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TEXTO VII.

Había empezado a leer la novela unos días antes. La abandonó


por negocios urgentes, volvió a abrirla cuando regresaba en tren a la
finca; se dejaba interesar lentamente por la trama, por el dibujo de
los personajes. Esa tarde, después de escribir una carta a su
apoderado y discutió con el mayordomo una cuestión de aparcerías,
volvió al libro en la tranquilidad del estudio que miraba hacia el
parque de los robles. Arrellanado en su sillón favorito, de espaldas a
la puerta que lo hubiera molestado como una irritante posibilidad de
intrusiones, dejó que su mano izquierda acariciara una y otra vez el
terciopelo verde y se puso a leer los últimos capítulos. Su memoria
retenía sin esfuerzo los nombres y las imágenes de los protagonistas;
la ilusión novelesca lo ganó casi enseguida. Gozaba del placer casi
perverso de irse desgajando línea a línea de lo que lo rodeaba, y
sentir a la vez que su cabeza descansaba cómodamente en el
terciopelo del alto respaldo, que los cigarrillos seguían al alcance de
la mano, que más allá de los ventanales danzaba el aire del
atardecer bajo los robles. Palabra a palabra, absorbido por la sórdida
disyuntiva de los héroes, dejándose ir hacia las imágenes que se
concertaban y adquirían color y movimiento, fue testigo del último
encuentro en la cabaña del monte. Primero entraba la mujer,
recelosa; ahora llegaba el amante, lastimada la cara por el chicotazo
de una rama. Admirablemente restañaba ella la sangre con sus
besos, pero él rechazaba las caricias, no había venido para repetir
las ceremonias de una pasión secreta, protegidos por un mundo de
hojas secas y senderos furtivos. El puñal se entibiaba contra su
pecho, y debajo latía la libertad agazapada. Un diálogo anhelante
corría por las páginas como un arroyo de serpientes y se sentía que
todo estaba decidido desde siempre. Hasta esas caricias que
enredaban el cuerpo del amante como queriendo retenerlo y
disuadirlo, dibujaban abominablemente la figura de otro cuerpo que
era necesario destruir. Nada había sido olvidado: coartadas, azares,
posibles errores. A partir de esa hora cada instante tenía su empleo
minuciosamente atribuido. El doble repaso despiadado se
interrumpía apenas para que una mano acariciara una mejilla.
Empezaba a anochecer.

Sin mirarse ya, atados rígidamente a la tarea que los esperaba,


se separaron en la puerta de la cabaña. Ella debía seguir por la
senda que iba al norte. Desde la senda opuesta él se volvió un
instante para verla correr con el pelo suelto. Corrió a su vez,
parapetándose en los árboles y en los setos, hasta distinguir en la
bruma malva del crepúsculo la alameda que llevaba a la casa. Los
perros no debían ladrar y no ladraron. El mayordomo no estaría a
esa hora, y no estaba. Subió los tres peldaños del porche y entró.
Desde la sangre galopando en sus oídos le llegaban las palabras de
la mujer: primero una sala azul, después una galería, una escalera
alfombrada. En lo alto, dos puertas. Nadie en la primera habitación,
nadie en la segunda. La puerta del salón, y entonces el puñal en la
mano, la luz de los ventanales, el alto respaldo de un sillón de
terciopelo verde; la cabeza del hombre en el sillón leyendo una
novela.

Comentario lingüístico.

El texto que vamos a comentar presenta una serie de


intenciones comunicativas que se actualizan mediante unos recursos
lingüísticos de los que daremos cuenta en lo que sigue.

Nuestro texto presenta una serie de curvas de entonación


tendentes a la modalidad declarativa o enunciativa, es decir, la que
necesita informar sin acudir a interrogaciones, expresiones de
dudas, deseos o mandatos: estamos ante un texto narrativo que
prescinde de los diálogos y que, por ende, ofrece una voz narrativa
continua que precisa informarnos acerca de lo que ocurre. Para ello
usa de una entonación declarativa: el narrador no se implica
afectivamente en lo que cuenta: se limita a constatar lo que allí
sucede con un grupo fónico medio en español: de entre ocho y once
sílabas; aunque a veces, como es común en los textos narrativos
escritos en registro culto, la sobrepasa: Había empezado a leer la
novela unos días antes, en los momentos de menor tensión; y los
acorta donde la intriga va creciendo: en lo alto, dos puertas. En
concreto, como veremos, aplica una técnica de elipsis continua para
irse acercando a la cima del argumento: el ritmo entrecortado de los
grupos fónicos breves aumenta la expectación del receptor. El
narrador, pues, emplea una entonación declarativa con predominio
de la función referencial para que su distanciamiento emocional
respecto al argumento le dé un aire de constatación y, por tanto, de
verosimilitud. Sin embargo manipula la longitud del grupo fónico
para dosificar la intriga.

Como es común en los textos narrativos predominan por


completo los sustantivos comunes, en cuanto son perceptibles por los
sentidos y aumenta la sensación de percepción de hechos reales que
pretende todo narrador al buscar la verosimilitud –escalera, porche,
puñal, puertas, rama, senda o finca -: no obstante, los sustantivos
abstractos van a tener una importancia capital en el plano semántico
a pesar de su escasez: posibilidad, ilusión, pasión, libertad,
coartadas, errores o azares, dan unas de las claves de interpretación
del texto, como veremos.

El hecho de que no aparezcan antropónimos ni topónimos –


aparece la finca, el porche, la cabaña- deja al texto en una
indefinición útil desde el punto de vista de la intriga: la posibilidad
de que este extraño suceso acaezca se intensifica al tener carácter
universal: los personajes son designados con nombres comunes: la
mujer, el amante y el hombre. Aunque el ir actualizados mediante un
artículo les da entidad de reales y conocidos por el emisor: Sin
mirarse ya, atados rígidamente a la tarea que los esperaba, se
separaron en la puerta de la cabaña.

En cuanto a los adjetivos, predominan los pospuestos, en


cuanto esta posición en español sugiere denotación, es decir,
ausencia de estimación por parte del emisor, para aumentar la
verosimilitud de quien finge constatar una acción: bruma malva, sala
azul, pasión secreta,... los antepuestos aparecen en tal posición por
frecuencia de uso: últimos capítulos, último encuentro o posibles
errores; de modo que éstos tampoco connotan valoración afectiva de
las cualidades expuestas por el relator a un receptor habituado a
usar nuestro idioma.

En cuanto a los verbos, el emisor plantea una narración


omnisciente en tercera persona: conoce qué les ha ocurrido a los
distintos personajes en localizaciones espacio-temporales diversas:
Palabra a palabra, (...) fue testigo del último encuentro en la cabaña
del monte. Alterna el empleo de los pretéritos habituales en los
textos narrativos: el indefinido para la acción principal: se separaron
en la puerta de la cabaña, o subió los tres peldaños del porche y
entró. De todas formas es el pretérito imperfecto el que tiene el
absoluto predominio por su aspecto de acción inacabada: con ello el
autor consigue dar a este breve relato una enorme dinámica que
desemboca en un terrible final: El puñal se entibiaba contra su
pecho, y debajo latía la libertad agazapada. Un diálogo anhelante
corría por las páginas como un arroyo de serpientes y se sentía que
todo estaba decidido desde siempre. Este tiempo añade una conexión
emocional con lo narrado en cuanto se revive la acción.

Por el contrario, el indefinido, además de la función que le


hemos atribuido, tiene una ausencia de conexión afectiva; de ahí que
aparezca en el clímax de la acción para subrayar aún más el carácter
inexorable de ésta: Sin mirarse ya, (...) se separaron en la puerta de
la cabaña. (...) Desde la senda opuesta él se volvió un instante para
verla correr con el pelo suelto. Corrió a su vez, parapetándose en los
árboles. La sensación de lo inevitable se fomenta con la aparición de
perífrasis de obligación e incoativas: Ella debía seguir por la senda
que iba hacia el norte o los perros no debían ladrar y no ladraron y
se puso a leer los últimos capítulos o empezaba a anochecer,
respectivamente, la negación de un potencial simple: El mayordomo
no estaría a esa hora, y no estaba, o el uso general del modo
indicativo, que expresa hechos cuya realidad no se plantea, es decir,
que han pasado o que podrán pasar, bases en las que se funda la
verosimilitud literaria.

El carácter de concentración temporal obliga al autor a reseñar


los modos en los que se produce la acción. Por eso emplea los
adverbios: se dejaba interesar lentamente por la trama,
admirablemente restañaba ella la sangre o cada instante tenía su
empleo minuciosamente atribuido.
En cuanto al orden de palabras, el autor no la ha dislocado con
fines de resaltar algún aspecto, lo que aumenta la neutralidad
informativa del relator, salvo para hacer avanzar la trama mediante
complementos circunstanciales de tiempo y lugar: A partir de esa
hora cada instante (...) esa tarde (...) discutió o en lo alto, dos
puertas, son muestras de lo que decimos. No obstante, como
apuntábamos en el plano prosodemático, a medida que se alcanza el
tramo resolutivo de la acción aparecen continuas elipsis verbales: :
primero una sala azul, después una galería, una escalera
alfombrada. En lo alto, dos puertas. Nadie en la primera habitación,
nadie en la segunda. La puerta del salón, y entonces el puñal en la
mano, la luz de los ventanales, el alto respaldo de un sillón de
terciopelo verde; la cabeza del hombre en el sillón leyendo una
novela. Nótese cómo, de un lado, la sucesión de sintagmas nominales
yuxtapuestos acelera la acción y, de otro, cómo la ausencia de verbos
hace que concibamos lo expuesto en imágenes congeladas, es decir
no insertadas en un modo del suceder, que es lo que expresa la
predicación verbal: se produce una técnica de zoom progresivo que
desemboca en el final abierto e inquietante del relato.

El léxico del autor cumple con el requisito de naturalidad y


precisión propios del registro elaborado y culto –ahora llegaba el
amante, lastimada la cara con el chicotazo de una rama, nos lo puede
ejemplificar bien- y nos plantea una serie de implicaciones
semánticas que nos da la clave del texto: por una parte aparece un
campo léxico que se agrupa bajo el archisemema, o rasgo de
significado común, “hecho incierto”: posibilidad, azares, coartadas;
disyuntiva, ilusión,... y otro de asesinato, aun por virtuemas, o rasgos
de significado connotativos, de “crimen pasional”: sangre, puñal,
pasión, amante, encuentro,...

A partir de estos dos núcleos de significación, el autor ha


dispuesto el texto de un modo simétrico: el mundo real del lector en
la trama ocupa la primera mitad de la trama –desde había empezado
a leer hasta danzaba el aire del atardecer bajo los robles -. Una larga
oración de transición une, en un juego de metaficción, la trama que
lee el personaje: Palabra a palabra, absorbido por la sórdida
disyuntiva de los héroes, dejándose ir hacia las imágenes que se
concertaban y adquirían color y movimiento, fue testigo del último
encuentro en la cabaña del monte. A continuación se narra la ficción
segunda –desde Primero entraba la mujer hasta empezaba a
anochecer-. El lector advertirá que ambos fragmentos finalizan con
una indicación temporal que hace pensar que el tiempo de la ficción
segunda ha avanzado al tiempo que la acción primera: si en la
primera trama empieza a atardecer, cuando finaliza el encuentro de
la segunda empieza a anochecer.

En el segundo párrafo la repetición léxica de elementos propios


de la primera trama hace que éstos se incorporen definitivamente
en la segunda, veamos cómo ocurre con mayordomo, ventanales, alto
respaldo y terciopelo: discutió con el mayordomo, el mayordomo no
estaría a esa hora; más allá de los ventanales, la luz de los
ventanales; descansaba cómodamente en el terciopelo del alto
respaldo, el alto respaldo de terciopelo verde. De este modo el
receptor identifica la fusión de las dos tramas mediante la
identificación de espacios y tiempos comunes: la unión de las dos
tramas en una queda sin desenlace: finalmente el receptor ha de
completar el significado del texto apoyado en los dos bastiones
semánticos a los que aludimos: “hecho incierto” y “crimen pasional”.

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