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Juego de Luces

Claudio Biondino

Oscuridad.

Un lento desprenderse del letargo profundo, viscoso.


Los ojos se abren hambrientos de luz, con la esperanza de adaptarse a la
penumbra. Pero no hay tal penumbra, y todo esfuerzo es vano cuando la oscuridad es
absoluta.

Marco recuperaba la conciencia poco a poco. Primero sintió el frío de la hierba mojada
por el rocío, apretujándose bajo su espalda. Después le llegó el aroma de la tierra
húmeda y, más tarde, el susurro de la brisa que le arremolinaba los cabellos. Un regusto
amargo le invadió la boca. Intentó abrir los ojos, pero tardó algún tiempo en comprender
que ya lo había hecho.
Se incorporó de un salto, bañado en sudor. Buscó, desesperado, una respuesta en
la memoria. No tuvo éxito; fue como si se hubiera topado con un cuenco vacío. La
huella mental de su nombre permanecía en él, pero se había convertido en una marca
arbitraria, carente de identidad. Descubrió que podía evocar también los sonidos del
lenguaje, pero buena parte de los objetos nombrados se le aparecían borrosos,
irreconocibles. Sabía lo que significaba ver, pero había olvidado, en parte, los contornos
de la realidad que alguna vez contempló. La oscuridad se había tragado sus recuerdos
junto con la luz. Sólo le había dejado la angustia.
—Estoy loco y ciego —se dijo.
—No lo estás —respondió una voz a su lado.
El sobresalto llevó a Marco a tantear su costado, siguiendo, tal vez, algún
antiguo reflejo defensivo. Descubrió que portaba una daga.
—¿Quién eres? —preguntó aferrando la empuñadura del hierro.
—Tranquilízate. No intento hacerte daño.
Marco necesitaba respuestas. Aturdido y desorientado, no tenía más opción que
confiar en aquella voz—. No tengo idea de lo que está sucediendo aquí. ¿Acaso
sabes…?
—Yo tampoco sé lo que ocurre —lo interrumpió el extraño—. Desperté en
medio de esta horrible oscuridad, pero no puedo recordar nada. Sólo sé que mi nombre
es Lucio. Anduve a tientas un tiempo, hasta que vi el resplandor y orienté mis pasos
hacia él. Luego tropecé contigo.
¿Resplandor?, se preguntó Marco. Giró su rostro en todas direcciones.
Y entonces vio el destello.
Era imposible calcular la distancia, ya que carecía de otros puntos de referencia.
Lo único evidente era que, frente a él, había algo pequeño y brillante. Pero si no estaba
ciego, ¿dónde se encontraba? Una nueva idea tomó forma en su mente.
—Estamos muertos, Lucio. Hemos muerto y debemos dirigirnos hacia la luz.
—Tal vez tengas razón, pero para llegar tendremos que enfrentarnos a ellos. Ya
he sido atacado en el camino.
—¿Quién nos acecha en este tránsito? —Marco tomó de nuevo la empuñadura
de su daga—. ¿Quiénes son ellos? ¿Se trata de demonios?
—No lo sé. Lo único que podemos hacer es dirigirnos hacia la fuente de la luz, y
quizá logremos averiguar algo.
Los dos hombres se pusieron en marcha y avanzaron durante largo tiempo. El
terreno era resbaladizo y ondulado; parecía ser un sistema de colinas de escasa
pendiente. Por momentos perdían de vista el punto luminoso, pero al subir unos cuantos
pasos lo veían reaparecer en el impreciso horizonte. Durante los instantes en que
desaparecía detrás de las colinas, Marco temía que ya no volvieran a verlo. Nada
garantizaba que aquella misteriosa antorcha continuara guiándolos. Aunque intentaba
guardar esos temores para sí mismo, Lucio percibía su respiración agitada durante los
breves lapsos de oscuridad total.
—No debes temer, Marco —le dijo para confortarlo—. Sé que la luz no nos
abandonará aquí.
—¿Cómo puedes estar seguro de eso? —respondió Marco, molesto por haber
sido descubierto.
Lucio rió al captar el malestar en la voz de su compañero de viaje.
—No lo sé, amigo. Es sólo una certeza que proviene de mi interior, pero confío
en ella.
Un aullido lejano pero potente, que se fue transformando en un alarido agudo
hasta lo inhumano, los apartó de aquellos pensamientos.
—Creo que deberías guardar tus temores para algo mucho peor que la oscuridad
—dijo Lucio—. Tendremos que luchar contra ellos antes de llegar a la luz. Y no me
preguntes cómo lo sé. Es otra de esas certezas que ni yo mismo puedo explicarme.
Marco estuvo a punto de perder el equilibrio y caer cuando el aullido le hizo
aflojar las rodillas, pero logró controlarse a tiempo. Decidió no hacer más preguntas.
Sólo había un camino y debían seguirlo, fuera lo que fuese aquel enemigo inimaginable
que los aguardaba.
El terreno se fue volviendo plano y agreste, hasta que desapareció la hierba bajo
sus pies. Avanzaban ahora sobre una tierra dura, salpicada de arenales y arbustos
espinosos. Esto los obligó a reducir el ritmo de la marcha, y a caminar extendiendo las
manos.
A medida que se internaban en el páramo, un presentimiento se iba apoderando
de ellos. No necesitaban hablar para saber que ambos lo sentían. Entre los arbustos, tal
vez muy cerca, había algo que aguardaba su llegada. Pero detenerse no tenía sentido, y
ya no había vuelta atrás. Continuaron avanzando, en silencio, hasta que percibieron la
presencia que se interponía en su camino. Primero oyeron el rugido, y luego Marco
sintió las garras que laceraban su espalda y su costado. Aulló de dolor.
Lucio detectó el lugar de donde provenían los gritos y se lanzó contra la criatura,
embistiéndola en el costado. La lucha se alejó entonces de Marco, que cayó al suelo,
agotado. Un último alarido, seguido por los ruidos del terrible banquete, anunció el
triunfo de la bestia.
Marco desenvainó la daga y permaneció boca abajo, inmóvil. Las pisadas se
oían cada vez más cerca. Tenía que mantenerse quieto y contraatacar en el momento
exacto. Sintió unas grandes manos, rematadas en garras, que tanteaban su cuerpo en
busca de alguna reacción. Todavía no, pensó. Debo controlarme. Todavía no. Tras una
pausa que pareció durar mil años, la criatura se agachó sobre él, probablemente
dispuesta a cargarlo y llevárselo a su guarida. Marco aprovechó el instante de descuido
para volverse y hundir la daga entre las costillas de la bestia. El peso muerto le cayó
encima con un golpe fortísimo, y supo que había triunfado.
Cuando logró ponerse de pie buscó la herida mortal, tanteando en el espeso
pelaje que recubría el cuerpo de su víctima, hasta dar con el cuchillo. Lo recuperó y
reinició el camino hacia la fuente de la luz, que ahora aparecía mucho más grande e
irregular. Mantuvo el hierro aferrado en la mano. Si se topaba con otras alimañas, no se
despediría sin llevarse alguna más con él.
Al cabo de unas horas, ya casi sin fuerzas, Marco alcanzó su objetivo. Era una
cabaña de madera. La luz se derramaba, temblorosa e intermitente, a través de la puerta
y las ventanas. Se acercó al umbral y observó el interior del refugio.
El fuego del hogar crepitaba con fuerza, iluminando cada rincón de la casa. El
mobiliario era modesto: apenas una mesa, dos sillas y un catre. Sintió una extraña
calma; todo en aquel lugar le resultaba vagamente familiar. De pronto, advirtió que un
anciano de aspecto bonachón lo observaba con una sonrisa.
—Pasa, muchacho —dijo el viejo—. Te estaba esperando.
—¿Me esperabas? —Marco dudó, pero no tenía más remedio que confiar en su
anfitrión si quería llegar a alguna respuesta—. ¿Quién eres tú? ¿Acaso eres un dios?
—Oh no, muchacho, no soy un dios —respondió el anciano, desechando la idea
con un gesto de humildad—. Sólo soy un Experto. Mi área es la recuperación de
luchadores. Has tenido una jornada de entrenamiento extenuante. Siéntate y toma un
poco de pan y de vino.
Marco no se movió. El parloteo del viejo le daba vueltas en la cabeza,
aumentando su confusión.
—¿A qué te refieres? ¿Es esto alguna clase de… juego? —aún no recordaba del
todo el significado de esa palabra, pero por algún motivo le parecía la más apropiada—.
¿Por qué no sé donde estoy?
—El olvido es necesario durante los combates, pues eso los vuelve más
emocionantes. Pero mañana lo recordarás todo, por unos instantes, antes de regresar a la
Arena. Podrás disfrutar de la aclamación. Has sobrevivido, y tendrás el alto honor de
luchar en las Festividades Oscuras.
—Festividades… —murmuró Marco—. No comprendo de qué hablas. Sólo sé
que Lucio salvó mi vida, y por eso no logró llegar hasta aquí.
Ambos guardaron silencio por un momento. Finalmente, el hambre terminó por
quebrar la resistencia del luchador. Se sentó a la mesa y devoró el alimento que le
ofrecían.
—Acuéstate en el catre y duerme un rato —dijo el viejo—. Lo necesitarás.
Marco obedeció, y el sueño llegó de inmediato.

Luz.
Un enjambre de abejas incandescentes enceguece al luchador mientras se desprende
del letargo viscoso, profundo.
Los ojos se entrecierran, suplican por el descanso de la penumbra. Pero la luz
desconoce la piedad.

La memoria retornó a la mente de Marco. Los contornos de la realidad habían


regresado, y con ellos la amargura de la verdad. Estaba de pie, junto a otros cuatro
hombres, en lo que había sido la puerta de la cabaña. Frente a ellos, la luz. A sus
espaldas se extendían los campos de oscuridad. Cuando sus ojos se adaptaron a las
imágenes deslumbrantes, Marco pudo distinguir el contorno del Ciber-Circo. La
multitud aclamaba enloquecida. En el palco central, el Emperador observaba deleitado.
—¡Rodilla en tierra, gladiadores! —ordenó una voz tosca dentro de su cabeza.
Marco reconoció el tono perentorio del Sistema Experto en Entrenamiento—. ¡Saluden,
y cumplan su deber con dignidad!
Los hombres se arrodillaron y rindieron honores: —¡Ave César, los que van a
morir te saludan!
La multitud volvió a rugir, enardecida, mientras la conciencia digital de Marco
regresaba a los campos de oscuridad virtual, al olvido inducido y a las bestias mortales.

Abril 2006

Publicado completo en Erídano 12, bajo el título de “Esclavos de la luz”. Octubre 2006
http://dreamers.com/alfaeridiani/fanzines/eridano0012.pdf

Una versión reducida fue publicada en:


1) Axxón 162. Mayo 2006:
http://axxon.com.ar/rev/162/c-162cuento13.htm
2) Axxón. Anuario I. Axxón, Buenos Aires, 2007
3) INFINI (en francés). Noviembre 2012:
http://jplanque.pagesperso-orange.fr/Jeu_de_lumieres.htm

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