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de Hermann Winter
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—¡Maestro!
—Mi teniente. Su prueba está lista. Sírvase quitarse la guerrera. Vamos
a proceder a probarle "una verdadera obra de arte".
Estaban en ello, cuando Lina asomó la linda cabeza. Al notar la
presencia del teniente, se le encendió de rubores, el rostro.
—Perdonen ustedes... no sabía...
—Si no es nada hija... Una prueba que ya está... Ya está.
—¿Hija suya, maestro?
—Sí, teniente, y tengo el gusto de presentársela. . . Ven acá, hija, Lina.
El teniente se cuadró militarmente ante la doncella, haciendo sonar con
estrépito los talones de sus botas. Lina, con gracia sencilla, le tendió la mano
suave, finísima y blanca.
—¿Viejo conocido con papá?
—No —repuso el teniente, admirado de la singular belleza de la
doncella—. Nos conocimos hace poco. Mas, como si hiciera muchos años...
Ahora me he mandado hacer un vestido. Y a propósito, ¿ le gusta a usted este
paño?
—Muy lindo, y muy discreto señor. Y encantada de conocerlo. Debo ir a
la congregación. Con que, si usted dispensa...
Por vez primera Modesto Gómez miró, de frente a don Rodrigo de
Arce...
—Pero maestro... tiene usted una hija encantadora, realmente
encantadora. Y enterándose de que don Rodrigo lo observaba con fijeza,
agregó:
—¿Cuándo estará esto?
—Su vestido, estará listo para el jueves, y espero que le agrade señor.
—Sí. Me agradará... Estoy seguro... Hasta el jueves, pues, y buena
suerte.
—¿Te gustó el teniente Gómez ? Es aquel de quien habló el sargento
Martínez... Mozo fornido; militarote, el teniente, ¿verdad hija?
—Padre. No sé qué pasa. No sé qué veo en el teniente. No me gusta su
modo de mirar, replicó la doncella.
—Lamento don Rodrigo, manifestó el general de León, que en este caso,
como en tantos otros, haya defraudado yo sus esperanzas. Pero ya ve; lo de
Winter se presentaba lleno de misterio. Era todo un plato para un aficionado
como usted. La forma de la muerte; los antecedentes del alemán; su herida de
bala; su parálisis por causa de la apoplejía. Todo daba motivo para que se
tejiera un estupendo folletón. Y así lo hicieron los de la prensa. De manera
que no sólo fue usted el desencantado. Los reporteros también. La
investigación, culminó, pues, con la aceptación oficial y legal del suicidio. Se
le ha notificado a Emy Winter, en Leipzig, la triste suerte de su padre. Se ha
hecho un inventario minucioso de los bienes que dejara el difunto, puestos
hoy bajo la custodia del consulado alemán. Pero ya vendrán nuevos
sucesos... Entre tanto, conténtese, don Rodrigo, con una doble copa de este
whisky que tánto le gusta. Y dispénseme. Yo fui el primero en ilusionarme. Y
usted, no hizo otra cosa que llevarme la idea, ¿verdad?
—¿Aceptado el suicidio? ¿Aceptado legal y oficialmente? ¿Sabe usted,
querido general, que en este caso yo seré terco; quiero decir que no
abandonaré mis pesquisas hasta el punto en que dilucide y aclare ciertos
embrollos y misterios? Me parece que en la inspección anduvieron muy de
prisa. El inspector se contentó con la propaganda escandalosa de la prensa. Y
su nombre ya es famoso; no es posible negarlo. Pero la investigación, hasta la
misma información sumaria que se acopió acerca del hecho, adolecen de
muchas fallas.
—¿Se explicará usted ?
—No es que yo no acepte la tesis del suicidio. La acepto, sí, en gracia de
discusión. Pero aseguro que muchos puntos no han sido resueltos. ¿Cuáles?
me preguntará usted. Algunos, le respondo yo, e imploro su beneplácito para
proseguir, para seguir adelante. Si algo resulta; si mis teorías tienen, a la
postre, fundamento, va vendré a avisarle. Entretanto, dígame una cosa.
—¿Puedo contar con el sargento Martínez cada vez que se me ocurra ?
—Sí. Porsupuesto, don Rodrigo. Pero no creo en el buen éxito de sus
trabajos. A la postre, se habrá de desengañar tanto, como yo lo estoy ahora.
—Y, dígame, ¿no sería mejor desengañarse de una vez, y no seguir
mortificándose?
—Todo depende. Todo depende —manifestó don Rodrigo, apurando la
tercera copa del delicioso whisky de la prefectura—. El hombre es un animal
esencialmente curioso Es más; la curiosidad es uno de los motores del
progreso humano. Yo soy doblemente curioso. Y hasta tanto no me satisfaga,
no podré estar tranquilo.
—¡Allá usted! Pero en todo caso, cuente con mi aquiescencia. Y cuente
con los buenos servicios del sargento Martínez.
______
—Los versos sáficos adónicos son, Lina, como los días; que unos son
largos en sucesos y otros son cortos en acaecimientos. Hoy debe venir a
percibir su vestido el teniente Modesto Gómez, a quien tú le tienes ojeriza y
hoy ha de venir también, el sargento Martínez, a quien yo aprecio de veras y
con quien tú te vas muy bien. Hoy será, pues, uno de los sáficos. Los
adónicos, fueron estos días que pasaron, en que nada hubo de particular. Ni
encargo de nuevas obras; ni sucesos interesantes. Sólo la vida corriente,
vulgarizante, cuotidiana...
—¿Y lo de Winter, que tan atareado te traía?
—¿Lo de Winter? Pues sigue lo mismo. Winter muerto, ahorcado, para
ser precisamente claros. Su ánima en los parajes eternales. Su cuerpo,
inhumado en el cementerio de esta ciudad católica. Las autoridades
empecinadas en su declaratoria de suicidio, declaración que ha obtenido el
unánime concenso. El unánime, sí, porque mi contraria opinión no cuenta; ni
quita, ni pone...
Serían las once cuando se presentó el teniente Gómez. Vestía su
uniforme azul, de gala y, ciertamente que lucía muy bizarro el oficial.
Examinó el flux que le hiciera don Rodrigo. Se probó la chaqueta y la halló
excelente, prometiendo encargar una nueva hechura, y avisó que, al rato,
enviaría a un muchacho ordenanza suyo a que recogiese las prendas.
—¿Y a propósito; su encantadora hija Lina? —insinuó.
—Lina, ven acá —llamó don Rodrigo.
Presentóse Lina. La doncella ya había conocido la presencia del teniente
en el tallercito, pues había oído su voz, firme, dictatorial y dura. Así, al entrar
al taller, procedente de la alcoba, Lina tenía el rostro encendido en rubores.
No obstante, saludó muy cortésmente al teniente.
—¿Su hija no va nunca al cine, maestro?
—¡Va, cómo no! Pero siempre que va al cine, va con su padre.
El teniente, azorado, se despidió, inclinando la cabeza y juntando,
sonoramente, los talones de sus botas. El poeta detective sonrió,
socarronamente...
Mas no recitó sino este solo verso, por no molestar a su hija, que
avergonzada, hizo un mohín de disgusto.
Horas después vino el sargento Martínez. Lo tenían "frito", según dijo,
destacado en una comisión a la oficina de la zona de servicio militar. Buscar
reclutas; capturar pobres muchachos que, con sus buenas razones, trataban de
evitar el ingreso al cuartel.
—Sargento, encantada de verlo... Y usted siempre se hace desear, ¿no?
—Señorita Lina. Ya le había contado a su padre lo atareado que estuve
estos últimos días... Con que, discúlpeme.
—Vea usted sargento, que el teniente Gómez quiere flechar, como ahora
se dice, a mi hija. El muy ladino, la mira tiernamente, y en mis mismas
barbas la quiso convidar al cine.
—¿El teniente Gómez? exclama asombrado y molesto Martínez... ¡Ah!
¿Mi teniente Modesto Gómez? ¿Y le entregaron el vestido? ¿Sí...? Pues
flechará a Lina, sin duda ninguna, coronel... Porque es más zumbado y más
de buenas para las mujeres... Tiene fama en la división... Es uno de esos que
llaman tenorios.
Y así lo confirmó, al día siguiente Lina. La doncella lo vió, por allí,
paseando del brazo de una garbosa muchacha.
—¿Sabes, padre? Vi al teniente y le descubrí uno de sus amores. Iba por
San Victorino, del brazo de una muchacha muy pizpa. Una muchacha de ojos
verdes y pelo negro, con un lunar en la mejilla derecha... En verdad que tiene
buen gusto.
Don Rodrigo dió un brinco. Mas, por fuerza de su voluntad, se mantuvo
en silencio. Horas después, le solicitaba a Ramírez Gaviria, de nuevo, los
servicios del sargento Martínez...
—Este viejo está chocheando —dijeron en la prefectura. Mas, sin
embargo, le ordenaron a Martínez que se pusiera a las órdenes del poeta.
______
—Me hará usted un favor, querido Martínez, pero ante todo, prométame
por su fe de caballero, que de esto no le dirá palabra a nadie —comenzó,
solemnemente, don Rodrigo.
—¿Algo muy grave es, coronel? La promesa está hecha. La cosa, un
secreto entre los dos. Pero cuente, diga, que me tiene sobre ascuas...
—Estábamos en que el teniente Gómez, oficial de su división, a quien
yo le hice un vestido, ¿recuerda?, es muy enamorado...
—Exacto coronel...
—Pues usted, de hoy en adelante le seguirá los pasos a su teniente
Gómez, hasta el punto en que lo sorprenda, hablando, charlando, paseando,
conversando, simplemente caminando, con una muchacha alta, garbosa, de
ojos verdes; de cabellos negros, crespos y que tiene, en la mejilla derecha, un
lunar.. .
—Acaso —exclamó sorprendido Martínez—, acaso, don Rodrigo,
piensa usted que...
—¿Insinúa?
—Como las señas que me da usted, la filiación concuerda con la
filiación y las señas de la muchacha misteriosa del caso Winter...
—Pues no pienso. Sino que me he propuesto no dejar ese asunto de la
mano. Y a cada muchacha con ojos verdes, lunar en la mejilla derecha y pelo
negro la he de seguir los pasos. Esta es la comisión que le doy. En cuanto la
cumpla, y ha de ser muy discretamente cumplida, usted vendrá a avisarme.
—¿Y los jefes?
—No se preocupe. Ramírez Gavina me lo "prestó" a usted de nuevo,
Sargento. Y manos a la obra.
______
—Pueden jurar las dos, tanto Matea Pinilla como Ana Rosa Jiménez,
que la muchacha que estuvo a las tres de la tarde, con el teniente Gómez, en
el parque de la Independencia, cerca a la estatua de Frémiet, es la misma que
solía hablar con el ahorcado Hermann Winter. Matea reconoció en Lola Paz a
la chiquilla de medias cortas, que convidada por Winter, bebió masato y
comió bizcochos en su tienda. La reconoce perfectamente, a pesar de que
Lola tenía guantes, por cuya causa Matea no pudo fijarse en cierto detalle de
la uña del meñique izquierdo de Lola. Ana Rosa Jiménez está completamente
segura de que Lola es la misma que habló en diferentes ocasiones con
Winter, en las vecindades de la casa de la calle 44. Se ha salido usted con la
suya, coronel, agregó el sargento Martínez... ¿Pero le otorga usted mucho
valor a esta coincidencia?
—Coincidencia... ¿Coincidencia, dice usted, mi querido Martínez?
Bueno... Dejémosle ese nombre al asunto, por ahora. Mis planes son confusos
y en realidad, yo mismo no sé qué es lo que pienso sobre el caso Winter...
Tenemos que Lola Paz es la chica misteriosa. ¿ Sabe cuál es su obligación
inmediata, sargento?
—¿Cuál, coronel?
—Averiguar cuanto le sea posible de los antecedentes de Lola Paz.
Averigüe de todas maneras. Con el teniente Gómez. Con las familias
avecindadas en la carrera 11 con calle tercera. No desprecie ni desaproveche
fuente ninguna de información. Y cuando tenga datos, venga, lo más pronto
que pueda. Yo le hablaré esta tarde misma a Peñuela, a Ramírez o al mismo
general de León sobre su licencia. Y no se le vaya a escapar palabra de lo
ocurrido. Con nadie... ¿oye? Absolutamente con nadie...
______
Esta nueva desilusión, este nuevo choque sentimental fue tanto más duro
y fuerte cuanta más satisfactoria y profunda fue la sensación de confianza y
de tranquilidad que dominara a Winter en la mañana, en cuanto vio a Lolita
Paz y no supo hablarle. Huyó, como la noche anterior, temeroso de que
Gómez lo descubriera y cumpliera las amenazas que había proferido en
Chapinero. La poca confianza, la pequeña tranquilidad, desapareció de su
corazón. Mas, entre más vencido se sentía, más era vehemente su deseo de
lograr sus propósitos. Y, oponiendo a la juventud, al vigor, a la bizarría del
teniente, sus únicas armas valederas, el dinero, resolvió ofrecerle a Gómez
una suma, mediante la promesa de que desistiría de toda relación con Lolita.
—Fue así —agregó don Rodrigo— como Winter continuó suicidándose.
El esfuerzo anímico, mental, que tuvo que hacer para resolverse (siendo
avaro hasta el extremo, como todo desencantado) a sacrificar una suma
cuantiosa de dinero, para obtener su felicidad, hizo desaparecer de su ánimo
toda medida y compostura. Desde entonces, perdió del todo el control de sus
actos.
—Winter siguió, igual que la noche anterior, a la pareja.
—Pasó aquella noche, enloquecido, sonso, tonto, en cualquiera de los
hoteluchos de la calle 12. Malbaratada la lucidez, una especie de sopor
animal lo venció, al fin. Al día siguiente, once de enero, repitió la maniobra.
Actuó, como si fuera el eco, el reflejo de lo qua había hecho el día anterior.
Vio a Lola al medio día. Sorprendió a la pareja, en la tarde...
—Mas ya no huía, no rehuía al teniente Gómez, a quien abocó, minutos
después de que este se había despedido de Lola.
—Tengo que hablar con usted, de un asunto, explicó Winter. La
sorpresa de Gómez fue grande. ¿Con que no sólo no le temía el hombrecillo
aquel, sino que lo buscaba; lo perseguía y le hacía propuesta de "hablar de un
asunto"?
Atónito, Gómez siguió al vejete, quien lo convidó a dar una vuelta, por
allí, por Chapinero, en las vecindades de su casa. Tomaron los dos un tranvía
de la franja blanca, que los dejó en la Plaza de Bolívar. Y allí, transbordaron a
un carro de la franja amarilla. En la esquina de la calle 44, se apearon. Fue en
esta misma esquina donde yo me bajé, hace días, al iniciar mis
investigaciones personales.
—No se atrevió Winter a llevar a Gómez a su casa, por temor de que
este reaccionara, como era de temerse, brutalmente. Siguieron pues, adelante,
por la carrera séptima. Winter formuló "el asunto", con ejemplar desparpajo.
Le darla a Gómez, dos mil pesos, suma que consideraba adecuada para
emprender en cualquier negocio, con tal de que se comprometiera a cancelar,
definitivamente, sus relaciones con Lolita.
—El viejo iba hablando, tartajoso, trémulo de ansiedad. Él, en su
juventud, también había corrido grandes aventuras. La juventud se hizo para
eso, para vivirla con peligro, al azar, a la buena de Dios. Recordó el lance del
balazo, por cuya causa quedó baldo de la pierna. Fue en la frontera con
Noruega, en el Sleswig-Holstein... El amaba a Lolita, con una pasión
avasalladora. Y estaba más capacitado que Gómez, para hacerla feliz. Tenía
dinero... Mucho dinero... Podía obtener más... Darle comodidades, lujo,
joyas, pieles, en tanto que Gómez tendría que vivir atenido a su sueldo de
teniente. Gómez era joven: y Winter estaba seguro de que su amor era una
cosa pasajera... Cosas de la juventud, que hoy son y mañana se olvidan...
—¿Con que acepta usted mi propuesta ?
Quien hubiera visto a los dos hombres, caminando el uno al lado del
otro; Gómez midiendo los pasos aparejándose con el lento moverse del
lisiado, creería que eran un par de buenos amigos, hablando de temas
amenos, a la luz de la luna. Otra persona, no Gómez, cuyo modo de ser, cuya
psicología, ya ha quedado explicada, habría aceptado la propuesta de Winter,
o, al menos, habría despreciado al insano alemán, riéndose, con sana risa, de
sus pretensiones insensatas. Mas, a medida que caminata al lado del
hombrecillo, las palabras que salían de, la boca angustiada de Winter
llegaban a los oídos de Gómez, reviviéndole, resaltando el recuerdo de
aquellas otras palabras de Lola: "Winter, el alemán rico, me quiere y yo voy a
casarme con él"...
—¿Tuvo Gómez, en realidad, la intención de asesinar a Winter? -Estoy
seguro de que no fue así —afirmó, sonriendo, don Rodrigo—. Y en esto
reside lo interesante del caso, sargento Martínez...
—Cuando Gómez se apoderó de un trozo de cuan, que halló
casualmente, en el camino, hizo este movimiento, incurrió en esa acción, en
ese ademán, inconscientemente. Escuchaba la voz (ya tenían más de media
hora de andar juntos) de Winter, y hasta ese momento comenzaban a ser
inteligibles en su cerebro, las primeras palabras del alemán. Una cólera
fuerte, fría, imperturbable, lo dominaba, interiormente, en tanto que su
exterior manifestaba plácida tranquilidad. Iba al lado de Winter, en silencio y
a cada paso, el significado de una nueva palabra, estallaba, en su conciencia,
como una bomba luminosa. Fue así como al llegar al sitio en que luego se
hizo el hallazgo del cadáver, Gómez comprendió, hasta ese momento, y no
antes, el significado de la proposición de Winter estallando su cólera, su ira,
su contenida bestialidad, en una forma brutal y violenta. De dos golpes,
tumbó al baldado; tal vez ni aun siquiera le alcanzó a maltratar con los
fortísimos puños, y de ahí, que el cadáver no mostrara huellas de violencia, ni
erosiones, ni magullamientos.
—Al caer, Winter recobró su lucidez; fue lúcido un solo momento y
conoció que irremisiblemente, iba a perecer. Mas ya era tarde. La furia de
Gómez estaba desatada y nadie (menos Winter, lisiado, la podría atajar). De
la boca espumosa del teniente, salieron los insultos más soeces y viles. Con
las botas ferradas, pateó al aterrorizado anciano. ¿Quería matarlo? No.
—¿Entonces, coronel?
—La comprensión de todo se operó en ese momento en el cerebro de
Gómez. Comprendió el plan de Winter; reaccionó como ha debido reaccionar
al principio. Y resolvió jugarle una buena pasada (según pensó él mismo,
jubiloso) para cancelar para siempre el episodio. Era necesario castigar a
Winter a su manera (esto es, como un patán, torpe y elemental sujeto suele
castigar). Y teniendo en la mano la soga, se le vino la idea. Sí; aquél debería
ser el castigo.
—Riendo, como un chico que incurre en una pilatuna, Gómez ató un
extremo de la soga al eucaliptu que vio más cercano, y con el otro extremo,
sujetó el cuello del viejo. Lo dejaría así toda la noche. Por la mañana, cuando
subiera la gente; cuando bajaron los obreros del tejar, hallarían al viejecillo
transido de frío, aterrorizado. Y nunca jamás, Winter volvería a tratar a Lola
Paz... Esta sería una lección definitiva.
—El viejo, inhibido, paralizado por el terror; por una angustia dantesca
y satánica, se dejó hacer. Vio cómo Gómez ató el trozo de cuan del eucaliptu.
Sintió las manos duras, garras violentas, del teniente, ciñéndole la horrible
corbata. Trató de gritar, pero la voz suya (la misma que había propuesto el
negocio de los dos mil pesos), ya no obedecía a su mandamiento. Trató de
implorar perdón, suplicar clemencia; mas ni siquiera pudo hacer un gesto
patético. Gómez se fue, encantado; satisfecho; orgulloso de su venganza y de
su castigo.
Don Rodrigo prendió otro cigarrillo; aspiró, sensualmente el humo y
prosiguió:
—Era ya cerrada la noche. La noche del sábado 11 de enero. Oreaba el
viento, haciendo susurrar lúgubremente la frondosidad del bosque de
eucaliptus. Atado, como un perro, al árbol aquel, Winter permaneció extático;
alelado, inconsciente. Tal vez su conciencia había muerto, desde la noche del
10, en que hizo la resolución de ofrecerle dinero a Gómez. La vida apenas se
notaba en el cuerpo martirizado, tenso por el frío, por el espanto, por la
angustia, en la respiración fatigosa; en el anhelante jadear del pecho, giboso y
lisiado...
—Entre tanto, Modesto Gómez no se enteraba de su hazaña. Había
castigado a quien lo había ofendido. Nada más; su intelecto elemental no
discernía la tremenda responsabilidad, el peligro de su acción. Había pensado
en el momento de atar a Winter como un perro: mañana, cuando baje o suba
gente, desatarán al viejo, que quedará curado para siempre de su amor con
Lolita. Y esta, era una realidad para él. Nadie le había advertido la posibilidad
de que no bajara o subiera gente y por lo tanto, esa posibilidad no existía, no
podía ser, en el cerebro de Modesto Gómez.
—Fue en la noche del domingo doce, cuando se operó la muerte de
Winter, según el dictamen de los médicos legistas... ¿Pero, en realidad,
Winter no había muerto antes? ¿Había tenido un solo momento de lucidez
desde el viernes 10 de enero? ¿Recobró el sentido, esto es, la inteligencia, se
dio cuenta de que estaba atado y pidió y suplicó auxilio? Si los médicos
legistas hubiesen examinado el cerebro del antiguo condueño de La Flora,
habrían hallado, seguramente, huellas de un reciente derrame cerebral. La
apoplejía, una vez que se produce el primer ataque, se repite con frecuencia,
con facilidad, en cuanto el paciente sufre una emoción fuerte, violenta.
—¿Y entonces, coronel?
—Al caer postrado, falto ya de resistencia; o luego, en un posible
acceso, en una probable reacción desesperada, Winter intentó andar,
arrastrarse. Tal vez logró ponerse de pies, un solo minuto (el minuto anterior
a su muerte). Para caer, violento, desmayado, en seguida. Fue entonces
cuando el hombre, por su propio peso, se ahorcó... Pero es muy probable que
quien se ahorcara fuera, ya, un cadáver.
Notas
[1] Policía Nacional de Bogotá
[2] Soga hecha con espartos.