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Pablo Riberi

Lo que nos pasa, es no saber lo que nos pasa

Cuando la única herramienta a mano es un


martillo, todos los que pueden tener alguna semejanza
con un clavo, por favor, empiecen a preocuparse…
(Anónimo)

I. ¿Cómo pensar la política?


Se cumplen 35 años de democracia desde ese luminoso día en que
Raúl Alfonsin habló al pueblo argentino desde los balcones del Cabildo de
Buenos Aires. Y, a mi juicio, en retrospectiva, ésta es la primera pregunta
que un buen ciudadano debe hacerse. Si aceptamos el desafío, entonces,
debiéramos ponernos de acuerdo sobre si la política tiene que ver con un
cuerpo de acciones comunes para transformar la realidad. Luego, el
pensamiento, el debate y la acción política supone acuerdos, aunque más
fundamentalmente, necesita desacuerdos. En esta dinámica, la
deliberación colectiva es el combustible para alimentar saldos negociados
entre individuos que piensan y sienten distinto. Sujetos que tienen
estructuras de creencias, intereses y deseos en distintos rangos de
diversidad y armonía. La deliberación y el debate, por lo tanto, son
vectores que permiten victorias estratégicas –temporales y parciales-, entre
sujetos que, por naturaleza –y/o definición-, son iguales y libres.
En la arena política no hay privilegiados. La política se desarrolla
entre personas que recíprocamente se reconocen en un mismo plano para
ver cómo pueden ponerse de acuerdo sobre qué hacer con el mundo que
nos rodea; con el tiempo que tenemos por delante (el nuestro y el de
nuestros hijos); qué hacer concretamente con la Patria: la de nuestros
muertos y la de quienes todavía no están en este mundo.

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De todos modos, conviene advertir que, ora consciente, ora
inconscientemente, por imperio de las ideologías dominantes, el curso de
los acontecimientos tiende a naturalizar la narrativa que reconstruye los
hechos pretéritos relevantes de nuestra vida comunitaria. La res-historiae,
luego, se ve objetivada tras las gafas ideológicas que nos permiten
interpretar una colección de hechos que, de otro modo, deberían verse
inconexos o inexplicables.
Si lo dicho fuere correcto, es también cierto que a nuestras espaldas
y en el horizonte del futuro, siempre estamos asediados por una trama de
competitivas formas ideológicas que definen no sólo qué ver, sino también
cómo ver lo que estamos viendo.

II. La saga radical en el ideario republicano y democrático


La tradición y el pensamiento republicano también se expresan en
una ideología. Lamentablemente, la misma ha sido muy endeble en este
país. Estoy convencido que, contra el pensamiento conservador, Mariano
Moreno inauguró esta veta de acción y pensamiento político en el país. Sin
embargo, tras su muerte, las vertientes liberales y populistas disputaron y
acordaron con el conservadurismo los modos hegemónicos de
comprender y ordenar política y constitucionalmente el país.
Entre disputas y acuerdos, estas alianzas circunstanciales tuvieron
relativo éxito en la consolidación del proceso de emancipación y en la
etapa de formación del Estado nacional. En este sentido, está claro que
hubo un conservadurismo populista desde Rosas –junto a otros muchos
caudillos federales- y hubo otro que forjó una próspera alianza con las
fuerzas liberales de la generación del 37 y la del 80. Con luces y sombras –
y muchas injusticias-, por cierto, el país tuvo un periodo de realizaciones
y crecimiento singular. La máxima altura en esta parábola alegórica de un
ciclo histórico de algún modo virtuoso, sin duda, se dio hasta los albores
del Siglo XX. A partir de entonces, empero, las demandas por los derechos
políticos y la necesidad de “reparar” amplios sectores sociales
postergados, terminaron siendo el caldo de cultivo para el resurgimiento

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de esas atávicas ideas republicanas. Y claro, junto a ellas, se produjo
también la irrupción del radicalismo en la historia argentina.
En efecto, en función de las debilidades de nuestro comercio exterior
-dado el precio de los productos agrícola-ganaderos-, el “llamado
crecimiento hacia afuera del país” (recostado exclusivamente en el sector
primario), a partir de esos años, ya no pudo compensar con sus excedentes,
el marginal de riquezas necesarias para lograr contener tanto las demandas
mínimas existenciales del flujo migratorio como la voracidad rentística de
la llamada oligarquía vernácula. De tal suerte, la alianza liberal-
conservadora que había consolidado un proyecto constitucional montado
solo sobre libertades civiles y comerciales para una inmigración y un
desarrollo a escala pequeños, muy de repente, se vio interpelada por el
cuerpo político y moral de grandes mayorías inevitablemente marginadas.
El autogobierno –sobre la plataforma de la ciudadanía y la soberanía
popular-; junto al imperio de la ley y el “principio de no dominación”, en
mi opinión, son los cuatro pilares que sostienen el edificio republicano.
Esas ideas despertaron tanto en el momento proteico de la Patria como en
las luchas populares por el sufragio universal. Los forjadores de la UCR:
Leandro Alem e Hipólito Yrigoyen –tanto como Sabattini e Illia-, sin duda,
representan los ejemplos republicanos más auténticos de esta seminal
sensibilidad e inteligencia política en el país.
Ahora bien, ¿qué características singularizan el temple republicano?
Los republicanos desde la antigüedad, el renacimiento y a partir de los
grandes procesos revolucionarios de fines del Siglo XVIII -en Francia y
EEUU-, hemos sostenido un compromiso militante con gran parte de las
llamadas libertades negativas; con la retórica de los derechos individuales.
En este último período, sobre todo, esto fue un hito trascendente. De todos
modos, más allá de nuestras coincidencias y valoración laudatoria del
legado del llamado liberalismo político, lo cierto es que tampoco podemos
evitar tener otras tantas diferencias con la filosofía liberal. Muy
elementalmente y desde tiempos muy pretéritos, los republicanos tenemos
una obsesión ineludible con la legitimidad democrática y el principio del
autogobierno. Toda expresión individualista, temerosa de la intervención
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estatal, por lo tanto, está fuera del centro de gravedad político y moral de
un republicano.
En consecuencia, un (republicano) radical, no puede dejar de estar
alerta sobre el funcionamiento de los poderes superiores del Estado. No
puede dejar de involucrarse personalmente con la reparadora de la política.
Ello es ineludible. Y lo es porque no hay otro modo civilizado para
desarmar o para resistir las condiciones estructurales de “dominación” que
podrían afectar la suerte inefable de perdedores y ganadores sistemáticos.
Solo la política puede torcer la gradiente de poderes consolidados en las
relaciones sociales y económicas de la comunidad de referencia. En otras
palabras, un buen radical –si fuere republicano-, no puede mostrarse
insensible frente a la pobreza estructural. No puede cruzarse de brazos
ante inequidades que, para otras personas, parecen ser solo el reflejo de los
caprichos del zodíaco. Un buen radical –republicano-, lejos de ello, se
rebela contra la impunidad y frente a toda la injusticia.

III. Mandato republicano: pensar en primera persona plural


Ahora bien, más allá de los múltiples inconvenientes estructurales
de la Argentina, tengo la impresión de que nuestros compatriotas hace
tiempo que han abandonado este temperamento. Hace mucho que no nos
damos un debate ideológico ni moral exigente. Por eso, sin detenernos en
la pesada rémora de injusticias e inequidades que venimos cargando, a esta
altura del partido, me parece que nuestro principal desafío es tomar
conciencia de algo más urgente que nos está pasando. Algo que no
sabemos bien que es, pero que nos afecta. Algo asfixiante que en los
últimos 50 años de historia política nos ha arrojado desde la desilusión al
autoritarismo y, desde cualquiera de ambos lugares, hacia la misma
violencia.
De manera que estoy proponiendo reflexionar sobre lo que hemos
vivido en los últimos 35 años de democracia. En otras palabras, invito a
zambullirnos dentro de un paradigma político de sentido. Pensar
deliberando con otros, en un plano de libertad e igualdad ciudadana. Y
ahí, es donde hay que analizar las razones de tanta confusión, de tanta
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abulia, de tanta mezquindad que agobia. Pensar la historia más reciente de
los argentinos; pensarla como radicales y republicanos.
En esta inteligencia, mi intuición es que los radicales –
comprometidos con el pensamiento republicano-, enfrentamos tres
categorías de problemas colectivos que enturbian nuestras decisiones
táctico-partidarias. En efecto, creo que es posible identificar tres núcleos
principales de desafíos en el horizonte de nuestra historia. Hay muchos
más, sin duda, pero creo que estos tres, en términos formales y
estratégicos, son los más acuciantes. Y son los más acuciantes e
insoslayables, en mi opinión, precisamente, porque la combinación de los
tres se no revela como la causa más directa de un estancamiento político,
moral, social, científico, económico tan alarmante como persistente. Esto
es, hay tres focos de problemas o carencias cuya naturaleza paralizante son
responsables de una serie continuada de fracasos en la historia
democrática reciente.
En pocas palabras, el ciudadano comprometido con ideas y modos
políticos de acción, está claro, no puede seguir haciéndose el distraído.
Hay que volver a apropiarse de una mirada militante y transformadora.
Hay que restaurar el carácter republicano de otros tiempos. Y para hacerlo,
hay que conversar no solo los que piensan como nosotros, sino también
con todos aquellos que de buena fe piensan distinto el futuro del país.
En nuestro país -ya lo sabemos-, las respuestas mono-causales; las
recetas mágicas; los programas iluminados, siempre han sido avenidas
directas hacia la desilusión y el desencuentro. Los tutores de la verdad,
irremediablemente, no pueden dejar de llevarnos a ese lugar sin dejar de
visitar la intolerancia y sus propias vanidades. El desafío de un auténtico
republicano –de impronta radical-, en cambio, comienza por su
compromiso con el deber intelectual y militante de hacer justicia con sus
conciudadanos. El radicalismo de matriz republicana y popular, supo
nacer para enfrentar de raíz las causas de la desigualdad injustificada y la
pobreza abyecta. Nacimos contra la mordaza de la exclusión política.
Nacimos para romperle el espinazo a cualesquiera estructuras de

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dominación y/o sometimiento que, por las razones que fueran, permitían
impunidad y privilegios.
El desafío, por lo tanto, nos obliga a ponernos de frente a la
identificación analítica de las causas de nuestros repetidos errores y
carencias. Esos que han venido marcando el norte magnético de una
desorientación y una insensibilidad abrumadoras. Esos que siguen
precipitando la ignorancia y la evasión de responsabilidades de parte de
élites sin vocación o inteligencia para remediar el saldo de sus propios
fracasos. Y el radicalismo, a no dudarlo, también tiene una parte en esta
trama de responsabilidades públicas.
En síntesis, entre las cosas que sabemos y las que no, siempre hay
una puerta. Para pasar de un plano a otro, como si hubiera un pasaje
mágico, propongo recorrer a continuación un camino formal de categorías
políticas. Esto es fundamental y merece máxima atención. Muy
especialmente, la atención de nuestros jóvenes. Y más específicamente, de
los jóvenes dirigentes de extracción radical. Estas categorías, en mi
opinión, suelen entrecruzarse en unas coordenadas comunes de referencia.
Y en su punto de encuentro temporo-espacial, de paso, se desnudan las
carencias o vacíos que nos atan a la decadencia. Estos son: a. falta de
pensamiento nacional; b. inexistencia de vínculos representativos con una base
social y política específica; c. ausencia de una plataforma de prácticas
institucionales para restaurar la centralidad política de las soluciones.

IV. En caso de emergencia rompa el vidrio (y agarre los tres faltantes)


IV.1. Falta de un consistente pensamiento nacional.
Me refiero a la ausencia de pensamiento propio sobre nuestros
propios problemas y desafíos. Porque la pregunta es: ¿cuál es la dimensión
política sobre la cual hay que entablar la lucha o en cuyo regazo hay que
aplicar los programas? Claramente, no se trata de una dimensión
ecuménica. Más allá de nuestra sintonía con los pueblos Latinoamericanos,
la verdad es que tampoco se trata de un ámbito regional o sub-regional; ni
mucho menos estamos limitados a nivel sub-nacional o local. El
radicalismo, en rigor de verdad, nació como un partido nacional de todos
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los argentinos. En consecuencia, resulta desalentador notar la ausencia de
programas serios para el desarrollo y la transformación de la Argentina. Y
lo que es más angustiante, es la ausencia de élites responsables que tengan
un compromiso a escala con los valores republicanos de nuestra
Constitución Nacional.
Naturalmente que a lo largo del arco político que pretende
representar los grupos más dinámicos de nuestra sociedad, hay
ciertamente múltiples ideologías transformadoras que comparten
objetivos con el radicalismo. Con mayor o menos éxito, en última instancia,
las fuerzas políticas contestes con el pensamiento progresista, se las
reconoce como tales porque pretenden dar respuesta a los actores sociales
más dinámicos de nuestra comunidad. Algunas de estas expresiones, sin
embargo, están poniendo su sesgo en programas regionales –más o menos
extensos-; en la vieja retórica marxista de clase; en la necesidad de apurar
un desarrollo capitalista que posibilite el “derrame”.
Sea como fuere, mi intuición es que en la actualidad la gran mayoría
de estas fuerzas alternativas, han ido perdiendo sus propios contornos e
individualidad. No hay usinas propias de pensamiento mientras se ha
producido vaciamiento generalizado de identidad ideologógica. Con
excepciones, por cierto, la izquierda, el campo popular, hoy deambula a
las cansadas; semi-camuflado, siguiendo la marcha de un progresismo
pueril, contestatario y curiosamente individualista. Un progresismo de
raíz liberal, con lealtades cosmopolitas; un progresismo que desconfía de
la gente que dice representar. Un progresismo, en última instancia, que
está llamado a reconciliar lo irreconciliable: esto es, un programa de
derechos posmoderno, hypster, alineado con las demandas de una
izquierda cada vez más fragmentada y cada vez más desconectada de la
dialéctica de intereses que dice representar.

IV.2. Falta de compromiso representativo con los sectores


populares y las clases medias bajas
Está claro que el radicalismo no ha sido ni es un partido clasista. De
todos modos, es evidente también que el partido radical alguna vez
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comprendió que su misión era encontrar respuestas concretas para ciertos
segmentos sociales postergados. Mi intuición es que muchos de esos
colectivos, hoy siguen sin tener quien les represente. En general, el
progresismo, la izquierda clásica y la izquierda de cuño liberal, hoy
prefieren hablar de derechos y poco de justicia e igualdad. Dado que esta
tendencia parece muy consolidada, es lógico entender también porque no
hay plataformas democráticas que apuesten a programas concretos con
respecto a reivindicaciones materiales precisas.
Más aun, la desconfianza hacia el principio y regla de mayoría ha
calado hondo, aun en los partidos populares. Esto se nota muy
especialmente también en la acción de la izquierda tradicional –con sus
rémoras populistas- que, de uno u otro modo, no tienen problema en
trasladar su lucha de la calle a los estrados judiciales. Más aun, el discurso
de los nuevos colectivos progresistas, simultánea o consecutivamente,
están dedicados a promover un variado menú privado de conquistas
aleatorias para satisfacer las demandas de variados sujetos colectivos o
grupos de presión. Por medio de protestas y piquetes, cuando no, en la
palestra televisiva, la lucha foquista ha desplazado los grandes relatos o la
narrativa práctica de los desamparados. Tampoco hay lugar para la
retórica del interés nacional, ni mucho menos cobra sentido intentar
representar colectivos de clase de intereses y creencias axiológicas
identitarias de ninguna índole.
Si este diagnóstico fuere correcto, es lógico comprender porque
existe un claro sentimiento de abandono en las clases medias y medias
bajas. La orfandad de los trabajadores y sectores sociales asalariados más
dinámicos, invariablemente, se han visto afectados por las fuerzas
centrífugas de la globalización. También por la diáspora del capital local
que, periódicamente, emigra en busca de exorbitantes rentas financieras o,
de tanto en tanto, le hace escabullirse hacia zonas de mayor seguridad
jurídica.
Por otro lado, los intereses, las necesidades, deseos y creencias de los
sectores populares también vienen mostrando volatilidad y serias
contradicciones internas. Aun cuando el consumo de información
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audiovisual satura el tiempo de esparcimiento de amplias franjas de la
sociedad, lo cierto es que, transversalmente, se ha venido consolidando
una tendencia a la despreocupación y al aislamiento de los mismos
afectados. Más allá de ello, algunas tendencias “disposicionales” –o la
misma propaganda-, explican el comportamiento errático del electorado.
En efecto, por caso, es dable notar cómo en diversas partes del
planeta (Europa y USA, por caso), segmentos educados y medianamente
acomodados mantienen cierta fidelidad en su voto a izquierdas
moderadas. Por el contrario, es otra tendencia bastante uniforme cómo
franjas medias –con aspiraciones de ascenso socio-económicos- junto a los
deciles superiores de mayores ingresos, tienden a votar derechas. La
alternancia en ciclos de inmovilidad y desengaño, de algún modo, han
venido pavimentado el camino a las expresiones populistas que hoy
arrecian tanto en las democracias más consolidadas como en países como
el nuestro.
En la actualidad, una nueva lógica “antipolítica” se expande
peligrosamente en los cinco continentes. Nótese, la misma crece en la
medida que aumentan los problemas del común de las personas.
Problemas –dicho sea de paso-, que nunca reciben respuestas adecuadas u
oportunas desde los órganos del Estado. ¿Qué soluciones se proponen
contra la delincuencia, la corrupción estatal, el combate al narcotráfico, la
inmigración ilegal, etc.? Pues bien, son pocas, esporádicas e insuficientes.
Y claro, ante esta consternación, expresiones populistas decadentes (sean
de derecha o de izquierda), sobre la base de la desatención, vienen
medrando con la simiente de emociones primitivas –entre ellas el
resentimiento y el odio racial o xenófobo-. La ajenidad del “establishment
político” con respecto a los problemas reales de cierto rango o categoría de
individuos, en pocas palabras, es en gran medida el resultado de unas
anteojeras ideológicas que impiden pensar en claves de bien común. La base
histórica de nuestro partido, sin duda, es una de las más afectadas en la
tendencia.

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IV.3. Falta de audacia y ausencia de pensamientos y acciones
“diagonales” para compactar la política frente a rivales intereses
hegemónicos
La educación, el desarrollo científico, la seguridad pública, la defensa
nacional, la protección de la cultura, el desarrollo estratégico de
infraestructura y programas de salud, por ejemplo, debieran articularse
“políticamente” sobre diagonales de acuerdo -y resistencia- con –contra-
quienes tienen visiones más o menos similares -antagónicas- a las nuestras.
Sin embargo, ni propios ni extraños podemos romper la abulia y la
parálisis que embarga los modos políticos en el país. Argentina exhibe una
paupérrima cultura democrática. Y la república está mal herida. Ambos
extremos son inobjetables. La escasa calidad y habilidad para el debate
público, sin soslayar los decadentes estándares de moralidad y carácter
exigidos a quienes son líderes y representantes, sin duda, son alarmantes.
El dinero y los vínculos con las usinas mediáticas de legitimidad televisiva,
a no dudarlo, tienen el camino allanado para mover sus trebejos
imponiendo sus dóciles candidatos.
De tal modo, en esta tendencia, las facciones que pugnan por el poder
residual del Estado, generalmente están dedicadas a forjar alianzas
utilitaristas para alquilar cargos públicos o, en el peor de los casos, para
ser socios de negocios inconfesados. Y porque juegan el juego con las
reglas que determinan los resultados que no afectan a los dueños del país,
es evidente, hacer y deshacer alianzas -y formaciones electorales
estratégicas-, se ha convertido en un deporte a oscuras, con escasas
lealtades involucradas.
Naturalmente, de paso, el desprecio hacia las instituciones políticas
del Estado, empieza por los mismos que quieren integrar dichos espacios.
Y así, por cierto, no debe sorprender la debilidad y/o escasez de políticas
públicas o programas de largo aliento en el país. La verdad, es muy difícil
que haya continuidad, siquiera en la política exterior. Rara vez podemos
leer una plataforma electoral donde se presente, se corrija o se actualice la
agenda de problemas concretos de las personas que votan nuestros
candidatos. Y esto es un denominador común para la gran mayoría de las
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fuerzas políticas –radicalismo incluido- de la Argentina. El electorado vota
sonrisas comerciales, éxitos deportivos, hábiles empresarios. El electorado
no vota conductas, ni carácter, ni inteligencia ni mucho menos programas.
En consecuencia, sin instituciones ni escenarios políticos de
jerarquía; con partidos políticos debilitados, resulta muy difícil que la
política y su capacidad transformadora pueda cobrar algún ímpetu. Y
claro, sin política, no hay posibilidad de acuerdos. Y cuando no hay
acuerdos políticos relevantes, es plausible, tampoco son necesarias
espadas dialécticas –ni ejemplaridad moral- para resistir la fuerza
abrumadora del dinero y sus figuras vicarias. Dada la debilidad
institucional y la endeblez de nuestra cultura política, es pleno, la tarea
militante y de propaganda, se ha convertido a los ojos de nuestros
conciudadanos, en una administración improductiva, menor; una forma
abyecta del oportunismo individualista. Sin política, en última instancia,
nos sumergimos en encerronas que, como la marea, invariablemente nos
depositan en el mismo lugar del atraso. No podemos dejar nuestras
respectivas islas abandonadas. Y como náufragos aislados, en cada marea
baja, nos encontramos agotados en la playa de la desesperanza y de una
nueva frustración.

III. Epílogo (..ábrete Sésamo:… quiero salir)


A guisa de síntesis, para recuperar el sentido de una política
democrática, es necesario reflexionar sobre esta tríada de objetivos: 1.
Recuperar y anclar el pensamiento y la acción militante con un paradigma
de pensamiento nacional; 2. Renovar un compromiso representativo con los
sectores populares y las clases medias y medias bajas como sujeto colectivo
que necesita nuestra acción militante; 3. Y articular acciones y pensamientos
“diagonales” para compactar la política frente a los consolidados poderes
hegemónicos que imponen sus intereses.
Si en verdad valorásemos la democracia y la república, en un país
sensato, la política debería proyectar los intereses, las necesidades, los
sueños postergados de las mayorías. Vale decir, por ejemplo, los intereses,
las necesidades y deseos de más de la mitad de los chicos argentinos que
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hoy viven bajo el umbral de la pobreza. La política debiera ofrecernos
respuestas -provisorias, temporales-, pero respuestas al fin para influir
sino determinar la orientación de las políticas públicas del Estado. Y con
ello, básicamente, quiero decir, que el gasto y los presupuestos públicos
debieran estar dirigidos a satisfacer intereses, necesidades y sueños
postergados del campo popular y del interés nacional. Y esto,
precisamente, es la principal razón por la cual la democracia formal
difícilmente está en condiciones colmar las expectativas del cuerpo social
que la sostiene. En otras palabras, en los últimos 35 años con la democracia,
no comemos todos, no nos curamos todos, no nos educamos (bien) todos;
si quiera la mayoría.
Una mirada atenta, por lo tanto, permite acreditar cómo en la
Argentina -como en diversas partes del mundo-, esta brecha se va
convirtiendo en abismo. De paso, esto permite estar preparados para hacer
frente la escalada populista. Y tal como señalara renglones arriba, no es
una destreza menor poder descifrar los mecanismos que explican porque
las élites que dirigen los destinos de partidos tradicionales -y/o que
gobiernan en nombre de ellos-, cada vez se encuentran más extrañadas de
su base social. Por caso, enterarnos cómo la moderación y
deshumanización en el discurso del partido “Demócrata” norteamericano
o del “Socialismo” francés terminaron provocando una migración
descontrolada de sus respectivos respaldos electorales. Claro, esta
tendencia tuvo lugar, lógicamente, mientras las burocracias partidarias sin
ideología de cambio, mientras entronizaban sus privilegios sucumbían
frente al discurso “posibilista”. Y tengo la intuición de que algo similar ha
venido sucediendo en los partidos populares en la Argentina.
En definitiva, hay que recuperar la política democrática. Y hay que
hacerlo porque, por un lado, en democracia, el valor de la inteligencia
colectiva es inexorablemente un potencial emergente de legitimidad
institucional inagotable. Si ello fuera así, además, los intereses, las
necesidades y los sueños de las mayorías tendrían mayores oportunidades
concretas de plasmarse –en alguna medida-, en el futuro propio y en el de
nuestros hijos. Por otro lado, porque a contramano de los modelos
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monológicos –economicistas- de racionalidad individualista, la práctica
deliberativa democrática permite desarrollar lo que Aristóteles llamaba la
“sabiduría de la Multitud”. Esto es, una matriz política colectiva que, entre
otras cosas, opera como un inyector de confianza civil en la fuerzas
intelectuales, espirituales y morales de la república. Eso fue muy bien
entendido por figuras como Yrigoyen y Raúl Alfonsín.
Experiencia es el nombre con lo que solemos nombrar nuestros
errores. La experiencia, sin embargo, ha sido escasamente valorada en la
Argentina. En general, tampoco hay reconocimiento para el estudio o para
el compromiso militante de algunos buenos dirigentes y ciudadanos
comprometidos con nuestras ideas. Quizás por eso, no es común la
asignación de responsabilidades en las espaldas de quienes están mejor
equipados intelectual y moralmente. Si todo esto es cierto, es fácil
comprender entonces también porque nos cuesta tanto corregir errores.
Aunque nos duela, esta es la verdad: estamos entrampados en un largo
ciclo de decadencia. Como Sísifo, repetimos la frustración del esfuerzo
fútil.
Pues bien, la diferencia entre lo imposible y lo posible, solo se percibe
la primera vez. Luego, no debiéramos perder tiempo en torcer esta suerte.
Y para ello, hay que crear mancomunadamente una nueva potencia
política capaz de derribar los obstáculos que impiden el progreso social,
económico, moral de los argentinos. Siempre hay tiempo para cambiar. Y
aun si el reloj de la historia nos dijera que es tarde, lo mismo, bien vale la
pena intentarlo.
En síntesis y en última instancia, en el territorio de la política, los
buenos sentimientos y los valores colectivos de una comunidad de mujeres
y hombres libres e iguales, nacen, se consolidan y perecen para volver a
nacer cuando la voluntad política así lo permite. Y si esto fuera correcto,
¿no sería éste un tiempo propicio para recuperar nuestro atávico temple
republicano? La política republicana, en última instancia, ¿no sería acaso
un instrumento para la organización porfiada de algunos sentimientos y
valores cuyas razones bien expresadas permitirían por fin apurar un
auténtico cambio en paz en la Argentina?
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