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GLENN PARRISH

TORRE DE BABEL II

Colección

LA CONQUISTA DEL ESPACIO n.º 405

Publicación semanal

EDITORIAL BRUGUERA, S. A.

BARCELONA – BOGOTÁ – BUENOS AIRES – CARACAS – MÉXICO


ISBN 84-02-02525-0
Depósito legal: B. 10.007 - 1978

Impreso en España - Printed in Spain.


1ª edición: mayo, 1978


© Glenn Parrish - 1978


texto

© Salvador Fabá - 1978


cubierta


Concedidos derechos exclusivos a favor
de EDITORIAL BRUGUERA, S. A.
Mora la Nueva, 2. Barcelona (España)

Todos los personajes y


entidades privadas que
aparecen en esta novela, así
como las situaciones de la
misma, son fruto
exclusivamente de la
imaginación del autor, por lo
que cualquier semejanza con
personajes, entidades o hechos
pasados o actuales, será simple
coincidencia.

Impreso en los Talleres Gráficos de Editorial Bruguera,


S. A.
Parets del Vallès (N-152, Km 21,650) Barcelona – 1980
CAPÍTULO PRIMERO

De repente, un golpe de viento disipó la espesísima niebla que cubría la llanura y


todas las personas que acababan de desembarcar de la astronave lanzaron un
unánime grito de asombro:

—¡Es increíble!

—Asombroso...

—¡Dios santo, no sólo no había visto jamás nada igual, sino que ni siquiera
había sido capaz de imaginármelo!

—Pero ¿adónde hemos venido a parar?

—Fabuloso, fantástico...
—¿Estamos despiertos o soñamos?

—Eso no puede ser natural, está ahí pintado…

—Oh, no, es sólo un espejismo. Aquí acaba de amanecer y cuando el sol gane
altura, esas imágenes se disiparán como acaba de disiparse la niebla.

Durante su acercamiento al planeta, los radares habían informado de una gran


masa sólida, que la espesa niebla impedía ver. El capitán de la nave había
dispuesto el aterrizaje a unos dos mil metros de distancia, con objeto de guardar
las debidas precauciones, ya que los detectores señalaban una extensa llanura en
torno a la masa sólida.

Pero ahora, el viento del amanecer y el influjo benéfico de los rayos del sol de
aquel planeta, se combinaban para disipar la niebla, que se alejaba con rapidez
hacia el Sudoeste. Y entonces, la masa sólida había quedado a la vista y todos
podían apreciar que no se trataba de un gigantesco pico rocoso, como habían
supuesto, sino que era una construcción realizada por unos seres inteligentes.

Después de las primeras exclamaciones de asombro, todos habían quedado en


silencio, contemplando anonadados aquella increíble construcción que se alzaba
a casi dos mil metros del suelo. Tenía forma cónica, aunque sus lados no eran
rigurosamente curvos, sino un tanto planos y, a medida que ganaba altura, el
ángulo se iba haciendo más pronunciado, hasta finalizar en las alturas, en donde
parecía una auténtica aguja.

La base, estimaron, no medía menos de mil quinientos metros de diámetro. En la


superficie exterior se veían unas rayas en espiral, que todos supusieron rampas
que contorneaban la colosal aguja, a fin de poder llegar a sus distintos pisos,
claramente señalados por divisiones que eran rayas de color algo más oscuro que
el resto de la construcción. Además, y a trechos regulares, había unos salientes
circulares en forma de balcones, que se separaban de la pared cosa de treinta o
más metros. A decir verdad, parecían discos colosales, encajados en la aguja al
ser introducidos por la parte superior. Había media docena y, lógicamente, su
diámetro disminuía con la altura.

El color predominante era el rosa claro, aunque también había fajas de tonos
grises y gris azulado. En los muros exteriores se divisaban a trechos algunos
huecos, que debían de corresponder a estancias interiores. Aparentemente al
menos, cada piso o planta debía de tener entre seis y diez metros de altura, lo
cual hacía un mínimo de doscientos pisos para el conjunto de la gigantesca torre.

En torno a la enorme construcción no había, sin embargo, el menor signo de


vida. Aunque se veía un bosque a unos dos mil metros de distancia hacia el sur,
no se divisaban otras construcciones en cuanto alcanzaba la vista, ni la menor
señal de que aquel planeta estuviese habitado. Los tripulantes que habían
desembarcado tenían un pensamiento en común: aquella torre había sido erigida
por unos seres sumamente inteligentes, pero, con toda probabilidad, los
constructores habían muerto hacía muchísimos años y sólo quedaba de su paso
por la vida aquella colosal aguja que parecía hecha de unos materiales capaces
de desafiar el paso de los milenios con absoluta impunidad.

Después de las primeras exclamaciones de asombro, se había hecho un silencio


total, que fue roto por la voz del segundo de a bordo, Pedro Lowell:

—Capitán, ¿ha visto lo que tenemos delante? —dijo por radio.

La voz del comandante de la nave, CartIe Glass, sonó fría, hiriente:

—Señor LowelI, mi admiración por el panorama que se nos ofrece a la vista no


me impide recordar el motivo principal de nuestra estancia en el planeta. Usted,
en cambio, sí parece haberlo olvidado.

—Le ruego me dispense, señor; el asombro... Está bien, cumpliré la orden


inmediatamente.

—No olvide de añadir la despedida que le indiqué, señor Lowell.

—Sí, señor. Blackstone, traiga al polizón.

—Está bien —contestó uno de los tripulantes, a la vez que se encaminaba hacia
la nave.

Adela Farrell, doctora en medicina y geología y licenciada en arqueología, jefe


de la sección científica de la nave, hizo una mueca de duda.

—No creo que el polizón te permita ejecutar el final de las órdenes del capitán,
Pedro —dijo.

Dick Schalke, oficial de mantenimiento, soltó una risita.


—En tu lugar, yo me lo miraría mucho, Pedro —exclamó—. No hay más que
recordar cómo tiene la cara el capitán, para saber de lo que es capaz ese sujeto.

—Pues a mí me parece que vamos a cometer una canallada —intervino Melitta


Dumont, aspirante en viaje de prácticas a bordo de la Audax y de la que los
espíritus maliciosos decían que su interés en la expedición era hacer ciertas
prácticas que no venían especificadas en los manuales de astronáutica. A pesar
de todo, ninguno de los tripulantes podía ufanarse de haber conseguido de
Melitta algo más intenso que un beso robado al pasar o un pellizco en su
apetitoso trasero, pellizco que era invariablemente contestado por una
monumental bofetada.

Mientras los otros comentaban y exponían su opinión acerca de lo que iba a


suceder, Lowell estaba hablando de nuevo con el capitán:

—Señor, aprovechando que llevamos un horario holgado, podríamos realizar una


exploración de esa torre. Es de un estilo completamente desconocido y creo que
a la Gerencia Superior le agradaría recibir un informe de nuestro descubrimiento.
Al mismo tiempo, pienso que a los tripulantes les convendría un descanso en
tierra...

—Teniente, cuando haya tomado una decisión sobre el particular, se lo haré


saber. Hasta entonces, aténgase a las órdenes recibidas.

Adela alargó la mano y se apoderó del transmisor de radio.

—Capitán, como jefe de la división científica, apoyo completamente la petición


del señor Lowell —exclamó.

—Doctora, mi respuesta es la misma —dijo Glass fríamente—. No den un solo


paso más sin mi conocimiento.

—¡Qué hombre! —exclamó Melitta a media voz—. No sé a quién se le ocurriría


nombrarle comandante de la Audax, pero, indudablemente, el que fuese, tiene
serrín en lugar de sesos.

—Y pimienta líquida en las venas, en lugar de sangre —añadió entre dientes el


sargento Thomaston.

De pronto, dos hombres aparecieron en la escotilla inferior de la nave, utilizada


para el desembarco. Uno de ellos era Ed Blackstone. Su acompañante era el
polizón.

Tratábase de un hombre recio, fornido, ancho de hombros, de unos treinta y


cinco años de edad, con el pelo muy negro y barba de unos cuantos días. Vestía
modestamente, con unas ropas muy usadas y, colgada del hombro izquierdo,
llevaba una bolsa de lona, que constituía todo su equipaje. La doctora Farrell
apreció en la boca de Rennv Charlton la perenne sonrisa irónica que era como el
sello de su personalidad, cínica y extrovertida a un tiempo, la expresión de un
hombre que había corrido mucho mundo y que no era capaz de sentir asombro
por nada.

Pero en esta ocasión, Charlton sí se asombró y, apenas vio la gigantesca


construcción, dejó de sonreír y abrió la boca.

—¡Dios santo! —exclamó—. ¿Quién ha levantado esa segunda Torre de Babel?

Para la doctora Farrell y los que estaban a su lado, aquella frase resultó una
especie de revelación. Sí, pensó Adela, era como una Torre de Babel, levantada
por los humanos, como se describía en la Biblia, a fin de llegar hasta el cielo.
Pero Jehová, enojado por aquel insensato orgullo, había provocado la confusión
de lenguas y los trabajos habían sido abandonados. La Torre de Babel,
finalmente, había llegado a fundirse con el polvo del desierto mesopotámico,
pero aquella que tenían ante sus ojos estaba hecha indudablemente de materiales
infinitamente más resistentes que los ladrillos cocidos.

Movida por un repentino impulso, Adela volvió a tomar la radio:

—Capitán, le pido una estancia de cuarenta y ocho horas, solamente, para


realizar una breve exploración de la torre, a fin de poder emitir un informe
mínimo, que permita más adelante enviar una expedición dedicada
exclusivamente al estudio de ese monumento. Por favor, capitán, se lo ruego...

—Doctora, ya conoce mi decisión —cortó Glass con su habitual acento frío y


autoritario—. Cuando regresemos, solicite usted esa expedición a la Gerencia
Superior. Mientras tanto, deje que siga al mando de la nave. ¿Ha entendido?

Adela hizo un gesto de rabia.

—Si de mí dependiera ese hombre no iba a mandar en lo sucesivo ni una


bicicleta para dos...

—¡Señor Lowell! Estoy viendo desde mi camarote al polizón. ¿Qué está


haciendo, ahí parado? ¿Ya no recuerda las órdenes? —gritó el capitán de la
Audax.

Lowell volvió a mirar al polizón. Charlton había recobrado su sonrisa.

—No lo intentes, Pedro —dijo—. Me conformo con la expulsión, puesto que


debo admitir viajaba ilegalmente a bordo de la nave. Pero no dejaré que ningún
ser humano me aplique la punta de la bota a mi trasero. Recuerda lo que le pasó
al capitán, cuando quiso golpearme.

Lowell asintió. Glass se había dejado llevar por un acceso de ira, del que había
salido con un ojo amoratado y dos dientes de menos. Al fin, tuvo un arranque:

—Capitán, considero que pegar una patada en el trasero a un hombre es una


humillación innecesaria. Entre mis obligaciones no figura hacer una cosa
semejante y por tanto me niego a cumplir su orden.

—Está bien, señor Lowell —dijo Glass heladamente—. A partir de ahora,


considérese relevado de su puesto. El tercer oficial cumplirá sus obligaciones,
mientras usted permanece encerrado en su camarote hasta nuestro regreso.

Lowell se quedó con la boca abierta.

—Pero, señor...

—Ya he terminado de hablar —cortó el capitán.

Adela volvió a apoderarse de la radio.

—Es usted injusto con el teniente Lowell, señor. La orden que usted acaba de
darle figura fuera de todos los reglamentos.

—Doctora...

—Puesto que insiste en ello, haga que el amanuense Blackman lo inscriba en el


diario de a bordo. Decenas de tripulantes testificaremos lo que ha sucedido.
—¡Y yo me niego a tomar el puesto del segundo! —exclamó repentinamente
Johnny Dearborn, tercer oficial.

—Caballeros, ¿debo considerar su actitud como un motín? —preguntó el


capitán.

—Haga la anotación correspondiente en el diario de a bordo y páselo luego para


que lo firmemos los directamente implicados en esto que usted, de forma
indebida, califica de motín. A nuestro regreso, pediremos la formación de un
tribunal de investigación, para que dictamine sobre la posible irregularidad de
nuestro comportamiento. Puesto que se empeña en hacer cumplir la ley, empiece
por dar ejemplo, haciendo lo que le he pedido.

Por primera vez, Glass se quedó cortado. Lo que Adela le pedía era
perfectamente legal y no podía negarse a que el amanuense registrase
debidamente el incidente. Y en cuanto el tribunal de investigación examinase el
cuaderno de bitácora, su situación no resultaría precisamente agradable.

—¡Está bien! —vociferó—. Vuelvan todos a bordo y dejen a ese maldito


polizón. Zarparemos dentro de diez minutos exactamente.

Adela miró a Charlton, quien contestó con una ancha sonrisa.

—Gracias, doctora —dijo. Alargó la mano y estrechó la del segundo de a bordo


—: Pedro, te has portado como un hombre.

—De todos modos, no creas, no me han faltado ganas de darte un buen puntapié
—refunfuñó Lowell.

Charlton lanzó una carcajada.

—Si lo hubieses hecho tú, por propia iniciativa, habría sido capaz de
perdonártelo —contestó.

Melitta se le acercó, deliciosamente ruborizada.

—¿No tiene miedo de quedarse solo aquí, señor Charlton? —preguntó. .

—Preciosa, en peores apuros me he visto —contestó el polizón—. Y, en todo


caso —añadió, señalando con la mano hacia la torre, ahí tengo un techo donde
cobijarme cuando llueva.

Adela volvió la vista hacia la monumental construcción y sintió rabia por no


poder explorarla. Pero si la autoridad del capitán podía discutirse en algunos
puntos, en lo referente a la partida, la ley estaba enteramente de su parte.

Lentamente se encaminó hacia la escotilla, acompañada por todos los que habían
desembarcado de la nave.

En el interior, el claxon sonaba intermitentemente, avisando a todos los


tripulantes de la inminencia de la partida.

De súbito, el claxon dejó de sonar. Una voz estalló a través de los altoparlantes.
Era la de Jerry Cordhull, ingeniero jefe:

—Capitán, el despegue es imposible. ¡Alguien se ha llevado el elemento


principal de conexión y no tenemos otro de repuesto!

CAPÍTULO II

Charlton estaba lo suficientemente cerca de la Audax para escuchar sin dificultad


el desconcertante informe del jefe de máquinas. ¿Cómo era posible, se preguntó,
que alguien se hubiese llevado el elemento principal de conexión?

Era como si a un fusil se le quitase la aguja del percutor. Sin el EPC, iniciales
con que solía designarse a aquel aparatito, la nave era tan inútil como un barco
de vela en el desierto del Sahara.

El EPC era un tubo metálico, de unos tres centímetros de diámetro por doce de
longitud, que conectaba todos los sistemas de propulsión, excepto los
generadores de emergencia, pero éstos sólo servían para la energía que se
necesitaba a bordo de la nave: luz, calefacción, pequeña maquinaria para
reparaciones y mantenimiento, las cocinas y las transmisiones internas. Pero sin
aquel tubo, los generadores de propulsión no podían funcionar.
Era también una pieza muy resistente, prácticamente sin averías, que funcionaba
años y más años, antes de dar los primeros síntomas de agotamiento. En
realidad, era una especie de fusible general, del que no había ahora ningún
repuesto a bordo de la nave. Pero su misma construcción lo hacía técnicamente
irreproducible con los medios de a bordo. El EPC sólo se construía, y por
máquinas automáticas, en una fábrica que era propiedad del gobierno terrestre.

Cuando el capitán Glass oyó aquellas palabras, su furia no conoció límites.


Olvidando el desastroso aspecto de su cara, abandonó el camarote y recorrió los
pasillos de la nave, vociferando como un energúmeno. En el camino, se encontró
con el amanuense, Art Blackman, un sujeto de unos cuarenta años, delgado y de
nariz aguileña, al que lanzó una tonante orden:

—¡Anote lo sucedido en el diario de a bordo, señor Blackman! Y haga constar


asimismo la incapacidad del ingeniero jefe, que no tuvo la previsión de incluir
entre los repuestos un segundo CPC. ¿Me ha entendido?

—Sí, señor, perfectamente.

El ingeniero Cordhull había oído aquellas palabras y salió al encuentro del


capitán.

—Señor, le recuerdo que, antes de zarpar, le pedí permiso para efectuar el


suministro de repuestos —dijo—. Usted me lo denegó, alegando que ya había
revisado el almacén de pertrechos y que teníamos de todo cuanto podíamos
necesitar. Por tanto, rechazo la imputación de incapacidad que quiere anotar en
el cuaderno de bitácora.

Los ojos de Glass llameaban de ira.

—Señor Blackman, haga la anotación tal como le he indicado —dijo con helado
acento—. Estoy dispuesto a enfrentarme con un tribunal de investigación, si
usted cree que mi conducta al mando de esta nave ha resultado deficiente, señor
Cordhull.

—Me pregunto por qué muchos capitanes no se toman la molestia de tener


siquiera un EPC de repuesto —gruñó el ingeniero—. Nunca se estropean, es
cierto, pero a veces un loco lo saca de su sitio...

—Y yo sé quién es ese loco —contestó Glass, a la vez que apartaba a Cordhull


de un manotazo y seguía su camino.

Lowell, Adela y todos los que habían desembarcado, estaban aún en la esclusa,
sin saber qué hacer, debido a la inesperada novedad que acababa de producirse.
Glass llegó junto a ellos y señaló con la mano hacia el exterior.

—Señor Lowell, le ordeno registrar a ese polizón.

Nadie sino él ha podido quitar el EPC de su sitio, a fin de presionamos para


regresar a la Tierra con nosotros, y esta vez —añadió con maligno acento—, le
doy una orden, cuyo cumplimiento no puede eludir mediante argucias
presuntamente legales.

Lowell se llevó la mano derecha a la sien.

—Ahora, sí, señor; ahora me da usted una orden que debo cumplir. Y lo haré con
mucho gusto, además. ¡Blackstone, Thomaston, síganme!

Dos de los tripulantes salieron a la carrera detrás del oficial. Charlton aguardaba
tranquilamente a cincuenta pasos de la nave.

Charlton dejó su bolsa en el suelo y separó los brazos del cuerpo.

—Esta vez no opondré ninguna resistencia —manifestó.

—Renny, si has sido tú el que nos ha jugado —esa mala pasada...

—Por tu madre te juro que lo último que habría pensado es en quitar el EPC
—declaró Charlton, mientras los tripulantes le registraban con toda minuciosidad
—. Pero ¿cómo puede un capitán tan cumplidor olvidarse de tener un EPC de
repuesto?

—¡Y yo qué sé! —respondió Lowell malhumoradamente—. Todos los capitanes


lo hacen, ninguno da importancia a algo que puede convertir a su nave en un
montón de metal y plástico inservible... Desde luego, te aseguro que si un día
llego a mandar una nave, tendré media docena de EPC de repuesto y los
guardaré en sitios distintos, para que no vuelva a sucederme una cosa semejante.

—Es extraño —comentó Charlton—. En lo que yo tengo memoria, no se había


producido jamás un hecho de esta índole, quiero decir, el robo de un EPC. ¿Por
qué le habrá hecho... quien lo haya hecho?

—No tengo la menor idea, Renny. Lo único que puedo decirte es que tu
presencia a bordo ha complicado innecesariamente las cosas. ¿Por qué no
elegiste otra nave?

—Era la que tenía más a mano y, desde luego, no conocía bien a su capitán. De
lo contrario, créeme, habría embarcado en otra.

—Esto va a retrasar mi ascenso. Glass me pondrá verde en su informe...

—Pedro, en lugar de preocuparte por tu carrera, preocúpate por la situación


inmediata. Piensa primero en el EPC y que se encuentra en un sitio al que no es
fácil llegar. Piensa también en quién ha podido tener interés en dejar «clavada»
la nave en este planeta... y a quién benefician estas circunstancias. Tal vez así
encuentres la solución.

Blackstone se irguió en aquel momento.

—Señor, no hay nada —informó.

Charlton recobró su bolsa y se la echó al hombro.

—Creo que es hora de que me marche —sonrió—. Adiós, Pedro.

Lowell se mordió los labios. Conocía bien a Charlton y sabía de su impagable


experiencia espacial, que le habría permitido guiar la nave con los ojos
vendados. Pero también sabía que, desde hacía algunos años, Charlton había
abandonado una prometedora carrera, convirtiéndose en un vagabundo del
espacio, que viajaba sin rumbo fijo por todas las rutas galácticas.

—Adiós, Renny —murmuró. Tomó la radio—: Capitán, el registro ha sido


infructuoso.

—Está bien, regrese a bordo. Vamos a ver si volvemos la nave del revés y
podemos encontrar ese maldito EPC.

—Sí, señor.

Adela se encaró con Glass:


—Capitán, puesto que el despegue es imposible por el momento, solicito
permiso para organizar una partida de exploración de esa torre —dijo.

Glass dudó un instante. Luego, con evidente mal humor, contestó:

—Permiso concedido, doctora.

—Gracias, capitán.

Adela se volvió un instante. La silueta de Charlton era sólo un puntito negro que
se movía pausadamente a lo largo de la llanura, en dirección al bosque.

* * *

Una hora más tarde, Adela Farrell, acompañada de media docena de personas, se
detenía ante una monumental puerta de doble hoja, con arco de medio punto. La
altura de la puerta no bajaba de diez metros y su anchura era proporcionada. Los
batientes parecían de madera, pero Adela encontró que era de un metal oscuro,
adornado con clavos de cabeza muy grande y de color dorado, aunque ya había
perdido el brillo, debido al paso de los años. A su lado, el sargento Stacey sugirió
la posibilidad de tener que usar explosivos, para abrir aquel enorme portón.

—Lo haremos solamente como último recurso —decidió Adela.

Delante de la puerta había una especie de atrio, formado por una colosal losa de
forma rectangular, de unos quince metros de ancho por diez de ancho. La losa
quedaba a unos veinte centímetros del suelo árido y polvoriento, pero, como
apreció Adela, no sin asombro, estaba absolutamente limpia de polvo y tierra.

—El viento, tal vez... —murmuró.

Puso un pie en la losa, luego el otro y, entonces, las dos hojas del portón giraron
silenciosamente sobre sus goznes, dejando al descubierto el interior de la base de
la torre.

Sonaron varias exclamaciones de asombro. Lentamente, con el corazón


palpitante por la emoción del momento, Adela dio unos cuantos pasos y
franqueó el umbral.

—¡Dios mío! ¡Qué espectáculo tan fantástico! —exclamó, sin poder contenerse.

* * *

CharIton se adentro en el bosque y a cien metros de la linde, encontró un arroyo


de frescas y cristalinas aguas. También encontró algo que hizo brillar su mirada,
de placer anticipado.

El cuadrúpedo, semejante a un conejo terrestre, pero de un tamaño casi doble,


era un animal muy manso, lo que le permitió a CharIton capturarlo sin
demasiadas dificultades. Un cuarto de hora más tarde, el conejo, limpio y
despellejado, colgaba de una rama. Charlton había juzgado conveniente el oreo
de la carne, antes de someterlo a la acción de las brasas de la hoguera que
pensaba encender.

A continuación, se desnudó y se zambulló de cabeza en el arroyo. Necesitaba un


baño; en la última semana, había permanecido casi todo el tiempo encerrado en
un camarote, sin poder hacer otra cosa que lavarse la cara y las manos con la
escasa ración de agua que le suministraban.

Durante largo rato, estuvo nadando apaciblemente, hasta que empezó a sentir
cansancio. Entonces, salió fuera y dejó que los cálidos rayos del sol secaran su
cuerpo, mientras reunía ramas secas. El parecido de aquel planeta desconocido
con la Tierra era sorprendente.

Cuando tuvo leña suficiente, encendió la hoguera.

Preparó un asador y una vez hubo puesto al conejo sobre el fuego, se dispuso a
vestirse. Entonces fue cuando divisó la silueta de una persona que se acercaba a
aquel lugar.

Charlton enarcó primero las cejas y luego entornó los párpados, para aguzar su
visión. No tardó mucho en identificar a la aspirante Melitta Dumont.
—Hola —dijo la joven al llegar a su lado—. ¿Cómo se encuentra, Renny? ¿Qué
hace?

—Me encuentro bien y estoy asando algo que se parece a un conejo —respondió
Charlton jovialmente—. ¿Le gusta la carne asada?

Melitta puso los ojos en blanco.

—Hace poco, leí un libro de viajes Los exploradores cazaban animales para
sobrevivir y, por regla general, los asaban. El libro describía minuciosamente la
clase de piezas y su sabor, su olor... Pero —añadió tristemente—, en estos
tiempos modernos, la alimentación es muy distinta.

—Eso sí es cierto —convino Charlton—. De todas formas, si no tiene prisa,


puede quedarse conmigo. Se dará un atracón, créame.

—¿De veras no le importa? —exclamó ella, entusiasmada.

—Al contrario, me alegro infinito. Pero ¿no le dirán nada por haberse ausentado
de la nave?

—Me ofrecí para colaborar en el registro general, ordenado por el capitán, pero
éste me dijo que no era necesario. Y como no tenía nada que hacer, se me
ocurrió dar un paseo... Vi humo desde lejos y...

—Es extraño —comentó Charlton—. Pensé que sentiría más curiosidad por la
Torre.

Melitta hizo un gesto displicente.

—Hay tiempo para verla —respondió—. Y si no la veo... ¡prefiero la carne


asada! —estalló en risas.

—Le alabo el gusto, aunque le advierto que esto tardará todavía un poco. Quiero
que la carne quede bien asada y no chamuscada, ¿comprende?

—Usted ha estado bañándose —dijo la chica. Charlton estaba vestido solamente


con los pantalones y su poderoso torso aparecía al descubierto.

—Sí, lo necesitaba —contestó.


—Bien, entonces yo voy a darme un baño. Luego, me contará cosas de usted,
Renny.

—¿Qué he de contarle, Melitta?

—Siento mucha curiosidad por qué un hombre como usted se convirtió en un


vagabundo del espacio —declaró la chica.

Con la mano derecha, bajó el cierre de su traje de una sola pieza y se lo quitó
con rápidos movimientos. Charlton era hombre acostumbrado a ver muchas
cosas, pero no se había imaginado siquiera a Melitta desnudándose delante de un
hombre, después de haberla visto tan remilgada en el viaje. Antes de que pudiera
formular ninguna observación al respecto, Melitta, hermosa como una ninfa de
los bosques en su espléndida desnudez, corrió hacia el río y se zambulló de
cabeza en las aguas transparentes.

CAPÍTULO III

Adela Farrell se había detenido apenas traspasado el umbral, contemplando con


ojos a la par ávidos y estupefactos el fantástico paisaje interior. Lo mismo les
sucedía a sus cinco acompañantes.

Delante de ellos se extendía un inmenso salón, de unos cien metros de largo, en


forma aproximadamente oval, de suelo espejeante y con la bóveda a no menos
de cuarenta metros del suelo. La pared del fondo era una colosal vidriera
circular, iluminada por un resplandor cuyo origen no se encontraban en
condiciones de identificar y cuyos cristales multicolores componían una sinfonía
cromática de indescriptible belleza.

A derecha e izquierda de la entrada, y a unos veinte metros de la misma, se


divisaban dos rampas en curva, que se perdían por sendas puertas situadas en lo
alto de la bóveda. El suelo estaba formado por un extraño cuadriculado de losas
rosadas, rojas y púrpura, hábilmente mezcladas con algunas, no demasiadas, de
color amarillo suave y azul pastel, todas tan brillantes como si hubieran sido
elaboradas con vidrio de la mejor calidad. Pero lo que más sorprendió a los
exploradores fue el hecho de que en ninguna parte se encontrase la menor
partícula de polvo.

Adela empezó a pensar en la posibilidad de hallarse en un templo, construido por


una raza inteligente, ya extinguida. Dado el enorme volumen de la torre, parecía
lógico suponer que, aparte de su finalidad religiosa, estuviese provista también
de los elementos habitables utilizados por los sacerdotes de aquella extraña
secta.

—O quizá era el palacio del gobierno... —murmuró.

A juzgar por la estructura de la torre, no se podía pensar en la existencia de un


patio al otro lado del enorme vitral. Más bien había una fuente de luz, alimentada
por una maquinaria de funcionamiento perfecto, que no se había detenido
durante siglos. La apertura de la puerta, por sí sola, parecía corroborar tal
hipótesis.

Al cabo de unos momentos, la doctora Farrell consiguió salir de aquella especie


de éxtasis contemplativo en que había caído apenas traspasado el umbral y
movió una mano.

—Sargento Stacey, usted irá por la rampa de la derecha, con Roger Pynn y Duke
Logan —ordenó—. Yo iré por la izquierda, con Hank Mallory y Emie Cappi.
Presumo que podremos encontramos en alguno de los pisos superiores, no
obstante lo cual estaremos en comunicación constante por medio de la radio.

Stacey asintió. La doctora, dado su rango, era su superior en aquellos momentos.

—Otra cosa —añadió Adela—. Vean todo lo que encuentren, tomen, incluso,
fotografías, si lo estiman conveniente, pero no toquen nada. Repito, no toquen
nada, por inofensivo que pueda parecer. .

—¿Teme que encontremos alguna trampa, doctora? —preguntó Stacey.

Adela hizo un gesto vago.

—Esta torre está demasiado bien conservada, para no temer la posibilidad de un


tropiezo con alguna maquinaria o instrumento que resulten desconocidos para
nosotros, precisamente por haber sido construidos por gentes de una
idiosincrasia totalmente extraña. Cuidado, repito.

—Está bien, doctora. Vamos, muchachos.

Los dos grupos emprendieron la marcha simultáneamente. Adela puso el pie en


la rampa y Mallory y Cappi la siguieron en el acto. Stacey, con los otros dos,
hizo lo mismo.

Entonces, la rampa se puso en movimiento.

—¡Eh, esto anda! —gritó Stacey.

—Debe de ser una cinta deslizante de funcionamiento automático —supuso


Adela.

Las voces resonaban con extraños ecos bajo la bóveda. De pronto, la doctora
Farrell se dio cuenta de que la velocidad de deslizamiento de la rampa se
acentuaba extraordinariamente.

En pocos segundos, la rampa alcanzó una velocidad superior a los sesenta


kilómetros por hora. Sonaron gritos de terror. Adela percibió en su rostro el
viento desplazado por la marcha. Sintió tentaciones de arrojarse fuera de la
rampa, pero ya estaba a más de veinte metros de altura del suelo y ello habría
resultado fatal.

Detrás, Mallory, aterrado, se había puesto a gatas, tratando en vano de asirse con
las manos a un suelo absolutamente liso. Adela, con ojos fascinados, vio
acercarse la puerta superior, de un metal análogo al de la principal. «Ahora
moriremos estrellados», pensó.

Inesperadamente, cuando ya estaban a unos cuantos pasos de la puerta, ésta se


abrió rápidamente, deslizándose en silencio a un lado. Adela casi gritó de alegría
al ver que no iban a morir aplastados, pero aquel grito se trocó en otro de pánico,
cuando notó que la rampa se escondía bajo el suelo que había en la entrada. Una
décima de segundo más tarde, salía disparada, con sus dos acompañantes, hacia
el interior de un lugar absolutamente desconocido.

Stacey, Pynn y Logan chillaron también frenéticamente. Adela se sintió voltear


vertiginosamente, rodó por el suelo como una pelota y, al fin, sin saber cómo,
perdió el conocimiento.

* * *

Melitta Dumont lanzó una exclamación de gozo y se pasó la mano por el


estómago, a la vez que sonreía satisfecha.

—Renny, le juro que jamás había comido tan a gusto —dijo.

—Me lo imagino —sonrió Charlton—. Siempre pasa lo mismo a las personas


que, como usted, no han tenido una oportunidad semejante.

—Eso es cierto —convino la chica—. Siempre he vivido en la ciudad, en esa


selva de cemento, donde todo está reglamentado... Las máquinas dispensadoras
nos dan el alimento poco menos que gratuitamente, pero es una comida insípida,
elaborada con Dios sabe qué misteriosa química... Empiezo a comprender a los
antiguos exploradores y a las personas que aseguran que no hay nada como los
alimentos naturales.

Miró a Charlton con ojos críticos.

—Al parecer, usted es de los que no quieren someterse a ciertas reglas —añadió
—. ¿Le gusta la vida del vagabundo?

—No puedo quejarme —contestó Charlton—. Al menos, soy independiente,


Melitta.

—Y viaja de balde.

—No tenía dinero. Necesitaba marcharme de Urhos VI y la nave más a mano, es


decir, la más próxima a zarpar, era la Audax. Pensé que volaría directamente de
vuelta a la Tierra, pero me equivoqué.

—¿Por qué tuvo que abandonar Urhos VI, Renny? Charlton le guiñó un ojo.

—Es un planeta estupendo, pero algunos de sus habitantes piensan todavía como
en el siglo XIX. El marido regresó antes de tiempo y yo tuve que saltar por la
ventana.
Melitta se echó a reír estruendosamente.

—¿Era guapa, al menos?

—¡Uf! Guapa..., pero parecía un pulpo. De todos modos, creo que éste no es
tema para una muchacha como usted.

—Eh, que ya tengo veintiún años y conozco lo que es la vida —exclamó Melitta
intencionadamente—. Pero lo que más me intriga es... ¿Por qué usted, un
hombre inteligente y cultivado, ha adoptado este género de vida tan irregular?

Charlton hizo una mueca.

—Era capitán de una astronave y tuve un tropiezo —respondió—. Cuando


terminó todo, decidí enviar al diablo las leyes y los reglamentos, y atenerme
solamente a mis propias reglas.

—Y, desde entonces, vaga por el espacio...

—Voy adonde quiero, hago lo que me parece y no dejo que nadie me dé órdenes,
ni tampoco adquiero responsabilidades.

—Pero alguna vez tendrá necesidad de ganarse un poco de dinero, porque no


siempre viaja como polizón —objetó la chica.

—Eso es cierto, y en Urhos VI había ganado cosa de seiscientos pavos. Pero los
tenía en el Banco y no podía demorarme en esperar al día siguiente, para sacar el
dinero. El marido ofendido tenía mucha prisa en rebanarme el pescuezo.

—Le habrían castigado...

—En Urhos VI, no. Cuando un hombre mata a otro y demuestra que su acción
estaba justificada, la ley lo deja en libertad de inmediato. Para un juez urhosiano,
el adulterio es algo horrible.

—Bueno, pero la adúltera no saldrá muy bien librada...

—Esa es una de las paradojas de la ley en Urhos VI. Se considera que, en un


adulterio, el hombre es siempre el culpable. El marido se habrá reconciliado con
ella y ahí se acabó todo.
—Lo cual significa que no puede volver a Urhos VI.

—Cuando llegue a un planeta civilizado, trabajaré un par de semanas, ganaré


cincuenta o sesenta pavos, ingresaré unos pocos en un Banco y, por medio de
esta cuenta corriente, haré que me transfieran el dinero que dejé en el Banco
urhosiano. —Charlton meneó la cabeza—. La humanidad ha adelantado
muchísimo: se han suprimido las guerras, no hay apenas delincuencia, se puede
vivir prácticamente sin trabajar, el promedio de la duración de la vida humana es
casi de doscientos años..., pero hay algo que los hombres no han conseguido
suprimir: los Bancos y el dinero.

Melitta se echó a reír alegremente.

—Ni los suprimirán jamás —contestó. De pronto, tendió la mirada hacia la


gigantesca torre que se erguía en el centro de la llanura y al lado de la cual la
nave de casi cuatrocientos metros de largo y cincuenta de diámetro, parecía un
cigarrillo apagado—. Pero los que construyeron esa torre, ¿consiguieron
suprimir el dinero?

Charlton lanzó también una ojeada a la torre. Luego se tendió de espaldas y


apoyó la cabeza en las manos entrelazadas.

—Hicieron una obra colosal que les ha sobrevivido —murmuró—. Sin embargo,
eso también pasó con civilizaciones terrestres, que se convirtieron en polvo,
mientras sus monumentos permanecían inmutables o poco menos al paso de los
tiempos.

Bostezó aparatosamente.

—Melitta, ¿conoce usted el placer de la siesta después de una buena comida?


—añadió con voz progresivamente lánguida.

Ella se tendió también de espaldas.

—Voy a probarIo —dijo.

* * *

La doctora FarreIl, todavía en el suelo, despertó presa de un terrible


aturdimiento, que la incapacitaba para mover un solo músculo. Durante largo
rato, permaneció en la misma postura, tratando de reponerse de la enorme
sorpresa causada por el suceso de su lanzamiento al interior de aquella estancia.

Mallory se quejaba cerca de ella. Adela se arrastró y se sentó a su lado.

—Hank...

Mallory abrió los ojos.

—Dios, creo que tengo rotos todos los huesos... Doctora, ¡qué nos ha sucedido?

Adela miró a su alrededor. Hallábanse en una vasta estancia, que tenía una forma
muy peculiar: parecía un cuarto de esfera y la parte curva tenía unos contornos
perfectamente regulares. Había, por tanto, dos trozos planos: el suelo y una de
las paredes. Tanto el suelo como la pared llana medían unos treinta metros en la
arista recta, que, en realidad, era el diámetro de la esfera incompleta, lo cual
significaba que el punto más alto del techo, donde la superficie curva, cóncava
en este caso, se juntaba con la superficie plana, estaba a treinta metros del suelo.

La estancia se hallaba absolutamente desprovista de muebles, sin ningún objeto


de adorno, ni una sola lámpara que justificase la difusa luz que permitía la visión
sin dificultades. Era una luz perlina, que parecía llegar de todas partes y que no
proyectaba sombras.

Cappi yacía todavía sin sentido. Adela se pasó una mano por la frente.

—No lo sé, Hank, no sé qué nos ha pasado..., salvo que la rampa aceleró de
súbito y nos lanzó al interior de esta habitación. Perdimos el sentido...

—Usted dijo que deberíamos tener cuidado con tocar nada —gruñó Mallory.

—Me refería a objetos o máquinas —puntualizó ella secamente.

Ya podía moverse un poco mejor y buscó la bolsa donde llevaba el trasmisor de


radio y algunos elementos de cura.
—Hank, ¿se nota algún hueso roto? —preguntó. Mallory se sentó en el suelo.

—No. Debo de estar lleno de moraduras, pero, aparte de eso, me encuentro


perfectamente... Oiga, Ernie no se ha recuperado todavía —exclamó
súbitamente.

Adela se acercó al otro tripulante y le dio unas palmaditas en la cara. De pronto,


se puso rígida.

Mallory la vio inclinarse sobre el pecho de Cappi.

Al cabo de unos segundos, ella se irguió y le miró fijamente.

—Ernie está muerto —dijo.

* * *

De pronto, Charlton sintió que una mano rozaba la suya.

Volvió la cabeza. Melitta, tendida en la hierba, a su lado, le contemplaba


sonriendo de un modo especial.

Los dedos de Melitta juguetearon con los suyos.

Charlton captó el mensaje y ejecutó un gesto análogo.

—Melitta...

—Dime, Renny.

Charlton se puso de costado junto a ella.

—¿No tienes que volver a la nave? —preguntó.

—No. Y aunque me echasen en falta, tampoco volvería.

—Eso no estaría bien. Una aspirante debe ser disciplinada, Melitta. Es decir, si
quieres progresar en tu carrera.

—Hay tiempo de sobra, Renny. Charlton sonrió.

—Hay tiempo para todo —dijo. Y buscó su boca ávidamente. Melitta le abrazó
ardorosamente y le obligó a quedar sobre ella, y todo cuanto les rodeaba se
esfumó y les hizo sentirse absolutamente aislados en el mundo de su pasión.

Pasó un buen rato. Melitta, de pronto, se levantó y, desnuda como estaba, corrió
hacia el río.

—¡Alcánzame, Renny! —gritó jubilosamente. Charlton hizo un gesto con la


cabeza. Era una chica deliciosa, se dijo. Lo malo era que, muy posiblemente,
buscase también una relación permanente, y esto era algo que no le hada
demasiado feliz.

Pero, como había dicho Melitta, había tiempo para todo; incluso para pensar en
el futuro... en otro momento. Echó a correr y se lanzó de cabeza al agua.

Al cabo de medía hora, salieron cogidos de la mano.

Melitta le miró sonriendo.

—Me siento muy contenta —dijo.

En aquel instante, sin que Charlton tuviese tiempo de dar su respuesta a Melitta,
se oyó a lo lejos una voz:

—¡Renny! ¡Eh, Renny Charlton! ¿Estás ahí? Ella se puso seria en el acto.

—Es el segundo Lowell —exclamó, y corrió a vestirse.

CAPÍTULO IV

Pedro Lowell llegó junto a la pareja y vio los restos de la hoguera y advirtió
también el sonrojo que había en el rostro de la chica. Frunció el ceño,
disgustado.

—Renny, ¿es que no tenías otra cosa que hacer? —preguntó malhumoradamente.

—No soy tripulante de la Audax ni tengo por qué dar cuenta a nadie de mis actos
—respondió Charlton en el mismo tono—. Y si piensas en hacerle algún
reproche a Melitta, ella estaba franca y no tenía ninguna misión encomendada a
bordo.

—Así es, teniente —confirmó la aludida—. Yo misma se lo pregunté al capitán y


me mandó a paseo o poco menos.

—Ese hombre... —rezongó Lowell—. No me extrañaría que fuese él mismo


quien haya hecho desaparecer el EPC. Es un megalómano y... Pero no hablemos
de él, sino de la doctora Farrell y de sus compañeros. Te necesitamos, Renny.

Charlton levantó las cejas.

—¿Que me necesitáis? ¿Después de haberme expulsado ignominiosamente,


vienes a decirme una cosa semejante, Pedro? Si el EPC hubiera estado en su
sitio, a estas horas yo sería un náufrago abandonado en una isla solitaria. ¿Acaso
me crees capaz de construir un EPC con veinte metros de cable y una docena de
microtransistores?

—No es eso, Renny. La doctora y sus acompañantes han desaparecido en el


interior de la torre y no hay noticias suyas. Se acordó que harían llamadas
periódicas por radio, cada treinta minutos. Han pasado más de cuatro horas y no
se ha recibido ningún informe. Todos los esfuerzos que hemos hecho para
comunicarnos con ellos han resultado inútiles.

—Estarán saqueando la cámara del tesoro —dijo Charlton burlonamente.

—Esto no es cosa de broma... ¿De veras crees que puede haber una cámara del
tesoro, Renny?

—Se me había ocurrido de repente. Pero ¿qué diablos puedo hacer yo?
—Charlton lanzó una mirada hacia el cielo, en donde el sol iniciaba ya la curva
descendente—. El día acabará pronto en Innox —añadió, pronunciando el
nombre del planeta en que se hallaban.
—Sí, sus períodos de luz y oscuridad son aproximadamente iguales a los de la
Tierra —convino Lowell—. Pero el capitán estima que eres el más apropiado
para saber qué ha sido de la doctora y de sus acompañantes.

—¡El viejo bastardo! ¿Ahora piensa eso de mí?

—Vamos, Renny, no te muestres tan reticente. La doctora no fue precisamente


quien ordenó tu expulsión.

—Pero casi se alegró —refunfuñó Charlton—. Y antes de que se cumplimentara


esa orden de expulsión, quise darle algunos consejos sobre la exploración de la
torre, pero me mandó a paseo.

—Si estuviese en un apuro, ¿dejarías de ayudarla por rencor?

Charlton emitió un bufido.

—Bueno, a fin de cuentas, es un ser humano —respondió—. Pero no sé qué


diablos puedo hacer yo...

—Renny, todavía se recuerda lo que hiciste en la ciudad muerta de Hepphellus


—dijo LoweIl—. Tengo la sensación de que, en cierto modo, Hepphellus y esa
torre tienen algo en común.

—Una civilización muerta, que dejó trampas para que posibles futuros curiosos
no hurgasen en sus tumbas y les permitiesen observar el descanso eterno, ¿eh?

—Algo por el estilo —respondió el segundo de a bordo.—. Vamos. Renny, el


capitán pudo ser duro contigo y no le tengo la menor simpatía, pero aprecio
mucho a la doctora y a todos los demás. Te diré la verdad el capitán no quería,
pero he logrado persuadirle para que me dejara venir a buscarte. Y te permitirá
volver a la Tierra en la Audax, ¿estamos?

Charlton paseó la mirada a su alrededor.

—Ahora no estoy tan seguro de querer volver a la Tierra —sonrió—. De todas


maneras, voy a ver qué es lo que se puede hacer. Con una condición, Pedro.

—Sí, Renny.
—Carta blanca. ¿Entiendes lo que quiero decirte?

—Desde luego. ¿Nos vamos?

Charlton agarró la mano de Melitta.

—Lástima —sonrió—. Podíamos haber seguido hasta el anochecer...

Lowell miró oblicuamente a la pareja. Se imaginaba fácilmente lo que había


sucedido y en su fuero interno sintió una intensa envidia de su amigo. Melitta era
una chica realmente exuberante, pletórica de vida y en lo mejor de su juventud.
Y de Charlton había oído comentarios acerca de algunas de sus hazañas
amorosas, realmente asombrosas. Sí, había motivos par envidiarle.

* * *

Adela Farrell se puso en pie, hizo unas cuantas flexiones con el cuerpo y luego
se inclinó para sacar el transmisor de radio de la bolsa.

—Oiga, oiga... —llamó—. Soy la doctora Farrell...

Quienquiera que esté a la escucha, conteste, conteste, por favor... Habla la


doctora Farrell .... Sargento Stacey, ¿me oye usted? ¡Conteste, sargento!

El silencio fue la única respuesta que obtuvo. Adela hizo unas cuantas llamadas
a la nave, pero la radio continuó obstinadamente silenciosa.

—Hank, ¿se habrá estropeado el transmisor con los golpes de la caída?


—consultó.

Mallory cogió el aparato y lo examinó rápidamente.

—Su estado es perfecto —dictaminó—. Pero... —movió la mano en círculo—,


sospecho que las paredes de esta cámara interceptan de un modo absoluto las
ondas de radio.

Adela frunció el ceño. Ahora, con un poco más de detenimiento, podía observar
las paredes de aquella estancia tan extraña. Le parecieron hechas de cristal
traslúcido o de porcelana vitrificada de una calidad altísima. Se preguntó si el
resplandor perlino que inundaba la cámara provenía del otro lado de las paredes
o eran éstas mismas la fuente de iluminación.

—De todos modos, doctora, si entramos por una puerta, podemos salir por ella
—dijo Mallory.

—Sí, sólo que perdimos el sentido de la orientación y no recordamos


exactamente el punto por donde entramos —respondió ella.

Le entregó la radio.

—Insista en las llamadas —añadió. Consultó su reloj y se estremeció—. Hank,


¿se da cuenta de que hemos permanecido más de cuatro horas en estado de
inconsciencia?

—Recibimos una buena paliza, doctora —contestó el tripulante.

Adela se acercó a la pared plana y tocó en ella con los nudillos. Inmediatamente,
se produjo un sonido musical, semejante al tañido de una gigantesca campana
que sonase a un kilómetro de distancia. Las ondas sonoras los envolvieron
durante largos segundos, provocando un ligero aturdimiento que cesó al
extinguirse aquel tañido.

Luego, Adela, que no dejaba de observar los extraños fenómenos que se


producían, pasó la mano por la pared, apretando suavemente, pero acentuando la
presión de forma gradual, con la vaga esperanza de encontrar algún resorte
disimulado que forzase a la puerta a abrirse. Mientras, a sus espaldas, Mallory
repetía insistentemente las llamadas, sin que nadie diese señal de oírle.

De repente, la pared se hizo absolutamente transparente.

Desapareció. Adela, un tanto impresionada, saltó hacia atrás.

—¡Hank! —gritó.

Mallory se volvió. Estupefacto, vio que se hallaba al borde de una espesa selva,
con árboles de forma increíbles y enormes arbustos, salpicados por flores de
vivísimas tonalidades. Al fondo, entre los árboles, se divisaba una cascada que
caía desde un despeñadero altísimo. Y más lejos, se divisaban algunas cumbres
cubiertas de nieve.

—¡Estamos salvados, doctoral —gritó. Pero, de repente, se oyó un atroz rugido.

Una fiera de extraño aspecto apareció ante los ojos de la pareja. Parecía un tigre
de Bengala, pero su tamaño era casi el doble y tenía un largo y afilado cuerno en
la testuz, aparte de una doble cola, con aguijones, y las garras de un águila
gigantesca. Mallory vio la fiera cuando ya se disponía a correr hacia la selva y
casi se desmayó.

Otra bestia surgió de inmediato y otra... hasta componer una manada de seis o
siete ejemplares que rugían ominosamente. Adela, terriblemente asustada,
retrocedió unos pasos.

De pronto, la primera fiera se lanzó al ataque. Adela chilló y el instinto la hizo


girar y echar a correr, lo mismo que Mallory. El pánico que sentían les impidió
apreciar algo muy extraño en los primeros momentos.

Durante casi un minuto, corrieron enloquecidamente, tratando de huir del acoso


de las fieras. Pero entonces, Adela observó que, por mucho que corriesen, la
pared curva seguía en el mismo sitio.

Ya tenían que haber sido alcanzados por aquellas horribles fieras, que,
indudablemente, poseían una velocidad muy superior. Y, sin embargo,
continuaban sanos y salvos.

—¡Hank, es sólo una proyección de imágenes! —gritó.

MalIory, atónito, se detuvo en el acto. Pero, inmediatamente, empezó a


retroceder hacia atrás, sin mover los pies. A la doctora Farrell le sucedió algo por
el estilo.

—¡El suelo se mueve! ¡Corra, corra...! —gritó. MalIory tardó algunos segundos
en reaccionar y su espalda chocó contra la pared, de la que desaparecieron
inmediatamente las imágenes. Adela seguía corriendo, para equilibrar con el
movimiento de sus piernas la velocidad del suelo móvil. Mallory sintió que iba a
resultar lesionado si se quedaba quieto y empezó a correr igualmente.

Al cabo de unos minutos, empezaron a sentir los primeros síntomas de


cansancio. El suelo se movía de tal manera, que les obligaba a correr al máximo
de velocidad. Era un ritmo agotador, que no podían mantener durante mucho
rato. Adela empezó a sentir la falta de oxígeno en los pulmones y dolor en los
costados. Mallory, sin embargo se agotó antes que ella y, resignado ante Io que
parecía inevitable, se dejó caer al suelo de bruces.

Entonces, Adela notó que el suelo se paraba. Exhausta, cubierta de sudor, se


sentó, terriblemente desorientada, sin tener la menor idea de lo que debían hacer
para salir de aquella crítica situación.

—Acabaremos muriendo de hambre y sed —dijo Mallory en tono agorero.

Adela fijó la vista en el cadáver de Cappi, situado al pie de la pared plana. Era
pronto todavía para que sintieran hambre... y antes de cuarenta y ocho horas,
aquel cadáver empezaría a despedir el hedor propio de la putrefacción.

Jadeante todavía, movió una mano. —Hank, insista en las llamadas —dijo.

* * *

El capitán Glass permanecía en pie, mientras, sentado ante una mesa, Charlton
escribía algo en un papel. El amanuense Blackman permanecía al lado, con una
libreta en las manos, en la que, a intervalos, hacía unas breves anotaciones.
Melitta, Lowell y Cordhull asistían también a la reunión.

De pronto, Charlton entregó el papel a Glass.

—Esto es todo lo que necesito —dijo.

—Muy bien. Señor Lowell, encárguese de que se entregue al señor Charlton el


equipo solicitado —orden el capitán.

—Sí, señor.

—Pero... —añadió Glass—, necesitará usted acompañantes, señor Charlton.


—Yo iré contigo, Renny —exclamó Melitta impetuosamente.

Charlton hizo un gesto negativo.

—Puede que debamos afrontar ciertos riesgos y no quiero que te suceda nada
—rechazó el ofrecimiento.

—Oh, Renny...

—Está decidido ya —cortó el joven fríamente—. Como máximo, permitiré que


me acompañen dos hombres, pero advirtiéndoles previamente que es una
excursión que puede resultar muy peligrosa.

—Iré con usted, Renny —dijo Cordhull. Blackman dio un paso hacia adelante.

—Capitán, solicito su permiso para formar parte de la expedición —exclamó.

Charlton arqueó las cejas.

—¿Usted? —se extrañó.

Blackman le dirigió una mirada impertinente.

—Sé manejar un arma —aseguró.

—Bueno, no tengo inconveniente en que venga conmigo..., pero le haré una


advertencia y no quiero repetírsela. A usted también, Cordhull.

—Sí —contestaron los dos hombres al unísono.

—Obedezcan estrictamente mis indicaciones y cumplan al pie de la letra todo lo


que les ordene. Eso es todo.

—Descuide, Renny —dijo Cordhull.

—Le obedeceré en todo lo que me mande, capitán Charlton —añadió el


amanuense.

—Ya no soy capitán —respondió el joven malhumoradamente—. Lo dejé hace


unos cuantos años...
—Renny —le interrumpió Lowell—, ¿piensas acaso en la posibilidad de
encontrar alguna trampa en la torre?

Antes de contestar, Charlton tendió la mirada a través del ventanal más próximo.
Aquella extraña construcción brillaba ahora de un modo espectacular, al recibir
los rayos del sol en la curva descendente de su carrera diurna. ¿Quién había sido
el autor de aquella fantástica construcción?, se preguntó.

—Capitán —exclamó de pronto—, cuando nos acercábamos a Innox, yo estaba


encerrado en un calabozo y no podía ver nada. ¿Detectaron ustedes algún signo
de vida inteligente antes del aterrizaje?

Charlton formulaba aquella pregunta, porque conocía los perfeccionadísimos


detectores existentes a bordo, capaces de identificar sin lugar a dudas las
emisiones cerebrales de los seres vivientes, harto distintas en un animal y en una
persona. Además, la nave, antes del aterrizaje, había tenido que describir un par
de órbitas en tomo a Innox.

—No, no detectamos vida inteligente —respondió Glass.

—Bien, gracias, capitán. —Charlton se volvió hacia el segundo—. Estuve en


Hepphellus, como sabes, y logré sortear algunas de las trampas instaladas por
sus habitantes antes de su extinción total. Pero por los estilos arquitectónicos,
Hepphellus y esa torre son enteramente distintos, dos estilos netamente
diferenciados... lo que me hace suponer que las trampas, si las hay, serán
completamente distintas a las que encontré en Hepphellus.

—Sin embargo, tienes en la mente aquella experiencia y puede serte útil —alegó
el segundo.

—En este caso, la única experiencia válida es la que siempre ha observado el


hombre sensato: precaución —concluyó Charlton.

CAPÍTULO V


Ya estaban dispuestos para la partida. El sol era un disco dorado cerca del
horizonte y ahora la torre parecía hecha de oro puro. La mayoría de los
tripulantes de la Audax permanecían en las lucernas o fuera de la nave,
contemplando fascinados aquel espectáculo, que no podía compararse a ninguno
de los que habían visto hasta entonces.

Los tres hombres, Charlton, Cordhull y el amanuense estaban debidamente


equipados. Llevaban cascos con lámpara alumbrada por una pila de larga
duración y pistolas-sopletes, capaces de fundir en pocos minutos el acero mejor
templado, tan fácilmente como si fuese mantequilla, y capaces también de enviar
una descarga térmica, a cien pasos de distancia, con la potencia suficiente para
convertir en cenizas a un elefante.

Aparte de ello, estaban equipados también con raciones de reserva de agua y


comida, más algunos elementos de cura y hasta unos explosivos, que Cordhull
había considerado necesario incluir en el equipo. Por descontado, los tres iban
provistos de sendos transmisores de radio.

Charlton se ajustó la mochila a la espalda. Cuando se disponía a iniciar la


marcha, vio que Lowell le hacía una seña disimulada.

Se acercó al segundo.

—Tienes la mochila mal ajustada —dijo Lowell. Situado tras Charlton, simuló
arreglarle las correas—. Ten cuidado con Blackman; es un chivato asqueroso.

—Ya —murmuró el joven.

—Y, además, cobarde.

—Lo tiene todo.

—No le falta de nada —comentó Lowell mordazmente, al mismo tiempo que


palmeaba la mochila—. ¡Listo, Renny! —exclamó con voz fuerte.

Charlton movió una mano.

—¡En marcha!

Melitta corrió hacia él y la besó en una mejilla. Tenía los ojos húmedos.
—Cuídate, querido.

—Sí, preciosa.

Los tres hombres iniciaron la marcha. Veinte minutos más tarde, se detenían ante
la gigantesca losa de la entrada, que permanecía cerrada.

—La puerta se abrió por sí sola, cuando la doctora y sus acompañantes pusieron
el pie en esta losa —observó Blackman.

—Y se cerró también automáticamente —dijo Charlton.

—Sí, señor.

Charlton paseó la mirada por los alrededores. De pronto, hizo un gesto.

—Vengan conmigo.

Cordhull y Blackman le siguieron en el acto. Charlton se agachó y agarró un


enorme pedrusco con las dos manos.

—Lleven cada uno su piedra —ordenó. Inmediatamente, volvió a la torre. Una


vez miró hacia arriba y se sintió infinitamente pequeño, abrumado por el
colosalismo de aquella construcción, cuyo objeto no alcanzaba a comprender.
¿Qué raza de gigantes había elevado aquella portentosa torre?

La puerta se abrió apenas sus pies se situaron sobre la losa. Cordhull y Blackman
llegaron sofocados y casi sin aliento, cargados cada uno con sus piedras.

—Las dejaremos aquí, para evitar que la puerta se cierre —dijo Charlton—.
Como no podemos dejar un pie... —añadió sonriendo.

Las piedras bloquearon los dos batientes de la puerta, dejando el espacio


suficiente para que una persona pudiera pasar sin agobios al otro lado. Luego,
Charlton contempló en silencio el fantástico espectáculo que era aquella enorme
estancia, alumbrada por la vidriera policroma que se divisaba en el lado opuesto.

Charlton estudió también las rampas. —Podemos subir por ahí —insinuó
Blackman. Charlton reflexionó unos instantes.
—Dejen que yo vaya en cabeza —pidió al cabo.

Se acercó a la rampa de la izquierda y estudió su borde exterior durante unos


momentos. De pronto, puso el pie sobre la rampa y ésta empezó a moverse.

—¡Eh, es una cinta deslizante! —exclamó Cordhull.

Charlton estaba ya sobre la rampa, pero, de súbito, advirtió un extraño


incremento de velocidad y se tiró fuera, cuando ya estaba a unos tres metros
sobre el suelo. Cayó de pie, pero tuvo que dar una voltereta acrobática sobre sí
mismo, a fin de eliminar en lo posible los efectos del impacto.

Al levantarse apreció que la rampa se había detenido.

—Esa rampa, Y dispensen el juego de palabras, puede ser una trampa —dijo—.
Pero ahora mismo podemos comprobarlo —añadió.

Fue hacia la puerta y agarró el mayor de los pedruscos, que no pesaba menos de
cincuenta kilos. Situándose al comienzo de la rampa, lo dejó sobre ésta.
Inmediatamente, la piedra empezó a subir, con creciente velocidad.

* * *

—Doctora, creo que debemos comer algo —propuso Mallory—. Tarde o


temprano, vendrán a buscarnos, ya lo verá. Llevamos aquí casi ocho horas y si
los transmisores no han emitido nuestras llamadas se darán cuenta de que nos
pasa algo y enviarán una patrulla de exploración.

Adela suspiró.

—Ojalá sea como dice, Hank —contestó—. Y, sí efectivamente, creo que


conviene que nos alimentemos...

De repente, se oyó un extraño zumbido.

El sonido procedía de la pared plana y los dos volvieron la vista hacia aquel
lugar. Antes de que pudieran especular sobre las causas de aquel extraño
fenómeno, la pared desapareció y algo se precipitó en el interior de la cámara
con tremenda fuerza.

—¡Cuidado! —gritó Mallory.

Adela apenas si tuvo tiempo de saltar a un lado.

El pedrusco, tan grande como el torso de una persona, irrumpió volando en la


cámara y fue a estrellarse contra el fondo de la pared curva, que se rompió
súbitamente en millares de trozos, con un estallido de sonidos musicales
terriblemente discordantes.

Los fragmentos de la pared volaron por todas partes y se hicieron pedazos aún
más diminutos al caer por tierra. Adela corrió hacia la entrada y divisó gente en
el gran vestíbulo.

—¡Eh, estamos aquí! —gritó.

Cordhull lanzó una exclamación de alegría.

—¿Se encuentran bien, doctora?

—Cappi ha muerto. Del sargento Stacey y los dos hombres que le acompañaban
no sabemos nada. Ellos usaron la rampa opuesta...

Charlton se acercó al principio de la rampa, que seguía moviéndose a gran


velocidad.

—Tendremos que buscar algún medio que les permita salir de ese encierro,
doctora. No veo ningún interruptor que me permita detener la rampa.

Adela hizo un gesto de desaliento, ya que el suelo se encontraba a más de veinte


metros de distancia. Charlton se volvió hacia sus acompañantes.

—Aún podemos gastar una de las piedras. Póngala en la otra rampa.

Cordhull se apresuró a cumplir la orden. En la segunda cámara, se produjo un


fenómeno similar.
Instantes después, Roger Pynn se asomaba a la entrada.

—¡Sabíamos que vendrían en nuestra ayuda! —exclamó alegremente.

—¿Cómo se encuentran? —preguntó CharIton.

—El sargento tiene una pierna rota, señor. Duke y yo estamos bien.

—Han tenido suerte. Cappi está muerto.

Pynn lanzó un juramento.

—Esta maldita torre está embrujada —exclamó. Charlton se volvió hacia el


amanuense.

—Señor Blackman, llame a la nave y pida un equipo de socorro. Dígales que


necesitamos una escalera de veinte metros. Si no hay ninguna a bordo, que
arranquen las que se usan en los puentes; ya las volveremos a su sitio más tarde.

—Podríamos utilizar una carretilla de carga, señor —sugirió Blackman—.


Algunas de las que tenemos, pueden elevar su plataforma hasta treinta metros.

—Es una buena idea y debo admitir que a mí no se me había ocurrido —sonrió
Charlton—. Ande, llame inmediatamente.

—Sí, señor.

Adela y Mallory estaban en el borde superior de la rampa, que,


inexplicablemente, continuaba su veloz movimiento, sin dar señales de
detenerse.

—Doctora, ¿han visto algo mientras estaban ahí encerrados? —preguntó el


joven.

—Es largo de explicar, señor Charlton —respondió Adela con helado acento—.
Lo único que puedo decide es que, hasta ahora, no hemos encontrado el menor
signo de vida. .

—Quizá no haya seres vivientes en la torre —supuso Charlton—. Tengo la


impresión de que los constructores de la torre debieron de morir hace cientos, si
no miles de años.

—Y después de tanto tiempo, ¿sigue funcionando todavía la maquinaria? —se


extrañó ella.

—En Norteamérica, y también en Europa, hay molinos y norias construidos


algunos de ellos hace cientos de años y que siguen funcionando por la energía
motriz del agua o el viento —contestó Charlton.

Btackman se le acercó en aquel instante.

—Ya viene la carretilla, señor —informó.

—Gracias.

Minutos después, un enorme artefacto, que se movía sobre cuatro colosales


ruedas, pasaba al interior de la torre. El operador hizo ascender la plataforma, a
la que pasaron sucesivamente todos los expedicionarios, después de que Stacey
fuera descendido en primer lugar, para ser atendido por otro de los médicos de la
nave. Mallory colocó el cuerpo de Cappi sobre la plataforma y luego hizo un
gesto con la mano.

—¿Doctora?

Pero Adela no le contestó. Mallory observó que tenía la vista fija en un punto
situado a sus espaldas y se volvió en redondo.

—¡Rayos! —exclamó—. ¿Qué es eso? Charlton lanzó un grito desde abajo:

—¿Sucede algo?

Adela asomó medio cuerpo hacia afuera.

—Señor Charlton, ¿han traído agua y comida? —consultó.

—Por supuesto, doctora, pero creo...

—Usted no cree nada. Yo voy a quedarme aquí, al menos durante veinticuatro


horas más. Señor Mallory, regrese a la nave.

—Sí, doctora.
—Suba, señor Charlton —llamó Adela.

El joven se volvió hacia sus acompañantes.

—Creo que debemos hacer lo que nos dice —murmuró.

La plataforma llegó al suelo y varios hombres se llevaron el cadáver del


infortunado Cappi. Luego, CharIton, Cordhull y Blackman fueron izados a lo
alto y pasaron a la cámara, cuya pared curva aparecía destruida en su mayor
parte.

Charlton contuvo un gesto de sorpresa al divisar el extraño espectáculo que se


apreciaba desde la entrada. El pedrusco, lanzado a más de sesenta kilómetros a la
hora contra la pared del fondo, había dejado al descubierto una especie de
camino liso, de unos tres metros de anchura, que ascendía en suave espiral, para
terminar, a treinta metros más arriba, en un enorme tubo de cristal transparente,
que se perdía en las alturas.

Al final de aquella rampa espiral, se divisaba una plataforma circular, de unos


cinco metros de diámetro, aproximadamente el mismo que el del tubo de vidrio.
Charlton sospechó en el acto su utilidad.

—Diríase que es un ascensor —murmuro.

—Es exactamente lo mismo que pienso yo —contestó Adela.

Charlton se volvió hacia ella y la contempló unos instantes.

—Debería volver a la nave y descansar durante toda la noche —apuntó—. Ha


pasado aquí muchas horas en tensión y el esfuerzo podría agotarla...

—Me encuentro perfectamente —replicó ella con despego.

Charlton apretó los labios. De pronto, se volvió hacia Cordhull.

—Jerry, déme la radio, por favor —pidió.

—Sí, claro...

—¿Qué es lo que piensa hacer? —preguntó Adela, muy irritada, al parecer.


Pero Charlton no le hizo el menor caso. Con la puerta de la torre abierta, la
transmisión no sufría de interferencias.

—¿Pedro? Soy Renny... Escucha, quiero decirte una cosa. La doctora Farrell
tiene intenciones de proseguir la exploración de la torre sin más demoras. Bien,
yo ya he rescatado a los exploradores, así que no tengo obligación de continuar
más adelante. ¿Entendido?

—Sí, Renny —contestó Lowell.

—Por tanto, declino toda responsabilidad en lo que pueda suceder a partir de


ahora. Y si algún imprudente vuelve a verse en un aprieto, no me llames; usa un
abrelatas para entrar en la torre. Eso es todo.

Cerró el contacto y devolvió el transmisor a Cordhull.

—A partir de ahora, debe obedecer a la doctora —dijo. Cordhull hizo una


mueca.

—El pacto era llegar hasta el rescate —manifestó—. Que siga ella, si le parece
bien. ¿Art?

El amanuense vaciló.

—Me quedo con la doctora —dijo al cabo.

—Pero yo vuelvo a la nave —exclamó ella impetuosamente—. Sin embargo,


mañana pienso reanudar los trabajos de exploración, sola o acompañada.

Adela avanzó hacia la plataforma de la carretilla elevadora, que seguía en el


mismo sitio. Los tres hombres la siguieron uno por uno y descendieron en
silencio hasta el suelo.

Por consejo de Charlton, la carretilla quedó en el umbral, bloqueando los


batientes de la puerta. Cuando regresaban a la nave, asomaba por el horizonte la
primera de las seis lunas que componían el sistema satelitario de Innox.


CAPÍTULO VI

La situación había cambiado un tanto para el vagabundo del espacio. Ahora era
tratado con cierta deferencia e incluso se le había concedido un camarote
individual, en el sector destinado a los pasajeros que, en aquella ocasión, no
transportaba la Audax. Charlton había cenado copiosamente y había aceptado sin
remilgos un equipo completo de ropa, que le había sido suministrado por su
amigo Lowell.

Después, se había retirado a descansar y, a los pocos minutos de acostarse,


dormía profundamente. Sin embargo, algo le despertó, cuando creía que apenas
había acabado de cerrar los ojos.

La puerta de la cámara se había abierto. Chalton divisó una forma blanca en el


umbral. Después de cerrar, aquella forma se acercó a su litera. Había algo de luz
en la cámara, debido a que la lucerna tenía las cortinillas descorridas y el planeta
quedaba iluminado por cuatro de sus seis satélites, en sus diferentes fases
lunares.

De pronto, Charlton reconoció a la intrusa.

—Tú —exclamó.

—Sí, yo misma —respondió Adela Farrell.

Charlton se sentó en la cama y encendió la luz, presionando a continuación un


interruptor, que hizo correrse a las cortinillas de la lucerna. Luego contempló a
Adela, en pie, a dos pasos de la cama

Adela vestía ahora un largo camisón, casi transparente, contra cuya parte
superior presionaban los erguidos vértices de sus senos. El pelo de la joven
estaba suelto y caía en ondulante cascada sobre sus hombros.

—Es lo último que me hubiese podido figurar —dijo él, tras una pausa.

—Tal vez aguardabas la visita de la aspirante Dumont —contestó ella


irónicamente.
—No, ciertamente, no. Pero, en todo caso, habría resultado una visita más lógica
que la tuya.

—Todavía sigues resentido conmigo, Renny —se quejó Adela.

—Estás equivocada. No siento nada hacia ti. Ni amor ni odio, ni simpatía ni


antipatía. Sólo indiferencia... en todo caso, el mismo aprecio que pueda sentir
por cualquier ser humano.

—Eres injusto conmigo Renny...

—Mira Adela será mejor que dejemos a un lado hechos que pertenecen al
pasado que son ya irreversibles y que nada ni nadie puede modificar.

—Pero me sigues culpando de lo que sucedió.

—Oh, no, ¿por qué? Entonces, tenías cinco años menos y una experiencia
infinitamente menor. Era lógico que actuases de aquella manera.

—Tú no me lo prohibiste...

—Te lo advertí con tiempo y no me hiciste caso, segura de ti misma y de tus


conocimientos científicos.

—¿Es que no tenía derecho a cometer un error? —exclamó Adela


exasperadamente—. Tú, el hombre perfecto, ¿no te has equivocado jamás?

—Al menos, de mis errores no se ha derivado la muerte de tres personas


—contestó él fríamente.

—Y, sin embargo, luego declaraste que todo se había realizado en cumplimiento
de una orden tuya, cosa que no era cierta.

Charlton sonrió.

—Casi era más conveniente para mi dignidad personal autoacusarme de lo


ocurrido, que no contar la verdad —respondió incisivamente.

—Sí, ya veo; preferiste presentarte ante el tribunal de investigación y aceptar su


veredicto, que fue el de recomendarte la dimisión. Y todo ello por no admitir que
habías consentido en la indisciplina de uno de los miembros de tu tripulación.

—Más o menos —admitió él sin perder la calma—. Pero sabes eso tan bien
como yo. ¿A qué viene recordado ahora, al cabo de cinco años?

Adela inspiró con fuerza.

—Son cinco años los que han pasado, en efecto —convino—. Es tiempo más
que suficiente para suavizar los recuerdos...

—Y volver a lo que éramos, ¿no?

Hubo un momento de silencio. Luego, ella comprendió y meneó la cabeza.

—No te suplicaré más, Renny —dijo.

Se encaminó hacia la puerta. Desde allí, se volvió y le miró largamente.

—¿Quieres que despierte a Melitta? —preguntó venenosamente.

—¿La envidias? Tal vez has venido, dispuesta a ocupar su sitio en mi cama.

—Vine dispuesta a pedirte la paz, pasando encima de... pasando por todo
—respondió ella, muy agitada—. Pero ya veo que ha sido inútil. Lo siento, más
por ti que por mí, Renny. —Volvió a llenarse los pulmones de aire—. Por
supuesto, el trato entre nosotros volverá a ser el estrictamente profesional, si no
tienes inconveniente.

Charlton ya no contestó. Los labios de Adela se contrajeron un instante. Al fin,


abrió la puerta y salió.

La luz del camarote se apagó en seguida. Pero a Charlton le costó mucho


conciliar el sueño.

* * *

A la hora del desayuno, Melitta fue al comedor y se preparó una bandeja en la


dispensadora de comidas. Sentados a la mesa, había varios tripulantes, que
comentaban las incidencias ocurridas el día anterior.

—A mí lo que me extraña es la forma en que se tratan el señor Charlton y la


doctora —dijo uno de los hombres—. Tengo entendido que antes eran algo más
que amigos.

—Ella se sintió muy defraudada cuando él perdió tres de sus hombres en aquella
desdichada expedición —dijo otro.

Melitta aguzó el oído, aunque se abstuvo de formular ninguna pregunta en voz


alta. Le interesaba mucho conocer detalles de la vida del vagabundo, al que se
había entregado la tarde anterior.

—Quizá aquel viaje tenía relación con la nave perdida del capitán Fullbright
—exclamó otro—. Él salió a buscarla, pero no encontró supervivientes. Sin
embargo, otra nave, la Zebra, halló a un superviviente.

—Sí, conozco la historia. Ese desdichado apareció medio muerto de hambre y


sed, en un bote espacial, y contando la historia de un tesoro perdido en un
planeta desconocido. Pero no pudo identificar el planeta porque murió antes de
haber recobrado el conocimiento de un modo total. Sin embargo, trajo pruebas
del tesoro... una especie de collar de oro y piedras preciosas, hecho con un estilo
absolutamente desconocido para todos los expertos.

—Tú te refieres al collar de Hayland, ¿verdad? Pues yo te diré otra cosa: ese
collar estaba en un museo y un día desapareció y no ha vuelto ha ser hallado.

Melitta se sentía muy intrigada por todo lo que estaba oyendo. Resultaba muy
interesante... pero al emprender lo que para ella era su primer viaje espacial, le
habían advertido que no debía hacer mucho caso de las historias que oyese
relatar a los tripulantes veteranos. Unas eran ciertas y otras pertenecían por
completo al reino de la fantasía, y no faltaban los tipos bromistas que querían
divertirse a costa de los novatos. Lo que más le interesaba a Melitta en aquellos
instantes eran los comentarios oídos acerca de las relaciones habidas entre
Renny y la doctora Farrell.

De repente, alguien entró en el comedor, con un objeto en la mano.

—¡Mirad lo que he encontrado! —gritó el tripulante—. ¡Mirad, muchachos!


Sonaron varias exclamaciones de asombro:

—¡Es el EPC!

—¿Dónde diablos estaba?

—¿Cómo lo has encontrado?

Para sorpresa de todos los presentes, el recién llegado lanzó aquel objeto sobre la
mesa.

—Eso sirve ahora tanto como un plato roto en mil pedazos —exclamó—.
Alguien lo ha abollado a martillazos y todos sus circuitos internos están
completamente destrozados.

La furia y la cólera sustituyeron ahora al asombro.

—¿Quién ha sido el hijo de perra...?

—Deberíamos colgarlo...

—Si me tropiezo con él, le rebanaré el pescuezo. Perkins, dinos de una vez
dónde estaba esa maldita pieza.

Perkins sonrió de una forma extraña.

—¿Dónde podía estar? —contestó—. Sólo había un hombre interesado en


paralizar la nave. ¿No os figuráis su nombre?

—¿Charlton?

—El mismo. Lo he encontrado en el camarote que le sirvió de calabozo.


Algunos días, ¿lo recordáis?, le permitían salir a hacer ejercicios gimnásticos por
los corredores, pero nadie la vigilaba, porque, ¿adónde diablos podía irse, si
estábamos en el espacio? Fue entonces, sin duda, cuando quitó el EPC...

Melitta, indignada, se puso en pie.

—¡Eso es una inmunda mentira! —gritó—. Si el señor Charlton lo hubiese


hecho, el aterrizaje en Innox no habría sido posible y nos habríamos estrellado
contra el suelo.
—Señorita, usted olvida que entre el aterrizaje y la apertura de la primera
esclusa, pasó más de una hora, mientras los instrumentos terminaban sus lecturas
de los datos tomados para conocer las condiciones ambientales de este planeta.
Yo sé positivamente que Charlton estaba fuera de su camarote, hasta el momento
en que se le reclamó para la expulsión, a través de los altavoces.

—¿Ah, sí? ¿Está seguro? Y, ¿cómo puede afirmar una cosa así, señor Perkins?

—He hablado con el amanuense. El lo sabe y me lo ha dicho.

Melitta se quedó cortada. La acusación parecía fundamentada. Pero, si resultaba


cierta, ¿por qué lo había hecho Renny?, se preguntó, muy afligida.

Repentinamente, todos los que estaban en el comedor, se precipitaron fuera,


aullando como energúmenos.

—¡Vamos a ahorcar a ese bastardo!

—Mejor abrasarle con una pistola-soplete…

—Hay que desollarlo vivo...

La chica se aterró. En otro lugar de la nave, Lowell, el segundo, oyó el escándalo


y. se dispuso a intervenir, para cortar de raíz lo que el estimaba como un
incomprensible motín.

Los alborotadores corrían a través de una de las cubiertas, gritando


frenéticamente. Atraído por el estruendo, CharIton salió de su cámara, justo en el
momento en que aquella docena de hombres enfurecidos se arrojaban hacia él.

—¡Alto, alto! —gritó Lowell, que acudía a la carrera, seguido de otros oficiales
de inferior graduación—. Esto no es un barco pirata; es una astronave y
cualquiera que cometa un delito, debe ser sometido a las leyes.

—¡Robó el EPC y lo destrozó a martillazos! —gritó uno.

—Ahora estamos inmovilizados en el planeta y no podremos salir jamás de aquí.

—Si tenemos que quedamos, que lo pague...


—¡Basta! —cortó Lowell, enérgicamente—. Mientras yo sea segundo de esta
nave, no consentiré la menor violación de las reglas. Si el señor Charlton es
culpable, será juzgado...

—¿En la Tierra, adonde no llegaremos jamás, señor? —se burló uno de los
tripulantes.

Lowell le miró fríamente.

—Matando al señor Charlton, ¿resolverá usted este problema? —preguntó.


Luego se volvió hacia el acusado, que permanecía en la puerta, con los brazos
cruzados—. Renny, ¿has sido tú? —preguntó.

—No —contestó el interpelado enérgicamente—. No he sido yo y rechazo con


todas mis fuerzas esa calumniosa acusación.

En aquel momento, y antes de que nadie pudiera pronunciar una sola palabra, se
oyó la voz chillona del amanuense, que vibraba con trémolos de terror.

—¡El capitán Glass ha sido asesinado!

CAPÍTULO VII

A bordo de la Audax reinaba un silencio casi religioso, apenas interrumpido por


los murmullos de los deprimidos tripulantes, que no acababan de darse cuenta de
la situación.

CartIe Glass podía ser un hombre rígido y ordenancista hasta la exasperación,


duro e implacable con todo el mundo, pero también había sido un veterano del
espacio, un capitán de notoria reputación, que no había llegado a mandar la
Audax por recomendación o influencias políticas. No se mandaba una astronave
de doce mil toneladas si no se era un verdadero experto.

Esto era algo que todos sabían, a pesar de que las quejas contra la rigidez de
Glass eran casi continuas. Pero en el aspecto meramente técnico, Glass había
sabido inspirar confianza hasta al tripulante que más resentido podía sentirse
hacia él. Y ahora, al saber que faltaba, el desánimo y la desmoralización habían
cundido como mancha de aceite en los espíritus de la gran mayoría de los
tripulantes.

Había algunos, sin embargo, que no compartían aquel pesimismo. Blackman, el


amanuense que había encontrado muerto a su capitán, era uno de ellos.

—El mando, por la ley, le corresponde a usted, señor LoweIl —dijo cuando la
excitación se hubo calmado—. Haré la anotación correspondiente en el cuaderno
de bitácora, con su permiso, señor.

Adela salió poco más tarde de la cámara de GIass.

—Una puñalada en el corazón —informó—. Calculo que la muerte se ha


producido alrededor de las cuatro de la madrugada y que ha sido instantánea.

—¿Ha encontrado el arma homicida, doctora?

—No, teniente... perdón, capitán —respondió ella—.

El asesino tuvo buen cuidado de llevarse el arma con la que cometió su delito,
después de limpiarla meticulosamente. Personalmente, opino que el capitán
Glass apenas si tuvo tiempo de enterarse de lo que le sucedía.

Lowell lanzó una exclamación de enojo.

—No entiendo... Todos nos quejábamos de él, pero nadie, que yo sepa, le
detestaba hasta el punto de querer su muerte, y menos en estas circunstancias.
Creo que el capitán Glass hubiera acabado por sacarnos de este aprieto y...

—¿No se siente usted capaz, señor Lowell?

El nuevo capitán hizo saltar en la mano el tubo del EPC, que ofrecía unas
abolladuras que no invitaban precisamente al optimismo.

—Teóricamente, es imposible construir un EPC nuevo. Pero a bordo disponemos


de gente muy hábil. Voy a ver si encuentro a alguien que tenga la suficiente
fuerza de voluntad para iniciar la tarea.
—Consulte al señor Charlton, capitán —sugirió Adela.

—Sí, es una buena idea, doctora.

Dick Schalke apareció en aquel momento.

—Con su permiso, capitán —saludó—. Creo que debería ocuparme de preparar


todo para los funerales del señor Glass y del pobre Enie Cappi.

—Sí, haga lo que sea preciso y avíseme cuando todo esté listo; yo dirigiré el
servicio fúnebre.

—Bien, señor.

—De todas formas —exclamó Adela—, no creo al señor Charlton capaz de


robar el EPC y menos aún de destrozarlo de esa forma. Por lo que sé de él, estoy
segura de que se habría sentido muy contento de vernos zarpar.

—Es posible, pero quiero hablar con él.

—Capitán... —Adela vaciló un instante, pero no tardó en continuar—. Bien, lo


que iba a decirle es... Creo que mientras se soluciona el problema del EPC, yo
podría continuar con las investigaciones en la torre.

—Ciertamente, doctora —aprobó Lowell—. Sin embargo, he de pedirle que todo


el que le acompañe lo haga a título personal, de forma enteramente voluntaria y
bajo su propia responsabilidad.

—Así será, capitán.

—Gracias, doctora.

Lowell dio media vuelta y se encaminó hacia la cámara en que se encontraba


Charlton, recluido bajo su propia palabra, hasta que él le hubiese concedido
permiso para abandonarla. En aquellos momentos, Charlton conversaba con la
aspirante Dumont.

—No creo que tú robases la pieza —decía la chica—. Alguien lo hizo, aunque
ignoro con qué intenciones. ¿Adela Farrell, tal vez?
Charlton respingó.

—¿Por qué tienes que sugerirme ese nombre, Melitta?

—Ella vino a visitarte a la medianoche.

—Oh... ¿Cómo diablos lo sabes?

Melitta sonrió maliciosamente.

—Porque yo también tuve la misma idea, pero me quedé en la puerta. Y escuché


una conversación que no tenía nada de amistosa, Renny.

—Preciosa, es de mala educación escuchar detrás de las puertas —dijo Charlton


en son de reproche.

—Hay cosas aun peores..., por ejemplo, cometer errores, que cuestan la vida a
tres personas y dejar que luego sea otro el que cargue con las culpas.

CharIton sonreía, pero sus ojos despedían un fulgor frío.

—También es de mala educación entrometerse en asuntos ajenos —dijo.

De pronto, ella se le acercó y le abrazó con fuerza pasándole los brazos por
debajo de los suyos. A través de su liviana camisa, Charlton percibió con nitidez
la turgente presión de los senos juveniles.

—Tus asuntos son mis asuntos —declaró Melitta ardientemente—, y me siento


muy orgullosa de que rechazases a la doctora.

—Tenía mis motivos... pero no te vayas a creer que soy un títere que baila con
unos cuantos arrumacos. Trata de entender esto, Melitta.

Ella pareció repentinamente sorprendida. De pronto, se oyó una tos en el umbral.

—Ejem..., ejem... Si no les importa, desearía hablar a solas con el señor Charlton
—dijo Lowell.
Melitta tenía los ojos muy brillantes.

—No quiero que tú bailes cuando yo lo diga, sino todo lo contrario —exclamó
apasionadamente. Se empinó sobre las puntas de los pies y estampó un sonoro
beso en la boca de Charlton—. Te quiero, Renny —se despidió.

Lowell cerró la puerta.

—La tienes loca —comentó.

—Lo cual no es cosa que me haga demasiado feliz —gruñó Charlton.

—Es un bombón...

—Sí, pero un tanto inconsciente.

—Al menos, en este asunto, sabe lo que quiere, Renny.

—Fui débil, lo confieso. Estábamos juntos...

—Sí, sobre la hierba, hacía calor y había aromas de flores silvestres —dijo
Lowell sarcásticamente—. En serio, Renny, quiero conocer tu opinión sobre lo
que nos está pasando.

—Suele decirse que es imposible fabricar artesanalmente un EPC, pero ¿no hay
esperanzas de que lo consiga alguno de tus técnicos?

—Se lo he entregado a Cordhull, ingeniero jefe. El conoce los esquemas, pero


quizá no tengamos a bordo los elementos suficientes para fabricar uno, aunque
sea de artesanía, como tú dices.

Charlton meneó la cabeza.

—En tal caso, no te quedará otro remedio que disparar una emisora automática.

—Pueden pasar meses enteros antes de que nadie capte la señal...

—Si Cordhull no construye un EPC, no habrá otro remedio que permanecer aquí
y hacer vida de náufragos.
—No me das ninguna esperanza —se desalentó Lowell—. Si tenemos que
permanecer aquí durante unos cuantos meses, la moral y la disciplina se
relajarán. Y no puedo andar detrás de los tripulantes con un látigo en la mano...

—Pedro, yo no soy un mago que pueda sacarse un EPC de la manga —declaró


CharIton—. Por el momento, te aconsejo un poco de paciencia, mientras
Cordhull intenta reproducir el EPC. Y, si quieres un consejo sincero, empieza a
buscar al asesino de Glass.

—Es un crimen inexplicable, Renny.

—Todos los crímenes tienen explicación, tarde o temprano. Personalmente, creo


que esta relacionado con la falta del EPC.

Lowell frunció el ceño.

—¿Crees que Glass pudo ser cómplice de ese robo o tal vez su inductor y que
luego, el tripulante que se había unido con él para la operación lo asesinó?

—Es muy posible, Pedro. Investiga en ese sentido, te lo aconsejo.

—En tal caso... —Lowell se daba tirones en el labio inferior—, ¿cuáles habrían
sido los motivos del robo e inutilización del EPC? Porque, además, lo
encontraron en el camarote que había sido tu calabozo.

—Y quería comprometerme, ya lo sé. Pero creo que, en el fondo, que se me


creyera o no culpable, le importaba muy poco. Hay algo que, para ese asesino,
tiene mayor importancia.

—¿Qué es, Renny?

Charlton se acercó a la lucerna y contempló la altísima construcción que se


erguía en medio de la llanura.

—Esa torre, Pedro —contestó.

* * *

Glass y Cappi habían sido sepultados en la misma tumba, a unos trescientos


metros de la astronave. Lowell dirigió el servicio fúnebre y luego los asistentes a
la ceremonia se dispersaron. Algunos se encaminaron hacia el río; otros se
dirigieron a la torre, con ánimo de contemplarla más de cerca. CharIton volvió a
la nave.

Minutos más tarde, llamaba con los nudillos a una puerta. Una voz le dio
permiso para entrar.

Adela Farrell estaba sentada tras una mesa, anotando algo en una cuartilla. Al
reconocer a su visitante, alzó las cejas.

—Ah, eres tú —dijo.

—Sí, doctora. ¿Puedo pedirle un favor?

—Claro, hombre. ¿De qué se trata?

—Sospecho que hoy no volverá a la torre, sino que será mañana cuando inicie su
segunda etapa exploratoria, ¿no es así?

—Muy cierto —admitió ella.

—Deseo me permita acompañarla, doctora.

Adela dudó un momento, mientras el cabo del lápiz golpeaba rítmicamente


contra sus dientes.

—De acuerdo —dijo al cabo—. Pero te diré una cosa...

—Sí, doctora.

—A bordo de esta nave, sigues siendo un pasajero clandestino. Puesto que en la


exploración emplearemos material y pertrechos de la nave, incluyendo los
víveres, habrás de tener en cuenta que, en todo momento, yo seré el jefe y habrás
de obedecer puntualmente mis órdenes. ¿Está claro?

—Sí, doctora —respondió Charlton, impasible.


—Gracias, eso es todo.

Charlton dio media vuelta, pero, de pronto, oyó de nuevo la voz de la joven:

—Aguarda, Renny; olvidaba algo.

Charlton volvió a darse la vuelta y aguardó a que ella continuase hablando.

—He decidido que no usaré la puerta principal para entrar en la torre.


Llevaremos un «todo terreno» de potencia media. De este modo, podemos subir
por las rampas exteriores, hasta que encontremos una entrada menos peligrosa
que la del suelo.

—Parece una buena idea —admitió él.

—«Creo» que es una buena idea. —Las cejas de Adela se juntaron


repentinamente—. No me explico qué misterioso aparato pudo proyectar
aquellas imágenes tan terroríficas —añadió.

Charlton había conversado extensamente con Mallory y estaba enterado de lo


ocurrido, en la cámara en forma de cuarto de esfera,

—Es posible que nos encontremos con proyecciones similares o quizá peores
—manifestó—, Personalmente, opino que son grabaciones de video, destinadas a
impresionar a personas de mente débil.

—Estaban maravillosamente realizadas, hasta el punto de que, antes de aparecer


el primer tigre unicornio, creíamos haber hallado una salida al campo —confesó
ella.

—Indudablemente, los constructores de la torre pertenecían a una raza


sumamente desarrollada, pero, quizá, incapaces de enfrentarse con su propia
decadencia. Es posible incluso que su misma religión les impidiera hacer los
esfuerzos necesarios para salvarse,

—¿Cómo puede ser eso? —exclamó Adela, extrañada.

—Sus leyendas podrían haber indicado que ya les había llegado el día final.

Ella pareció sentirse intriga da por aquella respuesta.


—Sí, tal vez sea verdad. Hay muchas civilizaciones en la galaxia... y todas ellas
son distintas, con una historia cada una, con unas costumbres y usos enteramente
diferentes... ¡Si pudiéramos encontrar algunos restos humanos en el interior de la
torre!

—Resultaría un material muy interesante para los antropólogos, en efecto.

—Y para los arqueólogos —añadió Adela, intencionadamente.

Charlton asintió.

—¿Algo más?

—Una última pregunta —dijo ella—. ¿Qué probabilidades tenemos de salir de


Innox, Renny?

—Hágale la pregunta al ingeniero Cordhull. Está tratando de construir un nuevo


EPC.

—Gracias, Renny.

Charlton abatió la puerta. Un poco más adelante, se encontró con Blackman.

—He oído que la doctora piensa reanudar mañana las exploraciones de la torre
—manifestó el amanuense.

—Sí, es cierto.

—¿Podría ir yo? Siento curiosidad...

—Dígaselo a ella; es la única que tiene potestad para nombrar al personal que ha
de formar parte de la expedición.

—Gracias, capitán.

—Señor Blackman, llámeme Renny. Ya no tengo ninguna astronave que mandar


—cortó el joven incisivamente.

—Sí... Dispense, Renny. Gracias, de todos modos.

Charlton continuó su camino. Momentos más tarde, entraba en una cámara, en


donde, sentado frente a un montón de papeles, se encontraba el ingeniero jefe. A
un lado de la mesa, se veía brillar el abollado cilindro cuya falta convertía a la
nave en una inmóvil masa de metal y otros materiales.

—Hola, Renny —saludó Cordhull—. Aquí me tiene, liado con este maldito
esquema... —Dio un puñetazo sobre la mesa—. Tenemos planos y esquemas de
todos los aparatos e instrumentos que haya bordo, pero la falta de repuestos es
vergonzosamente notoria. No sé en qué pensaba el oficial de mantenimiento
antes de zarpar...

—Jerry, ¿cree realmente que toda la culpa es de Dick Schalke?

—No —contestó Cordhull desanimadamente—. Dicen que es un buen


muchacho, con sentido de la responsabilidad y muy competente. Alguien decidió
que debíamos hacer una escala en Innox, y lo ha conseguido,
independientemente de la decisión del capitán Glass de abandonarle a usted en
este planeta.

—Es decir, había quien pensaba en venir a este planeta, aunque no figuraba en la
ruta de la nave.

—Sí, eso es lo que sospecho, Renny.

—Y... ¿se le ocurre algún nombre?

Cordhull meneó lentamente la cabeza.

—No, sinceramente, no puedo acusar a nadie —respondió.

Hizo una pausa y agregó:

—Pero es muy probable que nuestra estancia aquí se prolongue más de lo que
sería de desear.

CAPÍTULO VIII

Cuando, al día siguiente, antes de que saliera el sol, Charlton llegó al exterior de
la nave, vio ya el vehículo «todo terreno» preparado y listo para partir. Sentada
tras el puesto del conductor estaba Melitta, quien le dirigió un alegre saludo con
la mano.

Abe Perkins, el hombre que había hallado el destrozado EPC, formaba también
parte de la expedición, lo mismo que Hank Mallory, a quien los incidentes
ocurridos en el interior de la nave no habían rebajado un ápice su moral. Mallory
y Perkins estaban acomodando los bultos que componían el equipo en la
plataforma de carga del automóvil.

Adela salió a poco, con un chaquetón de piel en el brazo.

—No sabemos el tiempo que estaremos ahí dentro —manifestó, al observar la


extrañeza de los demás. Miró a su alrededor—. ¿Dónde está el señor Blackman?

—¡Aquí, doctora! —contestó el interpelado, que salía corriendo de la nave en


aquellos instantes—. Dispense la tardanza, pero he tenido que dejar a otro el
puesto y tomarIe juramento...

—Basta de excusas —cortó Adela fríamente—. Vamos, en marcha.

En el automóvil sólo había un asiento corrido, con capacidad para tres plazas,
incluido el conductor. Adela se sentó y dejó un hueco entre ella y la aspirante.
Melitta miró a Charlton, pero éste se sentó encima de una caja de provisiones.
Finalmente, fue Blackman el que ocupó aquel puesto.

El automóvil se puso en marcha inmediatamente.

Estaba propulsado por un motor eléctrico de gran potencia, alimentado por una
batería cuya carga podía durar seis meses, en un funcionamiento sin
interrupción, y se movía sobre seis ruedas balón, de metro y medio de diámetro,
que le permitían salvar la mayoría de los obstáculos. Conduciéndolo con notable
pericia, Melitta hizo que el vehículo se situase al pie de la rampa exterior en
poco más de dos minutos.

—A partir de ahora, conduzca con precaución, señorita Dumont —indicó Adela.


—Sí, doctora.

El automóvil acometió la rampa, que tenía una pendiente cercana al veinte por
ciento. Las ruedas, convenientemente estriadas, tenían una adherencia perfecta y
no había el menor temor de patinazos. Por otra parte, la anchura de la rampa era
de unos quince metros, lo que permitía holgura en las posibles maniobras que
hubieran de efectuarse en determinadas circunstancias adversas.

El motor impulsaba al vehículo con toda facilidad.

El sol había salido ya y derramaba cálidos resplandores sobre la tierra. Los


ocupantes del vehículo contemplaban con admirada fascinación las paredes
externas de la torre, en las que se veían infinidad de dibujos grabados en
bajorrelieve, sin que ninguno de ellos atinara a hallar el más ligero significado.
Asimismo, cruzaban delante de enormes ventanales, de diversas formas, todos
ellos con vitrales polícromos, que no permitían ver lo que había al otro lado.

La primera vuelta de la espiral tenía unos cuatro kilómetros y medio y, al


completar el circuito, el automóvil estaba a unos cuarenta metros sobre el suelo.
Poco más tarde, a doscientos metros de altura, alcanzaron la primera balconada,
que contorneaba la torre totalmente y que sobresalía de la misma casi cincuenta
metros.

Había una abertura de forma rectangular, que permitía la continuación del viaje.
No obstante, dado que había espacio para salirse de la rampa, Adela hizo que la
conductora diese una vuelta completa a la plataforma, cosa que así se realizó, sin
que encontrasen ninguna puerta de acceso a la torre.

Otros doscientos metros más arriba, ya a cuatrocientos del suelo, llegaron a la


segunda plataforma, que recorrieron con análogo resultado. Al llegar a la tercera
plataforma, Adela dio orden de parar el coche.

Los expedicionarios saltaron al suelo y se acercaron al parapeto, desde el que se


divisaba un panorama fascinante. El viento soplaba con cierta fuerza a
seiscientos metros de altura, aunque no resultaba excesivamente incómodo.
Después de unos minutos de parada, Adela ordenó continuar el viaje.

—Quizá no haya entradas exteriores —sugirió Melitta, apenas se hubo puesto en


marcha el automóvil.
—En tal caso, llegaremos hasta la última plataforma. Luego retrocederemos y
usaremos la puerta inferior.

—Y el ascensor de cristal.

—Veremos.

Minutos más tarde, estaban ya en la cuarta plataforma, a ochocientos metros de


altura. Como en ocasiones anteriores, Adela ordenó el recorrido circular de toda
la plataforma. De súbito, cuando habían llegado ya a la mitad del trayecto,
Blackman lanzó una exclamación:

—¡Ahí! ¡Ahí tenemos la entrada!

Melitta frenó en el acto. Desde el coche, sin apearse todavía, sus ocupantes
contemplaron en silencio la abertura que les iba a permitir el acceso al interior de
aquella enigmática torre.

* * *

La puerta tenía unos seis metros de anchura por cinco de altura y el dintel era un
arco apenas apuntado. No había batientes; era una entrada sin hojas que
defendiesen el acceso. Al otro lado, se divisaba una inmensa sala, de suelo
espejeante, en la que no se advertían muebles u objetos de decoración,
completamente vacía, y alumbrada por tres o cuatro ventanales de forma
circular, análogos en todo a los que ya conocían.

—Aquí se olvidaron de echar la llave —rió Mallory, el primero en hablar.

Adela se apeó de un salto.

—Creo que deberíamos iniciar la exploración —dijo—.

Que cada uno tome su equipo personal. Si necesitamos algo, volveremos a


recogerlo.
Blackman, como amanuense, era el encargado de las comunicaciones. Llamó a
la nave e informó de que habían hallado una entrada, en la cuarta plataforma,
orientada hacia el Sudoeste.

—Vamos a iniciar la exploración. Llamaremos caso de producirse nuevos


incidentes —concluyó.

Lowell dio el enterado y les deseó buena suerte.

Blackman guardó el transmisor y se colgó la mochila a la espalda.

Adela ya había iniciado la marcha. Charlton iba en último lugar. Mallory llevaba
en la mano su pistola-soplete.

—Esta vez no me pillarán desprevenido —manifestó—. Cuando note que una


rampa se pone en movimiento, la fundiré con un disparo a la máxima potencia.

Melitta iba a continuación de la doctora. Blackman y Perkins seguían detrás de


las mujeres y Mallory marchaba a un par de pasos de distancia. De cuando en
cuando, se detenía para presionar con el pie en el suelo.

—Todavía desconfiado, ¿eh? —sonrió Charlton.

—¿Y quién no, después de lo que ha sucedido?

La sala medía unos cien metros de largo y terminaba en otra puerta, como la
anterior, abierta de par en par. Pero en aquel lugar se iniciaba una especie de
recorrido a lo largo de un pasillo de unos cuatro metros de anchura, con el techo
a una distancia análoga. Las paredes tenían la clásica coloración perlina que ya
era conocida de los expedicionarios.

A veinte metros de la entrada, el pasillo doblaba a la derecha en ángulo recto.


CharIton frunció el ceño al observar el detalle.

—Sigan —dijo de pronto—. He olvidado algo en el automóvil.

Adela le miró recelosamente un segundo, pero no dijo nada. Charlton regresó a


la carrera. Cuando volvió de nuevo a la entrada del corredor, los otros
expedicionarios habían desaparecido ya.
—¡Eh! —llamó.

Su voz se multiplicó en innumerables ecos, que rebotaron siniestramente por


todas partes. Melitta contestó muy pronto:

—¡Ven, Renny!

—Sí, ahora mismo.

Charlton reanudó la marcha. Mientras caminaba, hacía algo que habría


asombrado a los demás, si le hubieran visto. Había perdido de vista a los otros,
pero oía sus voces, aunque extrañamente distorsionadas.

El corredor torcía constantemente en un sentido u otro. Charlton se preguntó


adónde podría conducir. El centro de la torre, se dijo, aún debía de estar lejos.
Dado el escaso ángulo de su trazado, a ochocientos metros, el diámetro no debía
de bajar de mil.

La entrada se había perdido de vista hacía rato.

Charlton continuaba con su labor, impávido, sin darse prisa en alcanzar a los
otros. Así transcurrió casi media hora hasta que, de repente, se encontró con el
grupo, parados a la entrada de una sala, con techo cupular, de unos trescientos
metros de diámetro por cien de altura.

En el centro había una especie de túmulo, de forma cúbica y de unos veinte


metros de altura. Suspendida a unos diez de la cara horizontal superior, se veía
una enorme esfera, de infinidad de facetas, hecha, al parecer, de vidrio
translúcido, y de la que Se desprendía un suave resplandor, que no hería la vista
y permitía ver sin dificultad cuanto había en el interior de la estancia.

—Me pregunto qué puede significar ahí esa esfera —dijo Melitta a media voz.

—Está suspendida en el aire —añadió Mallory.

—O quizá pende de un hilo invisible —apuntó Blackman.

El diámetro de la esfera no era inferior a los diez metros y, realmente, ninguno


de los presentes como prendía su objeto. Perkins, intrigado, se aproximó al
bloque cúbico, que parecía hecho de un metal desconocido, oscuro y ligeramente
mate.

Alzó la mano para golpear el bloque con los nudillos, pero Adela,
repentinamente, lanzó un grito:

—¡No lo toque!

Perkins se detuvo en el acto, con el brazo todavía levantado.

—Sólo quería oír el sonido, doctora —dijo.

—No toque nada, repito —insistió ella.

—¡Bah, no hay peligro...!

Adela dio unos cuantos pasos.

—Señor Perkins, apártese de ahí en el acto —exclamó cortantemente.

Hubo un instante de silencio. Luego, Perkins se encogió de hombros.

—Sí, señora —contestó.

Repentinamente, se produjo un extraño fenómeno. Empezó a nevar.

CAPÍTULO IX

La nieve caía del techo, en espesas bandadas de copos, que giraban y se


arremolinaban, agitados por un viento gélido, que hizo descender la temperatura
en pocos momentos, hasta niveles muy bajos. Melitta empezó a quejarse de frío
casi en el acto.

—Usted tenía razón al traerse el chaquetón de pieles, doctora.

—SÍ, pero me lo he dejado en el coche —respondió Adela, impávida.


—Creo que deberíamos abandonar esta sala —sugirió el amanuense.

—Aguarden unos minutos. Esto es sólo una ilusión, como los tigres unicornios...

—¡Pues yo me estoy pelando de frío! —rezongó Perkins.

De cuando en cuando, se oían aullidos del viento.

Era toda una ventisca; pensó CharIton, mientras sentía los copos de nieve en
todo su cuerpo.

—Será mejor que nos larguemos, doctora —propuso MalIory—. Estoy seguro de
que la nieve cesará de caer en cuanto hayamos salido de aquí, pero la baja de
temperatura es algo auténtico, no una simple ilusión.

Adela asintió. Hacía un frío espantoso y el suelo estaba ya blanco. Una vez
levantó la vista hacia las alturas, pero no vio otra cosa que millones de copos de
nieve que caían espesa e incesantemente.

—Por favor, un minuto más —rogó.

MalIory empezó a golpearse los costados con las manos, para entrar en calor.
Melitta tiritaba visiblemente.

Sin embargo, la esfera facetada continuaba brillando incólume, sin que los copos
de nieve se posaran sobre su superficie. Charlton empezó a pensar que tal vez la
solución del enigma estuviese en aquella esfera.

Pero sesenta segundos más tarde, la situación continuaba siendo la misma y la


nevada no daba señales de amainar. Con harto disgusto por su parte, Adela se vio
obligada a dar la orden de retroceder.

Melitta no se lo hizo repetir y corrió hacia la entrada del pasillo, seguida por los
hombres y Adela. Charlton, como desde el principio, caminaba a la zaga.

Al llegar a la puerta, se volvió. A través de los copos de nieve, podía verse la


esfera, brillando de un modo extraño. De repente, se le ocurrió una idea.

Debía arriesgarlo todo, se dijo. Regresó sobre sus pasos y llegó al pie del bloque
del desconocido metal, estudiando su superficie durante algunos segundos.
Luego, insensible a la nieve que blanqueaba su cabeza y la mayor parte del
cuerpo, se quitó la mochila y sacó de su interior una delgada cuerda, provista de
un gancho de hierro.

El gancho voló hacia lo alto. Charlton probó su resistencia, mediante un par de


tirones. Luego, con la agilidad de un gato, trepó por la cuerda y alcanzó la
superficie del bloque. Su cabeza, entonces, quedaba a medio metro escaso de la
esfera.

El brillo de aquella enorme bola no dañaba la vista en absoluto. Al situarse más


cerca de ella, Charlton vio ciertas diferencias de tono entre las facetas que
formaban su superficie. Aquellos colores cambiaban casi constantemente, pero
apenas se podía percibir tales variaciones, de no hallarse a muy corta distancia
de la esfera.

De pronto, Charlton hizo una fuerte inspiración. Luego, en voz alta, preguntó:

—¿Eres un ser vivo?

* * *

Durante unos segundos, Charlton llegó a pensar que estaba portándose como un
demente. ¿Por qué razón iba a considerar a aquella esfera como un ser viviente?

Sin embargo, cierto oscuro instinto le hacía presentir que en aquel globo de
incomparable belleza podía hallarse la solución a los enigmas que planteaba la
torre. Cuando iba a repetir la pregunta, dispuesto a marcharse, si sus sospechas
no se convertían en realidad, la respuesta llegó en voz alta y claramente
inteligible:

—No soy un ser vivo, aunque sí puedo darte algunas informaciones.

Charlton sonrió. Sin hacer caso de la nieve, que continuaba cayendo


espesamente, continuó:

—Entonces, eres una máquina.


—Ciertamente.

—Una computadora, cuasihumana, con traductora incorporada, a fin de entender


cualquier idioma.

—Así es.

—Eres, supongo, el cerebro que gobierna todos los mecanismos de la torre.

—Sí.

—Sus constructores, sin duda, murieron hace muchísimos años.

La esfera permaneció silenciosa.

—No me has contestado —se quejó Charlton.

—No me es permitido responderte a esta cuestión.

—Luego, tienes cierta «inteligencia» que te hace discernir entre las distintas
preguntas que se te puedan formular.

—Sí.

De pronto, Charlton sintió un vivo escalofrío.

—Tú has provocado la nieve y la baja temperatura.

Por favor, para la nevada. Es decir, si quieres...

—Claro.

La nieve cesó de caer instantáneamente. Charlton, satisfecho, notó en el acto el


aumento de la temperatura.

—Sin duda —dijo—, tratabas de proteger algo con esta nevada. ¿Qué es?

—He de proteger lo que los ojos malignos no pueden contemplar —respondió la


esfera.

—Te aseguro que mis intenciones son buenas. No quiero causar daño a nada ni a
nadie de lo que pueda haber o existir en el interior de la torre.

—Lo sé.

—¿Lo sabes? —se asombró Charlton.

—Penetro en tu mente.

—Oh. —Charlton se sintió un tanto preocupado al oír aquellas palabras. ¿Qué


clase de máquina tenía ante sus ojos, un ente artificial, pero dotado
indudablemente para la telepatía?

—Y sé que no quieres hacerme daño —agregó la esfera.

—Por supuesto. Pero si entras en mi mente, sabes, sin duda, que siento una
vivísima curiosidad por conocer los enigmas de la torre.

—Sí, lo sé.

Charlton miró de reojo a la esfera, corno si se tratase de una persona.

—Y... ¿no puedes ayudarme?

—Si tus intenciones son buenas, no te haré daño.

«Lo cual significa que tengo que hacer las cosas por mi cuenta» pensó CharIton.

—Exactamente —confirmó la esfera.

—De todos modos, gracias por haber accedido a conversar conmigo. Dime una
cosa más.

—¿Sí?

—¿Tiene esta torre algún objetivo?

—Preservar el planeta.

—¿Cómo? ¿Quieres decir que, si esta torre se destruyese, se destruiría también


el planeta?
—Hay muchas formas de preservación.

—A decir verdad, eres un poco enigmática, amiga mía. Hablas como los
oráculos antiguos, con los que acudían a consultarles, para conocer su futuro.
Las respuestas que daban, podían aplicarse tanto al éxito, si lo conseguían, como
al fracaso, si no acertaban en sus proyectos.

—Es lo que es y lo que me está permitido decir.

—Sí, ya sé que tienes tus limitaciones. De todos modos, repito las gracias.

De repente, se oyó un grito en la entrada:

—¡Renny! ¡Estamos perdidos!

Charlton volvió la cabeza. Adela había aparecido en el umbral y en su rostro se


apreciaba una indudable expresión de desánimo.

* * *

—¿Qué sucede? —preguntó el joven, todavía en lo alto del bloque.

—Esos pasillos... No sé cómo, se han convertido en un laberinto inextricable...


Hemos estado dando vueltas y más vueltas, sin encontrar la salida y, al fin,
hemos acabado por volver a esta sala...

Efectivamente, Melitta y los tres hombres entraban en aquel momento, tan


desconcertados como la doctora Farrell. Pero la aspirante fue la primera en
advertir los cambios producidos durante su ausencia.

—¡Ha cesado de nevar! —exclamó.

El suelo estaba aún mojado, pero el agua resultante de la fusión de la nieve había
escapado por unos imbornales invisibles para los ojos humanos.

Adela frunció el ceño.


—Renny, ¿qué haces ahí arriba?

—Estaba hablando con la esfera —respondió Charlton tranquilamente.

—¡Se ha vuelto loco! —gritó Melitta, aterrorizada.

—No, no me he vuelto loco —sonrió el joven—. La esfera es una máquina


inteligente, aunque con ciertas limitaciones.

—Pero... nuestro idioma... —dijo Adela.

—Dispone de traductora automática, aunque más bien pienso que debe de


tratarse de una traductora telepática, que luego le permita expresar sus
pensamientos en alta voz. El caso es que me ha contestado a algunas preguntas.
Y, por supuesto, es el cerebro central que gobierna todos los mecanismos de la
torre.

—Es una mente infernal —dijo Blackman hoscamente—. Debiéramos


destruirla...

—Hágalo y le abrasaré —dijo Charlton con frío acento.

—Bueno, era sólo una frase....

—No la repita más, por favor.

—Cállese, Art —dijo Adela.

—El caso es que no podemos salir —intervino Mallory—. Estamos cansados de


dar vueltas...

Charlton sonrió.

—Yo les sacaré de aquí —dijo.

Se acercó al borde del bloque y se sentó, con las piernas fuera. Luego asió la
cuerda, dejándose descolgar como una araña en el hilo de su tela. Acto seguido,
recogió la cuerda y se colgó la mochila de la espalda, no sin sacar antes un
extraño tubo de metal, semejante a una linterna cilíndrica.

—Vamos —dijo sonriendo.


Echó a andar. En la entrada, presionó un resorte de la linterna y en el suelo
apareció de inmediato una fina línea de color púrpura.

—Debieran recordar la fábula de Teseo, Ariadna y el laberinto del Minotauro.

—¡El hilo de Ariadna! —exclamó Adela.

—Justamente.

La lámpara hacía resplandecer la raya púrpura, que tenía una anchura de unos
tres o cuatro milímetros. Mientras todos le seguían, Charlton explicó por encima
del hombro:

—Me figuré que podíamos perdemos en algunos pasadizos y traje conmigo un


carrete de un hilo especial, que se vuelve líquido al contacto con la atmósfera y
luego se adhiere y solidifica al tocar el suelo. Además, es fosforescente y...
Bueno, ya lo están viendo, ¿no?

—¿Eres un brujo, Renny? —exclamó Melitta jovialmente—. Porque presiento


que has parado también la nevada...

—Se lo pedí a la máquina y me hizo ese favor.

—Oiga —dijo Perkins—, podía haberle preguntado también si hay algún tesoro
en el interior de la torre.

—No me gusta ser indiscreto —contestó Charlton.

El «hilo de Ariadna» les guió sin dificultades. Adela comprendió que algún
remoto mecanismo cambiaba las paredes del corredor durante la marcha de
regreso, pero ahora habían tornado indudablemente a su posición primitiva.

¿Por influencia de Renny?

De pronto, divisaron a lo lejos la luz del sol. Un unánime grito de alegría brotó
de todas las gargantas.

—¡Libres! —dijo Mallory

Charlton guardó la linterna en su mochila. Luego, con acento intrascendente,


dijo:

—Propongo tomar un bocado y descansar un poco antes de continuar la marcha.


Con el permiso de la doctora Farrell, por supuesto.

—Permiso concedido —respondió la aludida—. Señor Blackman, informe a la


nave de que todo marcha bien por ahora.

—Sí, señora.

Charlton se acercó al coche y levantó la tapa de una de las cajas de provisiones.

—La verdad, estoy hambriento —confesó.

—Te ha cansado la conversación' con la esfera, sin duda —dijo Adela


irónicamente.

Charlton se apoderó de un paquete, envuelto en papel transparente sellado, en el


que se leía: JAMON y QUESO. Al rasgar la envoltura que preservaba el
bocadillo, dijo:

—La conversación ha resultado muy instructiva.

—Al menos, podrías contárnosla —pidió la doctora, evidentemente despechada.

—Aún no es hora —contestó CharIton con la boca llena de pan, queso y jamón.

CAPÍTULO X

Para beber, tenían cerveza analcohólica. Charlton tomó el último sorbo y miró a
la doctora.

—Estoy listo —informó.

—Sigamos explorando —dijo Adela escuetamente.


Volvieron al automóvil. Al llegar a la siguiente plataforma, Melitta la detuvo
frente a otra puerta que tenía la misma forma que la anterior.

La distancia al suelo era ahora de mil metros. Aún quedaban casi otros mil hasta
la cúspide de la torre, que les resultaba imposible de ver, debido no sólo a lo
agudo de la pared externa, sino a las siguientes plataformas que, con su trazado
saliente, limitaban el campo visual hacia arriba.

La puerta daba a un ancho corredor, de unos diez metros de anchura, cuyo final
apenas si se podía percibir. Adela dio la señal de marcha, abandonando el
automóvil en primer lugar. Los otros la siguieron sin vacilar.

El corredor tenía una longitud de doscientos metros y acababa en una pared


absolutamente lisa, sin el menor saliente. Blackman, un tanto exasperado, golpeó
la pared con los puños.

—Cuidado —gritó Adela.

—Hemos de seguir adelante —exclamó el amanuense.

—Pero ¿no ve que el paso está cerrado? —se irritó la aspirante Dumont.

—Podemos forzarlo —dijo Perkins, a la vez que sacaba su pistola soplete.

—Deje eso, Abe —ordenó la doctora Farrell.

—¿Vamos a detenernos por una simple pared?

—Le he dado una orden, señor Perkins —dijo ella fríamente.

—Obedece, Abe —intervino Mallory.

—Cállate, bastardo —contestó Perkins brutalmente—. Si ustedes quieren


volverse, pueden hacerlo. Blackman y yo vamos a continuar. ¿No es cierto, Art?

Adela le miró de frente. Blackman desvió la vista.

—Perkins y yo vamos a continuar —repitió.

—¡Renny! ¿Qué haces ahí parado? No permitas…


El joven sonrió.

—Soy el último mono —contestó significativamente. Adela entendió la indirecta


y se puso colorada. Charlton la invitaba con claridad a ejercer su autoridad.
—Guarde el arma, señor Perkins —dijo.

—¡No me da la gana! ¿Es que no me ha oído, doctora?

—Pero ¿por qué tienen estos hombres tanto interés en seguir adelante? —se
asombró Melitta.

Charlton se hizo el desentendido. Blackman pareció reconsiderar su actitud.

—Déjalo, Abe —dijo con acento persuasivo.

—¡Vete al diablo, imbécil! —contestó Perkins malhumoradamente.

Y, sin más, apuntó hacia la pared y apretó el gatillo de su pistola—soplete.

Melitta chilló al ver el fortísimo resplandor que brotaba de la boca del arma. En
la pared del fondo apareció de repente un círculo negruzco, que se ensanchó
rápidamente. Al mismo tiempo, se elevaban nubes de vapor que hicieron
retroceder a todos los presentes.

Perkins mantuvo la presión sobre el gatillo, hasta que la mayor parte de la pared
hubo desaparecido. Luego, satisfecho, se volvió hacia los presentes, situados a
unos metros de distancia.

—Bueno, ya tienen el paso libre —dijo—. ¿No me dan las gracias?

Adela dudó.

—Ha causado daños en este monumento...

—¡Al infierno con los monumentos! —respondió Perkins—. No dan alegría,


¿sabe, doctora? Y si no entiende lo que quiero decir...

Adela, desesperada, se volvió hacia Charlton. El joven se encogió de hombros.


En silencio le decía: «Tú eres el jefe y debes resolver la situación.»

De pronto, Adela sacó el busto.


—Señor Perkins, cuando regrese a la nave, informaré de su conducta al capitán
Lowell —dijo—. Ya puede imaginarse lo que le va a suceder...

—Cuando regresemos a la nave, seré un héroe, doctora —contestó Perkins


burlonamente.

Miró hacia la pared, que había desaparecido casi por completo.

—Ya está fría —añadió—. ¿Nadie quiere seguirme? Adela estudió el rostro de
Blackman. El amanuense parecía indeciso, pero no dio un paso hacia adelante,
sino que permaneció inmóvil en el mismo sitio.

Al otro lado del boquete se divisaba un suelo que parecía de cristal, aunque no
transparente. Más allá, había una especie de neblina que impedía captar otros
detalles.

Perkins franqueó el agujero resueltamente. De súbito, el suelo se hundió bajo sus


pies y un horrible grito de angustia brotó de sus labios.

Charlton saltó hacia adelante, forcejeando para sacar la cuerda que quizá,
pensaba, le permitiría rescatar al imprudente. Pero un segundo después se
convenció de que sus propósitos no podrían verse realizados.

Perkins cayó en una rampa de sección semicilíndrica, situada unos metros más
abajo, cuya pendiente era muy pronunciada. La rampa tenía las dimensiones
suficientes no sólo para contener su cuerpo con holgura, sino para evitar que
pudiera asirse con las manos a uno de los bordes, caso de que hubiera podido
contener el inevitable deslizamiento.

Después de un par de volteretas, Perkins empezó a resbalar, mientras chillaba


frenéticamente, dándose cuenta de la inutilidad de sus esfuerzos por contener la
caída. La rampa parecía tener una profundidad infinita y, después de un par de
espirales, se dirigía rectamente hacia la pared exterior.

Asomado al agujero, Charlton contempló el vertiginoso deslizamiento de


Perkins, que manoteaba y pataleaba como un poseso, a la vez que emitía
agudísimos gritos. Luego, la rampa, más bien un tobogán de acusadísima
pendiente, se hizo recta para el desgraciado.

La longitud total del trozo visible era casi de doscientos metros. Durante unos
segundos, Charlton esperó el inevitable final de Perkins, al estrellarse contra el
interior del muro. Pero cuando se hallaba sólo a unos metros de distancia, algo se
abrió en la pared y Perkins salió disparado al espacio como un proyectil.

La velocidad de su descenso le hizo rebasar el borde de la plataforma más


cercana. Describiendo una parábola en el aire, que se hacía menos acusada a
cada instante, Perkins descendió vertiginosamente hacia el suelo, situado a más
de ochocientos metros de distancia.

* * *

Charlton se inclinó en el parapeto y contempló la diminuta forma que se divisaba


abajo, en el suelo árido, completamente inmóvil, rodeada por una mancha roja
de inconfundible significado. Había visto que el cuerpo de Perkins no quedaba
detenido por el muro y, en el acto, había sospechado lo ocurrido.

Los demás aparecían consternados. Charlton se enderezó y giró el cuerpo.

—Ya no se puede hacer nada por él —dijo—. Hay casi un kilómetro de caída.

Melitta se tapó la cara con las manos.

—Si seguimos todos aquí, acabaremos por morir... Anteayer, Cappi; hoy
Perkins…

—Se trata de accidentes inevitables —intervino la doctora.

—Al menos, el de Perkins pudo haberse evitado si él la hubiese obedecido


—dijo Charlton—. Pero en el fondo, empiezo a comprender algo de lo que
sucede aquí.

—¿Sí? Explíquelo, Renny —pidió Mallory.

—La torre, aunque objeto inanimado, puede decirse que no está muerta
Simplemente, se defiende contra acciones que considera hostiles.
—Sí, pero ¿cómo podemos saber cuáles son las hostiles y cuáles las amistosas?
—exclamó Adela. —

—Lo que ha hecho Perkins es una acción hostil, por ejemplo.

—Pero Cappi no había realizado nada dañino...

—Era el primer contacto de la torre con unos extraños. Y, realmente, puede


decirse que Cappi tuvo mala suerte, porque los demás, salvo los golpes, pudieron
sobrevivir. De todas formas, hemos de considerar que la torre está gobernada por
una máquina, cuya «psicología», si así puede llamarse, está influida por la mente
de sus constructores, de idiosincrasia netamente diferenciada con la nuestra.

—Tú has hablado con ella y has sacado conclusiones —dijo Adela.

—Sólo hasta cierto punto —respondió Charlton—.

Pero si yo me encuentro con un muro que me impide el paso, no lo quemaré con


la pistola-soplete, a menos que tenga necesidad de forzarlo, para poder
sobrevivir. En el caso de Perkins, podíamos haber entrado en la torre por otro
sitio. Quizá no lleguemos a entender nunca por qué se construyó de forma tan
incongruente, pero si pensamos en los seres que la edificaron, llegaremos a la
conclusión de que pensaban de un modo muy distinto al nuestro. Incluso, aunque
estuviesen vivos y pudiéramos comunicamos con ellos, el entendimiento
resultaría sumamente difícil, por no decir imposible.

—Entonces, ¿hemos de dar por terminada la exploración?

—Aún quedan varias plataformas, en alguna de las cuales encontraremos una


entrada que nos permita llegar a mayor distancia en el interior de la torre
—contestó Charlton.

Lowell llamó en aquel instante.

—Doctora, me han informado que se ha visto a uno de los tripulantes caer desde
gran altura —dijo.

—Es cierto, capitán —respondió Adela—. Se trata de Perkins... Ha sufrido un


accidente inesperado... Ya le informaremos a nuestro regreso con todo detalle.
—Está bien, enviaré unos cuantos hombres a recoger su cadáver.

—Con una pala —dijo Mallory entre dientes, Melitta se estremeció.

—Por favor, no sea macabro...

Adela hizo un gesto con la mano.

—Creo que debemos seguir —exclamó.

Momentos después, el automóvil reanudaba su marcha en dirección a la


plataforma situada a mil doscientos metros. Tuvieron que continuar hasta la
siguiente, ya que aquélla no tenía ninguna puerta de acceso. Charlton, a veces,
pensaba en romper alguna de las vidrieras, pero le parecía un pecado destrozar
aquellos cristales policromos tan maravillosos y sólo lo haría, se dijo, si
estuviese encerrado en alguna parte y no pudiera escapar de otro modo.

El diámetro de la torre se había reducido, a mil cuatrocientos metros de altura, en


más de la mitad. Charlton calculó que no había más de seiscientos metros en el
punto de mayor amplitud, y se preguntó qué nuevas sorpresas le guardaría la
torre.

Delante de ellos, y a unos quince metros de la entrada, había una especie de


telón cóncavo, como una tienda de campaña sostenida por presión del aire
interior. Para Adela, que ya había visto algo parecido, su forma era la de un
cuarto de esfera.

Aquella barrera no parecía de cristal translúcido.

Charlton se acercó y la rozó con las yemas de los dedos. Era como seda de un
tejido con la trama sumamente espesa, pero apenas la hubo tocado, aquella seda
se deshizo en humo y dejó ver lo que había al otro lado.

Un grito unánime de asombro brotó de todos los labios, al contemplar el


fantástico espectáculo que se divisaba desde la entrada. Durante unos segundos,
Charlton sintió que se le cortaba la respiración.

Delante de ellos se extendía lo que parecía un anfiteatro, de casi quinientos


metros de diámetro, cuya forma era la de un embudo de paredes poco inclinadas.
En el centro se alzaba una extraña construcción, que recordaba vagamente una
pagoda terrestre.

La distancia del suelo de la entrada al del anfiteatro era de unos sesenta metros.
La pagoda medía unos cincuenta metros de ancho por otro tanto de alto y estaba
compuesta por infinidad de delicadas columnitas que parecían hechas de oro
purísimo y adornadas con una cantidad incalculable de cristales de todos los
colores, ninguno de los cuales era menor que un puño humano.

Había cuatro escaleras que permitían el descenso al fondo del anfiteatro.


Charlton, invadido por una irresistible curiosidad, puso el pie en el primer
peldaño y los demás le siguieron en el acto.

Unos minutos más tarde, se hallaban junto a la pagoda. Allí, bajo una cúpula
poliédrica, se veían dos grandes cajas semicilíndricas, en cuyo interior reposaban
dos seres humanos, hombre y mujer, dormidos aparentemente y con las manos
cruzadas sobre el pecho.

Charlton entendió entonces por qué la esfera había hablado de preservar el


planeta. Se trataba de una simple metáfora: aquellos dos seres habían de
despertar algún día y poblar nuevamente el mundo deshabitado en que se había
convertido Innox, tal vez debido a una catástrofe de consecuencias incalculables.

El suelo vibraba ligeramente bajo los catafalcos.

Charlton entendió que la maquinaria que mantenía en suspensión animada a la


pareja, funcionaba incesantemente. Algún reloj, en alguna parte, tendría señalada
una hora para hacer volver a la vida a aquellos dos seres. Pero no se veía la
menor señal de maquinaria ni cuadro de control que permitiese hacerse una idea,
siquiera fuese somera, de la forma en que la pareja debía regresar a la
normalidad.

Durante largos minutos, todos los presentes contemplaron a los durmientes con
un religioso silencio. A Melitta casi se le saltaron las lágrimas de emoción.

De pronto, aquel silencio se vio turbado por una serie de secos golpes. Charlton
se volvió y divisó a Blackman golpeando una de las columnas con un martillo.

—¡Deje eso! —gritó.

—¡Son gemas, piedras preciosas tan grandes como mi puño! —contestó el


amanuense—. ¿No lo ve? Diamantes, rubíes, esmeraldas... Hay de todo, señor
Charlton, y podemos volver ricos a la Tierra...

Adela dio un paso hacia adelante.

—Le ordeno guardar ese martillo en el acto, señor Blackman —dijo con acento
lleno de energía.

—No me da la gana, doctora. Váyase al diablo si quiere; yo me llevaré todo lo


que pueda...

Adela se volvió hacia Charlton.

—Renny —dijo—, tienes una cuerda, creo recordar.

—Sí, en efecto.

—Ata a ese deleznable sujeto, ¿quieres?

Blackman lanzó un aullido de furor y levantó el martillo para atacar a Charlton


que se le acercaba, pero había olvidado a Mallory y éste, por detrás, le golpeó en
la nuca, dejándole sin sentido inmediatamente.

Con un trozo de la cuerda, Charlton ató al amanuense. Luego se volvió hacia


Adela.

—Esperaremos a que recobre el conocimiento; no tengo ganas de cargar con él


para llegar a la salida —manifestó.

Ella aprobó con un leve gesto de cabeza. Melitta, muy pálida, callaba.

Pasados unos minutos, Blackman volvió en sí. Su furor no conoció límites al


darse cuenta de que estaba maniatado, pero Mallory cortó sus protestas con un
violento puntapié en el costado.

—Vamos, levántate —exclamó—. Hemos de volver a la nave.

Blackman se puso en pie.

—Es una tontería abandonar este tesoro...


—No nos pertenece —cortó Adela secamente.

Blackman abrió la boca para decir algo, pero se lo pensó mejor y guardó
silencio. Sin pronunciar ya una sola palabra, echó a andar hacia la escalera con
paso decidido.

—Doctora —murmuró Charlton—, será mejor que tenga cuidado con ese
individuo o nos dará un disgusto.

—Hablaré con el capitán Lowell —prometió Adela.

CAPÍTULO XI

—¿Crees que hemos obrado bien al abandonar aquel fantástico tesoro?


—preguntó Melitta.

—Para nosotros, podría serlo, pero es sólo parte de la decoración de aquella


pagoda —contestó Charlton, mientras mordisqueaba distraídamente una galleta
—. Es preciso tener en cuenta, además, que aquella pareja ha de despertar algún
día. No están muertos, solamente se hallan en suspensión animada, y quitar una
sola de aquellas piedras preciosas sería un robo.

—Nunca había visto una cosa semejante —confesó la chica, tras un hondo
suspiro. Estaba sentada en la mesa del comedor, pasada la medianoche, y
balanceaba sus piernas rítmicamente—. Pero un par de diamantes como los que
hemos visto, podría permitirme vivir sin trabajar el resto de mis días.

—¿En eso acaban tus sueños? —preguntó Charlton, sorprendido.

—¿Puede desear algo más una persona? —contestó ella con impertinencia.

—Quizá no —murmuró él—. Todo depende de los puntos de vista...

—Blackman tenía los suyos, Renny. Y, sinceramente, creo que coinciden con los
míos.

—Voy a darte un consejo: no toques nada en la torre. Podrías acabar muy mal.

Melitta sonrió.

—Es posible. —De pronto, cambió de tema—: Oye, dime, ¿qué hubo tiempo
atrás entre la doctora y tú?

—Estábamos enamorados —respondió él escuetamente.

—Lo suficiente para sacrificar tu carrera por ella.

—En cierto modo, yo era el culpable. Debí haberle prohibido aquella salida de la
nave.

—Pero no lo hiciste. Y yo empiezo a adivinar por qué te mostraste tan blando


con la doctora.

—¿Sí? A ver, dime —exclamó Charlton con buen humor.

—Ella empezaba su carrera, como quien dice, y tú quisiste darle la oportunidad


de conquistar fama y reputación. Pero, como fracasó, y además, murieron tres
hombres, quisiste salvarla, acusándote de lo sucedido. En el fondo, lo que
pretendías era castigarla con la derrota que tú mismo habías procurado. Era
como decirle: «Ya ves cómo me encuentro, por tu culpa.» ¿No es así, Renny
Charlton?

—Tienes cualidades de psicóloga, chica. Pero lo que sucedió fue hace un millón
de años y nada puede cambiarlo.

—Salvo el encuentro con los supervivientes de aquel naufragio, uno de los


cuales era portador de un extraño collar, que luego fue a parar al Museo de
Historia y Antropología Galáctica. El collar de Hayland, creo recordar se le
llamó.

—Sí. El propietario murió después y no tenía herederos.

—Por tanto, el collar fue al museo. ¿Quién lo robó?


Charlton se puso una mano en el pecho.

—¡A mí que me registren! —exclamó. Melitta le guiñó un ojo.

—Estás hecho un buen pájaro —dijo alegremente—. Mañana volveremos a la


torre, ¿no es cierto?

Charlton asintió.

—La doctora lo quiere —repuso.

—Estoy segura de que ella desea ahora borrar aquel desgraciado suceso, con un
éxito profesional Y quiere que tú le ayudes.

—Tal vez.

Melitta se le acercó y le besó en una mejilla.

—¿Cuándo cazas otra vez? Tengo ganas de carne asada...

—En cuanto me sea posible, preciosa.

Ella se alejó riendo.

—Si te deja tu doctora —exclamó burlonamente. Charlton se sintió de mal


humor al quedarse solo.

Empezaba a conocer a Melitta tal como era en realidad. Una joven hermosa,
llena de vitalidad, pero también de mente un tanto retorcida y mucho menos
sincera de lo que aparentaba. Las escasas ilusiones que se había forjado, se
derrumbaron en aquel mismo momento.

Pensó en marcharse a la cama, pero no tenía sueño. De pronto, se le ocurrió que


era la hora ideal para hacer algo sin testigos.

Una vez tomada la decisión, se encaminó hacia la esclusa. Cuando estaba a


punto de alcanzarla, una sombra surgió del corredor inmediato.

Era la doctora Farrell.

—Estoy segura de que ambos hemos pensado lo mismo —dijo ella.


—Si coincidimos en la idea, dejaré que seas tú la que lleve la voz cantante.

Adela rió, irónica.

—¿Te has decidido, al fin, a dar de lado el protocolo?

—Estamos solos, ¿no?

—Sí, estamos solos. —Ella movió una mano—. ¿Quieres ser mi chófer?

—¿Por qué no?

Instantes después, Charlton ocupaba el puesto del conductor. A pesar de que


había bastante luz, procedente de los satélites de Innox, tuvo que encender los
faros del automóvil, para alumbrarse el camino hasta la cámara donde se hallaba
la esfera que era la máquina de control de todas las maquinarias de la torre.

* * *

—¿Por qué están esas dos personas en los catafalcos de vidrio?

Adela había formulado la pregunta desde el suelo.

Esta vez, no había sido necesario subir a la cara superior del bloque. Después de
una prueba, sabían que podían conversar sin necesidad de subirse al pedestal y
sin alzar la voz más de lo normal.

—Este planeta está ahora deshabitado. Tiene que repoblarse algún día.

—¿Cuándo? —preguntó Adela.

—Todavía no es tiempo.

—Pero ¿tardarán mucho en despertar?

—Quizá un millar de años.


Adela se estremeció.

—¡Diez siglos! —exclamó.

Charlton asistía en silencio al diálogo entre la doctora y la máquina. Pero no dejó


de recibir una fuerte impresión al oír aquella cifra temporal.

—¿Por qué tantos años? —insistió la joven.

—Es preciso que el planeta quede definitivamente limpio.

Charlton se estremeció. ¿Qué significaban aquellas palabras? .

—¿Quieres decir que hay algo insano en este planeta? —preguntó la doctora, no
menos aprensiva que su acompañante.

—Para ellos, sí. Una epidemia, que nadie pudo atajar, causó la extinción de
todos los habitantes del planeta que vosotros denomináis Innox.

—Y murieron todos...

—Menos dos.

—Pero... los fallecimientos de los demás no serían instantáneos...

—Hubo una serie de erupciones solares en la estrella que es el centro de este


sistema solar y ello afectó a las facultades reproductoras de sus habitantes
inteligentes. La natalidad decreció hasta llegar a unas cifras negativas. Ello
aparte, se produjeron otras enfermedades, que los médicos no pudieron combatir,
y aumentaron enormemente las tasas de mortalidad. Pero las máquinas
predictoras llegaron a la conclusión de que el planeta podía vivir de nuevo,
mediante una pareja que estuviese completamente sana.

—Y la encontraron...

—Costó mucho, varios siglos, a decir verdad. Mientras, se decidió la


construcción de esta torre y los que iban a morir trabajaron satisfechos en la
obra, sabiendo que Innox volvería a resurgir de sus cenizas. Hablo
metafóricamente, por supuesto.
—Porque la religión nativa consideraba que un planeta sin seres inteligentes era
un mundo muerto, aunque se pudiera habitar en él.

—Así es.

—Pero... —Adela se mordió los labios—. Esas características, ¿pueden


afectamos a nosotros?

—No. Vuestra constitución, aunque idéntica en lo externo, es algo diferente. De


todos modos, la actividad solar de la estrella está volviendo a sus términos
normales, aunque tardará todavía unos seiscientos años en alcanzar su estado
habitual.

—Y, aun así, ellos han de esperar...

—Es preciso dejar un margen de seguridad. Cuando despierten, creerán que


acaban de acostarse.

—¿Aceptaron ellos quedar en estado de suspensión animada?

—Eran los únicos que podían preservar el planeta Lo sabían y lo aceptaron


alegremente, sin temor al futuro. Pero si se hubiesen negado, también habrían
acabado por morir.

—Y los constructores de la torre, idearon todas esas trampas para evitar que la
pareja sufriese daños.

—Exactamente.

—¿No hay peligro de que alguien pueda... averiar los mecanismos que están en
funcionamiento?

—No.

—Alguno de nosotros hemos entrado y salido sin sufrir daños. ¿Por qué otros
han tenido que morir?

—Las cosas que visteis eran sólo meras ilusiones de vuestra mente.

—Provocadas...
—Por mí —respondió la esfera.

—¿Y no temes que alguien pueda volver a Innox más adelante e intente saquear
la torre?

—No. La torre sólo se defiende de los que entran en ella con el ánimo
predispuesto al mal.

Adela cambió una mirada con Charlton.

—¿Quieres formular tú alguna pregunta? —invitó.

—No, gracias; me conformo con lo que he oído.

—Está bien. —Ella levantó la vista de nuevo—. Te damos las gracias por tus
atenciones.

—Y yo os agradezco vuestra rectitud de ánimo —dijo la esfera.

Adela inspiró fuertemente y buscó la mano de Charlton. El joven se sorprendió


en el primer momento, pero aceptó el contacto.

—Vamos, murmuró la joven, hondamente conmovida.

Cuando salieron fuera de la cámara, Adela se llenó los pulmones del


embalsamado aire exterior.

—Un día, este planeta fue emporio de riqueza y civilización... y ahora no es sino
un mundo muerto —musitó, melancólica.

—Pero volverá a revivir —dijo él.

—Y, sin embargo, nosotros no lo veremos, Renny.

—¿Lo lamentas acaso?

—No. Esto enriquece nuestras experiencias y, espero, creo que seremos mejores
todavía en lo sucesivo.

Se volvió y le miró largamente, hondamente, con los ojos llenos de una ternura
inexplicable, que le hacía un nudo en la garganta.
—Renny —dijo dificultosamente.

—¿Sí, Adela?

Ella hablaba con dificultad, casi atropelladamente:

—Creo que... hemos sido demasiado orgullosos... Hemos perdido mucho


tiempo... Yo no quería aceptar que tú te sacrificases por mí... y tú te hiciste
responsable de lo ocurrido..., como una especie de autocastigo por haber
permitido que tus sentimientos se hubieran impuesto a tu deber... Y yo me sentía
muy enojada contigo, porque no querías que dijese la verdad...

«Piensa lo mismo que Melitta», se dijo Charlton.

—Sí, hemos sido demasiado orgullosos —convino con voz neutra.

—Y es hora de que empecemos a portarnos —con sensatez.

Charlton sonrió y le pasó el brazo por los hombros.

—Será mejor que volvamos a la nave —propuso. Adela exhaló un pequeño grito
de alegría y hundió la cara en el pecho del hombre al que nunca había dejado de
amar. Estuvo así unos instantes y de pronto se separó, con los ojos muy
brillantes.

—Renny, dime, ¿qué tal era tu vida de vagabundo? —preguntó.

—No puedo quejarme.

—Te relajó y te hizo olvidar...

—Hasta cierto punto, claro. Pero, sobre todo, me sentía libre, muy libre.

—Vaya hacerte una proposición.

—¿Sí?

—Cuando lleguemos a la Tierra, empezaremos nuestra vida de vagabundos.


Quiero olvidarlo todo durante una larga temporada, años enteros, incluso,
viajando por todas partes, sin sujetarnos a horarios ni reglamentos... ¿Qué te
parece, cariño?
—Maravilloso, pero veo que has olvidado una cosa, que te hará poner los pies en
el suelo.

—¿Qué es, Renny?

—El EPC.

Adela dejó de sonreír en el acto.

—Es verdad —murmuró—. Lo había olvidado por completo... y sin ese útil
aparatito no podremos abandonar Innox. Pero ¿no te sientes tú capaz de
reproducir otro?

Charlton hizo una mueca.

—Lo dudo mucho —contestó—. Aunque lo intentaré

—Estoy segura de que lo conseguirás, Renny.

Echaron a andar hacia el automóvil. Antes de subir, ella le amenazó con el


índice.

—Cuidado con la aspirante Dumont —advirtió. Charlton le guiñó un ojo.

—Para tu tranquilidad, podemos pedir al capitán Lowell que nos case


—respondió—. Así no tendrás necesidad de ir a mi camarote, a la medianoche.

—En el mío hay espacio suficiente para los dos —declaró Adela jubilosamente.

CAPÍTULO XII

Por la mañana, después de desayunar, Charlton acudió al taller en donde


Cordhull, ayudado por un par de técnicos, se afanaba en elaborar las primeras
piezas del nuevo EPC.
—Esto no dará resultado —dijo el ingeniero, pesimista—. Hay hilos que miden
menos de una centésima de milímetro de diámetro y no tengo aparatos que
puedan elaborarlos tan delgados. De los microtransistores, es mejor no hablar...

—¿Por qué no construye uno más grande, en las debidas proporciones?


—Sugirió Charlton—. Las conexiones resultarían un tanto dificultosas, pero creo
que el aparato podría funcionar.

—Es posible que ésa sea una buena solución...

El EPC averiado estaba sobre la mesa. Charlton lo cogió y empezó a examinarlo


con toda atención.

—Sí, va a resultar un poco difícil —murmuró—. Pero, según creo, el EPC está
en una cámara sellada, cuya llave guarda siempre el capitán de la nave.

—Las pistolas-soplete hacen innecesaria cualquier cerradura —contestó el


ingeniero sarcásticamente.

—Ya. —De pronto, Charlton se mordió los labios—. ¿Tiene por ahí una lupa,
Jerry?

—Y hasta un microscopio si quiere...

Uno de los ayudantes le entregó la lupa, por medio de la cual, Charlton examinó
atentamente la superficie del tubo. Al cabo de unos momentos, soltó una
exclamación:

—¡Por todos los...! ¡Jerry, éste no es el EPC que corresponde a la nave!

Cordhull saltó en su asiento.

—¿Se ha vuelto loco, Renny? No había otro a bordo y conozco muy bien un
EPC, se lo aseguro.

—Pero no examinó el que había en la nave, en el momento de zarpar, ¿verdad?

—Claro que no. Hago la comprobación de instrumentos y el centro de diagnosis


me informa de todo lo que marcha mal, si es que algo no va como debe ir En
este caso, la lámpara testigo del EPC tenía un hermoso color verde, créame.
—Indudablemente, porque señalaba el funcionamiento del EPC correspondiente
al equipo de la Audax. Pero si éste que tengo en las manos hubiese estado en su
sitio, su lamparita habría dado color rojo.

—Renny, por favor, no gaste bromas pesadas...

—He sido comandante de astronave y sé lo que me digo, Jerry. El EPC que


estamos viendo corresponde a una serie ya en desuso, precisamente por ciertas
irregularidades en su funcionamiento, que llegaron a ocasionar errores de
navegación de hasta ochocientos millones de kilómetros. Esa serie, lo recuerdo
muy bien, porque yo padecí los efectos, era la B-21-BT... y no pasó nunca del
número treinta y ocho, uno más que el de este tubito. La serie B-21 fue sustituida
por la B-022 seis meses antes de que yo tuviera el disgusto que me hizo dimitir y
ya no se han producido más problemas a partir de aquel momento.

—Pero, bueno, entonces, ¿por qué diablos sale aquí un B-21? —exclamó
Cordhull.

Charlton parecía ausente.

—El hombre a quien socorrí, junto con otros dos, se llamaba Blakeman
—murmuró.

—¿Tiene eso algo que ver con nuestro problema, Renny?

—Es probable. Ha pasado mucho tiempo desde entonces, pero el que realizó esta
trampa decidió no tener prisa.

—Le aseguro que no entiendo nada —dijo Cordhull, completamente


desconcertado.

Charlton sonrió, a la vez que hacía saltar de nuevo el tubo en la palma de la


mano.

—No tardará en entenderlo —contestó—. Y si mis sospechas son ciertas, no


tendrá que devanarse los sesos buscando la forma de construir un nuevo EPC, y
antes de que el asombrado ingeniero pudiera pronunciar una sola palabra,
abandonó el cuarto y se encaminó a la cámara del nuevo capitán de la nave.

En el camino se encontró con Melitta.


—Voy al río a tomar un baño —exclamó la chica alegremente—. ¿Vienes,
Renny?

—Gracias, ahora no puedo. Diviértete, preciosa.

—Eso espero —contestó ella.

Momentos después, se disponía a entrar en la cámara de Lowell. Adela llegaba


en aquel momento con unos papeles en la mano.

—¿Vienes a pedirle fecha para la boda? —preguntó ella, sonriendo.

—Se trata de algo muy serio —respondió él—. Pero si lo tuyo es importante...

—Oh, no, en absoluto. ¡Renny! ¿Por qué pones esa cara? Me estás asustando
—dijo ella aprensivamente.

CharIton tocó con los nudillos en la puerta. Lowell se asomó casi en el acto.

—¿Sucede algo? —inquirió, al ver a la pareja.

—Tengo que hablar contigo, Pedro —dijo CharIton—. Por supuesto, Adela
puede oír lo que he de decirte...

Lowell sonrió.

—Vaya, por fin ha habido reconciliación. No saben cuánto me alegro


—manifestó.

—Gracias. Entra, Adela.

CharIton cerró la puerta. Luego puso el tubo sobre la mesa del nuevo capitán.

—El EPC auténtico está escondido en alguna parte y yo creo saber dónde, Pedro
—dijo sensacionalmente—. Podría haberlo buscado por mi cuenta, pero estimo
que eres tú quien debe hacerlo, en tu calidad de comandante de la nave.

—¡Caramba! Acabas de decir algo fantástico...

—No se trata de fantasías, Pedro —contestó el joven con grave acento—. Por
desgracia, es algo absolutamente real.
—Bien, si es cierto lo que dices, ¿dónde está el EPC?

Charlton calló un instante. Luego, lentamente, dijo:

—El hombre al que se le encontró el collar Hayland se apellidaba Blakeman... y


era hermano de Arthur Blackman, amanuense de esta nave.

Lowell se quedó con la boca abierta.

—¡Rayos! ¿Es cierto lo que dices, Renny? —exclamó.

—Absolutamente cierto. Recuerdo muy bien el rostro de aquel desgraciado..., un


casi perfecto duplicado del de tu amanuense. Un apellido ligeramente alterado,
pero suficiente para que nadie, al no sospechar de él, pudiera relacionarlo con
aquel náufrago del espacio.

—Y Blackman ...

—Indudablemente, Blackman ha estado aguardando su oportunidad durante años


enteros y esperando el momento adecuado, cuando una nave tomase tierra en
Innox y él pudiera ir a la cámara del tesoro que su hermano y otros
desaprensivos habían encontrado, pero del que no pudieron aprovecharse. La
ocasión llegó con motivo de mi desembarco, pero era poco el tiempo de que
disponía y por ello, ya prevenido, ideó la trampa del EPC, a fin de retener a la
nave aquí el mayor tiempo posible.

—Eso significa que Blackman tiene el aparatito...

—Indudablemente, Pedro.

—Pero no explica la muerte del capitán —dijo Lowell.

—Posiblemente, Glass, que pese a sus intemperancias era hombre


fundamentalmente honesto, descubrió el pastel y Blackman lo asesinó, para que
no estropease sus proyectos. Cuando se descubrió el asesinato del capitán, nadie
sino Blackman estaba en las inmediaciones de su cámara. ¿No conocías bien a tu
comandante? ¿Ignoras acaso que era hombre que no quería que nadie entrase en
su cámara, a menos que él lo llamase?

—Sí, es cierto, ni siquiera Blackman, a pesar de que parecía gozar de toda su


confianza, podía entrar. Eran rarezas de su carácter, pero todos las respetábamos.
—Blackman no tenía por qué entrar en la cámara del capitán Glass, ni aunque
fuese el mediodía y él no hubiese pedido aún el desayuno. Pero tenía que
descubrir el crimen que él mismo había cometido durante la noche.

Lowell asintió, aunque tenía que formular una objeción.

—Te será difícil probarlo, Renny —dijo.

—Me bastará con encontrar el EPC, Pedro —respondió—. Pero eso eres tú quien
debe hacerlo.

—¿Sospechas algún sitio donde Blackman pueda haberlo escondido?

—¿Por qué no registramos su camarote?

—Sí, vamos allá.

Salieron de la cámara y caminaron a lo largo de los corredores. Momentos


después, se detenían ante una puerta, que Lowell golpeó con los nudillos.

—¡Señor Blackman!

Nadie contestaba, en vista de lo cual Lowell se decidió a abrir.

—No está —exclamó, después de una rápida ojeada al interior de la cámara.

—Es igual —dijo Charlton—. Empieza el registro, ¿quieres?

—Sí, pero ayúdame tú, Renny.

La búsqueda se inició en el acto. Charlton se preguntó cuál era el mejor sitio


para esconder un tubo que no medía más de doce centímetros de largo por tres de
diámetro.

Media hora más tarde, desistieron de la tarea, que no había dado el menor fruto.

—Quizá lo lleve encima, Renny —dijo Lowell desalentadamente.

Charlton entornó los ojos.


—Quizá sí... y quizá no quiera correr el riesgo de que alguien se lo encuentre
encima o lo pierda —murmuró.

—Renny, suponiendo que él tenga el EPC, ¿qué hará después? —preguntó


Adela.

—Es bien sencillo: cuando haya conseguido lo que tanto deseaba, hará aparecer
el EPC en cualquier parte..., tal vez en la cámara del difunto Glass, quien será
quien cargue con las culpas de lo sucedido, precisamente porque ya no puede
defenderse.

—Entonces, deberíamos esperar, ¿no crees?

Charlton no contestó. Tenía la vista fija en la lucerna del camarote, a través de la


cual se divisaba la torre, una construcción gigantesca, pensó, destinada a
contener todo lo necesario para mantener a una pareja en suspensión animada
durante un par de milenios, aparte de guardar innumerables muestras de una
civilización ya extinguida y que los dos supervivientes deberían resucitar llegado
el momento.

La lucerna tenía forma rectangular, y medía casi un metro de largo por setenta
centímetros de anchura. Había un ancho burlete en el interior, que recorría todo
el contorno del grueso cristal, pero, en determinado punto, aquel burlete
aparecía, ligeramente despegado de las superficies en que se apoyaba.

Movido por un repentino impulso, Charlton sacó su navaja y levantó el burlete


un poco. Adela gritó al ver el tubo que brillaba en el hueco que quedaba al otro
lado.

—Pedro, ahí lo tienes —exclamó Charlton—. Es tuyo. Lowell se apoderó del


EPC y comprobó que, efectivamente, era de la serie B-022. Una maldición se
escapó de sus labios en el acto.

—Cuando agarre a ese rufián...

De pronto, Se dirigió hacia la puerta y lanzó un poderoso grito:

—¡Señor Dearborn, haga el favor de buscar al amanuense inmediatamente!

La respuesta del nuevo segundo oficial llegó en el acto y resultó completamente


esclarecedora para Charlton, Adela y Lowell:

—Capitán, Blackman se ha dirigido a la torre, junto con la aspirante Dumont.

* * *

—Tenemos que hacer algo, antes de que sea demasiado tarde —dijo Adela.

Charlton se volvió hacia Lowell.

—Pedro, ¿me dejas actuar? —consultó.

—Sí, pero, seguramente, Blackman debe de estar armado...

—No temas, no me enfrentaré con él físicamente.

Dame un transmisor de radio, es todo lo que necesito.

Lowell accedió. Cuando tuvo el aparato, en las manos, Charlton corrió hacia la
esclusa y salió fuera de la nave.

—Blackman —llamó—. ¿Me oye usted?

La respuesta se demoró unos segundos, pero llegó clara y perfectamente


inteligible:

—Ah, hola, señor Charlton. ¿Desea algo?

—Le diré una cosa, Blackman. Sabemos ya que es usted hermano de Blakeman
y conocemos sus intenciones. Sabemos también que asesinó al capitán Glass,
porque éste se enteró de que usted tenía el verdadero EPC y, muy posiblemente,
no quiso participar de sus proyectos. Tenemos el EPC, lo hemos encontrado en
su camarote, y la nave está en condiciones de despegar cuando su capitán lo
ordene. Regrese inmediatamente, con esa chica estúpida, a la que ha enloquecido
con sus fantasías... Vuelvan inmediatamente... o la Audax despegará y quedarán
abandonados en este planeta.
Sonó un terrible chillido.

—¡No, no nos abandonen! Iremos ahora mismo —gritó Melitta—. Art, ya


tenemos bastante...

—Está bien —volvió a sonar la voz del amanuense—.

Ahora volvemos. Pero no podrán probarme nada, salvo que escondí el EPC. No
es un delito grave y saldré del apuro sin demasiadas dificultades. —Blackman
soltó una terrible risotada—. Y podré pagar bien a un batallón de abogados para
que me defiendan, créame, Charlton.

—Eso ya lo veremos —dijo el joven serenamente. Desde el lugar en que se


hallaban, divisaban la torre con absoluta nitidez. A los pocos momentos, vieron
el automóvil que se ponía en marcha, para cubrir las treinta y cinco vueltas de
espiral que había antes de llegar al suelo.

El coche empezó a rodar sin dificultades y dio dos vueltas completas a la torre.
De pronto, a través de la radio, se oyó un terrible alarido:

—¡Art! ¡Los frenos no funcionan!

Charlton se puso rígido. Aunque debido a la distancia, el automóvil resultaba


poco más que un punto, era fácil apreciar su velocidad, que se incrementaba
enormemente, debido a la pendiente de la rampa espiral.

—¡Se van a matar! —chilló Adela.

Los ocupantes del coche hacían vanos esfuerzos para detenerlo, a juzgar por las
voces que llegaban a través de la radio. Súbitamente, cuando habían cubierto tres
vueltas más, el coche salió disparado rectamente, rompió el parapeto y se lanzó
al vacío, volando en dirección al suelo situado a mil doscientos metros más
abajo.

Desde la nave, Charlton y todos los demás pudieron ver los dos cuerpos que se
desprendían de la estructura del coche. Adela apartó la cabeza a un lado, para no
contemplar el final de aquel espantoso vuelo.

El estruendo del choque llegó muy atenuado. Charlton buscó otro coche y salió a
toda velocidad, hacia el lugar del accidente, junto con alguno de los tripulantes.
Melitta y Blackman aparecían literalmente aplastados por el impacto de la caída.
En tomo a ellos, se divisaban numerosas piedras de colores brillantes. Había un
saquete desventrado a poca distancia y en su interior quedaban aún más gemas.
En silencio, mientras los otros se ocupaban de los cadáveres, Charlton empezó a
recoger aquellas piedras preciosas, por las que una chica preciosa y llena de
juventud se había dejado cegar hasta el extremo de perder la vida.

En cuanto a Blackman, pensó, su muerte saldaba el crimen cometido.

* * *

La última piedra quedó en su sitio y Charlton contempló satisfecho su obra.


Adela estaba a su lado, mirando con ojos húmedos a la pareja que despertaría
cuando los hijos de sus hijos se hubiesen convertido en polvo.

—La máquina supo, sin duda, adivinar las intenciones de Blackman y Melitta,
del mismo modo que lo hizo con Perkins —murmuró Charlton—. Por eso, su
poderosa mente estropeó los frenos del coche primero y luego la dirección.

Adela asintió.

—Espero que no nos suceda a nosotros algo parecido —dijo.

—No nos pasará nada —aseguró él. Lowell llamó de pronto:

—Renny, doctora, estamos listos para el despegue.

—Ya vamos —contestó Charlton.

Lentamente, abandonaron el anfiteatro. Una vez en el exterior, Adela paseó la


vista por el esplendente panorama.

—¿Volveremos algún día, Renny?

—¿Quién sabe? Si vamos a convertimos en unos vagabundos... quizá


volvamos..., pero lo que importa ahora es regresar a la Tierra. ¿No te parece?
Ella asintió con un hondo suspiro.

—Sí, el regreso es lo más importante —concordó. Cuando ya estaban en la


llanura, volvió la cabeza y contempló la torre, que brillaba al sol como una joya
de oro puro.

—No fue hecha para que se confundieran las lenguas, sino para preservar el
planeta —musitó.

—Y resistirá incólume hasta que haya cumplido su misión —dijo Charlton.

Así sucedería, aunque ellos no lo viesen, pensó. A la pareja de elegidos les


aguardaba un futuro lleno de esperanza, pero el suyo también se presentaba con
rosadas perspectivas.

FIN

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