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II Usos historiográficos
del concepto
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Afrancesados: sobre la nacionalidad de las culturas


políticas
JUAN PRO RUIZ

El concepto de cultura política en las ciencias sociales –desde la ciencia


política hasta la historia cultural– ha descrito una trayectoria circular
en un cierto sentido: en sus orígenes, se trataba de un concepto pensa-
do por la ciencia política con el fin de valorar la cultura cívica de todo
un país, en la medida en que ésta sirviera para explicar la aptitud rela-
tiva que cada sociedad presentaba para la consolidación de un sistema
político democrático. Después, el concepto transitó por otros derrote-
ros, en los que pasaba a primer plano la diversidad de culturas políticas
que se superponen sobre un mismo espacio y en un mismo tiempo, dis-
putándose la hegemonía en una determinada sociedad. Y, en tiempos re-
cientes, el círculo parece cerrarse, al aparecer nuevas formulaciones,
esta vez desde el ámbito de la historia cultural, que vuelven a propo-
ner la existencia de «culturas políticas generales», en el sentido de que
en cada sociedad puede rastrearse un discurso compartido, o una matriz
discursiva subyacente.
Según estas últimas formulaciones del concepto (últimas, por aho-
ra), la diversidad de discursos políticos que se encuentra en cada mo-
mento en una sociedad determinada se puede atribuir a la existencia de
variantes de una misma matriz discursiva, en la medida en que ésta in-
terpela de manera diferente a grupos que están en diferente posición so-
cial1. Supuestamente, este planteamiento pretendía superar problemas
epistemológicos que estarían presentes en usos anteriores del concepto
de cultura política, y muy particularmente en los que se venían practi-
cando desde la historia política y social, en la medida en que habían re-
finado su instrumental analítico con la incorporación de un concepto

1 Keith M. BAKER, Inventing the French Revolution, Cambridge, Cambridge Univer-


sity Press, 1990; y «El concepto de cultura política en la historiografía reciente so-
bre la Revolución francesa», Ayer, 62 (2006), pp. 89-110.
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como éste. El rechazo a la noción de causalidad social pretendía descar-


tar visiones como la que subyace a la historia cultural de la política, en
la cual el concepto de cultura política desempeña el papel de un inter-
faz que conecta las estructuras objetivas de la sociedad (incluida su
base material de reproducción) con la acción política de los diferentes
grupos; y descartar, por lo tanto, que exista una esfera objetiva exter-
na, y que las formas de conciencia, de identidad y de acción resulten
de procesos de interpretación y de aprehensión cultural de esa realidad.
No obstante, este planteamiento presenta tantas o más inconsis-
tencias como aquéllos a los que pretende superar; y creo que, en la
práctica, ofrece una herramienta menos eficaz para explicar procesos
históricos concretos. Una de sus inconsistencias flagrantes tiene que
ver con la pretensión de rechazar la existencia de toda forma de deter-
minación social sobre la vida política, o aun de la consideración misma
de que exista un ámbito objetivo o material de la realidad que pueda
ejercer esa determinación (algo que se traiciona al suponer la existencia
de grupos sociales con características diferentes para explicar la apari-
ción de diferentes apropiaciones de la cultura política general).
Otra inconsistencia relevante es la que procede de pretender re-
chazar la noción de individuo como sujeto histórico, siquiera sea social
y culturalmente construido.
Pero la mayor debilidad de este planteamiento es la que procede de
invertir el orden de prioridades entre cultura política general y sub-
culturas políticas específicas que había predominado entre los historia-
dores hasta tiempos muy recientes, pasando a poner el acento en la cul-
tura política como una especie de «sentido común» que permite la
formulación de demandas, o como un conjunto de supuestos implícitos
que comparten todos los miembros de una sociedad, sea cual sea el uso
político que hagan de ellos o la dirección en la que los interpreten. He
subrayado expresamente estos tres aspectos de mi desacuerdo con al-
gunos desarrollos recientes del concepto de cultura política (como los
planteados por Baker), porque en estos tres puntos centraré el análisis
que voy a exponer.
Históricamente, un planteamiento como el que sostiene, por ejem-
plo, Baker no puede examinarse desligado de los conceptos de nación y
nacionalidad, cuya relevancia es indudable en el periodo y el contexto
que examina –el de la Revolución francesa–, pero también en el perio-
do y el contexto en el que vive y para el cual escribe este autor: el del
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fin de la Guerra Fría, el auge de los movimientos nacionalistas, el re-


surgimiento de las identidades nacionales y de las interpretaciones na-
cionalistas del mundo desde 1989. Dar por supuesta la existencia de las
naciones como ámbitos propios de definición de culturas políticas es un
planteamiento comprensible en ese contexto intelectual, pero que na-
turaliza a las naciones como unidades sociales de análisis, cuando su ca-
rácter impermanente, híbrido, inacabado y en continua construcción
era una adquisición trabajosamente lograda por la comunidad historio-
gráfica, y tal vez de mayor valor hermenéutico que la desnaturalización
del sujeto individual que en este mismo contexto se ha pretendido lle-
var hasta el extremo. Imaginar las naciones como contenedores pree-
xistentes en los cuales pueden tomar forma las culturas políticas es una
alternativa dudosamente preferible a la de suponer que si hay algo ex-
terno, preexistente y objetivo, se trataría de las estructuras sociales en
las que se desarrolla la vida de relación entre los seres humanos y aun
la misma reproducción de la vida humana.
Una naturalización por otra; un determinismo por otro. Se entien-
den las razones por las que, en un medio intelectual como el que se ha
vivido en Europa y América desde 1989, la versión posmoderna del
concepto de cultura política tuvo cierta acogida y fue objeto de deba-
tes. Pero no han quedado demostradas sus ventajas como instrumento
para explicar procesos políticos complejos, con respecto a formulacio-
nes anteriores del mismo concepto de cultura política. Más bien al con-
trario, el debate parece a punto de saldarse con una derrota de ese plan-
teamiento extremo y con la vuelta sobre sus pasos de algunos de los
autores que habían participado en la denuncia de la causalidad social,
como sería el caso de William Sewell2.
La dicotomía entre existencia o inexistencia de una esfera objetiva
de lo social ejerciendo alguna forma de condicionamiento sobre lo po-
lítico va estrechamente unida a la dicotomía entre la existencia de cul-
turas políticas nacionales –de las que las subculturas políticas son sólo
variantes–, y la consideración de que en cualquier sociedad existen di-
versas culturas políticas enfrentadas, en las que apenas cabe hallar al-
gún denominador común que permita relacionarlas entre sí a nivel na-

2 William H. SEWELL Jr., Logics of History: Social Theory and Social Transforma-
tion, Chicago, University of Chicago Press, 2005; y «Por una reformulación de lo
social», Ayer, 62 (2006), pp. 51-72.
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cional3. De la respuesta que se dé a una de estas disyuntivas depende la


otra. Y ninguna de las dos es independiente de la consideración que se
otorgue al individuo como sujeto de la acción política.

Afrancesados
Este trabajo se centra en un grupo político concreto, presente durante
la crisis del Antiguo Régimen y la revolución española del siglo XIX, al
cual reconocemos por el nombre que le dieron sus detractores en los
años inmediatos a su derrota y exilio, nombre que los historiadores han
adoptado por comodidad y economía del lenguaje: los afrancesados. Se
trata de un grupo de pequeñas dimensiones y de definición estricta-
mente política, ya que lo que permite identificarlos es un acto político,
como la fidelidad a la dinastía bonaparte durante el periodo 1808-1814
y las consecuencias que ese acto acarreó para quienes lo protagonizaron
en las décadas posteriores, hasta mediados del XIX.
No obstante, a pesar de su tamaño reducido y de su posición polí-
ticamente marginal, lo que identifica a este grupo es una cultura políti-
ca diferenciada, en el sentido de una representación del mundo, del po-
der y de la Monarquía española que sólo ellos sustentaban, y que dio
lugar a su particular forma de proceder ante los acontecimientos de
1808-1810. Esas representaciones que compartían se manifestaban en
un sistema de valores y un lenguaje propios. En trabajos anteriores he
iniciado la caracterización del grupo a través de ese lenguaje y de una
trayectoria intelectual común4.
Daré por hecho que el grupo afrancesado admite la aplicación del
concepto de cultura política, en la medida en que compartió interpreta-
ciones de la realidad, lenguajes y expectativas de futuro que, al menos
hasta 1820 resultaban inadmisibles –si no lisa y llanamente incompren-
sibles– para la mayor parte de los españoles. Y daré por sabido, igual-

3 Como diría Serge BERSTEIN: «Nature et fonction des cultures politiques», en S.


BERSTEIN (dir.), Les cultures politiques en France, París, Seuil, 2003.
4 Un ejemplo en «Innovación del lenguaje y policía de las costumbres: el proyecto
de los afrancesados en España», en A. ÁVILA y P. PÉREZ HERRERO (comps.), Las
experiencias de 1808 en Iberoamérica, Alcalá de Henares-México, Universidad de
Alcalá-Universidad Nacional Autónoma de México, 2008, pp. 231-249.
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mente, que aquella cultura política pervivió mucho más allá del final de
la experiencia bonapartista en España, liquidada en 1813-1814. En rea-
lidad, una vez derrotados los ejércitos napoleónicos y restauradas las
dos ramas de la dinastía borbónica en España y Francia, el grupo afran-
cesado perdió toda posición institucional, de manera que a sus miem-
bros no les quedó otro factor de identidad que esa cultura política com-
partida, nutrida por las experiencias del reinado de José I y enriquecida
luego con nuevos ingredientes comunes por la vivencia del exilio.
Fue así como toda una cultura política (formada por lenguajes,
representaciones y valores) transitó hasta las décadas centrales del
siglo XIX, contaminando a otras culturas con las que entró en contacto
desde el poder o desde la oposición. Y al cabo encontramos componentes
específicos de la cultura afrancesada que entran a formar parte de otras
culturas políticas que tomaron forma en aquella época, particularmen-
te del liberalismo posrevolucionario. Es más: contra lo que pretende la
glorificación de la herencia de las Cortes de Cádiz que todavía hoy si-
gue formando parte del imaginario patriótico español, la cultura políti-
ca de aquel primer liberalismo revolucionario constituyó un «callejón
sin salida», que no encontró continuidad después de 1836. Mientras los
componentes fundamentales de la cultura política doceañista se extin-
guieron sin dejar rastro en los años treinta, en cambio muchos de los
que integraban la cultura política afrancesada pasaron a formar parte
de la nueva cultura política del liberalismo posrevolucionario que por
entonces se estaba formando. De manera que, si pudiera hablarse de
algo como una genealogía de las culturas políticas, y buscáramos –en
particular– reconstruir la genealogía de la cultura política liberal en la
España del siglo XIX, habría que considerar que ésta procede tanto o
más de raíces afrancesadas que de raíces gaditanas.

Afrancesamiento cultural y afrancesamiento político


La cuestión anunciada en el título de esta intervención –si hay culturas
políticas nacionales o si, al menos, las culturas políticas tienen nacio-
nalidad– nos lleva a preguntarnos cuál era la nacionalidad de la su-
puesta cultura (o subcultura) política de los afrancesados. El término
mismo de afrancesados, con el cual el ingenio popular pretendió estig-
matizar a quienes colaboraron con el rey José y con su administración,
daba a entender que no eran del todo españoles, o que la posición que
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habían adoptado –que no dudaban en calificar de traición– se explica-


ba por una transformación personal tan profunda que había afectado a
su naturaleza esencial, hasta el punto de que habían dejado de ser com-
pletamente españoles, convirtiéndose, al menos a medias en franceses,
esto es, afrancesándose.
Ciertamente, los intelectuales afrancesados más conspicuos,
aquellos que no sólo prestaron el juramento de fidelidad al rey obli-
gado para conservar cualquier puesto en la Administración de la Mo-
narquía, en los tribunales, la Armada o el Ejército, sino que se
comprometieron activamente con el proyecto de modernización auto-
ritaria que representaba el cambio de dinastía y lo defendieron como
una oportunidad histórica para sacar a España de su «minoría de
edad», llevaban decenios imbuyéndose de lecturas francesas, admira-
ción por los logros de Francia, imitación del gusto francés y propues-
ta de modelos franceses en todos los terrenos. Se ha hablado, por ello,
de la existencia de un afrancesamiento cultural, que sería anterior y
más extendido que el afrancesamiento político. Y, de hecho, el térmi-
no afrancesado se usaba mucho antes de 1808 para referirse «al que
imita con afectación las costumbres o modas de los franceses»5.
Aquello que podríamos llamar afrancesamiento cultural no tiene,
por otro lado, nada de sorprendente, dada la posición relativa de Espa-
ña y Francia desde el siglo XVII y el influjo cultural que Francia ejer-
ció a lo largo del XVIII sobre todos los países de Europa, especialmente
sobre los del continente y más aún sobre aquellos con los que tenía ve-
cindad inmediata, como España6. Esta aculturación previa, de la que
existen pruebas sobradas, nos plantea un problema de explicación,
porque remite a fenómenos que fueron comunes entre las elites espa-
ñolas del siglo XVIII y, sin embargo, la traducción de esa sumisión cul-
tural en una sumisión político-militar no fue automática: cuando en
1808-1810 se planteó la disyuntiva de acatar el Gobierno y las leyes de

5 Diccionario de la lengua castellana compuesto por la Real Academia Española. Se-


gunda impresión corregida y aumentada. Tomo primero. A-B, Madrid, Joachín Iba-
rra, 1770. Una discusión pormenorizada del término afrancesado ha sido aborda-
da por Javier Fernández Sebastián, «Afrancesados», en J. Fernández SEBASTIÁN
y J. F. FUENTES (dirs.), Diccionario político y social del siglo XIX español, Madrid,
Alianza Editorial, 2002, pp. 74-79.
6 Emilio LA PARRA, La alianza de Godoy con los revolucionarios (España y Francia a
fines del siglo XVIII), Madrid, CSIC, 1992, p. 73.
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José Bonaparte o unirse a la resistencia de los que se autodenominaron


patriotas, las elites se dividieron entre los dos bandos en guerra, ca-
yendo los «afrancesados culturales» tanto de un lado como de otro.
Mientras que la literatura de los monárquicos serviles pretendió
vincular ambos fenómenos, acusando de cooperación con el invasor a
todo el que profesara ideas modernas que pudieran relacionarse con un
origen francés, los liberales fernandinos se defendieron haciendo explí-
cita la evidencia de que el afrancesamiento cultural y la opción políti-
ca por el bonapartismo iban por separado y no afectaban a las mismas
personas. Existen incluso indicios de que el término afrancesados no se
acuñó inicialmente para atacar a los josefinos, sino que empezó siendo
un término denigratorio que los monárquicos serviles idearon para es-
tigmatizar a los liberales de Cádiz (el término afrancesados para los jo-
sefinos fue más corriente después de la derrota y del exilio en 1813-
1814)7. Y también hay que recordar que el discurso de los monárquicos
serviles fernandinos se nutría como ningún otro de fuentes francesas8.
Es decir, que el afrancesamiento cultural no estableció con antelación la
frontera política que aparecería en 1808 entre josefinos y fernandinos;
pero sí reforzó hasta hacer infranqueable la frontera social entre pueblo
y elites, que los futuros afrancesados políticos situaron en el centro de
su cultura política.
Tenemos aquí un primer problema que resolver. Pero nuestro pro-
blema no es nada al lado del que tuvieron ellos (me refiero a los miem-
bros de las elites sociales españolas, intensamente impregnados de cul-
tura francesa, que en 1808 se vieron ante el dilema de aceptar el
cambio de dinastía o rechazarlo). Cada uno tuvo que elegir, y esto les
produjo intensos conflictos de conciencia y un cierto desgarro con su

7 María Cruz SEOANE, El primer lenguaje constitucional español (las Cortes de Cá-
diz), Madrid, Moneda y Crédito, 1968, pp. 194-200. Javier FERNÁNDEZ SEBAS-
TIÁN, «Afrancesados», en J. FERNÁNDEZ SEBASTIÁN y J. F. FUENTES (dirs.),
Diccionario…, op. cit., p. 75. La acepción de afrancesado como «español que en la
guerra llamada de la independencia siguió el partido francés» no aparece en el
DRAE hasta la edición de 1852 (Diccionario de la lengua castellana por la Real Aca-
demia Española. Décima edición, Madrid, Imprenta Nacional, 1852). Jean-René
AYMES, «Le débat idéologico-historiographique autour des origines françaises du
libéralisme espagnol: Cortès de Cadix et Constitution de 1812», Historia Constitu-
cional, 4 (2003).
8 Javier HERRERO, Los orígenes del pensamiento reaccionario español, Madrid, Alian-
za Editorial, 1988.
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entorno, ya que lo que se estaba rompiendo era el tejido constitutivo


de la sociedad española, formado por millones de vínculos concretos,
relaciones privadas y cotidianas que la guerra civil iba a hacer impo-
sibles. En el extremo –y los extremos son especialmente ilustrativos
para comprender la entidad de un problema– tenemos los casos de los
indecisos, que apostaron en principio por un bando, para corregir des-
pués su primera decisión y cambiarse al otro. Alberto Lista, por ejem-
plo, que había cerrado filas en torno a la Junta Central en 1808, tomó
la decisión de pasarse con todas las consecuencias al bando josefino en
1810, cuando la creación de la Regencia le convenció de que en el ban-
do de los que se llamaban a sí mismos patriotas sería imposible sacar
adelante el programa reformista en el que creía. La «Constitución his-
tórica» de la que hablaban los patrocinadores de la convocatoria de
Cortes, y de cuya recuperación y depuración hablarían las Cortes de
Cádiz, no era posible, por los defectos intrínsecos de la Monarquía tra-
dicional; la continuidad jurídica con el Antiguo Régimen, a la inglesa,
conduciría al fracaso de la revolución, a la mistificación de la idea mis-
ma de Constitución9.
Para Lista había que partir de la definición política de la nación de
Sieyès, única verdaderamente liberal, y deshacerse cuanto antes de la
peligrosa identificación entre nación y pueblo que solían hacer los pa-
triotas: tan peligrosa era esa identificación tomando pueblo en su acep-
ción de unidad cultural a la que se supone existencia natural –al modo
de los románticos alemanes– como si se tomaba pueblo en el sentido de
las masas pobres e incultas que protagonizaban los motines: los moti-
nes de 1808, que en la cultura política de los afrancesados sólo podían
ser interpretados sobre la matriz del motín contra Esquilache de 1766,
el cual constituía un referente simbólico de primera magnitud para
identificar la confrontación entre elite ilustrada y pueblo fanático e ig-
norante. Porque pueblo era la masa violenta y clerical que había pues-
to freno en 1766 al reformismo de Carlos III, los afrancesados se aleja-
ron del lenguaje del «pueblo» y llamaron a imitarles a todos los que

9 Artículos en El Espectador Sevillano sobre «Cuestiones de Cortes» en 1809. Es-


tudiados por Jean-Baptiste BUSAALL en «Alberto Lista y el debate constitucio-
nal sobre Cortes», Sevilla, 1809, en E. LARRIBA y E. LA PARRA (dirs.), Las eli-
tes y la «Revolución de España» (1808–1814), Coloquio Casa de Velázquez,
Madrid, 2007 (inédito). También por Raquel RICO LINAJE, «Constitución, Cor-
tes y opinión pública: Sevilla, 1809», Anuario de Historia del Derecho Español,
67 (1997), pp. 799-820.
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temían que la alteración del orden degenerara en una verdadera revo-


lución social.
Al sostener el planteamiento que le llevó a pasarse al bando de José
Bonaparte y a convertirse en uno de sus propagandistas más activos y
brillantes, Lista estaba oponiéndose expresamente al constructo que
identificaba las nuevas Cortes electivas y la nueva Constitución escrita
de los patriotas como versiones modernas, apenas retocadas, de siste-
mas de representación y de protección de las libertades procedentes de
los reinos medievales. No por casualidad, se trataba de la argumenta-
ción que patrocinó Francisco Martínez Marina, cuya trayectoria fue
exactamente la inversa: habiendo optado inicialmente por José I, lo
abandonó luego para defender y apoyar a las Cortes gaditanas10. Mírese
bien el momento en que se cruzan: 1810. Porque, después de la prime-
ra sacudida de 1808, cuando el cambio de dinastía obligó a delimitar los
campos políticos, en 1810 la convocatoria de Cortes supone un segun-
do momento de movilización, realineamiento y definición de posicio-
nes, tan conflictivo y exigente como el momento de 1808, o probable-
mente más (tanto en la Península como en América).
Los dos casos mencionados, de Lista y Martínez Marina, son espe-
cialmente significativos porque, en su viaje político de sentido inverso,
llevan cada uno elementos fundamentales para la cultura política del
bando de destino, precisamente esas dos concepciones contrapuestas de
la comunidad política que les hicieron pensar a ambos que habían apos-
tado inicialmente por el bando equivocado. Pero Lista y Martínez Ma-
rina no serían los únicos en hacer este viaje para ubicarse en el espacio
político que culturalmente les correspondía. Habría otros casos, algu-
nos tan relevante como el de José Vargas Ponce, que después de haber
protagonizado la definición institucional de la instrucción pública en la
Administración josefina –con todo lo que eso conllevaba de plasmación
de conceptos fundamentales de la política afrancesada– se pasó en 1813
al bando de las Cortes de Cádiz y reprodujo en ese nuevo ámbito polí-

10 Carta sobre la antigua costumbre de convocar las Cortes de Castilla para resolver los
negocios graves del Reino, Londres, Imprenta de Cox, Hijo y Baylis, 1810; y Teoría
de las Cortes o Grandes Juntas Nacionales de los Reinos de León y Castilla. Monu-
mentos de su Constitución política y de la soberanía de su pueblo. Con algunas obser-
vaciones sobre la Ley Fundamental de la Monarquía española sancionada por las
Cortes Generales y Extraordinarias, y promulgada en Cádiz a 19 de Marzo de 1812,
Madrid, Imprenta de Don Fermín Villalpando, 1813 (3 vols.).
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tico-administrativo las mismas instituciones y los mismos conceptos de


referencia11 (menciono especialmente el caso de Vargas Ponce por tra-
tarse de un ejemplo tempranísimo, tal vez el primero, de innovación po-
lítica en el liberalismo español a través de la incorporación de personas,
modelos y lenguajes procedentes del ámbito afrancesado).
El caso de los tránsfugas, los que estuvieron primero en un bando
de la contienda y luego en otro, resulta revelador. Recordemos que se
trataba de una contienda no sólo dinástica, diplomática y militar; era
una contienda civil que confrontaba dos modelos de Estado y de na-
ción, dos visiones del mundo y del lugar que España ocupaba en él, dos
lenguajes y dos formas radicalmente distintas de interpretar el ciclo re-
volucionario iniciado en Francia en 1789 y las lecciones que había que
aprender de aquella experiencia. Pasar de un bando a otro no era una
mera cuestión de cálculo o de conveniencia personal en función de las
probabilidades relativas de éxito militar que en cada momento pudie-
ran atribuirse a Napoleón y a sus adversarios. ¿Qué significaba enton-
ces optar? ¿Qué significaba reconocer que se estaba en un error y cam-
biar de bando?
En primer lugar, hay que prestar atención al sujeto que adopta esa
decisión. Por más que sean decisiones cultural y socialmente condicio-
nadas, son decisiones individuales, adoptadas, en muchos casos, de
forma traumática. Cuando Lista optó por el bonapartismo, lo hizo rom-
piendo la armonía del grupo de liberales sevillanos con los que le unían
vínculos políticos y de amistad. Es cierto que algunos miembros del
grupo ya se habían decantado por el rey José, como era el caso de Félix
José Reinoso y Miguel del Olmo; pero otros no, y romper con los que
eligieron seguir siendo fernandinos no resultaría fácil. Lista opta por el
bando en el que ve inscrito el verdadero liberalismo que surge de la ex-
periencia revolucionaria francesa ya madura, e intenta arrastrar tras de
sí a otros miembros del grupo que potencialmente podían compartir las
mismas inclinaciones, como José Blanco White. Las críticas lanzadas

11 José VARGAS PONCE, autor de La Instrucción Pública. Único y seguro medio de la


prosperidad del Estado (Madrid, Hija de Ibarra, 1808), formó parte de la Junta de Ins-
trucción Pública formada por el Gobierno de José I en Madrid; y luego de la que for-
maron las Cortes en 1813, a la que también perteneció MARTÍNEZ MARINA (A. Mar-
tínez Navarro, «Las ideas pedagógicas de José Vargas Ponce en la Junta creada por la
Regencia para proponer los medios de proceder al arreglo de los diversos ramos de la
instrucción pública (1813)», Historia de la Educación, 8 (1989), pp. 315-322.
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por éste durante los años anteriores contra la intolerancia religiosa y


contra la tiranía que ejercía la Iglesia católica sobre la sociedad españo-
la parecían terreno abonado para que diera el paso y apoyara un cam-
bio de dinastía junto al cual venía aparejada una propuesta de reforma,
modernización y disciplinamiento de la Iglesia. Sin embargo, Blanco
White no dio el paso: pesó más su prejuicio patriótico, o tal vez la in-
fluencia británica de quien a continuación de despedirse de su amigo
Lista marchó a Inglaterra e inició el camino espiritual que le llevaría a
la Iglesia anglicana y luego al unitarismo12. Lista y Blanco actúan como
individuos autónomos, respondiendo en direcciones opuestas a los
desafíos del momento, desde condicionantes sociales y culturales apa-
rentemente similares: se despiden calurosamente y se sitúan cada uno
en un lado de la guerra.
Igualmente significativo sería el caso de Jovellanos. Los afrancesa-
dos contaban con él como un colaborador prácticamente seguro desde el
comienzo. Todo en su pasado y en su producción escrita parecía abocar-
le al bando josefino, como el gran crítico de la Monarquía tradicional que
había sido. Sus ataques a la Inquisición y el haber sido víctima de las per-
secuciones de ésta parecían decisivos para atraerle hacia un Gobierno
que se instalaba en España comenzando por abolir el siniestro Tribunal
mediante los Decretos de Chamartín (1808)13. A Jovellanos se le reservan
puestos de responsabilidad en la Administración de José Bonaparte. Se
realizan aproximaciones a través de amigos que pueden influirle. Se le es-
criben cartas con argumentos racionales y emocionales. Pero, contra todo
pronóstico, Jovellanos decide mantenerse fiel a los Borbones14. Su afran-
cesamiento cultural era indudable, y su opción por modelos políticos
análogos a los que los Bonaparte pretendían para España, también.
Volveremos después sobre la articulación entre lo individual y lo
colectivo en este contexto, preguntándonos por la entidad del sujeto de
esta acción política que significaba optar públicamente por un bando u

12 José BLANCO WHITE, Autobiografía (1845), Sevilla, Universidad de Sevilla, 1975,


ed. de Antonio Garnica.
13 Decreto imperial de 4 de diciembre de 1808, Gaceta de Madrid (extraordinaria),
núm. 151, de 11 de diciembre, p. 1567.
14 Jovellanos cuenta cómo Mariano Luis de Urquijo le ofreció el cargo de ministro del
Interior en el Gobierno de José I, el 7 de julio de 1808, y él eludió esa responsabi-
lidad alegando razones de salud (Obras completas, Oviedo, Instituto Feijoo, 1988,
t. IV, pp. 556-558).
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otro del conflicto abierto por el cambio de dinastía. Lo que ahora nos
queda claro es que el afrancesamiento cultural, por sí mismo, no ga-
rantizaba que un individuo diera el paso político y aceptara la sateliza-
ción de España con respecto a la Francia de los Bonaparte en 1808-1810.
La aculturación de las elites españolas del siglo XVIII en francés y en
torno a lecturas francesas tan sólo creaba las condiciones de posibilidad
para que ese paso pudiera darse y legitimarse, aunque no lo determi-
naba: creaba un entorno de comprensión y de admiración hacia todo lo
francés, aceptando la inferioridad y el retraso de España hasta el pun-
to de admitir que la sumisión al poder de Francia sólo podía traer be-
neficios al país. Pero esa asunción de la superioridad francesa la com-
partían muchos de los intelectuales que se unieron a la resistencia y
defendieron los derechos dinásticos de Fernando VII.
Todos habían leído a los mismos autores, a los philosophes y a los
difusores del derecho natural y de gentes, que habían acabado por
constituir referentes comunes para las elites de toda la Monarquía es-
pañola y no sólo de sus reinos peninsulares15. También habían tenido
noticia puntual de los sucesos de Francia, desde la crisis de la Monar-
quía hasta el Imperio napoleónico, pasando por el episodio del Terror.
Pero no todos habían realizado la misma lectura de los textos ni la mis-
ma interpretación de los acontecimientos.

Españoles afrancesados, europeos cosmopolitas


¿De qué nacionalidad era, entonces, esta cultura política que atribui-
mos a los afrancesados? Ellos eran naturales de los reinos de España y,
por lo tanto, españoles, e insistieron públicamente en que todas sus ac-
ciones estaban movidas por una cierta forma de entender el patriotis-
mo, por ahorrar a España sufrimientos inútiles y por lograr para Espa-
ña las más altas cotas de progreso y de bienestar, que sólo la tutela de
Francia podía garantizar. Voluntariamente se instalaron en la defensa de lo
español y en las apelaciones a los españoles, asumiendo el coste de en-
trar en conflicto con Francia cuando los puntos de vista de ocupantes
y colaboracionistas no eran exactamente coincidentes: por ejemplo,

15 Alberto MEDINA, Espejo de sombras. Sujeto y multitud en la España del siglo


XVIII, Madrid, Marcial Pons, 2009.
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Afrancesados: sobre la nacionalidad de las culturas políticas 217

durante la redacción de la Constitución de Bayona; o en todo lo relati-


vo a las relaciones con la Iglesia; en la gestión del imperio ultramarino;
a la hora de decidir si la unidad de código se realizaría en España im-
plantando el Code Napoléon o elaborando un código propio que bebie-
ra de las fuentes jurídicas españolas; o cuando se trató del reajuste de
fronteras para ampliar el territorio imperial a costa de España.
De hecho los afrancesados eran españoles con una concepción pro-
pia de España: España como nación política o como Estado, frente a la
nación histórica y cultural que predominaba entre los fernandinos; Es-
paña como un Estado-nación uniforme, en el que no tenían cabida los
particularismos territoriales que en el ámbito fernandino aparecían do-
tados de cierta legitimidad por el discurso historicista. Caben pocas du-
das de que la cultura política de los afrancesados formaba parte del con-
junto de culturas políticas españolas, no sólo porque se produjera en
territorio español y entre súbditos españoles, sino también porque cabe
encontrar algunos elementos comunes entre las diversas culturas polí-
ticas de la España de aquel momento16.
La de los afrancesados no podía ser, como pretendían sus enemigos,
una cultura francesa, de importación, ajena a las tradiciones y a los in-
tereses del país. La aculturación de las elites españolas era un fenómeno
general bastante antes de que en 1700 se instalara en el trono una dinas-
tía francesa por primera vez. El afrancesamiento cultural era un signo de
distinción que caracterizaba a las elites frente a unas masas populares a
las que esta influencia llegaba de manera mucho más tenue. Por lo tanto,
todas las culturas políticas españolas de aquella época mostraban una
cierta influencia francesa: desde luego, la de los afrancesados; pero no
menos la de los patriotas liberales que concibieron las Cortes unicamera-
les y la Constitución de 1812 como un calco de los precedentes france-
ses17; y la de los monárquicos tradicionalistas del bando fernandino, que

16 La percepción de América o de la imbricación entre los territorios europeos y ame-


ricanos de la Monarquía, sería uno de los elementos comunes de las diversas cul-
turas políticas españolas. Tal vez sería otro la idea de unidad religiosa, que iden-
tificaba el ser español con el ser católico, aunque en esto cabría señalar matices
más importantes, por cuanto sí eran distintos los corolarios que se extraían de tal
constatación, sustentando los afrancesados la visión más generosa de la libertad
de cultos y de conciencia.
17 Ignacio FERNÁNDEZ SARASOLA, «La influencia de Francia en los orígenes del
constitucionalismo español», Forum Historiae Iuris, 2005 http://www.forhis-
tiur.de/zitat/0504sarasola.htm
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218 JUAN PRO RUIZ

también bebieron con fruición de fuentes ultramontanas francesas (como


Augustin Barruel, Louis de Bonald o Joseph de Maistre).
El panorama de las culturas políticas españolas durante la guerra
de 1808 muestra que todas ellas eran mestizas en cuanto a su origen na-
cional: la influencia francesa, después de más de un siglo de acultura-
ción, estaba en todas ellas mezclada con componentes autóctonos y de
otra procedencia. ¿Cómo atribuir a estas construcciones culturales una
nacionalidad?
Esto habría sido inconcebible para los protagonistas; porque, si
algo caracterizó la relación de los afrancesados con la cultura, con la po-
lítica y con el mundo, fue su marcado cosmopolitismo. En esto sí que se
encuentra una frontera cultural visible que los distingue de sus rivales
en otros medios políticos. De hecho, si se mira bien, lo que llamamos in-
fluencia francesa es más bien la apertura a un cosmopolitismo que, en
las circunstancias de aquella época sólo podía llegar en lengua francesa
y a través de Francia. Pero las instituciones, los conceptos, los discur-
sos que se reciben, son tanto franceses como alemanes, italianos, suizos,
holandeses o británicos. Francia actuaba como un condensador y un re-
petidor de la producción intelectual, artística, científica, jurídica y
también política de toda Europa; producción que, por lo general, llega-
ba hasta las elites de la Monarquía española a través de resúmenes, in-
terpretaciones o traducciones francesas. Esto creaba el equívoco de que
las elites españolas consumían de manera casi exclusiva cultura france-
sa; cuando en realidad, a través del francés, se abrían a la diversidad y
la riqueza de la Ilustración europea. El carácter híbrido o mestizo de las
culturas políticas resultantes es, pues, evidente y más acentuado de lo
que pudiera parecer a primera vista, puesto que el lugar que ocupaban
en ellas las aportaciones de pensadores italianos (Giovanni Vincenzo
Gravina, Cesare Beccaria), suizos (Jean-Jacques Burlamaqui, Emerich
de Vattel, Johann Heinrich Pestalozzi), holandeses (Hugo Grocio) o ale-
manes (Samuel Puffendorf), no permite reducirlas a una mezcla de ele-
mentos españoles y franceses.
Tal vez sí hubo una diferencia en esto entre los afrancesados, en
cuanto a la percepción de la diversidad de orígenes de los componentes
que integraban en su cultura política. El hábito de examinar las pro-
puestas novedosas que venían de Europa y asumirlas o rechazarlas me-
diante un juicio racional en el que nada tenía que ver la nacionalidad de
su autor, acostumbró a algunos miembros de las elites cultas del reina-
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Afrancesados: sobre la nacionalidad de las culturas políticas 219

do de Carlos IV a pensarse a sí mismos como europeos. Europeos vincu-


lados espiritualmente a Francia y, a través de ella, a un continente en el
que eran muchos los focos de luz; europeos que, por otra parte, habían
tenido la mala fortuna de nacer en España, este país de tinieblas, en la
periferia europea, al que los libros llegaban con dificultad y la luz de la
razón tenía que circular medio escondida. Algunos hicieron del cosmo-
politismo, de esa apertura a lo racional, viniera de donde viniera, una
manera de estar en el mundo. Y fue precisamente en ese medio, que se
había desprendido casi por completo del habitus hispanizante, en don-
de fueron reclutados la mayor parte de los afrancesados de 1808-1814.
El estallido de la guerra civil en 1808 acentuó la nitidez de esta
frontera, por cuanto los afrancesados asumieron un discurso racionalis-
ta en el que la aceptación de las instituciones francesas y de la tutela im-
perial iba de suyo como corolario de esa visión del mundo en el que ape-
nas tenían entidad ni relevancia las esencias patrióticas. En la medida en
que, desde el bando fernandino, la resistencia contra la ocupación fran-
cesa se azuzó con una propaganda chauvinista, que hacía bandera de lo
castizo, de lo español como garantía cultural frente a la dominación po-
lítica extranjera, los campos terminaron de delimitarse dialécticamente:
entre quienes se adherían a una visión de Europa como un conjunto de
pueblos diferenciados que encontraban plasmación política en las mo-
narquías tradicionales, y quienes veían a Europa como un continente
ordenado desde un poder central, imperial, capaz de extender las leyes
e instituciones que la razón dictaba para todos, con independencia de la
lengua que hablaran o la religión que profesaran.

Antes del nacionalismo


Los afrancesados españoles fueron un grupo unido en torno a una cul-
tura política común, que les diferenciaba de la mayor parte de la po-
blación española, apegada a otras visiones del mundo, otros lenguajes
y otros sistemas de valores. Uno de los rasgos característicos de aquella
cultura política era su carácter paneuropeo, formado por aportes, con-
ceptos, símbolos e imágenes procedentes de todos los países de Europa,
en franco contraste con el nacionalismo historicista que profesaban las
demás culturas políticas presentes en la España peninsular.
La caracterización de este pequeño grupo nos ayuda a comprender
que en su tiempo no existía nada parecido a una cultura política nacio-
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220 JUAN PRO RUIZ

nal en España. Los ingredientes de la cultura afrancesada tenían más en


común con los de otras elites europeas que con la cultura política de los
liberales gaditanos o la de los tradicionalistas fernandinos; y, a su vez,
estos dos grupos se aproximaban más a la cultura política de otros libe-
rales y de otros legitimistas europeos de lo que se asemejaban entre sí.
La consideración detenida de las culturas políticas españolas, como las
de cualquier país, revela la pluralidad intrínseca de las sociedades mo-
dernas, escindidas de manera irreversible en grupos sociales con inte-
reses contrapuestos por efecto de la economía de mercado, pero tam-
bién escindida en corrientes políticas irreductibles a la unidad por
efecto de la libertad de pensamiento, la libertad de imprenta y la libre
concurrencia de partidos.
¿Cómo podría sostenerse entonces que, en medio de esta plurali-
dad de intereses sociales y de corrientes partidarias, las culturas políti-
cas que dan sentido a ambas no fueran igualmente diversas? ¿Cómo po-
dría argumentarse la existencia de un sustrato cultural común que
diera unidad a cada comunidad nacional y la diferenciara de las nacio-
nes vecinas, si no es sobre la base de un prejuicio esencialista que con-
sidere a las naciones como entes naturales reconocibles a despecho de
su pluralidad interna y de su mutua interpenetración?
El caso de la España contemporánea es significativo de lo contra-
rio. Se trata de un país donde se encuentran culturas políticas mesti-
zas, híbridas, continuamente abiertas a las influencias venidas del ex-
tranjero; junto con otras que tal vez lo sean menos, pero que,
precisamente por eso, no pueden formar parte de una cultura política
nacional. Más claro aún lo veríamos si, saltando al otro lado del Atlán-
tico, pensáramos las culturas políticas de los otros españoles: el carác-
ter híbrido, mixto, mestizo, no-enteramente-español de las culturas
políticas criollas resulta evidente. Tan evidente como la pluralidad de
culturas políticas presentes en cada virreinato, en cada audiencia, ca-
pitanía o gobernación. No es válida la trasposición de las culturas po-
líticas definidas para la España peninsular a la España americana;
como tampoco vale la caracterización de las culturas políticas de uno
de los territorios de la América española para otro. En la medida en
que la Monarquía española era una, y los inventores de la nación la de-
finieron como una comunidad política extendida por ambos hemisfe-
rios, sostener la existencia de un sustrato de cultura política común se
vuelve, obviamente, imposible.
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Afrancesados: sobre la nacionalidad de las culturas políticas 221

Y, ¿acaso no es siempre así? ¿No son mayores y más determinantes


de las conductas los elementos culturales que diferencian la interpreta-
ción del mundo presente en cada grupo político de una nación que los
que caracterizan de manera uniforme a todos los que participan en un
mismo sistema político? ¿Dónde se encuentra esa nación de profundas
unanimidades que imaginan los nacionalistas y que dan por buena al-
gunos científicos sociales? Yo diría que, desde luego, no en la España
contemporánea; y dudo que alguna vez haya existido en algún otro si-
tio cualquiera.

Condiciones sociales y opciones políticas


Decía al comienzo que entiendo directamente conectadas entre sí las
dos disyuntivas principales que se plantean los historiadores en torno
al uso del concepto de cultura política. Uno es el de la existencia o no
de culturas políticas generales o la posición relativa que se asigna a los
elementos de unidad y los de diversidad en las culturas políticas de una
nación, esto que he llamado la nacionalidad de las culturas políticas. La
otra es la existencia de factores sociales que, por mediación de las cul-
turas políticas, puedan considerarse determinantes de la acción políti-
ca de los sujetos.
El estudio de los afrancesados españoles plantea un desafío en tor-
no a esta segunda cuestión, como es fácil deducir de lo dicho hasta aho-
ra. El afrancesamiento fue un fenómeno de elites, en el que apenas hubo
participación popular; y esto distingue a los afrancesados, que reafir-
maron voluntariamente su distanciamiento de las masas populares, al
mismo tiempo que las elites fernandinas recorrían el camino opuesto,
asumiendo discursos en los que tal distancia se acortaba o se borraba en
torno al lenguaje del pueblo y de la nación. Las elites españolas del pe-
riodo 1808-1814 se presentan escindidas en varias culturas políticas a
las que resulta imposible identificar con posiciones de clase o con inte-
reses materiales contrapuestos. Más allá del elitismo cosmopolita impe-
rante entre los afrancesados, que no encuentra equivalente ni entre los
liberales gaditanos ni entre los reaccionarios fernandinos, no parece ha-
ber atributos sociales que caractericen a la opción afrancesada.
Para vislumbrar una posible caracterización social del grupo es ne-
cesario extender la noción de lo social más allá de las bases económicas
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222 JUAN PRO RUIZ

de la desigualdad para identificarlo con el ámbito de las relaciones. Y


de ahí extraer una caracterización social de los afrancesados que, en el
momento actual, sigue en el estado de hipótesis aún no del todo con-
trastada. ¿Cómo explicar la decisión política que adoptaron estos suje-
tos entre 1808 y 1810 de apoyar al régimen de José Bonaparte? De en-
trada, no resultan satisfactorios los planteamientos tradicionales de tipo
contingente, que explican el paso de cada uno de ellos al bando josefi-
no en razón de circunstancias políticas específicas (como la mejor o
peor relación con el grupo de poder reunido en torno a Godoy, por
ejemplo) o con atributos psicológicos y morales individuales (como la
mayor o menor ambición, valentía, lealtad…); no resultan satisfactorios
por cuanto los primeros no explican sino una pequeña parte de las tra-
yectorias del grupo afrancesado y los segundos son meras tautologías.
En lugar de ello, trabajamos con la hipótesis, ya explicada, de un
afrancesamiento cultural de larga data que afectó a un sector muy am-
plio de las elites españolas del siglo XVIII y que, tal vez, había alcanza-
do su punto culminante en los últimos años del reinado de Carlos IV,
por la contemplación extática de los logros napoleónicos. Poco cambia,
a esos efectos, el matiz apuntado de que esa aculturación no era pro-
piamente inmersión en la cultura francesa, sino adopción a través de
Francia de elementos culturales de diversa procedencia, es decir, una
europeización mucho más cosmopolita de lo que pudiera hacer pensar
la etiqueta infame de afrancesados. En todo caso, como ya dijimos, el
afrancesamiento cultural no siempre derivó en afrancesamiento políti-
co, y es esta segunda frontera la que no encuentra explicación si la in-
vestigación se mantiene en el terreno de lo cultural: ¿qué hizo que, en
el marco de esas elites afrancesadas, los desafíos de 1808-1810 decanta-
ran a algunos de sus miembros hacia el bando de José I y a otros hacia
el de Fernando VII? Fue la interacción entre factores culturales y socia-
les la que determinó el paso a las filas del rey José y acabó caracteri-
zando a un grupo que forjó su cultura política distintiva en el contex-
to de confrontación que se inició en 1808.

Elites en crisis
Los desafíos de los años 1808-1810 interpelaron de manera diferente a
cada sector de la población en función de sus posiciones sociales y de
los instrumentos culturales que tuvieran para interpretarlas. De entra-
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Afrancesados: sobre la nacionalidad de las culturas políticas 223

da, los más directamente interpelados fueron los miembros de las elites
de poder, a los que tanto los Bonaparte como los portavoces autoprocla-
mados de la nación española fiel a los Borbones exigieron que clarifica-
ran de forma explícita su lealtad hacia una u otra de las dos dinastías.
De entrada, pues, pertenecer a esos círculos de elite o estar fuera de ellos
–una realidad social, por más que sea culturalmente mediada– estable-
cía una diferencia en el grado de presión que se recibía y en el grado de
compromiso que se requería. No todos los españoles fueron llamados a
la Asamblea de Bayona y se vieron obligados a responder sí o no, a com-
parecer físicamente allí o permanecer ausentes, a tomar la palabra allí
para manifestar su postura o no hacerlo. Tampoco se exigió a todos los
españoles que pronunciaran el juramento de lealtad al nuevo rey, sino
sólo a los que ocupaban puestos en el aparato político, administrativo o
militar de la Monarquía. No todos los españoles escribían en los perió-
dicos ni se vieron ante la disyuntiva de seguir haciéndolo con un dis-
curso favorable o desfavorable al cambio de dinastía.
Tenemos ahí, pues, una primera barrera social que resultó deter-
minante. El reclutamiento de los afrancesados se realizó sólo entre los
círculos de las elites españolas, por efecto del intenso elitismo que im-
pregnaba la cultura afrancesada, según el cual la lealtad de la nación a
la nueva dinastía era sólo la lealtad de sus elites sociales, las únicas que
poseían las luces suficientes para apreciar el beneficio que se les ofrecía
con la tutela francesa y con el nuevo orden de la Monarquía. No hubo
apelación al pueblo de parte del bando josefino, más allá de los conti-
nuos llamamientos a la calma que se intentaban difundir por medio del
clero católico; pero, a quienes intentaba ganarse el Gobierno de José
–con poco éxito, por cierto– era a los miembros de la jerarquía ecle-
siástica de los que pensaba que dependía la paz social, en la medida en
que se les atribuía un ascendiente decisivo sobre las masas populares18.
En consecuencia, no hubo campesinos afrancesados, ni manifestación
alguna de activismo josefino entre las masas populares urbanas; mien-
tras que sí hubo esa interacción entre elites y masas populares en el ám-
bito del liberalismo gaditano y en el de la reacción monárquica tradi-
cionalista.

18 Gérard DUFOUR (ed.), El clero afrancesado, Aix-en-Provence, Université de Aix-


en-Provence, 1986.
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224 JUAN PRO RUIZ

Definido el afrancesamiento activo como un fenómeno de elites,


queda por explorar si hay una segunda frontera social explicativa de
la desigual conducta política de las elites españolas: ¿cuál es el factor
que separa, en los círculos de elite, a los afrancesados de los fernandi-
nos? La hipótesis, aquí, nos lleva al terreno del análisis de redes, pues
el factor diferencial más plausible se encuentra en la morfología de las
redes sociales en las que se hallaban insertos los actores de este drama
político19.
Los personajes más abiertamente comprometidos con la causa bo-
napartista suelen ser gente que se siente marginada como resultado de
conflictos o frustraciones anteriores, frecuentemente personas que ha-
bían roto los vínculos con su entorno familiar y social inmediato. En
una sociedad como la del final del Antiguo Régimen, en la cual las re-
des de parentesco y de clientela anclaban a cada individuo a su entor-
no y lo arraigaban en un territorio y en unos intereses que le dotaban
de identidad, sólo personas a quienes las circunstancias hubieran pri-
vado de esos lazos fuertes de lealtad y de intercambio de apoyo podían
sentirse relativamente libres para optar por sí mismas y dar el salto a
una alternativa política radicalmente nueva, como era la de servir a una
nueva dinastía, instalada de forma abrupta y rechazada por gran parte
de la población. El salto al compromiso cosmopolita con la causa que re-
presentaban los Bonaparte en toda Europa sólo era posible desde la rup-
tura de los vínculos que ataban a los individuos al país, su religión y
sus tradiciones; y esto resultaba más fácil para personas insertas en re-
des poco tupidas, debilitadas por crisis recientes o en proceso de rede-
finición al estallar el conflicto de 1808-1810. Un ejemplo podría ser el
de Alejandro Aguado, un segundón sin herencia, militar destinado a un
regimiento poco destacado, y que había roto con su familia reciente-
mente como consecuencia de su casamiento con una mujer de rango so-
cial inferior, rechazada por la familia20. Otro ejemplo podrían ser los

19 El funcionamiento de las redes personales y familiares al final del Antiguo Régi-


men ha sido descrito y analizado por José María Imízcoz Beunza en varias publi-
caciones. Por ejemplo: «Comunidad, red social y elites. Un análisis de la vertebra-
ción social en el Antiguo Régimen», en J. M. IMÍZCOZ (dir.), Élites, poder y red
social. Las élites del País Vasco y Navarra en la Edad Moderna, Bilbao, Universi-
dad del País Vasco, 1996, pp. 13-50.
20 Jean-Phillippe LUIS, L’ivresse de la fortune. A. M. Aguado, un génie des affaires,
País, Payot, 2009.
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Afrancesados: sobre la nacionalidad de las culturas políticas 225

personajes de la oligarquía sevillana desplazados recientemente del po-


der municipal por la rebelión de los comerciantes21.
Estos individuos, liberados de la presión conservadora de su en-
torno por hallarse en zonas de la red social poco tupidas, llevaron el
afrancesamiento cultural hasta sus últimas consecuencias y se hicieron
bonapartistas activos. Por el contrario, quienes desde situaciones socia-
les e intelectuales similares, se hallaban comprometidos en vínculos in-
tensos que les anclaban a la tradición española y les requerían moral-
mente la fidelidad a la patria, a la Iglesia y a la Monarquía borbónica,
no pudieron superar la fuerza inmovilista de esa vigilancia social y hu-
bieron de cumplir la deuda que percibían en forma de lealtad a su fa-
milia, sus amigos o sus protectores, de modo que optaron por el bando
fernandino.

La Revolución como experiencia leída


¿Qué significaba, en aquel contexto, llevar el afrancesamiento cultural
hasta sus últimas consecuencias? Significaba que, después de alimentar
su curiosidad intelectual durante decenios con lecturas francesas y de
haber seguido con plena atención el curso de los acontecimientos que
se iniciaron en Francia en 1789, estos afrancesados asumían como par-
te integrante de su propia visión del mundo la Revolución que, de al-
guna manera ya habían vivido. Aunque la mayor parte de ellos no hu-
bieran participado en los acontecimientos revolucionarios de Francia ni
hubieran estado físicamente en aquel país durante los episodios crucia-
les de los últimos veinte años, habían aprehendido la Revolución a tra-
vés de los discursos recibidos, la mayor parte de ellos por escrito. Aquí
se aprecia la importancia de que la cultura política resultante fuera una
cultura de elites, porque sólo una elite cultivada puede construir su
identidad en torno a la interiorización de una experiencia no vivida en
directo, sino a través de la lectura.
Los afrancesados dieron por conocida y por vivida la experiencia
de la Revolución francesa, de un modo que apenas podían hacer el res-

21 Estudiados también por Jean-Philippe LUIS, «La Guerra de la Independencia y las


elites locales: reflexiones en torno al caso sevillano», Cuadernos de Historia Mo-
derna. Anejos, VII (2008), pp. 213-236.
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226 JUAN PRO RUIZ

to de los españoles. Y, al incorporar en su cultura política un cierto re-


lato de la Revolución, incorporaron también una interpretación y unas
enseñanzas de la misma, extrayendo como conclusión la apuesta por un
régimen político posrevolucionario. Estaban obsesionados por restaurar
el orden en un país en el que aún no se había producido del todo la rup-
tura del mismo, porque no se había producido una revolución autócto-
na. Interpretaron los acontecimientos de España a través del esquema
que les proporcionaba la Revolución francesa, trasponiendo fases, con-
ceptos y personajes de un país a otro y de un momento a otro.
Quisieron trasplantar a España la propuesta bonapartista, que en-
tendían como decantación del mejor legado de la Revolución, ahorran-
do al país los sufrimientos previos que se había experimentado en Fran-
cia. Quisieron cambiar desde arriba el lenguaje del país, sus costumbres
y sus instituciones, acomodándolo en todo esto a lo que en Francia era
el fruto maduro de un largo ciclo de innovaciones y de experimentación
que, desde la Asamblea Constituyente llevó a la Convención, al Terror,
a Thermidor, al Directorio, al Consulado y, finalmente, al Imperio. Sa-
bedores de todo esto por su vivencia vicaria de la trayectoria política
del país vecino, se dijeron: ¿Por qué no saltar directamente de la Mo-
narquía del Antiguo Régimen a la modernidad del Imperio? ¿Por qué
no ahorrarse el precio de la anarquía y de la destrucción del periodo in-
termedio? ¿Por qué actuar como si ignorasen los peligros que encerra-
ba abrir un proceso revolucionario en su propio país?
La cultura política afrancesada, pues, nacía de un cierto aislamien-
to y de una cierta marginalidad social, porque semejante modo de ver el
mundo no era imaginable desde el centro del tejido social español, en el
que sólo contaban las experiencias realmente vividas e interiorizadas
por la comunidad. Experiencias como la de la Guerra de la Convención
(1793-1795), en la cual los vínculos comunitarios e identitarios se vieron
reforzados en torno al catolicismo tradicional, por efecto de la lucha con-
tra los franceses. Sustituir esas experiencias por la fuerza de la lectura y
la capacidad de hacer propias las experiencias de otros, era algo que sólo
estaba al alcance de un reducido círculo de hombres libres, a los que la
formación, el estudio y la reflexión, aparte de otras circunstancias más o
menos fortuitas que actuaran sobre el debilitamiento de sus vínculos so-
ciales, les habían puesto en condiciones de valorar los beneficios que
traería al país la implantación, bajo tutela extranjera, de un régimen de
modernización acelerada y de orden público garantizado.
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Afrancesados: sobre la nacionalidad de las culturas políticas 227

Estos miembros cultos de la elite social no podían admitir ninguno


de los otros dos caminos que se les ofrecían. Por un lado, no podían ad-
mitir la pervivencia de la Monarquía tradicional, cuyo anquilosamien-
to en todos los órdenes era un secreto a voces desde la muerte de Car-
los III: uno de los símbolos compartidos de la cultura política
afrancesada era, sin duda, la mitificación de la figura de Carlos III y de
su reinado, frente al cual el tiempo de Carlos IV quedaba como un tiem-
po de decadencia e inmovilismo, que demostraba la urgente necesidad
de realizar cambios profundos para que España recuperara su lugar en-
tre las naciones europeas. Otro componente de ese marco de referencia
común que tenían los afrancesados era el recuerdo del motín de 1766,
interpretado como la prueba del fracaso de las reformas ilustradas por
la actitud retrógrada de las clases populares y el liderazgo del clero ca-
tólico, un error que no podía volver a repetirse y que requería otro con-
texto institucional, otro tipo de régimen político y una desconfianza
precavida frente al pueblo ignorante e irracional22. Y, junto con 1766,
otro hito simbólico de la memoria histórica afrancesada era 1805, la cul-
minación de los despropósitos de la Monarquía borbónica, cuando Es-
paña perdió su flota en Trafalgar frente a la Armada británica; lo cual,
por un lado, demostró el grado de debilitamiento y de degeneración al
que la Monarquía de Carlos IV había llevado al país, después de inte-
rrumpir la vía de las reformas; y, por otro lado, incapacitaba a España,
ahora privada de una Marina de Guerra digna de tal nombre, para man-
tener las posesiones americanas que, durante siglos, habían sido parte
del territorio de la Monarquía, pieza clave de su potencia internacional,
y razón de ser de la existencia de España como tal. Ante la crisis de
1808-1810, por lo tanto, cualquier cosa menos volver a la Monarquía
tradicional de los Borbones, que era tanto como condenar a España a se-
guir hundiéndose en su decadencia.
Pero tampoco era aceptable el otro camino que se les ofrecía, el de
reformar a fondo las instituciones de la Monarquía española por la vía
revolucionaria, como intentaban hacer algunos patriotas mediante la
convocatoria de Cortes y la formulación de una Constitución liberal.
¿Cómo lanzar a España por ese camino, sabiendo los afrancesados lo
que creían saber sobre la Revolución? ¿Cómo pasar por alto que la rup-

22 MEDINA, Espejo de sombras…, op. cit., pp. 137-172. José Miguel LÓPEZ GARCÍA,
El motín contra Esquilache, Madrid, Alianza Editorial, 2006.
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228 JUAN PRO RUIZ

tura revolucionaria con el pasado, reuniendo una asamblea representa-


tiva que diera a la nación una Constitución escrita y se la impusiera al
rey era reproducir exactamente los pasos seguidos en Francia desde
1789? ¿Y cómo ignorar que ese primer paso conduciría a decenios de
luchas civiles, de sufrimiento y violencia, hasta que el cansancio diera
paso a alguna forma de autoritarismo que pusiera orden en el país por
medio de la represión y la centralización del poder? ¿Por qué no actuar
con racionalidad y establecer directamente ese resultado final adelan-
tándose al futuro? La invasión francesa permitía hacerlo, utilizando la
incomparable fuerza militar prestada por el Emperador para imponer
sobre este pueblo ignorante y supersticioso un régimen de orden, pro-
greso y libertad como el que ya disfrutaban la propia Francia y la ma-
yor parte de los países del continente europeo.
El planteamiento era intelectualmente impecable, aunque obvia-
mente no podían aceptarlo la mayor parte de los españoles, que no ha-
bían interiorizado la experiencia histórica francesa como vivencia pro-
pia ni como enseñanza política actuante. Los afrancesados lo sabían, y
por ello acentuaban la actitud de superioridad y de aislamiento que les
distanciaba del pueblo y que les llevaba a no contar con él en absoluto.
Y hay que admitir que su cálculo era correcto, salvo por lo que respec-
ta a las posibilidades de victoria militar de la Francia napoleónica. Po-
cos de ellos tenían conocimientos militares, aunque había en el grupo
un cierto número de militares de carrera y algunos ávidos lectores de
historia y estudiosos del arte de la guerra, que algo sabían sobre la ló-
gica de los ejércitos23. Todos ellos, sin embargo, se engañaron respecto
a la relación de fuerzas en Europa y en España, dando por evidente la
superioridad militar de Bonaparte; un error de cálculo ajeno al modelo
político y social que proponían, y disculpable por cuanto fue un error
muy común en aquel tiempo, en 1808-1810, cuando prácticamente na-
die concebía la posibilidad de una derrota total de Napoleón, más allá
de tropiezos puntuales como el que representó la batalla de Bailén.

23 Noveciento cuarenta y nueve militares, entre los que se contaban dos capitanes ge-
nerales (el almirante Mazarredo y el conde de Campo Alange), quince tenientes
generales, veintiséis mariscales de campo, dos generales, sesenta y cinco corone-
les, etc. (según la cuenta de Juan GONZÁLEZ TABAR, Los famosos traidores. Los
afrancesados durante la crisis del Antiguo Régimen, 1808-1833, Madrid, Biblioteca
Nueva, 2001, p. 81).
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El afrancesado en su soledad
Los argumentos expuestos, si bien esquematizados como hipótesis ex-
plicativa, cuya contrastación empírica todavía hay que desarrollar, des-
criben un triángulo en el que interactúan la condición social de los ac-
tores, la conformación de una cultura específica y la respuesta política
a las circunstancias históricas excepcionales que se dieron desde 1808.
Queda, para terminar de enmarcar el caso de los afrancesados en el tipo
de problemáticas teóricas y metodológicas que suscita el empleo del
concepto de cultura política, abordar la caracterización del sujeto por-
tador y constructor de esto que hemos denominado cultura política
afrancesada. Sea cual sea el abordaje del tema, no es posible soslayar la
centralidad del individuo como sujeto de esta historia.
No hay grupo afrancesado con anterioridad a la opción individual
que a cada uno de ellos se le requirió expresamente, de hacer público
su apoyo a José Bonaparte como rey legítimo. Los integrantes del gru-
po empiezan a conocerse y a reconocerse, a integrarse en una empresa
y en una comunidad superior a ellos mismos, sólo a partir del momen-
to en que dieron ese paso como individuos libres y conscientes. A di-
ferencia de otras culturas políticas, no encontramos en ésta la traduc-
ción cultural de una condición social preexistente que delimitara un
sujeto colectivo. Cada afrancesado lo es por sí, y entabla una relación
individual de lealtad con el nuevo monarca y todo lo que representa.
La noción del individuo como sujeto de la lealtad, o como sujeto de
la traición –si se mira desde el bando de sus oponentes– se mantuvo du-
rante todo el proceso histórico del que nos estamos ocupando. De he-
cho, tras ser condenados al destierro por Fernando VII24, muchos de es-
tos afrancesados iniciaron una reflexión sobre el yo que no tiene
parangón en la literatura de la época. Muchos de ellos escribieron tex-
tos autobiográficos, memorias políticas en las que el hilo conductor era
la justificación de la conducta que habían seguido entre 1808 y 1814.
Con ello, algunos pretendían obtener personalmente y a título indivi-
dual el perdón de Fernando VII para volver a España; otros, que no se
arrepentían ni se retractaban de su apoyo al proyecto josefino, escribí-
an para justificarse ante la posteridad, ante sus seres queridos o ante el

24 Real Decreto de 30 de mayo de 1814 (Colección de las Reales Cédulas, Decretos y Órde-
nes de S. M. el Sr. Don Fernando VII, Barcelona, Gaspar y Cía., 1814, t. I, pp. 30-33).
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tribunal de su propia conciencia. Pero todos lo hacían en primera per-


sona, sin diluir su responsabilidad en el nosotros de un partido, de una
clase ni de comunidad alguna. Con una sola excepción, la de Azanza y
O’Farrill, que redactaron unas insólitas memorias a dos voces25, los de-
más hablaron como sujetos individuales: conscientes, libres y respon-
sables de sus actos26. En esta literatura del yo encontramos materiales de
enorme interés para reconstruir la cultura política de los afrancesados
y el modo en que ellos mismos entendieron lo que les había ocurrido,
uno por uno. Y encontramos una concepción fuertemente individualis-
ta del mundo.
Tal vez sea por efecto de la lectura de este tipo de literatura auto-
biográfica, que consideramos pionera del género de las memorias polí-
ticas en España, por lo que no podemos dejar de considerar la rele-
vancia del sujeto individual como protagonista de esta historia. No
como sujeto natural, sino como sujeto construido, socialmente deter-
minado y culturalmente mediado; pero sujeto que reflexiona sobre su
pasado, su memoria y sus acciones en términos de individuo. Y tal vez
en esto, como en tantas otras cosas, la cultura política de los afrance-
sados se separaba de la de sus oponentes en el escenario político y bé-
lico del momento, anticipándose a ellos en el tiempo. El individualis-
mo de los textos afrancesados contrasta con la visión corporativa y
orgánica de la sociedad española que, fuertemente imbuida de la tra-
dición católica, persiste tanto entre los patriotas liberales como entre
los tradicionalistas fernandinos. De tal modo que la concepción de la
sociedad como agregado de individuos autónomos, que late en el dis-
curso afrancesado, se anticipó en una generación a las demás versiones
del individualismo, desde las cuales –o, a veces, contra los cuales– se
construyeron los diversos discursos liberales de los años treinta en
adelante.

25 Memorias de Don Miguel José de Azanza y Don Gonzalo O’Farrill sobre los hechos
que justifican su conducta política desde marzo de 1808 hasta abril de 1814, París,
P. N. Rougenon, 1815.
26 Por ejemplo, Francisco AMORÓS, Félix José Reinoso, el marqués de Almenara, el
marqués de Arneva, Dámaso Gutiérrez de la Torre, Antonio Guzmán, Ramón Se-
gura. Juan LÓPEZ TABAR, «El rasgueo de la pluma. Afrancesados escritores
(1814-1850)», en Ch. DEMANGE, P. GÉAL, R. HOCQUELLET. S. MICHONNEAU y
M. SALGUES (eds.), Sombras de mayo. Mitos y memorias de la Guerra de la Inde-
pendencia en España (1808-1908), Madrid, Casa de Velázquez, 2007, pp. 3-20.
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Concluyo donde empecé: considerando la pertinencia de aplicar el


concepto de cultura política a los afrancesados españoles de la primera
mitad del siglo XIX. Y asumiendo el carácter problemático tanto del
concepto teórico general –cultura política– como del concepto historio-
gráfico que resulta de esta investigación, el de cultura política afrance-
sada. Concepto problemático porque aspira a dar cuenta de una reali-
dad compleja: una cultura política que hemos definido como
trasnacional, híbrida y mestiza; pero también una cultura cambiante,
que se nutre de experiencias que va incorporando e interpretando du-
rante todo el periodo histórico en que estuvo vigente. De hecho, si des-
de el primer momento la identidad del grupo afrancesado se definió
dialécticamente, en el sentido de que sus miembros tomaron conciencia
de grupo a medida que fueron aislados, señalados y acusados por otros
sectores de la sociedad, la cultura política que asumieron y que acabó
constituyendo su seña de identidad se mantuvo en interacción perma-
nente con las otras culturas políticas que la rodeaban: algunos de sus
componentes –como la admiración por modelos franceses– los habían
compartido con otras corrientes políticas españolas que, a diferencia de
los afrancesados, se desprendieron de ellos en el curso de la gran defi-
nición de campos que tuvo lugar entre 1808 y 1810.
Más en general, lo que quiero decir es que no es posible explicar
una de las culturas políticas de aquel momento histórico sin estudiar al
mismo tiempo las otras culturas alternativas a las que se confrontaba,
dado que todas se definían, en gran medida, en un proceso dinámico y
por un juego de reacciones y emulaciones con respecto a las concepcio-
nes con las que se disputaban la hegemonía.
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