Femmes*, que rela-
ciona el psicoanálisis con la lucha política, constituye la
más original experiencia en este tema, pero de la que des-
conozco las raíces profundas. Lo visible: sus publicacio-
nes, libros y revistas, su solidaridad con las mujeres de
todos tos países, con los represaliados políticos, con las
luchas antifascistas, es digna de encomio. Su ideología es
sin embargo difícil de descubrir y concretar. En sus tex-
tos se observa el reflejo de numerosas tendencias del mo-
vimiento, sin que la característica principal que las diferen-
cia de tos restantes grupos: la incidencia que pretenden
darle al psicoanálisis, haya sido expuesta suficientemente
por sus defensoras.
Más allá en el tiempo, el existencialismo de Simone de
Beauvoir ha sido demasiado estudiado tanto por sus de-
fensores como por sus detractores para que yo pueda
aportar gran cosa nueva a su crítica. La magna obra de
Beauvoir quede en lo que fue: la primera denuncia de la
condición del segundo sexo en el siglo XX.
Igualmente imposible resultaría estudiar los diversos
matices que diferencian a los miles de grupos que han sur-
gido en Europa y en Norteamérica que luchan por las rei-
vindicaciones conocidas: por el aborto, por la sexualidad
libre, por el amor entre mujeres, por tas reformas legales.
En resumen, soto creo posible repasar brevemente las ten-
dencias actuales en el feminismo tanto español como mun-
dial, clasificándolas en cuatro grandes grupos.
Las asociaciones y organizaciones que sostienen y de-
fienden programas de reformas inmediatas: divorcio (en

12
aquellos países que aún tienen que luchar por él), aborto,
igualdad de oportunidades en el trabajo, respecto al sala'
rio, casas para mujeres golpeadas, sindicación del ama de
casa, guarderías infantiles, permisos por paternidad, etc.
Los grupos que niegan la representación, la jerarquía
y la organización al movimiento feminista, por supuesto
sin la importancia y vitalidad de sus primeros años, que
no defienden reivindicaciones inmediatas o muy esporá-
dicamente, con la negativa a alcanzar él poder, y cuyo
tiempo pasa la mayor parte en grupos de discusión o auto-
conciencia como algunas los llaman, en manifestaciones
minoritarias a las que acuden disfrazadas, y en ampulo-
sas declaraciones sobre las hermosas cualidades femeni-
nas que las diferencian, afortunadamente, de los hombres.
La de las mujeres de los partidos políticos que han or-
ganizado secciones feministas en aquéllos, en las que tra-
bajan en reformas más o menos superes truc turóles en el
seno del movimiento comunista, creyendo firmemente que
tales reformas embellecerán y corregirán definitivamente
los errores cometidos por los regímenes socialistas instau-
rados después de la revolución proletaria. Estas militan-
tes pueden ser consideradas las adoradoras de Engels, ya
que su «biblia» lo constituye El origen de la familia, la
propiedad privada y el Estado, aunque en los últimos
tiempos hayan considerado la necesidad de hacer algunas
correcciones a los planteamientos de su maestro y sobre
todo a sus utópicas predicciones.
Los grupos, asociaciones o partidos feministas que con-
sideran precisa la participación de las mujeres en el po-
der del Estado, para iniciar el cambio de superestructuras
y de estructuras favorable a la mujer. Entre estos se hallan
los partidos feministas de rFancia, de Bélgica, de Holan-
da y de Alemania, cuya fundación y programa se dirigió
a alcanzar una representación parlamentaria en el Con-
greso de su país. Tendiendo al mismo objetivo inmediato,
pero que ha teorizado, tras un largo debate y estudio, la
tesis de la mujer como clase social y económica, explo-
tada y oprimida por el hombre, se halla el Partido Femi-
nista de España.1 En esta línea encontramos también al-
gunas feministas teóricas que trabajan desde hace tiempo
sobre la hipótesis de la mujer como clase, como Christine

1. Fundado en abril de 1979 y legalizado por el Ministerio del


Interior el 4 de marzo de 1981.

13
Dupont en Francia y Suzanne Blaise en Bélgica, Maria Rosa
Dalla Costa en Italia y Selma James en Inglaterra. Kate Mi-
Het y Shulamit Firestone únicamente lo apuntaron hace diez
años. Pero todas ellas se han qj^dado^anclaj^qs^n tos
rudimentarios conceptos qué esbozaron hace varios años
y no han avanzado en él estudio.

Cómo se desarrolló la historia


A esta situación presente del feminismo no se llegó
rápida ni fácilmente. Desde finales del siglo XVIII, 2 con
Olimpia de Gouges, hasta la NOW de Betty Friedan tas
luchas feministas se iniciaron, se desarrollaron, crecieron
e impulsaron el progreso de tas mujeres a través de los
años —la apasionada aventura de tas sufragistas fue el
movimiento más conocido y más criticado— por alcanzar
tas reformas legislativas que las igualara en «status» y con-
dición al hombre.
Todas tas organizaciones, asociaciones, grupos corpo-
rativos, que se montaron y se deshicieron en el curso de
doscientos años, desde los Clubs de Mujeres de Olimpia
de Gouges hasta las Asociaciones Democráticas de la Mu-
jer en España, han tenido como principio de su fundación
y como objetivos de lucha reformas legislativas. Refor-
mas que tes garantizarán la igualdad jurídica con el hom-
bre. Es decir la lucha civil y política por la democracia
burguesa que el hombre había librado y ganado en el cur-
so de los siglos XVIII, XIX y XX en América y en Euro-
pa, hasta para los negros, y de la que la mujer no había
obtenido beneficio alguno. La igualdad democrática que
las constituciones de todos los países capitalistas indus-
trializados aseguraba a sus ciudadanos varones y que no
les había sido concedida a las mujeres
Hasta 1920 en América y Gran Bretaña las mujeres no
alcanzan tales derechos. En Europa, hace falta que trans-
curran treinta, cuarenta, cincuenta años más. En España,
en marzo de 1981, todavía quedan los restos de tas servi-
dumbres medievales incrustadas en los textos civiles y
políticos, a pesar de la declaración constitucional de no
discriminación por razón de sexo. La democracia burgue-
sa no se ha alcanzado para la mujer todavía compteta-

2. National Organization of Women, fundada en 1965.

14
mente ni siquiera en Occidente. Su «status» sigue siendo el
de sierva o vasalla del hombre.
Bien es cierto que cuando en ciertos países se rompie-
ron par fin las trabas medievales que privaban de dere-
chos políticos, civiles, profesionales y sociales a las mu-
jeres, éstas tampoco alcanzaron la igualdad con el hom-
bre. En la misma medida que cuando los obreros logra-
ron el derecho al sufragio o la igualdad constitucional y
jurídica con los burgueses no dejaron por ello de ser ex-
plotados. Pero la historia del movimiento obrero nos es
suficientemente conocida, y al no tener secretos para noso-
tros, resulta perfectamente comprensible. Los misterios,
las vacilaciones y las dudas surgen siempre respecto a la
llamada «cuestión femenina». Y una de las más graves
incomprensiones es la que padeció, y sigue sufriendo, el
movimiento sufragista, precursor de nuestras actuales aso-
ciaciones de reivindicaciones legales.
Esta tendencia del movimiento es imprescindible en
la misma forma que lo fue el movimiento cooperativista
o sindicalista. Las reformas legales todavía no alcanzadas
en ciertos países demuestran su necesidad. El problema
de su identidad y de su eficacia surge cuando las reivindi-
caciones solicitadas se alcanzan. En Gran Bretaña, en los
años 75-80 la mayoría de los grupos feministas que habían
luchado tan activamente por el aborto, que consiguieron la
legislación más permisiva del mundo, se encontraron con
que alcanzando tai éxito ya no tenían nada más que ha-
cer. En Italia se planteó en el 78 una situación parecida
después de las victorias del divorcio y del aborto.
En este capítulo poco más queda por añadir. El mo-
vimiento reformista feminista se desarrollará a la par que
su necesidad, y morirá o languidecerá hasta su transfor-
mación, en él momento en que surja la exigencia de orga-
nizarse políticamente y de participar frontalmente en la
lucha de clases, por la claridad ideológica o por la dureza
del enfrentamiento con el enemigo.
Pero tal situación únicamente se producirá cuando la
comprensión de su condición de clase por parte de las
mujeres, y su conciencia de lucha hayan alcanzado la ma-
yoría de edad. Hasta entonces habrá sido preciso recorrer
un largo camino.

15
Las adoradoras de Engels
Resulta difícil encuadrar el feminismo en el seno de
los partidos políticos, que sólo hace cinco o seis años se
hubieran avergonzado de ser tildados con semejante ape-
lativo. Pero como hoy, transcurridos diversos acontecí'
mientos en el mundo y en España, resulta ya de buen tono
llamarse feminista, la mayoría de los partidos políticos de
izquierda han decidido permitir que se organicen unas
cuantas militantes en los llamados «colectivos feministas
o de mujeres», que actúan más o menos como una célula
del mismo, con la única particularidad de ser mirada coma
una excrecencia curiosa —quizá cancerosa— en el armó-
nico conjunto del partido. En algunos, como el Partido
Socialista de Catalunya el responsable del comité de mu-
jeres es un hombre, dado que estatutariamente el respon-
sable de una comisión o comité debe pertenecer a la eje-
cutiva del partido y en la ejecutiva del PSC-PSOE no hay
ninguna mujer.
Esta organización nueva de mujeres tan poco corres-
pondiente con los principios y lo dispuesto estatutaria-
mente en los partidos comunistas o socialistas en los que
los militantes son aceptados como abanderados de la lu-
cha de la clase obrera, nunca como pertenecientes a uno
u otro sexo, ha sido la fórmula de compromiso a que han
llegado los y las «adoradoras de Engels» ante las condi-
ciones actuales de la lucha feminista que cada día gana
terreno,
En el plácido remanso que formaban hasta ahora las
aguas de la militancia comunista, en las que las mujeres
participaban como auxiliadoras estructurales de su mari-
do y de tos militantes varones, imprimiendo octavillas, ha'
tiendo café y comidas para los atareados participantes en
reuniones y congresos, visitando a los presos, curando a
los heridos y chillando en las manifestaciones, ha caído
la piedra de la denuncia feminista de tales métodos. De
pronto tos socialistas y los comunistas se encontraron, pi-
llados de sorpresa, denunciados e insultados por machis-
tas. ¡Ellos que habían seguido al pie de la letra las direc-
trices señaladas por Engels en su «manual del perfecto fe-
minista»! 3 Es decir, aconsejar a las mujeres que espe-
raran a realizar la revolución social que derrocaría el po~

3, El origen de la Familia, la propiedad privada y el Estado.


16
der capitalista, y aboliendo la propiedad privada, todas las
tensiones entre los sexos, todos los problemas que sufren
tas mujeres de los países capitalistas quedarían resueltos:
desde la prostitución al trabajo doméstico y el cuidado de
los niños.
Cierto es que los dirigentes comunistas no explicaron
nunca cómo se alcanzaría en la práctica tal situación pa-
radisíaca. Tampoco lo pretendieron, Pero las mujeres se
lo creyeron.
Las mujeres la creyeron porque ignoraban que en la
producción social de su existencia «los hombres estable-
cen relaciones necesarias independientes de su voluntad
que corresponden a un grado de desarrollo de sus fuerzas
productivas materiales. El conjunto de estas relaciones
forman la estructura económica de la sociedad, la base
real sobre la cual se eleva una superestructura jurídica y
política, y a la que corresponden formas determinadas de
la conciencia social. El modo de producción de la vida
material domina en general el desarrollo de la vida social,
política e intelectual. No es la conciencia de los hombres
la que determina su existencia, es por el contrario su exis-
tencia social la que determina su conciencia»* Por tan-
to en el desarrollo del modo de producción capitalista, las
mujeres aceptaron el papel dependiente del proletariado
en su lucha contra el capital. Así la lucha socialista fue
dominante y determinante en la sociedad, en la que la mu-
jer absorbió una ideología y una práctica de lucha que no
es la suya. De la misma forma que la burguesía liberal
fue aceptando reformas que mejoraban las condiciones
de existencia de los obreros, hoy el movimiento socialista
admite —a regañadientes— reformas para aliviar las ex-
plotaciones de las mujeres.
Allí donde las mujeres no tienen fuerza para imponer
sus propias reivindicaciones —y por ahora no la tienen en
ninguna parte— hacen suyas las de la clase en ascenso.
Mientras la burguesía fue la clase más fuerte, las muje-
res lucharon por alcanzar las reformas legales burguesas
—las sufragistas— y en el día de hoy las mujeres asumen
las reivindicaciones proletarias, debido al empuje del
movimiento obrero, creyendo que les son propias. De la

4. Carlos Marx, Prólogo a «La crítica de la economía política»,


(Obras escogidas de Marx y Engels). Ed. Fundamentos, Madrid 1975,
pág. 373.

17
2
misma forma en que la burguesía recurrió a las fuerzas
populares compuestas por el proletariado y él campesinado
en su revolución, hoy el proletariado apela a las mujeres,
reclama su ayuda y lo argumenta afirmando .que de tal
forma enseña e incorpora a la mujer a la lucha política.
entendiendo ésta no ya como lucha de clases, puesto que
le interesa enmascarar él contenido de clase de la mujer,
sino como toda lucha; la Vnica, la Intemporal, la Perfecta.
En la misma forma que la burguesía afirmó las condicio-
nes racionales, naturales, inamovibles e indiscutibles de
su soberanía en el curso de las revoluciones que le dieron
el poder con la ayuda del proletariado, el proletariado pro-
porciona a la mujer los elementos de su propia educa-
ción, es decir armas contra sí mismo. Estas armas que
el movimiento feminista va aprovechando y comprendien-
do en el curso de estos últimos diez años.
Biez años más tarde todos los partidos de izquierdas
•~-y no sólo en España, los europeos y americanos han
adoptado la misma solución como remiendo— aceptan que
existe un problema femenino que no podrá resolver total-
mente el socialismo, y en consecuencia que resulta bueno
que las mujeres se organicen de antemano a la revolución
para que puedan responder, con mejor entrenamiento, a
las injusticias que las esperan cuando accedan al poder
los comunistas y los obreros.
Las mujeres que militan en estos grupos, aparte de no
haber aportado nada a la teoría o ala ideología feminista,
vacilan constantemente en su trabajo práctico entre su fi-
delidad at partido y a la lucha feminista. Como dice Su-
lamith Firestone las políticos {sic) del movimiento feme-
nino contemporáneo «son aquéllas cuya lealtad fundamen-
tal se dirige hacia la izquierda antes que hacia el Movi-
miento de Liberación Femenino propiamente dicho... con-
ciben el feminismo como simple cuestión tangencial a la
política radical "verdadera", no como algo con razón de
ser autónoma y directamente radical en sí mismo, consi-
deran aún los problemas masculinos —por ejemplo el re-
clutamiento militar obligatorio— como cuestión univer-
sal, mientras juzgan los problemas femeninos —p. e, el
.aborto— como meros particularismos^.5 At lado de esta
crítica la misma autora añade que «todas las fracciones iz-
quierdistas importantes y también algunos sindicatos po-

5 La dialéctica del sexo. Ed. Kairós, Barcelona 1976, pág, 47.

u
seen en la actualidad, tras un período de notable resisten-
cia, sus propios comités de liberación de la mujer que cons-
piran contra el chauvinismo masculino desde el seno de
la organización y en favor de una mayor capacidad deci-
soria para la mujer. Las mujeres-políticos de dichos co-
mités son reformistas desde el momento en que su obje-
tivo principal se centra en la mejora de la propia situa-
ción dentro del ámbito limitado de la política izquierdista.
Las demás son, en el mejor de los casos, sus principales
agentes colaboradoras y utilizan las reivindicaciones es-
trictamente feministas como instrumento ""radicalizante^
con el fin de reclutar mujeres para la Gran Lucha».6
Esta última estrategia es la utilizada por un partido
comunista de ámbito español, que sin crear comités fe-
meninos en su seno, ni propiciar organizaciones de masas
femeninas dirigidas por él, aporta todas sus fuerzas fe-
meninas a la militancia en el movimiento feminista —en-
trenándolas o entreteniéndolas— mientras se organiza la
revolución socialista, es decir la verdadera e importante
lucha para alcanzar la única y definitiva revolución. Mien-
tras tanto las mujeres del partido aprestan lo mejor de
sus recursos en el movimiento feminista, obteniendo en
este sector social el auge que te falta al partido en otros.
Por supuesto las militantes de este partido también han
sido incapaces de aportar descubrimientos teóricos al fe-
minismo cuyo análisis sigue siendo el tradicional del mo-
vimiento comunista. En sus discursos y en sus medios de
comunicación se oye mil veces más la palabra capitalismo
que ninguna otra. De la misma forma que no saben abor-
dar las cuestiones estructurales de la explotación de la
mujer; reproducción, sexualidad y trabajo doméstico, y
mucho menos darles alternativa. En este sector de la lu-
cha feminista es donde se encuentran las mayores resis-
tencias a aceptar la condición de clase de las mujeres.

Cuál es la tesis tema de esta obra

En las introducciones se suele hacer un resumen que


aproxima al tema que se desarrolla en el texto. Siguiendo
la tradición, y aun a costa, a mi entender, de ser reitera-
tiva, haré un breve resumen de la mayoría de los temas

6. Ob. y págs. cits.

19
con que el lector se encontrará en éste y en el tomo si-
guiente, dedicado a la «Reproducción». Bien es cierto que
esta reiteración, por mds pecado de pesadez que cometa,
no me parece del todo superftua. En este tema de femi-
nismo y mujer mucho se ha dicho, pero la mayoría inútil,
falso, reaccionario y entorpecedor, defectos todos éstos
aumentados telescópicamente por la impenitente reitera-
ción de sus autores, a los que no les duele repetir con
necio orgullo las mismas tonterías. No creo por tanto que
sea vanidad insistir, conscientemente, sobre el análisis de
los temas que han sido desarrollados anteriormente con
tanta torpeza, con una perspectiva nueva, con un,rigor y
una profundidad científica que nadie ha ^bido emjjjear.
\ Yen su repetición comenzarin a surgir nuevas voces que
: seguirán el camino qu& estoy abriendo atiera, y se empe-
i taran a perder y a olvidar las de los reaccionarios y tos
dogmáticos de siempre,
La tesis de esta obra es la de que la mujer es una clase
social y económica, explotada y oprimida por el hombre,
que, en consecuencia, se constituye en clase antagónica
para ella. Todas las opresiones reseñadas en el curso de
tos años por los estudiosos del tema vinieron a explicarnos
con detalle las sucesivas torturas, vejaciones y humilla-
ciones a que los hombres sometían a tas mujeres. Y nada
más. Como si el enorme caudal de datos que poseían fi-
lósofos, políticos, historiadores y antropólogos no les sir-
viera más que para condolerse de la mata suerte que vi-
vían aqueUos seres que habían nacido mujeres. De cual-
quier análisis y conclusión científica padecíamos la más
absoluta carencia.
Los llamados marxistas, teóricos de los partidos polí-
ticos de izquierda, filósofos y profesores, aplicaban mecá-
nicamente las declaraciones marxianas sobre la clase, los
modos de producción y la lucha de clases a la condición
de la mujer, y siendo ortodoxamente y fielmente marxia-
nos, son absolutamente antimarxistas. Igualando en explo-
tación económica y en opresión social a hombres y mu-
jeres, con la negación total de la realidad, hablan de lu-
chas de clases entendiendo por tales al conjunto de to-
dos los individuos, hombres y mujeres que viven en el
mismo hogar y aparentemente detentan una misma con-
dición económica. Todavía hace pocos dios se sintió indig-
nado un intelectual de izquierdas cuando le aseguré que
yo no podía definir como obrera a la mujer de un obrero,

20
que únicamente trabaja en su casa realizando las tareas
domésticas, pariendo y cuidando niños, porque la condi-
ción explícita marxiana para ser proletario consiste en
dar plus valía al capital, cuando la esposa del obrero úni-
camente proporciona servicios a su marido. La sorpresa
y la indignación se tradujeron, aparte de la grosería y el
tono despectivo con que me respondió, en afirmaciones
desprovistas de todo conocimiento económico de las le-
yes fundamentales del capitalismo. En la misma forma
suelen reaccionar y razonar los dirigentes políticos y los
ideólogos de izquierdas, incluidas las mujeres que se ali-
nean con ellos.
Este equívoco sobre la condición femenina consigue el
objetivo que más importa a las clases dominantes: la
desunión de las mujeres y la pérdida de sus objetivos fe-
ministas. La izquierda luchadora y bienpensante decidió
hace mucho tiempo, tanto que encontramos en Lenin su
más autorizado ideólogo, que la mujer «burguesa» tiene
contradicciones antagónicas con la proletaria, y en conse-
cuencia con ella no tiene nada que hacer el movimiento
revolucionario. No se puede olvidar que durante mucho
tiempo fueron considerados sinónimos los términos de fe-
minismo y burgués. Por consiguiente si el proletariado es
la única clase capaz de dirigir y de hacer la revolución, las
mujeres que quieran luchar por los cambios sociales de-
ben inscribirse en los partidos proletarios y luchar en
ellos para alcanzar el final de todas sus miserias, en el
sublime y perfecto final paradisíaco de la revolución so-
cialista.
Como ya he comentado antes, el libro de cabecera de
los defensores de esta teoría tan simple —que no simple
teoría— El origen de la familia, la propiedad privada y
el Estado, de Federico Engels, dedica un capítulo a la cues-
tión femenina en el que afirma que el origen de la sumi-
sión de la mujer, deriva de la invención de la propiedad
privada con el inicio de la civilización.
Hoy, casi un siglo más tarde de aquella pequeña obra
maestra del compañero de Marx, sabemos unas cuántas
cosas más que obligan a una corrección de las tesis en-
gelsianas, corrección que el propio autor haría rápida y
gustosamente de haber podido vivir hasta nuestros días.
Hoy los trabajos de campo de la antropología, la historia y
la arqueología, nos han contado cómo viven los pueblos lla-
mados naturales donde no se conoce la propiedad privada,

21
y en muchas ocasiones ni siquiera los procesos biológicos
y fisiológicos de la fecundación. Y en tales comunidades,
sin embargo, y contrariamente a todas las afirmaciones
de Engels y de sus seguidores, se conoce la exhaustiva
explotación a que los hombres someten a sus mujeres, el
enorme trabajo excedente que les extraen, cómo las hu-
millan, las violan, las castigan y las asesinan, considerán-
dolas siempre seres de categoría y existencia inferior, si-
tuadas en el «status» esclavo. Ningún antropólogo honesto
ha hallado rastros de aquellas sociedades utópicas des-
critas por Engels, donde la igualdad, la fraternidad y la
solidaridad se ejercían amable y generosamente con las
mujeres que a su parecer detentaban él poder económico,
social y político. Todos los datos que poseemos nos hablan
de lo contrario. Es indiferente que se trate de los indios
de América del Norte o del Sur, de las tribus del África
Central o de los pueblos de la Polinesia y de la Melanesia.
En ninguno de ellos la mujer es más que un trabajador
sin consideraciones ni retribución, condenada a ser ven-
dida como esposa al harén del marido para trabajarle,
servirle, parir hijos y morir despreciada en la vejez. Se
practican el infanticidio y el senilicidio femeninos, y ni los
asuntos económicos, ni los sociales, ni los políticos te son
consultados.
No son por tanto los inventores de la propiedad privada
y la monogamia los que acarrean consigo todos los males
de la mujer. Desde los pueblos naturales que desconocen
la escritura y el proceso de fecundación, y viven en régi-
men de comunidad de la tierra, hasta los pueblos de la
antigüedad, que en todas las latitudes, han practicado la
poligamia, la mujer es la esclava o la sirvienta del padre,
del marido, de los hermanos, de los hijos varones más
tarde. Ella es la paria, el esclavo o el siervo nunca manu-
mitido, porque la mujer no puede jamás comprar su li-
bertad, lo que la diferencia en su contra del esclavo.
Con estos datos ordenados era preciso deducir una
cuestión incontestada, ¿por qué? ¿Por qué el hombre —no
una clase social determinada, porque las explotaciones y
la opresión no las ejercen únicamente los príncipes— de
todas las latitudes y épocas ha sojuzgado a la mujer, con.
tanta saña, en todo el curso de los siglos? La única res-
puesta hemos de hallarla en las causas materiales que di-
ferencian radicalmente al hombre de la mujer: las dis-
tintas facultades para la generación. La posibilidad de

22
crear día a día un nuevo ser dentro de sí misma y alum-
brarlo> sin que el varón, que ha puesto el germen dentro
de ella, conozca a ciencia cierta cuándo y de quién es el
nuevo ser. Y este antagonismo «la primera división del
trabajo entre el hombre y la mujer para la procreación
de hijos-» surge con el primer hombre que conciencia las
ventajas de la posesión del hijo, nueva fuerza de trabajo,
sirviente y mercancía a la vez, para conseguir lo cual re-
sulta fácil comprender que precisa dominar a la mujer.

El nombre de las explotaciones


«Los hombres no relacionan entre sí los productos de
su trabajo como valores porque estos objetos les parez-
can envolturas simplemente materiales de un trabajo hu-
mano igual. Es al revés. Al equiparar unos con otros en
el cambio, como valores, sus diversos productos, lo que
hacen es equiparar entre sí sus diversos trabajos, como
modalidades del trabajo humano. No lo saben, pero lo ha-
cen. Por tanto, el valor no lleva escrito en la frente lo que
es. Lejos de ello, convierte a todos los productos del tra-
bajo en jeroglíficos sociales. Luego, vienen los hombres y
se esfuerzan por descifrar el sentido de estos jeroglíficos,
por descubrir el secreto de su propio producto social,
pues es evidente que el concebir los objetos útiles como
valores 7 es obra social suya, ni más ni menos que el len-
guaje».
El valor no lleva escrito en la frente lo que es, y desde
hace varios cientos de años los ideólogos intentan desci-
frar el jeroglífico del verdadero valor del trabajo realiza-
do por la mujer. Pero no se ha partido nunca de analizar
cuál sea el papel de esa mujer en la sociedad a partir de
su lugar en la producción y de las relaciones de produc-
ción con él hombre.
La mujer, desde siempre, tiene la capacidad de la re-
producción de los seres humanos. Ella es la única que se
reproduce. Ella es la única que fábrica un ser humano más.
Ese ser humano que es el primer bien apreciado por el
hombre, que garantiza la conservación de la especie, la
producción de riquezas, las satisfacciones sociales. Ese

7. Carlos Marx. El Capital. Ed. Grijalbo, 1976, t. I, pág. 84.

23
producto que el hombre aprecia más que nada después de
sí mismo.
El sexo define a la mujer para la procreación de hijos
y el hombre se apropia de su capacidad reproductiva, a
través de dominar su sexualidad, con cuyo disfrute alcan-
za el placer a que todo macho cree tener derecho indiscu-
tido, y le permite relegar a la mujer a la realización de
las tareas productivas más monótonas, más rutinarias, más
penosas y peor retribuidas. Las explotaciones que sufren
todas las mujeres las cualifican y las definen como clase,
como clase oprimida y explotada por el hombre, que es
su enemigo antagónico.
La sexualidad, la reproducción y la producción de los
bienes de uso precisos para la supervivencia familiar, son
tas tres explotaciones que las mujeres sufren calladamen-
te desde hace millones de años. Sólo ahora, apenas se
cumple un siglo, han comenzado a inquietarse por su «sta-
tus» sumiso, por su esclavitud disfrazada, por su «destino
providencial». De esta inquietud surgen focos de rebeldía
que en poco tiempo se convertirán en un incendio de re-
voluciones. Pero para alcanzar la perfección en la estra-
tegia y en la táctica revolucionaria que son precisas a toda
clase para alcanzar la victoria, es preciso conocer el sig-
nificado de nuestros trabajos y de nuestras relaciones so-
ciales. Darle nombre a nuestras miserias, conocer el sig-
nificado de las leyes económicas que rigen nuestra escla-
vitud. Alcanzar a entender por qué los hombres se com-
portan como tiranos o como poetas con nosotras. En de-
fintiva pasar del feminismo utópico de los lamentos por
tos eternos sufrimientos femeninos y las insensatas solu-
ciones fantasiosas, al feminismo científico que descubre
tas leyes del valor de la producción femenina, de la repro-
ducción y del trabajo doméstico, y las leyes de las rela-
ciones de producción co nel hombre explotador, en el mar-
co del modo de producción doméstico.
Este tomo es el comienzo de esta investigación que
transcurre por los abruptos caminos del feminismo cien-
tífico. El detallado análisis de los temas que apunto en
esta introducción se encuentra en él texto. Léanlo.

30 marzo 1981

24
PRIMERA PARTE

DIALÉCTICA DEL DESARROLLO SOCIAL


CAPÍTULO I

EL ESTADO DE NATURALEZA

«En el fondo existe una discontinuidad de poder y


de interés que propicia además la dispersión de la gen-
te. En el fondo existe un estado de naturaleza.
»Hobbes escribió en su informe etnográfico que la
vida del hombre era solitaria, pobre, dura, primitiva y
breve.
«Rousseau en Essai sur Vorigine des langues: En los
tiempos más antiguos, la única sociedad era la familia,
las únicas leyes, las de la naturaleza, y el único media-
dor entre los hombres, la fuerza, en otras palabras algo
parecido a la modalidad doméstica de producción.»'
«Ni el ser vivo se presenta ante su medio como algo
totalmente determinado, ni el medio permanece inmu-
table bajo la actuación del ser vivo; sino que uno y
otro se modifican e interrelacionan siendo las respues-
tas del medio las que marcan el camino en que se ope-
ran las cambios en el ser vivo, a través de un proceso
"informativo".»2

La interrelación de las causas materiales de la explo-


tación de la mujer y su respuesta, es decir la adaptación
física y psicológica de la hembra humana a estas causas,
es el punto más oscuro del estudio de lo que se ha llama-
do hasta ahora «la cuestión femenina»; término utilizado,
como un cajón de sastre, por los gobiernos y por los
hombres preocupados por el tema, en la misma forma que
deben estarlo por las plagas de langosta.

1. Marshall Sahlins, Economía de la Edad de la Piedra. Edito-


rial Afeal. Barna. 1977, pág. 112.
2. Marx, 6." Tesis sobre Feuerbach.
27
La cuestión femenina es la explotación de clase de la
mujer, pero la incomprensión de la dialéctica que ha re-
gido esta explotación de la mujer por el hombre, a partir
de sus condiciones materiales de existencia, ha motivado
los errores, que se siguen perpetuando, sobre la llamada
«condición femenina».
Cuando Marx afirma que ha llegado el momento en
que el hombre deje atrás su historia natural y empiece a
vivir su historia social, la lucha del proletariado como
clase está comenzando. Para él el hombre, hasta aquel
momento, ha vivido sujeto a la naturaleza. El campesinado,
los siervos —la burguesía apenas ahora despega—, han
dependido ciegamente de los recursos naturales, sujetos
a los caprichos climatológicos, venciéndolos y transfor-
mándolos en muy pocas ocasiones. Siendo el hombre más
esclavo que dueño de ellos.
Ese estado de naturaleza idílico y paradisíaco, canta-
do por los libros sagrados de varias religiones, Paraíso
perdido que sólo nuestros afortunados padres Adán y
Eva disfrutaron, estado de promiscuidad y de salvajis-
mo elogiado por Engels, «el hombre en estado de
aislamiento o tal vez el hombre en familia, esa armo-s
nía de la tenacidad natural, como la llamaba Hobbes»,
tan envidiable, que, paradójicamente, cantaron los filó'
sofos de la Ilustración mediado ya el siglo xix, el siglo
precisamente de los avances tecnológicos, de la trans-
formación del mundo. Pero la liberación de la esclavitud
del trabajo, de la explotación de la miseria, esa alba del
progreso, «esa cosa buena y dulce»4 no se alcanza vol-
viendo a las cavernas. Pronto quedan abandonadas tan
inocentes utopías para comprender que sólo en la ciencia
y en la técnica se hallan las fuentes del conocimiento que
nos permitirán vencer el dolor y las enfermedades, volar
en los cielos y nadar bajo el agua. Transformar el mundo,
en una palabra. Exactamente lo que anuncia la filosofía
marxiana.
En 1848 la liberación se acerca. La ciencia avanza en
conocimientos bastantes para conseguir el dominio sobre
las ignoradas y oscuras fuerzas naturales. Y es entonces
cuando la filosofía, que debía hasta entonces interpretar
lo desconocido, estudiar el pasado e imaginar el futuro,

3. Marshall Sahlins, obr. cit., pág. 113.


4. Víctor Hugo, Los miserables*

28
sin más elementos que la propia ideología, debe morir
para dejar paso a la ciencia que demuestra, comprueba
y transforma las nuevas leyes que rigen el mundo. Ya no
es la fatalidad, ni el destino divino, ni la Revelación, las
fuentes del conocimiento ni los imponderables del futuro
humano. El hombre ha tomado fuertemente en sus manos
las riendas de su propio destino.
Y al decir hombre ¿acaso queremos referirnos en la
misma forma a la mujer? Para Marx, como para todos,
efectivamente el masculino del género designa lo gené-
rico de la especie humana.
Éste es el primero de los errores del filósofo, del econo-
mista y del político. El hombre —el varón de la especie—
ha alcanzado su estado social. Se ha separado de su des-
tino de animal sometido a las leyes ignoradas y oscuras
del Universo, y ha decidido escribir su historia con sus
propias letras. Pero cuando Marx dice que «el hombre ha
empezado a vivir su historia social» debemos entender
que esto sólo es válido para el varón. La mujer sigue
viviendo su historia natural.
«La hembra, en mayor medida que el macho, es la
víctima de la especie», dice Simone de Beauvoir. Ésto es
cierto y es evidente. Las condiciones naturales que orde-
nan la vida de la mujer, para que cumpla su principal es-
pecialización: la reproducción de la especie, siguen siendo
las mismas que en el principio de los siglos. Para ella la
definición de su género que la esclaviza, se produce de
idéntico modo y en el mismo tiempo que en el Paleolítico
inferior.
La menstruación que aparece en la pubertad, cumpli-
dos doce o catorce años de su vida, delata con su sangran-
te y escandalosa presencia que la hembra está ya suficien-
temente madura para el ayuntamiento y la reproducción.
Las molestias menstruales todavía hoy únicamente se ali-
vian con fármacos, que son tan eficaces como podían serlo
las hierbas curativas que recetaban Esculapio e Hipócra-
tes. Los días de pérdida de sangre la incomodan por el
mismo tiempo que durante toda su existencia como hem-
bra humana, y cuando el ciclo fértil desaparece, las mo-
lestias de la menopausia —si h a sobrevivido a las nume-
rosas maternidades— la hacen su víctima del mismo modo
que a nuestras más lejanas antepasadas.
La fecundación se sigue produciendo mediante el mis-
mo mecanismo que en todos los mamíferos, la gestación

29
oprime a la mujer con sus sempiternos nueve meses, el
parto sigue idéntica trayectoria que miles de años atrás;
solo desde hace unas decenas de años se alivia un poco,
en según qué sectores sociales y únicamente en los países
más adelantados. Se mantiene y se vuelve a abogar, por
la lactancia materna por los especialistas médicos, incluso
en aquellos países que parecían haberla superado.
Y los procesos biológicos y fisiológicos a que el cuer-
po de la mujer es sometido para cumplir su «destino»,
no solamente no benefician ni su estabilidad psíquica o
física, sino que por el contrario son fuente de molestias,
impedimentos, dolores y peligros mortales. Como dice Si-
mone de Beauvoir: «Muchas secreciones oválicas operan
en beneficio del óvulo, su maduración, y adaptando al
útero a sus exigencias, con respecto al conjunto del orga-
nismo, más colaboran al desequilibrio que a la regula-
ción: la mujer se adapta a las necesidades del óvulo más
que a sus propias exigencias... la hembra está más escla-
vizada a la especie que el macho, su animalidad es más
manifiesta.» Y por tanto su historia natural, acabando el
siglo xx, no ha concluido para ella.
Para el hombre, al que sus funciones fisiológicas no lo
atan a las necesidades de la reproducción de la especie,
las condiciones de supervivencia se han modificado sus-
tancialmente desde los tiempos de la vida en cavernas. Se
han vencido enfermedades, cuyas epidemias asolaron a
la humanidad durante siglos, como la peste, la viruela, el
cólera, el tifus, la tuberculosis, la sífilis. El descubrimien-
to de los antibióticos ha permitido curar infecciones mor-
tales, el avance de la cirugía permite hoy el transplante de
órganos vitales, todos los adelantos de la ciencia médica
han servido para que el hombre varón supere las limita-
ciones que su debilidad corporal le ocasionaba, y volando
naya pisado la Luna. No es ninguna casualidad que nin-
guna mujer se hallara en la expedición.
La mujer no puede salvarse de su destino natural de
ser vivo en lucha contra las condiciones adversas natura-
les, con la única ayuda de la medicina moderna. Sus
órganos reproductores, no sólo siguen manteniendo una
actividad constante en la misma forma que hace miles de
años, no sólo están en actividad precisamente en la época
de su mayor vitalidad, en los años más importantes de
su vida, sino que deben hallarse en actividad constante si
las sociedades humanas quieren seguir existiendo. La mu-

30
jer es antes sexo y reproductora que persona. La polé-
mica sobre el y contra el aborto, es suficiente prueba de
esta condición animal de la mujer, cuya especialización
reproductora la condena a enajenar su propio cuerpo en
beneficio de las crías que debe fabricar. Todas las res-
tantes consideraciones religiosas y espirituales son otras
tantas alienaciones, que encubren precisamente el despre-
cio que sienten los antiabortistas por el alma de la mu-
jer, y el gran aprecio que les merecen sus órganos repro-
ductores, cuya inactividad les parece tan criminal y des-
pilfarradora como la de la huelga.
Y la mujer que es máquina reproductora es también
sexo apetecible para el hombre. Sexo utilizado, violado,
contrariado, utilizado. Como el de la yegua o el de la
vaca. La hembra humana no es persona si es sexo y fá-
brica de seres humanos. El hombre ha luchado por alean*
zar su historia social. Sus funciones fisiológicas no le
atan a una servidumbre corporal, cuya atención le hu-
biese impedido, olvidado de su pasado de ancestros ho-
mínidos, transformar el mundo.
Sólo hoy, unas cuantas mujeres blancas, en países in-
dustrializados occidentales han comenzado a luchar por
eludir su destino. El resto de las mujeres de todas las
razas, en todas las latitudes, dependientes de hombres de
todas las clases sociales, siguen viviendo su historia na-
tural.

El discurso de lo «natural»

Las causas materiales de la explotación femenina se


hallan en su propia constitución fisiológica, en su especia-
lización reproductora, en la servidumbre de la gestación,
de la parición y del amamantamiento, tan lenta, tan costosa
como supone tan gran inversión en una sola cría, cada
dos o tres años. De tal modo que su escasa natalidad y
supervivencia convierte a nuestra especie en una de las
más débiles, de menos expectativa de vida y más escasa
de producción. Por ello como dice Wang Lung «las muje-
res deben parir y parir». 5
La explotación femenina en la reproducción ha con-
vertido a las mujeres en las esclavas de los hombres. La

5. Pearl S, Buck, La buena tierra.

31
explotación sexual las hace objetos del goce mascu-
lino, la explotación de su fuerza de trabajo en los trabajos
domésticos y en la producción refuerza su explotación
de clase por el hombre.
El discurso de lo «natural» nos convence de que, sin
embargo, la disposición natural del cuerpo femenino, de
sus órganos genitales para la reproducción, hace imposi-
ble cualquier otra alternativa. Se llega al cinismo de afir-
mar que la familia es una institución «natural», y en con-
secuencia todas las disciplinas que se preocupan por la
condición de la mujer, parten del supuesto, que no preci-
sa demostración, sino que consideran axiomático, de que
«lo natural» es que la mujer geste, pare, críe, y que en
consecuencia sus aptitudes «naturales», su psicología está
«naturalmente» volcada a ese trabajo, cuya atención debe
ser primordial. Atendiendo sus obligaciones de reproduc-
tora y alimentadora de las crías, la mujer se excluye de
la mayoría de las funciones productoras, y cuando las
realiza es siempre en términos de marginación, de explota-
ción máxima y de depreciación de su tarea.
Es importante, en consecuencia, examinar aunque sea
someramente, a qué conduce ese discurso de «lo natural».
Para qué y quién utiliza las inevitables y fatales o divinas
leyes inalterables de la «Naturaleza».
La religión, la política, la filosofía, la educación, el
psicoanálisis, han sido inventados por el hombre, para
teorizar la explotación de clase de la mujer, y convencerla
de que así debe ser. Y así debe ser, porque es natural que
sea. La mujer siempre está pendiente de la naturaleza.
La argumentación de lo que es natural en el ser hu-
mano, ha sido siempre utilizada por la clase dominante
para justificar su dominación. Aristóteles acude a sus
postulados para razonar la necesidad de la esclavitud. La
naturaleza debía servir para mantener el modo de pro-
ducción esclavista, sobre el que estaba montada la socie-
dad griega. La naturaleza ha sido también el principio
indiscutible que regirá los destinos del hombre medieval.
En aquella época son los principios de la Iglesia cristiana
los qu& constituyen la ley natural. Por «ley natural» el
vasallo debía obediencia a su señor, y éste al rey. El rey
gobernaba por los dictados de Dios, que había creado las
leyes naturales. Hasta la naturaleza animal, mayúscula y
abstracta, cumplía tales leyes, de tal modo que el león
tenía la categoría de rey del mundo animal al que ren-

&
dían vasallaje los demás. El poder y la obediencia forma-
ban parte de esas leyes naturales que el hombre, otra vez
abstracto, debía cumplir, para conservar el modo de pro-
ducción feudal.
El poder familiar, con sus leyes que imponían obe-
diencia incondicional de la mujer y los hijos al «pater
familiae», era reflejo simple de las leyes de la naturaleza.
Igual que la Naturaleza tenía su orden, su armonía y sus
jerarquías, así la familia y la sociedad tenía el suyo, re-
flejo de aquél. Y este orden era inmutable, indiscutible y
eterno. Y lo pareció durante los diez siglos medievales.
Hasta que...
Hasta que se demostró que lo natural era subvertir
el orden político acatado hasta entonces. Los enciclope-
distas, los librepensadores, los precursores de la gran
subversión de la sociedad y de todos los valores aceptados
hasta entonces, encontrarán en la Naturaleza y en sus
leyes naturales los argumentos precisos para teorizar la
nueva revolución, y dictar las leyes que permitirán im-
plantar el modo de producción capitalista a la nueva
clase: la burguesía. Para demostrar la bondad del nuevo
orden social están los filósofos. Y el primero de ellos, que
estremecerá al poder monárquico absoluto con su Con-
trato social, Rousseau, elaborará la doctrina que precisa
la burguesía para alcanzar el poder. En el Emilio y en
El contrato social, pináculo del racionalismo, dirá que
todos los hombres son naturalmente iguales y que los
postulados absolutistas —antes reputados justos porque
serían expresión de una necesidad de la naturaleza, como
hemos visto— contravienen ahora a la naturaleza huma-
na. «El racionalismo revolucionario da un modelo, un ar-
quetipo de Hombre y los sistemas se consideran justos
o injustos según respeten o contravengan sus impulsos
naturales.»6
Igual que en el siglo xn por boca de Santo Tomás de
Aquino, como en el siglo xvt, siguiendo las doctrinas ya
heréticas de Juan Luis Vives, como será en el siglo XVIII,
de mano de la Ilustración y del racionalismo, la naturale-
za, los impulsos naturales del hombre, las leyes de la
naturaleza, servirán para justificar y demostrar, tanto la
monarquía absoluta, que derivaba de un orden natural y

6. Américo Martín, El Estado soy yo. Vadell, Hnos. Valencia 1977


(Venezuela), pág. 64.

33
3
humano estratificado, que en su punto superior se unía
con el orden divino, como la necesidad natural del hom-
bre de unirse en sociedad, de establecer un contrato so-
cial, mediante el cual decidiría el gobierno y la forma de
su sociedad.
«Uno de los más agudos críticos de Shakespeare, John
Wain, observa la relación entre la alteración de los sen-
timientos humanos con la alteración de la naturaleza fí-
sica. En Lear la locura se acentúa con el recrudecimiento
de la tempestad. Este recuso, que respondía en Sha-
kespeare a una concepción fija y armónica de la natura-
leza (lo que le permitía definir el caos, las alteraciones
políticas y humanas como "transgresiones") ha sobre-
vivido por los siglos aun cuando la visión de la naturale-
za haya cambiado. Tomemos una postal amorosa: allí figu-
ran dos amantes y como trasfondo de esa armonía hay un
tranquilo lago con un cisne, simbolizando la armonía na-
tural en correspondencia con la espiritual. Una cursilería
ciertamente, pero sólo para la mentalidad del hombre con-
temporáneo en la marcha forzada de las revoluciones so-
ciales tecnológicas, con un mundo de velocidad y cambio
que no podría reconocerse nunca en la bucólica estampa
de un cisne.»7
El poder absoluto en todas partes sirvió de instrumen-
to de la naturaleza para impulsar la industria y el co-
mercio y liquidar políticamente el poder feudal, hasta
que sus al principio necesarias intervenciones se convirtie-
ron en un freno al ulterior crecimiento de la capacidad pro-
ductiva. «La burguesía industrial y comerciante, junto a
la financiera, habían necesitado de los monarcas absolu-
tos para despegar, y he aquí que maduras ya, reclamaban
libertad de industria, libertad de comercio, libertad de ex-
presión»,8 y pronto estos derechos fueron teorizados en
razón de la necesidad «natural» del hombre de poseerlos,
de la misma forma que unos años atrás, la necesidad
«natural» era la de ser vigilado y censurado. Pero no son
los economistas, sino los filósofos, los que reflexionan so-
bre el fundamento del poder y son ellos pues los que
establecen el racionalismo y lo convierten en instrumento
político ya antes de la Revolución Francesa.
Y entonces es preciso lanzar una campaña para desa-

7. A. Martín, ob. cit, págs. 65-66.


8. Ob. cit., pág. 75.
34
creditar el orden anterior. «Por eso el racionalismo en
Francia estuvo acompañado de una feroz campaña para
desacreditar lo que antes se tenía en alta estima: monar-
guía, nobleza, religión.» 9 «De esta manera el poder abso-
luto de las personas y de la clase gobernante comienza a
ser suplantado durante la Ilustración por el poder abso-
luto de las especulaciones humanas. No se sostenía en pie
ninguna institución que no resistiese la prueba del ra-
zonamiento. Los prejuicios, los tabúes, las tradiciones re-
sultaban profundamente negativos y había que demoler-
los con una crítica despiadada.» «La defensa de la libertad,
que era el estado natural del hombre, se demostraba con
los razonamientos que habían sido hasta entonces oculta-
dos al hombre por las fuerzas reaccionarias de la socie-
dad. «Era, pues, una espléndida aurora. Todos los seres
humanos celebraron esta nueva época. Una sublime erup-
ción reinaba en aquella época, un entusiasmo del espíritu
estremecía al mundo, como si por primera vez se lograra
la reconciliación del mundo con la divinidad.» w
Los conceptos de soberanía popular, de legitimidad del
poder, los derechos y las garantías individuales del hom-
bre, son expresiones racionales del estado natural del hom-
bre. «El hombre nace libre ¿por qué, sin embargo, es re-
ducido en la sociedad a la esclavitud? El Contrato social
surge también como una necesidad pero no para impe-
dir el canibalismo y la anarquía, sino para organizar la
cooperación entre los individuos. Pero el pacto no puede
suponer la pérdida de libertad natural, sino antes bien
su conservación. La gestión pública sólo es racional si
beneficia a todos los miembros de la comunidad. La obe-
diencia es necesaria, pero sólo estrictamente dentro de
los límites requeridos para ejercer las funciones origi-
nadas en el pacto social. Sobrepasadas estas funciones,
extralimitados estos poderes, se justifica el derecho de re-
sistencia o de rebelión, dirán los redactores de los Dere-
chos del Hombre y del Ciudadano.» "
Para vencer, la clase dominante tiene que convencer a
las demás clases de que su ideario es el de toda la so-
ciedad. Libertad, igualdad y fraternidad atañen por igual
a todos los hombres, por tanto la lucha contra la nobleza y

9. Ob. cií., págs. 79-83.


10. Hegel, Filosofía de la historia, cit. A. Martín, obr. cií., pág. 84.
11. A. Martín, ob. cit., pág. 85.

35
el derrocamiento del antiguo régimen, los beneficiará en
la misma medida. De la misma forma, dos siglos más tar-
de, las revoluciones posteriores precisarán de la ayuda
de las mujeres, y será tarea, por tanto, de los dirigentes
socialistas convencerlas de que la lucha del proletariado
es también su lucha.
La burguesía francesa, en cuya revolución se dan más
cíaramente las condiciones tipo de la lucha de clases,
tuvo que convencer a todas las clases populares de que
su lucha era común y necesaria a todos. Los hombres son
iguales desde su condición natural, habían establecido
tanto Hobbes como Rousseau. Rousseau pone el énfasis
en que el Estado no puede fundarse sobre la base de
hacerles perder su libertad natural. A partir de aquí la
libertad será la de todos los hombres, iguales entre sí.
Sólo las mujeres quedaran excluidas de este axioma, pero
sólo unas pocas se darán cuenta. Más tarde, cuando ya el
proletariado se haya constituido en clase y reivindique
para sí los privilegios que se ha reservado la burguesía,
la mujer empezará a luchar por los derechos burgueses
que le fueron negados un siglo atrás.
Cuando el régimen napoleónico se estabilice, será pre-
ciso dotar al nuevo Estado de un cuerpo de leyes, que
corresponda a la sociedad del momento, que se basarán
en el principio de que el hombre es uno solo, sin distin-
ción de clases. Los códigos civil y penal, afectarán por
igual a todos los hombres, todos deberán ser juzgados
con la misma medida y todos serán igualmente responsa-
bles ante la ley. Y así se habrá consumado ideológica-
mente, en la práctica jurídica, el principio de la igualdad
y de la libertad del hombre, como condiciones naturales
de su esencia humana. Será preciso esperar que el socia-
lismo científico elabore la teoría de la lucha de clases
para denunciar tal falsedad. Solamente la burguesía si-
gue defendiendo la igualdad entre los hombres como
principio de los llamados «derechos humanos». Pero la
mujer no será beneficiaría de ninguna de las dos clases
en lucha, el proletariado y la burguesía. Utilizada por
ellas, los fundamentos jurídicos que disponen su depen-
dencia del hombre, la utilización de su facultad repro-
ductora, la explotación de su fuerza de trabajo, la sitúan
todavía en el «status» de servidumbre.
En este sentido Américo Martín, dirigente del MIR
venezolano, pone de relieve la contradicción burguesa que

36
afirma la igualdad entre los hombres, para mejor explotar
a unos en beneficio de otros. Pero no sabe aplicarla a la
mujer. La mujer, considerada naturaleza y hembra, tratada
por los hombres como máquina reproductora, sirviente y
ramera, que las constituciones políticas y las legislaciones
avanzadas de hoy la declaran «igual» al hombre.
Porque para Américo Martín, revolucionario, político
y filósofo, igual que para Marx, la mujer constituye una
entidad igual, sin clases, sujeta a la esencia de su con-
dición femenina. Así puede decir que «hablar de un hom-
bre ideal, único e indivisible, e imputarle derechos, ga-
rantías, obligaciones, es en verdad un ejercicio más o me-
nos inútil. Es un esfuerzo de creación de un mundo ideal,
de hombres que no existen. Es diseñar un mundo de con-
ceptos y leyes que no tiene correspondencia con el mun-
do verdadero, pero proceder como si en verdad hubiera
tal correspondencia. Y si en nuestros días esa dualidad
subsiste no tenemos por qué suponer que en todos los
casos haya una intención perversa o cínica. Largos años
de esfuerzo doctrinal, un período muy largo habituándonos
a considerar que la igualdad ante la ley derivada de que
la ley no distingue entre los hombres, constituye el ver-
dadero mundo. Y que la desigualdad en el mundo de la
realidad no sería en todo caso sino un accidente que pue-
de superarse».12
¿Pero dónde estaba, dónde está la igualdad de la mu-
jer ante la ley? Cuando las premisas de igualdad, liber-
tad y fraternidad se han hecho carne e ideología en el
mundo burgués y capitalista del siglo xix y xx, la ley pro-
clama claramente la desigualdad de la mujer. Cincuenta
años de lucha cuesta el reconocimiento del derecho al
voto, al trabajo, a ciertos cargos y profesiones, y después
de cincuenta años más, todavía todos los códigos del mun-
do establecen limitaciones, prohibiciones y restricciones
a la igualdad entre el hombre y la mujer. La clase some-
tida es reconocida como tal en todos los cuerpos legales.
Su «status» civil difiere del de cualquier hombre de las
otras clases.
Martín añade, «corresponde a Carlos Marx el enorme
mérito de desentrañar ese doble carácter del Estado post-
revolucionario... (Marx) dice, en la realidad inmediata, en
la sociedad civil, el hombre es un ser profano. Allí donde

12. Ob. cií., pág. Ul.


37
para sí mismo y para los demás vale como un individuo
real, no es más que falaz apariencia. En el Estado, por el
contrario, donde genéricamente vale, es el miembro ima-
ginario de una soberanía imaginaria, está despojado de su
individualidad real y colmado de una irrealidad universal».
Y continúa, terminada la cita de Marx: «Hablar entonces
de la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciu-
dadano no es una redundancia. Porque efectivamente se
trata del "hombre" común y corriente que vive una vida
angustiosa, y del "ciudadano", hombre ideal que tiene ga-
rantías ideales y goza de una igualdad formal que no exis-
te en el mundo de todos los días.» En cambio para la
mujer, en el mundo dominado por la burguesía, su vida
de todos los días coincide con su «status» civil y político,
ella sí es reconocida como individuo real. En la misma
forma que lo era el siervo medieval. Tanto su «status»
legal, el pacto de vasallaje prestado al rey y al señor,
como su vida cotidiana, coinciden en otorgarle al siervo
una condición sometida al señor. La mujer vive sometida
a las leyes de la reproducción, obedeciendo los dictados
sexuales del hombre, realizando los trabajos domésticos,
reducido el horizonte de su tarea y de su vida al gineceo,
no «necesita» por tanto derechos políticos, no debe po-
seer libertad para disponer de su vida, debe depender del
permiso del hombre. De tal manera se estipula en las
leyes civiles, políticas y penales del Estado. El Estado
burgués es consecuente en su tratamiento de la mujer, en
la misma forma que el Estado feudal lo es en el de los
siervos.
Para la mujer, desde el principio de los siglos, su lu-
gar en la sociedad será el designado por sus condiciones
materiales de vida y de trabajo. En ella no se producirá
la contradicción entre su vida real y su vida legal, como
el proletario del Estado burgués. Mientras las clases de
hombres preparan y realizan sus revoluciones, la mujer
quedará al margen de sus luchas y de sus triunfos, y uno
tras otro, todos los regímenes, dictarán leyes consecuen-
tes con la situación real de la mujer.
Desde la Biblia al Código Napoleónico, pasando por
las Siete Partidas, el Fuero Juzgo, la Novísima Recopila-
ción, todos los cuerpos legales emanados de uno u otro
régimen social y político, establecerán el sometimiento de
la mujer al hombre. La reducirán a mantener la repro-
ducción y a satisfacer la sexualidad masculina, que es to
38
que hace en realidad. La someterá a la obediencia del pa-
dre, del marido, del hermano, del hijo varón, que es lo que
conviene para que siga reproduciéndose y cuidando del
hogar. Si se repasan los cuerpos legales, desde las leyes
de Manú a nuestro Código Civil, se encuentra una línea
continua, consecuente y homogénea en la definición del
«status» de la mujer. Es un ser sometido al poder mas-
culino, y en tal forma hay que tratarla. Nadie se aver-
güenza de ello, no hay disimulo ni hipocresía. No existe
contradicción con la «mujer» común y corriente y la «ciu-
dadana», mujer ideal que tiene garantías ideales. Ella no
tiene garantías ideales, ni derechos que pretender, ni
igualdad que defender. Es consciente, como lo era el sier-
vo, de que sus condiciones de vida están reflejadas en los
cuerpos legales y políticos del Estado, que no le reconocen
derechos. Y por ello vive «consciente» de sus limitacio-
nes, que cree derivadas de las leyes y no de sus condi-
ciones materiales de vida.
Pero la contradicción surge cuando la nueva clase re-
volucionaria, el proletariado, avanza y realiza su revolu-
ción. Porque esta clase sí le promete a la mujer la con-
secución de la igualdad con el hombre. Y de tal forma la
proclama en su constitución y en su código civil y en
las leyes penales. Establece para ella las categorías que
estableció la burguesía para el proletariado doscientos
años atrás. Nuevamente se cumplen las leyes del desa-
rrollo de la sociedad, descubiertas por Marx. Para la mu-
jer soviética, para la cubana y para la china, su «status»
civil y político es «igual» al del hombre. Que sin embargo
continúe reproduciéndose a impulsos de las necesidades
del Estado, que siga realizando las tareas domésticas, que
su única sexualidad permitida sea la que precisa el hom-
bre, no tiene importancia. Ella es «igual» al hombre, por-
que los cuerpos legales de su país así lo dicen.
La mujer soviética se encuentra en la misma situación
descrita por Marx para el proletariado: «En el Estado,
donde genéricamente vale, es el miembro imaginario de
una soberanía imaginaria, está despojado de su individua-
lidad real y colmado de una irrealidad universal.»
Igualmente resulta lúcido para comprender el proble-
ma de la explotación de la mujer en un Estado socialista,
el análisis de Martín; «De manera que hablar de un hom-
bre ideal, único e indivisible, e imputarle derechos, ga-
rantías, obligaciones, es en verdad un ejercicio más o me-

39
nos inútil. Es u n esfuerzo de creación de un mundo ideal,
de hombres que no existen.» La mujer soviética que cree
poseer los mismos derechos que el hombre, y que cree
tener las mismas garantías y obligaciones, cree vivir en
u n mundo ideal que no existe. Su mundo real, aquel que
se le presenta cuando recorre el barrio en busca de co-
mestibles, cargada con su cesto de la compra y el último
niño que ha dado a luz, no está plasmado en el código
civil soviético, ni en la Constitución, y ella ha perdido la
perspectiva. Es incapaz de relacionar su vida real con su
vida «constitucional». Por ello puede seguir creyendo que
la revolución socialista la ha hecho igual al hombre.
La Naturaleza, y por tanto lo natural ha sido para la
mujer su única exigencia de vivir, la naturaleza de sus
ciclos menstruales —no hay más que repasar los mitos
todavía perdurables sobre los males que afligen a la mu-
jer menstruante en todas las sociedades— 13 y que la mu-
jer acepta, cree y transmite a sus hijas, la inevitabilidad
de la penetración en el acto sexual normal, del que la
mayoría de las veces se deriva o se teme la fecundación,
y la mecánica del parto y de la crianza, siguen mantenien-
do a la mujer en la creencia de su destino natural como
esposa y madre. 14
«No es sino considerando la realidad social en su cur-
so histórico como se la desvela en tanto que realidad hu-
mana, como totalidad de relaciones entre los hombres y
no entre las cosas. Tan sólo entonces deja la conciencia de
situarse fuera del ser, ya no aparece separada de su ob-
jetivo, es una parte, a la vez pasiva y activa del devenir
histórico de la realidad. Determinada por las transforma-
ciones del ser, transformada a su vez a este ser, en tanto
que conciencia de los hombres activos.» La conciencia no
es ya, por consiguiente, la conciencia que trasciende el
objeto, la «copia» de un objeto particular, sino un ele-
mento constituyente de las relaciones en constante cam-

13. Adrianue Riel), Nacida de madre. Armanda Guiducci, La man-


zana y la serpiente.
14- «...las mujeres han sido identificadas o simbólicamente aso-
ciadas con la naturaleza, en oposición a los hombres, que se iden-
tifican con la cultura. Dado que el proyecto de la cultura es siem-
pre subsumir y trascender la naturaleza, si se considera que las
mujeres forman parte de ésta, entonces la cultura encontraría "na-
tural" subordinarlas, por no decir oprimirlas.»
Antropología y feminismo. Sherry B. Ortner. Textos copilados
por O. Harris y K. Young. Ed. Anagrama. Barna. 1979, pág. 115.

40
bio que no son lo que son, sino relacionados con la con-
ciencia que corresponde a su existencia material.» (El sub-
rayado es mió).15 Y la mujer no tiene más conciencia que
la que corresponde a su existencia material.
La mujer situada en los estrechos limites de su esfera
privada, hace de su particularidad sexual su conciencia
sustancial. No le ha sido posible transformar su mundo,
porque no ha tenido conciencia de que su mundo pudiera
ser otro que el de su existencia material, que seguía
siendo la natural. Para la mujer no se cumple que «la
universalidad del individuo no se realiza ya en el pen-
samiento ni en la imaginación, está viva en sus relaciones
teóricas y prácticas. Se encuentra, pues, en condiciones de
aprehender su propia historia como un proceso y de con-
cebir la naturaleza con la cual forma realmente cuerpo,
de una manera científica, lo que le permite dominarla en
la práctica». Cuando Marx escribe este párrafo16 está ana-
lizando el desarrollo de las clases sociales. Pero no per-
cibe que este análisis, como las consecuencias que inevi-
tablemente se desprenden de él, de la dialéctica del de-
sarrollo materialista de la historia, no hace referencia a
la mujer. Las clases que se comportan en su lucha como
Marx define, están compuestas sólo por hombres.
El que durante ciento cincuenta años ningún otro
teórico marxista lo haya comprendido, es otro síntoma del
desprecio implícito que el hombre tiene por la mujer.
Todo filósofo ha asumido que el término genérico hombre
hace referencia a toda la especie humana. Que uno de los
dos géneros se reproduzca y el otro no, que uno de los dos
sexos desencadene las guerras y luche con las armas en
el campo de batalla, y que invente las leyes y las ejecute,
que gobierne los estados y construya las carreteras y los
puentes e investigue en los laboratorios, y el otro viva
encerrado en los habitáculos de las viviendas, lavando,
guisando, amamantando niños y cosiendo, no les han pa-
recido diferencias importantes, dignas de ser tenidas en
cuenta, en el momento de elaborar y de perfeccionar la dia-
léctica de la lucha de clases y su desarrollo.
Para los marxistas como para los burgueses, todos los
seres humanos son iguales, y la lucha de clases es la
misma para el ser hombre que para el ser mujer.
15. Jakubowski, Las superestructuras ideológicas, pág. 100.
16. Fundamentos de ta critica de la economía política. Marx.
Cit. Jakubonski,

41
Por eso Marx puede escribir, sin hacer distinción entre
hombre y mujer: «Por ello, el proceso mismo de desa-
rrollo se produce y concibe como una premisa. Pero es
evidente que todo esto exige el pleno desarrollo de las
fuerzas productivas como condición de la producción:
es preciso que las condiciones de producción determina-
das dejen de aparecer como obstáculos al desarrollo de
las fuerzas productivas.»I7 Para la mujer el medio de pro-
ducción es su mismo cuerpo, y para ese proceso de
producción no ha existido desarrollo. El embarazo, el
parto, la lactancia se producen en ella, independientemen-
te de su voluntad. Las condiciones de su producción si-
guen siendo los obstáculos más importantes al desarrollo
de sus fuerzas productivas. Para la mujer la naturaleza
misma de su cuerpo es la primera premisa de su entidad
humana, su relación con la naturaleza se hace más es-
trecha que en el hombre. Se identifica más con el animal y
con la planta, al comprobar que su cuerpo está sometido
estrechamente, al contrario que el del hombre, a los ciclos
vitales de la reproducción.18 Hasta que la medicina y la
17, Fundamentos de la crítica de la economía política. Marx.
18. «¿Qué puede haber en la estructura general y en las con-
diciones de la existencia comunes a todas las culturas que con-
duzca, en todas las culturas, a conceder un valor inferior a las
mujeres? Concretamente, mi tesis es que la mujer ha sido identi-
ficada con —o, si se prefiere, parece ser el símbolo de algo que
todas las culturas desvalorizan— algo que todas las culturas entien-
den que pertenece a un orden de existencia inferior a la suya.
Ahora bien, al parecer sólo hay una cosa que corresponda a esta
descripción, y es la "naturaleza" en su sentido más general. Toda
cultura o bien la "cultura", genéricamente hablando, está empeñada
en el proceso de generar y mantener sistemas de formas significa-
tivas (símbolos, artefactos, etc.) mediante los cuales la humanidad
trasciende las condiciones de la existencia natural, las doblega a sus
propósitos y las controla de acuerdo a sus intereses. Así, pues,
podemos igualar aproximadamente la cultura con la noción de con-
ciencia humana o con los productos de la conciencia humana (es
decir, con los sistemas de pensamiento y la tecnología) mediante
los cuales la humanidad intenta asegurarse su control sobre la
naturaleza,
»En cualquier caso, lo que me importa es simplemente que toda
cultura reconoce y afirma implícitamente una diferencia entre el
funcionamiento de la naturaleza y el funcionamiento de la cultura
(la conciencia humana y sus productos); y, aún más, que la di-
ferenciación de la cultura radica precisamente en el hecho de que
en muchas circunstancias puede trascender las condiciones natu-
rales y dirigirlas hacia sus propios fines. De modo que la cultura
(es decir, todas las culturas) en algún nivel consciente, afirma de
sí misma no solo que es distinta de la naturaleza, sino que es su-

42
biología no adelanten, la mujer está detenida en el pro-
ceso de modificación y desarrollo de la naturaleza exter-
na y la interna.
Cuando Marx explica que «no es la unidad de los hom-
bres viviendo y actuando en unas determinadas condicio-
nes naturales, inorgánicas, de su metabolismo con la na-
turaleza, por consiguiente de su apropiación de la natura-
leza, lo que exige explicación o lo que es el resultado de
un proceso histórico, sino la separación de estas condi-
ciones inorgánicas y la existencia humana, esta existen-
cia activa, una separación que no es total más que en la re-
lación trabajo asalariado capital», está describiendo el
momento histórico en que el «hombre» proletario comien-
za a ser protagonista de su propia historia.
Es cierto que «no requiere explicación» la unidad de
los «hombres» con la naturaleza, entendiendo este pá-
rrafo como lo «natural» que resulta que el hombre viva
en su medio ambiente, aproveche los recursos naturales
y sobreviva, más o menos en condiciones muy próximas
a la animalidad, más sometido a las inclemencias de los
fenómenos meteorológicos o físicos, que dominando és-
tos con sus recursos técnicos.
Lo que sí requiere explicación es la manera en que
se produce esta separación de la naturaleza, cuando el
hombre establece esa relación social, «antinatural» entre
el trabajo asalariado y el capital. De la misma forma en
que la separación de la mujer de su destino «natural»
hasta ahora, la entrada de la mujer en la historia social,
tanto respecto al conjunto de las restantes clases sociales
como de la suya propia, precisa de la explicación que sólo
da el análisis dialéctico de sus condiciones naturales de
vida.
Si el movimiento de la historia, según palabras de
Godelier,19 para Marx comienza desde que el hombre pro-
duce una parte de sus medios de producción, para la mu-
jer ese movimiento debiera haber comenzado en sus orí-
genes, dado que su producción: la fuerza de trabajo, es
perior, y ese sentido de diferenciación y de superioridad se basa
precisamente en la capacidad de transformar —"socializar" y "cul-
turizar"— la naturaleza.»
Antropología y feminismo. Sherry B. Ortner. Textos copilados
por O. Harris y Kate Young. Ed. Anagrama. Barna. 1979, páginas
114-115.
19. Teoría marxista de las sociedades precapitalistas. Ed. Laia.
Barna. 1977, pág. 55.

43
su producto, el producto indispensable para la produc-
ción y la reproducción de la sociedad humana.
«En los estados más primitivos, el arco del cazador y
la red del pescador han dejado de ser simples productos
para convertirse en materia prima o instrumento de pro-
ducción: tal es de hecho la primera forma específica en
que el producto aparece como el medio de producción.»
El hijo es el producto y es a la vez la primera fuerza
productiva. Sin seres humanos, sin fuerza de trabajo hu-
mana no existe historia social del hombre. El producto
de la reproducción debería ser por tanto, para la mujer,
el eje de ese movimiento de la historia, de que hablan
Marx y Godelier, que parte de la producción de los me-
dios de producción.
Por el contrario la mujer se aliena en la producción
de la fuerza de trabajo. En la reproducción el medio de
producción es su propio cuerpo, y el producto fabricado
por él, a costa de un enorme trabajo explotado, del sacri-
ficio de su propia salud, le es arrebatado inmediatamente,
viendo justificado tan grave expoliación mediante el mismo
discurso de la naturaleza. En el caso de la mujer la utili-
zación de sus recursos «naturales» la sitúa inalterable-
mente al nivel del animal, para el que no existe evolución
histórica.
El producto fabricado por el hombre, el arco del ca-
zador y la red del pescador, son instrumentos de trabajo
y medios de producción externos a él mismo. La utiliza-
ción de los frutos del árbol para calmar su hambre, no le
identifica con el árbol de tal modo que lo haga parte de
sí mismo. El hombre sabe la utilización práctica que para
él tiene el árbol y los frutos y las semillas y los animales
que le calman el hambre. No le hacen falta arco y flechas
o redes y cañas, para concienciar que la actividad mediante
la cual se proporcionan la comida constituye un trabajo,
una actividad que «produce» objetos de uso valiosos para
él. Aunque sean sus propias manos las que lo obtengan,
el simple gesto de extraer del árbol el fruto y acercárselo
a sí mismo, y satisfacer con él una necesidad imperiosa y
primera: calmar el hambre, constituye para él, aun in-
conscientemente, un proceso de trabajo, que produce unos
bienes útiles, necesarios, valiosos.
La reproducción se realiza en el interior del cuerpo de
la mujer, la mayoría de las veces involuntariamente, o
incluso contrariando la voluntad de ésta. Este oscuro

44
proceso, hasta hoy absolutamente ignorado, en el que se
desarrollan tantas transformaciones químicas, biológicas,
físicas y fisiológicas, como le es imposible conocer al
propio sujeto trabajador, la aliena de su consciencia del
trabajo. La mujer «no sabe» lo que está haciendo. No
toma conciencia de que las transformaciones de su cuer-
po, por más llamadas «naturales» que sean, no son im-
prescindibles para su propia existencia, sino que al con-
trario, en más de una ocasión son contradictorias con su
salud, con su bienestar y hasta con su propia vida. No
«sabe» que esa fabricación de un nuevo ser humano, fuer-
za de trabajo de su sociedad, sirviente del amo: el ma-
rido, heredero de los bienes de su señor: el padre, es un
trabajp productivo, útil, necesario y valioso. La mujer,
por no tomar parte voluntaria y consciente, como es el
acto de extender la mano hacia el árbol, o hacía la pieza
para capturar el fruto con que saciar el hambre, no com-
prende qué son todos los procesos de trabajo de la ges-
tación, de la parición y del amamantamiento, a que está
destinada desde el nacimiento.
Es fácil, por tanto, alienarla también del trabajo pro-
ductivo, de los servicios necesarios que presta para el
mantenimiento de la especie. El trabajo doméstico le será
asignado como una servidumbre «natural» más, relacio-
nada y ligada a la gestación y al alumbramiento. El dis-
curso de «lo natural» se insertará aquí afirmando que el
trabajo doméstico no es trabajo. De la mujer que es ama
de casa, esposa y madre, y realiza todas las tareas nece-
sarias para conservar en buen estado físico y psíquico a
un marido y varios hijos, se dice que «no trabaja». Se
identifica a esos procesos de producción con las funcio-
nes «naturales». Precisamente ahora porque el capitalis-
mo ha hecho antagónico el trabajo asalariado con el «es-
tado de naturaleza» anterior, la mujer que no trabaja asa-
lariadamente no trabaja. Por tanto, la reproducción y el
trabajo doméstico no constituyen ni procesos de trabajo,
ni procesos de producción, aunque fabrique y mantenga
con vida el producto más valioso, necesario y productivo
de la sociedad: la fuerza de trabajo.
El capitalismo niega todo valor productivo a lo que
no da plusvalía. Por ello ha sido posible que se le niegue
la cualidad de «trabajo» a la reproducción. 20 Es trabajo
20. Ver más adelante, Vol. II. «Trabajo excedente, trabajo pro-
ductivo.»

45
el acto de recoger el fruto del árbol, no es trabajo la in-
versión de nueve meses de fatigas, sufrimientos y desgaste
físico de la gestación, ni el dolor del parto y sus peligros
y la servidumbre física del amamantamiento. La identi-
dad de estas tareas con el destino «natural» de todas las
hembras mamíferas, decide que la evolución social que
se produce, a partir de la diferenciación del hombre con
el instrumento de trabajo primero y con los procesos de
trabajo, cada vez más complejos, más tarde, no afecte a
la mujer. La mujer permanece en el estado de naturaleza,
sometida a sus transformaciones inevitables para la per-
petuación de la especie, ajenas a su voluntad y alienada
totalmente respecto a su propio existir como ser cons-
ciente e inteligente. Mujer es definición económica,. social
e histórica. Ella no precisa de adjetivos como trabajadora
o burguesa o campesina o proletaria. Su definición sexual
y su especíalización procreadora la definen totalmente.
Cualquier otra actividad para ella, diferente de la repro-
ductora y alimentadora de la especie, será un aditamento,
más bien incómodo y extraño a ella misma. A su destino,
a su «naturaleza».

46
CAPÍTULO II
EL TRABAJO ENAJENADO

El término marxiano de alienación, la alienación más


grave que produce la objetivación, lo refiere únicamente
al extrañamiento y empobrecimiento del obrero. Y este
concepto es utilizado para designar al individuo explotado
en el trabajo industrial, cuyo tiempo le es extorsionado por
el capital. Es evidente que este análisis no puede hacerse
extensivo a las mujeres de esos obreros. Mientras ellos
venden su fuerza de trabajo al capital, en la producción
industrial, ellas permanecen en el hogar realizando las
tareas domésticas y reproduciendo hijos de esos obreros.
La mujer no establece relación alguna de producción
con el capitalista, sino con su marido. No es al patrono al
que le guisa la comida, le satisface sexualmente y le pare
hijos. Es el hombre •—aunque sea obrero explotado a su
vez por el patrono— el que se beneficia del trabajo de la
mujer por el que paga la mínima cuota: la comida, y
muchas veces lo obtiene gratuitamente.
«Por lo que respecta a la naturaleza humana, la ter-
minología (marxista) es feuerbachiana: el problema plan-
teado es el del ser genérico, el hombre como ser genérico
tal como Feuerbach lo entendía, si bien aparece un matiz
que anuncia horizontes teóricos distintos. Al hablar de
ser genérico escribe en el primer manuscrito (Marx): «La
producción práctica de un modo objetivo, la elaboración
de la naturaleza inorgánica, es la afirmación del hombre
como un ser genérico consciente, es decir, la afirmación
de un ser que se relaciona con el género como con su
propia esencia o que se relaciona consigo mismo como ser
genérico.» Si bien lo que más claramente destaca en es-
tas palabras es el rechazo de un materialismo contempla-

47
tivo o meramente intelectual, prefiero ahora llamar la
atención sobre la relación entre trabajo y ser genérico que
se reafirma líneas más adelante, «...es sólo en la elabora-
ción del mundo objetivo donde el hombre se afirma real-
mente como un ser genérico. Esta producción en su vida
genérica activa. Mediante ella aparece la naturaleza como
su obra y su realidad. El objeto del trabajo es por eso
la objetivación de la vida genérica del hombre, pues éste
se desarrolla no sólo intelectualmente, como en la con-
ciencia, sino activa y realmente y se contempla a sí mismo
en un mundo creado por él», que abre una temática di-
ferente, todavía incipente, pero ya capaz de encaminar la
investigación en torno al tema del trabajo enajenado,
tal como lo presentará en Los fundamentos de la crítica
de la economía política o en El Capital. Bien es ver-
dad que para llegar a ese punto tendrá que abandonar la
concepción actual de una esencia del hombre y construir
una serie de categorías que le permitan un análisis con-
creto de la enajenación, categorías de las que por el mo-
mento carece (fuerza de trabajo, trabajo productivo y
trabajo improductivo, valor de uso y valor de cambio,
etcétera) y perfilar otras que, por el momento sólo se vis-
lumbran de21manera precientífica (especialmente la de ex-
plotación)».
Mientras el hombre —el varón— se afirma como ser
genérico activo, mediante el trabajo, que consigue la pro-
ducción práctica de un mundo objetivo, la elaboración de
la naturaleza inorgánica, y mediante el cual aparece la
naturaleza como su obra y su realidad, la mujer está li-
gada a la especie, condicionada por ella, separada de su
propia individualidad, imposibilitada de afirmarse como
el ser genérico en que el hombre se está convirtiendo me-
diante el trabajo que transforma la naturaleza inorgánica.
La mujer no trabaja, ella no transforma la naturaleza
inorgánica, ella sólo se transforma a sí misma, periódica
y fatalmente, se transforma en nueva naturaleza orgánica,
identificada con toda la naturaleza que a su alrededor se
reproduce y se transforma a la par que ella misma, esen-
cialmente hembra de la especie, como todas las hembras
de todas las demás especies. Queda por tanto inmersa
en la naturaleza, condicionada por ella, impelida por las

21. Alienación e ideología, pág. 107. Ed. Alberto Corazón. Coleo


tívo I.

48
leyes naturales, que no puede ni dominar ni modificar en
beneficio de su propia especificidad, a cumplir los ciclos
inexorables de la reproducción que garantizan la super-
vivencia de la especie. En ella vence la especie sobre el
individuo, mientras el hombre va separándose de la es-
pecie y afirmándose como ser genérico mediante el tra-
bajo que transforma la naturaleza y la somete a su vo-
luntad. Mientras el hombre tiene una voluntad transfor-
madora que modifica a la naturaleza, para la mujer la
naturaleza vence su voluntad y la mantiene sometida a
las necesidades de la especie.
Maurice Godelier, como tantos otros estudiosos, no se
recata en afirmar que la «forma natural» de sociedad es
la comunidad familiar o tribal. ¿Qué es una tribu? Es
la familia, y la familia ampliada bien por matrimonio
recíproco entre familias, bien por «comunidad natural»
salida directamente de la naturaleza. «Cuanto más nos re-
montamos en la historia, más el individuo y el individuo
productor depende y forma parte de un conjunto más
vasto, de la familia primero, luego y de una manera to-
talmente natural, de la familia ampliada a la tribu.» n Pero
no se detiene a definir qué es para él el individuo, y qué
significa esa «forma natural de sociedad que es la fami-
lia». Aquí, nuevamente, el concepto de natural vuelve a
emborronar los límites de las definiciones.
El individuo es para Godelier el varón de la especie. Él
es el que amplía la comunidad con nuevas expectativas de
vida: pasa de la caza y la recolección a la agricultura, de
ella a la conquista de nuevos pueblos, de allí al Estado,
al Imperio. ¿Qué expectativas son las de la mujer? Única-
mente las que quiera imponerle el hombre. Más o menos
hijos, esclavitud sexual, trabajo exhaustivo, casamientos
forzosos, venta de esposas, intercambio de hijas, infantici-
dio femenino. Esa ampliación de la comunidad, ese inven-
to de nuevas y constantes formas de sociedad, sólo co-
rresponde al hombre. Esa «natural» forma de sociedad que
es la familia, inalterable a través de los tiempos, es la que
corresponde a la mujer.
Para Marx el hombre no se individualiza sino a tra-
vés del proceso de la historia, que él mismo protagoniza.
«Al principio aparece como un ser genérico, un ser tribal,

22. Teoría marxtsta de las sociedades precapitalisías. Ed. Laia,


página 52.

49
4
animal de rebaño... cuanto más primitiva es la sociedad,
más se basa en la división "natural" del trabajo entre los
sexos y en la cooperación de los miembros de una comu-
nidad que no puede ser otra que la familia.»
Lo «natural» hasta en Marx es la división del trabajo
entre los sexos. Es de suponer que en este párrafo se re-
fiere exclusivamente a la división respecto a la reproduc-
ción, afirmación que contradice a la de Engels en el Ori-
gen... de que «la primera división del trabajo es la que
se hizo entre los sexos para la procreación y la primera
explotación de clase es la de la mujer por el hombre...»
Ese animal de rebaño, ese ser específico que es el hombre
primitivo sólo puede responder a los estímulos animales,
pero trabaja para comer, y trabaja conscientemente. Se
reproduce en cambio animalmente, inconscientemente. Esa
es la división «natural» del trabajo. La reproducción es
natural porque así está prevista para la supervivencia de
todas las especies, pero cuando el ser se convierte en
humano, lo es precisamente porque va creando artificial-
mente las condiciones de su existencia. Porque va cons-
truyendo, pacientemente, los diferentes modos de pro-
ducción que transformarán el mundo y sus condiciones
de vida. La mujer no transforma conscientemente el mun-
do que la rodea, no modifica un ápice el proceso de tra-
bajo reproductor en el que está inserta desde el principio.
Desde ese principio del ser tribal.
«Al principio, las condiciones de la producción (o lo
que es igual, la reproducción de un número de humanos
que se multiplican por el proceso natural de los dos se-
xos) no pueden ser ellas producidas ni ser resultado de
la producción» (Marx).23
Definición errónea ésta del «proceso natural de los dos
sexos». La reproducción no es el «proceso natural de los
dos sexos». Sólo un sexo se reproduce. El ayuntamiento
sirve a la fecundación, no a la reproducción. De ser así
la gestación, el parto y el aborto serían procesos que afec-
tarían en igual medida a los dos sexos. Confundir el ayun-
tamiento, es decir la relación sexual, con la reproducción
es tan monstruosamente estúpido como no saber distin-
guir el dolor del placer, el beneficio de la pérdida, el ex-
plotador con el explotado.
Al principio... «Al principio las condiciones de la pro-

23. Formaciones económicas precapitaíistas.

50
ducción no pueden ser ellas producidas ni ser el resultado
de la producción.» Ni al principio ni al final, suponiendo
que Marx entienda como final este momento de la histo-
ria que es capitalista. El socialismo tampoco ha modifi-
cado en nada esas condiciones de la producción. Las mu-
jeres siguen produciendo seres humanos «por el proceso
natural de los dos sexos» exactamente igual que en ese
principio. Es decir, para la mujer no ha existido apenas
ese proceso social e histórico que ha modificado las con-
diciones de la producción, por ello continúan siendo ex-
plotadas en la misma forma y en el mismo modo de pro-
ducción, que en ese principio de los tiempos, en que la
horda, la tribu, la familia, constituyen la primera forma
«natural» de la sociedad «que es de alguna manera heren-
cia de la naturaleza». 24 Para ella el trabajo enajenado,
alienador, es antes del capitalismo, de la propiedad privada
incluso.
Cuando Marx escribe que la esencia humana no es algo
abstracto e imánente a cada individuo, «es en su realidad
el conjunto de las relaciones sociales» aplica el análisis
anterior. El hombre que ha vencido a la naturaleza inor-
gánica medíante su trabajo, que la ha transformado en
función de sus necesidades variantes, ha inventado tam-
bién las relaciones sociales que han de serle eficaces en
su constante transformación del mundo que ie rodea. La
mujer no. La mujer no transforma nada mediante su
trabajo, la mujer no tiene lugar en esas relaciones so-
ciales, que tampoco ha inventado y que, sometida a ellas
por imperativo del hombre, no están a su servicio, sino
al del hombre, al que ella sirve. Por eso es posible que
la mujer sea siempre definida en su totalidad como una
abstracción. Por eso, mientras el hombre como ser abs-
tracto no existe ya para nadie, ni siquiera para los filó-
sofos idealistas que han desterrado para siempre las cate-
gorías universales aquinianas, y hablan también de pro-
letariado y de burguesía, de aristocracia, de clases, del
hombre medieval, del esclavo o del estudiante, la mujer
sigue siendo definida por su esencia humana. Esa esencia
humana igual en Santo Tomás que en Otto Weininger, en
Freud que en Platón. Esa esencia humana sólo poseída
por la mujer, porque ella no se realiza en su vida social,
por ello la mujer no está dividida en las categorías de

24. Maurice Godelier, pág. 54, óbr. cit.

51
proletaria, de burguesa, de oligarca, de campesina. El fe-
menino de estos conceptos se aplica por referencia al
vocablo masculino que es el auténtico. La burguesa, la
proletaria, la campesina, la estudiante no existen. Sólo
hoy se habla de ellas. Cuando estas categorías se descu-
brieron, hace ciento cincuenta años, se aplicó el feme-
nino para hablar de la mujer del proletario, de la mujer
del campesino, de la mujer del estudiante, de la mujer
del burgués. Quien no lo crea debe mirar en el Diccio-
nario de la Real Academia de la Lengua estos vocablos.
Así abogada: «Dícese de la mujer del abogado», alcalde-
sa: «Dícese de la mujer del alcalde»... El error científico,
que ha perdurado dos siglos es no haberse percatado de
lo que se decía.
Constantemente nos estamos refiriendo a la mujer en
términos de clase. La definimos como un ente completo
en su esencia, en su existencia, en sus cualidades perso-
nales, cuyo nombre representa a toda la clase. Todas las
mujeres están definidas por las cualidades abstractas
que se le atribuyen. «Todas las mujeres son intuitivas,
poco inteligentes, sin capacidad de abstracción, con capa-
cidad de ternura, de abnegación, de sacrificio, etc...» son
las condiciones que definen a la mujer, no a la proletaria
o a la campesina o a la burguesa. Mujer es un sustantivo
que se convierte en adjetivo calificativo, sin que nuestra
ignorancia permita comprender por qué. Y hoy, sin que
los hombres, cada día más conscientes de ser nuestra cla-
se antagónica, permitan que lo comprendamos, porque
comprender que la palabra mujer es un concepto político,
de explotación de clase, es iniciar el largo camino de la
lucha por nuestra liberación.
Por eso para los pensadores no ha sido nunca posible
una sociedad que no está regida por el principio de la
autoridad marital, en donde pueda ponerse en duda el
instinto femenino maternal y la estructura inmutable de
la familia patriarcal. Estos conceptos están defendidos
por la existencia, que los propios filósofos han inventado,
de la naturaleza femenina. Y volvemos a tropezar como
siempre que escarbemos en el análisis de la condición fe-
menina con la naturaleza. La naturaleza en relación con
la mujer, que se confunde con naturaleza animal o vege-
tal o climatológica o astronómica. Naturaleza en mayús-
cula que cuando se refiere a la mujer se vuelve minúscula
para enmascarar el significado del término. Nunca en

52
cambio nos referimos a la naturaleza masculina. La na-
turaleza está ligada a la mujer y ella está inmersa en
ella, porque en ella todo se realiza según las normas na-
turales, que la condición natural de su feminidad le im~
ponen. Ella es hembra antes que mujer, especie antes
que género, esencia antes que existencia. La naturaleza la
vencerá y someterá al hombre que a su vez, en cambio,
ya ha vencido a la naturaleza.
Pero siempre, siempre, como hemos visto antes con
Rousseau, con Montesquieu, con Kant, la llamada a la
naturaleza hecha por los teóricos de las clases dominan-
tes, tiene como única función justificar el orden existente.
Según la clase que dominase en el mundo, según la re-
lación de las fuerzas productivas, según el modo de pro-
ducción que debiera imponerse, la Iglesia, el Estado, la
Religión decidían que una u otra función social del hom-
bre era natural o no. Lo natural, decidido, inventado o
impuesto por la ideología de la clase dominante o en
ascenso, era que el hombre fuese esclavo, o siervo, que
los pueblos fuesen sometidos a la justa y divina autoridad
del señor, o que estos mismos pueblos se alzasen en re-
belión contra la tiranía de su señor. Lo natural podía ser
que Dios gobernase por mano de su rey, o que Dios qui-
siese que la voluntad popular eligiese su gobernante. Lo
natural era que el hombre practicase la poligamia, la ven-
ta de mujeres y de hijas y el genocidio de las niñas, o que
mantuviese la monogamia, la fidelidad conyugal y matase
a las adúlteras. Pero estas contradicciones, entendidas hoy
como producto de la lucha de clases, de la dialéctica de
las formas sociales son todavía ignoradas cuando se trata
de la mujer. El concepto de lo natural, de la naturaleza
es rechazado con risas en lo que respecta al hombre pero
aceptado, seriamente, cuando se refiere a la mujer. Y vol-
vemos a encontrar la identidad de la mujer con la natu-
raleza, Con su naturaleza, con la naturaleza en abstracto,
que ya no nos sirve para definir al hombre. La naturaleza
para la mujer es su naturaleza, la naturaleza femenina, y
ésta es su concreción real, su cuerpo que contiene sus
órganos sexuales y reproductores. La mujer no es ser hu-
mano genérico, es especie, porque se reproduce y al re-
producirse, reproduce la especie, que se perpetúa por el
trabajo continuo de su cuerpo, y mantiene así naturalmente
la supervivencia de aquélla.

Marx intuye —o quizá deduce— ésta condición de la

53
mujer, y sin embargo, no llega a darle nombre. No le
interesa el problema que se escapa en aquel momento a
los intereses de su tiempo. Marx puede afirmar, y él es
el que lo descubre, que ninguna sociedad es natural, im-
perecedera e intemporal, que todas son históricas, en el
momento y en plazo dado, y que todas las instituciones
sociales segregadas por esa sociedad siguen su suerte.
Puede descubrir, analizar y demostrar cómo los hombres
de todas esas sociedades han cambiado, a la par que su
modo de producción y las relaciones de producción entre
las diversas clases, su concepción de la religión, de las le-
yes, del amor, del arte, de la cultura, y nunca se referirá
al hombre en su concepción abstracta, desarraigado de su
momento social e histórico concreto. Pero para Marx la
mujer es «esencia humana», lo «abstracto» e inamente de
cada individuo que rechaza para el hombre. Así lo piensa
y así lo escribe en «El Manifiesto Comunista», que ha de
ser el punto de arranque de la lucha revolucionaria de
una clase: el proletariado. Mientras Marx define a los
proletarios, enfrentados en una lucha mortal con otros,
los burgueses, en pugna a veces y aliados otras con otras
clases de hombres que reciben nombres diferentes como pe-
queño-burgueses o intelectuales o estudiantes, para la
mujer no tiene calificativos que la determinen. El Mani-
fiesto liberará al proletariado (una parte sólo de los hom-
bres) y a todas las mujeres.
En el Manifiesto escribe: «¡Pero es que vosotros los
comunistas queréis establecer la comunidad de las mu-
jeres! , nos grita a coro toda la burguesía (no se da cuenta
aquí de que se refiere como clase sólo a los hombres de
la burguesía). Para el burgués, su mujer no es otra cosa
que un instrumento de producción. Oye decir que los
instrumentos de producción deben ser de utilización co-
mún, y naturalmente, no puede por menos de pensar que
las mujeres correrán la misma suerte.» Este párrafo me-
rece un largo análisis. Tanto aquí como en las Forma-
ciones económicas precapitalistas Marx repite que la «re-
producción es una forma de producción», y aquí concreta
más: «para el burgués su mujer (su, partícula posesiva
que contradice el más amplio concepto de comunidad o
clase) no es otra cosa que un instrumento de producción».
El párrafo es incompleto y por ello ha permitido que se
pasara por alto, con desprecio, por los comentaristas pos-
teriores. Aunque el autor no aclara qué instrumento ni a

54
qué producción se refiere, no es precisamente aventurado
asegurar que no puede tratarse más que de la reproduc-
ción para la que el cuerpo de la mujer es su instrumento,
Continúa: «No sospecha (el burgués) que se trata pre-
cisamente de acabar con esa situación de la mujer como
simple instrumento de producción.» La insistencia de este
párrafo nos induce a creer que el tema le preocupaba,
aunque no lo suficiente para explicarlo más claramente.
Pero a pesar de su oscuridad no es lícito entender que
se refiere a la mujer proletaria a la que el burgués explota
en su fábrica, ni a la campesina oprimida por el señor
feudal. La mujer genérica es aquí su mujer, la del bur-
gués, la que pertenece al burgués por compra, para utili-
zarla como instrumento de producción. Utilización que
realiza en la intimidad del hogar, instrumento que pro-
duce los hijos.
Sigamos: «Nuestros burgueses, no satisfechos con te-
ner a su disposición las mujeres y las hijas de sus obreros,
sin hablar de la prostitución oficial, encuentran un pla-
cer singular en encornudarse mutuamente»... Aparte de
la identidad de intereses y de gustos, que en este aspecto,
tienen los buenos y ejemplares proletarios con los bur-
gueses, y sin entrar en este capítulo en el análisis de la
prostitución inducida tanto por el encargado de la fábrica
como por el ejecutivo de la empresa, es importante com-
probar que para Marx todas las mujeres son utilizadas
por los hombres, en este caso de una categoría social de-
terminada sin distinción de clases sociales. El párrafo
siguiente es más significativo aún del concepto de pose-
sión del cuerpo femenino: «El matrimonio burgués es en
realidad la comunidad de las esposas. A lo sumo, se po-
dría acusar a los comunistas de querer sustituir una co-
munidad de las mujeres hipócritamente disimulada por
una comunidad franca y oficial (!!!)... Es evidente, por
otra parte, que con la abolición de las relaciones de pro-
ducción actuales desaparecerá la comunidad de las mu-
jeres que de ellas deriva, es decir la prostitución oficial
y privada.» Dejando a un lado el primer párrafo, que no
necesita comentario, es evidente que el autor tiene pro-
fundamente asumido que el destino de las mujeres está
en manos de los hombres. Si en el capitalismo, en los de
los burgueses, en el socialismo, en las de los comunistas.
No se demuestra la claridad habitual de su razonamiento
cuando afirma que con la abolición de las relaciones de

55
producción actuales desaparecerá la prostitución oficial
y privada (matrimonio). ¿Por qué? ¿Cuáles habrán de ser
aquellos cambios que motivarán el final de la venta de
las mujeres a uno o a varios propietarios? Por ello tam-
poco los marxistas se plantean por qué la mujer, como
género, no como individuo, plantea un problema especí-
fico no resuelto. Ni ellos ni los comentaristas posteriores
advirtieron que admitiendo que el destino de todas las
mujeres es el mismo, sin distinción por clase social, es-
taban definiendo las condiciones de la clase mujer.

El ser social
«El hombre es un producto social, la Naturaleza es
una Naturaleza socializada.»a Marx define aquí la evo-
lución del hombre, del varón de la especie que «no se
pierde en su objeto, a condición únicamente de que éste
llegue a ser para él objeto humano u hombre objetivo.
Eso es sólo posible cuando el objeto llega a ser para él
un objeto social, si él mismo llega a ser para sí un ser
social... A medida que en la sociedad, en todo, la realidad
objetiva llegue a ser para el hombre la realidad de las
fuerzas humanas esenciales, la realidad humana, y por
consiguiente la realidad de sus propias fuerzas esenciales,
todos los objetos llegan a ser para él objetivación de sí
mismo... 26Sus objetos, es decir, él mismo, llega a ser
objeto»... Pero la mujer no se ha constituido todavía
en ser social. La mujer se ha objetivado en el hijo. No
ha contribuido por tanto a la transformación del mundo
exterior más que en la escasa medida en que se supone
que en la Prehistoria fue la inventora de la agricultura y
de la cerámica. La mujer identificada como ser sexual
y reproductor no tiene existencia social más que en el
cumplimiento de sus funciones, que son sociales porque
son naturales.
Las condiciones originales de la producción aparecen
como prerrequisitos naturales, como «condiciones natura-
les de la existencia del producto, como su cuerpo vivien-
te que, aunque reproducido y desarrollado por él, no es
originalmente establecido por sí mismo, sino que aparece

25. Marx, Manuscritos filosóficos.


26. Marx, ob, cit.

56
como su prerrequisito». 27 La mujer no modifica nunca esas
condiciones naturales de su existencia. El productor va-
rón va modificando sus primitivas condiciones de existen-
cia a través del trabajo, de la herramienta, de los des-
cubrimientos de la tecnología. La mujer sigue producien-
do fuerza de trabajo en la misma forma que en las épocas
en que las «condiciones naturales de existencia» consti-
tuían las condiciones de la producción. La mujer sigue
siendo el ser inmutable, inmóvil, prerrequisito de sí misma.
Que permanece estático sin transformaciones, utilizado por
el hombre en su beneficio, en la misma forma que los ani-
males, las plantas, los minerales, formando parte de esa
naturaleza, que todo lo explica para ella, y que el hom-
bre utiliza, aprovecha y transforma en su único goce.
«La relación del hombre con la mujer es la relación
más natural del ser humano con el ser humano. Por lo
tanto, indica hasta dónde el comportamiento natural del
hombre se ha vuelto humano, y hasta dónde su esencia
humana se ha vuelto naturaleza para él.» 25 A pesar del
bonito juego de palabras de este párrafo, no dejan de ser
falsas sus afirmaciones. El hombre no se relaciona con
la mujer como «la relación más natural del ser humano
con el ser humano», no por lo menos, en forma dife-
rente a como puede relacionarse con el animal o con la
planta. Utilizándola, transformándola a la medida de sus
deseos y necesidades, explotándola, vendiéndola, maltra-
tándola, hiriéndola, violándola, asesinándola. En la mis-
ma forma «natural» en que el hombre corta los bosques,
hace los canales, socava las montañas y amaestra los pe-
rros. Porque el hombre no se vuelve humano, porque su
esencia humana se vuelva una esencia natural, sino por
el contrario, por el absoluto contrario, en la medida en
que va despojándose de lo natural, es decir de lo que
llamamos instinto primitivo, o animal, para ir constru-
yéndose día a día un mundo a su medida. Convirtiéndose
en un ser social que es el hombre civilizado. Es decir,
cada vez más alejado de la Naturaleza.
En el hombre precisamente lo artificial es lo humano.
Lo «artificial» que llamamos cultural. Todo aquello que
ha sido inserto y añadido a lo natural, despojándose de

27. Juliet Mitchell, La condición de la mujer. Ed. Anagrama,


página 105.
28. Karl Marx, Prívate Property and Communism, 1844.

57
sentimientos que no corresponden a su momento social,
para inventar otros que se adapten a sus necesidades ac-
tuales, maniíestando amor u odio según el modo de pro-
ducción que precise para su desarrollo social.
En este discurso entra de forma determinante el aná-
lisis de los sentimientos, que hasta ahora no ha interesa-
do, o por el contrario ha sido manipulado por las clases
dominantes como una forma más de ideología.
Cuando Marx se refiere a la relación entre el hombre
y la mujer como la relación «más natural» está en ese
momento cayendo en los abismos de la filosofía idealista.
Parece desconocer la relación de brutalidad que ha im-
perado siempre entre el hombre y la mujer. Es en cam-
bio un socialista utópico el que tiene que reconocer esa
relación de dominio, de fuerza, que ha sometido siempre
la mujer al hombre:
«El cambio en una época histórica siempre puede de-
terminarse por el progreso de la mujer hacia la libertad,
ya que en la relación de la mujer con el hombre, del dé-
bil con el fuerte, la victoria de la naturaleza humana so-
bre la brutalidad es más evidente. El grado de emanci-
pación de la mujer es la medida natural de la emanci-
pación general,»29
Para Fourier la naturaleza humana se evidencia en la
represión de los instintos primitivos, brutales, de las
épocas pasadas, en las que el hombre es más semejante
al homínido y al animal. Cuanto más refinado, desbastado
por la cultura, por la evolución social, más «humano».
Mientras para Marx lo humano está, en los párrafos cita-
dos, identificado con lo «natural». Y, sin embargo, él
mismo es el teorizador de la evolución social, de la crea-
ción cultural como creación humana. Del protagonismo
del hombre como ser social y no ser natural. ¿Cómo
conciliar estas contradicciones?
No basta señalarlas y decir que son contradictorias.
Tienen un sentido y tienen un origen. Mientras el hom-
bre, el varón de la especie va construyendo su futuro en
la evolución social, y se transforma a sí mismo en la
misma medida en que va transformando su entorno, y
convirtiendo lo que fue irremediablemente «natural» en
cultural, la mujer para Marx también es la representa-
ción física del pasado natural del hombre. Ella permanece

29. Charles Fourier, Tkéorie des Quatre Mouvements, 1845.

58
en el mismo «estado de naturaleza» de Hobbes. Su propia
apariencia física le dice al hombre que allí está su pasa-
do, y allí está su sierva. Su relación con ella es efectiva-
mente natural en el sentido en que Marx lo expresa, pero
de consecuencias exactamente contrarias. Porque mientras
Marx lo que quiere expresar es que el abandono, la con-
fianza y la inocencia privan en las relaciones sexuales y
amorosas, la realidad es que el hombre manifiesta con
la mujer la misma relación de fuerza, la misma bruta-
lidad que emplea con el entorno natural. Porque para el
hombre la mujer es naturaleza y le pertenece en la mis-
ma medida que el resto del universo que le rodea.
Pero si la relación que establece el hombre con la
mujer es natural, porque es brutal, porque es de apro-
piación, de extinción o de transformación, igual que se
comporta con el resto de la naturaleza, no significa que
sea cierta la proposición marxiana de que en tal relación
se vea como el comportamiento natural del hombre se
ha vuelto humano. O bien sí, pero su contrario. Porque
ese comportamiento humano de dominio sobre el mundo
que le rodea, es precisamente el que le hace humano. Sólo
el animal acepta el entorno ecológico como lo halla, en
todo caso sólo le queda el recurso de la emigración. Es
el hombre el que lo transforma y para transformarlo,
para aprovecharlo, para beneficiarse de él, tiene que agre-
dirlo, herirlo, matarlo a veces. Y eso mismo hace con la
mujer.
La proposición de Marx es errónea porque es la con-
traria.
Todos los marxístas apoyan, sin embargo, esta misma
concepción de las relaciones hombre y mujer, todos se
hallan en la misma línea de pensamiento, porque todos
estiman que la mujer ha de ser ese resto de la naturaleza
humana sin evolución, sujeta al primitivismo de la espe-
cie, de la que ellos pueden moldear la sirvienta o la
compañía que prefieran. El hombre que ha ido adhirién-
dose sucesivas y continuas capas de cultura, que ha roto
con la Naturaleza hace ya tanto tiempo, se congratula de
hallar en la mujer el ser que se perdió para él.
«El hombre al crear su propia cultura, limitó su natu-
raleza. Es cierto que creó lo óptimo, pero refrenando cier-
tas pulsiones. El hombre "animal alienado", no puede do-
minar la contradicción entre naturaleza y cultura, puesto
que ésta forma parte de la misma cultura, y porque el

59
hombre es todavía una parte de la naturaleza. El trabajo
hace al hombre, pero no lo realiza. Llegamos a Freud.»
Afirma Guy Dhoquois.30
¿Qué significa esa afirmación de que el trabajo hace
al hombre, pero no le realiza? Simplemente la habitual
disociación idealista. El hombre es tanto lo que es, como
lo que desea, como lo que realiza o le frustra. ¿Qué es lo
que le realiza en el sentido en que lo afirma Dhoquois?
Lo mismo que para Freud, según nos da a entender. Y
nuevamente hallamos aquí la dicotomía entre consciente
y subconsciente, entre la materia y el espíritu. El hombre
trabaja, su cuerpo trabaja, sus manos construyen, pero
esto no le «hace», no le realiza porque su espíritu está
lejos, quiere otras cosas, anhela... ¿Qué? No lo sabe
Dhoquois, tiene que remitirse a Freud y Freud ya sabemos
lo que nos dirá. El hombre se realizará, o no,,que cada
caso es particular, pero la mujer únicamente se realiza-
rá a través del hombre. Y el nombre encontrará en ella
ese estado puro de la naturaleza. De cuando él era tam-
bién puro en Za naturaleza. Y se relacionará con ella para
«realizarse», separando nítidamente su relación con el tra-
bajo y su relación con la mujer. La mujer, estática, pa-
siva, como la Naturaleza, espera la mano que la haga
vibrar, que la mueva, que la transforme. El hombre la
alcanzará cuando y como quiera, y alternará su trabajo
y su relación sexual y amorosa, separando nítidamente
estas dos vertientes de su vida, en la misma forma que
separa lo que es del cuerpo de lo que es del alma.
La filosofía idealista ha constituido la piedra básica de
la alienación de las clases sometidas. La mujer es su pri-
mera víctima. Dice Dhoquois que «la historia arrastra una
fractura desde sus comienzos. La filosofía se instaló en
esta fractura inicial que en el fondo define al hombre, a
su estado de descomposición ontológica, y no se mueve
de allí, fractura entre el hombre y la Naturaleza, así pues,
fractura también en la cultura, puesto que el hombre-na-
turaleza sólo se manifiesta en la cultura».31
Pero por el contrario a lo que afirma Dhoquois, esa
fractura sólo se produce en la mujer. La mujer-naturaleza
permanece en tal estado desde siempre, pero se manifies-
ta en la cultura, en la cultura social, que es la cultura

30. En favor de la historia. Ed. Anagrama. Barna. 1977, pág. 44.


31. Ob. cit., pág. 16.

60
masculina, por lo que la mujer es naturaleza porque así
lo dispone la cultura. El hombre no se halla fracturado,
sino dialécticamente relacionado con la naturaleza, de la
que se separó hace mucho tiempo y a la que utiliza sin
contradicciones. La filosofía que se instaló en la fractura
de la historia, es la filosofía que define a la mujer como
«naturaleza». La filosofía idealista que pretende mante-
ner esa fractura de Dhoquois en el antagonismo mani-
queísta de cuerpo y alma, naturaleza y cultura, hombre
y mujer.
Afirmar la función social de la familia, de la materni-
dad y de la mujer en el cumplimiento de sus deberes
como esposa y madre, es reconocer que la mujer no tiene
cabida en la sociedad que ha construido el hombre, más
que cumpliendo las funciones naturales que la filosofía
le ha determinado.
La objetivación de la mujer, «la realidad de sus pro-
pias fuerzas esenciales» es para ella su alienación. Esta
alienación definida para el esclavo y para el proletario,
que hasta realizar su revolución, no participa consciente-
mente en el proceso de transformación de la realidad
social, de la que son ajenos y que se les impone por el
amo, por el señor y por el burgués, es para la mujer
alienación al grado de cosificación. Para ella su realidad
es su propio cuerpo y la transformación de la realidad
social queda reducida a las transformaciones en su cuer-
po, en las que no participa conscientemente. Depende,
como el animal, de su fisiología, que no puede vencer más
que parcialmente hasta este siglo. Por ello la historia so-
cial de la mujer es la más atrasada de todos los grupos
humanos. Y su conciencia y su lucha como clase apenas
ha comenzado.
Si, «la actividad vital consciente distingue inmediata-
mente al hombre de la actividad vital animal»,31 la mujer
no se distingue del animal. «Justamente, y sólo por ello
{el hombre), es un ser genérico. O, dicho de otra forma,
sólo es ser consciente, es decir sólo es su propia vida ob-
jeto para él, porque es un ser genérico.» La mujer no
tiene su propia vida como objeto para ella, la mujer tiene
como objeto la vida de los hijos, en la que se identifica.
Su alienación es más profunda que ninguna otra, porque
no se produce como en el obrero en el trabajo explotado,

32. Américo Martín, ob. cit.

61
realizado más allá de su propio cuerpo. La mujer sufre sus
primeras explotaciones en su propio cuerpo. Sus órganos
sexuales y sus órganos reproductores son la máquina que
pertenece al hombre, y las transformaciones naturales de
esos órganos sobrepasan la voluntad de la mujer.
«El trabajo enajenado, por tanto: 1.°) Hace del ser
genérico del hombre, tanto de la naturaleza como de sus
facultades espirituales genéricas, un ser ajeno para él, un
medio de existencia individual. Hace extraños al hombre
su propio cuerpo, la naturaleza fuera de él, su esencia es-
piritual, su esencia humana.»33 Para la mujer esta enaje-
nación no la hace ajena a la naturaleza, pero sí pierde
su esencia humana, porque ya hemos visto que «el hom-
bre es producto social, que la naturaleza humana es una
naturaleza socializada» y por tanto esa enajenación que
angustia a Marx por el trabajo explotado, no puede ser
porque extrañe al hombre de su «esencia humana», sino
de su existencia social. Aquí nuevamente hallamos la con-
tradicción señalada en la relación del hombre con la mu-
jer a la que califica de «humana» porque es «natural». Es
preciso recordar de nuevo que «la esencia humana no es
algo abstracto e imánente a cada individuo. Es, en su
realidad el conjunto de las relaciones sociales» (Marx).
Para el hombre no es imánente su esencia espiritual, su
esencia humana. Ésta no consiste más que en el desarro-
llo, en un momento dado, de las fuerzas productivas y de
la ideología que afirma estas fuerzas. La enajenación del
trabajo alienado separa al hombre de este desarrollo, por
imposición de la clase dominante, que la ha hecho de alie-
nación de las clases sometidas su forma estable de ser. Para
la mujer la enajenación se produce por el hecho de confun-
dirse en su «propia esencia», que es su cuerpo, su destino
como mujer, que tiene que ser social al igual que el del
hombre, con el de hembra que sigue en estadio animal.
SÍ para el hombre «una consecuencia inmediata del
hecho de estar enajenado del producto de su trabajo, de
su actividad vital, de su ser genérico, es la enajenación
del hombre respecto del hombre» (Marx), para la mujer
la enajenación «del producto de su trabajo» que es el
hijo que procrea para el padre, al que debe entregarlo y
al que pertenece desde la concepción, produce la enaje-
nación respecto de sí misma. Ella no se constituye en ser

33. Améríco Martín, ob. cit.

62
social y por tanto permanece alienada en su capacidad re-
productora, enajenada de su actividad vital, impotente
para decidir su fin social, sometida a la explotación del
hombre, reducida a esperar los ciclos de su fecundidad,
apenas sobreviviendo a éstos, agotada por las incesantes
maternidades, que acaban sólo cuando su vida activa y
consciente está también acabada y la vejez se le presenta
como el final de una estéril permanencia en una vida no
escogida por ella. La alienación es tan profunda que le
resulta imposible comprender que ha sido utilizada toda
su vida como máquina reproductora, sin otro fin que
cumplir, en una sociedad organizada por el hombre en su
propio beneficio. No puede comprender que su única sal-
vación es rebelarse contra un destino determinado por la
filosofía, que se ha llamado natural, y al que ella se so-
mete, también en aras de esa «naturaleza», a la que no
sabe vencer. No comprende todavía que sus funciones
naturales, aceptadas con absoluta alienación, la reducen
a carne de deseo del hombre, a carne de explotación, a
órganos reproductores, y que la sumisión a este destino
la configuraron siempre para ser relegada al papel de la
clase más explotada. Es explotada en su sexualidad, en
su reproducción, y en el trabajo doméstico, consecuencia
irremediable de su «destino natural», que el hombre le
asigna para completar el ciclo de su opresión.

63
CAPÍTULO III
ESTRUCTURA DE LA CLASE MUJER

En ello consiste la estructura de la explotación de la


mujer que la convierte en clase. He aquí el estudio siem-
pre olvidado. Los millones de palabras empleados en anali-
zar y en sacar a la luz la superestructura de la opresión fe-
menina, no han inducido a ningún filósofo a dedicar un
minuto a pensar en la estructura que debe servir irreme-
diablemente de base a esa superestructura. Marxistas hay,
o por lo menos lo pretenden, que ignoran pretenciosa-
mente que «no es la conciencia del hombre lo que deter-
mina el ser, sino por el contrario, es el ser social el que
determina la conciencia».34
Por ello ha sido posible que se diera la mísera expli-
cación, sobre la opresión que sigue sufriendo hoy la mu-
jer en los países que han hecho ya su revolución proleta-
ria, de que la ideología burguesa anterior a la revolución
ha calado tan completamente en los individuos, que a
pesar de los treinta o cincuenta años transcurridos, y de
las transformaciones realizadas en los modos de produc-
ción y en las relaciones de producción, subsisten los «fe-
tiches ideológicos» y los «tabúes» que siguen imponiendo
a la mujer el cumplimiento de su «destino natural» de
esposa y de madre. Falacia mayor no podía haberse inventa-
do por aquellos que llevan pensando y escribiendo sobre
la liberación del proletariado durante casi dos siglos. Pero
la clase dominante sabe elaborar astutamente una ideolo-
gía que sirva al perpetuamiento de sus intereses de clase.
Y el hombre no cederá fácilmente sus privilegios.
Veamos las condiciones que se exigen para el desarro-

34. Marx, Contribución a la crítica de la economía política.

65
5
lio social. «La materia es lo primero, ya que constituye la
fuente de la que se derivan las sensaciones, las percep-
ciones y la conciencia, que la conciencia es lo secundario,
lo derivado, ya que es la imagen refleja de la materia, la
imagen refleja del ser, el pensamiento es un producto de
la materia que35ha llegado a un alto grado de perfección en
su desarrollo» (Engels). Ésta es la base del desarrollo
social y el punto exacto en el que divergen la filosofía
materialista de la filosofía idealista. El mundo ha dejado
de ser la idea que el hombre tenía de él. El hombre ha
dejado de ser espíritu y mente, que elabora las leyes mo-
rales y éticas por las que debía regirse la naturaleza y la
sociedad, para ser producto de las condiciones materia-
les en las que se desarrolla su existencia. La Idea ha muer-
to como Causa primera, y se ha instalado la razón de la
materia. Platón ha sido relegado para reconocer la ver-
dad de Heráclito. Hegel debe ceder a la muerte de su
Idea para que Marx y Engels nos expliquen las causas ma-
teriales de la evolución social, económica, científica de los
hombres. Y reconocido por fin el imperio de la realidad
material, este razonamiento sólo resulta válido para ex-
plicar los sucesos de los que es protagonista el hombre.
La mujer vive en un mundo aparte, se rige por leyes
distintas. Para la mujer la Idea, La Bondad, la Belleza, la
Justicia, la Religión siguen siendo las leyes de su existen-
cia, de su evolución, de su opresión. La mujer no tiene
materia, su cuerpo del que es siempre esclava, es espíritu,
su desarrollo social no es tal, sino imperio de la Ternura,
de la Inconstancia, de lo Sublime, del Sacrificio, y preci-
samente porque está todavía ligada estrechamente a la
materia no cuenta con desarrollo social propio, y es toda
Idea.

1. Los datos de la esclavitud


La investigación del tema comenzó, como siempre, con
la recopilación de datos. La primera tarea del hombre ha
sido clasificar y dar nombre a los materiales que iba co-
nociendo. Relacionarlos más tarde entre sí, conocer las
leyes de la dialéctica, es tarea posterior. Por tanto, du-
rante dos siglos, los estudiosos del problema de la condi-

35. Jakubowski, ob. cit.


66
ción de la mujer se redujeron a la búsqueda de los he-
chos. Antes que Mary Wollstonecraft u Olimpia de Gou-
ges, sólo los poetas, los literatos y los religiosos habían
hablado de la condición femenina. Unos para describir los
sentimientos que les embargaban respecto a ella, otros
para novelar situaciones que desconocían, los terceros
para teorizar lo «natural» de su sumisión a esa condición.
Los rebeldes comenzaron por desenterrar los documentos
y las noticias.
La tarea por tanto de los primeros feministas fue la
acumulación de datos de la opresión de la mujer, disper-
sos, desconocidos o conocidos y aceptados «naturalmente»
por la sociedad. Se trata exclusivamente de una labor de
análisis, de clasificación. Es el primer eslabón de la inves-
tigación. Es preciso primero conocer los testimonios, es-
calofriantes, de la opresión de la mujer. De su sufrimien-
to, de sus torturas, de su marginación social. Se acude a
los ejemplos conocidos y a los ignorados, a los textos ju-
rídicos, literarios, a las estadísticas, a la descripción de
las condiciones en que las mujeres trabajan en la familia,
en la industria, en el campo. A las cifras de analfabetis-
mo, de la enseñanza primaria y superior. Al recuento de
las normas morales que la atañen en la sociedad, en la
educación familiar, en el comportamiento sexual. Todo sir-
ve para ello. Los textos jurídicos españoles, franceses, in-
gleses, italianos, soviéticos, americanos. Los códigos mo-
dernos y los más antiguos: el Fuero Juzgo, las Doce Ta-
blas, la Nova y Novísima Recopilación, el Código de Na-
poleón, el Codex Iuris Canonici, las Pragmáticas reales.
Las más antiguas leyes de la sociedad civil, el código de
Hanmurabí, las leyes de Manú, las de Solón, las de Octa-
vio César, las de Constantino, el Corpus Iuris Civilis de
Justiniano, todo el acervo del derecho romano. Las de la
civilización occidental y las de las orientales. Los Vedas
de la India, las sentencias de Confucio y las de Buda, los
libros sagrados del pueblo judío, los musulmanes y su
Corán. Y todos, todos coincidían, a veces hasta con las
mismas frases y palabras en afirmar que la mujer es un
ser sometido al varón para cumplir su única misión en la
tierra: concebir y parir hijos y satisfacer las necesidades
sexuales del hombre que la poseyera. Recordad que el ver-
bo poseer tiene la interpretación de realizar el acto sexual,
pero el que «posee» es siempre el hombre, nunca la mujer.

Toda la producción literaria de múltiples países y civili-

67
zaciones, alejadas algunas entre sí grandemente en el tiem-
po y en el espacio, concluía la misma teoría. Daba igual
que el autor fuese árabe o hindú, español o americano,
ruso o chino. Para encontrar la misma definición de la
condición femenina, todo sirve. Desde los códigos hasta
las novelas, desde la Biblia hasta el catecismo, desde los
libros escolares hasta los tratados de urbanidad. Los ar-
quetipos femeninos expuestos en los textos religiosos, en
las tragedias griegas, en los romances caballerescos, en la
épica oriental u occidental, eran idénticos y afirmaban la
misma idea. La definición de la Enciclopedia británica de
final de siglo decía, mujer: véase escándalo. Las prohibi-
ciones, los tabúes, los castigos, las sanciones, las órdenes,
que rigen severamente el «status» femenino, son semejan-
tes en todas las civilizaciones.
Cuando el acervo cultural pareció ser conocido, con
prudente exactitud, la antropología se interesó en el tema.
Desde Bachofen y Morgan, que inspiraron a Engels, has-
ta Margaret Mead, Malinowski y Lévi-Straus y sus segui-
dores, hoy Godelier y Terray, Meillasoux, Hindess y Hirst,
los antropólogos, arqueólogos e historiadores, quisieron
saber si antes de la historia, la mujer había sufrido las
mismas humillaciones y opresiones. Quisieron desentrañar
los arcanos de la prehistoria, y ante la falta de datos, re-
currieron a la comparación con las culturas de los pue-
blos naturales. La investigación, que todavía continúa, dio
resultados día por día sorprendentes. La felicidad que
parecía regir aquellas comunidades, tan defendida por
Engels, resultaba muy dudosa. Los tabúes, las prostitu-
ciones, la explotación y la opresión de las mujeres se repe-
tían en forma muy similar a los países civilizados.
En fin, la búsqueda y el ordenamiento de los datos, es-
taba hecha. Y amén de demostrar que durante cinco mil
años de historia, la mujer había estado siempre sometida
al hombre, en mil formas humillantes y dolorosas, un
dato resaltaba ante la sorpresa de los investigadores: en
todo este tiempo el hombre había estado muy preocupado
por el tema. Durante toda la historia el varón había de-
dicado gran parte de su tiempo, de sus conocimientos, de
sus esfuerzos, a demostrar la necesidad de la sumisión
de la mujer.
En el pasado siglo Stuart Mili, el más sensible a la
tragedia femenina escribió: «Créese que es opinión gene-
ral de los hombres que la vocación natural de la mujer

68
reside en el matrimonio y la maternidad. Y digo créese,
porque, a juzgar por los hechos y por el conjunto de la
constitución actual, podría deducirse que la opinión domi-
nante es justamente la contraria. Bien mirado, diríase que
los hombres comprenden que la supuesta vocación de las
mujeres es aquello mismo que más repugna a su natura-
leza, y que si las mujeres tuviesen libertad para hacer
otra cosa diferente, si se las dejase un resquicio, por pe-
queño que fuera, para emplear de distinto modo su tiem-
po y sus facultades, sólo un corto número aceptaría la
condición que llaman natural. Si así piensa la mayor parte
de los hombres, convendría declararlo. Esta teoría late,
sin duda alguna, en el fondo de cuanto se ha escrito acer-
ca de la materia, pero me gustaría que alguien lo confe-
sase con franqueza y viniese a decirnos: "Es necesario
que las mujeres se casen y tengan hijos, pero no lo ha-
rán sino por fuerza. Luego es preciso forzarlas."» 36 El po-
lítico inglés había sido más perceptivo que tantos filóso-
fos de hoy. Evidentemente los hombres teorizan sobre
la vocación «natural» de la mujer repecto a la maternidad
y la sumisión al hombre, porque más que sentirse con-
vencidos de ella, parecen precisar convencerla a ella. Y
mientras las alaban por su bondad, paciencia, resigna-
ción y sacrificios naturales, vuelcan al mismo tiempo tal
cantidad de insultos sobre ellas, que como dice Isaac Asi-
mov «ha hecho posible para muchos santos y grandes
hombres del pasado hablar de la mujer en términos que
un miserable pecador, como yo, dudaría en usar refirién-
dose a un perro rabioso».
Esta generosidad en adjetivos calificativos, volcada en
millones de páginas escritas por los santos y grandes hom-
bres a que se refiere Asimov, demuestra la preocupación
de éstos por la condición femenina. Preocupación que
afecta principalmente a los rectores de las sociedades, por-
que deben someter eficazmente a la clase mayoritaria de
la sociedad. La tarea resulta complicada y exige una aten-
ción constante. Cualquitjr descuido puede hundir la com-
plicada y hábil organización inventada y mantenida du-
rante los siglos precedentes por sus antecesores.
A las páginas escritas por los sabios y los poetas, se
unen los mitos transmitidos oralmente por los pueblos,
durante milenios. Y al abundamiento de los insultos y de las

36. La esclavitud de la mujer.

69
burlas contra la mujer, que queda convertida en la tradi-
ción popular en un ser malvado y a la vez oligofrénico,
hay que añadir un extraño concepto de su papel «natural»:
la maternidad. La recapitulación de estos mitos: hin-
dúes, egipcios, persas, judíos, griegos, romanos, nos de-
mostró una extraña creencia de todos estos pueblos: la
de que la mujer no era la procreadora. Sostenían que la
mujer era sólo la incubadora, la nutricia del germen de
vida que el hombre depositaba en su vientre. Ella no crea-
ba vida, sólo lo hacía el hombre. Y tal creencia se man-
tenía y se mantiene, para mayor contradicción, entre pue-
blos que ignoraban o ignoran la relación entre el acto
sexual y la reproducción, y que sin embargo han asistido
diariamente a los embarazos y a los partos de sus muje-
res. Pero todas las leyendas nos cuentan que en el prin-
cipio existió un varón, Adán, Buda, Osiris, Júpiter, Zeus,
Brahma, etc., el primero y único, que dará a luz una mu-
jer, de la que a veces más tarde saldrán todos los seres
humanos. La leyenda se ha hecho religión. Y hasta las
propias víctimas, las mujeres, han aceptado la aberra-
ción de su propia inutilidad en la sociedad, y acatado con
sumisión la autoridad masculina. La ideología inventada
por el hombre se ha interiorizado totalmente por la mu-
jer.37
La tarea impuesta por la investigación era, como se
puede comprender, ingente. Treinta, cuarenta siglos des-
pués, conocer todos los datos, clasificarlos, recopilarlos
y archivarlos, significaba la labor de toda una vida de cien-
tos y hasta de miles de personas. Y a ello se dedicaron du-
rante cien años, políticos, antropólogos, psicólogos, etnólo-
gos, religiosos, juristas, médicos, literatos y mujeres, que
sin los pomposos títulos de aquéllos, sufrían en su pro-
pia carne las consecuencias de tan larga y eficaz conspi-
ración contra ellas.
Y la pregunta que a principios de los años sesenta de
este siglo, conocido este inmenso archivo de datos, nos
hacíamos algunas feministas, menos inducidas por los
sofismas del socialismo actual, era: todo esto, esta inmen-
sa cadena de sufrimientos femeninos, ¿por qué? ¿Por qué
el hombre —no una clase social determinada, porque los
textos no estaban firmados sólo por los representantes de

37. Para las cuestiones de ideología consultar Mujer y sociedad.


Lidia Falcón. Ed. Fontanella. Barna.

70
la aristocracia ni de la burguesía, y las leyendas eran
aceptadas ruidosa y burlonamente por los nombres del
pueblo, y las leyendas las protagonizaban igualmente prín-
cipes que parias— por qué el hombre de todas las latitu-
des y épocas ha vertido tal cantidad de insultos y diatri-
bas contra la mujer, y la ha sojuzgado con su fuerza físi-
ca, cuando no ha podido con su poder económico o políti-
co o militar? ¿qué enemistad, de la que habla el Génesis,
ha mantenido siempre el hombre contra su supuesta com-
pañera de especie, para hacerla víctima de tanta escla-
vitud?
Todavía a principios de los setenta no teníamos más
respuesta que las tradicionales de la psicología y de la filo-
sofía idealista, manejadas con un burdo pseudocientifismo
por los teóricos marxistas. Con una ignorancia, o una
desfachatez digna de mejor causa, todos afirmaban que la
única solución al problema femenino era realizar la revo-
lución social que aboliera la sociedad dividida en clases,
siempre las clases tradicionales, y cuando se les desmen-
tía con los ejemplos de la Unión Soviética, de China o
de Cuba, pontificaban sobre la influencia de la superes-
tructura ideológica y hablaban mucho de los mitos, de los
tabúes, de los fetiches, sin que se conociera cómo arrancar
a éstos de su trono.
Y sin embargo ya en 1970 Christine Dupont había es-
crito: «La opresión de las mujeres se considera conse-
cuencia secundaria (y derivada) de la lucha de clases tal
como se la define hoy, es decir: opresión de los proleta-
rios por el capital. Donde el capitalismo ha sido destruido
como tal, se atribuye la opresión de las mujeres a causas
puramente ideológicas (lo que implica una definición no
marxista e idealista de la ideología, como un factor que
puede subsistir en ausencia de una opresión material, a
la que racionaliza).» M
Durante muchos años, y hoy todavía —resultan ma-
chaconamente tradicionales los argumentos de Juliet Mi-
chel,39 Evelyn Reed,40 M.a Alice Waters 41 — los llamados
marxistas, por oposición artificial a las feministas, siguen
manteniendo una aplicación mecanicista del análisis ma-

38. La liberación de la mujer, año 0. Ed. Granica.


39. La condición de la mujer.
40. Lucha de clases, lucha de sexos.
41. Marxismo y feminismo.
71
terialista de la historia al estudio del problema de la mu-
jer, y en consecuencia afirman que la mujer está dividida
en las mismas clases que el hombre, que sus intereses se
desarrollan y defienden igual que los del hombre, y que
los de las mujeres burguesas son contradictorios con los
de las proletarias. Ni aun se plantean si existen realmente
burguesas y proletarias. Y que la revolución socialista,
con la abolición de la propiedad privada de los medios
de producción acabará con la opresión femenina. Opresión
que no deriva de una explotación material y específica de
la mujer.

2. La explotación material

«La vida material de la sociedad es la realidad objetiva,


que existe independientemente de la voluntad de los hom-
bres, y que la vida espiritual de la sociedad es el reflejo
de esta realidad objetiva, el reflejo del ser. De aquí resul-
ta la fuente de donde emanan las ideas sociales, las teo-
rías sociales, las concepciones de vida material de la so-
ciedad, en el ser social del cual son reflejo estas ideas,
concepciones, teorías.» 42
La vida material de las mujeres, su realidad objetiva,
está determinada por las facultades reproductoras de su
cuerpo. La mujer vive como tal, y su realidad diaria que
existe independientemente de su voluntad, es la de que su
sexo es apetecido por el hombre, apropiado por éste, uti-
lizado por él, y su cuerpo se reproduce incesantemente
desde la adolescencia hasta la menopausia, proporcionan-
do nuevos individuos a la especie, que serán pronto utili-
zados como fuerza de trabajo, como soldados, como cam-
pesinos, y de los que se apropiará el hombre desde la
infancia. Las condiciones en que esta reproducción se ha
producido siempre, la mayor fuerza física del hombre,
la morbilidad de la mujer durante los embarazos y los
partos, la imprescindible necesidad de lactar a los hijos
para que sobrevivieran, disponía que la mujer realizara
las tareas domésticas y agrícolas o artesanas, en beneficio
del hombre. Las tres explotaciones están dadas.
La mujer, inserta en el modo de producción doméstico,
explotada en su propio cuerpo, víctima del castigo físico

42. Marx, Engels.

72
como el esclavo y el siervo, mantiene unas relaciones de
producción específicas con su clase dominante y antagó-
nica, el hombre, en el marco de la organización económi-
ca y social que permite al hombre obtener el máximo
rendimiento del trabajo y de la capacidad de la mujer:
la familia.
«En el curso de la producción económica-social los
hombres establecen entre ellos ciertas relaciones, las cua-
les crean necesaria e independientemente de su voluntad,
ciertas condiciones. Estas condiciones de producción co-
rresponden a cierta fase del desarrollo de las fuerzas ma-
teriales de producción.» 4Í Las condiciones de reproduc-
ción de la mujer corresponden hoy todavía a las de toda
su historia. Ni los avances de la ginecología y de la obste-
tricia, ni el invento de los anticonceptivos han sido tan
cuantitativamente importantes que haya cambiado la cua-
lidad de las condiciones de reproducción. Los anticon-
ceptivos que sólo han sido introducidos e impuestos a las
mujeres sin conciencia clara del objetivo que persiguen
con ellos, constituyen una nueva agresión contra la mu-
jer, y de ningún modo se plantea con ellos ni que la mu-
jer deje de reproducirse, ni siquiera que sea ella sola la
que decida las condiciones de esa reproducción. En la ma-
yoría de los casos se han introducido y tenido éxito, por-
que le permiten al hombre una mayor utilización del cuer-
po de la mujer para satisfacer su sexualidad.
Parafraseando a Marx, estas condiciones de reproduc-
ción corresponden a la fase de desarrollo de las fuerzas
materiales de reproducción. Y este desarrollo se encuen-
tra todavía en su fase natural. «No solamente la clase está
basada en la separación de la sociedad como ley general,
además separa al hombre de su ser general, hace de él
un animal que directamente coincide con su determina-
bilidad. El medioevo es la historia animal de la humani-
dad, su zoología.» 44 Y la mujer sigue en el medioevo, si-
gue siendo un animal que coincide con su determinabili-
dad, sigue viviendo su historia animal, su zoología.
Si «las condiciones de la producción, consideradas en
conjunto, constituyen la estructura económica de la socie-
dad, esta es la base material sobre la cual se levanta una
superestructura de leyes e instituciones políticas y a la

43. Marx, Contribución a la crítica de la economía política.


44. Marx, Alienación e ideología, pág. 100.

73
cual corresponden ciertas formas de conciencia social, y
la vida política e intelectual de una sociedad está deter-
minada por el modo de producción tal como lo requieren
las necesidades de la vida material», las condiciones en
que la mujer sigue viviendo sus modos de producción, son
la base material sobre la cual se levanta una superestruc-
tura de leyes e instituciones políticas y a la cual corres-
ponden ciertas formas de conciencia social. Mientras la
mujer siga siendo la única que se reproduce, y su sexo siga
siendo codiciado y apropiado por el hombre, y la familia
se mantenga para que la reproducción y el cuidado y man-
tenimiento de los hijos y del marido se realicen en ópti-
mas condiciones, la mujer seguirá siendo una clase explo-
tada y oprimida y la superestructura de leyes y de normas
morales, de prohibiciones sociales y políticas, seguirá man-
teniendo la discriminación, igualmente en los países don-
de se ha abolido el modo de producción capitalista, pero
donde se mantiene el modo de producción doméstico,
básico para la reproducción de la sociedad.
Cuando los teóricos, que se llaman a sí mismos marxis-
tas, siguen defendiendo la pervivencia en los países so-
cialistas de lo que ellos llaman, la ideología burguesa, no
quieren ceder a las leyes del desarrollo materialista de la
sociedad que demostraron que «no es la conciencia del
hombre lo que determina su ser, sino por el contrario, el
ser social el que determina su conciencia». Sin saberlo, o
sin querer admitirlo están defendiendo una concepción
idealista de la historia. «Los hombres se acostumbraron
a juzgar sus actos por sus pensamientos en lugar de bus-
car la explicación de ellos en necesidades, reflejadas na-
turalmente en la conciencia del hombre que así cobra con-
ciencia de ellas. Así fue como nació la concepción idealis-
ta el mundo.» 45 Y sin embargo, estos mismos teóricos son
incapaces de hacer un análisis parecido sobre los restan-
tes modos de producción.
«El modo de producción de la vida material condicio-
na el proceso de la vida social, política y espiritual en ge-
neral, de que todas las relaciones sociales y estatales, to-
dos los sistemas religiosos y jurídicos, todas las ideas
teóricas que broten en la historia, sólo pueden compren-
derse cuando se han comprendido las condiciones mate-
riales de vida de la época de que se trata y se ha sabido

45. Engels, El papel del trabajo...

74
explicar todo aquello por estas condiciones materiales.» **
Y la mujer ha de seguir comprendiéndose en función de
las buenas ideas teóricas que no tienen ninguna conexión
con sus condiciones materiales de vida.

3. Formación de la clase mujer

Engels escribe 47 «En un viejo manuscrito inédito, re-


dactado en 1848 por Marx y por mí, encuentro esta frase:
"la primera división del trabajo es la que se hizo entre
el hombre y la mujer para la procreación de los hijos"».
La primera división del trabajo, ¿y cómo no comprender
que éste es el origen de la explotación de la mujer? La di-
visión del trabajo es el origen de todas las clases, y esta
es la primera, natural e irreversible. A partir de ella se
producirán todas las explotaciones que sufre la mujer.
Esta división del trabajo es primero natural, e incon-
cienciada, al igual que en todos los mamíferos. Aquel mo-
mento en que el primer hombre tomara conciencia de su
inferioridad respecto a la procreación surgiría el primer
antagonismo. La fuerza física le da preeminencia sobre la
hembra, el deseo sexual la convierte en objeto de placer
del macho. La reproducción especializa a la hembra y
aumenta su debilidad frente a la enfermedad y los riesgos
ambientales. Cuando Marx escribe: «La división del tra-
bajo es primero natural, y se desprende de la diferencia-
ción de capacidades naturales del hombre (edad, sexo,
fuerza corporal)» ha perdido su habitual buen tino. No
comprende que no puede hablar de hombres cuando se
refiere a la «capacidad natural» del sexo, porque esa di-
ferenciación de capacidad en el sexo es precisamente la
mujer. «Ante todo se manifiesta por la división del traba-
jo en la familia y por la división de la sociedad en familias
separadas. Ahora se da la posibilidad, más aún la reali-
dad, de que las actividades espirituales y materiales, el
disfrute y el trabajo, la producción y el consumo se asig-
nen a diferentes individuos. Entonces comienza la fija-
ción del individuo a una especie determinada, exclusiva,
de actividad, ligada a la división de la sociedad en clases,
pues la división del trabajo acarrea al mismo tiempo la

46. Marx, La contribución a la crítica de la economía política.


47. El origen de la familia...

75
distribución completamente desigual del trabajo y de
sus medios de producción. Y el so juzgamiento de los no
poseedores.» w
«Ante todo se manifiesta por la división del trabajo en
la familia.» No, ante todo se manifiesta por la división
de los sexos en las funciones sexuales y reproductivas.
Después la clase dominante, el hombre, inventará la me-
jor forma de explotar y de dominar a la mujer para bene-
ficiarse de sus capacidades. Cuando el hombre haya ob-
servado las ventajas de apropiarse de mujeres para su
disfrute sexual, y de apropiarse del producto de sus ór-
ganos reproductores, sepa o no la relación que existe en-
tre el hijo y él, puesto que no necesariamente esta rela-
ción debe hacerle más feliz. El amor paterno, el deseo de
perpetuarse en el hijo, y la herencia de los bienes materia-
les y espirituales, como el culto a los muertos, son inven-
tos posteriores a la comprensión de que el hijo es un ser
que puede serle muy útil. Y eso lo comprende en cuanto
observa las ventajas de tener niños y jóvenes a su ser-
vicio. La primera propiedad que el hombre le arrebata a
la mujer, la primera afirmación de la propiedad privada,
el primer invento de propiedad privada, es la del hijo.
La intuición de Engels le hizo también acercarse a la
verdad, pero rozándola la abandonó. Cuando hace derivar
del invento de la propiedad privada el origen de las clases
acierta. Cuando sólo se refiere a la propiedad privada de
bienes materiales, yerra, Y contradictoriamente con todo
lo que él y Marx habían descubierto sobre la dialéctica
materialista, se muestra a su vez idealista en el estudio
de las causas de opresión de la mujer. Hasta Engels, en
este tema da más importancia a la ideología que a las
condiciones materiales de la existencia. Así cuando se
refiere al paso del derecho materno al paterno, como un
suceso muy importante en la historia de la opresión fe-
menina, no explica por qué se produjo este cambio sobre
la base del deseo del hombre de legar sus riquezas a sus
propios hijos «Pero los hijos del difunto no pertenecían
a su gens, sino a la de la madre, al principio heredaban
de la madre... pero no podían serlo de su padre, porque
no pertenecían a su gens, en la cual debían quedar sus
bienes... Así, pues, las riquezas, a medida que iban en
aumento, daban, por una parte, al hombre una posición

48. La ideología alemana.

76
más importante que a la mujer en la familia (¿?), y por
otra parte, hacían que naciera en él la idea de valerse de
esta ventaja para modificar en provecho de sus hijos el
orden de herencia establecido. Pero esto no podía hacerse
mientras permaneciera vigente la filiación según el dere-
cho materno. Éste tenía que ser abolido, y lo fue...» 49
Párrafo este capital para el entendimiento de la tesis de
Engels, y que ha condicionado más de cien años toda la
investigación sobre el tema.
«En cuanto a sus propios hijos.» Cientos de miles de
años debieron transcurrir sin que el varón supiera su
papel en la reproducción, como se puede deducir de esta
misma ignorancia que mantienen hoy numerosos pueblos
de los llamados naturales. El propio Engels reconoce que
«aquella revolución» por la que se abolió el derecho ma-
terno y se convirtió en paterno «nada sabemos cómo y
cuándo se produjo... pues se remonta a los tiempos pre-
históricos», y por tanto resulta difícil creer que en aque-
llos tiempos se conociera el mecanismo de la fecundación.
Pero si este dato no resulta capital para inventar la pro-
piedad privada de los bienes materiales y querer atesorar
riquezas, sí lo es para aceptar que el hombre hiciera una
revolución y aboliera el derecho materno, para legar sus
riquezas «a sus propios hijos». A ese hombre prehistórico,
según Engels, no le preocupa sólo poseer riquezas, sino
sobre todo legarlas después de muerto a sus hijos. Este
hombre primitivo, ágrafo, prehistórico, de Engels se mues-
tra más interesado por su vida futura, por esa vida eterna
de los cristianos, que por su vida terrestre. Siente la in-
quietud de saber qué será de sus riquezas después de
muerto, y en cambio no le preocupa a quién servirán sus
hijos mientras él viva y por lo que parece no se ve tenta-
do de utilizarlos provechosamente en su beneficio.
«Así, pues, las riquezas, a medida que iban en aumento,
daban, por una parte, al hombre una posición más impor-
tante que a la mujer en la familia.» ¿Por qué? ¿por qué
esas riquezas no las acumulaba la mujer, aprovechando
las ventajas indudables del derecho materno? ¿por qué
la acumulación de riquezas se hacía en manos de los
hombres y no de las mujeres? ¿por qué esas riquezas
acrecentaban el poderío masculino y no el femenino? Ni

49. F. Engels, El origen de la familia, la propiedad privada y el


estado, pág. 55.

77
Engels ni sus seguidores pueden explicarnos este misterio
del origen de la sumisión femenina porque se derrumbaría
su teoría de que en el principio los hombres y las mujeres
tenían iguales derechos, y cómo después, fueron las mu-
jeres las que detentaron los privilegios, entre los que, en
puro sentido común, debiera encontrarse el de poseer y
acrecentar los bienes. La imagen paradisíaca de las co-
munidades salvajes y bárbaras, viviendo en pura felicidad,
respetando a las mujeres, que tenían poder y prestigio
en la tribu primero y en la gens después, se ha derrum-
bado al impulso de una sola frase. Resulta difícil defender
hoy el predominio de la mujer en tales comunidades a la
vista de los datos que ya conocemos.
Engels imagina al hombre prehistórico acumulando
riquezas, que le ha arrebatado previamente a su mujer,
aumentando con ellas el predominio en la familia, y pen-
sando en cómo transformar el derecho existente para po-
der legarlas tranquilamente a sus hijos, de los que no
sabe muy bien por qué lo son. ¿No huele todo esto a una
mezcla de derecho romano e ideología cristiana? ¿Real-
mente podemos imaginar al «homo sapiens» inventando
tan alambicados razonamientos jurídicos, económicos y
religiosos? ¿Y no será más fácil pensar, que antes, mu-
cho antes de que el hombre inventase el derecho, la reli-
gión, la literatura amorosa, la teoría del amor paterno y
las leyes de la herencia, ya se había dado cuenta de la
utilidad de los nuevos seres que paría la mujer y se los
había arrebatado en beneficio propio? M
50. «La principal innovación teórica de Simone de Beauvoir con-
siste en haber fusionado las explicaciones económicas y reproduc-
tivas de la subordinación femenina en una interpretación psicoló-
gica de ambas. El hombre se afirma como sujeto y ser libre al
oponerse a otros estados conscientes. Se distingue de los animales
precisamente por el hecho de crear e inventar (no por reproducirse
a sí mismo), pero trata de escapar del peso de su libertad dándose
a sí mismo inmortalidad espuria en sus hijos. Domina a la mujer
tanto para encarcelar otra conciencia que es un reflejo de la suya
como para proporcionarse a sí mismo hijos y tener la seguridad
de que son suyos (su temor a la ilegitimidad). Es obvio que estas
nociones tienen una fuerza considerable. Pero están muy fuera del
tiempo: no es fácil ver por qué el socialismo ha de modificar el
deseo "ontológico" básico por algo como la libertad, que Simone
de Beauvoir ve como él motor tras la fijación de la herencia en
un sistema de propiedad, o la esclavización de la mujer como con-
secuencia. En realidad en alguna ocasión criticó este aspecto de su
libro por idealista:
»Ahora adoptaría una posición más materialista en el primer

78
Engels, aquí idealista, anteponiendo las consideracio-
nes" superestructurales como leyes, derechos, creencias en
el más allá, a las condiciones materiales de existencia de
ese hombre prehistórico, que precisaba recoger frutos,
peces y mariscos, cazar animales para comer, y cubrirse
con píeles, construir refugios contra el frío y defenderse
de los animales feroces y de las otras tribus, no compren-
de que más importante que legar riquezas para después
de muerto, es hacer que las mujeres, los niños y los jó-
venes le sirvan de trabajadores en tan pesadas tareas de
las que depende su supervivencia. La primera propiedad
que el hombre le arrebata a la mujer es la del propio
hijo. Antes que reencarnar en el hijo después de muerto,
el «homo sapiens» tiene que saciar sus necesidades físicas
inmediatas. Ni siquiera hoy hay mucha gente a la que le
importe más la posible vida futura que la actual, y nues-
tros católicos o budistas o musulmanes parecen mucho
más preocupados por vivir bien, que por cumplir las nor-
mas religiosas en las que dicen creer. La mayoría son
capaces de conculcarlas arriesgándose a la condenación
eterna, si con ello pueden proporcionarse alguna comodi-
dad en esta vida. En el momento histórico a que se re-
fiere Engels no resulta muy claro que ya se hubiera elabo-
rado una compleja ideología religiosa que afirmase la tras-
cendencia, y que fuese tan dominante en los sentimien-
tos humanos como para inquietar más que el bienestar
terreno, del que tanto carecían. Y mucho más difícil de
creer todavía que esa inquietud fuese, no ya por disfrutar
los bienes en la otra vida, como en la religión egipcia,
sino por legarlos a los hijos habidos con sus mujeres.
Nunca ha llegado a tanto el amor paterno. En la actualidad
es más fácil encontrar un padre preocupado porque sus
hijos no le roben sus bienes, que por hacer una distribu-
ción justa entre aquéllos a su muerte. Antes encontrare-
mos padres dispuestos a desheredar a sus hijos, en cuan-
to éstos no se porten con ellos en vida según desean, que
al revés. Porque afirmar la tesis de Engels es poner el

volumen. Basaría la noción de la mujer como lo otro y el argu-


mento maniqueo que lo vincula, no en una lucha idealista y a priori
de conciencias, sino en las realidades de la oferta y demanda. Esta
modificación n o requiriría de cambio alguno en el desarrollo sub-
siguiente de mi argumento.»
Juliet Mitchell, La condición de la mujer. Ed. Anagrama. Bar-
celona 1977, pág. 88.

79
mundo al revés. El idealismo es la filosofía del mundo al
revés.
Lo que le interesa al padre, tanto en la prehistoria
como el día de hoy, es tener hijos que le sirvan de cria-
dos, de siervos que le trabajen el campo, que cuiden el
ganado sin salario o por el mínimo posible, que luchen
por defenderle a él y a sus riquezas, y que le cuiden en
la vejez, cuando sus condiciones físicas le impiden cuidar-
se a sí mismo. El invento del amor paterno, de la herencia,
de la obediencia filial, viene en seguida para reforzar ideo-
lógicamente la sumisión del hijo. Y las leyes de sucesión
y de indignidad para suceder y de desheredaciones, no
tienen otro propósito hoy y antes y siempre, que sujetar
a los hijos en la obediencia a los padres, en mantenerles
a su servicio en esta vida con el señuelo del premio de la
herencia en cuanto haya reventado. Si de tantos padres se
tratara, los hijos se quedarían en la miseria resuelto el
problema de trabajar desde la niñez para el padre y de
lavarle las babas en la vejez.
Mujer con la que desfogar la necesidad sexual, hijos
que sean sus sirvientes, esclava y sierva como esposa o
concubina, que le atienda, le sirva, le cuide, le limpie y
trabaje para él. El hombre muy pronto, a buen seguro
en esa prehistoria de la que habla Engels, y por supuesto,
desde el principio de la historia, ha consumado su domi-
nación de clase sobre la mujer. Ya no hace falta más que
ir perfeccionándola. Se estructurará cada vez más la fa-
milia, se elaborarán cuidadosamente las reglas de com-
portamiento de la mujer, se dotará de leyes, de principios
morales, de normas religiosas, el funcionamiento de la
explotación femenina, y al cabo de miles de años, nadie
entenderá la raíz de la explotación.
Se habrá hablado tanto del amor, de la fidelidad se-
xual, de las condiciones psicológicas de la mujer, que
nadie sabrá nada. A la mujer se le habrá extirpado el clí-
tores para que no sienta placer, se la habrá encerrado en
los haremos y en los gineceos, se la habrá vendido como
esclava o como prostituta, se la habrá matado en la in-
fancia, se la habrá vestido con velos o con estameña, se la
habrá adornado o se la habrá azotado y torturado, se
le habrá medido el contorno de cabeza y pesado el cere-
bro para demostrar que es una imbécil, se la habrán ven-
dado los pies o tatuado la frente y los labios, se le habrá
puesto un cinturón de castidad o cosido los labios geni-

80
tales e infibulado la vagina, se le habrá roto el.cuello con
los anillos de hierro de las mujeres jirafas, se le habrá
desviado la columna vertebral y estrangulado el estóma-
go y el hígado y los pulmones con corsés de tortura, se
la habrá prohibido hablar y reír y hacer el amor y comer
demasiado, o se la habrá obligado a comer como un ani-
mal para engordar, se la habrá prohibido abortar y de
hacerlo se la habrá matado o encerrado en la cárcel, o
se la habrá esterilizado sin preguntarle; se la habrá ven-
dido para prostíbulos o se le habrá hablado de la casti-
dad como de la virtud suprema de la mujer, se la habrá
considerado apreciable si sabía todas las artes del sexo
o si era virgen, ignorante y sosa en la cama; se la habrá
prohibido el ejercicio de la medicina, de las leyes, de la
arquitectura, de la diplomacia, de la judicatura, de la en-
señanza, y se la habrá estimulado y ordenado que trabaje
en los talleres, en las minas, en las canteras, en las fá-
bricas, en la siega y en la vendimia; se la habrá conside-
rado un ser débil y a punto de la extenuación si preten-
día sentarse en los escaños del Parlamento o acudir un
día cada cuatro años a votar en los comicios, y se le habrá
dicho que sus trabajos femeninos eran ordeñar las vacas,
cargar sacos y cubos de agua, acarrear leña, lavar ropa,
fregar suelos y cristales, se le prohibirán los trabajos
nocturnos en las fábricas y se considerarán apreciables
las artistas de circo y de clubs nocturnos; se la llamará
«ángel», «reina», «encanto», «dulzura», «ternura», «abne-
gación» y «vampiresa», «demonio», «bruja», «malvada»...
Y nadie sabrá por qué.

81
6
SEGUNDA PARTE
LA MUJER COMO CLASE SOCIAL
Y ECONÓMICA
CAPÍTULO I
NECESARIA INTRODUCCIÓN SOBRE LA
DIALÉCTICA MATERIALISTA DE LA HISTORIA

Sólo desde hace unos pocos años la polémica sobre


el papel de la mujer en las comunidades primitivas ha
interesado a los antropólogos. A semejante fenómeno,
como es fácil comprender, no es ajeno el movimiento fe-
minista. Y desencadenada la discusión sobre si existe, o
existió en algún momento histórico o prehistórico el modo
de producción doméstico, sobre si la mujer es sujeto ex-
plotado o únicamente dominado u oprimido, y sobre si
las relaciones de producción son dominantes o determi-
nantes, o por el contrario este papel corresponde a las
fuerzas productivas, tenemos una cada vez más extensa
producción antropológica representada por las máximas
autoridades en tales disciplinas que insisten en desarro-
llar estos temas, tanto desde una óptica estructuralista,
como funcionalista o marxista.
Sin embargo calificar de marxista esta polémica resul-
ta, a veces, singular. En la mayoría de los casos el método
seguido por tales autores no es más que empirista o posi-
tivista. Los que hacen profesión de fe marxista en reali-
dad sólo son pobremente economicistas.
Tal tergiversación del método dialéctico materialista,
en las disciplinas antropológicas, deriva fundamentalmen-
te —dejando aparte las desviaciones propias de estructu-
ralistas y funcionalistas— de la pauta de estudio estable-
cida por Engels en su ya clásica obra de El origen de la
familia, la propiedad privada y el Estado. Considerada
como el catecismo de la antropología respecto al origen de
las sociedades y sobre las causas de la opresión de la mu-
jer, los estudiosos posteriores a Engels siguieron dos úni-
co caminos.

85
Los obedientes y ortodoxos se limitaron a copiarle in-
finitas veces, aceptando como dogma de fe todos y cada
uno de sus planteamientos. Algunos de ellos llegan a ex-
tremos de copia realmente ridículos. Véase Evelyn Reed
y Mane Alice Waters.
Los otros, los desobedientes y heterodoxos, por la pro-
pia exigencia de hallar la verdad escondida en la obra
pueril de Engels, llevados tanto del afán de rastrear los
datos ignorados por aquél, como de contradecir visible-
mente al clásico, repudian el método dialéctico en su to-
talidad, entendiendo, en el apoteosis del mecanismo,
que si los datos hallados actualmente, gracias a las nue-
vas y modernas técnicas de investigación, contradicen al-
guna de las afirmaciones de Engels, el marxismo como
método de conocimiento resulta a la vez invalidado por los
errores del compañero de Marx.
Por supuesto hoy tratar de la revisión, de la crítica e
incluso del repudio del marxismo no es tema que pueda
referirse exclusivamente a las ciencias antropológicas. El
proceso de revisión del marxismo tiene en estos momen-
tos veinticinco años, y comienza con las nuevas tesis de
los partidos comunistas europeos después de la II Guerra
Mundial en su abandono de la lucha revolucionaria. A par-
tir de este principio en el tiempo se suceden diversos
momentos puntuales del repudio marxista, provocado por
los fracasos teóricos sucesivos de los discípulos de Marx
y de Lenin, que llega a su momento culminante con la
aparición de los llamados nuevos filósofos, los neofascis-
tas Bernard Lévy y compañía.
No tengo intención de entrar aquí en la polémica sus-
citada respecto a si marxismo sí o no. Los partidos socia-
listas europeos están haciendo profesión de fe no marxis-
ta para contentar a las oligarquías mundiales, los llama-
dos nuevos filósofos y su corte se esfuerzan en encontrar
en el cristianismo los valores que dicen haber perdido
en el marxismo, los antropólogos se vuelven estructura-
listas, a la sombra de su papa Lévy-Strauss, los economis-
tas vuelven a estudiar a Adam Smith, y la victoria del idea-
lismo en la concepción del mundo se avalanza sobre to-
dos nosotros. Y por ello resulta tan insólito que yo haya
hecho profesión de fe marxista y que siga utilizando, con
la mayor fidelidad posible, el método materialista dia-
léctico en el trabajo de investigación de las causas de la
explotación y de la opresión de la mujer.

86
Porque así como para todos los representantes de la
nueva ola filosófica y política el marxismo se encuentra
agotado, fracasado en su intento no sólo de interpretar
el mundo sino de transformarlo, yo prefiero repetir con
Sartre que el marxismo «lejos de haberse agotado, es to-
davía joven, está casi en su infancia, apenas ha empezado
a desarrollarse. Sigue siendo la filosofía de nuestro tiem-
po, una filosofía insuperable porque las circunstancias que
lo engendraron todavía no han sido superadas».
Es cierto, como afirma Ulysses Santamaría,1 que ha
llegado a considerarse de buen tono científico ridiculizar
toda profesión de fe del marxismo ortodoxo. «Dada la
falta de consenso que parece reinar en el campo socialista
a la hora de decir cuáles son las tesis que es "lícito** con-
testar e incluso rechazar sin por ello perder el título de
"marxista ortodoxo", resulta cada vez más evidente el
carácter "no científico'' de esta exégesis escolástica que
toman como frases de la Biblia las citas de obras antiguas
y en parte "superadas" por la crítica moderna, de buscar
en ellas y sólo en ellas una "fuente de verdad" en vez
de dedicarse "sin prejuicios" al estudio de los hechos.»

Empiristas contra dogmáticos


Ninguna de las dos tendencias en que se ha dividido
el análisis científico a partir del repudio del marxismo,
ha conseguido más que repetir los errores de la ciencia que
la historia ya había dado por superados. Los buscadores
de hechos, convertidos al pragmatismo más absoluto, se
han esterilizado en la imposibilidad de poder ofrecer con-
clusiones generalizables y son incapaces, por el mismo
problema de método, de descubrir nuevas leyes de las
relaciones humanas y sociales. En cuanto a la antropolo-
gía resulta patético confirmar diariamente la veracidad
de las palabras de Oliva Harris y Kate Young, en la intro-
ducción al libro Antropología y feminismo.
Los nuevos antropólogos, a partir del repudio del libro
de Engels, tenido —según la misma frase de las autoras—
«por una historia solemne y especulativa», decidieron po-
ner mayor interés en los datos empíricos y mayor con-
fianza en los datos reunidos en los trabajos de campo, y

1. «El Viejo Topo», n.° 39.

87
rechazan los informes de las personas no especializadas.
Lo que quiere decir que rechazan todo razonamiento in-
ductivo, todo conocimiento creador, y se limitan a ser
únicamente recopiladores de datos y técnicos de una es-
pecialización. Olivia Harris y Kate Young explican cómo
antropólogos «como Rivers y Lowie ponían verdadera pa-
sión en la precisión y el detalle, en su elaboración de téc-
nicas de medición, en métodos para la recolección de
genealogías o en el registro de otros datos».
Y las autoras añaden que les resulta curioso —lo cu-
rioso es que se lo resulte— «que con el creciente interés por
la precisión etnográfica, y por consiguiente la insistencia
en el trabajo de campo (observación participante, conoci-
miento de la lengua, convivencia con el grupo bajo estu-
dio, etc.) la antropología se aleja gradualmente de los
temas más apremiantes, convirtiéndose en una disciplina
especializada con sus propias discusiones internas y sus
propios objetos de interés. Los antropólogos, en lugar de
convertirse en teóricos sociales de su propia sociedad o de
todas las sociedades, terminaron siendo especialistas del
comportamiento y de las costumbres primitivas».
Pero esta especialización no les sirve tampoco para po-
der deducir cosa alguna de sus investigaciones que nos
permita comprender mejor nuestro presente. Mientras la
dialéctica marxiana nos enseña que el conocimiento del
pasado puede hacernos entender nuestro presente, y el
análisis des éste desvelar las brumas de aquél, nuestos an-
tropólogos padecen la mayor de las desventuras: conocer
muy poco del pasado —pocos hay que sepan mucho más
que las costumbres, ritos y formas de recolectar de una
o dos sociedades— e ignorarlo todo del presente. «No
solamente el presente da acceso al pasado que lo hace
contemporáneo en la medida en que en parte lo reproduce,
sino que lo puede explicar en la medida en que lo "repre-
senta" bajo una forma más rica, más desarrollada. En el
proceso del conocimiento, lo posterior explica lo anterior,
al menos en la medida en que el proceso de la historia ha
consistido, a la3 inversa, en un desarrollo de lo simple a
lo completo.» *.

2. C. Marx, Fundamentos de la crítica de la economía política.


Tomo í, pág. 33.
3. «En el orden de los hechos, el análisis de estos materiales
constituye la génesis misma de la teoría, el proceso de su descu-
brimiento y precede al momento en que la teoría, se constituye

88
Mientras los empiristas —«no me haga creer nada
que yo no vea con mis ojos y palpe con mis manos»—
quedan reducidos a su miopía, «los marxistas ortodoxos»
se convierten en productos disecados de épocas mejores.
Encerrados en los bunkers de sus conocimientos y de sus
creencias clásicas, son meros repetidores de frases, de fe-
chas, de definiciones que no saben aplicar. Han logrado
convertir el método de conocimiento de una realidad viva
y rica, y el análisis de las transformaciones dialécticas en
constante y cambiante movimiento, en el apolillado cate-
cismo de unos cuantos dogmas. Y con criterio idéntico
al de la Inquisición, condenan por herejes a todos los que

como "tal", es decir, como "exposición sistemática" de las catego-


rías de la economía política en su relación necesaria, en su lógica
interna. Sin embargo, exponer "sistemáticamente" una teoría no es
simplemente yuxtaponer y adicionar los resultados teóricos adqui-
ridos en el curso del proceso de investigación; es reconstituir paso
a paso sus encadenamientos y explorar todas sus implicaciones. Es
producir un saber nuevo, y este saber adquirido permitirá volver
a leer "de otra manera" los hechos antiguos o descubrir hechos
nuevos. En el proceso del conocimiento, el presente explica el pa-
sado no menos que éste es explicado por aquél, y ello por dos
razones como mínimo... todo sistema económico se basa en rela-
ciones de producción específicas que deben reproducirse (aunque
transformándose) para que este sistema se mantenga en vida (y
evolucione). En cierta manera, se puede decir que estas relaciones
fundamentales "originarias" están hasta un cierto grado copresentes
a lo largo de la existencia del sistema y en cada momento de su
funcionamiento. No es, por tanto, necesario remontarse hasta los
orígenes históricos de un sistema para descubrir su estructura fun-
damental. Por el contrario, es partiendo del conocimiento de esta
estructura como se puede interrogar correctamente sobre sus orí-
genes.
»La sociedad burguesa es la organización histórica de la produc-
ción más desarrollada y más diversificada que ha existido. Las ca-
tegorías que expresan las relaciones de esta sociedad y aseguran la
comprensión de sus estructuras, nos permiten al mismo tiempo
captar la estructura y las relaciones de producción de todas las
sociedades pasadas a partir de las ruinas y de los elementos con
que ha sido edificada, algunos de cuyos vestigios no superados,
continúan subsistiendo en ella, además de ciertas virtualidades que
al haberse desarrollado han adquirido todo su sentido. La anatomía
del hombre da la clave de la anatomía del mono. Las virtualidades
que anuncian una forma superior en las especies animales inferio-
res sólo pueden llegar a comprenderse cuando la forma superior
misma ha quedado conocida.» Maurice Godelier, Teoría marxista de
las sociedades precapitalistas. Ed. Laia, págs. 48-49.

89
no repitan con mansedumbre los cuatro conceptos que
han llegado a aprender, que no a digerir.4
Santamaría comenta que «el marxismo así constituido
en saber absoluto se convirtió entonces en su contrario;
el idealismo absoluto, el idealismo de la idea pura que
termina, al igual que la idea hegeliana contra la cual pre-
tendía originariamente luchar, reabsorbiendo en sí misma
toda la esencia de lo real, de una realidad devaluada, re-
ducida a no ser más que lo que la teoría quiere que sea.
La teoría se convierte así en un esquema abstracto, y este
esquema, a través de sus múltiples síntesis, se presenta a
sí mismo como la única realidad concreta de la experien-
cia. De análisis concreto de la realidad que era, la teoría
de Marx se transforma en un cuerpo rígido de conceptos,
conceptos originariamente concebidos como esquemas de
interpretación crítica y que, al cerrarse sobre sí mismos,

4. «...afirmamos que Marx, cuando distinguió infraestructura y


superestructura y supuso que la lógica profunda de las sociedades
y de su historia dependía en último análisis de las transformaciones
de su infraestructura, no hizo sino evidenciar por vez primera una
jerarquía de distinciones funcionales y de causalidades estructu-
rales, sin prejuzgar en modo alguno la naturaleza de las estruc-
turas que, en cada caso, sustentan esas funciones (parentesco, po-
lítica, religión...) ni el número de funciones...»
«- - .Para Marx y esto le enfrenta con el empirismo y el
funcionalismo—, el pensamiento científico no puede descubrir el
vinculo real y la relación interna de las cosas partiendo de sus
lazos aparentes y de sus relaciones visibles. El pensamiento cien-
tífico se aparta por consiguiente de ellas, no para abandonarlas,
inexplicadas, fuera del conocimiento racional, sino para volver in-
mediatamente sobre ellas y explicarlas a partir del conocimiento
del encadenamiento interior de las cosas y, en ese movimiento de
vuelta, se disuelven una por una, las ilusiones de la conciencia
espontánea del mundo.»
«... Marx no ha establecido una doctrina sobre lo que debe ser
definitivamente infraestructura y superestructura. No ha asignado
de antemano una forma, un contenido y un lugar invariable a lo
que puede funcionar como relaciones de producción. Lo que ha es-
tablecido es una distinción de funciones y una jerarquía de la
causalidad de las estructuras ¿ocíales en lo que concierne al fun-
cionamiento y a la evolución de las sociedades. Por tanto, no hay
por qué negarse en nombre de Marx, como hacen algunos marxis-
tes, a reconocer a veces en-las relaciones de parentesco relaciones
de producción, ni inversamente, deducir de este hecho una objeción,
incluso una refutación de Marx, como hacen algunos funcionalistas
o estructuralisas.»
Maurice Godelier. Economía fetichismo y religión en tas socie-
dades primitivas. Ed. Sg. XXI, Madrid 1978, pógs. 2 y 4.

90
devienen esquemas de interpretación a priori a los cuales
la realidad tiene que someterse si no quiere verse simple-
mente refutada».
Sobre la teoría de las clases sociales, los marxistas de-
ciden que la dialéctica de la historia no constituye un
cuerpo de leyes de la evolución social cuya correcta apli-
cación para el estudio de un período histórico determinado
permitirá conocer el desarrollo social, sino que la con-
vierten en inamovibles dogmas, a los que todo estudio
posterior deberá acomodarse aun a costa de ignorar la
realidad que se evidencia ante sus ojos. Aquí lo abstracto
se hace dios, y en consecuencia crea la realidad, no se
confronta con ella, no pretende explicarla y transformarla.
Simplemente la realidad no existe. Decidido que en el
principio fue la palabra marxiana, resulta indiferente que
sea ésta o la verdad revelada, el origen de todo conoci-
miento, de toda ciencia, de toda investigación o análisis. 5
Aquello que no existía en los textos marxianos —alguno
engelsiano se ha convertido también en dogma, sobre todo
el manual de antropología para todos los pueblos, El ori-
gen de la familia, la propiedad privada y el Estado— no
puede ser descubierto. Donde ni Marx ni Engels vieron cla-
ses, dijeron clases, estudiaron la lucha de clases, «ergo» és-
tas no existen.
Es inútil perder el tiempo dialogando con los que creen
hallarse en posesión de una verdad absoluta a la que lla-
man marxismo, en contra de todo lo que Marx deseó ser,
contra todo lo que su investigación descubrió. Contra el
propio marxismo. Como Lukács insistió: «El marxismo
ortodoxo no significa la adhesión acrítica a los resultados
de la investigación de Marx, ni la fe en tal o cual tesis, ni
la exégesis de tal o cual libro sagrado. La ortodoxia, en
materia de marxismo, se refiere, al contrario, única y ex-
clusivamente a las cuestiones de método.»
En consecuencia, y utilizando el método marxista del
análisis materialista de la historia, voy a demostrar que

5. «En realidad, la oposición entre idealismo y materialismo


lleva a un problema de método, de práctica. El idealismo es dog-
mático, tanto en Kant como en Hegel. El materialismo es crítico,
antidogmático. Un materialismo no crítico es un idealismo. De lo
primero que la razón dialéctica es consciente es de su ignorancia.»
Guy Dhoquois, En favor de la historia. Ed. Anagrama 1977,
página 12.

91
la mujer es una clase económica y social explotada y opri-
mida por el hombre a través de toda la historia.*1
Pretendo, con Nietszche «actuar de modo intempestivo,
es decir contra el tiempo, y también sobre el tiempo, a
favor de un tiempo por venir».

6. «Evidentemente, como todo concepto marxista, se trata de


un concepto eminentemente inductivo. Pero, como todo concepto
marxista, debe hacerse un sitio en la teoría, por lo menos riguroso,
si no puede ser "pura" y acabada. Ninguno de estos dos niveles
debe faltar, ni el de la inducción ni el de la deducción.
^Vayamos más lejos: los conceptos marxistas no son "modelos"
abstractos, impuestos a la realidad a la manera de los "tipos idea-
les", de M. Weber. Excluyamos todo neokantismo; los conceptos
marxistas son "abstractos reales", es decir, pretenden adecuarse,
en la medida de lo posible, a una realidad oculta. Siendo ésta ra-
cional, la deducción puede reconstruirla.»
Guy Dhoquois, En favor de la historia. Ed. Anagrama. Barce-
lona 1977, pág. 33.

92
CAPÍTULO II
POLÉMICA DE LA TEORÍA DE LA MUJER
COMO CLASE

La polémica contra unos y otros está en marcha. Vea-


mos las perlas que han ido derramando en su pobre pro-
ducción literaria. Es evidente también, como afirma indig-
nado Samir Amin, que la polémica sobre las causas de la
explotación de la mujer se desencadena con el Movimien-
to Feminista —al que él llama despreciativamente feme-
nino—. Para este autor es indiferente que en unos casos
el Movimiento se produzca en Estados Unidos y Europa
del Norte, muy alejado del marxismo, como que surja a
su amparo como en China. Uno u otro sector están co-
metiendo el peor de los delitos: el de heterodoxia. Y por
ello pregunta indignado «¿se consigue algún progreso for-
mulando estos problemas en términos de un supuesto
modo de producción doméstico, articulado en los otros
modos de producción?» 7 Esta pregunta debería haber
sido contestada por el propio autor exponiéndonos los
progresos alcanzados hasta ahora por la mujer, sin nece-
sidad de que la teoría económica formulara el modo de
producción doméstica. Amin responde diciendo «que no
lo parece» (sic), y añade: «No es posible escabullirse tan
fácilmente (no se sabe de qué supone que nos queremos
escabullir) el empleo, el abuso (como se ve únicamente
él puede emplear legítimamente los términos marxistas)
de las expresiones marxistas, modo de producción en este
caso, no facilita nada.» Este pueril enfado contra la teo-
ría del modo de producción doméstico, y en consecuencia
contra sus autores, le lleva a Samir Amin a exponer una

7. Clases y naciones en el materialismo histórico. Ed. El Viejo


Topo, 1979, pág. 33.

93
airada crítica a Meillassoux, en su intento de explicar la
plusvalía obtenida por las potencias imperialistas de los
países colonizados, gracias a la explotación a que some-
ten a las comunidades domésticas. Y ello a pesar de que
Meillassoux se olvida del pequeño detalle de que el sujeto
explotado en estas comunidades es únicamente la mujer.
Prosiguiendo con las diatribas des Samir Amin, encon-
tramos este ortodoxo párrafo sobre el valor de la fuerza
de trabajo tal y como la expuso Marx. «El marxismo nun-
ca supuso que el valor de la fuerza de trabajo fuera la
del trabajador considerado aisladamente, es decir, por
ejemplo, fuera de la familia. La idea de que el valor de la
fuerza de trabajo debería tener en cuenta el coste de la
reproducción en las condiciones que definen una sociedad
es expresada por el mismo Marx. Estas condiciones so-
ciales son las que conocemos: comprenden la organiza-
ción en la familia, la jerarquía de los sexos, la división
sexual del trabajo y la atribución de las faenas domés-
ticas a las mujeres, etc.» 8 Y tutu contenti. Y a mayor
abundamiento tiene el desenfado de acusar de revisionis-
tas a las feministas que intentan encontrar la solución a
las condiciones en que se desenvuelve la mujer en la so-
ciedad —que tan comprensibles y tan aceptables le pare-
cen a Samir Amin «la jerarquía de los sexos, la división
sexual del trabajo y la atribución de las faenas domésti-
cas a las mujeres». Es decir la explotación de la mujer,
Con su permiso.
Pero como nunca falta la guinda que remate el pastel,
Samir Amin afirma que las condiciones en que realiza su
trabajo la mujer —y que permiten al trabajador varón
vivir mejor él al mismo precio y vender su fuerza de
trabajo a un precio más razonable al capitalista—, no
constituyen explotación: porque «como ya lo sugiere Alain
Marie, la dominación no tiene como correlato necesario
la explotación». Bien, si lo dice Alain Marie, punto redon-
do. Ya se sabe que la dominación se ejerce siempre y
únicamente por el gusto de dominar, y que los hombres
son tan sádicos, que sin beneficio ulterior alguno, se
complacen en dominar a las mujeres. Este razonamiento
—por llamarlo de alguna manera— es el «leiv motiv» de
toda su argumentación. Veamos como lo explica: «Es
sabida la forma en que se articula la organización de la

8. 06. cit., pág. 33.

94
familia con la de los diferentes modos de producción.
Pero no nos sería posible concluir de ello que las muje-
res constituyen una clase social (explotada por los hom-
bres) más que con la doble condición de confundir tas
relaciones de dominación y las relaciones de explotación,
por una parte, y reducir a una sola categoría la extracción
del sobretrabajo de las mujeres a través de los tiempos.»
(El subrayado es mío.)
A continuación Amin decide que el terrible destino de
las femenistas que confunden la extracción del sobretra-
bajo con la explotación, que correlacionan la dominación
con la explotación, y que abren «la puerta a los extravíos
psicologistas o biologistas, fundados en unos mitos de
origen» es «ir en detrimento de la liberación real de las
mujeres, tal como Eynard, Stuckey y yo mismo creímos
poder describirla». Muy señores nuestros.
Solamente él, y esos señores, pueden situar el proble-
ma. «El modo de producción doméstico no explica nada
(el que lo explica todo es él). Vale más no abusar de los
términos (¿podremos usarlos?). La confusión provie-
ne de una reducción de todas las relaciones de extracción
de excedente.» Pues sí, señor Amin, precisamente se trata
de eso. De que la extracción de excedente se llama ex-
plotación, y que la dominación de los hombres sobre las
mujeres se realiza fundamentalmente, como toda domi-
nación, para la extracción del excedente que éstas pro-
ducen. Y que por tanto los unos constituyen una clase do-
minante y las otras una clase dominada.
Amin remata. «El pretendido modo de producción do-
méstico procede de una confusión de los planos sexos/
clases (¿podría decirnos entonces que son los sexos?) asi-
milando la división del trabajo entre sexos a la división
del trabajo sobre la que se funda la diferenciación de las
clases. En realidad ese concepto proviene de la ideología
burguesa, más exactamente, de la ideología del feminismo
burgués.» Asimilar la división del trabajo entre sexos a la
de las clases es una aberración para él. Quizá piense que
ser una mujer explotada por un hombre es mucho más
grato que ser obrero explotado por el patrono. Supongo
que Amin lo estima así por el «goce» de tener al explo-
tador además en la cama.
Siguiendo con la crítica que Samir Amin le dedica a
Meillassoux, escribe: «No existe ni control del sobrepro-
ducto, ni control de los medios de producción», y el con-

95
trol de la fuerza de trabajo (¿y qué será la fuerza de tra-
bajo?) opera a través del de las reproductoras (y aclara)
«las mujeres». ¿Y quién ejerce ese control sobre las mu-
jeres reproductoras? ¿quién ejerce el control sobre la
fuerza de trabajo producida por las mujeres? ¿Y quién
se beneficia del plus trabajo que supone la reproducción
de la fuerza de trabajo?
Samir Amin tiene respuesta para todo. Porque el error
de Meillasoux para él consiste en que «confunde las rela-
ciones de cooperación y de dominación, establecidas ya a
un cierto nivel (¿las confunde entre sí?, pues es necesario
estar ciego señor Meillasoux) y las relaciones de explota-
ción no establecidas todavía». Gravísimo error, pero que
viene propiciado porque «el consenso (¿de quién?) acepta
la gerontocracia (¡que fino!) porque permite la coope-
ración necesaria». Ya se sabe que a la prostitución, a la
exacción del trabajo excedente y a las maternidades cons-
tantes se las llama «cooperación». Pero todo ello es por-
que «la ausencia de clases sociales no significa necesaria-
mente sociedad idílica». Pues mire usted, no nos habíamos
dado cuenta.
Y como creíamos que sí, que la sociedad idílica impli-
caba la ausencia de clases, cuando nos enteramos que en
las sociedades primitivas las mujeres trabajan más que
los hombres, y que éstos disponen de su sobretrabajo, de
sus hijos y de su sexualidad —un número que iguala el
veinte por ciento de todas esas sociedades practica la
poligamia— decidimos que lo que les pasa a las mu-
jeres es que están explotadas. Claro está que tan sen-
cilla conclusión no puede ser aceptada ni por los antro-
pólogos, ni por los economistas, ni por los políticos. Las
consecuencias serían excesivas para ellos. Tanto que ni
Samir Amin, ni «tutti cuanti», han podido aceptar la de-
finición de la mujer como clase.
Haciéndonos el favor de siempre, los hombres de de-
rechas nos han cualificado del bello sexo o del sexo dé-
bil, de las brujas o de las santas, de las madres y esposas,
o de las hijas y amantes, de prostitutas o de dechados
de virtud. Hoy los de la izquierda no son mucho más ama-
bles que aquéllos. Dice Olivia Harris que durante la pri-
mera mitad del siglo xx las mujeres fueron paulatina-
mente olvidadas en los escritos antropológicos y «la so-
ciedad» se veía cada vez más como un asunto exclusiva-
mente masculino: las mujeres fueron denominadas «in-

96
tersticiales», «marginales», «intermediarias». (Quizá pre-
ferimos ser brujas que únicamente un insterticio.) y tan
apreciativa definición se convierte en ciencia cuando el
señor Lévy-Strauss explica que el intercambio de mujeres
por los hombres, y su subordinación lógica a ellos, es la
condición «sine qua non» para la existencia de la socie-
dad con su bonito tabú del incesto. Ya sabemos que «las
estructuras elementales del parentesco» «son unidades de
hombres entre las que circulan las mujeres más con la
categoría de objetos que de seres humanos». 9 Y a seme-
jante descripción de las condiciones en que viven las mu-
jeres en los albores de las sociedades humanas, se tiene
el descaro de llamarle «comunismo».
La polémica discurre —entiéndase literalmente el tér-
mino de discurso— por los caminos más abruptos para
los que no existen pasos transitables. Véase, para com-
pletar el apartado, dos muestras, ambas igualmente sig-
nificativas, del prejuicio que ostentan nuestros estudiosos
contra una teoría científica de la explotación de la mujer.
Judith Astelarra, profesora de la Universidad Autóno-
ma de Barcelona, escribe en la ponencia presentada a las
Jornadas de Debate sobre el Patriarcado y Modo de Pro-
ducción: «de modo general podríamos definir el patriar-
cado como las relaciones sociales de la reproducción hu-
mana que se estructura de modo tal que las relaciones en-
tre los sexos son relaciones de dominación y subordina-
ción. Esto implica que la mujer ha perdido el control
sobre su trabajo, sobre su sexualidad y sobre su capaci-
dad reproductiva.» Bien ¿se puede pedir más? No se tra-
ta de un «lapsus lingüe», la autora se ratifica unas líneas
más adelante. «Los hombres controlan la fuerza de tra-
bajo de la mujer y su capacidad reproductiva. Al hacerlo,
también controlan la sexualidad de la mujer unificando
sexualidad y reproducción y alienándola de su propio
cuerpo.» Parece que está todo dicho, mas, ¡oh, no!, la
autora tiene un pero, un importante pero, para desauto-
rizar la peregrina idea de que la mujer, sufriendo en su
propio cuerpo todas las explotaciones que ella misma tan
crudamente ha expuesto, sea una clase explotada por el
hombre. Para ella, las relaciones de reproducción se con-
vierten en relaciones específicas de clase sólo cuando
aparecen las clases sociales. (Aunque no nos aclare en qué

9. Lévy-Strauss, Estructuras elementales del parentesco.

97
7
medida influyó en la condición de la mujer que los se-
ñores de la antigua Roma explotaran a los esclavos, o los
barones franceses del medievo a sus siervos.)
Para ella como para todos los autores de su misma
cuerda sejnejaixte^iamdictón es fundamental. Veamos para
Judith Astelarra por qué. Las tres explotaciones que to-
das las mujeres sufren, explotación reproductiva, sexual
y productiva, no las constituyen en clase porque «la mu-
jer de la nobleza no trabaja ni en la producción ni en el
trabajo doméstico. Aunque controla el trabajo de otras
mujeres esto no se puede considerar trabajo en el sentido
? clásico». ¿Qué creerá esta señoraT que es trabajo? ¿El
concepto clásico de AristotélesT"*v eamos, para Aristóteles
toda actividad humana que gaste energía y produzca bie-
nes de uso es trabajo. ¿Se refiere Astelarra quizá al sen-
tido mamario del término? No existe. Para un marxista
el concepto trabajo precisa para ser definido de un ape-
llido tal como trabajo explotado, trabajo creativo, trabajo
. alienante, plus trabajo, sobretrabajo. Es decir, todos los
cualificativos que dan sentido político y dialéctico al tér-
mino, no exclusivamente el sentido físico del mismo. Y
en fin, situémonos, tanto en el concepto aristotélico del
término, como en el marxiano, todo el que realiza una
tarea que consume energías y que produce bienes de uso,
trabaja. Por ello todavía resulta más Ridicula la frase
siguiente de Astelarra: «Si fuera así los capitalistas tam-
bién trabajan.» Sí señora, sí, los capitalistas también
trabajan. Con la única diferencia que les separa de los
obreros, de que aquéllos lo hacen para controlar el tra-
bajo de éstos, que les permite apropiarse de la plusvalía
que obtienen de su explotación y realizar la acumulación
constante del capital. Y cuando, añade, «el hombre noble
no se apropia, por lo tanto (no se sabe de donde deriva
tal conclusión) del trabajo de su mujer», necesitaríamos
saber quién es entonces el villano que lo hace. ¿O acaso
las mujeres nobles se apropiaban de los bienes produci-
dos por las sirvientas a las que controlaban?

Siguiendo pues con la misma autora, vemos que ha de


aceptar que «en cambio, el hombre noble sí necesita
controlar su capacidad reproductiva, básicamente para la
transmisión de la herencia». Bien, ¿y a eso cómo se le
llama? Misterio.
Abandonando por imposible la comprensión de las re-
laciones de producción y de reproducción entre el hom-
98
bre noble y su mujer, respecto a la familia campesina,
Astelarra tiene ideas más concretas: «el jefe de familia
se apropia tanto del trabajo como de la capacidad repro-
ductiva de la mujer». (Es de notar que de la sexualidad
nadie habla.) ¿Y bien?... Pues nada. A esta apropiación
continua del trabajo excedente de la mujer sistemática y
sancionada por las leyes y la costumbre, y mantenida por
la fuerza, no se le llama de ninguna manera. Porque Aste-
larra no tiene nombre para ella.
Continuando tan científico análisis, Astelarra se mo-
lesta en repetir los mismos manidos tópicos respecto al
modo de producción capitalista, igualando la suerte de la
mujer burguesa a la de la nobleza. Sólo hace una pequeña
concesión a los comienzos de la familia proletaria que
debería haber acabado para siempre con la domina-
ción de la mujer; pero que «actualmente parece haber
consolidado ésta en imitación de la moral burguesa», a
pesar de que la transformación de la familia campesina
en proletaria, «cambia las bases materiales que origina-
ron el control patriarcal anterior. La mujer ya no pro-
duce para el jefe de familia sino para el capital. Sus
hijos no son fuerza de trabajo que ha de ser usada por
el padre, sino que pasan a engrosar las filas de la fuerza
de trabajo que se vende en el mercado, otra vez, en pro-
vecho del capital». Y esta situación que le hizo predecir
a Engels (hace tanto tiempo que casi se le puede discul-
par) que con la familia proletaria desaparecería la opresión
de la mujer, Astelarra debe reconocer que no ha servido
para tan noble fin. Aunque ahora ella le echa la culpa a
«la legislación (sic), que reconstruye ¿ ? la dominación
de la mujer, en el terreno familiar, hijos, trabajo asala-
riado». En todo, vaya. Y «resulta claro que esta recons-
trucción (¿qué sería lo que se había destruido?) ayuda
tanto al capitalismo como al patriarcado». ¡Vaya por
Dios! Acepta también que «el mantenimiento de la mo-
nogamia, por ejemplo, y de la noción de jerarquía entre
hombre y mujer que permite al proletario detentar una
situación de poder en la familia no se explican sólo en
términos de las necesidades del capitalismo. Prueba de
ello es, entre otras cosas, el hecho de que el movimiento
obrero, especialmente en los sindicatos, contribuyó en
gran medida a la reconstrucción de la familia patriarcal,
negándose en forma sistemática a asumir las reivindi-
caciones de las mujeres trabajadoras por considerar que

99
su trabajo era sólo transitorio y que sus funciones na-
turales eran la de esposa y madre». Pues estamos fasti-
diadas...
¿Y qué hacer entonces? Echarle la culpa a la ideolo-
gía. «La persistencia de la subordinación sexual de la tra-
bajadora en la familia y la facilidad con que se recons-
truye la familia patrialcal (¡Pero qué manía! Si nunca
se destruyó) sugiere (le sugiere a ella claro) que el pa-
triarcado como una ideología que define el rol de la mu-
jer en la familia debe ser un componente importante
en los mecanismos que producen la perpetuación de las
relaciones patriarcales. Pareciera que esta ideología se
transmite de un modo de producción a otro a pesar de que
los mecanismos de control patriarcal varíen de uno a otro
y sean distintos también para cada clase social (no sé de
dónde lo saca).» Como indica la forma dubitativa en que es-
cribe Judith Astelarra, no está segura de su hipótesis. Fina-
liza diciendo que Julliet Mitchel insinúa partir del psicoa-
nálisis para desenredar el embrollo, y eso es todo. Aunque
es preciso reconocer que, sin embargo, es bastante mas
de lo que se obtiene en algunas discusiones con grupos
feministas y dirigentes de partido.
El idealismo ha hecho buena presa en nuestros teóri-
cos que se autodenominan marxistas. El ejemplo de Judith
Astelarra resulta enormemente significativo. Tras haber-
les seguido la pista a las causas materiales de la apro-
piación del trabajo excedente de la mujer, en la repro-
ducción y en el trabajo doméstico a través de diversas
épocas históricas (siempre falta la sexualidad), concluye
que la causa de esta evidente explotación es la ideología.
Allí donde el discurso dialéctico materialista llevaría a la
inevitable conclusión de que la explotación sistemática
de la mujer por el hombre la constituye en clase, a ella
le es preciso apelar a la superestructura (en un momento
dado habla de la legislación y en otro de la psicología),
para mantener el orden del discurso clásico: mujer y hom-
bre, dominación pero no explotación. Dominación deri-
vada por consiguiente de los mecanismos psicológicos
(¿perturbados, sádicos?) del hombre, y como modificar és-
tos es empresa tan ardua, sólo queda aceptar que apenas
nos cabe remedio a nuestra sempiterna desgracia.
Meillasoux es un ejemplo singular en esta polémica.
Mientras la Astelarra y Amin son representativos del más
extenso sector de opinión marxista sobre la condición

100
de la mujer, Meillasoux lleva su discurso analítico de las
condiciones materiales de existencia de las comunidades
domésticas hasta casi las últimas consecuencias. Recono-
ce que la mujer es el sujeto explotado en todas esas co-
munidades, aunque sólo pone el acento en la reproduc-
ción, pero ignora el trabajo productivo que en ellas realiza,
y se niega explícitamente a reconocer que las mujeres
constituyen una clase explotada en el modo de produc-
ción doméstico. Seguir el razonamiento de Meillasoux
constituye todo un suspense. La conclusión de este autor
al final de su obra 1 0 —y perdónenme esta larga cita ine-
vitable— es la siguiente:
«El papel social de la mujer (en las comunidades do-
mésticas), comienza en la pubertad, con la aparición de
sus capacidades potenciales de reproductora. Pero esta
cualidad de hecho, le es negada institucionalmente: sólo
el hombre posee la capacidad de reproducir el lazo so-
cial. La filiación sólo se realiza por su intermedio. La mu-
jer púber es así controlada, sometida, orientada hacia las
alianzas definidas por las obligaciones de su comunidad,
de manera que la procreación se realiza en el marco de
las relaciones de la filiación masculina.
«Casada, vale decir potencialmente fecunda, su con-
dición está subordinada a las reglas de devolución de su
descendencia. ...La subordinación de la mujer la vuelve
susceptible de dos formas de explotación: explotación de
su trabajo, en la medida que su producto pertenece al
esposo, quien asume la dirección del mismo o su trans-
misión al mayor, no le es entregado integralmente, explo-
tación de sus capacidades de procreación, en especial
porque la filiación, vale decir los derechos sobre la des-
cendencia, se establece siempre entre los hombres. La ex-
plotación directa de la mujer en la comunidad doméstica
está muchas veces suavizada por el hecho de que le es
permitido cultivar una parcela o una huerta de la cual
todo o parte del producto le pertenece. Pero el grado de
explotación de la mujer no sólo se mide por el tiempo de
trabajo que ella ofrece a la comunidad sin retribución, se
mide también por la fuerza de trabajo que ella recibe de
su descendencia, es decir del tiempo que sus hijos le de-
dicarán para subvenir sus necesidades... Desposeída de
derecho de sus hijos, las relaciones que mantiene con

10. Mujeres, graneros y capitales. Siglo XXI. Madrid 1978, pág. 112.

lOt
ellos no tienen un carácter compulsivo, como las que li-
gan a éstos con el padre. Abandonada por ellos carece de
recursos, sin hijos no puede, como el hombre adoptar una
descendencia. Estéril, adquiere sobre su antiguo aspecto
los rasgos de una hechicera. Muerta, sus funerales pasan
inadvertidos, salvo excepciones, sin acceder al rango de
ancestro.
»La subordinación al hombre de las capacidades re-
productoras de la mujer, la privación de su descendencia
en provecho de aquél, su incapacidad para crear rela-
ciones de filiación, se acompañan de una similar incapa-
cidad de la mujer para adquirir un "status" a partir de
las relaciones de producción. La mujer, pese al lugar do-
minante (aquí Meillasoux utiliza un término que le ho-
rrorizaría emplear para describir el lugar dominante del
proletariado en la producción capitalista) que ocupa a
veces tanto en la agricultura como en los trabajos do-
mésticos, no es admitida al "status" de productora. Al
estar sometida a sus relaciones de conyugalidad, las que
privan sobre sus relaciones de filiación, el producto de
su trabajo entra en el circuito doméstico sólo por inter-
medio de un hombre. Por esta causa queda excluida del
ciclo productivo de adelantos y restituciones que sólo
establece la relación colateral, no es en la comunidad de
su esposo, un ser libre.» n
Parece que Meillasoux haya tenido interés en describir
las condiciones de explotación de la mujer en todas las
sociedades y no solamente en las comunidades domésticas.
Y diríamos que se decanta definitivamente por aceptar la
explotación de clase de la mujer cuando añade. «Marx
tenía entonces razón al considerar que las mujeres cons-
tituían sin duda la primera clase explotada... Sería nece-
sario también discutir las tesis de Engels sobre "la de-
rrota histórica del sexo femenino**, que asocia con la apa-
rición de la propiedad mobiliaria entre los pueblos nó-
madas. La aparición de la propiedad privada aporta, cier-
tamente, cambios importantes en la condición de las mu-
jeres, tal como lo había presentido Engels, pero este so-
metimiento tiene, como vimos, causas más íntimas y más
lejanas.» Al concluir este párrafo casi celebraba la vic-
toria de haber hallado un autor, el primero, que aceptase
la condición de clase explotada de la mujer, tanto más

11. Obr. cit., págs. 111, 112, 113.


102
cuanto que cierra el capítulo con estas frases: «A la de-
pendencia de la colectividad respecto de la mujer para su
producción, se agrega la dependencia de los hombres para
su alimentación. En las sociedades agrícolas las esposas
están umversalmente dedicadas a la preparación del ali-
mento, a la manipulación de los productos agrícolas con
el objeto de hacerlos comestibles- La producción agrícola
permanece estéril si no se pone en las manos de una es-
posa para hacerla cumplir el ciclo metabólico del man-
tenimiento de la vida.» n Lo que es el colmo de su aliena-
ción. A la par que las mujeres son además de amas de
casa trabajadoras del campo desde el descubrimiento de
la agricultura.
Aceptada para la mujer, por tanto, la definición de cla-
se social explotada por el hombre, parecería superfluo
añadir cosa alguna (aparte de felicitarlo), al exhaustivo
estudio de Meillasoux, si no nos reservara, dos páginas
más adelante, la siguiente sorpresa:
«Las clases sociales no se forman a partir de catego-
rías, mayores o "menores" (trata aquí de la situación
de los varones menores en la comunidad doméstica) sino
mediante el dominio de comunidades enteras, constitui-
das orgánicamente, que conceden a todos sus miembros,
cualquiera que sea su edad, o su sexo, prerrogativas o
privilegios con relación de todos los miembros de las co-
munidades dominadas. Las clases no pueden reducirse a
categorías de edad o de sexo...» 13 Y con tan afortunada
frase Meillasoux ha desautorizado las 118 páginas ante-
riores de su estudio, dedicadas a analizar minuciosamente
las condiciones de explotación y de opresión de las mu-
jeres en las comunidades domésticas. La sorpresa es tan-
ta que resulta difícil de creer. Quizá un estudio psicoana-
lítico del rechazo que parecen los antropólogos y econo-
mistas para reconocer la explotación femenina aclararía
enigmas parejos al del razonamiento de Meillasoux.
En resumen, para finalizar, la polémica está planteada
en los términos ya vistos. Observemos la extravagancia de
que hacen gala los economistas, los antropólogos y los
políticos, todos han decidido (por fin), que es evidente,
y en consecuencia no hace falta negar, que de todas las
mujeres, de todas las áreas geográficas y en todas las

12. Obr. cit., pág. 115.


13. Obr. cit,, pág. 119.

103
edades los hombres obtienen trabajo excedente, en forma
de servicios sexuales, de la utilización de sus facultades
reproductoras y de su producción continuada de bienes de
uso en la agricultura, en la recolección, en la horticultura,
en la ganadería y en las tareas domésticas. Los mismos
teóricos reconocen que los hombres han establecido un
rígido y complicado sistema jurídico, filosófico, religioso
que establece una superestructura ideológica eficaz para
mantener la dominación sobre las mujeres, que se ejerce
tanto mediante la alienación ideológica de éstas como
con los medios coercitivos usuales extraeconómicos: to-
dos los hombres hacen víctimas a las mujeres de una
cruel opresión a todos los niveles: (entiéndase tanto el
familiar, como el sexual, de filiación o laboral). Y sin
embargo, todos los autores, después de tan clara expo-
sición de la condición femenina, están seguros de que la
mujer no puede ser una clase social y económica explo-
tada por el hombre.
Resolver esta polémica será tarea del movimiento fe-
minista en los próximos años. Hoy sólo quiero dejar sen-
tadas las bases del feminismo científico que le permitirán
a la mujer avanzar en el futuro hacia su necesaria libe-
ración.

104
CAPITULO Ul
QUÉ ES UNA CLASE SOCIAL

Sin embargo, no resulta incomprensible, desde su pun-


to de vista, la distorsión del análisis de clase de la mujer
realizado por los antropólogos. La confusión constante en-
tre la superestructura ideológica y la estructura económica
ha ocasionado las mayores extravagancias de los econo-
mistas y de los políticos. La identificación de ambas, el
análisis tanto de sus diferencias, como de sus puntos de
conexión, precisa de un largo y abrupto recorrido de in-
vestigación. Como ya sabemos «no hay camino real en la
ciencia, y sólo tienen posibilidades de llegar a sus cimas
luminosas los que no temen cansarse ascendiendo por
sus senderos escarpados». 14 Sólo a través de los dificul-
tosos senderos de la investigación desapasionada puede
desvelarse el entramado ideológico que como un espeso
y negro manto cubre la tragedia femenina.
Esa tragedia ignorada por todos los sabios que tanto
se permiten hablar de ella. Las explotaciones de las mu-
jeres, sus sufrimientos, el continuado genocidio a que
son sometidas por sus verdugos de siempre, todo ello
queda enterrado bajo el aluvión de conceptos religiosos
o amorosos, de páginas poéticas o de diatribas insul-
tantes.
Ni los madrigales ni las diatribas más coléricas per-
miten comprender la raíz del siniestro destino femenino.
Porque la «infraestructura técnico-económica sólo inter-
viene, la mayoría de las veces, en la medida en que marca
de manera indiscreta la superestructura de los matrimo-
niales y de los ritos...
«De manera tal que se conocen mejor los intercambios

14. Marx, prólogo de El Capital.

105
de prestigio que los intercambios cotidianos, las presta-
ciones rituales que los servicios banales, la circulación de
las monedas de la dote que las de las legumbres, mucho
mejor el pensamiento de las sociedades que su cuerpo».15
Es preciso descubrir, por tanto, el cuerpo de esa so-
ciedad, de ese primer modo de producción que utiliza a
las mujeres como fuerza de trabajo explotada, a cambio,
casi exclusivamente, de unos platos de legumbres, condi-
mentadas y cultivadas por ellas mismas, con la única com-
pensación de unos cuantos párrafos de desprecio. Descu-
brir ese cuerpo enfundado en múltiples ropajes, hara-
pientos unos y lujosos otros, para examinar sus músculos
y sus huesos y sus órganos desconocidos, sólo con cuyo
conocimiento seremos capaces de diagnosticar la enfer-
medad y de conocer el tratamiento.
Véanse al respecto las opiniones siempre actuales de
F. Engels que escribía a Joseph Bloch, el 22 de septiem-
bre de 1890: «Según la concepción materialista de la
historia, el factor determinante de la historia es, en úl-
tima instancia, la producción y la reproducción de la vida
real. Ni Marx, ni yo, jamás hemos afirmado otra cosa. Si
a continuación alguien retuerce esta proposición diciendo
que el factor económico es el único factor determinante
transforma nuestra proposición en una frase vacía y
aburrida.»
«Marx nos señala que el hecho de que todo sucede
"como si" las condiciones de reproducción del modo de
producción y de la sociedad —que aseguran la unidad y
la supervivencia de toda la comunidad y de cada uno de
sus miembros o grupos— dependieran realmente de la
existencia y de la acción de un Ser tribal imaginario, de
un Dios o de la persona de un déspota supremo que se
encuentra de este modo situado por encima de lo co-
mún, sacralizado. Existe, pues, en este caso una relación
a la vez real y fantasmagórica de los hombres con sus
condiciones naturales y sociales de existencia. Ahora bien,
lo que Marx afirma además es que hasta entonces han
permanecido impensados los mecanismos mediante los
cuales las condiciones reales de la vida revisten poco a
poco una forma etérea.» 16
15. Leroi-Gourhan Cit. Meillassoux, Mujeres, Graneros... Obr. cit.,
pág. 28.
16. Maurice Godelier, Economía, fetichismo y religión en tas
sociedades primitivas. Ed. Siglo XXI, Madrid 1978, págs. 6 y 11.

106
Todos los estudiosos del tema, que a sí mismos se
califican de marxistas, están de acuerdo en aceptar que
las condiciones del sojuzgamiento de la mujer no son
inherentes a sus peculiaridades fisiológicas ni biológicas,
rechazando así los argumentos en tal sentido esgrimidos
hasta ahora por los pensadores idealistas. Argumentos
biologistas que por su propio determinismo convierten
en inevitable la dominación de la mujer.17 En contra de
tales argumentos los marxistas se alzan afirmando que
tanto la división sexual del trabajo, como la opresión de
la mujer, son productos de la cultura y no de la natu-
raleza. Ninguna ley física inalterable obliga a las muje-
res a cultivar la tierra en las tareas más penosas, a rea-
lizar las labores domésticas y a someterse a la venta de
las esposas, a la infibulación, a la cliteridectomía o al re-
pudio. Esta evidencia obliga a Meillasoux a decir incluso
que la especialización de la mujer en relación a la pari-
ción y el amamantamiento «sólo explicaría el acoplamien-
to con miras a la reproducción, mientras que las mujeres,
una vez fecundadas, se bastarían económicamente y so-
cialmente a sí mismas». En consecuencia todas las ta-
reas llamadas femeninas y todas las circunstancias que
concurren en la esclavitud femenina desde el principio
de los tiempos, son producto del imperio de los hombres
sobre ellas «le son infligidas a las mujeres por imposi-
ción, todas son, por tanto, hechos de cultura que deben
ser explicados y no servir de explicación».18
Hora es de que los expliquemos.

El motor de la historia

Diríamos que para desarrollar una teoría es preciso


comenzar por el principio. Pero sabemos que lo difícil es
establecer cuál es realmente el principio. En el análisis
de la mujer como clase social, las preguntas se acumu-
lan. Veamos, ¿cuál es el principio: la clase o el modo de
producción? Resulta evidente que sin definir un modo de
producción nos encontramos con la disyuntiva de estable-
cer qué relaciones de producción se establecen entre los in-
17. En tal sentido tenemos la inefable obra de Goldberg, La
ineviíabilidad del patriarcado, para quien guste de los chascarrillos
científicos.
18. Meillassoux. Obr. cit,, pág. 38.

107
dividuos y cuáles son las fuerzas productivas fundamenta-
les en tal modo de producción, para que inmediatamente
se nos plantee el problema de decidir si lo determinante
son las fuerzas productivas o las relaciones de producción,
y cuál de estos dos factores son dominantes en el modo
de producción. Definiciones indispensables para recono-
cer a un grupo humano como clase social. De tal modo
que terminamos por donde hubiéramos empezado. Y
si en la multiplicación el orden de los factores no altera
el producto, en las ciencias sociales este axioma no es
cierto.
La alternancia de estos factores, al haber aplicado mé-
todos distintos de trabajo (evidentemente dependientes de
la ideología del autor), ha ocasionado las desdichas de
Godelier, de Terray, de Hindess y de Hirst. Entre estos
autores se ha desencadenado una estéril discusión bizan-
tina parecida a aquella en la que se debatió el número de
ángeles que cabían en una cabeza de alfiler. Como ironiza
Marshall Sahlins, «esta desgraciada coyuntura de verdades
parece dejar a la antropología en la posición de un inge-
niero de ferrocarriles del Estado de Connecticut, donde
existe una ley escrita que determina que dos trenes cuyo
desplazamiento se verifique en direcciones contrarias y
por vías paralelas deben detenerse por completo cuando
llegan uno a la altura del otro, y ninguno de los dos
puede reanudar la marcha hasta que el otro se haya per-
dido de vista».19 El propio Shalins se debate entre las
mismas dudas metodológicas semejantes a la pregunta de
un notable antropólogo social: «¿Cuál es el sentido de
someter a comparación una sociedad a la que primero no
se haya comprendido hasta en sus detalles más mínimos?»
y lo que repuso otro colega «¿Cómo puedes comprender
una sociedad a la que primero no hayas comparado?» 20
Así, mientras Terray y Meillasoux deciden que los pro-
cesos técnicos de una sociedad son los determinantes de
su modo de producción, de su posterior evolución y trans-
formación, y son ellos por tanto los que marcan las
pautas del desarrollo de la sociedad y de las relaciones
de producción, Hirst y Hindess se muestran indignados
por semejante mecanicismo y afirman que sólo las rela-
ciones de producción son las determinantes del modo de

19. Economía de la Edad de Piedra, pág. 90.


20. Ídem., pág. 90.
tQ8
producción y en consecuencia de su evolución y de su
transformación. Simultáneamente Godelier realiza un lar-
go análisis de las estructuras del parentesco de los Goro
para demostrarle a Terray que en un mismo modo de
producción se reúnen y combinan diversos procesos de
producción y de trabajo, y que resulta absolutamente ina-
ceptable llamarle modo de producción al proceso de tra-
bajo cazador o recolector o agricultor. Error para él gra-
vísimo que permite, tanto a Terray como a los «jóvenes
antropólogos marxistas», pensar en un modo de produc-
ción «de las mujeres» y otro «de los jóvenes», cuestión,
que, como se observa, sólo puede desembocar en afirmar
que la mujer es una clase social. ¡Oh, tremendo error!
para el que Godelier sólo tiene su más grande desprecio. 21
Por supuesto ninguno de los antropólogos citados par-
te en su estudio del concepto de la mujer como clase.
El modo de producción, las relaciones de producción y
las fuerzas productivas consumen todo su tiempo. Y ello
es así porque en vez de estudiar sociedades dinámicas se
limitan a diseccionar maquetas de sociedades, que por su
propio estatismo permiten cualquier clase de desmem-
bramiento. Para reunir los pedazos de una maqueta, api-
lando los techos de las casas por un lado y las paredes
por otro, no resulta fundamental el problema metodoló-
gico. Se comience por donde se quiera, al final siempre
tendremos montoncitos iguales de techos y de paredes en
perfecto alineamiento. Las desgracias de estos antropólo-
gos se suceden porque, aunque ellos no quisieran, están
trabajando sobre materia viva, sobre sociedades humanas
en funcionamiento, sobre individuos en movimiento, que
continuamente se escapan física y psicológicamente a la
supuesta autopsia que los antropólogos pretenden reali-
zar en vivo sobre ellos. En resumen los autores marxis-
tas han olvidado el axioma fundamental de la dialéctica
marxiana que se encuentra en la primera página del Ma-
nifiesto Comunista: «La historia de todas las sociedades
hasta nuestros días es la historia de las luchas de clases.»
Es imprescindible partir, en el estudio teórico de los
modos de producción, de la definición y análisis de la
clase. Marx nos explica que toda la historia debe ser

21. Mauríce Godelier. «Modos de producción, relaciones de paren-


tesco y estructuras demográficas». Análisis marxistas y antropología
social. Editorial Anagrama, pág. 33, Barcelona 1977.

109
contemplada como la historia del enfrentamiento entre
las clases, y en consecuencia el concepto de clase es el
que otorga la dimensión exacta a todos los otros concep-
tos: modo de producción, relaciones de producción, fuer-
zas productivas, superestructura ideológica. En ello estoy
con Terray, que a su vez se remite a Poulantzas, cuando
dice que «en el terreno de las relaciones sociales, la cla-
se es el producto de la acción conjugada de diferentes es-
tructuras —económicas, políticas, ideológicas— cuya com-
binación constituye un modo de producción y una for-
mación social determinada».22 Aunque ello no le impida
más tarde poner exclusivamente el acento en el desa-
rrollo de la técnica para explicar el desarrollo de las fuer-
zas productivas. Pero este autor es también, y es preciso
así reconocerlo en su honor, el que más se aproxima a
estimar a la mujer como una clase social, y a ello le
lleva únicamente haber aceptado que la clave de la his-
toria social es la de sus luchas de clases, mientras los
restantes autores siguen perdidos en los laberintos de sus
fuerzas productivas y de sus modos de producción. Incluso
hay quienes como Hindess y Hirst son mucho más des-
dichados al decidir que la ideología es el timón de todas
las sociedades sometidas al modo de producción doméstica.
Desdichas que veremos más adelante.

22. «Clases y conciencia de clases en el Reino Abori de Gyaman»,


Análisis marxistas y antropología social, pág. 107, cit.

1Í0
CAPÍTULO IV
CLASE Y LUCHA DE CLASES

Remitirse a Poulantzas implica reproducir partes ex-


tensas de su obra, especialmente Las clases sociales en el
capitalismo actuálP ¿Cuál es la tesis más importante de
Poulantzas en este tema, que le hace firmemente leninista
y al mismo tiempo, por tremenda paradoja, enormemente
heterodoxo? Su importante afirmación de que «la lucha de
clases y la polarización no pueden circunscribir conjun-
tos al lado o al margen de las clases, sin adscripción de
clase, por la simple razón de que esta adscripción de
clase no es otra cosa que la lucha de clases, y que esta
lucha no existe más que por la existencia de lugares de
las clases sociales: sostener que existen grupos sociales
externos a las clases, pero en la lucha de clases, no tiene
estrictamente sentido alguno».
Así la argumentación de los dirigentes políticos de la
izquierda de hoy es que la mujer no constituye por sí
misma clase alguna porque en realidad pertenece a esos
sectores del país, como Poulanztas describe, destinados
a su eliminación entre las fuerzas productivas, tales como
los artesanos o los pequeños propietarios campesinos.
Afirmación que conlleva a aceptar que las mujeres, tanto
como reproductoras como amas de casa, ya no tienen pa-
pel específico que cumplir en nuestra sociedad (dispara-
te que todavía nadie se ha atrevido a afirmar), aunque
como es evidente, sí lo tuvieron en épocas pretéritas, en
las sociedades llamadas hasta ahora primitivas o comu-
nistas.
Por tanto, para iniciar el análisis de cualquier modo

23. Ed. Siglo XXI. Madrid 1977, pág. 187.

111
de producción es fundamental hacerlo desde la óptica
del concepto de clase y por supuesto del de la lucha
de clases. Las clases sociales no existen «sino como
lucha de clases, recubriendo los lugares de las clases so-
ciales las prácticas de clase (las relaciones sociales)».2*
Es decir, en otras palabras, es preciso estudiar las so-
ciedades humanas y sus modos de producción, las rela-
ciones de producción y de fuerzas productivas, bajo el
primero y fundamental prisma: el de la lucha de clases.
Referida ésta en el período histórico que deseemos, sabre-
mos definir a continuación el modo de producción en que
se encuentran insertas, y las restantes condiciones que se
derivan de ellas. Entendamos pues que no pueden existir
clases primero como tales, para entrar más tarde en la
lucha de clases. Las clases se forman precisamente en la
lucha entre ellas. Es el mecanismo de extracción del pro-
ducto excedente y la explotación a que se halla sometida
lo que convierte a una clase en explotada y a otra en
explotadora, «Las clases sociales significan para el mar-
xismo, en un único y mismo movimiento, contradicciones
y lucha de clases; las clases sociales no existen primero,
como tales, para entrar después en la lucha de clases.
Las clases sociales cubren prácticas de clases, es decir
la lucha de clases, y no se dan sino en su oposición.» a
Por ello es preciso partir del concepto de clase social
y de la lucha de clases para poder determinar el exacto
lugar que ocupa la mujer en cualquier organización so-
cial. Sólo a partir de su cualificación como clase, del lu-
gar que ocupa en la producción de bienes, y del trabajo
excedente que le es sustraído por la clase antagónica,
podremos conocer el modo de producción doméstico y
por ende las relaciones de producción con la clase anta-
gónica. Lo imposible es intentar partir del conocimiento
de los datos reunidos por los antropólogos sobre las di-
versas comunidades primitivas, para intentar posterior-
mente clasificarlos, apilándolos en montoncitos, según la
metodología de cada autor, y de los múltiples montonci-
tos deducir la categoría del modo de producción, de las
relaciones de producción y de las fuerzas productivas. Tal
esfuerzo obtiene el mismo resultado que pretender doblar
la península Ibérica empezando por una punta.

24. Poulantzas, obr. cit., pág. 186.


25. Foulantzas, obr. cit., pág. 133.

112
Iniciemos pues el camino a partir de la definición de la
clase social, para lo cual no nos es preciso conocer nin-
gún dato, ni cercano ni remoto, sobre las costumbres de
los papúes o de los bantués o de los bosquimanos, que por
otro lado, una vez conocidas podrían ser inútiles, puesto
que las de los cherokees las desmentirían inmediatamente,
o las de los iroqueses o la de los cheyeenes. Y en el su-
puesto de que todas coincidieran, los antropólogos cono-
cen cientos de sociedades más que en cualquier momento
pueden desmentir cualquiera de las conclusiones obteni-
das por otros especialistas en el curso de años de innu-
merables fatigas.
Aquí estoy haciendo teoría y en consecuencia es pre-
ciso partir de definiciones universales para proseguir por
el mismo camino de investigación. Estoy tratando del
pensamiento abstracto e inductivo en los difíciles sende-
ros de la ciencia. La técnica de los trabajos de campo
entre los melanesios o los boroki quede para otra clase
de estudiosos.
«Las clases sociales, nos dice Lenín, son grandes gru-
pos de hombres que se diferencian entre sí por el lugar
que ocupan en un sistema de producción históricamente
determinado, por las relaciones en que se encuentran fren-
te a los medios de producción, por el papel que desem-
peñan en la organización social del trabajo. Y en conse-
cuencia por su capacidad de recibir su parte de riqueza,
así como por la amplitud de esta parte.» Esta definición
incluye todos los elementos suficientes para definir un
grupo humano (la palabra hombres sigue utilizada aquí
genéricamente para los dos sexos) y en realidad no son
precisos más conceptos. Quienes los buscan están tam-
bién buscando los tres pies del gato.
Bien es cierto que Poulanztas introduce el ingrediente
ideológico, estimándolo de suficiente importancia como
para no ser desechado, pero no corrige con ello la defini-
ción clásica, aunque así lo hayan querido ver los que
rechazan la definición de la mujer como clase. Cuando
Poulanztas dice que «las clases sociales son conjuntos de
agentes sociales determinados principalmente, pero no
exclusivamente por su lugar en el proceso productivo,
es decir, en la esfera económica. En efecto, no se debe
deducir del papel principal del lugar económico que éste
baste a la determinación de las clases sociales. Para el
marxismo, lo económico desempeña en efecto el papel

113
8
determinante en un modo de producción y en una forma-
ción social, pero lo político y la ideología, en suma la su-
perestructura, tienen igualmente un papel muy impor-
tante».26 no está contradiciendo a Lenin, como resulta evi-
dente. Por otro lado sobre esta condición de lo ideológico
que conforma el sometimiento de la clase explotada y el
poder coercitivo de la clase dominante, no resulta difícil
ponerse de acuerdo con todos los autores. Son, en cam-
bio, las condiciones de la estructura económica, el lugar
que los individuos ocupan en la producción, las relacio-
nes de producción que sostienen con la clase antagónica,
y el modo de producción que contiene los antagonismos
de las clases, y de qué forma una clase se apropia del
producto excedente de la otra y reparte la riqueza
producida, estas cuestiones y no otras son las que
necesitan conocerse para descubrir el papel social de la
mujer y por ende su futuro revolucionario en la sociedad.
Las cuestiones religiosas y jurídicas apenas merecen en
el día de hoy una referencia breve. En todo caso para
reafirmar lo evidente: que el papel de la superestructura
ideológica es decisivo en el sometimiento de la clase mu-
jer a su antagónica: el hombre.
Es cierto que con Lukács hemos de admitir que una
clase social «es necesario primeramente tomarla como
una totalidad concreta y toda totalidad concreta no pue-
de concebirse más que gracias a la dialéctica que la re-
construye como unidad en la multiplicidad», y, en conse-
cuencia, que uno de los elementos constitutivos de esta
unidad es la conciencia de clase. Concepto éste de im-
portancia extrema en la lucha de clases y en el proceso
revolucionario de una clase explotada por transformar la
sociedad en que está inserta. Pero de este tema me ocu-
paré en un próximo capítulo.
En éste lo definitorio es:
a) Que el desarrollo de las sociedades se produce a
través de la lucha de clases y en consecuencia que el es-
tudio de los modos de producción pasa irremediablemente
por la comprensión de la lucha de las clases en el momento
histórico determinado. 27

26. Poulantzas, obr. cit., pág. 13.


27. «Combatiendo y luchando unas contra otras, las clases en
sí se transforman en sujetos históricos aptos en cuanto tales para
la reflexión y la iniciativa. Pero, según los modos de producción,
esta transformación puede ser más o menos profunda, más o rae-

114
b) Que es preciso, por tanto, para comprender cual-
quier modo de producción, partir del conocimiento de las
clases sociales que en él se hallan insertas y la dialéctica
de la lucha de clases antagónicas.
c) Que el conocimiento de una clase social parte de
situarla. Situarla en el lugar que ocupa en la producción,
en las relaciones de producción que sostiene con las otras
clases sociales y en especial con la que le sea antagónica. 28
d) Que cualquier modo de producción está determi-
nado por el desarrollo de las fuerzas productivas, enten-
diendo necesariamente, en este punto, que no se trata
únicamente de la técnica de los procesos de trabajo, aun-
que éstos sean a su vez importantes, sino del conjunto
de todas las fuerzas productivas, de las cuales la funda-
mental es la fuerza de trabajo humana. Y que al mismo

nos durable. Tales variaciones no son arbitrarias, sino que están


en función de la naturaleza de las relaciones de producción básicas
del m o d o de producción considerado. Dicho de o t r a manera: el
m o d o específico en que el excedente de producido, extraído y dis-
tribuido, la forma específica que toma la relación de explotación,
determina n o sólo la naturaleza de las clases existentes, sino tam-
bién su capacidad p a r a organizarse y actuar como clases, las for-
mas y la intensidad del enfrentamiento.» E m m a n u e l Terray, Análisis
marxista y antropología social. Textos copilados p o r Maurice Bloch.
Ed. Anagrama. Barcelona 1977, pág. 114.
28. El m o t o r y la finalidad de la actividad social n o sólo es la
creación de valores de u s o necesarios p a r a la vida de la sociedad,
sino también el mantenimiento y la consolidación de las relaciones
sociales dentro de las cuales esa creación se lleva a cabo. Marx
escribió acerca del m o d o de producción capitalista:
»"... si el m o d o capitalista de producción presupone la existencia
de esta forma social definida de las condiciones de producción, en-
tonces h a de reproducirla continuamente. Produce n o solamente
los productos materiales, sino que también reproduce constante-
m e n t e las relaciones d eproducción en las cuales aquéllos son pro-
ducidos."
«Las superestructuras aparecen, p u e s , como las condiciones polí-
ticas e ideológicas p a r a u n a reproducción regular de estas relacio-
nes de producción.
»Desde la época de la redacción del p r i m e r libro de "El Capital",
Marx protesta de hecho c o n t r a las interpretaciones del materialismo
histórico que restringen su aplicación a las sociedades dominadas
p o r la producción capitalista. Si acogió con t a n t o entusiasmo la
publicación, en 1877, de la obra de Morgan, Ancient Society, fue
sin d u d a porque, en su opinión, este libro d e m o s t r a b a en la prác-
tica la vocación universal de la nueva ciencia y su a p t i t u d p a r a
exolicar el conjunto de la evolución social e histórica de la huma-
nidad.» E m m a n u e l Terray, Análisis marxistas y antropología social,
Textos copilados p o r Maurice Bloch. Ed. Anagrama. Barcelona 1977,
página 105.

115
tiempo las relaciones de producción entre las clases an-
tagónicas son las dominantes en el modo de producción.
e) Y en consecuencia, que un modo de producción se
transforma o desaparece cuando el desarrollo de las fuer-
zas productivas resulta excesivo para las relaciones de
producción que las dominan.
El estudio de estos apartados me ocupará el presente
capítulo.

1. El lugar en la producción

Partiendo de la definición le Lenin, el primer con-


cepto a analizar es el lugar que la mujer ocupa en
la producción. Y entendamos claramente esta propo-
sición. Decimos lugar que ocupa en la producción. Es
decir, el trabajo que realiza, el excedente que produce
y su contradicción con la clase antagónica que le ex-
trae ese excedente y en consecuencia sus relaciones
de producción con la otra clase. Lo que significa que el
lugar que ocupa en la producción no puede confundirse
con el que tiene respecto a la propiedad de bienes- Y aun-
que en este punto las discusiones se agriarán, recordando
la consigna socialista de socialización de los bienes de
producción, la confusión que rodea a esta cuestión es
definitiva. La consigna partidaria quiere explicar la nece-
sidad de expropiar a los capitalistas de la propiedad de
sus fábricas. Es decir de socializar todos los bienes de
producción capitalista. Pero nadie entendería por tal cosa
que al carpintero que trabaja solo en su taller se le socia-
lizara el cepillo y la sierra, o al campesino que trabaja
su explotación familiar se le socializara el arado y la
azada. Porque lo fundamental en la comprensión de la
lucha de clases es que el lugar que ocupan en la produc-
ción es el que las define como explotadoras o como ex-
plotadas, como dominantes o como dominadas. Y así es
diariamente posible que una mujer posea fábricas, tierras
y pisos, y sea su marido —que no tiene bienes de for-
tuna propios— quien las administre, quien organice la
producción fabril y quien explote a los obreros, reduciendo
a su esposa a una situación de dependencia de él e incluso
de miseria. Este tema será necesario ampliarlo en el
capítulo de mujer burguesa.

Por otro lado la confusión consiguiente sobre los con-

116
ceptos de lugar en la producción o en la propiedad, lle-
varía a pensar que puesto que el ama de casa posee la
escoba, la aspiradora y el estropajo, es, por ello mismo,
una clase poseedora de medios de producción.
Es preciso por tanto entender que el acento ha de
ponerse en la división social del trabajo, en él lugar que
ocupan los individuos en la producción. Lugar condiciona-
do por las relaciones de producción que se establecen
con la clase antagónica. Poulantzas supo poner este acen-
to en cuanto se reñere a la clasificación de los trabajado-
res de la burocracia o de las profesiones científicas o
intelectuales. Hoy es preciso situar a la mujer.
Sobre este tema, refiriéndose a la controversia sobre
los empleados de «cuello blanco» —la interminable polé-
mica sobre las clases medias, tema que inquieta profunda-
mente a Poulantzas— Enrique Gomariz,29 señala, respecto
a la teoría en torno de las clases sociales que las dificulta-
des enormes que continuamente comporta, derivan de «1)
identificar el crecimiento de una masa social más o me-
nos homogénea, uniformada toda ella con su cuello blan-
co, y 2) continuar manejando a pesar del reconocido pro-
ceso de burocratización del mundo, criterios referidos a
la propiedad como únicos índices del lugar que ocupa
cada grupo en el proceso de producción». Estos dos erro-
res se cometen tan pertinazmente respecto a la mujer
que no permiten construir una teoría correcta.
No sólo resulta absolutamente pueril identificar a las
mujeres de los burgueses con las joyas que lucen a veces
(el cuello blanco de los empleados), sino que incluso ese
criterio de propiedad tampoco tiene ninguna razón de
ser en cuanto se refiere a la mujer, puesto que las cifras
de la propiedad respecto a la mujer son patéticas. El
informe elaborado por la OIT, en relación al Decenio de
la Mujer, cuyos actos conmemorativos de los primeros
cinco años se celebraron en 1980 en Copenhague, explica
que las mujeres (del mundo entero) que trabajan los dos
tercios de las horas trabajadas (en el mundo entero),
no perciben, sin embargo, más que la décima parte de
los ingresos mundiales, y no poseen más que la centésima
parte de los bienes mundiales. ¡Eh, bien!
En consecuencia, repitamos: las mujeres que consti-

29. Las clases sociales después del neocapitalismo. «El Viejo


Topo», extra 8.

117
tuyen un dos por ciento más de la mitad de todos los
individuos de la tierra, trabajan las dos terceras partes
de las horas de trabajo, de modo que del total de hom-
bres más de dos terceras partes no trabajan, sino que
por el contrario se apropian del trabajo de las mujeres.
Trabajo por el que éstas perciben la décima parte de los
ingresos y en razón del cual únicamente adquieren la pro-
piedad sobre la centésima parte de los bienes. Es decir,
en otras palabras, el setenta por ciento de los ingresos
obtenidos con el trabajo de las mujeres son apropiados
por los hombres, y el noventa por ciento de los bienes son
adquiridos por los hombres gracias al trabajo excedente
extraído a las mujeres.
¡Y en estos datos no se incluyen cifras ninguna sobre
la reproducción y la sexualidad! La OIT se refiere exclu-
sivamente a la producción de bienes materiales. Los hijos
y las gratificaciones sexuales han de entenderse propor-
cionadas por las mujeres siempre gratis. La mujer cons-
tituye la clase social más exhaustivamente explotada. Las
mujeres constituyen el más numeroso de los grupos hu-
manos, que ocupa un lugar determinado históricamente
por la división sexual del trabajo en el modo de produc-
ción doméstica: únicamente a ella le compete la reproduc-
ción y el mantenimiento de la fuerza de trabajo humana,
la realización de las tareas domésticas, la satisfacción se-
xual del hombre, y su trabajo excedente es apropiado por
el hombre, para lo cual la domina y la oprime mediante
toda clase de medios económicos y extraeconómicos, ta-
les como la segregación de una ideología alienante. Este
gran grupo social, se encuentra en todos los sistemas so-
ciales, oprimido por los hombres de todas las restantes
clases sociales, relacionado con ellos en régimen de servi-
dumbre, y destinado a un lugar determinado e inamo-
vible en la producción: la reproducción y el mantenimien-
to de la fuerza de trabajo humana, la realización de las
tareas domésticas, la prestación de servicios sexuales y
la producción de las dos terceras partes de la producción
de bienes en la división social del trabajo. ¡Y todavía di-
rán que las mujeres no son una clase social explotada!

2. El pecado original de ta explotación femenina


Marx: «La familia moderna contiene en germen, no
sólo la esclavitud (servitus), sino también la servidumbre,

118
y desde el comienzo mismo guarda relación con las car-
gas en la agricultura. Encierra, "in miniatura", todos los
antagonismos que se desarrollan más adelante en la socie-
dad y en su Estado.»
«...Para asegurar la fidelidad de la mujer y, por con-
siguiente, la paternidad de los hijos, cuando éste la mata,
no hace más que ejercitar su derecho.» M
Hasta Marx la explicación inculcada por nuestros an-
tecesores acerca del destino femenino no va más allá del
breve relato bíblico de Adán y Eva. Los filósofos insistie-
ron, con éxito hay que reconocerlo, en afirmar que si
durante un millón de años resultó cierta la maldición di-
vina, y la mujer debió sujetar su concupiscencia a la del
varón y parir con dolor para poblar la tierra, se debía
al reparto que el Altísimo había hecho respecto a las
tareas de nuestros padres, en razón del cual las cargas
sociales se distribuían equitativamente. (A este respecto
resulta sumamente instructivo repasar las afirmaciones
de los antropólogos sobre la reciprocidad, la redistribu-
ción y la solidaridad en las comunidades domésticas, que
parecen basadas en el relato bíblico.) Nadie paraba mien-
tes en que mientras el varón jamás llegó a parir ni a ser
violado, las mujeres cumplieron con su maldición y con
la del varón, realizando durante la historia las tareas
productivas en esa medida que la OIT acaba de expli-
carnos. Y si bien, como remarca Marx, unos hombres
trabajan cada vez más por menos salario y otros no tra-
bajan en absoluto, apenas existen mujeres de esta última
categoría, y mientras todas las mujeres prestan sus ser-
vicios sexuales y se reproducen con dolor, dos tercios de
los hombres y no todos ricos como es de suponer, no
trabajan en absoluto.
Porque en esta condición y no en otra se encuentra la
clave de la explotación femenina y su definición de clase.
Lo patético en el destino de la mujer es que cuando la fá-
bula mosaica se desprestigia y el materialismo invade el
razonamiento filosófico, no por ello las mujeres obtiene
ventaja alguna de dejar de creer en Dios. Los hombres sí,
espabilados por los líderes socialistas, espantadas las
creencias en brujas y en maldiciones, se preguntan por qué
unos cuántos han de trabajar para todos los demás, y las

30. Federico Engels, El origen de la familia, la propiedad pri-


vada y el estado. Ed. Ayuso. Madrid 1972, pág. 57.

119
consecuencias de estas preguntas son de todos conocidas.
Mientras, las mujeres siguen pariendo, violadas por los
hombres, trabajando en el lugar de éstos y sosteniendo el
mundo por su base. Ellas y sólo ellas mantienen el modo
de producción doméstico, y en el día de hoy lo hacen por
«causas naturales», o por «solidaridad» o por «la igualita-
ria distribución de las tareas» que consiste en que ellas
realicen el mayor trabajo excedente y los hombres se lo
apropien. En el mundo entero. Desde la prehistoria hasta
el siglo xx. Desde el África Oriental hasta la República
Democrática Alemana.
Y ello sucede porque son las mujeres las que se re-
producen.
Si aceptamos, como acentúan todos los autores, que no
son las condiciones biológicas las que determinan la opre-
sión de al mujer, sino las culturales, es preciso también en-
tender que son esas condiciones biológicas y no otras, las
que han determinado el subsiguiente e inmediato montaje
cultural. La capacidad reproductora femenina es la causa
y el principio —ese principio nunca encontrado en la po-
lémica sobre las fuerzas productivas y las relaciones de
producción— tanto de la sociedad humana como de la
explotación femenina. La capacidad reproductora consti-
tuye la primera fuerza de trabajo, el origen de toda vida y
de toda sociedad humana, la posibilidad de existencia
material y de creación superestructural. Es la capacidad
reproductora de la mujer la que la condena al sufrimien-
to y a la muerte —para mantener con vida el cuerpo so-
cial— y es esa capacidad la que el hombre explota exhaus-
tivamente, de cuyo producto se apropia, de cuyo rendi-
miento se hace amo, sobre cuyo trabajo asienta su do-
minio en el mundo. Apoderándose del vientre femenino,
controlando su actividad cada nueve meses, exigiendo su
tributo a su masculinidad, imponiendo por la fuerza y
por la persuasión, por la amenaza y por el castigo, su vo-
luntad, el hombre domina la fuerza de trabajo femenina y
con su sobretrabajo construye estados, conquista impe-
rios, navega por los mares y aterriza en la luna.
Los vientres fértiles, las manos activas, la espalda do-
blegada, el costillar apaleado, la vagina sanguinolenta, la
muerte en el camino, en la cabana, los ritos siniestros de
la menstruación, de la purificación, del parto mutilante,
las lactancias a costa de su propia sustancia vital, marca-
rán las vidas femeninas. Unas veces por «orden divina»,

120
otras por «exigencias de la naturaleza» y en la actualidad
—terrible sarcasmo— por «necesidades de Estado» deter-
minadas por los mismos hombres que tenían que liberar-
las.
En esta terrible lucha antagónica contra su enemigo,
la mujer difícilmente sobrevive como ser humano. La
mayoría de las mujeres, siento pánico de pensar que la
totalidad, ha perdido su conciencia de ser humano. La
mayoría: —¿la totalidad?— mil millones en el Tercer
Mundo, mil millones en el mundo industrializada, sólo
nace para reproducirse y para trabajar. La mayoría no
sabe que tiene capacidad para pensar o para disponer del
producto de su trabajo. La mayoría soporta los palos, la
infibulación, la cliteridectomía, el hambre, el desprecio,
las humillaciones, los ritos de la purificación y del asco, las
violaciones a partir de los cinco años, las gestaciones des-
pués de los doce, los partos cada año, las mutilaciones
médicas y rituales, el trabajo de sol a sol, sin sindicatos
ni huelgas, realiza día por día las coladas, la condimenta-
ción de las comidas, la evacuación de la suciedad, embru-
tecida en el contacto constante con las defecaciones de
los niños, de los viejos, de los enfermos, de los hombres,
porque... nació mujer. Es decir, y la traducción no les
es precisa a ellas —a los extravagantes antropólogos sí—
porque el viente femenino posee los órganos de la produc-
ción de la fuerza de trabajo a la mujer sufre la mayor es-
clavitud, la explotación más falaz, más cínica y descarada,
es la víctima del mayor de los genocidios nunca cono-
cidos: en número de personas, en extensión geográfica, en
longitud de tiempo, sin escándalo grave, sin remedio co-
nocido, sin verdadera lástima de nadie. Una sonrisa iró-
nica y piadosa en el mejor de los casos y unas cuantas
páginas de hoy, firmadas por los estudiosos de los pue-
blos primitivos. Y aún gracias.

121
CAPÍTULO V

TRABAJO PRODUCTIVO, PLUS TRABAJO


TRABAJO EXPLOTADO

Una clase se define fundamentalmente por el lugar que


ocupa en la producción. Es decir, por el papel que cum-
ple en la división social del trabajo y, por las relaciones
que establece con las otras clases y fuerzas productivas.
Es preciso recalcar, aunque sea de todos sabido, que una
clase debe realizar un trabajo productivo para ser es-
timada como clase trabajadora. Y también es importante
recordar que el concepto de trabajo productivo en el modo
de producción capitalista ha dado motivo a multitud de
controversias —derivadas sobre todo de la importancia
recientemente adquirida por las llamadas clases medias—
respecto a la situación de una clase en la división social
de trabajo y su adscripción a una clase o a otra, por la
falta de una definición indiscutible en cuanto a lo que
entendemos por trabajo productivo, teniendo en cuenta si
produce o no plus valía al capital.
Pero tal polémica está fuera de lugar en los modos de
producción precapitalistas. Trabajo productivo en el modo
de producción doméstico, al igual que en el esclavista o
en el feudal, es aquel que crea productos cuyo valor de uso
los hace estimables sociálmente. Hasta ahora el concepto
usual mediante el que se conoce el producto del trabajo
humano es el de mercancía, ya que al valor de uso —sin
el cual el producto no tendría interés para nadie— se le
agrega el valor de cambio.
Toda mercancía se valora por el tiempo de trabajo hu-
mano invertido en ella. «Todos deben entender que este
trabajo humano es la base de toda vida social. Hacen
falta objetos materiales para satisfacer todas las necesi-
dades de los hombres, desde las más sublimes a las más

123
elementales. Estos objetos no caen hechos del cielo, el
hombre los produce a costa de un trabajo esforzado.» 31
¡Quién no conoce estas definiciones de mercancía, de va-
lor de uso, de valor de cambio y de trabajo humano! En
relación a ellas tiene que definirse el trabajo explotado
y el plus trabajo, y el valor de la fuerza de trabajo, con-
ceptos que permitirán situar a un grupo humano en una
relación determinada en la sociedad respecto a otros gru-
pos. En resumen situar a una clase social.
La cuestión sobre la que se ha puesto el acento en la
polémica sobre las clases sociales, ha sido la de la pose-
sión o la propiedad de los medios de producción. Resulta
ya clásico dividir a las clases sociales entre aquellas que
poseen los medios de producción y las que no los po-
seen. Lo que obliga a resituarlas inmediatamente en las
relaciones con las otras clases, ya que la condición de
propiedad o no de los medios de producción implica
inmediatamente la de trabajo explotado: es decir el tra-
bajo realizado por una clase y apropiado gratuitamente
por otra. Como dice Poulanztas «el criterio de la
propiedad de los medios de producción no reviste
sentido sino en la medida en que corresponde a una re-
lación de explotación determinada: relación de explota-
ción, ésta misma, que se sitúa en las relaciones de los
productores directos —de la clase explotada propia de
cada modo de producción— con los medios y el objeto
de trabajo, y por este rodeo, con sus propietarios». «El
acceso a los medios naturales de producción no debe con-
fundirse aquí con una forma, cualquiera que ella sea, de
apropiación de la tierra. Para un individuo el acceso a
la tierra como medio agrícola de sobrevivencia se asocia
necesariamente con el acceso a la semilla y a la subsis-
tencia durante todo el período de preparación de los cul-
tivos, sin los cuales la "propiedad" de la tierra no tendría
ningún contenido. El acceso a la tierra está así subordi-
nado a la existencia o a la creación de relaciones sociales
previas —-filiación o afinidad— mediante las que se obtie-
nen dichas materias. La exclusión fuera de la comunidad
prohibe menos el acceso a la tierra que el acceso a los
medios de cultivarla.» (Respecto a las comunidades do-

31. Marta Harnecker, El Capital: Conceptos Fundamentales. Ed.


Siglo XXI, Madrid 1974, pág. 109.

124
masticas) (el subrayado es mío.) 32 En conclusión, que,
como ya sabemos, son las relaciones de producción las
que dominan y en consecuencia definen a las clases socia-
les. De tal modo, como ya nos ha enseñado Marx, la clase
obrera por ejemplo no está delimitada por un simple cri-
terio negativo «en sí» —su exclusión de las relaciones de
propiedad con los medios de producción— sino por el tra-
bajo productivo apropiado por los capitalistas. Y, conse-
cuentemente, nos encontramos en el principio del tema,
cual sea el trabajo productivo.
Marx no concluyó de definir el trabajo productivo en
el modo de producción capitalista. No por lo menos sis-
temáticamente. Se encuentran algunos análisis en el Ca-
pital, y en los trabajos inéditos sobre los Principios fun-
damentales de la crítica de la economía política.33
Poulanztas 34 dice al respecto: «El trabajo productivo
designa siempre un trabajo efectuado en condiciones so-

32. Claude Meillassoux, Mujeres, graneros y capitales. Ed. Si-


glo XXI. México 1978, pág. 57, cap. II.
33. «A p a r t i r de Marx [cf. en especial Materiaux pour l'écono-
mie, La Plélade II, y también La historia de las doctrinas econó-
micas}, podemos distinguir tres clases de "trabajo productivo".
»1) Una p r i m e r a clase entendida de manera hiperestricta se
refiere al trabajo de transformación de la materia con el fin de
una producción material. Este trabajo se identifica con las fuerzas
directamente productivas.
»2) Una segunda clase consiste en el "trabajo colectivo", es de-
cir, el conjunto del trabajo directa e indirectamente productivo
que se refiere a la producción material. El trabajo indirectamente
productivo comprende la tarea de organización, de preparación, de
estudio del proceso de producción, y forma p a r t e de las relaciones
d e producción,
»3) La tercera clase d e trabajo productivo en la que Marx in-
sistió "plusvalía al Capital" o también "fecunda al Capital". (Le
Capital I, sec. 5, cap. 16. Plélade, p . 1.002.) E n este sentido, u n
maestro o u n actor son "productivos" si venden su fuerza d e tra-
bajo a u n a firma capitalista que hace fructificar su capital. Pero
continuando con n u e s t r a clasificación forman p a r t e del trabajo
ideológico que se hace fuerte en la sobreestructura. El profesor
puede ser considerado igualmente c o m o u n a p e r s o n a q u e efectúa
una clase concreta de trabajo improductivo que eleva indirecta-
mente el nivel de las fuerzas productivas (la capacidad de los fu-
turos trabajadores). Estos límites son, como puede observarse, muy
relativos, y por t a n t o no debe exagerarse la importancia de "im-
productivo", ni atribuirle u n a connotación peyorativa...»
Guy DhoquoiSj En favor de la historia. Ed. Anagrama. Barcelona
1977, pág. 34.
34. Obr. cit., pág. 195.

125
cíales determinadas, y remite así directamente a las re-
laciones sociales de explotación de un modo de produc-
ción determinado. El carácter productivo o no del trabjo
no depende ni de caracteres intrínsecos de un trabajo "en
sí" ni de su utilidad. En este sentido es en el que hay que
entender los análisis de Marx según los cuales, para es-
tablecer el carácter productivo o no del trabajo "no nos
apoyamos, pues, sobre los resultados materiales del traba-
jo, ni sobre la índole del producto, ni sobre el rendiimento
del trabajo como trabajo concreto, sino sobre las formas
sociales determinadas, las condiciones sociales de la pro-
ducción en que ese trabajo se realiza. O todavía "resulta"
que ser trabajo productivo es una determinación de aquel
trabajo que en sí y para sí no tiene absolutamente nada
que ver con el contenido determinado del trabajo, con su
utilidad particular o el valor de uso peculiar en el que se
manifiesta. Por ende un trabajo de idéntico contenido pue-
de ser productivo e improductivo".»
Poulantzas añade, después de esta cita de Marx, que
«es pues trabajo productivo, en un modo de producción
determinado, el trabajo que da lugar a la relación de ex-
plotación dominante de este modo: lo que es trabajo
productivo para un modo de producción puede no serlo pa-
ra otro. Así, en el modo de producción capitalista es traba-
jo produtivo el que produce directamente plusvalor, el que
valoriza el capital y el que se cambia por el capital». Alcan-
zada esta definición del trabajo productivo en el modo de
producción capitalista, es fundamental decidir qué enten-
demos por tal en el modo de producción doméstico.
Si partimos de la definición que he ofrecido en el prin-
cipio del capítulo, y entendemos que trabajo productivo
es aquel que crea productos cuyo valor de uso los hace
estimables socialmente, no nos quedará más que aplicarle
el concepto de valor, para situar económicamente el tra-
bajo de la mujer en la reproducción. Para lo cual me ha
parecido indispensable repetir aquí estos conceptos, que
no por sabidos, son más y mejor utilizados en relación con
el papel de la mujer en la sociedad. En la última polémica
entablada públicamente con las dirigentes de un partido
político de izquierdas, la cuestión fundamental se situó
en la negativa de mis opositoras a aceptar que la repro-
ducción fuese un trabajo. Evidentemente no supieron de-
cirme qué era para ellas, aparte, como supongo, de una
«misión», de «un destino», de una «tarea femenina»,

126
etc., etc. Preciso por tanto, ahora, definir lo que enten-
demos por trabajo, por más conocido que parezca.
Parto de definir el trabajo humano como la actividad
con la cual el ser humano obtiene los medios para mante-
nerse, reproducirse y desarrollarse. Al ser humano le es
imposible vivir, reproducirse ni desarrollarse socialmente
sin trabajar. El diccionario nos dice, de la definición se-
mántica, que trabajo es el «esfuerzo humano aplicado a
la producción de riqueza». Entendemos riqueza en el con-
cepto más amplio: humana, material, cultural, artística.
Sabemos también que el valor de la mercancía, el
producto del trabajo, se mide según la cantidad de trabajo
necesaria para su producción. Todos deben comprender
—dice Marta Harnecker—, «que el trabajo humano es la
base de toda vida social». Y yo digo que todos deben com-
prender que el ser humano es la base de toda sociedad.
En la misma forma en que es indispensable una socie-
dad humana sin el trabajo humano, es imposible el ser
humano sin la reproducción femenina. Sin que las muje-
res inviertan nueve meses de su transformación física, de
su gasto de energía transformada en minerales, en vita-
minas, en proteínas, en alcaloides, para la formación del
feto, que deberá concluir en el enorme esfuerzo de un par-
to, en el que pone en peligro su propia supervivencia, y
sin que, inmediatamente, durante un tiempo indetermina-
do, nunca inferior a seis meses ni superior a los cuatro
años, se convierta ella misma en la alimentadora de la nue-
va criatura. En estas tareas la mujer invierte su mayor
gasto de energía humana. Cuantitativamente igual al des-
gaste completo de un individuo. Su trabajo físico es el
máximo soportable por un ser humano. Y el producto fa-
bricado con tal esfuerzo es de un ser humano más, cuyo
rendimiento social y económico es también el máximo co-
nocido. Es la mercancía de más valor.
Y sin embargo a la gestación, la parición y el amaman-
tamiento y el cuidado posterior de las crías, tareas todas
ellas en las que la mujer invierte varios años de su traba-
jo, nunca se las ha considerado un trabajo productivo. Ni
siquiera Marx y Engels que definieron exhaustivamente to-
das las clases de trabajo explotado y plus trabajo, que es-
tablecieron las leyes de la «plus valía» y de la acumulación
del capital por la extracción del trabajo explotado, en-
tendieron que la reproducción de la fuerza de trabajo
constituyera un trabajo productivo, un plus trabajo que

127
realiza la mujer en régimen de explotación total, puesto
que no se halla remunerada por ello. El tiempo y el esfuer-
zo invertido en la producción del hijo, que debe incluir
también su manutención, no le es ni remunerado ni siquie-
ra reconocido.
La ley marxista sobre el trabajo productivo nos expli-
ca este extraño misterio. Ya hemos recordado que el ca-
rácter productivo o no del trabajo no depende ni de ca-
racteres intrínsecos de un trabajo «en sí» ni de su utili-
dad concreta en un momento dado. Para establecer el
carácter productivo o no del trabajo no nos apoyemos,
pues, sobre los resultados materiales del trabajo, ni sobre
su utilidad, ni sobre la índole del producto, ni sobre el
rendimiento del trabajo como trabajo concreto, sino sobre
ios formas sociales determinadas, las condiciones sociales
en que ese trabajo se realiza. «Por ende, añade Marx, un
trabajo de idéntico contenido puede ser productivo e im-
productivo.»
Respecto a la reproducción esta misma ecuación la en-
contramos demostrada en la maternidad «in vitro». Los
científicos que trabajan en ella, con bastante magros re-
sultados por cierto, se supone que están realizando un
trabajo productivo para la sociedad. Por el contrario las
mujeres que se reproducen diariamente, con el resultado
que ya conocemos, no trabajan. Setenta millones de pe-
setas ha costado exclusivamente la fecundación de la se-
ñora Brown.35 Absolutamente nada más, puesto que la
niña Louise Brown fue fabricada a continuación en el
vientre de su mamá, a la que hubo de sometérsela a una
cesárea para extraérsela.
Son las formas sociales, bajo las que se realiza la re-
producción las que niegan la condición de trabajo a la re-
producción. Bajo el modo de producción doméstico la re-
producción constituye la «natural obligación» de las mu-
jeres. Toda sociedad se halla constituida por el trabajo ex-
plotado de las mujeres en la reproducción, pero éste se rea-
liza en condiciones estimadas tan naturales como comer.
No, por el contrario, como obtener la comida, actividad que
los nombres entienden como trabajo, y que por tanto pro-
curan evitar. Y este negarle el valor del tiempo y del esfuer-
zo invertido, este negarle la cualificación de trabajo a la

35. La señora Brown fue fecundada artificialmente por los doc-


tores Patríele Steptoe y Edwars en septiembre de 1978 en Inglaterra.

128
reproducción, está condicionado por las relaciones de la
reproducción entre el hombre y la mujer, mediante las
cuales aquel explota el cuerpo de la mujer y se apropia
de su producto, sin remuneración alguna, ya que en las
comunidades domésticas, incluso el escaso alimento que
precisa para sobrevivir lo produce la misma mujer. El
trabajo explotado de ésta, consecuencia de las relaciones
de reproducción establecidas con el hombres, es el obte-
nido en mayor cantidad, y en régimen de explotación abso-
luta, de todos los trabajos realizados en todos los tiem-
pos por los hombres.
Estas relaciones de reproducción, cuya concreción en
el tiempo y en el espacio veremos más adelante, son por
tanto, las que definen la condición de clase explotada de
la mujer. Con Poulantzas repito que «el criterio de la pro-
piedad de los medios de producción no reviste sentido
sino en la medida en que corresponde a una relación de ex-
plotación determinada»?6 Aún cuando fuera posible afir-
mar que la mujer posee los medios de producción, en cuan-
to que su cuerpo es el medio de trabajo, la herramienta
y la máquina que produce, ésta sigue siendo una clase
explotada, puesto que el dominio del hombre se mani-
fiesta sobre la mujer een la disposición que aquél tiene
sobre su cuerpo. Las relaciones de reproducción en las
comunidades domésticas, la convierten en esclava de aquél.
Y el estatuto de servidumbre a que se halla sometida res-
pecto al hombre perdurará hasta nuestros días. Lo deter-
minante para establecer el criterio por el cual debemos
definir una clase explotada, son las relaciones de produc-
ción —en el caso del hombre y de la mujer se confunden y
someten a las de reproducción— que dicha clase establece
con la clase explotadora.
«La forma económica específica en la cual un sobretra-
bajo no pagado es arrancado a los productores directos,
determina la relación entre los dominadores y los domina-
dos, que deriva directamente de la producción misma y
qua a su vez reacciona de manera determinante sobre
aquélla. Es la base de toda comunidad económica, salida
directamente de las relaciones de producción y, al mismo
tiempo, la base de su forma política específica. La relación
inmediata entre los propietarios de los medios de produc-
ción y los productores directos (relación cuyos diferentes

36. Poulantzas, obra, cit., pág. 194.

129
9
aspectos corresponden siempre naturalmente a un grado
definido de desarrollo de los métodos de trabajo, y por tan-
to a un grado determinado de productividad social) es la
que revela el secreto más profundo, el fundamento escon-
dido de todo el edificio social, y, por consiguiente, la forma
política que adopta la relación de soberanía y de depen-
dencia.
»La forma específica en la cual el sobretrabajo no pa-
gado es arrancado a los productores directos, es exacta-
mente lo que he llamado más arriba una "relación de ex-
plotación", ésta constituye para Marx, en alguna medida,
el centro del núcleo del modo de producción, y esta es la
base del conjunto de las determinaciones que le caracte-
rizan en sus diversos niveles económico, político e ideoló-
gico. Por consiguiente, la localización de los diversos mo-
dos de producción representados en una formación social
pasará necesariamente por el inventario previo de las di-
ferentes formas que adopta en esta formación la relación
de explotación, puesto que a cada una de estas formas
corresponderá un modo de producción particular.
»E1 control de los medios de producción da a aquellos
no productores que lo ejercen la manera de fijar por sí
mismos la proporción de excedente que les corresponde;
esto coloca a los productores bajo su dependencia.
»Esta última situación representa exactamente lo que
se llama una situación de explotación. Para que una clase
explote a otra, hace falta no sólo que la subsistencia de la
primera esté asegurada por el trabajo adicional de la se-
gunda, lo que ocurre en el caso de todos los no produc-
tores, sino que es necesario además que la primera esté
en una posición que le permita imponer sus condiciones
a la segunda y determinar, ella misma, la cantidad de exce-
dente de la que se apropia.» 37
La apropiación por el hombre del producto fabricado
por la mujer: el hijo, la utilización en beneficio de su
propio placer de la capacidad sexual de la mujer y la apro-
piación del trabajo productivo que ésta realiza tanto en
las tareas domésticas, como agrícolas y recolectoras, cons-
tituye la condición necesaria y suficiente para convertir a
la mujer en una clase explotada por el hombre. La pro-
piedad de ciertos medios de producción —algunos podrían

37. Emmanuel Terray, Análisis marxista y antropología social.


Textos compilados por Maurice Bloch. Ed. Anagrama. Barría 1977,
págs. 108-109.

130
entender que además de su propio cuerpo la mujer posee
los instrumentos de limpieza o de cocina—, e incluso en
algunos casos —ese uno por cien señalado por la OIT—
los medios de producción agrícola o industrial, no la des-
califica como ciase explotada por el hombre. Son las rela-
ciones de producción las que dominan y determinan
la explotación femenina. Todas las mujeres ponen sus ca-
pacidades reproductoras al servicio del hombre que do-
mina su sexualidad, que puede apropiarse de su fecun-
dación, así como del Estado que utiliza y distribuye la
fuerza de trabajo, que, en todos los casos, está regido por
hombres.
Por tanto, la apropiación gratuita de la capacidad se-
xual y de la capacidad reproductiva, como del hijo fabri-
cado por la mujer, y del trabajo doméstico realizado por
ésta, determina la explotación a que todas las mujeres
se hallan sometidas por los hombres y define su condición
de clase explotada.

Proceso de trabajo y alienación

La mayor alienación la sitúa Marx en la utilización del


hombre por la máquina: «junto a la herramienta, pasa a
la máquina la habilidad del trabajador para manipularla...
En las artesanías y manufacturas, el obrero hace uso de
una herramienta, en la factoría, la máquina lo utiliza a
él. Allí los movimientos del instrumento de trabajo proce-
den de él, aquí son los movimientos de la máquina los que
debe seguir... Todo tiempo de producción capitalista, en la
medida en que no es sólo un proceso laboral, sino también
un proceso de creación de plusvalía, tiene eso en común,
que no es el obrero el que emplea los instrumentos de tra-
bajo, sino los elementos de trabajo los que emplean al
obrero.
»E1 hombre se hace mediante el trabajo, por sus obras.
Una vez realizadas éstas, se le escapan y sólo en parte lo
realizan. Esta alienación primordial remite a la oposi-
ción entre naturaleza y cultura. El hombre es un animal
alienado. La división del trabajo y la explotación de cla-
se han desarrollado de manera extraordinaria la aliena-
ción, hasta el punto de que los propios frutos de su tra-
bajo responden a una lógica abstracta que le es completa-

131
mente extraña. El hombre se convierte, por tanto, en un
extraño para sí mismo.» 38
Por ello la mayor alienación es la que sufre la mujer
en el proceso de trabajo reproductor. Ella no dispone de
la utilización de sus instrumentos de trabajo, son ellos
los que disponen de la mujer. Sus facultades reproducto-
ras se ponen en funcionamiento, comienzan su labor, mu-
chas veces ño solamente de forma inconsciente para ella,
sino incluso en contra de su voluntad. Es su cuerpo la
máquina manipulada primero por el hombre, después por
los procesos fisiológicos que se realizan en ella, sin que
su voluntad pueda detenerlos ni manipularlos. Es todo su
cuerpo el que se halla enajenado, fuera del dominio de su
voluntad. Es todo su cuerpo el que es utilizado en la re-
producción de un nuevo ser, y toda ella es por tanto,
enajenada de este proceso, enajenada por el mundo so-
cial y cultural del hombre, y en consecuencia recluida en
el más absoluto de los confinamientos: el extrañamiento
de su propio cuerpo, la total alienación de sí misma.
«La razón dialéctica es la razón de la miseria humana.
Es tanto más indispensable cuanto que el hombre debe
tomarse como totalidad para llegar a una política de con-
tinuación de la totalidad.» 39
Toda ella pertenece a su amo, el varón fecundador, y
ella se invierte a sí misma entera en el trabajo que se le
exige: reproducir la fuerza de trabajo humana.
«...hay que recordar que la mujer tiene una impor-
tancia decisiva en las sociedades primitivas para el man-
tenimiento de las comunidades por sus funciones repro-
ductivas y económicas, y que esta importancia hace nece-
sario el control por la sociedad del acceso a las mujeres.
Pero este control son siempre los hombres quienes lo ejer-
cen. La relación entre los sexos en las sociedades primi-
tivas es, por consiguiente, fundamentalmente asimétrica
y no recíproca. La reciprocidad sólo existe entre los hom-
bres, En los sistemas matrilineales, la autoridad recae en
el hermano de la mujer y en el tío materno, mientras que
en los sistemas patrilineales corresponde al padre y al
marido. Por esta razón ambos sistemas no son el simple
reflejo invertido el uno del otro. En un sistema patrilineal

38. Guy Dhoquois, En favor de la historia. Ed. Anagrama 1977,


página 28.
39. Guy Dhoquois, obr. cit.

132
son las esposas de los hombres quienes reproducen el
linaje, mientras que en un sistema matrilineal son sus her-
manas. El problema, por consiguiente, consiste en asegu-
rar el control completo de la esposa y renunciar al de la
hermana o bien a la inversa. Por tanto, no existe estado
matriarcal aun cuando en las sociedades matrilineales
las mujeres gocen de un estatuto muy elevado, correlativo
al hecho de que su marido carece de derechos sobre sus
hijos.» w
Su tarea sólo adquiere comparación con la del solda-
do, en tiempo de guerra, al que se obliga a cumplir su
tarea incluso a costa de la propia vida o de mutilaciones
graves. Pero la mujer no se la compensa con grandiosas
declaraciones patrióticas, ni con pagas extraordinarias. Se
encuentra como el soldado que siglos antes era llevado a
la fuerza por la policía, o por el señor feudal. Y ni aun la
posibilidad de escapar le queda. La ideología de la ma-
ternidad ha alienado suficientemente a la mujer para
matar en ella cualquier tipo de rebeldía y aun de crítica.
Las sublevaciones de los marineros de la armada inglesa
o de los siervos de la gleba todavía no se han dado entre
las mujeres. Su liberación costará un más largo proceso
de concienciación y de identificación, del cual la premisa
fundamental es comprender la explotación que sufren en
su propio cuerpo.

40. Maurice Godelier, Economía, jetichismo y religión en las


sociedades primitivas. Ed. Siglo XXI. Madrid 1978, pág. 27.

133
CAPÍTULO VI
TRABAJO EXCEDENTE: REPRODUCCIÓN

Meillasoux comenta que en el «análisis del capitalismo


del siglo xrx, la ausencia de una teoría de la reproducción
de la fuerza de trabajo no falsea de manera crítica el ra-
zonamiento de Marx. En el modelo de Marx todo sucede
como si una parte no específica de la fuerza de trabajo
estuviese considerada implícitamente como reproducción
en el exterior del sistema capitalista, hipótesis que, por
otra parte, es histórica y coyunturalmente justa para este
período». 41 Hipótesis que se convierte en tesis, y no justa
únicamente para este período (entendemos que se refiere
al industrialismo sobre el que escribe Marx), sino para to-
dos los períodos. Lo que Marx expone en su teoría del
valor de la fuerza de trabajo, es la estrategia expuesta en
un examen por un alumno de la Academia Militar. Obser-
vando su planteamiento de una ofensiva militar en los di-
bujos que trazaba en la pizarra, uno de los profesores le
interrumpió para decirle: «Observo que usted arriesga mu-
cho más a los hombres que al armamento, y el aprove-
chado alumno replicó rápidamente: Efectivamente se-
ñor, ya que los hombres me los dan gratis y el armamen-
to cuesta mucho dinero.»
La proposición tanto de Marx como de cualquier otro
economista, aun aquellos que afirman ser materialistas,
es la de que la reproducción de la tuerza de trabajo resul-
ta gratis. ¿Para qué si no se encuentran las mujeres?
Aunque la consideren como la producción fundamental
para la existencia de la vida y de la sociedad humanas. En-
gels no se recata de afirmar: «Según la concepción mate-

41. Obr, cit., pág. 9.

135
rialista, el factor determinante en última instancia, en la
historia, es la producción y la reproducción de la vida
inmediata. Pero esta producción tiene una doble natura-
leza. Por una parte la producción de los medios de exis-
tencia, de objetos que sirven como alimentos, como ves-
tido, como vivienda, y de los útiles que necesitan, por
otra parte la producción42 de los hombres mismos, la pro-
pagación de la especie.»
El señor Engels debía haber invertido los términos, a
fuerza de ser precisos, y reconocer que la producción de
los «hombres» mismos era la tarea primigenia y funda-
mental de la vida social. Y esta objeción no resulta fútil,
ya que el caso no puede ser entendido como el famoso pro-
blema del orden entre el huevo y la gallina. Sólo los se-
res humanos pueden constituir una sociedad y sólo ellos
pueden producir los objetos necesarios para su supervi-
vencia. No es más importante la comida de que va a man-
tenerse la especie, sino la fuerza de trabajo que puede con-
seguirla.
Nada es dado en la naturaleza. Todos los productos que
los individuos precisan para sobrevivir deben consegui-
los por sí mismos, a costa de más o menos esfuerzo. Y es
indiferente para resolver cuál es el factor determinante,
recordar que la naturaleza proporciona los primeros me-
dios de subsistencia, puesto que es evidente que el ser hu-
mano es producto a su vez de esa misma naturaleza. El
«homo sapiens» es el resultado combinado del ecosistema
que le envuelve y lo rodea. Tal cuestión, es tan evidente
como la de que si no existiera el planeta nada existiría.
Pero situado en cualquier lugar de la tierra, el antropoide
precisa reproducirse para reproducir su grupo humano,
su organización social, para existir y poblar la tierra. Para
proporcionarle los alimentos diarios, para sobrevivir en
las difíciles circunstancias que el azar le ha jugado, debe-
rá sacar el mejor partido de su capacidad intelectiva. La
técnica de la búsqueda del alimento, el aprovechamiento
mejor de los recursos que se encuentren a su alcance, la
organización de los individuos, la fabricación de herra-
mientas, el perfeccionamierito de las ya existentes, la ex-
tracción del trabajo excedente, en resumen todo lo que
constituye la cultura humana, es creación de la fuerza de
trabajo que los individuos han aportado a la construcción

42. F. Engels, 1884, 15. 1884, 204. Cit. Meillassoux, obr. cit.¡ pág. 7.

136
de nuestras sociedades. Y sobre todo de la fuerza de tra-
bajo femenina, que ha producido los seres humanos y ha
trabajado para hacer cada día más grande, más fuerte, más
glorioso el imperio masculino.
En este párrafo de Roguinski 43 encontramos un admi-
rable resumen de lo que estoy demostrando: la repro-
ducción determina la producción:
«¿Qué dificultades encontraron los antepasados de los
australopítecos en las condiciones de la vida en la tierra,
así como para aprender a caminar erectos?
»Ante todo, la vida en tierra era infinitamente más pe-
ligrosa que la vida en los árboles. En esta nueva situación,
innumerables particularidades de los australopítecos, liga-
das a la vida arborícola demostraron ser muy desventa-
josas. Corrían con lentitud, porque la posición semiver-
tical o vertical del cuerpo no les permitía rivalizar en ve-
locidad con los cuadrúpedos; la falta de garras y colmillos
los privaba de medios naturales de defensa; alejados de
las fuentes ricas en alimentación vegetal, se vieron obli-
gados a buscar algunos tubérculos y raíces comestibles,
sin contar con patas adaptadas para cavar; forzados en
adelante a cazar para tener una alimentación de carne,
no poseían, como vamos a ver, una velocidad suficiente
para la carrera, ni armas naturales para defenderse; por
último, aun después de haber atrapado y matado su presa,
no podían morder la piel ni mascar la carne de ésta, pues
la naturaleza no les dio a los primates una dentición de
carnicero capaz de llenar esas funciones. Su poca fecundi-
dad (común a todos los primates superiores) se vio amena-
zada por las condiciones de una vida terrestre llena de pe-
ligros.
»Si a pesar de todo algunos australopítecos franquearon
de manera victoriosa todos esos obstáculos, quiere decir
que supieron valerse de medios harto poderosos para lo-
grarlo.
»Está claro que los australopítecos debieron, ante todo,
desarrollar las aptitudes que debían a sus manos y a su
gregarismo. Debieron perfeccionar su bipedia y su equili-
brio, emplear piedras y porras para defenderse y atacar,
buscar y emplear piedras y aristas cortantes para desen-
terrar las raíces, los tubérculos y los bulbos, y también

43. La concepción marxista del hombre. Akal 74. Madrid 1978,


páginas 19-20.

137
para desollar los animales abatidos, para deshuesarlos y
trincharlos.
^Debieron ocupar más tiempo y más atención en su
descendencia, a fin de que los jóvenes pudieran sobrevivir;
por último, debieron desarrollar con vigor la interdepen-
dencia de los miembros del rebaño, la cohesión de sus ac-
tividades, la variedad y la complejidad de los vínculos in-
ternos del rebaño, y los medios de comunicación.» (El su-
brayado es mío.)
En consecuencia, la aseveración de Marx de que cada
modo de producción posee su ley de población es errónea.
Las leyes de la reproducción son las determinantes de las
leyes de la producción. La forma y el modo en que se reali-
za la producción humana y todos los ítems que le son inhe-
rentes: la larga gestación de nueve meses, el parto doloroso
y peligroso, tantas veces mortal, la larga inversión
de la madre en la nueva cría, su tardanza en desa-
rrollarse, en adquirir el suficiente aprendizaje, la costosa
inversión de tiempo, de salud y de trabajo de la madre en
la producción de nuevas criaturas, el despilfarro de vidas
femeninas que cuesta la reproducción, todo ello consti-
tuye los determinantes del modo de producción. La suce-
sión de acontecimientos humanos no se produce en el
orden inverso en que Marx y Engels y Meillasoux preten-
den entenderlos: «denos primero un modo de producción
y después le diremos cómo se desarrolla la población».
Por el contrario, entendamos la ley y desarrollo de la pro-
ducción humana, analicemos todas sus condiciones y cir-
cunstancias y conoceremos la historia secreta, las motiva-
ciones encubiertas, de los modos de producción.
Meillasoux aconseja, con la arrogancia que les es ca-
racterística a los antropólogos buenos discípulos de Marx,
que «los problemas de población no pueden ser examina-
dos 44al margen de las relaciones de producción dominan-
tes».

44. En el mismo sentido obsérvese la contradicción del autor:


«La noción de filiación se desarrolla en esta perspectiva. Es la fi-
liación, por consiguiente la sucesión, la que sanciona las ceremo-
nias más importantes, como los funerales, y, de manera menos
extendida tos bautismos, tos matrimonios, los que, a diferencia de
los acoplamientos, reglan no sólo la cohabitación de los esposos o
sus respectivas tareas, sino el destino de la descendencia esperada.
»Sin embargo, el proceso reproductivo, aun cuando aparece
como dominado de preocupaciones sociales y políticas, y aun cuando
inspire lo esencial de las nociones ideológicc-jurídicas, está subor-

138
Pero ¿qué significa semejante pomposa afirmación
cuando en el modo de producción doméstico, que acaba-
mos de descubrir que domina la historia de la humanidad
durante casi tres millones de años, tanto el propio Meilla-
soux como cualquiera que se halle familiarizado con las
reglas del parentesco —léase relaciones de reproducción—
de los pueblos primitivos, sabe que las relaciones de pa-
rentesco dominan las relaciones de producción? Es de-
cir, que las dominantes, en el modo de producción domés-
tico, son las relaciones de reproducción, y no las de pro-
ducción*5
Es falsa la afirmación marxista, repetida por Meilla-
soux, de que «no existen, hablando con propiedad, "causas
demográficas". El crecimiento de la población está go-
bernado por otras determinaciones, por otras fuerzas, dis-
tintas a la capacidad de fecundación de las mujeres». Lo
cierto es que tanto el crecimiento de la población, como su
organización social, sus leyes de parentesco, sus ritos reli-
giosos y las técnicas de producción de alimentos, toda la
organización económica, social, política, ideológica, de-
pende precisamente de las capacidades de fecundación, es
decir —hablando propiamente— de reproducción de las
mujeres. 46 Y tal es además el criterio de todos los antro-

dinado a las condiciones de la producción.» (El subrayado es mío.)


Claude Meillassoux, Mujeres, graneros y capitales, pág. 62.
Igualmente la contradicción es visible entre estas dos citas del
mismo autor.
45. «En la comunidad doméstica agrícola la agricultura es do-
minante no sólo porque moviliza la mayor parte de la energía de
los productores, sino, especialmente, p o r q u e determina la organiza-
ción social general a la que están subordinadas las restantes activi-
dades económicas, sociales y políticas.» (Obr. cit., pág. 56, cap. II.)
«La unión de los grupos constitutivos y sus alianzas no están di-
rigidas sólo por las exigencias de la producción o del intercambio,
SIMO por los imperativos de la reproducción. De manera tal que
siempre existen, como lo señala Leroi-Gourhan, al menos dos nive-
les de organización social: el de la célula productiva y el grupo
de reproducción. Si existe u n "modo de producción" se lo debe
b u s c a r al nivel de este conjunto de células productivas organizadas
para la reproducción.» (Pág. 28, cap. II.) Obr. cit.
46. Nuevamente Meillassoux vuelve a contradecirse tras las de-
claraciones que anteceden sobre la capacidad de fecundación de
las mujeres en este párrafo: «Si su número o su fecundación se
sitúan por debajo de un cierto umbral, las posibilidades de repro-
ducción están amenazadas. Si la fecundidad diferencial entraña un
déficit de nacimientos femeninos (circunstancia frecuente en pe-
queñas unidades que escapan a las leyes estadísticas de los grandes

139
pólogos estudiosos del tema —incluido Meillassoux— adop-
tado a raíz de los datos obtenidos en sus estudios de
campo como lo demuestran los propios textos de los auto-
res. Pero en estos autores las contradicciones se suceden,
enturbiada, por motivaciones ideológicas, la claridad de jui-
cio que sería de esperar. Porque cuando Meillassoux aña-
de la proposición que resulta manifiesta «de que en todas
las sociedades las capacidades biológicas de procreación
siempre fueron un nivel que jamás se alcanzó; la miseria,
la enfermedad, el hambre, o por el contrario las constric-
ciones materiales ligadas al "bienestar" de las sociedades
industriales, siempre situaron la tasa de reproducción por
debajo de la tasa de fertilidad», no sé qué pretende de-
mostrar con ello, aparte de su propia ignorancia cientí-
fica.
Veamos las proposiciones que contiene el citado párra-
fo. En primer lugar, ¿sabe Meillassoux cuál es realmente
«la tasa de fertilidad» que tan superficialmente menciona?
Es decir, ¿cuál es la capacidad máxima de fecundación de
la mujer? Para entender esta cuestión se hallan hoy tra-
bajando los mejores equipos de científicos del mundo en-
tero en esa rama oscura de la ciencia que se llama genéti-
ca. Es decir, ¿cuál estima que es la máxima capacidad de
fecundación de una mujer: la del número de los óvulos
que contiene su ovario desde su nacimiento "> Eso sería
suponer tanto como que cada óvulo tiene que ser fecun-
dado. Es decir que ya en la primera ovulación la mujer
ha de quedar embarazada, y sucesivamente hasta la me-

números), por poco que éste sea, la familia, para perpetuarse, debe
incorporar mujeres a su seno... Esta corrección sólo puede reali-
zarse mediante la introducción de mujeres tomadas en el exterior
de la coletcividad, y necesariamente ha de realizarse mediante la
violencia. En ellas es constante la tendencia al rapto y a la guerra.
»Cuando la caza ocupa un lugar decisivo en la organización so-
cial, las técnicas cinegéticas, que son las mejor dominadas, tienden
a ser empleadas para corregir el reparto aleatorio de las mujeres...
»En esta situación la mujer es la presa. Para ser capturada debe
estar colocada en una situación táctica de inferioridad. El rapto
contiene y resume en si todos los elementos de la empresa de
inferiorización de las mujeres, y es el preludio de todas las otras.
»Son los hombres ligados, armados, concertados de acuerdo a
un plan preparado entre ellos, quienes tratan de sorprender a una
mujer, preferentemente aislada, desarmada, ni preparada ni adver-
tida. Cualquiera que sea su fuerza física o su inteligencia, de hecho
está condenada a la derrota. La salvación no está en la resistencia,
sino en su sumisión inmediata a los raptores.» (Ob. cit., pág. 48.)

140
nopausia. Así como que ha de fabrica rfetos siempre en
perfecto estado y ha de llevar a término felizmente todos
sus partos. Y, en cuestión de demografía, resulta impor-
tantísimo conseguir que todas las crías paridas sobrevivan
hasta la edad adulta, cuestión que hoy todavía la medi-
cina no ha podido lograr. Ni siquiera una máquina co-
mienza a realizar piezas en perfecto estado recién cons-
truida. Precisa, como todo mecánico sabe, de un tiempo
de ajuste y de entrenamiento. Ninguna hembra animal
produce siempre el mismo número de cachorros. Ninguna
matriz se reproduce constantemente indiferente a la edad,
al estado de salud, a la tensión nerviosa. Y si estas cir-
cunstancias se combinan —cosa absolutamente indispen-
sable— con el grado de fertilidad del macho, y su propio
estado: de salud y coincidencia de grupos sanguíneos, encon-
traremos un sinfín de coitos estériles, y en consecuencia
un sinfín de óvulos despilfarrados, por causas todavía
muy desconocidas, que no se hallan ligadas en absoluto
al modo de producción en que vivan las mujeres. No
son el clima ni la comida —o por lo menos nosotros toda-
vía no hemos sabido descubrirlos— los causantes de las
anomalías físicas, fisiológicas o biológicas que hacen a una
mujer estéril, con una deformación congénita o que pro-
duce abortos espontáneos. La falta de reproducción no
se halla relacionada con el modo de producción domés-
tico o el esclavista o el feudal. La prueba evidente, señor
Meillassoux, es que para controlar la reproducción a veces
—en cambio— demasiado abundante, se instituyó, desde
los remotos tiempos de nuestro padre Cromagnon la efi-
caz práctica del infanticidio, llevada a cabo en todo el
mundo. 47 A este respecto resultan patéticamente revela-
dores los datos aportados por Shalins respecto a pueblos
cazadores de la actualidad, a los que hasta ahora habíamos
creído en el puro estado de naturaleza sin pecado, y de
los que descubrimos de pronto perversiones tales como
el aborto y el infanticidio, que en nuestra ingenuidad
creímos sólo posibles en civilizaciones más refinadas y
sofisticadas.
Es decir, en otras palabras, la tasa de fertilidad de las
mujeres es todavía una cantidad ignorada, inincontrola-
ble, imposible de determinar, y sobre todo, lo más im-
portante, para un economista y para un historiador, ab-

47. Ver Tomo II. Reproducción cap. Amor materno.

141
solutamente indiferente para la comprensión de las leyes
de la reproducción y de los modos de producción. La ver-
dad es que la tasa de reproducción de las mujeres, difícil-
mente conocida hasta este siglo, ha sido la suficiente para
proporcionar la fuerza de trabajo mínima necesaria para
garantizar la supervivencia de la especie y la socializa-
ción del individuo. Es cierto que si hubiese sido superior
la evolución de la humanidad se hubiese producido mu-
cho más aceleradamente, 48 y en consecuencia no hubiese
hecho falta esperar tres millones de años para encontrar-
nos en el Imperio Egipcio, ni tres millones cinco mil años
para alcanzar la Luna. Pero ha sido así porque las leyes
que rigen la reproducción humana no lo han permitido,
y no al revés.
Es decir, que la casi eterna prehistoria de las hachas
de sílex y la larga historia de los cuchillos de hierro, se
han vivido como tales y rio de otro modo, porque la pro-
ducción de la fuerza de trabajo humana no podía reali-
zarse más que a razón de un individuo cada nueve meses,
alternados de dos en dos años en atención a su crianza
—sin la cual es obvio que hubiera fallecido sin remisión—
durante los treinta años fecundos de cada hembra. Y no
porque la ignorancia de los individuos les impidiera in-
ventar otro sistema de reproducción, o prefiriera mante-
ner el antiguo proceso de fabricación de niños en razón
de que cultivaban la tierra con azada o desconocían la
rueda.
Entendámoslo claro. Los grupos humanos han vivido
de la caza y habitado cuevas porque la reproducción de
la fuerza de trabajo constituía un proceso de trabajo muy
lento, costoso en energías humanas, incierto en sus re-
sultados, peligroso a su término y muy lento en su man-
tenimiento. Las sociedades domésticas han cultivado la
tierra con azada y pasado hambre y miseria, porque no
podían reproducir y mantener más fuerza de trabajo más
rápidamente de lo que las leyes fisiológicas imponían. No
ha sido al revés: es decir que no se produjeran más niños
porque se cultivaba con azada.
Por tanto, las leyes de la reproducción (la población de
los demógrafos) son las determinantes de las leyes de la
producción. Las leyes de la reproducción determinan el
desarrollo de las fuerzas productivas: la fuerza de trabajo,

48. Ver ídem cap. Fuerza de trabajo.

142
y las relaciones de la reproducción dominan las relaciones
de producción.

1. El valor de la reproducción

El valor de la reproducción es todavía hoy un concep-


to ignorado. Tras la definición marxiana del valor de la
fuerza de trabajo invertida en la producción capitalista,
Meillassoux hoy intenta definir el valor de la energía hu-
mana consumida en las tareas productivas necesarias para
la supervivencia de la comunidad doméstica. Por supues-
to tanto él como los restantes antropólogos entienden
que la única energía invertida en el mantenimiento y desa-
rrollo social es la de los individuos que trabajan en la
obtención de alimentos. Para ello Meillassoux realiza unos
cálculos, aparentemente correctos, sobre la energía gasta-
da en la caza, en la agricultura, o en la recolección; la
energía acumulada como reserva para los ciclos improduc-
tivos, y la energía empleada en el mantenimiento de los
niños, de los enfermos y de los viejos, improductivos du-
rante unas épocas de su vida. En lo que ni siquiera para
mientes es en la energía empleada por las mujeres en
gestar, en amamantar y en parir. Tanto él como sus an-
tecesores, Marx y Engels, dan siempre por supuesto que
las mujeres deben realizar su cometido «naturalmente» y
naturalmente gratis. Y ello a pesar de que Meillassoux se
remite a la cita de Marx en las Formen, donde afirma que
«la producción y la reproducción se realizan mediante la
circulación, la cual sólo se distingue analíticamente del
proceso de producción». Pero tanto Meillassoux como su
maestro son incapaces de analizar el proceso de la repro-
ducción, a pesar de qeu aquél escriba «La mujer permane-
ce, en calidad de medio de reproducción, como la riqueza
irreemplazable, y su descendencia como el bien último en
el que puede invertirse la energía de los individuos. La
reproducción del sistema, la perpetuación de los indivi-
duos (del hombre rico tanto como de los otros), descansan
sobre la capacidad para producir y hacer crecer una des-
cendencia. Aun cuando el oro, los vestidos, los marfiles
las argollas, el metal, el ganado, sean seductores, incluso
aunque adquieran las apariencias de tesoros, no son aptos
para producir y reproducir las riquezas sino reconvirtién-
dose en instrumentos de vida. Las capacidades de un con-

143
trol social que se realizarán por su intermediario, son
así remitidas siempre a las riquezas reales que represen-
tan: las subsistencias, las mujeres que procrean y su des-
cendencia. (El subrayado es mío.)
»Pero el hombre separado de la colectividad, así como
está obligado a apoderarse de los elementos de la repro-
ducción de las plantas alimenticias y de los que necesita
para su reproducción inmediata, debe también apoderarse
de los medios para su reproducción social, la mujer. De
esta manera se tiende a conservar en estas sociedades el
rapto, vale decir un estado de hostilidad entre las colec-
tividades, lo cual no favorece la circulación pacífica de
las mujeres y somete la reproducción de cada célula cons-
titutiva a las capacidades de fecundación de sus hijas.»w
Marx señala que «la producción de los medios alimenti-
cios es la condición de toda la producción en general». Y no
digo que la reproducción de los individuos es la condición
de toda la producción en general, incluyendo la de los
alimentos.
La energía humana se transmite, se distribuye y se re-
produce por la inversión de la energía femenina en la so-
ciedad. En esta distribución se encuentra la mayor tasa
de explotación, la mayor cantidad de trabajo excedente
arrancado a las mujeres. Y cuando digo que la energía fe-
menina se distribuye en la sociedad es importante in-
cluir aquí la manutención de los niños durante los dos
primeros años de vida, que corre a cargo exclusivamente
de la madre, y la manutención de la propia mujer, que
por supuesto, es responsabilidad exclusiva suya. Respecto
a las tareas domésticas agrícolas e industriales, en cuya
realización las mujeres invierten las dos terceras partes de
su trabajo (como ya hemos visto en el informe de la OIT) la
explotación femenina merece capítulo aparte. Veamos pues
la inversión de energía humana que Meillassoux considera
necesaria para la supervivencia de las sociedades domés-
ticas.
Este autor comienza afirmando que la economía do-
méstica «más que un plusproducto es capaz de producir
un plustrabajo». Afirmación curiosa que obliga a interro-
garle inmediatamente por el resultado de ese plustrabajo
que no ha producido un plusproducto, o en todo caso,
qué nombre merecen para Meillassoux los alimentos y

49. Obr. cit., pág. 110.

144
los hijos si no los considera productos. Amén de estos
pequeños errores entremos en el análisis de la inversión
de energía humana precisa para la supervivencia de la co-
munidad. MeiUasoux calcula que: «Las condiciones de la
reproducción serán:
1. Una reproducción simple (el producto se reprodu-
ce mediante un único sustituto):

3 B = a ( A + B + C)

2. Reproducción ampliada (el productor produce más


de un substituto):

3 B > a (A + B + C)

(Se supone que la fracción A que ha sido invertida en


la formación del productor de referencia, fue extraída
del producto social de la generación precedente.)
Tasa Rd de reproducción doméstica (número de depen-
dientes menores que el productor puede alimentar hasta
la edad productiva durante su vida productiva): «El subra-
yado es mío.)

3 B — a (B + C) = S
Rd =
aA «A

(S = sobreproducto bruto.)»
Aunque el concepto «reproducción» utilizado por este
autor induce a entenderlo en sentido liberal, es decir
como la inversión de energía humana realizada en la ges-
tación, el parto y el amamantamiento, la ecuación utili-
zada por MeiUasoux nos indica rápidamente que la llama-
da para él «reproducción» es únicamente la alimentación
necesaria para mantener con vida a los menores, y en
consecuencia supone que estos menores se los dan ya fa-
bricados. Véase en tal sentido la explicación del autor «se
supone que la fracción A que ha sido invertida en la for-
mación del producto de referencia, fue extraída del pro-
ducto social de la generación precedente». Proposición
que sólo puede corresponder al capítulo alimentación,
puesto que la inversión realizada por las mujeres en el
proceso de la reproducción no es nunca extraída del pro-
ducto social de la generación precedente, ya que el tra-

145
10
bajo reproductor es realizado por la mujer sin retribu-
ción alguna. Sería necio incluir en ella una supuesta so-
brealimentación de la madre embarazada y de la lactan-
te, no sólo porque ello no sucede nunca (en la medicina
moderna ni siquiera se considera necesario) sino porque
aunque así fuera, un porcentaje mayor de alimentos, que
en según qué medida serían indigeribles por la madre, 50
no retribuye en modo alguno la cantidad de sobretrabajo
empleado en la gestación, en el parto y en el amamanta-
miento.
En el mismo sentido Meillasoux pretende expresar
ecuacionalmente la suma de energía necesaria para la re-
producción de la sociedad, imprescindiblemente superior
a la de su mantenimiento.

E p volumen de subsistencia.
E E suma de energía.
e g suma de energía superior a la necesaria para la re-
producción.
E la cantidad de energía producida anualmente por cada
productor activo, hombre o mujer.
E b Una fracción de E que es utilizada para la producción
de un volumen de subsistencia de origen agrícola ne-
cesario para la reconstitución de las fuerzas del pro-
ductor y para la formación de los futuros productores.
E i Una fracción de E dedicada a las inversiones necesa-
rias para la fabricación de los medios de producción
útiles, utensilios culinarios, etc., y al mantenimiento
del productor (habitación, vestidos).
E d Una fracción de E se aplica a otras actividades econó-
micas no estrictamente necesarias para la producción
de E, así como las actividades sociales y políticas.
E r El resto de E.

Luego: E = (Eb 4- Ei) + (Ed + Er).


«En otros términos, el plustrabajo es la cantidad de
energía disponible más allá de las cantidades aplicadas a
la producción de las subsistencias necesarias para la re-
producción simple de la comunidad.
»Este plustrabajo es, por esencia, la renta en trabajo en
50. Aunque por razones de método no lo trate en este capítulo,
es imprescindible no olvidar que además esos alimentos los pro-
duce la propia mujer con su trabajo en todos los procesos de la
agricultura, la horticultura, la recolección y la pesca o la caza.

146
una economía feudal y la plusvalía en la economía capita-
lista. En ambos casos es mediante la desposesión de este
tiempo libre que el hombre está alienado.»51
En los factores utilizados vemos una vez más el con-
cepto de reproducción de Meillasoux. Para él el factor E
contiene la cantidad de energía producida anualmente por
cada productor activo, hombre y mujer. Es decir que to-
dos los productores activos producen la misma cantidad
energética, sean hombres o mujeres, y en consecuencia la
producción de niños no contiene, por sí misma, una can-
tidad mayor de energía humana empleada en ella cuyo gas-
to corresponde únicamente a las mujeres. Energía que debe
sumarse a la empleada en la producción de alimentos. De
tal modo que las mujeres producen E más Ei más Ep
(energía reproductora). La conclusión de Meillasoux, como
hemos visto, es contundente: «en otros términos, el plus
trabajo es la cantidad de energía disponible más allá de
las cantidades aplicadas a la producción de las subsisten-
cias para la reproducción simple de la comunidad». Y en
pie de página añade: «Este plustrabajo es, por esencial, la
renta en trabajo en una economía feudal y la plusvalía
en la economía capitalista. En ambos casos es mediante la
desposesión de este tiempo libre que el hombre está alie-
nado.»
Este plustrabajo es precisamente el que realiza la
mujer, tanto en la reproducción como en la producción
de alimentos y constituye la mayor cantidad de energía
humana aplicada a la reproducción de la fuerza de tra-
bajo. Es el mayor trabajo excedente realizado por traba-
jador alguno y jamás por un hombre. La desposesión de
esta energía, de este esfuerzo, agotador hasta la muerte o
hasta la invalidez en tantos casos, hunde a la mujer en la
mayor de las alienaciones conocidas.
La última ecuación de Meillasoux adolece, como todas
las anteriores, del mismo olvido. En el crecimiento de la
población no está contada precisamente la reproducción
de esa población. Para Meillasoux debe ser cierto que los
niños vienen de París.

«V Volumen anual de producción de la comunidad.


A V Crecimiento del V, plustproducto.
. P Efectivo de la población de la comunidad.

51. Claude Meillasoux, obr. cit., pág. 85.

147
Si se supone que la duración del almacenamiento de
los productos alimenticios permite cubrir los períodos ca-
taclísmicos, para que en el mismo se conserve el nivel de-
mográfico, será necesario que:

A (V)
= P
a

y para que haya crecimiento de la población:

A(V + A V ) > P

Así, lo que una clase explotadora extrae eventualmente


del producto social se realiza siempre en detrimento del
crecimiento o incluso de la reproducción simple del grupo
cuando esta extracción produce la muerte prematura de
una parte de la población (la muerte prematura debido a
la miseria nunca es contabilizada como una pérdida eco-
nómica en los cálculos de la economía liberal)».52
Evidentemente también para una economía marxista
la muerte prematura de las mujeres en su trabajo repro-
ductor nunca es contabilizada como una pérdida econó-
mica. ¿Verdad? Así lo que el hombre como clase explo-
tadora extrae del trabajo excedente de las mujeres en la
reproducción, se realiza siempre en detrimento del creci-
miento de la sociedad y hasta de la reproducción simple
del grupo, cuando esta extracción (véase además la explo-
tación exhaustiva de las mujeres en la producción que se
añade a la reproducción) ocasiona la muerte prematura
de las mujeres.
La muerte prematura de las mujeres debido a la ex-
plotación de sus facultades reproductoras —partos me-
nudeados en condiciones antihigiénicas e incluso sépticas,
desgaste extremo de energía debido a la falta de alimen-
tación y al continuo amamantamiento, enfermedades gi-
necológicas derivadas de partos abundantes y de falta de
cuidados postpartum, etc.53— y la invalidez de éstas como
consecuencia de las mismas causas, ni en una economía

52. Claude Meillasoux, obr. cit., págs. 84-85.


53. Ver tomo II. Reproducción, capítulo «Como se reproduce».
148
burguesa, ni en una economía socialista son contabiliza-
das como pérdidas económicas.
Es decir, en otras palabras, la energía humana inver-
tida en las tres fases imprescidibles del proceso de tra-
bajo reproductor: gestación, parto y amamantamiento, y
la posterior manutención del niño, es decir de la fuerza
de trabajo hasta su edad adulta —entendiendo por tal
a la que es capaz de mantenerse por sí misma, circunstan-
cia que se produce en una edad del menor indeterminada
y siempre distinta según el país y la época de que se tra-
te— constituye el valor de la reproducción. Valor que
nunca le es retribuido a la mujer, por lo que su trabajo
le es extraído gratuitamente en relaciones de producción
esclavas o serviles, según la época y la circunstancia geo-
gráfica, mediante las múltiples coacciones extraeconómi-
cas adecuadas por la ideología machista en el modo de
producción doméstico para tal objetivo. Las ideologías
de los subsiguientes modos de producción dominantes que
se asientan sobre el doméstico, siempre han reforzado la
sumisión de las mujeres, a fin de poder extraerles la ma-
yor cantidad de plustrabajo gratis.

2. Las leyes de la reproducción

Las leyes de la reproducción determinan el modo de


producción doméstico. Con Sahlins conocemos ya que las
condiciones de existencia de las llamadas comunidades
primitivas son bien distintas de lo que se había creído
por historiadores y antropólogos. En términos generales
hay que definir la economía de «la edad de Piedra» como
la economía de la abundancia, en contra del criterio de-
fendido hasta el momento, sobre las condiciones misera-
bles o muy precarias en que, como aseguraban los estu-
diosos, sobrevivían tales sociedades.
Sahlins M nos explica que en tales comunidades «la po-
blación existente es generalmente inferior —en algunos
casos incluso muy inferior— al máximo calculable», y así
«en extensas zonas de África, el Sudeste de Asia y la parte
de América del Sur ocupada por agricultores que realizan
cultivos por el sistema de rozas se encuentran subexplo-

54. Sahlins, Economía de la Edad de Piedra. Ed. Altai. Col. Ma-


nifiesto. Barna. 1977, págs. 57 y ss.

149
tadas», y se pregunta «¿Es lícito deducir de esto que la
forma predominante de la producción primitiva es la sub-
producción?» Sahlins no se atreve a contestarse porque
ignora la causa de esa respuesta afirmativa que es la co-
rrecta. Sí, la económica doméstica es la economía de la
subproducción, porque la producción está siempre condi-
cionada y determinada por la reproducción. Por la repro-
ducción, que sobre todo, en las comunidades domésticas
se realiza en condiciones muy precarias: falta de conoci-
mientos médicos, ausencia total de medidas profilácticas
e higiénicas y en consecuencia donde la mortalidad ma-
terna y la perinatal ocasionan el mayor número de víc-
timas.
Aquí es donde se halla la mayor contradicción de las
tesis de Meillasoux sobre la capacidad de fecundación de
las mujeres y el modo de producción. Todos los datos
recogidos por Sahlins nos hablan de la superabundancia
de recursos siempre subexplotados que poseen los pueblos
primitivos. La falta de número adecuado de fuerza de tra-
bajo, es decir, la subpobalación del territorio, es evidente.
Los procesos de producción de la caza, la recolección y la
agricultura con azada, son consecuencia de las leyes que
rigen la reproducción. Sus dificultades fisiológicas, su in-
certidumbre, su lenta producción, el desgaste de energía
humana requerido para la producción de un ser humano
tras nueve meses de enfermedad y el arriesgado trance
del parto, la larguísima inversión de dos años de ama-
mantamiento y diez de manutención y socialización para
convertir al nuevo individuo en un ser adulto rentable
socialmente, exigen el mayor plustrabajo de las mujeres,
e impide el desarrollo de las fuerzas productivas, que per-
mitiría la transformación del modo de producción do-
méstico y su paso a otros modos de producción.
Sahlins recoge los testimonios y trabajos de campo
sobre este tema, de los que no cabe más que concluir una
deducción: la economía doméstica es la eeconomía de la
abundancia, de los recursos naturales sin explotar. Toman-
do de un trabajo dedicado a la agricultura de subsistencia
de Clark y Haswell, Sahlins explica que de los datos reu-
nidos por Pirie (1962) sobre el Este de África, y postu-
lando ciertos supuestos acerca de las tasas de reproduc-
ción animal en las tierras vírgenes, estos autores estiman
que «la producción natural de carne por año es cuarenta
veces mayor que la necesaria para sustentar a una pobla-

150
ción de cazadores de una densidad de una persona por
cada 20 kilómetros cuadrados y que se alimenta exclusi-
vamente de productos animales. Esto equivale a decir
que, de aprovecharse plenamente, la reproducción ani-
mal bastaría para el mantenimiento de cinco personas
por cada 2,50 kilómetros cuadrados, y esto sin disminuir
las reservas naturales». La conclusión de Sahlins es cu-
riosamente pueril: «Si los cazadores necesitan o no de
tal margen de seguridad es una pregunta que permanece
sin responder, aunque Clark y Haswell se inclinan a creer
que sí.» 55 Los cazadores no escogen el margen de seguri-
dad. Simplemente lo disfrutan así porque no hay más ca-
zadores para extraer las reservas de carne que se les brin-
dan. No es que haya mucha carne para los cazadores, es
que hay pocos cazadores para la carne. Y no se conoce
ningún sistema más que el tradicional para producir más
cazadores más deprisa.
Los cálculos de todos los autores abundan en los mis-
mos datos. Siguiendo los realizados por Brown y Brook-
field w son necesarias 100 CL/P de tierra para mantener
a una persona a perpetuidad, donde P es el porcentaje de
tierra cultivable, L el promedio per cápita de hectáreas
cultivadas y C un factor que representa el número de
unidades de cultivo necesarias para un ciclo completo,
calculado como período de barbecho-período de culti-
vo-período de barbecho. Lo que significa se convierte en-
tonces a densidad por kilómetro cuadrado. Pues bien, apli-
cando estos cálculos nos encontramos con que las comu-
nidades domésticas nunca alcanzan el máximo de pobla-
ción según los recursos naturales de que dispone el terri-
torio en el que se hallan asentados o del cual disponen.
Y en muchas ocasiones ni siquiera llegan a la mitad de esa
cifra. Todos los etnógrafos consultados son unánimes en
la respuesta: la economía doméstica es la economía de la
subexplotación. Es decir —y esta ley es de igual aplica-
ción al modo de producción capitalista— que en contra
de todas las teorías malthusianas o catastróficas de super-
población, el planeta tierra posee mayores recursos de los
que aprovechan los individuos. Es decir la tasa de repro-
ducción queda siempre por debajo de la de producción.
Esta es la primera ley de reproducción. A mayor repro-

55. Sahlins, obr. cit., pág. 64.


56. Sahlins, obr. cit., pág. 57.

151
ducción corresponde un modo de producción más abanta-
do, pero siempre la producción de la fuerza de trabajo se
encuentra por debajo de la producción de bienes materia-
les. (Esta ley rige en la misma forma la producción ince-
sante de mercancías y las crisis periódicas del capitalis-
mo establecidas por Marx, tema este que se desvía de
este ensayo.)
En las comunidades domésticas es evidente que «los
recursos no siempre son aprovechados plenamente, pero
entre la producción real y la posibilidad queda siempre es-
pacio suficiente para maniobrar». Sahlins explica que «el
gran desafío está en la intensificación del trabajo: hacer
que la gente trabaje más o que más gente trabaje. Conse-
guir lo primero evidentemente es problema de la organi-
zación política, pero ésta se halla determinada por la se-
gunda posibilidad». La proposición de Sahlins es errónea.
No es indiferente un término u otro, no son idénticas las
dos partes de la ecuación: hacer que la gente trabaje más
igual a que más gente trabaje. Por el contrario una de
estas dos partes de la ecuación está condicionada por la
otra. Entendamos además que hacer que más gente tra-
baje significa que tenemos más gente para trabajar, no
que esa misma gente trabaja más horas o empieza a tra-
bajar más joven, ya que esta proposición sería precisa-
mente la otra parte de la ecuación. Es decir, solamente
consiguiendo más gente para trabajar conseguiremos que
la gente trabaje más.
Solamente aumentando las fuerzas productivas, la fuer-
za de trabajo humana, se rompen los moldes del modo de
producción doméstico, se alcanza otros modos de pro-
ducción en los que privan la acumulación de bienes, el
lucro, el intercambio mercantil y en consecuencia se obli-
ga a que se aumenten los ritmos de trabajo y a que la gen-
te produzca mayor trabajo excedente. Mientras la repro-
ducción sólo abastece un número casi siempre igual de
individuos con los que únicamente se asegura el reempla-
zo de la generación anterior, el modo de producción per-
manece estático. Este es el caso de las comunidades chi-
nas, indias, africanas. El modo de producción doméstico
se perpetúa durante milenios, permaneciendo intocables
sus costumbres, sus ritos y su cultura (embrollando con
ellos por cierto a los antropólogos que los estudian). Por-
que lo que ignoran éstos es que el ser humano, de «motu
propio», no suele embarcarse —como por inspiración di-
152
vina— en unos ritos embrutecedores de trabajo por el
sólo afán de hacer más rica la comunidad en la que sé
halla inserto.
Es umversalmente cierto que todas las comunidades
que se hallan en el mismo nivel de desarrollo —en propie-
dad es preciso decir que están sujetas al modo de produc-
ción doméstico— trabajan las mismas horas al cabo del
año, siguen los mismos ritmos de trabajo, que alternan
en medida muy parecida con los ciclos de descanso, de
diversión y de fiestas religiosas.
«La imagen que el blanco conserva del negro es la del
esclavo: una especie de infra persona que no sirva más
que para trabajar y aun mal y a disgusto. La ideología
dominante que acompaña al proceso de explotación de
la mano de obra negra, y a su desarraigamiento de su
medio natural para su esclavización, ha elaborado los es-
quemas de que los negros son perezosos, sucios, agresi-
vos, violadores, ladrones, casi subnormales y a los que
ningún estímulo induce a superarse, aunque pudiesen ga-
nar diez veces más o adquirir un puesto preeminente en
la sociedad.
»Las mismas quejas se han oído a propósito de los in-
dios, chinos y hace cincuenta años de los árabes, y en la
misma época respecto al proletariado europeo (lo que de-
muestra que todas las razas humanas son iguales funda-
mentalmente). La constante, ya estudiada, consiste en que
a ningún ser humano, debido a su constitución física y ner-
viosa, le gusta estar encerrado en la fábrica, en la mina, en
la manufactura, 8 o 10 horas por día. Hace falta una fuerza,
una presión extraordinaria y condiciones anormales, para
obligar a una persona a realizar un trabajo de galeote.»57
Y ello es cierto tanto para la Prehistoria como para
las comunidades domésticas africanas actuales. "Únicamen-
te la ideología burguesa puede haber confundido tanto a
los antropólogos y a los historiadores, como para hacer-
les juzgar con criterios del máximo rendimiento y acumu-
lación de capital, a los individuos cuyo nivel de desarrollo
corresponde al modo de producción doméstico.
Ya sabemos que únicamente exigiendo por la coacción
el mayor trabajo excedente de los individuos puede
alcanzarse un aumento de la producción de bienes. La

57. Lidia Falcón, El genocidio negro; Rodesia y Sudáfrica. «Vin-


dicación feminista», n.° 2, agosto 1976, pág. 54.

153
reproducción de individuos sigue la misma ley. Ningún ser
humano desea trabajar más de lo absolutamente impres-
cindible para su supervivencia, a menos de que se le
obligue. La coacción ideológica es sin duda la más eñcaz
coacción, y en cualquier país nadie desea trabajar más de
lo que se le exige para alcanzar el nivel de comodidad
deseado. Es decir, que nadie se queja de que se le regale
la casa o el televisor sin tener que trabajar para conseguir-
lo. En la misma medida solamente lo coacción ideológica
física y económica, puede conseguir que la reproducción
se realice en la medida y en el tiempo que la clase domi-
nante lo exija. Esta es la segunda ley de la reproducción.
La mujer no se reproduce voluntariamente por el agra-
do que ello le produce. La mujer se reproduce forzosamen-
te para proporcionar a la sociedad la fuerza de trabajo
humana que precisa, obligada por la coacción económica
y extraeconómica que contra ella utilizan los hombres.
Por tanto, en la misma forma que ningún campesino y
ningún obrero trabaja por gusto, las mujeres procuran no
extenuarse en la parición y en el amamantamiento. Que
el control de la natalidad por parte de las propias muje-
res es una de sus ambicionadas metas, para arrebatarles
por fin a los hombres el poder sobre la reproducción, lo
atestigua el propio Movimiento Feminista. Si las mujeres
de las comunidades domésticas no llegan a agotar sus
capacidades máximas reproductoras no es, según la tesis
de Meillasoux por las enfermedades y la miseria, que ya
hemos visto como dependen precisamente del nivel de
reproducción, sino por el rechazo continuado de las mu-
jeres a cumplir «óptimamente» con su tarea. De la misma
forma que al esclavo, al siervo, al campesino actual o al
obrero, a las mujeres se las tiene que adoctrinar, que apa-
lear y que privar hasta del más indispensable alimento,
para obligarlas a proporcionar a su amo el trabajo exce-
dente de la reproducción. Esta ley no ha sido nunca en-
tendida por los extravagantes antropólogos y economistas.
Por ello es cierta la consecuencia señalada por Sah-
lins,58 de que «el destino económico de la sociedad depen-
de de sus relaciones políticas, que pueden acumularse so-
bre la economía de la unidad doméstica». Es decir que úni-
camente con un propósito político puede obligarse a la
gente a trabajar más, o a las mujeres a tener más hijos.

58. Obr. cit., pág. 98.

154
Pero lo evidente es que el modo de producción domésti-
co, por las mismas leyes que lo rigen, que son las de la
reproducción, y las relaciones de explotación de las muje-
res por los hombres, no podrá nunca imponer moldes po-
líticos para modificar las leyes de la reproducción que lo
rigen. Porque es «de primordial importancia la satisfac-
ción de la economía familiar con su propio objetivo que
ella misma se ha señalado: la supervivencia. El modo de
producción doméstico es básicamente un sistema anti-exce-
dente».59 Acertada conclusión que Sahlins no sabe a qué
atribuirla porque ignora las leyes que rigen la reproduc-
ción humana a la vez que la del modo de producción do-
méstico.
Es sin embargo el propio Sahlins el que pone el acen-
to en todos los ítems que definen y configuran el modo
de producción doméstico. Nos dice que «es necesario par-
tir de la base de que los tres elementos del MPD que has-
ta ahora hemos identificado —escasa capacidad laboral
esencialmente diferenciada por sexo, tecnología simple y
objetivos finitos de producción— se relacionan sistemá-
ticamente».60 Cosa evidente en cualquier modo de pro-
ducción. De la escasa producción de fuerza de trabajo se
deriva escasa tecnificación, división del trabajo exclusiva
por el sexo, con su secuela de explotación de la mujer
—olvidada siempre por los antropólogos—, y objetivos
finitos de la producción. En resumen, ¿para qué producir
más si no hay más gente para disfrutarlo? A esta pregun-
ta las comunidades domésticas responden con sensatez
produciendo únicamente lo necesario para los individuos
de que disponen. No se trata, como insiste Sahlins, de
una subproducción, sino de una producción adecuada a
los efectivos humanos de la comunidad. 61 Esta es la terce-
ra ley de la comunidad doméstica. Como dice Shalins M

59. Obr. cit., pág. 98.


60. Obr. cit., pág. 98.
61. «Las relaciones de parentesco que prevalecen entre las uni-
dades domésticas afectan necesariamente su comportamiento eco-
nómico. E s lógico que los grupos de descendencia y las alianzas ma-
trimoniales de variada estructura, e incluso los lazos de parentesco
interpersonal de diferentes tipos, alienten de distintas maneras él
excedente de trabajo doméstico. Y con éxito variable, también las
relaciones de parentesco contrarrestan el movimiento centrífugo
del MDP, al d e t e r m i n a r u n a explotación m á s o menos intensiva
de los recursos locales.» (Marshall Sahlins, Economía de la Edad
de Piedra, pág. 140.)
62. Obr. cit., pág. 102.

155
«el sistema doméstico sólo da lugar a objetivos económi-
cos limitados, definidos más bien cualitativamente en
función de una forma de vivir, que cuantitativamente como
una fortuna abstracta... Dicho de otro modo, el MPD al-
berga un principio anti-excedente. Movida por la produc-
ción para la supervivencia, está dotada de esa tendencia a
detenerse una vez satisfecho su objetivo. Por lo tanto, si
el «excedente» se define como el producto que sobrepasa
las exigencias de los productores, el sistema familiar no
está organizado para ello». Pero Sahlins no se pregunta,
¿para qué excedente cuando no hay suficiente gente ni
para disfrutarlo, ni para cambiarlo o permutarlo o ven-
derlo o negociarlo? ¿Para qué trabajar más de lo que se
necesita? La tercera ley de la comunidad doméstica es la
de que la producción está determinada y condicionada por
la reproducción, ambas se encuentran en una relación di-
recta. A mayor reproducción mayor producción, y no al re-
vés, señor Meillasoux.
«Por consiguiente —señala Sahlins— el trabajo no es
intensivo: es intermitente y susceptible a todas las formas
de interrupción que ofrecen las alternativas culturales y
los impedimentos, desde un importante ritual hasta un
ligero aguacero.» 63 Exactamente igual que los negros de
Rodhesia, que los campesinos de Andalucía y que las
amas de casa europeas. Nadie realiza un trabajo exceden-
te, en ritmos alienantes, por gusto. Para conseguirlo ha
hecho falta siempre el látigo y en la comunidad doméstica
éste sólo se usa contra las mujeres.
Veamos ahora el perfecto embrollo en que se meten
Sahlins y Chayanov por su pecado de olvidar la reproduc-
ción y de ignorar las leyes que la rigen: «La regla de
Chayanov parece magnificar súbitamente diversas capaci-
dades teóricas: la intensidad del trabajo en un sistema de
producción doméstica para el consumo varía inversamen-
te a la capacidad de trabajo de la unidad de producción.»
Quieren decir que a más gente reunida para trabajar en un
objetivo determinado menor intensidad en el trabajo.
Y ello ¿por qué? Pues porque «la intensidad productiva
está inversamente relacionada con la capacidad produc-
tiva» w y ambos autores se muestran tan contentos de

63. Ídem., pág. 102.


64. «Recientemente Marshall Sahlins (1972) se dedicó a calificar
lo que llama el modo de producción doméstico, apoyándose no tanto

156
esta regla que para Sahlins «resume felizmente y respal-
da muchas afirmaciones que nosotros hemos venido ha-
ciendo. Confirma la deducción de que la norma de super-
vivencia no ajusta al máximo la eficacia de la unidad do-
méstica, sino que la coloca al alcance de la mayoría, derro-
chando así un cierto potencial entre los más eficientes».
Y después de tan sabia conclusión añade: «Al mismo tiem-
po, esto significa que no se desarrolla ninguna compul-
sión a una producción de excedentes dentro del MPD».
Y ninguno de los dos se plantea para qué podría servirle
a la comunidad doméstica este famoso excedente por el
que tanto afán consume el modo de producción capita-
lista.
La magnífica perogrullada de Chayanov de que «la inten-
sidad productiva está inversamente relacionada con la
capacidad productiva», conclusión alcanzada al parecer
después de largas y profundas reflexiones, se parece a la
lograda por aquel científico que observaba la conducta de
las pulgas, para lo cual encerraba uno de sus ejemplares
en una caja y con un megáfono le gritaba: ¡pulga salta!,
a lo que el animalito respondía con su habitual habilidad
en este género de ejercicios gimnásticos. Después de ha-

sobre el intercambio como sobre las características de la pro-


ducción.»
Para este autor los principales aspectos del modo de produc-
ción doméstico serían los siguientes:
1) División sexual del trabajo, fundada sobre la familia mínima:
un nombre y una mujer.
2) Una relación entre el hombre y el útil procedente de la cons-
trucción individual del mismo.
3) Una producción destinada a la satisfacción de tas necesidades
de base, de donde resulta una limitación de las capacidades produc-
tivas en virtud de la ley de Chayanov (1925).
4) Un derecho sobre las cosas que se ejerce a través del derecho
sobre las personas.
5) Una circulación «interna» de los productos domésticos y por
lo tanto un predominio del valor de uso.
(Claude MeUlassoux, Mujeres, graneros y capitales, pág. 17.)
En este mismo sentido Samir Amin: «En cuanto al mito que
confunde el desarrollo de las fuerzas productivas y la mejora de
la productividad del trabajo, Ester Boserup, sin ser marxista,
lo había disipado al publicar ya en 1965 un trabajo mostrando que
el paso a la agricultura intensiva, bajo el efecto de la presión de-
mográfica, permitiría una producción por cabeza más fuerte (y
por consiguiente un excedente eventual más consistente) gracias a
una cantidad anual de trabajo mayor y no a una productividad
más elevada por día de trabajo.» Obr. cit., pág. 34. (El subrayado
es mío.)

157
berle ordenado saltar con éxito durante varios días, el
científico proseguía el experimento arrancándole una pata
y repitiendo la orden, que era obedecida por la pulga con
la ligera dificultad que entrañaba su mutilación. Acto
seguido repetía el mandato tras haberle arrancado una se-
gunda pata, y la pulga saltaba también aunque con más
dificultad, y prosiguiendo en la misma línea científica lle-
gaba al final viendo a la pulga inmóvil tras haberla priva-
do de todas sus patas, lo que llevaba al científico a es-
cribir en su diario de experimentos: «Cuando a las pul-
gas se les arrancan las patas se vuelven sordas.»
La comunidad doméstica sobrevive con la producción
de un determinado número de bienes de uso precisos para
la alimentación, vestido y confort de los individuos de
que dispone. Producir más constituiría en realidad un des-
pilfarro. Y esa continuidad de bienes, finita y conocida de
antemano por todos, debe ser producida por un número
también conocido de individuos. En consecuencia si se
aumenta el número —circunstancialmente por supuesto—
de los trabajadores, es evidente que hay que rebajar la
cantidad producida por cada uno de ellos. La cuarta ley
de la reproducción de la comunidad doméstica es la de que
la producción está constituida por un número finito y co-
nocido de bienes, por encima de los cuales no se produce
riqueza sino despilfarro e inutilidad. Que ese número de
bienes sea producido por X individuos o por X más n, no
es importante más que en la medida en que cada uno de
los trabajadores podrá trabajar menos. Nunca se deberá
producir más excedente, que iría a consumirse estéril-
mente en los graneros o en los campos cosechados. Por
tanto las elucubraciones de Chayanov y de Sahlins tienen
el mismo valor que las conclusiones del experimentador
de las pulgas.65

65. «Lévy-Strauss parece encontrar una explicación suficiente de


la división en bandas de los nambikwara en la escasez de recursos
naturales. Sin embargo, la disponibilidad de recursos sólo puede
afectar al tamaño de las bandas. No puede regir la propia forma-
ción de éstas. La descripción de Lévy-Strauss se adapta a las for-
mas características de la vida social de los pueblos cazadores y
recolectores en los que, como luego probaremos, tiende forzosa-
mente a predominar la redistribución simple. En estos casos, salvo
cuando se trata de hábitats excepcionalmente ricos en plantas co-
mestibles y en vida animal, es imposible que se alcance la coope-
ración compleja característica de la caza de los Gouro. Mientras
en el interior de la banda más o menos compleja, es imposible que

158
se la reemplace como fuente de subsistencia precisamente a causa
de la inestabilidad de la banda. Por esto, temporalmente las ban-
das m á s extensas n o tienden a desarrollar las formas complejas d e
caza a que accedieron los Gouro. E s claro que este argumento n o
se refiere a las habilidades para la caza, que pueden desarrollar
individuos o grupos, sino m á s bien a la posibilidad o n o de cazar
con la cooperación compleja de gran cantidad de hombres. E n con-
secuencia, la productividad del trabajo bajo el predominio de la
redistribución simple tenderá a ser relativamente baja.» (Barry
Hindess y Paul Q. Hirst, Los modos de producción precapitalistas.
Ed. Península. Barna. 1979, pág. 51.)
Los Gouro son u n a comunidad de la Costa de Ivoire, descrita
p o r Meillasoux, ejemplo de redistribución simple.
La redistribución simple depende de las fuerzas productivas:
escasez de recursos naturales y de fuerza de trabajo. No al revés.

NOTAS

«Godelier muestra bien en su estudio sobre los Baruya que


efectivamente la denominación masculina se organiza mediante una
producción simbólica y reagrupamientos geográficos o signos de
comportamiento social que marca la desigualdad h o m b r e / m u j e r .
He ahí las mismas condiciones que posibilitan el ejercicio de su
poder social sobre el grupo de las mujeres. Por lo mismo, hacer
de esta situación un producto de la p r i m e r a lucha de clases —la
lucha de sexos— n o parece encontrar justificación mediante datos
empíricos. Las huellas que se encuentran en la mitología, que ex-
p r e s a n u n a voluntad de subordinación de las mujeres a los hom-
bres, la repartición geográfica de zonas reservadas a las mujeres,
m á s que ser vestigios de u n a lucha de clases/sexos entre h o m b r e s
y mujeres, son más bien él resultado de las condiciones concretas
del ejercicio del poder de tos hombres sobre las mujeres en so-
ciedades prUmtivas. (El subrayado es mío.) Ni a u n MeiUassoux que
a diferencia de Godelier, intenta situar históricamente el origen de
la dominación masculina, d a indicios de la existencia de esta pri-
m e r a lucha de clases/lucha de sexos que habría acabado con u n a
d e r r o t a del sexo femenino.
»En el m o m e n t o del paso a las sociedades de clases, el p o d e r
se estructura —como ya hemos indicado— en torno al poder de u n a
clase sobre la otra y n o de u n sexo sobre otro. Cambio decisivo,
puesto que a p a r t i r de este m o m e n t o la opresión de las mujeres
no puede pensarse ya como opresión del grupo masculino sobre
el femenino, sino como situación de desigualdad, de opresión de
las mujeres organizada por la división en clases. La producción
fantasmática sobre la sexualidad de las mujeres n o es ya el dis-
curso ideológico que justifica y reproduce el orden social domi-
n a n t e ; se convierte en u n o de los elementos. La oposición entre el
grupo de los h o m b r e s y el grupo de las mujeres n o es ya la oposi-
ción que vertebra los conflictos sociales, y la homogeneidad del
grupo de h o m b r e s y del grupo de mujeres tiende a atenuarse en
provecho de las divisiones de clase. Se trata, p o r supuesto, de u n
proceso histórico y es posible advertir en aquellas comunidades
en que los conflictos de clase escasean los restos de u n a organiza-

159
ción del espacio social en función del grupo de los hombres y del
grupo de las mujeres. Mas esto desaparece a medida que los con-
flictos de clases vertebran el cuerpo social.
»Así pues, lo importante es comprender que en estas sociedades
las formas de poder social no se organizan en torno al poder de
una class sobre otra, sino en torno ai poder del grupo de los hom-
bres sobre el grupo de tas mujeres que también ahí, si bien par-
ticipan en la producción social, tienen como determinación primera
el lugar que ocupan en las relaciones de parentesco. La diferencia
con respecto a las sociedades clasistas estriba no en el hecho de
que las mujeres de estas sociedades primitivas no estuvieran de-
terminadas en primer lugar por su lugar en las relaciones de pa-
rentesco, sino por el lugar diferente que en ellas ocupan estas
relaciones. Existe un acuerdo generalizado en la constatación de
que estas sociedades primitivas las relaciones de parentesco no sólo
están estrechamente imbricadas en las relaciones políticas y en las
relaciones de producción, sino que son las relaciones dominantes
que estructuran el conjunto del cuerpo social, a través de las cua-
les se organizan las formas de poder y de producción.» (Antoine
Artous, pág. 78. «Materiales» n.° 9 mayo-junio 1978.)
No cabe apenas comentario sobre esta producción fantasmática
que intenta ser un discurso consecuente de Antonie Artous sobre
la opresión de la mujer y cuyas contradicciones son tan claras
como torpes. (El subrayado es mío.)

1Ó0
CAPÍTULO Vil
LAS FUERZAS PRODUCTIVAS

Partamos de una suposición simbólica, que represen-


taría la comunidad humana idílica de Engels. Todos los
miembros de una comunidad trabajan por igual y distri-
buyen el producto obtenido por igual también. Esta es la
organización de las sociedades de comunismo primitivo.
Pero pensemos que para aceptar esta clase de sociedades
en toda su pureza nos es preciso imaginar que todos los
individuos de la sociedad son asexuados, por lo que no
existen diferencias ni en cuanto a la relación sexual ni a
la reproducción. La caza obtenida del trabajo de todos
sus individuos se distribuye igualitariamente entre ellos
también. En esta sociedad ideal nos encontraríamos con
las siguientes situaciones:
1. No existiría explotación ni dominio de unos indivi-
duos sobre otros. No existirían por tanto clases sociales.
2. Pero también sería imposible que se desarrollaran
las fuerzas productivas lo suficiente para establecer otros
modos de producción, y al no reproducirse biológicamente
esta comunidad está destinada inevitablemente a su ex-
tinción física.
3. Por tanto este ejemplo no tiene ninguna validez.
Veamos en consecuencia las comunidades reales cons-
tituidas por hombres y por mujeres.
Para que exista cualquier sociedad, por más primitiva
que ésta sea, es preciso que la mayoría de sus miembros
realicen un trabajo excedente, para cubrir los servicios
comunes de la sociedad más imprescindibles. Resulta evi-
dente que si cada individuo de la comunidad realizara ex-
clusivamente el trabajo necesario para su mantenimiento,
nadie cumpliría los trabajos comunes sociales, por pri-

161
íi
maños que fueran. Es decir, una sociedad no es un grupo
de personas que buscan exclusivamente satisfacer sus
necesidades perentorias. Ni la horda, organización sim-
ple puesta de ejemplo por todos los autores como sociedad
igualitaria y de redistribución simple, puede sobrevivir
si no atiende, entre otras necesidades, la de su reproduc-
ción, fundamental para su existencia como sociedad y
para su persistencia en el tiempo.
La reproducción individual es el objetivo social, por-
que la reproducción social coincide con la de los seres hu-
manos.
Ahora bien, continuando con la utopía de la sociedad
comunista engelsiana, es evidente que para que exista
igualdad es preciso que este trabajo excedente sea retri-
buido a las mujeres en proporción equitativa al esfuerzo
realizado. De no ser así nos encontramos con la apropia-
ción por miembros de la comunidad del sobretrabajo de
las mujeres: es decir, con la explotación de éstas.
Las comunidades reales constituidas por hombres y
mujeres responden a esta condición. Su reproducción está
garantizada por el trabajo femenino en la reproducción de
la fuerza de trabajo. Las relaciones sexuales, con la explo-
tación de la mujer por el hombre garantizan la fecunda-
ción de las mujeres. En esta producción de seres huma-
nos las mujeres gastan sus energías y padecen graves que-
brantos físicos que merman sus fuerzas.
Relegadas a la par a realizar los trabajos domésticos,
y encargadas del noventa por ciento de la producción de
alimentos, las mujeres son explotadas en todas las tareas
necesarias para el mantenimiento de la fuerza de trabajo,
produciendo el trabajo excedente necesario para el man-
tenimiento de la sociedad, cuyos únicos beneficiados son los
hombres. En este plus trabajo encontramos también el
cuidado de los ancianos y de los enfermos, con cuya su-
pervivencia la comunidad se enriquece, en comparación
al empobrecimiento que supone prescindir de esas fuer-
zas de trabajo, abandonándolos o matándolos.
Estas condiciones de producción se encuentran en la
misma manera tanto en las sociedades cazadoras-recolec-
toras como en las agrícolas. La técnica utilizada en la
producción no tiene incidencia en la explotación del traba-
jo femenino. Ya hemos visto como la fuerza de trabajo
fundamental es la humana, y ante todo la femenina.
Pero si la tesis de Meillasoux y de Terray —tan criti-

162
cada por Hindess y Hirts— de considerar las fuerzas pro-
ductivas como determinantes es cierta, se equivocan
cuando consideran como tales la técnica y el medio de
trabajo. La tierra, los procesos de agricultura, de horti-
cultura o de caza y recolección, son para ellos los deter-
minantes de un modo de producción. Ya hemos visto
cómo es la reproducción el proceso de producción que
domina todos Jos demás, y en consecuencia es la fuerza
de trabajo humana la determinante de un modo de pro-
ducción.
La quinta ley de la reproducción es: que el desarrollo
de la fuerza de trabajo humana, el aumento de la repro-
ducción, determina el cambio de modo de producción. La
horda constituida por el más pequeño grupo humano, de
cinco a veinticinco personas, no se define por el proceso
de producción cazador, puesto que un modo de produc-
ción jamás se determina por los procesos de producción
que contenga, sino por las fuerzas productivas que se desa-
rrollan en su seno y por las relaciones de producción que
le dominan. No se trata de que la horda cace porque no
tenga otro medio de producir los alimentos, y en conse-
cuencia apenas pueda alimentar a mayor número de per-
sonas, sino que como no posee más individuos no nece-
sita producir de otro modo el aumento.
El aumento de las fuerzas productivas en el modo de
producción doméstico se determinan por el aumento de la
fuerza de trabajo humana. Precisamente esa «cuestión de
población», «el aumento demográfico» que el señor Mei-
llasoux se niega a aceptar. Si analizamos el razonamiento
de este autor como el de Terray y el de Engels, veremos
que es imposible alcanzar ninguna conclusión correcta
partiendo del desarrollo de la caza o de la agricultura. En-
gels confía toda evolución social al descubrimiento de la
ganadería, en la misma medida que Meillasoux parte del
cambio de la caza a la agricultura para explicar las modi-
ficaciones del modo de producción doméstico, e incluso
el paso a otros modos posteriores, Hindess y Hirts que
basan la evolución social en la distribución simple o la
redistribución compleja, no pueden explicar las causas
de que la condición de la mujer sea la misma explotada
en todas las sucesivas etapas del modo de producción
doméstico.
Ninguno de estos autores puede dar la solución a la
explotación de la mujer —semejante, idéntica, peor, algo

163
atenuada, según— tanto entre los bosquimanos y los ho-
tentotes, como entre los samoanos o los cherokees. ¿Por
qué los esquimales se alimentan de la pesca que han con-
seguido sus mujeres, y las castigan abandonándolas en el
hielo para calmar la voracidad del oso? Engels, con su
teoría de la sociedad comunista mostraría su sorpresa
ante el machismo de los esquimales, pero Godelier o Mei-
llasoux o Hindess, contestan que porque su «modo de
producción» es cazador, o porque practican la distribu-
ción simple. ¿Y por qué los cherokees que se alimentan
de los productos recolectados y cultivados por sus muje-
res, las premian en igual manera que los esquimales? La
respuesta de Meillasoux y de Terray es porque conocen
la agricultura y han desarrollado la ganadería, y la de Hin-
dess y Hirts, porque practican la redistribución compleja.
Como vemos las distintas respuestas sirven para explicar
los mismos problemas.
No es la técnica para conseguir el alimento la determi-
nante de un modo de producción, ni su desarrollo confiere
ninguna condición importante en su evolución, cambio o
revolución. El invento del arado no cambió el modo de
producción. Hizo más rentable el proceso de trabajo agri-
cultor, y ello era preciso porque se necesitaba alimentar
a más gente. No se reprodujeron más individuos porque
se hubiera inventado el arado.
En consecuencia la fuerza productiva determinante
del modo de producción doméstico es la fuerza de traba-
j o humana. Condición fácilmente observable cuando es
evidente que en todos los procesos de trabajo primitivos
la mayor cantidad de energía invertida es la humana, con-
cediéndole a la máquina o a los animales un porcentaje
tan ínfimo que no resulta determinante. Y aun así, Meillas-
soux 66 y Terray pretenden darle a la agricultura o a la
66. «El nivel de las fuerzas productivas al que corresponde el
desarrollo de la comunidad doméstica puede considerarse domi-
nado por los siguientes rasgos:
1.° Conocimiento de las técnicas agrícolas y artesanales que
permiten la práctica de una agricultura de productividad muy ele-
vada para satisfacer las necesidades alimenticias necesarias al
mantenimiento y reproducción de sus miembros, así como para la
repetición del ciclo agrícola.
2.° Utilización de la tierra como medio de trabajo, transformada
en productiva a término mediante una inversión de energía.
3.° Utilización de la energía humana como fuente energética
dominante en el trabajo agrícola y artesanal.
4.° Uso de medios de producción agrícola individuales que para

164
ganadería el rango de fuerzas productivas determinantes.
(Es curioso comprobar asimismo la mala utilización de la
terminología: un proceso de trabajo es llamado por estos
autores fuerza de trabajo.)
La fuerza de trabajo humana es la fuerza determinan-
te del modo de pipducción doméstico. Sin ella no existe
sociedad alguna. La reproducción es el proceso de trabajo
fundamental. Las fuerzas de trabajo determinantes son
por tanto las mujeres. El desarrollo de las fuerzas de
trabajo humanas, el aumento de la población, es el deter-
minante en el desarrollo de una sociedad y en los cam-
bios que ésta pueda sufrir.
Hindess y Hirts resultan mucho más extravagantes
cuando rechazan las tesis de Meillasoux y de Terray, aun-
que en este caso su razonamiento resulta correcto cuando
dicen que es imposible usar el criterio de oponer «la coo-
peración simple de la caza colectiva, a la cooperación
compleja de la agricultura como distintivos de los diferen-
tes modos de producción». Es cierto que «es imposible
usar tales criterios, esencialmente técnicos, como base
para la distinción de modos de producción», pero cuan-
do Hindess y Hirts hacen la crítica de Meillasoux y de
Terray afirman cosas tales como que «a partir del con-
cepto del modo de apropiación del excedente es posible
deducir un determinado conjunto de fuerzas productivas.
Aquí consideramos las relaciones de producción como el
elemento primario del concepto de modo de producción». 07
Bien, ¿y cómo se elabora ese concepto de modo de pro-
ducción? Pues a partir de las relaciones de producción, y
nuevamente nos encontramos con el problema del huevo
y la gallina. Relaciones de producción que Hindess y Hirts
definen como de «redistribución simple» y «redistribución

ser producidos sólo exigen una inversión de trabajo individual.»


(Meillasoux, pág. 55, cap. II. Obr. cit.)
Sin embargo, más adelante se siente en la necesidad de aclarar:
«Lo que define el nivel de las fuerzas productivas no es por lo
tanto sólo la práctica de una técnica, sino los efectos soáalmente
aceptados de su aplicación. Es por esta razón que el empleo de «na
nueva técnica no revoluciona de golpe a la sociedad en la medida
que ésta se acomoda, a veces durante largo tiempo, resistiendo
institucionalrnente a Jos efectos sociales que implica una produc-
ción especializada y al intercambio restringido al que da lugar. Más
comúnmente estas transformaciones actúan al nivel de los conjun-
tos políticos que al nivel de las comunidades.» (Obr. cit., pág. 61.)
67. Hindess y Hirts, obr. cit., págs. 15 y 16.

165
compleja». «El predominio de una u otra de las variantes
del mecanismo de apropiación del trabajo excedente del
comunismo primitivo tiene consecuencias decisivas para
el nivel de desarrollo de las fuerzas productivas. En par-
ticular hemos sostenido que el avance de las fuerzas pro-
ductivas más allá del nivel de una economía de caza y
de recolección presupone el predominio de la extracción
del trabajo excedente por medio del mecanismo de la
redistribución compleja.» 68
Resumiendo, la llamada por estos autores redistribu-
ción compleja comprende las relaciones de producción en-
tre los sexos que disponen la extracción del trabajo exce-
dente de la mujer en beneficio de la clase dominante: los
hombres. Y ello, ¿por qué se produce? Hindess y Hirts
responden que por la ideología. La ideología de los pue-
blos primitivos es la culpable de que las mujeres sean
explotadas por sus hombres. Y cómo es imposible pedirle
cuentas a la ideología... La explicación agrada a tirios y a
troyanos. Burgueses y proletarios, hombres de izquierdas
y de derechas, se sienten bastante contentos de saber que
su «ideología» mantiene la explotación y la opresión de
las mujeres. Sobre todo cuando esa ideología no sirve
para defender ningún beneficio material. Se convierte en
una cosa etérea, abstracta, filosófica y psicológica —ya que
la Verdad Revelada resulta un cuento muy gastado— que
solamente el psicoanálisis puede resolver. Y todos pien-
san que si tan largo me lo fiáis, si tan difícil es la solución,
si tan inconsciente e inocente soy, que nadie me acuse.
Esta situación únicamente la describen las redondillas de
don Juan Tenorio:

«Llamé al Cielo y no me oyó


y pues sus puertas me cierra
de mis pasos en la Tierra
responda el Cielo y no yo.»

1. El desarrollo de las fuerzas productivas

Marx explica en el Prefacio de la Crítica de la Econo-


mía Política, que a un cierto grado de su desarrollo, las
fuerzas productivas materiales de la sociedad, entran en

68. Obr. cit., págs. 62 y 63.

166
contradicción con las relaciones de producción existentes,
dando lugar a un modo de producción más avanzado.
¿Qué sucede, en consecuencia, cuando las fuerzas pro-
ductivas, es decir la población, aumenta bajo el modo de
producción doméstico? Siguiendo la evolución humana, tal
y como la hemos ido descubriendo en las investigaciones
de los arqueólogos y de los antropólogos, encontramos una
primera fase del hombre cazador —el hombre cazador
únicamente para sí— y la mujer recolectora y reproduc-
tora, organizados en hordas y tribus de limitadísimo núme-
ro de personas. Es preciso encontrar poblaciones de va-
rias decenas de individuos para que se decidan a cultivar
la tierra y a domesticar animales. A partir de este momen-
to los hallazgos arqueológicos y los estudios antropoló-
gicos nos explican que unidos a la azada y al arado, en-
contramos la minería la rueda y el comercio. La estruc-
tura social se complica, exigiendo grupos humanos espe-
cializados por ramas de la producción, que viven a costa
del trabajo excedente de las mujeres, como en toda or-
ganización social doméstica: ejército, talleres de cerámi-
ca y de metalurgia, intercambio de mercancías, estableci-
miento de una casta religiosa. El desarrollo de la fuerza
de trabajo humana, ha permitido el paso de una sociedad
cazadora-recolectora, a otra agricultora, ganadera. La téc-
nica en los procesos de trabajo se ha complicado y se
producen más alimentos, imprescindibles para atender el
aumento de población. A estos adelantos se le ha llamado
«la revolución neolítica».
La realidad es que esta revolución es una revolución
demográfica.
El desarrollo de las fuerzas productivas, de las que es
determinante y fundamental la fuerza de trabajo humana,
ha exigido nuevos campos para cultivar que serán previa-
mente roturados, abandonando el primitivo proceso de
recolección, ya que no abastece las exigencias de alimen-
tación de la comunidad. Precisa asimismo de más y nuevas
materias primas para cubrir las necesidades de vivienda,
vestido, calzado, herramientas de trabajo. Se descubre la
utilidad de los intercambios entre los productos manu-
facturados, cuya fabricación obliga a especializarse a los
operarios. El aumento demográfico explica el paso de una
economía netamente cazadora-recolectora, a una econo-
mía productora de producto excedente, donde la agricul-
tura y la ganadería juegan un papel fundamental. La si-

167
tuación descrita con la frase recogida por Sahlins entre
los bosquimanos, «¿para qué cultivar la tierra cuando hay
tantos frutos de mondomongo en el mundo?» es cierta
hasta el momento en que hay demasiados bosquimanos
para alimentarse con los frutos de mondomongo que hay
en el mundo. Precisamente para evitar semejante situa-
ción —la ley del mínimo esfuerzo es la que rige la econo-
mía primitiva— los bosquimanos practican regularmente
el infanticidio y el senilicidio.
En consecuencia, el aumento demográfico sumado a los
cambios climáticos de finales del paleolítico superior, y a
la sobreexplotación de los animales cazados, hará nece-
sario que algunos grupos humanos recurran a otros pro-
cesos de trabajo más complicados que la caza y la re-
colección, abundante parece ser hasta entonces, según los
restos arqueológicos hallados. Con el tiempo esta nueva
economía conducirá a su vez, y gracias también al traba-
jo excedente reproductor siempre determinante de la su-
pervivencia y del desarrollo de la comunidad doméstica,
a la creación de las primeras sociedades de clases, tal
como se las ha entendido hasta ahora.
El trabajo excedente de la mujer es el que permitirá
el desarrollo de las -fuerzas productivas. Trabajo exce-
dente que se realiza tanto en la reproducción de la fuerza
de trabajo humana como en la producción de bienes de
uso y de cambio. El excedente arrancado a la mujer me-
diante la coerción y la represión masculina es el que esta-
blecerá las condiciones fundamentales para el paso del
modo de producción doméstica a otro avanzado. Ésta es
la sexta ley de la reproducción.
El aumento de la fuerza de trabajo que descubrirá los
inventos propios del cuarto milenio, en especial los rela-
tivos a la agricultura, producirá un excedente que será
controlado y apropiado por una clase que centraliza y
monopoliza 3a explotación sobre una población y un terri-
torio determinados, como contrapartida de sus supuestas
funciones úe protección y administración y que inventará
a partir de este momento la institución del Estado.
De tal modo la tesis de Engels de que la subordinación
femenina se basa en la aparición de la propiedad privada
y del Estado, resulta antitética de la correcta. La apari-
ción de la propiedad privada, de las clases y del Estado

168
se realiza a partir de la explotación y de la opresión de la
mujer en el modo de producción doméstico. 69
A la vez, como es evidente en nuestras naciones indus-
trializadas y occidentales, el modo de producción domés-
tico no desaparece, sino que se prolonga, como básico, do-
minado y utilizado por el modo de producción dominante,
que se implanta y deviene como evolución inevitable, gra-
cias al sobretrabajo de las mujeres, en la reproducción,
en la sexualidad y en la producción. El plustrabajo de las
mujeres, su explotación en la reproducción en la sexua-
lidad, en la producción de alimentos y en el trabajo do-
méstico, es el que produce la fuerza de trabajo humano,
y su aumento, su desarrollo, es el que originará el paso
del modo de producción doméstico, al asiático, al escla-
vista, al feudal, al capitalista.

2. La identidad de los contrarios

Ya hemos visto como la ley mencionada de la evolución


de los modos de producción, de que a todo nivel de las
fuerzas productivas corresponde un modo de producción,
y que el desarrollo de aquéllas conlleva la destrucción de
ésta, se cumple igualmente respecto al modo de pro-
ducción doméstico. Por ello el nivel de las fuerzas pro-
ductivas, es decir el equilibrio entre la reproducción de la
fuerza de trabajo, y la producción de bienes, debe con-
servarse para que la comunidad doméstica superviva.
Cuando no se reproducen más individuos éstos no pro-
ducen más alimentos. Y mientras esta relación directa se
cumple, la sociedad doméstica sobrevive. Sobrevive como
único modo de producción. Así véanse las comunidades
africanas, australianas, indias o como modo de produc-
ción básico, bajo el capitalismo, téngase en cuenta la uni-
dad de producción que es la familia hoy en el MPD, resis-
tiendo a toda clase de supuestos envites a su manteni-
miento. Envites sólo superficiales, ya que cualquier modo
de producción dominante tiene como primer objetivo, en
el momento de implantar su hegemonía, el de mantener
e incluso potenciar el modo de producción doméstico.
Ello es lo que hace a Sahlins escribir que «a riesgo

<¡9. Lidia Falcón y M." Encarna Sanahuja, Modo de producción


y patriarcado. «Poder y libertad», n.° 1, junio 1980. Barcelona.

169
de engendrar contradicciones internas y externas, revo-
luciones y guerras, o por lo menos sediciones continuas,
deben mantenerse las acostumbradas metas económicas
del MPD dentro de ciertos límites que sean inferiores a la
capacidad global de la sociedad, y que utilicen en abun-
dancia la fuerza laboral de las familias más eficientes».
Igualmente a riesgo de que las guerras lleguen a ser el
único remedio y correctivo, el modo de producción capita-
lista debe mantener unas nietas económicas equilibradas.
En el caso contrario hemos vivido ya varias guerras. Y
léase esto independientemente de que el capitalismo lleve
en su seno, como ley característica, el desquilibrio con-
tinuo entre sus metas económicas y sus recursos humanos
lo que hacen mucho más frecuentes —podría decirse que
ininterrumpidas— sus guerras. Pero es que Sahlins no sabe
aplicar las leyes del desarrollo de las fuerzas productivas
a la comunidad doméstica.
Es absolutamente cierto que ésta sólo sobrevive mien-
tras se mantiene el equilibrio entre las fuerzas producti-
vas y las relaciones de producción entre el hombre y la
mujer para la reproducción de los individuos, condición
básica de la reproducción de la comunidad. Pero si esta
situación parece hacerse eterna en Asia o en África o en
Melanesia, en otras regiones del mundo la comunidad
doméstica se convulsiona y se conmociona y de pronto —o
por lo menos así se lo parece a los historiadores— se en-
cuentra dominada por el modo de producción asiático o
por el esclavista. ¿Qué ha pasado? La ley marxista nos
sigue sirviendo. Se han desarrollado exageradamente las
fuerzas productivas para seguir siendo contenidas en el
antiguo modo de producción doméstico. Las barreras se
han roto y las guerras o la revolución han arrastrado la
atrasada sociedad primitiva a un nuevo modo de pro-
ducción, con su nueva tecnología, ciencia, cultura, religión,
política.
¿Pero cuál es la fuerza productiva cuyo desarrollo ha
determinado tal transformación? La fundamental: la fuer-
za de trabajo humana. El aumento de la reproducción es
el que determina ese aumento conjunto de las fuerzas
productivas que transforman la sociedad. Tanto en la lla-
mada revolución neolítica como en el industrialismo. El
aumento demográfico de los sociólogos. Esa «cuestión de-
excavaciones nos dicen cómo, en una etapa determinada,
y condiciona todas las demás. Los datos están ahí para su

170
consulta. No se inventa el arado y la cerámica y la urbe
porque se haya desarrollado la técnica agrícola, la cerá-
mica y la urbanística —proposición que utiliza las mis-
mas palabras definidas en la definición—, sino que se de-
sarrolla la agricultura, la cerámica y la construcción de
ciudades porque se ha desarrollado notablemente la re-
producción.
Cómo se ha alcanzado ese desarrollo en cada comuni-
dad concreta es trabajo de los arqueólogos. Sin embargo,
muchos de los datos que nos proporcionan las últimas
excavaciones nos dicen cómo, en una etapa determinada
las comunidades domésticas más atrasadas compuestas
únicamente de algunas docenas de individuos aumentaron
repentina y espectacularmente la producción de alimen-
tos hasta obtener un excedente que intercambiaron regu-
larmente con otras aldeas hasta formar una sociedad com-
pleja, rica y adelantada. ¿Cómo se consiguió tan revolu-
cionario cambio? En el Próximo Oriente 70 a comienzos
del Neolítico hacia el 10000 a. c , varias tribus aisladas su-
frieron gravemente las consecuencias de una prolonga-
da sequía. Hacia el V milenio recogieron los bártulos
y se trasladaron a orillas del Tigris y del Eufrates. Su
nueva vecindad implicó la unión de varias familias me-
diante el intercambio de esposas, la constitución de fuertes
lazos de parentesco y la unión de varias aldeas en una sola
con un aumento creciente de la población, tanto por la
reunión de los efectivos de varias de las tribus como por
la reproducción ampliada que supusieron los variados ma-
trimonios que, en el aislamiento anterior, hubiera sido
imposible efectuar. El aumento demográfico fue por tanto
el determinante del aumento de las fuerzas productivas
que impulsó el evidente avance técnico, social y econó-
mico de esas comunidades.
El aumento demográfico puede producirse por diver-
sas causas. La emigración de tribus hacia regiones más
fructíferas y la unión de varias de ellas en el lugar de
destino, puede ser una de ellas. Si bien las condiciones
ecológicas las impulsan a buscar terrenos más favorables
no se debe caer en la tentación fácil de pretender expli-
car por ellas mismas los cambios revolucionarios sucedi-
dos en el neolítico. Pensemos que las condiciones sociales
se reproducirían en la misma forma en el lugar de desti-

70. Poblados de Palestina, Kurdistán, Irak, Irán, Siria.

171
no, si el aumento de población, por unión de las diversas
comunidades, no obligara a un cambio irreversible y sus-
tancial de los procesos de producción de alimentos, hasta
conseguir un excedente susceptible de intercambio con
otras comunidades.
Para encontrar un cambio decisivo en los procesos de
trabajo de las comunidades domésticas: evolución de
caza y recolección a horticultura y agricultura y ganade-
ría, es preciso que contemos con un importante e irre-
versible aumento de población en dichas comunidades. De
lo contrarío, ni aun contando con las emigraciones o los
traslados frecuentes de las tribus nómadas, el estadio evo-
lutivo de la comunidad permanecerá siempre estático. Re-
cordemos que las tribus de las estepas del Asia Central per-
manecieron durante siglos en el mismo estadio de desa-
rrollo a pesar de su constante movilidad. Desde Gengis
Khan hasta la primera guerra mundial, los mongoles, los
kirguises, los kalmukos y tribus similares vivieron de la
rapiña, del saqueo, del robo y del rapto de mujeres, ha-
bitando tiendas, domando caballos salvajes, arrastrando
rebaños y comiendo carne cruda, a pesar de que en quin-
ce siglos recorrieron Europa de este a oeste varias veces.
Pero en sus propósitos no entró nunca dejar que la po-
blación de sus tribus se reprodujera tan peligrosamente
como para hacer imposible aquel género de vida. El in-
fanticidio femenino fue en esas comunidades más practi-
cado que en ninguna otra.
En idéntico nivel de supervivencia permanecieron las
tribus tuaregs del desierto del Sahara, o los árabes en las
arenosas extensiones de Arabia Saudita. En pleno siglo xx
la comunidad doméstica nómada arrastra sus tiendas,
sus camellos y sus impedimentas a lomos de mujeres, que
guisan, cosen las tiendas, recorren difíciles distancias en
busca de aguas y de dátiles, vigilan los animales que car-
gan los 71equipajes y pastorean los rebaños de que se ali-
mentan, mientras practican el infanticidio femenino y las
71. El velo que cubre el rostro de sus mujeres deriva de la
necesidad de protegerse contra el polvo que levantaban los reba-
ños en las continuas migraciones. El orden de la caravana era y
sigue siendo el siguiente: los hombres prominentes a caballo, de-
lante, los sirvientes detrás a pie con algo de impedimenta, los re-
baños a continuación y las mujeres al final con el resto de la im-
pedimenta, los ancianos, los enfermos y los niños a su cuidado.
El polvo del paso de los rebaños hubiese sido imposible de soportar
sin cubrirse la boca y la nariz. Los tabúes posteriormente inven-

172
mutilaciones sexuales de las mujeres —lo que las hace más
inválidas todavía para reproducirse con éxito— a fin de
que el modo de producción doméstico, en el que los hom-
bres se sienten tan a gusto, no deje de perpetuarse.
No son las condiciones ecológicas, ni el sedentarismo
o nomadismo de las tribus, las determinantes de un cam-
bio de los procesos de producción y del aumento de las
fuerzas productivas, tales como la domesticación de ani-
males o el mejoramiento de la agricultura. Para alcanzar
un adelanto significativo en la producción es preciso que
primero se haya conseguido u n aumento en las fuerzas de
trabajo humanas. En ocasiones a ello se llega por el con-
tacto con otros pueblos. Comunidades estancadas, aisla-
das de cualquier contacto exterior, hundidas en el silen-
cio y la protección de bosques y desiertos, fueron en un
momento conquistadas, sometidas y explotadas por otro
pueblo conquistador. Si no se extinguieron, o fueron aban-
donadas más tarde por el estado imperialista, debieron
reproducirse notablemente para, asimilando las nuevas
técnicas, las nuevas relaciones de producción que les in-
troducía el nuevo amo, romper las trabas que les suponía
el modo de producción doméstico y entrar rápidamente
en el capitalismo.
Cuando esta convulsión no se ha producido: Grecia,
Roma, Egipto, Mesopotamia, Palestina, fueron sacadas
brutalmente de su sueño doméstico por la conquista de
otro Estado y aumentaron espectacularmente su pobla-
ción; China, la India, Pakistán, permanecieron estáticas,
inertes, conservando durante milenios los mismos proce-
sos de trabajo —ni siquiera el descubrimiento de técnicas
más avanzadas cuya paternidad se le reconoce a China le
sirvió para evolucionar—, la misma explotación de sus
mujeres, los mismos tabúes, ritos y religiones.72 La pobla-

tados para explicar la prohibición de enseñar el rostro las mujeres


forman parte de ese ropaje que oculta el cuerpo social.
72. «A pesar de la fuerza de su civilkación y de los "admirables
productos de su trabajo", Marx "no cree en una edad de oro del
Indostán", sino en una "miseria" que viene de muy lejos en la
antigüedad si nos atenemos a la "cronología de los brahmanes".
En la base de esta miseria inmemorial, de este estancamiento, de
este despotismo bárbaro, está la existencia de estas comunidades
aldeanas, por inofensivas e idílicas que parezca, que viven "con un
egoísmo bárbaro", "una vida estancada, vegetativa, sin dignidad",
sometidas a un "destino natural" y exhibiendo "el espectáculo de*

173
ción también era la misma desde varios milenios de años
antes de Cristo. Al llegar al techo de sus posibilidades
demográficas transformaron la comunidad doméstica en
el modo de producción asiático, que pervivió inerte hasta
que el capitalismo lo transformó definitivamente.
Bien sea mediante un aumento de natalidad producido
todavía no sabemos por qué: mayor fertilidad de algu-
nas mujeres, supervivencia en mayor proporción de ma-
dres y de hijos, descenso de abortos, de enfermedades
maternas y perinatales, o por la inmigración de tribus o de
individuos provinentes de otros territorios, o por la unión
de varias comunidades, lo determinante es que el cambio
de la comunidad doméstica en el modo de producción
asiático o esclavista o feudal o capitalista, se produce
cuando el aumento de la fuerza de trabajo humano lo
propicia. Lo impensable es que una tribu bosquimana al-
cance el nivel económico, social y técnico feudal o capi-
talista sin que su población llegue a los mínimos indis-
pensables para que tal condición se produzca.
Así ciertas comunidades domésticas se encuentran hoy
en ese período prerrevolucionario en el que las fuerzas
productivas pueden desarrollarse hasta un nivel peligroso
para la propia supervivencia de la comunidad. En un mo-
mento dado tener más individuos avanzando según una
progresión casi geométrica —de cada hembra adulta pue-
den conseguirse varios individuos vivos más— algunos de
los cuales serán a su vez hembras reproductoras, significa
o escindir en varias comunidades semejantes la antigua
o transformar la comunidad. Pero contra todas las trans-
formaciones la clase dominante se defiende. Se defiende
la Iglesia contra Galileo, se defiende la monarquía y la
nobleza contra Dantón. Veamos qué sucede en ciertos
momentos en la comunidad doméstica.
Sahlins explica que «de los constreñimientos demo-
gráficos de la caza y recolección puede decirse que es la
política de "debarassement" la que juega a nivel de las
personas, y puede ser descrita en términos similares y

gradante del hombre, soberano de la naturaleza, cayendo de ro-


dillas para rendir culto a Hamman, el mono, y a Sabbala, la vaca".
Se comprende así que un tal país y una tal sociedad no fueran
más que la presa privilegiada de los conquistadores.» (Maurice
Godelier, Teoría marxista de las sociedades precapitatistas. Ed. Laia.
Barna. 1977, pág. 37.

174
adscrita a las mismas causas. Los términos son, para de-
cirlo sin ambages: disminución de los ingresos en bene-
ficios de la posibilidad de transporte, un mínimo equipo
necesario, eliminación de los objetos duplicados, además
de otros, tales como infanticidio, senilicidio, continencia
sexual durante el período de lactancia, e t c . . La suposición
de que tales recursos se deben a la incapacidad de esas
personas —niños y ancianos— para mantenerse en pie y
caminar, no alimentarse. Las personas eliminadas, como
suelen decir los cazadores con tristeza, son precisamente
los que no pueden transportarse a sí mismas y que, por
tanto, estorbarían el desplazamiento de la familia y del
campamento». 73
En la práctica del infanticidio y del senilicidio encon-
tramos la comprobación de la ley del desarrollo de las
fuerzas productivas. El aumento de la población obliga-
ría al sedentarismo a las tribus nómadas, al cultivo de la
tierra en vez de la recolección, al abandono de la caza que
es hoy la principal actividad de los varones. Para mante-
ner la comunidad doméstica en el mismo punto de desa-
rrollo es imprescindible contener el avance de las fuerzas
productivas. El infanticidio se hace costumbre y ley.74
«En la medida en que los pobladores pueden seguir
obteniendo ventajas de la producción local y mantener una
cierta estabilidad física y social, sus prácticas malthusia-
nas son cruelmente lógicas.» 75 Evidentemente cuando
Sahlins habla de las ventajas que pueden seguir obtenien-
do los pobladores de estas tribus se refiere a los varones,
ya que difícilmente se pueden considerar como ventajas
las de gestar y parir para matar al hijo inmediatamente.
Tal despilfarro de trabajo es consecuencia de la explo-
tación en que se realiza. Puesto que la mujer se repro-
duce gratis no resulta para el hombre despilfarro alguno
matar a las crías. El despilfarro para el hombre es tra-
bajar demasiado. Que la mujer lo haga es natural, para
ello está. Y sin embargo, Shalins no para mientes en la
contradicción que significa la abundancia de recursos na-
turales que él mismo ha destacado y la necesidad de prac-
ticar el infanticidio.
La séptima ley de la comunidad doméstica está expresa-

73. Obr. cit., pág. 48.


74. Ver cap. Amor materno. Tomo II.
75. Sahlins. Obr. cit., pág. 48.

175
da así: el desarrollo de la fuerza de trabajo, el aumento
demográfico, conlleva la subordinación del modo de pro-
ducción doméstico a los subsiguientes que se harán domi-
nantes, y en consecuencia la clase dominante: el hombre,
defiende, con toda su crueldad, la supervivencia del modo
de producción doméstico que implica la de s udominación
como clase. No olvidemos que sojuzgada la comunidad
doméstica por el modo de producción asiático o el escla-
vista, un número importante de hombres irán a caer bajo
el látigo del cómitre. Esta ley que establece la relación
directa entre el infanticidio y la supervivencia de la so-
ciedad doméstica como tal, no la conocen los antropó-
logos.
Sahlins se plantea que los tres elementos que se con-
jugan en la comunidad doméstica: «escasa capacidad la-
boral esencialmente diferenciada por sexo, tecnología sim-
ple y objetivos finitos de la producción, demostrarán una
tendencia desusada a evolucionar». Además de esta desa-
fortunada expresión que obliga a imaginar un mundo en
el que las coles crecieran de pronto exageradamente, o que
los niños alcanzaran estaturas y pesos desusados como en
una película de ciencia ficción, Sahlins no es capaz de
prever que el único elemento que puede tender a crecer,
si no se le aplica en muchas ocasiones el correctivo del
infanticidio, es la reproducción de la fuerza de trabajo,
pero supone correctamente que «entonces se encontraría
con la resistencia de una incompatibilidad cada vez ma-
yor por parte de los otros. La resolución sistemática nor-
mal de esta tensión es la vuelta al "status quo" (realimen-
tación negativa). Sólo en el caso de una conjunción histó-
rica de contradicciones adicionales y externas (sobrede-
terminación) la crisis podría convertirse en destrucción y
transformación». Por ello, como he constatado anterior-
mente «específicamente la norma de supervivencia do-
méstica, tiende a permanecer inerte. No puede sobrepasar
un cierto nivel sin poner a prueba la capacidad de la
fuerza de trabajo doméstica, ya sea de una manera directa
o a través del cambio tecnológico requerido por una pro-
ducción más elevada». Sahlins se remite siempre a la pro-
ducción de bienes, nunca se refiere a la reproducción de
individuos, por ello sus conclusiones están faltas de causa:
«El nivel de supervivencia no aumenta sustancialmente
sin cuestionar la organización familiar existente. Y aun
hay un último límite establecido por la posibilidad de

176
cualquier orden de unidad doméstica de proporcionar
fuerzas y relaciones de producción adecuadas. Por tanto,
mientras la modalidad doméstica prevalezca, la idea habi-
tual de supervivencia se verá adecuadamente restringida.»
Exacto, por ello la clase dominante se resiste eficazmente
a permitir el aumento de fuerza de trabajo.76 Por otro
lado es importante aclarar aquí, aunque tendrá su capítu-
lo y tratamiento adecuados, que el modo de producción
doméstico no se ha transformado hasta su total extinción,
puesto que perdura sometido a los restantes modos de
producción dominantes. En este aspecto la resistencia
masculina ha obtenido el éxito suficiente para perdurar
en su puesto dominante, a pesar de las transformaciones
sociales y de los modos de producción a que la han so-
metido.

76. En el mismo sentido Meillasoux explica que «La segmenta-


ción, incluso si es diferida, sigue siendo el modo de resolución de
la contradicción entre la extensión de la comunidad doméstica,
que permite reforzar el poder mediante tet gestión matrimonial, y
el debilitamiento de este mismo poder bajo los efectos de dicha
extensión. Modo de resolución que si bien no cuestiona las estruc-
turas de la sociedad doméstica, sino que por el contrario las am-
plia repitiéndolas, debilita, sin embargo, a cada comunidad. La
unidad y el robustecimiento del conjunto social son preservados
por un fenómeno de desmultiplicación y de debilitamiento de las
comunidades que lo componen.» (Obr. cit., págs. 120-121.)
«Vimos que el ejercicio del poder del mayor, cuando se des-
plaza de la gestión material hacia la gestión matrimonial, exige el
refuerzo de la exogamia a medida que la extensión de la comunidad
aumenta el número de posibles parejas sexuales en su interior.
A esto se agrega que, desde un punto de vista puramente demo-
gráfico, la extensión de las células exogámicas contribuye a neutra-
lizar un gran número de parejas matrimoniales posibles. Las posi-
bilidades de adquirir esposa son menores para los jóvenes perte-
necientes a las ramas menores de las más grandes unidades exó-
gamas, y algunos de entre ellos serán desfavorecidos. Los riesgos
de tensiones sociales se agravan con la extensión de la comunidad;
y de la misma manera son amenazadas las condiciones de su re-
producción.» (Obr. cit., pág. 120.)

177
12
CAPÍTULO VIII

LAS IMPRESCINDIBLES DIFERENCIAS ENTRE


LAS SOCIEDADES CAZADORAS Y LAS
SOCIEDADES AGRICULTORAS

Es también importante reconocer las diferencias que


separan la dinámica de las sociedades domésticas en el
curso de la evolución humana. Las diferencias, en las dis-
tintas comunidades, en el proceso de producción de ali-
mentos, han sido en su mayoría las causantes de las con-
fusiones que han atormentado a los autores, partiendo del
mismo Engels. Es decir, han visto como única causa de
las disimilitudes de las comunidades, los procesos de la
caza, la pesca, la recolección o la agricultura, y en con-
secuencia han procedido a dividir los modos de produc-
ción en razón de aquellos: cazador-recolector, agricultor-
ganadero.
Partiendo del modo de producción de bienes de uso o
de cambio, pero olvidando la reproducción de la fuerza
de trabajo, Engels y sus seguidores establecieron la exis-
tencia de dos modos de producción diferenciados estruc-
turalmente, cuya descripción se perpetúa en los trabajos
de los antropólogos actuales: los pueblos cazadores-reco-
lectores y los pueblos agricultores-ganaderos. El error con-
siste en haber puesto el acento en el proceso de trabajo
empleado para adquirir una parte de los alimentos —de
todos es conocido que a la par que la caza, la recolección
es una fuente importante de recursos alimenticios—, y a
partir de la descripción de las tareas necesarias para lle-
varlo a cabo, sacar la conclusión de que la caza constituye
por sí misma un modo de producción, que establece sus
propias relaciones de producción, y que genera una su-
perestructura determinada. Las dificultades posteriores
para señalar las diferencias en el sistema de parentescos,
en la división sexual del trabajo o en el intercambio de

179
esposas, demostraban lo superficial de semejante división.
Hay que convenir con Godelier que «el error común a
los numerosos especialistas "positivistas" de las ciencias
humanas, sean demógrafos, economistas, antropólogos o
historiadores, error que les hace descuidar o rechazar la
hipótesis marxista del papel determinante en última ins-
tancia de la infraestructura económica, es el de confundir
la jerarquía visible de las instituciones y la jerarquía real,
invisible, de las funciones asumidas por estas institucio-
nes».77 El cuerpo social revestido de tantos ropajes que
pocos son los que saben ver debajo de ellos. Por otro lado
tampoco es Godelier el que lo consigue cuando, criticando
a Enmanuel Terray su economicismo vulgar, lo acusa de
descubrir entre los guro de la Costa de Marfil, estudiados
por Meillasoux, tantos modos de producción como formas
del proceso de trabajo: un modo de producción agrícola,
un modo de producción cinegético, etc. y concluye indig-
nado: «Prosiguiendo en esta dirección, ciertos antropólo-
gos marxistas "revolucionarios", han inventado ya un
"modo de producción" de los hombres, otro de las muje-
res, otro de los jóvenes, etc. Basta a continuación, como
lo hacen algunos "maoístas", refiriéndose a la definición de
Lenin de las clases y olvidando las distinciones explícitas
hechas por Marx y Engels entre sociedades primitivas,
comunitarias o tribales y sociedades de clases, con bautizar
como clases a todas estas categorías sociales para "gene-
ralizar la teoría de las clases** en todas las épocas y todas
las formaciones sociales de la historia de la humanidad.»78
(El subrayado es mío.) Mientras acusa a los demás auto-
res de mecanicistas, Godelier padece la ceguera de la
sumisión a todas y cada una de las palabras escritas por
Marx y por Engels. Si ellos hicieron una distinción explí-
cita entre las sociedades comunitarias y las de clases, pun-
to en boca. Ni para Engels ni para Godelier tienen ma-
yor importancia que esas sociedades comunitarias explo-
ten exhaustivamente a sus mujeres en la reproducción, en
el amamantamiento, en la recolección o en la agricultura,
y que las reduzcan a estado animal mutilándolas con la
infibulación y la cliteridectomía, o las utilicen como mer-
cancía intercambiando las esposas, practicando la poli-
gamia, etc.

77. Análisis marxista y antropología social, pág. 28.


78. Obr. cit., pág. 33.

180
Se trata, como ortodoxamente hace Godelier, de acep-
tar sin discusión que las comunidades domésticas viven
un preciso estado paradisíaco sin tensiones. Y no basta,
para arrancarlo de su error, que él mismo relate las con-
diciones de explotación de las mujeres aborígenes aus-
tralianas o de los bosquimanos del desierto de Kalahari.
Engels dijo que no existían clases, pues a leer a Engels
y a pensar menos.79
Pero también es cierto que en la crítica de Godelier
a Terray se encuentra el punto central de un importante
problema a dilucidar, y cuya solución no se ha alcanzado,
deslumhrados todos los historiadores por la clásica divi-
sión prehistórica entre pueblos cazadores y pueblos agri-
cultores. Esta división proviene de confundir modo de
producción con proceso de trabajo, y en tal caso la crítica
de Godelier resulta acertada, puesto que un modo de pro-
ducción resulta de la combinación e intersección de los
variados procesos de producción necesarios para la exis-
tencia de la organización social.
Así, Godelier ironiza contra Terray cuando le recuerda
que aceptando la afirmación de Althusser de que en toda
formación social se encuentran al menos dos modos de
producción distintos, de los cuales uno es el dominante
y otro el subordinado, dice: «De ahí a inventar un modo
de producción masculino (caza) que domina a un modo
de producción femenino (recolección) no hay más que un
paso, que algunos discípulos entusiastas han dado ya.»
Pero si bien resulta acertada esta crítica al mecanicismo
de ver en cada proceso de trabajo un modo de producción,
el error de Godelier tanto como el de Engels, es definir
un modo de producción a partir del proceso de trabajo
por el que se obtienen los alimentos. Error por otro lado
común a todos los economistas y antropólogos y que se
ha constituido en el origen de todos los errores poste-
riores. Puesto que partiendo de tal premisa, si la mujer
recolecta «al igual» que el hombre caza, estos dos proce-
sos productivos o modos de producción se convierten en

79. Aunque en su prólogo al libro. Economía, fetichismo y reli-


gión en las sociedades primitivas, Ed. Siglo XXI, 1978, Godelier se
muestra tan científicamente dialéctico, observad la evidente con-
tradicción entre los párrafos anteriores y la descripción de la con-
dición de las mujeres en las sociedades primitivas en la nota (10)
al capítulo «Proceso de trabajo y alienación» del mismo texto,
Economía, fetichismo..., pág. 27.

181
análogos, igualmente productivos y necesarios realizados
en régimen de «cooperación» y resulta fácil en consecuen-
cia certificar de «comunismo» a la comunidad doméstica.
Que en la realidad se puede parodiar diciendo que los
obreros y los capitalistas también trabajan en régimen
de cooperación, ya que mientras unos trabajan en la pro-
ducción los otros lo hacen en la administración de la em-
presa, afirmación que los burgueses hicieron entusiástica-
mente hace más de un siglo.
Es decir, entendiendo que modo de producción es la
combinación resultante de todos los procesos de trabajo
necesarios para el mantenimiento de la sociedad y su re-
producción, tendremos que hasta la implantación del modo
de producción asiático no existe más que un sólo modo
de producción: el doméstico. Definido porque tanto los
procesos de trabajo reproductor de fuerza de trabajo, en
primer lugar, como el productor de alimentos en segundo,
son realizados mediante la explotación de las mujeres.
En este modo de producción los hombres adultos de
mediana edad y casados, puesto que ni los niños, ni los
jóvenes, ni los ancianos trabajan —sustituidos por esas
dos terceras partes de mujeres que trabajan— según el
ecosistema que les rodee, unas veces cazan o pescan o cul-
tivan tierras. Y esos diferentes procesos de trabajo pro-
ducen unas diferencias superestructurales de todos cono-
cidas, puesto que ellas han sido el ropaje que únicamente
han sabido ver los antropólogos y los historiadores, en
los ritos religiosos y en las normas jurídicas. Pero, y he
aquí donde se encuentra la clave, tos procesos de pro-
ducción de la reproducción, e ttrabajo doméstico, el tra-
bajo agrícola o recolector, y la explotación de los servi-
cios sexuales, se realizan siempre mediante la explotación
de las mujeres y sus relaciones de producción y de repro-
ducción con los hombres son de clase dominada. Por tanto
no existe más que un sólo modo de producción: el do-
méstico, caracterizado por la reproducción de la fuerza de
trabajo como determinante de todos los procesos de pro-
ducción restantes, así como las relaciones de reproducción
que dominan a las de producción en el seno de la socie-
dad. Lo que hasta ahora se ha dado en llamar simplemente
«la división sexual del trabajo», término que enmascara
convenientemente tanto el concepto político de opresión,
como el económico de explotación de que son víctimas las
mujeres, y que permite afirmar que entre las dos clases

182
antagónicas en realidad se procede al «reparto» del tra-
bajo y a la «redistribución» posterior del producto en ré-
gimen de igualdad, explicación que siempre ha sido tan
grata a las clases dominantes.
En consecuencia, resulta tan erróneo dividir la historia
de las comunidades primitivas en múltiples modos de pro-
ducción: cazador, recolector, pescador, agricultor, como
decidir que estos procesos de trabajo se resumen en uno
sólo: comunismo primitivo, sociedad perfecta donde la
«división sexual del trabajo» reparte igualitariamente las
tareas de la caza, la recolección y la agricultura, entre los
hombres y las mujeres, mientras los niños los da y los
alimenta Dios.
Para mayor vergüenza de Godelier, y sólo a modo de
ilustración, puesto que de páginas como éstas dispongo de
miles, es preciso leer esta descripción que él mismo nos
ofrece de las tareas de las mujeres en dos sociedades
«comunistas primitivas». 80
«...En la organización económica de los aborígenes aus-
tralianos las secciones regulan el matrimonio y la reci-
procidad general de todos los individuos pasa por el in-
tercambio de las mujeres, que son a la vez productoras
insustituibles —puesto que tienen a su cargo tas activida-
des de la recolección, la preparación de los alimentos y el
transporte de los víveres, la leña, los utensilios domésti-
cos— y los medios de la reproducción biológica del grupo,
de la continuidad física a través de las generaciones...»
«Richard Lee (1968, 1969, 1972). Los bosquimanos del
desierto de Kalahari, son asimismo cazadores-recolectores
que viven en un medio... Entre los bosquimanos, las mu-
jeres practican la recolección de las plantas silvestres y
proporcionan las dos terceras partes de la alimentación
consumida anualmente por su "campamento".
ȃste comprende normalmente de 10 a 15 individuos
que residen a menos de una milla de un punto de agua.
Lee ha calculado que una mujer adulta recorre 2.400 ki-
lómetros como media por año, en actividades económi-
cas y visitas a otras bandas y efectúa la mitad de esta
distancia llevando pesadas cargas de agua, alimentos, leña
y, por supuesto, niños. Éstos son destetados hacia los
cuatro años. Los dos primeros años el niño es llevado
constantemente por su madre (2.400 km.). Luego, a medi-

80. Obr. cit., págs. 33 y 35.

183
da que el niño crece, esta cifra se reduce a 1.800 km. apro-
ximadamente el tercer año y 1.200 km. el cuarto. Esto
hace en cuatro años una distancia total de 7.800 km. en
el curso de la cual el peso del niño se añade al de las
otras cargas transportadas. Dado que la movilidad es una
de las constricciones necesarias de su actividad económica
de recolección y de transporte de cargas, el trabajo in-
vertido por una mujer en el transporte de los pequeños
debe mantenerse dentro de límites compatibles con el cum-
plimiento regular y eficaz de sus actividades económicas.
Este trabajo depende, ante todo, del espaciamiento de
los nacimientos. Se ha calculado que, para un espacia-
miento de los nacimientos de cinco años, en diez años una
mujer habría tenido dos niños y el peso a transportar
como media se habría reducido a 7,8 kg. En el caso de un
espaciamiento de dos años (y sin tener en cuenta la alta
tasa de mortalidad infantil que se produce entre seis y
dieciocho meses después del nacimiento) el peso a trans-
portar sería de Tí kg. y durante cuatro de esos diez años,
de 21,2 kg. como media. Teóricamente, un espaciamiento
de los nacimientos al menos de tres años parece, pues,
una constricción demográfica impuesta por el modo de
producción de tos bosquimanos, lo que es verificado por
las estadísticas. Los bosquimanos tienen conciencia de ta-
les constricciones demográficas, ya que declaran «que una
mujer que da a luz a un niño tras otro —como un animal—
tiene dolor permanente en Xa espalda». Por otra parte, ma-
tan a uno de los gemelos en el nacimiento, practican el
infanticidio de los niños que nacen deficientes y se abs-
tienen de relaciones sexuales al menos durante un año des-
pués de cada nacimiento. Sin embargo, esta «política de-
mográfica» consciente no basta para explicar que el espa-
ciamiento de los nacimientos sea, estadísticamente, al me-
nos de tres años, ya que después de un año de abstinencia
las mujeres reanudan su actividad sexual. Parece que en-
tonces intervienen factores biológicos no intencionales, y,
sobre todo, el hecho de que el amamantamiento prolon-
gado de los niños suprime la ovulación de las mujeres...
el hecho de la ausencia de alimentos fácilmente digeri-
bles para el niño, los cuales no se encuentran entre los
productos alimenticios silvestres que consumen los bos-
quimanos y que por el contrario producen los agriculto-
res y los ganaderos (papillas, leche, etc.). La leche de la
madre es, pues, no sólo indispensable, sino el único áli-

184
mentó disponible sobre la base del nivel de desarrollo de
las fuerzas productivas... el período prolongado de ali-
mentación al pecho no sólo forzaba a las poblaciones a
limitar su número, sino que también disminuía la utilidad
completa de una mujer en tanto que socio económico.»
En estos párrafos tenemos una descripción completa
de la explotación de las mujeres en la reproducción, en el
trabajo doméstico y en el trabajo productivo de alimen-
tos, así como la clara demostración de las leyes de la re-
producción que he enumerado en el capítulo anterior. El
despilfarro de la energía empleada en la reproducción por
la práctica del infanticidio, que se utiliza para mantener la
misma forma de dominación de los hombres sobre las mu-
jeres, y el predominio de las condiciones de la reproducción
sobre las de la producción: muerte infantil entre 6 y 18
meses (nada nos dice sobre la muerte materna), ausencia
de ovulación durante el amamantamiento y necesidad ab-
soluta de Ja lactancia materna para la supervivencia del
niño.
Sin comentario el párrafo del autor en el que dice que
mientras la mujer pare y lacta y carga con los 7,8 kg. o
17 o 21 kg. diarios de niños durante toda su vida adulta
«disminuía la actividad completa en tanto que socio eco-
nómico». Vaya, señor Godelier, una mujer puede ser ex-
plotada tanto que sólo gestar, parir y amamantar y car-
gar con el niño y con el agua y la leña es poco para ser
«socio económico» del hombre, ¿verdad? También los
negros y los dueños de esclavos argumentaron cosas pare-
cidas. Pero ha pasado mucho tiempo...
En consecuencia la comunidad doméstica es aquella en
que la reproducción de la fuerza de trabajo y su manu-
tención y alimentación se realiza mediante el trabajo ex-
plotado de las mujeres y en la que las relaciones de re-
producción y de producción son dominadas por el hombre.
Pero mientras el proceso del trabajo alimenticio se re-
duce fundamentalmente a la caza y a la recolección el
aumento de la fuerza de trabajo ha de ser limitado por la
clase dominante para mantener la misma dinámica so-
cial: grupos humanos muy pequeños y recolección fun-
damentalmente realizada a lo largo de grandes distancias
por parte de las mujeres, que como nos ha descrito Go-
delier han de recorrer 2.400 kilómetros por año en busca
de agua y de comida con las crías colgadas a la espalda.
Para mantener este mismo género de vida, que les asegura

185
a los hombres mayor vagancia (véase anteriormente las
citas de Sahlins) es preciso limitar la reproducción hu-
mana mediante el infanticidio, que constituye una traba
importante para que la mujer rinda económicamente al
cien por cien como «socio económico» del hombre. Ya se
sabe que todas las clases dominantes son conservadoras.
Los bosquimanos de Kahalari saben, por un lado, que per-
mitiendo el aumento de población, la mujer no rinde tan-
to en la recolección de alimentos, y temen consecuente-
mente que un aumento demográfico importante cambiará
su modo de vida. Pero la historia nos ha enseñado que
el paso de la caza a la agricultura, como proceso de tra-
bajo fundamental en la adquisición de alimentos no sig-
nifica la pérdida del poder masculino. Por el contrario,
aprendiendo a manipular y a disponer de las mujeres con-
venientemente los hombres de las sociedades domésticas
adquieren el mayor poder que hubieran podido suponer.
De nuevo vemos demostrado en la simple organización
de los bosquimanos que «el modo de producción dado y
las relaciones de producción correspondientes al mismo,
en suma la estructura económica de la sociedad es la
base real sobre la que se alza una superestructura jurídica
y política, por lo que el modo de producción de la vida
material condiciona en general el proceso de la vida so-
cial, política y espiritual». 81
En una comunidad doméstica en la que los hombres se
dedican fundamentalmente a la caza, éstos no permiten
que la fuerza de trabajo aumente en mayor medida de la
que sus posibilidades de manipulación y disposición de
las mujeres y de los hijos les permite comprender. Por
ello se recurre al infanticidio. Pero es precisamente este
aumento de población, esta abundancia de fuerza de tra-
bajo la que provoca la transformación de una comunidad
doméstica cazadora-recolectora en otra agricultura. Y las
diferencias consisten fundamentalmente en que el grupo
humano recorre menos largas distancias en busca de re-
cursos elimenticios —con lo cual salen ganando las mu-
jeres que ya no recorrerán anualmente los 2.400 kilóme-
tros de los bosquimanos— y se limitan a espacios prefija-
dos donde cultivar periódicamente (véase el sistema de las
rozas), con lo que las mujeres serán explotadas además
en el proceso agricultor, lo que indudablemente es mucho

81. Marx. 1867, II, 93 (1) 100.

186
peor para ellas. A esta nueva explotación es a la que los
autores tradición almente, desde Engels le han llamado
«la gran derrota histórica del sexo femenino».82
Cuando la explotación femenina se dirige fundamental-
mente a la agricultura, el infanticidio se hace más raro,
aunque nunca desaparece como correctivo eficaz de una
excesiva reproducción, y en cambio los hombres aprenden
las técnicas del intercambio de las esposas, en cuya prác-
tica reposa el mayor rendimiento a obtener de las capa-
cidades reproductoras de las mujeres; es decir de la pro-
ducción determinante de la supervivencia de la sociedad:
la fuerza de trabajo. Las numerosas versiones de las re-
laciones de parentesco —tan minuciosamente descritas
por Lévy-Strauss— no pretenden otra cosa: obtener el ma-
yor rendimiento de las matrices femeninas y controlar
férreamente su capacidad en beneficio de los hombres.
En esta comunidad todos los hombres, en un momento
dado, son beneficiarios del trabajo de una o de varias mu-
jeres.
Basta para concluir este apartado estos datos aporta-
dos por el propio Meillasoux:
«La circulación de tas esposas y de las dotes.
»Las mujeres —salvo divorcio—, a causa de su ma-
trimonio son retiradas de la circulación, "consumidas",
utilizadas hasta el agotamiento de su capacidad procrea-
tiva, mientras que las dotes, formadas por objetos dura-
bles pero inútiles, tienen una existencia indefinida que les
permite ser incesantemente puestas en circulación.» 83
«En el conjunto matrimonial constituido por la alian-
za de varias comunidades, la reproducción de cada una
de ellas está asegurada por la redistribución de las mu-
jeres púberes disponibles.
»La intención fundamental de esta redistribución es la
reproducción, cuyo instrumento es la mujer. El reparto
de las mujeres no es el objeto último de su circulación,
sino el reparto de su descendencia.»

82. En este capítulo resultaría interesante repasar todas las


teorías sobre el matriarcado. Los autores defensores de la existen-
cia de tal régimen social no debían conocer los 2.400 kilómetros
anuales que las mujeres bosquimanas recorren cargadas de hijos
en busca de agua y de alimentos, ya que resulta ciertamente gro-
tesco llamarle a esta clase de vida «matriarcado» o «victoria fe-
meninas.
83. Obr. cit., pág. 92.

187
«...una mujer púber sólo tiene otro equivalente fun-
cional en otra mujer púber. 84
«Aprovechando sucesivamente, por el contrario, el pro-
ducto del trabajo de sus madres, y después de sus esposas,
los menores se sitúan, en relación a las mujeres, como los
asociados de sus mayores. Frente a éstos su situación se
parece más a la de clientes que a la de explotados. Los
conflictos f-ntre mayores y menores reflejan siempre una
oposición que se sitúa en el interior de un sistema que se
trata, para cada menor, de reconstruir lo antes posible en
su provecho obteniendo una esposa. Pero esta oposición
no es radical, no apunta a cuestionar las instituciones sino
sólo a beneficiarse de ellas, y siempre es por medio de la
alienación de una mujer.»65
Los intercambios de esposas, la distribución de la ca-
pacidad reproductora de la mujer entre todos los hom-
bres de la comunidad, con las diferencias derivadas de la
edad y de la jerarquía del varón, son características de
las sociedades agrícolas, puesto que su propia superviven-
cia, su capacidad de reproducción, depende de la mejor
distribución de la reproducción humana. Las comunida-
des domésticas agrícolas sobreviven gracias al intercam-
bio de esposas y a la distribución de los hijos. La produc-
ción agrícola como cualquier otra, está determinada por la
fuerza de trabajo humana. No al revés como pretenden
los antropólogos y los historiadores, según los cuales la
llamada «división sexual del trabajo» se realiza en fun-
ción del proceso de trabajo agrícola. Cuestión que ellos
mismos denominan «cultura», indicando con ello que no
existe ninguna predeterminación biológica ni «natural»
que disponga que las mujeres han de realizar los traba-
jos más penosos, rutinarios y arduos, y sin embargo nun-
ca comprenden por qué les ha tocado precisamente a las
mujeres cargar con el peso de todo el trabajo explotado. 86
Meillasoux, en este caso, sigue la línea ortodoxa según la
cual la explotación de los recursos agrícolas determinan
la utilización y distribución de las mujeres, y se contra-
dice inmediatamente al describir las condiciones en que
se desarrollan e interrelacionan los dos procesos de tra-

84. Obr. cit., pág. 102.


85. Obr. cit., pág. 117.
86. Ya sabemos que Hindess y Hirts han encontrado una mag-
nífica solución: achacarle a la ideología la culpa de tales males.

188
bajo: la producción de alimentos agrícolas y la reproduc-
ción de fuerza de trabajo.
Meillasoux nos asegura que «la producción agrícola
mediante la explotación de la tierra como medio de tra-
bajo favorece, en circunstancias dadas, la constitución de
lazos sociales permanentes e indefinidamente renovados,
y de qué manera la circulación de subsistencias entre ge-
neraciones consecutivas y la solidaridad que se establece
entre ellas, suscitan las preocupaciones ligadas a la repro-
ducción física y estructural del grupo». En realidad este
párrafo debía redactarse así: «La reproducción física y
estructural del grupo obliga a la constitución de lazos
sociales permanentes e indefinidamente renovados y las
preocupaciones ligadas a dicha reproducción condicionan
la circulación de subsistencias entre generaciones conse-
cutivas y la solidaridad que se establece entre ellas, que
favorecen la producción agrícola mediante la explotación
de la tierra como medio de trabajo». Y la prueba de ello
es que el propio Meillasoux añade inmediatamente: «Cuan-
do estas preocupaciones (las de la reproducción) ligadas a
la reproducción de las relaciones orgánicas que asocian
en el tiempo a los miembros de la célula productiva, se
tornan imperiosas, las mujeres son buscadas como repro-
ductoras tanto como compañeras.» Aparte del curioso
criterio que ostenta Meillasoux sobre ese concepto de com-
pañerismo que consiste, como él mismo nos ha explicado,
en que uno de los «compañeros» sea explotado por otro,
este autor insiste en considerar determinante el proceso
de trabajo agricultor para proceder a la distribución de
las esposas, y en consecuencia viene a decirnos: un día
los hombres se pusieron a cultivar la tierra y en conse-
cuencia necesitaron más brazos y exigieron a sus mujeres
que procrearan más abundantemente. Aparte de las difi-
cultades que comporta intensificar rápidamente este pro-
ceso de producción ya que un niño, y casi siempre uno
sólo, tarda nueve meses en parirse y de cinco a diez años
mínimos en servir para algo, con lo que es imprescindible
pensar que primero nacen los individuos y después siem-
bran y plantan, este razonamiento cae por su propio peso
cuando se recuerda la natural vagancia de los hombres
bosquimanos y australianos, a los que sólo condiciones
imperativas obligarían a asentarse en un territorio y a cul-
tivar la tierra (o mejor dicho a obligar a sus mujeres

189
a cultivar la tierra) prefiriendo matar a los niños para no
complicarse la vida.
Sobre este tema resultan significativos, por lo menos,
los datos aportados por Godelier sobre el aumento repro-
ductivo derivado de la alimentación con gramíneas. «Ri-
chard Lee sugiere que el mero hecho de la instauración
de un modo de vida sedentario, al disminuir la movilidad
de las mujeres, puede eliminar los efectos biológicos ne-
gativos que el modo de vida nómada ejerce sobre la tasa
de fertilidad de las mujeres y entrañar una tendencia a la
expansión creciente de la población antes incluso de cual-
quier expansión de los recursos alimenticios. Pues bien,
esto ha sido verificado experimentalmente entre los aborí-
genes australianos por los excelentes trabajos de B. Lan-
caster Jones, sobre los que se ha apoyado Yengoyan. La
sedentarización en reservas y el cambio de régimen ali-
menticio por la aportación de raciones alimenticias dis-
tribuidas por los europeos han ido acompañados de una
explosión de la tasa de natalidad que, junto con los efectos
del control médico, ha producido una tasa de crecimiento
de la población muy superior a la que se ha podido recons-
truir para el período precolonial. Otro aspecto interesante
de estos trabajos es que sugieren que quizá se produjo un
crecimiento demográfico excepcional entre los recolectores
neolíticos del Próximo Oriente que explotaban densas plan-
taciones de gramíneas salvajes, antepasadas de nuestros
cereales, o entre las poblaciones establecidas en los bordes
de los ríos o en el litoral de los mares con pescado abun-
dante en América o en el sureste asiático. Esta expansión
demográfica tal vez obligó a los recolectores a reproducir
aquello que se contentaban con recolectar, y por tanto,
a domesticar las plantas silvestres. El crecimiento de la
población está relacionado con la sedentarización, es decir,
con un nuevo modo de subsistencia y existencia, y que,
de todas formas, esta expasión demográfica, aun en el caso
de que haya podido comenzar sin transformación o ex-
pansión de los recursos económicos espontáneos de la
naturaleza, no podía prolongarse ni amplificarse sin esta
transformación, sin una modificación de las condiciones
materiales y sociales de la producción.» 87

Entre otras palabras, lo fundamental y por tanto de-


terminante en una sociedad es su supervivencia y su re-

87. Obr. cit., pág. 36.

190
producción. En una comunidad doméstica esta reproduc-
ción coincide exactamentte con la reproducción física de
sus individuos y ésta sólo se consigue y se garantiza explo-
tando las capacidades reproductoras de sus mujeres y
controlando el producto y su utilización, los hijos, las nor-
mas de la reproducción, de su utilización y apropiación,
y de la distribución de sus recursos son las determinan-
tes de los restantes procesos de trabajo, incluido el de la
alimentación. Esta ley ya explicada en el apartado anterior
es la que hace decir —sin que sepa explicarlo— a Meilla-
soux, que «admitiendo que el acoplamiento exige como
regla general el encuentro de individuos de sexo opuesto
pertenecientes a células productivas diferentes, vale decir
de pertenencia social diferente el problema que se plantea
en las sociedades deseosas de su reproducción a plazo
jijo es así el de la pertenencia de la descendencia».m Este
problema, el de la distribución y apropiación de la des-
cendencia es el que rige todas las restantes relaciones
sociales. Como hemos dicho antes, las relaciones de repro-
ducían determinan y dominan las de producción. Esas con-
diciones, la de distribución y apropiación de la descen-
dencia dominan sobres todas las demás, en cualquiera de
las modalidades del modo de producción doméstico.
Tampoco es cierta la proposición de Mellassoux de
que «a diferencia de la horda que no hace sino mante-
ner la vida, la comunidad doméstica está constituida para
reproducirla». Parece mentira que Meillasoux caiga en
esta división artificial y artificiosa entre la horda que re-
produce la vida en la cantidad precisa para conservar la
misma organización social y económica, y la sociedad
agrícola, que por supuesto, tiene el mismo objetivo. Las
diferencias consisten en que cada una de ellas dispone de
la reproducción en la forma que mejor garantiza la super-
vivencia de la comunidad. Los hombres defienden así el
mismo modelo de poder. Para lo cual siempre han matado
a quienes les estorban.
Que el dominio sobre las mujeres resulta imprescindi-
ble para la supervivencia de la comunidad doméstica, es
algo determinado ya por los numerosos casos tomados de
los trabajos antropológicos. Dominio este que igualmente
ejercen los bosquimanos de Kalahari, que los aborígenes
australianos, que las comunidades agrícolas, aunque és-

88. Obr. cit., pág. 41.

191
tas se caracterizan por la dedicación de las esposas a la
preparación del alimento y a la manipulación de los pro-
ductos agrícolas con el objeto de hacerlos comestibles, sin
lo cual la producción agrícola permanecería estéril. No
olvidemos, en contra de la apreciación de Meillasoux de
«que el cazador puede subsistir por sus propios medios»,
los 2.400 kilómetros que recorren las bosquimanas. Un ca-
zador puede subsistir por sus propios medios como dice
el autor, pero una sociedad integrada exclusivamente por
hombres cazadores, no. Se trataría de una peña de amigos,
nunca de una sociedad humana, que para existir precisa
fundamentalmente de mujeres. Para demostrar esta ase-
veración resulta enormemente clarificador examinar las
relaciones de reproducción entre el hombre y la mujer
tanto en las comunidades domésticas cazadoras como en
las agricultoras.

192
CAPÍTULO IX

LAS RELACIONES DE REPRODUCCIÓN

Meillassoux que ha afirmado poco atrás que «los pro-


blemas de población no pueden ser examinados al margen
de las relaciones de producción dominantes». No existen,
hablando con propiedad, «causas demográficas», escribe,
inmediatamente después, el siguiente párrafo tratando de
las sociedades agrícolas primitivas:
«Es evidente el hecho de que la reproducción es la
preocupación dominante en esas sociedades. Todas las
instalaciones están dirigidas hacia esta tarea. El énfasis
puesto sobre el matrimonio, las instituciones matrimonia-
les y paramatrimoniales, la filiación, los cultos a la fecun-
didad, las representaciones vinculadas con la maternidad,
la evolución de la situación de la mujer según su posición
en el ciclo de fecundidad, las inquietudes producidas por
el adulterio y por los nacimientos fuera del matrimonio,
las prohibiciones sexuales, etc., son otros tantos testimo-
nios del lugar ocupado por esta función. Las relaciones
de parentesco que proceden del matrimonio (el cual sólo
es un acontecimiento codificado por las reglas fijadas
fuera del matrimonio), son claramente relaciones que se
articulan alrededor de la reproducción de los indivi-
duos.-» i9 (Es evidente que quiere decir «mujeres» y no in-
dividuos, pero no lo sabe).
¡Eh, qua!... ¿Qué más cabe decir? Y sin embargo to-
dos los autores se niegan a ver la realidad que nos ense-
ña el cuerpo oculto de las sociedades. El gran papa Lévy-
Strauss ha dedicado media vida a conocer las extrañas re-
glas del parentesco en una docena de sociedades primiti-

89. Obr. cit,, pág. 61.

193
13
vas. Nos ha dejado el relato de todos los datos acumulados
durante sus años de investigación. Sus discípulos le han
seguido fielmente, y todos los demás autores se ven cons-
treñidos en un momento u otro a consultarle y a referirse
a él. Y sin embargo ninguno ha entendido que tales «nor-
mas de parentesco» son en realidad las relaciones de re-
producción correspondientes al proceso de trabajo de la
reproducción. Así se ha optado por la insensatez de deno-
minarlas «funciones» como Malinowski, «estructuras de
parentesco» como Lévy-Strauss, o tomando el principio
por final, «relaciones de producción» en el caso de Mei-
llasoux, y «cuestiones de ideología» por Hindess y Hirst.
¡Helas! Los caminos de la ciencia son escarpados y sin
trazado previo.
Fabricar un niño significa una inversión mínima de tres
años por mujer adulta. Nueve meses de gestación y dos
años de amamantamiento (ya heemos visto los cuatro de
los bosquimanos), amén de los cuidados que pueden ser
compartidos por más niños a la vez, sin los cuales la su-
pervivencia del recién nacido, que llega al mundo prema-
turamente para su desarrollo posterior, no puede ser ga-
rantizada. En consecuencia, un proceso de trabajo tan
lento, que corre innumerables riesgos antes de su conse-
cución final, no permite el desarrollo de las fuerzas pro-
ductivas, más que en la medida que ya conocemos.
Durante tres millones de años las comunidades domés-
ticas se han limitado a sobrevivir, gracias al trabajo
explotado de las mujeres, porque sólo ellas podían repro-
ducir los individuos, que es la condición indispensable para
reproducir la sociedad. Cuando los conocimientos médi-
cos permitieron asegurar más partos viables y más super-
vivencia de las mujeres, y los transportes permitieron a
su vez reagrupar a las comunidades y ponerlas en contac-
to entre sí; es decir cuando la emigración y el adelanto
médico, permitieron el desarrollo de la natalidad, se pro-
dujo el gran salto en el crecimiento demográfico que lleva
inmediatamente al poderío romano. Esta época y el indus-
trialismo, por razones obvias, son los dos momentos de
la historia humana en que se produce un gran aumento
demográfico, y este aumento es el que permite el desarro-
llo de las restantes fuerzas productivas y en consecuencia
la transformación del modo de producción anterior.
Las leyes del crecimiento demográfico, mejor dicho,
hablando con propiedad, las leyes de la reproducción y

m
sus condiciones de crecimiento o de retroceso, son las que
determinan las leyes de la producción y del modo de pro-
ducción. Y no al revés.
El relato de todos los antropólogos sobre las socieda-
des domésticas, es el de la explotación de sus mujeres.
Única constatación en la que coincido con Goldberg.90 Este
relato —cuyos datos ocuparían páginas y páginas— es el
que hace afirmar a Meillasoux que «el control social (en
las comunidades domésticas) descansa siempre, en defini-
tiva, no sobre la posesión de tesoros sino sobre la gestión
de la reproducción, y más directa que indirectamente». Es
evidente, puesto que el primer tesoro de la comunidad
es la fuerza de trabajo. Y la primera producción aprecia-
ble la de los hijos. Por ello los hombres han de asegurar-
se la posesión de estos hijos, han de asegurarse la dis-
posición y la manipulación de la fuerza de trabajo produ-
cida por las mujeres, y en consecuencia asimismo han
de asegurarse, por todos los medios, la sumisión de éstas.
La historia de la lucha de clases entre el hombre y la
mujer, desde el modo de producción doméstico hasta el
modo de producción capitalista, se articula sobre la pose-
sión del hijo.
Y no sólo quien posea los hijos, sino sobre todo quien
tenga el poder de manipulación y administración de la ca-
pacidad reproductora de la mujer, será quien detente el
poder sobre la riqueza fundamental de la sociedad. Este
poder, en las comunidades domésticas, se ejerce directa-
mente, sin tapujos, sin fábulas que encubran el poder
social y económico del hombre sobre la mujer. Las rela-
ciones entre los hombres y las mujeres son relaciones de
dominio de aquéllos sobre éstas. De dominio total. No
sólo dominan el vientre de las mujeres, sino también
disponen y mandan sobre su capacidad productiva y sobre
su capacidad sexual. Las mujeres se hallan sometidas en
todos los momentos de su vida a los hombres de la comu-
nidad, entre los cuales, atendiendo a una división jerár-
quica circunstancial, determinada por la edad, se las dis-
tribuyen. Este poder se asienta fundamentalmente en la
dominación de la reproducción.

90. Ver «La inevitabilidad del patriarcado.» Goldberg parte de


la evidencia de q u e todas las mujeres, en todos los tiempos y en
todas las sociedades están explotadas y oprimidas, p a r a afirmar
su tesis de que la hormona masculina, la testosterona, es la
causa de la inevitabilidad del patriarcado.

195
«Las relaciones de parentesco son los fundamentos
del orden social y constituyen lo que puede llamarse la
naturaleza social. Suministra, en alguna medida las ca-
tegorías mediante las cuales la sociedad toma conciencia
de sí misma. Los conflictos entre parientes, en la medida
en que ponen en cuestión estas categorías, no pueden ser
reflejados ni asimilados por la sociedad; no sólo son in-
confesables, sino que tampoco son, en el sentido propio
de las palabras, formulables y pensables. La sociedad se
concibe en términos de parentesco; por esta misma ra-
zón, excluye los conflictos de parentesco de su campo de
visión. Tales conflictos conmueven los fundamentos mis-
mos de la naturaleza social, y no podrán ser considerados
como naturales, de modo que la sociedad sólo puede con-
cebirlos como la obra de potencias extranaturales. Por
último, las representaciones que éstos presentan son más
bien fantasmas que conceptos... En resumen: la sociedad
puede frenar tales conflictos, pero no puede reconocerlos;
sólo podría conseguirlo si cambiase fundamentalmente.» 91
De tal modo que las relaciones de producción son úni-
camente relaciones de reproducción.
Esta ley simple, que hoy defiende ya Meillasoux entre
otros antropólogos, hubiera podido ser descubierta tiempo
atrás si los investigadores hubiesen podido adivinar las
leyes de la reproducción, y no hubieran estado tan des-
lumhrados por la bonita utopía engelsiana de la vida para-
disíaca en las sociedades primitivas. Pero lo que resulta
patético es constatar que a pesar del enorme caudal de
datos recogidos por los investigadores, e incluso de la
aseveración de Meillasoux que reconoce la exhaustiva ex-
plotación a que es sometida la mujer en el modo de pro-
ducción doméstico, ninguno de los autores acepte que
ésta constituye una clase social y económica sometida al
hombre. De donde se saca la conclusión de que es bíen
cierto el refrán que asegura que no hay peor ciego que
el que no quiere ver.
La infraestructura de la comunidad doméstica desa-
rrolla unas relaciones de producción que, como hemos
visto, son en realidad relaciones de reproducción, puesto
que la actividad fundamental de la sociedad es la repro-
ducción de la fuerza de trabajo, a cuyo fin se hallan so-

91. Terray, Análisis marxista y antropología social. Textos com-


pilados por Maurice Bloch. Ed. Anagrama. Bania. 1977, pág. 136.

196
metidas todas las demás actividades sociales, incluida la
producción de alimentos.
«En todas las formas de sociedad existe una determi-
nada producción que asigna a todas las otras su corres-
pondiente rango e influencia, y cuyas relaciones por lo
tanto asignan a todas las otras el rango y la influencia.» 92
Esta ley es de igual aplicación a la comunidad doméstica,
donde la producción de la fuerza de trabajo asigna a to-
das las otras producciones su rango e influencias. Véase
como, en tal forma expuesta la proposición, se clarifican
inmediatamente los problemas planteados por la confu-
sión de estimar modo de producción al proceso de trabajo
cazador o al agricultor.
Mientras los historiadores y los antropólogos dieron
en clasificar las sociedades primitivas según la actividad
más sobresaliente de los hombres (y esta preeminencia
concedida a la actividad masculina es, como resulta evi-
dente, consecuencia de la tendencia ideológica de todos los
autores) no encontraron huellas de relaciones de produc-
ción. Parecía por tanto acertada la definición de Engels de
comunismo primitivo. En efecto, examinando únicamente
las relaciones entre los cazadores se encuentran desarro-
lladas en alto grado las cualidades de solidaridad, camara-
dería, igualdad, y aproximadamente también éstas son las
características dominantes en las relaciones entre los hom-
bres de las comunidades agrícolas. En consecuencia, la
forma y manera de relacionarse los varones entre sí debía
definir las relaciones de producción entre todos los in-
dividuos, ya que se consideraba a la mujer únicamente
como un apéndice de los varones.
Durante toda la historia se ha hecho una transposición
de las condiciones en que se desarrollan las relaciones de
los varones de cualquier comunidad doméstica, en las
que en realidad trascurre la vida de las mujeres. Y en
tal error se ha perseverado tan tenazmente que hoy re-
sulta tarea ardua comprender el verdadero sentido de las
relaciones de reproducción de las sociedades domésticas.
Este error se mantiene y se propaga incluso por aque-
llos autores que han realizado el trabajo más lúcido en
relación a la explotación femenina en la comunidad do-
méstica. Así Meillasoux, que sólo unas páginas más ade-
lante nos explica las condiciones en que se desarrolla la

92. Marx 1859: 170 (1858: I, 27, 28).

197
vida de las mujeres en el modo de producción doméstico,
dominadas por los hombres y poseídas sus facultades re-
productoras por éstos, que afirma, como ya hemos visto
que «el control social descansa siempre, en definitiva, no
sobre la posesión de tesoros sino sobre la gestión de la
reproducción, y más directamente que indirectamente»,
ahora nos explica (comentando el párrafo de Marx sobre
las relaciones de producción) que con la comunidad agrí-
cola esta producción determinada (la que asigna su rango
e influencia a todas las otras) es la de los alimentos agrí-
colas cuya transformación en energía humana asegura la
perpetuación y reconstitución de la comunidad. Nueva-
mente cae en el error de atribuirle categoría de modo
de producción a la agricultura, y en consecuencia de afir-
mar que las relaciones de producción son las que deter-
minan o influencian a todas las demás, y continuando por
este mismo camino, no es raro que otros autores hablen
del modo de producción cazador y del modo de produc-
ción recolector, encontrando que en todos ellos rigen las
mismas relaciones de producción: comunitarias y solida-
rias.
Pero las mujeres, ¿en qué régimen viven? A esta pre-
gunta algunos se limitan a encoger los hombros, otros más
honestos, como Meillasoux, se ven metidos en el embro-
llo de articular entre sí esas supuestas «relaciones de pro-
ducción agrícola» y las relaciones de reproducción entre
los hombres y las mujeres. Aun cuando para él la noción
de energía humana adquiere en su texto una importancia
que debería haberle hecho constatar el papel determinante
y principal de la reproducción.
«La noción de "energía humana" que empleo aquí es
más amplia que "fuerza de trabajo". Abarca la totalidad
de la potencia energética producida por el efecto metabó-
lico de las substancias alimenticias sobre el organismo
humano. En la sociedad capitalista sólo una fracción de
esta energía se manifiesta como fuerza de trabajo, cuan-
do es vendida en el mercado, ya sea directamente a un
empleador, o indirectamente mediante su incorporación a
un objeto comercializado por el productor mismo. La
fuerza de trabajo es así la parte de energía humana que
tiene valor de cambio. La que es empleada en el tiempo
Ubre, por ejemplo, no se considera mercancía. Sólo tiene
para el trabajador un valor de uso, incluso cuando es em-
pleada para la reconstitución de la fuerza de trabajo. En

198
la comunidad doméstica, donde toda la energía humana
tiene valor de uso, esta distinción no existe. El razona-
miento debe aplicarse a la totalidad de la energía humana
producida y a su redistribución entre diversas activida-
des.»93
Efectivamente, por ello la producción de seres huma-
nos comienza por su reproducción física. El alimento se
precisa más tarde, sobre todo teniendo en cuenta que la
mujer reproductora de la fuerza de trabajo es también la
suministradora del alimento durante los primeros años
de vida del sujeto, imprescindible para su posterior su-
pervivencia. De tal modo que la primera producción de
energía humana la realiza la mujer y no depende de la
producción de los alimentos agrícolas —entre otras cosas
porque se puede vivir de muchas otras clases de comidas,
como ya se ha demostrado, tales como pescados, crustá-
ceos, raíces, frutos, caza de animales pequeños, alimentos
todos ellos suministrados por las mujeres en multitud de
pueblos— como afirma Meillasoux. Que contradictoria-
mente en la página anterior asegura que «A diferencia del
capitalismo, y esto es importante, el poder en ese modo
de producción reposa sobre él control de los medios de
la reproducción humana: subsistencias y esposas, y no
sobre los medios de la producción material.
»Esta última distinción descarta las interpretaciones
protomarxistas que sólo pueden ver en las sociedades no
capitalistas una prefiguración de las sociedades capitalis-
tas... Esta visión limitada e hipócrita del materialismo
histórico sólo puede conducir a la interminable repetición
de algunos esquemas del materialismo vulgar.
Í>EI control social a través de los medios de reproduc-
ción humana se prolonga en todas las sociedades donde
los sociólogos han reconocido el predominio del "estatus"
sobre el "contrato".» **•w Pe ro este autor que acaba de afir-

93. Obr. cit., pág. 78.


94. Obr. cit, pág. 77.
95. «La etnología clásica, mejor dispuesta a establecer los con-
ceptos al nivel de la representación que de ellos se hacen los intere-
sados que a analizar los fundamentos de la organización social,
creía haber encontrado en el parentesco la clave de la antropología.
Ilusión que comparte el protomarxismo estructuralista que, yendo
aún más lejos, concede al parentesco el doble estatuto de infraes-
tructura y sobreestructura (Godelier, 1970), de alfa y omega de
cualquier explicación que concierna a las sociedades primitivas, al
engendrar el parentesco su propia determinación. De esta perspec-

199
mar que el poder en este modo de producción reposa so-
bre el control de los medios de la reproducción humana:
subsistencias y esposas, y no sobre los medios de la pro-
ducción material, que ha tenido asimismo el acierto de
poner el acento sobre el hecho de que la infraestructura
en las sociedades domésticas no suscita vínculos de pa-
rentesco sino relaciones de producción, en contra de es-
tructuralistas y evolucionistas que tanto relieve dan a las
estructuras de parentesco, y añade que debido a que el
poder en estas sociedades reposa en el control de los me-
dios de reprodución humana, las razones de existencia de
este modo de producción deben buscarse en el débil desa-
rrollo de las fuerzas productivas (conceptos todos ellos
absolutamente ciertos), se confunde inmediatamente cuan-
do añrma:
«Al ser intangibles las restricciones de la producción
(en un nivel invariado de las fuerzas productivas) única-
mente pueden aplicarse al nivel de la reproducción las
reglas que la conformarán a las exigencias materiales de
la producción. La reproducción es el nivel maleable al
que puede aplicarse la decisión política y la acción de las
autoridades para realizar esta conformidad. Si bien la re-
producción es la preocupación dominante, al ser el centro
de la reconstrucción social, queda subordinada a las exi-
gencias de la producción que continúa siendo determinan-
te.» (El subrayado es mío.) Es decir, la vuelta atrás. Bien,
bien, ya sabemos que la reproducción es la preocupación
dominante, pero no por ella misma —viene a decirnos—
sino por la comida que continúa siendo determinante,
aunque con Shalins hemos visto cómo la economía domés-
tica es la de la subexplotación y los recursos alimenticios
son cien veces más abundantes de lo que las comunidades
pueden consumir. Por el deseo de ser fielmente marxista,
Meillasoux ha de retorcer los datos que posee —que expli-
can con toda claridad las necesidades económicas de las
sociedades domésticas y sus relaciones de producción— y
en vez de aceptar que la reproducción es la preocupación
dominante de las comunidades domésticas precisamente

tiva se infiere que la economía está determinada por la evolución


social y que el materialismo no posee ningún fundamento científico.
Sin embargo, hemos visto que la infraestructura no suscita vínculos
de parentesco, sino relaciones de producción.» Godelier, Análisis
marxista y antropología social. Cit. Artous, Materiales, cit.

200
porque esta producción es la más escasa y difícil de con-
seguir, y no por ninguna otra motivación oculta, intenta
hallar la solución en la producción de alimentos. Descu-
brimiento semejante al del investigador de las pulgas:
puesto que la reproducción es la preocupación dominante
al ser el centro de la reconstrucción social, y en conse-
cuencia el poder reposa en el control de los medios de re-
producción humana, esta queda subordinada a las exi-
gencias de la producción que continúa siendo determi-
nante. Perfecta ecuación que viene a decirnos que 1 es
igual a 2 porque en realidad era igual a 1.
Godelier anda por los mismos meandros. Preguntán-
dose por qué las relaciones de parentesco funcionan como
relaciones de producción dice: «Podemos sugerir la di-
rección principal en la que debería buscarse la respuesta.
Una vez más debiera indagarse del lado de las fuerzas pro-
ductivas de las sociedades primitivas, puesto que, al estar
dada su naturaleza y su límite, la fuerza de trabajo vivien-
te tiene mayor peso que la fuerza de trabajo coagulada
bajo forma de útiles y reglamentados recursos de medios
de producción.» Por esta razón, la reproducción de la fuer-
za de trabajo viviente tiene mayor importancia que la
reproducción de los medios materiales de producción.
Luego, es a partir del funcionamiento de las relaciones de
parentesco como se recrea la vida, es decir, la principal
fuerza productiva de las sociedades primitivas.
Y sin embargo tan clara definición del papel de la re-
producción no le impide a este autor, como hemos visto
anteriormente, sentirse enormemente disgustado por las
afirmaciones de Terray y de sus discípulos a los que ridi-
culiza, de que la mujer pueda constituir una clase econó-
mica explotada por el hombre; porque su disgusto pro-
viene de olvidar (y en esto son culpables todos los autores
incluido Terray) que el principal proceso de producción
en el que la mujer es el sujeto explotado es el de la re-
producción. Condición, como se ve sin importancia para
todos los autores, que después de declarar como Godelier
que «la reproducción de la fuerza de trabajo viviente tie-
ne mayor importancia que la reproducción de los medios
materiales de producción», no sienten ningún interés por
analizar las condiciones en que se realiza esta reproduc-
ción.
En resumen, mientras los antropólogos que han reali-
zado trabajos de campo no han podido menos de consta-

201
tar que la reproducción en las sociedades primitivas cons-
tituye su principal preocupación, son incapaces de aceptar
que, por tanto, las relaciones de reproducción son las do-
minantes y las determinantes de tal modo de producción.
Y aun cuando Godelier parezca aceptarlo, debe desmen-
tirse inmediatamente, porque de lo contrario tendría que
admitir que ese trabajo explotado configura económica-
mente a la mujer como clase social. Definición que por
quién sabe qué rechazos psicológicos, no pude admitir.

Las condiciones de las relaciones de producción

Meillasoux nos da su peculiar visión de las condiciones


en que se desarrollan esas relaciones de producción en-
tre las mujeres y los hombres en las sociedades primitivas.
Para empezar basta este párrafo:
«La organización social de la comunidad agrícola do-
méstica está construida simultáneamente, y de manera in-
disociable, alrededor de las relaciones de producción, tal
como se constituyen a partir de las obligaciones económi-
cas impuestas por la actividad agrícola, realizada en las
condiciones definidas por el nivel de las fuerzas produc-
tivas, y alrededor de las relaciones de producción necesa-
rias para la perpetuación de la célula productiva.* %
Resulta patético constatar que el mismo autor que ha
escrito que «las definiciones sociales del hombre y de la
mujer hacen de la mujer la sirvienta del hombre» puede
inmediatamente asegurar que la organización social de la
comunidad agrícola doméstica está construida y de manera
indisociable alrededor de las relaciones de producción.
Meillassoux ha hecho anteriormente el comentario de que
sólo de la parición y del amamantamiento son capaces ex-
clusivamente las mujeres por lo que «esta especialización
natural sólo explicaría el acoplamiento con miras a la re-
producción, mientras que las mujeres, una vez fecundadas,
se bastarían económicamente y socialmente a sí mismas.
Nada en la naturaleza explica la división sexual de las
tareas...» ¡y sin embargo las relaciones dominantes son
las de producción...!
La distribución sexual del trabajo es efectivamente
un hecho de cultura. Pero sorprendentemente para estos

96. Obr. cit., pág. 61.

202
autores, la servidumbre o la esclavitud del sujeto en las
tareas agrícolas y domésticas coincide ¡que casualidad!
con el que tiene a su exclusivo cargo la parición y el ama-
mantamiento. Lévy-Strauss, en el colmo de la «ingenuidad»,
piensa que existen causas económicas suficientes para el
«acoplamiento de la pareja». En particular la complemen-
tariedad del trabajo material masculino y femenino. Es
decir «la complementariedad» no se busca en la especiali-
zación femenina de la reproducción sino en el trabajo ma-
terial. Por lo que se ve para Lévy-Strauss resulta más im-
portante que las mujeres guisen la comida que gesten y
que paran. Perfecto. Y además en el colmo del «liberalis-
mo» llama complementariedad al trabajo esclavo de la
mujer. En la misma forma que los burgueses aseguraron
durante todos los años en que explotaron al proletariado
a razón de 12, 14 y 18 horas diarias que lo único que que-
rían era el bienestar de sus obreros y el beneficio de su
patria.
Meillasoux por el contrario nos explica en este punto
con el acierto que consigue algunas veces, que «son las
potencialidades procreativas de la mujer las que son ne-
gociadas, después de su entrada en la comunidad recep-
tora, por un período generalmente concebido a priori como
igual a su período fecundo...» «la energía de cada produc-
tor es el producto social y temporal de la comunidad y
de sus relaciones de producción y de reproducción, anu-
dadas sobre una duración de tres generaciones sucesivas»...
»La naturaleza del poder, de dirección civil y geron-
tocrático, favorece las alianzas pacíficas y una regulación
de las relaciones matrimoniales entre comunidades ho-
mologas mediante la movilidad de las mujeres púberes.
Movilidad que permite, cualquiera sea el número de hom-
bres y mujeres púberes nacidos en cada comunidad, ase-
gurar una reproducción óptima mediante una distribución
mejor equilibrada de las capacidades reproductoras de la
mujer.
»Al ser el matrimonio y la reproducción social la razón
dominante de dichas relaciones exteriores, la preservación
de esta autoridad exige que el matrimonio sea prohibido
en el interior del grupo con el objeto de que las mujeres
púberes y nubiles que le pertenecen permanezcan dispo-
nibles como objetos de esas transacciones. Paradójica-
mente esta prohibición es tanto más necesaria y más es-
tricta por cuanto el grupo, al ampliarse, adquiere la ca-

203
pacidad de crecer de manera endógena, por casamientos
internos.» m
«Gracias a la movilidad de las mujeres púberes, en
efecto, las capacidades reproductivas de un grupo no de-
penden sólo del número de mujeres originarias del mis-
mo, sino de los medios políticos de que dispone para ha-
cerlas entrar en su seno. El número de hombres púberes
es, desde el punto de vista exclusivo de la reproducción,
indiferente (basta que no sea nulo) pues un solo hombre
puede embarazar prácticamente a un número ilimitado de
mujeres. Más adelante veremos de qué manera esta fór-
mula, con efecto patrilineal, es la más susceptible de
asegurar un mejor reparto de las mujeres púberes en el
tiempo y en el espacio y de aprovechar sus -facultades de
procreación incluso cuando cada comunidad sólo dispon-
ga a plazo fijo de un número de mujeres igual al de las
mujeres que ha producido.» 98 (El subrayado es mío.)
Pero como Meillasoux se debate en la contradicción de
conciliar la evidencia que le proporcionan sus conocimien-
tos y su propia capacidad deductiva, y las supuestas en-
señanzas de sus maestros Marx y Engels (y entendamos
supuestas puesto que jamás ninguno de los dos afirmaron
que sus palabras debían ser entendidas como dogmas de
fe, y semejante mecanicismo hubiera sido para ellos más
contrario a la dialéctica que tanto se esforzaron en ense-
ñar), inmediatamente después de haber descrito exacta-
mente la naturaleza de las relaciones de reproducción, y
de las condiciones en que éstas se desarrollan en las co-
munidades domésticas, según las cuales las mujeres no
tienen más consideración que las hembras del ganado,
debe buscarse una explicación a este papel predominan-
te y dominante de las relaciones de reproducción sobre las
de producción. Y así, en el mismo texto, tiene que añadir:
«Pero el lugar que ocupan las relaciones de reproduc-
ción en la organización y en la gestión social explica la
importancia que adquiere la representación jurídico-ideo-
lógica de las mismas, vale decir el parentesco, y esto ocu-
rre por cuanto, como vimos, los fundamentos del poder
tienden a debilitarse a medida que aquél se afirma. Se
acentúa al mismo tiempo el carácter dominante de las
relaciones de reproducción que, si bien están subordinadas

97. Obr. cit., pág. 71.


98. Obr. cit, pág. 54.

204
a las relaciones de producción, tienden a imponerse como
"valores" esenciales en una sociedad no igualitaria de
clases.»99
Como el jeroglífico resulta tan difícil de resolver, Mei-
llasoux no puede explicar cómo están subordinadas esas
relaciones de reproducción a las de producción. Es evi-
dente que para él también, defecto que comparte con
tantos otros autores, las declaraciones de principio no
precisan ser demostradas. Adquieren la categoría de axio-
mas sin demostración, ¿cómo entender que las relaciones
de reproducción tiendan a imponerse «como valores esen-
ciales en una sociedad no igualitaria de clases», y en cam-
bio tales relaciones se hallen subordinadas a las de la pro-
ducción? Para explicárnoslo continúa: «Relaciones de pro-
ducción y relaciones de reproducción, en efecto, se cortan
pero no se recubren, los primeras favorecen un modo de
filiación lateral, de mayores a menores... según el rango
de acceso en el ciclo productivo. Las relaciones de repro-
ducción, por el contrario, tienden a establecer un modo
de filiación vertical.» ¡Es decir, que se cortan pero no se
recubren!... (lenguaje más propio de un tratado culinario
que de un texto económico). Pero, en fin, esos dos supues-
tos modos de relacionarse entre sí los individuos en el
seno de la sociedad doméstica, ¿tienen el mismo rango?
¿y qué sucede cuando se produce un conflicto de compe-
tencias, de jerarquías? ¿En algún momento una mujer
mayor dispone de un menor en contra del criterio de un
hombre que no sea de su familia? Meillasoux parece que-
dar satisfecho con esta declaración de «cortar pero no
recubrir» los dos modos de relación, sin conceder a nin-
guno rango sobre el otro, pero, no nos dice, aunque lo
sabe, que las mujeres en ningún caso, ni en la producción
ni en la reproducción poseen poder de disposición algu-
no, ni sobre los hijos ni sobre la riqueza que producen.
La nota a pie de página de Meillassoux viene a ser lo más
significativo de todo: «Esta filiación colateral nunca se
establece entre las mujeres, cuyas funciones de produc-
toras nunca están formalmente reconocidas.» Naturalmen-
te señor Meillasoux, porque ellas son ante todo reproduc-
toras, es decir, su principal proceso de trabajo, aquel que
constituye la base de la riqueza de la sociedad, es la repro-
ducción, y establecidas las relaciones de reproducción, las

99. Obr, cit„ pág. 75

205
restantes «va de soi» que quedan sometidas a aquéllas.
No olvidemos, además, que el trabajo servil y el trabajo
esclavo jamás tuvieron, por parte de la clase dominante,
el reconocimiento de «productivo».
Si a un patricio romano le hubiesen dicho que la fuer-
za, la extensión y el poderío del Imperio Romano se debía
al trabajo explotado de los esclavos, se hubiese quedado
asombrado. Para un patricio romano, para un señor feu-
dal, para un aristócrata galo, para un burgués catalán,
la riqueza, el poderío y el adelanto de su nación se deben
a los sacrificios de su clase, que luchando en las guerras,
defendiendo el territorio contra los invasores, o comer-
ciando con el extranjero han aumentado las riquezas y el
poderío del país. Ninguno de ellos acepta que la explota-
ción a que se ha sometido a los esclavos, a los siervos y
á los obreros con su cortejo de sufrimiento, de miserias y
de muertes, es la macabra base sobre la que asienta el
poder de la clase dominante y la acumulación de las ri-
quezas.
Resulta tan pueril por ello que Meillasoux no compren-
da que los hombres (entre los que naturalmente se en-
cuentra él mismo) no conceden nunca a las mujeres el
estatuto de productoras, en la misma medida que a sí
mismos, ni en la comunidad doméstica ni en ninguna otra.
Recordemos nuevamente esa cifra de las dos terceras par-
tes de trabajadores que son mujeres, que no poseen nada,
ni siquiera la parte que les corresponde en el pago de su
trabajo, mientras únicamente una tercera de hombres
trabaja y sin embargo percibe el noventa por ciento de
los ingresos y posee el noventa y nueve por ciento de los
bienes, mientras la definición más habitual del papel
social de la mujer es el de que no trabaja. Las frases acos-
tumbradas y conocidas son «Las mujeres en su casa y los
hombres trabajando» «esas gandujas que sólo quieren
que las mantenga un hombre», etc., etc.
Sigamos viendo los esfuerzos que hace Meillasoux por
explicar lo inexplicable: el control de las esposas deriva-
do, según él, del control sobre la producción. El razona-
miento de Meillasoux no deja de ser ingenioso, por otro
lado.
«... el momento en que la célula, para reproducirse,
se abre cada vez más hacia el exterior a fin de procurarse
esposas, el poder del mayor tiende a desplazarse desde el
control de las subsistencias hacia él control de las muje-

206
res, desde la gestión de los bienes alimenticios hacia la
autoridad política sobre los individuos. Como lo señalé en
otra parte (1960), la dirección política es más fácil de
aplicar a una comunidad más extendida mediante la ges-
tión material de los productos alimenticios. Mientras que
ésta se vuelve más engorrosa a medida que crece el gru-
po, el manejo de la política matrimonial se hace más efi-
caz, le brinda a la comunidad la posibilidad de ampliarse
e integrar varias células productivas mediante la descen-
tralización de la administración de las subsistencias, vale
decir de los hogares y de los graneros.» 10°
Como vemos, para Meillasoux, la condición de ese con-
trol de las esposas deriva de una apertura hacia el exte-
rior, motivada precisamente por la necesidad de encon-
trar nuevas mujeres, con lo cual parece decir que antes
de que el nivel social alcanzase el grado de complejidad
de la sociedad agrícola, las mujeres eran consideradas, al
igual que los hombres, fundamentalmente como indivi-
duos productivos. Y aunque es cierto que las mujeres
son siempre productoras 101 lo que Meillasoux parece igno-
rar es que en las comunidades cazadoras que agrupan
sólo de diez a quince individuos, el control sobre las mu-
jeres se ejerce sobre todo por su papel de reproductoras.
En tales comunidades, completamente cerradas al exterior,
limitadas a la supervivencia del grupo, el control sobre
las hembras es tan absoluto como para obligarlas a traba-
jar en las condiciones descritas para los bosquimanos,
amén de arrebatarle la propiedad de los hijos, que mu-
chas veces son asesinados. Pero esta clasificación de la
comunidad doméstica cazadora o agrícola que Meillasoux
indica en su frase «en el momento en que la célula
para reproducirse, se abre cada vez más al exterior»,
¿está motivada por seguir fielmente e ldiscurso de En-
gels, con aquella división clásica de salvajismo, barbarie
y civilización, y ese «comienzo» de la explotación de la
mujer con el principio de la propiedad privada?
El resto del párrafo transcrito adolece de la tergiver-
sación de los términos de todos los anteriores. Se trata
de justificar el control político sobre las mujeres en su
calidad de futuras esposas y madres, en razón de las ne-
cesidades de la producción de bienes materiales, contra-

100. Obr. cit., pág. 60.


101. Nuevamente me remito al informe de ]a OIT.

207
diciendo todos los argumentos aportados por él mismo
anteriormente sobre las necesidades de la reproducción
humana y su dominio en las comunidades domésticas.
Por ello esa ingeniosa argumentación de que «la dirección
política es más fácil» mediante el control de las mujeres
que mediante la gestión material de los productos alimen-
ticios. Pero no explica la causa de tal «facilidad». En las
sociedades asiáticas o esclavistas la dirección política y el
control de los productos alimenticios no pareció demasia-
do complicada. ¿Por qué la gestión material se vuelve más
engorrosa a medida que crece el grupo? ¿Porque los ali-
mentos son objetos inanimados y las mujeres individuos?
La respuesta podría entenderse al revés, puesto que por
poca voluntad que éstas manifiesten, siempre es de pre-
ver algún conflicto mayor con ellas, por ejemplo, cuando
la gestión matrimonial se organice en forma contraria a
sus intereses que son las vacas o las lechugas. ¿O más bien
se trata de convencernos de que ese control sobre los ali-
mentos constituiría también un control sobre los varones,
cosa a lo que los hombres de la comunidad no están dis-
puestos? En tal caso resulta más claro que nunca que el
único dominio ejercido en las comunidades domésticas es
sobre las mujeres, tanto como sujetos reproductores como
productores, ya que el trabajo explotado que realizan, y su
sometimiento como sujetos productores, se deriva eviden-
temente de su condición de reproductoras y de su explo-
tación como tales.

Por ello resulta tan pueril afirmar, como hace Meilla-


soux, que «la cooperación en el trabajo agrícola lleva siem-
pre las relaciones vitalicias entre las parejas, como lo son
siempre las relaciones familiares».102 Él también cae en
la trampa de estimar colaboración y solidaridad el trabajo
explotado de las mujeres, con el añadido de calificar «coo-
peración» a las relaciones familiares, que significan para
la mujer parición y amamantamiento gratuitos, y obedien-
cia y servicios sexuales al marido. A pesar de que este mis-
mo autor páginas más adelante habla de la servidumbre fe-
menina y de la manipulación de la reproducción por los
hombres, en la cual se basa el poder de la comunidad. So-
bre esto el siguiente párrafo es suficientemente significa-
tivo:
«En primer lugar es indispensable que los bienes do-

102. Obr. cit., pág. 73.

208
tales posean intrínsecamente un carácter distintivo, no de
tas mujeres —porque ellas no se distinguen unas de otras—
sino de los hombres que los manipulan y que, ellos sí, de*
ben poseer determinadas cualidades. Los bienes dótales
deben testimoniar las prerrogativas sociales de quienes dis-
ponen de ellos y de su capacidad para establecer las tran-
sacciones matrimoniales.»
Y sin embargo, el mismo autor afirma veinte páginas
atrás que «la reproducción del ciclo agrícola implica
una solidaridad necesaria y prácticamente indefinida en-
tre los productos que se suceden en este ciclo». Resulta
difícil comprender el significado que da Meillassoux a la
palabra «solidaridad», en un mundo en el que las muje-
res tienen menos identificación que los bienes dótales, y
en el que resulta igualmente evidente que, como explica
Sahlins «se cae a veces en una interpretación errónea,
sin embargo, al considerar el intercambio matrimonial
como un acuerdo perfectamente equilibrado. A menudo
las transacciones matrimoniales y tal vez, el intercambio
posterior que esto traerá aparejado, resulta no ser exac-
tamente iguales. La asimetría de calidad es algo común,
las mujeres se cambian por azadones o por ganado...».
Es conocido de todo aquel que se halle familiarizado
con el tema, que los hombres disponen el intercambio de
esposas, que la entrega de las mujeres se realiza en tér-
minos de intercambio comercial, cuyo fin es el de asegurar
la reproducción de la célula familiar que adquiere la es-
posa, y en cuyo trato la mujer no tiene cualidad de indi-
viduo, sino de objeto transaccionable. Mientras los hom-
bres resultan los beneficiados de la entrega de la esposa
—ellos no ignoran que les regalan sirvienta sexual y do-
méstica y reproductora de hijos, aunque los teóricos ac-
tuales sí intentan olvidarlo— las mujeres cambian única-
mente la servidumbre del padre por la del marido. La
relación es claramente de sumisión de la mujer y de do-
minio del hombre. «El vínculo matrimonial, entre gru-
pos distintos, no es siempre, incluso tal vez no es usual, un
tipo de sociedad por partes iguales entre contratantes
homólogos. Un grupo entrega a una mujer, el otro la re-
cibe, en un contexto patrilineal, los que han recibido la
esposa se aseguran la continuidad, esto a expensas de
los que la entregan, por lo menos en esta ocasión...» m En

103. Sahlins, obr. cit., pág. 243.

209
14
el propio lenguaje utilizado se habla siempre en términos de
«entrega» de «recibir» de «apropiarse», de «salir benefi-
ciados». Quien niegue las relaciones de dominio entre el
hombre y la mujer, que la constituyen claramente en cla-
se explotada, está negando el propio conocimiento cien-
tífico.
Las condiciones actuales de sumisión de la mujer en
las sociedades domésticas actuales están claramente des-
critas en esta entrevista publicada en Madrid: ,M
«Partera en África: Una comadrona española, Pepa
Selma, ha ayudado a nacer a miles de africanos en los
últimos cinco años; está en el Camerún desde hace cinco
años. "Por cierto —continúa Pepa—, lo musical está ín-
timamente ligado con la vida cotidiana, hasta tal punto
que las nativas cuando están pariendo siguen el curso del
dolor castañeteando rítmicamente ios dedos. ¡Se quejan
con ritmo! La africana, en el parto, es muchísimo mejor
que la española. La europea piensa "otro niño me traerá
más complicaciones", porque el niño no ha sido deseado,
se produce casi por accidente. En cambio, en el Camerún,
la mujer desea ardientemente a su hijo, el gran problema
es la mujer estéril. Allí la esterilidad es muy alta: un
treinta por ciento de mujeres nunca han tenido un hijo.
La embarazada se pasea orgullosa delante de sus amigas.
La oferta matrimonial aumenta si son madres solteras,
puesto que el varón que se case con ella se estará lle-
vando una mujer de fecundidad ya demostrada. Por el
contrario, una casada sin hijos corre el riesgo de que su
marido la mande de regreso a la casa paterna, pues "no
sirve para nada", no ha tenido hijos. Si la conserva a su
lado será únicamente como criada de sus otras esposas, de
las fértiles...
»Pese a todos los sacrificios femeninos en las tareas
cotidianas, la gran alegría para todos es cuando tiene un
hijo. Durante el embarazo, la gestante se encuentra atra-
pada por una serie de tabúes: no comerá lagarto, ni mo-
nos, ni huevos, porque de lo contrarío "alumbraría una
babosa". También menudean los actos de purificación y
los amuletos, destinados todos ellos a preservar el feto del
mal de ojo. El parto lo aceptan con naturalidad, sin com-
plicaciones. "Yo he recibido —coment% Pepa— muchas

104. «Revista Qué». Madrid ll-IX-1979.

210
veces a parturientas que me preguntaban si aún les fal-
taba tiempo para dar a luz. Al contestarles que todavía
algunas horas, regresaban a sus casas y volvían poco des-
pués diciendo: "ya estoy, he ido a matar un cochinilla."
«Incluso —dice la joven valenciana partera en África—,
si la parturienta se siente mala no sólo carece de la ayuda
del varón, sino que debe disimular ante él. Para buscar
auxilio fuera, deja su casa con cualquier pretexto y cuan-
do llega a la de alguna amiga le dice: " ¡Hala, vamos a
parir!"
»Entre el recién nacido y la madre se establecen lazos
de amor tan exclusivos y excluyentes que apartan a los
otros chicos mayores, quienes van incorporándose a la
vida del clan. Con su bebé colgando a la espalda, la mujer
continúa con las tareas cotidianas del hogar.»
Meillasoux sigue insistiendo en hallar una articulación
correcta entre la reproducción y sus relaciones, y la pro-
ducción de los bienes materiales. «Una de las exigencias
asociadas a esta reproducción consiste en mantener un
equilibrio satisfactorio, en la comunidad, entre el núme-
ro de individuos productivos e improductivos, y entre és-
tos, un número suficiente de miembros de ambos sexos en
edad adecuada para reproducir la célula productiva en
sus efectivos y sus proporciones. Sabemos, sin embargo,
que no existe una coincidencia necesaria entre los efecti-
vos que exige la producción agrícola y el crecimiento
genético...» Afirmación ésta que absolutamente cierta,
exige inmediatamente una explicación a fin de conocer
cuál de los dos ítems es superior al otro. Pero Meillassoux
no cree necesario entretenerse en tales minucias. Conti-
núa impasible: «Vimos que, técnica y teóricamente, la
dimensión de la célula productora podía reducirse a la
de la familia nuclear y que sólo el deseo de premunirse
contra los azares de la enfermedad y de la muerte prema-
tura tendía a ampliarla.» Pero no tiene interés para él
conocer la relación entre los efectivos que exige la pro-
ducción agrícola y el crecimiento que él llama genético (se
refiere al crecimiento demográfico), se trata ahora de pre-
caverse contra la enfermedad y la muerte, ¿individual o
social?, para lo cual «la célula constituida únicamente
alrededor de las funciones productivas es por lo tanto muy
restringida para poder asegurar su reproducción continua
y regular». Exacto, sólo que todo lo contrario. Las limi-
taciones de la reproducción humana son las que condicio-

211
nan el tamaño de la célula productiva. No son los recur-
sos alimenticios los que limitan la natalidad, sino la na-
talidad la que limita los recursos alimenticios. Por tanto,
tomado como hipótesis de trabajo las posibilidades agrí-
colas de un territorio dado, se precisaría, para llegar al
límite de su explotación, tal cantidad de fuerza de tra-
bajo, que a una comunidad doméstica, según el tamaño
habitual de las conocidas, que, naturalmente, depende de
las posibilidades reproductoras de sus mujeres, le es im-
posible suministrar. Meillassoux confirma: «Es así indis-
pensable la apertura hacia otras comunidades, las que re-
presentan un conjunto con efectivos suficientemente nume-
rosos como para asegurar esta reproducción tanto gené-
tica como socialmente.» Vaya, ahora resulta que lo deter-
minante es la capacidad reproductora y no productora de
alimentos. Pero cuando me felicitaba por tal coincidencia
con el autor, vuelvo a desilusionarme:
«Si la comunidad doméstica se constituye por la rela-
ción de los productores según una estructura económica-
mente necesaria, ésta, una vez formada, deviene el cua-
dro institucional de recepción de los futuros producto-
res. Las relaciones de dependencia que se establecen y se
realizan en la producción deben así ser recreadas por la
filiación o la adopción en un marco parental. En efecto,
para que se reproduzca la comunidad doméstica es nece-
sario que las relaciones de filiación estén conformes a las
relaciones de dependencia y de anterioridad establecidas
en la producción: es necesario que las relaciones de re-
producción se vuelvan relaciones de producción. Pero al
ser intangibles las obligaciones de la reproducción (a un
nivel que se supone constante de las fuerzas productivas),
sólo al nivel de la reproducción pueden aplicarse las re-
glas que la conformarán con las exigencias materiales de
la producción. La reproducción es el nivel maleable al
que puede aplicarse la decisión política y la acción de
las autoridades para efectuar esta conformidad. Si, por lo
tanto, la reproducción es la preocupación dominante, por-
que es el lugar de la reconstrucción social, permanece
subordinada a las constricciones de la producción que es
la determinante.»
La afirmación de Meillasoux, a nivel de deseo, de que
«es necesario que las relaciones de reproducción se vuel-
van relaciones de producción», implica uno de sus mayo-

212
res fracasos: haber llegado casi a alcanzar la verdad y no
darse cuenta.
Resulta patético comprobar una vez más la ceguera
del autor. Afirma que las obligaciones de la producción,
al nivel que se supone constante de las fuerzas produc-
tivas (¿y cuáles serán ésas?), son intangibles... Pero ¿por
qué? Meillasoux nada explica sobre esta tajante afirma-
ción, pero supongamos que quiere decir que no existen
suficientes brazos para cultivar más parcelas de tierra,
y ello ¿a qué es debido? Pues bien, partiendo de que la
producción permanece intangible —no se sabe si por las
plagas, la falta de riegos o de animales de labor, puesto
que n o podrá ser de trabajadores— resulta que sólo «al
nivel de la reproducción pueden aplicarse las reglas que
la conformarán con las exigencias materiales de la pro-
ducción». ¡Aja! ¡Con lo fácil que es producir más niños
cuando cualquiera se lo propone! Si «la reproducción es
el nivel maleable al que puede aplicarse la decisión po-
lítica» debe ser porque cuando los ancianos de la tribu
lo deciden las mujeres paren gemelos o trillizos o quin-
tillizos...
Bien, cerremos el capítulo. Lo cierto está aquí. Las re-
laciones de reproducción no se vuelven relaciones de
producción: son relaciones de producción. La reproduc-
ción de la fuerza de trabajo controlada, dominada, mani-
pulada por los hombres, determina y domina las relacio-
nes de la restante producción en la que por cierto el su-
jeto explotado sigue siendo la mujer. Y no por casualidad
ciertamente. La proposición de Meillasoux de que «si...
la reproducción es la preocupación dominante, porque es
el lugar de la reconstrucción social, permanece subordi-
nada a las constricciones de la producción que es la deter-
minante», no tiene, como ya hemos visto, más motivo que
adecuar la realidad a la teoría, y no al revés. Porque los
niños siguen siendo más difíciles y más lentos de fabricar
que las lechugas o los terneros. Los antropólogos siguen
teniendo el mundo sobre la cabeza. Sólo un giro de ciento
ochenta grados permitirá poner los pies en el suelo.

213
CAPITULO X
TRABAJO EXCEDENTE: SEXUALIDAD

Una clase explotada muchas veces no sólo se cualifica


como tal en un proceso de producción. Sobre todo en los
modos de producción precapitalistas la dominación de las
clases explotadas se manifiesta en todos los aspectos de
la vida. El esclavo asiático y el siervo feudal, cuando no
pertenecen en su totalidad, enajenando su cuerpo, a su
amo, están obligados a la prestación de toda aquella clase
de servicios que éste requiera. Un siervo, como su mismo
nombre indica, es alguien sometido a la voluntad y ca-
prichos de otro. No solamente debe cultivar gratuitamente
las tierras del señor para alimentarle a él y a su corte y
ejército, no solamente le debe obediencia, respeto y ¡si-
tuación insólita! hasta cariño. Y en cualquier momento
en que su amo se lo indique, deberá trasladarse de resi-
dencia o de domicilio, cambiar la compañía de su familia
o de sus allegados, y luchar en la guerra a su favor o
servirle en la casa. Las relaciones de producción entre la
clase dominante y la clase dominada, en los modos de
producción precapitalistas, implican la dependencia y la
sumisión total de la clase explotada. Es preciso llegar al
modo de producción capitalista para entender las rela-
ciones entre patrono y obrero como de total libertad per-
sonal. No hace falta repetir aquí que únicamente la coac-
ción económica obliga al proletariado a vender su fuerza
de trabajo al capital. Invento que permitirá la multipli-
cación de las fuerzas productivas y el avance técnico y
económico que ya conocemos.
La mujer se halla sometida al hombre en relaciones de
producción precapitalistas. Tanto en las sociedades pri-
mitivas, donde el modo de producción doméstico se halla

215
en toda su pureza, como en las sociedades capitalistas,
donde se encuentra sometido al modo de producción ca-
pitalista, el status de la mujer es el de sierva: El hombre
no sólo domina la capacidad reproductiva de la mujer,
no sólo posee el producto de su vientre fértil, el hijo, es
además dominador y tirano de todas las restantes facul-
tades femeninas. Una mujer es sierva, vasalla, y en tan-
tas ocasiones esclava, del hombre que la ha adquirido:
sea por compra, por permuta, por precio de compensa-
ción o por rapto. Ya hemos visto como el lenguaje de los
antropólogos indica el valor de cambio que tienen las mu-
jeres, convertidas en mercancía la mayor parte de las
veces.
El hombre por tanto dispone de la mujer en su tota-
lidad. En esa totalidad que corresponde a su cuerpo tanto
como a su fuerza de trabajo. Esa totalidad que entregada
al hombre la aliena de su dignidad de persona. Esa mu-
jer que en la edad nubil debe ser objeto de recreación y
de placer de cualquier hombre, en la mayor parte de las
ocasiones un hombre maduro e incluso anciano, al que no
conoce o que incluso detesta, que tendrá derecho a ma-
nosear su cuerpo, a penetrarla, a herirla, a humillarla, que
en la misma forma podrá exigirle prácticas eróticas desa-
gradables para ella, como la abandonará en la indiferen-
cia. En el trabajo excedente que la mujer entrega gratui-
tamente al hombre se encuentran, como fundamentales,
los servicios sexuales. Esos servicios sexuales que se consi-
deran de por sí gratuitos. Bajo una ideología capitalista,
la mujer antes del matrimonio engañada por el discurso
burgués del amor cree que entrega tanto como recibe.
Después el desengaño será catastrófico, pero tan irrever-
sible como se pretende. Sin embargo, bajo la ideología
primitiva, en el modo de producción doméstico en toda
su pureza —y es interesante constatar que igualmente
bajo el modo de producción feudal o esclavista la cons-
tricción de la mujer al matrimonio no se realiza nunca
bajo el engaño del amor— el discurso del enamoramiento
y de la elección libre del novio y del marido no existe.
Las mujeres conocen desde su infancia el destino que las
aguarda. Prometida desde la infancia por el padre que
tiene la disposición sobre su cuerpo y será beneficiario
de la transacción matrimonial —en muchas comunidades
este papel corresponde al hermano o al tío materno—-
será entregada a un marido desconocido apenas alcanza-

216
da la menarquía, y utilizada en satisfacer el placer del ma-
cho que la haya tocado en suerte, mientras éste quiera.
No olvidemos la útil institución del repudio mediante el
cual el hombre se desembaraza de la mujer que ya no le es
agradable.
La condición servil de la mujer está demostrada per-
fectamente en la institución de la dote, mediante la cual
el hombre que adquiere la mujer deposita garantía, fianza
y precio por ella, y la constituye para siempre en su deu-
dora. La mujer se encuentra siempre en condición de im-
puesto. En los países capitalistas ésta condición de depen-
dencia del hombre se manifiesta encubiertamente en el
matrimonio, en el modo de producción doméstico resulta
de las propias relaciones de reproducción. En el mundo
de la prostitución, encontramos las mismas relaciones ser-
viles. El canon que toda prostituta debe pagar para librar-
se de un chulo, es igual en la comunidad doméstica a la
devolución de la dote que la mujer debe retribuir al ma-
rido en caso de desear marcharse del hogar conyugal. Las
palabras de Pepa Selma nos explican la relación de depen-
dencia personal, de sometimiento a un «status» cuasi es-
clavo, de las mujeres del Camerún, en el año 1979, con
absoluta concreción:
«Otra de las características importantes del Camerún
es la acentuada poligamia. El varón, para desposarse, ha
de pagar una dieta a su futuro suegro. Si transcurre tiem-
po sin que lleguen los hijos y el varón toma una segunda,
una tercera y hasta una cuarta esposa, la primera —en
caso de que quiera liberarse de la situación de inferiori-
dad en que se queda en la casa por ser estéril— estará
obligada a devolverle lo que pagó por ella el varón. Ade-
más, normalmente, el suegro, que es quien realmente re-
cibió el dinero, ya se ha gastado la dote y la mujer habrá
de irse a la ciudad para trabajar en lo que sea hasta reu-
nir la cantidad desembolsada por el esposo.» Ya hemos
visto en «las relaciones de reproducción», este trueque de
mujeres por dinero o por ganado, entre el padre y el ma-
rido. La compra de una hembra fértil vale dinero, en la
misma forma que una hembra hermosa que satisfaga los
deseos sexuales. Pepa Selma cuenta que «la poligamia
está perfectamente estructurada. Se establecen turnos en-
tre las esposas para ver qué noches han de pasar con el
varón, la esposa que duerme la noche junto al esposo será
quien le cocine durante el día siguiente. Siempre alter-

217
nativamente, nunca simultáneamente. Una semana le toca
a la primera esposa, otra a la segunda, otra a la tercera
y luego a la cuarta. Ai concluir el último turno, el varón...
¡empieza de nuevo!...»
Si una mujer es estéril está condenada al repudio o
a las humillaciones y el desprecio que convierten su vida
en algo peor que la de los animales. Pero si no da satis-
facción al varón en la cama será igualmente pasto de des-
precio y de despido. No podemos ni siquiera imaginar la
situación contraria. A pesar de lo cual los antropólogos,
con esa excentricidad que los caracteriza, hablan siempre
de «compañeras», de «solidaridad», de «redistribución»,
etcétera. Pero si a cualquiera de ellos le planteáramos la
extraña situación de que una mujer echara de su casa
al marido por no otorgarle placer sexual la sorpresa sería
mayúscula.

/. La castración sexual y la poligamia

Como el Génesis dispone, el varón domina la concus-


picencia de la hembra. Así está decidido por Dios, así se
cumple, así se acepta, así se entienden las relaciones se-
xuales. Para ello se vende una mujer: una esposa o una
prostituta, el nombre es indiferente, la función es la mis-
ma, únicamente cambian las relaciones de reproducción.
En los países occidentales, en todo caso, la esposa tiene
el consuelo de saber que sólo necesita contentar a un
solo hombre. Y todo ello mucho antes de que Freud de-
finiera el orgasmo vaginal y clitoridiano o hablara de la
«envidia del pene».
Mucho antes de que el psiquiatra vienes elucubrara
sus más famosas teorías sobre la sexualidad infantil o
madura en las mujeres, los hombres de las comunidades
domésticas practicaban la cliteridectomía habitualmente.
Para Freud sería evidente que con la ablación del clítoris
les evitaban un sinfín de complejos y frustraciones.105
La práctica de castración que las comunidades domés-
ticas, las sociedades musulmanas, y en algunas ocasiones
las naciones cristianas, han practicado para dominar más
seguramente la sexualidad de sus mujeres —nunca les

105. Algunos párrafos de Marie Bonaparte y de Karen Horney


son extraordinariamente significativos a este respecto.

218
cupo duda que no pretendían más que disponer totalmen-
te del cuerpo femenino en beneficio del varón— fue teo-
rizada desde un supuesto ángulo científico, por Freud y
por sus discípulos. Lo que sería considerado crimen o
mutilación o castigo entre las comunidades domésticas,
se convirtió en terapia, tratamiento y medicación en las
sociedades capitalistas.
En las comunidades domésticas, la cliteridectomía, la
infibulación —introducción de una caña hueca dentro de
la vagina— o el cosido de los labios exteriores, son prác-
ticas corrientes y habituales, difíciles de desterrar aún
cuando el capitalismo o el socialismo han intentado erra-
dicar las prácticas más vejatorias y mutilantes con las
mujeres, que provenían de las costumbres ancestrales de
las tribus —los ejemplos de Sudán, de Egipto, de Turquía,
de Marruecos, de Abisinia y sobre todo en la actualidad
la rebelión de las kábilas de Afganistán, tienen como
motivo principal la indignación de los hombres a admitir
cualquier modificación en el «status» de las mujeres. Una
de las resistencias mayores es a abandonar la poligamia
y la cliteridectomía—. Mediante la mutilación de las mu-
jeres se domina su sexualidad y se garantiza la sumisión
de las esposas, de la misma forma que apaleándolas, en-
cadenándolas, cortándoles la nariz, las orejas, o quemán-
dolas en la pira del marido. La castración sexual consigue
efectos parecidos a las expediciones punitivas organiza-
das por los varones, después de fiestas rituales en la casa
de los hombres, cuyo fin, aparte de descargar agresividad
y tensión sexual es el de recordarles a las mujeres su
obligación de obediencia y de esclavitud. No hay que ol-
vidar que entre los castigos repetidamente practicados
por estas comunidades contra las mujeres, la violación es
el más común. Se utiliza para punir cualquier infracción
de las reglas, tales como mirar a los hombres o a los ins-
trumentos que suponen sagrados.
Joan Baemberger en un acertado artículo para desmi-
tificar el matriarcado y sus leyendas, nos cuenta que «las
mujeres de la zona amazónica son sometidas al castigo
de violación por varios hombres por delitos tan leves como
mirar los objetos sagrados de los hombres». 106
106. «Durante mi estancia entre los kayapó de Gorotire, en 1962,
una niña de corta edad intentó espiar bajo el vestido de hojas de
palma de uno de los bailarines enmascarados de la ceremonia. El
incidente se produjo de noche, de modo que la identidad de la

219
La castración sexual, la infibulación, el cinturón de
castidad y la violación, son diversos aspectos de un mis-
mo interés: disponer de la sexualidad de las mujeres sin
condiciones. Con estas prácticas los hombres se asegu-
ran tanto la posesión y el disfrute del cuerpo femenino,
como la afirmación de su poderío en la misma medida
que cualquiera se siente propietario de su abrigo y lo usa
para abrigarse, y mientras lo estima como algo útil y
bello lo cuida, y en cuanto lo desecha, por desinterés,
por vejez, por deterioro, puede regalarlo, venderlo, ti-
rarlo o destrozarlo para jugar o para hacerse otra prenda
con él. Mutilando a otro ser, castrándolo o violándolo, el
torturador se asegura el terror de su víctima y en razón
del pánico su total sumisión. La alienación más completa.
Las mujeres ya no son dueñas ni de su propio cuerpo, y
todos los días los hombres les recuerdan que les perte-
necen.
Independientemente de que el desarrollo de este tema,
la explotación sexual de la mujer, requiera un tomo
aparte, resulta altamente instructivo repasar algunas de
las «costumbres» sexuales de los llamados pueblos natu-
rales, o primitivos, o, en la ingenua terminología engel-
siana, «comunistas primitivos». Entre estas comunidades
domésticas es donde se practica la cliteridectomía, la in-
fibulación, el corte de los labios de la vulva, el asesinato
de las adúlteras, las prácticas agresivas de la desfloración
o el derecho de pernada, ninguna de las cuales tuvieron
que inventarlas los musulmanes o los cristianos. Sin que
por ello desprecien, por ejemplo, el bonito negocio de la
prostitución que en algunas tribus lo conocían mucho an-
tes de que fuera introducido por los blancos.
La poligamia, rentable negocio que además de tener
mano de obra gratis que le produce un buen excedente,
le permite asimismo al varón disfrutar de los placeres
sexuales de varias muchachas, sustituidas siempre por
otras más jóvenes a medida que se estropean las ante-

niña nunca fue descubierta, sin embargo, se disparó un arma de


fuego para advertir a la aldea de las consecuencias de una in-
fracción de las reglas sobre las máscaras sagradas. A la mañana
siguiente los informadores nos dijeron que si la niña que había
violado la prohibición hubiese sido descubierta, no habrían vacilado
en darle muerte.»
Joan Baemberg. Art. cit.. Antropología y feminismo. Ed* Ana-
grama. Barcelona 1979, pág. 68.

220
riores, existía entre las comunidades domésticas mucho
antes de que los blancos llegasen a civilizarlas. En las an-
tiguas crónicas de la conquista de América, párrafos como
el de Maestre Juan de Ocampo, soldado que fue en la
expedición de Alvar Núñez, Caveza de Vaca, escribe en
sus «Memorias de la Conquista de la Gran Florida», en
los años 1526 al 48, que un muchacho español cae pri-
sionero de los indios y en cautiverio del jefe pasa sus
años adolescentes, y «ya hombre, como que contaba die-
ciséis años, el cacique —que por una rara cosa de milagro
le había tomado devoción y simpatía— buscó varias jóve-
nes hembras de las más regordetas de la tribu y lo puso
en coyunda con ellas. Él, ya contaminado de la vida sal-
vaje y licenciosa y en lozanos bríos pecadores, tomó muy
buena parte la disposición del cacique. En pocos meses
puso preñadas las hembras que le destinaron, y de ahí
en adelante quedó como arraigado entre los bárbaros». 107
Diego Albéniz de la Cerrada m en la misma época que
el anterior escribe que «la deformidad del cuerpo en las
mujeres es debido a que no usan ceñidor de ninguna
clase y paren mucho. Hay india "achaguas" o "yagual"
que ha tenido hasta treinta hijos. Su sistema de familia
es lo mismo que el de los indios de todo el mar océano:
el del rebaño. Un hombre puede tener hasta quince mu-
jeres. El cacique de las tribus yaguales tenía veintiséis
barraganas. Ya entrado en años, contábase de él que había
tenido dos generaciones de mujeres, vale decir, que en el
curso de su vida tuvo cincuenta y dos. A su muerte las
legó a sus hijos mayores y parientes. La más hermosa,
que era la favorita, ordenó que la mataran, de suerte que
cuando ya estaba en sus últimos momentos, miró expirar
a su más apreciada concubina».m
El Maestre Juan de Ocampo nos sigue proporcionando
los datos de la vida familiar de los indios americanos en
la época de la conquista española. El indio Manen «como
todos los de su raza, tenía varias mujeres. Las vigilaba
extremosamente, en especial cuando columbraba por cerca
de su vivienda a los soldados. Como alguno de éstos se
acercase a la puerta de su cabana, ya estaba él ahí apo-
sentado, con los ojos abiertos y saltantes dando muestras
107. La Gran Florida, pág. 85. Ed. América. Madrid.
108. Los desiertos de Achaguas. Ed. cit.
109. Legajo n.° 2.999, sección «Manuscritos» de la Biblioteca Na-
cional. Ed, América, pág. 368.

221
de la mayor zozobra... Para dormir, arrinconaba a todas
las indias en el interior de la vivienda y se echaba él cuan
largo era en la puerta... Entre otras cosas contónos
como obtenía sus rebaños de hembras. En efecto, cuando
la mujer india llega a los siete años, ya sus padres no se
consideran obligados a mantenerla y cuidarla. Le buscan
entonces un marido entre los jóvenes de la tribu, que
los hombres sí permanecen al lado de sus padres hasta
que éstos le dan su libertad ya provistos de su rebaño.
El joven indio recibe las mujeres que le entregan que son,
según quiera, cuatro, seis, hasta doce. Como son niñas de
siete años, vese en el trance de correr con sus necesida-
des de cuido, alimento y demás. No se refocila con ellas
hasta que no tienen edad suficiente para ser madres. De
ahí que el indio sea marido y padre al mismo tiempo
de sus barraganas. Luego que está en pleno uso de ellas
como macho, toman la actividad del hogar: son ellas las
que buscan el alimento cazando, pescando, labrando la tie-
rra, cuidando animales para el abastecimiento en épocas
que crecientes temporales impiden la caza y la pesca, te-
jen, cuecen, llevan el remo y canalete en las navegacio-
nes y cargan a lomos el ajuar en los viajes. El macho,
una vez que las ha formado hasta hacerlas mujeres, que-
da exento de toda faena...»
En la explicación de lo que los bárbaros «podrían lla-
marse leyes si estuviesen escritas», Ocampo dice que
«para el bárbaro, el desear la mujer ajena es un crimen
afrentoso y lo castiga de un modo fiero y espantable: la
mujer adúltera es condenada a enterrarse viva con el
amante».
En «Los Chiapas» u o en los parajes de Paraguay, la
descripción de la relación matrimonial es la misma: «el
indio ahí es de ser lento, taciturno, casi sombrío... Es
además de mucha lascivia y potencia varonil, anda para
todas partes con su rebaño de hembras...»
«Entre los indios "ranqueles", según Lucio V. Mansilla,
la mujer casada es una esclava que no puede hacer nada
sin autorización de su marido, quien tiene sobre ella dere-

110. «Letras y aditamientos de Diego de Albéniz de la Cerrada»


(Memoria de su descubrimiento y conquista por el Almirante Lope
de la Puebla en 1521. Reseña de lo muy curiosas que son las
costumbres, cultos, índole, inclinaciones guerreras de estos infieles,
manda a ordenar por su majestad el Rey don Felipe V, al Maestro
Francisco Salcedo y Ordóñez. Año 1715.)

222
cho de vida y muerte, "por una simple sospecha, por
haberla visto hablando con otro hombre, puede matarla".
El hombre puede comprar a los padres tantas mujeres
como sus medios de fortuna le permitan y el matrimonio
consiste en un simulacro de rapto.» 1 ) !
«Gonzalo Fernando de Oviedo, en su "Sumario de la
Historia Natural de las Indias", hablando sobre las cos-
tumbres de los indios de Tierra firme, dice que "cuando
algún cacique o señor principal se muere, todos los de-
más familiares y domésticos criados y mujeres de su casa
que continuo le servían se matan..." Hernán Cortés, en su
"Segunda Carta de Relación", cuenta cómo Moctezuma le
regaló joyas de oro y una hija suya, así como otras hijas
de señores a algunos de los hombres que le acompañaban.
También contribuye a determinar la posibilidad que ocu-
paba la mujer entre los aztecas, su afirmación de que
los religiosos de entre ellos "no tienen acceso a mujer ni
entra ninguna en las dichas casas de religión".» 1I2
«Según Saco, cuando los españoles llegaron a Tlaxcala,
durante la conquista de México, encontraron que se acos-
tumbraba, cuando moría un hombre de la clase noble, a
arrojar vivas a la hoguera, junto con el cadáver, a las
mujeres que más había querido, así como algunos esclavos
y esclavas para que les sirviesen en la otra vida.» Il3
Iguales descripciones encontramos en los relatos de
todos los conquistadores españoles. La india salvaje, or-
gullosa y vibrante, dueña de su cuerpo y entregada a la
satisfacción de sus placeres carnales, que según Morgan
existe en la América del Norte, y cuyo relato enamoró a
Engels hasta el extremo de desarrollar a partir de él toda
una tesis antropológica, social, filosófica y política de la
condición de la mujer, no se encuentra en ninguno de los
testimonios directos escritos en el curso de varios siglos,
todos los que duró la conquista y la colonización española.
Las indias americanas son pobres hembras, vendidas a los
siete años, en compañía de seis, ocho o doce de otras des-
graciadas iguales, violadas y explotadas sexualmente por
su amo, y que realizan, en régimen de esclavitud, todos
los trabajos necesarios para la supervivencia de la tribu.

111. Obr. cit., pág. 77.


112. Silvio de la Torre, Mujer y sociedad. Ed. Universitaria. La
Habana. Cap. II. El régimen esclavista, pág. 82.
113. Obr. cit., pág. 82.
223
En las comunidades primitivas, en las supuestamente idí-
licas tribus que ignoran la propiedad privada y todavía
no han inventado «las clases», las sociedades del «comu-
nismo primitivo» de Morgan, de Engels, de Godelier y de
Evelyn Rich, las mujeres son sometidas a la mas absoluta
de las explotaciones, no solamente como reproductoras de
la fuerza de trabajo imprescindible para la reproducción
y el desarrollo de la sociedad, sino en su cuerpo en el que
los hombres encuentran la mayor satisfacción: el placer
sexual sin tope, amén de conseguir, gracias a ellas, la vida
regalada de quien tiene todo lo necesario sin trabajar.
En el Yemen, en Arabia Saudita, en Etiopía, en Sudán,
en Senegal, en Egipto, en Guinea, en Irak, en Jordania,
en Siria, en Costa de Marfil, entre los dogones del Níger,
en Somalia, en Nubia, en Djibuti, se sigue practicando la
cliteridectomía, y la infilulación, prácticas muy anterio-
res a la introducción del mahometanismo.
Cualquier tipo de conducta sexual en la mujer que
represente algún tipo de liberalización, es decir, que pueda
permitirle alcanzar placer, es impedida desde la infancia
tanto mediante la represión directa: la amenaza, el miedo
al castigo, los malos tratos corporales y hasta la muerte,
como mediante la alienación conseguida con una eficaz
educación. Permitirle a la mujer la expresión libre de su
sexualidad, concederle el derecho a la búsqueda del pla-
cer, significaría mucho más que consentirle una diversión
o un recreo. Unido al derecho a la expresión de la sexua-
lidad se encuentra el reconocimiento de persona, de ser
humano sujeto de derechos.'En resumen, sería reconocer-
les a las mujeres la igualdad con el hombre y de ello a
la rebelión femenina quizá no hubiera más que un paso.
En realidad este es el camino por el que muchas muje-
res se han introducido hoy en el movimiento feminista.
En la búsqueda del placer sexual encontraron a la vez
el de la lucha.

2. La violación y el femicidio
En la misma forma que no les reconocemos a los ani-
males domésticos el derecho a su realización sexual, las
mujeres no tienen tampoco semejante derecho. En las
comunidades domésticas, en forma semejante a la actual
aunque mucho más brutal por cierto —en contra de lo

224
que se ha dicho hasta ahora y de lo que pretenden algunas
feministas incluso— la sexualidad de la mujer está repri-
mida, amenazada por sangrientos y crueles castigos, y su
cuerpo utilizado únicamente en función del placer mascu-
lino. Los ejemplos son tantos que excederían del presu-
puesto de espacio que he previsto para que este capítulo
sea leído con agrado. Pero será interesante hacer una pe-
queña recopilación de las costumbres de las sociedades
«de comunismo primitivo» respecto a la conducta sexual
de los hombres con sus mujeres.
Entre los cientos de comunidades domésticas estudia-
das actualmente por los antropólogos, la conducta sexual
del hombre con la mujer se diferencia exclusivamente en
los detalles. En todas las sociedades «sin clases» la po-
sesión del cuerpo de las mujeres es derecho reconocido
a los hombres. Sea a una sola categoría de hombres o a
todos en general, incluidos los adolescentes recién inicia-
dos en su vida adulta. Un breve repaso de estos pueblos
nos dará una idea más concreta de lo que el hombre no
civilizado entiende por «hacer el amor» con sus mujeres.
Joan Baemberg nos explica que los kayapó y los mun-
durucú, comparten una ideología masculina frecuente-
mente expresada en la humillación de las mujeres. Las
conductas agresivas, tales como la violación de una mujer
por varios hombres y las relaciones sexuales a las que se
fuerza a las jóvenes durante el ritual en la casa de los
hombres, representa el tipo de castigo con los que con-
tinuamente se amenaza a las mujeres en las mitologías de
la zona noroccidental de las Amazonas (Brasil).114
Entiéndase que estos pueblos expresan sus fantasías
a través de la actuación, de tal modo que las conductas
descritas se repiten frecuentemente y no se quedan única-
mente a nivel de mito. En la misma zona geográfica los

114. «En relación a la violación como medio de control, pode-


mos ahora considerar el caso de los Indios de las Llanuras de
Norteamérica. Aprendemos de George Bird Ginnell, citado por
Diamond (1974, pág. 56), que un Cheyenne varón podía dejar a su
mujer "en la pradera" si ella había cometido adulterio o había
desobedecido, o simplemente para cambiar su suerte en la guerra
o la caza (Llewellyn and Hoebel, 1941, págs. 202-11; Grinell, 1962 y
1915). Una mujer puesta "en la pradera" podía ser violada por
los miembros de la sociedad guerrera de su marido, y a veces apa-
leada y asesinada. Las mujeres tratadas de este modo eran "malas
esposas", las mujeres que no habían cumplido sus responsabilida-
des en la sociedad Cheyenne.» (John More.)

225
15
«desana» castigan la contaminación producida por la unión
incestuosa «iniciada por las mujeres al seducir a los hom-
bres de su mismo grupo» con la muerte. Es fácilmente
reconocible en esta explicación del castigo la utilización
del cuerpo de la mujer por los hombres (en este caso de
su misma familia) para después desembarazarse del tes-
tigo incómodo de su pecado. Entre los tukuna, se mata a
las mujeres por cometer un delito mucho más leve que el
incesto: espiar los instrumentos sagrados significaba la
muerte segura para quienquiera que violase la prohibi-
ción, Ya hemos visto el mismo tabú en la historia de la
niña entre los kapayó que constituye con la norma no
escrita de los tukuna y los otros pueblos que guardan
tabúes semejantes, el imperio del orden masculino. El
poder de los hombres se afirma diariamente en la su-
misión, con el terror y con el castigo de las mujeres,
para mejor disponer de su cuerpo.
Igual conducta se produce entre los hadza de Tanza-
nia, que por cierto se hallan alejados de los kayapó, mun-
durucú y tukuna por muchos miles de kilómetros. Joan
Baemberg cuenta que «según una comunicación perso-
nal con Nancy Howell, como demógrafo que ha trabajado
en la zona, Woodburn ha referido que entre los hadza de
Tanzania —grupo de tribus cazadoras y en estadio de re-
colección primitiva— si una mujer casualmente oye o se
entera de alguno de los secretos rituales de los hombres,
estos la violan en grupo».
Las investigaciones antropológicas realizadas antes de
la influencia del feminismo entre estos investigadores, die-
ron las más curiosas muestras de machismo entre los
autores. Adolf Tüllman escribe que «para los habitantes
de Nueva Guinea, en muchos de los grupos de tribus, la
violación no constituye ningún delito. Se basan en el pun-
to de vista de que toda mujer que va sola constituye una
invitación para el hombre que le sale al paso —la mujer
también lo considera así— y como es lógico los hombres
aprovechan todas estas ocasiones, por lo cual las mujeres
salen siempre acompañadas, aunque no sea más que de un
niño». El autor no pensó que esta «extraña» costumbre
se practica igualmente y con habitualidad por los habi-
tantes de los países civilizados y occidentales.
«En numerosas tribus australianas los hermanos tienen
derecho a cohabitar con las mismas mujeres. Todos los
hombres, que según el sistema de parentesco tienen dere-

226
cho a una mujer, cohabitan con ella uno tras otro des-
pués de que se ha casado, para demostrar que poseen los
mismos derechos que el futuro marido. En África Occi-
dental, un relato explica que un joven se aproxima a la
mujer de su hermano sin obtener éxito. Finalmente la
lleva con engaño al bosque, la viola y la mata. Ante los
que le juzgan se defiende alegando que se trataba de la
mujer de su hermano y no de ninguna mujer extraña.
Entonces no se le condenó a la usual multa de sangre
porque, en cierto modo, todo quedaba dentro de la fa-
milia.» I5
Lucien Lévy-Bruhl explica que «existe efectivamente
en todas las comunidades, principalmente en el continen-
te negro, una especie de derecho virtual del hermano me-
nor con respecto a las mujeres del hermano mayor...
A menudo, el hermano hace uso del derecho con permiso
del marido en ausencia de éste, a veces, incluso, sin que el
marido haya abandonado la aldea, con su consentimiento
más o menos explícito. Pero aun cuando no se haya dado
tal autorización, las relaciones sexuales entre una mujer
casada y los hermanos de su marido no son consideradas
como adulterio».116 Como se entiende el derecho pertenece
a los hermanos del marido, las esposas no tienen ni gusto
ni elección, por ello resulta tan curiosa la forma en que se
halla redactada la última frase «las relaciones sexuales en-
tre una mujer casada y los hermanos de su marido», como
si las continuadas violaciones a que someten a una mujer
los cuñados pudieran ser denominadas de tal modo.
Ploss y Bartels nos cuentan m ei desarrollo de las fies-
tas orgiásticas de diferentes pueblos primitivos. El nexo
común de todas estas celebraciones, sea en África, en Ben-
gala o en la India, lo constituye la violación de las muje-
res, sometidas a tal práctica en estos casos por precepto
divino. Al revés, es decir donde los hombres queden a dis-
posición sexual de las mujeres, no se produce en ninguna
tribu. Es evidente que ello deriva de la propia estructura
del coito, pero no impide que se haya ideologizado por los

11. Fetichismo en el África Occidental. Cit. Adolf Tüllman,


Ed. Corona, Barcelona 1963, pág. 99.
116. El alma de los primitivos, págs. 84 y ss., Tüllman, obra, cit.,
pág. 99.
117. La hembra en las ciencias naturales y en la etnología, Tüll-
man, obr. cit.

227
hombres para su uso y satisfacción tanto en forma de cas-
tigo como de ritual religioso.
Ploss y Bartels nos cuentan algunos de estos rituales:
acerca de la secta de los bhaktas dicen los mismos auto-
res que los «ritos de la mano izquierda suprimen entre
ambos sexos todas las barreras de casta. En las funciones
religiosas, que sin embargo no son públicas, los adeptos,
después de haber llenado su estómago con carne y alcohol,
rezan a la diosa, en figura de mujer, que generalmente es
una de las suyas. Esta mujer se acuesta completamente
desnuda encima de una mesa y uno de los iniciados efec-
túa el sacrificio mediante el acto sexual. La ceremonia
continúa luego mediante un ayuntamiento general de to-
dos los presentes, en el que cada pareja representa a la
pareja divina y se hace idéntica a ésta». En la secta de los
Kauchiliias: «con ocasión de la ceremonia religiosa, las
mujeres y las muchachas se despojan de sus julies (corsés)
y los ponen en una caja, guardada por el gurú o sacerdo-
te. Al finalizar la fiesta cada uno de los devotos toma un
julie de la caja y la mujer a la que pertenece, aunque se
trate de su propia hermana tiene que ser su compañera en
las orgías desenfrenadas de aquella noche».118
En Australia, Nueva Guinea, el material hallado por
los antropólogos sobre los abusos sexuales y las violacio-
nes a que los hombres de las tribus primitivas someten
a sus mujeres con ocasión sobre todo de fiestas rituales,
sacrificios religiosos, entierros, bodas y otras fiestas, es
numerosísimo, sin que ninguno de los investigadores le
haya otorgado la calificación ideológica que merece.
Para todos ellos la explotación sexual de la mujer es tam-
bién «natural». Y por cierto, con esa extravagancia que
los caracteriza, tan natural entre los bosquimanos o los
papúes como entre los alemanes o los españoles.
El etnólogo berlinés Hans Nevermann explica que en
la isla de Komolom cuando fallece un hombre, los hom-
bres de su grupo totémico, con la viuda, lo conducen
a su sepultura. Cuando se ha cerrado la tumba, la mujer
tiene que acostarse sobre ella, y entonces, «sin considera-
ción ninguna a su luto o a su edad», cohabitan con la mis-
ma todos los varones del grupo totémico al que pertenecía
su marido. El etnólogo explica que «con ello quieren los

118. Ploss y Bartels, obr. cit., pág. 649, cit. Tullirían, obr. cit.
pág. 329.

228
hombres lograr dos cosas: primero, dar a entender al
muerto que está realmente muerto y que nada tiene que
ir a buscar entre los vivos, sobre todo con su mujer, y en
segundo lugar, demostrar a la viuda que realmente es una
viuda, que ya vuelve a ser libre por lo que no pertenece a
un hombre sólo, sino que se halla a disposición de todos».
Y el caritativo antropólogo que no ha pensado en la pri-
mera y fundamental motivación de los hombres de la tri-
bu para imponer tan gozosa costumbre, que les permite
violar periódica y ritualmente a las mujeres, añade «es
indudable que en esta atroz costumbre encuentran su ex-
presión el desprecio hacia la mujer y el egoísmo propios
del hombre papua meridional», manteniendo el perpetuo
error de achacar a los defectos de algunos hombres las
causas de la explotación de la mujer. Es evidente que
cuando no se parte de la estructura material de la rela-
ción entre el hombre y la mujer, ni se tienen en cuenta
los beneficios que le proporciona al hombre ISL explotación
del cuerpo femenino, los autores se perderán por los mean-
dros idealistas del pecado y de la virtud.
En este mismo sentido resultan patéticamente pueriles
los comentarios de Adolf Tüllman sobre las fiestas ritua-
les de los marind-anim, papuas de Nueva Guinea, cuyos
ritos sexuales son realmente ingeniosos y espectaculares.
Hans Damm (Kanaka) las describe como las fiestas de
virilidad o de la iniciación en las que se celebraban cere-
monias religiosas impresionantes. «Antiguamente no era
raro que estuvieran relacionadas con ritos mágicos que
en orgías sexuales habían de aumentar la fertilidad de la
Naturaleza. Los sujetos de estos ritos eran miembros de
una sociedad secreta, por supuesto exclusivamente mascu-
lina, en que podía ingresar cualquier papua adulto que
pagara el ingreso, y ocultan sus verdaderas actividades
tras de acciones misteriosas con las que quieren engañar
a los no iniciados, las mujeres y los niños. Así con oca-
sión de la fiesta de la fertilidad, los marind-anim "se sien-
ten obligados", afirma Tüllman, a realizar lo que llaman
"la ceremonia mala", en la que el mayor número posible
de hombres realiza el coito públicamente con una mujer.»
Y añade «aquí nos parece importante indicar que las cos-
tumbres de la promiscuidad están destinadas a aumentar
la fertilidad de la naturaleza, por consiguiente no están
al servicio de un modo especial de la voluptuosidad de
los hombres o de los dos sexos». Conclusión que establece

229
a partir de que de las palabras de los indígenas pudo
colegir Nevermann que los marind-anim comprenden per-
fectamente lo escandaloso de su acción, pero dicen que no
pueden prescindir de ella, «ya que de lo contrario los es-
píritus se enfadarían y los cocoteros y otras plantas que-
darían estériles». Y ya no se sabe si son los papúes o Tüll-
man los más extravagantes.
Y en consecuencia resulta absolutamente coherente
para los antropólogos que Nevermann escriba que los
marind-anim, famosos por sus asesinatos rituales de mu-
jeres, sus cacerías de cabezas tanto de tribus enemigas
como de blancos, y sus orgías sexuales en las que las mu-
jeres son siempre víctimas, que «nadie pondrá en duda
que fue conveniente intervenir en contra de las cacerías
de cabezas con todas sus abominaciones, contra los asesi-
natos y el canibalismo de las asociaciones religiosas, con-
tra el desprecio para con las mujeres y contra otros peca-
dos de antaño. Pero desgraciadamente estas cosas que a
nosotros se nos antojan indescriptiblemente espantosas,
confirieron a los marind-anim ansias de vivir, energía, for-
talecieron la conciencia de sí mismos y excitaron su fan-
tasía». Debe referirse únicamente a los hombres marind-
anim, ya que sus mujeres pocas ganas de vivir ni fantasía
pudieron desarrollar, sometidas a continuas violaciones,
asesinatos, partos y trabajo exhaustivo. Pero ya sabemos
en qué forma el hombre, aunque sea blanco y civilizado,
entiende el masculino del género.
Paul Wirz de Basilea estudió, a la par de Nevermann,
a los marind-anim durante largos años hasta su falleci-
miento en los años cincuenta. El relato de sus orgías se-
xuales es definitivo para la comprensión de la explotación
sexual de la mujer en las comunidades domésticas. Todas
las fiestas de esta tribu, y también en las de sus veci-
nos, van unidas a excesos sexuales. En tales épocas, pues
las fiestas pueden durar semanas y hasta meses, todas las
mujeres están a disposición de todos los hombres. Wirz
expresa incluso la hipótesis —¡terrible duda!— de que
las fiestas y ejercicios religiosos «se organizaban solamen-
te como un pretexto para entregarse a excesos eróticos».
El culto de Majo tiene como finalidad fomentar la ferti-
lidad y mantener vivas las antiguas tradiciones y mitos.
De ello forman parte los excesos sexuales y el canibalismo.
La gran fiesta de Majo dura en su conjunto cinco meses

230
y durante ella se suprimen todas las demás solemnidades.
Tüllman la explica así:
«Durante la fiesta se admite en la sociedad a los jóve-
nes novicios y poco a poco se van iniciando en todos los
misterios de la misma... Dan a conocer los alimentos en
un solemne banquete en el que se mezcla esperma en las
comidas... Pero la ceremonia de clausura alcanza su pun-
to culminante en el momento en que una muchacha —rap-
tada en su primera edad— es violada repetidas veces y
luego se le da muerte. La carne de la niña es asada y co-
mida, y los huesos se entierran entre los cocoteros, cuyos
troncos rocían con la sangre. Todo ello acaba en una úl-
tima y larga promiscuidad festiva en que finalmente, jun-
to a los adultos, toman parte los nuevos adeptos... des-
pués de la fiesta de Majo los marind-anim se entregaban
inmediatamente a la caza de cabezas, que en cierto modo
constituía la continuación de la ceremonia.» Y pensar que
el marqués de Sade se creyó tan original...
Con el culto de Majo, que se encontraba muy difundi-
do, guardaba una estrecha afinidad el culto de Imo, pero
éste se practicaba solamente en algunos lugares de la
costa. Sobre Imo se conocen aún menos datos que sobre
el de Majo, sobre todo porque en aquél quedaban com-
pletamente excluidos las mujeres y los niños. Los excesos
sexuales se celebraban en el bosque qfle circunda la casa
de los hombres. En el culto de Imo la ceremonia de clau-
sura se celebraba con el asesinato de una pareja, mucha-
cho y muchacha que eran arrojados a un profundo foso,
dentro del cual abusaban de ellos varias veces todos los
hombres y finalmente les daban muerte cuando los jóve-
nes practicaban entre sí el coito, a lo que les habían obli-
gado los hombres, y finalmente se proporcionaban el usual
banquete de canibalismo; al que seguía la caza de cabe-
zas, en la cual se trataba no sólo de apoderarse de cabezas
sino sobre todo de niños pequeños de ambos sexos, en
los que tener repuesto para las próximas fiestas. Como
se ve, la película Saló resulta simplemente «demodée».
El tercer culto secreto de los marind-anim era el culto
de Rapa, cuya finalidad consistía en encender el fuego.
Para ello se utilizaba consecuentemente, a una muchacha
raptada de la propia aldea, y durante los actos sexuales de
violación, los ancianos encendían el nuevo fuego, pero tam-
bién se supone que el fuego nuevo no se encendiese hasta
haber dado muerte a la muchacha, practicando un agu-

231
jero en su cadáver, a través del cual se encendía el fuego,
que servía al mismo tiempo para asarla convenientemente
antes de engullirla. Tüllman lo explica así: «Con el fue-
go así obtenido se encendía una gran hoguera en la que
asaban a la muchacha, a continuación colocaban encima
de las brasas un cerdo muy gordo, piedras calentadas y
cubierto todo ello con una gruesa capa de corteza de euca-
lipto. Al cabo de un rato se ponía al descubierto una pe-
queña parte del vientre y pinchaban el cuerpo, lleno de
grasa derretida, produciéndose un surtidor de grasa que
era encendido mediante una antorcha. Las mujeres de la
aldea contemplaban aterradas desde lejos aquella columna
de fuego. «Es el demonio de Rapa —les decían—. Luego se
celebraba el gran banquete en el cual eran comidos junta-
mente la muchacha y el cerdo. Con los huesos y la sangre
de la muchacha se hacía exactamente lo mismo que en los
otros cultos.» Es decir abonaban los cocoteros.
El culto de Ezam al que pudo asistir durante un rato el
propio Wirz lo describe así: «En una gran choza se hallaban
sentados los hombres de la aldea muy juntos unos a otros,
se hallaban susurrando y de vez en cuando hacían girar
una madera cuyo chirrido llenaba el aposento. La única
luz venía de una fogata y de unas antorchas humeantes.
En el extremo de la pieza podía verse un tablado, sobre
el cual había dos gruesos troncos de árbol que por un
extremo se apoyaban en el suelo y por el otro en una
viga que a su vez yacía sobre varios soportales. El con-
junto producía una impresión grave y profunda. Entretan-
to, en el bosque tenían efecto excesos sexuales, ya que
continuamente había hombres que abandonaban la choza
y otros entraban de nuevo en ella y depositaban en el ta-
blado una rama rota como señal del acto sexual que aca-
baban de consumar. En breve tiempo se había formado
un gran montón de hojas y ramas. (Esta costumbre de
las ramas se encuentra en todos los lugares habitados por
los marind-anim, los montones se conservan hasta la pró-
xima fiesta, de suerte que delante de cada casa de hom-
bres se encuentran grandes montones de ramas.) Dentro
de la choza reinaba un ambiente excitado, erótico, que se
desahogaba en conversaciones obscenas, hasta que por fin,
después de varios días de fiesta, en la última noche hacían
entrar en la choza a una muchacha, embadurnada con
aceite y pintura, la cual se acostaba en el tablado... La
mujer es violada por todos los hombres, incluso por los
232
novicios, uno de los cuales ha sido elegido como víctima,
a una determinada señal empezaban a sonar tambores,
apartaban bruscamente las vigas de soporte y los dos
troncos del árbol caían ruidosamente sobre la pareja,
unida por el coito, y la aplastaban. El resto consistía en
el usual banquete canibalesco y en la cacería de cabezas.»
Estas prácticas fueron prohibidas y perseguidas por
el gobierno colonial a principios de siglo y en la actuali-
dad resulta difícil encontrar vestigios y aun las pruebas
de los sucesos anteriores, puesto que los ancianos que
las han sobrevivido se niegan obstinadamente a relatar-
las, temiendo el castigo. Pero desde el siglo pasado los
antropólogos han sido influidos por la literatura román-
tica y las filosofías de Rousseau sobre el «buen salvaje»
puro e inocente, que llegaron hasta equivocar a nuestro
buen Engels, y en estas comunidades pretendieron en-
contrar aquel estado de alegría, goce sexual y solidaridad
que Engels denominó de «promiscuidad», y que afirma-
ba la existencia de igualdad entre el hombre y la mujer
y el mayor placer sexual para ésta.
Los relatos de Paul Wirz, que se publicaron en 1925 con
el título de «Los marind-anim de la Nueva Guinea Holan-
desa» describen otras tantas fiestas orgiásticas, con sus
consabidas violaciones de muchachas. Las mismas prácti-
cas nos las han contado Ploss y Bartels entre los indios
suramericanos. «Refiere Stoll que en los días de los gran-
des sacrificios tenían lugar solemnes banquetes entre los
antiguos indígenas de Guatemala. Las barreras de la mo-
deración veníanse al suelo, los borrachos se entregaban
sin discernimiento a excesos sexuales con sus hijas, her-
manas, madre y concubinas, y ni siquiera perdonaban
a los niños de seis y siete años de edad.» 119
En el antiguo reino de los Incas (Perú), Ploss y Bar-
tels cuentan que «en el mes de diciembre, o sea en la
época en que se aproxima la entrada en sazón del fruto
llamado pal'tay, los que han de participar en la fiesta se
preparan mediante cinco días de "ayuno", es decir, se
abstienen de sal, de pimienta y del coito. En el día desig-
nado para dar comienzo la fiesta se reúnen en un determi-
nado lugar hombres y mujeres todos completamente des-
nudos. A una señal empiezan una carrera hacia una colina

119. La hembra en las ciencias naturales y en la etnología, pág.


648, cit. Tüllman, obr. cit., pág. 340.

233
bastante lejana. Cada hombre que durante la carrera al-
canza a una mujer, puede cohabitar con ella allí mismo.
Esta fiesta que duraba seis días con sus noches sólo apa-
rece mencionada por el arzobispo de Lima, don Pedro de
Villagómez, en una Carta pastoral de exhortación e ins-
trucción, era conocida con el nombre de Akhataymita».
Entre los indios suramericanos del Matto Grosso, del Gran
Chaco o de las selvas del Amazonas y de los Andes, se
celebran todavía reminiscencias de aquellas fiestas orgiás-
ticas, en las que hoy el aditamento del alcohol compensa
la prohibición gubernamental del asesinato ritual y del
banquete caníbal.
En la actualidad, sin embargo, multitud de pueblos afri-
canos practican todavía la promiscuidad religiosa o fes-
tiva, para lo cual deben disponer de las necesarias joven-
citas, cuya virginidad es el premio de la iniciación de los
nuevos muchachos adultos.
Malinowski 120 explica cómo algunos grupos de mucha-
chas excursionistas de las islas Trobriand recorrían en
ciertas épocas del año, algunas islas del contorno, buscan-
do pareja sexual para un corto espacio de tiempo. La mi-
nuciosa descripción de la visita no permite entender real-
mente a qué se debe tal costumbre. Posiblemente tolerada
por los hombres de su aldea para la búsqueda de marido
que les falta en su propia aldea. Pero lo significativo es el
relato del regreso. «El regreso de las katuyausi representa
en algunas ocasiones para las muchachas una triste maña-
na después de una noche alegre y divertida. Tratan de lle-
gar a sus hogares sin ser vistas, pero no siempre lo con-
siguen. A las acusadas se las insulta y golpea, e incluso,
según aseguraron a Malinowski, en algunos casos las vio-
lan en público sus verdaderos amantes de la aldea propia.
Varios jóvenes sujetan a la muchacha mientras el dueño
oficial se cobra su derecho, a modo de castigo por aquella
escapatoria.» Y Tüllman añade: «los jóvenes de las islas
realizan también tales excursiones e incluso las realizan
más a menudo, probablemente porque saben que en caso
de ser descubiertos no les amenazan castigos tan severos
como a las muchachas.» Sin comentarios.
Por fin en el capítulo de la violación no hay relato más
siniestro que esta página de Herodoto:

120. Vida sexual de los salvajes del Norte y Oeste de Melanesia.


Cit. Tüllman, obr. cit, pág.

234
LXXXIX. — «En cuanto a las matronas de los nobles
del país y a las mujeres bien parecidas, se toma la pre-
caución de no entregarlas luego de muertas para embal-
samar, sino que se difiere hasta el 3.° o 4.° día después de
su fallecimiento. El motivo de esta dilación no es otro
que el de impedir que los embalsamadores abusen crimi-
nalmente de la belleza de las difuntas.» m
Sobran comentarios, excepto constatar que para el hom-
bre su desahogo sexual no requiere ni participación ni
contribución libre y voluntaria de su compañera. Para él
la explotación absoluta, la disposición sin condiciones de
un cuerpo femenino, aunque sea muerto, es suficiente para
contentarle.

3. La prostitución

La máxima explotación sexual se concreta en la pros-


titución. El más próspero negocio de todos los tiempos
para los hombres, legalizado, organizado y dirigido en
todos los países, en todas las sociedades, en todos los
tiempos. Inclusive en aquellos idílicos en que Engels y
sus discípulos sitúan el Paraíso terrenal.
A lo largo de todas las costas de África, que por serlo
permiten el trato con marineros y viajeros, en las islas
de la Polinesia, de la Melanesia y de la Micronesia, entre
las tribus indias de América Latina, entre los indios nor-
teamericanos, en las comunidades domésticas de la India,
de Pakistán, de China, de Japón. La prostitución es el
más rentable negocio en el que los hombres dominan,
explotan y torturan a las mujeres. Desde los tiempos de
Cromagnon y de Abraham hasta nuestro bendito siglo xx.
Para las mujeres la posesión de órganos sexuales ape-
tecibles por el hombre, ha constituido su desgracia, y las
ha condicionado hasta la total esclavitud que padecen las
prostitutas. Estas pertenecen en cuerpo y alma a su amo,
que por este derecho de propiedad vende el goce de su
cuerpo a todos los hombres que paguen por ello. La pros-
tituta no se pertenece a sí misma, en la misma forma que
tampoco el esclavo. Cuando agotada por la extenuación
del trabajo que se le ha exigido durante cierto número de
años, se encuentra enferma, vieja o inservible, se la arrin-

121. Libro II, pág. 193.

235
cona como un trasto viejo. Si no cumple sumisa y eficaz-
mente se la castiga, se la apalea, se la tortura. Si se rebela,
se la mata.
En todas las «sociedades sin clases», los hombres han
descubierto el bonito negocio de la prostitución. Más o
menos próspero según que sean visitados por muchos
clientes o no. Tüllman explica que: «A lo largo de las
costas de África la prostitución había desempeñado ya su
papel en época temprana, y en su propagación por África
Oriental los árabes habían ayudado a los europeos, mien-
tras que en África Occidental nuestros hermanos de raza
realizaron este trabajo ellos solos. Así les ocurrió a los
suaheli, que habitan la costa del África Oriental y que
desde hace bastante tiempo tienen la triste fama de haber
sucumbido en gran parte a esa profesión.» m
Algunas antropólogas como Emmy Bernatizik han que-
rido ver en la maldad de los blancos la perversión del
alma pura e inocente de los salvajes, que nos explica in-
genuamente:
«Debido a que a los pepels (Guinea Portuguesa) todo
lo nuevo les parece muy atractivo, el trato con los blan-
cos que se habían establecido en su región les resultó
particularmente nefasto y convirtió en malas algunas bue-
nas disposiciones que antes poseían. El descontento, la
envidia, la maldad tuvieron como consecuencia crímenes
y robos y destruyeron los grandes rebaños, la fuente de
riqueza de aquel pueblo. La libre y generosa entrega de
las muchachas convirtióse eh prostitución. La mortalidad
infantil, los abortos y la esterilidad de muchas mujeres
constituyen las terribles consecuencias de numerosas en-
fermedades sexuales.» m
Los naturales de las tribus primitivas no parecen nun-
ca indignados por la propuesta de prostituir a sus muje-
res. Ni siquiera aquellas que en otros órdenes se han mos-
trado particularmente agresivas con los blancos. En ge-
neral los hombrecitos primitivos acogen de muy buen
grado las lecciones de los hombres civilizados en cuanto
al desarrollo y organización de los burdeles y de la explo-
tación de sus mujeres. Tanto los que conocían ya los bene-
ficios que pueden obtener alquilando el cuerpo de sus
mujeres, como los que aprendieron rápidamente el ne~

122. Obr. cit., pág. 167.


123. Viaje por África, pág. 180. Cit. Tüllman, obr. cit., pág. 167.

236
gocio de mano de los colonizadores, los hombres primi-
tivos se muestran encantados con los pingües beneficios
que les proporciona la prostitución de todas las mujeres:
incluidas sus esposas, su madre, sus hermanas y sus hi-
jas.
Tüllman explica que las prostitutas más conocidas en-
tre los pueblos naturales —por lo que se ve la prostitución
pertenece también a esa amplísima gama de tareas «natu-
rales», o sea dispuestas por la naturaleza para fastidiar a
las mujeres— proceden de la tribu árabe norteafricana de
los «oulad nail». Muchas jóvenes de estas tribus van a
pasar unos años en las ciudades del Norte de África, para
ganarse en los cafés y burdeles una dote que generalmen-
te es considerable. Y que es de suponer, sin que Tüllman
lo explique, que deberán entregarla o a su futuro marido
o a su padre o a su suegro, como pago de su matrimonio.
Así explica: «Una vez han regresado a su tribu, estas mu-
chachas casi nunca hallan dificultades para encontrar un
buen marido, nadie se escandaliza por su pasado.» Sobre
todo si paga bien.
La historia de las contiendas entre tribus enemigas es
también la historia de la esclavitud y de la prostitución de
sus mujeres. Las mujeres cautivas, secuestradas de su
aldea de origen, eran entregadas a los hombres de la
aldea vencedora por aquellos que se habían apoderado
de ellas, a cambio de alimentos, dinero o bienes aprecia-
dos, de los que se beneficiaban los dueños de las mucha-
chas que eran los guerreros que las habían traído desde
el poblado enemigo. Un gran número de secuestros prac-
ticados en África se deben a ladrones de mujeres para
dedicarlas a la prostitución en aldeas y países distintos
de su lugar de origen.
Tüllman explica el aumento cotidiano de la prostitución
además de por «la gran predisposición de la negra a en-
tregarse» por la costumbre abusiva del precio de la novia
y las normas sobre el divorcio.
«Muchos africanos ganan actualmente tanto dinero en
la ciudad, en situación independiente o trabajando para
los blancos, que pueden permitirse tener varias mujeres.
Sin embargo, esto ya no es moderno y también resulta
algo caro, por lo cual prefieren tomar varias mujeres suce-
sivamente. Van a la aldea nativa y allí compran una joven
y se la llevan a vivir con ellos a la ciudad hasta que se
cansan de ella. Entonces se divorcian y compran otra mu-

237
jer. Casi siempre acaban estas muchachas por entregarse
a la prostitución...»
Los relatos de explotación, secuestro, embrutecimiento
y enfermedades sexuales de las mujeres, condenadas a la
prostitución por sus hombres: el padre, el marido, el jefe
de la tribu, el secuestrador, son idénticas en África, en
América o en Oceanía. Y no difieren gran cosa de la situa-
ción de las prostitutas de los países civilizados. Nordens-
kiold nos explica la gran facilidad que tuvieron los indios
del Gran Chaco para prostituir a sus mujeres, en cuanto
tomaron contacto con el hombre blanco. Pero así como
los quechuas, los incas y los araucos defendieron celosa-
mente, en continuas batallas, a costa de su vida y de su
supervivencia, su libertad encadenada por los conquista-
dores y sus costumbres atropelladas por los colonizado-
res, ninguno de los hombres de estas tribus se mostraron
indignados por la propuesta de prostituir a sus mujeres.
Parece ser que, por el contrario, aprendieron el negocio
con facilidad.
«Las muchachas chorotis más jóvenes, todavía solte-
ras, usan mucho actualmente el "tipoy", prenda de vestir
introducida por los blancos que procede originariamente
de los indios chiriguanos. El "tipoy" cubre el busto de las
muchachas, protegiéndolo de las ávidas miradas de los
blancos. Una muchacha india que sólo lleve un delantal
hecho de piel alrededor de las caderas, generalmente no
se entrega al hombre blanco; en cambio, aquellas que
llevan el "vestido decente" son todas prostitutas. Con ex-
cepción de aquellas muchachas "chorotis" que tienen hom-
bres blancos por amantes, las jóvenes de este pueblo lle-
van muy pocas joyas. Igual que en algunas otras tribus
donde florece el amor libre, esta institución se ha conver-
tido entre los "chorotis" y otras tribus del Chaco en pros-
titución tan pronto como la tribu ha entrado en contacto
con los blancos. Así, los "tobas", que en este punto profe-
san la misma moral de los "chorotis", envían a la Argen-
tina grupos de jóvenes bajo la dirección de una mujer de
edad. Los "matekos" decían claramente que donde más
dinero ganaban las muchachas era en las fábricas. Las
muchachas "chorotis" se vendían a los blancos por unos
cincuenta centavos o cuatro varas de tela. Los soldados
bolivianos las obtenían por un pedazo de pan. Las mucha-
chas más jóvenes se unían casi exclusivamente a tos jóve-

238
nes indios y poco a los blancos. Las mujeres casadas no
tenían nunca relaciones con los blancos.» m
Como se puede observar en esto de la prostitución no
son únicamente beneficiciarios los blancos. Los indios
no hacen asco ni del papel de proxenetas del que sacan
buenos beneficios ni del de clientes, a pesar de la supuesta
pureza de sus costumbres.
En las islas paradisíacas de la Melanesia tanto entre
los buenos salvajes de Malinowski y de Margaret Mead,
como entre los papuas cortadores de cabezas, realizadores
de sacrificios humanos rituales y de violaciones de muje-
res, se practica la prostitución, en beneficio, por supuesto,
de los proxenetas.
En 1889, R. L. Stevenson visitó las islas Gilbert de la
Micronesia y en su libro Viaje por los Mares del Sur ex-
plica las costumbres de los reyes de diversas islas, que
hoy, «en grado de descomposición» como afirman algunos
etnólogos, ya están en desuso. En aquel idílico momento
de finales del diecinueve, época en que Engels escribe su
Origen de la familia, el buen salvaje, el hombre puro e
inocente de Tembinok, era el rey y dueño absoluto de la
isla de Apemana, en la que poseía el más extenso harén
conocido. Solamente mujeres desempeñaban allí todos los
trabajos y cargos: desde vigías y guardianes del palacio,
hasta eunucos que protegían el harén. Había portadoras
de llaves, encargadas del tesoro, guardianas del arsenal,
de los almacenes y de los depósitos. El rey las mandaba,
protegía y ejecutaba justicia. «Tuvo que matar a una de
sus mujeres porque era demasiado casquivana, a otra la
ejecutó por un delito más grave. Colocó el cadáver den-
tro de una caja abierta, y para que sirviera de mayor es-
carmiento para las otras dejó que se pudriera junto a las
puertas del palacio.» 12S En consecuencia Tembinok poseía
la mayor fuerza de trabajo que pudiera desear un bur-
gués actual, por el menor precio posible: la comida. Pero
Tembinok, buen comerciante y astuto negociante no so-
lamente tenía las mujeres para trabajar en sus campos
y en su casa. Así, escogía las que estaban más presenta-
bles para ofrecerlas a los blancos a cambio del dinero de
éstos.
En las islas Salomón meridionales de Owa Raha y
124. La vida de los indios en el Gran Chaco, págs. 68 y 80. Cit.
Tüllman, obr. cit., pág. 170.
125. Obr. cit., págs. 253-256. Cit. Tüllman, obr. cit., pág. 162.

239
Owa Riki, Bernatzik explica que no existía la prostitución
antes de la llegada de los blancos, pero sí se consideraba
natural que en las fiestas, «incluso hoy en día, los anfitrio-
nes suelen comprar una o varias muchachas de otras is-
las o pagarles para que entretengan a los invitados. La
misión de esas muchachas es especialmente representa-
tiva. ..
«Aunque, según lo dicho anteriormente, no hay pros-
titución en el sentido que nosotros damos a la palabra,
había, sin embargo, casos en que las muchachas actuaban
en calidad de verdaderas prostitutas. En varias islas veci-
nas existían las "muchachas de representación", pero
éstas tenían también la obligación, cuando el anfitrión se
lo ordenaba, de dormir con los invitados de honor. Küper
(el único habitante blanco de la isla) se acordaba de uno
de esos casos. Una muchacha fue vendida por un año a
Ulava; el comprador pagó al padre de la muchacha cua-
tro sartas de conchas rojas que sirven de moneda. La
muchacha tenía que dormir con quien el comprador qui-
siera, y los regalos que recibía de los hombres se los que-
daba el que la había comprado...
»En Owa Raha la prostitución fue introducida por un
joven procedente de Malaita, el cual compraba muchachas
a sus padres y las alquilaba a barcos europeos...»
El negocio de la prostitución parece que se extiende
muy rápidamente por las más alejadas regiones de la tie-
rra. Tüllman comenta que:
«Es curioso observar que los balleneros dieran el nom-
bre polinésico de "Vaihin" a las mujeres esquimales que
posteriormente, cuando la ballena se retiró de los Mares
del Sur hacia el Océano Glacial, se les entregaban, con el
consentimiento de sus mandos, a cambio de un poco de
tabaco o de un clavo herrumbroso.» m
En las islas del Almirantazgo, Margaret Mead explica
que entre los puritanos manus existía la forma de prosti-
tución a base de cautivas de guerra; «Aquí en estas peque-
ñas aldeas de la edad de piedra, había prostitución, y el
dueño de las cautivas de guerra hacía buenos negocios.
La prostitución cautiva, alrededor de la cual se forma un
grupo de hombres, constituye para ellos el símbolo de
una aventura sexual satisfactoria».127
126. 06r. cit., pág. 172
127. Hombre y mujer, págs. 59-167. Cit. Tüllman, obr. cit, pág.
174.

240
Rene Gardi (Tmabaran) explica que los papuas, los
agresivos habitantes de la antigua Nueva Guinea holan-
desa, escriben canciones «sing sing» de textos obscenos.
Los textos de tales canciones se venden y se compran.
«Hay especialistas a los que la gente acude para aprender
una nueva canción y una nueva danza. A orillas del Sepik
hay una aldea de mala reputación en la que muchas muje-
res llevan mala vida, y sus maridos en vez de trabajar,
venden canciones "sing sing" a los kanapas.» El etnólogo
Ratzel escribió en 1886 sobre las muchachas de la isla
de Yap en la Micronesia, que las casas de reunión de las
islas Palaos y Carolinas mantienen siempre alguna pros-
tituta. Allí, si una niña de diez o doce años no ha encon-
trado un marido todavía, se va en calidad de prostituta a
una bahía. La prostituta de la casa de los hombres, una
o varias, es una institución reconocida de antiguo. Las mu-
jeres viven en ella satisfaciendo los deseos de los hombres
que acuden a ella, a cambio de su manutención y de rega-
los. Pero el sistema por el cual se lucran el amo o pa-
riente más próximo de ellas no ha sido descrito por los
etnólogos, a los que en cambio sí les interesa destacar que
«esas prostitutas eran tenidas en gran estima». Sobre todo
por los clientes y por el que percibiera las rentas de su
trabajo. Ratzel cuenta que la amante pública, «la mespil»,
tiene su dominio en la casa de los hombres, donde pueden
«casarse» con ella todos los hombres jóvenes e incluso los
de más edad. Y Tüllman tiene la desfachatez de agregar:
«Es como una pequeña reina a la cual están sometidos
alguna docena de hombres y aún más, aunque ella siem-
pre tiene un amigo especial al que se entrega más gusto-
sa y al que profesa un mayor cariño que a los demás hom-
bres.» Supongo que debe tratarse del chulo o macarra de
nuestras latitudes occidentales, al que ya se sabe que la
prostituta «se entrega más gustosa y al que profesa un
mayor cariño que a los demás hombres».

Este es el criterio de los clientes respecto a las prosti-


tutas. A los chulos y a los proxenetas no se les engaña.
Pero el hombre siempre busca encubrir bajo la ideología
romántica las múltiples explotaciones a que somete a la
mujer. Resulta «tan bonito» creer en el amor, ya no de
la esposa, de la amante, de la hija, sino también, ¿y por
qué no? de la prostituta. Los párrafos siguientes del ilus-
tre Paul Gauguin son representativos de la ideología con
que el hombre justifica todas las explotaciones, todos los

241
16
crímenes, todas las humillaciones, siempre que se prac-
tiquen contra las mujeres. Al fin y a) cabo, ¿y por qué no?
Una clase explotada no debe pedir reconocimiento de su
cualidad de persona. Uno de cuyos derechos es el de te-
ner otros sentimientos de los que impone su amo,
«Se llamaba Titi. Hablaba algo de francés. Aquel día
se había puesto su vestido más bonito; llevaba una flor
detrás de la oreja, y su sombrero de fibras de corteza, que
ella misma había trenzado, estaba adornado, sobre un
manojo de ñores amarillas, con una corona de conchas
de color anaranjado. Allí sentada, con la negra cabellera
que le caía sobre los hombros, orgullosa de ser "vaihini"
de un hombre al que consideraba rico e importante, está
realmente bonita...
»Yo sabía muy bien que para algunos austeros euro-
peos el amor de aquella muchacha apenas habría tenido
más valor que la complacencia venal de una prostituta
callejera, pero yo distinguía en ella algo más que eso.
Aquellos ojos y aquella boca no podían mentir. Estas mu-
jeres de Tahití llevan el amor en la sangre, forma parte de
su ser y, egoísta o desinteresado, no deja de ser amor»...*

(*) Paul Ganguin. Cit. Tüliman, obr. cit., pág. 172.

NOTAS

En el momento en que un varón yanomamo (*) típico alcanza


la madurez, su cuerpo está cubierto de heridas y cicatrices como
consecuencia de innumerables peleas, duelos e incursiones militares.
Aunque desprecian mucho a las mujeres, los hombres yanomamo
siempre están peleándose por actos reales o imaginarios de adul-
terio y por promesas incumplidas de proporcionar esposas. Tam-
bién el cuerpo de las mujeres yanomamo se halla cubierto de ci-
catrices y magulladuras, la mayor parte de ellas producto de en-
cuentros violentos con seductores, violadores y maridos. Ninguna
mujer yanomamo escapa a la tutela brutal del típico esposo-
guerrero yanomamo, fácilmente encolerizable y aficionado a las
drogas. Todos los hombres yanomamo abusan físicamente de sus
esposas. Los esposos amables sólo las magullan y mutilan; los
feroces las hieren y matan.
Marvin Harris, Vacas, cerdos, guerras y brujas. Alianza Edito-
rial. Madrid 1980.
Un modo favorito de intimidar a la esposa es tirar de los pa-
los de caña que las mujeres llevan a modo de pendientes en los
lóbulos de las orejas. Un marido irritado puede tirar con tanta

(*) Los yanomamo son un grupo tribal de unos 10.000 amerin-


dios que habita en la frontera entre Brasil y Venezuela.

242
fuerza que el lóbulo se desgarra. Durante el trabajo de c a m p o de
Chagnon, un h o m b r e que sospechaba de que su mujer había co-
metido adulterio fue m á s lejos y le cortó las dos orejas. En u n a
aldea cercana, otro m a r i d o arrancó u n trozo de carne del brazo
de su mujer con u n machete. Los hombres esperan que sus espo-
sas les sirvan, a ellos y a sus huéspedes, y respondan con p r o n t i t u d
y sin protestar a todas sus exigencias. Si u n a mujer n o obedece
con b a s t a n t e prontitud, su m a r i d o le puede pegar con un leño, ases-
tarle u n golpe con su machete, o aplicar u n a b r a s a incandescente
a su brazo. Si u n m a r i d o está realmente encolerizado, puede dis-
p a r a r u n a flecha con lengüeta contra las pantorrillas o nalgas de
su esposa. En un caso registrado p o r Chagnon, la flecha se desvió
penetrando en el estómago de su mujer, lo que a punto estuvo'
de provocarle la m u e r t e .
Un h o m b r e llamado Paruriwa, furioso porque su mujer t a r d a b a
mucho en complacerle, cogió u n hacha y le intentó golpear con
ella. S u mujer esquivó el golpe y se alejó gritando. Paruriwa ie
arrojó el hacha, que pasó silbando j u n t o a su cabeza. Entonces la
persiguió con su machete y logró desgarrarle la m a n o antes de que
pudiera intervenir el jefe de la aldea.
Marvin Harris, Vacas, cerdos, guerras y brujas, los enigmas de
la cultura. Alianza Ed. Madrid 1980, pág. 84.
La «imagen» d e un h o m b r e cobra fuerza si pega públicamente
a su mujer con u n palo. Además las mujeres son utilizadas sim-
plemente como chivos expiratorios adecuados. Un hombre que de-
seaba realmente desahogar su ira contra su h e r m a n o disparó en
cambio su flecha contra su propia mujer; a p u n t ó hacia u n a parte
no vital, pero la flecha se desvió y la m a t ó .
Marvin Harris, Vacas, cerdos, guerras y brujas, los enigmas de
la cultura. Alianza Ed. Madrid 1980, pág. 84.
Las mujeres que huyen de sus maridos sólo pueden esperar u n a
protección limitada por parte de sus parientes masculinos. La ma-
yor p a r t e de los matrimonios se c o n t r a t a n entre hombres que han
acordado intercambiar h e r m a n a s . El cuñado de u n hombre suele
ser su pariente m á s próximo e importante. Ambos pasan m u c h a s
horas en m u t u a compañía, soplándose m u t u a m e n t e polvos alucinó-
genos en las narices, y tendidos juntos en la m i s m a hamaca. E n
u n caso relatado p o r Chagnon, el h e r m a n o de u n a mujer fugitiva
se irritó tanto con su hermana p o r p e r t u r b a r la relación de cama-
radería que le dispensaba su m a r i d o que la golpeó con su hacha.
M. H a r r i s , obr, cit,, pág. 85.
Las mujeres son tomadas como víctimas desde la infancia. Cuan-
do el h e r m a n o pequeño de u n a muchacha le pega, ésta es castigada
si le devuelve los golpes. Sin embargo, los muchachos pequeños
nunca son castigados p o r pegar a alguien. Los padres y a n o m a m o
gritan de placer cuando sus hijos de cuatro años, enojados, les
golpean en la cara.
Marvin Harris, Vacas, cerdos, guerras y brujas, los enigmas de
la cultura. Alianza Ed. Madrid 1980, pág. 86.
La doctora J u d i t h Shapiro, profesora de la Universidad de Chi-
cago relata que a la edad de ocho o nueve años, las muchachas ya
empiezan a servir a sus maridos; d u e r m e n j u n t o a ellos, les si-
guen a todas p a r t e s y les p r e p a r a n la comida. Un hombre puede
incluso intentar tener relaciones con su novia de ocho años. La
doctora Shapiro presenció escenas aterradoras en las que las pe-

243
quenas muchachas suplicaban a sus parientes que las separaran
de sus maridos asignados. En un caso, se llegó a descoyuntar los
brazos de una novia reacia, ya que sus propios parientes tiraban
de un lado mientras que los parientes de su marido tiraban del
otro.
Marvin Harris, Vacas, cerdos, guerras y brujas, los enigmas de
la cultura. Alianza Ed. Madrid 1980, pág. 86.
CAPÍTULO XI
TRABAJO EXCEDENTE: PRODUCCIÓN

«Bueno, pueden responderme nuestros antropólogos,


no sólo no estamos de acuerdo con ese supuesto proceso
de producción reproductor que para usted convierte a la
mujer en una clase social, mucho menos con esas supues-
tas relaciones de reproducción que obligan a la mayor
servidumbre y sumisión a la mujer, por supuesto no po-
demos menos de reírnos, como hombres que somos, de
esa que usted llama "explotación sexual" de la mujer,
sino que fundamentalmente consideramos que la única
producción que permite la supervivencia de la sociedad
humana es la adquisición del alimento necesario para sus
individuos. Sin comida, amiga mía, no hay personas. De
nada vale que sus hembras se reproduzcan puntualmente,
ni siquiera que amamanten a sus crías los primeros años
de edad. Si más tarde falta el alimento para sobrevivir,
solamente la muerte se enseñorea de los territorios. En
consecuencia, no sea presuntuosa y reconozca que lo de-
terminante son las fuerzas productivas de alimentos y lo
dominante son las relaciones de producción. Por tanto
ocupémonos ya de la producción de alimentos en las co-
munidades domésticas.»
Teniendo en cuenta que en ellas, según Meillasoux, los
rasgos principales son producción a plazo fijo en razón de
la inversión humana en la tierra, acumulación, almacena-
miento y redistribución dirigida y organizada del produc-
to (El subrayado es mío) lo fundamental es conocer
cuál es la «energía humana» empleada en la tierra (enten-
damos que para la definición de trabajo productor de
alimentos es indiferente que se obtengan mediante la
caza, la pesca, la horticultura o la agricultura), y de qué

245
forma y manera se realiza la llamada redistribución del
producto. Es decir, hablando con propiedad, es preciso
saber si en la comunidad doméstica, cazadora o agricul-
tura, se obtiene trabajo excedente de la energía humana
empleada por un grupo de individuos, en beneficio de la
comunidad entendida como un cuerpo social indivisible,
o sólo de unos pocos individuos que en tal caso explota-
rán el trabajo de otros. Es decir, si la llamada redistribu-
ción de Meillassoux, de Hindess y Hirts y de Godelier y de
Engels, de Kropotkin o de Morgan es realmente tan «re-
distribución» como pretenden.
Hasta hoy, según la bendita teoría de Engels —es cu-
rioso observar como la base de ella se encuentra no sólo
en los estudios de Bachofen y de Morgan, sino también
en la teoría libertaria de Kropotkin 128 — en las comunida-
des domésticas, léase siempre de «comunismo primitivo»,
no existe trabajo excedente y la redistribución del pro-
ducto obtenido por el esfuerzo o por la energía humana
empleada por todos los individuos sociales, se redistribu-
ye equitativamente en función de las necesidades y del
esfuerzo de cada uno de los miembros de la sociedad.129
En esta definición se encuentran de acuerdo casi todos los
investigadores de las sociedades humanas primitivas, con
algún mohín de protesta por parte de MeiUasoux y con
la única y franca protesta de John H. More de quien ha-
blaremos más adelante.
En primer lugar es imprescindible partir de lo que
consideramos trabajo excedente, que aunque parezca tan
definitivo y simple de entender, su concepto da lugar a
muy diversas y contradictorias versiones por parte de los
autores, y aun del mismo autor en dos etapas de su obra.

128. «¿Cuáles son las oposiciones propias de la estructura in-


terna de las comunidades agrícolas?
»Marx responde que para algunas de ellas la oposición mayor re-
side en el "dualismo" que reina entre la propiedad común del
suelo y su explotación parcelaria por familias individuales. Este
tipo de comunidades donde reina este dualismo será en adelante
llamado por él "comunidad rural". Esta comunidad rural no puede
ser más que una forma muy reciente de comunidad primitiva, ya
que es cada vez más evidente, según Morgan, que el seno de las
comunidades más antiguas, agrícolas o no, el trabajo, como la
propiedad, eran colectivas.»
Teoría marxista de las sociedades precapitalistas. Maurice Go-
delier. Ed. Laia. Barna. 1977, pág. 88.
129. En la misma forma Marx ratifica lo descubierto por Engels
y por Morgan.

246
Así cuando Hindess y Hirts escriben 130 que «sólo cuando
los seres humanos consiguen laboriosamente salir de
sus primeras condiciones animales, o sea, sólo cuando su
trabajo está en algún grado socializado, aparecen condi-
ciones en las cuales el trabajo excedente del uno es con-
dición de la existencia del otro. En los comienzos de la
cultura las fuerzas productivas adquiridas por el trabajo
son escasas, pero también lo son las necesidades que se
desarrollan con y por los medios de su satisfacción», es
preciso entender que afirman que en el estadio de las
sociedades cazadoras y recolectoras, prácticamente cada
individuo trabaja exclusivamente para satisfacer sus ne-
cesidades primordiales sin dar excedente a nadie. Natural-
mente aquí los señores Hindess y Hirts han hecho abs-
tracción de la sexualidad y de la reproducción. Pero lo
destacable es que esta afirmación ha seguido a la asevera-
ción hecha en el principio de la obra 1 M de que el trabajo
excedente es un elemento necesario en todos los modos
de producción posibles, los cuales no se diferencian por la
existencia o no de trabajo excedente, sino por el modo de
apropiación de éste, aseveración contradictoria con la an-
terior. Resulta evidente que toda sociedad humana —las
anímales como las abejas y las hormigas siguen las mis-
mas leyes— no puede sobrevivir sin trabajo excedente:
léase la reproducción humana, cuidado de los niños, de los
ancianos, de los enfermos, amén de la adquisición y con-
servación de alimento para las épocas estériles, así como
que las relaciones de reproducción y de producción bajo
cuyas leyes se redistribuye el producto obtenido son las
dominantes en la sociedad. En este punto los autores cita-
dos explican que «La apropiación puede ser colectiva,
como sucede en los modos de producción del comunismo
primitivo y del comunismo avanzado (socialista), o puede
estar a cargo de una clase de no trabajadores, como en
el capitalismo o en el feudalismo... el modo de apropia-
ción del trabajo excedente rige el modo en que el producto
social se distribuye entre los agentes de la producción».m
(El subrayado es mío.) Esta contradicción, el acento pues-
to bien sobre la producción de excedente o sobre las rela-
ciones de producción, parece motivada por la dificultad

130. Obr. cit., pág. 27.


131. De los mismos autores, obr. cit., pág. 14.
132. Ídem., pág. 14.

247
en hallar una definición sobre el trabajo excedente en la
que se pongan de acuerdo todos los autores. Se diría que
no se deciden a aceptar que todas las sociedades tienen
que producir excedente para su propia supervivencia, por-
que ello les llevaría inmediatamente a tener que admitir
que son las mujeres las únicas que lo producen, y en con-
secuencia las únicas que están explotadas, ya que respec-
to a ellas la llamada «redistribución» es simplemente el
más escandaloso de los robos.133
Baran define el «excedente económico potencial» como
«la diferencia entre la producción que podría producirse
en un medio natural y tecnológico determinado con la
colaboración de las fuerzas productivas utilizables, y lo
que podría considerarse consumo esencial».134
Sweezy y Gunder Frank, sostienen una posición aná-
loga.
Herskovits, define el excedente como «un exceso de
bienes sobre las exigencias mínimas de la necesidad».135
Gordon Childe define el excedente social como «ali-
mento por encima de las necesidades domésticas».136
En estas concepciones se presupone la existencia de
sociedades muy simples que carecen por completo de exce-
dente, a la vez que se piensa que la presencia o ausencia
del mismo, así como su magnitud, gobiernan las formas
posibles de desarrollo institucional de una sociedad* Hers-
kovits, por ejemplo, explica la falta de desarrollo de un
aparato especializado de reglas en los bosquimanos de
Sudáfrica con el argumento de que «los bosquimanos no
producen excedente».
Pearson sostiene que si bien es imprescindible utilizar
el concepto de excedente, ha de hacerse en un sentido re-
lativo o constructivo: «Una cantidad dada de bienes o
servicios sólo constituirá un excedente si la sociedad de-
jara aparte, de alguna manera, esas cantidades, y las de-
clarara en disponibilidad para una finalidad específica...
El punto esencial es que la que da origen a excedentes re-
lativos es la sociedad en cuestión.» 137
133. Véase en este sentido la bizantina polémica reproducida
por Hindess y Hirst sobre el excedente en las sociedades primitivas.
134. The Poíitical Economy of Growth, pág. 22. «Los modos de
producción precapitalistas.» Barry Hindess y Paul Q. Hirst. Ed. Pe-
nínsula. Barría. 1979, pág. 28.
135. Economic Anthropoíogy, pág. 395, obr, c'tt., pág. 28.
136. The birth of civilisation, pág. 3, obr. cit., pág. 29.
137. The Economy han no Surplus, pág. 323, obr. cit., pág. 29.
248
Situémonos. Por ejemplo la extravagancia de Pearson
de entender únicamente como trabajo excedente «una
cantidad dada de bienes o servicios que la sociedad de-
jara aparte... y las declarara en disponibilidad para una
finalidad específica», más parece útil para hacer el inven-
tario de un supermercado que para estudiar las necesi-
dades de una sociedad humana.
El concepto marxista de trabajo necesario consiste en
el tiempo de trabajo necesario para asegurar las condicio-
nes de mantenimiento y de reproducción del trabajador.
Eí trabajo excedente es el trabajo sobrante, el trabajo ex-
cesivo por encima del trabajo necesario para la manuten-
ción y la reproducción del individuo en sí mismo. Pero
para el mantenimiento y la reproducción de la sociedad es
preciso que los individuos realicen un trabajo sobrante,
un trabajo superior ai que exige únicamente su manteni-
miento individual. Sin trabajo excedente no existe modo
de producción ni organización social. Como Hindess y
Hirst dicen, las condiciones de reproducción del trabaja-
dor no son equivalentes a las condiciones de producción
de la economía. Y ello es evidente porque la reproducción
del individuo no interesa a éste considerado individual-
mente, es únicamente la condición de reproducción social
la que obliga al individuo a reproducirse, y como las úni-
cas que se reproducen son las mujeres —aunque estos
autores no consideran interesante parar mientes en ello—,
el primer trabajo excedente, obtenido de la fuerza de tra-
bajo de las mujeres, en cualquier organización social, es
el de la reproducción de los individuos, cuya condición
lo es también de la reproducción social.
No existe modo de producción ni formación social que
no extraiga a sus mujeres producto excedente en forma
de hijos. Partiendo de esta ley resulta extremadamen-
te chata la afirmación de Hindess y Hirst de que «tanto
el trabajo necesario como el trabajo excedente deben de-
finirse siempre en relación con determinado modo de
producción».138
138. Obr. cit., pág. 31. «Hindess y Hirst nos dicen que el control
de los más viejos es neecsario y que esta apropiación del excedente
se justifica, ya que realizan el trabajo de coordinar el proceso pro-
ductivo. Pero, ¿no es esto lo que siempre nos dicen los grupos diri-
gentes de qeu su inteligencia y lucidez, su trabajo intelectual, es
esencial para el sistema? Esto es también una corriente generalizada,
eí que los gobernantes pueden convencer a los trabajadores de ello
para qeu estos últimos, por razones ideológicas, voluntariamente,

249
Pero adelantemos en el tema. Ya hemos estudiado la
reproducción, nos falta ahora comprender cómo la pro-
ducción de alimentos, la primera producción de una so-
ciedad, se ha estructurado sobre el trabajo excedente de la
mujer y la rapiña de su producto, en la más escandalosa
explotación de todas las clases, incluso en aquellas socie-
dades que se hallan en «la Edad de Oro» como denomina
irónicamente More a las comunidades domésticas. Claro
está que los defensores de la existencia de esta Edad de
Oro, y los aún más ridículos (lamentablemente también
algunas feministas) defensores del matriarcado dirán que
el trabajo excedente no es preciso para el mantenimiento
de una clase explotadora: así el cuidado de los enfermos,
de los niños, de los ancianos, o el trabajo de los que cum-
plen una tarea social aunque parezca improductiva de bie-
aporten una parte de su producción. Pero tanto si hay una mentali-
dad esclavista o no, cuando un no trabajador consume la producción
de los trabajadores eso es explotación. Y aunque la coacción se
use sólo ocasionalmente, ésta constituye una amenaza constante.»
Hindess y Hirst consideran el papel de explotación como una
cualidad definida de comunismo primitivo. Antes de discutir sobre
los Gouro ellos dicen (1975, pág. 43): «Por otro lado el comunismo
primitivo se caracteriza por un desarrollo muy limitado de las
fuerzas productivas y por una limitada división del trabajo. Si
no hay clases no hay excedente producto suficiente para mantener
a las clases no trabajadoras, además de los funcionarios no pro-
ductivos. Pero, por otro lado, ellos definen el modo de produc-
ción del comunismo primitivo en términos de una determinada
forma de apropiación del excedente de trabajo (1974, pág. 59). En-
tonces ¿dicen que la explotación existe entre los Gouro o no? Yo
creo que dicen que no: en primer lugar ellos dicen, generalizando
sobre las sociedades con comunismo primitivo, que la distribución
del producto sigue el criterio ideológico. En el contexto de su
discusión dan a entender claramente que si un individuo, volun-
tariamente, da el producto sobrante por una razón ideológica, así
no hay coerción, entonces no hay explotación.»
Más específicamente, en cuanto a los Gouro, nos dan el siguiente
párrafo instructivo (1975, pág. 67): «El control de los más viejos
sobre las condiciones de trabajo y sobre ciertas condiciones de
reproducción de la comunidad productiva es un efecto necesario
de la dominación de la compleja redistribución variante del meca-
nismo de apropiación del excedente del comunismo primitivo. En-
tonces incluso si los más viejos en una sociedad de castas realizan
poco o ningún trabajo productivo no necesariamente constituye
una clase. Explotación en el sentido de apropiación del trabajo ex-
cedente por una clase, no puede deducirse de la posición o del
puesto coordinador y regulador de los más viejos.» John H. More,
La explotación de las mujeres en una perspectiva evolutiva publi-
cado en «Critique of Antropology».
(En la misma línea, Godelier, Kropotkin, Engels, Diamond.)

250
nes materiales, tales como médicos, o maestros, funciona-
rios (aunque resulta difícil encontrar sociedad primitiva
que posea tan útiles individuos) es necesario y no implica
una desigualdad o explotación. Es decir que la división
técnica —en las sociedades primitivas esta división es re-
conocida por todos los autores— exclusivamente sexual
del trabajo de acuerdo con la función «no presupone una
división social del trabajo en clases, una clase de trabaja-
dores».
Estos autores afirman que en el comunismo primitivo,
el desarrollo tan limitado de las fuerzas productivas —al-
gunos autores insisten en las dificultades en producir
los alimentos suficientes que ya hemos visto con Sahlins
que son falsas— y la limitada división del trabajo (sexual)
no producen suficiente excedente para mantener una clase
de no trabajadores, añadiendo además que el producto
obtenido es redistribuido equitativamente entre todos los
individuos. Godelier, de quien ya hemos leído algunas de
sus imprecaciones contra la tesis de la mujer como clase,
se encuentra en esta línea, aunque nos aclara que el he-
cho de que una sociedad sea comunista no significa que
no existan tensiones individuales. Y se queda tan conten-
to. Más o menos como Hindess y Hirts cuando después de
haber defendido «la igualdad» en estas comunidades afir-
man: «Tampoco hay ninguna proporcionalidad entre tra-
bajo y retribución. Los mayores pueden recibir más que
los menores y los varones más que las mujeres.» ¿Y saben
cuál puede ser la causa? «La distribución del producto se
realiza según criterios ideológicos.» m ¿Y saben ustedes
qué clase de ideología es la que lleva a justificar la explo-
tación de las mujeres? Pues vean en el texto de More un
ejemplo de ella:
«Hay varios problemas interesantes en las etnografías.
Uno de ellos es el hecho de que varios etnógrafos descri-
ben la explotación de la fuerza de trabajo de la mujer
en detalle, pero entonces, al ser hombres dicen que es
natural que las mujeres trabajen más duro que los hom-
bres. Geza Rohein, p. e., dice que las mujeres de Aranda
tienen "una tendencia natural... a llevar (cargar) cosas ba-
sada en su inconsciente". Después de resaltar que las mu-
jeres de Ona trabajan todo el tiempo y los hombres sólo
ocasionalmente, Gunside dice: "Las obligaciones asignadas

139. Obr. cit., pág. 47.

251
¿por quién? a uno y otro esposo corresponden única y
exclusivamente a la naturaleza física y psíquica de cada
uno de los sexos."»
Ni Engels llegó a tanto. Reproduciendo este discurso
respecto a nuestro mundo capitalista, ¿qué les parece
este párrafo?:
«Los obreros tienen una tendencia natural a trabajar
ocho y diez horas en las fábricas basada en su incons-
ciente.» O:
«Las obligaciones asignadas —¿por quién?— a los obre-
ros y a los burgueses corresponden única y exclusivamen-
te a la naturaleza física y psíquica de cada uno de los
dos.»
Y sin embargo los mismos autores que niegan la ex-
plotación de las mujeres, «por criterios ideológicos» se
dicen partidarios de la definición de los antropólogos mar-
xistas Dupre y Rey.140
«Hay explotación cuando el uso del producto exceden-
te por un grupo que no ha contribuido en el correspon-
diente trabajo excedente reproduce las condiciones de
una extorsión del trabajo excedente de los productores» M1
y más adelante reproduce una cita de Lévi-Strauss que
abona mi tesis:
«Hemos visto que jamás se pueden reducir las condi-
ciones de reproducción de la economía y de la totalidad
de las relaciones sociales que constituyen sus condiciones
de existencia a las de la reproducción del trabajo indivi-
dual. En las condiciones del comunismo primitivo, la
reproducción del trabajador es una función de su perte-
nencia a un sistema de redistribución.

140. «Véase las condiciones formuladas por Rey: extorsión a


los productores directos de un sobretrabajo destinado a permitir a
la minoría dominante, directamente o por vía del intercambio, la
adquisición de bienes de prestigio cuyo control constituye la ga-
rantía de su poder. ¿Cómo definían en realidad Marx y Engels la
explotación? Engels escribió en el Anti-Dühring:
«El sobretrabajo, el trabajo más allá del tiempo necesario para
el mantenimiento del trabajador, y la apropiación del producto
de este sobretrabajo por los otros, la explotación del trabajo, son
pues comunes a todas las normas sociales que han existido hasta
ahora en la medida en que éstas han evolucionado dentro de con-
tradiciones de clases.» Emmanuel Terray, Análisis marxista y an-
tropología social. Textos Maurice Bloch. Anagrama, Barna 1977 pág.
117.
141. Reflections..., pág. 152. Cit. Hindess y Hirts, obr. cit.,
pág. 70.

252
»E1 soltero miserable privado de alimento en los días
en que después de infructuosas expediciones de caza o de
pesca, la comida se limita a los frutos de la recolección
y a veces de la horticultura femeninas, es u n espectáculo
característico de la sociedad indígena* Y no es sólo la
víctima directa quien se encuentra en una situación difí-
cil de soportar; los parientes o amigos, de quienes depen-
de en casos semejantes para su subsistencia, soportan
con mal humor su muda ansiedad ya que, con frecuencia,
cada familia obtiene mediante los esfuerzos conjuntos del
marido y de la mujer apenas lo suficiente para no morir-
se de hambre.» (Lévi-Strauss, Las estructuras elementales
del parentesco, pág. 78.) m
Sólo cabe remitirse al relato del mismo autor,143 donde
se explica con toda claridad cómo se reproducen las con-
diciones de extorsión del trabajo excedente de las muje-
res en todas las comunidades primitivas. Ni la comunidad
doméstica ni sus hombres sobrevivirían sin mujeres que
cumplieran las tareas asignadas a éstas, precisamente
por ser la clase explotada. Situación irreversible tanto
respecto a la composición de las fuerzas productivas —sin
tener en cuenta la reproducción, sería preciso intentar
una distribución equitativa de las tareas para producir los
alimentos— como a las relaciones de producción. Es decir
que si se procediera a la redistribución del producto en
la forma en que los autores defensores de «la Edad de
Oro» aseguran que se realiza, se produciría un cambio ab-
soluto en el modo de producción doméstico, tanto entre

142. Harry Hindess y Paul Q. Hirst, Los modos de producción


precapitalistas. Ed. Península. Barna. 1979, págs. 66-67.
143. «En términos generales puede decirse que entre las llamadas
tribus primitivas, no existen solteros por la simple razón de que
no podrían sobrevivir. Uno de los momentos más conmovedores
de mi trabajo de campo entre los bororo fue el encontrarme con
un hombre de unos 30 años, sucio, mal alimentado, triste y soli-
tario. Cuando pregunté si el hombre se hallaba gravemente enfer-
mo, la respuesta de los nativos me resultó un shock: el hombre
no tenía nada de particular, salvo el hecho de ser soltero. Cierta-
mente, en una sociedad en la que se comparte sistemáticamente
el trabajo entre hombre y mujer, y en la que únicamente el «status»
matrimonial permite al hombre gozar de los frutos del trabajo de
la mujer, incluyendo entre ellos el arte de despiojar, el de pintar
el cuerpo y el de arrancar las plumas, así como la comida vegetal
y la comida cocida (por cuanto la mujer bororo cultiva la tierra
y hace las vasijas), un soltero es en realidad sólo medio ser
humano. Polémica sobre el origen y la universalidad de la familia,
Claude Lévi-Strauss. Cuadernos Anagrama. Barna. 1974, págs. 20-21.

253
las comunidades cazadoras-recolectiras como agriculturas.
Cambio que no podemos más que imaginar porque ningún
antropólogo ha podido hallar en la realidad una sociedad
que responda a semejante modelo.
Claude Meillasoux, el mismo autor que como hemos
visto asegura que los rasgos principales de las comunida-
des domésticas es la redistribución dirigida y organizada
del producto, explica m cómo en las comunidades domés-
ticas, «tanto frente a los hombres de su grupo, quienes
tas protegen, como frente a los del grupo que las rapta
para protegerlas a su vez de inmediato, las mujeres se
encuentran sometidas a una situación de dependencia. In-
feriorizadas por su vulnerabilidad social las mujeres son
puestas a trabajar bajo la protección masculina, obligadas
a las tareas más ingratas, más fastidiosas y menos grati-
ficantes, en especial de la agricultura y de la cocina. Ex-
cluidas ante todo de las actividades de caza o de guerra
sobre las que se fundan los valores de la sociedad, son
subestimadas hasta tal punto que el infanticidio de las
niñas es a veces más común que el de los niños, y esto
a despecho de. su esencial y prodigioso don de generatriz».
Solamente la extravagancia puede hacerle llamar a Mei-
llasoux «protección» a la más burda y exhaustiva explo-
tación. Pero ya se sabe que el discurso ideológico de la
clase dominante es siempre el mismo. Bajo el mismo con-
cepto los señores feudales aseguraron durante más de
diez siglos que los siervos les debían cariño y obediencia,
ya que ellos les protegían contra sus enemigos. Y los
burgueses, aunque no se atreven a tanto —puesto que las
cosas en estos últimos siglos se han puesto bastante cla-
ras— sin embargo siguen afirmando que sin ellos la pa-
tria se hundiría y los obreros no tendrían trabajo. Y sola-
mente la ignorancia puede no hacerle comprender a Mei-
llasoux esta extraña manera de actuar de los hombres pri-
mitivos, por la cual practican el infanticidio femenino y
no el masculino, «a despecho de su esencial y prodigioso
don de generatriz». Porque es precisamente por su don
de generatrices por lo que son asesinadas. El control de
población se realiza por el método más expeditivo y fácil
para los hombres.

La realidad, por tanto, nos enseña que las mujeres,


como clase explotada en su sexualidad y en el proceso de

144. Obr. cit., pág. 49.

254
trabajo de la reproducción —con la extracción del ma-
yor excedente: el producto total de la gestación, del parto
y del amamantamiento, el hijo— son igualmente explota-
das en el trabajo productivo. Constituyen la única clase do-
minada y explotada de las comunidades domésticas. Aún
aceptando la versión de Engels 145 sobre las condiciones
de igualdad en que se encontraron las primeras socieda-
des humanas, en ese supuesto Paraíso terrenal (curiosa-
mente igual para los cristianos que para los marxistas),
los historiadores marxistas tienen que reconocer que «con-
sumada la gran derrota histórica» de la mujer —sin que
nadie pueda explicar cuándo y cómo se produjo tal tras-
cendental acontecimiento— el hombre asume un predo-
minio que cada vez se hace más decisivo. Todo lo que co-
rresponde a la mujer, lo que se considera como propio de
ella, llega a ser mirado despectivamente por el hombre: a
los hombres corresponde la caza, la guerra, el cuidado de
los rebaños; a las mujeres, las ocupaciones domésticas,
el cuidado del hogar y de los hijos, las ocupaciones se-
cundarias, menos productivas y de menos prestigio social.
Como afirma Mauro Olmedo: «La situación relativa de
los sexos se parece a la que existe entre dueño y sirvien-
te: éste no puede hacer nada que corresponda a las acti-
vidades peculiares del dueño, en tanto que el dueño puede
hacer cuanto su dignidad le permita.» m

145. Y sin embargo, véase este ejemplo de cómo Marx evidencia


la opresión de las mujeres en las comunidades domésticas, aunque
un evidente prejuicio le obligue a seguir defendiendo la tesis del
«comunismo primitivo».
«En las sociedades más primitivas prevalece una cierta igualdad
en las condiciones materiales de existencia y una especie de
igualdad social en los jefes de familia, que se extiende al seno de
las comunidades primitivas agrícolas de los pueblos civilizados de
un período más tardío.
»Sm embargo, se podrá cuestionar la igualdad de derechos, a lo
sumo entre los miembros de la comunidad; mujeres, esclavos, ex-
tranjeros, estaban naturalmente excluidos de ettos.» (Marx-Formen,
Teoría marxista de las sociedades precapitalistas. Textos de Maurice
Godelier. Ed. Laia. Barna. 1977, pág. 80.)
146. Silvio de la Torre, Mujer y sociedad. Ed. Universitaria
La Habana (Cuba). Cap. II: El régimen esclavista, págs. 57-58.

255
NOTAS

«Es de notar que las mujeres en pocos casos consideren indigno


de ellas el realizar una actividad masculina, aunque puedan ser
incapaces de realizarla o les esté vedado socialmente; sin embargo,
el varón se avergonzará de intervenir en trabajos que estime como
propios de mujeres y el grupo social (incluyendo a las mismas
mujeres) despreciará al que tal cosa haga, llegando, como sucedía
entre algunas tribus de indios norteamericanos, a obligarlo a
vestirse de mujer y a convivir con éstas, prácticamente como una
más de ellas.
»En términos generales, y variando ligeramente en la forma de
acuerdo con el nivel de civilización de la sociedad de que se trate,
en el período esclavista, el hombre de las clases superiores tenía
a los esclavos para los trabajos rudos y desagradables y a las
mujeres, libres o esclavas, para la satisfacción de sus deseos
sexuales y para las labores domésticas-; unos y otros (con poca
diferencia de grupo o grupos) sin derecho alguno y entregados
a la voluntad del dueño todopoderoso. Al hombre de esa clase su-
perior le quedaba la guerra, el gobierna de la nación, las posiciones
sacerdotales más eminentes, la ciencia, el arte; pero sin rebajarse
al trabajo manual, bueno sólo para mujeres y esclavos.
»y aunque en los grupos más atrasados culturálmente el hom-
bre se veía obligado a ciertas labores manuales: la caza, la atención
de los rebaños y ciertos trabajos agrícolas, siempre las actividades
secundarias, más monótonas, menos importantes y tnás exigentes
corren por cuenta de la mujer. El guerrero, el cazador, el pastor,
conocen de momentos de ocio. La mujer nunca: de la recolección
de frutos al acarreo de agua y leña; de la preparación de la co-
mida a la confección del vestuario, siempre ha de estar trabajando.
»Con carácter general, dice Olmedo, puede establecerse del
mismo modo, que cuando una especialidad adquiere importancia,
a causa de sus proyecciones reñejas en el campo de la religión
(o, agregamos nosotros, de la economía), tal especialidad corres-
ponde a los hombres, en tanto que las mujeres apenas tienen par-
ticipación en las funciones públicas de tipo social, las cuales co-
rresponden predominantemente a los hombres» (Silvio de la Torre,
obr. cit„ págs. 58159).
(Es de notar que Silvio de la Torre es un ardiente defensor de
Engels id que toma al pie de la letra, considerado marxista orto-
doxo, su libro «Mujer y sociedad» es un fiel resumen del «Origen
de la familia, la propiedad privada y el estado» a la par que un
apasionado y ciego elogio de la revolución cubana. Reparad, sin
embargo, en el subrayado.)
«A tal extremo las mujeres llegan a ser consideradas como una
propiedad del marido, que, en muchas sociedades primitivas, se
heredan conjuntamente con el resto de los bienes. Según Olmedo:
"muchos pueblos primitivos, especialmente en África, consideran
las esposas e hijas como una parte importante del patrimonio he-
reditario, que deben ser transmitidas con el resto de los bienes
conforme a las reglas generales de la herencia. La explicación debe
buscarse, en parte al menos, en el valor económico de las mujeres,
ya sean como fuerza de trabajo, o en el caso de las Hijas como
riqueza potencial en la forma representada por el precio de la
novia". El mismo sistema de transmisión hereditaria de las mu-

256
jeres puede observarse entre los kikuyo, los kagoro, los wasiris,
los bahima y otros pueblos del África; entre los araucanos y los
arunta en América, etc.
»En Roma, Augusto promulgó la Ley Julia, restableciendo las
costumbres patriarcales que concedían al marido el derecho de
matar tanto a su esposa como al amante de ella, cuando los sor-
prendía in fraganti; en cambio, la mujer no tenía ningún derecho
en el caso de infidelidad comprobada del marido» (Obr. cit., pág. 90).
»Entre los aztecas, ya desde muy temprano, el destino y la
educación estaban predeterminados en función del sexo. Así, "sí
el niño era varón se le mostraban las armas y utensilios de ju-
guete que los padres ponían en sus manos, enseñándoles los mo-
vimientos para usarlos. Si el nacido era hembra, los padres hacían
simular que tejía y que hilaba con instrumentos de juguete". Y
mientras existían dos tipos de escuelas para los varones: el "tel-
puchcalli", casa de los jóvenes, para la educación corriente que todo
hijo de la casta dominante recibía, y que impartía la enseñanza
del civismo, la historia, las tradiciones y las normas religiosas co-
munes, así como el dominio de las armas y de los distintos oficios
y artes; y el "calmecac", en donde se preparaban los futuros sa-
cerdotes; las hembras solamente contaban con las escuelas que en-
trenaban a las futuras sacerdotisas: el resto de las jóvenes recibía
toda su instrucción en el hogar y bajo la dirección de la madre.
Entre los antiguos mayas, según afirma Syvanus G. Mosley, la edu-
cación de las hembras consistía en enseñarles a "hacer tortillas de
maíz, ocupación que consumía gran parte del tiempo de todas las
mujeres". En efecto, la fabricación de esas tortillas, el lavado de
la ropa y la crianza de los hijos "eran las tres actividades princi-
pales de la vida de la mujer maya en los tiempos antiguos". Y
agrega: "Y siguen siéndolo en los actuales". Aparte de lo señalado,
las mujeres cuidaban del hogar, hilaban y tejían, criaban las aves
domésticas, etc. Los varones acompañaban siempre a sus padres y
al lado de ellos aprendían y practicaban las actividades propias
del sexo masculino. Por su parte, los jóvenes de las castas supe-
riores aprendían las ciencias de su tiempo: escultura, astronomía,
matemáticas, historia, tradiciones y prácticas religiosas en los
templos.

«Hombres y mujeres no comían juntos. Las mujeres de la casa


sirven a los hombres y no se sientan een ela banqueta hasta que los
primeros no hayan terminado y se hayan levantado. La misma
práctica era frecuente, hasta hace muy poco, entre los campesinos
cubanos y todavía puede observarse en lugares alejados de las
ciudades y vías de comunicación» (Obr. cit., pág. 88).
«En el mismo sentido se producen otros datos. Olmedo dice
de los argelinos nómadas que se desplazan de un lugar a otro,
llevando sus tiendas y enseres, sus mujeres e hijos, "en la tienda
es dueño absoluto. Sus mujeres son sus sirvientas". Baudin, al
negar la supuesta característica socialista del Imperio Inca, del
Perú, y narrar cómo los incas se repartían todos los años la tierra
de la comunidad, menciona que cada individuo tomaba una porción
dada de tierra, que se llamaba "tupu", el día que se casaba, otra
por cada hijo, otra por cada esclavo o servidor, y solamente media
porción por cada hija. Herskocits, por su parte, nos cuenta que
entre los "bereberes" menos nómadas, las mujeres se hacen cargo
del cultivo del suelo y de los cuidados del hogar, que en ciertas

257
17
tribus del Brasil, así como en múltiples grupos primitivos de todo
el mundo, la comida animal la busca el hombre y la vegetal la
mujer, incluyendo el cultivo de la tierra, a tal extremo que, entre
los "bechuanos", cada hombre se compra dos, tres o más mujeres
para que atiendan las labores del campo, mientras ellos se dedican
a la caza, a vender el marfil y las plumas de avestruz que obtienen
de ella y constituye su principal riqueza, o sencillamente, a des-
cansar. En las islas Fidji la mujer es vendida, siendo su precio
corriente el de un fusil. Los que las adquieren pueden azotarlas o
tratarlas como estimen conveniente inclusive llegando hasta darles
muerte. Letorneau, citado por González Blanco, afirma que a prin-
cipios de siglo, en ciertas regiones de Australia, la mujer es, al
mismo tiempo que un animal de trabajo y un instrumento de
placer sexual, una fuente de alimentación, ya que en tiempos de
escasez y de hambre puede ser comida. El mismo autor sostiene que
para los "cafres" la mujer es "el buey del marido". En la ley lom-
barda, y con reglas muy parecidas en la sajona, la borgoñona y
la germánica, el hombre libre podía casarse con su esclava, si an-
tes la libertaba, y, aun sin casarse, cuando tenía hijos naturales
con una de ellas, esos hijos tenían derecho a una parte, aunque
fuese pequeña, de la herencia paterna, hasta cuando concurrían con
hijos legítimos. Por el contrario, la mujer que se casaba o man-
tenía relaciones sexuales con un esclavo, se hacía esclava ella
misma del amo del esclavo, en la misma forma en que sucedía en
Roma. Y sí era esclavo de ella, debían ambos ser azotados en pre-
sencia del juez y después quemados vivos» (Obr. cit., págs. 88-89).
«Entre los habitantes de las Islas Marquesas no se permite a
las mujeres que se embarquen en canoas destinadas a la pesca,
por temor a que se contaminen de la impureza del sexo femenino;
los malayos prohiben a las mujeres, por su condición inferior, que
tomen parte en los ritos religiosos y que se acerquen a las casas
donde efectúan sus ceremonias religiosas; los polinesios creían
que cualquier cosa femenina correspondiente o propio de ese
sexo, incluyendo el humo del horno donde se prepara la comida,
impurifica a los guerreros y a las canoas; entre los dahomeyanos
el hombre es dueño absoluto y puede hacer con sus esclavos y con
sus mujeres lo que le plazca, inclusive matarlos, sin que nadie
pueda intervenir en sus acciones; entre los zulúes, la mujer es
siempre esclava, primero de su padre, después, de su marido, que
la compra por un fusil, varias cargas de sal o algunas telas; entre
los chinos de la antigüedad, los labradores se reunían en la casa
común de los hombres para celebrar las ceremonias que asegura-
rían el ritmo alterno de las estaciones; las mujeres estaban ex-
cluidas de las mismas. También entre los chinos, leyendas antiguas
cuenta cómo a la muerte del emperador Ts'in Che Huang-ti, aquellas
de sus mujeres que no habían tenido hijos lo acompañaron hasta
la muerte. Otro emperador, T'ien Tch'ang, según dice Granel, tenía
un harén con cien mujeres y "permitía que en él penetraran clientes
y huéspedes; con esta práctica de la hospitalidad ganó setenta
hijos, pero sacó un provecho aún mayor: aquellos que se unían
con mujeres, vasallas suyas, quedaban unidos a él por su media-
ción y contraían para con él un vínculo de dependencia". Y todavía,
en los tiempos modernos, las leyes y las costumbres establecían
sanciones severísimas contra las mujeres culpables de abandono
del hogar o de adulterio, señalando para el primer caso ochenta

258
palos y cien, más tres años de trabajos forzados, para el se-
gundo, si se trataba de una concubina. Las penas aumentaban a
cien palos en el primer caso y muerte en el segundo cuando la
protagonista era una mujer casada» (Obr. cit., pág. 82).
»Un caso curioso es el que se daba entre algunos caribes, los
que utilizaban dos lenguajes: uno para los hombres y otro para
las mujeres. El mismo Saco dice: "Los hombres entendían la len-
gua de las mujeres, y éstas las de aquéllos; pero el lenguaje ordi-
nario que todos hablaban, era el de los hombres, porque éstos
consideraban degradante hablar a las mujeres en la lengua de ellas
ni éstas podían hablar al hombre, sino en la lengua que les era
propia. Las mujeres entre sí no hablaban, sino en su propio idio-
ma'.»
Silvio de la Torre, Mujer y sociedad. Ed. Universitaria. La Ha-
bana (Cuba), pág. 83.

259
CAPÍTULO XII
EL MITO DE LAS SOCIEDADES CAZADORAS

Aun cuando ningún autor está dispuesto a aceptar que


la mujer es una clase explotada en las comunidades do-
mésticas, sin embargo respecto a las sociedades agrícolas
parece haber un principio de acuerdo U1 sobre la real ex-
plotación de la mujer y únicamente el rechazo a aceptar la
verdad les impide llamar a las cosas por su nombre. El
único reducto que les queda por rendir a algunos antro-
pólogos e historiadores es aquel que resta oculto por la
ignorancia de la noche de los tiempos. Los arqueólogos
afirman que es imposible averiguar cómo vivieron los
primeros homínidos, los antropoides que tuvieron como
padres directos a los simios. Y por tanto, ¿qué fue de la
hembra del austrolopitecus, del pitecantropus erectus,
del Neandhertal e incluso qué hicieron los Cromagnon an-
tes de que se pusieran a cultivar la tierra y a escribir
sus memorias? Bien, como la Prehistoria sigue siendo
continuamente objeto de investigación y de especulacio-
nes, no debemos realizar afirmaciones temerarias de las
que más tarde podríamos arrepentimos.
De las llamadas sociedades cazadoras-recolectoras •—el
modo de producción doméstico es poco conocido— se
pueden asegurar pocas cosas, por tanto los autores más
prestigiosos han impuesto desde siempre su punto de
vista: los hombres cazadores se esforzaban por dar de
comer a su parentela, mujeres- e hijos, que permanecían
tranquilos y abrigaditos en la cueva, a la espera, como los
pájaros, de que el macho, cansado, herido muchas veces,

147. Véase los párrafos de Meillassoux, de Olmedo, de Silvio


de la Torre antes citados.

261
y después de haber sorteado innumerables peligros, re-
gresara victorioso de sus expediciones depredadoras y
les entregara generosamente el último mamut cazado
para que saciaran su hambre. Esta es la historia que nos
contaron de pequeños en el colegio, y es la misma que
sigue explicándose en las más prestigiosas universidades.
Y en ella las mujeres quedamos tan mal paradas como
puede serlo un ser humano ocioso, inútil y costoso de
mantener. Porque además ya hemos visto cómo tener hi-
jos es más un pasatiempo que otra cosa —algo así como
jugar con muñecas.
Pues bien, si tan difícil resulta adivinar lo que nuestros
bisabuelos hicieron en los oscuros tiempos del Terciario
y del principio del Cuaternario, bien estaría que nos de-
jaran a las mujeres elucubrar nuestra propia versión de
lo que les pasó a nuestras abuelas con los primeros ho-
mínidos, con el mismo derecho con el que los profesores
nos han impuesto hasta ahora su versión. Pero no hemos
sido las feministas las primeras que pusimos en duda tan
burguesa versión de la vida familiar antidiluviana. Algu-
nos autores preocupados más por la ciencia que por la
política, se decidieron a utilizar el método analógico en
una interpretación marxista, Los que recordaron que el
conocimiento del pasado puede enseñarnos a interpretar
el presente, y que el análisis del presente nos desvelará
los misterios del pasado. Así antropólogos que han reali-
zado trabajos de campo en las comunidades domésticas,
que se hallan en la actualidad en un nivel de adelanto y de
técnica semejante al que estimamos que se encontraría
entre los Cromagnon cazadores, han encontrado datos y
nos han proporcionado relatos que dejarían muy sorpren-
dido a Engels. A sus discípulos no tanto, porque éstos se
niegan a ver y a entender. La descripción de la vida en
una sociedad cazadora-recolectora, realizada por los an-
tropólogos modernos, explica una situación de la mujer
que ninguna desearíamos para nosotras mismas. Para re-
gresar a semejante paraíso —pensamos— bien estamos
en este mundo capitalista explotador y depredador (por
más que se enfaden ecologistas y naturistas).
Sahlins que nos explica como viven los bosquimanos
africanos para demostrar su tesis de la abundancia de los
recursos alimenticios de que disponen, ofrece datos inte-
resantes que dicen más que veinte teorías sobre la con-
dición de la mujer entre las hordas cazadoras. Condición

262
de explotación femenina gracias a la cual, precisamente,
los bosquimanos viven en la abundancia, y entiéndase,
por supuesto, que tal riqueza de los bosquimanos de la
que trata Sahlins, que consiste en no tener nada, y en
consecuencia en no desear nada tampoco, les permite, sin
embargo a los varones bosquimanos disponer de alimen-
to suficiente —ropa y casa no son necesarios en un clima
caluroso y templado— sin trabajar. Las mujeres —amén
como siempre de parir y amamantar, en estas familias has-
ta cuatro años, y ayuntarse con los machos, nadie se ha
molestado nunca en constatar si ellas obtienen placer en
sus experiencias sexuales— son las que proporcionan todo
lo que necesitan.
Es evidente que la principal energía de la que se dispo-
nía tanto en la cultura paleolítica como en la neolítica, era
proporcionada exclusivamente por los seres humanos, ob-
tenida en ambos casos, a partir de recursos vegetales y
animales. A partir de la domesticación de los animales
puede estimarse un porcentaje obtenido a partir del es-
fuerzo de éstos, pero que nunca excede del diez o del
veinte por ciento de toda la energía empleada en la pro-
ducción de los bienes necesarios para la comunidad. Por
ello Sahalins dice «que salvo excepciones que ni vale la
pena considerar (el empleo ocasional directo del potencial
no humano), la cantidad de energía aprovechada "per cá-
pita w y por año es igual en las economías paleolítica y neo-
lítica, y se mantiene bastante constante en la historia hu-
mana hasta el advenimiento de la revolución industrial».
Lo que no añade es que la mayor parte de la energía
humana utilizada es femenina aunque tenga que recono-
cer que:
«La sociedades neolíticas, en su mayoría, aprovechan
una "cantidad total de energía mayor" que las comunida-
des preagricultoras debido al mayor número de seres hu-
manos mantenidos por la domesticación que proporciona
su energía. Este aumento general del producto social, sin
embargo, no es necesariamente el resultado de un aumento
de la productividad del trabajo (que, según White, también
acompañó a la revolución neolítica). Los datos etnológi-
cos que ahora poseemos (véase lo que continúa en el tex-
to) hacen surgir la posibilidad de que los simples regíme-
nes de la agricultura no sean más eficaces desde el punto
de vista termodinámico que la caza y la recolección; en
otras palabras, me refiero a la energía producida por

263
unidad de trabajo humano. Siguiendo los mismos linca-
mientos, una parte de la arqueología de los últimos años
ha preferido valorar más la estabilidad de la vivienda que
la productividad del trabajo para explicar el progreso neo-
lítico.» 148 Y la recolección de alimentos vegetales y fruta-
les, la pesca e incluso la caza de pequeños animales son
responsabilidad exclusiva de las mujeres.14* Amén del aca-
rreo de todo el bagaje que los bosquimanos cargan en la
espalda de sus mujeres —la poligamia es útil también
entre ellos— con el pretexto de que deben tener las ma-
nos libres para defenderse del ataque de hipotéticos ene-
migos que jamás encuentran. Ya hemos visto el concepto
de protección en Meillasoux. Los bosquimanos no se car-
gan con grandes cosas, por mor de la movilidad impres-
cindible para recoger el sustento, puesto que recorren
continuamente un extenso territorio —recordemos los
4.500 kilómetros de las mujeres goro de Godelier—. Pero
naturalmente son las mujeres las que recorren el territorio
cargadas con los hijos, con las herramientas y con to-
das las pertenencias. Los párrafos de Sahlins no de-
jan lugar a dudas, si alguna nos cabía tras la descrip-
ción de Godelier de sus goro, sobre la explotación de
las mujeres bosquirnanas por parte de los hombres. To-
das las tareas fundamentales para la supervivencia de
la tribu y su reproducción, la recolección, la leña, el
acarreo de las pertenencias, el fuego, la vivienda, etcé-
tera, son obligaciones exclusivas femeninas. m

148. Cf. Bridwood y Wiley. 1962, Sahlins, obr. cit., pág. 18.
149. «El androcentrismo exagerado de muchos de estos estudios:
El hombre cazador, el hombre inventor, el hombre creador de la
familia, ha sido catalogado recientemente de forma crítica. En pri-
mer lugar se ha demostrado que la dentición de los homínidos an-
cestrales —como la nuestra— es más apropiada para moler y no
para punzar, desgarrar o mascar carne. Esto sugiere que a lo largo
de milenios nuestros ancestros fueron predominantemente consu-
midores de hierbas, semillas y raíces en lugar de ser carnívoros;
dicha insinuación se funda en el hecho de que gran parte del
aprovisionamiento, en la mayoría de las sociedades cazadoras y re-
colectoras contemporáneas, proviene de la recolección. Hoy en día
ésta es una actividad predominantemente femenina.» Olivia Harrjs
y Kate Koung, Antropología y feminismo. Ed. Anagrama. Barce-
lona 1979, pág. 21.
150. «Objetos de manufactura muy simple son una buena for-
tuna: escasas vestiduras y viviendas bastante efímeras en la ma-
yoría de los climas; unos cuantos adornos, sin contar el pedernal
y otros elementos, tales como "los trozos de cuarzo que algunos
médicos han extraído a sus pacientes" (Grey, 1841, vol. 2, pág. 266);

264
John M. More en su articulo «La explotación de las mu-
jeres en una perspectiva evolutiva» es todavía mucho más
taxativo. Resulta una sorpresa hallar el alivio en la fres-
cura del artículo de este autor,151 en mitad del árido paraje
que forman las numerosas obras de todos los demás pro-
fesores en la materia. More escribe su artículo con el pro-
pósito de desmitificar la teoría de la idílica igualdad en-
tre el hombre y la mujer en las sociedades primitivas.
Refiriéndose en el exordio de su trabajo al libro de Kro-
potkin El apoyo mutuo, como representante de la tenden-
cia libertaria defensora de la existencia de una «Edad de
Oro» de la humanidad, y a algunas citas del libro de En-
gels —que, por cierto, por más que le molestaran los anar-
quistas coincide con ellos en este tema— More subraya
frases tales como : «Los bosquimanos realizan la caza
en común y dividen el botín sin ninguna disputa... un
hotentote no puede comer solo y cuando está hambriento,
llama al primero que pasa para distribuir sus víveres... los
fueguinos distribuyen cada cosa en común, y agasajan
muy bien a su gente anciana, la pelea no enturbia la
paz... Los papuas viven en un comunismo primitivo sin
ningún jefe... trabajan en común... les gustan todos los
salvajes, son amantes de la caza... los dakais usualmente
tienen una mujer, y la tratan bien, muestran gran respeto
por sus mujeres y aman a sus hijos... Cuando un esqui-
mal aumenta su riqueza, convoca a la gente de su clan a un
gran festival, y después de comer mucho, distribuye su
fortuna entre los demás...» 152 Aparte de lo curiosa que
resulta esta descripción de los papuas, nuestros amigos
violadores, asesinos y coleccionacabezas, y de lo agrade-
cidas que deben estar las mujeres de los dakais por su
monogamia «usual» y su buen trato, More replica a Kropot-

y, por último, las bolsas de piel en las cuales la fiel esposa lleva
todas esas cosas, "la fortuna del salvaje australiano".
«Algunos recolectores de alimentos tienen canoas, y algunos,
trineos tirados por perros, pero la mayor parte deben transportar
por sí mismos todas sus pertenencias; es por eso que sólo poseen
lo que ellos mismos pueden transportar con comodidad. Incluso
tal vez sólo lo que las mujeres pueden llevar; con frecuencia los
hombres quedan libres para poder reaccionar ante una oportunidad
de cazar o ante una súbita necesidad de defensa.» Sahlins, Economía
de la Edad de Piedra, Ed. Akal. Col. Manifiesto. Madrid 1977, pá-
ginas 24 y 266.
151. Critique of antropology.
152. Kropotkin, 1902, págs. 92 a 99 y 109.

265
kin con los datos que se han recopilado desde entonces
entre las mencionadas tribus por los actuales investiga-
dores, sobre las atrocidades que los hombres primitivos
cometen contra sus mujeres, y sobre los atropellos a que
los jefes de las tribus someten a los miembros más jó-
venes.153 Del relato de More he extraído los párrafos si-
guientes:
«Una de las fuentes describe la operación del hotento-
te geronte, que simbolizó su dominancia orinando encima
de los hombres jóvenes y llamándoles mujeres... los hom-
bres (de los aborígenes australianos) de más de cuarenta
años monopolizaban mujeres y víveres, cambiando hijas
y nubiles para la asociación en matrimonio. (Fison y Ho-
witt —"Kamilaroi and Kurnai"— 1880)... Es de valor con-
siderar la naturaleza del monopolio que practican. Es el
monopolio de las mujeres a excepción de las de otros
clanes... La perpetración de este monopolio está fomenta-
do por los interesados que tienen hermanas o hijas para
cambiar con cualquier otro por mujeres, y esto es ayuda-
do por la costumbre de que si bien están prometidas las
chicas son a menudo simples niñas.»
Asimismo More cita a Diamond en un artículo (1971
«Partisan Review») en el que este autor generaliza sobre
tales sociedades afirmando que sobre quince de ellas que
mencionó en un ensayo suyo anterior (1968) dice: «Hay
predominantemente una natural división del trabajo, el
individuo se entretiene en variedad de tareas, y no exis-
te una disparidad significativa entre trabajo mental y ma-
nual. No hay estructuras políticas explotadoras.» Y More
comenta a continuación: «Examinaremos la validez de
esta afirmación en relación con los hotentotes, los aborí-
genes australianos y los indios de las llanuras, sociedades
que Diamond califica como "primitivas". En relación a la
condición general de las mujeres hotentotes, tenemos pri-
mero las palabras de la fuente de Kropotkin, Johannes
Grevenbroek (1933, pág. 195): "Abusan de sus mujeres,
que son prodigiosamente complacientes, y no menos cas-
tas, como del ganado o los esclavos, haciéndoles soportar
cargas sobre su espalda, y ellas se mantienen conformes
con esta austera y rígida disciplina. Desde el tobillo hasta
la rodilla llevan anillas y correas y me parece que sólo

153. Ver The Head Hunters of Borneo. Cari Bock. 1882. Johannes
Grevenbroeck. 1933. Kolben Schapera, 1930. Cit. More.

266
para que no puedan marcharse fuera." Las mujeres reali-
zaban todo lo que puede ser clasificado como "trabajo".
Como Olgert Dapper, Dutch (1668) observó que las muje-
res acumulaban vegetales para la "provisión cotidiana
mientras sostenían a los niños para mayor traba en sus
movimientos". (Dapper, 1933, pág. 55.) William Ten Rhyne
1686, añade que las mujeres ordeñaban la leche, hacían
mantequilla, realizaban todo lo culinario, fabricaban pu-
cheros, y construían las chozas. (Ten Rhyne, 1993, pág. 129.)
Dice también que "los hombres daban un vistazo después
de las chozas y a los recintos para animales, o se ocupa-
ban de la guerra". ¿Qué recompensa recibe la mujer ho-
tentote por todo su trabajo? Rhyne dice (1933, pág. 125)
que "a ellas no se les permite comer carne de buey o de
vaca, leche fresca, y ocasionalmente cordero: La mayoría
desprecia a las mujeres". De Grevenbroek leemos (1933,
pág. 265) que "las hijas están siempre excluidas de la he-
rencia del padre en favor del hermano. Y verdaderamente
por la más vieja ley de las naciones son estimadas para
fenecer en una familia y hacer nacer otra, y están hechas
para esta pequeña justificación".»
More explica también que un reciente examen entre los
estudios etnográficos indica (Josselyn Moore, 1974) que
las mujeres australianas proporcionaban el 80 °/o de los
alimentos necesitados por el grupo, ocupándose al mismo
tiempo de los niños. Sus recompensas y privilegios son
más o menos los mismos que los de las mujeres hoten-
totes. Fueron entregadas como prendas para el matrimo-
nio por las maquinaciones de la gerontocracia, son suje-
tas a mutilaciones genitales y son condenadas a muerte si
curiosean algún ritual secreto de los hombres. «De acuerdo
con Walter Roth, que en el siglo xix fue designado como
"Protector de los Aborígenes australianos", una mujer in-
fiel podía ser mutilada cortándole los tendones, podía ser
violada por un pelotón o despellejada viva, mientras su
amante sólo era exilado por algunos meses. (Roth 1906,
pág. 6.) ¡Una mujer también podía ser obligada a renunciar
a su propia vida por un asesinato cometido por su her-
mano.' » Y añade: «el marido tiene derecho a préstamo,
intercambio, venta o divorcio de la mujer, la cual no tiene
poderes recíprocos: incluso, ¡la puede matar si ello le
apetece...!»
Respecto al castigo de violación con que se penaba en-
tre los indios de las llanuras de Norteamérica la dejación

267
de los deberes de una buena esposa More comenta:
¿Cuáles son las responsabilidades de las mujeres cheyen-
nes? Red Eagle, informador de Niren Bonnerjea en 1934,
describió la tradicional división del trabajo como sigue
(Bonnerjea, 1935, págs. 135-6). «Hoy día desde que la gente
blanca ha venido a nuestra región el hombre hace todo el
trabajo pesado, pero antes era diferente, la mujer solía ha-
cer todo el trabajo de la casa. Cuando nos desplazábamos
de un lugar a otro lo que hacíamos a menudo, ella tenía
que coger la tienda, llevarla con todas las otras cosas de
la casa al sitio a donde íbamos, y cuando llegábamos a
nuestro destino, ella debía no sólo levantar la tienda sino
también cuidar de todas las demás actividades domésti-
cas, como cocinar, recoger lefia, y cosas por el estilo. La
mujer iba a los bosques, cortaba árboles y traía la lefia en
su bolsa a la tienda. El hombre no podía hacer estas cosas
porque se reirían de él si lo hiciera, estos eran trabajos
de la mujer. Un hombre no hacía más que vigilar los ca-
ballos... También tenía que ir a cazar, obtener piezas y
cuando era necesario ir a la guerra. Y si una mujer no se
entusiasmaba con su rol de esposa —añade More— podía
ser apaleada, divorciada unilateralmente, violada, o inclu-
so se la asesinaba.»
No se puede decir más. Ünicamente lo que es evidente,
a pesar de los criterios de Hindess y Hirts, de GodeHer, de
Kropotkin, de Diamond o de Lucy Mair.15*
Cualquier otro antropólogo, arqueólogo, o historiador
honesto nos dirá que la división del trabajo por sexo es
la única especialización económica que conocen las comu-
nidades domésticas, y la que trasciende toda otra especia-
lización —la que pueda corresponderles a los jefes de la
tribu, a los magos y hechiceros y a algunos artesanos re-
sulta incompleta y sin incidencia económica en la totali-
dad de la comunidad, ya que tales personajes son absolu-
tamente prescindibles— únicamente las mujeres agotan
prácticamente todos los trabajos habituales de la socie-
dad.155

154. Ver la idílica explicación de la poligamia, de la venta de


esposas, del repudio, del divorcio, y de la explotación de la mujer
—de las mutilaciones sexuales no dice nada— en la torpe y tergi-
versada obra de Lucy Mair, Matrimonio. Ed. Barral. Barcelona.
155. «Mi investigación ha mostrado que 11 de las 15 sociedades
cazadoras y recotectoras de la muestra evidencian explotación
sexual. No hay ningún ejemplo de sociedad donde las mujeres ex-

268
La extravagancia de un sexo femenino totalmente pe-
rezoso, como dice Sahlins, que los ideólogos burgueses
describen como propio de nuestras latitudes occidentales,
resulta todavía más peregrina cuando se trata de las co-
munidades domésticas, donde prácticamente todo el tra-
bajo productivo, además de la reproducción, se halla rea-
lizado por mujeres, y donde los hombres constituyen no
sólo la clase dominante, sino sobre todo, disfrutan del ex-
traño privilegio para nuestros burgueses, de vivir casi per-
manentemente ociosos. «De los cazadores, menos que de
nadie asegura Sahlins, puede pensarse semejante con-
ducta en las mujeres, como por ejemplo son los Hadza,
entre los cuales los varones pasan seis meses por año (la
estación seca) jugando, quedando inhibidos de dedicarse
a la caza mayor durante el resto del año aquellos que han
perdido sus flechas con punta de metal.» Y no se piense
como tradicionalmente se nos ha enseñado en los ma-
nuales de prehistoria que los hombrecitos cazadores re-

ploten a los hombres. Si las relaciones igualitarias fuesen "nor-


males", uno podría esperar tantas desviaciones hacia la dominación
femenina como hacia la desviación masculina, pero éste no es el
caso.
»En este p u n t o , es útil examinar las características generales
de las sociedades en la m u e s t r a que evidencia explotación sexual,
teniendo en cuenta que esperamos que esas sociedades son aná-
logas a aquéllas del Paleolítico» (John H. More. art. cit.).
«Mirando n u e s t r a p r u e b a etnográfica otra vez, es i m p o r t a n t e
n o t a r en seguida que las sociedades gerontocráticas —Murftn, Do-
robo, Tlingit, Tiwi y quizás Pigmeos— no institucionalizan la ex-
plotación de los hombres, como nosotros hemos definido. Al con-
trario, estas sociedades institucionalizan la exclusión d e algunos
hombres del privilegio de explotar a las mujeres; los ancianos, es-
pecialmente en algunos ejemplos australianos, controlan el acceso
a las mujeres y p o r ello aumentan su explotación absoluta, reciben
de las mujeres u n a cantidad de la producción, sin a u m e n t a r el gra-
do de explotación individual de las mujeres. H a r t y Pilling, que
escribieron acerca d e los Tiwi, sostienen incluso que esta poliginia
a u m e n t a la eficiencia d e la producción: "Esta producción c o m ú n
p a r a conseguir u n a eficiencia económica máxima, requería que la
gran mayoría de todas las hembras se concentrasen en las casas de
un reducido número de maridos; es decir, los más viejos. Como
necesaria correlación, los hombres p o r debajo d e los 28 años n o
tenían esposas y pocos h o m b r e s por debajo de los 40 poseían alguna
esposa excepto viudas de edad m a d u r a y muy poco atractivas. La
eficiente organización económica obviamente creó un problema mo-
ral y social, el problema de cómo m a n t e n e r alejados de las jóvenes
mujeres a los jóvenes hombres n o casados".» (El subrayado es
mío.) (Obr. cit. J o h n M. More.)

269
gresan con las piezas cobradas, aunque sólo sea seis ve-
ces al año, para repartir la carne equitativamente con sus
mujeres y sus hijos.
Woodburn sobre los Hadza en un estudio sobre los
cazadores australianos explica que «cuando un hombre
se dirige a la espesura con su arco y sus flechas, su inte-
rés principal es satisfacer su hambre. Una vez satisfecha
esta necesidad por la ingestión de bayas o mediante la
caza de algún animal pequeño, es difícil que realice gran-
des esfuerzos por dar caza a un animal mayor... A menu-
do los hombres regresan con las manos vacías, pero con
el hambre satisfecha». Sobre la tradicional pereza de
los cazadores Sahlins aporta un material sin duda intere-
santísimo, que demuestra suficientemente cómo única-
mente las mujeres aportan el trabajo excedente no sólo
para la reproducción de la sociedad y la satisfacción se-
xual de los hombres, sino también el alimento, el vestido
y el cobijo. Es decir la supervivencia de la comunidad do-
méstica depende exclusivamente del trabajo de las muje-
res, por el que, como es de suponer, no perciben ni aun
siquiera su propio alimento que han de proporcionarse
ellas mismas. No cabe en la historia humana mayor explo-
tación.
Las únicas esclavas perpetuas son siempre las muje-
res. Por ello se ha encontrado tanta reticencia entre las
comunidades primitivas a abandonar su «cultura» ante la
colonización de las potencias occidentales, ya que a los
hombres les suponía perder su extraordinariamente có-
modo «status» para pasar en la mayoría de ellos a conver-
tirse en proletarios mal asalariados del imperialismo oc-
cidental. Las que siempre salen ganando en el cambio
son las mujeres, cuyo apoyo sin embargo a los hombres
de su comunidad es el más clásico ejemplo de alienación.
Como material de ilustración es importante reproducir
estos datos proporcionados por Sahlins:
«Para satisfacer los fines de acumulación y generosi-
dad es muy frecuente que el jefe melanesio trate de incre-
mentar la fuerza de trabajo de su casa recurriendo a ve-
ces a la poligamia. "Una mujer cultiva la huerta, otra
recoge la leña, otra va a pescar, otra cocina para él. Mien-
tras, el marido canta alegremente porque muchas perso-
nas vendrán a 'Kaikai' (comer)."» 1M

156. Obr. cit., pág. 153.

270
He aquí otra sociedad en la que la obligación de traba-
jar parece estar desigualmente dividida por sexos y tam-
bién por edades. Además de los trabajos de huerta, las
mujeres Kapauku se encargan de buena parte de la pesca,
del cuidado de los cerdos y de las tareas domésticas cuan-
do sus hombres se encuentran ausentes en expediciones de
comercio o de guerra, que pueden durar tres o cuatro me-
ses, y los hombres solteros se mantienen todo el tiempo
al margen de las tareas de cultivo. (Pospisis, 1963.)157
Cf. Clark: Sin embargo, tal como sucede con los ára-
bes de Medio Oriente, «el varón árabe gusta de pasar el
día fumando, conversando y bebiendo café. Su única ocu-
pación es el pastoreo de los camellos. El trabajo de le-
vantar tiendas, cuidar las ovejas y las cabras y acarrear
el agua lo deja todo a sus mujeres».158
«Una mujer recolecta en un día comida suficiente para
alimentar a su familia durante tres días, y el resto de su
tiempo lo pasa en el poblado confeccionando adornos, vi-
sitando otros poblados o atendiendo a las visitas de otras
aldeas. Cuando permanece en casa, los trabajos rutinarios
de la cocina, tales como cocinar, descascarar frutos, jun-
tar leña para hacer fuego, e ir a buscar agua, le consumen
de una a tres horas de su tiempo. Este ritmo de trabajo
ininterrumpido y descanso también ininterrumpido se man-
tiene a lo largo de todo el año. Los cazadores tienden a
trabajar más frecuentemente que las mujeres, pero su
plan de trabajo es desigual. No es raro que un hombre
cace con avidez durante una semana y luego deje de ca-
zar durante dos o tres. Como quiera que la caza es algo
impredecible y está sujeta a un control mágico, los caza-
dores experimentan algunas veces una temporada de mala
suerte y dejan de cazar durante un mes o más. Durante
estos períodos, las visitas, los pasatiempos y, en especial,
la práctica de las danzas, son las actividades primordiales
de los hombres.» 159
«La cantidad de alimento recolectada en un día por
cualquiera de estos grupos australianos podría, en todo
momento, haber sido superior. Aunque la búsqueda de
alimentos era, para las mujeres, una tarea que tenían que
realizar día tras día sin excepción, con mucha frecuencia

157. Obr, cit., cita pie, pág. 73.


158. Obr. cit,, pág. 70, cita pie, pág.
159. Obr. cit., pág. 36.

271
hacían un alto para descansar y no ocupaban todas las
horas diurnas en recolectar y preparar alimentos. La re-
colección de alimentos que realizaban los hombres tenían
un carácter más esporádico, y si un día lograban reunir
una buena cantidad, por lo regular descansaban al si-
guiente...»m
«Richards aclara que, aun cuando permanecen en la
aldea, las mujeres trabajan bastante en los quehaceres do-
mésticos; por lo tanto, pocas veces se emplea la categoría
"entretenimiento" para referirse a jornadas, prefiriendo
la expresión "ausencia de trabajo en el huerto". "Entre-
tenimiento" significa, por el contrario, "día empleado en
el descanso, la conversación, la bebida o las labores ma-
nuales". Por lo tanto, he incluido la "ausencia de trabajo
en el huerto" (así como "en la aldea", "en casa" y, por fal-
ta de otra información, "fuera") en una categoría de "días
de media jornada", mientras que los "entretenimientos"
están clasificados dentro de la categoría "días no labora-
bles en su mayor parte". En "entretenimientos" están
incluidos los domingos cristianos.» 161
«La cantidad de trabajo (per cápita) aumenta con la
evolución de la cultura, y la cantidad de tiempo libre dis-
minuye. Los trabajos de subsistencia de los cazadores son
intermitentes, esa es su característica, un día de trabajo
y un día libre, y los modernos cazadores tienden, por lo
menos, a emplear ese tiempo libre en dormir durante el
día. En los hábitats tropicales ocupados por muchos de
estos cazadores actuales, se puede confiar más en la reco-
lección de vegetales que en la misma caza. Es por eso que
las mujeres que son las encargadas de la recolección, tra-
bajan con mayor regularidad que los hombres y son las
que proveen la mayor parte de los alimentos. A menudo
hacen el trabajo de los hombres.»**2
«Las labores cotidianas de los Kapauku. Su jornada de
trabajo comienza alrededor de las siete y media de la ma-
ñana y se prolonga casi ininterrumpidamente hasta bien
avanzada la mañana, momento en que se hace un alto
para almorzar. Los hombres vuelven a la aldea en las
primeras horas de la tarde, pero las mujeres continúan
hasta las cuatro o las cinco. Sin embargo, los Kapauku "tie-

160. Obr. cit., pág. 31.


161. Obr. cit., pie pág. 77.
162. Obr. cit., pág. 50.

272
nen una concepción de vida equilibrada": si trabajan in-
tensamente un día, descansan al siguiente.» 163
«Los kampamba... el promedio de trabajo era de cua-
tro horas para los hombres y seis para las mujeres,
y las cifras mostraban la misma variación diaria que en-
tre los Bemba, es decir varían de cero a seis horas por
día.» 164
«Los Bemba... el día promedio de trabajo era de dos
horas cuarenta y cinco minutos para los hombres, y de
dos horas en tareas de huerta y cuatro de actividades
domésticas para las mujeres.»*5
«Las mujeres Siuai de Bougainville trabajan mucho en
sus huertas, pero no tanto como algunas mujeres Papua-
nas; es perfectamente concebible que pudieran trabajar
mucho más tiempo y con más intensidad sin que eso les
produjera daño físico. Es decir, es concebible de acuerdo
con otras pautas de trabajo. Son más bien los factores
culturales que los físicos los que determinan las pautas
del máximo de horas de trabajo, entre los Siuai. El tra-
bajo en las huertas es considerado tabú durante largos
períodos después de la muerte de un pariente o de un
amigo. Las madres que amamantan a sus hijos sólo pue-
den apartarse de ellos durante algunas horas diarias ya
que sus bebés, según las restricciones rituales impuestas
al trabajo continuo en los huertos con frecuencia no pue-
den ser llevados a los huertos, hay otras limitaciones
menos espectaculares...» 166
«Entre los bosquímanos un «día de trabajo» tenía al-
rededor de seis horas, de aquí que una semana de traba-
jo de los Dobe representa alrededor de 15 horas, o un
promedio de dos horas y nueve minutos por día. Incluso
más baja que lo que es norma en Arnhem Land, esta cifra
excluye, sin embargo, las tareas de cocina y la preparación
de los implementos de trabajo. Teniendo en cuenta todo
esto, las tareas de subsistencia de los bosquimanos guar-
dan una estrecha similitud con las de los nativos austra-
lianos»,1*7

163. Obr. cit., pág. 72.


164. Obr. cit., págs. 78-79.
165. Obr. cit., págs. 78-79.
166. Obr. cit., pág. 87.
167. Obr. cit, pág. 34.
273
18
NOTAS

Marshall, pág. 58: «Dentro de lo posible, se evitan las tareas


pesadas y tediosas. Las que se imponen como inevitables se realizan
por medio del trabajo obligatorio de la mujer.»
El informe recoge también las actividades de una mujer de más
de 50 años, hermana del jefe de la tribu y madre de un hijo ma-
yor. El hecho de que su marido sea un trabajador excepcional-
mente bueno (inf., pág. 90), explica que pase menos tiempo que
otras mujeres trabajando en los arrozales. El hecho de que no sea
demasiado vieja ni tenga hijos pequeños no la obliga a permanecer
en casa tanto tiempo como las mujeres que se encuentran en cual-
quiera de estos casos. Pero, lo curioso es que si bien su marido
emplea en un mes 12 días y medio trabajando en su arrozal, 3 en
los arrozales de los otros, 3 y medio en casa trabajando, 6 días
en casa descansando, 3 incapacitado o enfermo, su mujer emplea
24 días en casa dedicada a las faenas domésticas, limpiando el
arroz, tejiendo, limpiando juncos, etc. y 3 días ayudando en los
arrozales. No emplea ningún día al mes para el descanso, y aparte
de trabajar en los arrozales, invierte la mayor parte de su tiempo
en el modo de producción doméstico. (Hersfcovits, Meville J., An-
tropología económica. R C. E. México, 1945.)
En el problema que estudiamos no hay que perder de vista fac-
tores tan evidentes como el hecho de que la mujer, por las fun-
ciones que la maternidad le impone, se halla incapacitada a veces
para realizar faenas pesadas y que la necesidad de cuidar a sus
hijos la obliga a permanecer en casa más tiempo que el hombre.
No puede desdeñarse, sin embargo, el hecho, perfectamente obser-
vable, de que en el mundo entero, la mujer ejecuta trabajos tan
pesados como el hombre, y debe tenerse presente, asimismo, la
tesis de que en las «sociedades primitivas» la primera trabaja en
faenas más pesadas que el segundo, pág. 125. (Herskovits, Meville
J., Antropología económica. F. C. E. México, 1954.)

Los antaisaka en la economía de Madagascar


«No existen posibilidades de empleo para las mujeres.
»En primer término, alimentan a sus hijos para que se casen y,
en segundo término, les dejan tierra para que trabajen indepen*
dientemente...
»...E1 padre quiere que el casamiento actúe como un incentivo
para que los jóvenes regresen. Se espera que su esposa tenga un
juño durante su ausencia, porque en tal caso el incentivo parece
mayor aún, dado que una esposa y un hijo son los medios esen-
ciales a través de los cuales un joven es capaz de alcanzar la ma-
yoría de edad social y la independencia...
»...E1 casamiento también es importante desde otro punto de
vista, porque la nueva esposa significa un sustituto importante del
trabajo del hombre joven en la economía de subsistencia. (E\
subrayado es mío.) (Felicity Edholm, Antropología y feminismo,
textos compilados por O. Harris y K. Young. Ed. Anagrama. Bar-
celona 1979, pág. 213).
»Es evidente que el trabajo asalariado de los emigrantes tiene
efectos profundos sobre la relación entre los sexos. El peso de la
agricultura de subsistencia es asumido por las mujeres: cuando sus

274.
m a r i d o s están ausentes realizando u n trabajo asalariado, y en me-
n o r medida cuando éstos residen en la aldea, son ellas tas que se
encargan de la mayor parte del trabajo tradicionalmente asignado
a los hombres: la preparación de tos arrozales y el cavado de los
tony. También hacen todo el trabajo considerado como sexuaímente
apropiado para las mujeres: la siega, el trasplante, la preparación
de la comida y el cuidado de los niños. En la esfera de Ja sub-
sistencia, los hombres dependen del trabajo realizado por sus espo-
sas y otras mujeres dependientes. Las mujeres tienen cierta liber-
tad p a r a decidir cómo h a r á n el trabajo a realizar y la manera como
se organiza el trabajo en la unidad doméstica. Sin embargo, es
m u y r a r o que alguna de estas últimas sea capaz de producir sufi-
cientes a u m e n t o s p a r a a t e n d e r t o d a s sus necesidades. E s evidente
que lo que las mujeres eligen o son capaces de hacer en esta esfera
afecta a la unidad doméstica tanto a nivel cotidiano (en términos
de la pequeña cantidad de dinero contante que se necesita p a r a
los gastos de la misma; dinero que suele obtenerse a través de
u n a s actividades de mercado a pequeña escala) como en términos
de la adquisición de alimentos básicos a lo largo del año, es decir,
las sumas m á s i m p o r t a n t e s que se necesitan p a r a comprar arroz.»
(El subrayado es mío.) (Felicity Edholm, Antropología y feminismo.
Textos compilados p o r O. Harris y K. Young. Ed. Anagrama. Bar-
celona 1979, pág. 214.)
«La diferenciación se vincula sobre todo con el método de pesca
utilizado: las mujeres emplean redes y los h o m b r e s cañas; tam-
bién se vincula con el hecho de que las mujeres n o pueden t r a b a j a r
con bueyes. En el r e s t o de los casos la división sexual del trabajo
está basada más bien en la existencia de tareas que tradicionalmente
son realizadas por un sexo más que por otro.
«Sin embargo, existen culturalmente m á s restricciones acerca
del tipo de trabajo agrícola que realizan los hombres, que acerca
del que realizan las mujeres. Los hombres nunca cosechan el arroz,
la batata ni las hojas de mandioca, y es raro que se ocupen del
trasplante del arroz. S u principal trabajo consiste en la preparación
de los campos p a r a el cultivo, es decir, el cavado de los arrozales
y los campos de b a t a t a y de mandioca...
y>Las mujeres no están excluidas de ninguna de las actividades
realizadas por los hombres y hacen el resto del trabajo, pero nunca
se ocupan de la preparación de los arrozales cuando se emplean
bueyes. Además del trabajo ya descrito, se ocupan de algunas ta-
reas no agrícolas, como tejer esteras, cuidar de los niños y cocinar,
labores productivas importantes y que requieren tiempo, todas ellas
necesarias para la existencia de cada unidad doméstica.» (El sub-
rayado es mío.) (Felicity Edholm, Antropología y feminismo. Textos
copilados p o r O. H a r r i s y K. Young. Ed. Anagrama. Barna. 1979,
página 209.)
«En tas familias campesinas, son las mujeres quienes mantienen
la casa, siempre merced a pequeñas plantaciones de las que sacan
diariamente cuanto ha de consumirse en el hogar: aceite de pal-
mera, el macabo, el pimiento... Además, ayudan al marido en la
plantación de cacao que suele ser de su propiedad. Mientras tanto,
el varón permanece ocioso durante todo el año, excepto durante
la temporada de recolección de los frutos, en que también las mu-
jeres tendrán la labor de cargar la cosecha de un lugar a otro. (El
subrayado es mío.) (Revista Qué. Barcelona ll-IX-79}.»

275
Hábitats naturales de las sociedades cazadoras/recolectoras
muy diferentes (regiones polares, selvas de lluvias tropicales, costas,
desiertos).
— Esquimales.
— Cazadores aljonquinos y atapascanos del Canadá.
— Shoshones del Gran Cañón.
— Indios de Tierra del Fuego.
— Pigmeos del Congo Africano.
— Bosquimanos África del Sur.
— Australianos.
— Semany de la península de Malaya.
— Andamaneses.
Características generales comunes
— Pequeño tamaño de la comunidad.
— Baja densidad de población.
— La débil integración de las familias en la sociedad de bandas
se consigue sólo por concepciones de parentesco extendido a base
de alianzas matrimoniales. La familia doméstica es a menudo el
único grupo sólido, aunque los hermanos y sus familias pueden
encontrarse de cuando en cuando y a veces cazan y recolectan
•juntos.
— División del trabajo; edad y sexo.
— Los miembros de la banda se sienten emparentados tan pró-
ximamente que no se casan entre sí.
— El nivel de la sociedad de bandas es de orden familiar en
términos de organización social y cultural.
— El alimento y su obtención es el foco de la vida económica
entre las bandas primitivas.
— Los hombres se dedican a la caza, al menos a la que se rea-
liza a cierta distancia del campamento. Las mujeres, «probable-
mente a causa del confinamiento a que les obliga la gestación y el
cuidado de los hijos permanecen cerca del campamento ocupán-
dose de la recolección de los alimentos vegetales y de la caza me-
nor que puede ser fácilmente cogida. Pero esto no significa que
la caza de los hombres sea necesariamente de mayor importancia
económica que él trabajo de las mujeres.
— Sólo en algunos casos (ej.: esquimales) la caza es tan pro-
ductiva como la recolección de semillas, raíces, frutos, nueces y
grano.
— Ni los hombres ni las mujeres sienten despertar su interés
ante la descripción de las tareas domésticas. «El trabajo de la mu-
jer es aburrido, monótono, falto de romanticismo, y generalmente
pasa inadvertido.
— M. S. Meggit en «Recolectores de alimentos aborígenes de la
Australia Tropical», págs. 2-9, nos dice: «Un vegetarianismo forzoso
parece ser una de las principales características distintivas de las
economías de cazadores, pescadores y recolectores.» Calcula que en
la Australia aborigen los vegetales constituyen del 70 al 80% de
la alimentación y los vegetales son recolectados por mujeres. Et
trabajo de la mujer es importante. La mayoría de los pueblos ca-
zadores/recolectores no podrían mantenerse sin él, mientras que
pueden sobrevivir y de hecho sobreviven durante largos períodos

276
de tiempo sin carne. Sólo los esquimales viven únicamente de la
caza y la pesca, y las mujeres esquimales se encargan de la mayor
parte de la pesca".
— El carácter del trabajo del hombre es colectivo o social. El
de la mujer es a menudo individual y generalmente aburrido. La
cooperación de los hombres en la caza se debe al bajo desarrollo
tecnológico.
Todas las sociedades, prescindiendo de lo complejas, indus-
trializadas o capitalistas que sean, tienen otra economía dentro
de la economía general. Cada persona, si tiene familia y amigos
se halla inmersa en una economía social que es familiar y se
comporta a veces del mismo modo que nuestros "salvajes antepa-
sados" se comportaban todo el tiempo. Este comportamiento pri-
mitivo entre nosotros es tan distinto del mundo de los empresarios
y del mercado libre que ordinariamente ni siquiera consideramos
que sea una forma de economía.
...El matrimonio es una institución económica. A menos que
los machos y hembras adultos compartan el trabajo como marido
y mujer seguirán siendo un apéndice de otra familia, generalmente
de la de sus padres. Para los padres de la pareja y la banda en
conjunto el matrimonio tiene funciones políticas muy importantes.
La exogamia es una regla de matrimonio establecida por el grupo
y su función es la de amplificar la red de las relaciones de pa-
rentesco. La banda virilocal-patriarcal es la forma usual en la so-
ciedad de bandas. (La mujer es la que se traslada a otra banda)...
...La cooperación de la caza es más importante que la de la re-
colección. La banda puede perder a sus mujeres y ganar otras sin
debilitarse.
...Mujeres regalos de una banda a otra intercambiadas como
una forma de alianza. Los machos son poderosos y ellos hacen las
reglas.
...Los machos más viejos se hallan en posición más arbitraria
que los otros. Este contexto respeta más a los hombres que a las
mujeres, posiblemente porque los hombres se hallan más ocupados
por las cuestiones políticas fuera del círculo familiar.
(Elman R. Service, Los cazadores. Nueva col. Labor 1973.)

277
CAPÍTULO X11I
MODO DE PRODUCCIÓN DOMÉSTICO

En este punto de mi trabajo parece obligado un largo


análisis de la familia. Repasando los textos de las femi-
nistas que un poco más tarde que yo se preocuparon de
las condiciones de opresión de la mujer —las de explota-
ción nunca las han tenido suficientemente claras— me
doy cuenta de cuál es la nota falsa en la que todas in-
sisten: reiterar el concepto de familia como el fundamen-
tal «núcleo», «institución», «organización», «base» de la
opresión femenina. En este término ponen el acento tanto
Kate Millet como Juliet Mitchell y Sulamith Firestone.
Eli Zaretski,168 realiza una crítica de las tres, sin se llegue
a entender cuál es la tesis que ella misma defiende.
Repasar la prensa, escuchar las conferencias, leer los
libros dedicados al tema de la mujer, desde cualquiera
que sea el ángulo que se tome, implica ir a dar inevita-
blemente con largas disquisiciones sobre la familia, últi-
ma bestia negra a la que se culpa de todos los males, no
ya solamente femeninos, sino también sociales. ¿Y qué
es la familia?: «Base», «estructura», «institución», «orga-
nización». Según Firestone, tanto la opresión de la mu-
jer como la división entre la experiencia personal íntima
y las relaciones sociales anónimas que se dan en la socie-
dad son consecuencia de la división sexual del trabajo en
la familia.169 Y Firestone llega al disparate de denominar
base a la familia y superestructura a la economía política.
A su vez Mitchell considera a la familia una «esfera»

168. Familia y vida personal en la sociedad capitalista. Ed. Ana-


grama. Barna. 1978.
169. Zaretski. Obr. cit., pág. 21.

279
separada, socialmente definida como natural, fuera tam-
bién de la economía. Ambas feministas comparten la idea
de una división entre familia y economía. Explicación
sugestiva que han adoptado también multitud de grupos
feministas, a la par que afirman (Zaretski) que «entender
la familia y la economía como dos esferas separadas es
propio de la sociedad capitalista». Y aclaran (Zaretski)
que por «economía Firestone y Mitchell entienden la es-
fera donde se realiza la producción e intercambio de mer-
cancías, la produción de bienes y servicios para su com-
pra y venta. Esta concepción de lo económico excluye la
actividad dentro de la familia y la lucha de clases "econó-
micas" de la mujer, salvo en su condición de asalariada.
Tanto en los países capitalistas como en los socialistas,
como en los partidos marxistas, se entiende de la misma
forma la dicotomía entre la familia y el capitalismo, entre
la estructura económica y la superestructura ideológica,
entre el modo de producción y el patriarcado». Y a con-
tinuación afirman que «la familia ha variado en la socie-
dad capitalista dado que han variado las necesidades de
la clase capitalista generadas dentro de la esfera de pro-
ducción de plus valía».170
A la par que unos autores aseguran que la familia se
ha afirmado con el advenimiento del capitalismo, otros que
por el contrario se ha resquebrajado evidentemente. Y aña-
de Zaretski: «En una sociedad precapitalista la familia
realiza funciones como la reproducción, el cuidado de los
enfermos y de los ancianos, protección, mantenimiento
de la propiedad personal, regulación de la sexualidad, así
como las formas básicas de producción material necesa-
rias para la existencia.» Lo que le lleva a afirmar, en con-
secuencia, que «la mujer cumplía un papel muy valorado
en la familia, ya que el trabajo doméstico formaba clara-
mente parte de la actividad productiva de la familia como
un todo». Al referirse a la familia precapitalista, no sabe-
mos si se trata de las familias papuas u hotentotes o aus-
tralianas, en las cuales ya hemos visto la valoración que
merecía la mujer, pero lo que Zaretski no decide es si
en el capitalismo la familia sigue o no cumpliendo las fun-
ciones de reprodución, cuidado de enfermos y ancianos,
protección, mantenimiento de la propiedad personal y re-
gulación de la sexualidad, así como las formas básicas

170. Zaretski. Obr. cit., pág. 22.

280
de producción material necesarias para la existencia, a
las que se ha referido antes. Algunos autores se atreven
incluso a pronunciarse en contra, asegurando que bajo
el capitalismo la familia ya no tiene más funciones que
cumplir que las del consumo.
Este prefacio, aunque breve, necesario, al tema, resul-
ta imprescindible en cuanto que toda la producción fe-
minista —antropología, política, economía— sobre todo
de autores norteamericanos m se mueve, en un momento
u otro, alrededor de los problemas que les ocasiona la de-
finición de la familia, las funciones que cumple, las rela-
ciones entre la esfera pr,ivada y la esfera pública, y otros
temas tan igualmente interesantes como falsos.
El evidente error que cometen estas autoras es partir
del análisis de la familia en vez de comprender el modo
de producción doméstico. La ignorancia de la terminolo-
gía correcta, la impropiedad con que utilizan el lenguaje
técnico, las hace llamar «funciones» a lo que deberían
denominar trabajo, proceso de trabajo, o proceso de pro-
dución capitalista. Con otras curiosas peculiaridades ta-
les como afirmar que en el capitalismo la familia ya no
cumple ninguna función, con lo que se supone que los
hijos se fabrican en probeta, la comida, la limpieza y el
lavado de la ropa lo realizan grandes fábricas, y los niños
se crían en asilos. Son incapaces de conocer los diversos
procesos de trabajo y los procesos de producción de que
consta el modo de producción doméstico, y las relaciones
de producción que se engendran a partir de la explotación
de la mujer, cuya «valoración» es más o menos la que
tenían los esclavos cuando trabajaban bien.
En consecuencia, partir del estudio de la familia para
comprender la explotación de la mujer y la lucha de
clases entre ésta y el hombre resulta tan corto como pre-
tender comprender el modo de producción capitalista, en
su totalidad, a partir de conocer como funciona una fábri-
ca. La fábrica del modo de producción doméstico es la fa-
milia, resulta por tanto inoperante analizar minuciosa-
mente las llamadas «funciones» de la familia.172 El cono-

171. Cuya producción por más mediocre que sea resulta la más
difundida en el mundo entero.
172. En este sentido resulta interesantes las siguientes citas de
Sahlins:
«En realidad nunca sucede que la unidad doméstica por sí misma
maneje la economía, porque si el dominio completo de la pro-

281
cimiento decisivo para la comprensión de la explotación
femenina, es el del modo de producción doméstico en el
cual se realizan todos los procesos de trabajo: reproduc-
ción, sexualidad, trabajo doméstico, trabajo agricultor, que
ya hemos estudiado, y donde se produce la explotación
de la mujer por el hombre, que la constituye en clase.
Hablemos pues de trabajo, de proceso de producción,
de modo de producción doméstico y de modo de produc-
ción capitalista, y dejemos familia, funciones, esferas pri-
vadas y públicas para los ignorantes de los sociólogos,
que han pretendido inventar una nueva ciencia al margen
de la economía, de la política y de las filosofías xnarxis-
tas con el resultado que ya conocemos.

1. El modo de producción doméstico y familia


Si hablamos de modo de producción doméstico y no
de familia, nos encontraremos de pronto ante la sorpresa
de que muchas de las cuestiones planteadas sin solución
•hasta ahora por el movimiento feminista, quedan expli-
cadas.

ducción estuviera en sus manos, eso conduciría a la extinción de


la sociedad. Tarde o temprano, todas las familias que viven en
aislamiento acaban por descubrir que carecen de medios para sub-
sistir. Puesto que la unidad doméstica fracasa periódicamente en
lo que a su aprovisionamiento se refiere, tampoco hace acopio
(excedente) para la economía pública, es decir, para el sustento de
las instituciones sociales que sobrepasan a la familia o de activi-
dades colectivas, tales como la guerra, las ceremonias o la cons-
trucción de grandes aparatos técnicos, tal vez tan importantes para
la supervivencia como el aprovisionamiento diario de alimentos.
Además, la subproducción y subpoblación inherentes a la MDP, pue-
den condenar con facilidad a la comunidad al rol de víctima de
la escena política. A menos que los defectos económicos del sistema
doméstico sean vencidos, será la sociedad quien resulte vencida.»
(Marsall Sahlins. Obr, cit., pág. 117.)
«La producción está instituida por grupos domésticos que, por
lo general, se ordenan como familias de uno y otro tipo. La
unidad doméstica es para la economía tribal lo que el feudo fue
para la economía medieval o lo que es la corporación para el mo-
derno capitalismo: cada una de ellas es en su momento la institu-
ción productiva dominante. Cada una representa, además, un de-
terminado modo de producción, con una tecnología y una división
del trabajo apropiadas, un objetivo económico o finalidad carac-
terísticos, formas específicas de propiedad, relaciones sociales y de
intercambio, definidas entre las unidades productivas y contradic-
ciones que le son del todo propias.»
(Marshall Sahlins, obr. cit., pág. 91.)

282
En esta línea Mitchell hace unas afirmaciones tan suge-
rentes como que «está ampliamente difundida la noción
de que una sociedad avanzada que no se base en la fami-
lia nuclear es inconcebible pese a las actitudes revolucio-
narias que han demostrado lo contrario». ¿A qué actitu-
des se refiere? ¿y qué es lo que han demostrado? ¿Exis-
ten por tanto sociedades avanzadas o no avanzadas que no
se basan en la familia? ¿O refiriéndose únicamente a la
familia nuclear quiere acaso decir que las sociedades
avanzadas son las que se basan en la familia polígama o
poliginia? Misterio. Pero a Mitchell no le cabe duda por
otro lado de que «el rol de la mujer en la familia, indistin-
tamente "primitiva" (sic), feudal o burguesa contiene tres
"estructuras" bien diferenciadas: (como se ve vuelve a
hablar de estructuras y no de trabajo) reproducción, se-
xualidad y socialización de los hijos.» El trabajo domés-
tico no cuenta. Y saca en conclusión que lo esencial no
«es discutir la familia como una entidad no analizada, sino
a las estructuras separadas que hoy la componen, pero
que mañana pueden ser descompuestas y recompuestas
en nuevo modelo». Como es fácil suponer, Mitchell ni ana-
liza las llamadas «estructuras» porque para ello tendría
que manejar los conceptos de trabajo, trabajo excedente
y modo de producción, y en tal caso hubiese sacado la
conclusión de que la mujer es una clase, definición que
ni siquiera sospecha, ni tampoco nos explica como pue-
den ser «recompuestas» y «descompuestas» esas «estruc-
turas», que como no existen no existe tampoco compos-
tura para ellas.

En consecuencia producimos niños, lavamos, cuidamos


y limpiamos, damos satisfacción sexual a los hombres y
realizamos las dos terceras partes del trabajo mundial,
sin que nadie, ni siquiera las feministas, entiendan qué de-
monios hacemos. Realmente patético.
La familia es una pequeña unidad de producción den-
tro del modo de producción doméstico. Engels y Marx, de-
cían que en su seno se dan todas las contradicciones, to-
dos los antagonismos de una sociedad: la familia repro-
duce las explotaciones y las opresiones que se observan
en la sociedad, añadiendo que dentro de la familia, la mu-
jer es el proletario y el hombre el burgués. Pero tan acer-
tada comparación no explica por sí misma la evolución
de los modos de producción y con ellos la destrucción de
procesos de producción, de ideología, de gobiernos y de

283
estados, mientras la situación de la mujer continúa ina-
movible. Las dudas que se les plantean a las feministas
cuando observan la inmovilidad de la familia, mientras
los modos de producción precapitalistas y capitalistas han
ido desapareciendo, con las transformaciones y trastor-
nos consiguientes, quedan explicadas si, en vez de hun-
dirnos en la disección de la familia, y, por más especialis-
tas que lleguemos a ser en el conocimiento de esta unidad
de producción, no entendemos nada más, nos alejamos un
poco del sujeto de estudio y observamos la composición,
el desarrollo y la historia del modo de producción do-
méstico. Es decir alejémonos por un momento del estu-
dio de los árboles, uno a uno, para observar el bosque.
Si la familia fuese una «institución» humana fundada
en un momento dado histórico, para conseguir unas «fun-
ciones» concretas y exclusivas de tal época, como más o
menos se pretende, tanto desde el punto de vista tradi-
cional como progresista, no se comprende cómo no ha de-
saparecido o transformado totalmente en el curso de to-
dos los acontecimientos perturbadores que la humanidad
ha vivido. Y entiendo que evidentemente la familia es
una institución social —no caeremos en la estupidez de
creerla instituida por Dios o por la biología, sinónimos
al fin y al cabo— en la misma forma que lo es también
una fábrica, una empresa, un municipio, una ciudad, pero
lo importante es conocer que es, cómo y para qué se ha
creado tal institución.
Como toda institución humana destinada a la pro-
ducción de bienes, la familia es una organización econó-
mica, en la que se desarrollan todos los procesos de tra-
bajo necesarios para mantener el modo de producción
doméstico. La imagen, repito, más ejemplar, es la de la
empresa o la de la fábrica, modelo de organización eco-
nómica básica para el capitalismo.
Y la familia sobrevive a la avalancha de los tiempos
y de los acontecimientos porque el modo de producción
doméstico se mantiene el mismo lapso de tiempo. Todos
los modos de producción que le han seguido han precisa-
do de su preservación para desarrollarse. En la misma
forma que Meillassoux explica que «a diferencia de otros
modos de producción la comunidad doméstica podía ser
mejor explotada, a mediano plazo, por medio de su pre-
servación que mediante su destrucción», el modo de pro-
ducción doméstico rinde mayores beneficios al modo de

284
producción dominante mediante su preservación, e inclu-
so su potenciación, como se puede observar en las comu-
nidades rurales de cualquier país capitalista. El error de
Meillassoux consiste en repetir la desgastada teoría de las
«sociedades sin clase» identificándolas con las comuni-
dades domésticas. Error que en su caso lleva el agravante
de haber sido uno de los pocos autores que describe la
situación de las mujeres en las sociedades domésticas en
términos de explotación. Todo un capítulo de su obra m
está dedicado a descubrir la explotación de la mujer en
la comunidad doméstica. Por ello resulta tan contradicto-
rio e insólito que se refiera a ésta diciendo que «a diferen-
cia de otros modos de producción fundados sobre rela-
ciones de clase y de explotación», pero ya conocemos la
extravagancia de los antropólogos.
Meillassoux analiza en su obra cómo la comunidad do-
méstica —situada en los países tercermundistas, de eco-
nomía fundamentalmente agrícola y bajo el modo de pro-
ducción doméstico— provee de fuerza de trabajo, de la ma-
nutención y de la reproducción de esa misma fuerza de
trabajo a los países colonialistas, a un costo mucho más
bajo que en Europa, lo que les proporciona una super-
explotación de tales trabajadores. El análisis de Meilla-
soux queda abortado cuando no avanza en el estudio de
los costos de la reproducción, ni de la manutención del
sujeto trabajador, como tampoco en el plustrabajo explo-
tado que le supone a la mujer. Una única nota a pie de
página insinúa el tema: «Sobre este punto leer el estudio
pionero del CERAT (1971), el cual explica la historia de
la apropiación del espacio en Roanne a partir del análisis
de la coexistencia de modos de producción diferentes e in-
tegrando el trabajo doméstico de las mujeres como ele-
mento de la reproducción de la fuerza de trabajo.» Ya sa-
bemos: la mujer como elemento de la reproducción de
la fuerza de trabajo.
Es evidente que todos los modos de producción sub-
siguientes al modo de producción doméstico, esclavista,
asiático, feudal, capitalista y socialista, han preservado
aquél. Porque para la más exhaustiva explotación del tra-
bajo de la mujer él modo de producción doméstico resul-
ta tan eficaz que es mucho más rentable preservarlo que
destruirlo.

173. Mujeres, graneros y capitales, págs. 154-156.

285
Esta es la ley fundamental de las interrelaciones entre
el modo de producción doméstico y los subsiguientes.
Aplicando esta ley a los problemas conocidos sobre la fa-
milia y su supervivencia a lo largo de los siglos, tendremos
aclaradas las incógnitas que tanto preocupan a las femi-
nistas.174
El modo de produción doméstico ha sobrevivido a to-
dos los avatares de las luchas de clases porque ha sido
defendido por los hombres de todas las clases sociales. El
poder masculino se asienta sobre la explotación de la
mujer. El más miserable de los hombres puede demos-
trar su autoridad y conseguir algún beneficio de la opre-
sión de otro ser: su mujer. La clase gobernante entiende
perfectamente cómo proporcionar tanta satisfacción a los
hombres de las clases trabajadoras. Sobre la explotación,
la humillación y el genocidio de las mujeres se asienta
el poder masculino, el poder capitalista y el poder socia-
lista. Todos los modos de producción dominantes han ob-
tenido de la explotación femenina los mayores beneficios
con la más pequeña inversión. Porque la explotación de
la mujer es la más exhaustiva de la de todas las clases so-
ciales. De todas las mujeres, a partir de su edad de pro-
crear —la inversión anterior es tan exigua como puede ser-
lo recordando que el amamantamiento resulta gratis y
que las niñas empiezan a trabajar en la comunidad domés-
tica en cuanto se tienen en pie— se obtiene la mayor can-
tidad de trabajo excedente por la compensación más exi-
gua: el alimento en el más generoso de los casos, ya que
en general la mujer obtiene su propio alimento con su
trabajo.
La esclavitud y la servidumbre femenina únicamente
se explican entendiendo la lucha de clases que se libra
entre el hombre y la mujer desde el principio de los tiem-
pos: en el mismo momento en que le arrebata el producto
de su capacidad reproductora, el hijo, desde el mismo ins-
tante en que la explota sexualmente. Y las relaciones de
reproducción que establece con el hombre son las mismas
que las relaciones de producción, es decir de dominio, de
opresión, de sometimiento. El conjunto, la interrelación
de todos los procesos de trabajo que intervienen en el man-
tenimiento y en la reproducción de los individuos, las re-

174. Para un estudio más detallado de la familia véase el libro


de María José Ragué y Laura Freixas, La familia, en prensa.

286
laciones de producción explotadoras y represoras que so-
meten la mujer al hombre, la explotación del trabajo
productivo de la mujer, la ideología que segregan y las
instituciones que se organizan para mejor reforzar la ex-
plotación, todo este universo complejo, perfecto y terrible-
mente bien organizado contra las mujeres, forma el modo
de producción doméstico. La dialéctica de su manteni-
miento, de su reproducción, de su desarrollo y de sus
variaciones al compás de las imposiciones de los sucesi-
vos modos de producción dominantes, constituye la cien-
cia materialista del feminismo. Quien no comprenda ésta
no hallará jamás las soluciones al «complejo problema»
de la mujer.
Reproducir la fuerza de trabajo, atender sexualmente
a los hombres, guisar y lavar y recolectar, cumple todas
las funciones necesarias para la supervivencia de una so-
ciedad humana. El modo de producción doméstico es un
modo de producción completo en sí mismo, que desarro-
lla sus instituciones religiosas, jurídicas, imperativas, sus
normas de relación social, inventa tabúes y mitos, y se
constituye por tanto en una completa formación social.

2. Concepto teórico

Marx explica que lo importante no es lo que produ-


cen los hombres sino la manera como lo producen.
¿A qué llamamos en consecuencia modo de produc-
ción doméstico? Es la forma y manera en que se producen
los bienes y la riqueza precisas para el mantenimiento y
la reproducción de la sociedad humana, caracterizado por
la existencia de dos únicas clases, el hombre y la mujer,
y la consecuente explotación sexual, reproductora y pro-
ductora de ésta.
Diferenciaré el modo de producción doméstico de la
formación económico-social, en el rudimentario estado de
división sexual del trabajo y explotación de la clase mu-
jer, únicamente en cuanto que esta segunda denomina-
ción es útil para designar a una comunidad concreta. Con
Dohquois estimo que el concepto de modo de producción
es un concepto teórico, diferente del concepto de socie-
dad, que es empírico.175

175. «La definición del concepto de modo de producción nos re-

287
Lo que diferencia cada modo de producciones: como
determinantes las fuerzas productivas de que puede va-
lerse, y como dominantes las relaciones de producción
que se establecen entre las clases. Las fuerzas producti-
vas determinantes del modo de producción doméstico es
la fuerza de trabajo humana. La tecnología está totalmente
ausente e incluso la herramienta es primitiva, rudimenta-
ria y poco menos que inútil.176 La energía humana es la
principal y casi única fuerza de trabajo, y está producida
exclusivamente por una de las dos clases: la mujer. En
esta división del trabajo se halla la causa materialista de
la explotación femenina.
El segundo ítem definitorio del modo de producción
doméstico son las relaciones de producción entre el hom-

conduce, como ya hemos visto, a la del concepto de formación


económico-social. Si el primero fuera puro, formal, "abstracto", po-
dría ser muy bien que en la realidad no se encontrasen más que
formaciones económico-sociales "impuras". El segundo concepto
sería puramente empírico, prácticamente sinónimo del concepto
sociedad de la ciencia burguesa. Tendríamos aquí una simple opo-
sición entre el modelo y el caso, fórmula que debo a P. Vilar.
»Por el contrario, si el concepto de modo de producción es "im-
puro", si no es un "modelo formal", sino un "tipo general", se
reencuentra en la realidad empírica. Para esto basta con remon-
tarse hasta lo concreto, especificando las condiciones históricas,
multiplicando los grados, los niveles, las pausas, las articulaciones.
Así puede resolverse el falso problema de la oposición entre his-
toria y teoría, así desaparece la oposición idealista entre sujeto y
objeto, típico ejemplo del dualismo del pensamiento burgués.
»Un ejemplo frecuente de manifestación histórica de un modo
de producción está en que éste se acompaña de sectores-relevo,
formas atrofiadas de otros modelos de producción. Constituye en-
tonces lo que podría llamarse un sistema económico social.
...»Por el contrario, el concepto de formación económico-social
designa estrictamente una articulación de dos o varios modos de
producción, plenamente constituidos al menos en sus lineas gene-
rales, tanto al nivel de sus fuerzas productivas como al de las re-
laciones de producción. Evidentemente se contaminan entre sí.»
Guy Dhoquois, En favor de la historia. Ed. Anagrama. Barcelo-
na 1977, pág. 35.
176. Véase en el trabajo doméstico del ama de casa bajo el ca-
pitalismo, las rudimentarias herramientas de su trabajo. En cam-
bio cuando se limpian las grandes empresas, almacenes, el metro,
etcétera, por trabajadores varones, las máquinas limpiadoras van
unidas al desarrollo de su tarea que naturalmente ya no está con-
siderada como doméstica. No es únicamente el lugar de trabajo
donde se realiza éste el que lo cualifica.

288
bre y la mujer 177 basadas en la dominación de ésta por
aquel, que incluyen la explotación sexual y la explotación
productora a la par que la explotación reproductora. En
esta dominación del varón sobre la mujer se asienta no
sólo el poder de aquél, sino la perpetuación del modo de
producción doméstico a través de todas las edades.
Cuando un modo de producción engendra dos clases
antagónicas, éstas están unidas por una forma de explo-
tación típica de ese modo de producción. 178 La forma de
explotación típica del modo de producción doméstico,
irrepetible e inimitable, es la que se realiza diariamente
sobre las mujeres. Solamente ellas sufren la explotación
en su propio cuerpo, como un servicio ineludible debido
al hombre en razón exclusivamente de las condiciones
fisiológicas que le configuran como varón. Solamente las
mujeres deben prestar voluntariamente y contentamente
su cuerpo para la expoliación y la colonización masculina.
Sólo ellas deben prestarse a que su cuerpo sea objeto de
manipulaciones, transformaciones, torturas y desgarros,
en aras de la producción de hijos, bajo el discurso ideoló-
gico de que de su sacrificio depende «la supervivencia de
la especie», como si tan altruista fin fuese obligación ex-
clusiva de las hembras, y tuviese que importarles tan
decisivamente como para invertir su cuerpo, su sufrimien-
to, su trabajo y hasta su vida gratuitamente en él. Sola-
mente las mujeres, por serlo, deben realizar las tareas
domésticas, deben recolectar, pescar y cazar para ali-
mentar a toda la familia, y solamente ellas son desprecia-
das, humilladas, insultadas, golpeadas, castradas, mutila-
das, encarceladas, violadas y asesinadas por ello.
Este es el conjunto en que se entrelazan los procesos
de trabajo, los procesos de producción, las relaciones de
177. «La comunidad doméstica es la célula básica de u n m o d o
de producción constituido p o r u n conjunto de estas comunidades
organizadas entre ellas p a r a la producción económica y social, y
p a r a la reproducción de la relación de producción específicamente
doméstica.» (cf. K. Marx, 1866: 257, pág. 101.)
«La comunidad doméstica n o constituye u n a sociedad p o r sí
misma, sino por su asociación con otras comunidades semejantes,
c o n el fin d e la reproducción... puede ser considerado c o m o u n a
sociedad, la cual reposa sobre relaciones conjuntas de producción
y reproducción que, al nivel de las fuerzas productivas a las que
corresponden, constituyen lo que puede llamarse el m o d o de pro-
ducción doméstico.» (Obr. cit., pág. 123.)
178. Dhoquois, En favor de la historia. Ed. Anagrama. Barce-
lona 1977, pág. 37.

289
19
producción y la superestructura ideológica del modo de
producción doméstico. Si analizamos correctamente los
ítems referidos, en el momento de estudiar una sociedad
concreta, sabemos claramente si está o no inserta en el
modo de producción doméstico. Dejarán de constituir un
misterio «las funciones» de la familia, «el rol» de la mu-
jer y «las relaciones de poder» con el hombre, así como
la interrelación de todos los procesos de trabajo que Mit-
chell y otras feministas quieren unir mediante el precario
zurcido del psicoanálisis.
Esta definición debemos aplicarla a todas las llamadas
hasta ahora sociedades de «comunismo primitivo», y no
en el pobre sentido que le da MeiUassoux, puesto que en
su «comunidad doméstica» no acaba de definirse por la
explotación productora de la mujer encasillándola única-
mente en el proceso de producción reproductor, y hacien-
do ignorancia de la explotación sexual de la mujer.
Tras el análisis de MeiUassoux, así como de los datos
obtenidos en las numerosas investigaciones antropológi-
cas que ya hemos estudiado, resulta imposible seguir de-
fendiendo la tesis engelsiana del estado de pureza en que
se encuentran las comunidades domésticas. Cuando Hin-
dess y Hirst explican que su «definición preliminar del
comunismo primitivo como modo de producción que se
caracteriza por una apropiación colectiva del trabajo ex-
cedente, se limitaba a especificar: a) que no han clases,
Estado ni política, y b) que el modo de producción con-
siste en una articulada combinación del nivel económico
y del nivel ideológico» no pueden referirse a ningún modo
de producción conocido. He demostrado que no existe so-
ciedad alguna, ni cazadora-recolectora ni agrícola, que no
se base en la extracción del trabajo excedente de la mu-
jer, por lo que la llamada «apropiación colectiva» lo es
tanto, como definir de redistribución igualitaria colectiva
al presupuesto de Hacienda español.
Por ejemplo Hindess y Hirst —entre otros— tienen
una concepción muy «sui géneris» de explotación. Son
capaces de afirmar que «la apropiación colectiva del tra-
bajo excedente no impide de ninguna manera la existen-
cia de aparatos administrativos o de individuos que cum-
plen funciones improductivas pero socíalmente necesa-
rias». Es decir, que los trabajadores no se quejan de su
explotación en el capitalismo; que tanto los patronos como

290
el Ejército o la policía, o los curas, son también social-
mente necesarios.
Según esta misma extravagancia los mismos autores es-
tablecen que la «rudimentaria división sexual del trabajo
puede refinarse y, en conexión con la horticultura, la gana-
dería y aun con la caza y la recolección practicada por una
banda, pueden desarrollarse formas más complejas del
proceso de trabajo cooperativo». Ya sabemos que al «re-
finamiento» de la división sexual del trabajo (¿se referi-
rán a la elegancia en la forma de soportar la gestación y
el parto, o en la delicadeza al condimentar la comida o al
recolectar los frutos?) se añade la horticultura, la ganade-
ría, la recolección, actividades todas ellas que, por lo que
se ve, nadie sabe quien las realiza; de tal modo que tales
procesos de trabajo se convierten en abstracciones reali-
zadas por entes abstractos a su vez, pero cuyo conjunto
permite «un gran incremento de la productividad en el
trabajo en el interior de la comunidad primitiva». ¿Y quién
desarrolla esa gran productividad? ¿Y a quién van a parar
los frutos del trabajo? ¿Y cómo se distribuye el producto
social? Nuevos misterios que como en el caso de Mitchell
los autores no han creído conveniente revelar.
Ese gran incremento de la productividad para Hin-
dess y Hirst produce los siguientes efectos: mayor pro-
ductividad en el trabajo (¿de quién? ¿de todos los miem-
bros?), mayor cantidad de trabajadores (¿de los dos se-
xos? ¿Y producidos por quién y a qué costo?), y lo que
ellos denominan «redistribución compleja», que por lo
que he podido entender significa que el producto social
se distribuye según las necesidades y capacidades de cada
individuo, aunque teniendo en cuenta que existen catego-
rías que no participan en el trabajo productivo pero sí
realizan una tarea útil (véase magos, jefes de tribu,
ancianos). Añaden estos autores que estas características:
mayor productividad y mayor cantidad de trabajadores
implican un aumento absoluto en el volumen de trabajo
excedente del que se apropia la comunidad; con lo que
quieren decir que el reparto de la riqueza es equita-
tivo e igualitario entre los hombres y las mujeres. Res-
pecto al trabajo excedente que realizan todas las mujeres,
la única afirmación que los autores hacen sin rubor es
que «la comunidad está en condiciones de mantener un
incremento de la población improductiva, de la cantidad
de jóvenes, ancianos e inválidos, por una parte, y de adul-

291
tos dedicados total o parcialmente a actividades impro-
ductivas por otra».179
De los párrafos anteriores puede deducirse que los
autores citados creen que el trabajo productivo, incluida
la reproducción, lo realizan trabajadores de ambos sexos,
o asexuados, que reciben en la misma proporción la dis-
tribución del producto social; únicamente aceptan que
esa redistribución sufre algunas modificaciones según el
sexo y la edad del que recibe, y en consecuencia descu-
bren que tal redistribución se realiza por criterios que
«no pueden dejar de ser ideológicos».180 No cabe duda de
que se rigen por un análisis materialista de la comunidad
doméstica. ¿Y cuáles son los criterios ideológicos que ri-
gen la división del producto en la comunidad doméstica?
Pues la exclusión de las mujeres de su parte de apropia-
ción de la riqueza, su marginación de los mecanismos de
poder de la comunidad, su situación marginada, humillada
y esclavizada. Y todo ello ¿por qué? Por criterios ideoló-
gicos, nos responden en el estúpido repetir de los mismos
argumentos.
Esa «redistribución» del producto de Hindess y Hirst
en el modo de producción doméstico, consiste en la rea-
lidad en la apropiación del trabajo excedente de las mu-
jeres por parte de los hombres en todos los procesos de
trabajo; sexual, reproductor, productor, sin contrapartida
alguna, ni siquiera el reconocimiento social, y a lo que
Hindess y Hirst llaman igualdad y comunismo, justifican-
do en todo caso las diferentes retribuciones según el sexo
porque se deben «a criterios ideológicos».
Decir que las relaciones a través de las cuales se efec-
túa la redistribución son ideológicas equivale a decir que
se constituyen en tanto son producto de determinadas
prácticas ideológicas. Planteamiento curiosamente idealis-
ta para dos autores que se presentan como marxistas.
Para ellos la ideología es la causa de las diversas formas
que toma la redistribución del producto en las comunida-
des domésticas. De tal modo que si las mujeres reciben
la menor parte de riqueza, e incluso ellas mismas son
mercancías para los hombres, intercambiables por ganado
o por dotes como esposas y productoras de hijos, ello es
así para Hindess y Hirst porque la ideología de la so-

179. Obr. cit., pág. 59.


180. Obr. cit., pág. 48.

292
ciedad lo requiere. Los mecanismos de invención del sis-
tema de parentesco, por ejemplo, no responden a la nece-
sidad económica de proporcionarse la suficiente fuerza de
trabajo, o las necesarias esposas para realizar el trabajo
productivo, sino, por lo visto, a la variada imaginación
de los jefes de la tribu.
En el momento de definir la distribución del excedente
en las comunidades domésticas, se recurre a la ideología
como instancia dominante, en vez de pensar en términos
económicos sobre trabajo excedente, apropiación del ex-
cedente, servicios sexuales, explotación económica, por-
que así se permiten ignorar la explotación de la mujer que
la constituye en clase y seguir defendiendo la tesis de la
igualdad en las comunidades domésticas.
Esa igualdad, esa fraternidad y solidaridad que los
antropólogos creen haber encontrado en las comunidades
domésticas y que enjuician con la nostalgia de la utopía
nunca alcanzada, siempre soñada: el país feliz de Moro,
o los falansterios de Saint-Simón, o las descripciones idí-
licas de Fourier o de Rousseau. Ese puro estado de na-
turaleza que defienden Hindess y Hirts y Godelier y
Sahlins, donde «desde el punto de vista político, la comu-
nidad doméstica es una especie de estado natural»,181
¿y dónde si no en estado natural la mujer desarrolla sus
potencias procreadoras «naturales», dónde mejor que en
el más primitivo contacto con la naturaleza, en esa inevi-
table simbiosis en que vive con la naturaleza el hombre
primitivo puede la mujer desarrollar mejor sus «natura-
les» capacidades efectivas con sus hijos, los tiernos cui-
dados a los enfermos, a los ancianos, dónde, si no en ple-
na naturaleza se puede considerar más «natural» que la
mujer amamante niños mientras cultiva la tierra y recoge
los frutos?
«La comunidad cierra el círculo doméstico, la cir-
cunferencia se convierte en una línea de demarcación so-
cial y económica. Los sociólogos lo llaman "grupo prima-
rio", la gente lo llama "hogar".» m Y lo natural es que todo
el mundo se halle organizado en familias que viven cada
una en su hogar, y lo natural es que el amor, la com-
prensión, el cuidado y la afectividad se desarrollen en el
seno del hogar, frente a la agresividad del mundo exte-

181. Sahlins, obr. cit., pág. 111.


182. Sahlins, obr. cit., pág. 111.

293
rior. El "hogar" es la cueva, la cabana, la tienda, el igloo,
la aldea de los primitivos; y en su seno donde se come,
se ama, se nace, se muere, es decir donde se realizan to-
das las funciones "naturales" del individuo. En el discurso
burgués no caben las contradicciones. El hombre protege
a la mujer, ella le obedece porque le ama y los dos aman
y protegen a los hijos, y en el seno del hogar florecen
la unidad y la igualdad. El anverso y el reverso de esta
visión de la familia han sido aceptadas sin más análisis
por todos los teóricos, incluidas las feministas. El estudio
de la familia ha sustituido al estudio del modo de pro-
ducción, se denominan funciones a los procesos de tra-
bajo sexual, reproductor y doméstico, se mezclan los
conceptos ideológicos como la "psicología del poder" con
la "maternidad" que denomina un proceso de trabajo en
su terminología ideológica, y en resumen, aceptando tanto
los políticos de derecha como los de izquierda, que el
"problema de la condición femenina" es muy complejo, y
permitiendo complacidamente que las feministas rebus-
quen afanosamente en su cesto de conceptos, como si fue-
sen retales de tela, las palabras mágicas que habrán de
llevarlas hasta el talismán que resuelva sus miserias, se
puede ocultar la verdad y sonreír con satisfacción ante los
estériles esfuerzos de una Mitchell por "enlazar" la fami-
lia con la economía política a través del psicoanálisis.
»Una muestra de esta búsqueda patética de nuestras
compañeras por alcanzar el rayito de luz que las ilumine,
lo constituye el texto Patriarcado capitalista y feminismo
socialista, recopilación de artículos escritos por varias au-
toras norteamericanas, que siguen mezclando los términos
económicos con los filosóficos, hasta llegar a conclusiones
tan clarividentes como ésta: «El artículo de Oren indica
que la forma específica de familia creada por el capitalis-
mo —la mujer confinada a la monogamia, al trabajo do-
méstico y a la dependencia económica, y el hombre defi-
nido como el que gana el pan— ayuda a legitimar y es-
tabilizar la relación del trabajo asalariado con el capital.
En otras palabras la relación de la familia jerárquico-
patriarcal es una condición necesaria para el trabajo asa-
lariado del hombre. El análisis de Oren sobre cómo se
transforma el salario en partes desiguales de comida, sa-
lud y otras cuestiones parecidas, proporciona pruebas em-
píricas de lo que ya sospechábamos: que los hombres de
la clase trabajadora obtienen del patriarcado también algo

294
material y no solamente ilusorio, y que este sistema ma-
terial de poder, de privilegios y de recursos extras da lu-
gar a un lazo objetivo entre ellos y los hombres capitalis-
tas, así como a una división objetiva entre ellos desde el
punto de vista de la clase trabajadora como un todo.» " 3
Produce ternura leer esta ingenua frase «proporciona
pruebas empíricas de lo que ya sospechábamos: que los
hombres de la clase trabajadora obtienen del patriarcado
también algo material y no solamente ilusorio». Si no se
expresara en serio creería que se trataba de una muestra
de fino sentido del humor. En el día de hoy las feminis-
tas socialistas norteamericanas «sospechan» que los hom-
bres trabajadores obtienen beneficios materiales del «pa-
triarcado» y no solamente ilusiones. Supongo que la sos-
pecha se les despertó leyendo ese citado informe de co-
midas sabrosas, ropa limpia, hogar confortable y servi-
cios sexuales que les prestan las mujeres norteamericanas
a su marido trabajador. Por otro lado, la utilización de
término patriarcado tanto para designar a veces el modo
de producción doméstico, como la ideología que le corres-
ponde, da la más triste imagen de la pobreza de conoci-
mientos y de lenguaje de las autoras, profesoras de varias
universidades norteamericanas, cuya obra se ha traducido
ya al castellano y se ha difundido tanto en los países de
habla inglesa como española.
Pero tal confusión es muy útil a los hombres defenso-
res de su «patriarcado». Mientras Zula Eisenstein balbu-
cea «cosas» sobre sus sospechas respecto a los beneficios
materiales que obtienen del patriarcado los trabajadores,
Samin Amín puede desencadenar sus trenos contra los
autores que han expresado los primeros conceptos sobre
el modo de producción doméstico, ya que tan pobres ar-
gumentos como los esgrimidos hasta ahora por unos y
otras no han permitido acallar definitivamente los graz-
nidos de Amin y de sus congéneres que dicen cosas seme-
jantes a ésta: «Era preciso situar de nuevo el problema.
Hemos mantenido la tesis de que la calificación del modo
de producción doméstico, tomado de Marshall Sahlins,
sembraba la confusión. Un modo de producción no puede
ser transhistórico, servir para dar cuenta de todo, en todo
183. Rosalind Petchesky. Art. «Para terminar con la duplicidad:
informe sobre los grupos marxistas-feministas 1-5.» Patriarcado ca-
pitalista y feminismo socialista. Textos copilados por Zillah R. Ein-
senstein. Ed. Sg. XXI. Madrid 1978, pág. 87.

295
momento y lugar. El modo de producción doméstico no
explica nada. Vate más no abusar de tos términos. La
confusión proviene de una reducción de todas las rela-
ciones de dominación y de explotación a una categoría
única, la de las relaciones de extracción de excedente. Hay
que formular esta cuestión de la articulación de la opre-
sión femenina y de la explotación capitalista de la manera
siguiente: la sumisión de las mujeres permite al capital
reducir el valor de la fuerza de trabajo; los hombres do-
minan a las mujeres, pero son explotados en conjunto.
Bruno Lautier fue el primero, que sepamos, en sistemati-
zar la idea de la articulación de las formas de sumisión
formal y real y en rechazar la tesis de la explotación "en
cascada''': de la mujer por el hombre y del hombre por el
capital. El pretendido modo de producción doméstico pro-
cede de una confusión de los planos sexos/clases, asimi-
lando la división del trabajo entre sexos a la división del
trabajo sobre la que se funda la diferenciación de las cla-
ses. En realidad, ese concepto proviene de la ideología
burguesa, más exactamente, de la ideología del feminismo
burgués.
«Sin duda, la "derrota histórica del sexo femenino",
para emplear la expresión de Engels, es tan antigua que la
opresión de las mujeres constituye una constante que
atraviesa la historia. Pero, en tal caso, su análisis no com-
pite al terreno de los modos de producción. Como observó
Lipietz nunca se da aisladamente, lo cual es prueba sufi-
ciente de que no tiene el estatuto de un modo de produc-
ción en el sentido exacto del término.» 1M
Ya lo sabemos. El señor Amin asegura que el modo de
producción doméstico no explica nada, y como él lo dice,
boca cerrada. Como según él un modo de producción no
puede ser transhistórico, y aparte de que nos deba una
explicación de por qué no, ya que tal afirmación no ha
adquirido todavía categoría de axioma por más que él lo
pretenda, no entiende que no puede calificarse de tal, des-
de el momento en que es una institución humana, orga-
nizada, creada, inventada por los grupos de hombres, en
un momento histórico detei-minado: la aparición del hom-
bre sobre la tierra. Momento histórico para el que no
poseemos fecha exacta por nuestra ignorancia, pero no

184. Sanair Amin, Clases y naciones en el materialismo histórico.


Editorial Viejo Topo, pág. 34. Barna. 1979.

296
eterno o infinito como la existencia de Dios. Si el hombre
es producto de una evolución biológica no lo son por el
contrario las instituciones sociales y culturales que él in-
venta y desarrolla. No resulta una condena divina ni un
determinismo biológico, ni una inevitable condición fi-
siológica que la mujer sea el sexo explotado. Desde el prin-
cipio del desarrollo de este tema he repetido, como otros
dignos autores, que la explotación femenina no deriva de
unas propiedades fisiológicas del sexo que la hacen ine-
vitable. No es cuestión de la naturaleza, sino de la cul-
tura. No se trata por tanto de justificarla apelando a los
conocimientos y a las analogías pseudocientíficas con los
animales o con los ciclos naturales. No tiene una expli-
cación en sí mismo, sino que es preciso hallar la expli-
cación. Ninguna condición física de la mujer la hace pro-
clive, «per se», a la explotación por el hombre. Aceptar
semejante razonamiento entra en la línea ideológica de
los que afirman que la raza negra debe ser esclava porque
es negra.
Si los ciclos menstruales, si los órganos genitales y
reproductores han especializado a las hembras mamíferas
en el trabajo reproductor, a costa de una gran inversión
de tiempo, de energías humanas y de sufrimientos, ello no
significa ni que la hembra humana no debiera ya haber
superado y aliviado fundamentalmente su servidumbre y
sus dolores, ni por supuesto que esta especialización en
el trabajo la haga víctima inevitable de la explotación, de
la depredación y del sadismo masculino. La lucha de cla-
ses es una explicación política, económica y filosófica, no
biológica, señor Amin. Decir por tanto que la lucha de
clases entre el hombre y la mujer, y la explotación fe-
menina por los hombres es una explicación «transhistó-
rica» —objeción que también me he oído de alguna so-
cialista que se creía feminista— es decir disparates. O
creer en la fábula judaica de la creación divina de Adán
y Eva y el pecado original. Y de la misma forma que el
concepto de clase es un concepto económico, político y
filosófico y no un concepto biológico ni fisiológico, será
posible históricamente —tan históricamente como se ha
producido— acabar con la dominación de la mujer por el
hombre.
Siguiendo con la amable crítica de Amin, resulta toda-
vía más confuso que diga que «la confusión proviene de
una reducción de todas las relaciones de dominación y de

297
explotación a una categoría única, la de las relaciones
de extracción de excedente». Como vemos el ilustre
economista no distingue entre relaciones de produc-
ción, a las que llama relaciones de dominación y de
explotación y añade la aclaración de «todas» (¿luego unas
sí y otras no?), y relaciones de extracción de excedente
que por lo que se ve no son relaciones de producción o
de explotación. Y a partir de este bonito lío de palabras
nos enseña que hay que «formular esta cuestión de la
articulación de la opresión femenina y de la explotación
capitalista de la manera siguiente: la sumisión de las mu-
jeres permite al capital reducir el valor de la fuerza de
trabajo, los hombres dominan a las mujeres, pero son
explotados en conjunto». Los hombres dominan, pero no
explotan ¿verdad Amin? ¿Y quién niega que el capitalismo
explota a los hombres trabajadores? Como siempre los
hombrecitos se sienten indignados de que no se hable
únicamente de ellos y de sus miserias, cuando solamente
ellos han tenido la palabra durante un millón de años.
Tampoco resulta grato que les llamen explotadores por
primera vez, ¿verdad? El resto del párrafo apenas merece
comentario con esa estúpida expresión de la explotación
«en cascada». ¿Y los hombres que no son explotados
señor Amin, los burgueses y cía., qué hacen con sus
mujeres? Y su aseveración de que el concepto del modo
de producción doméstico proviene de la ideología bur-
guesa, resulta tan ridículo que poco comentario cabe.
Nunca se oyó a los filósofos burgueses hablar del modo
de producción doméstico como causa de la opresión de la
mujer. Precisamente el discurso burgués parte de la opre-
sión de la mujer como inherente a su capacidad fisiológica
y biológica, y por ende inevitable, dependiente únicamente
del designio divino.
Respecto a la confusión a que hace referencia Samir
Amin entre los planos sexos/clases (a veces no se sabe
si se habla con antropólogos y economistas o con arqui-
tectos-esferas, planos, etc. es una terminología abun-
dantemente utilizada hoy por aquéllos), es curioso cons-
tatar cuánto le molesta que se defina la explotación de la
mujer como la explotación de una clase, cuando sería más
elegante, ¿verdad? dejarlo únicamente en «opresión de
sexos» sobre la que comenta Amin, como observó Lipieta
que «nunca se da aisladamente lo cual es prueba suficien-
te de que no tiene el estatuto de un modo de producción en

298
el sentido exacto del término». Y, en consecuencia, ¿qué
estatuto tiene? jAh, nuevo misterio! Tonterías de mujeres
¿verdad señor Amin? Si Lipieta dice que nunca se da
aislado, prueba bastante ¿de qué? ¿Y de qué se tiene que
dar aislado? ¿Y no se da aislado en todas las sociedades
domésticas? ¿Por qué Samir Amin no estudia un poquito
más la condición de la mujer entre «los pueblos natura-
les» y después se atreve a opinar?
En resumen, el modo de producción doméstico se de-
sarrolla y se reproduce en su estado puro en todas las co-
munidades domésticas, las llamadas hasta ahora de «co-
munismo primitivo», exclusivamente por el trabajo ex-
plotado de las mujeres. La mujer es el sujeto obligado a
prestar servicios sexuales sin retribución, a reproducirse
gratis, a realizar todas las tareas domésticas, entre las que
se incluye el noventa por ciento del trabajo productivo,
tanto en la alimentación, como en el vestido y en la vivien-
da, a cambio de su más precaria supervivencia.
En los pueblos primitivos, en las áreas rurales y en
los países del Tercer Mundo, la producción de alimentos y
la reproducción agotan todas las tareas de las mujeres
adultas. Mientras las tierras de pastoreo o de labor son
comunales, y el producto excedente sirve únicamente para
garantizar el alimento durante un corto espacio de tiem-
po, y se desconoce el comercio y los intercambios son tan
rudimentarios que no abastecen más que un porcentaje
ínfimo de las necesidades, las mujeres, constreñidas a
trabajar sin retribución mediante diversas coerciones ex-
traeconómicas, se encuentran en un «status» de esclavas.
Ya se sabe que al esclavo únicamente le hace trabajar el
látigo. Tanto su cuerpo, como su fuerza de trabajo, su
capacidad reproductora, sus hijos, la totalidad de la mu-
jer pertenece al hombre que se convierte en su dueño. Y
todos los hombres, estimados en su totalidad, dominan a
todas las mujeres, cuyo «status» de clase sometida las
hace vasallas de aquéllos. El modo de producción domés-
tico se caracteriza por la explotación y la dominación de
las mujeres por los hombres.
Tanto bajo el modo de producción capitalista como
el socialista, la reproducción de la fuerza de trabajo, los
servicios sexuales, y el proceso de producción del man-
tenimiento de la fuerza de trabajo, lo realizan las mujeres
en el ámbito del hogar doméstico. La fuerza de trabajo
masculina que aprovecha el capitalismo, está producida,

299
mantenida y reproducida por las mujeres, y su valor co-
rresponde exclusivamente al de su manutención. Valor
pagado por el hombre que dispone de los servicios de la
mujer.
Bien es cierto que el modo de producción capitalista
—en contra de la opinión que sustentan algunas autoras
cuya obra veremos más adelante— ha modificado ligera-
mente, pero en algunos matices muy favorablemente, las
relaciones de producción existentes en el modo de pro-
ducción doméstico entre el hombre y la mujer. Podemos
sentirnos agradecidas a los burgueses por haber desterra-
do de la práctica cotidiana la cliteridectomía, la infibula-
ción, el anillado del cuello, el asesinato de las adúlteras,
la violación legal, y algunas otras costumbres tan ama-
bles como las descritas que, como ya hemos visto, se
practican con toda normalidad en las comunidades do-
mésticas. Las relaciones de reproducción en el modo de
producción doméstico se han modificado en el curso de la
historia, amoldándose a los imperativos del modo de pro-
ducción dominante. La ideología de este último ha sido
decisiva en el «status» de las mujeres, dulcificando su con-
dición a medida que las necesidades económicas del ca-
pitalismo exigían más y más fuerza de trabajo humano,
Tanto femenina como infantil. Tanto trabajadores jóvenes
como adultos en buenas condiciones. Tanto muchachos y
muchachas en número de millones, como en perfectas
condiciones de adiestramiento para el trabajo.
Como cita Terray, la estabilidad de la explotación no
significa «que los modos de producción precapitalistas es-
tén necesariamente abocados a lo que Marx llama la re-
producción simple: la reconstrucción perpetua de las mis-
mas condiciones y relaciones de producción. Pueden co-
nocer y efectivamente han conocido, períodos de creci-
miento y de transformación rápidos precedidos y acom-
pañados por una intensificación de la explotación».185
Estos períodos son el resultado de coyunturas históri-
cas determinadas, la cita de Terray se refiere a las vici-
situdes por las que las comunidades domésticas han
atravesado, sobre todo a partir de la colonización occi-
dental, y que es también de aplicación al modelo actual
del modo de producción doméstico bajo el modo de pro-
ducción capitalista. En el modo de producción doméstico

185. Obr. cit., págs. 122-123.

300
no es una ley la agravación constante de la explotación
como en el modo de producción capitalista. Por el con-
trario, aquél se amolda, se somete a la dominación del
capitalismo (situación idéntica frente al socialismo), y
adapta su ideología y sus relaciones de reproducción a las
demandas de aquél, y en consecuencia el capitalismo de-
fiende de la destrucción el modo de producción doméstico.
Para Terray existen modos de producción sin clases
—aunque no especifique de cuáles se trata—, pero hace
una clasificación correcta entre los modos de producción
con clases, distinguiendo aquéllos en los que las clases se
reclutan de manera cerrada, donde la división de clases
queda oculta tras las diferenciaciones «naturales» o so-
ciohistóricas y donde por consiguiente las clases siguen
siendo clases «en sí», incapaces de transformarse en fuer-
zas susceptibles de iniciativas históricas. Terray incluye
en éstos el modo de producción feudal y el modo de pro-
ducción esclavista, con cuyos ejemplos ilustra su defi-
nición. En el modo de producción doméstico la relación
entre las clases, hombres y mujer, ha seguido la norma-
tiva indicada por Terray; su reclutamiento «cerrado», ori-
ginado por las causas llamadas biológicas o naturales, el
enclaustramiento de las mujeres, la alienación grave que
éstas padecen al sufrir tantas explotaciones, la más ex-
haustiva de las cuales se produce en su propio cuerpo,
ha hecho perder conciencia a la clase de sí misma, al
mismo tiempo que ha enmascarado ante ella misma y ante
3as demás clases su condición de tal, otorgándole el cali-
ficativo de «natural», producto de la naturaleza, designio
divino y condición irreversible, a la explotación femenina.
¿Qué si no este concepto es el que lleva a Hindess y
Hirst a explicar que la división sexual del trabajo en el
modo de producción doméstico —que ellos se empeñan
en llamar comunismo primitivo— se produce en razón de
un «criterio ideológico»? Los párrafos de estos autores
son los más instructivos sobre la extravagancia de los an-
tropólogos que se autodefinen como marxistas. Aseguran
que existen modos de producción sin clases y modos de
producción con clases. En estos últimos la presencia del
Estado y del nivel político son condiciones de existencia
de todo mecanismo de apropiación del trabajo excedente
por parte de una clase. En consecuencia cuando no
existen clases, ni Estado, ni nivel político, ¿cómo puede
realizarse la redistribución del producto, mediante la evi-

301
dente arbitrariedad que consiste en extraer todo el exce-
dente a las mujeres? Oigamos a los propios Hindess y
Hirst. m
«La redistribución simple y la redistribución comple-
ja tienen diferentes propiedades estructurales como me-
canismos de apropiación colectiva... los conceptos de me-
canismos y de sus variantes son conceptos económicos.
Cada variante requiere como condición de existencia un
sistema ideológico de relaciones sociales que determine
las propiedades a partir de las cuales la intervención de
estas relaciones en la economía lo constituyen. Establecer
un principio de variación en el nivel de la economía no
equivale a negar la existencia o la eficacia de la variación
en el nivel ideológico. Por el contrario, lo que establece
las condiciones de intervención del nivel ideológico en la
economía es la estructura del mecanismo de extracción
del trabajo excedente.» 187
¡Exacto! La estructura del mecanismo de extracción
del trabajo excedente establece las condiciones de inter-
vención del nivel ideológico, y el sistema ideológico de
relaciones sociales determina la estructura del mecanismo
186. Barry Hindess y Paul Q. Hirst, Los modos de producción
precapitalistas, pág. 53.
Í87. «Morgan se refiere al crecimiento de la idea de propiedad
que condujo a la humanidad a "establecer la sociedad política so-
bre la base del territorio y la propiedad" (Ancient Society, pág. 6),
el marxismo sostiene que la existencia del Estado y de la política
es una consecuencia de la división social del trabajo, que es pe-
culiar de ciertos modos de producción y sólo de ellos. En los dos
modos de producción comunistas en que la apropiación del trabajo
excedente es colectiva, los agentes de la producción no se dividen
en una clase de trabajadores y una clase de no trabajadores. No
hace falta aparato de Estado alguno para mantener el mecanismo
de apropiación del trabajo excedente y la formación social se com-
pone sólo de los niveles, el económico y el ideológico. Todos los
demás modos de producción se caracterizan por una división social
del trabajo en clases. En estos casos el nivel político existe como
espacio necesario de representación de los intereses de las diversas
clases, mientras que la presencia de un aparato de Estado resulta
ser condición necesaria para el mantenimiento y funciones del
mecanismo de apropiación del trabajo excedente por parte de la
clase dirigente. La presencia de un nivel político y del Estado, en
consecuencia, es una condición de existencia de todos los modos
de producción en que la apropiación del trabajo excedente no es
colectiva. Si las relaciones de producción distribuyen los agentes
de la producción en clases, entonces ha de haber un Estado y un
nivel político. Si no hay Estado, entonces no hay nivel político
ni política.» (Hindess y Hirst, Los modos de producción precapita-
listas, pág. 33.)

302
de extracción del trabajo excedente. ¿Cuándo comenzó
todo: con el huevo o con la gallina? Según el párrafo trans-
crito estos autores pretenden decirnos que las condiciones
ideológicas determinan las relaciones de producción y las
relaciones de producción establecen las condiciones ideo-
lógicas. Las causas materiales, es decir el beneficio eco-
nómico que los hombres de las sociedades domésticas
extraen de sus mujeres, no es tenido en cuenta como cau-
sa primera y fundamental del «nivel ideológico», mediante
el cual justifican la explotación femenina.
En el colmo del mecanicismo, Hindess y Hirts, agarra-
dos a las tesis engelsianas, repiten,183 y repiten, que la
sociedad de clases exige la existencia de un Estado y de
un nivel político como espacio de representación de los
intereses de clase. El Estado dispone de los medios coer-
citivos y represivos en un aparato organizado para impo-
ner y mantener el mecanismo de apropiación del trabajo
excedente por una clase. Y el razonamiento consecuente
de estos autores es que allí donde no se encuentra este
aparato estatal, no existen clases, no existe explotación y
florece el comunismo primitivo. Por ello aseguran que «la
organización policial de los indios "crow", situacional y
temporal, no es, como sugiere Lewis en su "Origin of the
State" una forma emergente de la organización del Estado.
Sólo se constituyen como aparatos específicamente esta-
tales cuando el aparato coercitivo está organizado y coor-
dinado para mantener las relaciones de producción explo-
tadoras entre una clase de trabajadores y una clase de no
trabajadores».
Evidentemente estos autores son incapaces de decir-
nos qué término económico y político merecen las muje-
res «crow» que trabajan durísimamente durante toda su
vida, que se reproducen y mantienen a sus hijos, y qué
papel social cumplen los hombres «crow» que viven hol-
gazaneando también durante toda su vida, mientras se
mantienen gracias al trabajo de sus mujeres; porque son
incapaces de aplicar a sus investigaciones la dialéctica
marxista más allá de la repetición mecánica de los con-
ceptos elaborados o insinuados por sus maestros. En rea-
lidad exactamente lo contrario de lo que Marx o Engels
desearon y entendieron por dialéctica.
En las sociedades domésticas, la organización de la

188. Págs. 37, 53, 36, 47, 48, 51.

303
tribu, de las gens, incluso de la horda —el estadio más
simple de comunidad humana—, los hombres mantienen
una cohesión como clase, que les permite actuar conjun-
tamente sin vacilaciones, en todos los actos necesarios de
coerción de las mujeres. No se trata de un aparato de
Estado en el que unos cuantos hombres se especialicen
en la defensa de los intereses de la clase dominante. Se
trata de toda la clase, de todo el conjunto de individuos
—muchas veces ya hemos visto que no pasa de veinte—,
que se agrupan, se organizan para defender su predomi-
nio sobre las mujeres. Las instituciones de la brujería, los
magos, el consejo de ancianos, la casa de los hombres, se
encuentran en todas las sociedades primitivas. Son todos
los hombres, a partir de su iniciación en la pubertad, los
que se unen para realizar las expediciones punitivas con-
tra las mujeres. Los que mantienen en secreto los ritos,
las ceremonias de la caza de los hombres. Son los hom-
bres, como totalidad, con la coherencia que da la defensa
de los mismos intereses de clase, los que dictan las nor-
mas punitivas contra las mujeres: la violación colectiva,
el asesinato, la mutilación, el abandono en la pradera,
etcétera, como ya hemos visto.
Es decir, el poder masculino como clase, se manifiesta
—como por otra parte en todos los modos de producción
precapitalistas— por el poder sobre las personas más que
sobre las cosas.
El derecho de los jefes, del consejo de ancianos, de
los hombres en su totalidad sobre las mujeres, en la co-
munidad doméstica, es un derecho sobre el producto del
trabajo de éstas, sobre los hijos, sobre su cuerpo en vir-
tud de una superioridad teorizada ideológicamente sobre
su persona. Lo que difiere fundamentalmente del modo de
producción capitalista, en el que la superioridad mani-
fiesta sobre las personas se produce en virtud del derecho
de propiedad sobre las cosas. La confusión resulta mortal
en el momento de comprender la organización de poder
que los hombres de las sociedades domésticas detentan
para someter, tanto física como ideológicamente, a las
mujeres, a las que someten como clase con el único pro-
pósito —del mismo modo que todas las clases dominan-
tes— de obtener de ellas el mayor producto excedente a
cambio de la menor retribución. En fin, lo que se llama
con propiedad, en términos económicos, explotación.
El modo de producción doméstico es aquel que se

304
caracteriza por la única y más exhaustiva explotación de
las mujeres por parte de todos los hombres. Y para ello
éstos disponen de las instituciones sociales e ideológicas
necesarias para lograr tal fin. Comprender esta ley es fun*
damental para conocer, definitivamente, la condición fe-
menina.

23
30S
CAPÍTULO XIV
RELACIONES DE PRODUCCIÓN

¿Qué decir que no haya quedado expuesto en el aná-


lisis anterior sobre las relaciones de reproducción? Pues
bien, únicamente añadir que las relaciones de producción
entre el hombre y la mujer son la lógica consecuencia de
las relaciones que se establecen respecto a la reproduc-
ción. Si la reproducción se constituye en la producción
principal: el proceso productivo de fuerza de trabajo,
condiciona todas las restantes relaciones entre los sexos.
Una clase está explotada en todos los procesos de tra-
bajo y sometida en todos los aspectos de su vida coti-
diana. La mujer es la clase que soporta más explotaciones
juntas, y reúne por tanto, mayor número también de opre-
siones. Por ello resulta tan ridículo defender la existen-
cia de mujeres burguesas, es decir, no sólo aquellas que
poseen medios productivos, sino el poder en la sociedad.
Lo que denomina Poulantzas, condición ideológica, el pa-
pel social, la unicidad en la totalidad de Luckács. La mu-
jer es una clase explotada económicamente en todos los
aspectos de su llamado «papel» social.
En las comunidades primitivas m las relaciones de pro-
ducción se desarrollan al unísono que las de reproducción.
Ya hemos visto cómo la reproducción es el principal
proceso de producción, al que se someten todos los de-
más, y cómo las relaciones de producción condicionan y
someten a las relaciones de producción. En consecuencia,
¿qué sucede en tales comunidades entre el hombre y la
mujer, respecto a las tantas veces llamada división sexual

189. En la actualidad: Ver Parte III. Relaciones de produc-


ción.

307
del trabajo? No solamente el sometimiento, la represión,
la persecución, la venganza y el castigo se ejercen sobre
las mujeres para dominar y explotar sus capacidades re-
productoras. En la reproducción de alimentos son tam-
bién las mujeres los sujetos explotados; sometida y uti-
lizada su fuerza de trabajo en la obtención de todos los
bienes de uso necesarios para la supervivencia de la co-
munidad, a la que también abastecen de suficientes indi-
viduos para su reproducción.

La «cooperación» y la «reciprocidad» en la sociedad


doméstica

Las relaciones de parentesco, tan aprendidas y estu-


diadas por los antropólogos, son las relaciones de repro-
ducción y de producción. Por ello la polémica actual en-
tre los antropólogos respecto a la confusión ante estos
términos, que para algunos son sinónimos «cooperación y
reciprocidad» resulta más que nunca errónea y ridicula.
Algunos, como Sahiins, parece que se acercan a la verdad
cuando nos explica que «la unidad doméstica como tal,
recibe el peso de producción con la organización y la apli-
cación de su capacidad laboral y con la determinación del
objetivo económico; Sus propias relaciones internas, tal
como ocurre entre esposo y esposa, entre padres e hijos,
son las relaciones principales de la producción dentro de
la sociedad. El rótulo incorporado de los «status» de pa-
rentesco, el dominio y la subordinación de la vida domés-
tica, la reciprocidad y la cooperación, hacen aquí de lo
económico una modalidad de lo íntimo». ¿Pero a qué le
llama Sahiins reciprocidad y cooperación en la comunidad
doméstica, calificativos que sugieren la idea de relaciones
igualitarias entre los sexos? Pues, con la mayor ingenui-
dad del mundo, Sahiins se atreve a citar a Lewis Henry
Morgan que «llamó al programa de la economía doméstica
comunismo de vida». «La denominación parece oportuna,
pues el sistema de unidades domésticas es la forma más
elevada de la sociabilidad económica: "de cada uno de
acuerdo con sus posibilidades y a cada uno de acuerdo
con sus necesidades".»
Como vemos la ceguera de los investigadores resulta
patética. Tras los repetidos relatos de la forma en que
los hombres explotan a sus mujeres en el trabajo produc-

308
tivo en todas las comunidades primitivas, parece cínico
repetir el «slogan» de comunismo y solidaridad y coope-
ración.
Y sin embargo, Sahlins se ratifica en los mismos tér-
minos: «Comunidad de bienes y servicios», «distribución
que transciende la reciprocidad de funciones, como entre
un hombre y una mujer, sobre la cual está establecida la
familia», y con tan igualitaria reciprocidad entre el hom-
bre y la mujer —Sahlins debe pensar que en la repro-
ducción las funciones femeninas y masculinas son recí-
procas— se alcanza el estado de perfección que «excluye
lo más compulsivo que ha conocido la historia: el con-
trol exclusivo de tales medios por unos pocos.»
Hindess y Hirst resultan los más extravagantes de to-
dos los antropólogos. Para ellos la producción se organiza
únicamente sobre «la base de una división técnica del
trabajo entre los sexos y la cooperación simple o com-
pleja» sin que sepan decirnos qué sea eso de la división
técnica del trabajo, dado que las comunidades primitivas
no se distinguen precisamente por lo avanzado de la téc-
nica, y si se refieren a la división sexual en la reproduc-
ción, no hay datos fisiológicos que permitan suponer que
la especialización de la mujer en la reproducción la obli-
ga al mismo tiempo a recolectar y a trabajar en la agri-
cultura, en los trabajos domésticos y en la vivienda, pro-
duciendo el mayor trabajo excedente. Estos autores, como
ya hemos visto, encuentran la causa de tan desigual re-
parto de las tareas en que la distribución del producto en
el interior de la banda se realiza mediante «la intervención
de relaciones sociales ideológicas que intervienen en la
economía». Porque según estos doctos profesores, la «mera
existencia de relaciones genealógicas —¡que finos! y que
extraña manera de llamarle a las relaciones de reproduc-
ción— es tan insuficiente para asegurar la presencia de
las correspondientes relaciones sociales en las llamadas
sociedades primitivas como lo es en la Inglaterra moder-
na». Lo penoso es que Hindess y Hirst no sepan que en
la Inglaterra moderna las relaciones de reproducción
(ésas que ellos llaman relaciones genealógicas) explican
muchas más cosas de lo que ellos creen. Entre otras el
código de familia, la lucha por obtener el divorcio, la
obligada abdicación del trono por parte del rey Eduar-
do VII para poder contraer matrimonio con Mrs. Simpson,

309
los numerosos infanticidios, la ley del aborto cuya per-
misividad atrae a las mujeres de toda Europa, etc.
Pero entrando en las cuestiones de las comunidades do-
mésticas, resulta que la redistribución del producto —como
ellos le llaman huyendo como de apestados de los tér-
minos de trabajo excedente, explotación y relaciones de
producción—, se realiza porque la «formación de las re-
laciones de parentesco requiere una transformación de
las estructuras del nivel ideológico que tiene sus pre-
condiciones económicas, pero190que no es producto de nin-
guna necesidad económica». Tal como se lee. La explo-
tación de las mujeres en las comunidades domésticas por
parte de los hombres no es producto de ninguna necesi-
dad económica.
Y en este mismo sentido insisten criticando a Mei-
llassous: «Meillassoux parece derivar ciertas relaciones de
producción a partir del modo de explotación de la tierra,
así considera las relaciones de parentesco como efecto
derivado del uso de la tierra como instrumento de trabajo.
En efecto, ya hemos mostrado que el uso de la tierra
como instrumento de trabajo requiere una determinada
estructura de relaciones de producción como condición de
su existencia. Pero no puede ser responsable de la ge-
neración de tales relaciones. Así, dada la primacía de las
fuerzas productivas, toda variación en el nivel de las re-
laciones de producción debe aparecer como completa-
mente accidental.» Ml
Es cierto que las relaciones de producción nunca pue-
den derivar del modo en que se realiza el proceso de tra-
bajo —ya hemos visto antes como son las fuerzas pro-
ductivas las determinantes, no los procesos de trabajo—,
sino del modo en que la clase dominante se apropia del
trabajo excedente producido por la clase dominada. Este
acento en las relaciones de producción —entendiéndolas
equivocadamente como determinantes cuando en realidad
son dominantes— hace a Hindess y a Hirst corregir indig-
nadamente a Meillassoux, pero únicamente para caer en un
error mucho más garrafal: pretender explicar las rela-
ciones de producción en las comunidades domésticas
—idénticas a las de parentesco, puesto que unas y otras
son en realidad relaciones de reproducción— mediante la

190. Obr. cit, pág. 67.


191. Obr. cit., págs. 64-65.

310
implantación de una determinada «ideología». Aunque no
puedan explicar cómo y por qué se ha elaborado esa ideo-
logía que —¡qué casualidad!— justifica precisamente que
sea la mujer la explotada.
Por lo que se ve para estos autores es un misterio que
en el modo de producción doméstico las relaciones de
producción entre el hombre y la mujer deriven del modo
en que aquel se apropia del trabajo excedente de ésta.
Para someter a la mujer a la explotación exhaustiva que
padece hace falta establecer un estudio esclavista o servil
de su condición. Como ya he repetido, a «sensu contrario»
del modo de producción capitalista, en el doméstico, es
a través de las relaciones de las personas como se esta-
blecen las relaciones entre las cosas. Estableciendo los ta-
búes de la virginidad y del adulterio, y disponiendo terri-
bles castigos contra las mujeres que los conculquen, los
hombres se hacen con la propiedad de los hijos. Estable-
ciendo los ritos sagrados de la iniciación de los adoles-
centes, manteniendo secretos y prohibidos los ornamen-
tos sagrados y la casa de los hombres, se permiten vi-
vir sin trabajar, mientras extraen el mayor excedente de
las mujeres. Mediante la cliteridectomía, la infibulación,
el apaleamiento, la violación y las muertes rituales y pe-
riódicas, los hombres establecen su sistema de terror so-
bre las mujeres, que, como a toda clase dominante, le
sirve para extraer el mayor beneficio económico.
Y como esta interpretación es tan evidente, puesto que
sólo se precisa para extraerla observar la realidad, cuyos
datos están al alcance de todo aquel investigador honesto
que quiera ver, resultan mucho más ridiculas que hones-
tas las afirmaciones de Hindess y de Hirst cuando afirman
que «la división del trabajo, tal como Engels la propone
era una mera excrecencia natural: sólo existía entre los
sexos».192 Y si bien sería de mi agrado poder preguntarle
a Engels qué entendía por excrecencia natural, y qué en-
tendía por división del trabajo entre los sexos —es de
suponer que hoy no defendería como «natural» la cliteri-
dectomía o la explotación productiva de las mujeres en
todas las comunidades domésticas— Hindess y Hirst no
tienen excusa cuando se apoyan en esta simple y desfasa-
da apreciación de Engels para añadir que «la división en
sexos es la única base posible para una especialización

192. Obr. cit, pág. 55.


311
permanente. Hasta ahora tenemos, pues, división sexual
del trabajo y formas relativamente simples de cooperar
ción... El predominio de la redistribución simple implica
una rudimentaria división sexual del trabajo...»193 Resulta
altamente cínico que estos autores expliquen, hablando de
la tribu de los Gouro, que «el más pequeño de los equi-
pos se compone de una o más familias, monógamas, o
polígamas y corresponde a los grupos domésticos forma-
dos de acuerdo con el pían femenino —esto es— de acuer-
do con la distribución de las mujeres». Sin que más tarde
hagan el más mínimo comentario sobre la «igualdad y la
cooperación» que pueda existir entre el hombre y la mu-
jer, cuando aquél practica la poligamia y, «de acuerdo
con el plan femenino las mujeres se distribuyen entre los
hombres».194
Los mismos autores siguen comentando que, cuando
«un hombre accede a cierto "status" de adulto, si es casa-
do y con hijos, obtiene el control parcial sobre la distri-
bución del producto de su trabajo y el de su familia», y
finalmente, en la comida diaria, «el alimento se distribu-
ye en grupos en base "al sexov». No sienten tampoco nin-
guna pena por esas mujeres, que además de pertenecer
en rebaño a un marido, y de tener que agradarle sexual-
mente, por turnos —como ya conocemos de los indios
americanos o de los negros del Camerún—, y de gestar,
de parir y de amamantar, así como de trabajar en los
campos, reciben menos alimento que los hombres. Porque
«el alimento se distribuye en grupos en base a la edad,
«status» y sexo, es decir, no en base a los equipos de tra-
bajo...». Evidente, señores, porque en tal caso las muje-
res deberían recibir la mayor parte de la riqueza de la
comunidad, cosa que jamás se ha visto en ninguna so-
ciedad.
«Que el trabajo de cada individuo es indistinto quiere
decir que no hay manera de calcular las contribuciones
relativas de los diferentes individuos en el producto final.»
Sí, sí habría manera; darle la mayor parte a las muje-
res, puesto que son las que más trabajan, pero, ¿inaudito,
verdad? Y en consecuencia para Hindess y Hirst, este

193. Obr. cit., págs. 52-55


194. Se tiene la clara impresión leyendo a estos autores de que
ellos mismos consideran «natural» que las mujeres se cambien y
se vendan para producir hijos y cultivar la tierra.

312
sistema tan equitativo de reparto del producto, por razón
de sexo, se efectúa por medio del mismo sistema de rela-
ciones dadas de antemano: efectivamente las relaciones
de producción se establecen de tal modo que «cada indi-
viduo recibe su porción del producto en base a la posi-
ción que ocupa en la red y no en base a ninguna relación
que eventualmente pudiera establecer con otros indivi-
duos».195 ¿Y no han pensado nunca, señores, que la posi-
ción de cada individuo ocupa en la «red» —como ustedes
llaman a las relaciones de reproducción— es la misma que
la que establece con otros individuos? Es decir, que el
lugar secundario que le reservan a las mujeres en la dis-
tribución del producto está derivado del lugar subordina-
do que les está destinado como esposas, como madres y
como hijas. Que no es ninguna casualidad, señores Hindess
y Hirst, que las mujeres reciban menos alimento, cuando
a la vez están sometidas a la poligamia, a la venta de
esposas, al infanticidio femenino, al asesinato y a las vio-
laciones rituales.
Es decir, que esa supuesta división «natural» del tra-
bajo por sexos, y esa supervisación y coordinación del
trabajo, por parte de los hombres y de los de mayor li-
naje sobre los que están ubicados a nivel más bajo en
el linaje, es decir las mujeres, deriva de las relaciones
de reproducción que son determinantes de las de la pro-
ducción, y entre las que no se encuentra ninguna con-
tradicción. La clase explotada femenina. lo es en la re-
producción y en la producción tanto como en la sexua-
lidad. Y esos famosos mecanismos de apropiación y de
distribución del producto, a los que continuamente alu-
den Hindess y Hirst, como si fueran la llave mágica del
arca de los misterios, están dispuestos para apropiarse
de la mayor cantidad de trabajo excedente de las mujeres.
En consecuencia, y resumiendo, las relaciones de pa-
rentesco son las relaciones de reproducción, y éstas cons-
tituyen las de producción. Ésta es la ley de las relaciones
de producción entre el hombre y la mujer. Y la ideolo-
gía, ese ídolo al que todos los autores conceden sus sa-
crificios, sirve para enmascarar el cuerpo de la sociedad
con los extraños ropajes con que cada una lo oculta.
Godelier no es tan «idealista», a pesar de que sus con-
clusiones resulten tan hostiles respecto a la idea de la

195. Obr. cit., pág. 52.

313
mujer como clase. Aunque afirma que el funcionamiento
de los grupos familiares depende de la naturaleza de las
relaciones sociales de la producción, se encuentra inme-
diatamente después preguntándose por qué la estructura
interna de un tipo de organización familiar «parece» de-
pender, al menos de dos grupos de condiciones sociales
previas: «las relaciones de parentesco y las relaciones de
producción» y nos da la explicación estructuralista de
esta «coincidencia». «En la mayoría de las sociedades pri-
mitivas, las relaciones de producción y las relaciones de
parentesco no existen bajo forma de instituciones dife-
renciadas, aseguradas por las propias relaciones sociales.
En ellas las relaciones de parentesco funcionan como rela-
ciones de producción y a la inversa; y la distinción entre
infraestructura y sobreestructura no es una distinción
entre diferentes relaciones sociales existentes a distintos
"niveles" de la sociedad, sino una distinción entre funcio-
nes distintas asumidas por las mismas relaciones socia-
les. Así pues, controlar las relaciones de producción su-
pone controlar las relaciones de parentesco. Y recíproca-
mente, controlar las relaciones de parentesco, no sola-
mente supone controlar la reproducción de la vida, la
reproducción física de los grupos, sino su reproducción
material y social. A nivel de apariencia, todo sucede como
si las relaciones de parentesco, el parentesco, dominasen
la sociedad y controlasen la reproducción. Pero tras so-
meterlo a análisis se comprueba que las relaciones de
parentesco dominan la sociedad únicamente porque fun-
cionan como relaciones de producción. Es precisamente
esta relación interna, estructural, entre dominación visible
de parentesco y casualidad determinante de las relacio-
nes de producción, la que hasta nuestros días ni los em-
piristas, ni los estructuralistas, ni los marxistas como
Aithusser, Balibar o Meillassoux, han sido incapaces de
comprender, puesto que consideraban las relaciones de
casualidad como relaciones entre instituciones y no rela-
ciones jerárquicas entre funciones.» m

Y sin embargo, Godelier no quiere admitir que esa


identidad de las relaciones de producción y de reproduc-
ción se define por el dominio de clase de la mujer por el
hombre. Dominio que se manifiesta en todas las «estruc-

196. Goleier, Les cahiers du CERM, pág. 34. Antoine Artous,


cit. Materiales n.° 9, págs. 78-79.

314
turas» de la sociedad. El propio autor en un momento
dado dice que «controlar las relaciones de producción su-
pone controlar las relaciones de parentesco», y parece im-
posible que no vea la estrecha relación, aunque invertida,
entre las relaciones que se establecen entre los sexos en
los dos procesos productivos.
A pesar de este análisis —que tanto se acerca a la
verdad— de las relaciones de producción y las de repro-
ducción, Godelier tiene que defraudarnos inmediatamen-
te añadiendo: «Queda aún por señalar una diferencia fun-
damental en comparación con las sociedades clasistas. En
éstas, el poder se vertebra entre una clase dominante y
una clase dominada y no en torno a la opresión de las
mujeres.» Exacto, señor Godelier, porque en las socieda-
des domésticas las mujeres son la clase dominada. Y él
mismo lo dice cuando añade sin rubor: «En las socieda-
des primitivas, se estructura en torno a la dominación del
grupo de los hombres sobre el grupo de las mujeres,»
Sí ¿pero por qué incluso cuando los hombres dominan a
las mujeres, éstas no constituyen una clase? Veamos: «Al
mismo tiempo la organización cooperativa del trabajo hace
ocupar a las mujeres un lugar relativamente privilegiado
frente a los hombres en comparación con otras socieda-
des.» Es decir, que las mujeres sufran la obligación de
realizar la mayoría de los trabajos y solamente obtengan
corno retribución la escasez en el reparto del alimento,
para el señor Godelier significa que ocupan «un lugar re-
lativamente privilegiado». ¿No le parece que demasiado
« relativamente» ?
Tan relativamente como puede observarse de su pro-
pia descripción de las condiciones en que se desarrollan
las relaciones entre los dos sexos, en su relato de los
Baruya. Insistiendo en su concepto de igualdad en la
«producción social» —y es preciso recalcar que es el único
autor que ha «visto» semejante igualdad— admite una
importantísima subordinación, que explica, «no ha de ser
forzosamente de una mujer a un hombre, sino del grupo
de las mujeres al grupo de los hombres». Mientras la
producción ideológica, simbólica, que legitima este orden
social y contribuye a reproducirlo, es un discurso sobre
las mujeres, un discurso fantasmático que pretende jus-
tificar la subordinación de las mujeres a los hombres como
una condición de reproducción del orden social estable-
cido. Se trata, como él mismo dice, de un «discurso in-

315
quieto», que hace de las mujeres «las portadoras de un
desorden social y cósmico que requiere, en consecuencia,
una producción fantasmática sobre la sexualidad de las
mujeres como referencia última para justificar la do-
minación masculina». No merece comentarios.
Estas estúpidas contradicciones se repiten en todos
los autores que siguen los pasos trillados de los maestros
engelsíanos. Antoine Artous m dedica un extenso artículo
a demostrar que el dominio de los hombres sobre las mu-
jeres en las sociedades primitivas, «no es un dominio de
clase». Por supuesto no se molesta en definir lo que en-
tiende por dominio de clase. Al no utilizar el término de
explotación, y al ignorar los conceptos de trabajo exce-
dente y plus trabajo, dice cosas como las siguientes: «Se
trata simplemente de poner en evidencia que existe en
sociedades primitivas un dominio de los hombres sobre
las mujeres que no es un dominio de clase, y que este
dominio se basa en el control de las mujeres a causa de
su capacidad reproductora.» 198
Mandel escribe: «En las estructuras elementales del
parentesco», Claude Lévi-Strauss ha demostrado convin-
centemente hasta qué punto esos intercambios de regalos,
al igual que los intercambios de mujeres, están integra-
dos en la vida económica en ese estadio de la evolución
social, y hasta qué punto esos dos circuitos paralelos
—que por otro lado, los primitivos consideran idénticos,
considerando a las mismas mujeres regalos— son indis-
pensables para el mantenimiento de la cohesión social
del grupo. Consistiendo esencialmente la división del tra-
bajo en la división entre sexos, cualquier elección desor-
denada de esposas conduciría al debilitamiento de cier-
tos grupos, si no a su desaparición.» Sin embargo, criti-
ca a Lévi-Strauss quien «se equivoca al concluir que no
hay en el intercambio de mujeres nada parecido a la so-
lución razonada de un problema económico. (...) Es un
acto de consciencia primitivo e imprevisible. (...) En rea-
lidad, esto último ha indicado por sí sólo el papel econó-
mico vital que la mujer juega en la economía primitiva.
El deseo de "regular la circulación de las mujeres" a fin
de asegurar a todos los hombres válidos la mayor igual-

197. Materiales, n.° 9 mayo-junio 1978.


198. Ontoine Artous. Materiales, n.° 9, pág. 77.

31ó
dad de probabilidades de matrimonio corresponde pura
y simplemente a una exigencia económica del equilibrio
social».199
Antoine Artous tras haber afirmado rotundamente, y
con qué énfasis, que en las sociedades primitivas el do-
minio de los hombres sobre las mujeres no es un domi-
nio de . clases, se permite la liberalidad de reproducir
parte de la polémica de Mandel contra Lévy-Strauss, en
la que aquél evidencia la explotación y el dominio de
clase de los hombres sobre las mujeres en contra de la
opinión de este último. Sobre todo en cuanto a la afirma-
ción del antropólogo estructuralista de que en el inter-
cambio de mujeres no hay nada parecido a la solución
razonada de un problema económico... es un acto de cons-
ciencia primitivo e imprevisible. A semejante ridicula afir-
mación, más digna de un católico, que daría el nombre
de pecado a ese «acto de consciencia imprevisible», Man-
del no puede menos de responder adecuadamente, que
«la regulación de las mujeres responde pura y simple-
mente a una exigencia económica del equilibrio social».
El mismo Artous cita un párrafo de Frédérique Vin-
teuil, en el que critica al propio Levy-Strauss, recordán-
dole la institución de la casa de los hombres, las prohi-
biciones que rigen para las mujeres, y las expediciones
punitivas que organizan los varones contra éstas a fin de
dominarlas.
Ésta es, por ejemplo, la hipótesis que lanza Frédérique
Vinteuil:
«Cuando Lévi-Strauss se ocupa de la incontestada su-
perioridad social de los hombres en las sociedades pri-
mitivas, olvida analizar una institución muy extendida:
la casa de los hombres. Se sabe que se trata de un lugar
alejado de la población donde se reunían exclusivamente
los machos, y al que las mujeres no tenían derecho a
acercarse: se celebraban en él ceremonias de iniciación,
ritos de pasaje de la infancia a la edad adulta, y se pre-
paraban a veces expediciones punitivas contra las mu-
jeres de la tribu. (...) La casa de los hombres es la ex-
presión concreta de la lucha de los sexos y de la orga-
nización de los hombres en tanto machos a fin de dominar
a las mujeres en una situación tensa: la supremacía de

199- Traite d'econocie marxiste, T. 1., pág. 56. Cit. Ántoine Artous.
Materiales, n.° 9, págs. 77-78.

m
los hombres no es algo que funcione como una seda;
para ejercerse exige reagrupamiento y violencia.»200
Pero ni aun así el autor del culto artículo puede re-
conocer la evidencia. En la misma forma en que un faná-
tico religioso se negará a aceptar lo absurdo de sus creen-
cias, contradiciendo con su testarudez lo mismo las leyes
físicas que el sentido común, los antropólogos clásicos se-
guirán repitiendo, como papagayos fósiles, que en las co-
munidades primitivas las relaciones entre los sexos son
igualitarias, cooperativas y solidarias.

200. Antoine Artous, Notas de lectura sobre la opresión de las


mujeres en las sociedades primitivas. Materiales n.° 9, mayo-junio
1978, pág. 80.

318
CAPÍTULO XV

CUESTIONES DE IDEOLOGÍA

«Por ello, la moral, la religión, la metafísica y todo el


resto de la ideología, así como las formas de conciencia
que les corresponden, pierden rápidamente toda aparien-
cia de autonomía. No tienen historia, no tienen desa-
rrollo... No es la conciencia la que determine la vida,
sino la vida la que determina la conciencia.»201
La ley marxiana expresada en el párrafo con que abro
este capítulo, a pesar de haber sido formulada hace siglo
y medio, no ha sido asumida por los científicos llamados
marxistas. Las cuestiones de ideología siguen emborro-
nando los contornos de las luchas de clases, de las for-
maciones sociales, de las motivaciones económicas y de
las contradicciones de intereses, que constituyen tanto la
estructura social como la determinación de la conciencia,
colectiva e individual.
La «carga emocional» a que se refiere Herskovits, las
motivaciones «psicológicas» de los freudianos, los senti-
mientos a que alude el pueblo, estableciendo la conocida
dicotomía idealista entre el cuerpo y el alma, la materia
y el espíritu, la mente y el corazón, en esa interpretación
dual, encontrada, irreconciliable, del mundo, que imponen
las leyes maniqueas con que se pretende explicar la lu-
cha de clases. La bondad y la maldad. Dios y el Diablo
en lucha constante por poseer la voluntad de los hombres.
Impulsándoles uno, el Uno, Trino, Perfecto e Indivisible
hacia la realización del Bien, cuya expresión concreta,
sin embargo, no se halla determinada. El Malo, la des-
trucción, el traidor y el confuso, excitando las bajas pa-
201. K. Marx, Frederic Engels, La ideología alemana, Ed. L'Es-
corpí. Barcelona, pág. 51.

319
siones que alientan en todos los individuos, para arras-
trarlos hacia el Mal que se concreta en todo lo destruc-
tivo e indeseable- No sólo para el individuo, sino para los
demás, víctimas de su insaciabilidad.
Las motivaciones psicológicas de los freudianos res-
ponden a la misma filosofía idealista. Ya no son las con-
diciones materiales en que se desenvuelve la vida, ya no
es la lucha de clases el motor de la historia, la que deter-
mina la dinámica de los tiempos, de las clases y de los
individuos. La conciencia individual es ahora la que nue-
vamente prevalece sobre las condiciones objetivables, esa
conciencia de la que Marx decía que no tiene autonomía,
es por el contrario la protagonista de la historia para el
pensamiento freudiano. Pensamiento burgués por exce-
lencia. Excreción necesaria en el momento de mayor avan-
ce del movimiento obrero, con el barniz de pensamiento
científico que le dio el genial médico vienes, que vino a
reforzar la ideología burguesa precisamente en el momen-
to en que mayor carencia padecía.
La dialéctica marxista había socavado las raíces del
pensamiento idealista que había regido la ideología im-
periosa hasta aquel momento de la clase dominante. La
filosofía materialista y sus ideólogos, pre y post marxistas,
siempre vergonzantes, perseguidos, clandestinos, tortura-
dos, abjurados, maníacos, escondidos, no pudieron sobre-
vivir al poder dominante hasta que la fortaleza del pen-
samiento de Marx los resucitó y los rehabilitó. La ofen-
siva dialéctica materialista resultaba victoriosa, por pri-
mera vez en la historia, cuando Freud descubrió el filtro
mágico que resucitaría con. mayor vitalidad la filosofía
que necesitaba la burguesía. Desde entonces, hasta las fe-
ministas, todos los investigadores se han sentido necesi-
tados de justificarse —sí, en el sentido psicoanalítico—
de su pecado materialista.
Quien no vive esta culpa es porque en realidad es pro-
fundamente burgués. Nuevamente aquí nos encontramos
los clandestinos, los vergonzantes, los vacilantes, los teme-
rosos, hablando en murmullos, mirando asustados por en-
cima del hombro, mientras pasamos las consignas de boca
en boca, procurando no ser oídos por nadie más. La
dialéctica, materialista de la historia, la filosofía marxiana,
la interpretación de la lucha de clases como motor de la
historia, están desprestigiadas. Se han convertido nueva-
mente en motivo de excomunión, de tortura, de abjuración.

320
Los irreconciliables, relapsos y empecinados, miramos con
ojos del miedo, aunque sea ribeteados del rojo de la te-
nacidad, la ofensiva desencadenada a nuestro alrededor,
mientras somos objeto de la befa mundial. «E pur si
muove.»
La mujer es la primera víctima de la ideología idea-
lista, oficial, burguesa, triunfadora. Ya sabemos lo mucho
que también ha hecho mella en el movimiento obrero.
Pero aquellas lacrimógenas parrafadas fascistas sobre la
patriótica obligación del obrero o del soldado, de trabajar
o de luchar por su patria, el discurso católico del infierno
para el que se rebelara contra Dios y contra su rey, con-
tra su patrono y contra su jefe, están realmente despres-
tigiadas. En cambio, todo lo que se diga de las mujeres
resulta muy bien venido. Sobre todo si la tergiversación
y la estupidez viene firmada por los autores de izquierdas.
Marxistas o no, que esto queda en las tinieblas que co-
rresponden a lo Malo, a lo Incorrecto, a lo Dogmático, a
lo Herético, a lo Execrable. Como afirmar que la mujer
es una clase social y económica explotada por el hombre.
Porque lo elegante es hablar de las superestructuras y
de la ideología. La ideología que perdió su autonomía, su
identidad diferenciada de la lucha de clases, ha vuelto
hoy por sus fueros y nuevamente lo explica todo. Sobre
todo lo referente a la mujer. Sus sufrimientos, su explo-
tación económica, su esclavitud sexual, su dependencia
servil del hombre, su condición de dominada, de someti-
da. Las definiciones de los autores actuales sobre las cau-
sas de la explotación femenina —no los reaccionarios, ni
Luis Vives, ni Fray Luis de León— forman el monumento
más importante al triunfo de la reacción en el mundo.
Veamos algunas de sus perlas.
Gras en su intento de definir las causas de la división
del trabajo por razón del sexo —fórmula utilizada por los
autores para denominar la explotación femenina— sos-
tiene que «de las dos grandes preocupaciones de la hu-
manidad, la preservación del individuo y la perpetuación
de la especie, la segunda puede identificarse más especial-
mente con el hombre y la primera con la mujer». De
modo que la división sexual del trabajo se produce por
«la preocupación» dividida entre el hombre y la mujer,
sobre la preservación del individuo y la perpetuación de
la especie. Así, la mujer, a la que corresponde la especia-

321
21
lización de la reproducción en cambio no tiene «la preo-
cupación de la especie, sino la del individuo».
Buxton cuenta, según el famoso relato de la vida co-
tidiana de nuestros padres Adán y Eva, que «el hombre,
es primordialmente, el llamado a ganar el pan, el provee-
dor de alimento» (ya hemos visto como trabajan los bos-
quimanos y los samoanos para ganar el pan de su fa-
milia)... «La mujer es la que corta la hogaza, la que pre-
para los alimentos para la familia... en la mayor parte
de las sociedades es deber del hombre suministrar las
materias primas que aseguren el sustento de la casa. El
trabajo de la mujer, aparte del de la agricultura, es com-
plementario del trabajo del hombre.» Los comentarios
huelgan. Pero seguimos sin saber a qué atribuye Buxton
que la historia se desarrolle igualito que nos contó el
Génesis.
Durkheim, el economista, resulta más explícito en
esto de encontrar motivaciones psicológicas a un modo
de producción: el doméstico. Dice que «la división del
trabajo en función del sexo es la fuente de la solidaridad
conyugal». Ea. No sabemos si se refiere a la solidaridad
que existe hoy entre los matrimonios de los países capi-
talistas o entre los matrimonios primitivos. More comen-
ta, con su buen criterio, que desgraciadamente las con-
sideraciones de Durkheim en torno a como ha surgido
dicha división «descansan sobre supuestos que escapan
a toda posibilidad de comprobación, ya que se refieren
a las funciones indiferenciadas del nombre y de la mu-
jer en la sociedad primigenia, funciones que no encon-
tramos en ninguno de los grupos humanos existentes en
la actualidad». Durkheim no ha pensado tampoco que la
división del trabajo suele ser fuente de desigualdad, de
injusticia y de explotación y no de cooperación y de soli-
daridad. Debería leer un poco más a Marx.
Kaberry, antropólogo que se preocupa por las contra-
dicciones observables entre el verdadero «status» de las
mujeres en las comunidades primitivas y las leyendas que
han circulado hasta ahora sobre ellas dice sorprendido
que Malinowski, basándose en la literatura existente
acerca de los aborígenes australianos, afirmaba en 1913
que «aunque debiera considerarse como natural que los
trabajos más pesados fueran ejecutados por el hombre,
aquí ocurre lo contrario», por lo que Malinowski con-
cluía que «la coacción es por tanto la base fundamental

322
de la división del trabajo en la sociedad aborigen de Aus-
tralia, el hecho económico de la división del trabajo radica
en su «status» sociológico, es decir en la coacción ejercida
sobre el sexo más débil por el sector "brutal" de la so-
ciedad. Lo que equivale a decir que la relación entre ma-
rido y mujer, es en su aspecto económico, la que media
entre el señor y el esclavo». Y aunque Malinowski en esta
pintura realista de las sociedades aborígenes que ha es-
tudiado durante tantos años, no sepa definir en términos
de explotación de clase la coacción física que sufre la
mujer, Kaberry se siente incómodo ante este relato del
antropólogo, y con una inocencia digna de mejor causa,
afirma que «no puede aceptarse que el trabajo de la
mujer haya sido más oneroso que el del hombre, ya que
en la actualidad no ocurre así». Según él es cierto que
el trabajo femenino requiere mayor constancia y asidui-
dad, pero no impone, en cambio, la fatiga de andar persi-
guiendo la caza. «El espíritu deportivo se derrumba con
frecuencia al convertirse en la amarga decepción de ver
cómo el animal con el que se cuenta para poder comer
brinca y desaparece en las colinas.» Evidentemente, señor
Kaberry, porque esa caza tan fatigosa para el hombre sir-
ve fundamentalmente para que coma él, y en consecuen-
cia la decepción es tristísima cuando se queda sin la
pitanza. Lo que no significa ni que del trabajo del hom-
bre se beneficie la mujer, ni que aquél no viva del plus
trabajo de ésta. Con lo cual, claro está, el señor Kaberry
no nos ha explicado las causas de la división sexual del
trabajo, limitándose a hacernos un cuadro lastimero
de las dificultades del hombre cazador primitivo para dar-
se un banquete.
Thurnwald, siguiendo los pasos de las definiciones de
los escolásticos, atribuye el predominio sexual exclusiva-
mente a las causas biológicas. Este determinismo convier-
te a las mujeres en víctimas propiciatorias e irremedia-
bles de un orden cósmico, natural, inmutable, organizado
por algún dios maligno y misógino.
Herskovits asevera que la división del trabajo por se-
xos tiene como fin que el sistema económico funcione del
modo más conveniente posible para asegurar la subsis-
tencia de quienes viven al amparo de él. Lo que no expli-
ca es por qué en esa división a la mujer le ha tocado lo
peor: «las tareas más sobrias, más tranquilas y también
más monótonas» mientras los hombres atienden «las ocu-

323
paciones más enérgicas, arduas y excitantes». Tampoco
nos resuelve por qué es a ellas a quienes siempre se les
resta el alimento, se les niega el poder y se las castiga
cruelmente. Por ello se pregunta, ¿ingenuamente? —a ve-
ces cuesta creer que hombres tan inteligentes resulten
tan ingenuos— por qué la mujer «participa en tan peque-
ña escala en las manifestaciones externas que distinguen
a los hombres pertenecientes a los grupos privilegiados
de los demás miembros de la sociedad». m
Y sin embargo el propio autor ha comentado unas pá-
ginas atrás, 203 que «no cabe duda de que, en la mayoría
de las culturas, la posición de quienes ocupan el poder
se establece, se mantiene y se fortalece constantemente
por el prestigio que emana de la complicada ostentación
y del consumo de los bienes económicos». Y nunca es
precisamente la mujer la que ocupa el poder. Pero Hers-
kovits no ha averiguado la causa.20*
Resulta imposible sacar ninguna conclusión correcta
sin partir de la dialéctica de la lucha de clases. Mientras
las ideas más o menos originales nacidas de la fantasía
de los diversos autores, producidas por los sentimientos,
por los confusos conocimientos y por la defensa de sus
propios intereses, pretendan ser la explicación: causa pri-
mera y causa motora aquinianas, nunca podremos saber
por qué la condición femenina es la condición del ser ex-
plotado, y por tanto nuestra liberación se convertirá en
imposible.

El poder

El poder —económico, político, social, religioso, cul-


tural, filosófico— es siempre detentado por la clase do-
minante. Este simple axioma ha sido aceptado por los
filósofos idealistas en cuanto que Dios dispuso el univer-
so según un criterio jerárquico, admirablemente ordena-
do para mantener el poderío de la clase dominante. Siem-
pre hubo pobres y ricos, siempre hubo poderosos y derro-
tados, siempre hubo explotados y explotadores. En la
otra vida sobrenatural todos recogeremos el fruto de nues-

202. Obr. cit., pág. 429.


203. Obr. cit., pág. 411.
204. Herskovits, Antropología económica. Fondo de Cultura Eco-
nómica, pág. 106.

324
tros merecimientos. Mientras tanto obedeced y congratu-
laos si el amo es bondadoso. «Dad al César lo que es del
César y a Dios lo que es de Dios.»
Mientras esta explicación no tuvo contrapartida, o los
temerosos clandestinos la explicaban a sus escasos discí-
pulos en los «ghettos» ocultos y en los panfletos minori-
tarios, todo estaba entendido. La mujer debía obedecer al
hombre, poderoso, sabio, inteligente y bondadoso que la
protegía, en la misma manera que el amo se interesaba
por sus esclavos y el señor feudal por sus siervos y nadie
podía ponerle peros a tan clara explicación. Nuestras pe-
nas, las de las mujeres, se agravaron cuando los pensado-
res de izquierda nos explicaron que aunque Dios no
existía, la «cooperación» y la «solidaridad» eran las cau-
sas de la división sexual de trabajo, que derivaba, ¡por
casualidad! de la división del poder. Todo para el hom-
bre y la obediencia para la mujer.
Claro que el discurso de izquierda no habla de obe-
diencia sino de «cooperación». Pero si nos detenemos
con un poco de atención y lo examinamos con honesti-
dad, veremos que no se diferencia demasiado del discur-
so de la derecha y sus causas divinas. La tal «cooperación»
en el trabajo, lleva a una división «natural» de funciones
que «naturalmente» destina al hombre a las tareas de
gobierno y a la mujer a las tareas domésticas. Lo que no
significa sin embargo que la mujer no tenga «poder».
Todos conocemos las habituales argumentaciones del po-
der que la mujer ejerce en la familia, en el hogar, frente
a los hijos mientras son pequeños, por lo que puede edu-
carlos según su criterio y hacer de ellos sus principales
aliados, y en fin, que si no ejerce el poder en las Cáma-
ras, en el Parlamento o en el Juzgado, en el sillón de la
gerencia bancaria o del Mercado Común, no cabe duda
de lo mucho que influye sobre su marido que ocupa cual-
quiera de tan importantes sillas. Y en resumidas cuentas,
si de ella depende la cultura de la primera infancia, la
salud, la alimentación y la felicidad de los miembros de
la familia, ¿cómo no llamarle poder a todo ello? Se trata
simplemente de otra clase de poder, no por ello menos
importante, sino incluso más, puesto que permite la su-
pervivencia de la sociedad. En resumen lo que se llama
«cooperación» y «solidaridad».
Ya he explicado cómo ese supuesto poder no les da a
las mujeres más que la centésima parte de la propiedad

325
de los bienes del mundo, veremos más adelante como
tampoco les permite disponer de sillón en los gobiernos.
Pero si en cuanto a las sociedades capitalistas la discu-
sión podría parecer bizantina, puesto que pocos ideólo-
gos son capaces de discutir la posición de la mujer en el
poder, respecto a las sociedades primitivas y a los países
socialistas la cuestión resulta mucho más oscura. Es de-
cir, en todas aquellas sociedades donde se supone que
existe «comunismo» primitivo o socialista.
Hace pocos días, en la primavera de 1980, un distin-
guido ciudadano soviético me dijo con énfasis, absoluta-
mente convencido de la bondad de su proposición: «En la
Unión Soviética impera el feminismo práctico, no teórico.
El cincuenta por ciento de todos los puestos de trabajo
están ocupados por mujeres.» Y cuando le respondía que
según esa ecuación en España se practicaba la dictadura
del proletariado puesto que todos los trabajos eran desem-
peñados por obreros, se sorprendió tanto que se quedó
sin habla. Él también practicaba el marxismo verdadero
por lo que se deducía de sus palabras.
La situación de la mujer en los países socialistas es
análoga a la de los pueblos primitivos. Quizá la explota-
ción no se realiza tan descaradamente como en éstos,
quizá no puede identificarse la opresión en una y otra
sociedad, pero la teorización de los autores sobre la con-
dición femenina es análoga en ambas, en cuanto que siem-
pre hablan de «cooperación» o de «solidaridad», o peor
aún, de efectivo poder en el mundo, a partir de estimar
que el desempeño de determinadas tareas sociales les con-
cede a las mujeres una preeminencia importante en la so-
ciedad. Ejemplificando cabe recordar el acento que ponen
los antropólogos en algunos ritos, sobre todo de fecunda-
ción, de los que las mujeres son las protagonistas —es-
pecialmente porque son violadas grupalmente—, pero a
cuya actividad fundamental para la supervivencia de la
comunidad los investigadores atribuyen un prestigio fic-
ticio, ya que en la realidad se traduce por el desprecio
con que son tratadas todas las actividades exclusivamen-
te femeninas.
En Israel comentando con una señora la situación
subordinada inferiorizada y despreciativa en que los ju-
díos tienen a sus mujeres, de acuerdo con la antigua ley
mosaica, me contestó que ello no era cierto puesto que la
mujer, entre otras, tenía asignadas funciones importantí-

326
simas para la religión judía, una de las cuales consiste en
la elaboración de la comida según las normas religiosas
que prohiben severamente mezclar leche y carne, así como
cualquiera de los cacharros que hayan tocado cualquiera
de esos alimentos. Lo que obliga a las mujeres judías a
extrañas y complicadas maniobras en la condimentación
de los alimentos, que hacen todavía más penosa la tarea
de cocinar. El poder para mi interlocutora israelí con-
sistía en trabajar más que una ama de casa cristiana.
Y no supo contestarme a que, según eso, las criadas eran
las que ejercían el poder en la familia.
Como dice Sherry B. Ortmer205 se centran en los «po-
deres reales pero culturalmente no reconocidos y desva-
lorizados de las mujeres en cualquier sociedad concreta,
sin haber comprendido antes la ideología abarcadura y los
supuestos más profundos de la cultura, que convierten
tales poderes en trivialidades». La autora califica de «es-
fuerzo mal orientado» ese centrarse de los investigadores
en actividades secundarias, marginadas y encargadas a las
mujeres exclusivamente en razón de que suponen un
trabajo monótono rutinario y mal retribuido, para cali-
ficar de poder la condición femenina. Es evidente que si
en lo que se refiere a las sociedades domésticas puede
estimarse dudosa la intención de los antropólogos que
caen en semejante tentación, respecto a lo que atañe a la
situación de la mujer soviética, hay que creer firmemen-
te en la mala fe de los autores. Explicar que en la Unión
Soviética el ochenta por ciento de los médicos son muje-
res, no debe servir para asegurar que el poder de la medi-
cina, de la sanidad y de la ciencia está en manos de mu-
jeres, sino que la mayoría de éstas ocupan los puestos que
no quieren para sí los hombres, como en las zonas rura-
les, mineras y siberianas, y que en consecuencia esos
puestos están mal pagados y despreciados socialmente.
La interpretación del poder es siempre cuestión de
ideología.206 Y si el discurso burgués de la influencia de la
205. Antropología y feminismo, pág. 111.
206. «Es importante distinguir los niveles del problema. La con-
fusión puede ser asombrosa. Así, por ejemplo, según cuál sea el
aspecto que observemos de la cultura china, podemos extrapolar
suposiciones absolutamente distintas sobre la situación de la mujer
en ese país. En la ideología taoísta, el yin, el principio femenino,
y el yang, el principio masculino, tienen igual paso; "la oposición,
alternancia e interacción de estas dos fuerzas da lugar a todos los
fenómenos del universo". A partir de ahí podríamos suponer que

327
í

mujer en la familia y frente al marido como explicativo


de una «real» situación de poder de la mujer en la socie-
dad, no puede servirnos ya, hora también es de desmiti-
ficar la explicación de la izquierda, sobre la influencia de
la mujer en las sociedades «comunistas».
Sahlins llama antropología ingenua, y tal calificativo
se lo aplica a Firth, a la convención de la ciencia econó-
mica que se basa en la oposición entre la naturaleza hu-
mana y la cultura, entre «el impulso individual a buscar
su propia conveniencia» y «la moralidad expresa del gru-
po social».
La dualidad aquí expresada es nada más que la ex-
presión de la filosofía idealista, con su dicotomía entre
los contrarios. Incapaces de alcanzar la síntesis los auto-
res marxistas recurren a la explicación dualista, mani-
quea, idealista, de la más ortodoxa escuela escolástica
para hallar una interpretación individual y por tanto cien-
tífica, de la opresión de la mujer. Los contrarios no se
identifican, no alcanzan la síntesis dialéctica. Los contra-
rios permanecen antagónicos, encerrados en sus perma-
nentes y perpetuas individualidades. La lógica aristoté-
lica con sus negaciones y sus prohibiciones, les dice úni-
camente que hay un nacer «femenino» individual enfren-
tado a un quehacer social, real, externo a la voluntad per-
sonal. En esa antinomina se mueve el pensamiento idéa-

lo masculino y \o femenino son valorados por igual en la ideología


general de la cultura china. No obstante, al observar la estructura
social vemos con cuánta fuerza se subraya el principio patrilineal
en la ñliación (descent), la importancia de los hijos varones y la
absoluta autoridad del padre de familia. Por tanto, podríamos con-
cluir que la sociedad china es el arquetipo de la sociedad patriarcal.
Luego, observando los verdaderos roles que se desempeñan, el po-
der y la influencia que se detentan, y las aportaciones materiales
de las mujeres en la sociedad china todo lo cual, según vemos, es
de gran importancia, podríamos decir que las mujeres ocupan den-
tro del sistema una situación de gran importancia (no explícita).
Ahora bien, también podríamos centrarnos en el hecho de que una
diosa, Kuan Yin, sea deidad central (la más venerada y represen-
tada) del budismo chino, y en tal caso podríamos sentir la tenta-
ción de afirmar, como han hecho muchos con respecto a las cul-
turas que adoran diosas, sea en sociedades protohistóricas o pre-
históricas, que en realidad China es una especie de matriarcado.
En resumen, debemos tener perfectamente claro qué vamos a inten-
tar explicar antes de explicarlo.»
Sherry B. Ortner, Antropología y feminismo. Textos compilados
TX>r O. Harris y K. Young. Ed. Anagrama. Barna. 1979, pág. 110.

328
lista. Lo femenino contiene concreción real, no llega a
establecerse en el terreno de lo existente, y no tiene por
tanto un exacto papel en lo social. Su antagonismo con el
contrario, no deviene de la lucha entre las clases hombre
y mujer, sino de su propio yo, de su individualidad, de
su pensamiento, de la «Idea» en fin, frente a la realidad
social, que despojada de su existencia concreta y dinámi-
ca, formada por la lucha de clases, se convierte a su vez
en una abstracción idealista.
Este pernicioso camino pseudocientífico es el inicia-
do por los economistas liberales y burgueses que mostra-
ron la extravagancia con la que los calificó Marx. Todo
parte de la Idea, esa Idea que ha sustituido a la Verdad
Revelada de Santo Tomás. Esa Idea que argumenta que
el mundo medieval únicamente actuaba motivado por las
creencias religiosas, y que en cambio el capitalismo lo
hace en razón de los impulsos «naturales» del hombre.
Como explica Sahlins en su acertada crítica de Firth, «su
interpretación del conflicto social de interés como una
oposición entre el individuo y la sociedad se presta des-
graciadamente a la gran mistificación, que prevalece ac-
tualmente en la economía comparativa, y para cuya ela-
boración los antropólogos se alian con los economistas
con el objeto de probar que los salvajes se mueven a me-
nudo por una mera preocupación egoísta, aunque los em-
presarios persigan fines más elevados».207
Para nuestros antropólogos la mujer está identificada
con la conservación del individuo y el hombre con la de la
especie. El hombre se mueve por ideales elevados, subli-
mes y universales, y en consecuencia el poder es para él
la meta ambicionada mediante el cual trascenderá su con-
dición finita transformando el mundo. La ideología idea-
lista ha de enmascarar y disimular las relaciones de ex-
plotación que guardan siempre la clase explotadora con
la clase explotada. La ideología feudal nos habló de las
relaciones jerárquicas establecidas entre el soberano y la
nobleza, entre el señor feudal y sus vasallos, por impera-
tivo del derecho divino. El derecho natural sanciona las
relaciones de expolio entre los obreros y los patronos
cuando se produce la crisis de valores religiosos. Las re-
laciones individuales se desarrollan en tal caso, no como
consecuencia de las relaciones de explotación a que se so-

207. Sahlins, Obr. cit., pág. 114.

329
mete cada individuo en razón a su pertenencia a una cla-
se, sino a las determinaciones e indeterminaciones de los
sentimientos, del temperamento, de la psicología.
Las relaciones de explotación entre los hombres se ha-
llarán sancionadas por el imperativo divino, que nos hará
conocer la Verdad Revelada en la Historia de Adán y Eva,
en el Decálogo, en las enseñanzas de Cristo, o se fundarán
en los sentimientos naturales de la maternidad, del amor,
de la atracción sexual entre los diferentes sexos, y la coo-
peración y la solidaridad entre los miembros de la fami-
lia para la conservación de la sociedad. En este discurso
como vemos no cabe el interés económico ni material,
Los sentimientos derivan de un imperativo biológico, se-
xual, «natural» en cuanto que se hallan indisolublemente
adscritos a la filosofía y son superestructurales en cuanto
que se consideran eternos, irreversibles, indestructibles,
indiscutibles. Dios o la Naturaleza son la causa primera
del destino femenino. Si el hombre es la cultura, la mujer
es la Naturaleza. Si el hombre se transforma a sí mismo
y al mundo que lo rodea, la mujer está ligada inalterable-
mente a la fatalidad biológica que la ha construido ex-
clusivamente como receptáculo y procreación de la semilla
humana.208
208. «En las sociedades aristocráticas de clases, por el contrario,
la ideología de la reciprocidad es conservada y utilizada para jus-
tificar las relaciones de explotación, aun cuando no tenga, en este
caso, ningún soporte orgánico. (Véase, en relación con este punto,
la inteligencia crítica de Vilakazi al artículo de E. E. Ruyle, 1973.)
«Estas relaciones, sin embargo, no son en esencia idénticas a
las relaciones domésticas. Sólo conservan las apariencias de estas
últimas para disimular relaciones de explotación (Meillassoux, 1968),
pues desde que las relaciones no se establecen de persona a per-
sona, sino de grupos constituidos a grupos constituidos, desde que
dependen del «status» de las partes, vale decir de la pertenencia
por el nacimiento a dichos grupos —linajes aristocráticos y ple-
beyos en este caso—, el parentesco no expresa las relaciones pro-
venientes del crecimiento y de la organización de una sociedad como
en el caso de la comunidad doméstica, y sirve, entonces, de soporte
ideológico a la explotación de una clase por otra.
»Esta ideología segrega las condiciones de una transformación
simultánea de las relaciones de parentesco a tres niveles: en el in-
terior de los linajes aristocráticos donde predominará, por ejemplo,
la sucesión vertical bajo el efecto de las obligaciones que impone la
dominación política; en el interior de las clases dominadas, a las
que se les impondrá una doctrina del parentesco que esté de
acuerdo con su posición subordinada y con su función productiva,
a fin de que sean mantenidas las relaciones de explotación; entre
las clases dominantes y dominadas para que se aseguren las con-

330
El poder en las comunidades domésticas se identifica
con la virilidad, con la representación de todo lo mascu-
lino. La ideología que ratifica constantemente la explota-
ción femenina se recrea cada día repitiendo el mismo
discurso: las mujeres representan lo inútil, lo malvado,
lo inseguro, el desorden, el caos. El discurso primitivo de
la condición femenina es semejante al discurso aquiniano.
Como lo es la explotación que sufren las mujeres de las
comunidades domésticas respecto a las que vivieron en
la Edad Media, que se oyeron decir que el alma entraba
en el feto femenino veinte días después de la del varón, y
que tuvieron que soportar las dudas que los rectores de
la Iglesia manifestaron respecto a la existencia del alma
en la mujer.209
El grupo dominante de los hombres, dispone tanto
del control sobre las capacidades reproductivas de las mu-
jeres como sobre la capacidad productiva y su sexuali-
dad. La ideología que expresan sus palabras, sus dichos,
sus ritos, sus tabúes, ha de reforzar diariamente ese po-
der.210

diciones respectivas de su reproducción. Así, al mismo tiempo que


es afirmado el parentesco entre todas las clases en el plano ideo-
lógico, es negado en la práctica mediante el reforzamiento de la
endogamia y de la hipergamia. Cuando el parentesco alcanza una
dimensión religiosa, el señor o el rey se convierten en represen-
tantes en la tierra de un "dios padre", y puede adquirir la suficiente
fuerza como para ser comprendido y aceptado como la justificación
divina de la explotación y la dominación. La sociedad se organiza
en función de una ideología dominante de alcance jurídico que
aparece como la carta del sistema social, portadora de eso que los
antropólogos culturales llaman los "valores". En este nivel jurídico-
ideológico de la organización social los valores pueden aparecer
efectivamente como explicativos, y los ideólogos de Ja antropología
se afirman en ellos gustosamente.
»A1 hacer esto ignoran las condiciones económicas e históricas
que están en el origen de la ideología del derecho cuyas manifes-
taciones observan.»
Claude Meillassoux, Mujeres, graneros y capitales. Ed. Siglo XXI.
México 1977, págs. 99 y 126.
209. En cuestiones de ideología ver Mujer y sociedad. Lidia Fal-
cón.
210. «La ideología es indispensable en toda sociedad en la me-
dida en que los hombres han de ser formados, transformados y
equipados para responder a sus condiciones de existencia.
»...Si un grupo es dominante, a través del control de la produc-
ción y de la distribución, entonces también ha de dominar la re-
presentación ideológica e, inevitablemente, tratará de propagar sus

331
Barry Hindess y Paul Hirst, que han decidido otorgar
a la ideología la categoría de causa primera en las rela-
ciones de producción entre los sexos en las comunidades
domésticas, explican que la «intervención de relaciones
sociales ideológicas en el nivel económico, en forma de
una red simple o compleja de relaciones sociales ideoló-
gicas a través de las cuales se distribuye el producto, es
una condición de existencia del mecanismo, y en conse-
cuencia del nivel económico. Así pues la estructura del
nivel económico del comunismo primitivo es la que esta-
blece las condiciones de intervención de lo ideológico en
lo económico».211 Ya hemos visto con anterioridad el típi-
co razonamiento de estos autores «lo económico condicio-
na lo ideológico y éste explica lo económico». Y ninguno
sabe quien se beneficia, como preguntaría Lenin. Esa ideo-
logía de Hindess y Hirst que explica la existencia del «co-
munismo primitivo» en razón de la necesaria coopera-
ción y solidaridad entre los sexos para el mantenimiento
de la sociedad, es la misma que segregaron durante dos-
cientos años los ideólogos burgueses para explicar la exis-
tencia de la empresa capitalista. Cooperación y solidari-
dad frente a la lucha de clases.
Esa misma teoría de la armonía y de la cooperación
que fue explicada por el estructuralismo mediante la no-
ción de reciprocidad, en la que su fundador Lévi-Strauss
vio el motor del sistema social, es precisamente contra-
dictoria con la lucha de clases. En no percibir esta con-
tradicción consiste el principal error de Engels en su utó-
pico relato de las sociedades de «comunismo primitivo».
Y tal interpretación de la sociedad cae en lo grotesco,
—aunque no deje de serlo también la idea de que en la
familia exista reciprocidad entre el hombre y la mujer—
cuando algunos autores pretenden darle carácter de ex-
plicación científica universal de la condición de la mu-
jer. En este sentido resulta tan atinado el comentario de
Meillassoux:

propios intereses para crear grupos e individuos que acepten las


condiciones de existencia que él controla y mantiene.»
Felícity Edholm, Las mujeres como personas antisociales: La
representación ideológica de las mujeres entre los Antaisaka de
Madagascar.
Antropología y feminismo. Textos compilados por K. Young y
O. Harris. Ed. Anagrama. Bama. 1979, pág. 205.
211. Hindess y Hirst. Obr. cit., pág. 72.

332
«La ideología igualitaria fue explicada por el estructu-
ralismo mediante la noción de "reciprocidad", en la que
Lévi-Strauss creyó ver el motor del sistema social. Pero,
a falta de un tratamiento científico, esta noción intuitiva
fue deformada para ocultar todo movimiento o intención
que actuara en sentido inverso (o aparentemente en sen-
tido inverso). Pese a la definición más precisa que Po-
lanyi (1975) trató de darle, ciertos autores la generalizaron
incluyendo sociedades donde no interviene, e incluso la
extendieron a las relaciones de explotación, como es el
pago del tributo "a cambio de la protección del señor, o
del diezmo por las plegarias del sacerdote".
«Limitada a la economía doméstica la noción de reci-
procidad explica ideológicamente el modo de circulación
idéntica e igualitaria que traté de exponer.» 2 n
La armonía que los burgueses defienden como soporte
de la sociedad capitalista, basada según ellos en la coo-
peración entre trabajadores y empresarios. Este mismo
argumento es el utilizado hoy en España por la patronal
para frenar el movimiento obrero, aduciendo la necesidad
de vencer la crisis económica que asóla el país en estos
últimos años. Argumento que desdichadamente también
han hecho suyos los dirigentes sindicales.
Se ha pedido a los obreros que se dejen explotar sin
quejarse, contentos de tener un puesto de trabajo desde
el cual dar más plus valía al capital, de la misma forma
que se puede exhortar a una mujer para que no se se-
pare de su marido puesto que se encontraría sin hogar y
sin recursos económicos, ya que al fin y al cabo debe sen-
tirse contenta de poseer ambas cosas, al mismo tiempo
que se le argumenta que los hijos deben crecer en un ho-
gar unido. Unión que es la que, supuestamentee,e rige las
relaciones familiares. Todos conocemos la ideología católi-
ca respecto a la unidad familiar, a la identidad de intereses
entre el esposo y la esposa y los hijos, que corresponde,
sin que nadie lo haya recalcado, a la misma ideología
que habla del amor entre hermanos en la sociedad capi-
talista. Esta misma mistificación de la realidad es la que
domina en la explicación de los antropólogos sobre la
condición de la mujer en la comunidad doméstica.
Sahlins nos explica cómo la unidad doméstica nunca se
sumerge enteramente en la comunidad, cómo tampoco

212. Meillassoux. Obra, cit., pág. 99.

333
los componentes de las familias están libres de conflictos
ni entre sí ni con los parientes más lejanos. Pero esta
«contradicción permanente», como la llama Sahlins rehu-
yendo el término de lucha de clases, no es una contradic-
ción manifiesta. Reprimida cotidianamente solamente sale
a la superficie en forma de conflictos visibles en raras
ocasiones, por ello la mayoría de los antropólogos no han
sabido descifrar esa historia oculta de las comunidades
domésticas.
«"Normalmente se encuentra velada, reprimida por los
sentimientos de sociabilidad que abarcan hasta los límites
más lejanos del parentesco, mistificadas por una ideología
acrítica de la reciprocidad, disimulada sobre todo por una
continuidad de los principios sociales de la familia hacia
la comunidad, una armonía de organización que hace que
el linaje parezca la autoridad familiar por excelencia, y
el jefe, el padre de su gente. El descubrimiento de la con-
tradicción que existe en el curso normal de la sociedad
primitiva 213
requiere, por tanto, un acto de voluntad et-
nográfica.»
La forma en que se desarrollan los mitos en las so-
ciedades primitivas sirve para explicar ideológicamente
el discurso del poder masculino. En todas las sociedades,
tanto las que practican ritualmente los asesinatos y las vio-
laciones feministas, como las que únicamente utilizan a las
mujeres como fuerza de trabajo explotada, dan un conte-
nido mágico a la inferioridad femenina. El código cultural
de las sociedades domésticas, establece las diferencias mo-
rales, intelectuales y físicas entre los hombres y las mu-
jeres que permiten justificar a los 214
hombres su poder so-
bre ellas. Como explica Baemberg, «el mito incorpora
valores que permiten a los hombres ejercer una mayor
autoridad en la vida social y política. A pesar de ser la
representación de una época anterior al establecimiento
del orden social, el mito fija la inalterabilidad de dicho
orden». Baemberg ha realizado un notable trabajo de ex-
plicación de los mitos y de los rituales de iniciación de
los hombres en las comunidades de la Tierra de Fuego y
de la Amazonia. De su relato se infiere rápidamente, no
solamente la ideología que ratifica y refuerza el poder
masculino, sino también interesantes consecuencias en

213. Sahlins, obr. cit., pág. 141.


214. Antropología y feminismo, pág. 72.

334
cuanto a la inexistencia del matriarcado, e incluso a su no
deseable defensa por parte del movimiento feminista (ver
notas final capítulo).
Aún no concluida la polémica sobre la dominación del
poder masculino en todas las sociedades domésticas, des-
dichadamente ya se ha comenzado, entre ciertos sectores
del movimiento feminista, a poner en cuestión la misma
existencia del poder, y en qué medida éste es deseable o
no por las mujeres. En esta tendencia se hace fuerte el
razonamiento de entender por prestigio y mecanismo de
poder las obligaciones impuestas a las mujeres, cuyo cum-
plimiento se les exige con toda puntualidad, pero por el
que no reciben ni reconocimiento social ni retribución
correspondiente. El «poder femenino» queda aquí configu-
rado nuevamente como el que se ejerce en la sombra,
por procuración, en la interferencia con el marido. De la
misma forma que la ideología burguesa ha mitificado a
todas las ladys Mackbeth, y las ha hecho además simbóli-
cas de toda la condición femenina.
El poder público, el poder político, el poder económi-
co y el religioso, el poder ideológico que se manifiesta
en cualquier sociedad en la cultura dominante, está regen-
tado y dominado por los hombres en cualquier modo de
producción. En el modo de producción doméstico las mu-
jeres de las sociedades domésticas permanecen en el se-
gundo lugar que les pertenece como clase explotada. En
la misma forma en que su papel en la sociedad no es re-
conocido económicamente tampoco lo es políticamente.
«La vida política es un estímulo para la producción...
...Los sistemas abiertos de competencia por el «status»
del tipo de los que predominan en Melanesia obtienen el
impacto económico, en primer lugar, de la ambición de
quienes aspiran a ser hombres importantes.» 215
«Debido a que su condición de esposa domina toda su
vida activa y a que sus relaciones matrimoniales se impo-
nen a todas las otras, en los análisis que siguen la mujer
estará oculta detrás del marido, vehículo de todas las re-
laciones sociales. El producto de su trabajo será asimila-
do al de este último. Por "productor" es necesario enten-
der, económicamente, el matrimonio mono o poligámico,
y, políticamente, al esposo.» m

215. Marsall Sahlins, obr. cit., pág. 152.


216. Claude Meillassoux, obr. cit., pág. 99.

335
En resumen, la ideología, que concede todas las virtu-
des al macho y las niega a la hembra, ratifica, en conse-
cuencia, el otorgamiento del poder al más aceptable de los
dos sexos. Realiza, exactamente igual que en la sociedad
capitalista, la función de enaltecer los valores llamados
masculinos —y reciben tal calificativo exclusivamente por-
que se les atribuye a éste, convirtiéndose así el efecto en
causa— y de menospreciar los llamados femeninos. E n
consecuencia todo lo que realiza el hombre recibe la aquies-
cencia social, aun lo que es considerado deshonroso o cri-
minal si es cometido por la mujer.
Las conductas masculinas están regidas por la de-
finición de Concepción Arenal de que cualquier felonía,
cualquier conducta reprochable y deshonrosa en el hom-
bre, si la realiza contra las mujeres, está justificada.
Meillassoux comenta, hablando del rapto de las mujeres
en las comunidades domésticas, cómo este se lleva a cabo
asaltando a la víctima en el momento de distracción, de im-
potencia, generalmente aprovechando su sueño, o su des-
cuido, y echándose encima por su espalda, y cómo se-
mejante conducta perfectamente aprobada por la comu-
nidad —recuérdese la forma en que los tratantes de escla-
vos raptaron a los negros— cuando se trata del secues-
tro de mujeres, está considerada como infamante cuando
se trata de combates entre hombres. Recuérdese también
la epopeya de la conquista del Oeste, tantas miles de veces
contada en la produción cinematográfica norteamericana,
en donde el ataque por la espalda contra otro hombre era
calificado como felonía, traición y merecedor de la ab-
soluta repulsa social.
Las cuestiones de ideología no tienen fin, si se pre-
tende analizarlas bajo el prisma idealista de las relaciones
individuales. Mientras el criterio de la lucha de clases
no prevalece, las motivaciones para determinar lo bonda-
doso y lo malvado de una conducta, permanecen siempre
ignoradas. Una misma conducta resulta aceptada o re-
chazada en las mismas condiciones, y dentro del mismo
orden social, según la realice la clase dominante o la
clase dominada. La ideología tiene que ratificar siempre
las conductas dominantes de la clase explotadora. «La do-
ble moral» de que tanto habló Alejandra Kollontai, que
alaba en los hombres una conducta frivola y conquistado-
ra de mujeres, a las que se debe inmediatamente aban-
donar y despreciar, y que ahorca a la madre soltera que

336
comete infanticidio o condena a prisión a la esposa adul-
tera, no ha podido nunca ser explicada a la luz de la ideo-
logía cristiana que rige en las sociedades capitalistas. Tíni-
camente la lucha de clases entre el hombre y la mujer y
sus relaciones de explotación pueden explicar este y otros
muchos misterios parecidos.
En la época victoriana, donde la rigidez de costum-
bres para las mujeres sancionó mejor que nunca tanto
la llamada doble moral, como el poder político y econó-
mico dé los hombres, frente a una clase femenina hun-
dida en la miseria y el embrutecimiento —para conocer la
pobreza económica de las mujeres, hermanas e hijas de
los burgueses ingleses recuérdese que no tenían dere-
cho a heredar los bienes familiares, ni a administrar su
propio salario— m Spancer se atrevió a escribir que la
sociedad victoriana debía felicitarse por haber «mejorado
el «status» de la mujer al limitar sus tareas a aquéllas de
tipo más liviano».218 En el mismo momento en que esta
«limitación» significaba para un sector de mujeres la es-
clavitud respecto a los hombres que las compraban de por
vida y se ejercía la más brutal explotación contra las mu-
jeres que se empleaban en la producción industrial. Nun-
ca se alcanzó tan gran número de obreras en todo el mun-
do —en la actualidad existen muchas menos incluso en
números absolutos—, ni nunca se las trató peor, tanto
en las fábricas por los patronos, como en el hogar por los
hombres de su propia familia.
Por otro lado, la argumentación contraria —la libera-
ción por el trabajo industrial— que prevalece en los paí-
ses socialistas, ha hecho de las mujeres soviéticas las es-
clavas de su doble condición de explotadas: como amas
de casa y madres y como trabajadoras asalariadas. Mante-
niendo el principio esbozado por Engels y Lenin —tan
erróneamente— de que únicamente el trabajo asalariado
liberará a la mujer, por contradicción con los principios
Victorianos, pero ratificándolos en la síntesis, se ha em-
pleado la fuerza de trabajo femenina en todos los secto-
res de la producción, incluso en aquellos en los que su
fuerza física y su servidumbre reproductora no los hace
los más adecuados para ellas. Y así vemos a las mujeres
reparando las carreteras, conduciendo los tractores, ba-
217. Tres guineas. Virginia Woolf.
218. Olivia Harris y Kate Young, Antropología y feminismo.
Obr. cit,, pág. 16.

337
22
rriendo las calles, y reproduciendo los hijos y atendiendo
los hogares y las necesidades sexuales de los hombres.
La supuesta liberación de la mujer soviética consiste en
ser más explotada que las demás. A cambio no se las
viola grupalmente ni se las asesina ritualmente, pero no
tienen ningún puesto en el gobierno de la URSS, así como
solamente poseen algunos sillones en el Presidium, mien-
tras en el Comité Central, en el Comité Ejecutivo y en el
Buró Político, siempre han estado ausentes.
En cuestiones de ideología todos los regímenes políti-
cos coinciden, todos los modos de producción la segre-
gan, porque deben mantener con su apoyo el poderío
masculino, tan útil para seguir siendo la clase domi-
nante.

NOTAS
«Cualquiera que sea su comienzo, los mitos concluyeron invaria-
blemente con la toma del poder por los hombres. O bien éstos
despojan a las mujeres de los símbolos de la autoridad, constitu-
yéndose en los poseedores legítimos de la ceremonia y de los ob-
jetos sagrados, o bien recurren a violentas sanciones contra aque-
llas mujeres que han osado desafiar la autoridad masculina. En
ninguna versión aparecen las mujeres como ganadoras de la ba-
talla por el poder, sino que, por el contrario, se hallan permanen-
temente sometidas al terrorismo masculino, escondidas en sus ca-
banas, temiendo mirar a los espíritus enmascarados y a sus ante-
pasados cuando tocan las trompetas. Los informes publicados no
dejan en claro si las mujeres creen realmente las historias que
les relatan sus hombres, pero lo que parece ser bastante real son
los castigos que se imponen a mujeres y niños por violar las re-
glas sobre las ceremonias.»
Joan Baemberg, Antropología y feminismo. Textos compilados por
O. Harris y K. Yuong. Ed. Anagrama. Bama. 1979, pág. 75.
«Cuando, por ejemplo, se imputaba a la mujer su comporta-
miento de niña y como tal se la mantenía en la no iniciación (en el
pleno sentido masculino) o cuando se la comparaba a un animal
convirtiéndola con ello en la víctima involuntaria de la ideología
masculina, ésta había perdido su derecho a gobernar. Se daba a la
acusación un carácter moral divorciado de las razones biológicas
que en otras circunstancias podrían haber dado a su sexo una po-
sición de predominio.
»Lo fundamental para comprender el insistente mensaje del mito
no es determinar si las mujeres se comportaron de la forma en él
descrita. Lo importante es la fuerza ideológica del argumento ex-
puesto en el mito del gobierno de las mujeres y la justificación que
éste ofrece al dominio masculino al evocar la visión de una alter-
nativa catastróñca: una sociedad dominada por la mujer. Al insistir
una y otra vez en que la mujer no supo manejar el poder cuando
lo tuvo en sus manos, el mito reafirma dogmáticamente la infe-
rioridad de la condición femenina.»

338
Joan Baemberg, Antropología y feminismo. Textos compilados por
O. Harris y K. Young. Ed. Anagrama. Barna. 1979, pág. 80.
«El mito y el ritual de Yuruparí, en muchas de las variantes
registradas, forma parte de un largo inventario de rasgos cultu-
rales comunes a los indios de lengua tukano en toda la región del
noroeste del Amazonas, los tukano propiamente tales, los desana,
los uanano y los cubeo, así como los grupos witoto y tücuna. Los
elementos en común incluyen la agricultura de subsistencia (basada
principalmente en el cultivo de la mandioca amarga), el uso de la
cerbatana, la tela de corteza, la canoa hecha de troncos ahuecados,
la cerámica, las grandes casas comunales, el sistema familiar pa-
trilineal exógamo, los cultos ancestrales míticos, los ritos de inicia-
ción y los instrumentos musicales sagrados. El mito de Yuruparí
relata la invención de estos instrumentos y cuenta quienes fueron
sus dueños y las antiguas tradiciones relacionadas con su ejecución.»
Joan Baemberg, Antropología y feminismo. Textos compilados por
O. Harris y K. Young. Ed. Anagrama. Barna. 1979, pág. 73.
«Los danzarines enmascarados y las logias masculinas no perte-
necen exclusivamente a Tierra del Fuego, sino que se encuentran
en toda la extensión del continente sudamericano.
...»En ciertas tribus del noroeste del Amazonas y del centro del
Brasil, las trompetas y flautas sagradas desempeñan las mismas
funciones que las máscaras fueguinas. Su conocimiento está prohi-
bido a las mujeres... Como en Tierra del Fuego, los orígenes de la
indumentaria y accesorios utilizados por los hombres constituyen
el tema de los mitos locales. En especial, un complejo ritual y
ciclo mítico, popularmente conocido como yuruparí, es común a
varios pueblos tribales de la región Vaupés del Amazonas norocci-
dental colombiano y brasileño.»
Joan Baemberg, Antropología y feminismo. Textos compilados por
O. Harris y K. Young. Ed. Anagrama. Barna. 1979, págs. 72-73.
«Dadas la proximidad geográfica y la similitud cultural de los
pueblos selkánam y yamana, el parecido entre los mitos no es sor-
prendente. Ambos textos relatan la misma historia. En los tiempos
de la creación las mujeres gobernaban manteniendo a sus hombres
en la subordinación y el temor, hasta que éstos descubrieron la
fuente del poder de las mujeres y decidieron arrebatárselo.»
Joan Baemberg, Antropología y feminismo. Textos compilados
por O. Harris y K. Young. Ed. Anagrama. Barna. 1979, pág. 71.
«Una de las más antiguas y complejas versiones de la leyenda
de Yuruparí es la registrada por el viajero italiano Ermanno Stra-
delli en 1890. Según este relato (Stradelli 1964), Yuruparí era, con-
forme a la tradición cultural, el héroe y legislador de las tribus
que habitaban el curso superior del Río Negro, nacido de una
niña virgen, que quedó embarazada al beber el jugo de un fruto
prohibido, Yuruparí se convirtió casi desde su nacimiento en el
jefe de una tribu de mujeres cuyos hombres habían muerto en una
epidemia. Fue Yuruparí quien seguidamente enseñó a su pueblo
que a las mujeres no debía permitírseles intervenir en los asuntos
de los hombres ni participar en los ritos secretos masculinos en
los que se ejecutaban los instrumentos sagrados. La mujer que
violara la prohibición quedaba condenada a muerte y cualquier
hombre que enseñase los instrumentos o revelase las leyes secre-
tas a las mujeres, estaba obligado a darse muerte o a ser muerto
por sus compañeros.»

339
Joan Baemberg. Obr. cit., pág. 73.
«Nimuendaju (1952: 77-78), en su informe sobre el pueblo tukuna
que habita las riberas del río brasileño Solimoes, en la cuenca del
Amazonas, mencionaba la existencia de trompetas de madera y de
corteza que eran sacadas de su escondite con la protección de la
oscuridad y eran tocadas en las ceremonias que celebraban la
pubertad de los jóvenes. Los instrumentos musicales eran utiliza-
dos para asustar a las mujeres y a los niños, a quienes les estaba
prohibido contemplar la escena. Un texto tukuna (Nimuendaju
1952), relata el caso de una niña que desobedeció las reglas al mirar
las flautas a hurtadillas. En castigo se le dio muerte y su cuerpo
fue descuartizado. Más tarde su carne fue ahumada y convertida
en una papilla destinada a los festejos de la tribu, a los que se
obligó a asistir a su madre y a su hermana.»
Joan Baemberg, Antropología y feminismo. Textos compilados por
O. Harris y K. Young. Ed. Anagrama. Barna. 1979,, pág. 74.
«Brigdes (1948: 412-13) relata el mito del origen del hain, vivienda
ceremonial de los onas selknam, que presenta sorprendentes simi-
litudes con la historia de la kina. Las viviendas rituales kina y
hain parecen tener idénticas funciones en ambas culturas. Se di-
ferencian únicamente en que el hain es una institución exclusiva-
mente masculina, de la que las mujeres están definitivamente
excluidas.
»Los hombres vivían presa de un miedo abyecto y en permanente
sumisión. Tenían, es verdad, arcos y flechas con los que procurar
carne al campamento, pero ¿de qué les servían esas armas contra
la brujería y la enfermedad?
»A1 acentuarse esta tiranía de las mujeres, los hombres decidie-
ron exterminarlas, "a lo que siguió una gran masacre de la que
ninguna mujer escapó con forma humana". Después de esta "de-
bacle", para poder reemplazar a sus esposas, ios nombres se vieron
obligados a esperar hasta que las niñas pequeñas hubiesen alcan-
zado la madurez.
«Entretanto surgía un nuevo problema: ¿cómo podían los hom-
bres mantener la ventaja conseguida? Un día las niñas llegarían a
ser adultas y podrían unirse para recuperar su antiguo ascendiente.
Para impedirlo los hombres crearon una sociedad secreta y abo-
lieron para siempre la logia de las mujeres en la que tantos planes
perversos se habían urdido contra ellos. Ninguna mujer podía
acercarse al "hain" so pena de muerte.»
J oan Baemberg, Antropología y feminismo. Textos copilados
por Olivia Harris y Kate Young. Ed. Anagrama. Barna. 1979, pá-
gina 70.
«La única etapa en la que se procede a algún reconocimiento
es la de la circuncisión de alguno de los hijos del casamiento (para
las hijas no existen ceremonias de iniciación). Las esposas sólo son
consideradas en relación con el individuo con quien están casadas.
Por consiguiente, las viudas y las mujeres cuyos esposos están
ausentes prácticamente no participan en las pocas actividades co-
munales de la aldea que atañen a las mujeres, como la construcción
de casas. Sólo unas pocas esposas asisten rara vez a los aconteci-
mientos rituales a los que deben concurrir los hombres del linaje,
y únicamente van para poder cocinar la comida que los hombres
han de recibir en cuanto grupo y que suele consumirse en el
lugar.»

340
Felicity Edholm, Antropología y feminismo- Textos compilados
por O. Harris y K. Young. Ed. Anagrama. Barna. 1979, páginas
212-213.
«...Las tumbas son visibles en el paisaje antaisaka, no porque
ellas mismas resuiten perceptibles, sino por causa del alafady, el
bosque sagrado que las rodea. Estas pequeñas áreas de vegetación
enmarañada y salvaje se destacan dramáticamente en medio del
paisaje antaisaka, ordenado y muy cultivado. Sólo se penetra en
ellas para los funerales y únicamente lo hacen los hombres; a las
mujeres les está vedada la entrada.»
Felicity Edholm, Antropología y feminismo. Textos compilados por
O. Harris y K. Young. Ed. Anagrama. Barna. 1979, pág. 210.
«Para que un hombre sea aceptado como miembro adulto, que
participa plenamente en su linaje, tiene que residir en la aldea del
linaje, trabajar en el zoliki (huerto), en los tany (campos) y en
los horaki (arrozales), heredados de un miembro del grupo, y ser
cabeza de una unidad doméstica independiente. Hasta que no ha
alcanzado este «status», social y político, económica y jurídicamente
es un menor. A pesar de participar en las actividades de la aldea,
no participa en los asuntos de su grupo de linaje. Nunca concu-
rren a los funerales ni a las circunstancias a los que su grupo es
invitado, y no da ni recibe dinero en las ceremonias. Sin embargo,
a pesar de su inicial posición dependiente, inevitablemente llegará
a ser un miembro con participación plena y un adulto responsable.
»Las mujeres permanecen en esa posición de dependencia du-
rante toda su vida. A pesar de ser miembros del linaje de su pa-
dre y de la tumba del mismo, nunca se las considera como adultos
sociales tal como ocurre con sus hermanos. Una mujer tiene ciertos
derechos a la residencia en el linaje de su padre, pero socialmente
se espera que se case y que entonces vaya a vivir fuera de él.
Pertenece al "maromanga" del linaje de su padre y mientras resida
en la aldea ha de participar en sus actividades. Cuando se casa,
ha de tratar de asistir a los rituales celebrados en la aldea de su
padre, pero no irá a los funerales que se celebren en otras aldeas.
»Sólo durante su niñez las mujeres son residentes de la aldea
de la que son miembros a través de la filiación patrilineal. Viven
la mayor parte de su vida en aldeas en las que no tienen derechos
heredados de residencia y en las que se encuentran en una posición
dependiente; posición definida por su relación individual con un
miembro masculino de ese grupo. Evidentemente, este hecho del
casamiento virilocal es muy importante para determinar el «status»
de la mujer tanto en la aldea de su padre como en la de su esposo.»
Felicity Edholm, Antropología y feminismo- Textos copilados por
O. Harris y K. Young. Ed. Anagrama. Barna. 1979, págs. 211-212.

«Se considerarán cuatro aspectos de la representación ideológica


antaisaka:
»1. Las clases de roles y relaciones que se representan y el grado
en que éstos presentan tanto un reflejo como una distorsión de las
relaciones sociales establecidas en otros niveles de la sociedad.
»2. La manera en que la ideología proporciona a la gente una
respuesta ante la sociedad y un modo de trabajo dentro de la
misma; ambos corresponden a los intereses del grupo socialmente
dominante, hacen posible las relaciones entre los grupos, y per-
miten que se reproduzca el control sobre la producción, relacionado
con esto.

341
»3. El rol de la ideología en la lucha entre grupos antagónicos,
entre los productores inmediatos y los que controlan la producción
y la distribución, y
»4. La manera en que la ideología actúa como un sistema de
control social a través de la creación y el mantenimiento de la
solidaridad en el seno del grupo dominante y de divisiones y sepa-
raciones en el interior y entre los grupos subordinados.»
Felicity Edholm, Antropología y feminismo. Textos compilados por
K. Young y O. Harris. Ed. Anagrama. Barna. 1979, pág. 206
Entre los matrilineales indios cuervos, como señala Lowie (1956)
«Las mujeres... ocupan puestos muy honoríficos en la Danza del
Sol: pueden llegar a ser directores en la Ceremonia del Tabaco y
desempeñar, incluso, un papel más notable que los hombres; a ve-
ces hacen de huéspedes en el Festival de la Carne Guisada; no
tenían prohibido los trabajos pesados ni ejercer de curanderas ni
recurrir a visiones.» Sin embargo, «antiguamente las mujeres mon-
taban en caballos inferiores (durante la menstruación) y, sin duda,
ésta era tenida por una fuente de contaminación, pues no se les
permitía acercarse a los hombres heridos ni a los que iban a em-
prender una expedición bélica. Aún permanece el tabú a acercarse
en estas épocas a los objetos sagrados». Ademas, antes de enume-
rar los derechos de las mujeres a participar en los distintos ritos
arriba rseeñados, lowie menciona un envoltorio concreto, la Muñeca
de la Danza del Sol, que no debía ser deshecho por mano de
mujer. Continuando este rastro, encontramos: «Según todos los
informadores de la Hierba de la Logia y otros muchos, la muñeca
propiedad de Cararrugada no sólo tenía precedencia sobre todas las
demás muñecas, sino sobre todas las demás medicinas de los
cuervos. Esta muñeca concreta no podía ser manejada por las
mujeres.»
Sherry B. Ortner, Antropología y feminismo. Textos compilados
por O. Harris y Kate Young. Ed. Anagrama. Barna. 1979, pág. 112.
«Es evidente que el mensaje mítico utilizado entre los aborígenes
sudamericanos para atar a las mujeres a sus tareas diarias domés-
ticas pone el acento en la relajación moral y en el abuso del poder
antes que cualquier tipo de debilidad física o incapacidad de la
mujer.»
Joan Baemberg, Antropología y feminismo. Textos compilados por
O. Harris y K. Young. Ed. Anagrama. Barna. 1979, pág. 79.
«En la ceremonia de iniciación tukuna, descrita por Nimuen-
dajú (1952), los símbolos masculinos del poder son empleados para
asustar a las niñas. El sonido de las trompetas ancestrales está
destinado a su edificación, pero no se les instruye sobre su tra-
dición secreta. La ceremonia tokuna, más complicada que la de los
kayapó, tiene una relación directa con las funciones del cuerpo
puberescente de la muchacha. En todo el mundo las ceremonias fe-
meninas están estrechamente asociadas con los rituales relativos al
cuerpo. Enfatizan, bajo la forma de representación dramática, la
especialización biológica de la mujer.»
Joan Baemberg, Antropología y feminismo. Textos compilados por
O. Harris y K. Young. Ed. Anagrama. Barna. 1979, pág. 79.
«Los ritos de iniciación de las muchachas kayapó no son tan
complicados como el que celebran los jóvenes. De hecho, la ceremo-
nia de las niñas que presenció no tardó más de quince minutos,
a diferencia de la de los varones, que duró casi tres meses. La

342
participación de la tribu no es un requisito en la iniciación de las
niñas como lo es en el caso de los muchachos, y ciertamente el
breve ritual ejecutado durante la ceremonia femenina no refuerza
la idea del trastorno del antiguo orden doméstico o del nacimiento
de un nuevo régimen adulto. La breve ceremonia celebra, en cam-
bio, la madurez física de la mujer, su fertilidad y su futuro papel
de madre.»
oan Baemberg, Antropología y feminismo. Textos compilados por
O. Harris y K. Young. Ed. Anagrama. Barna. 1979, pág. 79.
«Una mujer resulta más identificada con el linaje de su esposo
cuando éste participa plenamente en las actividades del mismo y
cuando ella se encarga de su propia unidad doméstica y produce
hijos. Cuando es una joven esposa y cuando es una viuda se en-
cuentra más excluida, puesto que en la primera situación depende
de un hombre joven que carece de «status» de adulto en el linaje
y que depende a su vez de la unidad doméstica de otro hombre;
en el segundo caso, lo es porque no se encuentra directamente
asociada a un varón cabeza de unidad doméstica, y depende de la
unidad doméstica de su hijo, aunque pueda vivir en una casa de
su propiedad o con sus hijos más jóvenes. También está socialmente
aislada cuando es una esposa cuyo marido se encuentra fuera de
la aldea (realizando una tarea asalariada). En el grupo de su padre
participa más en el linaje antes de casarse y cuando es vieja...
»Quizás una de las mejores indicaciones del hecho de que las
mujeres no tienen derechos automáticos para permanecer en las
aldeas de sus esposos o de sus padres cuando enviudan o cuando
sus maridos se divorcian de ellas, reside en la cantidad de mujeres
viejas que encontramos viviendo con sus hijos: con otras palabras:
en las aldeas en las que no tienen ninguna clase de derecho de
residencia.»
Felicity Edholm, Antropología y jeminismo. Textos compilados por
O. Harris y K. Young. Ed. Anagrama. Barna. 1979, pág. 213.

343
CAPÍTULO XVI
MODO DE PRODUCCIÓN DOMÉSTICO
Y MODO DE PRODUCCIÓN CAPITALISTA

Entre los misterios no aclarados por feministas, antro-


pólogos, economistas e historiadores, amén de filósofos
y políticos, cuya caterva es ejemplo del triunfo de la ig-
norancia y de la mediocridad en el mundo, el que rompe
las cabezas y los esquemas en estos últimos días de 1980,
es el de las relaciones entre el modo de producción do-
méstico y el modo de producción capitalista.
Y su aparente análisis les permite a los estudiosos ha-
cer las más peregrinas afirmaciones. Veamos algunas de
ellas.

1. De la mitificación de la familia capitalista

Aunque este apartado igualmente podría denominarse


de la mitificación de la familia precapitalista, puesto que
la tergiversación de la una conduce inevitablemente a la
de la otra. Las preguntas que se hacen angustiadamente
las feministas corresponden al siguiente galimatías:
Si la mujer está oprimida en la sociedad capitalista
es porque el Estado capitalista aprovecha los servicios de
las mujeres para obtener beneficios varios, tales como
la socialización de los hijos, la perpetuación de la ideolo-
gía dominante y el mantenimiento de la sumisión y la
obediencia de los ciudadanos. Es decir factores todos
ellos superestructurales.
Al mismo tiempo la ideología patriarcal, que señalan
relacionada únicamente con la religión judaica —las res-
tantes culturas no les dicen nada— permite a los hom-

345
bres utilizar en beneficio propio la sexualidad femenina y
obtener algunos servicios domésticos interesantes.
Según tales autores, por tanto, el modo de producción
capitalista se beneficia de la opresión de la mujer exclu-
sivamente en las cuestiones ideológicas, y a su vez el pa-
triarcado —ideología del modo de producción domésti-
co— lo consigue de la extracción del trabajo excedente
de la mujer. Tal confusión deriva de su ignorancia de
los términos económicos, que les impide establecer correc-
tamente la relación entre el modo de producción domésti-
co y el modo de producción capitalista.
En sus balbuceos llegan a afirmar atrocidades tales
como que la familia precapitalista formaba una «unidad
de producción cooperativa». Cooperación, armonía, soli-
daridad, producción económica de la sociedad mediante
la unión de todos los miembros de la familia, son los
conceptos que repiten las autoras en su descripción de la
familia precapitalista —tanto primitiva, como esclavista
o feudal—. Dicen que por contraposición el capitalismo
«vino a encerrar a la mujer en el hogar» (sic), y a estable-
cer la disociación entre la «esfera pública» —lo que en-
tienden por economía o producción capitalista aunque
también sirve para designar el gobierno, la política o el
Estado—, y la «esfera privada» término con el que, como
ya hemos visto, designan lo mismo a la familia, que a la
intimidad de los individuos, a los sentimientos y a la
reproducción, a la que denominan maternidad. Ya hemos
visto antes como ignoran todo lo referente al MPD, y sólo
saben tratar de la familia. Como defensoras de este con-
junto de desatinos encontramos las más importantes auto-
ras actuales, como Juliet Mitchell, Kate Millet y Shulamit
Firestone.
Nancy Chodorow,219 no tiene rebozo en afirmar que
«en las épocas precapitalistas y del capitalismo incipien-
te, el hogar constituía la unidad productiva principal de
la sociedad. Marido y mujer, junto con sus hijos y con los
de otros (¿quiénes?), formaban una unidad de producción
cooperativa». No se puede saber de dónde ha sacado da-
tos tan exactos. Pero como afirma que «la esposa llevaba
a cabo sus responsabilidades de cuidado de los niños al

219. Maternidad, dominio masculino y capitalismo. Zillah R.


Eisenstein, Patriarcado capitalista y feminismo socialista, págs. 102
allO.

346
mismo tiempo que su trabajo productivo», es de suponer
que se refiere a que la explotación que padecían las espo-
sas en el trabajo agrícola, en la reproducción, en las ta-
reas domésticas y en la sexualidad, se hallaba retribuido
o gratificado, en régimen «cooperativo», proposición bien
distinta a la realidad, en la que la apropiación de su tra-
bajo excedente por parte del hombre era lo opuesto a lo
que se puede llamar cooperación. Explotación, por otro
lado muy semejante a la que hoy se da en todas las fa-
milias de los países capitalistas, en las que no puede en-
contrarse una sustancial diferencia respecto a la «coope-
ración» de la familia romana o de la familia actual in-
glesa.
Chodorow sigue afirmando: «Este doble papel —pro-
ductivo y reproductivo— ha sido característico de la vida
de las mujeres en la mayoría de las sociedades y a lo
largo de la historia. Hasta hace muy poco tiempo, las mu-
jeres de todas partes participaban en la mayoría de las
formas de la producción. La producción para el hogar
se llevaba a cabo dentro del hogar o en relación con él».
Pero, como puede adivinarse por el sentido que va toman-
do el discurso, cuando el capitalismo se entroniza, la pro-
ducción de los bienes se separa del hogar y se organiza
en las fábricas. Y aunque todo esto ya lo sabíamos, sin
que hiciera falta que Chodorow viniera a decírnoslo, lo
que ignorábamos es que cuando el capitalismo se aposen-
ta, en vez de que las mujeres se insertaran en las fábricas,
para producir allí en régimen de explotación capitalista lo
que antes producía en el hogar en régimen de explotación
doméstica, resulta que «las mujeres perdieron su papel
económicamente productivo tanto en la producción so-
cial como en el hogar». (Y de aquí a que Chodorow afirme
que las amas de casa vagan todo el día, perdiendo el tiem-
po entre afeites y diversiones no queda más que un
paso.)
Su razonamiento sigue otros derroteros. Como las
mujeres dejaron de trabajar en la producción —no
dice qué clase de producción puesto que ignora la di-
ferencia entre los bienes de uso y los bienes de cam-
bio, así como el valor de la mercancía— y se dedica-
ron exclusivamente a unas cuantas tareas domésticas,
pocas y aburridas, «la ampliación y formalización de esta
escisión entre lo público y lo doméstico trajo consigo una
creciente desigualdad sexual». Ya vemos que lo público

347
es la fábrica, y que en la pública fábrica las mujeres no
trabajaron cuando se inició el proceso capitalista. ¡Si
Marx levantara la cabeza! Por ello, al recluirse la mujer
en el hogar capitalista hizo que su papel se devaluara, que
«perdieran poder tanto dentro del mundo público como
dentro de sus familias». Por lo que se ve, señora Chodo-
row, las mujeres antes del advenimiento del capitalismo,
tenían un gran papel tanto en el mundo público como
dentro de sus familias. Y para concluir:
«La ampliación y formalización de esta escisión entre
lo publico y lo doméstico trajo consigo una creciente de-
sigualdad sexual. Conforme la producción dejó el hogar
y las mujeres dejaron de participar en las actividades pro-
ductivas primarias, perdieron poder tanto dentro del
mundo público como dentro de sus familias. El trabajo de
tas mujeres en el hogar y el papel de la maternidad están
devaluados porque quedan fuera de la esfera del intercam-
bio monetario y no se les puede medir en estos términos
y debido además a que el amor, aunque supuestamente es
valorado, en realidad sólo lo es dentro de un ámbito deva-
luado y exento de todo poder, ámbito separado de los be-
neficios y logros y que no se equipara a ellos. Las esferas
de los hombres y las mujeres son inequívocamente desi-
guales y la estructura de los valores en la sociedad indus-
trial capitalista ha reforzado la ideología de la inferioridad
y la relativa carencia de poder frente a los hombres que
las mujeres trajeron consigo de los tiempos preindustria-
les y precapitalistas.» m
El papel de la maternidad (que ya sabemos que no es
el proceso de producción de la reproducción) y el amor,
todo junto y mezclado, se ha devaluado porque los obre-
ros fueron a trabajar a las fábricas capitalistas y las
mujeres no. En esta sarta de despropósitos encontramos
rápidamente las siguientes equivocaciones que, por otra
parte no merecen más extensa crítica:
a) No utilizar los términos de trabajo, trabajo exce-
dente, proceso de trabajo, proceso de producción, modo
de producción. Siguiendo la tradición de los sociólogos
norteamericanos burgueses sólo utilizan conceptos supe-
restructurales; papel, institución, esfera, etc.
b) La reproducción se ha convertido en maternidad,

220. Obr. cit., pág. 109.

348
con lo cual ha perdido también su valor económico para
quedar reducida al sentimiento.
c) Las mujeres, que proporcionaron la más barata
fuerza de trabajo al industrialismo y al capitalismo en
sus comienzos, de pronto se sitúan aburriéndose en el
hogar, en el que casi no tienen «papel» que cumplir. Ol-
vidando además los millones de mujeres que, en la actua-
lidad, a pesar de la campaña por devolverlas al hogar
cuando la producción se tecnifica, siguen trabajando asa-
lariadamente para las empresas capitalistas. De éstas no
explica por qué siguen devaluadas en «la esfera pública».
d) Afirmar que antes del capitalismo la mujer poseía
poder en el mundo público y en el hogar. Lo que demues-
tra la más supina ignorancia de la condición de la mujer,
tanto en las comunidades domésticas como en la Edad
media o en el Renacimiento.
Las citas en el mismo sentido se multiplican: Cho-
d o r o w a i «... AI tiempo que los requerimientos físicos y
biológicos reales de la crianza y cuidado de los niños fue-
ron disminuyendo, el papel de la maternidad de las muje-
res fue adquiriendo mayor significación psicológica e ideo-
lógica y ha venido a dominar cada vez más su vida, tanto
fuera del hogar como dentro de él. En esta sociedad no se
asume, como se hacía en la mayoría de las sociedades an-
teriores, que las mujeres en tanto que madres y esposas
hacen trabajo productivo o trabajo que produce ingresos
como una parte de su contribución rutinaria a sus fami-
lias.» m
Ya sabemos: aunque «la base factual» se desgasta con
rapidez porque las mujeres, aun casadas, realizan cada
vez más trabajos asalariados —la verdad es que cada vez
menos— la ideología aún permanece igual. Todo es cues-
tión de ideología. Como esta afirmación de la misma auto-
ra: «El papel de la maternidad de las mujeres, adquirien-
do mayor significación psicológica e ideológica ha venido
a dominar cada vez más su vida, tanto fuera del hogar
como dentro de él». Si no viniera de una profesora de una
universidad norteamericana, en un texto culto, creeríamos
que era un chiste. Amén de llamarle «el papel de la ma-
ternidad» al proceso de producción reproductor, añade
que fue adquiriendo mayor significación psicológica e ideo-

221. Obr. cit.f pág. 109.


222. Obr. cit., pág. 110.

349
lógica: ¿el qué? ¿la producción de niños, la educación de
estos niños, la planificación del número de hijos? No sabe,
no contesta. Y, para fin de fiesta, sabemos que la mater-
nidad domina más ahora la vida de las mujeres que hace
siglos, cuando la expectativa de vida de una mujer no
excedía de la crianza del último hijo, cuando la mortali-
dad materna y perinatal obligaba a las mujeres a dedicarse
a la reproducción compulsivamente.
En este sentido, es decir con la misma falta de sentido,
las feministas norteamericanas van desgranando sus pro-
puestas de un feminismo teórico que no puede hallar la
salida.
En el mismo texto, Zilla R. Eisenstein, se suma a su
compañera para asegurar que «la división sexual del tra-
bajo y de la sociedad se ha institucionalizado y definido
más agudamente, en términos de la familia nuclear, en
el capitalismo que anteriormente». Repitiendo, y siempre
repitiendo los tópicos de que la familia precapitalista era
«una unidad de producción en la que los hombres, las
mujeres y los niños trabajaban •—se supone que "coope-
rativa" y "solidariamente"— para producir los bienes ne-
cesarios para sus vidas». (Ya se sabe que todos tenemos
varias vidas.) Pero este panorama idílico vino a estropear-
lo el capitalismo que con su habitual maldad, hizo que
«los hombres fueran sacados de sus casas y llevados a la
economía del trabajo asalariado. Las mujeres se vieron
relegadas a la casa y cada vez más los hombres las fueron
considerando como no productivas». 223 Repitamos: las mu-
jeres en el hogar precapitalista estaban bien considera-
das, no daban trabajo excedente al hombre y eran consi-
deradas productivas, y cuando llegó el capitalismo sólo los
hombres salieron del hogar para introducirse en el trabajo
asalariado. Merecería la pena indicar a la autora que leye-
ra la historia del trabajo femenino en el industrialismo,
que repasara las cifras de participación de las mujeres
en el trabajo industrial del siglo xix y de principios del xx,
a fin de que comprendiera el desatino de afirmar que las
mujeres se quedaron relegadas al hogar en el capitalismo.
¿Y antes dónde estaban?
Cuando la realidad de todos los días, tanto en nuestra
experiencia de la vida cotidiana, como en la lectura de
las encuestas y estadísticas sociales, nos muestra que pre-

223. Eisenstein, pág. 41.

350
cisamente el capitalismo viene a romper las trabas que
unían indisolublemente a las mujeres a la vida doméstica,
de donde apenas tenían salida. Es a partir de la implan-
tación del modo de producción capitalista cuando la mu-
jer hace su entrada masiva en el mundo del trabajo asa-
lariado. Si las artesanas, juglares, curanderas, artistas, y
otras mujeres que ejercían varios oficios en la Edad Me-
dia se distinguieron por su singularidad, a partir del auge
de la burguesía, la fuerza de trabajo femenina invade las
fábricas textiles, que se constituyen en la prolongación
de los telares caseros, y todas las ramas de producción
relacionadas con ella, tintoreras, hilanderas, costureras,
confeccionistas, así como la química, la farmacia, la zapa-
tería, la pequeña metalurgia. Sería innecesario repetirlo, si
las norteamericanas no lo ignoraran, que la fuerza de tra-
bajo femenina dio la mayor plusvalía al capital desde sus
orígenes hasta el principio del siglo xx. Son de todos co-
nocidos —exceptuando las feministas norteamericanas—
los datos de mortalidad materna e infantil, de miseria, de
pauperismo, de enfermedades, de la promiscuidad obliga-
da por el amontonamiento de hombres, mujeres y niños
en las fábricas y en las barracas que les servían de habita-
ción, datos relacionados con la entrada masiva de las muje-
res en la producción de mercancías capitalistas, en régi-
men de máxima explotación. La familia, unida estrecha-
mente por los hasta entonces «status» servil y hasta escla-
vo, se resquebraja. Se empieza a poner en cuestión máxi-
mas hasta entonces tenidas por indiscutibles por creerlas
de origen divino, tales como la autoridad paterna, la indi-
solubilidad del matrimonio, el infanticidio y el asesinato
de las esposas adúlteras, por sólo acudir a unos pocos
ejemplos.

El advenimiento del capitalismo significa para la mu-


jer, a la par que su entrada en el trabajo asalariado, lo
que le supone la posibilidad de adquirir por primera vez
en su historia unos ingresos económicos que jamás ha-
bían tenido hasta entonces, la conciencia de sujeto de
derechos y obligaciones, la conciencia de ser social de la
que tanto hablan Engels y Marx. La posibilidad de aso-
ciarse en el trabajo, de reunirse con los restantes compa-
ñeros de explotación, la participación en las luchas obre-
ras y sindicales. Por primera vez en la historia la mujer
empieza a verse protagonista de su propia historia, aun-
que sea arrastrada por la lucha de los hombres. Pero es

351
preciso no olvidar los datos, o conocerlos. Aprendamos a
discurrir recordando que la revolución rusa de febrero
de 1917 se desencadena a partir de la huelga de las obre-
ras textiles convocada en San Petersburgo. Que al 8 de
marzo se le otorgó el premio de «Día Internacional de la
Mujer Trabajadora» en conmemoración de la masacre co-
metida por el patrono de la fábrica Cotton de Nueva York,
que abrasó a las obreras encerradas allí en declaración de
huelga, y que, en fin, si es necesario convencer de la his-
toria ya pasada, se deben remitir a los autores contempo-
ráneos y mejor titulados para ello, y, en consecuencia, el
tema de la participación de la mujer en el trabajo indus-
trial, en el capitalismo, y su lucha en las organizaciones
obreras, la encontraremos bien documentada en El Capital,
en las obras de Lenin, en Historia y sociología del trabajo
femenino de Evelyn Sullerot, entre otros autores tan auto-
rizados como Dickens y Víctor Hugo.
Precisamente, sólo en esta época es posible —porque
las mujeres han dejado de ser exclusivamente reproduc-
toras, amas de casa y esclavas del varón, aunque también
sigan siéndolo— que se desencadene el movimiento su-
fragista en reclamación de los derechos que las harán
personas civiles, mediante el derecho a cobrar su propio
salario, a administrar sus bienes, a ingresar en la Univer-
sidad y alcanzar la medicina, la magistratura, la política,
amén del voto. Y tan vasto y largo movimiento, cincuenta
años de lucha en Inglaterra, más de ochenta en Estados
Unidos, es posible porque, a «sensu contrario», de lo que
afirman las Eisenstein y las Chodorow, las mujeres em-
pezaban a ser reconocidas tanto como productoras, en un
mundo en el que la producción industrial de mercancías
constituía el fundamento económico y la justificación ideo-
lógica de la acumulación constante del capital, como suje-
tos de derechos civiles y políticos. Es decir que la familia
se resquebrajaba —los vínculos legales en el matrimonio
se hacían cada vez más laxos, es el momento de la con-
quista del divorcio y de la tutela de los hijos por parte de
la madre—, y parecía haberse alcanzado la edad dé
oro de la mujer, con la conquista de su independencia eco-
nómica, social y política. El código de familia de Lenin
parecía haber alcanzado el techo de las posibilidades fe-
ministas. Alejandra Kollontai dedica media vida y casi
toda su producción literaria y política a predecir la lle-
gada de la utopía feminista, en un mundo en el que la fa-

352
milia proletaria no padecería ya ninguna de las taras here-
dadas de la familia burguesa. El amor libre, con frase de
Alejandra «la unión libre de libres individuos» significa-
ría, por fin, la liberación de la mujer de la ideología alie-
nante que la había tenido sujeta hasta entonces a los mitos
y tabúes de la virginidad, de la castidad y de la fidelidad.
Parecía, les parecía a los teóricos del socialismo, que con
el capitalismo que engendraba en su seno la negación de
su negación, las esclavitudes que las mujeres habían
padecido hasta entonces, se romperían como las atadu-
ras medievales se habían destrozado en la Revolución
Francesa.
Puesto que el capitalismo exigía la mayor contribu-
ción de todos los individuos en la venta de su fuerza de
trabajo a la burguesía para proporcionarle la continuada
plus valía, la vida de familia había desaparecido. Las mu-
jeres no estaban ya encerradas en el hogar sino en la
fábrica, los niños no se criaban entre las faldas de las
madres y de las tías y de las hermanas, sino en la calle
y en las fábricas, las amas de casa ya no estaban aisladas
en sus «ghettos», alejadas unas de otras a veces por va-
rios quilómetros, distancia que separaba las granjas me-
dievales, sino que se reunían en la nave de los telares y en
las asambleas de los sindicatos. Y en consecuencia, aban-
donando el trabajo agrícola y ganadero, dejando de tratar
exclusivamente a niños, animales y plantas, las mujeres
empezaban a convertirse en personas. El capitalismo dio
en sus comienzos la mayor oportunidad jamás conocida
para conseguir su liberación. Si no se alcanzó, no fue sólo
por la ofensiva capitalista de retorno de la mujer al hogar
—momento al que exclusivamente deben referirse las
autoras norteamericanas— cuando la tecnificación del
proceso industrial hizo inútiles muchos de los brazos, sino
también, y yo afirmo que fundamentalmente, por la reac-
ción socialista que apoyó y consolidó nuevamente el modo
de producción doméstico sobre el que se construyó y so-
bre el que pervive. Dominando la reproducción y el traba-
jo doméstico, el mundo masculino socialista mantiene su
imperio en varios países y sobre sus mujeres. Pero este
tema debe ser motivo de otro capítulo.
Mientras tanto examinemos estos curiosos descubri-
mientos de Eisenstein m perlas para una antología de dis-

224. Obr. cit., pág. 42.

353
23
parates históricos: «Los hombres las fueron consideran-
do como no productivas, incluso cuando muchas de ellas
trabajaran también en las fábricas. Así se tes terminó por
considerar únicamente en términos de sus papeles sexua-
les.» Ya hemos visto que nunca se las había considerado
desde tal punto de vista. «Si bien las mujeres eran ma-
dres antes del capitalismo industrial (menos mal que lo
reconoce) este papel no era excluyente, y en cambio en el
capitalismo industrial las mujeres se convirtieron en amas
de casa.» Y repite con el tono de un axioma: «El ama de
casa surgió junto con el proletariado, trabajadores ambos
característicos de la sociedad capitalista desarrollada.»
«Por lo tanto, las condiciones de producción en la so-
ciedad determinan y moldean la producción, ta reproduc-
ción y el consumo en familia. Así también el modo de pro-
ducción, reproducción y consumo de la familia influyen en
la producción de mercancías. Ambas trabajan juntas para
determinar la economía capitalista patriarcal (en la que el
lucro, que requiere un sistema de orden político y de con-
trol, es la prioridad de la clase dominante), ta división
sexual del trabajo, y la sociedad cumple con un propó-
sito específico que es el estabilizar a ta sociedad a través
de la familia.» m
En los mismos términos se expresa Rosalind Petchesky,
que con Chodorow y Eisenstein, forma la tríada que ha
descubierto que el capitalismo afianza la familia, recluye
a la mujer en el hogar, le quita la categoría de trabajado-
ra asalariada que tenía antes del capitalismo, la reduce
a su papel sexual, y establece la dicotomía entre la vida
privada y la vida pública, entre la esfera de la economía
y la esfera del patriarcado, opone ideología patriarcal a
economía capitalista, y otras lindezas por el estilo, como
estas frases de Petchesky:
«...La forma específica de familia creada por él capi-
talismo •—la mujer confinada a ta monogamia, al trabajo
doméstico y a la dependencia económica, y el hombre de-
finido como el que gana el pan— ayuda a legitimar y es-
tabilizar la relación del trabajo asalariado con el capital.
En otras palabras, la relación de la familia jerárquico-pa-
triarcal es una condición necesaria para el trabajo asala-
riado del hombre. El análisis de Oren sobre cómo se trans-
forma el salario en partes desiguales de comida, salud y

225. Eisenstein, obr. cit., pág. 42.

354
otras cuestiones parecidas, proporciona pruebas empíri-
cas de lo que ya sospechábamos: que los hombres de cla-
se trabajadora obtienen del patriarcado también algo ma-
terial y no solamente ilusorio y que este sistema material
de poder, de privilegio y de recursos extras da lugar a
un lazo objetivo entre ellos y los hombres capitalistas, así
como a una división objetiva entre ellos desde el punto
de vista de la clase trabajadora como un todo...» 226
Los errores transcritos provienen, como tengo ya di-
cho, de la ignorancia de la terminología económica, a la
par que de la ignorancia ideológica, que confunde trabajo,
proceso de producción y modo de producción, con papel,
institución y familia.
La confusión lleva a identificar estructura con superes-
tructura, términos económicos con términos filosóficos.
Clase es comparada a patriarcado. A la maternidad, a la
economía doméstica y a la familia —¿todos iguales?— se
las llama «manifestaciones del patriarcado», y se añade
que tales manifestaciones están determinadas y «estruc-
turadas de manera distinta en las sociedades precapitalis-
tas (Eisenstein) m y capitalistas» sin explicar de dónde
saca tan gratuita afirmación.
Las confusiones prosiguen respecto a todos los térmi-
nos (ver notas) y así las relaciones de producción son lla-
madas únicamente relaciones de poder, y no se llega nunca
a comprender por qué estas se establecen en términos de
dominación de la mujer por el hombre, ya que no se ha
entendido el trabajo productivo excedente que ésta realiza
en la sexualidad, en la reproducción y en el trabajo do-
méstico, del que se apropia y beneficia el hombre, y no el
capitalismo ni el patriarcado.
El mayor error, por otra parte, consiste en referirse al
patriarcado sin conocer exactamente el siguiente concep-
to. El patriarcado constituye la superestructura ideológica
del modo de producción doméstico f y en consecuencia no
tiene identidad propia desligado de la estructura econo-
mista doméstica. El patriarcado —término derivado de
la familia judaica, análoga a la china, a la hindú o a la
iroquesa, puesto que todas se hallan insertas en el mis-
mo modo de producción— no es más que un concepto que
define las relaciones de reproducción y de producción en-

226. Obr. cit., pág. 87. (El subrayado es mío.)


227. Eisenstein, obr. cit.t pág. 34.

355
tre el hombre y la mujer, en lenguaje popularizado. Las
autoras feministas al referirse siempre a él sin mencionar
el modo de producción doméstico, desconocen la rela-
ción dialéctica que existe entre la estructura económica
y la superestructura ideológica, entre la forma y el fon-
do, entre la esencia y la existencia, entre la materia y la
idea. Caen en los erróneos derroteros del idealismo bur-
gués, tan criticado por estas autoras.
Las confusiones se extienden a todos los términos. Así
a la reproducción se la llama siempre maternidad, y
Eisenstein, la denomina unas veces «manifestación del
patriarcado» y otras «institución patriarcal». Y como es
imposible creer que antes de que se «instituyera», las co-
munidades humanas se reproducían por partenogénesis,
hay que interpretar, aunque ella no lo ha dicho, que se
refiere a la mistificación de la ideología burguesa respec-
to a los sentimientos maternales, que tanto beneficio le
reporta al capitalismo. Pero en la confusión en que esta
autora redacta sus párrafos resulta casi indescifrable el
texto, y en consecuencia se convierte en reaccionario.
Este mismo idealismo burgués de que está impregna-
do todo el discurso de Eisenstein la lleva a afirmar, en
aplicación de la famosa dicotomía fondo y forma, alma y
cuerpo, que... «Cualquiera de las opresiones específicas
que experimentan las mujeres en el patriarcado capitalis-
ta muestra las relaciones de la sociedad: en tanto que
cosas, son completamente neutrales. Abstraídos de la rea-
lidad, no hay nada inherentemente opresivo en la anti-
concepción, el embarazo, el aborto, la crianza de los hi-
jos o incluso las relaciones familiares afectivas. Sin em-
bargo, todas ellas expresan formas muy específicas de
opresión de la mujer en esta sociedad. Si los métodos an-
ticonceptivos fueran ideados tanto para hombres como
para las mujeres y con un verdadero interés en la salud
más que en las ganancias, y si el aborto no estuviera
cargado de todos los valores patriarcales y no costara
más dinero del necesario, entonces la anticoncepción y el
aborto serían experiencias totalmente diferentes. Si tanto
los hombres como las mujeres tuvieran la convicción de
que la crianza de los niños es una responsabilidad social
y no una responsabilidad de la mujer, si no estuviéramos
convencidos de que el afecto de un niño depende más de
la privacía que de la intimidad, entonces las "relaciones"
de crianza de los niños serían significativamente diferen-

356
tes. Si el estar embarazada no envolviera a la mujer en
todo el sistema de atención médica patriarcal, si no sig-
nificara tener que enfrentarse con las relaciones que de-
terminan la atención médica privada, si no significara la
pérdida del sueldo y el incurrir en una serie de obliga-
ciones financieras, y sí en cambio significara traer una
vida a una sociedad feminista y socialista, el acto de
parir tendría un sentido radicalmente distinto.» m
Pretender que el trabajo excedente realizado por la
mujer en la reproducción no es malo en sí mismo, como
tampoco resultan peligrosos ni molestos el embarazo, el
parto, el aborto, la dependencia de los anticonceptivos, o
la esclavitud del amamantamiento y el cuidado de los ni-
ños y que la única maldad la introduce el capitalismo, el
demonio de los tiempos modernos, es disociar estructura
de superestructura. No se entiende que la condición opri-
mida que vive la mujer depende precisamente de su tra-
bajo explotado en tales procesos de trabajo, sino que se
supone una especial concepción en la idea interesada y
mezquina que introduce el modo de producción capitalis-
ta, que si no existiera haría de la reproducción una de-
licia. Y de la misma forma se puede defender que los
obreros deben sentir agrado en realizar su trabajo diario
en la fábrica o en las minas, si se organizan en régimen
cooperativo.229 Separando en compartimentos estancos la
explotación del trabajo, los beneficios económicos y ma-
teriales que el hombre extrae a través de la explotación
femenina, de la ideología segregada tanto por el modo
de producción doméstico como por el capitalismo, es im-
posible encontrar los hilos que unen el complejo tejido
de la ideología patriarcal con la explotación de clase de
la mujer, en el modo de producción doméstico y su su-
pervivencia dominada bajo el modo de producción capi-
talista.

228. Eisenstein, obr. cit., pág. 60.


229. Este razonamiento tuvo el éxito que alcanzó a mediados y
finales del siglo pasado el movimiento cooperativista, y p o r ello
m i s m o fue r á p i d a m e n t e absorbido y manipulado por la burguesía.
En la misma forma en que las reivindicaciones reformistas del
a b o r t o , la contraconcepción y la maternidad libre y responsable ya
están siendo cada vez m á s amablemente asumidas p o r los Estados
capitalistas h a s t a d e s a r m a r al movimiento feminista.

357
2. Qué fue de las mujeres bajo el capitalismo
Ya hemos visto como el advenimiento del capitalismo
supuso el resquebrajamiento de la familia, de la esclavi-
tud femenina y la entrada —aunque fuera por la puerta
de servicio— de las mujeres en el mundo laboral y en el
mundo político. Esto de sabido parece que no tendría que
repetirse. Precisamente los argumentos de todos los reac-
cionarios y detractores de la liberación femenina, se apo-
yan en las cifras de participación de mujeres en el mundo
laboral y político. Hastiadas estamos de oír las voces de
sesudos varones recordándonos los liderazgos políticos de
Indira Gandhi, de la señora Bandaranaike, de Golda Meir,
de Margaret Tatcher, o los éxitos profesionales de Marie
Curie, y de su hija, o de Oriana Fallaci, para demostrarnos
la igualdad de oportunidades que hemos alcanzado las
mujeres, y que por tanto invalidan, por su extremismo,
cualquier lucha que vaya más allá.
Nosotras sabemos que alcanzar tales adelantos signi-
ficó cien años de luchas feministas, y también sabemos
que los avances de pequeñas reformas políticas y jurí-
dicas, de la misma manera que hacen avanzar el camino
de liberación de una clase, también pueden constituir un
freno en su revolución. Pero aun así el adelanto es evi-
dente y se constata con cifras y con hechos.
Alcanzada la plenitud de derechos políticos con el otor-
gamiento del derecho al sufragio y a ser candidata en
cualquier puesto de gobierno, local o nacional, las muje-
res conquistaron con su lucha el de cobrar su propio sa-
lario, administrar sus bienes y recibir herencias, ingresar
en la Universidad y desempeñar toda clase de cargos pú-
blicos y privados, siempre que fuesen solteras. Para las
casadas, como también todos sabemos, la situación resulta
bastante más difícil, precisamente porque es el sujeto ex-
plotado en las relaciones de producción doméstica. Sal-
vando de las trabas serviles a las mujeres solteras, el ca-
pitalismo sabe bien que solamente se han escapado del
dominio masculino una ínfima parte de ellas. La libera-
ción de la mujer casada del dominio legal, social, político
y económico del marido, es una de las cuestiones que más
preocupan al movimiento feminista. Sólo hay que ver la
batalla que por alcanzar el divorcio han debido librar los
movimientos de todos los países, y con qué magros resul-

358
tados algunos. En diciembre de 1980 en España todavía
se encuentra por discutir en el Parlamento.
Mientras tanto las cifras de la participación de la mu-
jer en la producción capitalista resultan asombrosas para
quien no comprenda por qué, sin embargo, sigue siendo
un ciudadano de segundo orden. En Estados Unidos, nos
explica Chodorow, la fuerza de trabajo asalariado es más
del 40 por ciento femenina, y de ésta casi dos tercios están
casadas y casi el 40 por ciento de ellas tienen hijos me-
nores de 18 años, y sin embargo, comenta la misma auto-
ra «muchas personas siguen considerando que las muje-
res son esposas y madres que no trabajan, o que las mu-
jeres que trabajan son solteras y sin hijos».230
En este mismo sentido Eisenstein explica que «aunque
todas las mujeres han sido definidas como madres y no
como trabajadoras, casi el 45 por ciento de las mujeres
en los Estados Unidos (38,6 millones) están en la fuerza
de trabajo asalariada y casi todas trabajan en el hogar.
Casi un cuarto de todas las mujeres trabajadoras son sol-
teras, el 19 % son viudas, divorciadas y separadas y otro
26 por ciento están casadas con hombres que ganan me-
nos de 10.000 dólares al año». Sin embargo, añade, «por
el hecho de que las mujeres no son definidas como traba-
jadoras dentro de la ideología dominante, no se les paga
por su trabajo o se les paga menos que a los hombres.
»...La definición sexual de la mujer como madre o bien
la mantiene dentro de su casa haciendo trabajo no paga-
do, o bien hace que sea contratada con un salario menor
por su inferioridad sexual previamente determinada... La
división sexual del trabajo y la sociedad permanece in-
tacta incluso por lo que toca a aquellas mujeres situadas
dentro de la economía laboral.
»...La ideología se adapta a esto definiendo a las mu-
jeres como madres trabajadoras y los dos trabajos se ha-
cen por menos que el precio de uno solo...» 231
Por término medio las mujeres ganan en el mundo oc-
cidental industrializado, del 70 al 85 por ciento del sala-
rio que gana el hombre por el mismo tipo de trabajo. Las
diferencias son muy superiores, hasta llegar a términos
abismales en el Tercer Mundo. La ideología que justifica
esta discriminación es de todos conocida. Se justifica dí-

230. Obr. cit., pág. 110.


231. Eisenstein, obr. cit., pág. 41.

359
ciendo que las mujeres que trabajan lo hacen sólo para
complementar los ingresos del marido, si son casadas, o
para sus gastillos si no lo están. La demostración más ra-
dical de esta ideología la constituye el llamamiento de
los obreros irlandeses, en el año 78, a las mujeres asalaria-
das, para que abandonaran su puesto de trabajo, ya que
se lo quitaban a un padre de familia en paro, y puesto que
ellas sólo trabajaban para costearse sus «trapos».
Al mismo tiempo, en los momentos de crisis, las muje-
res aportan un ejército de mano de obra de reserva más
barata que cumple el papel de esquirol del movimiento
obrero y que es aprovechada por el capitalismo como
ariete de punta contra las reivindicaciones sindicales. Y
ya es viejo de puro sabido, cómo las mujeres, nunca con-
sideradas en primer lugar como productoras, son las pri-
meras despedidas de los empleos, cómo el paro femenino
es muy superior proporcionalmente al masculino. Mien-
tras el peso económico de la crisis revierte, como es na-
tural, sobre el esfuerzo y el sacrificio de las más explo-
tadas: las amas de casa, en la medida en que deben ad-
ministrar los escasos recursos que aporta el hombre —y
tantas veces ella misma además o exclusivamente—• pri-
vándose de todo gasto superfluo e incluso necesario, para
abastecer al marido y a los hijos. Cómo además prescin-
den de los servicios que en momentos de bienestar pue-
den ayudarlas: mujeres de limpieza, guarderías infantiles,
restaurantes, lavanderías, electrodomésticos, asilos de an-
cianos y hospitales para los enfermos y los alienados,
haciéndose cargo ellas mismas de todos estos trabajos,
Con lo que la explotación en los diversos procesos de tra-
bajo que cumplen es la mayor de todas las clases explo-
tadas, mientras la ideología dominante sigue propagando
la idea de que las amas de casa «no trabajan».211

232. «Los escritos de Amy de Amy Bridges, Batya Weinbaum y


Rut Mikman trascienden la noción abstracta de la familia como esfe-
ra privada a lanalizar cómo la familia y el "trabajo de consumo" que
realizan las mujeres disminuyen durante períodos de crisis económi-
ca, proporcionando la condición necesaria previa para la inflación, los
despidos y la reducción de servicios especiales. Conforme las mu-
jeres estiran el presupuesto del hogar y se hacen cargo de los
miembros más viejos de la familia sacándolos de los hospitales, así
como de los niños a los que recogen de las guarderías y de los
adolescentes que ya no pueden pagar su educación escolar supe-
rior, la familia (esto es, las mujeres) asumen los trabajos que
de otro modo corresponderían al Estado, contribuyendo a suavizar

360
Pero que Eisenstein, Chodorow y Petchesky no lo en-
tiendan es lo penoso. Ya hemos visto cómo en las comu-
nidades primitivas, donde la mujer además de ser sujeto
sexual y reproductor constituye la mano de obra traba-
jadora más explotada, que proporciona la mayor cantidad
de alimentos y objetos de uso a la comunidad, ésta no
obtiene el estatuto de productor que se reserva el hom-
bre, aunque permanezca la mayor parte del año sin tra-
bajar. Porque el «status» de la mujer viene dado por su
condición de reproductora, sometida en el modo de pro-
ducción doméstica a las relaciones de reproducción y de
producción dominadas por el hombre.
Si la mujer padece la discriminación laboral, que tan
rápidamente he comentado, no es debido a la mala fe de
los capitalistas sino a las relaciones de reproducción que
como he demostrado son determinantes para la mujer,
Tanto en las comunidades primitivas, como en el feuda-
lismo o en el capitalismo, las mujeres son la clase explo-
tada por los hombres, y en consecuencia su «status» civil
y laboral es igual al del siervo. En el Tercer Mundo se
asemeja más al del esclavo. Las leyes del modo de pro-
ducción doméstico siguen rigiendo para la mujer, aun
cuando el modo de producción capitalista domina el mun-
do. Pero para las mujeres las leyes de la reproducción
son dominantes y determinantes en sus relaciones de re-
producción y de producción con el hombre. La mujer es
clase explotada en el capitalismo porque lo es en el modo
de producción doméstico, y éste se mantiene y se repro-
duce en idénticas condiciones que en los pueblos primiti-
vos, porque el capitalismo lo conserva en vez de destruirlo,
ya que de la explotación de las mujeres el capital obtiene
las ventajas constatables cotidianamente. Y que van, desde
la menor cuantía de los salarios femeninos a la gratuidad
de los servicios sexuales, domésticos y reproductivos que
les prestan a los trabajadores, que más tarde venderán
su fuerza de trabajo a los patronos por menos salario,
pasando por el mantenimiento del ejército de reserva
de mano de obra que tanto interesa al capital para redu-
cir las exigencias obreras.

las puntas duras y difíciles de las crisis hasta hacerlas humanamente


soportables.»
Rosalind Petchesky, Patriarcado capitalista y feminismo socialista.
Compilado por Zillha R. Eisenstein. Ed. siglo XXI. Madrid 1980.
pág. 89.

361
En resumen, el modo de producción doméstico se con-
serva, se mantiene y se reproduce a través de todos los
tiempos, sosteniéndose a pesar de las transformaciones
exigidas por las sucesivas revoluciones y las transforma-
ciones sociales, porque todos los modos de producción
dominantes lo han mantenido para seguir beneficiándose
de la explotación femenina. No abstraigamos a los suje-
tos de esta explotación, porque todas las revoluciones han
sido realizadas por hombres físicos en representación
de las clases dominantes, que están constituidas también
por hombres. Las mujeres pertenecientes a estos hombres
han sido y son sus sirvientas, y comparten su destino en
la misma forma que los criados de un gran señor comen
—a veces— mejor que los de un desheredado. Pero
este tema lo desarrollaré con más detenimiento en ade-
lante.

3. Del mantenimiento del modo de producción doméstico

El modo de producción doméstico, en su versión pura


y no dominada, sólo existe entre aquellas comunidades
domésticas incontaminadas por el colonialismo. Es decir
en muy pocos lugares. Incluso Meillassoux afirma que ya
no existe porque «su capacidad para producir y para re-
producirse de manera coherente y ordenada, y especial-
mente para perpetuarse sin ejercer violencia sobre formas
subordinadas de organización social, lo condenaron a
todas las explotaciones». Pero esto no es exactamente
cierto. Meillassoux ha observado la dominación que el ca-
pitalismo ejerce sobre todas las comunidades domésticas,
pero no presta atención a la explotación a que son some-
tidas las mujeres precisamente para que el modo de pro-
ducción doméstico «se reproduzca de manera coherente
y ordenada y especialmente para perpetuarse sin ejercer
violencia». La violencia contra la mujer nunca tiene im-
portancia para los hombres. Meillassoux en realidad quiere
poner el acento en que la falta de un desarrollo impor-
tante de las fuerzas productivas —ya hemos visto que la
determinante es la fuerza de trabajo— no permite a cier-
tas comunidades llegar al establecimiento de clases de
hombres explotados unos por otros, y en consecuencia el
adelanto productivo de otros modos de producción lo ha-
cen caer inevitablemente bajo la dominación de estos.

362
Lo que sí es cierto es la afirmación de Meillassoux de
que:
«Sobre la economía doméstica se construyeron todas
las otras, desde la economía aristocrática hasta el capita-
lismo, e incluso la esclavitud que, por ser su negación,
sólo puede existir por ella. Pero aplastada, explotada, di-
vidida, inventariada, tasada, reclutada, la comunidad do-
méstica vacila pero sin embargo resiste, pues las relacio-
nes domésticas de producción no han desaparecido to-
talmente. Subyacen aún millones de células productivas
insertas de diversas maneras en la economía capitalista,
produciendo sus sustancias y sus energías bajo el peso
aplastante del imperialismo. Gobiernan, en las sociedades
más avanzadas, las relaciones familiares, base estrecha
pero esencial, de la producción de la vida y de las fuer-
zas de trabajo.» 2 3 2 ^
Aunque Meillassoux sólo se refiere a las comunidades
domésticas del Tercer Mundo, explotadas por el capita-
lismo. No ha visto la comunidad doméstica, explotada,
vencida, dividida, inventariada, tasada por el capitalismo
en su propio país. La comunidad doméstica que se llama
familia y cuyo modo de producción ha quedado oculto
tras el frondoso ramaje de la ideología patriarcal, y de las
relaciones de producción capitalistas. Porque el capitalis-
mo no sólo se instauró sobre la explotación del modo de
producción doméstico, sino que también sobrevive gra-
cias a él. Es decir gracias a la explotación de las mujeres:
«Se sabe que la agricultura de alimentación, en los
países subdesarrollados, permanece casi totalmente al
margen de la esfera de la producción capitalista, pero
está, directa o indirectamente, en relación con la econo-
mía de mercado mediante el abastecimiento de mano de
obra alimentada en el sector doméstico, o de alimentos
de exportación producidos por campesinos alimentados con
sus propios productos. Esta economía de alimentación
pertenece por lo tanto a la esfera de circulación del capi-
talismo en la medida que lo provee de fuerza de trabajo
y alimentos, mientras que permanece fuera de la esfera
de producción capitalista por cuanto el capital no se in-
vierte en ella y porque sus relaciones de producción son
de tipo doméstico y no capitalista. Las relaciones entre
ambos sectores, capitalista y doméstico, no pueden consi-

232 bis, Obr. cit., pág. 127.

363
derarse como relaciones entre dos ramas del capitalismo,
lo que es suficiente para explicar el intercambio desi-
gual: la relación es entre sectores donde dominan relacio-
nes de producción diferentes. Es a causa de las relacio-
nes orgánicas que establece entre economías capitalistas
y domésticas, que el imperialismo pone en juego los medios
de reproducción de una fuerza de trabajo barata en pro-
vecho del capital: proceso de reproducción que es, en la
fase actual, la causa esencial del subdesarrollo y al mis-
mo tiempo de la prosperidad del sector capitalista. So-
cial y políticamente también se encuentra en el origen de
las divisiones de la clase obrera internacional.» H3
De la misma forma, la alimentación de la fuerza de tra-
bajo, amén de su comodidad y su limpieza, su compensa-
ción sexual y su reproducción, se realiza en los países ca-
pitalistas en el modo de producción doméstico, cuyas «fá-
bricas» son las familias, y cuya clase explotada es la mu-
jer. Cada mujer, en cada hogar, provee de la alimentación,
la limpieza, la salud física y sexual a los hombres, que el
capitalismo utilizará para la producción de sus mercan-
cías, cuyo costo de manutención y de reproducción re-
sulta mucho más bajo que si lo produjera en términos de
mercado capitalista. La fuerza de trabajo vendida al ca-
pital resulta baratísima para éste —además de la plus
valía extraída— porque está mantenida y reproducida casi
gratuitamente. Esta ley es válida tanto para el modo de
producción capitalista como para el socialista: El valor
de la fuerza de trabajo, que es el de su manutención y el
de su reproducción, resulta tanto para el patrono capita-
listalista como para el Estado socialista, a un coste infe-
rior a la mitad de lo que le supondría de estimarse el va-
lor de esa manutención y reproducción en el mercado
capitalista, mediante él trabajo explotado de la mujer en
régimen de relaciones serviles. (La mujer realiza el traba-
jo doméstico exclusivamente por la comida y el techo,
mientras los servicios sexuales y la reproducción los reali-
za gratis.) Mediante la extracción de tal trabajo excedente,
el hombre individual aumenta su cuota de bienestar, mien-
tras el capital aumenta su cuota de beneficio.
En resumen, esta es la ley del beneficio capitalista: el
modo de producción capitalista se ha asentado sobre la
explotación exhaustiva de la mujer: tanto como fuerza de

233. Meillasoux, obr. cit, pág. 137.


364
trabajo vendida a más bajo precio en la producción indus-
trial, como en el modo de producción doméstico. Cuando
la mujer trabaja simultáneamente en el hogar y en la fá-
brica, su trabajo doméstico no sólo no está remunerado,
puesto que ella se mantiene a sí misma, sino que además
paga por ello. El ama de casa que trabaja además asala-
riadamente vive la más extrema explotación, que la sume
en la situación más absurda: pagar por trabajar. Única-
mente algunas clases de esclavos, que debían robar para
mantener a sus dueños, vivieron situación semejante.
No se puede dar mayor explotación. Mientras los obre-
ros intentan arrancarles a los patronos parte de la plus
valía que éstos les roban cada día, las obreras trabajan
y pagan para servir a su marido. Y ni siquiera se dan
cuenta.
Para que el capitalismo extraiga la mayor cuota de plus
valía es preciso que las mujeres trabajen gratis en el
modo de producción doméstico, independientemente de
su explotación como obreras. La fuerza de trabajo que
el capital compra, no sólo lo hace por menos de su valor
en términos de la plus valía que le extrae, sino, sobre todo,
porque el coste de los procesos de alimentación, limpieza,
habitat, y satisfacción sexual, no están valorados.234 Dice
Meillassoux que «para que el capitalismo pueda gozar de
la renta en trabajo debe encontrar el medio de extraerla
sin que su intervención destruya la economía de auto-
subsistencia y las relaciones de producción domésticas que
permiten la producción de dicha renta. Vale decir, que
debe actuar de manera tal que la reproducción domésti-
ca de la fuerza de trabajo no sea comprometida por su
drenaje parcial hacia el sector capitalista»*. Y si bien este
autor se refiere a las comunidades domésticas, resulta
igualmente exacto este razonamiento en relación con el
modo de producción doméstico en los países capitalistas.
Así para que el valor de la fuerza de trabajo no alcance
una cuantía nunca sospechada, el capitalismo debe pre-

234. Incluso en los países capitalistas más avanzados, como por


ejemplo Suecia, se estima como 1/5 lo que produce el trabajo
doméstico sobre el total de PNB, y que en este trabajo se invierten
2.244 millones de horas al año, gratuitas, mientras que en la indus-
tria se estiman 1.290 millones de horas. En Italia el trabajo domés-
tico se calcula en un valor de 20 millones de liras, y significa una
cifra superior al rédito total del país (según el economista Fran-
cesco Forte) (año 1977).
(*) Obr, cit., pág. 159.

365
servar, en vez de destruir, el modo de producción domés-
tico, y seguir manteniendo la explotación de las mujeres
de tal modo que la reproducción y el mantenimiento de
esa fuerza de trabajo siga resultándole gratis. Vale decir
que aunque muchas mujeres participen en la producción
asalariada no dejen por ello de ser reproductoras y amas
de casa. He aquí la ley por la que las mujeres reciben
menos salario en la producción capitalista, así como no
deben alimentar esperanzas de ascensos ni de promocio-
nes profesionales. Antes que productoras son reproducto-
ras, y por tanto las condiciones de la reproducción domi-
nan sobre tas de la producción.
Entender esta ley significa descifrar de una vez el enig-
ma que atormenta a las autoras feministas, sobre las rela-
ciones entre «la esfera pública y la esfera privada» y el
del menor salario, capacitación y reconocimiento labo-
ral de las mujeres. Sólo comprendiendo que las leyes de
la reproducción determinan las de la producción, y que
las relaciones de reproducción dominan las de la produc-
ción, podemos comprender los misterios que rodean la
opresión de las mujeres en los países capitalistas.
Si en el Tercer Mundo para que el capitalismo extraiga
su renta al máximo es necesario, como dice Meillassoux,
que «el trabajador permanezca próximo a sus graneros y
a sus esposas, quienes le preparan el alimento cotidiano»,
en las metrópolis, el capitalismo precisa que el trabaja-
dor permanezca inmerso en la familia, junto a su esposa
que le prepara el alimento cotidiano, le proporciona lim-
pieza, salud y bienestar, y le reproduce los futuros traba-
jadores.
Por ello resulta ingenuo repasar los párrafos de las
autoras 235 que se siguen preguntando por qué, a pesar

235. «En muchos escritos marxistas encontramos el mismo dua-


lismo referente a la posición de la mujer bajo el capitalismo. Se
afirma que la totalidad de la fuerza de trabajo de una sociedad
capitalista puede dividirse en dos categorías fundamentales: la pro-
ducción social (es decir, la producción de valores de cambio o
mercancías) y la producción doméstica (es decir la producción de
valores de uso, el mantenimiento y reproducción de la fuerza de
trabajo). Las mujeres, se afirma aún, poseen menos «status» que
los hombres porque la ideología capitalista desvaloriza la produc-
ción doméstica al no ser productiva para el capital social: sólo si
la mujer participa plenamente en la producción social se pondrá
a la altura del hombre, social y políticamente. Tal es el argumento
derivado de Engels, quien afirmó que «la primera condición para la
liberación de la esposa es incorporando a todo el sexo femenino

366
de que la mayor parte de la fuerza de trabajo en todos
los países capitalistas está compuesta por mujeres —y
nunca cuentan la del Tercer Mundo, ni conocen que las
dos*terceras partes de las horas de trabajo en todo el mun-
do son producidas por mujeres— no se las categoriza
como trabajadoras, o en todo caso sólo como trabajado-
ras en segundo lugar, porque el primero es el del que ellas
llaman «su papel como esposas y madres». Es decir que
no adquieren nunca el «status» de productoras porque el
suyo es el de reproductoras. Y por tanto resulta más pe-
noso que nunca, observar cien años después de qué modo
se han incumplido las profecías de Engels sobre que la
primera condición para la liberación de las mujeres era
incorporando a todo el sexo femenino a la industria públi-
ca. Con ello, por un lado ignoraba las leyes de la reproduc-
ción, que para Engels también era únicamente un «hecho
natural». En segundo lugar su afirmación sólo contribuyó
a la mayor explotación femenina, como la que se ha se-
guido en los países socialistas a partir de sus enseñanzas.
Incorporadas las mujeres a la producción de mercan-
cías, exigiéndoles rendimientos de trabajo similares a los
de los hombres, y explotadas en el modo de producción
doméstico que sigue exigiéndoles su contribución en la
fabricación de trabajadores y en el bienestar de éstos, las
mujeres socialistas conocen la mayor explotación de toda

en la industria pública (Engels 1973), pp. 139-40, of. también


Benston 1969, Larguía.
»Sin embargo, en varios aspectos no es adecuado para aclarar la
realidad. Primero, gran parte de la fuerza de trabajo en todos los
países capitalistas está de hecho compuesta por mujeres. Ya que
se tiende a emplearlas en actividades categorizadas como «trabajo
femenino» —en particular en las industrias de servicios—, en tareas
que son mal pagadas y ofrecen muy poca perspectiva de promo-
ción, las mujeres son casi siempre postergadas del prestigio mas-
culino y retienen su «status» inferior, incluso en la industria pú-
blica. Segundo, los intentos realizados por las mujeres para traba-
jar fuera de sus casas corrieron diversas suertes, dependiendo del
clima económico; el deber principal de la mujer sigue siendo el
de esposa y madre; especialmente en períodos de depresión econó-
mica son llamadas a ocupar nuevamente este papel (¡como si al-
guna vez lo hubiera dejado!) Aunque la mujer tenga una jornada
completa en la industria, es relevada raramente de la carga que
significa su segunda parte del día: el mantenimiento de la casa y
el cuidado de la familia.»
Antropología y feminismo. Textos compilados por Olivia Harris
y Kate Young. Ed. Anagrama. Barna. 1979, pág. 26. (Introducción
por O. Harris y K. Young.)

367
su historia. Para ellas la revolución socialista, si bien apa-
rentemente les otorgó derechos políticos y civiles que
mejoraban su «status» anterior a la revolución, en la es-
tructura social se las ha sometido a la total explotación
de los hombres. Asalariadas, mal asalariadas, depreciado
su trabajo, sin ascensos, sin poder económico ni político,
pagan por trabajar en el hogar y reproducir los nuevos
ciudadanos soviéticos.
Nuevamente se ha cumplido la dialéctica de la lucha
de clases: al romper sus trabas feudales los siervos y los
campesinos medievales y transformarse en proletarios,
con igualdad de derechos civiles y políticos que sus anti-
guos señores, cambiaron la explotación servil por la en-
trega de su plus valía al capital. Los trabajadores nunca
fueron más explotados que en la edad de oro del capita-
lismo. Y hasta que las mujeres socialistas no compren-
dan que su situación es un fiel remedio de aquélla, no po-
drán iniciar el camino de su lucha.
Mientras tanto, las mujeres de los países capitalistas
todavía discuten si su lucha habrá de dirigirse únicamen-
te a facilitarles a los hombres el camino hacia el socialis-
mo, para que logren el derecho a explotarlas más exhaus-
tivamente aún. La alienación de la clase mujer es pro-
ducto, como en el caso de las otras clases dominadas
en el curso de la historia, de la misma dialéctica de la
lucha de las clases que las preceden en la lucha.
Porque como han demostrado autoras como Judith
Stacey y Norma Diamond, con el caso de la China con-
temporánea, «el patriarcado puede seguir siendo la nor-
ma dentro de las sociedades socialistas, al grado de que
los aspectos básicos de los sistemas patriarcales de pa-
rentesco, aún gobiernan la vida de las mujeres y deter-
minan su lugar dentro de la economía y el Estado...»236
Bien es cierto que este error viene propiciado por el
propio Marx, cuando bajo la influencia de sus descubri-
miento sobre las relaciones de producción capitalista,
asegura que la familia que hasta aquel momento es «con-
siderada como la única relación237social verdadera, se vuel-
ve una necesidad subordinada». Aquí ni el propio Marx
fue capaz de averiguar las leyes del modo de producción

236. Eisenstein, Patriarcado capitalista y feminismo socialista,


obra, cit., pág. 88.
237. La ideología alemana, pág. 36.

368
doméstico y su subordinación al modo de producción
capitalista. Para él como para las feministas, la única
organización económica sobre la que pone el acento es
la familia, y cuando ésta se resquebraja por influjo del
empuje del modo de producción capitalista que trastoca
—y en algún momento puede pensarse en su próxima des-
trucción— el modo de producción doméstico, Marx es-
cribe: «Los mismos nexos de la especie, las relaciones
entre hombre y mujer, etc., se convierten en objeto de
comercio. La mujer es negociada.» 238
Quiero creer que la ingenuidad de Marx no debe ser
producto de su mala fe. Ya que él debiera conocer, y re-
conocer, que la mujer, como clase esclava durante toda la
historia ha sido siempre negociada, y sólo no en el co-
mienzo del modo de producción capitalista. Por otro lado
tampoco resulta un lenguaje muy propio referirse a «los
mismos nexos de la especie», precisamente él que es el
descubridor de las relaciones de producción. Pero si el
maestro comete errores tan evidentes, no es extraño que
sus discípulos los sigan y hasta los aumenten.
Comentando este tema, Marx afirma que la «mentali-
dad de tener» tuerce las relaciones de la especie hasta
convertirlas en relaciones de propiedad y de dominación
y al matrimonio en prostitución. En los Manuscritos eco-
nómico-filosóficos Marx escribe:
«... finalmente, este movimiento encaminado a oponer
a la propiedad privada la propiedad privada general se ex-
presa bajo la forma animal de oponer al matrimonio (que
es, sin duda alguna, una forma de propiedad privada ex-
clusiva) la comunidad de las mujeres, en la que la mujer
se convierte, por tanto, en propiedad común... Como la
mujer pasa del matrimonio a la prostitución general, así
también el mundo todo de la riqueza, es decir, de la esen-
cia objetiva del hombre, pasa de la relación del matrimo-
nio exclusivo con el propietario privado a la relación de
la prostitución universal con la comunidad.» 239
Marx al hacer aquí su crítica analítica a la moral bur-
guesa pierde la visión de conjunto de la condición de la
mujer a través de toda la historia. Esa comunidad de las
mujeres de la que se queja es la misma —aún atenuada—
238. La cuestión judía. Obr. Escogidas. Ed. Fundamentos. Ma-
drid 1975, pág. 108.
239. Manuscritos..- Ed. Alianza. Madrid 1968, pág. 141.
ción doméstico.

369
24
que la que rige en las comunidades domésticas —como ya
hemos visto—, en las que las violaciones grupales y los
rituales sexuales son igualmente agresivos y expoliadores
que la prostitución y algo más que la propiedad privada
del matrimonio burgués. Mientras las mujeres de las
comunidades domésticas son propiedad de toda la comu-
nidad masculina, poderío que los hombres afirman diaria-
mente mediante las prohibiciones sagradas, las purifica-
ciones femeninas y las violaciones grupales, la relación
matrimonial de la mujer tanto con el hombre burgués
como con el hombre proletario se privatiza y se adapta a
las condiciones generales impuestas por el modo de pro-
ducción capitalista en defensa de la propiedad privada.
Es decir, que las relaciones de reproducción y de produc-
ción entre el hombre y la mujer en el capitalismo, se
adaptan a las relaciones de producción capitalistas, y, al
contrario de lo que defiende Marx, éstas se hacen más
privadas, menos cuestión colectiva que en las comunida-
des domésticas. Por ello el hombre es el beneficiario di-
recto de la explotación de la mujer, mientras la colecti-
vidad recibe los beneficios por intermedio de aquél, en
contraposición a la situación de la comunidad doméstica.
Y por ello también, amén de la necesidad de conservar en
el mejor estado físico posible la fuerza de trabajo feme-
nina, se prohiben las violaciones grupales o de cualquier
hombre que no sea el que tiene la propiedad de la mu-
jer, así como la prostitución se convierte en un negocio
deshonesto de unos cuantos, y esa supuesta «prostitución
universal con la comunidad» se transforma en la explo-
tación privada de las mujeres por los proxenetas, en un
régimen de casi clandestinidad.

El análisis posterior de la realidad ha dado una con-


clusión antitética a lo afirmado por Marx. Resultado al
que a veces se llega cuando se es consecuentemente mar-
xista.

NOTAS

Respecto a la forma en que las feministas enfatizan el «papel»


de la familia capitalista e ignoran las leyes del modo de produc-
ción doméstica.
«A la mujer se la explota en el trabajo y se la relega al hogar:
las dos posiciones comprenden su opresión. Su estado de subor-
dinación dentro de la producción se ve oscurecido por un su-
puesto dominio en su propio mundo: la familia. ¿Qué es la familia?

370
¿Y cuál es la verdadera función que la mujer cumple dentro de la
familia? Al igual que la mujer misma, la familia aparece como un
objeto natural, pero en realidad se trata de una creación cultural.
»...Las estructuras claves de la situación de la m u j e r pueden
catalogarse de la siguiente manera: producción, reproducción, se-
xualidad y socialización del niño. La combinación concreta de es-
tas estructuras produce la "unidad compleja" de su posición, p e r o
cada estructura por separado puede h a b e r llegado a u n "momento"
distinto, en cualquier tiempo histórico dado.»
Juliet Mitcheli, La condición de la mujer. Ed. Anagrama. Bar-
celona 1977, págs. 109-110.
«Dentro de u n a economía capitalista patriarcal (en la que el
lucro, que requiere u n sistema de orden político y d e control, es
la prioridad de la clase dominante), la división sexual del trabajo
y la sociedad cumple con u n propósito específico que es el esta-
bilizar a la sociedad a través de la familia a la vez q u e organiza
un dominio del trabajo, el trabajo doméstico, p a r a el que no hay
paga (las a m a s de casa) o si la hay es muy limitada (las trabajado-
r a s domésticas asalariadas) o en todo caso desigual (dentro de la
fuerza de t r a b a j o asalariado). Esta categoría m u e s t r a el efecto úl-
timo que tiene sobre las mujeres la división sexual del trabajo
dentro de la estructura de clase. S u posición como trabajador asa-
lariado está definida en los términos d e ser mujer, m i s m o s que son
un reflejo directo de las divisiones sexuales jerárquicas en u n a
sociedad organizada en torno al motivo de lucro.
»...£/ deseo de la clase dominante de preservar a la familia re-
fleja su compromiso con u n a división del trabajo que no solamente
le asegure el m á s alto provecho, sino que también organice je-
r á r q u i c a m e n t e a la sociedad t a n t o en lo cultural como en lo po-
lítico... (Eisenstein, págs. 4142.)
»...Con el desarrollo del capitalismo y sus nuevas formas nece-
sarias de relación económica, la familia empezó a definirse más
como fuente de la estabilidad cultural y social. La familia tranqui-
lizó los primeros días del capitalismo competitivo, m i e n t r a s que
las relaciones sociales por sí mismas servían p a r a compensar el
orden familiar inestable.» (Los subrayados son míos.) Eisenstein,
obr. cit., págs. 50 a 60.
«La sociedad capitalista parecía ofrecer m á s porque enfatizaba
la idea de la propiedad privada individual en u n nuevo contexto
(o en u n contexto de nuevas ideas). E n esta forma ofrecía indivi-
dualismo (un viejo valor) m á s los aparentemente nuevos medios
p a r a su mayor realización: libertad e igualdad (valores que se
e n c u e n t r a n claramente ausentes en el feudalismo). Sin embargo,
el único lugar donde este ideal podría encontrar u n a base apa-
rentemente concreta era en la preservación de una antigua institu-
ción: la familia. En esta forma, la familia dejó de ser la base eco-
nómica de la propiedad privada individual bajo el feudalismo, p a r a
convertirse en el punto focal de la idea de la propiedad privada
individual, bajo un sistema que borró esa estructura económica
de sus mecanismos centrales de producción: el capitalismo. Al efec-
tivamente poseer cosas, en forma privada e individual, la familia
burguesa confiere realidad a la idea. Para los d e m á s , permanece
como un deseo ideal, y la posibilidad de su realización es u n
estímulo p a r a t r a b a j a r de u n a m a n e r a que lo contradice. La clase
obrera trabaja socialmente en la producción p a r a la propiedad pri-

371
vada de unos cuantos capitalistas, con la esperanza de lograr pro-
piedad privada individual para sí misma y su familia.»
Juliet Mitchell, La condición de la mujer, pág. 172.
«No existe n a d a m e n o s "real o "verdadero" o i m p o r t a n t e en lo
ideológico que en lo económico. Ambos determinan nuestras vidas.
De cualquier forma, la función de la familia no es sencillamente
una u otra, sino ambas: tiene un papel económico e ideológico en
él capitalismo. A grandes rasgos, el p a p e l económico consiste en
proporcionar u n tipo específico de fuerza de trabajo productivo,
así cowio el escenario para el consumo masivo. Esto es específica-
m e n t e capitalista. E s t a función económica interacciona con el re-
quisito ideológico p a r a producir los ideales ausentes de la sociedad
feudal campesina: u n lugar de igualdad y libertad para disfrutar
la propiedad privada individual. Esta ideología, que m i r a hacia
a t r á s para su fundamentación es, sin embargo, de gran importancia
p a r a el presente: sin ella la gente podría ver en el pasado u n a
"edad de oro": u n a vez que aparece cualquier forma de utopía,
luego de ver hacia, a t r á s , es probable q u e vea hacia adelante y en
esta forma amanece al "statu quo". La familia, por lo tanto, perso-
nifica los conceptos más conservadores disponibles: petrifica vie-
j o s ideales y los presenta como los placeres del presente. Por su
p r o p i a naturaleza, existe p a r a evitar el futuro. No sorprende, en-
tonces, que los revolucionarios aparezcan con la desesperación vul-
gar: abolir familia; éste parece ser el bloqueo del avance...»
Juliet Mitchell, obr. cit., pág. 172.
«Parece que los valores de la familia actual son apropiados para
la producción campesina. Pero es función de la ideología, preci-
samente, el dar esta sensación de continuidad en el progreso. La
formación ideológica dominante n o es separable de la dominante
económica, pero a pesar de esta relación, sí tiene un cierto grado
de autonomía y sus propias leyes. En esta forma la ideología de la
famitia puede mantenerse: individualismo, libertad e igualdad (en
el hogar eres "tú mismo") mientras que la realidad económica y
social puede ser diametralmente opuesta a tal concepto...
»Por supuesto, el concepto ideológico de la familia encarna la
paradoja q u e refleja las contradicciones e n t r e éste y el m é t o d o
dominante capitalista de organizar la producción. Como h e dicho
anteriormente, este método de organizar incluye la producción so-
cial (una m a s a o equipo de trabajadores), y la familia ofrece el
alivio a la confiscación de esta producción social al ofrecer apa-
rentemente la propiedad privada individual. La misma contradic-
ción se contiene hoy dentro de la familia. La familia es la forma
más fundamental (la más antigua y primitiva) de organización so-
cial. Cuando, bajo el capitalismo, se vio obligada a convertir en
ideal lo que había sido su función económica en el feudalismo, se
provocó una contradicción crónica. Lo que hasta el m o m e n t o
había sido u n a u n i d a d d e n t r o d e l a e s t r u c t u r a social diversificada,
se convirtió, a causa de las condiciones sociales cambiantes, en una
dividida. La familia campesina trabaja en conjunto p a r a sí misma
en una. La familia y la producción son homogéneas. Pero los miem-
b r o s de u n a familia de la clase trabajadora trabajan separados,
p a r a diferentes jefes y en diferentes lugares y, aunque los intereses
de la familia los unan, la separación en cuanto al lugar y condi-
ciones d e t r a b a j o forzosamente fragmenta esa unidad. P a r t e d e la

372
función de ía ideología de la familia bajo el capitalismo es pre-
servar esta unidad a pesar de su fragmentación esencial...»
Mitchell, obr. cit., pág. 174.
«La familia campesina poseía su propiedad en plan familiar;
pero el individualismo ideológico bajo el capitalismo no puede re-
lacionarse a un grupo social.»
Juliet Mitchell, obr. cit., pág. 175.
«...La familia ha variado en la sociedad capitalista dado que h a n
variado las necesidades de la clase capitalista generadas dentro de
la esfera de producción de plusvalía.»
Zaretsky, pág. 22.
«...En sus comienzos, el capitalismo se distinguió de las socie-
dades que le precedieron por el alto valor moral y espiritual que
confería al trabajo destinado a la producción de bienes. Esta nueva
estima en la producción materializada en la idea de^ propiedad pri-
vada y en ía idea p r o t e s t a n t e de la "predestinación", condujo a la
naciente burguesía a dar un alto valor a la familia, ya que ésta era
la unidad básica de producción...»
Zaretsky, obr. cit., pág. 26.
«...De forma similar, la mujer cumplía un papel muy valorado
en la familia ( s i c ) , ya que el trabajo doméstico formaba clara-
m e n t e parte de la actividad productiva de la familia como u n todo...»
Zarestsky, Sobre la confusión entre el modo de producción do-
méstico y el modo de producción capitalista, obr. cit., pág. 27.
«En primer lugar, n o puede existir algo que se denomine sistema
"general". El patriarcado podrá parecer universal, pero en p r i m e r
lugar esta universalidad forma parte de la ideología por la cual
se mantiene a sí mismo, y en segundo lugar, ahí en donde sí
existen factores comunes p o r medio de distintos sistemas políticos,
estos factores comunes se encuentran en combinaciones distintas
en todos los casos específicos. Todo sistema político es siempre una
mezcla específica. Este hecho debería volvernos desconfiados para
aceptar las formulaciones ideológicas {en este caso, la "universali-
dad" que el sistema nos ofrece como la base de nuestra investi-
gación científica del mismo). Otro problema: u n sistema político
depende d e (como p a r t e de) un modo específico de producción;
el patriarcado, pese a constituir un rasgo perpetuo del mismo no
es en sí un modo de producción, aunque constituya un aspecto
esencial de toda economía, no la determina en forma dominante.»
Juliet Mitchell, La condición de la mujer, pág. 90.
«...Esta "división" entre el trabajo socializado de la empresa ca-
pitalista y el trabajo privado de la mujer en el hogar, está estre-
chamente relacionado con u n a segunda "división" entre nuestras
vidas "personales" y nuestro lugar dentro de la división social del
trabajo. Mientras la familia fue una unidad productiva basada en
la propiedad privada, sus miembros comprendieron que sus vidas
domésticas y sus relaciones "personales" estaban enraizadas en el
t r a b a j o recíproco.»
Juliet Mitdell, obr. cit., pág. 27.
«...Basándose en la propiedad privada productiva, la ideología
de la familia como institución "independiente" o "privada" es la
contrapartida a la idea de la "economía" como u n reino separado
que el capitalismo dejó "libre" de restricciones feudales, ley con-
suetudinaria e intervención estatal y clerical con el paso de los

373
siglos. El protestantismo reforzó esta concepción de la familia, con-
virtiéndola en centro de observancia religiosa.»
Eli Zaretsky, Familia y vida personal en la sociedad capitalista,
página 30. Ed. Anagrama. Barna. 1978. Cap. II, La familia y la
economía.
«Según Firestone, tanto la opresión de la mujer como la división
entre la experiencia personal íntima y las relaciones sociales anó-
nimas que se dan en la sociedad son consecuencia de la división
sexual del trabajo en la familia. Firestone denomina base a la fa-
milia, y superestructura a la economía política, pero conecta vaga-
mente estas dos esferas a través de la "psicología del poder". Si
bien Mitchell enfatiza la complejidad de su interacción, considera
la familia como una esfera separada (socialmente definida como
"natural"), fuera de la economía, y explica la opresión de la mujer,
como hace Firestone, por su exclusión de la producción social.
En este sentido, Mitchell y Firestone comparten con los nuevos
movimientos socialistas la idea de una división entre familia y
economía. Tal como se nos presenta esta idea, no se comprende
muy bien la relación existente entre vida familiar y el resto de la
sociedad..,»
Eli Zarestky, obr. cit., pág. 21.
«...Entender la familia y la economía como dos esferas separa-
das es propio de la sociedad capitalista. Por "economía" Firestone
y Mitchell entienden la esfera donde se realiza la producción e
intercambio de mercancías, la producción de bienes y servicios para
ser vendidos, y su compra y venta. Dentro de este marco de pen-
samiento, un ama de casa que está cocinando no desarrolla una
actividad económica, ahora bien, si se la pagara por cocinar la
misma comida en un restaurante, sí lo estaría haciendo. Esta con-
cepción de lo "económico" excluye la actividad dentro de la fa-
milia y la lucha política de las "clases económicas" debería excluir
a la mujer, salvo en su condición de asalariada. Los movimientos
socialistas y comunistas de los países capitalistas desarrollados tam-
bién entienden lo "económico" de esta manera. Y cuando hablan
de una lucha política entre "clases económicas" excluyen esencial-
mente tanto a la familia como a las amas de casa de la política
revolucionaria.»
Obr. cit., pág. 22.
Ver la tergiversación de la verdadera ecuación del valor de la
fuerza de trabajo de la mujer, en este texto de Meillassoux.
«Proveer al mantenimiento y a la reproducción de la fuerza de
trabajo le plantea al capitalismo algunas contradicciones que no
pueden ser solucionadas sólo mediante el pago del salario horario.
»Para que se realice la plusvalía el salario debe estar fundado
sobre la duración precisa del tiempo de trabajo efectivamente brin-
dado por el trabajador. Pero para que se realice la reproducción
es necesario que las entradas del trabajador cubran sus necesidades
individuales durante toda su vida (desde el nacimiento hasta la
muerte), independientemente de la suma efectiva de fuerza de tra-
bajo entregada.
»En otros términos, es necesaria una nivelación para que, cual-
quiera que sea la duración de la vida activa del trabajador, el costo
de su fuerza de trabajo sea igual en todo momento y para todos
los empleadores. Y otra nivelación para que el costo de las cargas
familiares del asalariado no modifique el precio presente de su

374
fuerza de trabajo. La solución de este problema plantea otro: la
provisión para la reproducción de la fuerza de trabajo en tanto que
mercancía futura (crianza de los hijos) debería ser lógicamente una
inversión, por lo tanto un elemento del capital, mientras que las
entradas del asalariado, que proceden de su remuneración del tra-
bajo, no pueden estar constituidas, en el régimen capitalista, por
capital, sin que el obrero se convierta ipso facto en capitalista. *
Es necesario entonces que la reproducción de la fuerza de trabajo
(y esto está incluido en la lógica de la observación precedente) se
efectúe, al margen de las normas de la producción capitalista, en
el marco de instituciones, tales como la familia, donde se perpetúan
las relaciones sociales no capitalistas entre los miembros, y que no
se sitúan, jurídicamente, en la posición económica de una empresa.
Vale decir que esta mercancía esencial al funcionamiento de la
economía capitalista, la fuerza de trabajo, al mismo tiempo que
este agente social indispensable para la constitución de las relacio-
nes de producción capitalista, el trabajador libre, escapan a las
normas de la producción capitalista, aun cuando son producidos
en la órbita y bajo la dominación capitalista.»
Claude Meillassoux, Mujeres, graneros y capitales, pág. 144. Edi-
torial Siglo XXI. México 1977.

* El obrero se convierte en capitalista de la mujer en cuanto


extrae trabajo excedente de ésta.

375
CAPÍTULO XVII
VALOR DE LA FUERZA DE TRABAJO Y SALARIO

Sabemos que la explotación de la comunidad domés-


tica se apoya sobre dos de sus propiedades: la de tratar-
se de una organización productiva colectiva cuya explo-
tación es más ventajosa que la de un individuo y la de
producir un plus-trabajo (Meillassoux.) Ahora bien, esa
explotación que los estudios económicos sitúan exclusi-
vamente en los países y territorios colonizados, se pro-
duce diariamente en la comunidad doméstica constituida
por la familia. En el seno de cada una de las familias de
las sociedades capitalistas el individuo recompone cada
día la energía gastada en el trabajo asalariado, mediante
la explotación de su mujer. Cuando Meillassoux dice que
por ser la fuerza de trabajo el producto social de la comu-
nidad, explotar a uno de sus miembros, siempre que no
esté separado, equivale a explotar a todos los otros, hay
que sustituir en el párrafo «miembros» por hombres y
«todos los otros» por las esposas.
La mujer produce diariamente un trabajo excedente
para completar los procesos de alimentación, limpieza, con-
servación física y psíquica, y servicios sexuales que pre-
cisa el hombre para mantenerse en buen estado. En con-
secuencia, el capitalista no precisa pagar toda la manu-
tención del trabajador, que en buena parte se halla pro-
ducida por el trabajo de su mujer. El capitalista sólo paga
aquella parte del mantenimiento de la fuerza de trabajo
que debe ser producida a su vez en el modo de produc-
ción capitalista: p. e. vivienda, vestido, diversiones, via-
jes, alimentos adquiridos en el mercado. Por ello, según
el valor de los procesos de trabajo invertidos a su vez en
la producción de mercancías que el mercado capitalista le

377
ofrece para su manutención, nunca paga el costo de su
reproducción. Los procesos de trabajo, en el modo de pro-
ducción doméstico, necesarios para completar el ciclo de
la alimentación y de la limpieza, son realizados por la
mujer en régimen de trabajo servil, es decir compensado
únicamente por su manutención. Los servicios sexuales y
la reproducción son ofrecidos gratuitamente.
Hasta ahora hemos sabido, con Marx, que el valor de
la fuerza de trabajo se determina por el tiempo de tra-
bajo necesario para la producción, y por tanto también
para la reproducción, de ese artículo específico. Y ese
valor es el de los medios de subsistencia necesarios para
la conservación del poseedor de aquélla, que incluye los
medios de subsistencia de los sustitutos, esto es, de los
hijos de los obreros. Pero esta ley, incuestionada hasta aho-
ra, posee el defecto de no valorar a su vez el trabajo inver-
tido en la reproducción de esa fuerza de trabajo, ni en el
mantenimiento del obrero y de sus hijos. Para Marx, como
para todos sus discípulos resultaba obvio que el trabajo
de la mujer invertido en el mantenimiento y en la repro-
ducción de la fuerza de trabajo debía resultar gratis.
Tanto los economistas, como los dirigentes obreros,
como la patronal, dan por supuesto que las subidas de
salarios, deben realizarse en relación al precio de las mer-
cancías en el mercado capitalista. Es decir al valor del
trabajo invertido en la producción capitalista de mercan-
cías. En ningún momento se tiene en cuenta el trabajo
del ama de casa que mantiene y reproduce con su trabajo
al obrero. De plantearse en tales términos los salarios
obreros alcanzarían un montante dos veces mayor al ac-
tual, calculado mediante una simple operación: la de con-
siderar el trabajo del ama de casa igual al del obrero en
el trabajo doméstico, lo que obligaría a pagarle un sala-
rio igual al de éste por las tareas del hogar, y otro mon-
tante idéntico en el trabajo reproductor (lo que lo haría
extraordinariamente barato teniendo en cuenta la inver-
sión de energía y el sufrimiento físico que invierte la mu-
jer en él). Es evidente que en el modo de produccción ca-
pitalista el valor de la fuerza de trabajo asalariada cuenta
con su mantenimiento y su reproducción casi gratuita a
cargo de las mujeres. Veamos cual es la ecuación.
La compra de la fuerza de trabajo, en el análisis de
Marx, está ligada al análisis de la plus valía, pero tanto
ésta como la extracción de cualquier plus trabajo, en todos

378
aquellos procesos de producción en los que el capital no
obtiene plus valía pero sí trabajo excedente, se obtienen
en el curso de un tiempo preciso: la duración de la jor-
nada de trabajo, en la cual el trabajador entrega gratui-
tamente unas horas de su trabajo a su explotador. Preci-
samente porque esta extracción del plus trabajo del asala-
riado no se realiza en otro período de tiempo, sino en el
que permanece trabajando a las órdenes del empleador,
cosa que no le sucede al ama de casa, es por lo que tanto
la plus valía como el trabajo excedente únicamente lo ob-
tiene el patrono en el tiempo exacto de la jornada laboral.
Como dice Meillassoux:
«En la práctica, efectivamente, el salario horario direc-
to entregado al trabajador sólo paga la fuerza de trabajo
brindada durante la jornada de trabajo. Dicho salario está
calculado, precisamente, sobre esta situación, independien-
temente de las cargas de familia del trabajador, de sus
períodos de desocupación o de enfermedad, pasados o
futuros, de manera también independiente del hecho de
que haya sido formado, física o intelectualmente, en el
interior o en el exterior de la esfera capitalista de pro-
ducción. El hecho de que el obrero sea padre de familia o
soltero, enfermo o no, circunstancialmente o no inmi-
grante o auctóctono, de origen rural o urbano, no tiene
importancia en el cálculo del salario efectivamente paga-
do a cada trabajador y por lo tanto el monto es, en prin-
cipio, igual para todos los obreros de una misma catego-
ría profesional. En otros términos, el salario horario, el
precio pagado a cada obrero por la compra de su fuerza
de trabajo, se calcula en relación al costo de manutención
del trabajador durante, y sólo durante, su período de tra-
bajo, pero no durante el de su mantenimiento y el de su
reproducción.»
A este razonamiento de Meillasoux hay que añadir que
el salario horario, el precio pagado a cada obrero por la
compra de su fuerza de trabajo, se calcula en relación, y
sólo en esa relación, con el valor de las mercancías que el
obrero encuentra en el mercado capitalista y que precisa
para su manutención. Pero no en cuanto al valor del tra-
bajo del ama de casa que tiene que transformar esas mer-
cancías en comida condimentada, en limpieza de la vivien-
da y de la ropa, ni en todos los procesos de trabajo pre-
cisos para conseguir el confort del obrero. Mucho menos

379
se integra en el valor del salario el valor de la reproduc-
ción que, por descontado se da, resulta gratuito.
Veamos a continuación la política de salarios de cual-
quier país capitalista. Los componentes del valor de la
fuerza de trabajo deben ser: el sustento del trabajador
durante su período de empleo, o reconstitución de la fuer-
za de trabajo inmediata, mantenimiento del trabajador
durante los períodos de desempleo, desocupación, enfer-
medad, etc., y reemplazo del trabajador mediante el man-
tenimiento de su descendencia (Meillasoux, pág. 143), y es
preciso añadir la reproducción física del nuevo trabaja-
dor, lo que llamamos convencionalmente el embarazo, el
parto y el amamantamiento de la nueva criatura que Mei-
llasoux olvida.
En principio y excepto variaciones que no lo modifi-
can en razón de su pequeña cuantía 240 el salario de un
obrero soltero es igual al de uno casado. Y tanto los
aumentos de salario, como los de categoría profesional
se rigen fundamentalmente por los aumentos del precio
de la manutención exclusivamente en cuanto a Iqs ali-
mentos, vestido y vivienda adquiridos como mercancías
en el mercado capitalista, con las únicas variantes intro-
ducidas por el mejor rendimiento del trabajador, por su
inteligencia o su fidelidad, o su mayor preparación profe-
sional.
En consecuencia, las reivindicaciones de aumentos sa-
lariales no se plantean jamás por razón de tener esposa
que mantener o de aumentar el número de hijos. Las or-
ganizaciones obreras nunca han pretendido —y de haberlo
hecho se les hubiera razonado «razonablemente» en con-
tra— que se les pague el trabajo que su mujer realiza en
el hogar ni la reproducción de los hijos. Ello ocasionaría
dos escalas salariales, por un lado la de los casados y la
de los solteros, con una subdivisión en razón del mayor
o menor número de hijos, obviando las diferencias de
antigüedad y calificación profesional, que deberían ser
tenidas en cuenta en la otra escala salarial.
El salario sólo paga la fuerza de trabajo invertida en
una jornada laboral. Resulta indiferente que sea cada se-
mana o cada mes. En otras palabras, el salario sólo sirve
para reponer la fuerza de trabajo gastada en el curso del

240. Como por ejemplo la política de ayuda a la natalidad en


España.

380
trabajo-día, en valor de las mercancías adquiridas para
ello en el mercado capitalista. Lo que supone, que por un
lado el trabajo invertido por la mujer en los procesos
de trabajo de manipulación y transformación de las mer-
cancías en la alimentación condimentada, y en la ropa
limpia cosida y planchada, y la limpieza de la vivienda,
proceso de trabajo que comienza en la adquisición de
los productos alimenticios en el mercado, ha de extraér-
sele a la mujer mediante la máxima explotación, ya que
su salario consiste exclusivamente en su manutención
diaria, y que la reproducción de esa misma fuerza de tra-
bajo y las satisfacciones sexuales no se pagan. El hom-
bre se apropia de todo ese trabajo excedente de la mujer
gratis, mediante las diversas coacciones extraeconómicas
de que dispone el Estado capitalista.
Es decir, en otras palabras, el valor de la fuerza de tra-
bajo se concreta en una economía capitalista en el valor
de los alimentos que necesita el trabajador para mante-
nerse, hoy, adquiridos en el mercado capitalista: comida,
vestido, casa, servicios de luz, agua, combustible, mobilia-
rio, coche, televisión. Pero tío se halla incluido el trabajo
de manipulación y transformación de esos mismos ali-
mentos, de limpieza de la vivienda, de la atención psíquica
y sexual, ni tampoco de la reproducción.
Este trabajo realizado por la mujer, es pagado direc-
tamente por el hombre que se beneficia de ellos, no por el
capitalista, a quien no le incumbe el procedimiento me-
diante el cual el trabajador se proporciona a sí mismo
una mejor alimentación y mayor bienestar.
El trabajador paga del salario percibido por el capital,
la manutención de la mujer que le guisa, le limpia la vi-
vienda y la ropa y le satisface sexualmente y reproduce
hijos. Si este trabajador decide no contraer matrimonio,
estos mismos servicios —exceptuando generalmente el de
la reproducción y por ello la coacción ideológica del ca-
pital tiende a que todos los trabajadores contraigan ma-
trimonio— obtenidos en el mercado capitalista, cuestan
precisamente el valor de las horas de trabajo precisas
para su producción. El capitalista no le prohibe al obrero
que prescinda de los servicios de una esposa y viva sol-
tero, cosa que puede hacer tanto en su propia vivienda,
como en régimen de pensión. En este supuesto el tra-
bajador invertirá todo su salario en contratar los servi-
cios que le son necesarios en el mercado capitalista.

381
Por tanto, la ecuación del valor de la fuerza de trabajo
del obrero es igual al gasto de manutención de la fuerza de
trabajo, contando siempre que el trabajo invertido en la
segunda fase de la producción de alimentos la realiza al-
guna mujer a cambio de su exclusiva manutención. Es de-
cir que el valor del trabajo de la mujer es también el de su
manutención física: el precio de sus alimentos, el uso de
la vivienda, los servicios de alumbrado y combustible y el
vestido, por lo que el mayor trabajo excedente obtenido
de la esposa es el que corresponde a los servicios sexuales
y a la reproducción.
Llamando Sh = salario horario V = valor f = fuer-
za t = trabajo ht = hora trabajo vft = valor fuerza
trabajo m = manutención MPC — Modo de producción
capitalista MPD = Modo de producción doméstico ve
= valor explotación.
El valor de la fuerza de trabajo del hombre es igual al
valor de la manutención, menos el valor de la fuerza de
trabajo del ama de casa más la reproducción y más la
sexualidad.
vft = vm — vft (ama de casa).
La cuantía de la explotación del ama de casa es el
resultado de deducir el valor de la manutención del hom-
bre según el coste real en mercancías y servicios en el
mercado capitalista, del valor de la manutención según
el coste de modo de producción doméstico.
ve (ama de casa) — vm (C) — cm (D).
Pensemos que un trabajador soltero gasta (X) en la lim-
pieza de su vivienda, el lavado de su ropa, tanto mediante
el contrato de una mujer asalariada que realice tales ta-
reas, como en una pensión, en restaurantes y cafeterías y
en los servicios de una o varias prostitutas. Y teniendo
siempre el salario del trabajador como invariable, este
hombre gastará íntegro su salario en proporcionarse es-
tos servicios. Tendremos que la ecuación es la siguiente:
S = salario Shs = X Gasto = X Shs = gasto.
Este mismo trabajador contrae matrimonio y encarga
de la realización de estos procesos de trabajo a su espo-
sa. Contando con que tanto el salario es invariable, como
que la manutención de la esposa correrá en ese momento
de cuenta del trabajador, la ecuación será la siguiente.
A = manutención de la esposa hs = hombre soltero
he = hombre casado.

382
B = mejoras en la estructura familiar C — ahorro
D = mayor comodidad.
X = mhs X = mhc + A.
En la mayoría de ocasiones el salario del hombre ca-
sado proporciona no solamente la manutención del hom-
bre y la de la esposa sino mejoras estructurales en la
vivienda, mayor comodidad para el marido y hasta ahorro.
En ese caso:
X = mhc + A + B + C + D.
Cuando nace el primer hijo, en los países donde toda-
vía no se halla primada la reproducción, el salario del
hombre es el mismo, excepto alguna ayuda ridicula. En
tal caso la ecuación será:
X = mhc + A + B + C + D + mh,.
En tal caso y permaneciendo invariable la calidad de
la manutención del marido, la de la mujer se deteriora en
la misma medida en que con el mismo salario han de aten-
derse las mismas necesidades de antes y mantener al hijo.
mhc = mhc + A + mhj.
En los sucesivos hijos la proporción sigue siendo la
misma.
De tal modo que,
X = mhs X = mhc X = mhc + A + B + C + D.
X = mhc + A + B + D + m h l .
X = mhc + A + B + C + D + mhl 4- mh2.
A > Al > A2 > A3.
Hasta que la calidad de la manutención de la mujer
se degrada tan visiblemente que es imposible seguir sub-
sistiendo de la misma forma, en cuyo momento la mujer
busca un trabajo asalariado a su vez, para mantenerse ella
y alguno o todos sus hijos, y a partir de ese momento rea-
liza todo su trabajo doméstico gratis para el marido.

1. La perpetuación del modo de producción doméstico

De estas ecuaciones resulta evidente que a quien pri-


mero le interesa la perpetuación del modo de producción
doméstico es al hombre que obtiene todos los beneficios
del mismo. Si en vez del primer supuesto en el cual el
trabajador se proporciona todos los servicios necesarios
para su manutención y estabilidad física y psíquica en el
mercado capitalista, supusiéramos que contrae matrimo-
nio pero que le abona a su esposa exactamente el valor

383
de su fuerza de trabajo, este trabajador tendría que tra-
bajar el doble de la jornada habitual. Puesto que la jor-
nada actual, situámosla en 8 horas diarias, únicamente
le proporciona el valor de las mercancías y servicios ca-
pitalistas, la otra jornada serviría para pagarle a la esposa
el valor de su fuerza de trabajo, entendiendo que las ne-
cesidades de uno y de otra son idénticas, y haciendo ta-
bla rasa de las diferencias que por categoría profesional
correspondieran —por ejemplo un ingeniero, un médico,
un político respecto al ama de casa, en cuyo caso debería
tenerse en cuenta la inversión realizada en la preparación
profesional de esos hombres—. La segunda jornada del
marido pagaría el valor de las horas de trabajo de la
esposa invertidas en la limpieza, en la manipulación de
la alimentación, en el lavado de la ropa. Para pagar los
servicios sexuales y la reproducción sería precisa una
tercera jornada de trabajo teniendo como media de va-
lor el de la fuerza de trabajo en el mercado capitalista.
En el modo de producción doméstico el valor de la
fuerza de trabajo, al ser empleada en la producción de
valores de uso y no de valores de cambio, no puede ser
equiparable al del modo de producción capitalista. En éste
la utilización de la medida horaria para calcular tanto el
valor de la fuerza de trabajo, como la plus valía arranca-
da al trabajo excedente del obrero, no es posible en el modo
de producción doméstico. El tiempo del ama de casa no
tiene el valor del tiempo de cualquier trabajador asala-
riado en el capitalismo, y ésta es precisamente la condi-
ción que permite la perpetuación de este modo de pro-
ducción.
Es incierto por tanto que el capitalista se apropie del
trabajo excedente del ama de casa. Es el hombre directa-
mente beneficiado por él el que se apropia del trabajo
excedente de ésta, y él es, en consecuencia, el que perpe-
túa el modo de producción doméstico con su resistencia
al cambio, teorizada en todas las ideologías revoluciona-
rias, y con los medios represores y coactivos contra la
mujer, económicos y extraeconómicos.
Ahora bien, si esta relación era exactamente así en el
principio de la implantación del modo de producción ca-
pitalista, hoy los correctivos que se han aplicado a éste,
a partir de las luchas obreras, han modificado en cierta
medida las relaciones de producción entre el capitalismo
y el ama de casa. A partir del momento en que las reivin-

384
dicaciones proletarias exigen y alcanzan los beneficios so-
ciales actuales sobre sanidad, escuelas, viviendas, jubila-
ción, orfandad, viudedad, costeadas en su mayor parte por
los patronos y por el Estado, parte de los servicios del
ama de casa obtenidos por los maridos en régimen de ex-
plotación doméstica empiezan a ser exigidos por éstos
también al Estado o a los patronos. En cuyo caso el ca-
pitalista tendría que cargar con el gasto de parte de algu-
nos servicios prestados hasta ahora por la mujer. En tal
supuesto se encontrarían los servicios de limpieza y de
alimentación, aunque como veremos más adelante en el
tomo sobre el trabajo doméstico, tales servicios se
degradarían inevitablemente. Quedarían siempre exentos
de pago —por la propia ideología machista— los servicios
sexuales, y la reproducción sería pagada en razón de la
mayor o menor necesidad de fuerza de trabajo a nivel
nacional. Así hoy en la Europa occidental los Estados no
han encontrado más solución para mantener el nivel mí-
nimo imprescindible de sustitución de la fuerza de traba-
jo que pagar la reproducción, de la que hasta ahora habían
dispuesto gratis. Y en tal caso es el Estado el que ha
primado el trabajo de la mujer. Un dato importante a te-
ner en cuenta, es que la subvención estatal de la mater-
nidad es apropiada también por el marido, con la excusa
de su calidad de padre. 241
Esto se realiza a partir del momento en que el modo
de producción capitalista precisa fuerza de trabajo cada
vez más cualificada y preparada profesionalmente para
los procesos de trabajo más tecnificados, mientras ya no
241. «El salario indirecto, por el contrario, no es pagado en el
m a r c o de la relación contractual que liga al empleado con el asa-
lariado, sino distribuida p o r u n organismo socializado. Representa,
parcial o totaimente según la r a m a de los salarios considerados, la
fracción del producto social necesario p a r a el mantenimiento y la
reproducción de la fuerza de trabajo en escala nacional. Esta frac-
ción n o está calculada sobre el tiempo de trabajo, sino estricta-
m e n t e de acuerdo al costo de mantenimiento y de reproducción de
cada trabajador considerado individualmente y en función precisa
de su situación familiar.»
Claude Meillasoux, Mujeres, graneros y capitales, pág. 145. Edi-
torial Siglo XXI. México 1977.
a...El desarrollo de los organismos de seguro social en los países
donde el proletariado está integrado —vale decir, donde sólo dis-
pone de su salario como entrada, sin p o d e r recurrir a la granja
familiar o a la quinta obrera— representa la manifestación de esto...»
Claude Meillassoux, Mujeres, graneros y capitales, pág. 146. Edi-
torial Siglo XXI. México 1977.

385
25
precisa el mismo número de obreros sin cualificar, por lo
que el paro aumenta y la demanda decrece respecto a la
oferta, los padres ya no consideran una fuente de ingresos
la mayor cantidad de hijos, y las mujeres, aumentando
sus exigencias feministas, controlan cada vez con mayor
eficacia su reproducción.
En tales momentos el Estado capitalista pone a la cuen-
ta de los servicios sociales que le han sido arrancados por
las luchas del movimiento obrero, los gastos de la repro-
ducción de la fuerza de trabajo, de la misma forma que
subviene a la sanidad de los trabajadores y mantiene la
enseñanza primaria y la profesional, y tiene que propor-
cionar obras públicas, o distracciones a la infancia y a la
juventud.
Pero aun así, resta un amplio margen de la producción
de bienes de uso reservada a la mujer, que todavía no se
ha subvenido mediante ninguna inversión estatal, ni tam-
poco está pagada por el marido. Este amplio trabajo ex-
cedente arrancado coactivamente al ama de casa es el
beneficio que obtiene el hombre y el gran ahorro que rea-
liza el capital.
Porque el capitalismo cuenta, sobre todo a raíz de las
luchas feministas, con que en un futuro no muy lejano se
le exigirá el mantenimiento de servicios sociales hasta
ahora realizados por las amas de casa. Por un lado por-
que las reivindicaciones obreras tomarán estas reivindi-
caciones como suyas, por la presión a su vez de parte del
movimiento feminista que les exige a ellos abonar es-
tos servicios o realizárselos ellos mismos, por otro por-
que amplios sectores del movimiento feminista aceptan
que esta es la responsabilidad del capitalismo —confun-
diendo evidentemente las funciones de un Estado capita-
lista con las de uno socialista— y en consecuencia agitan
a las mujeres en tal dirección.
La conclusión es que resulta de igual interés tanto
para el capitalismo como para el hombre que se perpetúe
sin modificaciones el modo de producción doméstico. Para
ello el Estado cuenta con todos los medios de alienación
y de coacción, tanto económicos como extraeconómicos,
en los que colaboran conscientemente los hombres, tanto
obreros como burgueses.

386
2. El retorno de la mujer al hogar

En mayo de 1961 se celebró en Barcelona el II Con-


greso de la Familia Española, donde bajo el tema del
«trabajo de la mujer casada» se trató del retorno de la
mujer al hogar. Este objetivo había sido perseguido con
bastante éxito en la Norteamérica de postguerra. Una vi-
sión completa de la política seguida para ello se encuentra
en La mística de la femineidad (Betty Friedan).
Hoy, sobre el mantenimiento de las reservas de mano
de obra, encontramos en la obra de Meillassoux el si-
guiente párrafo: «Es de evidente conveniencia para las
minas que los trabajadores indígenas sean impulsados a
regresar a sus hogares al término de su período normal de
servicio. La perpetuación del sistema gracias al cual las
minas están en condiciones de obtener trabajo no califi-
cado a una tasa inferior a la que se paga generalmente en
la industria, depende de esto, de otra manera los medios
subsidiarios de subsistencia desaparecerían y el trabaja-
dor tendería a convertirse en un residente permanente del
Witwatersrand.» (Extracto de un informe de la Comisión
de los salarios indígenas en las minas de Rodesia, citado
por Mukherjee, 1956: 198.) y Meillassoux añade:
«Es un acto de buena política, mientras sea practica-
ble, dejar la carga de los enfermos y los inválidos al cuida-
do de los clanes tribales y de las organizaciones familia-
res que tradicionalmente han aceptado esta responsabili-
dad.» (Informe del gobernador de Uganda, 1956, citado
por Mukherjee, 1956: 198.)
«El principio es evidente: es necesario preservar, por
medios legales y represivos, un lugar donde la fuerza de
trabajo pueda reproducirse por sí misma, pero en el nivel
estricto de la subsistencia.»
El principio es evidente para los países colonizados
y para las mujeres. Es preciso mantener el modo de pro-
ducción doméstico y preservar un lugar, la familia, donde
la fuerza de trabajo sea reproducida y mantenida en el
mejor estado de conservación posible por las mujeres, al
menor precio posible.242 El gasto será ínfimo, tanto para los
242. «...Por lo tanto no nos encontramos en una situación con-
forme al modelo de Marx, quien precisa que "si la producción
reviste una forma capitalista, no menos la reproducción",
(Pie página. En realidad, a causa de que esta producción se rea-
liza en el interior de la familia donde el trabajo doméstico de la

387
maridos como para el Estado, si el ama de casa sigue tra-
bajando voluntariamente en el interior de la familia por
el mismo precio que hasta ahora. Y para obtenerlo se uti-
lizan todos los medios coactivos y la alienación ideológica
que ya conocemos.

esposa no es por lo-general retribuido en su valor, ella se sitúa,


particularmente en la dase obrera por debajo de su costo.)
Claude Meülassoux, Mujeres, graneros y capitales, pág. 146. Edi-
torial Siglo XXI. México 1977.

388
TERCERA PARTE
LAS RELACIONES DE PRODUCCIÓN
Creí haber visto a dos personas, pero eran sólo un
hombre y su mujer.
Una gallina no es un ave, y una baba (campesina)
no es un ser humano.
Azota a tu mujer a la hora del desayuno y también
a la de la cena.
Te amaré como a mi arca y te azotaré como a mi
abrigo de pieles.
Una mujer no es una vasija; no se rompe aunque
le pegues unas cuantas veces.
PROVERVIOS RUSOS.

EGIPTO: «El papiro más antiguo de la tierra de


los faraones el llamado Prisse, dice que
la mujer es "un amasijo de todas las
iniquidades, un saco de todos los enga-
ños y mentiras". Otro papiro, el de
Harris, traducido y comentado por Cha-
bás, incluye a las mujeres entre los ani-
males feroces.»
PLATÓN: «De todos los nacidos varones, aquellos
que fueron cobardes y pasaron su vida
en la injusticia, con toda probabilidad
se transforman en mujeres en su segun-
do nacimiento.» (El Timeo.)
ARISTÓTELES: «El padre y marido gobierna a su mujer
y a sus hijos... E n efecto, salvo excepcio-
nes antinaturales, el varón es más apto
para la dirección que la hembra...»
«...pero no es la misma templanza la de
la mujer que la del hombre, ni la misma
fortaleza, como creía Sócrates, sino que
la del hombre es una fortaleza para man-

391
dar, la de la mujer para servir, y lo
mismo las demás virtudes.»
«Porque los ciudadanos pueden tener en
común los hijos, las mujeres y la pro-
piedad...»
«...entre el macho y la hembra, la hem-
bra es la que obedece al macho, como el
animal al hombre, el esclavo al señor, y
el cuerpo al alma...» (Política.)
ESQUILO: «...la madre no es la creadora del que
llama hijo suyo, sino nutriz del germen
vertido en su seno. El padre lo crea, la
mujer recibe el fruto.» (Ecuménides.)
HIPÓCRATES: «¿Qué cosa es la mujer?» Y se respondía
a sí mismo: «La enfermedad.»
SAN JUAN: «Entre todos los animales salvajes no se
CRISOSTOMO: encuentra ninguno tan nocivo como la
mujer.»
SAN AGUSTÍN: «La mujer es una bestia que no es firme
ni estable.»
SAN PABLO: «Porque el hombre no es de la mujer,
sino la mujer del hombre. Ni el hombre
fue creado para la mujer, sino la mujer
para el hombre...»
«A la mujer se le ordena obedecer, como
está dispuesto en la ley». «No se permi-
te a una mujer... tener dominio sobre el
hombre... Porque Adán fue formado el
primero y después Eva.»
SANLO TOMÍS: «La mujer es un hombre malogrado, de-
ficiente.»
ARABIA: Entre los nómadas árabes se recogieron
estas expresiones: «Las mujeres son las
compañeras de Satán» y «No te fíes de
un rey, ni de un caballo, ni de una mu-
jer.»
Silvio de La Torre. Mujer y
Sociedad. Ed. Universitaria.
La Habana, Cuba. Cap. III. El
régimen esclavista. E) Algunas
opiniones, página 93.
CAPÍTULO I
EL «STATUS» FEMENINO

El modo de producción doméstico rige las explotacio-


nes de la mujer y sus relaciones de reproducción y de pro-
ducción con su clase dominante: el hombre, como ya he
estudiado en el análisis del modo de producción domés-
tico en su estado puro, es decir no dominado por otro
modo de producción. El trabajo subsiguiente es el de co-
nocer en qué forma se yuxtaponen las relaciones de repro-
ducción domésticas con las que rigen los subsiguientes
modos de producción. Es decir, cómo se articula en los
restantes modos de producción, la servidumbre domésti-
ca de la mujer respecto al hombre.
Uno de los graves problemas que se plantea en el es-
tudio de la clase mujer es precisamente el de sus rela-
ciones de producción y de reproducción con la clase do-
minante, a lo largo de la historia de los modos de produc-
ción que han dominado a las comunidades domésticas.
Conocemos con detalle las sociedades esclavistas, las feu-
dales, las capitalistas, pero desconocemos, excepto en las
cuestiones de detalle, el exacto papel que la mujer ha ju-
gado en todas ellas, mientras el modo de producción do-
méstico se acomodaba a los modos de producción domi-
nantes.
Durante los últimos doscientos años los estudios so-
bre la lucha de clases, se han referido exclusivamente a
la relación del proletariado y la burguesía hasta hacer-
nos perder la perspectiva de las otras clases. Tanto es así
que una tendencia teórica en auge es defender que sola-
mente el proletariado y la burguesía son verdaderas cla-
ses. La escuela de Mandel, entre otras, seguida por nume-
rosos economistas, historiadores y antropólogos, defiende

393
con tal definición la idea de que sólo el proletariado y la
burguesía, por su capacidad demostrada para realizar una
revolución que transforme el mundo, pueden ser conside-
radas verdaderas clases, con lo que hace tabla rasa de la
dialéctica de las épocas precapitalistas y su específica lu-
cha de clases. En este punto nos encontramos nuevamen-
te con el absurdo ya denunciado por Poulantzas de no ver
la historia regida por la lucha de clases. El mundo de es-
tos autores es por consiguiente un mundo estático, donde
las castas y estamentos —denominaciones utilizadas para
evitar la definición de clase— se encuentran situados en
un determinado lugar de la escala social, de forma tan
inerte como se encuentran plantados los árboles.
Una de las consecuencias de este enfoque de la dialéc-
tica social es el de negar los modos de producción feu-
dal, esclavistas y asiático, como modos de producción
autónomos, implantados a raíz de las convulsiones que
la lucha entre los señores y los siervos, los amos y los
esclavos, ocasionaron en el mundo precapitalista. Esta
polémica que amén de lo que ya se ha prolongado, prome-
te ser larga, deriva de la identificación entre el concepto
ideológico de conciencia de clase con el económico de la
clase. Tiene como origen de sus desdichas el olvido de que
la ideología no posee autonomía por sí misma, que no
puede explicar nada ella misma sino que todo lo que se-
grega debe ser explicado. El idealismo de estos autores
—a pesar de su profesión de fe marxista— siempre pen-
dientes de las cuestiones de superestructura, no considera
útil recordar que una clase se forma por la división del
trabajo, por el lugar que ocupa en un modo de producción
determinado y por las relaciones que mantiene con las
otras clases. Una clase se forma a veces en el transcurso
de cientos de años, y tarda el mismo tiempo, en ocasio-
nes más, en tomar conciencia de que lo es. Hasta el prole-
tariado —aunque su formación se realizó en la convul-
sión violenta que rompió las viejas trabas feudales— tuvo
que esperar doscientos años para convertirse en clase
para sí.
Un estudio detallado del desarrollo social demuestra
que no se puede admitir una clasificación tan exigua como
la que únicamente acepta al proletariado y la burguesía
como clases sociales. Sería negar la mayor parte de la his-
toria del hombre, y en mayor medida la de la mujer.
El problema de por qué unas clases fueron capaces de

394
hacer su revolución y otras no, sería tema de otro es-
tudio, pero es preciso señalar aquí la cortedad de miras de
quienes afirman que los esclavos y los siervos aceptaron
sus condiciones de explotación durante milenios sin rebe-
larse. Para desmentirlos se encuentra ya escrita la histo-
ria de las rebeliones de unos y otros que jalonan los si-
glos de nuestra Edad Antigua y Media. Por qué ninguna de
ellas triunfó, y cómo antes de que pudieran realizar su
revolución estas dos clases habían desaparecido del mun-
do occidental y se habían transformado a su vez en otras,
es una proposición de estudio que requiere otro espacio.
Siguiendo con la línea del que me ocupa, veamos cómo
la mujer, que sufre las explotaciones que he repasado
bajo el modo de producción doméstico, se relaciona a lo
largo de la historia con la clase opresora. En qué forma
el hombre ha articulado las normas mediante las cuales
la mujer debe relacionarse con él para mantener su domi-
nación de clase. Cuáles son las normas de comportamien-
to a que se ve constreñida la mujer para proporcionarle
al hombre el mayor rendimiento de su trabajo y de su re-
producción. En esta parte es donde se describen y se
descubren las singularidades que diferencian a la clase
mujer de las restantes clases sociales. Cada clase, en cada
momento histórico y en cada país está regida por sus pro-
pias relaciones de producción que las individualizan de
las demás hasta hacer imposible la comparación mecáni-
ca entre unas y otras.
La explotación del proletariado y las leyes que la rigen
bajo el modo de producción capitalista, son imposibles
de explicar según el modo de producción feudal o el asiá-
tico, que mantenía las relaciones de producción con los
esclavos o los siervos que mejor convenían para la extrac-
ción del plus trabajo. En la misma forma las específicas
características de la explotación femenina deben ser estu-
diadas en relación a las leyes que rigen la reproducción,
y sus relaciones de reproducción y de producción en el
seno del modo de producción doméstico. Todo otro aná-
lisis, cualquier comparación simple y estúpida con el modo
de producción capitalista y el proletariado, a que tan afi-
cionados son los autores, está condenada evidentemente al
fracaso, así como a hacer las delicias de los imbéciles.
Los opositores a que la mujer sea definida como una
clase, se limitan a repasar superficialmente las condicio-
nes de producción del proletariado, las comparan más

395
superficialmente si cabe con las de la mujer, y exclaman
triunfantes, ino se parecen! «ergo» la mujer no es una
clase. Si la mujer no da plus valía al marido, si el hijo que
produce no es una mercancía y si no trabaja hacinada
con otras mujeres en una fábrica, sino en el hogar, ¿cómo
se la puede llamar clase? Pocas veces se ha visto un análi-
sis tan torpe y acientífico. Veamos las condiciones en que
se desarrollaron el modo de producción esclavista y el
servil, y las relaciones que mantuvieron estas clases como
los amos y señores. Porque es con estas clases con las que
la mujer mantiene mayores semejanzas en su opresión
aparte de la peculiar explotación sexual que la identi-
fica y la singulariza.
La mujer en el día de hoy todavía se mantiene sometida
a las normas de dependencia, de vasallaje y de obediencia
que fueron las constantes de los siervos. Para ella no se
hizo la revolución burguesa, ni aún respecto a los dere-
chos políticos alcanzados hace doscientos años por el
proletariado.
Los conceptos de libertad, de igualdad y fraternidad,
sólo sirven a los hombres. La mujer sigue sujeta a las
normas de servidumbre —y en según qué países, de escla-
vitud— que han regido su vida durante toda la historia.
El análisis comparado de las relaciones de éstas y de las
que mantiene la mujer con el hombre muestra las grandes
similitudes entre ambas. En general, excepto en cuestio-
nes de detalle, todos los países mantienen a sus mujeres
en las mismas relaciones de servidumbre respecto al
hombre.
San Agustín (año 354 d. Cristo) explica en sus Confe-
siones que «Siendo pues criada mi madre con honestidad
y templanza y hecha por Vos obediente a sus padres...
luego que cumplió la edad que se requiere para el matri-
monio, obedecía y servía al marido que le dieron sus pa-
dres como el Señor... Supo también sufrir con tanta resig-
nación las infidelidades de su esposo, que jamás tuvo por
esto la menor desazón ni discusión sobre este asunto...
Además de esto, tenía que soportar su carácter desigual,
pues tan pronto se mostraba excesivamente amoroso como
extremadamente colérico... Y se daba el caso que cuando
otras muchas matronas, cuyos maridos eran más pacífi-
cos, traían sus rostros afeados con cardenales de los gol-
pes que les daban, y en sus conversaciones con las demás
amigas se quejaban de la conducta de sus maridos, era mi

396
madre la que ataba sus lenguas, recordándoles, como por
chanza y donaire, pero en realidad con mucho juicio que
desde que se les leyeron los contratos matrimoniales, de-
bían considerar que habían quedado hechas siervas de sus
maridos, y teniendo esto presente, y que estaban en calidad
de criadas, no debían ensoberbecerse contra sus señores.»
(El subrayado es mío.)
Con mucho más juicio que tantos pensadores actua-
les, la madre de San Agustín, explicó hace mil seiscientos
años las relaciones de producción de las mujeres con su
marido. Que no eran nuevas. Desde el Antiguo Testamen-
to, el padre primero, los hermanos varones después y el
marido siempre, disponían de la vida y del destino de
las mujeres de la familia. En Israel, en Grecia, en Roma,
en el mundo occidental, en China, en la India, en Japón,
sucedía exactamente igual. Cuando Santa Mónica vive
su servidumbre marital, la mujer lleva un millón de años,
dos quizá, tres acaso, de esclavitud. Los datos de Grecia,
de Roma, de Oriente, constituyen la documentación más
precisa sobre el tema, a la que por tratarse de la eterna
cuestión femenina, se ha relegado al archivo de las curio-
sidades. 1
En todas las latitudes y respecto a todos los aspectos
de la vida de las mujeres, su condición es hoy todavía
similar a la de los siervos medievales. Sorprende en va-
rios países la exactitud con que se repiten las mismas
prohibiciones, castigos e imposibilidades que afectan a
las mujeres, con aquellos que martirizaron a los siervos
durante diez siglos. Y hasta qué medida resulta semejan-
te la evolución y el desarrollo de las relaciones de produc-
ción entre las clases serviles y el señor, desde el estado
de esclavitud, con las de la mujer y el hombre. En los
primeros tiempos de Roma, el «pater familiae» tiene dis-
posición sobre la vida de la mujer, y dispone, según sus
intereses de su persona y la entrega, previo pago de la
dote, al marido, al que pertenecerá en las mismas condi-
ciones que al padre. La palabra familia deriva de «fámula»,
que significa servidumbre, esclavo lo que que pertenece
al «pater». Este «pater familiae» tiene el poder político,
juzga de los delitos privados y gobierna sin leyes del Es-
tado su familia. Todos los miembros de esa familia están

1. Respecto a las cuestiones ideológicas y jurídicas ver, Mujer


y sociedad. Lidia Falcón. Ed. Fontanella.

397
sujetos a la potestad del pater. El matrimonio de la mu-
jer se celebra «cum manu», bajo la «conventio in manu»,
es decir pasa de la mano del padre a la del marido, que
tiene sobre ella los mismos derechos y poderes de aquel,
que es para ella a partir de aquel momento, el «pater fa-
miliae».
La familia sólo se transmite por línea de varón, la
mujer no transmite ni el apellido ni la herencia. La po-
testad del «pater» de familia sobre su mujer era total. El
marido tiene potestad sobre la persona de la mujer y su
patrimonio. Sólo cuando la mujer pudiese ser acreedora,
el marido se hacía cargo de la reclamación, en caso con-
trario se reconocía la incapacidad de la mujer para obli-
garse. Mientras los hijos varones podían emanciparse por
alcanzar una posición política o social importante, las
hembras no la conseguían nunca. Para vender al hijo
varón era preciso realizar tres veces el contrato, para las
hembras no se requería condición alguna. Para contraer
matrimonio les es preciso a las hembras el consentimien-
to del «pater», los varones alcanzan la mayoría de edad
a los veinticinco años, que las mujeres no consiguen
jamás.
Es preciso llegar al apogeo del Imperio Romano para
que esta relación de esclavitud se convierta en servidum-
bre. El matrimonio ya no se celebra casi nunca en «manu»,
y la mujer puede disponer de aquellos bienes recibidos en
herencia del padre, que por tanto se llama ya «paraferna-
les» porque quedan fuera de la dote, 2 que primero serán
de propiedad del marido y sobre los que más tarde sólo
tendrá la administración y perderá la disposición a menos
que se la conceda la mujer.
Es preciso establecer cierta libertad de administración
a la mujer, en el momento en que los hombres, que poseen
los bienes, se encuentran en su mayoría guerreando en
los confines del Imperio, administrando y gobernando las
provincias más lejanas.
Las relaciones de servidumbre, que durarán toda la
Edad Media, con los añadidos germánicos, se establecen
ya en esta época: el divorcio por mutuo disenso se esta-
blece mientras continúa el repudio: el disenso unilateral
que sólo podía utilizar el marido. El adulterio de la mu-
j e r es castigado con la muerte, aplicada por el marido o

2. «Para» significa fuera y «ferne» dote.

398
por el padre. Más tarde, aunque se siga ejecutando —has-
ta nuestros días— se sustituye a veces por la reclusión en
un convento por dos años si el marido la perdonaba o de
por vida si no lo hacía. Las donaciones entre cónyuges
quedan prohibidas, hasta hoy, para preservar el patrimo-
nio familiar de la mujer de las posibles coacciones del
marido. Es el momento en que se permite el divorcio y
las segundas nupcias para la mujer, atendiendo las nece-
sidades militares del Imperio.
Las relaciones de servidumbre que se introducen a par-
tir del apogeo del Imperio Romano durarán hasta la ac-
tualidad. A la mujer se la considera una menor o una en-
ferma toda la vida y precisa de un tutor, mientras se le
prohibe taxativamente ser tutora a su vez. En el Código
Civil napoleónico, que se instaura en toda Europa, y en
América Latina, la mujer se equipara a los imbéciles, a
los sordomudos sin instrucción, a los locos, a los delin-
cuentes, para prohibirle la tutela. En España esta prohibi-
ción cesó en 1958 para las solteras. La consecuencia que
ningún jurisconsulto ha sacado, después de tantos años,
es que la inmensa obra legislativa que regula las relacio-
nes de propiedad y el «status» personal para los ciudada-
nos romanos, al excluir explícitamente a las mujeres, de-
fine jurídicamente a la mujer como una clase dominada.

1. El «status» de esclavitud. Leyes y condiciones

«Los señores feudales, continuamente armados unos


contra otros, ávidos de riquezas, esparcieron por doquier
el pillaje, el asesinato y el incendio, y las guerras llama-
das privadas, de castillo a castillo absorbieron la actividad
lo mismo de los grandes señores que de los pequeños.
Aquel furor expoliador se extendió por todas partes, y ta-
lar, merodear, saquear y matar en los dominios de los veci-
nos se llamó derecho de guerra. ¿Cuál fue el resultado de
aquel orden o desorden social aristocrático? La desolación
de las desolaciones... Entonces concluyó en Francia casi
todo lo que de esclavitud quedaba, por lo que no pudiendo
alimentarlos los señores, convertían en siervos o colonos
enfiteutas a los esclavos domésticos que les quedaban,
para que ellos se mantuviesen como pudieran con el tra-

399
bajo del campo, dando al señor la parte de las cosechas
que recogieran.» 3
Las guerras suelen cambiar los modos y las relaciones
de producción. De la misma forma que las guerras del
Imperio Romano modificaron la condición de la mujer,
que salió de la esclavitud —en Occidente, ya que en los
países árabes todavía se mantiene— para pasar a la de
servidumbre, así las guerras medievales hicieron poco
rentable la esclavitud.
Si los campesinos resultaran más baratos en régimen
de servidumbre, exento el señor de la obligación de ali-
mentarlos, y con el derecho de ser alimentado por ellos,
las mujeres romanas resultaban más útiles disponiendo
de una parte de la herencia paterna cuando los maridos
se encontraban en las guerras imperiales, y sobre todo
debían poder ser liberadas de la obligación de guardar
fidelidad al marido ausente, so pena de limitar peligrosa-
mente la natalidad en aquellos momentos grandemente ne-
cesitada de un rápido aumento, que compensara las pér-
didas guerreras y proporcionara nuevos soldados y cam-
pesinos.
Por tanto, a la caída del Imperio Romano la servi-
dumbre se estableció con carácter permanente, desplazan-
do a la esclavitud. «Conservar los esclavos romanos o es-
clavizarlos de nuevo, era para los bárbaros cosa poco me-
nos que imposible por la dificultad de mantenerlos y de
tenerlos sometidos, de ahí que prefirieran concederles al-
gunas ventajas, no por hacer bien a los esclavos, sino por
disminuir las obligaciones y responsabilidades de los
amos.» 4 La conmoción social y política que suponían las
sucesivas invasiones bárbaras, trastocó el modo de pro-
ducción esclavista que había regido hasta entonces en el
mundo romano. Los países sometidos, o no totalmen-
te, al Imperio, conservaron durante muchos siglos el
modo de producción esclavista o el asiático, y sus mujeres
continuaron, o continúan, manteniendo con los hombres
igualmente relaciones de producción esclavista.
En China, en la India, en todo el mundo islámico, las
niñas son asesinadas al nacer, si el padre considera inútil
su presencia en la casa, las púberes son vendidas por el

3. Garrido, Historia de las clases trabajadoras. Tomo II. «His-


toria del siervo». Editorial Zero. Vizcaya 1970, pág. 334.
4. Obr. cit., pág. 20.

400
padre como esclavas o concubinas a cambio de pocas
monedas, el marido puede contraer varios matrimonios y
repudiar a las esposas, sin más requisitos que repetir tres
veces delante de testigos la fórmula del repudio. El padre
y el marido son por tanto amos de sus mujeres, y éstas
viven en régimen de esclavitud respecto a éstos.
«El marido la compra como se compra una cabeza de
ganado o un esclavo» escribe Simone de Beauvoir. 5 ¿Y
bien? ¿Se precisa alguna explicación más? Las relaciones
del hombre con la mujer, descritas por Simone, son sufi-
cientemente expresivas: «E impone sus divinidades do-
mésticas, y los niños que ella engendra pertenecen a la
familia del esposo. Si ella fuese heredera, transmitiría
abusivamente las riquezas de la familia paterna a la del
marido, por lo cual la excluyen cuidadosamente de la su-
cesión. Pero a la inversa y por el hecho de que nada
posee, la mujer no es elevada a la dignidad de una per-
sona, ella misma forma parte del patrimonio del hombre,
primero de su padre, después de su marido. Bajo el ré-
gimen estrictamente patriarcal, el padre puede condenar
a muerte desde su nacimiento a sus hijos machos y hem-
bras, pero en el primer caso, la sociedad generalmente li-
mita su poder; todo recién nacido macho constituido nor-
malmente es admitido a la vida, en tanto que la costum-
bre de la exposición de las hijas es muy difundida. Entre
los árabes había infanticidios en masa: apenas nacían las
niñas eran arrojadas a grandes fosos... En las colectivi-
dades donde existe la costumbre del "precio de la san-
gre" sólo se exige una pequeña suma cuando la víctima
es de sexo femenino. Con relación al macho, su valor es
el del esclavo respecto del hombre libre». Las relaciones
de producción están suficientemente definidas. La mujer
pertenece en propiedad al hombre, éste se apropiará del
producto de su trabajo, de su reproducción, y de su ca-
pacidad sexual y mantendrá su poder, ilimitado, en la mis-
ma forma que con los esclavos.
Estas mismas relaciones son las que rigen la vida de
las mujeres árabes de hoy. En todo el mundo islámico la
mujer es más esclava que sierva de su padre y de su
marido. 6
5. El segundo sexo. Ediciones Leviatán. Buenos Aires 1957.
pág. 190.
6. Lidia Falcón, Mujer y sociedad. Youssef el Masry, El drama
sexual de la mujer árabe. Editorial Fontanella.

401
26
Las mujeres que hoy vemos en las grandes ciudades
argelinas, marroquíes, egipcias, arábigas, que pasan envuel-
tas en telas, con la cara y la cabeza tapadas al lado de
los automóviles, en las avenidas pavimentadas, en pleno
auge de la producción capitalista que ha inventado el te-
léfono, el avión y la cibernética son las únicas esclavas le-
gales que restan en la Era atómica. La poligamia se con-
serva en esos países fundamentalmente para seguir pro-
porcionándole al marido el plus trabajo de sus mujeres
en el modo de producción doméstico, amén de satisfacer
su deseo de variación sexual.
En Libia el gobierno socialista de El Gadaffi, del mis-
mo modo que en Arabia Saudita, en Kuwait, en los go-
biernos feudales de los otros países islámicos, ha reins-
taurado recientemente en toda su pureza las normas co-
ránicas. Y con ellas el repudio de las esposas por el ma-
rido, la poligamia, la lapidación a los adúlteros, la pro-
hibición de exhibir el rostro en público a las mujeres, la
imposibilidad de que éstas ocupen cargos directivos en la
empresa privada y en la pública.
En todo el mundo islámico, mientras el hombre no
tiene restricción alguna para satisfacer su deseo sexual,
a la mujer se le exige castidad absoluta. Los asesinatos
por honor continúan a la orden del día.7
«Cuando la mujer se vuelve propiedad del hombre, éste
la requiere virgen y le exige una fidelidad total bajo ries-
go de las penas más graves. Sería el peor de los crímenes
arriesgar el dar los derechos de herencia a un vastago
extranjero y por eso el "pater familias" tiene el derecho de
matar a la esposa culpable», 8 escribe Simone de Beauvoir.
Pero todos los casos de asesinatos por honor descritos por
Yussef el Masry 9 en los años 50, son cometidos por hom-
bres que no tienen nada que legar a sus hijos. No basta
decir que la ideología dominante asumida por el campe-
sino pobre, es la causante de la ferocidad con que los
hombres menudean los parricidios. En más de uno, el
marido es tan pobre que ni aun puede pagar a un asesino
profesional, cuando no puede vengarse por sí mismo. Ya
hemos estudiado como lo que verdaderamente interesa
al hombre, no es legar bienes a sus hijos, sino tener todos

7. El drama sexual..., obr. cit., pág. 155


8. Simone de Beauvoir, obr. cit., pág. 187,
9. El drama sexual..., obr. cit., pág. 156.

402
los derechos de propiedad sobre ellos y sus mujeres. El
adulterio de la esposa significa que su propiedad puede
estar en discusión con otro hombre, que los hijos conce-
bidos de esa relación puedan ser un día reclamados por
el rival. Es preciso por tanto matar a la rebelde, igual
que al esclavo fugado, y al otro hombre como a un cri-
minal que le ha robado su patrimonio. Cuando el hombre
no tiene bienes, ni tierras, ni dinero, ni herencias, toda-
vía posee una o varias mujeres y los hijos que éstas pue-
dan procrear.
En el mundo musulmán, las relaciones de producción
entre el hombre y la mujer siguen siendo esclavistas. «Re-
cuerdo una caverna subterránea en una aldea troglodita
de Túnez, en la cual había cuatro mujeres en cuclillas:
la vieja esposa tuerta, desdentada, de rostro horriblemen-
te devastado, cocinaba unas pastas sobre un braserito en
medio de una acre humareda, dos esposas un poco más
jóvenes, pero casi tan desfiguradas como ella, acunaban
a sus hijos entre sus brazos, y una de ellas le daba el
pecho; por último sentada delante de un telar, una joven
ídolo, maravillosamente adornada de seda y oro y plata,
anudaba hebras de lana. Al dejar ese antro sombrío —rei-
no de la imanencia, matriz y tumba— me crucé en el co-
rredor que ascendía hacia la luz con el macho vestido de
blanco, reluciente de limpieza, sonriente y solar. Volvía
del mercado donde había hablado con otros hombres acer-
ca de los negocios del mundo, y se disponía a pasar al-
gunas horas en ese retiro que era suyo, en el corazón del
vasto universo al cual pertenecía, y del cual no estaba se-
parado. Para las viejas ajadas, para la joven esposa des-
tinada a la misma rápida decadencia, no había otro uni-
verso fuera de esa cueva llena de humo, de la cual no
salían como no fuese de noche, silenciosas y veladas.» I0 Y
las cuatro mujeres trabajaban para el macho. Las que él
prefiriera satisfarían sus gustos sexuales, y todas parían
niños que le pertenecían. El amo varón disfrutaba de su
poder, sometiendo a la esclavitud a sus mujeres, con más
gusto que el que pudiera tener en legarle bienes a sus
hijos.

El retrato de la mujer fuerte bíblica, recordado por


todos y mal interpretado también por todos, es la mejor
definición de la condición femenina. Las cualidades apre-

10. El segundo sexo, obr. cit., pág. 205.

403
ciadas por el hombre judío, «trabaja la lana y el lino, se
levanta cuando aún es de noche. Durante la noche su lám-
para no se extingue, no come el pan de la pereza», son el
elogio del trabajador honrado, fiel, activo y gratis, del que
además se obtiene placer y nuevos seres que le pertenecen
al amo.
En el mundo islámico, en el mundo judío, el testimo-
nio de una mujer es valorado en la mitad del de un hom-
bre. En el Código Civil español, hasta 1958 le estaba ve-
dado a la mujer ser testigo en los testamentos. Su palabra
es digna de desconfianza. La de los esclavos no existía, la
de los siervos no tuvo nunca fuerza contra sus amos.
Cuando Demóstenes dice, «tenemos hetairas para los
placeres del espíritu, rameras para el placer de los sen-
tidos y esposas para darnos hijos», acaba de explicar cla-
ramente las relaciones de producción entre el hombre y
la mujer.
Cualquiera que sea la sociedad que estudiamos, la mu-
jer es esclava del hombre en Occidente hasta el apogeo
del Imperio Romano, y en Oriente hasta principios de
este siglo, cuando se realizan las primeras revoluciones
burguesas. En ambos hemisferios, la mujer pasa a ser
sierva del hombre, y así se mantiene. En los países islá-
micos su situación está más cerca de la esclavitud, mien-
tras en los países socialistas se halla próxima a la de pro-
letariado del hombre. Pero en todos, las relaciones de pro-
ducción de la mujer con el hombre son de clase explotada
y oprimida por éste.

NOTAS
Silvio de la Torre, Mujer y sociedad. Editora Universitaria. La
Habana. Cuba 1965.
Capítulo IV: El régimen capitalista.
F) Tres variaciones sobre un mismo tema.
II) La mujer en la india, pág. 184.
«...la opinión que la casta sacerdotal hindú tenía sobre la mujer.
»Si el esposo muere primero (y esto sucede muy frecuentemente,
dada la diferencia de edades al contraer matrimonio) se achaca
su deceso a los pecados cometidos por la mujer en una anterior
encarnación. Por tanto, si no se inmola en la hoguera que consuma
los restos del primero, deberá pasar el resto de su vida expiando
su culpa en vergüenza, sufrimiento y humillación; haciendo peni-
tencia y orando para salvar el alma de su marido; aceptando sin
una palabra de protesta todos los maltratos, todas las vejaciones,
todas las ofensas que la familia del difunto quieran hacer caer
sobre ella. Este destino era tan terrible, que muchas viudas prefe-

404
rían la muerte inmediata, por dolorosa que ella pudiera resultar,
a la larga cadena de torturas en que se convertían sus vidas a la
muerte de sus esposos.
»Para concluir, utilizaremos las palabras del Dr. N. N. Parakh,
un médico indio, quien, en el citado año de 1925, se expresó como
sigue: "La ignorancia y el sistema purdah han rebajado a las mu-
jeres indias al nivel de los animales. Ni saben cuidar de sí mismas,
ni tienen voluntad propia. Su condición es la de esclavas de sus
propietarios masculinos."
»En uno de los "Puranas", colección de antiguos poemas reli-
giosos que constituye la Biblia de los Hindúes y que virtualmente
se hallaba en vigor hasta hace muy poco, se puede leer: "No hay
otro dios sobre la tierra para la mujer que su esposo. La tarea más
excelente, para ella que puede realizar es complacerlo manteniendo
una actitud de perfecta obediencia hacia él. Ésta debe ser la única
regla de su vida."
«Aunque el esposo sea deforme, viejo, enfermo, repulsivo en
sus costumbres; aunque sea colérico, infame, inmoral, borracho y
jugador; aunque frecuente lugares de mala reputación y viva abier-
tamente con otras mujeres y carezca de afecto y respeto por su
hogar; aunque sea demente; aunque viva una vida deshonrosa;
aunque sea ciego, Sordo, mudo o paralítico; en una palabra, aunque
sus defectos sean los que sean y su perversidad sea la que sea, su
esposa debe mirar siempre en él a su dios y debe ofrecerle toda
su atención y todos sus cuidados, prescindiendo de su carácter y
no provocando en ninguna forma su desagrado...
»La esposa debe comer después que su esposo lo haya hecho.
Si él ayuna, ella ayunará; si no toca el alimento, no lo tocará. Si
él se halla angustiado, ella lo estará; si él está contento, ella
compartirá su alegría...
«Bestia de trabajo, objeto de lujo, juguete de placer, según el
grupo social o la clase de que se trate, la mujer, muchas veces
sin derecho alguno y siempre supeditada al hombre, aparece en una
posición especial y aparte, de franca inferioridad con respecto a
al del sexo masculino. A todo lo expuesto pudieran agregarse múl-
tiples datos más, se trate ya del hecho señalado por Leonard
Cottrell de que en Micenas se descubrió "que los hombres y las
mujeres eran enterrados en tumbas separadas y solamente las
tumbas de los hombres contenían copas de oro y plata"; el que
las mujeres tainas se prestasen, para demostrar el afecto y el
respeto que experimentaban por el esposo difunto, a dejarse en-
cerrar en la cueva que iba a servir de sepultura al mismo para
allí perecer a su lado; la costumbre de la "suttee" (corrupción
del sáscrito y que significa "buena mujer" o "buena esposa"), muy
corriente en la India hasta en los tiempos modernos, y por la cual
la viuda era quemada viva en la pira funeral en que era incinerado
el cuerpo de su esposo; en los tiempos antiguos como un privilegio
que se le concedía; después, como una práctica legal y obligatoria.
Esta costumbre prevaleció, también, entre las primitivas naciones
arias de Europa, tanto en Grecia como entre los galos, germanos,
escandinavos y esclavos, así como en muchos lugares del resto del
mundo.
«Similares a la descrita, y donde lo único que variaba era el
método de inmolación (cuchillo, hacha, piedra, maza o hambre),
podían encontrarse en las más diversas regiones del planeta: en

405
África, en Nueva Guinea, en Melanesia, en Darién, en China, en el
Japón, entre los tártaros y en algunas tribus del hemisferio occi-
dental. Herodoto habla de una tribu germana, donde al morir un
hombre "enterrábase con él a una de sus concubinas, que antes era
sofocada".»
Silvio de la Torre, Mujer y sociedad. Editora Universitaria. La
Habana (Cuba).
Capítulo II: El régimen esclavista.
D) La posición de la mujer, págs. 79-80.

2. El «status» de servidumbre

Las invasiones de los bárbaros han cambiado el mundo


antiguo. Un esclavo es menos rentable que un siervo, y en
cuanto este principio económico es conocido, la esclavitud
desmerece y tiende a desaparecer. «Esto explica el bajo
precio a que llegaron a valer los esclavos. Según un do-
cumento del priorato de Vaux, en el siglo X se daban tres
esclavos por un caballo.» u La mujer pasa de la esclavitud
a la servidumbre, en cuanto el nombre comprende que
vale más una mujer que pueda mantenerse a sí misma,
prestando los mismos servicios que siempre, que aquélla
que depende exclusivamente del marido. El Código Civil
español, estipula que los gastos de la casa y de los hijos
serán sufragados por los esposos en proporción a sus
bienes e ingresos. Las sentencias de separación disponen
la pensión alimenticia que el marido deberá pagar a la
mujer, teniendo en cuenta las posibilidades de la esposa
para trabajar asalariadamente, y los ingresos que pueda
obtener atendiendo a su edad y preparación profesional.
Implícito está que la mujer debe mantenerse a sí misma
en el reparto de las cargas del matrimonio, como reza el
Código, cuando el criterio social es el de que la mujer
debe trabajar fuera de su hogar, para obtener su eman-
cipación, y la práctica social demuestra la imposibilidad
para hallarlo.
El esclavo ganaba en el cambio al «status» de siervo:
«Convertidos en siervos podían tener peculio propio, tro-
caban el ergástulo o cuadra en que vivían amontonados
por la choza o cabana en que se albergaban con su fa-
milia, podían casarse y disponer de sus bienes, siquiera
en cambio de todas estas ventajas estuvieran sujetos a las
cargas, gabelas, corveas y servicios más repugnantes, em-

11. Garrido, obr. cit., pág. 20.

406
pezando por el de no poder disponer de su persona para
salir del territorio o dominio de su señor, porque formaba
parte de su propiedad territorial, que vendían y trans-
mitían con los siervos que en ella habitaban...» I2 La mujer
gana cuando cambia el «status» de esclavitud que tenía
en Grecia, en la Roma Republicana o en Oriente, por el
de sierva que conserva hasta nuestros días. Pero las ven-
tajas que obtenga estarán absolutamente mediatizadas por
el contrato de servidumbre que significa el matrimonio.
Ni siquiera, como nos explica del esclavo Garrido, estará
segura de trocar sus condiciones de habitabilidad por
otras mejores, siempre dependiendo de la fortuna que
posea el marido y de su generosidad. Muchas veces más
depende de esta condición que de la primera.
La mujer como el siervo, no puede casarse cuándo y
con quién quiera y estará sujeta al permiso paterno hasta
la mitad del siglo xx durante veinticinco años. Pero en la
práctica para una mujer contraer matrimonio en contra de
los deseos y opiniones de su padre o tutor, significará el
repudio familiar, que tiene como consecuencias la deshe-
redación y la pérdida de cualquier ayuda que pudiera es-
perar de ellos.
Para la mujer la servidumbre respecto al hombre sig-
nificará poder trabajar, con el consentimiento expreso del
marido, y en todo caso, éste podrá retirarle el permiso
cuando le convenga, como también podrá cobrar el sala-
rio que ella haya ganado con su trabajo. La «Ley de De-
rechos Políticos, Profesionales y de Trabajo de la Mujer»,
de 1961, textualmente así lo estipulaba, reiterando lo dis-
puesto en la ley de Contrato de Trabajo de 1944. Pero
aquélla se consideraba progresista. En la actualidad no
existe norma legal que le impida a la mujer contratar
su trabajo y cobrar su salario sin permiso marital, pero
los jueces y el criterio social, estiman poco recomendable
conceder la patria potestad sobre sus hijos a una mujer
que ha decidido trabajar fuera de su casa, contra la opi-
nión de su marido.
La batalla por el derecho de la mujer a ejercer todos los
trabajos duró en Occidente cincuenta años. Las mujeres
hubieron de organizarse, firmar peticiones a las Cámaras,
realizar manifestaciones, mítines, sentadas, ir a la cárcel,
enfrentarse violentamente a los guardias y a todos sus

12. Garrido, obr. cit., pág. 20.

407
opositores masculinos y hasta morir en lucha, para con-
seguirlo. Cuando se alcanzó, la esclavitud de la mujer es-
taba abolida y sólo le restaba la servidumbre. Mientras la
mujer no podía trabajar asalariadamente excepto en las
labores campesinas y obreras, según el gusto del marido,
éste se veía obligado a alimentarla. Mal es cierto, como
mal también se mantenía al esclavo.
Cuando la mujer puede trabajar en cualquier profe-
sión u oficio —no hay que olvidar que la judicatura, la
magistratura, y la diplomacia, han estado prohibidas a la
mujer en España hasta 1967, como en otros países euro-
peos también hasta fechas muy recientes, y que la ca-
rrera de las armas y la Marina mercante les sigue estan-
do vedadas— ya no es preciso que el hombre la manten-
ga. No solamente ella se pagará su comida y alojamiento,
sino que seguirá prestando al hombre los mismos servi-
cios de siempre. Las cargas, gabelas, corveas y servicios
de que habla Garrido respecto al siervo. La mujer debe
atender al hogar, al marido y a los hijos, debe prestarse
a los servicios sexuales que su amo le exija y debe pro-
crear hijos, exactamente igual que siempre. Estos servi-
cios están estipulados, sin engaño alguno, en la legisla-
ción y se consideran legítimos e imprescriptibles por las
costumbres y los usos sociales. La religión sanciona, con
sus normas, premios y castigos, las relaciones de produc-
ción que convienen al hombre.
Las diferencias entre las condiciones de vida del escla-
vo y del siervo son en ocasiones confusas. Brooke escribe
que «los siervos habían absorbido a los esclavos, en un
proceso desesperadamente oscuro, ya que la misma pa-
labra "servus" servía muchas veces para designar a am-
bos... en particular que los señores preferían el trabajo
de siervos, cuyas vidas no tenían que organizar detalla-
damente, al de los esclavos, que pendían de él en alimen-
tación, vestidos y techos. A veces los documentos distin-
guen entre un esclavo que vivía en la casa de su señor y el
esclavo con una casita de su propiedad, pero no con fre-
cuencia. Podemos preguntarnos si la ambigüedad en la
palabra "servus" no escondía una ambigüedad fundamen-
tal que se mantuvo durante todo este período.» La misma
ambigüedad se produce en las condiciones de vida de las
mujeres, según el tiempo y la latitud. Las musulmanas
son compradas y vendidas como esposas, mediante el pago
de la dote a los parientes varones, y pueden repudiarlas,

408
con la sencilla fórmula de repetir tres veces las palabras
del repudio, si la mujer ha sido culpable de ocasionar
el enojo del marido, con lo que pierde la dote. También
puede suceder que el hombre, aceptando que no hay más
razón que su voluntad para el repudio, le entregue la
dote y en escritura pública acepte que la deje, «no por-
que haya dado causa, sino en uso de su derecho, con lo
cual queda en disposición de casarse con otro hombre sin
que padezca su crédito».
Mientras los esclavos se pagaban su manutención en
la casa del amo exclusivamente con su trabajo, depen-
diendo de éste en todos los aspectos de la vida, los sier-
vos debían alimentarse con los frutos que obtuviesen de
la tierra y pagar a su señor las rentas impuestas, tanto
en trabajo como en dinero. El siervo no solamente debía
trabajar gratis para el señor feudal tantos o cuantos días
del mes y del año, sino que no podía trabajar para sí ni
moverse en ningún sentido sino a condición de pagar al
amo por cada cosa que hacía. «El patricio romano nece-
sitaba comprar los hombres, tener tierra propia para que
trabajasen, emplear grandes capitales en las semillas, ins-
trumentos, animales y todo el material de una gran ex-
plotación agrícola, corriendo los riesgos de ganar o per-
der. El señor feudal no arriesgaba nada, no tenía que
comprar tierra, ni esclavos, ni poner en movimiento un
capital más o menos considerable para explotar su do-
minio, él decía al esclavo: Ya eres libre, aquí tienes tie-
rra que cultivar por tu cuenta, en cambio me debes tan-
tos servicios personales y una parte del producto de tu
trabajo... de esta manera el señor feudal sacaba de la
explotación de los trabajadores mucho más beneficio que
anteriormente el dueño de esclavos... cogía el fruto por
sembrar, o por mejor decir, no lo cogía, se lo cogían y se
lo metían en el granero, tenía lana sin mantener rebaños,
porque la mejor y más bien parada del trasquileo era para
el señor, y si llegaba a poseer ganados de todas clases
no era porque los comprara, sino porque los siervos es-
taban obligados a darle una parte de las crías de los que
ellos tenían. Jamás se vio ni existió explotación de los
trabajadores más perfectamente organizada ni que me-
nos sacrificios ni trabajo exigiera de los explotadores.» ,3

Mientras las mujeres pertenecieron en propiedad al

13. Garrido, obr. cit., pág. 21.

409
«pater familiae», a los varones de las tribus israelitas, a
los patriarcas musulmanes, éstos debían mantenerlas a
ellas y a sus hijos, a cambio de su trabajo, de sus favo-
res sexuales, y al igual que el dueño de la explotación
agrícola esclavista, eran responsables del nivel de como-
didades de su casa. Las invasiones de los bárbaros, el
cristianismo, el desmoronamiento del mundo antiguo, vino
a decirles: «Ahora sois libres, ya no seréis compradas ni
vendidas, ni el hombre tendrá derecho de vida y de muer-
te sobre vosotras, ni tampoco sobre vuestros hijos, ha-
béis adquirido muchos derechos: el de la vida en primer
lugar, el de ser madres de vuestros hijos... A cambio de
ello me prestaréis gratis los siguientes servicios: no rehu-
saréis jamás el débito conyugal y siempre contaré con
un sexo con el que desahogarme, tendréis los hijos que
yo quiera y me pertenecerán, realizaréis el trabajo del
hogar, la crianza de los hijos y me cuidaréis, y si trabajas
asalariadamente, yo decidiré la clase de trabajo, el mo-
mento en que debes realizarlo y si lo considero conve-
niente me quedaré con tu salario. Si te permito cobrarlo
tendrás que pagarme los gastos y los de tus hijos. A cam-
bio te protegeré y tu me obedecerás.» Jamás se ha visto
explotación de un ser humano más perfectamente orga-
nizada, ni que exigiera menos sacrificio ni trabajo de los
explotadores.
La obligatoriedad de prestar servicios al señor, se im-
ponía, para evitar molestas rebeldías, con las de no aban-
donar las tierras que debía cultivar. En caso de fuga era
perseguido y reducido a obediencia, o castigado según
convenía. La mujer está sujeta a permanecer en el domi-
cilio conyugal, que es aquel que designe el marido. Este
principio sancionado por el código napoleónico, y copiado
en toda Europa y América Latina, tiene vigencia hasta
nuestros días. Solamente la lucha feminista ha consegui-
do alguna suavización del mismo. En los países árabes la
mujer que abandone el domicilio del marido es reo de
muerte, de lapidación, de repudio, de pérdida de la dote.
La reforma del Código Civil español prevista para un fu-
turo inmediato, establece que los cónyuges tienen la obli-
gación de vivir juntos en el mismo domicilio.
Son incontables los procesos tramitados contra las
mujeres por abandono del domicilio conyugal. Si la mu-
jer comete la torpeza de irse de la casa marital, sin espe-
rar la autorización judicial, una simple denuncia en la

410
comisaría de policía sirve para poner en marcha rápida-
mente la máquina de la justicia. Si se encuentra a la fu-
gitiva, las fuerzas del orden se ocupan de devolverla al
hogar, donde se la abandona a la justa furia del marido,
mientras el proceso continúa.
Múltiples maridos, bien informados, han señalado como
domicilio conyugal una pensión infecta, un burdel, la ha-
bitación de un hotel, una barraca en la periferia, o la casa
de los abuelos en un pueblo alejado. La mujer se ha visto
obligada a habitar donde el marido haya decidido, sola-
mente la autoridad judicial, con justa causa, podía exi-
mirla de esa obligación, y en caso de rebeldía, aplicado o
no el castigo por la policía y el irritado esposo, el juez
estima siempre que la huida del domicilio conyugal es
motivo suficiente para quitarle la tutela de los hijos a la
impaciente madre. Para convencerla de lo contrario no
bastan ni las palizas propinadas por el marido, ni las
sevicias, ni los malos tratos, ni siquiera el abandono eco-
nómico y la miseria a que pueda haberla reducido el es-
poso. Una esposa no puede nunca abandonar el domicilio
conyugal, so pena de verse privada de los derechos sobre
la vivienda y sobre sus hijos. En el mismo sentido se
siguen pronunciando todas las sentencias de los Tribuna-
les eclesiásticos y de los jueces civiles. La mujer está
adscrita al hogar como el siervo lo estaba a la tierra.
El siervo disfrutaba de la nacionalidad de su amo, y
con él también cambiaba de rey si su señor decidía pres-
tar vasallaje a otro soberano. Los siervos de la Marca His-
pánica fueron francos mientras los carolingios dominaron
el territorio. Independizado éste, se convirtieron en cata-
lanes, bajo el poderío de los condes independientes. De-
rrotado el poder autonómico, los «remenses» prestaron
vasallaje al poder central. La mujer adquiere en España
hoy, la regionalidad y la vecindad del marido. La pérdida
de la nacionalidad fue suprimida en 1975. Para ella no
existe «status» propio por nacimiento. Solamente la senten-
cia de separación o la viudez le permitirán volver a adqui-
rir la regionalidad que tuviese por nacimiento. En la mis-
ma forma su «status» social y económico depende del ma-
rido. La campesina casada con el señor, se verá elevada
de posición social al igual que la obrera con el burgués,
que la modistilla con el aristócrata. Si la hija de un no-
ble comete la tontería de casarse con un menestral se
verá reducida a vivir con los recursos del marido, y a

411
tratar sólo el círculo social de éste. El rey concede el tí-
tulo de reina a su esposa, el hombre que se casa con una
reina sólo será príncipe consorte. El hombre concede su
propio «status» a su mujer, ésta nunca puede otorgárselo
a su marido.
Todas las condiciones de esta servidumbre femenina
se establecen a partir del contrato de matrimonio. Los pac-
tos de los siervos con el señor sólo se establecieron por
escrito a partir de los siglos xi y XII. Una carta Vendóme,
dice en su artículo 81, en 1079: «Si un hombre o una mu-
jer tiene un criado o criada ajustados por un período
fijo, la razón quiere que el dicho amo o ama puedan cuan-
do les plazca despedir a su criado o criada, pero el domés-
tico no puede dejar a su amo hasta el fin de su compro-
miso sin el consentimiento de aquél, y si se marcha, será
culpable de faltar a su palabra y de abandonar a aquel a
quien sirva, en cuyo caso, si se le encuentra al servicio
de otra persona, se le marcará con un hierro ardiente la
mano con que juró fidelidad a su amo.» Garrido comen-
ta «a pesar de la bárbara injusticia de esta ley, no puede
menos de verse en ella el cambio radical operado en la
sociedad por la extinción de la esclavitud. El doméstico
del x no es ya una máquina inerte entregada al capricho
de un libre, es un contratante que se compromete a ser-
vir a otro durante un término fijo mediante condiciones
estipuladas». 14 La mujer que contrae matrimonio estipula
también libremente las condiciones de su pacto de servi-
dumbre con el marido, si las incumple, abandonando el
domicilio conyugal, dejando de prestar los servicios a que
se ha comprometido, negándose a ayuntarse con el mari-
do, sólo sufrirá el castigo correspondiente.

14. Garrido, obr. cit., pág. 35.

412
CAPÍTULO II
RÉGIMEN DE PROPIEDAD

«El derecho de propiedad lo ejercían de diferente ma-


nera las dos clases de siervos a que nos vamos refiriendo:
los de la gleba, cultivadores de la tierra señorial, no po-
dían poseer más que lo que su señor tenía a bien dejar
en su posesión, sin perjuicio de volver a apoderarse de
ello cuando mejor le parecía, lo mismo en la muerte que
en vida de sus siervos. Éstos tenían marcado lo que po-
dían dejar en su testamento a sus hijos y a otros parien-
tes y a la Iglesia para misas. Los siervos llamados colo-
nos o villanos disfrutaban, aunque con muchas restric-
ciones en mayor escala el derecho de propiedad, pudiendo
entre otras darse como prueba el artículo 4.° de las con-
venciones entre Felipe Augusto y sus barones, que de-
cían: Todo villano podrá dar la mitad de su tierra a su
hijo si éste se hiciera clérigo...» 15
La mujer puede estar sujeta por el contrato de ma-
trimonio a dos clases de régimen de bienes, en vigor en
Europa y en América: (En los países musulmanes las mu-
jeres no poseen bienes ninguno), el de comunidad de bie-
nes y el de separación. Según el primero, llamado de
gananciales, que es el común en todo el Estado, ex-
cepto en Cataluña y Baleares, todos los bienes adquiridos
durante el matrimonio se consideran comunes a los espo-
sos, y en caso de disolución de la sociedad se repartirán
por mitad entre ellos. Pero el marido es siempre el admi-
nistrador de la sociedad de gananciales, con lo que la es-
posa no puede disfrutar de un céntimo sin el consenti-

15. Garrido, obr. cit., pág. 54.

413
miento del marido, o la autorización judicial * Mientras el
matrimonio permanece unido resulta lógicamente imposi-
ble para la mujer que solicite autorización judicial para
administrar los gananciales, y matemáticamente imposible
que juez alguno le conceda semejante administración. Para
solicitar la disolución de la sociedad es preciso, o el acuer-
do del marido, pocas veces obtenido como favor que el
amo pudiera conceder a su sierva, o la sentencia firme
de separación. Un proceso de separación puede prolon-
garse durante dos o tres años, cinco años.
Durante este período de tiempo el marido disfruta de
la administración de los bienes gananciales y la esposa no
tiene nada más que la esperanza de obtener algún día lo
que reste de esa administración.
Los bienes dótales ** y parafernales pueden ser admi-
nistrados por la esposa, pero para gravar, hipotecar y ven-
der, tendrá que obtener el permiso del marido. Hasta el
año 1975 solamente el marido era el representante de la
sociedad conyugal, e incluso para defender sus bienes
la esposa debía obtener su consentimiento. Si bien, a par-
tir de la reforma del Código Civil de 1958 la venta de los
bienes gananciales requería el consentimiento de la es-
posa, la práctica diaria nos presenta el caso repetido de
mujeres que han otorgado su firma en las escrituras no-
tariales de venta sin saber lo que hacían. Los maridos no
se equivocan fácilmente, y como poseen los ingresos deri-
vados de esa administración, pueden pagar abogados y
notarios que los asesoren, así como costear las expensas
de los procedimientos de separación. La mujer, reducida
al hogar conyugal, debiendo cumplir con sus deberes de
madre, de sexo, de sirvienta, despojada de la administra-
ción de los bienes gananciales, pocas veces en posesión
de parafernales, éstos sólo cuando sus padres hayan que-
rido otorgárselos, sin posibilidad de trabajar fuera de la
casa para lo que precisa el consentimiento de su esposo,
no tiene dinero para costear procedimientos judiciales, ni
consultas profesionales. Cuando obtiene, en pocas oca-
siones, la sentencia judicial que la hace dueña de la mi-
tad de los gananciales, el marido le entrega los restos de

* Esta disposición ha sido modificada en junio de 1981. La


administración de los Bienes Gananciales es hoy indistinta entre el
marido y la mujer. Pero la situación real de la mujer sigue siendo
la misma.
** Hoy también desaparecidos.

414
su administración. En la mayoría de los casos son bienes
embargados por el despilfarro, la mala fe y el robo de que
se la ha hecho víctima. Y obtenida la disolución de la so-
ciedad de gananciales, la esposa generalmente no tiene de-
recho a pensión alimenticia alguna del marido, aunque
aquéllos consistan en fincas embargadas o inmuebles que
no produzcan renta y sean imposibles de vender.
Si la esposa contrae matrimonio en régimen de separa-
ción de bienes, sólo poseerá aquellos que adquiera por
herencia o por su trabajo. Si su familia no le lega nada y
si no trabaja fuera de su hogar por un salario, no poseerá
nada. Todo lo que el marido ingrese será suyo y nada le
corresponderá a la mujer. Los servicios que presta a su
amo están pagados con la manutención y el alojamiento.
Por tanto en el momento de la separación la mujer no dis-
pondrá de capital alguno. El marido puede entregarle lo ne-
cesario para comer cada día, puede pagar personalmente
las facturas y los gastos de casa, y no está obligado a darle
a la esposa cantidad alguna, si de tal manera subviene a su
alimentación y alojamiento. La mujer trabajará en la casa,
se entregará a él en la cama, le producirá hijos y los cui-
dará, por la comida y el techo. Él día que quiera romper
su contrato de servidumbre se encontrará en la calle, sin
un céntimo, y muchas veces —por deseo propio— con
hijos a su cargo, que en la mayoría de ocasiones el marido
se negará a alimentar.
Naturalmente estas ventajas solamente las disfrutan las
mujeres occidentales.
Entre los árabes la palabra sadacatu, traducida por
dote, se aplica al caudal, al dinero y a las alhajas que el
hombre da a la mujer o a los parientes de la mujer con
quien se casa. La dote nupcial, dicen los musulmanes, co-
rresponde a un precio de venta, porque la mujer, al ca-
sarse, vende una parte de su persona. En un mercado se
compra una mercancía, en el casamiento se compra «el
campo genital de la mujer».
«Jalil Ben Is'ha intérprete del Corán dice que las mu-
jeres son nuestra tierra de labor: al hombre toca sembrar-
las y a Dios hacerlas germinar. El 238 escribe: «Y si las
repudiáis antes de que las hayáis tocado, y las hubierais
señalado dote, las corresponderá la mitad de lo que la
hayáis señalado, a no ser que ellas la condonen, o que la
condone aquel en cuya mano está el mundo del matrimo-
nio.»

415
Ovilo, comentador del Corán explica que las familias
bien acomodada de Marruecos de finales del siglo pasado
no entregaban sus hijas sin que los futuros les señalen
como dote una cantidad respetable, que en caso de divor-
cio tendrían que satisfacer, y de este modo se evitaban
los tristes y frecuentes espectáculos que dan las clases
pobres, de mujeres abandonadas por sus maridos y que,
rechazadas por sus parientes, arrastran una vida llena de
miserias, o se entregan a la prostitución.
Pero si en Occidente hoy le es permitido a las mujeres
tener propiedades, que en algunos países como España,
no pueden administrar, este derecho no tiene demasiada
tradición. Virginia Wolf explica 16 que en Inglaterra las
mujeres casadas no pudieron tener el derecho de propie-
dad hasta la aprobación, en 1870, de la Ley de Propiedad
de la Mujer Casada. «Lady St. Helier hace constar que,
como sea que sus capítulos matrimoniales fueron acorda-
dos de conformidad con la antigua ley, cuanto dinero te-
nía quedó transferido a mi marido, sin que quedara par-
te alguna reservada a mi disposición privada... Ni si-
quiera tenía talonario de cheques, y no podía conseguir
cantidad alguna, como no fuera pidiéndosela a mi marido.
Mi marido era amable y generoso, pero se portaba de
acuerdo con las ideas de la época, según las cuales las
propiedades de la mujer pertenecían al marido... Paga-
ba todas mis cuentas, guardaba en su poder mis docu-
mentos bancarios, y me asignaba una pequeña cantidad
para mis gastos personales.»

/. La instrucción de la siervo.

Mary Kingsley 17 dice en sus memorias que el «permiso


para aprender alemán y el estudio de dicho idioma re-
presentó cuanta educación de pago he recibido. En la
educación de mi hermano se gastaron dos mil libras que
todavía espero que no fueran un gasto en vano». Mary
Kingsley no habla solamente de sí misma, sino también
en nombre de muchas hijas de hombres cultos... «Desde el
siglo XIII las familias inglesas cultas, desde los Paston has-
ta los Pendennis, han gastado dinero en esa cuenta. (La

16. Tres guineas, pág. 208.


17. Tomado de Virginia Woolf, obr. cit., pág. 66.

416
de educación de los hijos varones.) Es un veraz recipiente.
En los casos en que era preciso dar educación a muchos
hijos la familia tenía que hacer grandes esfuerzos para
mantenerlo lleno.» Virginia explica que de esa cuenta
salían no solamente la enseñanza y los libros, sino el cul-
tivo de las amistades necesarias, los viajes, las vacaciones,
el arte, los conocimientos de política exterior, y por fin
antes de ganarse la vida, el hijo recibía una pensión del
padre, mientras aprendía la profesión. Todo salía del fon-
do de educación. «Y a este fondo, tal como indica Mary
Kingsley, contribuían las hermanas. Y así era porque, no
sólo el dinero correspondiente a su educación, salvo par-
tidas tan exiguas cual la correspondiente a pagar al pro-
fesor de alemán iban a parar a dicho fondo, sino que in-
cluso muchos de aquellos lujos y complementos que son,
a fin de cuentas, parte de la educación, como los viajes, la
vida de sociedad, la soledad y una vivienda separada de la
familia, iban a parar a dicho fondo... Para usted es su
vieja escuela, Eton o Harrow, su vieja universidad, Oxford
o Cambridge, la fuente de innumerables recuerdos y tra-
diciones. Para nosotras, es la mesa de la escuela, el auto-
bús que nos lleva a clase, una mujercita con la nariz
roja, que tampoco ha recibido buena educación, pero que
tiene una madre inválida a la que debe mantener, una
pensión de cincuenta libras anuales con la que comprar-
nos ropas, hacer regalos y efectuar viajes cuando alcan-
cemos la madurez precisa. Este es el efecto que el Fon-
do de Educación tiene en nosotras. Altera el paisaje de
manera tan mágica que los nobles pabellones y cuadrán-
gulos de Oxford y Cambridge a menudo me parecen, a la
vista de las hijas de los hombres con educación, femenina
ropa interior con agujeros, piernas de carnero frío, y el
tren que empalma con el buque poniéndose en marcha
camino de países extranjeros, mientras el portero cierra
la puerta de la universidad ante nuestras narices.

»Es difícil saber con exactitud las cifras de las sumas


asignadas a las hijas de los hombres con educación, antes
de contraer matrimonio. Sophia Jex-Blake tenía una asig-
nación entre las treinta y las cuarenta libras anuales,
su padre pertenecía a la clase media alta. Lady M. Lasce-
lles, cuyo padre era conde tenía, según parece, una asig-
nación de unas cien libras, en 1860, el señor Barret, rico
comerciante, asignaba a su hija Elizabeth, entre cuarenta
y cuarenta y cinco libras, por trimestre, deduciendo el im-

417
27
puesto sobre la renta. Pero esta asignación parece que
era el interés de un capital de ocho mil libras, más o me-
nos que Elizabeth tenía invertido en fondos, dando el
dinero dos intereses diferentes, y al parecer, pese a que
era propiedad de Elizabeth, lo administraba el señor Ba-
rrett.
»...Las sumas asignadas a los hijos de los hombres con
educación eran considerablemente superiores. La asigna-
ción de doscientas libras se estimaba justamente la sufi-
ciente para un estudiante de Balliol, en donde aún
imperaban las tradiciones de austeridad en 1880... La
cantidad actualmente precisa es notablemente mayor. Gino
Watkins jamás gastó más de la asignación de cuatro-
cientas libras anuales... Esto se refiere al Cambridge de
hace pocos años...»
La diferencia de las sumas invertidas en la educación
de las hijas y de sus hermanos, es hoy exactamente igual.
Las estadísticas nos informan del número de muchachas
que estudian la enseñanza primaria, secundaria y univer-
sitaria, y su proporción en relación a los varones. Las ci-
fras hablan por sí solas.
Las numerosas secretarias que se emplean en la em-
presa privada, han pagado con su sacrificio e incluso con
su salario, la carrera de sus hermanos. En más de una
ocasión también los gastos de viaje, de ampliación de es-
tudios y la boda. Varias de ellas me explicaron que cuando
decidieron vivir solas, costeándose su manutención con
su salario, y le pidieron a su padre una pequeña cantidad
para pagar el anticipo del piso y el traslado, le fue negada
alegando su falta de madurez para vivir sola. Mientras el
hermano había recibido el valor de un piso en propie-
dad, de un coche y de varios viajes. «A mi edad nin-
guno de mis hermanos había trabajado. Todavía es-
taban estudiando. Yo llevo empleada cinco años, entre-
gando mi sueldo en casa, excepto una pequeña cantidad
para mis gastos, que no llega ni a lo que mi hermano
gasta en tabaco», me confesaba una muchacha de veinti-
cinco años, que se veía reducida a mantenerse con su
sueldo de mecanógrafa, escaso por su mala preparación,
mientras sus dos hermanos eran uno economista y el otro
catedrático de historia.
Ni la soltería, ni la pertenencia una familia acomodada
significan para la mujer la posesión de una cultura sólida,
el conocimiento de una profesión que la iguale al hombre,

418
ni el dinero necesario para vivir independiente. Si depen-
de de sus padres, verá escatimarse su asignación que es
generosamente entregada a sus hermanos. Si trabaja
perderá automáticamente toda ayuda familiar o en el peor
de los casos, tendrá que entregar el sueldo a sus padres,
para que éstos se lo administren. Y por supuesto su sa-
lario será inferior al de su hermano, en la misma cate-
goría profesional, y tendrá vedado el acceso a categorías
superiores.
Virginia Woolf se pregunta «¿entre todos esos oficios
(los de la guía Whitaker) no está el oficio de madre, entre
todos esos sueldos, no está el sueldo de madre...? Todos
estos trabajos merecen un pago efectuado mediante los
impuestos que tributamos, pero las esposas, las madres
y las hijas que trabajan todos los días, y sin cuyo trabajo
el Estado se derrumbaría y se haría añicos, sin cuyo tra-
bajo sus hijos de usted, señor, dejarían de existir, nada
cobran... Probablemente usted alegará: oiga, aquí hay
otro error. Marido y Mujer no sólo son una misma carne,
sino que también son una misma bolsa. El sueldo de la
esposa es la mitad de los ingresos del marido... Pues bien
si la esposa del hombre con educación, una vez pagados
los gastos caseros, tiene tanto dinero como su marido
para gastarlo en las causas que le atraigan... Si las espo-
sas de los hombres ricos son asimismo mujeres ricas,
¿cómo es posible que los gastos... de las causas que a ella
le atañen, estén pasando el platillo?... La verdad es que
los gastos de la mujer casada de nuestra clase son mar-
cadamente viriles. Anualmente gasta sumas en subvencio-
nar partidos políticos, en deportes, en la caza de patos, en
el cricket y en el fútbol. Gasta bastante dinero en clubs...
Los gastos de esa mujer en esas causas, placeres y filan-
tropías forzosamente han de sumar muchos millones al
año. Y a pesar de ellos, la mayor de esa suma con mucho,
se gasta en placeres que esa señora no comparte. Gasta
miles y miles de libras en clubs en los que no se admite
a las mujeres, en carreras de caballos en las que no pue-
de montar, en colegios universitarios en los que no se ad-
mite a mujeres. Al cabo del año paga una cuantiosa
suma por un vino que no bebe y por unos cigarros que
no se fuma. En resumen, solamente podemos llegar a dos
conclusiones en lo referente a la esposa del hombre con
educación. La primera de ellas consiste en que esa mujer
es el más altruista de cuantos seres existen, y prefiere gas-

419
tar su parte del fondo común en las causas y placeres de
su marido. La segunda conclusión, más probable pero
menos honrosa, estriba en que esa mujer no es el ser más
altruista entre todos los existentes, sino que su derecho
espiritual a la mitad de los ingresos de su marido queda
reducido, en la práctica, al derecho a una pensión com-
pleta y a una pequeña suma anual para gastos menudos y
ropa».18

2. El derecho al trabajo

Hasta 1973 la mujer en España no ha obtenido pleno


derecho a ejercer todos los trabajos (excepto la marina
mercante * las carreras de las armas). En los demás paí-
ses las fechas son distintas, pero en la misma forma, muy
recientes. Para conquistarlo ha sido preciso que el movi-
miento sufragista luchara durante cincuenta años en In-
glaterra, y algunos más en Norteamérica. El derecho es-
crito en las Constituciones, sigue siendo en la práctica el
de trabajar en los oficios más penosos, peor pagados y
tener vedadas las posibilidades de acceder a las categorías
cualificadas. La relación de servidumbre con el hombre,
sitúa a todas las mujeres, aun cuando no exista un con-
trato de matrimonio, en relación subordinada y menos-
preciada respecto a todos los hombres.
Para la mujer el trabajo asalariado es un medio de
adquirir algunos ingresos mientras sea soltera, que o bien
ayudarán a la economía familiar o le servirán para sus
gastos y su futuro ajuar. Cuando contraiga matrimonio
trabajará sometida a las órdenes del marido para ayudar
a las cargas del hogar, y lo abandonará en cuanto las ne-
cesidades familiares, el cuidado de los hijos y el trabajo
doméstico lo exijan. Su principal ocupación es la de espo-
sa, madre y ama de casa, y su modo de producción deter-
minante el doméstico. En consecuencia jamás sacrificará
estos deberes a su «otra» vocación profesional. Por ello
su salario es inferior al del hombre, que debe mantener
la familia, según la ley y el criterio social, aunque este
mantenimiento se realice sólo gracias al trabajo de la
mujer. Por eso el paro femenino es siempre dos veces
superior al masculino, por ello en los momentos de per-

18. Virginia Woolf, obr. cií., pág. 106.


(*) Hoy permitida.

420
feccionamíento técnico, de crisis económica, de postgue-
rra, las mujeres son despedidas en masa y bombardeadas
con la propaganda oficial de la «vuelta al hogar» como
el destino perfecto de la mujer. Mientras en 1900 varios
sectores de la industria estaban producidos casi exclusi-
vamente por mujeres, sobre todo en los puestos sin
cualificar, como el textil, químicas, farmacia, pequeña
metalurgia, electricidad, confección, cueros, etc., en 1975
solamente 600.000 mujeres trabajaban en la producción
industrial en toda España, mientras 9.500.000 estaban
censadas como profesión «sus labores».
La base de la vida en la Europa de los siglos x, XI y XII
era la agricultura. Brook escribe: «Una sociedad emi-
nentemente agrícola necesita muchas manos en la época
de recolección, pero en otras épocas del año, no puede
proporcionarles a todos un empleo. Es cuestión de ob-
servación el que una alta proporción de la población esté
en paro en una economía doméstica. En una economía
totalmente cerrada —escribe el profesor Bauer— tiende
a mirarse el ocio como una parte de la naturaleza de las
cosas.» La mujer dedicada exclusivamente al trabajo do-
méstico, puede vivir épocas de trabajo exhaustivo, sobre
todo cuando los niños son pequeños, o hay enfermos en la
casa, o tienen que cuidar además a padres ancianos. Pero
más tarde, cuando los hijos crezcan y los padres mueran
se encontrará con largos períodos de su vida en los que
no llenará sus horas con el trabajo. El ocio se convertirá
en una ventaja y en un fardo al mismo tiempo. Perderá
la costumbre del trabajo, el hábito de levantarse tempra-
no, de decidir rápidamente, se acostumbrará a disponer
de mucho tiempo para sus tareas cotidianas, para hacer
visitas, para escoger sus compras lentamente, para char-
lar con las amigas y disfrutar de alguna diversión. Se-
gún el ritmo que el modo de producción doméstico im-
prima a los procesos de trabajo que se hallan insertos en
él. Y será llamada vaga, ociosa, tonta, inútil, hasta que
ella misma lo crea. Y al mismo tiempo el aburrimiento
se cebará en ella hasta conducirla a la neurosis, dando
nuevos motivos para ser menospreciada como mano de
obra. Pero nadie pensará que éstas son las consecuencias
de su específico modo de producción.

Sobre la mujer se acumularán los defectos, los insul-


tos, se la reprochará su menor cualificación laboral e in-
cluso humana, sin tener en cuenta los múltiples casos de

421
abnegación, de sacrificio y de grandes virtudes que desa-
rrolla precisamente por ser una clase sometida y sufrien-
te durante siglos. Relegada a trabajar fundamentalmente
en el modo de producción doméstico, donde sufre la explo-
tación en su propio cuerpo, obligada a aceptar esta explo-
tación que la embrutece, como su mejor destino, confor-
mada a la resignación por la ideología masculina, que
debe convencerla de que su modo de producción es en
realidad su «destino natural y divino», se le reprocha
después su falta de preparación para el trabajo en el
modo de producción capitalista. Durante los primeros quin-
ce años de su vida se la habrá educado para asumir su
destino futuro. Si trabaja asalariadamente a partir de
esa edad, lo hará cumpliendo los deseos familiares, en
la espera consciente de contraer el matrimonio que es su
verdadera profesión. Abandonará su tarea asalariada al
casarse, obedeciendo las expectativas depositadas en ella
por sus padres, por el marido y por la sociedad, y cuando
desee volver a trabajar se la despreciará por poco califi-
cada y apta. Y al llegar a la madurez, si el cuidado de
múltiples hijos no la ha agotado, se la menospreciará por
desperdiciar su tiempo en fruslerías, sin permitírsele en-
contrar un nuevo puesto de trabajo. Y bien...
Veamos como se desarrolló el trabajo en los gremios
artesanos de la Edad Media. «Al decir que tenían por ob-
jeto el garantizarse la libertad del trabajo, preciso es
añadir también que aquella libertad era una verdadera
esclavitud, puesto que sólo los admitidos en el gremio
de cada oficio podían dedicarse a éste sometiéndose a las
prescripciones y reglas establecidas por la corporación
y garantizadas por la ley... Aquella era una verdadera or-
ganización del trabajo, jerárquica y aristocrática, en la
estaban clasificados los trabajores en aprendices, oficiales
y maestros... Los maestros de oficios y presidentes de
los gremios eran entonces personajes y prototipos del
ciudadano libre, pudiendo decirse que el artesano que
tenía un taller era casi dueño de su persona y de su ha-
cienda, formando contraste entre el bandido y el campesi-
no esclavo sometido a su yugo. En cambio el oficial que
no tenía más capital que su inteligencia y sus brazos es-
taban sometidos al maestro, que lo explotaba... 19
Las mujeres no llegaron jamás a ser maestros de ofi-

19. Garrido, obr, cit., pág. 86.

422
cios, ni siquiera oficiales, aunque algunas ayudaran a sus
maridos en los talleres, pero lo importante de resaltar
aquí es la estratificación jerárquica establecida por los
gremios medievales, y su analogía con el trabajo asalaria-
do de la mujer, en relación con el del hombre, en todos los
tiempos. El hombre podrá ser el maestro de su oficio, la
mujer no llegará jamás a serlo, y en el trabajo se estable-
cerá la misma distinción y sometimiento jerárquico, que
en los gremios entre el maestro y el oficial. Cuenta Garri-
do que «en muchas partes, para entrar de aprendiz, debía
probar ser hijo de legítimo matrimonio y descender de
padres libres hasta la cuarta generación».20 Aparte de que
Garrido no le haya dedicado ni una línea a la evidencia de
que para las mujeres no regían semejantes disposiciones,
por el simple motivo de que tenían prohibido pertenecer
al gremio, veamos cuales son las circunstancias parecidas
que rigen para la mujer en el momento de contratar tra-
bajo. Una madre soltera tendrá graves dificultades para
obtener un trabajo de prestigio, lo mismo que una mujer
separada del marido, una viuda con hijos a su cargo, o
una reputada de vida alegre. Las razones morales serán
esgrimidas aquí con el mismo propósito que las condicio-
nes de legitimidad eran exigidas para admitir aprendices
en los oficios. «Las preocupaciones llegaban al ridículo...
pues vemos en varios reglamentos de gremio, carniceros
que consideraban indignos de formar parte de su gremio
a los hijos de los pastores, de los barberos, de los ciruja-
nos y de los servidores domésticos.» 21

Las mujeres despedidas de su empleo, o no admiti-


das por tener hijos ilegítimos, amantes no legalizados,
o haber perdido el marido sin carta de divorcio, lo son
por jefes de personal que mantienen amantes, hijos ilegí-
timos o que están separados de sus mujeres, a la vista de
todo el mundo. Y esas mismas mujeres son molestadas
por sus compañeros de trabajo, obreros u oficiales, ejecu-
tivos o encargados de taller, y criticadas por su conducta
inmoral, la misma que sus jueces mantienen sin disimulo.
«Los reglamentos de los gremios y talleres de artes y
oficios eran severísimos, sobre todo para los aprendices,
cuya obediencia debía ser pasiva... El aprendiz debía en-
trar el primero y salir el último en el taller, no podía

20. Garrido, obr. cit., pág. 87.


21. Garrido, obr. cit., pág. 87.

423
presentarse en ningún sitio público sino en compañía de
sus padres o de su maestro, y estábale prohibido usar
bastón a no ser que estuviese cojo. Cuando se hizo moda
empolvarse la cabeza, publicáronse ordenanzas prohibién-
dose a los aprendices de artes y oficios adoptar esa
moda...» 22
Cuando las mujeres comenzaron a participar en el tra-
bajo industrial sus jornadas fueron más largas que las
de los hombres y su explotación mucho mayor. Al inven-
tarse la máquina de escribir las mujeres fueron admiti-
das como mecanógrafas en las oficinas de Correos y Te-
légrafos, primero en Inglaterra y más tarde en Francia y
en España —ésta es la única máquina asociada desde su
invención a la mujer—. Para evitar que las empleadas se
encontraran con sus compañeros las recluyeron en la azo-
tea, y las hicieron entrar media hora antes y salir media
hora después, para proteger su moralidad. Cualquiera
que sea el oficio o profesión que una mujer realice, debe
saber que tendrá que dedicar más esfuerzos, interés y
conocimientos que un hombre si quiere conservar su em-
pleo. Si pretende ascender, desbancando a rivales varo-
nes, solamente la suerte o las relaciones sexuales con
el jefe pueden ayudarla.
Hasta los años setenta, en que se introdujeron los
cambios en la moda impuestos por el movimiento femi-
nista, el movimiento «hippie» y el movimiento «gay» las
mujeres no podían vestir pantalones ni prendas de apa-
riencia masculina, en el desempeño de ciertas profesiones
(todas las que exigieran responsabilidad y trato con el
público). Pero todavía una mujer que pretenda ser respe-
tada en su puesto de trabajo se abstendrá de usar ropas y
peinados demasiado extravagantes. El vestido ha sido siem-
pre una manifestación externa de categoría y de prestigio
social.
«Ya hemos visto que no era posible improvisarse ofi-
cial ni maestro, pero ahora diremos que no entraba en
aprendizaje todo el que quería, los reglamentos eran tari
severos que los maestros no podían recibir aprendices
aunque quisieran. En Francia y en Flandes, por ejemplo,
los maestros tejedores no podían tener más que tres
aprendices, y dos los cuchilleros y tundidores, oficio había
en que no se admitían más aprendices que maestros, en

22. Garrido, obr. cit. pág. 88.

424
ningún caso éstos podían admitir sin dar trabajo a un nue-
vo oficial.»23 La legislación protectora de la mujer ha esta-
blecido en todos los países sucesivas prohibiciones para
el desempeño de ciertos trabajos. Aparte de las prohibi-
ciones para ejercer la magistratura, la fiscalía, la diplo-
macia, el notariado, etc., abolidas recientemente, quedan
imposibilitadas para la mujer la marina mercante y to-
das las carreras que precisen el uso de las armas. Pero
estas prohibiciones son escasas, y sólo se hallan relacio-
nadas con profesiones cualificadas, en comparación con
aquellas que le impiden a la mujer la realización de de-
terminados oficios. La ley de «trabajos penosos, peligrosos
e insalubres» le impide a la mujer trabajar en minas, en
canteras, en fábricas de productos químicos, con ani-
males feroces, en la impresión de carteles pornográfi-
cos, etc. Le impide también el trabajo nocturno, y en
aquellas profesiones, como la de enfermera, en que la
exigencia del trabajo lo obligue, deberá permanecer me-
nos horas que sus compañeros varones.
En el verano de 1978 se dio un curioso conflicto. Los
enfermeros de la Ciudad Sanitaria de Bellvitge, se decla-
ran en huelga porque afirman que ganan menos que sus
compañeras hembras. El problema consiste en que ellas,
por exigencias de la ley, no pueden hacer turnos de
noche de más de ocho horas, mientras los hombres traba-
jan doce, sin que la diferencia de precio sea proporcional.
El conflicto no se ha explicado adecuadamente, ni por
supuesto los medios de información han tenido la ho-
nestidad de denunciar la incómoda postura de unas muje-
res que no pueden trabajar todo el tiempo que desearían,
por imperio de la ley, y que sin embargo se encuentran
motejadas de vagas y de aprovechadas. El final previsible
será que las mujeres serán sustituidas por hombres, como
en la mayoría de los trabajos industriales que compor-
tan riesgos. Así han sido desplazadas en la metalurgia, en
el textil, en las químicas, y nunca accedieron a la cons-
trucción o a la metalurgia pesada.
«Ni las disposiciones y talento precoz del aprendiz, ni
la buena voluntad del maestro bastaban para que pasase
el trabajador de aprendiz a oficial. En unos casos se podía
estipular el tiempo de aprendizaje entre el maestro y el
padre del aprendiz, pero en la mayoría, los aprendices

23. Garrido, obr. cit., pág. 89.

425
debían cumplir el plazo reglamentario... Los maestros,
factores de los reglamentos de los gremios, establecieron
en provecho propio, una excepción a la regla, y fue que
pagando una suma respetable, pudiera reducirse en uno
o dos años la duración del aprendizaje.» 24
La mujer, aparte de someterse a los reglamentos de
trabajo y a sus prohibiciones y limitaciones de horario,
deberá enfrentarse con la competencia de sus compañe-
ros varones para acceder a un puesto de mayor categoría.
En algunos sectores no existen plazas para las mujeres
en los puestos de capataz, encargado, contramaestre, etc.,
y por ello no existe discriminación salarial. La mujer co-
b r a lo mismo que el hombre de la más baja cualificación
laboral, dado que tampoco realiza ninguna tarea de ma-
yor responsabilidad. Salvado así el escollo de cumplir con
la ley, las mujeres no deberán seguir fastidiando con el
repetido grito de «a trabajo igual, salario igual». Ya han
conseguido ganar lo mismo que el hombre en los traba-
jos peor remunerados. Para los otros no tienen plaza. Sin
embargo, como a los aprendices del medievo, también les
queda un recurso para ascender de categoría. Pagar. Si
el jefe lo desea, los favores de la empleada podrán per-
mitirle alcanzar un puesto cualificado en la empresa. Una
sola diferencia existe en este caso con el aprendiz del
gremio en contra de la trabajadora. Cuando el jefe se
haya cansado de la relación, despedirá a la empleada,
para no tener que soportar un testigo molesto, o para po-
der iniciar sus relaciones con otra trabajadora, sin que la
anterior la espante con sus quejas, o para evitar cualquier
chantaje que pudiese intentar la amante empleada.
Solamente el nazismo tuvo la sinceridad de declarar
públicamente el papel al que pensaba reducir a la mu-
jer. «El judío nos ha robado nuestras mujeres con la de-
mocracia sexual. Nosotros la joven generación tenemos
que movilizarnos para matar al dragón, con el fin de ha-
cer revivir cuanto de más sagrado existe en el mundo:
la mujer sierva y esclava.» 25
Evelyn Sullerot escribe ya en 1968 M que «siempre causa
sorpresa el observar ante cualquiera que nos escuche, que
en Francia, por ejemplo, pese a que la población haya
24. Garrido, obr. cit., pág. 89.
25. Discurso des Gottfried Fedor, líder nazi. Citado por Lidia
Falcún, Mujer y sociedad, pág. 259.
26. Historia y sociología del trabajo femenino, pág. 7.

426
aumentado sensiblemente en unos diez millones de almas
desde 1920, se cuentan, unos cuarenta años más tarde,
dos millones de mujeres menos en la población activa:
disminución en cifras absolutas, y más aún en porcenta-
je, de las mujeres activas. Esta comprobación irrefutable
hace hacer poner el grito en el cielo: jeso es imposible!
y a colación el que se da por aludido no cesa de citar a
su madre, sus tías, sus primas, hermanas, sobrinas e hi-
jas. Es tanto como olvidar que en la mayoría de los casos
dichos razonamientos aproximativos se hacen en un me-
dio burgués, y que la afirmación "ahora que la mujer
trabaja", sólo concierne a una cierta categoría de muje-
res que, cuando menos así se las consideraba, encarnaban
ellas solas la femenidad».
Las cifras de Sullerot son igualmente válidas para Es-
paña. Hasta 1950 la proporción de mujeres que trabajan
en España, en relación con el hombre, no llega a un
16%. En 1970, último censo de población, el número
de mujeres que trabajan fuera del hogar desciende fren-
te a las de 1960, ya que sólo lo hacen el 13,31, aunque la
población total femenina ha aumentado a 17.396.000. Lo
que significa que los 2.120.358 de mujeres que trabaja-
ban fuera del hogar en 1960, se han incrementado única-
mente en 112.658, que sumadas a las anteriores ofrecen
el resultado de 2.234.016, que constan en el censo de 1970.
De las que el 22,46 trabajan en la industria, cifra igual a la
de diez años antes.27
Pero la afirmación de la escritora de que en cambio
el porcentaje de mujeres «burguesas» que trabaja ha
crecido tanto que por sí sólo justifica la famosa frase
«ahora que la mujer trabaja», resulta también falsa a la
vista de las cifras que la propia Evelyn maneja. Las mu-
jeres llamadas burguesas, es decir aquellas hijas y espo-
sas de burgueses, las que Virginia Woolf denomina, «las
hijas de los hombres con educación», son las que con
más dificultades han accedido al mundo del trabajo que
tenían prohibido por imposición legal, y según cuenta la
propia Virginia, en 1934, «ganar doscientas cincuenta li-
bras anuales es un notable éxito, incluso para una mu-
jer altamente cualificada y con años de experiencia».28
Y explica como en el mismo año el presidente de la

27. Ver «Vindicación feminista», n.° 14. Agosto 1977, pág. 53.
28. Obr. cit., pág. 158.

427
Board de Educación cobra 2.000 libras esterlinas, su se-
cretario privado entre 847 y 1.058, el ayudante del secre-
tario 634, y en escala descendente, categoría tras catego-
ría, ninguno llega a reducirse a las 250 libras que se
consideran un éxito para una mujer, con lo cual se dedu-
ce rápidamente que ninguna mujer ocupa tales puestos en
1934, en ninguno de los cargos que desarrollaba las ta-
reas de Educación en el país. La explicación de esta ausen-
cia femenina queda magistralmente analizada por la pro-
pía Virginia:
«Hay tres razones claramente visibles que explican
esta deficiencia o incongruencia. El doctor Ronson nos
da la primera de ellas: la clase administrativa que ocupa
todos los cargos dominantes en el funcionamiento del
anterior está integrada, en avasalladora mayoría, por los
pocos afortunados que pueden ir a Oxford y a Cambrid-
ge, y los exámenes de ingresos han sido siempre expresa-
mente organizados a este fin. Las pocas afortunadas de
nuestra clase, la cíase de las hijas de hombres con edu-
cación, son poquísimas. Tal como hemos visto, Oxford y
Cambridge limitan draconianamente el número de hijas
de hombres con educación a las que se permite recibir
educación universitaria. En segundo lugar resulta que son
muchas más las hijas que se quedan en casa para cuidar
a madres viejas, que los hijos que hacen lo mismo para
cuidar a madres viejas. Debemos recordar que el hogar
es todavía una viva realidad. De ahí que haya más hijos
que hijas en los exámenes de ingreso en los cuerpos de
funcionarios públicos. En tercer lugar, cabe presumir con
fundamento que sesenta años de presentación a examen
no son tan eficaces como quinientos... Sin embargo, falta
por explicar el curioso hecho consistente en que, a pesar
de que cierto número de hijas se presentan al examen de
ingreso y lo pasan, aquellos funcionarios cuyo nombre va
precedido por la palabra miss, no penetran en la zona de
los sueldos de cuatro guarismos.» 29
Por tanto, traspasada la barrera de las prohibiciones
formales y legales para poder acceder a un puesto de
trabajo cualificado, si por tal se puede tener teclear una
máquina de escribir ocho horas al día, y en todo caso así
se entiende cualquier trabajo que no implique entrar en
la fábrica a las seis de la mañana, las hijas de los hom-

29. Obr. cit., pág. 46.

428
bres con educación empezaron a ocupar algunos de los
puestos de trabajo, que en 1937, en Inglaterra, apenas les
proporcionaban doscientas cincuenta libras al año, mien-
tras las obreras llevaban en aquellos días ya cien años de
explotación en las fábricas del Reino Unido. Esta mínima
incorporación tardía al trabajo, por parte de las mujeres
de las familias burguesas, es a la que se refiere Evelyn
Sullerot, mencionando los ejemplos que siempre esgri-
men los personajes sorprendidos de que en números, tan-
to absolutos como relativos, haya hoy menos mujeres
en el mercado de trabajo capitalista que hace cuarenta
años. Este aumento resulta tan mezquino, que mencionar-
lo como conquista laboral femenina constituye una vic-
toria pírrica. Porque si ese «hoy la mujer trabaja», ha
de consistir en España en una abogada del Estado, que
hoy, julio de 1978, acaba de ganar las oposiciones convir-
tiéndose por tanto en una heroína de la patria y en la
primera abogada del Estado española, amén de las dos
o tres mujeres jueces municipales —de primera instancia
o instrucción no hay todavía ninguna— y en la notaría de
Barcelona, que exhibe orgullosamente su título en su des-
pacho, y en la única ingeniera que tiene colegiada el Ilus-
tre Colegio de Ingenieros de Cataluña y Baleares y en
las tres arquitectas de Cataluña y de Galicia, resulta que
«hoy que la mujer trabaja» se ha convertido, por la sor-
presa de las cifras, en doce mujeres que compiten en gra-
do de igualdad con los hombres, en ciertas profesiones
liberales, bien reconocidas y remuneradas, y que rompen
el esquema de la mujer reducida al hogar, frente al astro-
nómico número de 9.500.000 de amas de casa. Aunque en
el juego de los números relativos, resulta que las muje-
res abogadas del Estado y notadas e ingenieras han au-
mentado al cien por cien.
Los ejemplos de las dificultades que han sufrido las
mujeres que intentaron ejercer profesiones cualificadas
son múltiples. Aquellas que pretendieron ejercer la abo-
gacía desde finales del siglo pasado, cuentan sus peripe-
cias, finalizadas, la mayor parte de las veces en el fra-
cias. Lydia Poet, intentó colegiarse el 9 de agosto de
1883 en el Colegio de Turín, el Ministerio Público se opu-
so y en noviembre del mismo año, Lydia Poet perdía en la
apelación y en abril de 1884 en el Tribunal de Casation.
Otra italiana, Teresa Labriola, sufrió el mismo fracaso,
en 1891, el fiscal general de Bucarest se opone a la presta-

429
ción de juramento de Sarmisa Bilcescu y el de París a la
de Jeanne Chauvin en 1897. Cuando en 1886, Emilie Kem-
pin-Spyri se presenta como mandataria de su marido ante
el Tribunal de Zurich, la sentencia pronunciada por este
Tribunal que se negó a escucharla fue confirmada por la
sentencia del Tribunal Federal suizo en enero de 1887.
La misma actitud tiene el Tribunal de Copenhague y el
Tribunal Supremo de Dinamarca en octubre de 1888 con
relación a Nanna Berg apoderada de un abogado.
La ley griega excluía a las mujeres del Colegio de Abo-
gados, y en Quebec (Canadá), las mujeres podían osten-
tar el título de abogado pero sin poder ejercer y en va-
rios países, entre ellos Bélgica y Francia, no pudieron
ingresar en la Magistratura hasta después de la Segunda
Guerra Mundial. En España hasta 1967 la mujer no pue-
de ser juez, ni magistrado, ni fiscal, ni notario, ni aboga-
do del Estado. Concepción Arenal hubo de ingresar en la
Facultad de Derecho vestida de hombre y nunca pudo
ejercer la profesión. Esta larga discriminación, sostenida
por más tiempo que otras —como la medicina o la far-
macia— respecto al estudio y el ejercicio de las carre-
ras de leyes, es lógica por cuanto la abogacía es la profe-
sión necesaria para el ejercicio de la política, y la polí-
tica está íntimamente relacionada con el poder. Y a la
mujer hay que excluirla del poder, del mismo modo que
a las otras clases oprimidas. Pero sabemos que las prohi-
biciones expresas en los reglamentos de los Colegios Pro-
fesionales contra el ejercicio de los derechos políticos, se
derogan explícitamente en las constituciones democráti-
cas, a partir de la Revolución Francesa, respecto a todos
los hombres. Para las mujeres subsisten en la misma for-
ma en que las leyes medievales sancionaban la inferiori-
dad legal y política de los siervos. La ley hoy, en los paí-
ses herederos de la tradición democrática burguesa, no
establece limitación alguna al ejercicio de los derechos
políticos, profesionales, de trabajo, para los hombres, en
razón de su religión, de su clase, o de su raza. Para las
mujeres siguen vigentes multitud de prohibiciones, res-
tricciones y limitaciones a su capacidad de obrar, de tra-
bajar, de ejercer profesiones, de sustentar derechos, de la
misma forma que mil años atrás se establecían para los
vasallos, cuya igualdad jurídica con el señor sólo se acep-
ta en 1789. La mujer sigue sin ser igual legalmente al
hombre. La analogía resulta clara.

430
CAPÍTULO III
EL VASALLAJE LEGAL

El artículo 68 del Código Civil español establecía has-


ta 1975 que la mujer debía obedecer al marido y éste
proteger a su mujer. Todos los códigos civiles europeos
y latinoamericanos establecieron hasta fecha muy recien-
te o conservan todavía, una fórmula semejante. El vasalla-
je de la mujer respecto al marido está impuesto por la
ley. El Código francés de 1860 disponía que el marido no
solamente administraba todos los bienes comunes, sino
además los inmuebles propios de la mujer. Si debía otor-
garse un arrendamiento sólo él tenía derecho de firmarlo.
Si el marido estaba ausente, la esposa no podía vender
los bienes de la comunidad, ni para la colocación de sus
hijos, sin autorización judicial. El artículo 223 disponía
que el marido, por ninguna convención ni aun por pacto
del matrimonio podrá dar facultad a su mujer para ena-
jenar sus bienes inmuebles.
Beaumanoir dice que cualquier marido puede apalear
a su mujer cuando no quiere obedecer sus mandatos, o
le maldice o le desmiente, con tal que lo haga moderada-
mente y no le ocasione la muerte. Si la mujer abandonaba
al marido que la había pegado la ley le recomendaba que
volviese al techo conyugal al oír las primeras palabras
de arrepentimiento de aquél, de otra suerte perdía sus
derechos a los bienes comunes y hasta el de su manuten-
ción. Legouvé cuenta: «Leed nuestra legislación penal...
no hallaréis una sola línea que diga: el hombre vil que
abuse de su fuerza para pegar a su mujer, será castiga-
do... Hay trabajadores que estando ebrios pegan a su
mujer, si están faltos de trabajo pegan a su mujer, si les
han pegado a ellos, pegarán también a su mujer.» w

30. Lidia Falcón, Mujer y sociedad, obr. cit-, pág. 79.

431
A partir de 1970 en Inglaterra, en Francia y en Bélgica,
los grupos feministas han creado casas para refugiar a
mujeres golpeadas por su marido. A pesar de las pobres
condiciones en que pueden vivir, muchas prefieren acoger-
se a esa protección, con sus hijos pequeños, antes que re-
gresar al hogar conyugal. Diariamente se celebran en to-
das las ciudades españolas varios juicios de faltas por
agresión del marido a la esposa, y a las primeras palabras
de disculpa, el juez exhorta a la esposa para que perdone
al marido, perdón que implica la absolución inmediata.
La posibilidad de matar a la esposa culpable de adul-
terio sin sufrir castigo, o sólo leve, se mantuvo en el Có-
digo Penal español hasta 1963, y continúa vigente en va-
rios latinoamericanos y en el italiano. La justicia familiar
se imparte por el marido, como la justicia feudal era ad-
ministrada por el señor. Hoy abolidos recientemente en
España los delitos de adulterio y amancebamiento, siguen
siendo sin embargo causa de indignidad para suceder.
El marido no dejará bienes a la esposa que ha traicionado
las leyes del honor familiar, de la fidelidad y del vasallaje
del marido.
La esposa no puede abandonar el hogar conyugal, so
pena de perder el derecho de uso de la vivienda y la
tutela de los hijos. El siervo de la gleba no podía aban-
donar la tierra en que el señor lo había establecido, so
pena de ser castigado como criminal. La mujer no puede
administrar los bienes comunes del matrimonio y en mu-
chos casos, tampoco los bienes propios.* Los siervos no
podían disponer de sus bienes, aquellos que los tenían, sin
el consentimiento de su señor. Unos estaban enteramente
a la merced del señor, que podía despojarlos de lo que
tuvieran y meterlos en calabozos, sin tener por ello que
dar cuenta a nadie, otros estaban sometidos a pagar una
renta fija o poco variable, y cuando morían o se casaban
con una mujer libre todo lo que tenían lo heredaba el se-
ñor, sin que los hijos del siervo pudiesen reclamar la
herencia.
Simone de Beauvoir lo ha explicado hace tiempo:
«Al casarse, la mujer recibe en feudo una parcela del
mundo, y la defiende contra los caprichos del hombre una
serie de garantías legales, pero se convierte en su vasalla.
Económicamente, el jefe de la comunidad es él, y por tan

(*) Modificado en junio de 1981.

432
to es quien la encarna ante los ojos de la sociedad. Ella
toma su nombre, es asociada a su culto, e integrada a su
clase y a su medio, pertenece a su familia y se transforma
en su "mitad". Le sigue allí donde su trabajo le llama, y
el domicilio conyugal se fija de acuerdo con el lugar don-
de él trabaja. La mujer rompe más o menos brutalmen-
te con su pasado y es anexada al universo de su esposo,
a quien da su persona, le da su virginidad y le debe una
fidelidad rigurosa. Al casarse, pierde también una parte
de los derechos que el Código reconoce a la mujer soltera.
La legislación romana colocaba a la mujer en las manos
del marido, "loco filios". A comienzos del siglo xix Bonald
decía que la mujer es a su esposo lo que el niño a la ma-
dre, hasta la ley de 1942 el Código francés le exigía obe-
diencia al marido, a quien las leyes y costumbres confieren
todavía una gran autoridad, la que se halla implicada por
su misma situación en la sociedad conyugal.» 3I
En los diez siglos de Edad Media las relaciones de ser-
vidumbre fueron diversas según el tiempo y el lugar. Va-
riaron desde la esclavitud a una cierta libertad, compra-
da en dinero por los vasallos. Según el país, la época y
la mala o buena voluntad del señor, los siervos estuvieron
sometidos a un trato infame o pudieron trabajar la tierra
y desarrollar diversos oficios, con relativa libertad. La
mujer hoy, según el desarrollo industrial del país donde
viva, el nivel de vida y los avances tecnológicos, se verá
reducida a la absoluta servidumbre, sin posibilidad de
tener ni disponer de bienes, de herencia, de trabajo ni
salario, dependiente del mal o buen humor del marido, o
disfrutará de ciertas ventajas tanto personales como eco-
nómicas, que la harán sentirse, equivocadamente, una per-
sona libre. Su contrato de vasallaje en el momento de
contraer matrimonio será bastante liberal. Con lo que
también se retrasará el estallido de rebeldía.
Mientras las mujeres españolas, italianas, griegas, p o r -
tuguesas, árabes, hindúes, lationamericanas, se encuentran
sometidas a una legislación humillante, sin disposición del
hogar conyugal, ni de los bienes gananciales ni de los pro-
píos, sin derecho a contratar su trabajo ni a cobrar su sala-
rio, perseguidas en caso de abandonar el hogar, sin posibi-
lidad de disponer de sus hijos, que como en España, debe-
rán obedecer a su padre, que es el único que posee la pa-

31. El segundo sexo, obr. cit., pág. 204.

433
23
tria potestad, o incluso la madre ni aun podrá reconocer-
los si está casada con anterioridad y los hijos son extrama-
trimoniales,* en Francia, en Inglaterra, en Alemania, en
Norteamérica, en Suecia, las mujeres no sufren tantas
limitaciones en sus derechos civiles y políticos por razón
de matrimonio. Pero no tienen acceso a trabajos y catego-
rías de prestigio y bien remunerados, el aborto no es un
derecho reservado a su única voluntad, y la mayoría deben
seguir insertas en el modo de producción doméstico, rea-
lizando las tareas domésticas y reproduciendo la fuerza de
trabajo mientras siguen contratándose como objetos se-
xuales en el mercado del matrimonio. Pero su servidum-
bre no les resulta tan dura, porque la superestructura ju-
rídica la enmascara, en la misma forma que la burguesía
consiguió engañar al proletariado largos años con su igual-
dad de derechos y su democracia parlamentaria, de tal
modo que los hombres pueden afirmar sin vergüenza que
en esos países el hombre y la mujer se hallan en régimen
de igualdad.
La legislación varía también con el tiempo. El Código
napoleónico ha sufrido múltiples modificaciones en todos
los países, hasta el punto hoy de no ser identificado como
tal. Se le reconoce a la mujer el derecho a ser persona, y
las limitaciones en su capacidad civil en el matrimonio,
son cada vez más escasas. Pero la servidumbre no ha con-
cluido. De la misma manera, en la Edad Media a partir
del siglo XII había dos clases de personas sometidas al
señor, los siervos y los villanos, como Pedro de Fontaines,
autor del siglo XIII, explicaba a su amigo: «Según Dios,
tienes poder señorial sobre tu villano. Pues bien, si tomas
sus bienes, además de los derechos y multas que te deba,
los tomas contra Dios y con peligro de tu alma, porque
todas las cosas que el villano tiene están bajo la protec-
ción de su señor, que debe respetarlas, porque si fueras
su señor propio, no habría ninguna diferencia entre siervo
y villano, y según nuestros usos y costumbres, no hay en-
tre sí y tu villano más juez que Dios».32 Hoy el marido
debe garantizar la dote de su mujer, incluso mediante
hipotecas, debe rendirle cuentas de la administración de
los gananciales cuando se disuelve la comunidad de bie-
nes y no puede vender los bienes comunes sin la autori-

(*) Modificado en junio 1981.


32. Garrido, obr. cit., pág. 52.

434
zación de la esposa. Podemos decir que las modificacio-
nes de la legislación matrimonial han suavizado las con-
diciones de la servidumbre de la esposa cambiando su
"status" de sierva, que mantenía hasta hace sólo unos
cuantos años, por el de villana.
Sigue sin embargo expuesta a las arbitrariedades con-
yugales, ya que nadie le evita las palizas maritales, las
múltiples infidelidades del esposo, la tacañería y la mez-
quindad en los ingresos de la familia, ni la dependencia
económica y social del marido. De la misma forma que el
villano, que ya en el siglo x m se diferenciaba del siervo,
tanto porque tenía domicilio propio, cuanto porque su
servidumbre consistía casi exclusivamente en el pago de
una cantidad fija, no por eso estaba menos expuesto al
despotismo señorial. «La fijeza invariable de su renta no
le estaba garantizada en realidad más que por el temor
de Dios que pudiera tener su amo y por la costumbre.» 33
Así el marido que se comporta con benevolencia con
su mujer, lo hará en función del cariño que le tenga, de
su bondad y de la costumbre del lugar.
Las similitudes entre el «status» del siervo y el de la
mujer son extremas. El testimonio de los siervos no era
admitido en Justicia. En un documento del siglo xil,
Luis VI de Francia, llamado el Gordo, dice: «Que Tibault,
abad del monasterio de San Mauricio de los Fosos ha
comparecido ante nuestra serenidad quejándose de que
los siervos de su santa iglesia son de tal manera despre-
ciados por los seglares, que en los pleitos y procesos civi-
les no quieren recibir su testimonio contra los hombres
libres...» 34 Este desprecio ha sido, no sólo ejercido con-
tra las mujeres, sino sancionado en la ley durante miles
de años. El Código napoleónico le prohibió a la mujer
testificar en juicio, y tal prohibición se ha mantenido con
variantes en todos los códigos europeos y sudamericanos.
En España les estuvo prohibido a las mujeres ser testigos
en los testamentos y tutoras de menores hasta 1958, y
hasta 1975 a las mujeres casadas sin consentimiento de
su marido, en al misma forma que a los sordomudos, a los
locos, a los delincuentes y a los subnormales.
Garrido explica... «Todavía estaba el sistema feudal en
su apogeo cuando ya los reyes empezaron a sentirse fuer-

33. Garrido, obr. cit., pág. 52.


34. Garrido, obr. cit .j?ág. 53.
435
tes y comenzaron en beneficio directo o indirecto de los
siervos, aunque por interés propio, a imponer trabas a
los abusos de los privilegios del régimen feudal. En 1255
Alfonso, conde de Tolosa, emancipó a muchos siervos de
sus dominios, cambiando todas sus obligaciones por una
renta fija, y Felipe el Hermoso, a su turno, conquistador
del Languedoc, emancipó con iguales condiciones a to-
de los siervos de la provincia...» 33
El Código Civil español de 1889, modificado por ley de
1958 —excepto en el breve intervalo republicano— disponía
que el marido era el administrador y usufructuario de la
dote inestimada, y la mujer no podía gravar, enajenar ni
hipotecar los bienes de la dote inestimada sin licencia de su
marido, así como tampoco la mujer podía gravar, enaje-
nar ni hipotecar sin licencia marital, ni comparecer en
juicio a litigar, sobre los bienes parafernales, es decir aque-
llos que le pertenecían por herencia familiar. El marido
era el único administrador de los bienes gananciales, y
podía enajenar y obligar a título oneroso los bienes de
dicha sociedad sin consentimiento de la esposa y en caso
de separación, la mujer no podía gravar ni enajenar durante
el matrimonio, sin licencia judicial, los bienes inmuebles
que le hubieran correspondido, ni aquellos cuya adminis-
tración se le haya transferido. En la reforma de 1958, se
estipula que el marido para enajenar y obligar los bienes
gananciales a título oneroso necesitará el consentimiento
de la esposa, se suprime la incapacidad genérica para ser
tutora, como hemos visto antes, estableciéndose la prohi-
bición solamente a la mujer casada sin consentimiento
del marido. Pero en la práctica estas mínimas reformas
apenas han influido en la emancipación femenina. Los
gananciales siguen siendo administrados por el marido,* y
en caso de separación en los dos, tres, cinco años que dura
el proceso eclesiástico —o en la actualidad el correspon-
diente civil— el marido disfruta de las rentas así como
del usufructo de los bienes, mientras la esposa vive mise-
rablemente, y al llegar a sentencia, si el marido no quiere
buenamente partir los gananciales con su mujer, ésta ten-
drá que recurrir a nuevo procedimiento, pagar costas ju-
diciales y honorarios de abogados y procuradores, y espe-
rar dos, tres, cinco años más, para poder cobrar aquella

35. Garrido, obr. cit., pág. 54.


* Hoy modificado.

436
mitad de los gananciales que es suya por ministerio de la
ley. La transición de la servidumbre al vasallaje tampo-
co ha sido demasiado rentable para la mujer en este año
de gracia de 1980.

El pago
Una solución se le brinda a veces al siervo para obte-
ner la libertad: pagar. «Reyes y señores, cuando veían
las dificultades que para ellos traía la conservación de la
servidumbre, procuraban sacar de ella el mayor partido
posible, vendiendo a sus siervos la libertad al más alto
precio que podían, sobre lo cual la historia nos ha reser-
vado curiosos documentos. Luis X de Francia, emancipó
a los siervos de sus dominios en una ordenanza de 1315,
donde entre otras cosas se decía: «Nos, considerando que
nuestro reino se titula el reino de los francos, y querien-
do que la realidad no desmienta el nombre y que la con-
dición de las gentes mejore el advenimiento de nuestro
mandato... hemos ordenado y ordenamos... que tales ser-
vidumbres sean convertidas en franquicias... y mandamos
por las presentes letras que vayáis a la baília de Sennlis y
a su jurisdicción, requiriéndoos que tratéis con los
siervos las condiciones y composiciones que nos sirvan
de compensación por los emolumentos y servicios que los
dichos siervos nos deben a nosotros y a nuestros suceso-
res por nuestro señorío...»3*'
En los países musulmanes tal manera de conseguir la
libertad, está claramente y sin disimulos estipulada en la
ley. El Masry nos cuenta: «... la ley reconoce a la esposa
el derecho de separarse de su marido contra la entrega
de una cantidad de dinero (cuyo importe será, por otra
parte, fijado por el marido). El 11 de abril de 1962, una
muchacha menor de El Cairo, casada contra su voluntad,
pidió al ministerio público el permiso para recibir 200
libras egipcias de la herencia dejada por su padre, para
así pagar el "rescate" exigido por el marido en orden a
devolverla la libertad. Excepto en este caso de "rescate de
la libertad" la mujer es impotente ante su marido...» 37
En Occidente el «rescate de la libertad» de la mujer
está disimulado hipócritamente. Dado que la ideología

36. Garrido, obr. cit., pág. 55.


37. El drama sexual..., obr. cit., pág. 181.
437
elaborada en los dos últimos siglos afirma que el matri-
monio ha de contraerse por amor, y aquél es un derecho
y no un deber —como si fuera posibles que los millones
de mujeres adultas que pueblan el mundo pudiesen escoger
el derecho de quedarse solteras— no es posible que los
códigos morales ni legales dispongan que la mujer, en
caso de querer recobrar la libertad, después de un ma-
trimonio desdichado, debe pagarle al marido la cantidad
que él estipule. Este derecho señorial está enmascarado
en las condiciones reales en que una mujer puede obtener
el divorcio o la separación.
Si una mujer occidental quiere romper el pacto de
servidumbre que la mantiene atada a su marido, en ra-
zón de contrato de matrimonio, puede acudir a los tribu-
nales. Pagando. Con dinero contratará abogados, procura-
dores, pagará tasas judiciales, costas del Tribunal eclesiás-
tico, abonará honorarios de peritos, tasará inmuebles,
pedirá la partición de los bienes, comprará testigos y
peritos, podrá seguir apelaciones, recursos, ejecutorias de
sentencias, embargos y subastas. Si no tiene dinero deberá
aguantar la servidumbre marital. Los pleitos de pobreza
ni adelantan ni se ganan. En muchas otras ocasiones, el
marido accederá a la separación o a la nulidad de matri-
monio, amistosamente, mediante el pago de una cantidad,
global o mensual. Y la mujer comprará su libertad con
dinero, que entregará mediante un documento en el que
tal condición se estipulará sin eufemismos de ninguna
clase. Y en todas las ocasiones, todas, la renuncia a la pen-
sión alimenticia, le significará a la mujer la posibilidad
de tener a sus hijos consigo, a los que además deberá
alimentar. Todos los bufetes de abogados saben de las
negociaciones seguidas para obtener la libertad de la mu-
jer y la guarda y tutela de los hijos, mediante el pago
de diversas cantidades, o la renuncia a percibir aquellas
que le deba el marido. Unas veces está en juego la manu-
tención de los hijos, otras la renuncia al dinero común,
al piso o a los bienes que tuvieran conjuntamente, por
compra o por donación.
Naturalmente se me dirá que cuando un marido desea
separarse también tiene que pagar abogados y procurado-
res y tasas judiciales en la batalla por obtener una sepa-
ración que le libere de su incómoda esposa. Pero lo que
las estadísticas no han contado —y los economistas tienen
otros temas más importantes de qué ocuparse— es que

438
el noventa por ciento de las separaciones están iniciadas
por mujeres, y que de ellas, en el setenta y cinco, los ma-
ridos se oponen a concederla. De la misma manera que
era el siervo el que necesitaba obtener la libertad y no el
señor feudal. Porque sólo el oprimido y no el opresor es
el que precisa romper el lazo de servidumbre. El hombre
obtiene muchas más ventajas del matrimonio que la mu-
jer. Él es quien dispone de los bienes conyugales, es quien
dispone de su tiempo para emplearlo en lo que decida
sin tener que dar cuentas a nadie, es quien puede mante-
ner relaciones extramatrimoniales sin conflicto —hasta
hace unos pocos años el adulterio sólo estaba penado en
España para la mujer—, él es quien detenta la patria potes-
tad, sin control, sobre los hijos, y posee una sirvienta que le
Cuida en la casa, le cría los hijos, le sirve en la cama, y
tiene la obligación de obedecerle. En caso contrario él
siempre puede por su mayor fuerza física, reducir a la
docilidad a la esposa díscola, sin miedo a sufrir graves
inconvenientes de la justicia. ¿Para qué demonios enton-
ces puede desear la separación?
Pero, que todo puede ser, quizás alguno desee librarse
de la convivencia con su esposa para disfrutar de las aten-
ciones de una nueva. En tal caso no tiene más que largarse
del domicilio conyugal sin despedirse siquiera. El proceso
que pudiera iniciar la esposa por abandono de familia,
tiene como pena máxima en España seis meses de arres-
to mayor, que jamás han sido cumplidos por marido algu-
no, pero sobre todo ni la confesión de culpabilidad, ni la
condena posterior, obligan al hombre a regresar al hogar
conyugal. La policía no detendrá al marido huido para de-
volverlo a su esposa. Esta situación sólo se produce al
revés. Si para algo le sirve a la mujer la condena del
marido en un proceso de abandono de familia, es para ob-
tener la separación legal... que es precisamente lo que
éste desea, y de tal modo puede obtenerla sin ningún
gasto por su parte. Pero si la esposa no se da prisa en
ejercitar las acciones legales pertinentes contra su díscolo
marido, la situación que puede sobrevenirle —y múltiples
casos se han producido, sobre todo cuando la mujer no
ha tenido los medios económicos para asegurarse una se-
paración legal— es que, transcurridos unos años desde el
abandono, el esposo reconsidere su postura, generalmente
a raíz de haberse aburrido de la segunda esposa, y decida
reingresar en el hogar conyugal. En ese momento la mu-

439
jer tiene la obligación de admitirlo nuevamente, o apresu-
rarse a iniciar un procedimiento de separación que sería
visto por el juez con la desconfianza natural de quien no
comprende por qué ha tardado tanto en iniciarlo.
Maridos hay que abandonaron el hogar conyugal, se
trasladaron a otra ciudad o al extranjero, vivieron con
una o varias mujeres sucesivamente, y hasta tuvieron hi-
jos con ellas, y transcurridos dos, tres, cinco años y hasta
diez —caso que defendí en mi bufete— decidieron que
no había nada mejor que el santo hogar conyugal y la
compañía de su primera y legítima esposa, y la requi-
rieron notarialmente para que se reuniera con él, allí don-
de se encontraba. Otros optaron por reclamar los hijos,
que después de varios años ya se encontraban en edad
de trabajar, y a los que, en virtud de las atribuciones que
les otorga la patria potestad, tenían derecho a hacer vol-
ver en su compañía. Otros aparecieron un buen día en el
hogar que la esposa había mantenido con su trabajo y
exigieron ser atendidos como si no hubiera pasado nada.
En 1974 un obrero acudió al Colegio de Abogados re-
clamando abogado de oficio para pleitear contra su mu-
jer, y me cayó en suerte ser yo el letrado designado. En
la única entrevista que sostuve con él me refirió la si-
guiente historia: Hacía cinco años había emigrado a Ale-
mania, dejando en Barcelona a mujer y cuatro hijos. En
aquel período de tiempo del que no me contó sus andan-
zas, no le había enviado a su esposa dinero alguno, y ape-
nas alguna carta. Regresado a la patria, se encontró con
que sus hijos gozaban de buena salud gracias al trabajo
de su madre, pero que ésta había aumentado sus trabajos
y desdichas con el nacimiento de uno más. Indignado por
la infidelidad, el honrado obrero pretendía iniciar una
querella por adulterio contra su esposa, y en virtud de su
delito, quitarles los hijos habidos con él —del quinto no
me dijo nada— y entregárselos a una hermana suya que
vive en Barcelona, porque él regresaba inmediatamente
a Alemania.
Cuando la mujer no se apresura a entablar procedi-
miento de separación ante el abandono del marido, corre
cualquiera de estos riesgos, incluido el de la pérdida de
los hijos que haya mantenido durante el tiempo de ausen-
cia del padre, sobre todo si mientras tanto ella ha creído
encontrar consuelo, compañía y ayuda económica en otros
brazos. Porque el abandono marital puede ser justa causa

440
de separación para la esposa, pero si ésta convive con otro
hombre, puede tener la seguridad de que el juez concederá
al desafecto padre la guarda y tutela de los hijos, que no
ha visto en varios años, para que no «confundan la ima-
gen paterna», como suelen argumentar en las sentencias
correspondientes.
La mayoría de las veces, la única ventaja que puede
obtener una mujer a la que su marido ha abandonado, es
la de conseguir del juzgado la patria potestad sobre los
hijos, que al padre le importan un comino, y hacerse ale-
gremente cargo de su manutención. Si una mujer abando-
na el domicilio, aparte del riesgo que ya he mencionado
de ser devuelta «manu» policíaca al hogar, ha de saber
que perderá toda posibilidad de reclamar alguno de los
derechos que le correspondieran.
La libertad, y eso lo deberíamos saber todos, sólo pue-
de reclamarla el que no la posee. El hombre, casado o no,
es siempre libre. La mujer cuando se casa firma un pacto
de servidumbre con su marido, y ese «status» sólo puede
romperse en las condiciones que el señor quiera.
Así, mediante el pago de gabelas e impuestos los sier-
vos se compraban el derecho a sobrevivir. Los censos, pe-
chos, la renta de la tierra, la contribución territorial, la
personal, las gabelas locales impuestas por el uso de bar-
cas, puentes, molinos, hornos y otras dependencias del
señorío, los servicios personales y el trabajo de sus manos
en determinados días y épocas, eran las obligaciones prin-
cipales de los siervos respecto a sus amos. Después del
pecho el siervo pagaba el censo por la tierra que culti-
vaba por su cuenta, y lo pagaba en dinero o en frutos,
censo perpetuo, personal y exigible siempre aunque la
tierra nada hubiera producido, «aunque sumergida bajo
las aguas por el cambio de lecho de un río u otra causa,
dejase de ser cultivable y de pertenecer en realidad al
siervo a quien la había confiado antes, debía continuar
pagando como si todavía estuviese la tierra en su poder.
Parecía esto poco a los señores, y se atribuían además una
parte de los frutos de la cosecha so pretexto de terraje,
y esta parte variaba entre la quinta y la mitad, según los
usos de cada país... Como si dichas cargas y gabelas no
bastaran para hacer insoportable la vida de los pobres
labradores, la Iglesia católica inventó el diezmo, que em-
pezó a cobrarse a mediados del siglo vi... los nobles no
quisieron ser menos que los clérigos, y establecieron tam-

441
bien su diezmo, y los reyes no encontraron razón para
ser menos que el clero y los nobles».
La servidumbre de la mujer en la actualidad mantie-
ne todos los servicios al varón, exigibles en el modo de
producción doméstico, de reproducción y de trabajos en
el hogar. Los servicios sexuales deben prestarse siempre
que el marido lo exija, en la forma y medida en que éste
estime conveniente. La obligación de prestarse al coito,
se estipula en las leyes eclesiásticas, bajo el eufemismo
del «débito conyugal» que se deben recíprocamente los
esposos, y cuya negativa es causa de separación y de san-
ción eclesiástica. Pero como en la realidad la única, que
puede prestarse en todo momento, con consentimiento o
sin él, con deseo o sin él, es la mujer, y el hombre, por
sus condiciones fisiológicas sólo podrá hacerlo cuando
le apetezca, la única por tanto que resulta siempre obli-
gada a cumplir ese débito es la esposa. El cinismo de los
hombres, amparado por la legislación al uso, llega a ex-
tremos increíbles. Se han presentado multitud de deman-
das de separación conyugal al amparo del precepto ca-
nónico que sanciona la obligación de la «entrega mutua
de los cuerpos». Resultaría absolutamente excéntrico que
la mujer argumentara la misma causa contra su marido,
ya que la desgana del hombre resulta imposible de vencer.
La ideología patriarcal nos ha enseñado que para la mu-
jer el acto amoroso es un servicio obligado por Dios, que
rinde al hombre, quien toma de ella su placer lo que ha
veces le induce a cambio a darle alguna compensación.
«El cuerpo de la mujer es un objeto que se compra, y para
ella representa un capital que está autorizada a explotar.
A veces aporta una dote al esposo, y a menudo se com-
promete a proveer cierto trabajo doméstico: cuidará de
la casa y criará a los niños», dice Simone de Bauvoir.38

El servicio de reproducirse es tan obligatorio para la


mujer, como el sexual. Las normas religiosas prohiben
cualquier sistema anticonceptivo eficaz. Hasta hoy en Es-
para estaban también prohibidos penalmente. El aborto si-
gue siendo tanto un terrible pecado como un delito y pues-
to que la mujer no puede negarse al servicio sexual nunca,
la reproducción se realizará cuanto y cuando el marido de-
cida. En caso de negarse a la relación sexual, la mujer co-
meterá una falta que podrá ser castigada con la expulsión

38. Obr. cit, pág. 78.

442
del hogar conyugal, con la pérdida de sus hijos y de las
compensaciones económicas a que tuviera derecho, de
acuerdo con lo dispuesto en el derecho canónico, aunque
la negativa sea dictada por el miedo a quedar embarazada.
Si la mujer se presta al coito en todo momento y queda en-
cinta contra su deseo, lo más probable en tales condiciones,
y se provoca el aborto, aparte del peligro físico que com-
porta un aborto clandestino y de la posibilidad de acabar
en la cárcel por varios años, tan grave pecado es también
causa de separación, con declaración de culpabilidad con-
tra la esposa, que perderá todos los derechos derivados
de su matrimonio, así como la tutela de sus hijos.
El trabajo doméstico es el tercero y obligatorio servi-
cio que una mujer debe prestarle al marido. Una mujer
que se niegue a cumplir con su evidente deber o que lo
realice a desgana, incompleto y poco fiable, no sólo será
objeto de críticas acerbas y de enemistad por parte del
esposo, de la familia de éste y de todos los amigos y cono-
cidos, sino que será también culpable de la separación, y
en la sentencia canónica se estipulará que debe perder la
compañía de sus hijos, ya que no ha querido ser buena
sirvienta de su esposo. Nadie hasta ahora ha sabido —o
querido ver— tales condiciones de servidumbre en el con-
trato matrimonial, a pesar de las numerosas sentencias
de separación canónica y civil que relatan minuciosamente
las causas por las que una mujer se hace culpable de des-
lealtad o de infidelidad a su marido, y debe ser castigada
con la pérdida de los derechos que pudiera exigir de su
marido. Sólo ella puede prestar en todo momento servi-
cios sexuales a un hombre, sólo ella se reproduce, sólo ella
debe realizar el trabajo doméstico. Sólo ella por tanto es
la sierva del hombre.
Pero todavía podemos añadir los «diezmos» debidos
a la Iglesia, a la nobleza y al rey. Porque la ley estipula
que la mujer deberá contribuir a las cargas del matrimo-
nio en proporción a sus bienes e ingresos, y, naturalmente,
sin por ello eximirla de los servicios domésticos que he-
mos repasado. De tal modo, una mujer que posea rentas
o bienes, o desempeñe un trabajo remunerado, deberá
igualmente acostarse con su marido siempre que éste
la solicita, deberá parir tantos hijos como aquel le en-
gendre, deberá cuidar su casa y sus hijos y su esposo, o
procurarse alguien que lo haga con agrado del amo de la
casa, y deberá pagar los gastos de la familia en proporción

443
a sus ingresos. «Como si las cargas y gabelas no bastaran
para hacer insorportable la vida de los pobres labrado-
res...» ¿Cuándo oiremos o leeremos frases parecidas en
relación a la vida de las mujeres...? «Como si el servicio
sexual, el parir constantemente niños y fregar, limpiar,
guisar y lavar, no bastaran para hacer insoportable la vida
de las pobres mujeres...»

NOTAS

Para la ilustración de este capítulo reseño a continuación algu-


nos de los pactos de vasallaje y servidumbre establecidos en
Catalunya entre el señor y los nuevos pobladores de varios terri-
torios correspondientes a las provincias de Lérida y Barcelona, en
donde se estipulan claramente las obligaciones de los servidores,
los bienes, terrenos, cosechas de que podrían disponer, así como la
Iglesia, la herrería y el horno que deberán construir y las gabelas
que tendrían que pagar al señor o señores feudales, a cambio de
la protección y «guiaje» de éstos.

1181, octubre, 31. Lérida.


Carta de franquicias otorgada por Alfonso I, rey, a los habitan-
tes de Puigcerdá. Les hace francos de toda «questia» y servicio,
salvo la hueste y las justicias, y asimismo de Iezda y peaje en todos
sus dominios. Les recibe bajo su seguridad y guiaje, garantizándoles
contra toda violencia. Los moradores debían, por su parte, amu-
rallar y fortificar la población.
A. Original perdido. (En un Registro del Archivo Municipal de
Puigcerdá del siglo xvn, se citaba como existente en un perga-
mino del legajo n.° 2, letra A.)
B. Copia de 1298, del notario Mateo Oliana, en el Archivo Mu-
nicipal de Puigcerdá, Llibre Vert, fol. 1."

1184, mayo. Fraga.


Carta de población otorgada por Alfonso I, rey, y Pedro de
Besora a los moradores de Vilosell. Conceden a Pedro de Puyla
y demás habitantes del lugar la libre posesión de las tierras, salvo
el censo y los diezmos y primicias para la Iglesia, el aprovecha-
miento de los pastos y bosques, así como el de la madera de los
montes de Ciurana. Les añaden, además, unas porciones anejas
para hurto. Los concedentes se reservan unas «parelladas» de tierra
en un paraje del término.
A. Original perdido.
B. Traslado efectuado por Berenguer de San Feliu, notario de
Lérida, a 3 de abril de 1248, en el Archivo de la Corona de Aragón,
de Barcelona, Cancillería, Pergaminos de Alfonso I, n." 367 a.
1185, abril, Lérida.
Carta de población otorgada por Alfonso I, rey, a los habitan-
tes de Vilagrasa. Les concede la posesión de sus casas, tierras y
huertos, bajo un censo anual, así como el aprovechamiento de
pastos, bosques y acequias de riego. Les exime de «intestia»,

444
«Exorquia» y «Cugucia», señalando la penalidad del adulterio. Es-
tablece mercado semanal y feria anual y dicta varias normas sobre
régimen de la localidad.
A. Original perdido.
B. Traslado efectuado por Virgilio Pedro, sacerdote de Pinos,
en 7 de marzo de 1206, perdido.
C. Copia del siglo xiv, en el Archivo de la Corona de Aragón,
de Barcelona, Cancillería, registro n." 2 (Varia de Alfonso I, n.° 2),
fol. 53 v. (de B).

1209, mayo, 23. Barcelona.


José M." Font Rius, Cartas de y Franquicia de Cataluña, páginas
231, 239, 245, 320.
Carta de franquicias otorgada por Pedro I, rey, a los pobladores
de todo el honor del monasterio de San Cugat del Valles, com-
prendido entre el río Llobregat y Tarragona. Les concede los mis-
mos derechos y privilegios de que gozaban los pobladores realen-
gos de Vilafranca del Panadés, debiendo regirse por tal derecho en
todos los litigios ante la curia del abad de San Cugat. Les promete
asimismo seguridad general de personas y bienes.
A. Original perdido.
B. Traslado del siglo xin, en el Archivo de la Corona de Ara-
gón, de Barcelona, Cartulario de San Cugat del Valles, fol. III
v., doc. 375.

1210, marzo, 1. Agramunt.


Carta de franquicias otorgada por Pedro I, rey, a los habi-
tantes de Agramunt. Les confirma las recibidas del conde Ermen-
go! de Urgel (Doc. n.° 122) y otros señores de la villa. En parti-
cular, les exime de Hueste y cavalgada, lezda y demás impuestos
de tráfico; les promete no quebrar la moneda, y limita la reali-
zación de la prenda privada. Guillermo Ramón, senescal, y Gui-
llermo de Claravalls, juran, por mandato del rey, la observación
de la concesión.
A. Original perdido.
B. Traslado efectuado por Mateo, escribano de Agramunt, a
requerimiento de los prohombres de la villa, el 22 de febrero de
1212, perdido.
C. Traslado efectuado sobre el traslado de 1212, por Ramón
de Om, notario de Barcelona, a 22 de enero de 1220, en el Archivo
de la Corona de Aragón, de Barcelona, Cancillería, Pergaminos de
Pedro I, n » 355.
D. Traslado efectuado a 24 de mayo de 1391, en la confirma-
ción de la carta por el rey Juan I, existente hasta 1936-39, en el
Archivo Municipal de Agramunt, pergamino n.° 32, actualmente
perdido.

1242, mayo, 13.


Carta de población del lugar de Refalgarí, otorgada por Gui-
llermo de Moneada, a favor de tres individuos y sus familiares. La
concesión se efectúa para que éstos establezcan, a su vez, veinte
cultivadores en el término, cuyas afrontaciones se señalan, bajo
un canon agrario anual. Se consigna la obligación de hacer resi-
dencia, libertad plena de enajenación de las tierras y régimen de

445
los pobladores según las costumbres y estatutos y de la ciudad
de Tortosa.
A. Original perdido.
B. Traslado autorizado por Lorenzo..., notario público de Tor-
tosa, a 23 de mayo de 1295, en el Archivo Municipal de Tortosa,
cajón Benifazá, pergamino n.° 2.
C. Traslado autorizado por Domingo de Pocullull, notario real
y regente de la escribanía de Tortosa, a 24 de octubre de 1340,
en el Archivo Municipal de Tortosa, cajón Benifazá, pergamino
núm. 2.

1246, marzo, 15.


Carta de franquicias para poblar, otorgada por el arzobispo de
Tarragona Pedro de Albalat a los habitantes de Vinyols. Les con-
cede tener iglesia propia, herrería y horno.
De esta concesión sólo contamos con la sumaria referencia
suministrada por Blanch, Arxiepiscopologi, I, pág. 150 (y recogida
sustanciahnente por Morera, Tarragona Cristiana, II, pág. 67), bajo
los siguientes términos:
«Concedí aquest archebisbe (Pere d'Albalat) ais 15 de mars de
l'any 1245 ais habitants y naturals de Vinyos, que aleshores se
anave poblant y avien de anar los dies de festa a ohir missa a la
Iglesia del terme deis Archs, que poguessen fer una iglesia en dit
lloc sots invocado de santa Catarina, ab pacte, empero, que fos
suffraganea de la dita iglesia deis Archs. Y que poguessen també
teñir ferreria, a la qual lo ferrer deis Archs agués de anar dos dies
cada semmana a llossar. Y poguessen també teñir forn ab pacte
que paassen a la mensa per dret de fornatge, la tercera part de la
puja se faría en dit forn.»

1248, febrero, 18.


Carta de franquicias otorgada por Gerarda de Anglesola, Viz-
condesa de Bas, como tutora de su hija Sibila, a los habitantes de
la villa y valle de Ridaura. Les ofrece garantías sobre exigencia
de responsabilidades por infracción de paz y tregua, concede pro-
tección al mercado y sus concurrentes, y establece varias normas
de índole penal y procesal.
A. Original perdido,
B. Monsalvatge, noticias históricas, v., pág. 32. Tomado del
original, hallado por dicho autor en el trasllat del monasterio de
Ridaura, actualmente en ignorado paradero.
1333, abril, 30. Montblanch.
Carta de franquicia otorgada por Alfonso el Benigno, rey, a
los pobladores de los lugares de Puigmoltó y Llop Sane, en el
Castillo de Ribas. A petición del señor del mismo, promotor de las
nuevas poblaciones, les concede plena exención de toda responsa-
bilidad, judicial o extrajudicial, derivada de obligaciones civiles
contraídas por este último.
A. Original perdido.
B. Registro matriz del documento, en el Archivo de la Corona
de Aragón, de Barcelona, Cancillería, Registro n.° 486, fol. 90 v.
1336, enero, 6.
Carta de franquicias otorgada por Fray Ferrer de Montrodó,

446
Abad de Santa María de Amer, a los habitantes de la villa de Amer.
A fin de contener el éxodo de la población concede a los mismos
exención de «intestía», «exorquia» y redención personal, a tenor
de una sentencia de arbitros que zanjaba el conflicto entre el
monasterio y la villa.
A. Original en el Archivo de la Corona de Aragón, de Barce-
lona, Monacales, Amer, pergamino n.° 276 (carta partida por a,
b,c).

CARTAS DE POBLACIÓN Y FRANQUICIA DE CATALUÑA.


José M." Font Rius. ED. Consejo Superior de Investigaciones Cien-
tíficas. Instituto Jerónimo Zurita. Escuela de Estudios Medievales.
Publicaciones de la sección de Barcelona. 1969, págs. 322-574-576-578-
580.

447
CAPÍTULO IV
LA TORTURA

«...éstas debían soportar palos, vejaciones, humillacio-


nes, y torturas...»
Pues bien sabemos todos que, en términos generales,
íos siervos medievales vivían mal y comían peor. La te-
rrible situación que soportaron diez siglos sometidos a
las arbitrariedades de los señores, cuando la leemos con
detalle, nos parece irreal.
A este propósito y respecto a las extravagancias y ex-
cesos de la aristocracia feudal, que parecen inconcebi-
bles, dejaremos la palabra a un historiador feudal. «He-
mos visto —dice— a los señores obligar a sus siervos a
consumar sus matrimonios encima de los árboles, otros
metían en el río a los desposados y les obligaban a pasar
allí la noche de novios, parecíales a otros mejor amarrar-
los a una carreta y hacerlos pasar el pueblo tirando de ella
de esta manera. Atábanle los pies y les obligaban a pasar
por encima de hierros de lanza clavadas en el suelo. Las
ranas alborotaban la noche en los fosos del castillo feu-
dal, y los señores imponían como corvea a los siervos el
que la pasaran apaleando el agua para hacerlas callar.» *
«En la Alsacia y en el Franco Condado los señores ha-
bían establecido como costumbre, convertida en ley es-
crita, que cuando iban de caza en invierno les acompaña-
ran dos siervos, a quienes les abrían el vientre para meter
en él los pies fríos y calentárselos... El señor feudal abría
el mismo con su cuchillo el vientre de su siervo, tendido
en el suelo hacia arriba, y acababa de desgarrar con sus
pies fríos las entrañas de aquel hombre, cuya agonía pre-
senciaba, y que debía mirar con la mayor indiferencia,

(*) Garrido, obr. cit., pág. 48.

449
29
pues no se concibe de que de otra manera se pudiera co-
meter crimen tan atroz...
»En la época del Renacimiento, en que decayeron
visiblemente el catolicismo y el régimen feudal, se con-
virtió el derecho de calentarse los pies de manera tan
bárbara en una contribución con que los siervos rescata-
ron su vida, contribución, que como las antes citadas,
pagaron hasta la época de las revoluciones modernas...
»Si no existieran documentos auténticos que probaran
la existencia de esta inhumana costumbre de los señores
alsacianos y del Franco Condado, hubiera pasado por una
fábula, porque, en efecto, nos cuesta trabajo creer en la
existencia de actos tan deshonrosos para la humanidad,
pero un señor feudal descendiente de los que establecieron
y practicaron el derecho de calentarse los pies en el vien-
tre de sus siervos, citó a estos poco antes de la Revolución
Francesa del pasado siglo ante el Parlamento de Besancon,
reclamado el pago de la contribución que sustituía a este
derecho y que habían dejado de pagar hacía mucho
tiempo.
»E1 noble demandante presentó los documentos jus-
tificativos, de los que resultaba que sus antepasados du-
rante mucho tiempo habían practicado aquel derecho, y
que además pagaron los siervos también, durante un largo
período, la contribución con que fueron redimidos. El
fiscal, indignado, no sólo pidió y obtuvo del tribunal que
absolviera a los siervos por haber dejado de pagar aque-
lla contribución, sino que añadió: Ignoro cómo vuestros
abuelos adquirieron derecho tan extraño, pero éste hace
que nos parezcan muy sospechosos todos los otros dere-
chos señoriales que reclamáis.
»En la célebre noche del 4 de agosto de 1789, en la cual
la aristocracia renunció a sus derechos señoriales, se le-
yeron ante la Asamblea los documentos a que acabamos
de referirnos, y la indignación que su lectura produjo no
contribuyó poco el resultado de aquella célebre sesión...»*
En 1980 el hombre no ha renunciado todavía a sus de-
rechos señoriales sobre la mujer. El 1 de marzo de 1977,
Vindicación Feminista publicaba un artículo titulado
«La tortura aplicada a las mujeres», de Regina Bayo Fal-
cón y M.a Encarna Sanahuja YU, donde se lee; «Diversos
organismos han empleado la publicidad como medio prin-

(*) Garrido, obr. cit., págs. 67-68.

450
cípal para ejercer presión contra la práctica de la tortura
política. Sin embargo, en lo que se refiere a la tortura
sexista, olvido total, profundo silencio, casi nadie lo re-
cuerda. La mujer, en este caso, no es torturada a causa
de una determinada ideología. Se la atormenta únicamen-
te por ser mujer y el hombre es el que, de un modo u
otro, resulta beneficiado. Las necesidades y deseos del
varón han impuesto obligaciones y deberes atroces a las
mujeres (clitoridectomía, escisión, infibulación, sin men-
cionar múltiples ritos locales que cumplen un idéntico
fin: impedir la perversión de la mujer, inspirándole una
profunda aversión por todo lo sexual)...
»E1 término castración se relaciona siempre con los
hombres, aunque las mujeres somos víctimas de ella fre-
cuentemente,.. La clitoridectomía (extirpación del clíto-
ris), escisión (extirpación del clítoris y de las partes adya-
centes de los labios menores o todo el aparato genital
excepto los labios mayores) e infibulación (extirpación se-
guida de la suturacion de los labios mayores dejando una
pequeña abertura destinada al paso de la orina y de la
sangre menstrual).
»En realidad, a pesar de que estas brutales costum-
bres han sido prohibidas por algún gobierno, nadie les
presta atención. No se discuten nunca, los periódicos no
las mencionan, la TV y la radio permanecen mudas. Si-
gue en pie una forma extrema de opresión y explotación
que padecemos las mujeres en las sociedades patriar-
cales.»
Si se nos argumenta que tales costumbres se practican
sólo en aquellos países donde se mantiene todavía un
modo de producción semi-feudal, semi-capitalista, habre-
mos de recordar que Egipto realizó su revolución bur-
guesa en 1959, y que Irak y Siria pretenden ser regíme-
nes socialistas. Países estos, con Kenia y Senegal, donde
se practica habitualmente la clitoridectomía. Pero sobre
todo que en estos países, como en todos los demás, se
halla prohibida la tortura para los hombres, y que nin-
guno de los varones de estos países sufren mutilaciones
parecidas por imperio de la costumbre.
Y si a pesar de tan sensatos razonamientos mis opo-
sitores se consuelan rápidamente pensando que en nues-
tros civilizados y adelantados países occidentales, seme-
jantes atrocidades no suceden, les informaré mejor. En
el número del 1 de abril de 1977, de la Revista «Vindica-

451
ción Feminista», Regina Bayo Falcón y M.a Encarna Sa-
nahuja Yll, escriben sobre «Tortura en el hogar»:
«La tortura a domicilio está no sólo olvidada e ignora-
da, sino también encubierta y disfrazada por las propias
víctimas...
»E1 apaleamiento de mujeres es la última manifesta-
ción de fascismo sexual que actualmente no es exclusivo
de un sistema político, ni de una determinada estructura
económica, ni de una cultura específica. Las condiciones
precisas para que los golpes se conviertan en tortura, dia-
ria en muchos casos, y lleguen no sólo a malos tratos pro-
fundos sino también al femicidio un día y otro, las po-
demos fotografiar en el título de la obra de Erin Pizzev,
feminista inglesa, Grita bajito no sea que los vecinos te
oigan...»
Y a continuación en el mismo artículo reproducen los
testimonios de algunas mujeres:
«... Una noche que mi marido estaba ausente, salí con
una amiga a tomar unas copas. Cuando regresé a casa
empecé a desnudarme, mi esposo derribó la puerta... En-
tró en la habitación, me trató de puta, exigía a gritos el
nombre del hombre con el que había salido, rompió mi
ropa interior... Empezó a darme patadas y puñetazos y a
aplastar cigarrillos encendidos en mi piel, hasta que no
pude resistir más en pie. Entonces me arrastró por el pelo
escaleras abajo hasta llegar a la cocina, donde volvió a
golpearme con los puños, una silla e incluso con un cu-
chillo... Él llevaba botas cubanas de tacón alto y me aplas-
tó los dedos de los pies, arrancándome las uñas... Estaba
ensangrentada, con la cara tan hinchada que la frente re-
cubría mis ojos, tenía rotos algunos dientes, los cuales me
provocaban ahogo en el fondo de mi garganta...»
Otra mujer cuenta: «Cuando lo dije a mi terapeuta
que tenía miedo a mi marido porque la noche anterior ha-
bía intentado estrangularme, me respondió: "Señora, pón-
gase en el lugar de su marido. ¡Cuan penoso ha de ser
para él que usted le tema!"...
»La policía y la mayoría de los organismos oficiales y
sociales toleran las formas más extremas de violencia cuan-
do se producen en el domicilio conyugal. Las mujeres
pueden ser medio asesinadas por sus maridos, sin recibir
protección ni tampoco la más mínima compasión huma-
na, de aquellos a los que el Estado paga para asistir y
proteger a los ciudadanos. Así pues, este tipo de violencia,

452
que llega a ser una verdadera tortura, no es reconocida
como un crimen contra la mujer y, al ser el propio com-
pañero el agresor, ¿a quién perjudica? El acceso de los
hombres al cuerpo de la mujer es para todo varón un
derecho, limitado únicamente por el derecho de propie-
dad ejercido por otro hombre sobre la mujer.»
Uno de los testimonios de Holanda, presentado en Bru-
selas, en marzo de 1976, en el Tribunal de Crímenes contra
la Mujer, dice:
«Esta violencia toma numerosas formas: pegar a una
mujer en la cabeza con o sin bastón, arrastrarla por el
pelo, golpearla en el estómago, en la espalda o en los ríño-
nes, provocarle un aborto mediante patadas en el vientre,
romperle la nariz o las costillas, quemarle con una plan-
cha, estrangularla, tirarla por la escalera, romperle las
vértebras, mantenerla despierta día y noche bajo la ame-
naza de un arma...
»La policía rehusa tomar nota de las denuncias... esto
es una querella conyugal, señora, no podemos hacer nada
por usted. Haría mejor en volver a su casa, con la excusa
de que perderían todo derecho de propiedad si abando-
naran voluntariamente el domicilio conyugal, los médicos
las socorren en el primer momento, pero luego no les
hacen un certificado para servirse de él en la comisaría.
Y esta situación se convierte en un círculo vicioso para
las mujeres: Si se quedan en el hogar se les coloca la eti-
queta de masoquistas, neuróticas o histéricas. Si huyen
de él, se las considera irresponsables e incapaces de cui-
dar de ellas mismas y de sus hijos.» 39
Stuart Mili ya había escrito: *°
«Siempre hubo mujeres que se quejasen de los malos
tratamientos que les daban sus maridos. Y más habría
si la queja, por tener color de protesta, no acarrease el
aumento de los malos tratamientos y sevicias. No es fac-
tible mantener el poder del marido y al mismo tiempo
proteger a la mujer contra sus abusos: todo esfuerzo en
este sentido parece inútil. La mujer es la única persona
que, después de probado ante los jueces que ha sido víc-
tima de una injusticia, se queda entregada al injusto, al
reo.»
En la época de Stuart Mili solamente la mujer quedaba

39. «Vindicación feminista», n.° 1. Julio 1976.


40. La esclavitud de la mujer, pág. 377. Ed. Tecnos. Madrid 1965.
453
entregada al hombre, al poder del tirano, incluso después
de haber probado ante los tribunales las agresiones sufri-
das por éste. Hoy la situación sigue siendo la misma. Como
la de los siervos que sufrían la justicia del señor feudal
y su «protección» al mismo tiempo.
«En el noventa por ciento de los casos de separación
pedidos por mujeres aparecen los malos tratos ejercidos
por el marido contra al esposa. Un número elevado de mu-
jeres que no piden la separación son maltratadas física-
mente por sus maridos», escribe Marisa Híjar, en «Vindi-
cación Feminista» del 1 de enero de 1978. Y añade tres
testimonios.
«Rosario C , 37 años. Catorce de matrimonio. Cator-
ce años de bofetadas, de palizas, de empujones, de gol-
pes. Nunca hay una causa concreta y cualquier motivo le
vale. En general, sí existe una tónica: su malhumor. Mal
humor porque perdió por ejemplo, unos papeles impor-
tantes. Yo debo encontrar los papeles y cuando la bús-
queda se prolonga sin éxito empiezan los gritos, luego los
insultos, luego las bofetadas. Deberías verlo fuera de sí, es
un espectáculo monstruoso. Un día saltó por encima de
la cama y cayó sobre mí. Con el puño cerrado m e gol-
peaba por todas partes. Caí al suelo y siguió la lluvia de
patadas.
«Nunca he presentado una denuncia contra él. Tales
agresiones ocurren tres o cuatro veces al año... No, no
me separaré de mi marido... Imagino qué sucedería cuan-
do él se enterara: recibiría la peor paliza de mi vida. No
tengo ninguna profesión con la que ganarme un sueldo...
Soy una persona anulada, apática e indiferente. A fuerza
de golpes me han quitado energías para vivir, para pensar,
para sentir. Todo me da igual.»
«María T. G., 42 años. Trece de matrimonio. No es
frecuente, pero dos o tres veces al año me pega. Siempre
hay un motivo: cuando cree que soy superior a él en algo,
cuando nota que mis hijos, o amigos, están a mi favor
y en su contra. Cuando siente, o cree, que lo han humilla-
do o menospreciado para halagarme a mí. Empieza a dis-
cutir, se va alterando y de pronto me pega una bofetada.
Antes de que yo pueda reaccionar me da tres o cuatro
patadas, empujones... que más da... Al principio armaba
una bronca horrorosa. Una vez llamé a mis padres para
que vieran el ojo que me dejó de un bofetón. Se armaba
un gran jaleo pero todo seguía igual... Ahora ya no. No

454
tengo ganas. No voy a separarme de él porque no dispon-
go de medios económicos ni sociales. Tenemos poco di-
nero. Aunque con la separación consiguiera que me pasa-
ra algo resultaría insuficiente porque su sueldo es muy
bajo. Y además están los hijos. Sé que me los quitaría.
Yo ya sólo vivo para ellos. Mi marido no cuenta nada en
mi vida, es un ser al que desprecio, con quien debo vivir
como los esclavos tenían que vivir con sus amos.»
«Marta S., 35 años. Diez de matrimonio. Es como si
formara parte del folklore familiar. No podría decirte
cuántas veces al año ocurre. Va a temporadas. Digo folklo-
re porque más que pegarme me lanza objetos que yo in-
tento naturalmente esquivar. Si estamos en la sala, libros,
un cuadro, en el pasillo. Si me tiene cerca, empieza a dar-
me golpes en todas partes, pero sobre todo estirones de
pelo. Me estira del pelo, me zarandea y me transporta de
una habitación a otra. Cuando intento volverme, apenas
consigo darle alguna patada y, encima, me sacude más.
Mientras, grita, y se origina tal escena que sólo pienso
en que se van a enterar los vecinos o se despertarán los
niños... ¿A quién puedo recurrir? No tengo familia en
Barcelona, ni apenas amigas y, a las que tengo no quiero
contarles esto. ¿Qué pensarían de mi...?
»Es el miedo a vivir lo que hace aguantar a esas mu-
jeres paliza tras paliza, día tras día, año tras año...»
Cuando las condiciones sociales y políticas de los
países capitalistas occidentales, y la creciente conciencia
de las mujeres, con el avance del movimiento feminista,
han desbordado la paciencia y la sumisión de las víctimas,
algunos grupos feministas en varios países, han montado
casas de refugio para mujeres golpeadas. La primera ex-
periencia se ha realizado en Gran Bretaña, donde Erin
Pizzey, la autora del libro Grita bajito no sea que los ve-
cinos te oigan, ha montado un refugio para estas víctimas,
cuya experiencia relata en su obra. Más tarde se abrieron
en Estados Unidos, en Bélgica, en Francia, y en Holan-
da. En los países industrializados, más ricos y adelantados
del mundo, las mujeres han tenido que recurrir a la soli-
daridad entre ellas, para librarse, en una pequeñísima
medida, de las palizas maritales.
La idea que Flora Tristán esbozó en su Unión Obre-
ra, ciento treinta años atrás, empieza a hacerse realidad
hoy en Occidente entre las mujeres. Como dice Yolanda
Marco, en la Introducción a la edición castellana de La

456
Unión Obrera: * «... Flora indica la necesidad de que el Es-
tado, por medio de una suscripción pública, construya
casas y Palacios para las mujeres que llegan al país. Esta
es la misma idea que guiará más de cien años después a
las feministas a crear sus casas de la mujer, movimiento
que está hoy en incremento». Pero no han sido los Estados
los que las han subvencionado. Pequeños grupos de mu-
jeres, sin medios, con escasas posibilidades, y ninguna
ayuda ni de sus gobiernos ni de sus hombres han iniciado
hoy una tarea de solidaridad, igual al movimiento de las
asociaciones gremiales que agrupaban a los «compagnons».
Los oficiales explotados por los maestros, según el sistema
gremial de la Edad Media, y que a finales del siglo XVIII y
del xix, no encontraron otra manera de sobrevivir que ayu-
darse en asociaciones, financiadas por ellos mismos, que
les facultaban dinero y medios para trabajar y realizar la
obra maestra. Faltos todavía de experiencia no supieron,
en el principio, de la lucha sindical y política.
Yolanda Marco nos explica en su traducción del libro
de Flora:
«Con este nombre eran denominadas las asociaciones
gremiales que agrupaban a los "compagnons", eran los
oficiales que tenían la obligación, antes de poder ser con-
siderados maestros y de tener el derecho por lo tanto a
mantener su propio taller artesanal, a hacer el "Tour de
France" (Recorrido a través de Francia por todos los ta-
lleres de los grandes maestros para conocer sus técnicas).
Estas asociaciones perduraron, con modificaciones, hasta
el primer tercio del siglo xix y son consideradas como an-
tecedentes directos de los sindicatos obreros... En 1830
se fundó "La Societé de l'Unión des travaüleurs du Toup
de France" que abarcaba varias asociaciones de "compag-
nons", que sostenían en distintas ciudades hospederías en
las que acogían a los compañeros procedentes de otras
ciudades y que buscaban colocación. Tenían una especie
de bolsa de trabajo y se ayudaban entre ellos...»
Las Uniones de Trabajadores y las Fraternidades, e.n In-
glaterra, tenían el mismo objetivo. Las cooperativas de
consumo intentaban en forma semejante aliviar un poco
la miseria de los obreros.
«En Holanda hay algunas instituciones explican Re-
gina Bayo y Encarna Sanahuja, en donde las mujeres

(*) Ed. Fontamara, Barna 1977, pág. 27.

456
pueden encontrar cobijo para ellas y para sus hijos du-
rante un corto período de tiempo (máximo tres meses)...
El centro tiene dos objetivos fundamentales: proporcio-
nar un lugar seguro a las mujeres y a sus hijos, y lograr
que el problema de las palizas a domicilio se difunda y
conozca. Desde que sus puertas se abrieron —octubre de
1974— el centro ha recogido a más de trescientas mujeres
y seiscientos niños.
«En Gran Bretaña, durante 1975, más de cincuenta ca-
sas proveyeron alojamiento a alrededor de quinientas mu-
jeres y a sus hijos. Estos lugares no son precisamente con-
fortables. Erin Pizzey dice, que las condiciones de aglome-
ración continúan y el mal estado del edificio en Centro
de Ayuda Chiswick, indican el alto nivel de sufrimiento
a que deben estar sometidas esas mujeres para poder so-
portar la estancia en tales condiciones.»
En Estados Unidos, en 1976, en la costa este del país,
se abrió oficialmente un refugio para mujeres golpeadas
llamado la Casa de las Madres. El Grupo «Sheltere Co-
llective» con ayuda de la organización inglesa «Womens
Aid Federation» tiene en proyecto montar una red de re-
fugios en la zona oriental del país. En España, donde esta
forma de solidaridad femenina no se ha puesto todavía en
práctica, en los primeros cinco meses de 1977, nueve
noticias sucesivas dan cuenta de violaciones, abusos des-
honestos, intentos de violación, apaleamientos y malos tra-
tos a mujeres desde los seis hasta los treinta y cinco años.
Algunos de los autores actuaban en pandilla, otros en
solitario, utilizando las técnicas más diversas: como la
del que escalaba las fachadas de los edificios en Madrid,
para violar y robar mujeres, amenazándolas con un cuchi-
llo; el que obligó a desnudarse a una mujer en un solar
detrás de la Facultad de Farmacia de Barcelona, y la gol-
peó después, hasta producirle lesiones de consideración;
el que consiguió, a base de golpes, que la víctima de 19
años después de violada, declarase que su último recuerdo
era que se hallaba en una discoteca. Un argelino no tuvo
tanta fortuna, porque la joven de 15 años de edad, se de-
fendió del brutal ataque mordiendo con tal fuerza al
agresor en una mano, que se rompió un diente. El conquis-
tador se dio a la fuga después de golpearla y arrastrarla
por el cabello.
Para que no se argumente que estos son hechos espo-
rádicos, si puede llamarse así un número de agresiones

457
contra la mujer superior seis veces a todos los otros de-
litos cometidos, resulta imprescindible recordar a los es-
cépticos, la crónica periodística. He recogido los datos
únicamente de algunos periódicos españoles desde agosto
de 1977 hasta diciembre de 1980. Esta crónica supone los
siguientes hechos:
Mujeres agredidas entre los años 1976 a 1980. Total 75.
(8 del 70 al 76, 33 el 77, 5 el 78, 33 el 79 y 26 la mitad
del 80).
Por su propio padre 4
Por su marido 11
Por el novio, el amante, el amigo 9
Por un desconocido 41
Por las fuerzas del orden, militares, etc 5
Por el jefe o por relaciones de trabajo 3
Por el hijo 2
75
Por un menor 7
Por un perturbado 7
Por un grupo 27
Por un hombre solo 34
75
En la calle o establecimientos públicos 39
En el domicilio 15
En el lugar de trabajo 6
Rapto 15
75
A menores 20
A ancianas 3
Adultas 52
75
Por motivaciones políticas 8
Por motivaciones religiosas 1
Directamente sexuales 24
Otras motivaciones 42

75

458
Aunque no sea directamente por motivaciones sexuales,
se añaden las agresiones sexuales a muchos robos.
A continuación he seleccionado aquí únicamente aque-
llas agresiones y femicidios más escandalosos y originales,
como «ilustración» de la encuesta que ofrezco a continua-
ción.

FRANCIA: 20 AÑOS DE CÁRCEL PARA UN HOMBRE


QUE QUISO CASTRAR A SU MUJER
(La Vanguardia, mayo de 1978, Barcelona)

«Jean Fery fue condenado hoy a 20 años de cárcel, por


haber intentado castrar a su esposa, por un tribunal de
Bobigny.
Ferry tiene actualmente 39 años de edad, está casado
con Odette, con la cual tiene seis hijos. No obstante, el
dominio que ejercía sobre ella, con prepotencia y celos,
condujo a la tragedia en febrero de 1973.
En primer lugar Jean hizo que un desconocido (en-
contrado ocasionalmente), violase a Odette en su presen-
cia. Semanas más tarde, mientras ella dormía, vertió sosa
cáustica en el sexo y ano de la esposa «para darle una
lección».
Odette siguió, desde entonces, una serie de operacio-
nes y curas dolorosas y, en realidad, quedó imposibilitada
para cualquier género de actividad.
Con la víctima, la liga de los Derechos de la Mujer y
SOS Mujeres Maltratadas se constituyeron en acusación
privada.»

AVALIZADA POR VER A SU HIJO


(Mundo Diario, 23-6-78, Barcelona)

«Esperanza Martín Várela ha sido condenada a no po-


der ver a su hijo de cinco años. El pequeño fue reconoci-
do por la madre y por Norberto León, ejecutivo de una
agencia de publicidad que lleva la campaña de UCD, si
bien éste no era el padre.
Tras una serie de divergencias personales y de nego-
cios, Norberto se llevó al niño —la legislación españo-
la le concede la patria potestad— impidiéndole por
todos los medios el menor contacto con la madre.
«Querer acercarme a mi hijo —ha declarado Esperanza
me costó varias palizas. Norberto, que tiene mucho dine-

459
ro llegó a pagar un guardaespaldas para que impidiera
ver a la criatura.»

ESTADO DE SITIO PARA UNA CASADA


(Tete/Exprés, 1-6-78, Barcelona)

«La cerradura de su casa cambiada, su coche encade-


nado, las llaves del negocio, el pasaporte y el carnet de
conducir arrebatados por el marido, el teléfono cerrado
bajo llave, el buzón bloqueado, además de continuas vio-
lencias físicas, es el cerco a que ha sido sometida Antonia
Berrocal Moreno, 42 años, por su marido. Una historia
de adulterio al fondo y el caso en el Juzgado de Guardia
número 2 de l'Hospitalet.
»Un enamoramiento desde los trece años: año y años
de trabajo para comprar un piso en Bellvitge e instalar
un frankfurt. Un amorío entre el marido y su prima y
empieza la tragedia para Antonia Berrocal y su hija de
quince años. Cuando Antonia decide ir a pedir ayuda a la
Vocalía de Dones de Sants, ya hay un grueso volumen de
radiografías y certificados médicos de los golpes y vio-
lencias que ha sufrido por parte de su marido.
»Yo no quiero dejar a mi prima o aceptas o te vas,
me dijo mi marido, me dijo que no la quería como pri-
ma, sino toda para él. Yo no acepté y entonces empezaron
los golpes cuando me quitó las llaves del frankfurt y no
me deja entrar en él, ahora no tengo ni oficio ni beneficio.
»E1 frankfurt está a nombre de Antonia, el piso a
nombre de ambos, el coche a nombre de Antonia y el pa-
saporte y el carnet de conducir se supone que también.
»En una de las reyertas le rompió un dedo a mi hija,
cuando intentaba protegerme, mire, mire las radiografías.
Fue cuando le pedí la separación, pero entonces me en-
cuentro la cerradura de casa cambiada y no pudimos en-
trar y tuvimos que ir a dormir a casa de unas amigas.
Fui a buscar el coche, pero estaba encadenado y no puedo
sacar la cadena, además del bolso me desapareció el car-
net de conducir y el pasaporte y me ha reconocido que
los tiene él.
»La expulsión del domicilio acabó en la comisaría y
la policía, a instancias de Antonia y doce mujeres, obligó
al marido a darle la nueva llave, advirtiéndole de que no
la golpeara más.
»Media hora después ya estábamos otra vez en comi-

460
saría y yo llena de morados. Le cogieron y le hicieron pa-
sar la noche en el calabozo. Era la primera vez, porque
otras veces nos habían citado a los dos y a mí me lle-
varon en el 091 y a él le dijeron que cogiera el coche y
fuera a comisaría y no fue nunca. Yo no sé si pasó la noche
en el calabozo por los golpes, o porque le dijo a un policía
que a él el más chulo no le tocaba el tercer huevo, porque
nunca le detuvieron.
»A1 día siguiente, empieza otra vez el baile de basto-
nes y el marido amenaza a Antonia con encerrar a su
hija en un correccional. El marido insiste en que se vaya
o acepte la vida en común con su prima. Ese mismo día
el teléfono es puesto bajo llave en una habitación para
que Antonia no pueda llamar ni comunicarse, también
desaparecen los muebles y objetos de valor. Antonia se
mantiene en su casa sin abandonarla.
»A mí nadie me acusa de abandono de hogar, que está
muy visto. Yo no dejo la casa ni que me mate, además
está a mi nombre únicamente. Estaré sin muebles, sin
teléfono, sin buzón, pero yo no me muevo. Primero que-
ría que viviésemos los tres, luego no quería la separación,
pero ahora acepta la separación pero quedándose él con
todo. Además, supongo que aunque sea su mujer no se
me puede obligar a vivir con él y la prima.
»Don Lorenzo Duran sigue cercando a su esposa, y ella
del piso a la comisaría y al juzgado y de vuelta al piso y
otra vez a comisaría y al juzgado, de cuando en cuando
visita al dispensario para que le hagan un certificado mé-
dico de los golpes. La hija traumatizada y con el dedo
roto, espantada. Antonia Berrocal Moreno sigue encerrada
en su casa vacía y con el coche encadenado. Los proce-
sos de separación son largos.»

VAPULEADA EN EL PARQUE DEL OESTE


(El País, 19-7-78, Madrid)

«El otro día, mientras leía al sol con mi perro, en pleno


centro del parque del Oeste, me asaltó un pseudoparanoi-
co demente-agresivo, que nos vapuleó a mi perro y a mí,
casi a partes iguales, delante de la expectación de la gente.
Y ahora, si escribo estas líneas no es para denunciar al
loco, que locos hay muchos y encuentran terreno abonado
entre las mujeres, que nos encontramos siempre a expen-
sas de las agresiones verbales y físicas de los locos y no

461
tan locos, sino porque lo que yo no podía suponer era la
indiferencia de la gente, siempre curiosa, pero con una
curiosidad, por supuesto a distancia, que pudo perfecta-
mente ver lo que vio y ni siquiera intentó detenerle. De
haber ido armado el "señor agradable" me hubieran visto
morir veinte a treinta personas. ¡Siempre es un alivio!
«También podría decir que la actitud de la policía fue
de una dejadez grande, que debía encontrar el caso poco
interesante como para darse el paseo hasta la comisaría
de turno.
»Y una vez en la comisaría, y para colmo de los col-
mos, el "señor agradable" que no llevaba ningún tipo de
documentación fue puesto en libertad nada más que hubo
prestado declaración, cuando simplemente, antes cual-
quier estudiante, sin ir más lejos, se podía encontrar 72 ho-
ras en la DGS por hechos mucho menos delictivos...» Es-
meralda Nieto (Madrid).

MUJERES TORTURADAS POR SUS MARIDOS


(Revista Posible, 14-12-77, Madrid)

CARMEN:
«Yo, lo que tengo sobre todo es miedo permanente a
morir en cualquier momento. Llevo así cuatro o cinco
años. Todos los días. A menudo mi marido destroza la
casa, lo rompe todo. Claro que me tortura. No. es sólo
esta tortura psicológica de persecución, de amenazas, de
dominio. No. También torturas físicas. Me pone la rodilla
sobre el pecho y me aprieta con las manos el cuello has-
ta casi ahogarme. A menudo, tengo el pecho y el cuello
lleno de moraduras, de moratones. Un día me mata. Él me
amenaza con que me va a matar, que me matará antes de
que me separe de él. Que aunque consiga la separación
o el divorcio, que sólo me separará de él la muerte. Que
como al casarnos nos dijeron que "unidos hasta que la
muerte os separe", pues me dice que a nosotros sólo nos
separará la muerte. Luego, llega de trabajar y me dice que
"a joder", y yo siento un asco tremendo, me pongo en-
ferma, me duele la tripa, se me revuelve todo, me ahogo,
me sube un ahogo por todo el cuerpo que tengo convul-
siones. Varias veces lo he denunciado en comisaría y
nada. No te creen. Además, mi marido me vigila. Incluso
ha estado meses sin trabajar para vigilarme a todas ho-
ras. No me deja tener amigas fijas. Tengo que hablar mal

462
de ellas para que me deje ir con ellas. Le tengo que en-
gañar para salir de casa. Tampoco me ha dejado estudiar.
A mí me gusta mucho leer y tenía interés en estudiar
algo para tener un título y poder trabajar. No me deja.
Él tiene mucho dinero. Gasta lo que quiere y a mí me lo
controla. Yo no le quiero. Antes cuando nos casamos, sí
le quería. Pero ahora, no. Y él, como se lo he dicho, pues
está más en casa ahora. Me dice que lo que más me gus-
taría es verme muerta. Eso me dice. Me llama puta, as-
querosa, ramera continuamente. Me pregunta a ver si quie-
ro hacer el amor, y, como siempre le digo que no, que
me da asco, que me repugna incluso que me toque la
mano, pues entonces es cuando me obliga con toda su
fuerza a hacer el amor.
»Y me pide, para mayor escarnio, que le haga la rela-
ción... y entonces el asco es que me mata. No puedo. Si
pudiese me mataría. Ya lo he intentado más de una vez.
Pero yo también he aprendido mucho. He aprendido a de-
fenderme. Me hace jurar cosas continuamente y yo, para
librarme de los golpes, juro, aunque luego no lo cumpla.
Mi casa es una cárcel. Los malos tratos, los insultos, los
golpes son permanentes. La verdad es que me trae ya sin
cuidado lo que haga, porque ya no le quiero. He pasado
del amor a la indiferencia y de la indiferencia al asco. Es-
toy desesperada. Sin salida. Yo he sido, y soy, una mujer
decidida, incluso valiente. Pero me acobardo ante la
muerte...»

CHARO:
«Ahora es una mujer joven casada hace poco, quien
cuenta su historia.
»Nací en una familia numerosa, 13 hermanos, de clase
media baja. Hice el bachillerato nocturno al acabar la
jornada diaria: fregar escaleras, lavar la ropa de casa y
de fuera, arreglar a mis hermanos... A mi marido le gus-
ta humillarme con frases continuas referidas a mi incul-
tura, a lo pobre que siempre he sido y a la enorme suerte
que tuve al encontrarme con él en mi camino... Hemos
tenido un hijo. Mi embarazo ha sido motivo suficiente para
justificar su nula relación conmigo. Ni afectiva ni sexual.
Incluso le ha servido para justificar la entrada de prosti-
tutas en nuestra propia casa para satisfacer sus necesida-
des sexuales en mi presencia. Me decía: "Yo no puedo es-
tar con una mujer totalmente desfigurada.*' Pero tengo

463
que decir que yo fui obligada a quedarme embarazada por
mi marido, porque yo no quería tener hijos todavía, por
pensar que era terrible tenerlos sin haber aclarado mis
ideas respecto a él...
»Malos tratos, insultos, palizas y tortura. Estos son los
componentes de demasiadas relaciones matrimoniales. A
veces, todos juntos a la vez.»

ANGELES:
«Soy joven, y según dicen, atractiva. Mi marido de edad
avanzada, es muy celoso. Él no soporta la idea de dejarme
sola en casa mientras está trabajando. Todo en él son ce-
los, dudas... y palizas. Los celos aumentan y se agudizan.
Incluso ha dejado de trabajar, apareciendo de improviso
en casa. Al final, no ha encontrado mejor solución que
encadenarme a las patas de la cama. Así como suena. Me-
nos mal que los vecinos, al oír mis gritos, denunciaron a
mi marido. Se lo llevaron detenido. Por eso puedo ha-
blar... Palizas, insultos a cada momento, persecución y
atada a las patas de la cama. Por ahora lo puedo con-
tar...»

CUCA:
«Cuca vive en un pueblo.
»Mi marido me pega, me pega unas palizas horribles.
Yo a veces me defiendo, pero no puedo con él. Ha queri-
do ahogarme. He tenido el cuello señalado con morato-
nes. Lo han visto todo el pueblo. Todo el pueblo lo sabe.
Pero, nada él sigue en sus trece. Tenemos hijos... La gente
del pueblo ha oído los golpes y los gritos. He ido al cuartel
a denunciarlo, pero no me han hecho caso. Me han dicho
que no me preocupe, que ya se pasará, que no es para
tanto. Y yo sé que me va a matar, que cualquier día me
mata...»

AÍDA:
«La verdad es que fui educada un poco a la vieja usan-
za. Me casé sin remota idea de lo que era el matrimonio
y, por supuesto el sexo... He aprendido, pero a base de
frustraciones, de insatisfacción, de bofetadas, de violen-
cia. Y todo comenzó casi desde el primer día. Mi marido
intentaba lo que para mí era algo asqueroso, la "felacio"
y esas cosas que me parecían y me siguen pareciendo una
asquerosidad. Como fui aprendiendo que con negarme no

464
conseguía nada, hubo un tiempo en que supe llevarle la
corriente, a base de convertirme en un objeto de placer
sin yo sacar jamás alguno. Pero, cuando llegaron los gol-
pes, los insultos y las palizas, no pude más y me negué.
Maldito el día, porque encima, no puedo marcharme de
casa. No tengo a donde ir ni fuerzas para hacerlo. El caso
es que mi marido, cuando desea satisfacerse, me ata, sí,
me ata desnuda con cuerdas sobre la cama. Y me usa ho-
ras y horas, veces y veces. Llega a eyacular en la boca...
Me golpea con palos, me tira del pelo, y grita con rabia...
hace lo que quiere. Yo me pongo muy mala. A veces he
perdido el sentido. Después no puedo comer ni hablar. Me
duele todo. Así todos los días... No puedo más, pero no
sé qué hacer...»

»Mi cara estaba de tal forma hinchada por los golpes


que me había convertido en irreconocible. Había perdido
un diente de delante. Él me puso totalmente desnuda. Me
golpeó la cabeza contra un muro de losas durante una
hora repitiendo: "¿Quién era ese tipo?" Me rompió seis
costillas a patadas. Estaba negra de todo un costado a
fuerza de puñetazos y patadas. Me tiró de los cabellos
hasta el final de la escalera. Luego fue a buscar un cu-
chillo y dijo que iba a matarme si no le decía con quién
había salido. Trató de apuñalarme, pero yo pude parar el
golpe levantando el brazo y recibí una gran cuchillada en
la axila. Todo esto sucedía delante de mis hijas pequeñas
que tenían cinco y nueve años. Entonces llegó la policía,
después de que un vecino la hubiera llamado ocho veces.
Ellos no querían entrar en la casa, hasta que mi marido
les abriera la puerta. Él salió y les dijo que me pegaba
porque había dejado a las niñas solas. Yo les supliqué
que me llevaran al hospital, pero ellos no querían sino
era a condición de que yo hiciera la denuncia. Se marcha-
ron diciéndole que hiciera menos ruido porque los vecinos
se quejaban. No me preguntaron si lo que él decía era
cierto y no me dieron ninguna ayuda. Él regresó a la
casa y nos mandó vestirnos, a mí y a los niños. Nos llevó
a casa de su amiga para mostrarle lo que él le haría si
ella le era infiel. Después le preguntó si le quería todavía
después de haber visto lo que me había hecho. Ella dijo
que sí —que había conocido cosas peores con su primer
marido—. Yo dije que era necesario que estuviera loca y
él me dio un golpe en la boca. Después ellos metieron a

465
30
mis hijas en la cama, en casa de su amiga y les dijo que
desde entonces aquella era su nueva mamá, puesto que yo
era una puta y que no era capaz de ocuparme de ellas.
Ellos hicieron café, pero no, pero no para mí, y después
él me llevó al hospital amenazándome todo el trayecto y
diciéndome que si yo no le decía con quién había salido
estrellaría el coche. En el parking del hospital me dijo
que les contara que había sido atacada al regresar a mi
casa después de salir por la noche. Cuando entramos él
les contó esta historia, pero yo les dije que había sido
él el que me había roto la cara tratándome de puerca.
Pensaba que ellos me protegerían, pero me dijeron que les
faltaban camas y me reenviaron con él. Al regresar metió
el coche en una fosa para tratar de darme miedo. Tuve
que regresar a pie.» (Transcrito y traducido de un testimo-
nio recogido por Janna Hanmer. Questiones Feministes,
página 82, nov. 1977, n.° 1.)

TATVAJE FORZOSO
(La Vanguardia, 25-7-77, Barcelona)

«Al leer que un chulángano ibérico tatuó en la frente


de su ex amiga la palabra "Totje", que en la lengua dane-
sa significa, por lo visto, "Prostituta", rememoré nada me-
nos que al Tribunal de la Inquisición y sus indignos mé-
todos de castigo. Pero a todo hay quien gane. Resulta que
el grabador y su pareja vivieron arrejuntados y tuvieron
una criatura, luego se separaron y ella regresó a su país,
donde se casó con un compatriota. Los hechos son vul-
gares. Sin embargo, el machote viajó con aviesa inten-
ción a Dinamarca y una vez en casa de la dama, ausente
el marido, la maniató y amarró en una cama y procedió
con calma a marcarla con el infame vocablo en la frente.
El artista usó de la tinta china bajo la epidermis. En los
círculos bien informados se comenta que el chulo pro-
nunció estas palabras de sabor clásico:
—"¡A mí no hay mujer que me haga de menos!**»

GOLPEÓ A SU MUJER EMBARAZADA


(Mundo Diario, 8-7-78, Barcelona)

«Madrid. — Un individuo de 27 años M. M. R., natural


de Almagro, ha sido detenido como presunto autor de le-
siones en la persona de su esposa, que se encontraba en

466
el octavo mes de gestación. Veinte días más tarde nació
un hijo, el cual sólo sobrevivió cinco horas, y, posterior-
mente, el padre de la criatura se negó a que le fuese
practicada la autopsia, según fuentes policiales... La pare-
ja llevaba poco tiempo casados.»
El estudio sobre la violencia que sigue a continuación
es un extracto del artículo de Janna Hanmer aparecido en
la revista Questions Feministes que dirige Simone de Beau-
voir en París. La traducción es mía.
«Prácticamente —cuenta Janna Hanmer— 41 todos los
crímenes violentos son cometidos por hombres. Muy po-
cas mujeres, en comparación, cometen actos de violencia
hacia otras mujeres o hacia hombres. Otra conclusión
dada la descripción de los crímenes, es que es evidente
que las mujeres constituyen la gran mayoría de víctimas
de "violencias sexuales", los "atentados al pudor" repre-
sentando el 50 % inculpaciones de esta categoría.
»Pero el sexo de la víctima es totalmente desconocido
en la otra gran categoría: "golpes y heridas", donde el
10 % son registradas como violencias sexuales. En lo que
concierne al homicidio, si se consideran las relaciones en-
tre el agresor y la víctima aparece un hecho mayor: una
mujer tiene más posibilidades de hacerse matar por al-
guien a quien conoce que por un desconocido.
»...En el seno de la familia, las agresiones físicas con-
de las amenazas de actos de violencia en la familia se dan
entre marido y mujer. Y casi la totalidad de esta violencia
es ejercida por los hombres contra las mujeres... En lo
que se refiere a la violencia extrafamiliar, las agresiones
de hombres contra mujeres no representa más que un
13 % de los casos, lo que permite afirmar que es casán-
dose o cohabitando con un hombre cuando las mujeres
corren el más grave peligro de ser atacadas.
»De todas formas esto no es suficiente para dar una
verdadera idea de las agresiones y heridas de las que las
mujeres son víctimas, en particular en el hogar. Los po-
licías reconocen que tienen muchas menos posibilidades
tra la esposa constituyen casi la mitad de los delitos. Si
se suman las violencias hacia el marido (0,79 %) y las al-
teraciones conyugales, nos damos cuenta de que el 84 %
de detener a un nombre que golpea a su mujer que a un

41. Violence et controle social des femmes, «Questions feminis-


tes», págs. 69-85, noviembre, n.° 1.

467
hombre que maltrata a un niño de la familia, o a cual-
quier otra persona que no sea su mujer fuera del hogar
familiar. Los testimonios aportados a la Comisión de En-
cuestas Parlamentarias sobre la violencia dentro del ma-
trimonio no han dado lugar a estadísticas rigurosas so-
bre la extensión y el tipo de violencia ejercida dentro de
la familia y, que nosotras sepamos, no existe el proyecto
de investigar sobre este particular.
»La cuestión nos parece crucial. ¿Por qué no se con-
siguen las observaciones relativas a la naturaleza de las
violencias ejercidas, y sobre todo, dada la atención pres-
tada sobre este dominio por la Comisión de Encuestas,
por qué no se busca este tipo de información? A nosotras
nos parece que este desinterés no refleja la rareza de los
comportamientos, sino más bien su aceptación como for-
ma de centro social. El fenómeno no aparece como hecho
social, no es reconocido más que como un problema in-
dividual, a pesar de que en esta época de la sociología,
del ordenador y de las estadísticas, el receso de este
tipo de crímenes no está considerado como una prioridad.
»En sociología, el papel de la violencia en la estructu-
ración y el mantenimiento de relaciones entre hombres y
mujeres, no ocupa el lugar que le corresponde. En las
investigaciones que parecerían haber tratado estos pro-
blemas, el uso de la fuerza es un factor que no se tiene
en cuenta o que se subestima. Y cuando los sociólogos
hacen algún esfuerzo por explicar la violencia masculina,
el hecho mismo de que se ejerza contra las mujeres no
está integrado en la argumentación teórica. En cuanto a
la respuesta del Estado a través de sus diversas instan-
cias oficiales, no se tiene generalmente en cuenta, o si se
la menciona no se considera como parte integrante de un
fenómeno a definir.
»A pesar de estas lagunas, la búsqueda confrontada
de casos individuales, comporta un "pout-pourri" de expli-
caciones, puesto que ninguna teoría puede explicar el fe-
nómeno. En ciertos estudios cruciales, se da una tenden-
cia a individualizar y a psicologizar. Y así, para explicar
ciertas categorías de comportamiento que no cuadran con
la estructura social, como la violencia irracional, llamada
"expresiva" (opuesta a la violencia "instrumental"), se ha
recurrido en la teoría "social e s t r u c t u r a r a las nociones
de frustración, tensión y "deseos contrariados". En el
peor caso, sociológicamente hablando, las normas y valo-

468
res de violencia son consideradas como desviantes pro-
pias de subcultura o de algunas familias individuales dado
que la sociedad en su conjunto no resulta afectada. En los
mejores, se considera la violencia como instalada en la
familia como una institución social que provee un terre-
no privilegiado de aprendizaje de normas, valores y téc-
nicas de violencia. Las subculturas de la violencia se con-
vierten entonces en la parte emergida del iceberg.
»Es el punto de vista adoptado por Gelles en un re-
ciente y único estudio de 80 familias americanas violen-
tas. Combina la teoría de la socialización con las teorías
de la frustración, de la tensión y de los deseos contrariados
para explicar la variedad de los comportamientos de los
sujetos estudiados. Mediante la teoría de la socialización
trata de explicar el comportamiento presente por los
acontecimientos pasados, interpretando, al mismo tiempo,
el comportamiento presente en términos de frustración,
etcétera. Las explicaciones se funden, ya que en el mon-
taje fantasioso considerado, todos los adultos violentos no
habían padecido o sido testigos de violencias en la infan-
cia —y nosotras sabemos por otras fuentes que los que han
conocido la violencia en su infancia, no se convierten ne-
cesariamente en adultos violentos. Se establece una rela-
ción estadística entre la violencia adulta y la socializa-
ción en la infancia, pero no se conoce la correlación entre
los hechos, puesto que no se sabe qué proporción de la
población en general es testigo o víctima de violencias
durante la infancia— suponiendo también que se llegue a
definir la noción de violencia. Además las explicaciones
de tipo "frustración", no pueden aplicarse más que en ca-
sos individuales, y lo que se propone como explicación de
un fenómeno social no es más que la suma de caracteres
individuales.
«Pero no podemos analizar el uso de la fuerza entre
individuos en las sociedades industriales sin tomar en
cuenta el papel del Estado, porque la organización, el
despliegue y el control de la fuerza y de la amenaza se
integran en la estructura estatal. La pregunta a hacerse
es: ¿en beneficio de quién se ejerce esta fuerza?...
»E. Marx distingue dos tipos de violencia, consideran-
do que toda sociedad utiliza estas dos definiciones: Una
es la definición política y legal y la otra la que trata de
las relaciones interpersonales... Cuando las violencias en-
tre individuos se producen en público, reciben la atención

469
de la policía, pero si se producen en privado, no son nece-
sariamente consideradas como delitos, ni aun en el caso
de que los protagonistas resulten heridos y de que el
asunto recaiga en el domicilio público, porque "el interés
público no está en juego, y los órganos de la ley tienden
a aplicarles una definición más restringida de la violencia".
Por ejemplo, en la familia Ederi, el marido tiene la cos-
tumbre de agredir físicamente a su mujer, los niños lo
aceptan como un hecho banal y nadie interviene. El autor
centra su atención sobre las frustraciones del marido (sus
"deseos contrariados"): Se dice que en tal momento le ha
pegado a su mujer a causa del miedo a no poder subvenir
a las necesidades de su familia. La familia debe pagar
una deuda inesperada y la señora Ederi deseaba abandonar
su trabajo. Pero después de la agresión, la señora Ederi
sufría desmayos y graves contusiones en las piernas y
le era difícil atender la casa y conservar su trabajo a
tiempo parcial. Después de la agresión la señora Ederi
murmura: "Lo que quiere es que yo trabaje para poder
quedarse él en casa y ocuparse de los niños". El autor
interpreta así la declaración de la mujer; "Ella ha com-
prendido en este momento que los problemas de su ma-
rido no se producían por este momento particular sino
por la perspectiva de no poder proveer a su familia del
mínimo de subsistencia en un futuro inmediato... ella no
puede modificar su situación de ninguna manera."
»No puede esperar ni ayuda de la policía, ni de la asis-
tencia social, ni pública. Desde que la mujer se mostró
en el dintel de su puerta, con la nuca chorreando sangre,
nadie se aproximó a ella. No puede ni siquiera esperar
ayuda abandonando a su marido. No se les da trabajo
temporal o ayuda social a las mujeres más que con la
condición de que no tengan un hombre válido en la fami-
lia, y si la señora Ederi tratara de abandonar la respon-
sabilidad del hogar separándose de su marido, "no po-
dría contar con la ayuda de la Asistencia Social que se
encuentra abrumada por un número tan grande de niños."
»E. Marx reconoce que la señora Ederi es prisionera
de la situación: "cuando un hombre violenta a su mujer
que le está ligada por la responsabilidad común de los
niños y por los lazos de mucho tiempo, es susceptible
de que pueda llegar muy lejos en la violencia, puesto que
no teme la ruptura de las relaciones conyugales..."
»E1 autor considera, en cambio, que la violencia ejerci-

470
da por el marido hacia su mujer no amenaza los intereses
del Estado como la haría la violencia ejercida contra uno
de sus representantes, que sería entonces tomada primor-
dialmente en serio.
»E1 papel jugado por la violencia masculina dentro de
la explotación económica de las mujeres —que compren-
de el bajo pago en el trabajo asalariado— es mencionado
subsidiariamente, si no totalmente silenciado. Se dice que
es el capitalismo, y no los hombres, quienes se benefician
de las agresiones de los hombres hacia las mujeres. Por
ejemplo, R. Frankenburg, buscando la reinterpretación de
las relaciones descritas entre los menores y las mujeres
en "Coal is Our Life", afirma que existe un beneficio eco-
nómico en la violencia, pero en provecho del capitalismo
y no de los hombres, porque éstos se desfogan sobre su
mujer en lugar de desfogarse sobre su patrón. Es así, so-
bre otro ángulo, la posición que refleja la campaña por el
salario doméstico. Todo trabajo realizado para el traba-
jador macho es considerado como un trabajo por el cual
se debe pagar un salario, no por el marido, esclavo asala-
riado, sino por el capitalismo. No se considera jamás a
los hombres como receptores de los beneficios que se
apropian del trabajo gratuito de su mujer.
»Pero la relación entre violencia y producción económi-
ca, en la familia, no es directa. Si la finalidad es extorsio-
nar a las mujeres con el máximo trabajo, la fuerza de la
amenaza debería ser utilizada con una medida para ob-
tener este resultado, de la misma manera que debe existir
la coerción en el trabajo industrial para mantener las
tasas de provecho.
«Harris, estudiante de un pueblo peruano en el que to-
dos los hombres tienen la costumbre de pegar a sus mu-
jeres, señala que no hay relación entre la intensidad de
los golpes y la competencia de la esposa en el cumpli-
miento de sus deberes (que comprenden la producción
agrícola). Los golpes parecen administrados al azar. Las
"mejores" esposas podían ser también las mujeres más
golpeadas, mientras que las más perezosas o incapaces
podían escapar a estas sevicias. Más cerca de nosotras,
después de las constataciones hechas en los centros de
ayuda a las mujeres golpeadas, las violencias de los ma-
ridos o -de los concubinos no parecen tener relación con
el funcionamiento doméstico de las víctimas. La fuerza
es muy a menudo contraproductiva, no solamente las

471
mujeres pueden ser gravemente lesionadas, sino que pue-
den sufrir problemas nerviosos que las harán todavía más
incapaces de ocuparse de los niños, de preparar la cena,
etcétera. Corren el riesgo de encontrarse en el hospital
médico o psiquiátrico, privando así al hombre, por lo me-
nos temporalmente de sus servicios.
»Si se admite que la violencia de loa hombres hacia las
mujeres tiene por finalidad tenerlas controladas, esto ex-
plica tanto la violencia privada como la violencia pública.
Esto explica los desbordamientos de violencia. Puede no
parecer necesario matar, mutilar, inutilizar o comprome-
ter temporalmente la capacidad de una mujer para reali-
zar sus habituales servicios, con el fin de continuar siendo
el amo. Prestigio, valoración, estima de sí mismo: esto es
lo que el hombre gana, expresa y hace reconocer a través
de la aprobación de los otros. En esta perspectiva el Es-
tado representa los intereses del grupo dominante, en el
pensamiento de los hombres, en su confrontación con el
grupo subordinado, las mujeres. Así, es lógico que en las
querellas domésticas el "status" de la víctima determine
la respuesta de este órgano del Estado que tiene por fun-
ción controlar la violencia.
La preeminencia de los intereses masculinos se expre-
sa a través de una política explícita, por ejemplo, en Gran
Bretaña, el sistema de ayuda social define siempre a la
mujer como dependiente del hombre dentro de la familia.
Las mujeres que pasan por los refugios para mujeres gol-
peadas nos dan ejemplo de la manera en que la violencia
de su marido se convierte en su problema: recae contra
ellas desde todos los estamentos oficiales. Devolviendo el
problema contra la mujer, se convierte en un problema
individual, se ocultan las funciones de la violencia y se
refuerza en fin la ideología que sostiene la dominación
m- masculina.
»Si la mujer con niños a su cargo llega a dejar a su
marido, el Estado la mantendrá hasta que vuelva a casar-
se, así toma el relevo de la responsabilidad financiera del
marido. Como indican claramente el Informe del Comité
de Estudios sobre los "Menages mono-parentaux", los hom-
bres no son financieramente responsables más que de las
mujeres que cohabitan con ellos. El Estado obra así en
beneficio de los hombres, que quedan siempre libres de
buscarse los servicios de otra mujer. La complicidad entre
el Estado y los Intereses masculinos aparece a través de

472
las reacciones del aparato del Estado a la violencia ejer-
cida individualmente por los hombres contra las mujeres.
Es aparentemente imposible garantizar la seguridad de
las mujeres en la calle o de garantizar su acceso a todos
los sectores de la ciudad o de la comunidad al mismo ni-
vel que los hombres. La topología de nuestras ciudades
industriales es comparable a aquélla de numerosas ciuda-
des tradicionales no capitalistas donde la casa o bien el
área de los hombres ocupa el centro mientras que las
mujeres y los niños viven en la periferia. En nuestras ciu-
dades el centro se compone de edificios públicos, lugares
de actividad masculina. Como explican D. Poggi y M. Coor-
naert en el artículo ya citado de Janna Hanmer las ins-
tituciones centrales, los lugares de poder, de prestigio y
de influencia donde se desenvuelven las transacciones más
determinantes para la comunidad están efectivamente ce-
rradas a las mujeres en tanto que grupo. Al mismo tiempo
las entradas son limitadas en las esferas de la actividad
urbana, de producción y de trabajo, de alojamiento y de
placer. Se tolera a las mujeres, pero con restricciones.
Las mujeres no tienen derecho al pleno uso de la ciudad,
"sus caminos están plagados de pasajes prohibidos y de
señales de alarma". Las mujeres deben evitar ciertas ca-
lles, ciertos barrios, parques o lugares públicos, de día si
no están en su rol doméstico de buenas niñas, y de noche
de todas maneras. Ya sea en los almacenes y tiendas, el
único espacio urbano en el que las mujeres tienen libre
acceso, o en sus casas, las mujeres están aisladas las unas
de las otras. Como lo señalan D. Poggi y M. Coornaert, el
encuentro en el colmado de la equina no ha sido nunca
el equivalente para una mujer de los bares y de los cafés
para los hombres. El espacio urbano para las mujeres
está compartimentado. Salir de los espacios permitidos a
las mujeres es correr el riesgo de hacerse atacar por los
hombres.

»E1 acto de violencia que ha recibido más atención pú-


blica es la violación. Se denuncian cada vez más las
reacciones de la policía y los procedimientos de los tri-
bunales. Como explica el N. C. C. L. (National Council for
Civil Liberties), los violadores tienen más posibilidades de
ser absueltos si la violación es socialmente posible y si el
modo de vida de la víctima, incluso si el violador lo des-
conoce, expresa autonomía. Vivir sola, pasear sola, hacer
auto-stop, llevar vestidos «indecentes», haber hablado o

473
tomado una copa con el violador son actos susceptibles de
haber hecho la violación posible... Ser soltera, divorciada,
adúltera, tener un hijo ilegítimo, un amante, haber abor-
tado, todas situaciones que no tienen nada que ver con la
violación, son factores de buena conciencia para el vio-
lador. Como la han descrito un grupo de feministas revo-
lucionarias: "Sólo una mujer casada, encerrada en su casa,
con compañía, vestida hasta el cuello, puede ser recono-
cida como víctima; es decir cuando la violación es no
sólo materialmente imposible, sino sobre todo socialmente
injustificada desde el punto de vista patriarcal".
»Así puede decirse que los hombres que no tienen apa-
rentemente nada que ver con las fuerzas del orden, cum-
plen de hecho la misma función. Los hombres que cazan,
atacan, violan a tas mujeres deben ser descritos como «los
inquisidores, los policías, los guardianes del orden patriar-
cal», y no como dementes, inadaptados u obsesos sexuales,
puesto que «la caza de mujeres está abierta todo el año
veinticuatro horas sobre veinticuatro».
Este texto, como es de notar, no precisa comentario.

«...en un ignoto país llamado Afganistán, las tribus


Pushtun han entrado en guerra contra los comunistas.
Las reformas impuestas por el Gobierno de Kabul, cuenta
el periodista J. P. Sterba, fueron muy mal recibidas por
los campesinos: reforma agraria, campaña de alfabetiza-
ción, etc. Pero lo verdaderamente intolerable fue lo re-
lativo a los derechos de la mujer: podrían casarse con
quien quisieran, prescindiendo de la autoridad de sus pa-
dres, podrían quitarse el velo, aprender a leer, asistir a
reuniones políticas, y ya no habría que pagar la cuantiosa
dote matrimonial: ¡todo un atentado contra la propiedad
privada!
»Los mullahs (sacerdotes) predicaron que todo aquello
iba contra la religión, y los hombres entraron en guerra.»

(El Periódico, 23-2-80, Barcelona.)

474
CAPÍTULO V
EL FEMICIDIO

La tortura puede concluir en el asesinato de la mujer.


«El femicidio —dicen Regina Bayo y Encarna Sanahuja 1 ' 2
puede, o no, ser penado por las leyes de un país. Así en
Irán, durante el mes de noviembre de 1976, una joven fue
decapitada por su padre, con la ayuda del hermano de
aquélla, porque la muchacha persistía en salir con su
compañero, a pesar de la oposición de su familia. Y si
ese hombre le cortó la cabeza a su hija es porque, según
la tradición persa, una mujer que mantiene relaciones
culpables con un varón puede ser asesinada legítimamente
por su padre, su hermano o su marido.»
«Para conocer un poco la tradición de los países ára-
bes, en relación con sus mujeres —aunque nos parezcan
muy lejanas se hallan en realidad muy cerca— es preciso
recurrir al testimonio de Youssef el Masry, el primer pe-
riodista egipcio que se atrevió en 1963, a denunciar ante
el mundo los crímenes que cometían los hombres de su
país contra sus mujeres.» 4 3 .
«En marzo de 1955, el Tribunal Charei (Ístmico), de
Rod el Farag de Egipto, celebraba un juicio que, en la
época, hizo mucho ruido en todo el mundo árabe. ¿De qué
se trataba? Una mujer se había quejado al tribunal de los
malos tratos que le infligía su esposo. El tribunal recha-
zó la queja de la esposa. Más aún, reconoció a los maridos
el derecho de pegar a sus mujeres. Pero, añadían los ve-
nerables miembros del tribunal, deben ser respetadas un
número de reglas en la manera de aplicar la corrección...

42. «Vindicación feminista», cit.


43. El drama sexual..., obr. cit., pág. 136.
475
»No debe utilizar un bastón de un diámetro superior
al auricular y de una longitud mayor que un "ampón", es
decir, las distancias entre las extremidades del pulgar y
del meñique de una mano ancha abierta.
»Nunca debe pegar a su mujer en la cara.
»No debe dar más de un golpe a la vez sobre cada una
de las partes del cuerpo de la mujer...
»Los resultados de este juicio fueron más desconsola-
dores. Los periódicos se apoderaron de la información, la
pusieron de relieve y llegaron hasta organizar un refe-
réndum sobre la cuestión. ¿Las respuestas obtenidas? Sen-
cillamente sorprendentes. Por ejemplo, Abbas el Akkad,
uno de los escritores contemporáneos egipcios más im-
portantes, se pronunció francamente a favor de la correc-
ción aplicada a las mujeres...
»Pero ¿qué le ocurre a una mujer cuando pega a su
marido? Pues bien, va a la cárcel. Según el periódico
Aí Ahram, de El Cairo (19 de abril de 1960) es lo que le
ocurrió a una mujer del barrio popular de Bab El-Cnaarí...
»La paliza no es la única forma de corregir a las
esposas recalcitrantes. Existen otras. El periódico Al
Ahram, de El Cairo, daba los detalles de una corrección
de un género particular infligida a una mujer por su ma-
rido. Era médico y apelaba a su conciencia para "domar"
a su mujer, para obligarla a ejecutar su menor deseo, un
pinchazo anestésico cada vez que lo juzgaba útil. Cuando,
fatigada, expresó ella su desei de pedir el divorcio, él le
dio, una vez más, a la fuerza una nueva inyección. Y mien-
tras dormía, le cortó los cabellos, "para afearla" dijo en su
defensa...
«Después de esto, no nos sorprende que, en la prensa
egipcia del 20 de diciembre de 1960, se leyera que un
obrero, n o t ó l o pegaba a su mujer cada vez que le servía
la comida con cierto retraso, sino que la ataba con cuerdas
en la cama y la dejaba allí durante dos días...»
No puede sorprendernos tampoco que el hombre ára-
be, después de mutilar, de apalear y de torturar a sus mu-
jeres, las mate con pocas excusas, Youssef el Masry sigue
su relato de horrores:
«Supongamos que por una u otra razón —sexual, eco-
nómica o afectiva— el marido haya asesinado a su mujer.
Evidentemente esto ocurre en todas partes, y si no hay
mayor número de casos en Oriente árabe, únicamente es
a causa de la extrema facilidad del varón para obtener

476
el divorcio. Pero donde las cosas difieren es ante la jus-
ticia. Para estar seguro de que le saldrá "barato" (cuatro
o cinco años de trabajos forzados) nuestro hombre no
tiene más que pretender que su mujer tenía (o había te-
nido mucho tiempo antes) una vida desordenada. ¿Ejem-
plos? He aquí algunos:
»En el mes de septiembre de 1960, el llamado Hazcf
Mohamed Ahmed, asesinaba a su mujer a cuchilladas.
Había comprado especialmente esta arma para perpretar
el crimen. La encuesta realizada en esa época estableció,
además que la había asesinado tras una discusión casera.
»Cuatro meses más tarde, el 9 de enero de 1961, acon-
sejado sin duda por un abogado, Ahmed se retractaba y
afirmaba ante el juez que la había matado para salvar
su honor, pues su mujer tenía relaciones culpables con
un vecino. El juez que no podía ser más comprensivo,
ordenó una encuesta suplementaria. Puede apostarse que
no sólo el tal Hazef nunca será ahorcado, sino que ni si-
quiera permanecerá mucho tiempo en el presidio de Turah.
»Otro caso aún más indignante. Naama Ibrahim estaba
casada con Bastawi Salem desde hacía ocho años. El 2 de
octubre de 1960, daba el pecho a su bebé de tres semanas,
cuando su marido la asesinó a cuchilladas. Los padres del
marido para sacarlo del lío, lo presentaron como un de-
sequilibrado mental. Pero él, no tan loco, encontró el ar-
gumento imprevisto: durante la noche de bodas —¡ocho
años antes!— se había dado cuenta de que su mujer no
era virgen...
»E1 20 de noviembre de 1960, Abdel Aziz Abdel Hamid
mató a su mujer, repudiada, a garrotazos, para no tener
que pagarle la pensión alimenticia mensual de 3 dólares
y 60 centavos —durante 12 meses— a que le había con-
denado el tribunal.
»Aicha Selim fue quemada viva por su ex marido, que
no halló otro remedio para evitar darle 3 dólares al mes,
como pensión alimenticia.
»Otro género de crimen en asuntos de divorcios se debe
a la extrema susceptibilidad del varón. Para él, es una
afrenta insoportable que su mujer pida el divorcio. Así,
el 9 de mayo de 1961, Fahmy Abdel Moneim intentaba aba-
tir a su mujer a tiros de revólver: ella había cometido
el crimen de pedirle que la repudiara. Unos quince días
antes, otra desgraciada, Mariam Wahdane, habiendo ex-

477
presado un deseo parecido, tuvo menos suerte: su marido
le rompió el cráneo a golpes de hacha.»
Pero en el mundo árabe no sólo el marido tiene de-
recho de vida y muerte sobre su mujer. El honor de la
familia debe ser defendido por todos los hombres, desde
casi la infancia. La mayoría de los crímenes contra las
mujeres se perpretan por razón de castigar la liviandad
sexual de éstas.
«El 19 de junio de 1960, al mediodía, en Marchiet El
Bakry, suburbio de El Cairo, un hombre asesinaba a una
muchacha a puñaladas. Introducía su arma en el cuerpo
de la desdichada con una rabia sorda. Caída en el suelo,
la víctima perdía sangre en abundancia. No obstante, el
agresor continuaba golpeándola: no quería darle ninguna
oportunidad de escapar. Quería la muerte de la víctima.
Su expiación. Ella tenía dieciséis años. Él, diecinueve. Era
su hermana. La víspera por la noche había oído a la mu-
chacha que confesaba a su madre, cuchicheando, que ha-
bía sido seducida... Entonces, el hermano considerando
que su deber era lavar con sangre de su hermana la falta
y el honor de la familia...
»E1 12 de noviembre de 1959, el llamado Hassan Go-
maa, apuñalaba a una muchacha en el jardín zoológico de
El Cairo. Había llegado de su pueblo lejano de Fayum
"para vengar su honor". En efecto, en Dar El Rimad se
decía que su hermana Madiha, que lo había abandonado
tres años antes, llevaba una vida desordenada en la capi-
tal. Sólo se trataba de rumores. No había absolutamente
ninguna certeza. Nadie podía citar un solo hecho preciso
contra la joven Madiha. Ni siquiera las malas lenguas eran
capaces de indicar en qué barrio de El Cairo vivía. ¡Qué
importa! El joven Hassan Gomaa —entonces aún no te-
nía 20 años— juzgó indispensable "vengar su honor", res-
tablecer su prestigio. Pues no se permite a un hermano
cerrar los ojos ante una cuestión de esta importancia. Se
le hace comprender con mil pequeneces, que no se con-
duce como un hombre. Nada más natural que abandone
la tierra, hijos y mujer para ir a la ciudad a lavar con
sangre el deshonor de su hermana. Así pues Gomaa mar-
chó a la capital. Para colmo de desgracia, se equivocó: la
persona apuñalada en el zoo no era su hermana, sino una
institutriz llamada Saadia Dessuki.
»E1 día 13 de julio de 19S9 el llamado Abdel Rehim
Mahmud entró en la comisaría de Gamaliah, en El Cairo,

478
danzando con un cuchillo ensangrentado en la mano aplau-
dido por un público numeroso. Con una alegría no fingida
declaró al oficial de servicio que acababa de matar a su
sobrina de 16 años. ¿Por qué? porque vigilándola, se dio
cuenta de que la joven Fawzia Ibrahim se reunía a me-
nudo con un muchacho en la calle...
»En el mes de febrero de 1950 un muchacho de 11 años
moría en la enfermería de la prisión central de El Cairo.
Había sido detenido tres o cuatro meses antes. Había ad-
vertido un día al regresar de trabajar —trabajaba con un
distribuidor de leche— que un hombre abandonaba el
dormitorio de su hermana saltando por la ventana, pensó
que "había comprendido". Por la noche cogió un cuchi-
llo, se subió a una silla y apuñaló a su hermana. Al perio-
dista que le preguntó: "Pero, ¿por qué no se lo decías al
marido y dejabas que él lo arreglara?", le respondió con
desprecio: "Sepa señor que el deshonor de una mujer en-
sucia menos al marido que a sus parientes"...
»E1 día 11 de marzo de 1961 en Assiut, en el Alto
Egipto... ante el mismo despacho del procurador general
de la provincia, en pleno tribunal, Khalaf Mustafá atacó
a su sobrina de 12 años y le cortó la cabeza. ¡El tío re-
prochaba a la pequeña Samira Mustafá el haber sido
violada!...
»En el Alto Egipto con frecuencia es todo el pueblo el
que se cree deshonrado cuando una de sus muchachas
deja el camino recto, por esta razón si el padre de la
culpable es demasiado viejo, si el hermano ha marchado
a trabajar a la ciudad y no da señales de vida, si los
primos son demasiado débiles para lavar el honor de la
familia, un vecino se prestará voluntario para la misión,
asumiendo todos los riesgos inherentes. Y el menor ries-
go son cuatro años de trabajos forzados...
»Un hecho todavía más característico: a veces inclu-
so un asesino a sueldo acepta poner su experiencia de
técnico al servicio de una "noble causa" de este género.
Y para tal clase de asuntos, los asesinos profesionales del
Alto Egipto rehusan obstinadamente, con altanería, el me-
nor "honorario". Mohamed Amer, ahorcado en 1954 en
El Cairo por el asesinato con un fusil ametrallador de un
grupo de 5 personas —y que confesó haber matado "al
menos 13 más desde el principio de su carrera"— estaba
particularmente orgulloso de haber prestado, entre otros,
un "servicio semejante".

479
»Fue en 1945. Un hombre viejo y tembloroso había ido
a verle a la orilla izquierda del Nilo, entre Beni-Suef y
Beni Mazar. Le había dicho que no tenía hijos, que sus
vecinos se desinteresaban de sus desgracias, que su hija
se había convertido en una prostituta en Clot-Bey, en El
Cairo, que desnonraba su nombre y le entristecía los úl-
timos días de su vida. Poseía kirats (1/5 de hectárea)
de tierra y estaba dispuesto a cedérselos a cualquiera que
cumpliera, en su lugar, la tarea de matar a la culpable.
Mohamed Amer tranquilizó en seguida al viejo, diciéndole:
"Si quieres que vengue tu honor no me hables más de
retribuir este servicio filial que voy a prestarte." Y efec-
tivamente, Mohamed Amer corrió el enorme riesgo —ya
era buscado por la policía— de ir El Cairo, vivir durante
una semana cerca del barrio en cuestión hasta que en-
contró a la joven que buscaba. Entonces consiguió en-
gañar la vigilancia de los protectores de la prostituta,
asesinarla, y llevarle al padre, como prueba de la ejecu-
ción, el collar que llevaba antes de abandonar su pueblo...
»Relatando esta triste historia, Mohamed Amer estaba
convencido de haber cumplido una buena acción. La me-
jor, quizá la única de su vida criminal. Al mismo tiempo,
quería convencernos de que estaba lejos, muy lejos, de
ser el fuera de la ley sanguinario descrito por la prensa,
y que "poseía corazón".
Para justificar el femicidio en los países árabes no ha-
cen falta demasiadas razones. El Masry nos cuenta que
«esta sobrevaloración de la virginidad constituye un fenó-
meno social de raíces profundas, sólidas. Cuando un mu-
chacho mata a su hermana, las personas que han asistido
al asesinato ni siquiera se plantean si la víctima era real-
mente culpable. A nadie se le ocurre buscar circunstancias
atenuantes a la desdichada. La mayoría de las veces, los
espectadores felicitan al asesino por haberse comportado
como un hombre" ...» *
Por supuesto, todos los hombres occidentales, y mu-
chas mujeres, demasiadas, van a consolar su conciencia
y a afirmarse en su creencia de que la mujer es «en reali-
dad» un «ser humano» «igual al hombre», arguyéndome
que tales tragedias sólo suceden en el mundo musulmán,
atrasado, ignorante y fanático. Nada les importa a mis
opositores que ese mundo árabe sea hoy el más poderoso

(*) Obr. cit., págs. 74-75-76-77-78-79-136-137-138-139-180.

480
económicamente, que controla el ochenta por ciento de
la riqueza petrolífera mundial, el que ocupa los diez se-
gundos puestos de la industrialización, y cuya política
tiene pendiente de la angustia o el alivio a los «grandes»
del primer mundo; ya que no me refiero a las tribus per-
didas en el interior de Australia, todavía en pleno Paleo-
lítico, ni a los indios iroqueses en las miserables reservas
de los Montes Apalaches, ni a los bantúes o a los zulúes
africanos.
Si he relatado con algún detalle la situación de la mu-
jer árabe, es porque ésta compendia todos los horrores
que un ser humano puede sufrir, en nuestro adelantado
y humanitario siglo xx; porque nace y muere en los paí-
ses más ricos de la tierra, países que como resalta Youssef
el Masry son signatarios de la Convención de los Derechos
del Hombre, y sobre todo porque nadie, nadie se preocu-
pa de ellas. El mundo musulmán es una inmensa prisión
para sus mujeres, que se extiende desde el Océano Atlán-
tico hasta el Océano índico, comprendiendo Marruecos,
Argelia, Mauritania, Nigeria, Libia, Egipto, Siria, El Líbano,
Irak, Jordania, Arabia Saudita, Afganistán, Pakistán, In-
donesia, Irán, Yemen del Norte, Yemen del Sur, los Emi-
ratos Pérsicos. En este dilatado imperio cuatrocientos mi-
llones de «personas» del sexo femenino, viven en la escla-
vitud. Y no le importa a nadie. Incluyendo a los partidos
comunistas y socialistas, a los hombres de izquierda, a
los filósofos y a los escritores de la «oposición», que en
muchos de esos países apoyan a sus gobiernos por consi-
derarlos progresistas y socialistas.
Y concluido este largo paréntesis dedicado a las mu-
jeres musulmanas, veamos cómo pueden tranquilizarse
las conciencias progresistas con la verdadera historia de
las mujeres occidentales y cristianas.
En «Vindicación Feminista» del 1 de abril de 1977, Re-
gina Bayo y Encarna Sanahuja escriben:
«En USA, una de cada diez mujeres era asesinada des-
pués de una violación o de otra agresión sexual. Un re-
ciente estudio ha revelado que en el 85 % de los casos
de femicidio doméstico, la policía había sido avisada al
menos una vez y que, en el 50 % de los casos, había sido
requerida cinco o más veces antes del crimen. Pero la
muerte o la mutilación de una mujer no constituye un
acontecimiento político. Los hombres, en general, nos di-
cen que no pueden ser acusados de aquello que sólo rea-

481
31
lizan algunos maníacos. Los partidos de derechas consi-
deran que ese tipo de violencia es propia de psicópatas,
de inmigrados, de alcohólicos, de anormales. La izquierda,
en cambio, busca uria explicación en la miseria económica
y sexual, alentándonos a combatirla en nombre de la lu-
cha contra el capital. Y nosotras afirmamos que el mismo
hecho de negar el contenido político del terror, ayuda a
perpetuarlo, y nos mantiene débiles, vulnerables, ais-
ladas...
«Recientemente, en algunos films pornográficos, el pun-
to culminante lo constituye el asesinato y descuartizamien-
to de una mujer, pero qué más da, sólo se trata de la
muerte real de una mujer y en una película dos situacio-
nes entre lejanas y secundarias para la sociedad masculina,
patriarcal y machista en que vivimos...»
En Estados Unidos se comete un delito cada minuto,
y las estadísticas dicen que de los delitos contra la integri-
dada física de las personas, el 70 % se cometen contra
mujeres. En España, país latino, reputado uno de los más
pacíficos, sobre todo por la tradición fascista, en los cin-
co meses primeros del año 1977, las páginas de sucesos
y de tribunales de la prensa barcelonesa, ha relatado nue-
ve casos de asesinatos de esposas o de novias, a las que
el novio o marido decidió castigar severamente su desa-
tención afectiva o la supuesta infidelidad conyugal.
El 24 de marzo se encontró el cadáver de la joven Ana
María López Sánchez, de 16 años de edad, enterrado en
un descampado próximo a Alicante. Su novio había re-
suelto ya el problema de sus celos.
El 29 de marzo dos jóvenes estudiantes, Giogio Inver-
nizi y Fabricio de Michelis, asesinaron a Olga Julia Calzoni,
de dieciséis años en Milán. La joven mantenía una asidua
amistad con los dos, aunque manifestaba sus mayores
preferencias por Invernizzi.
El 2 de abril falleció en un centro médico de Palma
de Mallorca, África Aragón Medina, de 28 años. Su novio,
Jesús Fernández Heredia, de 29 años, pasó a disposición
judicial como presunto autor de las heridas que le cau-
saron la muerte, afectado por un ataque de celos.
El mismo día el periódico barcelonés La Vanguardia,
publicaba un artículo del escritor Sebastián Juan Arbó
donde recordaba su anterior crónica: el marido llegó a
las tres de la madrugada, ebrio, la mujer estaba atada al
pie del camastro con la cadena (situación en la que se

482
encontraba habitualmente), el marido la desató, le quitó
las ropas, dejándola desnuda y empezó a pegarle, cogió
después un palo y continuó pegándola hasta causarle la
muerte.
El 28 de marzo Salvador Avenía Navarro, de 27 años,
tiró por el hueco de la escalera del Hostal de la calle
General Castaños, 14, de Madrid, a su novia Isabel Gómez
Rodríguez. La muchacha se había negado a acostarse
con él.
El 11 de junio el subdito mejicano José García Pena,
intentó pegarle fuego a un avión. Había asesinado a su
primera esposa, por lo que tuvo quince años de cárcel,
y ese día acababa de matar a su segunda esposa y a su
hija.
El 16 de julio, María Paz Morilla Ortega, de 26 años,
profesora de matemáticas, fue asesinada a cuchilladas en
plena calle de Sevilla por su marido, Pedro Gallardo, li-
cenciado en Derecho, funcionario intachable de la Audien-
cia Provincial de Sevilla. María Paz había instado proceso
de separación matrimonial.
En esos cinco meses, sin pretender ser exhaustiva en
la relación, el número de mujeres asesinadas por el hom-
bre con el que mantenían una situación de dependencia
llamada afectiva, es superior al de muertos en enfrenta-
mientos con la policía en manifestaciones callejeras. Pero
son muertes anónimas, sin gloria ni honor. Ni indigna-
ción de nadie. Las organizaciones de izquierda que son
capaces de movilizarse en horas ante la agresión de la po-
licía o de los grupos de ultraderecha contra manifestan-
tes o militantes de la izquierda, son absolutamente indi-
ferentes al sufrimiento de las mujeres de su país. Algunas
de las veces causado por los hombres de esa misma iz-
quierda. Y los intereses de clase se defienden siempre,
aunque no se diga con las palabras exactas.
Claro que esa izquierda nos dirá que los agresores son
psicópatas, o seres embrutecidos por la miseria generada
por una sociedad capitalista, y nos darán la solución de
luchar por la construcción del socialismo, panacea de to-
dos los males. Pero jamás nos responderán a cuestiones
tan simples como explicar por qué los agresores perte-
necen a todas las clases sociales y a todas las ideologías,
con lo que su teoría de la miseria queda descartada. Ni
tampoco pueden aclarar la contradicción flagrante de su
teoría de la explotación capitalista, como origen de la

483
explotación de la mujer, y la realidad diaria de las agre-
siones, asesinatos y violaciones cometidos por obreros,
campesinos y «lumpen» contra sus mujeres. Si la burgue-
sía es la única clase opresora, solamente los burgueses
deberían ser los violadores, apaleadores y asesinos de
mujeres.
Y si nos hablan de la ideología burguesa como causa de
la perversión del hombre, les recordaremos la conducta
de los hombres que someten todos los días a las mujeres
a su dominio mediante la violencia en el modo de pro-
ducción doméstico cuyas perlas ya hemos repasado en la
Parte II.
La crónica periodística nos proporciona, como siempre,
el mayor caudal de datos sobre el femicidio en los países
occidentales, tan sólo ofrezco a continuación algunos de
los casos más significativos, más curiosos, como ilustra-
ción de los 175 femicidios causados por hombres en el
curso de los últimos tres años y recogidos por la prensa
española. El último de los cuales, el asesinato de Elena
Althusser por su marido el filósofo Louis Althusser acaba
de ser cometido en noviembre de 1980.

Mujeres asesinadas entre los años 1976 al 1980. Total


175. (Del 70 al 75, 9; 9 el 76; 1 el 77; 55 el 78; 62 el 79 y
39 el 80.)

Por su padre 7
Por su marido 57
Por un pariente próximo 15
Por el novio, el amante, el amigo 41
Por un desconocido 46
Por las fuerzas del orden, militares, etc 4
Por el jefe en el trabajo 1
Por el hijo 4
175

Por un menor 9
Por un perturbado 17
Por un adulto normal 149

175

484
Por un grupo . . , 38
Por un hombre solo 137

175

En la calle o en establecimiento público . . . . 53


En el domicilio 107
En el lugar de trabajo 12
Rapto 3

175

A menores 13
A ancianas 19
Adultas normales 144

175

Por motivaciones políticas 1


Por motivos religiosos (rituales) 5
Directamente sexuales 36
Otras motivaciones 133

175

300 niñas violadas y asesinadas en Colombia por un


mismo tipo.
5 en Argentina de 2, 5 y 7 años por otro tipo.
13 asesinadas por el destrípador de Yorkshire.
20 en USA por un mormón.

APUÑALADA POR SU MARIDO


(Mundo Diario, 18-8-77, Barcelona)

«Con una bata y una faja como únicas prendas apare-


ció cosida a puñaladas en su domicilio de Coslada (Ma-
drid), la joven empleada de la telefónica María del Pilar
Arija. A juzgar por el dictamen forense la víctima llevaba
48 horas muerta. Como presunto parricida la Policía bus-
ca insistentemente al esposo de María del Pilar, funciona-
rio de un Ministerio, quien desapareció después del cri-
men.
»Según parece el matrimonio sufría frecuentes discu-
siones.»

485
ASESINADA EN EL METRO
(La Vanguardia, 10-8-77, Barcelona)
«Doña Claudia Curfman Castellana, maestra de español,
de 34 años de edad, residente en Manhattan, fue muerta
a cuchilladas el domingo en una estación de «metro» de
Nueva York, y en presencia de numerosas personas que
no hicieron movimiento alguno por ayudarla. Posterior-
mente unos viajeros del «metro» trataron infructuosa-
mente de perseguir al asesino. La víctima estaba casada
con Frank S. Castellana, doctor en medicina.»
MATÓ A UNA PROSTITUTA POR DISCONFORMIDAD
CON EL SERVICIO
(Mundo Diario, 15-10-77, Barcelona)
«La policía madrileña ha conseguido la detención del
presunto autor del homicidio cometido en la persona de
Alfonsa Gurumeta Fernández, de 42 años de edad. El
homicidio fue cometido el 8 de junio, y el cadáver de la
mujer fue hallado en el apartamento donde residía.
»E1 individuo fue detenido y sometido a interrogatorio,
en el curso del cual se declaró autor del homicidio. Se
trata de Antonio Aparicio Martín, de 21 años de edad,
quien había acordado ir con la mujer a su apartamento, y
una vez en el mismo se suscitó una violenta discusión
sobre el tiempo que iban a permanecer juntos. Durante la
pelea, Antonio golpeó a la mujer que sufrió fracturas de
vértebras cervicales.»

ASESINA A UNA MUJER PARA REALIZARSE


(Mundo Diario, 29-11-77, Barcelona)
«Un italiano de 25 años mató a una joven en un club
nocturno de Roma para «realizarse».
»Gianni Mario Carrano, que no conocía a su,víctima, le
clavó un largo cuchillo en la espalda sin intercambiar con
ella ni una sola palabra. El agresor fue detenido por los
allí presentes sin ofrecer resistencia alguna y explicó:
«Tenía muchas ganas de matar. Ahora ya me siento rea-
lizado. También me gustaría haber matado a Marco Pa-
nella porque es un "feminista".
»Sandra Salustri, de 19 años de edad, fue la víctima
elegida al azar por Carrano para satisfacer sus ansias de
matar.»

486
DISPARÓ CONTRA SU MUJER Y SU SOBRINA
(Mundo Diario, 23-8-77, Barcelona)

«Las balas del alcohólico agresor les causaron respec-


tivamente heridas de pronóstico menos grave y muy grave.
»En una barraca residía desde hace cuatro años Pedro
Morales, de 51 años, con su esposa y cinco hijos. El hom-
bre trabaja como obrero de la construcción, es alcohólico
y agresivo, de modo, que según cuenta unánimemente el
vecindario, las discusiones familiares eran poco menos que
plato cotidiano.»

ASESINO A SU MUJER CON CUATRO CUCHILLOS


(Informaciones, 3-10-77, Madrid)

«En Palma de Mallorca fue asesinada María del Rosario


Ruano. Parece ser que Juan Francisco creyó que su mu-
jer quería envenenarle y en un acceso de locura asesinó
a su mujer dándole quince puñaladas.»

MATA A SU ESPOSA
(Mundo Diario, 26-11-77, Barcelona)

«Un hombre dio muerte a su esposa, anoche, de dos cu-


chilladas, en el transcurso de una pelea que mantuvieron
delante de sus dos hijos.
»La fallecida es María del Carmen Tabares Hernández,
de 34 años de edad, natural de Villalar del Ciervo (Sala-
manca), y el agresor su esposo, Antonio Gutiérrez Arias,
de 31 años, natural de Ciudad Real, que también resultó
herido leve por arma blanca en la cabeza en el transcurso
de la discusión.»

MATA A SU ESPOSA Y SE SUICIDA


(La Vanguardia, 10-8-77, Barcelona)

«El obrero Antonio Lara Mingorance, de 34 años de


edad, se disparó un tiro en la garganta que le causó la
muerte instantánea, tras haber matado a su esposa Juana
Urbano Pérez, de 31 años, con dos tiros de escopeta, en
su domicilio del pueblo granadino de Peligros.
»E1 matrimonio que se encontraba en una precaria si-
tuación económica, deja siete hijos de 12, 10, 9, 7, 4, 3 y
dos años de edad.»

487
PROSTITUTA ASESINA A SU CLIENTE
(Mundo Diario, 25-8-77), Barcelona)

«El homicidio cometido ayer en París por una prostitu-


ta, que mató de una puñalada en la garganta a un cliente,
se achaca, según los primeros elementos de la investiga-
ción, a la «psicosis del miedo» que reina actualmente en
los medios parisienses de la prostitución.
»En efecto, el pasado 23 de julio fue estrangulada en la
capital una prostituta, Ginette Fontanaud. Otra, el mis-
mo día, consiguió salvarse tras haber sido atacada por un
cliente en la calle. Por último, el 21 de agosto, la prosti-
tuta Chevagneux fue estrangulada en su apartamento.»

MATA A SU ESPOSA, A SU HIJA Y A SU SUEGRA


(Mundo Diario, 1-11-77, Barcelona)

«Un vecino de la localidad navarra de Viana mató en


la madrugada del domingo a su esposa, a su suegra y una
hija con una escopeta de caza, después de que le fuese
negada la entrada en la casa de su mujer, de la que se
hallaba separado legalmente y con la que había tenido
numerosas desavenencias conyugales y familiares.
»A1 serle negada la entrada en la casa de su mujer, An-
drés Arazuri, de 50 años, derribó la puerta de entrada y
disparó con una escopeta de caza contra su esposa, Tere-
sa Romero, de 45 años, su suegra, María Romero, de 60
años, y su hija María Teresa, de 16, a las que ocasionó
la muerte.»

GOLPEA A SU MUJER EN LA CABEZA CON


UN MARTILLO
(El País, 26-2-78, Madrid)

«Carmen Arozamena Poves, fue ingresada, el pasado


viernes, en un centro sanitario, con lesiones de gravedad
producidas en el curso de una discusión con su marido,
Carmelo Martín Montalvo. Según parece la pelea ocurrió
sobre las diez de la mañana y como consecuencia de la
misma el marido golpeó repetidas veces con un martillo
la cabeza de la mujer.»

488
MENOR ASESINADA POR SU AMANTE
(Mundo Diario, 3-1-78, Barcelona)

«Carmen Molina Segarra, de 15 años de edad, fue asesi-


nada en la Nochevieja por su amante, un hombre maduro
que se cree que contaba unos 50 anos de edad.
»La joven entró rápidamente en el bar «Riereta», ubi-
cado en la calle del mismo nombre, en el casco antiguo
de Barcelona.
»Según manifestaron quienes se hallaban en aquel mo-
mento en el bar, la chica entró rápidamente y con la
cara de estar muy asustada y se metió en el lavabo. De-
trás de ella entró el asesino que le clavó diversas puñala-
das en el pecho.»

LE DISPARÓ DOS TIROS POR CELOS


(El País, 15-2-77, Madrid)

«Juan Gálvez Rosas, de 33 años, fue puesto anteayer a


disposición judicial como presunto autor de la muerte de
su mujer, María Josefa Caro Prado, de veinticinco años,
que falleció como consecuencia de las heridas producidas
por dos disparos de escopeta.
»La muerte ocurrió a la una y media de la tarde del
pasado día 10, en el domicilio del matrimonio sito en la
carretera de Guadalajara, 72, en Alcalá de Henares. Se-
gún declaró el detenido el motivo de los disparos fue
una pelea por celos, al parecer el acusado creía que su
esposa mantenía relaciones con otro individuo.
»En el transcurso de la pelea, según la acusación, Juan
Gálvez tomó la escopeta y disparó contra su mujer dos
cartuchos. Trasladada la víctima por la hermana del su-
puesto parricida a un sanatorio, la mujer ingresó cadá-
ver. En el mismo centro médico el señor Gálvez fue de-
tenido.»

MUJER MUERTA A GOLPES EN LA BAÑERA


(Mundo Diario, 10-2-78, Barcelona)

«Sobre las 7,45 horas de la mañana, José Legrijo Torra-


do, de 31 años de edad, trasladó el cuerpo de su esposa
Trinidad Mellado Roda, de 29 años, a la Residencia «Fran-
cisco Franco», con señales externas de haber recibido una
descomunal paliza. El parte facultativo estableció que

489
Trinidad «era cadáver, presentando múltiples hematomas
en cara y cuerpo».
«El hombre explicó que al llegar a su domicilio la no-
che anterior había advertido que su esposa estaba ebria,
por lo que la introdujo en la bañera para que se despeja-
ra. En un principio negaba que la hubiera golpeado, indi-
cando que la mujer pudo caerse en la bañera debido a su
estado. Más tarde reconoció «haberle dado algunas bofe-
tadas sin intención de causarle un mal grave».
»E1 matrimonio residía en un piso de la calle Marqués
Montroig, de Barcelona, y eran frecuentes las disputas y
riñas.
»E1 lamentable estado que presenta el cadáver de Trini-
dad da a entender que su marido le propinó una gran
paliza que le ocasionó la muerte.»

MATA A SU MUJER Y ESCONDE EL CADÁVER


EN EL ARMARIO DE SU CASA
(Mundo Diario, 15-3-78, Barcelona)

«Madrid. Alfred Neurburgen Huberp, subdito alemán,


de 38 años, residente en Madrid ha sido detenido por
inspectores de la Comisaría de Centro como presunto
autor del asesinato de su esposa, María Rosa Calvo Du-
bourg, de 30 años, cuyo cadáver escondió en un armario
de su domicilio, el pasado 18 de febrero.
»Según declaraciones del propio Alfred, el crimen tuvo
lugar el citado día en el domicilio del matrimonio, en el
número 32 de la calle Fuencarral, tras una violenta dis-
cusión por desavenencias conyugales.
»En el curso de la discusión, parece ser que Alfred
cogió por el cuello a su esposa en una postura forzada,
que bien pudo provocar daños en su tronco encefálico.
»La víctima cayó al suelo y se golpeó contra él, por lo
que el marido, según su propia declaración, pensó que se
trataba de un desvanecimiento. Pronto comprobó que ha-
bía fallecido. Planeó deshacerse del cadáver, pero ante el
temor de ser visto por los vecinos lo escondió en un ar-
mario del domicilio.
»E1 pasado día 11 de marzo, Alfred recibió la visita de
un matrimonio amigo, quienes, además de notar el pe-
netrante olor del cuerpo en descomposición, vieron el ca-
dáver en el armario.
»Alfred Neuburgen y María Rosa Calvo se conocieron

490
en Alemania y contrajeron matrimonio en octubre de
1972, tenían una niña de dos años de edad. Cuando los
inspectores se presentaron en el domicilio de Alfred, su
hija les dijo: «Mamá está aquí, mamá está aquí...», seña-
lando el armario. Según declararon los vecinos el matri-
monio discutía frecuentemente porque Alfred no era muy
amigo del trabajo.»

UNA JOVEN ACUCHILLADA Y MUERTA EN VALENCIA


(La Vanguardia, 19-3-78, Barcelona)

«A últimas horas de esta mañana falleció en el hospital


Clínico la joven de 15 años M.a Dolores Gimeno Matías,
quien anoche fue acuchillada por un individuo en un
callejón de los poblados marítimos, en las proximidades
de la calle Manuel Estelles.
»Una hora después, era acuchillada también María Übe-
da Pascual, de 17 años, en lugar no alejado de dónde
apareció la primera. Esta segunda presentaba siete heridas
de arma blanca.»

MATA A MARTILLAZOS A SU MUJER


Y AL AMANTE DE ELLA
(Mundo Diario, 84-78, Barcelona)

«Manresa. En la tarde de ayer la Guardia Civil detuvo


a Ramón Rius Inglesa, de 45 años, vecino de Tarrasa y or-
denanza del Ayuntamiento de dicha ciudad, como presun-
to autor del asesinato de su esposa, Rosalía Galí, de 38
años, sus labores y del amante de ésta, el acaudalado in-
dustrial egarense Felipe Claris, de 66 años.»

EL SACERDOTE MATÓ A SU AMANTE ENCINTA


(Mundo Diario, 27-4-78, Barcelona)

«París. Es sacerdote católico Guy Desnoyers fue puesto


anteayer en libertad a causa de un indulto, después de
cumplir una condena de veintidós años de cárcel por ase-
sinato de una feligresa de 19 años.
»Guy Desnoyers, cuando era párroco de Oreffe, dejó
embarazada a una joven feligresa. Atormentado por su
complejo de culpa al haber sucumbido a la tentación de
la carne, asestó numerosas puñaladas a su amante, hasta
el extremo de arrancarle el feto de siete meses. En pleno

491
delirio bautizó al feto y pedía perdón a Dios por su pe-
cado.
»E1 crimen conmovió a toda Francia, y, en un clima de
odio que propiciaba al linchamiento, muchos ciudadanos
pidieron la guillotina para el párroco. La sentencia del
Tribunal fue finalmente de cadena perpetua.»
PARRICIDIO EN UNA CALLE DE MÁLAGA
(Mundo Diario, 18-6-78, Barcelona)
«Málaga. Una mujer de 21 años fue asesinada por su
marido de 32 años en la barriada «Portada Alta», de Má-
laga, al dispararle a bocajarro tres tiros con una carabina.
Tras ellos el homicida intentó suicidarse, pero resultó
herido.
»E1 hecho ocurrió por la tarde. La víctima se llamaba
María Teresa Morales de la Rosa y era natural de Ma-
drid. Su marido malagueño, se llamaba Miguel López
Jurado y trabajaba de guardián nocturno en un edificio
en construcción. Llevaban casados siete años y tenían cua-
tro hijos (un varón y tres hembras) de 6, 5, 4 y 2 años.
La hija mayor es ciega, sorda y muda. Se da el caso de que
la finada estaba encinta de cuatro meses. Parece ser que
el matrimonio no estaba bien avenido, ya que el marido
sometía casi continuamente a su esposa a malos tratos.
Según vecinos le habían oído decir varias veces que la
iba a matar. Reñían habitualmente, casi siempre por cul-
pa del marido.»

MUJER MUERTA TRAS RECIBIR


DIECIOCHO PUÑALADAS
Detenido su marido como presunto agresor.
(El País, 19-7-78, Madrid)
«María del Pilar Soto, de veintisiete años de edad, fa-
lleció en la madrugada de ayer a consecuencia de varias
puñaladas que, según la nota de la policía, le infligió su
esposo, Arsenio Sebastián, de treinta años, por motivos
aún no determinados, aunque parece ser que se refieren
a problemas conyugales.
»Los vecinos del edificio n.° 3 de la calle Luis Villa
escucharon a la puerta sin resultados, llamaron a conti-
nuación al 091, y ante la tardanza, optaron por avisar a
una pareja del barrio de la policía armada.
»Cuando los policías llamaron a la puerta salió en per-

492
sona el marido, Arsenio Sebastián, llevando aún en las
manos el cuchillo ensangrentado. Tanto él como su mu-
jer, se encontraban desnudos, y ella agonizaba tras haber
recibido dieciocho puñaladas en diversas partes del cuerpo.
»La pareja llevaba un año de casados y su comporta-
miento había sido normal en este tiempo.»

EL HOMICIDA DE LA MAESTRA ERA MATARIFE


(Mundo Diario, 27-7-78, Barcelona)
El detenido declaró que tropezó casualmente con su
victima y quiso robarle y acostarse con ella.

«Poco antes de la una de la madrugada del pasado día


20, Montserrat Mesalles Calafell, al término de una sesión
de cine, se disponía a entrar sola en el portal n.° 37 de la
calle Entenza para regar las flores y recoger la corres-
pondencia del domicilio de sus padres, que pasaban el
mes de julio en Mallorca con motivo de las vacaciones. La
casualidad hizo que Manuel Carbonell Uroz, de 24 años,
matarife del matadero transitara por la acera opuesta.
»Manuel Uroz era cliente habitual de los bares de la
zona. Cada noche solía hacer su particular ronda de cer-
vezas y cubalibre.
»La noche del 19 de julio Manuel tomó varias consumi-
ciones alcohólicas en distintos bares. Sobre las 0,30 de la
madrugada pasó por la calle Entenza.
»Sin pensarlo dos veces cruzó la calle. Había visto a
una mujer que se disponía a entrar en el portal. La pri-
mera intención de Manuel fue robarle el bolso para pro-
seguir la juerga en las barras americanas. El matarife no
extrajo de momento arma alguna, limitándose a solicitar
el dinero a la chica. Montserrat intentó resistirse, por lo
que Manuel le colocó en el pecho un punzón de hierro
de unos 30 centímetros de longitud que utilizaba para su
trabajo. Al retroceder, Montserrat tropezó con la puerta
y ambos se introdujeron en el vestíbulo. Ya en el interior
Manuel se olvidaría del dinero y propuso a la maestra
que le dejara subir con ella al piso. Montserrat siguió
retrocediendo al tiempo que intentaba convencer al asal-
tante acerca de lo poco satisfactorio que debían resultar
las relaciones sexuales mantenidas por la fuerza.
«Cuando la chica se paró junto a los buzones, Manuel
le hundió el hierro en el pecho dándose a la fuga con el
bolso de la víctima. Montserrat fue recogida por los ve-

493
cinos y falleció tres horas más tarde en el Hospital Clí-
nico.»
MATA A SU ESPOSA Y ENCIERRA EL CADÁVER
JUNTO A SUS HIJOS
(Noticiero Universal, 4-7-78, Barcelona)
«José Rioja Mestre, de 29 años, mecánico dentista, ase-
sinó a su esposa, Inmaculada Reguero García, de 23 años.
»Los hechos ocurrieron a las nueve de la mañana, pero
el cadáver de la víctima fue descubierto por la policía
hacia las dos de la tarde tendida en la cama con un cu-
chillo de cocina clavado en el cuello.
»Tras cometer el parricidio José Rioja se marchó de
casa en la que dejó encerrados a los dos hijos del matri-
monio, de 1 y 3 años de edad, respectivamente, quienes,
al pasar las horas sin que nadie les atendiese, empezaron
a llorar con gran desconsuelo, hasta el punto de que alar-
maron a los vecinos, que avisaron.»
UNA PRINCESA SAUDI FUSILADA POR AMOR
(Tele-Expres, 23-1-78)
«Ammán (Jordania). Una princesa de Arabia Saudí ha
sido ejecutada públicamente por un pelotón de fusila-
miento en una plaza de Jeddah por desafiar el código de
la familia real al haber contraído matrimonio con un hom-
bre que no pertenecía a la nobleza, dicen personas llega-
das de dicho país.
»Los miembros de la familia real querían que el matri-
monio fuera muerto a palos, pero accedieron fusilar a la
princesa y a decapitar a su marido, a petición del abuelo
de la princesa, príncipe Mohammed Ibn Abdulaziz, her-
mano menor del rey Jaled.»

En un asesinato de mujer sobre diez en los USA, la


víctima es asesinada en el curso de una violación o de
otra agresión sexual. En su libro Against Our Wül, Susan
Brownmiller estima que 400 violaciones seguidas de ase-
sinatos se cometen cada año en USA.
El miedo a la muerte en manos de los violadores es
bastante más grande de lo que esta cifra indica. No sabe-
mos cómo de las 55.010 mujeres que han puesto denun-
cias de violación en USA en 1974,44 o cuántas de ellas que
no hablarán nunca de su experiencia, se sometieron por

494
miedo a ser asesinadas. Pero estamos seguros de que
son muchas. Esta forma de femicidio (violación-asesina-
to) tiene consecuencias bastante más allá de las 400 víc-
timas, porque nos aterroriza, tanto si somos víctimas de
una violación como si no.
Los casos siguientes, provienen de páginas de periódi-
cos de San Francisco.
Janet Ann Taylor (21 años): estrangulada y tirada en
la cuneta de una carretera en el pueblo de San Mateo.
Mariko Sato (25 años): apuñalada, destrozada a golpes
de hacha, herida de balas. Su cuerpo desnudo hasta la
cintura y cubierto con una tela ha sido encontrado en una
maleta en un apartamento de San Francisco.
Darlene Maxwell (28 años): atados los pies, las manos y
el cuello a una cuerda, vestida con la ropa interior, estran-
gulada y abandonada en un barrio industrial de San Fran-
cisco. Su cuerpo no fue identificado hasta dos días des-
pués de su hallazgo.
Betty Jean Keith (25-30): estrangulada con una cuer-
da y arrojada al agua cerca de Richmond.
Mary E. Robinsson (23 años): apuñalada 18 veces por
su amigo. «Ella me había llamado cobarde», dijo él, «ella
decía que yo tenía miedo de luchar por mis derechos».
Lucy Ann Gilbride (52 años): muerta a golpes de bas-
tón en su casa de San Rafael.
Cassie Riley (13 años): golpeada, desvestida, violada,
ahogada. Union City.
Sonya Johnson (4 años): violada y apaleada, pro-
bablemente estrangulada. Permaneció desaparecida once
días antes de que su cuerpo fuera descubierto e identifica-
do en San José.
Diane David (36 años): golpeada, amarrada, apuñala-
da y abandonada en su apartamento de San Francisco.
Arlis Perry (19 años): Apuñalada, estrangulada, violada
con candelabros de cobre en una iglesia del campus de
Stanford. Estaba desvestida a partir de la cintura.
Linda Faye Barber (24 años): golpeada hasta la muer-
te y abandonada, desnuda, sobre el campo de golf del club
de campo de Castlowood.
Maude Burgess (83 años): Abandonada desnuda, los
miembros espachurrados sobre la cama y brazos piernas
44. Del manifiesto sobre la violencia publicado en el extraor-
dinario sobre la D«Violencia» publicado en «Les Cahiers du Grif»,
diciembre 1976 (N. 14/15).

495
atados con trapos. Se pasó dos días antes de que su cuerpo
fuera descubierto. Una funda de almohada había sido
colocada sobre su cabeza. San Francisco.
Josephine de Caso (27 años): Apuñalada y golpeada,
después abandonada en un local desierto en Milpitas.
Darlene Davenport (16 años); Desvestida y después
matada a golpes de hacha. Abandonada en un parking
de Oakland.
Susan Murphy (19 años): Golpeada hasta la muerte en
su «livingroom» en Oakland.
Debra Pero (19 años): Sobrevivió tres días después de
haber sido golpeada y azotada con látigo por su amigo.
Rosie Lee Norris (32 años): Apuñalada en su aparta-
mento de San Francisco. Su cuerpo parcialmente desnu-
do fue descubierto el 24 de diciembre. La noticia del asesi-
nato no fue publicada hasta después de Navidad.
«Los hombres nos dicen que no nos tomemos un inte-
rés morboso en estas atrocidades. El colmo de la triviali-
dad es tener curiosidad por "la última violación y el últi-
mo muerto".
»La muerte o la mutilación de una mujer no son acon-
tecimientos políticos. Los hombres nos dicen que no pue-
den estar indignados por lo que hacen algunos maníacos.
Pero el hecho mismo de negar el contenido político del
terror, ayuda a perpetuarlo, y nos mantiene débiles, vulne-
rables, miedosas. Son los verdugos de las brujas del si-
glo xx. Los maníacos que cometen estas atrocidades, ex-
presan, en sus actos, la conclusión lógica de este odio ha-
cia la mujer que invade toda nuestra cultura. Reciente-
mente, esto se ha evidenciado en varios films pornográ-
ficos en los que el punto culminante es la muerte y el
desmembramiento de una mujer. Estas películas son aho-
ra imitadas. Por ejemplo, una película proyectada en Es-
tados Unidos tiene como publicidad que es imposible a los
espectadores decir si la muerte de la actriz es real o no.
»Las mujeres masacradas en estas películas no tienen
nombre. Los nombres que acabamos de leer hoy serán
en seguida olvidados. Ninguna manifestación les acompa-
ñará a la tumba, ninguna protesta ha hecho temblar a la
ciudad, ningún panfleto fue distribuido, ningún comité se
formó. Pero boy nos hemos acordado de ellas. Y mañana
actuaremos para que cesen los femicidios.» *

(*) Bayo y Sanahuya. «Vindicación...», cit.

496
CAPÍTULO VI
JUSTICIA FEUDAL

Mis críticos me dirán, sí bien, las mujeres sufren agre-


siones, asesinatos y violaciones, pero la justicia moderna
no los aprueba, y las leyes y los jueces y los tribunales,
persiguen a los autores, los encarcelan, los procesan y
los castigan, por lo que cualquier analogía con la situación
de los siervos feudales, que eran maltratados y juzgados
por el mismo señor feudal, es simplemente absurda. Y si
no ahí está la historia para demostrarlo.
Garrido nos cuenta de la justicia feudal:
«Considerada como derecho feudal, la justicia señorial
se dividió primero en dos clases, y últimamente en tres:
alta justicia, mediana y baja. Después ésta se subdividió
en territorial y censal, que consistía en el derecho de los
señores de tener oficiales con facultad para obligar a los
censatarios a pagar sus derechos al señor.
»Cada una de estas categorías de justicia estaba simbo-
lizada en forma de suplicio. La alta justicia se represen-
taba por todas ellas, mientras que la mediana lo era sólo
por la horca. Pero como la jerarquía existía en todo de
la manera más rigurosa en el sistema feudal, las horcas
del alto justiciero se diferenciaban de las del mediano
en que los brazos donde se ahorcaba salían fuera de los
dos postes en forma de cruz, en tanto que las del señor
mediano no tenían brazos y se ahorcaba entre los dos
postes.
»La alta justicia señorial podía aplicar las penas si-
guientes según Juan de Desmares, escritor y procurador
del rey de los tiempos de Carlos V y Carlos VI de Fran-
cia:
»Los casos de alta justicia y de los cuales pertenece el

497
32
conocimiento solamente a los altos justicieros, son: rapto,
arrastrar, ahorcar, quemar, ocultar, desollar, decapitar,
tajar y todas las otras de que se siga la muerte, ítem, cor-
tar oreja u otro miembro, desterrar, apropiarse de los
hallazgos, levantar los muertos que se encuentran y he-
redar a los extranjeros. ítem, conocer de los falsos pesos y
medidas y de las alteraciones de las mercancías, de los
muladares, de los olmos y de otros árboles que están en
los caminos y en sus inmediaciones, de los guarda canto-
nes que marcan los lindes, de las encrucijadas y plazas
comunes, del porte de armas, de dirimir las cuestiones y
disputas, de azotar por dineros, poner a la cuestión o dar
tormento, azotar con disciplinas pardetelos públicamente,
tener vados, tener sello auténtico para sellar cartas y docu-
mentos, tener horca con uno, dos, tres o cuatro pilares,
escalas o picotas, hablar ante el público del pueblo, poner
a cualquiera bajo su guarda y protección especial, dar tes-
timonio de haber oído llamar prostituta a mujer casada
y ladrón o asesino a un hombre y otras injurias semejan-
tes y más graves, hacer vender las herencias por público
pregón, dar decretos especiales cuando las cosas y bienes
de menores se vendan y, por último, juzgar sin apelación.
»He aquí el resumen de todos los casos en que interve-
nía la alta justicia señorial y sus atribuciones. Veamos
ahora las de la justicia media, expuestas por el mismo ma-
gistrado:
«Conocía de los golpes y de los que no causan herida
sin llevar dinero por ello, tener grillos y calabozo, cepo
y con qué detener y guardar bien a los malhechores.
»Los casos de baja justicia son: orillar las diferencias
que surgen entre señores y censatarios, condenar hasta
60 sueldos de multa, arrestar, aforamientos y medida de
vinos vendidos en taberna...
»Como se ve por lo que precede, todo propietario era
juez en su dominio y podía decir: "El Estado soy yo."
»La justicia señorial —sigue diciéndonos Garrido— se-
ría cualquier cosa, pero no merecía el nombre de justicia.
Las costumbres de los propietarios feudales, su posición
con relación a los siervos, entregaba la justicia que ejer-
cían a merced de sus pasiones e intereses individuales,
siendo en definitiva el juez del siervo nada más que un
amo envidioso a quien la justicia servía de instrumento
de opresión y de tiranía.
»La justicia señorial era ejecutiva cuando al señor le
498
convenía, pero sus procedimientos y aplicación no termi-
naban nunca cuando creía que podía perjudicarle.
«Durante mucho tiempo, los señores al menos, goza-
ron del derecho de detener y suspender los procesos y
litigios de sus siervos, juzgándolos cómo y cuándo que-
rían, de manera que cuando debían serles perjudiciales se
morían antes de juzgarlos. Agregúese a esto que como el
derecho del señor justiciero provenía de su tierra y que
ésta podía pasar, y pasaba con frecuencia, de unas a otras
manos, dividiéndose además, los pleitantes y procesados
cambiaban de jueces y de leyes como de señores. Llamá-
base desmembrar una justicia entre dos o muchos la par-
tición de una tierra a la que estaba anejo el derecho se-
ñorial. De manera que la justicia se vendía y transmitía
a pedazos con la tierra, sucediendo con frecuencia que el
vendedor se reservaba el derecho de apelación en última
instancia, lo que no impedía al nuevo propietario ejercer
también sobre su nuevo dominio su señoría de alto jus-
ticiero, con lo cual se multiplicaban a veces las instancias
y apelaciones hasta cuatro y cinco.
»Así en lo civil como en lo criminal, el feudalismo y la
justicia que los señores pretendían representar eran in-
compatibles. Cuando las monarquías apoyadas por el
Tercer Estado, organizado y fortificado en las ciudades
libres contra la justicia señorial, los fiscales y jueces rea-
les, hicieron ante la conciencia pública el proceso de aque-
lla inicua institución, a este propósito nos contentaremos
con citar algunas líneas de una sentencia registrada en el
Parlamento de París, que de la manera más terminante
demuestra lo que era la justicia señorial todavía la víspe-
ra de la gran Revolución Francesa del pasado siglo:
»Sobre lo que nos ha sido representado por el doctor
Juan Dande, abogado del rey y de monseñor el conde Ar-
tois, sobre muchos abusos que se cometen en la adminis-
tración de justicia por los oficiales de los señores altos
justicieros de la jurisdicción de este tribunal, y que en
algunas de esas justicias no había ningún oficial con tí-
tulo, de manera que sus funciones estaban desempeñadas
por hombres cuyo menor defecto es la ignorancia, que en
otras los señores hacen jueces a sus parientes, arrenda-
tarios o recaudadores, que muchos de estos jueces tenían
su domicilio fuera de la jurisdicción de este tribunal lo
que retardaba el pronto despacho de los pleitos, dando
lugar a dichos jueces a ejercer sus funciones fuera del

499
territorio para evitarse las fatigas del viaje, que muchos
de estos jueces tenían bastante poca delicadeza para entro-
meterse, postular, instruir y admitir a consulta las partes
en sus mismos estrados, permitiéndose ejercer a la vez
cargos incompatibles, desempeñando a un tiempo fun-
ciones de juez, procurador de oficio y notario registrador
de actos públicos y otros de esta índole...» 45
Con esta situación acabó como ya sabemos la Revolu-
ción Francesa. Abolió los derechos de los señores feuda-
les, liberó a los siervos que aún restaban adscritos a la
gleba, concedió el derecho a todos los hombres a ser
tratados como iguales, y estableció los juzgados y tri-
bunales de justicia, cuyo poder está separado del legisla-
tivo y del ejecutivo, como garantía de equidad y de justi-
cia. Como escribe Garrido: «Acaso ninguna época repre-
senta la monstruosa confusión del poder judicial con
el Estado y el del interés de los propietarios como la
época feudal, pudiendo decirse que uno de los signos
del progreso social, a partir de aquella época, ha sido la
separación de aquellos poderes y la independencia relati-
va, cada día mayor del poder judicial...»
¿Y —me preguntarán mis opositores— cuándo se da
hoy la monstruosidad de que el mismo hombre que ha
apuñalado, violado, apaleado, explotado, o quitado los
hijos a la mujer se erija en juez de ella? Es notorio que
ni siquiera aquellos que tengan intereses directos en el
proceso pueden servir de jueces o testigos o fiscales, por
tanto, ¿cuál es la analogía de la justicia feudal con la que
se imparte contra la mujer en los países capitalistas?
De la situación de arbitrariedad ciega en que se desa-
rrollaba la vida de los siervos, abandonados a la justicia
de sus señores, nos da cuenta la literatura del Renacimien-
to. Las dos obras representativas de las denuncias que em-
piezan a publicarse en la época contra el poder del señor
feudal, en España, son Fuenteovejuna, de Lope de Vega y
El alcalde de Zalamea, de Calderón.
Y las dos, después de describir las condiciones de hu-
millación e injusticia que sufren los siervos, e incluso de
exaltar el movimiento de rebeldía a que se lanzan en el
momento de extrema desesperación, hallan la solución
adecuada a su tiempo: encontrar un arbitro ecuánime y
sensato y justo, que impartiera justicia por encima y más

45. Garrido, obr. cit., págs. 69-70-71.

500
allá del señor feudal, que era parte interesada en el con-
flicto, y éste no podía ser otro que el propio rey. La jus-
tificación para el reforzamiento de la monarquía absoluta
y su vinculación al pueblo, que tenía que mantener el po-
derío monárquico cuatro siglos más, hasta que la burguesía
fuese poderosa y acabase a su vez con las arbitrariedades
del monarca absoluto.
En la segunda mitad del siglo xv afianzado el poderío
militar con la conquista de Granada y la suma de los rei-
nos de Castilla y Aragón, los Reyes Católicos, precisan,
para consolidar su naciente imperio, para pacificar los
diversos señoríos y acabar con las banderías y subleva-
ciones que pueden hacerles peligrar su estabilidad política,
quebrar el poderío feudal, y convertirse en los únicos
amos de España y de sus inmediatas colonias. Y para
ello el amor y la devoción del pueblo es un elemento útil,
combinado, por supuesto, con la derrota de los ejércitos
feudales, para conseguir la cual, las rebeliones de los vi-
llanos se convierten en auxiliares estimados.
Fuenteovejuna nos cuenta esta historia. Ya no tendrán
los infortunados habitantes del pueblo que sufrir las ve-
jaciones, insultos, humillaciones y tropelías del señor, sin
tener juez ni arbitro a quien recurrir. Para resolver el
conflicto y dar seguridad y felicidad a sus subditos se en-
cuentran Sus Majestades, que no se equivocan nunca, y
que además son buenos, amantes de sus siervos y justos.
Reforzando esta tesis, Calderón nos contará la misma
historia, sobre la justicia impartida en el pueblecito de
Zalamea, donde el alcalde encuentra su único apoyo en
Felipe II. Otras obras de menor importancia pero igual-
mente significativas, como El mejor alcalde el rey o Del
rey abajo ninguno, tratan el mismo tema con idéntica te-
sis. Es preciso esperar dos o tres siglos para hallar en el
pensamiento enciclopedista francés, la consagración del
principio de separación de los poderes legislativos, judicial
y ejecutivo, para acabar con el paternalismo o la arbitra-
riedad monárquica. Para entender que es imposible alcan-
zar un mínimo nivel de justicia, si el mismo poder es el
que elabora y promulga las leyes a la par que gobierna el
país y administra justicia.
¿Y acaso sucede otra cosa respecto a las mujeres?
¿No son los hombres los que elaboran las leyes, los que
las ejecutan y los que imparten la justicia que a ella le
corresponde?

501
Quizá algún hombre, objetivamente indignado por la
injusticia de que hago víctima a su clase, me argüirá que
no puede ser el mismo resultado el que se obtenga de
una justicia impartida por los poderosos señores feudales,
impunes en su territorio, y la que impongan los jueces y
magistrados actuales, por más machistas que sean. Y en
la forma habrá que reconocer que no. Como tampoco exis-
ten ya, oficialmente, ni la tortura, ni el cepo, ni la muerte
en la pira o por descuartizamiento..., en Occidente. En
Oriente, para la mujer, sigue existiendo. Y el arbitraje
imparcial que ejercen los jueces, podría compararse al que
se atribuyó a los reyes absolutos, cuando dirimieron las
querellas entre los siervos y los señores. Con varias des-
ventajas claras respecto a las víctimas, las mujeres, al-
gunas de las cuales son las siguientes:
Que jueces hay muchos más en número que reyes, con
lo que no existe la posibilidad de conocer el criterio que
utilizarán aquéllos para juzgar, encontrándose las muje-
res en una situación muy parecida a la que nos ha des-
crito Garrido sobre los siervos, que veían dividirse y par-
tise su territorio entre varios señores, con lo que sus
pleitos cambiaban también de juez a la par. Con lo que
sufriendo un rey malvado, es cierto que la suerte de sus
subditos era bastante desdichada y sólo podían desear y
esperar su muerte, pero en tocándoles un rey bondadoso
o con pretensiones de justo, podían sobrevivir varios años
con relativa tranquilidad.
Que los reyes del Renacimiento dirimían cuestiones
varias, en las que en muchas ocasiones no se sentían in-
teresados directamente, mientras que ¿qué juez o magis-
trado no sufre problemas y contradicciones con su mujer
y sus hijos y sus amantes? ¿y cuál de ellos va a poder
abstraerse de su situación actual, vivida día por día, para
dictar sentencias objetivas? ¿y cuál de ellos no verá clara-
mente el peligro de dictar una jurisprudencia, en el caso
en que la ley lo permita, que proporcione argumentos
y motivos a las mujeres para rebelarse contra la condi-
ción en que viven, sintiendo el miedo de que las primeras
que puedan hacerlo sean las mujeres de su familia? De la
misma forma que los reyes nunca otorgaron pragmáticas
ni dictaron sentencias que argumentaran en alguna for-
ma el derecho de rebeldía de los siervos contra sus amos,
ya que por analogía aquéllos hubieran podido sentirse
tentados a aplicar la lección contra sus soberanos natura-

502
les, los jueces nunca dictarán sentencias que permitan a
las mujeres apoyarse contra el poder masculino en sus
movimientos de rebeldía,
Que, y sobre todo, nadie admite la analogía de la jus-
ticia contra la mujer, con la de los señores feudales con-
tra los siervos. Los hombres han sabido, y larga experien-
cia tienen, enmascarar tan eficazmente las arbitrarieda-
des, injusticias y agresiones que cometen contra las mu-
jeres, que ni éstas son capaces de comprender que con-
tra su clase se cometen los mismos crímenes que se come-
tieron durante siglos contra los esclavos y contra los sier-
vos. Nadie comprende y será muy difícil que acepten, que
en el caso de la clase mujer, las leyes, la justicia y el go-
bierno, están en manos del mismo poder, de la misma
clase opresora: los hombres. En consecuencia, y puesto
que ellas mismas creen que con las mujeres se cumplen
los mismos principios que respecto a los hombres: igual-
dad, libertad, fraternidad, separación de los poderes y
garantías jurisdiccionales, es mucho más difícil organizar
la rebelión, que cuando los siervos veían claramente de
quién procedían las injusticias que sufrían.
Veamos en qué se concreta, día por día, la justicia que
los hombres imparten a las mujeres. Aunque el cuerpo
legal que dispone las menudencias diarias sobre la vida
cotidiana de las mujeres es conocido popularmente, se
acepta sin críticas todas sus injusticias y resulta sin in-
terés para nadie la denuncia de los grupos feministas «de
que las leyes sobre la mujer están hechas por hombres».
Por el contrario sería motivo de grave escándalo en cual-
quier país el conocimiento en un momento dado de que
el Parlamento ha legislado en todo punto de acuerdo con
los deseos del ejecutivo. Y no digamos si se pusiera de
relieve que los jueces dictan las sentencias en interés de
los ministros o de los diputados.
Pero estos principios no rigen para las mujeres. Para
ellas están hechas las leyes y la justicia feudal.
Veamos la verdadera situación de la mujer que se ve
obligada a recurrir a los tribunales en demanda de «jus-
ticia».
La separación matrimonial hoy ya pueden decidirla los
jueces civiles simultáneamente a la adopción de unas me-
didas provisionales de separación que, mientras se sustan-
cia el procedimiento fundamental de separación, y a so-
licitud de la esposa, debe resolver con carácter de urgencia

503
las cuestiones más importantes de la vida cotidiana tanto
de los cónyuges como de los hijos.
Abolido el depósito de la mujer casada en 1958, que
resultaba demasiado claramente feudal, hoy los jueces
tienen facultades para decidir cuál de los cónyuges que-
dará en posesión del domicilio conyugal, con quién de
ellos vivirán los hijos, cuál ejercerá la patria potestad, y
cuales de los bienes gananciales serán administrados por
la mujer, ya que la norma legal es que el marido sea el
administrador de todos. Sobre el uso que los jueces hacen
de tales atribuciones les voy a hablar.
Carmen A„ tras varios meses de violentas discusiones
con su marido llegó al acuerdo con éste de separarse,
yendo ella a vivir a casa de su madre con su hijo de dos
años de edad. A los pocos días el marido le arrebató el
hijo y lo dejó al cuidado de sus propios padres. Dada la
corta edad del niño, la ley prevé que, en las medidas de se-
paración urgentes, los hijos menores de siete años que-
darán siempre en poder de la madre, y por tanto Carmen
se decidió a solicitarlas. Pero la urgencia del caso también
queda a la apreciación del juez, que si no lo cree conve-
niente, puede desestimar la demanda y dejar a la mujer
sin amparo legal. El marido de Carmen se opone a la
separación, con la ayuda del abogado que considera un
capricho la pretensión de Carmen, pero reconociendo en el
acto del juicio que se encuentran viviendo separados de
hecho. Y el juez dicta sentencia, el 28 de julio de 1978, re-
chazando la demanda de la esposa, arguyendo que puesto
que ya vivían separados, no cabía el trámite de urgen-
cia que había solicitado. Respecto a la situación del niño
de dos años no hace ninguna mención. A la esposa le co-
rresponde por tanto, si quiere intentar recuperar a su
hijo, iniciar primero —en aquella época todavía vigente la
jurisdicción canónica— la demanda ante el Tribunal Ecle-
siástico, conseguir que sea aceptada, y obtenido el certi-
ficado de admisión correspondiente, volver a plantear ante
el Tribunal Civil otro procedimiento de medidas provisio-
nales, mucho más largo y costoso, en el que no existen
garantías totales de que le sea concedida la guarda y tute-
la de su hijo. Mientras tanto el marido sigue en el uso del
domicilio conyugal, dispone de su hijo como quiere y no
tiene obligación alguna de ayudar económicamente a su
mujer.
Natividad L. R. había soportado diez años de palizas,

504
insultos y vejaciones de su esposo, Antonio R. E., aboga-
do, intelectual, comerciante y de muy buena posición, al
que le había parido tres hijos que en 1976 tenían ocho,
seis y cuatro años. Presentada la demanda de separación
ante el Tribunal Eclesiástico de Barcelona, y admitida a
trámite, dos años después no se había obtenido todavía
sentencia. Mientras tanto el juzgado de 1.a Instancia n.° 1
de Barcelona, dispuso que la esposa quedara en el uso de
la vivienda común, tuviera la tutela de los hijos, y se le
impuso al marido una pensión alimenticia de 40.000 pe-
setas mensuales para la esposa y los hijos. Sentencia al-
tamente beneficiosa dirán mis lectores que desconocen
los detalles.
En la misma sentencia se disponía que el padre «podría
visitar y tener a sus hijos cuando quisiera». En conse-
cuencia, el señor R. E., una noche, a las doce, decidía que
pensaba llevárselos de viaje, y se presentaba en el domi-
cilio de la esposa reclamándolos. El primer verano después
de la separación la madre matriculó a sus hijos en una
colonia de vacaciones, y cuando el padre se enteró, solicitó
al juzgado que le ordenara traerlos «inmediatamente» y
el juez obediente cursó la correspondiente orden. Nativi-
dad hubo de salir de viaje a las ocho de la tarde, hora en
que se le notificó la orden judicial, recorrer doscientos
kilómetros en coche, sacar de la cama a tres asustados
niños que gozaban las delicias de la naturaleza en un cam-
ping, y volver con ellos a la ciudad a las dos de la madru-
gada, hora en que el amante padre les esperaba para lle-
várselos a su casa. Y a las diez de la noche del día siguien-
te el marido los devolvía a casa de la madre y no volvía a
verlos en todo el verano.
Como la señora intentara poner freno a las arbitrarie-
dades del marido, negándose a entregarle sus hijos cuando
a éste le pareciera, el marido se quejó al juez y éste, el 13
de mayo de 1976, dictó providencia por la que «se reque-
ría a la esposa Natividad L. R... para que no obstaculizase
el régimen de visitas, señalado a favor del antedicho se-
ñor R., respecto a los hijos del matrimonio, debiendo dar
cumplimiento estricto a tal medida, bajo apercibimiento
de que, caso de no verificarlo, se dispondrá lo procedente
para que ello tenga lugar, a sus costas, y parándole ade-
más el perjuicio a que hubiere lugar, conforme a dere-
cho...»
Cuando el señor R. se quejó al juez de que su esposa

505
llevaba una vida alegre recibiendo multitud de visitas en
su domicilio, sin exigirle prueba alguna de ello —suponien-
do que tal cosa sea mal considerada— el juez dictó nueva
providencia, con fecha 25 de octubre de 1976 que decía:
«...Requiérase personalmente a la esposa doña Natividad
L. R. para que, sin conocimiento y permiso del padre, o
mediante la pertinente autorización judicial, no pernocten
fuera del domicilio conyugal los hijos del matrimonio...,
así como también no entren, ni pernocten en el domicilio
conyugal, personas extrañas al mismo, salvo también que
medie el conocimiento y permiso del esposo, o la oportu-
na autorización judicial, bajo apercibimiento de que, en
caso de incumplimiento, le parará el perjuicio a que hu-
biere lugar conforme a derecho...» Pero como la orden
parecía tan disparatada, Natividad la entendió un poce
según su sentido común, y un día se atrevió a llamar a su
hermano, médico, para que atendiera en su casa a uno de
sus hijos. El marido se enteró, lo comunicó al Juzgado y
éste pasó el tanto de culpa al Juzgado de Guardia y se ins-
truyó proceso criminal por desacato a la autoridad. La
orden judicial era tajante: nadie, absolutamente nadie po-
día entrar en la casa de Natividad. Ni sus familiares, ni
sus amigas, ni el médico, ni los bomberos, si el marido no
daba su consentimiento.
El 26 de octubre de 1976 —como se puede observar una
cada día— el juez, a requerimiento del marido, dictó la
siguiente providencia: «Accediendo a lo solicitado, RE-
QUIÉRASE PERSONALMENTE a la esposa del último,
Natividad L. R., en el domicilio conyugal, calle... así como
a la portera del mencionado inmueble, para que entre-
guen a don Antonio R. E., toda la correspondencia que se
reciba en el mencionado domicilio, dirigida al mismo, así
como señores R., familia R. L. o de los hijos... bajo aper-
cibimiento de pararles en caso de incumplimiento, el per-
juicio a que hubiere lugar conforme a derecho...» A partir
de ese día ni la esposa ni los hijos volvieron a recibir nin-
guna clase de correspondencia.
El 6 de febrero de 1978, casi dos años después, pendien-
te de sentencia el procedimiento eclesiástico, y sometida
todavía a la misma jurisdicción civil, en la persona del
mismo juez, Natividad recibió la siguiente providencia:
«Requiérase a la esposa... para que, caso de producirse,
comunique al esposo... los accidentes y enfermedades que
pueden sufrir los hijos del mencionado matrimonio... cuya
506
guarda y tutela viene conferida a aquélla, en virtud de la
patria potestad que ostenta respecto a los mencionados
hijos, el señor R., del que, en consecuencia, precisará auto-
rización para llevar a los repetidos hijos al médico o cen-
tros asistenciales, salvo en casos urgentes e imprevistos,
todo ello bajo apercibimiento, etc., etc...»
Bien, la vida de Natividad L. es fácilmente imaginable
debiendo cumplir estrictamente las órdenes del juez, «bajo
apercibimiento de pararle el perjuicio...» Pero en contra-
partida podernos pensar que la pensión alimenticia señala-
da por el juzgado podía permitirle vivir a ella y a los
niños, sino holgada, sí decentemente, sin trabajar fuera
de su casa. Algo así como un justo sueldo por el trabajo
de cuidar a los hijos del señor R. Pero en agosto de 1980
el señor R. hace tres años y medio que no abona un cén-
timo a su esposa. Y NO LE HA PASADO NADA. A los doce
requerimientos efectuados por el juez, en cumplimiento de
su propia sentencia, y naturalmente a instancia del abo-
gado de la esposa, el señor R. no ha replicado nada pero
tampoco ha pagado. Y el juez no ha considerado conve-
niente dictar el embargo solicitado sobre sus bienes y
sueldos, ni tampoco, «pararle el perjuicio a que hubiere
lugar en derecho...» El sumario por desacato a la autori-
dad sólo cabía respecto a la desobediencia de Natividad.
La del marido no tiene importancia. Como tampoco la
tiene que la esposa y los hijos no tengan que comer, mien-
tras el padre pueda verlos a todas horas, quitarles la
correspondencia, encarcelarlos en su propia casa...
Montserrat H., de treinta y tres años, soporta durante
doce años las vejaciones y malos tratos de un marido
psicópata, enamorado de la madre, que la insulta habi-
tualmente hasta reducirla a una grave depresión nerviosa.
Por fin ella se decide a presentar demanda ante el Tribu-
nal Eclesiástico de Barcelona. Después de un año de pro-
cedimiento, en el curso del cual, ella vive con sus dos
hijas menores, recluida en casa de su madre y de su her-
mana, al amparo de una sentencia civil que estipula como
pensión alimenticia del marido para ella y las hijas 12.000
pesetas mensuales, y que el juez civil se niega a aumentar-
le, el Tribunal Eclesiástico dicta sentencia el 6 de julio
de 1976 afirmando que:
«...el infrascrito viceprovisor de la Archidiócesis de
Barcelona, mirando solamente a Dios e invocando su San-
to nombre... falla que no debe reconocerse y no se re-

507
conoce el derecho a la separación personal de lecho, mesa
y habitación, invocando por doña Montserrat H. por las
causas de sevicias y desatenciones de deberes contra su
esposo, don José C. Inicien los esposos un diálogo legal y
sincero en orden a restaurar la convivencia conyugal, en
el plazo máximo de tres meses. Corresponde a la esposa
sufragar las costas devengadas en el presente juicio.»
En la exposición de los motivos de la sentencia, el pro-
pio Tribunal escribe:
«Quizás el agotamiento a que hace referencia la certi-
ficación del doctor M, explique su actitud (la de la esposa)
tan crítica y negativa respecto a su matrimonio y esta ex-
presión: "Me hace horror que mi marido se acerque a
mí" al absolver posiciones (folio 78-23). Recobrada la se-
renidad, si es preciso con el debido tratamiento médico,
esfuércese la actora para tomar nueva conciencia de las
exigencias del matrimonio contraído y entablando un leal
diálogo con su esposo, apliqúense con abnegación, si es
preciso, a salvar su matrimonio...»
La esposa explica en su declaración ante el juez ecle-
siástico:
«Me casé verdaderamente enamorada de mi marido,
pero ahora me hacía repulsión de que se me acercara a
mí, no estoy enamorada de él. Los dos motivos princi-
pales por los que me quiero separar es por los malos
tratos que me ha inferido mi marido, y sobre todo por-
que antes de separarnos, ya hacía casi cinco años que no
teníamos relación sexual... Además los nueve meses que
duró la interrupción de esta causa, no demostró ninguna
prueba de afecto hacia mí ni hacia mis hijas ya que ha-
biendo estado éstas enfermas, durante ese período, no
telefoneó ni una sola vez.
»A1 tener la segunda hija, mi marido empezó ya las ac-
ciones físicas contra mí, y no podía decir nada porque me
pegaba patadas. Delante de nuestras hijas me insultaba y
era cosa que yo no podía sufrir.
»Me insultaba con frecuencia, diciéndome idiota, im-
bécil, y sobre todo inútil...
»Me hace horror de que mi marido se acerque a mí y
por esto no quiero reanudar la vida conyugal...»
Una testigo del procedimiento cuenta:
«...La mayor parte de las veces, el demandado busca-
ba satisfacción sexual por otros métodos... también me
consta por la actora que el esposo y la madre de éste, se

508
burlaban de ella, llegando al insulto, por lo que ella vivía
completamente marginada, como una forastera. El marido
la había pegado en varias ocasiones, según confesión de la
propia actora, e insultado delante de las hijas y de los
padres de ella... La madre del demandado y éste llegaron
a negarle a la actora el saludo y la palabra... La actora
me hizo confidencias en el sentido de que ella se encon-
traba totalmente sola en aquella casa y que el marido ha-
bía negado la entrada de sus padres en el domicilio con-
yugal, con lo que ella se encontraba todavía más sola.
Y esto unido a todo lo anterior y al hecho de que las ni-
ñas presenciaban escenas violentas entre ellos, ha sido lo
que la decidió a solicitar la separación conyugal. .»
Otra testigo testifica:
«Yo he oído discusiones entre los esposos. Una vez
estando en Menorca en el mismo hotel y en habitaciones
contiguas, al salir al pasillo vi a la esposa llorando, y al
preguntarle qué le pasaba, m e dijo que su marido la ha-
bía pegado...»
La hermana de la esposa cuenta:
«Yo he presenciado, en muchas ocasiones, cómo la ma-
dre del demandado humillaba a la actora llamándola
"bruja y demonio" y no dejándole hacer lo que concernía
a su marido. También he oído que le reprochaba que ha-
cía las cosas mal, y diciéndole que era una inútil... Como
yo veía a mi hermana triste y deprimida, hará unos dos
años que yo pregunté qué era lo que le pasaba, y me dijo
que además de todo lo que le pasaba en su casa con su
esposo y la madre de éste, las relaciones sexuales eran
anormales porque sólo buscaba el esposo su satisfacción,
despertándola a media noche con patadas... Yo he pre-
senciado cómo el demandado ha insultado a su esposa
llamándola idiota, imbécil, y presenciando cómo a escondi-
das le daba pellizcos y patadas, para que nadie lo viera.
Esto algunas veces lo han presenciado las hijas del ma-
trimonio y los insultos los ha proferido también delante
de mis padres... La cosa llegó a tal extremo, que ni el de-
mandado ni su madre dirigían la palabra a la actora, que-
dando marginada...»
La madre de la esposa testifica:
«Yo he oído como el demandado insultaba a su esposa,
diciéndole que no servía para nada, que era una retrasada
mental, esto lo decía algunas veces delante de las hijas...
Delante mío, he visto como la madre del demandado no

509
dirigía la palabra a la actora y las palabras que le diri-
gía su marido era para preguntarle algo...»
£1 padre de la esposa dice:
«He oído como alguna vez en la playa, delante de las
hijas, el demandado ha llamado "burra" y "tonta" a la
actora... Llegaron a no decirle a la actora sino lo más in-
dispensable para comunicarse...»
En relación a la prueba practicada en el procedimiento,
la sentencia eclesiástica afirma:
«Los malos tratos acusados no han sido en modo algu-
no probados. En cuanto a malos tratos de obra, sólo un
testigo dice haber visto a la actora llorando en un hotel
de Mallorca porque su marido la había pegado. Nadie más
lo dice... la hermana de la actora dice que ha presenciado
"como a escondidas le daba pellizcos y patadas". ¡A es-
condidas! No nos dice dónde, ni cuándo lo vio.
»En cuanto a los malos tratos de palabra, aparte de
no coincidir los epítetos que refieren, no se prueba en
ningún caso que sean debido a un "animus inesviendi" y
en todo caso son atribuidos a momentáneas explosiones,
quizá provocadas por los nervios de la actora, referidos
por todos los testigos del demandado...»
En cuanto a las declaraciones de los testigos del de-
mandado, la madre, los amigos y parientes, todos son con-
siderados válidos y ciertos por el tribunal que recoge en
su sentencia: «Los testigos presentados por la parte de-
mandada definen al demandado como persona pacífica,
educada, incapaz de molestar o agredir.» Por esta afirma-
ción el Tribunal Eclesiástico ha condenado a Montserrat
a convivir de nuevo con su marido.
En los años 1978, 1979 y 1980, han acudido a mi bufete
un promedio de diez mujeres por año, a las que el Tri-
bunal Eclesiástico de Barcelona ha negado el derecho de
vivir separadas de su marido. Uno era borracho, no tra-
bajaba y no le había dado nunca un céntimo a su mujer
ni a sus hijos. Todas las mujeres manifestaban profunda
aversión, imposibilidad de convivencia y asco de mantener
relaciones sexuales con su marido. Todas eran buenas
amas de casa, y tres de ellas trabajaban además fuera del
hogar para mantener a los hijos, de los que el marido no
se preocupaba. Dos de ellas podían demostrar que en dos
o tres años que había durado el procedimiento eclesiásti-
co, el padre no había acudido una sola vez a ver a sus
hijos, a pesar de tener reconocido este derecho por el

510
juez civil. Pero todos los maridos se habían opuesto a la
separación, afirmando que querían a su esposa. Todos, to-
dos, exigían la vuelta al hogar de la esposa rebelde. Y el
Tribunal Eclesiástico les había dado la razón.
Las únicas causas de separación que tienen viabilidad
de prosperar son aquéllas en las que el marido la soli-
cita también. Todos los abogados de las esposas conoce-
mos la necesidad de acudir a los tribunales de común
acuerdo con el marido, si queremos obtener el éxito. Y
ya he explicado la manera de conseguirlo. Sólo cuando el
marido tiene interés en obtener la separación o la nuli-
dad, no hace falta que la esposa pague para comprarse la
libertad.
El Tribunal Eclesiástico de Sevilla, el 11 de junio de
1977, dictó sentencia declarando la nulidad del matrimo-
nio contraído por José Ramón M. V. y Virginia B. G., fa-
llando que:
«Que consta la nulidad del matrimonio, en este caso,
por defecto del consentimiento por parte de la esposa,
provocado por la incapacidad antecedente y natural de
la misma para asumir las obligaciones matrimoniales, y
consiguientemente para prestar dicho consentimiento.»
La demanda había sido interpuesta por el marido, y
durante todo el procedimiento la esposa se había opuesto
firmemente a aceptar la nulidad.
Dos años antes de este procedimiento, Virginia había
presentado procedimiento de separación matrimonial con-
tra su marido, acusándole de sevicias, abandono moral y
económico. El juez civil dispuso que el marido abonase
una pensión alimenticia a su mujer y a su hijo de 5.000
pesetas mensuales, y al cabo de los dos años el Tribunal
Eclesiástico dictó sentencia, ante la oposición del marido,
no dando lugar a la separación, y obligando a la esposa a
convivir con él.
Virginia presentó nueva demanda por amancebamiento
de su marido, que convivía entonces con una finlandesa en
la propia ciudad de Sevilla, y al mismo tiempo querella
criminal por este hecho, ante el Juzgado de Instrucción
de Sevilla. Procesados los dos amantes por las declara-
ciones de los testigos y la investigación practicada por un
detective y la encuesta realizada por la policía, ante la
Audiencia Provincial de Sevilla se celebró juicio oral, en

511
que fueron absueltos el marido y la amante, cuyos hechos
probados dicen:
«Probado y así se declara, que el procesado José Ramón
M. V. contrajo matrimonio con la querellante Virginia
B. G... separados los cónyuges... el procesado habida cuen-
ta de los largos períodos de ausencia de esta capital como
consecuencia de los embarques que le imponía su profe-
sión de marino mercante, destinó al alquiler el referido
piso de calle Trabajo, el que, después de haber sido ocu-
pado por otros inquilinos, lo arrendó el 22 de noviembre
a una mujer de nacionalidad finlandesa, quien la ocupó
hasta mediados del mes de junio de 1973, en que desa-
pareció de esta capital por lo que fue declarada en re-
beldía, habiendo sido visitada durante su permanencia
en la mencionada vivienda en alguna otra ocasión, por el
procesado, que incluso ha pernoctado en la misma con
motivos de tales visitas, sin que conste acreditado que am-
bos hayan aparecido ante la vecindad del inmueble, ni en
sus relaciones con terceras personas como marido y
mujer...»
El procedimiento de separación por adulterio quedó
paralizado en la Curia sevillana, y en aquel momento, a
raíz de sus relaciones con la finlandesa, el marido pre-
sentó demanda de nulidad por incapacidad mental e irres-
ponsabilidad de la esposa. Por las declaraciones de los
testigos del marido y un peritaje médico, solicitado por
él, el Tribunal Eclesiástico dictó sentencia afirmativa, de-
clarando la nulidad del matrimonio. Presentada la apela-
ción ante el Tribunal de la Rota de la Nunciatura Apostó-
lica de Madrid, se dictó nueva sentencia afirmativa, con-
firmando la anterior. A tenor de lo afirmado en ella, de-
clarada la esposa incapaz mental e irresponsable, la cus-
todia del hijo del matrimonio de ocho años de edad, co-
rresponde al marido, que no lo ha visto una sola vez desde
que tenía dos años.
María Luz G. F. presentó demanda de separación ma-
trimonial de su marido Lorenzo F. G. después de seis años
de separación de hecho. El marido residía en Venezuela
y ella había regresado a España en aquella época, con
su hijo de dos años, sin que en ese período se hubiesen
vuelto a ver. La ayuda económica que el marido prestaba
a su mujer eran irregulares envíos de dinero sin fecha
fija, que no superaba nunca la cantidad de 2.500 pesetas
en 1968. Presentada la demanda de separación, el marido

512
regresó precipitadamente a Barcelona, a pesar de que
durante los seis anteriores años no había accedido nunca
a reunirse con su mujer, y ella se lo había pedido repetida-
mente.
A la solicitud de la separación de ella por abandono,
él replicó con otra por sospechas de adulterio, y el Tri-
bunal Eclesiástico dictó sentencia el 10 de junio de 1968
decretando «que debemos conceder y concedemos a don
Lorenzo F. G. la separación de su esposa doña María Luz
G. F., por mientras ésta no acceda a reanudar la convi-
vencia con su esposo, siendo éste quien deberá fijar las
condiciones relativas a la custodia y educación del hijo
común. Condenamos a la esposa actora al pago de las cos-
tas procesales».
La relación de pruebas de la sentencia es la siguiente:
«...dos de los testigos declaran que ofrecen indicios
de que la actora observa una conducta capaz de engendrar
sospechas de infidelidad. Uno de ellos, es el autor de un
informe detectivesco realizado por encargo del demanda-
do, otro testigo, Pilar Montano, cuida algunas veces de la
portería de la escalera donde reside la esposa. Ambos
testigos aseveran haber visto a la actora con un hombre
que, si bien es empleado de la peluquería que regenta la
propia actora, tiene mucha entrada en su casa. Eviden-
temente, por lo que se refiere al informe detectivesco, no
podemos atribuirle el valor de una prueba testifical prac-
ticada ante el Tribunal a tenor de los cánones 1789-1791.
Pero tampoco podemos descartar totalmente unos indi-
cios que para el demandado constituyen la prueba de la
infidelidad de su esposa y explican el que la actora se nie-
gue a la reanudación de la convivencia.
»E1 informe de la policía concuerda con el detectivesco
en cuanto a unas relaciones existentes entre la actora y
un hombre llamado R. O. C. Dice con cierta gracia el in-
forme que "dicha señora no convive maritalmente bajo
el mismo techo con el citado individuo". Añade "si tienen
relaciones de amistad las encubren bajo el aspecto de que
como ella es propietaria de la peluquería de señoras sita
en la calle... desde hace unos tres años, y él figura como
socio industrial de la misma, no se ha podido constatar
este dato..." y termina diciendo "no se ha encontrado per-
sona alguna que haya citado más relaciones íntimas entre
una y otro de los mencionados, ya que, si existen, guarda

513
33
muy bien las apariencias y resulta muy difícil compro-
barlo..."
»Una testigo que reside en la calle, portería, ha decla-
rado en autos por el demandado: "Desde que tiene la pe-
luquería hace ya varios años, he visto que salían siempre
juntos con o sin el hijo. No me consta que se hagan pa-
sar por esposos. Yo he visto muchas veces que el suso-
dicho señor subía la escalera vestido de una manera y
bajaba vestido de otra. Asimismo lo he visto salir algu-
nas veces más tarde. También es verdad que casi a dia-
rio entraba por las mañanas con lo necesario para el de-
sayuno..."
»En resumen... Las declaraciones de algunos testigos
unidas al informe detectivesco y policíaco y comparadas
con las circunstancias que concurren en las relaciones de
la actora con el señor 0., engendran ciertas sospechas de
infidelidad, que si bien no revisten el grado de vehementes,
por lo menos deben ser estimadas como muy molestas
para el demandado. Hasta este momento, no habiendo pro-
bado la actora que existen graves motivos que le impiden
volver al lado de su esposo, tendremos que intimarla para
que adopte una actitud más responsable...»
En consecuencia el Tribunal Eclesiástico de Barcelona,
concede la separación matrimonial a favor del marido y
le otorga la custodia del hijo, que no ve desde hace seis
años, cuando el niño tenía solamente dos, y al que, por
razones de residencia y trabajo, trasladará a Venezuela,
separándolo de su madre, de la familia de ésta con quien
convive, de la ciudad y del país donde había vivido
siempre.
Gemma tt. S. soportó diez años de palizas, de vejacio-
nes sexuales, de insultos y humillaciones, hasta el sadis-
mo, de un marido de la alta burguesía barcelonesa. En
una de las agresiones, este caballero le rompió un brazo
cuando sólo hacía quince días que había dado a luz a su
última hija. Cuando el esposo se aburrió de la diversión
de torturar a su mujer, tuvo relaciones sexuales con va-
rias muchachas. Gemma, destrozada psíquicamente, aban-
donada como una bayeta sucia por un marido que ya no
sentía interés por ella, conoció a un muchacho y vivió
quince días su primer romance de amor. En ese mismo
instante el marido recuperó el interés por su mujer. Le
puso un detective, presentó querella por adulterio, la pro-
cesó por abandono de familia, al haber ella pasado quince

514
días en un hotel con el otro muchacho, y presentada la
demanda de separación matrimonial, el Juzgado civil dic-
tó sentencia otorgando la guarda y custodia de los hijos
al marido, así como la propiedad de todos los bienes
del matrimonio que se hallaban inscritos a su nombre, y
señaló para la esposa la cantidad de cinco mü pesetas
mensuales de pensión alimenticia.
El marido no le pagó a Gemma ni un céntimo durante
los tres años que tardó en sustanciarse el procedimiento
eclesiástico, alegando que únicamente ganaba 10.000 pe-
setas mensuales y que con ellas tenía que mantener a sus
hijos, a pesar de que su apellido y negocios eran pública-
mente conocidos como de los más saneados de la región.
Y el juzgado jamás dictó embargo sobre las fincas del ma-
rido para asegurar el pago de las pensiones alimenticias
de su mujer. Cuando el Tribunal Eclesiástico dictó sen-
tencia concedió la separación al marido, puso a los hijos
bajo la guarda y custodia del padre y declaró culpable de
adulterio a la esposa. Gemma intentó suicidarse dos veces.
En el otoño de 1977 el «caso» de María Angeles Muñoz,
movilizó a los grupos feministas y proporcionó sabrosas
noticias a los medios de información, María Ángeles se
había casado, varios años atrás, con un indeseable. Des-
pués de haberle parido una niña y haber recibido de su
marido innumerables palizas, un feliz día el esposo desa-
pareció en compañía de un amigo de quien acababa de
hacerse amante. Transcurrido algún tiempo María Ánge-
les encontró mejor compañía, y después de haber fre-
gado muchos kilómetros de suelos para darle de comer
a su hija, creyó haber encontrado la paz y la tranquilidad
en la segunda relación. Pero el marido regresó de su luna
de miel, que le había durado cuatro años en Mallorca, e
indignado por la mala conducta de su mujer, requirió del
juzgado que le quitasen la hija a la madre y se la entre-
garan a los abuelos paternos. Y el célebre juez de 1.a Ins-
tancia del Juzgado n.° 1 de Barcelona, Andrés de Castro
y Ancos, se apresuró a dictar sentencia accediendo a la
petición del honesto padre.
María Ángeles tuvo la suerte de vivir su tragedia cuan-
do ya en España la etapa predemocrática había comen-
zado, y los grupos feministas empezaban a organizarse,
y pudo contar con su apoyo y la publicidad de los medios
de información. Pero antes que ella miles de mujeres han
vivido la misma tragedia, resignadas unas a soportar un

515
marido sádico, antes que perder la compañía de sus hijos,
y desesperadas otras ante el dictamen judicial que les
quitaba todo derecho sobre los hijos que habían gestado,
parido y cuidado durante varios años.
Veamos ahora como se conduce la justicia respecto a
cuestiones de mayor importancia, en lo que hace referen-
cia a las mujeres:
El 24 de marzo de 1976, se celebraba en la Sección Pri-
mera de la Audiencia Provincial de Barcelona, el juicio
contra el hombre acusado de amordazar a su amante e
incendiar con gasolina el apartamento después de haberla
atado a la cama. En su informe, el fiscal sostuvo que sólo
cabe hablar de reacciones emotivas un poco desaforadas
del procesado, que se había convertido en incendiario por
haber creído ver salir del apartamento de su ex amante
a otro hombre. El artículo del periódico se titulaba: «Cró-
nica de un tiempo romántico.» Sin comentarios.
El Mundo Diario, del 12 de enero de 1978, relata esta
típica historia de las relaciones entre el hombre y la mujer:
«OFICIAL DE GUARDIA, JUZGADO POR PARRICIDA
EN SEVILLA.
»ASESTÓ MAS DE CIEN PUÑALADAS A SU MUJER.
«Ha comenzado en la sala primera de lo criminal de
la audiencia de Sevilla, la vista de la causa seguida contra
Pedro Gallardo Seara, oficial de la administración de jus-
ticia acusado de un delito de parricidio, como presunto
autor de la muerte de su esposa María de la Paz Morillas
Ortega.
»Según el Ministerio Fiscal, el señor Gallardo dio muer-
te a su esposa tras propinarle más de un centenar de
puñaladas en la espalda.
»EI procesado hizo un relato minucioso de su vida en
el que puso de manifiesto las desavenencias existentes
con su esposa, quien según el acusado no ponía interés
en los quehaceres domésticos estando, por el contrario
siempre dispuesta a salir y alternar con otros matrimo-
nios. Pedro Gallardo exigió a su esposa que pidiera la ex-
cedencia en su trabajo de maestra, si bien más tarde
accedió a su reingreso.
»Según manifestaciones del procesado su esposa ma-
nifestaba ciertas ideas sobre la igualdad de los sexos, in-
dependencia de la mujer, conveniencia del aborto y del
divorcio que le preocupaban intensamente, por lo que
María Paz Morillas marchó a casa de una hermana y re-

516
gresó al domicilio conyugal tras ser denunciada por aban-
dono de familia.
«Meses más tarde la señora Morillas quedó embarazada
de su tercer hijo, ante lo cual trató de convencer al pro-
cesado —según sus propias declaraciones— para que le
proporcionara un abortivo. Aunque el médico no pudo
certificar síntomas de manifestaciones voluntarias abor-
tivas, cuando su esposa abortó, el señor Gallardo quedó
firmemente convencido de que el hecho había sido pro-
vocado, por lo que, ante el temor de que su esposa lo
agrediera, se trasladó a otra habitación colocando un cu-
chillo bajo la almohada.
«Tras una reconciliación formal, renacieron las desa-
venencias conyugales y el matrimonio se separó. La esposa
interpuso seguidamente demanda de nulidad alegando lo-
cura del marido.
»E1 14 de junio de 1976, el señor Gallardo asistió a
la práctica de una diligencia en el tribunal eclesiástico,
donde se sintió vejado y ridículo ante los jueces y letrados.
Cuando regresó al hogar, dio de comer a sus hijos y tomó
su automóvil encontrándose a su esposa en el recorrido.
«El fiscal en su clasificación provisional ha señalado
que el acusado trató de arrollar con el vehículo a su es-
posa y no consiguiéndolo abandonó el automóvil que se
empotró en una valla y se lanzó sobre la víctima asestán-
dole más de cien puñaladas que le causaron la muerte.
»Los peritos médicos han declarado que el procesado
es un neurótico y que en el momento del hecho existió
una carga emocional intensa. Dado que la neurosis reduce
la libertad de acción, las facultades mentales del proce-
sado, según los médicos, quedaron notablemente dismi-
nuidas.»
La benevolencia de la sentencia puede imaginarse, des-
pués de tan comprensivo peritaje médico. Peritaje casi
imposible de conseguir en la mayoría de los juicios por
homicidio.
Las últimas historias de mi relato ponen en cuestión
definitivamente tanto la justicia de los hombres de la
Administración de Justicia del Estado, como la de los
partidos de la oposición de izquierdas.
El 13 de junio de 1978, María del Carmen C. G. y Manuel
S. N. fueron detenidos por la Guardia Civil en una carretera
cerca de la población barcelonesa de Manresa. Maica (la
muchacha) había intentado, con la ayuda de un amigo,

517
Manuel, recuperar a sus hijas de siete meses y dos años de
edad, que el padre, Francisco C, le había quitado prohibién-
dole verlas, y recluido en casa de los abuelos paternos,
en Lérida, al cuidado de la abuela. Porque Maica estaba
casada con anterioridad a su relación con C. y separada,
sin posibilidad de divorcio, no puede reconocer a sus hi-
jas. Éstas se encuentran inscritas en el Registro Civil como
hijas de madre desconocida, mientras el padre es el único
conocido, como se ve tanto como padre como madre.
Maica y Manuel fueron, detenidos, interrogados durante
tres días por la Guardia Civil de Manresa y por la policía
de Lérida, ingresados en prisión donde Maica permaneció
diez días y Manuel un mes, y liberados medíante el pago
de una fianza de cincuenta mil pesetas cada uno. Proce-
sados por secuestro de menores y allanamiento de mora-
da, en este momento diciembre de 1980 se encuentran
en espera de juicio.
Pero la monstruosidad del hecho, dejando aparte la de
la legislación vigente que permite encarcelar y procesar
a la madre que quiera recuperar a sus hijos, es que pasa-
do el mal rato de la detención y encarcelamiento, abonada,
con el consiguiente sacrificio, la cantidad de las fianzas, y
pendientes del resultado del juicio, Maica sigue sin poder
tener, ni aun siquiera, visitar a sus hijas. Las niñas han
vuelto a su residencia al lado de la abuela, de la mano
del amante padre, con el beneplácito de la policía y del
juez. Y ninguna ley ni jurisprudencia le permite a Maica
reclamar su derecho a sus hijas.
Y ahora expliquemos los curiosos detalles del asunto,
que le convierten por sí sólo en un símbolo de la
opresión de clase de la mujer. El señor Francisco C. N.
es abogado, militante del partido socialista de Cataluña,
Secretario del Ayuntamiento de Borjas Blancas (Lérida) y
dedica todo su tiempo a la defensa de los derechos de los
obreros contra la explotación del capital. Desencadenada la
campaña de prensa y de propaganda contra este individuo,
cuya conducto responde al más puro estilo fascista, por los
grupos feministas y los amigos de Maica y de Manuel, los
partidos políticos a los que se les pidió la adhesión y ayuda,
se han limitado a hacer unas desvaídas declaraciones de
prensa. El Partido Socialista de Cataluña al que pertenece
el sujeto ni siquiera eso. Y las solicitudes de apoyo a fin de
intentar resolver el problema de la relación de Maica con

518
sus hijas, han dado las siguientes respuestas del partido:
«"Nosotros no podemos constituirnos en fiscales de la
vida privada de nuestros militantes.
»Maica es una mujer inestable y neurótica, que no tiee-
ne condiciones suficientes para ocuparse de sus hijas.
»Ya hemos intentado hacer entrar en razón a C., pero
como no accede, el partido no puede hacer nada más.
»Es un problema muy complicado, que no se puede
juzgar sin conocer bien a las dos partes."»
La mayor tristeza la causan algunas mujercítas del
PSC y de la UGT, que se han erguido en defensoras del
C , con el más acendrado espíritu de siervo del amo.
En el mes de julio de 1978, una muchachita de trece
años, Mari Trini, hija de obreros, residentes en un barrio
pobre de Barcelona, ha vivido ya su historia de mujer.
Seducida por un muchacho de veinte, a los once años,
se quedó embarazada y da a luz una niña. Y año y medio
después, el padre y los abuelos paternos le quitan vio-
lentamente a la criatura, la agreden y amenazan, y ni la
acción judicial poco interesada en ayudar a la niña, con-
sigue restituir la hija a la madre. Mari Trini es soltera
y ha podido reconocer legalmente a su hija, pero como
el padre también lo es y asimismo consta como tal en el
Registro Civil, él es quien tiene la patria potestad y
puede por tanto hacer lo que quiera con su hija, tanto
como quitársela a la madre y confiarla al cuidado de la
abuela. Pero en defensa de Mari Trini, sólo se han alzado
los grupos feministas, todavía muy escasos en número y
fuerza, y algunos vecinos del barrio. Los partidos políticos
y las centrales sindicales no se han sentido motivados por
tales problemas de mujeres.
La justicia feudal se sigue practicando contra las mu-
jeres con toda impunidad.
«La justicia señorial sería cualquier otra cosa, pero no
merecía el nombre de justicia» afirma Garrido. Y noso-
tras debemos exclamar: la justicia machista que se aplica
a las mujeres, no merece el nombre de justicia. Pero ello
no se reconocerá hasta dentro de muchos años, en que
las generaciones venideras se preguntarán cómo pudimos
aguantar una situación semejante.

519
CAPÍTULO Vil
VIRTUDES FEUDALES

«Por lo que precede se ve que todo concurría a desa-


rrollar una monstruosa personalidad en los señores, y
puede presentirse a qué excesos los arrastrarían su om-
nímodo poder y género de vida. Celosos unos de otros,
los señores no reconocían más derecho que la fuerza, así
es que no salían de sus guaridas, sino armados hasta los
dientes y rodeados de guerreros, imitando en esto a los
reyes en su época, que les daban ejemplo. ¿Qué habían
de hacer los señores feudales cuando el rey Felipe I de
Francia recorría los caminos para detener y robar las
caravanas de mercaderes italianos? Los duques de Bor-
goña por ejemplo, imitando al citado rey, salían también
a robar en los caminos reales, y algunos príncipes, como
Odón I, que sobrepujó por su audacia y sus crímenes a
sus iguales, hasta el punto de haber merecido de sus con-
temporáneos el apodo de "carnicero", dejaron unida a sus
nombres una triste celebridad. La historia también nos
muestra un conde de Montmorency, llamado Buchard I,
incendiando las cabanas de los siervos de la abadía de
san Dionisio... En algunos reinos y provincias estos exce-
sos de los nobles sobrepujaron a cuanto la indignación
puede concebir, en la Auvernica eran tantos los fidalgos
que infestaban los caminos, que no teniendo ya pasajeros
a quienes robar, se robaban unos a otros.
«Algunos historiadores han elogiado de buena fe los
sentimientos levantados y el honor de los señores feuda-
les, pero las llamadas virtudes caballerescas se practica-
ban raras veces, los candidos cronicones de la Edad Media
revelaban a cada momento, y sin apercibirse de ello, lo

521
poco que valía el supuesto honor de aquella gente. Baste
decir que es cosa frecuente encontrar en aquellas crónicas,
haciendo el elogio de tal o cual personaje, frases como
ésta: "Nunca se dedicó al pillaje y al robo." Lo cual quie-
re decir que era cosa corriente entre los caballeros y no-
bles dedicarse al pillaje y al robo, puesto que se consi-
deraba como virtud45 digna de especial mención el que al-
guno no lo hiciera.» bis
Los novelistas, historiadores, sociólogos, políticos, re-
ligiosos, cuando hablan de la familia y del matrimonio,
suelen referirse a la obligación del padre de familia de
alimentar a su familia, de defenderla y de protegerla,
a costa de múltiples trabajos y sacrificios. La figura del
marido y padre, ensalzada por la mística tradicional, de-
fendida por la ideología del poder, se describe como una
especie de caballero andante que vive pendiente de las
necesidades de su esposa y de sus hijos, para satisfacer
las cuales le es preciso trabajar sin cuento, privarse de
toda clase de satisfacciones y caprichos, para al final mo-
rir satisfecho de haber cumplido con su deber y de dejar
una buena herencia a sus hijos.
Los libros de caballerías han cumplido el mismo papel
respecto a los señores feudales, que las novelas románti-
cas respecto a los maridos. Los caballeros andantes, de-
dicados a deshacer entuertos, defender doncellas oprimi-
das, matar dragones y ayudar a los pobres, son tan falsos
e irreales como los maridos al estilo de Felipe Derblay y
los padres como papá Goriot. Estas dos novelas repre-
sentan el tipo de esposo y de padre que la ideología ma-
chista precisa para seguir defendiendo la dominación de
clase del hombre.
Felipe Derblay, un honesto, valiente, hermoso y noble
francés del siglo xix, se casa con una muchacha a la que
adora. La noche de bodas se entera de que ella le detesta
y que únicamente se ha casado con él por despecho, al
ser despreciada por el hombre del que estaba enamorada.
Felipe, destrozado pero caballero, le promete a su mujer
que no intentará jamás tocarla, aunque ante el mundo y
sus familiares serán siempre marido y mujer. Cumple su
promesa hasta el extremo de batirse en duelo por defender
el honor de su esposa, puesto en entredicho por un len-

45 bis. Garrido, obr. cit., pág. 47.

522
guaraz, y se porta de modo tan sacrificado, que ella acaba
por caer rendidamente en sus brazos.
Papá Goriot, es el honrado y buen padre, que traba-
jando honestamente, hace una discreta fortuna para que sus
hijas (las dos hembras) la disfruten de pequeñas, hagan
un buen matrimonio y luego la dilapiden en caprichos,
vicios y perversiones. Las dos son adúlteras, las dos son
egoístas, mentirosas, falsas y malas hijas. Con engaños,
promesas y mentiras para poder tener contentos a aman-
tes traidores, consiguen que el padre les de toda su for-
tuna en vida, y en su lecho de muerte, pobre, abandonado
de todos y soloj ninguna de las dos acude a recoger su
último aliento.
La saga de los esposos y de los padres abnegados es
mucho más larga, pero su relación sería interminable.
Estas dos obras comprendían todas las virtudes que se
atribuyen al esposo y al padre. Con el mismo tema, con
idénticos argumentos, estos tipos se han escrito en artícu-
los, novelas, fotonovelas, teatro, cine. El marido es el
mantenedor de la familia, es el trabajador por excelencia,
no hay mejor obrero, oficinista ni comerciante que aquel
que trabaja para mantener mujer e hijos. Es el hombre
fiel a su esposa, amante de sus hijos, que sólo vive para
ellos, y que en la mayoría de ocasiones tiene que sopor-
tar una mujer histérica, caprichosa, malgastadora, que
nunca tiene bastante con el dinero que le lleva el marido,
malintencionada, murmuradora, chismosa, frígida, que no
sabe compensar en la cama a su marido los múltiples sa-
crificios que hace por ella, ingrata y necia.
Los maridos borrachos, rijosos, mujeriegos, jugadores,
vagos, dilapidadores, sádicos, neuróticos, mezquinos, no
tienen historia escrita. Unos pocos ejemplos buscados para
novelas morbosas, que son tomados como casos patológi-
cos y que por tanto no son indicativos ni típicos. Esta
imagen del hombre desgraciado, explotado por su mujer,
protagonista de la obra de Esther Vilar, ha calado tan
hondo en los esquemas mentales de todos, que uno u
otro ejemplo semejante siempre salen a relucir en las
conversaciones, conferencias y artículos, incluso en boca
de gente progresista, y hasta de autoras que se pretenden
feministas.
En España hay en cifras oficiales tres millones de
alcohólicos, de los que dos millones trescientos mil son
hombres. Casi todos esposos y padres. Todos agresivos,

523
neuróticos, vagos o incapaces ya para trabajar, que tienen
que gastar todos sus recursos en procurarse la droga.
Durante veinte años he presentado una media de cien
separaciones por año por causa del alcoholismo del ma-
rido. Las cifras están en los archivos médicos, en los
hospitales, en las estadísticas del Ministerio de Sanidad.
Esos maridos han agredido brutalmente a la esposa y a
los hijos, y en muchas ocasiones a la madre, han gastado
todos los recursos de la familia en alcohol, y han perdido
innumerables trabajos por su adicción, hasta convertirse en
desechos humanos, inservibles para cualquier actividad.
Las mujeres han debido primero soportar los extraños ca-
prichos de su marido, después intentar recuperarle me-
diante el peregrinaje de médicos, internamientos, desinto-
xicaciones periódicas, mientras trabajaban para mantener
al caro marido y a los hijos, para finalmente resignarse
tanto a su torpe presencia como a la posibilidad de una
agresión en cualquier momento, de la que nadie la li-
brará. Pocas se han decidido a presentar la separación
con su corte de gastos. Pero a ninguna se la ha eximido
de la obligación de obediencia, de servicios sexuales, de
reproducción, de trabajo doméstico, ni se ha incapacitado
al marido para seguir exigiéndoselo, para lo que es nece-
sario seguir un largo y carísimo procedimiento judicial,
del que nadie garantiza el éxito.
Las casas para mujeres golpeadas, que he relatado an-
teriormente, existen sólo para proteger a las mujeres que
sufren, en el silencio y aislamiento de sus casas, las agre-
siones de sus maridos. Según hemos seguido en la cró-
nica de sucesos, el número de asesinatos, palizas y heridas
que les habían causado los maridos a su mujer, y que
han sido denunciadas y publicadas en la prensa, alcanza
una media de cinco diarias en toda España.
El mayor número de agresiones a las mujeres se lo
causan los propios maridos, así como también son los que
cometen el mayor número de violaciones, protegidas y
sancionadas por la ley, que ha sido previamente redactada
por hombres.
Las mujeres en España trabajan seis millones de jor-
nadas más que los hombres. Todas las que tienen que
mantener un marido o amante, borracho, mujeriego, ju-
gador, malgastador o simplemente vago, y a la cohorte
de hijos que le haya hecho. En los comercios, en las ofi-
cinas, en las fábricas, en las cafeterías, en los hoteles,

524
donde trabajan mujeres, se puede encontrar la verdadera
historia de la caballerosidad, fidelidad y generosidad mas-
culinas.
Legouvé escribe: «Un disipador, un borracho vende la
cama en que duerme su mujer, la cuna en que descansa
su hijo, la mesa de comer, la artesa para amasar el
pan, todo, finalmente, todo para gastar su producto con
alguna mujer perdida. Cuando la desgraciada madre que
ve a sus hijos andrajosos y hambrientos acude desatinada
al juez para pedirle con el acento de la desesperación que
obligue a su marido a dejarle un mal lecho, aquél le
responde: "El marido puede vender todos los muebles
de la comunidad." De esta suerte ha habido mujeres que
han visto vender tres veces el modesto ajuar adquirido
por ellas con el sudor de su frente. Desde el momento en
que la casa estaba vacía, íbase el marido, y en el instante
en que, a merced de la industria de la esposa, se hallaba
otra vez amueblada, comparecía nuevamente para volver
a venderlo todo.» w
Hoy sucede exactamente igual, aunque algún ilustrado
a la violeta no lo crea. El marido puede vender todos los
bienes muebles, sólo para los inmuebles requiere el per-
miso de su esposa, que suele, por otro lado, obtener a
palos. El marido puede vender los muebles conyugales,
adquiridos, como dice Legouvé, con la idustria de su es-
posa. Si ella acude al juez, solicitando que se los devuelva,
el juez le responderá que los reclame mediante un pleito
civil, para, que, cuando se termine, la sentencia disponga
que le restituya los bienes vendidos, y que si, como es de
esperar, él no tiene con qué devolvérselos, constituirá para
ella una victoria pírrica. Si pretende que ha cometido
un delito robándole lo que es suyo, el juez responderá a
la ignorante esposa que los delitos contra la propiedad
entre esposos no existen.
Si a causa de éste y otros defectos del marido, la
mujer se decide a plantear la separación y a exigir por
vía judicial que se señale al marido una pensión alimen-
ticia para ella y para sus hijos, el marido demostrará que
no tiene bienes, ni ingresos de ninguna clase y que por
tanto no puede pagar. Y no pasará nada. En cambio, la
mujer deber mantener a sus hijos y permitirle al marido
46. Legouvé, Ernesto, Historia moral de las mujeres. Ed. 1860.
Barna. Librería Plus Ultra, cit. Mujer,.. L. Falcón, pág. 77.

525
que los vea, cuando estime conveniente, para que disfrute
de su compañía.
Hay maridos que han gastado la fortuna de la esposa,
entregada por un suegro complaciente que tenía más con-
fianza en el yerno que en su hija. Se han endeudado, es-
tafando amigos y creando negocios fraudulentos y han
reducido a su mujer y a sus hijos a la miseria. Concedida
la separación, como la esposa había rescatado algo del
naufragio o trabajaba asalariadamente, mientras el ma-
rido no tenía trabajo ni ingresos algunos, el juez ha dis-
puesto, de acuerdo con la ley, que la esposa debía pa-
sarle una pensión alimenticia al marido, amén de cuidar
y mantener a sus hijos. No hay delitos económicos entre
cónyuges, el marido estafador de su mujer no puede ir
nunca a la cárcel. La esposa tampoco, pero tampoco puede
estafarle, siendo él siempre el administrador de los bienes
comunes y hasta propios de la mujer.
La infidelidad, el despilfarro, el alcoholismo, las de-
pravaciones sexuales, los malos tratos, las agresiones, los
asesinatos, llenan la crónica conyugal, que no está escrita
en las novelas, ni en las obras de teatro o de cine. Única-
mente la crónica de sucesos de los periódicos habla un
poco de ello. Es la punta del iceberg que queda oculto en
los procesos de separación judiciales y privados, en las
historias anónimas de todas las mujeres del mundo esta-
fadas, apaleadas, violadas, explotadas y torturadas.

1. El derecho a disponer en cuerpo y alma del siervo

«El señor se reservaba el derecho de fijar los días en


que debían cogerse las cosechas, de lo que resultaban
pérdidas enormes, porque unos las cogían demasiado ver-
des y otros pasadas de maduras. De la misma manera se
reservaban la facultad de prohibir a los siervos que plan-
taran lo que más le conviniera y el vender sus cosechas
y frutos antes de que el señor hubiera vendido los suyos,
para lo cual se reservaban el derecho de inspeccionar las
bodegas, graneros y almacenes de los labradores... Cuando
los señores se dignaban viajar por sus tierras, estaban
obligados los siervos a alojarlos, a cuidarlos, alimentarlos,
y servirles placenteros y gratuitamente... Si por las tie-
rras del señor pasaba agua corriente utilizable para regar
como fuerza motriz, el siervo no podía servirse de ella sin

526
pagar al señor lo que éste quisiera... Aunque el arroyo pa-
sara por la puerta del siervo, éste no podía, sin pagar, ni
siquiera lavar en él su ropa...» 4 7
Día por día, hora por hora la vida del siervo estaba
reglamentada de acuerdo con las necesidades o caprichos
del señor. De la misma manera que la vida de las mujeres
se encuentra establecida en función exclusivamente de las
necesidades o de los gustos de los hombres de la familia.
Cuando el padre o marido se levanta al amanecer la mu-
jer debe estar en pie antes para prepararle el desayuno y
la ropa limpia. En todas las casas se come y se cena de
acuerdo con el horario de los hombres. Si la mujer tiene
que comprar o quiere salir a visitar a una amiga o al cine
debe estar de vuelta antes de que el hombre de la casa
regrese. La mujer debe acomodar el horario de sus lim-
piezas, de la colada y de las compras al del marido, tanto
si éste tiene uno fijo, impuesto por su trabajo, como si lo
impone él en virtud de su gusto.
Ella está siempre al servicio del hombre, no debe
olvidarlo. Los muebles de la casa, la decoración, el color
de las paredes, o el del papel, la ubicación de la vivienda,
el cambio de casa, todo lo que se refiere al hogar con-
yugal deberá ser escogido o en todo caso aprobado por el
marido. La mujer de un albañil se levantará a las seis de
la mañana y la de un ejecutivo a las ocho. Y las dos de-
berán tener dispuesta la comida o la cena cuando el ho-
rario de trabajo de sus maridos dispongan. La mujer per-
derá sus amigos, y tratará solamente aquellas amistades
que el marido decida. Al cabo de varios años de matri-
monio, ante la inminente separación, las mujeres descu-
bren que no tienen amigos personales a quienes recurrir,
y muchas veces que han sido enemistadas con sus familia-
res por el marido. En el momento de la ruptura, la mujer
no tiene dinero, ni bienes, ni trabajo, ni amigos, ni fami-
liares. Toda su vida ha sido organizada, dispuesta y estruc-
turada por el hombre.
Las diversiones serán aquellas que dedica el marido.
Mujeres a quienes gustaba la música, o el cine, o el teatro,
o el baile, no han vuelto a frecuentar los lugares de su
preferencia después de casadas. Ellos han mantenido, y
muchas veces impuesto, sus distracciones: el fútbol, los
toros, las tertulias de sus amigos, las relaciones con sus

47. Garrido, obr. cit., pág. 61.

527
compañeros de trabajo. Los libros que entran en la casa
son los que compra el marido, y los periódicos, las revis-
tas y los discos. Sobre todo porque él es el único que
dispone de dinero mientras ellas deben reducirse a abas-
tecer las necesidades de la casa con el que el hombre les
facilite. Las mujeres van vestidas, maquilladas y arregla-
das según el gusto del hombre que disponga de ellas. Si
se trata de un hombre descuidado o celoso, aunque dis-
ponga de mucho dinero, le prohibirá a su mujer llevar
vestidos ceñidos o escotados, zapatos de tacón y maqui-
llaje. El que por el contrario desee lucir una esposa lla-
mativa, la instará a comprarse diversos atavíos, la obli-
gará a frecuentar la peluquería y la masajista, y si a pesar
de todo no le satisface, la alternará con sus secretarias y
amigas. El que necesite lucir una mujer hermosa para
mantener relaciones públicas, conseguir ventajas en el tra-
bajo o en la política, adornará a su esposa como a una
cortesana y se la ofrecerá a todos los hombres cuya in-
fluencia precise, y la instará a ser amable, complaciente
y coqueta con sus amigos. El escaparate de un político,
véase los presidentes de los Estados Unidos, de un indus-
trial, de un hombre de negocios, es su mujer. Cuanta más
categoría social tenga el hombre, más atada a conven-
ciones, prejuicios e intereses de él estará la mujer.
En el nivel más alto la esposa deber tener la instruc-
ción precisa para dirigir reuniones sociales, asistir a con-
versaciones y encuentros con amigos del marido, saber
organizar complejamente una casa, educar a los hijos y
dirigir el servicio. En el nivel más bajo, las mujeres de
los campesinos no pueden encender la luz eléctrica hasta
que se lo permite el padre o marido, ni enchufar la radio
o la televisión, recibir a las amigas en la casa, o acudir
al cine o al baile, para lo que raramente reciben permiso.
Los hombres de los pueblos pasan las tardes de fiesta en
el café, reunidos únicamente con hombres, mientras las
mujeres cosen o charlan entre ellas, en sus casas. Las
amistades son asimismo escogidas en función del agrado
del marido, y su ropa y su manera de comportarse. Un
buen marido es aquel que le permite a la esposa conser-
var amigas de la infancia y tratar asiduamente a su fa-
milia. Pero sería considerado tonto o cornudo si le per-
mitiera salir a cualquier hora sin dar explicaciones, o asis-
tir al cine y al baile sin su compañía.
Simone de Beauvoir explica la conducta de los mari-
528
dos, como Garrido nos cuenta la de los señores feudales:
«...Al marido, por lo general, le complace ese papel de
mentor y jefe. Cuando llega la noche de una jornada en la
que ha conocido las dificultades del trato con iguales y
la sumisión a los superiores, le gusta sentirse un superior
absoluto y dispensa toda clase de verdades irrefutables.
Expone los acontecimientos del día y se da razón contra
los adversarios, dichoso de encontrar en su esposa un
doble que le confirma en sí mismo, comenta el diario y
las noticias políticas, y se las lee a su mujer en voz alta
con todo gusto, a fin de que ni siquiera su relación con
la cultura sea autónoma. Para acrecentar su autoridad
exagera a su gusto la incapacidad femenina, y ella acepta
más o menos dócilmente ese papel subordinado,.. El ma-
trimonio estimula en el hombre un caprichoso imperialis-
mo. La tentación de dominar es la más universal e irresis-
tible que existe: entregar el hijo a la madre, o la mujer
al marido, es cultivar la tiranía. A menudo, al esposo no
le basta que le aprueben y admiren, o aconsejar y guiar,
y entonces da órdenes y juega a soberano, y en su propia
casa, aplicando su autoridad a su mujer, se libera de to-
dos los rencores acumulados en su infancia y a lo largo
de su vida, acumulados diariamente entre los otros hom-
bres, cuya existencia le hiere y entonces imita la violen-
cia, la potencia y la intransigencia, y da órdenes con voz
severa, o grita y golpea sobre la mesa, comedia que para
la mujer se le antoja una rebelión, y hasta quisiera im-
pedirle que respirase sin él.»48 Las normas sociales que
rigen la vida de las mujeres son tan rígidas, y exclusivas,
que recuerdan claramente la de los siervos. Ellas no pue-
den hablar, ni trabajar, ni vestirse, ni frecuentar amigos
y diversiones, que no les hayan sido permitidas por el pa-
dre o el marido. Pero no se dan cuenta.

Las mujeres viven exactamente como los siervos hace


mil años. «Por una parte, no permitían las leyes dedicarse
al trabajo a los que no se alistaban en los gremios, por
otra, no podían los trabajadores, formar parte de éstos,
sino sometiéndose a largos aprendizajes, que eran una
verdadera explotación de la juventud por los maestros ya
establecidos, y después los reyes hacían reglamentos y le-
yes fijando al trabajador el salario que debía ganar y al
público consumidor lo que debía consumir, y marcándole

48. El segundo sexo, pág. 230.

529
34
hasta la hechura de sus trajes y el número de los botones
de sus vestidos y los platos de su mesa.» *

2. Respeto, obediencia, amor, serviles


«Los siervos no podían casarse con mujer que no fue-
ra sierva de su propio señor sin pagar a éste un derecho,
pero si se casaba con sierva de su amo, necesitaba obtener
su consentimiento, por lo cual pagaba también la suma
que el señor había establecido para tales casos. De esta
manera el señor reglamentaba hasta las afecciones de sus
siervos, imponiendo su voluntad soberana lo mismo a los
sentimientos de su corazón que a su persona... Figura en-
tre estas leyes el derecho de "pernada", que en unas par-
tes se llamaba de "primicias", en otras de "desfloración",
y también de "prelivación"... El siervo que no podía ca-
sarse sin permiso del señor, debía conducir, una vez des-
posado, su mujer desde la iglesia al castillo feudal, y el
señor tenía el derecho de quedarse con la novia hasta el
siguiente día para abusar de ella a su capricho, y si no le
agradaba y dejaba que volviera con su esposo, éste debía
pagar en el acto la merced de no haber sido deshonrado
en la persona de su esposa con la suma que el señor tenía
bien fijarle...»50 Resulta curioso destacar el párrafo ante-
rior de un autor que lanza sus más encendidas quejas
contra las injusticias y arbitrariedades de los señores feu-
dales.
La mujer está siempre sometida a las decisiones del
hombre que tenga señorío sobre ella, incluso en sus afec-
ciones. Sus amigos habrán de ser del agrado del padre o
del marido, y todas las mujeres conocen el castigo que
les espera si dedican su amor a quien su padre no desee.
Un matrimonio contraído por una hija a disgusto de su
progenitor significa la pérdida del afecto de éste, de la
ayuda económica que pudiera esperar y de los bienes que
le correspondieran en herencia. Quien dispone totalmente
de los sentimientos de la mujer es el marido. Una amistad
sospechosa será prohibida rotundamente por aquél, y
cuántas veces la desobediencia podrá acabar con la agre-
sión o la muerte de la culpable. Porque, como dice Ga-

49. Garrido, obr. cit., pág. 129.


50. Garrido, obr. cit., pág. 66.
530
rrido, la relación amorosa o sexual de la mujer, a quien
deshonra es al marido, que es el que tiene la posesión
de ella.
Al marido se le debe respeto, obediencia y amor. De
la misma manera que éstas obligaciones formaban parte
de la educación del siervo. Las leyes, las costumbres y
más coactivamente aún, las normas religiosas así lo im-
ponían... «Y en las oraciones que el cura recitaba y repe-
tían los fieles, eran nominalmente designadas con éstas o
semejantes palabras: Recemos, decía el cura, por la salud
del señor feudal. Cuando acababa aquel rezo repetía el
cura: Hijos, volved a empezar...» 51
«Federico de Aragón decía en una ley dada a los sici-
lianos en 1296 que el amo debía tratar al esclavo bautizado
por él como si fuese su hermano, y al esclavo, que debía
a su amo una vez bautizado, más obediencia y sumisión
que antes. ¡Como si no hubiera sido mucho más humano
emancipar al esclavo! ¿De qué manera podrían compagi-
narse la hermandad y la esclavitud entre dos hom-
bres?...» 52 La pregunta de Garrido está respondida hoy,
pero nadie se ha preguntado todavía cómo se puede com-
paginar el amor entre marido y mujer, que son señor y
sierva.
«El clero, alarmado, fue el que más se opuso a las
emancipaciones de los siervos... El espíritu de resistencia
por parte del clero a la emancipación de los siervos se
manifestó desde la fundación de las primeras comunida-
des seglares o ciudades libres, que Gilberto, abad de No-
guet, calificó de invención exacrable, sugerida por los de-
monios. Los pulpitos resonaron en toda la cristiandad lla-
mando la cólera del cielo contra los desgraciados que
se atrevían a romper el yugo feudal... ¿No veis, decían
los monjes, que sólo el diablo ha podido, contra toda ley
de justicia, excitar a los esclavos a emanciparse de la
obediencia que deben a sus amos y señores, que los cas-
tigarán en el cielo?...» 53
La misma indignación santa les acomete a las fuerzas
reaccionarias, a la Iglesia y a los hombres en general ante
el movimiento feminista. Los comentarios, insultos, dia-
tribas, prohibiciones e indignación de que hacen gala los

51. Ídem., pág. 63.


52. Obr. cit., pág. 41.
53. Ídem., pág. 57.

531
hombres asistentes a un mitin o conferencia feminista,
se parece demasiado a la cólera de la Iglesia ante lá
emancipación de los esclavos. Pero la semejanza es más
grande si comparamos las palabras de esa misma Iglesia,
frente a la más pequeña rebeldía de la mujer contra su
marido. Siguiendo las normas paulinas, «las casadas es-
tén sujetas a sus maridos como al Señor, porque el ma-
rido es cabeza de la mujer, como Cristo es cabeza de la
Iglesia... y como la Iglesia está sujeta a Cristo, así las
mujeres a sus maridos en todo... La mujer aprenda en
silencio con plena sumisión. No consiento que la mujer
enseñe ni domine al marido...» 54
Toda la doctrina eclesiástica y sus mandamientos en-
señaron a la mujer a obedecer y a vivir en sumisión al
marido, de la misma forma que el siervo debía estar so-
metido al señor. La rebeldía contra el poder es el peor
de los crímenes. La lucha de las sufragistas fue anatema-
zada por los hombres, que no tuvieron más calificativo
para ellas que el de locas, con el que se las designaba en
todas partes, incluso en la prensa. El movimiento femi-
nista está recibiendo insultos de todos los hombres desde
que empezó a tener cierta importancia. La infidelidad de
una mujer es motivo de grave castigo civil —pierde los
bienes, el domicilio conyugal y la tutela de los hijos—,
penal, ya que es causa de delito en muchas legislaciones,
y sobre todo religioso. Fray Luis de León explicaba que la
infidelidad de las esposas era asunto de gravedad, «que el
sólo pensar en la posibilidad de tal desventura me es cosa
demasiado dura...» 5 5
Por tanto el adulterio, la insubordinación, la fuga, la
desobediencia de la esposa han sido siempre castigadas,
como el delito de rebelión, con la muerte, el único cas-
tigo merecido por el que intenta subvertir la relación de
poder.

3. El servicio de las armas

«Los colonos no podían ejercer mandos militares. Pero


en su calidad de siervos estaban obligados a seguir a sus
54. Los hechos de los apóstoles. Epístola a los Efesios, ver
5, 22-23.
55. Fray Luis de León, La perfecta casada. Ed. Novaro. México
D. F. 1957, pág. 141.

532
amos a la guerra, generalmente como criados, para cui-
dar de las armas, de las provisiones y de los caballos,
más como bagajeros que como soldados. Esto no impe-
día que en casos de aprieto armasen los señores, no sólo
a los colonos y siervos, sino hasta los mismos esclavos.»
El villano no podía usar las armas de su señor, y en se-
gún qué lugares, ningún instrumento de metal, ni aun
cuchillos, solamente el carnicero y los monteros del se-
ñor podían tener hacha, dagas y cuchillos. Los siervos y
villanos tenían prohibido también poseer y utilizar caba-
llos, reservados para los señores y sus mesnaderos. Había
que evitar la posibilidad de que una rebelión de siervos
utilizase las eficaces armas de los ejércitos del señor.
La mujer tiene prohibida la carrera de las armas, en
todos los países. En algunos es utilizada en los servicios
auxiliares, como en Israel, en China, en Cuba, al igual que
los colonos de la Edad Media, lo que no impide «que en
caso de aprieto» le permitan participar en la contienda.
Bien lo saben las mujeres de los colonos norteamericanos,
las israelíes en la guerra de independencia, las españolas
en la guerra civil, que sin embargo, fueron apartadas del
frente y dedicadas a los servicios auxiliares, en cuanto el
ejército masculino se reorganizó. La legislación española
establece taxativamente que cualquier carrera que impli-
que el uso de armas estará prohibida para la mujer. Y
hoy que los ejércitos están altamente tecnificados, la téc-
nica y la ciencia le están vedadas a las mujeres. Una clase
sometida tendrá severamente prohibido el acceso a los
instrumentos que podrían ayudarla en su emancipación.
Los círculos de la servidumbre femenina se han ce-
rrado. La lucha es difícil en condiciones de vasallaje, y será
larga.

533
CUARTA PARTE

SECTORES DE CLASE
CAPÍTULO I
MUJER DE PRÍNCIPE

Analizadas exhaustivamente todas las condiciones del


«status» de servidumbre de la mujer, de sus múltiples
explotaciones, de su opresión y dominio por el hombre,
podría parecer que ya no queda nada que decir. Y sin
embargo.:.
Un tema saca de quicio cualquier intento de discusión
científica sobre la mujer como clase social y económica,
explotada y oprimida por el hombre: el caso de la mujer
burguesa. Aceptado, hasta por los críticos, que la «mayo-
ría» de las mujeres padecen todas las opresiones que he
relatado, aquéllos exhiben un poderoso argumento con-
trario a la tesis de la mujer como clase: la existencia de
mujeres que poseen medios de producción, es decir bur-
guesas. El razonamiento de los marxistas ortodoxos —aun-
que mejor es calificarlos como simples materialistas— es
el de que la totalidad de las mujeres no pueden ser clasi-
ficadas como una clase única, definida por su pertenencia
al modo de producción doméstico, ni siquiera por la ex-
plotación de que son víctimas por parte del hombre —de
todos los hombres entendidos como unicidad—, puesto
que es posible, y de hecho afirman que así sucede en nu-
merosas ocasiones, que mujeres varias, plurales, posean
medios de producción, mediante los que exploten a otras
mujeres y a otros hombres.
Y si las condiciones de opresión y represión serviles
que he descrito en la Tercera Parte son ciertas, no lo es
menos —afirman los críticos— que las mujeres que po-
seen dinero, fábricas, títulos nobiliarios, se hallan exen-
tas de tales servidumbres. Es decir, que la princesa y la
burguesa no sólo disfrutan de una situación económica y

537
social envidiables, sino que también se enriquecen con
el trabajo excedente de otros individuos lo que las con-
vierte en clase dominante y no dominada.
Durante unos años este argumento mantuvo la gran
fuerza de ser al parecer, indiscutible. Entre tantos ejem-
plos, los críticos mencionaban el de la reina Isabel de In-
glaterra, como muestra evidente de la insensatez de mi
definición. A la reina Isabel de Inglaterra se unió en otras
ocasiones la condesa de Fenosa y pocas más, puesto que
ni siquiera alguna fémina más caracterizada para ser pro-
puesta como símbolo de la oligarquía internacional, como
Bárbara Hutton, fue recordada por los críticos. A aquellas
dos ilustres exponentes de la burguesía mundial, se unía,
esporádicamente, el tema del servicio doméstico. Para mis
críticos, no sólo la propiedad de títulos nobiliarios o de
medios de producción modificaba sustancialmente la cua-
Iificación de clase de la mujer, sino también la utilización
o no de servicio doméstico. Para tan ilustrados discutido-
res el ama de casa «explota» a la criada. Cualquier mujer,
por tanto, que se sirva de mujer de limpieza se convierte
de hecho, inmediata e irremisiblemente, en burguesa.
Pero pasado algún tiempo, en dos o tres años a lo
sumo, me encontré, sorprendentemente, con que ya no se
argüían, con la misma vehemencia, los ejemplos de reinas
y de condesas. Parecía que los críticos de siempre habían
estudiado algo sobre modos de producción, propiedad y
posesión de los medios de producción, trabajo excedente
y trbajador explotado. Ahora se habla mucho más de con-
ciencia de clase. Con lo que se abandonó la discusión sobre
la propiedad de los medios de producción, único punto
en que la polémica podría haber avanzado, clarificando
los conceptos de propiedad, posesión y administración, y
las diferencias económicas que comportan entre sí y qui-
zá hubiéramos llegado a aclarar en qué forma se le extrae
trabajo excedente a la mujer del burgués en el modo de
producción doméstico, mediante la reproducción, el tra-
bajo doméstico y la sexualidad explotada, de modo tal que
la cualifican —al igual que la mujer del campesino—
como clase explotada por el hombre, pese incluso a po-
seer, en algunos casos —muy pocos— la propiedad de
algunas fábricas. No olvidemos nuevamente esa propie-
dad de la centésima parte de los bienes de que nos in-
forma la OIT. Hubiéramos también, quizá, llegado a captar
por el mismo camino, que las definiciones científicas que,
538
como en este caso, afectan a dos mil millones de personas
de todo el planeta, no pueden ser puestas en cuestión por
medio centenar de casos.
Pero empezamos a perdernos por los meandros de la
sutil cuestión de la conciencia de clase, que, como todos
hemos podido comprobar en cualquier momento de nues-
tra vida, consiste en una perturbación de las facultades
de razonar y analizar que padecen los seres de todas las
clases sociales, excepto los explotadores. Discusión que
continúa y que no lleva trazas de alcanzar ningún resul-
tado positivo.
En este tema pues, y creyendo que ya he dejado su-
ficientemente analizados y hasta triturados y digeridos, los
temas de clase, modo producción, trabajo excedente y
trabajo explotado, y demostrado que la mujer es una clase
social y económica explotada por el hombre, resulta opor-
tuno, por el compulsivo interés de tirios y de troyanos, que
tratemos en un breve espacio de lo que ha significado
para la mujer su supuesta pertenencia a las clases domi-
nantes a lo largo de la historia. Lo que podría titularse
«el extraño caso de la mujer burguesa», englobando bajo
tal epígrafe a las mujeres de los hombres de las clases
dominantes desde los tiempos de los Vedas.

1. De los brahmanes a Conjucio

No existen más mujeres burguesas que Bárbara Hutton,


Elisabeth Arden, Helena Rubinstein, Joan Crawford y una
docena más de ilustres productoras de cosméticos, y al-
guna fabricante de plásticos o metalurgia, por la propie-
dad, posesión y administración de empresas heredadas de
algún marido o padre. Una docena de burguesas feme-
ninas, cuyo caso no merece más atención que esta línea,
que al mismo tiempo que fabrican plásticos y polvos de
belleza, paren hijos para herederos de algún padre y ma-
rido, en ocasiones beneficiado por la fortuna de su mujer.
Al mismo tiempo, y compartiendo su desgracia con las
restantes compañeras de sexo, existen cientos de miles,
¿de millones? de pequeñas burguesas: merceras, carnice-
ras, pescaderas, tintoreras, modistas, peluqueras, verdu-
leras, que trabajan hasta la extenuación en la empresa de
su marido, la mayor parte de las veces, puesto que éste,
por derecho de conquista, de matrimonio, de legitimidad

539
familiar, tiene a su nombre la propiedad del negocio y
además cumple en la práctica con su papel de dueño,
amo y dominante quedándose con todo el dinero ganado
por su mujer. Que comparte la gestión, fregoteo y aten-
ción a la tienda familiar, con la satisfacción sexual de su
esposo, la parición y crianza de los hijos y las atenciones
domésticas al hogar, «dulce hogar». La esclavitud volun-
taria y contenta más demente de todos los tiempos. Bien
es cierto que los críticos no se atreven ni a mencionar a
esta categoría de mujeres, como exponentes de «explota-
doras», aunque sí lo hagan en ocasiones en referencia a
sus relaciones con el servicio doméstico.
Si no existe oligarquía femenina —ninguna de las
Bárbara Hutton que han sido inñuyeron jamás en las
directrices económicas del mundo— si las burguesas es-
tán contadas con una mano, si las «pequeñas burguesas»
están más explotadas que ningún ser humano, si las obre-
ras como tales merecen un capítulo aparte, al igual que las
campesinas con o sin tierras, en cambio, durante milenios
existieron princesas y duquesas y condesas. Cuya califi-
cación no dependía de una definición económica, sino de
la calidad de la sangre que corría por sus venas y por sus
arterias, en función del padre que se supusiera que las
había engendrado. Veamos qué fue de tan afortunadas
hembras.
Hasta finales del siglo xix las mujeres tienen prohi-
bido, en los países capitalistas, heredar los bienes pater-
nos. Precisamente además en los momentos que la bur-
guesía está afianzando su poderío. El concepto por tanto
de propiedad es ajeno a la mujer por su propia perte-
nencia a una clase sometida, en la misma manera que es
antitético este concepto para entender la servidumbre. En-
tendamos: la propiedad libre, unida a la posesión y a la
administración. La propiedad de algunos acres de tierra,
sujetos a mil gabelas e impuestos exhaustivos a favor
del señor, del rey y de la Iglesia, nunca convirtió al siervo
en amó. La propiedad de algunas joyas, cuando las tu-
vieren, vestidos y carruajes, nunca transformó a las mu-
jeres en burguesas. Y eso lo entendieron claramente tan-
to los burgueses como sus mujeres, que a finales del xix
se lanzaron a una frenética batalla para obtener entre
otros derechos, el de poseer y administrar sus propios
bienes, incluido su salario que también pertenecía al ma-
rido, En la legislación española tal robo sigue siendo le-

540
gítimo. El salario de la mujer al igual que el del marido,
aumenta el caudal de ganancias con la única diferencia
de que es éste siempre el administrador de la sociedad
conyugal. Disposición legal que convierte a la duquesa de
Alba en administrada por un marido que encontró la me-
jor manera de vivir lujosamente sin trabajar.
¿Para qué sirvieron las mujeres de los reyes, de los
príncipes de los brahmanes, de los pares, de los baro-
nes? Como moneda de cambio. Fueron vendidas desde el
nacimiento para sellar alianzas matrimoniales que les in-
teresaban a los varones de la misma y de otras familias.
Fueron descasadas cuando el primer marido lo estimó con-
veniente, y vuelta nuevamente a ser intercambiadas en
una o varias nuevas alianzas. Fueron apaleadas para do-
mar su rebeldía, o simplemente desahogar su furia, por
el padre, por los hermanos, por los sucesivos maridos y
por los hijos. Fueron asesinadas para eliminar estorbos
en la carrera hacia el poder, para ser sustituidas por otra
u otras, o para impedir que sus hijos reinaran o hereda-
ran. Fueron enterradas en conventos o en harenes, fue-
ron repudiadas, divorciadas, execradas, maltratadas, tor-
turadas, violadas, sometidas a raptos y a secuestros, a
encierros de por vida, asesinadas por adúlteras, por im-
potentes, por frígidas, por estériles. Fueron valoradas
como los ganados, los castillos y las tierras, y desvalori-
zadas como animales viejos e inútiles. Fueron tratadas,
en fin, como mujeres y nada más que mujeres. Y las que
intentaron salir de semejante destino luchando contra
los hombres de su misma familia, sangre y condición, ga-
naron sí alcanzaron la protección de cualquier otro hom-
bre en la batalla contra su padre, sus hermanos, sus ma-
ridos y sus amantes y sus hijos, que se les demostraron
los enemigos que eran.
Uno de los más antiguos libros sagrados, Popol Vuh
el Libro del Consejo o del Común de las antiguas tribus
«quichés» de Guatemala, explica las normas por las que
habrán de regirse la vida de las hijas de los nobles, en la
misma forma que lo estipulan los Vedas de la India y el
Código de Hanmurabí de Asiría. Las mujeres eran ven-
didas por su padre y por sus hermanos: «Casaron a sus
hijas y a sus hijos, solamente las regalaban y los regalos
y mercedes que les hacían los recibían como precio de
sus hijas y así llevaban una existencia feliz...» «Se reunie-

541
ron y se dividieron, porque habían surgido1 disensiones y
existían celos por el precio de sus hijas...»
Es el propio Engels el que ofrece un relato poco hala-
güeño de la condición de las mujeres que pertenecían a
los hombres de las clases dominantes. Respecto de la mu-
jer en Grecia es el que explica que «en cuanto a la mujer
legítima, se exige de ella que tolere todo esto, y a la vez,
guarde una castidad y una fidelidad conyugal rigurosas...
Para el hombre no es, a fin de cuentas, más que la madre
de sus hijos legítimos, sus herederos, la que gobierna la
casa y vigila a las esclavas, de quienes él tiene derecho a
hacer, y hace, concubinas siempre que se le antoje.2 Las
doncellas no aprendían sino a hilar, tejer y coser, a lo
sumo a leer y escribir. Prácticamente eran cautivas y sólo
tenían trato con otras mujeres. Su habitación era un apo-
sento separado, sito en el piso alto o detrás de la casa,
los hombres, sobre todo los extraños, no entraban fácil-
mente allí, adonde las mujeres se retiraban en cuanto
llegaba algún visitante. Las mujeres no salían sin que las
acompañase una esclava, dentro de la casa se veían, lite-
ralmente, sometidas a vigilancia. Aristófanes habla de pe-
rros melosos para espantar a los adúlteros, y en las ciu-
dades asiáticas para vigilar a las mujeres había eunucos,
que desde los tiempos de Herodoto se fabricaban en
Ouios para comerciar con ellos... En Eurípides se desig-
na a la mujer como un "oikurema" como algo destinado
a cuidar del hogar doméstico (la palabra es neutral) y
fuera de la procreación de los hijos no eran para el ate-
niense sino la criada principal.»3
En Esparta «Plutarco sostiene que en uno de los re-
partos de tierras efectuado por ese legislador, cada lote
entregado debía ser suficiente para producir setenta fa-
negas de granos para cada hombre y doce para cada mu-
jer, que los matrimonios se efectuaban por el rapto vio-
lento de la mujer», y ello en el país donde ha sido tra-
dicionalmente entendida la igualdad política y económica
entre 4el hombre y la mujer de las clases dominantes espar-
tanas.
La mujer espartana, se dice que educada para la guerra
1. Silvio de la Torre, Mujer y sociedad. Ed. Universitaria. La
Habana (Cuba), pág. 86.
2. El origen de la familia, pág. 62.
3. Obr. cit„ pág. 63.
4. Silvio de la Torre, obr. cit., pág. 62.

542
desde la infancia era en realidad utilizada únicamente
como reproductora de los jóvenes que precisaba la
organización guerrera del Estado espartano. Tanto en
Atenas, como en Esparta, como en Troya, donde Héctor
le dice a Andrómaca al despedirse de ella «Vuelve a tu
casa, a tus quehaceres del telar y de la rueca, y ordena a
tus sirvientes su tarea cotidiana, que de la guerra noso-
tros cuidaremos cuantos varones en Troya nacimos, y yo
el primero», como Penélope en Itaca, tejiendo y destejien-
do las pretensiones de sus forzados futuros maridos, sin
el cual una mujer decente no puede vivir, las mujeres
de los dirigentes de la sociedad, cumplen su papel en la
misma forma que las restantes que sirven a los hombres
desposeídos: les proporcionan placer sexual, les reprodu-
cen hijos y les cuidan el hogar. Y el infanticidio femeni-
no se practica más abundantemente en Esparta que en
ningún otro Estado griego, precisamente porque las mu-
jeres les son inútiles para la guerra.
El desprecio de los griegos, cultos, nobles y dirigentes
de la política, por sus mujeres, está repetidamente demos-
trado en sus propios textos. Pericles afirma en uno de
sus discursos que los atenienses «somos sencillos en
nuestros gustos, cultivamos nuestra alma sin afeminarnos».
De Aspasia se afirmaba que era solamente una prostituta
de alto rango, que pervertía a las matronas casquivanas
de Atenas, dispuestas a hacer mal uso de la libertad que
les concedían las nuevas costumbres democráticas. Pla-
tón, al describir los últimos momentos de Sócrates, pone
en su boca estas palabras: «He mandado que las muje-
res se marcharan para que no nos molestaran con sus
llantos, porque yo creo que un hombre debe morir en
paz.»
Los atenienses se vieron obligados a dictar una ley
castigando tanto al comprador como al padre, hermano,
tío o tutor que vendía a una hija, hermana, sobrina o pu-
pila para placer sexual del que las adquiría. Y en múl-
tiples oportunidades los escritores de aquellos tiempos
se refieren a la venta pública en los templos de Venus, el
«día de las afrodisias», de esclavas cortesanas, que tam-
bién llegaron a ser vendidas en los banquetes y orgías.
En la India, cuando un hombre de las castas superio-
res compraba una o más muchachas de castas inferiores
para tenerlas como mujeres, éstas ingresaban, con todos
los derechos y privilegios correspondientes, en la casa del

543
hombre; mientras que si una joven de una casta supe-
rior se unía a un hombre de una inferior quedaba auto-
máticamente degradada ella y degradados los hijos
que tuviesen a la casta del marido. Weber, ya citado, re-
firiéndose al tema incluso en el día de hoy, afirma que en
la India «la mujer casada es sólo la funcionaría encargada
de la propagación de la estirpe; y el sexo femenino está ex-
puesto a todo aquello contra lo cual tuvo y tiene que lu-
char todavía la administración india, a saber: matrimo-
nios infantiles, supresión de las niñas, cremación de las
viudas, en suma contra todas las instituciones brutales
creadas por el hombre e inspiradas por el punto de vista
masculino». 5
... Saco expone que mientras en la India existía una
ceremonia especial de iniciación para regenerar a los
hombres de las castas superiores de la impureza original
y que tenía lugar a los ocho años de edad para los brahma-
nes, a los once para los chatrias y a los doce para los va-
sias, sin embargo no se menciona en los libros sagrados
de ese pueblo ninguna ceremonia especial para las muje-
res de las mismas castas, las que quedaban iniciadas con
el matrimonio. A corroborar lo expuesto viene también
la costumbre antiquísima de la venta de mujeres: Saco
se refiere a la venta de éstas por sus padres y por sus
esposos como una de las fuentes más importantes de la
esclavitud en la India; Herodoto dice que entre los véne-
tos, pueblo de la Iliria, «aquellos que tenían hijas casa-
deras, llevábanlas todos los años a un paraje donde se
reunían al derredor de ellas muchedumbre de hombres.
Un pregonero público las hacía poner en pie, y vendíalas
todas, una después de otra; empezaba por la más hermo-
sa, y después de haber obtenido por ella una suma consi-
derable, pregonaba las que más se le acercaban...»
Ser reina no era estatuto suficiente para estar libre
de las agresiones, violaciones, malos tratos, repudios, aban-
donos y despidos de los maridos sucesivos, que la deci-
sión paterna y los intereses del Estado les proporcionaban
a las mujeres de sangre real. En los casos más extremos
llegaban a matarlas.
La hija de Micerinos, rey de Atenas, fue violada por
su propio padre lo que la condujo al suicidio. Cambises,
rey de Persia, llegó al cinismo de casarse con su propia

5. Silvio de la Torre, obr. cit., págs. 84-85.

544
hermana y después con la otra, y las asesinó a las dos
sucesivamente cuando se cansó de ellas. De la misma
forma que Calígula desposó a su hermana y le abrió la
barriga para ver el feto, hijo suyo, que se formaba en él.
El rapto fue también utilizado con frecuencia para
apoderarse de las mujeres que los reyes o los hombres
poderosos desearan, o venderlas en los mercados como
sultanas para los harenes.
Herodoto cuenta en su libro I que «los negociantes fe-
nicios, desembarcaron sus mercancías y las expusieron
con orden de pública venta. Entre las mujeres que en
gran número concurrieron a la playa fue la joven lo,
hija de Inacho, rey de Argos. Al quinto o sexto día de la
llegada de los extranjeros despachada la mayor parte de
la mercancía y hallándose las mujeres cercanas a la pla-
ya, concibieron y ejecutaron los fenicios el deseo de ro-
barlas. Exhortándose unos a otros arremetieron todos
contra ellas, la princesa fue arrebatada con otras, fue me-
tida en la nave y llevada después a Egipto...» Y el histo-
riador añade:
«Esto de robar las mujeres es en realidad una cosa que
repugna a las reglas de la justicia, pero también es poco
conforme a la cultura y civilización el tomar con tanto
empeño venganza por ellas, y por el contrario, el no hacer
ningún caso de las arrebatadas, es propio de gente cuerda
y política, porque bien claro está que si ellas no quisiesen
de veras, nunca hubieran sido robadas.»
Strabon informa que los indios se casan con muchas
mujeres que «compran a sus padres, dándoles un par de
bueyes por cada una»; que en el Libro de las leyes, de
Manú, refiriéndose a la capacidad para testificar en jui-
cio, se dice: «En tales circunstancias, a falta de testigos
idóneos, se puede recibir la deposición de una mujer...
de un esclavo o de un doméstico».
El doctor Guignes, citado por J. A. Saco, sostiene que
la costumbre de vender a las hijas y a las esposas preva-
leció durante largo tiempo en China y agrega «si se en-
cuentran muchas niñas de venta, es porque hay gran
número de compradores. Enséñanlas éstos a tocar ins-
trumentos y edúcanlas con esmero ya para venderlas des-
pués con mucho provecho, ya para entregarlas a la pros-
titución...»
El estatuto de la mujer de las castas superiores es el
que describe Silvio de la Torre:

545
35
«La no participación de las mujeres en la vida política
del Estado puede observarse (prescindiendo de la influen-
cia real que en otra forma pueden haber ejercido las es-
posas, concubinas o amantes de los reyes, generales y go-
bernantes) en todas las naciones de esta etapa. Ni entre
los griegos y romanos, ni entre los mayas y los aztecas,
ni entre los etruscos, egipcios, hititas, etc., las mujeres
participan en la vida pública ni gozan de derechos políti-
cos de ninguna clase. Los chinos concretaban este punto
de vista, con una cita de Confucio: «El hombre no debe
hablar de lo que atañe al hogar, la mujer no debe hablar
de lo que ocurre fuera de la casa.»6

2. Del amor cortesano a la Revolución Francesa


La historia de la mujer noble en la Edad Media es la
historia de sus infinitas torturas. Desde el cmturón de
castidad, hasta la muerte por empalamiento o empareda-
miento por sospechas de infidelidad. Como afirma Goetz
«el número de mujeres que en la Edad Media fueron
sencillamente muertas o brutalmente repudiadas por sus
maridos, desdes los príncipes hasta los aldeanos, es in-
finito». Y hay que tomar en cuenta, añade Silvio de la
Torre, que «este autor no se caracteriza por su simpatía
hacia el sexo femenino, al que prácticamente ignora a
través de toda su obra o que, cuando no le queda más
remedio que citar a algunas de las que lo integran, es
para rebajar su importancia o para responsabilizarla con
todas sus culpas».7
La mujer del señor feudal cumple las mismas fun-
ciones que la mujer del burgués en los países capitalistas.
Su explotación consiste en la prestación de los servicios
sexuales, en la reproducción de los hijos exigidos por el
amo, y en la administración de la casa. La casa feudal
cuenta con mano de obra esclava o sierva, a la que la es-
posa del barón organiza y manda, como la Andrómaca de
Troya y la Penélope de Itaca. Pero la costura, el hilado y
el tejido, las conservas, las comidas, la fabricación y ad-
ministración del vino y del aceite, la sal, el jamón, la crian-
za de las aves y el cuidado del ganado, son trabajos de

ó. Obr. cit., págs. 91-92


7. Obr. cit., pág. 126.

546
siervas y de amas de casa conjuntamente a las que éstas
deben atender si quieren que su casa prospere. La dama
noble que vive en el castillo feudal es explotada y tratada
por el marido tan brutalmente como la de un campesino.
Las damas nobles que viven en la corte son vendidas
e intercambiadas fundamentalmente por su trabajo re-
productor. Los servicios sexuales de las más hermosas son
también estimados y para satisfacer al rey y a los señores
feudales las hijas de familias nobles son cambiadas y tur-
nadas varias veces, a lo largo de su vida.
«Resulta altamente instructivo para la comprensión de
este tema el estudio de las relaciones matrimoniales du-
rante el Renacimiento, y el efecto que tuvieron sobre la
identidad y la consolidación de la clase alta en la Europa
del siglo XVIII. Estudios de historiadores franceses e in-
gleses (como Bloch y Habbakuk) muestran los patrones
exógamos entre el gran capital comercial y financiero y
los elementos más emprendedores de la aristocracia. En-
tre los miembros masculinos de estas clases, el "tráfico
de mujeres" (sobre todo de las hijas de la nobleza urbana
y rural) fue, durante el período de acumulación de capi-
tal preindustrial en Europa occidental, un agente de pri-
mer orden en la cimentación de una nueva clase domi-
nante.» 8
Los romances caballerescos y las leyendas sobre el amor
galante forman parte del engaño ideológico en que los
hombres mantienen a las mujeres. Las referencias con-
tinuas de los autores, eruditos y doctos autores, sobre el
amor galante de la Baja Edad Media y sus romances, tro-
vadores, torneos, justas y amores apasionados, sólo puede
mover a risa a quienes se hallen de verdad familiarizados
con la vida cotidiana de esa Edad. La historia de la mujer
en la Edad Media es la historia de las violaciones, estu-
pros, ventas de esposas, prostitución, abandonos, partos
mortales y muertes infantiles. De la Torre es uno de los
pocos autores, que no deslumhrado por los «cantares de
amor» explica que «no importa que los galantes caballe-
ros rindiesen homenaje de pleitesía a la mujer "dulce y
pura" como a un ser superior, la realidad de la vida diso-
naba bastante de esta poesía, ya que la Edad Media tra-

8. Rosalind Petchesky, Patriarcado capitalista y feminismo so-


cialistas. Textos compilados por Zillah R. Einsenstein. Ed. Siglo XXI.
M. 1980, pág. 88.

547
taba al género femenino, en general, como inferior en dere-
chos y en consideración social al masculino, y en gran
parte, las cargas de la vida pesaban 9 con mayor dureza
sobre la mujer que sobre el hombre».
Las ideas sobre el llamado «amor cortesano» y los
pretendidos principios caballerescos funcionan hacia un
determinado tipo femenino: la dama noble, cantada por
juglares y trovadores, prescindiéndose por completo de
burguesas y villanas, buenas apenas para la satisfacción
de los apetitos carnales de los caballeros, ya que consti-
tuían una clase inferior de humanidad. Pero lo notable
es que la propia dama noble, la casta, pura, bella y casi
santa dama noble, era maltratada, golpeada y humillada
cuando llegaba el caso. Crump y Jacob, ya citados ante-
riormente, dicen: «A pesar de todo no se debe atribuir
demasiada importancia al ideal de lo. caballeresco como
un factor en la elevación de la posición de la mujer. De
la misma manera que el ascetismo era el ideal limitado de
una pequeña casta aristocrática y que los que estaban
fuera de ella influían muy poco sobre la función de refina-
miento de dicho ideal. Hasta en esa misma casta en que
se promulgaba y ejercía era imposible dejar de sentir que
era poco más que una apariencia. No sólo en las gran-
des "chansons de geste", sino en el libro que el caba-
llero del siglo xiv, La Tour Landrym escribió para la edi-
ficación de sus hijas, los caballeros incomodados derri-
ban a golpes a sus esposas de vez en cuando, y este cas-
tigo corporal lo permite de manera específica el derecho
canónico.»
Langlois explica que «la señorita noble y la dama que
adornaban sus gracias las fiestas y torneos se hallaban, den-
tro del hogar, completamente supeditadas al padre y al
esposo, y veíanse no pocas veces maltratadas físicamente
o celosamente vigiladas como esclavas de un harén. Las
crónicas y los documentos antiguos pintan con rasgos
unas veces divertidos y otras veces dramáticos cómo mu-
chos de aquellos nobles y príncipes trataban a sus dignas
y respetables esposas».10
En ninguna clase social la mujer tiene la considera-
ción del hombre. Ya sea ésta esposa de rey o de príncipe
o de aldeano. El papel de la mujer en el mundo está sim-

9. Obr. cit., págs, 106-107;


10. Silvio de la Torre, pág. 105.

548
bolizado en él relato de Crump y Jacob, que afirman que
en los funerales de un jefe ruso, a mediados del siglo x,
fueron arrojados a la hoguera, conjuntamente con el ca-
dáver, una parte de sus armas y trajes, su esposa favorita
y su perro. En el viejo poema inglés Beowulf, se describen
los funerales de Scyld en igual forma.11
Las esposas del rey y del príncipe forman parte de sus
posesiones de la misma forma que los esclavos, los caba-
llos, las armas y el perro. La legislación civil que Napoleón
ordenó y compiló, que todavía establece la inferioridad
de la mujer y su sometimiento al marido, arranca de las
más antiguas colecciones de leyes. En España, todos los
códigos medievales: Ley de Toro, Fuero Real, las Siete Par-
tidas, el Ordenamiento de Alcalá, el Fuero Juzgo, disponen
el matrimonio como el contrato de sometimiento de la mu-
jer al marido. El contrato de vasallaje en resumen, que
tan bien define la madre de san Agustín.
La mujer casada no tiene ni la posesión ni la adminis-
tración de sus propios bienes. No puede aceptar ni repu-
diar una herencia, una donación, un legado sin el permi-
so del marido, que también le es preciso para celebrar o
rescindir un contrato y pleitear en defensa de sus intere-
ses. La administración de los bienes gananciales correspon-
de al marido siempre, y la herencia de los títulos y de los
bienes de las familias nobles se hacen por vía de varón, ex-
cluyendo a la mujer en el mismo grado de parentesco. Ya
conocemos la exclusión de las mujeres de la sucesión al tro-
no por la Ley Sálica, que se impuso en toda España.
Estamos hablando, por tanto, de las mujeres de las fami-
lias reinantes, principescas y nobles de toda Europa. Res-
pecto a estos temas pensar en familias no pudientes resulta
superfluo, puesto que los conflictos de intereses económi-
cos solamente se pueden suscitar entre los individuos que
los poseen. Las mujeres de sangre noble, nacidas entre
sedas y que utilizan joyas en las fiestas públicas, son me-
ros animales de reproducción, que se cambian, se ven-
den, se permutan, se encierran o se matan, según con-
venga, a tenor de los intereses de los hombres que de
ellas disponen.
El rey Sabio, Alfonso X, explicaba las normas legislati-
vas que sometían a las mujeres a las decisiones de los
hombres de su familia diciendo que «es fuerte cosa con-

11. Obr, cit., pág. 106.

549
contender con mujeres porque no pueden razonar con
otro. Y como son codiciosas y avariciosas se presume
que no harán donación».
Entre los francos, la Ley Sálica, ya citada, establece
que los bienes inmuebles y la posesión de la tierra no
se transmite más que a los hijos varones, y en su defecto
a los colaterales masculinos. Las hembras sólo tienen
derecho al «peculio», constituido por enseres, trajes y
joyas. Entre los longobardos la esposa vivía bajo el «mun-
dium» o protección del marido, y al morir éste, de su
hijo mayor. Si no tenía ningún hijo, recaía bajo el «mun-
dium» de su familia, y en caso de no tener pariente al-
guno, el rey le señalaba su «mundium» para defenderla.
La situación típica de este supuesto es la de Jimena,
huérfana por el hierro de Rodrigo Díaz de Vivar «el Cid»,
a quien el rey Alfonso VI le da otro defensor y protector
en la figura de un marido, que es precisamente el asesi-
no de su padre.
El código longobardo establecía que no será legal
para una hembra vivir libre según su propia voluntad, sino
que permanecerá siempre sujeta al poder de un hombre,
marido o pariente. No podrá tampoco traspasar su propie-
dad mueble o inmueble, sin el consentimiento de aquel
bajo cuya protección viva. En el caso de asesinato del
cónyuge, una mujer acusada de este delito, si no hallaba
un campeón que la defendiese era inmediatamente sen-
tenciada y ejecutada. La leyenda de Lohengrin y su esfor-
zada lucha por defender a Elsa, nos cuenta precisamente
de esta condición de la mujer entre los pueblos del cen-
tro de Europa. Al hombre le bastaba para librarse del
castigo de haber dado muerte a su esposa, con el método
de prueba del «sacramentum» que consistía en jurar su
inocencia delante de testigos. Jamás se vio mayor faci-
lidad para librarse de una esposa molesta.
En la vida real, al margen de cuentos de caballerías,
el marido era prácticamente el dueño sin limitaciones
de su mujer. Fijaba el lugar de su residencia —derecho
que en España poseía el marido hasta 1975— podía pegar-
le a su esposa y exigirle que cumpliera todas aquellas
tareas domésticas que estuvieran en consonancia con su
posición social. Aunque como veremos lo de la posición
social no afectaba demasiado al trabajo de la esposa. Val-
demar Vedel en su obra Ideales de la Edad Media nos
cuenta que «la esposa es su vasallo fiel... la ñdelidad eon-

550
yugal que sólo se exige a las mujeres es en absoluto la
fidelidad de un servidor... La mujer era servidora del
hombre, le atendía en las comidas, le servía en el aseo,
le lavaba el cabello, le frotaba en el baño, en una palabra,
desempeñaba con respecto a él casi las mismas tareas de
un mozo de cámara. Semejante a una odalisca, le servía
también con su amor, y ya hemos visto cómo en los can-
tos populares es siempre la mujer quien ofrece su amor
al hombre. Ella se levanta cuando él penetra en el recin-
to, come después que él ha comido, y con frecuencia reci-
be golpes».
Este autor no se refiere a las mujeres del pueblo, espo-
sas de campesinos o artesanos, a quienes sucedía lo mis-
mo. Estoy relatando la vida de las mujeres nobles, esposas
de señores feudales, de príncipes y de reyes. Pitaluga en
su obra Grandeza y servidumbre de la mujer, nos infor-
ma que «el matrimonio de doña Urraca (1109) con Alfon-
so I el Batallador, rey de Aragón, hubiera podido marcar
un rumbo distinto, con dos siglos de anticipación, a la
historia de la unidad nacional de España, si la indómita
princesa se hubiera avenido a la convivencia. Bien es ver-
dad que el Batallador no la trataba con muchos miramien-
tos, si prestamos fe a las referencias del sesudo padre
Flores, quien afirma reiteradamente que «puso en ella
sus manos y sus pies, dándole bofetadas en el rostro y
puntapiés en el cuerpo».12
Engels explica que «para el caballero o el barón, como
para el mismo príncipe el matrimonio es un acto político,
una cuestión de aumento de poder mediante nuevas alian-
zas». El matrimonio para las mujeres de sangre real cons-
tituyó la más dura de las servidumbres. Casada sin con-
sultar a los doce o catorce años, enviadas a una corte le-
jana, sin amigos ni valedores, entregadas inermes a la
furia, a la desconsideración y al desprecio de su «real
amo», violadas, apaleadas, parieron sucesivamente, cuan-
do pudieron, herederos para el trono, y si sólo fabricaron
hembras o varones demasiado débiles que murieran en la
infancia, fueron repudiadas y enviadas nuevamente a la
corte de sus padres, donde las casaron inmediatamente
con otro marido tan noble y tan grosero como el ante-
rior. El caballero que quiere casar a su hijo «le compra

12. De la Torre, pág. 109.

551
la hija de un noble» dice el viejo «poema de Saint Ale-
xis».
El rapto sigue siendo un método utilizado para pro-
porcionarse mujeres. Tan frecuentemente se producía que
todas las leyes medievales lo contemplan.
La lex Gambetta de los burgundos, del siglo vil, le de-
dica todo un capítulo a este delito, igual que el Título XII
de la Ley Sálica de los francos, la Lex ripuaria de los
francos chamavos, el Fuero Juzgo, la legislación visigótica,
las Partidas del Rey Sabio del siglo XIII y las capitulares
de Carlomagno. Hasta el Código Civil español de 1889 si-
gue conservando esta figura entre las causas de nulidad
del matrimonio. Tanto el señor feudal como la nobleza
cortesana y los reyes utilizaron numerosas veces esta mane-
ra de hacerse con la mujer que habían escogido. Hasta es-
posas de reyes fueron raptadas. Chrestien de Troyes, so-
bre la Francia medieval escribe que «era privilegio de
cualquier caballero desafiar a otro que fuese acompañado
de una dama y si lo derrotaba, podía hacer su voluntad
con su mujer, sin que se considerase el hecho vergonzo-
so ni pudiera perseguírsele o acusársele por ello». Childe-
rico, rey de los francos, raptó a la esposa del rey de Tu-
ringia, que, a su vez, cansado de ella, la abandonó a su
suerte.
El triste destino de esposa de rey puede entenderse en
cuantos ejemplos, que como muestra encontramos en los
tratados de historia. Ni la virtud, la bondad o la sumisión
logran dar seguridad ninguna a las princesas de que su
integridad física será respetada.
Galsuinda, la hija de Atanagildo el rey visigodo, fue
casada por éste con Childerico, rey de Neustria, que la
asesinó para casarse con Fredegunda, una de sus aman-
tes. Brunequilda, hermana de Galsuinda, que intentó ven-
gar la muerte de su hermana, fue hecha prisionera a su
vez por Clotario II, hijo de Fredegunda y la mandó ma-
tar atándola a la cola de un caballo salvaje.
Clotilde, hija de Clodoveo rey de los francos, fue ca-
sada contra su voluntad con Amalarico, rey visigodo.
Como Clotilde era católica, Amalarico la hizo sufrir toda
clase de malos tratos hasta conseguir que abjurase de su
fe y se convirtiese al arrianismo.
Se cuenta que Otón III, emperador de Bizancio, man-
dó decapitar a un gentilhombre, a denuncia de su esposa
la emperatriz. Como la viuda se presentó después a pedir

552
justicia y se la sometiese a la prueba del fuego que salió
positiva, el emperador le entregó a la emperatriz a la vo-
luntad de la viuda, y por orden de ésta fue quemada viva.
Rosamunda de los longobardos, hija del rey Kunimun-
do de los Gépidos cayó prisionera en poder del vencedor
de su padre Albolín, escita, se alió con Hildichis estario
real con cuya ayuda asesinó a su marido y huyeron los
dos al exilio. Pero Rosamunda quería deshacerse tam-
bién de la incómoda compañía de su cómplice, e intentó
envenenarlo con una pócima, para poder casarse con el
Prefecto de Pretoria, pero Hildichis se dio cuenta y usan-
do de su mayor fuerza la hizo beber a ella de la pócima
mortal.
A estos terribles casos, producto del amor y del respe-
to que sentían los reyes medievales por sus mujeres po-
demos sumar otros ejemplos, más de nuestros días, de
cómo los reyes han tratado a su madre, a su esposa, a sus
hijas. Los reyes, incluso los más recientes, no han dudado
en repudiar, abandonar y humillar a sus esposas y divor-
ciarse de ellas a costa incluso de organizar procesos es-
candalosos, para librarse de su molesta compañía.
Enrique VIII llegó incluso al cisma con la Iglesia de
Roma, por divorciarse de Catalina de Aragón, a la que
mantuvo prisionera en un terriblemente húmedo y frío
castillo, en el norte de Inglaterra, sometida a la más
estrecha miseria. La reina cuenta en sus cartas que sus
trajes y los de sus damas están en andrajos y no admiten
más remiendos, y que el pescado que comieron la última
noche estaba tan podrido que hedía. Las restantes esposas
de Enrique VIII no fueron tampoco demasiado afortu-
nadas. Excepto Juana Seymour, a la que parece que amó
verdaderamente el rey parricida, y que murió de parto
de su único hijo varón, Eduardo, que a su vez murió en
la adolescencia; Ana Bolena fue decapitada por el verdu-
go en la torre de Londres por orden de su real esposo,
acusada de adulterio, igual que Catalina Howard, que a
los diecisiete años fue casada por su tío con un rey que
frisaba en los setenta, valetudinario e impotente.
Pero el «Barba Azul» inglés no es una excepción res-
pecto a otros reyes en este tema del repudio de las es-
posas. Entre otros Jaime I el Conquistador de Aragón y
Cataluña no duda en repudiar a su esposa Leonor de Cas-
tilla, con quien se ha casado teniendo trece años.
El historiador describe así la situación: «Ya llevaba el

553
rey ocho años casado, tenía veintiuno de edad, se podía
decir que la reina se había criado a su lado. Era natural
que al cabo de ese tiempo la mirase sólo como a una her
mana, o como a una amiga, o como a una enemiga a poco
que ella hubiese intentado mezclarse en los asuntos de
gobierno. Habían tenido un hijo, y nada más. Consecuen-
cia de todo ello fue que don Jaime, en 1229, se lanzó a pe-
dir la anulación de su matrimonio con doña Leonor...
Eran parientes de tercer grado. Es de suponer que cuan-
do se celebró el matrimonio nadie ignoraba ese parentes-
co, y hasta ahora no había creído convenientemente ale-
garlo.» 13 (El subrayado es mío.) Los mismos métodos que
los utilizados por Enrique VIII. Todos los reyes se pa-
recen.
Peor fue el destino de Beatriz de Tenda, casada con
Filipo M.a Visconti (1391-1447) que tenía 20 años menos
que ella, que la desposó para adquirir la enorme fortuna
de la familia Tenda. Asesinada impunemente por su ma-
rido que la acusó de adulterio, Visconti se hizo fácilmente
con su fortuna y pudo después casarse con Bianca, la hija
de Francesco Sforza, que le había vencido en la guerra, a
modo de firmar la paz.
De los desprecios, humillaciones, y adulterios de los
esposos reales no se libraron ni las princesas ni las pro-
pias reinas.
Juana la Loca padeció la célebre aflicción de amor por
su marido Felipe el Hermoso, porque éste, a pesar de ser
ella la hija de los Reyes Católicos y la heredera de la co-
rona de España, y más tarde la reina del gran Estado que
formaron Castilla y Aragón, no dudaba en abandonarla y
humillarla, pasando la mayor parte del tiempo disfrutan-
do de los placeres de la corte francesa en Blois.
Ürsula Germana de Aragón, que fue la segunda esposa
de Fernando el Católico, al morir éste, fue casada por el
emperador Carlos I, en marzo de 1519 con Brademburgo,
hermano de uno de sus electores del Imperio Carlos I, que
se había desembarazado pronto y fácilmente de la mujer
de su abuelo, no sintió la menor inclinación por ayudarla
cuando el Brademburgo comenzó a maltratarla. «El ale-
manote empezó a gastarse, en juegos y diversiones, las co-
piosas rentas de su esposa, a la par que maltrataba de

13. Juan Ríos Sarmiento, Jaime I de Aragón. Ed. Juventud.


Barcelona 1941, pág. 147.

554
palabra y de obra a la joven esposa, rica y noble que el
azar le había entregado.» 14
Otras princesas fueron carne de presa de reyes, y sólo
logrando la protección de un marido poderoso pudieron
librarse del rapto y de la codicia real. María de Francia,
hija de Carlos el Temerario, que murió asesinado en 1477,
a los 20 años de edad, era heredera de todos los dominios
de su padre, pero como el rey de Francia quisiera impo-
nerle el matrimonio con el Delfín que contaba entonces
7 años de edad, tuvo que casarse precipitadamente con
Maximiliano de Austria para huir de la persecución real
y hallar protección en su marido.
Leonor de Aquitania tuvo que aceptar el matrimonio
con el rey Luis VII de Francia que quería apoderarse de
unos dominios vastos y desorganizados que había hereda-
do, y la maltrató hasta que ella pudo obtener el divorcio,
alegando el parentesco que les unía.
Entre las amabilidades y cortesías de los reyes para
con las mujeres de su propia familia encontramos las de
Luis II de Baviera, que llamaba a su madre, Isabel de
Austria, la cinematográfica Sissí, «la esposa de mi pre-
decesor». La rosada novela de la historia de Sissí, tan
falsa como cursi, ha dejado a los espectadores sin saber
que la esposa de Francisco José de Austria, fue enorme-
mente desdichada en su matrimonio. Despreciada por éste
hasta el insulto, obligada a parir el heredero del trono
que no conseguía, tras el nacimiento de varias hijas que
el rey no quería ni mirar, encerrada en los estrechos lí-
mites del protocolo de la corte austríaca, abandonada de
su marido, vigilada por la corte, acabó casi en la locura,
sola en las inmensidades de los castillos en los que vivía.
Conocemos los amoríos continuos de Napoleón y el
repudio y divorcio de Josefina, tras quince años de matri-
monio en que las relaciones de la señora Beaurnais le
fueron muy útiles en su conquista del poder.
El epitafio de Carolina de Brunswick (1768-1821) dice
«Aquí yace Carolina Amelia Isabel de Brunswick, reina
ultrajada de Inglaterra». Casada con Jorge, príncipe de
Gales, que sería más tarde Jorge IV, se vio abandonada
del marido en cuanto nació el primogénito, de tal modo que
se desterró de Inglaterra y vivió en Italia desde 1796 has-

1. J. García Mercadal, La segunda mujer del rey Católico. Ed.


Juventud. Barna. 1942, pág. 139.

555
ta el momento en que su marido fue coronado rey de In-
glaterra. Con tal motivo, el rey no quiso que en los rezos
litúrgicos se incluyese el nombre de la reina y ésta, al
saberlo, que se encontraba en Italia, volvió a Londres,
donde fue recibida con grandes aclamaciones por el pue-
blo, lo que aumentó la irritación de su real esposo. Éste
inmediatamente inició un expediente de divorcio contra
ella, que se convirtió en otro escándalo político, como
tantos otros divorcios incoados por reyes, sobre todo por
las investigaciones que la Cámara de los Lores llevó a
cabo sobre la vida privada de la reina. Por último, obli-
gado por la presión de la opinión pública, el Gobierno
acordó aplazar la resolución del pleito, lo que equivalía
de hecho a la absolución de la reina. Pero cuando ésta
exigió ser coronada en unión del rey éste se opuso rotun-
damente, llegando a impedirlo por la fuerza armada, que
hizo colocarse a la entrada del templo en donde había de
celebrarse la ceremonia de la coronación. Pocos días des-
pués de esta violenta escena que contempló todo el pue-
blo de Inglaterra, murió la reina Carolina, y el traslado
de su cadáver a Brunswick dio motivo a un tumulto
popular, pues el pueblo de Londres quiso que la comitiva
fúnebre pasara por las calles más importantes de la ciu-
dad.
En otro orden, la historia de las reinas que pretendie-
ron ejercer algún poder, es también la crónica de sus fra-
casos. La mayoría, a pesar de buscar el apoyo de parien-
tes varones o de algún sector del ejército para cumplir
sus planes, acabaron perdiendo el trono y la cabeza. Úni-
camente las que de regentes cumplieron su papel de tu-
toras del futuro rey, el hijo varón en quien recayera la
corona, y lo abandonaron pacíficamente a la mayoría de
edad de éste, pudieron considerarse afortunadas. Ni si-
quiera su acierto en el gobierno en los años en que lo
ejercieron, las salvó del retiro y de la muerte oscura,
generalmente en un convento.
Una breve crónica de algunas de ellas nos cuenta, me-
jor que otras consideraciones, el envidiable destino de
reina regente.
Eduvigis Leonor de Holstein Cottorp de Suecia, esposa
viuda de Carlos X Gustavo, gobernó durante la minoría
de edad de su hijo Carlos XI, y a la mayoría de edad de
éste se retiró pacíficamente. Ana de Saboya de Constanti-
nopla, viuda de Andrónico III (1341) ejerció la regencia

556
de su hij'o Juan V y se retiró pacíficamente a la mayoría
de edad de éste. Ana de Austria, esposa de Luis XIII de
Francia, fue regente durante 18 años, hasta que cedió el
poder a su hijo Luis XIV, a su mayoría de edad. María
de Molina, reina de Castilla y León, esposa de Sancho IV
(1295) hubo de sostener la defensa de los derechos de su
hijo mayor contra los infantes don Juan, hermano de
Sancho que aspiraba al trono de León y Alfonso de Cerda,
sobrino, que pretendía Castilla. Su gobierno fue tan acer-
tado que mereció la obra teatral de Tirso de Molina titu-
lada La prudencia en la mujer. Doña María de Molina es
ejemplo de soberanas prudentes y valientes, lo que úni-
camente le sirvió para abandonar el trono en manos
de su hijo y retirarse a un convento.
Entre las sumisas regentes encontramos a Blanca de
Castilla, esposa de Luis VIII, que durante doce años ejer-
ció la regencia de su hijo Luis IX (1214), que más tarde
pasaría a la historiografía como San Luis, y cuyo gobierno
fue objeto de alabanzas, pero cuyos méritos no le sirvie-
ron para conservar el trono, que debió abandonar a la
mayoría de edad de su hijo.
Otras madres de reyes no fueron tan obedientes. Rebel-
des a su destino de mujer pretendieron conservar o al-
canzar el trono que su parentesco con la corona les hubiera
otorgado de haber sido hombres. A la mayoría de ellas
les fue mal en el intento.
Ermesindis de Aragón, esposa viuda de Ramón Bo-
rrel (1018), regente de su hijo Berenguer Ramón, al llegar
la mayoría de edad de éste no quiso ceder el poder. El
hijo organizó la conspiración contra su madre tan eficaz-
mente, auxiliado por la mayoría de los nobles, que con-
siguió arrebatarle el trono, que ella hubo de ceder en el
convenio de 1024.
Martina de Bizancio, segunda esposa de Heraclio, fue
regente de dos herederos sucesivamente. Para poder se-
guir ejerciendo el poder como regente, ejerciendo la tutela
de su propio hijo Heracleontes hubo de asesinar al pri-
mer hijo de su marido, Constantino II. La muerte de su
madre, libró a Heracleontes del peligro de ser eliminado
a su vez antes de la mayoría de edad.
Sofía Milosloki, hermana del zar de Rusia Fedor, no
aceptó la exaltación al trono del otro hermano Pedro y
encabezó una rebelión del Ejército, tras la que consiguió
gobernar como regente de sus dos hermanos Iván y Pe-

557
dro. Como gobernara prudentemente intentó ser nom-
brada zarina en vez de sus hermanos, mediante un golpe
de Estado que fracasó en 1689, por lo que fue obligada a
retirarse a un convento.
La Ley Sálica excluyó a las hembras del derecho suce-
sorio a la realeza en la época feudal. Pero si tomamos las
constituciones vigentes durante el siglo xix (algunas to-
davía vigentes en la actualidad, aunque sea nada más que
en este sentido) vamos a encontrar, para todas las na-
ciones del mundo, la subsistencia de ese principio, ya sea
para negar a la mujer toda oportunidad hereditaria a la
corona, ya para supeditarla al mejor derecho masculino.
Así encontramos que en el artículo 53, Título III de la
Constitución del Estado Prusiano, de fecha 31 de enero
de 1850, se establece que la «corona es hereditaria en la
descendencia masculina del rey, de varón en varón, por
orden de primogenitura, siguiéndole la línea agnaticia».
La mujer no tiene derecho ni a ser elegida, ni a ser de-
signada para empleos y dignidades públicas. Tampoco
para formar parte de los tribunales de justicia. Es decir,
que carece de toda participación en la vida pública y po-
lítica de la nación.
En el artículo 60, Capítulo II, Sección 1.a de la Cons-
titución de Bélgica, se hacía constar que el derecho a la
sucesión real iba «de varón en varón... con exclusión per-
petua de las hembras y su descendencia». Lo mismo se
encontraba en las Constituciones de Austria, de los Países
Bajos, de Portugal, de Rusia, de Italia, de Servia, de Sue-
cia, de Noruega, etc. En la de Rusia es de notar que no
se toma en cuenta a la mujer ni aun para exigirle el jura-
mento de fidelidad a un nuevo emperador, ya que sólo se
requiere «de los subditos del sexo masculino, mayores de
doce años».
Otras constituciones, que no excluyen totalmente el
sexo femenino del derecho al trono, supeditan ese dere-
cho al del masculino, al cual conceden preferencia. Así,
en las de España, Inglaterra y Grecia.
Sin embargo, sin embargo, objetarán mis críticos
muchas mujeres han alcanzado el trono. Gobernaron duran-
te largos años, organizaron ejércitos y disfrutaron del po-
der. Eso es cierto y tampoco implica nada. Para saber que
la raza negra es una raza sometida, discriminada y explo-
tada no hace falta conocer los negros que reinaron en los
países africanos, o los pocos que han alcanzado prestigio

558
y dinero en Norteamérica. ¿Se sabe con toda certeza,
todo lo que tuvieron que hacer las mujeres que alcanza-
ron el trono? Excepto Victoria e Isabel II de Inglaterra,
Cristina de Suecia y Margarita de Dinamarca todas las
demás que aspiraron y ambicionaron un trono hubieron
de conspirar, asesinar, envenenar maridos, amantes e hi-
jos, y en un porcentaje muy importante acabaron en el
cadalso o en el convento.
Juana de Ñapóles, que heredó la corona de su abuelo
Roberto (1343-81) tras ver asesinado a su marido Andrés
de Hungría, decidió casarse con el asesino para conser-
var la cabeza y el trono. Dos maridos más y varios aman-
tes reunió en su historial, hasta que por orden de Carlos
de Durzgo apoyado por el Papa y el rey de Hungría, que
naturalmente deseaba el trono para su hijo, fue estran-
gulada.
Teófana de Macedonia en el Imperio de Bizancio, se
casó a los 21 años, ya en segundas nupcias, con Nicéforo
Focas. Y sospechando que el marido pretendía asesinar
a sus hijos para entronizar la dinastía de los Focas, se
alió con su sobrino Tzimisces, que era también su aman-
te para matar a Nicéforo. Pero la suerte se le torció y
mientras Nicéforo conseguía la corona, a ella la acusaba
de asesinato y la relegaba a un monasterio.
Isabel I de Rusia (1709-1762) tuvo que conspirar con-
tra la heredera del trono, Ana Ivancuna, para apoderarse
del cetro. En la misma forma Isabel I de Castilla hubo de
guerrear contra Juana la Beltraneja, que a su vez acabó
en un convento. Catalina II de Rusia, La Grande (1729-
1796), casada a los 16 años con el Zar Pedro III, sólo al-
canzó el trono alzando una rebelión en el Ejército con-
tra él.
María II de Inglaterra (1662-1694) aunque hereda la
corona de su padre Jacobo II, al abdicar éste se ve cons-
treñida a reinar conjuntamente con su marido Guillermo
de Orange. En la democrática Inglaterra, donde las mu-
jeres no encontraron demasiadas dificultades para rei-
nar, el advenimiento a la corona de la reina Victoria
trajo como consecuencia la separación dinástica de la
corona de Hannover de la de Inglaterra, dado que el reino
de la antigua Westfalia Hannover no podía ser gobernado
por una mujer.
Para que Isabel II alcanzara el trono de España fue

559
preciso que el país se desangrara en tres sucesivas gue-
rras.
Es cierto que otras mujeres de la nobleza ejercieron
influencia en el rey y en el gobierno. La lucha por el po-
der no le es ajena a la mujer, puesto que pese a la margi-
nación que sufre en todos los estamentos sociales, la am-
bición, la inteligencia y la capacidad de mando nunca han
sido cualidades exclusivamente masculinas. 15
Las intrigas, las conspiraciones y sobre todo los matri-
monios y los amoríos que debieron sostener para alcan-
zar algún grado de influencia en la corte, forman parte
de la historia femenina, en su pequeña lucha, a la escala
individual, por alcanzar parte del prestigio y el poder de
los hombres.
Algunas casadas con reyes incapaces, subnormales y es-
túpidos tuvieron que gobernar por procuración, como Ma-
ría Carolina de Ñapóles, casada con el rey Fernando VI.
que había heredado la corona de Carlos III de España, su
padre. María Juliana de Brunswick, segunda esposa de
Federico de Dinamarca y madrastra del heredero, para
conservar su poder en la corte, al lado de un marido inep-
to, consiguió volver loco al heredero y encerrarlo en un
manicomio. En connivencia con su amante y cómplice
Guldberg, consiguió que condenaran a muerte al minis-
tro Struensee, acusándolo de adulterio con la esposa de
su hijastro Cristian. Pero Juliana tuvo siempre que so-
portar la protección y complicidad en el gobierno de su
amante Guldberg que le garantizaba la supervivencia.
Carlos I I de España el Hechizado se abandonó a la pro-
tección de su segunda esposa, Ana M.a de Neoburgo que
era quien realmente reinaba, y que debió soportar un
marido impotente e idiota. Leonor de Guzmán, esposa del
Duque de Braganza, fue la verdadera artífice de la inde-
pendencia de Portugal, frente al indeciso y débil de su
marido. Natalia Warichkin de Rusia consiguió deshancar
la influencia de la familia Miloslovki de la primera esposa
del zar, que prácticamente gobernaba en el país, mediante
las intrigas que su marido, el zar Alejo, era incapaz de
comprender.
Las palabras de la princesa de Conde a un amigo, resu-
men la condición de las mujeres de la nobleza.

15. Ver ampliación del tema en Mujer y sociedad. Lidia Falcón.


Editorial Fontanella. Barna. 1969.

56a
«Nosotras... nacemos débiles y nos hace falta un apo-
yo; nuestra educación se encamina a hacernos sentir que
somos esclavas y que lo seremos siempre. Esta idea imprí-
mese con fuerza en nuestras almas, destinadas a soportar
el yugo... Por de pronto, escasos motivos de distracción;
contrariadas constantemente en nuestros gustos y diver-
siones por los prejuicios, las conveniencias y los usos de
nuestra clase, sólo nos quedan libres los sentimientos
aunque nos veamos obligadas al disimulo.»
En 1894 el doctor Jacobi Pritman decía que «los hom-
bres acostumbran a pensar de los hombres como pose-
yendo atributos sexuales, pero teniendo otras cualidades
más. Sin embargo, de las mujeres piensan que no son
más que sexo». Y como son solamente sexo, de acuerdo
con este modo de pensar, su destino es casarse, procrear
hijos y dedicarse a atender a su marido y a su prole. Ergo:
no necesitan adquirir otra educación más que aquella
imprescindible para cumplir esos deberes. A todo lo más,
enseñarles algo que pueda servir para ocupar el tiempo
ocioso de aquellas que, por pertenecer a la clase dominan-
te, cuenten con sirvientes para la atención de los queha-
ceres domésticos. Eso lo decía (nada menos que en 1920)
el doctor John Gregory, en su libro A Father Legacy to His
Daugthers, y cita Viola Klein: «No se les ha enseñado a
hacer calceta, a coser, y otras cosas por el estilo teniendo
en cuenta el valor intrínseco de lo que ustedes puedan
hacer con sus manos, que es insignificante, sino,., para
permitirles llenar, en una forma medianamente agrada-
ble, algunas de las muchas horas de soledad que necesa-
riamente deben pasar en casa.» «Es decir, en la práctica,
otra vez, el gineceo griego o el serrallo turco. La mujer
esperando, sin nada más en que ocuparse que de su be-
lleza personal, la llegada de su dueño y señor.» 16
«Y, ni aun ese amo —añade de la Torre— es escogido
libremente por ellas. La familia, decisivamente el padre,
lo selecciona en función de intereses económicos y políti-
cos. Se enlazan dos fortunas o se consolida una alianza
entre dos casas. Los protagonistas del matrimonio cons-
tituyen el pretexto. Y su opinión cuenta poco, aun en los
mejores casos, es decir, cuando es consultada. La mucha-
cha noble salía del convento para contraer matrimonio
con un hombre al que no conocía en muchas ocasiones.» 17
16. De la Torre. Obr. cit., pág. 175.
17. ídem, pág. 178.

561
36
CAPÍTULO II
¿PERO HAY MUJERES BURGUESAS?

«El abate Dubois decía: La condición social de las


esposas de los brahmanes difiere muy poco de la de las
mujeres de las otras castas. Todas son consideradas inca-
paces de desarrollar las capacidades intelectuales supe-
riores... Y como consecuencia, la educación femenina es
totalmente inexistente... Y se consideraría como una ver-
güenza que una mujer respetable aprendiera a leer...»
Si la situación de la mujer de la aristocracia en el an-
tiguo régimen fue de humillación, venta, repudio, despre-
cio y hasta despido o asesinato, la de las mujeres de los
burgueses no mejoró claramente. De la misma manera
que las mujeres de brahmanes no se diferenciaban dema-
siado en su condición de iletradas, sumisas y despreciadas
por el marido, las de los burgueses no vieron mejorada
su condición, ni aun después de que sus hombres triun-
faran en su revolución.
A pesar de que la movilidad de las clases sociales en el
nuevo régimen se hizo mucho más ágil, mucho más inde-
finida que en el antiguo, las mujeres permanecieron en
su papel secundario en la sociedad, trabajando en el ho-
gar, pariendo hijos para el marido y satisfaciendo sexual-
mente. Incluso las de los hombres de la clase dominante.
Otras, las que entraron a formar parte del ejército de tra-
bajadores explotados, añadieron a sus penurias las del
trabajo fabril.
La condición de las obreras merecerá un capítulo
aparte. En éste recordemos que el movimiento sufragista
surge precisamente de esas mujeres encerradas en los
«ghettos» de los hogares, privadas de derechos políticos, ci-
viles y económicos, destinadas desde el nacimiento a de-

563
pender del capricho de un hombre, a reproducir herede-
ros, dirigentes de la sociedad, sin que jamás ellas mismas
puedan ocupar el puesto del marido, del hijo, del padre,
del hermano.
Eleanor Flexner hablando de la situación de la mujer
norteamericana en la pasada centuria, nos dice: «Las mu-
jeres no podían firmar contratos, no tenían derechos a
sus propias ganancias, no tenían acción legal sobre sus
propios bienes aunque los hubieran obtenido a título he-
reditario o dotal, y ni aun a sus propios hijos en caso de
separación. Conjuntamente con el derecho civil, la religión
era la fuerza que mantenía esta situación. Cualquiera que
fuese la secta religiosa, todas coincidían en las limitacio-
nes corporales y mentales de la mujer, como castigo del
pecado original de Eva.»
Y Viola Klein, en su libro El carácter femenino, cuenta
que en pleno siglo xix, en 1815, un tal Henry Cook, de
Effingham, Surrey en Inglaterra, vendió, por recomenda-
ción de su párroco, a su mujer, a fin de pagar una deuda,
y reproduce el recibo que se encuentra en los archivos
de esa parroquia, y que literalmente dice: «17 de junio de
1815. Recibí de John Earle la suma de un chelín, en total,
por mi esposa legítima. Por mí. (Fdo.) Henry Cook (Fdo.)
Daniel Cook, John Chippen, testigos. Hay un sello de 5.»
La misma autora menciona una obra de H. W. Tem-
perley, titulada La venta de esposas en Inglaterra en 1823,
y otra posterior, de R. W. Emerson, English Traits, en la
que se afirma que «el derecho del marido a vender a su
mujer se ha conservado hasta nuestros días».
Virginia Wolf da una exacta e irónica idea de la condi-
ción de las «hermanas de los hombres con educación» 18
y nos hallamos ya en el año 1936. Las tres guineas que sim-
bólicamente reclaman los impuestos al Ejército, a la Igle-
sia, al Estado, no tiene por qué pagarlas una mujer que
no alcanzará jamás ningún puesto dirigente ni en la Igle-
sia, ni en el Ejército, ni en el gobierno de la nación. Mien-
tras la burguesía va afincando su poder como clase, y
todos los componentes de esa clase son hombres, las mu-
jeres siguen privadas de la administración de bienes, del
gobierno público, del voto político.
Evelyne Sullerot escribe 19 que «no es cuestión de enu-

18. Tres guineas. Ed. Lumen, Barcelona 1977.


19. El hecho femenino. Ed. Argos-Vergara. Barna. 1979, pág. 438.

564
merar aquí todas las consecuencias evidentes de esta
prioridad de la filiación masculina, pero no carece de
interés el señalar que, gracias a la comprensión de los no-
tarios y de los agentes del fisco, y a pesar de la Revolu-
ción Francesa, en la Francia campesina actual las hijas
continúan siendo discretamente desheredadas. Lo mismo
—a pesar del Corán— que entre los campesinos del Mo-
greb». La comprensión de los notarios y de los agentes
del fisco es la misma que la de los legisladores, que a par-
tir del Código napoleónico le prohibieron a la mujer ser
testigos en los testamentos, tutora de menores, adminis-
tradora de sus propios bienes, propietaria de su salario,
de las donaciones y dotes que recibiera, y la penaron gra-
vemente en caso de desobediencia al marido o al padre,
de adulterio, de abandono de domicilio conyugal. La le-
gislación burguesa, dictada por los burgueses en cuanto
triunfaron en su revolución, dispuso todas las normas de
sometimiento de las mujeres a su marido, el primero el
marido burgués.
El régimen capitalista llegó para afianzar el poderío de
clase de los burgueses sobre las restantes clases popu-
lares, una de las cuales la constituyen las mujeres. Si las
amarras feudales se habían roto para los siervos y los va-
sallos, se afianzaron, se estipularon clara y duramente
contra las mujeres. Únicamente el trabajo asalariado con-
cedió a las obreras un nuevo «status» que amenazó con rom-
per las trabas tan bien establecidas contra su libertad por
los burgueses. Pero respecto a las esposas de los hombres
de la clase dirigente las cadenas de la servidumbre se
cerraron férreamente, y aparentemente sin esperanza de
romperlas. El Código napoleónico que llevó a todos los
países los aires del progreso, estableció por el contrario
contra las mujeres la dictadura masculina. Los privile-
gios feudales quedaron claramente establecidos a favor
del hombre contra la única sierva que quedaba en Europa.
La persecución contra las esposas de los burgueses —y
mantengo conscientemente el plural puesto que los hombres
poseyeron muchas veces más de una— se concretó en la
marginación absoluta del mundo público: profesional, la-
boral, político, económico y el encierro en el hogar para
mantener el modo de producción doméstico, y en la vigi-
lancia de la fidelidad conyugal para asegurarse la pureza
del descendiente, que debería ser heredero de los bienes
paternos. La fidelidad sexual conservaba también el domi-

565
nio del hombre sobre la hembra que le servía de satisfac-
ción, sojuzgaba sus deseos sexuales y la mantenía obe-
diente. Freud llegaría poco más tarde a legitimar tal re-
presión con sus doctrinas científicas.
De la Torre explica que la ley reconocía al marido
burlado el derecho (y lo ejercía en ocasiones) de dar
muerte a los culpables sorprendidos «in fraganti». (Este
derecho estuvo vigente en España hasta 1958 y en va-
rios países de América Latina continúa en vigor.) A aque-
llos menos violentos se les autorizaba a recluir a las infie-
les, por la fuerza, en el «Convento del Buen Pastor» (que
venía a ser una especie de cárcel para mujeres) o en el
de «Las Hijas de Santa María» similar al primero. De
ellos no podían salir sin la licencia previa del esposo. Los
Goncourt recuerdan, como ejemplos del ejercicio de este
derecho, los casos de las señoras de Satanville, de Por-
tall, de Vaubecourt, de Ormesson, y otros. Y agregan:
«Tales detenciones y encierros de la esposa culpable eran
en el siglo XVIII un derecho del marido, el cual disponía
de esas puniciones rápidas y temibles. Una carta sellada
del rey bastaba para encerrar de por vida a la mujer en
un claustro. Y si el esposo no quería recurrir a la orden
real, podía, por mediación de la justicia ordinaria, lograr
su condena a dos años de reclusión en un convento, al
cabo de los cuales, si no le concedía el perdón, era rapada
y sentenciada a prisión por el resto de su vida. El usufruc-
to de todos los bienes de la mujer pasaba al marido. Y esta
última disposición puede ser la clave que explique casos,
al parecer absurdos, en que se obtiene la impresión de
que el marido está haciendo todos los esfuerzos de que
es capaz por arrojar a su mujer en brazos de un amante.» M
Mary Wollstonecraft describe en sus obras y en sus
cartas las angustias de las mujeres de los burgueses, sus
quejas nerviosas, su vida marchita y despreciada, al mis-
mo tiempo que criticaba los pretendidos remedios de asi-
los y magdalenas: «Lo que el mundo necesita es justicia
y no caridad.»
Parecía inconcebible, escribe Sheila Rowbotham, que
«la revolución hubiera hecho desaparecer la subordina-
ción de los más humildes y pisoteados, incluyendo a los
esclavos negros, y dejado al mismo tiempo a millones
de mujeres bajo el yugo de los hombres. Llevada por su

20. Obr. cit., págs. 188-179.

566
entusiasmo y confianza, la ciudadana Claire Lacombe de-
claró en un club de mujeres revolucionarias en 1973, que
ya no existía el prejuicio que relegaba a las mujeres a la
estrecha esfera del hogar y convertía media humanidad en
seres pasivos y aislados. Su optimismo carecía de fun-
damento. Aparte de algunos individuos aislados como
Condorcet, casi todos los hombres, incluyendo a Robes-
pierre, Marat y Herbert, se oponían a cualquier sugeren-
cia de vida política activa para las mujeres, alegando que
era algo antinatural. Creían que las mujeres debían servir
a la revolución de una manera más tradicional, como
esposas y madres...» 2 1
El optimismo de Claire Lacombe era el mismo que el
de Olimpia de Gouges que escribió Los derechos de la
mujer y de la ciudadana, en imitación de la famosa decla-
ración de igualdad proclamada en el leu de Pomme en
1789, y que sólo le sirvió para acabar sus días en el cadal-
so. Flora Tristán, siguiendo sus pasos, escribiría en 1843
su famoso panfleto de liberación de la clase obrera: La
unión obrera donde se expresaba en la forma siguiente:
«Trabajadores, en 1791 vuestros padres proclamaron la
inmortal Declaración de los Derechos del Hombre y gra-
cias a aquella solemne declaración sois hoy los hombres
libres e iguales ante la ley... Queda para vosotros, hom-
bres de 1843, la realización de una obra no menos impor-
tante. Os toca a vosotros ahora liberar a los últimos es-
clavos que quedan en Francia, proclamando los Derechos
de la Mujer, empleando los mismos términos que emplea-
ron vuestros padres, decid: Nosotros, el proletariado de
Francia, tras cincuenta y tres años de experiencia, decla-
ramos estar completamente convencidos de que la única
causa de las penalidades de este mundo ha sido el modo
en que se han despreciado los derechos naturales de la
mujer, y hemos decidido incluir en nuestra Carta los de-
rechos sagrados e inalienables de la mujer. Deseamos que
los hombres den a sus esposas y madres la libertad e
igualdad absoluta de que ellos mismos gozan.»
Ni el proletariado de Francia, ni el de ningún otro país
concedió a las mujeres ni esta ni ninguna otra Carta pa-
recida. A medida que la burguesía iba afianzando su po-
der, sus mujeres se convertían en las despreciadas e inú-

21. Feminismo y revolución. Tribuna feminista. Madrid 1978,


página 54.

567
tiles muñecas de salón, violadas virtualmente, parían con
dolor, morían de parto y de crianza, y eran utilizadas se-
xualmente hasta su retiro por vejez prematura. Sheila
Rowbotham ratifica el criterio conocido de la buena vida
de las mujeres de los burgueses explicándolo como el
«factor más decisivo, que permite calibrar la impotencia
concreta de la mujer, era el hecho de que se excluyera a
las más privilegiadas de la producción. A medida que el
hombre burgués se justificaba como persona mediante su
trabajo, defendiendo su laboriosidad y utilidad contra la
idea de desocupación aristócrata, la vida de su mujer se
hacía progresivamente más inútil. La mujer burguesa
no construyó el capitalismo, sino que se limitó a unirse
a sus constructores y a vivir de la actividad de sus hom-
bres. Su dote les ayudaba a acumular. Su cuerpo les ser-
vía como juguete, ornamento y espejo. Las mujeres ser-
vían de entretenimiento». 22
Nadie, tampoco Rowbotham, ha calculado el valor del
trabajo productivo de la reproducción, y en consecuen-
cia hasta una teórica feminista como ella afirma que la
vida de la mujer se hacía progresivamente más inútil y
que la mujer burguesa se limitó a vivir de la actividad de
sus hombres. Ni siquiera esa inmediata referencia a la
dote, que fue para muchos burgueses la primera inversión
que les permitió despegar en sus negocios, la incita a pen-
sar que la participación de la mujer en la construcción
del capitalismo no fue tan nula. Pero si no conocemos el
valor de la inversión de fuerza de trabajo realizada por
las mujeres de los burgueses en la parición, amamanta-
miento y cuidados de sus crías, y en la administración y
gestión de sus hogares, en cambio sabemos bien cómo se
las apartó del reparto tanto de las rentas del trabajo
como de las del capital, y cómo fueron empobrecidas por
los padres y expropiadas por los maridos, mientras se
les negaban todos los derechos de personas hasta que
estalló el movimiento sufragista.
Hora es ya de comprender que no es por casualidad
por lo que fueron mujeres, hijas y hermanas de burgue-
ses las que iniciaron, organizaron y lucharon activamente
en el movimiento sufragista. Para ellas, las supuestas he-
rederas del mundo, todo les estaba negado; el derecho al
trabajo y al salario, a las rentas y a los bienes, a la cul-

22. Obr. cit„ pág. 38.

568
tura y a la educación, al poder económico y el político y
el religioso. Que su supuesta cobertura de mujeres po-
derosas, que se reducía a la que les proporcionaban los
trajes de fiesta, no encubría más que una miseria econó-
mica, física y mental, a veces mayor que la del último
obrero de la fábrica del marido. Conocer con profundidad
el movimiento sufragista podría permitir a tantas femi-
nistas a la violeta, y a tantos políticos de dogma y tente-
tieso, comprender un poco por qué la mujer es una clase
social y económica explotada y oprimida por el hombre. 23
Dice Silvio de la Torre respecto a la mujer en el si-
glo XVIII, en la introducción del capitalismo, que «por ello
solamente se les enseña a cuidar de su adorno y embe-
llecimiento para agradar a los hombres, a hacer un poco
de música y danzar, algo de bordado y de los quehaceres
domésticos lo imprescindible para poder administrar el
hogar. Es decir, deliberadamente se les deja en la igno-
rancia y se les prepara para una sola profesión: el matri-
monio, en el que "por el ejemplo de su casa... se ha he-
cho cargo de que el hombre conserva toda la autoridad
sobre la mujer". Para todas, nobles y burguesas, tomar un
marido es entregarse a un amo».24
Victoria de Caturla Bru, en el libro La mujer en la in-
dependencia de América, refiriéndose a la madre del pro-
cer americano y primer presidente de la República de los
Estados Unidos de América del Norte, Jorge Washington,
dice: «Poseía sólo la escasa instrucción que se daba co-
múnmente a la mujer de la Nueva Inglaterra de aquella
época» y con relación a la esposa del propio "Washington,
«había sido educada para ser una buena ama de casa y
entendía muy poco de gramática, pero mucho de cos-
tura».25
»En una época en que el valor del hombre dependía del
precio que obtuviera su ingenio en el mercado libre, era
más difícil medir el valor de una mujer. Se la impedía
competir en el mercado del trabajo y se esperaba que ne-
gociara en cambio en el mercado sexual. Tenía dos po-
sibilidades, o bien llevar sus géneros a la bolsa, protegida
por un acuerdo matrimonial, o jugarse su mercancía en
el mercado negro como Molly Flanders. Al igual que las

23. Para ampliación del tema ver Mujer y sociedad. L. Falcón.


24. Obr. cií., págs. 177-178.
25. Obr. cit., pág. 172.
569
demás mercancías, las mujeres estaban sometidas al flujo
del comercio y gobernadas por la ley de la oferta y la
demanda. Un personaje de la novela de Steele The terder
husband (El esposo afectuoso), tasa el precio de venta de
una mujer: "Ah, hermano, las tasas en un precio dema-
siado alto. La guerra ha devaluado el precio de las mu-
jeres. La nación entera está plagada de enaguas, nuestras
hijas se nos mueren en nuestras manos.,. Las chicas no
son más que baratijas, Sir, meras baratijas."
»Del mismo modo que invertían su capital en tierras,
los nuevos acaparadores invertían su dinero en mujeres.
Los acuerdos matrimoniales crecieron en espiral a co-
mienzos del siglo XVIII. Una familia de hijas podía arrui-
nar a un pequeño terrateniente que hubiera hecho su
fortuna en la ciudad.
»La diferencia radicaba en la situación material de
los hombres y mujeres con respecto a la producción. Cier-
tamente, la oposición tan encarnizada con que chocaban
las mujeres siempre que intentaban aplicar estos valores
en beneficio propio, indicaba ya que el atrevimiento fe-
menino era aún más explosivo que la radical insolencia
de los hombres. Al atreverse a invadir la esfera de los
hombres, la feminista burguesa estaba de hecho desafian-
do las bases de división del trabajo que asignaba a las
mujeres el mundo de la reproducción y el cuidado de los
niños, y a los hombres el de la producción.» 26
La lucha sufragista se inicia en Norteamérica antes que
en parte alguna. No es casualidad, puesto que también es
la primera colonia que alcanza su independencia, que re-
dacta la primera constitución que garantiza la igualdad
entre todos los hombres —entendámoslo literalmente— y
la nación que se decide a librar una guerra por la abolición
de la esclavitud y la implantación de las garantías y de-
rechos constitucionales para todos los hombres, sin dis-
criminación por razón de al raza. Pero sí por el sexo.
El movimiento sufragista, desencadenado a partir del final
de la Guerra de Secesión, ha de conquistar para la mujer
durante cincuenta años de batallas, fracasos y victorias,
la consideración que los negros lograron en cinco. Y si
en el día de hoy éstos no han alcanzado la igualdad de
clase con la blanca, las norteamericanas tampoco han lo-
grado ni la igualdad con el hombre, ni siquiera la apro-

26. Sheeiela Rowbotham, obr. cit., pág. 47.

570
bación de la enmienda a la Constitución que debe otor-
garles los mismos derechos ante la ley.
Hasta 1865, terminada la guerra de Secesión, las escue-
las norteamericanas y los «high schools»,27 abrieron las
puertas a las mujeres. En cuanto al Norte, únicamente
en la universidad estatal de Iowa, en 1858, se admitió el
ingreso de una mujer. Hubo que esperar hasta 1879 para
que la Corte Suprema de los Estados Unidos reconociera
a las mujeres abogados el derecho a ejercer en los tribu-
nales de justicia. Y en la actualidad, aunque las mujeres
representan una abrumadora mayoría en las profesiones
auxiliares y en la enseñanza elemental, sin embargo, en-
tre el 95 % y el 97 % de todos los arquitectos, abogados,
ingenieros y científicos pertenecen al sexo masculino. De
igual manera que en Francia, en Inglaterra y en los países
nórdicos, por mencionar a los más adelantados.
En 1931, una mujer inteligente, perteneciente a la alta
nobleza francesa y, por lo tanto, insospechable de velei-
dades izquierdistas, la duquesa de Rochefeucal, presidente
de la «Unión Nationale pour le vote des femmes» podía
decir con toda razón: «Ya seáis ilustre poetisa, doctora
en ciencias, médica, licenciada en filosofía, creadora ar-
tística..., ya hayáis demostrado vuestra inteligencia y
vuestros dones de organización administrando un campo
durante la guerra, o una casa de comercio..., todas sois
indignas de aportar vuestro grano de arena a esa potencia
pública y política a la cual tienen acceso todos los hom-
bres, aun los analfabetos, los alcohólicos y los tarados
hasta la médula.» *
Refiriéndose exclusivamente a los países capitalistas
más adelantados política y socialmente, algunos datos son
suficientemente significativos. En Estados Unidos hasta
1959 solamente una mujer había resultado elegida como
senadora; ninguna gobernadora de Estado; muy pocas
como fayor (alcalde) de ciudades, sobre todo de las
grandes; unas cuantas como embajadoras y únicamente
dos como miembros del Gabinete.
El 20 % de los miembros del Congreso de los Estados
Unidos son mujeres y un poco menos del 5 % de los de
las Asambleas de los Estados. En Canadá, a pesar de que
hace más de 35 años que la mujer ha logrado el voto no

27. Escuelas secundarias similares a nuestro bachillerato,


(*) Silvio de la Torre, obr. cit., pág. 152.

571
ha habido más que seis mujeres a la vez en un total de
250 miembros. En Chile sólo hay cinco mujeres parla-
mentarias y en todo el resto de la América Latina es re-
ducidísimo el número de las que han logrado llegar a las
asambleas legislativas.
El año 1945 todavía no tenían el derecho al voto las
mujeres de Asia, excepto las de Siberia, Turquía y una
parte de la India; las de África, excepto los que restaban
dominios ingleses; las de América, excepto las de Uru-
guay, Cuba, República Dominicana, Brasil, Venezuela y
Ecuador. Y en Europa, en esa fecha, todavía no lo
habían conquistado en Francia, Suiza, Italia, Yugoslavia
y Grecia. Italia lo otorgó en 1946 y Francia en 1947. Suiza
esperó a conceder el voto a sus mujeres el año 1977, cuan-
do ya parecía imposible que tal cosa sucediera, situándose
así en el último país de Europa que mantenía a sus mu-
jeres en el mismo «status» político que las musulmanas.
Con respecto al paralelismo que tantas veces he des-
tacado de la lucha de la mujer con la de las otras clases,
encuentro esta frase de Silvio de la Torre:
«Tanto en el derecho canónico como en las compila-
ciones civiles la mujer carece (o la tiene muy disminuida
con relación al hombre) de personalidad jurídica. Con su
situación sucede algo muy similar a la de la clase traba-
jadora... La mujer cayó en el régimen esclavista en la si-
tuación más humillante de dependencia y de sometimiento
al hombre. No podía descender más en ningún aspecto.
Con la instauración del feudalismo continúa siendo infe-
rior al hombre, pero, y aunque con muchas limitaciones,
se le reconoce como sujeto de derecho y mejora gradual-
mente su posición, en la misma forma en que el siervo de
la gleba resulta un poco más un ser humano y goza de
más libertad. Ese paralelismo en la evolución hacía la
igualdad jurídica entre las clases explotadora y la explo-
tada, de una parte, y entre el hombre y la mujer, de otra,
se inicia ya con los primeros síntomas de descomposición
del régimen esclavista y se extendía a través de la época
feudal para hacerse crisis bajo el capitalismo.» 28
Esta comparación entre las clases trabajadoras y la
mujer fue constatada también por Bebel, por Engels y
Eleonor Marx. Los restantes autores han permanecido in-
diferentes a ello, ignorantes y rechazantes de la evidencia

28. Obr. cit., págs. 132-133.

572
de que la mujer es una clase explotada, que se encuen-
tra sometida al hombre, en forma semejante a los es-
clavos, a los siervos y a los obreros, siguiendo, en su evo-
lución, caminos semejantes a los de las otras clases a
medida que van alcanzando sus logros.
La llamada mujer burguesa fue una sierva de hecho
y de derecho hasta 1918. Alcanzados los derechos civiles y
políticos, subsisten todavía para ella varias limitaciones
a su capacidad de obrar, que la asemejan a la incipente
burguesía en lucha por romper las trabas feudales. Su
liberación hoy sólo depende de ella.

NOTAS

«Un poco antes, en 1607, los fundadores d e James-town, E s t a d o s


Unidos, importaron ciento cincuenta mujeres para la colonia, com-
prándolas en Inglaterra al precio de 120 libras de tabaco (unos
cincuenta pesos al cambio actual) cada una. Asimismo, Eleonor
Flexner dice que en el año de 1619 llegaron a ese mismo país
noventa mujeres "jóvenes y honestas... vendidas con su propio con-
sentimiento a los colonizadores como esposas, al precio de su
pasaje". Y todavía m á s , Philemneste, en "Le Livre des Singularités",
citado p o r González-Blanco, afirma que en el año de 1836 se pro-
dujeron, también en Inglaterra, dos venias de mujeres por sus
esposos: uno la vendió p o r veintiséis chelines; el otro, por menos
aún, ya que la cedió por seis peniques.
Silvio de la Torrej Mujer y sociedad. Editora Universitaria.
La Habana (Cuba). Cap. IV. El régimen capitalista. B) La mujer en
el capitalismo, págs. 144-145.
«Cuando las h e r m a n a s Grimke decidieron responder en defensa
de ios derechos de las mujeres se encontraron también con la hos-
tilidad de h o m b r e s de su propio movimiento. Éstos argumentaron
que la causa antiesclavista saldría perjudicada si se la asociaba al
feminismo. Un argumento que se emplearía u n a y o t r a vez en di-
ferentes contextos de las luchas obreras radicales y revolucionarias.
El resultado de todo ello, en última instancia fue que las mujeres
se a p a r t a r o n de dichos movimientos, n o sólo de su organización,
sino incluso políticamente. E n 1881, tras meses de hacer c a m p a ñ a
en favor del sufragio de la mujer, que perdieron en parte p o r q u e
los hombres abolicionistas n o las apoyaron, las feministas Elizabeth
Cadi Staton y Susan B. Anthony escribieron su "Mensaje a las
generaciones futuras:

Nuestros h o m b r e s liberales nos aconsejaron que nos ca-


lláramos d u r a n t e la guerra y nos callamos p a r a perjuicio
nuestro; nos aconsejaren de nuevo que nos calláramos en
Kansas y en Nueva York p o r temor a que derrotásemos
«el sufragio de los negros», y nos amenazaron con que si
n o lo hacíamos, tendríamos que enfrentarnos solas a la
batalla. Escogimos lo último y nos derrotaron. Pero al
enfrentarnos solas, conocimos nuestro poder; hemos re-

573
pudiado para siempre los consejos de los hombres; y
hacemos votos solemnes de que nunca más habrá otra
época de silencio hasta que las mujeres tengan los mis-
mos derechos que el hombre sobre esta tierra verde.
Advirtieron a las mujeres jóvenes que nunca debían confiar en
el consejo del hombre. Tenían que depender sólo de ellas mismas
durante el período de transición hasta que llegasen a ser comple-
tamente iguales. "Mientras nos consideren como sus subditas, sus
inferiores o sus esclavas, sus intereses tendrán que ser antagó-
nicoo"
»André Leo, una feminista revolucionaria que era periodista, des-
cribe cómo los oficiales y cirujanos les eran hostiles y les ponían
obstáculos, aunque las tropas estuviesen a su favor. En su opinión
esta diferencia de actitudes se debía a que los oficiales conservaban
aún la estrechez mental de los militares mientras que los soldados
eran ciudadanos igualmente revolucionarios. Sentía que ese prejuicio
había tenido consecuencias políticas serias. En la primera revolu-
ción se había excluido a las mujeres de la libertad y la igualdad, y
éstas habían vuelto al catolicismo y a la reacción. André Leo man-
tenía que los republicanos eran inconsecuentes. No querían que las
mujeres estuviesen bajo los faldones de los curas, pero les mo-
lestaba que hubiese mujeres librepensadoras y que quisieran actuar
como seres humanos libres. Los hombres republicanos estaban sim-
plemente sustituyendo la autoridad del Emperador y de Dios por
la suya propia. Seguían necesitando subditos, o al menos, mujeres
subyugadas. No estaban dispuestos a admitir, en mayor medida que
lo habían estado los revolucionarios de 1790, que las mujeres eran
responsables ante sí mismas. "La mujer debía permanecer neutral
y pasiva, bajo la guía del hombre. No habría hecho nada para
cambiar de confesor."»
Sheila Rowbotham, Feminismo y revolución. Editorial Debate.
Fernando Torres, Editor. Tribuna feminista. Madrid 1978, pág. 15t>.
pág. 160.

574
CAPÍTULO III

CONCIENCIA DE CLASE

En junio de 1980, en el curso de un programa de radio


en Barcelona, en el que se recibían llamadas de los oyen-
tes, recibí la siguiente insólita consulta:
Una mujer joven, veintiséis años, me llamó para ex-
plicarme que su marido la había abandonado, a los dos
años de matrimonio, dejándola sin recursos y embarazada
de siete meses. El matrimonio había vivido hasta entonces
con pocos recursos, todos derivados del único sueldo del
marido que era empleado de la Compañía Telefónica. La
esposa se dedicaba únicamente a «sus labores». Amén
del problema económico que se le presentaba, su fracaso
sentimental, su dolor por el rechazo del marido, resul-
taba más importante, más angustioso que aquel difícil
presente, en vísperas de su primera maternidad. Las úl-
timas frases de la mujer fueron: «Mi marido me ha aban-
donado porque dice que necesita una mujer más intelec-
tual, ¿sabe? Porque yo no he estudiado, únicamente la
enseñanza primaria, sólo sé llevar muy bien mi casa. Sé
cocinar, y coser y bordar, yo hacía todo lo del hogar,
¿sabe? Y hasta mi ropa me la cosía... Como dice él, soy
una burguesa...»
Me sentí tan perpleja al oír semejante desatino que
apenas supe qué responderle a la angustiada muchacha.
Mis compañeros del programa sólo se sintieron apenados
por el drama que acababan de escuchar, el inquietante e
importante significado del mensaje que nos había enviado
la oyente, se les perdió. Hoy es hora de recuperarlo y de
analizarlo.
¿Cómo es posible que alguien pueda calificar de bur-
guesa a una pobre mujer que invierte todo su tiempo en

575
fregar, limpiar, cocinar, coser y gestar, dependiendo para
su supervivencia de la alimentación que le proporciona
el marido con su modesto sueldo de empleado? Se ha he-
cho corriente utilizar este término para calificar o insul-
tar a cualquier individuo, cuyas tendencias políticas, mo-
rales o sociales se inclinan por el conservadurismo o las
ideas de derecha. Perdidos absolutamente los límites en
la utilización del término burgués, todas las personas que
demuestran afición por la limpieza y por la comodidad,
por la ópera o por el teatro de variedades y por las ro-
pas elegantes son burgueses.
Y si bien está para entendernos, como se dice, en el
curso de un diálogo coloquial y frivolo, resulta patético
cuando se utiliza para despreciar a una pobre —en todos
sentidos— ama de casa, embarazada y abandonada por su
marido.
Esta anécdota me ha parecido perfectamente simbólica
de cuál es el estado de la cuestión de la clase mujer, en
este momento. La polémica sobre si se puede, o no, en-
tender a la totalidad de las mujeres como pertenecientes
a una clase única, económica y social se desarrolla con el
mismo rigor científico y seriedad de espíritu con que el
marido de mi consultante despreciaba a su mujer por
«burguesa».
El tema se sitúa de esta manera: se confunde la defi-
nición económica de la pertenencia a una clase por el
lugar que ocupa en la producción, y las relaciones de pro-
ducción con las clases dominantes, con la conciencia de
clase que poseen los individuos que componen la clase.
Es decir, la confusión perpetua entre la estructura y la
superestructura. Entre las condiciones materiales de exis-
tencia y la ideología que las teoriza y las agrava. Este
permanente error es el que cualifica los análisis de los
teóricos, el dogmatismo de los políticos y la irritación de
las feministas.
La confusión entre ideología y economía, entre patriar-
cado y modo de producción doméstico, entre clase y ads-
cripción política, es la que induce a las feministas nortea-
mericanas a escribir cosas como ésta:
«Las Furias», un grupo separatista Iesbiano-feminista
de la ciudad de Washington ...cuando este grupo empezó,
muchos de sus miembros sabían poco respecto a la natura-
leza de la clase. Pero pertenecían a él mujeres de la clase
baja (sic) y obrera que estaban interesadas en entender la

576
forma como las oprimía las mujeres de la clase media...
Por ejemplo, nuestras ideas sobre cómo efectuar un mi-
tin, eran distintas de las de ellas, pero nosotras suponía-
mos que las nuestras eran las correctas, puesto que eran
más sencillas para nosotras, dada nuestra educación uni-
versitaria, nuestra facilidad en el empleo de la palabra,
nuestra capacidad de abstracción, nuestra incapacidad
para tomar decisiones rápidas y la dificultad que teníamos
en los enfrentamientos directos».29
Aparte del extraño juicio de valor que implica la afir-
mación de que las mujeres de la llamada clase media po-
seen una incapacidad para tomar decisiones rápidas y
dificultad para los enfrentamientos directos, bastante dis-
cutible, la autora explica la «opresión» de que las muje-
res de la «clase media» hacen víctimas a las mujeres de
«clase baja».
«Damos por sentado que "la manera de la clase media
es la manera correcta". La arrogancia de la clase se ex-
presa en ese mirar con desprecio a "los menos articula-
dos", o en considerar con "burla o lástima... a aquéllos
cuyas emociones no están reprimidas o que no pueden
proferir nuestras teorías abstractas en menos de treinta
segundos". "Las Furias" descubrieron que la supremacía
de clase aparece también en un cierto tipo de pasividad
que con frecuencia asumen las mujeres de la clase media
especialmente la de la clase alta, para quienes las cosas
se han vuelto fáciles. Las personas "impulsivas, dogmá-
ticas, hostiles o intolerantes" son vistas con desprecio...
Lo que es capital en todo esto es "que las mujeres de
la clase media establecen los patrones de lo que es co-
rrecto... Las mujeres de la clase media tienen el control
sobre la aprobación. Las formas estrechas, indirectas y
deshonestas de comportarse dentro de la sociedad bien
educada constituyen también maneras de conservar" la
supremacía de la clase media y perpetuar los sentimien-
tos de insuficiencia de la clase obrera...»
Aparte de que tanto «Las Furias» como Hartsock pa-
recen haber descubierto hoy la ideología que prima en la
pequeña burguesía, hace 130 años descrita por Marx,30
que se caracteriza precisamente por estar imbuida del
29. Nancy Hartsock, Patriarcado capitalista y feminismo socia-
lista, págs. 61 a 80.
30. Revolución y contrarrevolución. El 18 de Brumarío de Luis
Bonaparte.

577
37
sentimiento de perfección, corrección y educación, que de-
ben ser admitidas por «todo el mundo» como las Tánicas
posibles, las feministas norteamericanas siguen incidien-
do en los aspectos superestructurales de la concien-
cia de clase estimándolos más importantes y representa-
tivos que la explotación de clase. Así la Hartsock añade
que «los teóricos se han centrado demasiado en la cues-
tión de la dominación masculina por la producción pura
y simple... Tanto para los hombres como para las muje-
res, la clase determina nuestra manera de ver el mundo
y nuestro lugar dentro de él, la forma en que fuimos edu-
cados, dónde y cómo actuamos y si lo hacemos con se-
guridad o con incertidumbre. El proceso de producción
debe verse tomando en cuenta la reproducción de las re-
laciones políticas e ideológicas de dominación y subor-
dinación». Siguiendo el discurso de Hartsock nos encon-
tramos en la actualidad con que las feministas recha-
zando la cuestión de la dominación masculina por la do-
minación pura y simple, como se expresan, lo ignoran
todo de los modos de producción y de la explotación de
clase, así como la explotación de las mujeres por los
hombres, y manteniendo el énfasis en las cuestiones ideo-
lógicas repiten una y otra vez todos los tópicos conocidos
sobre la ideología dominante, a la que atribuyen el ori-
gen de todos los males femeninos.
Por ignorar, ni siquiera reparan en que la educación
está proporcionada por la clase dominante, para mantener
la inferioridad, sumisión e inseguridad de todas las mu-
jeres, frente a todos los hombres. Y que esa supuesta
arrogancia de las mujeres «de la clase media» frente a las
mujeres de «la clase baja» se derrumba más de prisa
que un castillo de naipes cuando aquéllas se enfrentan
con hombres. Aunque sean su propio padre, hermano, ma-
rido o hijo. Insistiendo en los factores políticos e ideo-
lógicos de la clase y de la dominación de clase, ignoran
los estructurales: el trabajo explotado, el excedente ex-
propiado a las mujeres, la explotación de clase, con la que
vuelven a agravarse sus desdichas cuando quieren situar
a las mujeres según la clase social del marido, atribu-
yéndosela a ellas mismas, o cuando pretenden clasifi-
carlas según el colegio al que han asistido de pequeñas.
El sentido estrecho en que la Hartsock acusa a Pou-
lantzas de entender la clase, por su definición de ésta en
razón de los factores económicos, se convierte en realidad

578
en insensato para las que pretenden definirla fundamental-
mente por los factores políticos e ideológicos. En la mis-
ma forma que el empleado de la Telefónica calificaba a
su mujer de burguesa porque le gustaba la limpieza, el
orden y el bordado.
Según este mismo criterio los jornaleros andaluces,
los aparceros extremeños, los obreros catalanes, los pes-
cadores gallegos, votantes de los partidos de derechas
•—muchas veces llevados por el patrono o el cacique con
la papeleta en la mano a la urna— son todos pertenecien-
tes a la oligarquía. Como las esposas de burgueses, de
oligarcas, de profesionales, de ejecutivos, que deben vo-
tar el partido que escoge su marido. Y llevando esta an-
títesis a sus últimas consecuencias, no cabe duda de que
los policías armados, los guardias civiles, los policías po-
líticos sociales, los esquiroles y los chivatos, son todos
burgueses e hijos de burgueses.

1. La ideología de la clase dominante

La fuerza de la ideología dominante y el punto en que


ha calado en las clases sometidas es ignorada hasta por
los teóricos de izquierdas, que a su vez se hallan influi-
dos por ella sin concienciarlo. La explotación de clase debe
ser mantenida diariamente mediante la opresión. Y la
más eficaz opresión es la ideológica. De una buena propa-
ganda, de una severa educación, de una profunda aliena-
ción religiosa, se obtienen muchos más beneficios que de
diez batallones de guardias civiles. Y esta evidente es-
trategia de las clases dominantes de todos los tiempos
parece, sin embargo, haberse olvidado por autores y au-
toras, no ya en su vida cotidiana, donde los estímulos y
las represiones son a veces tan difíciles de vencer, sino
incluso en su labor teórica.
Sobre todo respecto a la alienación de la mujer. Que
la mujer sigue las pautas de conducta, los gustos, las
represiones íntimas, la escala de valores, la religión y la
moral del padre y del marido, es evidente para todos en
cualquier momento de nuestra vida. Y sin embargo, la
producción literaria de los autores de los últimos tiempos
demuestra su absoluta ignorancia de esta realidad. No sólo
las feministas. Los teóricos de la problemática de las cla-
ses escriben cosas como éstas:

579
Hablando de los movimientos sociales surgidos en los
últimos años, Enrique Gomáriz afirma que «tradicional-
mente lo que se hacía era asignar a cada ciudadano la
clase del cabeza de familia, lo que teniendo un fondo de
verdad no es exacto ni útil, porque no nos sirve mucho
a la hora de prever sus comportamientos como clase
(como sucede con el voto a la derecha de la mujer).v31
Siempre que escucho esta afirmación me pregunto de dón-
de habrán sacado semejante dato los teóricos que32 hace
ya tanto tiempo dieron a la publicidad este axioma. Para
Enrique Gomáriz esta afirmación está relacionada con
otras no menos erróneas, tales como decir que la mujer
no «está inmersa directamente en el aparato productivo»
y que el movimiento de la mujer «es policlasista».
Mientras la afirmación de que en términos generales
la mujer vota a la derecha (entendida en su totalidad
como clase, ya que no se examina por separado el com-
portamiento de las mujeres burguesas y el de las obreras)
sigue manteniendo su prestigio, la burguesía chilena nos
dio una lección de cómo el marido puede manipular a su
esposa en el orden político.
Lo sociológicamente cierto es que la mujer vota a
quien su marido prefiere. Sea burgués, obrero o ejecutivo.
De la misma forma que los jornaleros del amo, los sier-
vos del señor y los criados del «pater familias». La con-
dición de sometimiento de la mujer se expresa claramente
en estos datos.
Observando la realidad la propia Zillah Eisenstein, sin
vislumbrar la definición de clase para la mujer, escribe,
sin embargo: «Hoy en día las categorías de clase están
determinadas en primer término por el hombre, y una
mujer es asignada a una clase sobre la base de la relación
que tenga su marido con los medios de producción, la
mujer no es considerada como un ser autónomo. ¿Según
qué criterios se estipula que la vida de una mujer que
pertenece a la clase media es "más fácil" que la vida de
una mujer de la clase obrera, cuando su posición es sig-
nificativamente diferente de la de un hombre de la clase

31. El Viejo Topo. Extra 8. Las clases sociales después del «neo-
capitalismo».
32. Sobre este tema resulta simbólica la discusión en las Cor-
tes españolas sobre el voto para la mujer, en la que Victoria Kent,
la diputada socialista, se pronunció en contra alegando el voto a la
derecha de la mujer.

580
media? ¿Qué decir de la mujer que no gana nada de di-
nero (pues es ama de casa) y que así y todo se la consi-
dera de clase media porque su marido sí lo es? ¿Dispone
acaso ella de la misma libertad, autonomía o control so-
bre su vida como su marido que gana el dinero a su
propio modo? ¿Cómo se compara su posición con la de
una mujer soltera que tiene trabajo con un salario bajo?»
Aunque inmediatamente después de estas consideraciones
Eisenstein aclare que ella no considera que las amas de
casa constituyan por sí mismas una clase, ha dejado ahí,
a la discusión de todos, esos pequeños datos que alguien
—que no fuese ella por lo visto— debe recoger y analizar,
mientras Nancy Hartsock, en cambio, únicamente se ha
planteado las cuestiones de educación, cultura y psicolo-
gía que inciden en la ideología de las clases.
Esa educación que la clase dominante prevé y orga-
niza para conseguir la alienación de las clases dominadas.
Claude Meillassoux explica en su ya citado texto 33 como
«el doble mercado de trabajo apunta a dividir orgánica 1
mente al proletariado en dos categorías de acuerdo a la
forma de explotación a la que está sometido: la de los
trabajadores integrados y estables, que se reproducen ín-
tegramente en el sector capitalista y la de los trabajado-
res inmigrantes que sólo se reproducen en él parcialmente».
Estas dos categorías de trabajadores, son alentadas para
sentirse divididos, enfrentados y odiados, según las dife-
rencias de sus singulares explotaciones. Los sucesos de
tales enfrentamientos nos han sido explicados repetidas
veces por los medios informativos. Las batallas entre los
transportistas españoles y los campesinos franceses, entre
los turcos y los chipriotas, entre los alemanes y los obreros
inmigrados, etc. El capitalismo ha conseguido una eficaz
alienación en el seno del mismo proletariado, de tal modo
que sectores de éste se han enfrentado, a veces incluso
sangrientamente, contra otros sectores más o menos des-
protegidos.
Meillassoux agrega también que «el racismo tiene una
segunda función, tan importante como la anterior: la de
producir terror en una fracción del proletariado que, al
estar superexplotada, tienen suficientes razones como para
rebelarse y recurrir a la violencia... Por último el racismo
contribuye a retrasar la conciencia de clase al oponer los

33. Mujeres, graneros y capitales, págs. 170 y ss.

58t
inmigrados a los autóctonos o a otros inmigrantes... Con-
vierte a estos trabajadores (inmigrados) en unos extra-
ños, no sólo en la población, sino también en la propia
clase obrera».
La alienación de la clase mujer se facilita grandemente
convenciendo a las propias mujeres de las diferencias que
las separan e incluso las enfrentan, según la clase de su
marido. La esposa de un ejecutivo de derechas se sentirá
ofendida e indignada por las opiniones de una obrera co-
munista, que en la mayoría de los casos defiende una al-
ternativa social que debe mejorar en alguna medida la
condición de aquélla.
La ideología dominante burguesa ha expresado clara-
mente cuáles han de ser las expectativas de la esposa de
cada marido de cada clase. La reina aparecerá un paso
detrás del rey, asentirá sonriendo a lo que éste afirme,
se ocupará de las obras de beneficiencia en vez de cues-
tiones de gobierno y le parirá los hijos necesarios para la
sucesión del trono. La esposa del banquero, del indus-
trial, del naviero, dirigirá su hogar, se dejará violar por
el marido y por los amigos de éste que así le indique, y le
parirá los hijos que desee. La del ejecutivo, la del comer-
ciante, la del profesional, le cuidarán a él, a sus hijos, a
sus padres, le darán placer, le lavarán la ropa. La del
obrero y la del campesino, además de tales deberes, todos
iguales para todas las mujeres, ordeñarán las vacas o
trabajarán en la fábrica para mantenerse ellas y los hijos
de su marido. Y deberán estar contentas y agradecidas a
los hombres que les permiten ser eeexplotadas de tal modo.
Por lo que, consecuentemente, deberán votar el candidato
político que vote el marido, en la misma forma que de-
ben obedecerle en muchas otras cuestiones de menos im-
portancia. Y el señor Gomáriz y otros muchos señores y
señoras, incluida Victoria Kent, se equivocan garrafal-
mente cuando repiten el tópico conocido del voto a la
derecha de la mujer. En todo caso será de la mujer del
burgués. La del proletario vota socialista o comunista, si
su marido lo es.
En las últimas elecciones españolas hemos podido
comprobar en cifras lo que acabo de exponer. Los votos
de derechas o de izquierdas se dieron en todas las ciu-
dades por barrios, no por centros de trabajo, en cuyo
caso el recuento hubiese sido mucho más difícil y muy
diferente. En los barrios obreros hubiéramos tenido que

582
observar un porcentaje importante de votos a la derecha,
provinientes de las mujeres, que no aparecieron.
Esta condición es lógica. Con Marx sabemos que «mien-
tras una clase no tiene fuerza ni conciencia para elaborar
su propia ideología, asume la ideología de la clase revo-
lucionaria que le precede, que está en ascenso...» 34 Cuando
es la burguesía la clase que está en ascenso, la que se ha
organizado como clase revolucionaria, consigue poner en
movimiento a todas las clases que le siguen en la lucha.
«Si los obreros forman en masa compactas (durante la Re-
volución Francesa), esta acción no es consecuencia de su
propia unidad, sino de la unidad de la burguesía, que
para alcanzar sus propios fines políticos, debe —y por
ahora aún puede— poner en movimiento a todo el prole-
tariado. Durante esta etapa, los proletarios no combaten,
por tanto, contra sus propios enemigos, sino contra los
enemigos de sus enemigos, es decir, contra los vestigios
de la monarquía absoluta, los propietarios territoriales,
los burgueses no industriales y los pequeños burgueses.
Todo el movimiento histórico se concentra, de esta suerte,
en manos de la burguesía: cada victoria alcanzada en es-
tas condiciones es una victoria de la burguesía.» 35
Esta condición se cumple una y otra vez. Cuando Ju-
lliet Mitchell acusa a las sufragistas inglesas de haber
puesto el acento únicamente en reivindicaciones políticas
«o de clase media» como ella las llama, es porque ignora
esta ley del ascenso de la clase en lucha. La burguesía
hasta principios de este siglo, imprime su sello a todas
las clases que la siguen en la lucha. Los obreros son ma-
nipulados por ella tanto en Francia durante su Revolución
como en España en las tres guerras Carlistas, en Estados
Unidos primero en la Guerra de Independencia y más
tarde en la de Secesión, en Inglaterra en la Guerra Civil
de Cronwell. En la misma forma las sufragistas asumen
las reivindicaciones burguesas en su lucha.
Cuando se acusa al movimiento feminista de «elitista»
por el movimiento obrero, o peor aún de burgués, como
la hace Samir Amin, porque las dirigentes en su mayoría,
son mujeres educadas en universidades, hijas y esposas
de profesionales o pequeños burgueses, no se hace con

34. El manifiesto comunista. Obras Escogidas. Ed. Fundamen-


tos. Madrid 1975. Tomo l, pág. 30.
35. El manifiesto comunistaa. Obras Escogidas. Ed. Fundamen-
tos. Madrid 1975. Tomo I, pág. 30.

583
ello más que intentar dividir la conciencia de clase de
las mujeres, con un insulto o acusación de la que el pro-
pio movimiento obrero no ha estado nunca exento. Todos
los líderes comunistas y socialistas han sido y son hom-
bres educados en universidades, cuyo «status» de vida no
era igual al de un obrero: Marx, Engels, Lenin, Bebel, Fe-
lipe González, Santiago Carrillo, Georges Marcháis, Berlin-
guer y Willy Brandt, no son ni fueron nunca obreros.
Y en el caso de las mujeres resulta todavía más des-
fasada esta acusación, cuanto que las condiciones de ex-
plotación y de opresión son iguales para todas las muje-
res, mientras que los hombres tienen intereses muy
distintos según pertenezcan a la pequeña burguesía o al pro-
letariado. Pero es que la adscripción de la clase de una mu-
jer a partir de los estudios que haya realizado, de los co-
ches y de las fincas que posea, o de la ideología que defienda,
sigue siendo un concepto tan erróneo como llamarle bur-
gués al obrero sueco, por el alto montante de su salario,
el lujo de que disfruta en su casa y el conservadurismo
de sus ideas.
Julliet Mitchell explica que a las «mujeres de clase
media se les dice que son iguales que el hombre, que la
emancipación les ha dado todo, que trabajando como amas
de casa "su tiempo les pertenece", que deben sentirse
dichosas de ser mujeres por no tener el trabajo, las preo-
cupaciones y la responsabilidad... a los ojos de aquellos
pertenecientes a otros grupos sociales, la posición de estu-
diantes y amas de casa es muy parecida: ociosa y libre
de responsabilidades». 36 Ésta es la explicación que da la
ideología burguesa de la condición de la mujer: ociosa y
libre de responsabilidades. Y hasta los propios marxistas
la creen.

2. De la manipulación burguesa de las mujeres


«Una vez que vimos marchar a las mujeres chilenas
supimos que los días de Allende estaban contados.» Un
ingeniero brasileño, hizo esta declaración en enero de
1974, a un periodista del «Washington Post». En la misma
entrevista reivindicó para las organizaciones de extrema
derecha y el patronato brasileño, la paternidad directa de
esta empresa de movilización de las mujeres. Él slogan

36. La condición de la mujer, pág. 25.

584
de la burguesía chilena fue: «Enseñaremos a los chilenos
a utilizar a sus mujeres contra los marxistas.» 37
Michéle Mattelart explica en la obra citada que los tres
años de Chile popular nos permiten sorprender el sentido
profundamente antiliberador del movimiento de emanci-
pación política de la mujer que patrocinará una burguesía
amenazada en sus intereses de clase. Al mismo tiempo que
nos revela la elasticidad del concepto burgués de la «fe-
minidad», nos demuestra los límites entre los que evolu-
ciona el movimiento de «liberación» que esas teorías bur-
guesas preconiza. 38 Michéle Mattllart tiene razón, pero
no puede sacar conclusiones ciertas porque no sabe rela-
cionar su discurso con el desarrollo de la lucha de clases
—por poner sólo un ejemplo— de la Revolución Francesa.
Allí vemos como el pueblo asumió las enseñanzas de «Li-
bertad, igualdad y fraternidad» y cómo, creyéndolas y
ayudando a la burguesía cavó el ancho pozo de su mayor
explotación y opresión.
La manipulación de las mujeres chilenas por la bur-
guesía en la lucha contra la Unidad Popular, es uno de
los ejemplos más utilizados por el movimiento obrero y
por los teóricos comunistas para desautorizar la tesis de
la mujer como clase. El ejemplo repetido de la marcha
de las cacerolas, del apoyo a la huelga de camioneros, de
la propaganda reaccionaria entre las mujeres, les parece
tan representativo e indiscutible que creen dejar sin ar-
gumentos la defensa de la tesis. Por ello me parece im-
portante detenerme brevemente en el análisis de los su-
cesos chilenos.
Los datos que poseemos explican varias de las circuns-
tancias que se dieron en Chile, entre 1970 y 1973. Por un
lado la burguesía comprendió hábil y oportunamente la
fuerza que constituyen las mujeres, como número y como
militancia y se decidieron a utilizarla. Perdida ya la po-
sibilidad de seguir disponiendo de los obreros, más con-
cienciados que dos siglos atrás, quedaban las mujeres,
como clase dispersa, alienada y sin conciencia de sus pro-
pios intereses. La segunda conclusión que podemos sacar
es que por el contrario, ni el proletariado, ni las organi-
zaciones políticas de izquierda, ni el movimiento obrero

37. La cultura de la opresión femenina, Michéle Mattelart, pá-


gina 172.
38. Obr., pág. 175.

585
se dispuso a hacer lo mismo. Abandonando completamen-
te la propaganda, la militancia y la organización feme-
nina en manos de la burguesía demostró con ello que
también estaba absolutamente influido por la ideología
burguesa, y que por tanto consideraba a las mujeres (en
su totalidad entendemos) como ociosas, inútiles e inca-
paces para tomar un partido importante en la lucha que
se estaba librando en aquellos momentos en el país. Una
lucha además definitiva para la supervivencia de toda co-
rriente progresista en el país.
Esta segunda conclusión es una de las más importan-
tes, y de las más graves, en el análisis de lo sucedido en
Chile, y sobre la que nadie ha puesto el acento. En las
organizaciones obreras y políticas de izquierda chilenas,
los hombres manifestaron claramente su más profundo
desprecio por la fuerza que pudieran representar las mu-
jeres.39 Mattelart explica que en 1964 la candidatura de
Freí recogió el 63 % de los votos emitidos, mientras que
Allende recogía exclusivamente el 32 %, contra el 45 % de
los sufragios masculinos. En 1970 Allende recogió 30,5 %
de los votos femeninos, mientras el 68,3 % votó por Ales-
sandri. Con estas cifras parecería que la tesis de Gomáriz
quedaba demostrada, si no hiciésemos una lectura más
detenida y un análisis más profundo de lo que estas ci-
fras quieren decir.
Ese 68,3 °/o de votos femeninos dedicados a la derecha,
y el 38,4 % a Alessandri y el 29 % de Tomic no pueden
ser mujeres burguesas en su totalidad, porque ello signifi-
caría que el 68,3 % de la población femenina es burguesa,
lo que resulta obviamente falso. En consecuencia no cabe
duda de que muchas mujeres de pequeños burgueses y
hasta de obreros votaron a la derecha, mientras su marido
lo hacía a la Unión Popular. Pero este resultado es por
ejemplo contradictorio con el obtenido en España desde
las elecciones de 1977, o en Francia, Italia y Alemania,
donde el recuento de votos ha dejado claro que las mu-
jeres votan lo mismo que su marido o que su padre, y en

39. En ese caso actuaron en sentido contrario que el movimien-


to obrero español, que si bien siempre ha manipulado a sus mu-
jeres, en la II República y en la Guerra Civil lo hizo con bastante
éxito en defensa de sus intereses, con lo que consiguió adherir
a la causa republicana a buen número de mujeres que no se dejaron
tentar por las promesas burguesas. Este tema precisa de un apar-
tado para desarrollarlo por su interés.

586
consecuencia que el voto se puede predecir por barrios y
demarcaciones de residencia, y no por sitios de trabajo.
En consecuencia lo que sucedió en Chile fue que los obre-
ros y los hombres de izquierdas despreciaron profunda-
mente a sus mujeres y las dejaron que cayeran, sin poner
resistencia alguna, en las redes ideológicas que les tendió
la burguesía.
De ello se deduce claramente que no sólo las llamadas
burguesas defienden una ideología acorde a esa supuesta
clase social a la que pertenecen, sino que también las pe-
queñoburguesas y las obreras pueden hacerse abandera-
das de los intereses de la burguesía y de la oligarquía.
Con lo que también el argumento indiscutible de la deter-
minación de la clase por su ideología queda desvalorizado.
En la misma forma debemos asistir, con pena, al espec-
táculo de las amplias masas campesinas, y un sector im-
portante de las obreras, votando por los candidatos de
derechas, alienada y contentamente en contra de sus pro-
pios intereses.
Mientras las organizaciones políticas de izquierda con-
sideraban a las mujeres chilenas, amas de casa, impro-
ductivas, reaccionarias, estúpidas e incapaces de asumir
planteamientos políticos,40 la burguesía se aprestaba a uti-
lizar todos los medios para atraerse a las mujeres a su
causa, sobre todo a las amas de casa, y no solamente sus
propias esposa y madre. La ofensiva burguesa en los
medios de comunicación se concretó en proclamas, edito-
riales y artículos sobre el frente de las mujeres, al que
entre noviembre de 1970 y junio de 1972, El Mercurio,
el periódico conservador, consagró ciento veinte editoria-
les. La radio actuó en la misma forma, mediante los re-
cursos habituales: folletines, seriales, consultorios amo-
rosos y domésticos, programas y concursos. Un obrero
testimonia así:
«Por las noticias, por los titulares, por los programas
de radio, en todas partes los momios se dirigen a las mu-
jeres, y ellas, que a veces no entiende, mucho, se convencen
de las mentiras y empiezan a alegar contra el gobierno. A
los hombres no nos afecta tanto porque no estamos todo
el día oyendo la radio, en la industria no pasa esto por-

40. Respecto a este mismo planteamiento del movimiento obre-


ro ver más adelante los documentos y hechos de la I y de la II In-
ternacional, en el sector de clase de la mujer obrera.

587
que nosotros tenemos asambleas y hay mejor conciencia
y no nos pueden engañar. Pero llegamos a casa y nos en-
contramos con otra cosa y uno a veces no puede conven-
cer.» 41 El testigo no nos explica si alternativamente los
obreros indujeron a su mujer a asistir a las asambleas
obreras, las encuadraron en los partidos de izquierda a
los que pertenecían, o intentaron utilizar alguno de los
recursos que les restaban para hacer el proselitismo co-
rrespondiente respecto a la mujer.42
Mattelart aduce que el confinamiento en el hogar de
la mujer es una circunstancia muy propicia para la pro-
paganda burguesa, pero tan cierto es que quien más in-
fluencia tiene sobre una mujer es su propio marido. El
caso de Chile diferente al de España, demuestra cómo en
1970 el movimiento obrero chileno estaba mucho más
atrasado que el español, y no quiso y no supo utilizar efi-
cazmente a sus mujeres.
«En este período de acentuación de la lucha de clases
que vivió Chile entre 1970 y 1973, la mujer dependiente y
cómplice de la ideología burguesa reprodujo, ante lo que
interpretaba confusamente como el desquiciamiento de
las instituciones, un comportamiento semejante al que la
cultura dominante le prescribe ante el hombre.
«Cuando el Estado cambia de manos y amenaza esca-
par a la burguesía, la mujer tiende a resentir este con-
flicto como la deserción del elemento viril de las institu-
ciones que normalmente la protegen... Para luchar con-
tra la "autoridad marxista", usurpadora y sinónima del
caos, apela al respeto del principio de autoridad, sinónimo
de orden. Interpretamos el gesto de esas mujeres que van
a tirarle maíz a los soldados como si se tratara de galli-
nas. Es una prueba literal, entre otras, de que para esas
mujeres militantes del orden burgués, el Estado es asun-
to del "macho", que asegura su legítima autoridad sobre
la hembra, y ese Estado, a través de sus fuerzas del
orden, debe ser el más "macho" de los machos...» 43
¿Cuál es mientras tanto el comportamiento de los hom-

41. Michéle Mattelart, La cultura de la opresión femenina, pá-


gina 199.
42. Ver respecto a la discriminación de las mujeres chilenas en
las organizaciones de izquierda. «Vindicación feminista», n.° 26.
43. Mattelart, óbr. cit., págs. 198-199.

588
bres del proletariado, de la intelectualidad progresista, de
la pequeña burguesía progresista, del estudiantado revo-
lucionario? Marginar a sus mujeres, dejarlas inermes so-
metidas a la propaganda burguesa, despreciarlas por su
lugar en la producción. Mattelart insiste, con el criterio
conocido, en que la población femenina chilena está en su
«mayoría al margen de la producción económica. Según
el censo de 1970, sólo un poco más del 19 °/o de las mu-
jeres de doce años ejercen una actividad remunerado fue-
ra del hogar, contra cerca del 6 9 % de los hombres... y
cae en el 11 % de las adultas, contribuyendo el matrimonio
y las cargas familiares a apartar del trabajo remunerado
a un gran número de ellas...» Tanto Mattelart como los
dirigentes políticos de izquierda entienden que la labor
del ama de casa no es productiva, coincidiendo en su cri-
terio con la burguesía. Defendiendo esta definición se ha-
cen cómplices del capitalismo y abandonan a la vez la
propaganda y el proselitismo entre las mujeres cuya ta-
rea militante les parece imposible o de poca monta en
la misma forma que la de los niños. En consecuencia, la
propia Mattelart tiene que reconocer que «la poca califi-
cación profesional de la mujer de la pequeña burguesía,
al contribuir a acentuar su temor al cambio, la hará to-
davía más vulnerable al chantaje de la derecha». ¿Pero
qué hacen mientras tanto los maridos de izquierdas? Como
apenas lo sabemos hemos de seguir investigando en esta
ofensiva excepcional de las mujeres, organizada sistemá-
ticamente por primera vez por la burguesía.
Los partidos de derecha chilena se aprestan a movi-
lizar a las mujeres para mantener el orden tradicional.
Montan «centros de madres» en los que reúnen «en tor-
no a tareas específicamente femeninas y bajo la tutela
de mujeres de la mediana y hasta la alta burguesía —que
ganaban a cambio de ello el apoyo electoral para sus
candidatos— una masa de «mamitas» que se autocon-
firmaban y se autoconfinaban y se autoconfinan, si así
puede decirse, cada vez más en su papel exclusivo de ma-
dre y esposa...» Esa masa de «mamitas» como se puede
deducir del propio párrafo —y sobre todo porque más
tarde lo confirma la autora— no pertenecían todas a la
alta burguesía. Estaban reclutadas entre las amas de casa,
esposas de empleados medios, ejecutivos y hasta obreros,
como veremos, a las que, mediante la oportuna instruc-

589
ción ideológica «alejaban de toda acción y de toda adhe-
sión política contraria al sistema».44
Algunas estrafalarias escenas son protagonizadas por
las mujeres de los oligarcas chilenos, en defensa del po-
der burgués. Las más exóticas están descritas así por
Mattelart:
«En el interregno entre el momento de las elecciones y
la fecha en la cual las fuerzas populares asumen el go-
bierno, un grupo de mujeres de la oligarquía enteramente
vestidas de negro como pájaros de mal agüero, rodea con
una procesión fúnebre el Palacio de la Moneda, en señal
de duelo por "la desaparición de la democracia en Chile".
»Un año y medio más tarde, otra mujer de la oligar-
quía hará que su caballo se estacione frente a ese mismo
Palacio de la Moneda para protestar contra las amena-
zas de expropiación que pesan sobre su latifundio. Ha-
brá recorrido en su montura la inmensa distancia que
separa la capital de su fondo del sur, recogiendo a todo
lo largo del camino la adhesión de la clientela de los par-
tidos de la derecha. La prensa conservadora saludó en
ella a la amazona de la libertad. Detalle grotesco: desfiló
por las calles de Santiago en traje de baño, sobre su
caballo, en señal sin duda... del despojo a que la redu-
cía la Unidad Popular...» Pero como se entiende del re-
lato de Mattelart las mujeres de la oligarquía son pocas:
un grupo vestido de luto y la imitadora de Gala Placidia,
más deseosa de protagonismo, de un papel destacado en
la sociedad —del que probablemente se la había margi-
nado siempre a pesar de su latifundio— que de otra cosa.
Por el contrario son muchas más las esposas de obreros,
de pequeños burgueses, de profesionales las que colabo-
ran en la ofensiva burguesa, cuyo único lugar en la pro-
ducción es el de ama de casa al servicio de un hombre:
su marido.
La primera manifestación de masas de la derecha tuvo
a la mujer por actriz. La última antes del «putch», será
igualmente una manifestación de mujeres. Esa famosa
primera manifestación, llamada «de las ollas vacías», que
se celebró el primero de diciembre de 1971, constitu-
yó uno de los índices que permitieron a Fidel Castro,
entonces de visita en Chile, declarar en el último discurso
que pronunciara en el Estadio Nacional: «Durante este

44. Obr. cit., pág. 195.

590
primer año, los reaccionarios han aprendido más y más
rápidamente que los revolucionarios.»
Las manifestaciones de mujeres se repitieron, alentada
la burguesía por el éxito de la primera. Las mujeres ten-
drán como consigna, como símbolo de su condición, de
su lugar en la producción, una cacerola sobre la que ba-
tirán incesantemente, recordándoles a todos los hombres
que ellas son las que tienen la responsabilidad de sumi-
nistrar la comida a los demás. «A partir de esa famosa
noche del primero de diciembre de 1971, su eco repercu-
tirá en los barrios residenciales de todas las ciudades del
país. El tam-tam de las cacerolas será para la derecha el
equivalente de lo que fueron los yu-yu de las mujeres ar-
gelinas. No pasaba un mes o una quincena sin que se
oyera en las esquinas de las calles, entre las ocho y las
diez de la noche, esta metálica señal de reunión.» 4S
Estas manifestaciones femeninas se desarrollaban siem-
pre del mismo modo —cuenta Mattelart—. Se reunían en
torno a un importante contingente de mujeres de la bur-
guesía, una minoría de mujeres de la pequeña burguesía,
una minoría de mujeres de «las poblaciones (campamen-
tos) y del lumpen». Las mujeres son utilizadas cotidia-
namente para ofrecer una imagen al país que deteriore
sistemáticamente la imagen del gobierno de Unidad Po-
pular. «Después del golpe de Estado frustrado del 29 de
junio de 1973, grupos de esposas de oficiales organizan
mítines bajo las ventanas del general Prats, con el fin de
hacer su posición más intolerable y deteriorar su fuerza
moral.» Esas mismas mujeres ofrecieron a la Junta mili-
tar después del golpe sus joyas y anillos de boda para
volver a poner a flote el Tesoro y comenzar la «recons-
trucción nacional».46
Parafraseando a Marx, la burguesía chilena, para al-
canzar sus propios objetivos políticos, debe —y por ahora
aún puede— poner en movimiento a las mujeres. Esa mis-
ma burguesía que en Chile esperó hasta 1949 para con-
ceder de mala gana el derecho al voto a sus mujeres, que
lo pedían desde 1898, y que, como todas las burguesías
del mundo, no favoreció jamás las peticiones de las mu-

45. Mattelart, obr. cit, págs. 177-178.


46. Es interesante poner el acento en la miserable contribución
económica que esas mujeres podían hacer. Daban lo único que te-
nían. Las mujeres de la oligarquía nunca han poseído más que sus
joyas, cuando su marido no se las ha quitado.

591
jeres en materia de derechos civiles. Pero Mattelart no
se detiene un instante a reflexionar sobre esta última afir-
mación. Después de haber calificado de burguesas y oli-
garcas a las mujeres que dirigieron la ofensiva contra la
Unidad Popular, reconoce ahora que «la burguesía» las
marginó como personas, como sujetos políticos y civiles.
¿Cuál fue la burguesía que de tal modo se comportó:
los hombres o las mujeres? ¿Las mujeres que tenían fá-
bricas se enfrentaron en estos temas con todas las de-
más? ¿Hubo mujeres que poseían bienes de producción
y que a la vez podían votar y disponer de su dinero, y
otras que no? En Chile como en todas partes la respuesta
a tales preguntas es negativa. Las mujeres chilenas fueron
consideradas por los hombres burgueses como una tota-
lidad, como la unidad a que se refiere Luckás. Todas
incluida su madre, su esposa, sus hermanas y sus hijas,
todas fueron excluidas de las tareas políticas, civiles y
profesionales. De la misma forma, que más tarde, todas
fueron utilizadas por esos mismos hombres burgueses en
beneficio propio, aprovechando la alienación caracterís-
tica de una clase sin conciencia de tal.
La especial utilización y manipulación de las mujeres
chilenas por los hombres de la oligarquía y de la bur-
guesía, nos debería enseñar, mejor que nada, la distinción
importante entre la adscripción a una clase por su lugar
en la producción, y la alienación de esa clase, por la fuer-
za que tiene la ideología dominante. Entre los trucos
habituales de la propaganda burguesa, la agitación y la
manipulación de las mujeres se camufló bajo el conocido
disfraz de estimar las reivindicaciones de las mujeres, ex-
clusivamente propias «de su sexo», de «su papel de espo-
sas y madres», pretendiendo estar ajenas a toda connota-
ción política. «Por el hecho de que tratan temas tradicio-
nalmente situados al margen de los políticos propiamente
dichos (hogar, organización familiar, crianza y educación
de los hijos), no parecen articularse sobre una estrategia
de clase.» 47 Mattelart pone el acento en esta astucia de
la burguesía, pero ¿cómo responden en realidad las orga-
nizaciones obreras, los partidos de izquierda, los líderes
políticos y sindicales, la intelectualidad revolucionaria?
De la misma forma. En todos los países. Las cuestiones
de mujeres, incluido el divorcio y el aborto no forman

47. Obr. cit., pág. 186.

592
parte de programas políticos ni de reivindicaciones obre-
ras. La familia, el hogar, los hijos, son el marco y las
tareas específicas del modo de producción doméstico en
el que la mujer es el sujeto explotado. En consecuencia
los hombres, de todas las clases sociales, que forman a
su vez la clase explotadora de las mujeres, desprecian las
tareas femeninas, las sitúan al margen de la producción,
las despolitizan y de tal modo despolitizan a la mujer.
Durante un siglo prohibiéndoles el ejercicio efectivo de
los derechos políticos, después marginándolas eficazmente
de la vida política de la nación. El resultado conocido en
Chile fue que las mujeres, en su gran mayoría, se les
brindaron a los burgueses como una masa inerte que
utilizar y manipular ideológicamente.
La propia Mattelart tiene que reconocer que «el mo-
vimiento femenino de la oposición no se limita a los sec-
tores de la alta y la mediana burguesía, como tenderían
a hacerlo creer los últimos ejemplos destinados a ilus-
trar esta participación activa de las mujeres en la resisten-
cia civil contra Allende. La derecha contó también con el
apoyo de ciertas mujeres de la clase obrera y de la pe-
queña burguesía. Hubo, para estas mujeres, dos formas
de participación. La primera trabajaba con organizaciones
comunitarias creadas bajo el gobierno anterior y que con-
tinuaban controlando, en numerosos casos, la Democracia
Cristiana y el partido Nacional, bajo Allende. Se trataba
de «centros de madres» (especie de talleres instituidos en
los barrios pobres) y de <:juntas de vecinos», organismos
mixtos de administración local en los que la mujer tenía
una fuerte participación. La derecha organizó algunas ma-
nifestaciones con estos grupos de pobladores (habitantes
de los campamentos)... La segunda forma de participa-
ción de las mujeres de los medios obreros y de la pequeña
burguesía es más dependiente, en la medida en que las
manifestaciones que la expresan se organizan como de-
mostración de solidaridad con el movimiento huelguístico
en el que participan sus esposos, hijos y hermanos. Así
las esposas de los huelguistas de la mina de cobre de «El
Teniente...»
En este ejemplo vuelve a demostrarse lo que tenía
afirmado: las mujeres siguen la consigna de los hombres
de su familia, siempre que quieran dársela. La sierva
siempre obedece al amo. En este punto del tema es im-
portante resaltar la afirmación de Mattelart de que no se

593
debe atribuir a «la participación de las mujeres de la cla-
se obrera en el movimiento de la huelga patronal y, por
tanto, en la resistencia organizada por la derecha, una
importancia numérica que no tuvo».48
Señala el número de 5.000 los obreros que participaron
en las huelgas amarillas, frente a los 50.000 de que con-
taba la mina, y añade que «el número de mujeres, de hi-
jas o hermanas de los mineros que marcharon sobre San-
tiago, ese 26 de junio de 1973, no fue superior al número
de huelguistas». Evidentemente, su marido no la hubiera
dejado. Nuevamente encontramos aquí la corrección de
la afirmación de Gomáriz del voto a la derecha de la mu-
jer. Nunca autónomo, siempre dependiente de la induc-
ción o del permiso del señor. En estas cifras que nos
ofrece Mattelart, también encontramos una contradicción
con las afirmaciones anteriores, en las que de algún modo
parecía que todas las mujeres chilenas habían sido eficaz-
mente manipuladas por la burguesía. La realidad es que
las mujeres, en su mayoría, son manipuladas y utilizadas
por su propio marido. Ahí están los datos: las de la
oligarquía obedecen los mandatos de los dirigentes de de-
rechas que son su esposo, y las de los mineros y de los
camioneros esquiroles, igualmente.
Dice Mattelart que la mujer de la clase obrera parti-
cipó con ardor y combatividad ejemplares en las mani-
festaciones de izquierdas. Bien, pero ella misma nos ha
dado las cifras de participación de la mujer en las acti-
vidades asalariadas, cuanto más en la producción indus-
trial, de tal forma que sabemos que la mayoría numérica
de las mujeres son amas de casa. Es decir no son obreras
por derecho propio, sino esposas de obreros. Y a estas
mujeres, no a las participantes en el movimiento obrero
por combatividad y elección propia, sino a las que escu-
chaban los seriales de radio de la derecha ¿quién las mo-
vilizó al final? O la burguesía o nadie. Porque a la mayo-
ría de los obreros de izquierda no les interesaba su pro-
pia esposa. A los de derechas sí:
«Son las esposas de los camioneros las que preparan,
en las esquinas de las calles de Santiago, "sopas popula-
res*', para conmover a los transeúntes y atraerse la so-
lidaridad del público, mientras sus maridos reciben todos
los días, de manos del imperialismo, para proseguir la

48. Mattelart, obr, cit., págs. 180-181-182.

594
huelga una suma de dinero mayor que la que podían ganar
cuando trabajaban. Y es también un grupo de mujeres de
camioneros las que el golpe de Estado encuentra en los
escalones del Senado, en medio de una huelga de hambre
que había durado varios días.» 49 «Las mujeres usurpan
el título por el cual sus maridos participan en el movimien-
to de huelga general desencadenado por las corporacio-
nes, los camioneros, los médicos, etc.»
Esta participación importante, aunque no mayoritaria,
de las mujeres en el movimiento contrarrevolucionario se
ha convertido en uno de los argumentos más importantes
de la izquierda para repudiar la idea de que las mu-
jeres, en su totalidad, constituyan una clase. Y los
discursos fascistas de los nuevos dirigentes chilenos des-
pués del golpe, vinieron a demostrar la razón que les
asistía al repudiar cualquier identidad de clase de las
mujeres fascistas con las de la Unión Popular. Al general
Leigh se deben, en los días que siguieron al golpe de Es-
tado las palabras de agradecimiento a la mujer chilena
por los buenos servicios prestados a la causa de la Junta
Militar, y la promesa de ser gratificada por un derecho
de representación directa en el futuro Parlamento, al lado
de las corporaciones, de las fuerzas armadas, de los jóve-
nes. Esta «promesa insólita en los anales del fascismo
mundial», como la califica Mattelart, no sólo no se ha
cumplido, puesto que no existe Parlamento, sino que
tampoco desea recordarse. Siguiendo la idéntica tradi-
ción de todas las dictaduras militares la participación de
las mujeres en el trabajo asalariado ha descendido es-
pectacularmente en el Chile de Pinochet, así como todos
los discursos oficiales y la propaganda radiada, televisiva
y periodística, ensalzan el papel de la mujer en el hogar,
como esposa y madre tradicional. La información en este
sentido es abundantísima, y repetirla sería superfluo, ya
que conocemos bien las panfletadas fascistas en este sen-
tido.50

Pero los teóricos de izquierda, en este sensible tema de


la adscripción de la mujer a las opciones fascistas, olvi-
dan la tendencia demostrada por otras clases populares
a caer igualmente en la demagogia utilizada a tal efecto
por los partidos de derechas. Esa supuesta recompensa

49. Mattelart, obr. cit, pág 180.


50. Ver Mujer y sociedad, Lidia Falcón.
595
que el general Leigh ofreció a las mujeres en reconoci-
miento de sus servicios prestados, no ha sido nunca en-
tregada; Hattelart dice que «los generales...» no abando-
nan su discurso «feminista», en el que subrayan que la
mujer es uno de los pilares de la obra de «reconstrucción
nacional». En la misma forma hablaba Pilar Primo de
Rivera, presidente de la Sección Femenina de la Falange
Española Tradicionalista y de las Juntas de Ofensiva Na-
cional Sindicalista, pero el papel de la mujer en la España
fascista fue siempre el de sometimiento, explotación de su
capacidad productiva y trabajadora, desprecio machista
y humillación social. En la misma forma que la propa-
ganda franquista premió de palabra la adscripción al Mo-
vimiento nacional de amplias masas campesinas, en lar-
gos discursos en los que se aseguraba que se primaría al
campo sobre la ciudad, al trabajo rural sobre el indus-
trial, y otras demagogias por el estilo, que naturalmente,
nunca fueron cumplidas.
Si las mujeres han sido aparentemente, una presa más
fácil de las demagogias fascistas, de la propaganda de la
Iglesia y de los partidos de derechas, ello se ha producido
porque los hombres, entendamos todos los hombres, es
decir la clase dominante lo ha preferido así. Este resultado
se ha conseguido de dos formas diferentes pero coinciden-
tes: Los hombres de derechas han manipulado conscien-
temente a sus mujeres en beneficio y defensa de sus propios
intereses. Los hombres de izquierda también. Es decir
que cuando éstos han consentido que las mujeres de su
familia: su madre, sus hermanas, su esposa y sus hijas, se
adscribieran a los ideales integristas, que cumplieran con
las pautas religiosas más reaccionarias, que militaran en
partidos de derechas o los votaran, lo hacían conscientes
de que esa conducta era propia de mujeres, y en conse-
cuencia, de que al final, a ellos también les sería bene-
ficiosa. Las mujeres sometidas a la ideología de derechas
siguen sometidas a la vez, como consecuencia lógica, al
modo de producción doméstico sin rechistar. Paren hijos,
friegan suelos, lavan ropa, se dejan violar y abofetear y
cumplen con todas las tareas que las esposas y las ma-
dres deben cumplir, bajo el mando de un nombre. Romper
con esa ideología significa también, inevitablemente, más
pronto o más tarde, y todos los hombres lo saben, rom-
per también con la esclavitud en el trabajo doméstico.
Iniciar el camino de la rebelión feminista, y abogar por

596
el divorcio, por los anticonceptivos, por el aborto, signi-
fica también acabar con la obediencia al macho, con la
natalidad incontrolada y a disposición del hombre, con
la sexualidad alienada, con el trabajo doméstico a cargo
únicamente de la mujer. Por ello los hombres de izquier-
da tampoco ven con agrado, y por tanto no impulsan, la
avanzada feminista, y como toda clase opresora, prefieren
la merma de sus fuerzas de avanzada, a otorgarles armas
a las mujeres que en un momento dado puedan dirigir con-
tra ellos mismos.
En Chile los hombres de la izquierda revolucionaria
prefirieron perder la ayuda y la fuerza de las mujeres, a
concederles la autonomía y la organización que hubiese
acabado para siempre con su poderío. España no. En Es-
paña las fuerzas de izquierda, el movimiento obrero, los
partidos socialistas y comunistas, las organizaciones anar-
quistas fueron lo suficientemente fuertes y organizadas
para saber manipular la fuerza de sus mujeres en bene-
ficio propio. En la guerra civil los campos se delimitaron
perfectamente. Los burgueses dispusieron de sus mujeres,
y los revolucionarios de las suyas. En la conflagración las
mujeres de los socialistas, de los anarquistas sobre todo
y de los comunistas, aprestaron su esfuerzo, su apoyo, su
lucha, su trabajo y hasta su vida, en defensa de los inte-
reses de sus hombres. En España la ideología dominante
entre las clases populares fue la del proletariado que
sumaba entonces sesenta años de experiencia y de luchas
revolucionarias.

3. Qué fue de las mujeres de los obreros


«El sexo femenino ha sido una de las partes de la
población humana que ha servido a los objetivos señala-
dos. Por humillante y baja que fuese la posición de un
hombre, siempre le quedaba el consuelo de que, por ese
sólo hecho de pertenecer al sexo masculino, ya contaba
con una cierta y muy definida superioridad sobre todos
los millones que eran del sexo opuesto y, muy específica-
mente, sobre todas las mujeres de su propia condición
social.»
(Silvio de la Torre, obr. cií., pág. 9.)
«Esclava del esclavo. Sierva del siervo. He aquí, en
pocas palabras, la realidad de la condición femenina.»
(Silvio de la Torre, obr. cit., pág. 185.)

597
En España, desde 1931, se cumplió nuevamente la de-
finición marxista de que «mientras una clase no tiene
fuerza ni conciencia para elaborar su propia ideología,
asume la ideología de la clase revolucionaria que le pre-
cede, que está en ascenso... S i l o s obreros forman masas
compactas (durante la Revolución Francesa) esta acción
no es consecuencia todavía de su propia unidad, sino de
la unidad de la burguesía, que para alcanzar sus propios
fines políticos, debe —y por ahora aún puede— poner en
movimiento a todo el proletariado. Durante esta etapa, los
proletariados no combaten, por tanto, contra sus propios
enemigos, sino contra los enemigos de sus enemigos, es
decir, contra los vestigios de la monarquía absoluta, los
propietarios territoriales, los burgueses no industriales
y los pequeños burgueses. Todo el movimiento histórico
se concentra, de esta suerte en manos de la burguesía, cada
victoria alcanzada en estas condiciones es una victoria de
la burguesía». 51
En España en 1931 la clase en ascenso, la clase que
precede en la lucha a las mujeres, es el proletariado. Ella
marca con su ideología, con su impronta, con sus objeti-
vos la lucha de todas las demás clases: el campesinado,
las mujeres, la pequeña burguesía. Entre la República y
la guerra civil la burguesía financiera, la oligarquía terra-
teniente, la Iglesia, están heridas de muerte. El proletaria-
do en 1931, en 1934, en 1936, va demostrando su creciente
poderío y organización, y para alcanzar sus fines políticos,
debe —y entonces puede— poner en movimiento a los
campesinos y a las mujeres. Y cada victoria ganada por
el proletariado, no lo es contra los enemigos de las mu-
jeres, sino contra los enemigos de sus enemigos: contra la
burguesía industrial, financiera y terrateniente, contra las
oligarquías de todo tipo, contra el centralismo y el colo-
nialismo, contra la burguesía especuladora, contra la pe-
queña burguesía reaccionaria, contra el funcionario con-
servador y fascista. En esta etapa el proletariado toda-
vía puede movilizar a las mujeres en su propio beneficio,
y convencerlas de que la lucha por el socialismo es su
propia lucha.
En España la guerra acabó con la tremenda derrota
que ya conocemos. En otros países donde el proletariado
se alzó victorioso con el poder, ¿qué hizo con sus mu-

51. El manifiesto comunista. Cit. pág. 30.

598
jeres? ¿Cuáles son los fundamentos de la ideología socia-
lista respecto a la mujer? Un brevísimo recorrido por el
camino que trazaron los hombres socialistas, desde la
I Internacional hasta la actualidad en la Unión Soviética,
resulta altamente instructivo,
En la primera época, cuando las organizaciones obre-
ras comienzan a tomar conciencia de que lo son, no sólo
no aprecian a las mujeres, sino que las tratan de la mis-
ma manera que los burgueses. Para ellos siguen siendo
simplemente las paridoras y amamantadoras de crios, que
les conservan la casa en buen estado, y a las que violan
sin ninguna consideración. La mayoría a mayor abunda-
miento, trabajan también en las fábricas y contribuyen,
a la par que los niños, a aumentar sustancialmente los in-
gresos del padre de familia, que muchas veces se reúne
después en el sindicato con sus compañeros para hablar
de la lucha revolucionaria. Esta primera etapa está so-
meramente recogida por Jacqueline Heinen: H
«Las mujeres de la clase obrera constatan que la so-
ciedad actual está dividida en clases. Cada clase tiene sus
propios intereses. La burguesía tiene los suyos, la clase
obrera tiene otros. Sus intereses son opuestos. La división
entre hombres y mujeres no tiene gran importancia para
las mujeres proletarias. Lo que une a las mujeres traba-
jadoras con los trabajadores es mucho más fuerte que
lo que les divide... ¡Todos para uno, uno para todos!
Este "todos" incluye a los miembros de la clase obrera-
hombre y mujeres con el mismo título. "La cuestión fe-
menina para los obreros y obreras, es el problema de
cómo organizar a las masas atrasadas de mujeres traba-
jadora". Esta declaración de N. Kruspkaia, que apareció
en el primer número de Rabotnitsa (La obrera), el 8 de mar-
zo de 1914, seguía a muchas otras declaraciones iguales de
Clara Zetkin en Die Gleichnheit (La igualdad), periódico
dirigido a las trabajadoras alemanas que había impul-
sado desde 1892 y frente al cual estuvo hasta 1916.
En 1901, cuando algunos críticos argüyeron que el pe-
riódico tenía un carácter elitista y que debería tratar cues-
tiones «más populares» entre las mujeres, tales como sus
obligaciones domésticas, así como subrayar las diferen-
cias entre hombres y mujeres, Clara Zetkin escribió:

52. De la I a la III Internacional: La cuestión de la mujer, pá-


gina 7.

599
«Nada más en una sociedad socialista, con la desapari-
ción del sistema actual dominado por la sociedad priva-
da, desaparecerán las oposiciones sociales entre los po-
seedores y los que no poseen nada, entre los hombres y
mujeres... La abolición de tal oposición, sea la que sea, no
puede llegar más que a partir de la lucha de clases mis-
ma. Si las mujeres proletarias quieren ser libres, es preci-
so que unan sus fuerzas a las del movimiento obrero...»53
Pero mientras estas declaraciones pomposas se repe-
tían por los dirigentes y teóricos del socialismo, los mili-
tantes obreros y hasta sus líderes, relegaban a su mujer
al ámbito del hogar, le restaban la información política,
la impedían asistir a las reuniones de partido y hasta
defendían posiciones reaccionarias en el programa del
partido. No sólo impedían con su conducta la moviliza-
ción de las mujeres sobre las que ejercían la más directa
influencia, sino también las de las masas femeninas, acep-
tando declaraciones de principio que defendían la familia,
la maternidad numerosa, la exclusión de la mujer de la
vida pública, le negaban incluso el voto político.
Los llamamientos continuados a la movilización y a la
militancia de las mujeres por parte de los dirigentes so-
cialista, se ha contradicho siempre con su conducta dia-
ria, y por tanto con el verdadero interés en llegar a orga-
nizar amplias masas femeninas en la lucha revolucionaria.
De la misma forma que la burguesía que asegura la li-
bertad y la igualdad para todos los hombres, lo hace ex-
clusivamente para poder explotar mejor a las demás cla-
ses populares.
Las mujeres que aceptaron ideológicamente el discur-
so de las nuevas formas revolucionarias, no reconocieron
en sus palabras las conocidas panfíetadas de la derecha.
Las mujeres, sumisas siempre, siervas ahora de los socia-
listas como lo eran antes de los confesores, vuelven a acep-
tar ahora la nueva ideología que las oprimirá, las explotará
y las despreciará, hoy en nombre del socialismo, como
ayer en el de Dios, Desdichado destino y triste historia
que ni las mujeres politizadas quieren reconocer.
«Sin la familia, la especie humana no es más que un
conglomerado de seres, sin funciones determinadas, sin
razón, sin ley y sin fin. Sin la familia, el hombre, confun-

53. The emancipaiion of wootnen, de Werner Thonesen. Edito-


rial Pluto Press, 733. Cit. Jacqueline Heinen, obr. cit. pág. 8.

600
dido en una inmensa comunidad, no es para el hombre
más que un enemigo, sin la familia la mujer no tiene
ninguna razón de ser, ya que sin la familia, la mujer no
es más que un ser errante, condenado por su constitución
física a un agotamiento prematuro, a unos esfuerzos in-
cesantes e imponentes, de lo que el más claro resultado
para su organismo es una transformación radical, com-
pleta, que equivaldría a la negación misma de la especie
y a la desaparición de la raza», dice entre otras cosas la
resolución mayoritaria votada en el I Congreso de AIT
(Asociación Internacional de Trabajadores) en 1866.54
La sección alemana de la I Internacional a su vez re-
dactó un documento en el que se decía:
«Que sea posible alcanzar una situación en que cada
hombre adulto puede tomar mujer y formar una familia,
cuya existencia estará asegurada por su trabajo, lo que
hará que dejen de existir estas pobres criaturas, que, dado
su aislamiento, se convierten en presa de la desesperación,
pecando contra ellas mismas contra la naturaleza y mar-
cando a la civilización con una mancha, al prostituirse co-
merciando con sus cuerpos... El trabajo legítimo de las
mujeres y de las madres se sitúa en el hogar y en la fa-
milia, velando y ocupándose de la primera educación de
los hijos, lo que, desde luego, exige que mujeres y niños
reciban la educación necesaria. En comparación con los
deberes solemnes del hombre y del padre en la vida públi-
ca, la mujer y madre deberían defender la dulzura y la
poesía de la vida doméstica, aportar gracia y belleza a las
"relaciones sociales" y tener una influencia ennoblecedora
en la capacidad creciente de la humanidad para gozar
de la vida.» M
Frente a la afirmación de Engels de que la emancipa-
ción de la mujer y su igualdad con el hombre no será
posible mientras permanezca excluida del trabajo pro-
ductivo-social y confinada dentro del trabajo doméstico,
y la exhortación de que la mujer participe en gran escala
en la industria moderna, el sexto congreso de la Aso-
ciación alemana de los trabajadores en 1867 afirmó que
«el empleo de las mujeres en los talleres de la industria
moderna es uno de los abusos más escandalosos de nues-
tro tiempo. Escandaloso porque no mejora la situación

54. Jacqueline Heinen, obr. cit., pág. 21.


55. Jacqueline Heinen, obr. cit., pág. 22.

601
material de la clase obrera, sino que la empeora, y porque
la destrucción de la familia, en particular, reduce a la
población obrera a un estado desgraciado en el cual in-
cluso los últimos restos de sus ideales les son arrebata-
dos. Esto añade razones para rechazar los esfuerzos ac-
tuales por aumentar el número de mujeres activas.56
La propia Jacqueline Heinen comenta a raíz de este
texto: «Estas largas citas, extraídas de los textos redac-
tados cerca de veinte años después del Manifiesto Comu-
nista, e inspirados por las teorías de Lasalle y de Prou-
dhon, no nos parecen inútiles en la medida en que ins-
pirarán todos los textos de la misma clase que encontra-
tramos en la historia de cada uno de los movimientos
obreros europeos y norteamericanos, que se constituyen
entre los años 65 y 90. Son este tipo de posiciones las
que fundamentan la dificultad de las mujeres para organi-
zarse y ser reconocidas como miembros, de forma inte-
gral, del movimiento obrero... Estas ideas que se adhie-
ren totalmente al ideal radical burgués de principios de
siglo, demostrarán ser duras de pelar en el seno de la
clase obrera, ya que han penetrado profundamente en
las mentalidades de todas las capas de la sociedad, cuales-
quieran sean por otra parte sus intereses objetivos.» w
Mientras la burguesía de principios de siglo exponía el
ideal de la mujer dulce, sumisa y encerrada en casa, uti-
lizaba cada día con mayor entusiasmo a millones de obre-
ras en la industria, en las minas, en las canteras, en toda
clase de trabajos esclavos y asalariados, de las que ex-
traía la mayor plus valía, impidiéndoles conservar «la uni-
dad de la familia» y el bienestar del hogar. Mientras los
obreros estudiaban a Engels y oían las tesis de que sólo
la participación masiva de las mujeres les permitiría li-
brarse de la sujeción y desigualdad con el hombre, las
secciones sindicales hacían declaraciones sobre la conser-
vación, defensa e interés de la familia y la necesidad de
apartar a las mujeres del trabajo asalariado.
Por lo que vemos las contradicciones parecen insensa-
tas e irracionales. Pero no lo son. Heinen se equivoca
cuando afirma que la ideología burguesa que calaba en el
seno del proletariado, influía al margen incluso de sus
intereses objetivos. De ninguna manera. Los burgueses que

56. Obr. cit., págs. 22-23.


57. Obr. cit., págs. 23-24.

602
mantenían ideológicamente la pervivencia del modo de
producción doméstico, para que la reproducción de la
fuerza de trabajo y su mantenimiento en las mejores con-
diciones, corriera gratis por cuenta de las mujeres, y les
ahorraran un sin fin de gastos, aprovechaban su edad de
oro, explotando mujeres, sin necesidad de argumentarlo
filosóficamente. Cuando la técnica lo permitió y sobraron
millones de brazos proletarios, las mujeres fueron las pri-
meras en abandonar la industria y se recluyeron nuevamen-
te en los hogares, contentas de no tener que agotarse en
dos explotaciones simultáneas.
Los obreros defendiendo la familia están defendiendo
su mayor bienestar. La declaración alemana lo deja claro:
«La destrucción de la familia, en particular, reduce a la
población obrera a un estado desgraciado en el cual
incluso los últimos restos de sus ideales les son arreba-
tados». Lo que no acaba de concretar es que el arrebato
que más siente es el de la comida caliente, la ropa limpia,
la casa en orden, la mujer afectuosa, bastante más que los
«restos de los ideales», de los que la declaración no dice
nada.
Como se puede ver el mismo discurso sirve a las dos
clases antagónicas, y diferentes discursos consiguen igua-
les efectos.
En la ideología socialista que se va perfilando en el
curso del avance del movimiento obrero, la mujer nunca
es igual al hombre. En unas ocasiones esta afirmación se
encuentra incluso en las declaraciones de los líderes obre-
ros, en otras «la igualdad» no consiste en pretender para
la mujer el mismo «status» y destino que el hombre, sino
en proporcionarle una vida cómoda en el seno del hogar.
Los testimonios hallados en los textos de la época son
escalofriantes.
«Pidamos al gobierno el cierre de las guarderías, nos lo
concederá, y después trabajemos para elevar nuestros
salarios, a fin de que nuestras mujeres se ocupen de sus
hijos, las mujeres trabajarán en su casa y adquirirán los
derechos a la igualdad consagrados por los principios de
1789», dice un delegado en la Exposición Universal de Pa-
rís en 1867, a la que la patronal había invitado a repre-
sentantes de las corporaciones para que se maravillaran
des espectáculo de las máquinas». 58 A partir del momento

58. Heinen, obr. cit., pág. 25.

603
de la tecnificación del trabajo industrial, la polémica con-
tra el trabajo de las mujeres se centrará en la supuesta
competencia desleal que éstas han practicado siempre al
ser contratadas por salarios más bajos que los de los
hombres.
En 1833, y en Philadelphia (EE.UU.) la mujer ganaba
un cuarto del salario masculino por el mismo trabajo y
tres cuartas partes de todas las mujeres que trabajaban,
en esa fecha y ciudad, ganaban en una semana de seis
días con jornada de trece a catorce horas, lo mismo que
un hombre (en igual rama de la producción y con tareas
análogas) ganaba en un solo día, con una jornada de diez
horas de trabajo. Y el colmo, comenta de la Torre, «es que
no tenía derecho ni siquiera a disponer de ese salario de
miseria, tan dura y humillantemente ganado, ya que no
fue hasta 1860 que se reconoció en el Estado de Nueva
York el derecho de la mujer casada a cobrar y usar su
propio salario, conjuntamente con los de personarse ante
los tribunales de justicia por su propio derecho y de su
equiparación con el hombre con relación a las propieda-
des de la sociedad conyugal, en caso de muerte del cón-
yuge.»59
El colmo lo representa la legislación española, que en
1961 —cien años más tarde de los hechos relatados por
Silvio de la Torre— todavía no le permitía a la mujer
casada ni contraer su trabajo, ni cobrar su salario sin
permiso del marido. Ni los sindicatos, ni los partidos po-
líticos de izquierda, ni el movimiento obrero en su con-
junto, o los líderes por separado, manifestaron jamás in-
dignación por semejante situación. Por el contrario su
apatía frente a estas cuestiones, su olvido de reivindica-
ciones favorables a la mujer, sobre todo en la cuestión
salarial, unidas a declaraciones ampulosas en defensa de
la familia y de la reclusión de la mujer en el hogar, dedi-
cada exclusivamente a las tareas domésticas, demuestra
sin necesidad de más pruebas, que los dirigentes socialis-
tas defendían el mismo «status» femenino, porque les be-
neficiaba. Al fin y al cabo, no olvidemos, que el marido
que cobraría el salario de la obrera es a su vez obrero.
No suelen darse casos de burgueses casados con obreras
que sigan trabajando después del matrimonio.
Pero este criterio, según el cual la mujer casada que
59. Obr. cit, págs. 161-162.
604
trabaja asalariadamente lo hace por cuenta, disposición o
permiso del marido, o de lo contrario demuestra insubor-
dinación y desobediencia a la legítima autoridad familiar,
es que priva en todos los países, hasta el día de hoy.60
En 1943 una corte de apelaciones británica decidió que
los ahorros de un ama de casa, aunque fueran producto
de su trabajo personal, en las horas que le dejaban libre
sus obligaciones como tal, pertenecían a su marido. 61
En los Estados Unidos, en 1903, el salario promedio
femenino era de 339.000 dólares anuales mientras que el de
los hombres ascendía a 631.000.62 Ya hemos visto las
diferencias salariales en la Inglaterra de 1937 que cuenta
Virginia Woolf en sus Tres guineas.
Las condiciones de trabajo de las mujeres en los tiem-
pos heroicos del industrialismo han sido suficientemente
descritas por los escritores de la época, pero en 1912,
cincuenta largos años más tarde de los escritos de Marx y
60. Ya hemos visto en este aspecto la sumisión servil que rige
para la mujer. Parte III. Delaciones de producción.
61. Ethel Wood, Mainly for men, en Silvio de la Torre, obr. ci-
tada, págs. 161-162.
62. «En todos los países la mujer constituye poco más de u n a
tercera p a r t e de la fuerza de trabajo (la cifra norteamericana de
cuarenta y dos por ciento es la más elevada). Su remuneración va-
ría desde la m i t a d a casi las Ires cuartas partes de la remuneración
masculina equivalente. En todos los casos, e! porcentaje m á s grande
de mujeres trabajadoras se encuentra en los trabajos no especia-
lizados...
»...Los muchachas constituyeen desde menos de un cuarto a m á s
de la tercera parte del alumnado universitario. La cifra norteame-
ricana es excepcional. E n ningún otro país constituyen m á s del
26°/&. E n la absoluta mayoría de los casos, aunque puedan dejar
la escuela tan bien capacitadas como los muchachos, sus oportuni-
dades para una educación superior, p a r a u n entrenamiento adi-
cional (aprendizajes) o para estudiar sólo parte de su tiempo, son
menos de la m i t a d de las aprovechadas p o r sus compañeros...
»...E1 descontento de las mujeres de clase media, m u c h a s de las
cuales en edad m a d u r a , a quienes, habiéndoseles dicho que vivían
en u n matriarcado... encontraron, n o obstante, que les era impo-
sible conseguir empleos profesionales o subir p o r la escala voca-
cional.
»En 1970 fue promulgado el Decreto Prosalarios iguales en USA.
»La m u j e r constituye u n a fuente p e r m a n e n t e de m a n o de obra
mal pagada. El noventa y cinco p o r ciento de las mujeres desem-
peñan labores hechas sólo por mujeres. No es u n salario "igual"
lo que se necesita, sino mayores salarios. Y a ú n más: elevar el
salario femenino h a s t a alcanzar el promedio nacional masculino
significa prácticamente doblar el salario de la mujer.»
Juliet Mitchell, La condición de la mujer. Ed. Anagrama. Bar-
celona 1977, págs. 42-55-136.

605
Engels, y de Dickens y Keats, Mrs. Rose Schneider, con-
testando a un senador norteamericano que se oponía a la
participación de la mujer en la política nacional porque
perdería su feminidad y sus encantos entre las vulgarida-
des y groserías de una lucha electoral, pudo explicar:
«Tenemos mujeres trabajando en las lavanderías, desnu-
das hasta la cintura a causa del calor. El senador no se
preocupa por si estas mujeres perderán sus encantos. Pa-
rece que cree que puedan retenerlos, así como su delicade-
za, y trabajar en las lavanderías. Él sabe, sin embargo, que
si trabajan en esos lugares es porque su trabajo resulta más
barato que el del hombre porque trabaja más horas. En
las lavanderías, por ejemplo, pasan de trece a catorce ho-
ras en medio de un calor terrible con las manos sumergi-
das en almidón caliente...» 63
Engels y Bebel sin embargo habían teorizado claramen-
te la condición de sometimiento de la mujer al hombre,
haciendo un evidente paralelismo con la explotación que
los trabajadores sufrían por parte de los burgueses. Engels
que confía a la incorporación masiva de la mujer al tra-
bajo industrial, y Bebel que hace un llamamiento a las
mujeres para que desconfíen de los hombres en la lucha
por su emancipación, utilizan en uno u otro momento la
palabra clase para designar a la mujer. Las discrimina-
ciones, las explotaciones de las obreras, sometidas a mayor
extracción de plus valía que los hombres por parte del
capitalismo, y dependientes en todo de la autoridad del ma-
rido proletario, se mantuvieron con el beneplácito del
movimiento obrero, que satisfacía con el trabajo doméstico
de la mujer, y la alienación de las obreras, incapaces de
organizarse por su cuenta en contra de la patronal, su
propia comodidad y bienestar. Arrancar a las mujeres de
la servidumbre doméstica y concienciarlas e inducirlas a
organizarse adecuadamente en la lucha revolucionaria,
supone el riesgo de perder a las siervas sumisas de que
siempre han dispuesto.
Antes de que se hiciera la revolución de octubre, algu-
nas dirigentes marxistas lo entendían mejor. Eleanor
Marx, la hija de Marx, escribió en 1885: «La verdad, aun-
que no lo reconozcan plenamente ni siquiera aquellos que
desean el bien de la mujer, es que ella, como las clases
trabajadoras, está en una condición oprimida y que su

63. Silvio des la Torre, obr. cit., pág. 162.

606
posición, como la que aquéllas, es de degradación injusta
y despiadada. Las mujeres son las criaturas de una tira-
nía organizada por los hombres, del mismo modo que los
trabajadores son las criaturas de una tiranía organizada
por los ociosos... Ambas clases oprimidas, las mujeres y
los productores directos, tienen que entender que su eman-
cipación únicamente les llegará mediante su propio es-
fuerzo. Las mujeres encontrarán aliados en los mejores
hombres, del mismo modo que los trabajadores están
encontrando aliados en los filósofos, artistas y poetas.
Pero las unas no pueden esperar nada del hombre en su
conjunto, al igual que tampoco pueden esperarlo los otros
de la clase media.»
Estas palabras resultaron proféticas incluso entre las
mismas filas de los socialistas. En Alemania, los seguido-
res de Lassalle atacaban los grupos dirigidos por Bebel
en el Congreso de Gotha de 1875. Bebel había propuesto
la igualdad de derechos para la mujer como parte del
programa oficial del partido. Pero el Congreso rechazó
su propuesta argumentando que las mujeres aún no es-
taban preparadas para disfrutar de iguales derechos.
Como vemos este argumento ha sido muy repetido.
En la realidad se repetía una y otra vez la conocida
traición de las clases dirigentes respecto a los sometidos,
a los que en momentos de euforia revolucionaria se les
ha prometido la igualdad. Sheila Rowbotham escribe que
«del mismo modo que las mujeres revolucionarias choca-
ban contra el recelo de sus hombres siempre que parecían
atacar las prerrogativas masculinas, las trabajadoras se
encontraron con una resistencia aún más feroz por parte
de los suyos, basada no sólo en el celo tradicional del
hombre respecto a su superioridad masculina, sino en el
hecho económico de los privilegios existentes dentro de la
propia clase trabajadora», y no habla de los privilegios
dentro del propio hogar trabajador.
Elizabeth Gurley Flynn, conocida como la «Chica Re-
belde», y que organizó junto con los Wobblies, el Indus-
trial workers of The World (Obreros industriales en el
mundo), describe esto muy bien en el contexto de una huel-
ga textil en Lawrence, Massachusetts, en 1912. Tomaron
parte activa mujeres italianas, polacas, rusas y lituanas.
Formaron piquetes en medio de temperaturas por deba-
jo de 0o, y desfilaron embarazadas o con sus niños en
brazos llevando pancartas en demanda de Pan y rosas.

607
Pero a pesar de su entusiasmo chocaron contra la idea
de los hombres de que su lugar estaba dentro de la casa:
Teníamos reuniones especiales para las mujeres...
Las mujeres trabajaban en las fábricas por sueldos
menores y además, tenían que ocuparse de todo el
trabajo de la casa y del cuidado de los niños. La
eterna actitud del hombre como «señor y amo» se
hacía sentir sobre todo al final del día de trabajo...
o, ahora de actividades de huelga... el hombre volvía
a casa y se sentaba confortablemente mientras que
su mujer hacía todo el trabajo, preparando la comi-
da, limpiando la casa, etc. Existía una considerable
oposición por parte de los hombres a que las muje-
res acudieran a las reuniones o desfilaran en las lí-
neas de piquetes. Nos empeñamos resueltamente en
combatir semejantes ideas. Las mujeres querían par-
ticipar en los piquetes. Sabíamos que dejarlas solas
en casa, aisladas de la actividad de la huelga, presas
de la preocupación, afectadas por las quejas de los
sindicalistas, de los terratenientes y de los sacerdo-
tes y ministros, era peligroso para la huelga.6*

A la par que se debatían el derecho al trabajo de las


mujeres, en el que el partido socialista alemán acabó acep-
tando la fórmula de prohibición para las mujeres y los
niños de aquellos trabajos «nocivos desde el punto de vis-
ta moral y físico» formulada por Marx en su Crítica al
programa del Gotha, el debate sobre el derecho al voto
consumió muchas horas de los militantes durante decenas
de años. A excepción del Partido Socialista francés, que
adopta el principio del sufragio femenino desde 1879, con
ocasión del Congreso de Marsella, serán necesarios nume-
rosos años, cerca de un cuarto de siglo, para que el de-
bate entablado en los Partidos Socialistas dé como resul-
tado la inclusión de esta reivindicación en su programa.
Y aún, indica Jacqueline Heinen, no le «impedirá perma-
necer extrañamente silencioso durante las camparlas im-
pulsadas por varios movimientos sufragistas femeninos a
principios del siglo siguiente. Incluso «La voix de femmes»,
bisemanal, después diario, cercano a las mujeres socialis-

64. Sheila Rowbotham, Feminismo y revolución. Ed. Debate.


Fernando Torres, Editor. Tribuna feminista. Madrid 1978, pág. 174.

608
tas, que apareció en 1919 a 1922, se desinteresó muy rápi-
damente de esta cuestión».
En Alemania donde la propuesta es impulsada por los
marxistas desde 1869, en el Congreso de Eisenach, es re-
chazada por los lassalleanos que son entonces mayorita-
rios. En el Congreso de Gotha, en 1875, Liebknecht y Be-
bel someten a voto una enmienda proponiendo «el derecho
de voto a todos los ciudadanos de ambos sexos». Esta
enmienda que fue refutada por una débil mayoría, es reem-
plazada por una fórmula ambigua que no toma en cuenta
más que «los ciudadanos de más de veinte años». Con lo
cual, aunque no se excluye a las mujeres de este derecho,
tampoco se obliga al partido a hacer propaganda a favor
de él. Hasta 1891, en el Congreso de Erfurt no se adopta
la reivindicación del sufragio para las mujeres. Y sorpren-
de la interpretación que realizan diversos dirigentes so-
cialistas respecto a esta resolución. Clara Zetkin escribe
«que no se trata de ningún modo de una solución para
asegurar la emancipación de las mujeres, sino de una con-
secuencia de nuestra comprensión de la lucha de clases».
En Italia el debate se presenta todavía más difícil.
Heinen explica que las delegadas que asisten a congresos
femeninos internacionales, a principios de los años 1900,
votan favorablemente por esta reivindicación, precisando
que lo hacían «por principio» pero que no estaban dis-
puestas a afrontar esta cuestión en su país. En «Crítica
sociale», órgano del PSI, Andriulli, escribe en 1908, sin
que la redacción se creyera obligada a hacer ningún comen-
tario: «La igualdad transformaría los privilegios masculi-
nos en privilegios femeninos... mientras que la vida del
hombre es mucho más difícil que la de la mujer porque
él es el responsable de la familia.»
La actitud antifeminista de los socialistas italianos se
pone de relieve en la polémica suscitada entre Ana Kulis-
cioff con Turati en 1910, a través de «Crítica sociale». Ku-
liscioff escribe, respecto a la posición del Comité Central:
«Como socialista, es evidente que estamos por el sufragio
femenino, pero, como partido de acción, no hace falta
complicar demasiado las cosas, las mujeres tienen pacien-
cia (¿no es ésta una de las virtudes esenciales que tienen
en común con otros animales no menos preciados?) y
para ellas también llegará el momento en que los socia-
listas no temerán comprometer su seriedad reivindicando
el derecho al voto de las mujeres.» En la propaganda, dice,

609
39
se afirma que los analfabetos están en el derecho de ob-
tener derechos políticos porque son, ellos también, tra-
bajadores. Y entonces, pregunta, ¿las mujeres no son obre-
ras, campesinas, empleadas, cada día más numerosas? La
respuesta de Turati en el número siguiente la hará salir
de sus casillas «la perspectiva de la posibilidad, dada a
todas las mujeres italianas, de participar en el voto polí-
tico, no es precisamente lo más adecuado para conseguir
la simpatía de los socialistas potenciales y de los demó-
cratas, ni para animar la campaña y acelerar la victoria».
Lo que no impide, añade Ana Kuliscioff, que el partido
llame a todas las trabajadoras a movilizarse. En 1903, las
mujeres del SPD, que seguían sin tener derecho al voto,
habían sido organizadas especialmente para hacer propa-
ganda de puerta en puerta y para llevar a cabo la cam-
paña de las elecciones legislativas en las fábricas con la
consigna: «Si no podemos votar, lo que sí podemos es
agitar.»65 Es «curioso», comenta Heinen, que este debate
en «Crítica sociale» que duró varios meses sobre la defensa
del sufragio femenino, se titule «Polémica sobre la familia».
La curiosidad debería haber sido ya satisfecha, puesto
que los derechos políticos femeninos eran la puerta de
escape por la que, tanto los burgueses como los socialis-
tas, temían que las mujeres se sustrajeran al trabajo ex-
plotado en la familia. Que más tarde las mujeres no su-
pieran y no pudieran conseguir tales fines es otra cues-
tión. Pero los socialistas tenían una visión acertada de los
extremos a que podía conducir la campaña sufragista. En
los años posteriores la incorporación de esta consigna a va-
rias huelgas de mujeres, obligó al PSI a incluir el derecho
al voto en su programa en el congreso del año 1911.
En España la postura de los socialistas es todavía más
reaccionaría. «El socialista» de los años 80 se podía leer
lindezas por el estilo: «si las mujeres participan en la vida
política, optarán necesariamente por la reacción, ya que
la mayoría de ellas están bajo la dependencia de su confe-
sor», y con tales argumentos se oponían a la concesión
del sufragio femenino. Ninguno dio nunca claras explica-
ciones de cuál era la postura de los militantes socialistas
con su mujer, y de qué forma luchaban para sustraerla
a las directrices del confesor.
Margarita Nelken, dirigente del Partido Socialista, es
65. Jacqueline Heinen, obr. cit.t pág. 38.

610
una ardiente defensora de esta postura, al igual que Vic-
toria Kent. Luis Jiménez de Asúa, presidente de la comi-
sión encargada de redactar el proyecto de Constitución
para la República, abogado socialista, afirmó en una con-
ferencia, que «las mujeres estaban insuficientemente pre-
paradas para una actividad política ya que gran número
de ellas eran las autoras de proyectos de ley inicuos,
como la supresión de los subsidios a las madres solteras,
bajo el pretexto de que éstas estimulaban a la inmorali-
dad». Largo Caballero en una encuesta efectuada en 1917
sobre el derecho al voto de las mujeres confiesa, «que en
un principio había aceptado el feminismo como parte in-
tegrante del programa del partido por puro sentimenta-
lismo, y sin liberarse completamente de los prejuicios de
lector de Moebius, que él era». Gertrudis Scalon explica a
píe de página 66 que Moebius era un doctor de neuropa-
tología de Leipzig, cuyas obras sobre la deficiencia men-
tal de la mujer sentaban cátedra en toda una parte de la
«íntelligentzia» europea, y cuya obra La inferioridad men-
tal de ¡a mujer había sido traducida al español.
Por su parte, tanto Largo Caballero como Victoria
Kent hicieron todo lo posible para intentar disuadir a
sus colegas socialistas de que no se podía aceptar el
artículo relativo al voto de las mujeres contenido en el
proyecto de Constitución de 1931. Indalecio Prieto se unió
al coro de los reaccionarios cuando se dio cuenta de que
la ley había sido aprobada, exclamando: «¡Es una puña-
lada para la República!»
En Gran Bretaña el movimiento socialista se hallaba
dividido, mientras un ala limitaba sus exigencias al voto
para los hombres, como una etapa transitoria necesaria,
la otra rechazaba toda forma de lucha parlamentaria.
«En consecuencia —añade Heinen— todos los argumentos
que intentaban explicar el rechazo de los socialistas, en
la mayoría de los países, a apoyar la lucha de las sufra-
gistas para la obtención del derecho al voto, porque éste
no defendía los derechos de las mujeres más oprimidas, no
dan más que parcialmente cuenta de la realidad.» 67
Y en este sentido la propia Jacqueline Heinen tiene
que hacer equilibrios de redacción para justificar en par-
te el rechazo de los socialistas a apoyar la campaña de las

66. Los movimientos feministas en España, pág. 325.


67. Obr. cit., pág. 41.

611
sufragistas, a las que ella también llama «burguesas». Tan-
to de los socialistas como de Heinen es bien sabido que
la campaña sufragista incluía las reivindicaciones de
poseer bienes y de administrarlos, así como de cobrar el
salario ganado con su propio trabajo. Parece que los so-
cialistas son incapaces de distinguir teóricamente un bur-
gués de otro que no lo es. O bien aceptan de antemano
que la esposa de un burgués es un sirviente que pertenece
al marido y por tanto no es de incumbencia del movimien-
to obrero el «status» de las mujeres de los burgueses
Jacqueline Heinen expresa este criterio de tal modo:
«Los movimientos de las sufragistas... estaban dirigi-
das efectivamente por burguesas, que no tenían nada que
hacer en la defensa de los intereses de las trabajadoras...»
Clara Zetkin, excluyendo toda hipótesis de trabajo en
común con las sufragistas dice «estas mujeres que desa-
rrollan intrigas en el mundo de las mujeres proletarias y
buscan extraerlas de la lucha de clase».
Lenin, por fin, afirma, ante la idea emitida por una
semi-burguesa (sic), en el congreso de Stuttgart de 1907,
proponiendo la adopción de un derecho de voto limitado:
«Es de forma categórica que el Congreso ha rechazado
esta idea, recomendando a los trabajadores no conducir
el combate para el derecho del voto de acuerdo con las
mujeres de la burguesía que reclaman la igualdad de de-
rechos de la mujer, sino con los partidos de clase del pro-
letariado.»
Ana Kuliscioff se asombra de la rigidez adoptada por
el Partido Socialista italiano, frente al Comité naiconal
italiano respecto al sufragio femenino, cuando en el Par-
lamento los socialistas se habían mostrado totalmente de
acuerdo con los partidos burgueses en limar las reivindi-
caciones de las trabajadoras.
Por fin Jacqueline Heinen se pregunta, ante las afir-
maciones de Lenin, «los delegados del partido socialista
austríaco presentes en el mismo congreso, que preconi-
zaban esperar a que fuera realizado el sufragio universal
para los hombres antes de comprometer la lucha por el
sufragio femenino, ¿defendían un punto de vista de cla-
se, por su parte?» 6 8 Heinen no sabe responderse que sí.
Que precisamente la postura de clase de los hombres so-

68. Obr. cit., pág. 43.

612
cialistas austríacos era la que les impulsaba a negarles
los derechos a sus mujeres.69
La misma postura de los obreros irlandeses en 1979,
que hicieron un llamamiento a las mujeres invitándolas
a abandonar sus puestos de trabajo, aduciendo que eran
las causantes del desempleo masculino al trabajar para
obtener un «dinerillo» extra. Postura idéntica a la de las
organizaciones obreras en Estados Unidos durante la de-
presión, apelando al sentido de culpa de las mujeres que
privaban a sus hombres de posibles empleos al mismo
tiempo que abandonaban sus tareas domésticas. La esposa
de un eminente sindicalista de la época declaró: «Un
hogar, aunque pequeño, es lo suficientemente grande para
ocupar el tiempo y la mente de la esposa.» 70

69. Esta descripción de un acto de lucha en Berkeley es más


definitoria que todo un t r a t a d o filosófico:
«Dave Dellinger hace la presentación conmovedora de la guerra
y del racismo.»
«¿Y q u é d e la mujer, idiota?*, grito yo.
«An, aquí tenemos u n mensaje especial del movimiento de li-
beración de la mujer», agrega él. Llega nuestro m o m e n t o . M, del
grupo de Washington, se levanta p a r a hablar. No se t r a t a de la
protesta en contra de los hombres del movimiento, que es el se-
gundo tema del orden del día, sino de u n a retórica radical m á s o
menos inofensiva, p e r o se trata de u n a mujer bien parecida ha-
blando de otras mujeres. Los hombres se vuelven locos. «¡Quítaselo!
¡Bájenla y jódanla!» Gritan y silban y se burlan de frases delibe-
radamente de doble sentido como «Tenemos que irnos a la calle».
Cuando S. (Shulamith Firestone), quien representa el grupo de
Nueva York, se acerca al micrófono y anuncia que la mujer ya n o
participará en la llamada revolución que n o incluya la abolición
del privilegio masculino, todo ello suena como u n estallido espon-
táneo de rabia (más que u n a declaración deliberada de política
de liberación de la m u j e r ) . Cuando llega el m o m e n t o de hablar d e
las tarjetas de votación, estoy temblando. Si es t a n fácil provocar
a los h o m b r e s radicales a comportarse como salvajes (un grupo de
hombres hostiles se orinaron encima de un grupo de mujeres del
movimiento de liberación de la mujer d u r a n t e u n a demostración
en la Universidad de N o r t h Carolina), ¿qué podemos esperar de los
otros?»
¿En q u é nos h e m o s metido? Mientras tanto, Dellinger nos ha
estado suplicando que nos bajemos del entarimado, «por su propio
bien». ¿Por qué n o les dice a ellos que se callen?»
«Y desde París, en Vincennes, el distrito de los revolucionarios
de mayo: . -
»MÍentras caminábamos, repartíamos octavillas, especialmente a
las mujeres. Un grupo como de cien personas n o s seguían, la ma-
yoría se m o s t r a b a n hostiles. Estábamos p r e p a r a d a s p a r a enfrentar-
nos a la oposición de los hombres, h a s t a la teemíamos, p e r o aún
70. Antropología y feminismo, obr. cit., pág. 27.

613
4. ¿Y qué pasó después de la revolución}
Marx descubrió que la burguesía implanta su código
moral, su código de relaciones personales, su dominación,
como la única posible para el orden social y el bien de la
humanidad. El orden burgués tiene que interpretar el orden
capitalista como la forma absoluta y definitiva tanto de la
producción social, como de la organización política, religio-
sa, moral. La ideología por tanto de la burguesía es la ideo-
logía de «lo perfecto» a la vez que de «lo natural», que ya
hemos visto en el volumen I.
Lo que el orden burgués implanta socialmente es lo
«único bueno», «honesto y moral» que puede aceptar la
humanidad entera para llegar a las más altas cotas de la
perfección social e individual. Mattelart comenta que «esta
misma detención de la historia lo obliga a renovar sin
tregua las reservas arguméntales que permitían hacer
creer a los dominados que las soluciones que propone
para su liberación y la felicidad el hombre definen el ideal
en materia de civilización y de cultura. Al haber fijado
de este modo su orden, al haberlo naturalizado y eterni-
zado... va a encubrir el hecho de que, en última instancia,
la noción de cambio que auspicia,71autoriza y promueve
equivale a un repudio del cambio».
¿Qué va a suceder en el orden socialista? Alcanzado el
poder por los partidos comunistas, el orden social, la mo-
ral, las relaciones individuales y de producción serán ya
inamovibles, en esta última etapa de la larga historia de
sufrimientos por la que ha pasado la humanidad en la que
únicamente queda trabajar mucho y bien para poder al-
canzar el nuevo paraíso terrenal que construirá el comu-
nismo. Ni siquiera los más preclaros teóricos se han perca-
tado de esta vuelta a los sueños autopíeos de todos los tiem-
pos. Ese inalcanzado cielo que nos espera en premio de
paciencias infinitas, sufrimientos e injusticias no compen-
sados; ese Paraíso perdido y siempre prometido, leyenda
de religiones orientales y de la filosofía burguesa para en-
gaño de crédulos trabajadores.
Esta idea de inmovilidad, de finalidad y de casualidad

así no esperábamos una violencia de tal magnitud. Allí estaban


los hombres del «movimiento» gritándonos insultos: «lesbianas»,
«Encuérense», «Lo que necesitan es una buena jodienda»...
Juliet Mitchell, obr. cit., págs. 5, 92-93.
71. Obr. cit., págs. 29-30.

614
en sí misma idéntica al orden judaico y al medieval: orden
jerárquico de origen divino, universo de Ticho Brae, de-
recho monárquico emanado de Dios. Es el mismo dis-
curso del Imperio Egipcio o de los pueblos nómadas de
Palestina. Hoy en la Unión Soviética, en China, en Cuba, la
perfección de la estratificación social entre los hombres
y las mujeres, lo correcto de los planteamientos morales
que gobiernan la organización familiar y la explotación fe-
menina, deviene no ya de la Verdad Revelada sino de la
Razón. En forma semejante a los filósofos de la Ilustra-
ción, los socialistas en el poder, se apoyan en la Razón y
en la Inteligencia, tanto corno en la Naturaleza, en la Sa-
biduría y en la Justicia absolutas para seguir mantenien-
do el modo de producción doméstico y la explotación de
la mujer.
Lenin en ¿Qué hacer? afirma que «ya no se puede ha-
blar de una ideología independiente formulada por las
masas trabajadoras mismas en el curso de su movimiento,
la única alternativa es una ideología burguesa o socialis-
ta. No existe término medio (ya que el género humano no
clases)» pero Lenin no tiene idea en ese momento de la
sociedad desgarrada por antagonismos de clase, jamás
podrá existir una ideología no clasista o por encima de las
clases)» pero Lenin no tiene idea en ese momento en la
posibilidad de que otra clase más, la más explotada, la
más ignorada, elabore su propia ideología de clase, y par-
tiendo de los postulados ciertos de la dialéctica materia-
lista, se enfrente a la clase que hasta entonces había ela-
borado la última alternativa, la perfecta, la definitiva.
Lenin no predijo esa tercera ideología que afirma que no
existe, y que será el feminismo.
Engels dice explícitamente que con cada descubrimien-
to que hace época, aun en la esfera de las ciencias natu-
rales («para no hablar de la historia del género huma-
no»), el materialismo debe cambiar de forma.72 Y Lenin,
interpretándole, afirma que «por lo tanto, una revisión
de la forma del materialismo de Engels, una revisión de
sus proposiciones naturales-filosóficas, no sólo no es revi-
sionismo, según el significado aceptado de la palabra, sino
por el contrario, es algo que exige el marxismo». 73

72. Engels, Ludwig Feuerbach.


73. The Recent Revolution in Natural Sciencies and Philosop-
hical Idealism, Collection Works. Vol. XIV, págs. 257. Tomado de
Pulliet Mitchell, La condición de la mujer, cit. pág. 99.

615
Marx escribe que la burguesía «antes de haber vencido
totalmente a sus adversarios feudales y suprimido sus
huellas, ve aparecer ya un nuevo adversario que amenaza
su dominación y quiere transformar el orden social bur-
gués: el proletariado, por ello la burguesía se hace con-
servadora frente al proletariado, incluso antes de haber
podido cumplir sus tareas revolucionarias». 74
La ley vuelve a cumplirse. Frente a la ofensiva del fe-
minismo el socialismo se ha vuelto conservador. Antes
de que el proletariado de muchos países haya podido
cumplir sus tareas revolucionarias, mucho antes incluso
en algunos países, ya las mujeres se han convertido en
u n nuevo adversario, que quiere transformar el orden so-
cial proletario. Por ello el proletariado, y sus partidos, se
hacen conservadores mucho antes de haber llegado al
poder.75
El conservadurismo, el antifeminismo de los partidos
de izquierda ha quedado perfilado en los ejemplos antes
expuestos. Las organizaciones actuales, los dirigentes obre-
ros, los líderes estudiantiles no se diferencian cualitativa-
mente de su antecesores. En el mayo francés, en la lu-
cha estudiantil de Berkeley, en las huelgas universitarias
italianas y españolas, las mujeres han tenido que conquis-
t a r su pequeño espacio, a costa de vencer la hostilidad de
sus supuestos defensores o aliados. Insultos, silbidos, fra-
ses obscenas, fueron los saludos de los revolucionarios
estudiantes franceses en el Vincennes del 68, a sus com-
pañeras feministas. La misma actitud de los disidentes
norteamericanos frente a la guerra de Vietnam en Berke-
ley, en Nueva York, en Washington.
Cuando Lenin declara que «la conciencia de la clase
trabajadora no puede ser conciencia política genuina a
menos que a los trabajadores se les entrene para respon-
der a todos los casos de tiranía, de opresión, de violencia
y de abuso, sin importarles cuál sea la clase afectada»,76
no comprende que esa «clase trabajadora», el proletaria-
do, es a su vez una clase explotadora y que por tanto, tiene,
conciencia de ello frente a sus víctimas, las mujeres.
Esclava del esclavo, sierva del siervo, proletaria del
proletario como dice Flora Tristán. «Desde que existe el
74. El manifiesto comunista.
75. Partido feminista de España. Tesis. Ediciones de Feminismo,
S. A. Mayo 1979. Barcelona, pág. 18.
76. Obr. dU

616
tiempo, la opresión fue la suerte común de la mujer y del
trabajador... la mujer fue el primer ser humano en sufrir
la esclavitud, la mujer fue esclava antes de existir la es-
clavitud» se duele Bebel. Hoy sigue siendo la última clase
explotada. Esclava en los países islámicos, sierva en los
capitalistas, proletaria en los socialistas, las mujeres si-
guen constituyendo la fuerza de trabajo explotada en el
modo de producción doméstico, el ejército de reserva de
trabajadores del capitalismo, la fuerza de trabajo margi-
nada y peor considerada en el socialismo. El tema de la
mujer en el socialismo resulta tan vasto que me es im-
posible desarrollarlo en el espacio de este tomo. Por
otro lado otras autoras feministas han hecho unos bue-
nos ensayos de acercamiento al tema. No es un misterio
ya que en la Unión Soviética, en China, en Cuba, en Ruma-
nía, en Hungría, en Bulgaria, en Checoslovaquia, en Po-
lonia, las mujeres siguen siendo tratadas fundamentalmen-
te como reproductoras. Los datos de la opresión son
manejados por diversos autores. 77
La conciencia de clase es una lucidez que se adquie-
re con el tiempo, con el sufrimiento, con la lucha, a la
par que la lucha de clases avanza y hace más duros los
contornos de los enfrentamientos con la clase antagónica.
Lo cierto es que esa conciencia prende antes en ciertos
sectores de clase que en otros. Nadie puede confiar de-
masiado en la gallarda postura revolucionaria de los cam-
pesinos gallegos o de Castilla la Vieja, como tampoco con-
fiamos en la de los funcionarios públicos.
Si difícil resulta arrastrar a la lucha feminista a la es-
posa del presidente del Gobierno —por más que a lo me-
jor, a la lectura de estas líneas se proclama como tal—
tampoco debemos confiar demasiado en la participación
de las campesinas aragonesas. Las obreras se han mos-
trado muy remisas en otorgar su confianza al movimiento
feminista, siguiendo las consignas de los partidos socia-
listas que ya hemos visto, y sobre todo obedeciendo las
órdenes de su marido. Pero ni la visión que de sí mismas
tengan estas mujeres, ni la apatía o el entusiasmo de la
esposa de un burgués, podrá modificar su adscripción a
una clase explotada, por el hecho de haber nacido mujer.
«La lucha por conservar sus privilegios de clase revo-

77. Ver Sheila Rowbotham, Feminismo y revolución. La


familia, de María José Ragué y Laura Freixas. En prensa.

017
lucionaria, se hará cada vez más enconada entre los partí-
dos proletarios y el movimiento feminista, y en el curso
de la misma saldrán a la superficie todas las contradiccio-
nes, los antagonismos que hoy todavía mantienen ocul-
tos los dignos representantes de la vanguardia de la lu-
cha. Antes de alcanzar el poder, el proletariado, el cam-
pesinado y sus partidos revolucionarios, se delatarán fren-
te a las mujeres. Expondrán sin disimulos sus ataques, boi-
cotearán nuestra lucha —cosa que ya llevan haciendo hace
tiempo— pretenderán engañarnos y nos traicionarán. En
el curso de ese período de tiempo, nosotras adquiriremos
la conciencia de clase que precisamos para organizamos
coherentemente.» Yo añadiría: Y alcanzar la victoria. Pero
en todo caso estas palabras de las Tesis del Partido Femi-
nista de España me parecen suficientes para concluir este
primer tomo.

NOTAS
«Los trabajadores del metal de Rusia aprendieron una lección
semejante a comienzos de siglo. Habían prohibido la entrada de
mujeres en los sindicatos y, en consecuencia, en épocas de crisis
se despedía a los hombres y se tomaban mujeres por la mitad del
salario. Como resultado de esta experiencia, las mujeres fueron
admitidas en los sindicatos con un consejo propio.»
»No hay duda de que los diversos intentos legislativos de dis-
minuir el número de horas y limitar los tipos de trabajos que po-
dían realizar las mujeres era un arma de doble filo. Frecuentemente
servían para justificar la noción del «trabajo femenino» y eran
bien recibidos por los hombres, no sólo porque limitaban la explo-
tación laboral de las mujeres, sino porque reducían la competencia
entre trabajadores de ambos sexos. Todo ello queda claramente
expuesto en la declaración de 1879 de los obreros de la industria
tabacalera americana:
No podemos excluir a las mujeres del oficio, pero po-
demos restringir su cuota diaria de trabajo mediante le-
yes fabriles. «Ninguna muchacha de menos de dieciocho
años deberá ser empleada más de ocho horas diarias, de-
berán prohibirse las horas extras, y las mujeres casadas
deberán permanecer fuera de las fábricas al menos du-
rante seis semanas después del parto.»
(Sheila Rowbotham, obr. cit., pág. 169-171.
«...Congreso de Mujeres de Toda América (...) La Habana, en el
año 1963 (...). La delegada Alicia García, argentina, hablando de la
mujer norteamericana, cita al "Daily People's World" como afir-
mando que si todas las mujeres en los Estados Unidos se trans-
formaran repentinamente en hombres, los empresarios tendrían que
abonar en calidad de salarios diez mil millones más de dólares
que los que pagan en la actualidad. Y de Guatemala dice que el
salario femenino es de un 50 % a un 70 % inferior al del hombre,

618
llegando, en algunos casos, a ser de veinticinco a diez centavos de
dólar por día de trabajo. De San Salvador, que las mujeres ganan
alrededor de un 60 % a un 75 % menos que los hombres, con jor-
nadas a veces hasta de catorce horas diarios.
»En la Argentina, de acuerdo con un estudio realizado por el
Departamento Nacional del Trabajo de ese país, en 1945, y sin
que las proporciones relativas entre los sexos hayan variado hasta
el momento encontramos (...) promedialmente y para todos los tra-
bajos tomados en conjunto, la mujer devenga salarios un 26 % in-
feriores a los del hombre.
»Ese mismo Congreso afirma que en Honduras el salario feme-
nino es un 50 % inferior al del sexo masculino; que en Paraguay,
"las leyes no se cumplen, que las mujeres casadas niegan su con-
dición de tales para obtener y conservar sus empleos, que carecen
de guarderías y casas-cuna, que las campesinas son azotadas por
la miseria, sin salarios, sin leyes que las protejan a ellas y a sus
hijos, con un 23 % de mortalidad infantil provocada por la des-
nutrición y la insalubridad, sin asistencia social,.."; que en México,
el trabajo femenino "no tiene calificación y por consiguiente se
favorece su mayor explotación... su acceso a los puestos de res-
ponsabilidad son limitados... Las leyes sociales son insuficientes y
burladas permanentemente y en cuanto al salario, siempre es infe-
rior al del hombre... Millones de mujeres en el campo, en su abru-
madora mayoría indígena, viven en condiciones inhumanas, dis-
criminadas en sus derechos. Las trabajadoras a domicilio, al mar-
gen de las leyes de protección, son tremendamente explotadas y
en cuanto a las trabajadoras del servicio doméstico que alcancen
un millón (intercalamos nosotros: en una nación de 36.800.000 habi-
tantes) no conocen jornada de trabajo, ni salario digno, pero sí un
trato humillante".
»En el informe de la delegación de Bolivia: "de cuatro millones
de habitantes, sólo un millón sabe leer y escribir... Las mujeres ga-
nan salarios bajos, aproximadamente quince dólares mensuales y
trabajan siete horas diarias... La situación de la mujer de las mi-
nas es aún peor; bajos salarios e injusticia social".
»En el del Brasil: "En el campo, donde vive el 70 % de la pobla-
ción, las mujeres son casi totalmente analfabetas... En todas las
capas sociales son las mujeres las más sacrificadas, porque son las
mayores víctimas de la explotación... Los salarios de las mujeres
en la industria representa apenas el 66 % del salario de los hom-
bres... Las mujeres, cumpliendo las mismas tareas que los hom-
bres, con un mismo horario de trabajo, ganan el 34 % menos que
éstos... Además, las trabajadoras tienen dos jornadas de trabáje-
la de la fábrica y la del hogar".
»Canadá: "siendo un hecho que en ninguna ocupación son los
salarios de las mujeres iguales a los de los hombres... No tienen
protección sindical y son las más explotadas, encontrándose en las
industrias que más bajos salarios pagan... Otro ejemplo de desi-
gualdad es la posición de las mujeres en las profesiones. El 75 %
de las mujeres profesionales son maestras o enfermeras y, sin em-
bargo, entre los médicos solamente el 5 % de éstos son mujeres".
»En el de Colombia: "la mujer campesina se halla en pésima
condiciones; casi carece de legislación que la proteja, sus salarios
son generalmente el 50 % de los del varón, debe atender a su ho-
gar y cocinar para los peones de las fincas; vive dentro de la ig-

619
norancia y la miseria. Es el ser irredento de la sociedad colom-
biana..."
»En el del Ecuador: "la mujer tiene que soportar esta situación
que confirma la más cruel discriminación, por cuanto expresa una
doble esclavitud: la que tiene todos los trabajadores y la de un
ser considerado inferior... Si esto ocurre con la obrera, con la
empleada... ¿cuál será la situación de las obreras a domicilio? A
pesetas se les pagan... en una forma verdaderamente exigua y ca-
recen de toda reglamentación, de todo amparo en su trabajo. Para
ellas no existe la protección social, ni el salario mínimo, sino la
voluntad del patrón en todos sus aspectos. La trabajadora domés-
tica sufre la situación más espantosa, con un salario que nunca
compensa su agotador trabajo de todos los instantes, la falta de un
seguro social, la inexistencia de leyes protectoras y los atropellos
sexuales del patrono... En cuanto a la mujer india, su vida es más
terrible aún... El trabajo de ordeñadora, que comienza al amane-
cer en el frío altiplano, se completa con el trabajo de los campos,
con el cuidado de las aves de corral y los cuyos, con el de los re-
baños de ovejas, etc., en los grandes latifundios serranos. La "hua-
sicamia" significa una esclavitud permanente y degradante, una vida
menos feliz que la de las bestias y ser pasto de los apetitos
sexuales de los señores".
»Pero dentro del cuadro de hambre, de ignorancia y de de-
gradación, la mujer se encontrará, siempre, confrontando circuns-
tancias más dramáticas y más dolorosas que las del hombre. ¿Por
qué? Creemos que las frases siguientes, tomadas del informe de
la delegación ecuatoriana al Congreso de Mujeres de Toda América,
lo explican con claridad: "si la discriminación de la mujer en la
vida social es un hecho, esto no es menos real en el hogar. Aquí
es donde la mujer es más terriblemente discriminada. El hombre
que soporta la esclavitud de los trabajadores acaso inconsciente-
mente quiere compensarla, no haciendo de la mujer su compañera,
sino su esclava, una sirvienta sin sueldo... Nuestra economía semi-
feudal... hace que el trabajo hogareño de las mujeres de la clase
media y del auténtico pueblo sea un verdadero martirio".
«Alicia Moreau lo presenta con los siguientes rasgos: "El trabajo
de la.madre obrera, que acude a su empleo hasta el último término
de la gravidez y lo recupera a poco de nacer el hijo, que acumula
a la jornada de la fábrica las tareas domésticas, utilizando las
horas de sueño para acomodar las ropas del marido y de los
hijos, constituye un cuadro de sufrimiento y resignación ante la
miseria... Esta edad de hierro por la que está pasando la mujer,
tal vez signifique una etapa necesaria en su emancipación".»
Silvio de la Torre, págs. 164-165-166-167-185.

620
Lidia Falcón

LA RAZÓN
FEMINISTA
Volumen II

La reproducción humana

11 Barcelona, 1982
PRÓLOGO

Este texto, que comencé en agosto de 1978, con la vana


esperanza de concluirlo en pocos meses, constituye las
primeras páginas definitivamente redactadas de la obra
que en su totalidad lleva el nombre de La razón -feminista.
A las pocas semanas del trabajo comprendí que lo que
debía ser un breve manifiesto sobre el feminismo, se esta-
ba convirtiendo en una inmensa recopilación de datos so-
bre todos los temas que afectan a la mujer, y en especial
la reproducción. Con buen sentido abandoné la primitiva
idea y me dispuse, con gran paciencia, a invertir en su ela-
boración todo el tiempo que fuera necesario.
Hasta la primavera de 1980 el estudio de las condiciones
actuales y pretéritas cíe la reproducción humana, m e ocu-
pó todas las horas de trabajo que no invertía en mi labor
profesional o en el activismo feminista. En esa fecha ya
sabía lo suficiente para abandonar el tema específico de
la reproducción y descubrir las leyes genéricas de la ex-
plotación femenina. Guardé cuidadosamente las carpetas
que contenían este texto, y, sin concluirlo, redacté el
primer tomo La mujer como clase social. El modo de pro-
ducción doméstico, ya publicado. Esa tarea me llevó nue-
ve meses, de junio de 1980 a febrero de 1981. Lo más difí-
cil siempre es empezar a aprender.
Publicado el I tomo, la reproducción humana salió de
su espera, y revisado a la par que mis conocimientos ac-
tuales, ha sido completado con la última parte dedicada
a la reproducción «in vitro». De momento creo que
todo lo que se puede decir sobre el tema está aquí escrito.
La principal dificultad de una elaboración rigurosa de
las condiciones de la reproducción humana ha sido, para

9
mí, el estudio de todas las cuestiones técnicas que impli-
ca, para conocer las cuales he debido estudiar, práctica-
mente, un curso de tocología y obstetricia. Sintetizar des-
pués los datos y analizarlos críticamente es problema de
la propia inteligencia.
Un escolio no menos engorroso de salvar ha sido hallar
los datos para la elaboración de la II Parte Breve historia
de la reproducían humana. Porque a pesar de los cientos
de horas invertidos en rebuscar en tomos apelillados, en
Historias generales de la humanidad y en compendios es-
critos por sabios geniales, la crónica de los embarazos, de
los partos y de los cuidados de los niños la mortali-
dad perinatal, materna e infantil de los siglos pasa-
dos no se encuentra en parte alguna. Sólo alguna his-
toria novelada sobre reinas famosas, en las que el autor
pone más de emotividad y de inventiva que de los hechos
auténticos.
Este texto supone, pues, el empeño más tenaz, la pa-
ciencia más meritoria y la mayor inversión de horas de
todos mis libros anteriores. Mientras los recortes de pe-
riódicos sobre los niños con dos cabezas, los fetos que
hablan y las niñas violadas, se amontonaban sobre mi
mesa, apenas conseguía dos fichas de tres líneas sobre el
valor del hijo como sirviente. El valor del hijo como fuer-
za de trabajo he debido sintetizarlo, en cambio, a partir
de miles de cifras sobre demografía mundial, sin que para
ello los especialistas hayan aportado más que las estadís-
ticas proporcionadas por los Estados modernos, o las lis-
tas de los bautismos y las defunciones de las parroquias
precapitalistas.
Cuando ya se hallaba escrita la parte dedicada al «Amor
de madre», una autora francesa, Badinter, publicó un li-
bro «L'amour en plus», que coincidía absolutamente con
mi tesis. Sus datos ampliaron y enriquecieron los que ya
disponía, aunque limitados a Francia en los siglos XVII
xvín, xrx y xx. Pero la autora, que conoce un extenso
material sobre el tema, aunque sea exclusivo de Francia,
no deduce conclusión determinante alguna. Aunque, bien
es cierto que, como decía Mao-Tsé-Tung, un largo camino
comienza por un paso.
La conclusión inevitable de las tesis que expongo a lo
largo del libro, producto del análisis y de la síntesis de la
experiencia cotidiana, de los datos obtenidos, de los es-
tudios de la realidad efectuados durante los casi cua-

10
tro años que he trabajado asiduamente en el tema,
y los veinticinco que tengo dedicados, conscientemente, al
feminismo, es la necesidad de liberar a la mujer de la
reproducción, causa y origen de todos sus males. Por
ello, la última parte no puede ser otra que la «Reproduc-
ción in vitro».
El tema está ahí. La polémica ya ha comenzado. Las
mujeres tienen la última palabra.

11
«El hombre es la medida de todas las cosas», afirmó
Sócrates.
«Ser radial es coger las cosas por la raíz- Pero la raíz
para el hombre, es el hombre mismo» ripitió Marx.
Tamames aclara: «En economía, como en las demás
actividades humanas, todo hay que referirlo al hombre, a
la población; la producción, la renta, el consumo, el
ritmo de desarrollo económico, todo va ligado en una
forma u otra a la evolución demográfica.»
Alfred Sauvy, nos descubre: «La mayor parte de los su-
cesos históricos encuentran su explicación profunda en
las cuestiones de población. La expansión del genio fran-
cés del siglo XVIII, la fuerza militar de la Revolución y
él Imperio, en gran parte fueron debidas a la vitalidad
de la población francesa de éstas épocas y al vasto campo
que ofrecía a la selección de talentos intelectuales y mili-
tares. El progreso de los EE.UU., del Japón y de la URSS
no serían concebibles sin el fuerte desarrollo demográfico
del que se han beneficiado estas potencias.»
Y el crecimiento de una población está condicionado
por el desarrollo de la natalidad (en esto están de acuer-
do todos los economistas, sociólogos, demógrafos y algu-
no más).
Y la natalidad, hasta ahora, ha sido tarea exclusiva de
la mujer.
«El hombre es la medida de todas las cosas.»
Y la mujer fabrica al hombre.

13
PRIMERA PARTE

LA MUJER, SUJETO PRODUCTOR


DE FUERZA DE TRABAJO
CAPÍTULO I
SÓLO LA MUJER SE REPRODUCE

«El hombre es la medida de todas las cosas.»


Y la mujer fabrica al hombre.
Porque sólo la mujer se reproduce. Y esta afirmación
que a muchos lectores les parecerá una perogrullada, pron-
to verán que no es gratuita. Parece imposible que en algún
momento de la historia de la humanidad, se haya podido
negar a la mujer su facultad de concebir. Que si no otra,
por lo menos esta cualidad le era innegable. Y que, a falta
de inteligencia, de voluntad, de sensibilidad, de perseve-
rancia, de sentido artístico, de fuerza física, de valor mo-
ral, de capacidad de abstracción y de concreción, y de
tantas otras cualidades intelectuales y sensitivas de las
que carece, y que la hacen más parecida a un animal que
a una persona, por lo menos, de lo que no cabe duda, es
de que sólo ella puede desdoblarse tras nueve meses de
gestación, en otro ser humano, para perpetuación de la
especie. Y que por esta facultad, absolutamente necesaria,
quizá se le ha perdonado la vida, a veces, no permitiendo
que su género fuera extinguido. Sí, pero...
No se crea que siempre se pensó y se supo el verdadero
papel que la mujer tenía en la reproducción. Si durante
milenios el hombre ignoró su participación en la formación
de los niños, como veremos más adelante, esta ignoran-
cia no nos causa tanta extrañeza, cómo las creencias, ele-
vadas al rango de teorías científicas, que ha defendido el
hombre, tanto el político como el sabio de laboratorio,
sobre la incapacidad de la mujer en la fabricación de los
hijos. Teorías que vienen de antiguo, y que han servido
desde siempre para consolar al hombre de su inutilidad
fisiológica.

17
El libro IV de las Leyes de Manú dice: «La mujer no
d a hijos, únicamente los lleva. Cuando después de haber
escogido la estación oportuna, echáis grano maduro en un
campo bien preparado, se desarrolla luego en plantas de
la misma especie. Poco importa que la simiente sea de arroz
o de trigo, el campo os restituirá lo que en él hayáis
depositado, porque no participa de la naturaleza de las
plantas, sólo contribuye a alimentarlas, y la semilla, en su
germinación, no desarrolla ninguna de las propiedades
de la tierra. Lo propio sucede con la reproducción de los
seres humanos. El hombre es el grano, la mujer el cam-
po. La mujer no determina el carácter de la criatura: da
lo que ha recibido, y aquella nace siempre dotada de las
cualidades propias del que la engendró.»
De ésta definición científica, salieron las consejas, pro-
verbios populares, rumores y estudios pseudocientíficos
y obras literarias del más alto valor artístico. La Orestiada
ha de poner en verso y canto, en el más bello poema de Só-
focles, al alcance del pueblo, la «verdad» que la ciencia co-
rroboraría, con el peso de sus pruebas, unos cuantos si-
glos después. Clitemnestra mata a Agamenón, su marido,
y Apolo llama a la venganza a Orestes, que reclama tam-
bién, obsesivamente, Electra su hermana. El dios pone en
la mano de Orestes el puñal parricida, y Orestes cumple
con su deber: asesina a su madre. Las Furias vengadoras
que deben castigar al parricida, y el Areópago de ancianos
que le juzga, se convencen de su inocencia, cuando el pro-
pio Apolo explica que la madre no engendra eso que llaman
su hijo. Invocada Minerva para dar su voto, dice: «Estoy
completamente por el padre, Orestes debe ser absuelto.»
Aristóteles sentó el principio de que sólo el padre es
el creador, y Santo Tomás de Aquino intérprete del filóso-
fo griego, explica: «El padre debe ser más amado que la
madre, atendido que él es el principio activo de la
generación, mientras que la madre solamente es el prin-
cipio pasivo.» Las teorías teológicas construidas a partir
de esta premisa dicen: «Hubo una primera encina, esta
primera encina, cubierta de bellotas, contenía en sí, no
sólo las encinas a quienes dio el ser, sino las descendien-
tes de aquellas y las que les sucedieron: todas las genera-
ciones venideras de las encinas contenidas en esas prime-
ras bellotas, con sus fuerzas latentes, y en forma de gér-
menes encajados unos dentro de otros, han salido de ellas
a su vez y continúan saliendo, lo mismo que las hojas que

18
se despliegan sucesivamente. Tal es la imagen de la gene-
ración humana. Adán contenía en sí, no solamente a Caín,
Abel y sus hermanos, sino a todos los seres humanos que
han nacido desde la creación del mundo y que nacerán
hasta el día del juicio final. En cuanto a Eva, su única par-
ticipación en la perpetuación de la raza humana fue la de
la tierra que ha recibido y alimentado los frutos de la
encina. Eva es la nutriz.»
Las tinieblas científicas del siglo XIII no podían dar luz
a los misterios biológicos, se me dirá, pero en vísperas del
siglo de las luces, la medicina y la antropología fueron
protagonistas de una curiosa controversia. En 1677, el des-
cubrimiento de los espermatozoides realizado por Ham y
el óptico Leeuwenhoek, en Delft, confirmaba científica-
mente la teoría de Aristóteles y de Santo Tomás. Leeu-
wenhoek se dedicó a estudiar con sus más potentes lentes
el semen de un hombre enfermo. En el líquido grisáceo
nadaban innumerables y pequeños animáculos, totalmente
distintos de los infusorios y de los demás seres microscó-
picos que el óptico había visto en sus años de experiencia.
Observando sucesivamente el semen de numerosos hom-
bres jóvenes, mayores, de diferentes edades, complexiones
y temperamentos, completamente sanos, halló siempre los
mismos y misteriosos gérmenes. Les dio el nombre de
espermatozoides, o sea animales del esperma. El descubri-
miento de los espermatozoides venía, pues, a confirmar la
teoría de la supremacía masculina. El principio macho,
el semen, era la fuente original de la vida, la fuerza pro-
pulsora de la reproducción y no sólo un excitante del
óvulo como pretendían los partidarios del ovismo, teoría
que afirmaba que en el interior del útero femenino exis-
tía uno o varios huevos que se desarrollaban formando el
nuevo ser.
El filósofo Leibniz, con su teoría de las mónadas, ha-
bía difundido la idea de la preformación de cada uno de
los seres. Según Leibniz, cada óvulo contiene, aún antes de
la fecundación, un diminuto «homúnculo», y la acción
generadora del padre se reduce a provocar el desarrollo de
ese homúnculo latente. No hay una nueva formación, sino
un desarrollo de lo que ya existe. Y como la filosofía de
Leibniz coincidía con los puntos de vista de varios hom-
bres de ciencia del siglo xvn, su éxito estaba asegurado. Fa-
bricio ad Aquapendente, antiguo anatomista, mantuvo la
tesis de que en el cuerpo todas las partes se habían for-

19
mado simultáneamente. Marcelo Malpighi, médico de ca-
becera del Papa, confirmó esto con sus minuciosas inves-
tigaciones sobre la respiración, circulación sanguínea y los
procesos interiores del huevo de la gallina. Y esta idea
coincidía con la de los descubridores de los microorga-
nismos, Leeuwenhoek, Schwaramerdam y Spallanzani,
que estudiaron a fondo los embriones, el huevo y su ger-
men, los infusorios y las larvas de insectos, anunciaron sin
titubeos que todo ser está ya preformado en el huevo. 1
Pero...
La discusión se centraría en saber si el hijo se hallaría
totalmente formado en el «huevo» femenino o en el esper-
matozoide masculino. Del resultado de la batalla científica
podía derivarse el futuro de la mujer. Para complicar
el desarrollo de la discusión, cada uno de los partidarios
de una de las dos teorías se dedicaron a toda clase de ex-
perimentos, de los que sacaron las más insólitas conclusio-
nes. Spallanzani fue el primero en realizar la inseminación
artificial de los óvulos de rana, que constituía sin lugar a
dudas una auténtica proeza. Y mediante esa experiencia
pudo demostrar que el óvulo femenino solamente se
puede desarrollar cuando recibe el impulso del esperma
masculino, hecho conocido desde tiempo atrás, pero que
le inspiró al precoz biólogo la conclusión de que el esper-
ma no era más que un mero estimulante del desarrollo.
Charles Bonnet, un opositor de Spallanzani, se dedicó
a otra clase de experiencias. Seccionaba un gusano en
veintiséis partes y esperaba hasta que cada parte se rege-
nerara de nuevo, y repetía la operación tantas veces como
pudieran soportarla los gusanos. Y continuó con los póli-
pos, los pulgones, las orugas y las mariposas y concluyó
que: si los pulgones se multiplicaban sin fecundación, sus
óvulos no necesitaban del estimulante de Spallanzani. Pensó
que era porque se daba en ellos una especie de vida eter-
na. En todo caso, le parecía evidente en aquellos seres que,
como los pulgones de las hojas, debían existir desde la crea-
ción del mundo en forma de gérmenes o embriones. «Estos
gérmenes llevan una vida latente y se desarrollan sólo
cuando las circunstancias se lo permiten.»
Otro investigador suizo, Albrecht von Haller, de Berna,
fue más lejos que Bonnet. No se interesó solo por los pul-

1. Wendt, Herbert, Tras las huellas de Adán. Ed. Noguer, S. A.,


Barcelona 1973, pág. 110.

20
gones y los gusanos, sino por la vida eterna del hombre.
«Hace seis mil años Dios plasmó la tierra —afirmó—, creó
los embriones de todas las futuras plantas, animales y
hombres y los puso en los cuerpos de sus primeros pa-
dres... Por lo tanto, los embriones de doscientos mil millo-
nes de hombres los colocó el Creador en el seno de Eva,
nuestra primera madre, en un estado tan fino y transpa-
rente que era imposible reconocerlos.» Pero semejante
afirmación no iba a desencadenar una tormenta de santa
indignación científica por lo ridículo de la hipótesis, sino
sobre todo porque los sabios investigadores se sintieron
vejados en el acto, por ser sólo producidos por una mujer.
Sobre todo cuando Haller, el monstruo sagrado de las
ciencias naturales, afirmó que cada huevo contiene pre-
formado todo el organismo del futuro ser, por lo tanto,
también su ovario. Y en estos huevecillos se asienta la pró-
xima generación en forma diminuta, pero perfectamente
esbozada: en estos huevecillos están como acurrucados
todos los descendientes.
Los científicos salieron por los fueros del sexo mascu-
lino. La tesis de Spallanzani de que el hombre sólo tiene
el papel de estimular el desarrollo de los «homúnculos»
no les gustó. Tampoco podían estar de acuerdo en que el
receptáculo de toda la humanidad hubiera tenido que ser
precisamente una mujer, Eva. No, la verdad era que el
padre Adán fue quien llevó en sus entrañas los doscientos
mil millones de embriones. El profesor de Filosofía de
Halle, G. F. Meier, una autoridad en la materia, y según
afirmaban hombre muy razonable, declaró en la contro-
versia: «Adán llevó en sí a todos los hombres. Por ejem-
plo, el espermatozoide del que se plasmaría Abraham.
Y en este espermatozoide, a su vez, estaban contenidos
todos los judíos como animalitos germinales. Y cuando
Abraham engendró a Isaac, salió Isaac del cuerpo de su
padre llevando consigo todo el germen de sus descen-
dientes.»
La contienda obligó a especulaciones tan curiosas como
la pregunta sarcástica que los defensores de Eva hicieron
a Meier: si sus especulaciones eran ciertas los esperma-
tozoides debían tener una especie de alma ¿y qué ocurría
entonces con las almas de los espermatozoides que pere-
cían inutilizados? Los partidarios de Adán se preocupa-
ron. «¿Irían tal vez estas partículas de almas a fundirse

21
con el alma del niño efectivamente engendrado?, o tal vez
¿irían directamente al paraíso?...»
No hay que asombrarse demasiado, sin embargo, por
tan bizantinas discusiones. Una semejante podemos pre-
senciarla actualmente respecto al aborto. Dentro de cien
años los que conozcan la querella de la Iglesia respecto al
momento en que el alma penetra en el feto concebido, se
reirán de nosotros, como nosotros lo hacemos de nuestros
ilustres precursores y sus preocupaciones sobre el alma
de los espermatozoides.
Como no se sabía nada del huevo en los mamíferos, y
menos aún en la especie humana, por analogía con los
testículos del hombre se daba el nombre de ovarios a un
órgano de la mujer, pero sin estar por ello seguros, ni
mucho menos, de que el tal órgano contuviese uno o va-
ríos huevos, en los que habría de desarrollarse después el
embrión. Tendrían que transcurrir aún ciento cincuenta
años antes de que Karl Ernst von Baer demostrase palma-
riamente la existencia de una célula-huevo en los mamí-
feros.
Pero hasta llegar a eso sólo había una cosa cierta, y
era que en el interior del semen existían unos corpúsculos
con vida propia y generadores de vida. Así, se empezaron
a trazar unos croquis y dibujos en los que aparecía un
ser, ya inicialmente esbozado, dentro de cada espermato-
zoide. El primero que compuso uno de estos dibujos fue
Hartsocker, que opinaba que Leeuwenhoek le había pisado
su descubrimiento. Su diminuto hombre espermático te-
nía ya un hermano italiano. El creado por Paracelso. Un
homúnculo nacido en su laboratorio en un frasco, bajo la
acción de fuerzas misteriosas, de una mixtura de esperma,
de estiércol de caballo y de diversos ingredientes quími-
cos, sin que por tanto ninguna mujer hubiese intervenido
en tal nacimiento.
Mientras los biólogos de una u otra tendencia inten-
taban demostrar su teoría de la reproducción, los escép-
ticos seguían exigiendo: muéstrame cómo una célula de
esperma penetra en una célula-huevo y entonces creeré.
Doscientos años después exactamente del descubrimiento
del espermatozoide, en el año 1877, el investigador suizo
H. Fiol logró observar, en una estrella de mar, la penetra-
ción del espermatozoide en el huevo, pero fue preciso
esperar más tiempo aún, hasta que se pudo finalmente
aportar la prueba, bajo el foco del microscopio, de un

22
similar proceso de fecundación referido ya a animales
superiores. Sin embargo, teólogos y científicos pretendían
que si esto podía referirse a animales superiores, no tenía
obligación de ser válido también para los hombres. 2
Y de que no era fácil convencer a los doctos hombres
de ciencia puede demostrárnoslo el ilustre médico Balta-
sar de Viguera, del Real Colegio de Medicina de Madrid,
que en 1827 escribe un extenso trabajo sobre «La Fisio-
logía y Patología de la Mujer, o sea historia analítica.
De su constitución física y moral, de sus atribuciones y
fenómenos sexuales y de todas sus enfermedades», 3 don-
de nos da a conocer los últimos adelantos de la medi-
cina y la biología, con sus propias opiniones y las de los
sabios contemporáneos suyos. Y así en el capítulo XXXVI
nos explica:
«Apuntes sobre la obra de la fecundación.»
«La historia de las teorías que se han fraguado sobre
el mecanismo de la generación de los animales, puede
servir de introducción a la de los desvarios humanos. La
naturaleza, pues, ha cubierto esta prodigiosa función con
un velo impenetrable, y, sin embargo, los ingenios más
fecundos y sublimes se han afanado en todos tiempos por
penetrar en su caos, y poner en claro el profundo mis-
terio que esconde... Sólo ha sido feliz el pensamiento que
Hipócrates consagró a este prodigio natural, y sólo él ha re-
sistido a la devastadora carcoma de las edades... Así ha
sucedido, que después de haberse extraviado los fisiólogos
por sendas tortuosas e inaccesibles, se han visto precisa-
dos a contemplar de nuevo el jamás caducado sentir del
Oráculo de Coo, y a mirarlo como símbolo de la rectitud
de juicio...
»Este corifeo, pues, se elevó a la cumbre del posible
saber, cuando presintió que la semilla del hombre y de la
mujer no puede ser otra cosa que la quinta esencia de los
aparatos orgánicos de toda su economía, que ambas con-
curren imprescindiblemente a la formación de un nuevo
ser, que es absolutamente necesaria su íntima misión o
mutua concentración en el final del coito, y en fin, que la
coordinación de sus partes para el arreglo de la estructu-
ra es obra de la facultad generatriz.»
«Por esa hermosa teoría, se concibe claramente que la

2. Wendt, Herbert, Tras las huellas de Adán, ob. cit., pág. 111.
3. Imprenta «Ortega y Cía.» Madrid 1927, págs. 20, 21.

23
mayor semejanza física y moral de los hijos e hijas a los
padres o madres, así como las mezclas de los rasgos y ma-
tices modificados que reciben de ambos, deben considerar-
se en razón directa o de la mutua energía de los centros
de acción de ambos consortes, o del predominio de los
del uno...»
Concluida su teoría, que es la de Hipócrates, el doctor
Viguera nos expone a continuación los desvarios del saber
en su momento que, más o menos, eran producto de la in-
fluencia del diablo:
«Pero los curiosos, siempre impacientes por romper las
trabas del saber, no han gustado jamás de la sencillez de
este lenguaje, y sobre todo no han creído decente el admi-
tir el principio organizador o sea la facultad generatriz,
porque abatía demasiado el vuelo de sus discursos e ideas...
(y así) en el siglo décimo octavo los físicos más ilustres
se hayan dejado alucinar de las visionerías de los micros-
copios, y hayan pretendido deducir de ellas la primitiva
existencia de todos los seres, esto sí que debe ser consi-
derado como un nuevo caos en medio de las tinieblas...
»A fuerza, pues, de abandonarse los físicos mil veces
al crimen de Onan, las representaciones ilusorias de la
óptica les ha precipitado otras tantas en la alucinación
más fantástica que pueda caber en el más exaltado deli-
rio filosófico. Así es, que confundiendo las apariencias con
las realidades, asegura, Hartsoeker, que en una sola gota
del líquido seminal masculino se ven nadar en miles de
direcciones, y con admirable ligereza, una inmensa multi-
tud de animalitos envueltos en una túnica membranosa,
de los que cada uno es un embrión, o, si se quiere, un
racional perfecto. jQué perspectiva tan divertida deben
inspirar estos rebaños de innumerables hombrecillos, a los
que con este portentoso anteojo tienen la fortuna de ver
sus juguetes!...
»Más asombroso aún el microscopio de Leeuwenhoek,
le ha facilitado ver claramente, que tres mil millones de
estos animalitos en grupo (se entiende que los contaría
uno a uno), no igualan a un grano de arena, siendo lo más
admirable que, a pesar de su incalculable pequenez, distin-
guió entre ellos los machos de las hembras, y también sus
rabos muy semejantes a los de los renacuajos. Es decir,
que si se debiesen apreciar las sorprendentes ilusiones
que se representan por este fantasmagórico instrumento,
había razón para creer que el género humano pertenece

24
en su origen a la familia de las orugas, nueve meses a las
de las crisálidas, y después así como aquellas se trans-
figuran en mariposas, éstas se metarmorfosean en hom-
bres o mujeres.
»Hoffman, poco contento aún con estos guarismos de
orugas natantes humanas, añade, que en el mismo licor
prolífico se ven también vagar unos globulillos o hueveci-
llos diáfanos, en donde se anidan y vegetan hasta adquirir
la lozanía, vigor y agilidad, con que se la ve girar en su
océano con toda clase de direcciones...
»Pero al inmortal Moerhaave estaba reservando el des-
cubrimiento de las maneras de la operación final de gene-
ración. ¡Que animosidad tan heroica ha admirado en esta
muchedumbre de diminutos animalitos humanos! Luego
que son lanzados a la trompa en el final de la venus, se
declaran unos a otros guerra exterminadora, y se baten
como intrépidos e inexorables guerreros, sin abandonar
ninguno el campo de Marte, ni volver la espalda al enemi-
go, hasta que por fin el más valiente, no viendo ya a su
alrededor enemigos que le disputen la victoria, trepa triun-
fante a los ovarios, desprende un huevo, le arrastra a la
matriz, y considerándole como el alcázar del vencedor se
introduce en él, cierra la válvula que le ha facilitado la
entrada, y he aquí todo el misterio de la perpetuidad
brujuleado a la naturaleza. Se supone que los preñados
de dos fetos serán un resultado del convenio entre dos
vencedores, y cuando sea de tres se formará un triunvi-
rato, y así los de mayor número. Sin duda que este autor
dormitaba cuando tiznó las producciones de su vasto in-
genio con tan tamaños despropósitos. Sólo, pues, en una
cabeza alucinada puede caber la idea de que la existen-
cia de un solo individuo haya de fundarse sobre el sacri-
ficio de muchos millones de la misma especie, o que nin-
guno de ellos haya de poder asegurar su vida sin despe-
dazar antes el inmenso enjambre de hermanos que tienen
el mismo derecho a conservarla,..» 4
Con el mismo tino el doctor Viguera examina las teo-
rías de Harvey, Halle y los demás fisiólogos que ya he
comentado, y concluye el capítulo:
«Convenzámonos, pues, de una vez, que éste es un

4. Viguera, Baltasar, Fisiología de la mujer. Imprenta «Ortega


y Cía.» Madrid 1827, págs. 22, 23, 24, 25, 26, 27 y 28.

25
misterio inaccesible, y venerémosle como un prodigioso
arcano que la naturaleza ha reservado para sí.»
Hecho un repaso somero de la historia de la estupi-
dez y de la ignorancia del hombre, podemos sacar en con-
secuencia que el conocimiento del mecanismo reproductor
en los mamíferos es muy reciente, y que hasta este cono-
cimiento se tuvieron grandes dudas sobre las facultades
generadoras de la mujer. De lo que únicamente se estaba
seguro era de que para reproducirse era necesario, des-
pués de que un hombre se ayuntara con una mujer, con
placer siempre de él, que la mujer sostuviera en la ba-
rriga el feto durante nueve meses y lo expulsara vivo, me-
diante el mecanismo que llamamos parto. Y esta segunda
y tercera fase sí era la mujer la única que podía rea-
lizarla.

1. Qué es lo que reproduce la mujer

Tenemos ya el sujeto reproductor. El sujeto que fabri-


ca los nuevos seres humanos: la mujer, a partir de una
ínfima materia prima que le proporciona el hombre, con
más gusto que sacrificio. Falta saber qué es lo que fabrica
en su reproducción.
En la ideología oficial de la clase dominante de los
países occidentales industrializados, a la producción de
seres humanos se le llama maternidad. A esta tarea se la
adorna con toda clase de calificativos admirativos y se le
atribuyen la más variada serie de virtudes y cualidades,
hasta conseguir idiotizar a las mujeres de los hombres de
la clase dominante, y también, cómo no, a las de algunos
sectores de las clases inmediatamente sometidas a aqué-
llos, para que sigan fabricando niños, con gusto.
A las mujeres de razas de color, a las de los hombres
de las clases más desfavorecidas: obreros pobres, campe-
sinos, lumpen, a las de los países colonizados, no hace
falta convencerlas de nada. Son carne de reproducción y
cumplen su papel con puntualidad. A veces con dema-
sida abundancia, por lo que en algunos países se hace
preciso limitar su producción, a la que esas estúpidas
hembras no son capaces de ponerle tino. Pero este tema
ya lo veremos más adelante.
De lo que no debería caber duda, aunque desgraciada-
mente sigue en las tinieblas de la ignorancia, es de que la

26
«maternidad» no es lo mismo para la mujer del burgués
norteamericano, que debe fabricarle un muchacho rubio,
alto y sano para que cumpla el papel que le tiene reser-
vado su papá como ejecutivo de su empresa, y le preste
los servicios que su «status» social y económico le exigen;
que la de la negra de Biafra, que se reproduce incesante-
mente durante toda su vida fértil, a razón de una cría
cada nueve meses, hasta el agotamiento, y cuyos hijos,
cuando sobreviven, vagan descalzos, desnudos y a punto
de la muerte por desnutrición, por los salvajes parajes de
su país; o para las hindúes —que son muchas— o para
las pakistaníes, o las congoleñas o las venezolanas, o las
brasileñas y las chilenas indigentes. Porque la reproduc-
ción de la norteamericana, esposa del ejecutivo de la mul-
tinacional, es la fábrica de nuevos dirigentes hombres del
mundo capitalista, y por tanto «da a luz» un «nuevo ser»,
sintiendo «la maravilla de ser madre». Mientras que las
biafreñas, las congoleñas, las hindúes, las venezolanas, las
pakistaníes y las españolas —o italianas, o francesas, o
inglesas— pobres, sólo cuentan como hembras que con-
tribuirán a producir los cambios esperados —o maldeci-
dos— en la demografía del país, porque sólo reproducen
peones de la industria o del campo, y nuevas hembras re-
productoras. Y mientras haya bastantes y la producción
esté asegurada todo lo demás obsta.
Claro que mis queridos lectores de clase media euro-
pea o americana cristianos, al escandalizarse leyendo estas
páginas, me griLarán que «todas las mujeres» quieren te-
ner hijos, que «todas las mujeres» tienen derecho a «ser
madres», y que todas sienten el embarazo y el parto como
el cumplimiento «de la misión suprema y perfecta» de su
vida. Y la verdad es que muchas más mujeres de las que
fabrican hijos destinados a ser ejecutivos —la fabricación
de hembras no tiene más importancia que la de que son
nuevas productoras de más hijos— creen en «la misión
divina» de la maternidad, o las que no son creyentes en
«la delicia» de tener un hijo del hombre que se ama. Y
muchos más hombres que no son burgueses, siguen con-
vencidos de que su mujer «da a luz un hijo del amor de
ambos», y no un obrero más, un campesino más, un ofici-
nista más o una madre más.
La ideología dominante ha calado tan eficazmente en
varias clases y diversos sectores de estas clases, que mu-
chas mujeres, intelectuales, politizadas, feministas, me han

27
asegurado que hay que conseguir que «la maternidad sea
un derecho y no un deber», y muchas otras mas se
creen que lo han conseguido cuando, con toda inten-
ción, han fabricado uno o dos niños, programando incluso,
en la medida de sus conocimientos, su sexo. Al igual que
varios hombres, progresistas y hasta revolucionarios, que
al comentar con ellos este capítulo, se han mostrado en
desacuerdo, en razón de que ellos «quieren mucho a su
madre».
Pero en cuanto a la falaz consigna, hoy en boga, de los
grupos de «planning» familiar, respecto a que «la mater-
nidad es un derecho y no un deber», y a la más falaz in-
ducción de la Iglesia y del poder para aceptar «la pater-
nidad y la maternidad responsable», ya hablaré más ade-
lante. Primero es preciso analizar QUÉ se ha dicho que
es la maternidad, y QUÉ es en realidad. Es decir, conocer
que es lo qué reproduce en realidad la mujer, cómo se
realiza esta reproducción, y compararlo con las pomposas
declaraciones de los ideólogos, que más o menos todos co-
nocemos. Declaraciones que, después de dos siglos, han
calado tan profundamente en todos, que nos las hemos
creído. Porque ¿qué jovencita de clase media europea no
se siente arrebatada de gozo, de pudor, de rubor, de emo-
ción y de sentimentalismo, cuando se habla de la materni-
dad en términos generales, o conoce que tal o cual amiga
suya está «embarazada», o más directamente aún, cuando
se entera de que ella misma se encuentra «en estado de
buena esperanza», como decían los cursis burgueses del si-
glo pasado? ¿Quién de nosotros no se extasía ante un bebé
de pocos meses? ¿Quién es capaz, entre los círculos de
nuestros amigos, de mostrarse cruel con un niño de pocos
años? ¿Quién no ha leído los últimos descubrimientos de
la psicología, que nos habla de la necesidad de amar al
hijo, de dedicarse a él —sobre todo la madre— íntegra-
mente en los primeros años de su vida, para que no salga
un tarado psíquico? ¿Quién no desea hijos o nietos, inclui-
das las madres y las abuelas? ¿Quién se ha salvado del
bombardeo ideológico sobre la «bienaventuranza» de ser
madre, la «responsabilidad» de ser padre, y quién sería
capaz de negar semejantes virtudes a la «procreación»
como se dice, sinónimo de reproducción que se utiliza para
la del ser humano, por aquello de recrear, en cuanto a la
«Creación»?
Por ello, en los países industrializados, hasta en los

28
sectores realmente pobres de las clases desfavorecidas, ha
calado la ideología oficial —la misma en los países capi-
talistas que socialistas— y sus mujeres, a pesar de sus
partos incesantes, de sus hijos sin escuela, de sus varices,
de sus ovarios inflamados, de su matriz destrozada, de sus
pechos flácidos y colgantes, de sentir como una maldición
la fertilidad de su vientre, siguen aceptando la idea de
que fabricar un hijo es «un destino divino o natural»,
que nada tiene que ver con la reproducción de ovejas o
la fabricación de coches. Y se escandalizarían si oyesen
lo contrario.
Otros sectores más pobres todavía de esas clases, o las
razas sometidas, o casi todos los habitantes de los países
colonizados, no han tenido mucha noticia de esa «hermosa»
ideología, y por tanto ni la han aceptado ni desmentido,
y para ellos y para ellas, los hijos se producen gratis, casi
sin saber cómo, en muchas ocasiones cuando no se desean,
y sirven —sólo entienden que los hijos sirven, no que son,
ni qué significan, ni qué alma tienen, ni qué destino cum-
plen— para trabajar, para llevar dinero a la familia, para
cuidar a los ancianos, para explotarlos, para utilizarlos,
para venderlos o para matarlos. Y esta concepción de la
reproducción es la que se mantiene en mayor número de
países, entre la mayor cantidad de habitantes y la que ha
privado durante los tres millones de años que dicen que
hace que apareció el ser humano sobre este mismo mun-
do. Pero no lo sabe casi nadie.

2. Lo que nos cuentan sobre la maternidad

Resultaría farragoso e interminable reunir aquí todo lo


que «se dice» sobre la maternidad en nuestras latitudes.
La multitud de conceptos dispersos que forman parte de
nuestra cultura del siglo xx, difundidos por tradición oral,
asimilados en virtud de la larga costumbre, que «sabemos»
porque los hemos oído y vivido en el curso de los últimos
cincuenta años, son imposibles de resumir y sistematizar.
Es preciso, para realizar un somero retrato recurrir a
algunos testimonios escritos que resumen la idea de las
clases dominantes sobre el concepto de maternidad, y
que deben ser transmisores de esa cultura, para que las
mujeres, la última clase dominada, la víctima de esa cul-
tura, el sujeto pasivo y activo de este proceso de produc-

29
ción, y la protagonista del tema, los asuma, los interio-
riza, y de buen grado —en la medida de lo posible— siga
cumpliendo con su tarea.
Un librito francés titulado «L'Amour Maternel o la raíz
del corazón» de la escritora católica del Opus, Francois
Humblet,3 traducido ya al castellano en 1969, nos cuenta:
«Muy a menudo la mujer encuentra en la espera de su
hijo un sentimiento de plenitud, espiritual, pero también
físico. Algunas madres gozan durante estos nueve meses,
tan penosos para otra, de una salud magnífica. Las fa-
mosas molestias del embarazo les son desconocidas y los
pequeños males habituales, inseparables de toda vida hu-
mana, parecen como suspendidos, en espera. ¡Que mara-
villoso período para ellas, puesto que pueden concentrar
su energía y su espíritu en el prodigioso acontecimiento
que se avecina!
»Algunas madres dicen que no se sienten bien verda-
deramente hasta el nacimiento del tercero, del cuarto hijo.
Después de varios partos muy seguidos cierta mujer joven
decía: ¡Oh, si supieras qué bien me hacen!... Muchos gi-
necólogos aseguran que por otra parte que, de los em-
barazos de una mujer casada, a condición de que tenga
buena salud y viva en condiciones suficientemente buenas,
no deben seguirse más que efectos saludables para ella.
La mujer, declaraba en 1908 el profesor Pinard, no alcan-
za la plenitud de su fuerza y de su belleza hasta después
del tercer hijo.»
A las ventajas físicas de múltiples maternidades hay
que añadir las ventajas psíquicas: «¿Quién podrá jamás
definir las alegrías de una madre? Para una madre que
ha deseado, o al menos aceptado un hijo, que lo ha traído
al mundo y lo ha criado en condiciones normales, el encaje
de pequeñas alegrías, el libro de las horas, está hecho de
un tejido muy apretado y en el que cada hilo lleva su
nombre. Alegrías incomunicables, indescriptibles, incom-
partibles, luminosas, diminutas perlas únicas cada una y
sin precio. La mano minúscula que aprieta el dedo... La
primera mirada que mira... el primer diálogo con el bebé
saciado que intenta parlotear... el intento, el esbozo de
sonrisa... el primer mamá... la flor desmañadamente
arrancada y traída corriendo... la mirada de éxtasis del

5. Humblet, Fran?oise, El arte de ser madre. Ed. Mensídero.


Bilbao 1969, págs. 21, 22.

30
nene cuando su madre le acaba de curar una rozadura y
que le dice: «tu mamá, me lo haces todo»... el guijarro,
el palito envuelto y ofrecido como pequeños tesoros...
¿quién conocerá jamás ese relicario suntuoso que toda
madre guarda en el fondo de sí misma y en el que pen-
sará hasta su muerte?...»
No vale la pena insistir en la cita, que es la monótona
repetición de los mismos conceptos. Pero mis lectores más
progresistas me dirán que esta clase de lecturas son reac-
cionarias, pasadas de moda y condenadas de por sí al ol-
vido. No hay que impacientarse, en cuestión de materni-
dad hay para todos los gustos. Pero además mis opositores
¿pueden decirme cuántos millones de mujeres hacen de
esta clase de lecturas su guía durante toda la vida? No
hay más que repasar las revistas femeninas del mundo
occidental cristiano, que constituyen la única información
escrita de que tienen noticia millones de mujeres. En-
cubiertos en la información sobre la boda y la maternidad
de las princesas y las artistas de cine, en los cuentos de
amor y en los consejos prácticos para cuidar el hogar y
los niños, los mismos conceptos son destilados, sin de-
masiado disimulo, en todas las mujeres cristianas. Las
consignas de la Iglesia, de los gobiernos, del poder, ela-
boradas como ideología, se sirven diariamente a la po-
blación femenina que debe reproducirse.
Otros textos más cultos, libros de higiene y de medicina
para la mujer, divulgativos de conocimientos hasta ahora
ocultos a las mujeres, empiezan a tener gran éxito entre
todas aquellas que saben leer. La Editorial Noguer ha
publicado en 1972 un texto que ha constituido el libro de
cabecera de toda madre: «Serás madre», cuyo título ya
constituye toda una inducción, escrito por tres ginecólo-
gos italianos, Ferruccio Miraglia, Ezio Orlandini y Giu-
seppe Micheletti.
En la primera página se reproduce una cita de un tal
E. Schefer: «Sólo una cosa en el mundo es más hermosa
y mejor que la mujer: la madre.» Y así continúa. Pero
el libro, caro, muy bien encuadernado, no se limita a va-
rios consejos prácticos y algunas filosofías baratas. Cons-
tituye un tratado de ginecología y obstetricia divulgativas,
y la apología del método llamado «parto sin dolor». En sus
cuatrocientas páginas se publican tablas, grabados, dibu-
jos y fotografías de todo lo que una mujer debe saber,
desde la adolescencia a la ancianidad, en un lenguaje culto

31
y hasta científico, ya que el tratado pretende proporcio-
nar a la mujer:
«1) Un exacto conocimiento de aquellos fenómenos de
la procreación de los que ella es la gran protagonista, bo-
rrando de su mente los errores, los prejuicios, las supers-
ticiones que todavía hoy, a menudo, rodean la vida sexual
femenina y la maternidad.
»2) Una educación materna, es decir, una sana orien-
tación psicológica y espiritual con respecto al embarazo
al parto y al nuevo ser...
»3) Una apropiada preparación física, o mejor aún psi-
cofísica, para ejecutar el parto...».
La ideología se descubre en la página 37 en que empieza
el tratado:
«Un conocimento, lo más exacto posible, de la natura-
leza de la mujer, es necesario para desentrañar el secre-
to de la feminidad, cuyas manifestaciones, hasta no hace
mucho tiempo envueltas en el misterio, hoy se han con-
vertido en nociones precisas gracias a un prolongado y te-
naz trabajo de investigación científica. Téngase en cuenta
que la esencia de la mujer, su milagro biológico, según los
designios y las perennes necesidades de la naturaleza, en-
cierran el destino de la humanidad: se comprenderá, en-
tonces, la verdadera diferencia sustancial entre los pape-
les de ambos sexos...
»Todo ser humano, oscuramente, siente estas cosas, el
hecho de conocer sus detalles más a fondo, en toda su
sencilla y, al mismo tiempo compleja finalidad, aumenta-
rá en el varón el respeto hacia su compañera, y, en la
mujer, la conciencia de su maravillosa misión.»
La maravillosa misión de la mujer debe realizarse, por
supuesto, a raíz de un válido, legal y religioso matrimonio
que «según las leyes morales y civiles, la institución del
matrimonio se propone como finalidades principales, la
procreación de la especie y el sosiego de los sentidos».
Por lo que, comprendido esto:
«En general se observa que, respecto al problema de
procreación casi nunca existe un desacuerdo entre los cón-
yuges... Y no se olvide que los hijos constituyen el au-
téntico elemento de conexión natural y psicológico, del
matrimonio y de la familia, elemento profundamente en-
raizado en la naturaleza humana.» 6

6. Miraglia, F.; Orlandíni, E.; Micheletti, G., Serás madre, la

32
Para conocer el criterio de los médicos italianos sobre
la maravillosa misión de la mujer, y de la editorial que ha
publicado el libro, resulta suficiente la anterior cita. Ya
tendré ocasión de volver a él en cuanto a los conocimien-
tos médicos de que nos provee.
Otro texto, recién reeditado, en 1977, por la Editorial
Aguilar de Madrid, con la misma intención que «Serás
madre», en la colección psicología y educación, por el mé-
dico francés Laurence Pernoud, titulado «Espero un hijo»,
les explica a las mujeres:
«Una vez que existe la seguridad de estar esperando un
hijo surgen mil proyectos: se piensa en la canastilla, en
la habitación, en la cuna y en un sinfín de cosas más. El
corazón de la madre se llena de ternura cuando se ima-
gina a su hijo entre los brazos...» 7
Y más adelante:
«Esperar un hijo es, moralmente, un acontecimiento
excepcional; físicamente, por el contrario, es un aconteci-
miento normal. El organismo, como una máquina mara-
villosamente regulada, se adapta, cada mes, a su nuevo es-
tado, modificaciones según las necesidades de madre e
hijo...» 8
Como se ve la calidad de «maravilloso» es aplicada
por todos los teóricos de la maternidad, incluidos los cien-
tíficos y los médicos. ¿Qué va a creer entonces la mujer,
que sólo siente, sin conocer, las transformaciones y las pe-
sadumbres de su cuerpo, sin entenderlas, sin desearlas, sin
ayuda para sufrirlas? Por lo menos gratificarse con la idea
de que lo que está haciendo «es maravilloso». Eso las que,
con tres o cuatro hijos en toda su vida, nacidos con la
ayuda de un médico, en un servicio hospitalario, pueden
creerlo. Que son las menos.
Veamos ahora qué dicen dos feministas ilustres. La ya
clásica, Simone de Beauvoir, y Adrienne Rich, que ha
dedicado varios años a escribir una completa obra sobre
la maternidad, publicada en Norteamérica en 1976, y tra-
ducida hoy al castellano con el título de Nacida de mujer.
Simone comienza su capítulo «La madre», diciendo:
«En la maternidad la mujer realiza integralmente su des-

mujer desde la adolescencia a la maternidad. Ed. Noguer. Barcelo-


na 1972, págs. 3, 11, 12, 37, 56 y 72.
7. Pág. 17.
8. Págs. 17, 18.

33
2
tino fisiológico, esa es su vocación "natural", puesto que
todo su organismo se halla orientado hacia la perpetua-
ción de la especie.» 9 Y continua —mal principio—, un
largo capítulo donde el relato de las experiencias particu-
lares de diversas mujeres famosas por sus cualidades di-
ferentes a la de madre, y las ambivalentes consideracio-
nes de la autora sobre la maternidad en el examen, casi
exhaustivo, de sus ventajas y de sus virtudes y de sus in-
convenientes y de sus tragedias, apenas deja entrever la
tesis de la autora. Un solo párrafo puede entenderse como
tal:
«El birth-control y el aborto legal permitirán a la mu-
jer asumir libremente sus maternidades. La fecundidad
femenina es decidida en parte por una voluntad delibera-
da, y en parte por el azar. En tanto la inseminación arti-
ficial no se convierta en una práctica corriente, puede
suceder que la mujer aspire a la maternidad sin obtenerla,
sea porque no tiene comercio con hombres, o que su
marido es estéril, o porque está mal constituida. Muchas
veces, en cambio, se ve obligada a engendrar contra su
voluntad. El embarazo y la maternidad serán vividos de
manera muy distinta según se desenvuelvan en la relación,
la resignación, la satisfacción o el entusiasmo...» I0 He aquí
el triunfo del eclecticismo. Simone, como las feministas
actuales, cree que la maternidad es una cuestión de elec-
ción. Y los niños que falten después, los traerá Dios.
Veamos ahora qué dice una autoridad en la materia.
Adrianne Rich comienza su l i b r o n con la exposición de
motivos:
«En este libro me propongo distinguir entre dos signi-
ficados superpuestos de maternidad: la relación potencial
de cualquier mujer con los poderes de reproducción y
con los hijos, y la institución, cuyo objetivo es asegurar
que éste potencial —y todas las mujeres— permanezcan
bajo el control masculino. Esta institución ha sido la
clave de muchos y diferentes sistemas sociales y políticos.
Ha impedido a la mitad de la especie humana tomar de-
cisiones que afectan a sus vidas, exime a los hombres
de la paternidad en un sentido auténtico, crea el peligro-

9. Beauvoir, Simone, El segundo sexo. Ed. Leviatán. Buenos


Aires 1958, 2." tomo, pág. 275.
10. Beauvoir, S. Ob. cit., pág. 285.
11. Rich, Adrienne, Nacida de mujer. Ed. Noguer. Barcelona
1978, págs. 13 y 14.

34
so cisma entre vida privada y pública, frena las elecciones
humanas y sus potencialidades. En la contradicción más
fundamental y asombrosa, por causa de esta institución
las mujeres nos hemos privado de nuestros cuerpos y
quedamos encarceladas en ellos... A juzgar por lo que sa-
bemos de la "corriente principal" de la historia registrada,
la maternidad como institución ha degradado y ha con-
finado al ghetto las aptitudes de la mujer.» Pero cuando
este principio auguraba un prometedor desarrollo, estu-
dio y análisis de las verdaderas causas de lo que ella llama
«institución de la maternidad», y quién sabe si alternati-
vas válidas, el párrafo siguiente nos desengaña: «Éste no
se propone atacar la familia o la maternidad, excepto
aquella maternidad definida y restringida bajo el patriar-
cado.» Ya tenemos las reformas, las benditas reformas que
limando los inconvenientes, rebajando el porcentaje de
desdicha, aumentando las ventajas, van a pulir y abri-
llantar la misma institución que se encontraba ya polvo-
rienta y deslucida.
A través de un ensayo de casi trescientas páginas,
Adrianne Rich nos conduce por las vicisitudes psicológi-
cas, físicas, médicas, familiares, de la madre. Tampoco
todas, y no exactas. Pero la pregunta necesaria, la cues-
tión sin resolver, ¿qué significa, para qué sirve esa ma-
ternidad definida y restringida bajo el patriarcado?, se
debate entre sinuosos meandros intelectuales, dudando
definirse por el disgusto o la aceptación. Para concluir:
«La organización física que durante generaciones de
mujeres ha significado una maternidad obligada y no ele-
gida, constituye todavía una fuente femenina apenas toca-
da o comprendida. Hemos intentado convertirnos en nues-
tros cuerpos —ciega y esclavizadamente, obedeciendo las
teorías masculinas— o existir a pesar de ellos... Muchas
mujeres creen que todo lo físico es una negación de la
mente. Hemos sido vistas como la Tierra o el sistema
solar, poco importa si ahora queremos convertirnos en la
Cultura: puro espíritu, mente. Sin embargo, esa misma
cultura y sus instituciones políticas son las que nos han
separado. Y por lo mismo se ha separado de la vida, son
una cultura muerta, cuantitativa y abstracta, tanto con
la voluntad de poder que ha llegado a constituir la des-
trucción más refinada de este siglo. Esta cultura y esta
política de abstracciones es lo que las mujeres desean

35
cambiar, devolviéndolas a unos planteamientos más hu-
manos.
»La recuperación de nuestros cuerpos por las mujeres
posibilitará cambios más esenciales en la sociedad huma-
na que la toma de los medios de producción por los obre-
ros. El cuerpo de la mujer ha sido máquina y territorio,
desierto virgen para explotar y cadena de montaje que
produce vida. Necesitamos imaginar un mundo en el cual
cada mujer sea el genio que presida su propio cuerpo.
En un mundo semejante, las mujeres crearán de verdad
la nueva vida, dando a luz no sólo niños según nuestra
elección, sino visiones y pensamientos imprescindibles para
apoyar, consolar y transformar la existencia humana: en
suma, una nueva relación con el universo.» 12
En suma, la elección individual que hará de la mater-
nidad un derecho y no un deber. El último invento de las
nuevas feministas. La reproducción concedida como un
capricho a unas cuantas mujeres, cultas, feministas, ins-
truidas, sagaces, sensibles, que harán de su maternidad
«una maravillosa experiencia». En apoyo de esta teoría
Adrianne Rich dedica un capítulo de su libro a explicar
como deberían ser las futuras técnicas del embarazo y
del parto, en una nueva y «maravillosa» fraternidad de
todas las mujeres que desearan vivir esa experiencia. Capí-
tulo que merece un comentario aparte.
Como hemos visto, todos, todos los teóricos, anterio-
res y actuales, reaccionarios y progresistas, patriarcales
o feministas, consideran la maternidad un asunto privado
de las mujeres, que, según la teoría progresista, hasta
ahora no han tenido la oportunidad de elegir sabiamente
cuántos hijos, cuándo y cómo deseaban, para convertirse
en madres. Y se lo creen.

12. Rich, A. Ob. cit., págs. 278, 279.

36
CAPÍTULO II

BREVE HISTORIA DE LA REPRODUCCIÓN

1. Lo que ha sido hasta ahora el negocio


privado de ser madre

Hace algún tiempo, no demasiado, no se pretendía


explicar con bellas frases ni razonamientos convincentes
la necesidad de que la mujer se reprodujera. Más sin-
ceros, menos hipócritas, los filósofos, los políticos y los
religiosos, se limitaban a afirmar una verdad indiscu-
tible, que se hallaba a la vista de todo el mundo. La
mujer es la única que se reproduce. Como es bueno y
necesario que la sociedad humana continúe, para que los
hombres puedan seguir gobernándola, es necesario, por
tanto, que las mujeres sigan pariendo. Sin embargo, llegó
un día en que hizo falta una bella teoría que hablara de
la «excelsa misión de la maternidad» y de la «maravillosa
experiencia» de ser madre. Pero eso fue mucho después.
Antes, desde el principio de los siglos hasta nuestros
inmediatos días, las cosas estaban mucho más claras. El
mandato bíblico «Creced y multiplicaos» se cumplía lo
mejor que se podía, y para que las mujeres ni siquiera
pretendieran pensar que quizá hubiesen podido pedir al-
guna garantía o comodidad en el trabajo de reproducirse,
la orden divina era tajante: «Parirás con dolor», y se
acabó. ¿A ver quien era la valiente que se atrevía a opo-
nerse?
Todavía un «fetwa» del Azhar Egipti, el 11 de junio
de 1952 decía que «la misión para la que ha sido creada
la mujer, es la creación de un ser». No hay engaños. En
todo caso quién pudiera salvarse que lo hiciera. Eso sí
era un asunto individual, que, de todos modos, no dejaba

37
de estar mal visto. Solamente por la entrada en religión,
dedicándose al estado de castidad, podía una mujer esca-
parse de la obligación, la santa obligación de reproducirse,
que desde el Antiguo Testamento estaba muy clara, puesto
que la ley hebraica consideraba como criminal a todo
hebreo, que a la edad de veinte años no estuviese casado.
De la misma manera, los antiguos cristianos, para autori-
zar con los hechos la preferencia que daban al matrimo-
nio, excluían legalmente de todo cargo municipal y de
magistratura a los célibes. Las leyes primitivas de los
espartanos, y las que dictó después Licurgo, excluían a
los solteros de todos los empleos militares y civiles.
Las leyes más concretas y determinantes respecto a la
población, fueron dictadas por Augusto. Las vastas exten-
siones del Imperio tenía que ser repobladas, los ejércitos
romanos nunca eran suficientes, la agricultura precisaba
continuamente de nuevos brazos para alimentar al cada
vez creciente número de soldados, de burócratas y de go-
bernantes. La industria, las minas, la navegación y el co-
mercio requerían más y más hombres. Por tanto, el sagaz
emperador dictó las normas que protegían el matrimonio,
reprimían el adulterio y dificultaban los divorcios, limitó
el derecho de sucesión para los solteros y casados sin
hijos, y con la institución del «ius trium liberorum» con-
firió un estatuto especial a los «pater familias» que tenían
como mínimo tres hijos, proporcionándoles diversas ven-
tajas en materia de sucesión y de impuestos.
Viguera nos cuenta que «a los treinta y cuatro años de
la promulgación de esta ley, los caballeros romanos le
pidieron su revocación. Para contestarles, mandó reunirse
en dos columnas, la una de casados y la otra de solteros.
Éstos se llenaron de rubor y de confusión al ver que su
número excedía mucho al de los otros. Augusto entonces,
con la majestad y gravedad de los antiguos censores, les
hizo la siguiente reconvención.
«Mientras que las enfermedades y las guerras nos arre-
batan a tantos ciudadanos, vosotros descuidáis de lo que
debéis a vuestra patria. ¿Qué llegará a ser de nuestra po-
blación si no se contraen matrimonios? La ciudad no con-
siste en casas, pórticos, torres y plazas, sólo los hom-
bres la forman. Vos no veréis como en las fábulas, brotar
hombres del centro de la tierra para cuidar de vuestros
negocios... Vos sois también malos ciudadanos, ya que
vuestro ejemplo sea contagioso, o ya que nadie le siga.

38
Mi único objeto es el esplendor de la república. He agra-
vado las penas de los que no han obedecido, e igualmen-
te he prodigado las recompensas de tal manera, que jamás
la virtud ha estado mejor premiada...» 1
El mismo sentido práctico indujo a Platón a decir que
no se permitiera casamiento alguno sin examinar primero
jurídicamente la aptitud de los aspirantes. «Es un homi-
cidio, decía, solicitar placeres estériles, como sucede cuan-
do en las mujeres se han marchitado ya las facultades
sexuales. El único objeto es dar ciudadanos a la patria.»
Porque los filósofos y los gobernantes griegos y roma-
nos sabían que la mujer reproduce la fuerza de trabajo.
Lo que, entre otras, Simone de Beauvoir y Adrianne Rich
ignoran.
Unos cuantos siglos después los gobernantes medieva-
les también lo habían olvidado. Para estudiar la demo-
grafía medieval no hay datos que puedan guiar cierta-
mente el conocimiento. Faltos de censos, de estadísticas,
de registros de nacimientos y de defunciones, la historia
de la población de la Edad Media europea, ha de basarse
en relatos parciales, de los que, sin cifras, se deduzca los
movimientos de población.
Jordi Nadal, 2 sólo le dedica a ese espacio de tiempo en
España un breve párrafo: «Antes de 1700 la tendencia
mayor es el estancamiento demográfico... Desde 1348, es-
tallido de la peste negra, hasta 1720 peste de Marsella, las
epidemias de peste bubónica (letalidad 75 por ciento) o
de peste pulmonar (letalidad 100 por 100), con otros fac-
tores de menor cuantía, diezman periódicamente los exce-
dentes normales de los nacimientos sobre las defunciones.
La población crece a corto plazo, para estancarse, y qui-
zá reducirse a corto plazo. La Baja Edad Media y la Alta
Edad Moderna forman, a causa sobre todo de las epide-
mias pestíferas, una de las peores etapas del desarrollo
humano europeo.»
Roland Pressat 3 nos cuenta respecto al poblamiento
del mundo que «el verdadero despegue demográfico de la
población mundial se sitúa en los tiempos modernos.
Tras casi una duplicación entre el nacimiento de Cristo
1. Viguera, B., Ob. cit., pág. 14.
2. Nadal, Jordi, La población española del siglo XVI al XX.
Ed. Ariel. Barcelona 1978, pág. 9.
3. Pressat, Roland, Introducción a la demografía. Ed. Ariel.
Barna. 1977, págs. 21, 22, 23.

39
y 1650, se produce otra entre 1650 y principios del xix,
en época reciente hay todavía otra duplicación en sólo
60 años, entre 1900 y 1960.
»De este modo la historia demográfica del planeta, muy
confusa en sus primeros momentos y caracterizada por
grandes oscilaciones, se muestra a la larga como la histo-
ria de un crecimiento cada vez más rápido...
»Las características de la expansión demográfica de
nuestro planeta no se pueden explicar solamente por la
evolución de los medios de subsistencia, 4 sin duda éstos
fijan un tope que la población no puede rebasar durante
mucho tiempo, pues el hambre interviene entonces como
mecanismo regulador (el estado de autarquía en el que
vivían algunos grupos humanos, que por lo demás eran
muy reducidos, aumentó el número y la dureza de esas
crisis de subsistencia).
»Pero también hay otros dos factores que ayudan a li-
mitar el crecimiento de la población: los desórdenes so-
ciales y las epidemias. La guerra, bajo sus diferentes for-
mas, fue el modo más característico de perturbación del
precario orden social existente en aquellos lejanos tiem-
pos y sus formas eran muy variadas: baste con recordar
las invasiones de Gengis Khan, las de las tribus germá-
nicas, y en época más reciente, la guerra de los Treinta
Años.
»Las epidemias son las que ocasionaron mayor número
de pérdidas humanas, especialmente las ocasionadas por
la peste bajo su forma más mortífera, la peste bubónica.
Se sabe de una gran epidemia de este tipo ocurrida a me-
diados del siglo vi en la cuenca del Mediterráneo, pero la
más conocida es la peste negra que circuló por toda Euro-
pa, de 1347 a 1352, llevándose consigo de un tercio a la
mitad de las poblaciones afectadas.
»La distinción que hemos establecido entre estos tres
tipos de supermortalidad no ha de hacernos olvidar las
estrechas relaciones que podían mantener entre sí. La

4. Ya he estudiado en el tomo I: La mujer como clase social,


cómo la alimentación no es determinante de la reproducción, sino
al revés. Resulta falso, por tanto, también, el análisis de Pressat
respecto al hambre como reguladora de la demografía. Los alimen-
tos que pueden obtener las pequeñas comunidades domésticas, ex-
ceden en mucho a sus necesidades. Para amplia información del
tema ver tomo I, parte II, capítulo V, Trabajo excedente: repro-
ducción.

40
guerra no sólo mataba por las pérdidas directas en vidas
humanas que ocasionaba, sino también por la desolación
en que sumía a las regiones invadidas. Nunca se podrán
determinar los respectivos papeles desempeñados por la
desorganización social y la importación de enfermedades
epidémicas en la inexorable despoblación de América La-
tina, a raíz de la conquista europea.»
Para compensar este cúmulo de catástrofes, y seguir
manteniendo el mínimo ritmo vital de la humanidad, la
mujer debía reproducirse incesantemente. Reducir la mor-
talidad no era posible todavía por la falta de conocimien-
tos médicos, amén de que el cuidado de los ancianos,
cuando la ciencia permita a los hombres llegar a la an-
cianidad, y de los enfermos, recaerá también sobre la
mujer.
Mientras tanto, en la Alta Edad Media ningún método
anticonceptivo era conocido, a pesar de que en la Edad
Antigua se practicaran numerosos, actuación que se halla-
ba de acuerdo con el nivel de conocimiento científico de
la época y la política religiosa de inducción a la reproduc-
ción.5 Por tanto la tasa de natalidad era la del «creci-
miento natural», sin que dispongamos de datos para saber
en qué medida se situaba dicha tasa. Pressat calcula que
en la Europa Occidental antigua, por ejemplo en Francia,
la descendencia de las mujeres casadas a los veinte años
se establecía por lo general en torno a una media de unos
seis nacimientos, mientras que en otras poblaciones y en
otras épocas la media era de unos 8 a 10 nacimientos.
La condesa de Campo Alange cuenta 6 que doce, quince
y hasta veinte y veintitrés partos por mujer casada fe-
cunda, eran normales en España a mediados del siglo xix.
Y pensando en las terribles mortandades sufridas por
Europa a lo largo de diez siglos, no resulta comprometido
afirmar que esas mismas cifras de natalidad se mantuvie-
ron durante toda la Edad Media y Moderna. Y aun así, los
veinte millones de habitantes que poseía España durante
el dominio de Roma, se habían convertido en dieciséis a
finales del siglo xiv, de catorce a quince en la época de los
Reyes Católicos, diez en 1688, ocho en 1700 y seis en 1715,
año que constituye la cota más baja demográfica del país.

5. Himes, Norman. Para ampliar el tema ver Medical History of


Contracepción.
6. Campo Alange, La mujer en España. Cien años de su historia,

41
A este espectacular descenso de la población que llevaba
consigo la más grande miseria del país, habían contribui-
do, además de las epidemias, de las guerras de los Aus-
trías, de la expulsión de los moriscos y de los judíos, la
emigración masiva a América y las hambres periódicas.
«Bajo un estado social que no varía su esencia, y en
medio de los obstáculos naturales de toda suerte que
obran de manera uniforme, la población no aumenta, ni
puede aumentar de una manera indefinida: sus oscilacio-
nes no guardan relación sino con el clima y con la canti-
dad esencialmente variable de las subsistencias.» Esta
afirmación es de Pedro Felipe Monlau 7 a la que Jordi Nadal
comenta: «El antiguo régimen económico vinculaba, en
alto grado, el desenvolvimiento de la población a las fluc-
tuaciones de las cosechas. La dieta se basaba en los cerea-
les panificables, mientras la extremada deficiencia de los
transportes reducía la mayor parte de los territorios a sus
exclusivos recursos. Así, en los años críticos, la falta de
grano alzaba el precio del alimento a unas cotas tan eleva-
das, que significaban su privación para la masa de los
consumidores. Entonces, a poco que la situación se pro-
longase, se desataba el círculo infernal: carestía, déficit
alimenticio, hambre y epidemia se conjugaban para pro-
ducir una mortalidad de dimensiones extraordinarias.» 8
La mortalidad por peste en España, entre 1348 y 1720,
es otra de las causas fundamentales de la baja constante
de la demografía que he constatado. La mayor virulencia
la adquirió en los siglos xiv y xvn. En Barcelona se exten-
dió la epidemia de 1589-1590, y sufrió igual número de
bajas que en la suma de todos los años anteriores, des-
de 1520. No solamente en Barcelona se cebó la epidemia.
Prolongándose hasta 1592, su ámbito abarcó, por lo me-
nos, desde Tarragona, donde hubo 428 víctimas entre
4.118 habitantes, hasta el Rosellón. En Castilla la epidemia
se produjo de 1597 a 1602, y se extendió desde el Cantá-
brico hasta Andalucía, produciendo medio millón de muer-
tos. 9
Después de 1600, la despoblación de España empieza
a registrarse en cifras, tanto humanas como pecuniarias.

7. Monlau, Pedro Felipe, Elementos de Higiene Pública. Ma-


drid 1847.
8. Ob. cit., pág. 23.
9. Nadal, J., Ob. cit., pág. 37.

42
De 1601 a 1610 el salario de un trabajador da un salto es-
pectacular. «Para adelante no se puede esperar sino mu-
cha carestía en todas las cosas que requieren la industria
y el trabajo de los hombres... por falta de gente que acu-
da a la labor y a todo género de manufactura necesaria al
reino.» 10
J. Elliot afirma una pérdida del 15 por 100 de la pobla-
ción de Castilla lo que supondría un número de víctimas
próximo al millón.
De 1647 a 1652 la peste entró por Valencia, extendiéndo-
se al sur e inmediatamente hacia el norte. En 1682 saltó
de Barcelona a Mallorca y de allí pasó a Cerdeña y Ñapó-
les, que la sufrió hasta 1659. En 1629 hasta 1631, Italia
ya había sufrido otra terrible epidemia: «la peste mila-
nesa» descrita por Manzoni en su obra Los novios, que
se extendió hasta el Rosellón, causando 3.973 víctimas en
Perpignan y 650 en el resto del Condado. Las víctimas es-
pañolas se cuentan por decenas de miles. En Valencia has-
ta abril de 1648 murieron 16.789 personas, y en Córdoba
en 1649 a 1650, 13.780.
Como explica Nadal, buscando en las actas parroquia-
les, la contramedida de los estragos de la peste, las curvas
de nacimientos cumplen su cometido. Las parroquias de
Barcelona, Gerona, Lérida y Tarragona manifiestan el te-
rrible impacto de la enfermedad. En cada una de ellas la
cifra de bautizados alcanzan sus mínimos alrededor del
año 1650, y no recupera su cota normal hasta muy finales
de siglo. Esto significa, ni más ni menos, que la peste de
1650-1652 retrasó por espacio de medio siglo la evolución
demográfica del Principado. «A la vista de tales datos y
de otros muchos considero que no es demasiado aventu-
rado estimar las pérdidas en una quinta parte de todos
los pobladores», afirma Nadal.11
La tercera etapa de castigo epidémico en Castilla se
extendió en los años 1676 hasta 1685, agravándose la situa-
ción de los habitantes con las malas cosechas de 1682 y
1683 que volvieron a provocar el contagio. En Cataluña
en 1684 y 1687 las plagas de saltamontes, las malas cose-
chas, y la imposibilidad de recurrir a importaciones de
Francia, que se encontraba en análoga situación, desenca-
denaron el hambre y la mortalidad extraordinaria. 12
10. Id., pág. 40.
11. Id-, págs. 40, 41 y 46.
12. Id., pág. 47.

43
A la alta tasa de mortalidad provocada por la peste,
que igualmente asoló Francia e Italia, España hubo de
contar para reducir todavía más su demografía, con la
expulsión de los moriscos, y las persecuciones de que
fueron víctimas los que permanecieron en la península.
Se estima en 55.000 ó 60.000 el número de moriscos muer-
tos o huidos de España en el curso de la represión y la
guerra motivada por la revuelta de las Alpujarras, de 1568
a 1571. En cifras totales, el antiguo reino de Granada de-
bía contar con 275.000 personas al estallar la revuelta en
1568, de los que quedaban únicamente 190.000 en 1587.
Y a este déficit humano hay que añadirle la segunda ex-
pulsión de todos los moriscos españoles, decretada en
1609, que consiguió la partida del 12,6 por 100 de todos
los pobladores aragoneses y el 1,3 de los castellanos. En el
reino de Aragón el territorio más perjudicado fue el del
reino de Valencia, donde las pérdidas se elevaron a más
de la cuarta parte del potencial humano. 13
A estas pérdidas humanas hay que añadir la sangría
abierta de la emigración a América, que comenzó inmedia-
tamente después del descubrimiento, y que Nadal cifra
en cuatro o cinco mil emigrantes cada año. Las cifras
varían, según los historiadores. Carande cuenta 21.365 du-
rante el período de 1509 a 1559, mientras que Céspedes
los evalúa en 15.480. La falta de datos, que seguirá siendo,
durante dos siglos más, una de las grandes dificultades
para el historiador español, hace imposible señalar exac-
tamente la cantidad de gente que emigró al Nuevo Mundo,
pero Nadal reproduce algunos de los comentarios de la
época que dan idea de lo que supuso en pérdidas humanas.
«En las Cortes de 1597, Martín de Porras pidió que se su-
plicara al monarca «se sirva de mandar tener la mano en
la saca que de gente se hace destos Reynos para fuera
dellos, atento que de ninguna cosa están tan pobres como
de gente... pues no se pueden poblar aquellos Reynos sín
despoblar este».14 Una consulta de 1607 trata de la mucha
gente que se iba sin permiso «a pesar de haberse recar-
gado en 1604 las penas a los maestres de navio que los
llevasen».15 En 1623, Juan Álvarez Serrano, catedrático de
la Universidad de Sevilla, denuncia a las Cortes el «no-

13. Id., pág. 48.


14. Id., pág. 60.
15. Id., pág. 62.

44
torio daño de que pase tanta gente a las Indias sin licen-
cia, conque aquellos Reynos se destruyen y el de España
se menoscaba, y a los duques, condes y marqueses se les
despueblan sus estados y disminuyen sus rentas...» 1 6
Pues bien, para compensar el déficit de población pro-
vocado por las catástrofes «naturales» y la defección hu-
mana, las mujeres debían reproducirse al máximo ritmo
posible, en medio de las terribles dificultades que tal tra-
bajo suponía en aquella época. No hay que olvidar que
la peste no perdonaba a las mujeres, que entre los cientos
de miles de moriscos expulsados, casi la mitad eran
mujeres, que en 1604, una real cédula protestaba del em-
barque en Sevilla de más de 600 mujeres, «no habiendo
yo dado licencia a 50»,17 lo que indica que las mujeres
también emigraron al Nuevo Mundo, y que el hambre
provocada por los rigores de las plagas de langosta y de
las malas cosechas, hacía la misma mella en ellas que en
sus compatriotas varones, si no más, si tenemos en cuen-
ta lo que significa llevar adelante un embarazo con escasa
nutrición, que debe desembocar en el derroche de fuerzas
de un parto. El caso es que, puesto que en 1970 se estimaba
la población mundial en 3.010 millones de habitantes, de
los que 640 corresponden a Europa, no cabe duda de que
las mujeres del principio de la Edad Moderna cumplieron
con su deber. Y así fue posible que un siglo más tarde
existiesen hombres que inventasen el telar mecánico y la
máquina de vapor, y comenzara la Era del maquinismo
que trajo el industrialismo y el Capitalismo. Para lo
que seguía siendo preciso que las mujeres fabricaran más
y más hombres y mujeres que hicieran grande y próspero
el mundo gobernado por los hombres. Veremos como
lo consiguieron.

2. La presión religiosa para el aumento de población

Era preciso, sin discusión, que los teóricos volvieran


a establecer los principios básicos de la reproducción
a fin de conseguir la repoblación del país. Y las víctimas
de la nueva política habrían de ser, como no, las mujeres.
Concluida ya la epidemia de exaltación de la castidad, que

16. Id., pág. 62.


17. Id., pág. 62.
45
azotó a Europa en los primeros siglos del cristianismo,
por la propaganda de Tertuliano, de Orígenes y de San Je-
rónimo, era preciso acabar con la mística del celibato. No
era posible seguir acunando los delirios de los Padres de
la Iglesia anteriores, obsesos de la sexualidad. Ya hemos
visto como las pestes, la desnutrición, las enfermedades sin
cura, las guerras, las Cruzadas por fin, habían dejado des-
poblado el mundo moderno, que heredaba del medievo la
misma miseria física.
¿Cómo pretender en tales condiciones que las muje-
res se guardasen castas para su matrimonio con Dios?,
¿y a quién se le hubiera podido ocurrir que la materni-
dad fuese cuestión privada de las mujeres? Por otro lado
tampoco era tan difícil conciliar reproducción con casti-
dad femenina. Para eso el cristianismo tenía ante sus ojos
un símbolo que reunía el compendio de todas estas con-
diciones: la Virgen, madre de Jesús, esposa casta y madre
fecunda.
Es el momento en que Santo Tomás de Aquino debe
sentar cátedra afirmando como principio que la conser-
vación de la especie es más obligatoria que la del indivi-
duo. Y en razón de ello la polémica sobre el matrimonio
de los sacerdotes se mantendrá hasta hoy, y permitirá
que diversas sectas católicas; ortodoxos griegos y rusos, y
las protestantes, acepten el matrimonio de sus pastores.
Fray Luis López y el padre Tomás Sánchez, afirma Vi-
guera «remontan este sentir hasta el extremo de asegu-
rar, que a falta de seglares libres tienen obligación de
casarse los sacerdotes, no obstante el voto de castidad
que los tiene ligados...» i8 y este autor continúa en el relato
de las excelencias del matrimonio:
«Éste era sin duda también el sentir de S. Pedro, de
S. Clemente Alejandrino, Maestro de Orígenes, de S. Gre-
gorio de Nicea, de S. Hilario, etc. Prefirieron, pues el ma-
trimonio, porque creyeron recibir más gracia del cielo
por este Sacramento que por la continencia.» En el siglo
de Viguera es más conveniente recordar que «el mismo
San Pablo tampoco sería de diferente opinión cuando
aconsejaba, que en las vacantes de obispos se prefiriesen
los casados que tuviesen hijos bien educados», que las
diatribas del apóstol de los Gentiles contra la concupis-
cencia.

18. 06. cit., pág. 12.

46
En el siglo x n había que recuperar rápidamente la
tradición de los viejos cultos de la fecundidad, que ha-
bían hecho del mundo antiguo cuna de civilizaciones y
progreso. Todas las lacras que hundieron el mundo euro-
peo, durante diez siglos: el desorden, la miseria y la igno-
rancia del medievo, constituyeron la inevitable consecuen-
cia de la baja demografía. Las grandes ciudades, otrora
prósperas, como recuerda el poeta Fray Luis de León
ante los campos de Itálica, nuestra moderna Sevilla,
que los griegos y los romanos convirtieron en centros
urbanos de cientos de miles de habitantes, rodeados de
multitud de industrias, ricos en variada producción, fe-
cundos campos regados por los más ingeniosos siste-
mas, centros de cultura, de ciencia, capitales de don-
de partían los ejércitos imperiales a la conquista de nue-
vas tierras, de nuevas riquezas, de nuevos pueblos que
repoblar y acrecentar, como París o Genova, o Tarrago-
na o Zaragoza, se habían convertido, tres siglos después,
en míseros poblados de siervos, agrupados con el temor
en el alma, alrededor de los siniestros e incómodos cas-
tillos señoriales. ¿Cómo resolver tan triste situación? Era
preciso que se aumentase la población rápidamente, a pe-
sar de las condiciones adversas: falta de conocimientos
higiénicos y sanitarios, absoluta ausencia de medicina,
mala nutrición, miseria, suciedad, superstición. Contra
tales obstáculos, sin embargo, las mujeres cumplieron su
tarea. Cómo lo consiguieron lo veremos en el próximo
capítulo.
La necesidad de aumentar el ritmo de reproducción
se hacía visible, y si antes más parecía asunto privado de
las familias —las mujeres se limitaban a recibir el se-
men pasivamente y si sus ovarios funcionaban bien se
desdoblaban en otra criatura cada nueve meses—, a prin-
cipios del siglo xix era preciso ya adoptar una política
social de apoyo e impulso a la maternidad. Y ¿por qué no?

3. Del desorden demográfico a los primeros


teóricos del control de natalidad

«A finales del siglo xvn la vida de un padre de familia


media casado, por primera vez, a los 27 años, podía resu-
mirse del siguiente modo: nacido en el seno de una fami-
lia de 5 hijos, sólo la mitad llegó a los 15 años, él mismo

47
tuvo 5 hijos de los cuales sólo 2 ó 3 vivían a la hora de
su muerte.
»Este hombre, que vivió una media de 52 años, ha
visto morir en su familia directa (sin hablar de tíos, so-
brinos y primos hermanos) una media de 9 personas, en-
tre las cuales se contaba uno sólo de sus abuelos (pues
los otros habían muerto antes de que él naciera), sus dos
padres y tres de sus hijos...» 19
Lo único chusco a remarcar en este párrafo, exacto
por otra parte, es la representación del ejemplo en el
padre, del que Fourastié (citado por Pressat) dice que él
mismo tuvo 5 hijos, La mentalidad machista juega estas
malas pasadas, aun a los hombres de ciencia. Naturalmen-
te, como ya sabe Fourastié, quien tuvo los cinco hijos fue
la mujer del señor del ejemplo, y al dolor de darles la
vida hubo de sumar la decepción, quizá, de verlos morir.
El siglo XVIII es el del llamado «estallido demográ-
fico» en toda Europa. Entre las causas variadas del cam-
bio producido en la población se señalan el fin de las
epidemias de peste, desaparecidas sin que hoy todavía
se sepa a ciencia cierta por qué, el descubrimiento de la
inoculación primero, y la vacunación después, de la virue-
la, con lo que este azote desapareció también, y la polí-
tica estatal más consciente de la necesidad de aumentar
la población. Nadie señala, por «natural», que las muje-
res seguían reproduciéndose al ritmo máximo de su ca-
pacidad, para contrarrestar la excesiva mortalidad.
Los siete millones y medio de españoles de 1717 se
habían convertido en 9,3 millones de 1768, 10,4 en 1787 y
10,5 en 1797. El aumento de tres millones de individuos co-
rresponde al 40 por ciento de la población, en ochenta
años. En el mismo período de tiempo los países escandi-
navos obtuvieron una ganancia media del 0,58 por cien y
año, Inglaterra al 0,55, Italia al 0,45, Francia al 0,31. Nadal
explica que bastó en España con que las paces de Utrecht
y de Rastadt (1713-1714) sancionasen la pérdida de la ma-
yor parte de sus posesiones europeas para que la metrópo-
li recuperara fuerzas y mostrara un vigor demográfico inu-
sitado.20 Aquí también Nadal quiere decir que quienes
tenían esas fuerzas y ese vigor eran las mujeres españo-
las. Porque, como añade el mismo autor, «Las importan-

19. Pressat, R., Gb. cit, pag. 70.


20. Ob. cit, pág. 91.
48
tes ganancias demográficas registradas entre 1712 y 1860
no resultaron de una revolución industrial, sino que fue-
ron obtenidas en plena vigencia del antiguo régimen eco-
nómico, por efecto de la simple eliminación de aquellos
obstáculos que, por espacio de siglos, habían mantenido
el potencial humano español muy por debajo de sus po-
sibilidades. Ni la revolución demográfica ni revolución
industrial». 21 Es decir: las mujeres españolas eran fecun-
das y estaban dispuestas a reproducirse al máximo de
su capacidad y de sus fuerzas.
Sobre todo teniendo en cuenta que la edad media de
la vida establecida para España entre los años 1717 y
1768 era de 27 años, que hasta el decenio de 1911-1920 no
se alcanza la cota de los 40, y que la mitad aproximada-
mente de los nacidos morían antes del año. Mediante es-
tos cálculos Pressat 22 estima que con 20 años de esperan-
za de vida al nacer, una pareja tendría que tener 10,4 hi-
jos nacidos con vida. Así la historia de las familias reales
es también la historia de la mortalidad infantil de todas
las épocas. No piensen nuestros clasistas de hoy que
sólo la mujer de las clases pobres era la que tenía que
parir diez, doce o catorce hijos para conseguir que sobre-
vivieran dos o tres. La medicina fue igualmente torpe y
atrasada para todos, y especialmente la dedicada a la mu-
jer. La mujer es una clase explotada en todo su conjunto,
y por tanto ni reinas ni princesas, ni burguesas ni cam-
pesinas se salvaron de cumplir con el principal trabajo
que debían realizar.
Pressat explica que «hasta hace poco, la desigualdad
social no aumentaba demasiado los riesgos de mortalidad
de las clases menos favorecidas: la medicina, bastante
ineficaz, nada hacía perder a quienes, por su pobreza no
podían recurrir a ella, las grandes epidemias no perdo-
naban a nadie, y en la corte de Versalles la higiene no se
practicaba mucho más que en el campo. Las crisis de
subsistencias eran sin duda el único azote que no alcan-
zaba a los ricos, pero en cambio su régimen alimenticio
podía llegar a ser desastroso...» 23
Si bien, a partir del industrialismo, la afirmación de
Pressat puede ponerse en duda, y para desmentirla, tene-

21. Id., pág. 93.


22. Id-, pág. 88.
23. Id., pág. 53.
49
mos los informes de mortalidad y enfermedades de los ba-
rrios pobres de las ciudades de mediados del siglo xix, an-
tes de esa época y sobre todo respecto a la específica si-
tuación en que las mujeres, todas, gestaban, daban a luz y
cuidaban a sus hijos, las enfermedades femeninas e infan-
tiles eran similares en todos los estratos sociales, y las
consecuencias no diferían unas de otras.
En la Corte del rey Enrique VIII de Inglaterra no ha-
bía niños sanos. La reina Catalina de Aragón parió diez
niños vivos de los que solamente la reina María sobrevi-
vió, y el hijo de Juana Seymour, Eduardo, el tan an-
siado varón heredero del trono, murió tuberculoso a
los 16 años. Sylvia Lynd cuenta que se calcula que cada
cinco niños ricos, dos morían durante la infancia, y otro
más en la niñez. La mortalidad infantil en la civilizada
Inglaterra llegó a su cota máxima en los tiempos de la
reina Ana, de cuyos trece hijos ninguno sobrevivió.24
De los cinco hijos de Isabel la Católica sólo dos so-
brevivieron, Catalina, débil de salud, que fue encarcelada
en Inglaterra por su real esposo Enrique VIII, y Juana,
enferma mental, a quien no tuvieron más remedio que
darle el trono de Castilla.
«Poca actividad puede desarrollar la mujer casada
—escribe María Campo Alange25— aparte de la función
fisiológica, en la que por cierto arriesga su vida, si tiene un
hijo cada año o cada dos, si los alumbramientos alternan
con los abortos y las crianzas, si a veces un mal parto la
deja doliente para el resto de sus días... El número de
hijos es generalmente de seis a ocho, pero a veces, y con
relativa frecuencia, llega a doce, quince, veinte, y hasta
veintidós. Como la mortalidad crece a medida que aumen-
ta el número de hijos, sobre el dolor de darles la vida, la
madre pasa por el dolor de verlos morir. A veces de vein-
tidós sobreviven sólo dos o tres.» Estamos ya en el si-
glo XIX.
Estas condiciones de reproducción se mantuvieron en
España hasta muy entrado el siglo xx. En 1900 España
registraría una natalidad bruta del 33,8 por 1.000, una mor-
tandad del 28,8 y una esperanza de vida al nacer infe-
rior a los 35 años, esto es, unos niveles rebasados por las
poblaciones escandinavas ciento cincuenta años antes.
24. Lynd, Sylvia, Los niños ingleses. Ed. Adprint Limited. Lon-
dres, págs. 21 y 33.
25. La mujer en España. Cien años de su historia.

50
Por ello los impulsadores de una política estatal demo-
gráfica coherente, que había faltado hasta entonces, ini-
cian, a mediados del siglo XVIII, su penetración ideológica.
En 1762, Ward sostiene que las causas de la despoblación
de España no son ni la guerra ni las Indias, sino el celi-
bato demasiado extendido. «Quítese este estorbo del ma-
trimonio, de modo que toda mujer que quiera trabajar
pueda ganar uno o dos reales al día y todo hombre cinco
o seis, y se casarán en edad proporcionada.» M En 1777,
Felipe Argenti Leys se revuelve contra aquella serie de
obstáculos (pleitos dótales, gastos insoportables) que de-
saniman a los hombres casaderos «de modo que pudiendo
secundar las nupcias, las aborrecen», impulsándoles por el
contrario a permanecer solteros, a entrar en religión o a
desposarse «en edad tan madura que a muchos engañó la
esperanza de procreación», «siendo raros los jóvenes que
en la fuerza de la juventud toman este estado». 27
En 1785, Larruga defiende la asistencia pública de los
huérfanos como «el mayor atractivo del matrimonio», y
Jovellanos afirma que «el mejor socorro que se puede
dar a las viudas es proporcionarles nuevo estado». En
1787 Zavala y Auñón desea el establecimiento y boda en
Castilla de los inmigrantes temporales gallegos «si tuvie-
sen todo el año en qué ocuparse». En 1792-93, Cabarrús
clama contra el número de fundaciones religiosas, «subs-
trayendo brazos útiles al erario, matrimonios a la pobla-
ción», como también clama contra los Montepíos que
privan al país de los frutos de las segundas y ulteriores
nupcias, poniendo a las viudas en situación de no poder
volver a casarse, por no perder la renta del Monte...» 28
Y Jordi Nadal nos cuenta que «la obsesión penetra,
además, en el ánimo de la gente sencilla puede atestiguar-
lo la pasmosa respuesta del cura de Cervelló, un núcleo
rural no lejos de Barcelona, a un interrogatorio sobre el
estado de su parroquia en 1789: «En esta localidad que-
dan doce mujeres y seis hombres sin casar, digo que de-
bería permitirse, en un caso como este, que cada hom-
bre tomase dos mujeres, para que ninguna se consu-
miera.» i9

26. Nadal, J„ Ob. cit., pág. 98.


27. Id., pág. 98.
28. Id., pág. 99.
29. Nadal, J., Ob. cit., págs. 97, 98.

51
Los testimonios de la época son interminables. Todas
las voces, las ilustradas y las menos, los hombres de em-
presa, de gobierno, los políticos y los moralistas coinciden
todos, por vez primera, en una cuestión: hay que aumen-
tar la población de España para conseguir la felicidad de
sus habitantes. Lo que quería decir que las mujeres debían
reproducirse mucho y muy de prisa, para obtener la fuer-
za de trabajo necesaria para impulsar el desarrollo capi-
talista. Si en el siglo xvn, los arbitristas habían clamado
contra la despoblación del país, causa primera de la de-
cadencia española, el siglo xvni es decididamente pobla-
cionista. Se trata ahora menos de evitar las pérdidas que
de aumentar las ganancias. Antonio de Campmany resu-
me el pensamiento demográfico de la época: «La pobla-
ción de un país es una de las reglas más sencillas para
juzgar de la bondad de su constitución. Cuando la des-
población crece, el Estado camina a su ruina, y el país
que aumenta su población, aunque sea el más pobre, es
ciertamente el mejor gobernado.» Nadal, de quien ex-
traigo esta cita, comenta: «Por una parte el poder del
Estado identificado, como siempre, con el número de sus
servidores, por otra el número de los servidores depen-
dientes, como nunca antes de la acción estatal. El senti-
miento poblacionista impone una política de población.»ia
Este es el criterio que se impondrá en el siglo xvín y
continuará para siempre, a lo largo de los xix y xx. Con
las naturales diferencias respecto a los países y épocas.
En 1786, Jaime Bonells, médico de cámara de los duques
de Alba, escribe una obrita sobre las nodrizas donde dice:
«La verdadera fuerza y opulencia de un Estado depende
del número y robustez de los individuos que lo compo-
nen, mientras que... las causas que disminuyen la pobla-
ción y pervierten las calidades físicas y morales de sus
vasallos, son las que más directamente tiran a la ruina
del Estado.» Como el libro está dedicado a anatemizar
a las madres que dan a criar a sus hijos por una nodriza,
explica que los niños confiados a una nodriza si logran
salvarse es sólo para vivir una vida miserable, o padecer
una muerte prolongada, y éstos los pierde dos veces el
Estado.» Los pierde primeramente porque siendo vasallos
inútiles, es como si no los tuviera, y en segundo lugar,
porque su existencia es gravosa a la sociedad... De esta

30. Id., pág. 124.

52
suerte se oprime doblemente al Estado, por la mayor car-
ga que se le impone, y por los menos individuos que le
quedan para llevarla.» 31
Un tratado sobre expósitos de Joaquín Xavier Uriz,
arcediano de tabla de la catedral de Pamplona, de 1801,
dedica un capítulo de su obra a «De lo que pierde el
Estado en la muerte de los expósitos». Los evalúa, por lo
bajo, en 12.000 anuales, relaciona esta cifra con la del po-
tencial humano español (once millones de población), y
acaba dramáticamente: «¡Quantos individuos, de que aho-
ra carecemos, tendríamos para todos los trabajos públi-
cos! ¡Quantos Labradores! ¡Quantos honrados Granade-
ros! (sic)... Lo que tantos hombres valen con respecto a
Dios y a sí mismos, hace ya por sí solo inconsolable tanta
pérdida, y lo que valen para el Estado, casi increíble que
lo hayamos podido tolerar con tan extraña serenidad.»
Es de ver, en el comentario del buen arcediano, cómo
la única pérdida humana que echa de menos es la de los
expósitos varones. Y no porque el concepto hombre pue-
da en este caso indicar genéricamente a la suma de los
dos sexos, sino porque clarísimo queda, en la redacción
del texto, que para él los expósitos tan dolorosamente
perdidos debieron ser labradores, ganaderos, y trabaja-
dores de los empleos públicos, tareas todas éstas de las
que las mujeres se hallaban absolutamente excluidas. Y ni
siquiera las tuvo en cuenta pensando que también era
necesario que existieran mujeres que siguieran reprodu-
ciendo labradores, ganaderos y funcionarios públicos.
A partir de esta época de ilustración, continuamente nos
encontraremos con el criterio del valor que cuesta a la
sociedad un trabajador: campesino, obrero o profesor, y
la absoluta gratuidad de las mujeres. El gasto de formar
amas de casa y madres es el más pequeño del presupuesto
del Estado. Los hombres cuestan más cuanto más cualifi-
cada sea su profesión. La mujer tiene realizado todo su
trabajo gratis, con la máquina que tiene en el vientre.
El costo de formar un ama de casa es igual al de su ma-
nutención, puesto que su enseñanza laboral se la propor-
ciona, gratis, su propia madre; mientras la inversión que
es precisa para conseguir un ingeniero o un médico, re-
quiere estudios, libros y prácticas, que han de ser larga-
mente financiados por alguien.

31. Id., pág. 129.

53
A partir de esta época, los poderes públicos empiezan
a hacerse responsables de la salud pública. Se funda la
Junta Suprema de Sanidad, y comienza el combate con-
tra la viruela primero, a raíz del descubrimiento de la
vacuna y prosigue la labor estatal hasta nuestros días,
disponiendo las sucesivas campañas de vacunación, con-
tra el tifus, el cólera, la tuberculosis y la poliomielitis por
fin. De lo que no se tiene cuidado es de proteger la me-
dicina ginecológica ni obstétrica. Las mujeres siguen dan-
do a luz como cinco mil años atrás, o quizá peor, y parece
como si al Estado se las dieran gratis, del poco cuidado y
gasto que le ocupan,
La política de protección a la población, con las medi-
das sanitarias precisas para erradicar las epidemias y las
enfermedades mortales producidas por la falta de higie-
ne, el hacinamiento de las ciudades y la mala alimentación,
se regula por el poder público en toda Europa. El Esta-
do, como dice Nadal, se ha irrogado una misión de poli-
cía sanitaria. En la gran peste de 1647-52 se estableció en
España un cordón sanitario, que resultó altamente eficaz
para aislar la Meseta de la epidemia. En 1720 la epidemia
de Marsella inspiró la creación de la primera Junta Su-
prema de Sanidad, «primera institución directiva o admi-
nistrativa, regular y metódica que registra nuestra histo-
ria»,32 que duraría hasta 1847, en que sería relevada por
el Consejo de Sanidad del Reino. La misión de la Junta
abarca desde la enseñanza y el ejercicio de la medicina,
hasta la prevención higiénico sanitaria.
Estamos en pleno Siglo de las Luces que recogía el le-
gado de sus antecesores. Miguel Servet nos había descu-
bierto ya la circulación de la sangre. Ambrosio Paré ha-
bía iniciado la cirugía, William Harvey desarrolló los co-
nocimientos de Servet, que a su vez los recibía de Vesa-
lio, Falopio, Acuapende, los primeros médicos que pue-
den llamarse así, desde Hipócrates. Leeuwenhoek y su mi-
croscopio va a permitir descubrir no sólo los espermato-
zoides sino también los capilares sanguíneos, Malpigio, a
pesar de la persecución que le hizo retractarse, perfec-
ciona el conocimiento sobre el funcionamiento del cora-
zón y la circulación, a pesar de que hasta 1798, en que
Lavoisier descubre el oxígeno y su composición en la san-
gre arterial, es imposible conocer el papel de la circula-

32. Id., págs. 126, 127.

54
ción sanguínea. Pero la oscuridad, la ignorancia, la supers-
tición, con su cortejo de enfermedad, suciedad y muerte,
empiezan a ser derrotadas. Una parte de la humanidad
puede pensar en vivir sin la amenaza de las pestes, de
las epidemias y del hambre y de la miseria consiguientes.
La población va aumentando paulatinamente. En conse-
cuencia, los diez millones y medio de españoles en 1800,
son superados ampliamente por los 26,3 millones de fran-
ceses y por los 19,0 millones de italianos y casi alcanza-
dos por las pequeñas islas de Inglaterra y País de Gales
que ya poseen 9,1 millones de habitantes.
El despegue demográfico se ha realizado a partir de
las ventajas que, gracias a todas las condiciones anterior-
mente descritas, han permitido mantener estable la cifra
de defunciones, erradicando las extremas mortandades
originadas por las epidemias, mientras los nacimientos
se producían en igual o mayor medida. Y a ello ha con-
tribuido fundamentalmente el descubrimiento de la vacu-
na contra la viruela. Acabada la peste, sin que, como ya
he dicho, todavía se conozcan exactamente las causas, a
partir de 1720 la viruela se convierte en el peor enemigo
del linaje humano. «La viruela —dice el Diccionario Uni-
versal de Medicina, de James— se ha hecho en estos tiem-
pos más universal que la peste, sin ser inferior a ella por
los estragos que produce.» Pero el enemigo puede ser pron-
to combatido. La inoculación de la enfermedad con fines
preventivos se introduce en Inglaterra y posteriormente
en toda Europa, en 1721, en que Lady Worley Montagu,
la esposa del embajador británico en Turquía, regresa a
su país habiendo aprendido el sistema que se practicaba
corrientemente en Anatolia. En 1769, Francisco Rubio Se-
tabense, médico real, explica que el sistema de inocula-
ción se ha abandonado ya por los ingleses modernos, y se
practica el de «levantar el cutis, e introducir material vi-
rolento con una lanceta entre el cutis y la carne».33
A pesar de sus detractores, y de las consiguientes ba-
tallas por introducirla a nivel de estados, la inoculación
va haciéndose más conocida y aceptada, de modo que
cuando Jennet, en Berkeley, condado de Gloucester, en
1796, descubrió la vacuna, se implantó su uso rápidamente
en todos los países. En noviembre de 1798, Carlos IV orde-
nó que «en todos los hospitales, casas de expósitos, de mi-

33. Id., pág. 106.

55
sericordia, etc., se pusiese en práctica la inoculación de las
viruelas», y pronto la técnica atrasada fue sustituida rápi-
damente. Las primeras vacunaciones se practicaron, en
España, a fines de 1800 en Puigcerdá, con virus recibido
de París, por el doctor Francés Piguillem.
No es de extrañar que poco después de 1800 el pla-
neta alcance su cifra máxima de población desde la apa-
rición del hombre: mil millones de habitantes. España
hubo de sufrir, como excepción dentro del panorama euro-
peo, una nueva epidemia más, la fiebre amarilla, que
como enfermedad tropical, importada a la Península por
nuestro comercio americano, se estableció en las ciudades
y pueblos marítimos y cálidos de Andalucía, ocasionando
el despoblamiento de esta región, del que no se ha recu-
perado más. El cólera aterrorizaría Europa treinta años
después, pero España que ya había sufrido la masacre
que supuso la guerra de Independencia, con sus conse-
cuencias de falta de cultivo de los campos, abandono de
los pueblos, hambres constantes y baja de natalidad, su-
friría de la doble sangría de la epidemia y las consecuen-
cias de la guerra.
Las cifras oficiales de 1833, 1834 y enero de 1835 son
de 449.264 atacados y 102.511 muertos por el cólera en
España. Nadal explica que los observadores contempo-
ráneos están de acuerdo en denunciar esta cifra como sin
valor, «por enana» y en afirmar que la epidemia fue mu-
cho más grave. La segunda epidemia colérica, comenzó
en noviembre de 1853 en Vigo, pero en 1856 la enferme-
dad había recorrido toda la Península de un extremo a
otro. A pesar de que el número de víctimas peca por de-
fecto, el Ministerio de Gobernación afirmó que los inva-
didos habrían ascendido a 829.189 y los muertos a 236.744,
lo que indica una letalidad del 28 por cien, un poco supe-
rior a la de 1833-35 (22 por cien). En términos relativos
las pérdidas habían afectado al 15 por mil del potencial
humano, gravando con una mitad más las defunciones de
un año normal. Nadal añade: «Sin embargo, un balance
mejor ajustado de las víctimas debería tener en cuenta,
además, los efectos de una sobremortalidad femenina muy
acusada (160 mujeres por cada 100 hombres) y de una
distribución por edades bastante irregular (mayoría de
adultos entre 31 y 60 años y de niños de 0 a 4).» M

34. Id., págs. 151, 152, 153, 154, 155.

56
De nuevo en 1859 fueron invadidas algunas provincias
españolas, y en 1865 y 1885, aunque en este último año
las pérdidas son mucho más escasas en números relati-
vos, teniendo en cuenta que el país contaba ya con 17
millones de personas, pero las mujeres siguieron siendo
las más afectadas (131 mujeres por cada 100 hombres).
En consecuencia, pese a haber disminuido notoriamente,
en España la mortalidad era la mayor de Europa. En 1850
como en 1900 oscilaba entre las tasas 26,7 como mínimo,
correspondiente a 1861, y 37,9 máximo, por 1.000 (1885),
lo que significa una fluctuación de 100 a 141, desorbitada
para la época.
En 1900 morían en España 29 personas de cada mil,
frente a 18 en Europa. Nadal explica que la enorme des-
ventaja de este 11 por 1.000 «sólo hubiese podido ser
compensada por una inmigración supletoria o por una
natalidad extraordinaria... veremos, que en vez de recibir
la ayuda extranjera, la nación se convirtió, precisamente
entonces, en un gran centro exportador de hombres». 35
En cuanto al esfuerzo que hicieron nuestras mujeres por
compensar las deficiencia de la medicina, de la higiene
social, de la sanidad pública y de las guerras, causas to-
das de la enorme mortalidad, y que se hallaban dirigidas
y organizadas por hombres, cuya ineptitud y mala fe eran
evidentes, el propio Nadal dice: «Sin olvidar la inferencia
de las generaciones diezmadas a partir de las grandes mor-
talidades del período 1790-1813, o los estragos causados por
la guerra carlista, lo cierto es que resulta difícil acusar a
una natalidad que arroja una cifra siempre superior al
medio millón de nacidos, lo mismo si se trata del año
1826 que del año 1858, de los que tenemos datos fidedig-
nos.» %
Lo que me ha sido imposible encontrar, en el cúmulo
de cifras estadísticas, manejadas por los expertos y publi-
cadas en las monografías exhaustivas sobre demografía,
ha sido un cálculo, ni aún aproximado, del término me-
dio de hijos que parían las mujeres, en ninguna de las
épocas. En todo caso, los datos, como los de Pressat, son
estimativos, sin que tengan el valor de precisión de los
relativos a defunciones, enfermedades, y hasta sexo de
los afectados, Pero y, siempre poco aproximado, tomando

35. Id., págs. 155, 156, 157, 158.


36. Id., pág. 147.

57
como única exacta la cifra de 552.023 nacidos en 1866, y
la de 15 millones de población, de los 7,5 millones de mu-
jeres, que existirían de ellas 2.500.000 en edad adulta
capaces de reproducirse, significa que la cuarta parte de
las mujeres se reprodujo una vez cada año, manteniendo
este mismo ritmo durante casi ochenta años.
Era el momento, por tanto, en que, a pesar de las epi-
demias y de las guerras, se inventará una teoría incom-
prensible hasta entonces, y que debería revolucionar el
mundo, porque sentaría las primeras bases de la emanci-
pación de la mujer: el control de natalidad. En 1798 fue
publicado anónimamente en Inglaterra un tratado titu-
lado Esay on the Principie of Popuíation, y reeditado en
cinco ocasiones, desde 1803 hasta 1826, en donde ya apa-
recía el nombre de su autor, el pastor inglés Malthus, que
se hallaba muy preocupado por el problema del aumento
de población y la escasez de alimentos que padecían cró-
nicamente las clases desvalidas. Y no es de extrañar.
El caso de Inglaterra difiere sustancialmente del de
España. En Inglaterra las guerras, después de la civil
desencadenada por Cromwell no se han desarrollado nun-
ca en su territorio, con lo que los efectos más devastado-
res y perdurables de ellas: el abandono de la agricultura,
la destrucción de los talleres y de las industrias, de los
puentes, de los caminos, el encenagamiento de los depósi-
tos de agua potable, la matanza de animales de ganado, la
destrucción de poblados y ciudades y la muerte de la po-
blación civil: mujeres, niños y ancianos, han sido muy
limitados o nulos totalmente. Aparte de la peste, erradi-
cada casi cincuenta años atrás, la fiebre amarilla de Maltha
no se arraiga en las Islas Británicas debido al clima,
y el cólera, que en la época de Malthus todavía tenía que
aparecer, tampoco será demasiado terrible por la misma
razón. La viruela está en trance de desaparecer, gracias a
la inoculación, primero, y a la vacunación después, que
en Inglaterra fue el primer país europeo donde se intro-
dujo, y las mujeres inglesas siguen reproduciéndose pun-
tual y obedientemente. Por tanto la población británica
se ha duplicado, casi, en un siglo.
Los cálculos de Gregory King dan una población de
cerca de 5 millones en 1700, mientras que el primer censo
de 1801 ofrece la cifra de 9,2 millones. Pressat explica que
esta expansión demográfica provenía al mismo tiempo de
un descenso de la mortalidad y de un alza de la natalidad,

58
procedente a su vez de un aumento de la nupcialidad que
se vio favorecida probablemente por los comienzos de la
revolución industrial. 37 Según algunos autores, frente a
este crecimiento de la población se observa un deterioro,
al menos relativo, de la situación alimenticia, del que
es en gran medida responsable el movimiento de los va-
llados: el cierre de los «open fields» repercutió en la
creación de pastos a cuenta de las zonas sembradas, cau-
sando un menor rendimiento del suelo en términos de
calorías y una producción de carne inaccesible para las
clases pobres: Inglaterra pasó de exportadora a ser im-
portadora de trigo. Con ello, entre otras medidas, se pre-
tendía desarraigar a la población campesina de sus luga-
res de origen, para trasplantarla a las ciudades donde de-
bía convertirse en el futuro proletariado industrial. Los
movimientos de población, de las zonas rurales a las ur-
banas, a consecuencia de leyes restrictivas de la agricul-
tura, en beneficio de la ganadería para obtener la lana que
daría el auge a la industria textil, y por la rescisión de
los contratos de aparcería y medianería, que tenían hasta
entonces duración ilimitada, para conseguir que los cam-
pesinos se trasladasen a la ciudad donde acababan de
montar las nuevas industrias, cuyo rendimiento les era
infinitamente superior, se produjeron antes que en nin-
guna otra parte de Inglaterra. Sobre todo, como ya he
dicho antes, porque la isla se salvó repetidas veces de la
devastación de las guerras que habían asolado a Europa,
permitiéndole iniciar su despegue industrial antes que
los demás países.
De esta época cuenta Sylvia Lynd: «La prosperidad y
el nuevo poder exterior que consiguió Inglaterra con la
decadencia de España, no deben hacernos olvidar que
nunca padecieron los pobres más miseria que en los días
de la reina Isabel. La "alegre Inglaterra" se había librado
del terror silencioso del reinado de Enrique VIII, todos
los negocios prosperaban, y se acumulaban fortunas tan
rápidamente, con la trata de esclavos y la piratería, como
se habían hecho despojando a los monasterios. Pero los
agricultores y los campesinos fueron sacrificados a las in-
dustrias de la lana, los terratenientes cercaban cada vez
más parcelas de terrenos comunales y transformaban las
praderas y huertas de la gente pobre en granjas de gana-

37. Pressat, R., Ob. cit., pág. 14.

59
do lanar, y multitud de vagabundos se agolpan en los ca-
minos. Se dictaron las primeras "Leyes de pobres". La
mendicidad se declaró delito, se establecieron las primeras
casas-talleres para pobres sin trabajo, y se inició el sis-
tema social cruel que ha deshonrado a Inglaterra en los
350 años siguientes. Habiéndose declarado a cada parro-
quia responsable de los pobres desamparados que se
encontraban en ella, cada una procuraba ahuyentarlos, y
los pobres iban de parroquia en parroquia en viaje inter-
minable.» 3B
La realidad inglesa, descrita por todos los autores de
la época, de miseria, embrutecimiento, alcoholismo y tra-
bajo explotado, que soportaban los trabajadores, inspiró
a Malthus su Ensayo sobre el principio de la población.
Partió de la desigualdad que había entre el crecimiento
de la población, por un lado, y el de los medios de
subsistencia, por otro, y llegó a la conclusión de que la
población puede aumentar mediante una progresión geo-
métrica, mientras que las subsistencias sólo pueden ha-
cerlo mediante una progresión aritmética. Calculó que
la población mundial se duplicaría cada 25 años, apli-
cando los datos que tenía para Inglaterra del último
siglo, y sobre todo examinando la población americana
que se había desarrollado extraordinariamente. Aseguró
que el crecimiento aritmético de las subsistencias sólo po-
día incrementarse, a lo sumo, cada 25 años, en cantidad
igual a la producida en el momento, por tanto la conclu-
sión era el freno demográfico por muerte por hambre.
Ante tan catastrófico porvenir, Malthus, inflamado de
buenos sentimientos, encontró la solución: que la huma-
nidad se reprodujese menos. Sobre todo las clases pobres,
a las que faltaban más perentoriamente alimentos. Para lo-
grar este descenso de la natalidad, el pastor inglés recha-
zaba todo método vicioso para él, como la homosexuali-
dad, la anticoncepción o el aborto. El único que Malthus
aprobaba era el celibato y la continencia sexual. En re-
sumen, se trataba de privar a los pobres, no sólo de co-
mida, sino también del placer sexual. Que, dadas las con-
diciones en que éste se conseguía en la época, había que
entender que el hombre era el más perjudicado por la teo-
ría malthusiana. Y, sin embargo —de paradójico podría-
mos calificarlo si no supiéramos ya que la clase dominante

38. Ob. cit., pág. 27.

60
sabe siempre revertir en beneficio propio cualquier incon-
veniente— el sujeto paciente del control de natalidad,
en el futuro, sería, como no, la mujer.
A pesar de lo ortodoxo de su teoría, Malthus causó
escándalo porque se atrevió a escribir afirmaciones como:
«Un hombre que nace_ en un mundo ya ocupado, si sus
padres no pueden alimentarlo y si la sociedad no nece-
sita su trabajo, no tiene ningún derecho a reclamar ni la
más pequeña porción de alimento (de hecho, ese hombre
sobra). En el gran banquete de la Naturaleza no se ha
reservado ningún cubierto. La Naturaleza le ordena irse
y no tarda mucho en cumplir su amenaza.» 39 Por tanto,
según el pastor inglés los pobres no tienen derecho a ser
mantenidos. Pero por más que la sociedad inglesa de su
tiempo se escandalizara, este axioma era el que regía las
relaciones de clase, y ya veremos lo que había sido de las
crías humanas durante todos los siglos de hambre.
Malthus, en consecuencia, defendía principios benefi-
ciosos para las clases dominantes. Los pobres deberían
abstenerse de tener hijos, y como, naturalmente, los hom-
bres no iban a renunciar a su poquito de placer, el único
que la sociedad les había reservado, el problema de la
reproducción pendería como siempre sobre las mujeres.
Los hombres podrían seguir ayuntándose con sus mu-
jeres, pero éstas se convertirían, muy pronto en escla-
vas de la pildora, del esterilet, del lavado vaginal, del
diafragma y del aborto. En cambio las mujeres de los
hombres de las clases acomodadas podrían seguir parien-
do sin interrupción, igual que sus abuelas y bisabuelas,
sometidas a los partos, a los puerperios y a las lactan-
cias, ya que la renta de su marido les permitía alimen-
tar a la numerosa prole. Aquéllas que, ya entrado el
siglo xx, decidiesen alejarse de su destino animal, se
convertirían, igual que sus hermanas pobres, en esclavas
de sus ovarios. Porque la fisiología femenina no atiende
a los medios de fortuna.
Nos encontramos, por tanto, en los albores del siglo xx,
con una población mundial de 2.000 millones de habitan-
tes, y algunos rudimentarios conocimientos para que las
mujeres controlen su fertilidad. En esta peculiar situa-
ción comenzará a elaborarse una bonita ideología sobre
la «paternidad responsable» y el «amor materno», que

39. Pressat, R., Ob. cií., pág. 16.

61
hará olvidar lo que ha sido la reproducción y el cuidado
de los niños durante toda la historia, y permitirá que filó-
sofos ilustres defiendan hoy el principio de que «la mater-
nidad es un derecho y no un deber». Los dramáticos siglos
de las grandes masacres de la población han pasado a la
historia y al olvido, y hoy se atreven las feministas a
defender la maternidad como «una opción individual».
Pero sigue siendo mentira.

62
SEGUNDA PARTE

COMO SE REPRODUCE
CAPÍTULO I

EL ESTADO DE GESTACIÓN

En todas las épocas de la historia cuyos caminos he


recorrido rápidamente, las mujeres se han reproducido
sin tregua y sin condiciones, para repoblar el mundo. De
los vientres femeninos han salido todos los campesinos,
todos los obreros, todos los dirigentes políticos y los filó-
sofos y las nuevas madres, que se reproducirán a su vez,
para que la sociedad humana no se extinga. Como cual-
quier otra especie, se me dirá. Sí, exactamente como cual-
quier otra especie. Desde el principio de los tiempos, cuan-
do el homínido, apenas diferente al mono, se yergue sobre
las extremidades posterior y mira hacia adelante, la mu-
jer está condenada a sufrir la mayor incongruencia y
anormalidad de la naturaleza. Como hembra de cualquier
especie sólo ella puede reproducirse, como hembra ani-
mal, tiene que reproducirse porque ese es el fin fisiológico
de cualquier ser vivo, pero... para ella se habrá producido
la tragedia de su sexo.
La antropoide, la «mulier sapiens», ya no es animal. La
mirada se dirige al frente, el cerebro crece en volumen y
circunvoluciones, los brazos se acortan, las extremidades
traseras se alargan, y el animal que era hasta entonces,
se pone en pie. Pero sigue siendo mamífero, y, por tanto,
seguirá pariendo crías vivas, tras muchos meses de ges-
tación, necesarios ahora para fabricarlas más inteligentes.
La hembra humana ya no se apoyará cómodamente en las
cuatro patas, manteniendo el feto en el sostén de los te-
jidos del vientre, y, para aumentar sus desdichas, preci-
sará nueve largos meses para que se formen en el feto
todos los tejidos, el complejo sistema nervioso, que lo do-
tará de inteligencia y lo diferenciará de su hermano el si-

65
3
mió. El peso del feto se haría insostenible en los últimos
meses de embarazo, si los huesos de la pelvis no se ce-
rraran hasta el mínimo espacio, los tejidos que pierden
elasticidad y se endurecieran, haciendo que el trabajo del
parto sea laboriosísimo para dejar pasar la cabeza del ni-
ño. Los que forman el suelo pelviano: el peritoneo, el tepido
conjuntivo subperitoneal, la fascia pelviana interna, los
músculos elevador del ano y coccígeo, la fascia pelviana ex-
terna, los músculos y fascia superficiales, que forman la
protección necesaria par sostener el feto hasta los 3 kilos y
medio que deberá pesar, más el líquido amniótico, la pla-
centa, el cordón umbilical y las materias grasas, que todo
junto llegarán a pesar a veces hasta diez kilos. La fuerza
gravitatoria haría abortar a la madre a los tres o cuatro
meses de gestación, impidiendo que el embarazo llegara
a término si los huesos de la pelvis, fuertemente encaja-
dos, y los músculos que forman el suelo pélvico no lo
impidieran.
La fascia pelviana interna y externa, grupo de múscu-
los, cierra el extremo inferior de la cavidad pelviana como
un diafragma, y presenta una superficie superior cóncava
y una inferior convexa. Consiste en una porción pubiana
y una porción ilíaca situada a ambos lados. La primera
es una banda de una anchura de 2 a 2,5 cm. que se in-
serta en la rama horizontal del pubis a 3 hasta 4 cm. por
debajo de su borde superior y 1 y hasta 1,5 de la sínfisis
pubiana. Sus fibras se dirigen hacia atrás para rodear al
recto y probablemente desprenden algunas fibras que pa-
san por detrás de la vagina. Desde delante hacia atrás hay
una banda estrecha que cruza la porción pubiana y des-
ciende hacia el tabique rectovaginal. La mayor parte del
músculo se dirige hacia atrás y se une a la parte corres-
pondiente al otro lado del recto, las porciones posteriores
se juntan en un rafe tendinoso por delante del cóccix, lu-
gar donde se insertan las fibras de situación más posterior.
El elevador del ano tiene un espesor de 3 a 5 cm., pero
sus bordes que rodean el recto y la vagina son algo más
gruesos. Durante la gravidez es asiento de una considera-
ble hipertrofia. En el examen vaginal su margen interno
puede palparse como una gruesa banda que se extiende
hacia atrás desde el pubis y rodea la vagina más o menos
a 2 cm. por encima del himen. Al contraerse tira del recto
y de la vagina hacia delante y arriba en la dirección de la
sínfisis pubiana, y es así el verdadero obstructor de la

66
vagina, ya que los músculos más superficiales del perineo
son demasiado tenues para servir para algo más que para
una función accesoria. Ayudan a mantener la tensión y ri-
gidez necesarias el conjunto de estructuras que forman
el tejido conjuntivo subperitoneal, y los músculos y fascia
superficiales.
El resultado de erguirse y seguir pariendo hijos vivos,
es que la mujer ha pagado el más alto precio por ser inte-
ligente. La Naturaleza suele hacer muchas cosas mal, pero
con la mujer se ha excedido. Los errores cometidos en
ella son imperdonables y de momento irreparables: ni
constituye una especie a extinguir, ni la ciencia ha podido
todavía remediar este disparate natural. Disparates que
son explicados y defendidos por la clase dirigente como
resultado de un plan divino, sin que sus defensores se
avergüencen de tener un Dios tan chapucero. Mientras,
para los cretinos revolucionarios, la maternidad, tal cual
hoy la seguimos practicando, es un «derecho» de la mu-
jer, el resultado de la «planificación familiar» y con-
ducirá a la «maternidad y a la paternidad responsable»
que servirán, porque el cinismo llega para todo, para
conseguir la «liberación de la mujer».
Es necesario, pues, saber cómo se realiza la reproduc-
ción, para averiguar un poquito más sobre la condi-
ción femenina. Que aunque «todo el mundo lo sabe»
—como han alegado varios amigos que leyeron estos pá-
rrafos—, quizá descrito con detalle, con más rigor que lo
han hecho hasta ahora los tratados de divulgación de la
«maravillosa tarea» de ser madre, no lo conozcan ni las
mismas madres. Ninguna de nosotras supimos nunca, al
reproducirnos, lo que realmente habíamos hecho.

1. El feliz estado de buena esperanza

La primera observación que me hizo una feminista al


leer la primera parte de este capítulo, fue, «el embarazo
no es una enfermedad, ten cuidado y no digas disparates».
Tampoco fue capaz de decirme «qué era» en realidad. La
consulta a libros y médicos me ha dado un panorama
confuso y siempre contradictorio. En apoyo de la tesis
de mi amiga, que más que tesis es el conocimiento adqui-
rido por toda mujer que se estime, respecto a la maravi-
llosa misión de la maternidad, se han escrito todos los

67
tratados de divulgación ginecológica, destinados a infor-
mar a la mujer de lo que «le sucede» en ese período
de su vida.
Laurence Pernoud, autor del tratado «Espero un hijo»,
afirma: «Estar embarazada no quiere decir estar enferma.
El embarazo es un estado normal: cada mes, durante
treinta años, el organismo está preparado para ello... las
reglas no son más que el resultado de una cita que no
ha tenido lugar. Más tarde, a partir del momento en que
el niño ha sido concebido, el cuerpo se modifica sin cam-
bios bruscos, un mes tras otro se va adaptando a su nue-
vo estado y preparándose para el parto. En muchas oca-
siones, el embarazo deja al organismo en mejor estado
en que lo encontró.» l
Los autores de «Serás madre» abundan en el mismo
criterio, aunque no insisten en los argumentos de la Per-
noud para demostrar que el embarazo es un estado nor-
mal; «Muchas mujeres pasan su gravidez, desde el comien-
zo hasta el final, con una sensación de bienestar que tal
vez no tiene parangón con ningún período anterior.» z
Y Pernoud añade: «La enfermedad es todo lo contrario.
Es un estado anormal que el cuerpo no ha previsto. Su
ataque es por sorpresa y obliga al organismo a luchar, de-
jándolo, casi siempre, maltrecho. Por eso estar embara-
zada no significa estar enferma.» Para añadir en seguida,
con evidente cinismo: «Es necesario, sin embargo, tomar
ciertas medidas para que el organismo pueda realizar a
la perfección el trabajo considerable a que se le va a
someter.»3
¿Y cuál es la naturaleza y consecuencias del trabajo
considerable a que va a someter al organismo la preñez?
Para los divulgadores y consejeros de las mujeres, definir
el embarazo, explicar con detalle el trabajo del parto, ad-
vertir de las consecuencias que puede tener para la mu-
jer, no es tarea ni responsabilidad suya. La casta médica,
aliada siempre con el poder, detentadora de los máximos
privilegios, en razón de que posee la exclusiva de cono-
cimientos sobre la salud y la vida del resto de los simples
mortales, ha sido siempre, y sigue siendo, la principal ene-
miga de la mujer. La medicina oficial despreció durante

1. Ed. Aguilera. Madrid 1967, pág. 14.


2. Ob. cit., pág. 114.
3. Id., pág. 15.

68
tres o cuatro mil años el cuerpo femenino, y las enferme-
dades de su aparato genital y de la reprodución fueron
consideradas por los médicos como tarea de baja estofa,
a las que ellos, en el pináculo del saber, no podían des-
cender, Y hoy, en que los sustanciosos ingresos, y más
de una anomalía psicológica, ha volcado a un importante
porcentaje de médicos a dedicarse a la ginecología, el tra-
tamiento de las enfermedades tanto a nivel personal como
científico, el enfoque ideológico y el criterio que sustentan
respecto a la mujer y a sus facultades reproductoras, si-
gue siendo el más reaccionario, sádico e indiferente de
toda la profesión médica. La polémica sobre el dolor del
parto, que veremos a continuación, es la demostración más
clara de la connivencia del poder machista con la ciencia
médica.
El texto de obstetricia, que utilizaré en el resto del
capítulo, de Luis M. Hellman, Jack A. Pritchard, y Ralph
M. Wynn, médicos de Nueva York, Dallas y Chicago, uti-
lizado en la Facultad de Medicina de Barcelona, cuenta
que «antes del auge de la obstetricia actual, la mujer em-
barazada solía tener tan sólo una entrevista con un mé-
dico en el curso del embarazo. En la consulta el médico
se limitaba a menudo a calcular la fecha prevista para
la hospitalización de la gestante. Cuando era visitada de
nuevo por un médico, la paciente podía haber sufrido los
dolores y peligros de una convulsión eclámpsica o tratado
inútilmente de superar la resistencia ofrecida por una pel-
vis reducida. En la prevención de semejantes calamidades,
los cuidados «ante partum» han sido de un gran valor».
Y continúa:
«El embarazo tiene que considerarse a priori como
normal. Por desgracia, la gran variedad y complejidad de
los cambios funcionales y anatómicos inducidos por la
gestación tienden a estigmatizar el embarazo como un es-
tado anormal, cuando no inducen a considerarlo como una
verdadera enfermedad. Los infinitos cambios en el orga-
nismo materno durante el embarazo hacen que, a veces,
no pueda ser muy precisa la demarcación entre la salud y
la enfermedad. Por consiguiente, es necesario observar a
las mujeres atentamente durante todo el embarazo a fin
de poder reconocer lo antes posible cualquier anormali-
dad que amenace el bienestar de la madre y de su hijo.» *

4. Ed. Salvat. Barcelona 1976, pág. 288.

69
El Diccionario Médico Teide define la «Enfermedad»
diciendo:
«Definir con exactitud y en forma científica el concepto
de enfermedad no es sencillo, las discusiones han sido a
este respecto muy vivas y enconadas, sobre todo cuando
en la medicina prevalecía un criterio filosófico y especula-
tivo. En el estado actual de nuestros conocimientos bioló-
gicos y médicos podemos definir la enfermedad como un
estado o modo de ser anormal de nuestro organismo, en-
tendido como una desviación, de los procesos biológicos
en los que se materializa la vida, del plano normal en que
se desenvuelven.»
El Diccionario añade: «Y como esta desviación de los
procesos biológicos se manifiesta por una serie de modi-
ficaciones de orden anatómico o funcional, podemos tam-
bién definir la enfermedad como "el conjunto de altera-
ciones (modificaciones) morfológicoestructurales, o tan
sólo funcionales, producidas en un organismo por una
causa morbígena externa o interna, contra la cual el or-
ganismo ofendido es capaz de oponer, por lo menos, un
mínimo de defensa o de reacción". De esta definición que
es la más exacta científicamente y la más comprensible,
se deduce que no se puede producir el estado de enfer-
medad:
»1. Cuando no existe una causa externa o interna mor-
bígena que asalte nuestro organismo y que ponga en mo-
vimiento las fuerzas reactivas de defensa.
»2. Cuando no existe por parte del organismo agre-
dido un mínimo de defensa que se manifiesta por reaccio-
nes eficaces o, por lo menos, en tentativas de reacción
contra la causa morbígena.
»Por consiguiente, si falta uno de estos factores —la
ofensa del uno y la defensa del otro— no hay enfermedad,
ya que las alteraciones morfológicoestructurales o funcio-
nales que constituyen el estado patológico son la expre-
sión y la consecuencia de un estado de lucha entre un
agresor y un agredido.»
Ante esta larga definición y sus matices, aun en el
supuesto de aceptarlos todos, busqué mayor información
médica para comprobar las semejanzas y las diferencias
atribuibles al estado de embarazo respecto al de enfer-
medad.
El doctor Jesús Molí tuvo la amabilidad de explicarme
que la mujer embarazada tiene un cuerpo extraño dentro

70
de su organismo que se desarrolla a costa de ella, debien-
do provocar una reacción de rechazo, de defensa contra
él, como cualquier organismo se defiende contra todo
cuerpo extraño que entra en él. Todos tenemos anticuer-
pos para protegernos, y como los cromosomas son los que
fabrican los anticuerpos, en el caso del embarazo, la mitad
de los cromosomas del hijo son del padre, y por tanto fa-
brican anticuerpos diferentes de los de la madre. La madre
sólo ha dado la mitad de los cromosomas, que tienen sus
mismos anticuerpos, en consecuencia la madre podría tener
reaciones muy violentas en contra de los anticuerpos del
hijo. Así se desencadena la incompatibilidad producida por
el factor Rh negativo en la sangre de la madre, cuando la
del hijo es positiva. Entonces la madre fabrica anticuer-
pos, tiene una respuesta inmunológica contra el anticuerpo
Rh que tiene su hijo y ella no. La eclampsia por ejemplo
es una respuesta inmunológica. Se puede suponer que hay
unos anticuerpos fetales del niño, no conocidos de la madre
que penetran en la circulación de la madre y entonces el
organismo de ésta pone en movimiento un mecanismo de
respuesta contra estos antígenos.
El doctor Molí nos aclara: «Una mujer embarazada tie-
ne unos riesgos infinitamente superiores a una mujer no
embarazada. Al final tuvo que aceptarse, por una eviden-
cia estadística clarísima, la falta de lógica de la prohibi-
ción de los anovulatorios porque pudieran perjudicar a
la mujer, ya que en realidad suponían un riesgo infinita-
mente inferior al del parto. La posibilidad de la trombo-
flebitis, que es el riesgo más importante de los anovula-
torios, en una mujer embarazada es de un porcentaje im-
portante, en comparación con el del anovulatorio que re-
sulta absolutamente insignificante. Pero también los ries-
gos de la embarazada son muy altos en muchas cosas, por
lo que me parece arriesgado decir que la mujer durante
el embarazo se encuentra en un estado de salud y no de
enfermedad..., pero de lo que no cabe duda es de que la
mujer gestante se encuentra en una situación expuesta a
sufrir procesos patológicos, de los que incluso le puede
derivar la muerte, procesos que son características del
embarazo y que una mujer que no esté grávida no puede
sufrir...
»La verdad es que el niño es un cuerpo extraño en el
organismo de la madre, y lo que todavía no se comprende
es cómo se puede mantener el feto durante nueve meses

71
sin que sea rechazado por la madre. Evidentemente, la
mujer gestante tiene unas defensas contra sus propios
organismos inmunológicos, lo que significa que durante
este período de tiempo la mujer se encuentra en un
estado de inmunosupresión. Da una determinada respues-
ta inmunológica, poco agresiva, es decir que se encuen-
tra indefensa para responder contra enfermedades comu-
nes, que la afectarán con mayor facilidad y gravedad que
a la mujer en estado normal.»
«Al mismo tiempo la necesidad que tiene la madre de
hierro y calcio, para formar al hijo, no puede ser propor-
cionada por ninguna dieta. Hay que tener en cuenta que
la madre fabrica todos los glóbulos rojos del hijo, y si la
madre no toma una gran cantidad de hierro durante los
últimos meses del embarazo, acaba con una anemia impor-
tantísima, y de la misma manera debe fabricar los huesos
del niño, a costa de sus propias reservas, con lo que al
terminar el embarazo, tendrá una carencia notable de
calcio.»
Pero ningún médico tendrá la honestidad suficiente
para explicarle la verdad de su estado a la mujer emba-
razada. Evidentemente, nos dirán, para no asustarla,
con lo que cualquier riesgo aumentaría. Pero las muje-
res un día les preguntaremos: ¿Y no será porque de ha-
ber sabido algo más sobre nosotras mismas quizá nos
hubiéramos negado a seguir siendo máquina de reproduc-
ción? Los médicos han cumplido el papel represor contra
la mujer con toda perfección. Han aportado los datos cien-
tíficos, allí donde ya las normas morales o religiosas se
encontraban desprestigiadas. Y si hoy pocas mujeres, en
los países industrializados, siguen teniendo hijos porque
Dios lo manda, o es la obligación primera de una mujer,
o es lo que espera de ella su marido y le hará feliz tener
muchos hijos, en cambio se puede engañar a un número
importante de muchachas «progres» y «liberadas» expli-
cándoles que «el embarazo no es una enfermedad» y que
«en muchas ocasiones, el embarazo deja el organismo en
mejor estado que lo encontró». Para ello también sirven
falacias diversas, apoyadas por incompletas o falsas esta-
dísticas, como hablar de los efectos beneficiosos de la
maternidad respecto al cáncer de útero y de mama. Y
así, la mujer que salvándose del lavado de cerebro de
cualquiera de las religiones, haya podido establecer su
criterio, un poquito independiente, respecto a la necesi-

72
dad de tener hijos, de «dárselos» a su marido, o de ser
mejor considerada socialmente por una maternidad nu-
merosa, quizá caiga en aceptar que «a pesar de todo» te-
ner un hijo es una experiencia «maravillosa», que como
sólo ella puede experimentar vale la pena hacerlo, y como
en todo caso «el embarazo es un estado normal» y «sin
problemas han parido todas las mujeres», y «bien que se
encontraron después», y si no mira «las gallegas y las
asturianas», y después de parir se van a ordeñar las va-
cas «tan contentas», y que «si esperar un hijo, es moral-
mente un acontecimiento excepcional, físicamente, por el
contrario, es un acontecimiento normal». 5
A pesar de todo los autores de los tratados divulga-
tivos, so pena de poder ser acusados de embusteros se ven
obligados a hacer un somero relato de las «molestias del
embarazo» como las llaman, para que las mujeres las ten-
gan en cuenta... Más para conocimiento curioso, que por
necesidad.
Pernoud explica: «Sin embargo, muy a menudo, estas
transformaciones traen consigo algunos trastornos que,
en conjunto, son más molestos que graves.» 6 Veamos
pues, cuáles son estos trastornos, «más molestos que gra-
ves», a la luz de la ciencia médica.
Las primeras de la lista de las molestias habituales del
embarazo son las náuseas y vómitos, en lo que coinciden
todos los médicos. Es típico su comienzo entre la prime-
ra y segunda falta menstrual y continúan hasta eí cuarto
mes de gestación. Las náuseas y vómitos suelen ser peo-
res por la mañana, pero a veces prosiguen durante todo
el día. Los médicos afirman que la génesis de las náuseas
y vómitos no está clara. Hellman y sus compañeros dicen
que es posible que la causa sean los cambios hormonales
del embarazo. «La gonadotropina coriónica, por ejemplo,
ha sido implicada sobre la base de que sus niveles son
bastante elevados durante eí tiempo que son más comunes
las náuseas y los vómitos. Además, en los casos de mola
hidatiforme, en la cual es típico que los niveles de gona-
dotropina coriónica sean mucho más altos que en el em-
barazo normal, las náuseas y los vómitos están general-
mente muy exagerados.» 7

5. Pernoud, Laurence, Ob. cit., pág. 17.


6. Id., pág. 18.
7. Id., pág. 19.
73
El problema que parece hoy insoluble, sería mucho más
fácil de resolver si los médicos prestaran más atención a
cuestiones tan simples como los trastornos derivados de
determinados anovulatorios, cuyo uso continuado produ-
ce a la paciente «náuseas y vómitos matutinos», y cuyo
tratamiento consiste en la hormona produciendo en el
organismo femenino una situación igual a la del emba-
razo, como reza el prospecto del producto Ovulen.
Pero esto no obsta para que los autores de «Serás
madre» tengan la desfachatez de contarle a las futuras
madres: «Estos trastornos entran en el cuadro de los
fenómenos que se definen como fenómenos de origen
simpático. Esta expresión tiene origen en la palabra "sim-
patía" (sim-conjunto, panos-morbo), que significa sinergia
morbosa... en la nomenclatura anatómica, se da el nom-
bre de "sistema nervioso simpático y parasimpático" a una
parte muy importante del aparato nervioso que rige las
funciones vegetativas, involuntarias, de nuestro organis-
mo...» 8
Lo que, traducido al lenguaje vulgar y despojado del
aire pseudocientífico con que lo han adornado los autores
del tratado, quiere decir que la mujer embarazada vomita
porque está nerviosa. No se atreven a añadir «histérica»,
para no ofender demasiado.
Pero así lo expresan claramente en este feliz final del
párrafo: «Visto que estas manifestaciones dependen de
un perturbado equilibrio nervioso, resulta fácil explicar
cómo pueden ser influidas por una particular actitud psí-
quica de la gestante. Por ejemplo, en la mujer que no ve
con agrado su estado de gravidez, por un mecanismo in-
consciente estos fenómenos "simpáticos" adquieren una
especial intensidad, sobre todo las náuseas y el vómito...» 9
Ya lo sabemos, pobres y desquiciadas mujercitas, siem-
pre a vaivén de nuestro desequilibrado estado nervioso.
¿Qué la hormona gonadotropina coriónica crece como
consecuencia del embarazo, todavía sin que los sabios mé-
dicos sepan por qué o cómo, y que además nuestro orga-
nismo intenta desprenderse del cuerpo extraño que le su-
pone el feto, provocando una reacción inmunológica que
debe necesariamente producir multitud de trastornos?

8. Miraglia, F., Ob. cit., pág. 114.


9. Miraglia, F., Ob. dU, pág. 115.

74
¡Nada, todo son pamplinas de niñas caprichosas! Nuestro
sistema simpático, tan desequilibrado siempre.
La diarrea y el estreñimiento son también «muy fre-
cuentes durante el embarazo» afirman todos los tratados.
Pernoud nos explica que «incluso en mujeres que no lo
han padecido nunca, debido a que los músculos del in-
testino se relajan. En la mayoría de los casos, se debe a
que el útero, al comprimir el intestino, impide que éste
funcione normalmente». 10 Pero los sabios autores de «Se-
rás madre», añrman que este fenómeno (el estreñimien-
to) se relaciona, en parte, con la acción biológica de las
hormonas del «cuerpo lúteo», y en parte con el desequi-
librio psiconeurovegetativo. ¡Ya tenemos de nuevo la ex-
plicación psicosomática!
Para los médicos italianos, la embarazada es más o me-
nos una enferma mental, sin que los problemas derivados
de las hormonas del cuerpo lúteo y de la presión del feto
en los intestinos tengan ningún interés científico... Mien-
tras el señor Pernoud, que ha afirmado unas páginas an-
tes, que el embarazo no es una enfermedad, nos advierte:
«No deben descuidarse ni la diarrea ni el estreñimiento,
ambos son síntomas de una afección intestinal que en las
mujeres embarazadas puede dar lugar a una colibacilosis
urinaria, enfermedad que se debe evitar a toda costa.» "
Sin comentarios.
Hellman cuenta que la lumbalgia aqueja con cierta in-
tensidad a la mayoría de las mujeres embarazadas. Pero
tampoco sabe por qué. Las varicosidades se presentan
también muy a menudo durante el embarazo, y adquieren
mayor desarrollo a medida que avanza la gestación, au-
menta el peso y se prolonga el tiempo de permanencia en
pie. Pero también pueden producirse varicosidades de
la vulva. Tanto éstas como aquéllas, algunas veces han de
ser operadas antes o después del embarazo. Las varico-
sidades de las venas hemorroidales aparecen generalmen-
te por primera vez durante el embarazo, pero más a me-
nudo, el embarazo provoca una exacerbación de los sín-
tomas previos. El desarrollo o la agravación de las hemo-
rroides durante el embarazo, está relacionado con la pre-
sión aumentada en las venas hemorroidales, causada por
la obstrucción del retorno venoso debida al gran útero

10. Pernoud, Ob. cit., pág. 20.


11. Miraglia, F., Ob. cit., pág. 116.

75
grávido, así como por la tendencia al estreñimiento du-
rante la gestación. La trombosis de la vena hemorroidal
causa a veces un dolor considerable, de tal modo que es
preciso extraer el coágulo, por incisión de la pared de la
vena afectada con bisturí, con anestesia local.
Y continúa contando que, la hemorragia de venas he-
morroidales, determina en ocasiones una pérdida de san-
gre suficiente para causar una anemia ferropénica. La
pérdida de 15 cm.3 de sangre ocasiona una pérdida de
6 a 7 mg. de hierro, una cantidad igual a las necesidades
diarias de hierro durante la segunda mitad del embarazo.
La pirosis es otra de las molestias más corrientes en
las mujeres gestantes, y suele ser causada por el reflujo
del contenido gástrico ácido hacia la parte inferior del
esófago. Hellman dice que la mayor frecuencia de regurgi-
tación durante el embarazo se debe «muy probablemente
al desplazamiento hacia arriba y compresión del estómago
por el útero, combinado con una disminución de la movi-
lidad gastrointestinal». La salivación excesiva es otra de
las molestias del embarazo. Pernoud cuenta que acom-
paña a veces a las náuseas y puede llegar en algunos casos,
a 1 ó 2 litros. La deglución constante que provoca esta
excesiva salivación obliga a tragar aire en cantidad. Y
añade que hay que «tomarla con paciencia, pues, por des-
gracia, los remedios prescritos son casi siempre inefica-
ces». Y Hellman aconseja, que debería indagarse la exis-
tencia de esta causa y eliminarla, en caso positivo,
Otros trastornos en los que suelen coincidir todos los
médicos, son los urinarios, debidos a la presión del útero
sobre la vejiga con el riesgo, si se sufre de estreñimiento,
de padecer una pielonefritis, de la que dice nuestro opti-
mista Pernoud «es una enfermedad muy grave que puede
dañar al riñon y tiene importantes repercusiones, como
accidentes de hipertensión y de toxemia en posteriores
embarazos». 12 Los trastornos cardiorespiratorios y ahogos,
dolores de cabeza, calambres y hormigueos, producidos
tanto por la falta de vitaminas y anemia producto del
embarazo, como por la presión del feto en la caja respi-
ratoria son también muy corrientes. Para tratar la ma-
yoría de los trastornos descritos, la ciencia médica no
dispone hoy de más conocimientos que los de recomendar

12. Pernoud, L., 06. ciU, pág. 22.

76
paciencia y tranquilidad a la paciente, asegurándole, como
no, que después del parto todo habrá desaparecido.
Lo único que los médicos pueden recomendar a la pa-
ciente es una buena dieta alimenticia mediante la que
pueda sobrevivir de la gestación y del trabajo del parto,
sin demasiado daño para su propio organismo. Hellman
explica que gracias a los estudios experimentales, en toda
una variedad de especies animales, se ha acumulado gran
cantidad de datos, especialmente por lo que se refiere a
la rata, y según estos datos la acentuada restricción de
la dieta materna conduce a efectos indeseables en el feto
y en el recién nacido. Los defectos físicos, bioquímicos,
fisiológicos y de conducta suelen intensificarse durante el
período neonatal, salvo, quizá, cuando la madre que ali-
menta al recién nacido no ha sido sometida a una grave
privación nutritiva durante el embarazo.
Durante un embarazo normal con un solo feto, una
ganancia de peso de cerca de 7 kg. se puede explicar a
partir de los evidentes cambios fisiológicos inducidos por
el embarazo. Incluyen un aumento de casi 4.400 grm. de
contenido intrauterino para el feto (3.100 g.) la placenta
(500 g.) y el líquido amniótico (800 g.) además de una
contribución materna de 2.800 g., explicados por los incre-
mentos en los pesos del útero (800 g.) sangre (1.300 g.) y
mamas (600 g.). La moderada expansión del volumen del
líquido intersticial en la pelvis y extremidades inferiores,
directamente atribuible a los incrementos de la presión
venosa, creado por el gran útero grávido, constituye un
hecho normal. En la mujer ambulatoria se añaden proba-
blemente otros 800 a 1.200 g. Por lo tanto existe una base
fisiológica para un aumento de peso materno de unos
8 kilos.
Para la mujer cuyo peso es normal antes del emba-
razo una ganancia de 8 a 10 kg. parece estar asociado con
el desenlace más favorable del parto. En la mayoría de
las mujeres embarazadas este resultado puede lograrse
comiendo según el apetito una dieta bien equilibrada, es
decir, una dieta que incluya una cantidad de carne apre-
ciable y otros alimentos que contienen proteína animal,
verduras frescas, especialmente la hoja verde y fruta.
Rara vez, si es que ocurre, la ganancia de peso materno
debería restringirse deliberadamente por bajo este nivel.
Por tanto la dieta de la embarazada deberá ser rica en
proteínas, ya que a las necesidades básicas de la mujer no

77
embarazada, para la reparación de los tejidos, se añaden
las demandas para el crecimiento del feto, placenta, útero,
y mamas y el volumen hemático materno aumentado. El
«Food and Nutrition Board» recomienda para la mujer no
embarazada de talla media, un consumo de proteínas por
día de 0,9 g. kg. o sea unos 55 g. por día. La adición de
10 g. de proteínas por día, se recomienda durante el
embarazo.
Los requerimientos de calcio, fósforo, hierro y yodo
durante el embarazo son muy superiores a los de la mu-
jer normal. Dado que el contenido en calcio del feto a
término es de unos 25 g. se requiere una utilización pro-
medio de 0,8 g. diarios durante todo el embarazo. De los
800 mg. de hierro aproximadamente transferidos al feto
y a la placenta o incorporados a la masa de hemoglobina
materna en expansión, casi todos se utilizan durante la
última mitad del embarazo. Durante ese tiempo los re-
querimientos de hierro promedio son de unos 6 mg. al
día impuestos por el embarazo en sí, además de casi 1
mg. para compensar la excreción materna o un total de
unos 7 mg. de hierro al día. Muy pocas mujeres tienen
reservas de hierro suficientes para suministrar esta can-
tidad, además la dieta contiene rara vez hierro suficiente
para satisfacer esta demanda. Y al mismo tiempo ingerir
algo más de hierro de fuentes alimenticias significaría
proporcionar simultáneamente un exceso indeseable de
calorías. El Departamento reconoce que, debido a las pe-
queñas reservas de hierro, la mujer embarazada rara vez
será capaz de satisfacer las necesidades de hierro impues-
tas por el embarazo.
La gestante por tanto deberá consumir diariamente
una proporción adecuada de carne, huevos, leche, queso,
cereales, legumbres, hortalizas, tubérculos, frutas, merme-
lada, miel y leche. Añadiendo aceite de oliva, mantequilla,
y agua, a la que habrá que sumar la proporción de hierro,
calcio y vitaminas químicas, para compensar el desequi-
librio producido por el embarazo. ¡Y ay de la que no pue-
da seguir esta dieta...!
Además de la dieta es necesario observar determinadas
reglas, detalladas por los médicos, respecto al ejercicio,
que no debe fatigar en exceso, los viajes en coche, en
avión, en barco, en bicicleta o moto, absolutamente prohi-
bidos, y el trabajo. Hellman explica que se calcula casi
en un tercio de todas las mujeres en edad de procrear de

78
los E.E. U.U., las que desempeñan en la actualidad un em-
pleo, y que incluso proporciones mayores de las mujeres
menos afortunadas socieconómicamente trabajan. Y aña-
de que «se evitará cualquier ocupación que someta a la
mujer embarazada a esfuerzos físicos graves. En realidad
ningún trabajo o juego debería prolongarse hasta el ex-
tremo de causar fatiga».13 Miraglia dice que «atienda sus
ocupaciones evitando permanecer demasiado tiempo de
pie y evitando llegar al fin de la jornada en un estado de
agotamiento. Abandone su habitual trabajo de oficina o
de fábrica al llegar al séptimo mes, y desde ese momento,
ocúpese tan sólo de sí misma y de su casa».14
La gestante debe abstenerse del cansancio excesivo, del
baile, de los viajes largos en automóvil, de fumar, de be-
ber cualquier clase de bebida alcohólica, de bañarse en
bañera, por miedo a que penetren en el útero bacterias
del agua, y hasta de realizar el coito, que en los últimos
meses podrían dar lugar a la rotura de las membranas y
precipitar un parto prematuro. ¡Y a pesar de todo dirán
que el embarazo no es una enfermedad, sino un proceso
normal...!
Pero hasta aquí sólo he descrito las transformaciones
habituales en un embarazo «normal». Para los investigado-
res honestos y algo curiosos dejo el trabajo de averiguar
el porcentaje real en el que se producen estos embarazos.
Quizá dentro de unos años se compruebe que muy pocos,
entre todos los que sufren las mujeres de todo el mundo,
se llevan a término sin más trastornos que los que hemos
descrito. Y que la mayoría, todas las demás en realidad,
sufren anomalías más graves, que conducen a partos dis-
tócicos, gravísimos o mortales, sólo resolubles por la vía
de la cirugía, o desembocan en un aborto o una enferme-
dad difícilmente curable. Sobre todo las de países subali-
mentados, que han sido además maltratadas desde niñas
y especialmente a partir de la pubertad. Todas aquellas
que han sufrido la cliteridectonía o la infibulación, las que
han tenido una dieta pobre durante el embarazo, las que
padecen raquitismo y otras enfermedades de los huesos,
las que han intentado dar a luz solas o con la ayuda de
otra mujer tan ignorante como ella en el abandono de
la casa conyugal, etc. Estudiaremos algunos ejemplos más

13. Hellman, Louis M., Ob. cíí., pág. 294.


14. Miraglia, F., Ob. cit., pág. 142.

79
adelante, para grabarnos en la cabeza, de una vez por to-
das, que poblaciones enteras en África, en Asia, en Amé-
rica Latina, padecen éstas y muchas otras enfermedades,
de forma endémica, y sus mujeres dan a luz en aquéllas
y peores condiciones.
Hellman y Pritchard explican que la gestación normal
se caracteriza por profundas alteraciones hemodinámicas,
metabólicas y hormonales, acompañadas de un aumento
sustancial en los líquidos corporales. En esta fase pueden
presentarse trastornos hipertensivos en la gestación, que
se asocian algunas veces con proteinurias, edema, convul-
siones, coma, u otros síntomas, aislados o en combinación
con ellos. La causa de estas alteraciones que constituyen
la preeclampsia y la eclampsia, siguen siendo discutidas
por los médicos. Dice Hellman que se han lanzado tantas
ideas referentes a la causa de la eclampsia que Zweifel
la llamó la «enfermedad de las teorías». El propio Hellman
dice que la causa de la preeclampsia, la eclampsia e hi-
pertensión esencial es desconocida a pesar de las décadas
de investigaciones intensivas que han transcurrido, y per-
manece entre los problemas importantes tocológicos que
no han podido ser todavía resueltos. Y, sin embargo, para
desgracia de las madres, «los trastornos hipertensivos en
la gestación son complicaciones corrientes del embarazo,
que aparecen en un 6-7 °/o de todas las gestaciones avan-
zadas. Forman la gran tríada de complicaciones (Hemo-
rragia, hipertensión, sepsis) responsable de la mayor par-
te de muertes maternas y explican casi 1/5 de los falle-
cimientos maternos que acontecen cada año en USA. Como
causa de muerte perinatal son incluso más importantes,
ya que una estimación conservadora considera que por lo
menos todos los años, en Estados Unidos, la cifra ascien-
de a 25.000 entre nacidos muertos y muertes neonatales
que son el resultado de trastornos hipertensivos».15*
A partir de esta terrorífica estadística, sólo de Estados
Unidos, es decir, del país más avanzado en técnica y me-
dicina del mundo, podemos hacernos una idea aproxi-
mada de las cifras de muertes maternas y neonatales de
Europa, África, Asia y América Latina. Pero nadie las
conoce, y mucho menos las proporcionará a las víctimas.
Veamos pues, para poder mejor juzgar después, en qué
consisten estos mortíferos trastornos de hipertensión, que
15. Hellman, L., Ob. cit., pág. 599.
* Badía da la cifra de 1 a 29 %.

80
sólo se producen en la embarazada. Según el criterio del
doctor Jesús Molí, antes citado, la eclampsia podría ser
una reacción inmunológica de la madre contra el feto,
pero ésta también no deja de ser una nueva teoría. La
realidad única que conocemos son los síntomas que mani-
fiestan la enfermedad.
Siguiendo siempre el tratado de obstetricia de Hellman
y Pritchard, sabemos que el síndrome hipertensivo agudo
y específico de la gestación es peculiar de la mujer em-
barazada o puérpera, aunque ocasionalmente puede apa-
recer en otros primates. Es con preferencia una enferme-
dad de nulíparas jóvenes. En la fase no convulsiva, la en-
fermedad se denomina preeclampsia, la adición de con-
vulsiones y coma la convierte en eclampsia. El «Kings
Country Hospital», de Nueva York, en las observaciones
efectuadas durante diez años entre pacientes pobres, de
1958 a 1967, dio un índice de 24,6 % de muertes por pree-
clampsia sobreañadida a hipertensión crónica, un 5,7 %
de muertes causadas por preeclampsia, 17,7 % por eclamp-
sia, 9 % por enfermedad hipertensiva crónica, y un 4,8 %
no clasificado. Aunque nuestros autores nos advierten que
la frecuencia relativa de preeclampsia y enfermedad vas-
cular hipertensiva crónica varía ampliamente de un hos-
pital a otro, ya que depende sobre todo de la persona que
formula el diagnóstico. Por ejemplo, la relativa frecuencia
de preeclampsia oscila de un 39 a 90 % entre los 8 hospi-
tales reseñados en la primera tabla de la monografía de
Díeckmann. Esta amplia discrepancia se explica, en parte,
por la diferencia de criterio y clasificaciones utilizadas y
en parte por las variadas proporciones de pacientes ne-
gras entre un hospital y otro, ya que la enfermedad hiper-
tensiva predomina en la raza negra.
La preeclampsia es ante todo una enfermedad de la
primera gestación. Puede aparecer en embarazos posterio-
res, pero cuando aparece es debido a factores predispo-
nentes, tales como hipertensión anterior, diabetes, o gesta-
ción múltiple. El síntoma más precoz y cierto de la pree-
clampsia, en la mayoría de los casos es la hipertensión
aguda, anunciada a menudo por una tendencia de la ten-
sión sanguínea a elevarse. El siguiente síntoma en orden
de importancia es el rápido y excesivo aumento de peso.
En muchos casos, éste es el primer síntoma. La repentina
y excesiva ganancia de peso en la gestación es atribuible
casi siempre a la retención anormal de líquido y es de-

81
mostrable, por lo común, antes de que aparezcan los sig-
nos visibles del edema, tales como hinchazón de párpados
y de los dedos. La proteinuria es también un hallazgo
común en la preeclampsia. Estos tres precoces e impor-
tantes síntomas de preeclampsia (hipertensión, aumento
de peso y proteinuria) son alteraciones de las cuales la
enferma no se ha dado cuenta. Más adelante, cuando la
paciente eclámpsica desarrolla síntomas y signos que ella
misma puede detectar, tales como cefaleas, trastornos vi-
suales, hinchazón de párpados y dedos, el proceso ya sue-
le estar avanzado y se ha perdido mucho tiempo.
La cefalea es rara en los casos leves, pero es cada vez
más frecuente en los grados más graves. Asimismo el do-
lor epigástrico y los trastornos visuales, que van desde
un ligero enturbiamiento de la visión hasta la ceguera que
acompaña con frecuencia a la preeclampsia. Del pronós-
tico inmediato para la madre depende casi del todo la
eventual aparición de una eclampsia. Si aparece la eclamp-
sia el pronóstico se agrava inmediatamente, ya que el ín-
dice de muertes por eclampsia en Estados Unidos se apro-
xima al 5 por ciento.
Y Hellman y Pritchard aseguran que «el único trata-
miento específico de la preeclampsia consiste en la termi-
nación del embarazo. Existen dos principales razones que
aconsejan la pronta aparición del parto, la prevención de
las convulsiones y de la muerte fetal. La "abruptio pla-
centae" presenta peligros adicionales para la madre y el
niño». Piénsese, en consecuencia, la cantidad de muertes
maternas ocasionadas en los países donde el aborto está
prohibido, por negativa del médico a interrumpir el em-
barazo ante la aparición de la preeclampsia. Pero esta es-
tadística también se halla prohibida, por lo que las ma-
dres tratadas según los principios de la religión y del po-
der de Estados machistas sin disimulo, ni siquiera saben
que si en su país el aborto está prohibido, no lo está el
crimen de dejar morir a la madre (y por supuesto al hijo).
La eclampsia, la fase más grave de la enfermedad, se
caracteriza por la aparición de convulsiones clónicas y
tónicas durante las cuales hay una pérdida de conciencia
seguida por un estado de coma más o menos prolongado.
El resultado, es a veces, la muerte. La palabra «eclampsia»
se deriva del término griego empleado por Hipócrates
para designar un proceso febril de comienzo repentino.
La palabra significa resplandor o brillantez súbita y se

82
refiere al carácter fulminante de la enfermedad. La inciden-
cia de esta enfermedad en todos los Estados Unidos es
probablemente de 1 por cada 1.500-2.000 partos, pero exis-
ten amplias desviaciones de esta cifra en las distintas po-
blaciones y países.
Hellman dice que la eclampsia es casi siempre previ-
sible y, por tanto, es menos frecuente y causa menos
muertes en las poblaciones en las que la mayoría de mu-
jeres se someten a los adecuados cuidados «ante partum».
La eclampsia es más frecuente en nulíparas que en mul-
típaras, en una proporción de casi 3 a 1. «En la práctica
todas las estadísticas, excepto las correspondientes a muer-
tes, se derivan de las experiencias hospitalarias. En mu-
chas zonas del mundo y algunas de los Estados Unidos
existen numerosos casos de mujeres que planean tener el
parto en el hogar y que, debido a la aparición de la eclamp-
sia, se ven obligadas a viajar muchas millas hasta llegar
al hospital...» Y estos mismos autores nos describen así
la enfermedad:
«El ataque puede presentarse en cualquier momento, a
veces aunque la paciente esté durmiendo. Si está despier-
ta, el primer síntoma de convulsión inminente consiste en
una expresión fija de los ojos y el giro sostenido de la
cabeza hacia un lado. Suele existir midriasis y, con menor
frecuencia, miosis. Los movimientos convulsivos se inician
alrededor de la boca en forma de sacudidas faciales. Esta
fase de invasión de la convulsión dura solamente unos po-
cos segundos.
»En seguida todo el cuerpo se pone rígido, debido a
una contracción muscular generalizada. La facies se dis-
torsiona, los ojos se colocan en protrusión, los brazos se
flexionan, las manos se cierran fuertemente y las piernas
están rígidas. Teniendo en cuenta que todos los músculos
del cuerpo se hallan ahora en estado de contracción tó-
nica, esta fase puede considerarse como la fase de con-
tracción que se prolonga durante 15 a 20 segundos.
»De repente las mandíbulas empiezan a abrirse y ce-
rrarse en forma violenta, lo mismo que los párpados. Los
demás músculos faciales y luego todos los otros músculos
del cuerpo se contraen y relajan de manera alternativa en
rápida sucesión. Tan poderosos son los movimientos mus-
culares que la paciente se cae a veces de la cama y casi
en todos los casos, a menos que sea protegida, tiende a
morderse la lengua a causa de la violenta contracción de

83
las mandíbulas. Por la boca se expulsan exudados cons-
tituidos por saliva espumosa y sanguinolenta. La cara está
congestionada y enrojecida y los ojos aparecen inyecta-
dos en sangre. Pocos cuadros clínicos son tan espectacu-
lares. Esta fase, en la que los músculos se contraen y re-
lajan alternativamente, se llama fase convulsiva, y puede
durar hasta un minuto. Poco a poco los movimientos mus-
culares se vuelven más pequeños y menos frecuentes, y
por último la paciente se mantiene quieta y acostada en
la cama.
»En el transcurso del ataque, el diafragma queda fijado
la respiración se detiene. Durante unos pocos segundos
parece que la mujer está muriéndose por paro respirato-
rio, pero justo cuando parece inevitable un pronóstico fa-
tal, la paciente efectúa una inspiración profunda y se
reanuda la respiración. A continuación se instaura un
coma. La enferma no recuerda nada de la convulsión c,
¿n todo caso, de lo ocurrido inmediatamente antes o des-
pués de la misma. Cuando el trastorno aparece en la úl-
tima parte del parto o durante el puerperio, sólo es po-
sible observar una sola convulsión. Sin embargo, más a
menudo, la primera convulsión constituye el heraldo de
otras, las cuales pueden variar en número de 1 ó 2 de los
casos leves hasta 10-20 o incluso 100 o más en los casos
graves, acortándose los intervalos entre ellas en propor-
ción inversa al número. En casos raros, las convulsiones
se siguen una a otra con tanta rapidez que la paciente
parece hallarse en una convulsión prolongada y casi con-
tinua.
»La duración del coma es bastante variable. Cuando
las convulsiones son escasas, la paciente suele recuperar
la conciencia después de cada ataque. En casos graves, el
coma persiste de una convulsión a otra y puede aparecer
la muerte antes que la paciente despierte. En casos ra-
ros, una sola convulsión puede ir seguida por un coma
profundo del cual la paciente no sale aunque, por regla
general, la muerte no aparece hasta después de la repeti-
ción frecuente de los ataques convulsivos. La causa inme-
diata de la muerte es casi siempre edema pulmonar, apo-
plejía o acidosis, aunque si la muerte se retrasa varios
días puede ser atribuida a una neumonía por aspiración,
degeneración hepática grave, o insuficiencia renal aguda.
»Aun cuando las convulsiones son, con mucho, la ma-
nifestación clínica más sorprendente de la eclampsia, ra*

84
ras veces faltan si la paciente fallece en estado de coma y
presenta en la autopsia las correspondientes lesiones re-
nales y hepáticas...
»...En eclampsia "ante partum" el parto empieza, por
regla general, después de un corto tiempo, y progresa con
rapidez hasta su término, a veces antes de que los asis-
tentes hayan advertido que la paciente está teniendo con-
tracciones. Si el ataque aparece durante el parto, las con-
tracciones suelen aumentar en frecuencia e intensidad, de
manera que la duración del parto se acorta. Si se aplica
un tratamiento adecuado, puede esperarse una mejoría
después del parto con desaparición de las convulsiones.
No es raro que el parto no sobrevenga, pero la mejoría se
produce, cesan las convulsiones, desaparece el coma y la
paciente recupera su sentido de orientación. Esta mejoría
puede continuar durante varios días o más, proceso cono-
cido con el nombre de eclampsia intercurrente. Se ha
dicho que estas pacientes pueden recuperar del todo la
normalidad con desaparición completa de la hipertensión
y proteinuria, pero en nuestra experiencia este hecho es
muy raro. Aunque las convulsiones y el coma pueden desa-
parecer por completo y la presión sanguínea y la protei-
nuria disminuir hasta cierto grado, estas pacientes sue-
len continuar presentando hipertensión y proteinuria de-
mostrable. Es probable que hayan retornado simplemente
al estado preeclámptico. No es raro que estas pacientes
después de unos días de aparente mejoría desarrollan de
nuevo convulsiones. Esta segunda crisis puede ser mucho
más grave e incluso fatal. Por consiguiente, es preciso vi-
gilar estos casos de la llamada eclampsia intercurrente,
ya que, a menos que tenga lugar el parto, el retorno de
las convulsiones resulta siempre una amenaza.

»La mejoría suele aparecer de las 12 a 14 horas des-


pués del parto, momento en que las convulsiones empie-
zan a disminuir en frecuencia, para desaparecer luego com-
pletamente. La duración del coma varía desde unas pocas
horas hasta varios días. A medida que la paciente despier-
ta del coma, aparece un estado de agitación semiconscien-
te que a veces se prolonga durante un día. El primer sín-
toma de mejoría consiste en un aumento de secreción uri-
naria. La proteinuria y el edema desaparecen en general
dentro de 4 ó 5 días. La hipertensión persiste de 7 a 10
días, pero en la mayoría de casos la presión sanguínea se
normaliza dentro de las 2 semanas después del parto. En

85
los casos mortales es corriente el edema pulmonar, sobre
todo durante las últimas horas. Puede estar presente tam-
bién en pacientes que sobreviven, pero siempre constitu-
ye un signo de mal pronóstico. En la fase terminal de la
eclampsia mortal aparecen otros síntomas de insuficiencia
cardíaca, especialmente cianosis, taquicardia y descenso
de la tensión sanguínea. Cuando falla el sistema cardio-
vascular, las convulsiones suelen cesar y pueden no apa-
recer ya durante las últimas 6 u 8 horas de vida. En al-
gunos casos de eclampsia, la muerte aparece de súbito,
sincronizada con una convulsión o después de ellas, como
resultado de una hemorragia cerebral masiva.:.
»...E1 pronóstico siempre es grave, ya que la eclampsia
constituye uno de los procesos más perjudiciales con que
tiene que tratar el tocólogo. La mortalidad materna en
la eclampsia ha descendido notablemente en los últimos
30 años, y el proceso en sí mismo se ha vuelto tan raro en
Estado Unidos que ya resulta difícil conseguir series nu-
merosas de casos para su estudio. Kyank y colaboradores
investigaron 1.013 pacientes tratadas en 72 clínicas alema-
nas entre 1957 y 1960, y 510 pacientes tratadas en 97 clí-
nicas húngaras. La mortalidad materna no corregida en
Alemania fue del 5,3 % y en Hungría 3,7 °/o. La mortalidad
perínatal se acercaba antes al 45 %, pero fue de un 19 % en
Alemania, 16,8 % en Hungría y de 17,7 °/o en el Kings
Country Hospital. La disminución de la mortalidad peri-
natal depende, en parte, del aumento en la tendencia a
provocar el parto una vez se han controlado las convul-
siones y la paciente puede responder al tratamiento. En
las series alemanas, el 45 °/o de la mujeres con eclampsia
"ante partum" fue sometido a operación que alcanzó el
63 °/o en Hungría y el 64 % en el Kings Country Hospital.
Aunque el parto precoz se efectúa en interés de la madre,
reduce, además, las posibilidades de muerte fetal que, a
menudo, pesan más que el peligro de prematuridad.
»...Chesley, Annitto y Cosgrove han estudiado en 1966
las 270 mujeres supervivientes de eclampsia excepto dos
de ellas en el Margaret Hague Maternity Hospital asisti-
das en el período de 1931 a 1951. En las mujeres blancas
que habían sufrido eclampsia en su primer embarazo no
se observó un aumento sobre el número previsto de muer-
tes remotas, y sólo 4 de 16 de estas muertes se relaciona-
ron con procesos cardiovasculares. En cambio, las mu-
jeres blancas que habían tenido eclampsia cuando ya eran

86
multíparas y todas las mujeres negras mostraron un nú-
mero de muertes tres veces superior al previsto. Por lo
menos 22 de las 28 muertes se relacionaron con la enferme-
dad cardiovascurrenal, debido al predominio de la enfer-
medad hipertensiva antes de los embarazos eclámpticos.»
La profilaxis, a pesar de su valor, no siempre consigue
éxito. Teniendo en cuenta que la eclampsia es en general,
pero no del todo, previsible, su aparición no siempre in-
dica una negligencia por parte del médico.
Es un hecho reconocido desde hace ya 200 años que
la eclampsia es provocada por la gestación, y que la en-
fermedad desaparece después del parto. Denman escribió
en 1768 que casi todos sus colegas aconsejaban el parto
tan pronto como fuera posible, porque era el único me-
dio de salvar a la madre y al hijo. Sin embargo, observa
que «los hombres más eminentes de nuestro tiempo» no
están de acuerdo con esta opinión y esperan el comienzo
espontáneo del parto. Los más radicales, dilataban el cue-
llo uterino con instrumentos y forzaban la aparición del
parto. Aunque Duhrrssen (1890) se acreditó con la prácti-
ca de incisiones cervicales como medio de facilitar el par-
to, Theobald hace notar que Velpeau las empleó casi 60
años antes. También se utilizó en aquella época, pese a sus
peligros, la cesárea.
La mortalidad materna de casi el 30 % asociada con
el parto forzado y la cesárea aplicada más tarde durante el
siglo xix condujeron a un tratamiento médico más con-
servador. Durante el primer cuarto del presente siglo, los
tocólogos se dividieron en radicales y conservadores, con
algunos que se mantuvieron en la «línea media». En las
revisiones de la literatura del año 1920, la comparación de
la mortalidad materna asociada con los tratamientos ra-
dical y conservador indica que la mortalidad es doble
cuando se efectúa una cesárea inmediata. Plass, por ejem-
plo, contabiliza 4.607 tratamientos radicales con una
mortalidad materna de 21,7 %. La mortalidad de 5.976
casos, en los cuales se aplicó tratamiento conservador, se
mantuvo en un 11,1 %. Holland, después de investigar las
cesáreas practicadas en Gran Bretaña e Irlanda, observa
que la mortalidad en la eclampsia fue 32 %. Edén, anali-
zando los millares de casos recopilados por el Eclampsia
Comitee of the British Congress of Obstetrics and Gyne-
cology celebrado en 1922, confirmó los desastrosos resul-
tados del tratamiento radical. Al final de 1920, el lema fue:

87
tratar la eclampsia médicamente e ignorar el embarazo,
de modo que prevaleció una actitud totalmente conserva-
dora. Las mujeres con eclampsia intercurrente fueron tra-
tadas durante varias semanas con un elevado índice de
nacidos muertos, recidiva ocasional de convulsiones y
prevenible mortalidad materna.
El tratamiento actual de la eclampsia es médico con
aplazamientos del parto hasta que la paciente quede libre
de convulsiones y coma y acidosis.
La conducta generalmente aceptada ante la eclampsia
«ante partum» consiste en retrasar el parto hasta que la
paciente esté libre de convulsiones y coma. Algunas mu-
jeres por supuesto inician el parto de manera espontánea.
En muchas clínicas se intenta inducir el parto median-
te la administración de oxitocina y procediendo, cuando
es posible, a la rotura de membranas. Estos ensayos de in-
ducción suelen tener éxito aunque la cabeza fetal no esté
encajada y las condiciones cervicales no sean favorables.
Si los intentos no consiguen éxito en un corto período
de tiempo, hay que practicar la cesárea.
Como el útero de una paciente con eclampsia es irrita-
ble, con aumento de su actividad espontánea, hipertonía e
hipersensibilidad a la oxitocina, el peligro más común con
el que tiene que enfrentarse la mujer gestante con hiper-
tensión, consiste en la superposición de preeclampsia, y
con la superposición de preeclampsia el pronóstico para
la madre y el niño es más grave. Se pierden casi un 20 °/o
de niños, y la mortalidad materna es de 1-2 %. Un 85 % de
mujeres con hipertensión crónica pueden esperar que su
gestación transcurra sin novedades ni agravación de su
hipertensión. En un 545 % de casos se sobreañade una
preeclampsia de grado variable. Cuando ésta se desarro-
lla, aparece más pronto en estas pacientes que en mujeres
normotensas. En casi un 10 % de casos se presenta hacia
el final del 2.° trimestre. En este caso, el pronóstico para
el niño es muy grave. Si se deja continuar la gestación
ocurre con frecuencia la muerte fetal. Si se llega al mo-
mento del parto éste suele ser prematuro. En resumen,
la mortalidad total perinatal para casos de preeclampsia
superpuesta con hipertensión crónica es alrededor de
un 20 %.
Jones analiza 203 gestaciones aparecidas en mujeres
con hipertensión esencial leve que fueron asistidas en el
parto en el Providence Lyng-In Hospital entre 1939 y 1948.

88
En las gestaciones hipertensivas no complicadas la morta-
lidad perinatal fue del 8,5 % contra un 21,9 % en las ges-
taciones con preeclampsia superpuesta.
Con algunas excepciones importantes, las mujeres con
hipertensión crónica están en condiciones de sobrellevar el
embarazo sin grandes peligros. La gran amenaza es la
preeclampsia sobreañadida pero, incluso en este caso, la
terminación rápida del embarazo suele salvar la vida de la
paciente. No existen efectos residuales de la gestación
sobre la enfermedad vascular, siempre que no se super-
ponga la preeclampsia. Si ésta se asocia con la vasculopa-
tía, pero se corrige rápidamente con un tratamiento ade-
cuado, el pronóstico continúa siendo el mismo. Sin em-
bargo, hay excepciones importantes.
1. Las pacientes con hipertrofia cardíaca o alteracio-
nes electrocardiográficas se enfrentan con un grave pro-
nóstico en el embarazo, ya que la insuficiencia constituye
la causa más común de muerte en la enfermedad vascular
hipertensiva. En el estudio de Chesley acerca de 35 muer-
tes maternas que se produjeron en relación con la ges-
tación en mujeres con hipertensión crónica, 9 fueron cau-
sadas por fallo cardíaco. Cuando se agrava la hipertensión,
como en el caso de superposición de una preeclampsia,
puede producirse de súbito una carga intolerable o una
dificultad cardíaca.
2. Si la función renal está muy perjudicada, las espe-
ranzas de supervivencia de la madre son muy escasas,
pero incluso la disminución moderada en la función renal
tiene los peores augurios para el embarazo. En un estudio
llevado a cabo por Chesley, entre 82 pacientes con inca-
pacidad de concentración urinaria por encima de 1.022 le
dieron 33 muertes perinatales. En las pacientes incapaces
de concentrarla fue practicado el aclaramiento de la urea.
Se produjeron 11 gestaciones en 11 pacientes en quienes
el aclaramiento fue inferior al 70 °/o. Nueve de los niños
fallecieron, lo que representa un índice de mortalidad
de 81,8 °/o.
3. Las pacientes con antiguos exudados retiñíanos o
hemorragias recientes mostraron también, por lo general,
síntomas de nefropatía o de preeclampsia superpuesta,
pero, sea cual fuere la causa, la presencia de estas altera-
ciones retinianas avanzadas es de tal importancia que me-
recen especial mención.
4. Las pacientes con presión sanguínea inicial de 200

89
o más mm. para la sistólica y 120 mm. o más para la dias-
tólica se enfrentan a un índice de mortalidad materna y
perinatal superior al 50 %, y a una mayor incidencia de
complicaciones que las hipertensas crónicas más leves,
aunque el riesgo de preeclampsia sobreañadida no está
aumentado por los mayores niveles iniciales de la presión
sanguínea.
5. Si en una preeclampsia aparecida en un embarazo
anterior, existió una superposición con hipertensión cró-
nica, las posibilidades de repetición son tan grandes que
pueden hacer muy peligroso otro embarazo. Chesley hace
notar que el índice de recurrencias de una preeclampsia
sobreañadida es del orden del 71 %.
Pues bien, si no padece hipertensión, o si el médico
es advertido a tiempo, o sí, por gracia de la naturaleza
la preeclampsia, o la eclampsia no sobrevienen, a la ges-
tante le parecerá que el embarazo no conlleva ningún pe-
ligro. Y esta misma teoría es defendida por las madres
que han sobrevivido a varios embarazos y partos, la ma-
yoría «naturales», es decir sin intervención quirúrgica, que
no significa exentos de roturas de las membranas, o de
desgarros de la vulva o de la vagina, remendados las más
de las veces en vivo, de los que han quedado inflamaciones
y lesiones, que también las han llevado, al cabo de los
años, al quirófano para remendar las antiguas lesiones.
Mujeres que han sufrido flebitis durante el embarazo,
con una terrible hinchazón de las piernas, moradas y casi
negras, con dificultades terribles de deambulación, o que
han tenido abortos espontáneos sin que se conozcan mé-
dicamente las causas, o que han padecido lipotimias, vó-
mitos incoercibles, salivación, mareos, que han llegado
al final de la gestación con una aguda anemia, carencia
de calcio o pérdida incluso de dientes o del cabello, ano-
malías de las que han tardado años en reponerse, cuando
lo han conseguido, siguen afirmando que la gestación es
una situación «normal» de las mujeres. Para convencer-
las de su verdadero sufrimiento será preciso una larga
labor de concienciación frenada de antemano por el la-
vado de cerebro que continuamente, desde hace siglos,
están realizando los poderes machistas, con todos los me-
dios de que disponen.
Sigamos estudiando el mecanismo de la reproduc-
ción. ¿Es que acaso los riesgos, peligros e inconvenientes
de este trabajo quedan resueltos en las enfermedades y

90
anomalías que hemos descrito? Nuestros buenos doctores
de la Universidad de Nueva York, con ingenuidad y ho-
nestidad, suponemos, nos cuentan con detalle el largo
calvario de la futura madre.
A los riesgos «naturales, estos sí, que provocan el em-
barazo, hay que constatar, como ellos mismos indican, que
una mujer durante el embarazo puede sufrir todas las en-
fermedades capaces de afectarla cuando no está embara-
zada». Y según nos ha contado el doctor Molí, con mayor
incidencia aún que si no lo estuviera, ya que su nivel
inmunológico ha descendido notablemente, hasta dejarla
inerme frente a los agentes transmisores de enfermeda-
des. De tal modo todas las enfermedades infecciosas, mi-
crobianas y víricas, con sus secuelas inflamatorias, la po-
drán afectar con mayor frecuencia y llegar a estados de
más gravedad que si se encontrara en estado normal.
En un breve repaso, que aunque pueda parecer lento
y repetitivo considero indispensable, veamos cuales son
las enfermedades más comunes, que se sobreañaden a los
riesgos normales de la gestación. Con un dato a señalar, que
los doctores Hellman y Pritchard mencionan sin más im-
portancia: «Además, la presencia de la mayoría de las en-
fermedades no impide la fecundación.»
Breve frase que resume todas las miserias a que está
expuesta, y las más de las veces, sufre la mujer. Cuando
una máquina se encuentra estropeada, el mantenedor tie-
ne la obligación de repararla antes de ponerla en funcio-
namiento, de otro modo sería acusado de grave negligen-
cia. Porque una maquinaria con defectos paralizará una
producción defectuosa, que deberá ser desechada y la pro-
pia máquina, por efecto del trabajo excesivo, acabará
por no tener arreglo y será preciso al final prescindir
de ella, con el consiguiente gasto. Pero las mujeres las
producen las propias mujeres y gratis. No es preciso,
por tanto, tener tantas contemplaciones. Si la máquina no
se encuentra en condiciones, si el corazón, los ríñones, el
aparato urinario o el secretor, o el circulatorio o el diges-
tivo, padece anomalías, o se ha contagiado el organismo
con cualquier enfermedad infecciosa, la mujer no está
exenta por ello de su obligación de reproducirse. Mientras
los ovarios funcionen, la fecundidad se realizará, y el man-
tenedor, léase el fecundador, no temerá por ello represión
alguna.
Y no pensemos ya en la reprensión o castigo legal,

91
para quien es tan desconsiderado con el ser humano que
sufre tales condiciones —siempre que nos empeñemos en
considerar a la mujer como un ser humano, calificación
equivocada ya que solamente el hombre merece tal de-
finición— sino por lo menos la advertencia médica. Na-
die le impide al hombre fecundar repetidamente a su sier-
va, sea ésta esposa legal, amante o prostituta. Nada im-
porta que ella se encuentre en baja forma para el tre-
mendo esfuerzo que le supondrá el embarazo y el par-
to. El hombre tiene el derecho a disponer del cuerpo de
las mujeres que le hayan caído en suerte, por tanto
realizara con éstas tantos coitos como le parezcan bien,
y ninguna consideración moral, legal, humana o médica
puede impedírselo.
Si en algún caso, el facultativo, más honesto que otros,
advierte a la pareja de los riesgos de lanzarse a la aven-
tura de una maternidad, el marido (hombre) decidirá,
según su buena o mala intención, interés por la mujer o
por el hijo, malo o bueno humor, si la fecunda o no y
ella no tendrá ninguna posibilidad de negarse. Y en nues-
tro país, y en tantos otros, tampoco podrá rehacer el
entuerto cuando esté hecho. Si queda embarazada pade-
ciendo influencia, rubéola, paperas, infección del tracto
urinario, anomalías del aparato cardio-circulatorio o cual-
quiera de las enfermedades que relaciono a continuación,
no podrá abortar, de la misma forma que tampoco ha
podido antes negarse a la fecundación.
En la descripción de las enfermedades sobreañadidas
al embarazo, o contraídas con anterioridad, los doctores
norteamericanos exponen repetidamente su criterio, que
suele ser práctica corriente en Estados Unidos, de pro-
ceder a la interrupción del embarazo, cuando la mujer
no se encuentre en condiciones suficientemente satisfac-
torias para llevar a término un embarazo con garantías de
supervivencia, tanto de la madre como del feto, o cuando
éste pudiera padecer anomalías que lo hicieran subnormal.
Este criterio está absolutamente proscrito de nuestra
legislación, y lo que es peor de nuestra práctica médica.
Nuestros ginecólogos aplican todos los días su ciencia
para proporcionar cada año unos cuantos miles de niños
subnormales al país, así como para dejar otros cuantos
miles de mujeres tullidas, enfermas, destrozadas psíquica
y físicamente, o en el cementerio. Porque a pesar de la po-
lítica, sabia política, de crecimiento demográfico, llevada

92
a cabo por el régimen fascista español, y que sigue vi-
gente en la actualidad, las consignas que la han hecho
posible no han tenido unos mentores muy sagaces. Se
ha tratado de hacer nacer el mayor número de españo-
litos posible, sin importar la calidad de la producción; el
único objetivo que les ha inducido ha sido el de obtener
la mayor cantidad posible de españolitos.
Que más da que cada año nazcan 50.000 subnormales
en España; el coste de esta producción es mínimo, sobre
todo porque su mantenimiento no está asegurado por el
Estado y porque las mujeres que los fabrican también se
las dan gratis. Siempre es preciso rectificar en detalle el
crecimiento demográfico, y a falta de guerras durante me-
dio siglo, bien está que mueran unas cuantas productoras
y sus mercancías cada año. Pero estoy adelantándome a
los datos que ofrezco más tarde.
Veamos la serie de enfermedades que hacen aún más
penosa la tarea de reproducirse.

INFECCIONES DEL APARATO URINARIO

Cistitis. La cistitis es la inflamación de la vejiga, con-


secuencia casi siempre de una infección bacteriana. Típi-
camente, se caracteriza por disuria, sobre todo al final de
la micción, así como también premura y frecuencia.
Pielonefritis aguda. La pielonefritis aguda es una de
las complicaciones clínicas más frecuentes del embarazo.
No solamente figura esta dolencia entre las causas impor-
tantes de morbilidad materna, sino que la forma aguda
puede también jugar un papel señalado en el desarrollo
normal de la pielonefritis crónica. La pielonefritis aguda
complica el embarazo y el puerperio aproximadamente en
el 2 % de los casos, con una frecuencia igual antes y des-
pués del parto.
Bacteriuria asintomática. El término «bacteriuria asin-
tomática» se utiliza para señalar una activa multiplica-
ción bacteriana dentro del tracto urinario, desprovista de
síntomas de infección urinaria. Esta preponderancia de la
bacteriuria durante el embarazo oscila entre el 2 y el 7 °/o,
y depende del número de partos, raza y posición socioeco-
nómica de las mujeres examinadas.

93
ANEMIAS Y OTRAS ENFERMEDADES DE LA SANGRE

Frecuencia de la anemia. Aunque la anemia está algo


más generalizada entre pacientes pobres, no se limita de
ninguna manera a las mismas. La frecuencia de la ane-
mia durante el embarazo varía considerablemente, depen-
diendo sobre todo de si se toma hierro suplementario en
el transcurso de la gestación. Por ejemplo, en el Parkland
Memorial Hospital los niveles de hemoglobina en el mo-
mento del parto en mujeres que tomaron preparados de
hierro, el promedio fue del 12,4 % g/100 ce, mientras
que se redujo al 11,3 g/ ce/ entre aquellas que no reci-
bieron hierro...

ENFERMEDADES DEL CORAZÓN

Se calcula que las enfermedades del corazón se presen-


tan aproximadamente en el 1 % de los embarazos. El reu-
matismo cardíaco en otros tiempos se atribuyó a la ma-
yoría de las pacientes {Burwell y Metcalfe), pero en años
más recientes las enfermedades congénitas del corazón
han llegado a ser relativamente las más dominantes.
Tratamiento. El tratamiento de la enfermedad cardía-
ca en el embarazo depende de la capacidad funcional del
corazón. En todas las mujeres embarazadas, en especial en
aquellas que sufren enfermedades cardíacas, hay que evi-
t a r el excesivo aumento de peso, la retención anormal del
líquido y la anemia. El aumento del volumen corpóreo
acrecienta el trabajo cardíaco y la anemia, al intensifi-
carse el rendimiento cardíaco compensador también pre-
dispone al fallo cardíaco. El desarrollo de la hiperten-
sión causada por el embarazo es en especial peligroso,
porque en estas circunstancias el rendimiento cardíaco
puede mantenerse solo mediante un aumento del trabajo
cardíaco proporcionado al aumento de tensión arterial.
Al mismo tiempo, la hipertensión es perjudicial, sobre
todo en las mujeres con defectos septales que permiten la
desviación de la sangre.
Durante el embarazo y el puerperio hay que pres-
tar especial atención a la prevención y al diagnósti-
co precoz de la insuficiencia cardíaca. Hay que pres-
cribir un tratamiento especial que asegure un adecua-

94
do reposo a cada paciente. Las indicaciones de Ha-
mil ton y Thomson son con mucha frecuencia adecuadas:
la paciente tiene que descansar acostada 10 horas cada
noche y, además necesita reposar de 1/2 a 1 hora después
de cada comida. Puede permitírsele realizar alguna labor
en el hogar y moverse dentro del mismo, pero hay que li-
mitar la subida de escaleras. Evitará realizar pesados tra-
bajos caseros o salir de compras. De ser posible, otra mu-
jer permanecerá en la casa durante el embarazo, no sólo
para ayudarla en el trabajo del hogar, sino también para
permitir que la mujer embarazada se acueste apenas
sienta que se desarrolla cualquier signo de insuficiencia
cardíaca. En resumen, la mujer embarazada tiene que
aprender a ahorrarse todo esfuerzo innecesario y descan-
sar todo lo que le sea posible. A menudo se ha demostra-
do que la infección constituye un factor importante en la
presentación de la insuficiencia cardíaca. Es preciso ins-
truir a cada mujer acerca de la necesidad de evitar tratos
con personas que padezcan infecciones respiratorias, in-
cluyendo el catarro común cuando comience a manifes-
tarse en ella cualquier síntoma de infección.
Puerperio. Las pacientes que sólo han manifestado
pocos signos de trastorno cardíaco o acaso ninguno en el
transcurso del embarazo, o del trabajo de parto en oca-
siones, decaen después del parto. Por lo tanto, es impres-
cindible que la misma vigilancia cuidadosa que se le dis-
pensó durante el embarazo y parto se continúe durante el
puerperio. La hemorragia postpartum, la infección puer-
peral y el tromboembolismo puerperal son complicacio-
nes graves en estas pacientes.

ENFERMEDADES DEL APARATO RESPIRATORIO

El embarazo causa diversos cambios en el aparato res-


piratorio. El aumento del útero hace que el diafragma se
eleve, que el diámetro torácico transverso aumente, que
el diámetro vertical del tórax disminuya y que el volumen
del aire residual en los pulmones se reduzca. El número
de respiraciones aumenta algo, y, como respuesta a esta
pequeña hiperventilación, el dióxido de carbono del plas-
ma disminuye ligeramente. Durante la última parte del
embarazo, el consumo de oxígeno aumenta aproximada-

95
mente un 25 °/o por encima del normal de las mujeres no
embarazadas.
Neumonía. En general, las mujeres, durante el emba-
razo, toleran menos las neumonitis que causan una apre-
ciable disminución de la capacidad de ventilación pulmo-
nar. Esta generalización parece ser cierta, prescindiendo
de si la causa de la neumonía es bacteriana, viral o quí-
mica. Por otra parte, como se ha señalado en los estudios
sobre enfermedad cardíaca y diabetes, el feto muestra poca
tolerancia a la hipoxia y a la acidosis. Por consiguiente,
es importante que la neumonía se diagnostique tan pronto
como sea posible y que la enferma sea rápidamente hos-
pitalizada a fin de que la enfermedad pueda tratarse con-
venientemente.
Asma. Ésta es una dolencia respiratoria bastante fre-
cuente, y que por lo mismo se encuentra muy a menudo
en las mujeres embarazadas. El embarazo no causa, al
parecer ningún efecto predecible coincidente con el asma
bronquial. En algunas mujeres embarazadas el asma pa-
rece ser un pequeño problema, en otras es algo más que
un problema, y todavía en otras se presenta en la misma
forma que en las no embarazadas.

GLUCOSA

Durante el embarazo, el tratamiento de la diabetes


puede ser más difícil debido a diferentes complicaciones.
Por una parte las náuseas y los vómitos provocan, a ve-
ces, el choque insulínico en mujeres tratadas con insulina,
y por otra parte, causan la resistencia a la insulina, si la
inanición es lo bastante intensa como para producir ceto-
acidosis. Las infeciones en el transcurso del embarazo casi
siempre dan por resultado una resistencia a la insulina y
cetaocidosis, a no ser que la infección se diagnostique
pronto, y tanto la infección como la diabetes sean trata-
das eficazmente. El intenso esfuerzo muscular del trabajo
del parto unido a la ingestión de poco o ningún carbohi-
drato causa, a veces, una intensa hipoglucemia, a no ser
que la cantidad de insulina administrada se reduzca equi-
libradamente o se transfunda por vía intravenosa una
solución de glucosa. Después del parto, las necesidades
de insulina por lo general, aunque no siempre, disminuyen
con rapidez y en grado notable. Con todo, la infección

96
puerperal puede amortiguar este resultado e incluso
aumentar las necesidades de insulina.
Antiguamente se pensaba que el feto disminuía la dia-
betes maternal al producir insulina, la cual pasaba a la
madre en cantidades considerables, a través de la pla-
centa. No existen, sin embargo, verdaderas pruebas de
que el páncreas del feto sea capaz de producir insulina
para la madre en cantidades suficientes para disminuir su
enfermedad en grado apreciable, ni de que la insulina pase
a través de la placenta en cantidades fisiológicas.
La mujer embarazada, aun sin la presencia de diabetes,
es más probable que desarrolle una acidosis metabólica.

EFECTOS DE LA DIABETES SOBRE EL EMBARAZO

La diabetes resulta nociva para el embarazo, de dife-


rentes maneras. Es probable que se encuentren las con-
secuencias siguientes, adversas a la madre: 1) El riesgo
de preeclampsiaeclampsia está aumentado alrededor de
4 veces. Se señala un aumento importante de este riesgo
incluso cuando no existen pruebas de enfermedad vascular
preexistente. 2) La infección se presenta muy a menudo y
es probable que sea más aguda en mujeres con diabetes.
3) El feto, con frecuencia, es muy grande, de modo que su
tamaño puede crear dificultades durante el parto con le-
siones del canal del parto. 4) La propensión del feto a mo-
rir antes del comienzo del parto espontáneo, así como la
posibilidad de distocia, aumenta el número de cesáreas y
los riesgos maternos consecuentes a esta operación. 5) La
hemorragia post partum, después del parto vaginal es más
frecuente que en la población general obstétrica. 6) El hi-
drammios es frecuente y, en ocasiones, la gran cantidad
de líquido amniótico unido a la macrosomía fetal pueden
causar en la madre síntomas cardiorrespiratorios.
La diabetes materna perjudica al feto y al recién na-
cido de diversas formas: 1) La cifra de muertes perinata-
les es considerablemente alta, comparada con la de la
población general. Por ejemplo, en la Universidad de Iowa,
en el transcurso de las tres últimas décadas, el 14,9 % de
los recién nacidos que pesaban 1.000 g. o menos murieron.
El 9 °/o resultó muerto al nacer y el 6 °/o murió durante el
período neonatal (Delaney y Placek). Por otra parte, la
cifra de muertes en años más recientes no difiere de ma-

97
4
ñera ostensible de la registrada en años anteriores. Si bien
la cifra de muertes perinatales está varias veces multipli-
cada, el aborto no es más probable que en la población
general obstétrica. 2) La morbilidad es frecuente en el
recién nacido de madre diabética. En algunas ocasiones,
la morbilidad es consecuencia directa de la lesión del par-
to debida a la macrosomía fetal, con desproporción en-
tre el tamaño del recién nacido y la pelvis materna. En
otras ocasiones, se presenta en forma de trastornos res-
piratorios agudos. 3) Estas anomalías se han encontrado
con alguna mayor frecuencia en fetos de mujeres con
diabetes. 4) Es posible que el recién nacido herede la dia-
betes. 5) La diabetes materna, en algunas ocasiones, pro-
voca déficits neurológicos y fisiológicos en el niño.
Pronóstico materno. En 2 amplias series de embara-
zos diabéticos señalados en Inglaterra por Oakley, la ci-
fra de mortalidad materna fue de 1,4 y 2,8 %, respectiva-
mente.

ENFERMEDADES VENÉREAS

Sífilis. Durante los últimos años ha habido un aumen-


to perturbador en la incidencia de la sífilis, que no permite
dudar de la necesidad de un programa de control intensi-
vo. El embarazo constituye un período durante el cual es
en extremo difícil detectar y tratar la sífilis, a fin de pro-
teger a la madre y a su compañero sexual de las numero-
sas complicaciones de esta enfermedad y, sin embargo, du-
rante la gestación, es de especial importancia tratar cuan-
to antes a la madre y evitar los extensos trastornos pato-
lógicos que caracterizan la sífilis congénita. La necesidad
de programas de vigilancia para detectar y tratar la sífilis
en clínicas obstétricas se recalca en las recientes obser-
vaciones de Coblentz y colaboradores, quienes han seña-
lado un aumento sextuplicado de sífilis congénita en el
distrito de Los Ángeles, donde está el centro médico de la
Uníversity of Southern California. Diez años atrás la in-
cidencia de la sífilis congénita en esta institución era de
2 casos por cada 10.000 nacimientos, ahora es de 12 por
10,000 nacimientos.

98
ENFERMEDADES DEL HÍGADO Y DEL TRACTO ALIMENTICIO

Hepatitis viral. Ya no es posible clasificar la hepatitis


viral y otras hepatitis infecciosas o séricas sobre la base
de una historia de administración parenteral de sangre o
de productos derivados de la sangre. Actualmente se sabe
con certeza que existen dos virus que producen hepatitis.
Cada uno de estos virus es capaz de provocar la hepatitis,
después de la ingestión o administración parental de ma-
terial infectante, y cada uno la produce después de cierto
período bien determinado de incubación (Krugman y
Giles).
Adams y Combes señalaron en el Park Land Memo-
rial Hospital, una muerte materna en 34 casos de hepa-
titis viral como complicación del embarazo. Dos mujeres
abortaron y murieron dos recién nacidos prematuros. Es-
tos resultados son mucho más benignos que los señalados
en otras zonas más sub desarrolladas. Por ejemplo, D'Cruz
y colaboradores de Bombay, India, señalaron una cifra de
mortalidad del 54 °/o entre 143 mujeres embarazadas hos-
pitalizadas puérperas, comparadas con el 26 °/o en muje-
res no embarazadas. Comparadas con los patrones norte-
americanos, las cifras de mortalidad son muy altas para
ambos grupos. Las causas consisten probablemente en la
nutrición y en el hecho de que la hospitalización se re-
serva sólo a las pacientes más graves.
Es importante que la mujer embarazada con hepatitis
sea diagnosticada y tratada mucho antes de que esté mo-
ribunda. Los médicos deben tener en cuenta la posibilidad
de hepatitis en una mujer embarazada que se queja de
náuseas y vómitos. Por desgracia, estos síntomas en oca-
siones son achacados por error al embarazo en sí, más
que a la hepatitis. Como consecuencia de éste, se pres-
cinde del tratamiento de sostén hasta que la paciente está
gravemente enferma.
Hepatosis obstétrica. Descrita con diferentes nombres,
incluyendo ictericia recurrente del embarazo, colestasis
idiopática del embarazo, hepatosis colestática idiopática
del embarazo, hepatosis colestática, e ictericia gravídica,
esta situación se caracteriza clínicamente por ictericia,
prurito o por ambos. Estos cambios desaparecen después
del parto, pero a menudo se presentan de nuevo en em-
barazos subsiguientes o cuando se utiliza un contraceptivo
oral que contenga un potente estrógeno.

99
Cotelitiasis y colecistitis. La mayor frecuencia (2 ó 3 ve-
ces superior) de la colelitiasis en mujeres más que en
hombres hace pensar en una posible asociación con el acu-
mulamiento del colesterol en sangre durante el embarazo.
Hiperemesis gravidarum. Las náuseas y vómitos de in-
tensidad moderada son trastornos generalizados sobre
todo desde el segundo al cuarto mes de gestación. Por
fortuna el vómito lo suficientemente dañino para producir
pérdida de peso, deshidratación, acidosis debida a ham-
bre, alcalosis debida a pérdida de ácido clorhídrico en
vómitos, e hipocalemia se convierte en síntomas raros.
Apenaicitis. La gestación no predispone a la apendici-
tis, pero debido a la general preponderancia de la dolencia,
hay una incidencia de 1 en cada 2.000 embarazos, como
demostró Black en su extensa revisión. El embarazo mu-
chas veces dificulta más el diagnóstico. En primer lugar
la anorexia, las náuseas, y el vómito causados por el em-
barazo son bastante frecuentes. En segundo lugar, a me-
dida que el útero aumenta de tamaño, el apéndice, por
lo general, se mueve hacia arriba y hacia afuera junto al
flanco, de esa forma el dolor puede no ser significativo en
el cuadrante inferior derecho. Tercero, algún grado de
leucocitosis se encuentra en el transcurso del embarazo
normal. Cuarto, especialmente durante el embarazo, otras
dolencias pueden ser fácilmente confundidas con la apen-
dicitis.
Mortalidad materna por apendicitis aguda durante el
embarazo en relación con el tiempo de presentación.

Porcen-
Series Infor- Total Inci- taj e
act. mes dencia Total

Tercer trimestre 6 89 95 26,9 11,5


Parto 2 4 6 1,7 16,7

Obstrucción intestinal. Esta grave complicación del em-


barazo es prácticamente el resultado de la presión del
útero aumentada sobre las adherencias intestinales, resul-
tantes de operaciones abdominales anteriores. En 9 de 10
casos recogidos por Bellingham, Mackey y Winston, existía
una historia de operaciones abdominales previas. Como
recalcaron estos autores, la cifra de mortalidad es más

100
bien alta a menudo por error en el diagnóstico, por diag-
nóstico tardío, resistencia a operar a una mujer embara-
zada e inadecuada preparación para la operación. En el
embarazo, la gran masa de útero, además recostada por
delante de la obstrucción intestinal, puede ocultar los sig-
nos abdominales, y así contribuir enormemente a la difi-
cultad diagnóstica.

OTRAS INFECCIONES VÍRICAS

Rubéola (sarampión alemán). La rubéola, una enferme-


dad de poca importancia en ausencia de embarazo, ha sido
directamente responsable de gran número de pérdidas
perinatales y, lo que tal vez es más lamentable, de graves
malformaciones en el recién nacido. La relación entre ru-
béola materna y malformaciones congénitas graves fue
aceptada en primer lugar por Gregg en 1941.
El diagnóstico de la rubéola es, en ocasiones, bastante
difícil. No solamente los síntomas clínicos de otras enfer-
medades son bastante similares, sino que se presentan
con bastante frecuencia casos subclínicos con viremia y la
posibilidad de infección del embrión y del feto. El diagnós-
tico de rubéola, por consiguiente, sólo se obtiene con cer-
teza mediante el aislamiento del virus, o por la demostra-
ción más práctica del aumento del título de anticuerpos
de la rubéola en el suero. La ausencia del anticuerpo de
la rubéola, demostrado por la inhibición de la hemagluti-
nación, denota una deficiencia de la inmunidad. La presen-
cia del anticuerpo indica una respuesta inmune a la vire-
mia de la rubéola que puede haberse adquirido en cual-
quier momento, desde unas pocas semanas a varios años
antes.
Diferentes estudios han demostrado que desde el 10
hasta aproximadamente el 20 °/o de las mujeres adultas
en los Estados Unidos son susceptibles a la rubéola. En
los Estados del extremo oeste casi del 50 al 75 % de las
mujeres son susceptibles. Es interesante señalar, que sólo
se ha comprobado una relación escasa entre la presencia
o ausencia de anticuerpos de la rubéola y una historia
previa de infección por la misma. Los numerosos informes
en relación con la frecuencia con que se desarrollan gran-
des anomalías fetales, como consecuencia de la rubéola,
son difíciles de interpretar, debido a la falta de precisión

101
relacionada con el diagnóstico previo de la rubéola, que
puede estar equivocado en el 50 % de los casos. Sin embar-
go, la frecuencia de las malformaciones congénitas, es ma-
yor de lo que ciertos informes indican. Es posible que la
rubéola, en el transcurso del primer mes de embarazo, pro-
duzca serias deformaciones en más del 50 % de los em-
briones, cifra que tal vez es aún mayor, si se consideran
los abortos espontáneos. Parece que, en el transcurso del
segundo mes, las cifras disminuyen hasta alrededor del
25 % y, durante el tercer mes aproximadamente, bajan
de nuevo hasta un 15 %.
Es ahora evidente que muchos niños que han nacido
muertos presentan estigmas de infección por rubéola
continuada, intrauterina y neonatal. El síndrome de ru-
béola congénita incluye uno o más de las siguientes ano-
malías: 1) Lesiones oculares, incluyendo cataratas, glau-
coma y otras varias anormalidades, 2) enfermedades car-
díacas, incluyendo «ductus arteriosus patente», defectos
septales, y estenosis de la arteria pulmonar, 3) defectos
auditivos, 4) lesiones del sistema nervioso central, inclu-
yendo meningoencefalitis, 5) retardo del creciente intrau-
terino, 6) trastornos hematológicos, incluyendo tromboci-
topenia y anemia, 7) hepatosplenomegalia e ictericia, 8)
neumonitis intersticial difusa crónica, 9) trastornos óseos,
y 10) anormalidades cromosómicas, con una incidencia
aumentada de la rotura cromosómica que se encuentra con
bastante frecuencia. Los niños nacidos con rubéola con-
génita pueden propagar el virus durante varios meses y
de esta manera constituir un peligro para otros recién
nacidos, así como para los adultos susceptibles que estén
en contacto con ellos.
Definir el papel de aborto terapéutico en los casos de
rubéola, que se presentan en el transcurso de las prime-
ras 12 a 16 semanas de la gestación, ha sido, en los tiem-
pos actuales uno de los puntos más difíciles y polémicos.
Hellman y Pritchard creen que el aborto está justificado
cuando la rubéola se ha adquirido en el transcuso del pri-
mer trimestre del embazo. «Sin embargo, añadían, en al-
gunos lugares, es todavía ilegal realizar un aborto terapéu-
tico para evitar la posibilidad de una malformación fetal
grave.» Bien lo sabemos en nuestra bendita España.
Después del primer trimestre, la posibilidad de gra-
ves malformaciones, debidas a la rubéola, es relativamen-
te remota. Sin embargo, como han demostrado las inves-

102
tigaciones de Hardy y colaboradores, esto no significa que
los recién nacidos cuyas madres contrajeron la enferme-
dad después del primer trimestre, tengan que estar nece-
sariamente sanos. La pesquisa epidemiológica anticipada
a largo plazo, de aquellos autores, para estimar la fuerza
de la extensión de la epidemia de rubéola de 1964 en Es-
tados Unidos, demuestra 24 ejemplos de evidencia seroló-
gica de infección por virus de rubéola, después del pri-
mer trimestre. De los 22 recién nacidos vivos, solamente
7 se consideraron por completo normales, cuando fueron
observados durante un tiempo superior a los 4 años.
Influenza o gripe. En la gran pandemia de influenza de
1918 la enfermedad, principalmente de tipo neumónico, fue
una complicación poco frecuente y grave del embarazo. Ha-
rris, en un estudio estadístico basado en 1.350 casos, encon-
tró una gran mortalidad materna del 27 %, con una aumen-
to hasta del 50 % en los casos de neumonía. La enfermedad
ejerce asimismo el efecto más dañino sobre el embarazo.
Sin embargo, el pronóstico en las influenzas epidémicas
no complicadas es excelente, y en casos con las complica-
ciones más leves, tales como sinusitis, laringitis y bronqui-
tis, el pronóstico resulta también satisfactorio. Pero, si
se desarrolla la neumonía, el pronóstico empeora. Hay mo-
tivo para sospechar esta complicación cuando la fiebre
persiste por más de 4 días. Si bien los antibióticos no son
efectivos con el virus de la influenza, probablemente son
de gran valor en el tratamiento de la neumonía bacteriana
secundaria.
La pandemia de la llamada influenza asiática, que ba-
rrió los Estados Unidos y otras áreas de la tierra en 1957,
pareció afectar a las mujeres embarazadas con notable
frecuencia y gravedad. En agosto y septiembre de ese año,
por ejemplo, el 50 % de las mujeres en la edad de pro-
crear que murieron en Minnesota estaban embarazadas
(Freeman y Barno). En el mismo año, en ese Estado, la
causa principal de muerte materna fue la influenza. Igual-
mente, en la ciudad de Nueva York, la incidencia en mu-
jeres embarazadas y la cifra de mortalidad también re-
sultó más alta (Bass y Molloshok).
Viruelo* La viruela es tan poco frecuente en nuestros
días que se hace difícil encontrar datos actuales, pero la
vieja literatura demuestra que la cifra de mortalidad es

* Erradicada ya en el mundo, según el informe de la OMS.

103
superior en las mujeres embarazadas que en las no em-
barazadas, y que el aborto y el parto prematuro son en
exceso frecuentes, con preferencia en la forma hemorrá-
gica.
Poliomielitis. Siegel y Goldberg, en un cuidadoso estu-
dio controlado en la ciudad de Nueva York, ha demostra-
do que las mujeres embarazadas no sólo son más sensi-
bles a la enfermedad, sino que presentan una mayor cifra
de muertes. Las pérdidas perinatales fueron alrededor del
33 °/o, en contadas ocasiones, el feto es infectado.

OTRAS INFECCIONES BACTERIANAS

Erisipela. La erisipela ha sido siempre una enfermedad


muy grave, pero en la mujer embarazada resulta particu-
larmente peligrosa por el posible riesgo de infección puer-
peral. El estreptococo hemolítico, asociado con erisipela,
puede volverse más agresivo y provocar una septicemia,
así como una infección fetal, e incluso la muerte.
Fiebre tifoidea. Según Alimurung y Manahan, el emba-
razo complicado con fiebre tifoidea da por resultado el
aborto o el parto prematuro en un 60 a 80 % de los casos,
con una mortalidad fetal de un 75 %.

INFECCIONES POR PROTOZOARIOS, PARÁSITOS ¥ HONGOS

Amebiasis. La disentería causada por la ameba histolí-


tica, en especial cuando va acompañada de absceso hepá-
tico, puede ser una dolencia muy grave en el transcurso
del embarazo.
Coccidiomicosis. En el pasado, la coccidiomicosis dise-
minada que se presentaba durante el embarazo, por lo ge-
neral finalizaba con la muerte materna.

ENFERMEDADES DE LA PIEL

La única enfermedad dermatológica característica del


embarazo es el herpes gestationis. Por otra parte, las
enfermedades de la piel se presentan con la misma fre-
cuencia tanto en las mujeres embarazadas como en las no
embarazadas.
Herpes gestationalis. Esta dolencia poco frecuente se
caracteriza por eritema multiforme, vesicular, pustular y

104
lesiones hullosas, las cuales producen gran ardor y esco-
zor, con frecuencia insufribles. Los antebrazos, piernas,
cara y el tronco son las partes afectadas con más fre-
cuencia. Una característica que llama la atención consiste
en la alta incidencia de anormalidades congénitas, en 13
casos comunicados por Dowing y Jillson, por ejemplo, 8
recién nacidos presentaron anomalías.
Lupus eritematoso. Enfermedad de colágeno, más fre-
cuente en mujeres 5/1, comporta una alta incidencia de
abortos y de partos prematuros (40 %), y en el postparto
hay agravaciones que conducen a la muerte materna. Los
fetos vivos presentan este factor transmitido y tienen
malformaciones congénitas (Badía).

ENFERMEDADES DEL SISTEMA NERVIOSO

Hemorragia intracraneal. La hemorragia intracraneal


es una causa de muerte materna más frecuente de la que
generalmente se cree. Por ejemplo, de 170 muertes mater-
nas, comunicadas por Barnes y Abbott, 36 se debieron a
complicaciones cerebrales. De estas 36 muertes, 17, o al-
rededor de la mitad, fueron consecuencia de hemorragia
intracraneal. En Minnessota, en el transcurso de la década
3950-1959, el número de fallecimientos de mujeres emba-
razadas por hemorragia cerebral aproximadamente igua-
ló al de enfermedad cardíaca. Muchas de estas muertes
fueron el resultado de la rotura de aneurismas congéni-
tos. El principal problema obstétrico es el que está rela-
cionado con el manejo del embarazo y el parto en mujeres
que sobreviven a una hemorragia intracraneal. Muchos es-
pecialistas, aunque no todos, aprueban la operación cesá-
rea para el parto y, en ocasiones en que la hemorragia
cerebral se ha presentado poco tiempo antes o en un mo-
mento muy precoz durante el embarazo, algunos conside-
ran que lo más indicado es el aborto terapéutico.
Ya sabemos que esta solución está descartada, no
sólo en España, sino en numerosos países, donde la si-
tuación de la mujer se asemeja mucho más a la de escla-
vitud que a la de servidumbre. Por tanto, si la embarazada
padece alguna o varias de las treinta enfermedades que re-
lacionan los doctores Hellman y Pritchard —ellos relacio-
nan además otras tantas, que yo he desechado en este ca-

105
pítulo por menor incidencia estadística, de modo que con
las enfermedades estudiadas aquí no concluyen las des-
gracias de las embarazadas— no tiene el remedio del abor-
to ni en España ni en Irlanda, ni en Portugal, ni en Turquía,
en los países árabes, o en América del Sur. Las mujeres de
estas naciones están condenadas de antemano. Nacer mu-
jer en estas latitudes significa concluir sus días temprana-
mente por una muerte «ante partum o post partum», o
vivir los años posteriores a sus maternidades como enfer-
mas crónicas. Excepto algunas, las más sanas y fuertes
—que también, aunque los teóricos revolucionarios no lo
crean, son las menos— que en ningún caso han compren-
dido el peligro a que han sido sometidas, y en otros, que
aunque crean que se «encuentran bien», no pueden com-
parar su estado con el que hubieran disfrutado de no
haber «gozado de la bendición de ser madres».
Pero si alguna ha supuesto que los riesgos y peligros
de la gestación son únicamente los descritos, tengo que
desengañarla. A las enfermedades físicas hay que añadir
las consecuencias psíquicas que se derivan de semejante
situación. Muchas veces hemos tenido que soportar las
sonrisas irónicas, los comentarios despreciativos y los
insultos en los calificativos de «histérica» y «neurótica»
contra las mujeres gestantes. En la mayoría de los casos
se ha tratado exclusivamente del insulto gratuito, de la
agresión sin causa, de la injusticia más flagrante contra
la mujer, que además de soportar las explotaciones y
opresiones de su «status» de servidumbre, ha de sufrir la
terrible carga de reproducirse, ante las miradas crueles
y despreciativas de los varones, libres en su cuerpo, li-
bres en su relación con ella. Estos insultos son más
frecuentes en estado de gravidez, por cuanto el atractivo
físico que le proporciona a la mujer el perdón de la vida,
por parte del hombre, ha desaparecido.
Pero en aquellas ocasiones en que la definición de «his-
térica» o de enferma mental, corresponde a un verdadero
diagnóstico médico —¡y Dios quiera que sea acertado! —
nadie, ni por supuesto la clase médica, es capaz de reco-
nocer que tal enfermedad constituye la consecuencia ló-
gica de los padecimientos a que se ha visto sometida esa
mujer.
Los grandes alegatos contra la tortura, por parte de
los humanitarios y demócratas del mundo entero, nunca
se han visto enriquecidos por la denuncia de las condicio-

106
nes en que las mujeres deben reproducirse. En el terrorí-
fico relato de las agresiones físicas que sufre el tortura-
do, siempre se describen con lujo de detalles, y la emoti-
vidad propia del caso, las perturbaciones psíquicas que
sufren las víctimas del tormento. Y nadie se atrevería a
burlarse de las fobias que sufre el guerrillero supervivien-
te de la tortura, de la cárcel o del paredón, o del terror
irracional que sigue viviendo el dirigente político que ha
vivido en su propia carne los sutiles y tecnificados méto-
dos que emplean las fuerzas represivas para hacer «can-
tar» a sus prisioneros.
Pero una madre, ¿acaso merece compasión? ¿No es
la maternidad una de las misiones sublimes de la mujer?
¿No es su destino natural, extraordinario, maravilloso?
¿De qué puede quejarse? ¿Qué significan unas cuantas
molestias físicas frente a la extraordinaria compensación
de procrear un ser nuevo, de sentirse madre, de oírse lla-
mar «mamá»? ¿Y sobre todo de saberse útil, de haber
cumplido con la tarea que desde siempre tiene asignada, y
que de no realizarla no tendría derecho a la vida en este
mundo de hombres?
En consecuencia, cuando la gestante empieza a demos-
t r a r los síntomas de depresión o perturbación mental, hay
que tratarla como a un caso excepcional, que merece úni-
camente el tratamiento del especialista y no la denuncia
social. Y para corroborar este aserto no precisaré más
que remitirme a los alaridos de indignación que recibiré
cuando este libro se publique. Tanto por parte de los
estamentos de poder, como de los dirigentes políticos,
reaccionarios o revolucionarios. En sus gritos, acusaciones,
críticas y espantos, es donde reside la verdadera histeria,
la provocada por el miedo a perder el poder. Este miedo
que se íes mete en el cuerpo y se acrecienta día a día
con el auge del movimiento feminista, y que no podrán
soportar sin intentar acabar con él.
Por ello, precisamente, resulta importante dar un pe-
queño repaso a lo que los doctores Hellman y Pritchard
llaman los «aspectos psiquiátricos» del embarazo, que es-
tos ilustres médicos se atreven a describir bajo el título
de «reacciones primarias al embarazo». Cuando, y en todo
caso, deben ser llamadas secundarias, ya que las prima-
rias serán aquellas reaciones físicas, por las que, y en
razón de la defensa inmunológica de la mujer, el organis-
mo quiera deshacerse del feto, como hemos visto ante-

107
nórmente. Pero entendiendo que las reacciones normales
del cuerpo no tienen importancia, y que el embarazo ha
de ser un estado de feliz consciencia de la mujer, los
médicos aseguran:
«Para ciertas mujeres, las primeras reacciones psicoló-
gicas y emocionales respecto al embarazo y sus implica-
ciones asociadas con él, en vistas a un futuro inmediato,
consisten en un intenso resentimiento, indignación, miedo
y pánico. En la mente de estas mujeres, la continuación
del embarazo equivale a una amenaza personal grave, que
les atemoriza y pone en peligro todas sus formas de se-
guridad emocional y física, y todos sus recursos de adap-
tación.»
]Y les parece extraño!...
Las mujeres que intuyan el verdadero peligro, la ame-
naza personal grave como dicen los doctores, son las más
conscientes. ¿Cómo pueden pretender estos doctos se-
ñores, que se deje de sentir miedo ante la agresión, el do-
lor físico, la amenaza incluso de muerte? ¿Quién preten-
dería que un hombre se sintiese tranquilo frente a un ene-
migo, que le tiene amenazada la vida y que le proporcio-
nará inevitablemente un dolor agudo, durante muchas
horas?
El miedo al dolor físico, a la mutilación, a la enferme-
dad, al sufrimiento, a la muerte, ¿es acaso una aberra-
ción de unas cuantas mujeres histéricas? ¿Cuántos hom-
bres han soportado impávidos la tortura? Y los que lo
han logrado serán siempre considerados héroes y merece-
rán el elogio de todos. ¿Merecen acaso nuestras mujeres,
todas, todas, las que han sufrido el dolor y la enfermedad
y los partos sin anestesia algo más que una sonrisa com-
pasiva?
No. Como tampoco los esclavos ni los siervos mere-
cieron de sus señores la más mínima muestra de piedad
o de elogio. Han debido transcurrir miles de años y va-
rias revoluciones consecutivas, para que la historia reco-
nociera la masacre brutal a que fueron sometidos. Nadie
se emocionaba ni indignaba en la Edad Media, ni en la
Edad Moderna, por la tortura legal, aplicada en todos los
procesos. Ha sido necesario que la Revolución Francesa
descubriese al mundo esa elegía de «igualdad, libertad y
fraternidad» y que reconociese los derechos del hombre,
para que los siervos fuesen considerados seres iguales a
los hombres libres.

108
Ha sido imprescindible que los obreros hicieran varias
revoluciones, y que sus estallidos de rebeldía conmociona-
sen al mundo entero, para que las atrocidades cometidas
contra ellos durante más de un siglo, acabasen con la fe-
rocidad de entonces.
Serán necesarios muchos años de lucha femenina, y por
tanto muchos más sufrimientos y sacrificios, para que el
continuado genocidio de nuestras mujeres, en las casas,
en las salas de partos, en los quirófanos, en los campos y
en las clínicas, acabe. No será por supuesto con alegría
ni facilidad. Las mujeres dejaremos de ser masacradas
en los embarazos y en los partos, para ser asesinadas en
las calles. Sólo dentro de varios siglos, los historiadores
se estremecerán de sorpresa, de indignación, de asombro,
al conocer todos los sufrimientos femeninos, aceptados
hoy con tanta naturalidad. La misma naturalidad con que
se asistía a las ejecuciones públicas, a la picota, al tor-
mento, a la explotación obrera, a los asesinatos de sier-
vos, a la inhumana explotación esclavista. Aquello, enton-
ces —la historia de los esclavos romanos y de los es-
clavos negros, tan cercana, de los siervos medievales y
de los obreros decimonónicos—, era también natural. Na-
turalidad es un derivado etimológico de la naturaleza.
Y natural es por tanto que la mujer deba soportar,
con su mejor ánimo y sonrisa los achaques del embarazo,
y se prepare con la «natural» alegría al parto. Por ello, los
doctores Hellman y Pritchard, pueden tener el cinismo
de escribir en su tratado de obstetricia, que será estudia-
do por centenares de nuevos médicos:
«Estas reacciones emocionales (respecto al embarazo)
son tan verdaderas y suponen una amenaza tan grande
para su vida, que las mujeres que las sufren no sólo re-
chazan el embarazo, sino que buscan con apremio formas
de terminar con él antes de que ellas mismas sean hun-
didas por este modo distorsionado de pensar y razonar,
los peligros médicos del aborto provocado se desvanecen
para ellas como algo insignificante.»
Cuando un preso, cuya libertad se ve muy lejana, y no
digamos un condenado a muerte, cuyo indulto se duda, se
fuga de la prisión, a pesar de la vigilancia, de los traba-
jos previos, del miedo a ser descubierto y quién sabe si
herido o muerto por los guardianes, a nadie, a nadie, se
le ha ocurrido nunca reprochárselo. Nadie ha expuesto
su opinión en términos parecidos: «El preso busca con

109
apremio formas de terminar con la prisión, antes de que
él mismo sea hundido por este modo distorsionado de
pensar y razonar (el deseo de estar en libertad), y los
peligros de la fuga se desvanecen para él como algo insig-
nificante.»
Y sin embargo nuestros médicos, sociólogos, psiquia-
tras, y dirigentes políticos, consideran enfermas mentales
a las mujeres que prefieren un aborto provocado, que so-
portar la carga de un embarazo, los peligros del parto, y
el incierto futuro con un hijo en los brazos.
¡Y todavía se llamarán inteligentes y sensibles! ¿Es
que un parto no conlleva peligros, y es que además de
soportar todos los inconvenientes y enfermedades de la
gestación, que acabamos de estudiar, el parto no significa
un gran sufrimiento, un terrible trauma y un peligro real
de secuelas que nunca más superará, de muerte, de
lesiones, de dolor y de larga convalecencia posterior?
Cómo se puede ser tan insensible, tan ignorante y tan
desconsiderado, podríamos preguntarnos, si no supié-
ramos que la clase explotadora y sus ideólogos no se
han caracterizado nunca por su amabilidad y bondad con
los explotados. Para la mujer embarazada los únicos peli-
gros que deben desvanecerse son los del embarazo, del
parto y de la crianza de un hijo, para valorar adecuada-
mente los del aborto provocado. El día que las mujeres
conciencien el gran engaño que han cometido con ellas,
los médicos temblarán.
Y continúa la teorización «científica» de los médicos
norteamericanos respecto a las anomalías psíquicas de las
embarazadas:
«Psicológicamente, el embarazo en este período tem-
prano, no teniendo objetivo ni evidencia palpable de rea-
lidad, se identifica en las mentes de estas mujeres con un
concepto abstracto o fantasía, que puede aceptarse, si pla-
ce, y rechazarse y eliminarse si disgusta, sin tener en cuen-
ta la censura de la conciencia. Esta idea, explica en parte
la ausencia de sentimientos de culpabilidad en muchas
mujeres, después del aborto (Ekblad). Otras mujeres, sin
embargo, han sido del todo incapaces de convencer su
conciencia de que el embarazo era solamente una fanta-
sía y, por consiguiente, una conciencia de culpa y remor-
dimiento les inquieta continuamente durante los siguien-
tes años.» Sin comentario.
Veamos ahora el inteligente tratamiento propuesto por

110
los médicos para curar a las que padecen tales delirios.
«El obstreta debe tener muy presentes los principios
que siguen cuando se enfrente con la decisión de interrum-
pir el embarazo por indicaciones psiquiátricas (Simón):
»1. A no ser que la mujer haya recibido un trata-
miento psiquiátrico antes del embarazo, la urgencia de la
situación creada por el continuado crecimiento del feto
y la insistencia de demanda de tomar una decisión, hecha
por la paciente y, con frecuencia, por su familia, ponen
al psiquiatra en una situación en la cual se le fuerza a
decidir sin la adecuada observación clínica. A no ser que
el psiquiatra sea capaz de mantener un punto de vista
objetivo y científico, corre el riesgo de convertirse en un
"cómplice inconsciente" (Bolter), así como el obstetra pue-
de, en consecuencia, convertirse en "ejecutor incons-
ciente":
»2. Las descompensaciones psicóticas graves que ne-
cesitan ingreso en un hospital psiquiátrico no son frecuen-
tes en el embarazo. Boyd, Gralnick, Cappon, Eline y tam-
bién White y colaboradores examinaron las manifestacio-
nes clínicas y el tratamiento de estas complicaciones, y se-
ñalaron la respuesta favorable a los tratamientos psiquiá-
tricos convencionales.»
Respuesta favorable. ¿A qué se llama respuesta favo-
rable? Se llama respuesta favorable a la sumisión de la
mujer en aceptar su misión reproductora, en someterse
resignadamente a los sufrimientos de la gestación y del
parto. Cuando hemos escuchado los terroríficos relatos de
los lavados de cerebro que los torturadores policíacos han
aplicado a sus víctimas, hasta el punto de conseguir la
aquiescencia total del torturado para delatar a sus com-
pañeros, o en aceptar unos ideales contrarios a los soste-
nidos por él anteriormente, nos hemos estremecido.
El más terrible relato de esta situación lo hace Orwell
en su novela «1984». El protagonista, torturado hasta la
pérdida de su personalidad, debe soportar además el adoc-
trinamiento ideológico de su verdugo. Día a día, mientras
duran los interrogatorios y la tortura, va convenciéndose
de que su torturador tiene razón. Amén del dolor va co-
nociendo los destructores caminos de la alienación. No le
queda ningún resorte de su voluntad, se doblega a la vo-
luntad y a la ideología del poder contra, el cual luchaba,
cree en los mismos principios que atacaba y por los que
ha llegado a aquella situación. Porque al Estado descrito

111
por Orwell no le basta con detener a los enemigos, tortu-
rarlos hasta conocer todos sus contactos y enlaces, y ha-
cerlos prisioneros de por vida o matarlos. Le es preciso
también convencerles de la bondad de sus principios, de
su régimen político, de su organización social. La repre-
sión del Estado orwelliano llega mucho más allá que la de
los nazis, tan burdos, tan brutales, tan ingenuos.
Para conseguir la total sumisión del pueblo es mejor,
siempre mucho mejor, convencerle que reprimirle. Y des-
pués de meses y meses soportando el tormento y escu-
chando las explicaciones de sus verdugos, atendiendo sus
razonamientos, drogado por las fórmulas químicas que
experimentan en su cuerpo, el protagonista acaba conven-
cido de la bondad de sus enemigos, de la razón de sus
argumentos y de la falacia de sus propios pensamientos.
Orwell nos describe las reacciones de su personaje en es-
tos impresionantes términos: «Volvió a mirar el retrato
del Gran Hermano. ¡Aquél era el coloso que dominaba el
mundo! ¡La roca contra la cual se estrellaban en vano las
hordas asiáticas! Recordó que sólo hacía diez minutos
—sí, diez minutos tan sólo— todavía se equivocaba su co-
razón al dudar si las noticias del frente serían de victoria
o de derrota. ¡Ah, era más que un ejército euroasiático
lo que había perecido!... Wiston, sumergido en su feliz
ensueño... Ya no se veía corriendo ni gritando, sino de
regreso al Ministerio del Amor, con todo olvidado, con
el alma blanca como la nieve. Estaba confesándolo todo
en un proceso público, comprometiendo a todos.
«Contempló el enorme rostro. Le había costado cua-
renta años saber qué clase de sonrisa era aquella oculta
bajo el bigote negro. ¡Qué cruel e inútil incomprensión!
¡Qué tozudez la suya exilándose a sí mismo de aquel cora-
zón amante! Dos lágrimas, perfumadas de ginebra, le res-
balaron por las mejillas. Pero ya todo estaba arreglado,
todo alcanzaba la perfección, la lucha había terminado.
Se había vencido a sí mismo definitivamente. Amaba al
Gran Hermano.»
Nuestras clínicas psiquiátricas son todas fábricas de
dementes, de robots, de subnormales, de enfermos incu-
rables, de alienados en el más completo y amplio sentido
del término. No hay destino más siniestro que el del en-
fermo mental obligado a la reclusión en un manicomio.
Pero ni siquiera podemos imaginar las miserias que sufre
la embarazada, que además de estarlo, de temer por su

112
vida, de odiar profundamente aquel ser que crece dentro
de ella dispuesto a vivir, aunque sea a costa de la vida de
su madre, luchando ciegamente con las absurdas y bru-
tales fuerzas de la naturaleza, contra el cuerpo que lo
alimenta y contra la voluntad de la mujer que se ve obli-
gada a soportarlo, cuando creyendo encontrar apoyo y
ayuda en el médico, éste opta por internarla, para, me-
diante las drogas apropiadas y la instrucción ideológica
conveniente, obligarla a aceptar su destino de esclava de
la reproducción.
De las prisiones psiquiátricas las futuras madres sal-
drán en el último estado del embrutecimiento, fabricadas
para cargar con el hijo y para aceptar fabricar todos los
que sean precisos.
Y nuestros queridos doctores siguen dándose argumen-
tos científicos sobre los trastornos psiquiátricos de las
gestantes:
«3. Ash ha señalado que es prácticamente imposible
averiguar con certeza si una mujer es suicida. Sin em-
bargo, la frecuencia actual del suicidio en el transcurso
del embarazo es muy baja, si tenemos en cuenta el nú-
mero de mujeres que buscan abortar.»
En este caso la relación de causa a efecto que hace el
autor del párrafo entre el suicidio y el aborto me ha sido
imposible comprenderla. Como también se escapa a mi
entendimiento qué es lo que pretende decir Ash. Para cual-
quiera que posea el más mínimo sentido común, una mu-
jer que desea abortar porque no quiere tener un hijo, no
desea por ello suicidarse. De la misma forma que a nadie
se le ocurre suponer que el preso que escapa por el túnel
excavado en el subterráneo de la prisión, o al enfermo que
se somete a una operación quirúrgica, o al soldado que
deja el arma y escapa a campo través, en realidad lo que
buscaban era suicidarse. Aunque el preso corra el peligro
de que le disparen en la huida o el enfermo de morir en
la operación o el soldado de que le fusilen por desertor.
Por el contrario, en el ánimo de todos ellos se encuentra
el deseo sano de vivir, en libertad, sin dolores, sin el ho-
rror de la guerra. ¿Pero a qué mente, que no está enfer-
ma se le ocurriría decir que estos personajes son suicidas
en potencia?
Sin embargo, es posible que ilustres obstretas, como
los mencionados, afirmen semejantes disparates, sin que
nadie les llame la atención. Porque en lo relativo a las mu-

113
jeres se pueden defender todas las atrocidades médicas,
que serán tomadas como avanzadas conclusiones cientí-
ficas .
Y lleguemos al final del tratamiento propugnado por
nuestros amigos:
«Tratamiento por electroshock. Cooper examinó la li-
teratura médica en relación con el electroshock en las
mujeres embarazadas y llegó a la conclusión de que esta
terapéutica puede realizarse en cualquier momento duran-
te la gestación, sin causar daños al feto.» El electroshock
como tratamiento psiquiátrico empieza a ser desterrado
de todas las escuelas médicas simplemente liberales. Cons-
tituye una de las más refinadas formas de tortura que la
técnica humana ha proporcionado al enfermo mental. Pero
en el caso de una mujer embarazada, no hay palabras para
calificarlo. Sobre todo cuando el argumento supremo para
aceptar la bondad de la administración de las corrientes
eléctricas es que no causa daños al feto. Ninguno de estos
médicos se pregunta si causa daños a la madre. No mere-
cen más comentarios. Ni siquiera los argumentos siguien-
tes, suministrados por los mismos Hellman y Pritchard.
«Impástalo, Gabriel y Lardaro señalaron que la admi-
nistración de oxígeno a la madre y la de succinilcolina
para disminuir las convulsiones, proporcionaba protección
adicional al feto. El tratamiento por electroshock en mo-
mento precoz del embarazo podría ejercer efectos tera-
tegénicos, presumiblemente por hipoxia (falta de oxígeno).
Es, por tanto, prudente diferir este tratamiento, excepto
cuando esté indicado con urgencia, hasta después de trans-
currido el primer trimestre.» Dios se apiade de las vícti-
mas de tales médicos.

114
CAPÍTULO II
EL PARTO

Los nueve meses de miserias, fatigas y enfermedades


del embarazo, concluyen inevitablemente en el parto.
La palabra parto deriva del verbo partir, dividir.
Y constituye efectivamente el momento en que el cuer-
po femenino se parte, se divide, para dejar salir el feto.
Las amebas, los unizoos más simples del mundo ani-
mal se reproducen por escisión. De cada ser adulto sur-
gen dos o más seres nuevos, destruyendo con su nacimien-
to el cuerpo viejo. En ellos el triunfo de la especie sobre
el individuo es completo.
La reproducción de la hembra humana no exige tanto
de la madre.
Hasta ahora, teóricamente, el acto de nacer era «sen-
cillo» «natural». Todas las mujeres están preparadas para
ello, afirman los médicos, los sociólogos, los moralistas,
los religiosos. Y todas las mujeres se lo han creído. Pero
ese partirse para dar vida a la nueva criatura ¿qué supone
exactamente para la madre?
Intuimos, más que sabemos, que sociológicamente, la
mujer convertida ahora en madre, deja de pertenecerse
a sí misma, para tener la más grave responsabilidad de
su vida, que la alienará para siempre. El cuidado, la lac-
tancia de la criatura son las hipotecas más importantes
que gravarán a partir de entonces su futuro. Como de
sus cuidados dependerá la supervivencia del hijo, la madre
no puede inhibirse en ningún momento de ese destino.
Pero físicamente qué significa el momento de parir, de
romperse para alumbrar la criatura. ¿Es realmente una
tarea sencilla? ¿No constituye para la mujer ningún tra-
bajo, ningún trauma? ¿Se puede equiparar el parto a

115
cualquiera otro de los mecanismos fisiológicos del cuerpo
humano, a que todos nos vemos sometidos? Esta falsa
comparación teorizada largamente por los detentadores
del poder, es la que aliena con mayor gravedad a todas las
mujeres. Por ello todavía se siguen prestando, resignadas
y contentas, a continuar reproduciéndose.
En la ignorancia de la mujer sobre el verdadero me-
canismo fisiológico del nacimiento, tiene el poder su asien-
to ideológico más importante. Ninguna de nuestras cam-
pesinas y obreras y amas de casa, y esposas y madres de
burgueses o de profesionales liberales o artistas conocen
exactamente que es eso de parir, que todo el mundo ase-
gura que es tan fácil. Pero ya en el baile, preñadas, a
cuestas con su dolor, con su miedo, con parte del sufri-
miento, que será todo en breve, se contentan con la única
compensación de estar cumpliendo su papel de saberse
útiles, en la forma y medida en que la sociedad se lo
exige.
Frente a este reconocimiento que les da patente de
existir, ya no importan tanto el dolor, los sufrimientos, la
tortura de los embarazos y de los alumbramientos. Si al-
guna tiene la ocurrencia de quejarse, será despreciada por
cobarde, se le pondrá de ejemplo la resignación de sus
compañeras de martirio, de su propia madre. Será des-
preciada por las enfermeras y las comadronas, que a su
vez, han padecido, contentas, la misma prueba. ¿A qué que-
jarse por tanto? Y si insistiera en la misma actitud, sería
tratada de peor forma que a la paciente y sumisa, con lo
que no obtendría ninguna ventaja de su rebeldía.
¿Y qué hacer, por otro lado, cuando, preñada sin darse
casi cuenta de por qué, transcurridos los nueve meses
previos, la fisiología ha decidido que la criatura ha de na-
cer? ¿Cómo impedir el sufrimiento natural de las contrac-
ciones, de la dilatación de los tejidos, de la expulsión del
feto y de la placenta? Sola nada puede la madre, más que
apretar y sufrir. La medicina poco piensa ocuparse de su
dolor. No queda más que someterse y empujar, por si la
suerte quiere que el parto sea «normal» y no surjan compli-
caciones. Después, su naturaleza responderá. Para bien o
para mal. Podrá reponerse, según los cuidados que se le ad-
ministren, en más o menos tiempo, o quedará tullida para
toda la vida. Pero antes el final es un misterio. Ahora a pa-
rir...

116
Veamos como nos cuentan Hellman y Pritchard lo que
los propios médicos denominan el trabajo del parto:

1. Fisiología y conducción del parto

En todas las especies, tanto si el feto pesa unos cuantos


gramos al final de un embarazo de 19 días, como en el ra-
tón, cómo si pesa un número elevado de kilogramos al
final de un embarazo de 640 días, como en el elefante, el
parto comienza regularmente en un momento específico:
cuando el feto está lo bastante maduro como para poder
enfrentarse con las condiciones extrauterinas, pero no lo
bastante grande para causar dificultades mecánicas du-
rante su nacimiento.
Hellman y Pritchard confiesan que los factores que re-
gulan esta secuencia muy sincronizada de fenómenos, no
están aclarados. «En realidad, el viejo dicho de que "la
fruta caerá cuando esté madura" sirve para resumir todos
nuestros conocimientos sobre la causa del parto espon-
táneo»... Todavía nos es desconocida la causa del meca-
nismo fisiológico más importante de la especie humana.
En los tratados de obstetricia el parto se divide en tres
períodos esenciales.
El primer período o período de la dilatación cervical,
comienza con el primer dolor verdadero de parto y termi-
na con la dilatación completa del cuello.
El segundo período o período de la expulsión, comienza
con la dilatación completa del cuello y termina con el
nacimiento del feto.
El tercer período o período del alumbramiento, co-
mienza con el nacimiento del niño y termina con la ex-
pulsión de la placenta.
En España, Dexeus ha establecido un cuarto período,
que comienza inmediatamente después de expulsada la
placenta y se prolonga hasta tres horas del puerperio in-
mediato, y que realmente es de una importancia clínica
extraordinaria, pues en este período crítico es frecuente
que se produzcan episodios hemorrágicos, a veces graves,
que sin duda son imputables al parto propiamente dicho.
El parto está descrito por los doctores norteamerica-
nos en la siguiente forma:
Las contracciones uterinas son involuntarias y, en su
mayor parte, independientes del control extrauterino.

117
El intervalo entre el inicio de las contracciones dismi-
nuye en forma gradual desde aproximadamente 10 minu-
tos al principio del parto hasta sólo 2 minutos durante el
segundo período. Períodos de relajación entre las contrac-
ciones que son esenciales para el bienestar del feto, ya que
las contracciones continuas suponen el riesgo de interferir
el flujo sanguíneo y la transferencia placentaria hasta el
punto de producir hipoxia fetal. La duración de cada con-
tracción varía entre 30 hasta 90 segundos, con una media
aproximada de minuto. Cada contracción comprende tres
fases: ascenso, acmé y descenso. La fase de incremento o
crescendo es más larga que las otras dos juntas. Caldeyro-
Barcía, Álvarez y Reynolds han comprobado que la presión
intrauterina durante una contracción del parto normal es
de más o menos 35 mm. Hg. con algunas presiones que
llegan hasta 50 mm.
Bajo el efecto de las contracciones del parto, el útero
se diferencia gradualmente en dos porciones. La porción
superior, que se contrae activamente, aumentando de es-
pesor al avanzar el parto. La porción inferior, que com-
prende el segmento inferior del cuerpo y el cuello, es pa-
siva, y se convierte en un conducto muscular de pared
delgada para el paso del feto. El segmento inferior del
útero es el istmo del útero no grávido que se ha dilatado
y adelgazado considerablemente. Su formación no es sólo
un fenómeno del parto, se desarrolla en forma gradual al
progresar el embarazo y luego se adelgaza de manera pro-
gresiva durante el parto.
Esta mecánica de dilatación es imprescindible, ya que
si todo el saco de la musculatura uterina, incluyendo el
segmento inferior del útero y el cuello, se contrajeran si-
multáneamente y con igual intensidad, la fuerza expulsiva
neta equivaldría a cero y las condiciones después de una
tal contracción serían las mismas que antes. Aquí reside
la importancia de la división del útero superior y otro in-
ferior, que difieren no sólo en el aspecto anatómico, sino
también el fisiológico. En resumen, el segmento superior
se contrae, se retrae y expulsa el feto, en tanto que el
segmento inferior y cuello se dilatan en respuesta a la
fuerza de las contracciones del segmento superior. Forman
así un tubo muscular muy dilatado y adelgazado, a través
del cual puede pasar el feto.
La musculatura del segmento uterino superior desarro-
lla un tipo de contracciones en la cual el músculo, después

118
de contraerse, no se relaja hasta su longitud anterior, sino
que queda relativamente fijado a una longitud más corta,
de modo que la tensión se mantiene igual que antes de
la contracción. La capacidad de la musculatura para re-
traerse, es decir, de adaptar la contracción al contenido
decreciente con una tensión invariable, permite evitar la
relajación, mantener la ventaja ganada y conservar la
musculatura uterina en firme contacto con el contenido
intrauterino. Si no hubiera retracción, cada contracción
comenzaría en el mismo punto (en relación con el tamaño
del útero) que su predecesora. Sin embargo, con la re-
tracción cada contracción sucesiva empieza donde termi-
nó su predecesora, y la cavidad uterina se empequeñece
permanentemente con cada contracción sucesiva, impi-
diendo así que el feto resbale hacia atrás. Como resultado
de este acortamiento sucesivo de sus fibras musculares
con cada contracción, el segmento superior aumenta pro-
gresivamente de espesor durante el primer y segundo pe-
ríodos del parto y su espesor, inmediatamente antes del
nacimiento, es considerable. El fenómeno de la retrac-
ción del segmento uterino superior depende de una dis-
minución en el volumen de su contenido. Para que su con-
tenido disminuya, en especial al principio del parto cuan-
do todo el útero es prácticamente un saco cerrado con
sólo un orificio diminuto en el cuello, es necesario que
la musculatura del segmento inferior se relaje, permitien-
do que una porción creciente del contenido intrauterino
distienda sus paredes. En efecto, el segmento superior
sólo se retrae hasta donde se relaja el segmento inferior y
el cuello.
La relajación del segmento uterino inferior no es de
ninguna manera una relajación completa, sino más bien
lo opuesto a la retracción. Las fibras del segmento in-
ferior se estiran con cada contracción del segmento su-
perior, después de lo cual no retorna a su longitud previa,
sino que quedan relativamente fijadas en una longitud
mayor, permaneciendo igual la tensión. La musculatura
todavía manifiesta un tono, todavía resiste al estiramiento
y todavía se contrae al ser estimulada. Este fenómeno ha
sido denominado relajación «receptiva» o «postural».
El alargamiento sucesivo de las fibras musculares en
el segmento inferior, a medida que progresa el parto es
acompañada por un adelgazamiento, que en circunstan-
cias normales termina en un espesor de solamente algunos

119
milímetros en su parte más delgada. Como resultado del
adelgazamiento del segmento inferior y el aumento con-
comitante de espesor del segmento superior, el límite en-
tre ambas porciones queda marcado por una cresta sobre
la superficie uterina interna, el «anillo de retracción fisio-
lógica».
Después de la dilatación completa del cuello, en espe-
cial después de la ruptura de las membranas, la fuerza
principal que expulsa al feto es la contracción de los
músculos abdominales y del músculo diafragma durante
la inspiración, con un incremento consiguiente de la pre-
sión intraabdominal. Esta fuerza es parecida a la que in-
terviene en la defecación, aunque mucho mayor. La dilata-
ción cervical, que es sólo el resultado de las contracciones
uterinas, procede normalmente, pero la expulsión del feto
raras veces es posible a no ser que se instruya a la pa-
ciente para que empuje hacia abajo cuando el tocólogo
palpa las contracciones uterinas. Aunque se requiere un
aumento de la presión intraabdominal para la terminación
espontánea del parto, ésta es inútil si el útero no está
contraído.
En otras palabras, constituye un auxiliar necesario para
las contracciones uterinas durante el segundo período del
parto, pero durante el primer período solamente sirve
para cansar a la madre.
La presión intraabdominal no solamente es importante
durante el segundo período del parto, sino también du-
rante el tercero. Después de la separación de la placenta,
su expulsión se facilita al empujar la madre hacia abajo,
es decir, por un aumento de la presión intraabdominal.
El parto constituye un trabajo, y mecánicamente todo
trabajo consiste en la generación de movimiento contra
una resistencia. Las fuerzas que participan en el parto son
las del útero y del abdomen que expulsa al feto, y que
tiene que vencer la resistencia ofrecida por el cuello y la
fricción creada por el conducto del parto durante el paso
de la parte fetal que se presenta. También intervienen fuer-
zas ejercidas por los músculos del suelo pelviano. El tra-
bajo que interviene en el parto es, según Gemzell y otros,
solamente una fracción de la capacidad funcional máxima
de la mujer normal. (Hellman y Pritchard.)
Se sabe muy poco sobre la naturaleza de la resistencia
del cuello para dilatarse, pero las muchas horas que se
necesitan y el hecho de que casi todos los cuellos sufren

120
al menos pequeñas laceraciones durante el parto indican
que hay que vencer una considerable resistencia. La fric-
ción en el conducto del parto es bastante grande para mol-
dear la cabeza fetal y la estructura en forma de pesebre
del suelo pelviano, ofrece una resistencia tan fuerte al
descenso de la cabeza, que en general tiene lugar una ro-
tación interna. Algunas veces el perineo ofrece una resis-
tencia tan elavada que es necesario vencer esta obstruc-
ción mediante la incisión quirúrgica.
En resumen, el parto puede considerarse como una
lucha entre las fuerzas de la expulsión y las resistencias
ofrecidas por el cuello y el canal del parto.
Esta lucha puede vencer las fuerzas de la mujer, o ser
superada por ella. Mientras todo su organismo se transfor-
ma y tensa frente a la enorme tarea que debe realizar, la
mujer sólo puede agarrarse a los barrotes de la cama y
apretar. En algunas clínicas —como explican los doctores
más adelante— tienen la amabilidad de poner a disposi-
ción de las parturientas unas correas con tiradores para
facilitarle la gimnasia. Si algún profesional la asiste, ten-
drá la ayuda suplementaria de algunos consejos y mani-
pulaciones que podrán acortar el sufrimiento. Nada más.
Ella es la principal protagonista de esta tarea. Si falla,
sólo la cirugía podrá resolver, con alguna probabilidad de
éxito, el problema. Desgraciada de la que no disponga de
medios para acudir a los auxilios de la ciencia hospita-
laria.
Veamos ahora con detalle, las diversas fases del parto
«natural».

2. Cambios en el útero durante el primer período


del parto

Las fuerzas que intervienen durante el primer período


del parto son 1) las contracciones uterinas y 2) la presión
hidrostática resultante de las membranas contra el cuello
y el segmento inferior o, cuando no hay membranas, la
presión de la parte que se presenta contra el cuello y el
segmento inferior. Como resultado de la acción de estas
fuerzas, tienen lugar dos cambios fundamentales en el
cuello: acortamiento y dilatación.
El acortamiento cervical («obliteración» o «elevación»)
es una disminución de la longitud del conducto cervical,

121
desde una extensión normal de aproximadamente 2 cen-
tímetros hasta el reemplazamiento del conducto por un
simple orificio circular con bordes casi tan finos como
el papel. Este proceso tiene lugar desde arriba hacia aba-
jo, ocurre al ser tiradas hacia arriba, o acortadas, las
fibras musculares, que rodean el orificio interno, hacia el
segmento inferior, en tanto que el estado del orificio ex-
terno queda temporalmente sin modificación. La dilatación
del cuello es el agrandamiento del orificio externo desde
una apertura con un diámetro de algunos milímetros, has-
ta un orificio que es bastante grande para permitir el
paso del feto. Cuando la dilatación ha alcanzado un diá-
metro de 10 cm. se acostumbra a decir que es «completa»
o que está «terminada».
Como el segmento inferior y el cuello son las regiones
de menor resistencia, están sometidos a distensión, du-
rante la cual se ejerce una atracción centrífuga sobre el
cuello. Al ejercer las contracciones uterinas presión sobre
las membranas, la acción hidrostática del saco amniótico
dilata a su vez el conducto cervical como si fuera una
cuña. Cuando las membranas ya no están intactas, la pre-
sión de la parte que se presenta sobre el cuello y segmento
inferior ejerce un efecto semejante. El desgarro de las
membranas no retrasa la dilatación cervical, si la parte
que se presenta ejerce presión sobre el cuello y el seg-
mento inferior.

3. Cambios en el útero durante el segundo período


del parto

Hacia el final del primer período del parto, las con-


tracciones uterinas han dado lugar a la diferenciación del
órgano en 2 partes diferentes anatómicas y funcional-
mente. Arriba está la parte activa y contráctil, que aumen-
ta de espesor al avanzar el parto, y abajo está el segmento
inferior pasivo con paredes delgadas y el cuello dilatado
por completo.
Es posible que no se produzca el descenso del feto du-
rante el acortamiento cervical, pero generalmente el nivel
de la parte que se presenta desciende algo al dilatarse el
cuello. Durante el segundo período el descenso tiene lugar
de forma lenta, aunque constante, en las nulíparas. En

122
cambio, en las multíparas, sobre todo en las de elevada
paridad, el descenso puede llegar a ser muy rápido.
Durante el transcurso del parto ocurre generalmente
un desgarro espontáneo de las membranas, manifestado
en la mayoría de los casos por la salida súbita de una
cantidad variable de líquido claro o ligeramente turbio,
casi incoloro. En pocas ocasiones las membranas siguen
intactas hasta terminarse el parto, de ocurrir así el feto
nace envuelto por las mismas, y la porción que cubre su
cabeza recibe el nombre de cofia (en estos casos se dice
que «el feto nace vestido»).
Los cambios en la forma del útero durante la contrac-
ción pueden notarse durante el primer período y en es-
pecial durante el segundo cuando el órgano aumenta de
manera considerable de longitud y disminuye, al mismo
tiempo, en sus diámetros transverso y anteroposterior con
cada contracción. El incremento en la longitud se debe,
en parte, al estiramiento del segmento inferior y, en parte
al enderezamiento del feto. Con la formación del segmento
inferior, la porción superior del útero experimenta un au-
mento considerable de espesor y, a medida que progresa
el parto, cubre una porción progresivamente menor del
feto. En los partos prolongados sin asistencia, en los cua-
les hay una desproporción definitiva entre el tamaño de
la parte que presenta y el conducto pelviano, el segmento
inferior está sometido a un estiramiento excesivo y, a con-
secuencia de esto, el anillo de retracción sube mucho más,
siendo algunas veces palpable como una cresta transversal
u oblicua a un nivel variable entre la sínfisis del pubis
y el ombligo. En estas circunstancias, es inminente la
rotura del útero si no se termina rápidamente el parto.
Además, las contracciones de los músculos abdomina-
les juegan un papel importante en la expulsión del feto.
Cuando no hay contracciones abdominales o son insufi-
cientes, el parto a menudo se retrasa y muchas veces es
necesario usar un fórceps.
Durante el primer período del parto las membranas y
la parte del feto que se presenta intervienen en la dilata-
ción de la porción superior de la vagina, que ha sido pre-
parada por importantes cambios en su mucosa y tejido
conjuntivo, así como por hipertrofia de su capa muscular.
También pueden ocurrir cambios químicos semejantes a
los que tienen lugar en el cuello. Sin embargo, después
de la ruptura de las membranas, los cambios en el suelo

123
pelviano se deben por completo a la presión ejercida por
la parte que presenta el feto. Cuando la cabeza distiende
la vulva, el orificio vulvar es desviado hacia arriba y hacia
delante, y el conducto del parto sigue una curva a lo largo
del suelo pelviano.
El cambio más notable consiste en el estiramiento de
las fibras del elevador del ano y el adelgazamiento de la
porción central del perineo, que se transforma de una
masa de tejidos en forma de cuña con un espesor de
5 cm. en una membrana delgada, casi transparente, con
un espesor de menos de 1 cm. Cuando la distensión del
perineo ha llegado a un máximo, el ano queda muy dila-
tado y presenta un orificio con un diámetro de 2 ó 3
centímetros a través del cual sobresale la pared anterior
del recto. El incremento considerable de número y ta-
maño de los vasos sanguíneos que irrigan la vagina y el
suelo pelviano permite una gran compresión, pero al mis-
mo tiempo aumenta notablemente el peligro de hemorra-
gia, si estos tejidos son desgarrados.

4. Fisiología del tercer período del parto

La fase de desprendimiento de la placenta. Al nacer el


niño, el útero se contrae sobre su contenido decreciente.
Por lo general, para cuando el niño ha nacido del todo,
la cavidad uterina está obliterada y este órgano consiste
en una masa casi sólida de músculo, cuyas paredes miden
un espesor de varios centímetros y cuyo fondo se encuen-
tra justamente por debajo del nivel del ombligo. Dada
esta súbita disminución en el tamaño uterino, es inevita-
ble que se produzca una disminución de la zona de inser-
ción de la placenta. Para adaptarse a esta reducción de su
zona de implantación, la placenta aumenta su espesor y,
a causa de su elasticidad limitada, tiene que doblarse. La
tensión resultante da lugar a que la capa más débil de la
decidua, la esponjosa, ceda formándose aquí una hendi-
dura. Así pues, la separación de la placenta es primaria-
mente el resultado de la desproporción entre el tamaño
de su zona de implantación en el útero.
El desprendimiento es facilitado en gran manera por
la estructura laxa de la decidua esponjosa, que puede
compararse a la fila de perforaciones entre los sellos de
correos. Al continuar la separación, se forma un hema-

124
toma entre la placenta que se desprende y la decidua
restante. La formación del hematoma suele ser el resul-
tado más bien que la causa de la separación, ya que en
algunos casos la hemorragia es insignificante. Sin embar-
go, este hematoma acelera, a veces el proceso.
Según informan la mayoría de los investigadores, la
separación de la placenta se produce en pocos minutos
después del parto, Brandt y colaboradores han apo-
yado en estudios clínicos y roentgenológicos combinados,
la idea de que la separación probablemente no comienza
en la periferia de la placenta, ya que ésta constituye con
toda probabilidad su porción más adherente. Algunas ve-
ces, la separación comienza ya antes del tercer período
del parto, lo cual sugiere una explicación plausible para
ciertos casos de sufrimiento fetal justamente antes de la
expulsión del feto.
Después del nacimiento, la contracción del útero causa
una gran disminución en el área de la superficie de la
cavidad. A consecuencia de ello, las membranas fetales y
la decidua parietal forman innumerables pliegues que au-
mentan el espesor de esta capa desde menos de 3 rom, has-
ta más de 4 mm. Como la separación de la placenta tiene
lugar a través de la capa esponjosa de la decidua, parte de
la decidua se desprende con la placenta, mientras que el
resto permanece adherido al miometrio. La cantidad de
tejido decidual retenido en el lugar de implantación de la
placenta varía en forma considerable.
Las membranas, en general, permanecen «in situ» hasta
que la separación de la placenta está prácticamente com-
pleta. Son entonces arrancadas de la pared uterina en par-
te por las contracciones ulteriores del miometrio y en
parte por la tracción que ejerce la placenta separada, la
cual yace en el segmento inferior flojo o en la porción
superior de la vagina. En este período, el cuerpo del
útero forma una masa muscular casi sólida, cuyas paredes
anterior y posterior miden un espesor de 4 hasta 5 cen-
tímetros cada una y están colocadas en posición tan es-
trecha que la cavidad uterina queda prácticamente oblite-
rada.
Fase de expulsión placentaria. Después de la separación
de la placenta, la presión que ejercen sobre la misma las
paredes uterinas determina su deslizamiento hacia abajo
dentro del segmento inferior y la parte superior de la
vagina. En algunos casos, es posible que un incremento en

125
la presión abdominal expulse la placenta desde estos luga-
res, pero las mujeres en posición reclinada a menudo no
pueden expulsar la placenta de manera espontánea. Por
consiguiente, casi siempre es necesario un jnétodo artificial
para terminar el tercer período. El método usual consiste
en que la mano del ayudante presione sobre el fondo
empleando el útero como un pistón para expulsar la pla-
centa.
Pocos comentarios caben hacer después de leer esta
cuidadosa descripción de los cambios que se producen en
el cuerpo de la madre en la fisiología del parto. Pero este
trabajo no consiste sólo en el estiramiento y contracciones
de la parte superior del útero, para conseguir la dilatación
de la parte inferior, que dará paso al feto. El canal del
parto es un conducto estrecho, la dilatación, aunque llegue
a su cota máxima, señalada en 10 cm., no será nunca ge-
nerosa para dejar pasar fácilmente el volumen del niño.
Las lesiones que se observan en el cuello del útero en las
mujeres que han parido, demuestran las tensiones y es-
fuerzos a que han sido sometidos l o s tejidos, que ce-
rrados en estado normal, ofrecen múltiples resisten-
cias a su separación. Como se previo la posibilidad
de que el feto cayese por su propio peso, antes de con-
cluir la gestación, ahora la dilatación es más penosa. Por
ello, el feto tendrá que conocer bien el camino, ofrecer la
menor resistencia posible contrayéndose, moviéndose, en-
cajándose perfectamente entre los vericuetos y obstáculos
que le pone a su paso el cuerpo materno, tan mal prepa-
rado para su nacimiento.
El niño tendrá que tener un peso y volumen adecuado
— ¡ay de la madre que para un hijo hidrocéfalo!—, y co-
nocer los movimientos y contracciones precisos para que
sus huesos, sobre todo los de la cabeza, se replieguen y
doblen sobre sí mismos para permitirle salir de tan grave
situación. El niño se moverá según la rotación del tornillo.
En sucesivos giros alternativos, irá encajando, en la po-
sición justa, la cabeza primero y los hombros después,
en los vericuetos del canal del parto, hasta conseguir su
salida.
Descendiendo, fiexionando, realizando un movimiento
de rotación de casi noventa grados, descendiendo de nue-
vo, de nuevo fiexionando, y en una rotación última, ya
externa, para poder sacar los hombros, el niño nace. Este
mecanismo fue expuesto largamente, en un artículo, por el

126
doctor Puig y Roig, que le dio el nombre de «técnica del
tornillo». Para vergüenza suya, en otro artículo anterior
había comparado el parto de la mujer con el de la oveja.
Aunque todos sepan, incluido el doctor Puig y Roig, que
las hembras animales paren de forma bastante más sen-
cilla que las hembras humanas. Pero no se debe perder
la ocasión de comparar a las mujeres con los animales,
de despreciar el trabajo de alumbrar, de minimizar la ta-
rea femenina, de buscar argumentos para convencerlas de
que reproducirse no tiene tanta importancia, ni padece
complicación alguna, ni siquiera duele.
Pero este tema lo veremos más adelante. Ahora estu-
diemos el mecanismo del parto en la presentación de vér-
tice. Es decir, en el parto absolutamente normal. Los anor-
males, que son muchos, vendrán después.

5. El mecanismo del parto en la presentación de vértice

Movimientos cardinales del parto. Si se tiene en cuenta


la forma irregular del conducto pelviano y las dimensiones
relativamente grandes de la cabeza fetal madura, resultará
evidente que no todos los diámetros de la cabeza pueden
atravesar necesariamente todos los diámetros de la pelvis.
De lo anterior se deduce que, para que el nacimiento tenga
lugar, es necesario un proceso de adaptación o acomoda-
ción de porciones adecuadas de la cabeza a los diversos
segmentos de la pelvis. Estos cambios de posición de la
parte que se presenta constituyen el mecanismo del parto.
Los movimientos cardinales son 1) encajamiento, 2) des-
censo, 3) flexión, 4) rotación interna, 5) extensión, 6) ro-
tación externa y 7) expulsión.
Por motivos didácticos, estos diversos movimientos
se describen a menudo como si ocurrieran separada e in-
dependientemente, mientras que la realidad del mecanis-
mo del parto consta de una combinación de movimientos,
varios de los cuales se desarrollan, a veces, en forma
simultánea. Es del todo imposible que estos movimientos
puedan concluirse sin que la parte que se presenta des-
cienda al mismo tiempo. Las contracciones uterinas de-
terminan importantes modificaciones en la actitud o há-
bito del feto, en especial después de que la cabeza ha
descendido dentro de la pelvis. Estas modificaciones con-
sisten ante todo en un enderezamiento del feto, con pérdi-

127
da de su convexidad dorsal y una aplicación más estrecha
de las extremidades y partes pequeñas al cuerpo. El resul-
tado de estas modificaciones es que el ovoide fetal se con-
vierte en un cilindro con una sección transversal mínima
para permitir su paso por el canal del parto.
Encajamiento. El mecanismo gracias al cual el diáme-
tro biparietal, que es el diámetro transversal mayor de la
cabeza en las presentaciones de vértice, atraviesa la en-
trada de la pelvis, recibe el nombre de encajamiento o
introducción, y generalmente ocurre en las primigrávidas
con pelvis normal durante las últimas semanas del emba-
razo, mientras que en las multíparas no suele tener lugar
hasta después del comienzo del parto.
Rotación interna. Este movimiento consiste en una ro-
tación de la cabeza de tal forma que el occipucio se mueve
gradualmente desde su posición original, dirigiéndose an-
teriormente hacia la sínfisis pubiana o, con menor fre-
cuencia, posteriormente hacia la concavidad del sacro.
La rotación interna es esencial para completar el parto,
excepto cuando el feto es anormalmente pequeño. Sea
cual sea la posición original de la cabeza, el occipucio rota
generalmente hacia adelante.
Extensión. Cuando, después de la rotación interna, la
cabeza intensamente flexionada alcanza la vulva, desarro-
lla otro movimiento que es esencial para nacer, a saber, la
extensión que lleva la base del occipucio a un contacto
directo con el margen inferior de la sínfisis pubiana. Este
movimiento se debe a dos factores. En primer lugar, al
ser dirigida la apertura vulvar hacia arriba y hacia delante,
es necesario que haya una extensión antes de que la ca-
beza pueda pasar este orificio. Si la cabeza fuertemente
flexionada al llegar al suelo pelviano, fuera empujada más
hacia abajo en la misma dirección, se pondría en contacto
con el extremo del sacro y la porción posterior del peri-
neo y, si esta «vis a tergo» fuera lo bastante intensa, aca-
baría por arrancar la parte inferior del sacro y sería empu-
jada a través de los tejidos del perineo. Sin embargo, al
empujar la cabeza sobre la cuneta pelviana surgen dos
fuerzas, la primera, ejercida por el útero, actúa más hacia
atrás y la segunda, debida al resistente suelo pelviano,
actúa más hacia delante. La fuerza resultante está dirigi-
da hacia el orificio vulvar, y provoca así la extensión.
Después que la región suboccipital haya tomado con-
tacto con el margen inferior de la sínfisis pubiana, ya no

128
es posible considerar la cabeza como una palanca de dos
brazos. El occipucio es el fulcro con un sólo brazo que se
extiende hacia el mentón: cualquier fuerza ejercida sobre
la cabeza tiene que originar necesariamente una extensión
mayor. El orificio vulvar se dilata en forma gradual a
medida que la extensión es más acentuada y aparece el
cuero cabelludo del niño.
Al incrementarse la distensión del perineo y del orificio
vaginal aparece gradualmente una porción cada vez mayor
del occipucio. La cabeza sale mediante una continuación
de la extensión al pasar sucesivamente sobre el margen
interior del perineo el occipucio, bregma, frente y nariz,
boca y, finalmente, el mentón descansa sobre la región
anal materna.
Rotación externa. La cabeza es sometida entonces a
otro movimiento: si el occipucio estaba dirigido antes ha-
cia la izquierda, rotará hacia la tuberosidad isquiática
izquierda y en dirección apuesta, si el principio estaba
dirigido hacia la derecha. El retorno de la cabeza a la po-
sición oblicua (restitución) es seguido de una rotación ex-
terna hacia la posición transversa, un movimiento que
corresponde a la rotación del cuerpo fetal, que sirve para
poner a su diámetro anterocromial en relación con el diá-
metro anteroposterior del orificio de salida de la pelvis.
Este movimiento se debe fundamentalmente a los mismos
factores pelviano que provocan la rotación interna de la
cabeza.
Expulsión, Casi inmediatamente después de la rotación
externa aparece por debajo de la sínfisis pubiana el hom-
bro anterior y, poco después, el hombro posterior distien-
de el perineo. Después del nacimiento de los hombros, es
expulsado rápidamente el resto del cuerpo.

6. Cambios en la forma de la cabeza

En las presentaciones de vértice, la cabeza fetal sufre


en su forma cambios característicos importantes, como
resultado de las presiones a las cuales está sometida du-
rante el parto. Durante los partos prolongados, antes de la
dilatación completa del cuello, se forma un edema en la
porción del cuero cabelludo situada por encima del hueso
occipital que da lugar a una tumefacción llamada «caput
succedaneum». Por lo general, alcanza sólo un espesor

129
5
de unos milímetros, pero en los partos prolongados puede
ser bastante extenso para impedir la diferenciación de
las diversas suturas y fontanelas. Es más frecuente que
se forme cuando la cabeza está en la porción inferior del
conducto del parto y, muchas veces, sólo después de ha-
ber mostrado la resistencia de un orificio vaginal rígido.
Tiene considerable importancia el grado de moldea-
miento de la cabeza. Es posible que se produzcan movi-
mientos en las suturas, ya que los diversos huesos del
cráneo no están firmemente unidos. Estos cambios son
de gran importancia en las pelvis estrechas, donde la in-
tensidad del moldeamiento de la cabeza decide a veces si
habrá un parto vaginal normal o será necesaria una opera-
ción obstétrica mayor. El moldeamiento puede dar en
algunos diámetros cefálicos una disminución de 0,5 hasta
1 cm. o todavía más en casos de parto prolongado sin
asistencia.
La presión también provoca un acusado cambio en la
forma de la cabeza, con disminución de sus diámetros
suboccipitofrontal y occipitofrontal, quedando la cabeza
alargada desde el mentón hacia el occipucio y comprimida
en las demás direcciones. Así es posible estimar la inten-
sidad de la fuerza que ha empujado la región de la fonta-
nela mayor contra el borde inferior de la sínfisis. Estas mo-
dificaciones de presión tienen una importancia mucho
mayor de lo que antes se pensaba, ya que pueden jugar un
papel primordial en la producción de una hemorragia sub-
dural de consecuencias fatales. El importante trabajo de
Holland sobre las tensiones craneales durante el parto,
mostró que estas someten a veces la tienda o la hoz del
cerebelo a una tensión excesiva. Las lesiones hemorrági-
cas que pueden así producirse explican ciertas muertes
fetales que no tienen ninguna otra causa aparente.
Duración del parto. La duración media de un primer
parto es aproximadamente de 14 horas, aunque se da una
amplia variación. En primigrávidas estudiadas cuidadosa-
mente por Friedman, la duración media del parto fue de
14,4 horas. La cifra correspondiente citada por Busby en
un análisis de primeros partos en mujeres blancas en el
Johns Hopkins Hospital fue de 13 horas. El tiempo medio
para cada uno de los tres períodos del parto se reparte
generalmente como sigue: primer período 12,30 horas:
segundo período 1,45 horas: y tercer período, aproximada-
mente 5 minutos.

130
La duración media del parto de multípara es aproxi-
madamente de 6 horas menos que la de un primer parto:
Busby publicó la cifra de 8,3 horas. La duración del parto
en multíparas generalmente se reparte entre los tres pe-
ríodos como sigue: primer período, 7,15 h.; segundo pe-
ríodo, 1/2 hora, y tercer período, alrededor de 5 minutos.
En general la mayoría de las nulíparas parirá durante las
próximas 20 contracciones aproximadamente, después que
la cabeza fetal haya alcanzado el suelo perineal, la cifra
correspondiente para multíparas es de 10 contracciones o
menos (Hellman y Prystowsky).
Aunque la dilatación del cuello no está completa hasta
que no alcance un diámetro medio de 10 cm. ( por lo gene-
ral han pasado ya más de dos terceras partes del primer
período del parto cuando la dilatación cervical ha alcan-
zado 5 cm.

7. Factores que influyen sobre el pronóstico del parto

Como se ha dicho anteriormente, el parto puede consi-


derarse como una lucha entre las fuerzas de la expulsión
y las de la resistencia. Si las fuerzas de la expulsión son
muy intensas y las de resistencia muy débiles, el parto
casi nunca se prolonga más de 1 ó 2 horas, pero si ocurre
lo contrario, puede durar días enteros, a no ser que inter-
venga alguna ayuda. La mayoría de los partos tienen na-
turalmente una duración intermedia. Aunque otros fac-
tores pueden jugar un papel en la duración del parto nor-
mal, sólo lo hacen a través de su influencia sobre las fuer-
zas de la expulsión o sobre la resistencia.
Las fuerzas expulsivas son medidas en gran parte por
la frecuencia, intensidad y duración de las contracciones
uterinas. Durante el segundo período del parto, los es-
fuerzos de presión hacia abajo que la madre realiza cons-
tituyen una fuerza adicional que influye sobre la dura-
ción. La resistencia es sobre todo la del cuello, pero du-
rante el segundo período el suelo perineal aporta una
resistencia adicional.
Edad de la madre. Según Marchetti y Menaker y tam-
bién Morrison, el parto en primigrávidas de 12 hasta 16
años de edad presenta una duración normal, pero la fre-
cuencia de la toxemia de embarazo es aproximadamente
el doble que la de las primigrávidas en general. Duanhoel-

131
ter ha resumido recientemente las observaciones en los
embarazos de 372 niñas de 14 años de edad o más jóvenes
en el momento del parto en el Parkland Memorial Hospi-
tal (datos sin publicar). Hubo anemia, hipertensión indu-
cida por el embarazo y prematuridad (peso al nacer de
2.500 gr. o menos) de 1 1/2 a 2 veces más frecuente que
en el grupo de control de mayor edad con una paridad
semejante. La duración media del parto fue de 12 horas,
igual que la del grupo control. Se practicó una operación
cesárea para efectuar el parto en el 6,3 % de estas niñas
muy jóvenes, la cifra correspondiente para las pacientes
de control fue de solamente 2,5 %. Aunque los problemas
obstétricos de estas adolescentes fueron importantes, re-
sultaron mucho más complejos los problemas sociológi-
cos antes, durante y después del acontecimiento obsté-
trico.
Es evidente que para una mujer que tiene su primer
hijo la eficacia reproductora se encuentra en su máximo
entre los 18 y los 20 años de edad (Baird y Cois). Así, por
ejemplo, la mortalidad perinatal es casi dos veces mayor
en las mujeres que esperan hasta la edad de 35 años o
más para concebir. Se denomina habitualmente «primi-
grávida mayor» o «añosa» a la mujer que tiene su prime-
ra gestación a la edad de 30 años o más. La frecuencia del
parto prolongado aumenta a causa de disfunción uterina
y aparente rigidez cervical. En este grupo de edad son
frecuentes la enfermedad cardiovascular hipertensiva y
otras enfermedades degenerativas. Un tratamiento obsté-
trico experto es muy útil para el cuidado de estas com-
plicaciones, pero los datos estadísticos demuestran que
en nulíparas mayores, a pesar de un tratamiento exce-
lente, hay una mortalidad perinatal de alrededor del 10 °/o
o más de tres veces la cifra para primigrávidas con me-
nos de 30 años de edad.
Tamaño del feto. En las primigrávidas hay una consi-
derable tendencia a la prolongación de los períodos pri-
mero y segundo cuando los fetos son grandes. Calkins en-
contró, en el primer período, una diferencia de casi 2 ho-
ras entre niños de 3.000 y 4.000 gr. En el segundo período
encontró una diferencia de aproximadamente 25 minu-
tos entre niños de 2.500 y 4.000 gr.
Posición posterior del occipucio. La duración del pri-
mer período del parto no suele ser influida por las posi-
ciones posteriores del occipucio, pero el segundo período

132
del parto en las posiciones posteriores del occipucio pue-
de ser más larga a causa del incremento en las fuerzas
expulsivas, requerido para rotar la cabeza a través del
arco necesariamente mayor y por el incremento de la re-
sistencia que ocurre algunas veces a causa de la flexión
incompleta. Hellman y Prystowsky han demostrado que,
cuando persiste la posición posterior, la duración del se-
gundo período es más de 2 veces mayor.
Desgarro prematuro espontáneo de las membranas.
La ruptura de las membranas antes del comienzo del par-
to (desgarro prematuro de las membranas) tiene lugar
aproximadamente en el 12 % de todos los embarazos. Es
algo más frecuente (17 %) en el parto prematuro. Cuando
las membranas se rompen en forma prematura a término
o cerca del mismo, el período latente excede las 48 horas
aproximadamente en el 5 a 10 % de los casos. Períodos la-
tentes tan prolongados ejercen un efecto nocivo sobre el
feto.
Aunque la mayoría de estas muertes perinatales son
debidas a una infección, es imposible evitarlas del todo
mediante la administración de antibióticos a la madre
durante el período latente. Lebherz y colaboradores lleva-
ron a cabo un extenso estudio para averiguar si un antibió-
tico de amplio espectro administrado profilácticamente a
mujeres con ruptura prematura de las membranas, dismi-
nuiría la mortalidad perinatal. No fue así, la mortalidad
perínatal se mantuvo prácticamente la misma en los gru-
pos tratados y no tratados, y aproximadamente el 25 %
de las muertes eran directamente atribuibles a la infec-
ción. La mayoría de los tocólogos tiene la misma expe-
riencia. Así después, cuando no comienza el parto pronto
después de la rotura de las membranas y el feto no es pre-
maturo, es necesario considerar con atención las posibi-
lidades de inducir el parto. Sin embargo, si el feto es muy
prematuro los peligros de la prematuridad resultan ma-
yores que las ventajas de un rápido nacimiento. La muer-
te relacionada con prematuridad aumenta de modo acen-
tuado a medida que el peso al nacer desciende mucho
por debajo de 2.000 gr.
Pues bien, ya hemos visto que el pronóstico del parto
será bueno, es decir que tanto la madre como el niño
sobrevivirán al trabajo durante unos días —después pue-
den pasar muchas cosas—, en un alumbramiento normal,
sin anestesia, sin desgarros ni complicaciones, si el feto

133
no es demasiado grande, si la presentación es de vértice,
si el feto encaja exactamente donde debe y realiza la ro-
tación en el momento oportuno, si la madre no es menor
de 18 años ni mayor de 30, si ninguno de los dos padecen
anomalías, como las estudiadas durante el embarazo, si
no se produce ninguna infección, si no se rompen las
membranas antes de tiempo. Y por primera vez podría-
mos preguntarles a los hombres y preguntarnos: ¿Ha-
bría muchos hombres que aceptaran un trabajo cuyas me-
didas de seguridad fueran tan precarias como éstas?
¿Cuántos pilotos, o albañiles, o mineros, o picapedreros,
o ingenieros o médicos, aceptarían trabajar con un por-
centaje tan pequeño de seguridad de supervivencia o de
mutilación? Y nosotras, ¿por qué sí? El día que las mu-
jeres se lo pregunten, habrá empezado el camino de la li-
beración femenina.
Y ahora...
El parto ha terminado. Comienza el tercer período, que
la madre ha de concluir sola, mientras el niño es atendi-
do por los asistentes... cuando los hay. Millones de mu-
jeres que han parido solas en el mundo entero, tuvieron
que limpiar al niño y provocarle la respiración, mientras
expulsaban la placenta. Hoy pensemos que la feliz madre
ha sido atendida en algún lugar confortable, por un profe-
sional. Pero todavía le queda expulsar la placenta. Vea-
mos cómo tiene que hacerlo.

8. Tercer período
Cuidados durante el tercer período. Inmediatamente
después del nacimiento se determina la altura del fondo
uterino y su consistencia. Mientras el útero permanezca
duro y no se origine ninguna hemorragia, la conducta usual
consiste en una espera vigilante hasta que la placenta esté
separada. No se practica ningún masaje y la mano se
aplica sobre el fondo simplemente para asegurarse de
que este órgano no se vuelve atónico, y lleno de sangre.
Como las tentativas de exprimir la placenta antes de
su separación son inútiles y posiblemente peligrosas, es
muy importante que sean reconocidos los siguientes sig-
nos de la separación placentaria:
1. El útero toma una forma globular y, en general,
una consistencia más firme.
2. Muchas veces hay un súbito chorro de sangre.

134
3. El útero se eleva dentro del abdomen porque la
placenta, después de haberse separado, desciende dentro
del segmento inferior y vagina donde su masa empuja al
útero hacia arriba.
4. El cordón umbilical sobresale más de la vagina, in-
dicando que la placenta ha descendido.
No se debe jamás intentar una expresión placentaria an-
tes de la separación de la placenta, ya que entonces el útero
podría quedar invertido. La inversión del útero es uno de
los acidentes graves asociados al alumbramiento. La hora
que sigue al alumbramiento de la placenta es un período
crítico. Incluso ha sido designado por algunos tocólogos
como el «cuarto período del parto». La hemorragia durante
este período es especialmente posible a causa de la atonía
uterina. Es imprescindible que un ayudante competente so-
meta al útero a vigilancia constante durante este perío-
do, el ayudante mantiene una mano sobre el fondo y
aplica masaje tan pronto se presenta la más leve señal
de relajamiento. Al mismo tiempo hay que inspeccionar la
región vaginal y perineal para poder identificar rápida-
mente cualquier hemorragia excesiva.
Ahora realmente el parto ha concluido. Si todas las
condiciones se han dado, la madre y el niño podrán dis-
frutar de algún descanso, que merecido se lo tienen. Para
la madre será poco, porque entre las doce y las veinticua-
tro horas siguientes deberá empezar a lactar a su nuevo
cachorro. Y la esclavitud que supone la lactancia materna
sólo la conocen las víctimas, aunque no se den cuenta de
ello.
Ahora es preciso saber que todas las madres no dan a
luz igual.
El parto que he descrito, es el «normal». Como he
comentado anteriormente es imposible saber, porque nin-
gún estadístico se ha ocupado hasta ahora del tema, cuán-
tos de los nacimientos que se producen en el mundo res-
ponden a las coordenadas que califican el parto de nor-
mal.* El día que se averigüe, quizá la sorpresa de los tan-
tos y tantos científicos pondrá de relieve, por fin, su ig-
norancia y su desinterés por el tema. Porque aparte de
las felices madres que «sólo sufren» partos como el des-
crito, otras, ¿muchas?, padecen diversas anomalías, que
van desde el parto distócico a las anormalidades provo-

* Badía afirma que ninguno.

135
cadas tanto por irregularidades de constitución como por
anomalías varias, congénitas o provocadas, que pueden
acabar en la muerte. En otros casos «sólo» causan sufri-
mientos suplementarios, tales como prolongación del tiem-
po del parto, necesidad de cortes en la vagina, reparacio-
nes quirúrgicas, y muchas veces la urgencia de recurrir
a la cesárea.
En todos los casos la convalecencia será peligrosa, lar-
ga y dolorosa, la recuperación mucho más lenta, y las
consecuencias llevarán a la mujer a permanecer largas
horas en la consulta ginecológica, con las secuelas de
malestares, nuevas intervenciones quirúrgicas y nuevas
convalecencias.
De estos partos, demasiadas veces repetidos —muchas
mujeres han tenido el suficiente masoquismo para some-
terse tres y cuatro veces a cesáreas, para disfrutar del
placer de una familia numerosa— la mujer queda conver-
tida en una enferma crónica, para cuyos sufrimientos no
se reserva en la sabiduría popular más que la conocida
frase: «estos son males de mujeres», o en el mejor de
los casos en una mutilada.
La solución final, cada vez más utilizada es la castra-
ción total. En la actualidad los avances de la cirugía han
permitido que el «vaciado» de todos los órganos genita-
les se realice sin demasiado peligro. Si la recuperación es
buena, sólo en esta situación la mujer se encuentra libe-
rada, por fin, de su destino. Ni más embarazos, ni más
abortos, ni más intervenciones. Las enfermedades propias
de mujeres han acabado para ella. Puede sentirse un ser
humano. Desgraciadamente, cuando esto ocurre, ni su
edad, ni su situación social le permiten iniciar un nuevo
camino en su vida. Ante ella no queda futuro. Comienza
entonces para ella el calvario de los psiquiatras.

9. Dificultades corrientes del parto


Repasemos ahora las principales dificultades del parto.
Las más raras estadísticamente las dejaré para los espe-
cialistas.
En primer lugar, las más corrientes incomodidades del
parto las constituyen las laceraciones del conducto del
parto. En su inmensa mayoría, las mujeres sufren unas u
otras, provocadas por el tremendo esfuerzo realizado y las
resistencias y dificultades que el cuerpo femenino opone

136
a un hecho «tan natural». Hellman y Pritchard nos las
explican así:
Laceraciones de primer grado. Interesan a la horqui-
lla, la piel perineal y la mucosa vaginal, pero no a los
músculos.
Laceraciones de segundo grado. Interesan, además de
la piel y mucosa, a los músculos del cuerpo perineal, pero
no el esfínter rectal. Estos desgarros se prolongan en ge-
neral hacia arriba en una o ambas caras de la vagina, y
forman una herida triangular irregular.
Laceraciones de tercer grado. Atraviesan por completo
la piel, mucosa y cuerpo perineal, e interesan también el
esfínter anal. Este tipo a menudo se designa también
como desgarro completo. No raras veces estas laceracio-
nes de tercer grado se extienden hacia arriba por la pared
anterior del recto.
En algunas clínicas se distingue una laceración llama-
da de cuarto grado. Este término se aplica a desgarros de
tercer grado que afectan la mucosa rectal y exponen el
lumen del recto.
Las causas de las laceraciones perineales son: la rápida
y súbita expulsión de la cabeza, posiciones occipito-sacras,
tamaño excesivo del niño, partos difíciles con fórceps o
ventosa y extracción de litotomía extremada y tejidos ma-
ternos friables. Algunos desgarros son inevitables, incluso
para las manos más expertas. Las laceraciones de primer y
segundo grado son en sobremanera frecuentes en las nulí-
paras.
La episotomía —incisión quirúrgica en el canal del
parto— es la última solución inventada en la técnica obs-
trética actual. Los médicos la propician y describen así:
«Aparte de la sección y ligadura del cordón umbilical, la
episiotomía es la operación más frecuente en obstetricia.
Las razones de su popularidad son evidentes. En primer
lugar, remplaza por una incisión quirúrgica limpia y recti-
línea la laceración quebrada e irregular que de otra forma
se produce casi inevitablemente. Por otra parte, la episio-
tomía es más fácil de reparar y cura mejor que un desga-
rro. En segundo lugar, evita que la cabeza fetal tenga que
servir como pistón de choque contra la obstrucción pe-
rineal. Si es prolongado, este choque de la cabeza del
niño contra el perineo puede causar lesión cerebral. En
tercer lugar esta operación acorta el segundo período del
parto. Por último la episiotomía mediolateral reduce la

137
probabilidad de laceraciones de tercer grado.» Pero lo que
Hellman y Pritchard no nos cuentan es que en la mayor
parte de los casos —partos llamados normales— realiza-
dos en las maternidades y Hospitales de la Seguridad
Social, la episiotomía se realiza sin anestesia, en pleno
parto, y luego, apenas expulsada la placenta, se cose «en
vivo» para aprovechar el dolor todo junto. Por unos mi-
nutos ¿para qué utilizar la anestesia, que siempre es per-
judicial? ¿no ha aguantado bien el parto, se quejará aho-
ra por unos puntos? preguntan despreciativos los médi-
cos y las enfermeras a la parturienta no tan resignada.
Pero a nadie se le ocurre exigir a un hombre que aguante
un arreglo dental sin anestésicos. Claro que también es
conocido el axioma de que «un dolor de muelas es peor
que un parto».
Y además ¿saben ustedes que peor aún que aguantar
la episiotomía sin anestesia, es que ni siquiera se realice?
Hellman y Pritchard nos explican claramente lo que pasa-
ba cuando la mujer debía desgarrarse sin ayuda quirúr-
gica:
«Cuando la mayoría de los niños nacían en casa, es
comprensible que una laceración de tercer grado podía
constituir algunas veces una catástrofe mayor. Con una
iluminación deficiente, exposición inadecuada, pocos ins-
trumentos y ninguna ayuda, la secuela inevitable en mu-
chos casos era una fístula rectovaginal con incontinencia
fecal consecutiva.»
Examinemos ahora las dificultades que pueden com-
portar para el parto las diferentes formas de pelvis. La
estructura normal de la pelvis, es decir aquella que permi-
tirá el paso del feto sin ayuda quirúrgica, no es precisa-
mente la más corriente. Las variaciones y condiciones
de las distintas longitudes de los huesos púbicos se
dan en proporciones variables (no determinadas estadís-
ticamente) en las diversas razas. Y en los varios tipos de
mujeres. Conocer la conformación de la pelvis es impres-
cindible para hacer un pronóstico del parto. Y ninguna de
las mujeres que se someten y se someterán a tan grave
prueba tienen la menor idea de su propia conformación
corporal, y en consecuencia de los riesgos que va a correr
reproduciéndose.

138
10. La pelvis normal

Dado que el mecanismo del parto es en esencia un


proceso de acomodación del feto al conducto óseo que
tiene que atravesar, el tamaño y la forma de la pelvis
poseen una importancia extremada en obstetricia. En am-
bos sexos la pelvis forma un anillo óseo a través del cual
el peso del cuerpo es transmitido a las extremidades in-
feriores, pero en la mujer asume una forma especial que
la adapta más o menos eficazmente a la función repro-
ductora.
La pelvis del adulto está compuesta de cuatro huesos:
El sacro, el cóccix y los dos huesos innominados (hue-
sos coxales en España).
Anatomía pélvica desde un punto de vista obstétrico.
La pelvis verdadera. — Está situada por debajo de la lí-
nea terminal y constituye la porción importante en obste-
tricia. Su cavidad puede compararse a un cilindro incli-
nado, truncado oblicuamente con su altura máxima por
detrás, puesto que su pared anterior en la sínfisis del pubis
mide 4,5 a 5 cm. y su pared posterior 10 cm. Con la mujer
en posición erecta, la porción superior del canal pélvico
está dirigida hacia abajo y atrás y en su curso inferior se
encorva para dirigirse entonces hacia abajo y hacia ade-
lante.
Las paredes laterales de la verdadera pelvis de la mu-
jer adulta normal se convergen algo. Extendiéndose desde
el centro del borde posterior de cada isquión se encuen-
tran las espinas isquiáticas, que poseen gran importancia
obstétrica puesto que una línea trazada entre ellas re-
presenta típicamente el diámetro más corto de la cavi-
dad pélvica, además, puesto que se pueden palpar fácil-
mente por tacto vaginal o rectal, sirven de valiosos pun-
tos de referencia para establecer la extensión en que la
parte del feto presentada ha descendido en la pelvis.
En la mujer es característico el aspecto del arco pú-
bico. Las ramas descendientes de los huesos púbicos, se
unen en un ángulo de 90 a 100 grados, para formar un
arco redondeado debajo del cual puede pasar con facili-
dad la cabeza fetal.
Planos y diámetros de la pelvis. Debido a la forma pe-
culiar de la pelvis, es difícil describir la exacta localiza-
ción de un objeto en su interior. Por conveniencia, la pel-
vis ha sido descrita, desde hace largo tiempo, como dota-

139
da de 4 planos imaginarios: 1) el plano de la entrada de
la pelvis (estrecho superior), 2) el plano de la salida de la
pelvis (estrecho inferior), 3) el plano de las máximas di-
mensiones pélvicas, y 4) el plano de la pelvis media (mí-
nimas dimensiones pélvicas).
El estrecho superior representa el límite superior de
la verdadera pelvis y se designa con frecuencia por entra-
da de la pelvis. En el pasado, se había descrito como algo
oval, con una depresión en su borde posterior correspon-
diendo al promontorio del sacro. Sin embargo, Thoms
encontró que el tipo oval representa sólo un tercio de una
serie de 800 mujeres blancas, mientras que el tipo redon-
do se encontró en casi la mitad de ellas. Caldwell y Moloy
han descrito la típica pelvis femenina o «ginecoide» como
aquella en que la entrada es más redonda que oval o en
forma de corazón. La frecuencia que dan para la pelvis
redonda o ginecoide del 50 % se aproxima mucho a la ci-
fra anterior de Thoms. Estas investigaciones, basadas en
estudios radiográficos de grandes series de casos, condu-
cen a la conclusión de que la pelvis femenina típica tiene
una entrada que es más redonda que oval. Thoms ha des-
crito una «entrada ideal» en la que el diámetro transverso
es igual o algo superior (no más de 10 cm.) al diámetro an-
teroposterior.
Articulaciones de la pelvis. Debido a la elasticidad de
las articulaciones de la pelvis en el embarazo, se había
pensado antes que, colocando a la paciente en hiperten-
sión extrema, se incrementaba el conjugado obstétrico.
Para obtener este objetivo, se colocaba a la paciente en
la llamada posición de Walcher, esto es, en decúbito su-
pino con las nalgas sobresaliendo ligeramente del borde
de la mesa de partos y con sus piernas colgando ligera-
mente. Los estudios radiológicos de Young y Brill y de
Danelius demuestran claramente que este concepto es
erróneo, y que la posición de Walcher no determina ningún
aumento apreciable en el tamaño de la pelvis. La posición
es a la vez inútil y muy incómoda para la paciente. Pero
hasta que lo descubrieron ¿cuántas desgraciadas sufrie-
ron este tormento?

140
11. Pélvimetría radiológica

La pélvimetría radiológica tiene las ventajas siguientes


sobre la valoración manual del tamaño de la pelvis:
1. Proporciona una precisión de medida hasta un
grado que no puede obtenerse de otra manera. La im-
portancia clínica de semejante precisión resulta evidente
cuando se consideran las deficiencias de la medición del
conjugado diagonal.
2. Proporciona una medición exacta de diámetros que,
de otra manera, no se pueden obtener: el diámetro trans-
versal de la entrada pélvica, la dimensión entre las espinas
isquiáticas y los diámetros anteroposteriores de la pelvis
media y de la salida pélvica. Estas mediciones de la pelvis
inferior están recibiendo un merecido reconocimiento como
causas importantes de paro en la mitad de la pelvis y de
aplicaciones de fórceps difíciles.
Forma de la pelvis. Pelvis ginecoide. Esta pelvis exhibe
las características anatómicas ordinariamente asociadas a
la hembra humana. Caldwell, Moloy y Swenson estable-
cieron la frecuencia de los cuatro tipos maternos estu-
diando la colección de Todd formada por pelvis de sexo
conocido. Encontraron que la pelvis ginecoide era el tipo
más común, y que se daba con una frecuencia del 41 a
42 % entre las mujeres. (No olvidar que esos estudios se
realizaron únicamente con la población norteamericana.)
Tipo androide. La pelvis anterior es estrecha y trian-
gular.
La pelvis en extremo androide sugiere un pronóstico
bastante malo para el parto por vía vaginal; en la pequeña
pelvis androide, la frecuencia de las aplicaciones de fórceps
difíciles y de los partos de niños muertos aumenta en
forma sustancial. El tipo androide representa hasta el
32,5 % de pelvis de tipo puro encontradas en mujeres
blancas y el 15,7 % en mujeres no blancas de la colección
de Todd. (íd.)
Pelvis antropoide. Esta pelvis está caracterizada en
esencia por un diámetro anteroposterior de la entrada
pélvica mayor que el transverso. Se dice que la pelvis
antropoide es más común en las razas no blancas, mien-
tras que la forma androide es más frecuente en la raza
blanca. Los tipos antropoides constituyen hasta el 23,5 %
de las pelvis de tipo puro en mujeres blancas, en compa-
ración con el 40,5 % en las mujeres no blancas,

141
Tipo platipeloide. Se trata de una pelvis ginecoide pla-
na con un diámetro anteroposterior corto y un diámetro
transverso ancho. Este último está bien colocado por
delante del sacro, como en la forma ginecoide típica. La
pelvis platipeloide es la más rara de las pelvis puras, ya
que sólo existe en un 2,6 % de las mujeres blancas y el
1,7 % de las no blancas.
Tipos intermedios. Los tipos de pelvis intermedios o
mixtos son mucho más frecuentes que los tipos puros. El
carácter del segmento posterior determina el tipo y en el
del segmento anterior, la tendencia.

72. Anormalidades del parto

Continuemos ahora con el relato de las anormalidades


del parto. En el más breve repaso que el rigor científico
me permite, se pueden clasificar de la siguiente manera:

DISTOCIA CAUSADA POR ANOMALÍAS DE


LOS MECANISMOS DE EXPULSIÓN

1. Contracciones uterinas subnormales o anormales


que no tienen la fuerza suficiente para vencer la resisten-
cia que los tejidos blandos y el canal óseo del parto pre-
sentan, al nacimiento del feto. La debilidad de la activi-
dad uterina se denomina disfunción uterina («inercia»).
2. La presentación y desarrollo anormal del feto, de
tal forma que no puede ser expulsado por la «vis a tergo».
3. Anomalías en el tamaño o características del canal
del parto que presenta un obstáculo al descenso del feto.
La estrechez pélvica se asocia a menudo con disfunción
uterina y las dos conjuntamente forman la causa más
frecuente de distocia.

DISFUNCIÓN UTERINA

Nuestros doctores nos cuentan que «antiguamente la


disfunción o inercia, fue clasificada como primaria o se-
cundaria, la primera cuando se presentaba el principio
del parto y era de causa conocida, y la segunda cuando
se presentaba posteriormente, a continuación de un parto

142
prolongado con agotamiento de la madre. En la práctica
moderna no se permite una prolongación del parto con
profundo agotamiento materno. Por consiguiente, la iner-
cia uterina secundaria, en el sentido clásico, se ha conver-
tido en algo raro». Esta rotunda afirmación no corres-
ponde a la realidad campesina española o griega o turca,
o del Tercer Mundo. Hay que tener en cuenta que todos
los datos aportados por estos doctores corresponden a la
experiencia norteamericana. Y sin embargo leámosles.
«Cualquier prolongación, sea del primero o segundo
estado del parto, puede dar por resultado un aumento de
la mortalidad perinatal. No se ha aclarado todavía si esto
es simplemente el resultado de la prolongación del parto
o si es debido a otras complicaciones, tales como grandes
esfuerzos para terminar el parto o rotura prematura de
membranas con infección. Hellman y Piystowsky han
demostrado de manera convincente con datos recogidos
en el Johns Hopkins Hospital que la mortalidad perinatal
aumenta, si el primero e independientemente, el segundo
estadio se prolongan. Sin embargo, estos hechos no justi-
fican por parte del obstetra una operación apresurada o
radical, puesto que la pérdida perinatal y el consiguiente
daño al recién nacido son, con mucho, mayores en el par-
to traumático que en un parto simplemente tedioso, a pe-
sar de todo, la demora en cualquiera de los períodos de
la dilatación del cuello o en el segundo período ha de po-
ner sobre aviso al obstetra en previsión de un posible peli-
gro. Este debe planificar su forma de actuar con cuidado y
lógica, paso a paso, llevando a cabo un tratamiento ade-
cuado y oportuno. No hay que imponer ningún límite ar-
bitrario de tiempo ni para determinar la disfunción ute-
rina ni para fijar el momento indicado de iniciar el trata-
miento. El comienzo de la disfunción uterina, en cualquier
momento de la dilatación cervical, se presenta cuando la
progresión se detiene, puesto que la característica princi-
pal del parto normal es su progreso. Friedman, tratando
de precisarlo, delimita la prolongación de las fases laten-
tes entre 20 y 14 horas en primigrávidas y multigrávidas,
respectivamente, de forma que la dilatación cervical de
menos de 1,2 cm./h. en multíparas representa una fase
activa prolongada,»

Para la mujer que padece una disfunción uterina la


alternativa resulta clara: o aguantar un parto «tedioso»
como lo califican los médicos, o exponerse al riesgo de pre-

143
cipitarlo con sus secuelas de lesiones y muerte del recién
nacido.
En nuestras latitudes el tratamiento conservador es el
más utilizado. No en balde toda nuestra política ha estado
regida durante medio siglo por esta coordenada. Nues-
tras mujeres, por tanto, padecen largos y extenuantes par-
tos que duran días. Paseando sin descansar, acuciadas por
los intermitentes dolores, faltas de alimento que la angus-
tia no permite ingerir, todas sus fuerzas se encuentran al
borde del agotamiento cuando se presenta el segundo pe-
ríodo del parto: la expulsión. ¡Cuántas veces en ese mo-
mento la madre no puede ya realizar los últimos esfuer-
zos! Cuántas veces un corazón sin más resistencia decide
pararse. Cuántas veces la mala colocación del feto, la es-
trechez de la pelvis o el mayor tamaño de la cabeza del
niño impiden concluir un parto que lleva prolongándose
«maternalmente» dos, tres, cinco y hasta siete días, a pesar
de la ayuda —concretada en tirones y apretujones en la
barriga— de la comadrona. En ese momento un precipi-
tado traslado al hospital cercano, la mayoría de las veces
no tan cercano, puede llegar a salvar a los dos seres en
peligro, o puede concluir con la muerte de uno de los dos
o los dos a la vez. No tenemos cifras para demostrar la
frecuencia de tales sucesos.
Nuestros trabajos estadísticos a nivel estatal hablan
de muertos y nacidos, pero nadie cuenta en qué circuns-
tancias. Las muertas maternas no tienen tanta importan-
cia como las perinatales. El aumento de población exige
que se salve antes al hijo que a la madre y tan útil polí-
tica demográfica está sancionada por la ideología oficial
religiosa, que ha contado la infantil leyenda de que hay
que bautizar al recién nacido para evitar que vaya al
Limbo.
Las únicas que efectivamente están en el Limbo son
las mujeres, que aguantan calladas todas estas atroci-
dades.

COMPLICACIONES DE LA DISFUNCIÓN UTERINA

Veamos en qué puede acabar la disfunción uterina.


«La pérdida perinatal y la lesión del recién nacido son,
con mucho, las complicaciones más serias de la disfun-
ción. Como señalaron Hellman y Prystowky hay que atri-

144
buir la muerte o la lesión fetal a una indebida duración
del primero o segundo períodos del parto, o a una combi-
nación de ambos trastornos. Estas desafortunadas com-
plicaciones están en relación con la duración del parto y
son independientes de la forma del mismo...
»Las muertes fetales y neonatales acompañan también
con frecuencia a la infección intrauterina, la cual casi
siempre se desarrolla en un parto disfuncional. Por otra
parte, aunque puede ser útil para la protección de la ma-
dre tratar estas infecciones intrauterinas con antibióti-
cos, este tratamiento es de poca utilidad para proteger el
feto. En un porcentaje elevado de casos a no ser que el
feto salga rápidamente, es posible que sobrevenga un
desenlace lamentable.» Con lo que los sufrimientos y ries-
gos vividos pueden ser estériles para la madre que verá
impotente desaparecer su trabajo.
«El agotamiento y la deshidratación maternos pueden
presentarse, si el parto es muy prolongado, sobre todo
en tiempo cálido y húmedo.
»Ha sido idea general de todos los obstetras que los
trabajos de parto difíciles dejan algunas cicatrices psico-
lógicas en las pacientes. Jeffcoate, así como Steer, com-
probaron que el parto difícil causa señalado efecto dañino
sobre los futuros embarazos. Los últimos investigadores
demostraron que después de un parto espontáneo más de
2/3 de sus pacientes tuvieron posteriormente otros niños,
mientras que solamente 1/3 lo hicieron después de opera-
ciones por medio de fórceps. Todo obstetra con experien-
cia se ha enfrentado con el problema de pacientes ator-
mentados por el miedo persistente como resultado de un
parto previo difícil.» jY les parece sorprendente! Aunque
como se puede deducir, a los médicos les importa resolver
rápidamente un parto difícil sólo para que la madre no se
niegue después a tener más hijos... No cabe duda de que
hay que agradecerles su sinceridad. En este párrafo queda
clara la obligación femenina de reproducirse.
Pero veamos como ellos mismos nos cuentan lo que
han hecho los ginecólogos con las mujeres.

TRATAMIENTO DE LA DISFUNCIÓN HIPOTÓNICA


(INERCIA UTERINA SECUNDARIA)

«Los obstetras del siglo pasado pensaban que el mejor


tratamiento para la inercia uterina consistía en dar tiem-

145
po al tiempo. Su opinión estaba naturalmente condicionada
por los efectos funestos que solían obtenerse, en aquellos
días, cuando se recurría a instrumentos y operaciones. En
la obstetricia de hoy aquel concepto solamente mantiene
un mínimo de verdad, puesto que el paso del tiempo, si
no se utiliza bien, produce un aumento siempre creciente
de pérdida fetal o, como Jeffcoate escribe, la naturaleza y
el tiempo son aliados que inspiran escasa confianza. Nues-
tros médicos y comadronas todavía no conocen el axioma
de Jeffcoate.
Si alguno de los diámetros de la pelvis estuviera por
debajo de los niveles críticos, si el recién nacido es dema-
siado grande, o si existe una mala posición y la simple
rotura de las membranas no provoca el avance del parto,
es preciso realizar el parto por la ruta abdominal. Si no
se presenta ninguna de estas anomalías, la administración
correcta de oxitocina es el tratamiento adecuado.
Sin embargo añaden que la oxitocina es un medica-
mento poderoso que ha matado o mutilado a muchas mu-
jeres y a un número mayor de recién nacidos, al provocar
contracciones uterinas patológicas. Con todo, la adminis-
tración intravenosa, como atestiguan varias publicacio-
nes, ha significado un adelanto notorio en su eficacia y se-
guridad. Abstenerse de tratar la disfunción uterina expone
a la madre a los graves peligros del agotamiento mater-
no, a la infección intraparto y a la extracción fetal traumá-
tica operatoria. Además, puede exponer al recién nacido
a un riesgo de muerte tan alto como el 20 %, mientras
que el riesgo de la oxitocina intravenosa en soluciones
diluidas es considerablemente menor. Accidentes serios,
sin embargo, pueden ocurrir con su utilización, a no ser
que se observen estrictamente las precauciones antes
mencionadas. La rotura del útero recalca la necesidad de
estas precauciones. La lectura del tratado de obstetricia
que estoy comentando recuerda el coro de médicos de la
zarzuela El rey que rabió. (Y dice el gran Hipócrates, que
el perro en caso tal, puede estar rabioso, y puede no lo es-
tar). Si se deja a la mujer parir a su aire, puede agotar-
se y morir. Si se le da demasiada oxitocina se le puede
romper el útero... e t c . .

146
PARTO PRECIPITADO

En algunas mujeres multíparas y raramente en primi-


grávidas, el parto precipitado se debe a veces, a una dis-
minución de la resistencia de las partes blandas, a un
útero anormalmente vigoroso, a contracción muy intensa
de la prensa abdominal, o, muy excepcionalmente, a la
ausencia de sensaciones dolorosas durante el trabajo del
parto. En el New York Lyingin Hospital, la incidencia de
parto precipitado definido como de una duración de tres
horas o menos, fue del 16,8 % en 7.643 partos.
En general, pocas veces se considera que el parto pre-
cipitado acarree graves consecuencias maternas, pero sí,
que aumenta notablemente la pérdida perinatal, por dife-
rentes razones. Primero, las contracciones uterinas inten-
sas, a menudo sin apenas reposo intercontráctil, impiden
la oxigenación de la sangre fetal. Segundo, el paso rápido
del feto a través de los huesos de la pelvis en ocasiones
produce trauma cerebral, y tercero, algunos recién naci-
dos a menudo nacen sin atención y sufren problemas a
causa de la deficiencia de cuidados durante los primeros
minutos de vida. Chafetz señala que el parto precipitado
puede ser un factor etiológico en la parálisis cerebral. La
madre, en ocasiones, es sorprendida de repente por inten-
sos dolores de parto y ocurre el nacimiento del niño an-
tes que pueda ser colocada en su cama. En tales ocasio-
nes, es posible que se presente un embolismo de líquido
amniótico o que el niño resulte lesionado a causa de una
caída al suelo. Puede presentarse la rotura del cordón,
pero raras veces conduce ésta a una hemorragia fatal.
Si los intensos dolores comienzan mientras la paciente
está bajo observación médica, la gravedad puede dismi-
nuir mediante la administración de analgésicos, sin em-
bargo, hay poco tiempo para lograr un resultado satisfac-
torio. No resulta prudente utilizar la fuerza física para
detener un nacimiento inminente. Hay que instruir a los
asistentes para que se abstengan de juntar las piernas
de la madre, en un vano intento de demorar el parto.
Estas maniobras suponen el riesgo de dañar las partes
blandas maternas así como el cerebro del recién nacido.
Si el parto es rápido y el dolor poco, también mal, porque
el niño puede estrellarse en el suelo.
Total: siempre fastidiadas. Y sigamos con las anormali-

147
dades del hecho «tan natural» del parto, que como vemos
no son pocas.

DISTOCIA CAUSADA POR ANORMALIDADES EN LA POSICIÓN


o DESARROLLO DEL FETO. ANORMALIDADES DE POSICIÓN o
PRESENTACIÓN

Posiciones posteriores de occipucio persistente. En al-


rededor del 6 % de casos, la rotación no tiene lugar (posi-
ción occipital posterior persistente). Aunque las razones
exactas para la incapacidad de rotación son desconocidas,
el estrechamiento de la pelvis anterior y media (común en
las pelvis androide y antropoide) desempeña sin duda un
papel importante. Muchas de estas pacientes pueden parir
de manera espontánea con la posición occipital posterior
persistente, si se les da el tiempo necesario. Sin embargo,
en la práctica moderna, con la tendencia a cortar la se-
gunda fase del parto es frecuente la aplicación de fórceps.
El mejor método de operar dependerá de la experien-
cia y destreza del operador, del tipo de pelvis, del grado
de moldeamiento de la cabeza fetal y del tamaño del niño.
Si la cabeza está considerablemente moldeada (que es lo
que ocurre si se da tiempo para que tenga lugar la rotación
espontánea), el parto con fórceps en una occipital poste-
rior es menos traumatizante, tanto para la madre como
para el niño. El parto en occipital posterior está proba-
blemente indicado en las pelvis antropoides y androides y
en caso de estrechez de la pelvis media.

Presentación de nalgas
Incidencia. La presentación de nalgas aparece en un
3-4 % de alumbramientos, Hall, Kohl y colaboradores ci-
tan una incidencia de 3,17 % entre 190.661 partos de ni-
ños con un peso por encima des los 1.000 g„ registrada en
el Obstetrical Statistical Cooperative, Morgan y Kane en-
cuentran un 4 % entre 400.000 partos atendidos entre to-
dos los hospitales colaboradores en el estudio perinatal
de la Foundation For Medical Research; tal incidencia
resulta algo elevada a causa de la inclusión de gemelos y
niños inmaduros.
Mecanismo. Existe una diferencia fundamental entre
148
el parto en presentación de vértice; después de la salida
de la cabeza, más o menos voluminosa, el resto del cuer-
po sale sin ninguna dificultad. En cambio, en la presenta-
ción de nalgas, van saliendo sucesivamente las distintas
partes del niño. E n la práctica, existen tres alumbramien-
tos: el de las nalgas, el de los hombros y por último
el de la cabeza, cada uno de los cuales va precedido por
su propia rotación interna.
Pronóstico. El pronóstico para la vida de la madre di-
fiere aunque ligeramente, en las presentaciones de nalgas
y de vértice. Sin embargo, a causa de la mayor frecuencia
de cesáreas, puede existir una morbilidad materna más
elevada. El parto, contrariamente a lo que antes se ense-
ñaba, no es más prolongado. Hall y Khol, en una larga
serie de casos, demostraron que la duración media del
parto es de 9,2 h. para la primigrávida y de 6,1 horas para
multíparas. Sin embargo, para el niño, el pronóstico es
mucho peor que en las presentaciones de vértice.
El pronóstico sombrío del niño empeora por varios
factores mecánicos que se asocian con el parto. En pri-
mer lugar, después de la salida de las nalgas, el ombligo y
el cordón umbilical quedan sometidos a distintos grados
de compresión entre la cabeza y el borde de la pelvis. Se
ha afirmado a menudo, que el tiempo máximo que puede
transcurrir es de 8 min. entre la salida del ombligo y
de la cabeza, si se espera que el niño se mantenga vivo.
Actualmente es posible que transcurra más tiempo, si la
boca ha aparecido en la vulva y no está obstaculizado el
intercambio pulmonar. Un retraso indebido en la apari-
ción de la cabeza, así como su salida precipitada, suponen
naturalmente el riesgo de aumentar las pérdidas perina-
tales.
Holland y Capón indicaron la causa predominante de
muerte fetal en las presentaciones de nalgas y demostra-
ron que el desgarro tentorial y la hemorragia intracraneal
subsiguiente fueron dos veces más comunes que en las
presentaciones cefálicas.

Presentación de cara

Profilaxis. Antiguamente, algunos autores aconsejaban


atraer hacia abajo los pies y practicar la extracción en

149
cuanto hubiera la dilatación suficiente, pero esta conducta
tan radical ya no tiene muchos adeptos.
La aplicación rápida y electiva del fórceps de Piper a
la cabeza ofrece muchas ventajas, suele ser menos trau-
matizante que los difíciles métodos manuales. La ope-
ración cesárea también es un método seguro que propor-
ciona para el niño mejores resultados que una extracción
manual difícil.
Es preciso emplearla Iiberalmente en caso de estrechez
pélvica, niño de gran tamaño y disfunción uterina, y en
primigrávidas de más de 35 años. Lenka y Nelson opinan
que la cesárea ha de considerarse seriamente en los casos
de presentación de nalgas y pies, complicación especial-
mente peligrosa debido a la frecuencia de prolapso del
cordón umbilical. Sin embargo, no se justifica el alumbra-
miento por vía abdominal de todas las presentaciones
de nalgas a término, incluso en primigrávidas, ya que
la cesárea, incluso en las mejores manos, representa un
riesgo para la madre, por lo menos de un 0,1 °/o y, además,
se impone a la madre la probabilidad de un parto por vía
abdominal en todas las demás gestaciones futuras.
Pronóstico. A menos que se lleve a cabo una episio-
tomía, pueden producirse desgarros profundos del periné.
Debido a la prolongación del parto y a la elevada inci-
dencia de prematuridad e inmadurez, las pérdidas peri-
natales suelen presentar un aumento entre 15 y 20 °/o. Es-
tas pérdidas varían entre el 2,5 % (Prevedourakis) a 5 %
(Salzman y cois.) para los niños a término.
Si existe cualquier grado importante de estrechez pél-
vica con desproporción respecto al tamaño fetal, está
indicada la operación de cesárea.
Si la pelvis es normal y el mentón está en situación
anterior, puede esperarse un parto espontáneo o median-
te un fórceps bajo.
Si la pelvis es normal y el mentón posterior, puede
esperarse la rotación espontánea y un parto vaginal fácil
en 2/3 de casos. Teniendo en cuenta que sólo alrededor
de 1/3 de todas las presentaciones de cara tienen el men-
tón posterior, y 2/3 de este tercio sufren la rotación es-
pontánea, un caso de mentón posterior persistente sólo se
encuentra una vez por cada 10 presentaciones de cara.
Si el mentón persiste en situación posterior, tanto en
primigrávidas como en multíparas, está indicada la cesá-
rea si el feto está vivo. Si el feto ha muerto, el procedi-

150
miento de elección consistirá en la perforación de su
cráneo.
Entre otros métodos se incluyen la conversión manual
de la cara en una presentación de vértice, la rotación
manual o por fórceps de un mentón posterior a una posi-
ción anterior, y la versión y extracción. Es probable que
las operaciones de conversión resulten traumatizantes
tanto para el feto como para la madre, y sólo tienen éxito
en la mitad de casos. Si el feto está vivo, el único recurso
después de desafortunados intentos de conversión, con-
siste en ]a operación cesárea, pero la operación se vuelve
peligrosa, debido a las manipulaciones llevadas a cabo en
los intentos de conversión. El riesgo del niño en los ca-
sos de versión y extracción es grande. En las grandes se-
ries de Reddoch de presentaciones de cara, la mortalidad
perinatal asociada con la versión y extracción fue en ex-
tremo elevada. Reinke cita la pérdida de 5 niños en 12 ver-
siones y Kenwich la de 7 entre 48. Incluso aunque Hell-
man, Epperson y Connally describen mejores resultados
en pacientes con pelvis normales, esta operación es poten-
cialmente tan peligrosa para la madre como para el niño:
de ahí que en la tocología moderna no se la considera un
método aceptable para el parto en pacientes con presen-
tación de cara.

Presentación de frente

Pronóstico. En la presentación de frente persistente,


el pronóstico es malo, a menos que el feto sea de pequeño
tamaño.
Una presentación de frente persistente a término exige
cesárea.
El parto por vía abdominal fue necesario en 17
de 64 presentaciones de frente en el Obstetrical Statisti-
cal Cooperative. Con anterioridad, y a causa de los mé-
todos traumatizantes empleados para el parto, la mortali-
dad perinatal excedió el 20 % y las muertes maternas fue-
ron frecuentes. En la práctica moderna, las pérdidas peri-
natales, incluyendo los niños prematuros y las malforma-
ciones congénitas, son de alrededor de 12 por 1.000 na-
cimientos (Meltzer).

151
Presentación de hombro
Evolución del parto. Con raras excepciones, el parto es-
pontáneo de un niño totalmente desarrollado es del todo
imposible en las situaciones transversales persistentes, ya
que la expulsión no puede llevarse a cabo, a menos que
la cabeza y el tronco del feto penetren en la pelvis al mis-
mo tiempo. Por lo tanto, al final, tanto el feto como la
madre mueren a menos que se apliquen rápidamente los
medios adecuados.

Presentación compleja
En un estudio de las presentaciones complejas verifi-
cado por Gopleruf y Eastman, en el Johns Hopkins Hospi-
tal, en el curso de 42.410 partos viables aparecieron 55
casos en los cuales se observó el prolapso de una mano o
un brazo junto con el vértice, lo que representa una inci-
dencia de una vez por cada 744 partos. Mucho menos fre-
cuente es el prolapso de una o más extremidades inferio-
res junto con la presentación del vértice, solamente han
sido observados 6 casos en las series de Gloperuf y
Eastman, o sea 1 entre 7.068 partos. Además de estos ca-
sos —61—, se registraron 4 con prolapso de una mano
junto a la presentación de nalgas. En estudios similares
efectuados en The New York Lying-In Hospital, Sweeney
y Kanpo encontraron 74 casos de presentación compuesta
en un período de 30 años, o sea 1 entre cada 1.293 partos,
Chan en Hong-Kong cita una incidencia de 1 entre 1.321
partos. Las presentaciones complejas van acompañadas
con frecuencia de prolapso del cordón umbilical, lo que
determina un pronóstico fatal para el feto. El prolapso de
cordón alcanzó un 17 % del total de casos en las 3 series
citadas.

Anormalidades del desarrollo


Desarrollo excesivo. Aunque con una pelvis normal, un
aumento moderado en el tamaño del feto prácticamente
carece de importancia, en presencia de estrechez pélvica,
un feto muy grande puede convertir un parto fácil en un
parto muy difícil. Al mismo tiempo, en multíparas se pre-

152
senta a veces una distocia debida a falta de tonicidad de
la musculatura uterina.
Pronóstico. En las series de Nelson, Rovner y Barter,
de 231 mujeres grávidas que tuvieron hijos cuyo peso so-
brepasaba los 4.500 g. hubo 1 muerte materna y una pér-
didas perinatales del 13 °/o. En un informe completo so-
bre 766 niños que pesaban más de 4.500 g. Sacfc cita una
pérdida perinatal del 7,2 %. El 16 % de los niños nacieron
con depresión de las funciones orgánicas, el 11,4% su-
frían graves complicaciones neurológicas y el 4,5 % mu-
rieron antes de los 7 años.

DISTOCIA DE HOMBROS

La distocia de hombros es una complicación grave del


parto, que nunca será bastante destacada. El problema
consiste en que la cabeza se exteriorice antes que el tocó-
logo compruebe la imposibilidad de liberar los hombros.
Morris ha descrito de forma excelente y clara esta situa-
ción potencialmente peligrosa.
Schwartz revisa la experiencia con la distocia provoca-
da por el cinturón del hombro, en el Johns Hopkins Hos-
pital. La incidencia total es de 0,15 % de los partos a
término, sin embargo, la incidencia en fetos de más de
4.000 g. de peso se eleva al 1,7 %. En las series de Sch-
warts, la mortalidad fue aproximadamente del 16 °/o. La
reducción del intervalo de tiempo desde la aparición de
la cabeza hasta la salida del resto del cuerpo es de la
mayor importancia para la supervivencia, pero la tracción
vigorosa sobre la cabeza o cuello, o la rotación excesiva
del cuerpo puede causar serias lesiones al niño. Raras
veces es necesario fracturar deliberadamente la clavícula
para salvar la vida del niño.
Y a pesar de la larga serie de complicaciones en el
parto, estudiadas hasta ahora, las desgracias de la madre
no han concluido. Veamos rápidamente lo que puede pa-
sar cuando existe cualquier anomalía congénita en la pel-
vis.

DISTOCIA PROVOCADA POR ESTENOSIS DE LA PELVIS

1. Estenosis del estrecho superior.


2. Estenosis de la pelvis media.

153
3. Estenosis del estrecho inferior.
4. Combinaciones de estenosis del estrecho superior,
parte media y estrecho inferior de la pelvis.

Estenosis del estrecho superior

El estrecho superior de la pelvis se considera reducido,


si su diámetro anteroposterior más corto es de 10 cm. o
menos o si su diámetro transverso mayor es de 12 cm.
o menos.
Estas cifras no son arbitrarias, sino basadas en el he-
cho de que, como el diámetro biparietal de la cabeza de
un feto, ocasionalmente mide hasta 10 cm. (promedio
9,25 cm.), podría hacerse difícil o incluso imposible, que
un feto tal pudiese pasar a través de un estrecho superior
pélvico con un diámetro anteroposterior de menos de
10 cm. Cuando ambos diámetros están disminuidos, la
incidencia de complicaciones obstétricas aumenta al triple
de las que se producen cuando está disminuido sólo uno
de ellos.
Etiología. Aunque este ya no es el caso, antiguamente
se consideraba que alrededor del 2 % de las mujeres blan-
cas y alrededor del 15 % de las mujeres negras tenían
contracturas pélvicas, como consecuencia de un raquitis-
mo sufrido en la infancia.
El raquitismo en los Estados Unidos es en extremo
raro y la reducción del estrecho superior pélvico se pro-
duce más a menudo debido a un desarrollo defectuoso.
En tales casos, como todas las medidas pélvicas están
acortadas de manera más o menos proporcional, el resul-
tado es una pelvis en miniatura. Este tipo de «pelvis uni-
formemente reducida» se encuentra en las mujeres de
corta estatura.
«Con la desaparición del raquitismo, el estrechamien-
to transverso del estrecho pélvico superior, acompañado
de un diámetro anteroposterior normal o incluso elonga-
do, como en las pelvis androides o antropoides, ha adqui-
rido una importancia mayor. De acuerdo con Mañanan,
Connally y Eastman, tales pelvis son particularmente trai-
cioneras, pues los diámetros transversos resultan difíciles
de medir clínicamente. Incluso utilizando la pelvimetría
radiológica, el obsetra poco experimentado subestima,
a menudo, los problemas inherentes a los grados meno-

154
res de contractura.» Los doctores afirman sin rechazo:
«Con la desaparición del raquitismo», porque hablan de
su experiencia en Estados Unidos donde la mayoría de la
población —sobre todo blanca— está bien alimentada.
¿Pero nos pueden contar qué les sucede a las mujeres
hindúes, pakistaníes, marroquíes, zambias, etíopes, con-
goleñas, mozambiqueñas, filipinas, malasias, iraníes, egip-
cias, sirias, chilenas, bolivianas, paraguayas, guatemalte-
cas, y de todos aquellos países donde el hambre y la des-
nutrición es la peste moderna? Saber cómo deben parir
las mujeres que no han comido en toda su vida una dieta
alimenticia suficiente para evitar el raquitismo, la anemia,
la tuberculosis, la escrofulosis, o las deformaciones adqui-
ridas, es una tarea que debería interesar a los investiga-
dores, si hubiese alguno a quien le importase el destino de
las mujeres.
Efecto sobre el curso del embarazo. Las presentaciones
de vértice disminuyen en un 10 °/o en las pelvis estenosa-
das con relación a las normales, en tanto que las presen-
taciones de cara, nalgas y hombro se producen con doble
o triple frecuencia y el prolapso del cordón y de las ex-
tremidades son 6 veces más frecuentes en las pelvis re-
ducidas.
De 47.671 casos del Obstetrical Statistical Cooperative,
se registraron 2.378 partos a término complicados por pel-
vis reducida, lo que constituye una incidencia de casi
exactamente un 5 %.
El efecto de la pelvis, uniformemente reducida sobre
el curso del parto, es característico. Como todos los diá-
metros del estrecho superior están disminuidos, la cabeza
encuentra una resistencia aproximadamente igual en todos
los lados del estrecho superior pélvico, y, en consecuencia,
penetra en la pelvis oblicuamente, en una actitud fuerte-
mente flexionada, de manera que, al examen vaginal, pue-
de palparse fácilmente que la fontanela posterior en tanto
que la fontanela anterior es casi inaccesible. Como la re-
ducción afecta a todas las partes del canal del parto, el
trabajo de parto no puede terminarse con rapidez, aunque
la cabeza haya rebasado el estrecho superior. El aumento
de duración del mismo lo provoca no sólo la resistencia
presentada por la pelvis, sino en muchas ocasiones tam-
bién las contracciones uterinas defectuosas, que a menudo
acompañan a la disminución en tamaño de la pelvis.
Curso del parto. Cibils y Hendricks han demostrado

155
que la adaptación mecánica del feto al canal óseo juega
un papel importante en la determinación de la eñcacia
de las contracciones uterinas. Cuanto mejor sea la adap-
tación, más eficientes serán las contracciones. Como la
adaptación es mala cuando existe una pelvis reducida, su
consecuencia más frecuente consiste en la prolongación
del parto.
Peligro de rotura uterina. El adelgazamiento anormal
del segmento inferior uterino crea un serio peligro, si se
prolonga el segundo estadio del parto. Cuando la despro-
porción entre la cabeza y la pelvis es tan marcada que no
se produce el encajamiento y descenso de la presentación,
el segmento inferior del útero se distiende cada vez más
y el peligro de rotura se hace inminente. En tales casos
el anillo de retracción se palpa como una hendidura trans-
versa u oblicua, que se extiende sobre el útero en algún
punto situado entre la sínfisis y el ombligo. Siempre que
se aprecie este hecho, está indicado urgentemente el par-
to inmediato. Si no se realiza una operación cesárea, existe
un gran peligro de rotura traumática provocada por ma-
niobras intrauterinas.
Producción de fístulas. Cuando la presentación está
firmemente encajada en el estrecho superior, pero no
avanza durante un período prolongado de tiempo, las por-
ciones del canal del parto, situadas entre ella y la pared
pélvica, pueden quedar sometidas a una presión excesiva.
Como la circulación resulta afectada, la necrosis conse-
cuente puede manifestarse varios días después del parto
por la aparición de fístulas vesicovaginales, vesicocervica-
les o rectovaginales. Antes, cuando el parto operatorio se
posponía lo más posible, este tipo de complicaciones era
frecuente, pero hoy en día se ven raras veces y sólo en
casos mal atendidos. En general, la necrosis por presión
se produce tras de un segundo período del parto muy
prolongado.
Infección intraparto. La infección es otro peligro grave
al cual están expuestos la madre y el feto en los partos
prolongados, complicados con la rotura prematura de las
membranas. El peligro de la infección aumenta por la re-
petición de los exámenes vaginales y rectales. Si el líquido
amniótico se infecta, puede aparecer fiebre durante el tra-
bajo del parto, mientras que, en otros casos, aparece una
infección puerperal, más tardíamente. La infección intra-
parto es una grave complicación para la madre y una cau-

156
sa importante de muerte fetal, debido a que las bacterias
pueden atravesar el amnios e invadir las paredes de los
vasos del corion, provocando una bacteriemia fetal. La
neumonía fetal está, a menudo, asociada a la infección
intrauterina.
Efecto del parto sobre el niño. El parto prolongado, en
sí mismo, es nocivo para el niño. En los partos de más de
20 horas, o con un período expulsivo de más de 3 horas,
Hellman y Prystowsky encontraron un incremento signi-
ficativo de la mortalidad perinatal. En los casos de pelvis
contraída, asociada a rotura prematura de las membranas
e infección intrauterina, el riesgo del recién nacido se mul-
tiplica.
Prolapso del cordón. El prolapso del cordón es una
complicación grave para el feto, y se presenta con más
facilidad por la adaptación inadecuada entre la presenta-
ción y el estrecho superior de la pelvis. Este proceso no
afecta la evolución del trabajo de parto, pero si no se
llega de inmediato a la expulsión, la muerte fetal ocurrirá
como consecuencia de la comprensión del cordón entre
la presentación y el borde del estrecho superior de la
pelvis.
Pronóstico. En 2.316 casos de reducción del estrecho
superior de la pelvis, tratados en el Hospital Connally y
Eastman, el 89,6 % dieron a luz por vía vaginal con una
pérdida fetal total del 4,6 %. Esta pérdida representa un
incremento de un 20 °/o sobre el índice de mortalidad pe-
rinatal obtenido en el mismo centro durante el período
de estudio. Sin embargo, en esta serie ocurrió una muerte
materna, que fue consecuencia directa de la estenosis
pélvica. A comienzos de este siglo, la elevada mortalidad
de la operación cesárea justificaba correr un riesgo tan
grande con el niño. En el Kings Country Hospital, una
incidencia del 32 % de operaciones cesáreas en pelvis re-
ducidas dio como resultado una mortalidad perinatal de
1,5 % para las pacientes blancas y 3,7 % para las pacien-
tes (no blancas).
Un diámetro obstétrico conjugado de 8,5 cm. se toma
como límite por debajo del cual es imprescindible la ope-
ración cesárea, para el parto de un feto a término sano.
Por el contrario, cuando el diámetro conjugado obstétrico
es de 9,5 cm. o más, puede anticiparse el éxito del parto
por vía vaginal en la mayoría de los casos. Resumiendo, el
pronóstico del parto en casos de reducción intensa (diá-

157
metro conjugado obstétrico menor de 8,5 cm.) y en casos
de reducción muy leve (diámetro conjugado obstétrico no
menor de 9,5 cm.), puede afirmarse que en el primero el
pronóstico es muy malo y en el segundo excelente. Queda
aún el grupo limítrofe, en el cual el diámetro conjugado
obstétrico está entre 8,5 y 9,5 en los cuales el pronóstico
es a menudo difícil de establecer. De las pacientes con
un diámetro conjugado obstétrico de 9 cm. alrededor de
la mitad requerirán una intervención cesárea.
En muchos casos de reducción discreta del estrecho
superior de la pelvis, conviene intentar una «prueba de
parto» lo bastante larga para proporcionar evidencias,
sobre la base del criterio y pronóstico enumerado, en
cuanto así puede anticiparse el parto vaginal seguro para
la madre y el niño. El período de tiempo requerido para
obtener esta confirmación varía, aunque probablemente
no debe exceder las 4 ó 6 horas. Antes se utilizaba una
prueba de parto, que implicaba permitir que el trabajo
de parto evolucionara hasta lograr una dilatación com-
pleta y que pasaran 2 horas más. Este tipo de prueba no
tiene lugar en el tratamiento moderno de las reducciones
pélvicas por dos razones. Primero, muchas pacientes de
parto, qeu tiene una estenosis intensa del estrecho supe-
rior, no logran una dilatación completa, ni siquiera des-
pués de 30 horas. Segundo, la mortalidad perinatal resul-
tante de la aplicación de este método es abrumadora, ya
que mientras se utilizó, llegó a superar el 30 %. La utiliza-
ción adecuada de la «prueba de parto», disminuirá sin peli-
gro el número de operaciones cesáreas innecesarias. El
concepto más importante, para su uso adecuado, es el de
seguir un itinerario definido. No debe permitirse que la
prueba continúe de manera indefinida, ni debe utilizarse
a la ligera con el fin de justificar una operación cesárea.
Y la madre aguantando las pruebas.
Pronóstico. La reducción de la pelvis media es proba-
blemente de mayor frecuencia que la del estrecho superior
y a menudo provoca la detención del descenso de la ca-
beza fetal, lo que tiene como consecuencia la necesidad de
realizar operaciones difíciles con la aplicación de un fór-
ceps medio. Aunque una distocia extrema en la reducción
de la pelvis media es rara, un diámetro interespinoso de
9 cm., o menos, con frecuencia provoca inercia uterina
y esto puede crear la necesidad de realizar una operación
cesárea.

158
Estenosis del estrecho inferior de la pelvis
La reducción del estrecho pélvico inferior se ve en un
3 a un 5 % de las mujeres. Aunque la desproporción no
sea lo suficientemente grande para provocar una distocia
grave, puede jugar un papel importante en la producción
de un desgarro perineal.
Bien. Para no cansar, ahorraré el estudio de otras mu-
chas anomalías que pueden suceder en el transcurso del
parto, cuya incidencia es menor de las estudiadas hasta
aquí, pero que no dejan de existir y de causar graves pro-
blemas: la placenta previa, la mola hidratiforme, el hi-
droamnios, los tumores oválicos o de la matriz, los emba-
razos ectópicos, por ejemplo. Ejemplos que se repiten perió-
dicamente y que, salvo mucha suerte, suelen acabar con
las mujeres y muchas veces también con los niños.
La suerte empieza para la madre cuando el diagnóstico
ha sido hecho a tiempo y puede disponer de un buen equi-
po médico y de las instalaciones adecuadas para tratar
su problema. En caso contrario, no suelen suceder mi-
lagros.
Resumiendo, el pronóstico del doctor José Badía, es
que muj eres que tengan muchas posibilidades de salir
ilesas de un parto, solamente son aquéllas, que además de
reunir en su anatomía una larga serie de factores posi-
tivos para parir, vivan en zonas urbanas donde puedan
disponer en pocos minutos de un servicio médico ade-
cuado. Solamente residir en una población de pocos habi-
tantes, alejada en más de cincuenta kilómetros de una
ciudad que disponga de un buen servicio ginecológico,
significa reducir las posibilidades de salir con bien del
alumbramiento.* Y aún estas mujeres han de contar con
un porcentaje de posibilidades de padecer complicacio-
nes muy graves, que les ocasionen diversos sufrimientos
y hasta la muerte.
Todas las que viven en zonas rurales, en países atra-
sados, que no disponen de servicios hospitalitarios, y a
veces ni de médico, aumentan los riesgos de muerte en
proporciones asombrosas. Tanto que ni se las dicen. No
vaya a ser que se negaran a seguir pariendo.

* La Seguridad Social española aún tiene establecida una prima


para cada parto atendido, por personal médico, en el domicilio de
la gestante a pesar del riesgo que ello comporta.

159
13. Fórceps

No es posible hablar de partos y de obstetricia, sin


mencionar la historia y la técnica del fórceps. Durante mu-
chos siglos, tanto comadronas como médicos se plantea-
ron la necesidad de ayudarse en un parto difícil con la
utilización de algún instrumento. Era preciso recurrir a
la técnica, que en otros campos tanto había avanzado, y
que en éste estaba tan atrasada. Comprensible tratándose
de problemas de mujeres.
El invento de los fórceps marca un hito en la historia
de la obstetricia. Su utilización y resultado los estudiare-
mos en el capítulo de los sufrimientos femeninos. A las
torturas de un parto «natural», las mujeres hubieron de
añadir el martirio suplementario de la utilización del
fórceps, por manos inexpertas, indiferentes o crueles, que
en la mayoría de los casos no servía para nada.* No sólo
el paso de la cabeza del niño por el canal del parto pone
a prueba la mejor resistencia de la madre, sino que las
víctimas deben añadir soportar la introducción y rotación
en la matriz contraída de los dos hierros curvados que
constituyen el fórceps.
El fórceps obstétrico es un instrumento ideado para
la extracción del feto. Consta de dos ramas cruzadas lla-
madas derecha e izquierda, de acuerdo con el lado de la
pelvis materna en que se colocan. Las ramas se introducen
por separado en la vagina y se articulan después de ha-
berlas colocado en posición. Cada rama consta de cuatro
partes: cuchara, mango, pedículo y articulación.
Estos instrumentos varían considerablemente de ta-
maño y forma. Las cucharas tienen dos curvaturas, la ce-
fálica y la pélvica, la primera se adapta a la forma de la
cabeza fetal y la última a la del canal del parto. Las cu-
charas son más o menos elípticas, pues su tamaño dismi-
nuye hacia el pedículo y son, por lo general, fenestradas
para así permitir que la sujeción de la cabeza sea firme.
Ciertos autores consideran que las cucharas sin fenestrar
resultan menos traumáticas para la cabeza fetal. (Espátu-
las de Thierry).
La obstetrical Statistical Cooperative revisó 63.238 par-
tos procedentes de 23 hospitales. La incidencia total de
aplicaciones de fórceps fue del 32,8 %.

* El llamado fórceps de complacencia, que se sigue utilizando.

160
14. Cesárea

Los dos peligros principales de la cesárea fueron du-


rante mucho tiempo la infección y la hemorragia: de
acuerdo con esto, la historia de la cesárea durante los
últimos 75 años, está en gran parte relacionada con la
superación de estas dos amenazas. Las mejorías conse-
guidas en la técnica operatoria y en la asepsia han hecho
mucho para prevenir la infección, en tanto que la intro-
ducción de los antibióticos ha logrado que la muerte por
peritonitis y otras infecciones sean una rareza. Los ban-
cos de sangre y las transfusiones durante el mismo perío-
do han eliminado virtualmente los casos de muerte por
hemorragia. «A consecuencia de estos avances, la cesárea
que en otro tiempo fue una de las operaciones más mor-
tíferas es en la actualidad una de las más inocuas.»
(Hellman.)
Esta afirmación puede llenar de contento y de tran-
quilidad a las «felices» madres que están dispuestas a so-
meterse a la intervención en una de las instituciones hos-
pitalarias modernas de las áreas urbanas de los países in-
dustrializados. ¿Qué hacen las que no pueden ni aún es-
coger? Todas las demás mujeres, a quienes ni la aneste-
sia, ni la cesárea, ni aún el médico es accesible. Para
ellas los avances de la medicina respecto a la cesárea
siguen siendo inútiles.
Y grande alegría sentimos de saber que abriéndoles la
barriga y el útero, y sufriendo la convalecencia adecuada,
las afortunadas madres que viven en los lugares privile-
giados, ya no se mueren de parto. Porque, ante los
peligros e inconvenientes del «parto natural», mandado
por Dios, por la Iglesia, por la Naturaleza, y por la
Tradición, los médicos se deciden cada vez más a prac-
ticar la cesárea. No vaya a ser que con tanto conflicto en-
tre la pelvis y la cabeza del feto, y las enfermedades y
anormalidades sobreañadidas, con un parto vaginal distó-
cico revienten la madre y el niño, y les acusen de incom-
petentes. Según los datos que nos suministran Hellman y
Pritchard, los médicos norteamericanos recurren a la ce-
sárea en menos que canta un gallo. Con lo que quizá debe-
ríamos pensar si el cuento del parto natural, no se con-
vertirá pronto en una leyenda de nuestros mayores, y
en cuanto haya hospitales suficientes les abrirán la ba-
rriga a todas las mujeres, que es la mejor manera de que

161
6
el feto pueda nacer de una vez. Y si no veamos los datos:
«Las indicaciones de la cesárea se han discutido a pro-
pósito de las diversas circunstancias que alguna vez re-
quieren esta intervención. En cerca de la mitad de las
cesáreas que se realizan en la actualidad en Estados Uni-
dos, la indicación principal, y a menudo la única, para
realizarla consiste en la existencia de una cicatriz por una
cesárea previa. Estas intervenciones se denominan gene-
ralmente «cesáreas secundarias» y se fundan en que la
cicatriz presenta el riesgo de romperse, en especial du-
rante el parto. La otra mitad de todas las cesáreas "ce-
sáreas primarias", se realiza a consecuencia de una serie
de indicaciones que han servido para realizar 9.680 cesá-
reas primarias en 10 clínicas de la Obstetrical Statistical
Cooperative.
^Incidencia. En una era médica anterior, se juzgaba la
excelencia de un servicio de obstetricia por el bajo número
de cesáreas realizadas en él. Sin embargo, en la pasada
década se ha producido un cambio considerable respecto
a la validez de este criterio. No sólo la cesárea se ha he-
cho cada vez más innocua para la madre, sino que además
el foco del pensamiento obstétrico se ha ido dirigiendo
cada vez más hacia la sobrevivencia perínatal y a evitar
el trauma del niño durante el parto. Además la idea de
que la cesárea convierte a una embarazada sana en una
tullida obstétrica en la actualidad se considera por mu-
chos obstetras con un escepticismo cada vez mayor. No
sólo es posible, después de una cesárea, una serie de par-
tos vaginales sino que, como opinan Piver y Johnston, no
es raro encontrar casos con 4, 5 y aun 6 cesáreas. Si bien
la cesárea sigue siendo más peligrosa que el parto vaginal
normal, son muchas las series de 1.000 cesáreas consecu-
tivas sin una sola muerte materna. Han disminuido los
peligros próximos y remotos del parto abdominal en tal
grado que el cambio del punto de vista experimentado es
comprensible y recomendable...» *
Como se ve por el número de cesáreas en la misma
paciente, la mujer es siempre reincidente.

* El factor económico no es desdeñable entre las motivaciones


de los médicos para realizar cesáreas.

162
15. Lesiones del canal del parto

Vagina y vulva. Los doctores norteamericanos nos ex-


plican las consecuencias de la aplicación de los fórceps y
de los esfuerzos excesivos en un parto difícil o lento. To-
dos los desgarros perineales, a excepción de los más su-
perficiales, van acompañados de lesiones de diferente gra-
do en la proporción inferior de la vagina. Estos desgarros
raras veces se producen en la línea media, se extienden
generalmente hacia uno o ambos lados vaginales, siendo
con frecuencia de suficiente profundidad para implicar
las fibras del músculo elevador del ano.
Hay que buscar en todos los casos estas lesiones y su
reparación tiene que formar parte de toda operación or-
denada a restaurar un periné lacerado. Si sólo se sutura
la lesión externa, la enferma manifestará eventualmente
síntomas de relajación de la vagina, aun en caso de un
periné en apariencia normal. Los desgarros aislados, que
afectan al tercio medio superior de la vagina, sin acom-
pañarse por desgarros del periné o del cuello, son muy
raros. Estos desgarros suelen ser longitudinales y resul-
tan de traumas producidos durante operaciones realizadas
con fórceps, aunque a veces se producen en el transcurso
de un parto normal. Con frecuencia penetran en profun-
didad hasta los tejidos subyacentes y pueden producir
una hemorragia abundante, que sin embargo, en general,
se controla rápidamente con una sutura adecuada. Esos
desgarros suelen pasar inadvertidos, a no ser que se rea-
lice una revisión vaginal profunda.
De mayor importancia son las lesiones del músculo
elevador del ano, que no están, relacionadas con desga-
rros de la mucosa vaginal y, en consecuencia, pueden pa-
sar inadvertidos.
Cuello. Los grados ligeros de desgarro cervical han de
considerarse como inevitables en el parto. Tales desgarros,
sin embargo, cicatrizan con rapidez y raras veces produ-
cen síntomas.
Al cicatrizar provocan una modificación considerable en
la forma del orificio externo del conducto cervical, y pro-
porcionan, de esta manera, un medio para afirmar si
una mujer ha tenido hijos o no. Queda claro que los des-
garros leves son consecuencia inevitable en la totalidad
de partos.
En otros casos los desgarros son más profundos, afec-

163
tando uno o ambos lados del cuello y extendiéndose tal
vez hacia arriba o por encima de la unión de la vagina
con el cuello. En circunstancias más raras, el desgarro
se extiende a través del fondo del saco vaginal, o hacia el
interior del segmento inferior del útero, o del ligamento
ancho. Estas lesiones tan extensas afectan a menudo vasos
de tamaño considerable y, en este caso, están asociadas
a una hemorragia profusa.
Los desgarros cervicales profundos se producen ocasio-
nalmente durante el curso de un parto espontáneo. En
tales circunstancias, su génesis no está siempre clara. En
el pasado, frecuentemente se debían a la dilatación ma-
nual o instrumental del cuello. En la obstetricia moderna,
casi siempre son la consecuencia de partos traumáticos
realizados a través de un cuello dilatado de manera in-
completa.
En ocasiones, aun en partos espontáneos, el labio an-
terior del cuello edematoso puede ser atrapado entre la
cabeza del feto y la sínfisis del pubis, y comprimirse hasta
que sufre necrosis y se desprende.
Rotura uterina. El término rotura uterina se emplea
en general para significar rotura después de alcanzado el
período de viabilidad del feto.
Incidencia. Este accidente es uno de los más graves
que se registran en obstetricia; su frecuencia actual en-
tre las mujeres embarazadas y de parto es difícil de esta-
blecer, ya que los datos hospitalarios publicados varían
mucho, ya que dependen del tipo de paciente y el número
de casos referidos que se han recibido. Las cifras combi-
nadas de muchos países, comunicadas por Krishna Menon,
dan una incidencia de 1/760 partos. Es probable que esta
cifra sea muy elevada, y que influya en ella un tipo de
clínica como la de Menon, donde se tratan muchos casos
abandonados, lo cual eleva la incidencia a 1/415 partos.
Existen lugares del mundo donde el abandono obstétrico
asociado a la prevalencia de pelvis estrechas, crean índi-
ces aún mayores; por ejemplo, Rendle Short de Kampala,
Uganda, comunica una frecuencia de 1 %. Resulta difícil
de estimar la incidencia en los Estados Unidos, pero pro-
bablemente está entre 1 por 1.000 y 1/1.500 partos, de
acuerdo con los datos de Garnet. A pesar de su rareza,
la rotura del útero es una de las causas principales de
muerte en obstetricia moderna, ya que es la responsable

164
por lo menos del 5 % de todas las muertes maternas. Sin
comentario. Las cifras lo dicen todo.
Rotura de la cicatriz de una cesárea previa. Al aumen-
tar la frecuencia de las operaciones cesáreas, la rotura
de una cicatriz en un embarazo posterior se ha convertido
en tema de gran preocupación. En 624 embarazos poste-
riores a una operación cesárea, que fueron tratados en el
Johns Hopkins Hospital entre 1900 y 1942, la frecuencia
de rotura fue de un 1 % en el embarazo y un 1,1 % en el
parto, con una incidencia total de 2,1 % según comunican
Delfs y Eastman.
Estos datos estadísticos disponibles son suficientes para
permitir un cálculo preciso de la mortalidad materna que
acompaña a la rotura de la cicatriz de una operación ce-
sárea; es probablemente menor de un 5 %, pero la mor-
talidad perinatal es de alrededor de un 50 °/o. La rotura
de una cicatriz del segmento inferior puede causar grave
daño, e incluso lesionar la vejiga.
La dehiscencia de la cicatriz de una operación cesá-
rea es mucho más frecuente que la rotura verdadera, ya
que ocurre, según Lañe y Reid, en el 2,7 % de 583 enfer-
mas que dieron a luz por una operación cesárea subse-
cuente. Pedowitz y Schawartz comunican una cifra inclu-
so mayor al 8 %, después de operaciones realizadas en el
segmento inferior. La dehiscencia puede ocurrir después
de ambos tipos de operaciones, pero parece ser algo más
frecuente en la cicatriz del segmento inferior. Es sorpren-
dente que estas cicatrices separadas, cubiertas sólo por
el peritoneo, a menudo no provocan dificultades durante
el parto o después del mismo. Su frecuencia, sin embargo,
y el riesgo asociado, sirven de base a la frase: «una vez
cesárea siempre cesárea».
Rotura espontánea de un útero intacto. La rotura es-
pontánea del útero constituye una de las complicaciones
más graves de toda la obstetricia, que va acompañada de
una mortalidad materna y perinatal muy alta. Su fre-
cuencia se aproxima o supera la de la rotura de una cica-
triz por operación cesárea y hoy día es probablemente
más frecuente que la traumática. En las 3 series citadas
por Eastman, existieron 68 roturas sobre cicatrices de
operaciones cesáreas y 89 de útero intacto. Según nuestra
experiencia, la rotura espontánea es alrededor de 3 veces
más frecuente que la de una cicatriz transversal del seg-
mento inferior. En el pasado, la rotura espontánea durante

165
el parto era algo menos frecuente que la traumática, pero
con la tendencia moderna a evitar procedimientos vagina-
les difíciles, esta situación ya no prevalece. Delfs y East-
man encontraron que el 40 % de las roturas ocurridas du-
rante el parto eran espontáneas y Pedowitz y Perell com-
probaron una frecuencia de un 50 %.
Evolución clínica. Si el accidente se presenta durante
el parto, la paciente después de un período de signos pre-
monitorios, en el climax de una contracción uterina inten-
sa, se queja súbitamente de un dolor agudo y cortante en
el abdomen inferior y a menudo grita diciendo que «algo
ha cedido» dentro de ella. Al mismo tiempo el segmento
inferior del útero se hace mucho más sensible a la pre-
sión. Inmediatamente después que aparecen estos sínto-
mas se interrumpen las contracciones uterinas y la pacien-
te que estaba sufriendo una intensa agonía, experimenta
de pronto un gran alivio. Al mismo tiempo existe gene-
ralmente hemorragia externa, aunque ésta es a menudo
muy ligera.
Como regla general, poco después de una rotura com-
pleta la paciente presenta signos y síntomas de choque.
El pulso aumenta en rapidez y pierde fuerza, la cara se
torna pálida, hundida y cubierta de sudor. Una hemorra-
gia masiva va seguida a veces de escalofríos, alteraciones
de la visión, «hambre de aire» y eventualmente incons-
ciencia. No obstante, el choque a veces se pospone varias
horas después de la rotura y por lo general es menos in-
tenso cuando el feto permanece parcialmente dentro del
útero. Después de una rotura incompleta, los síntomas in-
mediatos son, en algunas ocasiones, muy leves e incluso
puede continuar el trabajo del parto; la tendencia de las
roturas uterinas a permanecer asintomáticas, a menudo
durante muchas horas, es la causa de numerosas muertes.
Casi siempre, el síntoma clínico más constante consiste
en el dolor unido a la sensibilidad abdominal, más bien
que el choque manifiesto.

16. Anormalidades del tercer período del parto


Hemorragia postparto. La hemorragia postparto es de-
finida corrientemente como la pérdida de una cantidad de
sangre superior a los 500 cm.3 durante las 24 horas que
siguen al alumbramiento. Sin embargo, los estudios más
recientes demuestran con bastante claridad que la pér-

166
a la recuperación incompleta de la hemoglobina perdida,
la pérdida hemática durante las primeras 24 horas, da un
promedio de alrededor de 650 cm.3. Más aún Pritchart y
sus colaboradores, así como De Leeuw y los suyos, han
demostrado que se pierden glóbulos rojos equivalentes
aproximadamente a 600 cm.3 de sangre de la circulación
materna durante el parto vaginal y las horas que le siguen.
Por lo tanto, una pérdida hemática necesariamente anor-
mal para un parto vaginal. Pritchard y sus colaboradores
observaron que alrededor del 5 % de las mujeres que da-
ban a luz por vía vaginal perdían más de 1.000 cm.3 de
acuerdo con sus determinaciones. Al mismo tiempo sus
estudios confirmaron que la pérdida hemática, estimada
generalmente, es sólo alrededor de la mitad de la pérdida
real. Efectuando una simple valoración clínica de la pér-
dida hemática superior a 500 cm.3 que se ha observado
que la hemorragia postparto ocurre en muchos hospitales
en alrededor del 5 % de los partos. Por consiguiente, una
pérdida hemática estimada como superior a 500 cm.3 en
la mayoría de los casos atraerá la atención hacia las pa-
cientes que están sangrando o que han sangrado en ex-
ceso y advertirá al médico de la posibilidad de una hemo-
rragia peligrosa. Pero, ¿y si no atrae la atención?
La hemorragia postparto es la causa más frecuente de
pérdida sanguínea grave en obstetricia. Como factor di-
recto en la mortalidad materna, constituye la causa de al-
rededor de 1/4 de las muertes por hemorragia obstétrica,
en el grupo que incluye hemorragia por aborto y rotura
uterina. Además, la pérdida de cantidades excesivas de
sangre tiene un efecto debilitante general, sobre todo en
mujeres de edad procreativa, cuyas reservas de hierro
pueden ser mínimas. En el pasado, como destacó Douglas
y Davis en un análisis de 183 casos de infección puerperal
en The New York Lying-In Hospital, esta debilitación es-
taba relacionada con la infección puerperal.
En los últimos 10 años, en el Kings Country Hospital
en más de 50.000 partos, sólo hemos tenido 1 muerte por
hemorragia postparto asociada con atonía y 1 asociada a
un trastorno de la coagulación. Aunque la muerte por
hemorragia postparto es en extremo rara en la práctica
obstétrica actual en los hospitales modernos, no deja de
ser frecuente en condiciones menos favorables. Por ejem-
plo, Menon indica que la hemorragia postparto, es la causa
de 95 °/o de las muertes hemorrágicas en la India.

167
dida hemática, a consecuencia del parto vaginal es con
frecuencia superior a los 500 cm. J . Newton, por ejemplo,
después de medir la cantidad de hemoglobina perdida
por 150 mujeres desde el momento del parto y en el
transcurso de las siguientes 24 horas, afirmó que la can-
tidad de sangre perdida era por lo menos de 546 cm.3. Si
se tienen en cuenta la cantidad de sangre materna expul-
sada con la placenta, así como la que no se valora, debido
Tratamiento después de la expulsión de la placenta.
La técnica de comprensión bimanual consiste simplemente
en hacer masaje sobre la porción posterior del útero con
la mano abdominal y sobre la porción anterior con la
otra, cuyos nudillos estarán en contacto con la pared ute-
rina. El efecto de la estimulación uterina se añade por
tanto al de la comprensión directa de las venas uterinas.
Este procedimiento fue descrito por Hamilton en 1861 y
desde entonces ha sido muy utilizado en Inglaterra y en
la Europa continental. El taponamiento del útero fue un
procedimiento alternativo que en su época alcanzó gran
popularidad. Sin embargo, no es posible taponar el útero
de manera adecuada después del parto, ya que se dilata
por la misma presión del taponamiento. Una desventaja
adicional es el peligro de infección. Donald de Gasgow ha
descrito el método como procedimiento desesperado, que
raras veces se utiliza en Escocia. En esencia, se trata de
un procedimiento antifisiológico, que puede aumentar en
lugar de disminuir la hemorragia uterina, al impedir la
contracción efectiva del miometrio.
«Después de una amplia experiencia, tanto con la com-
prensión bimanual como con el taponamiento, estamos
convencidos de que el primer procedimiento es, además
de la histerectomía, el método más eficaz para combatir
la hemorragia del postparto» dicen los doctores. Pero en
este último caso la mujer sobrevivirá del parto —si lo con-
sigue— no sólo lesionada, sino también castrada. Y, sin
embargo, será su salvación. Inmediata y futura. Ningún
parto más la esperará con su secuela de dolor, agonía, he-
morragias y peligro de muerte. Desgraciado ser que deba
esperar de la mutilación de sus órganos genitales la libe-
ración de su destino.
Inversión del útero. «Este proceso es muy raro, pero
constituye una causa grave de choque en el postparto.
McCullagh estima que ocurre una vez en cada 30.000 par-
tos. En nuestras pacientes ha ocurrido una vez en los

168
últimos 20.000 casos. Muchos obstetras con amplia expe-
riencia nunca han visto un solo caso, pero constituye
una complicación mucho más frecuente en áreas del mun-
do donde quienes practican la obstetricia son comadronas
ignorantes.» Que, aunque estos médicos no lo pongan de
relieve, son las zonas más extensas y más pobladas y don-
de el nivel de natalidad es más alto.
Ocasionalmente el fondo del útero se invierte, haciendo
contacto, o saliendo a través del orificio externo del cuello.
En raras ocasiones, todo el órgano puede verse fuera
de la vulva.
Etiología. Aunque la inversión del útero sobreviene al-
gunas veces de forma espontánea, casi siempre se debe
a un tratamiento inadecuado del tercer período del parto.
La complicación se produce, por lo general, después de
un parto a término, aunque se han señalado algunos casos
en los cuales ha seguido el aborto.
Pronóstico. Si el proceso se diagnostica con rapidez y
se restituye el útero a su posición normal de inmediato,
el pronóstico es bueno. Bell, Wilson y Wilson revisando
la literatura americana e inglesa desde 1941 hasta media-
dos de 1925, encontraron 76 casos de inversión puerperal
del útero, excluyendo 2 casos propios y concluyeron que
la mortalidad parece aumentar de forma continua si su
diagnóstico se retarda 48 horas. Sin embargo, cuando la
paciente con inversión no diagnosticada sobrevive 48 ho-
ras, el índice de mortalidad declina bruscamente. Se pro-
dujeron 14 muertes en la serie de 78 casos revisados y un
índice de mortalidad materna (no corregida) de 17,9 %. Sin
embargo, sólo en 9 de las 14 muertes se diagnosticó la
inversión. Cuando se instituyó el tratamiento adecuado, el
índice de mortalidad corregido descendió a un 12,3 %. Dis-
poniendo de sangre para transfusiones y antibióticos, pa-
rece que el mayor obstáculo para reducir más aún la mor-
talidad esté en el retraso o incapacidad de diagnosticar
el proceso.
Estas cifras y porcentajes sólo corresponden a Norte-
américa.
Conocer el número de muertes maternas por inversión
del útero en el Tercer Mundo nos escalofriaría.

17. Anormalidades del puerperio


Infección puerperal. Nos queda por conocer la más

169
corriente complicación del postparto: la infección puer-
peral. Durante toda la historia h a causado mas víctimas,
que todas las otras anormalidades juntas. Hoy sólo se
han librado de este azote las mujeres de áreas urbanas
avanzadas, con la adecuada asistencia hospitalaria. Como
se puede comprobar, las menos.
La infección puerperal es la infección postparto del
aparato genital, generalmente del endometrio, que puede
permanecer localizada en el mismo, pero que con frecuen-
cia se extiende, para producir cuadros clínicos y patoló-
gicos diversos. Las reacciones febriles constituyen la
regla.
La historia de la fiebre puerperal discutida por Sem-
merweiss, debe ocupar un capítulo aparte.
En los trabajos de Hipócrates y Galeno se hace
referencia a la infección puerperal. En el siglo xvn
WiUis escribió sobre el tema «puerperarum», aunque fue
Strother, en 1916, quien utilizó por primera vez el término
inglés «puerperal fever».
Aunque en fecha reciente se han desarrollado epide-
mias de infección puerperal en hospitales de los Estados
Unidos (Watson, 1927, Jewett y cois., 1968), el advenimien-
to de la terapéutica y profilaxis antimicrobiana efectiva
ha hecho que hoy las infecciones graves sean raras. Por
ejemplo, Douglas y Stromme comunicaron una declina-
ción en la frecuencia total de infección puerperal en el
New York Hospital de 11,2% en 1934 a 1,4% en 1956.
Hill indicó que la incidencia de muerte por infección puer-
peral en Melbourne (Australia) declinó de 1 en 340 partos
en 1931 a 1 en 36.000 en 1960. Muchos factores además
de los fármacos antimicrobianos han desempeñado su pa-
pel en este cambio favorable. Los siguientes cambios
en la metodología han contribuido sin duda, tanto a más
que los fármacos, a la supresión virtual de este antiguo
azote: la considerable reducción del parto operatorio
traumático y de los partos excesivamente prolongados,
las técnicas asépticas, el empleo efectivo de las transfu-
siones de sangre y el mejor estado general de salud de
las parturientas.
En vista del número y predominio cada vez mayor de
cepas de bacterias virulentas, resistentes a los antibióti-
cos, es importante que todo el personal que atiende a
las pacientes obstétricas esté instruido en cuanto a la bac-
teriología de la infección puerperal. La epidemia que ocu-

170
rrió en 1968 en el Boston Hospital for Women (ying-In
División), constituye un ejemplo.
Modos de infección. Con frecuencia el mismo médico
lleva la infección al útero de la paciente en trance de
parto. Puede hacerlo de dos maneras. Primero, aunque
sus manos estén cubiertas con guantes estériles es posible
que arrastre el estreptococo anaecrobio ya existente en
la vagina de la paciente a su útero mediante el examen
vaginal, o al realizar manipulaciones operatorias. Segundo,
cabe la posibilidad de que sus manos o instrumentos se
contaminen con microorganismos virulentos, como con-
secuencia de la infección por microgotas emitidas por él
mismo, o por alguno de sus ayudantes.
Causas predisponentes. Las más importantes causas
predisponentes de infección puerperal son la hemorragia
y el trauma durante el parto. El parto espontáneo, con
pérdida mínima de sangre, raras veces va seguido de fie-
bre, pero las mujeres que han sufrido hemorragias gra-
ves, se infectan con mayor facilidad. El tratamiento de la
hemorragia obstétrica, además puede implicar manipula-
ciones intrauterinas, que a menudo causan la infección.
Los traumas intensifican a veces los efectos de la hemo-
rragia, creando puertas de entrada adicionales para las
bacterias y conduciendo a la necrosis hística.
Los partos que se prolongan más de 24 horas, en par-
ticular si se han roto las membranas desde su inicio, pro-
porcionan un acceso más fácil y prolongado a las bacte-
rias de la vagina para alcanzar el útero, provocan agota-
miento y originan una incidencia incrementada la infec-
ción puerperal. Puesto que tales casos a menudo terminan
por medios operatorios difíciles, la tríada de agotamiento,
trauma y hemorragia crea condiciones óptimas para la
multiplicación bacteriana.
Lesiones del perineo, vulva, vagina y cuello. Una lesión
puerperal frecuente de los genitales externos es la infec-
ción localizada de un desgarro reparado, o de la herida de
la episiotomía.
Endometritis. La manifestación más frecuente de la
infección puerperal es la endometritis. Después de un pe-
ríodo de incubación que varía de algunas horas a varios
días, las bacterias invaden los tejidos de una herida en-
dometrial, situada casi siempre en el lugar de implanta-
ción placentaria. Los vasos sanguíneos y linfáticos vecinos

171
al área afectada se ingurgitan y la infeción se propaga
rápidamente, implicando todo el endometrio.
Tromboflebitis y piemicu En la obstetricia moderna la
forma más frecuente de extensión de una infección puer-
peral es a través de las venas, con la tromboflebitis resul-
tante. Del 30 al 50 % de todas las muertes por infeción
puerperal pueden atribuirse a este tipo de extensión. En
el Johns Hopkins Hospital, el 41 % de los casos fatales de
infección puerperal estaban asociados a tromboflebitis,
Halban y Kóheler en las autopsias de 163 mujeres que mu-
rieron de infección puerperal, encontraron 82 casos de
tromboflebitis; en 36, ésta era la única forma de extensión,
en tanto que en 46 existía una implicación linfática con-
comitante. La tromboflebitis se desarrolla debido a que
el sitio de implantación placentaria es una masa de ve-
nas trombosadas y porque los estreptococos anaerobios,
que forman parte de la flora vaginal normal, a menudo
se desarrollan bien en el medio anaerobio proporcionado
por los trombos venosos.
Peritonitis. La infección puerperal se extiende, a veces,
por vía de los linfáticos de la pared uterina, hasta alcan-
zar ya el peritoneo, ya los tejidos celulares laxos existen-
tes entre las hojas de los ligamentos anchos; en el pri-
mer caso, ocurre una peritonitis y en el segundo una para-
metritis. La peritonitis permanece localizada en la pelvis
o bien se generaliza. En cualquier caso, la peritonitis pue-
de producirse sea por implicación directa del peritoneo a
través de los linfáticos de la pared uterina, sea por exten-
sión secundaria al peritoneo de la tromboflebitis, o por
la parametritis. En estas circunstancias, aunque esto ocu-
rre raras veces, la peritonitis pélvica puede producirse
por el escape del pus a través de la luz de una trompa de
Falopio.
La peritonitis generalizada, que constituye una de las
complicaciones más graves del parto, es la causa de muer-
te en alrededor de 1/3 de los casos fatales de infección.
Clostridium perfringens. El cuadro clásico de la infec-
ción puerperal provocada por el Cl. perfringens es catas-
trófico. En el transcurso de los 2 ó 3 días que siguen al
parto o con mayor frecuencia después del aborto, la pa-
ciente desarrolla una ictericia acompañada de cianosis de
los dedos de la mano y de los pies. En el transcurso de
pocas horas, la piel y las conjuntivas se oscurecen para
asumir un color bronceado. La temperatura promedio va-

172
ría entre 38,3 y 38,9° C , pero a veces se mantiene elevada,
normal e incluso subnormal. Sin embargo, la frecuencia
del pulso es de 140 o más pulsaciones por minuto. La pa-
ciente cae en extrema postración en el transcurso de po-
cas horas o de 1 ó 2 días, la cianosis se hace más profun-
da, se establece un colapso circulatorio y la respiración
se vuelve rápida y superficial. Sin embargo, la conciencia
se mantiene notablemente lúcida hasta el final. La cateteri-
zación vesical proporciona una orina escasa con un color de
vino de Oporto, que contiene hemoglobina. La anemia fre-
cuentemente avanza con enorme rapidez. Puede registrar-
se un descenso en el recuento eritrocítico de más de
2.000.000, en el transcurso de 6 horas. La leucocitosis, que
nunca suele faltar, con frecuencia es extrema. La insufi-
ciencia renal constituye un hallazgo casi constante, con
gran aumento en el contenido de nitrógeno ureico en la
sangre, si la paciente sobrevive lo suficiente. Aunque la
presencia de gas en los tejidos subcutáneos o en el útero
se consideró durante mucho tiempo como un signo diag-
nóstico importante, sólo puede demostrarse poco antes de
la muerte en 1/4 ó 1/5 de los casos. No es raro que la
presencia de gas se manifieste por dolores intensísimos
en los músculos esqueléticos, antes que pueda percibirse
la crepitación característica. Cuando se ha extendido am-
pliamente (gangrena gaseosa metastática), su evolución es
en extremo rápida, la muerte puede ocurrir en el trans-
curso de 10 horas que siguen a la aparición de dolor en
los músculos. Antes de que aparecieran los agentes antimi-
crobianos modernos, las formas graves de infección puer-
peral por Clostridium eran fatales casi sin excepción en
5 ó 6 días, aún las formas más «leves» suponían una
mortalidad de alrededor de un 20 %.

A esta interminable sucesión de miserias y dolores que


implica irremediablemente la reproducción, hay que aña-
dir las consecuencias secundarias de cualquier parto. En-
tre las que las más corrientes son:

18. Enfermedades y anormalidades del útero


Relajación vulgovaginal y prolapso del útero. Los fre-
cuentes desgarros del perineo que ocurren durante el par-
to van seguidos en general de una cierta relajación vulvo-
vaginal. Aún cuando los desgarros externos no sean visi-
bles e inclusive únicamente se produzcan sobredistensio-

173
nes o desgarros submucosos, es posible que sobrevengan
notables relajaciones. Las alteraciones de los soportes pél-
vicos durante el parto predisponen más aún al prolapso
del útero y a la incontinencia urinaria. Estas condiciones
pueden pasar inadvertidas, a no ser que se realice un exa-
men al final del puerperio y a no ser que las pacientes
sean sometidas a una vigilancia cuidadosa en el posparto.

Hematomas puerperales
La sangre penetra a veces entre el tejido conjuntivo
situado debajo de la piel que cubre genitales externos, o
debajo de la mucosa vaginal, dando lugar a la forma-
ción de hematomas vulvares y vaginales respectivamente,
alrededor de 1 vez en cada 500 a 1.000 partos. Este pro-
ceso sigue por lo general al trauma de un vaso sanguíneo,
sin desgarramiento de los tejidos superficiales y puede
ocurrir tanto en los partos espontáneos, como en los ope-
ratorios.
En la variedad subperitoneal, la extravasación de san-
gre por debajo del peritoneo puede ser masiva y, en oca-
siones, fatal. También ocurre a veces la muerte después
de una rotura intraperitoneal. En algunos casos, la rotura
hacia el interior de la vagina conduce a la infección del
hematoma y a la posibilidad de una sepsis fatal.
El pronóstico es casi siempre favorable, aunque la he-
morragia interna de un hematoma muy grave ha condu-
cido, a veces, a la muerte.
Enfermedad tromboembólica
Incidencia. Aunque la enfermedad tromboembólica pue-
da aparecer durante el embarazo, la mayoría de los casos
tienen lugar en el transcurso del puerperio. La enferme-
dad aparece más a menudo asociada a los partos operato-
rios que a los partos espontáneos. A medida que se ha-
cen más raras las operaciones obstétricas traumáticas, la
incidencia de tromboembolismo ha disminuido.
Sin embargo, el tromboembolismo todavía se presenta
en 1 de cada 270 mujeres en el puerperio, de acuerdo con
Parker y colaboradores y en 1,2 % de acuerdo con Hiiles-
mas. Por contraste, la enfermedad tromboembólica apa-
rece en el 0,018 y 0,3 % de las mujeres en el período que
precede al parto y su incidencia ha experimentado poco
cambio durante el presente siglo.

174
Pero las consecuencias serán muy diferentes de tratar-
se de mujeres atendidas en instituciones hospitalarias mo-
dernas, o de aquellas que dan a luz en casa o en países y
poblaciones atrasadas, que no dispongan de medios para
evitar consecuencias fatales.

19. Trastornos del puerperio distintos de la infecían puer-


peral

Alteraciones de la mama
Ingurgitación de la mama. Durante las primeras 24 ó
48 horas después del inicio de la secreción láctea, no es
raro que las mamas se pongan firmes, nodulares y disten-
didas. A menudo la paciente aqueja bastante dolor, pero
en cambio no se observa una elevación de la temperatura,
explican nuestros doctores. Dolor, siempre dolor. La mu-
jer condenada a la reproducción está condenada por tan-
to al dolor, y fíjense cómo explican los médicos la su-
presión de la lactancia materna.
Cuando, por diversas razones, no es posible, adquiere
interés el problema de la supresión de la lactancia. Más
aún: como la mayoría de las mujeres americanas actual-
mente prefieren la alimentación del niño de tipo artificial,
no resulta sorprendente que se hayan sugerido una gran
diversidad de métodos para aliviar el malestar y acortar
el proceso de «supresión de la leche». Tal vez el método
más simple consiste en sostener las mamas de manera
confortable con un soporte adecuado, aplicar bolsas de
hielo, así como recurrir al empleo de analgésicos modera-
dos para aliviar el dolor. (Otro dolor.) Por lo general, to-
dos los síntomas y signos desaparecen en un día, si las
mamas no se estimulan por la succión.
Inflamación de las mamas. Mastitis. La inflamación pa-
renquimatosa de las glándulas mamarias constituye una
complicación rara del embarazo, pero se observa en oca-
siones durante el puerperio y la lactancia.
Los síntomas de la mastitis supurativa raras veces apa-
recen antes del final de la primera semana del puerperio
y, por regla general, nunca después de la tercera semana.
La inflamación va precedida casi siempre de una ingurgi-
tación notable, cuyo primer signo consiste en el escalofrío,
seguido al poco tiempo de un aumento considerable de la
temperatura y un incremento en el ritmo del pulso. La

175
mama se pone dura y enrojecida, y la paciente se Queja
de dolor. En un absceso mamario son graves y, aunque en
raras ocasiones, si se abandona a la paciente, pueden re-
sultar fatales. Las manifestaciones locales a veces son
tan leves que escapan a la observación; sin embargo, tales
casos de ordinario se confunden con una infección puer-
peral. En otro grupo de pacientes, la infección sigue un
curso subagudo o casi crónico. La mama está algo más
dura de lo normal y más o menos dolorosa, pero los sín-
tomas generales no existen o son muy leves. En tales cir-
cunstancias, la primera indicación del diagnóstico la pro-
porciona a menudo la palpación de una fluctuación.
Etiología. El microorganismo responsable más frecuen-
te es el Staphylococcus aureus (coagulasapositivo). El de-
sarrollo de estafilococos resistentes a los antibióticos en
los hospitales, ha sido acompañado de un incremento en
la frecuencia y gravedad de los abscesos de la mama. La
fuente inmediata de estafilococos que provocan mastitis,
está casi siempre en la nariz y garganta de la enfermera
que atiende al niño. En el momento de la lactancia el
microorganismo penetra en la mama a través del pezón,
en el lugar donde existe alguna grieta o fisura, que puede
ser bastante pequeña.
La mastitis supurativa entre las madres que lactan a
sus hijos ha alcanzado en ocasiones un nivel realmente
epidémico. Tales brotes frecuentemente coinciden con la
aparición de una nueva cepa antibióticorresistente de es-
tafilococos, o la reaparición de una cepa previamente iden-
tificada. En los casos típicos, el recién nacido se infecta
en el hospital cuando entra en contacto con el personal
de enfermería, que es portador del microorganismo. Las
manos de los asistentes hospitalarios son el origen prin-
cipal de la contaminación del recién nacido, sobre todo en
las salas de lactantes con personal insuficiente, ocurre
con frecuencia que los mismos transfieren de manera
inadvertida los estafilococos de un recién nacido infectado
a otro. La colonización de los estafilococos en el recién
nacido puede ser del todo asíntomática o afectar localmen-
te el ombligo o la piel, pero, en ocasiones, los microor-
ganismos provocan una infección sistémica que pone en
peligro la vida del niño.
Tratamiento. En el caso de formación de un absceso,
además de la terapéutica antibiótica, es indispensable re-
currir al drenaje. Las incisiones se practican en forma

176
radial, extendiéndose desde cerca del margen de la aureola
hacia la periferia de la glándula, para evitar lesiones en
los conductos galactógenos.
En los casos tratados en su comienzo, suele ser sufi-
ciente una incisión sobre la parte más declive del área
donde se palpa la fluctuación, pero cuando existen múlti-
ples abscesos, se requieren varias incisiones. La operación
tiene que realizarse bajo anestesia general y hay que in-
troducir un dedo en la herida, para romper los tabiques
de las cavidades secundarias.
Anormalidades de los pezones. Los pezones normales
en cuanto a tamaño y forma pueden agrietarse y volverse,
por lo mismo, particularmente susceptibles a traumatis-
mos provocados por la boca del recién nacido, durante la
succión. En tales casos las grietas hacen que la lactancia
sea dolorosa, con un efecto adverso sobre la función se-
cretora. Más aún: tales lesiones proporcionan una puerta
de entrada conveniente para las bacterias piógenas.
Bien, la mujer ya ha cumplido con la ingente tarea de
traer un nuevo ser humano al mundo. Se ha salvado de la
eclampsia, de la rotura del útero y de las infecciones pos-
teriores. «Todo se ha cumplido» según el mandato divino.
La madre y el hijo sobrevivirán juntos a partir de aho-
ra. Durante muchos años serán imprescindibles uno para
el otro, hasta que la sociedad disponga que el nuevo ciu-
dadano debe pasar a engrosar el ejército de los trabaja-
dores o de las reproductoras. El problema que se le plan-
teará entonces a la madre, obligada a separarse del hijo,
merece también un capítulo aparte. En los primeros años
semejante posibilidad ni siquiera se tiene en cuenta. Al
principio sólo se trata de alimentar y de cuidar a ese hijo
para que sea lo más productivo posible cuanto antes.
Pero ninguna mujer será la misma que antes de ha-
berse reproducido. Deberá adaptarse al nuevo papel que
se le exige socialmente, y su cuerpo quedará afectado por
el trabajo que acaba de realizar. Brevemente nuestros
doctores nos explican las modificaciones del cuerpo ma-
terno después del parto. Modificaciones irreversibles, que
la marcarán físicamente para siempre.

20. Cambios anatómicos durante el puerperio


Durante los 2 días siguientes, el útero mantiene el mis-
mo tamaño aproximado y luego disminuye de tamaño con

177
tanta rapidez que el décimo día ha descendido dentro de
la pelvis y ya no es posible palparlo por encima de la sínfi-
sis. Adquiere su tamaño normal no grávido después de 5 ó
6 semanas. La rapidez de este proceso es notable, el útero
que acaba de parir pesa unos 1.000 g. una semana más
tarde pesa 500 g. para disminuir al final de la segunda
semana a 300 g., al final del puerperio pesa menos de
100 g.
Pero al terminar la involución, el orificio externo no
reasume del todo su aspecto pregrávido. Permanece algo
más ancho, y en el lugar de las laceraciones quedan de-
presiones laterales como alteraciones permanentes que ca-
racterizan el cuello después del parto.
La vagina y vulva forman, durante la primera parte
del puerperio, un conducto espacioso de paredes lisas que
gradualmente disminuye de tamaño, pero jamás vuelve a
la condición nulípara. Las arrugas comienzan a reaparecer
aproximadamente durante la tercera semana. El himen
se reduce a varios pequeños pingajos de tejido, los cuales
durante la cicatrización se convierten en carúnculas mirti-
formes características de mujeres que han tenido un parto.
Durante los primeros días después del parto, el perito-
neo que cubre la porción inferior del útero forma plie-
gues que pronto desaparecen. Los ligamentos anchos y re-
dondos son mucho más flojos que el estado no grávido,
y requieren mucho tiempo para recuperarse de la disten-
sión a que han sido sometidos.
Como resultado de la rotura de las fibras elásticas de
la piel y de la prolongada distensión causada por el útero
grávido aumentado de tamaño, las paredes abdominales
quedan, durante algún tiempo, blandas y flácidas. La vuel-
ta de estas estructuras a la normalidad requieren por lo
menos 6 semanas. La pared abdominal readquiere su as-
pecto normal, a excepción de las estrías, pero, cuando los
músculos están atónicos, es posible que mantenga la fla-
cidez. Puede haber una notable separación o diastasis de
los músculos rectos, en este caso, una parte de la pared
abdominal está formada solamente por peritoneo, fascia
adelgazada, tejido subcutáneo y piel.
Los doctores no nos cuentan las modificaciones de
las mamas, sobre todo después de haber lactado varios
meses, porque su descripción no entra en el tema de un
tratado de obstetricia. Y sobre todo porque la belleza,
aparentemente tan apreciada en las mujeres, tan sobreva-

178
lorada en el mercado de esposas y de amantes, no tiene
en realidad gran impotancia.
Esta contradicción está puesta de relieve todos los días,
en la conducta habitual de las mujeres y de sus médicos,
pero nadie la conciencia. Para demostrarlo ahí está la
gran mayoría de mujeres. Deformado el vientre por las
sucesivas maternidades, flácidos los pechos, engrosadas las
caderas y las nalgas por la falta de ejercicio controlado,
arrastrando sus doloridos pies, que soportan unas piernas
varicosas, hinchadas y amoratadas, constituyen el gran
ejército femenino de amas de casa, o de trabajo secun-
dario.
Ahí están, en todos los mercados, a la puerta de todos
los colegios, en los parques infantiles, en las tiendas, en
los almacenes, cumpliendo su papel de administradoras
del consumo familiar, de educadoras de los hijos. Arras-
trando consigo a uno o a varios chiquillos y la cesta de
la compra cuyo peso pone en tensión su resistencia, ya
tan minada por los embarazos y los partos. Y en las fá-
bricas, y en los surcos de los campos, y en las oficinas y
en los hospitales. Todas tienen estrías imborrables en el
vientre, todas ocultan múltiples cicatrices naturales o qui-
rúrgicas en el cuello de la matriz, en la barriga, en la
vulva. Todas tienen que recurrir a la ortopedia o a la cos-
mética para mantener erguido el pecho, que sin sostén
cae desmayado, estriado, cansado de tantas lactancias. To-
das deben recurrir periódicamente a la consulta ginecoló-
gica para consolar los múltiples dolores e inflamaciones
genitales. Todas sienten más que saben que ya no son las
mismas que antes de reproducirse. Y todas creen que esta
degeneración física es irremediable si quieren cumplir su
papel en la sociedad.
Algunas, tan pocas, que apenas se pueden estimar —por
más que los eruditos a la violeta las tomen como mujeres
burguesas y pretendan con su ejemplo desautorizar la
definición de la mujer como clase— consiguen arreglar
los estropicios, bien o mal. Ninguna, ninguna mujer,
por más rica y afortunada que sea, puede librarse
de padecer los tormentos descritos para reproducirse. Po-
drá estar mejor o peor tratada en hospitales y clínicas, y
tener a su servicio un ejército de camareras o enferme-
ras, pero solamente ella deberá parir. Y solamente ella
estará expuesta a la eclampsia, a la inversión o a la rotura
del útero, a la fiebre puerperal y a las grietas del vientre

179
o del pezón. Y solamente ella sufrirá los dolores de dila-
tación y muchas veces también los de expulsión, si la
ideología remante en su entorno social la ha convencido
de que debe rechazar la anestesia. Después, superadas to-
das las consecuencias gracias a la medicina, podrá dispo-
ner de la cosmética o de la cirugía estética para recompo-
ner su maltrecha anatomía.
Pero nunca recuperará la lozanía y la elasticidad de su
anterior estado. Nunca podrá exhibir con el mismo agrado
su cuerpo martirizado. Vestida, bien vestida, disimulará
ante el mundo los estragos de la maternidad. Y ese mun-
do, idiota y hostil, sacará la consecuencia de que una mu-
jer rica no padece ni siente al dar a luz.
Y sobre todo cuidará su cuerpo y luchará denonada-
mente contra la fealdad, a veces a costa de su salud men-
tal, para seguir agradando a. su señor. Para mantener su
encanto sexual, para que su marido o sus amantes no la
rechacen despreciativos al comparar su aspecto actual
con el anterior en que la conocieron y les atrajo. Y tam-
bién será inútil. Porque todos los hombres que la utiliza-
ron como objeto sexual buscarán, en un momento u otro,
otra mujer joven e intacta para su placer, y dejarán a
la «excelsa madre de sus hijos», criando bebés, aplicán-
dose cremas, haciendo gimnasia, poniéndose inyecciones
de parafina en los pechos, soportando saunas y masajes
y escogiendo atuendos que la favorezcan, para dedicarle
sus atenciones a una joven hermosa a la que destrozar
nuevamente en la sala de partos.
A costa de todos los úteros femeninos, de todos los
pechos caídos y exhaustos, de todas las matrices inflama-
das, de las piernas amoratadas por las varices, de los quis-
tes ováricos, de las lesiones vaginales, de las enfermeda-
des cardiovasculares, de las deformaciones de vientres y de
nalgas y de estómagos, de las vejeces prematuras y de las
histerias y de las neurosis, de las muertes por eclampsia,
por roturas de matriz y hemorragias puerperales, del tor-
mento de los fórceps y de las manipulaciones intrauterinas,
del destrozo de los cuerpos femeninos, inmolados ante el al-
t a r del Dios reproductor, en masivos sacrificios humanos,
desechados como viejos apenas iniciada la madurez, de
la masacre continua de espíritus y de mentes inteligen-
tes, del genocidio continuo, diario, universal, intemporal
e inacabable de las mujeres, el mundo de los hombres
sigue funcionando.

180
CAPÍTULO III
LA POLÉMICA DEL DOLOR

La mujer, sola, da a luz su criatura; sola se retira,


con ella, a otro plano de la existencia, donde hay
más silencio y se puede tener una cuna sin temor.
Y sola, en silenciosa humildad, la alimenta y la
cria.
BORIS L. PASTERNAK

1. ¿Pero realmente él parto duele?

Quizá todavía a muchos lectores les sorprenderá tal pre-


gunta. Con toda seguridad a muchos otros no. En especial
a los médicos. Cuando comenté con un grupo de amigos
la polémica, que a nivel internacional, se dirimía entre
varias escuelas médicas, sobre si el parto dolía o no, al-
gunos se sorprendieron. Solamente el que era médico, asin-
tió con conocimiento del tema. «Sí, añadió, a mí en la
Facultad me enseñaron que el parto no dolía.»
¿Qué sucede entonces para que las mujeres se quejen
tanto?
La nueva escuela ginecológica, la más avanzada, la más
progresista, ha descubierto que los dolores del parto son
fantasmas de las mujeres. Miedo, histeria, prejuicios, con-
sejos de viejas, ganas de hacerse valer, pedantería. Ya que
las mujeres no saben hacer nada más que parir, han tenido
que darle mucha importancia a tal cosa para valorarse un
poquito.
Si algunos lectores, y sobre todo lectoras, no me creen,
atendamos los razonamientos y la polémica médica en tor-
no a tal tema. Y piensen que precisamente en este criterio

181
ideológico se basa la más moderna obstetricia. En el mé-
todo llamado vulgarmente «parto sin dolor».
Los textos, por innumerables me ha sido preciso cla-
sificarlos, nos muestran el criterio médico respecto a los
dolores del parto, a las sufridas mujeres y a su cohorte
de ayudantes. Naturalmente, volvemos a tratar de las mu-
jeres de los burgueses o pequeñoburgueses de las ciuda-
des adelantadas industriales. A las que se les prodigan bas-
tantes cuidados en función de que su preparación ha sido
más cara, su mantenimiento también y se precisa que so-
brevivan en las mejores condiciones posibles, para que
críen y cuiden a los cachorros de los ejecutivos, políticos,
profesionales que han de cubrir los mismos puestos diri-
gentes de sus padres.
Las madres de los empleados medios y pobres, de los
obreros, de los campesinos, de los funcionarios o simple-
mente las que deben sobrevivir en provincias, no son tan
afortunadas... o desafortunadas. Porque a ellas nadie se
preocupa de convencerlas del método psicoprofiláctico
(parto sin dolor), ni nadie emplea su tiempo y su dinero
en dirigirles los ejercicios de gimnasia durante nueve
meses, ni en darles lecciones de como parir, ni tienen un
ejército de ginecólogos, comadronas, enfermeras ni psi-
quiatras, para moldearles la cabecita, hasta aceptar la
mayor de las aberraciones: que sus sentidos estén per-
turbados y por tanto que lo que les duele no les duela.
Para las mujeres y las madres de hombres de clases me-
nos favorecidas, sólo se reserva en el mejor de los casos,
la anestesia, y si no, en la mayoría, los tirantes y los
barrotes de la cama para que aprieten mejor.
Y a nadie se les ocurre intentar convencerlas de que
sólo sus prejuicios, sus histerias y su ignorancia las lleva
a quejarse al parir. Porque con ellas la política masculi-
na es más brutal: «Sí, claro, que duele ya lo sabías, pero
no hay más remedio, o aguantas o pagas anestesista.»
Y aunque semejante destino no sea nada deseable, por lo
menos se salvan de la enfermedad mental, que amén de
reproducirse deberán padecer las cuidadas madres de los
hombres rectores del país.
En cuanto a los millones de mujeres que paren en las
selvas africanas, en los pueblos y suburbios sudamerica-
nos, en la India y en Oceanía, ni nadie sabe nada de
ellas, ni a nadie le importan. A uno de los científicos, cu-
yas opiniones recojo, se le ocurre afirmar que a las ne-

182
gras de Sudáfrica no les duele el parto. ¿Y quién puede
desmentirlo? Ni ellas han leído a tan exacto sabio, ni
nosotros iremos a preguntárselo, ni los médicos de negras
sudafricanas parecen demasiado interesados en explicár-
noslo.
En resumen, los mayores o menores cuidados, la ma-
yor o menor preocupación, por la ideología que sustenten
las mujeres, está en razón directa del dinero invertido en
su educación y del rendimiento que pueda el poder mascu-
lino obtener de ellas. Nada nuevo, ni sorprendente, por
supuesto, puesto que así actúan siempre las clases domi-
nantes con las dominadas. Pero como esta analogía que
es tan clara, está siempre refutada por los ideólogos que
se llaman marxistas, prefiero insistir con algún ejemplo.
Entre los esclavos del «domum», existían diversas cate-
gorías: los que atendían la limpieza, la cocina, el cuidado
de los niños, el cuidado personal del amo o de su esposa,
o los que eran maestros preceptores del hijo del amo,
que por su preparación valían mucho más —tanto en el
momento de la compra, como en todos los gastos inverti-
dos en su comida, alojamiento y vestido—, que los esclavos,
amontonados en las minas. Éstos, subalimentados, exte-
nuados hasta la inanición, trabajando veinte horas diarias
hasta la muerte prematura, sin esperanza de libertad,
eran comprados a más bajo precio en el mercado, y su
escasa supervivencia era conseguida con muy poco gasto.
Las mujeres y las madres de los que habrán de ser
obreros, también son más baratas que las mujeres de los
burgueses. Y su manutención y su sustitución resultan
a menos coste que las de estos últimos. No es sor-
prendente, por tanto, que el montaje de la medicina para
las madres de burgueses, sea también más complicada y
más cara que para las madres de obreros.
Pero aún hay que tener en cuenta un motivo más para
la inversión que los burgueses hacen en la propaganda
del parto sin dolor. La ideología de la clase dominante
es la que imprime su marca al pueblo. Y las mujeres de
los burgueses son las transmisoras directas de esa ideolo-
gía a las demás mujeres. Solamente las artistas de cine,
la duquesa de Alba, la hija de Franco, la mujer de Suárez
o la de Felipe González, tienen posibilidad de explicar pú-
blicamente lo que sienten y lo que creen. Sus entrevistas
llenan las páginas de las revistas dedicadas a la mujer.
Y si ellas cuentan que «han parido maravillosamente, sin

183
ningún sufrimiento, mediante el método psicoprofilácti-
co», ¿no querrán imitarlas todas las demás? Si el resul-
tado no es demasiado bueno para esas «demás», entre
otras cosas porque no se les ha dedicado la atención y
tiempo que a las famosas, tampoco importa. Las historias
de esas otras mujeres no se publican, y aunque se quejen
a sus familiares, amigos y vecinos, las voces de las Saritas
y de las Suácez acallarán el otro griterío.
El éxito se ha alcanzado. No sólo las mujeres han de
reproducirse al ritmo que las necesidades de las clases
dominantes impongan, no sólo se desgarran y se mueren
y no sólo quedan inválidas y tullidas en ese trabajo. Ade-
más sin quejarse.
El doctor Pierre Vellay 1 nos explica la verdad sobre
los dolores del parto, en forma tan convincente como
ésta:
«Veamos como la situación concerniente a su parto
se introducía en el espíritu de la mujer. Su concepción
se apoyaba esencialmente en la tradición oral y escrita.
a) La tradición oral. Son ante todo las habladurías
transmitidas de generación en generación, en todas las
edades de la vida de la mujer...»
¿Desde cuándo? ¿Desde el siglo pasado, o desde el
Medioevo o desde la Prehistoria? Si estas habladurías
tienen su origen en un tiempo histórico, ¿por qué comen-
zaron? ¿Qué suceso motivó que en un momento dado las
mujeres se pusieran a contar terroríficas historias de par-
tes dolorosísimos, cuando nunca antes habían sentido do-
lor? Y si el origen de la superstición se remonta a la
Prehistoria, suceso bastante difícil de probar según los
datos que poseemos, ¿qué explicación encuentran tan
sabios doctores para imaginar que de pronto, a la hem-
bra de Cromagnon se le ocurriera inventar una historia
truculenta sobre sus dolores de parto? Como es natural, en
lo relativo a la mujer el rigor científico y los datos objeti-
vos son siempre un estorbo, y por tanto nuestros médicos
no nos aclararán nunca nuestras dudas. Debemos creerlo
por nuestra fe en ellos sin pedir pruebas.
Por tanto, ya tenemos establecido que las habladurías
transmitidas de generación en generación son las causan-
tes de los dolores del parto. Para más detalles leamos:
«La madre, hablando del parto, lo define diciendo que es

1. Desarrollo sexual y maternidad. Ed. Fontanella, pág. 93.

184
un mal momento a pasar, o bien: no es divertido, pero
casi siempre se sale de él y se olvida.2 Hay además los
relatos melodramáticos de partos aterradores, de inter-
venciones, de cesáreas, etc. Palabras lanzadas sin refle-
xión: A la pobre le han puesto los hierro... 3 el fórceps
evoca un instrumento de tortura. Son también los gri-
tos desgarradores oídos a cualquier edad, cuando da a luz
una vecina o una parienta próxima...* Que, naturalmente,
grita porque su madre le dijo que se pasaba mal.
La tradición oral aquí termina y comienza para el doc-
tor Vellay. Aunque hemos de agradecerle que él, por lo
menos, nos suministre las frases exactas con que las mu-
jeres se cuentan unas a otras sus partos, porque otros
doctores no descienden a semejantes menudencias.
El doctor Vellay sigue contándonos los orígenes del
mito de los dolores del parto. Habla de la tradición escrita
y cita algunos ejemplos, muy significativos:
«b) La tradición escrita.
»Sobre este tema, la literatura mundial posee bellos
florones, de los que sólo citaremos algunos ejemplos tí-
picos :
»En el teatro de Eurípides, leemos en Medea (escrita
en el año 431 a J.C.): *'Es en vano, ¡oh mis hijos!, que yo
os haya educado; en vano también que me haya afligido,
que me hayan desgarrado los sufrimientos, que haya so-
portado los terribles dolores del parto" (frase que prece-
de al verso 1.058).
«...preferiría luchar tres veces bajo un escudo, que pa-
rir una sola (verso 248-251).
»En Guerra y Paz, Tolstoi escribe: "Según una antigua
superstición, cuanto más ignorados son los dolores del
parto, menos se cree que sufre la parturienta; por lo
tanto, todos simulaban no saber nada, nadie abría la
boca..."
»En la Sagrada Escritura, se dice que "Raquel, tras ha-
ber parido por primera vez un hijo llamado José, dio a luz
un hijo que llamó Benoni, el hijo de mi dolor".
«Después del pecado de Adán y Eva, Dios había dicho
a la mujer; "Multiplicaré tu sufrimiento y tu lamento, pa-
rirás a tus hijos con dolor" (Génesis, versículo 16)...».5

2. Obr. ciL, pág. 93.


3. Id., pág. 93.
4. Id., pág. 93.
5. Oh. cit. pág. 94.
185
De estas citas del doctor se puede deducir claramente
que desde Eva —cuya historia nos relata Moisés— hasta
Tolstoi, pasando por Raquel y Medea, las mujeres han
padecido siempre las nefastas influencias de las consejas
de madres y amigas, que las han influido, perniciosamente,
para que vivan sus partos con la misma psicosis que pue-
de sufrir la mujer de un pequeño burgués barcelonés.
Cuándo comenzaron las habladurías y los chismes, que
convirtieron a todas las mujeres en histéricas, es dato
ignorado y sin importancia para los doctos ginecólogos.
Sobre todo cuando, en su pedantería, son capaces de citar
los testimonios de la literatura de las épocas más antiguas
de la humanidad, que demuestran la tesis exactamente
contraría a la que aquellos sustentan.
De nada les sirve que Moisés resumiera las miserias
y dolores de la reproducción, que todos los días se verifi-
caban ante sus ojos, en la maldición divina: «Parirás con
dolor». De nada íes sirve que las tragedias griegas hablen
de los dolores del parto, que la literatura decimonónica
explique cuidadosamente los sufrimientos de las parturien-
tas. Ninguno de esos testimonios es cierto. Los autores se
dejaron engañar por la representación teatral de las mu-
jeres que vieron alumbrar. Y todas, todas las mujeres que
gritan y se retuercen y se quejan al parir, están histé-
ricas.
Aunque añade:
«...Pero esta situación dramática también tenía justi-
ficaciones aún recientes.
»Como testimonio sólo citaré un hecho. Buscando do-
cumentación acerca de las condiciones de la mujer en los
partos hace un siglo, hemos encontrado en los archivos
de la alcaldía del 13e "arrondisement" de París estas cifras
que hoy pueden sorprender: de 7.851 partos, 695 muertes
de mujeres, o sea cerca del 10 por 100, y 550 complicacio-
nes puerperales (1861). Hace un siglo, la obstetricia poseía
una pesada atmósfera de drama, aún mucho mayor en el
campo. La mujer que daba a luz corría el peligro cierto y
esto no podrán ignorarlo las futuras parturientas.» 6 Nos
emociona que el doctor sea tan considerado al reconocer
que nuestros miedos tenían algo de base racional. La pena
es que en seguida lo estropea afirmando: «No obstante,
junto a este drama colectivo, existían —y han existido

6. Ob. cit., pág. 94.

186
siempre— grupos étnicos, sociológicos, familiares, en los
que el parto se consideraba como un acto normal, natural.
De generación en generación, las mujeres parían bien, era
una especie de dolor hereditario, daban a luz casi sin do-
lor (exceptuada la fase perineal) antes de una hora.» 7
Por supuesto el doctor Vellay no explica qué grupos
étnicos, sociológicos o familiares son esos y dónde se en-
cuentran, donde las mujeres —aparte de considerar el
parto como un acto normal, natural, cosa que todas las
mujeres creen, gracias a la hábil inducción a que han sido
sometidas por los hombres— parían bien, con una especie
de dolor hereditario... Diciéndolo él...
Pero veamos qué joya de la literatura y de la ciencia
constituyen las páginas sobre el parto sin dolor escritas
por los piadosos médicos italianos, Miraglia, Orlandini y
Micheletti. Leamos lo que dicen sobre la psicología del
embarazo, del parto y del dolor:
«El estado de embarazo, cuando ha sido auténticamente
aceptado, se vive a nivel inconsciente como un estado de
"gracia", de "superioridad", de "potenciación", de "plus":
crece el vientre y crece la autoestima; queda superado el
complejo de castración originario (la falta de pene) res-
pecto a los varones, y, particularmente, al marido, de
cuyo pene se ha apoderado por su introducción en el
útero (feto como equivalente del pene); de esta forma su
marido ya no sirve y las relaciones sexuales se vuelven
"inexplicablemente dolorosas e incluso... insoportables";
mejor no hacerlo... se puede abortar... y además puede
hacerle daño al niño" (frigidez). Por otra parte, "los hom-
bres... ¡Qué sabrán los hombres de traer hijos al mun-
do!"; el impenetrable secreto de la creatividad que sólo
la mujer posee. En ese clima de la propia importancia
dado por el estado de "plus" está también contenido el
privilegio casi divino de ser "dos en uno" (unidad dual)
del cual deriva la hipoteca absoluta sobre el hijo que la
mujer incuba durante nueve meses y que parirá sin que el
marido "pueda entender nada de eso". De ella dependerá
la decisión de informarlo o no acerca de la marcha del
embarazo; y, por lo que atañe a las "molestias del parto",
ya se verá... si resulta más conveniente decir que el dolor
ha sido "terrible"... Así, tal vez, el resultado sea incluso
"algún regalito": "Yo te doy un hijo y tú me haces

7. Ob. cit, pág. 94.

187
un regalo"; o más bien: "jQué va!... casi no me di cuen-
ta... diría que fue como una menstruación", acaso para
demostrarle a la "amada" suegra que todo cuanto ésta
siempre ha contado es pura "fábula". Por otra parte, tam-
bién para sus propias amigas, a menudo la mujer tiene
versiones distintas de su experiencia: todo depende de
cómo desea mostrarse. Está probado, por ejemplo, que si
esconde un sentimiento de culpabilidad o de incapacidad
por haberse sometido a un corte cesáreo, o a una aneste-
sia general (aquí es más fácil que haya culpa), la mujer,
con sugestivas argumentaciones, trata de convencer a sus
amigas para que vivan la misma experiencia. Si somos
muchas las que hacemos lo mismo, quiere decir que no
hay en ello nada de malo; un poco como ocurre con quie-
nes buscan prosélitos en otras prácticas consideradas vi-
ciosas (tabaco, droga, etc.) animados por cierto sentimien-
to de "altruismo egoísta".
»La marginación del hombre-marido del secreto de la
creatividad llega hasta tal punto que, en las reviviscencias
fantasmagóricas (actividad onírica) debidas al proceso de
regresión, él no sólo es "desadizado" (los impulsos mascu-
linos quedan privados de su componente sádico) y, en
cierto sentido, maternalizado (no sirve ya como macho,
sino que es más apto para llevar a cabo tareas domésti-
cas); sino que incluso se le despoja del mérito de su breve
participación en el acto de la concepción.»8
El subrayado es mío, y el texto no merece más comen-
tario. Desdichadas de las mujeres que caigan en las ma-
nos de estos doctores.
Laurence Pernoud 9 nos cuenta idéntica versión de los
dolores del alumbramiento. Y dice que la mujer sufre
porque tiene miedo. «En efecto, la mujer tiene miedo
porque siempre ha oído decir que dar a luz es una prueba
dolorosa. También contribuyen los relatos de partos dra-
máticos, largos y difíciles (ya que los normales carecen
de historia) que llegan a sus oídos.
»E1 miedo también está producido por la ignorancia,
ya que la mujer desconoce todo o casi todo sobre el emba-
razo y el parto. Por último, cuanto más nerviosa esté,
más miedo tendrá.
»E1 miedo crea una tensión muscular exagerada, los

8. Miraglia, F., Ob. cit., págs. 241, 242.


9. Espero un hijo. Ed. Aguilar. Madrid 1977.

188
músculos, que tendrían que relajarse para que el niño
nazca, se encuentran contraídos. Y esta contracción pro-
voca el dolor.»
Para vencer el dolor es necesario, por tanto, vencer el
miedo... En una palabra: educándola, y afirma sin vaci-
lación «Todos los dolores que suprime el clorojormo u
otro anestésico se evitan fácilmente con una educación
mental unida a un educado estado de relajamiento. 10
El doctor Velvoski, inventor del método psicoprofilác-
tico, explicaba así su descubrimiento:
—«La futura madre es como el perro de Pavlov: está
condicionada. El parto es doloroso porque la mujer está
condicionada al dolor por la palabra misma: la palabra
"dolor" forma parte, desde siempre, del léxico del parto.
Nunca se habla de "sentir las primeras contracciones",
sino de "sentir los primeros dolores". Se establece siem-
pre la distinción entre "los pequeños dolores del princi-
pio" y los "grandes dolores" del final. También se dice.
"Cuando se empiece a sufrir." Por todo ello, la mujer, an-
tes de estar embarazada, pero sobre todo durante los 9 me-
ses del embarazo, establece una asociación entre estas
dos palabras: contracción y dolor. La futura madre está,
por tanto, condicionada a la asociación silbato-dolor...» 11
Después de conocer el mecanismo del parto, no pode-
mos dejar de pensar que quizá estos médicos tengan ra-
zón y que el miedo a la muerte en el parto sólo derive
de que el nacimiento es «una especie de amputación y
muerte de una porción que hasta entonces vivía en su
propio cuerpo y ahora se separa». O que otro motivo de
angustia es «el de hacer recaer sobre el propio hijo las
culpas de los padres». O que «las ansiedades de base, pa-
ranoicas, depresivas, son las causantes de que la mujer
siente que «se desgarra toda». Y estas ansiedades están
provocadas por «los componentes socio-culturales» como
los de «carácter ritual y las convicciones religiosas».12
Pero ¿cómo hemos de extrañarnos de tales ideas, ex-
presadas por los devotos médicos italianos, que son a la
vez contrarios al aborto y al control de natalidad, cuando
Hellman y Pritchard, que nos han descrito minuciosa y
científicamente el parto, son capaces de argumentar que

10. Espero un hijo. Ed. Aguilar. Madrid 1977, pág. 192.


11. Pernoud, L., Ob. cit., pág. 194.
12. Miraglia, F-, Ob. cit., pág. 60.

189
«para ciertas mujeres, las primeras reacciones psicoló-
gicas y emocionales respecto al embarazo y sus implica-
ciones asociadas con él, en vistas a un futuro inmediato,
consisten en un intenso resentimiento, indignación, miedo
y pánico. En las mentes de estas mujeres, la contiuación
del embarazo equivale a una amenaza personal grave,
que les atemoriza y pone en peligro todas sus formas de
seguridad emocional y física, y todos sus recursos de
adaptación. Estas reacciones emocionales son tan ver-
daderas y suponen una amenaza tan grande para su vida,
que las mujeres que las sufren no sólo rechazan el em-
barazo, sino que buscan con apremio formas de terminar
con él antes de que ellas mismas sean hundidas, destrui-
das. Obsesionadas por este modo distorsionado de pen-
sar y razonar, los peligros médicos del aborto provocado
se desvanecen para ella como algo insignificante...» 13
Por lo visto los peligros del embarazo y del parto no
son evaluables. Cuando se trata de reproducirse la mujer
debe aguantar embarazos, partos y puerperios, sin rechis-
tar. Mejor contenta. En cuanto se trata de provocar un
aborto son tantas las consideraciones que debe hacerse...
Como las siguientes:
«Psicológicamente, el embarazo en este período tempra-
no, no teniendo objetivo ni evidencia palpable de realidad,
se identifica en las mentes de estas mujeres con un con-
cepto abstracto o fantasía que puede aceptarse, si place,
y rechazarse y eliminarse si disgusta, sin tener en cuenta
la censura de la conciencia. Esta idea, explica en parte la
ausencia de sentimientos de culpabilidad en muchas mu-
jeres, después del aborto...» 14
¿Y los doctores Hellman y Pritchard no han sentido
nunca la censura de su conciencia, ni han tenido senti-
mientos de culpabilidad, por escribir semejantes cosas, y
dar a las mujeres consejos parejos?
«Otras mujeres, sin embargo, añaden, han sido del
todo incapaces de convencer a su conciencia de que el
embarazo era solamente una fantasía y, por consiguiente,
una conciencia de culpa y remordimiento les inquieta
continuamente durante los siguientes años...» 15
Sobre todo si han pasado por el consultorio de seme-
13. Hellman, L. M., Ob. cit., pág. 711.
14. Hellman, L. M., Ob. cit., pág. 712.
15. Id., pág. 712.
15. Ob. cit.t págs. 31, 32.
190
jantes doctores. Ellos, que tanto saben de inducir a las
gestantes para parir alegremente, saben también mucho
de culpabilizarlas cuando pretenden abortar.
Porque todos los médicos cuyos libros he consul-
tado, desde los sabios maestros de las Universidades de
Washington, de Nueva York, de Chicago, de Dallas, hasta
los doctores italianos o franceses, que se atreven a divul-
gar semejantes teorías, son unánimes en afirmar que el
parto no duele, o casi nada, cuando la mujer está serena,
alegre, confiada a ellos, preparada por un entrenamiento
de varios meses, bajo su dirección. Todos explican cosas
como estas:
Miraglia, Orlandini y Micheletti escriben: «...El parto
es siempre una cita deseada y temida al mismo tiempo;
tal vez no exista mujer que no piense, por lo menos una
vez, durante su embarazo, que puede morirse de parto.
De hecho, el nacimiento de un feto vivo es siempre una
pérdida, una especie de amputación y muerte de una por-
ción que hasta entonces vivía en su propio cuerpo y ahora
se separa. Otro motivo de angustia bastante común es el
que hace recaer sobre el hijo, según la ley del talión, las
culpas de los padres; de aquí provienen las preocupacio-
nes por posibles malformaciones fetales.
«Durante las fases del trabajo de parto vuelven a co-
brar consistencia las "ansiedades de base": la "paranoica"
durante el período de dilatación, que hace percibir el feto
(al igual que, en su momento, hace percibir ilusoriamente
la madre) como capaz de perjudicar al Sí: "Me siento
morir... siento que me muerden la espalda... me estoy
desgarrando toda." Contrariamente, la ansiedad "represi-
va" lleva a percibir la posibilidad de perjudicar al feto
durante el período de expulsión (al igual que, también ilu-
soriamente, en su momento a la madre). No resulta fácil de
admitir, ni siquiera para las multíparas, el hecho de que
un frágil cuerpecillo pueda pasar impunemente a lo largo
del estrecho canal del parto. Obviamente, los estados de
ansiedad varían también según los componentes socio-
culturales, entre los cuales tienen gran importancia los
de carácter ritual y las convicciones religiosas.
»En algunos casos, la mujer se siente fuertemente in-
cluida en el "drama mágico primitivo" del que es la pro-
tagonista y que compromete intensamente su personali-
dad y ello puede, en su mente, alterar las proporciones y
el significado de la "condición del parto" que nos ocupa.

191
También en estos casos, según Angelergues, será nueva-
mente el ginecólogo, en calidad de psicólogo educador,
quien podrá proporcionar a la mujer, por medio de un
"condicionamiento" en el sentido pavloviano y sin preten-
der modificar su personalidad, los medios para restar dra-
matismo al acontecimiento, a fin de alcanzar un equili-
brio psicosomático en el que el parto pueda recobrar,
incluso psicológicamente, su condición de acto natural
y fisiológico.» 16
«...El estado mental de la mujer encinta se caracteri-
za, en distintos grados, y a menudo bajo formas muy
diferentes, por el temor al parto vivido como un riesgo
para ella y su hijo.
»...En efecto, el miedo de la mujer ante el parto es
de naturaleza mágica; no es el resultado de un conoci-
miento o de una ausencia de conocimiento, incluso si la
falta de información contribuye indiscutiblemente, a man-
tenerlo; es el fruto de una verdadera impregnación del
ánimo por tabúes y mitos, impregnación mantenida por
toda una tradición escrita y oral. Es tan real, y también
tan poco racional, como el temor que experimenta el
sujeto afectado de claustrofobia en el momento de en-
trar en un ascensor. Hay que actuar sobre este temor y
no basta la sola educación...
».. .Abandonada a sí misma, es decir abandonada a sus
inquietudes y a las de su ambiente, la mujer se abandona
a temores mágicos. No queremos decir con ello que los
sufra necesariamente; con frecuencia reacciona con un
éxito menos aparente; encuentra en sí misma los recursos
apropiados y domina el miedo hasta el punto de anularlo
de un modo aparentemente total. Esto al nivel de sus
actividades psíquicas conscientes. La discordancia obser-
vada a menudo entre la aparente ausencia de aprensión y
temor y la vivacidad de los dolores experimentados du-
rante el parto, demuestra que la anulación de los temo-
res mágicos es más aparente que real...
«...Situándonos en una perspectiva del parto como
fragmento limitado de la vida afectiva de la mujer, ésta
puede estar aislada por una serie de razones. Una de
ellas consistirá en una situación anormal, peligrosa y des-
valorízadora, provocada por la actitud de sobreprotección
y simpatía más o menos afligida de los que le rodean. Esta

16. Vellay, P„ Ob. cit., págs. 126, 127.

m
situación es susceptible de conducir a un incremento del
aislamiento y a una tentativa de revalorización motivados
por el propio desempeño del papel de víctima, es decir
por el cultivo de lo mórbido...» 17
En consecuencia, y ya demostrado que el parto no
duele, ¿para qué se necesita la anestesia? Una mujer que
se estime no se dejará anestesiar. Parirá con dolor y con-
tenta. Para que no la acusen de «desempeñar el papel de
víctima ni cultivar lo mórbido».
Por ello Vellay aconseja:
«La experiencia, el conocimiento del júbilo que el par-
to consciente le ofrece a la mujer, nos permite excluir la
anestesia siempre que el mecanismo del parto se presente
naturalmente fisiológico, normal, y con la posibilidad de
ser llevado a cabo como todas las funciones naturales.
La anestesia general o abolición de la conciencia, priva a
la madre de ciertas emociones que le pertenecen de dere-
cho y que se sintetizan en la exaltadora certeza de que él
niño que ha nacido es verdaderamente suyo. Emoción que
no volverá a experimentar en la vida entera, ya que nin-
guna experiencia humana es tan rica en sensaciones como
el acto que expresa el fundamento de la vida.»
«El problema, por lo tanto, no es ético, sino esencial-
mente empírico, práctico. Los psicólogos condenan el uso
de anestesia en el parto fisiológico, para exaltar precisa-
mente un estado de júbilo, no porque consideren útil que
las mujeres afronten el dolor. No habría motivo alguno
para exaltar el dolor, idealizarlo, actitud que, incluso a
propósito del problema que nos ocupa, constituiría una
forma de desviación, de perversión moral, estúpidamente
cercana al sadomasoquismo...» I8
Más bien, apreciados doctores.
Miraglia añade:
«...La conocida psicoanalista Helen Deutsch, afirma:
"El único efecto de la anestesia general en el parto nor-
mal es que la mujer resulta empobrecida, puesto que le
es negada una gran experiencia. Es más, tal vez ambos,
madre e hijo, queden privados de algo muy importante
para sus vidas."» 19
Los doctores italianos se extienden más:

17. Miraglia, Ob. cit., pág. 29.


18. Miraglia, Ob. cit., págs. 249, 250.
19. Miraglia, Ob. cit., pág. 250.

193
7
«...A aquellos que nos objetan que la alegría del mo-
mento final del parto se alcanza tras esfuerzos que hacen
sufrir mucho, nosotros les contestamos que la vida debe
aceptarse enteramente, en todos sus aspectos. Privarse de
una alegría por rehuir el esfuerzo que la genera es falso,
injusto, y contrario a los principios de la armonía exis-
tencial. Es la negación de la existencia, que nos reduce al
nivel de cosas. La experiencia nos dice que en la madre
que no tiene conciencia del nacimiento de su hijo se pro-
duce un vacío de naturaleza, afectiva.
»Puede parecer absurdo, pero es cierto: inconsciente-
mente, la mujer tiende a contemplar a su hijo como un
objeto extraño, o que no le pertenece completamente, y,
en consecuencia, cree no amar del todo al niño que no ha
traído al mundo siendo ella testimonio directo. Y de esta
espina clavada en los recovecos más secretos del mundo
psíquico, se derivan los sentimientos de culpabilidad que
hacen sentir la imagen materna como mutilada e incomple-
ta. Tales sentimientos se manifiestan a través de un estado
de "ansiedad morbosa" hacia todo lo que afecte al niño:
su salud, su porvenir; o con manifestaciones de hiper
protección, típica de quienes quieren llenar, con excesivos
cuidados, la laguna de sus propios impulsos afectivos.
»Para la madre, el hijo que no ha amado integralmente
es un hijo que ha recibido una ofensa, razón por la cual
se le vuelve indispensable el perdón de este niño herido.
De ahí parten todos los conflictos y desequilibrios afecti-
vos que hemos mencionado, los cuales, aunque con diver-
sa intensidad, han sido observados en las mujeres aneste-
siadas, ya fuera por tener que someterse a un corte cesá-
reo, ya por haber deseado y obtenido la anestesia a causa
de un sentimiento de agitación y de inquietud incontrola-
ble ante el dolor. No hace falta añadir que estos desequi-
librios tienen repercusiones negativas sobre el niño, el
cual se percata y siente que el amor de su madre no es un
amor auténtico, y, naturalmente, sufre por ello. De hecho,
es como si le faltara completamente el primer eslabón de
la cadena afectiva, que debería ser base y asidero del desa-
rrollo futuro, tan necesario como el cordón umbilical.
»Por lo tanto los psicólogos tienen bien justificados
motivos para rechazar la anestesia "cuando no es indis-
pensable", cuando la mujer la desea sólo para vencer el
miedo. Esta intensa inquietud debe ser contenida median-
te terapia más idónea y no "temporalmente" con el recur-

194
so de la anestesia. En estos casos, al permitir la anestesia,
se deja que la mujer caiga en un círculo vicioso, porque se
le permite creer que sus ansiedades e inquietudes están
justificadas; convicciones que, fatalmente, producen más
miedo.
«Además, aunque los métodos anestésicos se han desa-
rrollado bajo el estímulo de calmar o atenuar los dolores
de una enfermedad o intervención quirúrgica, se corre el
riesgo de identificar el parto fisiológico con una acción
quirúrgica...» M
Que como ya sabemos no tiene nada tiene que ver. Más
bien se parece a un tranquilo paseo por el campo...
Por tanto, los médicos «aconsejan a las jóvenes madres
que, si son capaces de soportar los dolores, no pidan que
les administren anestesia; la recompensa a este sacrificio
es oír el primer grito del niño».21
He aquí a continuación, las palabras de un eminente
profesor de Facultad refiriéndose a este punto:
«Una mujer normal, cuyo parto se desarrolla en per-
fectas condiciones y que haya tenido una buena prepara-
ción psicoprofiláctica, debe, en interés suyo y en el del
niño, dar a luz sin anestesia. Ni la mujer más equilibrada
podrá decir que se trata de un momento agradable, pero
sí dirá que todas las molestias se ven ampliamente re-
compensadas por la alegría del nacimiento.
«Conviene recordar también el caso de muchas jóve-
nes madres que, a pesar de tener un parto normal, sien-
ten miedo ante los dolores finales y solicitan un anesté-
sico; estas mujeres conservarán siempre la nostalgia de
no haber podido escuchar el primer grito de su hijo.» n
Read, el inventor del método psicoprofiláctico, inten-
tó responder a las preguntas: «¿Es el parto fácil porque
una mujer está tranquila o está la mujer tranquila porque
el parto es fácil?» Es inversamente: «¿Está una mujer
dolorida y asustada porque su parto es difícil o su parto
resulta difícil y penoso porque está asustada?» Después
de examinar muchos casos, Read concluyó: «En un parto
por lo demás normal, el temor es, de alguna forma, el
principal agente que causa los dolores.» «JES muy proba-
ble que el miedo ejerza un efecto deletéreo en la calidad

20. Pernoud, L., Ob. cit., pág. 189.


21. Hellman y Pritchard, Ob. cit., pág. 347.
22. Pernoud, L., Ob. cit., pág. 190.
195
de las contracciones uterinas y la dilatación cervical.»23
Bien, sería interesante conocer en qué momento his-
tórico el primer médico se sintió inspirado y en su pobre
cerebro, condicionado por las tradiciones, los mitos, los
tabúes, los ritos religiosos, las charlatanerías de las ami-
gas y vecinas, se hizo la luz y comprendió, por fin com-
prendió, que la mujer no sufría en el parto y que sus
quejas eran sólo majaderías. Porque durante cuatro mil
años de historia médica, en ningún momento antes se
había puesto en duda que el parto dolía. Para gloria de la
medicina del siglo xx éste es un descubrimiento contem-
poráneo.
Antes, sólo se había intentado aliviar los dolores con
los remedios tradicionales. Todos cuentan como en 1853
la reina Victoria de Inglaterra dio a luz su octavo hijo
sin sentir dolor, porque su médico la hizo aspirar bocana-
das de cloroformo. Y todos los moralistas y religiosos se
quejaron... La Iglesia Anglicana levantó un cúmulo de
protestas, «porque los cristianos (se supone que se refe-
ría a las mujeres cristianas) debían conservar las leyes
del Señor, pariendo con dolor». Pero cincuenta años des-
pués se inventaría el sistema del parto psicoprofiláctico,
para contestar a la Iglesia y al mismo tiempo convencer
a las mujeres de que siguieran reproduciéndose con ale-
gría. Esta fecha resulta suficientemente significativa. El
movimiento sufragista tenía ya veinte años de experiencia,
y muchas de sus líderes estaban dispuestas a renunciar
a las alegrías de la maternidad.
¿Y si esta nefasta propaganda prendía en la mente
simple de las demás mujeres? ¿Y si, ante el fracaso de
la medicina para erradicar las muertes por parto, para
aliviar los sufrimientos del embarazo y del alumbramien-
to, para recomponer totalmente las secuelas de las episio-
tomías, de los desgarros, de los descendimientos de ma-
triz, de las fístulas rectales o de las tromboflebitis, las
mujeres decidían que estaban hartas de arriesgar su sa-
lud, su belleza y su vida en la extenuante tarea de repro-
ducirse? Mejor es contentar que castigar, mejor es con-
vencer que reprimir. Una clase explotada pero resignada
es una clase dominada eficazmente. Para alcanzar la sumi-
sión de las víctimas se han inventado los medios de la in-

23, Miehe, Mane Héléne, El embarazo y el parto. Ed. Mensaje-


ro. Bilbao 1973, pág. 127.

196
formación, la publicidad, las relaciones públicas, la televi-
sión, la radio, el cine, las normas morales y religiosas, y
el método del parto sin dolor.
La anestesia no está todavía lo suficientemente per-
feccionada para garantizar a la madre un parto indoloro
y sin riesgos. Todavía lo está menos para salvar al feto
de las secuelas de la intoxicación. ¿No sería importante
encontrar un método por el que las mujeres se quejaran
menos —al mismo tiempo que se encuentran nuevos argu-
mentos para calificarlas de tontas y de histéricas— y se re-
signarán, más contentas, a parir rechazando la anestesia?
Al fin y al cabo la mortalidad perinatal sigue siendo más
alta que la materna. Al fin y al cabo a las madres nos las
dan gratis, pero resultaría muy caro mantener un número
tan elevado de subnormales congénitos como se produ-
cen cada año. Al fin y al cabo necesitamos muchos niños
sanos para mantener el alto nivel de producción de las
naciones industrializadas. Y en esto llegó el doctor Grantly
Dick Read. Él nos cuenta el sublime momento en que
descubrió el método psicoprofiláctico, en 1903:
«Llovía, y con mi bicicleta alcancé el bajo de White-
chapel Read. Después de volverme a derecha e izquierda
innumerables veces, llegué cerca de una casucha próxima
al puente del ferrocarril. Tras haber buscado a tientas
y tropezado en una oscura escalera, abrí la puerta de un
cuarto de pocos metros cuadrados. Un mar de agua man-
chaba el piso, por un vidrio roto penetraba la lluvia, el
lecho no tenía manta que valiera el nombre de tal, y
estaba alumbrada por una vela fijada sobre el cuello de
una botella puesta sobre la chimenea. Una vecina había
traído una jofaina con agua, y yo hube de poner mi propio
jabón y toalla. Y, sin embargo, a pesar de esta instalación,
que aún en aquella época era la vergüenza de un país civi-
lizado, rápidamente me di cuenta de una atmósfera de
paz. En el plazo normal había nacido la criatura. No
hubo ni un ruido ni obstáculo alguno. Todo parecía ha-
ber ocurrido conforme al plan previsto de antemano. No
hubo sino un ligero roce: intenté persuadir a mi cliente
que me dejara darle algunas bocanadas de cloroformo
cuando aparecía la cabeza y comenzaba el desprendimien-
to. La mujer parecía algo dolida de mi sugerencia y firme-
mente, aunque con suavidad, rehusó el alivio ofrecido.
Fue ésta en mi corta carrera la primera vez que experi-
menté una negativa ante el ofrecimiento del cloroformo.

197
«Algún tiempo después como me preparara para des-
pedirme le pregunté por qué había rechazado la careta.
Ella no me respondió en seguida, volvió primero sus
ojos hacia la mujer anciana que la había asistido, luego
hacia la ventana en donde blanqueaban los primeros albo-
res de la mañana y después hacia mí tímidamente: "Ello
no me producía mal. No me dolía, no le parece, doctor."
A través de mi espíritu ortodoxo y conservador se hizo
la luz»...24
¡Así, así es como se producen los grandes descubri-
mientos de la Humanidad! Igualito que el de la grave-
dad con la manzana de Newton. ¿Que una mujer explica
que su parto no le ha dolido, que el doctor Gratley, que
todo lo percibe, entiende la atmósfera de serenidad que
embargaba a la mendiga y a la vieja que la asistía...
Todo explicado. A partir de aquel momento el doctor
Gratley ya puede convencer a las mujeres de que no sien-
ten dolor en el parto. Menos mal que, a pesar de todo,
no sacó la conclusión de que lo mejor era parir en el
suelo de una barraca maloliente y sin luz.
Los métodos ya pueden afirmar sin rubor gracias a
ía desgraciada parturienta de aquella covacha, que:
«las mujeres distentidas sufren menos. Si una mu-
jer está distendida es que no tiene miedo. El parto es un
acto natural que la tradición lo había convertido en algo
espantoso. Cuentos de partos prolongados y dramáticos,
ignorancia del mecanismo exacto del embarazo y enloque-
cimiento...» M
Ignorancia, sorpresa y enloquecimiento. Estas son en
realidad las causas de los dolores de parto. Relatos de
brujas, cuentos de vecinas, sentimientos mágicos... Nada
importan las cifras que poseemos de muertes maternas
y fetales. Nada importan las contracciones, la dilatación
de los músculos y de los huesos, la expulsión de un cuer-
po que muchas veces no puede pasar por el estrecho es-
pacio del canal del parto, nada importan las hemorragias,
los desgarros puerperales. Las mujeres se quejan de vicio.
Veamos pues como quitarles el vicio...

24. Ob. cit.


25. Ob. cit.

198
CAPÍTULO IV
EL MÉTODO PSICOPROFILÁCTICO

Es conveniente conocer lo que los ginecólogos moder-


nos pretenden hacer con nosotras para reformarnos.
«Preparar a la mujer para el parto es adaptarla a una
situación limitada en el tiempo, y formar los vínculos ac-
tuales que responden a esta situación con una solidez tal
que efectivamente se vuelva particular en relación con
el conjunto de su experiencia; queremos sacar a la mujer
de su drama para entregarla totalmente al acontecimiento,
para que desempeñe un papel nuevo, que le hemos ense-
ñado, y diferente del que su personalidad le habría llevado
a representar. En este sentido la preparación debe tender
a una eficacia general, pero diferente según la personali-
dad de cada mujer. Momentáneamente, queremos sus-
traer a la mujer a sus determinaciones psicológicas fun-
damentales. Para ello es preciso darle un sistema de pen-
samiento y de acción sólidamente estructurado, incluso si
el aislamiento y reducción de este sistema son, en cierta
medida, artificios.» 1
El subrayado es mío. Por si alguna duda nos cupiera
respecto a la dominación extrema que ejercen los hom-
bres sobre las mujeres, el párrafo anterior ilumina clara-
mente sus intenciones. Los ginecólogos, quieren adap-
tar a la mujer, quieren sacarla de su drama y enseñarle
un papel nuevo, diferente del que su personalidad le ha-
bría llevado a representar, quieren sustraer a la mujer de
sus determinaciones psicológicas fundamentales (léase
bien, fundamentales, no episódicas ni superficiales). Para

1. Vellay, Pierre, Desarrollo sexual y maternidad. Ed. Fontane-


ila. Barcelona 1967, pág. 91.

199
ello se proponen —y desgraciadamente muchas veces lo
consiguen— darle un sistema de pensamiento, incluso si
el aislamiento y reducción de este sistema son en cierta
medida artificios. Nada más. Ni nada menos.
Ya no se trata de tocarla, herirla, rajarla y manipularla
como si se tratara de un objeto. Son más pretenciosos. Se
trata de cambiarle sus determinaciones psicológicas fun-
damentales. Así de clarito. Sin vergüenza ni miedo algu-
nos, a pesar de las denuncias internacionales contra los
«lavados de cerebro», refinado sistema de tortura empleado
por los sádicos policías, a pesar del rechazo creciente de
toda la opinión médica contra los métodos psiquiátricos
que anulan la personalidad del paciente. A pesar de la de-
fensa de los derechos humanos, que pomposamente ahora
declaran todos los países democráticos, a pesar de la lucha
por preservar la intimidad, la libre expresión, el libre
pensamiento de todos los seres humanos, incluidos los
enfermos mentales. De todos menos de la mujer.
¿Y qué hacen los ginecólogos para conseguir tan es-
pléndidos resultados?
«El método psicoprofiláctico quiere transformar a la
parturienta pasiva en un ser activo. Para ello, se basa en
la educación y el aprendizaje, se esfuerza en demostrar
que unas actividades organizadas, condicionadas durante
la preparación, permitirán constituir una actividad de de-
fensa a lo largo del parto; que una actividad ordenada
del cerebro es preferible a un estado de desequilibrio de-
bido a las luchas incesantes entre estímulos positivos y
negativos. Demuestra a la paciente que las actividades de
respuesta, sean respiratorias o de descanso neuro-muscu-
lar, son tanto niás medios de acción y adaptación durante
el trabajo, cuanto más libre está su cerebro de trauma-
tismos antiguos o recientes, del miedo, de la angustia, del
temor a morir ella o su hijo, cuanto más fácilmente en-
cuentra su equilibrio y obra eficazmente en su papel fun-
damental de control. Hay que destruir los mitos, los ta-
bús de cualquier orden, que posee el psiquismo de la mu-
jer encinta.» 2
Para destruir esos mitos, esos tabús, de cualquier or-
den, no lo olvidemos. Dios ha llamado a la verdad a los
ginecólogos que inventaron el parto psicoprofiláctico.
Ellos, y nadie más, conocen los mecanismos ocultos del

2. Obra y auU cit., pág. 96.

200
cerebro de la mujer, que, mal informado, provocan las
reacciones dolorosas de las contracciones y de la expul-
sión en el parto. Ellos y sólo ellos, pueden desmitificar
esos mitos, cambiarle la personalidad a la madre, «sus-
traerla a sus determinaciones psicológicas fundamentales».
Ellos, sólo ellos conocen la verdad y saben perfectamente
como aplicarla. Aquellos que les contradigan, que afirmen
que el parto es doloroso, simplemente por su propia mecá-
nica fisiológica, como lo es una amputación o una perfora-
ción de estómago, es que están influidos y mediatizados
por los tabús y los mitos, que estropean el sano juicio de
las mujeres.
Así nuestros médicos italianos comprenden las dificul-
tades que la ciencia tiene siempre por abrirse paso frente
a las supersticiones y la ignorancia generales. «Cierta-
mente no es cosa fácil educar a ambas vertientes: la de
las madres, a las que hay que hacer comprender el peligro
que corren en el plano afectivo de la relación con los
hijos (y ni hablemos del peligro relacionado con el uso
de medicamentos) derivado de su falta de participación
emotiva...» 3
Hay que «educar» a las madres, como ellos dicen, para
que olviden los peligros a que su cuerpo y psiquismo está
expuesto en el momento del parto, para que atiendan
preferentemente al que «corren en el plano afectivo de
la relación con los hijos», que ellos, los ginecólogos ins-
pirados y sabios conocen muy bien. Porque los hijos no
queridos son los que han nacido con cesárea o con anes-
tesia. No se puede amar a nadie por quien no se haya
sufrido infinidad de dolores y molestias. Por eso se ama
a tan poca gente...
Veamos ahora las espléndidas consecuencias que tiene
el método del parto psicoprofiláctico. En primer lugar, el
doctor Vellay nos habla de los buenos resultados que
obtiene respecto... al padre. Personaje desatendido hasta
ahora en el momento del parto, y que naturalmente se
sentía postergado en el protagonismo que le correspon-
día:
«El marido ya no es un ser inútil, durante el embarazo,
participa activamente en la preparación del parto. Es, de
alguna forma, un mánager lúcido durante este período de
nueve meses. Al asistir al parto, puede juzgar mejor el

3. Miraglia y otros, Ob. cit., pág. 250.

201
esfuerzo de su mujer por poner correctamente en el mun-
do a su hijo. Ya no es el extraño al que se tenía apartado
de este acontecimiento importante en la vida de su mujer,
en la vida de su pareja...» 4 Espléndido. Ya hemos conse-
guido uno de los objetivos importantes para la humanidad.
Que el marido, que es el protagonista de la sociedad, de la
política, de las artes o de las letras, lo sea también del
parto de su mujer. Para que a ésta no le quede nada de
que presumir.
Después se preocuparán de la madre. Para eso Vellay
nos explica que «la responsabilidad de la madre es asu-
mida magníficamente por los siguientes hechos:
«a) comprende al importancia de un embarazo lleva-
do en buenas condiciones físicas, psíquicas u obstétricas;
»b) sabe hasta qué punto su participación total va a
facilitar el nacimiento de su hijo (disminución de las
intervenciones, ausencia de anestesia, reducción del tiem-
po de expulsión, etc.);
»cj se desarrollan relaciones afectivas muy favorables
entre ella y su hijo. Una prueba de ello es el movimiento
que se inicia en muchos países, en los Estados Unidos
en particular, contra la anestesia». 5
Localización geográfica importante del movimiento
contra la anestesia. EE.UU. ha sido el país donde pri-
mero ha surgido el movimiento feminista, donde más
vidulencia ha adquirido, donde más éxitos ha conseguido.
Es preciso por tanto frenarlo, mediatizarlo, manipularlo.
Derrotar a las mujeres en la sala de partos, puesto que ha
sido imposible lograrlo en las calles, en el Parlamento o
en las fábricas. Si quieren igualdad en las leyes, en el tra-
bajo, en el matrimonio, en la política, por lo menos no la
hallarán en el quirófano. La maldición mosaica seguirá
vigente para ellas. Parirán con dolor en pleno siglo xx.
Y veamos los logros conseguidos por la obstetricia:
«En obstetricia, lo psíquico y lo somático deben estar
íntimamente ligados como lo está en realidad en nuestra
existencia. Debemos, pues, tener en cuenta a uno y a otro,
y prever su interacción para llegar a un estado de equili-
brio. Si hemos de decir quien lo consigue creemos que
nuestra experiencia nos inclinaría en favor del psiquismo...
»...Una anestesia indispensable para una cesárea o un

4. Vellay, p., Ob. cit., pág. 195.


5. Vellay, P., Ob. cit, pág. 97.

202
fórceps difícil puede tener consecuencias no despreciables
sobre la conducta de la paciente, que se traducen median-
te reflexiones de este tipo: "No podía conseguirlo, nunca
en mi vida he tenido éxito", o bien: "Era preciso que esto
cayera sobre mí, yo nunca he sido capaz..."
»...Si, por el contrario, se tiene en cuenta el caso par-
ticular de la parturienta dándole las razones reales de
esta decisión, se suprimirá cualquier sentimiento de cul-
pabilidad, de impotencia, de frustración. Entonces la mu-
jer pensará que lo ha hecho todo por conseguirlo, pero
que había un obstáculo que traspasaba las posibilidades
de acción normal. Personalmente, yo adoptaría la opinión
emitida por el profesor Dixon (sobre la anestesia): "No es
concebible que la medicina se preste a esta conquista quí-
mica de la libertad. Ningún individuo sano, ningún médi-
co prudente, ningún filósofo podría aceptar esta mons-
truosa neutralización de las fuerzas humanas...
»...La psico-profilaxis es el triunfo del conocimiento so-
bre el oscurantismo, de la razón sobre el miedo a lo des-
conocido. Es, de algún modo, la victoria de la mujer sobre
sí misma, sobre la tradición, sobre su ambiente. Es la li-
beración de la mujer respecto al parto, apelando a sus
cualidades más elevadas: la inteligencia, el valor, la vo-
luntad. La maternidad constituye una de las etapas impor-
tantes de la sexualidad de la mujer; siguiendo a las pri-
meras menstruaciones, a la primera reacción, debe inte-
grarse en la vida de la mujer como un acontecimiento fe-
liz y no como un mal sueño.»6
La identidad entre sexualidad y maternidad, constituye
una forma, no desdeñable, de alienación femenina. Sexua-
lidad igual a sufrimiento, dependencia, imanencia, dolor,
responsabilidad y trabajo. Exactamente todo lo contrario
que la sexualidad masculina identificada, como es lógico,
con placer, diversión, irresponsabilidad y agresividad. En
esta ideología se apoya la victoria de la agresión machista
contra la mujer. Es el tiempo de la ideología masculina
sobre el pensamiento y la voluntad femeninas.
Por ello el Papa dio su beneplácito al método psicopro-
filáctico y M. Helene Miedre se lo bendijo.
«El 8 de enero de 1956 el Papa anunciaba un importan-
te discurso sobre el parto sin dolor: "Nos llegan informa-
ciones acerca de la nueva adquisición de la ginecología y

6. Vellay, P-, Ob. cit., págs. 99 y 100.

203
se nos ha rogado tomar posición con respecto a su aspec-
to moral y religioso.
»Se trata del parto natural, sin dolor, en el que no
se utiliza medio alguno artificial, sino que se ponen en
ello, en práctica, únicamente las fuerzas naturales de la
madre.
»E1 nuevo método permite a la madre su total con-
ciencia del principio al fin y el pleno empleo de sus pro-
pias fuerzas psíquicas (inteligencia, voluntad, afectividad)
el método solamente suprime o disminuye el dolor." 7
y>El nuevo método y la sagrada escritura...
»Se lee en el Génesis (Gen., 3,16 "in dolore paries fi-
Iios").
»Para comprender bien estas líneas, hay que conside-
rar la condenación lanzada por Dios en el conjunto del
contexto.
»A1 infligir este castigo a los primeros padres y a su des-
cendencia Dios no ha querido prohibir ni ha prohibido a
los hombres utilizar todas las fuerzas y riquezas de la
creación, hacer progresar la cultura y hacer la vida de
este mundo más soportable y más hermosa, aliviar el tra-
bajo y la fatiga, el dolor, la enfermedad, en una palabra
someterse a la tierra (Gen, 12,28).
»De la misma manera, al castigar a Eva, Dios no ha
querido prohibir ni ha prohibido a las madres utilizar
los medios que permiten hacer el parto más fácil y menos
doloroso. No hay necesidad de buscar escapatorias a las
palabras de la Escritura. Permanecen verdaderas en el
sentido comprendido y expresado por el Creador; la ma-
ternidad llevará consigo muchos sufrimientos a la madre.»
Amén.
Y, sin embargo, aunque parezca imposible, existen al-
gunas contraindicaciones para el método.
El doctor L., médico en una isla de Bretaña nos las
explica:
«Se recomienda, tan frecuentemente como sea posible,
la preparación por el método psicoprofiláctico. "Sobre
todo por las primerizas temerosas del parto y para las
madres que guardan tristes recuerdos de los partos an-
teriores." La contraindicación: "las que no creen en él,

7. Miehe, Marie Héléne, El embarazo y el parto. Ed. Mensajero.


Bilbao 1973, pág. 137.

204
las entusiastas pasajeras, las mujeres pobres y las intelec-
tuales".» 8
Todavía me pregunto si se puede tomar en serio a
científicos que hacen afirmaciones como ésta. La contrain-
dicación de un tratamiento médico no consiste, como
cualquiera que no fuera subnormal creería, en alguna tara
física o anormalidad psicológica. La contraindicación es
para:
1. Los que no creen en él. Se trata meramente de una
cuestión de fe. Virtud que sólo Dios la da y la quita.
2. Las entusiastas pasajeras. Sigue siendo problema
de sentimiento. Pero no se explica por qué sintiendo en-
tusiasmo de inicio avanzado el tratamiento las mujeres
se desencantan.
3. Las mujeres pobres. La pobreza está reñida con
los adelantos médicos sobre todo cuando son caros, ¿ver-
dad?
4. Las intelectuales. ¿Acaso porque éstas no se dejan
engañar tan fácilmente?
Veamos cómo se desarrolla esta polémica a través de
varias opiniones.

Sra. ROESH:

«El método científico no puede bastar por sí mismo.


Una buena preparación sería un aprendizaje teórico y
práctico serio.»

Dr. HERSILIE:

«El método psicoprofiláctico es científico. Nada tiene


de común con la flexibilidad del cuerpo o una gimnasia
cualquiera. Es cierto que el espíritu del método está
cundiendo por todas partes. Se va integrando poco a poco
en el patrimonio psicofisiológico del individuo, pero el
método no se va extendiendo tan rápidamente. Pone en
juego excesivas cosas. Comienza por el saber y el papel
del médico. Es problema delicado y sutil el del médico
frente a sus fantasmas. ¿No es acaso el conocimiento el
omnipotente personaje? Le será menester admitir que un
buen parto debe prepararse en la madre. Resulta primor-
dial el diálogo con la madre.»

8. Miehe, Marie Héléne, Ob. cit., pág. 142.

205
Dr. HEHSILIE:

«La contracción uterina, ¿es dolorosa en sí misma?


Nada permite afirmarlo. En el plano neurológico hay desa-
cuerdo en los especialistas. Había algún acuerdo hace al-
gunos años de que existían centros receptores del dolor
que se producía en el útero. Hoy no se opina así. De to-
das maneras, ningún dolor se localiza a nivel de un punto
determinado. El dolor comienza a partir del momento en
que una excitación es captada por el cerebro, como toda
otra sensación. Por tanto el problema esencial es el de per-
cepción del dolor.» 9
¿Cómo entonces se explica que las sensaciones de ori-
gen uterino sean percibidas por el cerebro como doloro-
sas? Ninguna mujer que en el parto haya lanzado gemí-
dos y alaridos se dejará persuadir de que es ella la que
inventa sus sufrimientos, su dolor.

Dr. HERSILIE:

«Una mujer no inventa su propio dolor si sufre, la


realidad de verdad es que sufre. Esta es la historia de la
mujer desde miles de años que le lleva a sufrir. Su posi-
ción económica inferior que le relegaba a la pasividad, la
ínmedurez. La ignorancia y el miedo que hacen de ella
presa de fantasmas espantosos.»

Dr. LASSNER (anestesista):

«—¿Preconiza usted sistemáticamente la anestesia en


un parto?
»Su pregunta está mal hecha. Las mujeres se han ma-
nejado siempre en el parto desde el comienzo de la huma-
nidad. Decir "hay que" intervenir a toda costa en el parto
está contradicho por la realidad. Se puede mejorar, faci-
litar las cosas a la mujer sin hacer al niño correr el ries-
go, esta es la cuestión.
»Un matiz nuevo. El parto sin dolor facilita notable-
mente el alumbramiento. Lo pueden practicar un 96 % de
mujeres. Para las otras 4 % encontramos acondiciona-
mientos de la cirugía. En este caso yo personalmente me
inclino por la anestesia local.

9. Miehe, Marie Héléne, Ob. tít., pág. 128.

206
»¿Es verdad que el parto con anestesia completa tiene
repercusiones en la actitud de la madre con respecto al
niño?
»No lo sé. Yo no soy psiquiatra.»

Dr. DURANTEAU:

«—¿Es verdad que el parto con anestesia completa


tiene repercusiones en la actitud de la madre con respecto
al niño?
»—Ciertísimo que no. No hay ninguna repercusión.
Todas las mujeres quieren a sus niños. Y todas las muje-
res son algo nerviosas. ¿Cuáles son las que no llevan en
su bolso sus medicinas?"
»—Con respecto a las relaciones con sus hijos la anes-
tesia no tiene nada que ver.

Dr. HERSIUE:

La misma pregunta.
«En los Estados Unidos se ha estudiado el caso. Los
resultados parecen demostrar que las madres cuyo amor
es excesivo, que tratan de satisfacer a toda costa los ca-
prichos de sus hijos, procuran por lo mismo borrar un
sentimiento de culpabilidad: no haber asistido a su naci-
miento.»
La Sra. Revault d'Allonnes, sociólogo, escribe en el Bo-
letín Oficial de la Sociedad Internacional de Psicoprofi-
laxia Obstetrical: «No es una casualidad que el parto sin
dolor se haya implantado en Francia y divulgado a partir
de grupos sociales que habían realizado, ya principalmen-
te en el terreno político, cierta crítica histórica de ciertos
valores tradicionales y construido una representación di-
námica del porvenir. El parto sin dolor se presenta como
un hogar privilegiado de las profundas corrientes de nues-
tra sociedad y de nuestra historia que reposa sobre la
confianza en el progreso científico: la desacralización de
las cuestiones sexuales, la nueva ética de la mujer y de la
pareja.»

Dr. HERSILIE:

«Una mujer que, como en los USA, se reserva una cita


para el parto de tal día, a la hora y precio, con anestesia

207
completa, en mi opinión, rechaza su parto y su feminidad,
Escamotea lo que la diferencia del hombre, evita la gran
cuestión de hoy: una nueva definición de la feminidad,
más armoniosa.»

Dr. DURANTEAU (ginecólogo):

«¿ El parto sin olor? Yo estimo que es una vuelta atrás.


Se cuenta a las parturientas chistes, pero en fin de cuen-
tas se las deja dar a luz como hace 100 años. Hay que ver
las contracciones del útero, las distensiones del perineo.
A buen seguro que ello causa dolor. ¿Cuando se os tira
del brazo os causan dolor? Y ¿cuándo os lo cortan? tam-
bién. ¿Cuando hay un desgarro del perineo también, no?»

Dr. LASSNER:

«El dolor vivido sería una suerte de ilusión. El enseñar


a la gente que lo que es trabajo duro no lo es en realidad,
es ciertamente abusar del psicologismo. Dar a luz es un
trabajo, un duro trabajo. Pero hay muy distintos modos
de tomar el trabajo.
«Trabajar puede ser una molestia aceptable o un dolor
intolerable.»

Dr. DURANTEAU:

«Yo estimo que es necesario ayudar realmente a las


mujeres en trance de parto. Para ello no hay sino la anes-
tesia local o central. En la selección de los productos
reside todo el problema. Los productos no tienen que
intoxicar al niño ni bajar las tonalidades de las contrac-
ciones uterinas, ni, si es posible, hacer perder la concien-
cia a la madre.
»Es difícil conseguir el equilibrio. El cloroformo, du-
rante mucho tiempo utilizado, detiene el trabajo y fre-
cuentemente produce hemorragias. El éter es un peligroso
explosivo. No hace mucho se vio una madre abrasada
viva en una maternidad. El gamma OH es un excelente
producto sin peligro para la mujer. Pero adormece du-
rante una o dos horas. Yo personalmente empleo el triclo-
ro etileno por inhalación. La parturienta se lo administra
ella misma en el momento más fuerte de las contracciones
de la dilatación del cuello y no pierde sino provisíonal-

208
mente la conciencia. En el momento de la expulsión, la
comadrona sostiene la careta. Inmediatamente después del
nacimiento despierta la parturienta.
»La mayoría de los partos en Francia se desenvuelven
sin especial preparación y sin ayuda de medicamentos.
Los dolores del parto son siempre una realidad que pesa
sobre la mujer.» 10
Las mismas contradicciones se producen en los testimo-
nios de las mujeres que han utilizado el método psicopro-
filáctico.

Sra. D. (19 años, primeriza):

«Fue una larga preparación material y física que hizo


desaparecer los misterios de que se rodea, en general, al
parto... Tomé con calma las primeras contracciones. A las
8,30 entré en la maternidad. Las contracciones casi simul-
táneas no me dejaban apenas tiempo de respirar. Pero la
puesta en práctica de los ejercicios respiratorios me per-
mitió recuperarme y quedar relajada.
»E1 período de expulsión va a comenzar. Ahora, confor-
me a las indicaciones del doctor, tengo que empujar. El
sin cesar estaba explicándome el mecanismo del trabajo.
Al principio es un poco difícil. Después de ello va muy
bien. En poco tiempo aparecen la cabeza, después la es-
palda. Los brazos, las posaderas, las piernas, y en fin, ya
tengo al niño en mis brazos, que todavía no se ha despren-
dido de mí. No hay palabras para explicar lo que yo sien-
to. ¡Es tan maravilloso! No tuve la impresión de estar
dominada por una fuerza ciega, sino un ser humano do-
tado de voluntad que controla sus reacciones. Yo podría
ahora oponer mi experiencia personal a las contradiccio-
nes de toda clase de personas que se burlaban de mí mien-
tras esperaba al niño. Deseo un parto igual a todas las
mujeres.»

Sra. L. (profesora de gimnasia):

«En la maternidad en que yo he dado a luz se dijo que


se me prepararía para el parto sin dolor. Tuve dos sesio-
nes de gimnasia y dos cursos de teoría. Os aseguro que no
impidió ello que sufriera el trance.»

10. Miehe, Mane Héléne, Ob. cit., págs. 140, 141, 142.

209
Sra. B, (29 años):

«El doctor con su voz y con su mirada me ha dado va-


lor y esta cooperación entre él y yo era de tal manera que
no he tenido la impresión de hallarme sola en el momento
•del parto. Y esto es lo que ha dado el esfuerzo exigido.
Para mí, no ha existido dolor en el sentido estricto de la
palabra. He tenido la sensación de una anchurosa abertu-
ra, pero esta sensación no ha franqueado el dintel del
dolor.»

Sra. L.:

«Entiendo que no se puede permanecer pasivamente ante


un dolor que comienza a sentirse, pero, ¿qué hacer si una
es sorprendida de improviso? ¿Agitarse, gemir, chillar?
Para no recibir ningún alivio, sin duda, y encontrarse en
fin de cuentas más agotada, más nerviosa y con mayor
receptividad para el sufrimiento... Con más de 1.000 mu-
jeres, repetiré que he encontrado aquí una de las alegrías
más intensas que he podido conocer en mi vida. Soy feliz
y mi marido bañado en sudor (hace calor en el quirófano
y cuesta trabajo sostener una parturienta) no lo es menos.
»É1 como yo tiene la impresión de haber asistido a una
experiencia apasionante.»

Sra. L.:

«Mí marido está casi con las lágrimas en los ojos, deci-
mos. Yo sin voz. ¿Es posible? Es tan sencillo y tan hermo-
so. Cómo será posible que el mundo no esté aún conven-
cido de que se puede tener un parto sin dolor.»

Sra. P. (24 años, primeriza):

«Al principio de la dilatación, no sentía con la respira-


ción acelerada las contracciones. Pero 15 horas en esta
situación, no es ya resistible. Cada 2 ó 3 minutos comen-
zar de nuevo... yo estaba agotada. Detuve la respiración.
¿No va ha terminar jamás este parto? Esto es normal,
no podía ya controlarlo y yo sufría. En el momento de la
expulsión la comadrona trató de hacer que volviera a la
técnica del parto sin dolor. Pero las contracciones llegaban

210
como oleadas enormes. Y yo no podía más. Que esto ter-
mine, que se me adormezca. Así y todo acabé de dar a
luz. ¿El parto sin dolor? Durante tan largo tiempo, per-
manecer dueña de sí misma, es tan duro como sufrir, yo
en todo caso no pude.» u

11. Miehe, Marie Héléne, Ob. cit., págs. 134, 135, 136, 137.

211
CAPÍTULO V

EL DOLOR Y EL STRESS

Es importante explicar aquí con ciertos detalles las


reacciones que sufre el organismo sometido a una ten-
sión importante por causa del dolor. El dolor relaciona-
do tanto con la enfermedad, como con la tortura o con la
agresión física, ha sido estudiado por equipos médicos, ho-
nestos y preocupados por eliminar el sufrimiento de la vida
humana. Ninguno de ellos lo ha relacionado con el parto.
Unos, los conocidos en este capítulo, niegan el dolor en el
alumbramiento. ¿De qué preocuparse, por tanto? Otros,
más sinceros, no lo niegan, pero no les importa. En conse-
cuencia, el análisis de las causas del dolor del parto, de
sus consecuencias y de las respuestas del organismo y de
los efectos posteriores sobre el psiquismo de la madre,
están por estudiar.
La Sociedad Española de Medicina Psicosomática y
Psicoterapia celebró en mayo de 1978 su XV reunión anual
en Lérida, con un tema de plena actualidad: «El médico
ante la tortura». Las ponencias y las conclusiones han sido
publicadas. 1
Veamos lo que dice el doctor Espadaler Medina sobre
la tortura y stress: 2
«En los años cincuenta, el endocrinólogo canadiense
Cannon dio a conocer el resultado de sus observaciones
sobre el comportamiento del organismo vivo sometido a
situaciones límite que ponen en peligro su idoneidad ana-
tómica o fisiológica. Según la genial y, por entonces, no-

1. Contra la tortura. Ed. Fontanella. Barcelona 1978.


2. Espadaler Medina, J. M., Tortura y stress, correlato fisiopato-
lógico. Ed. Fontanella, pág. 58.

212
vedosa teoría de este autor, cuando un organismo está
sometido a una agresión somática persistente, del tipo
que fuere, se produce una reacción biológica encaminada
a mantener la homeostasis frente a las consecuencias de
la situación conflictiva. Se trata de la reacción de alarma,
según denominación del propio Cannon, frente al "stress".
»E1 análisis de la "reacción de alarma", sin embargo,
permite apreciar que es un fenómeno de carácter fásico,
de instauración inmediata y rápida eficacia, pero que no
puede mantenerse por largo tiempo a pesar de que per-
sista la situación de "stress". De ahí que nos parezca muy
atinada y correcta la exacta denominación de "reacción
de alarma" que tan sagazmente ideó Cannon.
»Esta relación física que podría parecer insuficiente
ante los conflictos duraderos, dado su carácter transito-
rio, no lo es en absoluto puesto que sirve para poner en
marcha una serie de fenómenos encadenados que persi-
guen el mismo fin aunque con medios diferentes y más
complejos. Toda esta actividad biológica fue estudiada por
Selye, quien la describió bajo la calificación de síndrome
general de adaptación...
»Los mecanismos defensivos del organismo frente a
la agresión:
»Es tan importante y trascendental la efectividad in-
mediata del síndrome general de adaptación como las re-
percusiones que se derivan de su permanencia temporal,
al perdurar unas condiciones insólitas que el organismo
no está preparado para resistirlas indefinidamente.
»En otras palabras, es preciso hablar de un fracaso
del síndrome general de adaptación, entendido como me-
dida defensiva, a consecuencia de un "stress" prolongado.
Este fracaso no se limita tan sólo a la detención de una
serie de funciones endocrinas, especialmente las relacio-
nadas con el desarrollo y trofismo corporales y las fun-
ciones sexuales, sino que influye desfavorablemente sobre
los procesos tisulares antiinflamatorios, el funcionalismo
vascular, el metabolismo hidroeléctrico y el trabajo del
sistema nervioso autónomo...
«Considerando el tema de esta forma, podríamos de-
cir que la sensibilidad dolorosa es, en cierto sentido, un
mecanismo fisiológico de defensa, y, por ende, no consi-
derable dentro del terreno de la fisiopatología; ello puede
ser así salvo que su acción se desentabilice por dos hechos
de suma importancia: la persistencia de la estimulación no-

213
ciceptiva y la vivencia dolorosa que ello comporta. Todos
sabemos que el dolor es concienciado como una sensación
desagradable, molesta, anormal, e impertinente, cuya agu-
dización o reaparición se teme. En otras palabras, la viven-
cia dolorosa comporta todo un contexto emocional en el que
se entremezclan el sufrimiento, la tensión y la ansiedad,
elementos todos suficientes para condicionar un "stress"
que se sobreañade al desencadenado por el daño somático
antes comentado...
»...Dentro del sufrimiento moral no podemos dejar de
mencionar otro factor de "stress" ligado a la tortura pero
no impuesto directamente por el torturador, sino que
aparece como reacción intrínseca del torturado; me re-
fiero a la situación constante de alerta de vigilancia, que
mantiene el torturado, para no ceder ante la tortura.
Esta reacción de alarma, reiterada una y otra vez, exige
un esfuerzo extraordinario a todo el rinencéfalo (el cere-
bro emocional) y a todo el hipotálamo a la vez que tras-
ciende indudablemente sobre la personalidad del sujeto.
»Como puede comprenderse, estas fuentes de "stress"
que caracterizan a la tortura se suman para dar lugar a
un intenso síndrome general de adaptación que se dis-
tingue, además, por su rápido fracaso dada la violencia
con que se establece y la larga persistencia de esa terri-
ble situación límite, siempre agravada por otros factores
accesorios pero coadyudantes como son, por ejemplo, la
malnutrición y la falta de reposo.
»La consecuencia inmediata de todo ello es que pueda
aparecer toda la patología de "stress" secundaria al fallo
de la reacción de adaptación, debido al agotamiento de
los recursos endocrinos y, en una fase ulterior, a la clau-
dicación de determinados dispositivos funcionales del
encéfalo.» 3
Ya sé que algunos de mis lectores me preguntarán,
¿y qué tiene que ver la tortura con el parto? Serán hom-
bres, por supuesto. Pero la analogía que yo pretendo aquí
establecer no es tanto con la tortura como con el dolor y
sus consecuencias. Las reacciones fisiológicas y psicoló-
gicas que produce. El dolor, sea por lo que sea producido,
hemos visto que desencadena una reacción de defensa. El
cuerpo debe luchar por vencer el estímulo doloroso, por
eliminarlo o, en último caso, por no ser vencido por él,

3. Aut. y ob. ai., pág. 63.

214
con las consecuencias a veces fatales que tal derrota po-
día tener. Pero la persistencia de la estimulación doloroso-
sa puede triunfar sobre los mecanismos de defensa que
produzca el organismo.
Una mujer sometida a dolores persistentes, continuos,
cada vez más frecuentes y al mismo tiempo más prolon-
gados, y en muchas ocasiones sin conocimiento por par-
te de nadie —ni del médico— del tiempo que pueden
prolongarse, estará sometida a un «stress» que se con-
vertirá en patológico, como explica el doctor Espadaler,
«debido al agotamiento de los recursos endocrinos, y en
una fase ulterior, a la claudicación de determinados dis-
positivos funcionales del encéfalo».
Pero ello no significa que esté histérica, como tampoco
lo están las víctimas de la tortura, cuando su resistencia
psíquica y física se agota y caen en pérdida del conocimien-
to, o víctimas de un ataque de nervios. Cuando la mujer
manifiesta miedo, ansiedad o agotamiento nervioso, no se
comporta más que como cualquier otro ser humano some-
tido al «stress» del dolor, del sufrimiento, y al miedo de
las consecuencias del parto. Pero mientras a los tortura-
dos, a los enfermos, a los accidentados, o a los heridos, se
les comprende, se les estudia y se procura aliviar sus su-
frimientos, a las parturientas se las ignora o se las ridicu-
liza.
Si se trata de defender que el parto no duele y que es
exclusivamente el miedo y la superstición, los que cau-
san los dolores nos hallamos ante un precioso sofisma. No
es el trabajo del parto y los sufrimientos que comporta los
que dan miedo a la mujer, sino que es el miedo el que
proporciona los sufrimientos. Pero nadie tendrá el cinis-
mo de afirmar que el miedo del preso es el que le propor-
ciona el dolor de la tortura.
¿Y cuál es la conducta de los médicos ante el miedo de
la parturienta? Exigirle que lo disimule bajo la amenaza
moral de ser considerada una histérica, una estúpida, un
ser quejica y despreciable. Su miedo al dolor, al riesgo
físico e incluso a la muerte o a la de su hijo, no es valo-
rabie para los ginecólogos. El miedo del preso o del tor-
turado sí. En cuestión de sufrimientos también hay ca-
tegorías.
Pero veamos unos párrafos del doctor Massana, para
que comprendamos lo que sucede cuando se exige una in-
hibición emocional del sufrimiento.

215
«Quisiéramos citar los trabajos de Solomon y de Kim-
mel, en los cuales se pone de manifiesto la posición de
que el miedo produzca una inhibición de la respuesta emo-
cional que en un primer plazo puede ser rentable para el
individuo pero que en un segundo término puede ser ne-
fasto. Solomon, sobre todo, demostró que cuando a un
animal se le somete a una situación de aplicación de estí-
mulos dolorosos de la que no puede escapar, reacciona
con una respuesta de indiferencia, con una respuesta dijé-
ramos de relajación y de aceptación resignada del estí-
mulo doloroso sin efectuar ningún tipo de conducta ofen-
siva. A esta conducta los autores la llamaron «help-less-
ness», y si bien en principio parece que es rentable, pues-
to que la situación de relajación muscular que aparente-
mente provoca puede sin duda disminuir la experiencia
dolorosa de la aplicación de los estímulos nocivos, a la
larga parece plantear problemas mucho más graves y de
difícil comprensión. En efecto, los perros de Solomon
cuando eran sometidos a una situación en la que podían
solucionar su problema, es decir, una situación en que
apretando algún resorte de un papel situado a su alcance
podían evitar o huir de la situación dolorosa, parecían
incapaces de aprender esta respuesta de evitación o de
huida. Este aprendizaje de la «help-lessness», algunos
autores lo han involucrado en la génesis de procesos psi-
copatológicos, entre ellos la depresión.» 4

Pues bien, a todas las madres se les exige que «se re-
lajen y acepten resignadamente» el estímulo doloroso sin
recurrir ningún tipo de conducta defensiva. Pero en to-
dos los casos de parturientas, y sobre todo después de
un parto largo y difícil, se produce la llamada depresión
«post partum», que es atribuida por los sabios ginecólo-
gos a la natural histeria femenina. Esta contribución de
los médicos catalanes al estudio de las respuestas fisioló-
gicas y psicológicas del dolor, no será aplicada a los
sufrimientos de la reproducción, hasta que sean las
propias mujeres las que exijan, muy firmemente, dejar de
sufrir para que el mundo de los hombres siga funcio-
nando.
Es evidente, también, que una actitud firme y una
voluntad dispuesta a soportar los sufrimientos, sin ceder,

4. Massana, Joan, Contra la tortura. Psicofisiología del terror.


Págs. 44 y 45.

216
permiten al individuo superar la prueba, sin caer en la
degradación que pretende el verdugo. Los casos de heroís-
mo, de valor, que parecen sobrehumanos se han repetido,
sobre todo entre los presos políticos de todas las latitudes.
Y a pesar de la repetida tortura, la víctima no ha cedido a
la presión del torturador. Gracias a tal firmeza muchas lu-
chas populares han podido alcanzar el éxito. Un lucha-
dor convencido de la razón de su causa, enfrentado a muer-
te a su enemigo, que tiene absoluta conciencia del daño
que causaría a sus compañeros, a su país y a su causa si
hablara, puede morir sin ceder a la tortura. El convenci-
miento ideológico realiza milagros. Los fakires pueden
andar sobre clavos o brasas, los bonzos se queman vivos
sin un gemido, los patriotas argelinos o vietnamitas no
cedieron a la tortura de sus enemigos, y en la guerra, en
las barricadas, en las guerrillas, los hombres y las mu-
jeres que cayeron heridos, se curaron o se murieron, sin
apenas asistencia médica, sin medicinas, sin cuidados hos-
pitalarios, en el monte o en el suelo de un hospital de
campaña, sin quejarse, asegurando a sus compañeros que
se encontraban bien.
Entre los prisioneros de los nazis se cuentan las his-
torias de solidaridad, de resistencia extrema a la desnu-
trición, al frío y a la tortura con el ánimo templado. Cuan-
do el ser humano utiliza su conciencia para soportar el
sufrimiento, las incomodidades y el dolor, porque cree
que así debe hacerlo, es evidente que lo consigue. Los
ejemplos serían demasiado abundantes para relatarlos
todos. Como muestra, únicamente algunos testimonios de
supervivientes de estas atrocidades, relatados en el mis-
mo simpósium médico:
«...Amat Piniella, escritor ex-deportado, superviviente
de Mauthausen donde murieron más de 7.000 españoles,
decía «que en los campos de concentración franceses vi-
vían mejor los que habían nacido en el campo y estaban
habituados a toda clase de dificultades físicas y a las in-
clemencias del tiempo.»
»Pero añadía: "en los campos de exterminio nazi, era
la moral, sólo la moral la que podía ayudar a sobrevivir,
porque no solamente se trataba de subsistir físicamente
sino de superar o mediatizar lo que el sadismo nazi supo
crear en sus formas más demoledoras, es decir la degra-
dación moral que trataba de convertir al deportado en
enemigo del deportado"...

217
«...Mariano Constante, otro superviviente de Mauthau-
sen, nos dice "allí en Mauthausen era primordial para in-
tentar sobrellevar aquella experiencia terrible, lo que era
la base de todo: la fe, la confianza y la esperanza... des-
graciado del que no tenía fe. Tuvimos que buscar expli-
caciones a todo y avanzar hipótesis que pudieran parecer
lógicas, para ante todo tratar de lograr un objetivo esen-
cial: que nadie perdiera la moral y la confianza en la
victoria final".
»...Juan Pagés, superviviente de Amical Mauthausen,
relata: "a nosotros nos hacía vivir la solidaridad; las dos
cucharadas de caldo que cedíamos cada uno y que vacia-
das en un bote servían para mantener la vida de un com-
pañero en peligro, el camuflaje de un enfermo condenado
al horno crematario, todo ello era nuestra vida y el alien-
to que nos ayudaba a vivir; por lo menos que quedara
uno de nosotros para poderlo contar".» 5
»Otro aliciente que nos ayudó en gran manera a con-
servar la vida era el deseo de que algún día se pudiera
hacer justicia...
»...Una ministra polaca en el Moskowa, nos dijo a un
grupo de médicos, alguno de los cuales está aquí, ense-
ñando un número tatuado en el brazo: "me lo tatuaron
en Austwitz, pero lo que me hizo sobrevivir en el lapso por
el denominado Palacio del Martirio de Varsovia, fue el
sentido de solidaridad, yo no denuncié a ningún compa-
ñero ya que habíamos ensayado una verdadera gimnasia
de amnesia voluntaria, aunque ahora cuando quiero acor-
darme de muchos nombres no puedo".
«...Cuando más consciente, militante y experimentado
es el detenido, mejor resiste la tortura y menos mella
psíquica hace en él, ya que con anterioridad ha elaborado
un esquema defensivo de la situación.» 6
La moral es la ideología. Y si una mujer se encuen-
tra abocada al parto, comprendiendo claramente, por un
lado, que es un trance inevitable y por otro que sus que-
jas no la aliviarán los dolores, es lógico que actúe con
mayor serenidad y responsabilidad ante el sufrimiento.
Pero no por ello alguien se atrevería a defender la tortu-
ra, en razón de que mucha gente ha conseguido superarla.

5. Solé Sabaris, F., Contra la tortura. Factores de supervivencia


en los torturados. Págs. 176, 177, 178.
6. Ob. cit., págs. 178, 179 y 184.

218
Y sin embargo se atreven a defender que la mujer debe
someterse al parto con alegría. Lo cierto es que quienes lo
hacen tienen psicología de torturadores. 7
Como dice el psiquiatra Mariano de la Cruz:
«La tortura no debe ser vista como un problema de
sensibilidad, como algo que nos repugna. La tortura es un
serio problema moral, médico-legal y social.
»Las leyes te hacen sufrir porque eres culpable, porque
puedes serlo, porque yo quiero que lo seas.
«Siempre han existido hombres que han justificado la
tortura. Con mayor o menor entusiasmo, moralistas, filó-
sofos, sociólogos y médicos han esgrimido argumentos que
intentaban justificar la existencia de la tortura. Cuando
Juvenal y Séneca protestan contra la tortura, sólo se
refieren a su crueldad, guardándose muy bien de atacar
el despotismo del Derecho Imperial (Alee Mellor). Infini-
dad de autores viven al esclavo como un ser diferente,
como un bien natural, al que se puede torturar, pues sus
reacciones fisiológicas son distintas a las de los demás
hombres...
»Los torturadores son manipulados a partir de un
perfecto condicionamiento. El condicionamiento está en
hacerles asumir una determinada ideología —una de esas
ideologías locas— y hacerles creer que servir a aquella
representa un bien inmediato para la misma y algo muy
positivo para que perdure. El profesional de la tortura
actúa para un bien condicionado por el poder. No tiene
sentimiento de culpa. Y cuanto más se tecnifica la forma
de torturas, menos sentimiento de culpa tiene el tortu-
rador...
»...Estos individuos sienten una pasión por contro-
lar de forma absoluta al ser vivo, ya sea un animal, un
niño, un hombre o una mujer. Esta solución extrema de
la existencia humana parece prohibida al hombre medio.
No obstante, en la mayoría de los sistemas sociales, los
individuos de clase inferiores pueden controlar ellos mis-
mos un ser que está sometido a su poder. La experiencia
del control absoluto sobre el ser humano, de la omnipo-
tencia en relación al hombre, a la mujer o al animal, al
que le concierne, crea la ilusión de rebasar los límites de
la existencia humana, especialmente para un individuo

7. De la Cruz, Mariano, Contra la tortura. El sadismo. Págs. 88


y 94.

219
cuya vida esté desprovista de creatividad y de alegría. Pa-
rece como si la impotencia se transformase en una su-
perpotencia. Erich Fromm ha escrito: toda situación en
la que una persona o grupo ejerce un poder incontrolado
sobre otra persona u otro grupo no engendra forzosamente
el sadismo. Un gran número, probablemente la mayoría
de padres, de carceleros, de torturadores, de maestros y
de burócratas no son sádicos. Las personas que tienen un
carácter dominante favorable a la vida no se dejan fácil-
mente seducir por el poder.
«Para el carácter sádico todo aquello que esté vivo
debe ser controlado; los seres vivos se convierten en ob-
jetos; los seres vivos son transformados en objetos de
control. Sus reacciones son impuestas por aquellos que
los controlan.» 8
«La ideología loca» que describe Mariano de la Cruz,
es la de los ginecólogos que afirman que el parto no duele
y que la mujer sólo siente miedo y actúa condicionada
por las consejas de las amigas y los prejuicios. Y no tan
loca, porque pretende, como el mismo doctor señala, la
manipulación de las mujeres, el sometimiento de su vo-
luntad hasta el último extremo, hasta el de reconocer la
voluntad omnipotente del médico y la anulación de la pro-
pia. Para que sigan reproduciéndose sin quejarse.
Y como la última muestra de las aberraciones que la
medicina actual puede defender, léase este párrafo del
libro ya estudiado Serás madre, de los ilustres médicos
italianos, tantas veces citados:

«La triple sexualidad de la mujer.


«Es sorprendente el hecho de que muchas reacciones
descritas por Grantly y Díck Read acerca del parto natu-
ral, extraídas de la observación de 561 partos consecuti-
vos, resultan casi idénticas a las observaciones de Alfred
Kinsey al describir el organismo femenino. La respiración
se vuelve más rápida, profunda y jadeante, con facilidad
para emitir sonidos vocales de gruñidos y de succión; la
expresión del rostro es como de "tortura", con la boca
abierta, los ojos vitreos y los músculos en tensión; hay
contracciones periódicas de los músculos abdominales, ade-
más de las del cuerpo uterino, mientras del cuello del
útero brotan mucosidades; se desarrolla una fuerza muscu-

8. Ob. cit., págs. 88, 91, 92.

220
lar anormal junto con una progresiva insensibilidad sen-
sorial, a veces hasta llegar a momentos de inconsciencia;
tanto después del parto como después del orgasmo hay un
retorno repentino a la agudeza sensorial. Master y John-
son han descrito 12 casos de mujeres que durante el parto
han relatado sus sensaciones como "intensas impresiones
que se aproximan al orgasmo".» 9
Casi no merece comentario. En todo caso produce una
extrema indignación. ¿Cómo se puede afirmar que el par-
to es igual al orgasmo porque entre otras la mujer tiene
una expresión en el rostro «como de tortura»? ¿Quieren
decir que el torturado que expresa su sufrimiento con
el mismo gesto, también tiene un orgasmo?
Este último párrafo es la apocalipsis de la falsedad y
del engaño científico. Nótese que el capítulo se titula «la
triple sexualidad de la mujer». ¿Se referirán al orgasmo
vaginal, al orgasmo clitoridiano y al orgasmo del parto...?
Si es así las mujeres que no han parido han perdido
una satisfactoria fuente de placer. ¿Se puede encontrar
engaño mayor?
Para terminar esta polémica es preciso echar un vis-
tazo a la descripción del parto que hacen en su tratado de
obstetricia los doctores Heílman y Pritchard. Es preciso
recordar el mecanismo fisiológico del parto, para centrar
la cuestión, huyendo de tanto abuso del psícologismo, como
decía el doctor Lassner.
El tratado de obstetricia, de texto en la Universidad de
Barcelona y en las de Nueva York y Alabama, nos relata
el proceso del parto. Estos médicos no son sospechosos
de feministas, como hemos visto en las páginas anteriores,
pero como no saben por qué duele el parto, dice que:
«Las contracciones del parto son las únicas contrac-
ciones musculares fisiológicas que resultan dolorosas. A
causa de ello, la designación común en muchas lenguas
para esta contracción es «dolor». La causa de este dolor
no se conoce completamente, pero han sido propuestas
las siguientes hipótesis: 1) hipoxia de las células muscu-
lares contraídas (como en la angina de pecho); 2) com-
presión de los ganglios nerviosos en el cuello y segmento
inferior debida a los haces musculares estrechamente en-

9. Miraglia, F; Orlandini, E; Micheletti, G., Serás madre. Ed.


Noguer. Barcelona 1972, pág. 248.

221
trelazados; 3) distensión del cuello durante la dilatación,
y 4) distensión del peritoneo.»
Ahora veamos como se desarrollan para la madre los
dos períodos del parto.
«Al principio del primer período los dolores son bre-
ves, ligeros, separados por intervalos de 10 a 20 minutos,
y no producen gran molestia. La paciente puede deambu-
lar, sin experimentar molestias entre los dolores. Al prin-
cipio, el dolor suele estar localizado en la región lumbar,
pero luego se prolonga hacia la parte anterior del abdo-
men. Los dolores recurren a intervalos decrecientes y se
hacen más intensos y más prolongados. Los dolores que
preceden de inmediato y acompañan la dilatación comple-
ta son muchas veces de una intensidad atroz. En este mo-
mento suele haber un aumento en la cantidad de mues-
tra sanguinolenta, a causa de la ruptura de vasos capila-
res en el cuello y quizá también a causa de la separación
entre las membranas y la decidua en el segmento uterino
inferior.
»La duración promedio aproximada del primer período
del parto en las primigrávidas es de 12 horas y en las mul-
típaras de 7 horas, aunque hay una gran variación indivi-
dual.
»Segundo período de parto:
»Las contracciones uterinas durante este período son
prolongadas, durante 50 hasta 100 segundos, y ocurren a
intervalos de 2 ó 3 minutos. Generalmente, la ruptura es-
pontánea de las membranas ocurre durante la primera
parte de este período y es acompañada por un chorro de
líquido amniótico desde la vagina. Sin embargo, algunas
veces las membranas se desgarran durante el primer pe-
ríodo o incluso antes que comience el parto se designa
como ruptura prematura de las membranas.
«Durante el segundo período intervienen también los
músculos del abdomen. Mientras arrecian los dolores, la
paciente empuja hacia abajo con fuerza, congestionándose
su cara y dilatándose las venas grandes de su cuello. Al
comienzo de cada contracción, emite un gruñido o gemido
característico de este estadio del parto y se esfuerza por
expulsar los productos de la concepción. Puede ocurrir que
sude intensamente, como consecuencia de estos esfuerzos.
«Hacia el final del segundo período, cuando la cabeza
está cerca del orificio vaginal, la presión causa a menudo
la expulsión de pequeñas cantidades de material fecal con
222
cada dolor. Al descender aún más la cabeza, el perineo
comienza a abultarse y la piel suprayacente se vuelve
tensa y brillante. En este momento, se puede detectar el
cuero cabelludo del feto a través del orificio en forma de
hendidura de la vulva. Con cada dolor subsiguiente se
abulta todavía más el orificio vulvar, formando gradual-
mente un ovoide y luego un orificio casi circular. Al cesar
cada una de estas contracciones, el orificio se vuelve más
pequeño al retroceder la cabeza para luego avanzar de
nuevo con el dolor siguiente. Al hacerse la cabeza cada
vez más visible, la vulva es distendida todavía más, hasta
que por último envuelve al diámetro mayor de la cabeza
del feto. Este envolvimiento del diámetro mayor de la ca-
beza fetal por el anillo vulvar se conoce con el nombre
de coronamiento. El perineo es entonces en extremo del-
gado, su frénulo tiene el espesor de un papel, y casi está
a punto de romperse con cada dolor. Al mismo tiempo, hay
una considerable distensión del ano, que es muy protu-
berante, y a través del mismo se puede ver con facilidad
la pared anterior del recto. El perineo se ha convertido
en una profunda cuneta de 5 a 6 cm. de longitud, en cuyo
extremo final se encuentra el orificio vulvar, dirigido ha-
cia arriba y distendido por la cabeza fetal. El occipucio,
en el caso de posición occipital anterior, es firmemente
empujado contra la sínfisis pubiana. La distensión de la
vulva es más acusada en su margen perineal que en las
porciones superior y laterales.
»La cabeza avanza algo con cada dolor y retrocede en-
tre las contracciones hasta que el encajamiento de las pro-
minencias parietales en la vulva impide el retroceso. Con
los próximos dos o tres dolores la cabeza es expulsada
rápidamente mediante extensión, rotando la base del occi-
pucio alrededor del margen inferior de la sínfisis pubiana
como un fulcro, en tanto que el bregma, frente y cara
pasan sucesivamente por encima de la horquilla. En la ma-
yoría de las nulíparas el perineo incapaz de resistir la
tensión a que está sujeto se desgarra en su porción ante-
rior si no ha sido efectuada una episiotomía...
»En la mayoría de los casos, los esfuerzos de apretar
son reflejos y espontáneos durante el segundo período del
parto, pero algunas veces la paciente no emplea bastante
sus fuerzas expulsivas y es conveniente instruirla en este
sentido. En algunos hospitales, se colocan correas o man-
gos en las manos de las pacientes. Estos dispositivos han

223
sido firmemente fijados a la mesa de partos y su longitud
está ajustada de forma que la parturienta puede alcanzar-
los fácilmente. Las piernas de la paciente se mantendrán
medio flexionadas a fin de que pueda empujar con las mis-
mas contra el fondo de la mesa. Hay que recomendarle
que inspire profundamente al comenzar la próxima con-
tracción uterina y que empuje hacia abajo, reteniendo la
respiración exactamente lo mismo que cuando está ha-
ciendo fuerzas para defecar. Una buena ayuda consiste en
tirar en este momento de las correas. Este esfuerzo tiene
que ser tan prolongado y continuo como sea posible, ya
que los gruñidos y esfuerzos breves son de poco valor. És-
tos esfuerzos de apretar hacia abajo provocan un aboba-
miento creciente del perineo, es decir, un ulterior des-
censo de la cabeza. Conviene informar a la paciente de
este progreso, ya que en este período es muy importante
darle ánimos. Durante este período activo hay que auscul-
tar inmediatamente después de cada dolor el latido fetaL
También se ha de contar a menudo el pulso materno, ya
que un incremento sustancial en la frecuencia del pulso
indica un agotamiento y exige medidas para controlar la
situación, no basta seguir esperando simplemente el re-
sultado de los esfuerzos maternos.
»Son frecuentes, durante el segundo período del parto
calambres en las piernas, a causa de la presión ejercida
por la cabeza del feto sobre los nervios en la pelvis. Sue-
len aliviarse fácilmente cambiando la posición de las pier-
nas mediante un breve masaje, pero no deben descuidarse
nunca, ya que algunas veces causan un dolor intolerable.»
Creo que basta esta descripción para sacar conclusio-
nes. ¡Y todavía se seguirá diciendo que el parto no duele!

224
TERCERA PARTE
BREVE HISTORIA DE LA REPRODUCCIÓN
HUMANA
CAPÍTULO I
¿CÓMO PARIERON LAS MUJERES?

Con el dolor todo junto, en el vientre y en el espíritu,


la mujer se ha reproducido para hacer grande al mundo
masulino. Y seguir sufriendo el dolor que la lleva a la
muerte, mientras sigue dando la vida. Soportando la tor-
tura, la soledad, el desprecio que inspira su condición
inferior. Y el miedo. ¿Cuánto miedo se acumularía en
nuestra madre, en nuestra abuela, y en la madre y en la
abuela de nuestra madre y de nuestra abuela? ¿Y cuánto
miedo y cuánto dolor se acumula en la historia de la re-
producción humana?
Esa historia que no se ha escrito.
Hasta que Marx intervino, sólo se escribieron las ha-
zañas de los grandes hombres. Por ello los maestros y los
discípulos se quejaron de una enseñanza memorística que
únicamente les exigía conocer los nombres de reyes y las
listas de batallas. Pero a finales del siglo pasado, siguiendo
el ejemplo de Marx, los historiadores empezaron a preocu-
parse por averiguar la vida de los hombres del pueblo.
Por eso Garrido escribió su historia de los esclavos, de los
siervos y de los obreros. Y hoy, todos los investigadores
se esfuerzan por conocer y describir las condiciones de
vida de las clases trabajadoras masculinas que hicieron
posible el avance industrial y la constitución de los Esta-
dos Modernos, a costa de su sacrificio anónimo. Pero la
historia de las mujeres no ha sido nunca escrita ni inves-
tigada, y la de las madres que trajeron al mundo a todos
los hombres está aún siquiera por pensar.
¿Cómo parieron, cómo gestaron, cómo criaron a los
cachorros humanos que habrían luego de explotarlas y
de esclavizarlas, obligándolas a seguir reproduciéndose?

227
El historiador que pretenda investigar sus condicio-
nes de vida tropieza con el escollo definitivo: la falta
de datos. La Historia de Diodoro de Sicilia proporcio-
na un material insustituible para conocer la situación
de los esclavos romanos. Cómo trabajaban en las minas,
en las canteras, en las explotaciones agrícolas. Cómo
construyeron los edificios públicos, los monumentos artís-
ticos, las ciudades, las calzadas romanas, los acueductos,
los canales de regadío, los barcos y los carros de combate.
Cómo vestían, cómo comían, cómo calzaban. Cuántos años
vivían y hasta qué enfermedades les aquejaban y les ma-
taban. Pero el paciente cronista nunca creyó importante
relatar cómo se reproducían las esclavas, que debían pro-
porcionar al Imperio la mano de obra necesaria para que
pudiera seguir expansionándose y latinizando el resto del
mundo.
El doctor R. Príce explica que en la antigua Roma, «los
ricos se habían apoderado de la mayor parte de las tie-
rras sin repartir. Confiaron en que, por las circunstancias
de los tiempos, no se las volverían a quitar nunca, y por
eso compraron las tierras de los pobres situadas cerca,
en parte con la voluntad de ellos, en parte quitándoselas
por fuerza, de modo que ya sólo cultivaban dominios muy
extensos, en vez de campos sueltos. En esto usaban es-
clavos para la labranza y la cría del ganado, porque les
habían quitado del trabajo los hombres libres para llevar-
los al servicio de la guerra. La posesión del esclavo les
procuró grandes ganancias, porque éstos, al estar exentos
del servicio de la guerra, se podían multiplicar sin peligro
y tenían gran cantidad de, hijos. De este modo los podero-
sos se hicieron plenamente con toda la riqueza, y en toda
la tierra hormigueaban los esclavos». 1 Ni Apiano, ni, lo
que es peor, Marx, de quien está tomada esta cita, fueron
capaces de interesarse y de sacar las oportunas conse-
cuencias, sobre las condiciones en que las mujeres escla-
vas se reprodujeron para hacer más ricos a los poderosos
y al Imperio Romano. Preocuparse por este tema quizá
les hubiera servido para averiguar la verdadera explota-
ción de la mujer.
Cuando Marx explica 3 que «el capital no ha inventado
el plustrabajo. En todo lugar en el que una parte de la
1. Apiano, Guerras civiles romanas, 1, 7. Tomado. C. Marx, El
capital. Ed. Grijalbo, pág. 373, tomo II.
2. Marx, C, El capital, I, 256. Ed. Grijalbo, tomo I, pág. 256.

228
sociedad posee el monopolio de los medios de producción,
el trabajador tiene que añadir, en condición libre o no
libre, tiempo de trabajo excedente al tiempo de trabajo
necesario para su conservación, con objeto de producir
los medios de vida del propietario de los medios de pro-
ducción, ya sea este propietario un patricio ateniense, ya
un teócrata etrusco, ya un civis romano, un barón nor-
mando, un esclavista norteamericano, un boyardo válaco,
un landlord o un capitalista moderno», no añade: «y allí
donde existe una sociedad humana, ya sea romana, feudal
o esclavista norteamericana, las mujeres, además del tiem-
po de trabajo necesario para su conservación, del trabajo
doméstico y de los servicios sexuales que deben prestarle
al hombre de la familia —muchas veces a varios hombres
a la vez, como las esclavas— y del plus trabajo que les
exige el dueño de los medios de producción, deben repro-
ducirse para mantener el desarrollo de la sociedad».
No tenemos ni idea de cómo se reproducían las muje-
res esclavas, porque a nadie le ha importado reseñarlo.
El exhaustivo estudio de Marx en El capital sobre el
valor del plus trabajo, para demostrar que el trabajador
regala X horas de su trabajo diario al poseedor de los
medios de producción, ha desvelado, sin posibilidad de
ocultamiento el robo continuado, por parte del capitalista,
de la fuerza de trabajo del obrero. Pero apenas paró aten-
ción sobre el hecho indudable de que esa fuerza de tra-
bajo ha sido previamente producida por la mujer. Y na-
die ha estudiado ni la forma en que se produce, ni su va-
lor económico, ni el plustrabajo gratuito que supone.
Marx se burla de Nieburr porque «observa muy inge-
nuamente en su Romische Geschichte: "No hay que ocul-
tarse que obras como las etruscas, cuyas mismas ruinas
asombran, presuponen, en estados pequeños, prestaciones
gratuitas de los siervos a los señores"», 3 pero Marx no
llegó ni a la ingenuidad de constatar que la reproducción
de los siervos que construyeron los edificios etruscos,
estuvo realizada gratuitamente por las mujeres etruscas.
No sabemos nada de cómo se reproducían las mujeres
esclavas, porque a nadie le ha importado reseñarlo. Dio-
doro de Sicilia se emociona al escribir: «No es posible
mirar a esos infelices (trabajadores de las minas de oro
situadas en Egipto, Etiopía y Arabia), que ni siquiera

3. Ob. cit., pág. 256.

229
pueden limpiarse el cuerpo ni cubrir sus desnudeces, sin
lamentar su miserable destino. Pues allí no hay contem-
plación alguna, ni para alivio para los enfermos, los dé-
biles, los ancianos, la debilidad femenina. Forzados a
latigazos tienen que seguir todos trabajando hasta que la
muerte pone fin a sus tormentos y su desamparo.» 4 Y no
establece distinción para los sufrimientos de la materni-
dad, que amén de las miserias descritas que acosaban a
todos por igual, se cebaban exclusivamente en las mujeres.
Si no había alivio para la debilidad femenina, ¿cómo
parirían aquellas mujeres?, ¿cómo soportarían las gesta-
ciones bajo los latigazos? ¿trabajando hasta el mismo
momento del parto? ¿quién las atendería?, o solas, ¿cómo
se resolverían las complicaciones que cualquier parto pue-
de conllevar consigo? ¿Qué sucedería en el caso de pre-
sentarse un alumbramiento con placenta previa o con
presentación de nalgas, de hombro, podálica? ¿Qué ha-
rían las demás mujeres cuando vieran desangrarse a otra
compañera por una hemorragia post-parto, o sacudirse con
las convulsiones de un ataque de eclampsia? ¿Cómo se
romperían los huesos de una pelvis raquítica o deforma-
da que impidiera sacar la cabeza del feto? ¿Cuántas mu-
jeres morirían en los inútiles esfuerzos por parir «nor-
malmente»?
Si el doctor Badía nos ha dicho que hoy resulta im-
pensable pretender que el parto sea un acto natural que
no precise de ninguna asistencia médica, y que abando-
nar a las mujeres a alumbrar sin recursos técnicos sig-
nifica esperar un cincuenta por ciento de casos de mor-
bilidad y de mortalidad materna, ¿cómo sobrevivirían
aquellas mujeres extenuadas por el trabajo forzado, suba-
limentadas hasta la inanición, que empezarían a reprodu-
cirse en la edad nubil? ¿Cuántas sobrevivirían? ¿cuál se-
ría la duración promedia de vida de las mujeres? ¿Cuán-
tos hijos parirían cada una por término medio? ¿Cómo
lactarían a aquellos hijos sin reservas de calcio ni de
hierro, exhaustas ya por el embarazo y el parto, y sin ali-
mentación adecuada?
La masacre femenina de los millones de años de historia
humana está por escribir. Pero ya no llegaremos a tiem-
po. No quedan ni huellas. Los testimonios literarios co-
mienzan hace poco más de un siglo. Y sólo disponemos de

4. Marx, C.£l capital. Ed. Grijalbo, toma I, pág. 256.

230
muestras, pequeños relatos que afectan a universos limi-
tados en el tiempo y en el espacio, y que sólo ilustran
el inmenso genocidio cometido con las mujeres durante
todos los siglos. Sólo me cabe utilizarlos y sacar las con-
clusiones por deducción.
Lain Entralgo 5 cuenta algún dato de la patología de
la obstetricia a partir de descubrimientos arqueológicos
tales, como que se han encontrado «deformaciones de la
pelvis, con asimetría notable, que se señalan en Grecia
(Neolítico o Romano, según Dugel 1946), en el Neolítico
Francés (Paleo 1930) en la edad de Bronce inglesa, y en el
Perú precolombino; en el caso de la momia femenina de
20 a 25 años en la acrópolis de Arguin (Max) que presenta
también asimetría compensada en las vértebras lumbares»,
que no ayudan mucho a entender la historia de la repro-
ducción humana. Aunque por ellos conocemos que ya en
la Edad de Bronce y en el Neolítico las mujeres padecían
deformaciones de la pelvis.
Raquel sólo le dio dos hijos a Jacob y su escasa ferti-
lidad fue fuente de tristeza para ambos y motivo para que
su hermana Lía, mucho más fecunda, se vanagloriase. Ra-
quel no tenía facilidad para reproducirse y el parto del
segundo hijo le supuso la muerte. Pero el cronista no
cuenta cómo se desarrollaron los partos de Raquel, por-
que Moisés era hombre, y para los hombres el parto no
es un acontecimiento digno de mención, o quizá lo es tan-
to que les es preciso ocultarlo y olvidarlo.
El capítulo 35 del Génesis se limita a decir: «Y par-
tieron de Béthel y había aún como media legua de tierra
para llegar a Ephrata, cuando parió Raquel, y hubo tra-
bajo en su parto.
»Y aconteció, que como había trabajo en su parir, dí-
jole la partera "No temas que también tendrás este hijo."
Y acaeció que al salírsele el alma, pues murió. Llamó su
nombre Benoní, más su padre lo llamó Benjamín.
»Así murió Raquel y fue sepultada en el camino de
Ephrata, la cual es Behtelhem.» 6
Sobre la mortalidad infantil de los tiempos remotos
sólo sabemos que el índice de las enfermedades infan-
tiles ha sido muy alto. Sólo las caídas en las últi-

5. Lain Entralgo, Historia Universal prehistórica de la Medicina.


Pág. 13.
6. Sagrada Biblia «Libro del Génesis», versículos, 16-17, 18-19.

231
mas décadas y en el siglo pasado y comienzos del ac-
tual ha alcanzado en Europa cifras superiores al 50 %,
que raramente se encuentran en la prehistoria. Pero
hay que tener en cuenta que la apreciación estadística a
partir de las acrópolis excavadas, siempre será aproxima-
tiva, pues, como anota bien Rojlin (1964-68) incluso la ci-
fra de 33 % en Sorkal del Don, s. x-xrí, debe tenerse por
inferior a la real, ya que siempre se pierden más fácilmen-
te los huesos de los niños que los de los adultos, por su
mayor debilidad y menor resistencia, sea a la erosión en
superficie o a los ácidos y organismos del suelo.» 7,8
Hay que buscar el testimonio de mujeres para poder
seguir de cerca los detalles.
Pearl S. Buck nos ha dejado el más extenso relato de la
sociedad china de la primera mitad de este siglo. Y tam-
bién de sus mujeres. Por analogía podremos deducir lo
que les pasaba antes de que la escritora conociera su his-
toria. En La buena tierra O-Lan, la mujer de Wang Lung
está por primera vez embarazada.
«Al acercarse la hora del nacimiento, Wang Lung le
dijo a la mujer:
«Tendremos que llamar a alguien para que ayude
cuando llegue el momento... Alguna mujer...
»Pero ella movió la cabeza.
»—¿Ninguna mujer? —preguntó Wang Lung conster-
nado.
»•—Pero va a ser muy extraño, con sólo dos hombres en
la casa —continuó—. Mi madre hacía venir una mujer
del pueblo. Yo no entiendo nada de estas cosas...
»—Nosotros dos no tenemos habilidad en partos. Mi
padre no está bien que entre en tu habitación, y en cuan-
to a mí, ni siquiera h e visto nunca parir a una vaca. Mis
manos podrían estropear a la criatura por torpeza...
«...Cuando llegó el momento, no quiso a nadie a su

7. Lain Entralgo, Ob. cit., pág. cit.


8. Henry Vallois realizó un laborioso estudio de todos los es-
queletos conocidos del pleistoceno y halló que las mujeres mo-
rían más jóvenes que los hombres, habitualmente antes de los
treinta años. Pocos hombres pasaban de los 40, aproximadamente
la mitad de los neanderthalenses morían antes de la madurez y
casi el 40 % antes de la pubertad. Por el tiempo en que un indivi-
duo llegaba a los 20 años su madre ya estaba muerta seguramente
y su padre próximo a morir. El contacto entre las generaciones era
breve. La muerte era un hecho frecuente. Robert Ardrey, La evo-
lución del hombre: la hipótesis del cazador, pág. 183.

232
lado. Fue un anochecer, temprano, cuando apenas se ha-
bía puesto el sol. O-Lan se hallaba trabajando junto a
su marido. El trigo había sido cosechado; el campo inun-
dado y sembrado de arroz, que daba ahora su fruto; las
espigas aparecían maduras y pletóricas tras las lluvias
estivales, tras el tibio y dorado sol autumnal. Juntos ha-
bían estado haciendo las gavillas todo el día, doblados,
cortándolas con unas hoces de mango corto. O-Lan se
inclinaba rígidamente, por la carga que llevaba, y se movía
con más lentitud que Wang Lung, de manera que segaban
con desigualdad: la hilera de él más avanzada que la de
ella. Wang Lung se volvió a mirarla con impaciencia, y
entonces la mujer se detuvo, enderezóse y dejó caer la
hoz. Su rostro estaba empapado de sudor, en el sudor de
una agonía nueva.
»—Ya ha llegado —dijo—. Voy a entrar en la casa. No
vayas al cuarto hasta que yo llame. Pero tráeme un junco
recién pelado y afilado, para que yo pueda separar la vida
del niño de la mía.
»Y atravesó los campos en dirección a la casa como si
nada ocurriera. Él se la quedó mirando, y luego fue al pan-
tano, escogió un junco verde y flexible y lo afiló con el
filo de su hoz. La rápida sombra otoñal comenzó enton-
ces a cerrar el crepúsculo, y Wang Lung, echándose la
hoz al hombro, se encaminó hacia la casa.
»A1 llegar a ella encontró la cena caliente sobre la mesa,
y el viejo, comiendo. ¡La mujer se había detenido a pre-
pararles comida! Y se dijo que una mujer así no se en-
contraba fácilmente.
»Dirigióse al dormitorio y desde la puerta gritó:
»—¡Aquí está el junco!
»Y esperó, creyendo que ella le contestaría que se lo
llevase. Pero no fue así, sino que se acercó ella misma a
la puerta, sacó la mano por la abertura y cogió el junco.
No pronunció palabra, pero él la oyó jadear como jadea
un animal después de haber corrido mucho.
»E1 viejo levantó la cabeza de su escudilla y dijo:
»—Come, o va a estar todo frío —y añadió—: No te
preocupes todavía. Hay para rato. Me acuerdo de que cuan-
do nació mi primer hijo, antes de que todo hubiera con-
cluido era ya de día.
»¡Ay de mí! Pensar que todos los hijos que yo engen-
dré y tu madre concibió (uno tras otro..., tantos, que ni

233
me acuerdo), ¡sólo tú has viivdo! ¿Comprendes por qué
una mujer ha de parir y parir?
»Wang Lung, de pie junto a la puerta, estaba sólo aten-
to a aquel jadeo de animal que venía del dormitorio. Un
olor a sangre caliente llegó hasta él, un olor mareante que
le asustó. El jadeo de la mujer se hizo rápido y sonoro,
como gritos apagados, pero ninguna voz se escapó de sus
labios. Y cuando ya Wang Lung no podía más y estaba a
punto de penetrar en el dormitorio, oyó un llanto fino,
punzante, y se olvidó de todo.
»—¿Es un hombre? —gritó importunamente, sin acor-
darse de O-Lan. Y repitió—: ¿Es un hombre? Dime al
menos: ¿Es un hombre?
»La voz de la mujer contestó, tan débilmente como
un eco:
»—Un hombre.
«Entonces, Wang Lung fue a sentarse a la mesa. ¡Qué
rápido había sido todol La comida estaba fría y el viejo
se había dormido en el banco, pero ¡qué rápido había
sido todo!
»E1 olor de la sangre derramada todavía llenaba, den-
so y caliente, la atmósfera, pero no había huella alguna de
aquella sangre, excepto en la tina de madera. Pero en
esta tina la mujer había echado agua y estaba escondida
bajo la cama, de manera que Wang Lung apenas podía
verla. La vela roja estaba encendida, y O-Lan, pulcramen-
te cubierta se hallaba echada sobre la cama. A su lado,
envuelto en unos pantalones viejos del padre, como era
costumbre en esta parte del país, yacía su hijo.» 9
Así tan fácilmente, parió O-Lan. Tan fácilmente, sin
consecuencias, que...
«Al día siguiente de haber nacido el niño, la mujer se
levantó como de costumbre y preparó la comida, pero no
fue a los campos con Wang Lung...
»Y ocurrió, que antes de que pudiera darse cuenta del
nuevo estado de cosas, la mujer se hallaba otra vez a su
lado, trabajando en los campos.
»Trabajaba todo el día. El niño entre tanto dormía
sobre una vieja colcha, en el suelo. Cuando se despertaba,
la mujer interrumpía su labor y le daba el pecho.» 10
Este relato, con toda seguridad cierto, ha abonado la

9. Ed. Juventud. Barcelona 1974, págs. 29, 30, 31, 32, 33.
10. Id., Págs. 34, 35.

234
tesis de que el parto es un hecho natural, sin sufrimiento,
sin complicaciones, sin consecuencias.
Y que por ello ha sido posible que la humanidad se
prolongase. Porque las O-Lan que han poblado la tierra,
pariendo solas en los chamizos, arrastrándose en el suelo
de las cabanas, convulsionadas por el dolor, no hubieran
sobrevivido ni ellas ni sus criaturas, si el cincuenta por
ciento de los partos no tuviera posibilidades de realizarse
sin ayuda técnica. Una y otra vez, hasta conseguir que
alguna de sus crías la sobreviva. Por eso el padre de Wang
Lung le enseña sabiamente que una mujer ha de parir
y parir.
Pero el sufrimiento es sólo de O-Lan. Allí, en la habi-
tación a solas, jadea y suda, mientras su matriz se con-
trae y los huesos de la pelvis se separan y el canal del par-
to se va ensanchando para dejar pasar la cabeza del feto.
Si no hay hemorragias, ni tromboflebitis, ni eclampsia, al
día siguiente se levanta como de costumbre y prepara la
comida. ¿Cuál es el valor de este trabajo sobreañadido?
Ni Wang Lung, ni su padre, ni mucho menos el Impe-
rio Chino, han gastado nada en la reproducción de O-Lan.
O-Lan ha producido un nuevo trabajador para los campos
de Wang Lung, un criado fiel para su padre y su abuelo,
un subdito para el Emperador, gratis. No puede hallarse
más trabajo excedente.
Pero aún así ningún historiador antiguo de la obstetricia
pone en duda los dolores del parto. No parece que para las
mujeres de la antigüedad fuera fácil el trabajo del parto.
Moschión, médico griego, nos explica la ayuda que re-
quiere una parturienta: «Hacen falta tres personas, para
que dos se sitúen a derecha y a izquierda de la mujer en
trabajo, la tercera debe estar situada detrás de ella para
impedirle echarse sobre un costado cuando los dolores
sobrevienen, y debe por otro lado, darle ánimos para ayu-
darle a soportar valerosamente sus dolores.» "
Lain Entralgo n nos cuenta como los pueblos primiti-
vos aceptan o repudian el dolor del parto. Exigen a sus
mujeres que lo soportesn con estoicismo o que lo anun-
cien a gritos en la aldea, pero ninguno le niega el sufri-

11. Histoire des acouchements de tous les peuples. Witkowski.


Tomado de Lain Entralgo.
12. Lain Entralgo, Historia Universal de la Medicina, toma I,
pág. 56.

235
miento. «La actitud de los pueblos primitivos frente al
parto no es la misma umversalmente. Ciertas tribus (in-
dios cunas de Panamá, Chaggas de Tanganica) consideran
el embarazo como un período de angustia y temor. Se
excluye a los niños y a los hombres del lugar donde la mu-
jer esté dando a luz. El hechicero no asiste al parto,
acto degradante. Se le tiene al corriente de la evolución
por medio de las comadronas y desde lejos da consejos
acerca de los cuidados que hay que prodigar a la partu-
rienta.
»Los dolores del parto se interpretan y viven de dife-
rentes maneras. Los Navajos, Arandes, habitantes de la
isla de Salomón, indios Araucanos de Chile, etc., recono-
cen que el dolor es normal en el parto y las mujeres
pueden quejarse y gemir. Para muchos pueblos primiti-
vos, por el contrario, existe la tradición de que la mujer
conserve una actitud estoica y no acuse los dolores que
siente. La mujer en el parto cree que puede matar a su
hijo si grita, y que su marido estaría en perfecto derecho
de repudiarla, como pasa entre las Chaggas. Otros pue-
blos primitivos poseen sus técnicas propias para atenuar
los dolores del parto. Algunos emplean medicaciones anal-
gésicas (Objivas, lias, etc.).
»E1 apoyo moral de los allegados es un elemento tra-
dicional muy extendido (Tribus de América del Sur, Ocea-
nía, Oriente Medio). La madre, la suegra, las amigas ínti-
mas asisten al parto. A veces incluso allegados demues-
tran su interés a la parturienta, tocando música y tra-
tando de distraerla con conversaciones, como en Laos, don-
de la asistencia bromea, bebe y canta.
»Se emplean también medios mecánicos, masajes de
los ijares o del abdomen, para aliviar a la mujer que
sufre (Tierra de Fuego), (Patagonia).
»En América del Norte se considera el calor eficaz
para estimular el parto. Así, los Comanches hacen beber
a la mujer brebajes calientes y le colocan ladrillos ca-
lentados en la espalda; en otros sitios se la mantiene en-
tre vapores de plantas medicinales en ebullición (Twas).
Según las tradiciones se preconiza la aceleración del par-
to, o, por el contrario, la espera pasiva. Entre los medios
utilizados para apresurar el parto, algunos pertenecen a
la obstetricia moderna. Son brebajes que contienen medi-
caciones occióticas (Tarascos de México, Bahayas de Lago
Victoria), hay masajes torácicos y abdominales rítmicos

236
con las contracciones (Himalaya, Bolivia). A veces las ma-
niobras son brutales, extracción rápida del niño sin cui-
darse de desgarramientos perineales (Hotentotes), ama-
samiento de abdomen con las manos y los pies (Thongas
de África del Sur), etc. Por el contrario, el comportamien-
to médico y el de las parturientas se inspira a veces en
el principio del "laissez-faire", la parturienta, como ocurre
entre los Sirianos no recibe ayuda ni consuelo físico o
moral.
»Es preciso citar a los Maquiritares del Alto Orinoco
y a los indios de Amazonia, y algunos más, entre los cua-
les la mujer da a luz ''discretamente", mientras el marido
finge con muchas quejas y gemidos un parto "simbólico".
Que no resulta tan cómoda la producción de hijos debe
reconocerlo hasta Pearl S. Buck, cuando nos relata la his-
toria de otras mujeres chinas que no tienen tanta suerte
como O-Lan. La esposa del campesino Chang ha sufrido
el hambre de la última sequía, que la ha atormentado los
nueve meses de su gestación. El alumbramiento se acer-
ca cuando el abuelo acaba de morir y la inundación em-
pieza a anegar los campos que sólo querían un riego pru-
dente. Chang y su esposa vuelven aquella tarde de la
ciudad, de vender a su hija de doce años a un rico señor,
para poder comprar un poco de comida. El Yang-Tsé-Kiang
se ha desbordado y el camino hacia su aldea está anega-
do. En barca, sobre las aguas turbias, cada vez más cre-
cientes y amenazadoras, Chang va remando, cuando su
mujer percibe los primeros dolores que anuncian la feliz
llegada de una nueva criatura, que podrá compensar la
pérdida de otros hijos muertos en repetidas épocas de
hambre, para servir al padre y honrar al abuelo. La mu-
jer se estremece repetidamente con las contracciones, ten-
dida en el suelo de la barca, procurando no molestar con
sus gemidos al esposo. El camino es largo, la corriente no
ayuda al trabajo de los remos y Chang se encuentra cada
vez más cansado. La mujer aprieta, se tensa, apoya los
pies en el fondo de la barca intentando ayudar a la natu-
raleza, y siente que cada vez le quedan menos fuerzas.
Ya no puede apretar, la vista se le ha nublado y sólo per-
cibe con alivio que los dolores son más débiles. Pronto
no queda en su retina más que la extensión de agua cena-
gosa. Querría decirle a Chang que su hijo corre peligro,
que ella sola no puede expulsarlo de su raquítico cuerpo,
pero Chang está sudoroso, cansado, mira con asco el cuer-
237
po deforme y convulsionado de su mujer, y teme cada vez
con mayor fundamento que la riada se los lleve.
La mujer suda más, mientras intenta un nuevo esfuer-
zo por echar el feto fuera de su vientre, tenso, cerrado,
terco al alumbramiento. Y en seguida descansa con el
corazón parado. Chang sigue remando con el cadáver de
su mujer, que conserva el feto avaramente encerrado, ten-
dido encima de un charco de sangre y de líquido amnió-
tico.
Esta novela corta de Pearl S. Bucle, se titula Por qué
se hizo comunista él campesino Chang. Aceptando la mo-
raleja de la conversión de Chang, no se debe olvidar tam-
poco que su esposa no pudo nunca hacerse comunista.
Porque las esposas no viven para ser comunistas. Los
ejércitos son masculinos, y los guerrilleros y los grupos
revolucionarios. Una mujer debe gestar y parir y quizá
morir en el parto que es su trinchera y su barricada.
Pero sin honor. Parir es una función natural, es una
necesidad social, es una obligación femenina, es el destino
de toda mujer, es la mayor gratificación y compensación
de la ausencia de pene, por tanto, ¿qué más reconocimien-
to? Una mujer gestante realiza una función fisiológica
igual a cualquier otra, como la digestión o la circulación
de la sangre, en consecuencia, ¿por qué pretende aten-
ciones especiales?
Nuestros asesores médicos nos lo han explicado así,
con argumentos científicos. Gracias a ellos hemos com-
prendido la verdad des las gestaciones y de los alumbra-
mientos y podemos disfrutar de las ventajas del parto pro-
filáctico. Pero hace muchos años, mucho antes del avance
de la ginecología y de la aplicación de la anestesia, los hom-
bres ya sabían, a pesar de las quejas de sus mujeres, las
mismas verdades descubiertas por Read. Y las ponían en
práctica con más energía que los débiles esposos de hoy.
Por eso las madres de entonces no exigían tantos mimos y
ñoñerías como las maleducadas feministas actuales. Apren-
damos de la mansa docilidad de O-Lan:
«El viejo se cuidaba ahora del niño y la mujer traba-
jaba con Wang Lung desde la aurora hasta que el cre-
púsculo caía sobre los campos, de manera que cuando un
día Wang Lung descubrió en ella un nuevo embarazo, el
primer pensamiento que cruzó su mente fue el de que no
podría trabajar durante la cosecha.

238
»—De manera que has escogido esta ocasión para criar
nuevamente, ¿eh? —le preguntó con irritación.
»—Esta vez no es nada —contestó ella resueltamen-
te—. Solamente es duro la primera vez.
»Aparte de esto, nada más se dijo sobre la segunda
criatura, desde que Wang Lung notó su forma al hinchar-
se el vientre de la madre, hasta un día de otoño en que
O-Lan dejó su arado y se dirigió pesadamente hacia la
casa. Aquel día Wang Lung no regresó, ni siquiera para
la comida del mediodía, porque el cielo estaba aturbo-
nado y el arroz se hallaba maduro y listo para ser reco-
gido en gavillas. Más tarde, antes de que el sol se pusie-
ra, O-Lan regresó a su lado, con el cuerpo afinado, exhaus-
ta, pero con el rostro silencioso e impasible. Wang Lung
sintió el impulso de gritarle: "Por hoy ya has hecho bas-
tante", pero el dolor de su propio cuerpo rendido le ha-
cía cruel, y se dijo a sí mismo que él había sufrido tanto
con la labor aquel día como ella con su alumbramiento,
de manera que sólo preguntó entre dos golpes de hoz:
»—¿Es varón o hembra?
»EIla contestó con calma:
»—Es otro varón.
»No se dijeron nada más, pero él se sintió contento y
el incesante bajarse y doblarse le pareció menos arduo.
Trabajaron hasta que la luna se elevó sobre un hacinamien-
to de nubes moradas; entonces terminaron el campo y
se dirigieron a casa.
«Después de la cena y tras haber lavado el cuerpo que-
mado por el sol con agua fresca y enjuagado la boca con
té, Wang Lung fue a ver a su segundo hijo. O-Lan se ha-
bía echado en la cama después de haber hecho la cena y
tenía a la criatura a su lado. Era un niño gordo, plácido,
sano, aunque no tan grande como el primero. Wang Lung
le contempló y luego regresó al otro cuarto muy satisfe-
cho. Otro hijo; y otro, y otro; uno cada año. Pero cada
año no podía procurarse huevos encarnados. Era suficien-
te haberlo hecho por el primero. Hijos cada año; la casa
estaba habitada por la buena suerte. Esta mujer no le
había traído más que buena suerte...» 1 3
La historia de O-Lan se ha convertido en el prototipo
de la historia de la mujer. En todo caso la polémica de

13. S. Buck, Pearl, La buena tierra. Ed. Juventud. Barcelona


1974, págs. 46, 47.

239
nuestros días se centra —a partir de la lucha sufragista—
en si la mujer debe seguir viviéndola. Aunque la esposa de
Chang ha pasado desapercibida. Ni aún las feministas han
sabido desenterrarla y sacar las consecuencias precisas.
Siguen discutiendo si queremos o no aceptar la vida de
O-Lan, teniendo en cuenta lo fácil y sencillamente como se
reproduce y cría a sus hijos. Porque la contradicción que
nos ha hecho vivir el hombre nos ha confundido.
Las manifestaciones de esta contradicción las tenemos
en todos los textos. Hasta los de nuestras más insignes
feministas. La obra de Evelyn Sullerot14 que le ha su-
puesto una ingente tarea, contiene la siguiente argumen-
tación:
«Deseo recordar aquí el inconveniente, actualmente
considerado como mayor, de los embarazos, que tienen
una incidencia económica nefasta sobre la asiduidad en el
trabajo o el rendimiento de la trabajadora y más aún, en
nuestros días, sobre su biografía profesional.
»En el pasado poco importaban los embarazos. La mu-
jer trabajaba hasta el último momento, reanudando tan
pronto como daba a luz su tarea, y su hijo, si era esclava,
era guardado como futuro esclavo...»
Pero Evelyn Sullerot no nos cuenta cuántas esclavas
morían de parto o de sobreparto, ni cuántos alumbra-
mientos eran necesarios por cada una de las más fuertes,
para que el nivel de natalidad se mantuviese. Ella no nos
lo explica porque no tiene datos para hacerlo. Pero tam-
poco se detiene a pensarlo. Para Sullerot como para las
demás feministas, la única historia materna que cuenta
es la de OLan. Y si O-Lan puede dar a luz sola, encerrada
en la habitación conyugal, y pocos minutos después seguir
recogiendo arroz en el campo, ¿por qué no vamos a po-
der nosotras parir en un hospital, recuperarnos en pocos
días y volver corriendo a la oficina a realizar nuestro tra-
bajo? ¡Y qué más quieren los hombres...!
Evelyn Sullerot sigue argumentando: «No es por culpa
de este inconveniente que los oficios prestigiosos le que-
daron vedados, así como tampoco las profesiones de un
buen rendimiento o autoritarias. Pues hubo muchas rei-
nas que tuvieron embarazos e hijos. Nunca se les echó en
cara, por cuanto el sistema estatal imponía que perma-

14, Historia y sociología del trabajo femenino. Ed. Península.


Barcelona 1970, pág. 36.

240
neciesen a la cabeza del estado y quienes las servían de-
seaban mantener y prolongar aquel sistema...» 15 Pero Su-
llerot no habla de las reinas que murieron de embarazos,
de parto y de post parto y de cómo inmediatamente fue-
ron sustituidas por otra reina.
La historia de las reinas muertas de parto o enfermas
crónicas después de un alumbramiento desgraciado, no
son tenidas en cuenta por la historiadora. Nadie hace hin-
capié en la angustiosa vida de las reinas que, como María
Luisa de Orleáns, la primera mujer de Carlos II de Espa-
ña, debía dar hijos al trono y que no pudiendo concebir
de un marido estéril, se dedicó a probar las más absurdas
prácticas médicas, que dieron con ella en la tumba a los
27 años.
El primer deber de una reina es asegurar la sucesión
del trono, y la mayoría dedicaron mucho más tiempo a
reproducirse que a gobernar.
Nadie se ha molestado en recalcar el despilfarro de
vidas de mujeres reales, en la necesidad de alumbrar he-
rederos varones para el trono o para el heredero del título
nobiliario.
Leonor de Aragón, hija de Pedro IV de Aragón, casada
con don Jaime I de Castilla, se murió de parto a los 24
años, después de 7 de matrimonio y de haber tenido otros
dos hijos. La niña que nació también murió. 16
La infanta Isabel, hija de Isabel la Católica, se vio
forzada a contraer matrimonio con el heredero del trono
de Portugal, pero como éste falleció a los seis meses, en
plena luna de miel, la casaron nuevamente con su suegro,
el rey don Manuel, con la obligación evidente de tener des-
cendencia que uniera los reinos de España y Portugal,
pero la desgraciada infanta, por más hija de los Reyes
Católicos que fuera, no pudo cumplir la misión que se
esperaba de ella, y murió al parir en Zaragoza un hijo
varón, que falleció también prematuramente. 17
Juana Seymour, la tercera esposa de Enrique VIII, y
la única amada de todas las que tuvo el «Barba Azul» in-
glés, murió al alumbrar el heredero de la corona, el que
sería Eduardo VI, durante unos años. Ni los cuidados de

15. Ob. cit, pág. 36.


16. Ob. cit. pág. 36.
17. Starkie, V/alter, La España de Cisneros. Ed. Juventud. Bar-
celona 1943, pág. 295.
241
la corte más rica, ni las exigencias del rey más tirano,
p u d i e r o n salvarla. 1 8
Beatriz de Este, la esposa de Ludovico el Moro, Duque
de Bisceglia, murió a los 22 años de un aborto, que en la
época se supuso provocado porque «cierto día, hallán-
dose encinta, se entregó desaforadamente a la danza, tran-
sida de cansancio se arrojó en el lecho, tuvo un aborto y
falleció»,19 como cuenta el cronista.
Lucrecia Borgia, la mítica y terrible duquesa de Borgia,
que ensayaba diversos venenos para inmunizarse contra
ellos, que se decía asesina y cómplice de asesinato de me-
dia nobleza romana, murió de parto al dar a luz una niña
que murió también. Su última carta al Papa León X con-
tiene toda la tragedia de la condición femenina:
«Muy Santo y Venerado Señor: Con toda la deferencia
de mi alma beso los santos pies de Vuestra Beatitud y
humildemente me recomiendo a vuestra santa gracia. Lue-
go de haber sufrido como consecuencia de un embarazo
grandísimos dolores desde hace dos meses, el día 14 del
corriente, al punto de la aurora, he traído al mundo una
niña que Dios ha querido llevarse. Esperaba que después
de este trance se aliviaría mi mal, pero ha ocurrido lo
contrarío, al extremo de que ya estoy dispuesta a pagar
mi tributo a la muerte...» 2 0
La vampiresa cuya leyenda nos ha legado una historia
machista, tenía 39 años cuando la maternidad se cobró
su vida. A los 39 años una mujer del siglo xvi era casi
vieja y se encontraba desahuciada para la maternidad. Si
hoy se desaconseja una maternidad tardía, en la época re-
sultaba altamente peligrosa, teniendo en cuenta que en
1971 en Estados Unidos la tasa de mortalidad materna en
edades comprendidas entre los 40 y los 44 años era nueve
veces mayor que entre 20 a 24. Sin embargo Lucrecia te-
nía que dejar un heredero de su matrimonio con Alfonso
de Este. Matrimonio que había sido concertado por su
padre el Papa Alejandro VI para realizar una alianza que
estimaba beneficiosa. Y desde 1502 en que se celebró la

18. Qnieva Antonio, J., César Borgia, Ed, Gran Capitán. Madrid
1945, pág. 225.
19. Onieva Antonio, J., César Borgia. Ed. Gran Capitán. Madrid
1945.
20. Rubio, Julián María y Revenios, Manuel, Historia Universal,
tomo IV. Instituto Gallach. Barcelona, pág. 24.

242
boda, hasta 1519 en que murió, Lucrecia pasó diecisiete
años intentando una gestación que le sería mortal.
Doña Constanza de Castilla, esposa del rey don Pe-
dro I de Portugal, murió de parto en 1345.21
María Luisa de Saboya, casada con Felipe V de España
murió de parto después de haber tenido a su cuarto hijo,
don Fernando. 22
Pocos datos dan las crónicas ni los tratados de histo-
ria sobre las enfermedades que padecieron las mujeres
de las casas reales, a consecuencia de los repetidos y trau-
máticos alumbramientos a que estaban sometidas. Pero
pocas actividades de gobierno podrían desarrollar cuando
se veían sometidas a continuas maternidades. Nadie pue-
de pensar que Sofía Carlota, reina de Inglaterra por su
matrimonio con Jorge III, en 1761, dedicara mucho tiem-
po a las tareas públicas cuando alumbró 15 hijos: Jorge
Augusto que sucedió a su padre, Federico; Guillermo, más
tarde Guillermo VI; Eduardo, duque de Kent, padre de
la reina Victoria; y Ernesto, Augusto, Adolfo, Octavia,
Alfredo, Carlota, Augusta, Isabel, María, Sofía y Amelia.23
No se crea que este número de hijos era un caso ex-
traordinario o exclusivo de las clases humildes. Los pa-
dres de Santa Catalina de Siena (n25 de marzo de 1347),
tuvieron 25 hijos, ella era el 23.M
Antonieta de Borbón, esposa de Víctor Amadeo III,
rey de Cerdeña (1726-1796), tuvo 12 hijos. María Amalia
de Sajonia, la mujer de Carlos III de España, casada en
1738 tuvo ocho. María Amalia de Francia, casada en 1809
con Luis Felipe, el rey burgués, alumbró nueve.
María Carolina de Ñapóles, le dio a Fernando IV de
Ñapóles, rey de las Dos Sicilias, siete hijos (1752-1814).
Sofía de Mecklemburgo, esposa de Federico II de Dina-
marca y de Noruega, tuvo siete hijos. Ocho hijos tuvo
Sofía Amelia de Brunswick, la mujer de Federico III de
Dinamarca. Carlota Amelia de Hesse, casada con Cris-
tian V de Dinamarca (1646-1699), siete. Luisa de Mecklem-
burgo-Schwerin, casada con Federico Guillermo III rey
de Pmsia (1770-1840), tuvo siete hijos. Carlota de Prusia,
esposa de Nicolás I de Rusia (1796-1856), tuvo siete hijos.

21. Molins de Rey, Daniel y Serra Rafols, Elias, Historia Univer-


sal, tomo IV. Instituto Gallach. Barcelona, pág. 430.
22. Ob. cit., pág. 371.
23. Id., pág. 455.
24. Id., tomo III, pág. 390
243
María Luisa de Saboya, casada con Felipe V de España
murió de parto después de haber tenido su cuarto hijo, don
Fernando. Y entrado el siglo xx, la hermana del rey Alfon-
so XII, murió de fiebre puerperal. 25 La lista de las reinas
que debieron reproducirse siete o más veces, en el curso
de una vida que la mayoría de veces no alcanzaba los cin-
cuenta años, no ha sido tenida en cuenta ni por los historia-
dores tradicionales, ni por las feministas que creen envi-
diable la vida de reina. Por una de las reinas que goberna-
ron y mostraron su talento estadista, siendo reconocida
como cabeza del Estado, sin recelos por la corte ni por el
pueblo, miles de esposas de reyes o de nobles gobernantes,
no hicieron otra cosa, durante su corta vida, que parir,
amamantar, soportar las dolencias posteriores, aguantar los
desvíos amorosos y las humillaciones a que la sometía
el marido, y vegetar en el aburrimiento de la corte.
Cuenta la crónica que María Eszczinska, 1703-1768, reina
de Francia, esposa de Luis XV, «mujer bondadosa y de
esmerada educación, la historia de su vida es una serie
de continuas desgracias. Destronado su padre el rey de
Polonia, tuvo que huir, niña aún, en brazos de su madre
y refugiarse en el extranjero. Sus altas dotes la valieron
casarse con Luis XV (1725), enamorado de ella, aunque la
felicidad duró poco, olvidándola el rey por las cortesanas.
«Consagróse a la educación de sus hijos, pero la muer-
te le arrebató 8 en vida de ella, de los 10 que tuvo.
«Heredó el trono su nieto Luis por falta de hijos varo-
nes que sobreviviesen.» 26
Si María Teresa de Austria pudo tener 16 hijos y gober-
nar con mano férrea el reino de Austria (1717-1780) fue
porque además de haber sido dotada por la naturaleza de
una resistencia extraordinaria, que no la mató en ninguno
de sus partos, tenía como consejeros del reino a Van
Swieten, a Martini, a Sonnenfels y sobre todo al canciller
Von Kaunitz, absolutamente fiel a su soberana, que diri-
gió las empresas guerreras, gobernó los ejércitos, la acom-
sejo y cumplió sus órdenes, cuando ella se hallaba física-
mente incapacitada.21'
Porque lo que ninguna feminista se plantea es que las

24. Datos tomados de Hitoria Universal. Instituto Gallach. Bar-


celona, tomo IV.
26. Hisoria Universal. Instituto Gallach, pág. 228.
27. Id., pág. 232.

244
reinas que reinaron y gobernaron y se reprodujeron va-
rias veces, como Isabel II de España y Victoria de Ingla-
terra, disponían de un inmenso equipo de estadistas y de
gobernantes que las sustituían cuando se encontraban in-
capacitadas para ello por el trance del alumbramiento o
de la lactancia. ¿Acaso una médica, una abogada, una fun-
cionaría pública, una ingeniera o una arquitecta, pueden
delegar su trabajo durante varios meses, tres o cuatro
veces en su vida, cuando se disponen a parir y a criar, de
tal modo que su trabajo siga realizándose como si ellas
no faltaran? ¿Y a su vuelta al trabajo, se encontrarán
con las mismas facilidades y circunstancias que dejaron
al irse? Una reina no precisa ninguna especialización para
reinar. No había mujer más estúpida e ignorante que Isa-
bel II de España. Y a los catorce años era coronada. Su
trabajo no estaba condicionado ni por sus conocimientos
ni por su inteligencia. Su equipo de estadistas, de gober-
nantes, de políticos, de militares, resolvía todos los pro-
blemas, informaba a la soberana de los acontecimientos
que le interesaban y tomaba decisiones tanto en su pre-
sencia como en su ausencia, sin que ni su capacidad men-
tal ni su capacidad física influyeran en ningún sentido en
el gobierno del país. De la misma forma que cumplen su
cometido hoy la reina de Inglaterra, la reina Juliana de
Holanda o la reina Fabiola de Bélgica.

245
CAPÍTULO II
EN LA PREHISTORIA DE LA OBSTETRICIA

Pero hablábamos de cómo se reproducían las mujeres


antes de que los avances médicos nos enseñaran la profi-
laxis, la anestesia y la cesárea.
Evelyn Sullerot, que no considera interesante para su
extenso tratado sobre el trabajo femenino cómo y cuanto
se reproducían las mujeres en todas las épocas, reproduce
esta anécdota tomada de Diodoro de Sicilia (Historia de
la Galia):
«La historia de aquella gala, empleada en unos tra-
bajos de remoción de tierras como peón y que fue presa
de los dolores del parto. Fue a cobijarse bajo un matorral
para dar a luz, reanudando acto seguido su faena. Pero
el recién nacido, en medio del matorral, empezó a dar va-
gidos. Así se descubrió la cosa ante el asombro del jefe
de los trabajos, un griego, quien mandó a la mujer aban-
donar el trabajo e ir a descansar con su criatura. Pero al
parecer tuvo que insistir y discutir mucho el capataz an-
tes de persuadirla, pues ella se negaba a marchar.»'
Para Evelyn Sullerot, ésta y otras anécdotas como la
historia de O-Lan, son las que marcan la verdad sobre la
reproducción femenina y las utiliza para demostrar su
tesis de que la mujer puede trabajar y reproducirse sin
quebranto para su resistencia física. Después de haber
estudiado minuciosamente las peculiaridades del parto,
nos resulta difícil creer que todas las galas y las griegas y
las romanas y las chinas, dieran a luz con la facilidad que
demostraban la gala de Diodoro y O-Lan, Un indicio en

1, Historia y sociología del trabajo femenino, Ed. Península.


Barcelona 1970, pág. 51.

246
contra, tomado de la propia historia de Diodoro, es el asom-
bro del jefe de los trabajos al comprobar la hazaña de su
trabajadora. De haber sido ésta la forma habitual de alum-
bramiento de todas las mujeres que el capataz conocía,
no se hubiera asombrado ni hubiera insistido en que se
fuese a descansar. Es fácil y falso intentar demostrar re-
glas generales basándose en las excepciones. Tan fácil y
tan falso como la afirmación de Adrienne Rich de que
«los fallecimientos eran evitables, si recordamos que una
mujer grávida y durante el parto, generalmente no sufre
enfermedades». 2 Adrienne no nos explica de donde ha sa-
cado tan científica información. Ya hemos visto la multi-
tud de enfermedades que afectan en mayor medida a una
mujer grávida que a la que no lo está, debido a su poca
respuesta inmunológica. Pero este mínimo conocimiento
de obstetricia que ignora la autora norteamericana, no era
desconocido por los primeros obstetras. Hipócrates, que
transcribe en sus aforismos todos los conocimientos mé-
dicos adquiridos desde Esculapio hasta su época, trans-
mitidos oralmente por los discípulos del notable médico
egipcio, dedica un libro entero de su obra a la ginecología.
Y el aforismo 25 empieza:
«Voy a hablar ahora de las enfermedades del embara-
zo...» «Si en el término de dos o tres meses del embarazo,
o más allá, se presentan súbitamente las reglas y reapare-
cen desde entonces cada mes, la mujer adelgazará y se
debilitará. También a ello se junta la fiebre... En este caso
el orificio del útero está demasiado abierto, deja escapar
una parte de las sustancias nutritivas del embrión... el
embrión contenido en el útero sufre y se debilita. Si se
acude con el remedio, madre e hijo mejorarán, pero si no
se pone remedio, el embrión perecerá. La madre está ex-
puesta a coger alguna enfermedad crónica. Si la mujer
preñada tiene fluxiones en la cabeza... Si a ello se añade
malestar y debilidad, hay razón para temer que se pro-
duzca pronto el aborto, la mujer estará en peligro, a me-
nos que esté bien cuidada... son muchos los casos, ade-
más, en que la vida del embrión peligra. Cuando la mujer
preñada cae enferma, cuando pierde fuerzas, cuando pier-
de el apetito, cuando no toma bastante o toma demasiado
alimento, cuando le acuden azoramientos, cuando tiene

2. Rich, Adrierme, Nacida de mujer. Ed. Noguer. Barcelona 1978,


pág. 140.

247
grandes aflicciones, cuando grita fuerte, cuando comete
esfuerzos de cualquier clase. La comida y la bebida exce-
siva son la causa de muchos abortos. Además., la mala
constitución de la matriz es causa de aborto, cuando en
ella se hacen vientos, cuando es demasiado espesa, grande
o pequeña o tiene cualquier otro vicio natural. Si la pre-
ñada sufre del vientre o de dolores en los lomos, el em-
brión peligra de perecer por la rotura de las membranas
que le envuelve... Toda sensación extraordinaria, por pe-
queña que sea puede hacer perecer el embrión. Si la mu-
jer se fatiga demasiado, si su vientre está comprimido, si
está distendido, el embrión perece. Las más pequeñas cria-
turas son las que resisten menos. Los fetos más avanza-
dos perecen también muy fácilmente. Así pues a las ma-
dres no debe sorprender que conduzcan al aborto causas
ligeras, a las que no prestan la menor atención. Son de
rigor muchas precauciones y cuidados para conducir un
embarazo hasta su término y procurar un parto feliz...»
Veinte aforismos más están dedicados a tratar de to-
das las enfermedades conocidas entonces de la mujer em-
barazada y los accidentes del parto. Enfermedades y acci-
dentes que no difieren gran cosa en su descripción de la
que conocemos del tratado de obstetricia de los doctores
americanos Pritchard y Hellman. Enfermedades y acci-
dentes que ocasionaban en toda la Antigüedad griega y
romana el mayor número de mortalidad femenina.
J. Lawrence Ángel, arqueólogo que ha estudiado los
restos de cientos de esqueletos, dice que «en la Grecia
clásica la edad media de los adultos era de 45 años para
los hombres y 36,2 para las mujeres. Estudios de otro
género nos proporcionan cifras inferiores para los dos
sexos, pero todos concuerdan sobre el hecho de que las
mujeres morían cinco o diez años antes que los hombres.
Sin la intervención de la guerra —que habría tenido una
influencia selectiva sobre la mortalidad masculina— la
única diferencia entre los dos sexos en relación a la dura-
ción de la vida, habría dado lugar a amplias diferencias en
relación entre la población masculina y la femenina. Se-
gún Ángel, el intervalo entre un parto y el otro era de
4 años. Teniendo en cuenta que en la adolescencia existen
dos años de esterilidad después de la menarquía, si una
mujer hubiese muerto a los 36,2 años habría dado a luz
cinco o seis hijos. Los exámenes de Ángel sobre los esque-
letos femeninos nos ha dado una media de 4,3 partos por

248
cada mujer, con 1,6 muertes en edad joven, lo que da
el resultado de 2,7 vivientes por cada mujer». 3
Es decir, el treinta por ciento de los niños griegos se
morían en el parto y las mujeres vivían 5 ó 10 años me-
nos que los hombres por razón de sus maternidades. Estas
cifras demuestran que el razonamiento de Adrienne Rich
es erróneo y que cuando afirma que «la mortalidad de am-
bos sexos y por todas las causas fue elevada antes del
descubrimiento de la asepsia y de los progresos en el
conocimiento anatómico por medio de la disección»,4 en-
mascara los verdaderos datos para sacar la conclusión
falaz de que la mortalidad masculina ha tenido siempre la
misma incidencia que la femenina, sin que el accidente del
embarazo y del parto haya sido determinante respecto a
esta última.
Para defender esta ideología, Adrienne nos cita que en
«el siglo xix, antes y después, las mujeres dieron a luz
en las cárceles y en los asilos. Por ejemplo, existe el rela-
to de Emmeline Pankhurst de los gritos de una parturien-
ta en una celda próxima a la suya».5 Del final de aquella
desgraciada mujer no sabemos nada. Ni de los millones
de madres que han dado a luz en los campos, en las cárce-
les, en las maternidades, en los asilos, en las cabanas.
¿Fueron tan felices como pretende la autora citada? Has-
ta el siglo pasado nadie lleva estadísticas, no existen tra-
tados de ginecología fiables —lo que nos hace deducir que
la ignorancia médica provocaría el mayor número de muer-
tes— y los historiadores no han creído conveniente in-
vestigar en el tema.
Para contradecirse a sí misma, Adrienne Rich nos ofre-
ce los siguientes datos:
«Pero antes de la práctica de la versión podálica o de
la cesárea, los esfuerzos por expulsar a la criatura duran-
te un parto difícil fueron tal vez más atroces que el mis-
mo parto. Existen relatos procedentes de varias culturas
acerca de comadrones que "desmantelaban" el abdomen
(lo exprimían hacia abajo como si se tratara de la ubre
de una vaca a fin de forzar el descenso de la criatura),
pisoteaban el abdomen directamente encima del feto, o
ataban fuertemente ropas alrededor del cuerpo de la ma-

3. Prehistoria de la Medicina.
4. Rich, Adrienne. Ob. cit., pág. 140.
5. Rich, Adrienne. Ob. cit., pág. 166.

249
dre para provocar la expulsión. Si sus contracciones eran
débiles, la "sacudían" con una sábana o la colgaban de la
rama de un árbol. ("Algunas veces sirvió..."). 6 Durante si-
glos se utilizaron ganchos para extraer el feto en pedazos
—una práctica conocida como «obstetricia destructiva»,
con subdivisiones que incluían craneotomía, embriotomía,
extracción del gancho y amputación de los miembros—.
Esta especialidad correspondía al médico, tal como lo en-
señaron Hipócrates y Galeno; este último declaró expre-
samente que tales prácticas eran competencia del hombre.
«En ciertas culturas, cuando un niño nacía después
de un parto difícil, se le creía el demonio, o poseído por
los demonios. Era condenado a muerte y, a veces, la pena
alcanzaba también a la madre, pues haber estado preñada
con semejante cosa constituía una prueba de culpabilidad
segura contra ella.»
Sólo dos aspectos de los avances de la Obstetricia han
sido estudiados someramente en la historia de la medicina.
La cesárea y el fórceps. De los datos obtenidos podemos
sacar interesantes conclusiones.

6. Suzanne Arms, Immaculate decepción, Boston, Houghton Míf-


flin, 1975, pág. 10.

250
CAPÍTULO III

LA CESÁREA

Según la leyenda Julio César nació de esta forma con


lo que este procedimiento vino a conocerse con la desig-
nación de operación «cesárea». Sin embargo son varias las
circunstancias que restan fuerza a esta explicación. Pri-
mero, la madre de Julio César vivió durante muchos años
después del nacimiento de éste. Y sin embargo incluso en
el siglo xvn la intervención era casi siempre fatal según
los escritores más dignos de confianza en este período.
Es, por lo tanto, improbable que la madre de Julio César
sobreviviera a la intervención en el año 100 a. d. C. Segun-
do, no menciona la operación ningún escritor médico antes
de la Edad Media, ya se refiera a mujeres vivas ya a
muertas,
Se ha creído también que el nombre de la operación
deriva de una ley romana que se supone promulgada por
Numa Pompilio (siglo vnr a. d. C.) ordenando que se prac-
ticara en mujeres fallecidas durante las últimas semanas
del embarazo con la esperanza de salvar al niño. Según
esta explicación, la ley, llamada «lex regia» al principio,
vino a llamarse «lex caesarea» en tiempo de los empera-
dores y la intervención propiamente dicha se conoció con
el nombre de «caesarea». La palabra alemana «Kaiser-
schnitt» refleja esta derivación.
La palabra «cesárea» con que se designa la interven-
ción pudo derivar en algún momento de la Edad Media
del verbo latino «caedere», cortar. Es obvio que es afín a
ella la palabra «caesura», que designa un «corte» o pausa
en la línea de un verso. Esta explicación del término ce-
sárea parece más lógico, pero es incierto cuando se aplicó
por primera vez para designar la intervención.

251
Desde el tiempo del Eneas de Virgilio al de Mac-
duff de Shakespeare, los poetas se han referido re-
petidamente a personas «nacidas prematuramente» desde
el vientre de su madre. Además los historiadores antiguos,
como por ejemplo Plinio dicen que Escipión el Africano
(el vencedor de Aníbal), Marcio y Julio César nacieron
así. Respecto a Julio César, Plinio añade que fue por esta
circunstancia de donde surgió el sobrenombre por el cual
los emperadores romanos fueron designados. Se creyó
que el hecho de nacer de esta manera extraordinaria,
como se refiere en las leyendas y mitologías, confería
poderes sobrenaturales y elevaba a los héroes así nacidos
por encima de los demás mortales.
Hay que poner de relieve sin embargo que esta inter-
vención no se menciona por Hipócrates ni Galeno, Celso,
Paulo, Sorano, ni ningún otro escritor médico de ese
tiempo. Si la cesárea hubiera sido realizada de hecho en
esos siglos, sería sorprendente, en especial que Sorano,
cuyo extenso trabajo realizado en el siglo n d. d. C. abarca
todos los campos de la obstetricia, no se refiera a ella.
En el Talmud aparecen varias referencias al parto
abdominal recopiladas entre los siglos n y vi d. d. C , pero
es dudoso que tengan algún fundamento en términos de
uso clínico. Sin embargo, no hay duda de que se practicó
la cesárea, estando la mujer muerta, por primera vez a
partir del momento en que el Cristianismo prevaleció, con
el objeto de bautizar al niño. Nosotras tenemos que acla-
rar que más bien con la necesidad de no dejarse perder
un nuevo trabajador, de los que tan escasos andaban en
aquellos tiempos. Sin embargo la fe en la veracidad de
algunas de estas narraciones antiguas, experimenta una
fuerte sacudida cuando en ellas se añade gratuitamente
que se conseguía obtener niños vivos de 8 a 24 horas des-
pués de la muerte de la madre.
El hecho que se cita más a menudo como representan-
te del primer caso de cesárea realizado en una mujer
viva es la intervención atribuida al castrador alemán lla-
mado Jacobo Nufes, de quien se dice que llevó a cabo la
intervención en el año 1500 en su mujer. No sólo logró
que su mujer sobreviviera (lo cual de por sí es un mila-
gro) sino que, además, pudo dar a luz a dos niños más
después de unos partos normales, en un tiempo en que
se desconocía la sutura de la herida intrauterina produ-
cida por la cesárea.

252
La cesárea se recomendó por primera vez en vivo, em-
pleándose el nombre actual, en el célebre trabajo de Fran-
cois Rousset titulado Traite Nouveau de VHisterototnoto-
kie ou l'Enfantement Césarien que se publicó en el año
1581. Rousset no había realizado ni presenciado nunca
la operación y su información se basaba sólo en cartas de
amigos. Él publicó 14 casos de cesárea realizados con
éxito, hecho que es difícil de aceptar en sí mismo. Cuando,
además, se especifica que 6 de las 14 intervenciones se
realizaron en la misma mujer se rebasa la credulidad
del más ingenuo.
La falta de confianza de los médicos en esta historia,
que sin embargo es repetida continuamente en los trata-
dos de obstetricia y en las historias de la medicina, es
comprensible. No sólo este caso no fue publicado hasta
pasados casi cien años, en 1591, por un autor que basaba
su descripción en rumores transmitidos durante tres ge-
neraciones, sino que sobre todo la historia de la cesárea
es la historia de las muertes femeninas. La sentencia de
muerte estaba dictada desde el momento en que se rea-
lizaba la primera incisión en el abdomen de la parturienta.
Sólo hasta la mitad del siglo XVII no aparecen en la
literatura médica referencias autorizadas, por obstetras
dignos de confianza, acerca de la realización de cesáreas
en vivo. Uno de ellos es Francois Mauriceau, publicado por
primera vez en el año 1668. Estas referencias demuestran,
sin lugar a dudas, que la intervención fue realizada «in
vivo» sólo en casos raros y desesperados durante la se-
gunda mitad del siglo xvi y que fue, por lo general, mortal.
Esta mortalidad materna por cesárea continuó has-
ta principios del siglo xx. En Gran Bretaña e Irlan-
da en el año 1865 la tasa de mortalidad materna por
cesárea había alcanzado el 85 % de los casos. En París
durante los 90 años anteriores a 1876 no se realizó ni un
sólo caso de cesárea con éxito. Harris señaló que en una
fecha tan avanzada como el año 1887 «la cesárea tenía
más éxito en realidad cuando la realizaba la propia pa-
ciente o cuando el abdomen era abierto por la cornada
de un toro». Este autor reunió de la literatura 9 casos
de éstos con cinco sobrevivientes, y las comparaba con
las doce cesáreas realizadas en New York City durante
el mismo tiempo con sólo una supervivencia.
El punto clave en la evolución de la cesárea se produjo
en el año 1882, cuando Max Sanger, entonces de veintiocho

253
años de edad y ayudante de Credé en la Clínica Universi-
taria de Leipzig, introdujo la sutura de la pared uterina.
El largo tiempo transcurrido para resolver un proble-
ma tan sencillo no se debió a negligencia, sino que deri-
vaba de la creencia, muy arraigada, de que la sutura del
útero era superflua y peligrosa. Para superar estas obje-
ciones Sanger, el cual sólo había hecho la sutura de útero
en un caso, basó sus ventajas no en la experiencia obte-
nida en los sofisticados centros médicos de Europa, sino
en la que llegaba procedente de la frontera de los Estados
Unidos. Allí, en los puestos avanzados de Ohio a Louisiana
se habían publicado diecisiete casos de cesárea, en los
cuales se había realizado sutura con hilo de plata, con
supervivencia de ocho de las madres, una marca extraor-
dinaria para aquellos tiempos.
Los dos peligros principales de la cesárea fueron du-
rante mucho tiempo la «infección» y la «hemorragia»: de
acuerdo con esto, la historia de la cesárea durante los
últimos 75 años, está en gran parte relacionada con la su-
peración de estas dos amenazas. 1
Bien. Si hasta 1865 la tasa de mortalidad materna por
cesárea había alcanzado el 85 % de los casos, en los mi-
les de años anteriores, la imposibilidad de realizarla, sig-
nifica un porcentaje monstruoso de mortalidad por disto-
cia en el parto.
Adrienne Rich sin embargo comenta las condiciones
del parto en los siglos que nos han precedido con su op-
timismo habitual:
«Benjamín Rush, médico del siglo xvni, escribió acer-
ca de las madres nativas americanas lo que sigue:
»La naturaleza es su única partera. Sus alumbramien-
tos son breves, acompañados de escaso dolor. Cada mujer
permanece en un recinto privado, con apenas una sola
persona de su propio sexo para que la ayude. Después de
lavarse con agua fría, regresa a los pocos días a su trabajo
habitual.
»Desde luego que abunda la charlatanería romántica
alrededor de la noción de la mujer "primitiva 1 ' que da a
luz sin dolor y que reanuda en seguida sus tareas diarias.
Sin embargo, ciertos hechos físicos sugieren que las mu-
jeres, en una cultura elemental y homogénea, podrían
tener partos normales más breves y fáciles que las mu-

1. Hellman y Pritchard. Ob. «Y., pág. 1.009.

254
jeres pertenecientes a una cultura urbana y heterogénea.
»En los primeros grupos humanos, los individuos eran
de talla inferior, y un feto pequeño resulta más fácil de
extraer. Además, el feto y la madre poseían el mismo tipo
físico. Una mujer mediterránea, con estructura ósea pe-
queña, no se encontraba con un hombre alto y de estruc-
tura grande del Norte; en consecuencia, no daba a luz,
por su pelvis estrecha, a un niño de cabeza y huesos gran-
des. Comenzaba a concebir niños en la segunda década de
su vida, pero después de la primera menstruación, o sea
que no aguardaba hasta cierta edad el consentimiento
para casarse. La juventud le daba, pues, una flexibilidad
muscular adecuada, ya disminuida en una mujer de treinta
años. Era poco probable que tuviera alguna deformación
pélvica por raquitismo; el caso empezó a darse más tarde,
como efecto de la urbanización y la vida cada vez más
encerrada. Tampoco era probable que contrajera infeccio-
nes, puesto que daba a luz sola y nadie la tocaba por den-
tro. Por otra parte, paría en una postura agachada, ins-
tintivamente natural, que permitía que la fuerza de la
gravedad la ayudara en la expulsión. Todo esto fue cierto
en los partos normales; sin embargo, las complicaciones
—una presentación fetal de nalgas, mellizos o parto pre-
maturo— necesariamente tenían que ser fatales para la
madre o el hijo, ya que una mujer que da a luz sola no
puede manipular su propio cuerpo y el de la criatura
para facilitar el nacimiento difícil.
»A través de toda la literatura relativa al parto, está
presente el tema de que la mayoría de los nacimientos,
todavía hoy, son "normales", y de que el trabajo principal
del asistente es estar junto a la madre antes y después
del alumbramiento, a fin de colaborar en la expulsión de
la placenta, cortar el cordón umbilical y asistir al recién
nacido. Así, podemos deducir que la mayoría de los naci-
mientos no registrados en la historia fueron también nor-
males. (...)» 2
Las apreciaciones de Adrienne están desmentidas de
antemano por los hechos:
Desde el principio de los tiempos el hombre se hace
viajero, y fecunda a mujeres de razas, complexiones y ali-
mentación bien distintas a la suya. La suposición de Adrien-
ne Rich sobre la «normalidad» de la mayoría de los partos

2. Rich, Adrienne. Ob. cit., págs. 129-130.

255
resulta extremadamente frivola si se tiene en cuenta los
datos proporcionados por Kingsley Davis en su estudio
Las migraciones de tas poblaciones humanas.
«Los seres humanos siempre han sido migratorios. En
algún momento, hace entre 100.000 y 400.000 años, el Ho-
mus erectus, predecesor del hombre, se difundió desde
China y Java hasta Gran Bretaña y el Sur de África. Lue-
go el tipo Neanderthal cubrió Europa, el norte de África y
el Cercano Oriente. El moderno Homo Sapiens, proba-
blemente oriundo de África, llegó a Sarawak por lo me-
nos hace 40.000 años, a Australia hace unos 30.000 y al Nor-
te y Sudamérica hace más de 20.000 años.
»E1 hombre paleolítico se abrió paso hacia las regiones
principales del globo con excepción de la Antártida. Y lo-
gró una distribución más amplia que la de cualquier otro
animal terrestre, si dejamos de lado las especies que de
él dependen...
»Cualesquiera que fuesen los factores específicos, la
dispersión mundial del hombre paleolítico tuvo significa-
tivas consecuencias. Al ampliar la base de recursos hizo
posible que la población humana se expandiera hasta ni-
veles imposibles de alcanzar de otra manera. Los hombres
estaban esparcidos, pero iban a todas partes...» 3 Y en con-
secuencia fecundaban a mujeres de todas las razas, com-
plexiones, estaturas y resistencia física. Datos semejantes
nos ofrece Cavalli-Sforza:
«Incluso en los tiempos prehistóricos tuvieron lugar
considerables movimientos migratorios. Un ejemplo nota-
ble lo encontramos en la migración desde Asia al hemis-
ferio occidental a través del punto terrestre del estrecho
de Bering, hace aproximadamente de 12.000 a 50.000 años.
»A primera vista se pensaría que el advenimiento de la
agricultura y la labranza con animales hace unos 10.000 ó
12.000 años reduciría las migraciones, haciendo al hombre
sedentario. La evidencia lo niega. No sólo algunas prácti-
cas neolíticas, como la agricultura de tala y quema de
bosques o el pastoreo transhumante, imponían desplaza-
mientos por un extenso territorio, sino que además la
transición misma del neolítico abría una brecha entre quie-
nes habían y no habían llegado a la transición. Por otra
parte, el complejo neolítico no apareció plenamente desa-

3. Cavalli-Sforza, La población humana. (Scientific American)


Ed. Labor. Barcelona 1976, págs. 109-110.

256
rrollado en ningún lugar ni cesó de desarrollarse, antes
bien, fue constante el adelanto tecnológico en la produc-
ción, el armamento y el transporte, y éste creó desigual-
dades, y por tanto potencial migratorio, entre unas zonas
y otras...
»Esta ola de cambios continuó avanzando en Europa
hasta mucho después de haberse iniciado otra nueva ola
con la fundición del cobre, lograda en el Cercano Oriente
más o menos en el 3000 a. C. El uso de metales raros
impuso una perenne búsqueda de depósitos naturales y
creó rutas entre las minas y los centros comerciales. En
España ya había centros metalíferos, aparentemente ins-
talados por extranjeros en 2500 a. C. Las localidades del
Cercano Oriente donde se acumulaban metales se convir-
tieron en el foco de las invasiones de los "bárbaros" y, se-
gún Piggot, alrededor de 2200 a. C. cientos de estableci-
mientos en Palestina, Anatolia y Grecia fueron saqueados:
algunos invasores hablaban lenguas indoeuropeas y pro-
venían de una región ubicada en algún punto al noroeste
del mar Negro. Alcanzaron Anatolia en 2000 a. C. con el
nombre de hititas y la India en 1500 a. C. con el de arios,
y llegaron hasta los Balcanes e incluso a Europa Central
y del Norte.» 4
Y como es sabido violaron, raptaron y se amancebaron
con las mujeres indígenas.
«Con el auge de las civilizaciones basadas en ciudades,
poseedoras de rudimentos de escritura, surgieron nuevas
clases de desigualdad entre territorios, generadores de
migraciones. Los centros civilizados funcionaban como
magnetos, atrayendo campesinos y artesanos del campo
inmediato y bárbaros del exterior. Estos últimos no siem-
pre llegaban como pacíficos visitantes, sino como mero-
deadores o invasores. En Europa Oriental y Asia Central
las vastas estepas permitían evidentemente el pastoreo y
el aumento de población, pero no mucha agricultura, de
allí partieron las invasiones de los nómadas (palabra
griega que significa pastores) obligando a cada tribu a
lanzarse contra la que tenía por delante. Cuando las tri-
bus aprendieron a usar el caballo, por lo menos en 1500
a. C , sus rápidos desplazamientos permitieron la creación
de imperios de miles de kilómetros de extensión. A su
tiempo cada oleada tendía al sedentarismo y se convertía

4. Cavalli-Sforza. Ob. cit., págs. 111, 112, 113.

257
9
en blanco para una nueva ola de invasores nómadas... La
lista de invasores del Asia Central es asombrosa. Entre
los más recordados están los hititas, que llegaron a la
meseta de Anatolia en el 2000 a. C. y sucumbieron ante
los frigios y otros pueblos en 1200 a. C.( los escitas, que
empujaron y siguieron a los cimerios en Europa Central
y realizaron incursiones contra Egipto el año 611 a. C , los
hunos, que partieron de Mongolia, fueron el azote de Chi-
na en el siglo n a. C. y avanzaron firmemente hacia el
Oeste, llegando al Volga en el 250 a. C, a Galia e Italia al
siglo siguiente, para detenerse en 453 a la muerte de Atila.
El Imperio Romano fue subyugado por dos series de in-
vasores nómadas: una proveniente de Europa Central y
Asia Central (godos, vándalos, alanos, francos y borgoño-
nes) y otra oriunda de la península de Arabia. La rápida
expansión de esta última comenzó en 630, y en 750 el mun-
do islámico se extendía desde España hasta el Punjab.
Los invasores no eran árabes en su mayoría, sino nómadas
del Asia Central. Los turcos selúcidas, desplazados por la
China resurgente de la dinastía Sung, cargaron sobre Per-
sia, Armenia, Anatolia y Siria en el siglo xi. Dos siglos
más tarde, tribus de mongoles comandadas por Genghis
Khan conquistaron el norte de China, el este de Turques-
tán, Afganistán, Persia, Rusia, gran parte de Europa Orien-
tal, Asia Menor, Mesopotamia, Siria y finalmente el sur de
China. El resultado fue que los turcos otomanos fueron
empujados hacia el Asia Menor y luego a los Balcanes,
proceso que culmina con la conquista de Constantinopla,
en 1453. Los turcos gobernaron la India desde el siglo xv
al xvi, cuando la dinastía Mogul (descendientes de los
guerreros de Genghis Khan) se instala en el poder hasta
la llegada de los ingleses...» 5
Y cuando estas tribus invadían los territorios vecinos
o lejanos, las mujeres españolas o griegas o francesas,
debían parir hijos engendrados por los alanos, los suevos,
los vándalos y los ostrogodos. ¿Qué fue de ellas? ¿cómo
resistieron sus pequeñas pelvis el parto de fetos germá-
nicos, sajones o vikingos? Algunos datos aislados tomados
de investigaciones realizadas por antropólogos o biólogos
para determinar la formación de las razas o de las comu-
nidades étnicas —nunca para averiguar la historia de la
reproducción femenina— nos indican que la mala salud

5. Cavalli-Sforza. Ob. cit, págs. 113-114.

258
de las razas debido a deficientes condiciones higiénicas,
ha sido mayoritaria hasta hace sólo un siglo.
«W. F. Loomis, de la Universidad de Brandéis, ha suge-
rido una explicación algo inesperada. Su hipótesis es que
en las latitudes donde las radiaciones solares no son muy
intensas, la piel tiene que ser clara para que la radiación
ultravioleta pueda penetrar y producir una cantidad sufi-
ciente de vitamina D. La vitamina D es indispensable para
el crecimiento; si no se obtiene directamente con la dieta
(y pocas veces ocurre así) tiene que formarse a través de
los precursores de la misma existencia en la dieta. La
radiación ultravioleta es necesaria para que se produzca
esta transformación...» 6
Ya hemos visto cómo una pelvis raquítica es incapaz
de parir «normalmente». Y entre las europeas ¿qué por-
centaje de raquitismo las afectaría? ¿y cuántas murieron
en el imposible trabajo de dar a luz una criatura mayor
que su deformada abertura pélvica? ¿Cómo resistir el des-
gaste de la gestación y el trabajo del parto con un cuerpo
subalimentado, desgastado por la falta de vitaminas y de
calorías? ¿Eran igualmente desdichados el hombre y la
mujer ante calamidades irremediables que les afectaban
por igual? ¿El hambre ha sido un padecimiento idéntico
para el hombre que para la mujer?
O-Lan, que está viviendo una de las epidémicas ham-
brunas chinas, no ha dejado por ello de continuar su labor
reproductora. Wang Lung y su familia están muy cerca
de la muerte cuando deciden emigrar hacia el Sur.
«La criatura que llevaba en el vientre colgaba de sus
flacas ijadas como fruto nudoso. Del rostro le había de-
saparecido hasta la última partícula de carne, y los huesos
le sobresalían como rocas agudas.
»—Pero espera hasta mañana —dijo O-Lan—. De aquí
a entonces ya habré dado a luz. Lo noto por los movimien-
tos de la criatura.
»—Mañana, pues —contestó Wang Lug.
»Y entonces se fijó en el rostro de la mujer y se sintió
movido por una compasión mucho mayor de la que has-
ta ahora había sentido hacia sí mismo. ¡Y este pobre ser
estaba todavía dándole vida a otro! » 7

6. Cavalli-Sforza. Ob cit., pág. 98.


7. S. Buch, Pearl. Ob. cit., pág. 63.

259
Por ello le ofrece los últimos granos de trigo que que-
daban en la casa.
«Ella comió un poco, a la fuerza, grano por grano,
pero sabía que su hora había llegado y que si no se ali-
mentaba un poco, moriría en sus próximos dolores, falta
de fuerzas para resistirlos.» 8
«La arqueología podría aportarnos pruebas; si los pri-
meros europeos tuvieron un déficit de vitamina D debe-
ríamos poder observar sus efectos por los síntomas de
raquitismo que presentarían sus huesos. He calculado que
sería necesario observar varios centenares de esqueletos
en las poblaciones apropiadas para comprobar la hipótesis
de Llomis; hasta ahora sólo se han examinado un redu-
cido número. La dieta de los europeos del neolítico (que
pudieran haber sido los antecedentes directos de los cau-
casianos actuales) concuerda, sin embargo, con la hipóte-
sis de que la vitamina D constituyó un factor que actuó de
presión selectiva en el color de la piel. Estos individuos
se alimentaban de cereales y, al contrario de los habitan-
tes de Europa, consumían pocas proteínas animales. Los
cereales contienen los precursores de la vitamina D, pero
no la propia vitamina. Por consiguiente, era necesario
que pudieran aprovechar la radiación ultravioleta. Duran-
te la revolución industrial en Inglaterra, cuando los agri-
cultores se trasladaron a las ciudades, y empezaron a vi-
vir en barrios pobres y oscuros, el raquitismo se convirtió
en una enfermedad muy frecuente. Ni siquiera los ingle-
ses tenían la piel suficientemente clara al disminuir la can-
tidad habitual de radiación ultravioleta. Los médicos de
aquella época pronto descubrieron que para evitar el ra-
quitismo sólo era necesario que los individuos se expusie-
ran al sol...» 9
Si O-Lan sobrevivió al parto, muchas otras n o fueron
tan afortunadas. Hoy, en la industrializada España, miles
de mujeres sufren la agonía de su parto distócico que las
conduce a la muerte o a la invalidez. El doctor José Badía
Serra, ginecólogo barcelonés, jefe del Servicio de Oncolo-
gía Ginecológica del Hospital de San Pablo, nos explica
que en las comarcas agrícolas españolas, los partos reali-
zados en la casa de la parturienta, con la única asistencia
de una comadrona o de un médico rural, tienen un riesgo

8. S. Buch, Pearl. Ob. cit, pág. 63.


9. Cavalli-Sforza. Ob. cit., págs. 98-99.

260
de morbilidad del cincuenta por ciento. Riesgo de muerte
o de lesiones y consecuencias irreversibles para la madre
o para el feto.
La posibilidad actual de realizar cesáreas con un gran
porcentaje de éxito, ha salvado la vida a la madre y del
niño en multitud de casos. Cuando esta posibilidad no
existía, ¿eran tan felices las expectativas de una futura
madre?
Conociendo ya la imposibilidad de practicar cesáreas,
hasta el siglo pasado, sin la absoluta certeza de la muerte
de la madre, así como los porcentajes de partos distóci-
cos en la actualidad, podemos deducir, sin demasiado
error, que la maternidad no le fue precisamente fácil a la
mujer durante toda su historia, y que el sufrimiento, la
invalidez y la muerte eran consecuencias corrientes de su
tarea de reproducirse. Aunque alguna tendencia actual de
algunos grupos feministas pretenda revalorizar, con argu-
mentos que no vienen más que a reforzar la sempiterna
ideología machista, el gran placer que significa para la
mujer, concebir los hijos que desee, parirlos, amaman-
tarlos y vivir para ellos.

261
CAPÍTULO IV
EL FÓRCEPS

La historia del fórceps, que estremece a Adrianne, es


otro aspecto significativo de la historia de la maternidad.
El fórceps obstétrico es un instrumento ideado para la
extracción del feto. Consta de dos ramas cruzadas llama-
das derecha e izquierda, de acuerdo con el lado de la
pelvis materna en que se colocan. Las ramas se introdu-
cen por separado en la vagina y se articulan después de
haberla colocado en posición. Cada rama consta de cuatro
partes: cuchara, mango, pedículo y articulación.
La curvatura cefálica ha de ser lo bastante abierta
para sujetar la cabeza del feto con firmeza, sin ejercer
compresión, pero no tan abierta que el instrumento res-
bale.
Hellman y Pritchard explican que: «la invención del
fórceps es ya antigua si bien los tipos primitivos eran ru-
dimentarios. Albucasis, quien murió en el año 1112, ha
descrito varios tipos de fórceps. Puesto que en sus super-
ficies internas tenían dientes para que penetraran en la
cabeza fetal, se piensa que sólo se empleaban en la extrac-
ción de fetos muertos.
«El verdadero fórceps obstétrico fue ideado en la últi-
ma parte del siglo xvi o principios del XVII por un miem-
bro de la familia Chamberlen. Su invención no se hizo
pública en seguida, sino que se conservó como un secreto
de familia durante cuatro generaciones, de modo que su
conocimiento no llegó a generalizarse hasta principiaos
del siglo XVIII. Antes del fórceps la versión era el único
método operatorio por el cual era posible la extracción de
un niño sin mutilaciones. Cuando esta maniobra resulta-
ba impracticable, se realizaba la imperativa extracción con

262
la ayuda de ganchos lo cual casi siempre tenía como con-
secuencia la destrucción del niño. Así pues, antes de la
invención del fórceps, el empleo de instrumentos era si-
nónimo de muerte para el niño y con frecuencia también
para la madre.»
William Chamberlen, el fundador de la familia fue un
médico francés que huyó de Francia en calidad de refu-
giado hugonote y desembarcó en Southampton en el año
1569. Murió en el año 1596, dejando una extensa familia.
Dos de sus hijos que tenían el nombre de Peter y a quie-
nes se conocían como el «Viejo» y el «Joven», respectiva-
mente, estudiaron medicina y se establecieron en Lon-
dres. Éstos alcanzaron fama en poco tiempo, dedicando
gran parte de su atención a la obstetricia en la cual pron-
to llegaron a ser muy expertos. Intentaron controlar la
instrucción de las comadronas proclamando, para justi-
ficar tal pretensión, que ellos eran capaces de asistir a las
parturientas con éxito en casos donde los demás fraca-
saban.
Peter el «Joven» murió en el año 1626 y el «Viejo» en
el año 1631. El «Viejo» no dejó hijos varones pero el «Jo-
ven» dejó varios, uno de los cuales, nacido en el año 1601,
se llamó también Peter. Para distinguirlo de su padre y
tío se le llamó por lo general, doctor Peter, pues los otros
dos no poseían este título. Fue educado bien, estudiando
en Cambridge, Heidelberg y Padua y, a su regreso a Lon-
dres fue elegido miembro del Royal College of Physicians.
Cosechó numerosos éxitos en la práctica de su profesión,
contándose entre sus clientes muchos miembros de la fa-
milia real y de la nobleza. Como su padre y tío, intentó
monopolizar el control de las comadronas, pero sus pre-
tensiones fueron rechazadas por las autoridades. Sus in-
tentos dieron origen a muchas discusiones y se redacta-
ron muchos panfletos acerca de la mortalidad de las mu-
jeres en partos asistidos por hombres. Él contestó a ellos
en un panfleto titulado «A Voice in Ramah, or the Cry of
Women and Children as Echoed Forth in the Cornpas-
sions of Peter Chamberlen». Fue un hombre de conside-
rable habilidad que combinó algunas de las virtudes de
un entusiasmo religioso con muchas de las cualidades
extraviadas de un charlatán. Murió en Woodham Morti-
mer Hall, Moldon, Essex, en el año 1683, lugar que per-
maneció en posesión de su familia hasta bien entrado el

263
siglo siguiente. Al principio se le creía inventor del fór-
ceps, lo cual se sabe ahora que es falso.
Chamberlen dejó una familia muy extensa y tres hijos,
Hugh, Paul y John que se dedicaron a la medicina y consa-
graron especial atención a la práctica de la obstetricia. De
ellos Hugh (1630-?) fue el más importante e influyente.
Como su padre manifestó una considerable habilidad y
tomó parte activa en la política. Como algunas de sus
opiniones cayeron en desgracia, fue obligado a abandonar
Inglaterra y se trasladó a París, donde en 1673 intentó
vender el secreto de su familia a Mauriceau, por 10.000 li-
bras, proclamando que con el fórceps él podía resolver
el caso más difícil en unos minutos. Mauriceau presentó
a Chamberlen el caso de una enana raquítica a quien ha-
bía sido incapaz de hacer parir y Chamberlen, después de
varias horas de inútiles y tenaces esfuerzos, se vio obliga-
do a reconocer su incapacidad para resolver el caso. A pe-
sar de su fracaso mantuvo relaciones amistosas con Mau-
riceau, cuyo libro tradujo al inglés.
Durante más de 100 años se consideró al doctor Cham-
berlen como el inventor del fórceps, pero en el año 1813,
Mrs. Kemball, madre de Mrs. Codd, que en ese tiempo
era la ocupante de Woodham Hall, encontró en la buhardi-
lla un baúl que contenía numerosas cargas e instrumentos
entre ellos cuatro pares de fórceps junto a varias pa-
lancas y vendas.
Los fórceps estaban en fases distintas de perfecciona-
miento. Uno de los pares resultaba difícilmente aplicable
a una mujer viva, si bien los otros eran instrumentos
útiles.
«En el año 1723 Palfyn, médico de Ghent, fue el prime-
ro que dio a conocer en París ante la Academia de Medi-
cina un fórceps que él llamaba «mains de fer». Su forma
era rudimentaria y resultaba imposible articularlo. En la
discusión que siguió a su presentación, de la Motte afirmó
que era imposible aplicarlo a una mujer viva, y añadió
que si, por casualidad, alguien llegaba a inventar un ins-
trumento que pudiera emplearse de esa forma y lo guar-
daba en secreto para su propio beneficio, merecería ser
expuesto sobre una roca pelada, para que los buitres le
arrancaran sus órganos vitales. Lejos estaba él de sospe-
char que, en el momento que decía esto, tal instrumento
había estado en posesión de la familia Chamberlen duran-
te cerca de 100 años.

264
«Excepto por lo que respecta a dos fórceps especiali-
zados, el de Bartón y el de Kielland, es muy poco lo nuevo
y útil que se ha añadido en la obstetricia moderna al per-
feccionamiento del instrumento en más de 200 años.» 1
De la historia del fórceps sobresale siempre el relato
del parto imposible de la enana raquítica, que fue vícti-
ma de la apuesta entre Hugh Chamberlen y Mariceau.
Adrienne Rich lo cuenta así: «fracasaron en la prueba
cuando Hugh Chamberlen, hijo de Peter III, y también
partero según la tradición familiar, intentó vender el se-
creto al célebre obstetra francés. Francois Marigeau le
desafió para que resolviera con éxito un caso que estaba
ya lejos de toda esperanza. La paciente era una mujer ena-
na que padecía inflamación de la espalda y tenía la pelvis
deformada. Estaba a punto de dar a luz su primer hijo.
(En todos los relatos que he leído acerca de este caso,
se hace referencia a la mujer como una "enana raquítica".
Me llevó cierto tiempo comprender que la criatura en
cuestión era una mujer, tal vez aterrada, tal vez víctima de
una violación, cuya existencia debió de ser siempre física
y psíquicamente dolorosa, y que murió torturada.) A me-
nudo, en los primeros manuales de partería se hace refe-
rencia a que "la naturaleza" es más sabia que "el arte"
del cirujano con sus ganchos y fórceps; pero nunca se dice
lo que una mujer podía aprender para comprender por sí
misma el proceso, y cooperar para su desarrollo con su
carácter e inteligencia, y sus dotes instintivas y físicas.
Hugh Chamberlen "trabajó" durante tres horas con el
fórceps para demostrar la validez de su método. Tal vez
con anterioridad al surgimiento de la asepsia, de los analgé-
sicos y de la cesárea, no hubiera podido salvarse en cual-
quier caso. Pero al margen de la jerga médica no podemos
olvidar que también fue víctima de la indiferencia del obs-
tetra, anónima y desprovista enteramente de humanidad». 2
Adrienne Rich olvida que al margen de la jerga médica,
del egoísmo y de la indiferencia de los obstetras por el
sufrimiento de las mujeres, existían los imponderables
fisiológicos de una pelvis deformada, de un feto en extre-
mo grande, de una constitución raquítica o de un tumor
en la matriz, que hacían imposible un parto normal y
exigían una ayuda experimentada. Ningún conocimiento

1. Hellman y Pritchard. Ob. cit., pág. 966.


2. Rich, Adrienne. Ob. cit., pág. 42.
265
de la mujer, ninguna aplicación de su instinto puede re-
solver un parto imposible por una deficiencia pélvica o
en una crisis de eclampsia. Nadie con sentido común y mí-
nimos conocimientos obstétricos, confiaría hoy en la na-
turaleza y el instinto femenino, que como afirma el doctor
Hellman, suelen ser aliados poco fiables. El fórceps es el
primer instrumento inventado por el hombre para hacer
viable un parto por vía artificial, que la naturaleza no
resolvería. De allí a la cesárea, a la anestesia, al quiró-
fano y a la inducción del parto, la obstetricia ha recorrido
el único camino posible para salvar vidas femeninas y
fetales y ahorrar algún sufrimiento a las mujeres. Y aún
así...
Durante dos siglos el fórceps subsume la historia de la
tortura de la maternidad. Arrogante, Chamberlen no se
consideró fracasado, y en su introducción a la versión in-
glesa del tratado de obstetricia de Marioeau recordó a
los lectores que el famoso francés no poseía «el secreto»:
«Mi padre, mis hermanos y yo mismo (aunque ningún
otro en Europa, por lo que sé), gracias a Dios y a nuestro
ingenio descubrimos y practicamos largamente un modo
de ayudar a parir a las mujeres sin perjuicio para ellas
o las criaturas, mientras que todos los demás..., con sus
ganchos, ponen en peligro, si es que no dejan morir a la
una y al otro.»
«Las palabras de Chamberlen revelan su insensibilidad,
que le permitía sacrificar las vidas de miles de mujeres y
criaturas, de forma farisaica y complaciente sabiendo lo
fácil que sería salvarlas, con tal de conservar su secreto
"gracias a Dios y a nuestro ingenio". Los hombres que
inventaron el fórceps, símbolo del arte del obstetra, eran
unos especuladores.»3
Los propios médicos confiesan a veces su impotencia
y la de sus conocimientos. Algunas muestras de ello se en-
cuentran en la obra de Adrienne Rich:
«Laeke advirtió que "la seguridad de la paciente de-
pende, de manera más inmediata, de la habilidad de quien
maneja el instrumento, más que en cualquier otra rama
de la física o de la cirugía". Cuando explica la forma de la
utilización del fórceps aclara que si se aplica con excesiva
rudeza, "puede causar daños graves en la vagina y la vejiga,
e incluso romper los dos huesos que forman el pubis".»
3. Rich, Adrienne. Ob. cit., pág. 142.

266
«Smellie lo empleó en raras ocasiones... Algunos de sus
alumnos fueron mucho más cautos en el uso del fórceps,
sobre todo William Hunter... famoso por haber dicho a
sus colegas: "Su invento ha sido lamentable." No existe
ninguna duda de que los parteros temerarios y entusiastas
se apresuraron a utilizar los instrumentos, y fue necesario
que los hombres más capaces de la profesión inculcaran
la mesura y la restrición, sobre todo con el fórceps.» 4
Radcliffe es más contundente que ninguno cuando dice:
«Los cirujanos no están de acuerdo en qué instrumentos
son preferibles, pese a haber utilizado para sus experi-
mentos "las vidas y los miembros de mujeres y niños".»
Adrienne Rich añade que «Las parteras habían sido
testigos de los horrores de la "cirugía destructiva" en obs-
tetricia: la criatura arrancada del cuerpo de la madre,
y el pubis y la vagina utilizados para hacer palanca y a
menudo mutilados.» 5
Pero el retrato placentero e idílico que hace la autora
respecto a la sabiduría, dulzura y eficacia de las parteras,
frente a la crueldad y a la ignorancia de los médicos, que-
da bastante desmentido en estos párrafos de Robin
Fahraéns, sobre la biografía del médico sueco Juan Von
Hoorm, que en 1678 contaba su propia experiencia:
«En el pasillo central de la iglesia de Tyreso hay una
lápida sepulcral, cuya desgastada inscripción indica que
allí descansan la primera esposa y una hija recién nacida
del director Juan Von Hoorn, las dos fallecidas durante el
parto, que duró cuatro días. El conocimiento de este trá-
gico suceso debió de haber inducido al hijo del segundo
matrimonio del director, llamado también Juan, a estu-
diar la Medicina para poder ayudar a las mujeres en el
parto.
»E1 cuerpo de comadronas de Suecia era en aquellos
tiempos de pésima calidad. Las viejas campesinas, que
eran las que practicaban tal menester en aquellos tiem-
pos, frecuentemente eran unas borrachas que preferían
atender a la comida y a la bebida en vez de ayudar a una
mujer sobre la que pendía la muerte, así como sobre el
ser que iba a nacer. Las más hábiles emplearon para ace-
lerar el parto usualmente métodos inadecuados del mis-
mo. Von Hoorn pudo afirmar, basándose en la experien-

4. Rich, Adrieiuie. Ob. cit., pág. 144.


5. Rich, Adrienne. Ob. cit., pág. 146.
267
cia más tarde adquirida, que de cien niños nacidos muer-
tos se habrían podido salvar ochenta.»6
Sólo la obstetricia hospitalaria actual ha podido salvar
a esos ochenta muertos y a gran parte de las madres. Ni
la habilidad ni la suavidad de las manos de las comadro-
nas, ni los conocimientos de asepsia e higiene actuales,
pueden evitar que el 50 por ciento de los partos realizados
en casa, padezcan el riesgo de ser mortales o de dejar
lesiones irreversibles en la madre y el niño.
A pesar de la frialdad de las salas hospitalarias, de la
adustez y antipatía del personal sanitario y de la ignoran-
cia y de la mala fe de los médicos, la mayoría de las
madres se salvan de la muerte y de la infección puerperal
gracias a los adelantos técnicos y científicos que poseen
los hospitales de las grandes ciudades industriales. Que,
sin embargo, las madres no se sientan felices por ello es
tema de otro capítulo.
Pero antes de que se descubriese el microbio del estrep-
tococo que causaba la fiebre puerperal, de que se realizase
con éxito la cesárea, y de que se descubriesen la anestesia
y la penicilina, las mujeres debían conocer la más mor-
tífera época de su historia.

6. Fahraens, Robin, Historia de la medicina. E& Gustavo GUI.


Barcelona 1956, pag. 61.

268
CAPÍTULO V
LA MASACRE DE LAS MUJERES

El avance tecnológico, la Ilustración, el Siglo de las


Luces, la Democracia, la Libertad, la Igualdad y la Frater-
nidad, las luchas de liberación e independencia de los pue-
blos y la abolición de la esclavitud, significaron para las
mujeres el genocidio más bárbaro y planificado de toda
su historia.
Hasta que Semmelweis apareció en la historia de la
medicina, dispuesto a sacrificarse en holocausto a las víc-
timas que la ginecología se había cobrado hasta aquel mo-
mento, nadie da cifra de las muertes por parto y «post
partum». Es imprescindible en este tema recurrir a la
biografía del médico húngaro, que para su desgracia de-
dicó su inteligencia y su vida a aliviar los sufrimientos de
las parturientas. En el momento en que Jeanne Deroin,
a mitad del siglo xix, afirma «que la libertad de la mujer
no está como lo afirman en la maternidad, puesto que la
mujer no disfruta de la libertad de ser madre, puesto que
debe conquistar su libertad como cualquier ser humano
que vive dentro de una cierta sociedad» —bastante más de
lo que dicen hoy las actuales feministas—, Semmelweis
ingresaba en el servicio del Hospicio General de Viena, a
las órdenes del doctor Klin, el jefe de una de las salas de
ginecología del Hospital.
Louis Ferdinand Céline nos cuenta así la apasionante
aventura de Semmelweis:
«El doctor Klin está asido por una fatalidad. En su
servicio mueren más mujeres de fiebres puerperales que
en el del doctor Bartch, gemelo suyo. Cuando Semmelweis
ingresa en el Hospital y comprueba la terrible realidad, se
sumerge apasionadamente en la investigación de las cau-

269
sas que motivan tal misterio. Durante años ningún médico
ha otorgado importancia a tal hecho. Es cierto que el ser-
vicio del doctor Bartch está asistido por comadronas y el
del doctor Klin por los estudiantes de medicina de la Uni-
versidad, pero la relación que ello pueda tener con la
enorme diferencia estadística de muertes por fiebre puer-
peral, resulta un misterio para todos. ¿Cómo saber por
qué el 90 % de las parturientas ingresadas en las salas de
Klin mueren, mientras en las de Bartch sobreviven el
80 %. A la pregunta de los médicos responden con un en-
cogimiento de hombros y se remiten a la voluntad divina.
»Dos pabellones de parto, contiguos, de idéntica cons-
trucción, se levantan en este año de 1846 en medio de los
jardines del Hospicio General de Viena. El profesor Klin
dirigía uno de ellos; el otro desde hacía casi cuatro años,
se hallaba colocado bajo la dirección del profesor Bartch.
»Por estos jardines cubiertos de nieve, sometidos a la
helada de un viento implacable, debió de dirigirse Sem-
melweis a su nuevo servicio en la madrugada del 27 de
febrero.
«Esperaba encontrarse en esta especialidad muchas
más tristezas de las que hasta entonces había conocido en
la cirugía, pero no podía ni imaginarse a qué alturas emo-
cionales y con qué intensidad dramática discurría la vida
cotidiana en las salas del profesor Klin.
»Desde el día siguiente, Semmelweis fue asido, arras-
trado, golpeado, por la macabra danza, que jamás habría
de cesar alrededor de los dos terribles pabellones. Fue
martes aquel día. Hubo de proceder al ingreso de las
mujeres encintas, llegadas de los barrios populosos de la
ciudad.
»Evidentemente se resignaban al alumbramiento en un
hospital de tan triste fama sólo aquellas cuyo estado era
de absoluta miseria.
»Por sus ansiosas confidencias, Semmelweis supo, que,
si los riesgos de fiebre puerperal eran considerados en los
dominios de Bartch, en los de Klin, y durante ciertos pe-
ríodos, los riesgos de muerte equivalían a una certi-
dumbre.
»Estos datos, que habían llegado a ser cosa conocida
entre las mujeres de la ciudad, constituyeron desde ese
momento el punto de partida de Semmelweis hacia la
verdad.
»La admisión de mujeres para la tarea se efectuaba en-
270
tonces por turnos de veinticuatro horas en cada pabellón.
Aquel martes, cuando dieron las cuatro, el pabellón de
Bartch cerró sus puertas y el de Klin abrió las suyas...
»A los mismos pies de Semmelweis se desarrollaron
escenas tan desgarradoras, tan auténticamente trágicas,
que, leyéndolas, uno se sorprende de no tener, a pesar de
tantas razones en contra, un absoluto entusiasmo por el
progreso.
»A una mujer —contó más tarde, a propósito de esta
primera jornada— hacia las cinco de la tarde, le sorpren-
de bruscamente los dolores en la calle... Carece de domi-
cilio..., se precipita hacia el hospital y comprende de in-
mediato que llega demasiado tarde,..; aquí está, supli-
cante, implorando se la deje entrar en el pabellón de
Bartch, pidiéndolo por esa vida que quiere conservar para
sus otros hijos..., se le niega el favor. ¡No es la única!»
«A partir de este instante, la sala de admisión se con-
vierte en una hoguera de ardiente desolación, en la que
veinte familias sollozan, suplican... arrastrando frecuente-
mente y por la fuerza a la mujer o a la madre que hasta
allí habían conducido.
»Casi siempre prefieren hacerla parir en la calle, don-
de los peligros son verdaderamente mucho menores.
»A1 pabellón Klin, en definitiva, acuden únicamente
aquéllas que llegan a los últimos instantes sin dinero, sin
ayuda, ni siquiera la de unos brazos que las arrojen fuera
de este lugar maldito. Se trata en la mayoría de los casos
de los seres más oprimidos, de los más rechazados por las
intransigentes costumbres de la época: casi todas son sol-
teras embarazadas...» 1
Pero siguen acudiendo al hospital. Al hospital de indi-
gentes y a la sala de la muerte que preside Klin. ¿Por
qué? ¿Por qué las mujeres se arriesgan a dar a luz en
aquella casi segura antesala de su tumba, cuando podrían
haberlo hecho en su casa, naturalmente, con la serenidad
que nos ha descrito el doctor Read? Celine no puede en-
trar en este terreno, su trabajo no es ese, pero ni Adrien-
ne Rich que se refiere extensamente a las experiencias de
Semmelweis, ni Evelyn Sullerot que defiende la facilidad
de la reproducción femenina, se detiene en el estudio de
este punto.

1. Celine, Ferdinand, Semmelweis. Ed. Alianza. Madrid 1968,


págs. 71, 72, 73 y 74.

271
Resulta sorprendente que las mujeres vayan a dar a
luz a un lugar del que con casi toda seguridad no saldrán
vivas. Si el parto fuese un mecanismo fisiológico natural,
realizable sin problemas y sin ayuda médica, ninguna hu-
biera acudido a la matanza del Hospital de Viena. Ningún
ser en su sano juicio acudiría a curarse un resfriado, que
podría resolver sudando en cama, a un hospital donde la
infección tiene todas las posibilidades de matarlo. Pero
las mujeres que han visto dar a luz a sus vecinas y a sus
familiares, que han dado a luz a su vez en otras ocasiones,
saben los peligros que ello comporta.
En los jergones de sus chozas han visto extenuarse
hasta la muerte a muchas de sus compañeras de destino.
Nadie las ha escuchado, como nadie escuchó a la esposa
de Chang, ni a O-Lan, y nadie ha relatado sus sudores, sus
contracciones, sus gemidos y sus últimos jadeos; pero
ellas sí lo recuerdan. Y desean huir de ese terrible por-
centaje del 50 por ciento de mortalidad y morbilidad, que
nos ha indicado el doctor Badía, y de los desgarros y de
los descendimientos de matriz, y de las fístulas que ya
de por vida harán de ellas unas inválidas. Es por tanto
mejor acudir al hospital en busca de ayuda médica, con
la esperanza de que el destino les reserve la sala del doc-
tor Bartch, que abandonarse a la fatalidad de un parto en
la soledad de la casa, en las manos de una inexperta ami-
ga... Para ser irremediablemente víctimas de la infección
de la sala de partos del doctor Klin.
«...Esta lúgubre fatalidad que impera alrededor de
Klin le ha de envolver en adelante. Aplasta a los hombres,
a las mujeres y a las cosas que se agitan dentro de este
círculo. Sólo Semmelweis se opone al destino y no es
aplastado, pero sufre en todo momento, más que cualquier
otro en Viena, en París, en Londres o en Milán. Todos
ellos, tarde o temprano, han doblado el cuello ante el paso
de la plaga de la fiebre puerperal. Hipócritamente, en la
indiferente sombra, han pactado con la muerte. Y si los
más sabios despiertan todavía de vez en cuando con su-
tiles conceptos, es porque han agotado los enanos recur-
sos de sus cerebros enanos y, como no llegan nunca a
nada, pronto vuelven a la grey oficial... ¡La fiebre de las
parturientas! ¡Terrible divinidad! ¡Detestable; pero tan
corriente!
»...Los píos y despreciables rutinarios la consideran,
sin confesárselo demasiado, como una especie de doloroso

272
tributo, que frecuentemente tenían que pagar las muje-
res del pueblo en su entrada en la maternidad.
»AIgunas veces, otros, desligados de la costumbre pro-
fesional, se indignan, enloquecen, arman el barullo...
«Entonces se nombran Comisiones.
»Siempre reunieron a sabios responsables...
»...Fueron inútiles como de costumbre, durante la re-
crudescencia de fiebre puerperal de 1842 entre las pa-
cientes de Klin, cuando el 27 °/o de las embarazadas su-
cumbieron en agosto, el 20 % en octubre del mismo año,
y cuando, incluso, se alcanzó una media de 33 muertes
por cada 100 alumbramientos en el mes de diciembre.» 2
Adrienne Rich nos cuenta que en Lombardía, una pro-
vincia francesa, en un año ninguna mujer sobrevivió al
parto; en el mes de febrero de 1866, pereció un cuarto de
todas las mujeres que dieron a luz en la maternidad del
hospicio de París.
«Se creyó que la fiebre puerperal era una epidemia, y
las "influencias epidémicas" se consideraban, "hasta el mo-
mento, inexplicables cambios atmosféricos que, en oca-
siones, se diseminan por todas partes". Las condiciones
sanitarias de todos los hospitales eran insuficientes, y se
destinaban a los pobres, a quienes no podían pagar la vi-
sita de un doctor en su domicilio. Las condiciones sanita-
rias de un hogar de clase media eran mucho menos dudosas
que las de un hospital, con su exceso de pacientes, las sá-
banas mal lavadas, toneles abiertos llenos de desperdicios,
vendas usadas, falta de ventilación, y la presencia siempre
invisible de la muerte. Entre los siglos xvn y xix, las sa-
las de partos estaban en tan malas condiciones como las
demás o eran aún peores. Un visitante del nuevo hospital
de Budapest observó en 1860:
»...Las pobres parturientas yacen sobre la paja, espar-
cidas por el suelo. Algunas están sobre bancos de madera,
y otras acurrucadas en los rincones de la habitación, can-
sadas y consumidas... Por todas partes vi ropa de cama,
sucia, vieja, gastada y hasta en harapos.» 3
Oliver Wendell Holmes explica que, hacia 1840, en el
hospital maternal de Viena, la mortalidad provocada por
la «fiebre de parto» fue tan elevada que hubo que enterrar
a dos mujeres en cada ataúd a ñn de disimular la verda-
dera cantidad de fallecidas.
2. Celine, Ferdinand, Obr. cit., pág. 75.
3. Rich, Adrienne, Oh. cit., págs. 149, 150.
273
«La fiebre de parto o puerperal fue el nombre erróneo
dado a un tipo mortal de envenenamiento sanguíneo.
William Harvey, en el siglo XVII, el primer médico que
diseccionó un cuerpo femenino y observó directamente
los órganos reproductores, describió el aspecto del útero
después del parto como "una herida abierta", muy absor-
bente y en extremo vulnerable a la contaminación.»4 Cual-
quier sustancia orgánica en descomposición que tuviera
en las manos el asistente al parto se volvía fatal una vez
introducida en la vagina de una parturienta o de una mu-
jer que acabara de dar a luz. Pero durante siglos, la en-
fermedad se consideró una epidemia misteriosa, parte de
la maldición de Eva. Adrianne dice «que las mujeres sa-
bían muy bien que dar a luz en los hospitales entrañaba
más posibilidades de muerte que hacerlo en casa. Sin em-
bargo, a la mayoría de las mujeres pobres que buscaban
ayuda obstétrica se les exigía tener los hijos en los hos-
pitales públicos, tal vez porque se las consideraba mate-
rial de experimentación y enseñanza, igual que ocurre en
la actualidad».5 Yo no he podido encontrar ni bibliografía
ni referencia alguna a semejante imposición. Ningún autor
de los consultados menciona tal situación, ni siquiera por
indicios. Tampoco Adrienne ofrece los documentos de don-
de ha tomado estos datos. Y resulta altamente dudoso
que todas las comadronas de París se hubiesen confabu-
lado para no atender a ninguna parturienta en su casa,
para satisfacer la necesidad, a costa de quedarse sin clien-
tes, de cadáveres en los que pudieran practicar los médi-
cos.
«Mientras, los orígenes potenciales de la enfermedad
seguían sin explicación, y las mujeres continuaban mu-
riendo, no por el parto, sino por la acción infecciosa del
estreptococo en el útero, en absoluto unido inevitable-
mente al proceso de gestación.»6
La infección de estreptococos sólo es mortal en alta
proporción cuando se fija en la matriz, que después del
parto se encuentra en condiciones inmunológicas muy dé-
biles para vencer la infección. Y es mucho más grave la
infección en la matriz que en otro lugar del cuerpo: bra-
zos, piernas, piel, garganta, oídos, porque el microbio para

4. íd., pág. 150.


5. Id., pág. 150.
6. Rich, Adrienne, Ob. cit., pág. 130.

274
resistir aquí es anaerobio, dada la imposibilidad de recibir
oxígeno por vía aérea, con lo que se hace mucho más re-
sistente a los desinfectantes, e incluso en la actualidad a
los antibióticos, que cualquiera otra infección como la de
amígdalas, piezas dentales o heridas externas. Por ello la
fiebre puerperal (o infección estreptocócica de la matriz)
está directamente relacionada con el parto (casi no se pro-
duce en otras condiciones) y es mortal para la parturienta
en mucha mayor proporción que para otra clase de enfer-
mos. Por tanto es falsa la gratuita afirmación de que la «ac-
ción infecciosa del estreptococo en el útero no está en ab-
soluto unida inevitablemente al proceso de gestación», ex-
cepto en el sentido de que el calificativo de inevitabilidad
en sentido médico se refiere al 100 por 100 de los casos.
«Mató a Mary Wollstonecraft —añade Adrienne— a
quien conocemos y a miles de mujeres de las que nada
sabemos, cuyo genio y potencial influencia sólo podremos
tratar de imaginar. Y el espectro de la muerte, más que
nunca en la historia de la maternidad, oscureció el espí-
ritu al cual se sometía a cualquier mujer. La ansiedad, la
depresión, la sensación de ser una víctima para el sacri-
ficio, todos los componentes conocidos de la experiencia
femenina, se volvieron más que nunca invisibles compañe-
ros del embarazo y del parto.
»La indiferencia y el fatalismo respecto de las enfer-
medades de las mujeres, que subsisten aún hoy entre los
ginecólogos y cirujanos, se reflejaron en el desinterés,
cuando no en la abierta hostilidad, con que se encontraron
los tres hombres que durante doscientos años, se esforza-
ron en modificar la situación. En 1875, Alexander Gordon,
un médico escocés, publicó sus observaciones acerca de
la fiebre del parto; dicha fiebre, escribió, "ataca a las mu-
jeres sólo cuando un facultativo las visita o las ayuda en
el parto, o cuando las asiste una enfermera que previa-
mente ha atendido a otras pacientes afectadas por la mis-
ma enfermedad". En otras palabras, la enfermedad no era
una epidemia misteriosa, sino contagiosa; es decir, trans-
mitida por el contacto de un cuerpo con otro. Otros con-
firmaron la experiencia de Gordon, pero siguió sin men-
cionarse en los textos y en los manuales de ginecología y
obstetricia la posibilidad de que la fiebre puerperal fuese
una enfermedad contagiosa.
fiAproximadamente cincuenta años más tarde, Oliver
Wendell Holmes, un joven médico americano, siguió con

275
las observaciones de Gordon y las completó con sus pro-
pios estudios detallados acerca del contagio en los casos
que él mismo había visto o le habían relatado. Demostró
con todo rigor que el portador de la enfermedad era el
médico, quien lo traspasaba de una paciente a otra. La
respuesta de sus colegas fue la ira ante la sola mención
de que las manos de un médico pudieran estar sucias;
la suciedad era la única acusación por la cual los médicos
se nivelaban con las parteras. Acusaron a Holmes de irres-
ponsable y de afán de notoriedad. Su ensayo "The Conta-
giousness of Puerperal Fever" se convirtió en un clásico
de la medicina muchos años más tarde.» 7
Celine sigue contando en la biografía de Semmelweis:
«Muchas otras Comisiones se habían desfondado ante este
mismo y eterno problema. Entre las que llegaron a reunir-
se, una de las más ineficaces fue quizá la convocada por
Luis XVI durante la epidemia de fiebre puerperal de 1774,
que diezmó el Hotel-Dieu de París. En esta ocasión, la
leche resultó ser la acusada y el Colegio de Médicos de
París logró contra la epidemia, la clausura de todas las
Maternidades, así como el destierro de las nodrizas.
»De nuevo en Viena, en el mes de mayo de 1846, una
Comisión del Imperio fue convocada urgentemente, al
registrar esta vez las estadísticas un porcentaje de muer-
tes del 96 °/o entre las pacientes de Klin. ¿Qué pensar de
todos aquellos que constituían estas Comisiones? ¿Eran,
por consiguiente, tan ignorantes personalmente, tan inca-
paces sobre todo, como los remedios que proponían? De
ninguna manera. Pero carecían de genio y les hubiese he-
cho falta mucho para desenredar la madeja patológica
antes de que Pasteur hubiera auxiliado con su luz a los
mediocres.
»Mueren más pacientes de Klin que de Bartch.
»Si mueren menos pacientes de Bartch es porque en
su clínica el tacto se practicaba exclusivamente por las
alumnas comadronas, mientras que en la clínica de Klin
los estudiantes ejecutan esa maniobra en las mujeres en-
cintas sin ninguna suavidad y les provocan con su bruta-
lidad una inflamación fatal. Sólidamente se creía entonces
que la inflamación formaba parte de la etiología de 3a
fiebre puerperal.
»...En los dos pabellones (de Klin) la fiebre, amenazada

7. Rich, Adrienne, Ob. cit., pág. 151.

276
por un momento, triunfa...; mata impunemente, como
quiere, donde quiere, cuando quiere...; en Viena... 2 8 %
en noviembre...; 4 0 % en enero...; la ronda se extiende
alrededor de todo el mundo. La muerte dirige la danza
rodeada de campanillas... En París, en la clínica Dubois,
18 %...; 26 % en la clínica de Schuld en Berlín...; en la
Simpson, 2 2 % ; en Turín 32 de cada 100 parturientas
mueren»... 8
La verdad que el mundo conocerá aterrorizada cin-
cuenta años más tarde, y que Semmelweis adivina genial-
mente, es que los estudiantes que realizaban los recono-
cimientos a las parturientas en plenos dolores de dilata-
ción, llegan a la sala de Klin, inmediatamente después
de haber asistido a la clase de patología clínica y de haber
realizado autopsias SIN LAVARSE LAS MANOS. Este he-
cho no se produce con las comadronas, que lavadas o sin
lavar, no arrastran con ellas los gérmenes de los cadá-
veres que transportan los estudiantes.
En 1861, Igmaz Philipp Semmelweis, publicó por fin su
apasionada y obsesiva obra «Etiología, concepto y profila-
xis de la fiebre del parto», después de observar nacimien-
tos y muertes durante más de cinco años en las dos sec-
ciones del hospital maternal de Viena.
Adrienne Rich cuenta: «Semmelweis estaba impresio-
nado por el espectáculo de tanto sufrimiento y tanta muer-
te. No obstante, no podía descubrir la razón hasta que se
abrió una grieta en su vida personal. Se fue a Venecia
de vacaciones, y mientras estuvo fuera un viejo amigo y
colega murió a causa de una herida que se hizo en el dedo
durante la disección de un cadáver,
El profesor Kolletschka... enfermó de linfangitis y de fle-
bitis...y murió mientras Semmelweis estaba en Venecia. La
causa fue pleuresía bilateral, pericarditis, peritonitis, me-
ningitis y una metástasis que se le formó en un ojo días an-
tes de su muerte. Todavía animado por mi visita a las casas
artísticas venecianas y conmovido aún por la noticia de
la muerte del profesor, acudió a mi mente, con irresis-
tible claridad provocada por este estado de excitación, la
idea de que era uno sólo el mal que se llevó a Kolletschka
y al que, ante mis ojos, causó la muerte de tantos cientos
de personas.»
«Semmelweis reconoció que las partículas cadavéricas,

8. Celine, Ferdinand, Oí», cit., págs. 78, 81, 82, 90 y 92.

277
que no se podían quitar con el simple lavado, se trasla-
daban de la sala de disección a las mujeres en trance de
parto. Así como el tajo en ei dedo del profesor había ab-
sorbido esas partículas y las había transmitido a su co-
rriente sanguínea, envenenándola mortalmente, así tam-
bién una mano que estuviera impregnada con estas par-
tículas podía introducirlas en el útero, con resultados fa-
tales.» 9
Cuando Semmehveis decide que ésta es la causa de la
infección puerperal que asóla la sala de Klin, y que la
única manera de combatirla es desinfectarse las manos y
cubrirse la ropa con batas adecuadas, toda la plantilla del
hospital de Viena se lanza como una jauría rabiosa con-
tra el médico extranjero que está loco. A partir de enton-
ces toda la vida de Semmelweis se dedica a la desigual
batalla, perdida de antemano, para convencer a sus cole-
gas de la verdad de su descubrimiento.
No importa que las mujeres mueran en la más sinies-
tra rueda inevitable de infecciones incontroladas. El pres-
tigio de los médicos vieneses está en juego. Los más emi-
nentes ginecólogos, patólogos, biólogos ven puestos en en-
tredicho sus conocimientos. jTan escasos y tan necios!
¡Qué importa que unas cuantas mujeres mueran! Para
eso están. Para ofrecer su vida a cambio de cumplir con
su obligación. Tienen que parir a cambio de dolor y de
muerte. Ya se sabe. Otras seguirán pariendo y muriendo,
que quedan muchas y todas se las dan gratis a los médicos
vieneses.
Es inútil que Semmelweis demuestre con los datos de
la experiencia, que en cuanto los estudiantes aceptan la-
varse las manos con una solución de limo clorinado el
porcentaje de infecciones disminuye salvadoramente. Na-
die está dispuesto a escucharle. Nadie está dispuesto a ad-
mitir su derrota a cambio de la vida de las parturientas.
«...Apenas Semmelweis hubo entrado en funciones, a
petición suya los alumnos de Klin pasan a la clínica de
Bartch, a cambio de las comadronas.»
«El hecho, tantas veces observado, se reproduce fiel-
mente de inmediato.»
«En este mes de mayo de 1847 la mortalidad por fiebre
puerperal asciende en la clínica de Bartch al 27 %, lo que
representa un aumento del 18 % sobre el mes anterior.

9. Celine, Ferdinand, Ob. dt, págs. 98, 99.

278
Así pues, la experiencia decisiva está dispuesta. Prosiguien-
do entonces con su idea técnica de desodorización, Sem-
melweis mandó preparar una solución de cloruro calcico,
con la que cada estudiante, que hubiese disecado el mismo
día o la víspera, debía lavarse cuidadosamente las manos
antes de efectuar cualquier clase de reconocimiento en
una mujer encinta. En el mes que siguió a la aplicación
de ésta, la mortalidad desciende al 12 %.
»Era un resultado muy redondo, pero no era aún el
triunfo definitivo que buscaba Semmelweis. Hasta enton-
ces se había preocupado únicamente de las partículas ca-
davéricas como causa de la infección puerperal. Dicha
causa le pareció en adelante conforme, real, pero insufi-
ciente.
»Huía y temía el "poco más o menos", deseaba la ver-
dad completa. Se diría que durante algunas semanas la
muerte quiso compartir en audacia con él, trampear. Pero
fue él quien ganó.»
«Sin verlos, iba a tocar los microbios.»
«Faltaba aún poder destruirlos. Nunca se hizo mejor.
Los hechos sucedieron así: En el mes de junio entró en el
servicio de Bartch una mujer a la que, por síntomas mal
interpretados, se había supuesto grávida; Semmelweis a
su vez la examinó y descubrió en ella un cáncer del cuello
uterino; después sin pensar en lavarse las manos, prac-
tica el tacto vaginal sucesivamente en cinco mujeres en
período de dilatación.»
«Durante las semanas siguientes, esas cinco mujeres
mueren de la típica infección puerperal.»
«El último velo cae. La luz se hace. "Las manos —es-
cribe—, por su simple contacto pueden ser infectantes."
Todos en adelante, hayan o no disecado en los días ante-
riores, deben someterse a una cuidadosa desinfección de
las manos con la solución de cloruro calcico.
»E1 resultado, que no se hace esperar, es magnífico. En
el mes siguiente la mortalidad por fiebre puerperal se hace
casi nula, desciende por primera vez a la actual cifra de
las mejores Maternidades del Mundo: ¡0^3%!» 1 0
Pero el triunfo no se había incluido en el destino de
Semmelweis. Los odios proliferan y la oposición vence.
Debe abandonar su trabajo en el Hospital y regresar a
Budapest, donde la guerra, la miseria y el atraso cultural

10. Celine, Ferdinand, Ob. cit, págs. 108, 109.

279
de una nación menos desarrollada, acaban de ahogarle
toda esperanza profesional.
Semmelweis escribe en el año de su expulsión del Hos-
pital de Viena: «Debido a mis convicciones, debo confe-
sar aquí que sólo Dios sabe la cantidad de pacientes que,
por mi causa, bajaron a la tumba antes de tiempo. Trabajé
largamente con cadáveres, más que la mayoría de los
obstetras, y si acuso de tales manipulaciones a otros mé-
dicos, es sólo para sacar a la luz la verdad, desconocida
durante siglos, con terribles consecuencias para la raza
humana.»
Se vio obligado a aceptar un puesto en una clínica
de maternidad. Allí, «directamente bajo las ventanas del
departamento de obstetricia se encuentra la cloaca abier-
ta, a la cual se arrojan los desechos líquidos de la anato-
mía patológica...» 11
Poco después ningún hospital le acepta. Debe sobre-
vivir con los escasos ingresos de su consulta privada. Su
tesis leída en la Academia de Medicina de París no ha
sido aprobada. Todas las revistas médicas de Europa se
han puesto de acuerdo en desautorizarla. El Colegio de
Médicos de Budapest le reprende muy seriamente si in-
siste en propugnar su sistema de profilaxis contra la fie-
bre puerperal. En los últimos años de su lucidez, porque
la locura lo acecha como premio a su genialidad, escribe
panfletos que él mismo edita y reparte por las calles de
Budapest contra los ginecólogos:
Carta abierta a todos los profesores de obstetricia.
«Me habría gustado mucho que mi descubrimiento fue-
se de orden físico, porque se explique la luz como se ex-
plique no por eso deja de alumbrar, en nada depende de
los físicos. Mi descubrimiento, ¡ay!, depende de los to-
cólogos. Y con esto ya está todo dicho...
»¡Asesinos! llamo yo a todos los que se oponen a las
normas que he prescrito para evitar la fiebre puerperal.
»¡Contra ellos me levanto como resuelto adversario,
tal como debe uno alzarse contra los partidarios de un
crimen! ¡Para mí, no hay otra forma de tratarles que
como asesinos! jY todos los que tengan el corazón en su
sitio pensarán como yo! No es necesario cerrar las salas
de maternidad para que cesen los desastres que deplora-
mos, sino que conviene echar a los tocólogos, ya que son

11. Celine, Ferdinand, Ob. cit., pág. 107.

280
ellos los que se comportan como auténticas epidemias» 12 ...
Por mucho que estas verdades resultasen demasiado
evidentes era, sin embargo, pueril proclamarlas en esa
forma intolerable. El odio levantado por este panfleto no
fue sino el eco amplificador de aquel odio, cuya violencia
había experimentado Semmelweis diez años antes en
Viena.
«En esta ciudad oprimida, sumergida en un ambiente
de consternación, en la que parece lógico que las mezquin-
dades, sobre todo de tipo médico, debían haber quedado
en silencio de una manera natural, no ocurrió así. Incluso
en el Hospital, del que Semmelweis había llegado a ser
médico jefe, se vieron tantas bajezas, tantas vilezas pro-
fesionales, que sus prescripciones respecto a la fiebre puer-
peral nunca fueron observadas, deliberadamente. Parece
que incluso se infectó a parturientas, por la horrorosa sa-
tisfacción de demostrar que estaba equivocado. Esto no
es una simple afirmación, ya que puede señalarse como
bajo la dirección del viejo Birley sólo fallecían de fiebre
puerperal en la Maternidad de San Roque el 2 °/o de las
parturientas, mientras que con Semmelweis las estadísti-
cas vuelven a subir al 4 % en 1857, al 7 °/o en 1858, al 12 %
en fin, en el año 1859.
«Hay horrores inimaginables: por ejemplo, esta carta
de un consejero municipal de Buda al profesor Semmelweis,
en la cual "el Ayuntamiento se niega a pagar la cuenta
de los cien pares de sábanas, que ha encargado usted a
beneficio del hospital". "Compra inútil —declara el con-
sejero—, ya que muy bien pueden tener lugar varios par-
tos, a continuación unos de otros, en las mismas sába-
nas".» 13
La suerte está echada. Semmelweis morirá poco des-
pués, alienado en el manicomio de Viena, y las parturien-
tas seguirán infectándose cuarenta años más, hasta que
Pasteur pueda ver y tocar los microbios que imaginó Sem-
melweis. Sobre la pirámide de cadáveres de las madres,
la ciencia avanzó un paso más.
A partir de ese momento, las mujeres sobrevivirán a
sus partos en mayor proporción, y será posible conven-
cerlas del hermoso destino de la maternidad y se prepa-

12. Celine, Ferdinand, Ob. cít., pág. 141.


13. Celine, Ferdinand, Ob. cit, pág. 143.

281
rara el ambiente para que las feministas puedan defender
la maternidad «libre y responsable».
Pero en Europa faltará vivir todavía un siglo más de
horrores femeninos. Porque mientras se preparan a cum-
plir su destino materno y a morir de fiebre puerperal, las
mujeres trabajarán doce, catorce y dieciséis horas diarias
para afianzar el imperio industrial del capitalismo. Sin
que ni sus embarazos, ni sus partos, ni sus lactancias, las
eximan de la más extrema explotación del trabajo pro-
ductivo.

282
CAPÍTULO VI

Y ADEMAS EL TRABAJO INDUSTRIAL

La historia del industrialismo ha sido exhaustivamen-


te contada por sus cronistas, el primero de los cuales,
Carlos Marx, nos proporcionó en sus dos gruesos tomos
del Capital, la colección más completa de hechos, de anéc-
dotas, de crímenes y de explotaciones, cometidas por la
burguesía contra el proletariado. Pero las mujeres sólo
son tenidas en cuenta por el filósofo cuando constituyen
fuerza de trabajo vendida al capitalista. Por ello, no tienen
un espacio propio en su obra.
Si de las amas de casa inglesas de mediados del si-
glo xix, desconocemos todo lo que las novelas no cuentan,
no sabemos mucho más sobre la vida de las trabajadoras
industriales, a pesar de la detallada crónica de Marx. El
autor de «El Capital» siempre se refiere a las mujeres
con el nombre genérico masculino, que para él las alude
suficientemente. Así el concepto de trabajadores, obreros
y proletarios engloba tanto varones como hembras. A pe-
sar de que la especifidad femenina se concrete diariamen-
te en su obligación de reproducirse rápidamente y abun-
dantemente, para proporcionar más fuerza de trabajo al
mercado capitalista. Pero aunque Marx lo sabe, aunque
es el que afirma que el valor de la fuerza de trabajo es el
de su manutención y el de su «reproducción», ignora-
mos las condiciones en que las obreras londinenses
alumbraron en las fábricas, en las minas, en las can-
teras, en los talleres, en las cabanas, en los cubícu-
los reservados para los parias de la producción, entre el
humo, la sílice, el polvo, la lana y las briznas de algodón,
aturdidas por el ruido de los telares, de las máquinas, por
los gritos de los capataces, por las risas procaces de los

283
obreros. Porque nadie nos ha dejado crónica de la repro-
ducción humana.
Sólo algunos datos sobre las condiciones de producción
en las ramas abastecidas fundamentalmente por mujeres,
nos dan indicios de cuáles eran las de su vida, y por analo-
gía las de sus maternidades.
«La última semana de junio de 1863 todos los perió-
dicos diarios de Londres publicaron una gacetilla con el
titular "sensacional": "Death from simple Overwork"
(Muerte por simple exceso de trabajo.) Se trataba de la
muerte de la costurera Mary Anne Walkley, de veinte
años, empleada de una dama que responde al amable nom-
bre de Elisa. De nuevo se descubrió la vieja historia de
que estas muchachas que trabajaban por término medio
16 1/2 horas diarias, durante la "saison" trabajan muchas
veces 30 horas seguidas, mientras se mantiene el flujo
de su desfalleciente "fuerza de trabajo" con una adminis-
tración periódica de vino de Jerez, Oporto o café. Y es-
taban en el punto culminante de la "saison". Había que
terminar por arte de magia los vestidos de ceremonia que
nobles Iadies habían de ponerse para el baile de home-
naje a la recién importada princesa de Gales. Mary Anne
Walkley había trabajado sin interrupción 26 1/2 horas jun-
to con otras 60 muchachas, 30 en una habitación que ape-
nas suministraba 1/3 de pulgadas cúbicas de aire necesa-
rias, mientras que por la noche se repartían de dos en
dos en una cama instalada en uno de los agujeros sofo-
cantes, obtenidos mediante la división de un solo dormi-
torio por varios tabiques de madera. Y éste es uno de
los mejores talleres de Londres. Mary Anne Walkley se
encontró mal el viernes y murió el domingo, sin terminar
antes, con gran asombro de la dama Elisa el último trapo.
El médico señor Keys, llamado al lecho mortuorio dema-
siado tarde, declaró lacónicamente ante eí Coroner's Jury:
"Que Mary Anne Walkley ha muerto por haber trabajado
demasiadas horas, en una habitación de trabajo demasia-
do llena y un dormitorio demasiado estrecho y mal ven-
tilado".» 1

«El Morning Star del 23 de junio de 1863 decía: "El Ti-


mes" aprovechó el incidente para defender a los esclavis-
tas norteamericanos contra Bright, etc. "Muchos de noso-
tros' 1 dice el "Times", "opinan que mientras sigamos ha-

1. El capital, ob. cit., pág. 275.

284
ciendo trabajar a nuestras jóvenes hasta la muerte, con
el azote del hambre en vez de con el restallido del látigo,
no tenemos mucho derecho a amenazar con el fuego y
con la espada, a familias que nacieron como esclavistas,
y, por lo menos, alimentan bien a sus esclavos y los hacen
trabajar moderadamente".» 2
Metáfora ésta bien aprovechada por el gacetillero para
denunciar la explotación de las obreras inglesas, pero poco
cerca de la realidad. Ya que en la misma época en que
la burguesía británica explotaba a las obreras de la agu-
ja, los agricultores del Sur de los EE.UU. de América ha-
cían otro tanto con la mano de obra esclava a la que tra-
taban en la siguiente forma: «...nutridos con alimentos
en estado de putrefacción, más tarde, al llegar a las colo-
nias se ven expuestos en los mercados, donde son adqui-
ridos como una mercancía vulgar... Y luego, golpes y un
trabajo durísimo y sin tregua, mal alimentados y faltos
de toda consideración y de toda humanidad. La condi-
ción de los negros dedicados a las tareas agrícolas era la
más dura. Trabajaban de sol a sol, bajo la amenaza cons-
tante del látigo y al llegar la noche eran arrojados a una
especie de ergástula, en horrible promiscuidad, para re-
posar, tras de haber ingerido un pedazo de pan duro y un
poco de tocino rancio o unas miserables patatas. «A la
menor falta —escribe un historiador— son atados por los
pies o por la cintura con enormes cadenas, o colgados
por los brazos a árboles, donde los dejan veinticuatro ho-
ras, después de haberlos azotado: Con frecuencia sufren-
este mal trato las mujeres, embarazadas algunas veces, y
tal vez del mismo que las tortura tan brutalmente. Sus
uniones son un concubinato: ceden sus mujeres a un
precio convenido y los hijos son educados por el amo, con
el mismo cuidado, ni más ni menos, que se crían tos be-
cerros y los potros.» (El subrayado es mío.) 3 Este párrafo
nos da una ligera idea de cómo debían reproducirse las
esclavas negras en EE.UU. Pero sigamos con las condi-
ciones en que se realizaba el trabajo de las costureras
londinenses de mediados del diecinueve, leyendo el infor-
me del Dr. Letheby:

El Dr. Letheby, médico en funciones en el Board of


Health, declara por entonces: «Para adultos, el mínimo

2. Id., pág. 277.


3. Letheby, La esclavitud en los EE.UU. de América, pág. 68.
285
debería ser de 300 pies cúbicos de aire en dormitorio y
de 500 pies cúbicos en cuarto de estar.» El Dr. Richardson,
médico jefe de un hospital de Londres: «Las costureras
de todo tipo, las modistillas, las sastras y las costureras
corrientes soportan una miseria triple: exceso de trabajo,
falta de aire y falta de alimentación o de digestión. En
conjunto, este tipo de trabajo es en toda circunstancia más
adecuado para mujeres que para hombres. Pero lo malo
de este trabajo es que, sobre todo en la capital está mono-
polizado por unos 26 capitalistas que, con medios del po-
der que nacen del capital (that spring from capital), arran-
can economía del trabajo (forcé economy out of labour)
(quiere decir que economizan costes despilfarrando la
fuerza de trabajo). Toda esta clase de trabajadores percibe
su poder. Cuando una modista consigue hacerse con un
pequeño círculo de clientes, la competición la obliga a
matarse a trabajar en casa para conservarlos, y necesa-
riamente tiene que imponer a sus ayudantes el mismo ex-
ceso de trabajo. Si fracasa su negocio o no puede estable-
cerse autónomamente, se dirige a un establecimiento en
el que el trabajo no será menor, pero el pago estará ase-
gurado. Una vez empleada de este modo, se convierte lisa
y llanamente en una esclava lanzada de un lado para otro
por cada marea de la sociedad, hoy en su casa, muñén-
dose de hambre, o casi, en una habitación pequeña; ma-
ñana trabajando de nuevo 15, 16 incluso 18 de cada 24 ho-
ras, en una atmósfera casi insoportable y con una alimen-
tación que no se puede digerir ni cuando es buena, a
causa de la falta de aire puro. De estas víctimas se ali-
menta la tisis, que no es sino una enfermedad causada
por el aire.»4 (El subrayado es mío.)
Los informes de la época continúan.
«Trabajo diurno y nocturno. El sistema de turnos.
»...Este proceso de producción de 24 horas existe aún
hoy en día como sistema en muchas ramas industriales
de la Gran Bretaña que siguen siendo "libres", por ejem-
plo, en los altos hornos, las forjas, la laminación y otras
manufacturas metálicas de Inglaterra, Gales y Escocia. El
proceso de trabajo abarca aquí, además de las 24 horas
de los 6 días laborables, también en gran parte las 24 ho-
ras del domingo. Los trabajadores son varones y muje-

4. Richardson, Work and Overwork, en «Social Science Review»,


18 de julio de 1863, El capital, pág. 276.

286
res y niños de ambos sexos. La edad de los niños y de los
jóvenes cubre todos los escalones desde los 8 años (en al-
gunos casos 6) hasta los 18 años. En algunas ramas las
muchachas y las niñas trabajan juntas con el personal mas-
culino también por la noche.
»En Staffordshire y en Gales del Sur se emplean chi-
cas jóvenes y mujeres en minas de carbón y depósitos de
coque, no sólo de día, sino también de noche. Esto se ha
mencionado frecuentemente, en informes presentados al
Parlamento, como práctica que acarrea males grandes ma-
nifiestos. Las mujeres que trabajan con los hombres
y apenas se diferencian de ellos en el vestido, con la cara
manchada de polvo y humo, están expuestas a una dege-
neración del carácter, porque dejan de respetarse a sí mis-
mas como consecuencia casi inevitable de una ocupación
no femenina.» 5 Lo mismo en las fábricas de vidrio.
«J. Leach declara:
»E1 último invierno (1862) "faltaron 6 chicas de las 19, a
causa de enfermedades contraídas por exceso de trabajo.
Para tenerlas despiertas tenía que gritarles".»
(...) «Sólo en una de las clases estudiadas de trabaja-
dores urbanos la ingesta de nitrógeno rebasaba un poco
el mínimo absoluto por debajo del cual se presentan en-
fermedades por desnutrición; que en dos clases había in-
suficiencia, muy grande en una de ellas, tanto por lo que
hace a la ingesta de alimentos carbonados como por lo que
hace a la de alimentos nitrogenados; que más de un quin-
to de las familias agriculturas estudiadas recibía menos
de la cantidad imprescindible de alimentación nitrogena-
da; y que en tres condados (Berkhire, Oxfordshire y So-
mersetshire) imperaba en la media una insuficiencia de
alimentación nitrogenada por debajo del mínimo.»
«Entre los trabajadores agrícolas, los peor alimentados
eran los de Inglaterra, la parte más rica del Reino Unido.
Entre los trabajadores agrícolas la subalimentación afec-
ta en general principalmente a la mujer y a los niños, pues
"el hombre tiene que comer para realizar su tarea". Aún
mayor era la insuficiencia que hacía estragos en las ca-
tegorías de trabajadores urbanos estudiados. "Están tan
mal alimentados que se tienen que producir muchos casos
de privaciones crueles y destructoras de la salud".» (...)

5. Loe. cit., 196, pág. XXVI. Cfr. Fourth Report (1865), 61, pá-
gina XIII. El capital, pág. 136.

287
«La mitad —60/125— de las categorías obreras indus-
triales estudiadas no recibía cerveza en absoluto, 28 % no
recibía ninguna leche. El promedio semanal de alimentos
líquidos de las familias oscilaba entre 7 onzas de las cos-
tureras y 24 3/4 onzas de los tejedores de punto. La mayo-
ría de los que no recibían leche alguna constaba de costu-
reras de Londres. La cantidad de pan y harina consumida
semanalmente variaba de 1 3/4 libras entre las costureras
a 11 1/4 libras entre los zapateros, y arrojaban un prome-
dio total de 9,9 libras semanales para los adultos.» (...)
«Las categorías peor alimentadas eran las costureras,
los tejedores sederos y los guanteros de piel.» 6
El Dr. Simón dice en su informe sanitario general acer-
ca de esa situación alimenticia:
«Son innumerables los casos en los que la falta de ali-
mentación engendra o agrava enfermedades, como lo con-
firmará todo aquél que esté familiarizado con la práctica
médica entre los pobres o con los pacientes de los hospi-
tales, tanto internados como los que viven fuera de ellos...
Pero desde el punto de vista sanitario se añade a esto otra
circunstancia muy decisiva... Hay que recordar que la pri-
vación de alimentos no se soporta sin grandes resisten-
cias y que, por regla general, una gran deficiencia de la
dieta no aparece sino arrastrándose tras otras privaciones
anteriores. Mucho antes de que la insuficiencia de la ali-
mentación tenga importancia desde el punto de vista de
la higiene, mucho antes de que se le ocurra al fisiólogo
calcular los granos de nitrógeno y carbono entre los que
oscilan la vida y la muerte, el hogar habrá sido totalmente
despojado de toda comodidad material. El vestido y la ca-
lefacción serán aún más deficientes que las comidas. No
habrá protección adecuada a los rigores del tiempo; el es-
pacio habitable se habrá reducido hasta un punto que pro-
voque o agrave enfermedades; casi ni rastro de utensilios
domésticos o muebles; la misma limpieza será costosa o
difícil. Si, por respeto propio, se intenta mantenerla, cada
uno de esos intentos representa más hambre. Se vivirá
donde más barato se pueda pagar el techo, en zonas en
que la policía sanitaria da el menor fruto, con desagües
lamentables, el mínimo tránsito, la mayor cantidad de de-
sechos públicos, el más mísero o peor aprovisionamiento
de aguas y, si es en la ciudad, la mayor escasez de aire

6. El capital, pág. 302.

288
y de luz. Esos son los peligros para la salud a los que
inevitablemente está expuesta la pobreza cuando es po-
breza de la que incluye subalimentación. La suma de esos
males arroja un total temible para la vida, pero ya la mera
falta de alimentación es por sí misma espantosa... Ideas
torturadoras, sobre todo si se recuerda que la pobreza
de que aquí se trata no es la culpable pobreza del ocio.
Es la pobreza de los trabajadores. Aún más: por lo que
hace a los trabajadores urbanos, el trabajo mediante el
cual se compra el bocado suele prolongarse más allá de
toda medida. Y, sin embargo, sólo muy condicionalmente
se puede decir que ese trabajo se mantenga a sí mismo...
En muy gran escala este nominal mantenerse no es más
que un rodeo, más corto o más largo, hasta el pauperis-
mo.» 7
«Por eso el capital no tiene en cuenta la salud y la
duración de la vida del obrero si la sociedad no le obliga
a tenerla en cuenta. El capital contesta a las quejas sobre
la atrofia física y espiritual, la muerte prematura, el tor-
mento del exceso de trabajo. ¿Por qué nos va a martirizar
ese martirio, si nos aumenta el gusto (el beneficio?).
...»Aunque la salud de la población es un elemento tan
importante del capital nacional, tememos que haya que
confesar que los capitalistas no están dispuestos a con-
servar ese tesoro y considerarlo en su valor... Ha habido
que imponer a los fabricantes el respeto a la salud de los
obreros.» (Times, 5 de noviembre 1861.) «Los hombres del
West Riding se convirtieron en compañeros de la humani
dad. Se sacrificó la salud del pueblo trabajador, y la raza
habría degenerado en unas pocas generaciones; pero se
produjo una reacción. Se limitó las horas de trabajo in-
fantil, etc.» (Twenty-second annual Report of the Registrar-
General, 1861.)8
Todos los autores, la mayoría de los cuales ha recogido
los datos de Marx, cronista fiel de las condiciones de la
época que él mismo presenció, coinciden en señalar el
descenso de higiene y de salubridad de las clases trabaja-
doras en el industrialismo. La mortalidad infantil y ma-

7. Marx, C, El capital. Ed. Grijalbo. Barcelona 1976, libro I,


volumen II, sección VII: El proceso de acumulación del capital,
cap. XXIII: La ley general de la acumulación capitalista, págs. 302,
303.
8. El capital, sección III: La producción de la plusvalía abso-
luta, pág. 292.

289
10
terna ascendió a tasas no conocidas, producto del hacina-
miento de las familias obreras, de la subalimentación y de
la explotación fabril de las madres, que, además de parir
incesantemente, debían trabajar en la producción indus-
trial con el mismo ritmo y horario de trabajo de los de-
más obreros.
Marvin Harris, como antropólogo, señala que «en la
primera década del siglo xix, los operarios fabriles y los
mineros trabajaban doce horas diarias en condiciones que
no habría tolerado ningún bosquimán, tobriandres, chero-
ke ni iroqués que se respetara». 9 Pero no olvidemos que
cuando Harris habla de operarios fabriles y mineros, en-
globa en estas dos categorías a hombres y mujeres sin
distinción. Y mientras el minero al terminar la jornada
dedicaba las escasas horas de su ocio o de su descanso a
emborracharse o a dormir, las obreras cocinaban el ran-
cho diario, fregoteaban la barraca, y parían o amamanta-
ban niños. «El raquitismo —una nueva enfermedad de-
formante de los huesos causada por la falta de sol y la
carencia dietética de vitamina D— se volvió endémico en
las ciudades y en los distritos fabriles. También aumentó
la incidencia de la tuberculosis y de otras enfermedades
típicas de dietas insuficientes.» 10 Y recordemos meramen-
te que el raquitismo convierte en mortal cualquier parto.
El resumen de este repaso de la historia de la repro-
ducción, y del mantenimiento de la vida humana, lo en-
contramos en el cuadro de la media de vida a lo largo
de los tiempos, proporcionado por Roland Pressat.
«Si nos remitimos a los datos reunidos por Dublín,
Lotka y Spiegelman en "Length of life" tenemos el siguien-
te cuadro del alargamiento de la vida a lo largo de los
tiempos.
»Ño obstante, la duración media de vida nunca hubie-
ra podido establecerse de modo permanente por debajo
de los 20 años, pues ello hubiera supuesto la desaparición
del género humano.
»Se ha podido demostrar que el retroceso de la morta-
lidad en París durante la primera mitad del siglo xix fue
mucho más importante en los barrios acomodados que en
los pobres, lo que hizo que la tasa de mortalidad entre

9. Marvin Harris, Caníbales y reyes. Ed.


10. Caníbales y reyes, págs. 243., 244.

290
CUADRO 1

Autor Media
Teriodo Lugar del cálculo de vida
Principios de la años
Edad de Hierro y
de la de Bronce . Grecia Ángel.... 18
Principios de la
Edad Cristiana Roma Pearson . . . 22
Edad Media . . . Inglaterra . . . Russell . . . 33
1687-1691 . . . . Brelau Halley. . . . 33,5
Antes de 1789 . . Massachusetts y
New Hampshire . Wigglesworth. 25,5
1838-1854 . . . . Inglaterra y Gales. Farr . . . . 40,9
1900-1902 . . . . Estados Unidos . Glover . . . 49,2
1946 Estados Unidos . Greville. . . 66,7
Añadamos uno de los últimos y mejores resultados registrados:
1961-1965 . . . . Suecia 73,6

estos últimos, que en 1817 era un 47 % más alta que en


los barrios ricos, fuese en 1850 un 85 % más elevada.
»Por último muchas observaciones nos permiten lle-
gar a la conclusión de que el fenómeno de la mortalidad
social alcanzó su mayor amplitud durante el siglo xix,
cuando las capas privilegiadas de la población empezaban
a utilizar los progresos de la higiene y de la medicina y
a disfrutar de cierto confort, al tiempo que aparecía un
proletariado urbano miserable. Por el contrario, parece
que en la época actual la disparidad entre los riesgos de
mortalidad es menor de lo que era al empezar la revolu-
ción industrial.
»Refiriéndonos también a París y utilizando los cálculos
de Hersch y Sauvy, vemos que la supermortahdad en los
barrios pobres, que hacia 1820 y en 1850 era de un 47 %,
bajaba en 1890 a un 42 % y en 1946 a un 26 %.» u
Por tanto, hasta 1900, la mujer no tenía esperanza de
vivir después de los 49 años, en Estados Unidos. En Euro-
pa otros cálculos señalan la cifra media de 35. Es decir
que cuando le sobreviniera la muerte los últimos hijos

11. Roland Pressat, Estructuras demográficas y estructuras so-


ciales. Consecuencias del envejecimiento, pág. 54. Ed. Ariel. Barce-
lona, 1980.

291
acabarían de llegar a la adolescencia, cuando no se encon-
trarían todavía en la infancia.
La historia de la mujer es pues la de sus maternidades.
Avanzar en su historia humana, separarse paulatinamen-
te de su destino animal y alcanzar la racionalidad, para
determinar por sí misma su papel en la sociedad presente
y futura, ha sido un camino sin recorrer en el curso de
miles de años, que se ha iniciado bruscamente y con mo-
vimiento acelerado en los últimos cien años.
Las consecuencias de esta evolución femenina han sido
sorprendentes, y por lo rápidas poco asimiladas. Pero el
avance inmediato será mucho más espectacular y de con-
secuencias hoy todavía poco predecibles. Para imaginar
ese futuro partamos del presente.

292
CAPÍTULO Vil
EN EL DÍA DE HOY

Este breve repaso a la historia de la reproducción hu-


mana está concluyendo. Mis lectores fieles a la mística de
la maternidad, argüirán sin duda que todos los horrores
descritos están superados, que afortunadamente la cien-
cia y la técnica ha salvado ya a las mujeres de las
masacres de los siglos pasados, y que hoy no hay que
angustiarse por algo tan natural, tan magnífico, tan fá-
cil como parir un hijo. Me resulta imposible explicarles
las cifras de mortalidad femenina actual en todo el mun-
do, porque no existen. Apenas pueden consultarse esta-
dísticas en Estados Unidos y en Suecia, precisamente allí
donde se ha reducido espectacularmente. Ni en España, ni
en África, ni en Asia, las cifras nos pueden dar idea del
despilfarro de vidas femeninas exigido todavía hoy por la
reproducción humana.
Sólo el estudio de la mecánica del parto, puede hacer
comprender mejor que nada el riesgo que implica para
cualquier mujer la maternidad. Bien es cierto que la
más moderna medicina obvia casi totalmente el peligro,
pero no olvidemos dos situaciones:
a) Que esta moderna medicina sólo se practica en las
grandes urbes industrializadas de los países tecnológica-
mente avanzados. Ni en las zonas rurales, ni en las capi-
tales de provincia, ni mucho menos en los países sub-
desarrollados, se encuentran instituciones hospitalarias
suficientemente equipadas para resolver casi todos los
problemas en el momento del parto. Y si la distancia a la
ciudad que posea la instalación hospitalaria adecuada no
es demasiada, quizá pueda llegarse a tiempo de salvar a
la madre o al hijo, después de un precipitado viaje de

293
urgencia en una ambulancia. Difícilmente a los dos. Tan-
to para la mujer de un pueblo de Soria, como para la de
Guadalajara, como para la de Uganda, su parto es una
opción trascendental que sólo ella podría decidir cons-
cientemente si supiera de antemano que puede ser la
última que tome en la vida.
b) Que aun contando con la fortuna de ser atendida
en Nueva York, en Barcelona o en Londres, un porcen-
taje escaso, pero real, de muerte por parto sigue subsis-
tiendo. Y ese porcentaje, ese número 0,27 por 10.000 muer-
tes anuales, significan mujeres, mujeres vivas antes de
morir en el quirófano, y a ninguna de ellas puede conso-
larlas saber que constituyen la cuarta parte de la unidad
de cada 10.000 parturientas. Porque la opción de parir no
ha sido para ellas decisión libre, sino requerimiento social,
obligación económica, pretensión ideológica y política en
un mundo dirigido por los hombres, para el que se nece-
sita continua fuerza de trabajo humana, y que su muerte
no estaba determinada por el designio divino, sino por-
que constituye uno de los riesgos inevitables de este proce-
so de producción, de la misma manera que la muerte de un
minero en accidente laboral sirve sólo para realizar esta-
dísticas de seguridad en el trabajo.
No existe seguridad plena de supervivencia en el parto,
y mucho menos de recuperación total, porque no olvi-
demos que jamás una mujer vuelve a tener la misma con-
formación corporal después de su maternidad. La cada
vez más frecuente realización de cesáreas demuestran el
número de partos distócicos, imposibles de realizar por
vía normal. Y ello en hospitales suficientemente prepara-
dos para el caso. Una muestra de lo que digo lo asevera
el reportaje aparecido en la revista Interviú, de Barcelona
(España), el 5 de noviembre de 1978:

«Partos sin ninguna garantía. Padres de niños muertos


acusan a la clínica Marbella.

»Una madre se presenta en la clínica Marbella el pasa-


do 10 de abril. La fecha prevista para su parto. Le dicen
que todavía no es el momento: el niño está colocado "muy
alto". Sin embargo la internan a esperar que "baje" el
niño hasta el 30 de abril: ¡veinte díasí Hasta allí, el se-
creto puede estar, simplemente, en que la clínica mantiene

294
un concierto con la Seguridad Social del que obtiene un
altísimo precio por cada día de internación. Pero el otro
misterio, el del parto tan pasado de fecha, se hace cada
vez más confuso. El 30 de abril la comadrona acompaña
finalmente a la sala de partos, donde aparece el médico,
doctor Salcedo Lulo.
»Se presentan dificultades y habrá que lamentar que el
niño se haya colocado en posición normal de salida: ya
es tarde para hacer la cesárea. Tras tanto esperar —y tras
la consulta con otro médico de la clínica— no queda otra
solución que enfrentar el parto por su vía natural.
»Según los padres, el niño nació normal y con un peso
extraordinario: casi cinco kilos. Sin embargo, pronto un
médico de la clínica les explicó que el pequeño Jesús Lla-
ma Amores había sufrido mucho, porque el parto había
sido "muy duro". Como no había incubadora, el pequeño
fue llevado a compartir con los moribundos —o poco me-
nos— la Unidad de Vigilancia Intensiva (UVI), en vez del
total aislamiento aséptico que necesitaba.
»(...) Menos de dos meses después, el 20 de junio, nació
en la clínica Marbella, Macarena López Cabello. Cuatro
días más tarde, la pequeña fallecía en la Ciudad Sanitaria
Carlos de Haya.
»E1 caso es similar, sobre todo si se supone que en el
ya relatado el problema principal fue la no realización
de una cesárea. En esta nueva ocasión la mujer tiene una
niña de cutro kilos, que nació con cesárea; el médico que
la atendió durante el embarazo, en una consulta de Mála-
ga, le dijo que iba a ser mejor —por causas que ella no
sabe explicarnos— que nuevamente se concretara una ope-
ración de este tipo. En la tarjeta que le dio el médico,
tras haberla observado, consta: "Para cesárea"...
»Hay más: la madre explica que el médico, sabiendo
que ella vive en Marbella, le recomendó no ir a la clínica
sino trasladarse a Málaga.
»Era lo que los padres pensaban hacer, pero los dolo-
res surgieron repentinamente y el viaje es de casi 60 ki-
lómetros, pasaron por la clínica sólo con la intención de
que revisaran a la mujer, para seguir viaje de inmediato.
Les dijeron que todo marchaba bien y que no valía la
pena que se fuera. El padre se resistía a quedarse, pero
la mujer consintió, más que nada por "estar cerca" de su
propia madre.
»Desde las once de la mañana, cuando la mujer llegó

295
a la clínica, hasta las once de la noche, no apareció nin-
gún médico. Sin embargo, a esa tardía hora sólo pasó un
doctor para asistir otro parto. Antes de irse, les dijo que
siguieran esperando. Sin embargo, el padre relata: "Antes
de ir a la clínica tenía dolores cada veinte minutos, a la
noche ya eran cada cinco o seis minutos; todo se presen-
taba muy de prisa. Pero nos decían que siguiéramos es-
perando."
»Y sigue la mujer: "Fue una noche de espanto. Los
dolores se hicieron cada vez más fuertes y más seguidos.
A las cuatro de la mañana eran desesperantes. La coma-
drona estaba preocupada, pero no se atrevía a llevarme
por su cuenta a la sala de partos, lógicamente. Hacía más
de veinticuatro horas que soportaba. Yo me sentía des-
trozada. A las once de la mañana vino un médico —el doc-
tor Salcedo—, pero yo ya no podía más. A las cuatro de
la madrugada el dolor había llegado a su punto culmi-
nante. Cuando el doctor vino, para mí ya todo había pasa-
do. Ya no tenía dolores ni nada."
»"La comadrona —sigue la mujer— salía y entraba. En
un momento dijo que no podía soportar más eso."
»E1 esposo, a su vez, cuenta que alguien escuchó que
otro médico de la clínica preguntaba al doctor Salcedo
Lillo por qué no se había hecho cesárea.
»Y vuelve a estallar la mujer, como un torrente que
tanto brota como se apaga de golpe, sin motivo aparente:
"Cuando me operaron para el nacimiento de la niña me
dieron veinte puntos con la cesárea; después de este par-
to, que dicen que es normal, me dieron cuarenta puntos."
»(...) El final de la historia es también parecido. En el
Carlos de Haya los médicos les hablaron con claridad des-
de el principio. No les dieron esperanzas: "Viene en muy
mal estado", le dijeron. Y le dieron el terrorífico diagnós-
tico: infección generalizada, hemorragia intercraneal, una
parálisis con desprendimiento de un hombro y al fin:
tiene un 2 por cien de posibilidades de salvarse, y aún
después, otro 2 por cien de quedar verdaderamente sana;
lo mejor que puede ocurrir es "que Dios se la lleve".
»Lo terrible es que no se trata de casos aislados ni de
una historia terminada. En las últimas semanas —según
denuncias llegadas a nuestra Redacción— se habría repe-
tido episodios similares, con idéntico final fatal. (El subra-
yado es mío.)»
La relación de todos los casos mal tratados en las clí-

296
nicas y en los hospitales, de los que no se deriva la muer-
te pero sí incontables sufrimientos y lesiones irreversibles
para la madre, llenarían una enciclopedia. Los socialistas
achacan estas tragedias al modo de producción capita-
lista. Pero es preciso ser muy optimista para creer sin
vacilaciones que más y mejores instituciones hospitala-
rias conseguirán convertir la reproducción en un placer.
El dolor, el sufrimiento, la enfermedad, las intervencio-
nes obstétricas, no desaparecerán del trabajo de reproducir-
se. Las mujeres, por mejor atendidas que se encuentren, se-
guirán pagando su tributo físico a la necesidad de man-
tener el mundo. Y la enfermedad no es más deseable
porque se la cuide amorosamente en los mejores hospita-
les del mundo. De momento, cuyo final no se conoce, un
porcentaje importante de partos se presentan con diver-
sas anomalías que hacen precisa la intervención quirúr-
gica. Feliz la que consigue que se la practiquen en un
buen quirófano atendida por un experto equipo médico.
Pero aún así la obstetricia se encuentra hoy en la fase
experimental. Y los conejos de indias son las propias mu-
jeres.
Hellman y Pritchard explican las diversas causas de
distocia en el parto que obligan a los médicos estadouni-
denses a practicar la cesárea.
«Una causa importante de distocia es la "despropor-
ción fotopelviana" llamada a menudo "desproporción ce-
falopélvica". Estos dos términos se emplean con profusión
para designar un grupo numeroso de casos en que la dis-
tocia es el resultado de algún tipo de insuficiencia "espa-
cial". Los ejemplos más claros son la estrechez pelviana,
la existencia de un tumor que obstruye el canal del parto
o el hecho de que el niño sea de gran tamaño. No rara
vez la conjunción de varios factores puede hacer que un
caso pertenezca a esta categoría. Por ejemplo, pueden
asociarse dos o más de los siguientes factores: un niño
de tamaño algo elevado junto a una alteración de poca im-
portancia en el tamaño o arquitectura de la pelvis con
flexión de la cabeza insuficiente, con lo que el diámetro
presentado es mayor, sumado todo ello a disfunción ute-
rina.
»A veces es necesario realizar una cesárea por una se-
rie de indicaciones asociadas, ninguna de las cuales justi-
ficaría la intervención si se considera aisladamente. Por
ejemplo, una paciente preeclámptica con estrechez mode-

297
rada de la pelvis y con un feto cuya cabeza está sin enca-
j a r puede presentar disfunción uterina. Cuando se dan va-
rias "indicaciones parciales" puede haber mayor peligro
en el parto por vía vaginal de modo que, a veces, al su-
marse "estas fracciones", crean una indicación por el con-
junto.» l
Ni siquiera la que ya ha tenido varios hijos puede es-
tar libre de un futuro parto distócico. Hellman explica
que a veces está indicado realizar una cesárea primaria
en multíparas. «Cerca del 15 % de las terminaciones de
parto por vía abdominal, publicadas por Klein, Robbins y
Gabaess fueron cesáreas primarias en multíparas. La indi-
cación fue la hemorragia en la mayoría de los casos y la
desproporción cefalopélvica en aproximadamente 1/4 de
ellos. En un estudio más reciente, Van Praagh y Tovell ma-
nifiestan que una de cada seis cesáreas primarias realiza-
das en el Women's Hospital de Nueva York, se efectuó en
multíparas.» 2
La seguridad de la cesárea es cada vez mayor en los
grandes hospitales de las ciudades industriales. Por ello
hoy se realiza cada vez más a menudo. A pesar de la se-
cuela de la necesidad de realizar siempre cesáreas en los
próximos partos, por lo que durante mucho tiempo los
ginecólogos hayan dicho que la cesárea «convierte a una
embarazada sana en una tullida obstétrica, los obstetras la
practican cada vez más a menudo, ya que desean lograr
una mayor supervivencia perinatal, más débil que la ma-
terna, aunque todavía admiten que la cesárea es más peli-
grosa que el parto vaginal «normal». ¿Pero cuántos partos
existen de los llamados normales? ¿en qué proporción se
reparten los distócicos y los normales? ¿cuántas muertes
maternas y fetales han salvado las cesáreas? Aunque me he
dedicado durante muchos meses a una lentísima labor de
investigación, no he hallado los datos porque no existen.
Las únicas cifras fiables que poseo tratan de las apli-
caciones del fórceps en la actualidad en Estados Unidos.
Porque el antiguo instrumento de tortura femenina, con
pocas modificaciones, sigue utilizándose para resolver
partos difíciles. La Obstetrical Statiscal Cooperative revi-
só 63.238 partos procedentes de 23 hospitales. La inciden-
cia total de aplicaciones de fórceps fue del 32,8 % con apli-

1. Ob. dt, pág. 1010,


2. Id., pág. 1010.

298
cación baja del fórceps electiva en el 23,9 %; fórceps bajos,
indicados, en el 3,9 % aplicaciones medias electivas 2,4 %
y aplicaciones medias indicadas el 2 %. El número de apli-
caciones altas de fórceps representaba el 0,008 % la v?
cuoextracción electiva el 0,2 % y la vacuoextracción indi-
cada el 0,2 %.
Los doctores norteamericanos nos explican los casos
en que resulta conveniente la aplicación del fórceps, y las
diversas técnicas seguidas para concluir rápidamente un
parto por vía vaginal.
Con la descripción de la histerostomatomía se puede
completar el cuadro de los sufrimientos femeninos.
«En los casos en que es conveniente la terminación
inmediata del parto, aún antes de que el cuello está com-
pletamente dilatado, pueden practicarse en el mismo inci-
siones radiales múltiples, que se suturan después, una vez
terminado el trabajo del parto. Se designan habitualmente
con el nombre de incisiones de Dührssen, ya que fue este
obstetra alemán el primero que las describió en el año
1890. Esta intervención se llama algunas veces histeros-
tomatomía. La técnica de la intervención es simple: se ha-
cen tres incisiones que corresponden aproximadamente a
las 2,6 y 10 horas de la esfera del reloj. Una vez hecho esto,
se efectúa la extracción. Nunca se efectuará la interven-
ción, a menos que el cuello esté totalmente borrado y con
una dilatación superior a 5 cm., pues de no hacerlo así,
se provoca una hemorragia profusa e incluso mortal. La
intervención está, por supuesto, contraindicada en casos
de placenta previa.
«Muchos obstetras modernos consideran anticuada esta
intervención. Se incluye aquí sólo a causa de su rara posi-
bilidad en casos de sufrimiento fetal cuando el cuello está
casi por completo dilatado o cuando se presenta el pro-
lapso de cordón en situación similar.
»Si bien las incisiones en sí mismas son fáciles de ha-
cer, el procedimiento supone serios peligros potenciales,
por lo que a menudo es preferible practicar una cesárea.
Por ejemplo, en casos de disfunción uterina en que el cue-
llo no está todavía del todo dilatado, la cabeza se encuen-
tra, por lo general, bastante por encima del suelo de la
pelvis y, a menudo, es necesario realizar una aplicación
de fórceps medio difícil, con las posibles lesiones consi-
guientes a la madre y al niño. En tales circunstancias, es
común la hemorragia materna grave. Además las incisio-

299
nes sólo curan satisfactoriamente en la mitad de los casos
y a menudo los resultados anatómicos son malos, ya que
se dan, por ejemplo, cicatrices profundas y adherencias
entre el cuello y la mucosa vaginal.
»La llamada "dilatación manual del cuello" en realidad
no es tal, pues lo que sucede, cuando se intenta, es el des-
garro del mismo. Esta intervención no tiene lugar en la
obstetricia moderna.
•ñSinfisiotomía y pubiotomía:
»La sinfisiotomia es la sección de la sínfisis del pubis
con una sierra de alambre o un bisturí, tanto para con-
seguir que aumente la capacidad de una pelvis contraída
como para permitir el paso de un niño vivo. En la pubio-
tomía se secciona el pubis unos centímetros por fuera de
la sínfisis. Estas dos intervenciones se han abandonado en
los Estados Unidos, dadas sus repercusiones sobre la deam-
bulación y dadas las lesiones de la vejiga de la orina y he-
morragias y teniendo en cuenta la mayor inocuidad de la
técnica de la cesárea moderna. Todavía se practican en
África, entre otros lugares, donde es casi imposible man-
tener en observación a una paciente durante un embarazo
posterior. Puesto que en estas circunstancias la mujer a
quien se ha hecho cesárea, por tener la pelvis contraída
en su parte media, podría morir por rotura del útero en
un embarazo posterior, está indicado practicar la sinfi-
siotomia en tal caso, en un intento de aumentar lo bas-
tante la pelvis para permitir el parto por vía vaginal en un
embarazo posterior.» (Rendleshort). (El subrayado es
mío.) 3
Como se ve, lo importante es que la mujer esté siempre
preparada para reproducirse. En África, entre otros lugares,
donde no hay médicos que puedan vigilar a una mujer
en un segundo embarazo, se practica a menudo la sinfisio-
tomia para evitar que pueda morir por rotura de útero en
las sucesivas maternidades. Lo que no se intenta evitar es
que siga pariendo.
Su tarea reproductora sigue siendo tan necesaria e im-
portante como lo fue en tiempos pasados. Si la asepsia,
los analgésicos y la cirugía han aliviado algo los sufri-
mientos y el riesgo de muerte materna, no por ello la
mujer deja de estar condicionada a su principal trabajo:
traer hijos al mundo en el número impuesto por las ne-

3. Hellman, ob. cit., pág. 990.

300
cesidades de la sociedad en que se halle. Sin tratar de las
condiciones en que se realizan los partos en el Tercer
Mundo, cuyos datos son ignorados, las historias que ilus-
tran nuestras Maternidades occidentales, sirven para com-
prender cómo nuestra mujer europea continúa condicio-
nada en su desarrollo personal y social, por la tarea ma-
ternal.
El material accesible es inconmensurable. Todas las
mujeres de nuestra latitud pueden proporcionar una u
otra anécdota, elevada a veces a la categoría de tragedia,
sobre su experiencia de reproductora. Para relatar aquí los
casos que me han contado, precisaría otro tomo. Los
datos aportados por Marx respecto a la vida y condiciones
de trabajo de los obreros ingleses, resultan pobre anéc-
dota en comparación con el material recopilado sobre el
tema que me ocupa.
Baste algunas muestras, recogidas unas de los medios
de información y otras del testimonio directo.
El doctor Badía, del Hospital de San Pablo de Bar-
celona, tuvo la amabilidad de relatarme las condiciones
actuales en que paren las mujeres de nuestra ciudad. Es
imprescindible aclarar que la mayoría de las tratadas por
su servicio y por él mismo, pertenecen a familias mediana-
mente acomodadas, o por lo menos ubicadas en un medio
urbano industrial y poblado. Respecto a las zonas rurales
o capitales de provincia de regiones desérticas, atrasadas
o faltas de tecnología y de servicios médicos donde todavía
se cuenta la mitad de la población española, el doctor
manifiesta su desconocimiento y preocupación.
Después de relatar las dificultades que puede sufrir
una mujer para el parto, Badía corrobora la necesidad de
resolver mediante cesárea todas aquellas deficiencias pro-
ducidas por una pelvis raquítica, plana, malformaciones
óseas, lo que, como dice, «se establece en lo que se ha
dado en llamar, en una especie de cajón de sastre donde
todo queda incluido, "la desproporción pelvifetal".
«Causas que son inherentes y que siempre serán perma-
nentes. Toda madre con una pelvis plana raquítica, una de-
formación ósea o una mujer que tenga una malformación
física a este nivel, siempre va a tener que dar a luz por
una vía alta, o sea una cesárea.»
Las anormalidades relatadas se producen frecuente-
mente en una medida indeterminada, puesto que en Es-
paña no existen estadísticas de este término. Badía esti-

301
ma que pueden producirse en uno de cada diez mil o vein-
te mil partos. Respecto a la mortalidad fetal, muy supe-
rior, se encuentra en un 2 ó 3 por mil.
«La mortalidad materna producida por tanto por di-
chas anomalías, puede tener solución en Barcelona, ciudad,
en partos vigilados en instituciones hospitalarias adecua-
das. Y en estos casos la cesárea en sí misma no ofrece
apenas complicación alguna; el peligro deriva mucho más
frecuentemente de las complicaciones interparto o post-
parto, tales como hemorragias postparto, atonías uteri-
nas, trastornos de coagulación sanguínea en la mujer, que
después del parto, al quedar toda la parte de la matriz
completamente desvitalizada, al desprenderse la placenta,
la mujer tiene una hemorragia incoercible y si el médico
no está muy avezado y preparado y no hace inmediata-
mente una intervención radical, quitando la matriz, la mu-
jer puede morir rápidamente por anemia aguda.»
En consecuencia hoy la madre puede sobrevivir a com-
plicaciones imprevisibles, incurables hace pocos años, pero
siempre a costa de una mutilación. Ni la cesárea ni la his-
terectomía, tantas veces practicada para salvar la vida de
la madre, dejan a la mujer igual que antes de dar a luz.
Contabilizando los meses de inactividad forzosa por un
embarazo adelantado, el trauma de una intervención en
caso de histerectomía inmediata a la cesárea —lo que son
dos intervenciones sucesivas— el período de recuperación
imprescindible y las molestias y trastornos irreversibles
de la mutilación, ¿qué valor tiene esa reproducción? ¿cuán-
to plus trabajo ha invertido la mujer en un solo hijo,
que en numerosas ocasiones, ante tantas dificultades en
el parto tiene muchas probabilidades de morir o de que-
dar inválido por causas congénitas: subnormalidad, pará-
lisis cerebral, epilepsia, lesiones varias?
Nadie ha calculado la inversión en tiempo, en sufri-
miento, en consecuencias físicas, que tiene para la mujer
su trabajo de reproductora. Nadie por tanto lo ha valora-
do, y en consecuencia esta forma de producción sigue
realizándose gratis. La mujer debe sentirse recompensada
solamente por «la dicha» de haber cumplido «su destino
materno». No existe producción más barata.
«En poblaciones pequeñas, donde no hay servicios hos-
pitalarios, la mortalidad materna y perínatal tiene que ser
mucho más elevada, e incluso yo diría que tiene que ha-
ber una desproporción extraordinaria en la misma Bar-

302
celona capital, o Madrid capital, porque todavía se practi-
can una cantidad extraordinaria de partos por el procedi-
miento antiguo. A pesar de que los partos domiciliarios
han desaparecido prácticamente todos, todavía hay un
gran número que se hacen simplemente con las comadro-
nas solas, de tal modo que cuando se produce una com-
plicación durante el parto, no previsible, hasta que no avi-
sa al médico y llega todo el equipo a la clínica o al hospi-
tal donde está, pues... puede suceder todo, naturalmente.»
«Hay que plantearse el problema de pensar que toda-
vía en muchos pueblos y en muchas ciudades de menos
de 50.000 habitantes, o menos incluso, no hay servicios
incluso ni de matronas, y en las cuales, la misma Seguri-
dad Social tiene la asistencia de maternidad en manos
del médico de cabecera o en manos del practicante de la
zona, y aquel, con una experiencia de obstetricia práctica-
mente nula, tiene la misma experiencia que podría tener
la matrona antigua de los pueblos, en que la "comadrona"
era la persona que más partos había tenido o más hijos
había dado al mundo, y aquélla era toda su experiencia
en este sentido,
»Un parto no asistido por un médico y personal espe-
cializado y con las posibilidades hospitalarias, el llamado
"parto natural" en el que la mujer sola puede parir, lle-
garía casi a un 50 % de problemas de morbilidad, no de
mortalidad, sino de morbilidad, o sea de complicaciones,
—algunas de ellas serían de mortalidad, pero en otras no
serían mortales—, como la aparición de desgarros y una
cantidad de problemas que podría plantear, que no se-
rían inmediatos pero sí que serían a posteriori, en el sen-
tido de vejigas urinarias descolgadas, prolapsos, inconti-
nencias de orina, desgarros de recto, etc., que se pueden
plantear por el simple procedimiento de apretar cuando
te da el dolor de la contracción del parto, abriendo las
piernas y esperando lo que salga. O revienta o sale.
»No es posible dejar que las mujeres den a luz solas
porque es un método natural, como dicen, y cualquier
mujer, puede dar a luz con la ayuda de la madre o de
alguien, o a solas, como hay tantas por los pueblos y los
campos. Esto en la medicina moderna no se concibe,
como no se concibe, pues, esperar la curación espontánea
de muchos tipos de enfermedades.
»Hoy en día dejar el parto al libre desarrollo de la na-
turaleza, no se concibe, porque lo que se aumenta son las

303
tasas de mortalidad y de morbilidad. Y como a lo que
vamos es a intentar prolongar la vida de las personas y el
mayor grado de bienestar posible, considero que es una
cosa obligatoria por parte del personal que esté conve-
nientemente entrenado.
»Antes el médico, en el parto, se limitaba a ver desarro-
llarse los acontecimientos y estar simplemente escuchan-
do los latidos de corazón del feto y veía si la cosa iba
bien o menos bien. En aquella época todavía existían una
serie de instrumentos, uno de ellos era el basiotribo que
era un instrumento que era feticida, que servía para ma-
tar al crío, cuando el crío no podía salir, y se ponía en
peligro a la madre.
»Por otro lado existen una serie de enfermedades de
la madre, que prácticamente es de desaconsejar que ésta
tenga gestaciones, porque el embarazo le va a poner en
unas condiciones de gran peligro y la integridad física
suya puede fallar. Tales como determinado tipo de enfer-
medades de corazón, cardiopatías descompensadas, enfer-
medades de tipo renal, porque el riñon ejerce una gran
función durante el mecanismo del embarazo, una mujer
con una nefritis, o que tuviera que hacer diálisis renal, etc.,
estaría contraindicado totalmente tener gestaciones. Pero,
no sé hasta qué punto de vista legal se podría impedir
esto, se podría interferir el deseo de la persona de que a
pesar de... Lo que habría que hacer es un reconocimiento
previo, prematrimonial de la pareja, entonces a este nivel
ya podríamos descartar a una serie de mujeres, las cuales
por su afectación física o incluso afectación psíquica, po-
dría ser una mujer esquizofrénica o una mujer paranoica,
en las cuales también estaría completamente contraindi-
cado el embarazo. Precisamente en la ley inglesa uno de
los condicionantes que facilita la práctica del aborto, es
la emisión de un juicio médico de dos profesionales, en el
que determinan que a aquella mujer la gestación le causa
un trauma psíquico lo suficientemente justificado para
interrumpir el embarazo. Entonces hay una serie de mu-
jeres a las que de antemano se las tendría que avisar,
desaconsejarles. Lo que no se puede hacer es prohibirles.
«Aproximadamente, puesto que nunca existen estadís-
ticas, un dos por mil de las mujeres sufren graves anoma-
lías físicas o psíquicas que hacen desaconsejable que
gesten.»
Todos los autores remarcan que la tasa de mortalidad
304
por parto en USA ha sido una de las que más ha descen-
dido en los últimos años. En 1920-24, de cada cien mil
nacimientos, 690 muertes se producían debido a proble-
mas durante el embarazo y el parto.
En 1940, 376 muertes, 37 en 1960 y 15 en 1973. En 1971
el riesgo de mortalidad materna era más bajo en edades
comprendidas entre los 20 y los 24 años. Más alta en mu-
jeres menores de 20 años y para aquellas entre 25 y 29
años. De 30 años en adelante, y de más edad, mayor ries-
go. Entre 40 y 44 años la tasa de mortalidad materna era
nueve veces la tasa de 20 a 24 años.
Pero no poseemos datos de las mujeres castradas, in-
válidas, enfermas crónicas o periódicas, en que se han
convertido las madres salvadas de la muerte por una ope-
ración quirúrgica realizada a tiempo. El material de dese-
cho femenino no se cuenta. Siempre la peculiar mentali-
dad de los médicos les lleva a contar como éxitos los en-
fermos salvados de la muerte, a costa de graves mutila-
ciones o de secuelas irreversibles que los convierten en
enfermos crónicos, pero cuando se trata de mujeres el
tríunfalismo médico no tiene límites. Contabilidad por
otro lado consecuente, puesto que las madres no valen
nada, y aquellas imposibilitadas de seguir reproduciéndo-
se serán sustituidas inmediatamente por las que puedan
suplirlas.
Las noticias de prensa proporcionan, por otra parte,
un material curioso e ilustrativo de las atrocidades a que
la mujer se ve sujeta en su tarea reproductora. Ninguna
excusa, ningún argumento, ninguna defensa se esgrime
para evitarle a las mujeres los horrores de u n parto dis-
tócico concluido en el nacimiento de un monstruo.
En nuestro país, donde hasta el aborto terapéutico se
halla rigurosamente prohibido, tales atrocidades se pro-
ducen diariamente. Pero no sólo no se evita el nacimiento
de un subnormal, de los que en España tenemos censa-
dos 300.000, la mayoría por causas congénitas o heredita-
rias, sino que absurdos tales como la historia de María
Elena Guidón, francesa de 20 años que dio a luz en enero
de 1979, quintillizos en el sexto mes de embarazo, son re-
cogidos por la prensa como caso de feria, en la crónica
de sucesos.
«El parto múltiple —añade— requirió cesárea y se
llevó a cabo en el Hospital de Nancy, sección maternal.

305
Los niños permanecen en incubadoras y se espera que
sobrevivirán.»
Nada se dice —y jamás sabremos— del estado en que
sobrevivirán y mucho menos del estado de la madre, des-
pués de semejante experiencia y de que, tarados o nor-
males, le entreguen, pasado el tiempo, los cinco niños
para que los cuide.
La crónica negra de los monstruos nacidos de mujer
sirve para divertir el ocio de los perturbados lectores de
la prensa amarilla. Nada más. De las víctimas, madres
de semepantes desechos humanos, destrozadas física y
psíquicamente, después de haber traído al mundo una
criatura deforme, imbécil o tullida, entregada a sus brazos
con la exigencia además de su cariño, nadie ha hablado
jamás. Los niños talidómicos —lisiados a consecuencia
de la ingestión por la madre cuando se hallaba embaraza-
da, de un tranquilizante que contenía talidomida que
ocasionó la deformación y mutilación del feto— han
cumplido 20 años. Y la inmunda prensa sensacionalis-
ta les ha dedicado varios números extraordinarios. Las fo-
tografías hablan por sí solas.
Pero el derecho a la vida, a esa vida del monstruo y
de su madre, es inalienable, intangible. Por mantener con
respiración y latidos cardíacos a esas criaturas, las ma-
dres deben sacrificar su vida de seres humanos conscien-
tes. La única que poseen.
Ya sé que esta argumentación es válida para que me
contesten que el aborto terapéutico es un derecho esta-
blecido en todos los países del mundo civilizado, y que
sólo en la atrasada España todavía no se h a concedido,
aunque no transcurrirán muchos años sin conseguirlo.
Dejando aparte las consideraciones oportunas sobre los
hijos y las madres españolas que vivan en los años
que deberán transcurrir antes de conseguir tan ele-
mental derecho, el riesgo de malformaciones, subnor-
malidades e invalideces no puede ser previsto entera-
mente antes del parto. Todavía no existe mecanismo exac-
to para detectar un mongólico, un subnormal profundo o
con parálisis cerebral, por anomalías diversas durante la
gestación. Por tanto, un porcentaje importante de ma-
dres deben arriesgarse a recibir en sus brazos, después
del parto o de la cesárea, un monstruo humano a quien
deberán cuidar y amar. Porque reivindicar el infantici-
dio eugenésico resulta demasiado peligroso.

306
Y en cuanto al aborto en sí mismo, no se puede defen-
der como solución única. Ni el aborto es un placer para la
mujer, aunque se realice en las mejores condiciones sanita-
rias, ni resulta «práctico» embarazarse sucesivamente para
abortar a continuación. Ningún fabricante defendería una
rama de la producción que tuviese que destruir continua-
mente parte del producto, con un alto riesgo además para
la seguridad de los trabajadores. Y sobre todo, estos últi-
mos, se negarían rotundamente.
Otras investigaciones sobre el tema nos tranquilizan
diciendo que dentro de un decenio se podrán efectuar
operaciones quirúrgicas en un feto, según recientes decla-
raciones del profesor australiano E. R. Owen.
Según el profesor «la cirugía intrauterina constituye
un campo de investigación extraordinario y se preveen
enormes posibilidades en la reparación de malformacio-
nes de los embriones humanos en el claustro materno.
Estas operaciones podrán remediar malformaciones car-
díacas, pulmonares o vasculares, hernias y otras, como el
labio leporino. Pero sobre todo se podrán evitar los abor-
tos que estas deformaciones producen». (Mundo Diario,
Barcelona, 3 y 4 de abril 1979.)
¡Magnífico! Ya tenemos un argumento más para evi-
tar y prohibir el aborto. Y en consecuencia al avance de
la ciencia, las madres ya no sólo sufrirán las molestias
del embarazo, los dolores y complicaciones del parto y
de la lactancia, sino que además deberán someterse a
operaciones quirúrgicas del feto, para evitar el aborto o
el nacimiento de un tarado. Claro que entendiendo que,
una vez hecha la inversión de la reproducción, más vale
producir un buen resultado que perderlo o sacarlo estro-
peado, es lógica la conclusión del doctor Owen. Pero
¿cuándo las mujeres dejaremos de parir? Ni bien, ni mal,
ni a mayor gloria de la madre, ni del padre, ni del Es-
tado...

307
CAPÍTULO VIII
LA TESIS FEMINISTA

Ni siquiera lo pretenden las feministas.


En un momento clave de la historia del hombre: la
implantación del modo de producción capitalista que con-
llevaba las guerras de Independencia americanas, la abo-
lición de la esclavitud, la Revolución Francesa, el Colonia-
lismo, aparecen los primeros movimientos feministas.
En ese momento las reivindicaciones de las sufragis-
tas sólo pretenden conseguir para la mujer derechos civi-
les, laborales y políticos, parejos a los que disfrutaba
el hombre, pero el enemigo siempre reticente a cualquier
avance se niega a toda mejora de la condición femenina,
oponiendo como razonamiento supremo las cargas inevi-
tables que conlleva para ella su sagrada misión material.
De todos son conocidos los argumentos reaccionarios
sobre el absentismo laboral de las mujeres a causa de sus
menstruaciones, de sus partos y de sus crianzas, argumen-
tos utilizados para defender la imposibilidad de conceder-
les derechos laborales iguales al hombre. Bombardeadas
con esta propaganda las feministas han utilizado para su
defensa el argumento de que la mujer nunca ha dejado de
cumplir con su obligación reproductora. Para las esclavas,
para las siervas, para las proletarias no ha habido com-
pasión ni desigualdad en el momento de parir. Tanto las
campesinas medievales como las obreras decimonónicas,
han trabajado al mismo ritmo que los hombres reali-
zando una producción idéntica en número y en valor, y
han parido y criado niños, deteniéndose a ello a veces
sólo unas pocas horas, con lo que apenas interrumpían su
trabajo. En consecuencia la feminista pregunta: «¿A qué
tanto grito indignado porque además de segar y de hilar,

308
queremos defender en los Tribunales y operar en los qui-
rófanos? Somos capaces de producir igual que los hom-
bres, y no por ello dejaremos de parir y de criar la espe-
cie. Valemos por tanto, igual que un hombre, y además
nos reproducimos, de lo que nos sentimos muy orgullo-
sas.»
Resulta casi incomprensible que los hombres tardaran
un siglo en convencerse de la bondad de tales argumen-
tos, y más aún, que no entendieran las grandes ventajas
que podían sacar de la nueva ideología femenina. Si las
mujeres estaban dispuestas a cultivar los campos y a tra-
bajar en las fábricas y a limpiar la casa y a parir niños y
a cuidarlos para demostrarles a los hombres que eran ca-
paces de todo ello, ¿por qué no darles a cambio la posi-
bilidad de que alguna se graduase en leyes o en matemá-
ticas o impartiese lecciones o estudiase el átomo? El cam-
bio resultaba evidentemente ventajoso para los hombres.
Pero sólo ellos se han dado cuenta. Las mujeres siguen
argumentando igual que sus abuelas para conseguir un es-
caño en el Parlamento y una cátedra en la Universidad.
Los dirigentes de la Unión Soviética fueron los prime-
ros que comprendieron los grandes beneficios que les re-
portaría acceder a las tímidas reivindicaciones feminis-
tas. Los primeros decretos socialistas establecieron la
igualdad absoluta entre ambos sexos, y en consecuencia
todas las mujeres se pusieron a picar piedra y a conducir
tractores... sin dejar de parir. Y con unos cuantos pues-
tos en los soviets y unos cuantos títulos de médicos y de
ingeniero, tuvieron resueltos todos los problemas que más
tarde iba a plantear el movimiento feminista en los de-
más países.
Todavía se siguen utilizando los mismos argumen-
tos de nuestras precursoras las sufragistas. En 1981 esta-
mos cumpliendo únicamente el testamento sufragista. Por
ello el movimiento feminista desanda en poco tiempo lo
que ha costado avanzar años. ¿Quién no recuerda haber
oído, y, ¡oh, inocencia! haber defendido también, la posi-
bilidad de que las mujeres accedamos a todos los traba-
jos, en todas las categorías, sin dejar de cumplir nuestra
principal obligación: ser madres? Mejor sería preguntar:
¿Es que alguna feminista se atreve a defender que las
mujeres no deben reproducirse si quieren participar en
el mundo profesional al mismo nivel que los hombres? En
ningún momento de la lucha feminista ha surgido la polé-

309
mica, tal como debía ser planteada. Si hemos de trabajar
la tierra y cuidar el ganado, y atender los telares y los
hornos, y picar piedra en las carreteras y conducir los
tractores, y enseñar en los colegios y curar los enfermos
y diseñar los puentes, NO PODEMOS SEGUIR PA-
RIENDO.
Espantosa idea que aterroriza hasta el más revolucio-
nario. En consecuencia, si no podemos reivindicar acabar
de una vez con la reproducción natural, hemos de redu-
cirnos a la conocida alternativa:
O nos limitamos a parir, a criar, a cuidar la casa y a
alquilar nuestro sexo a uno o a varios hombres... O, ade-
más de reproducirnos como siempre, cuidemos, demos
placer a los hombres y demostremos que somos capaces
de producir y de estudiar y de enseñar y de trabajar asa-
lariadamente. Con lo que las que han escogido este último
camino se agotan en plena juventud, se sienten injusta-
mente tratadas sin saber por qué, y en pocos años se
convierten en pasto de psiquiatras y de caricaturas malé-
volas por parte de los humoristas masculinos.
En Caracas (Venezuela), hablando con una joven abo-
gada, funcionaría del Ministerio de Justicia, divorciada,
madre de dos hijos y feminista, me comentó muy preo-
cupada —en realidad se hallaba al borde de una grave
depresión nerviosa—: «Yo empiezo a pensar que nos
han engañado con esto de la liberación de la mujer. Yo
trabajo ocho o diez horas en el bufete y en el Ministerio,
tengo que cuidar de mis hijos y resolverles todos los pro-
blemas, atender algo mi casa y no he recibido de mi mari-
do más que una pensión ridicula, que no sirve ni para
pagar el colegio de los niños... Pero si no actuara así me
sentiría avergonzada de no cumplir como una mujer eman-
cipada y todas mis amigas me criticarían... En cambio
mi madre, cuando se divorció, como demostró que no tra-
bajaba, consiguió una sustanciosa pensión alimenticia con
la que nos mantuvo a mi hermano y a mí... Claro, ya sé
que ella no era feminista... pero yo me encuentro ago-
tada...»
La razón de esta mujer, que es la de miles iguales a
ella que pretenden conseguir lo que ningún ser humano
ha logrado hasta ahora, trabajar por cuatro cada una, no
es atendida. A las que dejan su trabajo o su profesión
cuando se casan, y sobre todo cuando empiezan a tener
hijos, se las trata de alienadas y de falta de conciencia

310
feminista. Incluso cuando su trabajo asalariado es repe-
titivo, monótono, agotador y poco remunerado. Pero a la
cuestión que las agobia:
¿Cómo atender mi casa y mis hijos y trabajar además
fuera del hogar igual que un hombre?, no se las responde
jamás que ESO ES IMPOSIBLE. Que no hay ningún ser
viviente que pueda realizar las tareas de tres personas
cada día, con plena eficacia, sin agotarse físicamente. Y que
por lo tanto, enfrentadas con la alternativa de seguir
viviendo y reproduciéndose como las demás hembras ma-
míferas, o de adquirir el «status» de persona, deben es-
coger de una vez por todas por la segunda.
Pero eso sería realizar la más importante revolución.
Y las revoluciones siempre dan miedo.
Por ello las feministas siguen jurando que pueden tra-
bajar y tener hijos, que pueden cuidar de su casa y de su
marido y ser buenas profesionales, que quieren ser ma-
dres y amas de casa y abogadas o médicas o arquitectas
u obreras. Para conseguirlo a plena satisfacción de todos
—afirman— sólo hace falta que los hombres sean com-
prensivos y algo generosos: que pongan la mesa, hagan
la compra, bañen al niño y den el biberón a los recién
nacidos. Ninguna añade que para completar su solidari-
dad deberían también parir. Los niños pares o los impa-
res. Pero los suficientes para que la situación se igualara
de una vez en serio.
Porque ninguna mujer profesional puede contar con
que su puesto de trabajo será sustituido por sus compa-
ñeros, sin disgusto ni inconveniente, cuando ella tenga que
descansar antes del parto, alumbrar y reponerse. A nin-
gún profesional le es permitido dejar de estudiar los nue-
vos avances de su profesión, de estar al día de aconteci-
mientos y descubrimientos que forman el acervo de su
profesión. Tres, cuatro embarazos y crianzas, le suponen
a cualquier mujer, como mínimo, seis meses de incapacidad
laboral por cada uno. Y si los hijos se producen en cor-
tos espacios de tiempo, apenas acaba de reintegrarse al
trabajo, se ve de nuevo obligada a interrumpirlo. 24 meses
de interrupción, seguidos o salteados, en la época más
determinante de su formación profesional, implica nece-
sariamente una desventaja respecto a sus competidores
varones. Desventaja que se le cuenta toda la vida, entre
sonrisas compasivas y razonamientos paternalistas, que
lucha por salvar a costa de u n sobreesfuerzo que ningún

311
hombre tiene que realizar. La igualdad es imposible. Y na-
turalmente sin incluir aquí el tiempo de cuidados y de
crianza que esos hijos le supondrían, aun en una sociedad
que disponga de servicios de guarderías, de lavanderías y de
comedores baratos.
Por ello, cuando Evelyn Sullerot insiste: «No fue sino
cuando las ideas democráticas empezaron a propagarse, en
el siglo xviil, que se reparó en que el inconveniente de los
embarazos podía invocarse para negar a las mujeres el
sufragio universal. Este argumento le hizo decir a Con-
dorcet: "Afirmar que una mujer debe quedar excluida
de las funciones públicas a causa de sus ligeras indispo-
siciones mensuales o de un posible embarazo, es tanto
como decir que también se apartará a todos los hombres
que tienen la tendencia a resfriarse y a los que tienen la
gota", 1 no repara en la endeblez del razonamiento de Con-
dorcet, que por otro lado agradecemos en lo que de bue-
na intención tiene a favor de nuestro sexo. Porque si
bien es cierto que apartar a las mujeres del derecho del
sufragio en razón de sus embarazos no demuestra más
que la extrema mala fe de los hombres, ya que las elec-
ciones no se repiten en el mismo país con la frecuencia
que impediría a cualquier mujer acudir a votar, y que esa
mala fe sólo estaba dictada por el miedo de aquellos
hombres que creyeron ver acabado su poder por el solo
ejercicio del sufragio femenino, la situación no es com-
parable cuando se trata del ejercicio de una profesión, de
cuanta más responsabilidad tiene más agotadora y exigen-
te es con las fuerzas de la mujer.
Condorcet no tiene en cuenta, por su buen deseo de
defendernos, que el género masculino no se halla condi-
cionado por sus continuos ataques de gota ni de resfria-
dos. Y que cuando argumenta que excluir a una mujer
de las funciones públicas a causa de un posible embarazo
es tanto como decir que se apartará a los hombres que
tienen tendencia a resfriarse, está comparando términos
desiguales. Las mujeres no están expuesta a «posibles
embarazos», sino que están obligadas a tener un número
mínimo de embarazos y de partos, y muchos más en la
época de Condorcet en que la mortalidad materna y la
perinatal era muy superior a la actual. De tal modo, que
mientras los resfriados son no queridos, evitados y com-

1. Historia y sociología, pág. 102.

312
batidos por la lucha constante de la medicina contra la
enfermedad, los embarazos son deseados, obligados y ne-
cesarios para la conservación de la especie, y aunque en
determinados países, los menos, la superabundancia de
personas obliga a reducir el número de nacimientos, ni
estos pueden erradicarse completamente como los resfria-
dos, ya que la nación se acabaría, ni en muchos otros,
donde la escasa población es origen de atraso o temor de
retroceso en el futuro, se puede limitar la natalidad so
pena de continuar el empobrecimiento del país.
En la hipótesis de Condorcet, como en la tesis de Evelyn
Sullerot, lo que se entiende es que tanto uno como otra,
solamente piensan en un número reducido de mujeres
que por su instrucción y su situación económica podrían
acceder a las funciones públicas y políticas, y a las que se
apartó durante muchos años, con la excusa de sus preñe-
ces. Pero Evelyn Sullerot tampoco completa su argumen-
tación explicándonos por qué, cuando la legislación de
casi todos los países occidentales ha igualado los derechos
políticos de la mujer a los del hombre, apenas encon-
tramos mujeres que ocupen puestos de verdadera rele-
vancia y categoría en los organismos de poder.
La investigación rigurosa de la vida y circunstancias
personales de las mujeres que han tenido y tienen un pues-
to público de importancia, nos enseñaría más que todas
las elucubraciones idealistas de nuestras feministas. Si
Golda Meir, Indira Gandhi, Bandaranaike, Margaret Tat-
cher, Simone Weil, Francoise Giraud, y pocas más pode-
mos contar que dediquen su tiempo y sus energías a una
actividad política, pueden entregarse completamente e
ininterrumpidamente a su labor pública, es o porque han
renunciado desde siempre al placer de reproducirse, o
lo hicieron rápidamente antes de empezar su carrera pro-
fesional. Lo que no resulta bien nunca es dejar una cam-
paña electoral, el debate de un proyecto de ley, o la agita-
ción partidista, para esperar los últimos meses de emba-
razo, el parto y el mes primero de crianza, aunque sólo sea
una vez en toda la vida. Porque la interrupción de su
carrera sólo da ventajas a sus competidores masculinos.
En cuanto al resto de mujeres, todas las demás, que
han arrastrado el «handicap» de sus maternidades al mismo
tiempo que debían cumplir con una tarea profesional, o
han renunciado pronto a tan desigual batalla con los hom-
bres, o se han agotado injustamente mientras sus riva-

313
les hombres disfrutaban de ventajas que a ellas les esta-
ban vedadas. Defender este género de vida para nuestras
mujeres, actuales y futuras, es seguir manteniendo la ex-
plotación reproductora femenina, que sólo proporciona
beneficios al hombre.

314
CUARTA PARTE

EL VALOR DEL HIJO


FUERZA DE TRABAJO
SIRVIENTE Y HEREDERO
CAPÍTULO I
EL VALOR DE CAMBIO Y EL VALOR
DE USO DEL HIJO

«Los economistas proceden de un modo extravagante.


Para ellos no hay más que dos clases de instituciones, las
artificiales y las naturales. Las instituciones del feudalis-
mo son artificiales, las de la burguesía naturales. En eso
se parecen a los teólogos, que distinguen también entre
dos clases de religiones. Toda religión que no sea la suya
es un invento humano, mientras que su propia religión es
una revelación divina.»'
Tras nueve meses de gestación y los sufrimientos del
parto, una mujer pone en el mundo una nueva cría huma-
na. Lo que se ha dado en llamar un hijo. Un cachorro dé-
bil, incapaz de subsistir por sí mismo durante muchos
años, al que hay que alimentar, limpiar y educar paciente
y minuciosamente para lograr hacer de él, en no menos de
diez o doce años, un ser útil a la sociedad.
Pues bien, la mujer que ha soportado nueve meses de
molestias y enfermedades y se ha reventado en el terrible
esfuerzo del parto; que ha alimentado, limpiado, ense-
ñado a comer y a defecar, a vestirse y a hablar, a estudiar y
trabajar, a su hijo, no ha hecho nada. Nunca se viera
mayor extravagancia que ésta. No existe tarea menos re-
conocida. Ni el minero que extrae material de la mina, me-
diante el cobro de su salario, la exigencia de horario li-
mitado, vacaciones pagadas y seguros sociales, ni el artis-
ta que es reconocido su esfuerzo en la realización de su
obra, valorada en cantidades muy superiores al de cual-
quier otro trabajo en razón de su creatividad, contribuyen
al adelanto y bienestar sociales en igual medida que las
1. Marx, Carlos, El capital. Ed. Grijalbo. Barcelona 1976, pág. 92.

317
mujeres que producen hijos todos los días. La fuerza
de trabajo es la principal producción de todas las socie-
dades. Y a ellas no se las retribuyen de manera alguna.
Veamos, pues, cuál es el verdadero valor de ese produc-
to ignorado hasta ahora, enterrado bajo el basurero de
palabrería que se ha descargado sobre él. Palabrería ex-
travagante, sensiblera, lacrimógena o criminal, que to-
dos: religiosos, economistas, sociólogos y políticos, le de-
dican periódicamente, con el único propósito de seguir
convenciendo a las mujeres de que su tarea reproductiva
es en realidad una vocación agradable o un entretenimien-
to gratuito.
En todas las sociedades el hijo, producto básico de la
tarea femenina, posee tres valores: como fuerza de tra-
bajo, como sirviente y como heredero del apellido y de
los bienes del padre.
En una sociedad capitalista, cuyo análisis me ocupa
gran parte de esta obra (para ahondar en las socieda-
des precapitalistas véase el primer tomo 2 ), la princi-
pal mercancía es la fuerza de trabajo humana. Y todo
trabajador es primero, y antes de convertirse en asalariado
del capital, un niño y más tarde un adolescente, produci-
do, mantenido y socializado por la madre. Esta venta de
la fuerza de trabajo humana, sólo puede realizarse cuando
éste, por su edad y preparación laboral, puede realizar un
trabajo productivo y socialmente útil.
En las sociedades precapitalistas ya hemos visto como
el hijo es en sí mismo una mercancía. La enajenación de
su persona no implica únicamente la venta de su fuerza
de trabajo por un período de tiempo determinado y pac-
tado de antemano. El hijo pertenece en propiedad al pa-
dre que puede utilizarle como trabajador, como sirviente,
como mercancía vendida al mejor postor. Es el esclavito
de por vida o por un período de tiempo determinado. Su
cuerpo, su capacidad intelectiva, su tiempo, todo pertene-
ce a su amo. El valor de su trabajo será el de su estricta
manutención durante el tiempo que el amo desee que so-
breviva, y sus relaciones de producción con este amo, que
dispone de su vida y de su supervivencia, le alienan total-
mente. Del primer propietario del hijo, el padre, la pose-
sión pasará al nuevo amo y el precio pagado es general-

2, La mujer como clase social. El modo de producción domés-


tico,

318
mente tan bajo como se puede pensar, teniendo en cuenta
que el productor del hijo, la madre, lo fabrica gratis, y
que del plus trabajo empleado en su reproducción se
apropia legalmente, sin gasto alguno, el padre.
Por lo dicho ya en el I tomo no repito las leyes que
rigen la reproducción. Baste recordar que tanto en el ca-
pitalismo, como en el precapitalismo, la reproducción cons-
tituye un proceso de producción peculiar, distinto de to-
dos los restantes, que posee sus leyes propias, invariables
a través de los siglos. Ni el capitalismo ha conseguido mo-
dificar sus leyes. La reproducción en un país capitalista
no se realiza para la venta continuada de hijos como mer-
cancías, pero sigue siendo fundamental para la renova-
ción de la fuerza de trabajo. 3
El padre es el propietario inmediato del hijo recién
nacido, y sobre él han de transcurrir los años precisos
para que adquiera la preparación personal y laboral su-
ficiente para vender su fuerza de trabajo al capitalista.
Ese padre apenas realiza una pequeña inversión en alimen-
tos para sustentar al hijo y permitirle crecer. Pequeñísi-
ma si se tiene en cuenta que las madres amamantan a sus
hijos en el 90 % de la superficie terrestre, y que en ese
mismo porcentaje de países, el niño realiza unos servicios
estimables apenas se tiene en pie. De tal modo el padre
se resarce rápidamente de la inversión de los primeros
años, suponiendo que la haya hecho, ya que las mujeres
son las principales productoras de alimentos en las comu-
nidades domésticas, como ya hemos visto, apropiándo-
se del plus trabajo del hijo como sirviente durante
la infancia y la adolescencia, y ya en la adultez, se
servirá de él para que le cuide en la ancianidad y la
muerte. A partir de la adolescencia hasta su mayoría
de edad el padre será quien venda al capital la fuerza de
trabajo del hijo, y se apropiará de los ingresos que aquel
obtenga de su trabajo asalariado, apropiándose de una
parte del plus trabajo del hijo —ya exiguo por el robo a
que le ha sometido el capital— aunque sea a costa de
reducir la calidad de su manutención y de su educación.
El hijo por tanto posee tres valores propios: como
fuerza de trabajo para el capital, como sirviente del pa-
dre y como heredero de los bienes y del apellido del pa-

3. Ver tomo I. La mujer como clase social. Trabajo excedente:


reproducción.

319
dre. Las leyes peculiares que rigen la productividad so-
cial del hijo son las siguientes:
1.a El hijo tiene un valor de uso o de cambio desde
el mismo momento en que nace, valor del que se apropia
el padre en beneficio propio.
2.a La propiedad del hijo a favor del padre en los
primeros años, significa en un país precapitalista la pro-
piedad total de su persona. El padre tiene derecho a la
vida de sus hijos, y no únicamente a su fuerza de trabajo.
El padre puede venderle como esclavo y apropiarse de los
ingresos que le proporcione su venta. Éste es el valor de
cambio más completo.
4.a En un país capitalista el padre tiene sólo derecho
de vasallaje sobre el hijo. No puede disponer de toda su
persona, pero sí de sus servicios, y para obtener los mejo-
res rendimientos de los mismos recurre a la coacción
física, legalmente permitida por el Estado. El derecho del
padre a castigar, dirigir y educar a sus hijos, está recono-
cido y protegido por el Estado, al que le interesa mante-
nerlo puesto que al mismo tiempo que el padre dispone
del hijo, lo educa para proporcionar el mejor rendimiento
a la sociedad. Y cuanto más perfectamente consiga socia-
lizar a sus hijos, y mejor cumplan éstos su función, con
entera sumisión a las normas dominantes, más rendimien-
to obtendrá de ellos el padre.
4.a En el tiempo en que el hijo no puede proporcionar
al padre ningún beneficio, es preciso realizar alguna in-
versión en él para conservarlo con vida. Ya hemos visto
que la inversión que realiza el padre es muy inferior a la
que realiza la madre y en muchos casos nula con lo que
los beneficios que obtiene aquel son casi netos.

I, El hijo como fuerza de trabajo social

El valor del hijo como fuerza de trabajo no es solamen-


te el valor de cambio de su fuerza de trabajo vendida al
capital, es el valor que poseen todos los individuos como
fuerza de trabajo en la sociedad. El primer rendimiento
que exige del ser humano la sociedad es el de realizar un
trabajo útil y productivo. El segundo es el de reproducirse
a su vez.
El hijo tiene por tanto un valor social del que tanto el
padre como el Estado obtiene un beneficio determinado

320
según el modo de producción dominante. Si se trata del
modo de producción esclavista, el hijo tanto podrá ser un
patricio romano, o un esclavo de las minas o del domun.
Si el estado es feudal se convertirá en un siervo, en u n
mesnadero del barón o en un religioso al servicio de la
Iglesia. En la actualidad, en Europa, será obrero, ejecuti-
vo, publicitario o burgués. El valor de cambio de su fuer-
za de trabajo no está determinado exclusivamente por su
venta al patrono capitalista. Es toda su persona, incluyen-
do su inteligencia, su salud, su energía, sus expectativas de
vida y de categoría social lo que valen en él. Es asimismo
el subdito del Estado que perpetuará el modo de poduc-
ción doméstico y el modo de producción capitalista.
Tanto como esclavo, capturado como un animal, o al-
quilado como siervo, o utilizado como artesano, o vendien-
do su fuerza de trabajo como proletario, el ser humano
tiene un valor de uso social imprescindible para el mante-
nimiento y el desarrollo de la sociedad. Por ello Marx
afirma en sus Formaciones económicas precapitalistas que
«la reproducción es una forma de producción». Yo afirmo,
la reproducción es el primer proceso de producción. Como
producción de la fuerza de trabajo social será empleada
según las leyes peculiares del modo de producción domi-
nante en cada época.
Estudiar la reproducción como el primer proceso de
producción social, es cambiar el concepto extravagante que
mantienen los filósofos, los políticos, los economistas, los
moralistas y los religiosos, de que para la mujer la ma-
ternidad es «una misión divina», «su realización personal»,
«una institución natural», a través de la cual se «perfec-
ciona como mujer».
Estudiar la reproducción como el primer proceso de
producción es poner el mundo cabeza arriba. Es darles el
lugar que le corresponden a las cuestiones de ideología y
comprender las leyes de la reproducción humana respecto
al desarrollo de la sociedad. Es desenmascarar el verda-
dero sentido de la religión y de las legislaciones en los
aspectos que se refieren a la maternidad y a la pater-
nidad.
La primera estructura material de la sociedad sobre la
que se asienta toda su organización y desarrollo es la po-
blación humana. Veamos cuáles han sido las verdaderas
leyes del desarrollo de esta estructura, dejando a un lado
la extravagancia de los economistas y de los religiosos.

321
11
2. Cuestiones de demografía

«Aprovecho esta cuestión para rechazar brevemente


una objeción que me hizo un periódico germano-america-
no cuando apareció mi obra Contribución a la crítica de
ta economía política, en 1859. Decía el periódico en cues-
tión que mi opinión de que el determinado modo de pro-
ducción y las relaciones de producción que en cada caso
le corresponden, en suma "la estructura económica de la
sociedad es la base real sobre la cual se levanta una so-
breestructura jurídica y política y a la que corresponden
determinadas formas sociales de consciencia" que "el modo
de producción de la vida material condiciona en general
el proceso de la vida social, política y espiritual", que
todo eso es, ciertamente, verdad respecto del mundo de
hoy, en el cual dominan los intereses materiales, pero que
no lo es ni para la Edad Media, en la cual dominó el cato-
licismo, ni para Atenas y Roma, en las cuales dominó la
política... Por lo menos estará claro que la Edad Media
no podía vivir de catolicismo, ni de política el mundo
antiguo. Es a la inversa: el modo como se ganaban la
vida explica por qué entre los unos desempeñó el papel
principal la política y entre los otros el catolicismo. Por
lo demás, basta un poco de familiaridad, por ejemplo, con
la historia de la república romana para saber que su his-
toria secreta es la historia de la propiedad de la tierra.» 4
La historia secreta de las religiones es la del modo de
producción que se desarrollaba en cada momento, y la
historia secreta del modo de producción doméstico es la
de la reproducción humana.
Todos conocemos las leyendas que nos enseñaron en
nuestra primera y segunda enseñanza sobre los valores
espirituales de la religión cristiana. Aunque simultánea-
mente los judíos, los musulmanes, los budistas y cuales-
quiera otros creyentes, les afirmen a sus fieles las ventajas
de su religión sobre todas las demás. Pero quizá nadie
haya relacionado todavía la implantación del cristianismo
con la primera revolución demográfica que conoció el
mundo occidental.
En las tierras de Judea, de Samaría, de Galilea, a ori-
llas del río Jordán, un extraño hombre, en el siglo i de

4. Marx, Carlos, El capital. Ed. Grijalbo. Barcelona 1976, pági-


nas 92, 93.

322
Nuestra Era, predicó una religión de amor a los semejan-
tes, de bondad, de justicia, que venía a acabar con la diso-
lución de costumbres del mundo pagano, con los excesos
sexuales y con la crueldad romana. Ésta es la explicación
que todos los educandos de colegios cristianos han reci-
bido. Y en consecuencia neciamente admiran la bondad
de aquel ser extraordinario, que nació en aquel país y en
tal época sólo por capricho divino. Nadie nos dijo nunca
que no sólo en el mundo romano no privaba la disolución
de costumbres, los excesos sexuales, ni los crímenes tales
como abortos, infanticidios, etc., sino que el que en reali-
dad vino a hacer más relajadas las costumbres sexuales,
fue el propio Cristo, predicando en contra de la severidad
de las normas judías que imperaban en su país. No he-
mos comprendido, hablando siempre de amor y otras ex-
travagancias semejantes, que la doctrina cristiana predi-
có el consentimiento del adulterio, de la homosexualidad,
de la bastardía, de la prostitución y del incesto. Y no por
amor a todos sus semejantes, sino por amor a los niños
que tanta falta le hacían al pueblo judío.
Su célebre petición «Dejad que los niños se acerquen
a mí» no constituye una exaltación de la inocencia, como
ejemplo frente a la maldad de los adultos, sino una explí-
cita declaración de la necesidad de valorar la infancia
asesinada y maltratada y poco apreciada por el pueblo
judío, y en consecuencia pobre y sometido a la poderosa
Roma, rica en población y en recursos económicos. El ene-
migo romano será el frente de combate de los cristianos.

3. De la masacre de las mujeres, de los adúlteros, de los


bastardos y de los recién nacidos

El Deuteronomio dice que «si sobre la mujer recién to-


mada el hombre esparciera mala fama y pusiera alguna
tacha como Mno he hallado a tu hija virgen" y fuera verdad
que Mno se hubiere hallado virginidad en la moza" enton-
ces "la sacarán a la puerta de la casa de su padre, y la
apedrearán con piedras los hombres de su ciudad, y mo-
rirá, por cuanto hizo vileza en Israel fornicando en casa de
su padre, así quitarás el mal de en medio de ti".» s
«Cuando se sorprendiere alguno echado con mujer ca-

5. Sagrada Biblia. Deuteronomio, cap. 22, vers. 21.

323
sada con marido, entrambos morirán, el hombre que se
acostó con la mujer, y la mujer: así quitarás el mal de
Israel.»*
«Cuando fuere moza virgen desposada con alguno, y al-
guno la hallare en la ciudad y se echare con ella, entonces
los sacaréis a ambos a la puerta de aquella ciudad, y los
apedrearéis con piedras y morirán, la moza porque no dio
voces en la ciudad, y el hombre porque humilló a la mu-
jer de su prójimo, así quitarás el mal de en medio de ti.» 7
«Mas si el hombre halló una moza desposada en el cam-
po y él la agarrare, y se echare sobre ella, morirá sólo el
hombre que con ella se habrá echado.» 8
«No tomará alguna la mujer de su padre, ni descubrirá
el regazo de su padre.» 9
«No entrará en la congregación de Jehová el que fuere
quebrado, ni el castrado. No entrará bastardo en la con-
gregación de Jehová, ni aún en la décima generación en-
trará en la congregación de Jehová. No habrá ramera de
las hijas de Israel, ni habrá sodomítico de los hijos de
Israel.» 10
«Cuando alguno tomare mujer y se casare con ella, si
no le agradare por haber hallado en ella alguna cosa torpe,
le escribirá carta de repudio... Y salida de su casa, podrá
ir a casarse con otro hombre. Y si la aborreciere aqueste
último, y le escribiere carta de repudio.,, o si muriere el
postrer hombre que la tomó para sí por mujer, no podrá
su primer marido, que la despidió, volverla a tomar para
que sea su mujer, después que fue amancillada, porque
es abominación delante de Jehová, y no has de pervertir
la tierra que Jehová tu Dios te da por heredad.» u
«Cuando algunos riñen juntos el uno con el otro, y
llegare la mujer del uno para librar a su marido de mano
del que le hiriere, y metiere su mano y le trabare sus
vergüenzas, le cortarás entonces la mano, y no la perdo-
nará tu ojo.» 12
«Y cualquiera que se echare con la mujer de su padre,
la desnudez de su padre descubrió, ambos han de ser

6. Id., vers. 22.


7. Sagrada Biblia, Deuteronomio, cap. 22, vers. 24.
8. Id., cap. 22, vers. 25.
9. Id., cap. 22, vers. 30.
10. Id., cap. B , vers. 1 al 17.
11. Id., cap. 24, vers. 1 al 4.
12. Sagrada Biblia. Deuteronomio, cap. 25, vers. 11 y 12.
324
muertos, su sangre será sobre ellos. Y cualquiera que dur-
miese con su nuera, ambos han de morir, hicieron con-
fusión, su sangre será sobre ellos. Y el que tomare mujer
y a la madre de ella, comete vileza, quemarán en fuego a
él y a ellas, porque no haya vileza entre vosotros. Y cual-
quiera que tuviere cópula con bestia, ha de ser muerto, y
mataréis a la bestia. Y la mujer que se allegare a algún
animal, para tener ayuntamiento con él, a la mujer y al
animal matarás, morirán infaliblemente, será su sangre
sobre ellos. Y en cualquiera que tomare a su hermana, hija
de su padre o hija de su madre, y viere su desnudez, y ella
viere la suya, cosa es execrable, y por tanto serán muertos
a ojos de los hijos de su pueblo...» 13
«Y cualquiera que durmiere con mujer menstruosa, y
descubriere su desnudez, su frente descubrió y ella des-
cubrió la fuente de su sangre, ambos serán cortados de
entre su pueblo. La desnudez de la hermana de tu madre,
o de la hermana de tu padre no descubrirás, por cuanto
descubrió su parienta, su iniquidad llevarán. Y cualquiera
que durmiere con la mujer del hermano de su padre, la
desnudez de su padre descubrió, su pecado llevarán, mo-
rirán sin hijos. Y el que tomase la mujer de su hermano,
es suciedad, la desnudez de su hermano descubrió. Sín
hijos serán.» M
Las leyes de la reproducción 15 vuelven nuevamente a
cumplirse en el relato bíblico. La producción está siempre
condicionada y determinada por la reproducción, y siem-
pre a mayor reproducción corresponde mayor producción.
Así como el desarrollo de la fuerza de trabajo humana:
el aumento de la reprodución, determina el cambio del
modo de producción.
Estas leyes comienzan a ser conocidas y reconocidas
por los últimos arqueólogos y antropólogos, que se han
permitido estudiar la cuestión desembarazándose del cor-
sé asfixiante de los dogmas engelsianos. Sobre la cuestión
de la aparición de la agricultura, Nathan Cohén 1S se en-
cuentra entre los autores que destierra deñnitivamente la
teoría del avance técnico como causa primera del descu-

13. Id. Levítico, cap. 20, vers. 11 al 17.


14. Id., cap. 20, vers. 18 al 20.
15. Ver tomo I, La razón feminista, cap. VI. Trabajo excedente:
reproducción, págs. 135 y 55.
16. La crisis alimentaria de ía prehistoria. Ed. Alianza. Madrid
1981.

325
brimiento y utilización de la agricultura por el hombre
prehistórico. Por fin comienza a aceptarse la tesis de que
fue el aumento demográfico en las comunidades tribales
el que determinó la utiüzación de la agricultura, con el fin
de proporcionar alimentos suficientes para todos los in-
dividuos, y no al revés.
Está demostrado ya, a través de los restos arqueológi-
cos y de los estudios de campo en las comunidades do-
mésticas actuales, que el procedimiento de siembra, plan-
tel y recogida de las cosechas era conocido por los pueblos
que se dedicaban y se dedican exclusivamente a la caza
y la recolección. Sahlins a la par que Lee y otros antro-
pólogos, explica la abundancia de recursos de estas comu-
nidades que hasta ahora se creían hambrientas, miserables
y en trance de extinción.17 Nathan en el mismo sentido es-
cribe que «si la agricultura no ofrecía una dieta mejor, ni
mayor fiabilidad dietética, ni facilitaba más la búsqueda
de alimentos, si no confería automáticamente la capacidad
de sedentarismo, sino que por el contrario ofrecía una
dieta peor, de forma menos fiable, con costos de trabajo
iguales o mayores, ¿por qué se dedicó alguien a la agri-
cultura?» 1B
El Éxodo nos explica que «los hijos de Israel crecieron
y multiplicaron, y fueron aumentados y corroborados en
extremo y llenóse la tierra de ellos. Levantóse entretanto
un nuevo rey sobre Egipto, que no conocía a José, el cual
dijo a su pueblo: he aquí el pueblo de los hijos de Israel
es mayor y más fuerte que nosotros: Ahora pues, seamos
sabios para con él, porque no se multiplique y acontezca
que viniendo guerra, él también se junte con nuestros ene-
migos, y pelee contra nosotros y se vaya de la tierra. Em-
pero cuanto más lo oprimían tanto más se multiplicaban
y crecían, así que estaban ellos fastidiados de los hijos
de Israel. Y habló el rey de Egipto a las parteras de las
hebreas... cuando partearéis a las hebreas y miraréis los
asientos, si fuere hijo, matadlo, y si fuere hija, entonces
viva. Mas las parteras temieron a Dios y no hicieron como
mandó el rey de Egipto, sino que reservaban la vida a los

17. La economía de la edad de piedra. Ed. Akal. Madrid 1977.


18. Según Lee (1968) los bosquimanos, que al igual que otros
grupos contemporáneos de cazadores y recolectores conocen per-
fectamente lo que es la siembra, aducen que esto sería una tontería,
dado que hay tantos alimentos silvestres que recolectar. Ob. cit.,
pág. 52.

326
niños. Y el rey de Egipto hizo llamar a las parteras y
díjoles. ¿Por qué habéis hecho esto, que habéis reservado
la vida a los niños? Y las parteras respondieron al Fa-
raón: Porque las mujeres hebreas no son como las egip-
cias, porque son robustas y paren antes de que la partera
venga a ellas. Y Dios hizo bien a las parteras y el pueblo
se multiplicó y se corroboraron en gran manera». 19 En
razón de esta orden de asesinato de los niños israelíes dada
por el Faraón Ramses II, Moisés hubo de ser salvado en
una cesta de junco y abandonado a las aguas del Nilo,
como nos ha contado la leyenda del origen del hombre
salvador del pueblo israelita.
Aparte del infantil patrioterismo del autor, parece evi-
dente que las condiciones de reproducción de las mujeres
judías provocó un malestar en aumento en el estado egip-
cio. Los israelitas crecían, y esta comunidad enemiga al
Estado egipcio, que jamás llegó a integrarse, sus pe-
culiares condiciones de solidaridad e ideología han man-
tenido durante todos los siglos a las comunidades judías
como un cuerpo extraño en el seno de los países en que
han vivido durante generaciones, llegó a representar un
peligro suficiente para que el faraón decidiera expulsarlos
del país.
El aumento demográfico de todo el mundo antiguo en
estas fechas está admitido ya por diversos autores, cuyas
cifras empiezan a ser conocidas. Marvin Harris cuenta que
«todas estas regiones (Oriente Medio y Extremo Oriente)
fueron escenario de un rápido crecimiento de la población
con anterioridad a la aparición del Estado. Ya he men-
cionado que la población de Oriente Medio aumentó cua-
renta veces entre el 8.000 y el 4.000 antes de nuestra era.
Karl Butzer calcula que la población de Egipto se duplicó
entre el 4.000 y el 3.000 de nuestra era».20
Estos datos no contradicen el análisis que he realizado
sobre el lento avance demográfico ocasionado por la difi-
cultad fisiológica de reproducción que padece la hembra
humana y que provoca una alta tasa de mortalidad tanto
infantil como materna. Si la especie humana es la más
resistente de todas las especies mamíferas, es debido al
desarrollo de su inteligencia y no a su facilidad para re-

19. Sagrada Biblia. Libro del Éxodo, ver 7 a 22, cap. I.


20. Harris, Marvin, Caníbales y reyes. Ed. Argos Vergara. Bar-
celona 1968, pág. 178.

327
producirse, que le resulta mucho más precaria que para
las demás hembras.
Para ilustrar mejor la incomprensión que tantos histo-
riadores mantienen respecto a la verdadera naturaleza de
la reproducción humana, así como a los problemas demo-
gráficos que se les plantean a los estudiosos del tema,
examinemos con cuidado la afirmación de Marvin Harris
de que todas, las regiones fueron escenario de un rápido
crecimiento de la población con anterioridad a la aparición
del estado. Este rápido crecimiento lo señala Harris en
las cifras que toma de Karl Butzer, que calcula que la
población de Egipto se duplicó entre el 4.000 y el 3.000
antes de nuestra Era. Estas cifras no nos dicen nada si no
establecemos algún término de comparación. Utilicemos
por tanto un ejemplo.
España en 1939, al terminar la guerra civil, tenía 20 mi-
llones de habitantes. Durante 40 años vivió circunstancias
muy penosas, tales como hambre colectiva, deficiencias de
alimentación, tuberculosis endémica, tifus, cólera, desco-
nocimientos higiénicos y sanitarios, persecuciones políti-
cas; y la miseria obligó a una continua emigración a sus
ciudadanos. Sin embargo, en 1979 la población española
alcanza los 36 millones de habitantes. Es decir, que a
pesar del atraso higiénico, alimenticio y hospitalario —en
los primeros años de la postguerra España dio el más alto
índice de mortalidad infantil en Europa en cuarenta
años— la población española ha aumentado en un 80 por
cien. Según las cifras de Butzer la población egipcia se
duplicó en 1000 años. De haberse mantenido la misma
proporción en los mil años de historia egipcia contados
por el historiador, la población debería haber aumentado
en un 2.000 por ciento. El mismo análisis sirve para el
dato de que la población de Oriente Medio aumentó cua-
renta veces en 4000 años. Aplicando la proporción de la
población española de este siglo, la de Oriente Medio debe-
ría haber aumentado en 4000 años ochocientas veces y no
cuarenta.
Pero tales cifras eran impensables en momentos en que
los conocimientos médicos e higiénicos lo ignoraban todo
sobre la obstetricia; sólo podían salvarse las madres y
los hijos más sanos y fuertes. Es decir, que los dos
factores primordiales que limitan eficazmente la pobla-
ción en el mundo antiguo fueron, hábilmente combi-
nados, las exigencias de la técnica reproductiva, las difi-

328
cultades de la gestación, el parto y la lactancia, la falta de
conocimientos médicos y técnicos, y el asesinato legal de
los niños y de las mujeres. A este tema se refiere la cita
del Éxodo que reproduzco al principio de este apartado.
El pueblo judío institucionalizó el infanticidio y el
femicidio para mantener a su población en los límites que
estimaba deseables. Vuelve pues a cumplirse aquí la sép-
tima ley de la comunidad doméstica: el desarrollo de la
fuerza de trabajo, el aumento demográfico, conlleva la
subordinación del modo de producción doméstico a los
subsiguientes, que se harán dominantes, y en consecuencia
la clase dominante: el hombre, defiende, con toda su cruel-
dad, la supervivencia del modo de producción doméstico
que implica la de su dominación como clase.21
Durante cuarenta años, cuenta el relato bíblico, Moisés
condujo a los restos de su pueblo, en la primera de las
expulsiones políticas que sufrieron los judíos en su histo-
ria, por las desérticas y áridas tierras que separan el
Mar Rojo del río Jordán. En los años de este éxodo, las
tribus sobrevivieron del poco ganado que conservaron, de
la leche codiciadamente ahorrada, de los frutos silvestres
y de las langostas que brincaban entre las matas de
romero.
Varios antropólogos y sociólogos aseguran hoy que la
mortalidad neonatal e infantil entre los grupos cazadores
y nómadas es altísima. Y vimos como entre los bosqui-
manos del desierto de Kalahari se practica habitualmente
el infanticidio y el senilicidio, a fin de preservar el modo
de producción doméstico. 22 Aparte de estas prácticas po-
líticas, se sabe que la deambulación ocasiona trastornos
diversos en la mujer, tales como la supresión o irregula-
ridad en la ovulación, tanto por el bajo nivel de grasa pro-
vocado por el esfuerzo muscular extraordinario en las
largas marchas y el peso de la carga y de los hijos que
ocasiona muchas veces la supresión de la menstruación,
como por la lactancia prolongada y la frecuencia de los
abortos por la constante permanencia en pie, causas to-
das que limitan la natalidad entre estos pueblos. 21

21. Tomo I, cap. VII, Fuerzas productivas, pág. 176.


22. Tomo I, La razón feminista.
23. Se sabe que la mortalidad neonatal e infantil es altísima
entre los grupos cazadores y recolectores. Denham (1974), por ejem-
plo, calcula que el promedio de mortalidad neonatal entre las po-
blaciones cazadoras y recolectaras puede ser superior al 50 %.
329
Pero como en el caso de los bosquimanos, los hom-
bres de las comunidades domésticas no fían exclusiva-
mente a estas causas «naturales» la limitación de los na-
cimientos, sino que practican eficazmente el infanticidio
y el femicidio para mantener a la comunidad en los
límites exactos que prefieren para asegurar la superviven-
cia y reproducción del modo de producción doméstico.
Así, de permitir un aumento constante de la reproduc-
ción, las tribus de Israel hubieran debido modificar defi-
nitivamente los procesos de producción necesarios para
obtener el alimento. Es decir, hubieran debido pasar de
una comunidad doméstica nómada, dedicada al pastoreo,
a la caza y a la recolección, a otra sedentaria y agrícola, si-
tuación a la que llegaron mucho más tarde del relato
mosaico.
La Biblia se encarga de esclarecer estas cuestiones con
toda sencillez. Ni las tierras desérticas en donde los ju-
díos pastorearon y recolectaron, esos supuestos cuarenta
años, permiten la agricultura primitiva de aquellos tiempos,
ni el objetivo de los jefes tribales podía ser el asentamien-

Además, varios autores (véase Birdsell, 1968) han sugerido que los
rigores de transportar y alimentar a los niños pueden imponer un
espaciamiento amplio de los nacimientos entre los cazadores-reco-
lectores. La lactancia tiende a suprimir la ovulación, y Lee (1972, a)
ha sugerido que el espaciamiento prolongado de los nacimientos
entre los bosquimanos puede guardar relación con los efectos su-
presores de la lactancia prolongada. Además, se sabe que el peso
del cuerpo afecta a la fecundidad, dado que la composición de las
grasas corporales afecta tanto a la edad de las primeras reglas
como a la regularidad de la ovulación en las mujeres adultas
(Frisch, citado en Coale, 1974). Nancy Howell (citada en Coale, 1974)
señala que los bajos niveles de grasas corporales entre las bosqui-
manas pueden tener por resultado una ovulación irregular, espe-
cialmente cuando la lactancia añade una carga más a los recursos
corporales, y que esto, a su vez puede servir para explicar el espa-
ciamiento prolongado de los nacimientos. A nivel más mecánico,
es posible que los rigores del parto y el transporte de los hijos en
condiciones nómadas aumente al mismo tiempo la tasa de abortos
naturales y aliente a los padres en potencia a practicar técnicas
artificiales de limitación de la población.
Sussman (1972) ha sugerido de hecho que las necesidades de
espaciamiento de los nacimientos entre los grupos cazadores y
recolectores combinado con una tasa elevada de mortalidad infan-
til, habría impedido efectivamente un crecimiento demográfico im-
portante de esas poblaciones. Calcula que las mujeres de las so-
ciedades cazadoras y recolectoras se habrán visto obligadas a es-
paciar sus partos con intervalos de cuatro años a fin de evitar un
trabajo excesivo en el transporte de los hijos.

330
to en aquellos míseros territorios. Esperándoles se ha-
llaba la Tierra Prometida. Es decir, las orillas del río
Jordán, el lago Tiberíades, el mar, por ñn, y la constitución
del Estado de Israel. En el largo periplo que transcurrió
hasta tan dichoso final, los patriarcas mataron niños y
mujeres en la proporción que les interesaba para mante-
ner la cohesión tribal y su poder indiscutible entre las
dunas del desierto. 24
«Una de las ventajas que se atribuyen tradicionalmente
a la agricultura es la oportunidad que supuestamente
brinda de asentarse y hacerse sedentario, con lo cual es
de presumir que se reducen los costos del trabajo y se re-
ducen las tensiones biológicas para la población humana.
Desde luego, el sedentarismo tiene sus ventajas. Es pro-
bable que una de las más importantes sea la reducción de
las tensiones inherentes en una movilidad constante, es-
pecialmente la carga que representa para las madres que
llevan a sus hijos en brazos o "in útero". Como señala
Sussman (1972, véase infra), es posible que la reducción
de esa tensión sea un importante factor en el aumento de
la tasa de crecimiento demográfico que acompaña al se-
dentarismo. También es de suponer que una reducción de
la movilidad reduzca los costos del trabajo relacionados
con el transporte y minimice los peligros de lesiones per-
sonales que entrañan los desplazamientos. Además, la re-
ducción de la movilidad permite acumular bienes de ca-

24. El razonamiento de Nathan Cohén resulta esclarecedor de


este tema.
«La agricultura permite poseer una mayor densidad de alimentos
que sustentan a poblaciones más densas y unidades sociales ma-
yores, pero a costas de una reducción de la calidad de la dieta, una
menor Habilidad de la cosecha y una cantidad de trabajo igual, y
probablemente mayor, por unidad de comida. Entonces, si es
cierto que la agricultura no es un concepto difícil, sino algo fá-
cilmente a disposición de los grupos cazadores y recolectores, y
si es cierto que su única ventaja reside en la mayor densidad de
alimentos que se producen, de ello se sigue que la agricultura
sólo se da en situaciones en las que se impone una mayor pro-
ductividad por unidad de espacio.»
Nathan Cohén explica que: «Así, si se deja margen para las
variaciones locales producidas por las variables naturales o cultu-
rales, parecería que hay un sólo factor que pueda explicar la adop-
ción irreversible y casi universal de una economía agrícola: una
pauta general de crecimiento demográfico hasta niveles superiores
a las densidades que podían sustentar las economías de caza y
recolección.»
Cohén, Nathan. Oft. cit., págs, 52 y 54.

331
pítal que pueden ayudar tanto a enriquecer la vida como
servir para reducir los costos del trabajo relacionado con
la obtención de alimentos.» a
Para llegar al establecimiento sedentario los judíos te-
nían que vivir la etapa de transición nómada, recolectora,
que nos cuenta la historia bíblica. En este período de
tiempo se cumplieron las leyes de la reproducción y el
mantenimiento del modo de producción doméstico en su
fase recolectora-cazadora. Es cierto, como analiza Nathan
Cohén, que «la alta calidad de la dieta y los bajos costos
del trabajo que intervienen pueden mantenerse mientras
la población permanezca constante. Pero este buen equi-
librio puede verse amenazado si la población tiende a cre-
cer más allá de esas cifras limitadas». 26
Si bien hemos v i s t o v con Sahlins, como la abundan-
cia de recursos naturales es muy superior, en varios pun-
tos del planeta, a la población que los emplea, por lo que
el aumento de población es lento en razón de sus propias
dificultades técnicas en el proceso de trabajo, y no por falta
de alimentación suficiente para los individuos de la co-
munidad, en determinados ecosistemas especialmente in-
fértiles: regiones polares, desiertos arenosos como el de
Sinaí, la reproducción puede ser más numerosa que las
posibilidades de obtener alimentos de la caza y la reco-
lección. No cabe duda que en tales condiciones el aumen-
to de la población amenaza al grupo con una reducción
de la calidad y de la cantidad de la comida disponible o
con un aumento del volumen de trabajo (per cápita) o
ambas cosas, como dice Nathan. 28
Las soluciones a este problema son de todos conoci-
das: o limitar el grupo, con lo cual se mantiene estático
el mismo modo de producción, abasteciéndose mediante
los procesos de trabajo recolector, cazador, pastoreo en el
caso de los israelitas o modificar el modo de conseguir el
alimento.
Nathan dice que aunque la limitación de la población
«es la estrategia que más se ajusta al mantenimiento tan-
to de la calidad de la dieta como de los costos reducidos
del trabajo, sin embargo, no es la única solución y sugiero

25. Cohén, Nathan. Ob. dt., pág. 49.


26. Cohén, Nathan. Ob. cit„ pág. 69.
27. Tomo I, cap. VI y VII.
28. Cohén, Nathan. Ob. cit, pág. 69.

332
que tampoco es la que ha prevalecido históricamente. Hay
varias opciones. Un grupo puede aumentar el radio que
explota, lo cual entraña un aumento de los costos del
trabajo en términos de desplazamiento, o puede enviar a
varios de sus miembros a que formen nuevos campamen-
tos filiales en otra parte. Naturalmente, estas dos opciones
combinadas son la forma en que los grupos cazadores y
recolectores poblaron el mundo. El grupo también puede
enviar a parte de su gente a campamentos vecinos y me-
nos populosos. Puede buscar con más intensidad fuentes
de alimentos que cada vez están menos disponibles dentro
de la zona explotada (lo cual implica un aumento de los
costos del trabajo) o puede volverse hacia fuentes que
hasta ahora se han dejado de lado, alimentos menos pre-
feridos o menos nutritivos, alimentos que, pese a ser igual
de nutritivos y agradables resulta más difícil hallar o
preparar, recursos alimentarios cuya recolección implica
actividades envilecedoras (de poco prestigio) o alimentos
que se dan en micromedios dentro de la zona que hasta
entonces se encontraban improductivos, peligrosos, mal-
sanos, tabú o simplemente desagradables». 29 Pues bien, to-
das estas alternativas fueron las que hubieron de aceptar
los judíos al iniciar el Éxodo.
Primero debieron abandonar las fértiles tierras de las
orillas del Nilo cuando el aumento de la población judía
molestó al Estado egipcio, y los grupos en el exilio debie-
ron hallar el territorio que poblarían en el futuro; explo-
taron todos los recursos que el medio ambiente les per-
mitía y concluyeron teniendo que limitar la natalidad para
mantener inamovible la estructura social tribal. 30 Todas
las leyes de la reproducción se habían cumplido.

29. Ob. cit., pág. 70.


30. El grupo también podría verse obligado a reaccionar al cre-
cimiento demográfico empezando a almacenar productos silvestres
en las temporadas en que escasea. Si, al continuar el crecimiento
demográfico, pasa a depender mucho, gradualmente, de los alimen-
tos almacenados cosechados en una o algunas estaciones del año,
es posible que de hecho se vea obligado a asentarse en las cercanías
de sus puntos de almacenamiento. Si no, si está acostumbrado a
desplazarse según las estaciones entre recursos deseables, pero re-
lativamente escasos y recursos menos preferidos, pero fácilmente dis-
ponibles, es posible que con el tiempo se vea obligado por el cre-
cimiento demográfico a asentar de forma permanente en las cer-
canías del recurso más abundante, al que hasta entonces no había
recurrido más que en casos de emergencia o en las temporadas de
escasez.

333
El aumento demográfico es el determinante de las
transformaciones y convulsiones sociales del modo de pro-
ducción doméstico. Para mantener las estructuras arcai-
cas, la explotación femenina y el poderío masculino, es
preciso mantener la población en el límite anterior al paso
a un modo de producción superior. Nathan Cohén se mues-
tra partidario de esta tesis cuando escribe que «la respues-
ta es que en cada fase los que por un motivo u otro opta-
ron por permitir el crecimiento demográfico y reacciona-
ron a la necesidad mediante la inversión de más trabajo
en el proceso de recolección de alimentos lograron com-
petir con éxito por obtener espacio con quienes optaron
por seguir siendo un grupo pequeño o que por razones
genéticas no pudieron crecer. Así, aunque fueran relativa-
mente pocas las poblaciones que permitieran el creci-
miento demográfico y lo compensaran mediante la inten-
sificación de sus recursos, con el tiempo sustituirían a los
grupos más conservadores en todos los medios ambientes
salvo los más marginales». 31
Esto fue exactamente lo que predicó Jesús de Galilea
a sus convecinos. «La conciencia de esa competencia (es
probable que fuera) un factor que interviniera en la op-
ción inicial de muchas poblaciones de no limitar su nú-
mero. Así la población dispone de una opción entre va-

De hecho, podemos suponer que se intentaría alguna combina-


ción de estas opciones, y que, al seguir aumentando la población y
aumentar la presión, cada vez irían interviniendo más ¿e estas es-
trategias. Pero todas estas reacciones adolecen de limitaciones in-
herentes en cuanto a su capacidad de reajuste. Un aumento de la
superficie explotada a partir de una sola aldea, o la proliferación
de colonias filiales, tropezaría con el tiempo con limitaciones terri-
toriales. Esas limitaciones podrían consistir en límites ecológicos
obvios, como la costa o una cordillera, podrían consistir en limites
políticos oficiales, o, de no existir fronteras políticas estrictas, la
limitación territorial podría adoptar la forma de la competencia
con otros grupos, y esto llevar a hacer que los nuevos territorios
resultaran tan poco acogedores como los antiguos. Análogamente,
el tener que trabajar más para encontrar alimentos silvestres en
la misma zona, el aceptar recursos menos deseables o el almacena-
miento de alimentos que abundan en determinadas temporadas no
son más que soluciones provisionales al crecimiento, dado que la
población tenderá pronto a ser superior a los nuevos recursos, igual
que ocurrió con los antiguos. A este nuevo nivel, podría adoptarse
una vez más la decisión de limitar la población y estabilizar la
economía.
Nathan Cohén, Mark. Ob. cit., pág. 71.
31. Nathan Cohén. Ob. cit, pág. 72.

334
rias estrategias de adaptación en cualquier momento de-
terminado, pero para la mayor parte de los grupos, a la
larga sólo es viable una estrategia: el crecimiento demo-
gráfico y la consiguiente intensificación de los recursos
mediante la aplicación de técnicas agrícolas.» 32
Si el avance de las sociedades no se produjo más acele-
radamente es debido a las dificultades que ya en sí en-
cierra la producción de seres humanos. Como vimos en
el Tomo I, la larga historia humana de las hachas de pie-
dra y de las cuevas con pieles, se prolonga por varios mi-
llones de años porque la reproducción humana es un lar-
go, difícil y doloroso proceso de producción. Y en este
proceso, a impulsos de éxodos penosos, de sequías, de inun-
daciones y de hambrunas, el avance a superiores estadios
de civilización se hace lenta, lentísimamente.
Las tribus de Canaan recorrieron morosamente los de-
siertos del Sinaí en su camino hacia Palestina, Judea y
Samaría. La ley mosaica organizó la estructura social y
política de las tribus en razón de los recursos alimenticios
del momento. Así estableció el infanticidio sobre todo de
las hembras, y el femicidio, como eficaces correctivos al
posible aumento de población. La política demográfica
impuesta en los largos años del éxodo, resultó positiva
para mantener el equilibrio entre la fuerza de trabajo y
el medio ambiente.
Cuando Moisés toma la jefatura de las tribus israelíes,
es preciso matar a los individuos que estorban, cuya ali-
mentación resulta demasiado gravosa. Los niños serán eli-
minados antes que los adultos, puesto que sería irracional
salvar a los recién nacidos cuando los adultos padecen
hambre o enfermedades, empobreciendo los medios de
producción y gravando los recursos de las tribus por niños
inútiles.
Las mujeres lo serán inmediatamente después que los
niños, ya que eliminarlas significa acabar con la fábrica.
Se escogerá antes a las hembras recién nacidas que a
las adultas. En China, en la India, en Indochina, en el
Islam, en todas aquellas sociedades cuyas clases domi-
nantes desean mantener férreamente el mismo estadio so-
cial, eliminan a las hembras. Niñas, morirán al nacer, jó-
venes serán vendidas como esclavas o como sirvientas en
condiciones de supervivencia difíciles, doncellas serán sa-

32. Nathan Cohén. Ob. cit., pág. 72.

335
orificadas a diversos mitos: la virginidad, la pureza, la
castidad, y el castigo contra el incumplimiento del tabú
será siempre la muerte. Como esposas deberán ser fieles,
y el castigo contra las veleidades sexuales de las casadas
—algunas de las cuales podrían aumentar la población,
sobre todo en el caso de maridos estériles— será también
la muerte.
En estas sociedades frente a diez hembras de cualquier
edad, muertas por imperio de la ley, de la moral o de
la costumbre, solamente un hombre sufre la misma pena-
lidad por igual motivo. Pero ello no sucede por maldad
natural del varón, ni siquiera por el desprecio indudable
que la clase dirigente siente siempre por las clases some-
tidas, sino, y sobre todo, por controlar la población.
Tras el larguísimo Éxodo, el pueblo judío regresa a
Palestina. En el camino, Jehová le entrega las Tablas de
la ley de Moisés donde, con exactitud, se regulan todas
las relaciones civiles, sexuales y familiares de su pue-
blo. Su principal preocupación es la cohesión de las
tribus bajo el mandato del patriarca. Todo movimiento de
rebeldía ha de ser sofocado rápidamente. Todo cambio
en la estructura social, todo avance en el modo de pro-
ducción ha de ser detenido, y el método más eficaz es
contener el aumento de las fuerzas productivas.
Moisés inventa las leyes que garantizan la sumisión de
su gente. En el Sinaí, Jehová no tiene empacho en lega-
lizar el aborto y el infanticidio. Como Molock, tragándose
en el horno ardiendo de su vientre a todos los primogé-
nitos, como Astarté exigiendo que los primeros hijos le
sean sacrificados en la piedra del altar, Jehová dispone
en el monte Sinaí:
«No demorarás la primicia de tu cosecha ni de tu la-
gar. Me darás el primogénito de tus hijos.» B y se refiere sin
duda a las crías humanas, porque sobres las de los animales
dispone más tarde:
«Lo mismo harás con el de tu buey y de tu oveja, siete
días estará con su madre y el octavo día me lo darás.» M
Es importante en este punto examinar la tesis de Mar-
vin Harris sobre el destino de los sacrificios religiosos. El
producto de ellos iría a parar a la mesa del sacerdote, que
lo compartiría con el rey o jefe y su ejército. El mismo

33. Sagrada Biblia. Libro del Éxodo, cap. XXII, vers. 28.
34. Id., vers. 29.

336
ritual se seguía en Grecia y en Roma, así como en los pue-
blos primitivos. Obteniendo la primera cría del buey y de
la oveja los jefes se aseguran la mejor comida, sin sufrir la
incertidumbre de esperar la segunda.
Son poco conocidos estos párrafos del Éxodo,33 que no
han sido ni repetidos ni comentados por los teólogos o los
historiadores. Las vergüenzas pasadas han de ser oculta-
das a las generaciones siguientes, para que los subditos
siempre crean que vivieron en el mejor de los mundos,
gobernados por los más justos des los reyes. Del pueblo
israelita, Jehová exige para sí, en la piedra del altar, al
primogénito de los hijos, como se realizará en el caso de
Abraham con Isaac, y así se establece uno de los más
fiables sistemas de control de natalidad. No existe seguri-
dad de que una mujer tenga más hijos después del prime-
ro, y suprimir éste puede significar suprimir toda la des-
cendencia del matrimonio. A la vez el dios de los judíos
impone a su pueblo las más drásticas leyes en material
sexual.
Exige la ejecución pública, para escarmiento de todos,
de las adúlteras y de los adúlteros, de las vírgenes desflo-
radas, de los bastardos, de los homosexuales, de los que
practiquen el bestialismo o se ayunten con mujer mens-
truosa. Y prohibe, bajo pena de muerte o de esterilidad
(gran necesidad en ciertos momentos) el ayuntamiento con
un sinúmero de parientes por consanguinidad y por afi-
nidad, que harán imposible el aumento incontrolado de
las familias.
Castigando mortalmente la sodomía, la violación, el
incesto, la bestialidad, las relaciones promiscuas, no sólo
se eliminan un número importante de individuos en cada
tribu, sino que, y ese es el objetivo más importante per-
seguido, se evita la reproducción incontrolada e incesante.
Impidiendo el matrimonio segundo con la primera mujer
repudiada, el ayuntamiento entre parientes cercanos,
expulsando de la comunidad a los bastardos, a los quebra-
dos y a los castrados, evidentemente se rebaja el índice de
natalidad y se controla la demografía.
Pero las cuestiones de ideología siempre enmascaran las
leyes de la reproducción. Así hoy, los teóricos israelíes,
pueden decir, como el Rabino David M. Feldman, que ac-
tuó en los años 1960 en las audiencias legislativas de New

35. Sagrada Biblia. Libro del Éxodo, cap. XXII.

337
York, referentes a cambios en la ley sobre el aborto, y re-
presentó a la Sinagoga Unida de Norteamérica como miem-
bro del Comité Jurídico de la Asamblea Rabínica, que
llamar asesinato al aborto, dando así la impresión de que
es un delito civil, es erróneo, y expresó; «Hay un concepto
de pecado original que es fundamental para la teología
católica y que se halla totalmente ausente de la teología
judía. Según la idea católica del pecado original, el pecado
de Adán y Eva fue sexual y hereditario y cada niño nace
con esa mancha que no es posible eliminar sino con las
aguas del bautismo...»
...«Si el alma que nos es dada en la concepción, o en
el primer trimestre, o en el momento de nacer, es pura
(como considera la teología judía), no importa si es en-
viada al cielo un momento después de aparecer o ciento
veinte años más tarde»... «Es eliminar una vida poten-
cial; pero los rabinos han dicho que, en cuanto a eliminar
una vida potencial, debemos examinar la diferencia entre
una mujer que después de concebir decide que no quiere
tener un hijo, y una mujer que en determinada noche de-
cide no acostarse con su marido porque no quiere con-
cebir. En cierto modo, aquélla no es más asesina que
ésta»... El rabino Feldman, estima que el aborto no es ase-
sinato para el judaismo porque el Antiguo Testamento
(Éxodo, cap. 21, pasaje 22), expresa: «Si algunos riñeren,
e hirieren a mujer embarazada, y ésta abortase, pero sin
haber muerte, serán penados conforme a lo que les im-
pusiere el marido de la mujer y juzgaren los jueces.» «Mas
si hubiere muerte, entonces pagarás vida por vida.» Y,
seguidamente, expuso que, desde la decisión del Éxodo,
el aborto no es, técnicamente, un asesinato, y corresponde
a la mujer decidir si interrumpe, o no, un embarazo. 36
La interpretación del rabino es acertada, ya que difí-
cilmente iba a ser castigado el aborto en el pueblo de
Israel cuando no lo era el infanticidio, ni el asesinato por
motivos sexuales. Pero en seguida las eruditas afirmacio-
nes de Feldman quedan desmentidas por la realidad israe-
lí de nuestros días. Cuando el modo de producción cambia,
cambian también los mitos. El ejemplo más claro de

36. «Birth Control in Jewish Laws Marital Relations, Contra-


ception and Abortion». New York University Press, 1968, Londres:
University of London Press Limited, 1968, citado por Diane Schulder,
ob. mencionada.
Cita tomada de M.* Gabriela Leret. Ob. cit., pág. 116.

338
ello es la legislación actual sobre el aborto en el Estado
de Israel. Porque a pesar de las doctas sentencias del
rabino Feldman, la misma autora Leret,37 explica que «la
ley de ese país, residuo de la vigente durante el mandato
británico, especifica que el aborto se permite solamente,
para salvar la vida o la salud de la madre». Y que «un
médico que practique un aborto ilegal se hace acreedor
a una pena de 14 años de prisión, y la mujer que se lo
procura será sancionada con 7 años de prisión». La autora
no puede explicar por qué al alcanzar la independencia del
mandato británico, el nuevo Estado de Israel no dictó
otras normas para el aborto, basadas en la ley de sus an-
tepasados, de la misma forma que ha recuperado una se-
rie de preceptos religiosos —el Sabbat, el matrimonio de
la viuda con el hermano del marido, las prohibiciones ali-
menticias— que ha impuesto en toda su pureza.
Hoy las mujeres israelíes socialistas se estremecen de
miedo cuando se les menciona el tema del aborto. Nin-
guna recuerda las normas religiosas que Jehová entregó
a Moisés, a pesar de las múltiples supersticiones que res-
pecto a otras cuestiones siguen siendo observadas con ri-
gidez en el país.
La presidenta de la Unión de Mujeres Israelíes del
Partido Socialista me dijo: «Ese es un tema muy espinoso
hoy entre nosotros. Porque el Estado de Israel necesita
muchos ciudadanos para hacerse fuerte frente a sus ene-
migos, y las mujeres israelíes tenemos que tener muchos
hijos para hacer grande el Estado.»

4. De la expansión demográfica de los cristianos

«Una población humana podría concentrarse con ñnes


de defensa o de acelerar la explotación de algún recurso
deseable, pero limitado especialmente, como los yacimien-
tos minerales o el agua... O el deseo de crear grandes
grupos de gente con fines sociales, políticos o incluso re-
ligiosos, podría tener por resultado unas densidades de
población artificialmente altas en determinadas zonas.» M
El tiempo llegó para demostrar que la política seguida
hasta Cristo por los descendientes de Moisés estaba des-

37. Id., pág. 250.


38. Cohén, Nathan. Oh. cit., pág. 53.

339
fasada. De pueblo superviviente a las estrecheces de la
vida nómada y de pueblo victorioso en Jericó, los judíos
se convirtieron en pueblo vasallo y sometido a Roma, a
la gran potencia que disponía de ejércitos numerosos, co-
lonos activos y una superpoblación en aumento que con-
quistaba el mundo. Por tanto, o los judíos crecían y se mul-
tiplicaban para poblar la tierra o se extinguirían. Y eso
fue precisamente lo que sucedió.
Los que se reprodujeron, convencidos por las prédicas
de Cristo, poblaron la mitad de la Tierra. Los que se nega-
ron a reproducirse sin límite desaparecieron en el ven-
daval que asoló Palestina, y durante tres mil años cons-
tituyeron los núcleos judíos perseguidos en el mundo en-
tero. Sólo la revolución que implicó el cristianismo, con-
siguió poblar todo el mundo occidental con sus fieles.
Mientras la Tierra se poblaba de cristianos, los cartagine-
ses, los romanos, los fenicios y los griegos reducían su
número, se debilitaban y desaparecían sus ciudades y
sus Estados. Veamos, por tanto, las prédicas que tanto
éxito obtuvieron.
Cristo se decidió a consentir el adulterio, el incesto y
los hijos ilegítimos, y a perdonarles la vida a los homo-
sexuales, a los que tuvieran relaciones con animales, a
los quebrados, a los castrados, y evitó en gran parte los
malos tratos a los esclavos, cuya condición quería mo-
dificar. Con ello conseguía, como bien queda demostrado,
que el pueblo cristiano se reprodujera sin trabas y con-
quistara la Tierra.
Para un lector cristiano a quien se le ha repetido in-
cesantemente que el cristianismo llegó a reprimir sexual-
mente un mundo en que el infanticidio, el aborto y la
promiscuidad sexual estaban a la orden del día, resultará
indudablemente chocante leer este capítulo. Pero es pre-
ciso un análisis más detallado de «todo lo que ya sabemos».
Para afirmar que el cristianismo vino a contener los
excesos sexuales del paganismo, se parte de dos datos fal-
sos: 1) que el «mundo pagano», como se denomina en la
terminología cristiana al mundo romano, se dedicara a
constantes e interminables orgías, situación ésta que de
ser verdad hubiera dado al traste con el Imperio no en diez
siglos, sino en diez años, y 2) que el cristianismo venía a
redimir el mundo pagano, cuando en realidad es una
secta del judaismo que se dirigía fundamentalmente con-
tra la ortodoxia del sanedrín, importándole muy poco las

340
religiones romanas y griegas. Su interés era potenciar el
Estado de Palestina contra el Imperio romano, y así, diri-
gió su esfuerzo a extenderse por diversas provincias ju-
días, para levantarlas contra el común enemigo, y sólo muy
tarde, tres siglos después, llegó a influir en la metrópoli
del Imperio.
En cuanto a las leyes sobre el matrimonio, la sexua-
lidad y la natalidad que regían en Roma en el momen-
to del nacimiento de Cristo, resultan tan puritanas, exi-
gentes y represivas como las de cualquier país católico
de hoy, pero bastante más eficaces en cuanto a control
demográfico. Más adelante estudiaré las cuestiones demo-
gráficas romanas. A los que alegan que en Roma antes del
cristianismo se encontraba legalizado o tolerado por el
Estado algún sistema de control de natalidad, sólo les
guía su ignorancia de las leyes demográficas de Augusto.
Los textos, archicitados de Tertuliano, de Orígenes, de
San Agustín, de San Pablo, como demostración de la re-
presión sexual de la doctrina cristiana, están escritos años
y hasta siglos después de la muerte de Cristo. El texto lite-
ral del Nuevo Testamento es manejado poco. Resulta inin-
teligible para quien no conoce la historia secreta de la
reproducción. Y es preciso tener en cuenta que ni aún
los anatemas paranoicos de Tertuliano o de San Jerónimo,
llegan jamás a darle carta de ley al asesinato de los niños
ilegítimos, de las doncellas desfloradas, de las esposas
adúlteras, de los homosexuales, de los que cometen bes-
tialidad o se ayuntan con mujer menstruosa, de los in-
cestuosos o de los sacrilegos.
No deben confundirse los textos con los múltiples ca-
sos de ejecuciones por sodomía o conductas sexuales «des-
viadas», practicadas en la Europa medieval, porque estoy
tratando de cuestiones de teoría, y sobre todo de la prime-
ra teoría que más tarde, como siempre, será corregida e
interpretada por sus seguidores, a tenor de las necesida-
des o tendencias ideológicas que se vivirán en el mundo
medieval. Pero ni aún en él fue nunca práctica continua
el asesinato de madres solteras, de bastardos, de prostitu-
tas, o de desviados sexuales. Veamos por tanto cuáles
son las cuestiones teóricas que Cristo vino a reformar, y
cuya puesta en práctica fue extremadamente eficaz.
Volvamos a los textos originales:
El Evangelio de San Mateo explica que «entonces le
fueron presentados unos niños, para que pusiese las ma-

341
nos sobre ellos y orase, y los discípulos les reprendieron.
Pero Jesús dijo: "Dejad a los niños venir a mí, y no se lo
impidáis, porque de los tales es el reino de los cielos"»...*
En realidad Jesús quería que de ellos fuera en adelante
el reino de la Tierra. La multitud cristiana a partir de en-
tonces poblarí todo Occidente.
«En aquel tiempo los discípulos vinieron a Jesús dicien-
do: ¿Quién es el mayor en el reino de los cielos? Y lla-
mando Jesús a un niño, lo puso en medio de ellos, y dijo:
De cierto os digo, que si no os volvéis y os hacéis como
niños, no entraréis en el reino de los cielos... Y cualquiera
que reciba en mi nombre a un niño como éste, a mí me
recibe... Y cualquiera que haga tropezar a alguno de estos
pequeños que creen en mí, mejor le fuera que se le colgase
al cuello una piedra de molino de asno, y que se le hun-
diese en lo profundo del mar... Mirad que no menospre-
ciéis a uno de estos pequeños, porque os digo que sus
ángeles en los cielos ven siempre el rostro de mi Padre
que está en los cielos... Así que no es la voluntad de vues-
tro Padre que está en los cielos que se pierda uno de estos
pequeños...»*0
No hay aquí que interpretar esta declaración en el sen-
tido figurado de la defensa de la inocencia infantil, sino
en sentido literal: conservad la vida de los niños. En ese
momento concluyó en Occidente la etapa histórica del in-
fanticidio legal.
«Entonces el Rey dirá a los de su derecha: Venid, ben-
ditos de mi Padre, heredad el reino preparado para voso-
tros desde la fundación del mundo. Porque tuve hambre
y me disteis de comer, tuve sed y me disteis de beber, fui
forastero y me recogisteis, estuve desnudo y me cubristeis,
enfermo y me visitasteis, en la cárcel y viniste a mí... Y
respondiendo el Rey les dirá: De cierto os digo que en
cuanto lo hicisteis a uno de estos mis hermanos más pe-
queños, a mí lo hicisteis... Entonces dirá también a los de
la izquierda: Apartaos de mí, malditos, al fuego eterno
preparado para el diablo y sus ángeles, porque tuve sed
y no me disteis de beber, tuve hambre y no me disteis de
comer, fui forastero y no me recogisteis, estuve desnudo
y no me cubristeis, enfermo y en la cárcel y no me

39. Sagrada Biblia. Evangelio según san Mateo, cap. XIX,


vers. 13-14-15.
40. Id., cap. XVIII.

342
visitasteis... De cierto os digo que en cuanto no lo hicis-
teis a uno de estos más pequeños, tampoco a mí lo
hicisteis. E irán éstos al castigo eterno y los justos a la
vida eterna.» 41
«Entonces entraron en discusión sobre quién de ellos,
sería el mayor.
»Y Jesús, percibiendo los pensamientos de sus corazo-
nes, tomó a un niño y lo puso junto a sí.
»Y les dijo: Cualquiera que reciba a este niño en mi
nombre a mí me recibe; y cualquiera que me reciba a mí,
recibe al que me envió; porque el que es más pequeño
entre todos vosotros, ese es el más grande.»42
Ésta es la glorificación de la infancia, que no leeremos
en ningún otro texto sagrado. Por el contrario, el niño sólo
era un elemento molesto o sobrante en todas las socie-
dades.
«La mujer cuando da a luz, tiene dolor, porque ha lle-
gado su hora; pero después que ha dado a luz un niño, ya
no se acuerda de la angustia, por el gozo de que haya
nacido un hombre en el mundo.» 41
Al mismo tiempo, y congruente con su propósito de
aumentar la población judía, Cristo —ante la sorpresa
de los sacerdotes y de los jefes israelitas— predica el per-
dón de los pescadores, reos entonces de muerte, sin ate-
nuante alguna, según la ley mosaica.
«Entonces una mujer de la ciudad que era pecadora, al
saber que Jesús estaba a la mesa en casa del fariseo trajo
un frasco de alabastro con perfume, y estando detrás de
él a sus pies llorando, comenzó a regar con lágrimas sus
pies, y los enjugaba con sus cabellos; y besaba sus pies,
y los ungía con perfume.
»Cuando vio esto el fariseo que le había convidado,
dijo para sí: Éste si fuera profeta, conocería quién y qué
clase de mujer es la que le toca, que es pecadora. Y vuel-
to a la mujer, Cristo, dijo a Simón: ¿Ves esta mujer?
Entré en tu casa, y no me diste agua para mis pies; mas
ésta ha regado mis pies con lágrimas, y los ha enjugado
con sus cabellos. No me diste beso; mas ésta, desde que
entré, no ha cesado de besar mis pies. No ungiste mi
cabeza con aceite, mas ésta ha ungido con perfume mis
pies. Por lo cual te digo que sus muchos pecados le son
41. Id. Evangelio según s a n Mateo, cap. XVIII.
42. Sagrada Biblia. Evangelio de Lucas, cap. IX, vers. 46 al 48.
43. Sagrada Biblia. Evangelio de san Juan, cap. XVI, vers. 21.

343
perdonados, porque amó mucho; mas aquél a quien se
le perdona poco, poco ama. Y a ella le dijo: Tus pecados
te son perdonados.» w
«Entonces los escribas y los fariseos le trajeron una
mujer sorprendida en adulterio; y poniéndola en medio, le
dijeron: Maestro, esta mujer ha sido sorprendida en el
acto mismo de adulterio. Y en la ley nos mandó Moisés
apedrear a tales mujeres. Tú, pues, ¿qué dices?
»Mas esto decían tentándole, para poder acusarle. Pero
Jesús, inclinado hacia el suelo, escribía en tierra con el
dedo. Y como insistieran en preguntarle, se enderezó y
les dijo: El que de vosotros esté sin pecado sea el prime-
ro en arrojar la piedra contra ella. E inclinándose de
nuevo hacia el suelo, siguió escribiendo en tierra. Pero
ellos, al oír esto, acusados por su conciencia, salían uno
a uno, comenzando desde los más viejos hasta los postre-
ros; y quedó sólo Jesús, y la mujer que estaba en medio.
Enderezándose Jesús, y no viendo a nadie sino a la mujer,
le dijo: Mujer, ¿dónde están los que te acusaban? ¿Nin-
guno te condenó? Ella dijo: Ninguno, Señor. Entonces
Jesús le dijo: Ni yo te condeno; vete, y no peques más.» 45
Es significativo que incluso se esfuerce más por atraer
a sus enseñanzas a los pecadores publícanos, prostitutas,
adúlteras, que a los hijos fieles de Moisés. Con tal estra-
tegia pretende demostrar que todos los individuos son
aptos para hacer grande el mundo cristiano. Las exclu-
siones racistas y sexistas, comunes ai pueblo judío —en
el Estado de Israel actual se practican en forma muy se-
mejante a los tiempos mosaicos— que sólo le han propor-
cionado a Israel aislamiento, pobreza y odio de los de-
más pueblos, son rechazadas por el nuevo dirigente reli-
gioso, que conocía el poder de un pueblo numeroso que
no limita su natalidad ni expulsa de la comunidad a na-
die, sea cual sea el pecado que haya cometido.
«Se acercaban a Jesús todos los publícanos y pecado-
res para oírle, y los fariseos y los escribas murmuraban,
diciendo: Éste a los pecadores los recibe, y con ellos
come. Entonces él les refirió esta parábola, diciendo:
»¿Qué hombres de vosotros, teniendo cien ovejas, si
pierde una de ellas, no deja las noventa y nueve en el de-
44. Sagrada Biblia. Evangelio de san Lucas, cap. VII, vers. 37
al 49.
45. Sagrada Biblia. Evangelio según san Juan, cap. VIII, ver-
sículos 3 al 11.

344
síerto, y va tras la que se perdió, hasta encontrarla?
Y cuando la encuentra, la pone sobre sus hombros gozo-
so; y al llegar a casa, reúne a sus amigos y vecinos,
diciéndoles: Gózaos conmigo, porque he encontrado mi
oveja que se había perdido. Os digo que asi habrá más
gozo en el cielo por un pecador que se arrepienta, que
por noventa y nueve justos que no necesitan de arrepen-
timiento. 46
»¿0 qué mujer que tiene diez dracmas, si pierde un
dracma, no enciende la lámpara, y barre la casa, y busca
con diligencia hasta encontrarla? Y cuando la encuentra,
reúne a sus amigas y vecinas, diciendo: Gózaos conmigo,
porque he encontrado la dracma que había perdido. Así
os digo que hay gozo delante de los ángeles de Dios por
un pecador que se arrepiente.» 47
«También dijo: Un hombre tenía dos hijos y el menor
de ellos dijo a su padre: Padre, dame la parte de los bie-
nes que me corresponde; y les repartió los bienes. No
muchos días después, juntándolo todo el hijo menor, se fue
lejos a una provincia apartada; y allí desperdició sus
bienes viviendo perdidamente. Y cuando todo lo hubo
malgastado, vino una gran hambre en aquella provincia,
y comenzó a faltarle... Y levantándose, vino a su padre.
Y cuando aún estaba lejos, lo vio su padre, y fue movido
a misericordia, y corrió, y se echó sobre su cuello, y le
besó. Y el hijo le dijo: Padre, he pecado contra el cielo
y contra ti, y ya no soy digno de ser llamado tu hijo.
Pero el padre dijo a sus siervos: Sacad el mejor vestido,
y vestidle, y poned un anillo en su mano, y calzado en sus
pies... y traed el becerro gordo y matadlo, y comamos y
hagamos fiesta... Y su hijo mayor estaba en el campo, y
cuando vino, y llegó cerca de la casa, oyó la música y las
danzas; entonces se enojó, y no quería entrar. Salió por
tanto su padre, y le rogaba que entrase. Mas él, respondien-
do, dijo al padre: He aquí, tantos años te sirvo, no ha-
biéndote desobedecido jamás, y nunca me has dado ni
un cabrito para gozarme con mis amigos. Pero cuando
vino este tu hijo, que ha consumido tus bienes con rame-
ras, has hecho matar para él el becerro gordo. Entonces le
dijo: Hijo, tú siempre estás conmigo, y todas mis cosas

46. Sagrada Biblia. Evangelio según san Lucas, cap. XV, ver-
sículos 1 al 7.
47. íd-, cap XV, vers. 8 al 10.

345
son tuyas. Mas era necesario hacer fiesta y regocijarnos,
porque este tu hermano era muerto, y ha revivido, se ha-
bía perdido, y es hallado.» w
Al cuidado de los niños, al perdón de los pecados y al
proselitismo eficaz para ganar nuevos adeptos, Jesús aña-
de tres consignas de gran utilidad práctica para la poste-
rior difusión de su ideología: La solidaridad entre todos
los perseguidores que dará cohesión y firmeza al movi-
miento cristiano —por primera vez en la historia se or-
ganizan en tal forma los grupos subversivos—; la digni-
ficación del trabajo productivo y la abolición de los ta-
búes alimenticios, con lo que se les permite aceptar cual-
quier clase de alimentos. Debe leerse a misericordia lo
que hoy entendemos como solidaridad. Los ejemplos son
abundantes.
«Pero él, queriendo justificarse a sí mismo, dijo a Je-
sús: ¿Y quién es mi prójimo? Respondiendo Jesús, dijo:
Un hombre descendía de Jerusalén a Jericó, y cayó en
manos de ladrones, los cuales le despojaron e hiriéndole,
se fueron, dejándolo medio muerto. Aconteció que descen-
dió un sacerdote por aquel camino, y viéndole, pasó de
largo. Asimismo un levita, llegando cerca de aquel lugar,
y viéndole, pasó de largo, pero un samaritano, que iba de
camino, vino cerca de él, y viéndole fue movido a miseri-
cordia y acercándose, vendó sus heridas, echándoles acei-
te y vino; y poniéndole en su cabalgadura, lo llevó al me-
són y cuidó de él. Otro día al partir, sacó dos denarios, y
los dio al mesonero, y le dijo: Cuídamele y todo lo que
gastes de más, yo te lo pagaré cuando regrese. ¿Quién,
pues, de estos tres te parece que fue el prójimo del que
cayó en manos de los ladrones? Él dijo: El que usó de
misericordia con él. Entonces Jesús le dijo: Ve, y haz tú
lo mismo.» 49
Con la misma liberalidad Cristo disculpa y perdona
el quebrantamiento del descanso preceptivo del Sabath
judío, motivo de gran escándalo para los justos, que nunca
será guardado con la misma fidelidad por los cristianos,
con lo que el mundo cristiano aumentó considerablemente
sus rendimientos. La productividad creció en la propor-

48. Sagrada Biblia. Evangelio según san Lucas, cap. XV, ver-
sículos 11 al 32.
49. Sagrada Biblia. Evangelio según san Lucas, cap. X, vers. 29
al 37.

346
ción precisa para alimentar a la cada vez más numerosa
población.
«Pero el principal de la sinagoga, enojado, de que Jesús
hubiese sanado en el día de reposo, dijo a la gente: Seis
días hay en que se debe trabajar; en éstos, pues, venid y
sed sanados, y no en día de reposo.
«Entonces el Señor le respondió y dijo: Hipócrita,
cada uno de vosotros, ¿no desata en el día de reposo su
buey o su asno del pesebre y lo lleva a beber? Y a esta
hija de Abraham, que Satanás había atado dieciocho años,
¿no se le debía desatar de esta ligadura en el día de re-
poso? Al decir él estas cosas, se avergonzaban todos sus
adversarios; pero todo el pueblo se regocijaba por todas
las cosas gloriosas hechas por él.» a
«Jesús le dijo: Levántate, toma tu lecho, y anda. Y al
instante aquel hombre fue sanado, tomó su lecho, y an-
duvo. Y era día de reposo aquel día. Entonces los judíos
dijeron a aquel que había sido sanado: Es día de reposo;
no te es lícito llevar tu lecho. Él les respondió: El que me
sanó, él mismo me lo dijo: Toma tu lecho y anda. Y por
esta causa los judíos perseguían a Jesús, y procuraban
matarle, porque hacía estas cosas en día de reposo. Y Je-
sús les respondió: Mi Padre hasta ahora trabaja, y yo
trabajo. Por esto los judíos aun más procuraban ma-
tarle.» 51
«Aconteció en un día de reposo, que pasando Jesús por
los sembrados, sus discípulos arrancaban espigas y co-
mían, restregándolas con las manos. Y algunos de los
fariseos les dijeron: ¿Por qué hacéis lo que no es lícito
hacer en los días de reposo? Respondiendo Jesús, les
dijo: ¿Ni aun esto habéis leído, lo que hizo David cuando
tuvo hambre él, y los que con él estaban; como entró en
la casa de Dios, y tomó los panes de la proposición, de
los cuales no es lícito comer si no sólo a los sacerdotes, y
comió, y dio también a los que estaban con él? Y les decía:
El Hijo del Hombre es Señor aún del día de reposo.» 5Z
Jesús no mantiene tampoco la prohibición de ayuntar-
se con mujer menstruosa, los conocimientos de la época
no permitían saber que los días infértiles de la mujer son

50. Id., cap. X I I I , vers. 14 al 17.


51. Sagrada Biblia. Evangelio según san J u a n , cap. V, vers. 1
al 17.
52. id. San Lucas, cap. VI, vers. 1 al 5.

347
precisamente los de la menstruación. Pero por si acaso
san Pablo aclara que:
«El marido cumpla con la mujer el deber conyugal, y
asimismo la mujer con el marido.
»La mujer no tiene potestad sobre su propio cuerpo,
sino el marido; ni tampoco tiene el marido potestad so-
bre su propio cuerpo, sino la mujer.» 53
Al mismo tiempo, consecuentemente, en lo que sí se
mostrará inflexible el dogma cristiano es en el control de
natalidad. Sus anatemas contra la masturbación y contra
el aborto son absolutamente coherentes. La Iglesia no h a
luchado largos siglos intentando evitar la muerte de mu-
jeres, de niños y de adúlteros, a mayor abundancia del
mundo cristiano, para que su labor se vea entorpecida por
onanismos estériles, brebajes anticonceptivos y abortos.
Cuando los autores anticlericales afirman que el Nuevo
Testamento, oponiéndose al mundo pagano, proclamó un
estricto comportamiento sexual, no hace más que seguir
la vulgar interpretación de las doctrinas cristianas que
todos conocemos. El mundo pagano a que se refieren es el
de la república de Pericles, muerto quinientos años antes
de que naciera Cristo. Párrafos como éste: «Sin embargo,
san Agustín, no consideró la anticoncepción como homi-
cidio y distinguió entre aborto y anticoncepción, pero
siempre vio la relación sexual con recelo, tratándola como
algo vicioso, a causa de la concupiscencia y necesitando,
como única justificación la procreación...» 54 no ayudan a
comprender la relajación enorme en las cuestiones sexua-
les que vino a introducir el cristianismo, comparando sus
normas con las de la Antigua Ley Mosaica, cuyo «recelo»
por las cuestiones sexuales se manifestó en la muerte
de todo aquel que no cumpliera a rajatabla los preceptos
divinos. Lapidaciones y ejecuciones que siguen practi-
cándose en el mundo musulmán.
Hoy, tanto los musulmanes ortodoxos, como los judíos
instalados en el Estado de Israel hacen como los extrava-
gantes economistas y teólogos citados por Marx. Creen, que
sólo las normas que ellos siguen son producto de la reve-
lación divina. Aunque todas sean contradictorias en-
tre sí.
Al condenar cualquier sistema de limitación de la

53. íd. Primera carta a los Corintios, cap. VII, vers. 3 y 4.


54. Leret, María Gabriela. Ob. cit., pág. 130.

348
natalidad, los discípulos de Jesús son coherentes con
las enseñanzas de su maestro. «En el siglo vi, por ejem-
plo, san Cesario (monje y obispo) condenó abiertamente
la anticoncepción. Asimismo la condenó san Martín de
Braga, muerto en 579. Santo Tomás presentó y desarrolló
la idea... "de que el ser humano percibe que el sexo debe
entenderse exclusivamente para la conservación de la es-
pecie, por lo que es malvado frustrar ese propósito". Ese
Padre de la Iglesia mantuvo que solamente la muerte es
peor que ese pecado, porque la muerte destruye la natu-
raleza humana mientras que ese pecado destruye la natu-
raleza humana en potencia. Aplicando rigurosamente ese
principio, concluye por otra parte, que la masturbación es
peor que la fornicación o el adulterio puesto que los efec-
tos sociales de la generación quedan "ipso facto" exclui-
dos... 55 El propósito de la inseminación en la relación
sexual es muy importante, llegando a determinar hasta
la posición correcta del hombre y de la mujer en el acto
del coito, que no debe ser alterada por el hombre que
lo desee...»
«La idea de que la contraconcepción era homicidio
fue restablecida en la Bula Effraenatam dictada por Six-
to V, en 1588. En la Bula se impusieron bárbaras penali-
dades a los que "ofrecieran a la mujer pociones veneno-
sas para la esterilidad, o algún impedimento para la con-
cepción del feto y a quien ejecute cualquier acto o vía
para ese fin, y a la mujer, que conociéndolo, tome volun-
tariamente esas pociones". Esa Bula equiparó con la muer-
te el uso de los anticonceptivos, aunque fue derogada por
el Papa Gregorio XIV.» 56
Las demás normas que prohiben el uso de los anticon-
ceptivos y condenan el aborto en el mundo católico, con
sus encíclicas De Castii Connubii, de Pío XI (1930), Arca-
num Divinas Sapienüae, de León XIII (1880) y la más mo-
derna y conocida De Humanae Vitae, de Pablo VI (1969)
no hacen más que ratificar la necesidad de poblar el
mundo. Pero en numerosos estados cristianos la superpo-
blación ha conseguido que sea puesta en duda la legitimi-
dad divina de las doctrinas religiosas. Y por supuesto en
numerosos países regidos por honestos dirigentes cris-
tianos, como Puerto Rico, Chile, Colombia, no se ha du-

55. Leret, María Gabriela. Ob. cit., pág. 130.


56. Id., pág. 132.
349
dado en poner en práctica drásticas medidas de limita-
ción demográfica. Pero la situación actual merece capí-
tulo aparte.
Por ahora que conste únicamente que las cuestiones
religiosas responden a esa extravagancia de los economis-
tas, de los historiadores, de los moralistas y de los juris-
tas, que nunca conocen la historia secreta de los modos
de producción.

350
CAPÍTULO II
EL PRIMITIVO CONTROL DE NATALIDAD

«Es preciso definir de nuevo la presión demográfica.


Aquí se define como nada más que un desequilibrio entre
una población, los alimentos que elige y sus normas de
trabajo, que obliga a la población a modificar sus hábi-
tos alimentarios o a trabajar más (o que, si no se introduce
ningún reajuste, puede llevar al agotamiento de determina-
dos recursos). Conforme a esta definición cabe apreciar
que la presión demográfica motiva el cambio tecnológico
en la obtención de alimentos sin poner jamás en peligro
la capacidad de sustentación o de población máxima en
el sentido absoluto, sin reducir jamás a la población hu-
mana a la muerte por hambre, y sin amenazar con des-
truir el ecosistema.» 1
Para quien ponga en duda la liberalidad de la doctrina
cristiana respecto a las costumbres sexuales, ritos y cos-
tumbres anteriores a la revolución demográfica predica-
da por Jesús, que en resumen siempre tienden a resolver
los problemas demográficos, será bueno hacer un repaso
de las culturas de otros pueblos, cuya conducta sexual re-
sulta bastante más puritana y restrictiva que la de las
sociedades cristianas.
El docto y puritano escritor Robin Fahraens, que tie-
ne una extensa obra titulada Prehistoria de la medicina,
nos proporciona sustanciosos y curiosos datos, interpre-
tados por él según la misma extravagancia que denotaba
Marx en los economistas y en los teólogos.
Fahraens hace una relación bastante extensa respecto
a los tabúes sexuales que obligan a diversas tribus a guar-

1. Nathan Cohén, «La crisis alimentaria de la Prehistoria»,


Ed. Alianza. Madrid, 1981, pág. 63.

351
dar continencia periódica, con limitaciones muy rígidas,
o absoluta según la época. Para el autor tales prohibi-
ciones están ordenadas, naturalmente, por el alto valor
moral de las tribus que las practican. De tal modo explica,
en un apartado que titula «Pudicia matrimonial» como...
«...los salvajes, a pesar del recargo extraordinario de
ritos profilácticos de las relaciones sexuales, que caracte-
rizan sus completísimas ceremonias de casamiento, si-
guen, una vez casados, sujetos a ordenanzas severísimas,
hasta el punto de que los malayos, de creer a los etnógra-
fos, no tienen trato con sus mujeres arriba de tres veces
al año. En zonas étnicas muy dilatadas el marido hace
visitas furtivas a su esposa. Entra, según dice Candidius
hablando de los Formosanos, como un ladrón, sin encen-
der fuego ni decir palabra. Los vituconas, de Colombia, y
los canacos, por no citar más, tienen dos cabanas, una
para cada cónyuge. Entre los caribes, los esposos se es-
quivan de noche, porque, según ellos, «el hijo concebido
en las tinieblas podría nacer ciego». En multitud de pue-
blos, de los que Mazzarella señaló su diseminación geográ-
fica (razas Aria, Malaya, Polinésica, Papuásica, Mongólica
y Bantú), viven separados los esposos, habitan cabanas
distintas, no comen siquiera juntos, apenas cruzan la pa-
labra y, en suma, guardan el mayor secreto sobre sus re-
laciones sexuales.
«Fuera del matrimonio, la nota sobreaguda de la vida
social de los salvajes es la separación de sexos. Éstos no
se mezclan ni confunden en los quehaceres ni en las ora-
ciones. Muchos pueblos están virtualmente divididos en
dos, y en el Congo esta división es material, cada pueblo
son dos secciones casi incomunicadas.» 2
No son estos pueblos los únicos que mantienen tan
diversas prohibiciones de relación sexual. Veamos como
otras sociedades, que no conocen ningún otro medio an-
ticonceptivo eficaz, prohiben a sus individuos ayuntarse
con motivo de diferentes celebraciones, fiestas rituales y
otros acontecimientos.

2. Se ha señalado este dualismo en Melanesia, Australia y África.


(Fan, Hotentotes, tribus del Congo y Senegambia.) Nieuwenhuis:
«Der Sexualtotemism ais Basis der Dualistischen Kulturen und de-
rec Exogamie in Ozeanien» («Inst. Archiv. Etgnogr», 1931); id., id, le
América (io., 1933).

352
CASTIDAD DEL LUTO

«Al fallecer un monarca, la castidad pública es obliga-


toria. Tres meses guardan continencia los Banyawnda,
de Ruanda, cuando fallece su rey. También se les hace
guardar a los animales. En el Celeste Imperio los funcio-
narios no podían casarse en el año de luto por la muerte
del emperador.
«También los visitantes de los enfermos graves deben
guardar continencia la víspera. En regiones superiores
ha existido la misma prescripción para asistir al templo.
»En líneas generales puede afirmarse que la vida se-
xual de los pueblos salvajes ha padecido mucho con el
contacto de los europeos.» 3
Este sorprendente final del párrafo de Fahraens viene
a decir que los europeos —todos cristianos— han intro-
ducido el libertinaje sexual en las costumbres de los sal-
vajes. Como no podía dejar de ser, ya que ningún código
moral le impide a los ciudadanos de los países europeos
ayuntarse a la muerte de su rey, ni al visitar a un en-
fermo, ni antes o después de acudir al templo.
Pero sigamos viendo las restricciones sexuales que
aquejan a sociedades bastante menos liberadas que la
nuestra.

CONTINENCIA PROFESIONAL

«Ciertas profesiones obligan a guardar continencia tem-


poral o perpetua. Del primer grupo son los herreros, los
brujos, los guerreros, etc., del segundo, los sacerdotes.
Indudablemente los salvajes se han percatado del desgas-
te que producen los placeres venéreos y saben moderarse;
su moral, basada en el renunciamiento, no ha podido ser
superada en este punto.» (El subrayado es mío.)

3. Véase la confirmación en Hilda Thurnwald: «Die schwarze


im a Wander Afrikas», 1935. Esta autora maneja documentación de
primera mano. Los colonizadores, según ella, abaten los antiguos
tabús sexuales. También Richard Thurnwald, catedrático de An-
tropología de Berlín, sostiene lo mismo en Black and White in
Afrika, 1936.

353
12
TABÚES SEXUALES DEL TRABAJO

«Cuando se emprenden trabajos y ocupaciones de suma


importancia para la colectividad es de rigor el rito de
continencia. Por ejemplo: al construir una cabana o una
canoa; en la apertura de la caza o de la pesca; en la rotu-
ración de una tierra; al emprender una expedición guerre-
ra. Todos estos actos tienen un ceremonial protocolario,
a cuyo estricto cumplimiento se atribuye el éxito de la
empresa y la evitación de los accidentes del trabajo. Pues
bien, el número de fuerza de este ceremonial, el rito que
no suele faltar casi nunca, es el de la continencia. Los caza-
dores Hupa, Dené, Hulcholes, etc., observan castidad do-
rante toda la temporada de caza, y los Mois (Indochina)
van más lejos aún: es el lugar entero el que guarda con-
tinencia mientras dura la cacería.
»En los pueblos ganaderos, tales como los Akamba y
Kikuyos (África), se guardan de tener trato con mujeres
cuando sacan el ganado a pastar. Si el ganado enferma,
su dueño tiene que ser casto. En cambio, cuando adquiere
ganado, se junta con la esposa para que el rebaño se mul-
tiplique.
«Schapera ha descrito los ritos de castración de gana-
do de una tribu Bantú. El castrador de toretes debe dor-
mir con los brazos extendidos, pues los que duermen con
las manos entre las piernas están incapacitados.
«Como se ve, la higiene sexual de los salvajes está bajo
la tutela de la naturaleza, la cual, en opinión suya, se
niega a dar sus frutos a los impuros, estropea la labor
realizada por los que no son castos y deja que caigan
heridos o muertos los guerreros incontinentes.» Y ade-
más multiplica la tribu y crea graves problemas de ali-
mentación a la comunidad.
Al punto que en algunas tribus se procede a operacio-
nes dolorosas en los adolescentes para evitar las relacio-
nes sexuales. Pero no se confunda: estas prácticas no tie-
nen relación con la cliteridectomía o la infibulación que
se practica a las mujeres en diversas sociedades, para
evitar el desenfreno sexual de las jóvenes y el adulterio
en las casadas. Ya que tales mutilaciones no impiden la
fecundación. Para evitar numerosos embarazos las opera-
ciones genitales han de realizarse en los hombres.
Fahráens nos cuenta una de estas mutilaciones, con
la moraleja propia de tal autor:

354
LA OPERACIÓN «MICA»

Suele hacerse entre ciertos pueblos primitivos una


operación en los órganos sexuales del varón que trae con-
sigo consecuencias "reales" mucho más importantes. Es la
denominada operación "mica", practicada usualmente en-
tre ciertas tribus de negros australianos. Se abre el con-
ducto urinario por la parte inferior a todo lo largo del
miembro viril; seguidamente se introduce entre los bor-
des de la herida un trozo de corteza de árbol, tal como
la del abedul, a fin de impedir la soldadura de la misma.
La operación se realiza en la casi totalidad de los indivi-
duos varones poco antes de la pubertad, y su finalidad
consiste, según lo manifiestan los propios indígenas, en
limitar la natalidad. El suicidio nacional de los pueblos
supercivilizados tiene casi su correspondencia entre los
más atrasados, aún cuando la técnica sea distinta.» (El su-
brayado es mío.)
Otros métodos anticonceptivos son los tabúes y prohibi-
ciones de todo tipo para ayuntarse.
«En Madagascar tenemos un muestrario de tabúes
temporales. Las mujeres cuyos maridos partieron a una
expedición lejana y peligrosa son sagradas e inviolables.
La mujer Sakalava no se ve con su amante mientras sus
padres están enfermos de gravedad. Los Betsimaka que
salen a arponar la ballena tienen que ser castos, y en todo
Madagascar los padres del niño que va a ser circuncidado.
(Van Gennep: Tabou et totemisme a Madagascar, 1904.)»
«Entre los Mazia, las tribus Nilóticas y de la bahía Bar-
ke, de Nueva Guinea, sólo pueden promiscuar los coetá-
neos.»

LA CONTINENCIA DURANTE EL EMBARAZO Y LA LACTANCIA

«Las relaciones sexuales están prohibidas temporal-


mente, y es prohibición acatada en el mundo salvaje, en
los últimos meses de embarazo. Por lo regular, la suspen-
sión se hace al quinto o sexto mes (Huitotos, Fueginos,
Fijianos, Cafres, Canacos, Sudaneses, etc.). A veces el ma-
rido es libre para tener relaciones con sus otras esposas,
pero también hay pueblos que guardan castidad los dos
esposos (Kavirondos y Obayas).

355
»E1 rito de continencia se exagera durante la lactancia.
He aquí un cuadro de plazos:
Año y medio: La Yarce (África).
Dos años: Aztecas, Peruanos, Incásicos y Caribes.
Dos años y medio: Los Mossi.
Hasta que el niño anda a gatas: Isla Salomón.
Hasta que le destetan: Monumbo (Nueva Guinea),
Loango, Camerón, Achantia, Cafres, Níger, Sierra Leona,
Zambesis (la lactancia no baja de tres años).
Hasta que el niño rompe a hablar: Malcondas.
Cinco o seis años: Payas (Honduras).
Diez años: Cheyennes.
Entre los Awemba, el adivino señala la fecha del tér-
mino de la continencia y establece la responsabilidad de
los padres si por madrugadores, falleciese el niño.»
Hasta al propio Fahraens le parecen exagerados
los ritos de continencia durante la lactancia, cuya dura-
ción depende de los recursos de la tribu, ya que sólo así
puede asegurarse que la madre que debe alimentar a su
hijo no quedará nuevamente embarazada. La pobreza de
los Cheyennes queda descrita mejor que con ningún dato
más con esa cifra de tiempo de castidad, horripilante para
un europeo: diez años.
De la misma forma que Fahraens, otros muchos antro-
pólogos y sociólogos han sido incapaces de comprender
los ritos de la castidad, los tabúes del incesto o del celi-
bato sacerdotal. Resulta curioso que ni grandes antroló-
logos como Levi-Strauss o Malinowski, hayan sido capa-
ces de relacionar los tabúes y las prohibiciones para coha-
bitar como el más simple de los métodos anticonceptivos.
Y sin embargo el mayor número de sociedades cazadoras-
recolectoras mantienen las más rígidas prohibiciones en
materia sexual. Prohibiciones que nuestras sociedades
cristianas rechazarían indignadas, contradiciendo clara-
mente la tesis de la promiscuidad sexual mantenida por
Engels. Sólo algunos pueblos indígenas del centro de
Australia y de la Polinesia, citados por Fahraens, permi-
ten la violación sucesiva de la novia el día de la boda.
Este rito y el de la promiscuidad sexual practicada en
los días de la siembra por algunas tribus, son los únicos
excesos sexuales que los cristianos podemos envidiar a los
idólatras. Y teniendo en cuenta que tales orgías sólo se
celebran una vez al año o muy de cuando en cuando, coin-
cidiendo con las bodas, parece más sensato creer que nues-

356
tras fiestas burguesas proporcionan más ocasiones de pe-
car que la escasa permisividad de los salvajes.
Lo realmente ridículo es la interpretación que Fah-
raens ofrece de esas orgías. Interpretación que, por supues-
to no es exclusiva del historiador holandés, y que corres-
ponde a esa extravagancia característica de los economis-
tas, de los teólogos y de los antropólogos.
Fahráens explica que en «algunos pueblos indígenas
del centro de Australia y de la Polinesia solemnizan las
bodas con orgías, en las cuales la novia pasa sucesiva-
mente por los brazos de todos los invitados varones. El
derecho del marido no entra en vigor hasta que termina
ese desfile de prioridades», y el autor añade, con la más
ortodoxa interpretación psicoanalítica que «indudablemen-
te se quiere difuminar la responsabilidad colectivizando la
culpa». Resulta absolutamente ridículo interpretar la con-
ducta de los pueblos australianos según los sentimientos
de culpa que siente el doctor protestante holandés; tan
fuertes, que no pudiendo desprenderse de ellos, debe re-
vertirlos sobre los papúes, que, además de pasar un buen
rato —para eso sirven la mujeres— sólo desean sen-
tirse seguros de que la fecundación de la recién casada
se ha realizado. Ayuntándose todos los hombres de la al-
dea con ella, no será posible que ni por esterilidad ni por
impotencia del marido, deje de realizarse una fecunda-
ción. Aunque Fahráens siga explicando que «ya no es el
marido el único infractor del tabú sexual, sino la tribu
entera mancomunada en el pecado. La cadena de violado-
res es una cadena de aisladores entre los cónyuges». Las
extravagancias de los médicos y de los antropólogos es
equivalente a la de los economistas y a la de los teólogos.
En el mismo sentido Fahráens nos cuenta «que sin
respetar siquiera las leyendas de exogamia, en una capi-
tulación deshonrosa para todos los maridos de sus escrú-
pulos de diario, es un huracán de liviandades, una anar-
quía sexual la fiesta de la siembra en incontable pueblos...»
Sin embargo el comprensivo autor explica que «la disculpa
para estos seísmos de inmoralidad que tanto impresio-
naron en su juventud a la sociología es que se persigue
un fin de utilidad pública: coadyuvar de un modo mágico
al incremento de la cosecha. Y a este desenfreno obliga-
torio, cronometrado, pues en algunos pueblos tiene pre-
fijada su duración, sigue una cuaresma rigurosísima, ne-
cesaria también para no turbar la germinación de la tie-

357
rra, siguiendo su rutina de no inquietar el embarazo de
las mujeres». Preocupación que antes se manifestó por
conseguir embarazarlas. Para ello, por lo menos una vez
al año es preciso tener la seguridad de que se fecundarán.
La necesidad de mantener a un mismo nivel la natali-
dad o de aumentarlo, según el punto de desarrollo alcan-
zado por la sociedad, determinará las normas imperantes
en el país. No comprender estas evidentes leyes del desa-
rrollo social constituye la mala fe imperante en los so-
ciólogos, en los políticos y en los historiadores, que man-
tienen el mismo burdo nivel de ignorancia de las épocas
en que se discutía el sexo de los ángeles.
Las exigencias demográficas han obligado a todas las
sociedades humanas, en todos los tiempos, a variar las
normas religiosas y legales según las necesidades de cre-
cimiento o de limitación de la natalidad. Que Cristo pro-
hibiera el infanticidio y estableciera una gran liberalidad
en las relaciones sexuales, constituye la primera revolución
demográfica. Durante los cinco mil años de historia an-
terior, en todos los regímenes estudiados, el problema
del crecimiento humano ha sido una de las grandes preo-
cupaciones de los gobernantes. Los grandes aumentos de
población han obligado al cambio de sistema agrícola, a
realizar las obras de canalización y regadío y al paso del
modo de producción doméstico al asiático.1*
En la India, en China, en Egipto, en Mesopotamia, du-
rante miles de años, se han impuesto las más estrictas
prohibiciones respecto al incesto, que incluía a veces a
todos los parientes de las dos ramas hasta grados tan
lejanos que nosotros no reconoceríamos como de paren-

4. La concentración con fines defensivos o los incentivos para


producir excedentes, entrañan variables que, por lo que sabemos
del registro arqueológico, no tienden a ocurrir más que después de
la aparición de poblaciones agrícolas densas. En otros casos, cuan-
do los datos arqueológicos no están claros, la lógica parecería dic-
tar la prioridad del crecimiento demográfico. Sospecho, por ejem-
plo, que es mas probable que los incentivos culturales al aumento
del agregado de población local y el desarrollo de un mecanismo
político que permita este aumento numérico sean resultado de, o
interactúen con el aumento de la población, en lugar de ser ante-
riores a él. Parece ser mayor la probabilidad de que los perfeccio-
namientos en la organización política sean resultado de una serie
de tentativas experimentales de hacer frente a los problemas que
crean los grupos de gran tamaño, y no que se elaboren in vacuo
y no se apliquen hasta después de los grandes agregados. Nathan
Cohén. Ob. tit, pág, 54.

358
tesco, y diversas limitaciones, consideradas por los cris-
tianos como grotescas, respecto al ayuntamiento entre
sexos, cuyas infracciones se hallaban castigadas con una
ferocidad inigualable en los momentos de mayor purita-
nismo europeo. Con tales prácticas se consiguió en estas
sociedades mantener inmóviles las jerarquías políticas y
familiares. El estacionamiento económico del Extremo
Oriente tiene su origen primero en la limitación de la
natalidad.
La historia de la humanidad se halla por tanto regida
por el nivel de su reproducción. En este área de la tierra
los pueblos que se mantuvieron durante miles de años
en el mismo nivel de desarrollo político, económico, cul-
tural, religioso, igualmente estuvieron estabilizados en
su densidad y reparto de población. Con diversas oscila-
ciones, que sin embargo tardaban cientos de años en pro-
ducirse, las poblaciones de China, de Egipto, de la India,
del valle del Ganges, permanecieron en el mismo nivel de
reproducción y de distribución por áreas geográficas. Y du-
rante el mismo período de tiempo no se produjo nin-
gún cambio notable en su modo de producción, ni en
las relaciones de producción, ni en sus sistemas políticos,
ni en sus creencias religiosas y morales. Siempre se ha
puesto como ejemplo de estancamiento la sociedad Chi-
na, sin que los intérpretes hayan dado buenos argumen-
tos para explicarlo.
Marvin Harris cuenta en su obra 5 que «en los cuatro
mil años transcurridos entre la aparición de los primeros
estados y el comienzo de la era cristiana, la población mun-
dial se elevó aproximadamente de 87 millones a 225 mi-
llones de habitantes». Es decir se multiplicó por algo me-
nos de tres. Ya hemos visto como en comparación con el
aumento de la población española en los últimos cuaren-
ta años, este aparente salto demográfico no es apenas nota-
ble. Cuatro mil años tardó la humanidad en multiplicarse
por tres, mientras una sociedad tecnificada moderna en
desarrollo, sólo precisa cincuenta años para multiplicarse
por dos. Ahora bien, no sólo se tardó cuatro milenios en
poblar medianamente algunas zonas del planeta, sino que
en ese punto el nivel de aumento se detuvo.
Los datos que nos ofrece Marvin Harris son interesan-

5. Marvin Harris, Caníbales y Reyes, pág. 209, Ed. Argos Vergara,


Barcelona 1978.

359
tes, aunque la tesis de este autor siga manteniendo la clá-
sica relación -f alimento + gente, en vez de a «sensu-
contrario» a + gente + alimentación.
«Prácticamente los cuatro quintos del nuevo total, vi-
vieron bajo el dominio de los imperios Romano, Chino
(de la dinastía Han) e Indio (de la dinastía gupta). Este
total oculta el hecho de que la densidad de población de
las áreas centrales no continuó creciendo sin control du-
rante ese período de cuatro mil años. La historia demo-
gráfica de los primeros imperios no apoya la burda idea
malthusiana de que el crecimiento de la población humana
es una tendencia histórica omnipresente. En los antiguos
imperios, las poblaciones estacionarias fueron la regla, lo
mismo que durante la era paleolítica.
»Según Kingsley Davis, la población total de la India se
había estabilizado hacia el año 300 antes de nuestra era
y no comenzó a expandirse nuevamente hasta el siglo
dieciocho. Karl Butzer calcula que en Egipto, la población
del Valle del Nilo se cuatriplicó entre el 4000 y el 2500
antes de nuestra Era, el punto culminante del período de
la historia egipcia conocida como Antiguo Imperio. Luego
permaneció prácticamente estacionaria durante más de
mil años. En el 1250 antes de nuestra era alcanzó un nuevo
nivel, que sólo era 1,6 veces superior a la cifra del Antiguo
Imperio, y poco antes del comienzo del período greco-
romano descendió una vez más al nivel del Antiguo Im-
perio. Bajo la dominación romana, volvió a alcanzar un
punto apenas superior al doble del correspondiente al
Antiguo Imperio, pero a finales del Imperio Romano, en
el 500 antes de nuestra Era, había caído por debajo de la
cifra que tenía tres mil años antes. Nuestra mejor infor-
mación proviene de China, donde pueden consultarse cen-
sos que cubren un período de más de dos mil años. El
autorizado estudio de Hans Bielenstein evidencia que en
el período desde el año 2 hasta el 742 de nuestra Era la
población total de China permaneció en el orden de los
50 millones de habitantes, con un máximo de 58 millones
y un mínimo de 48 millones. Más significativo aún, hubo
pronunciadas disminuciones en las áreas centrales origi-
nales de la dinastía Han. La gran planicie del río Amarillo,
por ejemplo, contaba con una población de 35 millones de
habitantes en el año 2, población que descendió a 25 mi-
llones en el año 140, ascendió a 31 millones en el 609 y vol-
vió a disminuir a 23 millones en el año 742. Descontados

360
los aumentos producidos por la conquista de nuevos terri-
torios, la tasa de crecimiento demográfico de China perma-
neció cerca del cero durante la mayor parte de dos mi-
lenios.
«Los observadores occidentales siempre se han sor-
prendido por la naturaleza estática o "estacionaria" de es-
tos antiguos sistemas dinásticos. Los faraones y los empe-
radores se sucedían década tras década, las dinastías se
encumbraban y caían; no obstante, la vida de los culies,
labradores y labriegos continuaban como de costumbre,
sólo un punto por encima de la mera subsistencia. Los
antiguos imperios eran conejeras llenas de campesinos
analfabetos que se afanaban de sol a sol, sólo para obtener
dietas vegetarianas deficientes en proteínas. Vivían poco
mejor que sus bueyes y no estaban menos sujetos que
éstos a las órdenes de seres superiores que sabían escri-
bir y que tenían el previlegio de manufacturar y utilizar
armas de guerra y coacción.»
Marvin Harris no deduce de estos datos que el control
drástico de la natalidad, que mantuvieron con evidente
éxito las castas gobernantes de estos países, constituía la
garantía de supervivencia y reproducción del modo de
producción asiático, que les aseguraba a su vez el poder.
La clase dominante conocía la necesidad de controlar las
fuerzas productivas para obtener la seguridad de mante-
ner su dominio en las mismas condiciones que sus más
lejanos antepasados.
La demografía de Egipto, Mesopotamía, India, China,
se mantenía en las más o menos idénticas cifras durante
miles de años, mediante la eficaz manipulación de los
dos extremos de la política de población en que se mo-
vieron esas sociedades, hasta la introducción del modo
de producción capitalista: una natalidad deseada y desen-
frenada y el control de esa natalidad mediante las normas
de represión moral y sexual y la práctica del infanticidio.
La poligamia permitió primero el aumento de pobla-
ción compensando, con sus mdudables ventajas en este
aspecto, la mortalidad materna e infantil altísima, de
aquellos tiempos.
Como se deduce de que, a pesar de la poligamia y de
los matrimonios tempranos de las hembras, a veces im-
púberes, en el Valle del Ganges, donde parece encontrar-
se la tasa de crecimiento demográfico más alta, o por lo
menos muy superior a la de Oriente Medio, la densidad

361
de población de los primeros milenios siguió siendo muy
escasa, como explican recientemente los últimos historia-
dores.
Pero cuando el aumento de población puso en peligro
el modo de producción asiático, que aseguraba el domi-
nio exclusivo de las castas dirigentes sobre millones de
siervos, las normas morales que en las sociedades chi-
nas, egipcia, hindú, mesopotámica, imponían toda clase de
restricciones sexuales y permitían el infanticidio feme-
nino, se practicaron con ferocidad. La alternativa a la pro-
gresiva desecación de los ríos, a la desarborización de
montes y a la pérdida de pastos, no fue la modernización
de los procesos técnicos de obtención de alimentos, ni
la ampliación de las comunicaciones y el comercio —nove-
dades que se iniciaron sólo en el momento de la implan-
tación del modo de producción capitalista, abocando irre-
mediablemente a las revoluciones burguesas de esos paí-
ses— sino a la esclavitud, a la tortura y al femicidio de las
mujeres hindúes, chinas y musulmanas, con el largo cal-
vario de infanticidios femeninos, de repudios, de inmola-
ciones en la pira del marido, de prohibición del matrimo-
nio a las viudas y del asesinato de las vírgenes desfloradas
y de las adúlteras.6

6. «Durante el período védico, la población era escasa y estaba


diseminada en pequeñas aldeas. En fecha tan tardía como el 1.000
antes de nuestra era, la densidad demográfica era lo bastante baja
para permitir que cada familia poseyera muchos animales (los
textos védicos mencionan 24 bueyes enganchados a un solo arado)
y, como en la Europa prerromana, el ganado se consideraba la for-
ma principal de riqueza. Menos de setecientos años después, el Valle
del Ganges probablemente se había convertido en la región más
poblada del mundo. Los cálculos de Kingsley Davis y de otros
especialistas asignan a la India, en el 300 antes de nuestra era, una
población de 50 a 100 millones de habitantes. La mitad de ese total,
como mínimo, debía vivir en el Valle del Ganges.
«Sabemos que durante el período védico primitivo, la llanura
del Ganges todavía estaba cubierta por bosques vírgenes. En el
300 antes de nuestra era, apenas quedaba un árbol. Aunque la irri-
gación ofrecía una base segura para muchas familias agrícolas,
millones de campesinos recibían cantidades insuficientes o nulas de
agua. Dada la fluctuación de las lluvias monzónicas, era arriesgado
depender exclusivamente de las precipitaciones. Indudablemente, la
deforestación aumentó el riesgo de sequías. También aumentó la
gravedad de las inundaciones que el sagrado río Ganges desencade-
naba cuando los monzones descargaban simultáneamente demasiada
lluvia en las estribaciones del Himalaya. Incluso en la actualidad,
las sequías que soporta la India durante dos o tres estaciones con-
secutivas ponen en peligro la vida de millones de personas que de-

362
1. La expansión de Egipto y el declive de Grecia

Las leyes egipcias son alabadas por todos los historia-


dores de la época como las más benévolas del mundo
circundante. Los reyes que las implantaron son famosos
por su visión práctica del rendimiento del trabajo. Saba-
cón abolió la pena de muerte y la sustituyó por la de
trabajos forzados en las empresas públicas.
En la misma época conocemos la realización de las
grandes canalizaciones del Nilo, imprescindibles para el
mantenimiento de la agricultura, para las que se precisaba
cada vez mayor número de esclavos, lo que obligaba a los
faraones a imponer el trabajo obligatorio a toda la
población —que les permitirá también construir los gran-
des monumentos funerarios— y a comprar esclavos a
otras naciones, como Etiopía y Grecia.
«Y cuando los suministros del mercado de esclavos no
satisfacían la demanda del país, los egipcios aplicaban,
con la recia severidad que imponen las circunstancias
apremiantes, aquella costumbre de tanto abolengo en el
reino de los faraones: la facultad de matar o reducir a la
esclavitud a todo extranjero que llegara a Egipto por m a r
y sin las habituales autorizaciones.» 7
La situación de la mujer egipcia, por tanto, se encon-
traba un poco menos disminuida que en otros países del
Antiguo Oriente. Mientras entre la comunidad judía se
salvaba de milagro, en Egipto adquiría un «status» civil
muy mejorado. El faraón Bocchoris, largamente recor-
dado por todos los historiadores, dictó las mejores leyes
de oriente en relación a la mujer: así ésta podía realizar
negocios y ser testigo en los actos jurídicos sin el permiso
marital, trabajaba habitualmente en el mercado y el novio
se sometía a ellas con promesa de obediencia, y a ella
estaba especialmente reservada la educación de los hijos.
Algunas normas curiosas, olvidadas sin darles la im-

penden de las precipitaciones para regar sus cultivos. Gracias al


Mahabahrata, poema épico compuesto entre el 300 antes de nuestra
era y el 300 de nuestra era, sabemos de una sequía que duró doce
años.»
Marvin Harris, Caníbales y Reyes, pág. 107, Ed. Argos Vergara,
Barcelona 1978.
7. Miguel Quintana, Hombres en venta, pág. 172, Ed. Bruguera,
Barcelona 1976.

363
portancia que merecen, ilustran claramente la política de
natalidad del país.
Las leyes de Bocchoris preveían que la mujer que ma-
taba a su hijo debía tener en los brazos su cadáver duran-
te tres días y tres noches completas, mientras que al hijo
que mataba a su madre se le condenaba a muerte entre
suplicios. Y aunque hoy nos parezca leve pena para el in-
fanticidio, es preciso recordar que en todo Medio y Ex-
tremo Oriente, hasta la introducción del Cristianismo, el
infanticidio no se consideraba delito, sino derecho del
padre que podía ejercer a su libre albedrío. Por tanto,
el hecho de que se le impusiera alguna pena a la madre
que matara a su hijo, indica que el despilfarro de un
subdito del faraón no estaba bien visto.
No sólo algunas mujeres alcanzaron el rango de sa-
cerdotisas y otras ciñeron la corona de reinas, sino que
Bocchoris determinó que el hijo de la esclava y el de una
mujer libre tendrían la misma consideración. Tal libera-
lidad, afirma Quintana que «logró que todo individuo,
cualquiera que fuese la casta en que hubiese nacido, pu-
diera alzarse con una buena educación y sabiendo escri-
bir, hasta un empleo civil o militar. Y la posibilidad de
unión de un individuo de casta inferior con la hija de va-
rón perteneciente a otra clase fue un adelanto definitivo8
que el faraón Bocchoris llevó a la vida de su pueblo».
A pesar de las contradicciones que se encuentran en
las diferentes crónicas, respecto al «status» civil de los
egipcios, las leyes liberalizadoras de Bocchoris tienden
uniformemente a primar la natalidad. Mientras en Grecia
y en Roma se prohibe el matrimonio de los esclavos, no
sólo con personas libres, sino, incluso entre sí, en Egipto,
para paliar la escasez de fuerza de trabajo, es preciso
permitir la familia esclava e incluso dar ventajas a los
hijos de ésta.
Cuando en Grecia empieza a notarse la escasez de
mano de obra esclava, Solón permite e impone las unio-
nes de esclavos. Así los que estaban dedicados a las labo-
res agrícolas vivían independientes de sus dueños y cum-
plían con sus tareas, repartiéndoselas entre los miem-
bros de su propia familia. Claramente vemos aquí un
modo precursor de producción feudal, que más tarde, al
final del Imperio Romano, sería el dominante cuando

8. Miguel Quintana. Ob. cit., pág. 197.

364
finiera la posibilidad de mantener el modo de producción
esclavista,
En la época de Pericles, la falta de población le exige
imponer normas que potencien la natalidad. En la ora-
ción fúnebre que pronunció un año después de la guerra
del Peloponeso exhortaba a las mujeres casadas a que
tuvieran más hijos, sobre todo cuando con la prolongación
de la guerra, eran cada vez más escasos los hombres li-
bres. Cuenta Sarah Pomeroy 9 que «la proporción de mu-
jeres en la ciudad aumentó con la partida de una expedi-
ción militar compuesta por 4.000 hoplitas, 300 caballeros
y 100 trirremes que zarparon a Sicilia en el 415 a. d. C...
Si bien normalmente la bigamia no fue tolerada en Ate-
nas, la bigamia temporal fue una respuesta necesaria y
conveniente en relación a la elevada tasa de mortalidad
masculina debida a la guerra, al excesivo número de mu-
jeres y a la necesidad de reintegrar la población».
Estos datos no han sido nunca tenidos en cuenta por
aquellos historiadores que basan sus investigaciones ex-
clusivamente en las normas de la Grecia antigua que man-
tenían a las mujeres honestas sujetas a severas restriccio-
nes sexuales.

2. El fin del Imperio Romano

Cuando los bárbaros rompen definitivamente las has-


ta entonces inalterables fronteras del Imperio, y se insta-
lan como colonos, el fin del modo dominante de produc-
ción esclavista ha llegado. Antes de concluirse este perío-
do de nuestra historia, la escasez de población se había
anunciado claramente obligando a los emperadores a dic-
tar diversas medidas que motivaran a las romanas a parir
más a menudo.
Las primeras leyes para potenciar la natalidad son de
César Augusto, cinco siglos antes del definitivo descala-
bro del Imperio. Las leyes contra el celibato, llamadas
de los cónsules célibes, pretenden casar a la gente por
decreto, para poblar nuevamente los territorios romanos.
Las extensas regiones sometidas a su mando son impo-
sibles de gobernar por falta de funcionarios, por escasez
de soldados. Así las legiones V y VII en la Galia no fue-

9. Donne en Atenae e Roma, Ed. Einaudi 1978.

365
ron nunca sustituidas, y sus hombres terminaron com-
poniendo la población de colonos que se instalaron con
los francos y los ostrogodos en los territorios antes con-
quistados por Roma. Ya no se pueden cubrir las necesi-
dades de producción por falta de mano de obra esclava y
las guerras de conquista, que tenían como muy impor-
tante objetivo conseguir nuevos efectivos de población
trabajadora, tienen que ser detenidas por imposibilidad
de aumentar los ejércitos o simplemente de renovarlos.
Cuando el problema se iniciaba, y mucho antes de que
se agudizara, Augusto ordenó que todo el que no tenía
herederos, los hombres a los veinticinco años y las muje-
res a los veinte, no poseía derecho más que a la mitad de
las sucesiones y de las mandas que pudieran correspon-
derle, lo demás ingresaba en el público tesoro. Debían
obtener preferencia para ser elegidos cónsules los candi-
datos que tuvieran familia más numerosa, y la preemi-
nencia con los «haces» debía pertenecer entre los dos al
que contara más hijos. Tres hijos en Roma, cuatro en
Italia, cinco en las provincias, eximían de todas las car-
gas personales. Después de tres partos llegaba a ser la
mujer latina ciudadana romana y la mujer romana, nacida
libre, se emancipaba de la tutela del marido. La esclava
liberta no alcanzaba este privilegio sino después de cua-
tro partos, y entonces podía testar, administrar su ha-
cienda y heredar.10
Los problemas de los curiales, el servicio laboral obli-
gatorio, las dificultades crecientes en las levas militares,
la importación de germanos para colmar los huecos en
el ejército y la agricultura, el bandidaje, la pobreza deri-
vada a la vez de las cada vez mayores cargas fiscales, todo
ello está directamente relacionado con la carencia de po-
tencial humano.11
La población del Imperio, nunca realmente excesiva,
comienza a experimentar un declive general desde me-
diados del siglo II. Este declive suscita una carencia de
potencial humano que progresivamente se agudiza duran-
te el siglo ni, y esta falta de población es a su vez un fac-
tor principal en la caída de Roma.
Este declive, no sólo se produce por falta de natalidad,

10. César Cantú, Historia Universal.


11. Meos J. Finley, La cuestión demográfica. Transían del escla-
vismo al feudalismo. Ed. Akal. Madrid, 1981.

366
sino también porque la demanda de fuerza de trabajo hu-
mana se multiplicó. 12
Porque en resumen, cuando un Estado no puede aumen-
tar su nivel de producción, retrocede. Y el aumento de la
producción sólo puede realizarse si se dispone de la fuer-
za de trabajo necesaria para ello. A más población más
producción. El estancamiento por el parón o el retroceso
de la natalidad no dura mucho tiempo. En algunos años
la producción retrocede y el Estado se descompone.
Los datos de Finley son lo suficientemente explicati-
vos por sí solos: los ejércitos del siglo IV, en los que aún
predominaban los reclutas procedentes del interior del
Imperio, eran considerablemente más amplios que los
ejércitos de Augusto y sus sucesores. E n otras palabras,
la demanda de fuerza de trabajo humana se había multi-
plicado. El reclutamiento produjo por sí mismo u n a es-
casez tan crítica entre la población rural, que su presumida
recuperación de las pérdidas experimentadas durante el
período 235-284 se vio amortiguada, convirtiéndose en de-
clive bajo la presión de las exacciones gubernamentales
y la regimentación.
«Existen datos suficientes para mostrar como en las
islas del Egeo y de Asia Menor la población agrícola em-
padronada era muy escasa a tenor de los haremos anti-
guos y bastante inferior a la mitad del mínimo que, para
un cultivo eficiente, exigían los agrónomos antiguos.» 13
Todas las cuestiones relacionadas con la desaparición
del Imperio Romano, la transición del modo de produc-
ción esclavista al feudal, la desaparición de la esclavitud,
la aparición de las villas y más tarde de las ciudades, es-
tán estrechamente ligadas con el nivel de la población
de cada país. No cabe duda, como también explica Mar-
vin Harris, que el desarrollo de la vida comercial tuvo que
aguardar el aumento de la densidad de la población. Y sólo
cuando el nivel de ésta desbordaba los planteamientos
del modo de producción feudal, su rígida estratificación
de las clases y de los servicios prestados por el siervo al
Señor, se inició el despegue de la incipiente burguesía.
A pesar de la lentitud con que la población crecía,
diezmada por las epidemias, por la falta de higiene y de

12. Finley, id.


13. A.H.M. Jones, Journal of Román Studies, XLIH, 1953, pá-
gina 57.

367
conocimiento médicos, por la altísima mortalidad mater-
na y perinatal en el parto, cada aumento demográfico se
correspondía con la escasez de alimentos y obligaba a in-
ventar algún modo nuevo de conseguir una mayor pro-
ducción de alimentos. «Se hicieron intentos para elevar
el rendimiento por acre abonando las tierras con cal y
marga, enterrando cenizas de paja con el arado, sembran-
do más intensamente y experimentando con nuevas si-
mientes. Pero todo fue en vano. Aunque se incrementó la
producción total, aumentó aún más la población. Entre
finales del siglo XII y principios del xrv, prácticamente se
triplicó el precio del trigo, al mismo tiempo en que las
exportaciones inglesas de lana aumentaron en un 40 por
ciento. La subida del precio de los cereales significó que
las familias que carecían de tierras suficientes para alimen-
tarse llegaron al umbral de la pauperización o lo cruza-
ron.»1*
Todos los inventos de la Edad Media, que permitirán
aunque lentamente, la entrada de la Edad Moderna, se
producen a partir del estímulo del aumento de población.
Harris ya nos advierte que a pesar de su reputación de
«oscurantismo», el primitivo período medieval fue una
época de aumento de la población y de expansión e inten-
sificación de la producción agrícola.
Recordemos que el cristianismo se ha afincado ya en
todos los territorios del antiguo Imperio Romano, y que
la natalidad está primada por las nuevas creencias. Así es
posible que «en los alrededores del año 500 de nuestra Era,
probablemente sólo había cerca de nueve personas por mi-
lla cuadrada en la Europa transalpina, pero en 106 Ingla-
terra sólo había alcanzado una densidad de treinta habi-
tantes por milla cuadrada. De tal modo, después del año
500, las hachas y sierras de hierro fueron lo bastante ba-
ratas para ser utilizadas por el agricultor corriente. Se
expandieron asentamientos humanos en las restantes tie-
rras forestales y en los alrededores de páramos y ciéna-
gas. Se intensificó la explotación de la madera, la edifi-
cación de viviendas y la construcción de cercados. La in-
vención de la herradura aumentó la utilidad del caballo
como elemento de tracción de sangre. El desarrollo de la
herrería condujo a la creación de un nuevo tipo de arado,
un pesado instrumento con punta de hierro, montado so-

14. Harris, íd„ pág. 199.

368
bre ruedas y capaz de abrir surcos profundos en las ar-
cillas y margas húmedas características de las regiones
arboladas y lluviosas».15
Por ello resulta miope afirmar que la causa de la deca-
dencia de Roma fue únicamente la escasez de trigo como
han defendido largos años los más ilustres historiadores.
La verdadera escasez fue la de mano de obra.
La revolución demográfica predicada por Cristo, que
se implanta definitivamente en la Edad Media, no hace
más que conseguir lo que Augusto intentara en su rei-
nado: potenciar la natalidad. La evolución demográfica
marca el desarrollo del modo de producción y en conse-
cuencia el de las sociedades.
Mientras el régimen esclavista se mantiene, el estado
se siente fuerte. Y el régimen esclavista se mantiene mien-
tras la fuerza de trabajo se halla con facilidad. Max We-
ber explica que la causa que limitó el progreso técnico
de la cultura antigua es la baratura de los hombres, «que
deriva del carácter peculiar de las incesantes guerras de
la antigüedad. La guerra antigua era, a la vez, caza de
esclavos, llevaba sin interrupción material humano al
mercado de esclavos, y de esta suerte fomentaba el tra-
bajo servil y la acumulación de hombres. Por esta causa
la industria libre quedó condenada a estacionarse en la
fase del trabajo a jornal y de encargo, realizado por los
hombres sin propiedad. Esto impidió que gracias a la

15. Otro de los párrafos notables de la mencionada disposición


era el que se refería a la obligación en que estaban los dueños de
esclavos de impedir las relaciones carnales ilícitas entre esclavos,
fomentando, en cambio, el matrimonio si bien procurando que los
esclavos de una hacienda no contrajesen dicho vínculo con los per-
tenecientes a otra. De todas maneras, no podían impedir que esto
ocurriese, y para conseguir esta unión «y que los cónyuges cum-
plan el fin del matrimonio, seguirá la mujer al marido, comprán-
dola el dueño de éste por el precio que se conviniere con el de
aquélla y si no a justa tasación, por peritos de ambas partes y un
tercero en caso de discordia; y si el amo del marido no se allanare
a hacer la compra, tendrá acción el amo de la mujer para comprar
al marido. En el evento de que uno u otro dueño no se encontraren
en condición de hacer la compra, que les incumba, se venderá el
matrimonio esclavo reunido a un tercero». Al efectuar el amo del
marido la compra de la mujer, deberá comprar también con ella
los hijos menores de tres años que ésta tuviere, en razón a que
«según derecho, hasta que cumplan esa edad deben las madres
nutrirlos y criarlos».
Francisco Caravaca, ¡Esclavos!, Ed. Joaquín Gil, Barcelona 1933.
La esclavitud en las colonias españolas, pág. 138.

369
concurrencia de empresarios libres que trabajan con jor-
naleros libres, para el abastecimiento del mercado, se ori-
ginase la prima o ventaja económica que disfrutan las in-
venciones que ahorran trabajo, como ha ocurrido en los
tiempos modernos». 16
Pero la desaparición del modo de producción esclavis-
ta se produce cuando le es imposible disponer de la su-
ficiente fuerza de trabajo para su manutención. Cuando
las legiones militares no pueden ser renovadas y las gue-
rras de conquista no abastecen el mercado de esclavos, la
producción del Imperio se resiente de no haber potencia-
do la reproducción autónoma de mano de obra. Los escla-
vos hasta entonces viven en comunidad recluidos en las
edificaciones propias de ellos. El alojamiento es el «ins-
trumento vocale», el establo de los esclavos al lado del
establo del ganado. Contiene el dormitorio, una enferme-
ría o lazareto, un taller o «ergástulum» y, como explica We-
ber, «la vida del esclavo, es normalmente una vida de
cuartel. Duerme y come en común bajo la vigilancia del
"villicus"... El trabajo está rigurosamente disciplinado a
usanza militar, las secciones, "decuriasi", al mando de un
cabo, forman muy de mañana y parten bajo la inspección
de los capataces (monitores). Esto era imprescindible.
Producir para el mercado por medio de trabajo servil, no
hubiera sido posible por mucho tiempo sin el empleo del
látigo. Pero a nosotros nos importa sobremanera u n as-
pecto que deriva de esta forma de vida cuartelaria: el
esclavo "conscripto", no solamente carece de propiedad,
sino también de familia. Sólo el "villicus" convive en habi-
tación aparte con una mujer en matrimonio esclavo (con-
tubernium) de manera algo parecida a como viven hoy en
los cuarteles los suboficiales y los sargentos... Y así como
a la propiedad independiente corresponde la familia inde-
pendiente, también aquí al matrimonio esclavo correspon-
de la propiedad servil... La gran masa de los esclavos
carece de peculio, así como de relación sexual monogá-
mica. El comercio sexual es una especie de prostitución
intervenida, con premios concedidos a las esclavas para
la cría de sus hijos. A las que habían criado tres hijos,
muchos señores las manumitían. Ya este proceder indica
las consecuencias que va madurando la falta de familia

16. Max Weber, Transición del esclavismo al feudalismo, pági-


na 40, Ed. Altai, Madrid 1975.

370
monogámica. Sólo en el seno de la familia cunde el hom-
bre, El cuartel de esclavos no podía producirse por sí
mismo, y tenía que complementarse por la compra cons-
tante de esclavos. Los escritores agrarios dan, por supues-
to, que esta compra se hacía con toda regularidad. La an-
tigua explotación por esclavos devora tantos hombres
como carbón nuestros altos hornos. El mercado de escla-
vos y su aprovisionamiento regular y suficiente con mate-
rial humano, es la condición imprescindible del cuartel de
esclavos que produce para el mercado. Se compraba ba-
rato. Varro recomienda que se acepte al malhechor y otro
parecido material barato con este característico argumen-
to: "semejante chusma tiene que ser más viva". Así, la
explotación agrícola dependía del acarreo regular de hom-
bres al mercado de esclavos. ¿Cómo y cuándo falló el
abastecimiento? Esto tenía que influir sobre los cuarteles
de esclavos de la misma manera que influiría el agota-
miento de depósitos de carbón en los altos hornos. Y este
momento se presentó. Con él llegamos al punto crítico en
la evolución de la cultura antigua».17
La decadencia del Imperio se acentúa cuando Tiberio
suspende la guerra de conquista en el Rhin, y el abandono
de la Dacia bajo Adriano. Suspendidas las campañas de
apropiación de esclavos, el mercado no se abastece, las
explotaciones agrícolas y mineras dejan de ser negocio
rentable para el propietario de la tierra, y es preciso conce-
der en arriendo, en aparcería, las tierras a los colonos
que establecerán los contratos de servidumbre con el
amo, para instalarse en una vivienda propia y allí formar
una familia que permita a los trabajadores reproducirse.
La grave crisis de mano de obra se puede estimar sabien-
do que Tiberio hizo registrar los «ergástula» de las fincas,
porque los grandes terratenientes se dedicaban al robo de
hombres y los salteadores se apostaban en los caminos, no
sólo al acecho de las bolsas, sino también de mano de obra
para sus campos despoblados. La decadencia de la pobla-
ción esclavista es perfectamente visible en la distribución
de la tierra y del trabajo en época carolingia. Mientras los
esclavos vivían en el cuartel comunitario, los servus de
la época carolingia viven en los caseríos («mansus servi-
lis») sobre la tierra prestada por el señor, como pequeños
labradores sujetos a la prestación personal en las sernas.

17. Max Weber. Ob. cit., págs. 4445.

371
«El siervo ha sido devuelto a la familia, y con la familia se
presenta a la par, la propiedad personal.»18
Es preciso que a la fuerza de trabajo se le proporcionen
las condiciones favorables para que se reproduzca.
Cuando el siervo se restituye a la familia, la población
comienza a aumentar. En este momento comenzará a re-
poblarse Europa, se avanzará en los conocimientos técni-
cos, se desarrollarán las vías de comunicación y se acrecen-
tará el comercio. La Edad Media constituirá el largo es-
pacio de tiempo necesario para que se reproduzcan suce-
sivas generaciones de trabajadores, que permitirán el des-
pegue hacia la era industrial.

18. Max Weber. Ob. cit., pág. 47.


372
CAPÍTULO 111

EL MUNDO MODERNO

Finley asegura que como Boak dice «sólo en el curso


de los dos últimos siglos los países europeos han expe-
rimentado, realmente, un gran crecimiento de población».
Según estos autores, que reflejan un sector de la opinión
de los estudiosos, la duración de la vida en el Imperio
Romano es semejante al modelo oriental, ilustrado por
Egipto, India y China, y corresponde a la de todo el mun-
do antiguo y toda la sociedad preindustrial, es decir, toda
Europa hasta la segunda mitad del siglo x v m y buena
parte del resto del planeta hasta el mismo siglo xx.1
Nuevamente encontraron en los textos de estos autores
los datos que indican que la tasa de crecimiento humana
ha sido muy baja durante toda la historia. Ansley J. Coa-
te explica que aún si suponemos que la humanidad se ini-
ció con la hipotética pareja de Adán y Eva, la población
sólo se habría duplicado 31 veces, a un promedio de una
duplicación cada 30.000 años. «Dicho de otra manera, la
población del mundo se ha realizado con una tasa de cre-
cimiento muy baja, si se la promedia a lo largo de toda
la historia de la especie. El promedio anual en este caso
daría un índice de 0,2 personas adicionales por millar. Y
aún si consideramos el crecimiento, más rápido, de los
últimos 2.000 años, la tasa media seguiría siendo modesta.
Desde el año 1 la población no se ha duplicado más de
cuatro veces, es decir, una vez cada 500 años, lo que im-
plica una tasa anual de 1,4 por mil.» 2

1. Marc Block y otros. Ob. cit., pág. 149.


2. Ansley J. Coale, La historia de la población humana, pág. 34,
Ed. (Scientific American) Labor, Barcelona 1976.

373
Esta lentitud en el aumento de la población, aumento
por otra parte constante según los datos que conocemos
de la Edad Media, no es debida a la baja natalidad, sino
a la alta mortalidad. Los datos de Coale nos ratifican en
esta afirmación, que por las crónicas de la época ya cono-
cíamos. El demógrafo baraja las siguientes cifras. «Si la
duración media de la vida femenina fuera de 20 años, como
probablemente solía ocurrir durante el período premo-
derno, entonces el 31,6 de las mujeres sobrevivirían a la
edad media de la procreación y las que vivieran hasta la
menopausia tendrían un promedio de 6,5 hijos, lo que da-
ría una tasa de nacimientos de 50 por 1.000. Debe desta-
carse que no hay ninguna incompatibilidad en el hecho de
que muchas mujeres sobrevivan hasta la menopausia, en
una población donde la edad promedio de la muerte fuera
los 20 años: cuando la tasa de mortalidad es alta, la edad
promedio no es la típica a la que sobreviene la muerte. Por
ejemplo, si la expectativa de vida en una población está-
tica son 20 años, la mitad de las muertes ocurren antes
de los cinco años, una cuarta parte después de los 50 y
sólo un 6,5 % suceden en un período de 10 años centrado
en la edad promedio de la muerte.»
Así, cuando la expectativa de vida desciende hasta los
15 años, sólo un 23,9 % de las mujeres viven lo bastante
para tener hijos, y deben lograr un promedio de 8,6 hijos
para evitar el descenso de la población. Como en toda la
Edad Media la expectativa de vida no llegó a mucho más
de 25 años, si tenemos en cuenta que en el año 1 de la
Era cristiana la población del mundo conocido era de
300 millones, desde el año 1 hasta 1750 la población au-
mentó 800 millones. Es decir, que no sólo se mantuvo el
mismo nivel de población, sino que se superó. En el si-
glo XVIII la duración media de la vida no superaba los
35 años, y en muchas de las naciones que hoy se cuentan
entre las más desarrolladas era mucho menor. En ese
momento el número de nacimientos por mujer iba de
7,5 en alguna de las zonas hoy más desarrolladas, como las
colonias americanas y posiblemente Rusia, a no más de
4,5 en Suecia y probablemente Inglaterra y Gales.
De tal forma, para conseguir los 800 millones de 1750,
a pesar de las continuadas y exterminadoras epidemias,
de las enfermedades desconocidas, de la ignorancia en el
campo de la ginecología, de la obstetricia y de la cirugía,
las mujeres han tenido que reproducirse a razón de pro-

374
medios que oscilan entre 8,6 y 4,5 según las condiciones
de vida de cada país. El mundo moderno se ha construido
sobre la tarea reproductiva de la mujer. Y su sufrimiento,
su tortura, su muerte, forma parte de la historia de la
técnica, de la ciencia, de las artes y de la política moderna.
Aunque se la haya excluido de ella con el mismo desdén
con que un patricio romano recibiría la explicación de que
el Imperio Romano se asentaba sobre el sufrimiento y la
muerte de los esclavos.
La historia de la reproducción femenina no ha con-
cluido aquí. El mundo industrializado sigue precisando
fuerza de trabajo, políticos, artistas, nuevas hembras re-
productoras; aunque como la mortalidad se ha rebajado en
la mayor proporción conocida hasta ahora, la natalidad
ha podido experimentar también un descenso proporcio-
nal. El promedio de natalidad hoy, para mantener una
población, en la que la expectativa media de vida es de
75 años, y el 97,3 de las mujeres sobreviven hasta la edad
promedio de la procreación, sólo es de 2,1 hijos. Pero
estos dos hijos y fracción, con lo que algunas deberán te-
ner 3, es preciso seguir fabricándolos. Y aunque la cifra
parece tan modesta, el deseo de las mujeres, que por pri-
mera vez puede manifestarse y aplicarse con resultados
eficaces, no parece ser el de cumplir con las expectativas
de los gobiernos ni con las necesidades de las sociedades.
Y entonces...

i. La ley capitalista del crecimiento de la población

«Prescindiendo de la forma más o menos desarrollada


de la producción social, la productividad del trabajo está
siempre vinculada a condiciones naturales. Todas éstas
se pueden reconducir a la naturaleza del ser humano
como la raza, etc., y a la naturaleza que lo rodea. Las con-
diciones naturales externas se dividen económicamente
en dos grandes clases: riqueza natural de medios de vida,
o sea, fertilidad del suelo, aguas ricas en pesca, etc., y
riqueza natural de medios de trabajo, como son los des-
niveles vivos de las aguas, los ríos navegables, la madera,
los metales, el carbón, etc. En los comienzos de la cultura
es decisiva la primera especie de riqueza natural; en un
estudio evolutivo superior lo es la segunda. Compárese,

375
p. e., Inglaterra con la India o, el mundo antiguo, Atenas
y Corinto con los países ribereños del Mar Negro.
«Cuanto menor es el número de las necesidades natu-
rales que hay que satisfacer absolutamente y mayor la
fertilidad natural del suelo y el favor del clima, tanto me-
nor es el tiempo de trabajo necesario para la conservación
y la reproducción del productor. Tanto mayor puede ser,
por lo tanto, el excedente de su trabajo para otros res-
pecto a su trabajo para sí mismo. Así lo observó ya Dio-
doro a propósito de los egipcios antiguos:
»Es increíble el poco trabajo y los pocos costes que
les causa la crianza de sus niños. Les guisan el primer ali-
mento que encuentran; les dan de comer incluso la parte
baja de la planta del papiro que es posible asar al fuego,
y las raíces y los tallos de los juncos, crudos, hervidos o
asados. La mayoría de los niños van sin calzar ni vestir,
puesto que el aire es tan suave. Por esto un niño les
cuesta a sus padres hasta que crece no más de veinte
dracmas. Con eso principalmente se explica el que en
Egipto la población sea tan numerosa, y por eso se ha
podido disponer tantas grandes obras.»
»En realidad, las grandes obras arquitectónicas del
Egipto antiguo se deben menos a la dimensión de su po-
blación que a la gran proporción en que estaba disponible.
»Del mismo modo que el trabajador individual puede
suministrar tanto más plus-trabajo cuanto menor es su
tiempo de trabajo necesario, así también, cuanto menor
es la parte de la población trabajadora requerida para la
producción de los medios de vida necesarios, tanto mayor
es la parte de la misma disponible para otro trabajo.» 3
El valor del ser humano como fuerza de trabajo en
el capitalismo no fue analizado hasta que Marx definió
la fuerza de trabajo como mercancía y explicó el valor de
la peculiar forma de venta de esta mercancía. Pero ni
Marx ni los economistas marxistas, que desarrollan me-
cánicamente algunos conceptos de su maestro, estudiaron
el proceso de producción de esta mercancía.
Se ignora el hecho de que el proletario es antes que
nada un hijo. Para los economistas, dada su extravagan-

3. K. Marx, El capital, Ed. Grijalbo, Barcelona 1976. Libro I,


volumen II. Sección V: La producción de la plusvalía absoluta y
relativa. Capítulo XIV; Plusvalía absoluta y plusvalía relativa,
página 147.

376
cia, este hijo parece haberse producido por voluntad di-
vina y no gracias a nueve meses de gestación, un parto
y uno o dos años de lactancia. Olvidando este proceso de
fabricación de la fuerza de trabajo, no es preciso recordar
a la mujer que lo realiza. Para los economistas, un niño no
es un vientre en gestación, ni unos huesos de la pelvis de-
formados, ni la inversión necesaria de hierro y de calcio, ni
la tortura del parto, ni los años de lactancia materna, ni
los cuidados y la manutención posteriores. Tales circuns-
tancias han quedado reducidas al estudio de la medicina,
y haciendo un compartimiento estanco entre las dos ma-
terias, la medicina y la economía, el trabajador que realiza
esta peculiar forma de producción: la mujer, queda re-
ducida a su aspecto animal y apartada de su papel social.
Mientras el veterinario tiene unas directrices que cum-
plir en el desarrollo de la cabana nacional, su trabajo está
sometido a las necesidades económicas de la producción
ganadera, los obstetras y ginecólogos no establecen ningu-
na relación entre su labor y las necesidades demográfi-
cas de la nación. Los estudios de población, de emigra-
ción, de paro cíclico, de demanda de fuerza de trabajo,
no explicitan que cuentan con la fabricación continua de
nuevos seres humanos. La ideología enmascara con los
conceptos de familia, matrimonio, amor materno, etc., el
verdadero valor de la reproducción.
Y sin embargo, la revolución burguesa y la implan-
tación del modo de producción capitalista se asientan
fundamentalmente en el aumento demográfico de princi-
pios del siglo xix.
El capitalismo que se alimenta de la fuerza de trabajo
obrera teoriza los valores de mercado libre, de compe-
tencia, de igualdad, de libertad. El marxismo desenmas-
cara los verdaderos objetivos y orígenes de estos concep-
tos, remitiéndose a la compra de la fuerza de trabajo y
a la plusvalía obtenida con esa compra. Ninguna de las
dos teorías pondrá el acento en la producción de esta fuer-
za de trabajo.
La sobrepoblación que le permite al capital disponer
siempre de un ejército de reserva de trabajadores, es una
de los factores descubiertos por Marx en «El capital»,
Esta sobrepoblación aumenta continuamente ante la tec-
nificación cada vez más perfeccionada de los medios de
trabajo, causando un problema de paro constante y uni-
formemente acelerado en los momentos de crisis, que se

377
reduce proporcionalmente en los períodos intermedios
entre las crisis. Este paro coexiste con el sobretrabajo de
la parte empleada, del cual obtiene el capital su principal
enriquecimiento. Es preciso por tanto que el capitalismo
disponga siempre de reserva de trabajadores. Marx co-
menta que «si mañana se limitara el trabajo, de un modo
general, a medida razonable y se graduara además ade-
cuadamente para las varias capas de la clase trabajadora,
según la edad y el sexo, la actual población obrera sería
del todo insuficiente para continuar la producción nacio-
nal a la escala de ahora. Habría que convertir en trabaja-
dores «productivos» a la gran mayoría de los trabajadores
ahora «improductivos». 4
Pero no constata que sobre todo las mujeres tendrían
que reproducirse en mucha mayor medida que hoy. La
sobrepoblación trabajadora, forzosamente reducida al
paro, no es mayor aún porque desde hace cincuenta años
las mujeres de los países industriales se han negado a re-
producirse hasta el límite de su capacidad.
«Cuanto mayores son la riqueza social, el capital en
funcionamiento, la dimensión y energía de su aumento, y
por lo tanto, también la magnitud absoluta del proleta-
riado y la fuerza productiva de su trabajo, tanto mayor
es el ejército industrial de reserva. La fuerza de trabajo
disponible se desarrolla por las mismas causas que la
fuerza productiva del capital. El tamaño relativo del ejér-
cito industrial de reserva aumenta, pues, junto con las
potencias de la riqueza. Pero cuanto mayor es ese ejér-
cito de reserva, respecto del ejército obrero activo, tanto
más masiva es la sobrepoblación consolidada, y cuya mi-
seria se encuentra en razón inversa de su martirio en el
trabajo. Por último, cuanto mayor es la capa de los Lázaro
de la clase obrera y cuanto mayor el ejército industrial
de reserva, tanto mayor es el pauperismo oficial. Ésta es
la ley general, absoluta, de la acumulación capitalista. Al
igual que todas las demás leyes, también ésta es modi-
ficada en su realización por múltiples circunstancias cuyo
análisis no es cosa de este lugar.» 5
En una Europa que obliga a millones de trabajadores
a soportar un paro forzoso, si la clase obrera no vive en

4. Carlos Marx, El capital, pág. 288, tomo II, Ed. Grijalbo, Bar-
celona 1976, pág. 171.
5. Carlos Marx, El capital, pág. 290, tomo II.

378
un pauperismo oficial —aunque en países como España
un alto porcentaje de ella se encuentra en condiciones
muy cercanas— se debe a las luchas sociales desarrolla-
das por el proletariado en los cien años que nos separan
de Marx. Y si bien es cierto que el seguro de paro y al-
guna otra ventaja similar se han conseguido en el curso
de la lucha revolucionaria de las clases trabajadoras, otro
correctivo importante, y decisivo en la actualidad en la
Europa industrializada, para el desarrollo de las fuerzas
productivas y el mantenimiento del ejército de reserva
trabajador, ha sido el continuo descenso del índice de
natalidad.
Marx comentaba en 1868 la «insensatez de la sabiduría
económica que predica a los trabajadores que adapten
su número a las necesidades de valoración del capital. El
mecanismo de la producción y la acumulación capitalistas
adecúan constantemente ese número a las necesidades
de la valorización. La primera palabra de esa adecuación
es la creación de una sobrepoblación relativa, o ejército
industrial de reserva, la última palabra es la miseria de
las capas, siempre crecientes, del ejército obrero activo,
y el peso muerto del pauperismo». 6
Pero Marx no imaginó cuando escribió estas líneas que
la fabricación de este ejercicio que la producción, enton-
ces incesante, de nuevos seres humanos, se redujera tan
notoriamente como resaltan los demógrafos actuales. Esa
creación de una sobrepoblación relativa, hoy ya no de-
pende exclusivamente de las necesidades del modo de
producción capitalista. El ejército industrial de reserva
no existe en Europa en la proporción que requiere el
capitalismo para mantener su índice de beneficios en
aumento constante. Hoy el capital europeo, y muy pronto
el norteamericano, debe recurrir a los trabajadores del
tercer mundo para seguir cumpliendo la ley del progreso
de la productividad del trabajo social.
«La ley según la cual, gracias al progreso de la pro-
ductividad del trabajo social, es posible poner en movi-
miento una masa siempre decreciente de fuerza humana,
se expresa, sobre base capitalista —sobre la cual no es el
trabajador el que aplica los medios de trabajo, sino los
medios de trabajo los que aplican al trabajador— en el
hecho de que, cuanto más elevada es la fuerza productiva

6. Carlos Marx, El capital, tomo II, pág. 292.

379
del trabajo, tanto mayor es la presión de los trabajadores
sobre sus medios de ocupación, o sea, tanto más precaria
es su condición de existencia: la venta de su propia fuer-
za para aumentar la riqueza ajena, para la autovaloración
del capital. Así, pues, un crecimiento de los medios de
producción y de la productividad del trabajo más rápido
que el de la población productiva se expresa de un modo
capitalista por su inversión por el hecho de que la po-
blación trabajadora aumenta siempre más deprisa que la
necesidad de valorización del capital»... 7 Esta ley absolu-
tamente válida en todo el mundo capitalista hasta prin-
cipios de nuestro siglo, ha dejado de serlo para Europa,
desde el momento en que las mujeres han impuesto su
gusto de no tener más allá de 1,7 hijos por término medio.
Si Estados Unidos se libra momentáneamente de este
problema, no es más que por la abundante natalidad que
mantienen las mujeres de las razas de color y las inmi-
grantes latinas y latinoamericanas.
En los países donde la natalidad media continúa con
un índice de 5 ó 6 hijos por mujer adulta, como en Amé-
rica Latina, la ley de la sobrepoblacion activa y la pro-
ductividad del capital se cumple como en los mejores
tiempos del industrialismo inglés. Mientras el producto
nacional bruto del petróleo proporcionó al capitalismo mo-
nopolista del Estado venezolano, 20.000 millones de bolí-
vares el año 1977, la miseria de las capas más infravalo-
radas de la sociedad sólo es comparable a la asiática-
Cada año crece en 100.000 niños más la población que se
refugia en chabolas en el cinturón de Caracas, niños sub-
alímentados, portadores de enfermedades tropicales, con
una expectativa máxima de vida de 35 años, si alcanzan
la edad adulta, mientras la renta per cápita del país es
la más alta del continente americano.
Pero en la América Latina el movimiento de liberación
de la mujer ni siquiera ha llegado a oídos de la mayoría
de la población. Europa es la que ha perdido el ejército
industrial de reserva propio, porque sus mujeres se nie-
gan a proporcionar al capital y al Estado la fuerza de
trabajo que precisan para mantener el progreso de la pro-
ductividad social. Con una natalidad media de 1,7 ni Sue-
cia, ni Alemania, ni Francia pueden mantener el mismo
ritmo de desarrollo social. Hace años que deben importar

7. El capital. Ob. cit., pág. 291, tomo II.

380
fuerza de trabajo extranjera. Pero ésta también empieza
a decrecer.
La ley de población expuesta por Marx, según él pecu-
liar al modo de producción capitalista según la cual la
población trabajadora, al producir la acumulación del
capital, produce ella misma, en medida creciente, los me-
dios de su propio exceso relativo ha sido desmentida en
la actualidad en los países desarrollados por la huelga de
nacimientos que vienen manteniendo las mujeres desde
los años veinte.
Nuevamente vuelve a demostrarse el error de la pro-
posición marxiana de que «cada particular modo de pro-
ducción histórico tiene sus particulares leyes de pobla-
ción, históricamente vigentes, y sólo para la planta y el
animal existe una ley de población abstracta, y eso en
la medida en que el hombre no interviene históricamente».
Ya sabemos que, por el contrario, las leyes de la repro-
ducción determinan las de la producción. Mientras el ca-
pitalismo pudo implantarse y desarrollarse gracias al au-
mento demográfico que se inicia a finales del siglo XVIII,
hoy no puede sobrevivir si la lucha feminista logra con-
cienciar a las mujeres para que ejerzan un control eficaz
sobre su reproducción. Los correctivos que todavía puede
aplicar el capitalismo a esta «huelga» de nacimientos, de-
penden del atraso social en que viven las mujeres tercer-
mundistas. Cuando ellas también se rebelen, el capitalismo
estará llegando a su fin. El mundo socialista debería plan-
tearse ya tan nueva revolución.
No comprender esta ley ha ocasionado a los demógra-
fos y economistas actuales sus más fundamentales que-
braderos de cabeza. Para ellos seguía vigente la relación
población-acumulación capitalista: «una pluspoblación
obrera es producto inevitable de la acumulación, del desa-
rrollo de la riqueza sobre base capitalista, por otro, esa
sobrepoblación se convierte, a la inversa, en palanca de
la acumulación capitalista, incluso en condición de exis-
tencia del modo de producción capitalista. Constituye un
ejército industrial de reserva que pertenece al capital tan
íntegra y absolutamente como si lo hubiese criado a su
propia costa. Ese ejército procura el material humano
explotable siempre dispuesto para las cambiantes necesi-
dades de valoración del capital, con independencia de las

381
limitaciones del aumento real de la población».8 Imaginar
su contrario, poner el mundo bajo sus pies y no encima
de la cabeza, esto es, que las leyes peculiares del proceso
reproductor determinan el modo de producción, hubiera
significado que los economistas pudiesen prever la inesta-
ble situación actual, en la que la fabricación de fuerza de
trabajo se reduce, independientemente y en contra, de
las necesidades de la producción capitalista.
Porque he aquí, que a pesar de los adelantos médicos,
de la anestesia, de la asistencia médica y hospitalaria a
cargo del Estado, de los subsidios de natalidad, de las
leches artificiales, y de las guarderías, logros éstos todos
alcanzados por las luchas sociales, las mujeres no quie-
ren parir. Esta huelga, silenciosa, solapada, de efectos
lentos e inadvertidos por los rectores de la sociedad, pro-
duce, de pronto, unos efectos temibles y que se auguran,
a muy corto plazo, catastróficos.
Por primera vez, tanto en los estudios económicos ca-
pitalistas, como en la planificación socialista, se reúnen
especialistas de todos los países para discutir el tema.
Por primera vez se examinan las consecuencias del de-
crecimiento o del desarrollo de la reproducción humana.
Aunque las causas todavía queden ocultas.

2. De la explosión demográfica al fin del mundo


En 1967, los representantes de treinta países entre los
más evolucionados, firmaban la siguiente declaración en
las Naciones Unidas:
«El derecho a decidir sobre el número e intervalo de
nacimientos debe ser considerado como un derecho fun-
damental del hombre y un elemento indispensable de la
dignidad humana.»
Por si alguna duda nos cabía, la declaración utiliza el
término hombre sin aclarar si se refiere a un concepto
universal o específico. En cuanto a que este derecho sea
reconocido sólo a la mujer, es cuestión que veremos más
adelante.
Veamos ahora cómo entienden los Estados este dere-
cho fundamental del hombre.
En 1930 las quejas contra el descenso de la natalidad

8. Carlos Marx. Ob. cit., tomo II, pág. 277.

382
empiezan a publicarse. 1930 es el año siguiente a la gran
depresión norteamericana que afecta ya a toda Europa, y
constituye el punto más bajo de natalidad en todos los
países industrializados, sobre todo en USA. Las conse-
cuencias no tardan en apreciarse. Clement escribe en tono
dramático en esta fecha:
«Es innegable que nuestros países de alta civilización
empiezan a despoblarse gracias al descenso de la nata-
lidad, descenso que se acentuará cada día más. Desde 1907
a 1925 la población rural de Alemania en lugar de aumen-
tar ha disminuido en tres millones y medio. En Berlín,
en 1929, la natalidad no ha sido más que de 9,6 por 1.000
contra un término de mortalidad de 12,1 y en el mismo
año ese término medio de hijos por familia había bajado
a 0,92, mientras que en 1901 era aún de 2,5 en la capital
y de 4,4 en toda Alemania. Digamos... que si la natalidad
se mantiene a este nivel, hay motivos para creer que dis-
minuirá aún. En 1960 los principales estados de Europa
central acusarán un déficit anual importante... Suecia, en
particular, con la baja continua de su natalidad, perdería
en menos de un siglo la mitad y acaso las tres cuartas
partes de su población.» 9
El peligro evidente que prevé el autor es el del ascenso
de las razas de color. Los hindúes, los malayos y otros pue-
blos de color se multiplican a un ritmo bien distinto del
europeo. «Sólo la población de las posesiones holandesas
ha crecido, entre 1905 y 1926, de 7,62 a 14,98 millones. Las
consecuencias políticas de este hecho resultan meridianas:
Estamos manifiestamente puestos en una pendiente en que
la natalidad sufre un rápido descenso. Si pues, se admite
y se proclama, con la autoridad vinculada en las altas
funciones sociales, la licitud de una "racionalización" de
nacimientos, sin renunciar a ninguno de los placeres des-
tinados a prepararlos, si se tolera una brecha en una obli-
gación de tanta importancia, esta restricción, esta "huelga"
de nacimientos (Geburtenstreik), ¿en qué extremo va a
detenerse, si se tienen en cuenta las tendencias naturales
del hombre, más propenso al goce estéril que al esfuerzo
y al cumplimiento del deber?»
Para Clement es evidente que el responsable de eludir
esta obligación sigue siendo el hombre. Ni siquiera en la
reproducción resulta la mujer la única responsable.

9. G. Clement, Contra la aparición de la vida. ¿A dónde vamos?

383
Las consecuencias para el proceso productivo de los
países de esta llamada huelga de nacimientos, resultan
claras en las cifras de Clement: «Y cuando uno considera,
por otra parte, que la mortalidad de la primera edad ha
bajado estos últimos años del 20,30 e incluso 40 % antes,
a 10 % en Alemania, 1927, y hasta según Labhardt, a 4 y
5 % en nuestros países, y que el término medio de vida en
Europa occidental ha aumentado en unos 15 años, quedan-
do elevada la longevidad media de 35 a 50 años, puede uno
concluir que la acción combinada de la disminución de
nacimientos y de la prolongación de la vida humana lle-
vará, mediante los progresos de la higiene, a una especie
de "envejecimiento de la raza" (de 1910 a 1925, las perso-
nas llegadas a los 65 años han aumentado en un 26 por
ciento), a un predominio relativo de los elementos viejos
sobre los sujetos jóvenes, que, a causa de esto y por ser
menos numerosos, verán crecer cada día más sus cargas
(pensiones, seguros, invalidez, etc.).» 10
Clement no hace referencia al retroceso del avance pro-
ductivo por falta de fuerza de trabajo. Para mantener el
crecimiento o, es decir, simplemente el reemplazo de la
generación anterior, es preciso, según hemos visto, man-
tener el nivel de natalidad en ese 2,1, mínimo imprescin-
dible, con una expectativa de vida de 75 años —a la que
se tiende en todos los países—, y que se ha alcanzado ya
en los industrializados, Pero en la actualidad numerosos
países del área occidental industrializada han rebasado
por debajo este índice y siguen reduciéndolo. De pronto,
ante la sorpresa de los gobiernos, las mujeres ya no quie-
ren parir. De los 8 o los 6 hijos por mujer adulta que se
obtenían hasta principios del siglo XX, en cien, en setenta
años, se ha pasado a 2 y aún a 1,5. Y de la explosión de-
mográfica que comenzó en la segunda mitad del siglo
XVIII y que asustó a los malthusianos, con sus prediccio-
nes catastróficas y sus remedios inquisitoriales, hemos pa-
sado a las predicciones igualmente catastróficas de despo-
blamiento del mundo civilizado. Sí pudiéramos bromear
sobre el caso, diríamos que los hombres nunca están con-
tentos.
La situación actual, después de un breve reflujo en los
años 50 se ha hecho aún más grave en los datos aprecia-
dos por Clement para los años 20.

10. G. Clement. Ob. cit.

384
De los textos panfletarios y apocalípticos de Maltus y
sus seguidores sobre el desgraciado planeta que se llena
sin cesar de más y más seres humanos que exigen comer,
sin que los recursos naturales lo permitan, nos encontra-
mos, sin saber mucho como, con que se escriben textos
tan panfletarios y apocalípticos como los anteriores, exi-
giéndoles a las madres europeas y norteamericanas que
cumplan con su obligación y sigan reproduciéndose a la
medida de las necesidades sociales. De no aceptar este
requerimiento, el mundo blanco se acaba, afirman los más
ilustres demógrafos y políticos. La responsabilidad por
tanto de las mujeres es tan importante como lo pueda
ser la necesidad de mantener la civilización occidental. ¡Y
aún las feministas hablan de la maternidad libre y res-
ponsable! ...
Veamos los males que nos aguardan si no cumplimos
como debemos.
Pierre Chaunu nos explica en un largo libro que el
mundo blanco se acaba:
«Comencemos por Europa. En 1955, Rusia; en 1957, el
Este; en 1962, Inglaterra; en 1964, Francia;... En todas
partes la fecundidad, que había vuelto a encontrar un ni-
vel favorable, comienza a ceder. En 1967, no queda nin-
guna duda, el reflujo está ahí. No hay ninguna excepción
en los países de Europa, ya sean del Este como del Oeste.
Eso, hace diez años. En 1968 revienta todo. La caída anual
en Alemania es de 10%. En 1973 Francia se mantiene
justo por encima de la unidad. En 1974, el tornado se aba-
te sobre el último sector relativamente protegido: el pro-
ceso alemán alcanza Francia. En Francia, con 55.000 naci-
mientos menos, el hundimiento de 1974 a 1973 es compa-
rable al de 1940 a 1939 y al 1915 respecto a 1914, cuando
más de dos millones de hombres jóvenes fueron arran-
cados bruscamente de sus hogares. Pues bien, veamos
Francia, Alemania, Inglaterra... toda Europa Occidental.
Las cifras de marzo de 1975 son peores que las de fe-
brero, las de febrero han sido peores que las de enero, y
las de enero indicaban una neta disminución respecto
a las de diciembre.
»E1 hundimiento de la natalidad se había parado un
poco durante el último trimestre de 1974. Alemania pare-
cía haberse estabilizado a mediados de 1974, y algunos
pensaban que por fin se había tocado fondo. Hoy, ya no
hay duda, el proceso continúa y la caída se acelera. Y 1975

385
13
será mucho peor que 1974, que fue, sin embargo, el año
negro de Europa.
»Y no sólo de Europa. Si subrayamos en el mapa to-
dos los países que ya no aseguran el reemplazo de la
generación anterior veremos aparecer un conjunto enorme:
Europa, Estados Unidos, Canadá, URSS (menos el Turkes-
tán), Austria, Nueva Zelanda. El mundo blanco de origen
europeo, el mundo blanco de tradición judeo-cristiana.»
«Las dos Alemanias han tenido más defunciones que
nacimientos. La República Federal, desde 1972, posee un
balance negativo de cunas. En 1974, la cifra de defuncio-
nes ha sido superior en más de 160.000 a la de nacimien-
tos: sin la ayuda de una importante colonia extranjera, el
déficit hubiera sido de 250.000. Y sin una pirámide de las
edades accidentalmente favorable, ya que con los anticon-
ceptivos orales sólo las mujeres entre veinte y treinta
años, las nacidas entre 1945 y 1955 son excepcionalmente
numerosas, están en medida de procrear, el balance sería
negativo con más de 400.000 defunciones. O lo que es lo
mismo, Alemania debería tener casi el doble de gente a
la salida que a la entrada. Alemania del Este, Finlandia,
Luxemburgo..., Inglaterra, desde 1974, han franqueado la
barrera del excedente de defunciones sobre nacimientos.
Si el ritmo actual se mantuviera, antes de dos años todas
las naciones europeas se encontrarían en la misma situa-
ción, y los Estados Unidos habrían alcanzado hacia 1977 el
pelotón de los fabricantes de ataúdes.
»Estas cifras ocultan, sin embargo, la parte mayor de
la derrota. A esta escala, que no tiene verdaderamente pre-
cedentes de la historia, pues la desaparición de los indios
de América, que concernería entonces a la quinta parte
de la humanidad, representaba sólo ochenta millones de
hombres. Hoy, en 1973-1974, se trata de la cuarta parte de
la humanidad, es decir, mil millones de seres humanos...
El coeficiente neto de reproducción permite anticipar una
realidad futura. De la relación entre la población feme-
nina en edad de procrear y la población femenina que
ocupará posteriormente su lugar. El coeficiente uno es el
del famoso crecimiento cero que se nos presentaba, bien
imprudentemente, como un ideal... Las condiciones de un
verdadero crecimiento cero no se ha realizado aún y no
tenemos más alternativa que entre el crecimiento (un cre-
cimiento demográfico óptimo es pequeño, incluso muy pe-
queño, alrededor del 1,1 y para los países poco poblados

386
como Francia 1,2 -1,25) o la espiral de la disminución con
todos sus riesgos. La lección del crecimiento cero presen-
tada con la orquestación del desmultiplicador que los
media tan imprudentemente difundieron ha sido oída,
demasiado bien oída, y estamos muy lejos de que nos
salga la cuenta. Los EE.UU., en 1974, no han llega-
do más que a 0,85. Canadá, a 0,75; Suiza, a 0,75;
Austria, a 0,80; Francia, a 0,9; Alemania del Este, a 0,7;
Alemania Occidental parece estar, desde finales de 1974,
muy por debajo de esta base. Vemos perfilarse el increíble
0,6, quizá menos todavía. Esto, "grosso modo", antes de
la crisis económica, ya que hacen falta nueve meses para
hacer un niño. La crisis demográfica no tiene una causa
económica, sino que es la crisis económica la que tiene
causas demográficas... (el subrayado es mío).
»Pues bien, ahora llegan a la pista el marasmo econó-
mico y las leyes permisivas. Lo sabemos desde la prima-
vera: 1975 será incomparablemente más trágico que 1974,
y el comienzo de 1976 se anuncia mucho peor para la
demografía francesa que 1975. Alemania ha pasado de
0,7 a 0,65, y Austria, y Suiza se aproximan, a su vez, al
límite de 0,7, que hace temblar al historiador.
»E1 mundo industrial de origen europeo —mil millones
de hombres, 40 % de las tierras emergidas, la cuarta parte
de la humanidad, 80-85 % de los recursos y cerca de 99 %
del poder— está caminando hacia el punto en que la
transmisión de la herencia cultural que supone un nú-
mero por lo menos igual de cerebros, ya no es posible.
»Pero si el cero impide el progreso, con cuanta mayor
razón el crecimiento negativo. La generación ascendente
insuficiente es literalmente aplastada por el peso escleró-
tico de la vieja generación. Pues bien, una cultura no se
recorta: si se recorta muere. El coeficiente neto de 0,7 sig-
nifica hoy, como ayer, el fin del breve plazo de un mundo.
»E1 miedo de la explosión demográfica del Tercer Mun-
do, ha provocado oleadas de pánico. Ha culpabilizado la
vida en Europa y en América, lugares donde no es muy
numerosa, y los grandes medios de comunicación han
ocultado todos los demás fenómenos: la gran imposición
de todos los países industriales de población blanca, re-
conciliando por una vez tanto a los del Este como a los
del Oeste. Este miedo oculta hoy la inversión de las ten-
dencias de la fecundidad en el Tercer Mundo. Desde 1960
aquí; desde 1970, allá, el crecimiento demográfico del Ter-

387
cer Mundo no prosigue ya más que por inercia, a causa
de la acumulación de una población numerosa en el ám-
bito de los reproductores.
»En China (22 % de la humanidad), la natalidad ha ba-
jado de un 3540 por 1.000 a un 20 por 1.000 en veinte años,
tanto como en Europa en dos siglos, de 1725 a 1925. Esta
inquietud del gobierno es, en parte, responsable de la
enérgica entrada de China en agosto de 1974, en Bucarest,
en el campo de los antimalthusianos. Esta realidad china
que se burla de los expertos del Population Council y ri-
diculiza las proyecciones difundidas por la ONU, continúa
siendo ignorada por una parte del "staff" neoyorquino.
»Así es como estaremos muertos todos hacia 2024, o
bajo el peso de unos cuantos miles de millones de insec-
tos de más, o, más verosímilmente, bajo el efecto retroac-
tivo de este apocalipsis del miedo estúpido del hombre,
si no tomamos las debidas precauciones ahora.
»En el Asia periférica, en la América del Caribe, en
todas partes en que la población es muy densa, la desacele-
ración se efectúa ahora, todos los datos estadísticos con-
cuerdan, al ritmo que rompió el crecimiento y socavó la
base de la población del Japón de 1950 a 1960. Sólo la
América Latina tropical continental y el África negra
(450 millones, 12 % de la humanidad) se encuentran ape-
nas afectados por la desaceleración.
»Queda lo que Alfred Sauvy llama el triángulo negro
(700 millones, 18 % de la humanidad), formado por la
India, el Bangla Desh y el Pakistán. En el punto sólo
existen disparidad de criterios entre los expertos.
»Hace tres años (1971-1973) el proceso de desaceleración
había comenzado. Sin embargo, la prisa anglosajona de
imponer coercitivamente (con algunas torpezas criminales,
vasectomías que producen el tétanos) una restricción bru-
tal de nacimientos que repugna aún al campesinado mu-
sulmán e hindú, ha retardado un proceso que me parece
irreversiblemente entablado.
»Se puede dar como regla sacada de la Historia de
toda política demográfica que es peligroso que una pobla-
ción, incluso si es muy joven (y a "fortiori" si se trata de
unas poblaciones viejas como las nuestras), controle drás-
ticamente su natalidad hasta el punto de que socave la
base de la pirámide de las edades. No se suprime una
molestia, sino que se crea una desgracia. Es decisivo que
en un país haya por lo menos tantos nacimientos como

388
en el año precedente. Esta política, necesaria en el Tercer
Mundo permite fijar la caída de la natalidad hasta un
estado, si no estacionado, al menos de débil crecimiento.
»En la mitad del Tercer Mundo cada año es mayor el
número de nacimientos que el año precedente. Pero la
cuarta parte del mundo no europeo (China y periferia
asiática y del Caribe, 27 % del número de hombres) frena
más rápidamente de lo que sería prudente frenar y co-
mienza a socavar la base de la pirámide de las edades, pre-
parando así condiciones suplementarias e inútiles de caos
para dentro de una veintena de años.» 11
Pues bien, ¿qué ha sucedido para que el crecimiento
de la población haya variado tan radicalmente en el si-
glo xx?
De pronto, sin causa aparente, se ha provocado un
descendimiento constante y cada vez más acelerado del
índice de natalidad, hasta hallarnos en la situación apa-
rentemente catastrófica que describe Chaunu.
Las cifras nos explican un desarrollo de la población
que sigue una curva uniformemente acelerada, con un
avance lentísimo, hasta 1750. Los ocho millones del año
8000 a. C , se convirtieron en el año 1 de la Era cristiana
en 300. Este aumento representa una tasa de crecimiento
anual de 360 por millón, o mejor de 0,36 por 1.000.12 Desde
el año 1 hasta 1750 la población aumenta hasta 800 millo-
nes, con un crecimiento anual promedio de 0,56 por 1.000.
En ese año se inicia la extraordinaria aceleración moderna

11. G. Clement, Contra la aparición de la vida.


12. Según todos los cálculos, el crecimiento demográfico en el
pleistoceno fue lento en comparación con las tasas observables en
períodos ulteriores. En cálculo de Cogwill de 0,0030 % al año con-
cuerda aproximadamente con otros cálculos que se han expuesto.
Hassan (1975, a.) calcula que el crecimiento demográfico en el pleis-
toceno tuvo una tasa anual media de entre 0,0010 y el 0,0015 %, y
Polgar (1975) ha calculado el crecimiento demográfico en el pleis-
toceno en menos del 0,0030%. Estos cálculos contrastan con una
tasa anual de crecimiento demográfico en el Neolítico calculada en
el 0,1 % (Hassan, 1973, Holex y otros, 1969; Carneiro e Hilse, 1966)
y con tasas de crecimiento del 1 o el 2 % o más al año en la his-
toria contemporánea...
«...Varios estudiosos estiman la población de la Tierra a final
del Paleolítico o del Mesolítico entre tres y cinco millones de per-
sonas, o dan unos cálculos de densidad de aproximadamente 0,04
personas por kilómetro cuadrado, lo que implica una cifra parecida
(Hassan, 1973; Keyfitz, 1966; Dumond, 1975; Braidwood y Reed,
1975, Deevy 1960.)» Nathan Cohén, Marx, La crisis alimentaria de
la prehistoria, pág. 65, Ed. Alianza, Madrid 1981,

389
del crecimiento de población. Desde 1750 hasta 1800 es
del 4,4 por 1.000, lo que eleva a la población mundial a
cerca de mil millones. En 1850 ya había mil trescientos
millones y en 1900, mil setecientos, lo que da para cada
uno de estos dos períodos de 50 años cifras de crecimien-
to de 5,2 y 5,4 por mil respectivamente.
Según las Naciones Unidas en 1950 la población mun-
dial era de dos mil quinientos millones, es decir, que el
índice de crecimiento anual durante la primera mitad del
siglo xx es de 7,9 por mil. Entre 1950 y 1974 el índice so-
brepasa la duplicación y alcanza un 17,1 por mil. La po-
blación del mundo en 1954 era de tres mil novecientos
millones.
Aunque estas cifras contradicen los datos ofrecidos por
Chaunu, no hay que fiarse de la manipulación de las
cifras.
A partir de la primera década del siglo xix la tasa de
crecimiento de la población en los países industriales, y
especialmente en Inglaterra, empezó a descender desde un
punto culminante de alrededor del 1 % anual en 1810. La
tasa de crecimiento en Inglaterra desciende al 0,5 % un
siglo más tarde. Antes de 1830 la tasa de nacimientos en
Inglaterra estaba en 40 por mil, como en la India o Bra-
sil. En 1900 se encontraba por debajo del 30 por mil, y en
1970 era inferior al 20 por mil.
En resumen, el aumento de población mundial rese-
ñado en las cifras anteriores se debe a los países del
Tercer Mundo. En Europa, a partir del descubrimiento de
los microbios, que permiten evitar la alta tasa de morta-
ndad infantil, los nacimientos disminuyen voluntariamente
mediante diversos medios anticonceptivos. A partir de
1843, con la invención del proceso de vulcanización pudo
utilizarse la tecnología industrial para la producción ma-
siva de gomas para preservativos. Además las mujeres de
los comerciantes y funcionarios comenzaron a emplear du-
chas y tapones vaginales hacia fines del siglo xix, y a prin-
cipios del siglo xx las mujeres de los obreros hacían lo
mismo. Mediante estos primeros controles de natalidad
disminuyó también el infanticidio como se demuestra con
la aguda disminución de la mortalidad infantil.
La tendencia a disminuir el número de nacimientos en
función también del descenso de la mortalidad infantil,
se mantiene en Europa, con ligeras variaciones y en un
curso uniformemente acelerado hasta hoy. Las mujeres ya

390
no quieren reproducirse al mismo nivel que sus abuelas,
La rebelión femenina iniciada con las sufragistas tiene sus
consecuencias 100 años más tarde en estas cifras.
Marvin Harris «señala el descenso del nivel demográ-
fico que se produce en Europa a partir de la revolución
industrial, aunque la cantidad de alimentos y el número de
otros artículos para la subsistencia básica disponible "per
cápita" aumentaba mucho más rápidamente». 13 Como siem-
pre la producción de bienes es superior a la población a
pesar de que la emigración a las Américas contribuyó a
disminuir el ritmo de la tasa de fallecimiento europea en
general, una caída del 40 por mil a menos de 20 por mil
en la tasa de nacimientos explica la mayor parte de la
disminución. Si Gran Bretaña mantiene en la actualidad
un ritmo de producción suficiente para su desarrollo so-
cial, es gracias a la inmigración de los países de la Com-
monwealth, y al elevado índice de natalidad que todavía
sostienen las mujeres de esos países.
Harris comenta que «economistas y estadistas del mun-
do entero ponen sus esperanzas de desarrollo económico
en la expectativa de que una caída en las tasas de natali-
dad sea una respuesta normal a la introducción de tecno-
logías más eficaces. Pero en una perspectiva antropológica,
nada puede ser más anormal. Hasta el presente, todo cam-
bio importante en la productividad laboral ha estado acom-
pañado o ha sido seguido de un rápido acrecentamiento
de la densidad de población».14
Hoy debemos decir lo contrario: a todo rápido acre-
centamiento de la densidad de población le ha seguido un
aumento importante en la productividad. Esta nueva tran-
sición demográfica se debe a los nuevos métodos anticon-
ceptivos. Aún cuando éstos son producto de los avances
científicos, siempre en manos de los hombres, nadie se
plantea que la exigencia de limitar la natalidad la imponen
colectivamente las mujeres sólo a partir de la revolución
sufragista, y que son ellas y no los hombres, las que uti-
lizan tales métodos, cada vez en mayor número. Son las
mujeres, a medida que toman conciencia de las condicio-
nes en que se desarrolla el proceso de producción repro-
ductivo, las que se están constituyendo en una clase para
sí, y se imponen sobre las leyes y las exigencias del modo

13. Ob. cit., pág. 248.


14. Ob. cit., pág. 250.
391
de produción dominante. Sólo la lucha feminista ha alcan-
zado la legalización del aborto en los países más reacios
a concederlo, de la misma forma que ha conseguido que
el «planing» familiar y el suministro de anticonceptivos
orales y mecánicos esté a cargo de la seguridad social
estatal.
La argumentación de que a mayor nivel económico de
la familia se produce menor natalidad, por lo que se ha
deducido que el bienestar material, por sí solo, produce
el deseo de las mujeres de tener menos hijos, encubre la
verdadera causa de la reducción de la natalidad.
En los países de nivel de desarrollo industrial más
alto, las mujeres han adquirido una conciencia más exac-
ta de su propia condición. El movimiento feminista sur-
gió en el siglo xix en la Europa industrializada y en Nor-
teamérica. Es lógico comprender que una universitaria
inglesa tiene más probabilidades de concienciar la explo-
tación a que se halla sometida como mujer, que una hindú
de un poblado rural analfabeta que ha parido doce hijos.
Lo cierto es que el desarrollo económico está íntimamente
ligado al desarrollo cultural, y por tanto, las mujeres
europeas y norteamericanas tienen mil posibilidades más
que las del Tercer Mundo para estudiar y comprender su
situación de clase explotada. La conciencia de clase de la
mujer es el determinante de la reducción de la natalidad
europea y estadounidense. Los datos recogidos por algunas
estadísticas son indiscutibles.
Entre 1966 y 1972 se realizaron varias encuestas sobre
la fecundidad en 10 países desarrollados, preguntándoles
a las mujeres casadas el número de hijos que querían o
esperaban tener. Cuando se tabularon las respuestas, por
el número de años que habían estado casadas, había un
claro descenso en el número anticipado de hijos de las
mujeres casadas antes de 1951, frente a las mujeres ca-
sadas desde 1966.
En Finlandia las mujeres que llevaban 20 años de ma-
trimonio o más esperaban un total de 5 nacimientos, mien-
tras que las que llevaban un total de 5 años o menos
esperaban tener sólo dos hijos. En Estados Unidos, en
1970, de 3,5 nacimientos para las casadas durante 20 años
o más, se bajó a 2,5 entre las que se habían casado más
recientemente. En una encuesta en 1972 se encontró otro
descenso de 2,2. Se registraron bajas comparables en mu-
jeres recientemente casadas en Bélgica (2,2), Checoslova-

392
quia (2,2), Polonia (2,2), Yugoslavia (2,1), Hungría (1,9) e
Inglaterra y Gales (1,8). Incluso Turquía, un país no in-
cluido entre naciones desarrolladas del mundo, el prome-
dio del número de nacimientos esperados había disminui-
do de 6,6 en las mujeres casadas durante 20 años, a 3,8
para la mayoría de las que se habían casado más recien-
temente. Y las mismas encuestas revelaron que más del
80 °/o de las mujeres de esos países (excepto Turquía), que
estaban expuestas a quedar embarazadas, solían practicar
el control de natalidad, tanto mediante el uso de anticon-
ceptivos orales o mecánicos como con la práctica de la
esterilización, que se ha vuelto cada vez más común en
los países altamente industrializados. 15
En Estados Unidos se ha convertido en el método más
popular entre parejas en que las mujeres tienen de 30 a
44 años, y el aborto legal se ha vuelto más accesible, a
partir de la lucha coordinada del movimiento feminista
en Norteamérica y en Europa.
La fertilidad de las mujeres norteamericanas ha lle-
gado a un nivel tan bajo después de las fluctuaciones du-
rante la primera mitad del siglo, que llegaron al récord
del alza en los años 1950 que de seguir así, pronto resul-
tará un exceso de muertes sobre nacimientos. Las mujeres
de 20 a 24 años en 1960, tuvieron un promedio de un hijo
cada una, pero las mujeres de la misma edad en 1974 han
tenido únicamente 0,6 hijos cada una. El promedio de hi-
jos de mujeres entre 24 y 29 años, en 1960 fueron 2. En
1974, fue de 1,4. En 1974 las mujeres de 35 a 44 años (que
en 1960 tenían de 20 a 29) han dado a luz u n promedio,
de 2,5 hijos cada una, mientras que las mujeres de 35 a
44 años en 1960 (25 a 34 años en 1950) han dado a luz
un promedio de 2,5 hijos cada una. Sólo el 17 % de las
mujeres nacidas entre 1950 y 1955 se han casado a la
edad de 18 años, contrastando con el 30 °/o de las mujeres
nacidas entre 1935 y 1939.
Una encuesta del Ministerio de la Familia, alemán ex-
plica en Bonn, que los alemanes son cada vez menos par-
tidarios del matrimonio y prefieren la vida en solitario.
Más de 7 millones de personas viven actualmente sin com-
pañía institucionalizada en Alemania Federal, lo que equi-
vale a casi el 12 por ciento de la población.

15. Charles F. Westoff, La población humana (Datos extraídos


de la población de los países desarrollados), pág. 145, Scientific Ame-
rican, Ed. Labor 1976.

393
El porcentaje de solteras aumentó considerablemente
en los últimos diez años, lo que ha revelado a los autores
de la encuesta, por primera vez, la menor atracción que
sienten las mujeres hacia la institución, matrimonial. La
tendencia a la soltería es más acentuada entre las perso-
nas de 20 a 40 años, a pesar de las presiones económicas
y sociales que el gobierno ejerce sobre los solteros. Así
los presupuestos en los hogares de una sola persona re-
sultan relativamente más elevados que los de las familias.
Es muy difícil encontrar servicio doméstico para los sol-
teros, debido a lo reducido de las viviendas, los alquileres
son proporcionalmente más elevados y los botes de con-
serva y los platos preparados son, como mínimo, para dos
personas.
A pesar, termina el informe, de que entre los solteros
abunda la enfermedad de moda entre los alemanes de hoy,
la depresión (la encuesta no averiguó las depresiones de
las mujeres casadas), la mayoría de los encuestados no se
revelaron dispuestos a sacrificar su independencia.

3. Algunos datos de la demografía mundial

El Informe de 1979 del Fondo de las Naciones Unidas


para actividades de población, sobre el «Estado de la po-
blación Mundial», afirma que el descenso de las tasas de
crecimiento de la población mundial está actualmente
«fuera de toda duda». Basándose en estimaciones de ex-
pertos de las Naciones Unidas, el informe llega a la con-
clusión de que dos de los tres mil millones de habitantes
del mundo en desarrollo «han reducido de forma signifi-
cativa su fecundidad». Con tasas de fecundidad descenden-
tes en Europa, la URSS, Norteamérica, Australia, Nueva
Zelanda y Japón, puede afirmarse que la tendencia hacia
familias más pequeñas afecta actualmente a tres cuartas
partes de la raza humana.
Rafael Salas, el director ejecutivo del FNUAP, expone
que en la década de los ochenta se deberá integrar la po-
lítica de población en la planificación nacional e interna-
cional para poder hacer frente a las consecuencias de los
cambios revolucionarios en los procesos demográficos a
los que el mundo actual está asistiendo. Uno de los cam-
bios revolucionarios tratados en el informe del presente
año es el del rápido envejecimiento de la población. La

394
combinación de unas tasas de natalidad en descenso con
el aumento de la esperanza de vida han hecho subir la
edad media de la población mundial.
En el año 2000 habrá en todo el mundo el doble de
personas mayores de 60 y 80 años que había en 1970. Este
cambio en la «relación de dependencia», dice el FNUAP,
tendrá consecuencias socioeconómicas en casi todos los
países del mundo. En los Estados Unidos por ejemplo, hay
actualmente seis trabajadores por cada persona jubilada.
Dentro de 50 años la relación será de tres a uno solamente.
Europa, con una proporción de pensionistas que se dupli-
cará en 50 años, se enfrenta a problemas semejantes. Se-
gún el demógrafo francés Jean Bourgeois Pichat, este cam-
bio en la estructura de edades europeas significará que
cada obrero tendrá que pagar cuatro veces más para po-
der mantener a la población anciana.
El informe añade que «el problema más grave que se
plantea a las regiones más desarrolladas del mundo es
que la tendencia de las familias ha descendido por debajo
de los niveles de sustitución. Según previsiones publicadas
recientemente, la posibilidad más evidente para lo que
queda de siglo será una mera sustitución de la población».
Once países desarrollados han alcanzado ya, o se aproxi-
man al crecimiento cero de su población.
El primer país que llegó a esta situación fue Alemania
Oriental en 1969, seguida por Alemania Occidental en
1972, Luxemburgo en 1974 y Austria en 1976. Actualmente,
Checoslovaquia, el Reino Unido, Bélgica, Dinamarca, Hun-
gría, Noruega y Suecia giran en torno al crecimiento cero
de sus poblaciones y hacia 1990 se les sumarán, si siguen
las presentes tendencias, Finlandia, Bulgaria, Grecia, Ita-
lia y Suiza, y Francia y los Países Bajos hacia fines de
siglo.
La situación en Estados Unidos y Japón no es muy
distinta. Más de las tres cuartas partes de las mujeres ca-
sadas de los Estados Unidos entre los 18 y los 24 años
quiren tener sólo uno o dos hijos frente a menos de la
mitad en 1966.
El informe de 1979 sobre el Estado de la Población
Mundial, sigue explicando que familias de todo el mundo
han tomado la decisión de tener menos hijos. La tasa de
natalidad de la población conjunta de Europa, la URSS,
Norteamérica, Australia, Nueva Zelanda y Japón, apenas
llega al nivel de sustitución. Y en África, Asia y América

395
Latina dos de cada tres personas viven en países cuyas
tasas de natalidad están descendiendo considerablemente.
El tamaño de la familia ha disminuido sobre todo en
los países industrializados. Hace tan sólo 16 años, un niño
medio americano tenía unos tres hermanos. En la actua-
lidad tiene, estadísticamente menos de uno. De acuerdo
con un estudio reciente, el 40 por ciento de las mujeres
del Japón no querían tener más de dos hijos. Según dos
encuestas realizadas en Alemania Occidental, el número
de adultos que querían un solo hijo se ha multiplicado
por cinco entre 1974 y 1976, y durante el mismo período
se había duplicado el número de los que no querían
ninguno.
En la Europa Occidental se han vivido fluctuaciones
en la natalidad, cuyas causas no están claras para los de-
mógrafos. Gran Bretaña, Francia, Bélgica y Holanda, con
una población total corriente de 130 millones, experimen-
taron un aumento temporal en la fecundidad inmediata-
mente después de la guerra, le sucedió una reanudación
del movimiento descendiente durante aproximadamente
5 años, y después un aumento gradual de la fecundidad
(claramente marcado en Inglaterra y Gales: de 2,2 naci-
mientos por mujer en 1951 a 2,9 en 1964) seguido por otro
descenso que continúa hasta el presente. Italia, agrupada
en los mapas con España, Portugal y Grecia: con una po-
blación total corriente de 110 millones, mostraba un mo-
delo de fecundidad semejante al de sus vecinos del norte.
En Portugal, como contraste, la tasa de fecundidad no
suele ser estable: sólo hay pequeñas fluctuaciones anua-
les alrededor de un promedio de 3 nacimientos por mu-
jer, insinuándose una tendencia declinante sobre el total.
Los promedios de Grecia y España son más reducidos,
pero la experiencia reciente en estos dos países muestra
una fecundidad bastante estable a niveles muy diferen-
tes: España se encuentra por debajo de los 3 nacimientos
por mujer.
Irlanda, aunque agrupada en los mapas con sus vecinos
británicos, tiene un modelo de fecundidad único entre las
31 naciones en el período de postguerra. (La población de
Irlanda es de sólo 3 millones.) Superficialmente, la ten-
dencia —basada en datos incompletos— se acerca más a
la de las poblaciones de ultramar de habla inglesa y orí-
gen europeo (Estados Unidos, Canadá, Australia y Nueva
Zelanda) que a la Gran Bretaña, por lo menos en 1960,

396
excepto que no hay ninguna evidencia de una reciente y
prolongada disminución. La fecundidad irlandesa se ha
mantenido por debajo de los 4 nacimientos por mujer.
Los países de Europa central —Austria, Suiza y las dos
Alemanias— (con una población total de 93 millones) han
seguido un modelo similar al de sus vecinos más occiden-
tales, por lo menos desde 1955. Hubo un moderado au-
mento de la fecundidad, alcanzando niveles de 2,5 a 2,8
nacimientos por mujer, para luego descender rápidamente.
La tasa total de fecundidad de 1,5 nacimientos por mujer
en Alemania Occidental es sin duda la más baja del mun-
do. Estos cuatro países de Europa central están ahora sig-
niñcamente por debajo del nivel de reemplazo de la po-
blación.
Los países escandinavos, excepto Suecia, que escapó a
la guerra, experimentaron un breve aumento repentino
de nacimientos en la postguerra, seguido por modelos muy
similares a los de Europa central y occidental. El caso
de Noruega fue ligeramente anómalo, mostrando una tasa
de incremento de población durante una década, que em-
pezaba a principios de los cincuenta. En Finlandia el des-
censo ha sido muy rápido, del orden de 3,5 nacimientos
por mujer en los años inmediatos a la postguerra hasta
una estimación de 1,8 en 1973. La fecundidad de todos
los países escandinavos (22 millones de población total)
se encuentra actualmente por debajo del nivel de subs-
titución, con la excepción de Noruega, que con las tasas
corrientes de descenso alcanzará demográficamente a sus
vecinos dentro de pocos años.16
La Unión Soviética y los restantes países de Europa
Oriental (356 millones de población total) revelan un mo-
delo diferente en la disminución de la fecundidad, con-
seguido por la eficacia del aborto, alcanzando así niveles
más bajos antes que los otros países desarrollados. E n
algunos años, el número de abortos ha rebasado el de na-
cimientos. En Hungría, la tasa total de fecundidad había
bajado a 1,8 nacimientos por mujer hacia 1962, cuando la
tasa de los Estados Unidos, por ejemplo, era todavía de
3,5. La fecundidad en Rumania bajó rápidamente de 3,1
nacimientos por mujer en 1955 a 2,0 en 1960 y a una mí-

16. Charles F. Westoff, La población humana (Las poblaciones


de los países desarrollados), pág. 154, Scientífic American, Ed, La-
bor, Barcelona 1976.

397
nirna de 1,9 en 1966. En ese año, el Gobierno rumano,
alarmado por el rápido descenso, abolió la ley que per-
mitía el aborto, con el resultado de que la tasa de fecun-
didad se duplicó hasta un 3,7 el año siguiente. La liberali-
zación de las leyes abortivas en Europa Oriental se había
intentado en un principio para favorecer la salud mater-
nal y facilitar empleo a las mujeres, pero las bajas tasas
resultantes de crecimiento de la población causaron la
inquietud oficial. A partir de la restricción de la ley del
aborto en Rumania, la fecundidad ha reanudado de nuevo
su descenso, ya que la anticoncepción y el aborto ilegal
han sustituido al aborto legal.
Los datos de la Unión Soviética son incompletos. Las
estadísticas de fecundidad de postguerra comienza sólo
en 1975, cuando la tasa era de 2,8 nacimientos por mujer.
Durante la década siguiente la tendencia fue decayendo
lentamente, pero la tasa de fecundidad parece haberse es-
tabilizado alrededor de 2,5 nacimientos por mujer en los
últimos años, con lo cual Rusia tiene el promedio más alto
de todos los países de Europa Oriental, excepto Rumania.
Según otras pruebas, las regiones europeas de la Unión
Soviética tienen una tasa de fecundidad bastante similar
a la de otros países europeos; es la alta fecundidad de las
regiones asiáticas que explica la superior tasa nacional
total.
Los países menos desarrollados de Europa Oriental,
Polonia y Yugoslavia, han experimentado a partir de la
guerra disminuciones radicales en la fecundidad. En Po-
lonia, la tasa bajó de 3,7 nacimientos por mujer en 1954
a 2,2 en 1969; en Yugoslavia, la tasa bajó de una máxima
de 4,3 nacimientos por mujer en 1952 a 2,3 en los últimos
años.
En esta revisión sólo se incluye la población judía de
Israel (2,8 millones de un total de 3,2 millones de pobla-
ción) debido a las enormes diferencias demográficas y de
otros tipos, entre los componentes judíos y árabes de
la población total del país. En 1972, las tasas totales de
fecundidad de las poblaciones judías y árabes eran res-
pectivamente de 3,2 y 7,3 nacimientos por mujer. Un de-
mógrafo calculó hace poco que si las tendencias corrien-
tes continúan, dentro de tres generaciones la población
judía será minoritaria en Israel. Aunque la fecundidad ju-
día va cambiando lentamente, su tendencia está clara-
mente disminuyendo y probablemente continuará su des-

398
censo durante lo que resta de esta década. Sin embargo,
gracias sobre todo a la prohibición del aborto es consi-
derablemente más alta que la tasa estimada en la pobla-
ción judía de los Estados Unidos. A este respecto, proba-
blemente es más alta que la de las poblaciones judías de
cualquier nación desarrollada, y, sin embargo, escasa para
competir con la población árabe. La dirigente israelí Golda
Meyer declaró que siempre sufría pesadillas horribles
cuando pensaba en los palestinos recién nacidos.
Con frecuencia se ha aludido al último país de la lista,
Japón (con una población de 108 millones), como el mila-
gro demográfico moderno y un ejemplo de lo que la in-
troducción de una ley que permitiera el aborto puede
hacer en la tasa de natalidad de una población que prac-
tica poco la anticoncepción. La tasa total de fecundidad
del Japón bajó de 4,5 nacimientos por mujer en 1967 a
2,0 una década más tarde.
La tasa había descendido a 1,6 nacimientos por mujer
en 1976. Éste era el «Año del caballo fogoso», que acon-
tece cada 50 años. Según la astrología oriental, las niñas
nacidas ese año pueden asesinar a su marido, lo que tien-
de a reducir sus posibilidades de matrimonio. Evidente-
mente, los padres japoneses deciden excluir la posibilidad
de tener una hija en 1966. La fecundidad japonesa aún
está alrededor del nivel de reemplazo habiendo subido
levemente sobre tasas que prevalecían en casi toda la dé-
cada precedente.
La variedad de modelos de estos 31 países no debería
oscurecer el hecho central y más importante de que la
fecundidad de la mayor parte del mundo desarrollado ha
decaído virtualmente. Sólo Nueva Zelanda (cuya fecun-
didad ha estado disminuyendo), Irlanda, España, Portu-
gal y los judíos de Israel tienen aún tasas relativamente
altas, alineándose entre 2,8 y 3,9 nacimientos por mujer.
En 20 de los 31 países la tasa total de fecundidad no está
lejos, y en algunos casos está por debajo del nivel de
reemplazo de 2,1 nacimientos por mujer; parece encami-
narse en esta dirección o rondar alrededor de 2,3 nacimien-
tos en la mayoría de los 11 países restantes. El promedio
de la tasa de fecundidad de los 31 países es corrientemen-
te de 2,3 nacimientos por mujer. Si consideramos la cifra
respecto la población, el promedio baja a 2,2 en la pobla-
ción total del mundo desarrollado. La tasa de crecimiento

399
de la población en todos salvo en unos pocos países desa-
rrollados está ahora por debajo del 1 %P
índices demográficos en países africanos al Sur
del Sahara

Países Tasa fertilidad Población millones


1975 1976 2000

Etiopía 6,7 29 54
Ghana 6,7 10 20
Costa Marfil 6,2 7 14
Kenya 7,6 14 31
Malí 6,7 6 11
Nigeria 6.7 77 154
Senegal 6,3 5 9
Sudán 7,0 16 30
Tanzania 6J 15 32
Alto Volta 6,5 6 9
Zaire 5,9 25 47

La tasa de fertilidad media de África, al Sur del Sahara


es 6,3. La población actual son 313 millones de habitantes.
En el año 2000 serán 604 millones.

17. Westoff. Ob. cit., págs. 156-157.

400
CAPÍTULO IV
LA OFENSIVA GUBERNAMENTAL

Basándose en los augurios catastróficos de los demó-


grafos, concluidos a partir de las cifras reseñadas ante-
riormente, se podría deducir que la batalla de las muje-
res está ganada. Por fin son ellas las que disponen libre-
mente de su cuerpo, y por lo que se ve, no están dispues-
tas a someterse incondicionalmente a las necesidades de
los estados para los que el proceso de producción repro-
ductivo les proporciona beneficios sin gasto.
Ha llegado la hora de que las mujeres hagan uso de
su poder. Ellas dicen la última palabra, y los hombres no
pueden más que resignarse a lo inevitable. En los países
desarrollados la batalla está ganada, en el Tercer Mundo
empieza a librarse con todas las probabilidades de alcan-
zar la misma victoria, i Regocijémonos y disfrutemos de
la alegría del triunfo!...
Por supuesto hay que seguir pariendo esos 2,1 hijos
imprescindibles para que el mundo masculino no se hun-
da, pero en la actualidad parece que el objetivo de las
feministas se ha cumplido: alcanzar la maternidad libre
y responsable. Libres de tener los hijos que proyecten y
responsables totalmente de éstos.
jAy de aquellas que descansan en tan frágil victoria!
La ofensiva de los estados no se ha hecho esperar.
En Francia, en Italia, en España, en Inglaterra, en
América Latina los especialistas ya han desencadenado su
campaña pro natalista y para ello todos los métodos son
buenos. Desde los incentivos a la represión. Desde la pers-
pectiva liberal de pagar más por cada hijo vivo, a la ofen-
siva fascista de encarcelar a las mujeres que aborten,
todos los gobiernos alertados por las cifras y por las pro-

401
fecías de sus demógrafos, han iniciado la campaña de los
años ochenta. Y si no respondemos a tiempo, si nuestra
visión no es muy clara las mujeres volveremos a retroce-
der el pequeño avance conseguido en cien años de lucha.
Contra nosotras se aprestan a derrotarnos los mejores
especialistas de cada gobierno.
En Francia la guerra se nos ha declarado hace tiempo.
Desde los años cincuenta, las francesas han reafirmado
con las cifras su deseo de no parir, con mayor incidencia
y número todavía que en los años 20, fecha en la que
iniciaron la primera huelga de nacimientos. Por ello al
empezar 1979, el gobierno francés organiza mejor orques-
tada que nunca su campaña natalista. El principio del
año se destaca por el discurso del presidente de la Repú-
blica, pidiendo un aumento de la natalidad de una mane-
ra que ya la prensa ha calificado de angustiosa. A cam-
bio ofrece las mejores primas a las mujeres que se deci-
dan a ser madres. Asegura que la ayuda a las familias nu-
merosas será un objetivo fundamental en la política gu-
bernamental en 1979 y anuncia las siguientes medidas:
Acentuar el esfuerzo en favor de las familias que ten-
gan de tres hijos en adelante, instituyendo unos ingresos
mínimos familiares de 3.500 francos al mes. Crear una ju-
bilación para las madres que no trabajen fuera del hogar.
Y prestar una atención especial a las familias «que tienen
la dicha, que es a la vez una pesada carga, de encontrarse
con nacimientos múltiples».
«Además de destacar el discurso en gruesos titulares,
los periódicos franceses dedican al tema artículos de fon-
do y de colaboración muy largos y documentados, y algu-
no terriblemente alarmista. El señor Debré, por ejemplo,
asegura que ya no se discute el tercer niño. Pronto será el
segundo el que las parejas jóvenes no querrán tener y
entonces, con familias de hijos únicos, no se renovarán las
generaciones, la población activa se declarará incapaz de
pagar las pensiones de jubilación y paro, y en tiempos de
nuestros tataranietos Francia no tendrá más que veinte
millones de habitantes.» Este párrafo extraído del artícu-
lo de la escritora Elisa Lamas, publicado en La Vanguar-
dia de Barcelona, el 5 de enero de 1979, es comentado por
la autora, católica practicante, madre de siete hijos y fe-
minista, de la forma siguiente: «El lector, naturalmente,
no sabe a qué carta quedarse. Tener hijos, ¿merece ayuda
o que le apliquen a uno leyes de peligrosidad social? ¿hay

402
que tener muchos hijos o pocos? Los especialistas en las
diferentes materias relacionadas con el tema —psicólo-
gos, educadores, ecólogos, economistas, políticos— se lan-
zan a la cabeza cifras y argumentos de todas clases. La
gente no quiere tener varios hijos por egoísmo, porque
ha perdido el sentido de los valores y prefiere divertirse
a sacrificarse, dicen unos...» Las mismas acusaciones de
siempre, los sabidos argumentos de los moralistas, que
no harán mella más que en las mujeres creyentes, que
cada día son menos. Pero ahí queda la duda, la intranqui-
lidad sobre la responsabilidad del fin del mundo, de la
que esta vez tenemos toda la carga las mujeres.
Los ataques se suceden en todos los frentes. ¿Cuánto
tiempo podremos resistirlos?
Giscard d'Estaing en el acto de inauguración de los
nuevos locales de Caja Nacional de prestaciones familia-
res, entonó un himno poético a la célula familiar «sitio
en el que se hace el primer aprendizaje de la libertad, de
la responsabilidad y de la solidaridad». ¿Cuántas mujeres
se emocionaron al oírlo? ¿Cuántas olvidaron sus cubícu-
los carcelarios, los palos maritales y el desafecto de los
hijos, para creer nuevamente en tan falsas promesas?
Mientras las pomposas declaraciones sobre el hogar
familiar y las llamadas de socorro, bombardean a las fran-
cesas, Simone Veil, ministro de la Salud y de la Familia
aprobó en enero de 1979 el plan propuesto por el parla-
mentario Caillavet ante la Asamblea, para que la Seguri-
dad Social corra con los gastos de inseminación artificial.
Si las mujeres fértiles se niegan a aprovechar su capaci-
dad, ¿cómo no correr a auxiliar a aquellas solidarias mu-
jeres, que quieren y no pueden tener hijos? Caillavet de-
clara al Periódico de Cataluña, que «en Francia hay un
cinco por ciento de parejas afectadas por la esterilidad,
es decir, un millón seiscientas mil personas, ¿por qué no
van a recurrir a la inseminación artificial para arreglarlo?
Ya se practica, desde luego, pero de una forma medio
clandestina, sin reglamentación, con el peligro de todos los
abusos posibles: especulación, negligencias, injusticias,
dramas, e t c . . Hay en este momento un 52 % de mujeres
solteras que no quieren o no pueden casarse. ¿Por qué
negarles el derecho de ser madres? Nos acusan de la posi-
bilidad de fecundar lesbianas como ha ocurrido en EE.UU.,
Inglaterra y Australia. Para nosotros se trata de que la
legislación vigile las condiciones que he dicho anterior-

403
mente. Que esta madre soltera pueda responder del niño
moral, económica y físicamente. También que las viudas
puedan inseminarse con el semen de su marido a lo largo
de los tres años siguientes a su muerte...»
Cuánta emoción habrá provocado en el alma simple de
las modistillas, de las mecanógrafas, de las dependientas,
la comprensión liberal de Caillavet ante el sufrimiento
de las solteras que desean ejercer «su derecho» a tener un
hijo sin casarse. Y aún más, Caillavet se ha ganado el apre-
cio de un buen sector del movimiento feminista recono-
ciéndoles el mismo derecho a las lesbianas, sin ninguna
clase de prejuicios. ¡Eh, bien! Si las casadas y las madres
primerizas no quieren seguir pariendo, todavía nos queda
un ejército de reserva de productoras de hijos, compues-
to por las solteras y ¡las viudas! que podrán parir hijos
de un marido muerto tres años antes.
Todos los recursos del capitalismo están dedicados a
resolver el problema de la falta de fuerza de trabajo. Si
escasea la gente necesaria para mantener el desarrollo de
la sociedad, y cumplir las leyes del beneficio capitalista,
hay que fabricarla rápidamente.
El «boom» de la fecundación in vitro de la niña ingle-
sa Louise Brown, ha beneficiado más al capitalismo que
todos sus esfuerzos propagandísticos anteriores para con-
seguir un incremento de la natalidad. Treinta y cinco mil
mujeres de Europa y Norteamérica acudían a los docto-
res Edwards y Steptoe, a raíz de la difusión del éxito de
la inseminación «in vitro». Treinta y cinco mil mujeres
dispuestas a dejarse abrir el vientre para recoger u n óvu-
lo vivo —en ocasiones más de una vez si la primera fra-
casa—, a gestar nueve meses y a operarse nuevamente de
cesárea, por el placer de llamarse madre. Ni siquiera la
posibilidad de adopción les atrae. Para ellas el atractivo
no consiste en tener consigo un nuevo ser, ni en saberse
útiles para educarlo y formarlo según su criterio. Deben
someter su cuerpo a las transformaciones y sufrimientos
maternales, para obtener la aprobación social y familiar, y
sobre todo su propia seguridad. Si se nace hembra es pre-
ciso demostrar que se vale como tal en toda su capacidad.
De nada sirve para demostrar la valía de una mujer ejercer
una profesión, obtener ingresos económicos, estudiar, par-
ticipar en política, trabajar asalariadamente. Una mujer
sólo es útil si pare, y cuanto más mejor.

404
A costa de su desarrollo social y humano, a costa de
su sufrimiento físico, incluso de su vida.
La ofensiva estatal se ha desencadenado en todos los
países.
En Italia la reciente ley del aborto se incumple por la
mayoría de médicos. El Grupo de Coordinación Nacional,
encargado de estudiar la aplicación de la ley, ha denun-
ciado que «no funciona». Y da una cifra oficial: el 72 %
de los médicos y del personal paramédico se ha acogido
a la «objeción de conciencia», que, por motivos religiosos,
acepta la ley. Pero de este modo la ley corre el riesgo de
no poder ser aplicada. Al mismo tiempo la Coordinación
Nacional intenta averiguar las cifras de los abortos legales
y la de los clandestinos.
Esta situación ha motivado que el Partido Radical re-
coja firmas para la abrogación de la ley actual en lo refe-
rente a la objeción de conciencia, a la que se han acogido
incluso los médicos que antes practicaban los abortos
clandestinos, pagados a precio de oro.
En España la batalla por la legalización del aborto está
comenzando ante la rotunda oposición del gobierno. La
lucha será larga. En España, cuyo nivel de natalidad to-
davía es suficiente, con esa cifra algo inferior a tres hijos
por mujer adulta, el gobierno ha aprendido sabiamente la
lección de los demás países europeos, cogidos por sorpre-
sa, tras haber permitido, con la guardia baja, la aproba-
ción de las leyes permisivas del aborto. Para que no que-
pa duda, el subsecretario de justicia Juan Antonio Ortega
y Díaz-Ambrona declaraba en enero del 1979, que «la des-
penalización del aborto sería anticonstitucional, porque
iría en contra del artículo 15 de la Constitución. Este ar-
tículo declara, como primer y primordial derecho funda-
mental, el derecho de todos a la vida y a la integridad físi-
ca y quiero subrayar la palabra "todos" especialmente».
Esa palabra mágica que permite al gobierno seguir pe-
nando el aborto, fue aceptada en el Parlamento por los
partidos de izquierda en sustitución de la de «persona»,
que habían propuesto al principio y que hubiese permitido
una discusión posterior sobre quien tenía la categoría de
tal.
Tanto para el gobierno como para la oposición espa-
ñola, la cuestión del aborto es una cuestión de superviven-
cia. Si las españolas empiezan a perder el gusto por parir,
es mejor obligarlas a ello por la fuerza, antes de verse

405
constreñidos a suplicarlas como tiene que hacer el go-
bierno francés, que ha perdido ya el timón de la reproduc-
ción de su país.
En la Europa del Este se vuelve a recurrir a diversos
incentivos para aumentar la natalidad, después de un
período de liberalidad en el aborto y en los sistemas anti-
conceptivos, después de la dura represión estaliniana. En
Hungría y en Checoeslovaquia se otorgan diversos bene-
ficios a las mujeres que prefieren quedarse en casa con
sus hijos de corta edad. En Hungría el gobierno afirma
que no tiene presupuesto para crear más guarderías, mien-
tras gasta 400 millones de libras esterlinas en incentivos
para las madres. Así, sólo un tercio de las mujeres que
dejaron su trabajo para la crianza de sus hijos ha vuelto
a reintegrarse a su puesto de trabajo.
En Polonia las mujeres pueden quedarse en casa du-
rante tres años cuidando a sus hijos sin perder el puesto
de trabajo ni los derechos de pensionista. En la Unión
Soviética, las mujeres pueden disfrutar de un año de per-
miso para cuidar a sus hijos recién nacidos, sin perder
tampoco su puesto laboral. A partir de 1981 cobran el
25 % del salario durante el año de excedencia. En Bulga-
ria el gobierno está lanzando una amplia campaña en los
medios de comunicación para convencer a los ciudadanos
de que cada familia debe tener por lo menos tres hijos. 1
En Suecia, con un grave problema de abstención de
nacimientos, desde 1974 el Estado permite que las pare-
jas que trabajan puedan suscribir gratuitamente en «segu-
ro de padres». Al nacer un hijo, los padres tienen derecho
a 7 meses pagados, al 90 % de su salario, de interrupción
del trabajo de cualquiera de ellos, según su conveniencia.
Así los padres pueden alternar su presencia junto al bebé
un mes cada uno, o incluso trabajar ambos únicamente la
mitad de la jornada. O la madre toma los cuatro primeros
meses de descanso para lactar a su hijo y reponer fuerzas,
y el padre los tres meses siguientes.
En Irlanda, país con el más alto índice de natalidad
europeo, con sus 4 niños por mujer adulta, ha sido derro-
tado en el Senado, en 1977 el proyecto de ley para la lega-
lización de los anticonceptivos, considerándose que es un
derecho constitucional individual usarlos, en cambio está

1. «Isis», n.° 7, 1978.

406
prohibido fabricarlos, importarlos y venderlos en el país.
No hace falta decir que el aborto está prohibido y penado
con graves penas de cárcel. 2
En Uruguay, ante el alarmante descenso de la natali-
dad, que ha ocasionado que durante los últimos 13 años
la población sólo haya crecido el 1,2 % cada año, el go-
bierno militar ha propuesto aprobar una ley para forzar
a las mujeres a tener más hijos. Esperan que de este modo
se consiga también contrarrestar la huida masiva de ciu-
dades anualmente. La legislación actual prohibe la utiliza-
ción de métodos anticonceptivos y toda clase de propa-
ganda sobre los mismos. Las infracciones están penadas
con prisión de 6 meses a dos años y multas de 100 a 1.000
dólares. 3
En Brasil la legislación estipula hasta cuatro años de
cárcel contra los que practiquen ilegalmente el aborto.*
En Estados Unidos donde se habían liberalizado las
leyes sobre el aborto, sobre todo a partir del 1 de julio
de 1976 en que el Tribunal Supremo declaró que los Esta-
dos no debían exigir el consentimiento del marido antes
de practicar el aborto, y que las mujeres solteras meno-
res de 18 años tampoco precisaban del consentimiento
paterno, se practicaban, en 1977, alrededor de un millón
de abortos cada año, de los cuales la tercera parte era
financiada por el Estado, mediante un subsidio para aque-
llas mujeres. 5 Por ello en 1978 la seguridad social se ha
negado a pagar los abortos a las mujeres más pobres.
En Suiza, el gobierno por primera vez ha mostrado
desconcierto y preocupación ante el bajo índice de nata-
lidad. Los gobiernos de Argentina, Grecia y Luxemburgo
—por más alejados que estén coinciden plenamente en
intenciones— que en 1974 todavía mantenían un índice
de natalidad suficiente, están reformando su política para
controlar el descenso de nacimientos, comprobado con
alarma en estos cuatro años.
Los gobernantes de Benin y Singapur, entre 1974, año
en que se celebró la Conferencia Mundial sobre Pobla-

2. British Medical Journal, 16 abril 1977, «The Guardian», 6 mayo


1977.
3. Spare Rib, junio 1977.
4. New York Times, 28 mayo 1977.
5. Time Magazine, 1 agosto 1977.
407
ción, y 1976, han modificado sus puntos de vista y su polí-
tica sobre natalidad, y han manifestado que no les es
necesario reducir más la tasa de crecimiento.
En junio de 1978 se aprobó en Nueva Zelanda el Decre-
to sobre contracepción, esterilización y aborto, que limita
enormemente las posibilidades para abortar y usar mé-
todos anticonceptivos a las mujeres neozelandesas. 6
En Méjico, donde se hallan prohibidos el aborto y la
difusión de métodos anticonceptivos, una mujer de cada
cinco, entre los 15 y los 44 años de edad, tienen un hijo
nacido vivo cada año. Méjico ocupa el segundo lugar de
Latinoamérica en el incremento de población. De cada
tres a cinco minutos nace un niño. 7
El gobierno laosiano ha prohibido terminantemente
el uso de anticonceptivos con el fin de aumentar la tasa
de población, gravemente disminuida por más de una
década de guerra. Los métodos anticonceptivos no habían
sido nunca difundidos, pero sin embargo muchas mujeres
comenzaron a tomarlos debido a las condiciones bélicas
en que vivían. El Programa de Planificación familiar fue
instalado en Laos, en 1968, por la Agencia Norteamerica-
na para el Desarrollo Internacional, pero sólo se practi-
caban ligaduras de trompas y vasectomías en caso de gra-
ve peligro o enfermedad. La política actual del gobierno
es denunciar ese programa, como «un medio del imperia-
lismo norteamericano para debilitar la población laosiana
y permitirle más fácilmente su dominación». Si Laos ha
de ser independiente y fuerte, las mujeres deben apres-
tarse a parir sin condiciones.

1. La presión masculina

La respuesta masculina a las presiones estatales no se


ha hecho esperar. En todos los medios de comunicación
se están reproduciendo entrevistas, artículos y consejos
de los sabios habituales, médicos, moralistas, religiosos,
políticos, donde con argumentos variados, desde los bur-
damente reaccionarios hasta los pseudocientíficos, se in-

6. Off our Backs, junio 1978.


7. Movimiento Nacional de Mujeres, Méjico, doctora Lilia Guz-
mán Pulido, junio 1975.

408
duce clara o encubiertamente a las mujeres a reproducir-
se más abundantemente.
Instituciones varias, con aparentes fines filantrópicos,
sanitarios o caritativos, que demuestran la maldad de los
anticonceptivos, desde el punto de vista médico y no reli-
gioso, se reúnen y organizan simposiums, para «denun-
ciar» la «corrupción de la industria farmacéutica», o las
contraindicaciones de la pildora que producen en las mu-
jeres múltiples y graves trastornos físicos y psíquicos.
En 1974 se creó en Bucarest, durante la celebración de
la Conferencia sobre la Población, la Internacional Fede-
ration for Family Life Promotion (FIDAF), que pretende
nada menos que conseguir familias felices. Su filosofía es-
tá basada en una utilización eficaz, según ellos, de la
abstinencia sexual periódica, nacida del amor, como me-
dio regulador de la natalidad, excluyendo cualquier tipo
de anticonceptivos artificiales. Y pensar que han trascurri-
do diez años desde la publicación de la Encíclica Humanae
Vitae que recibió numerosas críticas en los países católi-
cos... La científica y progresista institución, cuya sede
se encuentra en Norteamérica presidida por el canadiense
Claude A. Lanctot, se ha encargado de difundir su tesis
en diversos países durante los últimos cuatro años, gra-
cias a los recursos económicos proporcionados por el Es-
tado Norteamericano.
Al mismo tiempo en EE.UU., país donde todo se sabe
y todo se inventa, el mercado matrimonial se ha hecho
cada vez más eficiente, con lo que la edad en que las pa-
rejas contraen matrimonio ha descendido notablemente
en los últimos años. Norman Ryder explica que «cuando
la edad de salida de la escuela era inferior a la edad del
despertar sexual, la escolaridad era esencialmente irrele-
vante para la nupcialidad. En la actualidad el incremento
de la educación probablemente ha ayudado a reducir la
edad del matrimonio. Pero ahora, una mayoría considera-
ble de jóvenes varones y mujeres permanecen en el colegio
hasta los 18 años. La escuela secundaria norteamericana
tiene todas las características de una institución destina-
da a promover el apareamiento: varones y chicas solte-
ros son reunidos en números iguales y substanciales, se-
leccionados residencialmente para una mayor homoge-
neidad social, organizados en edades graduales y mutua-
mente expuestos a una gran variedad de contextos socia-

409
les durante un largo período. Además, en igualdad de
otras condiciones, la persona más educada es más desea-
ble en el mercado matrimonial. Los datos del censo de-
muestran que el espacio de tiempo entre la salida de la
escuela y el momento del matrimonio varían de manera
inversa al nivel de educación». 8
Si las abuelas sufragistas de las muchachas norteame-
ricanas conocieran estos datos, se preguntarían perple-
jas para qué lucharon tanto por la igualdad a la educa-
ción, que debería liberar a las mujeres del fregadero
y de la «nursery». A partir de la conquista educacional,
los resortes del sistema, tan amplios como permiten los
recursos del estado, se han puesto en marcha para no
soltar a sus presas. Las escuelas y las universidades nor-
teamericanas se han convertido en grandes agencias ma-
trimoniales, y las muchachitas licenciadas en Ciencias y en
Arte se casan hoy y tienen su primer hijo dos y tres años
antes que sus abuelas.
La estadística de población de la Oficina de Censos
proporciona las cifras de las edades promedio para el
primer matrimonio entre los años 1974 y 1973. Entre los
años 1949 y 1962 este promedio era aproximadamente
de 20,3 años, pero desde entonces ha bajado un año. La
tasa bruta de matrimonios, o sea la cantidad de matrimo-
nios por cada mil habitantes y por año, ha aumentado
algo en fecha reciente, de 10,4 en 1968 a 10,9 en 1973.
Norman B. Ryder comenta sobre estas cifras: «La ele-
vada proporción de casados y la temprana edad del ma-
trimonio manifiestan las normas sociales prevalecientes.
Casi desde el principio de la vida aprendemos que el ma-
trimonio es un estado virtualmente obligatorio para un
adulto. La atmósfera en que vive el adolescente está car-
gada de aliento al matrimonio por parte de los padres,
los amigos y los medios de comunicación de masas, la
sociedad en su conjunto registra su tangible aprobación
por medio de diversas formas de subsidio. Continúa sien-
do un hecho notable que la edad del matrimonio seguirá
declinando aunque aumentará sübstancialmente la edad
de salida del colegio.» 9
Los estímulos a favor de la concepción son tan varia-

8. La población humana, pág. 177, Scientific American, Ed. La-


bor, Barcelona 1976.
9. La familia en los países desarrollados. La población... cit.

410
dos como sorprendentes. Mientras el ambiente social im-
pulse constrictivamente a las mujeres a reproducirse, la
conciencia de éstas habrá de ser mucho más firme para
poder sustraerse a ellos. Una noticia de periódico ilustra
jocosamente esta evidencia.
«Louisville (Kentucky). — Nueve meses después de un
temporal de nieve que paralizó la ciudad de Louisville, los
hospitales de la región han tenido que hacer frente a una
ola de nacimientos que dura ya más de una semana. El
hospital de Louisville ha agotado el cupo de cunas y algu-
nos recién nacidos hubieron de ser colocados encima de
las mesas, envueltos en mantas. Se considera que la ola
de nacimientos está directamente relacionada con el tem-
poral de nieve que paralizó completamente la ciudad a
partir del 16 de enero pasado. Un ginecólogo del hospital
dijo: «Pregunté a algunas mujeres y varias de ellas dije-
ron que no habían podido comprar la pildora a causa del
temporal.» Sin comentario.
En España la doctora Asunción Villatoro, ginecóloga,
perteneciente a la Asociación de Planificación familiar
de Barcelona, en la clandestinidad durante varios años,
explica que mientras en Europa se creaba en el año 1952
una Federación Internacional de Paternidad Responsa-
ble (IPPF), nosotros aquí, en la reserva espiritual de Oc-
cidente, «disfrutábamos de una Sociedad Española de
Fertilidad».

2. La presión ideológica

En los últimos años hemos asistido a un bombardeo


de explicaciones científicas sobre los males que pueden
sufrir las mujeres que se nieguen a tener hijos. Los argu-
mentos son siempre los mismos. Desde el artículo de
J. Sedillot, de París, publicado en Medecine Internationale,
hasta los consultorios divulgativos de revistas y periódi-
cos y los espacios semanales en la radio y en la televisión,
todos advierten sobres las repercusiones patológicas en
el organismo femenino de los procedimientos de restric-
ción artificial de nacimientos.
Sedillot explica que «un gran número de casos de dese-
quilibrio nervioso en las mujeres casadas es ocasionado
por los fraudes anticoncepcionales». Da esquemáticamen-
te el «síndrome de defraudadoras» en una «tríada sintomá-

411
tica», de la cual se deduce: un empobrecimiento progre-
sivo de los menstruos, una exaltación creciente de nervio-
sismo (perturbaciones análogas a las de la hipertiroidea)
y alteraciones del carácter con tendencia melancólica y
angustiosa (que parecen explicar la causa de determinados
divorcios sorprendentes, por lo tardíos). Presume que las
estadísticas «probarán quizá un día que la vejez prema-
tura, accidentes como los fibromas (con frecuencia se
dan en mujeres vírgenes o que han tenido pocos hijos,
Goullioud) desastres como cánceres de pecho, del útero,
cada día más frecuentes en nuestra época, encuentran
campo abonado en mujeres sobre todo que no han llevado
una vida sexual perfectamente normalizada». (El subra-
yado es mío.)
«Pikkarainon, de Helsinki, basándose en estadísticas
imponentes y ensanchando con mayor precisión las esta-
dísticas de Kalima, estableció, que contrariamente a lo
que se había podido sospechar de la predisposición crea-
da por las irritaciones de la lactancia, el cáncer del seno
"era proporcionalmente" más frecuente entre las solteras
y las mujeres casadas sin hijos. Semb, tratando de precisar
la influencia de los factores diversos, después de haber
establecido que la fibroadenomia del seno alcanza sobre
todo a las solteras, y entre las casadas, a las mujeres que
no tienen sino uno o dos hijos, llega a concluir que los
embarazos numerosos, o por lo menos en número "nor-
mal" según la edad de cada mujer, "preservan" de esta
especie de cáncer. Acepta sin embargo que llevan consi-
go en cambio cierto riesgo —más restringido— de una
transformación maligna de cicatrices de "mastitis", ele-
mento que moderan los cuidados racionales durante la
lactancia.» 10 (El subrayado es mío.)
El doctor Badía, del Hospital de San Pablo de Bar-
celona, confirma que se sigue especulando entre los me-
dios médicos sin cifras válidas, con la tesis de que el cán-
cer de pecho se produce más a menudo en mujeres sol-
teras o madres que no han lactado a sus hijos. La televi-
sión española ofreció en su espacio «Escuela de Salud», a
cargo del presentador Sánchez Ocaña calificado de progre-
sista, la entrevista con el doctor Sánchez, que en el curso
de una larga hora, apoyándose en todos los argumentos
reaccionarios, requirió a las mujeres españolas para que

10. Sedillot, J. Medecine Internationale.

412
dieran de mamar a sus hijos. Asegurando, entre otras co-
sas, que los niños alimentados con leche materna no su-
frían ni en la infancia ni en la madurez, de psicopatías.
La campaña a favor de la aumentación materna se ha
desencadenado nuevamente en todos los países desarrolla-
dos. Soledad Balaguer comentaba en la revista barcelonesa
Por Favor, el 17 de mayo de 1976, el slogan repetido con
motivo del «día de la madre», «Un beso y un regalo». «Un
beso y un regalo para tener a las productoras de hijos
contentas y engañadas, para compensarlas de los dolores
—si no de parto— de crianza, de las frustraciones que
esta dedicación comporta. Y una condecoración —la sádico-
masoquista medalla de la madre, "dar mucho, pedir po-
co"—, para la inmensa mayoría de mujeres cuyo único
título, ocupación y justificación es la de ser madre...»
La revista Ser Padres de octubre de 1978 incluía u n
artículo titulado «1-2 años: Mi hijo (18 meses) me ayuda en
los trabajos de casa»: «...siento su pequeña mano pren-
dida constantemente de mis faldas. Da unos tironcitos y
en cuanto le miro me dice: "Mamá, buena", indicándome
que quiere jugar. Al principio me enfadaba...
»En seguida me di cuenta de que no servía regañarle...
lo más que conseguía es que se pusiese a llorar. Fue en-
tonces cuando se m e ocurrió la idea de dejarle ayudar en
los trabajos de la casa.
»Mientras me va pasando la ropa me dice: "calcetín",
"camisa", "nicky", etc. También disfruta mucho después
del lavado cuando me pasa la ropa mojada para que yo
la tienda. El se encarga de vaciar la máquina y se siente
realmente útil e importante. A mí me ahorra el trabajo
de agacharme. Mientras yo cocino mi hijo me va sacando
las cacerolas y demás utensilios que necesito para prepa-
rar la comida. Cuando tardo mucho él se entretiene ha-
ciendo ruido con los cacharros o "cocinando" algo tam-
bién. Al hacer las camas mi hijo intenta sacudir las almoha-
das y se esconde siempre debajo de las colchas. Yo lo
"encuentro" por casualidad y siempre se pone loco de
contento.
«Después de mucha práctica mi hijo se ha convertido
en un gran especialista en el manejo de la escoba. Aun-
que luego siempre termina volcando el recogedor, barrer
se le da de miedo y lo disfruta mucho.»
El Correo Catalán de Barcelona, publicaba el 15 de

413
octubre de 1978 un artículo sobre el «Peligro de la sol-
tería»:
«Desde hace tiempo las compañías de seguros han re-
conocido que los solteros presentan un mayor riesgo
de morir prematuramente. De acuerdo con esta observa-
ción, James J. Lynch, profesor de Psicología en la Univer-
sidad de Marylan School of Medicine, indica en su reciente
libro, The broken Heart (Basic Boochs, Nueva York, 1977),
que los índices de mortalidad en individuos solteros, viu-
dos, separados o divorciados, son superiores a los regis-
trados en los casados. Como hace relatar R. H. De Jong en
un reciente editorial, el doctor Lynch puede haber en-
contrado un argumento importante a favor de la frágil
institución del matrimonio.»
La prensa española se hace eco constantemente del re-
querimiento de guarderías, viejo y frustrado anhelo de las
madres que trabajan fuera del hogar. Desde la muerte del
dictador, la crítica a la escasez tercermundista de nuestro
país en este servicio, se reproduce diariamente. Se trata
de impedir que las mujeres dejen de tener hijos y ol-
viden la antigua consigna de «el retorno de la mujer
al hogar». Consigna imposible de cumplir en 1979, puesto
que España, con sólo un 13 por ciento de mujeres «acti-
vas», respecto a su población femenina en edad de traba-
par, no puede permitirse el lujo de retornar al hogar a las
trabajadoras asalariadas. Es preciso, por tanto, tener mu-
chos hijos sin dejar de trabajar en la industria o en los
servicios. Las guarderías pueden impedir que las mujeres
españolas inicien seriamente la huelga de nacimientos que
impera en Europa.
El Correo Catalán del 16 de agosto de 1978 reconoce que
«la mujer desea incorporarse al mundo laboral, no sólo
para ser fuente de ingresos familiares, sino para realizar-
se plenamente como persona y huir de la alienante sole-
dad que puede provocar el exclusivo enclaustramiento en
el hogar»... Por ello «la mujer precisa de la generalización
del servicio de guarderías para hacer efectivos sus dere-
chos al mundo profesional. Sin que por ello deba renun-
ciar a su papel de madre, realizable perfectamente después
de la jornada laboral y durante los días de descanso.
La afectividad que precisan los hijos no es tanto cues-
tión de «cantidad» como de intensidad o calidad...»
Concluyamos:
414
Es preciso reproducirse en beneficio de la humanidad.
Esa humanidad que no incluye a las mujeres.
Si parimos poco nos castigarán los poderes rectores.
La tensa batalla librada por las feministas para conse-
guir el aborto, los anticonceptivos y las guarderías, puede
acabar dentro de pocos años en la nueva penalización de
ios sistemas antirrepreductores.
Si afirmo que no hay que parir... nuestras compañeras
feministas me asegurarán que la reproducción es un
derecho de la mujer, que el amor materno es un instinto
natural e irrenunciable, que todas las madres aman a
sus hijos, por lo que los hombres nos envidian nuestro
poder...
Y que si no parimos no podemos ser felices y sentir-
nos completas...

415
CAPÍTULO V
EL HIJO COMO SIERVO

Ya hemos visto cómo, en los estudios y análisis de


los demógrafos, el dato que surge constantemente, y que
modifica sustancialmente los presupuestos económicos
actuales y futuros de la economía mundial, es la disminu-
ción del índice de natalidad. Los demógrafos se limitan a
constatarlo y a extraer, a partir de él, las conclusiones per-
tinentes. Como mucho ponen el acento en una de las causas
principales: el escaso deseo de las parejas de tener hijos.
Con más exactitud nadie se explica las motivaciones de
tan repentina pérdida de interés por la progenie, en matri-
monios que sólo cincuenta años antes se hubiesen sentido
muy orgullosos de engendrar media docena de hijos.
El tema no está analizado. Ünicamente se conocen las
exhaustivas listas de cifras que denuncian en todo el mun-
do la gravedad del problema, y las diversas tentativas de
los estados para amortiguarlo o reducirlo. El método más
utilizado por la mayoría de éstos es el de premiar a los ma-
trimonios fecundos y sancionar económicamente a los esté-
riles. Con lo que implícitamente se está aceptando que la
única causa de la baja de natalidad es la falta de rendi-
miento que, en la actualidad y sobre todo en los países in-
dustrializados, los padres pueden obtener de los hijos. Esta
sola consecuencia sería bastante para desautorizar la teoría
del amor materno, si no existieran múltiples pruebas más
en contra. Cuando todos los Estados deben admitir que
los padres no se deciden a realizar la inversión que supo-
ne un hijo, si no se les retribuye cada vez más generosa-
mente por ello, se está proclamando a gritos que la re-
producción es un proceso de producción y que como tal
sólo lo realiza quien más rendimiento obtiene de él.

416
El bombardeo ideológico del poder intenta disimular
esta ley económica, que por otro lado nadie esconde. El
Fondo de las Naciones Unidas para actividades de pobla-
ción, la explica sin tapujos cuando escribe que el tamaño
de la familia ha disminuido, sobre todo en los países
industrializados porque «el principal freno es la presión
económica. Por lo general una mujer que tiene un hijo
debe dejar de trabajar, con lo que se reducen los ingre-
sos de la familia al tiempo que aumentan sus gastos.
Mientras que en el mundo en desarrollo los hijos repre-
sentan un gasto adicional y reducido y pueden convertir-
se en un activo económico cuando cumplen los diez años,
en el mundo desarrollado en cambio los hijos son una
carga económica al menos hasta que concluyen sus estu-
dios. Entretanto, los padres tienen que proporcionarles
relojes, bicicletas, tocadiscos, trajes a la moda, libros, di-
nero para los viajes del colegio, lecciones de música,
dinero para gastos generales, dinero para el cine y —lo
más caro de todo— un espacio. Un nuevo miembro en la
familia representa otro dormitorio, quizás una casa más
grande. Dada la apremiante necesidad materna de dispo-
ner de un equipamiento doméstico que ahorre trabajo o
de contar con la aún más cara ayuda humana, el tener una
familia puede representar el compromiso más costoso al
que ha de hacer frente una pareja del mundo industria-
lizado. Decidir no tener hijos es el ahorro más evidente
a corto plazo, al tiempo que permite a la pareja vivir su
propia vida».
«Más frecuente todavía es la ausencia de la madre
que trabaja todo el día. En todo el mundo industrializado
ha aumentado sustancialmente durante la última década
el número de madres que trabajan fuera de casa. Muchas
veces, las madres reemprenden su trabajo pocos meses
después del nacimiento del hijo. Una joven francesa des-
cribe como en su calle las madres "salían a trabajar y
las niñeras iban de puerta en puerta recogiendo a los
bebés". Los niños algo mayores carecen incluso de una
madre sustituía: América cuenta actualmente con un
millón de ''niños encerrados bajo llave".
»La lógica económica en favor de familias más reduci-
das encubre claramente un cambio psicológico más som-
brío: en el mundo desarrollado los niños son considera-
dos cada vez más como una carga.
«Actualmente muchas mujeres esperan trabajar y el

417
14
tener hijos supone una elección. Así, una mujer puede
estar ligada a su trabajo por un fuerte vínculo de satisfac-
ción personal mucho más real para ella que la incierta
ventaja ligada al extremo de un cordón umbilical. Si esta
mujer decide tener un hijo, puede inculcarle sus propias
ideas sobre libertad y realización personal, y luego sen-
tir cierto resentimiento hacia él al encontrarle absorbente
y representar una carga excesiva.
«Algunos padres llegan incluso a considerar a sus hijos
como una amenaza y no como un vínculo entre ellos. Una
mujer sin hijos confiesa: "Siempre he temido que algo
fuera mal entre Tom y yo, que tener un hijo pudiera tras-
tornar todo lo que hemos conseguido." Una joven madre
inglesa explica cómo pueden surgir tensiones tras el na-
cimiento de un hijo: "La madre pasa por un período de
aislamiento y preocupaciones nuevas, que coinciden con
la época en que el padre está empezando a abrirse cami-
no en su vida profesional y está preocupado por sus am-
biciones e incertidumbres personales, que pretende aliviar
en la felicidad del hogar. Pero, por desgracia, lo que reina
en el hogar después del nacimiento de un hijo no es preci-
mente la felicidad sino el caos; noches en vela, una esposa
cansada y aparentemente incompetente que no puede ex-
plicar a su marido por qué el niño vuelve a despertarse,
por qué no quiere que la suegra vaya a ayudarla, por qué
le molesta que el marido no se levante a cuidar al niño
por la noche, cuando precisamente tiene una reunión
muy importante al día siguiente y ella no piensa en otra
cosa que en el niño."
»Es también un período de muchos gastos. Papá tiene
más trabajo y está más preocupado. Y cuando llega a
casa no puede soportar las necesidades emocionales de
una esposa que se ha pasado el día encerrada sin la com-
pañía de un adulto. Resulta que ella también necesita a
alguien que le comunique seguridad. ¡Qué inoportuno!
Mientras tanto el niño no para de llorar. No es de extra-
ñar que la mayoría de abusos físicos se produzcan contra
niños menores de tres años o que éste sea el período más
frecuente de divorcio.»
El relato del Fondo de las Naciones Unidas coincide
con las motivaciones argumentadas por las parejas, del
mundo industrializado, que desean controlar su natalidad.
Pero tales argumentos no habían sido esgrimidos hasta
muy entrado el siglo xx. ¿Qué evolución se ha realizado

418
y en qué sentido para que los matrimonios no se sientan
inclinados hoy a formar familias numerosas y cuáles eran
las que inducían un siglo atrás a considerar los hijos como
una bendición?
Los «slogans» feministas hablan del descubrimiento
de los anticonceptivos como la causa única y fundamental
de la elección de no tener hijos. Pero aún cuando este
avance científico haya limitado la maternidad salvaje de
tiempos anteriores, y en consecuencia reducido los sufri-
mientos y la inversión de las madres en su producción de
hijos, olvidamos en tal razonamiento que:
1. Si conseguir tres, cuatro o cinco hijos vivos con
otros tantos embarazos y partos, resulta un ahorro indu-
dable, y una inversión rentable, tener un sólo hijo o nin-
guno se constituye en una catástrofe para la sociedad.
2. Que tan drástica disminución de los nacimientos
no sólo se produce por la voluntad de las mujeres, que
en su mayoría se encuentran todavía mediatizadas por
el marido y obligadas por él a tener los hijos que
éste desee, sino que son también los hombres del mundo
desarrollado los que manifiestan su deseo de no tener
hijos. Y puesto que para el padre la inversión que realiza
en el hijo es la mínima posible, no se explica por qué
no se satisfacen con dos o tres como mínimo.
3. Y sobre todo que el uso de los anticonceptivos de-
riva de un acto volitivo, y que nadie nos explica por qué
tanto la mujer como el hombre están absolutamente deci-
didos a usarlos, manifestando con ello su absoluto repu-
dio por las delicias y goces de la maternidad y de la pa-
ternidad.
Cuestiones estas sin respuesta aún. Sorprende compro-
bar que ninguno de los muchos sabios que en el mundo
son, haya aclarado el dilema con la claridad y la sencillez
que requiere.
Si aceptamos que los numerosos gastos y trastornos
que origina la llegada de un niño a sus padres son la causa
del descenso de procreaciones maternas y paternas de los
individuos de hoy, no hallamos por otro lado demasiadas
respuestas convincentes para la cuestión de por qué cien
años atrás esta vocación era circunstancial con la del ma-
trimonio. Para explicarnos tal misterio los tradicionales
de siempre nos hablan de la pérdida de los valores espi-
rituales, que sólo subsisten en las clases más desfavore-
cidas y en los pueblos subdesarrollados, cuyos niveles de

419
natalidad mantienen la suficiente alza para pensar que
Dios les ilumina.
Otros investigadores, que no recurren a la Providen-
cia divina para hallar las soluciones, encuentran la ex-
plicación en la ignorancia y en la falta de cultura de esas
clases y de esos pueblos, que mantienen su índice de
natalidad a nivel animal. Aparte del racismo de tal razo-
namiento, los datos mundiales que ya poseemos sobre la
explotación dé los niños no permiten sostener seriamente
la creencia de que sólo la estupidez es la causa de la re-
producción sin control que se mantiene en tales áreas.
Con motivo de este año Internacional del Niño decla-
rado por las Naciones Unidas, los datos han saltado al co-
nocimiento público. La O.I.T. ha publicado su informe
sobre la explotación de la infancia y las cifras han sor-
prendido e indignado a los bien pensantes pequeños bur-
gueses de nuestros países industrializados. Cincuenta y dos
millones de niños trabajan en el mundo en condiciones de
sobreexplotación, por imposición directa de sus padres.
El informe afirma que algunos tienen menos de siete
años, muchos reciben malos tratos, la mayoría son objeto
de explotación. Cincuenta y dos millones de niños, meno-
res de quince años, son empleados en los trabajos de la
industria, de la agricultura y de los servicios en todo el
mundo. Cuarenta y dos millones de ellos trabajan en las
empresas familiares sin recibir remuneración alguna —par-
ticularmente en la agricultura— y diez millones se encuen-
tran en régimen de asalariados, en pequeños talleres, en
fábricas y en el campo. Y, naturalmente, es el padre el que
percibe la remuneración del menor. No parece, por tanto,
que los padres pobres sean tan tontos.
Mientras tanto, nuestros civilizados ciudadanos que se
escandalizan por la explotación de los niños del tercer
mundo, demuestran, con su conducta, que ellos a su vez
no son capaces de utilizar a sus hijos en beneficio propio,
por lo que dejan de tenerlos.
Simple ecuación que se pretende ignorar porque reco-
nocerla significa admitir que el hijo es un producto del
que se ha sacado siempre, y se sigue obteniendo, un gran
beneficio, y, en consecuencia, que la reproducción es una
producción rentable, en la que el trabajador explotado
es la madre, porque la mujer es la clase explotada en el
proceso de producción reproductor.
Mientras se siga hablando de maternidad y no de re-

420
producción, mientras no se trate a la reproducción como
un proceso de producción, mientras se sigan lanzando ar-
dientes apologías sobre el amor de madre y las delicias de
la maternidad, no se entenderá por qué las madres occi-
dentales no quieren tener más hijos, y seguirán siendo
misteriosas las causas por las que los padres acomodados
renuncian a los goces de una prole numerosa. El valor
del hijo como siervo del padre está enmascarado, para los
economistas y para los filósofos, bajo la ideología de los
designios divinos y del destino natural de la mujer.
El valor del hijo como siervo, que se añade al de fuer-
za de trabajo social, es el que proporciona un rendimiento
codiciable para el padre, y constituye la única motivación
para exigirle a su mujer una progenie numerosa. Cuando
diversos factores, tales como la concienciación de las mu-
jeres que las lleva a rehuir los sufrimientos de la mater-
nidad, la facilidad de los métodos anticonceptivos para
conseguir reducir los riesgos de embarazo, la necesidad
económica y social de mantener a los hijos en buen estado,
la complejidad creciente de los conocimientos que exige
un cada vez más dilatado tiempo de instrucción, el deseo
de las mujeres de abandonar el «ghetto» doméstico y par-
ticipar en la producción social, han hecho aumentar los
gastos de tener un hijo hasta cotas difícilmente soporta-
bles, y han reducido drásticamente los beneficios a obtener
o los han hecho desaparecer, los hombres no están dis-
puestos a realizar los sacrificios que se suponen dignos
de un buen padre.
Porque en realidad no existen buenos padres. Sólo
deben existir buenos hijos. Hijos sumisos, obedientes, dis-
ciplinados, rentables. Hijos dispuestos a trabajar desde
la infancia en beneficio de su padre. Hijos siervos o es-
clavos, que, por su condición, constituyen la principal ri-
queza de su padre. Cuando un hombre no posee ni tie-
rras, ni ganado, ni dinero, ni comercios ni bienes, siempre
puede resolver alguno de sus problemas económicos al-
quilando o vendiendo a sus hijos.
Uno de los pocos antropólogos que lo han entendido
así es Marvin Harris cuando explica que después de 1770
algunas partes de Europa entraron en lo que los demó-
grafos denominan «primera etapa de transición». «Se pro-
dujo una notable disminución en la tasa de mortalidad,
mientras la tasa de natalidad permaneció más o menos
inmodificable. Esto no significa, necesariamente, que es-

421
tuviera mejorando el nivel de vida. El estudio de las pri-
meras "poblaciones de transición" de los países subdesa-
rrollados modernos indica que la disminución de la tasa
de mortalidad y los consecuentes aumentos en el creci-
miento demográfico son compatibles con niveles de salud
y de bienestar inalterables, o incluso en proceso de dete-
rioro. Por ejemplo, en un estudio reciente de los campesi-
nos indigentes de la zona central de Java, Benjamin White
descubrió que los padres son capaces de criar más niños
si ello significa un saldo de beneficios, aunque sean míni-
mos. Esta relación entre el número de hijos y los ingresos,
contribuye a explicar por qué razón tantos países subde-
sarrollados parecen contrarios al control de la población
a través de métodos voluntarios de planificación familiar.
Donde los beneficios netos de criar más hijos exceden los
costos, una familia que de alguna manera logra criar más
hijos vivirá ligeramente mejor que sus vecinos, aunque en
el ínterin disminuya el nivel de vida de la población en
general.» 1
A partir, aproximadamente, de esa fecha de 1770 los
padres empezaron a comprender los beneficios que po-
drían obtener del empleo de sus hijos en las nuevas explo-
taciones fabriles que el industrialismo empezaba a insta-
lar, y decidieron que era más rentable tener y mantener
muchos hijos que evitarlos o matarlos.
Cuando el conocimiento de los anticonceptivos no era
generalizado, el aborto y el infanticidio los sustituían y
limitaban eficazmente la pléyade de chiquillos llorosos, exi-
gentes y comilones que una mujer sana hubiese podido
parir y criar durante su edad fértil. Sólo se mantenía con
vida al número de hijos que pudiesen prestar servicios
eficaces y rentables a su padre, el exceso era desechado de
la misma forma que una producción defectuosa. La ley
del beneficio constante de la reproducción dice que la vo-
luntad del padre es la determinante del número de hijos
y este número está en razón directa al beneficio que le
puedan proporcionar.2

1. Marvin Harris, Caníbales y Reyes. Los orígenes de las cultu-


ras, págs. 245-246, Ed. Argos Vergara, Barcelona 1978.
2. «Como ha demostrado el estudio de Mahmood Mandami so-
bre el uso de los contraceptivos en la India, la sola disponibilidad
de medios contraceptivos eficaces, relativamente indoloros y bara-
tos, no puede haber producido, por sí sola, tan dramático descenso
de la tasa de natalidad. La contracepción moderna disminuye el

422
Los padres tercermundistas no engendran hijos sin
límite por su incapacidad intelectiva para comprender los
simples métodos anticonceptivos que regulan con eñcacia
los embarazos. Más bien destacan por su listeza, demos-
trada en la habilidad con que consiguen extraer un sus-
tancioso beneficio en la producción de hijos, que cualquier
padre europeo hoy es incapaz de lograr. Los cincuenta y
dos millones de niños explotados constituyen sólo la par-
te visible del problema, explica el informe del Fondo de
N.U. En muchos países, los censos de actividad económica
solamente toman en cuenta a las personas de 15 años o
más. Los niños que trabajan y además asisten a la escuela,
por otra parte, no suelen tenerse en cuenta como econó-
micamente activos. Así un millón de ellos están censados
en las regiones más desarrolladas de economía de mer-
cado. Los trabajadores clandestinos, fuera de la ley, no
se pueden contabilizar en estos países donde una inspec-
ción de trabajo sólo sirve para que el padre y el patrono
contraten en condiciones de mercado negro. En el Tercer
Mundo, donde se encuentra la mayoría de esos niños, se
reparten 29 millones en Asia Meridional, 10 en África, 9 en
Asia Sudoriental, 3 en América Latina.
El trabajo infantil no ha desaparecido de las fábricas.
Una reciente encuesta de la O.I.T. en una zona industrial

costo de la intervención en el proceso reproductor. Pero las fami-


lias tienen que tener motivos para desear interponerse en el curso
de la naturaleza, tienen que sentir el deseo de criar menos hijos.
En este punto hace su aparición la revolución del trabajo. Como
ya he indicado; la motivación para restringir la fertilidad se basa,
esencialmente, en una cuestión de equilibrio entre los beneficios y
los costos de la paternidad. Con la industrialización, aumentan los
costos de la crianza de hijos especialmente después de la creación
de leyes laborales y de educación obligatoria para los menores de
edad, porque un chico tarda mucho más tiempo en adquirir la
pericia necesaria para ganarse la vida y significar un beneficio para
sus padres. Al mismo tiempo, se transforma todo el contexto y la
forma en que la gente se gana la vida. La familia deja de ser el
centro de cualquier forma significativa de actividad de producción.
(Salvo la de cocinar y la de engendrar hijos.) El trabajo ya no es
algo que hacen los miembros de la familia en la granja o el negocio
familiar. Es, más bien, algo que se hace en un despacho, en una
tienda o fábrica, en compañía de los miembros de la familia de
otras personas. De ahí que la recuperación de los beneficios de la
crianza de hijos dependa cada vez más de su éxito económico como
asalariados y de su disposición a ayudar durante las crisis sanita-
rias y financieras que los padres esperan tener en sus años de de-
cadencia.» Marvin Harris. Ob. cit., pág. 245.

423
de Asia, muestra que los niños, y especialmente las niñas
constituyen una gran parte de la fuerza de trabajo. Niños
pequeños y en estado de desnutrición trabajan largas
horas, siete días a la semana, por una remuneración mise-
rable, en locales congestionados, mal alumbrados y peor
ventilados. En una empresa, los trabajadores adultos con-
trataban niños ayudantes por una fracción de su propio
salario o destajo. Pueden hallarse verdaderas legiones de
niños «económicamente activos» en los pequeños talleres,
en las industrias domiciliarias y en los establecimientos de
artesanía de las ciudades y pueblos de África, Asia, Améri-
ca Latina y el Oriente Medio. Aunque no siempre, en gran
medida las empresas son de propiedad familiar. Con fre-
cuencia se califica a los niños-trabajadores como apren-
dices. Y en cierto sentido lo son, pero su formación pro-
fesional suele ser insuficiente y el trabajo muy duro. Se
los trata como criados y a veces ni siquiera ganan para
una comida.
Las precauciones de seguridad son insignificantes y los
niños manejan lámparas de acetileno y herramientas cor-
tantes, tienen que trabajar cerca de hornos y efectúan
otras tareas peligrosas. En muchos casos quedan fuera
del radio de la protección del trabajador. En muchas regio-
nes se emplean irregularmente niños de una edad inferior
a la mínima legal en las obras de construcción. Se los
obliga a despejar los escombros y a hacer otros trabajos
ocasionales por un reducido salario, con riesgo grave de
accidente o de lesión corporal.
Otra ocupación muy poco supervisada es el servicio
doméstico, en el que la edad mínima suele ser de 13 ó 12
años y a veces no está siquiera prescrita. En América Cen-
tral, Oriente Medio y algunas partes de Asia es frecuente
que a los siete años las niñas sean llevadas de las zonas
rurales a los pueblos y ciudades, donde son virtualmente
«vendidas» para el servicio —y los malos tratos— por
quienes pueden ser sus padres o no serlo.
Pero el sector económico donde más abunda el traba-
jo infantil es en la agricultura. Los niños son iniciados
muy temprano por su familia en las tareas de la labranza
y cuidado de animales, no sólo en los países en desarrollo
sino en Europa occidental y América del Norte. En Euro-
pa meridional se emplean muchos niños como jornaleros
baratos o en el cuidado de los animales, comúnmente por
poco más de la alimentación y el alojamiento. Muchos

424
de ellos han abandonado la escuela o van a clase irregu-
larmente. Esta clase de empleo existe asimismo en algu-
nas partes de Europa del Norte, aunque está menos difun-
dido y más sujeto a las exigencias de la escolarización.
No es sorprendente, por tanto, que la producción de
hijos sea útil y beneficiosa en las sociedades preindustria-
les. Una buena esposa será aquella que cumpla lo más
generosamente posible con su fabricación.
«O-Lan no habló más que para repetir una y otra vez,
entre gemidos:
»—Te he dado hijos... Te he dado hijos...
»Y Wang Lung, inquieto, se calló, y como se sentía
avergonzado ante ella, la dejó sola. Era cierto que ante la
ley no tenía queja alguna de su esposa, pues le había dado
tres robustos hijos, los tres vivían, y él no tenía más
excusa que su deseo.» 3
La maldición de los embarazos no deseados no ha caí-
do todavía en los países agrarios, en los que tener hijos
para un padre no resulta fuente de gastos y de sacrificio sino
de ventajas y de ingresos. En la India de hoy, a pesar de
los esfuerzos de las clases dirigentes por transformar
el modo de producción agrícola y semifeudal en capitalis-
ta, la resistencia de los campesinos ha hecho fracasar
todos los planes económicos del gobierno. Allí donde se
mantiene la comunidad doméstica en su casi total pureza
las familias se bendicen con el nacimiento de muchos hi-
jos, perpetuando el modo de producción doméstico.
Frantz Keller 4 explica que todavía existe en la India
el mercado de esclavos de Lahore. «El sitio, el mercado
donde se subastan las mujeres, se llama Hira Mandi, que
es en realidad un pequeño pueblo, que comprende unas
mil quinientas familias. A los habitantes de Hira Mandi,
cuando les nace una hija es motivo de satisfacción, ya que
esto les significa un buen negocio y por ese motivo no
cesan de alabar a Alá.»
En las ciudades europeas las niñas no se venden en
los mercados, pero prestan sus servicios domésticos a la
familia desde la infancia, sin que este trabajo se halle
contabilizado en la explotación que afecta a los 52 millo-
nes de niños sumados por el Fondo de las Naciones
Unidas.

3. Pearl S. Buck, La buena tierra. Ob. dt.r pág. 150.


4. Esclavos, Ed. Ferma, Barcelona 1962, pág. 32.
425
1. La rentabilidad de los hijos

La ley económica por la que el padre es más rico cuan-


tos más hijos tenga, era conocida y aceptada por todas
las sociedades precapitalistas. Fue preciso que le capita-
lismo descubriese los beneficios de la producción de mer-
cancías primero, y exigiese una cada vez más perfecta
preparación técnica a los trabajadores después, para que
la rentabilidad de los hijos quedase enmascarada bajo
los conceptos de amor materno y sacrificio paterno. Hasta
el siglo xx ningún padre hubiese aceptado que debía sa-
crificarse por sus hijos más allá de la molestia que puede
significar para él engendrarlos.
Los niños en todas las sociedades son utilizados por
sus padres en una gran variedad de tareas. Sulamith Fi-
restone lo explica así, aunque sea para sacar la conclu-
sión exactamente contraria a la que debiera: «Se trataba
entonces (precapitalismo) de una comunidad fundada so-
bre la realidad, los niños no se diferenciaban de los adul-
tos más que por su dependencia económica. Se les utiliza-
ba como una clase de criados transitoria, teniendo en
cuenta que, como todos los adultos empezaban en esta
clase, ésta no estaba considerada como inferior. Todos los
niños eran literalmente siervos; éste era su aprendizaje
de la vida adulta.» 5 Y este aprendizaje comenzaba cuan-
do empezaban a andar. Antes de los dos o tres años, en
que ya podían ser rentables, los infantes eran lactados
por su madre o alguna nodriza y tan poco y mal atendi-
dos que la mayoría no superaba esta edad. Los que resis-
tían el frío, los malos tratos, el abandono y la mala alimen-
tación, estaban en condiciones de proporcionarse el sus-
tento y de ayudar a conseguir el de su padre.
La situación tipo de la rentabilidad de la infancia la
describe Diodoro de Sicilia en Egipto: «Ellos proveen a
la manutención de sus hijos sin ningún gasto y con una
frugalidad increíble. Les dan alimentos cocidos muy sim-
plemente en "tigas" de papiro, que pueden ser asados al
fuego, raíces y "tiges" de plantas palustres, tanto crudas
como cocidas o asadas, y como casi todos los niños van
sin zapatos y sin vestidos, a causa del clima templado, los
padres no evalúan más allá de 20 dracmas todo el gasto
que hacen por sus hijos hasta la edad de la pubertad.

5. La dialéctica del sexo, pág. 98, Ed. Kairos, Barcelona 1976.

426
A estas causas Egipto debe su numerosa población, así
como la cantidad considerable de obras y de monumen-
tos que se encuentran en este país.» 6
En todas las sociedades rurales la situación de la infan-
cia es pareja. Ni ropa ni calzado proporcionan los
campesinos pobres a sus hijos pequeños, en los climas
templados. En los fríos, los harapos de los padres o de
los hermanos mayores los visten, y excepto en lugares
helados, es frecuente ver a los niños descalzos, tanto en los
pueblos y aldeas, como en los suburbios de las grandes
ciudades, aún en invierno. El pan y las patatas sustituyen
a la carne y al pescado, y las enfermedades infecciosas y
las derivadas del frío y de la mala alimentación originan
la mayor mortalidad infantil entre los 0 y los 5 años, cu-
yos índices son muy superiores en las zonas rurales que
en las urbanas.
Los boletines de la Campaña contra el Hambre en el
Mundo dan las cifras escalofriantes de la mortalidad y
la desnutrición infantil en el Tercer Mundo. Pero ningu-
no de los padres productores de niños que no tienen ex-
pectativa de ser bien alimentados deja de traerlos al mun-
do voluntariamente, con la esperanza de que las nuevas
criaturas les proporcionen un poquito más de bienestar,
como relata Marvin Harris sobre los campesinos indigentes
de Java.
En las aldeas de la Europa Central, hasta la Segunda
Guerra Mundial, el tráfico de niños era cosa habitual en-
tre sus habitantes. Tanto en Rumania, como en Hungría
o en Yugoslavia o en Albania, los padres vendían a las
hijas y empleaban a los hijos en diversos oficios, apropián-
dose de su escaso salario para invertirlo en el juego o en
la taberna. Cada año las esposas húngaras parían, ante el
regocijo de los maridos, y cada año una hornada nueva
de niños iniciaba su aprendizaje en la siega o en la vendi-
mia o en el servicio doméstico.
«La vida no tenía valor alguno. Lo que sí costaba mu-
cho eran las vacas, los caballos o las mujeres. Las vírge-
nes se cotizaban muy alto porque los mercaderes de es-
clavos del Asia llegaban con sus carros hasta Buda, bus-
cando niños y muchachas para llevarlos a Constantinopla.
»Los gitanos son siempre muy fecundos y la criatura

6. KarI Marx, El capital, tomo II, pág. 148, pie página, Ed. Gri-
jalbo, Barcelona 1976.

427
concebida nacía siempre sin el menor incidente. Sólo ha-
bía que fabricarlos, lo que —¡alabado sea el Dios de los
gitanos!— era lo menos difícil...» Elisabeth Szel narra de
tal forma la vida de las comunidades campesinas de Cen-
tro Europa, en los siglos x v n y XVIII. 7
«Para los pobres se resolvió el problema mandando
los niños, tan pronto como era posible, a espantar pája-
ros, a cuidar el ganado y a hacer recados, gratuitamente
o con alguna pequeña merced... Los niños ricos a la edad
de ocho años salían de sus hogares si eran varones, para
servir como pajes, y si eran hembras, como damas de
compañía, a aprender francés, a perfeccionar sus reveren-
cias...» 8
Los hijos son los sirvientes gratuitos y vitalicios. El
padre obtiene pronto de ellos servicios e ingresos en me-
tálico en la niñez, en la adultez les exige tanto dinero
como protección, y en la ancianidad el cuidado que re-
quieren la edad y las enfermedades, y la compañía necesa-
ria para lograr una dulce muerte y una sepultura digna. To-
dos saben que el valor del hijo es superior al del rebaño y
al de la tierra. Sin hijos las tierras no serán labradas y los
rebaños abandonados o entregados a manos mercenarias
y ladronas. Con hijos obedientes puede ganarse pronto lo
suficiente para adquirir tierras y animales. No existía
hasta hace menos de un siglo calamidad mayor para un
padre que la esterilidad de su mujer o la muerte de sus
hijos.
Este valor del hijo es intuido por Ansley J. Coale en su
Historia de la población humana, aunque no sepa darle
el nombre. «La reducción de la fertilidad puede conside-
rarse una consecuencia de las características que definen
a los países más desarrollados. En una sociedad urbana e
industrial, la familia no es ya el centro principal de la
actividad económica, ni los hijos el soporte de la anciani-
dad. En una sociedad agraria preindustrial la familia es
una unidad económica básica y los hijos constituyen una
forma de seguridad social. Además, en los países menos
desarrollados el costo de criar y educar a los hijos es mí-
nimo, y un niño puede contribuir al bienestar familiar des-
de muy temprano. (Por ello) en las sociedades agrarias

7. Prohibido nacer, pág. 29, Ed. Caralt, Barcelona 1969.


S. Silvia Lynd, Los niños ingleses, pág. 17.

428
establecidas de antiguo las normas sociales que favorecen
la procreación tienden a perpetuarse.» 9
Las normas sociales del modo producción doméstico,
del esclavista, y del feudal permiten a los padres con-
vertir en beneficio los costos de la reproducción. Única-
mente para las madres queda la inversión física y psíquica
del embarazo, del parto y de la lactancia. En ninguna so-
ciedad la madre tiene poder de disposición sobre los hi-
jos. La igualdad de la madre y el padre respecto a los de-
rechos sobre los hijos, que se empieza a alcanzar en las
sociedades industriales, es producto de la desaparición de
los beneficios que antes proporcionaban los hijos y que han
provocado, en parte, las luchas sociales y las luchas femi-
nistas. En todas las comunidades domésticas, aunque coe-
xistan con el modo de producción capitalista como ya vi-
mos en el Tomo I, no sólo los hijos empiezan a rendir be-
neficios a muy corta edad, sino que, invariablemente, el
padre es el dueño y señor de la vida y hacienda de su mu-
jer y de sus hijos. Las mujeres del Tercer Mundo son úni-
camente productoras de hijos para enriquecer al padre.
La frase conocida, «te he dado hijos», con que cualquier
mujer se valora ante su marido, es en el caso del Tercer
Mundo absolutamente exacta. Marcel Pollard-Dulian 10 ex-
pone en su obra que constituye un completo alegato contra
la esclavitud, las condiciones de venta, alquiler, explota-
ción, servidumbre de los niños en el Tercer Mundo.
«Ya hemos descubierto anteriormente signos precurso-
res de una de las más penosas consecuencias de la explo-
tación. Los padres japoneses que "confían" a sus hijas a
los Jima Wari, agentes de las casas de prostitución. Los pa-
dres africanos que dan a sus hijas como garantía de u n
préstamo.
«Cuando el trabajo personal no proporciona los re-
cursos indispensables para vivir y no se dispone de otro
objeto de valor, no hay más remedio que empeñar a ios
hijos. Veamos a continuación el documento publicado por
Lady Kathleen Simón, que recoge el compromiso con-
traído en 1899 por una viuda de las Filipinas bajo la pre-
sión de las tres eternas cómplices: la miseria, la deuda y
la explotación:

9. Pág. 50, Ed. Labor, Barcelona 1976.


10. Amos y esclavos, hoy (Hispanoamérica, África...), pág. 141,
Ed. Fontanella, Barcelona 1968.

429
J>YO, Maximia Capristano, viuda y mayor de edad (...)
declaro en presencia de don Pedro y de don Antonio Men-
doza, habitantes de esta ciudad, que debo a doña Filomena
Vergel de Dios la suma de 40 pesos gastados para atender
a mis hijos: como no puedo reembolsar esta deuda, alqui-
lo a la llamada Vergel a una de mis hijas llamada Floren-
tina. Por sus servicios, Vergel le pagará 4 pesos por el
primer año, aumentando en medio peso al segundo. El
tercer año recibirá cinco pesos y el cuarto, seis, salario
que permanecerá fijo hasta la extinción de la deuda. Si la
niña enferma y no puede trabajar, huye o muere, me com-
prometo a pagar lo que quede hasta cubrir mi deuda. Si
no tengo el dinero necesario, daré a otro de mis hijos para
ocupar el lugar vacío o la reemplazaré yo misma. Si mue-
ro, Vergel o algún representante suyo, podrá apoderarse
de mis bienes; sí carezco de ellos, mis otros hijos estarán
obligados a entrar a su servicio o pagar la deuda conjunta
y solidariamente, porque el dinero ha sido empleado en
ellos.»
«El Extremo Oriente también conoce estos prestamis-
tas que exigen un ser humano, generalmente un niño, como
garantía de su crédito, extraña garantía que jamás será re-
cuperada. Desde hace mucho tiempo, sobre todo en las
zonas de influencia de los chinos, se viene practicando una
de sus viejas tradiciones, la adopción mu-tsai. La mu-tsai
es la niña cedida (en principio como garantía de un cré-
dito) a una familia más rica. Al comienzo, la nueva fami-
lia de la adoptada la acogió y educó como a su propia
hija. Más tarde, la institución degeneró y las mu-tsai eran
vulgares criadas sin ningún tipo de salario, a quienes se
aseguraba solamente la habitación y la comida. Asimismo,
no podían abandonar a sus patrones sin haber reembolsa-
do tanto el importe del préstamo como las sumas emplea-
das en su mantenimiento mientras eran niñas. En defini-
tiva, eran simples esclavas.
«Todos los países donde ha proliferado esta práctica
han intentado suprimirla...
»...A la vista del informe presentado al gobierno bri-
tánico M. J. D. Busch, secretario de la Sociedad Anti-
mu-tsai de Hong Kong, puede advertirse que estas deci-
siones no han superado el estadio de la verborrea oficial.
»I fase. — La madre vende a su hija de 13 años a un chi-
no como sirvienta. Se fija un precio de 20 dólares y se
acuerda que si la madre desea recuperar a su hija, deberá

430
pagar un dólar y medio por los gastos mensuales de su
mantenimiento.
»II fase. — Febrero de 1927. La muchacha es vuelta a
vender a otro chino como hija adoptiva por 100 dólares,
que se añaden a los 20 ya recibidos anteriormente por la
madre. En caso de rescate, la madre deberá pagar 150 dó-
lares.
»III fase. — 1928. La muchacha intenta huir ante los ma-
los tratos del nuevo comprador.
»IV fase.—1929. El asunto es sometido a la policía y
después al Secretario de Asuntos chinos. La muchacha es
puesta bajo la tutela del Po-Leung-Kuk, sociedad semiofi-
cial de protección de las mu-tsai.
»V fase. — Las pruebas aportadas son consideradas con-
tradictorias, y los funcionarios del Po-Leung-Kuk escriben
a la madre: "Su hija ha sido vendida, no podemos hacer
nada; es imposible recuperarla." u
»Los servicios exigidos a las pequeñas mu-tsai no son
solamente de orden doméstico... sólo algunas camuflaban
el reclutamiento de criadas gratuitas, pero en otras se h a
descubierto maniobras de los encargados de las casas de
prostitución. Incluso en Singapur, y con el consentimiento
de las autoridades, los propietarios de estas casas "asu-
men" a menudo la custodia de las mu-tsai, que se ganarán
la vida como prostitutas hasta haber alcanzado la pu-
bertad.,.
»E1 diario Afrique Nouvetíe señalaba que, en 1953, los
acreedores habían llegado a exigir de sus deudores la en-
trega de un hijo o de una bija; habitualmente se venden
las niñas de 8 a 10 años, que de hecho desaparecen de sus
pueblos para siempre. En 1949, el juzgado de "Togo" ha-
bía conocido dos asuntos de este género, y hace una do-
cena de años, el pastor Lagraviére, al efectuar una encues-
ta en el Camerún, reveló muchos casos de niños entrega-
dos en garantía. Fue necesario insistir mucho para que
el jefe administrativo de la zona prestase atención al in-
forme que se le envió con este motivo. Por fin, el funcio-
nario ordenó la restitución de dos de estos niños a sus
padres. "Los otros casos están en estudio", declaró el pas-
tor a la Asamblea de la Unión Francesa.
»La miseria de los padres obliga también a los hijos
de los peones indios a trabajar gratuitamente para sus

11. Marcel Pollard, id-, pág. 144.

431
propietarios. Pero, en América del Sur, el empleo de la
mano de obra infantil no se limita a la agricultura. Una
serie de encuestas realizadas por un organismo oficial en
industrias peligrosas e insalubres colombianas, ha reve-
lado "la presencia de niños en trabajos penosos, en las
minas y canteras, así como en las industrias del vidrio. En
una empresa de esta última clase había los siguientes ni-
ños: dos de diez años, diez de doce y veinticinco de tre-
ce"... Es evidente que hacer trabajar a un muchacho en
una mina o en una fábrica de vidrio constituye un grave
atentado contra su persona física y su libertad.
»Cuando se llega a este grado de desprecio de la per-
sonalidad humana, lo mismo da practicar el sistema mu-
tsai que vender un niño como una mercancía cualquiera.
En Bolivia, los niños son entregados para garantizar las
deudas contraídas por los padres. "Y esta transición, aña-
de Rafael Relleros, puede ser legalizada por las autorida-
des judiciales. Tienen lugar preferentemente durante los
períodos de hambre... y, a través de ellas, las familias ri-
cas consiguen sus criados." El gobierno boliviano no lo ha
reconocido oficialmente. No obstante, reconoce que "algu-
nos indios confían a sus hijos a terceras personas que los
utilizan para los trabajos domésticos".
»En Lima, las mismas familias ricas buscan especial-
mente a los serraniles (los niños de las montañas), que
son sufridos y dóciles. Sobre todo, porque su manteni-
miento no cuesta casi nada, aunque "las malas condiciones
de alojamiento, una alimentación deficiente y un trabajo
excesivo los debilite progresivamente". Naturalmente, para
conseguir estas "perlas", los propietarios no dudan en em-
plear toda clase de medios, incluidos el rapto y la vio-
lencia.
»EI medio más "honesto" sigue siendo, sin embargo,
la compra. Aníbal Buitrón nos refirió que un indio gua-
temalteco arruinado por la organización de una fiesta,
había vendido a sus hijos. No es algo excepcional. El se-
nador peruano Juan Zea manifestó, en diciembre de 1965,
que en el departamento del Puno son vendidos corriente-
mente los niños de ocho a diez años. No necesitaba re-
cordar que estos desgraciados son empleados en trabajos
inhumanos.» 12
Igual que la Europa industrial decimonónica, el Tercer

12. Marcel Pollard, pág. 146.

432
Mundo utiliza provechosamente a los niños, obteniendo la
mayor plus valía de la explotación de su fuerza de trabajo,
La crónica del trabajo infantil en el Tercer Mundo no difie-
re en nada de la que ya conocemos sobre el trabajo indus-
trial referida a la Inglaterra de los primeros años de! capi-
talismo.
«Durante el año 1960, explotó una caldera de una fá-
brica de vidrio en Teherán, causando varios muertos, en-
tre ellos algunos niños. Ahmad-Alí Bahrami, entonces mi-
nistro de Trabajo, decidió inspeccionar en persona todas
las fábricas de vidrio de la capital. Descubrió a "numero-
sos niños, menores de doce años, empleados en estos es-
tablecimientos en unas condiciones malsanas e incluso
peligrosas para su vida y su salud. El ministro ordenó el
despido inmediatamente de estos jóvenes obreros apoyán-
dose en una ley promulgada el año anterior, y para evitar
su vuelta a las fábricas impidió el acceso a ellas mediante
la fuerza pública. Poco después se presentaron los pa-
dres en el Ministerio. Dadnos una asignación que reem-
place el salario que habéis suprimido o dejad sin efecto
esta medida".
»Las fábricas de vidrio —continúa el mismo autor—
no son las únicas empresas peligrosas para los niños ira-
níes. A menudo se ignora en medio de qué sufrimientos
infantiles se fabrican los maravillosos tapices persas. Las
niñas de 6 a 7 años trabajan en talleres donde se mantiene
voluntariamente la humedad y la penumbra para conser-
var las cualidades y el colorido de la lana. "La anemia las
acecha, acurrucadas en la superficie de los andamios que
las elevan a la altura de su labor, a medida que progresa
la confección de grandes piezas contraen incurables defor-
maciones óseas que se agravan por una alimentación insu-
ficiente. Su salud queda comprometida para el resto de su
vida. Las hermosas flores que realzan estos tapices nacen
a costa de la vida de estas pequeñas mártires que las han
tejido".» ,3
El hijo es un producto útil para el padre, obtenido gra-
tuitamente de la explotación femenina. Es la mercancía
que constituye la fuerza de trabajo y el siervo sin derechos
laborales. Cuando los dos valores se reúnen en uno sólo,
el padre obtiene el pago de la venta de la fuerza de tra-

13. Marcel Pollard-Dullian, Amos y esclavos, hoy, pág. 130, Edi-


torial Fontanella.

433
bajo del hijo en el mercado capitalista, y sus servicios
personales que le proporcionan mayor bienestar.
Todos los padres del Tercer Mundo conocen estas ven-
tajas, iguales a las que obtenían los de la Europa del ini-
cio del capitalismo. En la España de la dictadura fran-
quista, los hombres de las clases más desfavorecidas ha-
cían parir a sus mujeres incesantemente para cobrar el
plus familiar, llamado puntos, y apenas los retoños se
podían tener en pie los alquilaban en el trabajo asalariado.
Y entonces también se decía que los pobres eran tan in-
cultos y atrasados que no sabían poner freno a las mater-
nidades.
Maxence Van deer Meersche H relata este proceso de fa-
bricación y de explotación de hijos, como sólo el literato
puede dar testimonio de los hechos de su tiempo, aunque
los economistas sean incapaces después de extraer las de-
finiciones oportunas y de descubrir las leyes que rigen la
conducta humana.
En la trilogía donde narra la vida de su protagonista
Denise, se encuentran todos los datos necesarios para
comprender la dialéctica de la reproducción y de la pro-
ducción capitalista.
La madre habla con la tía de Denise comentando los
gastos que le reporta su hija:
«¿Qué hacer? —replicó mi madre—. No puedo seguir
así. Me cuesta más de lo que gana. No es posible ya. Por
lo menos cuando vendía periódicos, traía algo.
»—Hay un medio de arreglarlo todo. Mira lo que te
propongo: dame a Denise.
»—¿Darte a Denise?
»—Sí.
»—Pero... Me hace falta.
»—Yo te la pagaré. Yo te daré algo todos los meses.
Yo no tengo ninguna hija. Mi hijo mayor, se va a casar.
Denise, será mi hija. Yo la educaré.
»Mi madre me miraba. Tenía una expresión singular.
Me preguntó en qué estaba pensando en aquellos mo-
mentos.
»—Bueno, ¿qué contestas?
»Mi madre, pensara lo que fuese, tuvo valor.

14. El pecado del mundo, pág. 111. Ed. Plaza y Janes. Barce-
lona, 1963.

434
»—Yo no digo nada —murmuró ella. Denise debe
elegir.
»Mi tía se volvió hacia mí.
»—Elige, Denise...
»...Yo, en aquel momento, no vi nada. Sin embargo,
presentía la gravedad de lo que iba a contestar. Vacilé.
Contemplé a mi alrededor todos los alojamientos de la
gente pobre. Vi a mi madre, sentada, envejecida de can-
sancio, sosteniéndose en las fuertes manos agrietadas que
se apoyaban en las rodillas. Y leí una angustia secreta en
sus ojos.
»Yo era demasiado joven. No me daba cuenta del re-
nunciamiento que me imponía. No vi por adelantado la
cantidad de miseria que aceptaba. Pero comprendí, sin
embargo, que era necesaria allí, que mi deber de primogé-
nita era quedarme. Y contesté:
—»Es mejor que me quede, tía»...
Y Denise se queda con su madre para rendirle bene-
ficios rápidamente. Con sólo 12 años inicia la búsqueda
de un trabajo remunerado, aunque a costa de sufrir una
superexplotación que le arruinará la salud.
...«La semana siguiente —estábamos a fines de julio—
me anunció que podría ir a la fábrica de achicoria Fra-
nard. Sólo tenía doce años. Pero, en la época de las va-
caciones, las fábricas, en aquel tiempo, tenían el derecho
de contratar a niños menores de trece años. Acabadas las
vacaciones se las compusieron de modo que el inspector
del trabajo no viese nada. Era durante la guerra. Se nece-
sitaban brazos.
»Los patronos, en aquella época, preparaban amplias
reformas —una ampliación de la fábrica— que producían
perturbaciones en el trabajo. Por lo tanto, empezamos a
perder jornales. Mi madre comenzó a quejarse. Yo, como
tenía trece años y podía ahora legalmente trabajar, decidí
buscar otra colocación. Allí me habían amparado, había
aprendido un oficio, me habían tratado con paciencia. Sin
embargo, todo aquello no se tenía en cuenta. Los pobres
no pueden tener el lujo de la gratitud. Ante todo, era pre-
ciso ganar más.
«Aquella vez obtuve una plaza de semioficiala en una
fábrica de papel del Folies-Bergére, en una calle que salía
a la calle Richer. Para empezar me dieron un trabajo in-
fantil y bastante menos divertido que en la fábrica de
achicoria. En la planta baja había grandes máquinas pro-

435
vistas de hojas de acero que se parecían vagamente a las
máquinas de cortar las patatas. Llevaba yo sobre fuertes
cartones las hojas de papel seda y las deslizaba bajo las
láminas de acero. Después, la oficiala denominada la cor-
tadora, maniobraba una palanca y descendían las cuchillas
cortando las hojas en bloques. La cortadora levantaba las
cuchillas. Yo retiraba el cartón y lo llevaba al montacar-
gas. Era monótono y cansado. En aquel sótano había os-
curidad y todas estábamos pálidas.
»En la fábrica de papel de fumar, se necesitaba una
muchacha para engomar los cuadernos de hojas. Yo era
una buena obrera. Me hicieron abandonar mi trabajo de
acarreadora en el sótano y subí al primer piso, entre las
que fabricaban aquellos librillos.
«Trabajan en una amplia habitación baja de techo,
que por la parte alta comunicaba con la calle estrecha
por cuatro puertas ventanas. Aquellas ventanas no se
abrían nunca. Comunicaban con una especie de balcón
que recorría la fachada y por donde se iba al despacho del
director... En aquel hermoso verano, allí todo era infecto.
La cola olía a pescado. El papel exhalaba indefinidos olo-
res químicos. Y desde un rincón, los retretes, durante todo
el verano nos enviaban repugnantes emanaciones. Alrede-
dor de una mesa larga trabajábamos una docena. Por
las ventanas, al levantar la vista, muy arriba, podíamos
ver, en un triángulo recorrido por los ángulos de los te-
chos, un deslumbrante trozo de cielo azul.
»Igual que se construyen hoy los automóviles en cade-
na, hacíamos los librillos de papel de fumar. Recibíamos
los bloques de papeles en pilas, separado por una hoja
amarilla cada centenar de hojas del centenar siguiente.
Una obrera los dividía por centenares. Otra liaba los car-
tones. Otra pegaba la tapa de papel rojo. Otra colocaba los
bloques de hojas. Yo tenía un plato de cinc.
»Yo encolaba, lo sembraba de hojitas rosas. Una ve-
cina anudaba los elásticos, otra los pasaba al librillo, que
una tercera había perforado con un punzón. Yo pegaba
en el interior del librillo, para ocultar los extremos del
elástico, mis cuadritos de papel rosa. Era inconcebible-
mente embrutecedor. Llegábamos a forzar nuestros bra-
zos con el movimiento de una máquina. Y todo eso, duran-
te días y en una pesadez malsana, en una atmósfera as-
fixiante. Nos faltaba aire. Nos ahogábamos. Y la capataz
no quería que se abriera porque el rumor de vida que

436
nos llegaba del exterior, distraía a las obreras. Nuestra
única distracción consistía en ver, en el edificio frontero,
que debía ser u n anexo del Folies-Bergere, a actores o
actrices.
»En todas partes, me reclamaban mi cartilla de tra-
bajo. Y yo no la podía presentar. Si me aceptaban, era
para explotarme.
»Recorrí en seis semanas media docena de talleres.
Desempeñé primero en Saint-Ouen una plaza de niquela-
dora. Era una fabriquita de faros para automóviles. Me-
emplearon en desoxidar el metal con una máscara en la
cabeza. Me envenenaba, sufría cólicos. Al tiempo me die-
ron otro trabajo: meter las piezas en el baño de ácido.
Y en aquella época tuve unas manos cuya epidermis re-
cordaba vagamente un pasaje lunar: grietas, erupciones,
hinchazones, y agujeros desde las uñas hasta el codo...
Ya no parecía aquello una piel, sino una escama. Y como
se mantenía aún el tono amarillento de la achicoria, el
aspecto era tan extraordinario que ocultaba aquellas ma-
nos avergonzada y me paseaba con los brazos cruzados,
con las manos ocultas debajo de los sobacos...
»No ganaba nada. Me fui. Entré en casa de un impre-
sor. Me vi sujeta a una máquina como una abeja a su
reina. Ella trabajaba las hojas de papel. Yo las recibía y
las amontonaba. Nada más. La máquina realizaba un tra-
bajo infinitamente más complejo e inteligente que el mío.
Después vi que un sistema de neumáticos, una especie de
dedo tubular con ventosas, reemplazaba a la obrera y ha-
cía el trabajo bastante mejor que ella.
»AUí estuve cuatro días. Mi salario era ridículo.
»Una fábrica de sobres m e albergó una semana. Tam-
bién trabajo mecánico, agotador y pagado con jornales
grotescos. Me daban pilas de papel cortado. Las extendía
en abanico, pasaba el pincel con la goma por los extremos,
plegaba, unía, apretaba. No sé cuántos millares de sobres
tenía que hacer a la hora para llegar a ganarme la vida.» La
historia de Denise es la de 52 millones de niños y la de
todos los niños del mundo desde el principio de la histo-
ria moderna,

437
CAPÍTULO VI
LOS SERVICIOS PERSONALES

El valor del hijo no se limita a las ganancias que puede


obtener y entregar a su padre en el curso de su vida ac-
tiva. Los servicios personales que se encuentra obligado
a prestar de por vida a su padre son tan valiosos como
los ingresos dinerarios. Y no solamente los servicios labo-
rales que equivalen al trabajo de un obrero asalariado, y
que son prestados gratuitamente en la hacienda rural o
en el negocio familiar. Los servicios personales permiten
al padre disfrutar de una vida más cómoda y de la seguri-
dad de ser atendido en la ancianidad y en la enfermedad.
El cuidado de un buen hijo es una hacienda tan importan-
te como la mejor herencia. Todas las comunidades domés-
ticas cuentan con la fidelidad y la obediencia de los jóve-
nes a los viejos. Tanto la educación de los niños, como
los tabúes y los cultos religiosos socializan las nuevas ge-
neraciones en el mantenimiento de las jerarquías que im-
plican por sí mismas la edad y la herencia biológica. Los
protagonistas de La buena tierra nos sirven como arqueti-
pos de la vida familiar de cualquier sociedad preindustrial.
El padre Wang Lung sobrevive a la hambruna de los
años de sequía, a la emigración, a la fatiga del viaje y a las
adversas condiciones de vida que deben soportar en la
ciudad, gracias a los cuidados que le prestan su hijo,
su nuera y sus nietos.
«En cuanto al anciano, su condición era mejor que la
de los otros, porque si había algo que comer, a él se le
daba, aunque los chiquillos se quedasen sin nada. Wang
Lung se decía con orgullo que nadie le podría acusar de
haber abandonado a su padre en esta hora de muerte. El

438
anciano comería, aunque él tuviera que darle su propia
carne.
»E1 anciano dormía día y noche, comía lo que le daban
y todavía le quedaban fuerzas para salir al patio de en-
trada al mediodía, cuando el sol calentaba. Estaba de
mejor humor que todos los demás, y un día exclamó con
su vieja voz, que era como un airecillo tembloroso entre
los bambúes:
»—Ha habido tiempos peores que éstos. Una vez vi a
los hombres y mujeres comer niños.
»Pero al anciano no le habían dado nada. Todo el día
permaneció sentado en la calle, obedientemente, pero
sin mendigar. Se dormía, se despertaba y fijaba los ojos
asombrados en los transeúntes, volviendo a dormirse cuan-
do se cansaba. Y, como era de la vieja generación, no se
le podía reprender.
»AI ver que tenía vacías las manos dijo con simplici-
dad:
»—He labrado la tierra, sembrado el grano y recogido la
cosecha; y así he llenado de arroz mi escudilla. Y ade-
más he engendrado un hijo que ha engendrado hijos a
su vez.
»Confiaba así, como un niño, en que no le faltaría qué
comer, puesto que tenía un hijo y nietos.»
«Su tío, que fue uno de los primeros hambrientos, lle-
gó a su puerta importunándole, pues en realidad, él, su
mujer y sus siete hijos no tenían nada que comer. Wang
Lung midió de mala gana, en el halda de la túnica de su
tío, un montoncito de judías y un precioso puñado de
maíz, diciendo con energía:
»—Es todo cuanto puedo daros. Antes que nada, y
aunque no tuviera hijos, he de tener en cuenta a mi ancia-
no padre.» 1
Porque no sólo el padre de Wang Lung tiene derecho
a la ayuda, a la manutención y a la obediencia filial. El hijo
debe asistencia y respeto a todos los mayores de su es-
tirpe. La subsistencia de los viejos está asegurada de tal
modo en las comunidades domésticas donde no existe
ni seguridad social ni establecimientos sanitarios ni ge-
riátricos. La generación mayor se asegura la superviven-
cia, cuando por sí misma no pueda procurársela, educando
a los hijos en la sumisión, en la obediencia, en el respeto

1. Buck. Obr. cit., págs. 58, 61, 81.

439
incondicional a los mayores. Todas las religiones estable-
cen el mandamiento divino: «Honrarás padre y madre.»
Todas las normas de moral exigen a los jóvenes amor y
obediencia a sus mayores. Sí faltan los hijos las obliga-
ciones recaerán sobre los sobrinos, o los nietos o los her-
manos más jóvenes. Ninguna familia querrá vivir la ver-
güenza y la desgracia de que sus jóvenes hayan repu-
diado a los mayores, abandonando la casa, olvidándose de
los deberes para con sus padres, negándose a entregarles
el dinero ganado o a prestarles los servicios personales
que se les deben.
»A1 oír esto, Wang Lung se enfureció. Tiró el azadón al
suelo y empezó a gritar a su tío:
»—¡Si tengo un puñado de plata es porque trabajo y
mi mujer trabaja, y no perdemos el tiempo, como hacen
algunos, en las mesas de juego y chismorreando a la puer-
ta de nuestra casa mientras la maleza invade los campos
y los hijos van a medio alimentar!
»La sangre afluyó al rostro amarillo del tío, que se
abalanzó contra Wang Lung y le abofeteó vigorosamente
en ambas mejillas.
»—¡Eso por hablar así a la generación de tu padre!
¿Es que no tienes religión, ni moral, que tan abominable
es tu conducta filial? ¿No has oído nunca decir que los
Sagrados Edictos prohiben que un hombre corrija a sus
mayores?
»Wang Lung permaneció silencioso e inmóvil, cons-
ciente de su falta, pero furioso hasta el fondo de su alma
contra este hombre que era su tío.
»—¡Repetiré tus palabras al pueblo entero! •—exclamó
el viejo con voz aguda y rota por la rabia—. ¡Ayer atacaste
mi casa y gritaste en la calle que mi hija no es virgen; y
hoy me haces reproches a mí, a mí que, si tu padre muere,
debo ser como un padre para ti! ¡Mis hijas podrían no ser
vírgenes, pero de ninguna de ellas soportaría tal len-
guaje!
»Y repitió otras veces:
»—¡Se lo diré a todo el pueblol ¡Se lo diré a todo el
pueblo!
»A1 fin, Wang Lung preguntó de mala gana:
»•—¿Qué queréis que haga?
»Hería su orgullo que este asunto fuese discutido en
el pueblo. Al fin y al cabo, se trataba de su propia san-
gre.
440
»Su tío cambió inmediatamente y su indignación de-
sapareció. Sonriendo, puso una mano en el brazo Wang
Lung diciéndole:
»—Buen muchacho... Buen muchacho... Tu tío te cono-
ce... Tú eres mi hijo. Hijo, pon un poco de plata en esta
vieja palma... Diez piezas, o aunque sean nueve, y podré
empezar a hacer tratos con un agente matrimonial para
casar a mi esclava. ¡Ah, tiene razón! ¡Ya es tiempo, ya
es tiempo!» 2
Ser cuidado en la enfermedad y enterrado con decoro,
son dos servicios importantes que ningún buen hijo deja-
rá de prestar a su padre anciano, y, como en el caso de
Wang Lung, tampoco a sus tíos, parte de su misma fa-
milia y mayores que él mismo.
«Entonces Wang Lung compró dos ataúdes de madera
buena, pero no demasiado buena, y los mandó llevar al
cuarto donde su tío yacía, para que los viese y pudiera
morir confortado sabiendo que había un lugar para sus
huesos. Y su tío exclamó con la voz como un susurro
tembloroso:
»—Bueno, tú eres un hijo para mí, y mucho más que
el vagabundo de mi propio hijo.
»Y su anciana mujer exclamó con más fuerza:
»—Si muero antes de que ese hijo vuelva, prométeme
que le buscarás una buena doncella para que aún pueda
darnos nietos.
«Y Wang Lung le prometió.
»A qué hora murió su tío no lo supo, pues lo encontró
muerto una noche la mujer que le servía, al ir a entrarle
un tazón de sopa. Wang Lung le enterró en un día de
frío intensísimo, cuando el viento soplaba la nieve sobre
la tierra en blancas nubes, y colocó su ataúd en el recin-
to familiar, al lado de la tumba de su padre, pero un poco
más abajo, aunque encima del lugar donde el suyo propio
debía hallarse.
«Entonces ordenó que la familia llevara luto durante un
año, cosa que hicieron, no porque verdaderamente lamen-
tasen la muerte de este viejo que nunca les había dado
otra cosa que trabajo, sino porque era conveniente que
así se hiciese en una gran familia al morir un pariente.
«Entonces Wang Lung trasladó a la mujer de su tío a
la ciudad para que no estuviese sola, le dio una habitación

2. Buck. Obr. dt., pág. 50.

441
al final de un patio apartado, ordenó a Cuckoo que pusie-
ra una esclava a su servicio y la anciana chupaba su opio
y yacía en el lecho satisfecha y contenta, durmiendo día
tras día. Y su ataúd fue colocado cerca de ella, donde
pudiera verlo, confortándola con su presencia.» 3
No sólo en la China imperial la piedad y el respeto
filial eran norma de ley. En la China maoísta se mantienen
hoy los valores familiares tradicionales con la misma ri-
gidez, ya que no se ha previsto socializar los servicios
necesarios a los niños, a los enfermos y a los ancianos.
Servicios que, por supuesto, son prestados por las muje-
res de la familia, a las que las niñas son de gran ayuda.
La niña Denise, por tanto, no sólo le debe respeto y
obediencia a su madre, no sólo debe trabajar en la produc-
ción industrial y entregarle el salario íntegro, sino tam-
bién está obligada, por su condición de hembra, a atender
las tareas domésticas a las que su madre no puede alcan-
zar al terminar su jornada de trabajo.
«El domingo por la mañana la obligación de la limpie-
za recaía en mí. En L'Universelle mi madre trabajaba in-
cluso aquel día. Hablaba y me iba señalando la tarea:
»—Harás las camas, limpiarás los platos, fregarás el
piso y prepararás las legumbres para la comida...
»...De todos modos —exclamaba a veces mi madre—.
Es realmente vergonzoso. ¡No basta que trabaje toda la
semana! ¡Tengo que descrismarme también el domingo!
¡Me dais asco los tres! ¡Estoy harta de vosotros!» 4
La madre de Denise cuenta su propia historia, igual
a la de su hija y a la de millones de mujeres en todo el
mundo.
...«Cuando murió mi madre, todo se acabó. Mi padre
conoció a una mujer y se casó con ella. No quería ella a
mis hermanos que fueron desgraciados. Yo quise defen-
derles, se volvió contra mí. Obligó a mi padre a que me
alejase. Él resistió un momento. Y después, como los
hombres son débiles, cedió. Me colocó de criada en una
granja. Y un día se marcharon todos. Sí, se marcharon.
Mi padre me dejó en aquella granja.» 5
El amor no es suficiente para motivar al padre a cargar
con los gastos y las molestias que supone criar un hijo,

3. Buck. Obr. dt., pág. 241.


4. Van deer Meersche. Obr. cit., pág. 124.
5. Id., pág. 128.

442
excepto cuando este hijo le resulta suficientemente renta-
ble. Para el cumplimiento de esta ley no existen más ex-
cepciones que las individuales. Tanto en Esparta como en
Roma, como en la Francia medieval, o en la Inglaterra
preindustrial, o en la China prcmaoísta, como en las in-
dustrializadas y modernas naciones europeas, los padres
deciden tener hijos y criarlos con cierta atención, cuando
estos niños suponen un beneficio que por lo menos les
cubra los costes de su mantenimiento y educación. Nin-
gún otro motivo, ni religioso, ni social, ni político, puede
inducirlos a aceptar los sacrificios de la paternidad, a
pesar de la ideologización permanente que sufren por
parte de los medios de comunicación para cumplir con sus
obligaciones de reproductores.
Ni siquiera en los países del Este, donde la propagan-
da oficial del gobierno soviético exige machaconamente
de sus ciudadanos los sacrificios precisos para engrande-
cer la nación, se ha conseguido que los padres se presten
a la reproducción y el cuidado de los hijos necesarios para
abastecer el país. En La Vanguardia del 25 de julio de
1978 se explicaba que el índice de natalidad había vuelto
a subir últimamente, pero que no se podía esperar que
creciese mucho más del 14 por mil. «Y es que el Estado
de Alemania comunista depende para su bienestar en
grandísima medida de la mano de obra femenina. Un des-
plazamiento de la mujer obrera a mujer ama de hogar sig-
nificaría el colapso de la economía nacional. Y en la
R.D.A. el 78 por ciento de las mujeres que trabajan están
en la edad óptima para concebir. Aparte de que si el ins-
tinto —o el interés— individual resultara más fuerte que
la conveniencia estatal, la querencia (hipotética) de la mu-
jer germano-oriental hacia la gran familia quedaría frena-
da en última instancia por los varones del país. Estos son
tan "machistas" como los tan difamados hombres de un
país latino y en el hogar se abstienen de todo trabajo.
Según las estadísticas, en las familias en que trabajan los
dos esposos, las tres cuartas partes de los quehaceres do-
mésticos siguen estando a cargo de la esposa.»
La voluntad de los maridos es en última instancia la
que decide el número de hijos que producirá su mujer.
Si no les cabe otra autoridad, deciden reducir el número
de hijos que producirá su mujer mediante la resistencia
pasiva, al negarse a colaborar en las tareas domésticas,
con lo que todo el peso de la crianza de los niños recae

443
sobre la mujer, amén del sufrimiento de traerlos al mun-
do; aunque lo más habitual es que simplemente se nie-
guen a engendrarlos, si no les proporcionan beneficios su-
ficientes para cubrir los costos que les ocasionan. Que
ésta no es una afirmación gratuita lo demuestran las ci-
fras manejadas por el mismo cronista. En la Alemania
Oriental, superindustrializada, los hijos no significan más
que constantes inversiones económicas, difíciles de ser
resarcidas en una sociedad industrial avanzada, y donde
los servicios personales de los hijos no tienen la utilidad
que en las sociedades rurales. Por ello el estado socialista
no ha encontrado solución mejor, para conseguir elevar el
índice de natalidad, que primar económicamente a los ma-
trimonios que se decidan a tener varios hijos. Con el re-
sultado inmediato de una respuesta positiva por parte de
los padres, que prueban, con ello, el sentimiento utilitario
que tienen de los hijos. En el mismo período y fecha se
explica que:
«Los niños son ahora un negocio para los padres. En la
República Democrática Alemana el índice de natalidad ha
vuelto a subir espectacularmente porque los niños... son
ahora un buen negocio para los padres. En 1977 las fami-
lias germano-orientales volvieron a alcanzar casi la misma
(y no muy grande) natalidad de siete años atrás.
»A principios de los setenta se promulgaron leyes "filo-
familiares". Así, se instauró el "Año de la Maternidad":
»Tras cada parto, la mujer tiene derecho a un año
completo de vacaciones, con el puesto de trabajo asegura-
do tras estos 12 meses y el salario base íntegro.
»Las vacaciones maternas (tras el alumbramiento) fue-
ron elevadas de 18 a 26 semanas.
»Las madres con dos hijos reciben una semana de va-
caciones al año.
«Prima de natalidad de 5.000 marcos (unas 50.000 pe-
setas).
«Además se decidió que el préstamo —sin interés— que
el Estado concede a cada pareja que se casa fuese con-
donado a medida que crece la familia. Hoy día, las dos
terceras partes de estos créditos son amortizados a base
de descendencia.
«Los resultados han sido espectaculares. Mientras en
el año 1971 el índice de natalidad en la R.D.A. era del
13,8 por mil (12,7 por mil en la R.F.A.) y en el año 1973
había descendido al 10,6 por mil (10,3 por mil en la

444
R.F.A.), en 1977 la natalidad había vuelto a subir en la
Alemania Oriental el 13,3 por mil. Este mismo año, en la
muy próspera Alemania Occidental, por cada mil habi-
tantes nacían 9,5 ciudadanos y morían 11,9.»
El valor del hijo como sirviente está demostrado en
la conducta diaria de todos los hombres que establecen
claramente sus expectativas respecto al número de hijos
que desean poseer, expectativas que se encuentran en re-
lación directa al rendimiento que esperan obtener de ellos.
La ideología oficial que niega esta realidad cumple
con su objetivo de enmascarar los intereses económicos
de los hombres, consigue con ello que las mujeres sigan
observando la conducta derivada de creer que la materni-
dad es únicamente una decisión ideológica a nivel indivi-
dual, sin objeciones ni reticencias que pudieran poner en
peligro los planes de producción de ciudadanos que pre-
cisa el Estado.
Los hombres y las mujeres viven según las leyes de la
dialéctica materialista, pero son incapaces, durante largo
tiempo, de darles nombre. El valor no lleva escrito en la
frente lo que es, por ello el valor del hijo como sirviente
ha sido desconocido hasta hoy, y convertido en un jeroglí-
fico social.
Descifrarlo significa comprender la modalidad del tra-
bajo humano de la reproducción, la utilidad del hijo como
producto social y su valor como sirviente y fuerza de tra-
bajo.

/. El cuidado de los ancianos

Además de la obediencia y los servicios personales


durante toda la vida, el más importante aspecto del valor
del hijo como sirviente es el del cuidado de los padres
ancianos. Para hablar propiamente, debemos decir el va-
lor de la hija, puesto que las tareas de cuidado y servicio
personal de los padres están designadas de antemano a
las hijas hembras. Son escasísimos los casos en que el
hijo varón cuida personalmente a su padre enfermo o
anciano, y aún menos a su madre. En el caso de que no
existan hijas, estas tareas deben ser cumplidas por las
nueras, o por las hermanas, sobrinas o cualquier otro pa-
riente femenino.
Durante milenios la jerarquía por razón de edad se

445
ha mantenido inamovible con el evidente fin de asegurar
la supervivencia de los ancianos. De no haber contado con
una ideología machista y gerontocrática los jóvenes no
hubiesen conservado con vida a los viejos inservibles para
el trabajo, ni las jóvenes los hubiesen cuidado con aten-
ción. El culto a los muertos, el miedo, el respeto y la
reverencia hacia los mayores no tienen otro objetivo. Las
cuestiones de ideología argüidas por los sociólogos y los
antropólogos son consecuencias y no causas de esta or-
ganización social.
Roland Pressat escribe que «en otro tiempo las per-
sonas mayores gozaban de gran prestigio pues se las con-
sideraba, con toda justicia, depositarías de un saber, de
una experiencia, de una sabiduría, cuya transmisión sólo
podía nacerse por vía oral y directa, lo que también ocu-
rría en esas sociedades que consideraban a los ancianos
como los guías más adecuados, era que la evolución y la
renovación del pensamiento y de la técnica eran muy len-
tos, hasta el punto de ser imperceptibles. En aquel en-
tonces lo que importaba era la transmisión de las verda-
des de siempre, y sin duda alguna, quienes mejor las
conocían eran aquellos que habían tenido más tiempo
para asimilarlas y meditarlas». 6 Aunque este factor tiene
su incidencia, no explica exclusivamente por qué en tales
épocas se cuidaba y respetaba a los ancianos que, por
enfermedad o pérdida de la capacidad mental, ya no po-
dían ser transmisores de nada. Hemos visto cómo, en
algunas sociedades, se practica el senilicidio como medio
de limitar la demografía, sin que por ello se resientan las
estructuras sociales.
Bien es cierto que esas comunidades tanto las técnicas
como las relaciones de producción son muy simples, pero
no mucho más que en aquellas otras que mantienen el
culto a los ancianos. En general la conducta respecto a los
viejos se modifica cuando el proceso de obtención de ali-
mentos pasa de ser recolector-cazador a agrícola-ganadero.
En la complejidad social en aumento, de estas últimas
comunidades, observamos que además de las nuevas ta-
reas impuestas por el proceso horticultor y agrícola, las
mujeres deben dedicar mayores cuidados a los ancianos de
la familia. La dictadura masculina se vuelve eminente-
mente gerontocrática. Ya no se valora únicamente la fuer-

6. Introducción a la demografía, pág. 44.

446
za y la vitalidad físicas, como en las comunidades caza-
doras. La sabiduría y la experiencia de los hombres an-
cianos adquiere el mayor valor, lo que conduce a inventar
un culto religioso nuevo, una complejidad social y política
mayor en la estructuración de la sociedad.
Pero tales transformaciones no son la causa del pres-
tigio de los ancianos, sino la consecuencia. La consecuen-
cia de que los hombres ancianos hayan adquirido el poder
social que las comunidades más atrasadas les negaban.
Porque, generalmente, un hombre ha transmitido todos
sus conocimientos útiles a sus descendientes antes de lle-
gar a la vejez; sobre todo en sociedades de cultura muy
simple, que se caracterizan por el primitivo estado de
su técnica y de sus conocimientos científicos. De tal modo
que si éste fuese el único motivo de respeto a la generación
anterior, podría practicarse el senilicidio, de todos aque-
llos que no tuviesen nada más que enseñar a los jóvenes,
sin pérdida para la comunidad, situación que se produci-
ría todavía en la edad madura del padre, y mucho antes
de que sus fuerzas decayesen completamente, convirtién-
dolo en un ser inútil.
Los hombres que imponen su poder en la tribu esta-
blecen, con cada vez más afinado y útil criterio, las nor-
mas sociales que habrán de beneficiarles: la explotación
de las mujeres en el trabajo productivo, la explotación del
cuerpo femenino en beneficio del placer sexual del varón
y la apropiación de las crías humanas, una vez fabricadas
y alimentadas los primeros años por la madre, de tal
modo que los hijos convertidos en trabajadores gratuitos
del padre le asegurarán el cuidado y la manutención en
la vejez y en la enfermedad. Para convencer a los jóvenes
de su obligación de abastecedores vitalicios de los padres
se elaborará una superestructura ideológica que abarca
todos los aspectos teóricos: la religión con su mandamien-
to de obedecer al padre, las leyes de la herencia y la fa-
cultad de desheredar que posee arbitrariamente éste, y la
educación de los niños y de los jóvenes en la creencia de
que los mayores saben siempre más que ellos.
Ya hemos visto las consecuencias del cuarto manda-
miento. Mientras el infanticidio es una costumbre social
—a veces incluso ratificada por las leyes— que no ocasio-
na el repudio ambiental, el parricidio se considera el peor
de los crímenes. La masacre de niños cometida por pa-
dres y madres durante todos los siglos, cuyas cifras vere-

447
mos más adelante, no tiene correspondencia alguna res-
pecto a los ancianos; y no sólo porque éstos son más vo-
luntariosos y pueden defenderse, porque en multitud de
casos la senectud y la enfermedad los dejan inermes al
cuidado de las hijas y al sostenimiento económico de los
hijos. El ejemplo de Wang-Lung es esclarecedor. El padre
de éste, y más tarde su tío y la esposa de su tío, hubieran
muerto de hambre y de inasistencia si el hijo los hubiera
abandonado. La mejor inversión de futuro que puede
hacer un hombre es tener hijos obedientes, que cumplan
las disposiciones «divinas» y sociales.

2. Las ancianas mueren solas

Naturalmente, por la propia ley de la explotación fe-


menina, las ancianas no reciben las mismas atenciones y
respeto que los ancianos. Desde el principio de los tiem-
pos la mujer vieja es objeto de desprecio y no de aprecio.
Entre las comunidades indias de América del Norte las
viejas son abandonadas en la estepa para que el frío, el
hambre y los lobos den cuenta de ellas, cuando pierden
el protector varón: marido, hijos o yernos que quieran
hacerse cargo de ellas. Las viudas en la India son inmola-
das en la pira del marido o abandonadas en los caminos.
En las comunidades domésticas de América del Sur, del
centro de África, de la Polinesia, estudiadas por los an-
tropólogos, las ancianas viudas pasan a depender social
y económicamente del yerno, cambian de residencia y
de protector periódicamente, según las simpatías de éste
y pierden su «status» y su apellido.
La mujer sólo tiene la consideración que merezca su
marido; por tanto, cuando lo pierde, se le niega su iden-
tidad. Las mujeres no heredan nunca del marido, ni en las
comunidades domésticas ni en los países avanzados, y a
su muerte son consideradas estorbos, seres sin futuro,
personas cuya única utilidad, parir hijos y cuidarlos, ha
concluido.
La historia de las viudas es la de su marginación. Las
de los reyes murieron en los conventos y en los torreones
de los castillos, cuando no se las asesinó para eliminar
estorbos. Las de los presidentes de la república sobrevi-
ven de una modesta pensión como madame De Gaulle, o
de los bienes propios como Jacqueline Kennedy. Las de

448
los ejecutivos, las de los obreros y las de los campesinos,
vegetan los últimos años de vida si las hijas las amparan
y las cuidan; en caso contrario van a parar a una residen-
cia de ancianas.
Las madres no tienen derecho a los mismos privilegios
que los padres. En caso contrario ya no serían miembros
de una clase explotada en su totalidad. Orestes mata a su
madre y es perdonado por el parricidio porque solamente
el padre es el engendrador y sólo él merece respeto y ca-
riño de los hijos. La patria potestad es derecho masculino
y la doctrina de la Iglesia, desde santo Tomás, establece
claramente este criterio.
En la actualidad, en que el número de viudas es muy
superior al de viudos, y en que la expectativa de vida es
más alta para las mujeres que para los hombres, debido
a la reducción de la mortalidad materna y al mayor riesgo
de muerte que afecta a los hombres por su propia diná-
mica de vida: accidentes de tráfico, laborales, alcoholismo,
toxicomanías, etc., las viudas siguen soportando la mar-
ginación social de toda la historia.
En España sobreviven a su marido dos millones de
mujeres que tienen a su cargo tres millones de menores.
Es decir más del cinco por ciento de la población total
del país. El drama cotidiano de estas mujeres llevó a la
Iglesia a organizar el apostolado seglar entre las viudas,
con la creación, en 1968, de la Federación de Asociaciones
de Viudas, que reúne trescientas mil asociadas. A la FAV
pertenecen 210 asociaciones repartidas por toda España
y sus tareas son: realización de encuestas acerca de los
problemas concretos padecidos por las viudas, la ayuda
en hospitales, en guarderías de zonas pobres, cursillos al-
fabetizadores en barrios chabolistas o postchabolistas,,
campañas informativas sobre alimentación sana, bolsas de
trabajo, etc.
«Las viudas apuran el trago hasta los últimos residuos.
Decir desamparo, soledad, angustia irremediable, es decir
o no decir nada. El dolor real les toca a ellas, casi incom-
batible. Ser viudo no es hoy lo mismo que ser viuda.
Existe una objetividad feroz como ninguna, la de que ni
siquiera en esto la mujer se ve privilegiada. Su dolor
suele doler más, porque todas las dimensiones —también
sociales y económicas— que conforman su desgracia con-

449
15
tribuyen a aumentarlo», escribe Miguel Bayón en un am-
plio informe sobre el tema. 7
«Lo repetimos —añade el mismo autor— cinco millo-
nes de personas. Y además una mayoría silenciosa carente
de voz. Para colmo, empieza a variar hasta la identidad
de estas viudas, y, en consecuencia, es fácil colegir que de
la resignación se derive a actitudes más consecuentes:
tengamos en cuenta el hecho irreversible de que la edad
de las viudas españolas está bajando (factores como los
accidentes de tráfico y el infarto pueden estar siendo de-
terminantes) ... Tomemos un problema como el de las pen-
siones. ¿Puede una mujer con tres hijos sobrevivir con
1.500 pesetas al mes de pensión? En cuestión de Seguridad
Social, la española cotiza igual que el español, pero legal-
mente no puede dejar pensión. Es de hecho, cuando viu-
da, cabeza de familia, pero en la práctica se ve disminuida
y sola frente a todo... El que pueda considerarse que
únicamente en Alemania Federal tienen las viudas su si-
tuación económica cubierta no excusa para que la legis-
lación española no se adecúe a la más elemental justicia.
»La discriminación es flagrante en lo laboral. Las em-
presas no sólo tratan de no contratar a las casadas: tam-
bién a las viudas... Ni que decir tiene que los trabajos
más bajos van a parar a las viudas. ¿Cuántas friegan ofi-
cinas? Sólo un 10 por 100 poseen medio de subsistencia
propio...»
El paro, la incultura, la falta de formación profesional
se hacen patentes para las mujeres en el momento de per-
der el varón sustentador. A la muerte del marido la viuda
no conoce las actividades laborales del que dijo compar-
tir toda su vida con ella, ignora las cuentas corrientes que
poseía y padece un absoluto desconocimiento del manejo
del negocio. «Lo normal en nuestras viudas es que no ten-
gan trabajo, que ni siquiera estén capacitadas para traba-
j a r en algo calificado y, en consecuencia, que si logran
trabajo sea de ínfima categoría y máximo embruteci-
miento.» 8 «Ni siendo viuda la familia permanece im-
parcial. Es decir, ambas familias. Unas veces, en plan
paternalista, "tratándonos como retrasadas", procurando
darle a la viuda todo solucionado a su manera. Otras, ne-

7. Las viudas están más sotas, «Sábado Gráfico», 20 noviembre


1976.
8. Bayón, id.

450
gándole la posibilidad de rehacer su vida tanto en el terre-
no laboral como en el afectivo. Y si se producen problemas
de intereses económicos enfrentados, ahí es Troya.
»Lo psicológico es inseparable de los problemas ma-
teriales... Un caso resuelto hace poco por la FAV: una viu-
da sola se opera, y ha de montarse un turno continuo de
compañeras que la acompañen. O esas viudas de medio
rural que, obligadas a un luto tiránico, ni siquiera pueden
cruzar la plaza "porque está mal visto"... Las viudas jóve-
nes ya mantienen una actitud distinta a la viuda clásica,
que se encierra en su casa, que se refugia en el alcoholis-
mo a base de soledad y tristeza...» 9
Sobre el tema sería necesario escribir toda una obra.
La fábula de la viuda de millonario que vive disfrutando
de las riquezas del marido, comprando amantes jóvenes
y destrozando con su mal humor y neurastenia la vida
de los hijos, que nos ha legado el cine norteamericano,
ha hecho más por la ideología machista que la dictadura
de Franco. El estereotipo de la suegra maldiciente, gru-
ñona y tiránica que repiten los chistes de dibujantes famo-
sos es la síntesis de la ideología dominante. La mujer vie-
ja, inútil para atraer sexualmente y estéril para la repro-
ducción es un virago, una histérica, una bruja en fin. Y si
hoy, por mor de la bondad creciente de los hombres, ya
no quemamos a las brujas en las hogueras expiatorias, y
no incineramos a las viudas en la pira del marido, olvidé-
moslas, despreciémoslas, abandonémoslas.
La mujer en la vejez ha cumplido todo el ciclo de su
explotación: sexual, reproductora, productora. No le que-
da más que la muerte callada. Los hijos sirven para tra-
bajar y obedecer al padre y en recompensa serán ellos a
su vez obedecidos y servidos por sus hijos. Las hijas obe-
decerán, trabajarán y servirán personalmente al padre,
pero nadie cuidará de ellas. Incluso cuando alguna hija
cariñosa atienda a su madre durante largos años de ve-
jez, debe ser soltera, o extenuarse en el cumplimiento de
sus deberes como esposa y madre e hija, a la vez.
Por ello cada vez hay menos hijas complacientes.

9. Bayón, id.

451
3. Qué pasa hoy con tos ancianos

En la prensa actual un tema se repite con frecuencia:


el abandono de los ancianos. Las voces de alarma han
sonado. Hasta hoy se seguían perpetuando los felices tiem-
pos en que el padre anciano era cuidado amorosamente
por la esposa primero y por las hijas o las nueras más
tarde. El esquema social se cumplía fielmente y sin pro-
testas. El padre, además, dura menos que la madre, por
lo que puede prever una tranquila vejez atendido por su
esposa. Lo que le suceda a ésta después no tiene el menor
interés para él. Ahí quedan, en todo caso, las hijas.
Lo penoso de la situación actual es que las hijas que
atendieron al padre por respeto y temor, no desean ya
cargar con una madre valetudinaria como carga suplemen-
taria de los hijos y el marido. O bien se les acumulan los
ancianos a su cuidado: madre, padre, abuelo, tío. La su-
misión de tiempos pasados está en desuso. Las mujeres
que no quieren tener hijos para no trabajar tanto —hijas
o nietas de las que más expeditivamente los mataban—
no se sienten tampoco motivadas para limpiarle los ex-
crementos y las babas a un padre senil o a una madre
cancerosa. La autoridad paterna se resquebraja, la dicta-
dura gerontocrática se derroca. Y los viejos son abando-
nados con la misma habitualidad, en los hospitales y en
las residencias, con que en el siglo xvili las madres aban-
donaban a sus hijos en el torno de las inclusas.
Con el título «que brille el sol para los ancianos» mon-
señor Martí Alanis, obispo de La Seu D'Urgell, publicó
un escrito pastoral en agosto de 1981 sobre «el triste
hecho del abandono de las personas mayores con motivo
del verano». Para mucha gente «los viejos estorban en
vacaciones», «hay un gran número de ancianos que no
tienen calefacción y pasan frío, que no tienen agua co-
rriente en casa, que viven con pensiones insuficientes, que
están solos», «una sociedad de competencia y cambio
elimina más fácilmente al viejo, como una enfermedad.
No cuenta tanto la sabiduría y la experiencia como la
capacidad de adaptación a las novedades. Ni estamos ya
en aquellos tiempos en que los ancianos ocupaban la
cima».10

10. «La Vanguardia», Barcelona 25-8-81.

452
Es cierto. La prensa informa que cientos de familias
ingresan a sus ancianos en los hospitales para irse de va-
caciones. El número de enfermos crónicos en las salas
de urgencia aumenta en un 50 °/o al empezar el verano.
«Hospitalizar a los ancianos con achaques para poder
irse más tranquilamente de vacaciones. He aquí un fenó-
meno que todos los fines de semana se detecta en Madrid
y que en estos días h a superado, quizá, todas las previsio-
nes. Familias enteras en trance de salir hacia la playa han
guardado cola en los servicios de urgencia de los hospi-
tales para internar por unos días al abuelo...» (El país,
Madrid, 6 de abril de 1980.)
Un alto porcentaje de los ingresos habituales es de per-
sonas de edad muy avanzada; la edad más frecuente en la
Residencia Sanitaria de la Paz de Madrid es de ochenta
años, que padecen enfermedades crónicas o propias de la
senilidad, pero que no admiten tratamiento. De tal modo
que se estima muy alto el gasto que la Seguridad Social
soporta por el internamiento de los ancianos cuya llegada
al servicio de urgencias del hospital está sólo motivada por
el deseo de la familia de salir de vacaciones. Los ingresos
de ancianos con problemas no tratables en un centro de
urgencias aumentan especialmente desde las seis de la
tarde a las doce de la noche.
«Como la única razón de estos ingresos suele ser un
inminente viaje de la familia, muchos esperan a volver
del trabajo para traernos al abuelo. Cuando se les dice
que el hospital es un centro concebido para urgencias y
que su enfermedad crónica no puede tratarse, nos respon-
den que esto es la Seguridad Social y que la costean ellos.
Tal actitud provoca frecuentemente altercados en la sala
de recepción, y la ocupación indebida de camas nos fuer-
za a reconocer a enfermos que precisan tratamiento ur-
gente fuera de los lugares adecuados. Hasta la Paz llegan
familias de todas las clases sociales con los abuelos: se-
ñora con joyas que quiere pagar los días de residencia, y
gentes pobres que invocan sus cotizaciones a la Seguridad
Social. A veces pensamos que lo único que hacen con sus
mayores es someterles al riesgo de que contraigan infec-
ciones.»
En muchas ocasiones los familiares se niegan a hacerse
cargo de los enfermos al regreso de los viajes. «Hemos
observado que a mayor amplitud de la familia, mayores
discusiones se entablan entre los miembros que no quie-

453
ren volver a hacerse cargo del abuelo.» Estos datos son
incompletos, ya que no sabe si la mayor amplitud de la
familia consiste en un matrimonio con muchos hijos, con
lo cual la mujer está soemtida a un trabajo exhaustivo, o
a familias con hijos y nueras, tíos y sobrinos, en los que
varias mujeres discuten para no cargar con el trabajo su-
plementario del suegro o del padre. Por supuesto, el tér-
mino familia está, como siempre, mal empleado, puesto
que se presume que los hombres y los niños de la familia
pueden o quieren hacerse cargo de los servicios que preci-
sa el anciano.
«Las situaciones que se crean en los mismos hospita-
les por estos motivos son vergonzosas, luego superadas
por la desorientación de los ingresados, que quieren irse
a su casa y nadie viene a recogerles, o por la propia tor-
tura a que se les somete al obligarles a sentirse abando-
nados.»
«Hace varios meses —dice la supervisora del servicio
de admisión de enfermos de la Paz— un anciano se lanzó
a la calle desde la séptima planta, y yo no puedo dejar
de pensar que lo había hecho por la conciencia de aban-
dono que sus familiares habían creado en él.»
«El problema se acentúa de año en año, las "jerar-
quías" se empeñaron en construir monumentos hospita-
larios y se olvidaron de los centros geriátricos. Bastaría
con haber acondicionado el Hospital Provincial de Ato-
cha, o el de la calle de Maudes, o el Gran Hospital de
Diego de León, para resolver, siquiera parcialmente, el pro-
blema. Pero se limitaron a patrocinar ciudades sanitarias
de superlujo que acaban desempeñando las funciones para
las que no fueron creadas: acoger ancianos para que sus
familiares se vayan de vacaciones.»
Pero nadie analiza por qué «las jerarquías» crearon
hospitales y «se olvidaron» de los centros geriátricos. El
poder no suele tener olvidos tan torpes. Los gobiernos del
mundo entero crean hospitales para los enfermos que no
se pueden atender en casa, pero los viejos son responsa-
bilidad de las mujeres de cada familia. Tratando este
tema con el doctor Jesús Molí, del Hospital de Sant Pere
de Ribas «Los Camilos», mostró su sorpresa cuando re-
chacé su queja contra las «familias» que abandonaban a
los ancianos en su hospital. La argumentación era la mis-
ma que la de la supervisora de la Paz. Los hospitales es-
tán preparados para atender los casos agudos y no los

454
crónicos, por tanto si se ocupan las camas y el personal
en la atención de éstos, los enfermos urgentes no tendrán
asistencia y morirán o provocarán infecciones a la po-
blación.
Todavía fue más chocante su argumentación cuando
le expliqué que tal situación era provocada porque las
mujeres no querían seguir cuidando ancianos y enfermos
crónicos, amén de atender a los demás miembros de la
familia, marido e hijos. «Pero en el hospital no tenemos
personal especializado para atender a los ancianos. Se
precisan conocimientos de geriatría, atención continua en
la medicación, los goteros, la alimentación...» Parece ser
que la esposa y las hijas sí los tienen.
En un país en el que según los últimos datos la pobla-
ción mayor de sesenta y cinco años rebasa los tres millo-
nes de personas, lo que significa el 10 por ciento de la
población total, las mujeres han de cargar con el cuidado
de este sector, amén de reproducirse, trabajar en la casa
y servir al marido.
Es lógico comprender que la pequeña evolución de las
mujeres, que las ha hecho rechazar ostensiblemente las
maternidades numerosas, que han luchado por despena-
lizar los anticonceptivos y reclaman su derecho a abortar
libremente, las Heve a rechazar la vieja servidumbre de
ser las criadas y las enfermeras de los ancianos. Por lo
menos las mujeres jóvenes. Si la esposa aguanta a un
marido valetudinario en la vejez, después de haber sopor-
tado toda la vida un tirano en la cama y un amo en el
hogar, las hijas se rebelan contra tantas esclavitudes. Ni
más niños ni más ancianos inválidos.11

11. Una pequeña prospección en Cataluña por parte de una fami-


lia en la necesidad de quitarse la carga de un tío alcohólico, dio
como resultado que existen muchas más residencias para mujeres
viejas que para hombres. Mientras a las madres y a las abuelas se
las quita de enmedio en cuanto no pueden valerse por sí mismas,
los viejos son soportados por su esposa primero y por las hijas y
nueras después. El jefe del clan mantiene todavía sus privilegios.
Las viejas viudas al almacén de trastos inservibles.

455
CAPÍTULO Vil
EL VALOR DEL HIJO COMO HEREDERO

«La monogamia nació de la concentración de grandes


riquezas en las mismas manos —las de un hombre— y el
deseo de transmitir esas riquezas por herencia a los hijos
de este hombre, excluyendo a los de cualquier otro.» *
Esta es la única explicación que se nos ha dado duran-
te cien años, sobre la opresión de la mujer. El texto de
Engels ha sido considerado la única tesis cierta por los
marxistas, y a tal punto se ha aceptado palabra por pala-
bra, que se hizo imposible estudiarlo con ánimo de crítica,
y aún menos criticarlo seriamente. Y, sin embargo, a pe-
sar del optimismo ingenuo de que adolecen sus páginas,
en este incompleto ensayo se encuentran los gérmenes de
una verdadera teoría de la contradicción hombre mujer.
Por primera, y desgraciadamente por última, se habla de
la clase hombre y de la clase mujer, del papel de burgués
que le corresponde al hombre en la familia y del papel del
proletario que cumple la mujer. Desarrollar estos concep-
tos era obligación de las feministas, que hasta hoy no
han cumplido.
El valor de heredero del hijo no fue desarrollado com-
pletamente por Engels, que no llegó a definirlo como va-
lor, limitándose a considerarlo como la principal motiva-
ción del hombre para tener hijos, y para asegurarse su
descendencia cierta. Este valor únicamente se obtiene para
los hombres de las clases dominantes que poseen bienes.
El valor del hijo como fuerza de trabajo y como sirviente,
es el valor primario del hijo, que obtienen los hombres

1. Engels, F. El origen de la Famüia..., pág. 64, Ed. Ayuso, Ma-


drid 1972.

456
de todas las clases sociales y, en consecuencia, el más
importante para los padres sin recursos.
Para la aristocracia y para la burguesía, el valor de here-
dero del hijo es suficientemente importante como para
que exijan constantemente a sus mujeres que paran hijos
varones. El valor del heredero y su papel de continuador
de la clase dominante, está perfectamente definido en este
párrafo de Engels:
«La más sencilla comparación del Derecho de los dis-
tintos países debiera mostrar al jurisconsulto lo que re-
presenta ese libre consentimiento al matrimonio. En los
países donde la ley asegura a los hijos la herencia de una
parte de la fortuna paterna, y donde, por consiguiente,
no pueden ser desheredados —en Alemania, en los países
que siguen el Derecho francés, etc—, los hijos necesitan
el consentimiento de los padres para contraer matrimo-
nio. En los países donde se practica el Derecho inglés,
donde el consentimiento paterno no es una condición le-
gal del matrimonio, los padres gozan también de absoluta
libertad de testar, y pueden desheredar a su antojo a los
hijos, Claro es que, a pesar de ello, y aun por ello mismo,
entre las clases que tienen algo que heredar, la libertad
para contraer matrimonio no es, de hecho, ni un ápice
mayor en Inglaterra y en América que en Francia y en
Alemania.» 2
La historia de las luchas antagónicas entre las casas
reales es la de obtención de un trono que legar a un hijo
varón. Las mismas luchas se reproducen a escala más
pequeña entre los señores feudales, y más tarde en la
burguesía que recoge el poder de aquellos. En todas las la-
titudes, y bajo todas las religiones e ideologías, los hom-
bres de las clases dominantes se casan para obtener de
su mujer un heredero de sus bienes. La posesión de éste
se les hace tan angustiosa que no vacilan en repudiar a las
esposas que no se lo proporcionan, ni en matar a los
hermanos, sobrinos o demás parientes que puedan estor-
bar en el camino de la sucesión de su hijo, o en probar
remedios mágicos y médicos para conseguir la fertilidad
de su mujer, siempre la de ella, que la del varón no po-
día ponerse en duda.
«En Grecia, los dorios, las uniones estériles se rom-

2. Federico Engels, El origen de la familia, pág. 73, Ed. Ayuso,


Madrid 1972.

457
pen —explica Engels— el rey Anaxándrides (hacia el año
560 antes de nuestra Era) tomó una segunda mujer, sin
dejar la primera, que era estéril, y sostenía dos domici-
lios conyugales; hacia la misma época, teniendo el rey
Aristón dos mujeres sin hijos, tomó otra, pero despidió a
una de las dos primeras.» 3
Por las calles de Madrid, reinando el Hechizado Car-
los II, los chiquillos cantaban esta copla:

Parid bella flor de Lys,


que en ocasión tan extraña
si parís, parís a España
y si no parís, a París.

La redondilla estaba dedicada a la desdichada reina de


España María Luisa de Orleáns, que con diecisiete años,
fue casada con el subnormal Carlos II de España, y trans-
plantada de la moderna corte de Francia, a la oscurantis-
ta y atrasada de Madrid, con la inexcusable obligación
de parir un heredero para la Corona española. Como las
múltiples deficiencias psíquicas y físicas de Carlos II le
impedían engendrar un descendiente, la princesa pasó los
diez años que sobrevivió a su matrimonio ensayando los
remedios farmacéuticos y mágicos que curanderos, coma-
dronas y médicos de la corte, le proporcionaban para in-
tentar concebir. Con casi seguridad no probó el único qui-
zás eficaz: acostarse con otro varón; y en consecuencia
murió con 27 años de un cólico «miserere», no se sabe
bien si producido por la mala alimentación o los aún
peores remedios ginecológicos.
De que la esterilidad la padecía el rey no cabe dema-
siada duda, cuando tampoco consiguió descendencia de
su segunda esposa Mariana de Austria. Lo importante a
anotar son las terribles consecuencias que se derivaron de
la falta de un heredero del rey. Durante cinco años la gue-
rra para decidir quien heredaría el trono asoló España.
Cinco años de miseria, de destrucción y de miedo, y miles
de muertos por la falta de un niño fabricado en el vientre
de cualquiera de las dos reinas. No se puede encontrar
producción de más valor.
Los casos se repiten constantemente. Hace sólo veinte

3. Federico Engels, El origen de la familia, pág. 62, EcL Ayuso,


Madrid 1972.

458
años el Sha de Persia, Reza Palhevi, repudiaba a la empe-
ratriz Soraya por no haberle dado un príncipe heredero.
En ninguno de estos casos importó nada la ascendencia
real de las princesas ni su lugar privilegiado en la socie-
dad. No hay mejor demostración de que la clase de origen
de una mujer no tiene incidencia en sus privilegios como
persona. Cómo las reinas y las nobles han sido vendidas,
permutadas, repudiadas y asesinadas por sus padres y
maridos, lo hemos comprobado en el tomo I.4 La produc-
ción de hijos para herederos es la principal obligación de
estas mujeres, y su incumplimiento les supone penas mu-
cho más duras que a las otras mujeres.
A Catalina de Aragón, a Ana Bolena, a Juana Seymour
y a Catalina Howard no les supuso ventaja algunas ser hi-
jas de reyes o de la más alta nobleza del reino de Inglate-
rra. Por el contrario labró su desdicha. Ana Bolena y Ca-
talina Howard fueron ejecutadas y su cabeza rodó bajo
el hacha del verdugo de la Torre de Londres, por no ha-
ber concebido un hijo varón heredero de la corona de
Inglaterra. Juana Seymour más habilidosa, no pudo sin
embargo sobrevivir a la fiebre puerperal después del naci-
miento de su hijo varón, que sería por poco tiempo Eduar-
do VI de Inglaterra. Y Catalina de Aragón, hija de los
Reyes Católicos, vio sus privilegios reducidos a la prisión
y la miseria por no haber sobrevivido ninguno de los hi-
jos varones que parió. Todas estas reinas envidiarían la
suerte de cualquier campesina, cargada de hijos, y dis-
puesta a ahogarlos en la cama cuando le parecieran exce-
sivos por más varones que fuesen.
El que suponga que tales casos constituían excepcio-
nes, ignora la historia de las casas nobles europeas. En los
mundos musulmán y budista, es decir en todos los paí-
ses no cristianos: India, China, Mesopotamia, Egipto, Gre-
cia, Roma, Israel, tal problema tenía una solución simple:
la poligamia. Pero las esposas maltratadas y abandonadas
habitualmente podían sufrir una vida aún más miserable
si no habían parido hijos varones, por cuya única causa
podían ser repudiadas, suerte que también podían sufrir
las esposas de un hombre estéril.
La falta de heredero planteaba graves problemas di-
násticos a las cortes europeas en razón de la norma cris-
tiana que prohibía la poligamia. Para resolverla se trataba

4. Cuarta parte; Sectores de clase. I. Mujer de príncipe, pág. 537.

459
de encontrar causa suficiente para el divorcio o la anu-
lación de matrimonio. Este dilema fue el desencadenante
del cisma de Enrique VIII de Inglaterra, como todos
sabemos gracias al cine. Pero la industria cinematográfica
no nos ha contado que Alfonso X el Sabio, el ilustrado y
moderno rey, decidió repudiar a su primera mujer Violan-
te de Aragón, la hija de Jaime I el Conquistador, en
vista de que no tenia hijos, a pesar de la ilustre ascen-
dencia y eficaz protección de su padre. La salvó del repu-
dio un bendito embarazo, cuando el rey ya había concer-
tado su matrimonio con Cristina, hija del rey de Dina-
marca, y don Alfonso, esperanzado con el anuncio de
sucesión accedió abandonar a su nueva mujer y la casó
con su hermano, aunque Cristina resolvió pronto sus
desdichas muriéndose de parto.
Fernando el Católico, nada satisfecho con el pacto de
unión de los reinos de Castilla y Aragón que había hecho
con doña Isabel, muerta ésta, decide contraer nuevo ma-
trimonio para tener descendencia que heredara la corona
de Aragón con la que mantener la separación de los dos
reinos. La astucia del rey Católico no formaba parte de
la enseñanza de Bachillerato en los años del franquismo
ensalzador de amor conyugal entre Fernando e Isabel, y
mucho más de la gozosa unidad a que habían llegado los
reinos de España bajo sus sabias decisiones. Un histo-
riador nada sospechoso de parcialidad contra don Fer-
nando, Walter Starkie, en La España de Cisneros, narra
que «en aquellos años don Fernando había llevado una
vida nómada y sin descanso. A pesar de la actividad de
su mente, que no tenía rival, se sentía molesto. Una de
las razones de sus rachas de pesimismo era que no lo-
graba descendencia con la reina Germana. En 1509 había
sufrido cruel desengaño, al ver que el hijo nacido de
ambos sólo viviera unas horas. Sus deseos de tener un
heredero se convirtieron para él en obsesión, y acudió a
remedios y afrodisíacos, que en lugar de darle vigor le
arruinaron por completo su salud». 5
En el día de hoy los reyes de Bélgica soportan con re-
signación cristiana, que los tiempos no están para otras
cosas, la esterilidad de la reina Fabiola, después de haber
nombrado heredero de la corona belga al hijo de la prin-
cesa Paola, hermana de Balduino.

5. Pág. 415, Ed. Juventud, Barcelona 1943.

460
En otra época, en cambio, la princesa Alejandra Feo-
dorowna de Rusia, después de haber parido cuatro hijas,
desde 1895 a 1901, se dedicó a varias prácticas fertilizan-
tes para concebir el deseado varón que su esposo el Zar
Nicolás H le exigía en cumplimiento de su deber. La
zarina de todas las Rusias se pasó varios años en las
alcobas reales, sometida a un molesto régimen de irriga-
ciones, lavados y tisanas y sufriendo tres abortos conse-
cutivos, hasta que el cuarto embarazo se convirtió en el
anhelado Zarevich. Aunque para su desgracia tampoco lle-
gara a buen fin por obra y gracia de los bolcheviques.
Napoleón cae en la misma tentación que todos los
vastagos de casas reales, olvidando su ascendencia plebeya.
Casado primero civilmente, y después canónicamente con
Josefina Beauharnais no dudó en anular el matrimonio,
cuando al cabo de muchos años de convivencia Josefina
no concibió. Y para que quedase bien demostrado que
sus propósitos sucesorios eran los de cualquier otra casa
reinante, eligió para casarse nuevamente —que eso de la
monogamia era en broma para los reyes— a María Teresa,
hija del rey de Austria, de purísima sangre azul, a la que
no ahorró el trabajo de reproducir, al año justo de casa-
dos, un nuevo Napoleoncito.
Isabel de Austria, la inefable «Sisi» de la producción
cinematográfica, la feliz esposa del Emperador Francisco
José de Austria, rey de media Europa, vencedor de Fran-
cia en la guerra franco-prusiana y organizador de la pri-
mera guerra mundial, no tuvo muchos privilegios como mu-
jer por el hecho de sentarse en el trono al lado de su mari-
do. Cuatro hijos debió parir para contentar al emperador y
a la corte, que requería de ella, con bastante urgencia y
poca amabilidad, la producción de un varón que asegu-
rase la descencia real. Luis Marsillach nos explica, con
acento conmovido, la experiencia de Isabel en sus va-
riados partos, contemplados por toda la corte austríaca,
entre las suaves sábanas de seda del lecho imperial.
«Isabel se siente conmovida. La embarga una emoción
dulce y suave, que le da fuerza para resistir los agudos
desgarros de su carne en martirio...
»...Y "madre" ¿no es una palabra maravillosa?...
»...¡Madre!... Ella va a serlo de u n momento a otro.
La criatura que se agita en sus entrañas, pugnando por
salir a un mundo que le tiene reservado un alto puesto de

461
honor, no tardará en darle el dulce nombre. Y será su con-
suelo, su amparo y la razón misma de vivir.
«Porque ella no quiere morirse. Ha de vivir para su
marido, para su Imperio, y, sobre todo, para el hijo que
va a dar a luz. Sería muy triste morirse ahora... Por más
que tampoco ha de ser demasiado horrible expirar ro-
deada de afectos, sintiendo el vaho caliente de unos pe-
chos henchidos de ternura por el alma buena que se va...
Lo malo es esta sensación de desgarro, estos punzantes
dolores que la atenazan a una, que se enroscan en el
corazón, que la aprietan el pecho y se le clavan como
puñales en la garganta. ¡Ay, Dios, cómo arden las en-
trañas! ...
«...—Es una niña, Majestad...
»...Con mirada turbia, recorre Isabel la estancia, So-
fía se ha ido; tampoco está allí el Emperador; se han ido
todos. No están presentes más que la dama que le ha
hablado y un grupo de señoras que platican en voz baja
al fondo de la alcoba, junto a la puerta de salida.
«Isabel comprende. Esperaban un varón. El empera-
dor soñaba con un heredero, la archiduquesa no tenía
otra obsesión, el Imperio lo necesitaba.
»La emperatriz vuelve a estar en trance de alumbra-
miento. Esta vez habrá de ser más penoso sobrellevar los
dolores. La ilusión ya no es la misma. Sabe que en cuanto
dé a luz le quitarán el hijo, exactamente igual que le qui-
taron el primero...
»...A ella no se le pide más que una cosa: que dé un
heredero a la corona...
»...Entre horribles dolores, que se prolongaron horas
y horas, Isabel había dado otra hija a su marido. Y éste
tema la gentileza de perdonárselo,
»..,Sin grandes ceremonias, la nueva princesa fue pues-
ta en manos de la nodriza.
»Y no hubo festejos en el Imperio.
»..,Y cuando, en la noche del 21 al 22 de agosto, de
1858, Isabel entró en los dolores del alumbramiento, a
las congojas naturales del trance uniéronse las de la in-
soportable preocupación. Entre los sufrimientos del parto
y el miedo a dar al mundo otra hembra, la infeliz abomi-
naba, en aquellos momentos, de todo el sexo femenino.
»Mas esta vez el destino fue clemente: la emperatriz
dio un heredero a la Corona.»

462
«Nuevamente el 22 de abril de 1868 Isabel da a luz en
el castillo de Buda, a la princesa María Valeria.» 6
Las esposas estériles o productoras solamente de hem-
bras no convienen a los reyes, en ninguna época.
La historia de las monarquías europeas nos describe
a las mujeres de las familias reinantes únicamente como
lo que son: valores de cambio y productoras de hijos que
aseguren la descendencia de los reyes. El mismo inter-
cambio de mujeres se realiza entre los nobles, que con-
servan a sus hijas exclusivamente para utilizarlas como
mercancías que establecerán alianzas con sus amigos y
deudos. Para los hombres de la aristocracia el principal
valor del hijo es el de continuar la estirpe, asegurar la
legitimidad de la casta reinante y perpetuar el apellido.
No es cierta la afirmación de Engels de que para conse-
var y transmitir por herencia los bienes de fortuna, fue-
ron instituidos, precisamente, la monogamia y el domi-
nio del hombre. El valor del hijo como heredero es sólo
uno de los tres valores de éste; los otros dos: la fuerza
de trabajo y el sirviente, son los únicos que prevalecen
para las clases de hombres desposeídos y que no tienen
nada que legar a sus hijos.
La contradicción en el análisis de Engels reside en su
afirmación de que el matrimonio monógamo sólo se man-
tiene en las clases poseedoras y no en las desposeídas,
por cuanto en aquellas el hombre necesita un heredero a
quien legar sus bienes, condición superflua para quien
no los posee. La historia de las clases dominantes nos ex-
plica, con todo detalle, cómo el marido mantiene a su pri-
mera mujer legítima sólo mientras cumpla con su obli-
gación de producir los hijos varones que precisa —lo que
no le impide mantener al mismo tiempo una o varias
amantes. Cuando por esterilidad, de ella o de él mismo,
o por mala suerte, la mujer no llega a parir ningún hijo
varón, o éste muere en la infancia, el marido como Enri-
que VIII rompe el primer matrimonio y contrae uno más
o sucesivos, hasta conseguir el heredero deseado. Siempre
prima la necesidad de producir un heredero sobre la ins-
titución matrimonial monógama. Los historiadores han
reseñado con abundancia la práctica continuada de repu-
dios, divorcios y anulaciones, típica de las casas reinantes

6. Vida y tragedia de Isabel de Austria, págs. 72, 73, 81, 84, 97


y 173, Ed. Hymsa, Barcelona 1944.

463
cristianas. El propio Engels se corrige a sí mismo en los
párrafos siguientes: «Según lo ha demostrado todo lo
antes expuesto, la peculiaridad del progreso que se ma-
nifiesta en esta sucesión consecutiva de formas de matri-
monio, consiste en que se ha ido quitando más y más a
las mujeres, pero no a los hombres, la libertad sexual del
matrimonio por grupos. En efecto, el matrimonio por gru-
pos sigue existiendo hoy para los hombres. Lo que es
para la mujer un crimen de graves consecuencias legales
y sociales, se considera muy honroso para el hombre, o
a lo sumo como una ligera mancha moral que se lleva con
gusto...
»Era necesaria la monogamia de la mujer, pero no la
del hombre; tanto es así, que la monogamia de la primera
no ha sido el menor óbice para la poligamia descarada u
oculta del segundo.» ¿Dónde nos quedamos, en la mono-
gamia, o en la poligamia masculina y la esclavitud de las
mujeres?
Cada vez que Engels vuelve a hablar del tema, recti-
fica fundamentalmente la tesis anterior. Las contradiccio-
nes se repiten.
Cuando afirma que la monogamia se funda en el pre-
dominio del hombre, olvida que la poligamia constituye la
dictadura más absoluta del hombre sobre todas las mu-
jeres que le pertenecen en régimen de esclavitud. Dice
que la monogamia se instituye para asegurar la paternidad
indiscutible de los hijos, como si la poligamia admitiera
el adulterio de las esposas y de las concubinas. Cuando
explica que la familia monogámica se caracteriza por una
solidez mucho más grande de los lazos conyugales, que
«ya no pueden ser disueltos por deseo de cualesquiera de
las partes», añade inmediatamente que «el hombre sí
puede, como regla romper estos lazos y repudiar a su
mujer, al que se le otorga el derecho de infidelidad con-
yugal, sancionado al menos por la costumbre (el código
de Napoleón se lo concede expresamente, mientras no
tenga la concubina en el domicilio conyugal) y este dere-
cho se ejerce cada vez más ampliamente, a medida que
progresa la evolución social. Si la mujer se acuerda de las
antiguas prácticas sexuales y quiere renovarlas, es casti-
gada más rigurosamente que en ninguna época anterior».
Y este párrafo se ratifica en el siguiente:
«En cuanto a la mujer legítima se exige de ella que
tolere todo esto, y, a la vez, guarde una castidad y una

464
fidelidad conyugal rigurosas. Cierto es que la mujer griega
de la época heroica es más respetada que la del período
civilizado, sin embargo, para el hombre no es, a fin de
cuentas, más que la madre de sus hijos legítimos, sus here-
deros, la que gobierna la casa y vigila esclavas, de quienes
él tiene derecho a hacer, y hace, concubinas siempre que
se le antoje. La existencia de la esclavitud junto a la mo-
nogamia, la presencia de jóvenes y bellas cautivas que
pertenecen en cuerpo y alma al hombre, es lo que imprime
en su origen un carácter específico a la monogamia, que
sólo es monogamia para la mujer y no para el hombre. En
la actualidad conserva todavía este carácter.» 7
Las contradicciones en que va incurriendo Engels en
su conocida obra, manifiestan más frivolidad que rigor
científico en el análisis, y sorprenden en un investigador
tan riguroso, pero son consecuencia de su ignorancia so-
bre el carácter de clase explotada de la mujer. Su análisis
deambula torpemente por las vacilaciones de definir, unas
veces, a la mujer como sierva del hombre, e incluso es-
clava, y a continuación estudiar las relaciones entre el
hombre y la mujer en términos de igualdad. Los errores
se multiplican: cada vez que afirma que el matrimonio es
monógamo tiene que añadir que sólo para la mujer, con
lo que aquel se convierte en polígamo. Si llamamos poli-
gamia al matrimonio en el que el hombre no guarda fide-
lidad a una mujer, sino que mantiene relaciones se-
xuales con muchas, no es posible seguir hablando de
monogamia. Falto de la cualidad esencial (fidelidad tanto
del hombre como de la mujer), la institución matrimonial
ya no es la misma, y, por tanto, la monogamia no resulta
fundamental para entender ni la opresión de la mujer, ni
los intereses del hombre en el matrimonio.
La verdadera causa de la explotación de la mujer no
se puede hallar en una institución superestructural, sino
en las condiciones materiales que la institución pretende
defender. La conclusión de Engels es falsa porque parte
de una premisa errónea. No ha sido el matrimonio la
causa de la opresión femenina, sino su efecto.
El dominio sobre la facultad reproductora de la mu-
jer, y la utilización del hijo como fuerza de trabajo, como
sirviente y como heredero, por el hombre que le arrebata

7. El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado, Ed.


Ayuso, Madrid 1972, pág. 66.

465
su posesión a la mujer, ha sido la finalidad fundamental
de todas las clases de familia, a través de todos los modos
de producción. Se ha pasado del matrimonio por grupos a
la poligamia y a la monogamia legal, sin que la situación
de la mujer haya cambiado sustancialmente. Porque cada
modificación de la institución matrimonial se ha realizado
para que el hombre extrajera el mayor beneficio de la
reproducción. Nunca priva la institución legal sobre las
causas materiales, nunca es más importante la superes-
tructura jurídica que el modo de producción de bienes.
Sólo al cambiar o transformarse este último, se modifica
el primero, a fin de dar mayor agilidad a las relaciones
de producción entre las clases sociales.
Así, la mujer, obligada a reproducirse según la exigen-
cía del marido en función del mayor beneficio que éste
puede extraer de los hijos, ha pasado de ser esclava a
sierva, según las necesidades de fuerza de trabajo, de
sirvientes y de herederos, que precisara el modo de pro-
ducción doméstico, en primer lugar, y más tarde el modo
de producción dominante, feudal, capitalista o socialista
que se imponga a aquél. Y a la par de estos cambios se
ha transformado la institución legal del matrimonio. Tras
el matrimonio «in manu» romano o griego o judío, en el
que el «pater familiae» disponía incondicionalmente de la
vida de la mujer y de los hijos, la poligamia se instituyó
en unos países y la monogamia legal en otros. Pero tanto
en una como en otra forma de matrimonio la mujer ha
sido siempre el trabajador explotado, la clase dominada
por el hombre, que le extrae el producto de su trabajo,
mediante diversas coacciones, económicas y extraeconómi-
cas, en condiciones de explotación exhaustivas.
Según la clase social a que pertenezca, el hombre exi-
girá de sus mujeres la producción únicamente de sirvien-
tes y de fuerza de trabajo, o primará en su interés la ob-
tención de herederos de su fortuna, de sus títulos nobilia-
rios o de la sucesión del trono. Para conseguir la produc-
ción de una u otra clase de hijos, el hombre establece las
instituciones legales más aptas para el mantenimiento
de las relaciones de producción entre el hombre y la mu-
jer, en el seno del modo de producción doméstico, y esta
ley rige igual para la reproducción que para cualesquiera
otras relaciones de producción. Así, el rey que precisa un
heredero legítimo del trono no vacilará en repudiar a su
primera esposa para contraer un nuevo matrimonio que
466
será también sancionado por las leyes. El burgués que ha
conseguido ya un heredero de sus bienes decidirá engen-
drar otros vastagos bastardos, que utilizará como servi-
dores fieles, procurando que no pongan en peligro los de-
rechos hereditarios de su hijo legítimo. En caso contra-
rio, los repudiará, y cualquiera de estos amantes padres
si no alcanzan descendencia legítima, no vacilarán en
legalizar al hijo bastardo, mediante cualquier triquiñuela
jurídica, sin correspondencia con la reproducción natural.
Un análisis correcto de estas variantes de la conducta
masculina hubiese explicado a Engels la condición de cla-
se explotada de la mujer y el valor del hijo, no sólo como
heredero sino también como fuerza de trabajo y como
siervo y no hubiese caído en el error de atribuir a una
institución jurídica el valor de causa de lo que sólo es
efecto.
Resulta sorprendente comprobar que el principal dis-
cípulo de Marx y descubridor a su vez del materialismo
histórico, afirma que el origen de la monogamia «fue la
primera forma de familia que no se basaba en condiciones
naturales». Ni él ni nadie sabemos qué condiciones natu-
rales son las que obligan a una determinada forma de
familia.
Con la expresión «condiciones naturales» de la familia,
Engels da carta de crédito al ingenuo relato idealista del
hombre prehistórico cazador, que debe alimentar a una
esposa improductiva y pasiva y a una caterva de niños
que dependen de él, y que le esperan resignadamente en
la cueva a que regrese con la presa conquistada tras mul-
titud de fatigas y hasta con riesgo de la propia vida. Ya
hemos visto en el tomo I cómo semejante interpretación
de la historia ha quedado tan desprestigiada como un
cuento de hadas. No existen más imposiciones «naturales»
para establecer un determinado tipo de familia, que las de
obtener el mayor plusproducto de la mujer: cantidad y
calidad de hijos necesarios para el mantenimiento y la re-
producción del modo de producción doméstico.
La verdad es que la interpretación de Engels sobre el
origen de la familia traiciona las leyes de la dialéctica de
la naturaleza, de la que es uno de los más autorizados
descubridores. Las sucesivas y coetáneas formas de fami-
lia, responden siempre a las condiciones materiales del
ecosistema en que se desarrolla la sociedad que las adopta,
con el fin de asegurar el nivel de población requerido para

467
el mantenimiento de la misma estructura social. Resulta
por tanto, pueril afirmar que «la monogamia... de ninguna
manera fue el fruto del amor sexual individual, con el que
no tenía nada en común, siendo el cálculo, ahora como an-
tes, el móvil de los matrimonios. Fue la primera forma
de familia que no se basaba en condiciones naturales sino
económicas, y concretamente en el triunfo de la propiedad
privada sobre la 8propiedad común primitiva, originada
espontáneamente». Todas las formas de familia se origi-
nan y desarrollan a tenor de las necesidades económicas
de la comunidad y en la defensa de la propiedad privada,
aunquet sea la más primitiva: la del hijo, y no se han basa-
do nunca en «condiciones naturales».
La familia asegura el sometimiento de la mujer o mu-
jeres al marido, la producción de hijos y de bienes de
uso de que se apropiará éste, y opresión y dependencia
social de aquélla. La organización familiar es la superes-
tructura que refuerza los lazos afectivos y sociales de los
hijos al padre, y establece las normas de la utilización de
las fuerzas productivas, y ni la familia igualitaria ni la
comunidad idílica propietaria común de la tierra existie-
ron nunca: ni espontánea ni artificialmente. Porque la mu-
jer ha sido explotada siempre en la familia y porque de la
tierra jamás les corespondió a las mujeres propiedad
alguna.
Ya conocemos los datos suministrados por antropó-
logos y arqueólogos sobre las comunidades domésticas, a
través de los cuales se demuestra que ni la distribución
primitiva de la propiedad común de la tierra es tan iguali-
taria e idílica como pretendieron Engels y Morgan, ni mu-
cho menos la organización familiar se basa en el amor y en
la atracción sexual de los jóvenes. En el capítulo sobre
la explotación sexual en las comunidades domésticas del
tomo I 9 ha quedado suficientemente explicado el papel
que el amor y la atracción sexual de los jóvenes cumple
en la elección de los matrimonios. La necesidad de alcan-
zar el nivel de reproducción necesario para la superviven-
cia de la comunidad doméstica, marca la endogamia o la
exogamia, la venta de las esposas, las alianzas entre las
tribus, los intercambios comerciales entre diversas gens,

8. F. Engels, El origen de la familia, propiedad privada y el


Estado, pág. 76, Ed. Ayuso, Madrid 1972.
9. La razón feminista.

468
y el infanticidio o el femicidio. Las leyes de la reproduc-
ción dominan las relaciones de producción, y se cumplen
inexorablemente tanto en las comunidades que se alimen-
tan de la caza y la recolección, como las que utilizan la
agricultura para el mismo fin. Independientemente de que
los pueblos sean nómadas o sedentarios, que los hombres
posean la tierra en régimen comunal o de propiedad in-
dividual; las cuestiones de población —la demografía de
los economistas— priman sobre las de producción. Por
tanto, la propiedad privada que impone sus leyes no es
la de la tierra ni la de los ganados, sino la de la fuerza de
trabajo humana. El hijo como fuerza de trabajo, como
siervo y como heredero.
No creo necesario repetir aquí los conceptos que ya
he desarrollado largamente en el tomo I y en los capítulos
que anteceden. Únicamente me parece obligado un breve
repaso sobre la conducta de algunas sociedades primitivas
respecto a los tabús de la virginidad y del adulterio, por
su referencia al valor del hijo como heredero.
El conocimiento del comportamiento de los hombres
de las comunidades domésticas —según Engels las que
practican el comunismo primitivo— respecto a sus muje-
res, en los temas de la virginidad y del adulterio, resulta
suficientemente desmitificador de la supuesta igualdad
entre el hombre y la mujer en estos pueblos, tesis que
ha sido el origen de muchos de los errores cometidos por
los ideólogos en el estudio de la opresión de la mujer.
El valor del hijo como heredero es tan estimado entre
los habitantes de África Central o de las islas de la Poli-
nesia, como entre nuestros adinerados burgueses. Veamos
los datos.

/. Virginidad y adulterio

Para aquellos pueblos que conocen el papel del hom-


bre en la reprodución, el tabú de la virginidad se impone,
bajo severas penas, a las mujeres. Entre los pueblos pri-
mitivos encontramos a los fulups de Guinea Portuguesa
que prometen a los niños y a las niñas en matrimonio
durante su primera infancia. La boda que el padre quiere
es la que se celebra, la que desaprueba no se efectúa, y el
novio exige de su novia, que ha sido casada sin su con-
sentimiento, una absoluta virginidad, y si en la noche

469
de bodas comprueba que no es virgen, la devuelve a casa
de sus padres, con insultos a la muchacha y a los padres
de ésta.
Uno de los muchachos consultados explicó: «Las mu-
chachas opinan que sería preferible la muerte antes que
entregarse a un hombre sin estar casadas, y como el amor
hacia el hombre raras veces es mayor que el amor que
se tiene a la propia vida, en ninguna parte como entre
nosotros son tan decentes las muchachas.» Sin embargo,
las muchachas antes de casarse tienen relaciones amoro-
sas con muchos hombres, pero con la condición de que
la desfloración han de reservarla para el hombre con
quien se casan.
Entre los Shambalas, los misioneros más antiguos
conocieron la costumbre de entregar una parte del precio
de la novia a la madre de ésta, como recompensa a sus
cuidados, si conseguía que la hija llegara virgen al matri-
monio.
Los nandis del África Oriental, relata Bryk, someten
a la novia a la siguiente ceremonia: «Por la noche la mu-
chacha se sienta en el banco de cuatro patas, en el que,
fuera de ella, no puede sentarse ninguna otra criatura del
sexo femenino, separa las piernas y las comadres del
lugar —la madre no se halla presente— examinan sus par-
tes pudendas detenidamente. Si encuentran que todavía
es virgen, las mujeres la besan, todas se alegran, e incluso
el padre, al enterarse, hará matar una vaca para celé-
bralo.»
Los watusis del África Central exigen de sus novias la
virginidad e incluso una conducta modesta y timorata res-
pecto a las relaciones sexuales. Después de la boda la
novia tiene que resistir tanto cuanto pueda los requeri-
mientos del marido, y cada mañana las amigas le pregun-
tan cuál ha sido el resultado de su resistencia, que suele
ceder a los cinco o seis días de la boda.
Los dinkas estiman en muy alto grado la virginidad, de
tal modo que una muchacha soltera puede exigir a su
amante que se case con ella, y si él rehusa sabe que se
expone a tener que pagar de diez a veinte cabezas de ga-
nado, para resarcirla de la pérdida de su virginidad, que
le hará muy difícil en lo sucesivo encontrar marido.
En las islas y atolones de la Polinesia, famosas por la
libertad sexual de que disfrutan las jóvenes antes del ma-
trimonio, se mantenía el tabú de la virginidad exclusiva-

470
mente para las jóvenes hijas de los nobles jefes de las
numerosas islas. Es decir para aquellas cuya posición
social las hacía herederas de bienes y de prestigio, que
transmitirían a sus hijos, y que estaban destinadas a ca-
sarse con los hijos de otros nobles de las islas, por lo que
el valor de su virginidad daría la seguridad a su marido
de no haber pertenecido a otros hombres.
Sobre este aspecto del tabú de la virginidad escribe
Margaret Mead: «El doble requisito de ceder a las nece-
sidades sexuales de los hombres, y al mismo tiempo pre-
sentar las señales de virginidad en el momento de la
boda, parecen incompatibles; esta incompatibilidad se
resolvió de momento imponiendo la carga de la virginidad
no a toda la población femenina joven, sino sólo a la "tau-
pou", a la reina ritual de la aldea. A esta joven se la vigi-
laba más que a las otras y se le evitaba cualquier ocasión
de tentación.» :0 En todo caso, «la taupou» tenía la obli-
gación de conservar su pureza.
Pero también «la hija de una familia de categoría de-
bería ser virgen a la hora de la boda», sigue escribiendo
M. Mead. «El consejero oficial del novio tendría que po-
der mostrar a los invitados reunidos sus dedos, envueltos
en una tela blanca empapada en sangre. Pero si una mu-
chacha ya no es virgen, debe tener suficiente valor para
confesarlo a las ancianas de su familia, y entonces éstas
se procuran un sustitutivo mediante sangre de gallina.
Así vemos cómo un pueblo ha encontrado el medio de
reconocer socialmente la desfloración prematrimonial, y
de este modo podría repetirse por lo menos en apa-
riencia.» l l
La indiferencia, frente a la virginidad, de los pueblos
polinesios, señalada por los antropólogos que han hecho
trabajos de campo entre ellos, más aparente que real,
según se desprende de este relato de Margaret Mead, se
deriva de la ignorancia de estos pueblos respecto al papel
del hombre en la fecundación, por lo que sus relaciones
de parentesco se cimentan sobre la única conocida, la re-
lación madre e hijo. Pero esta sucesión matrimonial no
significa que la madre tenga el poder decisorio sobre los
hijos, que lo detenta el hermano de la madre. El tío es
el que decide sobre todas las cuestiones de los sobrinos,

10. Macho y Hembra. Ed. Tiempo Nuevo. Buenos Aires, 1972.


11. Id., pág. 101.

471
así como tiene el deber de protegerles y de legarles los
bienes. Establecidas de tal forma las normas de la heren-
cia, podría resultar indiferente conocer con exactitud de
qué padres son hijos sus sobrinos, pero veremos más ade-
lante cómo en cambio se imponen normas muy estrictas
a las mujeres para el cumplimiento del tabú del adulterio,
por lo que no sólo el conocimiento de la paternidad bioló-
gica es importante para el hombre, sino sobre todo el
control y el dominio de las mujeres, para mantener el
cual se disponen severas restricciones a su libertad.
La ignorancia de la fecundación masculina puede indu-
cir a despreciar la virginidad o a considerarla lo suficien-
temente molesta para que el novio no desee desflorar a la
novia, y busque un sustituto en tal tarea. Pero este enfo-
que contrario al mito de la virginidad, no supone en ningún
momento ventaja alguna para la mujer. Se trata únicamen-
te de eliminar un estorbo para hacer más gratas las relacio-
nes sexuales para el hombre, y en muchas ocasiones los
ritos de desfloración suponen mayores humillaciones y
sufrimientos, para las muchachas, que los habituales de
la noche de bodas. En ninguno de los pueblos naturales
estudiados se encuentra una situación de igualdad entre
los hombres y las mujeres. La primera y fundamental ex-
plotación de la mujer es la sexual, en la que todos los
hombres reafirman su papel de clase dominante. En to-
das las sociedades los hijos son propiedad del padre le-
gal, les sea, o no, indiferente el conocimiento de su pater-
nidad biológica.
En la institución de la paternidad legal las sociedades na-
turales coinciden con las civilizadas, en las que los códigos
civiles —herederos la mayoría de la legislación napoleóni-
ca— tanto de Europa como de América Latina, estipulaban
hasta hace pocos días —en algunos todavía se halla vigen-
te— que el hijo legítimo lo sería siempre del padre legal,
prohibiendo explícitamente la investigación de la paterni-
dad. Como se ve los hombres no han inventado argucias
muy originales en el curso de los últimos miles de años
para mantener su explotación sobre la mujer.
En algunas tribus de Asia del Sudeste el padre tenía
la obligación de desflorar a su hija, en otras esta obliga-
ción correspondía a algún forastero, al que se remune-
raba en pago del servicio. Pero ninguno de ellos debía
consumar el coito con la joven, que quedaba reservado al
marido, para asegurar la legitimidad de la procreación.

472
Respecto a los Masai, Ploss y Bartels escriben: «Se-
gún Merker, entre los masai se practica todavía hoy el
"jus primae noctis" como continuación de una antigua
costumbre. Este derecho corresponde allí a uno o dos
compañeros de armas del joven marido. El que no conce-
de el derecho de primera noche cuando se le pide, es
objeto de insultos. Está negando a otros algo a lo que
tienen derecho, y por lo tanto debe cuidar de que duran-
te los días siguientes no le roben algunas cabezas de
ganado vacuno, ya que no tendría derecho a protestar.»
La que no tiene nunca derecho a protestar es la mujer.
Las tribus australianas no conocen la relación bioló-
gica de la paternidad, y creen que son los espíritus del
agua los que fecundan a la mujer cuando se baña, ya que
en aquellas regiones desérticas el agua es el recurso más
necesario para fertilizar la tierra. Pero esta ignorancia no
proporciona ventaja alguna a las mujeres de las tribus.
Ploss y Bartels describen los ritos a que someten a las
púberes, antes de casarse, de este modo:
«Es horrible el modo inconcebiblemente brutal con
que algunas tribus australianas del río Peak ensanchan
la vagina de las niñas hasta que alcanzan la dimensión
apetecida. Cuando a la niña empiezan a crecerle los se-
nos y a cubrírsele de vello el pubis, un grupo de hombres
la raptan y se la llevan a un lugar solitario; allí la extien-
den sobre el suelo, un hombre la sujeta los brazos, otro
las piernas y el que es considerado como de mayor cate-
goría introduce primero un dedo en la vagina de la niña,
luego dos y finalmente cuatro dedos. Cuando la pobre
criatura regresa a la choza de su poblado no puede salir
de ella durante tres o cuatro días debido al cruel trato
de que ha sido víctima. Pero tan pronto como le es posi-
ble salir de la choza es perseguida por los hombres hasta
cualquier rincón, donde se ve obligada a cohabitar con
cinco o seis de ellos. Desde entonces puede vivir en ma-
trimonio con el hombre a quien fue prometida durante su
infancia.» n
Las prohibiciones impuestas respecto al adulterio de
la mujer son aún más universales, y su cumplimiento se
exige con gran severidad por una gran parte de pueblos
naturales. En general, sobre todo, por los que conocen la

12. La hembra en las ciencias naturales y en la etnología, pági-


na 570.

473
fisiología de la reproducción. Y en otros, como entre los
melanesios y polinesios, ni siquiera esa ignorancia salva,
a veces, a la mujer del castigo.
Los manús que viven en una de las islas del Almiran-
tazgo prohiben el adulterio de la mujer, bajo pena de
indemnización económica, mientras que los hombres que
viajan continuamente entre las islas vecinas mantienen
relaciones sexuales con las mujeres de las demás tribus.
Los australianos, pese a no haber descubierto todavía
la paternidad biológica, exigen fidelidad absoluta a las
mujeres, mientras permiten toda clase de relaciones se-
xuales a los maridos, y en especial a las que están casadas
con los hombres más ancianos y prestigiosos de la horda,
a los que darán hijos que serán sus herederos de los mis-
mos privilegiados sociales.
Los ejemplos de restricciones y de prohibiciones del
adulterio de la mujer se multiplican. En las islas Owo
Raha y Owa Riki, de las Salomón, los jóvenes están auto-
rizados a desarrollar juegos sexuales antes del matrimo-
nio, pero una vez contraído se exige una rigurosa fideli-
dad, sobre todo a la mujer. Un adulterio que llega a ha-
cerse público constituye un gran oprobio. Un número re-
lativamente elevado de suicidios se produce como conse-
cuencia de la vergüenza padecida. La mujer del jefe de
las islas se quitó la vida porque había cometido adulterio
y se descubrió. Un hombre acusó duramente a su mujer
de adúltera en presencia de unos invitados, y ella se sin-
tió tan avergonzada que se quitó la vida ahorcándose. Otro
hombre pegó a su mujer por haber cometido adulterio,
entonces ella consideró que ya no valía la pena seguir vi-
viendo y también se ahorcó.
Los bayots de Niambalan (África Occidental), exigen
fidelidad en el matrimonio, tanto al hombre como a la
mujer, pero si la mujer comete adulterio le propinan una
buena paliza; en cambio al amante no le ocurre nada,
porque consideran que si la mujer no hubiera querido, el
hombre no habría conseguido sus fines.
Entre los indios de las Praderas de América del Norte,
el adulterio de la mujer está castigado con la mutilación de
alguno de sus miembros, generalmente de la nariz. En los
antiguos relatos de viajes pueden verse de vez en cuando
algunas mujeres mutiladas de tal manera.
Los mankayas de la Guinea Portuguesa, conceden li-
bertad sexual a las jóvenes antes del matrimonio, pero

474
les exigen igualmente fidelidad después del matrimonio,
aunque permiten a los maridos relaciones sexuales extra-
matrimoniales. En otros pueblos africanos el adulterio de
la mujer no es causa de divorcio ni suele castigarse con
penas corporales, pero da lugar a una multa o indemni-
zación al marido traicionado. El adúltero suele venir obli-
gado a pagar una multa más o menos elevada, que por
ejemplo, entre los dinkas del Nilo, en África del Norte, es
de dos a seis vacas. En caso de que como consecuencia
de sus relaciones adúlteras la mujer quedara embarazada,
el castigo sería mucho mayor. Algunos autores explican
que los nativos parten de la consideración de que la ca-
pacidad de trabajo de la mujer queda mermada durante
un período de tiempo mucho más largo, debido a su
preñez, y por ello el hombre culpable tiene que pagar
una indemnización. Para determinar más exactamente la
causalidad de esta norma, sería preciso averiguar la polí-
tica de natalidad que rige en la tribu. La práctica habitual
del infanticidio nos explicaría el deseo de limitar la pobla-
ción, que sería coherente con el rechazo a aceptar los
hijos adúlteros. Aunque, en todo caso, el hijo producto de
un adulterio, siempre puede constituir una fuente de pro-
blemas para el marido.
Cualquiera de tales causas justifica el pago de la in-
demnización por parte del amante, pero el castigo de la
mujer suele ser también siempre el mismo: una buena
paliza, que se le propina aun cuando, en muchas tribus,
la norma de indemnizar el adulterio con una compensa-
ción en dinero o en ganado, ha hecho que entre los hom-
bres de esas tribus africanas se vea con buenos ojos el
adulterio de la mujer que les ha de reportar ventajas eco-
nómicas, y por tanto induzcan a sus mujeres a cometerlo.
Los nandis, de África Oriental, sin embargo, además
de obligar al amante a pagar al marido una multa elevada,
matan sin remisión a la mujer adúltera. A veces después
de largos suplicios. De los nandis es el siguiente relato de
la venganza de un marido engañado.
«Una mujer joven acababa de casarse con un anciano.
Antes de que la joven fuera circuncidada había tenido va-
rias veces relaciones íntimas con "layonis" (jóvenes incir-
cuncisos). Una vez en que su marido se había ido a beber
cerveza, ella llevó a cinco "layonis" a su choza, con los
cuales tuvo relaciones sexuales uno tras otro, mientras
uno de ellos vigilaba fuera de la choza. Fue haciéndose

475
tarde y los muchachos empezaron a descuidar la vigi-
lancia, hasta el punto en que regresó el anciano y hubo
una fenomenal pelea, de la cual salió el viejo vencedor,
porque jamás se atrevería un incircunciso a defenderse
contra un circunciso. No obstante, los "layonis" y la mu-
jer consiguieron huir y ella pasó la noche en casa de una
amiga. A la mañana siguiente, otro anciano llevó a la mu-
jer de nuevo a su casa.
»E1 viejo no hizo referencia alguna a lo ocurrido du-
rante la noche pasada, mandó a su mujer que hiciera la
comida y luego le dio pimienta para que la moliera. Dijo
después a su hermano menor que quería matar una vaca
y que para ello necesitaba la pimienta. Por la noche cerró
la casa con cuidado, luego ató a la mujer y comenzó a afi-
lar el cuchillo. Primero fue haciendo cortes a lo largo de
todo el lado derecho del cuerpo de su mujer; después hizo
lo mismo con el lado izquierdo. La mujer, sangraba abun-
dantemente, se retorcía de dolor y daba terribles gemi-
dos, pero el hombre no estaba aún satisfecho, sino que
empezó a aplicar pimienta a las heridas.
»Los vecinos habían acudido corriendo y desde fuera
de la choza gritaban diciendo que no la matase, pero esto
aumentaba el furor del marido, que empezó a hacer en el
cuerpo cortes transversales que finalmente frotó también
con pimienta. No estuvo satisfecho hasta que la mujer
perdió el conocimiento. La mujer sobrevivió a la cruel
venganza de su marido, pero su belleza se desvaneció para
siempre. Cuando unos blancos reprocharon a los habitan-
tes de la aldea no haber impedido aquellos malos tratos,
respondieron: "Después de todo, es su mujer. La com-
pró."» u
Bronislaws Malinowski, que en la mayoría de sus textos
ha hecho un relato idílico de la vida de los pueblos poli-
nesios, describe varios sucesos acaecidos durante su es-
tancia con los nativos:
«Bogonela, la esposa más joven de las dos que tenía
un jefe de aldea, amaba a un hombre llamado Kaukweda
más que a su propio marido. Un día en que éste había em-
prendido un viaje de negocios, los dos amantes aprovecha-
ron la ocasión, pero la esposa de más edad los había
vigilado. Durante la noche oyó ruidos y los sorprendió a
ambos. En la aldea se provocó un escándalo enorme y la

13. El Eros de los negros, pág. 107.

476
mujer culpable fue acusada e insultada públicamente por
las parientas del marido. "¡Te gustan demasiado los exce-
sos sexuales, quieres demasiado a otros hombres!" Bogo-
nela hizo lo que en este caso prescribía la costumbre que
hiciera una mujer de honor, pero en realidad en muy
raras ocasiones se cumplía. Se puso sus mejores vestidos,
se engalanó con todas sus joyas y trepó a lo alto de u n
cocotero en medio del poblado. Su hija, de corta edad, se
hallaba llorando debajo del árbol. Bogonela confió la hija
al cuidado de la mujer de más edad y dio el salto mortal.
Falleció en el acto.» 14
En otra aldea, en la misma región, un hombre ya en-
trado en años comprobó una noche que su esposa, muy
joven, se deslizaba fuera de la choza, y la siguió disimula-
damente. Pudo observar como entraba en la choza de un
soltero, donde permaneció bastante rato. El marido, enfu-
recido, le dio una buena paliza, y luego la llevó a casa de
su padre, que la castigó por el mismo método correctivo.
Luego hizo que el suegro le entregara el cerdo y la paz
conyugal quedó así restablecida.
En las islas Tobriand, explica Malinwski, Gumaluye
se había casado con Kutawouya, pero estaba enamorado
de Ylapanuka y llegó a tener relaciones íntimas con ella...
Un día se produjo una disputa violenta. La voz de Kuta-
wouya resonaba estridente por toda la aldea: «¡Tú nun-
ca estás cansado de placeres sexuales! ¡Siempre quieres lo
mismo! ¡Nunca está satisfecho!» La mujer estaba fuera
de sí y provocó al marido hasta el punto de que éste la
golpeó hasta hacerle perder el conocimiento. A la mañana
siguiente la mujer se envenenó» 15 (El subrayado es mío.)
«La linda Isakapu era una esposa ideal, según afirman
todavía hoy las comadres, fiel y laboriosa, pero su mari-
do la perseguía constantemente con unos celos exagera-
dos. Una vez, después de una prolongada ausencia, al
regresar el marido provocó una terrible escena de celos,
insultó a su mujer dando grandes gritos, de suerte que
toda la gente le oía, y le dio una fuerte paliza. La mujer
corría por todo el poblado gritando: "Estoy herida por
todo el cuerpo. Me duele la cabeza y la espalda. ¡Me su-
biré a un árbol y me arrojaré desde él!" Al día siguiente

14. Tomado de Bronislaw Malinowski.


15. Adolf Tüllman, La vida amorosa de los pueblos naturales,
pág. 66, Ed. Corona, Barcelona 1963.

477
puso en obra sus palabras: vistióse sus mejores prendas
y trepó a una palmera. Luego gritó a su marido: ¡Kab-
waynaka, acércate! ¡Mírame! ¡Nunca te he engañado!
¡Tú me pegaste e insultaste sin motivo! ¡Ahora voy a
matarme!» El marido trató de subir también al árbol,
pero cuando se hallaba a mitad de su altura, la mujer se
arrojó de lo alto y se mató. 16 Malinowski no nos cuenta
que los maridos causantes de tales tragedias recibieran
ninguna clase de castigo o de repudio por parte de los
demás miembros de la tribu. Lloraron a la muerta pero
el marido siguió viviendo tranquilo y respetado en la co-
munidad, y pudo seleccionar rápidamente a otra mujer.
Las tragedias derivadas de relaciones adúlteras de la
mujer, se repiten en todas partes del mundo y bajo todos
los modos de producción, de las que no quedan a salvo
las sociedades llamadas naturales, Simbo Janira habla de
un jefe menor de la tribu de los isansu (África Oriental).
«Un día al regresar de Mkalama, le dijeron sus mujeres:
Tu mujer tiene a fulano por amante. Jumbe se enfureció
mucho y dio tan fuerte paliza a la adúltera, que ésta mu-
rió poco después.» 17 Entre los nandis de África Oriental
la tribu en donde un marido llenó de heridas, que roció de
pimienta el cuerpo de su mujer, un marido se enteró de la
infidelidad de su mujer cuando ésta se encontraba ya en
el último mes de su embarazo. Le pegó hasta dejarla medio
muerta y luego le arrojó la lanza con la que le atravesó
el cuello. Y por este delito fue condenado a dos años de
cárcel.
Al mismo tiempo los hombres nandis son polígamos, y
la primera esposa acepta con naturalidad que su marido
busque otra u otras mujeres para llevarlas a la casa. No
es raro que el marido le diga francamente a su mujer,
poco después del matrimonio, que le gustaría amar a otra
mujer y que ella misma le ayude a procurársela. Es na-
tural entonces que la esposa le traiga a la cama a su pro-
pia amiga, y que intente convencerla si ella no está dis-
puesta en seguida a hacer caso de sus deseos. Pero Bryk
cita el caso de una mujer nandi que cumplió este encargo
del marido y le llevó a la casa a su propia rival, pero lue-
go se ahorcó. En ninguno de estos relatos aparece el ma-

16. Adolf Tüllman, Vida sexual de los salvajes, id., pág. 103.
17. Adolf Tüllman, La vida amorosa de los pueblos naturales,
pág. 64, Ed. Corona, Barcelona 1963.

478
rido muerto, suicidado o desprestigiado. La mujer es
siempre la víctima, tanto del castigo por adulterio, como
de los múltiples adulterios del marido.
Las más truculentas historias se desarrollaron entre
los esquimales, contradiciendo la fábula contada por los
viajeros blancos de que los maridos ofrecen sus mujeres
a todos los visitantes con encantadora amabilidad. Cos-
tumbre que constituye, por otro lado, una forma de pros-
titución muy conocida por nosotros. El médico danés
Arne Hoygaard en Groenlandia Oriental cuenta que había
participado en una fiesta improvisada y que había bailado
con varias mujeres esquimales. «Nuestro viaje a Kulusuk
había de tener un epílogo. Al cabo de unos días llegaron
unos kalaks a Taseessaq y dijeron que uno de los cazado-
res le había clavado un cuchillo a su mujer en el muslo
porque había bailado tanto conmigo... la cuchillada en el
muslo de la mujer constituye en Angmagsalik una anti-
gua tradición. Pero los cazadores esquimales poseen bue-
nos conocimientos de anatomía y nunca cortan con el
cuchillo ninguna vena importante de modo que la herida
pueda resultar peligrosa.» El último comentario de Hoy-
gaard es una joya de ideología machista. «Tampoco creo
que la mujer se sintiera especialmente indignada por el
trato que le infligió su marido. Más bien constituyó para
ella una demostración de que aún estaba vivo el amor que
le tenía a su esposa, y la mujer se habría sentido decepcio-
nada si éste no hubiera obrado como lo hizo.» 18
Para cerrar este apartado sobre la represión del adul-
terio femenino en los pueblos naturales, basta el relato
esquimal de que nos habla un mito, que se basa segura-
mente en un hecho real. El esquimal estaba alarmado por
las frecuentes ausencias de su mujer, de modo que una
vez decidió seguirla. Entonces vio cómo del agua de un
pequeño lago surgía un hombre apuesto y cohabitaba con
ella. Al día siguiente, cuando sabía que su mujer se halla-
ba en el iglú, el marido se dirigió hacia el lago, pronunció
allí la palabra mágica que había oído pronunciar a su
mujer, aguardó a que el hombre apareciera, lo mató y
llevó el cadáver a su casa. La mujer se había acostado ya,
por lo cual el marido pudo hacer pedazos el cuerpo del
muerto tranquilamente y guisarlo. La mujer encontró buen

18. Adolf Tullirían, En la zona de los témpanos flotantes. Ob.


cit., pág. 81.

479
sabor a aquella carne y preguntó de dónde procedía.
«¡Quizá sea la carne de tu amante!» Al oír esto, la mujer
se desmayó. Luego cubrió la mujer con pieles, fue a bus-
car un glotón, un zorro y otros animales y los metió tam-
bién debajo de las pieles, que ató formando un saco. Los
animales fueron devorando poco a poco a la mujer.19
No es preciso hacer un nuevo repaso de la explotación
y de la opresión de la mujer, con su cortejo de prohibi-
ciones y castigos a las adúlteras y a las doncellas desflo-
radas, en la India, en la China o en Egipto, donde durante
siglos dominó el modo de producción asiático.
No es la propiedad privada de la tierra o de los recur-
sos naturales, la que crea la primera contradicción entre
los sexos, sino que ésta viene dada por su propia dialécti-
ca de explotador-hombre y explotada-mujer, para obte-
ner de ésta los beneficios de su producción de hijos y de
su explotación sexual y económica.
Hoy, en todos los pueblos civilizados, las mujeres de
los hombres de las clases dominantes son productoras de
hijos cuyo papel es el de herederos de la estirpe, del ape-
llido, y del poder político, económico y religioso de su pa-
dre. Esas mujeres no pueden detentar el poder que retie-
ne en exclusiva el marido, ni la disposición de los me-
dios de producción, que les son ajenos. Ni siquiera po-
seen su propia identidad. Son las esposas del rey o del
noble o del burgués. Adquieren su apellido, viven en su
casa, disfrutan de los bienes que les ceden y paren los
hijos para entregárselos al padre. Si cumplen obediente-
mente su papel disfrutarán de una vejez plácida, y serán
repudiadas, abandonadas o marginadas en un rincón, si
no lo hacen.
Entre estos dos destinos transcurre la historia de las
esposas de los hombres de las clases dominantes. Uno u
otro será el reservado para la hija de reyes, de nobles o
de burgueses. Y su supuesta ascendencia de clase no la
salvará de ser explotada y utilizada exclusivamente como
reproductora de hijos, cuyo principal valor es de herede-
ros del padre.

19. Tomado de Adolf Tullirían, Los últimos reyes de Thule, pá-


gina 163. Ob. cit., pág. 82.

480
NOTAS
«Se menciona, por ejemplo, la costumbre de la "covada",
de acuerdo con la cual, según se afirma por antropólogos
y etnólogos, cuando una mujer daba a luz, el que se acostaba
en el lecho, con el recién nacido al lado y permanecía durante
varios días recibiendo las congratulaciones y los obsequios de
familiares y amigos, era el hombre. El impenitente viajero y
explorador que fue Marco Polo, nos narra en sus Viajes que,
pasando por la provincia de Ardanda o Zardandán, en Mongo-
lia, pudo observar dicha costumbre entre los habitantes del
lugar. "Los hombres son todos caballeros —nos dice— y su
costumbre es no hacer otra cosa que servir en el ejército. Las
mujeres lo hacen todo, ayudadas por los esclavos que poseen.
Cuando una mujer ha dado a luz, el marido permanece en
cama durante cuarenta días, durante los cuales él limpia y
arregla al niño y esto lo hacen porque dicen que la mujer
ha sufrido mucho llevando durante unos meses el peso del
niño y quieren que descanse. Todos los amigos van a ver al
marido en cama y hacen gran fiesta. La mujer se levanta del
lecho, atiende a los quehaceres de la casa y sirve al marido
en la cama." Según ¿afargue, Strabon sostiene la existencia
de esta costumbre entre los íberos y habla del llamado "parto
de Vizcaya", donde "la mujer pare, el marido se acuesta,
gime y se contorsiona y los compadres y comadres del vecin-
dario van a cumplimentarlos por su feliz alumbramiento. En
Argonáutica, II 1009-15, Apolonio de Rhodas afirma que "las
mujeres del Ponto Euxino cuando han dado hijos a sus ma-
ridos, son los hombres los que gimen, caídos en sus lechos,
envuelta la cabeza, y las mujeres cuidan bien a sus maridos,
hácenles comer y les preparan los baños que convienen a las
paridas". Plutarco, por su parte, dice que "los ciprios se me-
ten en cama e imitan las contorsiones de la mujer durante el
parto".
»En su ensayo sobre la Couvade en Sudamérica, María
A. Carluci informa que se han encontrado manifestaciones de
esa costumbre en 124 tribus de la América del Sur, a todo lo
largo y ancho de esa parte del continente americano desde
las márgenes del Magdalena a la Tierra de Fuego. Un mapa
confeccionado por la propia autora muestra la distribución
de la covada por todo el mundo, a través de los cinco continen-
tes.
»Cada autor que ha tratado este tema, ha pretendido inter-
pretarlo. Letouneau, Chanvalan, Bastían y otros han intentado
explicaciones de carácter mágico; Mayreder, Corre, Lafitau, lo
han hecho desde el punto de vista sicológico; Quandt, Joest
y Koch-Grümbert desde un ángulo utilitario. Pero, por otra
parte, Malinowsky, en su obra Sex and Repression in Savage
Society dice que "la covada es la más extrema forma de afir-
mación de la paternidad y sirve para acentuar la relación de

481
16
legitimidad necesaria entre padre e hijo"; Letourneau, modifi-
cando criterios anteriores: "Esta práctica tan singular tiene
evidentemente por fin principal proclamar la participación del
padre en el nacimiento de su hijo. Ello remontaría seguramen-
te a la época donde se sospechaba esta participación sin ser
bien seguro"; Maurel, estima que como la nliación de los varo-
nes descansa en una ficción, era necesario para la mente pri-
mitiva demostrar esta consanguinidad por medio de un hecho
sensible, el simulacro del parto y Bastían, que, con el adveni-
miento del patriarcado, el hombre fingió los sufrimientos de la
madre que da a luz, atribuyéndose este rito el derecho inme-
diato sobre el hijo que había nacido.»

Mujer y sociedad (Silvio de la Torre), Edic. Universitaria,


capítulo II: «El régimen esclavista», La Habana, Cuba.
B) La familia patriarcal.
«Paul Lafargue hace, a nuestro juicio el comentario más
acertado de la covada cuando dice que "el citado alumbra-
miento", mejor aún, la grotesca parodia del alumbramiento,
es una de las más grandes supercherías que el hombre em-
pleó para desposeer a la mujer de su cualidad de jefe de la
familia y de sus bienes. El parto proclamaba bien alto el
derecho superior de la mujer en la familia, y el hombre quiso
parodiarle torpemente para convencerse de que era el autor
de la criatura.»
«La familia paternal entró en el mundo escoltada por la
discordia, el crimen y la más degradante de las farsas.»
«La mayoría de los autores que se han ocupado del tema
consideran que esta costumbre nació de los ritos creados para
asegurar que el hijo era de quien legítimamente aparecía
como su padre; es decir, una forma de asegurar, social y reli-
giosamente, la paternidad. No es muy distinto de lo que su-
cede con los códigos burgueses cuando reproducen el viejo
principio jurídico de los códigos romanos de que "pater est
quo nuptias demostrant", o, lo que es lo mismo, que, para
todos los efectos legales, el esposo de una mujer es el padre
de sus hijos.»

Mujer y sociedad (Silvio de la Torre), Editora Universitaria,


La Habana, Cuba, capítulo II: «La sociedad esclavista».
B) La familia patriarcal. Pág. 56.

4S2
QUINTA PARTE

AMOR DE MADRE
CAPÍTULO I
EL CUARTO MANDAMIENTO

«Son varios los autores dedicados en la actualidad al


estudio de la crianza por medio de nodrizas y de las no-
drizas mismas. Hasta finales del siglo xix, se encuentra esta
estricta separación de sus esposos de ciertas amas bien
situadas. Cuando se hayan aclarado los aspectos económi-
cos de esta práctica y sus diversas justificaciones, se po-
drá responder mejor a la cuestión relativa a la indiferen-
cia o el apego al hijo y escribir un capítulo de la historia,
muy mal conocida, del amor maternal.»

El hecho femenino, Evelyn Sullerot, capítulo «La so-


ciedad», pág. 452.

«La maternidad no es un derecho puesto que la mujer


no es libre de no ser madre.»
JEANNE DEROIN

El corazón se inflama de buenos sentimientos, las lá-


grimas acuden a los ojos y todos los mortales se emocio-
nan cuando se pronuncian estas tres palabras: amor de
madre. El más desinteresado, el más sublime, el único
eterno, incondicional e irreversible. Universal porque to-
das las mujeres lo sienten, aún aquellas que nunca han
sido madres, pero cuyo irreprimible instinto les hace
desear apasionadamente el gran placer de estrechar a un
niño en su seno. Instintivo y animal puesto que todas las
hembras, sobre todo las mamíferas lo poseen más allá de
su propio instinto de supervivencia, más allá de su pro-
pia comodidad, necesidades o deseos. Una madre dará

485
la vida por su hijo si es preciso, lo alimentará con su pro-
pia comida, se privará de todos los lujos y hasta de sus
necesidades, para proporcionarle vestido, educación, co-
modidades. Una madre nunca antepondrá su propio bie-
nestar al de su hijo. Una madre soportará los caprichos
de un marido cruel, las impertinencias de un jefe descon-
siderado, las extemporaneidades de un padre exigente, las
torturas del carcelero, cualquier sufrimiento sin tasa ni
medida, para evitarle a su hijo los padecimientos de la
desnutrición o de la enfermedad.
Por ello, todas las mujeres desean ser madres. Su
amor por los hijos sobrepasa y borra las dificultades o los
sufrimientos que puedan causarles. Una mujer cuando se
transforma en madre obtiene placer sólo sabiendo que
sus hijos se encuentran bien y son felices. No espera nada
de ellos. Lo da todo sin recibir nada a cambio, pero en
esa tregua total ella recibe la mejor compensación.
Todos estamos seguros de que el amor materno es la
condición que ha permitido que la especie no se extinguie-
ra. Y nunca lo hemos puesto en duda, porque era indis-
cutible. Hace algunos años, antes del «boom» del feminis-
mo en España, cuando toda mi tarea en favor de la mu-
jer tenía que reducirse a algunos artículos, libros y con-
ferencias al año, dirigidas a un público acomodado, en
su mayoría hombres, al final de la sesión tenía siempre
que responder a algún interlocutor, que para demostrarme
lo estéril de mi labor, resaltaba el ejemplo del amor ma-
terno de las ovejas y de las palomas, como molde de com-
paración indiscutible con el destino femenino, ante la con-
gratulación del resto del público. Los casos de sacrificio,
incluso de inmolación de madres por sus hijos, eran
puestos de relieve siempre para contradecir mi campaña
por los derechos civiles, laborales o políticos de la mujer.
El amor de la madre por sus hijos era el supremo ar-
gumento con el que los reaccionarios pretendían desmon-
tar cualquier tímido avance de las mujeres. Los avances
se han sucedido, pese a sus esfuerzos, pero —en contra
de los míos— la mística de la maternidad no ha desapa-
recido. Ni siquiera en las campañas feministas. Una com-
pañera de «Mujeres Libres» el grupo femenino de los anar-
quistas, hace poco menos de un año me hizo un panegírico
del placer de amar a los hijos. Ya hemos visto como
Adrienne Rich dedica un extenso libro a exaltar esa ma-
ravillosa sensación de dar la vida y amar al hijo. La cam-

486
paña feminista por una «maternidad libre y responsable»,
trata de reducir la reproducción al límite soportable físi-
ca y económicamente para la mujer, pero a la vez compen-
satorio para el instinto materno. Menos hijos sí, pero no
ninguno. Al fin y al cabo la maternidad es una realiza-
ción afectiva, la mejor, de la mujer, que le es negada al
hombre. ¿Cómo no aprovechar en tal caso un poder y
una gratificación semejantes?
Todas las madres aman a sus hijos. Y sólo algunos
casos «contra natura» de madres que matan a su hijo,
dignos únicamente de los anales de los psiquiatras y de
la prensa del crimen, se producen muy de tarde en tarde
en algunos países poco civilizados, y siempre las protago-
nistas son pobres enfermas mentales, trastornadas por
diversas circunstancias biológicas o sociales extremas.
Todas las madres aman a sus hijos, por tanto preten-
der que las mujeres dejen de reproducirse es una tarea
estéril destinada para siempre al fracaso. Porque contra
la naturaleza no se puede ir, y la naturaleza, desde el
principio de los tiempos, ha impulsado a las mujeres a
amar a los cachorros que han gestado y parido, aún con
tanto sufrimiento como el que he descrito. Si eso no fue-
ra así, la humanidad habría desaparecido. Si las muje-
res hubieran atendido primero a sus sufrimientos que a
su misión natural, habrían dejado de reproducirse hace
mucho tiempo, y no haría falta este extenso tratado para
convencerlas. Ergo, el amor de madre es irreprimible, na-
tural, eterno y universal, y por tanto nada puede hacerse
en contrario. Ya sabemos que todas las madres aman a
sus hijos, en consecuencia...

1. Desde el Éxodo hasta el capitalismo

Si yo preguntara al culto personaje que acabara de pro-


nunciar este emotivo exordio, ¿y cómo sabemos que todas
las madres aman a sus hijos?, la concurrencia me mira-
ría asombrada, temiendo distinguir prontamente los sig-
nos de la locura en mi rostro. Por fin, alguno más rápido
en reaccionar que el resto diría: ¡Pero si siempre ha sido
así!...
Las normas de conducta que tanto los cristianos como
los judíos aprendimos en las sagradas leyes de Moisés
establecen en el Cuarto Mandamiento: «Honrarás padre y

487
madre.» Esto, me contestarán, lo sabemos todos, y si pro-
siguiera interrogando ¿y qué más?, nadie sabría a qué me
refiero. Las bases fundamentales de la moral judeo cristia-
na están determinadas en los diez mandamientos que Je-
hová entregó a Moisés en el Sinaí. Y los fieles se congra-
tulan de ellos al afirmar que en tan breve resumen, se en-
cuentran todas las prescripciones necesarias para que una
comunidad lleve una vida honesta, privada y pública. Sólo
cumpliendo esas diez obligaciones cualquier ser humano
puede ser catalogado de bueno. Ninguna otra prescripción
es necesaria para ser feliz y hacer felices a los otros seres
de su comunidad. Y sin embargo, falta aquella que nadie
ha echado de menos nunca: «Amarás a tus hijos.»
Puede argumentarse rápidamente que si bien es nece-
sario recordarles, y aún obligarles, a los hijos a amar a
sus padres, esta norma no es preciso estipularla respecto
a los últimos, puesto que éstos siempre han amado a sus
hijos, ahora y antes del mensaje de Jehová, y que tal olvido
es precisamente significativo de su innecesariedad. Aún
suponiendo que el sentimiento materno —sobre todo el de
la madre, ya que el del padre siempre ha merecido alguna
discusión— sea tan compulsivo como el hambre, no cabe
duda de que en algún momento, por parte de alguna mu-
j e r enferma mental o sádica, se ha incumplido, y aunque
sólo sea para constatar la excepción, el infanticidio debe-
ría haberse definido como delito y señalado una pena,
como tantos otros delitos cuya frecuencia es mínima en
los anales del crimen y que no por ello han sido olvidados
por el legislador.
El capítulo 20 del Levítico dice: «Porque varón que
maldijere a su padre o a su madre, de cierto morirá: a su
padre o a su madre maldijo: su sangre será sobre él.» Por
el contrario no existe norma alguna en el compendio de
leyes contenido en los cinco libros del Pentateuco que im-
ponga su castigo al padre o a la madre, no ya que maldi-
jere o maltratare a su hijo, sino incluso que lo asesinara.
Lo cierto es que establecer pena alguna contra el infan-
ticidio hubiese constituido una flagrante contradicción con
la política de reducción de la natalidad seguida por el
pueblo judío y estudiada anteriormente.
Pues bien, pensemos lo absurdo que resulta afirmar
que las madres judías amaban a los hijos que eliminaban
al nacer. El legislador que impuso la obligación de respe-
tar únicamente a los padres no cometió errores. El hijo

488
debe amar a su padre. Cualquier falta contra él será gra-
vemente castigada. Nada en contrapartida. El hijo vive
por concesión de su padre, para servirle, para honrarle,
para atenderle en la enfermedad y en la muerte. A él le
debe la vida, no al revés, por tanto el padre no tiene nada
que agradecerle al hijo, y éste todo a su padre, desde el
engendramiento hasta su supervivencia. El respeto y el
cariño es una deuda de por vida del hijo al padre —y en
algún momento a la madre—, nunca en sentido contrario.
Ni el padre, ni la madre tienen nada que agradecerle al
hijo. Éste no es para ellos más que causa de sufrimientos,
de preocupaciones y de privaciones. No hay motivo alguno
para amarle.
La historia de Israel es también la de sus infanticidios.
El de los primogénitos de cada casa que Jehová exige en
el altar de sus sacrificios, y de los bastardos que no de-
berán entrar jamás en la comunidad de Israel. La ecuación
es simple: tantos niños muertos = tantos padres y tantas
madres asesinos. ¿Puede afirmarse por tanto que las ma-
dres judías amasen a sus hijos?
No nos engañemos más. La historia de las madres de
todos los pueblos antiguos es la de sus preñeces, la de
sus partos y la de sus infanticidios. Con la misma facilidad
con que las mujeres quedaban embarazadas, se despren-
dían del feto en un aborto provocado, o de un recién na-
cido, después de estrangularle sin remordimientos. De co-
nocerse las cifras, los resultados nos asombrarían. Encon-
traríamos tantos niños muertos, o quizá más, como vivos.
El control de natalidad se ha practicado, y se practica
hoy en numerosos pueblos, fundamentalmente mediante
el infanticidio. Sin rubor, sin ocultarse, sin clandestinidad.
Sancionado por las normas morales, por las leyes escritas
y por las imposiciones religiosas. Desde Hanmurabí hasta
Cristo, todas las religiones lo han aprobado. Desde Cristo
hasta el siglo xix todas las madres lo han practicado,
con castigo o sin él.
La limitación de la población mediante el infanticidio,
parece un concepto abstracto, manejado exclusivamente
por los especialistas en demografía. Por ello es preciso
pensar que el infanticidio exige que un padre o una ma-
dre maten con sus propias manos a sus hijos. No abstrai-
gamos los conceptos. No existe un Estado omnipotente,
con recursos propios, inhumanos, que funcione como una
máquina controladora de los individuos. No existen ver-

489
dugos, ni policías, ni ninguno de los especialistas del mal,
encargados de la macabra tarea de desembarazarse de los
recién nacidos. La llamada «política de población» estatal
no ha existido como tal durante los tres millones de años
transcurridos desde que apareció el «homo sapiens». Como
ya hemos visto la disminución de la tasa de crecimiento
en cualquier sociedad se h a realizado por la voluntad uná-
nime de todos los individuos de la comunidad. La norma
del infanticidio no ha sido nunca rechazada masivamente.
Las madres han matado a sus hijos, si no tenían más re-
medio que parirlos, con la mayor indiferencia. Para una
mujer sin prejuicios es mejor hacer desaparecer el recién
nacido que aguantarlo y alimentarlo toda la vida. Sólo
aquellos niños que pudieran proporcionar algún beneficio
se reservaban con vida. Y en este cálculo el amor ma-
terno no tiene ningún lugar.
Ninguna comunidad, hasta que la burguesía implantó
su criterio utilitario de la fuerza de trabajo humana, ha
entendido nunca que las madres debieran amar a sus hi-
jos ni por instinto natural ni por imposición divina. El
amor materno es un invento capitalista.
Ningún pueblo antiguo exigió a las mujeres que de-
searan «instintivamente» tener hijos por amor a ellos. En-
tendiendo, con gran sentido común, que la maternidad era
sólo una pesada carga, un fastidio infinito y un servicio
social, los hijos sólo fueron aceptados en la medida en
que hicieran falta brazos a la comunidad.
En Egipto, cuyas ingentes obras de canalización y de
ostentación requerían múltiples trabajadores, el infanti-
cidio no estaba muy bien visto, pero veamos su castigo:
Diodoro de Sicilia explica que «los padres que habían
matado a sus hijos no sufrían la pena capital, pero debían
durante tres días y tres noches permanecer al lado del
cadáver teniéndolo abrazado bajo la vigilancia de un guar-
dia público. Pues no parecía justo quitar la vida a los que
la habían dado a los hijos, y se creía causarles con este
castigo bastante sufrimiento y arrepentimiento para apar-
tarlos de semejantes crímenes». Pero el parricidio se pe-
naba en la siguiente forma: «En cuanto a los hijos que
habían matado a sus padres, se les infligía un castigo
muy particular: se les hacía con juncos agudas incisiones
en las manos de los culpables, y se les quemaba vivos so-
bre espinas. Pues el parricidio era visto como el más
grande crimen que podía cometerse entre los hombres.»

490
Estas leyes no constituyen un caso peculiar del estado
egipcio. Atenas, Esparta, Israel, China, la India, Japón,
Roma, practican habitualmente el infanticidio para aliviar
la carga que les suponen los hijos. Tanto los padres como
las madres, se desembarazan rápidamente y sin sufrimien-
to del recién nacido no deseado. Ahí están los textos, sobre
este tema muy abundantes, para convencer al más ilusio-
nado.
Sarah Pomeroy' nos cuenta de Grecia que «los cemen-
terios testimonian la alta tasa de mortalidad infantil. Ésta,
en la Atenas clásica, era tan alta que impedía que el in-
fanticidio en masa fuese practicado. Esto, no obstante,
pienso que en cualquier medida se practicaba, porque era
necesario para limitar la población en tiempo de paz, para
desembarazarse de las mujeres más que de los hombres.
Bebido a que un recién nacido no era miembro de la
familia hasta que el padre no había hecho una declara-
ción oficial, la distinción entre la exposición del neonato
y el aborto tardío era confusa... Las citas de Diógenes
Laercio y la afirmación de Aristóteles según el cual la
imposición de la ley sobre la ciudadanía por parte de
Pericles era motivada por el aumento de la población de
los ciudadanos... indica que los atenienses habían com-
prendido que el método más simple para controlar el au-
mento de la población era aumentar o disminuir el número
de mujeres que podían producir nuevos ciudadanos. El
aumento fue concedido mitigando la ley sobre la ciudada-
nía, la disminución con el infanticidio de las recién nacidas
y con la reimposición de la misma ley... Así, en tiempos
normales, cuando los ciudadanos varones superaban en
número a las ciudadanas mujeres no había suficientes es-
posas para que cada hombre pudiera casarse... De un
estudio sobre las familias influyentes escrito en una obra
clásica de Johannes Kirchner «Prosopografica attica», se
desprende que de 346 familias, 271 tenían más hijos varo-
nes que hembras, y la proporción de muchachos respecto
a la de chicas era alrededor de cinco a uno»...

No se trata aquí de esclavos, ni de bárbaros que vivie-


ran en estado de salvajismo. Los datos que manejamos co-
rresponden a las familias ilustres de Atenas. Los que go-
bernaban la ciudad, los que dictaban las leyes, estudiaban
filosofía y matemáticas, construían el Partenón y esculpían

1. Sarah Pomeroy. Donne...

491
la Venus de Milo. Todos los padres nobles de Atenas ase-
sinaban a sus hijas recién nacidas para mantener el nivel
deseado de hembras en la familia y en la sociedad. Y para
las madres no resultaba tan penoso como pretendemos
creer hoy. Mucho más gravoso les resultaba lactar y criar
un hijo más. Tantas veces como el padre, la propia madre
era la que se desembarazaba del recién nacido.
Esparta estableció legalmente su política de infantici-
dios. Ningún niño deforme, débil o imperfecto era acep-
tado en la sociedad. Ninguna madre espartana hubiese
aceptado criar un nuevo ciudadano poco apto para cum-
plir con sus expectativas sociales. Cualquier madre, por
amorosa y sentimental que fuera, hubiese tenido a des-
honra cargar con el peso inútil de un subnormal, o de una
hembra no deseada o de un varón más débil de lo apete-
cible. Los recién nacidos no perfectos eran arrojados, con
el beneplácito del consejo de ancianos, a una caverna del
monte Taigeto, llamada Apoteta. Licurgo, el gran legisla-
dor espartano, dio carta de ley a la política demográfica
espartana, y sancionó explícitamente la autorización para
acabar con los niños menos sanos y fuertes, con el fin de
evitar el exceso de población que a los recursos alimen-
ticios de Esparta no convenían. Si alguna vez se mencio-
naba la inferioridad numérica de Esparta, sus dirigentes
contestaron siempre con orgullo: «Somos los suficientes
para alejar de Esparta la mala gente.» 2
Los países árabes, siguiendo las normas de Mahoma, no
han tenido nunca demasiado aprecio por las hembras, y
mucho menos recién nacidas. Ningún instinto, ninguna
norma divina, ninguna sanción legal obliga al padre, due-
ño y señor de los hijos paridos por su esposa, a conservar
con vida a sus crías. El desierto no proporciona demasia-
dos recursos y es preciso tener contención en alimentar
nuevas crías. Raphael Patai señala que «sabemos, a partir
de documentos históricos referentes al mundo árabe desde
los tiempos prehistóricos hasta el siglo xix, que muy a
menudo el padre decidía matar a una hija inmediatamente
después del nacimiento o algún tiempo después. El mé-
todo más común para matarla era enterrarla en las arenas
del desierto». Entresaca de la cita del Corán las palabras
del padre que se pregunta acerca de su hija recién nacida:

2. Sarah Pomeroy. Donne...

492
«¿Deberá mantenerla en el desprecio o enterrarla en el
polvo?» 3
El primero, y a veces único, sistema de control de po-
blación, utilizado por todas las tribus primitivas, en todo
el mundo, ha sido y es el infanticidio.
Y fundamentalmente el infanticidio de las hembras.
Ningún otro sistema es fiable para limitar eficazmente la
población. Algún antropólogo sostiene la tesis de que la
guerra entre tribus, e incluso entre Estados civilizados,
ha constituido también un notable y usado sistema para
sostener en un mismo nivel la demografía del país. Pero
los últimos datos no parecen darle la razón. Marvin Harris
hablando de las tribus dani y yanomanos, explica como
para alcanzar tasas muy bajas de crecimiento de la po-
blación, obligados por la escasez de recursos alimenticios,
estos pueblos no podían confiar en el recurso de la gue-
rra. Su tesis relaciona, sin embargo, la práctica de la
guerra con la del infanticidio femenino:
«Pero lo que nadie parece haber comprendido es que,
a diferencia de las sociedades de nivel estatal, los grupos
aldeas utilizaban excepcionalmente la guerra para alcan-
zar tasas muy bajas de crecimiento de la población. No
lo lograban primordialmente a través de la muerte de
los hombres en combates —que siempre se compensaba
fácilmente al recurrir a las excepcionales reservas repro-
ductoras de la hembra humana—, sino por otro medio que
estaba íntimamente asociado y dependía de la práctica de
la guerra a pesar de que no formaba parte de la lucha
real. Me refiero al infanticidio femenino. La guerra en las
sociedades grupales y aldeanas dio especificidad sexual a
la práctica del infanticidio. Alentaba la crianza de hijos,
cuya masculinidad era glorificada durante la preparación
para el combate, y la devaluación de hijas que no lucha-
ban. A su vez, esto condujo a la limitación de las hijas
mujeres mediante la negligencia, los malos tratos o el ase-
sinato simple y directo.» 4
Las motivaciones del infanticidio femenino entre los
dani y los yanomanos no pueden estar más claras:
«(...) Después de dispersar los campamentos y las colo-
nias enemigas, los vencedores no pueden permitir que la

3. A. Rich, Nacida de mujer, pág. 119, Ed. Noguer. Barcelona


1978.
4. Ob. cit., pág. 61.

493
población de sus propios campamentos y colonias aumen-
te hasta el punto que la caza y otros recursos se vean
amenazados por su propio crecimiento de población y su
esfuerzo de intensificación. Bajo las condiciones preestata-
les la guerra no puede satisfacer esta condición, al menos
no puede hacerlo a través del efecto directo de las muer-
tes por combate. El problema consiste en que los comba-
tientes son casi siempre hombres, lo que significa que la
mayoría de las bajas bélicas corresponde a hombres. La
guerra sólo causa el tres por ciento de las muertes de
mujeres adultas entre los dani y el siete por ciento entre
los yanomanos. Además, las sociedades grupales y aldea-
nas bélicas casi siempre son polígamas, es decir, que el
varón es el marido de varias mujeres. Por ello no existen
posibilidades de que la guerra por sí sola pueda reducir
la rapidez con la cual un grupo o aldea —sobre todo si es
el vencedor—• crece y agota su entorno. La muerte de hom-
bres por combate, al igual que el geronticidio, puede pro-
ducir a corto plazo un alivio de la presión de la población,
pero no puede influir en las tendencias generales, mientras
unos pocos supervivientes hombres polígamos sigan sir-
viendo a todas las mujeres no combatientes. La realidad
biológica consiste en que la mayoría de los hombres son
reproductivamente superfluos. Como ha dicho Joseph
Birdsell, la fertilidad de un grupo está determinada por
la cantidad de mujeres adultas más que por la de hombres
adultos. "Sin duda alguna, un hombre sano podría man-
tener continuamente embarazadas a diez mujeres." Eviden-
temente, se trata de una observación conservadora, pues-
to que a diez embarazos por mujer el hombre en cues-
tión sólo tendría un máximo de cien hijos, en tanto mu-
chos jeques árabes y potentados orientales no parecen te-
ner grandes dificultades para engendrar más de quinien-
tos hijos.
»Pero sigamos la lógica de Birdsell, que resulta irre-
batible a pesar de que se basa en el ejemplo hipotético de
un hombre y sólo diez mujeres:
»Esto produciría la misma cantidad de nacimientos
que habría si el grupo estuviese compuesto por diez hom-
bres y diez mujeres. Pero si podemos imaginar a un gru-
po local que se compusiera de diez hombres y sólo una
mujer, la tasa de nacimientos sería necesariamente el diez

494
por ciento del ejemplo anterior. La cantidad de mujeres
determina la tasa de fertilidad.» 5
No cabe duda de que el sistema más eficaz para evitar
un aumento no deseado de la población es el infanticidio
femenino, y cuando las razones de supervivencia o de co-
modidad de los adultos son suficientemente poderosas, no
prevalecen conceptos ideológicos tan inmateriales como «el
amor de madre».
Las sociedades que practican habitualmente el infan-
ticidio en la actualidad, son innumerables. Laín Entralgo
dice que constituye un medio muy extendido de control
de natalidad entre las numerosas poblaciones primitivas
de África, Oceanía, Asia y América. Para Laín Entralgo sólo
Europa queda al margen de tal costumbre, pero veremos
en seguida como esta afirmación del historiador es falsa,
producto únicamente de su deseo de salvar a los países
civilizados de la mancha de semejante crimen.
El aumento de población no ha sido siempre aceptado
y asumido. Como ya hemos visto, sólo el cristianismo se
esfuerza en teorizar la necesidad de disponer de gran can-
tidad de individuos, y ni aun en pleno poderío de la Igle-
sia católica se consiguió poner freno a los múltiples infan-
ticidios.
Para reducir la no deseada abundancia de niños en to-
das las sociedades, incluidas las civilizadas, las madres han
optado por eliminarlos. Así Marvin Harris comenta que
no es la guerra la que causa el infanticidio, ni su práctica
desencadena la guerra. «Mejor dicho, planteo que sin la
presión reproductora, ni la guerra ni el infanticidio feme-
nino se habrían extendido, y que la conjunción de ambos
representa una solución salvaje, pero singularmente eficaz
del dilema malthusiano... Desde luego, a veces la prefe-
rencia por el infanticidio femenino tiene lugar en ausen-
cia de la guerra. Muchos grupos esquimales poseen altas
tasas de infanticidio femenino a pesar de que realizan re-
lativamente pocos combates armados intergrupales orga-
nizados... Los esquimales necesitan todo gramo extra de
músculo para rastrear, atrapar y matar a sus presas ani-
males. A diferencia de lo que les ocurre a los cazadores
en las zonas templadas, los esquimales encuentran obs-
táculos para llegar a un exceso de matanzas. Su problema
consiste, simplemente, en conseguir lo suficiente para co-

5. Marvin Harris. Ob. cit., pág. 59.

495
mer y para evitar que su población caiga por debajo del
nivel de fuerza de reposición. No pueden confiar en la re-
colección de alimentos vegetales como fuente principal de
calorías. En este contexto, los hijos resultan socialmente
más valiosos que las hijas, incluso sin combates frecuen-
tes, y tanto hombres como mujeres colaboran para limitar
la cantidad de niñas, del mismo modo que si los varones
fueran necesarios para el combate.»6 (El subrayado es
mío.)
Europa, Asia, América, África, Oceanía. Los cinco con-
tinentes observan en sus territorios como las hembras hu-
manas demuestran patentemente su repudio por la mater-
nidad. Cuando se entabló la guerra contra la esclavitud de
los negros, los defensores del esclavismo lanzaron indigna-
dos alegatos contra los abolicionistas, relatando los males
que se seguirían de dejar en libertad a los salvajes negros
a los que los blancos habían intentado «educar» en los
sanos principios morales cristianos. El autor del libro
«¡Esclavos!», nos cuenta que la condición de los negros
no mejoró sustancialmente después de la abolición, y nos
da como ejemplo que «durante la cautividad, la mujer veía-
se obligada a cuidar de sus hijos, no porque le pertenecían
sino porque eran propiedad de su dueño; en cambio en li-
bertad, abandonada a sus instintos, la negra cometía muy
frecuentemente el delito de infanticidio, que llegó a ser
una práctica sumamente generalizada.7 (El subrayado es
mío.) El autor no debe conocer los sentimientos que abri-
gaban las mujeres blancas respecto a sus hijos, y lo que
eran capaces de hacer con ellos en cuanto podían abando-
narse a sus instintos.
Nuestro conocido Leín Entralgo y E. Casas Gaspar, nos
relatan el sistema curativo que se utilizaba tanto en la
China prehistórica como en la Imperial:
«En China cuando un enfermo está desahuciado, su
hijo se corta un pedazo de carne del brazo, lo cuece y disi-
mula en la comida para que lo tome el enfermo. Las an-
tiguas actas del Imperio están llenas de decretos recom-
pensando a los hijos que han dado de comer a sus padres
de su propia carne. Estas costumbres bárbaras arrancan
de un principio falso ¿?, a saber, que la muerte necesita
6. Marvin Harris, Ob. cit., pág. 58.
7. Francisco Caravaca, Esclavos, Ed. Joaquín Gil, Barcelona 1933.

496
una víctima y que puede permutarse la elegida por ella
por la que eligen sus familiares.» 8
Este falso principio era creído y puesto en práctica en
puntos tan alejados del globo como China, el Perú incaico
en el que los padres no vacilaban en matar a su propio
hijo puestos en este trance de opción, y en Suecia, donde
el rey de Upsala sacrificó sucesivamente a sus nueve hijos
para prolongar su propia vida.9
Pearl S. Buck nos relata la crónica viva de la mujer
china de principios de este siglo. Nuestra conocida prota-
gonista O-Lan y su marido "Wang Lung están sufriendo una
de las conocidas hambrunas del país. La sequía ha ma-
tado su cosecha, su única posibilidad de alimentarse, y ya
han vendido los muebles de la casa y la ropa, y se han
visto obligados a emigrar a las tierras del sur. Allí otros
emigrantes, tan hambrientos y desesperados como ellos, se
arraciman en montones en los suburbios de la ciudad.
«En casa, dentro de los pequeños chamizos donde vi-
vían amontonados, junto al de Wang Lung, las mujeres re-
mendaban trapos para cubrir las criaturas que daban a
luz incesantemente, y robaban pedacitos de col de los
huertos y puñados de arroz de los mercados, y andaban
todo el año por las colinas a la rebusca de hierbas. Du-
rante las cosechas seguían a los segadores como una ban-
dada de aves, con los ojos acerados y agudos puestos sobre
el grano o el brote que cayera al suelo. Y por aquellos cha-
mizos pasaban los hijos; los niños nacían, morían, na-
cían otros y volvían a morir hasta que ni el padre ni la
madre sabían cuántos habían nacido y cuántos habían
muerto, y casi ni cuántos vivían, pues pensaban en ellos
únicamente como bocas que había que alimentar y no
como criaturas.» 10
En esa situación Wang Lung se desespera ante el ham-
bre que soporta desde varios meses atrás, y lamenta su
absoluta carencia de cualquier cosa que tenga algún valor
para ser vendida. Por ello O-Lan le responde:
«—No tenemos nada que vender, excepto la niña.
»Wang Lung se quedó atónito y gritó:
»—¡Yo no venderé una criatura!
»—A mí me vendieron —contestó O-Lan muy despa-

8. Laín Entralgo, Historia de la Medicina. E. Casas Gaspar, Pre-


historia de la Medicina.
9. Casas. 06. cit.
10. Casas. Ob. cit.

497
ció—. Me vendieron a una gran casa para que mis padres
pudieran regresar a la de ellos.
»—¿Y por eso venderías tú a la niña?
»—Si no se tratase más que de mí, antes preferiría ma-
tarla que venderla... ¡La esclava de esclavas fui yo! Pero
la muerte de una niña no produce nada. Sí, yo la vendería
para que tú pudieras regresar a la tierra.» n
La sorpresa de Wang Lung es un recurso literario de
la autora para explicar a sus lectores occidentales del si-
glo xx la continuada venta de niñas que seguía existiendo
en China a principios de ese siglo. Con el mismo motivo
le hace decir a un vecino de Wang:
«Este invierno pasado vendimos dos niñas y pudimos
resistirlo, y este invierno, si la criatura que lleva mi mujer
en el vientre es una niña, la venderemos también. No he
conservado más que una esclava: la primera. Las otras es
mejor venderlas que matarlas, aunque hay quien prefiere
matarlas al nacer.»12
Wang Lung se resiste a seguir el consejo de su mujer,
a pesar de que el hambre les cerca y de que sus vecinos
realizan habitualmente semejante comercio con sus hijas.
Pero un día se entera de que los soldados del Emperador
están realizando una de sus habituales levas para abaste-
cer el ejército en lucha contra alguno de sus enemigos.
«Aquel nuevo horror se presentaba vivido ante sus
ojos: la posibilidad de ser arrastrado a los campos de
batalla y de que no sólo su anciano padre y su familia
se murieran de hambre, sino que él mismo fuera asesi-
nado y nunca más pudiera ver su tierra. Miró a O-Lan an-
siosamente y dijo:
»—Ahora sí que de veras me siento tentado de vender
a la pequeña esclava y regresar al Norte, a la tierra»... u
La pequeña esclava como la llaman los padres, no se
vendió. Circunstancias fortuitas permitieron a la familia
de Wang Lung regresar a su tierra y superar la miseria,
pero una hermanita suya, nacida en difíciles circunstan-
cias no tuvo tanta fortuna. O-Lan en esta ocasión está
exhausta, alimentada únicamente, durante muchos días,
con aquel puñado de judías que le vimos masticar lenta-
mente en vísperas del parto. De nuevo se ha encerrado en

11. Pearl S. Bucfc, La buena tierra, pág, 91, Ed. Juventud, Bar-
celona 1974.
12. Pearl S. Bucfc. Ob. cit., pág. 92.
13. Pearl S. Buck, Ob. cit., pág. 100.

498
la habitación para dar a luz a la criatura que sobrevive
a costa de toda la energía de la madre.
«Aquella noche, Wang Lung permaneció en el cuarto
del centro. Los dos chicos estaban con el abuelo, y en el
tercer cuarto O-Lan daba a luz, sola. Wang Lung estaba
sentado en aquella habitación como cuando nació su pri-
mer hijo. Todavía O-Lan no le permitía estar a su lado
en tales momentos, todavía daba a luz sin ayuda de nadie,
agachándose sobre la vieja tina que guardaba para esas
ocasiones, arrastrándose por el cuarto después para bo-
rrar toda huella de lo ocurrido.
«Wang Lung escuchaba atentamente esperando el dé-
bil y agudo grito que conocía tan bien. Y esperaba presa
de una honda desesperación. Fuese varón o hembra la
criatura, le era ahora por completo indiferente. Significaba
tan sólo una boca más que alimentar.
»—Sería misericordioso que no respirase... —murmuró.
Y se calló en seguida porque acababa de oír el débil va-
gido—. Pero no hay misericordia en estos tiempos —ter-
minó amargamente.
»No se oyó llorar más, y la casa quedó sumida en una
quietud impenetrable.
«De pronto, Wang Lung no pudo soportarlo más. Tenía
miedo. Se levantó y acercóse a la puerta de la habitación
donde estaba O-Lan, gritando:
»—¿Estás bien?
«Prestó oído atentamente. ¡Si se hubiera muerto, así,
sola, mientras él permanecía sentado en el otro cuarto!
Pero se oían ruidos ligeros en la habitación. O-Lan se mo-
vía de un lado a otro. Al fin le oyó decir, con una voz tan
débil que era como un suspiro:
»—¡Entra!
»Entró y la vio tendida en la cama, tan consumida que
su cuerpo apenas tenía relieve bajo el cobertor. Y estaba
sola.
»—¿Dónde está la criatura? —preguntó Wang Lung.
»ElIa movió lentamente una mano, con débil gesto, y
Wang Lung vio que la criatura estaba en el suelo.
»—¡Muerta! —exclamó.
»—Muerta —murmuró O-Lan.
»Inclinándose, Wang Lung examinó el esmirriado cuer-
pecillo, un triste puñado de huesos y piel. Era una niña.
Y estaba a punto de gritar: «¡Pero la he oído llorar...
viva!», cuando se fijó en el rostro de la mujer. Tenía los

499
ojos cerrados, el color ceniciento y los huesos prominen-
tes bajo la piel... ¡Un pobre ser silencioso, rendido, lle-
gado a límite de la extenuaciónl Y no encontró nada que
decir. Al fin y al cabo, durante todos estos meses él no
había tenido que cargar más que con su propio cuerpo.
¡Que agonías no habría sufrido esta mujer, con una cria-
tura hambrienta consumiéndole las entrañas, desesperada
desde dentro en la defensa de su propia vida! (El subra-
yado es mío.)
»Wang Lung no dijo nada, pero cogió a la criatura
muerta y la llevó a la otra habitación; luego buscó hasta
encontrar un trozo de estera rota y la envolvió en ella. La
redonda cabecita caía hacia un lado y hacia otro, y en
el cuello Wang Lung descubrió dos marcas negras, pero
hizo lo que tenía que hacer.» M

NOTAS
Estos autores (Hassan, 1963, 1975; Hayden 1972; Polgar
1975; Birdsell 1968; Divale 1972) tienden a suponer que las po-
blaciones cazadoras y recolectoras son capaces de un creci-
miento más rápido de lo que se ha demostrado respecto del
pleistoceno, y suponen que durante este período el crecimien-
to demográfico se limitó fundamentalmente por medios cul-
turales, entre ellos el uso institucionalizado del aborto, el in-
fanticidio y la agresión intraespecífica, cuya función no con-
sistía tanto en espaciar los nacimientos como en mantener la
población a niveles que permitieran vivir cómodamente dentro
de las posibilidades de recursos que brindaban sus medios
ambientales. Birdsell (1968) calcula, por ejemplo, que entre el
15 y el 50 % de los hijos nacidos vivos se eliminaban por in-
fanticidio sistemático durante el pleistoceno como parte del
mecanismo cultural para crear un equilibrio entre población
y recursos. Hassan (1975, a) ha sugerido que haría falta una
tasa de aborto o infanticidio del orden del 25 al 35 % para
explicar la diferencia entre las tasas de crecimiento potencial
y real durante el pleistoceno, y sugiere que la aplicación de
esas técnicas de control de la natalidad puede haberse visto
determinada ante todo por la percepción de los progenitores
de los costos y los beneficios económicos relativos de tener
más hijos, más bien que por la necesidad de un espaciamiento
estricto de los nacimientos.
Nathan Cohén, Mark, La crisis alimentaria de la prehistoria,
Ed. Alianza. Madrid 1981, pág. 57.

14. Pearl S. Buck. Ob. cit., pág. 64.

500
El espaciamiento se lograría mediante una infecundidad
natural como resultado de una lactancia prolongada o, de vez
en cuando, mediante el infanticidio y el aborto. Sussman calcu-
la que las mujeres del pleistoceno serían fecundas durante un
período de sólo 16 años, desde esa edad hasta la muerte, que
se calcula (conforme a Deevy, 1960; Vallois, 1961) ocurría por
término medio no mucho después de cumplir los 30. Calcula
después que una de esas mujeres tendría, por término medio,
poco más de cuatro hijos nacidos vivos en su vida, cálculo
que corresponde bien a las tasas de natalidad observadas
(Carr-Saunders, 1922; Krzywichi, 1934; Neel y otros, 1964). Con
una mortalidad neonatal e infantil de aproximadamente el
50%, las mujeres tendrían por término medio sólo algo más
de dos hijos que sobrevivirían hasta la edad adulta.

Nathan Cohén, Mark, La crisis alimentaria de la prehistoria,


Ed. Alianza. Madrid 1981, págs. 55-56.

501
CAPÍTULO II
CUANDO EL INFANTICIDIO ES DELITO

...poema de Coulanges:
«¿Hay algo menos atrayente
que un montón de niños que gritan?
Uno dice papá, otro mamá
y el otro llora tras de su amiga.
Y por esta diversión
te marcan como a un perro.»
¿Existe el amor maternal? (Badinter, E.), Paidos/Pomaire.
Barcelona 1981, págs. 76-77.

Creemos, y así lo defienden los moralistas, que la pre-


sión de la Iglesia católica había erradicado el infanticidio.
Y bien es cierto que éste se proscribe por la ley cristiana
que pretende elevar sustancialmente la tasa de población,
pero ni los padres ni las madres parecieron dispuestos a
soportar gratuitamente la carga de hijos no deseados, a
los que resultase en extremo difícil alimentar. La realidad
es que durante toda la Edad Media y la Moderna, el infan-
ticidio clandestino se siguió practicando. Arriesgándose,
incluso, los autores a ser reos de delito, puesto que tan-
to la Iglesia, como los señores feudales imponían diversos
castigos a los padres que mataran a sus hijos. Tanto baro-
nes como abades y obispos, intentaron durante toda la
Edad Media que los campesinos intensificasen su produc-
ción con la que debían costearles sus numerosos gastos:
alimentación de los miembros de las cortes eclesiásticas y
feudales, mantenimiento de los diversos ejércitos, empre-
sas guerreras, etc. Y en buena parte lo consiguieron: el
nivel de población siguió aumentando constantemente, se-

502
gún las cifras que conocemos * lo que permitió los diver-
sos avances técnicos que introdujeron numerosas mejoras
en los métodos de siembra, de cultivo, de ganadería y de
transporte.
Pero también se produjeron, y siempre como conse-
cuencia de la presión demográfica, graves y cíclicas crisis
de producción alimenticia que desembocaron en terribles
hambrunas y epidemias. En tales momentos, y en un pe-
ríodo intermedio entre su desencadenamiento y el comien-
zo de una época de abundancia, el infanticidio y en mu-
chas ocasiones la antropofagia de los niños, se elevó a
cifras incluso superiores a las de la antigüedad. El período
anterior e inmediatamente posterior a la sobrecarga y
agotamiento de un modo de producción, se caracteriza por
los puntos más altos de infanticidio femenino.
Los datos de la Baja Edad Media en Inglaterra lo
demuestran claramente. Según Josiah Ruseel, la relación
entre menores de ambos sexos se elevó a un pico de 130
varones, 100 hembras entre los años 1250 y 1358, y perma-
neció drásticamente desequilibrada durante otro siglo.
Como las normas religiosas y sociales prohibían el infan-
ticidio considerándolo homicidio, los padres intentaban
que la muerte de sus hijos pareciera accidental. «El es-
tudio de Barbara Kellum referente al infanticidio en los
siglos XIII y xiv en Inglaterra, demuestran que era nece-
sario llamar al forense si un niño moría escaldado por el
agua de una olla que sobresalía de un hornillo, o se
ahogaba en un cazo de leche, o caía a un pozo. Pero la
asfixia, la causa más frecuente de muerte infantil «acci-
dental», quedaba en manos del párroco. Rutinariamente,
la muerte por asfixia se atribuía a una postura «negli-
gente» y rara vez la madre era castigada con algo más
severo que una reconvención pública y una penitencia...
limitada a una dieta de pan y agua.
«La teoría subyacente en la expresión "postura negli-
gente" consiste en que la madre tenía derecho a amaman-
tar al bebé en su propia cama y mantenerlo a su lado
durante toda la noche, pero estaba obligada a cuidar de
él y a no quedarse dormida corriendo el riesgo de vol-
quearse sobre su cuerpo. Cuando un niño moría en esas
circunstancias, era imposible comprobar el intento homi-
cida. Sin embargo, las madres que tenían profundas mo-

1. Ver Cuarta Parte, Cap. 1. El hijo como fuerza de trabajo.

503
tivaciones para criar a sus bebés rara vez se volqueaban
encima de ellos. El infanticidio selectivo, no el accidente,
es la única explicación del enorme desequilibrio entre
menores2 de ambos sexos durante el último período me-
dieval.»
El asesinato no fue, durante toda la Edad Media, épo-
ca de la más alta exaltación de los valores espirituales y
del constante miedo a la condena infernal por la comi-
sión de actos tan inofensivos hoy como las relaciones
sexuales prematrimoniales, el único sistema para desem-
barazarse de los niños. El posible castigo infundía sufi-
ciente temor a los padres, para que buscaran diversas al-
ternativas que condujesen al mismo fin: la desaparición
de los hijos que les estorbaban, y garantizarse la impuni-
dad al mismo tiempo. El abandono, la malnutrición y la
falta de cuidados en las enfermedades, dieron buena cuen-
ta de la mayor parte de los hijos de los campesinos.
Sylvia Lind3, comenta de esta época en Inglaterra:
«Si el niño era saludable, si pasaba con éxito la prueba
del destete y la vaca no se secaba, tuvo que disfrutar de
una vida feliz correteando alrededor de su madre como
trota un potrillo al lado de la yegua y charlando como
una cotorra. Si se ponía malo por cualquier motivo, su
suerte no prometía ser afortunada. Un niño enfermo o
delicado era en general un niño destinado al sacrificio.
Vivía desaliñado y entre suciedad de todas clases... No
solamente tenía el niño que resistir dolencias menores,
como sabañones y catarros en invierno, y erupciones de
la piel en primavera, sino que las fiebres infecciosas ordi-
narias de la infancia tenían que dejar a menudo el rastro
de ojos y oídos enfermos...»
Las tumbas medievales tienen esculpidas a veces las
efigies no sólo del marido y de la mujer, sino de todos los
hijos, los vivos y los muertos, los que vivían, diez u once
muchachos y muchachas fuertes, de pie, en fila y los
muertos yacentes y envueltos en mortajas. Los tratados de
urbanidad de la época y un poco posteriores indican a las
madres, entre otras normas, cómo comportarse ante la
muerte de los hijos, ya que éste era un suceso habitual en
su vida, y se les recomienda que expresen su dolor calla-
damente. Las ruidosas manifestaciones de dolor encu-

2. Marvin Harris. Ob. cit., pág. 230.


3. Pág. 14.

504
brían, sabiamente, un infanticidio deseado. Para la mayo-
ría de la gente, incluidos los ministros de la Iglesia, lo
único importante cuando un niño moría es que hubiera
sido bautizado previamente.
El mal trato a los niños era dispensado por todos:
padre, madre, maestros, sacerdotes. Si la infancia sobre-
vivía a las enfermedades, a la desnutrición y al desafecto
materno, caería inexorablemente bajo los golpes del maes-
tro o del amo en el trabajo. Los muchachos que tenían
el privilegio de ingresar en la Escuela de Gramática, o
teniendo buena voz, entrar en las escuelas de niños de
coro, serían cruebnente azotados por cualquier falta, ante
el beneplácito de sus padres, que añadirían sus golpes a los
del maestro. Por ello se reputan santos a aquellos reli-
giosos que aconsejaban la dulzura en el trato a los mu-
chachos, como san Anselmo, en el siglo xi. Un relato de
sus consejos explica el siguiente diálogo entre el santo
y un maestro:
«No dejes de pegarles, y cuando lleguen a ser hombres,
¿qué clase de hombres serán?», Preguntaba. «Son obtu-
sos e ignorantes», contestaba el maestro. «¿A qué con-
duce gastar energía en criar seres humanos hasta que se
transforman en bestias?», preguntaba el santo, y continúa
por este camino hasta establecer su famosa comparación
acerca del orífice, «que no transforma su oro o su plata
en una imagen bella con sólo dar golpes».4 Sin embargo,
no se dieron oídos a su consejo durante los ocho siglos
posteriores; y «la letra con sangre entra» continuó sien-
do la máxima oficial para la educación de la juventud has-
ta los tiempos modernos.
Las madres medievales tenían como normas de edu-
cación las que les recomendaban los primeros autores de
libros de educación:

«Si tus niños son rebeldes y no quieren doblegarse,


Si algunos hacen diabluras, ni maldigas ni bufes.
Coge una buena vara y zúrrales de lo lindo,
Hasta que pidan perdón y reconozcan la falta.

»Lo mejor que han dicho de los niños estos escritores


es conceder, refunfuñando, que no son por naturaleza
vengativos. La idea de educación equivalía a sometimien-

4. Silvia Lynd. Ob. cit., pág. 10.

505
to, y ésta fue la base sobre la que más adelante se fundó
el Puritanismo. Se escribieron muchos libros de urbani-
dad entre los siglos x m y xvr. Probablemente el más co-
nocido de ellos es el Bables' Book (libro de los nenes), de-
dicado a los "bellos bebés de la corte de Eduardo IV".
La palabra bebé no tenía el sentido moderno y las reglas
de buen consejo y de etiqueta iban dirigidas a muchachos
mayores. Todos estos libros inculcan las mismas leccio-
nes y prescriben la misma conducta: silencio e inmovi-
lidad. "Los modales hacen a los hombres", dice el pro-
verbio.» 5
No producen extrañeza estas normas de educación,
cuando la mayor parte de los adultos de hoy día han sufri-
do en su niñez toda clase de malos tratos paternos y es-
colares. Suponer que en Edad Media las zurras fueran
más abundantes que en el siglo xx no es fabular. En la
Universidad de Oxford sólo se podía pegar a los mucha-
chos los viernes. Y la escritora inglesa añade: «Esto era
un gran privilegio de aquellos días en que el ruego de una
madre al director del colegio al entregársele su hijo era
"Zúrremelo bien".» 6
El transcurso del tiempo no mejoró la condición in-
fantil. Los niños, contra lo que opinan algunos autores,
nunca fueron excesivamente apreciados antes del capita-
lismo. Madres, padres, familiares y extraños consideraban
los retoños únicamentes como sometidos. Sólo en el caso
de que sirvieran para aportar algún beneficio a la familia
o a la comunidad se les mantenía con vida. Lo que no les
otorgaba mucha felicidad ya que eran explotados sin pie-
dad alguna. En caso contrario estaban expuestos impune-
mente a las iras de los adultos, que podían disponer de
ellos sin ninguna clase de trabas. Tanto entre la aristo-
cracia como entre el campesinado, los niños eran maltra-
tados y despreciados. En primer lugar por su propia ma-
dre.
La época Isabelina se caracteriza por su absoluto des-
dén por la infancia, del que tenemos numerosos testimo-
nios escritos. Sylvia Lind escribe que:
«Indudablemente los niños habían pasado de moda en
la época Isabelina como puede juzgarse por la referencia
poco lisonjera que a ellos hace Jacques: "lloriqueando y

5. Silvia Lynd, pág. 10.


6. Silvia Lynd. Ob. cit, pág. 21.
506
vomitando en los brazos de sus nodrizas". Las mujeres
ricas dejaron de amamantar a sus hijos y los entregaron al
cuidado de nodrizas de viejo estilo, vara en mano. Los
niños resultaban más difíciles de criar que nunca. Se
calcula que de cada cinco niños ricos, dos morían durante
la infancia, y otro más en la niñez; y entre los pobres la
mortalidad infantil era aún mayor.» 7
Por primera vez los cuentos hablan de sustituciones de
niños, de nenes escamoteados por las hadas a los pocos
días de nacer, dejando en su lugar en la cuna a una criatu-
ra desmedrada y prematuramente envejecida. Las desa-
pariciones de niños, en realidad asesinados por sus padres
y atribuidas a genios maléficos o al rapto de judíos y
herejes para someterlos a ritos sangrientos, se hacen
cada vez más numerosos. Algunos de estos sucesos cobra-
ron realidad en la crónica negra de los países, como la
historia de Gille de Rais en Francia, que confesó haber
asesinado en sus ritos satánicos a seis veintenas de mu-
chachos cada año. Pero el barón pudo gozar de impuni-
dad durante muchos años, para perpetrar los infantici-
dios, porque los padres no eran particularmente sensibles
a la desaparición de sus hijos.
En toda Europa se encuentran relatos de los ritos de
hechicería en los que era inseparable el asesinato de ni-
ños. Estas víctimas eran más fáciles de obtener por su
debilidad física, y sobre todo porque vagaban abandona-
dos, sin vigilancia ni interés de su madre. La muerte de
los niños era cosa tan corriente que ellos mismos estaban
bien poseídos de su destino probable. Sylvia Lind cuenta
que el hijo de John Evelyn, de dos años y medio, llamó
a su padre y le dijo que «por mucho amor que le tuviera,
deseaba que diera su casa y tierra y todas las cosas bue-
nas que poseía a su hermano Jack». Este niño falleció,
según la opinión de su padre, «sofocado por las mujeres
y las doncellas que lo cuidaban y lo arropaban con cober-
tores cuando estaba en la cuna, cerca de una chimenea en
una habitación cerrada».
Shulamith Firestone explica, aunque dándole una in-
terpretación bien contraria a los mismos datos, que «El
niño no era más que un miembro entre otros en el seno
del gran hogar patriarcal, y su presencia no era ni si-
quiera esencial en la vida familiar. Era siempre una per-

7. Silvia Lynd. Obr. eií., pág. 22.

507
sona extranjera a la familia que se ocupaba de él mientras
era muy pequeño, después se le enviaba a hacer su apren-
dizaje a otra casa desde la edad de siete años hasta los
catorce o dieciocho. Este aprendizaje consistía a menudo,
por lo menos en parte, en servicios domésticos. El niño
no se sentía pues muy dependiente de sus padres, que
no tenían para él más que 8la responsabilidad de asegu-
rarle un mínimo bienestar.» «Fuera del estado de matri-
monio, las prácticas usuales —para controlar la natali-
dad (señaladas por el padre De Foulcault)— pueden cla-
sificarse en la categoría que Van Gennep llama (a propó-
sito de la sociedad campesina europea) —Edad Moderna—
el "onanismo entre dos". Naturalmente, se pueden produ-
cir accidentes, cuyas consecuencias corregirán las mu-
jeres (quizás mediante un9 aborto, más probablemente me-
diante un infanticidio).»

1. La cruzada infantil
Un suceso poco recordado, la Cruzada Infantil, ilustra
mejor que cualquier otro relato, la verdadera condición
de que disfrutaban los niños medievales. Gustav Eschenk10
relata que en el año 1212 partían al mismo tiempo, aunque
desde sitios distintos —en Francia, de una aldea de Ven-
dóme, y en Alemania, de Colonia— diez mil niños en una
gran expedición que tenía por meta el Paraíso.
«Los cruzados abandonaron sus castillos y haciendas
sin otro estímulo que el ardiente deseo de liberar los
Santos Lugares de Palestina... Muy distinto era el caso de
los niños y de los adolescentes en cruzada. La época en
que se celebraba el triunfo del espíritu en la vida terrena,
era para la infancia un tiempo rudo y cruel a más no po-
der; un tiempo tan duro y falto de ternura y alegría para
los hijos e hijas de los caballeros. (El subrayado es mío.)
»Razón había, por eso, para que soñasen y suspirasen
por un Paraíso, en su condición de seres débiles, amedren-
tados y cohibidos. Se comprende fácilmente que al sen-
tirse llamados de lo alto a entrar en el perdido Edén,

8. La dialectique da sexe, pág. 101, Shulamith Firestone, Ed.


Stock, París 1972.
9. Evelyn Sullerot, El hecho femenino, pág. 437, Ed. Argos Ver-
gara, Barcelona 1979, cap. «La sociedad».
10. Pánico, Locura y Posesión Diabólica, pág. 245, Ed. Luis de
Candí, Barcelona 1962.

508
siguiesen con intrépida confianza la que creyeron voca-
ción divina. En este ambiente y con estos antecedentes
nadie se sorprendió de que en los últimos días de junio
se sintiese llamado a la misión de enviado del Señor en
el pueblo de Cloies el pastorcillo Esteban, como el pastor
Moisés lo había sido en su día.
»¡Escuchadme, Dios mío —clamaba Esteban en la pla-
za del pueblo— a la cristiandad! ¡Devuélvenos, Señor, la
verdadera Cruz! Yo soy, amigos míos, vuestro capitán,
que ha de conquistar con vosotros la tierra de Promisión.
Ante nuestro ejército de nuevos israelitas espirituales ha
de secarse el mar que nos separa de las costas de aquella
santa Tierra.
»Mientras esto decía, estaban los niños y aún los pa-
dres y las madres de los infantiles oyentes viendo cómo
se abría el cielo anubarrado detrás de la cabeza de Esteban
para dejar paso a u n milagroso paisaje: los montes de
los sarracenos, y detrás de ellos, los blancos mármoles de
Jerusalén.»
Al cabo de unas horas salía de Cloies Esteban y pro-
seguía su peregrinación, llevándose a todos los niños del
lugar sin oposición por parte de los mayores. En el camino
hacia Beaupuys se le iban incorporando los que trabaja-
ban en las tierras de labor. Todos arrojaban sus aperos y
no había manera de disuadirles de seguir a Esteban. Lle-
gados a Beaupuys hallaron cordial acogida entre sus ha-
bitantes, que les socorrieron largamente y tampoco se opu-
sieron a que los niños del lugar fuesen a engrosar la ex-
pedición, aún cuando la mayoría de ellos no llegaba a los
doce años de edad.
Al cabo de una semana apenas, en St. Denís, ya la
campaña del pastorcillo Esteban era un movimiento de
grandes vuelos en plena marcha. La noticia de estos pro-
digios corrió rápida por todo el país y en muchos lugares
de Francia se organizaban comitivas infantiles que en
bien ordenadas formaciones acudían, portando cruces y
estandartes, allí donde Esteban había instalado su cuartel
general. Estos solemnes desfiles infantiles atraían irresis-
tiblemente a los niños y niñas en número cada vez mayor.
Durante las largas marchas fatigosas entonaban himnos,
que poco a poco se fueron popularizando.
A pesar del fanatismo generalizado y del mayoritario
deseo de librarse de los niños improductivos, en algunos
sectores de la población cundió la alarma y la preocu-

509
pación de algunas personas mayores. En algunos pueblos
los padres y los religiosos esperaban a la riada infantil
preparados, cuidando «los sensatos de poner diques en lo
posible a tan lamentable predicación». No vacilaron estas
personas de excepción en calificar la cruzada infantil de
locura peligrosa y en retener por la fuerza a todos los
menores que pudieron. Sólo que en la mayoría de los
casos no prosperó su intento de resistir a la oleada de
exaltación religiosa: la opinión general estaba contra
ellos. (El subrayado es mío.)
«Es de notar asimismo que muchos de los adolescen-
tes incorporados no dejaban atrás grandes preocupacio-
nes, ni menos lágrimas de los padres y de las madres. Mu-
chos hijos de hidalgos, de caballeros pobres, de mayo-
razgos y de barones apenas habían conocido en su vida
otra cosa que las penalidades. Por eso se les antojaba
ahora la llamada del pastorcillo Esteban como un eco
del Paraíso, en donde podrían llevar, por fin, una vida
grata, gozando de libertad y de seguro amparo.»
Lentamente avanzaba el ejército infantil, las cohortes
de «legionarios de Cristo», hacia el sur, en dirección a
Marsella. En la Provenza hicieron su entrada los cruza-
dos, de los que veinte mil por lo menos eran menores
de edad. Cientos de niños agotados iban quedando al bor-
de de la ruta durante la marcha, sin que nadie se cuidase
de los extenuados, de los enfermos, de los moribundos.
Nubes de moscas y mosquitos caían sobre ellos y hasta
los perros les atacaban. Los campesinos, atemorizados
por la supersticiosa creencia de que aquellos niños hu-
biesen sido tan manifiestamente dejados de la mano de
Dios y descalificados para la empresa, hacían grandes
rodeos en torno a los caídos para evitar su encuentro.
Pero ni ante tan manifiesta tragedia, que convertía en
fracaso evidente el proyecto redentor, decidió el Papa de-
sautorizar la Cruzada. Tarascón consiguió mantener cerra-
das sus puertas al peligroso ejército de los pequeños cru-
zados. El Consejo Municipal no solamente se vio ampa-
rado en su resistencia por la máxima autoridad teológica
de la escuela de París, que había decretado la prohibi-
ción de entrada de los niños, sino también por un decre-
to Real, disponiendo el retorno de los cruzados menores
a los hogares paternos, después de haber oído el rey el
dictamen de los prelados competentes. En cambio la or-
den del rey y la prohibición de los teólogos resultaron

510
desvirtuadas por las manifestaciones del Papa Inocen-
cio III, aprobando y aun aplaudiendo la actitud de los
niños.
«Estos niños —decía Inocencio— nos hacen sentir el
oprobio de nuestra conducta: mientras nosotros nos echa-
mos a dormir, ellos parten alegremente a la conquista de
Tierra Santa.» «Poco era lo que Esteban —relata Eschenk—
hacía por sus pequeños adeptos, caídos o agotados de los
esfuerzos de la marcha, ni parece que haya pensado nun-
ca en organizar un servicio de socorro en favor de los
más débiles.
»Veinte mil niños franceses y borgoñones, entraron
en Marsella, y, sin pararse a nada, buscaban la playa me-
diterránea y recogían en ella conchas destinadas a servir-
les de enseña de peregrinos.»
Y mientras ellos se entretenían en este juego y espera-
ban el prodigio de la retirada de las aguas, los impor-
tantes mercaderes Ugo Ferri y Wilhelm des Posqueres
entraban en acción precipitadamente, después de haber
estado esperando largo tiempo la llegada de la expedi-
ción. Su primera providencia fue la de ponerse al habla
con el Consejo Municipal marselles, consternado ante la
súbita presencia en la ciudad de aquel alud infantil, para
brindarle el servicio gratuito —lo hacían «por el amor de
Dios»— de evacuar a la caterva en siete barcos a Siria.
Y poco después zarpaba la flota con rumbo al sur, junto
a la isla de San Pietro en las cercanías de Cerdeña, don-
de dos de los barcos naufragaron en una tempestad. Con
el tiempo, el Papa Gregorio IX mandó erigir en la isla una
iglesia en memoria de «los nuevos inocentes» que allí ha-
bían hallado la muerte.
Los otros cinco barcos arribaron sin novedad a Bugía
y Alejandría, y los millares de niños supervivientes fueron
conducidos inmediatamente, con cuatrocientos religiosos
que habían acompañado la expedición, al mercado de es-
clavos y puestos a la venta.
«Por un documento del "dominus Massilie Raymond
de Baux" se cree saber que el "amor de Dios" por el que
el mercader Ugo Ferri decía estar dispuesto a evacuar a
los niños hasta Tierra Santa, consistió en 80.000 ducados
de oro.»
Simultáneamente en julio de 1212, se reunieron en la
cuenca del Rhin inferior cerca de Colonia, los niños ale-
manes dispuestos a salir en cruzada.

511
La figura central de esta reunión era un muchacho de
diecinueve años, puesto adrede por su codicioso padre al
frente de la futura expedición para sacar provecho de ella.
En unas pocas semanas llegó a sumar la expedición el
número de veinte mil chicos y chicas. De pronto y como
llevados de inspiración divina siguieron al insignificante
Nicolaus, después de fugarse durante la noche del hogar
paterno o de salir de día en procesión colectiva de las
aldeas y pueblos para sumarse a los imponentes desfiles
de los peregrinos.
«Entre los bandoleros y embaucadores de la chusma
de experiencia y edad, eran los pobres niños inocentes los
que habían prestado oído a la llamada de la lejana Jeru-
salén y a ella acudían... En realidad, no sabían siquiera
en dónde estaba Jerusalén, y hasta los había sin la menor
idea de lo que pudiera ser el nombre aquél, que tomaba
por uno de los de Cristo.
»Los niños alemanes carecían del poder y de la disci-
plina que caracterizaban al pastor Esteban y a su escolta,
de suerte que estaban, en realidad, a merced de los codi-
ciosos campesinos y de los ladrones y salteadores. Los
que se apartaban del grueso de la comitiva o no se sen-
tían capaces de seguir la marcha al ritmo de sus compa-
ñeros, corrían el peligro de caer en manos de la canalla
ladronesca y ser vendidos a los labriegos.
«Muchos de ellos, ya en Alemania, perecieron de ham-
bre, muriendo como perros al borde del camino... incon-
tables niños lisiados buscaban en la expedición el remedio
a sus diarios tormentos. Hombres con alma de negreros
y mendigos sin conciencia los habían mutilado de muy
niños, privándoles de una pierna o de un brazo, o saltán-
doles un ojo, para poder luego despertar con ellos la com-
pasión. Estos desdichados hallaban, como es de suponer,
un gran alivio a su penosa situación al perderse entre la
masa de entusiastas expedicionarios, en donde se sentían
acogidos sin reservas y estimulados al olvido de las pro-
pias miserias por el ambiente de exaltada esperanza allí
reinante. Un benigno anticipo de la soñada beatitud se les
concedía ya en la tierra.
»Ni aún a la vista de las dificultades de los pasos alpi-
nos, con sus escarpadas pendientes y la inclemencia del
tiempo en ellos reinante, se entibió su loco entusiasmo
y se resolvieron sensatamente a desistir. Fueron los mayo-
res quienes se retiraron entonces, mientras ellos conti-

512
miaban solos e indefensos escalando los temibles sende-
ros. Por millares fueron cayendo y quedando atrás, en es-
pera de la muerte lenta y dolorosa de los abandonados.
»Por más que algunos emprendieron la retirada, inti-
midados por la majestad imponente de aquellos montes;
por más que muchos perecieron de hambre y quedaron
insepultos en el camino; por más que cientos de mucha-
chas cayeron en manos de rufianes y alcahuetas, ni el so-
bresalto, ni el miedo a las privaciones empañaron a sus
ojos la brillante imagen de la Jerusalén soñada.
»De los veinte mil niños que habían emprendido la pe-
regrinación, sólo algunos millares llegaron el 20 de agosto
a la ciudad de Piacenza, y cinco días después a Genova.
»Como el Podestá de esta última ciudad recelase que
la misteriosa y fantástica expedición infantil disimulaba
alguna asechanza bélica de los enemigos, dispuso que los
peregrinos abandonasen inmediatamente la ciudad y sus
inmediaciones. Medio a rastras, se fueron alejando de
ella, en efecto, en dirección al puerto de Brindisi, con ob-
jeto de esperar allí a que se secase el Mediterráneo y les
permitiese entrar a pie enjuto en la Tierra de Promisión.
»Por su parte, el obispo de Brindisi, les ordenó a los
miserables restos de la infantil cruzada que regresasen al
hogar. Lo que no les dijo ni pudo decirles, fue cómo y
por dónde habían de volver, cuando las nieves y los hie-
los les cerraban los pasos alpinos y se encontraban ellos en
extremo agotados.
»Así fue como cayeron y desaparecieron para siempre
los niños de la expedición alemana a Tierra Santa.
«•Únicamente Eustaquio, el hijo de unos nobles, y Con-
rado, que lo era de una cortesana, alcanzaron de retorno la
ciudad de Colonia, en la que entraron descalzos y en los
huesos, como dos fantasmas sepulcrales. Cuando les pre-
guntaron que qué era lo que realmente habían ido a bus-
car en su salida, respondieron, alzando la cabeza como si
saliesen de un largo sueño, que ni ellos mismos lo sa-
bían.» lí
Esta insólita historia, inimaginable en el día de hoy,
constituye el mejor testimonio de lo poco apreciados que
resultaban los niños en la penuria habitual del medioevo.
Madres y padres sentían alivio cuando alguna de aquellas
bocas indeseadas desaparecía de su entorno. Estorbo y

11. Gustav Eschenk. Ob. cit., págs. 145 a 159.

513
17
complicaciones era lo único que significaban para las ma-
dres aquellos retoños que se empeñaban en nacer, muy
en contra de su voluntad. Los piadosos opositores del
aborto de hoy alegan en sus campañas moralistas los ar-
gumentos repetidos del respeto a la vida, del alma inmor-
tal del feto, del castigo divino y del amor instintivo que la
madre siente por el hijo apenas conoce que está engen-
drado en su vientre. Pero ni las mujeres de hoy, que lu-
chan encarnizadamente, en solitario y colectivamente, por
su derecho a desembarazarse de ese magma vivo que pre-
tende hacerse grande a costa de su propio cuerpo, ni las
madres de antes que ejercitaban ese derecho sin meditar
en tales filosofías, sienten, ni sintieron nunca, tan loable
afecto.
Los siglos transcurrieron aportando su avance de des-
cubrimientos técnicos y científicos, modificando la cultu-
ra y las relaciones interpersonales, pero las mujeres no
dejaron de sentirse manipuladas en su propio cuerpo, es-
clavizadas por su carga reproductora, odiando al germen
que en último término era la causa y la consecuencia de
su desgracia. Ni el humanismo del Renacimiento, ni la
Ilustración, ni las primeras llamadas de los filósofos al
amor social y al reconocimiento de los derechos humanos,
insuflaron en ellas alguna piedad por aquellas criaturas,
cuya vida significaba su muerte.
Se había comenzado ya el siglo XVIII y las mujeres
continuaban eliminando, como molestos estorbos, a las
criaturas que habían concebido a pesar suyo. Marvin Ha-
rris nos proporciona un juicio resumen de la conducta ma-
terna de la Europa Ilustrada:
«Se continuó practicando el infanticidio directo e indi-
recto en una escala probablemente más elevada que la de
los tiempos medievales. La mayoría de los casos de lo que
la ley podría haber considerado infanticidio negligente o
deliberado, pasaban por accidentes. Aunque la "postura
negligente" siguió ocupando un puesto importante en la
lista, los hijos no deseados también eran drogados hasta
morir con ginebra o con opiáceos, o se los dejaba morir
de inanición deliberadamente. Según William Langer, "en
el siglo XVIII no era un espectáculo poco común ver cadá-
veres de niños tendidos en las calles o en los estercoleros
de Londres y otras grandes ciudades". Habría sido prefe-
rible el abandono en la puerta de una iglesia, pero las
posibilidades de ser descubiertos eran muchas. Finalmente

514
el Parlamento decidió intervenir y creó inclusas con di-
versos sistemas de recepción de hijos no deseados, sin
ningún otro riesgo para el donante. En el continente, los
bebés pasaban a través de cajas giratorias instaladas en
las paredes de las inclusas.
»Pero el gobierno no podía sustentar el costo de criar
a los niños hasta la adultez y rápidamente las inclusas
se convirtieron, de hecho, en mataderos cuya función pri-
mordial consistía en legitimar la pretensión del estado
al monopolio del derecho a matar. Entre 1756 y 1760 in-
gresaron quince mil niños en la primera inclusa londi-
nense; sólo 4.400 de los ingresos sobrevivieron hasta la
adolescencia.
»Otros miles de niños expósitos continuaron siendo
aniquilados por nodrizas empleadas en hospicios parro-
quiales. Con el propósito de economizar, los funcionarios
de la parroquia entregaban los niños a mujeres que re-
cibían el mote de "amas de cría fatales", o de "carniceras"
porque "ningún niño escapaba vivo". En el Continente, el
ingreso en los hospicios aumentó uniformemente mcluso
durante los primeros años del siglo xrx. En Francia, los
ingresos se elevaron de 40.000 por año en 1784 a 138.000
en 1822. En 1830 había 270 cajas giratorias en uso en toda
Francia, con 336.297 niños legalmente abandonados du-
rante la década de 1824 a 1833. "Las madres que dejaban
a sus bebés en la caja, sabían que los estaban condenando
a muerte, casi con tanta seguridad como si los dejaran
caer en el río." Entre el 80 y el 90 por ciento de los niños
dejados en esas instituciones moría en su primer año de
vida.
«Todavía en la década de 1770, Europa tenía lo que
los demógrafos designan como "población premoderna".
Menos de la mitad de los nacidos sobrevivía hasta los quin-
ce años de edad. En Suecia —donde los censos del si-
glo XVIII son más dignos de crédito que en cualquier otro
sitio—, el 21 por ciento de los niños cuyos nacimientos
fueron inscritos murieron durante el primer año de vida.» n
Peter Laslett nos ofrece datos similares a los maneja-
dos por Marvin Harris, sobre la condición de la infancia
en la Europa moderna.
«Sólo un niño de cada nueve llegaba a los veinte años,
como prueban los archivos de los hospicios, perfectamente

12. Marvin Harris. Ob. cit., pág. 245.

515
llevados. No hay que deducir de esto que se trataba de
una práctica exclusivamente francesa. Se mide su impor-
tancia, siempre en el siglo xvm, en otras grandes ciudades
europeas. 13
»...existe un número considerable de pruebas de la
indiferencia que podían demostrar por sus retoños los
padres campesinos de la antigua Europa. Hay macabros
archivos sobre el infanticidio manifiesto, como en Toku-
gawa, Japón, o sobre las prácticas de crianza equivalen-
tes al infanticidio, como en Francia durante el siglo XVIII,
cuando un gran número de niños eran abandonados en el
hospicio, para ser criados en tales circunstancias que los
padres podían dudar difícilmente de que muriesen. Mucho
más aún, los antropólogos han descrito sociedades en que
"simplemente no hay lugar para el amor, ni siquiera entre
padres e hijos"; no se da de comer a ningún niño después
de los tres años, porque se mira a los niños como rivales
de los que hay que esconder el alimento. ¿Un historiador
está, pues, justificado al decirles a los biólogos que, al
menos durante la historia de Europa occidental, se pro-
dujo bastante recientemente un cambio y que, de una
situación predominante de ausencia de amor entre las mu-
jeres y sus hijos, se ha pasado a la ternura universal?» M
La pregunta del autor no ha sido ni contestada ni ad-
vertida por los modernos historiadores. Su respuesta im-
plica tantas cuestiones de trascendental importancia que
hubiesen derrotado las hasta ahora inamovibles defini-
ciones sobre lo «natural» en la mujer. Y de aquí las con-
clusiones que me propongo demostrar no existe más que
un paso. La evidencia se prueba con los datos ofrecidos
por todos los autores.
«En cuanto a las burguesas, presentan un caso dife-
rente debido a su recurso a las nodrizas. El empleo de
nodrizas no es específico de Francia, como se ha dicho,
pero sin duda los franceses recurrían a ellas en mayor
proporción que otros pueblos. La práctica creaba proble-
mas difíciles a las mujeres de la burguesía y de la peque-
ña burguesía, particularmente a las mujeres de los arte-
sanos que querían seguir trabajando con sus maridos. En
efecto, la estructura que conocemos hoy, la panadera jun-

13. Héléne Bergues. Ob. cit., pág. 181, El hecho femenino, Argos
Vergara, Barcelona 1979. «La Sociedad», El rol de tas mujeres en la
historia de la familia occidental, por Peter Lasbett, pág. 477,
14. Peter Lasbett. Ob. cit., pág. 241.

516
to al panadero, la carnicera junto al carnicero, es muy an-
tigua. Y estaba entonces más extendida que hoy. Muchas
mujeres necesitaban trabajar y pensaban que eso no les
permitía amamantar a sus hijos. Los ponían entonces en
manos de una nodriza, una forma de infanticidio diferido,
ya que muchos de esos niños morían. Por otra parte, las
mujeres de los artesanos perdían de este modo la protec-
ción de la lactancia y quedaban más a menudo encintas...
Se sabe que las mujeres de los carniceros de Lyon tenían
diecinueve hijos, un hijo al año. Unos quince de entre
ellos morían. Tal vez los análisis de Aries, que cree en el
efecto de la indiferencia sobre el niño, sean exagerados,
pero es cierto que, cuando se viven situaciones como las
que acabo de describir, deben crearse reacciones de des-
pego, en mayor grado puesto que la madre se separaba de
su hijo casi en el momento de su nacimiento. Por lo de-
más, el nacimiento de un hijo no era ni una elección ni
un proyecto. La gente del pueblo se casaba para tener hi-
jos, lo mismo que un manzano tiene manzanas.» 15
La gente del pueblo y toda la gente. E. Bandinter I 6 nos
proporciona los datos sobre las defunciones infantiles du-
rante los siglos XVIII, xix, de los que se encuentran regis-
tros en las parroquias francesas, que explican por sí mis-
mos la atención y el cariño que dispensaban a sus hijos
recién nacidos las mujeres de todas las condiciones socia-
les y económicas de la época.
La insensibilidad de padres y madres respecto a la en-
fermedad y la muerte de sus hijos recién nacidos y pe-
queños es una constante en los anales domésticos del si-
glo XVIII. Los niños se crían con nodrizas que son contra-
tadas burdamente y bajo cuyos cuidados el infante tiene
pocas o ningunas posibilidades de sobrevivir. Las madres
de todas las condiciones sociales se niegan sistemática-
mente a lactar a sus hijos, y entregados éstos a las manos
mercenarias de mujeres sucias, ignorantes y descuidadas,
aquellas no sienten ningún interés por conocer el destino
de las criaturas que han parido.
La aparente ausencia de dolor ante la muerte de los
hijos no es patrimonio de los padres. La reacción de las

15. Evelyn Sullerot, El hecho femenino, Ed. Argos Vergara, Bar-


celona 1979, cap. «La Sociedad», p o r E m m a n u e l e Le Roy-Ladurie,
Evelyn Sullerot, Michéle Perrot, Jean-Paul Aron, p á g s . 451452.
16. ¿Existe el amor maternal? E d . Paidos-Pomaire. Barcelona
1981.

517
madres es idéntica. Shorter menciona el testimonio del
fundador de un hospicio para niños expósitos en Inglate-
rra, que estaba consternado ante las madres que abando-
naban a sus bebés moribundos en los arroyos o en los cu-
bos de basura de Londres donde se pudrían.
O la risueña indiferencia de una persona de la alta
sociedad inglesa que «después de haber perdido a dos de
sus hijos, hacía notar que todavía le quedaba la decena
del fraile».17
Paul Galliano dedicó un importante memorial al estu-
dio de la mortalidad infantil en un suburbio sur de París
desde 1774 a 1794. Establece que aproximadamente el
88 % de los niños confiados a nodrizas y muertos durante
la crianza son originarios de París.18
El primer acto del abandono suele producirse unos
días o unas horas después del nacimiento del niño, como
fue el caso del pequeño Talleyrand. Apenas salido de las
entrañas de su madre, el recién nacido es entregado a una
nodriza. Abundan los testimonios sobre esta costumbre
que quiere que el niño desaparezca lo antes posible de la
vista de los padres. 19
En 1780 en la capital, sobre 21.000 niños que nacen
anualmente (sobre una población de 800.000 a 900.000 ha-
bitantes) menos de 1.000 son criados por sus madres,
1.000 son criados por una nodriza que reside en la casa
familiar. Todos los demás, 19.000, son enviados a una
nodriza. Sobre esos 19.000 a quienes criaba una nodriza
fuera de la casa paterna, 2 ó 300 cuyos padres tenían hol-
gura económica eran criados en los suburbios inmediatos
a París. Los demás, menos afortunados, se criaban muy
lejos.
Si tenemos en cuenta que sobre los 21.000 niños que
nacieron en París en 1780 aproximadamente 1.000 fueron
criados en el domicilio paterno por nodrizas, es evidente
que no hubo 1.000 nodrizas escogidas con cuidado. Prost
de Royer señala que en las familias menos ricas y céle-
bres sucede a menudo que se apalabra a una nodriza sin
encontrar sin embargo lo que se buscaba. «Se trata en
la esquina con un recadero que se pierde o se equivoca.
El día fijado la nodriza no existe, nunca fue madre, no
prometió nada o se vendió a otro. La que llega es una

17. Badinter. Ob. cit., págs. 6W9.


18. Badinter. Ob. cit., pág. 53.
19. Badinter, págs. 94-95.

518
mujer desagradable y enfermiza, a quien la madre no ve
y de quien el padre se preocupa poco.»
El segundo método, más característico de las clases
populares, consiste en preocuparse de elegir la nodriza
cuando el niño ya ha nacido: «cuando comienzan los do-
lores del parto el padre se pone a buscar nodriza». En-
tonces se lo ve acudir a los vecinos, recorrer mercados y
calles y detener a la primera campesina, sin ningún exa-
men de su salud ni de su leche, sin siquiera estar seguro
de que la tiene.
El tercer método, el más común, consiste en recurrir
a recaderas, intermediarias que se instalan en los merca-
dos o en las grandes plazas. Dirigen especies de agencias
de colocación, que no han de reglamentarse hasta 1715.
Antes de esa fecha y fuera de París su actividad es
muy anárquica. «Sin nombre ni domicilio asisten al bau-
tismo, reciben la comisión, se llevan al niño, lo ofrecen a
precio rebajado o lo entregan al primero que llega... No
dan el nombre del niño a la nodriza... No dan a la familia
el nombre de una nodriza que todavía no encontraron y
que simplemente esperan encontrar después.»
De allí la constatación amarga del lugarteniente de po-
licía de Lyon en 1778: «Mientras que nuestros hopitales
registran y numeran a todos los niños abandonados a su
cargo... el cazador marca a su perro temiendo que lo cam-
bien; el carnicero señala cuidadosamente a los animales
destinados a ser degollados para alimentarnos, el niño del
pueblo sale de nuestros muros sin certificado de bautis-
mo, sin documentos, sin señales, sin que se sepa qué va
a ser de él.» Su vida depende de una intermediaria que
no tiene registro y que no sabe leer. Si desaparece o se
muere, todos los niños que tenía a su cargo se pierden con
ella.
Los moralistas de fines del siglo XVIII confirman esta
severa crítica de Prost de Royer. Todos subrayan con iro-
nía que la mayoría de la gente se muestra más alerta y
exigente cuando se trata de elegir una sirvienta, un pala-
frenero que les cuide los caballos y sobre todo un coci-
nero que se encargue de sus comidas. La natural conse-
cuencia de esta negligencia inicial es la situación catas-
trófica de los niños entregados a las nodrizas.
Los más pobres empiezan por padecer la cruel prueba
del viaje que tiene que llevarlos al campo. Según el médi-
co Buchan, los apilan en carretas apenas cubiertas, donde

519
son tantos que las desdichadas nodrizas se ven obligadas
a seguirlos a pie. Expuestos al frío, al calor, al viento y a
la lluvia, se alimentan con una leche caldeada por el
cansancio y la abstinencia de la nodriza. Los niños más
frágiles no resistían a este tratamiento, y muchas veces
los encargados los traían de vuelta muertos a los padres
pocos días después de la partida.
M. Garden transmite algunas anécdotas que figuran
en los informes de la policía de Lyon o de París sobre es-
tas pavorosas condiciones de traslado. Aquí, una interme-
diaria que lleva seis niños en un vehículo pequeño se
duerme y no se da cuenta de que uno de los bebés cae y
muere aplastado por una rueda. Allí un encargado de siete
niños pierde a uno de ellos sin que pueda saberse qué ha
sido de él. Otra vez es una anciana a cargo de tres recién
nacidos que dice no saber a quién ha de entregárselos.
La sociedad toda manifiesta tal indiferencia que sólo
en 1773 la policía ordena a los transportistas de niños que
utilicen vehículos cuyo fondo esté formado por tablas su-
ficientemente cubiertas de paja nueva, que cubran sus
vehículos con buena tela y que exijan a las nodrizas que
viajen junto con ellos en el vehículo para cuidar que
ninguno se caiga...
Para los que sobreviven a la prueba del viaje (según la
estación muere entre el 5 y el 15 %) las desdichas no ter-
minan allí. La primera razón es la situación catastrófica
de las mismas nodrizas. Médicos y moralistas del si-
glo xviu las acusan de todos los pecados: afán de lucro,
pereza, ignorancia, prejuicios, vicios y enfermedades. Pero
que nosotros sepamos muy pocos de ellos se han pregun-
tado las causas de esos pecados. Uno de ellos, el médico
lionés Gilibert, reconocerá en 1770 que la razón de mu-
chos errores a menudo mortales está en la inverosímil
pobreza de esas nodrizas: «mujeres embrutecidas por la
miseria, que viven en tugurios».
Gilibert las describe como mujeres que se ven obliga-
das a trabajar en el campo con el sudor de su frente, y
que pasan la mayor parte de la jornada alejadas de su
choza. «Durante ese tiempo el niño queda absolutamente
abandonado a sí mismo, sumergido en sus excrementos,
agarrotado como un criminal, devorado por los mosqui-
tos... La leche que succiona es una leche caldeada por un
ejercicio violento, una leche agria, serosa y amarillenta.
Los peores accidentes lo colocan a un paso de la tumba.»

520
¿Pero cómo reprochar a las nodrizas que conserven
a su lado a su propio bebé y que alimenten al ajeno con
restos, que completan con papillas completamente indi-
gestas? Mezclas de agua y pan que mastican antes de dár-
sela al niño. A veces les dan también castañas aplastadas,
un poco de trufa o pan macerado en vinagre.
Hay que esperar hasta el siglo x v m para que las no-
drizas den a los niños leche de vaca en pequeños cuernos
agujereados (los antepasados de los biberones). El proce-
dimiento no está exento de peligro, ya que hay que saber
dosificar bien la leche, y cortarla con agua.
Por último, el niño es alimentado sin normas ni hora-
rios. Mama cuando a la nodriza le viene bien. Demasiado
o demasiado poco. De allí se desprenden una avalancha de
pequeños males que pueden llegar a ser fatales: acidez,
aire, cólicos, diarrea verde, convulsiones u obstrucciones
y fiebre.20
A la mala alimentación hay que sumar prácticas homi-
cidas, como administrar narcóticos al niño para que duer-
ma y deje a la nodriza en paz. En las provincias meridio-
nales, el jarabe de adormidera, el láudano y el aguardiente
son de uso habitual. Los boticarios los entregan con tan-
ta liberalidad que no es excepcional que los niños mueran
a causa de dosis excesivas.
Pero cuando la alimentación no resulta fatal para el
bebé, su naturaleza debe superar un mal temible: la su-
ciedad y la falta de un mínimo de higiene. Entre otros el
médico Raulin pinta un panorama catastrófico del niño
encenagado en sus excrementos durante horas, durante
días a veces, si no más. A veces las nodrizas dejan pasar
semanas sin cambiar la ropa del niño o el jergón sobre
el que está echado.
Éste es el testimonio personal del médico Gilibert:
«Cuántas veces, al liberar a los niños de sus ataduras, los
hemos visto cubiertos de excrementos cuyas exhalaciones
pestíferas denunciaban su antigüedad; la piel de estos
desdichados estaba toda inflamada. Estaban cubiertos de
úlceras sórdidas. Cuando llegamos, sus gemidos hubieran
taladrado el más feroz de los corazones; cabe medir sus
tormentos por el rápido alivio que experimentaban cuan-
do se veían desatados y libres... estaban todos desolla-
dos, si los tocábamos con brusquedad lanzaban gritos

20. Badinter, id., págs. 95, 96, 97, 98.

521
penetrantes. No todas las nodrizas llevan su negligencia
hasta ese extremo. Pero estamos en condiciones de ase-
gurar que son pocas las que mantienen a los niños en un
estado higiénico satisfactorio, es decir, suficiente para evi-
tarles las enfermedades que los amenazan.» 21
Ninguno de estos horrores impide que una vez que lo
han entregado a la nodriza los padres se desinteresan de
la suerte del niño. El caso de la señora de Talleyrand que
durante cuatro años no pide una sola vez noticias acerca
de su hijo no es una excepción. A pesar de que, contraria-
mente a muchas otras, tenía facilidades para hacerlo.
Sabía escribir y la nodriza de su hijo residía en París.22
La duración promedio de la estancia del niño con su
nodriza es de cuatro años. Destetados a los quince o die-
ciocho meses, a veces a los veinte, los niños no vuelven sin
embargo a la casa familiar. Las nodrizas los tienen a su
lado hasta los tres, cuatro o cinco años. A veces más.
Durante ese tiempo, los padres no parecían muy preo-
cupados por la suerte del hijo lejano. A veces escribían
para asegurarse de que todo marchaba bien. Ayudadas por
el sacerdote, las nodrizas respondían invariablemente con
palabras tranquilizadoras y pidiendo dinero para gastos
suplementarios. Reconfortada, la madre no pedía más, por
evidente falta de interés, o porque era demasiado pobre
y prefería que la nodriza se olvidara de ella.
La falta de interés no es patrimonio exclusivo de los
desheredados. Hay muchas anécdotas que prueban que
concierne a todas las clases sociales. Garden menciona
unas cuantas, especialmente la del marido de una nodriza
de Nantua que en 1755 le escribe al padre natural, oficial
sombrero en Lyon: «Desde que lo tenemos con nosotros,
usted no nos ha preguntado cómo estaba. Gracias a Dios
está bien.» El mismo año, un maestro carpintero, que no
está en la miseria, se queja del mal estado en que la no-
driza le devuelve un hijo. Ésta responde. «No somos
nosotros quienes tenemos que advertir a los padres y ma-
dres, sino ellos quienes tienen que venir a ver a sus
hijos.»
Es cierto que el niño que vuelve al hogar paterno, cuan-
do lo hace, muchas veces está tullido, malformado, raquí-
tico, enclenque y hasta muy enfermo. Los padres se quejan

21. Badinter, id., pág. 99.


22. Badinter, id., pág. 100.

522
amargamente de eso, tal vez más que si el niño hubiera
muerto. Porque un niño en malas condiciones de salud
representa muchos gastos en el futuro y pocos beneficios
a corto plazo.23
Seguimos viendo a través de la obra de Badinter que
en la Francia de los siglos xvn y XVIII la muerte de un
niño es un episodio banal. De acuerdo con las cifras que
ofrece F. Lebrun, la mortalidad de niños de menos de un
año es sensiblemente superior al 25 %. En toda Francia
desde 1740 a 1749, la tasa de mortalidad infantil es del
27,5 %, y de 1780 a 1789, del 26,5 °/o.
En su estudio sobre los niños de meses en Beauvaisis
en la segunda mitad del siglo XVIII, J. Ganiage encuentra
aproximadamente el mismo porcentaje, es decir, un niño
sobre cuatro no supera el primer año de vida. Después de
esta primera etapa fatídica, la tasa de mortalidad dismi-
nuye sensiblemente. Según Lebrun, sobre 1.000 niños el
promedio de supervivientes en las distintas edades es el
siguiente: 720 sobreviven al primer año (muere el 25 %,
como ya dijimos), 574 superan los cinco años de vida y
525 llegan a cumplir diez años. Constatamos, pues, que
la hecatombe es particularmente grave durante el primer
año y sobre todo durante los primeros meses de vida.
J. P. Bardet señala que la mortalidad infantil de los
niños de la ciudad de Rouen criados por su madre no
supera entre 1777 y 1789 el 18,7 %. Es preciso señalar que
se trata de madres asistidas por el Hospital General, y
por consiguiente de pocos recursos. En el mismo período,
la mortalidad de los bebés cuyos padres los entregan a
nodrizas, asistidos por el Hospital General, es del 38,1 %.
En la pequeña ciudad de Cotentin, Tamerville, P. Wiel
registra solamente un 10,9 % de muertos entre los niños
amamantados por su madre. 24
Las cifras referidas a la ciudad de Lyon y sus alrede-
dores son todavía más trágicas. De 1785 a 1788, las ma-
dres asistidas por la oficina de beneficencia maternal que
crían a sus hijos pierden al 16 % antes del año. En cam-
bio según el médico lionés Gilibert, la mortalidad de los
niños confiados a nodrizas es devastadora, puesto que es-
cribe: «Hemos descubierto que los lioneses, tanto burgue-
ses como artesanos, perdían aproximadamente los dos

23. Badinter, id., pág. 101.


24. Badinter. Ob. cit., págs. 110-111.
523
tercios de sus hijos, quienes entregaban a nodrizas mer-
cenarias.»
Es interesante la observación de Gilibert sobre el orí-
gen social de los niños porque muestra que la muerte no
es una exclusividad de los niños pobres. Lo confirma el
estudio de Alain Bideau sobre la pequeña ciudad de Thois-
sey, donde también los niños de origen relativamente aco-
modado morían en grandes cantidades hallándose a cargo
de nodrizas de las parroquias de los alrededores. Lo mis-
mo que en cualquier otro sitio, los niños criados por su
madre eran privilegiados. 25
Peor aún era la suerte de los niños abandonados, cuyo
número fue en aumento a lo largo del siglo XVIII. F. Le-
brun constata que de 1773 a 1790, hay un promedio de
5.800 niños abandonados por año. Cantidad enorme si
tenemos en cuenta que en París nacían entre 20.000 y 25.000
niños por año. Aun sabiendo que madres forasteras ve-
nían hasta la capital para abandonarlos, la suma sigue
siendo impresionante.
Entre esos niños abandonados es preciso diferenciar
los hijos legítimos de los ilegítimos. Bardet ha demos-
trado que en Rouen los segundos mueren en mucha ma-
yor cantidad y antes que los primeros. A. Chamoux con-
firma este fenómeno en Reims. La razón es simple: son
los más maltratados de todos. M
Lebrun cree que a falta de cifras precisas, cabe esti-
mar a grandes rasgos que hay un tercio de niños legítimos
sobre dos tercios de ilegítimos. En Reims la causa casi
general del abandono de niños es la terrible miseria de
los padres, pero en París es preciso matizar esta afirma-
ción. Un estudio referido a 1.531 padres que abandonaron
un hijo en 1778 muestra que su condición y profesión no
siempre son las que podríamos imaginar. Lebrun señala
que entre ellos un tercio son burgueses de París, un cuar-
to son oficiales artesanos y comerciantes, y otro cuarto
obreros y buscavidas.
Las principales razones del abandono son de orden eco-
nómico y social. Sin embargo hay una buena cantidad de
pequeño burgueses que abandonan a sus hijos con la idea
de recuperarlos unos años más tarde. Creen que los niños
han de recibir en el hospital una atención superior a la

25. Badinter, id., pág. 112.


26. Badinter, id., pág. 113.
524
que podrían prestarle ellos mismos. Pero es ínfimo el
porcentaje de padres que recuperan realmente a sus hi-
jos. En parte porque se olvidan de reclamarlos, y en par-
te porque la realidad hospitalaria era muy diferente de la
que habían imaginado.
En el último tercio del siglo XVIII, más del 90 % de los
niños abandonados en el hospital en Rouen muere antes
del año, el 84 °/o en París y el 50 % en Marsella.
Estas cifras muestran de manera definitiva que los
niños amamantados por su madre o a falta de ello por
nodrizas que reciben una paga adecuada y a quienes los
padres del niño han elegido con cuidado, gozan de posi-
bilidades de supervivencia mucho mayores. En términos
generales, constatamos un porcentaje de mortalidad que
varía de uno a dos según que el niño haya sido criado o
no por su madre, y de uno a seis o de uno a diez según
que el niño haya sido abandonado o no.27
Sólo en la ciudad de París, dice Chamousset, son aban-
donados alrededor de 4.300 niños. Si el resto del país pro-
duce el doble, el Estado dispone aproximadamente de
12.000 niños abandonados por año.
Sobre estas terribles cifras Badinter comenta:
«De modo que "objetivamente" la crianza es un infan-
ticidio encubierto. El fenómeno resulta tanto más impre-
sionante en cuanto que la mayor gravedad de la hecatom-
be se sitúa durante el primer año y sobre todo durante
los primeros meses de vida. Superado el primer mes fatí-
dico, las cifras se reducen, y comprobamos que superado
el año la mortalidad de los niños confiados a una nodriza
prácticamente no supera la de los niños criados por la
madre.
»Cabe entonces pensar que si las madres, en lugar de
abandonarlos o de confiarlos a nodrizas, hubiera conser-
vado a estos niños a su lado aunque sea durante uno o
dos meses, aproximadamente la tercera parte de ellos ha-
bría sobrevivido.» 28

NOTAS

Al indagar en dos documentos históricos y literarios la sus-


tancia y la calidad de las relaciones entre la madre y su hijo
27. Badinter, íd-, pág. 113.
28. Id., págs. 113-114.

525
hemos constatado o bien indiferencia, o bien recomendacio-
nes de frialdad, y un aparente desinterés por el bebé que acaba
de nacer. Este ultimo punto suele interpretarse de la siguien-
te manera: ¿cómo interesarse por una criatura que tenía tan-
tas posibilidades de morir antes de llegar al año? La frial-
dad de los padres, y especialmente de la madre, servía incons-
cientemente como coraza sentimental contra el alto riesgo de
ver desaparecer al objeto de su ternura. Dicho de otro modo:
era preferible no adherirse a él para no sufrir después. Esta
actitud sería la expresión normal del instinto de conservación
de los padres. Dada la elevada tasa de la mortalidad infantil
hasta filies del siglo xvín, si la madre se apegara intensamente
a cada uno de sus niños con toda seguridad moriría de tris-
teza.

BADINTER, E., «¿Existe el amor maternal?», Paídos/Pomaire,


Barcelona 1981, pág. 65.
...el niño es un considerable estorbo para todas las muje-
res que se ven obligadas a trabajar para vivir. Basta con leer
el trabajo de Maurice Garden sobre la ciudad de Lyon ... Mues-
tra que las mujeres de los obreros y los artesanos, grandes
abastecedores de bebés para las nodrizas, verdaderamente no
tenían otra opción. En los oficios donde la mujer está direc-
tamente asociada al trabajo de su marido es donde le resulta
más dificultoso conservar a sus hijos a su lado y criarlos. Lo
mismo les sucede a las esposas de los obreros de la seda,
cuyas enormes dificultades en el siglo xvni son bien conocidas.
La mujer trabaja en el telar junto a su marido. Si el trabajo
ha de ser mínimamente rentable, no puede padecer las demo-
ras que provoca la atención de los niños. Necesariamente el
hijo de esos obreros se verá excluido de la familia. Entonces
comprendemos que es en esta categoría socio-profesional don-
de se registra la mayor cantidad de niños confiados a una
nodriza y muertos durante la crianza.
Asimismo, en los comercios de comestibles lo tradicional
es que la mujer se ocupe de la tienda de panadería o de car-
nicería. Si la madre criara a los niños, el marido tendría que
contratar a un obrero que ocupara el sitio vacante en la
tienda. Esta actitud revela un dato económico que no es de
despreciar: a estos matrimonios les costaba menos enviar a
su hijo a una nodriza que contratar a un obrero apenas cali-
ficado.
id., págs. 55, 56.
Para las familias más pobres, el niño constituye una
amenaza para la supervivencia de sus padres. No les queda,
pues, otra opción que la de desembarazarse de él. Lo abando-
nan en un hospital, lo que como veremos deja al niño po-

526
cas posibilidades de sobrevivir; lo entregan a la menos exi-
gente de las nodrizas, lo cual no deja muchas más; o bien
caen en una serie de comportamientos más o menos tolera-
dos, que llevaban rápidamente al niño al cementerio.
Id., pág. 56.

Junto a niños de extración miserable, figuran otros dos


tipos de niños que pertenecen a categorías sociales diferentes.
En primer lugar, aquellos cuyos padres trabajan juntos, pero
cuya situación económica permitiría a la madre ocuparse hol-
gadamente del bebé. Es el caso de los comerciantes ricos
registrados por Galliano, el de muchos mercaderes, comer-
ciantes en vino, sastres o artesanos relevados por Ganiage y
Bideau. Estos hubieran podido conservar a sus hijos a su lado
y no lo hacían. ¿Por qué?
Id., pág. 58.

...en el caso de esta pequeña burguesía laboriosa, los


valores sociales tradicionales pesan con más fuerza que en
otros medios: dado que la sociedad valoriza al hombre, al
marido, es normal que la esposa anteponga los intereses de
éste a los del bebé.
Id., págs. 58, 59.

Tal vez la máxima prueba de indiferencia sea la ausencia


de los padres en el entierro de su hijo. En algunas parroquias,
como por ejemplo Anjou, ni la madre ni el padre se desplazan
para asistir a la inhumación del hijo de menos de cinco años.
En otras parroquias asiste uno de los dos, a veces la madre y
otras el padre. Son muchos los casos en que los padres sa
enteran muy tardíamente de la muerte de los hijos a cargo de
nodrizas. Preciso es decir que no hacen grandes esfuerzos por
mantenerse al tanto del estado de salud del niño.

Xd., pág. 69.

LA NEGATIVA A DAR EL PECHO


Las mujeres como la señora de Talleyrand o las nietas
del consejero Froissard no estaban dispuestas a sacrificar su
sitio y su puesto en la Corte, o simplemente su vida mundana
y social para criar a sus hijos. El primer movimiento de re-
chazo era negarse a darles el pecho. Para explicar este gesto
antinatural, las mujeres de sectores acomodados invocaron
algunos argumentos cuyo objetivo era más excusar su acción.

527
Sin embargo hubo quienes dijeron las cosas con claridad: Me
disgusta, y prefiero hacer otras cosas.
Id., págs. 73, 74.

LAS EXPLICACIONES DE LAS MUJERES


Entre los argumentos que se esgrimían con mayor frecuen-
cia predominan dos: amamantar es malo para la madre desde
el punto de vista físico, y es poco decoroso. Entre los argu-
mentos de orden físico, el primero y más corrientemente usa-
do por las mujeres es su propia supervivencia. Decían de bue-
na gana que si amamantaran a sus bebés se privarían «de un
quilo precioso, absolutamente necesario para su propia con-
servación».

Id., pág. 74.


También cabía invocar una excesiva sensibilidad nerviosa,
que no hubiera tolerado los gritos de un niño.
A veces, en lugar de enternecerse sobre su salud, las muje-
res utilizan el argumento estético y juran que si dan el pecho
su belleza, el más valioso de sus bienes, las abandonará. Se
consideraba (y se sigue considerando) que el hecho de ama-
mantar deforma el pecho y afloja los pezones. Muchas eran
las que no querían arriesgarse a ese ultraje y preferían acu-
dir a una nodriza.
Id., págs., 74, 75.
Por su parte, intelectuales como Burlamaqui y Buffon ma-
nifestaban el mismo desdén hacia el amamantamiento mater-
no. Refiriéndose al niño pequeño, Buffon escribe: «Pasemos
por alto el disgusto que puede provocar el detalle de las aten-
ciones que su condición exige.» Palabras masculinas que las
mujeres no se ocuparon de desmentir. Al parecer, «el detalle
de las atenciones» que requieren los niños no les proporciona-
ba ninguna satisfacción,
id., pág. 75.
Por otro lado los maridos tuvieron su parte de responsa-
bilidad en la negativa de sus esposas a criar a sus hijos. Algu-
nos se quejan del amamantamiento como si se tratara de
un atentado a su sexualidad y una restricción de su placer.
A algunos les disgustan ostensiblemente las mujeres que ama-
mantan, con su intenso olor a leche y sus senos que rezuman
continuamente. Para ellos el amamantamiento es sinónimo
de suciedad. Un verdadero remedio contra el amor.

Id., pág. 76.

528
CAPÍTULO l¡l
EL CAPITALISMO O LA FELICIDAD
DE LOS NIÑOS

Ya sabemos que la historia de la humanidad es la


crónica negra de sus crímenes, de sus maldades y de sus
abominaciones. Pero el progreso «esa cosa buena, dulce»
que llamaba Víctor Hugo, alcanza hoy a mayor número de
pueblos y de personas, y en los países que se civilizan con
un movimiento uniformemente acelerado, atrocidades como
las descritas ya no suceden. Europa, América del Norte,
los países más avanzados de América del Sur, el Asia
Soviética, el África Blanca van desterrando día por día
prácticas tan inhumanas como el infanticidio. Y allí las
madres «sí quieren verdaderamente a sus hijos».
Es cierto. A medida que el modo de producción capi-
talista se va asentando, las sociedades cambian, las rela-
ciones de producción se modifican pasando de las cuasi
feudales a las industriales, y en consecuencia el concepto
de amor materno se introduce. Veamos por qué:
Sólo hace unos días en conmemoración de este Año In-
ternacional del Niño de 1979, personaje al que todo el
mundo reconoce que le falta un poco más de atención, en
una entrevista radiada a un sociólogo barcelonés, el locu-
tor perdió el habla cuando a su pregunta: «¿en el comien-
zo de la era industrial los niños fueron objeto de una
explotación inicua que les ocasionó innumerables sufri-
mientos?», el historiador respondió: «Pero ello significó
un avance considerable, porque hasta que se implantó el
modo de producción capitalista a los niños se les mataba.
A partir del momento en que empezaron a trabajar en
las fábricas conservaron la vida en mucha mayor pro-
porción...»
Todavía nadie había manifestado públicamente este

529
concepto. El infanticidio para todos era exclusivamente
práctica de pueblos salvajes, más cercanos al animal que
al ser humano. Ya hemos constatado como nuestro inefa-
ble Laín Entralgo afirmaba que se practicaba en todo el
mundo menos en Europa. Ninguno de nosotros estamos
gustosos en aceptar que nuestra madre nos detestaba y
que si no hubiese sido por la represión legal y social a que
se hallaba sometida quizá nos hubiera retorcido el pes-
cuezo al nacer.
Para comprender claramente la transición demográfica
que vivió Europa a partir de finales del siglo xvui, lo
que se denomina frecuentemente por los especialistas el
«boom» demográfico, es preciso conocer y relacionar dos
hechos fundamentales en la historia del capitalismo: la
utilización de los niños como fuerza de trabajo en las
fábricas y el invento del amor materno.
Apenas la burguesía comprende que los niños pue-
den realizar perfectamente un trabajo similar al de los
adultos, y que los más pequeños serán buenos auxiliares
de éstos, los emplea en las fábricas por la décima parte
del valor de un obrero, y, lo que es más importante, hace
comprender a los padres el beneficio que pueden obtener
empleando a sus hijos en la naciente industria. El niño
ya no es un estorbo en la casa paterna y una boca más
que alimentar estérilmente. El niño, a veces desde los tres
años, puede ganarse su sustento y aún más, rendir algún
beneficio a su padre. En el campo los niños seguirán pres-
tando los servicios habituales desde la más corta infancia,
y no habrán llegado a la madurez cuando ya se convertirán
en trabajadores avezados, pero este papel estará reservado
a un número limitado. Más allá de éste, que oscilará según
la extensión de las tierras y de los bienes que posea el pa-
dre, los demás niños no tendrán sitio en este mundo.
Pero en las ciudades la situación se transforma. El
obrero no posee tierras, ni casa, ni ganados, ni aún un baúl
de ropa o las joyas de la familia. Sólo tiene su fuerza de
trabajo. Cuando la ha vendido por menos de lo que nece-
sita para su sustento, vende la de su mujer, más tarde
comprende que la de sus hijos también es una mercancía
apreciable, y no tiene empacho en enajenársela al patrono.
Para esta venta no existen límites. El capital necesita cada
día más y más brazos. Las fábricas elevan diariamente más
chimeneas al cielo, los telares no descansan, los altos hor-
nos no dan abasto para producir acero, los barcos trans-

530
portan continuamente mercancías a ultramar. El capita-
lismo es un horno que consume, sin cansarse nunca, mul-
titud de seres humanos, y los niños no son despreciables.
Los padres saben que la mercancía apreciada se fabrica
en el vientre de sus mujeres, y al mismo tiempo que el
capitalista exige más y más carne de trabajo, el obrero
fecunda más y más la matriz de su esposa. Y ahora con
rendimiento. Ya no es inútil aquella criatura ociosa. Aban-
donarla o matarla se convierte en un despilfarro. Ahora
se trata de mantenerla con vida durante los primeros tres
o cuatro años, después ella sola se alimentará y contri-
buirá a alimentar a sus padres. Y las madres aprenden
la consigna. Sin demasiado amor.
Este sentimiento no parece haber tenido mucha impor-
tancia en el primer siglo del industrialismo. Los datos es-
tán ahí para demostrarlo.
«Después de 1770, algunas partes de Europa entraron
en lo que los demógrafos denominan "primera etapa de
transición". Se produjo una notable disminución de la tasa
de mortalidad, mientras la tasa de natalidad permaneció
más o menos inmodificable. Esto no significa que estuviera
mejorando el nivel de vida. El estudio de las primeras
"poblaciones de transición" de los países sub desarrollados
modernos, indica que la disminución de la tasa de mor-
talidad y los consecuentes aumentos en el crecimiento de-
mográfico, son compatibles con niveles de salud y de bie-
nestar inalterables, o incluso, en proceso de deterioro.»'
A finales del siglo XVIII y hasta muy entrado el xrx, la
medicina no conoció avances espectaculares para permitir
que la vida se prolongase especialmente y mucho menos
para salvar la mortalidad natural de los niños. Ya hemos
visto los inútiles esfuerzos de Semmelweiss. Tiene que
entrarse en la última década del xix para que los descu-
brimientos de Pasteur tengan alguna incidencia en la sa-
lud social. Al mismo tiempo las condiciones de alojamien-
to, de ventilación y de alimentación de la clase obrera no
sólo no mejoran en relación a las que mantenían en las
sociedades rurales, sino que se deterioran notablemente.
Las familias obreras viven hacinadas en cubículos, respi-
rando los humos tóxicos de las fábricas, la alimentación
carece de vitaminas, el raquitismo por falta de sol y de
aire libre hace su aparición, y el vestido es simplemente

1. Marvin Harris. Ob. cit., pág. 245.

531
unos harapos con que cubrir la desnudez por exigencias
de la moral. Y sin embargo, el nivel de población va cre-
ciendo por reducción espectacular de la mortalidad. Sim-
plemente los padres dejan de matar a los niños que con-
seguían sobrevivir naturalmente los primeros cinco años
de vida. Morris nos lo cuenta así:
«En Europa, a finales del siglo xvm hubo una gran
demanda de mano de obra infantil. En el interior de la
vivienda, los niños participaban de una variedad de "indus-
trias caseras", ayudando a cardar lana, hilar algodón, a
fabricar prendas de vestir y otros artículos, de acuerdo
con contratos celebrados con los empresarios. Cuando el
lugar de manufactura se trasladó a las fábricas, a menudo
los niños se convirtieron en la principal fuente de trabajo,
dado que se les podía pagar menos que a los adultos y
eran más dóciles. En consecuencia, podemos arribar a la
conclusión de que la tasa descendente de mortalidad du-
rante las primeras etapas de la revolución industrial se
debió, al menos en parte, a la creciente demanda de mano
de obra infantil más que a un importante mejoramiento
general de la dieta, la vivienda o la salud. Los niños que
antes habrían sido descuidados, abandonados o matados
en la infancia gozaron del dudoso privilegio de vivir hasta
la edad de entrar a trabajar a una fábrica 2 durante unos
años, antes de sucumbir a la tuberculosis.»
Se producen entonces sutiles diferencias en la ideolo-
gía respecto al criterio que merecían los niños. La
literatura, los consejos morales, la educación empiezan
a manifestar algún aprecio mayor por la infancia. Sula-
mith Firestone, para demostrar su particular idea sobre
la represión de los niños, expone cómo a partir del si-
glo xvn éstos son tomados en consideración, aunque para
ella esta época sea la del verdadero comienzo de la margi-
narían del niño, con evidente ignorancia de los peligros a
que se exponían aquellos que pretendían nacer antes de
que sirvieran como fuerza de trabajo.
Es cierto que a partir del siglo xvn la infancia se pone
de moda: «Aries muestra como la iconografía reflejaba
también esta transformación, como, por ejemplo, las re-
presentaciones glorificadas de la relación madre e hijo (el
niño Jesús y María) eran cada vez más numerosas, e in-
cluso los retratos de niños y los cuadros y de interiores y

2. Marvin Harris. Ob. cit., pág. 246.

532
las escenas familiares, rodeados de todos los ornamentos
de la infancia. Rousseau, entre otros, elabora una ideolo-
gía de la infancia. Se preocupan de evitarles todo contacto
posible con el mal. El respeto de los niños, como de las
mujeres, desconocido antes del siglo xvi, es decir mientras
ellos formaban todavía parte de la sociedad, se hizo nece-
sario en el momento en que ellos formaron un grupo ser-
vil y netamente delimitado.» 3 Pero la conclusión de Fires-
tone sobre tal hecho resulta insólita. Amén de no explicar
por qué se produce semejante cambio en la época seña-
lada y no en otra cualquiera, anterior o posterior, su tesis
de que a partir del siglo xvn, es decir cuando comienza la
introducción del modo de producción capitalista, «el ais-
lamiento y segregación de los niños había empezado. La
nueva familia burguesa, centrada en los niños, exigía una
vigilancia constante. La independencia anterior estaba abo-
lida»,4 lo que constituye para ella, retroceso y empeora-
miento de la situación del niño, es exactamente lo contra-
rio de lo que sucedió en la realidad.
Los niños empezaron a sobrevivir en mayor medida
que en siglos anteriores, porque comenzaron a ser útiles
a los padres, a prestar un rendimiento ignorado en una
economía precapitalista y rural, y en consecuencia no se
les segregó de la sociedad como afirma la autora norte-
americana, sino que, por el contrario, éste fue el momento
en que comenzaron a tener parte activa en ella. Un niño
que trabaja es un niño considerado en mayor medida que
un niño ocioso, que vaga por los caminos y regresa al ho-
gar a exigir un plato de comida que no se ha ganado.
En consecuencia el mejor trato a los niños, la ideología
que teorizará el comportamiento de los adultos con ellos,
la educación que deberá dispensárseles, se modificará en
la misma relación. La familia burguesa, a la que alude
Firestone, empieza a exigir una vigilancia constante de los
niños porque éstos comienzan a serle útiles, y por ello se
preocupará de educarles, de vestirles y de elaborar nor-
mas de comportamiento y de relación con los mayores,
que puedan proporcionarle mayor rendimiento de los
niños.
Cuando Firestone, afirma que «los primeros trajes con-

3. Firestone, Shulamith, La dialéctica del sexo, Ed. Kairós.


Barcelona 1976, pág, 101.
4. Firestone, Shulamith, Ob. cit., pág. 101.

533
cébidos para los niños aparecieron a finales del siglo xvi,
fecha importante para la formulación de la idea de infan-
cia»,5 no piensa que hasta aquel momento ni había idea
formulada de infancia, ni nadie había pensado en vestirles,
porque no interesaban. Un vestido no sólo es un símbolo
de jerarquía, sino fundamentalmente una protección con-
tra la intemperie y un abrigo contra el frío y las enfer-
medades. Antes de que se considerara importante el ves-
tido de la infancia, los niños que no fueran hijos de reyes
y de nobles estaban cubiertos de andrajos, apenas tapa-
dos sus friolentos cuerpecillos por los restos de trajes de
los adultos, cuya largura de piernas y de brazos que les
estorbaba para moverse y andar, sólo era remediada por
burdos cortes en los extremos. Crear trajes para niños,
adecuados a su tamaño y necesidades, no constituyó un
símbolo de represión y de marginación como pretende de-
mostrar Firestone, sino todo lo contrario. Una chaqueta
del tamaño adecuado permitía al niño de cinco años mo-
ver los brazos con libertad en el trabajo industrial. Un
pantalón que no precisara sujetarse por su voluminosidad,
era necesario para permitirles andar con desenvoltura en
las naves de la fábrica.
Resulta por tanto inusitadamente erróneo este párrafo
de la obra de Sulamith: «La vestimenta de los niños fue
al principio moldeada sobre la que llevaban los adultos en
otra época, como era el caso de las clases inferiores que
llevaban los antiguos vestidos la aristocracia. Este arcaís-
mo simbolizaba la exclusión progresiva de los niños y del
proletariado de la vida pública contemporánea.» 6 Ni exis-
ten suficientes testimonios gráficos para afirmar que la ves-
timenta de todos los niños del siglo xvn siguiese los mol-
des de épocas anteriores, ni por supuesto el hecho de
crear modelos exclusivos para la infancia significó la ex-
clusión progresiva de los niños de la vida pública contem-
poránea, sino por el contrario su entrada en el sector la-
boral. Por otro lado el proletariado difícilmente podía
haber participado en la vida pública antes del siglo xvin,
cuando todavía no se había constituido en clase como tal.
Y pensar que los anteriores villanos, que formaron el nue-
vo ejército proletario, tenían alguna participación en la
administración de los asuntos públicos de la Edad Media,

5. Firestone, ShulamithJ Ob. cit., pág. 102.


6. Firestone, Shulamith, Ob. cit., pág. 104.

534
es no conocer las relaciones de producción medievales. En
cuanto al traje del siervo feudal, aunque pocos testimo-
nios gráficos nos han dejado, no resulta muy difícil creer
que sería más miserable que sujeto a la moda, ya que
ésta sólo regía para la nobleza, no demasiado bien vestida
tampoco, por cierto.
La educación, según señala también Firestone, se mo-
difica a partir de esta época. «Los arquitectos e innova-
dores verdaderos fueron los moralistas y pedagogos del
siglo XVTI, los Jesuítas, los Oratoriens y los Jansenistas. Es-
tos hombres estuvieron en el origen del concepto de la
infancia, como de su institucionalización bajo la forma de
la idea moderna de instrucción. Son ellos los primeros que
expusieron la causa de la debilidad y de la inocencia de
la infancia, ellos colocaron al niño sobre un pedestal, exac-
tamente como se había hecho con la mujer, ellos promo-
cionaron la separación de los niños del mundo adulto.» 7
Pero Firestone no debería ignorar que proteger a los niños
del contacto con los adultos significaba evitarles palizas,
malos tratos, tortura y muerte. De la misma manera que
defendiendo la debilidad y la inocencia de la infancia se
perseguía evitar que siguieran siendo víctimas de la indi-
ferencia o del odio de los padres. Se iniciaba por tanto la
teorización de la idea de que el niño era un ser apreciable
al que debía conservarse con vida. Semejante concepto
constituía una revolución en la ideología de la maternidad.
Pero a sus ultimas consecuencias se llegó algo más tarde.
En el momento de la implantación del modo de pro-
ducción capitalista se busca exclusivamente evitar el sa-
crificio múltiple e innecesario de vidas infantiles, con el
no muy filantrópico propósito de extraer el mejor rendi-
miento posible de sus cuerpos. Por ello al mismo tiempo
en la filosofía educativa «la disciplina era el leiv-motiv de
la instrucción moderna, bastante más por cierto que la
transmisión de los conocimientos o de la información.
Para ellos (los educadores) la disciplina era un instrumen-
to de perfeccionamiento moral y espiritual, la adoptaban
por su valor intrínseco, moral y ascético, más que por su
eficacia en dirigir el trabajo en común en grupos numero-
sos. La represión por sí misma era por tanto adoptada
como un valor espiritual». 8

7. Firestone, Shulamith, Ob. cit., pág. 105.


8. Firestone, Shulamith, Ob. cit., pág. 106,
535
Para cualquiera que se halle familiarizado con la histo-
ria de la formación y la ideología de la burguesía resulta
conocido que los valores citados por Firestone: disciplina,
perfeccionamiento moral y espiritual, ascetismo, se adop-
taron para conseguir mayor eficacia y rendimiento en el
modo de producción capitalista. Aseverar lo contrario es
propio de la misma burguesía, que ha de negar el mate-
rialismo científico y seguir elucubrando sobre los valores
espirituales, para ocultar los beneficios que le proporciona
la especulación, la usura y la explotación de las demás
clases sociales. Los valores espirituales constituyeron muy
buena excusa para educar a los niños en la obediencia y
en la sumisión a las órdenes de los mayores. Conseguir
la extrema docilidad de los niños era un objetivo impor-
tante, de otro modo hubiese sido imposible utilizarlos para
alcanzar el mayor auge de la producción industrial, con el
éxito que se obtuvo y que Sulamith Firestone parece
ignorar.

1. Los niños son útiles, ¡vivan tos niños!

La historia del industrialismo inglés ha sido exhausti-


vamente contada por diversos cronistas. Desde los litera-
tos Dickens, Keats, Shelley, Daudet, los políticos Lord
Shaftesbury, Stuart Mili, que se atrevieron a interpelar a
los patronos, desafiando su agresivo afán de lucro, a Marx
que recoge los testimonios, las crónicas de prensa, los
expedientes judiciales. Sin embargo, y a pesar del tiempo
transcurrido nadie ha extraído de los hechos las evidentes
conclusiones: a más niños rentables, más niños vivos. Lo
que no significaba amarlos más. Las muestras del amor
de los padres por sus retoños las tenemos en los datos de
la época.
Dada la abundancia de testimonios me h a sido preci-
so seleccionarlos, pero las muestras escogidas resultan
demasiado evidentes para que nos permitan abrigar algu-
na duda.
Silvia Lynd, lúcida autora de la crónica de Los niños
ingleses, hace un siniestro retrato de la vida de éstos en
el siglo xix:
«A lo largo del siglo XVIII y de los comienzos del xix
continuó la sangría suelta de la juventud. La causa prin-
cipal de la mortalidad infantil era que muchas madres no

536
querían, o no sabían amamantar a sus hijos y se introdujo
la desastrosa costumbre de criarlos "a mano". El doctor
Hans Sloane, el médico más famoso de aquellos días, era
resueltamente opuesto a la crianza "a mano" y pedía pe-
chos lactantes para los hospicianos. Hacía observar que
un tercio de las defunciones por enfermedad o accidente,
eran niños menores de dos años, y atribuía esta propor-
ción elevada a la falta de alimento apropiado. Para de-
mostrarlo, alegaba estadísticas del Hospital, mes por mes,
y daban en un trimestre: "De 26 criados al pecho, 5 muer-
tos; de 63 alimentados a mano, 34 muertos".»
«A partir de la era puritana, se cambiaron los concep-
tos de respetabilidad, y se aumentó la crítica, aunque al
mismo tiempo la conducta masculina había alcanzado un
nuevo nivel mínimo. Llegó a ser un desastre irreparable
para una muchacha el tener un hijo ilegítimo. Seducida y
abandonada, no tenía otro camino para ganar su vida que
lanzarse a la calle, y para evitar este destino la muchacha
frecuentemente asesinaba a su hijo "para ocultar su ver-
güenza"; pero si se descubría el crimen, se la ahorcaba.»
«La familia Wesley estableció una pauta para muchos
jóvenes ingleses durante los cien años siguientes. A los
niños, cuenta Wesley, se los alimentaba con sopas y comi-
da frugal hasta la edad de cinco años, porque se suponía
que eso aplacaba las pasiones violentas, y "cuando llega-
ban a tener un año, o a veces antes, se los acostumbraba
a llorar sin ruido y a temer la vara". En opinión de Wesley,
lo mejor era "conquistar la voluntad lo antes posible"...
»Las escuelas de niños continuaban siendo lugares
agrios y crueles con inspección insuficiente por parte de
los maestros, y los pobres muchachos seguían siendo bru-
talmente apaleados en todas partes, como sabemos por el
relato de los días escolares de Lamb en la escuela de
Christ's Hospital.
»Los infortunios de los niños pobres aumentaban rá-
pidamente. Con la introducción de la maquinaria indus-
trial los niños se transformaron en criaturas susceptibles
de ser explotadas. Blake, que como prosélito de Sweden-
borg probablemente había logrado escapar al rigor de una
escuela ordinaria, y que, por lo tanto, pudo ver el mundo
con ojos no cegados por la miseria habitual, escribió de los
niños deshollinadores:
»Cuando murió mi madre yo era muy joven, y mi pa-
dre vendióme cuando mi lengua podía decir apenas ¡ba-

537
rrel ¡barre! jbarre! Desde entonces limpio vuestras chi-
meneas y duermo sobre el hollín. El pequeño Tom Dacre
lloraba cuando le afeitaron la cabeza rizada como un car-
nero; y yo le dije: " ¡calla Tom!; no te importe, porque
estando calvo verás como el hollín no ensucia tu pelo
rubio"...
»Pero Blake no sugirió remedio en este mundo.
»Y entonces Tom despertó; nosotros nos levantamos
de noche, y fuimos al trabajo con sacos y escobas. Y aun-
que la mañana era fría, Tom se sentía feliz y caliente. Los
que cumplen con su deber no tienen nada que temer.
»A pesar de lo humanitario y genial que era, no hay
señal de que Blake concibiera la abolición de los niños
deshollinadores, ni tampoco Lamb, una generación des-
pués, aunque escribió con exquisita ternura acerca de
"esos diablillos, con sus trajes negros como curas, que
desde el pequeño pulpito de la boca de las chimeneas, en
el aire sutil de una mañana de diciembre, predican la
paciencia al género humano". ¡"Una lección de pacien-
cia"! Lamb no era indiferente a su sufrimiento; pero aque-
llos para quienes las miserias del mundo son miserias
que no los dejan descansar, todavía no habían nacido:
Shelley en 1792, Keats cerrado el siglo, Kingsley y Dic-
kens algunos años más tarde. Hubo solamente un hombre
que, ya en 1773, protestó contra el empleo de los "mucha-
chos trepadores", como se llamaba a los deshollinadores,
utilizando un eufemismo. Este hombre fue Jonás Hanway,
el inventor del paraguas, que preguntó si el trabajo que
realizaban no podría ser hecho perfectamente por "ma-
quinaria". Cien años después, en 1873, Lord Shaftesbury
decía lo mismo en el Parlamento. Se había dado otro
caso de un "muchacho trepador" que pereció asfixiado en
el cañón de una chimenea. Todos los años ocurrían acci-
dentes de esta clase, pero la muerte por asfixia no era el
mayor de los sufrimientos de estos muchachos. Hallamos
referencia de rodillas y codos sangrando, tratados con
salmuera para que se endurecieran, y de la "repugnancia"
de los niños a correr la primera aventura de trepar por el
interior de la chimenea; de cabezas y hombros cubiertos
de cardenales y magulladuras; de montones de paja en-
cendidos debajo del tubo para obligar a los muchachos a
ascender; de niños deshollinadores que morían del cán-
cer especial producido por el oficio. Los niños de cinco
años y medio que trabajan como deshollinadores tienen

538
tendencia a "quedar dormidos como puede usted dormir-
se en una butaca", dijo un deshollinador en declaración
prestada ante una Comisión Real. "No es cosa leve perder
la vida a vuestro servicio." Añadió que estimaba que a
los cinco años y medio se era demasiado joven para el
trabajo y que seis años era la edad a propósito para em-
pezar el aprendizaje.
»En la década de 1860 había aumentado el empleo de
los niños en la limpieza de chimeneas. Todo se habría
remediado haciendo obligatorios los registros de limpieza
en los cañones de las chimeneas; pero como podían re-
querir puertecillas en dormitorios u otras habitaciones
importantes, no prosperó la idea.
»La desacreditaron los mismos deshollinadores, que
esparcían deliberadamente sobre los muebles el hollín de
las escobas mecánicas, para probar que ensuciaban más
que los muchachos gateando por el interior del cañón; y
se opusieron también a ella los propietarios de las casas
grandes.»
«Con la invención de las máquinas los ricos se situa-
ron en condiciones de aprovecharse del infortunio de sus
desgraciados compatriotas. Los niños fueron arrastrados
a las fábricas y a las minas por la pobreza, y a veces tam-
bién por el egoísmo de sus padres. La historia del indus-
trialismo en toda Europa es la historia del martirio de
los niños. En Inglaterra las "casas-talleres" facilitaban
manadas de niños esclavo, huérfanos y desamparados a
cualquier contratista, por brutal que fuera, y para los
trabajos más peligrosos y degradantes. Las máquinas de-
formaban y mutilaban a los niños y causaban nuevas
enfermedades llamadas "industriales". Vivían hambrien-
tos y apaleados. Muchachos de diez, de siete, de cinco y
hasta de tres años se pasaban doce horas seguidas, y en
en ocasiones días y noches sin interrupción, en la oscuri-
dad de las minas. Algunas veces trabajaban con agua has-
ta los tobillos, al cuidado de las bombas; otras, en cu-
bículos estrechos tirando de las cuerdas de la ventilación
de los pozos, sin otra compañía que la de las vagonetas
que pasaban.»
«Shaftesbury dijo en un debate parlamentario: "nun-
ca he visto tal despliegue de egoísmo, tal frialdad hacia el
prójimo ni tan libera y engañosa ilusión". Estas palabras
condensan la mentalidad de la mayor parte de los propie-
tarios desde el comienzo de la revolución industrial hasta

539
los tiempos modernos. En 1850 fueron excluidos del tra-
bajo en las minas los muchachos menores de 10 años, las
mujeres y las niñas; pero hasta 1875, doce años después
de la publicación de la obra de Kingsley Water Babies,
no se prohibió a los niños la limpieza de chimeneas. Los
primeros 50 años del siglo xix deben ser considerados co-
mo el período más negro de la historia social de Inglaterra.
»No fueron sólo los niños pobres quienes sufrieron
las consecuencias del influjo religioso. La señora Sher-
wood, autora de The Fairchild Family, es un buen ejem-
plo de la gente acomodada y religiosa de su tiempo. Su
Mr. Fairchild, con sus piadosas jaculatorias, sus rezos y
sermones, pegando a sus hijos o llevándoles a que vieran,
como terrible escarmiento, el cuerpo encadenado de un
asesino colgado de la horca, era el modelo que presentaba
a la admiración de sus lectores. Podemos encontrar en la
vida real un padre de ese tipo en Mr. Bronte, que quemó
los zapatos de color de sus hijos antes que permitirles
que usaran tales muestras de vanidad, aunque la alterna-
tiva que les impuso consistió en hacerles regresar del
paseo con los pies húmedos y sin tener zapatos para mu-
darse. No es sorprendente que muchos pequeños Bronte
murieran víctimas de esos métodos de educación. La re-
ferencia de Charlotte a sus días escolares, tal como apa-
rece en Jane Eyre, es un comentario perfecto a la mezcla
de piedad y crueldad de aquellos tiempos. El Mr. Mursto-
ne de Dickens, cuarenta años más tarde, es un Mr. Fair-
child modernizado. Oliverio Twist significa la primera de-
claración de los derechos del niño.» 9
Al mismo tiempo, y pese a los beneficios que podían
rendir los niños vendidos al industrialismo, todos los so-
brantes eran sacrificados en idéntica forma que en siglos
anteriores. Aunque es también cierto que en Francia el
industrialismo se introduce más tardíamente que en In-
glaterra, las cifras de Badinter siguen escalofriando.
Brochard, que estudió el fenómeno en el distrito de
Nogent-le-Rotrou, a mediados del siglo xix constataba un
aumento de la cantidad de lactantes entregados a nodri-
zas a través de las agencias de colocación particulares.
En 1907 se envían al campo aproximadamente 80.000 ni-

9. Lynd, Sylvia, Los niños ingleses, Ed. Adprint Limited. Lon-


dres, G. B., pág. 41.

540
ños, esto es, el 30 ó 40 °/o de los recién nacidos de las gran-
des ciudades.
El abandono de niños, que había aumentado mucho
en la segunda mitad del siglo xvm, se acentuó durante la
primera mitad del xix. Armangaud sugiere que la genera-
lización en 1811 del sistema del «torno» en los hospicios
(sistema que permitía a la madre dejar al niño sin revelar
su identidad), añadida a los efectos de la industrializa-
ción y del crecimiento urbanos, habría contribuido a pro-
vocar este aumento.
Además, la mortalidad de los niños pobres entregados
a nodrizas y a «fortiori» de los niños abandonados, sigue
siendo muy alta en el siglo xix. En los años 1850, la mor-
talidad global de los niños de menos de un año sigue
siendo superior al 16%. Francisque Sarcey afirma que
sobre 25.000 niños confiados a nodrizas mueren 20.000, y
Brochard es igualmente alarmante cuando dice que sobre
20.000 parisinos enviados a Nogent-le Retrou, quedan sólo
5.000, siendo la causa la falta de cuidados y de vigilancia.
Todo lo cual demuestra que a mediados del siglo xix no
existe todavía un comportamiento maternal unitario. Bro-
chard evalúa en 300.000 el número de niños de meses
parisinos muertos entre 1846 y 1866. Aunque las cifras
globales son excesivas, las estadísticas de mortalidad in-
fantil correspondientes a los años 1858-1859 (durante los
cuales no hubo epidemia) en Nogent-le Retrou son signi-
ficativas, y demuestran que los niños del lugar criados por
su madre mueren en proporción mucho menor (22 %)
que los niños de París (35 °/o).
Morvan, en 1867 presentó un significativo informe sobre
este tema ante la Academia imperial de Medicina. Expli-
caba que en cuarenta años la cantidad de mujeres de Bor-
goña que querían colocarse como nodrizas en París ha-
bía aumentado de manera pavorosa (casi de 1 a 1.000),
al punto de que esta industria se había convertido
en el comercio más importante de Morvan. De acuerdo
con sus estadísticas, más de dos mujeres sobre tres se
marchan a París no bien habían parido. Veinte años an-
tes, la nodriza que quería instalarse en la capital espe-
raba que su hijo tuviera siete u otro meses para destetar-
lo. Actualmente se va a París apenas se ha repuesto del
parto, en busca de un puesto a través de la agencia de
nodrizas. Su hijo recibe una alimentación de muy mala
calidad, que da lugar a enfermedades graves: enteroco-

541
litis, escrófula, raquitismo. En un año muere más del
64 % de estos niños. Los que sobreviven son muchas ve-
ces disminuidos, como lo demuestra el alto porcentaje de
exenciones por invalidez del servicio militar en esta re-
gión.10
Badinter comenta que:
«AI juzgar a estas mujeres desde el punto de vista de
sus hijos prematuramente abandonados, y demasiado a
menudo condenados a morir, nos vemos obligados a com-
probar que también en ellas la voz de la sangre o de la na-
turaleza fue muy débil. Seguramente, muchas de ellas
hubieran podido esperar unos meses antes de abandonar
a su bebé, y darle así una mayor posibilidad de supervi-
vencia. Sin embargo no lo hicieron, contrariamente a lo
acostumbrado en las décadas anteriores.
»Estas mujeres antepusieron su vida y sus intereses a
los de sus hijos, demostrando así que la abnegación no es
algo que se adquiera siempre en una sociedad que sin
embargo la considera como un hecho natural.» u
... Monot constataba que «el Estado conoce la cantidad
de bueyes, caballos y corderos que mueren por año, no
así la cantidad de niños». Será preciso esperar a los años
1865-1870 para que en las grandes ciudades se funden So-
ciedades protectoras de la infancia. Brochard, que fue uno
de sus promotores, no puede evitar hacer algunas observa-
ciones: «Hay una sociedad mucho más feliz que la So-
ciedad protectora de la infancia, y es la Sociedad protec-
tora de animales. La primera tiene apenas 1.200 miem-
bros, mientras que la segunda tiene más de 3.000. Tienen
el honor de pertenecer a la Sociedad protectora de anima-
les tres ministros de Instrucción Pública, muchos prefec-
tos, ochenta y cuatro maestros, setenta escuelas comuna-
les. La Sociedad protectora de la infancia no cuenta entre
sus miembros con ministros de Instrucción Pública, ni
maestros, ni escuelas comunales... Todos están a favor de
los animales, nadie a favor de los niños de meses».
...Su creación «demuestra cuan poco desarrollado está
en Francia el sentimiento de la maternidad. Fundada para
proteger a los recién nacidos contra la incuria de las
nodrizas mercenarias, esta Sociedad a veces se ve obli-
gada a protegerlos de la indiferencia de sus propias ma-
lo. Badinter, id., pag. 192.
11. Badinter, Id., pág. 193.
542
dres. El solo nombre de Sociedad protectora de la infan-
cia dice a todos que hay madres que no se ocupan de
sus recién nacidos».12
Los niños que sobreviven a tal género de amabilida-
des son sometidos por sus padres, a edades en que hoy
consideramos que no son aptos para llevarse la comida
a la boca, al régimen de trabajo esclavo que conocemos
gracias a los textos de Dickens, de Víctor Hugo, de Karl
Marx. Este último en El capital nos ofrece el más com-
pleto informe sobre la explotación de los niños en el
industrialismo británico. Extraigo solamente algunas
muestras como ilustración del tema.
«La manufactura de fósforos data de 1833, que es
cuando se inventó el procedimiento de aplicar el fósforo
a la tea misma. Esta manufactura se ha desarrollado rá-
pidamente en Inglaterra, desde los barrios más densa-
mente poblados de Londres hacia Manchester, Birmin-
gham, Liverpool, Bristol, Norwich, Newcastle, Glasgow,
principalmente, y con ella se ha difundido el trismo, en-
fermedad de la boca que un médico vienes descubrió ya
en 1845 y que es enfermedad característica de los traba-
jadores de esta mercancía. La mitad de los trabajadores
de esta rama son niños de menos de 13 años y jóvenes de
menos de 18. Esta manufactura tiene tan mala fama, por
causa de su insalubridad y carácter repugnante, que sólo
la parte más corrompida de la clase obrera, viudas medio
muertas de hambre, etc., le entregan niños, "niños en
harapos, medio muertos de hambre, completamente de-
samparados y sin educación". De los testigos que interrogó
el comisario White (1863) 270 tenían menos de 18 años,
40 menos de 10, 10 tenían sólo 8 años, y cinco no tenían
más de 6 años. Jornada de trabajo variable de 12 a 14 y
15 horas, trabajo nocturno, comidas irregulares, general-
mente en las mismas naves de trabajo, apestadas de fór-
foro. Dante verá superada en esta manufactura sus fanta-
sías infernales más crueles.» 13
«El señor Broughton, "country magistrate", presidió en
la sala municipal Nottingham el 14 de enero de 1860 un
"meeting" en el que declaró que la parte de la población
de la ciudad dedicada a la fabricación de puntillas sopor-
ta un grado de sufrimiento y privaciones desconocido en

12. Badinter, Id., págs. 193-194


13. Marx, Karl, El capital, tomo I. Ed. Grijalbo, pág. 267.

543
el resto del mundo civilizado... A las 2, a las 3, a las 4 de
la madrugada arrancan a niños de 9 ó 10 años de sus
sucias yacijas y los obligan a trabajar hasta las 10, las 11
o las 12 de la noche por nada más que la simple subsis-
tencia, mientras se les consumen los miembros, se les
encoge el cuerpo, se les embrutecen los rasgos de la cara
y los miembros, y todo su humano ser se inmoviliza en un
topor de piedra cuya mera visión es escalofriante.» u
W. Duffy: «A menudo los niños no podían mantener
los ojos abiertos, de cansancio. En realidad, tampoco noso-
tros podíamos muchas veces.» J. Lightbourne: «Tengo 13
años... El invierno pasado trabajábamos hasta las 9 de
la noche, y el anterior hasta las 10. El invierno pasado
gritaba casi cada noche de lo que habían llegado a doler-
me los pies.» G. Aspden: «A este hijo mío, cuando tenía 7
años, solía llevarlo a la espalda por la nieve, pero él tra-
bajaba casi siempre 16 horas... Muchas veces he tenido que
arrodillarme para darle de comer mientras él seguía de
pie junto a la máquina, porque no tenía permiso para
apartarse de ella ni para sentarse.» 15
«Reports, etc. 31 st. Octo. 1860, pág. 23. La siguiente
curiosa anécdota puede mostrar el fanatismo con el cual
las "manos" fabriles se oponen —según el testimonio ju-
dicial de los fabricantes— a toda interrupción del trabajo
en la fábrica: a principios de junio de 1836 el tribunal de
Dewbury (Yorksire) recibió denuncias según las cuales
los propietarios de 8 grandes fábricas cercanas a Batley
habían violado la ley fabril. Una parte de esos caballeros
fue acusada de haber agotado en el trabajo a 5 mucha-
chos de entre 12 y 15 años de edad, sin permitirles más
descanso que el de las comidas y una hora de sueño a
media noche, desde las 5 de la mañana del viernes hasta
las 4 de la tarde del sábado siguiente. Y esos niños tenían
que ejecutar sus 30 horas de trabajo en la "shoddyhole",
como se llama la covacha en que se rasgan los retales de
lana, en medio de una atmósfera de polvo, basuras, etc.,
que obliga incluso a los adultos a atarse pañuelos a la
boca para defensa de los pulmones. Los señores acusados
aseguraron en el lugar de jurar —pues siendo cuáqueros
eran hombres de religiosidad demasiado escrupulosa para

14. Marx, Karl, Trabajo de los niños y las mujeres. El capital.


Ed. Grijalbo, pág. 265.
15. Marx, Karl, Ob. cit., pág. 268.

544
jurar— que, en su gran misericordia, habían permitido a
los niños dormir 4 horas, pero que los cabezotas de los
niños no querían de ninguna manera irse a dormir. Los
señores cuáqueros fueron condenados a 21 libras esterlinas
de multa.» 16
«(Children's Employment Commission, Thid. Report,
Lond. 1864, pág. XII.)
»En un taller de laminación en el que la jornada de
trabajo nominal duraba desde las 5 de la mañana hasta
las 5,30 de la tarde, un joven trabajaba 4 noches por sema-
na hasta las 8,30 de la noche del día siguiente por lo me-
nos.» «Otro, a la edad de 9 años, trabajaba a veces tres
turnos de doce horas cada uno seguidos, y a la edad de
diez años dos días y dos noches seguidos.» «Un tercero,
que ahora tiene 10 años, trabajaba desde las 6 de la maña-
na hasta las 12 de la noche tres veces seguidas y hasta las 9
de la noche las otras tres.» «Otro que ahora tiene 13
años, trabajaba desde las 6 de la tarde hasta las 12 del
mediodía siguiente durante toda una semana, y a veces
tres turnos seguidos, por ejemplo, desde el lunes por la
mañana hasta el martes por la noche.» «Otro, que ahora
tiene 12 años, trabajaba en una fundición de hierro de
Stavely desde las 6 de la mañana hasta los 12 de la noche,
y ahora es incapaz de seguir haciéndolo.» George Allins-
worth, de nueve años. «Vine el viernes pasado. AI día si-
guiente teníamos que empezar a las 3 de la mañana, así
que me quedé aquí toda la noche. Vivo a 5 millas de
aquí. Dormí en el suelo, encima de un delantal de cuero
echándome encima una chaqueta. Los otros dos días es-
tuve aquí a las 6 de la mañana. Sí, aquí hace mucho calor.
Antes de venir aquí trabajé también un año entero en un
alto horno. Era un gran taller, en el campo. También em-
pezaba el sábado por la mañana a las 3, pero, por lo me-
nos, me podía ir a dormir a casa, porque estaba cerca.
Los demás días empezaba a las 6 de la mañana y termi-
naba a las 6 ó a las 7 de la tarde, etc.» 17
Estos datos apenas merecen comentario. El informe
oficial inglés («truly fearful») concluye por sí mismo:
«Ningún ánimo humano puede considerar la cantidad de
trabajo realizada, según declaraciones de los testigos, por
muchachos de 9 a 12 años sin llegar inevitablemente a la

16. Marx, Karl, 0 6 . cit., pág. 263.


17. Marx, Karl, Ob. cit., pág. 280.

545
18
conclusión de que ese abuso de poder de tos padres y de
los patronos no se puede seguir permitiendo.» 1S
El señor Charles Parsons, que hasta hace poco era
«house surgeon» de ese mismo hospital, escribe en carta
al comisario Longe, entre otras cosas:
«Sólo puedo hablar sobre la base de observaciones
personales, no de estadísticas, pero no vacilo en asegurar
que repetidamente estallé en indignación a la vista de
aquellos pobres niños cuya salud se sacnñcaba en ado-
ración de la codicia de sus padres y de sus patronos.»
El médico enumera las causas de las enfermedades de
los alfareros, que culminan con las «long Hours» («jorna-
das largas»). El informe de la comisión espera que: «una
manufactura de tan destacada posición a los ojos del mun-
do no siga presentando la mácula de que su gran éxito
vaya acompañado por degeneración -física, múltiple sufri-
miento corporal y muerte temprana de la población traba-
jadora por cuyo trabajo y cuya habilidad se han conse-
guido tan grandes resultados». 19 (El subrayado es mío.)
El informe de la comisión inglesa da la clave de la
motivación de la burguesía para introducir en la ideolo-
gía popular el concepto del amor materno. Concepto que
nadie había teorizado hasta entonces. La reproducción
se seguía realizando de manera salvaje, y solamente el
beneficio que podía producir un niño empleado en la ma-
nufactura o la industria le salvaba del abandono o de la
muerte. Nadie exigía a las madres que amasen apasiona-
damente a sus hijos. Es preciso que se inicien las denun-
cias de los filántropos, de los literatos, y de los renovado-
res sociales, para que los ideólogos burgueses se percaten
de los inconvenientes del sistema de perpetuación de la
especie. Atendiendo los males que ponen de relieve los
médicos, los inspectores de trabajo, los dirigentes sindica-
les y los escritores políticos, la situación de los trabaja-
dores es la siguiente:
Las mujeres trabajadoras exhaustas por su propia mi-
seria y explotación, dan a luz muchos hijos sin medida,
que han adquirido las taras transmitidas por los genes
paternos y maternos y que mueren prematuramente. Los
que sobreviven sin cuidados son mantenidos precaria-
mente sólo en función del beneficio que se espera obte-

18. Marx, Karl, Ob. cit., pág. 280.


19. Marx, Karl, Ob. cit., pág. 267.

546
ner de ellos en pocos años. En cuanto el niño engrosa el
ejército de trabajadores, la mala alimentación, la escasa
ventilación y luz, el excesivo horario de trabajo, arruinan
su salud, cuando no dan con él en la tumba antes incluso
de que haya podido reproducirse a su vez, y en caso de
que consiga sobrevivir hasta esa fecha, su herencia es fisio-
lógicamente miserable, útil sólo para fabricar nuevos se-
res tarados, raquíticos, casi enanos, incapaces de sostener
un buen rendimiento en el trabajo.
En un punto culminante de la curva ascendente del
binomio: explotación + degeneración física = menos fuer-
za de trabajo rentable, los males empezaban a ser más
notables que los beneficios. Marx da los datos de esta
ecuación., en los años cumbre de la superexplotación obre-
ra en Gran Bretaña.
«Tal vez merezca la consideración del público la cues-
tión de si cualquier manufactura que para su ejercicio
con éxito ha de despojar "cottages" y "workhouses" de
pobres niños para que éstos, relevándose como solda-
dos, sean agotados y privados de descanso durante la ma-
yor parte de la noche; una manufactura que, además
revuelve montones de personas de ambos sexos, de dife-
rentes edades e inclinaciones, de tal modo que el contagio
del ejemplo tiene por fuerza que conducir al hundimiento
en la depravación, si una manufactura así es capaz de
incrementar la suma de la felicidad nacional e individual.»
«En Derbyshire, Nottinghamshire y particularmente Lan-
cashire —dice Fielding—, se ha aplicado la maquinaria
más recientemente inventada en grandes fábricas muy
cercanas a ríos capaces de mover la rueda hidráulica.
Miles de manos hicieron falta de repente en esos lugares,
lejos de las ciudades; y Lancashire, por ejemplo, hasta
esa época poco poblado y estéril, necesitó ahora ante todo
una población. Se requisó sobre todo dedos pequeños y
ágiles. Pronto se difundió la costumbre de traerse apren-
dices ([) de los varios workhouses de las parroquias de
Londres, Birmingham y cualesquiera otros sitios. Muchos,
muchos miles de esas pequeñas criaturas indefensas de 7
a 13 años fueron así expedidas hacia el norte. Era costum-
bre del maestro» (es decir, del raptor de niños) «vestir
y alimentar a sus aprendices y alojarlos en una casa de
aprendices cercana a la fábrica. Se encargaba a vigilantes
que controlaran su trabajo. Interesaba a aquellos esclavis-
tas agotar los niños hasta el extremo, pues lo que cobra-

547
barí estaba en proporción con la cantidad de producto
que conseguían arrancarle al niño. Consecuencia natural
era la crueldad... En muchos distritos fabriles, especial-
mente del Lancashire, se cometieron las torturas más
desgarradoras con esas criaturas inocentes y sin amigos
consignadas a los señores de las fábricas. Los acosaron
hasta la muerte con excesos en el trabajo... los azotaron,
encadenaron y torturaron con el más rebuscado refina-
miento de la crueldad; en muchos casos los tuvieron ham-
brientos hasta dejarlos en los míseros huesos, mientras
el látigo los mantenía en trabajo... Incluso en algunos
casos se los empujó al suicidio... Los hermosos y román-
ticos valles del Derbyshire, Nottinghamshire y Lancashire,
cerrados a la mirada pública, se convirtieron en siniestros
páramos de tormento, y de asesinato a menudo... Los be-
neficios de los fabricantes fueron enormes. Pero eso no
hizo más que aguzarles su apetito de fiera corrupia. Empe-
zaron entonces la práctica del trabajo nocturno, o sea,
después de haber paralizado un grupo de manos con el
trabajo diurno, mantenían preparado otro grupo de ma-
nos con el trabajo nocturno; el grupo de día se metía en
las camas que el grupo de noche acababa de dejar, y
viceversa. Es tradición popular en la Lancashire que las
camas no se enfriaban nunca».

NOTAS
John Fielden, loe. cit, págs. 5, 6. Sobre las originarias infa-
mias del sistema fabril cfr. doctor Aikin (1795), loe. cit., pá-
gina 219, y Gisborne, Enquiry into the duües of men, 1975,
vol. II. Como la máquina de vapor trasplantó las fábricas de
las aguas corrientes rurales en medio de las ciudades, más
adelante el plusmanipulador «amigo de la renuncia» encontró
a mano el material infantil, sin necesidad de suministrarse
por la fuerza esclavos de los workhouses. Cuando Sir R. Peel
(padre del «ministro de la pausibilidad») presentó su bilí para
la protección de los niños en 1815, F. Horner (lumen del co-
mité del vellón e íntimo amigo de Ricardo) declaró en la
Cámara Baja: «Que es notorio que entre los efectos de uno
que había hecho bancarrota se anunció y enajenó pública-
mente, como parte de la propiedad, una banda, si esa expre-
sión puede usar, de niños de fábrica. Hace dos años —(1813)—
se presentó ante el Kink's Bench un caso repulsivo. Se trataba
de cierto número de muchachos. Una parroquia de Londres
los había cedido a un fabricante, el cual se los pasó a otro.
Finalmente unos filántropos los descubrieron en un estado de

548
inanición absoluta (absolute famine). Otro caso todavía más
repugnante dice h a b e r llegado a su conocimiento como miem-
bro del comité parlamentario de encuesta. Hace no muchos
años una parroquia londinense y u n fabricante de Lancashire
concertaron u n contrato por el que se estipulaba que el último
había de aceptar por cada 20 niños sanos uno idiota..» 20
Cincuenta años después, la burguesía había encontrado la
solución óptima para resolver el problema de invertir los tér-
minos de la ecuación dándole u n a solución distinta en sus
metrópolis, mientras sus explotaciones del Tercer Mundo si-
guen funcionando según el mismo régimen de 1850 en Europa,
«Parece natural —observó un fabricante de acero de los
que emplean niños en trabajo nocturno—, que los chicos q u e
trabajan de noche no puedan de día dormir ni descansar
como es debido, sino que al día siguiente se agiten sin p a r a r
de u n lado p a r a otro.» (Lo. cit., Foorth Report, 63, pág. X L U ) .
Un médico observa, entre otras cosas, respecto de la importan-
cia de la luz solar para la conservación y el desarrollo del
cuerpo h u m a n o : «La luz actúa también directamente sobre
los tejidos del cuerpo, a los que da dureza y elasticidad. Los
músculos de los animales a los que se priva de la cantidad
normal de luz se hacen esponjosos y pierden elasticidad, la
energía nerviosa pierde su tono por falta de estimulación, y
se atrofia la realización de todo lo que se encuentra en creci-
miento... E n el caso de los niños es absolutamente esencial
para la salud la llegada constante de luz diurna en abundancia
y de rayos solares directos durante u n a p a r t e del día. La luz
contribuye a que las comidas se conviertan en buena sangre
plástica y endurece la fibra una vez formada ésta. También
es u n estímulo de los órganos de la vista, y provoca con ello
mayor actividad de diferentes funciones cerebrales.» El señor
W. Stange, médico jefe del «General Hospital» de Worcester
y de cuya o b r a sobre La salud (1864) procede este paso, escribe
en carta a uno de los comisarios investigadores, el señor
White: «Ya antes tuve ocasión en Lancashire de observar los
efectos del trabajo nocturno en los niños de las fábricas, y
en contra de lo que gustan de asegurar algunos patronos,
declaro resueltamente que la salud de los niños sufre por
causa de ese trabajo.» 2 1
«(Children's Employment Commission. Report IV, 1865,
págs. XXXVIJ y XXXIX).
»...En las fábricas de vidrio y de papel domina el mismo
sistema que en las citadas manufacturas metálicas. E n las
fábricas de papel q u e lo fabrican con máquinas el trabajo noc-
turno es normal salvo para la selección de harapos. E n algu-
nos casos el trabajo nocturno se continúa durante toda la
semana p o r medio de turnos, corrientemente desde la noche

20. Marx, Karl, El capital, libro I, volumen II, pág. 404.


21. Marx, Karl, Ob. cit., pág. 279.

549
del domingo hasta las 12 de la noche del sábado siguiente. El
equipo que se encuentra en el turno de día trabaja 5 días de
12 horas y uno de 18 horas, y el turno de noche 5 noches de
12 horas y una de 6 horas, ambas cosas por semana. En otros
casos se implanta un sistema intermedio por el cual todos los
empleados en la maquinaria papelera trabajan 15-16 horas
cada día por semana. Este sistema, dice el comisario inves-
tigador Lord, parece sintetizar todos los males de los turnos
de doce horas y de veinticuatro horas. Con este sistema noc-
turno trabajan niños de menos de 13 años, jóvenes de menos
de 18 y mujeres. En el sistema de doce horas tenían que ha-
cer a veces, por falta de relevo, turno doble de 24 horas. Decla-
raciones de testigos prueban que chicos y chicas trabajan
muy frecuentemente tiempo extraordinario que no pocas ve-
ces llega a las 24 horas y hasta las 36 horas de trabajo inin-
terrumpido. En el proceso "continuo e inmutable" del vidria-
do hay muchachas de 12 años que trabajan 14 horas diarias
todo el mes, "sin más descanso o interrupción regular que
dos o a lo sumo tres pausas de media hora para comer".»22
«Los señores Naylor y Vickers, fabricantes de acero que em-
plean entre 600 y 700 personas sólo 10 % de las cuales tienen
menos de 18 años y sólo 20 de las cuales son niños, incluidos
en el personal nocturno, se expresan del modo siguiente:
»Los niños no lo pasan mal por el calor. La temperatura
es probablemente de 86° a 90° de la escala Farenheit, apro-
ximadamente 30° C. a 32° C. En las forjas y laminaciones las
manos trabajan día y noche por turnos, pero, en cambio,
todo lo demás es trabajo diurno, de las 6 de la mañana a las
6 de la tarde. En la forja se trabaja de 12 a 12. Algunas ma-
nos trabajan siempre de noche, sin pasar a turno de día... No
creemos que el trabajo sea de día o de noche cause
ninguna diferencia en cuanto a la salud» (¿en cuanto a la salud
de los señores Naylor y Vickers?) «y es probable que la gente
duerma mejor si goza siempre del mismo período de descanso
que si lo cambia... Aproximadamente veinte muchachos de
menos de 18 años trabajan con el equipo de noche... No po-
dríamos ir bien (not well do) sin trabajo nocturno de jóvenes
de menos de 18 años. Nuestra objeción es el aumento de los
costes de producción. Es difícil conseguir manos hábiles y je-
fes de departamentos, pero muchachos, se encuentran todos
los que se quiera...» (Obr. cit.) 23
«Las Industrias Cíclope del acero y el hierro» de los seño-
res Cammell et Co. trabajan a la misma gran escala que la de
los citados John Brown et Co. El director gerente entregó
por escrito su declaración al comisario gubernamental White,
pero luego le pareció conveniente retener el manuscrito que
le habían devuelto para que lo revisara. De todas maneras, el

22. Marx, Karl, Ob. cit., pág. 281.


23. Marx, Karl, Ob. cit, pág. 282.

550
señor White, tiene u n a memoria tenaz. Recuerda con toda pre-
cisión q u e p a r a estos señores cíclopes la prohibición del tra-
bajo nocturno de los niños y los jóvenes sería «algo del reino
de la imposibilidad y equivaldría a que se pararan sus fábri-
cas»; y eso que su negocio cuenta con poco más de un 5 % de
jóvenes de menos de 18 años y sólo u n 1 % de menos de 13 años.
El señor E. F. Sanderson, de la firma Sanderson, Bros et
Co., acerías, laminados y forja, de Attercliffe, declara sobre la
misma cuestión:
«La prohibición de hacer trabajar por la noche a jóvenes
de menos de 18 años causaría grandes dificultades; la dificul-
tad principal por el aumento de costes que acarrearía necesa-
riamente una sustitución del trabajo de muchachos por traba-
j o de hombres.» (Obra, cit.). 24
«Children's Employment Commission. Fourth Report, 1865,
pág. 85.
»Es posible que se desperdicie cierta cantidad de calor por
encima de la que se pierde ahora, a consecuencia de la garan-
tía de comidas regulares, pero ni siquiera en su valor en dine-
ro es eso nada comparado con el despilfarro de fuerza vital
(the waste of animal power) que sufre ahora el reino por el
hecho de que los niños ocupados en los hornos de vidrio y en
edad de desarrollo, ni siquiera tienen tiempo de tomar y dige-
rir cómodamente sus comidas. (Loe. cit., pág. XLV). ¡Y eso en
el "año del progreso" de 1865! Dejando aparte el gasto de
energía causado por el levantar y acarrear pesos, u n niño de
los que trabajan en los hornos que producen botellas y cristal
de Inglaterra camina en 6 horas de 15 a 20 millas (inglesas)...
Durante el tiempo de trabajo de la semana, el período más
largo de descanso ininterrumpido es de seis horas, de las que
hay que sustraer el tiempo necesario para ir a la fábrica y
volver de ella, lavarse, vestirse, comer, todo lo cual cuesta
tiempo p a r a jugar ni para tomar el aire como no sea a costa
del sueño, tan imprescindible p a r a niños que realizan u n
trabajo tan cansado en una atmósfera tan caliente... Hasta
ese breve sueño se interrumpe, porque el niño tiene que des-
pertar de noche, y de día le despierta el ruido exterior. El se-
ñor White aduce casos en los que u n chico trabajaba 36 horas
seguidas, otros, de 12 años, trabajan hasta las 2 de la madru-
gada, duermen en los mismos talleres hasta las 5 de la ma-
ñana (3 horas) y vuelven a empezar la tarea del día.» s
«El informe de la comisión dice ingenuamente que el temor
de algunas "empresas destacadas" de perder tiempo —esto
es, tiempo en que se apropian de trabajo ajeno— y, con ello,
de "perder beneficio", no es "motivo suficiente" para "hacer
perder" la comida del mediodía a niños de menos de 13 años y
jóvenes de menos de 18 años durante 12.916 horas, ni para

24. Id., pág. 283.


25. Marx, Kart, Ob. cit., pág. 285.

551
echársela como se echa el carbón y agua a la máquina de va-
por, jabón a la lana, aceite a la rueda, etc., o sea, durante
el proceso de producción 26mismo, como mera materia auxi-
liar del medio de trabajo.
»Los arrendatarios han descubierto que las mujeres no tra-
bajan en serio más que bajo dictadura masculina, pero que
igual ellas que los niños, una vez puestos en marcha, gastan su
fuerza vital con verdadero ímpetu, como ya sabía Fourier,
mientras que el trabajador masculino adulto es tan traidor que
la administra todo lo que puede. El jefe del "gang" pasa de
una finca a otra y consigue así empleo para su banda durante
6-8 meses al año. Por eso trabajar para él es mucho más ren-
table y seguro para las familias trabajadoras que hacerlo para
los varios empresarios arrendatarios, los cuales no emplean
a los niños sino ocasionalmente. Esta circunstancia robustece
su influencia en las localidades abiertas, hasta el punto de que,
por regla general, sólo por su mediación es posible ajustar a
los niños. El negocio secundario del jefe del "gang" consiste
en prestar individualmente esos niños, separados del "gang".
»El "reverso" de este sistema es el exceso de trabajo de los
niños y los jóvenes, las marchas enormes que se echan diaria-
mente a la espalda, hasta y desde las fincas, alejadas 5 y 6, y a
veces hasta 7 millas, y, por último, la desmoralización del
"gang".21 (El subrayado es mío.)
«Generalmente, el jefe del "gang" reparte la paga en una
taberna, y vuelve a casa en cabeza del grupo, vacilando tal
vez, apoyado a derecha e izquierda en robustas mujeres, con
los niños y jóvenes detrás haciendo barrabasadas y cantando
canciones burlescas e indecentes. En el camino de vuelta está
a la orden del día lo que Fourier llama "fanerogamia". Es fre-
cuente que queden preñadas muchachas de trece y catorce
años por sus compañeros masculinos de la misma edad. Las
aldeas abiertas que suministran el contingente del "gang" se
convierten en Sodomas y Gomorras y arrojan el doble de na-
cimientos naturales que el resto del reino. Ya antes se indicó
lo que dan de sí en cuestión de moral, cuando son ya muje-
res casadas, las muchachas educadas en alta escuela. Sus ni-
ños son reclutas natos del "gang", en la medida en que no se
lo impida el opio.
»En su forma clásica recién descrita, el "gang" se llama
público, común o vagabundo (public, coramon or tramping
gang). Pues hay también "gangs" privados (prívate gangs). És-
tos están compuestos igual que el "gang" común, pero son
de menos cabezas y en vez de trabajar a las órdenes de un
jefe de "gang" lo hacen a las de un viejo mozo campesino
que el empresario no pueda emplear de otro modo mejor. En
éstos desaparece el humor gitano pero, según todos los testi-
26. Marx, Karl, Td.r pág. 269.
27. Id., pág. 341.

552
monios, empeoran el pago y el trato dado a los niños.
»Es evidente que el sistema de "gangs", que en los últimos
años se extiende constantemente, no existe por a m o r del jefe
del "gang". Existe para enriquecimiento de los grandes empre-
sarios agrícolas o de los grandes terratenientes. Para los arren-
datarios no hay método m á s lógico de mantener a su personal
trabajador muy p o r debajo del nivel normal y, sin embargo,
tener siempre a disposición, para todo trabajo, la mano de
obra extra necesaria /mujer/; ni método más lógico para arran-
car con la menor cantidad posible de dinero la mayor can-
tidad posible de trabajo y hacer "superfluo" al trabajador
adulto masculino.
»(...) El sistema de "gang" es claramente el m á s b a r a t o
p a r a el arrendatario, y no menos claramente el m á s dañino
para los niños —dice u n arrendatario rural. 28
»No hay duda de que mucha tarea realizada ahora por
los niños de los "gangs" se ejecutaba antes por hombres y mu-
jeres. Donde utilizaban a mujeres y niños hay ahora m á s
hombres sin trabajo (more men out of work) que antes (loe.
cit., pág. 43, n. 202). Frente a eso, p. e.: "La cuestión de la
mano de obra (labour question) se está poniendo tan seria
en muchos distritos agrícolas, particularmente en los cerealis-
tas, a causa de la emigración y de la facilidad que ofrecen los
ferrocarriles para marcharse a las grandes ciudades, que y o "
(esto "yo" es el del agente rural de u n gran señor) "considero
absolutamente imprescindible los servicios de los niños." 2 9
»E1 "Public Health Report" que antes he citado —y en el
que, a propósito de la mortalidad infantil, se habla fugazmen-
te del sistema de "gangs"— no h a sido conocido por la prensa
ni, por lo tanto, por el público inglés. E n cambio, el último
informe d e la "Child. Empl. Comm." ofrecía u n bienvenido
pienso "sensational" para la prensa. Mientras la prensa liberal
preguntaba cómo es posible que los distinguidos gentlemen y
ladies y prebendados de la iglesia estatal, cuyos enjambres
llenan el Lincolnshire, personajes que mandan a las antípo-
das "Misiones para suavizar las costumbres de los salvajes
del Pacífico" han permitido que se desarrollara en sus tie-
r r a s y ante su vista u n sistema semejante, la prensa m á s
distinguida desarrolla exclusivamente consideraciones sobre
la grosería y corrupción de los campesinos, capaces de vender
sus hijos y entregarlos a semejante esclavitud. Dadas las cir-
cunstancias dignas de maldición en que "los m á s delicados"
han confinado al labrador, sería explicable que éste se comiera
incluso a sus hijos.
»En esas circunstancias, el crecimiento absoluto d e esta
fracción del proletariado requiere u n a forma que hinche su
número aunque sus elementos se agoten rápidamente. O sea:

28. Marx, Karl, Loe. cit., pág. 16, n.° 3.


29. Marx, Karl, Loe. cit., pág. 80, n.° 180.

553
rápido relevo de las generaciones obreras. (Esta ley no está
vigente para las demás clases de la población.) Esta nece-
sidad natural se satisface mediante matrimonios tempranos
—consecuencia inevitable de las situaciones en que viven los
trabajadores de la gran industria— y mediante los premios
con que la explotación de los hijos de obreros promueve su
producción.
»La tercera categoría de sobrepoblación relativa, la estan-
cada, constituye una parte del ejército obrero activo, pero
con empleo muy irregular. Así ofrece al capitán un recipiente
inagotable de fuerza de trabajo disponible. Sus condiciones
de vida están por debajo del nivel normal medio de la clase
trabajadora, y eso precisamente la convierte en ancha base
de ramas propias de explotación del capital. La caracterizan
un máximo de tiempo de trabajo y un mínimo de salario.
Hemos conocido ya su forma principal bajo la rúbrica de
trabajo en casa. Esta categoría se recluta constantemente de
entre los sobrantes de la gran industria y de la agricultura y
señaladamente también de ramas industriales en decadencia
en las que la explotación artesana sucumbe al taller manufac-
turero y éste al mecánico. Sus dimensiones se amplían a me-
dida que, con las dimensiones y la energía de la acumulación,
avanza el proceso que hace superfluos a esos trabajadores.
Pero, al mismo tiempo, esta categoría constituye un elemento
de la clase trabajadora que se produce y eterniza y que inter-
viene en el aumento total de la clase en medida relativamente
mayor que los demás elementos. No sólo, en efecto, la cantidad
de nacimientos y muertes, sino incluso la dimensión absoluta
de las familias se encuentran en razón inversa de la cuantía
del salario, o sea, de la masa de los medios de vida de que
disponen las diferentes categorías de trabajadores. Esta ley
de la sociedad capitalista sonaría a absurdo entre salvajes, o
incluso entre colonizadores civilazados. Recuerda la reproduc-
ción masiva de especies animales de individuos débiles y muy
acosadas. MOTA: «La pobreza parece favorecer la reproduc-
ción" (A. Smith). Se trata incluso de una institución divina
particularmente sabia, según el galante y agudo abbé Galiani:
"Dios hace que los hombres que ejercen oficios de primera
utilidad nazcan abundantemente" (Galiani, loe. cit, pág. 78).
"La miseria, incluso en el último extremo de hambre y pesti-
lencia, no frena, sino que tiende a aumentar la población."
(S. Laing, National Distress, 1844, pág. 69). Luego de ilustrarlo
estadísticamente Laing sigue diciendo: "Si toda la gente se
encontrara en circunstancias acomodadas, pronto se despobla-
ría el mundo." ("If the people were all in essy circumstances,
the world would soon be depopulated").» 3°

30. Marx, Karl, El capital. Ed. Grijalbo. Barcelona 1976; libro I,


volumen II, seca VII: El proceso de acumulación del capital,
cap. XXIII: La Ley de la acumulación capitalista, págs. 288-289.

554
CAPÍTULO IV
EL GRAN INVENTO

Para comprender cómo se implanta el concepto de


amor materno, y por qué tal invento se descubre precisa-
mente a finales del 1700, y no antes o después, es preciso
conocer todos los hechos que condicionan la nueva ideolo-
gía maternal de la burguesía. Como en todas las evolucio-
nes no es un sólo factor el determinante, sino el conjunto
de varios, todos necesarios, los que reúnen las condicio-
nes objetivas para que determinado cambio se produzca.
Es preciso que el viejo sistema se corrompa lo suficiente
para que engendre en su seno las contradicciones que lo
transformarán. Los acontecimientos que se suceden a
partir de 1770, algunos aparentemente dispares entre sí,
pero todos influyentes, son los determinantes de que las
clases dominantes decidan introducir en la ideología po-
pular el sentimiento del amor materno tal como lo enten-
demos hoy. Veamos cuáles son:
1. El primer factor fundamental para impulsar una
ideología «racional» de la reproducción lo constituyó los
avances técnicos en la industria. La fabricación y el per-
feccionamiento de nuevas máquinas para la producción in-
dustrial modificaron las condiciones del trabajo asalaria-
do. Permitió disminuir la fuerza de trabajo empleada en
la industria, y al mismo tiempo exigió una mano de obra
más cualificada y preparada que la que se había utilizado
hasta entonces. Los niños de tres a doce años fueron des-
terrados de la contratación laboral, a impulsos no sólo de
la lucha sindical y obrera y de la ofensiva humanitaria de
algunos filántropos, sino también del perfeccionamiento
de la máquina que permitía prescindir de trabajadores
infantiles, sólo aptos para trabajos auxiliares o de muy

555
poca complejidad. Descalificada ya la utilización de mano
de obra infantil ante la ofensiva de las fuerzas progresis-
tas en todo el mundo industrializado, los niños empiezan
a quedarse sin ocupación. Ya no es posible para los padres
contar con el beneficio de la contratación de los hijos an-
tes de los diez o doce años, y muy pronto la edad límite
se establecerá en los Países Escandinavos y América del
Norte en catorce años. Al mismo tiempo es preciso des-
tinar grandes recursos y tiempo para prepararlos laboral-
mente dada la creciente complejidad del nuevo trabajo
fabril. Ante esta recesión de la utilidad de los niños, hu-
biesen podido temerse que volvieran a ser eliminados de
nuevo, si no se hubiera tenido la precaución de idealizar
la función materna. En todo caso se sustituyó la elimina-
ción del niño por la eliminación del feto: legalización del
aborto, y por la prevención del embarazo: política anti-
conceptiva. Conducta que únicamente prueba una vez más
que los niños no han sido nunca deseados apasionada-
mente.
Al mismo tiempo, con la invención de las máqui-
nas, con el perfeccionamiento de las tareas laborales, las
mujeres son también desplazadas de la contratación la-
boral, como lo indican las cifras mundiales y han resal-
tado todos los especialistas del tema.1 Las mujeres dejan
de ser rentables en una producción compleja que exige
mayores conocimientos, y proporciona más altos salarios
como consecuencia de las luchas sociales. Menos obreros
y mejor pagados es la nueva ordenación del modo de pro-
ducción capitalista. Por tanto, las mujeres y los niños so-
bran. Cuando ya no se precisa realizar tareas monótonas
y repetitivas, cuando el esfuerzo físico humano es susti-
tuido por el motor eléctrico, cuando la batalla obrera ha
ganado el derecho a descansar, a trabajar sólo ocho ho-
ras diarias, a exigir que se les ahorren esfuerzos penosos,
a que los lugares de trabajo no contengan humos insalu-
bres ni polvos contaminantes, las mujeres, como clase más
explotada, no se beneficiarán de estas ventajas. Para ellas
siempre queda el trabajo más rutinario, despreciado y
depreciado, y, en consecuencia, en el primer cuarto del si-
glo xx se iniciará la campaña por el retorno de la mujer
al hogar. El ciclo se ha cumplido. Para ellas quedará el

1. Para ampliación desl mismo tema ver Historia y sociología del


trabajo femenino de Evelyn Sallerot. Ed. Península. Barcelona 1970.
556
encierro perpetuo en los cubículos que se llaman hogares,
en los que deberán reproducirse tres o cuatro veces a lo
sumo, dedicadas al mantenimiento de la fuerza de trabajo
del marido y a la conservación de los hijos, que deben
ser preparados para responder a las nuevas condiciones
de la producción.
2. El conocimiento y la introducción cada vez más
amplia de los anticonceptivos. No entendamos por tales
la pildora o el esterilet, de moderna invención. Pero antes
de ellos conocemos diversos e ingeniosos sistemas anticon-
ceptivos, que precisamente a partir del siglo x v m se van
haciendo cada vez más utilizados. Movimiento que se acen-
túa considerablemente en el siglo xix, hasta llegar en una
curva, con oscilaciones, a su punto máximo en este siglo.
En especial el «coitus interruptus» se utiliza mayoritaria-
mente. Le Roy y Ladurie nos proporcionan los datos.
«...En el Languedoc, durante la Edad Media, en los
siglos XVII y x v m , no sólo el intervalo entre los naci-
mientos se hace paulatinamente más importante, sino que
el último hijo llega menos tarde en la vida de la mujer.
Primero, hacia los cuarenta y dos o cuarenta y tres años,
luego, poco a poco, hacia los treinta y siete o treinta y
ocho años, e incluso a los treinta y dos en Suiza, entre
la burguesía protestante ginebrina, por ejemplo. Es una
de las pruebas de que se inicia la limitación de los naci-
mientos.» 2
«E. Le Roy-Ladurie nos ha descrito la "carrera" demo-
gráfica de las mujeres en los siglos XVII y x v m , poniendo
de manifiesto el fenómeno, tan interesante para los demó-
grafos, del comienzo de la limitación de los nacimientos
en Francia a partir del siglo xvni, lo que se traduce en
una menor alienación de las mujeres respecto a su "natu-
raleza", puesto que tienen menos hijos, que su último hijo
aparece más pronto en su vida, etc. Si bien dichos fenó-
menos no se producen en todas partes ni para todas las
mujeres de todos los medios, quiero subrayar que esta
baja de la fecundidad de las mujeres se acentúa en Fran-
cia en él curso del siglo XIX. El movimiento iniciado ha-
cia 1790 se prosigue; la fecundidad legítima baja de 1831
a 1851 en el conjunto del país, como demuestran los estu-

2. E. Le Roy-Ladurie, El hecho femenino. Ed, Argos Vergara.


Barcelona 1979, cap. «La sociedad» (a propósito del destino de la
mujer, del siglo xxi), pág, 453.

557
dios de E. Van de Walle sobre casi ochenta departamentos
franceses. De 1851 a 1871, la baja se detiene y la fecundi-
dad se mantiene estacionaria, para reiniciarse después de
1871 e incluso acentuarse, de manera muy desigual de un
departamento a otro, pero las mujeres tienen en conjunto
cada vez menos hijos.
»M. Perrot: Es que en esta época cambia la estrategia
de las clases dominantes, que habían sido muy malthusia-
nas durante la segunda mitad del siglo xix, incluso en lo
que respecta a las clases obreras. Era corriente oír decir:
"Si los obreros quieren ser felices que tengan menos hi-
jos." Pero cuando la restricción de la natalidad empezó a
ser un hecho, a partir del Segundo Imperio, la natalidad
bajó. Por primera vez, el número de fallecimientos sobre-
pasa el número de nacimientos. Médicos y demógrafos
—categoría que comienza a existir— recurren entonces a
un nuevo razonamiento. Sus dos más célebres representan-
tes serán los Bertillon, padre e hijo, que publican obras
sobre la "despoblación" y llaman la atención sobre el pe-
ligro que representa para las fuerzas vitales de la nación,
el ejército, etc.
»M. Perrot: A finales del siglo xix, se esboza un movi-
miento neomalthusiano que dice cosas nuevas sobre la
relación de las mujeres con su cuerpo y la maternidad. Es
de subrayar que no son las mujeres las primeras en ha-
blar de ello sino los hombres, por ejemplo, libertarios
como Paul Rodin y Eugéne Imbert, que, a partir de 1880,
apoyándose en el movimiento malthusiano inglés y en los
textos de diversos médicos, expone el razonamiento si-
guiente: la clase burguesa sabe desde hace mucho tiempo
dominar la procreación, pero hay dos categorías de gente
que no saben, los proletarios y las mujeres. No obstante,
los proletarios tienen que aprender a limitar sus naci-
mientos para limitar la fuerza de trabajo que proporcionan
a la burguesía. "Proletarios, tened pocos hijos" se conver-
tirá en una consigna aceptada por los sindicatos. Y dicen
a las mujeres: 'Tenéis que aprender a limitar por vosotras
mismas los nacimientos." En efecto, en las clases medías,
era el hombre el que controlaba la natalidad mediante el
"coitus interruptus"; la mujer carecía de medios propios.
Aquellos militantes fueron, pues, de fábrica en fábrica
donde se empleaba a mujeres, distribuyendo folletos, dan-
do direcciones donde podían procurarse pesarios, espon-
jas absorbentes, etc. Se creó así una federación de obre-

558
ros neomalthusianos que se proponía difundir esos me-
dios de anticoncepción. Se dirigían a las mujeres, dicién-
doles: "Sois vosotras las que debéis limitar vuestros em-
barazos." Fue una campaña muy, muy difícil. Las mujeres
no se atrevían a acudir cuando ellos celebraban reuniones.
Las únicas que se presentaban lo hacían acompañadas de
sus maridos. Todo ello duró de 1890 a 1906-1907:'3
Tanto Perrot como Evelyn Sullerot manejan los datos
sin buscar las causas de ese movimiento ya ininterrumpido
de reducción de la natalidad. Para las mujeres empieza a
resultar evidente que siempre es menos penoso no tener
un hijo, que matarlo al nacer; por ello cuando los siste-
mas para evitar el embarazo empiezan a ser utilizados con
ciertas posibilidades de éxito, las mujeres rehuyen some-
terse a la tortura de un embarazo y de un parto que, en
muchas ocasiones, debía concluir en la muerte de la cria-
tura. La decisión de no tener muchos hijos se hace mayo-
ritaria a finales del siglo xix, en el que, como hemos visto,
la explotación de la infancia había llegado a su grado
máximo. En ese momento, además del éxito que han obte-
nido las teorías malthusianas para paliar la miseria del
proletariado el hecho de más incidencia lo constituye el
descubrimiento de los microbios y de la asepsia. Por ello
el tercer factor es:
3. La curación de la fiebre puerperal y la reducción
de la altísima mortalidad perinatal. El descubrimiento de
la causa de las infecciones y la aplicación de la asepsia
significan para la mujer dejar de pagar con el tributo de
su vida la reproducción de la especie. Ha llegado el mo-
mento en que cada parto significa, con un porcentaje de
fatalidad pequeño, casi siempre un niño vivo. No es pre-
ciso por tanto parir diecinueve veces para contar con cin-
co hijos adultos, como hemos visto en las mujeres fran-
cesas del xvn y xvin. Para los padres los hijos eran de-
seables desde el momento en que constituían un ingreso en
el hogar desde muy corta edad, pero la maternidad salvaje
significaba un desgaste importante para la mujer, que mo-
ría muchas veces en la tarea dejando abandonados marido
e hijos. Cualquier cálculo sensato determinará que si es
bueno explotar seis niños, es óptimo sólo tener que fabri-
car esos seis. Más allá de esa cifra —generalmente máxima
según los registros civiles de la época— ni los hijos ni la

3. Ob. cit., págs. 458 y ss.

559
madre suelen sobrevivir. Al desgaste físico de la mujer y
el altísimo número de muertes maternas e infantiles hay
que añadir:
4. Los perjuicios evidentes que causa a una población
la degeneración de la raza por subnutrición, cansancio,
falta de ventilación y de luz, agotamiento físico y nervio-
so. Hasta para los burgueses decimonónicos se hizo pron-
to evidente que era mejor disponer de cinco obreros sa-
nos y fuertes que de veinte enfermos. Que se obtenía ma-
yor rendimiento de cinco obreros en buen estado durante
cuarenta años de vida activa, que de veinte enfermos y
débiles en quince años. Estas simples matemáticas fue-
ron fundamentales para trastornar el concepto de fami-
lia, de control de natalidad, de mantenimiento en buen
estado de la fuerza de trabajo y en consecuencia demostrar
la necesidad de inventar el amor materno.
El concepto de rentabilidad burgués se impone aquí
exigiendo detener de una vez por todas el despilfarro de
vidas humanas que imperaba hasta aquel momento. Las
cifras que se empezaban a conocer demostraban el derro-
che de esfuerzos que era preciso para proporcionar al es-
tado un nivel demográfico suficiente para cubrir las nece-
sidades productivas del país. Todavía en 1800 en las fa-
milias aldeanas el 25 por ciento de los niños moría antes
del año y otro 25 por ciento antes de los catorce años. La
altísima mortalidad materna ocasionaba que sólo un pe-
queño porcentaje de mujeres alcanzase la menopausia, y
lo habitual era que un padre con dos o tres hijos, viudo,
debiese contraer nuevo matrimonio para que alguna mu-
jer se ocupase de sus hijos huérfanos. Ha llegado el mo-
mento, por tanto, de ordenar la producción de hijos, en
la misma medida en que se organiza la producción de mer-
cancías. Por tanto, como se ve, todos los hechos se han
conjuntado para llegar al resultado final:
Las mujeres conocen nuevos y cada vez más eficaces
sistemas de control de la natalidad. La medicina y la hi-
giene permiten sobrevivir a las madres y a los hijos hasta
la edad adulta. Las máquinas y la compleja organización
del trabajo exigen que los nuevos trabajadores se encuen-
tren en la pubertad con u n a mejor preparación profesio-
nal, y la moderna concepción de la utilización de la fuerza
de trabajo considera más rentable que el trabajador sea
sano, adulto, bien conservado y rinda hasta la edad senil.
Para conseguir todo ello es preciso que las mujeres acep-

560
ten de buen grado su papel de productoras y de conserva-
doras de la fuerza de trabajo. Lo óptimo es convencerlas
de que ello les gusta. Y sólo aceptando que sus condiciones
naturales las inducen y preparan «per se» a amar incon-
dicionalmente a sus hijos, se habrá conseguido. Este con-
vencimiento ideológico es uno de los grandes triunfos de
la burguesía.
El éxito no arribó rápidamente. Para alcanzar los mag-
níficos resultados que observamos hoy, médicos, sociólo-
gos, moralistas y religiosos hubieron de invertir dos largos
siglos en su tarea de convencimiento para que las muje-
res llegaran a convencerse de lo «instintivo» de sus senti-
mientos maternales. Como dice Badinter, las mujeres reac-
cionaron de diferentes maneras y sobre todo con una gran
lentitud ante los discursos insistentes y reiterativos. La
mayoría de las mujeres se tomaron largo tiempo antes
de pasar «el test del sacrificio».4
Por mucho que en el siglo x v m grandes médicos como
Raulin, Ballesserd o Desessartz proclamaran la armonía
preestablecida entre la leche materna y las necesidades del
niño, las madres hacían oídos sordos, como hemos com-
probado por las cifras manejadas de niños abandonados
o entregados a nodrizas sin escrúpulos, miserables e inep-
tas, que se encuentran bien entrado el siglo xix. A me-
diados de este siglo, los doctores Brouchard y Monot se
indignan todavía ante las abominables condiciones de vida
de los niños confiados a nodrizas. Pero uno y otro recono-
cen que «las pobres mujeres obligadas a trabajar no tie-
nen otra alternativa». Y por más que el doctor Monot de-
nuncie «la frivolidad de las damas parisinas que sacrifican
los placeres de la maternidad a los placeres del mundo,
a las veladas, a los espectáculos... Por razones así, la ter-
cera parte de los bebés es sacrificada sin protestar», las
damas siguen frecuentando la vida mundana mientras sus
hijos mueren de disentería y de desnutrición en las mise-
rables casas de sus nodrizas.
Los discursos moralistas al estilo de los actuales em-
piezan a escribirse prontamente. La Enciclopedia, el más
importante tratado filosófico y social de la Ilustración de-
dica un artículo al poder paternal, y por primera vez ra-
zona que la autoridad de los padres no está justificada

4. Badinter, Elisabeth, ¿Existe el amor maternal? Ed. Paidos-


Pomaire. Barcelona 1981, pág. 165.

561
por un derecho abstracto y absoluto, sino por el bien del
niño.
«El poder de los padres y madres es un poder de ad-
ministración doméstica...
»...En la tercera etapa... los hijos... tienen que acor-
darse siempre de que deben su nacimiento y su educación
a sus padres: por consiguiente deben considerarlos du-
rante toda su vida como a bienhechores, y demostrarles
su reconocimiento a través del respeto, la amistad y la
consideración de que son capaces. Sobre ese respeto y ese
afecto que los hijos deben a su padre y a su madre se
funda el poder que los padres y madres conservan sobre
sus hijos ya adultos.»
«A partir de 1760 abundan las publicaciones que acon-
sejan a las madres ocuparse personalmente de sus hijos,
y les "ordenan" que les den el pecho. Le crean a la mujer
la obligación de ser ante todo madre, y engendran un mito
que doscientos años más tarde seguiría más vivo que nun-
ca: el mito del instinto maternal, del amor espontáneo de
toda madre hacia su hijo.
»A fines del siglo x v m el amor maternal aparece como
un concepto nuevo.» Escribe Badinter: 5
«Hemos de ver que a fines del siglo x v m será preciso
desarrollar muchos argumentos para recordarle a la ma-
dre su actividad "instintiva". Habrá que apelar a su sen-
tido del deber, culpabilizarla y hasta amenazarla para
hacerla volver a su función nutritiva y materna, supues-
tamente espontánea y natural.»
En 1775, el médico escocés Buchan, en su Traite de
medicine domestique, dirigido a las mujeres, escribe: «Si
las madres reflexionaran sobre la enorme influencia que
tienen en la sociedad, si quisieran persuadirse de ella,
aprovecharían todas las oportunidades para informarse de
los deberes que de ellas exigen sus hijos... De ellas de-
pende que los hombres sean sanos o enfermos; de ellas
depende que sean útiles en el mundo o que se conviertan
en plagas sociales.» 6
Todo el mundo interviene: médicos, moralistas, filán-
tropos, administradores y pedagogos, sin olvidar a los lu-
gartenientes de policía de París y Lyon. Todos repiten in-
cansablemente los mismos argumentos para convencer a

5. Id., pág. 117.


6. Id., pág. 149.
562
las mujeres de que se ocupen personalmente de sus hijos.
Para lograrlo, les propusieron que imitaran lo que más
se les parecía, pero que no había sufrido, como ellas, los
estragos de la sociedad corrompida. Los modelos en boga
fueron simultáneamente las mujeres salvajes, las de Tos
pueblos bárbaros, las hembras de los animales e incluso
las plantas.
El siglo XVIII honró a la mujer salvaje. Los intelectua-
les más sofisticados mencionan con respeto los relatos de
todos los viajeros que evocan la crianza natural, la ternu-
ra de las madres y la completa libertad en que dejan el
cuerpo del niño. Antítesis de las costumbres europeas, los
comportamientos de los salvajes aparecen como verdades
primigenias. Todo el mundo se apasionó por estas muje-
res semidesnudas que no abandonaban a sus hijos hasta
el momento del destete.
En 1778 es al lugarteniente de policía Prost de Royer
a quien le toca alabar las costumbres salvajes para estig-
matizar mejor las nuestras. Se maravilla de que la mujer
salvaje dé a luz en los desiertos y las nieves, que hunda
a diario a su bebé en el hielo para bañarlo, que lo caliente
en su seno al tiempo que lo alimenta. Y concluye que «el
salvaje es más alto, mejor constituido, mejor organizado,
más sano y más fuerte que si en su desarrollo la natura-
leza hubiera sido interferida». En 1804, el médico Verdier-
Heurtin dedica no menos de once páginas, es decir, más
de la décima parte de su discurso sobre el amamantamien-
to, a exaltar el vigor y la salud d e j o s primeros hebreos,
de los primeros griegos, romanos, germanos y galos, a
quienes opone la decadencia de los europeos del siglo
XVIII, pequeños, enclenques y enfermizos. Ahora bien, en
esos pueblos bárbaros las madres amamantaban ellas
mismas a sus hijos. 7
Fundado en la libertad, el nuevo matrimonio ha de ser
el sitio privilegiado de la felicidad, de la alegría y la ter-
nura. Su punto culminante es la procreación. En el ar-
tículo que la Enciclopedia dedica a Locke leemos: «Quiero
que el padre y la madre sean sanos, que estén contentos,
que gocen de serenidad, y que el momento en que se dis-
ponen a dar vida a un hijo sea el momento en que se
sientan más satisfechos de la suya.»
«La procreación es una de las alegrías del matrimonio:

7. ld„ pág. 152.

563
¿Hay algo más natural que amar sus frutos? Cuando los
esposos se han elegido libremente, el amor que sienten
uno por otro ha de concretarse con toda naturalidad en
su prole. Los padres han de amar más a sus hijos y las
madres, supuestamente, han de volver a ellos espontánea
y libremente. Esa es al menos la nueva ideología, uno de
cuyos mejores representantes fue Rousseau.
»En esta óptica, las dulzuras de la maternidad son ob-
jeto de una exaltación infinita; la maternidad es un deber
impuesto, pero es la actividad más envidiable y más dulce
que pueda esperar una mujer. Se afirma como un hecho
cierto que la nueva madre ha de alimentar a su hijo por
placer y que ha de recibir en pago una ternura sin lí-
mites.» 8
Las madres que dieran el pecho se beneficiaban con
cinco promesas destinadas a neutralizar las objeciones en
vigor. Como las mujeres se quejaban de que el dar el pe-
cho les fatigaba, estropeaba sus pechos y les daba mala
apariencia, comenzó el elogio de la belleza de las nodrizas.
Unos admiraban la frescura de su tez, otros la amplitud de
su pecho y el aspecto sano que irradiaban. En el siglo xix
el doctor Brochard afirma que si los poetas, historiadores
y pintores celebraron la belleza de las griegas y las roma-
nas es porque daban el pecho a sus hijos. En 1904, el doc-
tor Gérard opone las hermosas y robustas nodrizas a las
muñecas mundanas de cara enharinada que a los 20 años
son éticas y a los 30 están consumidas.
En el siglo XVIII más aún que en el xrx hubo una es-
pecial insistencia en los encantos de la maternidad. Todos
los hombres que se dirigían a las madres estaban de
acuerdo en decir que no hay ocupación más agradable que
la de velar al hijo. No hay deber más delicioso. Prost, el
lugarteniente de policía, tiene acentos conmovedores cuan-
do evoca los placeres de la maternidad. El médico Lilibert,
afirma:
«Observemos a las madres que dan el pecho a sus hi-
jos... Olvidan todos los objetos de su placer. Atentas ex-
clusivamente a sus hijos, pasan las noches sin dormir, co-
men apresuradamente, y sólo lo que saben les proporcio-
naran buena leche; ocupan todas las horas del día en la-
var, limpiar, calentar, entretener, alimentar, dormir al
objeto de sus amores... Quienes las rodean miran con

8. Id., pág. 158.

564
compasión... Las creen las más infortunadas de las mu-
jeres.»
Y Badinter comenta:
«Estas madres encuentran un placer inefable en todo
lo que les repugna cuando eran solteras; hacen con ale-
gría lo que antes les sublevaba el corazón... Y Verdier-
Heurtin encarece: "Esas provisiones que os parecen crue-
les han de convertirse en puros placeres."
»¿Cómo es que hay tan pocas mujeres que se propor-
cionan ese placer, y tantas que les oponen resistencia? Es
de creer que las pocas mujeres que dan el pecho y siguen
la voz de la naturaleza son muy malas abogadas. No sólo
no ganan adeptos con su ejemplo, sino por el contrario
se diría que cuando las otras mujeres las observan tienen
ganas de hacer precisamente lo contrario. Curiosa felici-
dad, que toma la forma de prueba y disgusto a los ojos de
las interesadas.» 9
Rousseau prometió múltiples ventajas a las madres que
amamantaran a sus hijos: no sólo la ternura de los hijos,
sino también «una adhesión sólida y constante por parte
del marido». Este argumento ha de ser esgrimido muchas
veces para refutar el de los inconvenientes sexuales del
amamamiento. Le aseguran a la buena madre que su ma-
rido le será cada vez más fiel y que la unión de ambos
será cada vez más tierna. Verdier-Heurtien sugiere que in-
terrogemos a los padres: «Que os describan las escenas en-
cantadoras de las que son todos los días espectadores fe-
lices de un matrimonio unido... Ved vosotros mismos
como el padre arrebata al niño a la madre, la madre al
padre: ¿quién podría negar que ésta es la felicidad?»
En el caso de que las mujeres no fueran sensibles ni
al argumento de la salud, ni al de la belleza ni al de la
felicidad, se añadía el tema de la gloria. Rousseau no
vacilaba en halagar la vanidad femenina cuando osaba pro-
meter a la madre que amamantara «la estima y el respeto
del público... el placer de verse imitada por su hija, y de
mencionarla como ejemplo para la hija de otros». Tam-
bién el doctor Brochard juraba que «el niño en el seno
materno es la gloria de su madre». Citaba de buena gana
a su colega Perrin que acostumbraba afirmar que en me-
dio de los hijos a quienes cría, la madre gana en dignidad
y respeto lo que prodiga en cuidados y sacrificio.

9. Id., pág. 159.

565
«Nada de capucha, nada de bandas, nada de faja», or-
dena Rousseau, que exige cubrir al niño de lienzos flotan-
tes y amplios que le dejen en libertad los miembros y no
le estorben los movimientos. «Cuando empiece a cobrar
fuerza, dejadlo que se arrastre por la habitación; dejadlo
que se desarrolle, que se extiendan los miembros, veréis
como se fortalece día a día. Comparadlo con un niño de
la misma edad fajado y os sorprenderá la diferencia de
sus progresos.» Cuando empieza a andar, se aconseja no
ponerle andaderas ni colocarlo en un tutor de ruedas, sino
dejar que se desenvuelva solo, sin otra ayuda que la de su
madre. «Advirtamos que todos los aparatos que aprisio-
naban al niño y lo protegían de caídas eran otros tantos
auxiliares útiles para la madre que podía aflojar su vigi-
lancia. Eliminarlos, significa exigirle a su madre una gran
atención. También en este caso la liberación del niño im-
plica la alienación de la mujer-madre. El collar de que se
libera al primero es tiempo, y por lo tanto vida, que se le
quita a la segunda. Pero según dicen, la nueva madre
rousseauniana se siente así más dichosa.» 10
Si la madre se niega a alimentar a su hijo, la natura-
leza se vengará y la castigará en su carne. Este castigo
implica todas las enfermedades que afectan a las mujeres
que agotan artificialmente su leche. Hay médicos que no
dudan en afirmar que incluso corren el riesgo de morir.
Raulin insistió de dos maneras en el peligro de reten-
ción en la leche. En primer lugar propuso una explicación
pseudocientífica que utiliza la mecánica de los fluidos, que
estaba de moda en el siglo xvrii: cuando hay retención
de la leche materna, ésta encuentra bloqueada su salida
natural, y «se arroja indistintamente en las partes que le
oponen más o menos obstáculos, ocasionando en ellas ma-
les diversos».
Raulin no se conformó con la explicación científica. Tra-
tó de aterrorizar a los doctores contando «el ejemplo
funesto» de una dama que acababa de parir y que quiso
por todos los medios cortar su leche: «se puso a toser...
se estableció una fiebre lenta, escupía pus ...se verificó el
estado de tisis de la enfermedad».
Uno de los fragmentos de Brochard promete toda clase
de enfermedades a las mujeres que no amamanten: «He-
morragias nasales, hemoptisis, diarreas más o menos re-

10. íd., pág. 171.

566
beldes, sudores»... «Sin contar con las afecciones agudas
y crónicas de las glándulas mamarias, las fiebres de las
metroperitonitis, las afecciones del útero»... Peor aún, Bro-
chard amenaza a esas «pseudo-madres... con el cáncer de
mama e incluso con la muerte repentina». Algunas ha-
brían expirado, como fulminadas por un rayo antes de que
hubiera tiempo para socorrerlas...
Algunos médicos, como P. Hecquet o Dionis evocan los
«derechos que tienen los niños sobre la leche de la madre.
Por consiguiente, la que se niega a amamantar da pruebas
de depravación y merece una condena sin apelación».
Ésta era la opinión de Buchan y de Rousseau. En cuanto
a Verdier-Heurtin, resumiendo perfectamente la nueva
ideología, dirige una enérgica advertencia a sus lectoras:
«Mujeres no esperéis de mí que estimule vuestras con-
ductas criminales... No condeno vuestros placeres cuando
sois libres..., pero una vez que sois esposas y madres,
abandonad varios atavíos, huid de los placeres engañosos:
sino lo hacéis sois culpables.» u
El Estado dirigirá a las mujeres un discurso muy dife-
rente a través de sus agentes más cercanos a ellas. Como
de las mujeres depende todo el éxito de la operación, por
una vez se convierten en interlocutoras privilegiados de
los hombres. Se las eleva, pues, al nivel de «responsables
de la nación», porque por una parte la sociedad las ne-
cesita y se lo dice, y por otra las llama a sus responsabi-
lidades maternales. Las hace objeto de súplicas al tiempo
que las culpabiliza.
Si antes se insistía tanto en el valor de la autoridad pa-
ternal, es porque ante todo importaba subditos dóciles
para Su Majestad. A fines del siglo xvín, para algunos lo
esencial no es ya tanto formar sujetos dóciles como suje-
tos a secas: producir seres humanos que han de ser la
riqueza del Estado. Para lograrlo, es preciso impedir a
toda costa la sangría humana que caracteriza al Antiguo
Régimen.
«De modo que el nuevo imperativo es la supervivencia
de los niños. Y esta nueva preocupación se antepone ahora
a la antigua preocupación por la educación de los que
quedaban después de la eliminación de los desechos. Los
desechos interesan al Estado, que trata de salvarlos de
la muerte. De modo que lo más importante no es ya el

11. Id., págs. 162, 163, 164.

567
segundo período de la infancia (una vez concluida la
crianza), sino la primera etapa de la vida, que los padres
acostumbraban descuidar y que, sin embargo, era el mo-
mento en que la mortalidad era más alta.
»Para realizar este salvamento, había que convencer a
las mujeres de que se consagraran a sus tareas olvi-
dadas.» 12
Las verdaderas motivaciones de la burguesía para ela-
borar su discurso sobre el amor materno se declaran sin
rubor desde finales del siglo xvin. Si los halagos y las ame-
nazas no bastan para convencer a las mujeres de que cum-
plan sus sagrados deberes de madre, los padres deberán
obligarlas por amor a la patria. Los cantos idílicos a la
naturaleza y a las madres salvajes no han sido suficien-
temente elocuentes para lograr el cambio en las crueles
costumbres de una sociedad que asiste impasible al ase-
sinato colectivo de los niños. El propio Rousseau que es-
cribe tan buenos consejos para el cuidado de los bebés,
entregó sucesivamente sus cinco hijos a la inclusa, deci-
sión que justificó con estas simples palabras: «Habiéndolo
evaluado, elegí para mis hijos lo mejor o lo que creí lo
mejor. Yo hubiera querido, quisiera todavía haber sido
criado y alimentado como lo fueron ellos.» Y burgueses
bien instalados como los padres de la señora Roland, a
despecho de la sucesiva masacre de todos sus hijos si-
guieron entregando imperturbablemente a las nodrizas
los que tuvieron.
El criterio capitalista del valor y de la ganancia es más
útil para convencer a la burguesía y al Estado a su servicio
para conservar con vida una de las principales riquezas
de la nación: la fuerza de trabajo útil. Las palabras de
Moheau son ejemplo de la nueva filosofía:
Moheau...: «Si hay príncipes cuyo corazón es sordo
al grito de la naturaleza, si vanos homenajes han logrado
que olviden que sus subditos son sus semejantes... al me-
nos debieran reparar en que el hombre es simultáneamente
el último término y el instrumento de toda clase de pro-
ductos; basta considerarlo como un ser que tiene precio
para que constituya el tesoro más precioso de u n sobe-
rano.»
«El hombre es el principio de toda riqueza... una ma-
teria prima apropiada para trabajar a todas las demás, y

12. id., pág. 118.

568
que amalgamada con ellas les da un valor y lo recibe.»
Moheau se refiere a Inglaterra donde «se ha calculado
el precio de cada hombre según sus ocupaciones: se cal-
cula que un marinero vale lo que varios agricultores, y
algunos artistas lo que varios marineros. No es el mo-
mento de analizar... si el oficio que proporciona más es-
cudos es realmente el más útil al Estado, pero vemos que
en este modo de evaluación el hombre es, según el em-
pleo de sus fuerzas o su industria, el principio de la Ri-
queza Nacional.» n
«Es cierto que cien años antes Colbert ya había tenido
y con fuerza esta intuición mercantilista, y había inaugu-
rado una política económica en este sentido. Al mismo
tiempo que desarrollaba la ideología del trabajo y encerra-
ba a los pobres en los hospitales para que trabajaran me-
jor (un modo radical, pero poco eficaz de reducir el de-
sempleo y de conseguir mano de obra barata), Colbert
luchó con todas sus fuerzas contra la excesiva cantidad
de gente "improductiva". Se quejaba continuamente de los
sacerdotes y monjas, que "no solamente se libran del
trabajo necesario al bien común, sino que además privan
a la vida pública de todos los niños que podrían produ-
cir para servir a funciones necesarias y útiles". Tomó di-
ferentes medidas poblacionistas, estimulando a las fami-
lias que no hacían ingresar a sus hijos en órdenes religio-
sas. Libró del impuesto a los padres de familia que hubie-
ran criado diez hijos, y otorgó facilidades fiscales a los
varones que se casaran a más tardar a los veinte años.
Por último prohibió a los franceses que emigraran al
extranjero.» 14
En su Mémoire politique sur les enfants, Chamousset
muestra desde la primera frase el hilo conductor de su
pensamiento: «Es inútil querer demostrar qué importan-
te para el Estado es la conservación de los niños.» Ahora
bien, observa, los niños abandonados mueren como mos-
cas sin ningún provecho para el Estado. Peor aún, cues-
tan al Estado, que se ve obligado a mantenerlos hasta
que mueren. El filántropo plantea el problema en los tér-
minos económicos más realistas, por no decir más cíni-
cos: «Es afligente ver los gastos considerables que el hos-
pital está obligado a volcar en los niños abandonados con

13. Id., pág. 125.


14. Id., pág. 126.

569
tan poco beneficio para el Estado... La mayoría de ellos
mueren antes de haber llegado a una edad que permita
extraerles alguna utilidad... Apenas una décima parte llega
a los veinte años... ¿Y qué es de esa décima parte, tan
costosa si dividimos el gasto invertido en los que mueren
entre los que quedan? Una proporción muy reducida
aprende oficios; los demás salen del hospital para conver-
tirse en mendigos o vagabundos, o para trasladarse a Bi-
cétre con billete de pobres.»
Chamousset propone que el Estado y su administra-
ción hagan esfuerzos por conservar vivos a los niños aban-
donados, que desarrollen la higiene y la alimentación ar-
tificial para que esos futuros hombres sobrevivan. Una
vez concluida la etapa de su crianza, cada aldea que qui-
siera librarse del servicio militar se encargaría de ocho
de esos niños, hasta su ingreso en el ejército.
En vísperas de la guerra de 1870, Brochard, volviendo
los ojos hacia Prusia y consciente del problema de la dis-
minución de la natalidad suplica a las madres francesas
que cumplan con su deber: el de asegurar la supervi-
vencia de sus hijos.

1. En el día de hoy

Educadores, psicólogos infantiles y de adolescentes,


consejeros matrimoniales, abogados. Tribunales Tutelares
de Menores, asistentas sociales, Institutos de Defensa de
la infancia, profesionales varios, organizaciones estatales
y privadas, se han concertado en lo que va de siglo para
establecer una política de protección a la infancia, según
la cual reconocen explícita e implícitamente que mucho
la necesita. Desde el asesoramiento privado hasta los pla-
nes a nivel nacional subvencionados por el Estado, el fin
perseguido por los gobiernos de los países avanzados es
inculcar a los padres la necesidad de portarse bien con
sus hijos. Necesidad enmascarada bajo la teoría del amor
instintivo que cualquier progenitor, sobre todo la madre,
siente por sus hijos, y que encubre la más perentoria y
real necesidad de conservar con vida hasta la edad adulta
a los nuevos ciudadanos.
La nueva ideología ha calado hasta el substrato más
hondo de las mujeres, principales destinatarias de tal
campaña publicitaria. Contra ellas se ha organizado la nue-

570
va psicología infantil, la pedagogía moderna, la pediatría
y la producción de toda clase de bienes de consumo des-
tinados al niño. Servicios y objetos que deberán adquirir
y contratar para hacer felices a sus hijos y demostrar que
se comportan como buenas madres.
Hemos entrado en la era del niño. El verdadero tirano
del hogar es el niño, mimado y muchas veces malcriado,
por una madre angustiada por «hacerlo bien», que se de-
sorienta leyendo las últimas teorías de los psicólogos,
atendiendo a los consejos de los maestros, sintiéndose
culpable por los reproches de las abuelas y de las vecinas.
Madres asustadas por la responsabilidad de educar a sus
hijos, faltas de conocimientos técnicos para ello, e incom-
prendidas por todos los que les exigen el más alto nivel
de altruismo, dedicación y sacrificio, a cambio de nada.
Madres que deben sentirse retribuidas, por su inversión
de diez, quince, veinte años de vida, exclusivamente con la
satisfacción de amar a sus hijos y de ser reconocidas como
buenas madres.
Mujeres que ni sintieron la llamada de la maternidad
ni planificaron sus embarazos, que se vieron abocadas
simplemente a parir porque una relación sexual, en la
mayoría de las veces solamente gratificadora para el varón,
las fecundó, se enfrentan nueve meses más tarde con un
recién nacido entregado a sus brazos, al que deben amar
por obligación y sin excusa alguna. Mujeres que recuer-
dan vividamente de su infancia el desinterés de su madre
o de su abuela, la brutalidad de sus maestros y el des-
precio y la imposición de todos los adultos sobre los ni-
ños de su generación, se convierten hoy en víctimas de la
«educación avanzada» de la «enseñanza activa», de «los
primeros traumas del niño», de la obligación de compren-
der e interpretar los deseos de su hijo, cuando éste aún
es incapaz de entablar un diálogo mínimo con su madre.
Mujeres que se encuentran en situación peor que las
de sus bisabuelas, porque a la obligación de parir y de
amamantar suman la de amar a sus hijos. Que para ellas
se concreta materialmente no sólo en conservarlo con
vida, dedicándole un sinnúmero de cuidados y de atencio-
nes que nunca precisaron los niños durante toda la his-
toria humana, sino incluso en buen estado psíquico, a
partir del momento en que los psicólogos descubrieron
que el afecto y las atenciones maternales eran imprescin-
dibles para mantener con buena salud mental al niño.

571
«A causa de la maternidad, el aumento y la exageración
de los lazos del niño con su familia impuso las mismas
limitaciones a la mujer. Mujeres y niños se encontraban
pues ahora embarcados en el mismo barco. Las contra-
dicciones ejercidas sobre ellos se reforzaban mutuamente.
A la mística que cantaba la gloria de dar la vida, la gran-
deza de la creatividad femenina "natural", se adjuntaba
ahora una mística nueva, celebrando el culto de la infan-
cia por ella misma y la "creatividad" de la educación.
("Pero querida, ¿qué podría haber más creativo que edu-
car un niño?".)» 15
Sulamith Firestone expone así la nueva mística de la
maternidad: Aunque es falso, como se puede comprobar
por las atenciones que hoy reciben, que los niños fueran
más felices antes del invento del amor materno, sí es
verdad que a partir de éste las madres son más des-
graciadas. Mientras el niño ha mejorado su estancia so-
bre la tierra, en cierto sentido la madre la ha empeorado.
Si hasta nuestro siglo el niño podía ser considerado como
la más explotada y oprimida de todas las clases —con la
única ventaja, respecto a la mujer, de que si era varón y
sobrevivía podría un día contarse entre los explotadores—
en el día de hoy la mujer no tiene por debajo de sí a
nadie más explotado, humillado y envilecido que ella.
Todos los poderes se han puesto de acuerdo para neu-
tralizar las primeras rebeliones femeninas. Desde la re-
belión sufragista al movimiento feminista han conseguido
que las mujeres de los países adelantados no puedan ser
manipuladas con la sola represión brutal. A los hombres
les ha sido preciso recurrir a más sutiles métodos de
alienación, y los Estados utilizan mejor que nunca los co-
nocimientos que sobre los mecanismos psicológicos se
han descubierto en los últimos cincuenta años. Haciendo
que las mujeres interioricen la «necesidad» de ser ma-
dres para sentirse realizadas, que se sientan culpables por
el desafecto que tienen por sus hijos, castigándoles social-
mente con severidad en el caso de que los abandonen y,
por el contrario, premiando con la aceptación pública el
sacrificio materno; engañándolas con la esperanza de las
recompensas que recibirán un día lejano de sus hijos:
amor, comunicación, compañía, atenciones en la enferme-
dad y en la vejez, se las induce mucho mejor a fabricar

15. Ob. cit., pág. 115.

572
los hijos precisos y a ocuparse de ellos con dedicación
plena.
«No hay ninguna duda de que, en el estilo propio del
siglo xx, el mito de la infancia ha prosperado llegando a
unas dimensiones enormes: industrias enteras están fun-
dadas sobre la producción de juguetes especializados, de
juegos, de alimentos infantiles, de meriendas, de libros, de
dibujos animados, de bombones particularmente atracti-
vos, etc. Especialistas de estudios de mercado estudian la
psicología de los niños con el fin de elaborar productos
que les gustarán según la edad. Existe una industria de
la edición, del film, y de la televisión concebida para ellos,
con su propia literatura, sus programas, sus emisiones
patrocinadas por la publicidad, y hasta hay comités de
censura que deciden los productos culturales propios para
su consumición. Una proliferación sin fin de libros y de
revistas instruye a los profanos en el arte de educar a los
niños. 16
»Se encuentran especialistas en psicología del niño, en
métodos de educación, en pediatría, y en todas las ramas
particulares que se han desarrollado recientemente para
estudiar este animal particular. La educación obligatoria
es floreciente y suficientemente respaldada para formar un
espacio concreto de la socialización (lavado de cerebro)
del que ni los más ricos pueden escaparse. Está muy lejos
la época de Huckleberry Finn: hoy día el tirador de pie-
dras y el pillo lo tienen muy mal si quieren pasar a tra-
vés del enjambre de especialistas que les estudian, de los
programas de gobierno y de las asistentes sociales que si-
guien sus pasos. 17
«Examinemos más de cerca esta forma moderna de ca-
ricatura del niño: Es tan rubio, dulce y sonriente como
un anuncio publicitario de Kodak. Como es el caso de las
mujeres explotadas en cuanto a consumidoras, existen
cantidad de industrias preparadas para aprovechar la vul-
nerabilidad psíquica de los niños (por ejemplo, en USA
la aspirina San José para los niños); pero la palabra clave
para la comprensión de la infancia moderna es, más toda-
vía que la salud, la felicidad. No somos niños más que una
vez, aquí está todo. Los niños deben ser la encarnación
viva de la felicidad (los niños con mala cara, nerviosos o

16. Firestone, Shulamith, Ob. cit., pág, 116.


17. Firestone, Shulamith, Ob. cit., pág, 117.
573
inquietos disgustan [d'emblée]: hacen mentir al mito).
Es el deber de los padres dar a sus hijos una infancia en
la que habrá recuerdos felices (columpios, bañeras, infla-
bles, juguetes, camping, celebraciones de cumpleaños,
etcétera).» 1B
A partir de ahora las madres sólo tendrán deberes. To-
dos los derechos de la madre han sido derrocados. Ni si-
quiera el deber de obediencia les es reconocido a los hi-
jos. La madre es la total perdedora en esta sublevación
de la infancia, alentada por los poderes rectores de la
sociedad. Es falsa también la afirmación de Firestone de
que el invento de la escuela moderna es «la institución
que daba a la infancia una estructura aislando a los niños
del resto de la sociedad por una especie de segregación,
retardando así su madurez e impidiéndoles igualmente ad-
quirir tos conocimientos especializados que podrían ha-
cerles útiles a la sociedad. En consecuencia ellos continua-
ban económicamente dependientes de sus padres cada vez
por más tiempo, los lazos familiares no estaban por lo
tanto rotos». No comprendo cómo se puede afirmar que
a los niños en las escuelas se les impide adquirir los co-
nocimientos especializados que podrían hacerles útiles a
la sociedad, cuando la escuela moderna se inventa preci-
samente para lo contrario: especializar a los trabajadores.
Firestone sólo tiene como ejemplo las facultades universi-
tarias de humanidades. Como también resulta altamente
difícil aceptar que los jóvenes son hoy más dependientes
de los padres, cuando los códigos civiles han ido modifi-
cando la edad de adquisición de la mayoría de edad que se
ha rebajado desde los 25 años, exigidos todavía bien entra-
do el siglo en todos los países, a los 18 en que hoy se ad-
quiere. Solamente el sentido común nos lleva a compren-
der que cuanto más rentables eran los hijos, más tiempo
deseaban los padres disfrutar de poder sobre ellos. Y si
los hijos no eran económicamente dependientes de sus
padres en el sentido de ganar su propio sustento, lo eran
totalmente en cuanto que no podían ni administrar ni dis-
poner de sus bienes.

Todavía seguimos leyendo las novelas decimonónicas


y admirando las producciones cinematográficas basadas
en esas obras, en las que las mujeres no podían nunca
disponer de su destino sin el consentimiento paterno, y

18. Firestone, Shulamith, Ob. cit., pág. 117.

574
los hombres se encontraban sometidos a su autoridad has-
ta los veinticinco años, y a su consejo durante toda su
vida. Emancipar a los hijos prontamente hubiere sido
despreciar un caudal apreciable. Si hoy los niños y los
jóvenes son dependientes económicamente de sus padres,
es porque nadie les exige que trabajen antes de convertirse
en adultos, lo que lleva aparejado que los padres soportan
la carga de la manutención, ropa, habitación, diversiones
y estudios de sus hijos durante muchos años. Atenciones
que deben cumplir no sólo generosa y puntualmente sino
¡ay poder de la ideología!, alegremente. Conculcar esta
norma es arriesgarse al repudio social. Sobre todo por
parte de la madre.
En esta campaña, contradictoriamente a lo afirmado
por Firestone, son las madres las grandes perdedoras y no
los hijos. A partir de la creencia de que el amor materno
es un instinto natural e invencible, una mujer que pare
está condenada de por vida a subvenir a las necesidades
de su hijo, a soportar sus enfermedades, sus caprichos,
sus intemperancias e inadaptaciones sin quejas, a educarle,
a sufragarle los gastos en caso de que el padre no lo haga,
y... ¡feliz final!, a resignarse de antemano a prescindir de
cualquier atención y compañía en el momento en que el
hijo se convierte en adulto y decide vivir su propia vida.
Lo que la llevará irremisiblemente, en la segunda mitad
de su vida, a sufrir el síndrome de la menopausia o de la
madre posesiva. La propia Firestone reconoce que «toda
madre, incluso la mejor "adaptada", está en peligro de
hacer de la maternidad el centro de su vida. A menudo,
el niño es la sola satisfacción que ella puede recibir a
cambio de todo lo que le ha sido negado en el mundo ex-
terior, tomando las palabras de Freud, él reemplaza para
ella el pene. ¿Cómo se le puede pedir que no sea "pose-
siva", que abandone bruscamente, sin rebeldía, a este mun-
do de "viajes y aventura", que ella misma ha perdido para
siempre, el hijo que debería ser su compensación?» I9
La mística actual de la maternidad impone la siguiente
tendencia:
La madre por vocación puede planificar a sus hijos,
no menos de dos para que éstos se sientan acompañados
y no pertenezcan a ese. sector neurótico que se llama «hijo
único» (la verdad es que con menos de dos no se puede

19. Firestone, Shulamith, Ob. cit., pág. 88.

575
reemplazar a la generación anterior). Amará a sus hijos
profunda e irracionalmente, por lo que cubrirá generosa-
mente todas sus necesidades elementales que en el día de
hoy son un sinnúmero más que en tiempos pasados, y les
proporcionará las diversiones y gustos adecuados a su
edad, cuya carencia podría afectarles psíquicamente. Si
trabaja fuera de su hogar, deberá interrumpir esa activi-
dad durante los primeros años de sus hijos para dedicarse
más plenamente a ellos. Hoy se han hecho nuevamente
notorias las campañas estatales induciendo a las madres
a lactar a sus hijos, puesto que los «últimos» avances de
la pediatría han descubierto que esa alimentación prevé
diversas enfermedades, y mantiene un mejor nivel psíqui-
co de relación entre la madre y el hijo. Si se reintegra a
su trabajo pasados dos o tres años desde el nacimiento
del último hijo, nunca deberá olvidar que su tarea más
importante es la de vigilar la educación de los niños, la
de constituirse en su amiga, en su compañera, la de vi-
gilar sus adelantos escolares y sociales, la de cuidar sus
enfermedades y apoyarles psíquicamente. Cualquier tras-
torno manifestado por el niño será achacable en primer
lugar a desinterés o a desafecto de la madre. La obligada
visita al psicólogo infantil le demostrará que ella es cul-
pable de algún nivel de abandono del niño, que deberá
remediar entregándose más completamente, y de buen
grado, a su cuidado.
La madre tendrá, en consecuencia, durante los prime-
ros años del niño, como fundamental compañía la de unas
criaturas balbuceantes, inválidas y egoístas, con las que
le es muy difícil comprenderse. Pero los años pasan, y un
día, de quince o veinte después, transcurrida su juventud,
perdidas sus posibilidades profesionales, convertida en
una «mujer madura», abocada a la vejez, la madre quizá
conseguirá ver en sus hijos adultos unos personajes ami-
gos, algo semejantes a ella misma, cuyo afecto y compa-
ñía podrían hacerle más llevadero el fracaso de su vida.
Acostumbrada a decirse que los ama, quizá les ame ya
realmente, quizá se haya acostumbrado simplemente a su
compañía. En todo caso ese afecto será lo único que le
quede tras muchos años de servicios prestados. Y si por
su empleo de madre no tiene derecho a cobrar plus de
antigüedad, ni jubilaciones, ni primas de vejez, podría con-
formarse con la compañía y los cuidados de los persona-

576
jes a los que ha dado y conservado la vida, cuando su
vitalidad y sus esperanzas de promoción están en baja.
Entonces el propio hijo, el padre, la sociedad, la psico-
logía, la llaman a alerta. Nada de constituirse en madre
posesiva. Ha llegado el momento de darles alas para que la
abandonen, de contemplar con buenos ojos cómo hacen su
vida, cómo organizan una nueva casa en compañía de per-
sonas extrañas a su madre, y muchas veces incompatibles
con ella, y cómo su relación con la madre se reduce a
algunas precipitadas visitas los fines de semana. Sin que-
jas, sin lamentaciones, sin reproches, sin recuerdo de «lo
mucho que he hecho por ellos», porque sólo le servirá para
ser mirada con pena por la familia y por los amigos, y en
muchos casos para sentarse frente a un profesional de la
psicología que le explicará, con paciencia, que «en ella
se produce una disociación entre lo que entiende racional-
mente y lo que siente. Puesto que aunque un cien por
cien de su intelecto comprende que no puede retener a
sus hijos a su lado en el momento en que han llegado
a la adultez, sólo un treinta por ciento de su emotividad
y de su afectividad lo ha asumido. Esta contradicción es
la que la hace desgraciada», que concluirá su disertación
con una sonrisa: «Ahora trabajaremos para que su afecti-
vidad y su inteligencia se encuentren en ese cien por cien
deseable.»
Todos los textos de la psiquiatría y de la psicología,
tanto oficial como de la oposición, ya que ninguna de las
clases masculinas se ha planteado dejar de percibir los
beneficios que proporcionan las madres domesticadas, tra-
tan compasiva y despreciativamente el problema de la mu-
jer de cuarenta años, abandonada por los hijos (en la
mayoría de los casos también por el marido, y en el res-
tante porcentaje odiando al marido que les queda al lado).
Las obras literarias y cinematográficas denuncian a la ma-
dre posesiva del hijo, a la cuarentona histérica que hace
insoportable la vida a todos sus familiares. Desde la Igle-
sia a las asociaciones femeninas ofrecen recursos a esas
madres, ya jubiladas de tal, con que sustituir las horas
dedicadas hasta aquel momento al cuidado de sus hijos.
Se montan «clubs» para encontrar amigas, en la misma
situación, con las que compartir el tedio de las tardes
jugando a las cartas o haciendo labores manuales. Se es-
criben tratados divulgativos en los que se dan cien con-
sejos para resignar a la madre rebelde ante el abandono

577
19
de su hijo adulto o sólo adolescente. Se organizan charlas,
conferencias, seminarios, mesas redondas, cursillos y de-
bates para aclarar, analizar, resumir y sintetizar el pro-
blema, e inventar el tratamiento más adecuado. Y mientras
tanto las madres cuarentonas acuden más y más al trata-
miento psiquiátrico, sin atreverse a lanzarles a la cara de
los poderes rectores la única acusación que se merecen:
¡estafadores!
Si la mujer a los quince años es oprimida y utilizada,
a los veinte casada y explotada, a los veinticinco torturada
en la sala de partos, desde los veinticinco a los cuarenta
alienada, a partir de los cuarenta la estafa mediante con
que le han convencido para que despilfarrara su vida se
hace patente... ¡Pero nadie lo confiesa! La mujer de cin-
cuenta años, que acude al psiquiatra porque sufre una
depresión reactiva a partir del momento en que todos sus
familiares, por cuya procuración ha vivido, la han aban-
donado, sale del consultorio sintiéndose culpable de abri-
gar tales sentimientos, de haber manifestado alguna vez
el deseo de ser retribuida en su cariño, en sus atenciones,
de haberse mostrado disgustada por el abandono material
y afectivo en que la han dejado sus hijos, y con el firme
propósito de enmendarse. Si no lo consigue volverá nue-
vamente al psiquiatra a confesar su pecado y proseguirá
la ronda. Los hombres piensan que mientras tanto está
entretenida...
Bien es verdad que éste es un problema muy reciente
que a nadie se le ocurrió prever. La historia de la mujer
como la de todas las hembras es la de sus maternidades.
Nunca se pudo suponer que llegaría un momento en su
historia en que la mayoría de mujeres sobrevivirían los
suficientes años para ver adultos a todos sus hijos, e in-
cluso a sus nietos. Sólo hace un siglo una mujer de cua-
renta años era una vieja. Los datos de supervivencia que
he manejado en el capítulo anterior dicen claramente
que la mayoría de las mujeres que sobrevivían a su pro-
pia infancia, no verían llegar a la adolescencia a su último
hijo, y que un gran porcentaje moriría de parto. Las pocas
que llegaban a ancianas tenían mucho tiempo ocupado
proporcionando consejos a las jóvenes, que las respetaban
y admiraban, cuidando de los nietos que convivían con
ellas en la misma casa, organizando el hogar a su gusto y
mandando a las nueras que les debían obediencia. Re-
sultaba imposible plantearse el momento en que reducida

578
la familia a su mínima expresión, la población femenina
mayor de cuarenta años de cualquier país alcanzara la ci-
fra de varios millones, y se encontraría carente de toda
ocupación útil que no fuera servir al marido, porque tanto
suegros como padres residirían en otro domicilio y hasta
en otra población muy distante y los hijos, desde la ado-
lescencia, habrían dejado de estimarlas y de obedecerlas,
los adultos, tanto solteros como casados, no vivirían en
el hogar paterno, y ellos y sus nietos apenas tendrían tiem-
po ni deseos de visitar a la abuela.
Difícil es, por tanto, que los especialistas del tema ten-
gan respuestas para situaciones insospechadas, cuya ur-
gencia se ha hecho patente a medida que el problema es
cada vez más mayoritario. Incluso las feministas se en-
cuentran ante un embrollo que no saben resolver. Es fácil
afirmar como Adrienne Rich que «Las relaciones de po-
der entre la madre y el hijo casi siempre son un reflejo
de las relaciones de poder en la sociedad patriarcal: "Ha-
rás esto porque yo sé que es bueno para ti." Es difícil
distinguir esta expresión de esta otra: "Harás esto porque
yo puedo hacerte." Las mujeres débiles siempre han uti-
lizado la maternidad como un canal —angosto y profun-
do— para que sirva a su propia voluntad humana de po-
der, a su necesidad de devolver al mundo lo que les ha
sido otorgado. El niño arrastrado de un brazo por la ha-
bitación para llevarlo a lavar, el niño halagado, tiranizado
y engañado para que "coma un bocado más" de una co-
mida detestable, es algo más que un simple niño que debe
ser criado de acuerdo con las tradiciones culturales de la
"buena madre". Ese niño es un trozo de la realidad, del
mundo, sobre el que puede influir, y decisivamente, una
mujer a la que se restringe toda forma de influencia ex-
cepto sobre materiales inertes como el polvo o la co-
mida.» 20
Adrienne Rich habla de las mujeres débiles, pero no
nos explica quienes son. Los consejos que utiliza, dignos
más de un consultorio sentimental radiofónico, se limitan,
como siempre, a fórmulas abstractas: «El acto de ama-
mantar un bebé, como el acto sexual, puede ser tenso, fí-
sicamente doloroso, cargado de sentimientos culturales de

20. Ob. cit„ págs. 40, 41.

579
insuficiencia y culpa; o, como el acto sexual, puede ser
físicamente delicioso, una experiencia serena, pletórica de
tierna sensualidad. Así como los amantes deben separarse
después del acto sexual y convertirse de nuevo en indivi-
duos autónomos, así también la madre tiene que destetar-
se del niño y viceversa. En todas las teorías psicoanalíti-
cas acerca de la crianza de los hijos, se acentúa el "dejar
que el niño se vaya", en beneficio del niño. Pero la madre
necesita 21dejar que se vaya tanto por él como por ella
misma.»
¿Qué quiere decir que el niño «se vaya»? ¿Cuándo ha
de irse? ¿A dónde? ¿Debe volver aunque sólo sea a ratos?
¡Qué fácil resulta repetir los esquemas archisabidos de
la «moderna psicología» machista! ¿Cuando debe la ma-
dre dejar que el hijo se vaya, a los tres meses, a los cinco
años, a los diez? Supongo que Adrienne se refiere a los
quince o a los veinte cuando la madre ya ha invertido esa
cifra de tiempo en su cuidado y en su educación. «Así
como los amantes deben separarse después del acto se-
xual»... Qué hermosas frases para seguir engañando a las
mujeres. Porque si se hace tal parangón, habrá de demos-
trarse que la madre obtiene el mismo placer con el hijo
que con el amante, habrá que probar que amamantar el
hijo proporciona las sensaciones que afirma la autora, y
aún en ese improbable caso, será preciso llamar la aten-
ción sobre el hecho de que después de la separación, los
amantes se vuelven a encontrar para seguir gozando, y aún
cuando se rompa esa relación es posible y recomendable
buscar otra nueva. ¿Qué clase de relación pretende que
las madres establezcan con sus hijos Adrienne? O acaso
¿es posible encontrar otro hijo cuando el primero no sa-
tisface? ¡Cuánto engaño por parte de las propias mujeres
del que sólo ellas son las víctimas!
Víctimas siempre. De sus dolores de parto, de su in-
satisfacción personal, de la explotación masculina, del
engaño ideológico, de su propia alienación. Por ello hoy
las feministas buscan en el repertorio apolillado e inser-
vible de las motivaciones freudianas o jungianas, en las
soluciones de Reich o en la nueva jerga de los antisiquia-
tras la explicación de sus frustraciones, de su rechazo a
los hijos, del sentimiento de haber sido chasqueadas toda

21. Rich, Adrienne, Nacida de mujer, Ed. Noguer. Barcelona


1978, pág. 39.

580
su vida. Para seguir debatiéndose en explicaciones sin prin-
cipio ni final. Sin hallar soluciones porque no existen.
Adrienne misma confiesa cómo había caído en la trampa
de la creencia en su «destino natural» y del «amor de ma-
dre» que tenía que sentir.
«Cuando intento regresar al cuerpo de la joven de vein-
tiséis años, embarazada por primera vez, que huyó del co-
nocimiento físico de su embarazo y también de su intelec-
to y de su vocación, me doy cuenta de que, efectivamente,
estaba alienada por la institución —no por el hecho en sí—
de la maternidad en mi cuerpo verdadero y en mi verda-
dero espíritu. Esta institución —la fundación de la so-
ciedad humana tal como la conocemos— no me permitió
más que ciertas visiones, ciertas expectativas encarnadas,
en todo caso, en el fichero de mi ginecólogo, en las novelas
que había leído, en la aprobación de mi suegra, en los
recuerdos de mi propia madre, en la Madonna de la Ca-
pilla Sixtina o en la Pietá de Miguel Ángel, en la noción
flotante de que una mujer embarazada es una mujer sere-
na en su plenitud o, simplemente, una mujer que espera.
A las mujeres siempre se las ha visto como a las que
esperan: a que se les pregunte, a que se presenten sus
menstruaciones, con el temor de que les falten; esperen
a que los hombres regresen a casa de las guerras o del
trabajo, a que los hijos crezcan, a que nazcan o a que
sobrevenga la menopausia.
«Durante mi propio embarazo, tuve que lidiar con esta
espera, con este destino femenino, negando cualquier as-
pecto activo o vigoroso de mí misma. Me disocié tanto de
mi experiencia física, inmediata y actual, como de la vida
de lectura, pensamiento y escritura.» 22
«Primero, que una madre "natural" es una persona que
carece de otra identidad, alguien que puede hallar su más
importante gratificación pasando el día entero con los ni-
ños, acompasando su paso al de ellos; que hay que acep-
tar como cierto el aislamiento de las madres y de los niños,
juntos dentro de la casa; que el amor maternal es y debe-
ría ser literalmente desinteresado; que los hijos y las ma-
dres son la "causa" de los mutuos sufrimientos. Yo fui atra-
pada por el estereotipo de la madre cuyo amor es "incon-
dicional", y por las imágenes visuales y literarias de la ma-
ternidad como una identidad unívoca. Si yo sabía que ha-

22. Ob. cit., pág. 41.

581
bía dentro de mí zonas que nunca concordarían con aque-
llas imágenes, ¿no eran estas zonas anormales, monstruo-
sas? Y como señaló mi hijo mayor, ahora de veitiún años,
cuando leyó los pasajes transcritos más arriba: "Parecía
que sentías como si debieras amarnos todo el tiempo. Pero
no existe ninguna relación humana en la que puedas amar
a la otra persona en todo momento." Sí, traté de explicarle,
pero se ha pretendido que las mujeres —y las madres so-
bre todo— aman así.» n
Y, sin embargo, pocas páginas más adelante Adrienne
Rich se mece en la ilusión de encontrar las «nuevas» solu-
ciones que, en realidad, despojadas de literatura, no son
más que las teorías tradicionales, adaptadas a las nuevas
necesidades para acallar la protesta feminista. Con las
palabras de Adrienne se revaloriza el método psicoprofi-
láctico del parto, el amor materno, la mística de la ma-
ternidad, pretendiendo darle un contenido «feminista» a
la antigua cultura machista. No hemos avanzado nada.
«El método psicosexual de Sheila Kitzinger, de Ingla-
terra, implica un concepto más amplio del parto, como
un episodio inherente a la existencia femenina. Señala que
una mujer debe aprender "a confiar en su cuerpo y en
sus instintos" y comprender la compleja red de emociones
con que se enfrenta a ese trance. Kitzinger insiste tanto en
la educación física como psíquica si se trata de que la
madre conserve "su iniciativa propia, su control, su capa-
cidad de decisión y su aptitud para la cooperación activa
con el doctor y la enfermedad". Es muy partidaria del
alumbramiento en el hogar, preferentemente asistido por
una comadrona.
»EÜa misma es madre de cinco hijos y establece ine-
quívocamente que "el dolor en el parto es auténtico".
Pero asimismo describe la experiencia sensual de la aper-
tura de la vagina en el momento de la expulsión como
algo intenso y a menudo excitante, más que como algo
indoloro. Su concepción de la realidad femenina es más
amplia que la de Dick-Read y Lamaze, pero ella, como
otros que han escrito sobre el tema, da por sentado que
las criaturas nacen sólo en el seno de las parejas debida-
mente casadas, y que el esposo —que asiste y que parti-
cipa emotivamente—, habrá de ser una figura protagonis-
ta en la sala de partos. No duda en afirmar "que la expe-

23. Ob. cit., pág. 25.

582
riencia de concebir un hijo es capital en la vida de una
mujer".24
»Si la cultura machista no hubiera separado resuelta-
mente la maternidad del sexo, si pudiéramos elegir con
libertad las formas de nuestra sexualidad o los períodos
de maternidad y de no maternidad, las mujeres lograrían
una genuina autonomía sexual (opuesta a la "liberación
sexual"). La madre podría elegir los medios de concepción
(biológica, artificial o partenogenética), el lugar, su propio
estilo para dar a luz y a sus asistentes al parto: la matro-
na o el médico, según su voluntad, un hombre al que ame
o en el que confía, mujeres u hombres amigos o parien-
tes, o bien sus otros hijos. No existe razón válida para que
no pueda haber, si lo desea, una "expedición amazónica"
en la cual solamente la apoyen las mujeres, la partera
con quien ha trabajado durante el embarazo, o simplemen-
te mujeres que la amen. (En la actualidad, el padre es la
única persona, aparte del médico, legalmente admitida en
las salas de parto de los hospitales americanos, y hasta el
padre biológico puede ser legalmente excluido a pesar de
la decisión de la madre de que asista.)
»Pero desplazar el parto fuera de los grandes hospita-
les no quiere decir simplemente trasladarlo al hogar o a
otros centros médicos. El parto no es un acontecimiento
aislado. Si existieran instituciones locales adonde todas
las mujeres pudieran acudir en busca de consejo para el
uso de anticonceptivos, para abortar o realizar la prueba
del embarazo; para recibir cuidados prenatales e instruc-
ciones acerca del parto; ver películas sobre el período de
gravidez y el nacimiento; someterse a exámenes ginecoló-
gicos rutinarios; formar parte de grupos de terapia y con-
sulta durante y después del embarazo; y si tales estable-
cimientos se completaran con una clínica para cuidado
de los bebés, las mujeres podrían comenzar a pensar, leer
y discutir acerca del proceso completo de la concepción,
gestación, crianza y alimentación de sus hijos, y acerca de
las posibilidades de la maternidad y sobre sus vidas con-
sideradas globalmente. Entonces, el nacimiento se con-
vertiría, como un episodio único, dentro del desarrollo de
nuestra sexualidad, diversa y poliforma, y no en una
consecuencia forzosa del sexo. Antes bien, se trataría de

24. Rich, Adrienne, Ob. cit., pág. 170

583
una experiencia liberadora del miedo, la pasividad y la
alienación a que se ha sometido nuestro cuerpo.» M
Esta «nueva» ideología corresponde a la postura que
he comentado anteriormente. A partir de 1860 ser mujer
emancipada significó luchar por participar en la sociedad
al mismo nivel que el hombre, y seguir cumpliendo su des-
tino femenino sin quejas. Reivindicar la capacidad suficien-
te para reproducirse, para cuidar a los hijos, para ser
buena esposa, como deberes asumidos voluntaria y cons-
cientemente, con lo que tranquilizar a los asustados varo-
nes. Lo ofrecíamos todo para conseguir un poco. Aunque
resulte difícil entender como se puede asistir a parteras,
centros de planificación, realizar ejercicios de gimnasia
prenatal, ver películas sobre el embarazo y el parto y ade-
más cumplir con un trabajo serio y responsable, aparte de
las molestias de la gestación y el sufrimiento y convalecen-
cia del parto.
Evelyn Sullerot comenta, con desconcierto, estas ca-
racterísticas de la «nueva» ideología feminista.
«Les parece (a las mujeres) que la maternidad es cosa
suya y no hablan jamás de ella. Sin embargo, algunas
yendo mucho más lejos que sus compañeras, han entre-
visto que la fertilidad podría utilizarse como un don y un
poder a condición de asumirla libremente. Pauline Rolland
tuvo voluntariamente tres hijos, la identidad de cuyos pa-
dres se negó siempre a revelar, para demostrar que era
libre. Pauline Rolland era militante obrera, pero también
en la burguesía y en el mundo de las letras algunas raras
mujeres se arriesgaron a lo mismo; Hortense Allart, por
ejemplo, que no por eso dejó de ser recibida en los salo-
nes literarios. Todas esas feministas eran apasionadamen-
te madres, sobre todo en los movimientos obreros y so-
cialistas. Jeanne Deroin, candidata a las elecciones en 1848,
cuando no se aceptaba en ellas a las mujeres, escribió en
1850: "La maternidad no es un derecho, puesto que la
mujer no es libre de no ser madre." Pero en la línea si-
guiente exalta la maternidad, de la que ella misma fue
un ardiente ejemplo. Los "funestos secretos" que permi-
tían limitar o espaciar los nacimientos continuaban exis-
tiendo y se extendían cada vez más regularmente. Pero ni

25. Rich, Adrienne, Ob. cit., pág. 181.

584
las mujeres más indignadas por su condición hablaban
jamás de ellos.» M
Pero en 1860 la pedagogía y la psicología infantil no
se hallaban tan avanzadas y el invento del amor materno
no se había sofisticado al nivel actual, como se puede
deducir del índice de natalidad que imperaba todavía a
finales del siglo xix. Hoy la obligación de ser madre, en-
cubierta bajo las floreadas frases respecto al amor ma-
terno, es tan difícil de cumplir bien, que debería ser un
milagro que las mujeres se atrevieran a tener hijos.

2. Algunas muestras de la ideología

«Se trata de inculcar una cierta filosofía, que es de


antemano una actitud: el niño también tiene derecho al
respeto. Sus preguntas incluso no formuladas —sobre
todo no formuladas— tienen derecho a ser respondidas.
El problema es: ¿cómo hablar, cómo responder?» Este es
el comienzo de una entrevista con la doctora Francoise
Dolto, psiquiatra, que protagoniza un espacio radiofónico
en France-Inter, aconsejando a los padres de hijos «ina-
daptados precoces». Veamos algunas de sus respuestas:
«V. considera siempre al hijo en el cuadro'de una fa-
milia tradicional, padre, madre, hijos unidos, ¿Pero qué
pasa cuando este triángulo se rompe, cuando el niño se
convierte en un hijo del divorcio?
»R. — Divorcio o no, para el niño el triángulo padre-
madre-hijo permanece. El padre y la madre pueden vivir
separados, pueden volver a casarse, alejarse, la cohesión
del niño es su padre y su madre. El divorcio es un acon-
tecimiento social... Hace falta decirle las cosas como son:
Nosotros no podemos vivir juntos, tu padre y yo (véase
que la obligación de enfrentarse con el hijo en el momen-
to más conflictivo se supone "per se" a la madre)... Pero
nuestro matrimonio no ha fracasado porque tú has naci-
do. Tú has querido nacer y nosotros también lo hemos
querido, tu padre y yo. Ahora tú sigues siendo nuestro
hijo y tendrás la suerte de tener dos familias... Lo más
traumatizante sería decirle "Por tu causa yo me divor-
cio..."
»Se puede hablar a un niño de no importa qué edad. V.

26. Evelyn Sullerot, El hecho femenino, pág. 487.

585
sabe, antes incluso del nacimiento, "in útero", un niño
entiende perfectamente la voz de su padre, de su madre.
Él tiene necesidad en seguida de reencontrar esas voces
en el nacimiento, entre los grandes ruidos del mundo que
le llegan bruscamente. El primer encuentro del bebé con
su madre es muy importante y ciertos niños se acuerdan
de todas las primeras cosas dichas a su alrededor.» 27
Las madres han de tener, a partir de ahora, mucho cui-
dado con lo que digan desde el momento en que queden
embarazadas. No se puede pedir más responsabilidad.
Una tras otra se acumulan las responsabilidades sobre la
madre. Como explica Gerardo Castillo Ceballo, un educa-
dor español,28 los pedagogos están «colgando» últimamen-
te a los padres las tareas educativas. Parece como si
aquellos se hubiesen aliado con los centros educativos
para delegar su trabajo en los «superocupados y sufridos
padres de familia». A Castillo, como a todos, se le pasa por
alto que las responsabilidades respecto a los hijos sólo
se les «cuelgan» a las madres.
«Los nuevos tiempos exigen cada vez más a los padres
en lo relativo a la educación de los hijos (conflicto entre
generaciones, absorción del ambiente familiar dentro del
social, evolución casi vertiginosa de costumbres y modos
de vida, etc.)... Los padres nos estamos encontrando últi-
mamente con dos tipos de lecciones que aprender: la que
no estudiamos a su debido tiempo y la que nos exige el
momento actual y futuro. Ambas implican una toma de
conciencia como educadores de la personalidad total de
los hijos y como sujetos de un perfeccionamiento conti-
nuo. Cada vez se hablará, más por ello, de educación per-
manente. La tarea de educar a los hijos no es por tanto
ninguna broma. Y es explicable entonces que los padres
nos asustemos un poco ante lo que nos cae encima. Lo
que nos "cae" no es sólo mayor responsabilidad en abs-
tracto: es también mejor conocimiento de los hijos, mé-
todos para educar su carácter, nuevos procedimientos
para orientar sus actividades (estudio, lecturas, tiempo
libre, elección de carrera o profesión). Todo esto supone
adquirir una preparación profesional parecida a la que
hemos necesitado para realizar bien nuestro trabajo ha-
bitual...»

27. Francoise Dolto.


28. Castillo Cebaüos, Gerardo, La actualidad española, 28*X-71.

586
Y las mujeres siguen creyendo que es fácil y agrada-
ble tener hijos y educarlos. A continuación de este exordio
el señor Castillo da veinticuatro consejos prácticos para
cumplir responsablemente la función de educador del hijo.
Veinticuatro consejos que hipotecan para siempre el tiem-
po de la persona que deba cumplirlos. Significa vivir por
procuración del hijo. ¡Ah! Pero aquellas madres que no
se sientan con fuerzas para cumplirlos, que no se quejen
luego de que los niños no aprovechan el estudio, de que
suspenden los cursos o de que se convierten en delincuen-
tes juveniles...
Todos los problemas del niño deben ser resueltos por
una madre como se debe. Ya hemos visto cómo lo que
se hable en presencia del niño «in útero» será recordado
más tarde, para bien o para mal. ¡Qué decir a partir del
momento en que nace!...
La ingente documentación que he podido reunir sobre
el tema me impide reflejarla en su totalidad. Como ilus-
tración ofreceré unas muestras. Que la madre es el prin-
cipal agente cuidador y educativo del niño no ofrece duda
a nadie, y la política de los gobiernos sobre los planes
educativos refleja el mismo concepto, y a veces así lo mani-
fiestan explícitamente.
En España, aunque el Libro Blanco de la Educación
(1969) reconocía la existencia de una fuerte presión so-
cial para la creación de escuelas maternales y de párvulos,
originada, entre otros factores, por la creciente incorpo-
ración de la mujer a la población activa, las Orientacio-
nes Pedagógicas de 1973 afirman que «el jardín de infancia
no es absolutamente necesario para el niño de 2-3 años,
si se desenvuelve en el seno de una familia normal, puesto
que en esta edad la madre es el agente principal de la edu-
cación».
Así se explica que en 1975 sólo el 11,2 por ciento de los
niños de esta edad estuvieran atendidos en guarderías.
Partiendo pues de la base de que la madre es la figura
que debe permanecer al lado del niño durante sus prime-
ros años de vida, con dedicación exclusiva, veamos en qué
medida le puede resultar fácil y grato cumplir sus deberes
con la perfección exigida por los avances del siglo xx.
La primera de sus obligaciones es lactar al niño. Es-
pecialistas del tema en todo el mundo están lanzando una
campaña amplia, a través de todos los medios de comuni-
cación, para convencer a las jóvenes madres de que ali-

587
menten por sí mismas a sus hijos. De la misma forma que
los ideólogos decimonónicos argumentaron a sus abuelas y
bisabuelas la necesidad de lactar a sus hijos, los pediatras
actuales afirman que negarse a ello significa abandonar
al niño a las enfermedades, a la anemia, al hambre, al
desamparo y por tanto a la psicopatía y a la enfermedad
mental. Durante seis meses mínimos y dieciocho como óp-
timo, las madres deben dedicarse a su función lactante,
poniendo sus senos a disposición de las necesidades ali-
menticias y chupadoras del niño. Tres meses de siete teta-
das cada día, tres meses de cinco, un año más a voleo
del gusto del niño, con las mamas inflamadas por la leche,
con los vestidos goteantes y las grietas que se abren casi
siempre con el primer hijo; y a veces también alguna mas-
titis por mala succión y retención de la leche. Imposibili-
dad absoluta de disponer de tiempo para realizar cualquier
actividad, y olvido de la vida social y profesional que
antes se desarrollara. Pero si la madre no realiza tal sa-
crificio su hijo puede sufrir males sin cuento. ¿Y qué
buena madre no se sacrificará por la felicidad de su hijo?
Los males que acaecen a los hijos no laclados por su madre
son tantos que nos estremecen.
Como muestra reproduzco algunos párrafos de artícu-
los publicados en la prensa diaria y semanal:
Según el informe suizo ISIS la leche en polvo es una
de las causas de la malnutrición de los lactantes.
«La alimentación con leche en polvo para los bebés es
una de las causas que inciden en la reciente malnutrición
generalizada en los países subdesarrollados, según un
informe titulado "El biberón que mata", aparecido en
Suiza y difundido por Andrea Mazzini, del ínter Press
Service. Según este informe, editado por el Servicio Feme-
nino Internacional de Información (ISIS) y que se co-
noce como "el informe Isis", en los países subdesarrolla-
dos, donde nacen el 87 % de los niños del mundo, no
hay ni las condiciones económicas ni las nociones de
higiene que puedan permitir una alimentación a biberón,
con leche en polvo, para el recién nacido.
»La malnutrición que se deriva del biberón de leche
en polvo se debe —según el informe citado— a la falta
de proteínas, y a que la importancia del alimento directo
materno no es sólo prevención a la enfermedad, sino que
significa un apoyo psicológico para ambos,
»Hace veinte años —señala— se calcula que el 95 %

588
de las madres chilenas alimentaban a pecho a sus hijos
hasta el primer año: en la actualidad, el porcentaje no
llega al 6 % y sólo el 20 % de los niños maman hasta los
dos meses. Señala el informe que una de las causas de
esta disminución es la campaña propagandística de las
sociedades multinacionales interesadas en la comercializa-
ción de leches artificiales.
»E1 abandono de la alimentación directa es considera-
do por el informe como un fenómeno urbano esencialmen-
te, que tiene que ver con él trabajo de las madres juera
de su casa y las escasas posibilidades que la legislación
laboral ofrece para otro tipo de alimentación. También
se refiere el informe al "espejismo de civilización" con él
que la población une, subconscientemente, él biberón de
leche artificial.
»Hay además otras formas de presión sobre las madres,
más indirectas, como la imagen de una mujer objeto se-
xual y la idea de que la alimentación a pecho —concepto
erróneo según él informe— hace perder la firmeza de los
senos.» (El subrayado es mío.)
No sólo la desnutrición es el único problema de la
alimentación artificial del niño. La afectividad —¡ah, qué
gran invento el de la afectividad!— se ve claramente afec-
tada por el biberón.
«En la primera infancia, el niño mantiene una gran de-
pendencia física y psíquica del adulto, específicamente de
la madre. Cuando la madre alimenta a su hijo no sólo
le da comida, sino que con su actitud —forma de cogerlo,
mirarlo, hablarle, etc.— le comunica unos deseos afectivos
ique el niño asocia al hecho de comer: a su vez el niño
"expresa" a la madre su sensación de bienestar, lo que
refuerza los lazos afectivos entre ambos. Esta relación se-
ría el "diálogo" más primitivo en la vida de toda persona...
»Anorexia significa inapetencia o negación a comer.
Es frecuente que los niños con hábito nervioso se resistan
a comer entre los 6 y los 12 meses, tolerando mal, sobre
todo, los cambios de dietas. Asimismo puede presentarse
inapetencia asociada a pequeños desarreglos orgánicos e
incluso, en ocasiones, la negativa persistente a la comida
puede traducir la existencia de conflictos en la relación
madre-hijo.» w
En consecuencia se dan buenos consejos a las madres

29. Mundo Revista, 154-79.

589
para que no pierdan el «interés» en la lactancia materna.
The Guardian, periódico londiense, escribe las siguien-
tes cosas:
«Un estudio sobre la alimentación de infantes publica-
do por la oficina de Censos y Estudios de la Población,
muestra que las madres que han amamantado a sus bebés
dentro de las cuatro horas siguientes al nacimiento, tie-
nen más probabilidades de continuar dándoles el pecho
a sus hijos con buen éxito. Las que esperaron más tiem-
po, especialmente más de 24 horas, tenían más probabili-
dades de dejar de amamantar dentro de las primeras una
o dos semanas. El informe da a entender que debe descon-
tinuarse la práctica de quitarles los bebés a las madres
inmediatamente (después) que éstos han nacido. Y da
énfasis a la importancia de hacer que la primera vez qtie
se dé el pecho sea una buena experiencia. Las mujeres se
desaniman fácilmente si los bebés no responden bien, si
ellas no producen suficiente leche, y si el bebé parece más
feliz (sic) con una botella.» (El subrayado es mío.) M
Los males de la alimentación artificial infantil son múl-
tiples; pero tanta complejidad en el cuidado del niño no
debe desanimar a las madres, porque, como ya se sabe, a
ellas las compensa. Así lo explica un conocedor profundo
del tema.
«Por lo demás, confirmado está por la experiencia que
la maternidad, y más todavía las maternidades repetidas,
y subsidiariamente, aunque en menor grado, las otras for-
mas de abnegación activa, aseguran a la mujer, en su orga-
nismo y en su mentalidad, el pleno y armonioso rendimien-
to y desarrollo de sus múltiples virtualidades, así en el
orden corporal, como en el orden psíquico y afectivo. En
el organismo femenino todo está orientado hacia la mater-
nidad. Inútil es subrayar hasta qué punto la evocación
de la imagen del hijo es capaz de conmover, elevar, forti-
ficar, transformar, y aún a veces trastornar y rehabilitar
a la mujer, incluso a la mujer caída: es este instinto el
que le presentará como ligeras y hasta dulces las "cargas"
muy reales de la maternidad.» 31 (El subrayado es mío.)
Veamos entonces en qué debe consistir esa forma de
abnegación activa que es el cuidado de los hijos. Un psi-

30. The Guardian, Contra la aparición de la vida.


31. The Guardian, Contra la aparición de la vida.

590
cólogo infantil nos lo cuenta desde las páginas de El Co-
rreo Catalán de Barcelona el 16 de agosto de 1978.
<ÍLOS primeros veinticuatro meses de vida.
»La etapa que se extiende desde el nacimiento hasta
los dos años, es fundamental para el desarrollo posterior
del ser humano.
»En estos momentos se juega, prácticamente, el futuro
vital de la persona...
»E1 destete marca la separación completa entre el bebé
y el organismo materno. Esta fase no debe transcurrir sin
que los padres tomen conciencia de la importancia que
tienen para su hijo, y la necesidad de que transcurra de la
jornia menos angustiosa posible. Para el recién nacido el
chupar le permite comer y alimentarse, es la gran fuente
de satisfacción para sobrevivir. Por ello es preciso que los
padres tomen esta conquista de su hijo con suavidad, sin
críspaciones. Deben ayudar a su bebé a superar la angus-
tia que le comportará el adaptarse a una nueva forma de
sobrevivencia y placer. Deben proteger a su hijo de esta
angustia, intentando permanecer atentos a sus deseos y
restaurando, a través de sus gestos, la paz y equilibrio
vitales.
»Si bien el destete es algo que de alguna forma pode-
mos decir que el niño sufre, la marcha es algo en lo que
el niño pasará a adoptar un papel sumamente activo...
«También en esta ocasión el papel de los padres es de-
cisivo. En primer lugar no deben, bajo ningún concepto,
forzar el momento de la marcha. Debemos dejar que el
momento madurativo del niño indique a él su justo mo-
mento para andar.
»Por otro lado es importante que los padres pongan
atención sobre un nuevo aspecto: El medio que rodea al
niño debe ser rico en objetos estimulantes para él. Debe-
mos procurar, en consecuencia, que los objetos estén a su
alcance en un doble sentido. En primer lugar que sean
adaptados a sus posibilidades, es decir, con colores dife-
renciados ampliamente, manejables, sin salientes peligro-
sos o cortantes, no tóxicos y suficientemente grandes para
que, al ser introducidos en su boca, no corra el niño peli-
gro alguno.
«Pero en segundo lugar, los objetos deben estar física-
mente al alcance de los niños para que los puedan mane-
jar y destruir.
»E1 lenguaje, permitirá la conquista del espacio social.

591
El lenguaje será la base del progreso intelectual de nues-
tros niños.
»Y es también en este aspecto donde los padres deben
poner una especiad vigilancia.
»En primer lugar los padres deben hablar al bebé. De-
ben hablarle lentamente, distintamente, articulando los so-
nidos. Deben utilizarse palabras y frases simples, procu-
rando corregir los errores que sus hijos cometan.
»Como hemos podido apreciar, los dos primeros años
de nuestra existencia ponen un valor decisivo para el futu-
ro de todo ser humano. Sin duda el medio familiar, y en
especial el medio material, juegan un papel definitivo y
difícilmente reemplazable. (Los subrayados son míos.)
»Y, como dice el doctor Ajuriaguerra que "no hay
nada más sicosomático que un niño", atención al sinnú-
mero de enfermedades provocadas por la actitud de la
madre.
»"Dolores de tripa'* hasta los diez meses, que se deben
al miedo a la oscuridad y al convivir en el mismo cuarto
con los padres. "Insomnios", debidos a los arrumacos de
los progenitores. I-a "rumiación", provocada por un exceso
de papillas en vez de alimentos sólidos. Los "eczemas ató-
picos", manchas de la piel, causadas por dosis exageradas
de leche sintética. Las "privaciones por llanto", producto
de madres histéricas, y los "vómitos psicógenos", conse-
cuencia de la falta habitual del padre en casa.» a
A continuación reproduzco algunos ejemplos sobre el
cuidado que debe tener una buena madre para evitar di-
versos trastornos a sus hijos:
«Nervios y uñas: El tratamiento de este problema no
debe centrarse directamente en las uñas, sino en las causas
que motivan esta conducta. "Importa recordar que, en
cualquier caso, el origen de todo conflicto infantil está en
su entorno familiar. Si un niño se muestra inseguro y ner-
vioso en la escuela y en su vida social, sin duda también
se siente inseguro y nervioso en su propia casa" asegura
Alicia Fernández-Zúñiga, psicóloga del centro de rehabili-
tación infantil, concertado con la Seguridad Social.
»En caso de que al niño le agobien sus excesivos debe-
res, convendrá ayudarle a organizarse y a reducirlos...»
«0-12 meses: ¿Debemos acostar al niño con nosotros
cuando llore por la noche?

32, Cambio 16.


592
«¿Tendremos que pasarnos toda la noche meciendo al
bebé? ¿O no será mejor acostarlo en nuestra cama? Mu-
chas veces hemos oído argumentos en contra de esta posi-
bilidad de tranquilizar al bebé.
»Nosotros hemos consultado a dos pediatras, ambos pa-
dres de familia con numerosa descendencia y por tanto
con bastante experiencia en este tema. Ambos coincidieron
en que el bebé tiene una necesidad natural de sentirse
protegido y en que no es en absoluto un mimo excesivo
llevarlo a la cama de los padres cuando el pequeño tenga
dificultades para conciliar el sueño y esté intranquilo.
»E1 bebé tiene que sentir la seguridad en su propia
piel. Sólo en brazos de sus padres o muy cerca de ellos
es capaz de perder su miedo. Por tanto, si usted no consi-
gue tranquilizar ai pequeño, lo mejor que puede hacer es
acostarlo en la cama grande.»^ (El subrayado es mío.)
¿Cuál es el resultado de tan reiterativa campaña de di-
fusión de los cuidados que precisan los niños? La prolife-
ración de los servicios de psicología infantil, los cursos de
pedagogía aplicada para maestros, las películas, los fil-
méis televisivos, los juguetes, las ropas, las diversiones,
los deportes, que entusiasman a los menores y que arrui-
nan a los padres. Y la mala educación, el gamberrismo
juvenil, el aumento del consumo de drogas desde los 6 y
7 años, y el descenso constante del nivel de estudios y de
preparación profesional. Pero si estos fueran los únicos
problemas...
Mujeres frustradas por una maternidad que no llega,
situadas al borde de la enfermedad mental, pasto de gine-
cólogos y de psiquiatras, dispuestas a someterse a la do-
ble tortura de la fecundación <ñn vitro» y la cesárea, tras
el éxito obtenido en estas dos operaciones por los docto-
res Edwars y Steptoe, que en número de miles están ya
haciendo cola en los hospitales de todo el mundo. Mujeres
profesionales que sacrifican sus expectativas de triunfo
por las siete tetadas diarias y los pañales continuamente
defecados de un bebé que se sintieron obligadas a desear.
Feministas que defienden la «maternidad libre y respon-
sable» como derecho femenino, y el placer de un parto na-
tural y la lactancia materna que asimilan a los goces del
orgasmo.
El lavado de cerebro a que son sometidas ha dado fru-

33. Ser padres, octubre de 1978.

593
tos. La natalidad comienza a aumentar en Francia —sobre
todo por las sustanciosas primas a la familia— y detiene
su decrecimiento en América del Norte y Europa nórdica.
Y embarcados ya todos en la locura amantísima de la ma-
ternidad, cuyos placeres consuelan y mitigan todos los
restantes sufrimientos, asistimos a los efectos perturba-
dores de tal deformación ideológica en casos tan desqui-
ciados como el de una mujer uruguaya, que mantuvo en
su vientre un feto muerto durante veintiséis años.
Los medios científicos uruguayos se han conmovido
con el extraño caso de una mujer que retuvo en su vien-
tre, por voluntad propia, el feto de su hijo, muerto poco
antes del alumbramiento, durante veintiséis años. El hecho,
comprobado en la ciudad de Artigas, a 650 kilómetros al
roroeste de la capital de Uruguay, fue descrito como «in-
sólito, pero no imposible», por parte del ginecólogo Arturo
Achard, catedrático de la facultad de Medicina de Monte-
video.
Teresa Morales de Ferreira, de cincuenta años de edad,
fue internada urgentemente en el hospital de Artigas para
ser intervenida de una peritonitis. Atendida por el ciru-
jano Juan Amflcar Lorenzelli, éste pudo comprobar la
existencia de un feto extrauterino. Cuando la mujer se
enteró que se le había extraído el feto, declaró a los mé-
dicos: «Yo sabía que era mi hijo y quería que mi vientre
fuera su tumba.»
El ginecólogo Mario Zarazua explicó que «el motivo
por el cual el feto permaneció tanto tiempo sin provocar
trastornos se debe a que en torno al mismo se formó una
capa fibrosa. Tras la muerte del feto, producida casi en el
noveno mes, no se produjo ninguna complicación».
Los ginecólogos consultados dijeron que «este es el
primer caso conocido en Uruguay y seguramente, el segun-
do en el mundo». Los doctores Achard y Zarazua afirma-
ron que ginecológicamente se conoce un caso clásico de
una madre que mantuvo un feto muerto en su vientre du-
rante cincuenta años.34
Y los americanos del norte —que siempre inician todos
los movimientos— se lanzan a una de las más insólitas
locuras de todos los tiempos: el cuidado amoroso... de las
muñecas.
Xavier Roberts es el inventor de la moda, con tan bue-

34. El Pais, 15-5-1980.

594
na fortuna que ha hecho la suya, vendiendo 150.000 «pe-
queños» a través de todos Estados Unidos, a 650 francos
la pieza (13.000 pesetas). Cada «bebé» tiene un rostro di-
ferente, algunos se parecen incluso a sus «padres». Dos
mil centros de adopción han sido creados a través del
país y el «Babyland General Hospital» de Cleveland em-
plea 250 enfermeras y doctores. Cifras del negocio para
1981: cinco millares de dólares. Cada año el hospital envía
una carta de aniversario al pequeño. Un médico del estable-
cimiento telefonea regularmente a los «padres» para to-
mar nota de las novedades y dar consejos. En casa de los
«padres», los «pequeños» tienen cunas, juguetes y más
vestidos que los niños del hogar.
La periodista Katherine Pancol que ha realizado el re-
portaje para París Match3S de esta nueva locura americana
dice que «es preciso pellizcarse como en un sueño, ya que
lo que desfila ante los ojos es talmente alucinante». El
doctor Davis forma parte del Hospital «Babyland Gene-
ral» y explica seriamente que le ha hecho falta dos años de
estudios para llegar a ser «doctor». «Es una ardua tarea
pues los "pequeños", aunque son muy gentiles, a veces son
nerviosos, y los días de mucha afluencia hace falta vigi-
larlos muy de cerca.» Pero el doctor Davis está preparado
para ello, pues ha hecho estudios de psicología infantil,
sin los cuales, por supuesto, Xavier Roberts no lo hubiera
contratado.
Cuando un «bebé» de este hospital es adoptado, los
padres inscriben sus apellidos, dirección y teléfono en
los archivos del hospital para que el doctor Davis pueda
permanecer en contacto con ellos y preguntarles regular-
mente por teléfono si el «niño» se adapta bien al nuevo
hogar. La adopción se hace en toda regla: certificado de
adopción, certificado médico que asegura las condiciones
físicas y mentales del «bebé», extracto de nacimiento, nom-
bre y apellidos, y un lote de medicamentos para ayudar
a los padres en su afán de que su hijo crezca lozano y her-
moso. Unos felices padres declaraban a la prensa: «He-
mos decidido no decirles a nuestros bebés (habían adop-
tado cinco) que son adoptados, por lo menos hasta que
hayan crecido un poco. Sabemos que esta terrible verdad
les causaría un tremendo "shock"».
Nancy, de 34 años, que es oriunda de Alabama, y que

35. 23-10-1981.

595
tiene ya dos niños, verdaderos niños, soñaba con tener
una hija: «Yo la quería rubia con ojos verdes, y los carri-
llos coloreados como mi padre» y adoptó una muñeca:
Mara-Tallulah. «Yo no la considero una muñeca, sabe us-
ted, sino como un bebé. Yo no podía tener más hijos. En-
tonces la he adoptado. La meto en un "parque" y le
hablo. Juntas miramos la televisión, ella es verdaderamen-
te sagaz. No me da nunca un disgusto. No es como mis
dos hijos...»
Todo el mundo adopta los «pequeños» pero la mayor
parte de los padres adoptivos son mujeres. «El 90 % de
nuestra clientela es femenina. Muchas mujeres pretenden
adoptar para su hija, pero en realidad, es para ellas», con-
fía una joven nurse que se afana entre dos cunas.
Los casos descritos por Katherine Pancol se acumulan
en el largo reportaje. Las protagonistas pertenecen a todos
los estados sociales, tanto damas de la alta sociedad como
mujeres modestas, que ahorran meses para adquirir un
«pequeño» de Roberts, y que cuidan a los muñecos como
si fueran niños: proporcionándoles vestidos, juguetes,
muebles y diversiones, y hasta «canguros» cuando salen
de noche o se van de vacaciones. Pero que no adoptan
niños de verdad, a los que deberían cuidar en serio. Por-
que los niños comen, lloran, defecan, enferman, crecen,
deben ir a la escuela, hacer los deberes, atenderlos psico-
lógicamente y esperar de ellos la ingratitud y el desafecto
al cabo de los años. Las muñecas no responden tan mezqui-
namente y no ocasionan, por más que lo finjan, ningún
trabajo ni trastorno.
Pareciera que las mujeres norteamericanas hubiesen
pensado: «Si todo el mundo se empeña en que cumpla mi
papel de madre a impulsos de un irresistible instinto ma-
terno, lo haré... pero en falso.» No más guisar comidas,
preparar papillas, lavar pañales llenos de mierda, curar
enfermedades y limpiar mocos. Un hijo callado, quieto y
tan cariñoso como yo misma desee. Perfecto. Fingiendo un
tierno impulso materno hacia muñecos habré cumplido mi
papel, y, mientras, que a los niños huérfanos de los hos-
picios los adopte Rita.
Porque al mismo tiempo que las dulces madres acu-
den al hospital de Roberts a adoptar, mimosamente, mu-
ñecos de peluche, las madres de niños de carne y hueso,
rechazan cruelmente el yugo de los cuidados infantiles,
Ahí están los datos de la realidad para salir de dudas.

596
CAPÍTULO V
CUANDO LAS MADRES SE REBELAN

Porque la ideología no lo puede todo. Cuando la reali-


dad se oculta bajo la demagogia, la verdad vuelve siempre
por sus fueros. Con frase de Lenin, «la razón acaba siem-
pre por tener razón». Para quien haya seguido atentamen-
te el desarrollo de la ideología burguesa respecto al amor
materno, podría resultar incontrovertible que, aunque
fuese producto artificial del bombardeo ideológico sufri-
do por las mujeres en el último siglo, éstas habían llegado
a imbuirse totalmente de su misión «natural» y a aceptar-
la como tal, cumpliendo voluntariamente sus obligacio-
nes maternales. Para los que sólo conozcan el micromun-
do social de sus conocidos y amigos, de un sector de clase
media o de pequeños burgueses de una ciudad moderna,
la verdad de que todas las madres aman a sus hijos es
aún más indiscutible. Para todos, en fin, es un avance el
triunfo del amor sobre la barbarie, del sacrificio materno
sobre el abandono, el asesinato y el odio que imperaba
años atrás. En resumen, podríamos afirmar que la civili-
zación se impone, y que monstruosidades como las rela-
tadas en el capítulo anterior ya no se producen más que
entre los salvajes o entre los dementes.
Y sin embargo este año de 1979 se proclama por las
Naciones Unidas Año Internacional del Niño, como me-
dida de denuncia contra los abusos, la explotación y el
martirio de los niños de todo el mundo. ¿Será que real-
mente no ha sido superado el problema? ¿Podremos es-
tar convencidos de que todas las madres civilizadas aman
hoy, por fin, a sus hijos?
«Yo, como antigua niña que soy, llevo grabada en
597
la memoria la pavorosa soledad de la infancia de otra
niña amiga mía: Estrella, que malvivía en un hogar-esta-
blo de un pueblo de la Garrotxa. Tenía dos hermanos. El
padre y la madre se levantaban y se acostaban bañados
en vino. Estrella salía de madrugada con sus dos herma-
nos y con el padre detrás. El padre, a patadas, les esti-
mulaba para que corrieran cuando se detenían a coger
un higo de un árbol. Llegaban al campo y dobladas sus
espaldas contra la tierra recogían a mil por hora la cose-
cha. Al mediodía, Estrella, mientras los tres hombres ce-
dían al cansancio, corría a coger leña, encendía un fuego
crepitante y cocinaba un triste potaje con chorizo. Les
servía a los tres hombres una improvisada mesa sobre la
hierba, se la deservía, fregaba los platos en un inmenso
lavadero, y regresaba corriendo reclamada por los gritos
del padre a doblar de nuevo su espalda sobre la tierra.
Regresaban al anochecer entre empellones, golpes y tiro-
nes de pelo, propinados por el padre ahogado en el vino
de todo el día. En la casa-establo, la madre aguardaba
—dientes verdes y nariz enrojecida— a Estrella. Su pri-
mera muestra de cariño era tirarla contra la pared y gol-
pear contra ella su cabeza: "Vete a hacer la cena, limpia
el establo de los cerdos. Yo reviento de la maldita fábri-
ca." Estrella lo hacía todo. Sólo tenía ojos. Su única qui-
mera era crecer y crecer para un día poder hablar.»'
Los pequeños burgueses bienpensantes me acusarán
en este momento de extrapolar una historia particular a
una definición genérica. Un caso de padres alcohólicos y
brutales no significa nada. La patología de la sociedad
existirá siempre, como también hay que resignarse de
momento a aceptar la enfermedad mental incurable. Pero
si este Año Internacional del Niño poco resolverá los pro-
blemas de sus protegidos, sí ha servido para hacer paten-
te de una vez la verdad a los adultos. Y aquí están las
cifras de la llamada patología social. Estrella no es un ser
único que por broma divina ha tenido la mala suerte
de ir a parar a los únicos padres inhumanos que quedan
sobre la capa de la tierra.
«Cada año se torturan en nuestro pacífico país a cua-
tro mil niños. En Inglaterra, por malos tratos de los pa-
dres, mueren dos niños por semana. En Francia, son
pavorosas las estadísticas de crímenes contra menores.

1. Carmen Alcalde, El Periódico. Barcelona, 3 de enero de 1979.

598
Según el libro Los niños mártires, 25,000 niños franceses
son torturados por sus padres y educadores, y por dicha
causa mueren más de 8.000. El asesinato de niños, tanto el
filicidio (cuando son los propios padres los autores de la
muerte de su hijo) como lus infanticidios por motivos
sexuales, es la noticia más asidua que aparece en las pá-
ginas de los periódicos. Y antes de ese atentado definitivo
contra el niño y la niña existen otros muchos cuya fina-
lidad es el asqueroso negocio: la compra-venta clandesti-
na de niños en la que están implicados médicos, comadro-
nas, monjas, administradores y funcionarios de centros
privados y públicos en favor de la infancia. El trabajo
clandestino de los menores que llevan sobre sus hombros
a una familia en paro, a una madre enferma, a ocho her-
manos que no comen: trabajo que lleva simultáneamente
los consiguientes tipos de abusos económicos, físicos y
morales por parte de los dueños o encargados de la fábri-
ca donde han sido empleados: violencia, patadas, bofeto-
nes, malos tratos y amenazas de despido es el pan de cada
día de estos niños: abusos sexuales, coacciones, agresio-
nes y violaciones es el pan de cada día de estas niñas.» 2
La crónica diaria de este año abunda en los datos. El
Periódico, del 22 de marzo de 1979, Barcelona, informa
con grandes titulares que «Cincuenta y dos millones de
niños son explotados. —En los países pobres sólo sobrevive
la mitad de los nacidos—. De los 70 millones de recién
nacidos anualmente la mitad perecerán a corta edad por
falta de alimentos o por no tener una asistencia apropiada
de medicamentos y vacunas, según los estudios que acaba
de hacer públicos la Organización Mundial de la Salud...
Cuando el niño no se muere de hambre o por enfermedad
en el Tercer Mundo, las expectativas de supervivencia no
son mucho mejores: la explotación es el denominador
común. El informe revela que según datos de la Organiza-
ción Internacional del Trabajo, más de 52 millones de ni-
ños menores de 14 años trabajan sometidos a horarios y
condiciones infrahumanas. En América Latina el estudio
calcula que tres millones de niños se encuentran en tales
circunstancias, diez millones en África y 38 millones en el
continente asiático».
Veamos algunos datos reveladores del amor que sienten

2. Carmen Alcalde, id.

599
las madres por sus hijos, clasificados por países, después
de conocer las cifras globales.
En México mueren unos doce mil niños cada año,
como consecuencia de los malos tratos recibidos de sus
padres. Los datos han sido facilitados en agosto de 1978
por un grupo de médicos, que han formado una Asocia-
ción pro Derechos de la Niñez. Los especialistas asegura-
ron, que según sus cifras, más de cien mil niños son golpea-
dos por sus padres, de los cuales de diez a doce mil falle-
cen, mientras que en el resto perduran lesiones traumá-
ticas.
El Boletín de la Campaña contra el Hambre en el Mun-
do, del 4 de octubre de 1978, explica que en Quito (Ecua-
dor) «un niño nace: si sobrevive a la edad de cuatro o cin-
co años, tiene que salir a la calle a trabajar y ganarse su
propia vida, si tiene hambre come algo en la calle, porque
no puede regresar a su casa, la mamá no está, ella tam-
bién tiene que trabajar arduamente y casi no le queda
tiempo para preocuparse de su familia. ¿El padre? A me-
nudo desapareció dejando cuatro o cinco hijos».
Los hijos sólo son atendidos cuando proporcionan al-
gún beneficio. Entre los muchos empleos que se pueden
encontrar para los niños uno no despreciable es el de la
venta. Cuando ésta se realiza para la adopción la suerte
del niño es envidiable. La prostitución y la pornografía
son los fines menos deseables.
Después de la India, Colombia es el país que más ni-
ños exporta a los países desarrollados. Cerca del 40 por
ciento de los 27 millones de habitantes que tiene Colom-
bia, son menores de quince años que en teoría no pue-
den trabajar asalariadamente. Esta prohibición, por otro
lado, es tan obsoleta como lo demuestran los diversos trá-
ficos de niños descubiertos en los últimos años. Los padres
y las amantes madres venden sus hijos de cualquier edad
a quien quiera comprarlos. El último de los escándalos
ha sido protagonizado por el consulado colombiano en
Alicante, que con total descaro publicó eü un diario va-
lenciano un anuncio dirigido a «matrimonios y personas
interesadas» para informarles que estaban abiertas las so-
licitudes de adopción de niños colombianos.
Cuando la prensa se interesó por tan insólita oferta el
cónsul de Colombia en Alicante replicó que «en estos mo-
mentos existen en su país 300.000 niños abandonados y
que Colombia es el primer exportador de niños, ya que

600
tiene el mayor índice de natalidad mudial». El escándalo
de niños colombianos entregados en adopción ilegal a fa-
milias de Europa y de Estados Unidos, se agudizó última-
mente en Colombia al descubrirse que en este «affaire»
estaban implicados una cadena de abogados que pagaban
unos tres dólares a cada madre. Gladys Idaly Azuero re-
veló a un cronista del diario El Tiempo que el abogado
Roberto Vásquez, acusado de ser el responsable de la
exportación ilegal de 500 niños, le dio 150 pesos (poco
menos de tres dólares, unas 300 pesetas) por su hijo. (Dia-
rio de Barcelona, 30 de julio de 1981.)
En México informan que medio millón de niños, el
70 por ciento de los que habitan en el estado de Oaxaca,
padecen de cirrosis hepática, lo que producirá la muerte
de gran parte de ellos antes de que cumplan los cinco años.
El motivo de esta enfermedad se debe a que los pequeños,
a falta de leche, son alimentados desde su nacimiento con
mezcal (aguardiente mejicano).
El psiquiatra mexicano Jaime Marcovich ha concluido,
tras un largo trabajo de investigación, que las madres pe-
gan a sus hijos más que los padres. El psiquiatra investi-
gó sobre 686 historias de niños golpeados, maltratados o
torturados. El resultado fue concluyente: de los 686 ca-
sos estudiados, en 270 la agresión provino de la madre, en
131 del padre, y el resto de terceras personas. Bel Carras-
co, en El País del 29 de agosto de 1980 comentaba al res-
pecto: «No muy satisfecho, al parecer, de haber aislado
esta especie de síndrome de violencia materna, reñido con
la imagen tradicional de "mater amantíssima" que convie-
ne respetar, el doctor Marcovich encontró felizmente una
explicación pausible y tranquilizadora para justificar las
cifras: las madres están mucho más tiempo con sus hijos
que los padres, es lógico, pues, que ellas les golpeen más.»
A la brillante educación del psiquiatra mexicano cabría
objetar que no reside el problema en el tiempo, sino en
las condiciones en que éste transcurre, en cómo lo viven la
mayoría de madres —amas de casa— abnegadas esposas.
Es en la alienante y en absoluto gratificante función que
desempeña la mujer en el hogar donde se debe buscar la
explicación última de la violencia materna.» Bel Carrasco
olvida mencionar la poca vocación de madre que tienen las
mujeres.
En la India se h a calculado que trabajan unos 13 millo-
nes de niños, de los cuales un 90 por ciento viven en zo-

601
ñas rurales. Según un informe publicado por el Ministerio
de Trabajo de Nueva Delhi, a pesar de que hace diez años
se prohibió el trabajo infantil en la India, sigue siendo
muy común, y las autoridades no disponen de recursos
eficientes para impedirlo. En todo el país son explotados
niños de edades comprendidas entre los seís y los 16 años,
con el efecto de que en muchos lugares la esperanza de
vida disminuye notablemente, debido a la dureza y peligro
de estos trabajos realizados por niños. Los trabajos más
habituales en la industria realizados por niños son en las
fábricas de fósforos y de fuegos artificiales, como en los
años del industrialismo inglés relatados por Marx.
El último informe de la OMS (Organización Mundial
de la Salud) afirma que doce millones de niños no sobrevi-
virán al año de edad, de los 125 millones nacidos en el
año 1978 principalmente de los países en desarrollo. Esta
trágica cifra fue dada a conocer por el doctor Mahler,
director general de la Organización Mundial de la Salud, en
una publicación editada con motivo del Año Internacional
del Ñiño y del Día Mundial de la Salud, que se celebrará
el próximo día 12 de abril de 1979, bajo el lema de «Salud
del niño, futuro del mundo».
El Periódico, 10-4-1979: Río de Janeiro. — En el año
1978 murieron en el mundo doce millones de criaturas me-
nores de un año, según revela un informe del fondo de
las Naciones Unidas para la Infancia (UNICEF) que fue
distribuido ayer en Brasil. El informe comenta que «la
principal causa de mortalidad infantil es la desnutrición»
señalando que «los gobiernos gastan sólo el cinco por cien-
to en atención a la infancia de los 400.000 millones de dó-
lares invertidos en armamentos».
El siglo, 17-10-1972 (periódico de Chile):
Nordeste de Brasil: Uno de cada tres niños muere an-
tes de cumplir un año.
Río de Janeiro. — Uno de cada tres niños nordestinos
muere antes de completar el primer año de vida. En el Es-
tado de Natal la proporción es aún mayor: el 45,2 por
ciento de los niños muere antes del año.
Un técnico de SÚDENTE que trabaja en el programa
de salud en el Estado de Puraiba, Mozart de Abreu en
Lima, informó que en este estado mueren siete de cada diez
niños antes de cumplir los cinco años.
En las fábricas de ladrillos de los suburbios de Nueva
Delhi emplean a niños de seis a ocho años para transpor-

602
tar ladrillos en lotes de seis sobre la cabeza. A lo largo de
la vía férrea otros niños miserables exploran las escorias
de carbón y recuperan todo lo recuperable, después de eli-
minar la escoria. Este pobre combustible podrá ser utili-
zado por sus familias o revenderlo.
Nueva Delhi. Como desgraciadamente en otros lugares
del mundo, también se pueden ver niños empleados como
saltimbanquis. La calle es su dominio y sus actuaciones
atraen siempre a la multitud.
Estambul. Se encuentra a los niños bajando hacia el
Cuerno de Oro, donde las falúas vuelven con el producto
de su pesca. Vendedores de pescado, fabricantes y vende-
dores de buñuelos, y también camareros o servidores en
las tabernas que rodean el oriental decorado.
Calcuta. Como en Nueva Delhi, se pueden ver niños
empleados como saltimbanquis, cantantes por las calles o
pajareros. En una fiesta en el campo, una niña de doce
años recoge monedas con los ojos.
Bogotá. Los golfillos que se ven en las calles de Bogotá
son casi todos niños entre cinco y quince años, que viven
en pequeños grupos. Se calcula su número alrededor de
1.500. Muchos se contentan de vivir de la mendicidad o del
pillaje. Los turistas se admiran desagradablemente de la
agilidad con la que les sustraen su sombrero, su reloj, o,
lo que es más molesto, sus gafas, que luego se encontra-
rán en casa de los peristas que, obligados por las circuns-
cias, se convierten en ópticos. Los niños más dotados can-
tan en las paradas del autobús y delante de las cámaras y
otros van a recolectar hierro o papeles viejos.
Meghalaya. El Estado de Meghalaya, entre Assam y
Bangladesh, es el más miserable de la India. En este Es-
tado las minas de carbón no están nacionalizadas. Perte-
necen a compañías privadas, que a menudo utilizan la
mano de obra más barata; casi siempre se trata de emi-
grantes venidos de Nepal, y entre ellos muchos niños, a
la vez, porque se contentan con un salario de miseria y
porque su tamaño les permite circular con más libertad
por los estrechos túneles que se adentran dos kilómetros
bajo tierra, cuyas galerías tienen menos de 1,5 metros de
altura. En la carretera se ven niños empleados como car-
gadores de materiales de construcción para las mismas.
La Paz- Una infinidad de pequeños empleos solicitan a
los niños bolivianos. Es a los pequeños a los que se con-
fía el cuidado de las tumbas en los cementerios. Por

603
pocos pesos limpias las losas de mármol y quitan las flo-
res marchitas de las tumbas. En el campo, y más especial-
mente en el Altiplano, son pastores de rebaños de llamas
y cerdos, a los que conducen hacia los altos pastos, don-
de éstos encontrarán su flaca subsistencia. 3 En Bogotá
se les llama «gamines». Se cuentan por miles y hacen de
todo, venden cigarrillos o se prostituyen.
Y esto sin contar la verdadera esclavitud. En ciertas
zonas de Mauritania, por ejemplo, los niños negros tra-
bajan como criados para sus amos musulmanes, atienden
a los camellos y sacan agua de los pozos. Ellos son una
parte de los 15 millones de esclavos que todavía hoy que-
dan en el mundo. 4
Las alfombras marroquíes, que después serán exporta-
das a todo el mundo, son tejidas por manos diminutas,
según el informe de la Sociedad Antiesclavista de Londres.
Miles de niñas trabajan en las fábricas de tapices por
un sueldo que no llega a las cien pesetas diarias; muchas
tienen menos de doce años. El aire del taller es polvorien-
to y las vías respiratorias y los ojos se resienten en segui-
da. Pero las alfombras son más apreciables así, porque
cuanto más pequeño es el nudo, mayor la calidad del
tejido.
En la India, las tejedoras de saris inician a sus hijos
en el comercio a los cinco años. Hacer un sari lleva diez
días de trabajo y la prenda se vende por menos de mil
pesetas.
En Egipto, el algodón, el principal producto para la
exportación, sale tan barato gracias a los niños. Millones
de ellos trabajan en la agricultura.
En muchos países musulmanes los niños son enseñados
desde la temprana edad a trabajar el cobre o el mármol,
o bien son empleados como aprendices en talleres de re-
paración de automóviles o en fábricas, establecimientos
éstos donde no encontrarán trabajo como adultos, por-
que la mano de obra infantil es más barata. Serán susti-
tuidos por otros niños, como si de una escolanía se trata-
se, pero con menos mimo.
La industrialización ha recreado en muchos países en
vías de desarrollo las condiciones de las ciudades euro-
peas del siglo xix. En Tailandia los niños trabajan en fá-

3. Estos datos están tomados del Revista Photo son, n.° 33.
4. El Periódico, 22-3-1979.

604
bricas de vidrio, calurosas, mal ventiladas y peor ilumi-
nadas. En la India, las fábricas de cerillas emplean a más
de 20.000 niños, algunos de cinco años de edad que tra-
bajan 16 horas al día. En Bangla Desh los pequeños tra-
bajan en minas de carbón porque los túneles son demasia-
do bajos para los adultos.
La emigración de zonas rurales a urbanas y la mala si-
tuación familiar son también causas importantes del tra-
bajo infantil, del que a menudo depende la superviven-
cia de varias personas. Surge así una gran masa de niños-
lumpen.
Bien, dejemos aparte el Tercer Mundo, con sus con-
mociones políticas y sociales, en busca del asentamiento
que le falta. Con sus comunidades interraciales, su atraso
económico y su analfabetismo millonario, no puede ser
ejemplo de civilización, de altruismo y de amor. Volvamos
la vista hacia la vieja Europa, cuna de civilizaciones,
bandera de libertad, escuela de humanismo y de educa-
ción, espejo de naciones por su enseña de igualdad y de
fraternidad.

J. Los niños en Europa. Su presente y su futuro

Los informes de la OIT y de la OMS nos explican que


en Francia cada año 8.000 niños mueren masacrados por
sus padres, y cerca de 20.000 son gravemente heridos por
la locura brutal de los adultos que tienen la responsabili-
dad de cuidarlos.
Nueve casos sobre diez de niños maltratados en Fran-
cia pasan inadvertidos, según un alto funcionario del Ser-
vicio Social de la Infancia francés. «La familia, ha añadido,
teme denunciar a uno de los suyos, y en otros casos, el
vecindario se desentiende y evita que se difunda el caso.
Incomprensiblemente, además, los médicos apenas se atre-
ven a señalar los padres que adoptan esta conducta. En
último caso, la escuela es donde el educador o el direc-
tor del centro descubren un día las marcas en el cuello
de los niños.»
Los menores de tres años, todavía sin escolarizar y sin
asistencia especial, son los que sufren más los malos tra-
tos, y cuando llegan al hospital son esqueletos vivientes, a
menudo con traumatismos craneales.
En Francia las cifras de niños torturados por sus pa-

605
dres ascienden a la escalofriante de 25.000 anuales. Éstos
son los datos ofrecidos en el libro Los niños mártires que
El Periódico, de Barcelona, el 19 de noviembre de 1978 re-
producía. De éstos, 8.000 mueren por tal causa y 18.000 in-
gresan en hospitales para acabar falleciendo un cinco por
ciento. Según la Brigada de Protección de Menores la in-
tegridad física de 250.000 menores está en peligro, no sólo
por las agresiones padecidas directamente, sino también
por el miedo que los padres causan a sus hijos que
ocasionan 34.000 tentativas de suicidio por año entre me-
nores de quince años, de las que 4.800 alcanzan su obje-
tivo; la muerte.
El programa televisivo Les dossiers de l'ecran similar
a la Clave de nuestra TV, ha puesto en pantalla por pri-
mera vez imágenes que nadie quería reconocer como pro-
pias de una sociedad civilizada. Un niño ciego porque su
padre le metió un tenedor en un ojo. Otro con la cara
destruida, a causa de una botella de vitriolo que le arrojó
su progenitor. Un matrimonio confesaba, con bastante
tranquilidad, delante del cadáver de su hijo William, de
dos años, que «para calmarle cuando lloraba, le apreta-
ban las sienes, fuerte, fuerte, fuerte»... La criatura apare-
cía con el cráneo destrozado y el cuerpo cubierto de equi-
mosis. Una mujer que tuvo un hijo varón, sin quererlo,
declaró que la rabia le hacía golpear el pene del crío cada
vez que lo bañaba. Los genitales del niño, aseguran ahora
los médicos, son irrecuperables.
La tercera fuente de denuncia ha sido el senador
Edouard Bonnefous, que ha pedido al parlamento francés
la aplicación de penas severas para quienes maltratan a
los niños u ocultan casos de torturas conocidos. Los tres
últimos casos juzgados ante los tribunales son reveladores.
Christiane Heurter, de 35 años, ha sido condenada a tres
años de prisión y cinco de privación de sus derechos cívi-
cos por enseñarse con su hijo Olivier de veintiún meses:
el niño presentaba quemaduras infectadas, mordeduras
por todo el cuerpo, una herida de ocho centímetros en la
mejilla y los oídos llenos de sangre coagulada. Su madre
vivía sola con él, estaba en paro y cobraba como toda pen-
sión 1.600 francos al mes, mucho menos que el salario
mínimo.
En la prisión de Valenciennes acaba de ingresar el ma-
trimonio Duquesnoy: vivían en una casa donde las ratas
invadían armarios, colchones y hasta la lavadora. La po-

606
licía tuvo que entrar con máscaras antigás y encontró a
los tres hijos de la pareja, entre dos y diez años, en con-
diciones insalubres. Hacía dos meses que no les lavaban.
A cambio, el matrimonio nadaba en alcohol: diez botellas
de licor y seis de vino cocido consumían a la semana, se-
gún sus propias declaraciones. No sólo los padres son los
autores de las torturas infantiles, aunque sean los princi-
pales, tíos, parientes y educadores, participan en el despre-
cio y el odio generalizado contra la infancia. El cura Fabre,
director de un centro para deficientes mentales en Mont-
pellier, ató con una camisa de fuerza a una niña de 13 años
y la metió en un calabozo «porque no se estaba quieta en
misa». La niña murió asfixiada y el cura fue condenado
a cuatro meses de cárcel, que no ha cumplido «por razo-
nes de edad». Ahora, pese a las denuncias de los padres,
sigue dirigiendo el centro.
Varios países europeos industrializados y demócratas
participan en un saneado negocio: la prostitución infan-
til. Francia, Holanda, Alemania tienen redes bien estruc-
turadas y extensas que proporcionan a los aficionados car-
ne infantil para sus distracciones. Este «negocio» está
organizado en programas como los «sex-tours» de agencias
de viajes especializadas, según las declaraciones de los de-
legados del Congreso de la «Federación Abolicionista In-
ternacional de la Explotación de la Prostitución» que se
reunió en Niza en septiembre de 1981, según informa La
Vanguardia, de Barcelona del 13 de dicho mes. Esas agen-
cias tienen su sede en los países con nivel más alto como
Alemania, Holanda y Japón. Kati David, representante del
movimiento «Defensa de los niños», explica que algunas de
estas empresas hacen todo lo necesario para ofrecer al tu-
rista del sexo indicaciones muy detalladas (estatura, edad,
sexo, peso, etc.). Muchos de los jóvenes que se prostituyen
son menores. Así un delegado inglés ha dicho que en Sri
Lanka (Ceilán) existen más de 2.000 chicos de edades com-
prendidas entre 8 y 17 años que se prostituyen.
Algunas empresas turísticas europeas se han especiali-
zado en la homosexualidad y existe una guía de 600 pá-
ginas, editada en Holanda, con el título Mayor gozo homo-
sexual en 150 países. La señora Bridel afirmó que varias
investigaciones demostraron la existencia en Estados Uni-
dos de salas de cine pornográfico «donde fueron tortura-
dos niños de 4 años». La Asociación Internacional de Ju-
ristas Demócratas ha anunciado que publicará una lista

607
de mños secuestrados, que son explotados sádicamente,
con los nombres de los culpables.
La prostitución infantil se desarrolla particularmente
en los países del Tercer Mundo, donde los padres no du-
dan en vender a sus hijos a cambio de algunos ingresos,
amén de quitarse la carga de su alimentación. La crónica
de prensa añadía que los traficantes encuentran también
interesantes ofertas en los campos para refugiados del
sudeste de Asia, donde la pobreza y la desesperación lle-
gan a límites que todo el mundo conoce. Mientras los
adultos de los países ricos pueden gozar de experiencias
continuamente renovadas con el uso y la tortura de la
carne infantil.
La venta de niños no se halla reducida al Tercer Mun-
do, por más que éste se extienda a lo largo de tres con-
tinentes. En Portugal, en agosto de 1980 se descubría una
amplia red de tráfico de niños. El País, de Madrid, del
23 de dicho mes informaba que el negocio montado por un
luso-americano consistiría en la compra de recién nacidos
y niños de corta edad, de ambos sexos, aparentemente des-
tinados a ser exportados hacia Estados Unidos. Las ven-
dedoras se reclutarían, sobre todo, entre las prostitutas
de Lisboa, y el precio se establecería entre las 10.000 y las
100.000 pesetas. En algunos casos la venta se operaba cuan-
do el niño está aún en gestación, asumiendo el comprador
los gastos del parto en una de las mejores clínicas de
Lisboa.
En principio se aseguró que los niños estaban destina-
dos a la adopción por parte de familias ricas americanas
que aseguraban un destino mejor a las criaturas que el que
tendrían al lado de su madre, pero algunos datos descali-
ficaron esta versión. El principal es que el comprador no
se mostraba muy exigente acerca de la calidad del produc-
to. En dos de los casos descubiertos los niños eran visi-
blemente subnormales o enfermos, lo que les descalifica-
ba inmediatamente para la adopción. Por otro lado, los
envíos parecen obedecer a órdenes exteriores irregulares:
tan pronto los candidatos a la exportación permanecen
meses almacenados en casas-cunas contratadas al efecto
y pagadas con generosidad por el comprador, como en
otras ocasiones hay la mayor urgencia, al punto que cuan-
do los transportes aéreos portugueses estuvieron en huel-
ga, un niño fue llevado a Madrid en coche alquilado para
no perder el avión.

608
Cada año hay en Francia unos 15.000 casos conocidos
de niños martirizados en mayor o menor grado. Cada año
los tribunales condenan a padres crimínales a penas de
reclusión: dos penas de cadena perpetua en 1975, el úl-
timo año con datos definitivos. Los castigos infligidos a
los hijos, sin embargo, son frecuentes, y la mayoría no lle-
gan a conocimiento de las autoridades.
Recientemente, una proposición de ley sugería doblar
en la práctica las penas sobre los que hayan inferido malos
tratos a los niños.
En la República Federal Alemana, un informe presen-
tado en Bonn, en agosto de 1979, por el viceministro de
la familia, Hans-George Wolters, acerca del programa de
ayuda a los niños torturados y a las familias con dificul-
tades, destaca la hostilidad general de la sociedad alema-
na ante los niños, considerados comúnmente como un
estorbo. Así, alrededor de 30,000 niños alemanes reciben
malos tratos en la familia y en la escuela, hasta el punto
de padecer hemorragias, fracturas de huesos o incluso
lesiones cerebrales. Los cálculos oficiales consideran que
tan sólo se conocen algo menos de 10 por ciento de los ca-
sos de malos tratos y torturas infantiles.
En 1978, las estadísticas de la policía registraron 1.472
casos de tortura y 987 de abandono por parte de la fami-
lia, con graves consecuencias para los niños. En el as-
pecto social destaca la hostilidad general de la sociedad
alemana ante los niños, considerados comúnmente como
un estorbo que reduce la libertad de viajar, que impide
el sueño del vecindario o que obliga a un esfuerzo do-
méstico mucho mayor. Los matrimonios con hijos tienen
muchas más dificultades en alquilar una vivienda, toda
vez que los vecinos se niegan a admitir que los nuevos ocu-
pantes puedan interrumpir sus veladas o sus siestas.
En el terreno personal, los análisis mostraron que exis-
te la tendencia a repetir en los propios hijos las expe-
riencias educativas vividas en su infancia. Es decir, que
los padres que recibieron palizas y castigos corporales
durante su niñez, utilizan este mismo «método educativo»
con sus hijos. También señala el informe el espectro «tra-
dicional» de las palizas infantiles, consideradas en muchos
círculos sociales e incluso pedagógicos como instrumento
educativo irrenunciable. Así, por ejemplo, en los Estados
federados alemanes de Baviera y del Sarre, los maestros
tienen todavía permiso para pegar a sus alumnos como

609
20
«sistema correctivo». Otro tanto ocurre con los llantos in-
fantiles. La sociedad alemana considera como «dogma pe-
dagógico» dejar llorar a los de pocos meses sin tratar de
consolarlos ni de tomarlos en brazos. La madre que saca
de su cunita al bebé y lo acuesta en su cama para tranqui-
lizarlo, es automáticamente censurada por sus amigos y
su familia.
La tortura infantil está igualmente extendida entre las
clases sociales favorecidas y las más humildes. La única
diferencia es que las familias ricas viven al amparo del
control de sus vecinos, de forma que raras veces llegan a
conocerse casos de malos tratos.
Ésta es la verdadera situación de los niños alemanes.
En la nación más industrializada, más rica, más avanzada,
cuna de Goethe, de Wagner y de Marx, las madres tortu-
ran, pegan, castigan y odian a sus hijos.
En Estados Unidos, pionera en los más modernos sis-
temas de pedagogía y de psicología infantil, las cifras ofi-
ciales para 1975 revelan que 2.000 niños mueren al año víc-
timas de malos tratos por sus padres o tutores, y un mi-
llón necesita recibir asistencia médica por el mismo moti-
vo. El informe oficial estadounidense añade que la verda-
dera cifra de las agresiones que reciben los niños es des-
conocida por la clandestinidad en que dichos actos se
realizan. Solamente el negocio de pornografía comprende
a más de 300.000 niños menores de 16 años, 1.200 están
concentrados en Nueva York.
En Inglaterra donde la mortalidad infantil por malos
tratos se estima en 110 casos, el informe oficial se apre-
sura a aclarar que «estos datos son muy relativos, puesto
que solamente se relacionan los casos referidos por los
hospitales y por los certificados de defunción donde se
mencione la causa. Muchos casos quedan ocultos porque
se ignora el origen de la violencia física a la hora de
prestar la asistencia médica. Y existen muchos casos que
alcanzan la edad adulta sin que se haya prestado asisten-
cia médica. Por lo tanto, los datos señalados son mínimos
y la cifra real es altamente superior».
Problemas familiares de toda índole, especialmente los
relacionados con la economía y el bienestar, y las difíciles
relaciones entre padres e hijos, unidas a una estructura
violenta de nuestra sociedad, son las razones principales
que motivan los malos tratos a los niños, según datos es-

610
tadísticos publicados por la sociedad británica contra la
prevención de la crueldad contra los niños.
Otras razones específicas aludidas son: familias de un
solo miembro, grave falta de armonía entre los padres,
capacidad mental o emocional, etc.
Durante un año la Sociedad contabilizó 15.213 casos
de malos tratos a menores que afectaron a 40-052 niños en
una población que cuenta con unos doce millones de per-
sonas menores de 18 años. La mayoría de los casos fue-
ron denunciados por vecinos, transeúntes o público en ge-
neral y también por los propios padres cuando se trataba
de malos tratos infligidos por abuelos, hermanos mayores
o canguros.
La gran mayoría de los niños afectados tienen edades
comprendidas entre los cinco y los doce años. En orden
de frecuencia vienen después los niños de dos a cinco
años y seguidamente los de once a dieciséis.
«Encontramos a un bebé de cuatro meses con cuatro
costillas fracturadas y los dos brazos rotos. A una niña
de tres años en extrema agonía después de haber sido su-
mergida en una bañera de agua hirviendo. A un niño de
ocho años con quemaduras de cigarrillos por todo el cuer-
po, y un muchacho de once que había sido azotado con un
látigo de alambre.»
Estos casos no corresponden a la lista de atrocidades
cometidas por el emperador Bokassa o el tirano Idi Amín.
Fueron los propios padres de las criaturas implicadas los
autores de los hechos, que corresponden a algunos de los
testimonios recogidos por la Sociedad Nacional para la
Prevención de la Crueldad contra los Niños, de Gran
Bretaña.
Este tipo de violencia, tan antigua como la familia, no
se circunscribe a Gran Bretaña. Simplemente allí hay es-
tadísticas y denuncias concretas. En España, se calcula
que el número de casos que se registran de filicidio y
malos tratos de padres a hijos es parejo al de cualquier
otro país europeo.
«Este ambiente agresivo y opresivo de las relaciones
entre padres e hijos y la violencia a que éstos se ven so-
metidos desde pequeños es el origen del gamberrismo, la
delincuencia y la drogadicción», ha dicho a El Periódico

611
Juan Pundik, de la Asociación Interdisciplinaria para el
Estudio y Prevención del Filicidio. Filium.5
El síndrome del niño apaleado es una enfermedad de
todo el mundo occidental. Según los doctores Kemp y
Helfter, autores del libro El síndrome del niño apaleado,
a consecuencia de los malos tratos mueren más niños me-
nores de cinco años que a causa de todas las enfermedades
infantiles juntas. Los mismos autores repiten las cifras
que conocemos por los informes oficiales, hoy salidos a
la luz por aquello de cumplir con el Año Internacional
del Niño. En Estados Unidos, alrededor de medio millón
de niños son apaleados y golpeados habitualmente cada
año; por este motivo, se producen unas 2.000 muertes
anuales. En Gran Bretaña, el promedio de muertes infan-
tiles por malos tratos se eleva a 100 casos anuales.
En España no es distinto. Alrededor de 200.000 me-
nores son obligados a trabajar en condiciones infrahuma-
nas en nuestro país, sin seguridad social ni contrato al-
guno, explotados por patronos sin escrúpulos. Además,
cada año se registran unos 5.000 casos anuales de malos
tratos.
«Para nosotros, el filicidio no es sólo la matanza del
hijo, sino también su no aceptación, el rechazo, la desva-
lorización, la represión y la agresión física que se come-
te contra el niño.» Éstas son palabras del doctor Juan
Pundik. «En España, al menos en grandes capas sociales
españolas, aún se considera el castigo como la mejor ma-
nera de criar y educar a los hijos. Por lo visto, la demo-
cracia todavía no ha entrado en la escuela ni en la fami-
lia, lugares en que la represión y los castigos siguen pri-
vando en la tarea educativa; continuamos con aquello de
"la letra con sangre entra".6
»Más de doscientos mil niños menores de 16 años tra-
bajan ilegalmente en España, según datos de 1978 elabo-
rados por la Organización Internacional del Trabajo. De
ellos, un 49 % son aprendices con jornadas de nueve horas
o más, el 41 % no cobran las horas extraordinarias y el
47 % se han visto forzados por necesidades económicas y
familiares. De este último porcentaje, el 63 % abandonó
los estudios antes de acabarlos. Más de la mitad del total
comenzó a trabajar sin la menor orientación laboral.

5. El Periódico, 28-9-1979.
6. El Periódico, 8-1-1979.

612
«Además de los doscientos mil explotados, existen mu-
chos más no censados; son los recaderos, los pequeños
dependientes del negocio familiar, los vendedores calleje-
ros o los limpiabotas. Por supuesto, no tienen seguridad
social y están en unas claras condiciones de inferioridad
frente al empresario, en comparación con sus compañeros
adultos.
»Aunque no hay datos estadísticos sobre las demandas
y denuncias relacionadas con la explotación infantil, éstas
son irrisorias en comparación con la magnitud del pro-
blema. En Barcelona el ritmo de denuncias es de una al
mes. En lo que va de año se llevan contabilizadas unas
diez.
«¿Motivos de tan pocas denuncias? Normalmente pa-
tronos y padres son cómplices en la explotación del niño.
Los padres, porque a menudo el salario del menor es de-
cisivo para sacar adelante a la familia y los patronos, por-
que los niños son una mano de obra eficiente, cómoda, y
sobre todo barata.
»En Barcelona, decenas de niños de pecho van al hos-
pital por malos tratos. Los centros sanitarios barcelone-
ses acogen cada año a más de cien lactantes contusiona-
dos. Apaleamiento, quemaduras de cigarrillos por todo el
cuerpo, desnutrición o un notorio frenazo en su creci-
miento, son algunas de las causas que, todos los años,
llevan a más de un centenar de lactantes al hospital, como
muestra del rechazo que sufren en su hogar. Un gran por-
centaje de ellos, una vez curados, deben quedar bajo la
responsabilidad del Tribunal Tutelar de Menores ante el
abandono de sus padres que los "olvidan" en el hospital.
«Apaleamiento, malmitrición, tuberculosis pulmonar,
prematuridad, psicopatía, mordiscos o cabellos arranca-
dos, son algunos de los síntomas que presentan los niños.
Las asistentas sociales del Hospital Clínico barcelonés ha-
llaron un niño de pocas semanas en una caja de zapatos,
abandonado junto a un árbol en una calle de la ciudad.
Las asistentas cuentan algunas de sus experiencias:
«Hace pocos días ingresamos a una señora en el psi-
quiátrico, de 20 años de edad, y madre de cinco hijos.
El menor de ellos, de poco más de dos años, había llegado
aquí en coma semanas antes, con enormes vómitos, pero
sin síntomas de enfermedad alguna. Averiguamos que el
niño había pasado ya por otros dos hospitales con idéntico
cuadro, y a fuerza de mucho indagar, nos enteramos de

613
que la madre, que seguía un tratamiento médico a base
de sedantes, solía dar a su hijo tranquilizantes "para que
la dejara en paz".»
Es muy frecuente, asimismo, que el pequeño no presen-
te enfermedad alguna ni contusión, sino un enorme re-
traso en su evolución, peso y altura. «Tienen un niño, lo
colocan en la cuna y se olvidan de él. A los dos años ese
pequeño, sin ningún tipo de estímulos, no es capaz de
andar, comer o hacer algo por sí mismo, incluso llegan a
descalcificárseles los huesos, y se les para el crecimiento.»
(El Periódico, 6 de agosto de 1980.)
El País del 25 de junio de 1981, informaba que setenta
niños habían sido recogidos de las calles de Madrid prac-
ticando la mendicidad contra su voluntad, obligados por
los padres. Se encontró que padecían desnutrición y que
había algunos casos de raquitismo. Se supone que éste es
el primer aviso dentro de un problema de más largos al-
cances.
Como el del mercado negro de hijos entre drogadictos,
descubierto recientemente en España, y denunciado por
los doctores Obiols y Freixas en una intervención en el
IX Congreso Internacional sobre la Prevención y el Tra-
tamiento de las Drogodependencias, según informa El Pe-
riódico, de Barcelona, el 4 de octubre de 1979, que llegan
a venderse a precios que oscilan entre 200.000 y 300.000 pe-
setas, precisamente para procurarse droga.
El Ministerio de Cultura ha publicado un estudio sobre
la marginación infantil, a cargo de Miguel Bordeje y Mar-
garita Menéndez: en él afirman que el número de meno-
res sometidos al Tribunal Tutelar a finales de 1977 era de
13.147 niños. Los casos más frecuentes son los denuncia-
dos por ejemplos corruptores de los padres (35,1 °/o), los
de incumplimiento de los deberes de asistencia por parte
de éstos (32,9 %) y los de malos tratos (29,6 %), según
publica El País, del 31 de julio de 1980.
Los niños españoles son explotados por sus padres en
todos los oficios, como hemos visto, y no solamente en
aquellos considerados honestos, como la vendimia en
Francia, donde trabajan sin contrato menores de dieciséis
años, al lado de sus padres, sino en los menos honorables
como la prostitución, en cuyo negocio nuestro país es uno
de los más experimentados. El Periódico, del 27 de junio
de 1980, dedicaba un largo reportaje al tema: «Niños de
8 años se ofrecen por menos de 1.000 pesetas.» La cantidad

614
reseñada en el título parece indicar la indignación del re-
portero por la baja cotización de la mercancía. El artículo
sigue informando: «Entre 200 y 1.000 muchachos de 8 a
18 años ofrecen servicios sexuales diariamente en algunos
locales de la Rambla de Santa Mónica.» Todos los días,
entre las siete y las diez de la noche, un indeterminado
número de niños y jóvenes de 8 a 18 años, acuden a los
tramos de las Ramblas más próximas al puerto para ofre-
cer su cuerpo a cambio de un beneficio que, según el ser-
vicio, suele cifrarse entre las 200 y las 1.500 pesetas.
Y el suicidio como colofón de tantas miserias es tam-
bién una realidad cotidiana en este inframundo de los
niños maltratados, torturados, explotados, vendidos y
prostituidos. «Cada mes se suicida un niño en Barcelona»,
informa El Periódico, del 23 de enero de 1979. A lo largo
del año pasado, el servicio de urgencias del Hospital Clí-
nico atendió cinco casos declarados de suicidas menores
de quince años, y durante el mismo lapso de tiempo el Hos-
pital de la Cruz Roja atendió igual número de tentativas.
«Ello, no obstante —dice el doctor Cantavella del depar-
tamento de psiquiatría infantil de la Cruz Roja—, estoy
seguro de que se dan muchos más casos. Hay que tener en
cuenta que, en muchas ocasiones, los padres esconden que
se trata de un intento de suicidio y lo presentan como
simple accidente. Todo chaval que se intoxica a partir de
los seis o siete años, no es por accidente. A esa edad, el
niño conoce perfectamente lo que es veneno.»
Un reportaje de Interviú, del 22 de mayo de 1980 titu-
lado Ola de suicidios infantiles en España, relataba los
suicidios de dos niñas compañeras del mismo colegio de
Vilassar de Mar (Barcelona), de 10 años y el de un niño
de 12 en Santander. En ambos casos la causa era el re-
chazo de la familia hacia los niños. Sobre el tema el psi-
cólogo José Fábregas comentaba: «La UCD lo arregla de
la forma más burda psiquiatrízando a los chavales. El
asunto reside en realidad en tratar a las escuelas, a los
padres y a la colectividad.»

2. La crónica individual

Solamente la crónica de prensa proporciona suficiente


documentación para poner en duda el reconocido amor
materno. Recogiendo únicamente las noticias aparecidas

615
en los periódicos barceloneses, en un año, de agosto de
1978 al mismo mes de 1979, se na dado cuenta a la policía
de 21 niños abandonados, 10 asesinados en varias ciuda-
des españolas y 4 vendidos por sus padres.
Los casos varían poco. Seis niños fueron asesinados por
la madre que era soltera o separada. La más joven tenía
diecisiete años y la mayor 35. Todas habían parido solas
en la habitación de la pensión u hotel donde residían. Una
le había dado un fuerte golpe contra el armario, otra lo
había arrojado al río, la tercera lo ahogó en la bañera y
lo metió en una bolsa de basura.
Entre las madres legalmente casadas, una envenenó a
su hijo mayor de 10 años y mató al segundo de 7 con una
escopeta. Era una ama de casa tradicional y bien conside-
rada en el barrio. Una mujer que tenía cuatro hijos, dos
de un matrimonio y dos más con un amante, mató a uno
de ellos de 5 años, colocó el cadáver en una maleta y lo
enterró en las afueras de Barcelona.
En Málaga se encontró en la playa, semienterrado en
la arena, el cadáver de un niño de tres años con señales
de haber sido quemado. En el camión de la basura de
Castelldefels se encontró el cadáver de un feto de seis o
siete meses de gestación. Una niña de 4 años falleció en
una pensión del Barrio Chino barcelonés por desnutrición,
su madre la abandonaba nabitualmente.
Los abandonos son frecuentes también. En el Ensan-
che de Barcelona apareció un niño de unos 7 años, salva-
je, desnutrido y sin habla, muy asustado. En Jaén aban-
donaron un recién nacido en el vestíbulo de un colegio.
Siete niños son abandonados por sus padres, de 1 a 13
años, en Las Palmas de Gran Canaria, que les dejaron
25 pesetas y la dirección de un amigo que no consiguieron
encontrar.
Un niño de una semana fue abandonado en una puerta
en Barcelona. En Ondárroa, Bilbao, abandonaron una niña
de 7 a 10 días en el domicilio de una señora, con una nota
diciendo que la niña no tiene padre.
En el aeropuerto del Prat una mujer alemana intentó
ahogar a su hija de 4 meses en un lavabo. En Madrid una
llamada anónima al 091 dio cuenta del abandono de un
bebé en una cabina telefónica, dentro de una caja de
zapatos.
Las torturas son habituales. En Bilbao una niña de
9 meses ingresa en el hospital civil con triple rotura de

616
cráneo, quemaduras en las nalgas y fractura de antebrazos
ocasionadas por malos tratos. Presentaba además síntomas
de desnutrición, raquitismo y escorbuto. En Almería un
niño de 2 meses fue abandonado por sus padres en el hos-
pital con graves hematomas en la cara, distintas contu-
siones, diez cortes en el cuello, lesiones en la mano iz-
quierda y mordeduras en todo el cuerpo.
En Castellón un padre de 16 años vendió a su hijo de
3 meses por 200.000 pesetas sin que la madre lo supiera.
En Barcelona una pareja de gitanos en el Hospital Clínico
intentó comprar a la madre un niño recién nacido, por
5.000 pesetas, se cree que para revenderlo. La intervención
de una enfermera abortó la operación.
En Talavera de la Reina, Isabel Aguado suministró a
sus dos hijas varias pastillas de barbitúricos «Luminal»
disueltas en Coca-Cola. María Inmaculada, de ocho años,
encontró la muerte; Ana Isabel de cuatro, se recupera
favorablemente después del lavado de estómago a que fue
sometida.
Los inspectores de la comisaría de Paria (Madrid) han
detenido recientemente a los presuntos autores de la tor-
tura y posteriormente asesinato de un niño de 14 meses.
El cuerpo de Israel, que así se llamaba el niño, presentaba
numerosos hematomas y quemaduras de cigarrillos.
En la misma época la prensa da cuenta de sucesos
parecidos acaecidos en otros países. En Jacynto City, Te-
jas, EE.UU., una mujer hizo que sus tres hijos se tendie-
ran boca abajo en la cama y les disparó un tiro en la
cabeza antes de suicidarse.
En Méjico la madre, con la ayuda de su amante, ma-
taron a la hija de 4 años de edad, azotándola a golpes
contra el suelo y la pared y la bañaron después con agua
fría, para disimular los hematomas, con el fin de cobrar
el seguro de vida que tenían concertado sobre la niña.
En Perú, en fin, una mujer vendió a su hija de 3 meses
por 12 dólares y un transistor. En el mismo país, una
madre de 14 años abandonó a su hijo, desnutrido, en la
puerta de la misión católica.
Como resumen de las cifras y de los datos podemos
repetir las palabras de Marina Subirats, en las «Jornadas
sobre el nen i la nena» celebradas en Barcelona en fe-
brero de 1979: «Tal y como están construidas las ciuda-
des hoy en día, tienden a ir en contra del niño... La cues-
tión de tener hijos está cada vez más en función de la in-

617
versión económica que eso suponga. En una sociedad con
mentalidad economicista, los débiles siempre lo 7 pasan
peor, y desde luego, tener un niño no es rentable.»
O sí, y entonces se le conserva con vida para obtener
de él el beneficio que corresponda; como ha sucedido
siempre, aunque Marina Subirats suponga que tal grado
de egoísmo sólo florece en nuestras sociedades capita-
listas.
En la realidad todos los días, desde el principio de la
vida humana, las mujeres se defienden de la explotación
y de la opresión reproductoras, matando a los hijos, tortu-
rándolos y abandonándolos. Sobre todo cuando se les hace
insoportable la esclavitud de parir y de mantener a varios
hijos. A pesar de todos los mecanismos que el poder uti-
liza para someterlas a las necesidades sociales, las madres
se rebelan día a día, individualmente, contra su obliga-
ción. Ni las leyes, ni las religiones, ni la policía, ni si-
quiera la publicidad y el consenso social, son suficientes
para conseguir domesticar totalmente a la población fe-
menina.
Algunos sectores de mujeres han asumido la ideología
oficial y cumplen más o menos bien, y siempre a costa de
renunciar a su proyección social, hundidas en múltiples
neurosis y depresiones, su papel de madres sin ponerlo
en cuestión. Pero muchas otras, todas las madres infan-
ticidas que hemos conocido, se niegan a someterse sin pro-
testa a las torturas de la reproducción. La historia de esas
madres es la que hemos repasado en las páginas anterio-
res, y cuyas cifras, por lo numerosas, asustan a los go-
biernos, a los ideólogos, a los organismos protectores del
niño y de los derechos humanos. Son esas cifras las que
demuestran, sin recurso, la falsedad de las bellas declara-
ciones sobre el amor materno. Nadie ya las niega, pero
aceptándolas se pretende erradicar, con mejor propagan-
da, el mal de la subversión, de la misma forma que desta-
cando los peligros del terrorismo, los encargados del or-
den público piden la complicidad de todos para acabar
con los culpables.
La propaganda de la ONU y de las asociaciones protec-
toras del niño, está encaminada a conmovernos para que
cada una de nosotras y de nosotros les ayudemos a con-
vencer a las mujeres para que se reproduzcan, cuiden a

7. El Periódico, 22-2-1979.

618
sus hijos de buen grado y sigan poblando el mundo. Nin-
guno de los gobernantes o de los teóricos que ha denun-
ciado el problema, está dispuesto ni aún a preguntarse si
no será más justo, y a la larga como todo lo justo más
eficaz, buscar la manera de no seguir exigiendo a las
mujeres lo que no quieren realizar.
La síntesis que hemos de concluir del análisis realiza-
do, es que las mujeres tienen hijos porque deben repro-
ducirse para mantener las sociedades humanas, del mis-
mo modo que los trabajadores trabajan por necesidad eco-
nómica, por compulsión social, por represión política, sin
que ni la vocación profesional, ni el mandato divino, ten-
gan aquí más papel a representar. Y de la misma forma
que la burguesía inventó el prestigio del trabajo, cosa hu-
millante y desagradable hasta aquel momento, para con-
vencer de su bondad a la mayor cantidad posible de indi-
viduos, y pudo alienar eficazmente a todas las clases
populares para que aceptaran la ideología de redención, de-
coro y orgullo del trabajo, hasta el punto de que el prole-
tariado reivindica hoy en todo el mundo «el derecho al
trabajo», convirtiendo en propios los intereses de la bur-
guesía, así ha inventado y ha difundido eficazmente la teo-
ría del amor de madre.
En la misma medida que sería herético que el movi-
miento obrero se atreviera por fin a declarar que el tra-
bajo no es un derecho, sino un deber, y que sus derechos
son los de disfrutar de una vida feliz y placentera, de una
comida abundante y sana, de la enseñanza gratuita, de una
vivienda acomodada, del vestido, de la calefacción, de las
diversiones, y que el trabajo —si no hay más remedio que
aceptarlo— es un deber incómodo del que se debe tender
a huir cuanto antes mejor; explicar hoy que la materni-
dad es un proceso de producción humillante, doloroso,
fatigoso, que debe desaparecer rápidamente, constituye
una nueva visión del problema que asombra y atemoriza.
Situado el mundo bajo los pies y no sobre la cabeza,
es preciso definir la reproducción como un deber y no
como un derecho, y el feminismo debe pretender acabar
con tal forma de reproducción si realmente se propone
liberar a la mujer. Desenmascarando de una vez la ideolo-
gía del amor materno, conoceremos las auténticas moti-
vaciones de sus inventores, los objetivos que alcanza y la
opresión femenina que consigue.
La verdad que se revela por los hechos es que en nin-

619
gún momento de la historia las madres han amado a
sus hijos con la intensidad, frecuencia, constancia y to-
zudez incondicionales, que ha pretendido hacernos creer
la burguesía. Y que ni siquiera en la actualidad, a pesar
del bombardeo ideológico a que nos han tenido someti-
das durante más de cien años, las declaraciones de prin-
cipio han podido vencer los intereses femeninos, ni matar
su espíritu de rebeldía.
Éste es el gran peligro con que se enfrentan los hom-
bres. El de que en un día ya no tan lejano, las mujeres
se nieguen colectivamente a seguir reproduciéndose para
mantener el mundo. Y ese día habremos hecho la revolu-
ción más transformadora y decisiva de toda la historia
humana.

NOTAS
NIÑOS ASESINADOS

Año Total Niños Niñas España Extrani

1977 4 — 4 2 2
1978 12 9 3 12 —
1979 19 8 11 13 6
1980 28 13 15 17 11
1/2 1981 19 10 9 16 3
TOTAL 82 40 42 60 22

AUTOR

Total Niños Niñas España Extranjero

Padre 16 7 9 14 2
Madre 26 11 15 19 7
Ambos 8 3 5 8 —
Madre y amante 2 1 1 1 1
£1 amante
de la madre 4 4 — 4 —
Amigo familia 4 1 3 4 —
Desconocido 13 6 7 4 9
Sacerdote (rito) 3 3 — — 3
No se sabe 6 4 2 6 —
TOTAL 82 40 42 60 22

620
MÉTODO

Total Niños Niñas España Extranjero

Pistola 4 3 1 1
Golpeado 16 6 10 16
Ahogado 21 10 11 17
Asfixiado
Quemado 10 6 4 10
Envenenado 2 — 2 2
Lanzado por
el balcón 4 1 3 4
Cuchillo 9 6 3 5 4
No se sabe 16 8 8 5 11

TOTAL 82 40 42 60 22

CAUSA

Total Niños Niñas España Extranjero

Borrachera 1 1 1
Problema
económico 12 4 8 11 1
Subnormales 3 3 — 3 —
Madre soltera
o separada
(deshonra) 9 3 6 7 2
Drama pasional 7 4 3 7 —
Violación 2 — 2 2 —
Ritual 3 3 — — 3
No se sabe 40 21 19 26 14
Desesperación
madre 5 2 3 3 2

TOTAL 82 40 42 60 22

621
NIÑOS MALTRATADOS

Año Total Niños Niñas España Extranjero

1974 a 1976 2 - 2 2
1978 3 2 1 3 —
1979 9 6 3 8 1
1980 8 5 3 8 —
1/2 1981 19 8 11 13 ó
TOTAL 41 21 20 34 7

AUTOR

Total Niños Niñas España Extranjero

Padre 10 6 4 10 _
Madre 9 3 6 8 1
Ambos 17 10 7 11 6
Maestro/a 3 2 1 3 —
Tutor/a 1 — 1 1 —
Desconocido 1 — 1 1 —
TOTAL 41 21 20 34 7

MÉTODO

Total Niños Niñas España Extranjero

Quemados 3 1 2 3 „

Golpeados 11 4 7 5 6
Instrumentos 8 5 3 8 —
Intento
asesinato 8 5 3 7 1
Atados 6 4 2 6 —
Vendidos 3 — 3 3 —
No alimentados 2 2 — 2 —
TOTAL 41 21 20 34 7

622
CAUSA

Total Niños Niñas España Extranjero

Desavenencias
padres 9 4 5 3
Miseria
económica 9 5 4 9
Desobediencia 8 4 4 8
Subnormales 3 2 1 3
Causas
desconocidas 12 6 6 11

TOTAL 41 21 20 34

NIÑOS ABANDONADOS

Año Total Niños Niñas España Extranjero

1981 11 4 7 10 1

AUTOR

Año Total Niños Niñas España Extranjero

Madre 3 1 2 3 —
Padre y madre 1 — 1 1 —
No se sabe 7 3 4 6 1
TOTAL 11 4 7 10 1

FORMA

Año Total Niños Niñas España Extranjero

Para que
se mueran 5 1 4 4 1
Para que
les recojan 6 3 3 6 —
TOTAL 11 4 7 10 1

623
CAUSA

Año Total Niños Niñas España Extranjero

Miseria
económica 2 — 2 2 —
Deshonra
madre soltera 2 1 1 2 —
No se sabe 7 3 4 6 1
TOTAL 11 4 7 10 1

624
SEXTA PARTE

REPRODUCCIÓN «IN VITRO»


CAPÍTULO I

A DÓNDE VA LA POBLACIÓN HUMANA

El sucinto relato de la historia femenina que es la de


sus embarazos, sus partos y sus lactancias, nos lleva ine-
xorablemente a una única conclusión: nuestra liberación
sólo se puede alcanzar en la quiebra de nuestros sufrimien-
tos. Liberarnos de nuestro destino es también concluir con
nuestra esclavitud animal. Separarnos de la naturaleza es
comenzar a vivir nuestra historia social. Éste es el único
proyecto que nos es válido, aunque todavía nuestra vo-
luntad no sea motor de tales transformaciones.
Los gobiernos del mundo son los que se plantean, al
margen de nuestros intereses, puesto que las mujeres sien-
do las máquinas de la más importante y extensa produc-
ción humana, la planificación de la población mundial. El
«Fondo de las Naciones Unidas para Actividades de Po-
blación», publicaba en 1979 un amplio informe sobre el
«Estado de la Población Mundial», donde se recogían los
datos que conocemos sobre el descenso de la fecundidad
y se preveían las consecuencias de esta situación. Con pa-
labras del informe, «la década de los ochenta asistirá a
cambios profundos en los modelos de población mundial
y determinará asimismo las características de un Nuevo
Orden Económico Internacional, en el que se concederá
un papel esencial a los factores demográficos. Durante este
período se desarrollará también la segunda década de ac-
ciones del FNUAP. Es imposible que el Fondo hubiera
visto alguna vez la luz a no ser por las críticas tendencias
demográficas de los años cincuenta y sesenta, cuando el
desenfrenado crecimiento de la población de los países
más pobres alcanzó niveles de conciencia pública».
Las tendencias demográficas, es decir, el crecimiento

627
de la reproducción provocaron los grandes cambios que
conocemos a principios de nuestro siglo, y las leyes de
la reproducción se fueron cumpliendo de tal modo que la
producción industrial, las crisis capitalistas, el hambre, las
guerras y el decrecimiento económico, han estado condi-
cionados siempre al aumento o a la disminución de la
población, cumpliendo inexorablemente los axiomas que
he demostrado en esta obra. Las peculiares leyes de po-
blación que se suponían siempre dependientes del modo
de producción dominante, se revelan como autónomas, no
ya sometidas, sino determinantes. Bien es cierto que des-
graciadamente ni los demógrafos ni el «Fondo de Activida-
des de Población», parecen todavía percibirlas, pero ahí
tenemos los datos y la preocupación que revelan en los
gobernantes.
La tendencia universal al descenso de fecundidad obli-
ga a los planificadores económicos a decidir una política
seria en el tema. Y no ya aisladamente, sino conjunta como
lo demuestra la «Conferencia Internacional sobre Pobla-
ción», celebrada en Bucarest en 1974 y el programa de
estudios coordinado por «World Fertility Survey» a nivel
internacional sobre 40 a SO países menos desarrollados y
sobre 15 a 20 más desarrollados. Los estudios del Fondo
demostraron que un 40 por ciento y quizá más de la po-
blación del Tercer Mundo vive en áreas en las cuales la
fecundidad ha dado muestras evidentes de descenso en un
corto período de tiempo, más o menos durante la última
década. Especialmente en el Norte de África, América La-
tina y Asia Oriental, incluidos países como Brasil y Vene-
zuela, cuya extensión representa una importante contri-
bución a las posibilidades productivas y que al mismo
tiempo tienen una densidad humana bajísima. Incluso la
India puede clasificarse en el área de tendencia descen-
dente significativa, a pesar de los serios contratiempos
con que se ha encontrado el gobierno en su amplio pro-
grama de planificación familiar, debido fundamentalmen-
te, como ya hemos estudiado, a la negativa de los padres
a limitar la natalidad, por cuanto los hijos siguen siéndoles
rentables.
Es decir, que no menos de dos de los tres mil millones
de habitantes del Tercer Mundo han reducido de forma
significativa su fecundidad. Lo que no significa que en esas
áreas geográficas pueda contarse con un problema en el
reemplazo de la generación anterior, puesto que el actual

628
crecimiento no se diferencia mucho del de hace veinte
años. Aunque el ritmo ha disminuido durante la última
década, alcanza todavía un crecimiento conjunto del 2 por
ciento y en muchas subregiones supera incluso este por-
centaje. Por ello, tanto la mayoría de expertos en desa-
rrollo demográfico, como los gobiernos de estos países,
son conscientes de que este porcentaje es excesivo. Las
consecuencias de esta constatación para las mujeres las
veremos más adelante.
Mientras todavía se siente preocupación por el desa-
rrollo imparado de la población en el Tercer Mundo, como
hemos visto antes, en las áreas desarrolladas —Europa,
incluida la URSS, Norteamérica, Australia, Nueva Zelanda
y Japón— la fecundidad actual no llega apenas, si es que
lo consigue, al nivel de sustitución de la generación actual.
Los efectos de esta situación no será de más que los
enumere.
La proporción de jóvenes de menos de 20 años, de-
clinará alrededor de un tercio a un cuarto del total cuan-
do la población deje de crecer. La cantidad de ancianos,
de 65 o más años, aumentará dramáticamente de unos
120 a 175 millones hacia el año 2000, y 275 millones en la
población estacionaria, esta última es actualmente un 11 °/o
de la población total, y finalmente constituirá un 19 %. El
incremento de 55 millones de ancianos que se producirá
hacia finales de siglo no es materia de conjeturas, serán
los supervivientes de gente de 40 o más años que hoy
viven.
Si recordamos la poca sugestión que tiene sobre las
amas de casa el cuidado de los ancianos y la poca o nula
previsión de determinadas sociedades, como la española
por ejemplo, en la integración y cuidado de los ancianos,
no sería fantasear demasiado imaginar un mundo de vie-
jos abandonados y de jóvenes insuficientes para hacer gi-
rar la cadena de la producción con la eficacia actual.
Los demógrafos establecen estas predicciones con las
oscilaciones naturales en la natalidad, teniendo en cuenta
la política de los gobiernos y la voluntad de las mujeres.
Pero confiando mucho más en aquélla que en ésta. Porque
hasta hoy la decisión femenina ha estado suficiente y efi-
cazmente manipulada por aquéllos. Así podemos ejempla-
rizar con el ejemplo rumano, cuando en 1967 se dobló el
número de nacimientos de 1966, mediante la simple tác-
tica de prohibir severamente el aborto, estableciendo para

629
las conculcadoras graves penas de prisión. Las consecuen-
cias señaladas por Westoff,1 es que «esta explosión de
nacimientos estará sobrecargando el conjunto de escue-
las rumanas, y hacia principios de 1984 probablemente
habrá un grave desempleo o una emigración del exceso de
mano de obra, porque este batallón de 1967 comenzará a
entrar en las fuerzas laborales a los 18 años». El propio
autor propone una planificación de nacimientos de año en
año «para igualar las oportunidades. Evitando las gran-
des oscilaciones eliminaría tanto las ventajas competitivas
disfrutadas por unos pocos ante la gran demanda, y los
inconvenientes experimentados por los nacidos en años
de alta natalidad, que están obligados a competir para
alcanzar unas oportunidades y recompensas limitadas». 1
Que es imposible abandonar a sus leyes naturales la
reproducción humana es una decisión tomada conscien-
temente por los rectores del mundo, que establecen cálcu-
los astronómicos para defender la tesis del fin del mun-
do, como consecuencia del volumen que alcanzarían los
humanos en tal supuesto. Coale explica que «seguramente
el actual índice de aumento de la población mundial del
20 % casi no tiene precedentes, y es cientos de veces su-
perior al índice que fue la norma durante la mayor parte
de la historia del hombre. Si el índice actual se mantuvie-
ra, la población se duplicaría aproximadamente cada
35 años, se multiplicaría por 1.000 cada 350 años y por
un millón cada 700 años. Las consecuencias de un creci-
miento a este ritmo son claramente imposibles: en me-
nos de 700 años habría una persona por cada pie cuadrado
de la superficie terrestre, en menos de 1.200 años la po-
blación humana pesaría más que el planeta y en menos
de 6.000 años la masa de la humanidad formaría una es-
fera expandiéndose a la velocidad de la luz».2
Bonito, ¿verdad? En consecuencia, los hombres que
dirigen el mundo se debaten entre la realidad de consta-
tar diariamente la baja producción de niños en los países
industrializados y el descenso continuado en el Tercer
Mundo, que amenaza con provocar una situación seme-
jante a lo largo de pocos años, y la temible profecía del

1. La población humana. Ed. Labor, Barcelona 1976, pág. 168.


2. Ansley Coale, La población humana. Ed. Labor, Barcelona
1976, pág. 54.

630
hundimiento del planeta por el peso desmesurado de la
humanidad.
Decidiéndose por fin a planificar la reproducción, in-
cluso antes y con mayor eficacia que la producción, como
se demuestra con la actual crisis económica causada por
la fabricación de bienes sin tasa ni medida, los gobiernos
adoptaron en Bucarest en 1974 la decisión de «fomentar
el desarrollo de políticas de población», con lo que se es-
tablecieron dos: la de los países desarrollados que es clara-
mente pronatalista, y la del Tercer Mundo limitadora
de la natalidad. Veamos algunos ejemplos de lo que ta-
les decisiones significan para las mujeres.

1. La manipulación legítima de nuestro cuerpo

La actitud oficial de los países desarrollados, como


hemos visto, además de lanzar una desvergonzada presión
ideológica sobre las mujeres para que acepten su papel
de madres con la «ilusión» que les corresponde, promue-
ve el interés de las familias por los hijos con una política
de desarrollo del bienestar familiar «por razones diversas
que en gran parte nada tienen que ver con la fecundidad,
sino con la expectativa (la poca evidencia existente no es
tranquilizante) de que reduciendo los costos de la pater-
nidad por medio de ayuda familiar, premios de materni-
dad y diversos otros beneficios las parejas sean menos
reticentes a tener otro hijo».3
A la reducción de los costos de la paternidad, ya he-
mos visto cómo las ayudas económicas familiares son
cobradas por el padre, se añaden las legislaciones repre-
sivas del aborto. En esta tendencia se hallan ya países,
incluido Japón a pesar de su superabundante población,
que hasta ahora y desde hace decenas de años habían
sido liberales en este tema, como Checoslovaquia, Hun-
gría, Rumania, Bulgaria. «El motivo es la preocupación
tanto por la baja fecundidad como por el aumento de la
tasa de nacimientos prematuros, causados por los abortos
anteriores», explica Westoff.4
Incluso Japón está preocupado por las consecuencias
económicas de la disminución del número de trabajadores

3. La población humana. Ed. Labor, Barcelona, pág. 168.


4. Id., pág. 170.

631
jóvenes, y el ejemplo de Suecia y Alemania, esta última
únicamente puede disponer del suficiente número de fuer-
za de trabajo gracias a inmigración extranjera, inquieta
grandemente a aquellos países de las áreas desarrolladas
que se miran en ese espejo. De tal modo que en nuestro
país, cuando la política anticonceptiva es todavía un bal-
buceo sin eficacia y la campaña por el aborto apenas ha
comenzado, nos encontraremos no solamente con la opo-
sición religiosa habitual y la presión ideológica tradicio-
nal en el tema, sino con las cifras manipuladas por los
economistas y los demógrafos, que nos demostrarán ra-
cionalmente cómo no podemos abandonar nuestro deber,
importantísimo para el desarrollo social, de ser madres
amantísimas de nuestros hijos.
Por el contrario, aparte de los datos, que ya conoce-
mos, respecto a cómo entienden un amplio sector de
mujeres el llamado amor materno, las cifras de participa-
ción de la mujer en el trabajo asalariado desmienten co-
tidianamente el supuesto «instinto» materno que las im-
pele compulsivamente a permanecer en el hogar para
mejor ocuparse de sus hijos. A pesar de las grandes res-
tricciones que han sufrido diversos sectores de producción
en la última crisis capitalista, que ha reducido considera-
blemente el número de mujeres empleadas en la indus-
tria, sobre todo en el sector de la producción, y de cómo
el paro ha incidido sobre todo en el mercado laboral
femenino, el mayor aumento de fuerza de trabajo feme-
nina se observa en el sector terciario. En Francia, cuyas
cifras son más fiables y constantes que en España, Badin-
ter señala que mientras en 1968 las trabajadoras de este
sector representaban el 59,8 % de las mujeres activas, en
1976 eran el 67,2 °/o, y aunque ocupan en su mayoría
puestos no cualificados, progresan en todas las catego-
rías.
Así, la cantidad de mujeres en cuadros superiores
aumentó en 1968 a 1972 del 14 al 22 %. Los ítems impor-
tantes a señalar son que «el 11 % de las mujeres eligieron
tener una actividad profesional, no en una época de penu-
ria, de guerra o de crisis (1962-1978) sino en un período de
prosperidad y de expansión económica, por lo que, para
ellas, el doble salario era una necesidad menor que en
1906. Además para algunos matrimonios el segundo sala-
rio compensa apenas la pérdida de las ventajas sociales y
fiscales y los gastos de custodia de los hijos que implica

632
el trabajo de la madre. Si a este débil beneficio añadi-
mos el cansancio de la jornada doble de trabajo, el ener-
vamiento en los transportes, etc., es para sorprenderse que
las mujeres hagan esa elección, sorpresa que gana a un
gran número de personas». 5
Y la misma autora se pregunta: «¿Qué clase de ins-
tinto (el amor materno) es si se manifiesta en unas mu-
jeres sí y en otras no? Sobre 6 millones de mujeres que
están en edad de procrear, hay solteras, hay casadas que
no quieren tener hijos, y además hay de 500.000 a 1.000.000
de abortos por año.» fi
A estas cifras es preciso añadir que a pesar de las cons-
tantes protestas de los psicólogos y de los pediatras, así
como de la machacona insistencia de las revistas de con-
sejos para madres, de los programas de radio y de televi-
sión y de las campañas gubernamentales, como las desa-
rrolladas en América Latina, la cantidad de mujeres que
daban el pecho a su hijo disminuye regularmente. En
Francia en 1972 eran sólo el 37 °/o. En 1976 una encuesta
SOFRES realizada por Guigoz en las maternidades fran-
cesas, registraba un 48 % de madres que daban el pecho
al niño sólo durante la primera semana de vida. En 1977
una segunda encuesta registró el 51 %?
Según cálculos recientes las madres que dejan los ni-
ños menores de tres años al cuidado de otras personas
aumenta anualmente. En Francia 920.000 niños de cero a
tres años están al cuidado de mujeres que no son su ma-
dre. Ahora bien, las guarderías colectivas ofrecen poco
más de 56.000 puestos, las guarderías familiares 26.000,
los parvularios privados 17.000 y los públicos 120.000,
pero éstos reciben solamente niños de 2 a 3 años. Las
madres de los 700.000 niños restantes recurren a otro
miembro de la familia (100.000 niños), a una empleada do-
méstica (70.000 niños), o a una nodriza voluntaria (más de
300.000 niños). Los 200.000 restantes suelen quedar a car-
go de vecinos o de «clandestinos».
Badinter, que nos ofrece estos datos, añade: «Todas
estas cifras demuestran que los gobiernos que se suce-
dieron a partir de 1960 (fecha de un acrecentamiento no-
torio del trabajo femenino) no han hecho nada para ayu-

5. ¿Existe él amor materno?, obr. cit,, págs. 286-287.


6. íd., pág. 30.
7. íd., pág. 289.

633
dar a las mujeres que trabajan, y aparentemente no tienen
la intención Mde invertir en niños pequeños**.»8
Esta política de los gobiernos europeos de las décadas
de los sesenta y de los setenta, es la que el «Fondo de
Población» ha demostrado como palpablemente errónea,
al comprobar el descenso de natalidad paulatino en los
últimos años, que ha desembocado en una situación como
la descrita anteriormente. La década de los ochenta se
caracterizará por ser la de la planificación demográfica, y
uno de los correctivos eficaces a aplicar es el de la sub-
vención de la natalidad, que en Suecia, Alemania y Fran-
cia se ha puesto en vigor ya.
Porque, mientras tanto, los sondeos de opinión, aun-
que escasos e incompletos por no haber despertado hasta
ahora este tema la atención detenida de los gobiernos, ex-
plican el poco interés que las madres sienten por sus hi-
jos en la actualidad, a pesar del centenar de años que los
ideólogos han dedicado a «reeducar» a las mujeres para
hacerlas más aptas para su mejor profesión: la de ma-
dre.
En septiembre de 1978 F. Magazine informaba acerca
de una encuesta muy importante dirigida a 18.500 lectoras.
Claro que no representan al conjunto de las francesas,
más bien constituyen una vanguardia femenina. Estas mu-
jeres son más jóvenes que el promedio de mujeres fran-
cesas: el 51 % tiene entre 25 y 34 años, contra el 17% en
toda Francia; tienen un nivel de instrucción superior: el
73 % tiene un nivel equivalente o superior al bachillerato
contra el 10 % de la población femenina francesa. Además,
el 57 % de las lectoras de F. Magazine son asalariadas de
tiempo completo, contra el 35 °/o del total de las mujeres.
Una de las preguntas formuladas trataba de medir la
satisfacción que experimentaban al ocuparse de sus hi-
jos: Ocuparse de los hijos (alimentarlos, bañarlos, edu-
carlos) es:

1. Bastante agradable 39 %
2. Muy agradable 25 %
64%
3. Más bien aburrido o francamente fas-
tidioso 5%
4. Indiferente 3%
36%
8. Badinter, id., pág. 288.

634
5. No tengo que hacerlo 21 %
6. Sin respuesta 7%

La cuarta parte de las lectoras de F. Magazine encuen-


tran muy agradable ocuparse de sus hijos, el 39 % mode-
ran su satisfacción y el 36 % responde negativamente o no
responde (lo que es otro modo de contestar negativamen-
te), como el 21 % que «no tienen que hacerlo».
Estos porcentajes nos obligan a reflexionar sobre la
nueva mentalidad feminista. Sólo el 5 % dice que cuidar a
los niños representa para ellas una carga, pero es preciso
tener en cuenta la brutalidad de una pregunta que nadie
se hubiera atrevido a formular hace treinta años. Todavía
hoy es muy difícil responder a ella sin culpabilidad. Y es
muy probable que la «indiferencia» o la negativa a respon-
der sean el atajo elegido para expresar, sin confesárselo,
su insatisfacción.
Por la misma época (octubre de 1978), la revista men-
sual femenina Cosmopalitan publicaba una encuesta diri-
gida a mil mujeres representativas de la población fran-
cesa. También esta encuesta ponía en evidencia que las
mujeres ya no están dispuestas a asumir solas la aten-
ción de sus hijos. Ocho sobre diez pensaban que era nor-
mal que en una pareja el hombre y la mujer compartan
las tareas domésticas, y deseable que los hombres se ocu-
pen de sus hijos tanto como las mujeres.
Las respuestas dadas a una pregunta formulada por
F. Magazine son todavía más significativas: ¿Usted cree
que una mujer puede tener una vida lograda sin tener hi-
jos?

1. Sí, claro, sin problemas 41 %


2. Sí, pero es difícil 34 %
3. No, es una vida incompleta 23 %
4. No opinan 2%
Cosmopolitan planteó la misma pregunta, pero de ma-
nera más despersonalizada: Tu amiga, tu hermana o tu
hija decidió que no tendría hijos:

1. La apruebas plenamente 27 %
43%
2. La apruebas, pero te molesta un poco. 16 %
3. No puedes contestar 12 %

635
4. La desapruebas pero aceptas hablar
del tema 20%
45%
5. La desapruebas por completo . . . . 25 %
«Estas respuestas —comenta Badinter— son sorpren-
dentes. Muestran que por primera vez hay una mayoría de
mujeres que ya no circunscribe la femineidad a la mater-
nidad, y creen que es perfectamente posible ser una mu-
jer cumplida sin tener hijos. Idea absolutamente incom-
patible con la imagen tradicional de la mujer e incluso
con las premisas del psicoanálisis.» 9
Los mayores resultados obtenidos en las mujeres euro-
peas y norteamericanas, japonesas y australianas, para
adaptarlas, mediante el bombardeo ideológico que cono-
cemos a ser buenas y abundantes madres, han convencido
a los gobiernos del Tercer Mundo a someter a nuestras
hermanas asiáticas, iraníes y africanas a la más descarada
de las manipulaciones físicas, que podríamos llamar «inhu-
mana», sino fuera que todo lo realizado por el ser huma-
no lo es por ese simple hecho. Los planes de los gobier-
nos del Tercer Mundo han sido, hasta ahora, muy otros
que los de Occidente. En Asia, en América Latina, en el
Medio Oriente, los dirigentes políticos han sometido a las
mujeres a la tortura y a la castración para limitar la na-
talidad.
Irán, ese primitivo residuo de un modo de producción
semidoméstico y semifeudal, ha aceptado, por boca de
su papa, el ayatollah lomeini, el control de natalidad, se-
gún declaraciones realizadas por el ministro de Sanidad
Kazem Sami, en septiembre de 1979. El dirigente musul-
mán señaló que ello no estaba prohibido con el Islam y
que las mujeres «pueden evitar el embarazo si su marido
se lo permite». No fuéramos a creer que éste era el pri-
mer paso de liberación femenina.
Pero en el camino de la imposición de una política se-
vera de control de natalidad, la India es el estado que
posee mayor experiencia, aunque sus esfuerzos no hayan
ido acompañados de un éxito excesivo. Por primera vez
en el mundo, el Gobierno del Estado indú de Maharash-
tra —al oeste del país—, bajo el dominio político de Indira
Ghandi, decretó una ley que obligaba a la esterilización

9. Id., págs. 302-303.

636
de uno de los cónyuges con tres o más hijos. La decisión
fue aprobada casi unánimemente en la Asamblea del Es-
tado a finales de marzo de 1975. A fines de ese mismo año
habían sido efectuadas 12,6 millones de vasectomías y 10,3
millones de esterilizaciones femeninas. El 20 °/o de las mu-
jeres casadas entre los 15 y 45 años ya no podrán tener
más hijos.
A pesar de que la vasectomía consiste en una operación
sencilla de un cuarto de hora, en la India, como en el res-
to del mundo, subsiste el mito de la virilidad. Los hom-
bres que a pesar de ello consienten, reciben por esta
prueba de amor a la patria tres litros de mantequilla fun-
dida y un pequeño transistor... y la mayor parte de ellos
cuentan con más de 70 años. Sin embargo, el 46 % de las
mujeres esterilizadas mediante una complicada operación
con anestesia completa, sin apenas medios higiénicos, con
múltiples riesgos de infección, incluso a veces con la
muerte, no reciben ni alimento ni música.
La resistencia ejercida contra la esterilización se cas-
tiga con una elevada multa, dos años de cárcel o ambas
cosas a la vez. El gobierno, por otra parte, se propone
esterilizar a todos los detenidos. En la campaña pro-este-
rilización, policías y empleados del gobierno obligaron a
hacerlo a hombres y mujeres aún en contra de su volun-
tad. Ello originó sublevaciones populares con muertos y
heridos, como en Muzafarhagar, en octubre del 76.
En Guatemala, el 49 % de los métodos utilizados en
1974 han sido esterilizaciones sin el consentimiento de la
mujer esterilizada, según el Instituto Guatemalteco de la
Seguridad Social.
En Bolivia, en este momento, se está realizando un tra-
bajo de genocidio perfectamente planificado, con la ayuda
de instituciones privadas norteamericanas. Un organismo
boliviano oficial, el UCID, ha recibido de estas institucio-
nes tres millones de dólares para la propaganda y 8 para
la ejecución del plan. Organismos como PROFAM (Para la
Familia) y CENAFA (Centro Nacional de la Familia) han
instalado sus centros sanitarios en medios rurales donde
pueden practicar con toda libertad las esterilizaciones en
hombres y en mujeres: vasectomía, ligadura de trompas,
distribución gratuita de anticonceptivos.
El gobierno boliviano ha sido el primero en aceptar el
proyecto de instalación de 150.000 sud africanos blancos
la mayoría de origen holandés y alemán. Para estos países,

637
es una solución de recambio fácil instalar los colonos
«cazados» en el África Austral.
En Chile, el programa de control de la natalidad de la
Junta Militar Chilena, a partir de 1973, ha tenido como
objetivo reducir el número de gente pobre y de mendigos
para contar con una población más «objetiva». El proyec-
to se ha presentado como humanitario y social.
El sistema de seguridad social en Chile es el que cuen-
ta con el mayor presupuesto de toda América Latina: un
40 % del presupuesto destinado por el Ministerio de Sa-
nidad. Los anticonceptivos prohibidos en los U.S.A. son
los más utilizados en Chile y en otros países de Améri-
ca Latina. El director adjunto del programa de mater-
nidad chilena, el profesor Enrique Oneto Bachler, utiliza
inyecciones químicas para obtener una contracepción du-
rable. Está desarrollando una experiencia concreta con
mujeres chilenas, que consiste en inyectarles una sustan-
cia química, prohibida en EE.UU. a causa de los graves
peligros para los posibles hijos, de deformaciones con-
génitas, y que para las mujeres, puede ocasionar la esterili-
zación definitiva. Este programa de control de la natalidad
lo ejecuta la APROFA (Asociación Chilena para la Protec-
ción de la Familia), y el personal que compone este orga-
nismo está formado por la Organización Panamericana de
la Salud, de inspiración y animación americana.
Las mujeres del proletariado urbano y rural son este-
rilizadas en silencio. Así como el aborto no está aceptado
en casi ningún país de América Latina.
Varios de los países de ese Continente han seguido el
ejemplo dado por la India. Puerto Rico se distinguió por
ser uno de los primeros que procedió a las esterilizaciones
forzosas de las mujeres, en la mayoría de los casos sin
que éstas obtuviesen una información veraz sobre la ope-
ración a que se veían sometidas. WASA, organización de
mujeres contra el abuso de la esterilización denunciaba
que las mujeres portorriqueñas son las mujeres latinoame-
ricanas que más gravemente han sufrido la esterilización:
el 35 % de las mujeres en edad fértil han sido castradas.
El noventa por ciento de dichas esterilizaciones han sido
subvencionadas por el gobierno y han sido practicadas
sin el consentimiento de la mujer.
Las mujeres son, por tanto, los actuales y futuros co-
nejos de indias de la planificación demográfica, de las
expectativas económicas, de los experimentos médicos.

638
Que no se llame a engaño ninguna con la nueva mística
de la pareja, que debe compartir las penalidades y las
alegrías de la maternidad y de la paternidad responsa-
bles, según la nueva tendencia tan puesta a la moda por
Adrienne Rich, No solamente las mujeres deben sufrir
por sí mismas, y nadie más, los abortos y las esteriliza-
ciones que les cuestan una intervención quirúrgica, sino
que ni siquiera en el plan de regular la natalidad median-
te diversas técnicas anticonceptivas los hombres están
dispuestos a colaborar. Ya hemos visto la resistencia ex-
trema que ponen los hindúes a dejarse practicar la va-
sectomía, intervención de mucha menos peligrosidad que
el ligamento de trompas, resistencia que es compartida
por los hombres de todas las nacionalidades. En la utili-
zación de los diversos sistemas anticonceptivos nos en-
contramos en la misma dinámica. La pildora, el esterilet,
el diafragma, las pomadas espermicidas, el lavado vaginal
y cualesquiera otro sistema químico o físico están inven-
tados para ser utilizados por las mujeres, que son las que
siempre se prestan, porque desde siempre saben que han
venido al mundo para sufrir.
Pero aún en el caso de que la ciencia, siempre mascu-
lina, accediera a algún sistema eficaz de control de fecun-
dación sólo para hombres, estos no parecen dispuestos a
usarlo. Una reciente información explica que los anticon-
ceptivos para hombres serán una realidad dentro de uno o
dos años. A la vista de esta posibilidad, en 1978 el Insti-
tuto de Demoscopia de Allenbach realizó un sondeo de
opinión entre los hombres.
Pues bien, el 34 por cien de los varones consultados
fueron tajantes y dijeron, sin dar explicaciones, que no
los tomarían, el 16 por ciento no la tomarán porque tie-
nen miedo a ser impotentes, y el 42 por ciento piden un
tiempo de reflexión. El medio informativo comentaba que
«la más sabrosa respuesta la dieron el 60 por ciento de
los interrogados, que aseguraron que eso de la pildora y
el embarazo es cosa de las mujeres y que ellas "deben
ser lo suficientemente maduras para cuidarse".» 10 Exacta-
mente. Debemos coincidir con este criterio, por el axioma
de la identidad de los contrarios. Si nosotras somos las
víctimas de la reproducción, todo lo que la atañe nos

10. Cambio 16, n.° 336, 14 mayo 1978.

639
atañe y en consecuencia nadie más que nosotras debe
tomar decisiones al respecto.11
Y nuestra decisión sólo puede ser una: convertir la
maternidad en una afición, en un derecho que se puede
o no ejercer. Recordar con Engels que sólo cuando la
lucha individual por la existencia termina, el hombre sale
definitivamente de la escala animal y abandona las con-
diciones animales por las verdaderamente humanas. En-
tonces el conjunto de condiciones que dominaban al hom-
bre pasan bajo su dominio y regulación y por primera vez
llegan a ser los dueños conscientes y verdaderos de la
Naturaleza. Es ese el momento en que la «humanidad12sal-
tará del reino de la necesidad al reino de la libertad».
I-a larga transformación que ha operado el hombre
sobre sí mismo lo ha liberado de innumerables servidum-
bres naturales. Ha vencido el frío y el calor, ha podido
defenderse de los trastornos climáticos, y ha construido
ingenios que le permiten volar y sumergirse bajo las
aguas. La aventura cósmica acaba de comenzar. Pero
mientras los astronautas viajan a velocidades impensables
sólo hace un siglo, y permanecen en el espacio durante
meses, las mujeres siguen embarazándose y pariendo como
sus antecesoras de hace treinta millones de años.
Las mujeres han de cambiar su fisiología, han de supe-
rar las condiciones llamadas «naturales», para vencer con
su inteligencia las servidumbres animales que siguen pa-
deciendo. Este es un camino que comienza hoy para ellas,
pero cuyos ritmos serán mucho menos dilatados que los ya
superados por la especie. Hoy la ciencia logrará en pocos
años, lo que las transformaciones biológicas naturales tar-

11. Joana Doménech explica que la planificación familiar y el


control de natalidad ha sído el tema escogido por la Federación de
Asociaciones de Vecinos, donde las mujeres han expuesto que su
sexualidad no debe quedar en manos exclusivas del ginecólogo.
Paralela a la consulta debe darse también una adecuada informa-
ción que permita a la mujer que sea quien adopte por sí sola las
soluciones que competen al número de hijos que desea tener. In-
cluso el término mismo de «planificación familiar» es puesto en
cuestión. «Planificación nos dicen— se relaciona fácilmente con las
medidas tomadas respecto al crecimiento demográfico.» En cuanto
a la palabra «familiar» es muy limitada, puesto que la sexualidad,
y con ella, el control de natalidad, pueden ejercerse tanto dentro
como fuera de la familia. Mundo Diario, 24 enero 1979.
12. Anti-Düring, prólogo. Del socialismo utópico al socialismo
científico.

640
daron millones. Los mecanismos para lograrlo están al
alcance de nuestro conocimiento. Tanto porque ya hemos
logrado saber los pasos fundamentales de la evolución de
las especies, por cuanto los adelantos de la ingeniería ge-
nética nos permiten predecir posibilidades inmediatas para
sustituir la reproducción natural por la artificial. Estos
dos temas serán los que ocuparán los dos próximos capí-
tulos: un pequeño repaso a los caminos recorridos por la
evolución de la especie, que nos ponga en antecedentes de
las grandes posibilidades que se abren ante las mujeres
para modificar sus actuales condiciones fisiológicas, y los
últimos avances en materia de manipulación genética, con
un pequeño repaso de los logros que ya se están practi-
cando y hasta comercializando masivamente.

641
21
CAPÍTULO II
LA EVOLUCIÓN HUMANA

«Un sistema de la naturaleza y de la historia que abar-


ca todo y contiene todo está en contradicción con las le-
yes fundamentales del pensamiento dialéctico; pero esto
no se opone, de ninguna manera, sino por el contrario, im-
plica que el conocimiento sistemático del conjunto del
mundo exterior haga progresos gigantescos de genera-
ción en generación.» (Engels).

Hoy ningún científico que se estime niega la evolución


biológica como origen de la especie humana. Los estudios
que siguieron a la genial teoría de Darwin demostraron,
mediante la comprobación de los cambios que se han pro-
ducido en los seres en el transcurso de milenios, que las
especies se produjeron mediante la adaptación de grupos
de individuos a un nuevo medio o ecosistema. Los meca-
nismos de la evolución se basan fundamentalmente en
dos variantes: la adaptación y la variación. Veamos, bre-
vemente, qué significan.
La adaptación es el reajuste del ser a las condiciones
exteriores. El ser y su medio ambiente forman un par, un
complejo difícilmente disociable. Todas las especies tu-
vieron que sufrir los trastornos de su adaptación a un
nuevo medio ambiente. Aquellas que no alcanzaron el
éxito desaparecieron. El mayor éxito logrado por especie
alguna, en consecuencia, es el de la humana, que puede
jactarse, sin pecar de inmodestia, de haberse adaptado a
todos los sistemas naturales, y de haber transformado és-
tos, a su vez, a su comodidad.

1. Anti-Düring, prólogo. Del socialismo utópico al socialismo


científico,

642
La evolución del ser humano es, por tanto, la lucha y la
victoria por modificar, en primer lugar, su propio cuerpo,
en relación íntima con las condiciones exteriores.
En el curso de los 30.000.000 de años que se supone el
período de transformación del mono en hombre, éste tuvo
que conseguir tres adaptaciones fundamentales: a la po-
sición erecta, para lo cual debió modificar la inserción
de la columna vertebral que presentan los antropoides,
encajándola bajo el cráneo; modificar la estructura de los
pies, haciéndolos más rígidos y de dedos inútiles; y am-
pliar y girar la pelvis para sostenerse erguido —en el caso
de la hembra la modificación de la pelvis tiene especial
interés para prepararla a la reproducción—; a la alimen-
tación omm'vora, para lo cual, tanto la dentición no espe-
cializada en ninguna clase de alimentos, como el aparato
digestivo, hubieron de adaptarse; y a los diferentes cli-
mas, a lo cual el ser humano respondió no solamente cam-
biando el color de la piel, sino sobre todo inventando ro-
pas y viviendas que lo protegieran.
Las transformaciones fundamentales que realizó en sí
mismo el ser humano para conseguir tales adaptaciones,
fueron:
Aumentar sensiblemente el tamaño y volumen del ce-
rebro, a la par que la capacidad craneana para albergarlo,
aunque ésta no es proporcional a aquél, ya que en tal caso
tendría que haber adquirido unas proporciones desmesu-
radas; por tanto, el cerebro se dobló en numerosos plie-
gues a medida que fue creciendo, desde los 450 mi del
simio a los 1.500 ó 2.000 del hombre, formando lo que co-
nocemos como circunvoluciones cerebrales. A la par los
huesos craneales se hicieron más frágiles para evitar el
aumento de peso y de volumen de la cabeza.
Transformar la mano para situar el pulgar enfrente de
los demás dedos, aumentando con ello las posibilidades
de captación y de habilidad del miembro.
Aumentar la capacidad sexual y extenderla a todas las
épocas del año, sin depender de los períodos de celo, a
fin de aumentar la fecundidad, escasa como la de todos
los homínidos, y cercada de peligros por la deambulación
erecta. La hembra salió altamente beneficiada por esa
necesidad de fecundación constante, con la adquisición
de la facultad de obtener orgasmo en la relación sexual;
para lo cual formó un minúsculo órgano, en la abertura
vaginal, entre los labios mayores y menores, llamado clí-

643
toris. Diríase que se le daba un premio de consolación por
tantos sufrimientos y penurias como debería soportar al
cumplir su obligación de conservar la especie.
Pero aunque el ser humano es el más adaptable de los
animales, y ha modificado todos los órganos y miembros
que le eran precisos para alcanzar la supervivencia y
multiplicación que conocemos, quedan en su cuerpo órga-
nos inútiles como el bazo —los menstruos de la mujer
serán motivo de comentario aparte— o indiferentes, como
las muelas del juicio o el vello. Porque la adaptación no
se refiere exclusivamente a un órgano, sino a un organis-
mo. Al conjunto global de miembros y de órganos que
forman un ser vivo.
Un ser vivo útil fundamentalmente a sí mismo y a su
especie. En el caso de la especie humana, la lucha por la
adaptación al medio ambiente ha sido también la lucha
por la individualización. En el hombre ya no triunfa la
especie sobre el individuo, aunque para ello haya tenido
que evolucionar durante treinta millones de años.
En el largo camino de fabricación de los hombres, mu-
chas especies se vieron impotentes para sobrevivir. Su
adaptación estuvo mal encaminada porque en vez de es-
pecializarse en un punto de detalle, se generalizó e inte-
resó al organismo entero: es decir, se anularon. Los cier-
vos a los que crecieron tan desmesuradamente las ramas
de sus cuernos que no pudieron sostenerlas, o los mamuts
a los que los colmillos resultaron un peso y un estorbo an-
tes que una herramienta útil. Para el hombre la especiali-
zación se realizó por órganos, no en el organismo entero;
así la posición erecta se acompaña de muchas modifica-
ciones, que no le impiden, cuando lo necesita, por ejem-
plo, inclinarse, arrodillarse, sentarse o incluso deambu-
lar a cuatro patas. Cuando una especialización está adqui-
rida parece como si la especie en cuestión no pudiera evo-
lucionar mucho más. Grassé afirma que «la especializa-
ción quita a la especie toda esperanza de evolución». Aun-
que entendamos que, sobre todo para las especies anima-
les, no se trata de evitar especialización alguna, sino aque-
lla que afecta a todo el individuo. Como dice Lehman «la
evolución no es propia de las formas no especializadas,
sino de las formas poco especializadas», y este es un tema
que atañe, en lo que respecta a la especie humana, funda-
mentalmente a la mujer.

644
1. La variación

La variación es el hecho por el cual dos individuos de


un mismo grupo son ligeramente diferentes. Sólo puede
hablarse de variación dentro de un grupo taxonómicamen-
te dado, en caso contrario hablamos de diferencias, como
por ejemplo entre el hombre y el mono. Las variaciones
entre los seres humanos se distinguen por la talla, el co-
lor de los ojos, de la piel, la forma del cráneo. Estas va-
riaciones obedecen a tres causas: al ambiente, a la heren-
cia y al factor tiempo.
Las variaciones debidas al medio ambiente se denomi-
nan somaciones, de la palabra soma = cuerpo, en oposi-
ción al germen. Así los gemelos procedentes del mismo
óvulo (monocigóticos o univitelinos) que criados en me-
dios diferentes alcanzan un peso y altura diferentes.
Las variaciones debidas a la herencia se producen por
dos causas: proviene del azar de las combinaciones gené-
ticas, o de las mutaciones. El azar de las combinaciones
genéticas conocemos los resultados que obtiene cuando
observamos las diferencias que muestran hermanos de la
misma madre y del mismo padre respecto al color de los
ojos, la estructura de la cara o el temperamento.
La mutación que consiste en un cambio brusco en la
acción de un gen es todavía una causa poco conocida por
los biólogos. La herencia ya no da una réplica exacta de
las combinaciones genéticas de los progenitores, sino lo
que llaman «una copia falsa» de ellos. En la inmensa ma-
yoría de los casos, la mutación afecta al edificio orgánico
que se ha adaptado mejor o peor, y generalmente el nuevo
ser, el muíante, no es viable. Excepto en algunos casos,
como en todas las reglas. Y en ellos la mutación persiste,
1 de cada 1.000 según Huxley, pero entonces no tiene nece-
sariamente un valor adaptativo y no se desarrolla, sino
que simplemente vegeta. A menudo tiene un efecto sus-
tractivo: así el hombre es un mono que ha perdido sus
pelos y su rabo; un albino es un individuo que ha per-
dido su factor general de pigmentación.
Pero la mutación también puede repetirse; aun cuando
tenga por sí misma un efecto mínimo y no actúe más
que sobre un carácter muy secundario, hace, sin embar-
go, evolucionar al grupo.
La mayoría de los biólogos explican la evolución por
la mutación, escogida por la selección. En principio, una

645
mutación es efecto del azar, aunque éste sea invocado con
demasiada frecuencia por los científicos, cuando no saben
explicar de otra manera la causa de un fenómeno.
De estas tres variaciones únicamente las dos últimas
son origen de la evolución, pues la somación no tiene
efecto evolutivo ya que no se transmite a la descendencia.
La variación heredada producto de las combinaciones ge-
néticas y de las mutaciones son los factores evolutivos de
primera importancia, a condición de concillarse con la
adaptación.
Una sucesión de variaciones que se efectúan en el mis-
mo sentido y que se suman, ya que cada una de ellas apa-
rece como la acentuación de la precedente, es el fenómeno
llamado ortogénesis o evolución rectilínea. La ortogénesis
tiene como corolario el de la irreversibilidad de la evolu-
ción. Puede llegar tanto a una simplificación o rudimenta-
ción, como a un perfeccionamiento o complicación. Del
mono al hombre el cerebro aumenta de peso y de com-
plejidad (perfeccionamiento), por el contrario, el cráneo
se graciliza (simplificación).
Las investigaciones repetidas desde hace un siglo han
llevado a la conclusión a los científicos de que la evolución
de los seres no es lineal sino ramificada, presentando nu-
merosas ramas colaterales, con especies más o menos es-
pecializadas. En el camino evolutivo no siempre se encuen-
tran ortogénesis; existen desviaciones en la estirpe que im-
porta subrayar, ya que el ser humano podría corresponder
muy bien a una de ellas, o tal vez prepararla. También
hay detenciones, lo que ha permitido suponer a determina-
dos antropólogos que tal vez la evolución termine en el
hombre. Y en este caso deberíamos entender el término
hombre en su sentido literal, el de varón de la especie, ya
que la mujer todavía tiene un importante camino que
recorrer en su evolución fisiológica.
Sin embargo, entendamos, que la ortogénesis, la adap-
tación y la herencia no constituyen los únicos factores de
la evolución. Cada uno de ellos son elementos básicos,
pero nunca fuerzas directrices.
El factor tiempo es también otro fundamental en cues-
tiones de evolución. El tiempo biológico, es decir el tiem-
po de vida de cada ser. Dentro de este tiempo individual o
genérico el crecimiento es el elemento dominante, aunque
la longevidad tiene su importancia no despreciable, y junto

646
a la duración del crecimiento interviene otro dato: su
rapidez.
Veamos la importancia del crecimiento en el desarro-
llo de un mamífero. En éste comprende cuatro etapas:
embrionaria, durante la cual se transforma y conforma
los principales órganos; fetal, en la que crece antes de
nacer; infantil, el crecimiento postnatal; y puberal, de
maduración de los órganos sexuales. El conjunto de las
cuatro etapas forma la ontogenia, del griego, ontos, el
ser y genos, origen.
Un crecimiento más lento del individuo permite una
maduración más cuidadosa de los órganos y una mayor
afinación de las estructuras. Este crecimiento prolongado
es la causa segura de la mayor complejidad de nuestros
circuitos cerebrales, y, por tanto, de la inteligencia hu-
mana. La hominización, en consecuencia, no sería ni una
adaptación ni una selección, sino una mutación que ha-
bría alargado la duración del crecimiento, con el fin de
adaptarse a las condiciones ambientales.
Es interesante comprobar que la evolución se acelera
en las últimas fases de tiempo. Mientras las primeras
transformaciones duran millones de años, las últimas eta-
pas que cumple el ser humano para convertirse en el
homo sapiens, son cada vez más cortas. Del Australopithe-
cus afarensis al Homo Erectus transcurren tres millones
de años, mientras que del Hombre de Neanderthal nos
separan ciento cincuenta o doscientos mil años, y del de
Cromagnon solamente cuarenta o cincuenta mil.
Ahora bien, es cierto que esta aceleración evolutiva se
produce no tanto en la morfología del cuerpo humano,
cuanto en sus manifestaciones funcionales. La adapta-
ción humana se realiza más en la transformación del
mundo exterior que en sus propios órganos o cambio
estructural de sus miembros. Así se habla de «envejeci-
miento del mundo viviente» y de aceleración evolutiva,
sin que por ello exista una contradicción.
En las últimas épocas geológicas se introducen pocas
innovaciones en la naturaleza, lo que permite hablar del
envejecimiento del mundo, mientras la aceleración evo-
lutiva del hombre produce cambios innovadores funda-
mentales en el plano cultural y técnico, que conducen a
importantísimos y transformadores cambios históricos. 2

2. Datos proporcionados por María Encarna Sanahuja Yll, pro-

647
2. La cultura
A la adaptación y la variación, con sus clasificaciones
en combinaciones genéticas y mutaciones, y la sucesión
de variaciones u ortogénesis, y la ontogénesis que cumple
los objetivos propuestos por las anteñores, el homo sa-
piens va modificando su vida a través de la cultura.
Los antropólogos en sus estudios sobre la cultura de
las comunidades humanas, emplean para definirla expre-
siones que tienen un significado muy amplio: así por ejem-
plo, los antropólogos neoevolucionistas estiman que cul-
tura es simplemente «la conducta aprendida que se trans-
mite socialmente». Tylor, un antropólogo evolucionista clá-
sico, define el término cultura como «el complejo que
incluye los conocimientos, las creencias, el arte, la moral,
el derecho, las costumbres y todos los hábitos y capacida-
des adquiridos por el hombre en cuanto a miembro de
una sociedad». 3
Toda vez que existen costumbres y prohibiciones re-
lacionadas con prácticamente todos los aspectos de la
conducta humana, desde la forma de reír hasta la de llo-
rar y de la de comer a la de dormir, el antropólogo obser-
va y describe todos los comportamientos humanos como
elementos integrantes de su cultura. 4
Sabemos que la evolución humana no ha sido lineal,
no es posible hablar ya de una ortogénesis en la que los
fósiles más antiguos hayan dado lugar a especies de ma-
yor perfección. Ciertas especies se extinguieron sin dejar
descendencia, otras poseyeron antepasados de caracteres
más modernos, y, finalmente, se dio la coexistencia de al-
gunos homínidos como el caso del australopithecus afri-
canus, el australopithecus robustus, el homo habilis y el
homo erectus. 5
La evolución cultural puede, a su vez, provocar una
evolución biológica, ya «que el hombre es capaz de modi-

fesora de Prehistoria e Historia Antigua de la Universidad Central


de Barcelona.
3. Tylor, E. B. (1871).
4. J. Sabater Pi, El chimpancé y los orígenes de la cultura.
Promoción cultural, S. A. Temas antropológicos, Barcelona 1978,
pág. 61.
5. Alimen, M. H., y Steve, M. J. Prehistoria. Siglo XXI, Madrid
1977, pág. 22.
Walter, A. Leakey, Los homínidos de Turkana Oriental, Investi-
gación y Ciencia, octubre 1978.

648
ficar su medio de desarollo de tal modo que las modifica-
ciones del medio ambiente repercuten sobre sus bases
neurofisiológicas y, por lo tanto, sobre las de comporta-
miento, y todavía no ha concluido, pues las sociedades
siguen evolucionando». 6
Tendríamos aquí una explicación de la evolución que
aceptaría la teoría de Lamarck, que ya antes de Darwin,
desarrolla la tesis de la evolución humana. Él fue el pri-
mero que tuvo la intuición genial de hacer intervenir el
medio exterior, la herencia y el factor tiempo en el meca-
nismo de la evolución. De él es la afirmación de que la
función crea el órgano. La necesidad crea el órgano nece-
sario y el uso lo fortifica y lo aumenta considerablemente;
la falta de uso, al contrario, conduce a la atrofia y desa-
parición del órgano inútil. Los ejemplos que sirven para
demostrar esta teoría son múltiples: el largo cuello de la
jirafa para poder alcanzar las ramas altas, la desaparición
de los ojos en los seres que viven en la oscuridad. Y aun-
que Lamarck no pudo decirlo por las censuras de su épo-
ca, el ejemplo en los humanos sería la piel negra, produc-
to del oscurecimiento necesario para poder soportar el
sol de los trópicos, o la planta del pie en función de la
marcha bípeda. Así pues también se encontraría la forma-
ción de órganos nuevos como respuesta a un cambio de
medio; y de la misma manera se explicaría la creación
de nuevas especies, cada vez más perfeccionadas.
La selección del más fuerte de Darwin vino a corregir
la teoría lamarckiana, y a éste los neoevolucionistas y los
materialistas marxistas le introdujeron nuevas correccio-
nes y modificaciones, pero la discusión continúa. Los cien-
tíficos operan en campos diversos, antropología, zoología,
geología, arqueología, en busca de la causa o de las causas
de la evolución animal y humana. Con casi toda seguridad
éstas son la síntesis de todas las citadas, y la experimenta-
ción de unos y otros va añadiendo nuevos datos a los ya
existentes.
En el estudio de las adaptaciones culturales entre los
primates no humanos algunos experimentos son muy sig-
nificativos. El etólogo Kummer es quien facilita el con-
cepto más conciso de «conducta cultura» en los primates
no humanos. La adaptación de los primates superiores, y

6. Thibault, O., El hecho biológico, pág. 29. El hecho femenino,


Cí'f.

649
de todos los seres vivos, se lleva a cabo en dos direcciones:
1) mediante la lenta y gradual modificación del genotipo,
es decir por adaptación filogenética, y 2) a través de adap-
taciones individuales al entorno ecológico, que es siempre
cambiante, por adaptación ontogenética. Las referidas
adaptaciones ontogenéticas es preciso subdividirlas a la
vez en: a) modificaciones resultantes de la acción de facto-
res tales como el clima, la geología, la presión predatoria,
la interferencia humana, etc., y b) las modificaciones socia-
les que integran el grupo. Cuando tales cambios sociales
y culturales se difunden y perpetúan durante 7varias gene-
raciones, entonces es lícito hablar de cultura.
Kummer define la «protocultura» de los primates como
variantes de la cultura provocados por modificaciones so-
ciales; éstas originan «personalidades» distintas de las ac-
tuales, las cuales, a su vez, modifican la conducta de otros
congéneres. Los factores sociales en la adaptación ontoge-
nética del comportamiento son mucho más trascenden-
tes que los simplemente ecológicos, por lo que, en conse-
cuencia, el estudio de la cultura elemental de los primates
tiene una importancia primordial en el conocimiento de
estas poblaciones animales.
Esta «protocultura» es preciso dividirla en: material
y social; ésta última referida a la conducta social en un
sentido amplio que integraría la comunicación, la coo-
peración, los hábitos alimenticios, las estrategias de caza,
los desplazamientos, la construcción de nidos o camas
para descansar durante la noche, etc. Y lo material, refe-
rente tanto a la modificación y el uso de objetos natura-8
les como herramientas como el simple uso de los mismos.
Referente a la «cultura social» de los primates los es-
tudios que realizaron los psicólogos japoneses son ya clá-
sicos. En septiembre de 1953 Kawamura, observó por pri-
mera vez en la isla japonesa de Koshima, como la hembra
«macaca fuscata» F-lll, de 15 meses de edad, lavaba a las
orillas del mar y con ambas manos varias de las patatas
7. Kummer, H. (1971). Tomado de El chimpacé y los orígenes de
la cultura, J. Sabater Pi, cit., pag. 62.
8. «La protocultura material de los chimpancés, que es la única
realmente trascendente, ha sido estudiada, como hemos visto en la
introducción de este escrito, por diversos autores: Van Lawick-
Goodall, J. (1970) y Beck, B. (1975) hacen un resumen global de to-
dos los descubrimientos realizados hasta el año 1975, siendo el tra-
bajo de Beck específico de los primates», Sabater Pi, obr. cit.,
pag. 63.

650
que como ración alimenticia se suministraban regularmen-
te a la colonia de macacos japoneses que viven, en estado
natural, en la mencionada isla. Otra observación, en no-
viembre de 1954, señaló que el macho M-10, de un año de
edad, también había aprendido a lavar las patatas antes de
comerlas. En enero del año siguiente, otro macho, el
M-12 y también la hembra F-105, madre de F-lll, descu-
bridora de esta «cultura», lavaban regularmente estos tu-
bérculos antes de comerlos; eran pues 4 los individuos
que en el primer mes del año siguiente lavaban usualmen-
te este alimento antes de consumirlo.
En el año 1957 eran 15 los animales que conocían esta
técnica, y en 1962, con una población total de 59 indivi-
duos, 36 de ellos lavaban regularmente las patatas, lo que
representaba un 73,4 % de la población total. El citado
autor comprobó que la dinámica de este aprendizaje, se-
guía una línea que se iniciaba en un individuo infantil,
pasaba a sus compañeros de juegos de la misma edad,
luego a las madres de los mismos y después a las hem-
bras subadultas; los machos adultos eran los últimos en
aprender y algunos de ellos no llegaban nunca a adquirir
esta nueva conducta.
El mismo autor observó también como la misma hem-
bra F-lll recogía puñados de trigo que se hallaban mez-
clados con la arena de la playa (conjuntamente con las pa-
tatas se alimentaba también a estos monos con trigo her-
vido) y los lavaba cuidadosamente en el mar logrando
así separar estos granos de la arena; esta habilidad siguió
una línea de difusión «cultural» similar a la que hemos
descrito anteriormente; se demostró otra vez que estas
nuevas conductas siempre son adquiridas por los jóvenes
del grupo y que pasan posteriormente a los individuos
adultos mediantes la dinámica de las relaciones sociales;
siendo el juego el vehículo propagador entre los jóvenes. 9

3. Las contradicciones de la evolución en la mujer

La evolución humana, cuyas líneas generales hemos


seguido en las páginas precedentes, que ha seguido los
diversos caminos estudiados, no ha significado lo mismo
para el varón que para la hembra. Si al varón no le ha pro-

9. Sabater Pi, El chimpancé..., cit., pág. 64.

651
porcionado más que ventajas biológicas, fisiológicas y cul-
truales, la mujer se h a encontrado en una clara contradic-
ción. Va a pagar, desde el principio, un penosísimo precio
por el aumento de su capacidad cerebral por dos razones
fundamentales: en primer lugar, la posición erecta le es
desfavorable en cuanto a la reproducción de la especie; en
segundo, precisamente por ser ella la única que se repro-
duce, se le otorga, por sus características fisiológicas, el
trabajo excedente de criar y dedicar más tiempo a las
crías para que éstas sobrevivan.
Al mismo tiempo que se modificaba la estructura ósea
de las extremidades inferiores y superiores de nuestros
antepasados, también sufrió transformaciones la pelvis.
La articulación sacroilíaca tuvo que ensancharse y refor-
zarse. En los antropoides y en el hombre hay cinco vérte-
bras sacras, en vez de las dos o tres de los monos infe-
riores, transformación directamente relacionada con la
posición erecta, de la misma forma que el ensanchamien-
to de la pelvis, más desarrollada transversal que longitu-
dinalmente.
La forma y estructura de la pelvis femenina se trans-
formaron para permitirle su trabajo reproductor, a causa
de que el feto humano posee una cabeza mucho más gran-
de que el simio. La característica de la pelvis femenina
es la mayor amplitud del pasaje de la pelvis mayor a la
pelvis menor, como hemos visto en la primera parte de
esta obra. La cabeza del feto está en la región de la pel-
vis mayor hasta que, en el momento del parto, pasa por la
abertura que comunica con la pelvis menor. Esta abertura
es mayor en la pelvis femenina que en la masculina, del
mismo modo que es también mayor el ángulo formado por
las ramas del pubis, divergentes hacia abajo y lateral-
mente desde la sínfisis pubiana. Esta estructura facilita
la salida del feto de la pelvis menor, cuando el borde su-
perior del sacro, con el coxis, retrocede. 10
Pero ni el largo proceso del desarrollo de la locomo-
ción erecta ha logrado adaptar completamente al ser hu-
mano a este tipo de desplazamiento, como lo prueban los
accidentes que sufre el hombre por esta causa, como las
hernias, y las enfermedades derivadas de ella, como

10. Niéstorj, M. F., El origen del hombre. Ed. Mir. Moscú 1979,
págs. 160-161.

652
las oclusiones intestinales o las apendicitis. Para la mujer
el precio ha sido muy superior.
En las mujeres, durante el embarazo, la fuerza de la
gravedad atrae al embrión hacia la pelvis y no únicamente
hacia la pared abdominal como ocurre en las hembras de
nuestros antepasados, los mamíferos cuadrúpedos. La pel-
vis femenina, al ser reconstruida, pudo cumplir, más o
menos satisfactoriamente dos funciones contradictorias:
servir de apoyo al torso y, durante el parto, brindar una
salida suficientemente amplia a la voluminosa cabeza del
feto.11
Las enfermedades, accidentes y traumas que sufre la
mujer durante el embarazo y el trabajo del parto, los he-
mos estudiado suficientemente en la primera parte del li-
bro. Todos ellos son consecuencia de la adaptación de la
hembra humana a su nueva vida inteligente, mientras si-
gue cumpliendo con su especialización reproductora. Toda
su historia no es más que el constante debate entre su
capacidad intelectiva y su capacidad reproductora. Los
cambios culturales, las revoluciones históricas, los avances
técnicos, no han sido suficientes para liberarla de esta
servidumbre; para ella el cumplimiento de su principal
trabajo: la supervivencia de la especie ha significado su
esclavitud social.
Resulta criminal recordarle, como hacen los autores
conservadores tan a menudo, que las mujeres no han te-
nido jamás un papel preponderante en la política, ni en
las ciencias ni en las artes, como lo demuestran los esca-
sos ejemplos que encontramos a lo largo de la historia,
que, como excepciones que son, únicamente confirman la
regla general. Porque las mujeres han cumplido puntual
y mansamente con su principal tarea: reproducir hom-
bres para el desarrollo de tan nobles tareas, y mujeres
para reproducir más seres humanos. Si además, en alguna
ocasión, pudieron conocer el Derecho, practicar las artes
o ejercer la medicina, ello se debió al enorme esfuerzo de
algunas privilegiadas por la genética, en su temperamento
y carácter.
En los interminables tiempos de las hachas de sílex
hasta hoy, el destino «natural» de la mujer era someterse
a los ciclos reproductores desde el momento en que su
fisiología anunciaba que se hallaba preparada para ello

11. Niéstorj, M. V., obr. dt., pág. 163.

653
como se comprueba en las comunidades domésticas actua-
les. Su trabajo fundamental, que consumía la mitad de su
tiempo activo, era gestar, parir y amamantar, alternándolo
con el trabajo productivo que ocupaba el restante cincuen-
ta por ciento de sus horas útiles. Las hembras humanas,
por tanto, poco se diferenciaban de las hembras anima-
les. Esto significaba que su vida fértil muchas veces no
había concluido aún cuando les sobrevenían la muerte, y
la mayoría de las mujeres no veían adultos a todos sus
hijos.
Para la mujer, estos ciclos de fecundidad, fertilidad,
amamantamiento, nuevos embarazos y partos, hasta la me-
nopausia, que solía marcar el fin de su vida, tenía conse-
cuencias muy distintas a las que sufren las mujeres de
hoy en los países desarrollados. Los antropólogos han
puesto de relieve que en las comunidades domésticas las
relaciones sexuales empiezan desde la pubertad. Sin em-
bargo, los primeros embarazos no se producen hasta va-
rios años más tarde, a pesar de la ausencia de medidas an-
ticonceptivas. Este período de infecundidad prolongada
parece deberse al hecho de que las ovulaciones no comien-
zan habitualmente hasta varios años después de las prime-
ras menstruaciones. Doring (1969) obtuvo estadísticas de
las curvas de temperatura correspondientes a varios mi-
llares de ciclos menstruales en jóvenes alemanas a partir
de los doce años. Los porcentajes de ciclos anovulatorios
en los tres grupos de edad considerados son los siguien-
tes: 12-14 años: 60 %; 15-17 años: 45 %; 18-20 años: 25 %.
El porcentaje máximo de ciclos ovulatorios 96 %, no apa-
recía antes de los 26-30 años. Hay buenas razones para
creer que el porcentaje de ovulación en la fase pospuber-
taria es pequeño.
Por tanto, el primer embarazo se produce en las comu-
nidades domésticas más tarde de los quince años, y gene-
ralmente hacia los dieciocho o veinte. A esta fecha tardía
de concepción, se añade, para explicar la baja fecundi-
dad de las mujeres en el modo de producción doméstico, la
larga lactancia como causa de anovulación. Roger V. Short
añade que, tras largos estudios sobre la fecundidad máxi-
ma realizados por diversos autores, aunque el cálculo de la
fecundidad biológica real después del nacimiento del pri-
mer hijo es desgraciadamente imposible de determinar,
dado el número de variantes incontrolables susceptibles de
suspender la fertilidad —como la amenorrea de lactación

654
o posibles tabúes sobre las relaciones sexuales durante
el período del posparto— nuestra especie tiene la tasa de
fecundidad más baja de todas las especies.
MacLeod y Gold (1955) estudiaron 428 mujeres neoyor-
kinas que intentaban tener un hijo y observaron los por-
centajes siguientes de concepción en función de la frecuen-
cia de los coitos semanales (mujeres que concibieron en
los primeros seis meses de la encuesta): 83 % para cua-
tro coitos o más: 51 % para tres o cuatro coitos y 32 %
para uno o dos coitos a la semana. Comparando estas ci-
fras con la tasa de concepción en el ganado, que alcanza
el 75 % con una sola inseminación artificial, Short afirma
que el fenómeno tiene como explicación que el esperma
humano normal contiene una proporción muy elevada de
¿spermatozoides morfológicamente anormales, en un por-
centaje que sobrepasa con frecuencia el 40 %, mientras
que los demás primates (a excepción del gorila) tienen es-
permatozoides notablemente uniformes.
Esto hace pensar que una fuerte proporción de esper-
matozoides humanos son genéticamente defectuosos y que,
si fueran capaces de fecundar el ovocito, producirían em-
briones anormales. Existen muchas razones para creer
que la tasa de mortalidad embrionaria en la especie hu-
mana es extremadamente elevada. Examinando el útero
de 210 mujeres casadas fecundas sometidas a histerecto-
mía por razones no especificadas, Hertig (1975) descubrió
treinta y cuatro embriones de uno a diecisiete días, de los
cuales sólo veintiuno eran embriones normales, lo que da
una tasa de mortalidad embrionaria del 38 °/o para el pri-
mer período de amenorrea. Siguiendo 3.084 casos de em-
barazos probables en la isla hawaiana de Kauai a partir
de la ausencia de reglas, French y Bierman (1962) regis-
traron un 23,7 % de abortos naturales; comprobaron tam-
bién que las tasas más altas de mortalidad embrionaria
se sitúan durante los primeros meses de embarazo y que
la incidencia de los partos no provocados después de la
vigesimoctava semana de gestación era sólo del i %.
Los estudios cromosómicos de fetos procedentes de
abortos espontáneos revelan que la tasa de anomalías es
máxima en los abortos espontáneos y precoces, alcanzan-
do casi el 50 % en la octava semana de la gestación, para
reducirse al 5 % hacia el final de la vigésima semana.

655
Short 1 2 concluye que no hay otro remedio que aceptar
que nuestra especie es muy poco fecunda, hecho que viene
a confirmar, desde el punto de vista científico, las leyes
de la reproducción que explico en el primer tomo de esta
obra, y que los datos que proporciona Short vienen a ra-
tificar:
«Tradicionalmente se ha considerado que la eficacia
reproductiva estaba sujeta a las más fuertes presiones
selectivas. Por ello parecen sorprendentes las escasas ca-
pacidades reproductivas de nuestra especie. Se puede pen-
sar que el largo período reproductivo de la mujer, que
se extiende aproximadamente a tres decenios, disminuyó
su eficacia reproductiva inmediata en comparación a las
especies de más corta longevidad. Incluso una cierta in-
fecundidad pudo resultar una ventaja desde el momento
en que el nuevo tipo de "herencia exogenética" propio de
nuestra especie se caracterizaba por un vínculo prolon-
gado entre madre e hijo y un largo espacio de tiempo en-
tre cada nacimiento sucesivo. La falta de estadísticas re-
lativas a los siglos más alejados no nos permite evaluar
sus tasas de natalidad. Todo lo que puede decirse es que,
en el 99 % de los millones de años que abarca la historia
del hombre, la tasa de crecimiento de la población fue
extraordinariamente lenta.»
A esta lentitud, que ya conocemos, fue de capital impor-
tancia la servidumbre alimenticia de la madre respecto
el niño. Mientras la transferencia de sustancias alimen-
ticias de la madre al feto a través de la placenta es im
modo de nutrición muy eficaz, el proceso de lactación
supone un cierto despilfarro, tanto para la madre que
debe sintetizar la leche con un rendimiento del 80-90 %,
como para el recién nacido, que la absorbe y la digiere con
pérdidas suplementarias en el curso del proceso. Rao y
Rao (3974) demostraron que las mujeres encintas podían
mantener un equilibrio positivo del nitrógeno siguiendo
un régimen de 42 g. de proteínas y 2,100 de calorías al
día, mientras que con el mismo régimen, las que amaman-
taban presentaban un desequilibrio en nitrógeno de 1 g.
diario por término medio. Concluyeron que la mayoría
de las mujeres indias americanas padecían ese desequi-
librio durante el período de lactación. Estas dificultades

12. La evolución de la reproducción humana en El hecho feme-


nino, obr. cit., pág. 206.

656
y deficiencias nutritivas de la mujer —a pesar de lo que
ahora afirmen los ideólogos reaccionarios sobre la lactan-
cia materna— parecen ser las causas de la inhibición de
la función reproductora de la mujer durante la lactancia.
De la misma forma que la menarquía no aparece, o apa-
rece muy tardíamente, en adolescentes desnutridas, y se
ha podido comprobar ya la relación estrecha que guarda la
alimentación con la menstruación, como desgraciadamen-
te se probó en los campos de concentración nazis, donde
las mujeres subalimentadas perdieron las reglas, el gasto
de energías que le supone a la mujer la lactancia, le su-
prime generalmente la ovulación. Según Frich y Mac-
Athur (1974) existe «un peso crítico», bastante alto en la
mujer adulta, por debajo del cual no se mantienen los
ciclos menstruales, lo mismo que existe en la adolescente
un cierto peso crítico que ha de ser alcanzado para que
aparezcan las primeras reglas.
Esta anovulación es la que espacia los nacimientos en
las mujeres de las comunidades domésticas. El aumento
de la natalidad entre los cazadores-recolectores nómadas
kung del desierto de Kahalari, cuando abandonaron la
vida nómada y se establecieron en los poblados agrícolas
donde pudieron destetar a los niños antes, gracias a la
sustitución de la leche materna por cereales y leche de
vaca, prueba esta suposición. Aunque, como ya hemos
visto, ni los cazadores-recolectores limitan su natalidad
exclusivamente por la lactancia, ni los pueblos agrícolas
se reproducen abundantemente al limitarla, ya que las
consideraciones culturales y las necesidades económicas
establecen los correctivos necesarios para controlar la na-
talidad.

4. La menstruación, equivocación fisiológica


de la mujer moderna

Pero independientemente de estos factores, que ya he-


mos estudiado, el espaciamiento de los nacimientos, tanto
como el retraso de la menarquía, le supusieron —y le su-
ponen— a las mujeres de las comunidades domésticas cor-
tos períodos de tiempo con reglas. Así, desde la pubertad
hasta la menopausia no tienen más que unos cuantos años,
en toda su vida, con menstruaciones. No olvidemos que la
menstruación significa únicamente la ausencia de emba-

657
razo. Por tanto, para la mujer de las sociedades desarro-
lladas la situación ha cambiado radicalmente.
Desde que la natalidad ha sido controlada bastante efi-
cazmente por ella, como se demuestra por el descenso
demográfico que ya hemos constatado, las mujeres deben
soportar reglas continuas durante treinta años —teniendo
en cuenta que la pubertad aparece para ellas mucho antes
que a sus hermanas más desnutridas— con el escaso inter-
valo de dos o tres años para parir uno o dos hijos y lac-
tarios breves meses.
El estudio sistemático y estadístico de las consecuen-
cias de la menstruación ha llevado a concluir que ésta que
es únicamente el signo de la infertilidad, conlleva para
la mujer diversos trastornos generalizados: anemia cró-
nica, depresión psíquica y física. El primero está motivado
por la pérdida de sangre propiamente dicha. De acuerdo
con estudios cuantitativos precisos, la pérdida menstrual
media por cada ciclo es de 43 mi, con una tendencia cre-
ciente en función de la edad y del número de hijos. Así, el
10 % de las mujeres pierden al menos 100 mi de sangre.
Si tenemos en cuenta que un glóbulo rojo tarda aproxima-
damente de veinte a veinticinco días en formarse, com-
prendemos que las mujeres no tengan nunca repuesta su
reserva necesaria de sangre. Y aunque en los países de-
sarrollados estas pérdidas suelen compensarse con una
alimentación rica, cosa no posible en las regiones pobres,
conocemos la incidencia de la anemia leve en la mayoría
de las mujeres en la edad adulta. A esta deficiencia hay
que añadir el síndrome de la tensión premenstrual, con su
cuadro de depresiones típico.
Short señala que asi se advierte que una serie ininte-
rrumpida de ciclos menstruales es una experiencia rela-
tivamente nueva para nuestra especie, se plantea la cues-
tión de su posible nocividad».13 En este capítulo, que no re-
produzco para no alargar el tema, Short se refiere a la
incidencia que ello pueda tener en el aumento constante
de cáncer de mama y de matriz, señalando que la mayor
incidencia de estas enfermedades se producen en los países
desarrollados. Datos éstos que manipulados por los mé-
dicos tradicionales han venido a aconsejar a las mujeres
que tengan más hijos para evitarlos. Lo que ninguno ha

13. El hecho..., cit„ pág. 214.

658
sido lo suficiente honesto para aconsejar que supriman
las reglas.
Short explica que «no cabe duda de que esta multipli-
cación por nueve de la duración del período cíclico (en
las mujeres modernas) plantea una serie de problemas
nuevos para nosotros. No tenemos ninguna experiencia an-
terior en la evolución y no estamos genéticamente adap-
tados para hacer frente a una tal situación. La consecuen-
cia inevitable de todo medio anticonceptivo que interfiera
en la fecundación después de la ovulación (el condón o el
estérilet, por ejemplo) es la multiplicación del número de
ciclos menstruales. Cosa curiosa, con el método más efi-
caz de anticoncepción, la pildora, que actúa antes de la
ovulación, elegimos imitar el ritmo menstrual mensual,
ya que se considera éste como un estado más "normal"
que la amenorrea, y, por consiguiente, como "más acepta-
ble". Ahora bien, si es más aceptable, no es en modo al-
guno más "normal". Los prejuicios ginecológicos enraiza-
dos en la medicina occidental han favorecido, sin duda
involuntariamente, el desarrollo de formas de anticoncep-
ción inadaptadas tanto a la experiencia pasada como al
porvenir de la humanidad. Parece incluso cada vez más
evidente que la mujer occidental se mostrará más favo-
rable al empleo de un método anticonceptivo acompañado
de amenorrea. Una encuesta efectuada en 1975 por Mi-
11er y Smith sobre una muestra de 88 jóvenes california-
nas solteras, blancas, de dieciocho a veintitrés años de
edad, el 50 % de las cuales llevaba una vida sexual activa,
reveló que el 80 % de entre ellas era favorable a la elimina-
ción de las reglas. Nuestra propia experiencia clínica, rea-
lizada en Edimburgo, con el régimen dosificado de un an-
ticonceptivo oral que reduce la frecuencia de las reglas a
cuatro veces al año (pildora Tricycle; Londres, Potts y
Short, encuesta no publicada), demostró que el método es
bien acogido por un buen número de mujeres.
»Si las jóvenes solteras parecen acoger bien la ameno-
rrea, las jóvenes casadas de la treintena que tienen ya el
número de hijos que deseaban y que han elegido (o persua-
dido a sus maridos de elegir) un método de esterilización
irreversible deberían darle una acogida aún más favorable.
Se encuentran ante la perspectiva de doscientos ciclos
menstruales totalmente inútiles, onerosos en términos de

659
protección sanitaria, incómodos, estorbando su actividad
cotidiana y eventualmente dolorosos».14
Los datos que nos ofrece Short han causado la sorpre-
sa de todas las mujeres con quienes los he comentado.
Porque los prejuicios ginecológicos de que habla este au-
tor no ha sido involuntariamente —como apunta ingenua-
mente— como han favorecido el mantenimiento de las re-
glas en las mujeres que se someten a una medicación ano-
vulatoria para controlar la natalidad. El mantener some-
tidas a las mujeres a la dependencia de las constantes
menstruaciones, mediante el uso de anovulatorios que sólo
tienen veinticuatro días de racionamiento, es una táctica
absolutamente consciente. En la consulta sobre este asun-
to a varios médicos, algunos dijeron no conocer semejante
tratamiento con el tono de escándalo de quien oye un bre-
baje brujeril, otros sonrieron sin darme explicaciones, y
hubo quien afirmó que la costumbre se mantenía porque
a las mujeres «les gustaba ponerse el pañito cada mes».
En la conciencia popular existe el convencimiento de
que la menstruación es «imprescindible» y a las que pade-
cen amenorrea se las considera enfermas que deben luchar
por alcanzar la curación. Bien es cierto que la ausencia de
reglas indica imposibilidad de concebir, y siendo ésta la
fundamental tarea y más elogiada capacidad femenina, la
que no la posee es sólo media mujer, despreciada por los
demás y minusvalorada por sí misma. Pero respecto a
aquellas mujeres que ya han tenido los hijos que el ma-
rido deseaba, y cuya capacidad reproductora está com-
probada y les permite inscribirse en el censo de las mu-
jeres que han sido útiles a su esposo y a su nación, la au-
sencia de reglas se considera igualmente como una en-
fermedad contra la que hay que combatir. La ideología do-
minante, transmitida directamente por los médicos, dispo-
ne que para ser mujer hay que menstruar, o embarazarse,
o parir, o lactar. Porque la mujer que no menstrua es en
la práctica un hombre. Y eso no se puede consentir.
La presión ideológica ha hecho a las mujeres desear la
menstruación que mantiene su identidad de mujeres, aun-
que no comprenden que únicamente luchan por aquellos
signos fisiológicos que las igualan con las restantes hem-
bras. No es su identidad humana la que defienden, sino la
identidad animal. Alcanzar la identidad humana ha de

14. Id., pág. 213.

660
requerir necesariamente diferenciarse de las otras hem-
bras. Alcanzar la humanidad ha de obligarlas a renunciar
a su fisiología femenina.
No basta con reducir la natalidad, porque las servi-
dumbres que origina el mantenimiento de la reproducción,
aunque sólo sea al nivel de reemplazo de la generación an-
terior, sigue constituyendo una incapacidad imposible de
compensar. Desprenderse definitivamente de su tarea
reproductora significa acabar con su esclavitud de mi-
lenios, y además, recuperar de una vez, a la par que las
fuerzas físicas, la igualdad con el hombre. Renunciando
a las míticas menstruaciones, acabarán con la conocida
«suciedad» que conlleva la debilidad crónica, la pérdida
de las reservas minerales, que produce agotamiento fí-
sico y nervioso, alteraciones hormonales, depresiones, ane-
mia, inferioridad física ésta que las hace mucho más vul-
nerables que al hombre.
Short, concluye su artículo diciendo que «estos hechos
subrayan la necesidad de disponer de anticonceptivos no
esteroides que permitan a las mujeres volver a las condi-
ciones que representan el estado normal en nuestras ante-
pasadas primitivas: la amenorrea... Una cosa es segura,
que la anticoncepción ofrece las mejores garantías de una
mejor salud materna e infantil. En definitiva, si nos dedi-
camos con mayor atención en el porvenir a preparar nue-
vos anticonceptivos, seremos capaces de reducir la inci-
dencia de esas enfermedades mortales y de los trastornos
invalidadores que aparecen a la hora actual como "subpro-
ductos" de la escasa tasa de natalidad en los países desa-
rrollados... Situando en el organismo de la mujer los me-
canismos que regulan la reproducción, la naturaleza nos
obliga a rivalizar con ella creando métodos anticoncepti-
vos adaptados al organismo femenino. Dando un paso más,
deberíamos intentar recuperar los que la civilización des-
truyó, es decir, la posibilidad de mantener los ovarios y
el tracto femenino en reposo cuando ya no se desea la fe-
cundidad, porque quizá el organismo de la mujer no esté
adaptado a sufrir una interminable sucesión de ciclos
menstruales que se extiende sobre la mayor parte de su
vida fecunda».15
Un paso más allá de las sugerencias de Short es el que
deben dar las mujeres. No sólo han de controlar la

15. El hecho..., cit., pág. 216.

661
natalidad y las menstruaciones; para ellas, con pala-
bras de Sanday, «la actividad reproductora que incumbe
a las mujeres desvía una parte de su energía que podría
utilizarse en otras actividades. A su vez, esta coacción im-
puesta a las mujeres permite a los hombres invertir más
energía en otras tareas, y hallarse36así mejor situados para
tomar el control de los recursos».
Para que las mujeres se adapten a las modernas con-
diciones de vida, precisan realizar una variación en su
aparato reproductor que las libre de las menstruaciones
totalmente inútiles; esta variación se transmitirá por on-
togénesis a las generaciones futuras, a la par que nuestros
descendientes serán fabricados en cómodas y esterilizadas
probetas, e incubados, en condiciones óptimas, durante
el período de gestación. Ahora veremos lo cerca que nos
hallamos de esta nueva fase de la evolución humana, que
para el género femenino aún no ha concluido.

16. El hecho..., cit., pág. 353.

662
CAPÍTULO III
LAS MANIPULACIONES DE
LA REPRODUCCIÓN «NORMAL»

«El hombre, señores, no se improvisa. La nación, como


el individuo, es la desembocadura de un largo pasado de
esfuerzos, de sacrificios, de abnegaciones.» Renán —1882—.
Conferencia en la Sorbona.

Este largo análisis de las condiciones de la reproduc-


ción humana ha de desembocar en la convicción de que
el único futuro de la humanidad liberada de toda clase de
esclavitudes se alcanzará a la par que la reproducción
«in vitro». La única forma de emanciparse de las servi-
dumbres agotadoras, incapacitantes y hasta mortales de
la gestación, la parición y la lactancia, es la fabricación
de seres humanos mediante la ingeniería genética y la
gestación en probeta. Y aunque los espíritus timoratos no
lo crean, nos hallamos, desde el punto de vista científico,
mucho más cerca de tales logros de lo que parece. La
lejanía del éxito en este tema no está marcada por nuestra
ignorancia de la biología, que ya no lo es tanto, sino por
las decisiones políticas y económicas que ello conllevaría.
María José Ragué Arias, del Secretariado del Partido
Feminista de España, cuenta que en la entrevista que rea-
lizó al doctor Steptoe el fabricante de la niña Louise
Brown, en una visita de aquél a Barcelona, en diciembre
de 1981, el médico se mostró indiferente y rechazante de
la posibilidad de formar un niño completo en las probetas
de su laboratorio. Las únicas razones que adujo para su
desinterés fueron que el proceso de incubación del feto
«in vitro» no tenía interés para la ciencia en este momento
porque «al fin y al cabo, señorita, lo más barato es siem-
pre el útero femenino».

663
Nadie, hasta ahora, se había atrevido a decir tan clara-
mente lo que es evidente. Los grandes temores que sus-
tenta un sector del movimiento femenista sobre la posi-
bilidad de que los hombres manipulen la reproducción
«in vitro» en su beneficio, resultan completamente infun-
dados. Nada hay más barato que Jos úteros femeninos
que fabrican con bastantes buenos resultados la fuerza de
trabajo que necesita el mundo. La producción en serie de
seres humanos ha de suponer, no sólo la última revolu-
ción, sino también la inversión más importante de todos
los Estados. Sobre este punto casi nada más hay que aña-
dir. Ningún Estado, ningún gobierno, se puede plantear
instalar fábricas industriales de niños, mientras las muje-
res sigan dispuestas a embarazarse, a parir y a Iactar gra-
tis. Cuando se muestren más remisas a ello... será el mo-
mento de tomar el poder, y dominar, por fin, todas las
formas de reproducción.
La crítica más extendida a nivel de las «mass-media»:
la posibilidad de que las manipulaciones genéticas fabri-
quen monstruos, esclavos, seres idiotizados pero malvados,
como en una nueva versión del monstruo de Frankenstein,
o del simple relato de Huxley Un mundo feliz, quedaría
desautorizada si la gente tuviera más conocimientos sobre
la verdadera actuación de los médicos y de los científicos,
y las malformaciones y monstruosidades que fabrica dia-
riamente la Naturaleza por los medios «normales».

1. Las anormalidades de la reproducción «normal»

Las dificultades que operan en el embarazo, en el par-


to y en la lactancia, estudiadas anteriormente, tienen gra-
ves consecuencias, como es lógico, también en el niño.
Los embarazos soportados en condiciones de subalimen-
tación, enfermedades infecciosas o crónicas de la madre,
producen lesiones, anormalidades y monstruosidades en
el feto. Pero no importan. En nuestro país, como en aque-
llos otros en que el aborto está absolutamente prohibido,
los médicos asisten impávidos a la muerte de la madre y
del feto, o a la supervivencia de un monstruo, convencidos
de que con su conducta están contribuyendo a la felicidad
de la humanidad.
Y no pensemos que semejantes casos son excepciones
a esa regla tan bonita, de puro maravillosa —es decir, ine-

664
xistente— de que todos los embarazos son fáciles, los par-
tos son sencillos y «todos los niños traen su pan debajo
del brazo»; porque ahí están las cifras mundiales para
contradecir a tan optimistas filósofos.
La subalimentación de la madre gestante es la primera
causa de la fabricación de niños raquíticos, subnormales
o deficientes. No es preciso que esa deficiencia alimentaria
sea muy grave; una alimentación ligeramente insuficiente
durante el embarazo de la madre o los primeros años de
vida del niño puede trastornar la estabilidad emocional
del pequeño, incluso cuando alcanza los 6 u 8 años. Así
lo indican recientes estudios realizados por un equipo in-
ternacional de investigadores en zonas rurales de Guate-
mala y de San Diego (California), publicados por la revista
«Pediatric Research». Los científicos que han elaborado el
informe aseguran que una deficiencia pequeña en la ali-
mentación, como la de 300 calorías diarias respecto a la
óptima señalada por la OMS, es suficiente para causar
trastornos emocionales en los niños, que perdurarán toda
la vida. Pensemos, en consecuencia, los efectos que tiene,
sobre los niños de las regiones pobres de la Tierra, el
hambre a que son sometidos ya desde la gestación.
Las últimas cifras de las organizaciones que ayudan
caritativamente al Tercer Mundo, dicen que este año de
1982, morirán 800 millones de personas por falta de nu-
trición. De ellas es imposible distinguir los adultos de los
niños, pero no hace falta saber mucho para comprender
que las razas atacadas por el mal del hambre, difícilmente
mostrarán la misma salud física, psíquica y mental que
nuestros afortunados cachorros criados al abrigo de bue-
nas madres y cuidadosos padres pequeño-burgueses. Cla-
ro que si no nos importa...
Tanto la experimentación en animales, como en estu-
dios en humanos, sugieren que existen períodos críticos
del crecimiento y desarrollo cerebral, durante los cuales
situaciones de malnutrición, incluso de corta duración y de
escasa intensidad pueden condicionar cambios irreversi-
bles. Teniendo en cuenta que una parte muy importante,
casi el 65-75 °/o del desarrollo del cerebro humano se pro-
duce en la vida postnatal, se debe prestar una especial
atención a la nutrición durante los primeros años de la
vida, en los cuales algunas etapas del desarrollo bioquími-
co del sistema nervioso central, tales como la mieliniza-
cíón, alcanzan una gran intensidad. Defectos del habla tra-

665
duciendo inmadurez en la recepción y expresión, se han
hallado en un 30 % de niños que habían presentado des-
nutrición infrauterina severa. Al mismo tiempo las malas
condiciones socioambientales de los escolares de Jamaica,
demostraron un papel importante en el condicionamiento
de la capacidad intelectual final.1
Pero si pensamos que los negritos, los hindúes, los ma-
lasios, los indonesios, los pakistaníes y demás razas, ta-
rados, subnormales, enanos o tontos no nos preocupan
como futuro de la especie humana, y que incluso es bueno
que en el mundo existan esa clase de seres para que la
esclavitud, la servidumbre y la explotación humana no
acabe, no debemos estremecernos con el infantil relato
de Huxley y sus semimonos fabricados para trabajar en
las minas y en los ascensores. El mundo actual, cristiano,
musulmán o budista, creyente en un Supremo Hacedor,
conservador de las reglas de moral «natural», adorador
de normas religiosas y convencido de la trascendencia,
fabrica diariamente seres subinteligentes para matarlos de
hambre y de enfermedades terribles, o explotarlos sin
medida, en razón de que la Naturaleza es sabia, o de que
Dios hizo así las cosas y Él sabrá por qué.

2. Las intoxicaciones genéticas

Si tales consideraciones, por demasiado caritativas y


humanitarias no conmueven a ninguno de los bien alimen-
tados habitantes de occidente, veamos las consecuencias
que tienen en nuestro mundo desarrollado diversas expe-
riencias típicas de la «civilización».
Tras la fuga de dioxina de la fábrica ICMESA, filial de
la Gívaudan suiza y afiliada a su vez al coloso farmacéutico
Hoffman-La Roche en la población de Seveso, situada en
el Norte de Italia, las autoridades del Gobierno regional
de Lombardía han confirmado oficialmente el nacimiento
de tres niños deformes en la zona. El 10 de julio de 1976
un fallo en uno de los reactores de ICMESA llevó la tem-
peratura por encima de los límites de seguridad y lo que
tenía que ser triclorofenol, produjo lo que se conoce como
TCDD. La nube de gases infernales se mantuvo un poco

1, A. Ballabriga, Catedrático de Pediatría La Vanguardia, 3-XII-


1978,

666
en el aire y luego se desparramó por el suelo, sin que na-
die diera particular importancia a «uno de tantos humos
negros y nauseabundos» que hay en las zonas industriales.
Primero comenzaron a morir los pájaros, luego los cone-
jos y las gallinas, más tarde los gatos y los animales do-
mésticos. Al quinto día tocó a las personas, los niños pri-
mero y luego los adultos.
La utilización de triclorofenol, que es un deflorante, es-
taba prohibida en Italia, pero la industria ICMESA lo pro-
ducía para Vietnam. Un científico vietnamita declaró en
aquella ocasión que «en Vietnam hay mil Sevesos». Por su
parte los científicos americanos han confirmado que du-
rante la guerra de Vietnam se usaron por lo menos tres
de los deflorantes clásicos.
En ocasión de tan terrible suceso las mujeres embara-
zadas intentaron abortar, pero el cardenal de Milán orga-
nizó una cruzada contra el aborto, y la mayoría de mu-
jeres que decidieron abortar tuvieron que viajar a Lon-
dres, porque en Milán eran aterrorizadas por los médicos
y por los sacerdotes, con los acostumbrados chantajes so-
bre el aborto. Ahora los tres niños que permitieron nacer
padecen falta de palabra, mandíbula corta, pabellón auri-
cular devastado, deformación de la uretra y falta de aper-
tura del intestino tenue. De la situación de los niños viet-
namitas nacidos bajo las emanaciones de los deflorantes
lanzados por el ejército norteamericano, durante la gue-
rra, no sabemos nada.
Que no se obnubile nadie deseando creer que este su-
ceso, aparte de la guerra de Vietnam, es único en la his-
toria reciente. En 1957, en la República Federal Alemana
se producía uno de los primeros escándalos sobre el tema
con motivo de las deformidades causadas por un medica-
mento suministrado por los obstetras a las gestantes para
tranquilizarlas: la talidomida. Los nacimientos de niños a
los que faltaban una, varias o todas las extremidades, sin
ojos, sin oídos, con parálisis cerebral y subnormales pro-
fundos, se produjeron en tal cantidad que se obligó al
gobierno a una investigación legal. En 1978, veintiún años
después de la talidomida, otro producto alemán, el pre-
parado hormonal Duogynon, de la casa Schering parece ha-
ber provocado nuevos nacimientos de niños con graves de-
formaciones, cuya madre ingirió pastillas o fue inyectada
con el Duogynon. Durante 1977, Schering ingresó por ven-
ta de este producto quince millones de marcos. De ellos

667
3,3 en la RFA y Berlín. El resto lo obtuvo de diversos
países donde la venta de este fármaco es libre, como en
España.
El doctor Bauch, de los laboratorios Schering, declaró
a El País, el 25 de febrero de 1978, que «en el caso de
aplicar dosis letal 50 en animales primates-, el 50 % de los
fetos engendrados en ellos muere». Según una asociación
de padres británicos creada para iniciar un proceso con-
t r a el laboratorio alemán, se han observado casos de
deformidades en brazos y piernas y deficiencias cardíacas
en hijos de madres que se sometieron al tratamiento con
Duogynon en los tres primeros meses de embarazo.
El Tele-Expres, del 27 de julio de 1978, informaba que
el Duogynon utilizado generalmente como predictor del
embarazo, se vende en Barcelona y provincia en cantidad
aproximada a 5.000 inyectables y 4.000 comprimidos men-
suales; o sea, unas diez mil mujeres lo toman en Barce-
lona cada mes. La misma crónica explica que el doctor
Josep M.a Carrera, Jefe del Servicio de Obstetricia del
Instituto Dexeus, insiste en que no deben tomarlo en
grandes dosis las mujeres embarazadas, pero que ni él «ni
otros colegas hemos detectado nunca malformaciones en
los hijos». Y en el mismo espacio, la casa Shering pro-
ductora del medicamento, asegura que «con esto de las
contraindicaciones perdemos dinero, porque estamos ti-
rando por los suelos un producto nuestro que lleva mu-
cho tiempo en el mercado». Con lo cual no sabemos cuán-
tos niños deformes ha producido, y de momento, se sigue
suministrando.
El País, del día 4 de enero de 1981, explicaba que el
«heredero» de la talidomida aún se utiliza en España en
ginecología y engorde artificial del ganado. El DES (dietí-
lestilbestrol) el primer producto hormonal que se ganó el
título de cancerígeno humano, es el responsable del mayor
error científico conocido después de la talidomida. La
droga se administró, en principio, a mujeres embarazadas
para evitar abortos espontáneos, pero pronto demostró no
servir para tal fin en absoluto y sí para producir carcinoma
vaginal y cervical de células claras a algunas de las mu-
jeres que tomaron DES, además de otros problemas de
distinta gravedad tanto a las madres como a hijas e hijos
de las mismas. Los estudios realizados por el doctor
Dieckmann, del Chicago Lying-In Hospital y de la Univer-
sidad de Chicago, que demostraron que las madres que

668
tomaron DES presentaron cuadros de hipertensión, tuvie-
ron hijos más pequeños y abortaron el doble que las ma-
dres que no ingirieron el medicamento, quedó en el ol-
vido, y los laboratorios siguieron produciendo DES y los
médicos recetándolo. En la misma crónica se explica que
el dietilestilbestrol se utiliza ampliamente en ginecología
en España y se expende sin receta. Habitualmente se ven-
den en las farmacias siete preparados que contienen el
producto: Acina, pomada, Bestrolina cusi, pomada; Bra-
quialgina, pomada; Clinavagin neomicina, óvulos; Gineju-
vent, crema; Mix Anti-acné, suspensión; Rinit S, pomada.
Y aunque entre los usos del medicamento no aparece el
de supresor de la lactancia, es una de las indicaciones más
comunes.
El último estudio sobre el DES señala que aunque el
riesgo de cáncer (1 en 10.000) es bajo, resulta mucho más
preocupante la alta incidencia de abortos espontáneos e
infertilidad. Desde 1973 hasta 1980 fueron estudiadas 276
mujeres, con una edad promedio de veinticuatro años, en
una clínica de North Carolina especializada en DES. Los
ciclos menstruales de estas mujeres tendieron a ser más
largos que las que no fueron expuestas a la hormona, y los
problemas menstruales más comunes que presentaron eran
ciclos anovulatorios y oligomenorrea. Se encontraron
veinte casos de manipulación del aparato urinario, treinta
y nueve mujeres fueron sometidas a criocirugía, y, a con-
secuencia de ésta, veintinueve mujeres desarrollaron este-
nosis cervical. En ocho de estas mujeres hubo que recu-
rrir a la cirugía para aliviar dismenorreas severas. De las
106 mujeres que intentaron quedar embarazadas, 31 no lo
consiguieron. De los 93 embarazos restantes, sólo 58 tuvie-
ron partos vivos, doce de los cuales fueron prematuros.
El 43 % de las mujeres presentaron anormalidades repro-
ductivas. El promedio de muerte fetal fue de un 43,4 %
para primeros embarazos y un 37 % en total. El resultado
incluye 22 abortos espontáneos, 7 embarazos ectópicos y
2 embarazos molares.
Los experimentos con mujeres en relación con sus fa-
cultades reproductoras no cesan. Por una parte porque
los médicos deben aprender en material de primera mano,
y en segundo lugar porque las mujeres siguen prestándose
a ello sin poner objeciones. No solamente los médicos que
prometen la fertilización «in vitro» de las mujeres estéri-
les tienen cola de las que desean prestarse a las manípu-

669
¡aciones necesarias para que les sea extraído un óvulo,
que después de la fecundación les será nuevamente intro-
ducido para su gestación, sino que medicamentos y drogas
que prometen mayor fertilidad se fabrican y consumen
sin tener garantías de su inocuidad.
A pesar de que los productos químicos que ingiere la
madre se transmiten a través de la leche al hijo lactante,
la propaganda médica sigue induciendo a las mujeres a
lactar a sus hijos. Un grupo de investigadores alemanes ha
extraído la consecuencia de que la leche materna contiene
elementos cancerígenos, a través de los productos quími-
cos que la madre ingiere en los alimentos. La crónica de
prensa que ofrece la noticia en El Periódico de Barcelona,
del 8 de mayo de 1978, concluye diciendo: «A pesar de
todo, los médicos alemanes recomiendan un período de
lactancia de seis meses, ya que el peligro no afecta a dosis
normales.» Sin comentario.
En España el último genocidio cometido con el aceite
tóxico de colza puede tener consecuencias más graves aún
que las de haber matado a 250 personas, la mayoría mu-
jeres, y haber producido 18.000 enfermos crónicos. Luis
Munuera, director general de Planificación Sanitaria, afir-
mó que se estaban haciendo estudios para conocer la to-
xicidad de la leche en aquellas mujeres que habían con-
sumido el aceite mortal, ya que en el laboratorio de Maja-
dahonda se había detectado tóxicos en la leche materna
de una niña de dos meses. Varios bebés han sido ingre-
sados, y el primero muerto, por haberse intoxicado con
la leche de la madre que había ingerido el aceite envene-
nado. Las consecuencias que pueda derivarse para las mu-
jeres gestantes, están todavía por ver. Cuando lo averi-
güemos será tan tarde como en el caso de los niños tali-
domídicos. Pero nadie podrá acusar a las madres de haber
manipulado genéticamente a sus hijos. Se habrá cumplido
la voluntad divina.

3. La fabricación de monstruos
Mientras tanto diversos horrores se producen en el
mundo ocidental, industrializado y desarrollado sin que los
cristianos ciudadanos decidan acabar con ellos. La prensa
informa el 14 de octubre de 1978, Tele-Expres (Barcelona),
que Elaine Dale, de 18 años de edad, en Grimsby (Gran
670
Bretaña), una de las niñas talidomídicas que nació sin bra-
zos, dio a luz ayer una niña completamente normal. La
noticia es alegrísima, puesto que la feliz madre ha decla-
rado que puede ocuparse perfectamente de su hija, dado
que utiliza los píes con la misma facilidad que si fuesen
manos.
El 4 de diciembre de 1977, El País (Madrid) informaba
que en un hospital de Brooklyn, Nueva York, una mujer
embarazada de cuatro meses, que fue declarada clínica-
mente muerta, al faltarle toda actividad cerebral, estaba
siendo mantenida viva artificialmente por un equipo de
médicos, con la esperanza de salvar la vida del feto, que
tardaría aún cinco meses en nacer. La señora Maniscalo
vivía artificialmente, respirando por un «respirator» y reci-
biendo alimentos por vía intravenosa, ya que un feto de
cuatro meses es demasiado pequeño para poder sobrevivir
fuera del seno materno, y no se conocen todavía meca-
nismos para incubarlo «in vitro». Los médicos apuntaron
la posibilidad de que al cabo de ocho o diez semanas, cuan-
do el feto estuviera más desarrollado, podrían intentar una
operación cesárea y el niño podría tener alguna posibilidad
de vivir. Para que esta posibilidad se acerque al 50 % hay
que esperar a que el feto tenga seis meses. Sin embargo,
la mayor parte de los obstetras y ginecólogos del país
coincidíen en la opinión de que es prácticamente imposible
mantener el feto con vida por cinco meses más, ya que es
difícil que el corazón de la madre pudiera trabajar con
más fuerza a medida que el feto fuera creciendo; no exis-
tía seguridad de que el sistema fetal estuviese absorbiendo
los elementos nutritivos que se inyectaban a la madre y
tampoco de que el flujo de sangre que llegaba al útero
fuese el necesario. Y aún en el caso, extremadamente raro
de que pudiera mantenerse vivo el feto hasta los nueve me-
ses de gestación, no existíe ninguna garantía de que el
niño fuera a nacer en condiciones normales. Pero este ries-
go no tiene importancia para los facultativos que estudia-
ban el caso con mucha atención, y verificaban, día por
día, la fabricación de un monstruo más, en el cuerpo muer-
to de su madre.

Y que mis lectores no se espanten ante esta afirmación,


porque la producción de niños subnormales, inválidos o
monstruosos es una cuestión a la orden del día, sin que
ninguna de las caritativas iglesias que tanto se preocupan
diariamente por impedir el aborto, haga nada por evitarlo.

671
El Periódico, del 7 de junio de 1981, le dedica una pá-
gina a la noticia de que una mujer australiana había dado
a luz, el día anterior, en un hospital de Melbourne a los
dos primeros gemelos-probeta. El parto fue difícil y varias
horas después se comprobó que uno de los bebés sufría
una enfermedad vascular. Su estado actual es muy grave,
después de haber tenido que someter a la madre a una
cesárea tras 39 semanas de gestación, ante la situación de
los fetos. Pero la manipulación de la fertilización «in vitro»
no ha sido desautorizada por la Iglesia católica, que ha
manifestado su aprobación ante lo que puede «ser la ale-
gría de la concepción y la unión de los esposos».
En España, uno de cada tres mil quinientos recién na-
cidos presentan aminoacidopatías, como consecuencia de
hípotiroidismo congénito o falta de determinadas hormo-
nas que, de no serles administradas a partir del día veinte
de vida, su carencia influye en el desarrollo cerebral y les
convierte, inevitablemente, en subnormales pofundos. De
tal modo el Diario 16 (Madrid), del 23 de julio de 1981,
informaba que por negligencia médica, una niña valencia-
na, Amparo García Escrich, que ahora cuenta seis meses
de vida, está condenada al cretinismo irreversible.
Los tratamientos que se requieren para convertir a es-
tos niños en absolutamente normales, son muy sencillos y
eficaces, como lo demuestran las estadísticas de distintos
países europeos; y sin embargo, debido a discusiones in-
ternas entre los responsables del Plan Nacional de Pre-
vención de la Subnormalidad en España, todavía no se ha
organizado el fichero necesario para controlar los niños
que nacerán previsiblemente antes de final de año.
Pero este problema no parece quitarle el sueño a nadie,
puesto que los propios responsables médicos, burócratas
e investigadores declaran que «uno de los mayores proble-
mas con los que deberá enfrentarse la humanidad en los
próximos años es el aumento de la subnormalidad. Tanto
la reducción de la mortalidad, por un lado, como la dis-
minución de la natalidad, por otro, han alterado el equi-
librio natural de la especie humana —no olvidemos que
ese equilibrio, al que se refieren, es el de unos cuantos gru-
pos de individuos perdidos en las cuevas y en las selvas
africanas— dando lugar a un progresivo aumento de la
deficiencia mental en la infancia. En la actualidad más del
60 % de los casos de subnormalidad se deben a causas

672
prenatales, lo que supone que un porcentaje muy amplio
de los mismos se puede prevenir completamente».
Esas causas están clasificadas por el doctor Villa Eli-
zaga, coordinador del Curso Internacional sobre Preven-
ción de la Deficiencia Mental, celebrado entre los días 26 y
29 de mayo de 1980, como de tipo prenatal, perinatal
y postnatal. La problemática derivada del uso y abuso
del alcohol y de las drogas, sin olvidar el tabaco, y, en el
apartado de etiología posnatal, las infecciones y los acci-
dentes, son el origen frecuente de minusvalías de todo
tipo.
Según ASPANIAS (Asociación de Padres de Niños Ado-
lescentes Subnormales), en el año 1979 había en Cataluña
70.000 subnormales, y en el mismo año, en toda España,
se contabilizaban 360.000, de los cuales el 50 o 60 % lo
eran por problemas en el embarazo, en el parto o en la
primera infancia.
Según el doctor Moya, Presidente del Patronato de
Asistencia y Educación de Deficientes, en 1980, el 8 % de
los nacimientos fueron prematuros. Y la doctora M.a Luisa
Martínez Frías, Directora del ECMC (Estudio Colaborativo
Español de Malformaciones Congénitas), sobre una esta-
dística realizada en 34 hospitales de diversas regiones
españolas, el 30 % de las malformaciones congénitas son
de origen genético, por genes anormales, alteraciones cro-
mosómicas, factores ambientales como radiaciones, virus,
agentes químicos, etc., y el 70 % son de origen descono-
cido, pero se inclina a creer que son debidos a factores
ambientales.
El doctor Francisco Rodríguez López, Presidente de la
Sociedad de Pediatría del Sureste, en el verano de 1980,
explica que, en su área, nacieron entre un 2 y un 3 % de
niños afectados por conjuntivitis gonocócica, producto de
infecciones adquiridas en el momento del parto.
En España, según datos publicados en El País, del
10 de marzo de 1981, en el año 1980 había en España
670.000 «handicapados» de todas las clases. Y siguen na-
ciendo. En año y medio desde 1979 hasta mediados de
1981, la prensa española dio noticia de 25 niños monstruos:
21 extranjeros y 4 españoles, 10 varones y 15 niñas. 10 ni-
ños fueron siameses, unidos por diversos miembros y órga-
nos e imposibles de separar; 2 bebés pulga pesaron 450
gramos; 2 niños padecen progrería o envejecimiento pre-

673
22
maturo; 2 padecieron teratoma, o el crecimiento de un feto
dentro del feto; 3 padecían sífilis congénita; 1 niño tenía
dos cabezas; 2 niños no tenían ano; 1 niño cíclope, con
un solo ojo; un niño hipopótamo y 1 niño con rabo, com-
pletaban esta bonita colección de zoológico.
La esperanza de acabar con esta interminable lista de
fetos inviables, tarados, monstruosos que solamente pro-
ducen desdichas humanas, no parece hallarse muy cercana.
La deontología médica se manifiesta claramente en con-
tra. No solamente los alaridos indignados de los contra-
rios a la práctica del aborto no dejan oír los gemidos de
sufrimiento de estas criaturas, sino que la corriente mé-
dica y sociológica tiende a mantenerlos con vida, aún en
contra de todo pronóstico de curación. Así, una de las
últimas noticias, publicada en El País, el 26 de junio de
1981, es la de que un juez del condado de Dade (Florida,
EE.UU.) ordenó la operación de una niña de 11 días, en
contra de la oposición de sus padres, que aducían que
sería «mucho más misericordioso dejarla morir antes que
hacerla vivir con todas sus limitaciones físicas y menta-
les». La niña Elin Daniels nació el día 13 de junio con
una variedad de espina bífida, conocida como meningomi-
locelia, una grave deformación de la médula espinal, que
causa parálisis de la cintura hacia abajo y, en algunos ca-
sos, retraso mental. La dirección del hospital infantil Va-
riety, de Miami, a donde la recién nacida fue trasladada,
planteó ante los tribunales una petición para intervenirla,
a pesar de las objeciones de los padres. Tras la operación,
que consistió en cerrar un hueco en la médula espinal de
la recién nacida, los médicos declinaron predecir si sobre-
viviría, aun cuando dijeron que han disminuido las posibi-
lidades de una infección mortal en su espalda e incremen-
tado sus posibilidades de vida. Elin Daniels presentaba
una porción de su médula espinal proyectándose fuera de
su espalda, sin cobertura de piel alguna.
Con esta resolución judicial, y la posibilidad, para den-
tro de diez años de que puedan efectuarse operaciones
quirúrgicas en el feto, para proceder a la reparación de
malformaciones de los embriones humanos en el claustro
materno, la primera de las cuales se ha realizado en la
Universidad de California (La Vanguardia, Barcelona, 25 de
julio de 1981) en la que colocaron con éxito una sonda
en la vejiga de un feto para evitar un bloqueo urinario,
aunque la intervención revestía el peligro adicional de que

674
la madre esperaba mellizos, podremos mantener con vida
a toda clase de seres humanos tarados, ya que, según afir-
mó el profesor australiano E. R. Owen (El Periódico, Bar-
celona, 3 de marzo de 1979) tales operaciones, amén de
reparar diversas malformaciones, sobre todo servirán
«para evitar los abortos que esas deformaciones pro-
ducen».
Las mujeres están de enhorabuena. No sólo han de
seguir reproduciéndose a un ritmo más acelerado que el
que llevaban hasta ahora, para que nuestra población no
decaiga; no sólo deben cargar con la educación y cuidado
de los hijos normales, y también, con todo amor, con los
de los subnormales, los inválidos, los tarados y los mons-
truosos, sino que pronto no deberán esperar de un aborto
espontáneo la solución de sus sufrimientos y los del pe-
queño ser; porque los médicos están decididos a llevar a
cabo sus experimentos hasta el final, y a base de someter
a las mujeres a toda clase de operaciones, salvarán la vida
de los pequeños monstruos, para entregarlos en brazos de
la madre afectados de taras irreversibles. Y si la madre
decide acabar con ellos será condenada, encarcelada y des-
preciada por «desnaturalizada». Ya que, por lo visto, la
sucesión de errores y fracasos químicos, farmacéuticos,
médicos y quirúrgicos, que los científicos, los industria-
les y los médicos realizan cotidianamente para envene-
narnos, tararnos y después remendar los trozos de lo
que nunca debería ser un ser humano, sí son «natura-
les». Por eso ninguno de ellos es condenado ni por la mo-
ral tradicional, ni por el Vaticano, ni por la Asociación de
Padres Católicos, como inmorales, mientras se escandali-
zan gravemente ante la posibilidad de fabricar niños en
probetas e incubadoras artificiales.

4. El semen como mercancía

Mientras tanto las manipulaciones de la reproducción


humana se producen a mayor ritmo según el tiempo que
pasa, con el beneplácito de todos. Aparte de la fecunda-
ción «in vitro», cuyo éxito conocemos, la inseminación ar-
tificial se extiende cada vez más. En Estados Unidos los
bancos de semen son una realidad que permite la fabrica-
ción de 10.000 niños anuales; pero en casi ningún caso
existen controles sobre el donante de esperma y sus po-

675
sibles enfermedades genéticas. Si tal es la situación en el
país más rico, más adelantado, más civilizado del mundo,
imposible resulta ni imaginar lo que sucede en Europa o
en España. Solamente aquellos casos que motivan a los
periodistas a dedicarles una columna en la sección de su-
cesos, de la misma manera que exhibirían el caso en un
circo, nos permite conocer los más raros o escandalosos,
que constituyen únicamente la punta del iceberg.
En Gran Bretaña las lesbianas han recurrido a este
sistema para tener hijos sin obligarse a cohabitar con un
hombre, ni tener que ceder la patria potestad a ningún
padre. David Shoper, médico británico, ha afirmado que
está haciendo inseminación artificial en parejas de lesbia-
nas desde hace 10 años, práctica que no está prohibida
en su país. (Qué, Madrid, 11 de septiembre de 1978.) En
Venezuela se reforma el Código Civil para proteger legal-
mente a los hijos nacidos de la inseminación artificial, que
por ello, no disponen de padre; y en España funcionan
tres bancos de semen, que conservan congelado el semen
humano; en Madrid, en Barcelona, el primero, y en
Bilbao.
La doctora Carmen Echave, asistente al I Simposio Na-
cional sobre Inseminación Artificial Heteróloga y Bancos
de Conservación de Semen, explicó a Interviú (17 abril
1980, n.° 205) que, en los bancos de semen, no se hacen las
investigaciones necesarias sobre la salud mental del «pa-
dre» —por lo visto nunca es preciso realizarlas sobre la de
la madre— ni los problemas que pudieran derivarse de
la aceptación de este niño inseminado artificialmente; ni
se hacen cariotipos o árboles genealógicos de los donantes,
lo que puede permitir la transmisión de enfermedades ge-
néticas. La doctora afirmó que el Ministerio de Sanidad
no intervenía en el control y regulación de este tráfico
de semen, y que el semen de cualquiera puede ser utilizado
y viajar por toda España para abastecer los centros que
carecen de bancos. En consecuencia, los bancos públicos
y privados continúan sus actividades, nacen los niños hoy
más que nunca de padre desconocido, e incluso empieza
a hablarse de un tráfico ilegal de semen.
Un dato interesante, en este breve repaso de las di-
versas operaciones inventadas por los hombres de dife-
rentes países para cruzar, fabricar y vender niños, al
margen del viejo sistema conocido, es que el semen pro-
porcionado por un jovencito cualquiera, mediante el gra-

676
to trabajo de masturbarse, al Banco de Semen de Bar-
celona o de Madrid o de Bilbao, por 1.500 pesetas, es
vendido a la señora anhelante de embarazarse por 17.000.
Y un niño fecundado en probeta no podrá ser proporcio-
nado a su madre por menos de 800.000 a 1.500.000 pesetas.
El negocio no está al margen de tan científicos y altruistas
propósitos. Sobre todo, si tenemos en cuenta que según
los datos de 1976, 80.000 niños nacen anualmente por la
inseminación artificial. Se ha inventado ya el tráfico ilegal
de semen, el estraperlo de vientres femeninos y otros
fraudes semejantes, que surgen en cuanto la iniciativa pri-
vada huele el dinero.

5. El alquiler de los úteros

Los éxitos científicos en materia de fecundación «in vi-


tro», unidos a los bancos de esperma que funcionan en
todos los países desarrollados han dado lugar a diversas
y curiosas novedades. Un anuncio en varias publicaciones
americanas explica que se buscan madres para insemina-
ción artificial, mujeres jóvenes y sanas que estén dispues-
tas a ceder su cuerpo para albergar una criatura que ten-
drá unos padres distintos de quien la geste durante los
primeros nueve meses de su fabricación. Philip Parker,
psiquiatra de la Universidad de Wayne (Detroit) explicó,
en una reciente reunión de la Asociación Psiquiátrica Nor-
teamericana, que el fenómeno de las llamadas «madres
sustitutas» ha crecido en los últimos diez años. El trabajo
de las madres por encargo consiste, por lo general, en re-
cibir, por inseminación artificial, el esperma de un hom-
bre cuya esposa es estéril. Luego, al nacer el niño ío en-
tregan al padre biológico, renunciando a todo derecho so-
bre él. Lo que muchos han calificado como una venta de
niños resulta para las madres que los entregan «una buena
labor», según la encuesta del psiquiatra Parker.
Con tan buenos antecedentes el millonario californiano
Robert K. Graham ha decidido promotionar una operación
destinada a reunir un banco de esperma proporcionado
voluntariamente por varios premios Nobel, con el fin de
intentar la creación, mediante inseminación artificial, de
una clase de seres que podrían convertirse en la élite de
la sociedad norteamericana, gracias a la transmisión gené-
tica de las dotes de sus «padres». La operación fue revela-

677
da por el doctor William B. Shockley, premio Nobel de
Física de 1956, por su investigación en el campo de los
transistores, uno de los cuatro primeros donantes de es-
perma para el banco del filantrópico millonario. Shockley
explicó que se trata de reducir «la tragedia de los seres
desfavorecidos genéticamente y de elevar el nivel de inte-
ligencia de la raza humana». Aunque no se conoce todavía
el alcance de la operación, se cree que cuatro mujeres ya
han sido ^seminadas, según informaba El País, el 4 de
marzo de 1980; con lo que desde fines de dicho año deben
estar en el mundo cuatro niños prodigio. Para conocer un
poco más afinadamente los propósitos de los promotores
de tal plan, sepamos que el tal Graham es miembro de
la organización internacional Mensa, que agrupa a los
hombres y mujeres excepcionalmente dotados, con un ín-
dice de inteligencia superior a la normal, que representa
el 2 % de la población mundial; y que Shockley, que co-
labora activamente con Graham, afirma que «la raza ne-
gra es genéticamente inferior» y que califica el proyecto de
procrear superhombres como «una gran causa». Shockley
piensa que la humanidad está amenazada porque «la gen-
te genéticamente inferior está teniendo más hijos que la
inteligente».
Las candidatas al honor de gestar un hijo habido con
el esperma de los sabios mundiales, deben rellenar un for-
mulario y reunir numerosas condiciones: pertenecer al
club Mensa, tener un expediente médico sin fallos, haber
triunfado en la vida y estar casadas. Una vez selecciona-
das, las aspirantes reciben una lista de dos o más donan-
tes, laureados con el Nobel, de los que el señor Graham
ha recibido esperma. Los nombres no se especifican, sino
sólo sus características físicas e intelectuales; de esta for-
ma, las elegidas sólo saben de los padres de sus futuros
hijos que «son sabios muy célebres, hombres emprende-
dores y fuertes o casi superhombres».

6. Programemos el niño
Las experiencias para elegir el sexo del hijo son cada
vez más numerosas y empiezan a obtener éxito. O por lo
menos así se difunde en los medios de comunicación, a
la par que diversos métodos de fácil aplicación, consis-
tentes en un régimen alimenticio o en lavados vaginales

678
con vinagre, o en realizar el coito en determinados días
al mes; o en todo junto, que habrá de dar a la feliz pareja
el producto que deseen: varón o hembra, según que lo
programen para heredero del caudal familiar, o de la pro-
fesión paterna; o para ser buena ama de casa que se ocupe
de sus padres ancianos o enfermos.
Diversas técnicas para obtener niños más inteligentes,
más altos o más guapos, se anuncian periódicamente. Una
cámara que hace el vacío, aplicada al vientre de la madre
durante el embarazo; regímenes alimenticios contrarios;
suministración de drogas como la progesterona, uno de
los últimos inventos, que prescrita en dosis elevadas du-
rante las 16 primeras semanas del embarazo parece que
ejerce un efecto benéfico sobre la inteligencia del descen-
diente que logre nacer sano, son las manipulaciones acep-
tadas social y moralmente para mejorar la calidad de la
raza humana, sin que en ninguno de estos casos se oigan
las voces de repulsa por tales métodos «antinaturales»
para corregir las intenciones divinas.
Ni siquiera cuando tras las manipulaciones de los doc-
tores Edwards y Steptoe se produjo la primera niña, Loui-
se Brown, fecundada artificialmente fuera del cuerpo de su
madre. Para lo cual, y según el sistema inventado por el
doctor B. Shettles, de la Universidad de Columbia, ya por
los años cincuenta, se practicó una incisión abdominal en
la cavidad peritoneal de la señora Brown, se perforaron los
ovarios y se aspiraron los óvulos de los folículos, extra-
yéndole parte del fluido folicular. A continuación se pro-
cedió a inseminarle al óvulo esperma del marido, en una
probeta, y cuando el huevo empezó a multiplicarse por
efecto de la fecundación, se practicó una nueva incisión
en el abdomen de la señora Brown y se le introdujo el
incipiente embrión en la matriz, donde se desarrollaría
normalmente hasta el momento en que, nueve meses más
tarde, hubo que practicarle una cesárea para extraer el
feto, puesto que el parto no podía realizarse normalmente.
A consecuencia de este espectacular éxito científico, al
año siguiente tres mil padres esperaban en Gran Bretaña
tener un hijo llamado «de probeta», aunque su mujer hu-
biera de gestarlo y de parirlo. La experiencia de los doc-
tores ingleses se pondrá en práctica inmediatamente en
Estados Unidos, y hasta en nuestra pobre España, el doc-
tor Dexeus, de Barcelona, ha anunciado que se encuentra
en condiciones de proceder a fecundaciones «in vitro» in-

679
mediatamente, en las mujeres afectadas por obstrucción
de trompas, con lo que ya se hallan en la lista de espera
algunas decenas de ellas.

7. Todo artificial menos la barriga


Pero hete aquí, que mientras tales negocios prosperan
sin demasiado escándalo de la opinión pública, y la fabri-
cación de niños ajenos en vientres femeninos alquilados
se considera justa, y la manipulación genética permite ya
la fabricación de sustancias que curan diversas enferme-
dades, y resulta de divulgación general —aunque sea fal-
so— la existencia de la reproducción clónica en las ratas,
que permite procrear un individuo asexuadamente, a par-
tir de una de sus células —experimentos que son muy úti-
les de momento en seres primitivos para la investigación
científica— la única fase de la reproducción artificial que
no adelanta, y sobre la que ha caído el anatema moral y
religioso es la de la gestación «in vitro». Resulta lícito,
permitido y hasta moralmente aconsejable, fecundar en
probeta, alquilar la matriz ajena, vender el semen, selec-
cionar la inteligencia y el sexo del futuro niño, intercam-
biar el esperma a través de países y hasta de continentes,
congelar los óvulos y los espermatozoides, introducir un
gen diferente en el código genético de una bacteria para
curar una enfermedad humana, operar quirúrgicamente
los fetos a través del vientre materno, e intentar la re-
producción asexuada de las células de un animal con la
intención de conseguir una copia exacta del dador; todo
ello siempre que tras estas manipulaciones una mujer so-
porte en su útero X meses el feto y luego se someta a la
tortura de un parto o de una cesárea.
Porque eso es lo moral, lo decente, lo aconsejable, lo
humano, lo natural, y, por supuesto, lo más barato. No
olvidemos, con palabras del doctor Edwards, que las ma-
trices femeninas son el procedimiento más barato para
fabricar niños. Ya sabemos que las probetas son caras y
a las mujeres se las proporcionan gratis.

Ó80
CAPÍTULO IV
LA INGENIERÍA GENÉTICA

Los adelantos biológicos alcanzados en las últimas dé-


cadas son tan importantes que permiten albergar la espe-
ranza de una pronta capacidad para reproducir al ser hu-
mano en las fábricas genéticas. Sin embargo, únicamente
tenemos noticias por las más escandalosas noticias di-
vulgadas en los medios de comunicación. Gracias a ellos
ignoramos que, el homúnculo de Paracelso, predicción de
lo que parecía una utopía imposible, podrá ser realidad
en un futuro inmediato.
La falta de información que padecemos no es fruto de
la inadvertencia o de la ignorancia de los periodistas. Los
descubrimientos y experimentos genéticos han sido ocul-
tados a los profanos con todo cuidado. Durante los pri-
meros decenios del siglo el miedo al anatema religioso hizo
que los investigadores estudiaran casi en la clandestinidad.
Posteriormente la cada vez más probada facultad para
producir seres vivos en las manipulaciones del laboratorio,
dio conciencia tanto a la clase investigadora como al Es-
tado de lo que semejantes conocimientos representaban,
y, en consecuencia, decidieron hurtar a la divulgación pú-
blica los experimentos.

1. La incubación artificial del feto

Por ello resulta doblemente indignante conocer que,


mientras se considera religiosa y moralmente condenable
proseguir la fecundación «in vitro» hasta el desarrollo
completo del feto, mediante la incubación artificial, y en
consecuencia los experimentos en este campo han sido

681
interrumpidos, con grave escándalo, ésta es precisamente
la fase que se halla más avanzada en el campo de la in-
geniería genética.
El doctor Pier Giorgio Data, uno de los directores del
equipo investigador y director del Instituto de Fisiología
Humana de la Universidad de Chieti, explica que su grupo
ha puesto a punto un procedimiento que permite mante-
ner la vida de fetos humanos procedentes de abortos, y
que incluso podría llegar a hacerles nacer pasado el tiem-
po normal de gestación. Esta máquina bautizada con el
nombre de «madre artificial», ha sido ya experimentada
sobre una cincuentena de fetos humanos de dieciocho a
veinticuatro semanas, con un peso de menos de setecientos
gramos, y procedentes de abortos terapéuticos. La «madre
artificial» ha sido descrita por el profesor Data en la
siguiente forma:
«El feto se coloca en un recipiente lleno de gelatina, re-
cipiente que a su vez está sumergido en otro más grande
lleno de agua caliente a temperatura constante. El feto
está unido, mediante un cordón umbilical artificial, por
el que circula sangre, a la máquina- Esta máquina recibe
la sangre "sucia" a través de un circuito conectado con
un generador de oxígeno; a lo largo de su recorrido por
la máquina, la sangre es enriquecida con los aumentos
necesarios, y todo el sistema funciona como placenta, pul-
mones y ríñones conjuntamente.» De los cincuenta fetos
utilizados, una decena llegaron a la «madre artificial» en
buenas condiciones, y, de ellos, tres hubieran podido na-
cer unos meses después, aunque, por causas técnicas, se
desconectó la máquina antes de tiempo.
Estos doctores afirmaron incluso que existe la posibi-
lidad de influir sobre el desarrollo del feto para acentuar
determinadas características del futuro niño, mediante la
composición del alimento suministrado al feto con el fin
de crear un atleta artificial o un genio cerebral. Saben
cómo se nutren las células musculares y las del cerebro,
y pueden reforzar unas u otras si lo deseamos.
Claro está que las informaciones posteriores indicaron
que todavía faltaban por perfeccionar diversos detalles téc-
nicos para que la máquina funcionara a la perfección.
Podemos razonablemente sospechar, con estos datos,
que la gestación artificial de un feto de pocas semanas
será posible en un término de tiempo muy corto, pero
que esto sigue siendo únicamente caso de experimentación

682
para algunos laboratorios, sin ninguna aplicación práctica
inmediata que libere a las mujeres de los problemas y
peligros del embarazo y del parto, porque con palabras de
Edwards, «lo más barato son siempre los úteros feme-
ninos».

2. Los genes y sus desconocidos códigos

Por el contrario, la manipulación genética, es decir, la


fabricación y utilización artificial de los genes humanos
se halla todavía en una fase más atrasada. Los datos que
nos ofrece hoy la prensa internacional se refieren funda-
mentalmente a los hallazgos obtenidos en animales muy
simples, sobre todo bacterias o seres unicelulares. De tal
modo, mientras se desperdician las posibilidades de libe-
rar, aunque sea parcialmente, a las mujeres de su con-
dena bíblica, los laboratorios de todo el mundo trabajan
activamente en inocular, injertar y modificar los genes de
virus y protozoos, o reproducir clónicamente ratones, por-
que ello tiene utilizaciones inmediatas de gran rendimien-
to económico: la producción de pesticidas, de vacunas, de
piensos y la fabricación de medicamentos.
Se espera la construcción de plantas autosuficientes
en nitrógenos, fundamentalmente cereales, por técnicas de
ingeniería genética, en el término de cinco años, y su co-
mercialización a comienzos de la década de los noventa,
lo que permitirá eliminar la gran demanda de fertilizan-
tes para el campo. En estos trabajos se incluyen la ma-
nipulación genética de especies vegetales para hacerlas
resistentes a determinadas plagas y enfermedades, lo que
también hará innecesario el uso de pesticidas. Los traba-
jos de los científicos se basan en conseguir el trasplante
de genes de bacterias que fijan el nitrógeno del aire, a
plantas que precisan para su crecimiento grandes canti-
dades de abonos moniacales, entre ellos el trigo y el maíz,
con el fin de lograr especies de gran rentabilidad. En la
actualidad se está investigando dónde se localizan esos
genes y cómo se regulan, así como los vectores (agentes
biológicos) que permitirán su trasplante a las especies ve-
getales naturales.
Una meta más inmediata consiste en explotar mejor
la simbiosis, que ya se da en la naturaleza, entre las bac-
terias y determinadas plantas leguminosas, de forma que

683
manipulándolas genéticamente se extienda a otras bacte-
rias y especies vegetales. Aunque estos avances no servi-
rán tanto para incrementar la producción mundial de ali-
mentos básicos, tan importante para los países hambrien-
tos —problema éste que señalan los científicos más polí-
tico que científico—, como para ahorrar las materias fer-
tilizantes y abaratar los productos, cuya exclusividad de
fabricación 1seguirán teniendo las empresas privadas mul-
tinacionales.
En el campo de la medicina, en el año 1978, un equipo
americano fabricó una nueva bacteria capaz de sintetizar
pequeñas cantidades de insulina humana, lo que significa
un avance muy importante para el tratamiento de la dia-
betes. De aquí a muy poco tiempo se habrá emprendido
la producción comercial. El interferón, agente antivírico
eficaz contra diversos tipos de virus es secretado natural-
mente por toda célula invadida por virus. Constituye una
de las primeras respuestas a la agresión vírica. Para la fa-
bricación artificial del mismo, se está introduciendo el
gen humano que fabrica interferón en ratas, a fin de que
éstas, en sus múltiples reproducciones, lo fabrique a
su vez.
Para el injerto de genes de otras especies o animales,
hay que identificar primero el gen que interesa, hay que
conocer su significación biológica y adjuntarle los códi-
gos que posibilitarían su comprensión por una especie
extraña, así como los anclajes que le permitirán engan-
charse y comenzar a funcionar. Hay que disponer, sobre
todo, de un vehículo de transferencia: virus o plasmidios,
esos minicromosomas descentralizados que flotan en las
bacterias. Las operaciones de separación y adhesión se
hacen con ayuda de enzimas específicos. Los microbios
así programados pueden revolucionar el campo de las va-
cunas: mediante recombinación genética, se podrán sin-
tetizar sin duda los verdaderos agentes que provocan la
respuesta inmunizadora, por sí mismos, en estado libre.
El camino de la ingeniería genética con fines curativos po-
dría alcanzar la corrección de las enfermedades debidas
a carencias enzimáticas —desde la hemofilia hasta diversos
tipos de deficiencias mentales— sembrando el organismo

1. David Hopwood, director del Departamento de Genética de la


Universidad de East Anglia, durante el Congreso de Genética Mo-
lecular celebrado en León (España) en julio de 1981.

684
de bacterias no patógenas y especialmente programadas
para secretar el enzima que falta. El enfermo llevaría den-
tro la minifábrica química que elaboraría el medicamento
que necesita constantemente. 2

3. Cómo se corta y se pega un gen

Los descubrimientos que hicieron posible la manipu-


lación genética, comenzaron con los estudios del científico
británico Fredenck Sanger, que recibió en 1958 el Premio
Nobel de Química por sus investigaciones sobre la insulina.
El año 1980 recibió por segunda vez el mismo galardón,
a la par que sus compañeros Paul Berg, Walter Gilbert,
por sus estudios fundamentales en bioquímica sobre los
ácidos nucleicos, y en particular sobre el ADN recombi-
nante, y por sus contribuciones a la determinación de las
secuencias de base de los ácidos nucleicos.
Frederick Sanger por primera vez estableció la deter-
minación completa de secuencias de ese «gigante molecu-
lar» que es el ADN. Él ha sido el primero en establecer
el orden en el que están colocados nada menos que 5.375
«ladrillos» de que consta el ADN que escogió para su
investigación: el virus de una bacteria denominado X, 174.
Todos los rasgos hereditarios de vegetales y animales
son regulados por moléculas largas, en forma de cadena,
denominadas ADN. Los genes, las unidades que determinan
las propiedades genéticas de los seres vivos, están for-
madas por ácido desoxiribonucleico (ADN). Ésta es una
sustancia con una estructura molecular idónea para apor-
tar la información genética. Las moléculas de ADN son
polímeras, es decir, están formadas por una serie de uni-
dades semejantes, que se llaman nucleótidos, ordenados
linealmente en largos filamentos. La molécula de ADN pue-
de compararse con una larga tira trenzada de cinta de
computadora, y el gen sería un pequeño conjunto de ins-
trucciones de esa cinta. Si pudiera extenderse, el ADN de
una célula humana mediría alrededor de un metro de
longitud; pero se encuentra apelmazado en el interior del
núcleo, formando partículas apenas visibles con u n mi-
croscopio de luz.
Los nucleótidos de ADN son de cuatro tipos diferentes.

2. Joel de Rosnay, Triunfo, Madrid, 17-11-1979.

685
Todos contienen ácido fosfórico, un azúcar (desoxiribosa)
y una base nitrogenada. Las moléculas completas de ADN
están formadas por dos filamentos, cada uno de los cua-
les es una secuencia de nucleótidos. Las dos cadenas son
paralelas y están enrolladas en hélice. Los nucleótidos de
las dos cadenas paralelas se corresponden por parejas,
pero no de cualquier manera: siempre a un nucleótido T
de una cadena corresponde un A de otra, y a un C, un
G, es decir, la doble hélice de ADN está formada por pare-
jas de nucleótidos que pueden ser A-T, T-A, C-G o G-C. La
ordenación de los nucleótidos en un filamento de ADN, y
por tanto de parejas de nucleótidos en una doble hélice,
no está sometida a ninguna restricción ni condicionamien-
to fisicoquímico, es decir, admite igualmente cualquier
orden de nucleótidos. Es evidente, por tanto, que en las
moléculas de ADN que portan información genética, que
están formadas en los casos más sencillos por miles y en
general por muchos millones de nucleótidos, el número
de ordenaciones diferentes que éstas pueden presentar es
ilimitado; esta posibilidad es la base de que sean idóneas
para llevar la información genética. De una manera pare-
cida a la utilización que hacemos de las letras del alfabeto,
ordenadas de formas diferentes, como vehículo de trans-
misión de nuestro lenguaje, en los sistemas vivos los cua-
tro tipos de nucleótidos de ADN se utilizan para transmi-
tir la información genética.
Los genes, que son unidades fundamentales de la infor-
mación genética, son segmentos de los filamentos de ADN,
que por tener una secuencia de nucleótidos específica,
portan una información concreta a la célula, de manera
parecida a como ordenaciones específicas en el lenguaje
portan la información contenida en las palabras o en las
frases. Esta información principalmente sirve para la sín-
tesis de proteínas específicas. Éstas también son molécu-
las polímeras y las unidades que las forman son los ami-
noácidos, y en último término las propiedades de cada
proteína dependen de la ordenación de los aminoácidos
que la formen. En los seres vivos se ha desarrollado un
diccionario, la clave genética, que establece las equivalen-
cias entre triples de nucleótidos (secuencias de tres nu-
cleótidos) y cada uno de los veinte aminoácidos que
forman las proteínas. Mediante un mecanismo complejo,
la secuencia de nucleótidos de ADN de cada gen está
descrita en una secuencia de nucleótidos de ARN, y ésta,

686
en los ribosomas de las células, se traduce, utilizando el
diccionario de la clave genética, en una cadena de aminoá-
cidos, es decir, en un polipéptido de una proteína.
Para que estos procesos de transcripción y traducción
se realicen correctamente, los genes, además de las secuen-
cias de nucleótidos que se traducen en los polipéptidos,
contienen secuencias que forman señales indicadoras so-
bre donde han de comenzar y de acabar la transcripción
y la traducción, donde han de colocarse las moléculas que
intervienen en estos procesos, los que los regulan, etc.
Por tanto, un gen es una unidad compleja que porta una
información para la síntesis, en general, de una cadena
polipeptídica, pero además para que ésta se forme don-
de, y cuando sea necesaria y en la cantidad adecuada.
Las proteínas son las moléculas básicas de la estruc-
tura de los seres vivos, así como de su funcionamiento.
Los constituyentes de la estructura celular y de los teji-
dos son proteínas asociadas con otras moléculas, pero
éstas se forman por la acción de otras proteínas, princi-
palmente de las enzimas. Además, los procesos fisiológi-
cos, como la respiración, la digestión, etc., dependen tam-
bién de enzimas que son proteínas. Por tanto, los genes,
a través de las proteínas, portan información de todas
las características morfológicas, fisiológicas y hasta del
comportamiento de los organismos. 3
La ingeniería genética, en términos generales, consis-
te en la introducción en células de genes procedentes de
otras células, consiguiendo que la información contenida
en estos genes sea transcrita y traducida, es decir que
funcione dentro de la nueva célula. Con esto la célula
receptora puede producir una proteína que se formaba
en las células de origen, pero no dentro de ella. Esta cé-
lula ha adquirido una propiedad genética que no tenía.
Los estudios comenzaron por los seres más sencillos.
Utilizaron primero la bacteria E. coli, microbio unicelu-
lar, usualmente inofensivo, que habita en el intestino hu-
mano y que es fácilmente cultivable. Descubrieron así que
bacterias como la E. coli poseen partículas de ADN en
forma de anillos, más pequeñas y sencillas, visibles en el
interior del cuerpo celular.

3. Resumen, traducido del catalán por la propia autora, del


artículo «La manipulación genética», de Antoni Prevosti, «Ciencia».
Rev., Barcelona, octubre 1981.

687
En 1972, Stanley K. Cohén, de la Universidad de Stan-
ford, en el Estado de California, perfeccionó un método
para extraer estos pequeños anillos de ADN (llamados
plásmidos) de una bacteria e introducirlos en otra. En el
interior de ésta, el nuevo anillo se incorpora a la maqui-
naria genética y así, cuando el microbio se multiplica,
también lo hace el ADN extraño. El paso siguiente con-
sistió en hallar una técnica que permitiera abrir estos
anillos para insertar en ellos un nuevo gen. Como si el
anillo de ADN fuese una cadena de muñecos recortados
en una tira de papel, se trata de cortar la cadena, pegarle
una nueva tira genética y luego volver a unirla. A prin-
cipios de la década de 1970, Herbert W, Boyer, de la Uni-
versidad de California en San Francisco, ideó una técnica
para efectuar estas manipulaciones mediante enzimas de
alo-restricción, proteínas que reconocen lugares específi-
cos en la cadena de ADN y hacen que ésta se rompa pre-
cisamente en ellos. Esta nueva técnica consiste en sinte-
tizar el ADN del gen que se quiere transferir. Para esta
síntesis es necesario disponer de ARN mensajero corres-
pondiente al gen, que se puede obtener de células en las
que el gen esté en actividad.
Existe una enzima, la ADN polimerasa dependiente de
ARN o transcriptasa inversa, fabricada con la informa-
ción de genes de algunos virus de ARN productores de
tumores, que tiene por función transcribir una cadena de
ARN en la complementaria de ADN. Como el ARN mensa-
jero transcribe la secuencia de nucleótidos de una de las
dos cadenas de ADN, con la transcriptasa inversa a par-
tir del mensajero se puede sintetizar otra vez esta cadena
del ADN. Después, a partir del ADN de una cadena obte-
nida con la transcriptasa inversa es posible sintetizar un
ADN de dos cadenas.
Mediante la síntesis, los científicos pueden ya extraer
un anillo de ADN de una bacteria, utilizar enzimas de
restricción a modo de tijeras para cortarlo, insertar un
gen humano y luego volver a introducir el anillo en el
sistema genético de una bacteria. Como las bacterias se
multiplican con enorme rapidez, en unas cuantas horas
habría miles de ellas, cada una con un duplicado del gen
humano, y, además, con los productos creados por dicho
gen. Por ejemplo, si los investigadores insertaran el gen
de la insulina humana en un anillo bacteriano de ADN, se
desarrollarían miles de bacterias rebosantes de insulina.

688
Los trabajos científicos, en este sentido, han convertido
los laboratorios en verdaderas granjas microbianas, don-
de se cultivan genes humanos, en su mayoría destinados
a la investigación, pero en algunos casos a producir valio-
sas sustancias medicinales, entre las que se encuentran la
endomorfina, neurotransmisor llamado el opiáceo natural
del cerebro para la curación de enfermedades mentales;
la hormona humana del crecimiento, para tratar a niños
aquejados de enanismo hipofisario; la insulina, como ya
he comentado, y el interferón, proteína que produce el
organismo humano como parte de su reacción inmunita-
ria a las infecciones virales. Las vacunas, son objeto tam-
bién de fabricación mediante la ingeniería genética.
Como era de prever, la biología aplicada a la ingenie-
ría genética ha estimulado el insaciable apetito de los
financieros, industriales e inversores en empresas renta-
bles, lo que está dando lugar a una nueva rama de la
producción que llaman, sin ningún rebozo, «biobusiness».
El bionegocio: la inversión útil y rentable para la fabri-
cación de fertilizantes, pesticidas y medicinas biológicas.

4. La falsa reproducción clónica

La fabricación que parece hoy más lejana es la de las


células femeninas que componen el óvulo; el principio de
la vida humana. Hasta hoy, cualquier clase de manipula-
ción, dentro o fuera del cuerpo femenino, debe contar
con un ovario vivo que fabrique a su tiempo los óvulos
necesarios. La fecundación por el esperma —cuya obten-
ción resulta fácil, barata y placentera— y la división del
blastocito, el óvulo fecundado, hasta una fase avanzada
de gestación del feto, parecen fases de la experimentación
que han alcanzado una parcela de éxito. Pero mientras se
nos ocultan las posibilidades actuales de incubar un feto,
ya fecundado «in vitro», se comenta superficialmente los
estudios genéticos realizados en bacterias o en ratones,
como dando a entender que el principal problema, la fa-
bricación del óvulo está resuelta.
Incluso se ha manejado abundantemente por la prensa
la noticia de la reproducción clónica de ratones, tergiver-
sando no sólo el experimento en sí, puesto que la infor-
mación se atrevía a afirmar que «estaban fabricados en
el tubo de ensayo de un laboratorio de Ginebra», cuando

689
únicamente se trataba de la introducción del núcleo de
una célula de una rata negra en la célula de una rata blan-
ca, a la que los genes de aquella transmitían la informa-
ción del color que portaban; sino que incluso especula-
ban con la posibilidad de la reproducción humana ase-
xuada por el mismo sistema.
La reproducción clónica realizada por los doctores
Karl Illmensee, de la Universidad de Ginebra, y Petter
Hope del Laboratorio Jacson de USA, tras 542 intentos
que realizaron en el curso de 30 años, consistió en utilizar
una rata gris preñada naturalmente a la que extrajeron el
núcleo de una de las células del embrión que acababa de
concebir y colocaron este núcleo, portador del código ge-
nético, dentro del óvulo recién fecundado de otra rata.
A esta segunda madre la eligieron negra. Previamente ha-
bían eliminado en la rata negra sus núcleos propios, el del
óvulo y el del espermatozoide antes de que se fusionaran.
Es decir que la negra aportaba el óvulo, pero el núcleo de
éste provenía de la rata gris.
Después de cuatro días de cultivo en probeta, y cuando
el nuevo embrión había iniciado su desarrollo —empezaba
a subdividirse y multiplicar sus células— fue inseminado
en una tercera rata, esta vez blanca, para ver así gráfica-
mente a través de los colores de los anímales qué cami-
nos sigue la herencia. El resultado fue el nacimiento de
una rata gris idéntica al embrión que le prestó su código
genético, muy semejante a la rata-madre y sin ningún
vínculo hereditario con su madre portadora, rata blanca,
ni con su madre celular negra. Y los informadores no han
sentido ningún rubor de calificar a esta reproducción de
«asexuada». (Ver El País, miércoles 7 de enero de 1981.)
Tampoco no ahorran comentarios tales cómo que estas ex-
periencias podrían desembocar un día en el universo tota-
litario descrito en la novela Un mundo feliz de Aldous
Huxley; haciendo caso omiso del «dato» de que las células
manipuladas por los científicos habían sido fecundadas me-
diante el conocido sistema de la copulación entre los ani-
males. El Periódico de Barcelona, el mismo día afirmaba:
«Dos médicos han conseguido por primera vez la repro-
ducción "clónica** de tres ratoncitos... La clonación se
ha utilizado con éxito en la reproducción de vegetales,
habiéndose conseguido sólo hasta ahora la reproducción
asexual de las ranas, que en la escala de la evolución
ocupan un lugar situado muy por debajo de los ratones.

690
Esta es la primera vez en que unos mamíferos son fecun-
dados clónicamente.»
Clónico significa el sujeto que se ha formado a partir
de la célula de una sola persona, sea macho o hembra.
Es decir, se pretende, que un espermatozoide o un óvulo,
por un procedimiento especial, que en los mamíferos su-
periores no existe todavía, se logre que se divida y lle-
gue a formar un nuevo ser humano, que será igual al pro-
genitor. Éste no es, naturalmente, el caso de los ratones,
en los que simplemente se les cambió el código genético
mediante la implantación de núcleo de otra célula, una vez
fecundada, en el óvulo igualmente fecundado de otra
rata.
La reproducción clónica, por tanto, para los mamífe-
ros, y mucho menos para el ser humano, no se ha alcan-
zado aún. Las investigaciones no ya en este campo —poco
probable que sirvan para las especies superiores—, sino en
la producción de un óvulo femenino que pudiera más tarde
fecundarse «in vitro» y continuar su proceso de desarrollo
en probeta, están muy atrasadas. La reproducción «arti-
ficial» depende todavía, necesariamente, de la fabricación
femenina de óvulos. Pero aún contando con la altruista
y generosa aportación de las mujeres, para lo que tienen
que dejarse perforar el abdomen; la moral, la religión,
las buenas costumbres, las leyes, los políticos y sobre
todo los economistas, se horrorizarían de fabricar ni-
ños en incubadoras. Ya sabemos que el horror se pro-
duce siempre en relación directa con el gasto que oca-
siona y el beneficio que se obtiene.

5. La preocupación de los políticos

El camino de la esperanza lo marcan los científicos


que prosiguen su trabajo sordos a los alaridos de escán-
dalo de tantos fariseos, que son incapaces en cambio de
hacer un gesto de piedad por los 800 millones de perso-
nas que morirán este año de hambre. Respecto a la acti-
tud de los investigadores me parece oportuno transcribir
estas declaraciones de Antoni Prevosti:
«En cambio, otro aspecto es la consideración del im-
pacto que el control biológico de nuestra especie puede
tener para la sociedad...

691
1. Que las aplicaciones posibles son muchas y muy
positivas para mejorar la vida del hombre.
2. Que en problemas de este tipo existe el peligro de
partir de prejuicios anticientíficos y antiintelectuales.
3. Que si puede haber peligros, estos no dependen de
los científicos, sino de los políticos, utilizando este térmi-
no en sentido amplio.
4. Que en general, cuando se quiere pasar un río, se
ha de afrontar el peligro de mojarse.
5. Que toda decisión negativa que no sea resultado de
un acuerdo universal y que se cumpla, no tiene sentido.
6. Que en último término es la sociedad, aunque con
la máxima información que puedan darle los científicos, la
que ha de decidir.» 4
La última recomendación de Prevosti requiere una co-
rrección. En cuestiones de reproducción son las mujeres
las que tienen que decidir. La información, aunque sucin-
ta, ahí la tienen. Es de ellas la responsabilidad de acabar
con los prejuicios, los tabúes y las esclavitudes.
No se deben albergar optimismos poco fundados, ya
que las investigaciones se hallan en una fase muy primiti-
va, pero ha llegado el momento de prever y de decidir el
porvenir. No sólo no se deben sustentar prejuicios desfa-
sados, sino que la voz de las mujeres debe alzarse para
exigir de la ciencia, que siempre está en manos de los
hombres, que active los trabajos que deben conducir a
nuestra liberación. Solamente los reaccionarios pueden
sentirse incómodos ante la posibilidad de acabar con
un mundo como el que tenemos.
Este tema fue el que se debatió en la séptima au-
dición parlamentaria del Consejo de Europa, donde los
senadores interrogaron a un numeroso grupo de ex-
pertos, desde investigadores de distintas universidades
europeas hasta representantes de la industria farma-
céutica, pasando por expertos en temas religiosos y jurí-
dicos sobre cuestiones científicas. Dos científicos, los doc-
tores Philipson, de la Universidad de Uppsala, en Suecia,
Nordstrom, de la Universidad danesa de Odense, afirma-
ron, desde el principio del debate, que se había dramati-
zado en exceso los posibles riesgos de la ingeniería gené-
tica, y que en absoluto podían temerse que los derechos
fundamentales del hombre pudieran verse afectados por

4. Art. cit.

692
esta rama de la investigación científica actual. Parece ser
que los parlamentarios, que están siempre dispuestos a
elaborar leyes que provoquen guerras, revoluciones, esta-
dos de excepción y detenciones sin causa, se muestran
muy preocupados por las manipulaciones de las bacterias
en los laboratorios.
El doctor Philipson afirmó que se trataba de «riesgos
utópicos» y de «prejuicios» cuando, en realidad, estas in-
vestigaciones sólo tienden a mejorar las posibilidades ac-
tuales de obtener nuevos productos con los que afrontar
las enfermedades. Numerosas respuestas a cargo de los
científicos apuntaron el hecho de que las transformacio-
nes genéticas conseguidas hasta ahora lo habían sido en
células muy simples, como algunas bacterias muy conoci-
das, y que, a pesar de ello, las dificultades son enormes
porque hay millares de genes. En el hombre, la compleji-
dad es muchísimo mayor, por lo que, de momento, no
parece posible que pueda alterarse su potencial genético,
aunque nada impide pensar que pueda hacerse más ade-
lante. «En todo caso, afirmó el profesor Trautner, del Ins-
tituto de genética molecular Max Planck, en Berlín, los
científicos no tenemos que limitar nuestras investigacio-
nes. Son los juristas y los políticos los que hacen las leyes
que a nosotros nos limitan. En todos los avances de la
ciencia, el mal uso que haya podido hacerse de ella no ha
sido por causa de los investigadores, sino por causa de
los políticos, como en el caso de la bomba atómica.» Y el
profesor Kaplan del Instituto de Patología Molecular de
París, explicó, tras una pregunta de un senador belga, «que
las posibles aplicaciones militares de la ingeniería gené-
tica existen sin duda, como existen aplicaciones milita-
res de prácticamente todo lo que se investiga en el mun-
do, pero que esto desborda la competencia de los cientí-
ficos, y que, una vez más, se trata de una cuestión política.»
(El País, 27 de mayo de 1981.)
De política se trata, pues. De la política en la que los
señores diputados del Consejo de Europa no han pensa-
do jamás: la de las mujeres. Son ellas las que tienen que
tomar las decisiones sociales que apliquen los conoci-
mientos científicos a su liberación. La aplicación de la in-
geniería genética, no solamente a la curación de enferme-
dades, o a la fabricación de fertilizantes, pesticidas o au-
mentos, sino sobre todo a la de los seres humanos, cuya

693
producción no puede seguir dependiendo de la tortura y
de la explotación femeninas.

6. El futuro es de las mujeres


Porque en este tema sólo ellas tienen la palabra. Ellas
son las que tienen que decidir su destino y el de toda la
humanidad. La reproducción completa «in vitro» no es
imposible. Todo lo que el ser humano imagina es capaz
de realizarlo. Por más fantástico que ahora parezca un
plan metódico y combinado de fabricación artificial de
niños dentro de poco tiempo nos hallaremos en pose-
sión de los conocimientos necesarios para ponerlo en prác-
tica.
Lo que ahora somos incapaces de aceptar será explica-
do, con toda naturalidad, por nuestros sucesores. Con
palabras de Marvin Harris «en visión retrospectiva, guia-
dos por el principio darwiniano de selección natural, los
científicos pueden reconstruir con facilidad la cadena cau-
sal de adaptaciones que condujo de los peces a los repti-
les y a los pájaros. ¿Pero qué biólogo que observara a un
tiburón primitivo habría previsto la aparición de la palo-
ma? ¿qué biólogo que observara a una musaraña arbó-
rea habría previsto la aparición del "Homo sapiens"?...
Puesto que los cambios evolutivos no son plenamente pre-
decibles, es obvio que en el mundo cabe lo que llamamos
libre voluntad. Cada decisión individual de aceptar, resis-
tir o cambiar el orden actual altera la probabilidad de que
se produzca un resultado evolutivo específico. En tanto el
curso de la evolución cultural nunca está libre de la in-
fluencia sistemática, probablemente algunos momentos son
más abiertos que otros. Considero que los momentos más
abiertos son aquellos en los que un modo de producción
alcanza sus límites de crecimiento y pronto debe adoptar-
se un nuevo modo de producción. Estamos avanzando rá-
pidamente hacia uno de los momentos de apertura. Cuan-
do lo hayamos atravesado, y sólo entonces, al mirar ha-
cia atrás, sabremos por qué los seres humanos eligieron
una opción y no otra. Entretanto, la gente que tiene un pro-
fundo compromiso personal con una determinada visión
del futuro está plenamente justificada en la lucha por sus
objetivos, aunque hoy los resultados parezcan remotos e
improbables. En la vida, como en cualquier partida cuyo
resultado depende tanto de la suerte como de la habili-

694
dad, la respuesta racional en caso de desventaja consiste
en luchar con más vehemencia». 5
Las mujeres debemos, pues, luchar con más vehemen-
cia por ese cambio social y humano, que sólo nosotras
podemos conseguir, porque sólo nosotras sabemos por qué
elegimos esa opción y no otra. El varón de la especie ha
cumplido ya casi todos sus objetivos evolutivos y políti-
cos, y está, por tanto, incapacitado para alcanzar el gran
salto cualitativo que ha de suponer la revolución femi-
nista y la reproducción artificial, que modificará todos
los modos de producción conocidos hasta hoy, y con ellos
la familia, las relaciones sexuales y amorosas, los senti-
mientos humanos. Hoy ya no se trata de producir más
bienes, ni únicamente de distribuirlos más equitativamen-
te. Hemos de cambiar el mundo suprimiendo la tortura,
la enfermedad y la explotación, y para ello lo primero es
acabar con nuestra propia explotación. Sólo las mujeres
pueden alcanzar hoy tan gran transformación del mundo,
porque son ellas las explotadas, son las últimas víctimas de
la larga cadena de explotados que los hombres han ido
masacrando en el curso de la historia social, y mientras
el explotador no tiene alternativa que inventar, solamente
las víctimas pueden ofrecer un futuro mejor.
Nos hallamos en la antesala de ese gran cambio y
quien se escandalice es porque sólo desea mantener en
el mismo estado las injusticias del presente. Cueto escribe
que «la crisis no es la antesala del infierno, sino simple-
mente, el incómodo "hall" de un cambio drástico de con-
cepción del mundo, Claro que esto lo resumió Snow con
mucha más precisión y con bastante menos palabrería:
"Si los científicos llevan en la masa de la sangre el futuro,
los intelectuales de la cultura tradicional responden con
el deseo de que el futuro no exista".» 6
Las mujeres sólo pueden responder con el conocimien-
to científico del feminismo revolucionario que sabe que
el futuro existe y desea construirlo mejor. Y en ese futu-
ro es imprescindible que las mujeres dominen tanto los
mecanismos del poder político como la organización y la
dirección de la reprodución humana.

Barcelona, junio 1978 - enero 1982.


5. Caníbales y reyes. Ed. Argos, Barcelona 1978, págs. 258-259.
6. Juan Cueto, «Él terror al futuro», Revista Triunfo, Madrid,
julio-agosto 1981.

695

S-ar putea să vă placă și