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GLENN PARRISH
TORRE DE BABEL II
Colección
Publicación semanal
EDITORIAL BRUGUERA, S. A.
ISBN 84-02-02525-0
Depósito legal: B. 10.007 - 1978
Concedidos derechos exclusivos a favor
de EDITORIAL BRUGUERA, S. A.
Mora la Nueva, 2. Barcelona (España)
—¡Es increíble!
—Asombroso...
—¡Dios santo, no sólo no había visto jamás nada igual, sino que ni siquiera
había sido capaz de imaginármelo!
—Fabuloso, fantástico...
—¿Estamos despiertos o soñamos?
—Oh, no, es sólo un espejismo. Aquí acaba de amanecer y cuando el sol gane
altura, esas imágenes se disiparán como acaba de disiparse la niebla.
Pero ahora, el viento del amanecer y el influjo benéfico de los rayos del sol de
aquel planeta, se combinaban para disipar la niebla, que se alejaba con rapidez
hacia el Sudoeste. Y entonces, la masa sólida había quedado a la vista y todos
podían apreciar que no se trataba de un gigantesco pico rocoso, como habían
supuesto, sino que era una construcción realizada por unos seres inteligentes.
El color predominante era el rosa claro, aunque también había fajas de tonos
grises y gris azulado. En los muros exteriores se divisaban a trechos algunos
huecos, que debían de corresponder a estancias interiores. Aparentemente al
menos, cada piso o planta debía de tener entre seis y diez metros de altura, lo
cual hacía un mínimo de doscientos pisos para el conjunto de la gigantesca torre.
—Está bien —contestó uno de los tripulantes, a la vez que se encaminaba hacia
la nave.
—No creo que el polizón te permita ejecutar el final de las órdenes del capitán,
Pedro —dijo.
Para la doctora Farrell y los que estaban a su lado, aquella frase resultó una
especie de revelación. Sí, pensó Adela, era como una Torre de Babel, levantada
por los humanos, como se describía en la Biblia, a fin de llegar hasta el cielo.
Pero Jehová, enojado por aquel insensato orgullo, había provocado la confusión
de lenguas y los trabajos habían sido abandonados. La Torre de Babel,
finalmente, había llegado a fundirse con el polvo del desierto mesopotámico,
pero aquella que tenían ante sus ojos estaba hecha indudablemente de materiales
infinitamente más resistentes que los ladrillos cocidos.
Lowell asintió. Glass se había dejado llevar por un acceso de ira, del que había
salido con un ojo amoratado y dos dientes de menos. Al fin, tuvo un arranque:
—Pero, señor...
—Es usted injusto con el teniente Lowell, señor. La orden que usted acaba de
darle figura fuera de todos los reglamentos.
—Doctora...
Por primera vez, Glass se quedó cortado. Lo que Adela le pedía era
perfectamente legal y no podía negarse a que el amanuense registrase
debidamente el incidente. Y en cuanto el tribunal de investigación examinase el
cuaderno de bitácora, su situación no resultaría precisamente agradable.
—De todos modos, no creas, no me han faltado ganas de darte un buen puntapié
—refunfuñó Lowell.
—Si lo hubieses hecho tú, por propia iniciativa, habría sido capaz de
perdonártelo —contestó.
Lentamente se encaminó hacia la escotilla, acompañada por todos los que habían
desembarcado de la nave.
De súbito, el claxon dejó de sonar. Una voz estalló a través de los altoparlantes.
Era la de Jerry Cordhull, ingeniero jefe:
CAPÍTULO II
Era como si a un fusil se le quitase la aguja del percutor. Sin el EPC, iniciales
con que solía designarse a aquel aparatito, la nave era tan inútil como un barco
de vela en el desierto del Sahara.
El EPC era un tubo metálico, de unos tres centímetros de diámetro por doce de
longitud, que conectaba todos los sistemas de propulsión, excepto los
generadores de emergencia, pero éstos sólo servían para la energía que se
necesitaba a bordo de la nave: luz, calefacción, pequeña maquinaria para
reparaciones y mantenimiento, las cocinas y las transmisiones internas. Pero sin
aquel tubo, los generadores de propulsión no podían funcionar.
Era también una pieza muy resistente, prácticamente sin averías, que funcionaba
años y más años, antes de dar los primeros síntomas de agotamiento. En
realidad, era una especie de fusible general, del que no había ahora ningún
repuesto a bordo de la nave. Pero su misma construcción lo hacía técnicamente
irreproducible con los medios de a bordo. El EPC sólo se construía, y por
máquinas automáticas, en una fábrica que era propiedad del gobierno terrestre.
—Señor Blackman, haga la anotación tal como le he indicado —dijo con helado
acento—. Estoy dispuesto a enfrentarme con un tribunal de investigación, si
usted cree que mi conducta al mando de esta nave ha resultado deficiente, señor
Cordhull.
Lowell, Adela y todos los que habían desembarcado, estaban aún en la esclusa,
sin saber qué hacer, debido a la inesperada novedad que acababa de producirse.
Glass llegó junto a ellos y señaló con la mano hacia el exterior.
—Ahora, sí, señor; ahora me da usted una orden que debo cumplir. Y lo haré con
mucho gusto, además. ¡Blackstone, Thomaston, síganme!
Dos de los tripulantes salieron a la carrera detrás del oficial. Charlton aguardaba
tranquilamente a cincuenta pasos de la nave.
—Por tu madre te juro que lo último que habría pensado es en quitar el EPC
—declaró Charlton, mientras los tripulantes le registraban con toda minuciosidad
—. Pero ¿cómo puede un capitán tan cumplidor olvidarse de tener un EPC de
repuesto?
—No tengo la menor idea, Renny. Lo único que puedo decirte es que tu
presencia a bordo ha complicado innecesariamente las cosas. ¿Por qué no
elegiste otra nave?
—Era la que tenía más a mano y, desde luego, no conocía bien a su capitán. De
lo contrario, créeme, habría embarcado en otra.
—Está bien, regrese a bordo. Vamos a ver si volvemos la nave del revés y
podemos encontrar ese maldito EPC.
—Sí, señor.
—Gracias, capitán.
Adela se volvió un instante. La silueta de Charlton era sólo un puntito negro que
se movía pausadamente a lo largo de la llanura, en dirección al bosque.
* * *
Una hora más tarde, Adela Farrell, acompañada de media docena de personas, se
detenía ante una monumental puerta de doble hoja, con arco de medio punto. La
altura de la puerta no bajaba de diez metros y su anchura era proporcionada. Los
batientes parecían de madera, pero Adela encontró que era de un metal oscuro,
adornado con clavos de cabeza muy grande y de color dorado, aunque ya había
perdido el brillo, debido al paso de los años. A su lado, el sargento Stacey sugirió
la posibilidad de tener que usar explosivos, para abrir aquel enorme portón.
Delante de la puerta había una especie de atrio, formado por una colosal losa de
forma rectangular, de unos quince metros de ancho por diez de ancho. La losa
quedaba a unos veinte centímetros del suelo árido y polvoriento, pero, como
apreció Adela, no sin asombro, estaba absolutamente limpia de polvo y tierra.
Puso un pie en la losa, luego el otro y, entonces, las dos hojas del portón giraron
silenciosamente sobre sus goznes, dejando al descubierto el interior de la base de
la torre.
—¡Dios mío! ¡Qué espectáculo tan fantástico! —exclamó, sin poder contenerse.
* * *
Durante largo rato, estuvo nadando apaciblemente, hasta que empezó a sentir
cansancio. Entonces, salió fuera y dejó que los cálidos rayos del sol secaran su
cuerpo, mientras reunía ramas secas. El parecido de aquel planeta desconocido
con la Tierra era sorprendente.
Preparó un asador y una vez hubo puesto al conejo sobre el fuego, se dispuso a
vestirse. Entonces fue cuando divisó la silueta de una persona que se acercaba a
aquel lugar.
Charlton enarcó primero las cejas y luego entornó los párpados, para aguzar su
visión. No tardó mucho en identificar a la aspirante Melitta Dumont.
—Hola —dijo la joven al llegar a su lado—. ¿Cómo se encuentra, Renny? ¿Qué
hace?
—Me encuentro bien y estoy asando algo que se parece a un conejo —respondió
Charlton jovialmente—. ¿Le gusta la carne asada?
—Hace poco, leí un libro de viajes Los exploradores cazaban animales para
sobrevivir y, por regla general, los asaban. El libro describía minuciosamente la
clase de piezas y su sabor, su olor... Pero —añadió tristemente—, en estos
tiempos modernos, la alimentación es muy distinta.
—Al contrario, me alegro infinito. Pero ¿no le dirán nada por haberse ausentado
de la nave?
—Me ofrecí para colaborar en el registro general, ordenado por el capitán, pero
éste me dijo que no era necesario. Y como no tenía nada que hacer, se me
ocurrió dar un paseo... Vi humo desde lejos y...
—Es extraño —comentó Charlton—. Pensé que sentiría más curiosidad por la
Torre.
—Le alabo el gusto, aunque le advierto que esto tardará todavía un poco. Quiero
que la carne quede bien asada y no chamuscada, ¿comprende?
Con la mano derecha, bajó el cierre de su traje de una sola pieza y se lo quitó
con rápidos movimientos. Charlton era hombre acostumbrado a ver muchas
cosas, pero no se había imaginado siquiera a Melitta desnudándose delante de un
hombre, después de haberla visto tan remilgada en el viaje. Antes de que pudiera
formular ninguna observación al respecto, Melitta, hermosa como una ninfa de
los bosques en su espléndida desnudez, corrió hacia el río y se zambulló de
cabeza en las aguas transparentes.
CAPÍTULO III
—Sargento Stacey, usted irá por la rampa de la derecha, con Roger Pynn y Duke
Logan —ordenó—. Yo iré por la izquierda, con Hank Mallory y Emie Cappi.
Presumo que podremos encontramos en alguno de los pisos superiores, no
obstante lo cual estaremos en comunicación constante por medio de la radio.
—Otra cosa —añadió Adela—. Vean todo lo que encuentren, tomen, incluso,
fotografías, si lo estiman conveniente, pero no toquen nada. Repito, no toquen
nada, por inofensivo que pueda parecer. .
Las voces resonaban con extraños ecos bajo la bóveda. De pronto, la doctora
Farrell se dio cuenta de que la velocidad de deslizamiento de la rampa se
acentuaba extraordinariamente.
Detrás, Mallory, aterrado, se había puesto a gatas, tratando en vano de asirse con
las manos a un suelo absolutamente liso. Adela, con ojos fascinados, vio
acercarse la puerta superior, de un metal análogo al de la principal. «Ahora
moriremos estrellados», pensó.
* * *
—Al parecer, usted es de los que no quieren someterse a ciertas reglas —añadió
—. ¿Le gusta la vida del vagabundo?
—Y viaja de balde.
—¿Por qué tuvo que abandonar Urhos VI, Renny? Charlton le guiñó un ojo.
—Es un planeta estupendo, pero algunos de sus habitantes piensan todavía como
en el siglo XIX. El marido regresó antes de tiempo y yo tuve que saltar por la
ventana.
Melitta se echó a reír estruendosamente.
—¡Uf! Guapa..., pero parecía un pulpo. De todos modos, creo que éste no es
tema para una muchacha como usted.
—Eh, que ya tengo veintiún años y conozco lo que es la vida —exclamó Melitta
intencionadamente—. Pero lo que más me intriga es... ¿Por qué usted, un
hombre inteligente y cultivado, ha adoptado este género de vida tan irregular?
—Voy adonde quiero, hago lo que me parece y no dejo que nadie me dé órdenes,
ni tampoco adquiero responsabilidades.
—Eso es cierto, y en Urhos VI había ganado cosa de seiscientos pavos. Pero los
tenía en el Banco y no podía demorarme en esperar al día siguiente, para sacar el
dinero. El marido ofendido tenía mucha prisa en rebanarme el pescuezo.
—En Urhos VI, no. Cuando un hombre mata a otro y demuestra que su acción
estaba justificada, la ley lo deja en libertad de inmediato. Para un juez urhosiano,
el adulterio es algo horrible.
—Hicieron una obra colosal que les ha sobrevivido —murmuró—. Sin embargo,
eso también pasó con civilizaciones terrestres, que se convirtieron en polvo,
mientras sus monumentos permanecían inmutables o poco menos al paso de los
tiempos.
Bostezó aparatosamente.
* * *
—Hank...
—Dios, creo que tengo rotos todos los huesos... Doctora, ¡qué nos ha sucedido?
Adela miró a su alrededor. Hallábanse en una vasta estancia, que tenía una forma
muy peculiar: parecía un cuarto de esfera y la parte curva tenía unos contornos
perfectamente regulares. Había, por tanto, dos trozos planos: el suelo y una de
las paredes. Tanto el suelo como la pared llana medían unos treinta metros en la
arista recta, que, en realidad, era el diámetro de la esfera incompleta, lo cual
significaba que el punto más alto del techo, donde la superficie curva, cóncava
en este caso, se juntaba con la superficie plana, estaba a treinta metros del suelo.
Cappi yacía todavía sin sentido. Adela se pasó una mano por la frente.
—No lo sé, Hank, no sé qué nos ha pasado..., salvo que la rampa aceleró de
súbito y nos lanzó al interior de esta habitación. Perdimos el sentido...
—Usted dijo que deberíamos tener cuidado con tocar nada —gruñó Mallory.
* * *
—Melitta...
—Dime, Renny.
—Eso no estaría bien. Una aspirante debe ser disciplinada, Melitta. Es decir, si
quieres progresar en tu carrera.
—Hay tiempo para todo —dijo. Y buscó su boca ávidamente. Melitta le abrazó
ardorosamente y le obligó a quedar sobre ella, y todo cuanto les rodeaba se
esfumó y les hizo sentirse absolutamente aislados en el mundo de su pasión.
Pasó un buen rato. Melitta, de pronto, se levantó y, desnuda como estaba, corrió
hacia el río.
Pero, como había dicho Melitta, había tiempo para todo; incluso para pensar en
el futuro... en otro momento. Echó a correr y se lanzó de cabeza al agua.
En aquel instante, sin que Charlton tuviese tiempo de dar su respuesta a Melitta,
se oyó a lo lejos una voz:
—¡Renny! ¡Eh, Renny Charlton! ¿Estás ahí? Ella se puso seria en el acto.
CAPÍTULO IV
Pedro Lowell llegó junto a la pareja y vio los restos de la hoguera y advirtió
también el sonrojo que había en el rostro de la chica. Frunció el ceño,
disgustado.
—Renny, ¿es que no tenías otra cosa que hacer? —preguntó malhumoradamente.
—No soy tripulante de la Audax ni tengo por qué dar cuenta a nadie de mis actos
—respondió Charlton en el mismo tono—. Y si piensas en hacerle algún
reproche a Melitta, ella estaba franca y no tenía ninguna misión encomendada a
bordo.
—Esto no es cosa de broma... ¿De veras crees que puede haber una cámara del
tesoro, Renny?
—Se me había ocurrido de repente. Pero ¿qué diablos puedo hacer yo?
—Charlton lanzó una mirada hacia el cielo, en donde el sol iniciaba ya la curva
descendente—. El día acabará pronto en Innox —añadió, pronunciando el
nombre del planeta en que se hallaban.
—Sí, sus períodos de luz y oscuridad son aproximadamente iguales a los de la
Tierra —convino Lowell—. Pero el capitán estima que eres el más apropiado
para saber qué ha sido de la doctora y de sus acompañantes.
—Una civilización muerta, que dejó trampas para que posibles futuros curiosos
no hurgasen en sus tumbas y les permitiesen observar el descanso eterno, ¿eh?
—Sí, Renny.
—Carta blanca. ¿Entiendes lo que quiero decirte?
* * *
Adela Farrell se puso en pie, hizo unas cuantas flexiones con el cuerpo y luego
se inclinó para sacar el transmisor de radio de la bolsa.
El silencio fue la única respuesta que obtuvo. Adela hizo unas cuantas llamadas
a la nave, pero la radio continuó obstinadamente silenciosa.
Adela frunció el ceño. Ahora, con un poco más de detenimiento, podía observar
las paredes de aquella estancia tan extraña. Le parecieron hechas de cristal
traslúcido o de porcelana vitrificada de una calidad altísima. Se preguntó si el
resplandor perlino que inundaba la cámara provenía del otro lado de las paredes
o eran éstas mismas la fuente de iluminación.
—De todos modos, doctora, si entramos por una puerta, podemos salir por ella
—dijo Mallory.
Le entregó la radio.
Adela se acercó a la pared plana y tocó en ella con los nudillos. Inmediatamente,
se produjo un sonido musical, semejante al tañido de una gigantesca campana
que sonase a un kilómetro de distancia. Las ondas sonoras los envolvieron
durante largos segundos, provocando un ligero aturdimiento que cesó al
extinguirse aquel tañido.
—¡Hank! —gritó.
Mallory se volvió. Estupefacto, vio que se hallaba al borde de una espesa selva,
con árboles de forma increíbles y enormes arbustos, salpicados por flores de
vivísimas tonalidades. Al fondo, entre los árboles, se divisaba una cascada que
caía desde un despeñadero altísimo. Y más lejos, se divisaban algunas cumbres
cubiertas de nieve.
Una fiera de extraño aspecto apareció ante los ojos de la pareja. Parecía un tigre
de Bengala, pero su tamaño era casi el doble y tenía un largo y afilado cuerno en
la testuz, aparte de una doble cola, con aguijones, y las garras de un águila
gigantesca. Mallory vio la fiera cuando ya se disponía a correr hacia la selva y
casi se desmayó.
Otra bestia surgió de inmediato y otra... hasta componer una manada de seis o
siete ejemplares que rugían ominosamente. Adela, terriblemente asustada,
retrocedió unos pasos.
Ya tenían que haber sido alcanzados por aquellas horribles fieras, que,
indudablemente, poseían una velocidad muy superior. Y, sin embargo,
continuaban sanos y salvos.
—¡El suelo se mueve! ¡Corra, corra...! —gritó. MalIory tardó algunos segundos
en reaccionar y su espalda chocó contra la pared, de la que desaparecieron
inmediatamente las imágenes. Adela seguía corriendo, para equilibrar con el
movimiento de sus piernas la velocidad del suelo móvil. Mallory sintió que iba a
resultar lesionado si se quedaba quieto y empezó a correr igualmente.
Adela fijó la vista en el cadáver de Cappi, situado al pie de la pared plana. Era
pronto todavía para que sintieran hambre... y antes de cuarenta y ocho horas,
aquel cadáver empezaría a despedir el hedor propio de la putrefacción.
Jadeante todavía, movió una mano. —Hank, insista en las llamadas —dijo.
* * *
El capitán Glass permanecía en pie, mientras, sentado ante una mesa, Charlton
escribía algo en un papel. El amanuense Blackman permanecía al lado, con una
libreta en las manos, en la que, a intervalos, hacía unas breves anotaciones.
Melitta, Lowell y Cordhull asistían también a la reunión.
—Sí, señor.
—Puede que debamos afrontar ciertos riesgos y no quiero que te suceda nada
—rechazó el ofrecimiento.
—Oh, Renny...
—Iré con usted, Renny —dijo Cordhull. Blackman dio un paso hacia adelante.
Antes de contestar, Charlton tendió la mirada a través del ventanal más próximo.
Aquella extraña construcción brillaba ahora de un modo espectacular, al recibir
los rayos del sol en la curva descendente de su carrera diurna. ¿Quién había sido
el autor de aquella fantástica construcción?, se preguntó.
—Sin embargo, tienes en la mente aquella experiencia y puede serte útil —alegó
el segundo.
CAPÍTULO V
Ya estaban dispuestos para la partida. El sol era un disco dorado cerca del
horizonte y ahora la torre parecía hecha de oro puro. La mayoría de los
tripulantes de la Audax permanecían en las lucernas o fuera de la nave,
contemplando fascinados aquel espectáculo, que no podía compararse a ninguno
de los que habían visto hasta entonces.
Se acercó al segundo.
—Tienes la mochila mal ajustada —dijo Lowell. Situado tras Charlton, simuló
arreglarle las correas—. Ten cuidado con Blackman; es un chivato asqueroso.
—¡En marcha!
Melitta corrió hacia él y la besó en una mejilla. Tenía los ojos húmedos.
—Cuídate, querido.
—Sí, preciosa.
Los tres hombres iniciaron la marcha. Veinte minutos más tarde, se detenían ante
la gigantesca losa de la entrada, que permanecía cerrada.
—La puerta se abrió por sí sola, cuando la doctora y sus acompañantes pusieron
el pie en esta losa —observó Blackman.
—Sí, señor.
—Vengan conmigo.
La puerta se abrió apenas sus pies se situaron sobre la losa. Cordhull y Blackman
llegaron sofocados y casi sin aliento, cargados cada uno con sus piedras.
—Las dejaremos aquí, para evitar que la puerta se cierre —dijo Charlton—.
Como no podemos dejar un pie... —añadió sonriendo.
Charlton estudió también las rampas. —Podemos subir por ahí —insinuó
Blackman. Charlton reflexionó unos instantes.
—Dejen que yo vaya en cabeza —pidió al cabo.
—Esa rampa, Y dispensen el juego de palabras, puede ser una trampa —dijo—.
Pero ahora mismo podemos comprobarlo —añadió.
Fue hacia la puerta y agarró el mayor de los pedruscos, que no pesaba menos de
cincuenta kilos. Situándose al comienzo de la rampa, lo dejó sobre ésta.
Inmediatamente, la piedra empezó a subir, con creciente velocidad.
* * *
Adela suspiró.
El sonido procedía de la pared plana y los dos volvieron la vista hacia aquel
lugar. Antes de que pudieran especular sobre las causas de aquel extraño
fenómeno, la pared desapareció y algo se precipitó en el interior de la cámara
con tremenda fuerza.
Los fragmentos de la pared volaron por todas partes y se hicieron pedazos aún
más diminutos al caer por tierra. Adela corrió hacia la entrada y divisó gente en
el gran vestíbulo.
—Cappi ha muerto. Del sargento Stacey y los dos hombres que le acompañaban
no sabemos nada. Ellos usaron la rampa opuesta...
—Tendremos que buscar algún medio que les permita salir de ese encierro,
doctora. No veo ningún interruptor que me permita detener la rampa.
—El sargento tiene una pierna rota, señor. Duke y yo estamos bien.
—Es una buena idea y debo admitir que a mí no se me había ocurrido —sonrió
Charlton—. Ande, llame inmediatamente.
—Sí, señor.
—Es largo de explicar, señor Charlton —respondió Adela con helado acento—.
Lo único que puedo decide es que, hasta ahora, no hemos encontrado el menor
signo de vida. .
—Gracias.
—¿Doctora?
Pero Adela no le contestó. Mallory observó que tenía la vista fija en un punto
situado a sus espaldas y se volvió en redondo.
—¿Sucede algo?
—Sí, doctora.
—Suba, señor Charlton —llamó Adela.
—Sí, claro...
—¿Pedro? Soy Renny... Escucha, quiero decirte una cosa. La doctora Farrell
tiene intenciones de proseguir la exploración de la torre sin más demoras. Bien,
yo ya he rescatado a los exploradores, así que no tengo obligación de continuar
más adelante. ¿Entendido?
—El pacto era llegar hasta el rescate —manifestó—. Que siga ella, si le parece
bien. ¿Art?
El amanuense vaciló.
CAPÍTULO VI
La situación había cambiado un tanto para el vagabundo del espacio. Ahora era
tratado con cierta deferencia e incluso se le había concedido un camarote
individual, en el sector destinado a los pasajeros que, en aquella ocasión, no
transportaba la Audax. Charlton había cenado copiosamente y había aceptado sin
remilgos un equipo completo de ropa, que le había sido suministrado por su
amigo Lowell.
—Tú —exclamó.
Adela vestía ahora un largo camisón, casi transparente, contra cuya parte
superior presionaban los erguidos vértices de sus senos. El pelo de la joven
estaba suelto y caía en ondulante cascada sobre sus hombros.
—Es lo último que me hubiese podido figurar —dijo él, tras una pausa.
—Mira Adela será mejor que dejemos a un lado hechos que pertenecen al
pasado que son ya irreversibles y que nada ni nadie puede modificar.
—Oh, no, ¿por qué? Entonces, tenías cinco años menos y una experiencia
infinitamente menor. Era lógico que actuases de aquella manera.
—Tú no me lo prohibiste...
—Y, sin embargo, luego declaraste que todo se había realizado en cumplimiento
de una orden tuya, cosa que no era cierta.
Charlton sonrió.
—Más o menos —admitió él sin perder la calma—. Pero sabes eso tan bien
como yo. ¿A qué viene recordado ahora, al cabo de cinco años?
—Son cinco años los que han pasado, en efecto —convino—. Es tiempo más
que suficiente para suavizar los recuerdos...
—¿La envidias? Tal vez has venido, dispuesta a ocupar su sitio en mi cama.
—Vine dispuesta a pedirte la paz, pasando encima de... pasando por todo
—respondió ella, muy agitada—. Pero ya veo que ha sido inútil. Lo siento, más
por ti que por mí, Renny. —Volvió a llenarse los pulmones de aire—. Por
supuesto, el trato entre nosotros volverá a ser el estrictamente profesional, si no
tienes inconveniente.
* * *
—Ella se sintió muy defraudada cuando él perdió tres de sus hombres en aquella
desdichada expedición —dijo otro.
—Quizá aquel viaje tenía relación con la nave perdida del capitán Fullbright
—exclamó otro—. Él salió a buscarla, pero no encontró supervivientes. Sin
embargo, otra nave, la Zebra, halló a un superviviente.
—Tú te refieres al collar de Hayland, ¿verdad? Pues yo te diré otra cosa: ese
collar estaba en un museo y un día desapareció y no ha vuelto ha ser hallado.
Melitta se sentía muy intrigada por todo lo que estaba oyendo. Resultaba muy
interesante... pero al emprender lo que para ella era su primer viaje espacial, le
habían advertido que no debía hacer mucho caso de las historias que oyese
relatar a los tripulantes veteranos. Unas eran ciertas y otras pertenecían por
completo al reino de la fantasía, y no faltaban los tipos bromistas que querían
divertirse a costa de los novatos. Lo que más le interesaba a Melitta en aquellos
instantes eran los comentarios oídos acerca de las relaciones habidas entre
Renny y la doctora Farrell.
—¡Es el EPC!
Para sorpresa de todos los presentes, el recién llegado lanzó aquel objeto sobre la
mesa.
—Eso sirve ahora tanto como un plato roto en mil pedazos —exclamó—.
Alguien lo ha abollado a martillazos y todos sus circuitos internos están
completamente destrozados.
—Deberíamos colgarlo...
—Si me tropiezo con él, le rebanaré el pescuezo. Perkins, dinos de una vez
dónde estaba esa maldita pieza.
—¿Charlton?
—¿Ah, sí? ¿Está seguro? Y, ¿cómo puede afirmar una cosa así, señor Perkins?
—¡Alto, alto! —gritó Lowell, que acudía a la carrera, seguido de otros oficiales
de inferior graduación—. Esto no es un barco pirata; es una astronave y
cualquiera que cometa un delito, debe ser sometido a las leyes.
—¿En la Tierra, adonde no llegaremos jamás, señor? —se burló uno de los
tripulantes.
En aquel momento, y antes de que nadie pudiera pronunciar una sola palabra, se
oyó la voz chillona del amanuense, que vibraba con trémolos de terror.
CAPÍTULO VII
Esto era algo que todos sabían, a pesar de que las quejas contra la rigidez de
Glass eran casi continuas. Pero en el aspecto meramente técnico, Glass había
sabido inspirar confianza hasta al tripulante que más resentido podía sentirse
hacia él. Y ahora, al saber que faltaba, el desánimo y la desmoralización habían
cundido como mancha de aceite en los espíritus de la gran mayoría de los
tripulantes.
—El mando, por la ley, le corresponde a usted, señor LoweIl —dijo cuando la
excitación se hubo calmado—. Haré la anotación correspondiente en el cuaderno
de bitácora, con su permiso, señor.
El asesino tuvo buen cuidado de llevarse el arma con la que cometió su delito,
después de limpiarla meticulosamente. Personalmente, opino que el capitán
Glass apenas si tuvo tiempo de enterarse de lo que le sucedía.
—No entiendo... Todos nos quejábamos de él, pero nadie, que yo sepa, le
detestaba hasta el punto de querer su muerte, y menos en estas circunstancias.
Creo que el capitán Glass hubiera acabado por sacarnos de este aprieto y...
El nuevo capitán hizo saltar en la mano el tubo del EPC, que ofrecía unas
abolladuras que no invitaban precisamente al optimismo.
—Sí, haga lo que sea preciso y avíseme cuando todo esté listo; yo dirigiré el
servicio fúnebre.
—Bien, señor.
—Gracias, doctora.
—No creo que tú robases la pieza —decía la chica—. Alguien lo hizo, aunque
ignoro con qué intenciones. ¿Adela Farrell, tal vez?
Charlton respingó.
—Hay cosas aun peores..., por ejemplo, cometer errores, que cuestan la vida a
tres personas y dejar que luego sea otro el que cargue con las culpas.
De pronto, ella se le acercó y le abrazó con fuerza pasándole los brazos por
debajo de los suyos. A través de su liviana camisa, Charlton percibió con nitidez
la turgente presión de los senos juveniles.
—Tenía mis motivos... pero no te vayas a creer que soy un títere que baila con
unos cuantos arrumacos. Trata de entender esto, Melitta.
—Ejem..., ejem... Si no les importa, desearía hablar a solas con el señor Charlton
—dijo Lowell.
Melitta tenía los ojos muy brillantes.
—No quiero que tú bailes cuando yo lo diga, sino todo lo contrario —exclamó
apasionadamente. Se empinó sobre las puntas de los pies y estampó un sonoro
beso en la boca de Charlton—. Te quiero, Renny —se despidió.
—Es un bombón...
—Sí, sobre la hierba, hacía calor y había aromas de flores silvestres —dijo
Lowell sarcásticamente—. En serio, Renny, quiero conocer tu opinión sobre lo
que nos está pasando.
—Suele decirse que es imposible fabricar artesanalmente un EPC, pero ¿no hay
esperanzas de que lo consiga alguno de tus técnicos?
—En tal caso, no te quedará otro remedio que disparar una emisora automática.
—Si Cordhull no construye un EPC, no habrá otro remedio que permanecer aquí
y hacer vida de náufragos.
—No me das ninguna esperanza —se desalentó Lowell—. Si tenemos que
permanecer aquí durante unos cuantos meses, la moral y la disciplina se
relajarán. Y no puedo andar detrás de los tripulantes con un látigo en la mano...
—¿Crees que Glass pudo ser cómplice de ese robo o tal vez su inductor y que
luego, el tripulante que se había unido con él para la operación lo asesinó?
—En tal caso... —Lowell se daba tirones en el labio inferior—, ¿cuáles habrían
sido los motivos del robo e inutilización del EPC? Porque, además, lo
encontraron en el camarote que había sido tu calabozo.
* * *
Minutos más tarde, llamaba con los nudillos a una puerta. Una voz le dio
permiso para entrar.
Adela Farrell estaba sentada tras una mesa, anotando algo en una cuartilla. Al
reconocer a su visitante, alzó las cejas.
—Sospecho que hoy no volverá a la torre, sino que será mañana cuando inicie su
segunda etapa exploratoria, ¿no es así?
—Sí, doctora.
Charlton dio media vuelta, pero, de pronto, oyó de nuevo la voz de la joven:
—Es posible que nos encontremos con proyecciones similares o quizá peores
—manifestó—, Personalmente, opino que son grabaciones de video, destinadas a
impresionar a personas de mente débil.
—Sus leyendas podrían haber indicado que ya les había llegado el día final.
Charlton asintió.
—¿Algo más?
—Gracias, Renny.
—He oído que la doctora piensa reanudar mañana las exploraciones de la torre
—manifestó el amanuense.
—Sí, es cierto.
—Dígaselo a ella; es la única que tiene potestad para nombrar al personal que ha
de formar parte de la expedición.
—Gracias, capitán.
—Hola, Renny —saludó Cordhull—. Aquí me tiene, liado con este maldito
esquema... —Dio un puñetazo sobre la mesa—. Tenemos planos y esquemas de
todos los aparatos e instrumentos que haya bordo, pero la falta de repuestos es
vergonzosamente notoria. No sé en qué pensaba el oficial de mantenimiento
antes de zarpar...
—Es decir, había quien pensaba en venir a este planeta, aunque no figuraba en la
ruta de la nave.
—Pero es muy probable que nuestra estancia aquí se prolongue más de lo que
sería de desear.
CAPÍTULO VIII
Cuando, al día siguiente, antes de que saliera el sol, Charlton llegó al exterior de
la nave, vio ya el vehículo «todo terreno» preparado y listo para partir. Sentada
tras el puesto del conductor estaba Melitta, quien le dirigió un alegre saludo con
la mano.
Abe Perkins, el hombre que había hallado el destrozado EPC, formaba también
parte de la expedición, lo mismo que Hank Mallory, a quien los incidentes
ocurridos en el interior de la nave no habían rebajado un ápice su moral. Mallory
y Perkins estaban acomodando los bultos que componían el equipo en la
plataforma de carga del automóvil.
En el automóvil sólo había un asiento corrido, con capacidad para tres plazas,
incluido el conductor. Adela se sentó y dejó un hueco entre ella y la aspirante.
Melitta miró a Charlton, pero éste se sentó encima de una caja de provisiones.
Finalmente, fue Blackman el que ocupó aquel puesto.
Estaba propulsado por un motor eléctrico de gran potencia, alimentado por una
batería cuya carga podía durar seis meses, en un funcionamiento sin
interrupción, y se movía sobre seis ruedas balón, de metro y medio de diámetro,
que le permitían salvar la mayoría de los obstáculos. Conduciéndolo con notable
pericia, Melitta hizo que el vehículo se situase al pie de la rampa exterior en
poco más de dos minutos.
El automóvil acometió la rampa, que tenía una pendiente cercana al veinte por
ciento. Las ruedas, convenientemente estriadas, tenían una adherencia perfecta y
no había el menor temor de patinazos. Por otra parte, la anchura de la rampa era
de unos quince metros, lo que permitía holgura en las posibles maniobras que
hubieran de efectuarse en determinadas circunstancias adversas.
Había una abertura de forma rectangular, que permitía la continuación del viaje.
No obstante, dado que había espacio para salirse de la rampa, Adela hizo que la
conductora diese una vuelta completa a la plataforma, cosa que así se realizó, sin
que encontrasen ninguna puerta de acceso a la torre.
—Y el ascensor de cristal.
—Veremos.
Melitta frenó en el acto. Desde el coche, sin apearse todavía, sus ocupantes
contemplaron en silencio la abertura que les iba a permitir el acceso al interior de
aquella enigmática torre.
* * *
La puerta tenía unos seis metros de anchura por cinco de altura y el dintel era un
arco apenas apuntado. No había batientes; era una entrada sin hojas que
defendiesen el acceso. Al otro lado, se divisaba una inmensa sala, de suelo
espejeante, en la que no se advertían muebles u objetos de decoración,
completamente vacía, y alumbrada por tres o cuatro ventanales de forma
circular, análogos en todo a los que ya conocían.
Adela ya había iniciado la marcha. Charlton iba en último lugar. Mallory llevaba
en la mano su pistola-soplete.
La sala medía unos cien metros de largo y terminaba en otra puerta, como la
anterior, abierta de par en par. Pero en aquel lugar se iniciaba una especie de
recorrido a lo largo de un pasillo de unos cuatro metros de anchura, con el techo
a una distancia análoga. Las paredes tenían la clásica coloración perlina que ya
era conocida de los expedicionarios.
—¡Ven, Renny!
Charlton continuaba con su labor, impávido, sin darse prisa en alcanzar a los
otros. Así transcurrió casi media hora hasta que, de repente, se encontró con el
grupo, parados a la entrada de una sala, con techo cupular, de unos trescientos
metros de diámetro por cien de altura.
—Me pregunto qué puede significar ahí esa esfera —dijo Melitta a media voz.
Alzó la mano para golpear el bloque con los nudillos, pero Adela,
repentinamente, lanzó un grito:
—¡No lo toque!
CAPÍTULO IX
—Aguarden unos minutos. Esto es sólo una ilusión, como los tigres unicornios...
Era toda una ventisca; pensó CharIton, mientras sentía los copos de nieve en
todo su cuerpo.
—Será mejor que nos larguemos, doctora —propuso MalIory—. Estoy seguro de
que la nieve cesará de caer en cuanto hayamos salido de aquí, pero la baja de
temperatura es algo auténtico, no una simple ilusión.
Adela asintió. Hacía un frío espantoso y el suelo estaba ya blanco. Una vez
levantó la vista hacia las alturas, pero no vio otra cosa que millones de copos de
nieve que caían espesa e incesantemente.
MalIory empezó a golpearse los costados con las manos, para entrar en calor.
Melitta tiritaba visiblemente.
Sin embargo, la esfera facetada continuaba brillando incólume, sin que los copos
de nieve se posaran sobre su superficie. Charlton empezó a pensar que tal vez la
solución del enigma estuviese en aquella esfera.
Melitta no se lo hizo repetir y corrió hacia la entrada del pasillo, seguida por los
hombres y Adela. Charlton, como desde el principio, caminaba a la zaga.
Debía arriesgarlo todo, se dijo. Regresó sobre sus pasos y llegó al pie del bloque
del desconocido metal, estudiando su superficie durante algunos segundos.
Luego, insensible a la nieve que blanqueaba su cabeza y la mayor parte del
cuerpo, se quitó la mochila y sacó de su interior una delgada cuerda, provista de
un gancho de hierro.
De pronto, Charlton hizo una fuerte inspiración. Luego, en voz alta, preguntó:
* * *
Durante unos segundos, Charlton llegó a pensar que estaba portándose como un
demente. ¿Por qué razón iba a considerar a aquella esfera como un ser viviente?
Sin embargo, cierto oscuro instinto le hacía presentir que en aquel globo de
incomparable belleza podía hallarse la solución a los enigmas que planteaba la
torre. Cuando iba a repetir la pregunta, dispuesto a marcharse, si sus sospechas
no se convertían en realidad, la respuesta llegó en voz alta y claramente
inteligible:
—Así es.
—Sí.
—Luego, tienes cierta «inteligencia» que te hace discernir entre las distintas
preguntas que se te puedan formular.
—Sí.
—Claro.
—Sin duda —dijo—, tratabas de proteger algo con esta nevada. ¿Qué es?
—Te aseguro que mis intenciones son buenas. No quiero causar daño a nada ni a
nadie de lo que pueda haber o existir en el interior de la torre.
—Lo sé.
—Penetro en tu mente.
—Por supuesto. Pero si entras en mi mente, sabes, sin duda, que siento una
vivísima curiosidad por conocer los enigmas de la torre.
—Sí, lo sé.
«Lo cual significa que tengo que hacer las cosas por mi cuenta» pensó CharIton.
—De todos modos, gracias por haber accedido a conversar conmigo. Dime una
cosa más.
—¿Sí?
—Preservar el planeta.
—A decir verdad, eres un poco enigmática, amiga mía. Hablas como los
oráculos antiguos, con los que acudían a consultarles, para conocer su futuro.
Las respuestas que daban, podían aplicarse tanto al éxito, si lo conseguían, como
al fracaso, si no acertaban en sus proyectos.
—Sí, ya sé que tienes tus limitaciones. De todos modos, repito las gracias.
* * *
El suelo estaba aún mojado, pero el agua resultante de la fusión de la nieve había
escapado por unos imbornales invisibles para los ojos humanos.
Charlton sonrió.
Se acercó al borde del bloque y se sentó, con las piernas fuera. Luego asió la
cuerda, dejándose descolgar como una araña en el hilo de su tela. Acto seguido,
recogió la cuerda y se colgó la mochila de la espalda, no sin sacar antes un
extraño tubo de metal, semejante a una linterna cilíndrica.
—Justamente.
La lámpara hacía resplandecer la raya púrpura, que tenía una anchura de unos
tres o cuatro milímetros. Mientras todos le seguían, Charlton explicó por encima
del hombro:
—Oiga —dijo Perkins—, podía haberle preguntado también si hay algún tesoro
en el interior de la torre.
El «hilo de Ariadna» les guió sin dificultades. Adela comprendió que algún
remoto mecanismo cambiaba las paredes del corredor durante la marcha de
regreso, pero ahora habían tornado indudablemente a su posición primitiva.
De pronto, divisaron a lo lejos la luz del sol. Un unánime grito de alegría brotó
de todas las gargantas.
—Sí, señora.
—Aún no es hora —contestó CharIton con la boca llena de pan, queso y jamón.
CAPÍTULO X
Para beber, tenían cerveza analcohólica. Charlton tomó el último sorbo y miró a
la doctora.
La distancia al suelo era ahora de mil metros. Aún quedaban casi otros mil hasta
la cúspide de la torre, que les resultaba imposible de ver, debido no sólo a lo
agudo de la pared externa, sino a las siguientes plataformas que, con su trazado
saliente, limitaban el campo visual hacia arriba.
La puerta daba a un ancho corredor, de unos diez metros de anchura, cuyo final
apenas si se podía percibir. Adela dio la señal de marcha, abandonando el
automóvil en primer lugar. Los otros la siguieron sin vacilar.
—Pero ¿no ve que el paso está cerrado? —se irritó la aspirante Dumont.
—Pero ¿por qué tienen estos hombres tanto interés en seguir adelante? —se
asombró Melitta.
Melitta chilló al ver el fortísimo resplandor que brotaba de la boca del arma. En
la pared del fondo apareció de repente un círculo negruzco, que se ensanchó
rápidamente. Al mismo tiempo, se elevaban nubes de vapor que hicieron
retroceder a todos los presentes.
Perkins mantuvo la presión sobre el gatillo, hasta que la mayor parte de la pared
hubo desaparecido. Luego, satisfecho, se volvió hacia los presentes, situados a
unos metros de distancia.
Adela dudó.
—Ya está fría —añadió—. ¿Nadie quiere seguirme? Adela estudió el rostro de
Blackman. El amanuense parecía indeciso, pero no dio un paso hacia adelante,
sino que permaneció inmóvil en el mismo sitio.
Al otro lado del boquete se divisaba un suelo que parecía de cristal, aunque no
transparente. Más allá, había una especie de neblina que impedía captar otros
detalles.
Charlton saltó hacia adelante, forcejeando para sacar la cuerda que quizá,
pensaba, le permitiría rescatar al imprudente. Pero un segundo después se
convenció de que sus propósitos no podrían verse realizados.
Perkins cayó en una rampa de sección semicilíndrica, situada unos metros más
abajo, cuya pendiente era muy pronunciada. La rampa tenía las dimensiones
suficientes no sólo para contener su cuerpo con holgura, sino para evitar que
pudiera asirse con las manos a uno de los bordes, caso de que hubiera podido
contener el inevitable deslizamiento.
La longitud total del trozo visible era casi de doscientos metros. Durante unos
segundos, Charlton esperó el inevitable final de Perkins, al estrellarse contra el
interior del muro. Pero cuando se hallaba sólo a unos metros de distancia, algo se
abrió en la pared y Perkins salió disparado al espacio como un proyectil.
* * *
—Ya no se puede hacer nada por él —dijo—. Hay casi un kilómetro de caída.
—Si seguimos todos aquí, acabaremos por morir... Anteayer, Cappi; hoy
Perkins…
—La torre, aunque objeto inanimado, puede decirse que no está muerta
Simplemente, se defiende contra acciones que considera hostiles.
—Sí, pero ¿cómo podemos saber cuáles son las hostiles y cuáles las amistosas?
—exclamó Adela. —
—Tú has hablado con ella y has sacado conclusiones —dijo Adela.
—Doctora, me han informado que se ha visto a uno de los tripulantes caer desde
gran altura —dijo.
Charlton se acercó y la rozó con las yemas de los dedos. Era como seda de un
tejido con la trama sumamente espesa, pero apenas la hubo tocado, aquella seda
se deshizo en humo y dejó ver lo que había al otro lado.
La distancia del suelo de la entrada al del anfiteatro era de unos sesenta metros.
La pagoda medía unos cincuenta metros de ancho por otro tanto de alto y estaba
compuesta por infinidad de delicadas columnitas que parecían hechas de oro
purísimo y adornadas con una cantidad incalculable de cristales de todos los
colores, ninguno de los cuales era menor que un puño humano.
Unos minutos más tarde, se hallaban junto a la pagoda. Allí, bajo una cúpula
poliédrica, se veían dos grandes cajas semicilíndricas, en cuyo interior reposaban
dos seres humanos, hombre y mujer, dormidos aparentemente y con las manos
cruzadas sobre el pecho.
Durante largos minutos, todos los presentes contemplaron a los durmientes con
un religioso silencio. A Melitta casi se le saltaron las lágrimas de emoción.
De pronto, aquel silencio se vio turbado por una serie de secos golpes. Charlton
se volvió y divisó a Blackman golpeando una de las columnas con un martillo.
—Le ordeno guardar ese martillo en el acto, señor Blackman —dijo con acento
lleno de energía.
—Sí, en efecto.
Ella aprobó con un leve gesto de cabeza. Melitta, muy pálida, callaba.
Blackman abrió la boca para decir algo, pero se lo pensó mejor y guardó
silencio. Sin pronunciar ya una sola palabra, echó a andar hacia la escalera con
paso decidido.
—Doctora —murmuró Charlton—, será mejor que tenga cuidado con ese
individuo o nos dará un disgusto.
CAPÍTULO XI
—Nunca había visto una cosa semejante —confesó la chica, tras un hondo
suspiro. Estaba sentada en la mesa del comedor, pasada la medianoche, y
balanceaba sus piernas rítmicamente—. Pero un par de diamantes como los que
hemos visto, podría permitirme vivir sin trabajar el resto de mis días.
—¿Puede desear algo más una persona? —contestó ella con impertinencia.
—Blackman tenía los suyos, Renny. Y, sinceramente, creo que coinciden con los
míos.
—Voy a darte un consejo: no toques nada en la torre. Podrías acabar muy mal.
Melitta sonrió.
—Es posible. —De pronto, cambió de tema—: Oye, dime, ¿qué hubo tiempo
atrás entre la doctora y tú?
—En cierto modo, yo era el culpable. Debí haberle prohibido aquella salida de la
nave.
—Tienes cualidades de psicóloga, chica. Pero lo que sucedió fue hace un millón
de años y nada puede cambiarlo.
Charlton asintió.
—Estoy segura de que ella desea ahora borrar aquel desgraciado suceso, con un
éxito profesional Y quiere que tú le ayudes.
—Tal vez.
Empezaba a conocer a Melitta tal como era en realidad. Una joven hermosa,
llena de vitalidad, pero también de mente un tanto retorcida y mucho menos
sincera de lo que aparentaba. Las escasas ilusiones que se había forjado, se
derrumbaron en aquel mismo momento.
—Sí, estamos solos. —Ella movió una mano—. ¿Quieres ser mi chófer?
* * *
Esta vez, no había sido necesario subir a la cara superior del bloque. Después de
una prueba, sabían que podían conversar sin necesidad de subirse al pedestal y
sin alzar la voz más de lo normal.
—Este planeta está ahora deshabitado. Tiene que repoblarse algún día.
—Todavía no es tiempo.
—¿Quieres decir que hay algo insano en este planeta? —preguntó la doctora, no
menos aprensiva que su acompañante.
—Para ellos, sí. Una epidemia, que nadie pudo atajar, causó la extinción de
todos los habitantes del planeta que vosotros denomináis Innox.
—Y murieron todos...
—Menos dos.
—Y la encontraron...
—Así es.
—Y los constructores de la torre, idearon todas esas trampas para evitar que la
pareja sufriese daños.
—Exactamente.
—¿No hay peligro de que alguien pueda... averiar los mecanismos que están en
funcionamiento?
—No.
—Alguno de nosotros hemos entrado y salido sin sufrir daños. ¿Por qué otros
han tenido que morir?
—Las cosas que visteis eran sólo meras ilusiones de vuestra mente.
—Provocadas...
—Por mí —respondió la esfera.
—¿Y no temes que alguien pueda volver a Innox más adelante e intente saquear
la torre?
—No. La torre sólo se defiende de los que entran en ella con el ánimo
predispuesto al mal.
—Está bien. —Ella levantó la vista de nuevo—. Te damos las gracias por tus
atenciones.
—Un día, este planeta fue emporio de riqueza y civilización... y ahora no es sino
un mundo muerto —musitó, melancólica.
—No. Esto enriquece nuestras experiencias y, espero, creo que seremos mejores
todavía en lo sucesivo.
Se volvió y le miró largamente, hondamente, con los ojos llenos de una ternura
inexplicable, que le hacía un nudo en la garganta.
—Renny —dijo dificultosamente.
—¿Sí, Adela?
—Será mejor que volvamos a la nave —propuso. Adela exhaló un pequeño grito
de alegría y hundió la cara en el pecho del hombre al que nunca había dejado de
amar. Estuvo así unos instantes y de pronto se separó, con los ojos muy
brillantes.
—Hasta cierto punto, claro. Pero, sobre todo, me sentía libre, muy libre.
—¿Sí?
—El EPC.
—Es verdad —murmuró—. Lo había olvidado por completo... y sin ese útil
aparatito no podremos abandonar Innox. Pero ¿no te sientes tú capaz de
reproducir otro?
—En el mío hay espacio suficiente para los dos —declaró Adela jubilosamente.
CAPÍTULO XII
—Sí, va a resultar un poco difícil —murmuró—. Pero, según creo, el EPC está
en una cámara sellada, cuya llave guarda siempre el capitán de la nave.
—Ya. —De pronto, Charlton se mordió los labios—. ¿Tiene por ahí una lupa,
Jerry?
Uno de los ayudantes le entregó la lupa, por medio de la cual, Charlton examinó
atentamente la superficie del tubo. Al cabo de unos momentos, soltó una
exclamación:
—¿Se ha vuelto loco, Renny? No había otro a bordo y conozco muy bien un
EPC, se lo aseguro.
—Pero, bueno, entonces, ¿por qué diablos sale aquí un B-21? —exclamó
Cordhull.
—El hombre a quien socorrí, junto con otros dos, se llamaba Blakeman
—murmuró.
—Es probable. Ha pasado mucho tiempo desde entonces, pero el que realizó esta
trampa decidió no tener prisa.
—Se trata de algo muy serio —respondió él—. Pero si lo tuyo es importante...
—Oh, no, en absoluto. ¡Renny! ¿Por qué pones esa cara? Me estás asustando
—dijo ella aprensivamente.
CharIton tocó con los nudillos en la puerta. Lowell se asomó casi en el acto.
—Tengo que hablar contigo, Pedro —dijo CharIton—. Por supuesto, Adela
puede oír lo que he de decirte...
Lowell sonrió.
CharIton cerró la puerta. Luego puso el tubo sobre la mesa del nuevo capitán.
—El EPC auténtico está escondido en alguna parte y yo creo saber dónde, Pedro
—dijo sensacionalmente—. Podría haberlo buscado por mi cuenta, pero estimo
que eres tú quien debe hacerlo, en tu calidad de comandante de la nave.
—No se trata de fantasías, Pedro —contestó el joven con grave acento—. Por
desgracia, es algo absolutamente real.
—Bien, si es cierto lo que dices, ¿dónde está el EPC?
—Y Blackman ...
—Indudablemente, Pedro.
—Me bastará con encontrar el EPC, Pedro —respondió—. Pero eso eres tú quien
debe hacerlo.
—¡Señor Blackman!
Media hora más tarde, desistieron de la tarea, que no había dado el menor fruto.
—Es bien sencillo: cuando haya conseguido lo que tanto deseaba, hará aparecer
el EPC en cualquier parte..., tal vez en la cámara del difunto Glass, quien será
quien cargue con las culpas de lo sucedido, precisamente porque ya no puede
defenderse.
La lucerna tenía forma rectangular, y medía casi un metro de largo por setenta
centímetros de anchura. Había un ancho burlete en el interior, que recorría todo
el contorno del grueso cristal, pero, en determinado punto, aquel burlete
aparecía, ligeramente despegado de las superficies en que se apoyaba.
* * *
—Tenemos que hacer algo, antes de que sea demasiado tarde —dijo Adela.
Lowell accedió. Cuando tuvo el aparato, en las manos, Charlton corrió hacia la
esclusa y salió fuera de la nave.
—Le diré una cosa, Blackman. Sabemos ya que es usted hermano de Blakeman
y conocemos sus intenciones. Sabemos también que asesinó al capitán Glass,
porque éste se enteró de que usted tenía el verdadero EPC y, muy posiblemente,
no quiso participar de sus proyectos. Tenemos el EPC, lo hemos encontrado en
su camarote, y la nave está en condiciones de despegar cuando su capitán lo
ordene. Regrese inmediatamente, con esa chica estúpida, a la que ha enloquecido
con sus fantasías... Vuelvan inmediatamente... o la Audax despegará y quedarán
abandonados en este planeta.
Sonó un terrible chillido.
Ahora volvemos. Pero no podrán probarme nada, salvo que escondí el EPC. No
es un delito grave y saldré del apuro sin demasiadas dificultades. —Blackman
soltó una terrible risotada—. Y podré pagar bien a un batallón de abogados para
que me defiendan, créame, Charlton.
El coche empezó a rodar sin dificultades y dio dos vueltas completas a la torre.
De pronto, a través de la radio, se oyó un terrible alarido:
Los ocupantes del coche hacían vanos esfuerzos para detenerlo, a juzgar por las
voces que llegaban a través de la radio. Súbitamente, cuando habían cubierto tres
vueltas más, el coche salió disparado rectamente, rompió el parapeto y se lanzó
al vacío, volando en dirección al suelo situado a mil doscientos metros más
abajo.
Desde la nave, Charlton y todos los demás pudieron ver los dos cuerpos que se
desprendían de la estructura del coche. Adela apartó la cabeza a un lado, para no
contemplar el final de aquel espantoso vuelo.
El estruendo del choque llegó muy atenuado. Charlton buscó otro coche y salió a
toda velocidad, hacia el lugar del accidente, junto con alguno de los tripulantes.
Melitta y Blackman aparecían literalmente aplastados por el impacto de la caída.
En tomo a ellos, se divisaban numerosas piedras de colores brillantes. Había un
saquete desventrado a poca distancia y en su interior quedaban aún más gemas.
En silencio, mientras los otros se ocupaban de los cadáveres, Charlton empezó a
recoger aquellas piedras preciosas, por las que una chica preciosa y llena de
juventud se había dejado cegar hasta el extremo de perder la vida.
* * *
—La máquina supo, sin duda, adivinar las intenciones de Blackman y Melitta,
del mismo modo que lo hizo con Perkins —murmuró Charlton—. Por eso, su
poderosa mente estropeó los frenos del coche primero y luego la dirección.
Adela asintió.
—No fue hecha para que se confundieran las lenguas, sino para preservar el
planeta —musitó.
FIN