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PROLOGO DEL CARD.

J M BERGOGLIO
AL LIBRO: “UNA APUESTA POR AMÉRICA LATINA” DE
GUZMAN CARRIQUIRY. ED. SUDAMERICANA 2005

Resulta muy estimulante presentar este libro del Dr. Guzmán Carriquiry, Una apuesta
por América Latina, que la Editorial Sudamericana tiene el mérito de publicar y
proponer para la lectura y el estudio.
Considero el libro del Dr. Carriquiry la primera gran obra de conjunto,
recapituladora, sintética y proyectual, sobre la realidad latinoamericana en la nueva
fase histórica que se ha abierto hacia finales del siglo XX y que se está desplegando
en la actualidad. En efecto, la vasta producción bibliográfica sobre América Latina
(desde la "sociología comprometida" a la teoría de la dependencia, desde la teología
de la liberación a cristianos para el socialismo, desde los tintes fuertes de literaturas
de denuncia a los debates sobre estrategias revolucionarias) fue agotándose ya desde
los años ochenta. Ofreció ciertamente dispares y significativos aportes, pero
finalmente terminaron pesando más sus fuertes impregnaciones ideológicas,
reductoras de la realidad. Sobre todo con el derrumbe del imperio totalitario del
"socialismo real", esas corrientes quedaron sumidas en el desconcierto, incapaces de
un replanteamiento radical y de una nueva creatividad, sobrevivientes por inercias,
aunque haya todavía hoy quienes las propongan anacrónicamente. Poco tiempo
después el resurgido recetario neoliberal del capitalismo vencedor, alimentado por la
utopía del mercado autorregulador, demostraba también todas sus contradicciones y
limitaciones. La obra del Dr. Carriquiry intenta dar una renovada visión de conjunto,
más allá de visiones ideológicas inadecuadas, incapaces de abrazar toda la realidad de
nuestros pueblos y de responder a sus deseos, necesidades y esperanzas. El libro lleva
bien, pues, el subtítulo de Memoria y destino históricos de un continente.
Ésta es una hora para educadores y constructores. No podernos seguir empantanados
en el lamento, las letanías de denuncias, los círculos viciosos de resentimientos y
crispaciones y la confrontación permanente. Este libro, de amplio respiro, vibra de
pasión por la vida y el destino de los pueblos latinoamericanos, una pasión que
alimenta la inteligencia serena para afrontar las cuestiones cruciales del presente, en
camino hacia su próximo futuro. En las próximas dos décadas América Latina se
jugará el protagonismo en las grandes batallas que se perfilan en el siglo XXI y su
lugar en el nuevo orden mundial en ciernes. Carezco de la competencia política y
técnica para entrar en la consideración de muchos problemas —no es ésa la tarea de
un Pastor de la Iglesia—, pero en el libro se condensan con clarividencia, sabiduría y
determinación los desafíos ineludibles para la educación y la construcción de un
camino de esperanza.
Ante todo, se trata de recorrer las vías de la integración hacia la configuración de la
Unión Sudamericana y la Patria Grande Latinoamericana. Solos, separados, contamos
muy poco y no iremos a ninguna parte. Sería callejón sin salida que nos condenaría
como segmentos marginales, empobrecidos y de-pendientes de los grandes poderes
mundiales. "Es grave responsabilidad —afirmaba el Papa Juan Pablo II en el discurso
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de inauguración de la IV Conferencia General del Episcopado Latinoamericano, en
Santo Domingo (12-X-1992)— favorecer el ya iniciado proceso de integración de
unos pueblos a quienes la misma geografía, la fe cristiana, la lengua y la cultura han
unido definitivamente en el camino de la historia." Sobre esta vía maestra, y además
por ser "extremo Occidente", por católica, por región emergente y por constituir
como una "clase media" entre las naciones en el orden mundial, América Latina
puede y tiene que confrontarse, desde sus propios intereses e ideales, con las
exigencias y retos de la globalización y los nuevos escenarios de la dramática
convivencia mundial.
A la vez, América Latina necesita explorar, con buena dosis de realismo pragmático
—impuesto también por la propia vulnerabilidad y escasos márgenes de maniobra—
nuevos paradigmas de desarrollo que sean capaces de suscitar una gama programática
de acciones: un crecimiento económico autosostenido, significativo y persistente; un
combate contra la pobreza y por mayor equidad en una región que cuenta con el
lamentable primado de las mayores desigualdades sociales en todo el planeta; una
reforma del Estado y la política para que estén efectivamente al servicio del bien
común. Todo ello está bien expuesto y desarrollado en el texto como hilos
conductores. Sin embargo, Carriquiry advierte con lucidez los cuellos de botella en
que se trancan las perspectivas meramente economicistas o las pujas y proyectos
políticos autorreferenciales. Nada de sólido y duradero podrá obtenerse si no viene
forjado a través de una vasta tarea de educación, movilización y participación
constructiva de los pueblos —o sea, de las personas y de las familias, de las más
diversas comunidades y asociaciones, de una comunidad organizada— que ponga en
movimiento los mejores recursos de humanidad que vienen de nuestra tradición y que
sumen las grandes convergencias populares y nacionales en torno a contenidos
ideales y metas estratégicas para el bien común. Ello conlleva ampliar las
perspectivas analíticas y proyectuales para abrazar todos los factores en juego en la
realidad de esa "originalidad histórico-cultural, que llamamos América Latina”. Así
lo escribían y proponían los obispos reunidos en la III Conferencia General del
Episcopado Latinoamericano, en Puebla de los Ángeles (1979) esbozando ya, en
forma entrelazada, una autoconciencia católica y latinoamericana, de la que el autor
se nutre y a la que alimenta con aportes fundamentales de nuestra actualidad.
En el libro del Dr. Carriquiry veo el intento lúcido y "adelantado" de una inteligencia
católica del desarrollo latinoamericano, reasumiendo, reformulando y relanzando la
tradición de sus pueblos como hipótesis de construcción de su futuro. Sin embargo, el
lector no se encontrará para nada con un libro "eclesiástico". El texto sorprende por
su capacidad sintética de abundantes lecturas e informaciones, está lleno de datos,
desarrolla densos análisis económicos, políticos, culturales y religiosos; perspectivas
históricas lo recorren desde el principio hasta el fin. Está destinado al más amplio
interés y abierto al debate público, más allá de confines estrechos y de etiquetas
prejuiciadas. El Dr. Carriquiry sabe dar razón —¡y buenas razones!— de sus dichos.
A la vez, ilustra una confianza en la potencia de la fe católica de nuestros pueblos
tanto en clave de inteligencia y transformación de la realidad, como en respuesta a los
anhelos de verdad, justicia y felicidad que laten en el corazón de los latinoamericanos
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y en la auténtica cultura de sus pueblos desde las huellas impresas por la
evangelización. Aquí se da un germen de nueva creación en un mundo desgarrado.
Leyendo el libro con atención, no cabe duda de que el autor percibe en qué medida el
destino de los pueblos latinoamericanos y el destino de la catolicidad estén
íntimamente vinculados, al menos para este siglo XXI. La singularidad católica
latinoamericana arraiga en su evangelización constituyente, se manifiesta aún en los
muy altos porcentajes de bautizados, es tradición viva de sus pueblos, alimenta su
sabiduría ante la vida, permea toda la realidad, y llega a constituir -al comienzo del
tercer milenio- casi el 50% de los católicos de todo el mundo. Evidentes son sus
muchas deficiencias y, por otro lado, es un patrimonio sujeto a fuerte agresión y
erosión. Dilapidar este patrimonio constituiría una gravísima responsabilidad. Hay
que "recomenzar desde Cristo", como indica S.S. Juan Pablo II en la Carta Apostólica
Novo Millennio Ineunte. Estamos llamados a una "nueva evangelización" para que
Cristo se haga más carne en la vida de las personas, de las familias y de los pueblos.
Se desatará así su potencia de unidad, de caridad que alimenta toda auténtica
solidaridad, de crecimiento en humanidad, de liberación y esperanza.
Los ingentes problemas y desafíos de la realidad latinoamericana no se pueden
afrontar ni resolver reproponiendo viejas actitudes ideológicas tan anacrónicas como
dañinas o propagando decadentes subproductos culturales del ultraliberalismo
individualista y del hedonismo consumista de la sociedad del espectáculo. Llama la
atención constatar cómo la solidez de la cultura de los pueblos americanos está
amenazada y debilitada fundamentalmente por dos corrientes del pensamiento débil.
Una, que podríamos llamar la concepción imperial de la globalización: se la concibe
como una esfera perfecta, pulida. Todos los pueblos se fusionan en una uniformidad
que anula la tensión entre las particularidades. Benson previó esto en su famosa
novela El Señor del mundo. Esta globalización constituye el totalitarismo más
peligroso de la postmodernidad. La verdadera globalización hay que concebirla no
como una esfera sino como un poliedro: las facetas (la idiosincrasia de los pueblos)
conservan su identidad y particularidad, pero se unen tensionadas armoniosamente
buscando el bien común. La otra corriente amenazante es la que, en jerga cotidiana,
podríamos llamar el "progresismo adolescente": una suerte de entusiasmo por el
progreso que se agota en las mediaciones, abortando la posibilidad de un progreso
sensato y fundante relacionado con las raíces de los pueblos. Este "progresismo
adolescente" configura el colonialismo cultural de los imperios y tiene relación con
una concepción de la laicidad del Estado que más bien es laicismo militante. Estas
dos posturas constituyen insidias antipopulares, antinacionales, antilatinoamericanas,
aunque se disfracen a veces con máscaras “progresistas”. Si menguan las energías
evangelizadoras, quienes pierden son nuestros pueblos. Y si nuestros pueblos quedan
sumidos en ciclos periódicos de mera modernización, resabio de anacronismo
ideológico y violencia, devienen cada vez más marginales porque pierden su
identidad y, por ende, la catolicidad.
Quizá tenía que ser alguien como el autor, que aúna su condición y pasión de
rioplatense y mercosureño, de sudamericano y latinoamericano, junto con su vasta
experiencia desde el centro de la catolicidad, en el Vaticano, quien pudiera ofrecer
actualmente una visión a la vez realista, razonable y llena de esperanza, que invita a
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una renovada "apuesta por América Latina". Me permito, pues, recomendar al más
vasto público posible la lectura de esta obra original y valiosa, auténtico evento
editorial.

Buenos Aires, 4 de abril de 2005


Solemnidad de la Anunciación
Cardenal Jorge Mario Bergoglio SJ
Arzobispo de Buenos Aires

INTERVENCION DEL CARDENAL JORGE BERGOGLIO EN LA


PRESENTACIÓN DEL LIBRO EN BUENOS AIRES

En 1978, durante una conferencia sobre “La Fenomenología del Espíritu” de Hegel, una
prestigiosa pensadora argentina afirmaba: “La aparición de América en la historia significó un salto
en el proceso de universalización. Significó una transformación total de la geografía material y
espiritual sobre la cual había marchado hasta ese momento el proceso de universalización del
hombre. De hecho, no sólo la forma y las dimensiones del mundo se transformaron con la
aparición de América, sino que también se transformaron las situaciones relativas de los lugares
hasta ese momento conocidos; el Mediterráneo, por ejemplo, debe ser el centro alrededor del cual
se organiza la civilización, y sus costas dejan de ser el escenario privilegiado de la historia”. Esta
reflexión de epistemología geopolítica sorprende por su lucidez. Siguiendo este hilo podremos
recorrer los vaivenes históricas de América Latina e interpretar las diversas situaciones que se
fueron dando, las cuales no permitieron que –a medio milenio del hecho- se lograra desplazar el
centro. Al respecto es correcta la afirmación de la filósofa de referencia: “Es notable advertir, sin
embargo, que el pensamiento europeo moderno parece no alcanzar a comprender las
consecuencias o el verdadero sentido de lo que ha ocurrido con el descubrimiento de América.
Este pensamiento reflexiona sobre ese hecho considerándolo como uno más entre los muchos
hechos producidos por la Europa moderna; es uno más como el descubrimiento de la imprenta o
de la pólvora”.
Desde esta perspectiva, pienso que está pendiente un serio planteo sobre el problema de
la hermeneútica de la realidad latinoamericana. ¿Cómo acercarnos a una correcta
interpretación de América Latina? A lo largo de la historia se han intentado varias que, por no
responder a la realidad, se han diluido por insuficientes a lo largo de los años o se transformaron
en caricaturas referenciales de pensamientos de coyuntura: desde las diversas versiones o
triunfalista o de “leyenda negra” hasta el hecho de “reproponer” viejas actitudes ideológicas, tan
anacrónicas como dañinas; o también plantear la hermeneútica desde una visión que propaga
decadentes subproductos culturales del ultraliberalismo individualista y del hedonismo consumista
de la sociedad del espectáculo. Ninguna es suficiente ni adecuada.
La pregunta sigue en pie: ¿Qué hermeneútica para comprender a Latinoamérica? En
búsqueda de pautas para esto habría que señalar que, en primer lugar, ha de ser una
herramienta interpretativa en armonía con la realidad. La ecuación “continente-contenido” que,
para la crítica literaria, propone Amado Alonso ilumina lo que quiero decir. No se puede
interpretar el hecho latinoamericano con un método que no surja de la misma realidad
latinoamericana, que no tenga sus raíces en ese humus vital. Esto configuraría una suerte de
colonialismo epistemológico. La correcta pautativa de la comprensión la marca la misma realidad,
y ésta considerada en la totalidad de sus dimensiones. Por supuesto no la totalidad meramente
sumatoria, sino la totalidad armónicamente ensamblada de las múltiples facetas que constituyen la
originalidad latinoamericana.
Por otra parte, esta realidad no es algo estático que “acontece”, es decir tiene una íntima y
metafísica relación con el tiempo. Se trata de una realidad histórica signada por un destino y en la
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que se da el “encuentro” entre personas, pueblos y culturas. Por ello, al preguntarnos por el
destino latinoamericano pienso que es objetivamente correcto buscar el inicio, la direccionalidad y
los diversos encuentros (y desencuentros) del camino. No dudo en recurrir aquí, como aporte de
la hermeneútica latinoamericana, a las categorías histórico-.salvíficas de elección, promesa y
alianza. Elección que suscita la cotidiana memoria de los pueblos :un mirar hacia atrás
recorriendo el camino andado; promesa que, en su dinámica teológica, nos proyecta hacia
delante por el camino por andar; alianza que, en su dimensión valorativa y crítica nos lleva a
sopesar los logros y los fracasos.
Al “apostar por América Latina” y plantear la memoria y el destino históricos de un
continente, Guzmán Carriquiry elabora una justa y adecuada hermeneútica del hecho
latinoamericano. Por ello me atrevo a decir que, además de constituir un profundo ensayo de
geopolítica y de historia, su obra ofrece fundamentalmente una propuesta hermeneútica que
tiende a liberarnos de los agónicos (y artificialmente resucitados) ensayos interpretativos nacidos
del pensamiento débil. Quizá tenía que ser alguien como el autor, que aúna su condición y pasión
de rioplatense y mercosureño, de sudamericano y latinoamericano, justo con su vasta experiencia
del centro de la catolicidad, quien pudiera ofrecer actualmente una obra de este género que, estoy
seguro, provocará el pensamiento de una línea hermeneútica correcta sobre Latinoamérica.

INTERVENCION DEL DR. GUZMAN CARRIQUIRY

Les agradezco a todos por la participación en este acto de presentación de mi libro, a los
muchos amigos que me acompañan y, en especial, a las autoridades eclesiásticas y civiles que
me honran con su presencia. Mi gratitud va especialmente a quienes han tenido la generosidad y
disponibilidad para intervenir en la presentación del libro. En primer lugar. al Sr. Cardenal Jorge
Bergoglio, no sólo por ser arzobispo de esta ciudad, sino por toda la admiración y afecto que le
tengo por su límpido testimonio cristiano, de buen Pastor, de gran autoridad moral y religiosa
como referencia fundamental para la reconstrucción y esperanza en la Argentina, personalidad
notable de la Iglesia católica. Mi viva gratitud va también al Ministro de Economía, Dr. Roberto
Lavagna, de quien todos apreciamos su realismo y competencia, su sabiduría y serena
determinación en la conducción de la economía nacional, muy ardua labor que está dando buenos
frutos. Y también al Prof. José Paradiso, compañero de convicciones y causas comunes, experto
en el tema fundamental de la integración regional. Agradezco, en fin, a la editorial Sudamericana,
en la persona de Gloria de Rodrigué y de sus colaboradores, que ha puesto mucho interés y
esmero en la óptima edición de mi libro, y al profesor y querido amigo Aldo Carreras, que se ha
prodigado mucho para la organización de este acto. Advierto, en fin, la grata sorpresa de la
presencia del Prof. Helio Jaguaribe, maestro latinoamericano, a quien va mi gratitud y homenaje.
A mi me gusta presentarme como uruguayo, rioplatense, mercosureño, sudamericano, que
por imprevisibilidad y desproporción de la Providencia trabaja desde hace 30 años en la Santa
Sede, en el centro de la catolicidad. Por todo eso, no puedo aquí sentirme como extranjero. Todo
lo contrario. Católico se traduce, por lo general, como universal. No es para nada cosmopolitismo
abstracto o globalismo apátrida. Prefiero su traducción etimológica: lo que abraza todo lo humano,
todo y todos. Incluye, valoriza y da un nuevo horizonte de sentido a nuestras raíces y afectos, a la
pasión por la vida y destino de nuestros pueblos latinoamericanos.
La primera edición de este libro fue en México, después fue en San Pablo y ahora, muy
revisado y actualizado, en Buenos Aires, o sea en el triángulo decisivo de configuración
latinoamericana. Su origen estuvo bajo el impacto de la media década perdida de América Latina,
entre 1997 y el 2002, con epicentro en la tremenda crisis de Argentina (en verdad, incubada desde
mucho tiempo atrás). Se hacía cada vez más evidente y urgente que América Latina estaba
llamada a repensarse a fondo sobre su propia vocación e identidad, sobre sus paradigmas de
desarrollo y sobre su inserción y papel en los nuevos escenarios globales, en una fase de giro
histórico, de cambio de época, de impresionantes transformaciones geopolíticas, económicas,
tecnológicas, culturales y religiosas.
Estaba claro que, por una parte, el derrumbe del “socialismo real”, el final de la guerra fría
y del mundo bipolar, dejaban muchos cuadros mentales obsoletos. Sociologías de la
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modernización, teorías de la dependencia, estrategias revolucionarias, teología de la liberación
se demostraban parciales, inadecuadas, dejaban de estar en el orden del día, y sobrevivían como
inercias repetitivas y esquemas ideológicos anacrónicos. Por otra parte, se resquebrajaban
también los paradigmas del liberalismo vencedor, desde el que grandes poderes eufóricos
incubaban nuevamente la utopía de la autorregulación de la economía y la sociedad gracias a la
“mano invisible” del mercado, con la ilusión de abrir una época de prosperidad, democracia y paz
para todos. ¡Y así estamos! Entre nosotros, lo sabemos, las recetas del “consenso de
Washington” – para decirlo esquemáticamente – pierden fuerza propulsiva desde mediados de la
década del noventa, se empantanan en sus limitaciones y contradicciones y dejan a economías y
sociedades sometidas a altas dosis de vulnerabilidad.
Pues bien, en esas condiciones mi libro ha querido sólo ser una contribución más en las
reflexiones, debates y propuestas que hay que arriesgar y suscitar por doquier en una fase crucial
para América Latina. Sabemos que tenemos que redefinir y procesar sobre la marcha, con pocos
márgenes de maniobra y en medio de urgencias incontrolables, renovados paradigmas de
desarrollo, que aseguren un crecimiento auto-sostenido y persistente. Sabemos que se requieren
nuevas formas de sinergia entre Estado, mercado y sociedad civil. Sabemos también que urge
combatir con determinación la pobreza, incorporando al mercado, al trabajo nacional y a la vida
pública a vastos sectores populares excluidos, marginados y empobrecidos, y atacando de raíz la
espiral de estridentes y crecientes desigualdades sociales. Necesitamos colocar la educación en
el centro del debate público, pues hay que emprender una ingente e integral tarea educativa de
las personas, de capacitación y formación a todos los niveles, conscientes que el capital humano
es factor determinante para la convivencia nacional, la modernización tecnológica y el desarrollo
laboral, empresarial y social. Sabemos también que necesitamos una inserción virtuosa, desde
nuestros propios ideales e intereses, en los dinamismos de la globalización y a través de arduas
negociaciones con potencias y mega-mercados, sea con los Estados Unidos como con la Unión
Europea, y del desarrollo promisorio de las relaciones “sur-sur” con la China, India, Sudáfrica, etc.
En todo esto no me detengo y los remito a la lectura del libro.
Me interesa, en vez, concentrarme en algunas breves reflexiones que me importan
especialmente.
Tenía razón Juan Domingo Perón cuando señalaba como “adelantado” que la
regionalización o continentalización era un paso necesario y conveniente en miras de la
mundialización. Kissinger prefiere hablar de la fase histórica de los “Estados continentales” o
Estados-continentes”. Primero, lo fue los Estados Unidos, luego la Unión Soviética (y lo será Rusia
dentro de 20 años, si logra recomponerse), está en marcha en la Unión Europea (si zafa de su
“torre de babel”), emergen también China y la India. Y se hace promesa y responsabilidad
histórica con el Acta fundacional de la Unión Sudamericana, en Cuzco, el 9 de diciembre del año
pasado. Los Estados nacionales aislados van quedando al margen de la historia. Si los países
europeos, no obstante sus arraigadas tradiciones nacionales y culturales, la acumulación de su
desarrollo científico y tecnológico y el nivel de sus fuerzas productivas, consideran imprescindible
su unión, no obstante tantas dificultades, ¿qué tendríamos que decir para nuestros países
latinoamericanos mucho más frágiles, vulnerables y con desequilibrios de todo tipo? La
integración es una necesidad y una prioridad ineludible, urgente. Esta inscrita en nuestra historia y
cultura. No existe otro camino de auténtico progreso en el desarrollo económico, político, social y
cultural que el de esa gran ampliación del mercado interno, de acumulación económica, industrial
y tecnológica en mayor escala, de incremento de los parámetros de productividad, de
enfrentamiento del triste record de ser la región con las mayores desigualdades sociales del
mundo entero. No existe otro camino que presentarnos fuertes y unidos, desde nuestra propia
identidad cultural e intereses, en los distintos ámbitos de negociaciones multilaterales y en la
búsqueda dramática de un nuevo concierto internacional. Solos, dispersos, divididos, no contamos
un “bel niente”. A menos que no queramos reducirnos a modernizaciones reflejas como
segmentos dependientes, marginales y tumultuosos de los grandes poderes y mercados
mundiales, acompañados por ciclos periódicos de depresión y violencia. No hay que sumirse en el
lamento o la crítica de todo lo que, en verdad, no está funcionando en el Mercosur. Sus impasses
y bloqueos son más que graves y notorios. Hay que reconstruirlo política e institucionalmente,
promover una concertación macroeconómica y desarrollar los tradings productivos, renegociar
pragmáticamente con paciencia y solidaridad los procesos de liberalización comercial, intensificar
las relaciones con Chile y la Comunidad Andina, llevar adelante la construcción de anillos
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energéticos, los corredores bio-oceánicos y otros ejes de comunicación. Fundamental sigue
siendo el fortalecimiento de la alianza-eje entre Argentina y Brasil. No ponga el “freno de mano” la
Argentina por su debilidad, y el Brasil pase de la retórica de la alianza a una ayuda real y efectiva
para la re-industrialización de Argentina. No hay que permitir el desánimo, que algunos fomentan
interesadamente. Miren Ustedes las dificultades enormes que aún encuentra la Unión Europea
después de más de 50 años de los Tratados de Roma... Entonces, ante la Europa destruida
material y espiritualmente por las devastaciones de la segunda guerra mundial y en plena era de
totalitarismos, Pío XII tuvo la lucidez y valentía profética de apostar por la reconciliación,
reconstrucción y unidad de la comunidad europea. La Iglesia católica es sacramento de comunión
y unidad de nuestros pueblos, aunque desgarrados, desde sus orígenes, desde aquella
“originalidad histórico-cultural que llamamos América Latina” - escribían los Obispos
latinoamericanos en Puebla – prohijada en la maternidad de la hermosa señora mestiza de
Guadalupe y simbolizada en el Cristo de los Andes y el Sagrado Corazón del Corcovado. La
Unión Sudamericana, sobre la base necesaria de más y mejor Mercosur, o mejor dicho, los
Estados Unidos de Sudamérica, no son más utopía bolivariana sino gran empresa histórica que
comienza a tomar cuerpo en nuestra región y que necesita arraigar en los pueblos. No hay otra
alternativa realista, razonable, que no sea servil sino esperanzadora, para el camino histórico de
nuestros pueblos en las próximas décadas.
La enorme tarea de reconstrucción después de la crisis y el afrontamiento de los grandes
desafíos y tareas del desarrollo, de la industrialización, de la democratización, de la inclusión
social y de la integración no pueden confiarse sólo a las políticas del Estado ni al mero desarrollo
del mercado. Requieren - y es otro de los puntos que quiero subrayar – una vasta, profunda,
intensa educación y movilización de las mejores energías humanas, de las reservas morales,
ideales, cristianas de las personas y los pueblos como factor decisivo de reconstrucción y
esperanza. No se reconstruye ni se espera desde el “sálvese quien pueda”, desde los lamentos
abatidos, las reivindicaciones exasperadas y tendencialmente violentas, los egoísmos
corporativos, los descargos de acusaciones y descalificaciones, los resentimientos acumulados y
las dialécticas permanentes y absorbentes de contraposición. Todo eso es nocivo para sanar la
memoria, reconstruir la convivencia y sumar energías para un auténtico proyecto nacional y
regional. Estado y mercado tienen necesidad de sujetos libres y responsables: personas, familias,
las más diversas formas de asociaciones, y movimientos, de modalidades de cooperación y
asistencia, en las que se desplieguen energías de laboriosidad y emprendimiento, de sacrificio,
solidaridad y esperanza. Hay que partir, pues, de una reconstrucción de la persona y de sus
vínculos sociales y políticos. Vale lo de la necesidad de una “comunidad organizada”, en la que
predomine una dialéctica de la amistad. Y dentro de esta perspectiva, es claro que los países
latinoamericanos necesitan dirigencias políticas e intelectuales capaces de catalizar y promover
grandes convergencias populares, nacionales e ideales, con la fuerza de la credibilidad que da la
“firme y serena determinación de operar por el bien común” (como escribía una vez Juan Pablo II).
Toda otra cosa son las luchas de facciones, las corporaciones políticas auto-referenciales, en sus
pujas de poder que no tienen correspondencia real con el tejido social del pueblo, ni con
alternativas de políticas económicas, ni con diversas referencias culturales e ideales.
Por el don de la fe, creo firmemente que Cristo es la piedra angular de toda construcción
verdaderamente humana de la persona y la sociedad. Esta confesión de fe es también convicción
realista, razonable y esperanzada, hipótesis de investigación que ha guiado la elaboración de mi
libro. No aceptar a priori una hipótesis sería irracional, pero es obvio que queda sometida a crítica.
Por otra parte, ¿cómo es posible, si no por un a priori ideológico, que haya muchos análisis de la
realidad latinoamericana que ponen bajo paréntesis e ignoran la consistencia real de la tradición
católica en la vida de nuestros pueblos? Yo no creo que sea posible entre nosotros esa educación
y crecimiento en humanidad (de nuestro capital humano y social), esa implicación y participación
popular en convergencias amplias y duraderas en pos de grandes empresas comunes, ni templar
fibras humanas de dignidad y libertad, laboriosidad y empresarialidad, fuerte capacidad de
sacrificio y solidaridad y una esperanza a toda prueba, si no se da una
revitalización/reformulación/resurgimiento de la tradición cristiana, católica, que es sustrato
cultural, cimiento de unidad y sabiduría de vida de nuestros pueblos. No es por casualidad que la
casi totalidad de encuestas que se han realizado recientemente en varios países latinoamericanos
indican que es la Iglesia católica, no obstante todas nuestras deficiencias, la institución que goza
de mayor credibilidad, consenso y confianza por parte de los pueblos.
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Al menos en eso tuvo razón Samuel Huntington cuando destacó que la ecuación
modernización/secularización/descristianización se demostraba muy parcial e inadecuada en
nuestra actualidad, mientras emergía la importancia de las dimensiones culturales y religiosas en
los distintos ámbitos civilizatorios en tiempos de globalización. El caso de la Europa actual es
patente: en envejecimiento demográfico, estancamiento económico, bloqueo político y pantano
cultural, por ausencia de un reconocimiento y reformulación de su identidad, de su vocación y
tradición, se muestra incapaz de repensarse a fondo y de asumir el nuevo papel que las
circunstancias le reclaman en el orden mundial (aunque la reciente Jornada Mundial de la
Juventud con el Papa, en Alemania, sea signo de contradicción y esperanza). El caso opuesto se
visualiza con claridad en México, tan dependiente en sus conexiones económicas y comerciales,
en su moneda, en su turismo, en sus migraciones, de la vecina potencia global, lo que lo tendería
a llevarlo a una asimilación total y, sin embargo, mantiene mucho margen de resistencia y
negociación, autonomía y proyección, gracias al arraigo de las raíces de su identidad nacional y
de su perfil cultural, sobre todo sostenidas por el catolicismo popular y barroco de sus gentes
(también de los hispanos en los Estados Unidos), al punto que Octavio Paz afirmaba que la Virgen
de Guadalupe se demostraba mucho más “antiimperialista” que 70 años de encendidos discursos
nacionalistas de los “revolucionarios institucionales”.
América Latina es una singularidad en el concierto mundial. Somos culturalmente el
extremo occidente, mestizo y empobrecido, de arraigo católico, región emergente y en vías de
desarrollo. Nuestras grandes mayorías están bautizadas en la Iglesia católicos y los
latinoamericanos llegamos a ser el 50% de los católicos de todo el planeta. Sólo los distraídos, los
ingenuos o los tontos no dan peso a los números. No somos ilusos, sino que reconocemos con
preocupación que ese patrimonio que define nuestra vocación e identidad está sujeto a fuerte
erosión capilar por el descuido y deficiencias de evangelización y formación cristiana, por el
impacto de la descristianización inducida por la difusión de la cultura dominante a nivel mundial,
por el crecimiento y expansión del “revival” evangélico y pentecostal desde los Estados Unidos
(aunque la contraofensiva es la expansión de los hispanos en los Estados Unidos, de
imprevisibles consecuencias). Considero nada más importante para América Latina que revivir su
tradición desde el acontecimiento siempre sorprendente y lleno de novedad de una Presencia que
abraza con amor misericordioso la vida de las personas, que las cambia en su humanidad, en su
conciencia y libertad, en su vocación de unidad, en su inteligencia de la realidad, en su pasión por
el destino de los prójimos y los pueblos. Por eso, el destino de nuestros pueblos y el destino de la
catolicidad están en gran medida entrelazados, al menos para el actual siglo XXI. Si cae en reflujo
la tradición católica, si no se procede a un intenso trabajo de educación y comunicación de la fe, si
no se desatan energías misioneras de “nueva evangelización”, y si esa tradición católica no se
convierte en alma, inteligencia, fuerza propulsora y unitiva y horizonte de auténtico desarrollo y
crecimiento en humanidad, sufren y pierden nuestros pueblos. Y si nuestros pueblos quedan
encadenados en situaciones de marginalidad, desigualdad, pobreza y violencia, sufre y pierde la
catolicidad. Es importante tenerlo en cuenta cuando se combinan, por una parte, las insidias
demoledoras de tendencias culturales de relativismo político y moral, y por otra, la sopa
recalentada e indigesta de vulgarizaciones ideológicas ya anacrónicas. Las agresiones al gran
patrimonio católico resultan, entre nosotros, anti-populares, anti-nacionales, anti-latinoamericanas.
No se confunda esa gran tradición con tradicionalismos ideológicos, reaccionarios y anacrónicos,
muy marginales. Se tenga bien en cuenta, sobre todo, que nada de grande, ni de verdaderamente
humano se construye con los subproductos culturales decadentes, hiper-individualistas de las
sociedades del consumo y el espectáculo ni con verborragias de ideologismo confuso. A nosotros
cristianos toca mostrar y demostrar, no obstante nuestras miserias, que Cristo es camino, verdad
y vida, respuesta sobreabundante a los anhelos de verdad, felicidad y justicia del corazón de los
hombres y de la cultura de los pueblos, clave de inteligencia de la realidad, respeto por la dignidad
de toda persona, pasión por nuestros pueblos, amor preferencial por los más necesitados y
sufridos, y piedra angular para la construcción del destino de las naciones. Todo esto define la
enorme responsabilidad que se asume la V Conferencia general del Episcopado latinoamericano,
que se prepara justo a comienzos del actual pontificado de Benedicto XVI.
Gracias, de nuevo, a todos Ustedes.
Buenos Aires, 7 de setiembre de 2005

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