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El gran dios Brown: la máscara que nos oculta, la máscara que nos revela

Verónica Bujeiro

Si bien los clásicos son parte de toda Muestra Nacional de Teatro, sorprende encontrar en la
emisión 39 El gran dios Brown de Eugene O’Neill, obra publicada en 1926 cuyas complejidades
poéticas y de realización, poco atendidas por la escena contemporánea internacional, son
exploradas por la compañía de Guadalajara La Piedra de Sísifo, bajo la dirección de Luis Manuel
Aguilar “Mosco”.

La obra relata la rivalidad entre dos personajes marcados por un antagonismo relacionado con la
posesión del talento artístico, encarnado por el atormentado pintor Dion Anthony, o la nulidad del
mismo representado por el mediocre arquitecto millonario William Billy Brown. Dion y Billy han
estado unidos desde la infancia por el vínculo mercantil entre sus familias y el interés amoroso por
la misma mujer, Margaret, quien ha elegido como esposo al artista pero recurre constantemente al
millonario para rescatar a su familia del desastre derivado de las inseguridades y estilo de vida de
su cónyuge. El atractivo de la obra reside en la elección del autor por el género de la farsa, lo cual
permite incluir dentro del cauce de los acontecimientos un nivel simbólico en el que se implica la
utilización de la máscara para señalar la frontera entre la persona pública y la privada; un
elemento literario que impone a la puesta en escena un reto importante por el manejo de distintos
recursos teatrales.

Para lograr el cometido de transmitir las intenciones del texto dramático al espectador
contemporáneo, el director comienza la inmersión en la época de la obra por medio de la
ambientación musical, interpretada en vivo por él mismo y Valentín Garbo, mientras que un trío de
actores compuesto por Xésar Tena, Carolina “Kärlek” Ramos y Luis Velázquez deambulan por el
escenario. Esto permite percibir los detalles que componen el espacio escénico, como las
candilejas o el elegante tapete blanco, trazado con cinta gaffer, una atinada referencia a la estética
del Art Déco.

La introducción establece un ritmo que nos prepara para el universo propuesto por O’Neill, al
marcar un tono en la voz impostada de los actores y el uso de máscaras que cubren sólo una
parte de su rostro, una convención atractiva que ayuda a transitar la trama, pese a las dificultades
que implica el lenguaje poético del original. Parte del entendimiento de este cifrado universo
proviene de los atinados contrastes que brinda la intención y corporalidad de los actores en cada
momento, siempre atentos al ritmo y a la claridad de sus parlamentos, mediante una plasticidad
disfrutable que se asemeja a una caricatura estilizada. La obra se va construyendo en sus
detalles, ya sea en las bebidas que cambian de color para demostrar las intenciones secretas de
los personajes o en los objetos y títeres que apoyan la acción, lo que provoca sorpresa y deleite
estético, como es la ocasión en la que aparecen los tres hijos de Dion montados literalmente
sobre el cuerpo de Kärlek Ramos, quien interpreta a su madre.

Es la atinada orquestación de los elementos que componen la puesta lo que permite un paso
hacia la reflexión que subyace a la fábula en donde se puede percibir la máscara, ya no como un
elemento teatral, sino como un componente de nuestro propio rostro creado por los códigos y
aspiraciones de la convivencia social. “La máscara es lo que nos oculta, pero también es lo que
nos revela”, dice el escritor Javier Cercas y la frase comulga con la vigencia del mensaje
propuesto por el autor norteamericano en cuanto a la envidia y obsesión que nos provoca la
careta del otro, a la vez que esconde la fragilidad de nuestro verdadero ser.

Si hay algo que define el montaje es su brillante capacidad de síntesis, desde la empresa de
resolver con tres actores y diversos elementos los requerimientos de personajes y espacios del
texto original, hasta la profunda comunión que el equipo establece con la obra, al tomarla como
una partitura a la que el juego de interpretación termina por completar; particularidades que
provienen del interés e identificación con la pieza por parte de Xésar Tena, quien fue el impulsor
del proyecto.

Si hay algo que operó en contra de El gran dios Brown en la función vista en la Sala Xavier
Villaurrutia para la MNT 39, fue presenciar la obra fuera de su disposición original en cuatro
frentes, ya que impedía a una parte del público disfrutar de los cuidadosos detalles de la obra y
restringía la corporalidad de los actores a un ángulo frontal. Asimismo, el texto dramático en su
intrincada exposición de una dialéctica entre idealismo y materialismo, requeriría ser estudiado
previamente o en su defecto ver la obra un par de veces para ser comprendido a cabalidad. Una
oportunidad que la MNT difícilmente puede ofrecer en su cualidad efímera, pero deja tras de sí la
curiosidad de volver a esa figura algo olvidada del teatro norteamericano que es Eugene O´Neill,
con esta magnífica exposición en la memoria.

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