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Los enemigos del pensamiento

Mariano Iriart1
(2013)

Presentación
Recurrimos a una forma de leer que ha enseñado y practicado Deleuze. Consiste
en aplicar la cuestión-clave de la genealogía: plantear la pregunta ¿contra quién? De
modo que si buscásemos presentar al estilo de pensamiento que queremos, nos
aproximaríamos preguntando “¿quiénes son los enemigos del pensamiento?” Estos
serían, es evidente, ciertas formas, determinados estados de pensamiento, diversamente
odiosos y peligrosos, que lo ignoran o lo anulan o lo determinan a ser un fascista. Con
sus armas y sus medios, los combate. Es decir que con la crítica, denuncia: despoja de
la buena conciencia encubridora.
Conforme a una imagen dogmática del pensamiento, los peores enemigos serían
el error, la falsedad y el engaño. Mas no es ese del estilo que queremos. Si
imaginamos, en cambio, un pensamiento activo y agresivo, afirmativo e inquieto,
encontramos enemigos más persistentes y profundos, adversarios no a los que refutar o
corregir, sino sacar a la luz en el juego de las manipulaciones, para enrostrarles su
vergüenza.

La estupidez
El enemigo más extraordinario es el pensamiento estúpido. La estupidez no es
un error, ni un encadenamiento de errores. No es un conocimiento falso, puesto que
hay verdades que pertenecen íntegramente a la estupidez, verdades sólo concebibles
bajo la forma de la estupidez. Se trata de una estructura de pensamiento completa, es la
figura trascendental del pensar.
Frente a ella se ha sublevado nada menos que la filosofía. Desde sus comienzos
y en cada época la filosofía ha descubierto (al menos, ha presentido) que en esa
confrontación con la estupidez realiza una de sus principales funciones. Tanto más
importante cuanto que es de su competencia exclusiva. Es su propia empresa: haga
sermón o medicina, el filósofo detesta la estupidez. La filosofía “sirve para detestar la
estupidez. Hace de la estupidez una cosa vergonzosa” (N&F:149). La estupidez es el
síntoma de una manera de pensar que es la monotonía de no-pensar. Expresa por
derecho la banalidad y el absurdo del pensamiento.
¿Quién, además de la filosofía, se ocupa de ella? Ni el científico que la
desprecia, ni el político porque se sirve de ella, ni el pedagogo de buena voluntad que
la consolida con el mismo método que emplea para excluirla (el maestro sabe la
solución, el problema que enseña no es tal, falsificación de la respuesta antedatada: la
educación como entontamiento). El filósofo, en cambio, no solo es el único que la
considera, es quien puede mirarla de frente. No se despoja, altivo, de la estupidez; la
encara y desenmascara. Soporta permanecer – los ojos bien abiertos, la nariz tapada (se
habitúa de a poco, y luego aprende a distinguir los olores), el gesto atento – ante su
patética vulgaridad, la mirada hueca, la expresión vacía, la sonrisa para filmar; es
capaz de contemplarla hasta enmudecer a riesgo de intercambiarse – como con el
pensamiento de un pez dentro de la pecera. Mirar de cerca, arrimarse, mimarla.
¿Quién, sino el filósofo, le ofrece atención tan digna, consideración tan humana?
Allí, además, con su mala voluntad hacia lo verdadero en sí y con el mal humor
que lo caracteriza, él aprende y cultiva su arte, la crítica. La crítica como
transfiguración posible. El procedimiento crítico valora los detalles, la minuciosidad

1 Licenciado en Filosofía, Universidad Nacional de Mar del Plata. miq225@yahoo.com.ar


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hasta del sentido más ínfimo, de las creencias sobre todo aquellas cuya dulzura más
nos tranquilizan. Millares de cotidianas bajezas sobrecodificadas flotan en la
indiferencia. Pequeñeces inconfesables ocultas tras una niebla de piadosa ingenuidad.
Agujeros negros tapados de arena. Mixtificaciones cuya insistencia no sube del fondo
del corazón, sino que giran detrás de los ojos, vuelven por encima de los deseos y de
las cabezas de una época, de una región, de una familia (agenciamientos de
subjetivación y de significación). Mezcla de vileza y maldad que sujeta y separa,
confundiendo todo (las víctimas con los verdugos, enamorarse del poder que nos
domina, etc.).
La invención filosófica que se denomina “crítica” y que sirve para enfrentarse
con éxito a la estupidez, es sin embargo plenamente positiva: procura captar los puntos
en los que pensar fluye, huye; trazar las líneas por las que fugó. El pensamiento es un
trabajo sobre el desbordamiento de los límites. Con su paciencia para la estupidez, el
filósofo encuentra la diferencia imperceptible, una singularidad, que es la suya. En este
sentido la filosofía es un arte y la crítica un modo de vivir y una manera de ser.
La crítica es positiva y también total. Pero no por denunciar un gran olvido. El
éxito de las mixtificaciones de la estupidez no funciona como si se tratara de un
principio, se parece más bien a la conclusión de un razonamiento inductivo, al que
arriba explicitando meticulosamente las complacencias, las cobardías, de tanta buena
intención, de tanta moral comprometida, de tanta metodología y pedagogía
“inteligentes”. En lo más profundo del pensamiento, la estupidez penetra como lo no-
reconocido de todo reconocimiento. La grosería y la maldad reinan en ese fondo
pasivo, necio, sin un pensamiento capaz de inventarles una forma. Pero ese fondo no-
pensado constituye la forma empírica bajo la cual, finalmente, piensa. Pensar es, en
efecto, la actividad del pensamiento. Mas pensar activamente no es el ejercicio natural
de esa facultad. El pensamiento tiene sus propios modos de permanecer inactivo y
ocupado en no-pensar. “Todavía no pensamos” (Heidegger). Pensar no es un ejercicio
natural, siempre es un acontecimiento extraordinario incluso para el pensamiento.
Pensar en el pensamiento es la elevación a una potencia del pensamiento; una fuerza lo
lanza, un poder lo obliga a pensar. Una violencia debe ser ejercida, y entonces piensa.
La estupidez triunfante, sin embargo, no implica el fracaso de la filosofía. “Que
nadie se atreva a proclamar el fracaso de la filosofía”. (N&F: 150) En primer lugar, si
hablamos de triunfar y de ése triunfo, la victoria es para la filosofía que hace
prevalecer la irregularidad, la arbitrariedad, por sobre la distracción o la negligencia: el
filósofo es el que dice sí a la estupidez y no al error. Segundo, además, y por
generalizado que esté el dominio de las fuerzas reactivas, imagínese hasta dónde
llegaría la estupidez, que aspira a todo, si un poco de filosofía en cada época no le
impidiese ser tan estúpida como desearía, si no la obligase a disimular su maldad, si no
la forzara alguna vez a avergonzarse de sus ridiculeces.

Los otros enemigos


La estupidez como doblete empírico-trascendental, es a la vez hecho y
condición. Esta es la auténtica questio juiris que resuelve la filosofía: ¿Cómo es
posible la estupidez? “Es posible gracias al lazo que une el pensamiento con la
individuación” (D&R: 232) No está en el individuo, no es el fondo, emerge con la
relación: pasa por la textura de la configuración de alianzas. Pensar es en todos los
casos un dispositivo, es decir una composición eventual y enmarañada de diferentes
líneas, nudos y fugas, un sistema de cortes y flujos. Nada que ver con la unidad de la
conciencia, de un “yo pienso”. Es segmentaridad y conexión. La micropolítica del
deseo y del poder. De ello se ocupa una especie de disciplina que se denomina

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pragmática, cuyo propósito no es representar, ni interpretar. Para describirla, Deleuze
recurre a un modelo que no es el de la conciencia, sino el del agrimensor: produce
mapas distinguiendo zonas, traza líneas, señala sus combinaciones y distinciones. Su
punto de partida es una topología. Su conocimiento es el del baqueano, mejor que el
cartógrafo, que es capaz de anticipar las combinaciones. Sus conceptos derivan del
cazador que remeda a la presa para poder atraparla, deviene animal para sorprenderla.
Entre las funciones de la pragmática destaca el estudio de los peligros que, en
cada línea, acechan al pensamiento y que se derraman en todos y por todos lados. Son
cuatro, y nada más que cuatro. Así lo dijo Zarathustra: primero, el miedo; segundo, la
claridad; tercero, el poder, por último, el gran hastío, la pasión de abolición. (MM, § 9)

Miedo
No es difícil adivinar en qué consiste: tenemos miedo a perder. Tenemos miedo a
ser descubiertos, nunca estamos seguros. Valores, religiones, patrias, íntimas
convicciones, de los que uno se vanagloria y que sólo sirven para huir de la huida.
Huimos ante la huida, endurecemos nuestros segmentos. Cuando es más dura la
segmentación, más nos tranquiliza. Estamos endurecidos. Para ese todo está afectado y
no conoce otra segmentaridad que la molar. Esclerosis afectiva que alcanza al modo de
vida, tipo de acción, manera de moverse, forma de percibir. Hasta el régimen semiótico
es afectado. Se lo ve en las pequeñeces que desencadenan terribles reacciones,
impresionantes líos. El ejemplo que trae Deleuze es el de las rispideces matrimoniales.
El hombre que llega a casa y dice: “¿Está preparada la sopa?”, la mujer que responde:
“¡ah, qué cara traes! ¿estás de mal humor?”. Los rostros rígidos, la mirada oblicua al
modo del resentimiento. Tirarle al otro el plato de comida, para que coma y que por su
lado está apurado por terminar cuanto antes. “Seremos tanto más duros en tal segmento
cuanto más duros hayan sido con nosotros en tal otro, nos reterritorializamos en
cualquier cosa”. Eso es el miedo.

Claridad
Luego, la claridad. Aparece cuando el individuo descubre las falencias de la
organización molar en la que se sostiene, la mentira de la arborescencia a la que está
aferrado, la artificialidad de las máquinas binarias que le proporcionan un estatuto bien
definido. La percepción se modifica como sucede con algunas drogas: en donde nos
parecía que estaba lleno, se perciben las distinciones como agujeros en lo compacto; e
inversamente, donde veíamos terminaciones bien delimitadas, brillan franjas
imprecisas, aparecen imbricaciones, intrusiones y migraciones. ¡Ahora comprendemos
todo, hemos sido esclarecidos! Nuestros actos de segmentación ya no coinciden con
los de la segmentaridad dura. Todo ha devenido flexibilidad aparente, agujeros en lo
lleno, nebulosas en las formas. Y asumimos una misión: trasvasar esta organización
plastificada, artificial, hipócrita.
Sin embargo esta claridad no sólo conlleva un peligro, ella misma es un peligro.
Solo que no es tan evidente, porque es del nivel de lo molecular. Pero también aquí
todo está afectado: la percepción, la semiótica, la vida, aunque plegado no a la línea
molar como en el caso anterior, sino a la línea molecular. Y se corre el riesgo de
reproducir en miniatura todas las afectaciones de la segmentación dura. Crear una
nueva institución que repita el esquema anterior con otro nombre, recreando la pulsión
moral del viejo aparato. Uno se desterritorializa pero para inventar todas las
territorializaciones marginales todavía peores que las otras. Esta claridad no procede
de ninguna estrella, deriva completamente de la segmentaridad dura, es su
compensación directa. Son el justiciero, el misionero, el policía de vivienda, el

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guardián de la cuadra y todos los habitantes de la moral del resentimiento.
Esta segmentaridad flexible no se limita a reproducir a otra escala los peligros de
la estructura anterior, suscita los suyos propios. Multitud de agujeros negros de los que
brotan evidencias y claridades que producen tanta tristeza, labrando vacíos,
interacciones sin resonancias. La especificidad de los microfascismos reside en que
pueden cristalizar en un macrofascismo o bien pueden flotar por su cuenta, adaptables
a las situaciones más diversas. Ha abandonado el terreno de la seguridad, ha vencido al
miedo y se ha entregado a un sistema no menos concentrado de pequeñas
inseguridades, disponiendo cada uno de una claridad sobre su misión, su papel y su
caso mucho más inquietante que las evidencias anteriores.

Poder
El tercer enemigo es el poder, tanto más peligroso cuanto que está en las dos
líneas a la vez, salta de una línea a la otra, no cesa de oscilar entre ambas: de las
segmentaciones duras pasa a la segmentaridad más flexible, y viceversa. Allí encuentra
su límite: el fundamento de su potencia y el fondo de su impotencia. Y es precisamente
ese fondo de impotencia lo que hace que el poder resulte tan peligroso. Lejos de ser
opuestos, potencia e impotencia se complementan y refuerzan en una especie de
satisfacción fascinante, de donde viene la gloria de los líderes más mediocres:
gobernantes, empresarios, financistas... Su gloria es debida a su imprevisión, eso es, la
potencia de su impotencia, que confirma que no había posibilidad de seguir otra
dirección, tomar otra decisión. Un ejemplo es el manager que cuida su culo. En
momento de agitaciones, la conservación del sitio se convierte en lo más importante.
Pero regularmente, la lucha por las posiciones formales, o por los privilegios que dan
esas posiciones, no son los únicos objetivos de los hombres poderosos que aspiran al
éxito. Sus mayores esfuerzos en la competencia día a día entre gente talentosa y
agresiva se dirigen a ver quién prevalecerá y logrará que las cosas se hagan a su
manera. Uno debe hacer prevalecer su voluntad en pequeñas cosas para poder tener
esperanza de posicionarse en vistas a dirigir asuntos más importantes. Así en un punto
determinado, la máquina rizomática se fija en la máquina de sobrecodificación. Pero
solo lo conseguirá creando en el vacío, es decir, fijará primero la propia máquina de
sobrecodificación, dando posteriormente a los agenciamientos las dimensiones de la
máquina. Entonces, cualquier cosa que se mueve es una amenaza, asusta.

Pasión de abolición
Es necesario todavía hablar de un cuarto enemigo, que concierne
específicamente a las propias líneas de fuga. Se trata del gran hastío, el gran cansancio,
el gran asco. Es el nihilismo realizado, la podredumbre. Sería ingenuo pensar que el
único peligro que afrontan estas líneas de mutación, de creación, es el de ser
alcanzadas a pesar de todo, obstruidas, fijadas, reterritorializadas. Por el contrario,
estas líneas de fuga conllevan también su propio peligro, desprenden ellas mismas una
extraña desesperación, como un olor a muerte y a inmolación, como una guerra en la
que arriesga a salir destrozado, tras haber destruido todo aquello que uno era capaz de
destruir. El peligro consiste, en efecto, en que la línea de fuga franqueé la pared, salga
de los agujeros negros, pero que en lugar de conectarse con otras líneas y aumentar sus
valencias en cada caso, se convierta en destrucción, abolición pura y simple, pasión de
abolición.
Al nivel de las líneas de fuga, el agenciamiento que las traza es del tipo máquina
de guerra. Las mutaciones, las creaciones, remiten a esas máquinas, que no tienen
verdaderamente la guerra por objeto, sino la emisión de cuantos de

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desterritorialización, el paso de flujos mutantes. Pero cuando la máquina de guerra
libera la guerra, sustituye la mutación por la destrucción. No ha de creerse que la
mutación es una transformación de la guerra, sino es la guerra el fracaso de la
mutación y la creación. Cuando la máquina de guerra pierde la capacidad de mutar y
de crear, de emitir cuantos de desterritorialización, entonces ya no le queda otro objeto
que la guerra misma. Residuo abominable de la máquina de guerra que libera la carga
más catastrófica. En ese caso, la máquina de guerra ya no traza líneas de fuga
mutantes, sino una pura y fría línea de demolición. Una línea de fuga de gran
intensidad, que transforma en línea de destrucción y abolición puras.
Es el fascista. Deleuze encuentra ahí la peculiaridad del fascismo, su diferencia
con el estado totalitario. Si la máquina de guerra se deja apropiar por el aparato de
estado, si un ejército toma el poder y lo eleva al Estado, el fenómeno es el de
totalitarismo. Si la máquina de guerra en cambio, construye un estado totalitario, si es
la máquina de guerra la que se apodera del aparato de estado que tan solo sirve para la
destrucción, el asunto ya no compete al Estado, es de la propia máquina de guerra y es
el fenómeno del fascismo. El estado fascista es suicida más que totalitario. Estado
suicidiario. Es curioso constatar cómo, desde el principio, los nazis anunciaban a
Alemania lo que ofrecían: a la vez éxtasis y muerte, incluyendo la de los alemanes y la
suya propia. Y la gente gritaba ¡adelante!, no porque comprendieran, sino porque
querían esa muerte que llevaba implícita la de los demás. Una voluntad de ponerlo
todo en juego constantemente, de apostar la muerte de los demás contra la suya. El
suicidio no aparece como un castigo, sino como el coronamiento de la muerte de los
demás. En los enunciados de los nazis, afirma Deleuze inspirándose en los análisis de
J.P. Faye, tan presentes en lo político, en lo económico, como en la conversación más
cotidiana, siempre encontramos el grito estúpido y repugnante de “¡Viva la muerte!”
Esa inversión de la línea de fuga en línea de destrucción es una máquina de guerra que
sólo tiene ya la guerra por objeto y que, como los nazis, preferiría eliminar a sus
propios servidores antes que parar la destrucción. Los peligros de las otras líneas son
casi nada al lado de este peligro.

Textos citados de Gilles Deleuze:


N&F Nietzsche y la filosofía (1998) Barcelona. Anagrama.
D&R Diferencia y repetición (2006) Buenos Aires. Amorrortu.
MM Mil mesetas (2004) Valencia. Pre-Textos.

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