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Vergüenza y mirada

Por Luciano Lutereau

En los últimos años distintas publicaciones han comenzado a ocuparse de la cuestión de la vergüenza. Si bien el término no
cobra en Freud (quizá sí en Lacan) el estatuto de un concepto, estas recientes publicaciones avanzan en la vía de delimitar
formas y variantes de su estructura. De hecho, podría decirse que este criterio es el que permite distinguir los trabajos que se
aproximan al tema con alguna gravedad, y afán sistemático, de aquellos que permanecen en una mera paráfrasis descriptiva o un
breve comentario de citas.

Por ejemplo, podrían mencionarse los trabajos contemporáneos de S. Tisseron, La vergüenza. Psicoanálisis de un lazo social
(1992), y V. de Gaulejac, La fuentes de la vergüenza (1996), que –propuestos desde una perspectiva psico-sociológica– vinculan
la vergüenza, el primero, con el objeto materno, y el segundo con el desfallecimiento de la imagen del padre. No obstante, a pesar
de este lineamiento fundamental y divergente, ambos trabajos apuntan –a través del estudio clínico de “casos paradigmáticos” o
“trayectos de vida”– a complejizar la noción, intentando precisar distintas aristas intrínsecas a su consolidación. De este modo, de
Gaulejac distingue formas de la vergüenza en función de la condición existencial del sujeto: corporal (relacionada con la fealdad),
sexual (relativa a la intimidad), psíquica (respecto de la estima de sí), moral (propia de la hipocresía, la mentira, etc.), social (en los
casos de estigmatización a causa de una identidad, raza, etc.), ontológica (en la que el sujeto está confrontado a lo inhumano
como espectador), etc. En este punto, su trabajo se encuentra próximo de ciertas referencias filosóficas clásicas, entre las que
cabría considerar a M. Heidegger (y la “vergüenza de ser”) y, más recientemente, el tercer capítulo de Lo que queda de Auschwitz
(1998), de G. Agamben, titulado “La vergüenza, o del sujeto” –y que estudia este afecto, desde una perspectiva no psicológica, en
los sobrevivientes–. También cabría observar que aquí la cuestión de la vergüenza se cruza con el motivo de la culpabilidad
(también analizada por Heidegger y Agamben). Un libro reciente que retoma este aspecto es Vergüenza, culpabilidad y
traumatismo (2007) de A. Ciccone y A. Ferrant.

Dos observaciones pueden desprenderse de este apretado repertorio bibliográfico: por un lado, el campo de estudios sobre
la vergüenza desborda la perspectiva psicoanalítica, e incluso en este último territorio dista de tratarse de un afecto que pueda ser
definido unívocamente; por otro lado, es preciso partir de distinguir la vergüenza de otros afectos para poder realizar una primera
aproximación.

Esta última orientación fue llevada a cabo por C. Soler en su libro Los afectos lacanianos (2011):

“La vergüenza es un afecto más complejo, más sutil que la cólera y también más ligado al inconsciente. Es difícil de delimitar.
[…] el dominio del fastidio y la pesadumbre en nuestro discurso actual hace eco a la falta en gozar, del goce que hay o que no hay; la
tristeza o el gay saber inscriben el rechazo del saber o sus límites intrínsecos; la cólera ratifica las inadecuaciones de lo real a lo
simbólico. Por lo que se refiere a la vergüenza […] Lacan habló de la vergüenza a menudo, pero sus desarrollos más consistentes y,
sobre todo, más novedosos sobre este sentimiento se encuentran hacia el final del seminario El revés del psicoanálisis…” (Soler,
2011, p. 89).

Entonces, es importante distinguir la vergüenza en el contexto de otros afectos (como la cólera, la tristeza, el fastidio, etc.),
para luego detenerse en su especificidad; y, como sostiene Soler, es el seminario 17, en apenas una de sus lecciones, donde se
encuentran los desarrollos más importantes de Lacan sobre este tema. A esta elaboración dedicaremos un momento específico
de este artículo, con el propósito de elucidar la estructura discursiva de la vergüenza.

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Asimismo, en una publicación reciente –Livre compagnon de «L’envers de la psychanalyse»(2007), varios de cuyos artículos
han sido traducidos por Pablo Peusner y comentados en su artículo “Vergonzontología” (2011)– dedicada a una lectura del
seminario 17, y que consta de varios análisis de esta clase mencionada, Anne Oldenhove-Calberg, distingue la vergüenza de la
culpabilidad en los siguientes términos:

“Me parece importante distinguir la culpabilidad de la vergüenza: en efecto, si la culpabilidad surge cuando el sujeto no estaría
en orden con el ideal paterno, la vergüenza vendría más bien a testimoniar del momento en que algo del goce privado hace irrupción
en el espacio público.” (Oldenhove-Calberg, 2007, p. 229).

De acuerdo con la perspectiva de esta autora, cabe añadir a la distinción entre vergüenza y culpa, distintas formas de la
vergüenza en la vida amorosa: por ejemplo, la vergüenza de ser rechazado –ser visto como alguien que no fue amado, lo que
eventualmente lleva al acting out de la destreza de la seducción compulsiva en el hombre, o al deseo prevenido que interactúa en
condiciones de anonimato (como en las redes sociales y otros modos de virtualidad), o la inhibición ocasional en la mujer– y la
vergüenza que se puede sentir frente a la iniciativa de otro –ocasionalmente vinculada a la “vergüenza ajena” o al impudor del
partenaire–. No obstante, dado su carácter de breve comentario de una clase de Lacan, ciertas distinciones quedan solapadas o
apenas introducidas. En este punto, sería aconsejable, antes de detenerse en un análisis de la estructura de la vergüenza en la
vida amorosa, deslindar el alcance de tres conceptos que suelen superponerse: vergüenza, pudor, timidez. Este será el primer
paso que realizaremos en este artículo, luego del cual expondremos las coordenadas de una genealogía de la vergüenza, tal
como se las presenta en el seminario 17; por último, nos detendremos en la estructura de la vergüenza, en función de su
articulación con el objeto mirada.

Finalmente, concluiremos con la consideración de una obra de J.-P. Sartre, A puerta cerrada (1944), para retomar una
perspectiva conjunta de estos elementos.

Vergüenza, pudor y timidez


La vergüenza es un afecto crucial en la práctica analítica. En principio, porque es un indicador prístino de la división subjetiva,
al punto de que el sujeto avergonzado vacila en la situación de sentirse descubierto y, eventualmente, se detiene en su decir y
calla. Por lo tanto, a primera vista, la vergüenza pareciera una especie de obstáculo concreto para el cumplimiento de la regla
fundamental del psicoanálisis, la asociación libre, ya que facilitaría cierto “disimulo” por parte del analizante. En estos términos lo
entendía Freud –para quien el cumplimiento de la regla implicaba una “promesa de sinceridad” (Freud, 1913, 136)–, cuando se
refería a la “insinceridad consciente” que puede estar a la base del carácter fragmentario y reticente del discurso del neurótico:

“En efecto, esa falla [la incapacidad para dar una exposición ordenada de la propia biografía] reconoce los siguiente
fundamentos: En primer lugar, el enfermo, por los motivos todavía no superados de la timidez y la vergüenza (o la discreción, cuando
entran en cuenta otras personas), se guarda consciente y deliberadamente una parte de lo que le es bien conocido y debería contar;
es sería la contribución de la insinceridad consciente.” (Freud, 1905, p.17).

No obstante, cabría preguntarse si acaso la timidez y la vergüenza realizan la misma contribución, cuando podría pensarse
que no son idénticas entre sí. Asimismo, podría añadirse un tercer elemento en la consideración y pensar, por ejemplo, en el
pudor. ¿Cuáles son las coordenadas estructurales de la vergüenza, la timidez y el pudor? En sus Tres ensayos de teoría sexual,
Freud se refiere en diversas ocasiones a la vergüenza, como una de las resistencias ante la pulsión, esto es, como uno de los
diques psíquicos que se constituyen en el período de latencia y que inhiben la sexualidad, al punto de calificar a la vergüenza
como una formación reactiva (Cf. Freud, 1905b, pp. 146-7; p. 149; pp. 161-2). Vergüenza, asco y escrúpulos morales son el saldo
de este modo de sublimación –aunque puede haber sublimación por otras vías no reactivas–; y, entonces, cabe preguntarse si

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acaso el asco no indica una referencia indirecta al pudor,2 es decir, la violencia ejercida contra el pudor suele producir ese efecto:
con estas coordenadas podría considerarse el síntoma del asco en el caso Dora, cuando el Sr. K. le solicita que lo espere junto a
la puerta que daba a la escalera y, a al pasar, junta su cuerpo contra el de ella y le estampa un beso que produce, en la joven
muchacha, un “violento asco” (Freud, 1905, p. 26). Podría pensarse que esta escena demuestra que el pudor –al igual que la
vergüenza– también requiere de la participación del otro, pero sus coordenadas serían distintas.3 Si en la vergüenza, la barra
recae sobre el avergonzado de modo directo, frente al sentimiento de sentirse mirado, en el pudor es precisa una condición
suplementaria: que el otro actúe una forma de transgresión (incluso cuando dicho acto no sea más que la realización de un
deseo). En estos términos puede entenderse una referencia de Lacan en “Kant con Sade” (1962), cuando sostiene el carácter
amboceptivo del pudor, que para ser violentado en uno no necesita más que un acto en el otro: “…el pudor es amboceptivo de las
coyunturas del ser: entre dos, el impudor de uno basta para constituir la violación del pudor del otro.” (Lacan, 1962, p. 751).

De este modo, el asco –el ataque al pudor– es un efecto de la presencia ante un modo de satisfacción en el otro, un
supuesto goce en el Otro, que no puede reconocerse como propio. En la vergüenza, en cambio, la división del sujeto tiene la
dimensión de lo in fraganti, de una revelación súbita de la intimidad, en la que es sorprendido un goce escondido o un deseo
inesperado.

Por último, respecto de la timidez, cabría añadir que se trata de una posición subjetiva que prácticamente no ha sido
estudiada en psicoanálisis, con la excepción de unos pocos artículos, entre ellos, uno de Winnicott, quien distingue una timidez
normal (ligada, eventualmente, a la retracción de un duelo) y una patológica, o sintomática, vinculada a cuestiones persecutorias
(Cf. Winnicott, 1938). En este último caso, la timidez responde a temores de ser perseguido –nuevamente, es la dimensión
omnipresente de la mirada la que se pone en juego–. Quizá podría pensarse aquí en un resabio de ese temor infantil, patente en
el Hombre de las ratas, de que los padres supieran sus pensamientos sin que él los hubiera declarado (Cf. Freud, 1909, p. 131).
Aunque también podría pensarse una nueva dimensión de la timidez, articulada esta vez a la inhibición –tal como este concepto
es definido en Inhibición, síntoma y angustia (1926), de acuerdo con una limitación de una función yoica– cuyo propósito sería
evitar el desarrollo de angustia que motivaría el esfuerzo represivo y la formación de síntoma. De este modo, el sujeto se sustrae
de la división subjetiva que implicaría el encuentro con el otro, queda en reserva (como bien indica nuestro idioma cuando nos
permite decir de alguien que es “reservado”, pudiéndole dar a esta palabra una segunda acepción que denota el goce
fantasmático que su posición podría implicar). En función de este último desarrollo, una tercera vía para aprehender ciertas
coordenadas de la timidez podría radicar en la precaución del deseo que caracteriza al fóbico, que necesita “tantear” y ensayar
garantías antes de dar un paso en su realización. En definitiva, esta breve exposición sobre la timidez permite entrever que
también nos encontramos en este caso con una noción expansiva, con diferentes matices, para la cual sería un extravío cercar
condiciones estrictas.

Actualidad de la vergüenza
En la clase del 17 de junio de 1970, en El Seminario 17. La ética del psicoanálisis, Lacan presenta la idea de una
“vergonzontología”, neologismo que juega en francés con los términos “vergüenza” (honte) y “ontología” (ontologie). Para el
psicoanálisis, la ontología se defrauda en la vergüenza, en la medida en que el estudio del ser del sujeto siempre queda
confrontado con la falta, dado que el significante no puede decir su ser íntimo, aquella satisfacción a la que está fijado y,
ocasionalmente, desconoce.

En este seminario, Lacan articula la vergüenza con el discurso universitario. En términos generales, el discurso universitario
puede ser definido a partir de la imposición del trabajo de tener que develar las coordenadas que un saber encubre. No obstante,
y esto es lo que diferencia esta estructura del discurso del Amo –en el que el saber se encuentra expuesto–, lo que se produce en
el discurso universitario es la división subjetiva de aquel que, en posición de objeto, no hace más que verificar su falta respecto de
este saber. El que quiere saber –o, mejor dicho, quien debe saber–, todo el tiempo descubre, como su verdad, que no sabe (tanto
como lo esperado). Y esto también obedece a motivos estructurales, ya que el discurso universitario tiene como agente la
represión de las coordenadas del saber en cuestión.

Este modo de discurso, que articula una relación específica entre el saber y la verdad, podría otorgar títulos aproximados a
las formas de sensibilidad que, esporádicamente, pueden representarlo. Al agente del saber se lo suele llamar “profesor”, del que
Lacan sostenía que se caracteriza por “enseñar sobre enseñanzas” y, por lo tanto, es incapaz de producir una enseñanza propia.

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Al esclavo que acompaña esta partida Lacan le concedió el nombre de “astudé”, neologismo que condensa una referencia a la
palabra “estudiante” aunque también a la palabra “estúpido” –por lo tanto, se trata de aquel que sólo verifica, una y otra vez, su
estupidez frente a un saber respecto del cual está en falta–.

En El Seminario 17 Lacan introduce la idea de una vergüenza “propia” del discurso universitario de esa época, que denomina
“vergüenza por vivir” y que marca “una degeneración del significante amo”. Esta vergüenza estaría asociada a ciertas
coordenadas que pueden resumirse en la expresión “morirse de vergüenza” (Lacan, 1960-70, p. 195), es decir, la situación en que
alguien preferiría la muerte a quedar expuesto a la revelación de su división –en nuestro idioma, nos referimos a esta posibilidad
cuando decimos “que me trague la tierra”–. Para Lacan existió una época, ya pasada, en que al rebajamiento de los ideales se
prefería la muerte. Pero, según Lacan, los tiempos han cambiado. Y podría decirse que hoy en día no sólo los alumnos no se
avergüenzan (lo cual puede tener su costado saludable), sino que también en la vida amorosa encontramos una manifestación
acusada de actitudes “des-vergonzadas”: por ejemplo, pensemos en que los adolescentes actuales no sólo recurren al alcohol
como factor de desinhibición para acercarse a la chica que les gusta, sino que la “previa” suele producir mucho más que sujetos
en(valen)tonados –por así decirlo–, sino que a veces estos jóvenes parecen autómatas deshabitados del riesgo de desear; o bien,
podría pensarse en la identificación histérica de alguna muchachas que se vuelven ardientes acosadores de hombres, pero que
olvidan que bien puede entregarse un cuerpo vacío.

En este punto, la vergüenza es un indicador de la presencia del sujeto, de que ese cuerpo es “habitado”, como lo demuestran
el rubor, bajar la mirada, en definitiva, no saber detrás de qué esconderse, cuando el sujeto se siente mirado desde todos lados.

Desde la perspectiva Lacan, la vergüenza hoy en día se convirtió en una “vergüenza por vivir tan finamente” (Lacan, 1969-70,
p. 198). Actualmente, lo que avergüenza es vivir una vida que nunca merece la muerte, dado que falta su inscripción en la
genealogía de un S1. Todo se reduce a lo trivial, al vacío, lo que se suele llamar “tiempo líquidos”. Y cada vez más el sujeto
amoroso se presenta desesperado por la falta de intereses comunes con el partenaire –esa situación habitual que se reduce a que
en las primeras preguntas de una cita se apunte a buscar los significantes amos compartidos bajos los cuales dos personas
pueden verse como “amables” (si no fuera así, ¿para qué se le preguntaría el signo a un desconocido?)– y un denodado afán de
búsqueda de emociones fuertes que hagan que alguien pueda sentirse vivo. A su vez, esta nueva forma de vergüenza estaría
asociada a cierta impudicia generalizada: desinterés por ofender al otro, por reducirlo a un mejor medio descartable, etc.

No obstante, el diagnóstico y la descripción de Lacan no es pesimista, ya que también propone una nueva forma de
vergüenza, una posición que podría asumirse (y que, de hecho, él recomienda a los estudiantes a los que hablaba en esa ocasión,
en la época del mayo del ’68 y la declamación de la abolición de los amos), y C. Soler parafrasea del modo siguiente:

“En cierto modo, es posible una vergüenza buena que haga pasar al acto de una rectificación de la impudencia avergonzada,
aquella que él mismo podría inspirar cuando llega a ‘darles vergüenza’ por su ejemplo. Este valor de la vergüenza fue percibida por
otros, Kertész por ejemplo, al referirse a Jaspers: ‘Haga lo que haga, siempre me avergüenzo; y eso es, aún así, lo mejor que tengo’.
Allí reconocemos para la vergüenza el componente ético, siempre presente en todas las consideraciones de Lacan sobre el afecto.”
(Soler, 2011, p. 96).

Por lo tanto, hay cierto valor ético de la vergüenza que permite retomar una consideración realizada anteriormente. Cuando el
analista prescribe atravesar el dique de la vergüenza con el cumplimiento de la regla fundamental, no lo hace en función de
violentar lo más íntimo del sujeto, de encarnar una transgresión –que, por ejemplo, podría acercar su acto al del perverso; o bien,
podría reconducir su dispositivo al de la confesión–; por el contrario, podría decirse que ese más allá de la vergüenza no implica
una degradación del significante amo (como el que sí acontece en la vergüenza contemporánea según Lacan). En todo caso,
podría decirse que el analista retrotrae el sentimiento de “morirse de vergüenza”, con el fin de interrogar la división subjetiva antes
que producirla. Respecto de la vida amorosa, entonces, podríamos proponer que en algunos casos se trata de recuperar esa
dimensión vergonzosa que ocasionalmente falta al sujeto contemporáneo, expuesto a la impudicia generalizada de una sexualidad
a veces desbordada, pero sin erotismo, o a un anonimato que cancela el interés por conocer a alguien con quien hablar de amor.

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Vergüenza y mirada
La relación entre vergüenza y mirada es presentada por Lacan desde el comienzo de su enseñanza. Así, por ejemplo, en el
seminario 1 se afirma la idea de una “fenomenología de la vergüenza, del pudor, del prestigio, del temor particular engendrado por
la mirada” (Lacan, 1953-54, p. 314). En este contexto, el referente específico para dar cuenta de la cuestión es J.-P. Sartre y el
apartado “La mirada” de El ser y la nada (1943).

No obstante, antes de este apartado específico, la cuestión de la vergüenza se plantea en desde el inicio de la tercera parte
del El ser y la nada, dedicada al problema de la existencia del otro. Contra la posición idealista, para la cual el solipsismo es un
punto de partida, y que requiere demostrar la existencia del prójimo a través de la presentación de su cuerpo como un objeto más
del mundo, la fenomenología sartreana encuentra en el ser para otro un punto de partida, una estructura que no puede ser
deducida. La vergüenza se inscribe en el tipo de experiencias que exponen esta situación radical:

“…aunque ciertas formas complejas y derivadas de la vergüenza puedan aparecer en el plano reflexivo, la vergüenza no es
originariamente un fenómeno de reflexión. En efecto, cualesquiera que fueren los resultados que puedan obtenerse en la soledad por
la práctica religiosa de la vergüenza, la vergüenza, en su estructura primera, es vergüenza ante alguien.” (Sartre, 1943, pp. 250-51).

Por un lado, esta observación introduce la noción de que la presencia del otro no necesariamente requiere de su presencia
física. Podríamos pensar, por ejemplo, que dicha injerencia se efectúa eventualmente a través de la participación de ideales desde
los cuales, sólo secundariamente, alguien reflexiona (se ve a sí mismo). Por otro lado, la vergüenza requiere una forma específica
de manifestación ante alguien: la mirada. Para Sartre, “soy como el prójimo me ve” (Sartre, 1943, p. 251), donde el énfasis puesto
en el ser indica que el sujeto se reduce a un objeto para la mirada del otro, esto es, queda fijado en alguna actitud “evidente”.
Asimismo, cabe aquí una aclaración, para matizar la idea de que esta fijación deba toda su responsabilidad al Otro:

“…este nuevo ser que aparece para otro no reside en el otro: yo soy responsable de él, como lo muestra a las claras el sistema
educativo consistente en ‘avergonzar’ a los niños de lo que son. Así, la vergüenza es vergüenza de sí ante otro; estas dos estructuras
son inseparables.” (Sartre, 1943, p. 251).

De este modo, el sujeto no deja de ser responsable de su ser para el otro. Y la vergüenza, para el caso, es un índice de que
en esa objetivación se compromete algo de su intimidad. Podríamos añadir, entonces, que en la vergüenza se realiza ese traslado
de lo íntimo a lo privado que no se corresponde estrictamente con la mirada de una persona concreta, sino con una posición
subjetiva –porque, así como la mirada puede manifestarse en soledad, también podemos imaginar situaciones en las que alguien
no se sienta aludido por los semejantes a su alrededor (y, por ejemplo, se sentiría tocado ante la imagen de una fotografía de su
amada ausente)–. Sartre expresa estas distinciones en los siguientes términos: “…si aprehendo la mirada, dejo de percibir los ojos
[…]. La mirada del otro enmascara sus ojos, parece ir por delante de ellos.” (Sartre, 1943, p. 286).

Esta última indicación permite apreciar que la mirada no se confunde con la visión –cuestión que habría de retomar Lacan en
el seminario 11–. Para tomar el ejemplo paradigmático de Sartre, podría considerarse el caso del celoso que espía detrás de una
puerta hasta que siente unos pasos en la escalera. No es necesario que sea visto por unos ojos, porque –por decirlo así– ya fue
visto por la mirada; en esta situación, el sujeto queda asumido como celoso, objetivado incluso para sí mismo, confundido “con
este ser que yo soy que la vergüenza me descubre” (Sartre, 1943, p. 289).

El “ser descubierto” de la mirada es sólo un modo de respuesta ante la mirada del otro; también podría haberse pensado en el
orgullo –y así lo propone Sartre, junto con la posibilidad del miedo–, como una forma de responder a la división subjetiva de la
mirada. De hecho, desde la perspectiva psicoanalítica, es conocida la inflación narcisista –aquello que Lacan llamara “infatuación”
(Cf. Lacan, 1946, 146) como un modo de encubrir la angustia–. Y, en la vida amorosa, el despliegue del recurso a la batería de

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estandartes fálicos –la identificación del yo con el falo– es un modo habitual en que el hombre intenta conquistar a una mujer –que
no es lo mismo que seducirla–. Este tipo de conquista, muchas veces, no apunta a mucho más que impresionarla y,
ocasionalmente, no reproduce más que la situación infantil de proponerse como objeto a ser amado. Ahora bien, sólo pocas
mujeres –y no las más despiertas– suelen encontrarse a gusto en este tipo de conquista, que las ubica como garantes de un ideal
materno (que deberían festejar); o bien, que las reduce a objetos intercambiables a los que ellas –en el caso de las histéricas–
oponen el más firme rechazo.

Resumamos, entonces, el planteo sartreano de la estructura de la mirada, con una nueva consideración:

“… la mirada, como lo hemos mostrado, aparece sobre fondo de destrucción del objeto que la pone de manifiesto. Si ese
transeúnte gordo y feo que avanza hacia mí con paso saltarín de pronto me mira, adiós su fealdad, su obesidad y sus saltitos: durante
el tiempo que me siento mirado, es pura libertad mediadora entre yo y yo mismo.” (Sartre, 1943, p. 304).

La vergüenza es un modo de respuesta ante la mirada del Otro. No obstante, la mirada no es la visión de un semejante
concreto, sino que plantea una trascendencia respecto del partenaire especular y supone una nueva dimensión: el otro como
objeto de semejanza, o de eventual agresividad, queda suspendido, entre paréntesis –como lo demuestra la referencia anterior–, y
el sujeto queda reducido a un objeto para alguien que no es o, mejor dicho, para Otro que es “pura libertad”, como la que tiene la
mantis religiosa en el ejemplo propuesto por Lacan en el seminario 10 para hablar de la angustia (Cf. Lacan, 1962-63, 14). En este
punto, podría decirse que la vergüenza supone un pasaje por la angustia, propio de la división subjetiva, pero también es una
respuesta a esta última, en la medida en que hace consistir un modo de satisfacción en que el sujeto se reconoce como
descubierto. En última instancia, lo que cabría añadir es que dicho “dar a ver” se realiza ante una forma indeterminada del Otro.
“¿Qué va a pensar de mí?”, suele preguntarse el avergonzado. Y en el caso del sujeto amoroso, esta consistencia se expresa con
afirmaciones del estilo: “Va a pensar que soy un baboso porque me vio mientras le miraba el escote” (donde el deseante es
sorprendido in fraganti en pleno acto de satisfacción); o bien, “Me avergüenzo con la idea de estar aquí, donde es posible que X
aparezca, porque podría creer…”, pero sin que sepa que es lo que él o ella efectivamente piensa o pensaría –ya que se trata de
una suposición, dado que si lo supiese con efectividad no se sentiría avergonzado–.

De acuerdo con esta última indicación, es significativo advertir que la vergüenza, especialmente en la vida amorosa, no deja
de tener una referencia al saber, aunque más no sea porque lo pone en falta. Es un saber supuesto, articulado a una fantasía
respecto de qué objeto se sería para el otro. Dicho en resumidas cuentas, en la vida amorosa la vergüenza se manifiesta con la
suposición de que el otro puede saber el fantasma del sujeto –y en un análisis se sabe del tiempo que requiere que un analizante
tome el coraje de hablar de alguna de sus fantasías–. En un artículo como “El creador literario y el fantaseo” (1908) Freud ya se
había referido al paseante que camina por la calle envuelto en sus ensoñaciones, con una sonrisa dibujada en el rostro. Se trata
de una situación harto conocida, a la que cabría añadir el detalle de que estos fantaseadores suelen esconder sus gestos al
caminar (miran para abajo, desvían la mirada, etc.). Ahora imaginemos la posibilidad de que uno de ellos sea sorprendido e
interrogado por alguien que le dijera: “¡Qué bonito reírse de esas cosas!”. El efecto no se dejaría esperar: la más inclemente
vergüenza inundaría el rostro del sujeto enamorado. Esta intervención, que se yergue como una referencia a un saber supuesto
en el Otro, restituye el goce de la mirada. En todo caso, podría decirse que si el goce de la visión consiste en la metonimia de
apuntar a lo que no se ve –a través de un develamiento continuo–, la mirada –en este caso, a través de la vergüenza– es una
forma de restitución del objeto perdido:

“La mirada es ese objeto perdido y, de pronto, re-encontrado, en la conflagración de la vergüenza […]. Hasta ese momento
¿qué busca ver el sujeto? Busca, sépase bien, al objeto como ausencia. […] Busca, no el falo, como dicen, sino justamente su
ausencia, y a eso se debe la preeminencia de ciertas formas como objetos de su búsqueda.” (Lacan, 1964, p. 189).

De este modo, podría imaginarse una escena en que el deseo del hombre se va deteniendo en la contemplación de cada una
de las prendas que una mujer se va quitando –después de todo, el streaptease es un dispositivo ajustado al deseo fálico–; pero,

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repentinamente, la mujer renuncia al juego y se desnuda íntegramente: no es el horror a la castración lo que se presenta en esta
escena (la contemplación de los genitales femeninos), sino la conflagración de ese deseo escópico que el hombre venía
reservando, demorado en un placer de ver a condición de que algo quede oculto, y que la desnudez altera. En estos términos
puede entenderse que incluso Ch. Bukowski –conocido como poeta “maldito”, y gran cultivador de la “obscenidad”– haya podido
decir, en una carta de su correspondencia con S. Martinelli: “No hay nada más feo que una mujer desnuda”. En este punto, sólo
cabría añadir que la mirada no radica en la visión del cuerpo desnudo, sino en que el desnudamiento apresurado de la mujer
implica la suposición de estar al tanto de las coordenadas del deseo del hombre, y ahí es donde la mirada hace su presencia; a
través de esta restitución de un saber supuesto al goce. Esto es lo que la desnudez en la mujer desnuda en el hombre.

Para concluir, cabría explicitar la corroboración de estos elementos (el deseo, el saber, el goce) en la interpretación que
realiza Lacan de la concepción sartreana de la mirada en El Seminario 11. Los cuatro conceptos fundamentales del psicoanálisis:

“La mirada se ve –precisamente, la mirada de la que habla Sartre, la mirada que me sorprende y me reduce a la vergüenza ya
que éste es el sentimiento que él más recalca. […] Si leen su texto verán que no habla en absoluto de la entrada en escena de la
mirada como algo que atañe al órgano de la vista […]. Una mirada lo sorprende haciendo de mirón, lo desconcierta, lo hace zozobrar,
y lo reduce a un sentimiento de vergüenza. […]. ¿No queda claro que la mirada sólo se interpone en la medida en que el que se
siente sorprendido no es el sujeto anonadante, correlativo del mundo de la objetividad, sino el sujeto que se sostiene en una función
de deseo?” (Lacan, 1964, p. 92).

Junto con la referencia anteriormente citada, esta indicación de varios motivos, confirma la continuidad entre el análisis
sartreano de la mirada y la perspectiva de Lacan, en una enumeración de cuatro puntos: a) la articulación entre mirada y
vergüenza; b) la mirada no es la visión; c) la mirada se expresa en la sorpresa, en la sensación de sentirse descubierto; d) lo que
se descubre es una posición deseante del sujeto. En nuestra exposición hemos ampliado una consideración acerca del matiz de
este descubrimiento del deseo del sujeto a través de una referencia al saber que se supone en juego. En este punto, no se trataría
de una mirada ciega, sino una mirada omnisciente a cuya merced el sujeto se supone indefenso.

La vergüenza sartreana
Suele afirmarse que el teatro sartreano es un “teatro de situaciones”. En efecto, esta consideración se sostiene en la función
del teatro para Sartre, quien pensaba que dicha forma artística debía desplegar las variantes que toma la libertad del hombre en
diversas situaciones paradigmáticas –en las que se pone en juego su capacidad de elegir, de acuerdo con coordenadas que
alterarían el destino–.

A puerta cerrada es un claro exponente de este carácter ejemplar del teatro sartreano. Estrenada en París, en mayo de 1944,
se trata de una obra con una estructura relativamente sencilla: tres personajes en un escenario permanente, que no es más que
un salón estilo Segundo Imperio con el que Sartre representa el infierno. Los personajes –Inés, Estelle y Garcin– son tres
condenados… a estar juntos. En términos generales, la obra apunta a exhibir ciertas posibilidades que se desprenden de la
dimensión para otro, diversas actitudes que pueden asumirse frente a los demás. Una primera intención significativa, entonces, se
desgaja de esta condición –y que recorre toda la obra, hasta que es enunciada en la conclusión–: el infierno está en la mirada de
los otros.

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Podría pensarse que el hecho de que los personajes estén muertos tiene un valor simbólico preciso: se trata de seres para
quien la libertad se ha cristalizado, dado que ya sus posibilidades se encuentran fijadas, ajenos al mundo y sometidos a la mera
exterioridad de ser significados por los otros –por ejemplo, pueden ver y oír lo que en la tierra se dice de ellos–. Los muertos se
han convertido en seres exteriores, apresados desde afuera, por los demás, sin poder controlar sus actos. Así también es que se
encuentra a los personajes en el escenario, exteriores a su libertad y en busca de definirse (y justificarse) a través de los otros.
Por eso es interesante que Sartre haya propuesto la situación de un “trío”, dado que en estos términos la significación nunca va a
ser estable, al no poder reducirse al mero fenómeno especular –ya que siempre habría un tercero que podría objetar el sistema
construido–.

Los tres personajes fueron condenados por un acto íntimo, cuyo efecto retorna como una predicación sobre el ser del sujeto:
Inés es una lesbiana, Garcin es un cobarde y Estelle una infanticida. Cada uno habría actuado en circunstancias que llevaron a la
muerte de otras personas; pero no son cuestionados por estos hechos, sino por la posición que asumieron ante la contingencia
(convertida, entonces, en algo necesario). He aquí el sentido de que sean circunscritos desde esta condición y de que en la obra
se interrogue la particular posición subjetiva que cada uno habría tomado.

En principio, dado que los personajes no se conocen, cada uno se presenta como habiendo actuado con motivos, según una
determinación que podría ser objetivamente fundada. Se niegan a verse a sí mismos a partir de sus actos y buscan determinarse
como objetos de una voluntad ciega que se les escurre. No obstante, se trata de tres formas de existir que son resistentes a los
ideales, dado que han muerto en la flor de sus pecados, justamente por los actos que realizaron –que en absoluto implican que
hayan “muerto de vergüenza”–. La obra transcurre con el propósito de que se desarrolle una progresiva caída de los velos que
esconden la desnudez de sus goces, encubiertos con versiones imaginarias que los muestran como amables a los demás. De
este modo, la vergüenza recorre –con una intensidad dramática patente– todos los diálogos de los personajes, planteándose en
un doble nivel: por un lado, el develamiento de aquello que han hecho; pero también, por otro lado, en los afectos y pasiones que
surgen de la interacción que se da entre ellos por estar en ese salón. Así, a la vergüenza por el descubrimiento de la intimidad, se
añade la vergüenza en acto en esta situación “de a tres”, donde se expone una disputa amorosa: Inés quiere conquistar a Estelle,
quien, a su vez, busca ser deseada por Garcin.

Detengámonos brevemente en las posiciones de cada personaje. Inés se muestra como una mujer resuelta: ella se afirma en
su condición y sostiene que tiene merecido el infierno. A diferencia de Estelle y Garcin, no busca encubrir lo que ha hecho. En
efecto, expone una suerte de “honestidad brutal”, desde la cual acecha a los otros personajes solicitándoles la confesión de sus
faltas. Es un personaje que claramente demuestra el carácter amboceptivo del pudor, ya que al exhibirse produce el rechazo de
los otros, especialmente el de Estelle, quien se reconoce como una mujer pudorosa y acomodada a los semblantes de la
coquetería femenina. Este carácter decidido de Inés se manifiesta también en el desencanto con que asume que se encuentran
en el infierno, en el modo en que lo enrostra a los demás, a sabiendas de que están perdidos y sin más recursos que ellos mismos
–“El verdugo es cada uno de nosotros para los otros dos” (Sartre, 1944, 11)–. Su acechanza llega a tomar la forma de la ironía,
como un ejercicio retórico de trasgresión que busca la división subjetiva:

“El azar. Entonces esos muebles están ahí por azar. El que el canapé de la derecha sea verde espinaca y el de la izquierda
burdeos, es por azar… ¿Verdad que sí? Está bien; pues intenten cambiarlos de sitio y ya me dirán lo que ocurre…” (Sartre, 1944, p.
12).

Asimismo, es un detalle significativo que el salón no posea espejos ni ventanas. De este modo, los tres personajes están
expuestos a la mirada inquisitorial del otro, no sólo en la búsqueda del reconocimiento, sino en la suposición de que el saber se
consolida fuera de la identidad personal: lo que cada uno sabe de sí mismo, lo recibe de un Otro que ya no es un mero semejante.
Así, por ejemplo, Garcin sostiene lo siguiente:

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“Después de todo, siempre he vivido entre muebles que no me gustaban y en situaciones falsas […]. Bueno; en fin, no hay nada
que ocultar; ya le digo que conozco perfectamente mi situación.” (Sartre, 1944, pp. 3-4).

No hay nada que ocultar… porque el ocultamiento (o la evasión) es imposible. A lo sumo, puede haber una estrategia
consentida en el desconocimiento, como la que propone Garcin cuando sugiere que “debemos conservar entre nosotros una
extremada cortesía. Ello constituiría, creo yo, nuestra mejor defensa” (Sartre, 1944, p. 8). Pero el trío resiste a esta posibilidad de
engaño, el desequilibrio es permanente, y la cobardía de Garcin es confesada al poco tiempo. En este punto, su posición de
rechazo de la verdad (hacerse ver como un héroe) se invierte en una certeza que lo avergüenza (haber maltratado a su mujer).
Caído este velo, Garcin se vuelve un personaje lúcido, y es quien avanza en las conclusiones hasta el final de la obra:

“Todas esas miradas que me devoran… (Se vuelve bruscamente) ¡Cómo! ¿Solo sois dos? Os creía muchas más. (Ríe)
Entonces esto es el infierno. Nunca lo hubiera creído… Ya os acordaréis: el azufre, la hoguera, las parrillas… Qué tontería todo eso…
¿Para qué las parrillas? El infierno son los demás.” (Sartre, 1944, p. 35).

Si la posición defensiva de Inés ante la vergüenza se resolvía en el recurso a la trasgresión del pudor, a través de la ironía,
Garcin toma otra actitud frente a su “desnudez”: acepta su falta, deja de taparse los ojos, elige saber. De este modo, puede
notarse que una misma estructura –la vergüenza– toma formas distintas, y que si bien la división subjetiva queda encarnada en
los tres casos, cada uno se orienta de modo distinto en la situación. Así, esta obra es el punto de partida para pensar una
fenomenología de la vergüenza –como la propuesta por Lacan– que no sólo considere su estructura, sino su variedad clínica, esto
es, los diversos modos de avergonzarse y que no dependen de la situación ni del goce en cuestión, sino de la posición que el
sujeto asume en la división.

De acuerdo con esta perspectiva es que también cabe pensar la posición de Estelle, quien inicialmente se presenta con aires
de ingenuidad y cierto infantilismo. No obstante, una vez caído el velo de su acto, y barrido el límite de la vergüenza, se muestra
conquistadora y atrevida en busca del deseo de Garcin. En esta decisión refuerza su perseverancia en ser un objeto para la
mirada del hombre, al punto de afirmar: “Es todo lo que quiero” (Sartre, 1944, 27). No obstante, ofrecerse al deseo es una manera
de evadir una posición específica:

“¿Quién de ustedes se atrevería a decir que yo soy agua pura? A ustedes no se les puede engañar; ustedes saben que yo soy
una basura, un desperdicio…” (Sartre, 1944, p. 25).

De este modo, Estelle recurre a la estrategia de motivar fálicamente un deseo para disfrazar su lugar de resto caído. Sin
duda, es el personaje más vulnerable de la obra, ya que para ella la vergüenza impulsa una huída en un erotismo vacío. De todos
modos, la posición de Inés no es menos problemática, ya que si bien se asume resueltamente como homosexual –en un cortejo
que recuerda mucho a la joven homosexual freudiana y su afán de gozar a porfía de un hombre–, esta asunción tiene cierto gesto
impostado, una especie de obstinación que hace consistir su ser con cierto propósito canalla. Inés refrenda la mirada descarnada
que el otro le ofrece (afirma su ser objeto, pero con un estatuto “degradado” que proviene de la sanción de los demás), no busca
una imagen amable, sino que restituye el carácter de desperdicio, por ejemplo cuando afirma: “Ya estamos desnudos, como
gusanos” (Sartre, 1944, 23). Desde ese lugar desengañado es que Inés intenta conquistar a Estelle, denunciando la impostura
fálica con que esta última busca refugiarse en Garcin –con el propósito de avergonzarlos del artificio de su condición deseante–.

De acuerdo con esta última consideración, la obra desarrolla una nueva forma del pasaje de lo íntimo a lo público a través de
la mirada y la vergüenza, al poner en acto –en la situación misma de flirteo– la vacilación de las posiciones que cada uno
asumiría. En este punto, podría observarse nuevamente cómo aquello que puede ser objeto de vergüenza no es meramente la
explicitación de un hecho, sino la posición del sujeto.

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Por último, no deja de ser importante destacar que la posición subjetiva, en el caso de los personajes de A puerta cerrada, se
construye en función de la vida erótica (una homosexual, un cobarde que hace sufrir a su mujer, una coqueta perezosa y tonta).
De este modo, podría concluirse que Sartre invita a pensar que esa dimensión del ser que eventualmente se acompaña de
vergüenza –la vida amorosa– está hecha de la misma materia con que se realizan los actos que pueden elegir la libertad o la
condena en el infierno de los demás.

Luciano Lutereau
llutereau@googlemail.com

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1Luciano Lutereau es psicoanalista, Lic. en Psicología y Filosofía por la Universidad de Buenos Aires. Magister en Psicoanálisis por la misma

Universidad, donde se desempeña como docente. Miembro del Foro Analítico del Río de la Plata. Autor de Lacan y el Barroco. Hacia una
estética de la mirada (2009/2012, 2da. edición),La caricia perdida. Cinco meditaciones sobre la experiencia sensible (2011) yLa forma
especular. Fundamentos fenomenológicos de lo imaginario en Lacan (2012).

2Una referencia de Lacan que distingue vergüenza y pudor, e introduce el motivo del asco, se encuentra en la clase del 3 de junio de 1959 en

el seminario inédito “El deseo y su interpretación”: “El objeto tiene esta función, precisamente, de significar ese punto donde el sujeto no
puede nombrarse, donde el pudor, diría, es la forma regia de lo que se efectiviza en los síntomas de la vergüenza y el asco.”

3Desde un punto de vista descriptivo, podría decirse que la vergüenza es una forma de sanción subjetiva de la transgresión del pudor. De este

modo, el pudor precedería a la vergüenza y sería una suerte de barrera o inhibición objetiva contra aquella. Cf. Scheler (1913).

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