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— oOo —
Título Original: The Lock Artist
Traducción, Eva González Rosales
©2010, Steve Hamilton
Editorial: Ediciones Pàmies
Colección: La Huella
ISBN: 9788415433101
1
Otro día
herméticamente encerrado
Sabía que era demasiado bueno para ser verdad. Sabía que
se avecinaba la trampa. Por el momento, no me importaba.
Estaba fuera, y no cavando, sino sentado en una silla junto a
Amelia. Con la aprobación oficial de su padre.
De algún modo, ahora todo parecía diferente, como si
por la noche hubiéramos sido otras personas. Allí
estábamos… solo nosotros, nuestros álter egos reales
diurnos. Dos chicos de diecisiete años y medio que iban a
institutos distintos y que, por lo demás, vivían en mundos
diferentes. Y solo uno de ellos podía hablar.
—¿Te sientes raro? —me preguntó.
Asentí.
—¿Preferirías estar cavando?
No creía que tuviera que responder a eso.
—Entonces… ¿Cómo vamos a hacerlo? Quiero decir,
¿cómo vamos a comunicarnos?
Estaba a punto de hacerle un gesto de escritura para que
pudiera ir a buscar un cuaderno cuando me agarró de
repente. Me besó durante un largo rato, lo suficiente para que
me olvidara de cuadernos y de todo lo demás en este mundo.
—Debes conocer el lenguaje de signos —me dijo,
sentándose de nuevo—. Enséñame algunas cosas. Hola es…
Agité la mano. Me hizo pensar en Griffin, que me había
pedido lo mismo hacía mucho tiempo.
—Sí, vale. Claro. ¿Y «Tienes buen aspecto»?
La señalé. Tú. Después dibujé un círculo alrededor de
mi cara. Aspecto. Después levanté los pulgares. Bien.
—¿Y si quiero pedirte que me beses de nuevo?
Uní todos los dedos de la mano con el pulgar, como un
gourmet intentando decir Magnifique! Me llevé una mano a
los labios y después uní ambas manos.
—¿Eso es «beso»? ¿Estás quedándote conmigo? ¡Es la
cosa más patética que he visto nunca!
Me encogí de hombros. Yo no estaba por allí cuando lo
inventaron.
Me agarró de nuevo y me llevó al interior de la casa.
Hasta su dormitorio. Miré a mi alrededor buscando a su
padre por el camino, suponiendo que aquel podía ser un
modo seguro de morir. Quizá no el peor, pero sí muy malo.
Aparentemente había salido a alguna parte, así que por el
momento parecía que teníamos la casa para nosotros solos.
Hicimos algunas cosas a continuación para las que
necesitaría un lenguaje de signos totalmente distinto. Cuando
terminamos, nos quedamos en su cama mirando el techo
mientras Amelia me acariciaba el pelo.
—Es agradable estar con alguien que no habla todo el
tiempo.
Si eso es cierto, pensé, entonces has venido al sitio
correcto.
—¿Vas a dibujar algo para mí hoy?
Para ser sincero, no tenía ganas de dibujar en ese
momento. Ni de hacer ninguna otra cosa, excepto lo que
estaba haciendo. Pero al final tuvimos que levantarnos y
vestirnos. Amelia encontró un par de cuadernos de bocetos
grandes y unos lápices y, durante la siguiente hora,
dibujamos sentados en su cama. Estábamos retratándonos el
uno al otro, dibujando. Ella con un mechón de cabello
cayendo sobre su cara, yo con una expresión seria en el
rostro, casi bordeando la tristeza. La melancolía. Me
sorprendió ver eso en su dibujo. Aquel era mi primer día
verdaderamente feliz en un millar de años. ¿Qué aspecto
habría tenido entonces antes de conocerla?
Pasaron un par de horas más. Ya eran las cuatro. Es
increíble lo rápido que pasa el tiempo cuando no estás
matándote bajo el sol y contando los minutos para poder irte
a casa. Escuché el coche de su padre aparcando en el
camino, así que bajamos las escaleras y volvimos a
sentarnos en las sillas del patio.
Cortaré ahí y retomaré el relato en la barbacoa, un par
de horas después de aquel día que se volvía más improbable
con cada minuto que pasaba. Estaba sentado sobre una mesa
de picnic junto a Amelia. Tenía una cerveza en la mano, tres
años y medio antes de poder bebérmela legamente pero, ¿a
quién le importaba eso en una calurosa noche de verano? La
cerveza me la había dado el señor Marsh en persona después
de haber pasado dos horas enteras con su hija en su
habitación. La única nube oscura era el hermano de Amelia,
Adam, que había vuelto a casa para la fiesta desde East
Lansing. Llevaba una camiseta rota de la que sobresalían sus
brazos como si estuvieran rellenos de cocos. Tenía el pelo
corto y levantado por el centro, como un Mohawk falso. Tan
pronto como me vio allí, en el jardín, puso cara de querer
asesinarme.
—¿Tú eres el pequeño hijo de puta que entró en nuestra
casa? —me preguntó.
Entonces fue cuando el señor Marsh llegó en mi ayuda.
Le dijo que era un tío legal y que me dejara en paz y me
olvidara y no me matara, etcétera. Sin embargo, desde
entonces, Adam no dejó de mirarme fijamente desde el otro
lado del patio. Tenía a cinco antiguos jugadores de fútbol del
equipo de Lakeland a su alrededor, y aparentemente venían
más de camino. El señor Marsh estaba asando salchichas y
hamburguesas frenéticamente para seguir el ritmo de sus
apetitos.
Amelia me cogió la mano derecha con la izquierda y
entrelazó sus dedos con los míos. Nadie más pareció darse
cuenta. Ni siquiera ella pareció consciente de haberlo hecho
mientras miraba el cielo nocturno.
—Las noches como esta —dijo finalmente, en voz tan
baja que solo yo podía oírla—, cualquiera pensaría que
somos una familia agradable, normal y feliz.
Se giró para mirarme.
—Pero no lo creas. Ni por un segundo.
No estaba seguro de a qué se refería. Yo nunca había
pensado en ellos como agradables, normales o felices. Ni
siquiera sabía cómo sería una familia así, en primer lugar.
—Si te lo pidiera, ¿me sacarías de aquí? ¿Tan lejos
como pudiéramos llegar?
Le apreté la mano.
—Después de todo, eres un delincuente. Puedes
secuestrarme, ¿verdad?
Di otro sorbo a la cerveza, sintiéndome tan mareado
como la noche que había entrado a la fuerza en aquella
misma casa. Y al igual que aquella otra noche, todo parecía
estar desarrollándose frente a mí, como si pudiera pasar
cualquier cosa, buena o mala.
Lo sabía.
Llegué a la tienda. Aparqué en la calle. Que alguien me
robe la moto, pensé. No me importa. El Fantasma apareció
en la puerta de camino a alguna parte, parecía. Había
terminado por aquel día, pero entonces me vio. Aquel
hombre que nunca había parecido tener el más mínimo
interés por lo que estaba haciendo, me detuvo y me preguntó
qué demonios me pasaba, por qué parecía que se me había
ido la puta cabeza. Pasé junto a él y atravesé la tienda,
tirando cosas en mi camino en la oscuridad.
Fui hasta las cajas. Me senté en la silla y la acerqué a la
caja llamada Erato, la favorita del Fantasma. Apoyé la
cabeza contra su frío rostro y sentí cómo latía mi corazón en
mi pecho.
Silencio ahora. Todo el mundo en silencio. Tengo que
escuchar.
Silencio silencio silencio.
Entonces fue cuando lo oí. El sonido, como alguien
respirando. Constante pero superficialmente.
Gira un par de veces. Detente en 0. Ve a la zona de
contacto.
El sonido venía del interior de la caja.
Detente en 3. Ve a la zona de contacto.
Había alguien en el interior de la caja. Asfixiándose.
Detente en 6. Ahora parece distinto. Parece más corto.
Si no la abría a tiempo…
Detente en 9. Ve a la zona de contacto.
Entonces moriría.
Detente en 12.
Se quedaría sin aire.
Ve a la…
Moriría en el interior de la caja y se quedaría allí para
siempre.
…zona de contacto.
Me detuve en 15. La zona de contacto volvió a la
normalidad.
18. Normal.
21. Normal.
24. Boom. Aquí está de nuevo.
Tengo el 6. Tengo el 24.
27. 30. Seguí. Deteniéndome cada tres puntos.
Probando. Sintiendo. Continué con mi camino y conseguí mis
tres números preliminares. Volví y los afiné hasta que tuve el
5, el 25 y el 71.
Aclaré el dial y comencé a probar. El Fantasma
apareció a mi lado.
—Tranquilo —me dijo—. No tienes por qué hacerlo tan
rápido. Solo hazlo bien.
Seguí probando las combinaciones, cada vez más
rápido.
—Relájate, ¿vale? Puedes mejorar la velocidad
después.
Estoy ignorándote, pensé. Ni siquiera estás aquí.
Estamos solo yo y esta enorme caja de metal.
El aire ha desaparecido. No puede sobrevivir a esto.
El sudor bajaba por mi espalda. Giré a la izquierda tres
veces hasta 71, a la derecha dos veces en 25, después a la
izquierda hasta que el dial se posó por fin en 5. Tan pronto
como agarré el tirador pude sentirlo.
Sería demasiado tarde. Ya estaría muerto ahí dentro.
Nueve años, un mes, veintiocho días. Ese era el tiempo
que había pasado desde aquel día.
Nueve años, un mes, veintiocho días. Tiré de la manija
y la puerta se abrió.
Al día siguiente, Amelia volvió a casa.
24
Michigan
Septiembre de 2000
Fui al instituto dos días más. Ese fue todo mi último año de
clase. El jueves por la noche sonó el busca azul. Llamé al
número. El hombre al otro extremo de la línea tenía un
marcado acento de Nueva York. Me dio una dirección en
Pensilvania. Justo a las afueras de Filadelfia. Me dijo que
me esperaba en dos días. Me quedé allí sentado durante
mucho rato, mirando la dirección.
Voy a necesitar un justificante, pensé. Voy a necesitar un
justificante excusándome del instituto mañana para poder ir a
Pensilvania y ayudar a algunos hombres a robar una caja
fuerte.
A la mañana siguiente compré un par de petates. Los
colgué sobre la parte de atrás del asiento de mi moto, uno a
cada lado. Volví y puse dentro tanta ropa como pude. Cepillo
de dientes, pasta dentífrica, las cosas normales que se
necesitan a diario. Guardé mi cerradura de entrenamiento.
Guardé las páginas que Amelia había dibujado para mí aquel
verano. Guardé los buscas.
Tenía unos cien dólares ahorrados, más los quinientos
que aquellos hombres me habían dado después del robo
falso. Menos los treinta dólares de los petates de la moto.
Así que unos quinientos setenta dólares en total.
Fui a la licorería y entré a través de la puerta trasera
por si el tío Lito estaba echándose una de sus siestas
matinales. Cuando pasé a la parte delantera allí estaba,
derrumbado sobre el mostrador, con la cabeza apoyada
sobre los antebrazos. Si alguien entraba por la puerta
delantera se despertaba en medio segundo e intentaba actuar
como si no hubiera estado durmiendo.
Lo rodeé y me detuve frente a la caja registradora.
Apreté el botón mágico de la caja y el cajón se abrió. Hice
un recuento rápido. No había mucho, y lo que había lo dejé
allí. No podía llevármelo. Cuando cerré el cajón, el tío Lito
se despertó.
—¿Qué? ¿Qué está pasando?
Le puse la mano en la espalda. No era algo habitual en
mí.
—¡Michael! ¿Estás bien?
Le mostré los pulgares. Nunca he estado mejor.
—¿Qué estás haciendo? ¿No deberías estar en el
instituto?
Parecía viejo aquel día. El hermano de mi padre, el
hombre que se sentía responsable de lo que me había pasado
y que me había acogido a pesar de no tener capacidad alguna
para el cuidado de otro ser humano.
Pero lo había intentado. ¿No es cierto? Lo había
intentado.
Y me había regalado una moto estupenda.
Lo abracé por primera y última vez. Después salí por la
puerta.
— oOo —
Notas a pie de página
1
Cleveland es conocido como “Miskake by the lake”,
error junto al lago, debido a su ubicación junto al lago Erie.
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EL CHICO
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Agradecimientos
Notas a pie de página