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Viaje al coraz

ón de la
verdad

Meditaciones sobre la verdad del


hombre

El autor de este no desea darse a librito conocer,


por eso el trabajo es anónimo.
INTRODUCCIÓN
“Tengo ya el juicio libre y claro sin las oscuras sombras de la ignorancia... No me pesa
sino que este desengaño ha llegado tan tarde”1. Con estas palabras Don Quijote aterriza en el
mundo de los cuerdos. ¿Los cuerdos?... Vivió loco, engañado, pero se dispone a morir sano,
libre de sus males. El mundo de Don Quijote, con ser falso, puede ser quizá más verdadero
que Disneyworld o que Holywood. En el siglo XX no hay quijotes, sólo nos quedan Sancho
Panzas.
Vivió loco, sin verdad y sólo al final de un largo y penoso viaje por el mundo, se
deshizo de la red que lo aprisionaba. Al final se deshacen todos los engaños, con la cercanía
de la muerte se produce la hora de la verdad, la caída de las máscaras. La mentira es el perro
rabioso que persigue por el mundo a la verdad.
Libre de su locuras —Don Quijote— se encuentra con la verdad. En todas las
biografías humanas hay un momento en que la verdad se manifiesta con toda su fuerza,
entonces hay que responder. Cuando se vislumbra el camino de la verdad, el hombre debe
apostar su libertad sobre ese camino que se intuye. La vida sin verdad es un viaje de locura,
un viaje hacia ninguna parte.
“La libertad, Sancho, es uno de los más preciados dones que a los hombres dieron los
cielos; con ella no pueden igualarse los tesoros que encierra la tierra ni el mar encubre: por la
libertad, así como por la honra, se puede y debe aventurar la vida”2.
Es un don, la libertad es un don. Y un don precioso, un tesoro. Los tesoros no se
poseen pacíficamente, siempre hay alguien que quiere apoderarse de los tesoros de los demás.
La libertad no se posee, se conquista cada día. La libertad es un bien que hay que
proteger, ¡tiene tantos enemigos...! Hay que defenderla de sus depredadores. Hay fieras que se
nutren de la libertad de los demás. La soberbia es el principal consumidor de libertades
humanas. En la mesa de los poderosos se sirven las libertades de otros hombres.
Hay personas dispuestas a cambiar su libertad por dinero, por placer: triste trueque. La
libertad sólo se puede entregar por amor. Los hombres marcan su precio y se ofrecen. ¿Somos
libres para vender la propia libertad? “La libertad, Sancho es uno de los más preciosos dones
que a los hombres dieron los cielos”. Un regalo así no debe ser objeto de comercio. No se
venden los dones.
¿Qué queda de hombre en el hombre sobornado? ¿Qué queda de humano en la persona
narcotizada? ¿Qué queda del amor en el descomprometido encuentro sexual?: hijos del
dinero, siervos del placer.
La libertad en el siglo XX sigue vendiéndose a precios muy bajos. Hay hombres que
liquidan su libertad en rebajas de saldo.
Mi libertad es mi vida, es mi tesoro, aunque no tenga otra cosa, si tengo mi libertad en
mis manos, soy persona, soy dueño de mí mismo. El único amo, el único señor de la libertad
es la verdad. De la verdad somos todos servidores, todas las libertades. Que no nos tenga que
pesar —como a Don Quijote— que el desengaño llegue demasiado tarde.

11 Miguel de Cervantes. Don Quijote de la Mancha. II, LXXIV.

2 Miguel de Cervantes. Don Quijote de la Mancha. II, LVIII.

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Primera parte
Son muchas las intervenciones magisteriales que en los tiempos modernos hacen
referencia a la libertad del hombre. Como se ha dicho, Juan Pablo II habla a sus
contemporáneos con el lenguaje de la libertad. Sin ella el hombre no es tal, sin ella se
identifica con los seres inferiores, pierde su dignidad. Y gracias a ella, el hombre es un ser
abierto al infinito, a la gracia, a Dios, siempre y cuando moldee esa libertad con la verdad.
Así, leemos en la Encíclica “Veritatis Splendor” desde su mismo comienzo: “El Esplendor de
la Verdad brilla en todas las obras del Creador y, de modo particular, en el hombre, creado a
imagen y semejanza de Dios (cf. Gen 1, 26), pues la verdad ilumina la inteligencia y modela
la libertad del hombre, que de esa manera es ayudado a conocer y amar al Señor” 3. Nuestro
intento toma de aquí su punto de partida. Queremos reflexionar sobre la fuerza de la libertad
humana cuando se abre a la fuente del bien y de la gracia, cuando está modelada en
definitiva por la verdad: “Sólo Dios puede responder a la pregunta sobre el bien porque sólo
Él es el Bien”4.
Que quede bien claro que, con estas páginas, no nos proponemos una tarea
exhaustiva ni sistemática. Son tan sólo unas meditaciones espirituales sobre temas
relacionados con la verdad del hombre: la libertad, la persona, sus capacidades de
crecimiento y sus riesgos de deformación, sus metas temporales y eternas; la reflexión parte,
eso sí, de una doctrina antropológica ya consolidada y estructurada, según se percibe en la
vida espiritual de la Iglesia, a cuyas monumentos principales nos remitimos 5, con la intención
de presentar en ese contexto las notas de la libertad cristiana. La riqueza de esta doctrina no
se puede agotar en estas pocas páginas, que quieren ser tan sólo un canto de entrada, con la
particularidad de un lenguaje acomodado a la mentalidad de cuántos se consideran jóvenes
para la empresa de crear una civilización del amor en este nuevo milenio.
3 Juan Pablo II. Veritatis Splendor. n. 1.

4 Ibidem. n. 9.

5 Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, cap. II y III sobre la antropología; Constitución Dogmática “Gaudium et Spes””;
Encíclica de Juan Pablo II “Veritatis Splendor”

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I
LA VERDAD ES PERSONA
En cierta ocasión un periodista que entrevistaba a Juan Pablo II le pidió que escogiese
una frase del Evangelio. La pregunta discurría en estos términos: “si todo el Evangelio fuera a
perderse irremisiblemente y sólo se nos permitiera salvar un versículo, ¿con cuál se quedaría
Su Santidad?”. Cabría esperar que el Papa necesitase tiempo para reflexionar. Se le ponía muy
difícil la elección. “Me equivocaba —comenta el periodista— respondió sin titubear: veritas
liberabit vos”6.
“La verdad os hará libres”. Cuando al Papa se le pide que sintetice, que se quede con
lo esencial del Evangelio, dice: “la verdad os hará libres”. Quizá algunos de nosotros hemos
pasado por alto alguna vez el interés que parece tener esta frase.
Cada uno puede preguntarse también por sus preferencias: “¿qué expresión del
Evangelio escogería yo?” Indudablemente quien ha meditado la vida de Cristo debe tener sus
episodios favoritos. Sé de una persona que tiene debilidad por el personaje del buen ladrón, y
con frecuencia le gusta considerar aquellas palabras de Cristo: “hoy mismo estarás conmigo
en el Paraíso”7. El último “delito” del ladrón fue robarle a Dios el Cielo. Conozco otra
persona que medita insistentemente lo que el Evangelio dice acerca de la actitud de Juan al
pie de la cruz: Jesús habló a su Madre y le dijo: “mujer ahí tienes a tu hijo”. Luego habló al
discípulo y le dijo: “ahí tienes a tu Madre”. Dicho lo cual, el evangelista comenta que desde
ese momento: “accepit eam discipulus in sua”; o lo que es lo mismo: “el discípulo la tomó
para sí”8, tomó para sí a la Virgen. Se llevó el tesoro.
Verdaderamente sería imposible hacer una relación de los textos más destacados del
Evangelio. Sin duda, la riqueza de este libro permite que en cualquiera de sus páginas
encontremos una fuente de sabiduría, de consuelo y de amor de Dios. Pero no deja de tener un
particular interés que precisamente el Papa, al recibir esa pregunta, responda tan
decididamente: “la verdad os hará libres”. ¿Qué encierra esta expresión? ¿Qué misterioso
significado tiene para Juan Pablo II la frase de San Juan?
No cabe duda de que una de las cuestiones más peliagudas que los hombres tienen
planteada es la cuestión de la libertad.
Por un lado los filósofos, los teóricos del pensamiento, hace siglos que se plantean qué
es la libertad, cómo se obtiene y cómo se conserva. Por otro lado la vida misma de las
personas ha sido desde siempre una costosa búsqueda de la propia libertad. En ese sentido se
puede decir que la historia política de los hombres es la historia de su libertad. Sus luchas, sus
guerras, han tenido por objeto librarse de alguna servidumbre o de alguna tiranía, conquistar
la libertad, o reconquistarla.
“La verdad os hará libres”. Es muy posible que pensando sobre estas palabras de
6 Esta anécdota la cuenta Andrè Frosard en Retrato de Juan Pablo II. Ed. Planeta. Barcelona 1989. Pp. 101-102. La frase:
Veritas liberabit vos, está recogida en: Juan, 8, 32.

7 Lucas. 23, 43.

8 Juan. 19, 26. Hay otras meditaciones encantadoras sobre este pasaje entre ellas ésta de Quevedo formulada en un soneto:
“Mujer llama a su Madre cuando espira, /porque el nombre de madre regalado, /no la añada un puñal viendo clavado/ a su
hijo, y de Dios por quien suspira./ Crucificado en sus tormentos mira/ su primo a quien llamó siempre el Amado,/ y el
nombre de su Madre, que ha guardado,/ se le dice con voz, que el cielo admira./ Eva, siendo mujer, que no había sido/ madre,
su muerte ocasionó en pecado/ y en el árbol el leño a que está asido./ Y porque la mujer ha restaurado/ lo que sólo mujer
había perdido,/ Mujer la llama, y Madre la ha prestado”.

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Jesucristo, tanto los filósofos, como el hombre de la calle, encuentren un camino hacia esa
aspiración tan humana: ser máximamente libre. La verdad es lo que nos convierte en seres
libres.
Se ve que la verdad tiene una estrecha relación con la libertad. Es más, parece que, en
un cierto sentido, se puede decir que la verdad genera la libertad. La verdad es liberadora. La
verdad del mundo, la verdad del hombre, se presentan como componentes básicos de la
libertad.
En la Encíclica Veritatis Splendor, Juan Pablo II, parece aclarar un poco más la
interacción entre la verdad y la libertad. Este documento del Magisterio se vertebra
precisamente tomando como eje el binomio verdad y libertad. Así es, apenas ha concluido el
primer párrafo cuando ya nos dice: “la verdad es modeladora de la libertad”9.
Da la impresión de que la verdad es concebida como un molde, al tiempo que la
libertad es vista como un barro. Corresponde a la verdad modelar la libertad, darle forma 10. La
libertad sería un fluido informe que es modelado por la verdad. Algo parecido a lo que hace el
envase con el líquido que alberga.
El agua fuera de la botella se encuentra derramada, sigue siendo agua, pero está
inaccesible. La libertad sin el molde de la verdad es trivial, es libertad, pero está desfinalizada,
desorientada. Si no hay norte, si no hay sentido, no se llega nunca a ninguna parte, da igual
donde se llegue.
La verdad modela la libertad, no la crea; la delimita, le da sentido. Es el trazo del
lapicero quien arranca al papel la forma de un rostro. Sin papel no hay dibujo, y sin lápiz sólo
hay papel; mucho papel quizá, pero vacío.
Papel y lápiz, barro y molde, líquido y envase, viaje y norte, libertad y verdad. Se
necesita luz para ver las cosas, como se necesitan palabras para explicar los pensamientos.
En las deliciosas páginas de “El Principito” nos encontramos con una sugerente visión
de las relaciones entre la verdad y la libertad.
El Principito, en su viaje por diversos planetas, llega al astro donde habita en soledad
el rey. Le pregunta, con cierta incredulidad, sobre su capacidad de mandar y de hacerse
obedecer. El rey insiste en la fuerza de su poder, entonces el niño le pide un deseo. A partir de
ahí es cuando tiene lugar este interesante diálogo:
“—Quisiera ver una puesta de sol... Complacedme..., ordenad al sol que se oculte...
—Si le ordenara a un general —dijo el rey— que volara de flor en flor como una mariposa, o
que se transformara en gaviota, y el general no ejecutara la orden, ¿de quién sería la culpa,
mía o de él?
—Sería vuestra —dijo firmemente el Principito.
—Exacto. Hay que exigirle a cada uno aquello que es capaz de hacer o de dar —replicó el rey
—. La autoridad debe basarse sobre la razón. Si tú ordenas a tu pueblo que se arroje al mar, él
hará la revolución. Tengo el derecho de exigir obediencia porque mis órdenes son razonables.
—Bueno, y entonces ¿qué ocurre con mi puesta de sol? —le recordó el Principito— que
jamás olvidaba una pregunta una vez que la había formulado.
—Tendrás tu puesta de sol. La exigiré; pero esperaré, como me lo dicta mi ciencia de buen
gobernante, a que las condiciones sean favorables.
—¿Y cuándo sucederá eso? —interrogó el Principito.
—¡Bueno! ¡bueno! —le respondió el rey, quien de inmediato consultó un grueso calendario
—. Será dentro de unas horas; como a eso de las siete y cuarenta de la tarde. Entonces verás
9 Juan Pablo II. Veritatis Splendor. n. 1

10 Postulamos, desde la perspectiva aristotélico tomista, una relación entre libertad y verdad como “forma” y materia, para
indicar que la liberatd sin la verdad queda amorfa, desorientada. No se debe tomar, sin embargo, la expresión en el sentido
técnico con que los usa la Escolástica.

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cómo se me obedece”11.
La realidad es terca. La verdad es terca, tiene un obstinado corazón. La verdad es
insobornable. Ella está ahí como un faro imposible de desprogramar. La libertad humana
puede conocerla, puede mirarla y contemplarla, pero no puede cambiarla.
El hombre se autodestruye cuando se aleja de la realidad y llega, en cambio, a su
plenitud cuando asume activamente el poder de lo real. Un hombre puede empeñarse en tratar
de ser feliz, de realizarse a sí mismo, a base de consumir drogas, por ejemplo, pero no hará
sino dar patadas contra un aguijón. Ahí no hay auténtica felicidad humana, tan sólo disfrute
animal. No se puede pedir a las cosas aquello que las cosas no pueden dar.
El obrar sigue al ser, decían los clásicos. Nadie puede ir en sus actos más allá de lo
que su naturaleza le permite. Nadie puede dar lo que no tiene. Sólo la gracia puede atravesar
la barrera de la naturaleza, pero normalmente la gracia edifica precisamente sobre la
naturaleza. La libertad debe atenerse a la verdad. La libertad del hombre no mide la verdad,
sino que es medida por ella.
Pero... demos un paso más en el camino de nuestro viaje. En el clima de despedida que
empapa la narración de la última cena12, Jesús promete a los apóstoles que un poco más
adelante se volverán a ver en un lugar misterioso: “yo voy a prepararos un lugar. Cuando haya
ido y os haya preparado ese lugar, vendré otra vez y os llevaré conmigo”. Para nosotros ahora
resulta muy sencillo identificar ese lugar de encuentro definitivo con Cristo como el Cielo.
“Vendré otra vez y os llevaré conmigo, para que donde yo esté, estéis también vosotros; que
ya sabéis a dónde voy, y conocéis asimismo el camino”. Pero no, para los apóstoles no era tan
evidente que Jesucristo hablaba del Cielo, prueba de ello es la pregunta que se produce a
continuación: “dícele Tomás: Señor, no sabemos a dónde vas; ¿cómo podemos saber el
camino?”.
Hablábamos de esto hace unos momentos. Sin conocer el punto de destino se puede
caminar, pero ese caminar es trivial. Si no sé a dónde voy, puedo ponerme en camino, pero no
llegaré a ninguna meta, en realidad no hay meta. La libertad sin verdad sigue siendo libertad,
pero es una libertad desnortada, extraviada.
“No sabemos a dónde vas; ¿cómo podemos saber el camino?”. En esta pregunta de
Tomás se encuentra sintetizada una inquietud antigua del corazón humano. Es la cuestión del
sentido, del sentido de las cosas, del sentido de la vida. “Si no sé dónde voy, ¿cómo llegaré?”.
Muchas personas viven sin haber resuelto sobre el sentido de su vida, otras han terminado por
resolver mal la cuestión, de modo que inician caminos equivocados, o toman puntos de
referencia falsos. El propio San Agustín, en la última etapa de su vida, confiesa “sero te
amavi”13: tarde te amé, tarde te encontré. Cervantes hace decir a Don Quijote exactamente lo
mismo: “sólo me pesa que este desengaño haya llegado tan tarde”.
Jesucristo en su respuesta a Tomás, va a resolver en realidad la inquietud de todos los
hombres por el sentido de la vida. Es una respuesta orientadora. Cristo va a hacer entrega a
Tomás de una brújula. Le va a entregar un instrumento que impida el extravío.
“Jesús le respondió: yo soy el camino, la verdad, y la vida: nadie va al Padre sino por
mí”. He aquí un filón, he aquí una mina. Esta es la riqueza del hombre; saber cual es la
verdad, saber cual es el camino. “Yo soy el camino, yo soy la verdad”. El bueno de Tomás,
con el afán de resolver sus dudas, provoca maravillosas declaraciones de Jesucristo.
No hay como preguntar lo que no se acaba de entender, preguntar y escuchar, esa es

11 A. de Saint-Exupèry en El Principito. Ed. Mexicanos Unidos. México 1979. Pp. 43 y 44.

12 Las citas entrecomillas que siguen se encontrarán en Juan, 14, 1-8.

13 San Agustín, Las Confesiones. Lib. X, cap. 27

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una buena manera de encontrar el norte. Los buenos navegantes intuyen la dirección del norte,
pero ninguno dejará de buscar en el cielo la estrella Polar, o de consultar la brújula o el
sextante.
“Yo soy la verdad”, Cristo es la verdad. Con esta nueva luz retomemos la frase del
Evangelio elegida por Juan Pablo II: “La verdad os hará libres”. Ahora nadie podrá preguntar
desconcertado “y... ¿cuál es la verdad?”. “Yo soy la verdad”. Yo os haré libres. Aquí tenemos
un punto de llegada. La libertad tiene mucho que ver con Jesucristo precisamente porque Él es
la verdad. La Verdad nos trae la libertad.
La misión fundamental de Jesucristo en su venida a la tierra, es lo que llamamos la
Redención, es decir la liberación de la servidumbre del pecado. Redimir quiere decir justo
eso, devolver la libertad. El pecado original trajo consigo una disminución considerable del
caudal de bien en el hombre. No perdimos toda la libertad, pero sí una parte del dominio que
el hombre tenía de sí mismo, de sus pasiones, y del mundo. Se puede decir, de alguna manera,
que, entre otros efectos, el pecado primero, supuso un deterioro profundo en la capacidad de
la naturaleza humana para dominarse a sí misma y dominar el mundo. La avería es de
proporciones escalofriantes: no afectó sólo a los protagonistas, sino a toda su herencia. Algo
parecido a los devastadores efectos secundarios de un desastre termonuclear que afectan a los
que actualmente vivimos en la tierra, pero también a los hombres que vengan al mundo dentro
de cientos de años.
El hombre perdió parte de su capacidad de hacer el bien, el hombre perdió dominio,
autocontrol. De esto hablaremos más adelante. La Redención de Cristo viene a devolver a las
personas la libertad perdida.
En el fondo, decir “La verdad os hará libres”, y decir Jesucristo es el Redentor, es
decir una misma cosa. Porque Cristo es la verdad y redimir es devolver la libertad.
¡Hemos llegado! No hemos llegado al final, hemos llegado al camino, al camino
donde empieza el viaje: la verdad es persona. La verdad es Cristo. Cristo es el camino hacia la
libertad.

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II
LA VERDAD COMO ADECUACIÓN
Tomás el apóstol demostró ser un hombre poco inclinado a la credulidad. Por lo que se
cuenta de él, más bien parece tratarse de una persona inquieta, decidida a llegar hasta el fondo
de las cosas antes de prestar su asentimiento. Son suyas aquellas célebres palabras preñadas
de incredulidad. Jesús se había aparecido a los apóstoles, pero Tomás se encontraba ausente.
Llega Tomás y los otros le cuentan que han visto a Cristo, entonces él exclama: “Si no veo en
sus manos la señal de los clavos y no meto mi dedo en el agujero de los clavos y no meto mi
mano en su costado, no creeré”14.
No creeré si no veo. No, ni en momentos tan delicados está dispuesto a rendirse ante
lo que todos los demás atestiguan. Él quiere ver y tocar.
Esta actitud no es ciertamente un modelo de fe, pero puestos a buscarle lo positivo,
podemos encontrar en ella un valor que se echa de menos en otras personas. Tomás no está
cerrado, parece que está dispuesto a creer si las cosas se producen de una determinada
manera. No es la obstinada cerrazón de los escribas y fariseos que han visto los milagros y
aun así se niegan a prestar fe a lo que ven, a lo que sus sentidos les dicen.
La actitud de Tomás es reprochable, ha llevado sus dudas demasiado lejos, pide una
prueba que el hombre no tiene derecho a exigir de Dios, por eso tendrá que escuchar ocho
días después un duro reproche del Señor: “acerca aquí tu dedo y mira mis manos; trae tu mano
y métela en mi costado, y no seas incrédulo sino creyente”15. No seas incrédulo.
La verdad misma, Cristo, está ante él, pero esta vez Tomás no la negará. Ahora sí se
produce la adecuación entre la figura de Cristo allí presente y su inteligencia informada por
los sentidos. No ha sido capaz de conocer a Cristo por la fe, y el mismo Cristo se hace
presente ante sus sentidos. No sin instruirle sobre ese nuevo modo de conocimiento que es la
fe: “porque me has visto has creído, dichosos los que creen sin ver”16.
Trece siglos tardó en nacer la persona que iba a ser capaz de explicar la percepción del
apóstol delante de Cristo resucitado: veritas est adaequatio rei et intellectus 17, la verdad es la
adecuación entre la realidad y la inteligencia.
He aquí un concepto formal de la verdad. La verdad está en el intelecto que se adecua
con las cosas. La cosa es acogida por el intelecto como coherente con el resto de la
información que la inteligencia humana posee sobre el mundo. “Tengo delante una rana”,
“esto es un piano”; la cosa y el intelecto, la adecuación.
Si donde antes había un pañuelo, de repente, aparece un conejo, entonces algo dentro
de mí me dice que las cosas no cuadran, algo extraño ha sucedido. Y así es: el ilusionista ha
generado la impresión de que el pañuelo se convertía en conejo, pero eso, en realidad, no es
verdad. No es verdad porque el intelecto no se adecua con la cosa, es decir, un pañuelo tiene
una naturaleza muy distinta de la del conejo, y esto hace imposible la transformación de uno
en otro. Por otro lado, y quizá esto es lo más importante, el ilusionista es un hombre y
sabemos que los hombres no son capaces de realizar esos portentos.

14 Juan, 20, 25.

15 Juan, 20, 27.

16 Juan, 20, 29.

17 Tomás de Aquino De veritate I, 1.

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Ya se ve que Tomás el apóstol y Tomás el filósofo tenían una idea bastante parecida de
lo que es la verdad: adecuación de la cosa y el intelecto. Hay que decir que Tomás el filósofo
conocía la historia del otro Tomás y, por tanto, jugaba con ventaja.
Ahora tenemos dos conceptos de la verdad; por un lado hemos dicho que la verdad es
Cristo y por otro decimos que la verdad es “la adecuación”. No es tan complicado poner esto
en orden. Sólo Cristo, el Verbo de Dios, que procede de la inteligencia del Padre, el Logos de
Dios Padre, es la Verdad total, mientras que las demás cosas del mundo son verdad por Él,
con Él y en Él. Sólo Jesucristo es adecuación completa al Padre18.
La verdad considerada desde el punto de vista de la lógica, o si se quiere, desde el
punto de vista formal, es la adecuación del intelecto con las diversas realidades. Pero la
verdad, desde el punto de vista absoluto o total, es Cristo. Todo está en Cristo, Jesucristo lo
explica todo, todas las cosas deben ser recapituladas en Cristo 19. “El punto culminante del
proyecto divino previo a la creación, consiste en recapitular en Cristo todas las cosas, esto es,
hacer que todas tengan a Cristo como cabeza. Esto significa que Jesucristo, por su obra
redentora, reagrupa y reconduce a Dios el mundo creado, que estaba antes disperso por el
pecado, de forma que en Cristo encuentren su vínculo de unidad” 20. Nuestro viaje consiste en
meditar sobre esto y tratar de explicarlo.

18 Cf. Santo Tomás de Aquino. Comentarios al Evangelio de San Juan, cap. 4, lección 2. Donde dice: “La verdad no es otra
cosa que la adecuación del intelecto a la cosa. Esa adecuación se produce cuando el intelecto concibe la cosa tal como es.
Pero aunque nuestra idea de la cosa sea verdadera, no llega a ser la misma verdad en sentido absoluto, puesto que no es
verdadera por sí misma, sino en la medida en que se adecua a la cosa concebida. La verdad del intelecto divino alcanza
también al Verbo de Dios. Pero como el Verbo de Dios es verdadero por sí mismo, al no estar medido por las cosas, sino que
las cosas son verdaderas en cuanto guardan parecido con Él, por eso el Verbo de Dios es la misma Verdad. Se puede leer
también lo que dice este mismo autor en: Catena aurea in Ioannem. Cap. 1. Lectio 17,. Catena aurea in Ioannem. Cap. 18.
Lectio 10. In psalmos. Pars 11, n. 1.

19 Cf. Efesios. 1, 10.

20 Facultad de Teología de la Universidad de Navarra. EUNSA, Sagrada Biblia, Tomo VIII, Comentario a Ef. 1,

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Segunda Parte
Para la gran tradición cristiana, el problema de la verdad del hombre se resolvía en
el misterio de Cristo. No hay camino para la solución del enigma del hombre fuera de la
Encarnación del Hijo del Verbo. El concilio Vaticano II lo ha expresado de múltiples modos
en su Constitución Gaudium et Spes: “En realidad el misterio del hombre sólo se esclarece
en el misterio del Verbo encarnado”21; “Cristo, el nuevo Adán, (...) manifiesta plenamente el
hombre al propio hombre y le descubre la sublimidad de su vocación” 22. Las referencias se
podrían multiplicar, pero todas ellas apuntan a un mismo descubrimiento, a saber, la
incapacidad que tiene el hombre de conocer su más profunda dignidad si no es el mismo
Dios, su Creador, quien se lo revela. “Este es el gran misterio del hombre que la Revelación
cristiana esclarece a los fieles. Por Cristo y en Cristo se ilumina el enigma del dolor y de la
muerte, que fuera del Evangelio nos envuelve en absoluta oscuridad. Cristo resucitó; con su
muerte destruyó la muerte y nos dio vida, para que hijos en el Hijo, clamemos en el Espíritu:
Abbá!, Padre!”23.
Hemos comenzado por la libertad, en su relación con la verdad. Sabemos ya de la
fragilidad de la capacidad humana sin la ayuda de la verdad. Ahora nos encontramos en el
siguiente paso: la verdad sobre el hombre sólo la conoce quien lo ha creado y lo ha llamado
a una esperanza de vida y gozo ilimitado. Al preguntarnos por la libertad del hombre nos
hemos ido a dar de bruces con la respuesta que Dios mismo da al hombre que interroga. La
verdad que os libera y os hace merecedores de la vida se condensa en la Encarnación del
Hijo de Dios, en el acontecimiento histórico por el que Dios ha querido asumir la condición
mortal de hombre.

21 Gaudium et Spes, n. 22

22 Ibidem.

23 Ibidem.

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III
EL HOMBRE ES UN SER CON FISURAS
Pasar de la oscuridad a la luz es siempre una experiencia gratificante, como pasar de la
ignorancia al conocimiento, pero no se hace sin moverse, sin un cierto esfuerzo, sin una lucha.
Esto es algo que hay que entender, pero sobre todo es algo que hay que vivir. En el fondo de
todas las cosas hay una pugna.
Cada elemento de la naturaleza pugna con otros para sobrevivir. Pugna el sol por
romper la oscuridad de la noche, y el animal por su alimento, y la planta por arrancarle a la
tierra el suyo. Incluso hay luchas dentro del organismo vivo. Allí pugna la vigilia contra el
sueño y pugna la inteligencia por entender lo oscuro y la voluntad por hacer lo costoso. Hasta
lucha el amor por sobrevivir al egoísmo...
Esta guerra, vieja como el mismo hombre, es especialmente encarnizada cuando se
produce dentro del propio corazón: entre la verdad que está allí grabada y la libertad herida
que se resiste a dejarse modelar. El hombre es un ser con fisuras: querer no es,
inmediatamente, poder. Ver una cosa clara, no es todavía una solución. Es necesaria una
lucha, una fuerza, para instalar la luz en las tinieblas, la solución en la realidad.
Hay un anhelo de perfección, una búsqueda de coherencia, un lejano recuerdo de
cómo las cosas deberían ser. La conciencia trabaja, en cierto modo, como un recordatorio
arcano de la verdad. La conciencia es el primero de todos los vicarios de Cristo.
Hace algún tiempo un amigo me contó un suceso turbador: asistía un buen grupo de
jóvenes a una charla sobre el pecado; al parecer el que la dirigía le dio un tono sereno. Cuando
terminó saludó a los asistentes. El golpe lo recibió de un chico que no pasaba de los dieciocho
años: “usted me hace sentirme culpable” —dijo el muchacho—. Todo se quedó ahí. En un
primer momento la sensación es de fracaso: una persona se ha intranquilizado... Después
hemos comentado que quizá ese fracaso bien podría tener algún fruto. Quizá aquel día
despertó una conciencia que estaba adormilada24.
El sentido de culpa puede definirse como una protesta de la conciencia contra una
existencia demasiado cómoda. El sentido de culpa rompe una falsa serenidad. Hay una pugna
entre la comodidad y la verdad que emerge inquietando una conciencia sedada. El sentido de
culpa es tan necesario al hombre como el dolor físico: ambos avisan de las alteraciones en las
funciones del organismo. El que ya no es capaz de percibir la culpa es un enfermo terminal,
como quien ya no percibe el dolor en su cuerpo.
El remordimiento es garantía de que el alma sigue con vida. Hace daño el
remordimiento, es como un grifo mal cerrado que gotea alguna especie de ácido sobre el
estómago. Duele, y ese dolor sólo se calma pidiendo disculpas. ¿Tratar de olvidar? Hay cosas
que la conciencia no puede olvidar. Sólo deja de doler la conciencia cuando deja de existir, o
cuando se dispone de un confesonario donde enterrar el pasado.
Machado hace una reflexión poética sobre el dolor en el corazón, que puede ayudar a
entender el efecto que pueden producir los pecados, las culpas, las heridas mal curadas: “En
el corazón tenía la espina de una pasión, logré arrancármela un día, ya no siento el corazón”.
Si alguien pretende olvidar, quitarse de encima, sin pedir perdón, una mala acción que realizó,
corre el riesgo de quitarse también de encima todo el aparato de su conciencia.
Parece ser que los científicos han llegado a formular la teoría del Big-bang a partir de

24 Cf. Rom. 13, 11. “Ya es hora de despertar”. Con esta misma imagen del sueño fisiológico trata San Pablo de inquietar a
los romanos en una de sus cartas.

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un ruido cósmico, de un eco lejano de aquella explosión original. Dentro del hombre la
conciencia funciona también como un ronroneo, como el recuerdo de una perfección
original25. Parece que en el hombre habita una pálida memoria de la verdad, un eco de ella. La
experiencia de la fisura se tiene precisamente por la experiencia de la conciencia.
Pero el hombre se debe el deterioro a sí mismo. El hombre se ha autolesionado, lo
hace cada día cuando deja vencer dentro de sí el egoísmo, la vanidad, la mentira...
De todos modos, según explican la Biblia y no pocas tradiciones antiguas de algunos
pueblos, hubo un momento particularmente significativo que originó “la gran fisura”. La
historia del pecado original es la historia del primer desencuentro entre la Verdad y la libertad
humana. En el Paraíso terrenal, la naturaleza humana representada por Adán y Eva, desoyó
por vez primera la voz de la Verdad. Un “encontronazo” que abre la herida por la que aún
sangra el corazón del hombre.
El pecado es una lesión en el interior del ser humano, y el interior del ser humano no
es una casa vacía, está habitado por Dios, como un artista está presente en su obra, como un
padre está en su hijo. Por eso el pecado es una agresión contra Dios. El pecado expulsa a Dios
del alma como un mal hijo echa de casa a su anciano padre.
Tras aquel acontecimiento todos contemplamos dentro de nosotros mismos la
disminución del caudal de libertad. Si antes la libertad era un perfecto discípulo de la verdad,
ahora —como en un aula de niños díscolos— la libertad campa sin arbitrio, sin el molde que
la sustente, fluctuante, derramada. Su encuentro con la verdad es ahora problemático, fruto de
una dura pugna, de un esfuerzo. Es como si hubiese un velo, un telón entre la libertad del
hombre y la verdad, un pesado telón que hay que levantar con esfuerzo para presenciar el gran
espectáculo de la verdad.
Tras aquel acontecimiento original en la historia del hombre menudean los
despropósitos. La mujer es brutalmente convertida en sierva del varón: “él te dominará”, dice
Dios en el Génesis a Eva26, anunciando esta discriminación —que Él no ha deseado— como
una de las primeras consecuencias del pecado. Surge la esclavitud: un hombre se hace dueño
de otro hombre. La vida humana se deprecia hasta límites verdaderamente terroríficos: los
hombres tienen un precio, no valen demasiado. Los poderosos se encargan de marcar a las
personas como si fueran reses. Estas y otras atrocidades son un adelanto de lo que la libertad
desnortada es capaz de hacer. La libertad desnortada es el más peligroso de los monstruos.
Todavía hoy asistimos a abusos espeluznantes, aunque debieron ser más trágicos los siglos
precristianos, a tenor de lo que cuenta la historia.
En un supuesto estado de equilibrio, el hombre es capaz de mirar las cosas como
dominador con un dominio personal. El poder seductor de la riqueza o del placer, o del afán
de poder; están en la persona equilibrada sometidos a la moderación de una libertad, —más o
menos— dueña de sí misma, de una libertad orientada por la verdad, sustentada por la verdad.
Adán antes del pecado, por ejemplo, sentía la atracción de las cosas con una fuerza que era
capaz de contener sin tensión, sin esfuerzo. Él estaba muy por encima. Era dueño de sí, la
claridad con que contemplaba la verdad daba fuerzas a su libertad.
Tras la sangría de libertad que supone el pecado, el hombre ya no puede contener
fácilmente los deseos, está debilitado. El poder de las cosas le vence con frecuencia, ya no
manda él siempre. Conserva su naturaleza y por tanto su libertad, pero está herido ahí, en la

25 Et in Arcadia ego. “También yo un día fui feliz en Arcadia”. Es una expresión ya clásica, con la que se designa una cierta
añoranza de la felicidad pasada. Realmente a veces la conciencia echa de menos una manera de ser bueno que reside como en
una rara memoria ancestral. La Arcadia es aquella región griega del Peloponeso recordada no pocas veces por Virgilio como
un apacible lugar de felicidad sencilla.

26 Gen. 3, 16. “Este dominio pone de manifiesto la alteración sufrida por aquella originaria relación de igualdad entre el
hombre y la mujer”. Juan Pablo II Mulieris Dignitatem. n. 10.

54
libertad: herido por sí mismo. El control de sus apetencias y de sus sentimientos exige al
hombre fuertes tensiones —tensiones y luchas— que no siempre estamos dispuestos a librar.
Todos los hombres son testigos de su propia debilidad. Cuántas veces una persona se
dice a sí misma “mañana voy a madrugar”, pero llegado el momento le faltan fuerzas para
llevarlo a cabo. Otras veces es una mentira que “me veo obligado a decir” o una palabra
hiriente que en seguida vamos a lamentar. El hombre sincero —que ama la verdad— reconoce
que se siente fuertemente atraído por los caprichos, por el poder, por el sexo... Y que no
siempre sabe, o quiere, o puede moderar el uso de las cosas y ponerlas en su lugar; hasta, en
ocasiones, sentirse atrapado por ellas. ¿Son malas las cosas? ¿Son malos los dulces? ¿Es malo
el placer? El mundo es bueno, las cosas son buenas. El empacho y la embriaguez no dependen
de los dulces o el alcohol, sino de la falta de dominio, de la carencia de libertad de las
personas. En el fondo, el hombre es el peor saboteador de su propia libertad.

54
IV
LECCIÓN DE GEOGRAFÍA INTERIOR
En cierta ocasión la televisión ofrecía una entrevista con un conocido político. Es algo
bastante corriente y, a veces interesante. Se le hicieron muchas preguntas sobre temas sociales
y económicos. Al final el periodista pasó al terreno personal para dar a conocer el lado
humano del personaje. La última pregunta fue la siguiente: “Considerada su vida, en general,
¿tiene usted algo de qué arrepentirse?”. La respuesta me dejó helado: “no, no me arrepiento de
nada —dijo—”.
Uno se hace muchas preguntas después de escuchar una declaración de estas
características. Uno se pregunta si esa persona no ha cometido errores; si no ha tenido
debilidades. ¿Es posible que alguien no encuentre dentro de sí un fallo, una fisura, un defecto
por el que tenga que pedir perdón?
Todos necesitamos conocernos mejor. Cada persona es un mundo, un universo vivo
que admite siempre una ulterior exploración. Cada persona está llena de posibilidades, sus
múltiples facetas nunca dejan de sorprender. El hombre es un complicado organismo difícil de
desentrañar. En él hay mucha grandeza como demuestran las heroicidades que conocemos por
la historia.
Hace unos años, un hombre arriesgaba su vida descendiendo sesenta metros boca
abajo por un pozo de treinta centímetros de diámetro, para intentar salvar a un niño que se
encontraba atrapado en el fondo.
El hombre es grandeza: en la vida de todos hay amor y hay sacrificio por los demás.
Hay mucha entrega y mucha generosidad ocultas en el mundo. Pero el hombre es también
miseria. Cada uno podría contar la historia de sus errores, de sus deslealtades, de sus
cobardías... Es todo cuanto se nos pide...: reconocer esa triste historia: “iré a mi padre y le
diré: padre, he pecado contra el cielo y contra ti, ya no soy digno de ser llamado hijo tuyo” 27.
La historia del hombre es la historia del hijo pródigo, alguien que se traiciona a sí mismo, que
traiciona a su padre, a su verdad.
Dios, a quien le trata como a un amo podría tratarle como a un siervo, con quien le
trata con indiferencia podría mostrarse indiferente, a quien le trata mal podría maltratarle.
Pero no es así. Dios no se rige en su relación con los hombres por el principio de reciprocidad.
La cuestión es que Dios es un padre, siempre es un padre. Ningún padre pierde de vista que
ese niño travieso que le hace sufrir y se hace daño a sí mismo es su hijo.
Todo el que ha ido a pescar alguna vez sabe que si consigue hacer que pique un pez de
buen tamaño, y el pez se resiste y se debate, no debe tirar de la caña con toda la fuerza: el
sedal puede romperse y entonces se perdería el pescado. El buen pescador sabe que el anzuelo
se ha clavado en la presa. Hay que dejar suelto el hilo, que el pez se canse, y entonces, pasado
un rato, cuando ya el pez ha llegado al agotamiento, cobrar la pieza28.

27 Lucas. 15, 21.

28 A propósito de este ejemplo, quiero aprovechar para recomendar la lectura de la novela de Evelyn Waugh, “Retorno a
Brideshead”. En esa obra se reproduce el efecto descrito en el ejemplo del pescador. Su libro tercero se titula: “Un tirón al
sedal” y cuenta precisamente cómo cuatro personas vuelven a encontrarse con Dios. En el capítulo III del libro segundo se
lee el siguiente párrafo: “Él se ha alejado y Sebastian y Julia también. Pero Dios no los dejará por mucho tiempo, ¿sabe? No
sé si recordará el relato que mamá nos leyó aquella primera noche que Sebastian se emborrachó. El padre Brown dijo algo así
como: “lo atrapé con un anzuelo que no podía verse y una caña invisible que es bastante larga para dejarlo ambular hasta los
confines de la tierra y traerlo de vuelta apenas con un tirón de sedal”.

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Dios está siempre a la espera de sus hijos pródigos. A veces le hacemos esperar
demasiado. Pero Él espera con paciencia que nos cansemos de nuestras huecas aventuras. Un
poeta ha compuesto esta sencilla oración: “¿Me amas, buen padre que estás en los cielos?,
preguntaba yo entonces en voz baja, y sentía su respuesta tan segura y feliz en el corazón... Y
de nuevo le decía: amigo de mi infancia, ¡no te enfades porque te haya olvidado!” 29. Sí,
olvidamos a Dios a veces, o nos escondemos de Él.
“No, no me arrepiento de nada”. Hay personas que no terminan de conocer su propia
geografía30. En el complejo modo de ser de cada persona, en el mundo que somos cada uno,
hay zonas auríferas, verdaderos yacimientos de virtud, facetas personales sumamente
atractivas, pero hay también desiertos, zonas depauperadas: puntos negros. En el mapa de
cada personalidad encontraremos selvas intransitables y peligrosas, tundras heladas, y...
jardines y bosques llenos de vida...
El primer paso hacia la plenitud es la aceptación de “mi verdad”: lo que yo soy. El
conocimiento, el reconocimiento de mi miseria y la serena valoración de mi grandeza. Dicen
que los animales salvajes prefieren beber de noche, porque de día ven su reflejo en el agua y
eso les asusta... Su propia imagen. Muchos hombres no se atreven a mirar cara a cara a su
corazón, les asusta lo que pueden encontrar en él... La bruja del cuento de Blancanieves
demostró que la fealdad no se arregla rompiendo el espejo...
En el centro del conocimiento propio está la realidad —diariamente palpada— de mi
falta de dominio, de la herida de mi libertad. Mi libertad no es siempre respetuosa con la
verdad y se engolfa perezosa en las cosas.
Esto hay que conocerlo, pero también hay que reconocerlo. Por eso es tan importante
la sinceridad. La sinceridad no es todavía la verdad, pero es mi versión: lo que yo veo dentro
de mí mismo. La insinceridad, sin embargo, sí es inmediatamente una mentira.
Si la verdad es lo que nos hace libres, ¿qué hace con nosotros la mentira, la
insinceridad? La mentira es una cárcel. Y... muchas mentiras son la jungla donde el hombre se
extravía. El que se engaña a sí mismo está realizando el peor ataque contra su propia libertad.
Engañarse a uno mismo es como encerrarse en una jaula y tirar la llave lejos, es conformarse
con el placer de ser alimentado por los cuidadores, no le faltará comida, a los monos no les
faltan cacahuetes. Pero ningún león está conforme con la carroña que le sirven en un
zoológico.
Hay una novela, titulada “El instinto de la felicidad”31, en ella, un matrimonio vive
feliz en la campiña francesa con su hija. La primera parte es un canto a la armoniosa vida de
la familia, todo es gozo, todo es tranquilidad: la serenidad de los gozosos días que se suceden
uno tras otro. Pero esto no hace sino preparar la tragedia. En la segunda parte se desencadena
la crisis. Resulta que el marido no era el verdadero esposo de su mujer, la señora no era
esposa de su marido, y la hija no pertenecía ni a uno ni a otro. Lo tremendo viene al final,
cuando por último, se descubre que cada uno de ellos conocía toda la verdad desde el
principio, pero ignoraba que los otros la supieran. Los tres conocían la verdad, pero se
escondían detrás de la mentira, pensaban que era una buena protección para su felicidad. A los
tres les gustaba su propia jaula. Pero no, la mentira nunca garantiza la felicidad por mucho
tiempo. La mentira sólo garantiza problemas para el futuro.
La sinceridad es la conformidad entre el hombre interior y el exterior. Ser unánimes
con nosotros mismos. La felicidad no puede comenzar más que cuando se recupera la verdad.
29 F. Hölderlin. Hiperión o el eremita en Grecia. Ediciones Hiperión. Madrid 1990. Pp. 28-29.

30 Esta idea la expone con brillantez Enrique Rojas en Remedios para el desamor. Ed Dossat. Madrid 1990.

31 André Maurois. El instinto de la felicidad. Ed. del Bronce. Barcelona, 1996.

54
La sinceridad consiste en dejarse ayudar por aquel que tiene en sus manos la posibilidad de
curar.
Conocer la propia miseria, pero no reconocerla, es ocultarla. Conocerla, pero no
reconocerla, equivale a amarla. Un hombre debe aceptar sus detritos, pero no debe amarlos.
La miseria hay que echarla fuera.
Hay que ser capaces de confesar con pena la propia mezquindad. Hay que confrontar
la propia realidad con la verdad y aceptar su juicio y su perdón. La Verdad, Cristo, hablará
entonces a la persona para decirle: “Soy el hombre herido de muerte que estrecha al
adversario sobre su pecho y le dice: escucha mi perdón”32.
Nosce teipsum: es el principio de la sabiduría. Conocer, saber, tener una buena idea
acerca de lo que es la verdad, ese es un buen punto de partida.
Las cosas son buenas, lo que no siempre es bueno es el corazón del hombre. “Hay en
el hombre poderosas e intensas energías de pecado” 33, decía hace unos años Karol Wojtila.
Parece una visión negativa de las personas, pero no, al contrario, es un esfuerzo por ayudar a
las personas a poner el dedo en la herida. ¡Qué fácil es decir: “todo el mundo es bueno”!. Es
demasiado fácil acariciar al gato en el sentido del pelo... “Hay en el hombre poderosas e
intensas energías de pecado”, hay que tener la valentía de mirarse a uno mismo, sabiendo que
se encontrarán guijarros y bichos podridos en el corazón. Y hay que tener la valentía de no
perder la esperanza. Cada hombre debe hacer el esfuerzo por descubrir la llaga por la que
sangra. Todo el que quiera curarse debe comenzar por poner las manos sobre la herida.
Hay estadísticas oficiales sobre el número de robos que se cometen en el mundo cada
minuto. En el mundo ocurren más de cien violaciones diarias, y otros tantos asesinatos. Hay
—además— redes mafiosas y de trata de blancas. Y esto, sin incluir el oscuro mundo del
tráfico de drogas ni las poderosas industrias de la pornografía y la prostitución. Esto es el
mundo, esto es el hombre. Una reciente película americana señalaba mucho más
pormenorizadamente esta estadística del horror y concluía: “la solución es un equipo policial
secreto que limpiará el mundo”. El mundo no se limpiará a base de policías eficaces.
Dicen que Kant tenía una enorme confianza en la ley, hasta el punto de que parece
pensar que una legislación adecuada transformaría en buena incluso una sociedad de
demonios34. Ninguna ley venida desde fuera, ningún policía representante de esa ley cambiará
el corazón del hombre.

32 G. Bosis en El y yo. Ed. Balmes. Barcelona, 1989. p. 290.

33 Karol Wojtyla, en Ejercicios espirituales para jóvenes. BAC Popular. Madrid, 1982. p. 67.

34 Kant, I. La paz perpetua, suplemento primero. Ed. Tecnos. Madrid, 1989. P.38.

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V
LAS MANOS PATERNAS DE LA VERDAD
La verdad de un hombre viene a ser conocida por las leyes, los hábitos, por los que se
rige. Ninguna ley que venga de fuera será aceptada por el hombre como verdad propia. Cada
uno tiene que interiorizar su verdad, su ley, los contornos (límites) de su libertad.
Jesucristo ha dicho: “Yo soy la verdad”. Es tanto como decir: “Yo soy la ley del
hombre”. La ley del hombre no es la voluntad de otro hombre que lo maneja. Las sofisticadas
técnicas de marketing pueden suponer una manipulación, pueden llegar a imponer a las
personas una manera de comportarse. Esas técnicas consiguen crear en la gente necesidades.
Podrían llegar a convertir a las personas en muñecos manejables. El marketing puede
convertirse en una amenaza para la libertad.
La ley del hombre —su verdad— es Jesucristo. No la policía. No la moda. No la
versión oficial de lo que nos pasa leída en una revista. No una preceptivista casuística de
mandatos más o menos inteligentes, sino una vida. La ley del hombre es la vida de Jesucristo,
su Persona.
Así es siempre en el amor. La ley del enamorado es precisamente la persona amada. Y
sólo se puede amar a las personas. Los cristianos no somos sólo fieles seguidores de una
ideología interesante, ni creemos firmemente en una filosofía de la vida, o una ética. Los
cristianos, sobre todo, seguimos a una Persona. Los principios y la doctrina que Jesús predica
son salvíficos, pero no son la verdad completa. La verdad completa es la persona: Jesucristo.
Y la ley de Cristo es su Padre: Dios, que es su amor. Nuestra ley es una paternidad.
Padre es el que engendra.
El padre es el dador de la vida, de una vida diferente, de otra vida distinta de la suya,
de una vida independiente. Pero ningún padre engendra hijos completamente autónomos. Los
hijos se parecen a su padre, se parece un león a su cría, y tiene rasgos semejantes. Ningún hijo
puede huir de la semejanza con su padre. Los hijos cuando nacen son distintos de sus padres,
pero parecidos.
Los hijos necesitan a su padre para saber quiénes son, cómo son, cuál es su historia, de
dónde vienen... El padre es “la cultura”. El hijo recoge de sus padres toda una herencia de
costumbres, de modos de ver la vida, de intereses... Padre es el que transmite un legado, el
que transmite vida, o sabiduría, o convicciones...: un maestro es un padre; padre es el que
guía. Es padre quien entrega la verdad, una verdad que me hace libre, distinto. Por eso el
padre es el garante de la libertad de los hijos, el buen padre. El padre es el norte.
Ser hijo no es sólo obedecer, ser hijo no es sólo amar. En el hijo confluyen una
corriente de obediencia y una corriente de amor por su padre. Ser hijo, cuando el padre es el
amor, consiste quizá en hacerse amor, hacerse como el propio padre. Y eso es algo más que
obedecer. El problema de la obediencia se reduce quizá a la cuestión de encontrar un padre.
Porque... hay hijos que no consiguen encontrar en sus progenitores los verdaderos signos de la
paternidad. Hay hombres que se han reproducido, pero no han pasado de ahí. No es lo mismo
echar hijos al mundo que formar seres humanos. Ser padre es transmitir la vida, pero ser padre
es transmitir humanidad, calor, valores.
Pilato es el juez en el proceso político seguido contra Jesús. Hay un diálogo. Con
Herodes no hubo diálogo, a él no le interesaba la verdad, sólo quería ver algún milagro, quería
excitar sus sentidos: jugar... Herodes sólo quería jugar con la verdad. Cristo, con su silencio,
le vino a decir claramente que con la verdad no se juega35.

35 Cf. Lucas, 23, 8-9.: “Herodes le hizo muchas preguntas pero Jesús nada contestó”. Herodes era un libertino, Jesús
permitió que le viera, pero las preguntas de Herodes no trataban sobre la verdad, por eso Jesús no tenía nada que decirle.

54
Da toda la impresión de que Pilato sí se interesa por la verdad, la busca, investiga,
pregunta. “¿Eres tú el rey de los judíos?” 36. Para Pilato un juicio no es un juego. Se acusa a
Jesús de ser el rey de los judíos, ese es el alegato de los fariseos. Jesús lo afirma matizando
que su reino no es de este mundo. La autoridad política no tiene nada que temer: su reino no
es de este mundo. El juez se relaja y trata de salvarle. Parece que ha encontrado la verdad:
Cristo es inocente; no tiene pretensiones políticas: su reino es un reinado de corazones.
Pero los fariseos están envenenando el ambiente. ¡Qué cerca estaba Pilato de la
verdad!... El asunto se complicó cuando los judíos mencionaron al César, cuando crean una
artificial oposición entre Cristo y el César: no puede haber dos reyes: uno de los dos sería un
impostor. Ya habían intentado antes politizar la figura de Cristo, cuando le mostraron la
moneda: “¿hay que pagar el tributo al César?” 37... Él nunca quiso entrar en problemas
políticos.
Los judíos cercan a Pilato: “no tenemos más rey que al César”, si alguien dice que es
rey es enemigo del César, es un competidor, un usurpador. Ahora el juez está en un aprieto. Ya
no le interesa la verdad. “Y...¿qué es la verdad?”. Hace a Jesús la pregunta pero se da la
vuelta, no espera respuesta. La verdad ha perdido interés ante la crisis.
Pero ese juicio no fue el que llevó a Jesucristo a la cruz. No iba a morir Cristo por un
motivo político. Ese juicio estaba manipulado por los judíos. Ellos le habían juzgado ya antes,
delante de Caifás y Anás, que era el sumo sacerdote38.
Allí la acusación fue muy distinta: “te conjuro a que nos digas si eres tú el Hijo de
Dios”. “Así es —responde Jesús— tú lo has dicho”. Jesús es reo de muerte por declararse
Hijo de Dios.
Cristo muere por confesar la verdad más fundamental de su vida, por revelar el
misterio de su propio ser. Jesús, la Verdad, es Hijo de Dios. Es hijo, no súbdito. Es hijo, no
esclavo. Es hijo amado objeto de las complacencias de su Padre, no simple descendencia. Su
ley es una paternidad.
La ley que regula los actos de Cristo no es un reglamento rígido. La ley —la verdad—
que rige a Jesús es el amor a su Padre. Por no renunciar a esa relación, da la vida, muere. Ese
es el delito que escandaliza a los judíos. Ese es el crimen ante el que Caifás rasga sus
vestiduras: SER HIJO. No iba a morir Jesús por un problema de obediencia humana a los
jefes, a los políticos. Dios no es un jefe político, sino un padre. Un hijo es la persona donde se
sustancia el amor de un padre.
La única ley es el amor. Las demás leyes existen porque no somos capaces de amar
todo el tiempo. La única ley es el amor 39. Los otros preceptos sólo indican el camino hacia él.
Los santos están por encima de la ley. Los santos son como otros Cristos, los santos son ley,
son modelo.
Sí, así es. Cuando un cristiano asiste a Misa los domingos —por ejemplo— no cumple
una fría ley que se le impone desde fuera, sino que se adhiere a la voluntad de su Padre que
está en los cielos. Y hace de su ley su verdad, su modo de ser. “Mi alimento es hacer la

36 Se encontrará el juicio ante Pilato en Juan 18, 28 ss.

37 Cf. Mateo, 22, 17

38 El juicio ante Caifás está recogido en Juan, 18, 19-24.

39 “La plenitud de la ley es el amor” Romanos, 13, 10.

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voluntad de mi Padre”40, mi alimento, mi vida es ir en pos del ser amado. Seguimiento de la
voluntad de Dios: seguir, ir detrás, no delante, no marcando yo el camino, ¡detrás!, siguiendo
a Cristo. Obedeciendo, cumpliendo su voluntad. El problema es que hay que saberse hijo, hay
que saberse pequeño, hay que saberse menor... En casi todas las familias hay un hijo que
acaba gritando a su padre...
En realidad, luego, cumplir las normas cuesta. Hay muchos momentos en los que el
hombre no consigue ver en aquello que ha de cumplir otra cosa que un peso. De nuevo
reaparece la herida... Es la libertad herida que se resiste a ser modelada por las manos paternas
de la verdad.
La redención, la liberación, el reencuentro del hombre con su libertad, se ha hecho a
través de la cruz. La cruz es el instrumento en torno al cual el hombre se reconcilia consigo
mismo y con Dios. Es profundamente misterioso que aquello que hace sufrir al hombre sea
precisamente lo que le devuelve al mundo de los seres libres. El sufrimiento, el dolor, son las
medicinas salvadoras empleadas por Dios para acercarse las almas. El áspero jarabe del dolor
se ha hecho imprescindible para alcanzar la plenitud. A Cristo decir la verdad le costó caro.
Afirmar la verdad de sí mismo le llevó a la cruz.
El sufrimiento es un obligado compañero de viaje en la vida de todo ser humano. Cada
día se hace presente, tanto si lo buscamos, como si lo rechazamos, es un silencioso convidado
de piedra que nunca falla a la cita. Nuestros encuentros con la felicidad mientras estemos en la
tierra, serán encuentros a medias, porque la felicidad siempre trae de la mano a su hermano
pequeño: el dolor.
Entre nosotros y las cosas o las personas que son la causa de nuestra felicidad, debe
estar siempre la cruz, si no, el abrazo podría asfixiarnos, absorbernos, quitarnos la libertad.
Los abrazos sin niños de por medio deben ser sólo para Dios, para el Padre de todas las
cosas...
Quizá por eso entre las cosas y el corazón del hombre haya que poner siempre una
distancia que impida la cosificación. El juego es bueno, pero no se debe jugar demasiado, está
el riesgo de convertirse en un ludópata, de deshumanizarse. La velocidad es buena, pero uno
no puede conducir demasiado de prisa sin arriesgar su vida y la de otros. Hay que poner una
distancia de respeto entre las cosas y mi propio corazón. Me cuesta moderar mis deseos de
tomar otro café, pero me haría daño, o fumar otro paquete de cigarrillos. Y entonces, aunque
me cuesta, sacrifico mi apetencia en aras de la salud, o del orden, o de los deseos de un ser
querido.

40 Juan, 4, 34.

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Tercera parte
El misterio del hombre se pone especialmente de manifiesto en el contraste entre su
grandeza y su miseria. Cada persona sabe que nace para una vida de plenitud y de gozo que
no debe conocer el fin, y a la vez experimenta la limitación de su capacidad física o de su
condición moral, o mucho más inmediata de su encuentro con el sufrimiento. En última
instancia, es la muerte la que no deja de desasosegar al hombre, porque le recuerda que su
anhelo interior de plenitud se ha de frustrar irreparablemente. La respuesta de Dios al mal
del hombre ha sido la muerte de su propio Hijo: el escándalo de la Cruz. Como ha dicho
alguna vez Juan Pablo II, “Dios, que es amor y no tendría que justificarse ante nadie ni ante
nada, ha querido justificarse ante la historia del hombre.( ...) Es el Emmanuel, Dios con
nosotros. Si en la historia humana está presente el sufrimiento, se entiende por qué su
Omnipotencia se manifestó con la omnipotencia de la humillación mediante la Cruz”41.
Ha sido Dios mismo, en la vida de Jesucristo, quien nos ha enseñado la profundidad
de la obediencia por amor hasta la muerte, y ésta en forma de cruz, la más humillante de las
formas humanas. “Se humilló a sí mismo asumiendo la condición de siervo, haciéndose
obediente hasta la muerte y muerte de cruz”42. En los capítulos anteriores hemos centrado el
problema del hombre en la persona de Cristo. Pero como en Cristo misión y persona son una
misma cosa, totalmente inseparables, nos encontramos enfrentados con el misterio de la
muerte y resurrección de Cristo. La alegría del cristianismo reposa, en última instancia, en la
seguridad de que los misterios de la vida de Cristo se prolongan por la gracia en toda la
humanidad, de forma que ya el aguijón de la muerte, del sufrimiento, ha perdido su poder. El
camino de Cristo no es una verdad consoladora pero ineficaz. En él sabemos que nuestros
dolores tienen una esperanza: pueden hacer más profundo el amor43: porque la fe cristiana es
un misterio de salvación en el que el hombre no está abandonado a su miseria. “Por obra del
Redentor la muerte cesa de ser un mal definitivo, está sometida al poder de la vida” 44. Por
eso, se puede decir que, en Jesucristo, Dios ha abierto ante el hombre tesoros de vida y de
santidad, para que pueda gozar de la plenitud de la vida y de la paz que en el tiempo presente
tan sólo conoce en forma de promesa.

41 Juan Pablo II. Cruzando el umbral de la esperanza, pp. 78-9

42 Filipenses, 2, 7-8.

43 Cf. Homilía de Juan Pablo II en la Canonización de Edith Stein.

44 Juan Pablo II. Cruzando el umbral de la esperanza, pp. 85 ss.

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54
VI
PASARLO MAL ES NORMAL
He aquí el sacrificio, he aquí la cruz, el dolor. El dolor no es, quizá, más que el efecto,
lo que se siente, cuando las manos paternas de la verdad hacen presión sobre el barro de la
libertad.
La distancia que hay que mantener respecto de las cosas viene medida por el largo de
la cruz. Así mantengo mi dominio, mi libertad. El sacrificio me ha salvado. Si no es por la
cruz el hombre se convierte en siervo de las cosas. Si no es por el sacrificio el hombre pierde
su identidad, su nombre humano, su verdad. La persona que no quiere moderarse, sufrir, se
cosifica, cambia de padre: ahora tiene por padre a las cosas: triste padre, un padre sin vida...
Los inmoderados, los hombres demasiado apasionados, tienen una libertad discutible,
hipotecada. En eso se parecen a los niños, no conocen el sentido de la medida, piden y piden,
y si no consiguen lo que les apetece lloran desconsolados incapaces de comprender la razón
por la que tienen que sentarse de una vez a estudiar y apagar el televisor. Son inmaduros. El
hombre que no sacrifica sus apetencias en aras de la salud o del servicio a los demás, etcétera,
es un inmaduro.
De algún modo se puede decir que la madurez está unida a una cierta experiencia
áspera de la vida. Se alcanza la plenitud humana tras recorrer un camino donde generalmente
está presente el drama, cuando no la tragedia. La realidad de la vida golpea al hombre, lo
moldea. La madurez es, quizá, el final de un proceso doloroso.
Se dice de una joven: “la muerte de su madre la convirtió en una mujer”. Y de otro: “la
guerra le hizo madurar de prisa”. O bien: “no sabes nada, has de recibir todavía muchas
estocadas en esta vida”.
No hay manera de sustraer la existencia humana a la acción del sufrimiento. Puedo
tomar unas pastillas contra el dolor de cabeza, incluso puedo tomar otras para atenuar los
efectos de una depresión; pero no hay grageas para vivir, para evitar sufrir. Quien sólo piensa
en esquivar lo que cuesta, no pasará de ser un niño. La vida es así, así funciona el mundo:
pasarlo mal es normal. “La vida tiene razón en todos los casos” 45, y la vida es, a veces, muy
dura.
Las cosas grandes no se consiguen sin esfuerzo. Llegar a sintetizar el ADN, lleva
consigo una vida de sacrificio. Batir el récord de la hora sobre una bicicleta supone muchas
renuncias. Para dar una carrera a cada hijo muchos padres han perdido horas de sueño y han
dedicado sus mejores años a un trabajo que les ha minado la salud. Los hijos, la ciencia, el
deporte, se han cobrado muchos dolores. El hombre no duda en ofrecer sus días como
sacrificio a la literatura, a la empresa, a la política, para escribir su nombre en esas artes o
ciencias. Así ha sido siempre, así ocurrirá mientras el hombre siga siendo hombre.
La clave del progreso es el sufrimiento, la entrega; no hay descubrimiento que sea
fácil, no hay obra que se haga sin dedicación, todo lo que vale la pena suele ser difícil, y lo
difícil cuesta.
El mundo progresa a base de la entrega y del empeño de los hombres. Lo que conduce
a la plenitud a los hombres es el sacrificio. El modo de llegar a la verdad es el sacrificio. El
dominio sobre nosotros mismos se logra con dolor. La libertad se alcanza con el
desprendimiento.
La cruz hará que el mundo progrese, mejore. La cruz hará que la realidad del mundo

45 Rainer María Rilke. Epistolario. Obras escogidas. Ed. Plaza y Janés. Barcelona 1967. p. 1232.

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se parezca más a la verdad de lo que debería ser el mundo. La cruz es el progreso. El éxito, la
felicidad son unas delicadas plantas que tienen sus raíces en forma de cruz46.
¿Es malo entonces el dolor? Desde un punto de vista fisiológico el dolor se formaliza
como aviso. El organismo herido da la voz de alarma. Si suenan los detectores de incendios es
que el fuego ha comenzado. La enfermedad no nos coge por sorpresa, anuncia su llegada. ¿Es
malo el dolor? Esa pregunta tiene, tal vez, la misma respuesta que esta otra: ¿son malos los
dentistas?
La curación, a pesar de los esfuerzos de la medicina paliativa, llega siempre de la
mano del sacrificio. El médico siempre corta, o pincha, o impone un duro régimen de
comidas, o nos hace tomar un jarabe desagradable. Cuanto más peligrosa es la enfermedad,
más encarnizados parecen los procedimientos curativos.
Todos necesitamos que alguien nos saque las muelas picadas del alma. Pero hay que
decir que duelen y hay que decir cuales.
De todos modos, el hombre puede permanecer irredento aunque esté al pie de la cruz,
“muchos estaban allí...”47, dice el Evangelio, refiriéndose al calvario en el momento en que
Cristo moría. Incluso un hombre clavado puede no redimirse: “había un ladrón que le
increpaba”48, ese hombre podría ser el símbolo del rechazo perfecto a la contrariedad: no sólo
aborrece su suerte, sino que hace culpables de ella a quienes le rodean. Se entiende que
alguien esté incómodo en la cruz, pero se entiende menos que blasfeme.
Pero..., no redime cualquier cruz: los cristianos no somos masoquistas. El hombre
crucificado por el sufrimiento puede permanecer en su servidumbre, en su esclavitud. La cruz,
para ser liberadora, tiene que ser la cruz de Cristo; es decir una cruz de paso, una cruz que
precede a una esperanza, por eso debe ser alegre, y, por eso, por la esperanza, debe ser amada.
La liberación sólo llega a quien la desea, a quien la ama. La redención no es
automática, es un proceso, tiene una economía. Cada uno tiene que gestionar su redención. Si
el hombre hubiese quedado automáticamente liberado tras la muerte de Cristo, entonces, de
alguna manera la redención hubiese sido aplastante.
El hombre tiene que poner en juego ese resto de libertad que le queda después del
despilfarro original para adherirse a Jesucristo. La victoria de Cristo no es aplastante. Es
respetuosa. Jesucristo no va a entrar a la fuerza en ningún corazón. Jesucristo no se impone.
La verdad aunque sea evidente siempre puede ser negada. A la verdad se llega por
contemplación amorosa, no por la fuerza. El que utiliza la fuerza para imponer la verdad es un
hombre que corre muy de prisa, pero en la dirección equivocada. No se puede imponer la
verdad, como no se puede imponer la libertad.
Dicen que algunos animales acostumbrados a vivir en cautividad mueren cuando se les
devuelve a su ambiente. Han perdido el hábito y se sienten desconcertados al aspirar las
primeras bocanadas de libertad. Cristo nos abre una puerta, pero no nos empuja dentro. Cada
uno debe dejar sus cadenas. Cada uno debe aplicarse la libertad. El hombre debe tomar ese
alimento a sus horas, según su necesidad.
La redención está hecha, ahora cada uno debe servirse. La Misa se celebra cada día,
sólo falta que la gente acuda. Existe una economía de la libertad, igual que existe una
economía de la salvación. Hay una gestión de la propia libertad, como hay un horario de
Misas.
46 La expresión está tomada de San Josemaría, que para ser exactos decía: “El auténtico amor trae consigo la alegría: una
alegría que tiene sus raíces en forma de cruz”. Forja n. 28. Y ver también del mismo autor Es Cristo que pasa, n. 43.

47 Mateo, 27, 47.

48 Lucas, 23, 39.

54
La verdad no se tiene completa. En ningún cerebro cabe la verdad del hombre y del
mundo, incluso la ciencia y la técnica acceden a la verdad poco a poco. Nadie ha recibido de
una vez todos los conocimientos que posee. Los conocimientos se logran con estudio, libro
tras libro, clase tras clase. Los científicos van descubriendo las leyes del mundo lentamente,
parece que la tierra administra su verdad a la ciencia de forma dosificada. La verdad la
tenemos administrada.
Los teólogos también tienen que estudiar y analizar pacientemente todo lo que creen
saber sobre Dios. Cada día los estudiosos aportan aspectos nuevos sobre la ciencia de Dios. A
Cristo lo vamos conociendo poco a poco, con tesón, fijándonos, con la oración, con los
sacramentos, con estudio, con el tiempo, es decir con perseverancia.
A Cristo lo tenemos administrado, administrado por la Iglesia. La Iglesia es el corazón
de Jesucristo, allí se da cita a la humanidad. En ese lugar pacífico los hombres vislumbran el
sosiego celestial. La Iglesia es el corazón de Cristo, en ese templo se celebra la Misa, una
Misa donde las almas limpias se encuentran con Dios en la boca. Para las almas limpias la
comunión es alimento y medicina, para las almas que no se han limpiado, la comunión es
veneno.
La Iglesia es también la salida de Misa en que los hombres comunican sus vidas y sus
penas y sus gozos en un encuentro festivo. La Iglesia es el almacén de la gracia; administra el
cuerpo, la sangre y el perdón de Cristo. Siempre que alguien pierda a Jesús, o no lo encuentre,
debe saber que cuando José y María, de niño, lo perdieron, lo encontraron, tras muchas
vueltas, en el templo, en la Iglesia.
Hay alguien que tiene las llaves49 del corazón de Jesús, las llaves del almacén, y
gestiona y administra a Jesucristo, la Verdad. No crea la Verdad, no la establece, la protege, la
contempla, la ama, la distribuye... “El significado auténtico de la autoridad del Papa —dice el
Cardenal Ratzinger— consiste en que él es el garante de la memoria cristiana”50. Es el padre.

49 Cf. Mateo, 16, 18. Donde dice: “Yo te digo que tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia... Yo te daré las
llaves del reino de los cielos, y cuanto atares en la tierra será atado en los cielos, y cuanto desatares en la tierra será desatado
en el cielo”.

50 Ratzinger. J. La Iglesia... p. 111.

54
VII
UN DULCE SOBRESALTO
“La verdad os hará libres”: Jesucristo nos devuelve la libertad. Ahora el hombre sólo
es un siervo si lo desea. Todo aquel que trata de vivir como Cristo, se libera. Todo aquel que
trata de vivir según la verdad es un hombre libre.
Tolstoi cuenta en Ana Karenina, la historia de Levin y Kitty. Kitty es una chica
cristiana y muy piadosa enamorada de Levin. Levin, igualmente enamorado de Kitty,
manifiesta serias dudas sobre la existencia de Dios y todas las demás cuestiones de la religión:
sencillamente, no puede creer. En un momento dado la chica es acosada por sus padres:
“¿cómo vas a casarte con un ateo?”51. En ningún momento inquieta a Kitty la falta de fe de su
novio, porque obra el bien. Cuando Levin pensaba en Dios, en la fe, no lograba concluir sus
cavilaciones con un acto de fe, pero en su obrar cotidiano era un hombre justo y bueno 52. Esta
es la tranquilidad de Kitty: de alguna manera tiene a Cristo dentro, obra como Él. Ya llegará la
fe. O ¿ya ha llegado? Falta sólo la humillación de la inteligencia: el acto de fe. Pero, ¿no
brotará de la caridad la fe?
Si son cristianas las obras de sus manos y los impulsos de su corazón, no puede tardar
mucho la fe en alcanzar también su inteligencia. El hombre está entrelazado consigo mismo.
Su inteligencia, su corazón, sus manos, tienden a alcanzar un acuerdo, sueñan con ese
acuerdo: la coherencia...
No olvidemos que la fe, que la verdad, es como un padre. A veces el padre manda a los
hijos a trabajar, uno le dice que sí, que va; pero no va; el otro le dice que no quiere ir, pero
va...53 El Evangelio alaba al que obró el bien, aunque por dentro se resistía. Para el hijo que
engañó a su padre —porque dijo que sí pero no fue—, sólo queda un duro reproche.
Nos cuenta Shakespeare, que Cordelia ―la hija menos complaciente con el rey Lear―
la que al final es fiel a su padre. Mientras que las otras: Regania y Gonerila, las aduladoras,
las que en los buenos tiempos le buscaban para estar junto a él y sentir su protección, se
desentienden de la suerte del rey terriblemente enfermo; que muere loco, con la locura de los
hombres decepcionados. Los corazones grandes son los corazones fieles. Dicen que el
corazón se dilata con el ejercicio físico; no lo sé, pero sí sé que haciendo el ímprobo esfuerzo
de amar, el alma se hace grande como el mundo.
Se puede creer con la inteligencia y tener el corazón muy lejos de Dios: “también los
demonios creen”54. Se puede ser cristiano con las obras hasta un cierto punto. Sin duda lo
mejor es conocer lo que se ama. “Haced lo que dicen, pero no hagáis lo que ellos hacen” 55,

51 He resumido en dos palabras el capítulo I de la quinta parte de Ana Karenina. En ese mismo lugar podemos leer estas
interesantes líneas: “Mi pecado principal es la duda. Dudo de todo, y la mayor parte del tiempo la duda me persigue”, dice
Levin, y el sacerdote le contesta: “La duda es propia de la flaqueza humana”.

52 Toda esta idea aparece salpicando diversos pasajes de la novela de Tolstoi, pero se encontrará un buen resumen en el
último capítulo de la obra. Justamente en los últimos párrafos se dice lo siguiente: “No sé si esto es la fe o no lo es. Lo único
que puedo decir es que ha penetrado en mi alma a fuerza de sufrimientos y ha arraigado en ella”.

53 Cf. Mt. 21, 28.

54 Santiago, 2, 19. Allí se dice también unos versículos más abajo, en el 24-25: “Ved, pues, cómo por las obras y no
solamente por la fe se justifica el hombre. Así Rahab la meretriz, ¿no se justificó por las obras recibiendo a los mensajeros y
despidiéndolos por otro camino?”.

55 Mateo, 23, 3.

54
dice Jesús al pueblo refiriéndose a los fariseos. No vale con decir: “Señor, Señor” 56; es preciso
tratar de hacer...
Cuenta el Evangelio que en una ocasión, mientras Jesús predicaba a la gente, se alzó
una mujer del pueblo y gritó: “bendito sea el vientre que te llevó y los pechos que te
amamantaron”. Un piropo. Unas palabras sencillas que brotan del corazón. Los piropos
siempre tienen algo de atrevido, expresan un sentimiento de forma apasionada. Jesús, quizá
después de sonreír, dijo a la mujer: “benditos más bien los que escuchan la palabra de Dios y
la ponen por obra”57. Y la ponen por obra. El cristianismo no es una religión sentimental, es
una religión de obras, las obras del amor.
La fe no ha de entenderse como una actividad exclusivamente intelectual, ya que
implica una adhesión personal que compromete a todo el ser del hombre, no sólo sus ideas,
sino también su modo de vivir, sus obras.
La verdad debe ser vivida y no sólo pensada. Mientras tanto no es verdad, es teoría. La
verdad clama por el compromiso. Hay que tratar de llevar la verdad a la realidad cotidiana.
La libertad tiene que tensarse para vivir la verdad. En esa lucha, llena de esfuerzos,
encuentra el hombre la cruz y no sólo la cruz, sino al inquilino de la cruz.
Cristo es un amigo, pero es un amigo exigente. Cristo en el Evangelio ha indicado cuál
es la íntima verdad del hombre. La ha señalado en primer lugar con su cruz. Cuando Pilato
mostró al pueblo lo que quedó de Jesús tras la espantosa flagelación , no se daba cuenta de
que estaba proclamando una verdad esencial. “He aquí al hombre —dijo—” 58, y sin saberlo
mostraba al hombre la imagen del hombre 59. Quien desee leer el Evangelio con calma puede
encontrar en esta escena un espejo de su propia vida. “He aquí al hombre”, “he aquí lo que
debe quedar de mí tras llevar a cabo la entrega que Dios me pide”.
El Evangelio no es la promesa de éxitos fáciles, es cruz, es lucha. Y el hombre debe
ser otro Cristo azotado y coronado de espinas, el hombre debe acabar presentando ese aspecto
escarnecido. “¡He aquí al hombre!”, todo hombre.
En el Cielo sólo entra Cristo, es decir, el hombre crucificado. “Ésta es la verdad
esencial del Evangelio, que siempre y en todas partes chocará contra la protesta del
hombre”60.
Pero no se nos pide perfección, en este mundo no se da esa rara especie. Sí se nos
piden tendencias, tensiones, deseos sinceros de hacer, hechos pequeños... Intentos, buenas
intenciones acompañadas de obras. La perfección en el obrar humano es imposible. Sí existe
el perfeccionismo: es el triste nombre de una enfermedad. Una enfermedad que deja el
corazón seco.
El idealismo se hace sutil para confundir a las personas en la comprensión de sí

56 Mateo, 7, 21: “No todo el que dice: ¡Señor, Señor!, entrará en el reino de los cielos, sino el que hace la voluntad de mi
Padre”.

57 Lucas, 11, 27-28.


40
Juan, 19, 6
58
59 Cf. Juan Pablo II. Cruzando el umbral de la esperanza. Ediciones. Plaza y Janés. Barcelona 1994. Pp. 117-118. Allí se
dice también: “Desde joven yo advertía que estas palabras contienen la esencia misma del Evangelio. El Evangelio no es la
promesa de éxitos fáciles. No promete a nadie una vida cómoda. Es exigente. (...) Siempre y en todas partes el Evangelio será
un desafío para la debilidad humana. En ese desafío está toda su fuerza. Y el hombre, quizá, espera en su subconsciente un
desafío semejante. Sólo superándose a sí mismo el hombre es plenamente hombre. Esta es la verdad más profunda sobre el
hombre”.

60 Ibidem. p. 117.

54
mismas y de lo que son capaces. Si la falta de conocimiento amenaza al hombre con hacer de
él un ser soberbio que no encuentra de qué arrepentirse, la misma falta de conocimiento
propio le puede postrar en la exclusiva visión de sus errores. De la vanidad al perfeccionismo,
ese si que es un viaje estéril. Un día me pienso como un ser extraordinario, lleno de vida y de
fuerza, y al día siguiente todo se ha derrumbado y me figuro ser basura: un ser incompetente y
deleznable. La loca carrera de los extremos. Idealismo suministrado en dosis letales. La
verdadera coherencia pasa por conocer los límites, los contornos, la verdad, del hombre, de su
naturaleza y de sus posibilidades.
“No puedo hacerlo todo bien”, y de la misma manera: “no puedo hacerlo todo mal”.
Hay que aprender a convivir con la propia personal incoherencia, sin exagerarla y a la vez, sin
hacer con ella el pacto de la pereza. Nadie debería llenarse de vanidad cuando termina bien un
asunto. Y nadie debería hundirse cuando, a pesar de los esfuerzos, las cosas no salen
perfectas: ¡hasta las flores más hermosas tienen tierra en sus raíces!.
Todos los edificios tienen sus sótanos más o menos oscuros. Las más hermosas
ciudades están edificadas sobre un sistema de saneamiento, sobre cloacas, y es precisamente
la red de alcantarillado lo que permite a una población deshacerse de la basura, y mantener la
limpieza y la belleza de sus calles. Dice la Biblia que el hombre está hecho de barro. Todas las
flores tienen tierra en sus raíces; además, la tierra tampoco es tan sucia, a condición de que no
la echemos encima de la mesa...
Ignorar que la vida genera desperdicios es ser un idealista. Alguien así no
comprenderá nunca la confesión sacramental de los católicos. El confesonario es el secreto
lugar donde se vierten los propios desperdicios, es el misterioso mueble donde se opera la
regeneración de las almas, por obra de la gracia, allí tiene lugar un gratificante encuentro con
Jesucristo, y con la verdad.
El perfeccionismo excluye el amor. Ya no hay una libertad enamorada de la verdad. Ya
no se busca la verdad, ni se lucha por hacerla realidad, por traerla al mundo. En el
perfeccionismo lo que hay es una obsesión enfermiza que se queda en las cosas o en uno
mismo. Se llega a creer que la ley es lo adorable.
La ley es el muro que rodea el jardín, lo protege, lo aísla de las plagas y de las
alimañas, pero ¿de qué sirve el muro que rodea el jardín si el suelo está seco? Si en el huerto
deja de haber cosas interesantes que guardar, entonces el muro pierde su sentido.
Cuando una persona cae en el perfeccionismo ya no ama la verdad, ama el muro; ama
sólo el orden, no el orden que da paz, sino un orden que no es más que exactitud mecánica.
Ama la pulcritud: una pulcritud que es sólo asepsia. La asepsia es una pureza de laboratorio.
El perfeccionismo hace de las personas seres puritanos, fugitivos de la realidad, extranjeros de
la vida cotidiana.
El perfeccionista busca seguridad, y Cristo no ofrece seguridad, sino amor. Dios no
contrata pólizas de seguros llenas de cláusulas. El Espíritu Santo 61 se ahoga en las almas
atenazadas por el deseo de seguridad; porque allí la sana disciplina se convierte en látigo y la
pureza en decencia62. El amor de Dios se avinagra, pierde soltura y espontaneidad. La persona
que sólo busca exactitud en el cumplimiento de sus obligaciones, olvidando que el motor del
hombre debe ser el amor, está incurriendo en un desenfoque que le aleja de los demás
hombres y le impide ver la verdadera faz de Dios.
El amor tiene algo de arriesgado, de aventura, amar es asumir muchos riesgos. El amor
se hace de constancias, luchas y fidelidades, pero tiene algo de “dulce sobresalto” 63. Tiene

61 II Cor. 3, 17: “Donde está el Espíritu del Señor, allí hay libertad”.

62 Cf. Beato Josemaría Escrivá. Camino n. 280

63 Id. Amigos de Dios n. 294 Ed. Rialp. Madrid 1987. Donde dice: “ ... El alma ansía escaparse. Se va hacia Dios, como el

54
algo de novedad, de diaria improvisación. Ese sobresalto, no lo quiere el perfeccionista.
¿Qué es el amor? El amor no es sólo seguir ahí. El amor es, quizá, estar dispuesto,
estar a la espera, respuesta pronta. ¿Qué es el amor?

hierro atraído por la fuerza del imán. Se comienza a amar a Jesús, de forma más eficaz, con un dulce sobresalto”.

54
Cuarta Parte
Todas nuestras meditaciones acerca de la verdad del hombre giran alrededor de un
centro totalizante: el acontecimiento único del paso de Cristo por la tierra. Como ya hemos
explicado, el misterio de la Encarnación ilumina las más profundas realidades del ser del
hombre, incluso las zonas más oscuras e inaccesibles para la comprensión humana, como
son el drama del sufrimiento y de la muerte. Los misterios redentores del Hijo de Dios vivo
han manifestado el poder transformador de Dios, que asumiendo la condición del hombre, le
ha mostrado un camino de vida eterna y de vocación divina. A partir de entonces el hombre
ha conocido de una forma plena y acabada que su meta es el amor, que en el tiempo su fuerza
es el amor, pues tan sólo cuando aman los hombres son divinos.
Ha sido creado el hombre con una vocación al amor que se expresa, o debería
expresarse, en tantas formas como hombres ha habido sobre la tierra. Es el camino de Jesús:
“en esto conocerán que sois mis discípulos, si os amáis los unos a los otros como yo os he
amado”64. Es el distintivo del cristiano, porque quien ama ha conocido a Dios, sabe de Él. Y
quien no es capaz de amar ha quedado mutilado en la principal dimensión del ser del
hombre. Como ha puesto de relieve Juan Pablo II, “La doctrina de salvación cristiana es una
doctrina de la plenitud de vida” 65. En cierto sentido es, en primer lugar, soteriología del
Amor Divino. La Iglesia es la depositaria de una vida sobrenatural que tiene poder
reparador y transformador del hombre: es una fuerza sobreabundante porque es el Amor de
Dios; y sobre todo, es el amor el que posee poder salvífico 66. Si queremos presentar en
nuestras meditaciones la verdad del hombre y de Dios, debemos terminar con un canto de
alabanza al amor, verdadero motor de la historia del hombre con Dios.

64 Jn 19, 6

65 Juan Pablo II. Cruzando el umbral de la esperanza, p. 89.

66 Juan Pablo II. Cruzando el umbral de la esperanza, p. 89

54
VIII
LA MÚSICA DE LA VERDAD
San Agustín, en las Confesiones, se pregunta: ¿qué es el tiempo? Y responde: “si me lo
preguntas no lo sé, pero si no me lo preguntas, entonces sí lo sé” 67. Quizá quepa decir lo
mismo respecto del amor. ¿Qué es el amor? Cualquier ignorante sabe si ama o aborrece, pero
ni el más sabio podrá definir el amor. El amor se escapa de las definiciones, de los límites, el
amor no sabe vivir enjaulado en un puñado de palabras. El hombre no puede explicarlo todo,
y cuanto más importante es una cosa para él, más difícilmente lo explica.
Cuentan la historia de un bosque donde vivían muchos animales. Todos eran allí muy
felices... Pero lo que más les llenaba de gozo era bailar. Al caer la tarde se reunían en un claro
del bosque y bailaban hasta muy tarde. El animal que mejor lo hacía era el ciempiés, por el
contrario el peor bailarín era el sapo. Ni qué decir tiene la admiración que todos sentían por el
ciempiés. Particularmente le admiraba el sapo. Poco a poco, el sapo, casi sin darse cuenta, fue
cambiando su admiración por envidia, cosa que puede ocurrir no sólo a los animales. Un día
el sapo decidió escribir una carta a su “admirado” amigo, con muy perversas intenciones. La
carta decía así: “querido ciempiés: ya sabes cómo te admiramos todos en este bosque por ser
el que mejor bailas. Yo, sin embargo, soy el que peor lo hace, pero quiero aprender. Dime, por
favor, si es verdad que tu primer movimiento es levantar el pie número seis de tu izquierda y
luego el tres y el cinco de tu derecha. Tras esto creo que mueves los ocho nueve y dos de la
izquierda y el tres cuatro y siete de la derecha...” La carta continuaba describiendo
pormenorizadamente la mecánica del baile del ciempiés. Cuando el buen ciempiés recibió la
carta comenzó a mirarse los pies mientras la leía, nunca se había parado a pensar en sus
movimientos, se hizo un lío mayúsculo y no pudo volver a bailar68.
No es nada fácil explicar las cosas. El que pretende justificar todos los puntos de su
conducta, y los pasos de sus razonamientos, y organizar los “porqués” de todas sus acciones;
ese, corre el riesgo de quedarse inmóvil. Hay intuición, hay inspiración, hay en todos un “no
sé cómo hago esto ni porqué, pero está bien hecho”.
Hasta los más pulidos razonamientos tienen algún cabo suelto. No es nada fácil
explicar las cosas. Si preguntamos a alguien que, por ejemplo, se ha entregado completamente
a Dios, el porqué de su decisión, le veremos vacilar. No es algo fácil de explicar, hay por
medio experiencias incomunicables. La vocación se conoce en un recinto extremadamente
personal. No es un sentimiento, no es un razonamiento, es una decisión, pero es algo más, es
un misterio al que la persona tiene acceso de una forma razonable, pero inexplicable. En este
contexto la explicación más clara sería: “porque me da la gana” 69. Las personas cuando
secundan su vocación, no lo hacen “porque me apetece”, ni “por esto y esto y lo otro”. No son
razones de los sentimientos ni de la fría inteligencia, no son un conjunto de reflexiones

67 San Agustín. Confesiones, libro, XI, cap. XIV. Sobre el amor se encontrarán en este libro reflexiones tan interesantes
como la que transcribimos a continuación: “Mi amor es mi peso: a cualquier parte donde voy, por el peso de mi amor soy
llevado”. Libro XIII. Cap. IX.

68 He leído esta historia en J. Gaarder, El mundo de Sofía. Ed. Siruela. Madrid 1994.

69 “El Reino de Cristo es de libertad: aquí no existen más siervos que los que libremente se encadenan, por amor a Dios.
¡Bendita esclavitud de amor, que nos hace libres! Sin libertad, no podemos corresponder a la gracia; sin libertad no podemos
entregarnos libremente al Señor, con la razón más sobrenatural: “porque nos da la gana”. San Josemaría Escrivá. Es Cristo
que pasa. n. 184. Ed. Rialp. Madrid 1987. p. 389.

54
mentales, tampoco son el fruto de un golpe de corazón. Es como una lectura en la mente de
Dios. No es milagroso, pero no es humano. Por eso la mejor razón es “porque me da la gana”,
es decir: “deseo sustraer este asunto al análisis de las inteligencias críticas, y a los efluvios de
los sentimientos”.
Quizá hay cosas que el hombre debe poner en una estantería alta para que los niños no
jueguen con ellas. Hay cosas para las que, antes de tocarlas, la inteligencia debe lavarse las
manos. Hay cosas que no son negociables.
Quizá tardé en decidir mi vocación, entonces lo pensé, le di vueltas; la inteligencia y la
voluntad y los sentimientos tuvieron tiempo para diseccionar, analizar, evaluar... Pero una vez
tomada la postura, aquello dejó de ser una hipótesis. Ahora es un principio, un eje. Este es mi
nombre. La vocación se incorpora al ser humano como el propio nombre, yo tengo que contar
con ello, si me gusta como si no, cuando me gusta y cuando no. Los demás tienen que contar
con ello. La gente no suele cambiar de nombre.
La verdad es modeladora de la libertad, y los modelados más profundos son
irreversibles.
No es fácil explicar las cosas. Ni entenderlas. Hay que tener paciencia ante todo lo que
no está resuelto en nuestro corazón, hay que intentar amar las preguntas mismas, quizá luego,
poco a poco, un día consigamos ir encontrando las respuestas.
No es fácil explicar las cosas, sobre todo las que uno tiene más cerca del corazón.
¿Qué es el amor? “Si no me lo preguntas sí lo sé”. Es muy difícil explicar el amor. La
libertad tiene que amar la verdad, porque si la cumple y se atiene a ella sin amarla, entonces
viene la rigidez, o el perfeccionismo, y no mucho después el rompimiento del alma. Hay que
amar la verdad, pero la verdad es Jesucristo. Hay que amar a Jesucristo, y, verdaderamente,
Jesucristo “es un amor”.
Un conocido escritor70 decía que la verdad está en el credo. El credo con su seriedad es
el depositario de la verdad cristiana. Sí, se decía esta persona, pero los cristianos han buscado
la manera de “cantar” el credo. La mejor música de la ceremonia es la del credo. Los políticos
no cantan la constitución en sus actos solemnes, no la aman; ni los juristas el código civil.
Pero sí se canta aquello que está cerca del corazón. La verdad ha de ser amada. La verdad del
cristiano es una persona. La verdad debe ser cantada, sí se canta a las personas. La ley del
cristiano es una persona. Un Padre. Un Hermano.
Enamorados. Personas enamoradas. No siervos, no súbditos ni admiradores. La verdad
reclama amor. Quien no está enamorado no puede entender las palabras que se dirigen los
amantes. Una pareja enamorada vista desde fuera produce risa y ellos lo saben, por eso
muchas veces se esconden; no pueden explicar a alguien “de fuera” porqué han dicho eso, ni
porqué han tenido aquel detalle. El enamorado se ruboriza cuando es puesto al descubierto.
El amor es una cosa privada. La fría lógica de quien mira desde fuera lleva las de
ganar; el acalorado corazón del enamorado no es siempre capaz de razonar sus excesos.
El amor se hace de excesos. La lógica se hace de silogismos exactos. Exactitud y
exceso. Las dos caras de la moneda. Lógica y corazón, no es fácil fijar las lindes de esos
territorios, no es fácil decir cuales son los dominios de una y otro. Por otra parte ¿quién lo
pretende? ¿El orden? El orden es un sujeto desesperado que busca su sitio en los corazones
enamorados.
No se puede pedir a una persona piadosa que explique su deseo de comulgar más allá
de lo que una chica enamorada puede explicar sobre lo que ha visto en el espejo minutos antes
de acudir a su cita...
Un creyente enamorado de Dios puede dialogar con un agnóstico, pero no hay
igualdad de condiciones. El creyente habla de su padre y de su madre, de su familia, de sus
70 Cf. José María Pemán. Obras selectas, inéditas y vedadas. I. Ensayos y periodismo. p. 547.

54
amores; el agnóstico habla de hipótesis, y no se concibe el amor por una hipótesis.
El amor introduce un elemento distorsionante en el tratamiento que debe darse a la
verdad. El amor la hace, en cierto modo, incomunicable, intransmisible, porque el mundo del
amor suele prescindir muchas veces de los argumentos. Ahí no se aportan razones, sino
pruebas, testimonios. Al amor le interesan los testimonios, los hechos, no los silogismos. Los
que se convierten suelen ser personas que han tenido una experiencia: han conocido a un
hombre santo, han leído el Evangelio, o han sentido el hachazo del dolor. Pocos se convierten
con las demostraciones de los sabios.
El amor tiene ingredientes racionales, pero está pegado al corazón y el corazón tiene
su propio modo de pensar. El amor hace que la verdad se convierta en persona y a las
personas amadas no se las discute con extraños.
La verdad amada se hace vida, y lo vital es lo que convence. La verdad no es fría,
lleva fuego: quema. Cristo quema. No basta pensar, los fríos razonamientos nunca llevan a la
verdad completa. Alguien habló alguna vez de las frías cumbres de la inteligencia como
lugares poco habitables para los seres humanos. El dios de los filósofos es un dios frío, sobre
el que se puede discutir, más que un dios es un tema.
A Dios no se le puede tratar como a un producto químico experimental, a Dios no se le
puede tener en un tubo de ensayo y aplicarle papel de tornasol. Dios no es una “cuestión”. La
ciencia puede conducir a Dios, pero la ciencia no puede “descubrir” a Dios.
Tal vez haya demasiados cristianos —uno sería ya demasiado— que han cambiado el
amor a Dios por el amor a sus opiniones y a sus teorías sobre Él. Tal vez haya quienes
creyendo amar a Dios se quedan en el exterior del castillo espiritual 71, y sólo saben ver en el
culto ceremonias huecas y peroratas insulsas.
El hombre tiene cabeza y corazón, dos poderes que hay que aunar. La cabeza y el
corazón están condenados a entenderse. Cuando logramos conciliarlos, entonces, ha llegado la
madurez. Entonces es cuando el orden encuentra su lugar en el corazón. El orden no es el
dueño y señor, pero si un criado fiel que vela por el amor que ocupa el trono. Una persona sin
corazón no es un hombre, un hombre descerebrado es una personalidad vegetal. Dios es
razonable, Dios es amable. El hombre entero tiene que pensar en Dios, el hombre entero tiene
que enamorarse de Dios.

71 Cfr. Santa Teresa de Jesús. Las Moradas, Moradas primeras, cap. V, 7. Donde dice: “Porque a cuanto yo puedo entender,
la puerta para entrar en este castillo es la oración y consideración (...) Porque la que no advierte con quién habla y lo que pide
y quién es quien pide, no la llamo yo oración, aunque mucho menee los labios”.

54
IX
VIENDO CRECER A UN NIÑO
Pero el amor no es un sentimiento, ni un remusguillo que corre por la espalda. Los
sentimientos son como escalofríos. Hacen vibrar los nervios, pero son demasiado fisiológicos.
Se explican con expresiones como: “me hierve la sangre”; “se quedó helado”; “se le pusieron
los pelos de punta”; “la boca se me hace agua”. Los sentimientos no se sostienen mucho
tiempo, son variables. Dependen del viento.
El amor es una decisión. Los sentimientos son buenos y ayudan al hombre, pero son
como los niños. Los sentimientos son la respuesta a preguntas como: ¿qué me apetece?, ¿qué
siento? o ¿de qué tengo ganas?. No están sujetos a una ética, me puede apetecer un helado, o
hacer saber a mi vecino que es imbécil. Puedo tener ganas de ayudar a limpiar los platos, o de
estamparlos todos contra la pared.
Los sentimientos son movimientos fuertes que ayudan o estorban en el corazón del
hombre. No son guías expertos, no tienen cabeza. Para el que es guiado por los sentimientos
el mundo es un laberinto72. Para quienes se dejan conducir por los sentimientos la vida se hace
ininteligible, absurda.
Son como los niños. El niño que se acerca a su madre y la besa, y el niño que juega
con las cerillas. El niño que juega tranquilo con su hermanita, y el niño que toma,
amenazador, en sus manos el cuchillo de la cocina. ¿Es malo el niño? No. El niño debe ser
educado en el respeto a los abuelos y en no buscar a todas horas el dulce. Hay que quitar de
sus manos las cerillas y los objetos punzantes, aunque esto le contraríe. Y hay que alabarle
esos juegos con sus hermanos y esos besos espontáneos. Los sentimientos son como niños.
¿Son malos los sentimientos? No. Pero debo alejar de mi cabeza la idea de tomar la cuarta
copa, y la de tirar esa botella contra el árbitro.
Hay que educar los propios sentimientos como se educa a los niños. A los niños no se
les puede dejar decidir cosas demasiado importantes, tampoco los sentimientos deben ser
considerados como definitivos cuando tenemos que tomar decisiones. Nadie debe permitir
que le gobiernen los sentimientos personales, o le influyan cuando tiene que corregir un
examen o dictar sentencia. No se suele permitir a los niños entrar en los despachos donde se
reúne el consejo de administración, ni asistir a una autopsia.
Los sentimientos están siempre ahí, haciendo notar, “sentir” su presencia, como los
niños se hacen sentir con sus juegos y sus gritos, con sus lloros y sus risas. Los niños están
siempre ahí, con la madre que —mientras lo tiene en brazos— hace otras cosas; o con el
padre que le atiende a la vez que habla por teléfono.
Los niños siempre influyen: estorban, pero dan fuerza; requieren tiempo, pero son el
futuro. Están ahí e influyen, pero no es lógico que tomen decisiones importantes. Sí es bueno
dejar que el niño vaya conociendo la vida: llevarlo de viaje, permitir que palpe la pobreza...
Hay que educar los sentimientos como se educa a un niño, porque un buen sentimiento puede
ser definitivo. En los momentos de crisis, un sentimiento puede tener el poder de
encaminarnos a la verdad.
En medio de una batalla, cuando hay que saltar el parapeto, el soldado no se anima a sí
mismo con razonamientos, sino con el recuerdo de sus compañeros o de su bandera.
No hay que despreciar a los niños, los niños han ganado guerras, han salvado vidas,
los niños bien criados han alimentado a sus madres viudas. Los niños tienen mucho poder:
son capaces de acciones heroicas; un niño puede lograr la estabilidad de un matrimonio. En el

72 Es muy interesante el libro de José Antonio Marina El laberinto sentimental. De él tomo esta expresión.

54
momento crítico, cuando la cabeza se ofusca, un sentimiento bien orientado puede
devolvernos el norte. Muchos aparatos se han arreglado con un golpe...
Cuando un deportista se encuentra atenazado por el miedo a una derrota, encontrará
más apoyo en los gritos de ánimo del público, que en el recuerdo de la táctica diseñada por el
entrenador. En los momentos de crisis el sentimiento suele ser más fuerte que el
razonamiento. Si entonces uno cuenta con sentimientos orientados, educados, formados,
entonces cuenta con un tesoro. A la verdad se llega por muchos caminos.
Pero hay también niños insoportables, crueles, absorbentes. Hay hijos que han
destrozado la vida de sus padres. Hay niños que saben colocar un cartucho de dinamita en el
corazón de sus padres con una frialdad asesina. Hay niños que manipulan a sus maestros.
Oí contar que en un determinado centro de enseñanza, los niños de sexto curso se
habían puesto de acuerdo para crispar los nervios de un joven profesor. El sistema que
eligieron fue el siguiente. Cada vez que el profesor pronunciara la palabra “importante”, uno
de ellos, por turno, se pondría de pie y volvería a sentarse: levantarse y sentarse. La palabrita
había sido escogida de entre las más utilizadas por el incauto maestro. Cuando comenzó la
clase todos los chicos estaban expectantes. Por fin se oyó: “esto es muy importante”; y, en
efecto, un alumno se levantó y se sentó rápidamente. El chaval fue amonestado. Al final de la
propia amonestación volvió a sus labios la palabreja: “bueno, no tiene importancia”; y otro
compañero repitió el movimiento, con miedo, pero lo hizo: ¡estaban conjurados! Aquel
hombre riñó y riñó y en sus reprensiones todo era “importante”. Los críos no dejaron de
cumplir su compromiso y a cada “importancia”, uno se levantaba y se sentaba. Al final el
profesor abandonó la clase víctima de un ataque de nervios.
Pasado un tiempo, supe que dejó la docencia. Quizá no era un genio como pedagogo,
pero seguro que ese hombre está en condiciones de explicar hasta dónde puede llegar la
crueldad infantil.
Los caprichos pueden hacer mucho daño. Los sentimientos dejados a su arbitrio son
imprevisibles, como un grupo de niños aburridos. Hay que educar los sentimientos, de esa
educación depende la estabilidad de una persona: su corazón. De la buena educación de los
sentimientos depende que un ser humano sea una persona equilibrada o un blando bloque de
mantequilla. Los “duros” y los “flojos”; los caprichosos y los aburridos; son especies distintas
del mismo desequilibrio.
El amor no es un sentimiento. Cuando un chico joven confunde sus sentimientos con
el amor, entonces está a punto de producirse una pequeña catástrofe73.
El amor es entrega, el amor es donación, el amor es sacrificio, el amor es fidelidad.
El amor es la ley de mi vida, la norma que en adelante regirá mi futuro. Lo que amo,
eso es mi ley. Mi libertad se pone en manos de esa ley, se deja modelar por esa verdad. Yo
dejo de ser el legislador de mi propia vida y me entrego. Me entrego, hasta donde puede el
hombre entregarse según su edad, su cultura, su formación.
Sólo se puede amar así, a una persona. El amor es sobre todo una promesa. El amor no
puede llevar fecha de caducidad. En la moderna civilización de la hipótesis, en la que todo es
provisional, se oye decir a los enamorados: “vamos a ver si esto funciona”, o, “esta preciosa
parejita ha dejado de funcionar”. Un amor así entendido caducará como el yogur, en cuestión
de meses74.
No puede funcionar aquello cuya marcha dejo en manos de los abatares de la vida. Yo
decido si esto va a funcionar, nadie me lo impone, nadie me lo puede estropear. Nada que
73 “Amor de persona a persona; esto es quizá lo más difícil que se nos impone, lo extremo, la última prueba y examen, el
trabajo para el cual todo otro trabajo es sólo preparación. Por eso los jóvenes, que son principiantes en todo, no pueden
todavía amar; deben aprenderlo”. Rainer M. Rilke. Epistolario. Obras escogidas. Ed. Plaza y Janés. Barcelona 1967. p. 1211.

74 Esta y otras cuestiones las trata Daniel Inerarity en Libertad como pasión. Ediciones Eunsa. Pamplona 1992.

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venga de fuera puede influir decisivamente en la vida de mi amor. Amo todo lo que venga de
esas manos, aunque de esas manos han de venir cosas que no conozco, y, es seguro, de esas
manos que amo ha de venir el dolor. No porque sean crueles, sino porque el dolor aparece en
el mundo apenas doblamos una esquina. Ahora hay gente que quiere barrer de la tierra el
dolor, lo único que consiguen es dejarlo debajo de la alfombra, tarde o temprano termina
apareciendo.
El dolor viene siempre, pero es más duro cuando viene del ser amado, de la persona a
la que hemos entregado nuestra vida y ante quien la fuerza del amor nos hace permanecer
indefensos.
El amor tiene que crecer, quizá el amor comienza siendo sólo un sentimiento, un niño.
El amor tiene que crecer con el tiempo. Pasado el tiempo el niño normal se hace hombre. Pero
a los cuarenta años si el niño no ha crecido ya no es un niño, ahora es un enano. Aquello que
no tenía más remedio que ser pequeño, pero que tenía que crecer, no ha crecido, y ahora deja
de ser pequeño para pasar a ser grotesco, ridículo.
El amor tiene que crecer porque no se trata sólo de “seguir ahí” con la fidelidad de un
muerto a su tumba o de una piedra a su hueco. La verdadera fidelidad crece y se desarrolla:
progresa. También es verdad que el amor tiene sus cumbres y sus valles y, desde luego, en las
cumbres necesita oxígeno y en las depresiones paciencia.
El amor se hace de historias comunes, de sufrir juntos y de gozar juntos, no del mero
estar al lado, sino de estar al lado con algún sentido. La pura proximidad no tiene porqué
acabar en amor. A no ser que esa mera cercanía física se convierta en cercanía interior, en
vivir juntos muchas cosas... entonces, se ha puesto el caldo de cultivo para que surja el amor.
El amor tiene que crecer con el tiempo, para ello se necesita apertura, salir del yo. Y
del yo se sale lentamente. El que abandona su yo, el que lo entrega, ese, ese ha hecho una
ofrenda al amor, un sacrificio.
Quizá sea este el corazón de la verdad. Lo que hace crecer al amor es el sacrificio:
“tengo que hacer muchas cosas por la persona amada”. Tengo que traerle el mundo a sus pies.
El sacrificio es a la vez el banco de pruebas y el tónico del crecimiento. Otra vez la cruz. La
pregunta es: ¿qué estás dispuesto a hacer por la persona que amas?

54
X
EL PRINCIPIO UNIFICADOR
El hombre está adaptado al mundo. Cada uno de nosotros está adaptado a lo que
le ocurre todos los días, y obedecemos sin preguntas al horario, a las señales de tráfico,
y a la noche y a la ley de la gravedad. Pero siempre hay un día en que las cosas se
complican: tenemos un accidente, recibimos un duro golpe de la empresa, o nos
ponemos seriamente enfermos, o muere un ser querido. La vida ha perdido su
equilibrio. Llega la crisis. Todas las cosas hacen crisis alguna vez.
Una reciente novela de ficción75 relata la historia de un complejo dedicado a
producir, alojar y exhibir animales prehistóricos. La complicación del lugar es enorme.
Delicadísimos procedimientos científicos, sofisticados sistemas informáticos, y de
seguridad. Llega un momento en que el Parque Jurásico tiene un desperfecto, y
entonces se produce una escalada de problemas. La complejidad y la interacción del
sistema, llevan al caos toda aquella estructura.
Cuanto más complejas son las situaciones humanas, más fácilmente pueden
hacer crisis. Si la luz se va en una casa de campo, se enciende una vela y problema
resuelto; una pequeña casita no tiene una gran dependencia de la electricidad. Si se va
la luz en una moderna ciudad sanitaria, entonces la crisis puede ser muy peliaguda; allí
se depende mucho de esa energía. Se puede decir que lo mismo ocurre con las
personas.
La gente que vive sin compromisos, los que llevan una vida pobre y sin
aspiraciones, son menos proclives a las crisis. Se oye decir: “yo no quiero
complicarme la vida”, “no me líes”; y así resulta que al final muchas vidas se quedan
sin ser vividas. Hay personas que más que morir, se extinguen. Vivir intensamente
consiste en asumir los compromisos que tenemos con los demás y con el mundo.
Cada persona es insustituible, irrepetible, cada uno tiene que aportar muchas
cosas. La manera de llegar a la plenitud es dar todo lo que uno lleva dentro. Hay
personas a las que nunca les pasa nada. Quizá es que tienen que esperar la llegada de
su “tren”, pero quizá es que viven escondidas por miedo a que les pase algo
desagradable. Hay personas que son como exiliados de la realidad. “Has perdido tu
tren —dice una bonita canción de Mocedades— ...y te quedas en el andén sin billete ni
solución”. No vale la pena vivir en el andén de la vida, viendo cómo pasan trenes que
no han de volver.
Cuenta san Juan76 que, tras la muerte de Jesús, los Apóstoles se encerraron en
el cenáculo por miedo a los judíos. Allí estuvieron con las puertas atrancadas durante
tres largos días llenos de zozobra. Al tercero llegó Jesucristo resucitado que, una vez
más, les complicó la vida. Jesús les devolvió a la realidad y convirtió aquel miedo
paralizante en audacia: “recibid el Espíritu Santo”. A partir de ese momento, y sobre
todo con la venida del Espíritu Santo en Pentecostés, comienza la misión apostólica:
predicar —enloquecidos de amor— una nueva manera de vivir, predicar a Jesucristo.
75 Me refiero a la célebre novela de Michael Crichton, Parque Jurásico, que ha sido llevada al cine con éxito discutible.

76 Cf. Juan, 20,19.

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Hablar de sus convicciones supondrá para ellos muchos inconvenientes: viajes, azotes,
preocupaciones: complicaciones. Pero no creo que haya muchas vidas más interesantes
que estas. Las vidas interesantes son siempre una aventura.
Demasiadas puertas permanecen cerradas por miedo. Juan Pablo II inauguró su
pontificado precisamente con estas palabras: “no tengáis miedo, abrid las puertas a
Cristo”. Desde entonces no ha hecho más que repetirlo a todo aquel que le ha querido
escuchar.
En realidad el miedo a complicarse la vida, la complica más todavía. Temer
todo, tomar siempre todas las cautelas convierte la existencia en una huida sin fin. La
obsesión por la tranquilidad no crea más que problemas.
El Espíritu Santo tiene algo de intrépido: la previsión y la prudencia son
necesarias, pero deben saber retirarse cuando aparece el Espíritu. Esto tiene mucho que
ver con la libertad, con la libertad interior. El que conoce y ama las “reglas del juego”
puede hacer, de vez en cuando, alguna trampa para divertir a los amigos. El que está
verdaderamente enamorado y se sabe correspondido, puede olvidar alguna vez una
fecha de aniversario, sin miedo a perder a la persona querida.
Es dentro donde hay que buscar la sencillez. He aquí una parada interesante en
el camino de nuestro viaje: es el corazón lo que debe estar descomplicado. No es fácil.
La complicación interior tiene mucho que ver con la falta de aire, con la insinceridad.
Las almas abiertas, ventiladas suelen hacerse espontáneas, sencillas, eso sí, ¡con el
tiempo!
A las personas les conviene ser sencillas. No es lo mismo ser sencillo que ser
simple. El simple es un insustancial: alguien interiormente muy pobre. La sencillez,
sin embargo, la tiene quien ha llegado a lo esencial, quien ha adquirido la capacidad de
integrar. La sencillez de corazón nos proporciona algo así como un “inmenso
estómago” que asimila cualquier producto, lo procesa, y lo coloca en su sitio. El
“estómago” de los sencillos puede ver el mal sin malearse, y sentir las preocupaciones
sin preocuparse, y escuchar una bronca sin enfadarse. Ese “estómago” sencillo digiere
hasta las piedras más puntiagudas. Este es un punto de llegada, un logro
extraordinariamente interesante.
A las personas les conviene estar unificadas, estar interiormente integradas. El
mayor tesoro de un hombre es dar con el principio unificador de su propia vida. La
persona que consigue aunar sus emociones, sus aspiraciones, sus amores, sus
fidelidades... Esa persona es un ser logrado. Ha conseguido concertar toda la riqueza
de su personalidad en torno a un único dispositivo organizador. Su libertad está
modelada por su verdad. Es un hombre libre, es un hombre verdadero, se ha logrado la
sencillez de corazón.
Por el contrario el ser disperso, el alma complicada, el que no posee ese corazón
sensato que pondera las cosas y las medita 77 y las asimila, ese se rompe una vez y otra,
y anda siempre con brechas en el alma, atormentado, sin paz y sin sosiego.
77 En el Evangelio de San Lucas se utiliza en dos ocasiones distintas (Lc. 2, 19 y 2, 51) la expresión que copio a
continuación: “María guardaba todas estas cosas ponderándolas en su corazón”. Los momentos en que María se veía obligada
a meditar y ponderar las cosas, son precisamente los más complejos, los más difíciles. Aquí tenemos un gran ejemplo para
imitar: ante lo difícil, ante lo complicado, María se pone a meditar, no se rebela, pone las cosas en su corazón y allí al amarlas
las comprende. El amor no resuelve los problemas, sencillamente los suprime. Cuando un asunto difícil se mira con amor, en
ese mismo momento, ha dejado de ser un problema. La Virgen cuando no entiende algo que Dios espera de ella, lo pone en su
corazón, lo ama. Ella sabe que no es fácil entender a Dios, pero que sí es más fácil amarle.

54
Cuanto más intensa es la unidad interna, mayor es la capacidad de asimilar
nuevos elementos. Cuando las facultades interiores de la persona están reunidas en
torno a un principio unificador, entonces esa persona es aglutinante, todo lo asimila,
todo la enriquece. Y lo mismo pasa con los grupos humanos. Cuanto mayor es la
unidad, mayor es la capacidad de asimilar.
Los equipos de personas aunadas atraen. La desunión, la disgregación,
espantan. Las libertades que toman su calor del apacible fuego de una misma verdad.
Los sonidos concertados de una orquesta, son libertades que suenan al compás de una
verdad. En un concierto la disidencia es disonancia. No cabe la disidencia, pero cabe la
libertad: cuando una orquesta domina una pieza ya no la interpreta, la recrea.
El hombre cabal, hecho, no es una marioneta. Ni siquiera es una marioneta de la
verdad. La persona libre re-inventa la verdad con una fidelidad activa, productiva,
imaginativa. La persona lograda todo lo recibe como un don. Ya no hay cosas
agradables ni sucesos infortunados, todo es un don, todo es un regalo que se acoge con
amor. No hay nada que pueda arañar el corazón...
Una novela de M. Yourcenar78 refleja esto en la persona del emperador Adriano.
Dice algo así como que “a los cuarenta y cuatro años yo me sentía como un dios, y me
hubiera sentido así de fuerte en el fondo de unas minas o vendido como esclavo o,
como era el caso, decidiendo los destinos del mundo”.
El principio unificador está dentro de la persona, una persona se siente “como
un dios”, independientemente del lugar que ocupe. La mejor manera de mejorar los
lugares en que vivimos, es alegrarse de vivir en ellos. De todos modos la crisis alcanza
a todos, y entonces se sabe quienes somos.
Recuerdo que en la misma casa de mi abuela, en el piso de arriba, vivía una
marquesa. Vestía con abrigos de pieles y lucía siempre joyas. Era delicadísima en su
modo de hablar, atenta, educada. Toda una marquesa. Un día, subía yo por la escalera a
ver a mi abuela, y casi junto a mí subía también el chico de la tienda de comestibles
con una generosa cesta bien cargada. A mitad del tramo de escaleras vi aparecer a la
marquesa que bajaba. Cuando nos cruzamos ocurrió una desgracia. El chico de la
tienda, que apenas podía ver por el volumen de su carga, pisó a la marquesa. La pisó, y
entonces se descubrió todo. En realidad aquella mujer no era una marquesa. Comenzó
a gritar como un perrillo herido, insultó al chico hasta la deshonra, profirió palabrotas
que yo pensaba no podía conocer. No era una marquesa, era una verdulera con disfraz,
toda su manera de ser era una pose. Fue puesta en crisis y no superó la prueba.
Realmente nos conocemos a nosotros mismos cuando somos puestos en crisis.
En el sereno rodar cotidiano de las cosas no es difícil comportarse “decorosamente”, o
dar esa impresión. Pero cuando las cosas llegan a su punto crítico, sólo quien posee la
integridad reacciona con equilibrio.
El rodar cotidiano de las cosas es la escuela donde aprendemos a controlar los
nervios, donde aprendemos a ser auténticos. Si se rechaza el pequeño sacrificio
cotidiano, si todo es aparentar, si no se busca el principio unificador, entonces cuando
llegue la crisis estaremos a merced de los acontecimientos, como una barquilla
sacudida por las olas. Estaremos deshilachados, desmadejados, no había verdad. Había
apariencia. Verdad y apariencia. Parecía que tenía fe, iba a Misa, pero...; parecía que la
78 Jourcenar, Marguerite. Memorias de Adriano. Ed. Salvat. Barcelona 1994. p. 99.

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quería, la besaba, pero... no, no había fe, no en el fondo, ni había amor.
Cuando llega la crisis se buscan los culpables. El hombre en crisis busca
siempre a quién señalar, a quién acusar. Para algunas personas, la culpa siempre la
tiene otro. No hay que buscar las causas fuera. El problema siempre está dentro. El
problema siempre es la propia debilidad. “Perdí el control porque fui insultado”, ¡no!,
perdiste el control porque tenías poco control. Las cosas de fuera influyen; a veces
influyen mucho, pero la última palabra la tiene siempre el propio corazón.
La crisis es la parte más dura de la cruz, y por tanto el banco de pruebas del
verdadero amor.
No sufrimos por estar en una situación determinada, sufrimos por ser personas.
No sufres por ser del sur, sufres por ser persona; no sufres por tener responsabilidades,
sufres porque estás vivo, por ser persona; no sufres por haberte casado con Juan, sufres
porque todo el mundo sufre, porque vives, porque amas y porque respiras.
Pero es cierto que aquello que más amamos es lo que más nos hará sufrir. Si en
el tráfico de la calle recibo un insulto de un conductor desconocido, apenas me afecta.
Si me hiere un amigo, entonces lo siento profundamente. Pero si quien me lo hace
pasar mal es aquel a quien he entregado mi vida por el amor, entonces, entonces el
dolor es una verdadera cruz.
Aquello que más amamos es lo que producirá en nosotros los dolores más
intensos. Una madre ama con locura a su hijo; sus mayores sufrimientos se los
proporcionará precisamente su hijo. El que quiera amar debe estar preparado para
sufrir. Y el que sufre mucho, es que ama mucho.
La ley es dolorosa, la verdad es dolorosa. Nuestra capacidad de sufrir da la
medida de nuestra capacidad de amar. Nuestra disposición de sufrir, da la medida de
nuestra disposición de amar.
La verdad es modeladora de la libertad, forma parte del juego que la pasta
oponga resistencia a las sabias manos del escultor; entonces el artista debe apretar,
debe herir el material hasta adecuarlo a la verdad del modelo. La libertad gime muchas
veces en las manos de la verdad. Pero de qué sirve una libertad, una pasta, sin forma,
sin genio. Muchos niños han llorado cuando sus madres, de noche, les ponían el
pijama para acostarles, o cuando les ciñen con ropa nueva. El niño no desea ser
vestido. La verdad es el vestido de la libertad. “Revestíos de Nuestro Señor
Jesucristo”79, dice San Pablo. ¿Querrá decir que la libertad del hombre debe tomar el
vestido de Cristo, que es la Verdad?...
Al menos en este nivel filosófico o religioso el amor se llama obediencia. La
obediencia es el amor a la verdad realizado en el mundo de lo concreto.
Aparentemente la libertad se opone a la obediencia, pero en realidad es la obediencia a
la verdad lo que nos hace libres.

79 Romanos, 13, 14

54
XI
LAS REGLAS DEL JUEGO
La obediencia, en su consideración negativa, viene a suplir el deseo espontáneo.
El alumno que no desea estudiar, obedece al maestro y aprende. Quizá ama al maestro,
o quizá le teme.... El niño que no desea comer, obedece comiendo sin amor alguno a la
comida; a quien ama es a su madre. El enfermo que se deja pinchar, no ama la aguja de
la inyección, ama su vida, su salud, y detesta la enfermedad.
El amor y el temor forman una pareja maniquea, pero muy humana: cosas que
no se hacen por amor, muchas veces se hacen por temor. Qué duda cabe de que quien
obedece por temor corre el riesgo de crecer lleno de complejos, es decir, corre el riesgo
de no crecer.
La obediencia por temor debe ser un recurso para casos excepcionales tanto
para quien lleva la camiseta de la verdad, es decir, para el que manda; como para quien
juega en el equipo de la libertad, es decir, para quien obedece. Hay que hacer que si el
niño no puede obedecer por amor al estudio, a la ciencia; obedezca al menos por amor
a su padre, pero que sea por amor, no por temor. Hay que procurar que si alguien tiene
que obedecer lo haga por amor a algo.
El aliciente debe ser siempre positivo. Hay dos tipos de pastores; el primero va
delante de las ovejas orientándolas en el camino con silbidos cariñosos; el segundo va
detrás azuzándolas con los perros y tirándoles alguna piedra cuando se distraen. En
ambos casos el rebaño avanza seguro y tranquilo. Pero en el primero van, siguiendo a
un bien, mientras que en el segundo, van huyendo de un mal80.
Vistas las cosas, se entiende con facilidad que sólo tiene sentido obedecer a un
Padre, es decir, a una verdad amada. El padre es la ley, es la verdad, pero amadas. La
verdad, cuando es amada, deja de ser jefe para convertirse en padre.
En el huerto de los olivos tiene lugar un debate entre la verdad que viene del
Padre: el plan salvífico; y la libertad del Hijo. “Si es posible pase de mí este cáliz, pero
no se haga mi voluntad, sino la tuya”81. Jesucristo no podía amar la pasión, la cruz,
más que por amor a los hombres y, sobre todo, por amor a su Padre, a la voluntad de su
Padre. Podía amar a su Padre y podía amar a los hombres, por eso amó la pasión, y es
que... hay una verdad razonable en la alternativa: “tu vida por la de ellos”. Razonable
para un enamorado.
Otro diálogo. Esta vez ocurre en el cenáculo, poco antes de la institución de la
Eucaristía. San Pedro acaba de esconder los pies debajo de la silla para impedir que
Jesús, que lleva ceñida una toalla, los lave. Se niega a que el Señor tenga que lavarle
los pies. Y entonces se oye la voz del Maestro: “Lo que yo hago no lo entendéis ahora,
lo entenderéis más tarde”82. Hay que mostrar los pies a Jesús, no porque estén sucios,

80 El tema del buen pastor es recurrente en la bibliografía de San Josemaría, se encontrarán ideas similares a la expuesta por
ejemplo en Es Cristo que pasa, n. 34.

81 Lucas, 22, 42

82 Juan, 13, 7.

54
sino por amor a Jesucristo. “Lo entenderéis más tarde”. No les pide que renuncien a
entender, eso es tanto como renunciar a ser persona, les pide que esperen. Tiene que
amenazarle dulcemente: “si no te lavo los pies no tendrás parte conmigo” 83. Obedeció
por amor a Jesús, no por amor a la limpieza. Por el temor de perderle, ese temor no
deforma: el temor a perder el amor. La obediencia, en cierto modo, es el nombre del
amor en sus horas bajas...
Después todos hemos entendido lo que es servir a los demás. Lavar los pies es
servir humildemente al prójimo. Pero para entender había que obedecer. Y también
hemos entendido que la Eucaristía había que recibirla bien lavados.
Me contó un amigo arquitecto cómo durante algún tiempo tuvo ocasión de
trabajar con uno de los grandes genios de la arquitectura. Nada más aterrizar en su
estudio, el genio le dijo: “toma haz esto”; lo hizo sin comprender lo que se proponía el
otro. Luego le dio otra cosa para hacer, y a los pocos minutos otra, y luego otras. No
entendía nada, aquellas órdenes no formaban, a primera vista, un proyecto coherente.
Mi amigo dice que cuando terminó el sexto encargo comprendió el sentido del
primero, y así los demás. Eran órdenes que se interexplicaban. Había que esperar. Eso
era todo.
El tiempo no es enemigo de nadie. Sí lo es la impaciencia. Y... la falta de visión
de conjunto. La impaciencia y la cortedad de miras han originado muchos conflictos
con la autoridad.
Pero quien no es Dios no debe jugar demasiado con la obediencia, ni Dios lo
hace. Es un arma.
La verdad es modeladora de la libertad. Que esa verdad sea lo más clara posible
es arte de gobernantes. Mostrarla a su tiempo, de prudentes. Ocultarla, de tiranos.
Manipularla, de canallas.
Conocer a las personas lleva a no pedirle a nadie lo que no puede dar, o lo que
no puede dar ahora. “Si le ordenara a un general que volara de flor en flor como una
mariposa, o que se transformara en gaviota, y el general no ejecutara la orden, ¿de
quién sería la culpa, mía o de él?”.
Conocer a las personas es no ponerlas demasiado tiempo en tesituras extremas.
Sí es conveniente que se nos ponga a prueba, pero una prueba que nos tense sin
rompernos. A ningún hombre se le puede estirar indefinidamente.
No es lo mismo exigir que violentar. Podemos pedir a un buen caballo que
corra a setenta kilómetros por hora, pero no podemos atarle las patas traseras y exigir
la misma velocidad.
No es lo mismo exigir que reprimir. Podemos pedir a un niño que atienda en
silencio veinte minutos, pero no podemos obligarle a estarse quieto demasiado tiempo,
porque eso el niño no lo puede hacer.
Pero no exigir a la juventud es despreciarla. No exigir a las personas es tenerlas
en poco. Hay una inclinación natural que nos induce a todos a responder cuando
oímos: “¡a que no eres capaz de!...” Hay que exigir, a veces, hay que exigir mucho,
pero siempre teniendo en cuenta el modo de ser de las personas: sus inclinaciones, sus
aptitudes, su fortaleza o debilidad. La persona que se exige poco personalmente, se

83 Lucas, 13, 8.

54
convierte en un ser pequeñito, corto de miras y débil de voluntad.
El tirano a quien no interesan las individualidades se sirve de los hombres como
de peldaños, y los arroja a la papelera cuando se gastan. Pedir obediencia es pedir
adecuación a la verdad de cada uno. Pedir obediencia no es pedir automatismo. El que
exige automatismo debe ser destinado a tratar sólo con máquinas. La eficacia está al
servicio del hombre y no el hombre al servicio de la eficiencia.
Pero hay que exigir a todos que cumplan las reglas del juego. Que las cumplan
razonablemente: ningún árbitro debería pitar falta a un jugador que en el minuto
cuarenta de la segunda parte lleve la camiseta por fuera.
Hay faltas que forman parte del juego: en el póker hay que poner cara de póker;
y en las siete y media hay que intentar engañar al contrario para que siga pidiendo
cartas. Hay defensas que saben hacer muy bien una falta limpia para impedir un
contraataque peligroso. El árbitro que exige con absoluta rigidez el cumplimiento
exacto de todas y cada una de las normas, está impidiendo el juego, ese juez no ayuda,
estorba: con su actitud coarta, quita la confianza, atenaza. Uno que cumpla
rigurosamente todas las normas, puede ser un mal jugador. Jugar no es cumplir reglas,
es disfrutar con esa actividad, hacerla propia.
Todos los juegos tienen sus reglas, de manera que si uno quiere participar en él
debe conocerlas y cumplirlas. Cuando alguien no desea cumplir las reglas, no debe
ponerse a jugar, pero el que quiere participar ha de cumplirlas. Existen también los
tramposos: son aquellos que engañan a los demás; para ellos no hay más reglas que su
propia voluntad y su egoísmo. Quieren jugar, pero esperan el descuido de los otros
para saltarse el reglamento.
Todos los juegos tienen sus normas. El juego infantil más sencillo, requiere en
todo caso un par de normas: “gana el que más se acerca, y comienza el que quedó
último”. El único asunto humano que no tiene reglas es la guerra, por eso ya no es
humana. En la guerra, en las peleas, vale todo. Es la destrucción, el caos.
Todas las actividades humanas necesitan regulación, el mero hecho de decir: “tú
aquí y yo allí”, ya es un germen de normativa. El hombre debe obedecer muchas
instrucciones en el tráfico de la ciudad, en el alquiler de su casa, o cuando juega al mus
con los amigos. La persona que, conscientemente, no sigue las reglas del juego, está
jugando a otra cosa, ¿a qué juega? A lo suyo, juega a lo suyo, en realidad él quiere ser
la norma, él quiere ser quien marque las reglas.
En el juego, en el fútbol —por ejemplo—, se coordinan maravillosamente la
obediencia y la libertad, la exigencia y la iniciativa. Hay unas reglas: no se puede tocar
el balón con la mano; y un árbitro que las aplica juzgando en cada caso. Hay un
terreno de juego fuera del cual no se puede jugar. Hay una táctica, unas jugadas
ensayadas, un técnico que dirige a los jugadores, y les exige disciplina. Pero también
hay jugadas personales, hay inventiva, hay individuos. El deportista no discute las
reglas del juego, las obedece. En realidad más que obedecerlas las ha asimilado, las ha
hecho suyas, como una segunda naturaleza, cuenta con ellas. Libertad y verdad.
“El juego —dice Ratzinger— obliga al hombre ante todo a disciplinarse a sí
mismo. También le enseña a colaborar con los demás y, por último a enfrentarse con
ellos limpiamente. Al pensar detenidamente en estas cosas, tal vez sea posible aprender
nuevamente a vivir a partir del juego: la libertad del hombre se nutre de reglas y de
disciplina. El fenómeno de un mundo que vibra con el juego podría darnos más que

54
entretenimiento. Si fuéramos al fondo, el juego podría proporcionarnos una forma de
vida”84.
Cuando vemos las evoluciones de una bailarina sobre el escenario, nadie piensa
que esa persona esté atenazada por las instrucciones que ha recibido de su manager. Ni
por un momento se nos ocurre pensar que ese espectáculo tan hermoso requiera
cientos de ensayos de cada movimiento. En el ballet cada salto, cada postura, están
milimétricamente estudiados y repetidos. Esa persona, que casi vuela por el escenario,
ha necesitado mucha dedicación y paciencia para recordar los gestos y los giros;
conoce de memoria la música que baila, sus inflexiones, sus ritmos. A cada nota de la
melodía corresponde un movimiento cuidadosamente seleccionado de su cuerpo, de
sus brazos, ¡hasta de sus dedos!. Esas personas han conseguido interpretar un cúmulo
de complicados ejercicios con una naturalidad y una elegancia que admiran a los
espectadores. No baila cada una a su aire, siguen unas detalladas instrucciones, pero
las han hecho propias, por eso hay frescura en los movimientos y espontaneidad. No
realizan sus bailes cohibidas, o crispadas; interpretan, llenas de gozo, una música que
parece que oyen dentro de sí. Y además cabe la iniciativa: no es posible calcar dos
veces la misma pirueta.
El futbolista toma multitud de pequeñas decisiones a lo largo de los noventa
minutos de juego: si paso el balón ahora o espero; si llegaré a ese pase largo o no; si
hago esta falta o la omito. También la persona que interpreta un baile tiene que decidir
si va a formar con sus brazos un aro más estilizado o menos; o si tiene que suprimir un
salto porque se le ha echado encima el siguiente compás. Ese universo de pequeñas
decisiones personales es compatible con la observancia de las reglas. Hay obediencia,
pero hay libertad. Se siguen unas normas, pero se disfruta siguiéndolas. Hay un plan,
pero cabe la iniciativa. Cada jugador es distinto de los demás, tiene sus propios modos,
su estilo. Cada músico y cada bailarín, imprimen a su arte un aire propio, un carácter
personal.
La libertad debe obedecer a la verdad. Cada uno debe ser otro Cristo, pero a la
vez cada uno debe ser cada uno. San Francisco era santo, era otro Cristo; pero era
distinto de Santa Teresa, que también era santa y también era otro Cristo. Los santos
hacen el mismo viaje hacia el corazón de la verdad por distintos caminos.
La verdad modela la libertad. La forma. La hace. La libertad sin verdad, sin
forma, sigue siendo libertad, pero está derramada, y, como el agua de un charco, no es
sana. La libertad sin verdad no tarda en convertirse en servidumbre. El empeño por
hacer siempre lo que yo quiero me puede acabar convirtiendo en esclavo de mí mismo,
si yo fuera perfecto y sabio la cosa funcionaría, pero esto no se produce ni en los más
santos. En ese régimen unipersonal de autogobierno los demás no cuentan. Cuentan
sólo como productos agradables o desagradables. Los demás son evaluados por mi
paladar como ácidos o dulces. Los dulces son saboreados y los ácidos escupidos.
La verdad es Cristo. Pero Cristo es también el hijo del hombre. Jesucristo es
“sólo” el Hombre-Dios. Un hermano, otro hombre. La verdad es la persona. Amar a
Cristo, amar a la persona. Sufrir por Cristo, sufrir por las personas. Jesucristo se ha
concretado, vive, en el hombre. La verdad que debe hacernos libres es la
contemplación de Cristo, pero es también la contemplación de la persona.
84 Ratzinger, J. Cooperadores de la verdad. Ed. Rialp. Madrid 1991. p. 318-319.

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El problema de la obediencia es un problema de saberse hijo. La cuestión es
saber cuál es mi familia. La familia humana no es una familia de víboras. No es un
rebaño de insulsas ovejas, ni un gallinero donde manda un gallo presumido. Los
hombres deben saberse parte de la familia de Dios, que es un padre.

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XII
HERMANOS DE LA VERDAD
Si Cristo dice: “yo soy la verdad”, el hombre puede decir: “yo me parezco a
Cristo”. El hombre es una verdad en confección, o mejor, el hombre es un hermano de
la verdad. El hombre es el único ser que Dios ha amado por sí mismo. Los demás son
amados también, pero con relación al hombre.
Por eso el hombre es norma, es ley, es una ley hermana de la ley. Quien se salta
las leyes de la caridad, se salta el capítulo más importante de la ley. La ley no es no
herir. La ley es querer. La ley de la libertad de cada hombre es amar la verdad de todo
hombre. Y... también a los hombres engañosos, y a los hombres ácidos.
Es difícil tratar a las personas con mal carácter, o a quienes lo tienen distinto del
mío; pero no es imposible. También los científicos han encontrado la manera de tratar
los residuos nucleares y los ácidos más peligrosos. Y además, todo hombre, por muy
opaco que parezca, emite algún resplandor.
Las demás verdades deben ser también amadas: las cosas; pero no por sí
mismas, sino con relación a la verdad del hombre. La ley es no amar demasiado las
verdades colaterales. No tener el corazón distraído: las cosas son para las personas,
para que se las llevemos a las personas.
Todos necesitamos sentirnos queridos, queridos por lo que somos, no sólo por
lo que producimos. Las personas necesitan saber que son estimadas por ser, por existir.
Esto lo saben muy bien las madres. El amor materno es más esencialista, es
decir, la madre quiere a los hijos como son, por ser. El amor paterno es, quizá, más de
resultados; los padres en seguida quieren ver las notas de sus hijos, o cómo regatea en
el fútbol... Indudablemente entre el amor por la persona en sí y el amor por lo que esa
persona hace, componen el cuadro completo.
Hay que querer con pureza, sin esperar nada a cambio; pero hay que querer que
el amigo trabaje bien, coma bien... Hay que amar con pureza, pero no me quiere quien
me ve hambriento y tan solo me da un consejo. El que ama de verdad sabe dar lo que
el otro necesita.
Ahora hay gente que confunde lo que significa amar con lo que significa
acaparar. En el siglo XX el amor se ha hecho egoísta. Hay personas que confunden el
amor con el placer y la amistad con la simple compañía. Quizá por eso hay tantas
personas que se sienten solas. Son los que no saben querer —no saben darse—, no
saben ni quererse a sí mismos...
Los amores posesivos son amores enfermos. La madre que no deja que su hija
sea distinta, que su hija sea ella misma, a esa madre no hay que darle una hija, hay que
darle un perrito faldero. Un hijo es una aportación al mundo, no un muñeco para
peinarlo vestirlo y pasearlo. Las personas no son propiedad de nadie, son libres. ¡Hay
que aprender a amar!.
Cuenta Unamuno la historia de la tía Tula, una historia de amor. La hermana de
Tula, una mujer muy floja y muy débil, se casa con un hombre igualmente flojo,
Ramiro. En uno de los partos muere la mujer dejando algunos niños en manos de un
esposo muy poco preparado para ser padre. Para entonces ya ha entrado en acción

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Tula. Tula es una mujer de carácter, sin el atractivo físico de su hermana: ha
permanecido soltera. La tía Tula se encargará de criar a los sobrinos. Los niños la
adoran, ella sabe cómo se saca adelante un hogar y cómo se educa a los pequeños.
Entonces, en un momento determinado en el que Ramiro, atormentado por sus penas,
abraza a uno de los niños, para ser exactos dice: “cogía a la niña y se la devoraba a
besos”, Tula le reprende: “no tanto, hombre, no tanto, que así no haces sino molestar a
la pobre criatura”. Entonces hablan los dos, el hombre pregunta por qué los niños
huyen de sus caricias y, sin embargo a ella la buscan. La respuesta de la tía Tula está
llena de sabiduría: “es que yo no les besuqueo como tú, ni les sobo, y cuando les beso,
ellos sienten que mis besos son más puros, que son para ellos solos...” 85 De este modo
le reprocha que todos esos achuchones que administra a las criaturas, son en realidad
para él mismo, no para sus hijos.
Los niños saben si un adulto les quiere a ellos o se ama a sí mismo. Hay besos
que nos los damos a nosotros mismos. Las personas no son para mí, tienen Padre. Las
personas son de Dios. El cariño puede convertirse en una prisión. El peor de los
calabozos es el apego, ahí uno está diciendo: “te quiero para mí”; en lugar de: “te
quiero por ti mismo, me alegro de que existas”.
Las personas deben ser contempladas, no absorbidas.
La máxima libertad es la mujer que destina su vida a contemplar la verdad. A
hacerla crecer y desarrollarse bajo su amparo. La mujer es el amparo del hombre. La
feminidad es el amparo de la verdad, no se la puede engañar. Quien presta su
protección al hombre es su madre. La máxima libertad es la de la mujer que ha
engendrado la verdad. La Virgen, antes de concebir la verdad en su seno la concibió en
su espíritu. La Virgen conoce la verdad antes que con los ojos, con el corazón.
María no necesita escuchar a Jesús, ella escucha al Espíritu dentro de su propio
corazón. Ella le habla. Ella conoce la verdad de otro modo. María conoce a Cristo
cuidándole, alimentándole, contemplándole. La mujer, la Virgen, tiene que amparar
para conocer. La Virgen María conoce su cuerpo y conoce su alma, también su palabra,
pero ya sabe lo que ese cuerpo y esa alma pueden decir. Las palabras del hombre
nunca sorprenden a la mujer, antes de oírle le leen el corazón. El varón necesita
demasiadas explicaciones, demasiadas palabras. La mujer conoce más por intuición, es
decir, per modum amoris.
María no fue una simple nodriza de Jesús, de algún modo se puede decir que la
Virgen educó la parte humana de Cristo. Fue una educación en libertad. De no ser así
el niño nunca hubiera podido quedarse en el Templo86.
Si María y José hubieran atado corto a Jesús no habrían descubierto su pérdida
ya en la caravana de regreso a Nazaret, se habrían dado cuenta antes. No. Jesús creció
en libertad. Ese episodio en el templo de Jerusalén muestra que sus padres dejaban al
niño cierta holgura.
Tenía doce años cuando empezó a tomar sus pequeñas decisiones. Fue su
primer gesto de independencia. En el momento en que lo encontraron entre los

85 Miguel de Unamuno, La Tía Tula. Ed. Espasa Calpe. Colección Austral. Madrid 1978. p. 63-65. Igualmente sabia es esta
otra sentencia de la tía Tula que se encontrará en esas páginas: “hartándoles de besos y de golosinas se les hace débiles”.

86 Cfr. Lucas 2, 41-51.

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doctores, Jesús, hace su primera declaración de independencia: “tengo que ocuparme
de las cosas de mi Padre”. Él, como todos los demás niños del mundo, tiene otro Padre
a quien se debe87. Otro Padre, su verdadero Padre. Quizá se encierre en esta página del
Evangelio una lección para las madres posesivas, y otra para los hijos “falderos”.
Siempre llega el momento en que el hijo debe decidir por sí mismo a qué cosa
quiere dedicarse, de las cosas de quién tiene que ocuparse.
El niño Jesús fue criado por sus padres en un ambiente de confianza. El
resultado de esa educación es asombroso. Jesús fue formado por sus padres para la
entrega. Cuando llegó el momento, Jesús estaba humanamente preparado para dar la
vida por los demás, para la entrega.

87 Respecto de la vocación de los hijos pueden encontrarse ideas interesantes en Juan Pablo II. Exhortación Apostólica
Pastores dabo vobis. n. 39. Sin duda será muy útil también a este respecto leer, también de Juan Pablo II Exhortación
apostólica Christifideles laici. n. 58. Donde entre otras cosas dice: “La formación de los fieles laicos tiene como objetivo
fundamental el descubrimiento cada vez más claro de la propia vocación y la disponibilidad siempre mayor para vivirla”.

54
Quinta Parte
Nos enseña San Pablo que el Espíritu es quien derrama la caridad en nuestros
corazones (Rom. 5, 5). Junto con ella vienen otros muchos dones: alegría,
perseverancia, paz, templanza, gozo... (Cf. 1Co 13-15; Ef 4, 6). Es lógico porque el
amor de la vida en el Espíritu produce en nuestros corazones los mismos sentimientos
de Cristo Jesús (Filipenses 1, 2). La adecuación del cristiano con su Señor no es una
transformación física, ni automática, sino eminentemente personal. El hombre mueve
su corazón por el Amor divino hacia el Bien que es Dios, y lo hace porque Dios se ha
hecho el encontradizo en la figura amable de Cristo. Cuando la libertad del hombre
se dirige a la Verdad, que es también el Bien, se identifica paulatinamente con ella por
el amor. Es una fuerza interior que se llama Espíritu, y que mueve el corazón del
hombre hacia las cosas de arriba, hacia donde está Cristo resucitado (1 Co 12, 33).
El lugar del Amor personal es el corazón del hombre, un espacio donde Dios y
la criatura se encuentran. La antropología cristiana ha intentado de muchas maneras
traducir la expresión “corazón” de la Escritura. Se refiere al lugar más profundo de
los anhelos del hombre, de donde salen los deseos de amar y de entrega; pero también
alude al punto de maldad que anida en el ser humano. Cristo lo ha parafraseado muy
gráficamente con la imagen del árbol que da fruto (Cf. Mt 6, 3). Según sea su
naturaleza interior, podríamos decir su corazón, así son también los frutos. Del
corazón salen los malos pensamientos, la tristeza, la envidia, el rencor. Y del corazón
sale igualmente, si está bien orientado por el Espíritu, la pureza, la alegría, la paz, el
perdón, la humildad, etc. ¿Acaso no es éste el retrato de Cristo, que el Espíritu
moldea en el alma de los que son dignos de tal don?

54
XIII
LUGAR DE SALVACIÓN
Hay que devolver al mundo su inocencia. Hay que quererlo más, hay que
quererlo limpio, hay que devolverle su virginidad. Demasiada gente ha intentado
transformar el mundo en los últimos siglos. Le han tomado medidas, le han arrancado
su energía, le han llenado de máquinas. Han herido sus entrañas para sacarle su negra
sangre. Le han quitado la espontaneidad al mundo y a la vida. Le han hecho contestar
demasiadas preguntas. Y la tierra ha protestado: “tú buscas a otro”.
Ahora se necesitan personas que deseen contemplarlo, amarlo como es, sin
perturbar su serenidad. El hombre debe entablar un coloquio nuevo con el mundo,
debe preguntarle por Dios... Responderán los valles y responderán los ríos.
Responderá la belleza. No la eficiencia, ni los laboratorios, ni las centrales nucleares.
El que sabe contemplar, todo lo encuentra hermoso: todos los niños son preciosos para
su madre.
Recuerdo que nada más comenzar el servicio militar un capitán, al que en
realidad nunca guardé rencor, ordenó que los soldados que tuvieran estudios
universitarios salieran de la formación para realizar un servicio especial. Parecía que
se nos iba a distinguir con algún privilegio. El servicio consistía en cargar un camión
de estiércol. Fuimos llevados a un campo brumoso donde fermentaba este producto de
la naturaleza. El hedor era insoportable. Éramos doce personas altamente cualificadas
para otros trabajos. Se nos dio una pala a cada uno. El camión parecía inmenso. Cada
uno tomó su herramienta como quien coge un libro, y con muchísimo cuidado
comenzamos a hundirla en aquella ciénaga de basura. Las primeras paladas fueron
cuidadosas, lentas, nadie quería ensuciarse. Entonces a uno se le cayó la pala de las
manos, la levantó pringosa... Luego, otro, al echar su palada en el camión, salpicó a un
tercero. Llenar el camión nos costó cuatro horas, y en esas cuatro horas hubo muchos
más descuidos... Todos acabamos de estiércol hasta las orejas.
Ninguno deseaba mancharse. Pero... es inevitable, la proximidad con la
porquería era mucha. La cercanía se convirtió en intimidad. Uno no puede moverse
entre la basura sin mancharse. La suciedad tiene una vocación expansiva. La impureza
es contagiosa.
¿Está sucio el mundo? ¿El mundo mancha? ¿Es la tierra un lugar sucio? El
mundo es bueno, pero el hombre lo ha sembrado de pegajosas miserias: la libertad del
hombre derramada por los suelos de la tierra. A veces una ciudad es una jungla. A
veces el mundo es como un campo de minas donde el menor movimiento es peligroso.
Por obra del hombre, hay lugares del mundo que son tóxicos. El hombre ha llenado el
mundo de engañosas mentiras, de señuelos, “pasen y vean, aquí está la felicidad”, y
no, era un señuelo, era una felicidad falsa. No era la verdad que necesita mi libertad,
sino una verdad parcial, es decir, una mentira.
En una ocasión buscaba libros en cierto sitio donde se los encuentra muy
baratos. Me topé con uno que me interesó, era de un autor que se contaba en aquel
momento entre mis preferidos. El título era “Lugar de perdición” 88. La primera
88 Julien Green. Lugar de perdición.

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impresión fue temerlo: “lugar de perdición”, podría serlo también para mí. No hay que
tener miedo a temer aquello que me puede hacer daño. Todo el mundo le teme al
veneno y a las fieras. Lo hojeé. El “lugar de perdición” no era una casa, ni una ciudad,
ni un tugurio, ni un turbio burdel. El lugar de perdición era una persona. ¡Una
persona!. Una persona estaba sucia y manchaba a quien se acercaba, corrompía. Es
verdad, hay sujetos que se han echado a perder como personas.
Hay sujetos enormemente sucios; todo lo que tocan lo manchan. Hay que
echarles una cuerda para sacarles del pozo negro en el que han construido su triste
hogar. Hay que bajar a ese pozo a rescatarles. Antes de bajar hay que amarrar bien la
soga en la superficie: ¡podría quedarme yo abajo!. Sí, hay personas ingenuas que tratan
de salvar a quien se ahoga en el torbellino de la impureza, y quedan ellos mismos
corrompidos. Dicen que cuando alguien se está ahogando en un pantano, por ejemplo,
el que se acerque a salvarlo, debe tener mucho cuidado: el hombre que se ahoga, en su
desesperación, se agarra de tal modo a quien trata de salvarle, que puede impedirle
nadar.
El cirujano que desea extraer del cuerpo enfermo el tumor, debe antes
comprobar la pureza de su bisturí, no sea que queriendo curar, infecte. Hay que salvar
a quien se ahoga, hay que tratar de curar a quien enferma. Mientras hay vida hay
esperanza. Las personas más retorcidas son recuperables. Siempre hay un resto de
Dios en las almas. Desde luego es esencial en el mensaje de Cristo la idea de que todas
las enfermedades del corazón del hombre tienen curación. Todo tiene solución. Cristo
es la solución. Cristo..., y los que tratan de seguirle.
El mal no está fuera, el mal está dentro del corazón del hombre 89. Es el interior
del hombre el lugar de residencia del pecado. El mundo es bueno, ha salido de las
manos de Dios. El buen mundo no tiene libertad que derramar. Es la libertad del
hombre hecha fango lo que puede manchar.
Los lugares de perdición siempre son personas y el sitio donde habitan. Hay
personas con “fachadas” magníficas, llenas de belleza, pero que por dentro son una
gusanera. Todos los lugares del mundo son buenos. ¡Hasta la boca de un lobo es un
lugar bueno! El lobo no engaña, todo el mundo sabe lo que se puede esperar de un
lugar como ese. Ningún animal puede hacerle daño a mi corazón. Pero un hombre sí, y
una mujer. Es el hombre el que puede llegar a ser un verdadero lobo para el hombre. El
hombre sabe mentir, sabe engañar, conoce la ciencia de pecar. El hombre podrido es el
verdadero lugar de perdición de los demás hombres.
Aunque, quizá, en cierto modo, sí se puede hablar de lugares salvíficos y
lugares de perdición. Un sagrario donde habita la Hostia Consagrada es un lugar
salvífico, el inquilino lo hace puro. Un hogar donde habita una familia buena lo es
también. Y el corazón de una persona generosa. Pero el film que da cobijo a la
pornografía o el quirófano donde los niños encuentran la muerte antes de nacer, están
verdaderamente sucios con la suciedad de los hombres.
El ambiente puede llegar a influir mucho en las personas. En un ambiente de
violencia, es fácil que se críen niños violentos; como en un clima de amabilidad, es
más fácil educar a los niños en el respeto a los demás. La libertad en el ambiente de un

89 Cf. Mateo, 15, 18.

54
prostíbulo está condicionada, y en un despacho de mafiosos. El ambiente de un bosque
y el olor de los pinos tienen algo de purificador, de salvífico. El humazo de un garito
es distinto del perfume de las rosas de un jardín, alienta sentimientos distintos.
Pero el verdadero ambiente está en el propio corazón. Los fariseos purificaban
las cosas por fuera. En una ocasión Jesús les dice que son como sepulcros
blanqueados, por fuera todo limpio, pero por dentro son como un avispero 90. Hay
apariencias que engañan, es la mentira, la verdad muerta.
Narra el Evangelio esa escena en que un leproso 91, un ser maldito en aquella
época, se acerca a Jesús. La lepra era una enfermedad contagiosa. El leproso que
arrastra por el mundo su carne destrozada, piensa que quizá haya algo más fuerte que
su lepra, tan puro, que pueda limpiar su cuerpo. En seguida, dice el Evangelio, Jesús
puso su mano sobre él. Lo tocó. Los dos cuerpos se rozaron. Pero la impureza se retiró
ante Cristo. El enfermo quedó curado. La salud de Jesucristo es tan intensa, su pureza
tan cristalina, que la inmundicia se deshace entre sus manos. En lugar de venir a Él la
enfermedad, anida su pureza en el leproso.
La pureza de Jesús es conquistadora 92. La pureza de Jesús es activa, es
purificadora.
La fuerza de la verdad, la fuerza de Cristo, moldea una libertad enferma. La
fuerza de la verdad devuelve al cuerpo preso en los calabozos de la enfermedad, la
libertad, la salud, la salvación. Jesucristo es un lugar de salvación. Su cercanía libera,
rescata.
El contacto con un corazón puro es siempre una experiencia conmovedora. Un
amigo, una madre, un niño. Un corazón puro se parece a un niño. ¿Quién puede
maltratar a un niño? Los niños nos limpian los sentimientos, los niños nos obligan a
sonreír y a decir cosas tiernas. Los niños son Cristo. Y los enfermos..., los enfermos
nos hacen llorar, los enfermos conmueven, nos obligan a hablar bajito. Y las personas
buenas, las personas buenas son otros Cristos que limpian, su pureza es contagiosa, es
como un mar capaz de apagar todos los fuegos93.
El lugar salvífico por excelencia es el regazo de la Virgen. Allí se ha criado la
pureza. En ese recinto puro crece la verdad. Allí el niño Jesús se hizo carne. El regazo
de cada mujer es un recinto de pureza, es un lugar de salvación. Con cada niño nace
Jesús. El fruto bendito de esos vientres es la verdad de Cristo, la verdad del hombre.
El regazo de todas las madres es el lugar donde se forma la vida del hombre.
Allí el ser humano se cría, se educa. El regazo de las madres, de la Virgen, es donde las
personas crecen, donde se protegen de las inclemencias del mundo, donde se hacen
fuertes hasta valerse por sí mismos. ¿Valerse por sí mismos? El hombre tiene siempre
necesidad de hacerse pequeño. Todos los hombres sienten alguna vez la necesidad de

90 Cfr. Lucas, 11,44.

91 Mateo, 8, 2.

92 Cfr. Pinckaers, Servais. En busca de la felicidad. Madrid 1981. Ed. Palabra. Sobre este tema se encontrarán ideas muy
interesantes en las páginas 127-143.

93 El Beato Josemaría solía decir que “hay que ahogar el mal en abundancia de bien”. De esta forma remarcaba el carácter
positivo de la acción apostólica de los cristianos. Ver Es Cristo que pasa, n. 72.

54
un regazo de mujer donde llorar, donde purificarse, donde ablandarse. María..., espera.

54
XIV
SORPRENDIDO POR LA ALEGRÍA
El lugar de la verdad es María. En ella se protege Dios del mundo de los
hombres. El regazo de María es el modelador de la libertad que allí se deposita. La
forma de la libertad la da María: la esclava. Esclava de la VERDAD. Libertad
modelada por la verdad. Lugar precioso, mina de verdad, filón.
La Virgen es refugio de libertades destripadas. Como los niños heridos o
asustados buscan los brazos de sus madres para recuperar la calma, del mismo modo el
hombre apesadumbrado por sus culpas encuentra bajo el manto de la Virgen cobijo y
esperanza. La libertad puede ser allí remodelada por las manos maternas de la verdad.
La Virgen es la belleza de la verdad. La Virgen es la música de Dios. Dios
hecho poesía. La Virgen es el modo que Dios tiene de mostrar su hermosura. Es signo
de Dios94. No es Dios. Como el beso es signo del amor, así la Virgen es señal de la
hermosura del Creador. La Virgen es el corazón de la verdad, estamos terminando el
viaje.
La belleza debe ser el contexto de la verdad, su escenario. No pocas veces
puede reconocerse la verdad por el esplendor de belleza que genera a su alrededor. La
verdad resplandece en todas las obras del Creador y especialmente en el hombre.
El engaño resplandece también, si no, no engañaría: hay una belleza luciferina...
Pero el esplendor del engaño es como un fogonazo deslumbrante, no dura casi nada.
No es lo mismo deslumbrar que iluminar. La belleza de la mentira caduca rápido. No
da paz, no sosiega, atosiga; no trae felicidad, trae vértigo 95. La belleza del engaño es
agresiva, obliga.
La verdad no es como un flash que ofusca y ciega, ella ilumina pacíficamente.
En su presencia más que la luz se perciben las cosas, la realidad. Un alma iluminada
por la verdad ve la realidad, se fija en las personas. La luz de la verdad nos desvela el
mundo, lo concreto. Cuando un hombre se acerca al Dios que es la verdad descubre
que Dios está en lo corriente. La suave luz de la verdad llena de sentido los sucesos
diarios.
La belleza de la verdad no es provocativa ni sensual, es una hermosura
cotidiana, discreta, como la voz de Dios en la conciencia. El ruido de la verdad es
como el que hace una esponja al absorber el agua. Es un sonido familiar. El ruido del
engaño es como el ensordecedor estrépito de una catarata, ese martilleo no permite oír
otros sonidos. La voz de la verdad es suave. El rostro de la verdad es alegre.
No es lo mismo la risa que la sonrisa. La primera es más estrepitosa, la segunda
más serena. La risa es fugaz: nadie puede estar riendo mucho tiempo. La sonrisa puede

94 “La fe católica ha sabido reconocer en María un signo privilegiado del amor de Dios”. Beato Josemaría, Es Cristo que
pasa, n. 142

95 Cf. Goethe, Fausto, Col. Austral. Editorial Espasa-Calpe. Madrid 1960. pp. 60-61. Allí se hace una buena descripción del
simple placer. Fausto está vendiendo su alma a Mefistófeles y le explica lo que quiere a cambio: “Ya lo he dicho; no trato de
buscar la felicidad. ¡Quiero el vértigo que ciega, los placeres que dañan, el amor que participa del odio, el deleite aunque pese
en el corazón”.

54
ser permanente. La risa generalmente viene provocada por una instancia exterior: un
chiste, una broma, algo que me cuentan: nadie suele reírse a solas. La sonrisa viene de
dentro, de los propios pensamientos. Las dos expresan la alegría de un modo distinto.
C.S. Lewis narra su encuentro con Dios, su conversión, en un libro que ha
titulado de una manera enormemente interesante. Parece que el propio título sintetiza
el contenido de su encuentro con Dios: “Sorprendido por la alegría”. Parece que es
Dios quien le busca, quien le sorprende. Y parece que eso que le sorprende es un Dios
que trae consigo la alegría. Esto es enormemente significativo. Dios es belleza, Dios es
alegría. En el alma de las personas buenas habita la alegría. La alegría que es como
una belleza divertidamente agitada.
Todos necesitamos ver caras sonrientes. Rostros que expresen la bondad del
corazón. Debe haber un cable, desconocido por los anatomistas, que comunica el
corazón con los labios, de manera que cuando el corazón sonríe, el rostro se ilumina de
alegría.
Sonreír es mostrar al mundo que mi alma vive en paz en medio del río de la
vida. Si esa sonrisa es permanente, entonces es que mi paz se ha hecho duradera.
Shakespeare tiene un pasaje genial en su “Julio Cesar” que viene a ilustrar esta
idea. Julio y Antonio atraviesan Roma en una cuádriga; se dirigen al circo. El pueblo
les saluda a su paso. En una esquina ven a Casio y entonces Julio Cesar comenta:
“rodéame de hombres gruesos, de hombres de cara lustrosa, y tales que de noche
duerman bien. He ahí a Casio con su figura extenuada y hambrienta: piensa
demasiado, es peligroso. No le temáis Cesar —dice Marco Antonio—, no es peligroso,
es un noble romano de rectas intenciones. Le quisiera más gordo —replica Julio— lee
mucho, es un gran observador y penetra admirablemente en los motivos más
intrincados de las acciones humanas. Él no es amigo de diversiones, ni oye música,
rara vez sonríe. Tales hombres no sosiegan jamás”96.
La alegría de vivir es todo un patrimonio, un tesoro. Los que llegan a adquirir la
sabiduría son personas a las que no es fácil arrebatar la alegría. Hay cosas que matizar
en el pasaje de Shakespeare, pero quedémonos con esto: “rara vez sonríe”. Todo un
tratado de crítica del comportamiento. “Rara vez sonríe”. La verdad genera belleza y
genera alegría. La falsedad, los señuelos, las mentiras, la insinceridad, producen almas
atormentadas y retorcidas. La alegría de la mentira es efímera, es sólo el preludio de la
tristeza.
Hay que probar a sonreír. Quizá ese cable desconocido funcione también en
sentido inverso. Quizá el que se proponga sonreír a todos, acabe por hacer que su
corazón descanse. Un gesto simpático lo merece todo el mundo. Tiene mucho valor la
sonrisa que uno saca de sí mismo a empujones.
Ser positivos, tener ojos para ver el bien que late en cada criatura y en cada
circunstancia. Esas personas se cotizan. Lo negativo es muy fácil de detectar, valen
más quienes encuentran siempre un pensamiento positivo, hermoso. Aunque la
situación sea triste o angustiosa, aunque las circunstancias negativas hayan logrado
imponer su ley, las personas con corazón sensato 97 encuentran dentro de sí mismas una
96 William Shakespeare. Julio César. Acto primero, escena segunda.

97 Cf. I Reyes 3. Donde se cuenta un interesante episodio de la historia de Salomón: “En Gabaón Yahveh se apareció a
Salomón en sueños por la noche. Dijo Dios: «Pídeme lo que quieras que te dé». Salomón dijo: «Tú has tenido gran amor a tu
siervo David mi padre, porque él ha caminado en tu presencia con fidelidad, con justicia y rectitud de corazón contigo. Tú le

54
esperanza que mueve a sonreír.
La esperanza se encuentra dentro del propio corazón, no en la hipotética llegada
de un cambio externo. Las esperanzas residen dentro del propio corazón; allí vibran o
se amodorran; respiran o mueren asfixiadas por el humo de la tristeza. No hay que
contar demasiado con soluciones venidas de fuera, las soluciones nos esperan dentro
de cada uno.
La verdad puede llegar a ser dura pero siempre tiene el rostro sereno de Cristo.
La esperanza, la visión positiva o el optimismo, no son un frágil agarradero para evitar
la desesperación. Tienen su fundamento. El optimismo pertenece por derecho propio al
conjunto de los bienes que constituyen la herencia de Cristo. La esperanza y el
optimismo hunden sus raíces en lo más profundo del Evangelio.
Jesucristo vivió como un hombre más, se puede decir que participó codo con
codo, junto con el resto de los que le rodeaban, en la construcción de la pequeña
historia de aquella comarca del medio oriente. Jesús conoció a fondo el corazón
humano. En ese vivir con los demás tuvo que presenciar escenas donde la mezquindad
fue la protagonista de sucesos más o menos corrientes, sucesos como para perder toda
esperanza respecto del género humano.
Cristo dialogó con los fariseos en diversas ocasiones, y estar con ellos era
adentrarse profundamente en la alambicada complicación que las personas pueden
llagar a forjar dentro de sí. Los fariseos, los escribas y los sacerdotes eran ejemplares
logrados del desangelado apego a las tradiciones antiguas. En ellos no quedaba ya
ilusión por amar, sino sólo obligación de cumplir. Su fanatismo les convertía en
ciegos, no les dejaba pensar por sí mismos, no les permitía ver la grandeza del Mesías
que tanto esperaban. El fanatismo es la vacuna contra la verdad. La primera desilusión
se la proporcionan a Cristo los representantes de Dios.
Pero también conoció Nuestro Señor esa otra clase de personas que viven de
espaldas a la ley, esa clase de gente para quienes las buenas costumbres, los principios,
son algo así como una humorada. Jesús convivió con gente que se reía de la ley, de los
profetas y de todo aquello que supusiera un límite a su capricho. Financieros sin
escrúpulos como Zaqueo, y rameras profesionales como aquella que Él mismo salvó in
extremis de morir apedreada. Herodes, un príncipe de la sensualidad, que pierde el
control ante la belleza de la mujer de su hermano, y lo vuelve a perder ante el baile de
una niña. Se puede discutir sobre quien perdió antes la cabeza, Herodes o Juan el
Bautista.
Pero la mayoría de los personajes que nos presenta el Evangelio, no son tanto
un retablo de maldad, como una triste colección de seres inconsistentes. Es verdad que
en ese mundo tenía que haber también personas buenas, gentes bienintencionadas; un
motivo de esperanza. Sí, las había, estaban los apóstoles: hombres generosos que lo
habían dejado todo por seguir a Jesucristo. Pero su entrega, su fidelidad, no resiste un
has conservado este gran amor y le has concedido que hoy se siente en su trono un hijo suyo. Ahora Yahveh mi Dios, tú has
hecho rey a tu siervo en lugar de David mi padre, pero yo soy un niño pequeño que no sabe salir ni entrar. Tu siervo está en
medio del pueblo que has elegido, pueblo numeroso que no se puede contar ni numerar por su muchedumbre. Concede, pues,
a tu siervo, un corazón que entienda para juzgar a tu pueblo, para discernir entre el bien y el mal, pues ¿quién será capaz de
juzgar a este pueblo tuyo tan grande?» Plugo a los ojos del Señor esta súplica de Salomón, y le dijo Dios: «Porque has pedido
esto y, en vez de pedir para ti larga vida, riquezas, o la muerte de tus enemigos, has pedido discernimiento para saber juzgar,
cumplo tu ruego y te doy un corazón sabio e inteligente como no lo hubo antes de ti ni lo habrá después. También te concedo
lo que no has pedido, riquezas y gloria, como no tuvo nadie entre los reyes. Si andas por mis caminos, guardando mis
preceptos y mis mandamientos, como anduvo David tu padre, yo prolongaré tus días».”

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análisis. Las buenas intenciones generales son patentes, pero la miseria humana es el
material que les configura. Discutían con cierta frecuencia sobre quién de ellos sería
"el mayor"...
No son infrecuentes los pasajes del Evangelio en que los apóstoles incurren en
desenfoques, a veces profundos, del mensaje de su Maestro. Pedro es duramente
corregido por Jesús por su falta de visión sobrenatural: "apártate de mí Satanás, porque
no sientes las cosas de Dios, sino las de los hombres" 98. En los momentos finales,
cuando los judíos detienen al Señor, el comportamiento de los apóstoles deja de ser
meramente tibio para hacerse traidor. En el huerto de los olivos Jesús, tras una bravata
sin sentido común, es dejado a su suerte, todos le abandonan, y uno de ellos, más
desilusionado que los demás, es el artífice del aquel gran despropósito. 
Lo maravilloso es que esa experiencia con los hombres, ese palpar cada día el
egoísmo y la soberbia, no le lleva a desistir. Hubiese sido justo. Vista la acogida que
Dios recibe de los hombres, lo más sensato es abandonar: "no tienen arreglo. Son
inconsistentes. ¡Hasta los mejores!". No, Cristo sigue adelante con el plan de la
Redención. Jesucristo sigue pensando, a pesar de todo, que la humanidad tiene arreglo.
Esto es verdaderamente optimista. Pero es un optimismo que nace de Dios, no es una
alegre insensatez. ¿Quién se atreve a decir que la Redención fue una insensatez?. "¡Los
hombres tienen arreglo! tienen remedio. Vale la pena pasar por ellos las penas que voy
a pasar". Es enormemente esperanzador saber que Cristo consideró, después de
conocernos, que tenemos arreglo, que no es una necedad tratar de cambiar las cosas.
Así, pues, estamos en situación de afirmar que la Redención es un asunto
esencial y radicalmente optimista. Redimir, arreglar, solucionar, son —de alguna
manera— acciones sinónimas. Y todas ellas se encuadran en un modo positivo y
esperanzador de ver la realidad. El mensaje que está detrás de la Redención es algo así
como: "todo tiene solución". La desesperanza, el derrotismo, o las visiones negativas,
están fuera de un concepto cristiano de la vida, porque no consideran el mensaje de la
Redención, no tienen en cuenta que Cristo ha explicado con su vida que las personas
más difíciles y las situaciones más desesperadas tienen solución.
Si la Redención es el eje del cristianismo, tendremos que decir que el
optimismo es el eje del mensaje redentor. Eso sí, y esto es clave, la redención se hace
en la cruz; es decir, la solución es la cruz. Todo tiene arreglo, todo tiene solución, pero
naturalmente, la solución es la cruz, el sufrimiento.
Esto me parece particularmente interesante porque ayuda mucho a distinguir el
optimismo infantil de quien no sabe de la vida, o no sabe lo que cuestan las cosas, de
ese otro optimismo esperanzado de la persona que conoce la naturaleza difícil de los
problemas y de las personas, pero que confía en que su entrega no es inútil, su intentar
arreglar no es estéril. El cristiano no es un inconsciente que confía demasiado en la
gente o que sólo ve lo bonito de la vida. El cristiano es alguien que ha aprendido de su
Maestro y de la vida misma que el esfuerzo, el sacrificio y la entrega, pueden llegar a
cambiar a las personas y a solucionar los problemas.
La redención, el optimismo, la esperanza, son la herencia que deja Jesucristo a
todo aquel que quiera tomarla. Pero no se trata sólo de un patrimonio cristiano. Pienso
que Jesucristo, en el fondo, se limita a señalar, a remarcar, algo que ya era humano,
98 Mt. 16, 23.

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algo que ya estaba en el corazón del mundo. Sí, hay una corriente de optimismo que
circula por todas las cosas. El perro que ha sido herido en una de sus patas no se
derrumba, no se considera inútil; tras lamer su herida le veremos levantarse y corretear
con la misma alegría de siempre, teniendo cuidado de recoger su patita enferma.
Tenemos mucho que aprender de ese optimismo de la naturaleza. Los niños que más
lloran cuando se les niega algún capricho, son los que antes descubren un nuevo juego
que les hace olvidar la anterior desdicha. Todas las cosas encierran un mensaje de
esperanza. Todas las cosas pugnan por sobrevivir. Todos los hombres pugnan por su
libertad, por su felicidad. La vida guarda un secreto deseo de seguir viviendo.

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XV
HABLAR CON DIOS
La hermosura de la verdad no es sólo admirable. La verdad no es una bella
estatua para ser admirada desde fuera. La verdad tiene palabra y habla. La verdad tiene
una vida comunicativa. La verdad pregunta cómo van las cosas por ahí dentro.
Los hombres son interpelantes. Y no sólo las personas, todas las cosas son
interpelantes. Hay un diálogo abierto entre cada hombre y el resto del mundo. Si
sabemos escuchar, si sabemos contemplar, oiremos, veremos, cómo cada realidad da
razón de sí misma. Las personas y las cosas se abren a nuestros ojos, en mayor o
menor medida, como un libro lleno de interés. Cuando alguien nos mira, en realidad,
es que quiere saber cómo somos.
Cada cosa expresa lo que es en un grado más o menos profundo. Alguien que
carece de una pierna nos dice: “soy un hombre lisiado”. Un joven no ya dice, sino
canta: “soy alguien que está empezando a vivir”. Todo el mundo sabe distinguir a un
mendigo, su presencia habla: “yo soy un indigente”. La verdad que está ahí fuera nos
propone a cada momento un coloquio.
El hombre puede vivir una intensa conversación con la verdad que está en las
cosas. Las cosas deben sentirse ofendidas cuando pasan desapercibidas o cuando son
maltratadas. La belleza y la verdad que moran en ellas merecen nuestra atención,
nuestras atenciones.
Cuenta Dostoiewsky99 que el joven Rodia Raskolnikof, en uno de los peores
momentos de su tormenta psicológica, se echó a dormir sobre el verde de un jardín.
Soñó que en una calle había un enorme carro todo él cargado de acero. Enganchado al
descomunal carro estaba un viejo y famélico caballo. En el pescante el carretero
gritaba y fustigaba al animal. Pero el carro no se movía, pesaba demasiado, el caballo
no podía con aquella carga. Tras un instante el sujeto se apea y encarándose con el
animal, le flagela en la cabeza y en los ojos. Cuando está agotado toma un tablón de
madera y machaca las costillas del caballo. Entonces el viejo animal se derrumba sobre
el suelo. De pronto entra en escena un hombre mayor que ha presenciado toda la
escena desde la puerta de una taberna. Y ese anciano dice: “¡Qué hombre tan
desalmado, se ve que no cree en Dios!”.
Palabras llenas de sabiduría. Este personaje fugaz de Dostoiewsky establece
una relación entre la crueldad del hombre con un animal y su falta de fe en Dios. No
quisiera ser radical, pero es cierto que maltratar las cosas es no reparar en su verdad
más profunda: son criaturas; son creadas, tienen Creador; su existencia obedece a un
designio de Dios. La fe de un hombre desalmado es una fe moribunda. No parece que
sea humano tratar mal a los animales.
Quizá nunca haremos con un noble caballo, que ha gastado su vida en nuestro
servicio, semejante crimen; pero a veces damos portazos y patadas a las sillas y
puñetazos a las mesas. No somos crueles al modo de aquel cochero, pero gritamos y
esos gritos de ira son un insulto del hombre al mundo.

99 Cf. Dostoievski, F. Crimen y castigo. Ed. Planeta. Barcelona 1982. Pp. 50-56. He abreviado y simplificado la historia que
se encuentra en esas páginas.

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Las cosas y los animales deben ser utilizados en servicio del hombre, pero no
maltratados. Esos malos tratos ofenden al universo y degradan al propio hombre.
Las cosas adquieren sentido cuando son contempladas por nosotros. Pero...
¿qué es contemplar? Contemplar no es sólo mirar, no es sólo fijar la vista. Tal vez
contemplar sea mirar con amor. Mirar como se mira a un recién nacido. Nuestra
mirada no crea el mundo, pero lo llena de sentido: la mirada del hombre atento.
Hay que hablarle a las cosas, como una niña habla a sus muñecos; como una
vieja solitaria conversa con su paciente gato; o como un mecánico maldice una pieza
que no encaja. Hay que hablarle al bosque y decirle: “eres hermoso y me traes
sentimientos de paz”. Hay que hablar a las fieras y admirar su rapidez y su fuerza y
decirles: “¡os temo!”. Hay que escuchar la voz de los pájaros y el zumbido de los
insectos y fijarse en los árboles atados a la tierra. Hay que mirar los ojos de un viejo
perro y las estrellas.
Hay que contemplar el mundo. El mundo tiene un mensaje que entregarnos 100.
Cada cosa y cada hombre encierran un secreto, un tesoro. El que sabe escuchar,
el que sabe contemplar es la persona más rica de la tierra aunque no tenga nada. Basta
con los ojos para ser rico. No es necesario desear para mí lo que contemplo, acaparar:
eso es avaricia; hay personas que más que mirar, acechan. El ciervo que corre
libremente por el monte en busca de la frescura del arroyo, se convierte en carroña a
los pies del cazador: ¡ya es suyo!. El cazador sólo puede poseer un ciervo muerto.
El hombre ansioso que le dice a su nuevo coche: “ya eres mío”; posiblemente
está diciendo: “yo soy un coche”. El hombre se transforma, de alguna manera, en lo
que ama. “Puso su corazón en una cosa y se cosificó”. Debemos compadecer a los
ricos; sus bienes los rodean, pero sin penetrarlos; en su interior son pobres, y carecen
de todo. Es lamentable la miseria de los ricos.
Hay que hablarle a las personas y preguntarles cómo son. Hay que aprender de
las personas. Todos tienen una lección que dar. Todos los hombres no tienen más
remedio que hablar de sí. Hay que escuchar, y conversar. Como se conversa con el
protagonista de una película, y se le avisa del peligro que ha visto el espectador, pero
no él: “¡no, por ahí no!”. Como se conversa con los personajes de una novela y sus
nombres se recuerdan, y lloramos sus penas, o gozamos con su dicha. Como se charla
con un ser amado que ya abandonó la tierra.
Hay que escuchar al mundo y hay que escuchar al hombre: son la verdad; son
los hermanos de la verdad. Son verdades que pueden ayudar a mi libertad, que pueden
modelar mi libertad. Saber cómo son los demás me ayuda a saber cómo soy yo, la
verdad de mí mismo.
Pero ¿tiene sentido contemplar el mundo, dialogar con él, y permanecer mudos
o distantes con su creador? La presencia de Dios en las cosas anuncia una presencia
personal mucho más sublime. ¿Qué hago hablando con los personajes de la novela o
de la película y no hablo con el autor? ¿Qué hago contemplando el mundo si no
contemplo al autor? Que las cosas de Dios no nos hagan olvidar al Dios de las cosas.
Este autor no nos cuenta una novela, nos cuenta la verdad de su propia vida y de la
nuestra.

100 Cfr. Romanos, 1, 20. Donde dice: “Las perfecciones invisibles de Dios, aun su eterno poder y su divinidad, se han hecho
visibles después de la creación del mundo, por el conocimiento que de ellas nos dan sus criaturas”.

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La lectura del Evangelio abre a las personas la posibilidad de conocer a
Jesucristo. Saber cómo es Jesucristo me ayuda a saber la verdad de mí mismo. La
lectura del Evangelio nos da la posibilidad de oír el lloriqueo del niño Jesús recién
nacido y de escuchar el rumor de las olas del mar de Tiberíades y el viento rozando las
espigas de un campo de trigo galileo.
El Evangelio es una historia de encuentros, encuentros de Dios con los
hombres. Cada uno tiene que encontrarse con Jesucristo cada día. Y hablarle y contarle
cómo van las cosas, y escuchar sus soluciones. El Evangelio es una historia de
encuentros. Allí todos tenemos oportunidad de vivir con Cristo de un modo cuasi
sacramental. En el Evangelio está su carácter, su genio, su modo de ser. En este libro la
identificación con "el personaje" es "religiosa" y no sólo psicológica, hasta el punto de
convertirse en un verdadero diálogo sobrenatural.
Es un libro que Dios utiliza como vehículo para paliar su ausencia. En realidad
es un instrumento que le hace presente entre los hombres de todas las épocas. La
Eucaristía hace presente su cuerpo, el Evangelio hace presente su palabra, sus gestos y
su vida.
Todos deberían tener la experiencia que tuvo Lázaro, él vio cómo resucitaba su
vida ante la llamada de Jesús: “¡Lázaro, ven fuera!” 101. Sal de ese sepulcro, los
sepulcros son para los muertos, y tú tienes que vivir una vida interior. Hay muertos que
no desean salir de sus tumbas urbanas. ¡Ven fuera! ¡Ven a vivir una vida verdadera!,
¡ven a vivir con Dios!.
A una mujer que no paraba de hacer cosas, que no se detenía a pensar, le dijo
Jesús: “Marta, Marta, tú te inquietas y te turbas por muchas cosas, pero una sola es
necesaria”102. Hay muchos muertos... y hay muchas “Martas”. Una sola cosa es
necesaria, ¿cuál? “María ha escogido la mejor parte, que no le será arrebatada”. ¿Qué
parte es esa que escogió María, la hermana de Marta? Dice el Evangelio que “María
estaba a los pies del Señor, escuchando sus palabras”. ¡Esa es la mejor parte! ¡Esa es la
única cosa necesaria!
Muchas personas tienen una fe incomunicable, tan pequeña e inconsistente, que
no soporta un trasvase. No resiste una crisis. Si falta la oración, la fe puede estar coja.
La oración es capaz de revitalizar la fe más esmirriada. Y sin la fuerza de la oración, la
fe se convierte en una pesada carga.
Lo único que nos separa de Cristo es el tiempo, veinte siglos. Nada nos separa
de Él porque el tiempo no puede separar a los enamorados. Cristo está vivo; lo
mataron, pero resucitó. Jesucristo y la muerte tuvieron un breve encuentro en el que
ésta quedó vencida. El poder de la muerte tropezó con la horma de su zapato: tropezó
con la Vida. Cristo habló a la muerte y le dijo: “tres días”.
Se puede hablar con Dios. ¿Qué es mejor charlar con Shakespeare o con
Hamlet? Shakespeare contiene a Hamlet. El autor contiene a sus criaturas. Las
criaturas hablan de su autor.
Sumergido en el océano de las criaturas el hombre pierde al creador. Despistado
el investigador, se detiene tanto en el detalle de los rastros que pierde la pista.

101 Juan, 11, 43.

102 Lucas, 10, 41.

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Sólo el hombre puede hablar con Dios. El hombre tiene que poder hablar con
Dios en el escenario de un mundo tranquilo. El mundo es un templo. El mundo es el
lugar de encuentro del hombre con Dios, con la verdad. La verdad es un Dios que
anhela nuestra compañía.

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