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De todos modos, conviene advertir que, ora consciente, ora
inconscientemente, por imperio de las ideologías dominantes, el curso de
los acontecimientos tiende a naturalizar la narrativa que reconstruye los
hechos pretéritos relevantes de nuestra vida comunitaria. La res-historiae,
luego, se ve objetivada tras las gafas ideológicas que nos permiten
interpretar una colección de hechos que, de otro modo, deberían verse
inconexos o inexplicables.
Si lo dicho fuere correcto, es también cierto que a nuestras espaldas
y en el horizonte del futuro, siempre estamos asediados por una trama de
competitivas formas ideológicas que definen no sólo qué ver, sino también
cómo ver lo que estamos viendo.
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de esas atávicas ideas republicanas. Y claro, junto a ellas, se produjo
también la irrupción del radicalismo en la historia argentina.
En efecto, en función de las debilidades de nuestro comercio exterior
-dado el precio de los productos agrícola-ganaderos-, el “llamado
crecimiento hacia afuera del país” (recostado exclusivamente en el sector
primario), a partir de esos años, ya no pudo compensar con sus excedentes,
el marginal de riquezas necesarias para lograr contener tanto las demandas
mínimas existenciales del flujo migratorio como la voracidad rentística de
la llamada oligarquía vernácula. De tal suerte, la alianza liberal-
conservadora que había consolidado un proyecto constitucional montado
solo sobre libertades civiles y comerciales para una inmigración y un
desarrollo a escala pequeños, muy de repente, se vio interpelada por el
cuerpo político y moral de grandes mayorías inevitablemente marginadas.
El autogobierno –sobre la plataforma de la ciudadanía y la soberanía
popular-; junto al imperio de la ley y el “principio de no dominación”, en
mi opinión, son los cuatro pilares que sostienen el edificio republicano.
Esas ideas despertaron tanto en el momento proteico de la Patria como en
las luchas populares por el sufragio universal. Los forjadores de la UCR:
Leandro Alem e Hipólito Yrigoyen –tanto como Sabattini e Illia-, sin duda,
representan los ejemplos republicanos más auténticos de esta seminal
sensibilidad e inteligencia política en el país.
Ahora bien, ¿qué características singularizan el temple republicano?
Los republicanos desde la antigüedad, el renacimiento y a partir de los
grandes procesos revolucionarios de fines del Siglo XVIII -en Francia y
EEUU-, hemos sostenido un compromiso militante con gran parte de las
llamadas libertades negativas; con la retórica de los derechos individuales.
En este último período, sobre todo, esto fue un hito trascendente. De todos
modos, más allá de nuestras coincidencias y valoración laudatoria del
legado del llamado liberalismo político, lo cierto es que tampoco podemos
evitar tener otras tantas diferencias con la filosofía liberal. Muy
elementalmente y desde tiempos muy pretéritos, los republicanos tenemos
una obsesión ineludible con la legitimidad democrática y el principio del
autogobierno. Toda expresión individualista, temerosa de la intervención
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estatal, por lo tanto, está fuera del centro de gravedad político y moral de
un republicano.
En consecuencia, un (republicano) radical, no puede dejar de estar
alerta sobre el funcionamiento de los poderes superiores del Estado. No
puede dejar de involucrarse personalmente con la reparadora de la política.
Ello es ineludible. Y lo es porque no hay otro modo civilizado para
desarmar o para resistir las condiciones estructurales de “dominación” que
podrían afectar la suerte inefable de perdedores y ganadores sistemáticos.
Solo la política puede torcer la gradiente de poderes consolidados en las
relaciones sociales y económicas de la comunidad de referencia. En otras
palabras, un buen radical –si fuere republicano-, no puede mostrarse
insensible frente a la pobreza estructural. No puede cruzarse de brazos
ante inequidades que, para otras personas, parecen ser solo el reflejo de los
caprichos del zodíaco. Un buen radical –republicano-, lejos de ello, se
rebela contra la impunidad y frente a toda la injusticia.
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dominación y/o sometimiento que, por las razones que fueran, permitían
impunidad y privilegios.
El desafío, por lo tanto, nos obliga a ponernos de frente a la
identificación analítica de las causas de nuestros repetidos errores y
carencias. Esos que han venido marcando el norte magnético de una
desorientación y una insensibilidad abrumadoras. Esos que siguen
precipitando la ignorancia y la evasión de responsabilidades de parte de
élites sin vocación o inteligencia para remediar el saldo de sus propios
fracasos. Y el radicalismo, a no dudarlo, también tiene una parte en esta
trama de responsabilidades públicas.
En síntesis, entre las cosas que sabemos y las que no, siempre hay
una puerta. Para pasar de un plano a otro, como si hubiera un pasaje
mágico, propongo recorrer a continuación un camino formal de categorías
políticas. Esto es fundamental y merece máxima atención. Muy
especialmente, la atención de nuestros jóvenes. Y más específicamente, de
los jóvenes dirigentes de extracción radical. Estas categorías, en mi
opinión, suelen entrecruzarse en unas coordenadas comunes de referencia.
Y en su punto de encuentro temporo-espacial, de paso, se desnudan las
carencias o vacíos que nos atan a la decadencia. Estos son: a. falta de
pensamiento nacional; b. inexistencia de vínculos representativos con una base
social y política específica; c. ausencia de una plataforma de prácticas
institucionales para restaurar la centralidad política de las soluciones.
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IV.3. Falta de audacia y ausencia de pensamientos y acciones
“diagonales” para compactar la política frente a rivales intereses
hegemónicos
La educación, el desarrollo científico, la seguridad pública, la defensa
nacional, la protección de la cultura, el desarrollo estratégico de
infraestructura y programas de salud, por ejemplo, debieran articularse
“políticamente” sobre diagonales de acuerdo -y resistencia- con –contra-
quienes tienen visiones más o menos similares -antagónicas- a las nuestras.
Sin embargo, ni propios ni extraños podemos romper la abulia y la
parálisis que embarga los modos políticos en el país. Argentina exhibe una
paupérrima cultura democrática. Y la república está mal herida. Ambos
extremos son inobjetables. La escasa calidad y habilidad para el debate
público, sin soslayar los decadentes estándares de moralidad y carácter
exigidos a quienes son líderes y representantes, sin duda, son alarmantes.
El dinero y los vínculos con las usinas mediáticas de legitimidad televisiva,
a no dudarlo, tienen el camino allanado para mover sus trebejos
imponiendo sus dóciles candidatos.
De tal modo, en esta tendencia, las facciones que pugnan por el poder
residual del Estado, generalmente están dedicadas a forjar alianzas
utilitaristas para alquilar cargos públicos o, en el peor de los casos, para
ser socios de negocios inconfesados. Y porque juegan el juego con las
reglas que determinan los resultados que no afectan a los dueños del país,
es evidente, hacer y deshacer alianzas -y formaciones electorales
estratégicas-, se ha convertido en un deporte a oscuras, con escasas
lealtades involucradas.
Naturalmente, de paso, el desprecio hacia las instituciones políticas
del Estado, empieza por los mismos que quieren integrar dichos espacios.
Y así, por cierto, no debe sorprender la debilidad y/o escasez de políticas
públicas o programas de largo aliento en el país. La verdad, es muy difícil
que haya continuidad, siquiera en la política exterior. Rara vez podemos
leer una plataforma electoral donde se presente, se corrija o se actualice la
agenda de problemas concretos de las personas que votan nuestros
candidatos. Y esto es un denominador común para la gran mayoría de las
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fuerzas políticas –radicalismo incluido- de la Argentina. El electorado vota
sonrisas comerciales, éxitos deportivos, hábiles empresarios. El electorado
no vota conductas, ni carácter, ni inteligencia ni mucho menos programas.
En consecuencia, sin instituciones ni escenarios políticos de
jerarquía; con partidos políticos debilitados, resulta muy difícil que la
política y su capacidad transformadora pueda cobrar algún ímpetu. Y
claro, sin política, no hay posibilidad de acuerdos. Y cuando no hay
acuerdos políticos relevantes, es plausible, tampoco son necesarias
espadas dialécticas –ni ejemplaridad moral- para resistir la fuerza
abrumadora del dinero y sus figuras vicarias. Dada la debilidad
institucional y la endeblez de nuestra cultura política, es pleno, la tarea
militante y de propaganda, se ha convertido a los ojos de nuestros
conciudadanos, en una administración improductiva, menor; una forma
abyecta del oportunismo individualista. Sin política, en última instancia,
nos sumergimos en encerronas que, como la marea, invariablemente nos
depositan en el mismo lugar del atraso. No podemos dejar nuestras
respectivas islas abandonadas. Y como náufragos aislados, en cada marea
baja, nos encontramos agotados en la playa de la desesperanza y de una
nueva frustración.