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Vindicación de la soledad

Juan Eduardo Bonnin

Me gusta estar solo.

Que nadie me mire, que nadie me hable, que nadie me rompa las pelotas.

No hay espacio físico o simbólico, público o privado, cercano o de una galaxia muy, muy
lejana que no se arruine por la reunión ensordecedora de un grupo de gente. Mi mujer organiza
un asado y yo me recluyo en la parrilla, solo, mirando el fuego, tomando un vino, y viene un
pelotudo a sacarme conversación, a tomar tinto con soda, a sugerir que falta brasa o sobra
carne. Como piensa que la soledad es timidez, y que el mal humor es inteligencia, me habla del
último best seller que leyó, esperando que diga que El código Da Vinci es la gran obra literaria
de nuestro tiempo. Pensar que este hijo de puta cree –sin ironía, con la cándida impunidad del
analfabetismo- que Borges escribió un poema diciendo que hubiera querido comer más helados.

Sos de los que hablan a los gritos, para que todos sean testigos de tu estupidez. De los
que quieren domar el tiempo cambiando de corte de pelo. De los que esperan vencer al cáncer
dejando de fumar. Sos de los que aturden con la música en el colectivo o en el semáforo, con tu
estéreo mal ecualizado y tu desesperación por que la gente te mire, te haga un gesto, aunque
sea una puteada.

No quiero entrar en los pocos recovecos de tu mente simple. No quiero conocer el


listado de tus gustos industriales: las series, el fútbol y cuatro bandas de rock. No quiero que
quieras hablar conmigo y convencerme de tus verdades intrascendentes, de tus reflexiones
superficiales. De tus pasiones tibias. Me aburre escucharte cuando celebrás victorias ajenas. Me
embola saber que ganás más porque sabés callarte; que cogés sin amor; que dormís toda la
noche sin despertarte ni para ir al baño.

Te veo venir y mi teléfono suena milagrosamente; me hundo en los auriculares mudos,


en un libro que llevo semanas sin abrir. Me voy al fondo del bondi para evitarte; me escapo
como puedo, cobarde, del aturdimiento que llevás siempre encima.

No te lo tomes a mal. Conozco mucha gente como vos, que no puede guardarse para sí
sus gustos, sus porros, sus pecados. Que tuitea una boludez y se siente Trump o el Che Guevara.
Que comparte missing children y se cree Gandhi. Que se tira un pedo y ahí se queda, alucinando
sus colores.

Entiendo, por momentos, que el problema soy yo.

No sé por qué quiero, necesito estar solo.

Quizás sea por traumas irresueltos de la niñez; conflictos latentes de raíz sexual que le
dan trabajo a una población crecientemente desocupada de psicoanalistas, astrólogos,
terapeutas, porongólogos, astronautas, masoquistas, cocineros, bartenders, farmacéuticos,
curanderos y youtubers que juegan al Call of Duty.

Quizás sea por una condición genética que hace que mi cerebro active sus mecanismos
de defensa frente a la presencia de sus pelotudos naturales, que vienen a depredar la poca
dignidad que le queda a la especie humana frente a la soledad radical de existir en este mundo.
Quizás sea porque siempre jugué mal al fútbol, porque nunca me gustó ir a bailar,
porque no tenía cable.

O quizás sea porque ella me dejó.

Y ahora estoy irremediablemente solo.

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