Sunteți pe pagina 1din 306

GOBIERNO DEL ESTADO DE MICHOACÁN DE OCAMPO

Fausto Vallejo Figueroa


Gobernador Constitucional de Michoacán

Fidel Calderón Torreblanca Juan Antonio Magaña de la mora


Presidente de la Mesa Directiva Presidente del Supremo Tribunal de
del Congreso del Estado Justicia del Estado de Michoacán
de Michoacán

Marco Antonio Aguilar Cortés


Secretario de Cultura
Paula Cristina Silva Torres
Secretario Técnico
María Catalina Patricia Díaz Vega
Delegado Administrativo
Raúl Olmos Torres
Director de Promoción y Fomento Cultural
Argelia Martínez Gutiérrez
Director de Vinculación e Integración Cultural
Fernando López Alanís
Director de Formación y Educación
Jaime Bravo Déctor
Director de Producción Artística y Desarrollo Cultural
Héctor García Moreno
Director de Patrimonio, Protección y Conservación
de Monumentos y Sitios Históricos
Bismarck Izquierdo Rodríguez
Secretario Particular
Héctor Borges Palacios
Jefe del Departamento de Literatura y Fomento a la Lectura
MELCHOR OCAMPO
BICENTENARIO
1814 ◆ 2014

Gobierno del Estado de Michoacán


Secretaría de Cultura
Melchor Ocampo
Primera edición, 2014

dr © Secretaría de Cultura de Michoacán

Secretaría de Cultura de Michoacán


Isidro Huarte 545, Col. Cuauhtémoc,
C.P. 58020, Morelia, Michoacán
Tels. (443) 322-89-00, 322-89-03, 322-89-42
www.cultura.michoacan.gob.mx

Coordinación Editorial:
Marco Antonio Aguilar Cortés
Eréndrira Herrejón Rentería
Paula Cristina Silva Torres

Corrección de estilo:
Miguel Ángel Toledo Pineda

Fotografía:
Irena Medina Sapovalova

Diseño de portada y calibración de imágenes:


David López Cabrera

Diseño editorial y formación:


Jorge Arriola Padilla

ISBN Volumen: 978-607-8201-60-0

Impreso y hecho en México


Índice
Prólogo
Fausto Vallejo Figueroa 9

Sólo unas palabras


Marco Antonio Aguilar Cortés 11

Melchor Ocampo ¿criollo o mulato?


Álvaro Ochoa-Serrano 13

Los orígenes de don Melchor Ocampo


Ramón Alonso Pérez Escutia 23

Melchor Ocampo y el Colegio


de San Nicolás
Adrián Luna Flores, Eusebio Martínez Hernández 33

Pobrecitos federales, ¡ay!


¡qué lástima me dan…!
Jorge Amós Martínez Ayala 43

“El único medio moral de fundar la familia”:


Melchor Ocampo y la secularización del
vínculo matrimonial
Cecilia Adriana Bautista García 57

Don Melchor Ocampo y la Sociedad Civil ante


la invasión estadunidense
Raúl Jiménez Lescas 67

Ocampo y sus libros


Moisés Guzmán Pérez  83

La construcción del Estado liberal:


los valores políticos de Ocampo
Oriel Gómez Mendoza 95

La formación del reformador


Martín Tavira Urióstegui 105
Ocampo en el exilio (1853-1855)
José Herrera Peña 115

La figura del héroe: Melchor Ocampo en


los murales de Alfredo Zalce en Morelia
Miguel Ángel Gutiérrez López 125

Melchor Ocampo en los libros.


Las primeras biografías
Gerardo Sánchez Díaz 137

Testamento de Ocampo 145

Exhumación de los restos de Ocampo 149

Reapertura del Colegio de San Nicolás


Raúl Arreola Cortés 153

Referencias, sobre Melchor Ocampo,


tomadas de la obra: “Juárez y su México”
Ralph Roeder 191

Ocampo
Manuel Payno 219

Referencias, sobre Melchor Ocampo,


tomadas del libro: “Política mexicana
durante el régimen de Juárez”
Walter V. Scholes 231
Prólogo

E l Gobierno del Estado de Michoacán de Ocampo se honra


en llevar el prestigiado apellido del filósofo de la Reforma.
Melchor Ocampo fue un hombre de extensos y profundos
conocimientos, y su estructura mental representa al renacimiento
mexicano. Liberal de espíritu, sus inquietudes sociales estuvieron
al servicio de México.
Su nacimiento, según la tradicional fecha repetida y docu-
mentada por no pocos historiadores, acaece el 6 de enero del año
1814, lo que equivale a que nos encontremos durante este 2014 en
el Bicentenario de su natalicio; y ésto es una de las causas, pero no
la mayor, para conmemorarle en un constante homenaje anual, sin
dejar de recordar, para siempre, su enciclopédico pensamiento, su
vida ejemplar, y sus acciones encaminadas a resolver con sensatez
y sentido humano los graves problemas de su tiempo.
En ese contexto hemos dispuesto la edición de este libro:
MELCHOR OCAMPO. Bicentenario (1814-2014) En la obra se
dispone de varios ensayos, sobre el prócer, escritos por historiadores
contemporáneos, (a quienes mucho agradecemos su participación) y
de diversos trabajos de autoría de intelectuales de los siglos XIX y
XX sobre el Señor Ocampo, (a quienes apreciamos por su talento)
Todo ello debidamente ilustrado.
Dejamos en tus manos, amable lector, este libro en reve-
rencia al Mártir de la Reforma, quien mucha vida nos ha dejado
después de su muerte.

FAUSTO VALLEJO FIGUEROA


Gobernador Constitucional
de
Michoacán de Ocampo

Enero del 2014.

9
Sólo unas palabras

L a generación de la Reforma es, sin lugar a duda, una de las


mejores que ha tenido México; y, dentro de ella, Melchor
Ocampo resulta su talento más lúcido.
El iniciador de las Leyes de Reforma en 1833, José Ma-
ría Luis Mora Lamadrid, fue aproximadamente 20 años mayor que
Melchor Ocampo, y ambos se conocieron en París; el primero esta-
ba ahí como trasterrado y, el segundo, como un estudiante viajero.
Uno de los resultados de ese encuentro fue que ninguno de
los dos se simpatizó. Estas dos inteligencias con similares ideo-
logías, pero de diversas generaciones, no motivaron en su cruce
química unificadora cual ninguna; sin embargo, uno es el lógico
continuador del otro.
La esencia filosófica de esas Leyes de Reforma corrió a car-
go de ambos, en la circunstancia y en los tiempos respectivos de
cada uno de ellos. Así es el destino, tanto el causal como el azaroso.
Empero, este libro está dedicado a Melchor Ocampo, a
quien describe Guillermo Prieto, “Fidel”, declarando: “Remeda-
ba yo a Ocampo con su largo cabello cayendo hacia atrás, su faz
redonda, su nariz chata, su boca grande pero expresiva, su palabra
dulcísima y sus manos elocuentes eran el complemento y la acen-
tuación de su palabra”.
Así, en esta obra encontraremos muchas respuestas a nues-
tras preguntas habituales sobre Don Melchor, a quien, entre más se
le conoce, más se le admira y más se le respeta.

Morelia, territorio de la cultura y el arte, invierno inicial del 2014.

Marco Antonio Aguilar Cortés

11
Melchor Ocampo
¿criollo o mulato?

Álvaro Ochoa-Serrano
de
El Colegio de Michoacán

A
saber por su imagen, mulato, afromexicano, sí. Nació en Pa-
teo, una hacienda cerca de Maravatío, al oriente del estado
de Michoacán. Ese Melchor Ocampo, propietario rural y
destacado político, impulsó en 1859 las Leyes de Reforma
que llevaron a consolidar las instituciones civiles del México moderno.
Respecto a su pasado, corren varias consejas. El médico antro-
pólogo Nicolás León aseguró que Ocampo había nacido en enero de
1814, “por una verdadera casualidad”, en la Ciudad de México. Susten-
tó su dicho al encontrar una partida bautismal de un niño expósito, “es-
pañol” (o sea, criollo), en la parroquia del Señor San Miguel Arcángel
que se refiere a José Telésforo Juan Nepomuceno Melchor de la Santí-
sima Trinidad.1 De ahí, que con el agregado de una misteriosa bastardía
y la adopción por parte de la dueña de Pateo, siguieron el mito diversos
autores por varios años. Que si resultado de licenciosos amores de un
abogado, que si de un clérigo insurgente de paso, etc.
Porfirio Parra salió a matizar esa primera parte. En el prefa-
cio encomendado por Ángel Pola a las Obras Completas de Melchor
Ocampo, en el tomo 3 de Letras y Ciencias, el prologuista atenúa:

1 N. León. 1884: 61-62.

13
Fue [Ocampo] hijo del amor; mas no fue su proge-
nitora una cortesana sin entrañas, que abandonara en el
pórtico de una iglesia, el tierno fruto de sus deslices, des-
tinado a ser uno de los más preciosos miembros de la hu-
manidad, sino una dama virtuosa, caritativa y opulenta,
llena de afecto maternal y que infundió en su ilustre hijo
el amor al prójimo, la ardiente caridad y el desinteresado
afecto que hicieron tan benéfica la vida de ambos.2

En cambio, distinta versión ofreció Fernando Iglesias Calderón,


familiar afín de la propietaria de Pateo, quien sostuvo que Ocampo no
fue hijo de la señora Tapia y Balbuena sino uno de los niños que ella
recogió en su hacienda, un ahijado. Claramente le dijo a Pola:

El hecho de recoger a un huérfano era muy co-


mún en aquellos tiempos y entre las familias acomoda-
das. En la de Tapia no era el primer caso.3

Al trazar los rasgos biográficos, Raúl Arreola Cortés, editor en


1985 de las Obras Completas de Don Melchor Ocampo, apuntó en la
primera nota del tomo primero, con letra chiquita, a pie de página: El
Lic. Ramón Alonso Pérez Escutia encontró en el archivo parroquial de
Maravatío el acta de nacimiento (sic) de un niño, hijo de indio y mulata
al que pusieron José Telésforo Melchor.4
Cabe puntualizar que el curato y partido de San Juan Bautista
Maravatío se componía de cuatro pueblos y dos barrios. La cabecera,
originalmente indígena, para la segunda mitad del siglo XVIII se hallaba
poblada en su mayoría por “españoles y demás calidades”; criollos, po-
bladores originarios tributarios, mulatos y demás castas. En las hacien-
das comprendidas dentro del curato predominaban sirvientes indios y
mulatos; nombradas eran las fincas de Pateo el Chico, Pateo el Grande.5
En una de las haciendas mencionadas vio la luz José Telésforo
Melchor. He aquí la partida bautismal:

2 A. Pola. 1900-1901, III: v.


3 A. Pola. 1900-1901, I: 216, III: 674-685
4 Obras Completas de Don Melchor Ocampo. 1985, I: 129.
5 O. Mazín. 1986, pp. 98-99, 293.

14
En el año del Señor de 1810, a siete de enero yo el
B. Dn. Fernando Ruiz, teniente de cura, bauticé solem-
nemente en esta parroquia, puse óleo, crisma y por nom-
bre José Telésforo Melchor de los Reyes, a un infante
de tres días de nacido, hijo de José María Morquecho,
indio, y de María Bernarda, mulata, vecinos en Pateo.
Padrinos José Antonio de la Luz López y María Bartola
Barajas, su mujer, a quienes advertí su obligación.6

Esta evidencia (mediando la interrogante del apellido)


coincide con la descripción física de Ocampo que hiciera un prisionero
de guerra norteamericano, Corydon Donnavan. Capturado en Camargo,
al norte del país, Donnavan fue llevado a Morelia, capital del estado, a
trabajar en la imprenta del gobierno; lugar en donde permaneció desde
diciembre de 1846 a los primeros días de mayo de 1847. Escribió en su
cuaderno de aventuras:

Durante los primeros dos meses de confinamien-


to, se nos ocupó en la composición de la “Reimpresión
de Ordenanzas de la ciudad de Valladolid [Morelia]”,
durante el cual tuvimos la fortuna de que nos visitara el
gobernador de la provincia (Melchor Ocampo), quien
supervisó la publicación. Él es de los mejores hombres
de México, y fue candidato a la presidencia en las úl-
timas elecciones. Ocampo tiene alrededor de treinta y
ocho años, un poco bajo de la estatura promedio, aun-
que robusto. Su fina facción aceitunada pareciera más
oscura de lo que en realidad es, debido a la negrura de
su cabellera, de la cual caen rizos alrededor de su cara
y de sus expresivos y chispeantes ojos negros.7

6 Archivo Parroquial de San Juan Bautista Maravatío, Bautismos, vol.


16, castas 1806-1810, f. 55 fte. Ramón Alonso Pérez Escutia. 1990. Historia de
Maravatío, Michoacán. Comité Organizador de los Festejos del 450 Aniversario
de la Fundación de Maravatío, Michoacán, 1540-1990, p. 173.
7 C. Donnavan. 1847, p. 71. Subrayado nuestro AOS.

15
Ocampo había atendido clases en el Seminario de Valladolid
(Morelia, después) en 1824-1830, y estudió derecho en la Universidad
de México en 1831. Sin embargo, abandonó la carrera en 1835 para ad-
ministrar la parte de Pateo que le heredó la Señora Francisca Xaviera de
Tapia, hacienda a la cual nombró Pomoca (un anagrama de Ocampo).
En su estudio de Maravatío (c. 1837) escribió desde su universo geográ-
fico que Pateo comprendía 787 moradores, una gotita de los 10 mil 155
de la municipalidad total, aun comparado con los 2977 de la cabecera.8
Alrededor de 1841 y 1844, en cuanto a referencias étnicas y a
propósito de una acepción de “Mitote”, Melchor Ocampo en su Idio-
ticón señaló: gresca, algaraza; y, agregaba citando a Antón de Alsedo:
“era un baile de los indios; tal vez de allí viene el nombre”. Consignó en
ese tono, además, “Macuache”, indio bozal o semibárbaro; asimismo,
“Meco” (indio bárbaro./ Aplícase por desprecio aun a los que no lo son./
Adj. Lo pintarrajeado de dos colores, uno de los cuales sea negro…).
Son varias las acepciones en dicha obra (sinónimo de vocabulario, dic-
cionario) a baile, danza, instrumentos musicales: balsar, balse, banda,
bandolón, canturear, convite, enfiestado, eolina, gamitadera, malinche,
maturranga, zapateado, zapatear.
Vale la pena nombrar y subrayar cambujo en el Idioticón: “Apli-
cado antes al hijo de negro y mulata o mulato y negra; era la casta más
despreciada./ Cuando se aplica a las mulas o a las gallinas, significa, de
las primeras, color obscuro uniforme, y de éstas, pellejo negro”; destaca
el hacendado de Pomoca, hombre versado del campo. Otra distinción
la menciona en un relato de la época insurgente “Aventuras” (c. 1851)
en el que un clérigo realista manifestaba “desprecio a los criollos” y
discriminación a los indios.9 Ésta de indio, única gracia que sobrevivió
al régimen colonial a lo largo de la vida independiente.
Amante de las ciencias y las artes, a Ocampo se le describía
como persona de carácter alegre, expresivos y chispeantes ojos negros.
Un ser agradable, todo un caballero; y, aunque la primera impresión
que tuvo el referido Donnavan al conocerlo, -partiendo de su extrema

8 A. Pola. 1900-1901, III: 649.


9 Obras Completas de Don Melchor Ocampo. 1985, I: 320-377, 436-442

16
amabilidad y continuas sonrisas, sería la de un buen hombre y sencillo,
uno pronto se da cuenta de sus agudas e inquisitivas miradas, las cuales
se le escapan sin querer y dejan ver -debajo de esa casi infantil manera
de ser- un exacto y agudo estudioso de la humanidad.
Otro detalle humano del biografiado saltó en la consonancia de
una vieja canción de la época, interpretada durante una tertulia. Al tenor
de la lírica:

Todo acaba, todo muere,


Nada en el mundo es eterno,
Sólo mi pena, mi infierno,
Nunca acaba; nunca, no.

El joven Ocampo le replicó a quien la entonaba –muy bien lo


hace vd. La melodía es muy grata, pero el verso muy desatinado. E hizo
segunda mano “en la sentida muerte de mi amada”:

Sueño eterno es la muerte;


Y la vida, fugaz sombra que corre veloz,
Un meteoro que luce un instante
Apagando su brillo precoz.
Todo acaba en el mundo engañoso,
Es efímero todo, mortal;
Concluyó tu existencia preciosa
Y el adiós pronunciaste eternal…10

Como están ustedes para saberlo, el antiguo seminarista fue


electo diputado por el distrito de Maravatío en 1842 y 1845. Gober-
nó Michoacán durante la guerra México-Estados Unidos (1846-1848).
Desempeñó otras responsabilidades en el senado, 1848-1850; secreta-
rio de Hacienda (1850-1852), y gobernador de nuevo en 1852. Deste-
rrado por el gobierno tirano y central, partió por el muelle al norte, en
diciembre de 1853. De su puño y letra:

10 A. Pola. 1900-1901, III: 671-672.

17
Ya me voy, pues me lleva el destino
Como la hoja que el viento arrebata,
De una patria, aunque a varios ingrata,
Bien querida de mi corazón.
Ya me voy a una tierra distante,
A un lugar donde nadie me espera,
Donde no sentirán que me muera
Ni tampoco por mi llorarán.11

El estudioso de las ciencias estuvo atento a las circunstancias


mundiales y del país. En circunstancias adversas, sobrevivió a su exilio
en Nueva Orleans, el cosmopolita afrosur de Norteamérica; puerto del
Golfo de México y puerta al comercio y la industria de los Grandes La-
gos. Sin embargo, no permaneció indiferente a la esclavitud en la tierra
de Tío Sam.
Desde el destierro, en enero de 1854 fue benefactor del Institut
D’Afrique, Societé internationale fondée pour l’abolition de la traite et
de l’esclavage. Instituto francés fundado en 1838 y cuyo objeto era con-
tribuir a la civilización y a la colonización de África para la agricultura,
el comercio, la industria, las artes, las letras y la ciencia. Contribuyó
con 300 francos.
Al igual que los nombres de los protectores y benefactores del
Instituto de África se inscribió el de Melchor Ocampo en las paredes del
edificio de la Sociedad. Esas mismas inscripciones, destinadas a per-
petuar la memoria de los contribuyentes, serían reproducidas en todas
las regiones en las que se formó una sección correspondiente. Miem-
bros de dicho Instituto, los también mexicanos, J. Muñoz Campuzano,
Fernando N. Maldonado, Miguel María de Azcárate y el Gral. Juan N.
Almonte.12
Donnavan había registrado en su testimonio personal que
Ocampo hablaba cinco idiomas con fluidez; un observador agudo de

11 Ibid., p. 672.
12 Archivo de la Diócesis de Zamora. Correspondencia del Obispo José
Antonio de la Peña. París, 23 de enero de 1854. Gentileza de Don Jorge Moreno
Méndez.

18
la naturaleza humana; y su plática corría en extremo instructiva. Su
talento político era de primera, así como su agilidad mental para re-
solver problemas. Tenía una extraordinaria confianza en sí mismo,
valiente a prueba.
Al tanto de la revolución de Ayutla, el 30 de julio de 1855 es-
cribió desde Nueva Orleans a Ponciano Arriaga (quien se hallaba en
Brownsville, Texas), preocupado por la incursión a México de aventu-
reros estadunidenses bien armados y montados que pretendían segregar
suelo mexicano y crear en él la República de la Sierra Madre.13 Cono-
cido es que Ocampo regresó a México en septiembre, vía Veracruz, y
apoyó el movimiento en contra del dictador Antonio López de Santa
Anna en ese 1855. Asimismo, ya como diputado, brevemente presidió
los debates preliminares de la Constitución en 1856.
Desempeñó la Secretaría de Relaciones Exteriores en el régi-
men del presidente Benito Juárez; y, siendo jefe de gabinete en 1859
-como ya se dijo- redactó leyes que favorecieron a la sociedad mexica-
na. Los liberales terminaron con el dominio político conservador y del
clero católico al quitar a éste el control de los cementerios y el registro
civil de nacimientos, matrimonios y defunciones. Además, salvo la in-
dígena, eliminaron las distinciones étnicas y raciales.
Retirado de la vida pública, Ocampo fue asesinado por resenti-
dos de la conserva en junio de 1861.

13 A. Pola. 1900-1901, III: 636.

19
Bibliografía
-Donnavan, Corydon. 1847. Adventures in Mexico. Cincinnati: Robin-
son & Jones.
-Mazín, Oscar. 1986. El gran Michoacán. Cuatro informes del obispa-
do de Michoacán 1759-1769. El Colegio de Michoacán. Gobierno del Estado
de Michoacán.
-León, Nicolás. 1884. Hombres ilustres y escritores michoacanos. Ga-
lería fotográfica y apuntes biográficos. Morelia: Imp. del Gobierno.
-Arreola Cortés, Raúl. Obras Completas de Don Melchor Ocampo.
1985-1986. Selección de textos, prólogo y notas. Comité Editorial del Go-
bierno de Michoacán. 5 vol.
-Pola, Ángel. 1900-1901. Melchor Ocampo. Obras Completas. Méxi-
co: F. Vázquez, 3 t.

20
Los orígenes de don
Melchor Ocampo

Ramón Alonso Pérez Escutia


de la
Facultad de Historia. UMSNH

L
a mayoría de quienes se han ocupado de la vida y obra de don
Melchor Ocampo, coinciden en referir que éste vino al mundo
el 6 de enero de 1814, en terrenos de la hacienda de Pateo.
Por aquel entonces el valle de Maravatío figuraba como uno
de los escenarios de la provincia de Michoacán, en los que se libraba
con mayor intensidad la Guerra de Independencia. Desde el verano de
1813 el virrey Félix María Calleja pactó con los mineros, latifundis-
tas y comerciantes de la comarca de Zitácuaro-Maravatío-Taximaroa,
ubicar en la segunda de esas poblaciones una de las divisiones del
denominado Ejército del Norte, al mando de oficiales como Ciriaco de
Llano y Agustín de Iturbide. El propósito principal de esta fuerza sería
contrarrestar en lo posible a las cuadrillas insurgentes al mando de los
hermanos Ignacio y Ramón López Rayón, así como de Benedicto Ló-
pez Tejeda.
Uno de los aspectos hasta ahora no esclarecidos sobre el origen
y la infancia del futuro “Mártir de la Reforma”, lo constituye su proce-
dencia biológica toda vez que se desconoce quiénes fueron sus padres y
de qué manera se vinculó con doña Francisca Xaviera de Tapia, la que
por aquel entonces figuraba como principal usufructuaria de la hacienda
cerealera de Pateo, una de las más importantes del oriente michoacano.
En sus remotos orígenes la finca formó parte de las mercedes de tierras

23
de las que fue beneficiario el virrey-empresario Antonio de Mendoza,
activo promotor de la colonización de la ruta de la plata que engloba
los minerales de Guanajuato, Zacatecas y San Luis Potosí. Alrededor
de 1780 la mayor parte del latifundio de Pateo llegó a manos del ma-
trimonio formado por el capitán José Simón de Tapia y doña Lorenza
Balbuena. En 1807 sus bienes pasaron formalmente a manos de sus
hijos Francisca Xaviera, Agustín, Joaquín y Josefa.
Sin el mayor sustento documental autores como el periodista
Ángel Pola, Austasio Rulfo, Elí de Gortari y Porfirio Parra, coinciden
en señalar que la señora Francisca Xaviera de Tapia fue la madre bioló-
gica de don Melchor Ocampo. Al tiempo que atribuyen la paternidad al
licenciado Ignacio Alas, el doctor Antonio María Uraga y/o, “alguno de
los muchos insurgentes que frecuentaban Pateo”, como afirma displi-
centemente de Gortari. Mientras que el doctor Raúl Arreola Cortés, el
más acucioso de sus biógrafos, comparte la opinión de Fernando Igle-
sias Calderón, sobrino nieto de doña Francisca Xaviera, en el sentido
de que el señor Ocampo no nació de alguna relación de la dueña de
la hacienda del Pateo con cualquiera de esas personas. Al respecto se
argumentan las cualidades morales e intachable conducta, así como la
profunda religiosidad de la principal heredera del capitán José Simón
de Tapia.
En ese tenor, Arreola Cortés avala lo expresado por el doctor
Nicolás León, quien descubrió en la parroquia de San Miguel Arcángel
de la Ciudad de México, la partida de bautismo de un niño que supues-
tamente nació el 5 de enero de 1814, al que se dieron los nombres de
José Telésforo Juan Nepomuceno Melchor de la Santísima Trinidad,
hijo de padres no conocidos y llevado a recibir ese sacramento por la
señora María Josefa González de Tapia, radicada en la casa numero 10
de la calle de Alfaro. La tesis de Nicolás León y Arreola Cortés tiene
su punto débil al momento de explicar de qué forma llegó este infante
que vio la primera luz en la Ciudad de México a la relativamente lejana
hacienda de Pateo, en la provincia de Michoacán, tomando en conside-
ración que presuntamente la “madrina” Josefa González de Tapia, no
guardaba parentesco con los usufructuarios de esa finca.

24
En los años recientes, al indagar sobre este controvertido asunto
en el Archivo Parroquial de Maravatío, tuvimos la fortuna de toparnos
con datos sumamente interesantes para contribuir en lo posible a escla-
recer este polémico detalle. En el ramo de bautismos, concretamente
en el volumen 16 correspondiente a la castas, durante los años 1806-
1810, en la foja 55 frente, consta la siguiente partida: “En el año del
señor de 1810, a siete de enero, yo el B. Dn. Fernando Ruiz, teniente
cura, bauticé solemnemente en esta parroquia, puse óleo, crisma y por
nombre José Telésforo Melchor de los Reyes, a un infante de tres días
de nacido, hijo de José María Morquecho indio y María Bernarda, mu-
lata, vecinos en Pateo. Padrinos José Antonio de la Luz López y María
Bartola Barajas su mujer, a quienes advertí su obligación. Fernando
Ruíz. Rúbrica.”
¿Por qué no buscar primero en Maravatío, que es lo más lógi-
co y congruente, y después en otros lugares el origen de don Melchor
Ocampo? Ahora bien, procedemos a fundamentar nuestra tesis de que
la partida arriba podría corresponder, efectivamente, al “Mártir de la
Reforma”. Si el señor Ocampo hubiese nacido en enero de 1814, como
lo señala Arreola Cortés y demás biógrafos, resultaría muy difícil de
aceptar, sin poner en tela de juicio su vasta inteligencia, que apenas
a los 10 años de edad ingresara al Seminario Tridentino de Vallado-
lid de Michoacán, para cursar el bachillerato de Derecho. Resulta más
congruente pensar eso de un joven adolescente de 14 años, dando por
supuesto su nacimiento en el año de 1810.
El apellido Ocampo ha sido un enigma que pocos se han atre-
vido a resolver en algún sentido. El historiador José C. Valadés expone
sobre el particular que en 1810 vivía en la calle del Parque del Conde de
la Ciudad de México un tal Bernabé Ocampo, marido de Ana Gómez,
la que murió en 1811, por lo que éste se mudó después al numero 21
de la calle de Mesones, donde radicaba con su hermana María Josefa
Ocampo. Arreola Cortés afirma que ésta última recogió el 13 de sep-
tiembre de 1812, a un niño recién nacido abandonado por una mujer de
la que no se supo mayor cosa. Después, Bernabé y María Josefa Ocam-
po llevaron a bautizarlo, sin preguntarse si ya lo estaba, a la parroquia

25
de San Miguel con el nombre de José María Amado. Posteriormente, en
el censo de 1814, Bernabé estaba casado en segundas nupcias y vivía
en la referida casa de Mesones, en tanto que su hermana se encontraba
radicando en la calle de Alfaro numero 13 con otros familiares; pero el
niño José María Amado no se localizaba con Bernabé ni con María, ni
existe partida alguna de que hubiera muerto. Valadés se interrogaba si
el infante en cuestión fue el mismo que llegó al regazo maternal de la
señora Tapia, en la distante hacienda de Pateo en el turbulento 1814.
Si esto fuese verídico, se echaría por tierra este último año como el del
nacimiento de Ocampo y se reforzaría la autenticidad de nuestra partida
del archivo maravatiense.
Ahora bien, en un padrón que corresponde al pueblo de Marava-
tío fechado en el año de 1809, no se identifica la existencia del apellido
Ocampo, pero sí radicaban allí varias familias con el apelativo Campos.
Se remarca este último para poner énfasis sobre la gran similitud que
existe entre éste y Ocampo. Por lo que no desestimo que para el caso
específico de don Melchor Ocampo, puede tratarse, en realidad, de su
apellido, considerando una eventual mala lectura de Campos. Un ele-
mento de sustento alrededor de esta tesis lo constituye el hecho de que
su hijo póstumo, el abogado Melchor Ocampo Manzo, nacido en 1862,
fue producto de la relación que sostuvo con Clara Campos, a la que se
identifica en el referido padrón de 1809 como una niña, siendo señala-
da como incestuosa por el presunto parentesco cercano de sus padres.
Hay que recordar que fue en su madurez cuando el abogado Ocampo
adoptó como su segundo apelativo el de Manzo, para honrar al doctor
José María Manzo Cevallos quien veló por su formación profesional en
su virtual situación de orfandad, sin que se invoque más el nombre y la
presencia de su madre.
Otra elemento a considerar es el hecho de que el apellido Ocam-
po se encuentra arraigado en la comarca de Tuzantla desde finales del
siglo XVII, además de que se tiene documentada la constante migra-
ción temporal de familias de ese punto al valle de Maravatío durante
la época colonial, para desempeñarse en labores agrícolas. Por lo tanto
cabe presumir como otra posibilidad que los padres de don Melchor

26
Ocampo hayan acudido con ese propósito a terrenos de la hacienda de
Pateo. No se desestima que la situación de guerra imperante desde el
otoño de 1810, eventualmente haya propiciado su deceso con la conse-
cuente situación de orfandad para el futuro “Filósofo de la Reforma”,
entrando así en la vida de doña Francisca Xaviera de Tapia.
¿Cómo transcurrió la infancia de don Melchor Ocampo? Pa-
radójicamente, quien fuera una personalidad amante de la paz y la li-
bertad vivió, el medio siglo que el destino le reservó, inmerso en la
violencia que acompañó al nacimiento de su país a la Independencia y
su integración como tal. No es difícil imaginar los primeros años de la
vida de aquel niño precoz. Venido al mundo quizás unos meses antes de
que don Miguel Hidalgo emprendiera la lucha insurgente, Ocampo fue
víctima de los azares de ella, perdiendo pronto a sus padres y quedando
a la deriva del destino, el cual le fue generoso y le auguró un futuro
promisorio cuando lo llevó a los humanitarios brazos de la señora Fran-
cisca Xaviera de Tapia. En Pateo la soledad de su orfandad la mitigó la
compañía de Ana María Escobar, Josefa Rulfo, Estanislao Hernández,
Clara Campos y otros pequeños como él, puestos a salvo de la crueldad
de la guerra por aquella generosa y desinteresada protectora.
La señora de Tapia no tardó en dejar entrever su predilección
por el pequeño “Melchorillo”, como se le denominaba afectuosamente.
Periódicamente la acompañaba al pueblo de Maravatío, donde la hacen-
dada de Pateo convivía largamente con los clérigos de la parroquia de
San Juan Bautista y sus parientes los Balbuena Picazo. En 1815, el niño
Telésforo Melchor contaría con 5 años y su aguda inteligencia registra-
ba ya con sorprendente claridad la realidad que le rodeaba. Vivió tem-
poradas más o menos prolongadas en Maravatío al lado de los clérigos
o en casa de los Balbuena. Compartió sus juegos infantiles con José An-
tonio, Patricio y Teresa, con los que mantendría estrecha relación toda
su vida. Allí fue testigo presencial de la brutalidad de la guerra por la
Independencia; conoció el proceder de los oficiales realistas presididos
por los sanguinarios Ciriaco del Llano y Agustín de Iturbide. Vio mu-
chos de los fusilamientos de insurgentes llevados a cabo en Maravatío
y tal vez se imaginó que el destino alguna vez le depararía esa suerte.

27
El pequeño “Melchorillo” supo de las intrigas y pleitos en los
que se enredaron los clérigos que servían en la parroquia de San Juan
Bautista de Maravatío, en los sombríos tiempos de la guerra. Conoció
desde entonces muy de cerca los avatares del medio eclesiástico, lleno
de conspiraciones, envidias, golpes bajos y otros no tanto, en la disputa
de los bienes del César descuidando los que eran de Dios. Estuvo desde
niño al tanto del funcionamiento de un clero podrido e inmerso en una
crisis irreversible que lo llevaría andando el tiempo a perder sus cente-
narios privilegios. En la madurez de su vida, “Melchorillo” contribuiría
a asestar más de algunos de los demoledores golpes que separaron para
siempre las cosas de Dios de las de los hombres. Se presume que fue
con los clérigos de ese curato con los que Ocampo adquirió los prime-
ros rudimentos de la escritura y la lectura.
Después de la señora de Tapia, admiró con especial fervor al
doctor Antonio María Uraga, en quien maliciosa y tendenciosamente
muchos han tratado de encontrar su paternidad. Conoció al brillante
clérigo, abierto partidario de la causa insurgente; estuvo al tanto del
conflicto librado por Uraga con la caterva de sacerdotes ignorantes que
tenía como auxiliares en el curato maravatiense. El padre Uraga había
participado muy de cerca en la conspiración vallisoletana de 1809. Tras
el estallido de la guerra abandonó temporalmente la administración de
su parroquia a la que había llegado tres años atrás. Anduvo en varios
lugares huyendo a la implacable persecución de la Inquisición y los
realistas. Las circunstancias políticas no le permitieron regresar sino
hasta los últimos días de 1814, precisamente cuando Ciriaco de Llano
realizaba el genocidio de la población maravatiense, con la callada e
inmoral complicidad de los clérigos que lo suplieron en su ausencia.
Con ciertos detalles, Uraga habló de los curas Portal e Imitola,
quienes también fueron de los primeros mentores del pequeño Melchor
Ocampo, a los que éste prodigó su cariño sin atender a los muchos
defectos criticados por el ilustrado y progresista párroco. En opinión
de éste, “el bachiller Antonio Hilario Portal, eclesiástico anciano, ave-
cindado muchos años atrás en este pueblo, es un buen hombre, pero
achacoso e impedido por lo mismo de emplearse en nada del ministerio.

28
No se cuenta por tanto con él, y es en razón del clérigo como si no lo
hubiera. Casi lo mismo puede decirse del sacristán mayor D. Ignacio
Imitola, cuyos extraños escrúpulos lo embarazan de celebrar, de dar la
sagrada comunión, y aun de rezar el oficio divino, si no es empleado
en él la mitad del día, aun su exactitud en mil ridículas menudencias,
que podrían llamársele farisaica si no proviniese de un buen celo; inco-
moda a los dependientes de la iglesia y exaspera a los vicarios, siendo
acaso ésta una de las causas de la dificultad de encontrarlos”. El propio
Uraga habló del bachiller Manuel Mejía, quien mucho sabía sobre el
origen de Ocampo, como capellán que fue de las haciendas de Pateo y
de Paquisihuato, pues éste “hace veces de vicario por honorario que le
pago en aquel distrito que es el más pesado de esta administración. Es
un buen y laborioso eclesiástico”. El doctor Uraga informaba a Abad y
Queipo que había acudido al curato de Celaya y la propia Valladolid en
busca de auxiliares, pero que por las circunstancias imperantes no había
sido posible conseguirlos a pesar de las ventajas que todavía ofrecía la
parroquia a su cargo.
En el ocaso de la Guerra de Independencia se radicó en el pue-
blo de Maravatío el oficial realista de origen italiano Vicente Filisola,
quien pronto se integró como prominente miembro de la sociedad local
hasta el momento de su muerte en 1850. Este personaje en diferentes
momentos tuvo largas ausencias por su participación en la política na-
cional de las primeras décadas del período independiente. Entre otros
largos viajes Filisola tuvo el de 1822-1824, cuando su amigo Agustín de
Iturbide, dueño de la hacienda de Apeo en el propio valle de Maravatío,
lo comisionó para hacer el célebre plebiscito que decidió la suerte de la
América Central. Otra ausencia más fue la que lo ocupó en la desastro-
sa campaña de Texas en 1835-1837, en la que fue segundo de Antonio
López de Santa Anna. Sin embargo, el general Filisola fue uno de los
personajes que más influyeron en la temprana formación intelectual de
don Melchor Ocampo, al que suscitó el interés por la geografía, la esta-
dística y la mineralogía, entre otras cosas.
En el otoño de 1824 el joven Melchor Ocampo fue enviado a la
ciudad de Valladolid de Michoacán, para realizar estudios en el recién

29
restaurado Seminario Tridentino. En este plantel formó durante los si-
guientes cuatro años parte de una de las generaciones de oro que pasaron
por sus aulas, en la que figuraron además de él personajes como los fu-
turos jerarcas e ideólogos de la Iglesia católica Clemente de Jesús Mun-
guía y Pelagio Antonio Labastida y Dávalos; el abogado pro clerical Ig-
nacio Aguilar y Maracho; así como sus congéneres liberales José María
Manzo Cevallos, los hermanos Juan Bautista y Gregorio Cevallos, Juan
Manuel Olmos, Agustín Aurelio Tena, José Consuelo Serrano, Ramón
Talancón y Antonio Florentino Mercado. Los futuros políticos liberales
recibieron en aquel entonces la influencia del carismático y controver-
tido José Trinidad Salgado, quien fue sucesivamente vicegobernador y
titular del Ejecutivo local, figurando como el más prominente defensor
del modelo organizacional federalista en Michoacán, además de líder
de la logia masónica del rito de “York”.
Aunque no lo conoció personalmente, porque falleció por los
días en los que el adolescente Melchor Ocampo realizaba el viaje a Va-
lladolid, para ingresar al Colegio Seminario, se ha presumido en firme
que los estudios botánicos y naturalistas en general que llevó a cabo don
Juan José Martínez de Lejarza, influyeron de manera decisiva en la fa-
ceta que tuvo como científico aquél. Es probable que desde su estancia
en la capital del estado, Ocampo haya mostrado interés y profundizado
en el estudio de las obras tanto de Lejarza, como las de Pablo de la Lla-
ve y el prusiano Alejandro de Humboldt.
Una vez concluidos los estudios de bachillerato en Valladolid-
Morelia, la expectativa del joven Ocampo fue la de efectuar la carrera
de abogado en la Ciudad de México. Con ese propósito y orientado por
el licenciado Ignacio Alas se inscribió en la Universidad. En la prima-
vera de 1831, la víspera de su muerte, la señora Francisca Xaviera de
Tapia designó a su protegido Melchor Ocampo, como heredero uni-
versal de sus bienes, entre los que figuraba como el más importante la
hacienda de Pateo, en lo que se incluían las muchas deudas contraídas
a lo largo de casi tres siglos, principalmente por concepto de capella-
nías y otras obras pías. Alrededor de 1833 nuestro personaje se desistió
de continuar sus estudios en la capital del país, en la coyuntura del

30
movimiento reformista liberal de Valentín Gómez Farías; y para 1835
lo encontramos inmerso ya en los muchos y apremiantes asuntos de su
vasta finca de campo, al tiempo que cultivaba sus aficiones en torno de
la botánica, la geografía, la geología y otras ciencias. Aquí iniciaba la
segunda y muy importante etapa de su vida, la incursión en la investi-
gación científica, y la política regional y nacional.

31
Melchor Ocampo y el Colegio
de San Nicolás

Adrián Luna Flores


y
Eusebio Martínez Hernández
del
Centro de Estudios sobre la Cultura
Nicolaita. Archivo Histórico

A
l iniciar el movimiento de Independencia, encabezada por
el ilustre Miguel Hidalgo en 1810, el Colegio de San Nico-
lás Obispo fue clausurado, como muchas otras institucio-
nes educativas en el resto del país. Esta guerra había traído
graves consecuencias al Colegio, no sólo había ocasionado su cierre e
interrumpido sus actividades académicas sino que gran parte de su pa-
trimonio se había perdido, y su edificio había quedado prácticamente
en ruinas por la ocupación que hicieron de ella los grupos en pugna.
El cabildo a través del superintendente canónigo Francisco de Borja
Romero se había dado a la tarea de rescatar las pocas propiedades
que habían quedado. La importancia que revestía la labor del plantel
pronto fue admitida, ya que se hicieron intentos por reconstruir su edi-
ficio para poder realizar su reapertura, pero las diferencias en el seno
mismo del cabildo catedralicio así como de las discrepancias con el
gobierno del Estado sobre el derecho al patronato en la administración
del Colegio complicaron su reapertura. Finalmente, en 1844 la Junta
Subdirectora de Estudios del Departamento de Michoacán solicitó al
Cabildo Eclesiástico renunciara al patronato del Colegio, mismo que
después de un estudio minucioso accedió a la petición, cediendo para

33
siempre a dicho patronato, a partir de mayo de 1845.1
La Junta de Instrucción Pública se había creado en 1831 con la
finalidad de fomentar y vigilar la instrucción pública, cuyo organismo
también tenía la función de recabar fondos para la enseñanza a partir
del 10 % del impuesto que causarían las funciones de teatro, peleas de
gallos, trucos y billares, y de un impuesto al sueldo de los empleados
públicos. De esta manera, al realizarse el acta de cesión, el patrimonio
propiedad del Colegio pasó al fondo de instrucción pública. Tras la ins-
talación de la Junta Subdirectora de Estudios del Departamento de Mi-
choacán, el 19 de febrero de 1844, retomó como una de sus funciones
sustanciales el de recaudar fondos para la reapertura y sostenimiento
del Colegio de San Nicolás.2
Este sistema era una de las prácticas que había implementado
el Cabildo Eclesiástico de otorgar préstamos hipotecarios a particulares
para obtener fondos para el sostenimiento del Colegio. Celosos de su
deber, los miembros de la Junta establecieron las bases y condiciones
generales sobre las que debían realizarse los préstamos hipotecarios de
los fondos destinados a instrucción pública. En dichas bases se pedía
claridad en las condiciones en que se realizaría el contrato, especifi-
cándose el tiempo y cantidad prestada. Se determinó que el empréstito
que se otorgaría no excediera de la mitad del valor de la propiedad en
garantía y si fuese posible sólo la cuarta parte. Por su parte, los bie-
nes hipotecados quedaban a favor de los fondos de instrucción pública
mientras que los réditos obtenidos por dicho préstamo estaban destina-
dos al sostenimiento de San Nicolás.3

1 Arreola Cortés, Raúl, Historia del Colegio de San Nicolás, Morelia,


UMSNH, 1991, pp. 196-198.
2 Archivo Histórico de la Universidad Michoacana (AHUM), Fondo:
Gobierno del Estado, Sección: Instrucción Pública, Serie: Colegio de San Nicolás,
Subserie: Minutario, Caja 4, Exp. 1.
3 Bases generales a que deben arreglarse las escrituras de imposición
de los fondos destinados a la instrucción pública. AHUM, Fondo: Gobierno
del Estado, Sección: Instrucción Pública, Serie: Junta Subdirectora de Estudios,
Subserie: Capital en Depósito, Caja 4, Exp. 4, F/n.

34
El 17 de marzo de 1846, Don Melchor Ocampo, vecino del pue-
blo de Maravatío solicitó a la Junta Subdirectora de Estudios, un prés-
tamo por la cantidad de seis mil ochocientos cincuenta y cuatro pesos,
siete reales, con la finalidad de fomentar su Hacienda de Pateo. Ante
la imposibilidad de acudir personalmente a Morelia para realizar las
gestiones necesarias y establecer las condiciones del préstamo, nombró
como apoderado al licenciado Don Francisco García Anaya para que en
su nombre acordara las condiciones generales del contrato con la Jun-
ta Subdirectora, obligándose a pagar réditos del seis por ciento anual
garantizándolos con su Hacienda de Pateo, valuado en ciento veinte
mil quinientos ocho pesos, un real, ocho granos. Después de un largo
proceso de diligencias y comprobación de documentos, se autorizó y
firmó el contrato del préstamo por el Presidente de la Junta, Juan Ma-
nuel González Urueña y el Secretario Don Santos Degollado, el 24 de
octubre de ese año, previa entrega de las escrituras de dicha hacienda.
El contrato se estipuló por nueve años, y cuyos réditos fueron pagados
al Procurador Tesorero del Colegio Don Vicente Rionda.4
En el proceso de reapertura del Colegio de San Nicolás partici-
paron diversos actores: políticos, intelectuales, profesores, estudiantes
y benefactores. Entre los principales se encontraba Melchor Ocampo.
Desde los primeros años de la década de los cuarenta, había comenzado
a ocupar cargos públicos al ser electo diputado al Congreso General por
el Departamento de Michoacán, junto a los ciudadanos D. José Con-
suelo Serrano y el licenciado Juan B. Ceballos, además de los suplentes
D. Joaquín Ortiz de Ayala, D. Luis Gutiérrez Correa y D. Juan Manuel
González Urueña. Ocampo se encontraba desempeñando sus labores
legislativas al ser designado gobernador provisional del estado de Mi-
choacán tomando las riendas del gobierno el 5 de septiembre de 1846.
Con su nuevo cargo, de inmediato se involucró en los prepara-
tivos para la reapertura del antiguo Colegio junto con la Junta Subdi-
rectora de Estudios. El 14 de noviembre de 1846, fue descentralizada la
Junta Subdirectora convirtiéndose en la Junta Directora de Estudios de
Michoacán. Con este cambio la Junta adquirió mayores facultades para

4 Ídem.

35
dictaminar temáticas educativas e incluso también al gobernador se le
legó facultad para que dictara medidas que estaban fuera del alcance
de la Junta. En ese sentido, Ocampo se encargó de hacer los nuevos
nombramientos para la Junta Directora de Estudios, asimismo fue el
encargado de expedir los primeros títulos como empleados y catedráti-
cos del plantel civil que se encargarían de la educación de los jóvenes
michoacanos y de otras entidades circunvecinas. Además aprobó el re-
glamento interno y los primeros libros de textos que serían la base para
la enseñanza preparatoria y profesional.
Finalmente, Melchor Ocampo en su calidad de gobernador de
Michoacán, encabezó la ceremonia de reapertura del Colegio Primitivo
y Nacional de San Nicolás de Hidalgo, el 17 de enero de 1847. El 18 del
mismo mes empleados y profesores acudieron al palacio de gobierno a
tomar la protesta ante el gobernador. Ocampo como un liberal conno-
tado, después de haber viajado por Francia traía consigo la idea de que
sólo a través de la educación se podía fincar el desarrollo del país, y en
ese sentido, proyectó al Colegio como una institución civil que debía
formar a los futuros ciudadanos y en donde se cimentaría una nueva
forma de gobierno idóneo en la construcción del Estado-nación.
La reapertura del Colegio tuvo gran relevancia en el ámbito
nacional, ya que tras veintiséis años de haberse conseguido la Inde-
pendencia de México sólo existían cinco colegios o institutos oficiales:
Puebla (1825), Jalisco (1826), Oaxaca, Estado de México y Guanajuato
(1827). Michoacán fue el sexto estado que contó con una institución
educativa de nivel superior y al igual que en los otros centros educati-
vos tuvo como prioridad formar profesionistas con un alto grado de res-
ponsabilidad social como: abogados, médicos, farmacéuticos, y otras
carreras que con el paso de los años se fueron abriendo.
Las contribuciones de Ocampo no se redujeron a sólo aprobar de-
cretos y acuerdos para el buen funcionamiento del Colegio de San Nico-
lás, sino que como un buen intelecto se dio tiempo para participar en las
mesas sinodales de las cátedras de matemáticas e idioma francés en los
actos públicos que se presenciaron en 1847. En este mismo año formó par-
te de la terna para ocupar el cargo de la regencia, del cual resultó ganador,

36
pero por diversas circunstancias no llegó a ejercerla.5 Sin embargo, quedó
abierta la posibilidad para que en el futuro la pudiera ejercer, y por ello en
1850, se le volvió a invitar para ocupar el puesto de regente.
Por otra parte, al finalizar el año escolar de 1847, Ocampo reali-
zó los preparativos para la incorporación del Instituto Médico-Quirúr-
gico (que había sido fundado por el Dr. Juan Manuel González Urueña
en 1829) a San Nicolás mediante el decreto del 9 de diciembre, para
que la enseñanza de las ciencias médicas estuviera integrada en un sólo
centro educativo.6 Uno de sus grandes anhelos era que en el Colegio se
cultivaran las ciencias exactas para fomentar el conocimiento científi-
co, por ello, aun después de haber dejado el cargo de gobernador estu-
vo al pendiente del desarrollo académico del plantel nicolaita, tal como
se observa en las actas de sesiones de la Junta Directora de Estudios
en donde sugirió la compra de equipo adecuado para la creación del
primer gabinete de física y química. Aparte del apoyo económico donó
un telescopio y un microscopio, para que aquellas cátedras estuvieran
bien equipadas.
No obstante a los problemas políticos, económicos y sociales
que aquejaban al país, Ocampo mantuvo firme la idea de abrir carreras
profesionales en San Nicolás que respondieran a las necesidades del
Estado. El 16 de julio de 1852, tras su segundo período de gobierno,7
aprobó un decreto para establecer la carrera de Agricultura e Ingenie-
ros Civiles, que era una de las ideas que le habían surgido producto
de sus exploraciones científicas observadas en varias entidades y en
su propia hacienda de Pateo. Sus ideales habían sido ampliados a tra-
vés de sus experiencias vividas en el extranjero, pero sobre todo tras
haber cursado algunos estudios de agricultura científica y formación

5 AHUM, Fondo: Colección de Libros, Exámenes, Sesiones y Títulos, Libro


de Registro de Actas de la Junta Directora de Estudios, sesión del 26 de agosto de
1847.
6 Bonavit, Julián, Historia del Colegio Primitivo y Nacional de San Nicolás
de Hidalgo, 4ª ed., (prólogo y 2ª parte de Raúl Arreola Cortés), Morelia, UMSNH,
1958, p. 192.
7 Aguilar Ferreira, Melesio y Bustos Aguilar, Alejandro, Los gobernadores
de Michoacán, 3ª ed., Morelia, Paldom, 2002, p. 45.

37
de mapas y por haber formado parte de la Sociedad Asiática durante
su estancia en Europa. Asimismo había observado que la agricultura,
la industria y el comercio del país se encontraban paralizados por los
efectos de las guerras internas y las intervenciones externas que reque-
rían soluciones inmediatas.8
En la carrera de Agricultura planteaba el estudio por un año de
las cátedras de matemáticas, física y química, y por dos, la de agricultu-
ra y las prácticas en una hacienda de campo. Por su parte, los Ingenieros
estarían obligados a cursar por dos años matemáticas y arquitectura, y
en uno la de física. Para ambas profesiones se les exigiría el aprendizaje
del idioma francés, mientras que para los cursantes de arquitectura de-
bían poseer la habilidad del dibujo lineal.9 Con este plan de estudios se
intentaba modernizar las labores agrícolas, en donde los egresados de-
bían aprender a cultivar la tierra en base a los conocimientos científicos.
Sin embargo, la creación de las carreras de agricultura e ingenie-
ría sólo quedaron en proyectos por falta de fondos, salvo la academia de
dibujo y pintura, siendo su catedrático Octaviano Herrera cuyo sueldo
fue pagado de los bolsillos de Melchor Ocampo. Pese a los excelentes
resultados la academia fue cerrada y su reapertura se realizó hasta 1855.
A partir de entonces tuvo una intensa actividad y se formaron muchas
generaciones de artistas.
En este mismo decreto Ocampo estableció como obligatorio el
curso de la Academia de Derecho Teórico-Práctico como requisito para
la titulación de los futuros abogados. También dispuso la asistencia de
tres horas diarias en cualquiera de las siguientes instancias: un bufete
particular, en un juzgado de primera instancia, secretario o fiscal del Su-
premo Tribunal de Justicia. En caso de inasistencias se acordó suplir las

8 Arreola Cortés, Raúl, Ocampo, Morelia, Gobierno del Estado de


Michoacán/UMSNH, 1992, p. 43 y 53. Además había sido nombrado socio
correspondiente de la Compañía Lancasteriana en Michoacán desde donde había
mostrado su preocupación por el estado que guardaba la educación en la entidad.
9 Coromina, Amador, Recopilación de leyes, decretos y circulares
expedidos en el Estado de Michoacán, Tomo XIII, Morelia, Imprenta de los hijos
de I. Arango, 1886, p. 26.

38
faltas con seis meses más de práctica.10 Otros de los ramos que Ocam-
po consideraba importante para la formación de los estudiantes fue el
aprendizaje de los idiomas inglés y griego abiertos en 1852.
Por otra parte, mientras Ocampo estuvo en la Ciudad de Méxi-
co, fungió como enlace para la compra de materiales para los gabinetes
y laboratorios de física-química en el extranjero. A finales de la década
de 1850, las actividades del plantel transcurrieron de manera irregular
por las fuertes tensiones que se gestaron entre la Iglesia y el Estado por
la promulgación de la Constitución Política de 1857, que estableció
la separación de dichas instituciones. El conflicto bélico trajo como
consecuencia no sólo el triunfo de los liberales sino la pérdida de uno
de sus más grandes actores, el asesinato de Ocampo, acaecida el 3 de
junio de 1861.
Tras su muerte se acordó en la Junta de Colegio honrar la me-
moria del que había sido más que un restaurador de San Nicolás. El 8
de junio de 1861, el catedrático Cirilo González propuso una comisión
compuesta por el regente Bruno Patiño, catedráticos Luis González Gu-
tiérrez y Juan Rubio, para que se encargaran de elaborar el programa
para honrar a Ocampo. El programa fue dado a conocer al día siguiente
bajo los siguientes puntos:

1ª. El Colegio guardará luto en la forma acostum-


brada por espacio de nueve días contados desde hoy,
suspendiéndose los tres últimos las distribuciones y de-
biendo los superiores del establecimiento usar riguroso
traje negro en los mismos nueve días.
2ª. En el último día de los nueve referidos se cele-
brarán en el salón de actos honras fúnebres de la mane-
ra siguiente. A la madrugada del mismo se enarbolará
en el edificio el pabellón a media asta, permaneciendo
así todo el día. Los balcones del frontispicio se enluta-
rán con cortinas blancas y flores de listón negras. De la
misma manera se adornarán el primer patio y el salón
de actos, colocándose en el interior de este una pira que

10 Ídem.

39
en los costados tenga escritos sonetos alusivos, a cuyo
efecto se escitará (sic) al Sr. Moreno y a otras personas
del establecimiento o extrañas a él.
3ª Se escitará (sic) al catedrático de dibujo D. Job
Carrillo para que el óleo saque una copia del retrato
del Sr. Ocampo. Si estuviere concluida esta para el día
en que deban verificarse las honras, se colocará duran-
te él, en el balcón principal del Colegio, trasladándose
después al salón de actos para que quede allí perfecta-
mente como un recuerdo que le consagra a la memoria
del mismo Sr. Ocampo.
4ª. A las siete de la noche, reunidos todos los su-
periores del establecimiento en el local destinado para
este objeto, se dará principio con las dobles de estilo
con las campanas del Colegio, tocándose luego una
poesía fúnebre: en seguida el orador nombrado por la
Junta de Catedráticos pronunciará un discurso propio
de las circunstancias, concluido éste se tocará otra pie-
za de música; después el catedrático D. Vicente More-
no recitará una composición poética alusivo al objeto
de la solemnidad, y terminada ésta se dará fin al acto
con otra pieza de música y nuevos dobles.
5ª. Para este acto se convidará con papeletos de
luto, que serán entregadas por una comisión de señores
catedráticos al Excelentísimo Señor Gobernador, au-
toridades y personas de representación, y a las demás,
por una de alumnos.
6ª. Los convidados serán introducidos por una
comisión de alumnos, salvo el caso de que asistiere el
E. S. Gobernador, pues entonces será formada aquella
de catedráticos.
7ª. Una comisión nombrada por el Sr. Regente se
encargará del ornato del interior y esterior (sic) del lo-
cal, contrate música e impresión de papeletas.
8ª. Los gastos que se eroguen en esta festividad
serán cubiertas por el señor Inspector de Instrucción
Pública, actuales catedráticos del establecimiento y de-
más personas que con tal carácter hayan pertenecido al

40
mismo, mediante las cuotas con que contribuya cada
una de ellas, y que recogerá el individuo que nombre el
señor Regente.11

La propuesta fue aprobada y fue nombrado orador el profe-


sor Luis González Gutiérrez para el acto que se realizó el 17 de junio.
El profesor González matizó como principales puntos de gratitud: la
reapertura y secularización, y el haber convertido a San Nicolás en una
trinchera de las ideas liberales. Era grande el cariño de Ocampo hacia el
plantel civil y sabía de las carencias que enfrentaban los catedráticos y
estudiantes en su proceso de enseñanza-aprendizaje, por no contar con
una biblioteca selecta, antes de morir dejó estipulado en su testamento
que su acervo bibliográfico pasara al Colegio.12
Si bien algunos de los principios e ideales de Ocampo no pu-
dieron concretarse de inmediato, tampoco tuvo la oportunidad de ver
el florecimiento del Colegio de San Nicolás que alcanzó a fines del
siglo XIX, al convertirse en uno de los centros más importantes a nivel
regional tras ampliar su oferta educativa y que parafraseando al gran
reformador fue “una verdadera universidad” y sólo faltó que otorgara
títulos profesionales.

11 AHUM, Fondo: Colección de Libros de Títulos, Exámenes y Sesiones,


Libro de registro de actas de sesiones de la Junta del Colegio de San Nicolás,
1851-1863, Caja 1, Libro 3. Sesión de 9 de junio de 1861.
12 La biblioteca de Colegio fue conformada por donaciones hechas por
particulares entre los que destacan: Teófilo García Carrasquedo, Anselmo Argueta,
Luis González Gutiérrez, entre otros. Del mismo modo se nutrió de bienes
secularizados a los templos y conventos.

41
Pobrecitos federales, ¡ay!
¡qué lástima me dan…!
El conflicto entre liberales y conservadores en la
lírica tradicional de la Tierra Caliente

Jorge Amós Martínez Ayala


de la
Facultad de Historia. UMSNH

¡Pobrecitos federales!
¡Ay, qué lástima me dan!
¡Se los llevan para arriba!
¡Sabe Dios si volverán!
(Los federales, son terracalenteño)

E
staba sonando El Gusto Federal, una pieza representativa de
la Tierra Caliente del Balsas, al terminar el redoble de la tam-
borita y tocar los aros, el grupo de don Natividad Leandro “El
Palillo”, de Ajuchitlán, Guerrero, empezó a cantar:… ¡Pobre-
citos federales! ¡Ay! ¡Qué lástima me dan!... quedé sorprendido: prime-
ro porque la copla, o el “verso”, como le llaman los músicos tradicio-
nales, ya lo había escuchado antes, en un son que don Leandro Corona,
quien vivió hasta los 103 años, residente en Zicuirán, municipio de La
Huacana, Michoacán, llamaba: Los Federales; de manera coincidente
la frase melódica principal de ese son corresponde con el gusto Dime
morenita mía, que si bien habla de los deseos amorosos hacia una mu-
jer, utiliza como metáforas algunos términos militares para referirse al
encuentro amoroso como escaramuza bélica.

43
¡Quiero una guerra contigo!
Quiero una guerra de abrazos,
quiero un tiroteo de besos
y avanzarme entre tus brazos.
(Dime morenita mía, gusto terracalenteño)

Las preguntas saltan a la vista, algunas que se resuelven de ma-


nera sencilla ¿Cómo es que una misma música define dos piezas mu-
sicales distintas en áreas vecinas de la Tierra Caliente? ¿Cómo es que
una copla se comparte en otro par de sones? Que se pueden responder
a partir de la relativa proximidad de las localidades y su pertenencia a
una misma región cultural. Otros cuestionamientos son más complejos
¿Podemos “fechar” la temporalidad probable en que se compusieron o
adaptaron las coplas? ¿Por qué el período de mediados del siglo XIX
hasta el fin de la centuria fue prolijo en la creación de coplas que se
incorporaron a la tradición en la Tierra Caliente? ¿Por qué un evento
que sucedió hace más de un siglo sigue vigente en la cultura regional?
Intentaremos dar una respuesta tentativa y temporal a lo largo del texto;
sin embargo, es necesario evidenciar que las coplas utilizadas fueron
compuestas al mediar el siglo XIX, la época en que más activo política-
mente estuvo don Melchor Ocampo y que éstas transmiten información
histórica, política e ideológica de tal período, y es de nuestro interés
entender los mecanismos que la conforman y articulan.
Cuando se piensa en un género músico-literario vinculado a la
historia popular siempre llega a nuestra mente el corrido; sin embargo,
nuestra preocupación a lo largo del texto es mostrar el contenido histó-
rico de las coplas de la región y el posible uso político que se les dio en
el pasado.
En el repertorio de la Tierra Caliente podemos encontrar varias
coplas que hacen referencia a la manera en que fueron percibidos los
procesos políticos del siglo XIX, sobre todo el conflicto entre la Iglesia
y el Estado visible como la disputa entre “liberales” y “conservadores”.
Aunque el proceso de separación terminó en los años 30’s del siglo XX,
las primeras disputas por la promulgación de las Leyes de Reforma y la

44
Guerra de los Tres años fueron trascendentes y tuvieron relevancia en
la región. Muchas comunidades indígenas de la Tierra Caliente tuvie-
ron que afrontar la desamortización de los bienes de “manos muertas”,
sobre todo de las tierras de sus cofradías y la transformación del régi-
men de propiedad comunal en individual, lo que generó levantamientos
armados en la región y oposición a las medidas implementadas por el
Estado; sin embargo, la llegada de un príncipe austriaco para gobernar
al país no fue un aliciente para unirse al partido conservador.
La toma de decisiones del Estado mexicano repercute constan-
temente en la vida cotidiana de las diversas regiones geográficas que
conforman la Nación; sin embargo, la influencia se ve acotada por las
materias de interés para el gobierno y por los espacios donde se imple-
mentan. Una decisión jurídica con intensión social puede repercutir en
el orden económico, o afectar a una región y a otra no; por ello, no todos
los procesos históricos influyen con magnitudes o formas idénticas en el
territorio nacional. La creación de monocultivos para la exportación, la
promulgación de la ciudadanía a las castas descendientes de africanos,
los procesos de transformación de la propiedad comunal en individual,
la separación de la Iglesia del Estado y las luchas que le siguieron, a pe-
sar de ser procesos que económica, social o legalmente, se produjeron
en todo el país trascendieron, en mayor o menor medida y de manera
distinta, en cada región. Las transformaciones impulsadas por el Esta-
do tienen influencias no previstas, sobre todo en esferas distintas a las
materias en que se toman las decisiones; por ello, sólo algunos hechos
notables dejaron su impronta en las coplas de la lírica popular que se
canta, toca y baila en la Tierra Caliente. La participación activa de los
pobladores de la región como soldados en las guerras civiles que invo-
lucraron a dos grandes bandos: liberales y conservadores, motivaron el
que las gestas populares aparecieran como temáticas en las artes tradi-
cionales de la región; pero no en otros espacios vecinos, por ejemplo en
la lírica de la pirekua indígena.

45
La copla como arma… ideológica
La copla es un discurso sintético, muestra un posicionamiento políti-
co mínimo y sin argumentos. El contexto cultural y la tradición lírica
marcan las formas poéticas; el contexto político y militar de la época
impregnan los contenidos; muchas veces se usan coplas sabidas, pero
modificadas, o bien se crean exprofeso.
En la Tierra Caliente hay dos géneros líricos musicalmente, am-
pliamente difundidos y diferenciados: el gusto y el son; las coplas que
se cantan en los gustos generalmente son sextillas, o cuartetas octo-
sílabas que repiten dos de sus versos, las coplas usadas en los sones
generalmente son cuartetas octosílabas. No nos ocuparemos aquí de la
décima ni de la valona (glosa en décimas), que debido a su tamaño en
extensión permitían crear discursos políticos bien argumentados, aun-
que en verso.
Las coplas son independientes unas de otras; pero generalmen-
te, en la lírica de Tierra Caliente, algunas guardan una relación te-
mática (de sentido) con otras que se usan en una pieza (son o gusto)
determinado, o un grupo de piezas caracterizadas por compartir temá-
ticas; por ejemplo: sones de animales domésticos, de ganado, como
La vaquilla, El toro viejo, El toro antejuelo, El torito jalisqueño, El
becerrero, La caballada, pueden compartir algunas coplas o usar las
de un son en otro.
La copla se divide en dos grandes grupos a partir de su forma
de transmisión: la copla leída, escrita y publicada en un periódico, ge-
neralmente creada por “literatos”, dirigida a un público culto y con un
carácter pretendidamente “popular”; por el otro está la copla cantada:
producida por autores anónimos al calor del fandango y “repentinamen-
te”, transmitida de manera oral y recordada en la memoria colectiva,
siempre de carácter popular, aunque muchas de ellas fueron tomadas de
la copla culta de carácter popularizante.
La copla leída no tiene una repercusión inmediata, pues es
poco probable que el autor la viera “viva” y en acción. Aquella que
era gustada se memorizaba para “decirla” (enunciarla) en el momento

46
preciso, ya como “verso” o cantada en fandango, aunque no necesa-
riamente idéntica a lo escrito.
La copla cantada tiene una repercusión inmediata, provoca: ri-
sas, sorpresa, empatía, enojo y enfrentamiento que puede pasar de lo
verbal a lo físico, ya sea dentro de los códigos del fandango, mediante
enfrentamiento lírico entre poetas o “versadores” en los géneros esta-
blecidos para ello: La India, La Rema y La Malagueña; aunque a veces
el duelo poético podía desencadenar el duelo con armas, las heridas
corporales o la muerte.
Los géneros lírico-musicales en los que la copla es cantada sir-
ven como refuerzo rítmico mnemotécnico a la misma. La copla se adap-
ta al tiempo y ritmo de los géneros musicales; por tanto, no es enuncia-
da igual al cambiar de región.
En la Tierra Caliente del Balsas el género musical llamado son
usualmente no tiene letra y su tiempo rápido no permite la “memori-
zación”; por eso las coplas con la temática aquí referida aparecen en
géneros como El gusto, La India, La Rema y La Malagueña, estos tres
últimos con música, o frase melódicas invariantes; pero fueron, y son,
campos fértiles para la improvisación lírica. Todas tienen tiempos de ¾,
son más pausadas y permiten el canto.
En la Tierra Caliente de la antigua parroquia de Sinahua, donde
confluyen los ríos Balsas y Tepalcatepec, los sones si se cantan. Aunque
en tiempo de 6/8, se ejecutan pausados, permitiendo el baile y la creación
lírica repentina por los cantadores de “versos” (coplas) para la ocasión.
En ambas subregiones de la Tierra Caliente la música es rítmi-
ca, acompañada con instrumentos de percusión, como la tamborita o el
cacheteo en el arpa y el zapateado sobre un idiófono percutido con los
pies, llamado “tabla” (o tarima), ritmos que ayudan a la memorización
de los textos cantados.
La copla, como síntesis ideológica y arma política, podía es-
cribirse al “volapié” en sitios públicos, pegarse como libelo y no dejar
rastro de su autor a las policías y cuerpos de inteligencia de los gobier-
nos de la “usurpación” o mandados por déspotas. Cantada en teatros, en
medio de los números sueltos de canto y baile, la copla era coreada por

47
el público, de manera tal que, la pura “tonadilla”, sin letra, tenía ya in-
tensión política. La copla pintada en las paredes o pegada con engrudo
a las puertas de las instituciones o las casas de los actores políticos tenía
(y tiene) un carácter subversivo y una eficacia de “guerrilla lírica”. Su
nexo con lo “popular”, aunque fuera escrita por licenciados y bachille-
res, le daba fuerza y posibilitaba la empatía.
Al mediar el siglo XIX, el fracaso de los ejércitos formales
mexicanos frente al avance de las tropas invasoras belgas y austriacas
motivó el surgimiento de numerosas guerrillas que interactuaron con
las tropas regulares. En la región del Balsas, desde Tacámbaro hasta
Zirándaro y de Zitácuaro a Churumuco, el general Vicente Riva Palacio
coordinó los esfuerzos del ejército de oriente, de guerrilleros de la talla
de Nicolás Romero; como el general era escritor se le atribuyen dos
piezas emblemáticas: El gusto federal y Adiós mamá Carlota:

¡Viva Dios! Que es lo primero,


dijo la oficialidad:
¡Muera el príncipe extranjero!
¡Que viva la libertad!
(El gusto federal, gusto)

El general Riva Palacio publicó un periódico para difundir las


ideas de los liberales, alentar la resistencia frente a la invasión y para
dar noticias del desarrollo de la contienda, lo llamó El pito real (como
se llama al pájaro carpintero en Tierra Caliente), aprovechó que ya exis-
tía un son llamado así y muy probablemente alentó para que se compu-
sieran coplas para el son, así la lírica tradicional sirvió como medio de
comunicación de mensajes ideológicos entre la mayoría de la población
de la región, que era analfabeta:

¡Yo no soy de aquí


soy de El Carrizal!
Soy puro chinaco
no soy imperial.
(El pito real, son terracalenteño)

48
Una parte de la población sentía empatía por los ideales de la
república y adaptó letras presentes en la lírica tradicional para expresar
su identidad política:

Soy indita, soy indita americana.


Soy indita soy india republicana.
Dime si te vas conmigo
lucero de la mañana.
(La indita, son terracalenteño de los Balcones)

Muchas personas fueron reclutadas a la fuerza, mediante leva,


y llevadas a pelear en la Guerra de los Tres Años; en Los Federales, un
son que se toca en la confluencia del Tepalcatepec con el Balsas, expre-
saban así su temor y desesperanza:

¡Dicen que los federales!


¡Tienen la vida comprada!
¡La tengan o no la tenga
¡a mi no me importa nada!
(Los federales, son terracalenteño)

La copla también fue usada por los conservadores para criticar


a los liberales y, como lo hicieron los liberales, no fue compuesta “re-
pentinamente” en los fandangos, fueron creadas por intelectuales y pu-
blicadas en los periódicos para que los lectores tuvieran “armas” líricas
para su defensa.
Aunque restringida, en el ámbito local y regional, la copla can-
tada corría con mayor rapidez en el siglo XIX de boca en boca que de
lector en lector. No es de extrañar que de entre las numerosas coplas
transcritas del siglo XIX, sólo haya una en referencia al son de Los fede-
rales, en tanto que en la memoria popular se resguardan dos, mostrán-
donos que la eficacia en la preservación no siempre la tiene la escritura.
Ahora bajemos a las pruebas empíricas. El 15 de agosto de 1870,
fiesta de la Asunción de la Virgen, patrona de Tlapehuala, se encontra-
ba Justo Regino tomando con Maximiano Ángel Manchi, soldado de

49
la compañía del Batallón del Señor Coronel Don Leonardo Valdés, y
estando hablando en el baile, llegó Cirilo Vázquez, vecino de Punga-
rabato preguntándole “¿Cuál era el partido que seguía y amaba?” Justo
contestó:

…que a la Federación era la que seguía y amaba


y por sólo esta razón… se incomodó y le tiró dos gol-
pes fuertes con un machete… conque venía armado a
causa de ser este invasor, un soldado religioso que se
halló en las trincheras de Cutzamala al mando del Ge-
neral Frontan… que mira con enojo a los federales… y
trataba de quitarle la vida por ser federal.

Sería interesante saber qué coplas cantaban los músicos en el


baile donde concurrían estos terracalenteños federales y religiosos,
bien podría ser algunas como esta:

Soy soldado de Huetamo


que también tomo el jerez,
con mi fusil en la mano
le he de gritar al francés:
¡Que muera Marsimiliano!
¡Viva el coronel Valdés!
(Copla suelta compilada por Mariano de Jesús Torres)

La copla era y es un medio ideológico, ya sea escrita y culta, o


cantada y popular; construye identidades sociales y representaciones
en los imaginarios mediante referentes positivos y negativos. Autores
cultos como Vicente Riva Palacio y Mariano de Jesús Torres escriben
coplas para que “el pueblo” las cante y tome partido por liberales o
conservadores; las escriben para que los partidarios de ambos bandos
las usen para zaherir el orgullo y menoscaben las identidades sociales
de los contrarios.
La copla es un recurso más, como la caricatura o el panfleto,
para “sintetizar” el complejo panorama ideológico y político ante una
población analfabeta; pero en ese resumen se pierden argumentos y

50
quedan desnudos los odios y las simpatías, esquematizados en postu-
ras liberales o conservadoras. No obstante hay resquicios para que los
sectores populares “hablen” en la copla, para que traduzcan sus propias
perspectivas y sinteticen su propia mirada y propuesta política:

¿Dónde estará el cura Hidalgo?


¿Dónde estás Benito Juárez?
Fueron patriotas cabales,
no andaban peleando cargos.

Unos dicen ¡Viva! ¡Viva!


¡Yo no sé quién vivirá!
Unos que viva el Gobierno
otros que la Libertad.
(El gusto federal, son terracalenteño)

En general la voz del autor de la copla es masculina, incluso se


devela detrás de aquellos versos que tienen, en apariencia, una mirada
femenina. A la mujer no se le ve como política o militar, sino como ab-
negada madre/esposa/hermana que manda a sus “hombres” a la guerra,
a morir, mientras ella padece hambre y violencia (muchas veces sexual).
La copla permitió que el grueso de la población fuera familiari-
zándose con palabras como: Federación, Unión, Libertad, Poder Repu-
blicano; tal vez no sucedió lo mismo con sus conceptos. Era más fácil
identificar a los “bandos”, centralistas/federalistas, monárquicos/repu-
blicanos, conservadores/liberales, Iglesia/Estado y adherise a ellos por
simpatía, pertenencia a una familia extensa con una militancia política,
por ser “paniaguados” de un rico o un político, sin tener claros cuáles
eran los principios políticos que los identificaban:

¡Ándale chiquita rema!


Rémale para La Unión.
Soy soldado de guerrerense
que le sirvo a la Nación,
por eso cantando digo:
¡Viva la federación!
(La rema, rema)

51
Incluso no todos los actores políticos tenían una ideología só-
lida y cambiaban de bando; el ejemplo más claro es Antonio López de
Santa Anna, quien terminaba salvándose de los problemas en que lo
metía su “chaqueta” nueva mediante el autoexilio, nombre menos ver-
gonzante que el de huída:

Santana dijo en el Puerto,


Cuando ya se iba a embarcar:
-Han dicho lo que no es cierto
¡Ahí les dejo el gallo muerto,
acábenlo de pelar!
(El gusto federal, gusto)

La copla cantada tiene como apoyo mnemotécnico la música y


su ritmo. Mientras la copla escrita en un periódico depende de que el
lector decida o no enunciarla, y que se resguarde como documento en
un archivo hemerográfico o particular; la copla cantada se preserva por
su “repetición” en los contextos festivos y memorizada entre los asis-
tentes. Tiene pues una doble destilación: entre el gusto contemporáneo
y el de las generaciones posteriores; su preservación en la tradición oral
muestra que el suceso enunciado fue trascendente para la población que
la creó, la canta y preserva en la memoria colectiva.
Algunos de los más destacados militares y defensores del orden
republicano y federal, se “formaron” al fragor de las batallas y proce-
dían de los estratos medios y bajos de la población; sin embargo, la
coyuntura política, sus habilidades, conocimiento del terreno y valor
los llevaron a dirigir militarmente a otros compatriotas, sus “iguales”
en lo social; por ello, no es de extrañar que Nicolás Romero, tocara la
“jaranita” y cantara cuando podía los sones de la tierra.
Muchos de los actos de don Melchor Ocampo tuvieron reper-
cusiones insospechadas para él; sin embargo, importantes para la vida
social y cultural de los pobladores de la Tierra Caliente. La época que le
tocó vivir continúa recreándose en los fandangos, cuando los músicos
tradicionales tocan piezas como El gusto federal, Los Federales, La
plata lucida, o Dime morenita mía.

52
En la actualidad se inician apenas algunas acciones para salva-
guardar las artes tradicionales de la Tierra Caliente. Ya hay talleres que
involucran a la música y el baile; pero casi en ninguno se pone atención
a la lírica. Por inclinación individual e influencia de la revitalización del
sistema del “son jarocho”, que incluye a la décima, algunos folcloristas
escriben ahora décimas y las “cantan” o enuncian en los “fandangos”,
o festejos escenificados; pero no tiene temáticas políticas. No obstante,
no estamos lejos del momento en que reaparezca la lírica con temática
política en la música bailable del Occidente de México:

Y en tanto los chinacos,


que ya cantan victoria,
guardando tu memoria
sin miedo ni rencor.

Dicen, mientras el viento


tu embarcación azota:
¡Adiós mamá Carlota!
¡Adiós mi tierno amor!
(Adiós mamá carlota, canción)

53
Bibliografía
Dimas Huacuz, Néstor, Temas y textos del canto p’urhépecha, Zamora,
El Colegio de Michoacán/IMC, 1995.
Frenk, Margit (coordinadora), Cancionero folclórico de México, 5 To-
mos, México, El Colegio de México, 1975-1985.
González, Raúl Eduardo, Cancionero tradicional de la Tierra Caliente
de Michoacán, “Canciones líricas bailables”, Vol. I, Morelia, UMSNH/CO-
NACULTA, 2009.
González, Raúl Eduardo, El valonal de la Tierra Caliente, Morelia, Ji-
tanjáfora/Red Utopía, 2009.
Mendoza, Vicente T, Glosas y décimas de México, México, FCE, 1996.
Ochoa Serrano, Álvaro y Herón Pérez Martínez, Cancionero michoaca-
no 1830-1940, Zamora, El Colegio de Michoacán, 2000.
Parra Santaolaya, Estéfano, Tierra Caliente. Cuentos, leyendas, fábu-
las, cantares y poesía, 3ª ed., México, edición del autor, 1992.
Sánchez, Rosa Virginia, “La lírica de los sones del Occidente. Caracte-
rísticas generales”, en Barragán, Esteban et al., Temples de la tierra. Expre-
siones artísticas en la cuenca del río Tepalcatepec, Zamora, El Colegio de
Michoacán, 2011, pp. 55-70.

54
“El único medio moral de fundar
la familia”: Melchor Ocampo y
la secularización del
vínculo matrimonial

Cecilia Adriana Bautista García


Doctora en Historia por El Colegio de México, A.C.

E
l 9 de diciembre de 1859, el joven capitán de caballería, José
María Vences, oriundo de Morelia, y su novia, Francisca Mu-
ñoz Ledo, originaria de Valle de Santiago, Guanajuato, afir-
maron su libre voluntad de contraer matrimonio. Con familia-
res como testigos y, teniendo Francisca el consentimiento de sus padres,
por tener 16 años de edad, se llevó a cabo este enlace que resultó ser la
primera unión ante el Registro Civil en la ciudad de Morelia.
La creación del Registro Civil representó un parteaguas en la
consolidación de los derechos individuales en nuestro país, como bien
lo entendió en su momento Melchor Ocampo, uno de los personajes
centrales de este cambio jurídico que formó parte del grupo de liberales
redactores de las Leyes de Reforma que, con la creación del Registro
Civil, instituyeron los fundamentos jurídicos seculares del matrimonio.
Se entenderá por secularización, la racionalización progresiva del poder
político, de la administración de la justicia y de la organización social
que lleva a concebir la separación de las esferas de acción de la Iglesia y
el Estado. Dicha racionalización exigió la ampliación de las facultades
del Estado, en busca un dominio exclusivo de las distintas esferas de la
vida pública.

57
Quizá el enfrentamiento Estado-Iglesia, que acompañó el surgi-
miento del Registro Civil, haya ideologizado y opacado sus objetivos y
alcances. Sin embargo, su origen debe insertarse en la reforma liberal
del Estado mexicano en el siglo XIX, como un lento y complejo proce-
so que impulsó múltiples cambios sociales, políticos y económicos; uno
de los más importantes fue la secularización del registro de los hechos y
actos vitales de las personas, tales como el nacimiento, el matrimonio,
el divorcio, la nulidad matrimonial, la defunción, entre otros.
¿Cuál fue la participación de Ocampo en la secularización del
vínculo matrimonial? Melchor Ocampo sostuvo importantes polémi-
cas con las autoridades eclesiásticas, a partir de su crítica al papel que
desempeñaba la Iglesia católica en la sociedad. Su crítica no resulta-
ba una mera posición anticlerical recalcitrante, sino formaba parte de
una racionalidad liberal que privilegiaba los derechos individuales y las
competencias del Estado, por encima de la prerrogativas eclesiásticas.
Podemos notar cuatro momentos en la discusión: la polémica en torno a
las obvenciones parroquiales en 1851; la discusión el matrimonio civil
y las obvenciones parroquiales en el Congreso Constituyente de 1856-
1857, las leyes del 11 de abril de 1857, y Ley Orgánica del Registro
Civil, de julio 1859. A través de estos momentos, puede evaluarse mejor
la participación de Ocampo en ese proceso.

I. La polémica de Ocampo en torno a


las obvenciones parroquiales

El 8 de marzo de 1851, Ocampo dirigió a la cámara de diputados una


Representación sobre reforma de arancel de obvenciones parroquiales.
En el documento, Ocampo propuso un cambio en las disposiciones vi-
gentes que establecían las obvenciones parroquiales, es decir, el pago
que los católicos debían hacer a los párrocos por sus servicios ministe-
riales: bautizos, bodas, entierros, misas, etc. El tema no era nuevo, pues
remitía a las continuas fricciones entre los párrocos y su feligresía por
el pago de estos servicios.
La falta de un arreglo, entre la República mexicana y la Santa

58
Sede, en torno Real Patronato Indiano -acuerdo entre el Estado y la
Iglesia vigente durante todo el periodo novohispano, que establecía las
prerrogativas y facultades eclesiásticas en los territorios pertenecientes
la corona española en América-, había permitido que el tema de las
obvenciones parroquiales, y otros aspectos referentes a la administra-
ción y jurisdicción eclesiástica sobre la sociedad, quedaran sin una
definición clara en la primera mitad del siglo XIX. La Constitución
de Cádiz de 1812 y la legislación mexicana posterior al inicio de la
independencia, suprimieron una parte de los antiguos privilegios de las
corporaciones, con el ánimo de establecer un principio de igualitario
entre la población, de tal suerte que los tributos, el trabajo forzoso, los
servicios personales, etc., quedaron abolidos. Las disposiciones tra-
jeron mayor confusión en torno a los términos en los que se entendió
el pago de las obvenciones, pues en el periodo novohispano, por lo
menos hasta antes del reformismo borbónico en la segunda mitad del
siglo XVIII, el pago de los servicios parroquiales se diferenciaba, tanto
en forma de pago, como en cantidad, con base en la riqueza y el ori-
gen étnico de quien lo pagaba, siendo los pobres y las comunidades de
indios. Juan Cayetano Gómez de Portugal, obispo de Michoacán en
aquel entonces (1831-1850), realizó una revisión de los aranceles en
1832, sin establecer modificaciones importantes. A partir de la legisla-
ción de la primera mitad del siglo XIX, varios eclesiásticos intentaron
cobrar por sus servicios a discreción, ya sea con el aumento de las
cuotas según su parecer, o estableciendo asignaciones igualitarias, sin
distinguir la pobreza del feligrés. Lo anterior había dado lugar a múl-
tiples conflictos, a partir de la resistencia de una parte de la población
a pagar. Los sectores más empobrecidos, entre los que se encontraban
algunas comunidades de indios y los trabajadores del campo, resintie-
ron particularmente esta situación.
No es casual que Ocampo, en su papel de hacendado y por su
cercanía con el medio rural, se haya percatado de esta conflictividad
que, según él mismo comenta, se daba en las cercanías de su propia
hacienda. La codicia de los eclesiásticos y su falta de compromiso con
su labor pastoral, fue el foco de una parte de sus comentarios. Varios

59
periódicos de la época publicaban las quejas de los pueblos a los ex-
cesos de algunos párrocos, que llegaban a pedir en pago por la rea-
lización de las bodas, además de sus alimentos diarios, “hasta siete
pesos y dos reales, un guajolote, una gallina, aguardiente de caña…”.
Los señalamientos que hizo en su Representación, dan cuenta de falta
de compromiso de los párrocos con la población a la que servían, sin
negar el derecho que éstos tenían a ser retribuidos por sus servicios. La
sensibilidad del entonces senador, se dejó ver en los amplios comenta-
rios sobre las condiciones sociales de los pobres del campo, enfatizan-
do los abusos del clero.
Sin embargo, la cuestión se torna compleja, toda vez que asis-
ten diversas razones a explicar las motivaciones de Ocampo en torno a
los pagos eclesiásticos. En sus comentarios subyace no sólo la crítica a
la actuación del clero, sino su propia visión de los términos en los que
debía reordenarse la relación Estado-Iglesia en la República liberal. No
propuso una separación de ambos poderes, a manera de una indepen-
dencia, como lo llegará a plantear, casi 10 años después, junto a otros
liberales con las Leyes de Reforma. La Representación proyectó una
vinculación entre ambas potestades, a partir de una reforma a la organi-
zación eclesiástica adaptada al programa liberal.
Su propuesta para remediar la situación no fue la supresión del
clero o de los servicios religiosos que prestaba, sino la sujeción admi-
nistrativa de la Iglesia al poder civil, particularmente en la parte ma-
terial. Sugirió las bondades de un clero al servicio del Estado, especie
de funcionario público, cuya retribución tocaría al gobierno civil. Una
Iglesia dedicada a su labor pastoral, lejos de las excesivas facultades
que ostentaba y de la contaminación que suponía la administración de
recursos económicos, más allá de los necesarios para la mantener el
decoro del culto, fue el ideal que Ocampo compartió con otros liberales
en esos años.
Sus comentarios tuvieron un fuerte eco y dieron lugar a la polé-
mica, a través de tres Impugnaciones dedicadas a refutar la Representa-
ción. No existe un consenso acerca de la autoría de las impugnaciones,
pues aparecieron firmadas bajo el seudónimo “Un cura de Michoacán”,

60
pero es factible la idea de que hayan sido hechura de varias manos;
entre los involucrados se cuenta a quien fuera eclesiástico de Mara-
vatío, Agustín Ramos Dueñas, conocido de Ocampo, y al obispo de
Michoacán, Clemente de Jesús Munguía. Las respuestas anatemizaron
los argumentos de Ocampo y expusieron el recuento de la legislación
de los aranceles, a la cual se defendió como materia exclusiva de las au-
toridades eclesiásticas y no del Estado. A las impugnaciones, siguieron
las Respuestas de Ocampo, cinco en distintos momentos, a las Impug-
naciones. En estos documentos, el senador pudo extenderse en amplios
temas, entre los que se destacan los límites de las facultades de los
obispos, los alcances de las prerrogativas del Estado para legislar en
materias eclesiásticas, y la necesidad de establecer aranceles eclesiás-
ticos justos que tomaran en cuenta la pobreza de los trabajadores. La
discusión terminó con la última respuesta de Ocampo el 15 de noviem-
bre de 1851. Al año siguiente sería elegido gobernador del estado de
Michoacán.
Los gobiernos civiles pudieron proyectar el tema de las obven-
ciones parroquiales como una cuestión administrativa, que se encar-
gó legislar al Ministerio de Justicia y Negocios Eclesiásticos. El 11 de
abril de 1857, el Ministerio publicó la ley sobre derechos y obvencio-
nes parroquiales, por la que suprimió el cobro por los servicios de ca-
samientos, entierros y bautismos realizados a la población pobre. De
igual manera quedaron suprimidos los pagos de obvenciones mediante
la prestación de servicios personales, tasaciones, concordias, alcancías
y hermandades.
Esto representó un paso sustancial hacia la secularización de los
vínculos sociales, que impactó la relación Estado-Sociedad-Iglesia por
dos razones: permitió transferir la tutela de los individuos de la Iglesia
al Estado y constribuyó a la consolidación de los derechos individuales.

61
II. La secularización del matrimonio y
la Epístola de Ocampo

La secularización de los hechos y actos vitales de las personas pudo


afirmarse con varias leyes que lograron condensar las aspiraciones libe-
rales: la Ley Orgánica del Registro Civil, de 27 de enero de 1857, Ley
para el Establecimiento y Uso los Cementerios, del 30 de enero de ese
mismo año, y la Ley Orgánica del Registro Civil, 28 de julio de 1859.
El registro de los actos vitales de las personas y la administra-
ción estatal de los conflictos judiciales derivados de ellos, sentaron las
bases de la secularización jurídica de la sociedad. Esta secularización
fue impulsada por la creación del Registro Civil y de la legislación es-
pecífica desarrollada en decretos particulares y en la codificación.
El cambio es sustancial, si consideramos que las nuevas dispo-
siciones establecieron que los actos y hechos vitales, registrados ante
las autoridades civiles, surtían todos sus efectos legales sin la interven-
ción de los párrocos, jueces y tribunales eclesiásticos. La jurisdicción
civil de la Iglesia a través de los párrocos y sus registros quedaba su-
primida, para dar lugar a la jurisdicción de una nueva figura: el registro
civil, cuyas facultades se hicieron más complejas conforme avanzó la
especificidad de las causas civiles en la codificación.
No obstante, la legislación de 1857 no estableció una ruptura
entre el matrimonio como contrato y como sacramento. Si bien el ma-
trimonio civil legalizó la unión conyugal y los actos que derivaban de
ella, como la legitimidad de los hijos, la patria potestad, el derecho
hereditario, la dote y demás acciones referentes a la administración de
la sociedad conyugal, la Ley Orgánica estipuló que el registro ante los
funcionarios del gobierno debía darse después de celebrado el matri-
monio eclesiástico, al que se le daba primacía. Así, se obligó a los con-
trayentes a mostrar la partida parroquial ante el juez del registro para
poder celebrar el contrato matrimonial.
En este primer momento, el gobierno buscó ampliar su autoridad
y crear una jurisdicción, aunque débil, propia, para el control guber-
namental del matrimonio, mediante una distinción entre el matrimonio

62
como contrato civil y como sacramento religioso. Ambos se comple-
mentaban, en su carácter civil y espiritual, a partir de una confusa inte-
racción entre autoridades.
Entre el primer y segundo momento, medió una guerra civil que
contextualizó la promulgación de las Leyes de Reforma, la separación
Estado-Iglesia y la secularización de los actos vitales de los individuos.
La Ley Orgánica del Registro Civil de 28 de julio de 1859, constó de 43
artículos y un párrafo transitorio, agrupados en cuatro capítulos: dispo-
siciones generales, actas de nacimiento, actas de matrimonio y actas de
fallecimiento, bajo el principio de que la sociedad, “para todo”, debía
“bastarse a sí misma”. A partir de ello, los poderes legalmente consti-
tuidos debían, en nombre de la sociedad, establecer los lineamientos
que, en armonía con los principios morales de la sociedad, legitima-
sen al matrimonio como un acto civil. La solemnidad y legitimidad del
contrato enfatizó el compromiso moral adquirido por los contrayentes,
“para que viviendo en la honorabilidad y en la justicia procuren de con-
suno el bien de ellos mismos y de sus hijos.”
El artículo 15 enfatizó la parte moral secular del matrimonio,
con la contribución de Melchor Ocampo en la famosa Epístola. Des-
pués de que los contrayentes afirmaban su libre voluntad de aceptarse
como marido y mujer, el juez debía dar paso a la “manifestación” redac-
tada por Ocampo, redactada a manera de pequeño sermón que estipu-
laba el carácter del matrimonio civil, sus fines y el papel que cada uno
de los contrayentes debía desempeñar. Éste se reconoció como el único
medio moral para formar una familia, para “conservar la especie y ...su-
plir las imperfecciones del individuo que no puede bastarse a sí mismo
para llegar a la perfección del género humano.” La Epístola afirmó los
roles sociales -expectativas- asignados a los hombres y a las mujeres,
en el matrimonio, propios del horizonte cultural de la época, del cual
no escaparon los liberales. Ello ayuda a explicar que los objetivos del
contrato civil y del sacramento estén alejados. El contrato respetó la
indisolubilidad del matrimonio que establecía el sacramento, fijando
al divorcio civil en los mismos términos que el divorcio eclesiástico,
considerado solamente como la separación de cuerpos que no autoriza

63
a los divorciados a contraer nupcias nuevamente mientras viviera el
esposo(a) de quien se separaban.
El registro garantizó un derecho civil, si bien de las minorías,
pero que complementa el principio de libertad de conciencia permitien-
do a aquéllos sectores no católicos legalizar sus uniones conyugales.
Para Ocampo, la creación de instituciones como el Registro Civil era
la posibilidad de asegurar un pensamiento independiente, lejos de las
presiones de la Iglesia, sobre las cuestiones de la patria, la libertad y el
orden, y de afirmar la dignidad personal, los derechos y las garantías
individuales.
A pesar de la ruptura legal Estado-Iglesia, el gobierno liberal no
negó, como algunos autores sostienen, el carácter sacramental del ma-
trimonio, pues sólo desconoció los efectos legales de éste. Si el orden
liberal garantizaba el respeto a las conciencias de los individuos, debía
asegurar que éstos pudieran estar en posibilidad de decidir efectuar, o
no, el sacramento religioso, no sólo católico, sino del culto que profesa-
ran los contrayentes, sin que ese hecho afectara los efectos legales del
matrimonio. Este representa el legado de Ocampo a la secularización de
las instituciones sociales en nuestro país.

64
Bibliografía
Arreola Cortés, Raúl. ¿Quién se amparó en el seudónimo Un cura de
Michoacán? En Estudios de Historia Moderna y Contemporánea de México,
México, Universidad Nacional Autónoma de México, Instituto de Investiga-
ciones Históricas, v. 5, 1976, p. 63-92.
Bautista García, Cecilia A. “La cuestión religiosa en el Congreso Cons-
tituyente de 1856-1857”, en Yolanda Padilla Rangel, et.al. La Historia de
México a través de sus regiones. Nuevos acercamientos a la historiografía
regional. Siglos XIX y XX, Aguascalientes, Ags. Universidad Autónoma de
Aguascalientes, Gobierno del Estado de Aguascalientes, 2011, pp.104-126.
Dublán, Manuel y José María Lozano. Legislación mexicana ó colección
completa de las disposiciones legislativas expedidas desde la Independencia
de la República ordenada por los licenciados Manuel Dublán y José María
Lozano. Publicación digital. El Colegio de México http://lyncis.dgsca.unam.
mx/harvest/cgi-bin/DUBLANYLOZANO/muestraXML.cgi?var1=8-5060.
xml&var2=8
González, María del Refugio. El derecho civil en México, 1821-1871.
Apuntes para su estudio. México, Universidad Nacional Autónoma de Méxi-
co-Instituto de Investigaciones Jurídicas, 1988.
Ocampo Melchor. Obras completas, Tomo 1, Polémicas religiosas, pró-
logo Félix Romero, México, F. Vázquez Editor, 1900.

65
Don Melchor Ocampo y la Sociedad
Civil ante la invasión estadunidense

Raúl Jiménez Lescas


de la
División de Estudios de Posgrado.
Facultad de Historia.UMSNH.

1
846. La invasión estadunidense a México seguía avanzando,
cuando Don Melchor Ocampo fue nombrado gobernador interino
de Michoacán, tomando posesión de su cargo el 5 de septiembre
de 1846 y, electo gobernador constitucional, el 27 de noviembre
de ese mismo año, todo en medio de fuertes problemas ocasionados
por causas externas (el avance del ejército invasor) e internas, como la
luchas entre federalistas y centralistas y, el restablecimiento del federa-
lismo, bajo el Plan de la Ciudadela. El 17 de enero de 1847, reabrió el
Colegio de San Nicolás, convencido de la importancia de la educación.
Muchas fueron las facetas de Ocampo durante la invasión, como
el impulso de las resistencias de la gente común y corriente, lo que aho-
ra llamamos Sociedad Civil. Según James Scott las “resistencias” de los
subordinados es general, lo mismo en la Antigüedad que en la Actuali-
dad. Sí Michel Foucault estudió la Ingeniería del poder, James Scott…
la ingeniería de los subordinados.
Con los testimonios que reposan en diversos archivos, podemos
reflexionar sobre la Resistencia Social de los michoacanos en aquellos
años difíciles de la Guerra de Conquista estadunidense y, podemos con-
cluir, que las resistencias fueron a varios niveles: con acciones civiles,
individuales, donativos de curas (Huetamo y Chilchota); guerrillas y
Batallones que integraron la Guardia Nacional. Vamos a destacar la par-
ticipación femenina y civil en las llamadas…

67
Juntas Patrióticas

Ocampo alentó las Juntas que consistían en grupos de voluntarias y


voluntarios, cuya tarea fue la acopiar recursos económicos, armas, mu-
niciones, ropa y alimentos para las tropas en el frente de batalla. La
moreliana, Dolores Alzúa de Gómez fue una activa y entusiasta promo-
tora. Según comunicado (4 de diciembre de 1846) se dio cuenta de los
recursos enviados a los soldados:

“Con el jefe que hoy conduce a San Luís Potosí


otra partida de reclutas, se remite ya al Exmo. Sr. Ge-
neral en jefe del Ejército de operaciones, los seis bultos
o fardos que contienen los efectos que por donativos
reunió la junta patriótica de señoras, que V. dignamen-
te con tal objeto. Doy a Ud. y a las demás señoras que
compusieron la expresada junta, las más expresivas
gracias a nombre del Estado, por la prontitud y efica-
cia con que procuraron desempeñar su comisión; y sin
dejar de darlas también a todas las que contribuyeron.
Dígnase V. admitir las seguridades de mi consideración
y particular aprecio.”.1

Otras doñas de Puruándiro y, vecinos de Pátzcuaro hicieron lo


propio, que fue anunciado en misiva por el gobernador Ocampo al ge-
neral Santa Anna refiere a estas actividades de las señoras:

“… el Teniente Coronel D. Tiburcio González que


conduce a esa capital otra partida de 291 reemplazos y
desertores del Ejército, remito a disposición de V. E. seis
bultos o fardos que contienen las prendas de vestuario y
otros efectos… que han proporcionado como donativo

1 OCAMPO, Melchor, Obras Completas, tomo III, Documentos políticos


y familiares 1842-1851, Morelia, Comité Editorial del Gobierno de Michoacán,
1986, p.176 (selección, prólogo y notas de Raúl Arreola Cortés). Se respeta la
redacción original. Las negritas son nuestras.

68
señoras de esta capital. También envío un baúl con hilos
y vendas hechas por otras de Puruándiro, y otro bulto con
ochenta y siete tres cuartas varas brin que proporcionaron
dos vecinos de Pátzcuaro.. (promete) 133 reemplazos y
espero que muy pronto se dará el completo, pues he reite-
rado mis órdenes a las Prefecturas. Admita V. E. con este
motivo las seguridades de mi atención y respeto….”.2

La lista fue grande: De Morelia: 2 bultos con 369 camisas y


algunos pantalones. Dos bultos con 300 pares de calzado. Un bulto con
162 vendas con cabezales e hilos. Otro bulto con solo hilos. De Puruán-
diro: un baúl con hilos y vendas y de Pátzcuaro, otro bulto… En total: 7
bultos y un baúl, acopiados por las organizaciones de la sociedad civil
michoacana.3 En 1847, era un enorme esfuerzo de la gente común y
corriente como le llamaría Eric Hobsbwan.
De los testimonios se desprende que, lo que ahora se le llama
Sociedad Civil, estuvo activa y colaborando. Al respecto de la partici-
pación de las mujeres mexicanas en la resistencia, contamos con una
carta del general Santa Anna contestando a las señoras de la capital que
apoyaron con donativos:

“Por el oficio de V. E. fecha 27 del próximo pasa-


do y lista que acompaña, me he enterado de las canti-
dades y efectos con que han contribuido varias aprecia-
bles Señoras de esa Capital, para ausiliar á este Ejercito

2 Archivo Histórico “Genaro Estrada” del Acervo Histórico Diplomático


de la Secretaría de Relaciones Exteriores de México (en adelante AHGE-SRE).
1845-1847. Listas de las señoras que hicieron donativos a favor de los heridos en
Monterrey. Ofrecimientos de diversas corporaciones, colegios, etc. Para contribuir
a la defensa del país (22). Sucesos entre México y los Estados Unidos de América
relacionados con Texas y otros estados limítrofes. Guerra contra los Estados Unidos
de América. Gobierno del Estado de Michoacán. Sección 1ª. N. 274. Misiva del
gobernador Melchor Ocampo, 4 de diciembre de 1846. LE-1086-22. 2fs (88-89).
3 AHGE-SRE. Gobierno del Estado de Michoacán. Sección 1ª. Lista que…,
3 de diciembre de 1846. Isidro García de Carrasquedo. Copia que certifica. LE-
1086-22. 1 fs (90). Al final se darán las fuentes primarias, para facilitar la lectura.

69
en la guerra contra los invasores, y en contestación su-
plico a V. E. dicte sus disposiciones a fin de que cuan-
to antes se trasladen á esta Ciudad los mencionados
donativos.

Y, en otro documento, el general notificó que ha recibido la lista


de las señoras que donaron efectos para la guerra contra el invasor:

“… recibí una lista con los nombres de las Sras.


de esa Capital que han querido presentar su ofrenda de
dinero y otros efectos, consagrandolo todo á los heridos
en la Guerra que actualmente sostiene la República…”.

Con fecha del 10 de diciembre notificó que recibió los dona-


tivos de las “bellas mexicanas” del estado de Puebla. Y no fueron las
únicas. Una carta de un soldado invasor enviada al Luoisville Courier,
dio cuenta del testimonio de una mujer del norte del país. Ahí dice:

“… el día 21 (septiembre de 1846), vi una mexi-


cana muy activa llevando pan y agua a los heridos de
ambos ejércitos. La vi levantar la cabeza de un hombre
herido, darle agua y envolver su horrible herida con el
pañuelo que ella llevaba en su cabeza. Cuando agotaba
sus provisiones salía a buscar más, para atender a otros.
Cuando ella regresaba escuché la explosión de un arma
de fuego, y la pobre criatura calló muerta. Me dolió el
corazón e involuntariamente miré al cielo… Al día si-
guiente, su cuerpo yacía en el mismo lugar y a un lado
el cesto roto… cavamos una tumba, en medio de una
lluvia de balas de cañón.”.

Otras tantas quedaron en los Apuntes de Guillermo Prieto, como


María de Jesús Dosamantes, quien vestida como militar se presentó,
el 19 de septiembre de 1846, ante el general Pedro de Ampudia, para
ofrecer sus servicios en la resistencia al invasor; enviada al Fortín de la
Ciudadela.

70
Prieto escribió sobre esta mujer:
“… con gran valor y coraje esta enigmática jo-
ven colaboró con los soldados que abrían fuego desde
las troneras contra el ejército invasor. Poco se sabe de
ella, pero las referencias de soldados y generales han
resguardado su presencia en este fortín. La Ciudadela
nunca se rindió y los soldados fueron obligados a arriar
la bandera después de la firma de la capitulación.”.

Otra dama que destacó en la Resistencia fue Josefa Zozaya, de


una de las más distinguidas familias de Monterrey, que mereció un poema
de Don Guillermo Prieto, en su Triste y dolorido romance de Monterrey:

¡Oh, Josefa Zozaya! ¿Por qué, ingrata,


No te alza Monterrey un monumento?

Durante el sitio sufrido por la ciudad de Huamantla, en octubre


de 1847, destacaron mujeres al lado de las fuerzas armadas comandadas
por Eulalio Villaseñor. Otro tlaxcalteca, el coronel Felipe Santiago Xi-
coténcatl, comandó al Batallón de San Blas, que junto al Batallón Mata-
moros de Morelia, participó en la defensa del Castillo de Chapultepec.

El Batallón Matamoros de Morelia, idea Ocampista


Sin duda, la participación más conocida de los michoacanos fue la del
Batallón Matamoros de Morelia, formado por voluntarios de la Socie-
dad Civil (“laboriosos artesanos, honrados padres de familia y jóvenes
de familias distinguidas”),4 a diferencia del Batallón Activo de More-
lia, integrado por militares. El 1º de abril de 1847, Michoacán amane-
ció con la noticia de que los yanquis habían ocupado Veracruz, por lo
que los morelianos más impacientes acudieron al gobernador Ocampo
“… ofreciéndole sus personas para organizar fuerzas y contribuir a

4 G. Ruiz, Luís, Carta de Luís G. Ruiz a Melchor Ocampo, México, 7 de


agosto de 1847, en: OCAMPO, Melchor, “Obras Completas”, Op. Cit., p. 198-199.

71
la defensa de la integridad del territorio nacional.”, narró el Teniente
Alemán en sus Apuntes. El 4 de abril, en el edificio del Colegio de la
Compañía de Jesús (hoy Centro Cultural Clavijero) se concentraron
cientos de personas para constituir el Batallón.
Don Melchor Ocampo, una personalidad muy destacada de los
liberales y como gobernador tomó la iniciativa:

“… ¿cómo hacer la guerra? ¿Tenemos masas


organizadas? ¿Podemos, reuniéndolas, improvisar su
disciplina? ¿Tenemos armas con que hacer útil esa
fuerza?”.

Y respondió:

“Por triste que ello sea, es necesario decirlo: nada


tenemos, y el enemigo lo sabe, por la íntima persuasión
de que la guerra es nuestro único recurso, la voluntad
de hacerla y la certeza de que una paz que hoy se firma-
ra no produciría ni las bajas y mezquinas ventajas que
sus partidarios pretenden sacar de ella.”.

El 4 de abril se efectuó la reunión que daría origen al Batallón,


presidida por Ocampo y Santos Degollado. El Gobernador se dirigió a
los ciudadanos con una breve elocución y procedió “… a organizar el
cuerpo de infantería, otro de caballería y una batería de artillería.”. En
los corredores del alto y colonial edificio, se escuchó el grito de: ¡un
paso al frente los dispuestos a defender la Patria!, el entonces nicolaita
Isidro Alemán, recordó que más de mil morelianos dieron el paso al
frente dispuestos a dar su vida en esa guerra. Pero sólo 800 ciudadanos
fueron “… escogidos para formar un batallón de infantería al que se le
dio por el ciudadano gobernador el nombre de Batallón Matamoros de
Morelia.”. Hubo deserciones y, al parecer, llegaron unos 600 volunta-
rios a la capital del país.
Se conformaron 8 compañías: una de granaderos, otra de cazado-
res y seis de fusileros, con sus respectivos jefes y oficiales (Reglamento

72
de la Guardia Nacional decretada de 1846). El Batallón fue acuartelado
en el Cuartel del Piquete; se les entregaron fusiles ingleses de chispa;
por la mañana realizaban sus ejercicios de armas en la plazuela de San
José y, al caer la tarde, practicaban los denominados ejercicios de táctica,
ahí en el Llano de la Cantera. En las noches, los oficiales recibían “Aca-
demia” militar para instruirlos.
En mayo, el gobierno decidió mandar a confeccionar la bandera
del Batallón, para lo cual le encomendó la tarea a Manuel M. Montaño
(ex oficial del Ejército Trigarante) y a su esposa, Doña Francisca Rami-
ro de Montaño, que confeccionó esa histórica Bandera (hoy en día ya
restaurada y a resguardo en la Sala “Melchor Ocampo” del Colegio de
San Nicolás de Hidalgo).
El 26 de mayo, los soldados recibieron sus uniformes (levita y
pantalón de paño azul corriente, con cuellos, puños y franjas de paño
carmesí, y gorra de cuartel con visos y borla del mismo color carmesí).
El 27, el Batallón se concentró en la Plaza de Armas de Morelia, partió
en medio de aplausos y fanfarrias a defender la capital de la República.
Se llevaron a cabo los honores reglamentarios. El cura franciscano, fray
N. Héjar ofició una misa, bendijo la bandera y, según Isidro Alemán,
“predicó un sermón patriótico”. Tras la descarga de fusilería y la arenga
de Ocampo, a las 9:30 de la mañana, la columna del Batallón marchó a
su misión.
Las palabras pronunciadas por el Gobernador, aún las podemos
escuchar, “Mis amigos”, les dijo:

“Acabaís de jurar que sereís fieles a vuestra ban-


dera, es decir, que lo sereís a vuestra patria como solda-
dos; sin jurar, vuestro interés está en serle fieles como
ciudadanos. La pobre México, en medio de su angus-
tia, se reposa en el valor de sus buenos hijos, ¿querrías
hacerle perder toda la esperanza? No; Michoacán, la
cuna de los héroes, la tierra clásica de la libertad en la
república, no puede tener hijos que la traicionen, que la
engañen con un juramento sacrílego. ¿Sería el Batallón
Matamoros el primero que deslustrase el buen nombre

73
de Michoacán? ¿Sereís vosotros los que hagaís malde-
cir a vuestro Estado y que caiga de su antiguo renom-
bre? No, mil veces no; vais a representar en el ejército
nuestras antiguas glorias: aumentadlas.”.

Y los amigos de Ocampo marcharon a la capital. Su recorrido


fue del 27 de mayo al 8 de junio, cuando pasaron por la Garita de Belén
por disposición del ministerio de Guerra se agregaron al Batallón de la
3ª Brigada de Infantería, al mando del general Joaquín Rangel. Por esos
días, se les unió la Compañía Revolucionaria de Angangueo “Fieles de
Cóporo” de 34 hombres.
El general de brigada Joaquín Rangel dejó un gran testimonio,
escrito el 7 de abril de 1848, sobre la participación del Batallón en la
batalla del 13 de septiembre de 1847 en Chapultepec.5

Don Melchor Ocampo: “Independencia o muerte”

La lectura de los documentos redactados por Ocampo nos permitieron


un mejor análisis de las decisiones políticas, discursos y proclamas que
el Ejecutivo emitió en ese quiebre histórico que significó la guerra. El
16 de febrero de 1847, el Vice-gobernador del Estado hizo saber a los
habitantes que el Congreso Constitucional había decretado:

“Se faculta al Gobierno del estado para que organi-


ce y reglamente la Guardia Nacional, en un grado de fuer-
za correspondiente á las exigencias de la guerra exterior;
reservando la necesaria para la seguridad interior de Mi-
choacán, y conservación de las instituciones federales.”.
El Congreso facultó al Gobierno a “disponer de todas las ren-
tas”, para los fines militares. El artículo 3º señalaba la necesidad de

5 Archivo General de la Nación (AGN, en adelante), RANGEL, Joaquín,


Declaración del General Joaquín Rangel, 7 de abril de 1848, México, AGN,
Archivo de Guerra, vol. 273, fs. 59-60 v. Trascripción corregida, agregando
corchetes, para una mejor lectura.

74
centralizar y disciplinar las milicias ya existentes por Michoacán.
Ocampo, dirigiéndose a los ciudadanos, señaló el 3 de abril del
terrible año de 1847: “¡Juventud michoacana, levántate!... ¡preparaos al
combate!”. Para cerrar su proclama, Ocampo dijo:

“Michoacanos: sin soldados no se puede hacer la


guerra; sin armas no puede haber soldados; sin dinero
no pueden tener aquéllas ni mantener éstos. Armaos los
unos y contribuid los otros al sostén de los que se ar-
men. Si la letal e inexplicable apatía que hasta hoy se
ha mantenido sobre el centro de la república no hubiera
escaseado los recursos a nuestros hermanos de oriente
y occidente, México no se vería hoy en la angustia que
sobre todos pesa.”.

Estos documentos muestran el ánimo que vivía la élite política


y los apuros que pasaban para encarar la defensa de la Nación, el 24 de
abril, se fijó claramente la posición del Congreso:

“Se faculta al Gobierno del Estado, para que dicte


todas las providencias que juzgue necesarias á fin de
ausiliar al Gobierno de la Unión y á su vez á los demas
Estados para que se lleve adelante la guerra contra los
Estados-Unidos del Norte, defender la nacionalidad de
la República y salvar las instituciones federales bajo
que está constituida la Nación.”.

Con los testimonios presentados, podemos concluir que los mi-


choacanos estuvieron activos en defensa de la Nación; que muchos vo-
luntarios colaboraron con las enormes tareas de la resistencia; que el
gobierno ocampista estuvo a la altura de las circunstancias y que Ra-
món Alcaráz participó de la redacción de una de las obras más impor-
tantes de aquella época sobre la Historia de la invasión: Apuntes para
la Guerra entre México y los Estados Unidos de 1848 (un ejemplar se
conserva en el Fondo Antiguo de la Biblioteca Pública de la UMSNH).

75
Fuentes/Archivos
Archivo General de la Nación (AGN)
RANGEL, Joaquín, Declaración del General Joaquín Rangel, 7 de
abril de 1848, México, AGN, Archivo de Guerra, vol. 273, fs. 59-60 v.
Archivo Histórico “Genaro Estrada” de la Secretaría de Relaciones Ex-
teriores (AHGE-SER).
1845-1847. Listas de las señoras que hicieron donativos a favor de los
heridos en Monterrey. Ofrecimientos de diversas corporaciones, colegios,
etc. Para contribuir a la defensa del país (22). Sucesos entre México y los
Estados Unidos de América relacionados con Texas y otros estados limítro-
fes. Guerra contra los Estados Unidos de América. Gobierno del Estado de
Michoacán. Sección 1ª. N. 274. Misiva del gobernador Melchor Ocampo, 4
de diciembre de 1846. LE-1086-22. 2fs (88-89).
___,
Gobierno del Estado de Michoacán. Sección 1ª. Lista que…, 3 de
diciembre de 1846. Isidro García de Carrasquedo. Copia que certifica. LE-
1086-22. 1 fs (90).
___, LÓPEZ de, Santa Anna, Antonio, Ejercito Libertador Republica-
no. Gral. En Gefe. Srio. de Campaña. Exmo. Sr…, Cuartel Gral. de San Luis
Potosí. Diciembre 5 de 1846. LE-1086-22. 1 fs (93).
___, LÓPEZ de, Santa Anna, Antonio, Ejercito Libertador Republica-
no. Gral. En Gefe. Srio. de Campaña. Exmo. Sr…, Cuartel Gral. de San Luis
Potosí. Octubre 10 de 1846. LE-1086-22. 2 fs (97-98).
___, LÓPEZ de, Santa Anna, Antonio, Ejercito Libertador Republica-
no. Gral. En Gefe. Srio. de Campaña. Exmo. Sr…, Cuartel Gral. de San Luis
Potosí. Diciembre 10 de 1846. LE-1086-22. 2 fs (99-100).
Archivo Histórico de la Defensa Nacional (AHDN)
Exp. 2528, correspondencia entre Miguel García y el ministro de Gue-
rra, Angangueo (junio de 1847).

Archivo Histórico del Poder Ejecutivo de Michoacán de Ocampo


(AHPEM)
La Libertad, periódico bisemanal. Colección: Año 2, tomo 2; 9 de ju-
nio de 1894, núm. 23; 16 de junio de 1894, núm. 24; 23 de junio de 1894,
núm. 25; 9 de julio de 1894, núm. 27; 21 de julio de 1894, núm. 29; 28 de
julio de 1894, núm. 30; 25 de agosto de 1894, núm. 34; 22 de septiembre de
1894, núm. 38; 6 de octubre de 1894, núm. 40; Año 2, tomo 2º: 26 de marzo

76
de 1895; 26 de marzo de 1895, núm. 13; 2 de abril de 1895, núm. 14; año 7,
tomo 7: 15 de julio de 1893, núm. 27; año 13, tomo 13: 19 de mayo de 1905,
núm. 39, Morelia, Michoacán.
Memoria sobre el estado que guarda la administración pública de Mi-
choacán, leída al Honorable Congreso por el secretario del despacho, el 23
de noviembre de 1846, Morelia, Imprenta de I. Arango, 1846, No. 1, citado
en Periódico Oficial, T. XIII, No. 41, Morelia, 21 de mayo de 1884, p. 2.

Archivo Histórico Museo Casa de Morelos INAH MICHOACÁN


(AHCM)
Chilchota, 1847. Carta dirigida al señor provisor donde el párroco
del pueblo le comunica sobre los seis pesos que remite su parroquia como
contribución para la guerra actual. D/J/Correspondencia/Provisor/Siglo
XIX/0618/C 657/Exp. 218/Fs 1. Ref. Ant. Legajo 8 Negocios Diversos 1847.
Huetamo 1848. Carta dirigida al señor provisor donde el párroco don
Buenaventura Solís le informa que remite quince pesos para el préstamo
al supremo gobierno. D/J/Correspondencia/Provisor/Siglo XIX/0618/C 657/
Exp. 226/Fs 1. Ref. Ant. Legajo 10 Negocios Diversos 1848.
Pecuniaria siglo XIX. S/L, 1846. Cuenta de la contribución de las co-
fradías para el préstamo asignado a la diócesis para la guerra. D/J/Pecunia-
ria/Ingresos y egresos/Siglo XIX/0622/C 664/Exp. 8/Fs 8. Ref. Ant. Legajo
8 Negocios Diversos 1847.

Documentos de Melchor Ocampo


Obras Completas, tomo III, Documentos políticos y familiares 1842-
1851, selección, prólogo y notas de Raúl Arreola Cortés, Morelia, Comité
Editorial del Gobierno de Michoacán, 1986.
OCAMPO, Melchor, El Gobernador del Estado de Michoacán a sus
habitantes, Morelia, 3 de abril de 1847.
____, Memoria sobre el estado que guarda la Administración Pública
de Michoacán leída al Honorable Congreso por el Secretario del Despacho,
Morelia:-Imprenta de I. Arango.-1846.
____, El Gobernador del Estado de Michoacán, á todos sus habitantes,
sabed: que..., Morelia, 8 de abril de 1847.
____, El Gobernador del Estado de Michoacán, á todos sus habitantes,
sabed: que..., Morelia, 24 de abril de 1847.
____, El Gobernador del Estado libre y soberano de Michoacán al ba-
tallón Matamoros de la guardia nacional, Morelia, 27 de mayo de 1847.

77
____, El Gobernador del Estado de Michoacán, á todos sus habitantes,
sabed: que…, Morelia, 10 de julio de 1847.
____, El Gobernador del Estado libre y soberano de Michoacán al ba-
tallón Matamoros de la guardia nacional, Morelia, 27 de mayo de 1847.
____, La Guerra entre México y los Estados Unidos. La paz es una in-
deleble ignominia, Morelia, 29 de abril de 1847.
____, El sistema de guerrillas como defensa nacional, Morelia, 30 de
abril de 1847.
____, Memoria sobre el estado que guarda la Administración Pública
de Michoacán, leída al Honorable Congreso por el Secretario del Despacho
el 22 de enero de 1848:-Imprenta de I. Arango.-1848.
____, El Gobierno del Estado de Michoacán contesta la circular del 6
de febrero de 1848, Morelia, 6 de febrero de 1848.G. Ruiz, Luís, Carta de
Luís G. Ruíz a Melchor Ocampo, México, 7 de agosto de 1847.
ORTÍZ de, Ayala, Joaquín y MONTAÑO, Manuel (Secretario Interino),
El Vice-gobernador del Estado de Michoacán,…, Morelia, 16 de febrero de
1847.

Bibliografía
ARREOLA Cortés, Raúl, 1847 El sesquicentenario de una infamia,
Morelia, Tzintzun, n. 26, 1997, p. 81-131.
___, Melchor Ocampo. Vida y obra, Morelia, UMSNH, Biblioteca de
Nicolaitas Notables 39, 1988.
Carta de un soldado al Louisville Courier, en: ABBOT Livermore,
Abiel, “The war with Mexico reviewed, 1850” (el relato aparece en novelas
y canciones norteamericanas como The Maind of Monterrey), citado en “Tres
mujeres en los combates”, Relatos e Historias de México, año 1, núm. 9,
mayo 2009., p. 50-51.
CAMPOS Díaz, Layla Patricia; CONSEJO López, Andrea y RITTER
Milier, Isabel, Informe de la Bandera del Batallón Matamoros, Seminario
Taller de Conservación y Restauración de Textiles de la Escuela Nacional
de Conservación, Restauración y Museografía “Manuel del Negrete” INAH-
SEP, 13 de julio del 2007, México, Mimeo, 2007.
CAÑAS Zavala, Jobany, Michoacán frente a la invasión norteameri-
cana, 1846-1848, Morelia, Tesis de Licenciatura en Historia, Facultad de

78
Historia, UMSNH, 2007.
CAVAZOS Garza, Israel, Breve Historia de Nuevo León. Cap. XX. La
Invasión Norteamericana. Dos heroínas, México, Fideicomiso Historia de
las Américas-COLMEX-FCE, 1994.
ESCAMILLA Ortiz, Juan, Michoacán: Federalismo e Intervención
Norteamericana, en: ZORAIDA Vázquez, Josefina (coordinación e intro-
ducción), “México al tiempo de su guerra con Estados Unidos (1846-1848)”,
México, FCE-CM-SER, 1997.
FOUCAULT, Michel, Microfísica del poder, Madrid, De la Piqueta, 2°.
ed., 1979 (edición y traducción de Julia Varela y Fernando Alvarez-Urí).
GUZMÁN Pérez, Moisés, Isidro Alemán: un bosquejo biográfico, in-
troducción a: ALEMÁN, Isidro, Apuntes para la Historia del Batallón Mata-
moros de Morelia, Morelia, UMSN-IIH, 1997.
HOBSBAWM J., Erick, Historia Social, videocoferencia desde Lon-
dres, Gran Bretaña, sala audiovisual de la UMSNH, 1º de octubre de 2005
con motivo de los 25 años de la Licenciatura de Historia en la ENAH.
JIMÉNEZ Lescas, Raúl, De Chattanooga a Chapultepec y de Wounded Kne
a las Antillas. El Siglo de las Guerras de Conquista y la Resistencia Social en
Norteamérica (1791-1898), Morelia, Tesis de Licenciatura en Historia, Facultad de
Historia, UMSNH, 2010.
___, y COCKCROFT, D., James, Michoacanos e irlandeses en la Guerra An-
tiimperialista, 1846-1848, Morelia, Cuéntame tu historia, SEDESO-ENAT, 2006.
ORTEGA Varela, Carmen del Pilar, Melchor Ocampo, Morelia, Gobierno de
Michoacán/Departamento de Investigaciones Históricas de la UMSNH, 1986.
PRIETO, Guillermo, et al, Apuntes para la Historia de la Guerra entre Mé-
xico y Estados Unidos, México, tipografía de Manuel Payno (hijo), 1848 (Fondo
Antiguo de la Biblioteca Pública Universitaria, UMSNH).
______, Memorias de mis tiempos, México, editorial Patria, sexta edición,
1976.
___, Los yanquis en México, México, Lectura Semanal, SEP, 1988.
___, Triste y dolorido romance de Monterrey, en: “Colección de poesías esco-
gidas”, México, Impresora de Estampillas, 1895, Número de control (Bibid): 4870,
Colección Digital UANL, p. IX-XI.
RAMOS, Pablo y VALTIER, Ahmed, María Josefa Zozaya, La Heroína de la
Batalla de Monterrey, Atisbo No. 10, diciembre del 2007.
RENDÓN Garcini Ricardo, Breve Historia de Tlaxcala. III. De la Insurgen-
cia a la paz Porfiriana. Vicisitudes de la Soberanía, México, Fideicomiso Historia
de las Américas-COLMEX-FCE, 1996.

79
ROMERO Flores, Jesús, Historia de Michoacán, tomo II, México, Imprenta
Claridad, 1946.
_______, Diccionario Michoacano de Historia y Geografía (segunda edi-
ción), México, EV, 1972.
_______, Chapultepec en la Historia de México, México, SEP, 1947.
SÁNCHEZ Díaz, Gerardo, Michoacán frente a la intervención norteameri-
cana de 1847. Documentos Históricos, Morelia, UMSNH-IIH-Gobierno del Estado
de Michoacán, septiembre de 1997.
SCOTT, James C., Los dominados y el arte de la resistencia, 1ª reimp., Mé-
xico, Era, (traducción de Jorge Aguilar Mora. Colección Problemas de México).
ZORAIDA Vázquez, Josefina (coordinación e introducción), México al tiem-
po de su guerra con Estados Unidos (1846-1848), México, FCE-CM-SER, 1997.
____, La guerra de Texas, en: “Historia Ilustrada de México”, México, INAH.
____, Los primeros tropiezos, en: “Historia General de México”, México, El
Colegio de México-Centro de Estudios Históricos, 2002.
____, México y el mundo. Historia de sus relaciones exteriores, tomo II, Mé-
xico, Senado de la República, 1990.

Enlaces de internet
RAMOS, Pablo, María de Jesús Dosamantes, la Heroína de Monterrey 1846,
en: http://labatallademonterrey1846.blogspot.com/2008/04/maria-de-jesus-dosa-
mantes-la-heroina-de.html

80
Ocampo y sus libros

Moisés Guzmán Pérez


del
Instituto de Investigaciones Históricas.
Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo

E
n la historia del libro y de la letra impresa, el estudio de las
librerías particulares adquiere una importancia capital porque
es a través de estas producciones librescas como los histo-
riadores podemos adentrarnos en el universo mental de una
época y en los intereses intelectuales de los hombres de ese momento.
Tal es el caso de la que llegó a conformar Melchor Ocampo y cuyos
ejemplares se conservan en el Colegio Primitivo y Nacional de San
Nicolás de Hidalgo.
No es esta la primera vez que alguien escribe sobre los libros del
ilustre reformador. Anteriormente se habían ocupado del tema escritores
como Ángel Pola,1 bibliófilos como Joaquín Fernández de Córdoba,2 o his-
toriadores como Raúl Arreola Cortés,3 José Herrera Peña4 y últimamente

1 Ángel Pola, Melchor Ocampo. Obras completas. Tomo III Letras y


ciencias, prefacio de Porfirio Parra, notas de Ángel Pola y Aurelio W. Venegas,
México, Ediciones El Caballito, 1978, pp.
2 Joaquín Fernández de Córdoba, “Sumaria relación de las bibliotecas de
Michoacán”, Historia Mexicana. Revista trimestral publicada por el Centro de
Estudios Históricos de El Colegio de México, vol. III, núm. 1, México, El Colegio
de México, julio-agoto de 1953, pp. 142-147.
3 Raúl Arreola Cortés, Obras completas de D. Melchor Ocampo, selección
de textos, prólogo y notas de…, Morelia, Comité Editorial del Gobierno de
Michoacán, 1985, t. I, pp. 103-114, 482-496.
4 José Herrera Peña, La biblioteca de un reformador, Morelia, Universidad
Michoacana de San Nicolás de Hidalgo, 2005, 285 pp.

83
Ramón Alonso Pérez Escutia.5 Todos ellos aportaron noticias, reflexiones y
hallazgos documentales valiosos, ya sea publicando su inventario de libros,
reconstruyendo no pocos de sus títulos, o profundizando en la vida de los
autores y obras que contribuyeron a forjar la personalidad y el intelecto del
dueño de la finca “Pomoca”.
Por nuestra parte, nos abocaremos a tres aspectos poco aten-
didos por la historiografía de tema ocampista: primeramente, el pro-
ceso de conformación de su librería señalando algunas de sus fuentes
de financiamiento; enseguida, las características de sus libros tanto por
su número como por sus temas, autores y formatos, con la finalidad
de que el lector pueda darse una idea de su diversidad e importancia;
y finalmente, las vetas de exploración no investigadas suficientemente
hasta ahora y que dadas las limitaciones de espacio sólo señalaremos de
forma somera.

La conformación de su librería
Una cuestión que generalmente nos asalta a los investigadores interesa-
dos en la historia de la obra impresa es con respecto a la manera en que
los particulares llegaron a conformar sus propias librerías. El caso de
Ocampo resulta bastante atractivo, ya que presenta problemas sugeren-
tes que pueden ser aplicables a otros personajes de su época.
En el proceso de conformación de su librería podemos distinguir
tres momentos: en primer lugar tendríamos que considerar los libros que
ya poseía gracias a sus estudios, primero en el Seminario de Morelia
y después en la Universidad de México, así como al interés que desde
joven mostró por la Historia Natural. Arreola Cortés señala que entre
los años de 1831 y 1837 Ocampo había logrado reunir una estimable
colección de libros de temas botánicos, comprados la mayoría de ellos

5 Ramón Alonso Pérez Escutia, “Identidad local, opinión pública e


imaginarios sociales en Michoacán, 1820-1854”, tesis de doctorado en historia,
Morelia, Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo, 2011, pp. 378-380.

84
en la Ciudad de México;6 los tenía en su finca de Pateo en el valle de
Maravatío y según confesó a su tutor Ignacio Alas en una carta, le habían
costado casi cuatro mil pesos,7 cifra bastante considerable para la época.
Entre sus libros “hay muchos muy buenos” -decía- y “algunos son raros
y no será fácil volverlos a ver”. Destacaba entre ellos el Diccionario de
Agricultura de Rozier y un Arte de lengua mexicana que Ocampo valo-
raba en demasía y que pidió a su tutor no ponerlos en venta.
Enseguida, los libros que compró en el Viejo Continente du-
rante sus viajes a Francia, Italia y Suiza, tal como ocurrió en la ciudad
de París donde llegó a adquirir varios ejemplares en el malecón de los
Agustinos y en la calle del Príncipe a donde se había mudado uno de
sus libreros;8 o en la Librería Americana ubicada en la calle del Tem-
ple, una vértebra importante que comenzaba frente a l’Hôtel de Ville
-calle Rívoli de por medio- y desembocaba en la Place de la Républi-
que.9 También es posible que haya conseguido algunos títulos con los
libreros de apellido Salvá, Rosa y Lasserre, con quienes llegó a trabajar
cortas temporadas.10
Después, tenemos los libros que adquirió en diversas partes de
la república luego de su regreso a Michoacán, ya sea por compra direc-
ta o por correspondencia, pues los libros le llegaban desde los Estados
Unidos, Europa y la propia Ciudad de México. Fernández de Córdoba
señala que poco después de volver a su patria, llegó de Europa a Pateo
una remesa de libros -muchos de ellos cosechados en los puestos del
Sena-, con los que enriqueció considerablemente su acervo.11 Otros
testimonios de su puño y letra nos presentan a un Ocampo cuidadoso
en la selección de sus obras, sobre todo cuando se encontraba con los
“libro-vejeros” en algunas ciudades de tradición conservadora -como
Puebla por ejemplo- y éstos les ofrecían libros de carácter piadoso,

6 Arreola, Obras completas…, op. cit., t. I, pp. 12, 110.


7 Pola, Melchor Ocampo…, op. cit., t. III, p. 67.
8 Ibíd., p. 57.
9 Herrera, La biblioteca…, op. cit., p. 46
10 Pola, Melchor Ocampo…, op. cit., t. III, p. 66.
11 Fernández, “Relación sucinta…”, op. cit., p. 143.

85
mismos que aquél consideraba ineptos y llenos de “imaginaciones di-
versamente extraviadas”.12
Por último, debemos considerar los libros que le fueron regala-
dos por amigos y conocidos. No olvidemos que Sabás Iturbide, persona
con la que don Melchor logró establecer una sincera amistad al grado de
“beneficiarlo” en su testamento, llegó a obsequiarle un tomo sobre La
decadencia de Inglaterra y Luis Varela hizo lo propio con el Dicciona-
rio Clásico de las Ciencias Naturales, uno de los temas preferidos del
señor Ocampo 13
Otro aspecto que queremos resaltar es la importancia que ad-
quirió el formato de los libros en esta época. El contenido de una obra
es mucho muy importante puesto que en él está representado el saber
de los autores; pero no lo es menos la forma y características físicas
del libro. Como lo ha señalado Chartier, el tamaño de los libros fue
fundamental desde finales del siglo XVIII no sólo para la comodidad
de transportación y el goce de su lectura, sino porque con ello se fueron
transformando las prácticas culturales de acceso al escrito a través de la
letra impresa. Con el pequeño formato el libro se convierte en un objeto
mejor manejable; ya no es necesario ponerlo sobre una mesa para que
sea leído ni el lector debe estar sentado para poder leerlo, además, el
libro es más fácilmente adquirido y consultable.14
Los libros que ocuparon las estanterías de la finca de Ocampo
fueron editados en folio, en cuarto, en octavo y en dieciseisavo. Es allí
donde podemos observar mejor los nuevos hábitos de lectura que se están
adquiriendo, sobre todo por las personas amantes de los viajes, como él lo
fue. Este es un aspecto que no podemos soslayar. Ocampo fue un apasio-
nado de los libros de viajeros y por eso no dudó en adquirir todas aque-
llas obras que le permitieran adentrarse en el conocimiento de las nuevas
tierras por las que habría de transitar. Hay, desde luego, evidencias de

12 Pola, Melchor Ocampo…, op. cit., t. III, p. 355.


13 Fernández, “Relación sucinta…”, op. cit., p. 144; Herrera, La
biblioteca…, op. cit., pp. 195, nota 340 y p. 168.
14 Roger Chartier, “Livres, lecteurs lectures”, en Le Monde des Lumières, sous
la direction de Vincenzo Ferrone et Daniel Roche, Paris, Fayard, 1999, pp. 288-290.

86
esta preferencia por los formatos pequeños en vez de los de gran tama-
ño; recordemos que Ocampo adquirió en varias ocasiones “ediciones de
bolsillo” para poder llevarlos consigo en sus paseos por la ciudad y que
tomó mucho en cuenta los formatos en octavo y en cuarto para escribir su
Bibliografía mexicana de lenguas aborígenes en 1844.15
Los apoyos económicos fueron fundamentales para que el jo-
ven viajero lograra hacerse de algunos títulos. Para esto contó con el
respaldo de los señores Mosen, Alberguen y Ovin, personajes de cierta
posición a quienes conoció a bordo del barco “Salamandra” cuando
viajaba de México a Francia, así como de su tutor que residía en la
Ciudad de México y que a menudo le enviaba dinero por conducto de
los banqueros de apellido Lizardi.16 Si bien hay referencias sobre lo que
Ocampo y sus amigos hicieron en Burdeos, poco se conoce del ambien-
te intelectual con el que se encontró a su llegada a París. Contamos con
evidencias que demuestran que recibía información de sus amigos, que
frecuentaba a “un amigo suyo de nacionalidad alemana” y que se vincu-
laba cotidianamente “con gente de todas clases”; pero nada en concreto
sobre quiénes son estas personas ni en qué condiciones o circunstancias
establecieron relación.17
Sin duda, la renovada actividad comercial y cultural de los pa-
risinos en esos años, se vio reflejada en la instalación de los famosos
gabinetes de lectura, “lugar donde se puede leer, mediante una corta
retribución, periódicos y libros” y que entre 1815 y 1830 contabiliza-
ban alrededor de 463 establecimientos.18 Fue en esos espacios donde
posiblemente el joven viajero estableció sus relaciones intelectuales y
de amistad; por la módica suma de 5 céntimos de franco podía leer al
interior del salón un semanario, mientras que por 20 céntimos tenía
derecho a toda una sesión para leer cualquier cantidad de periódicos.

15 Herrera, La biblioteca…, op. cit., pp. 43, nota 8, 248-249.


16 Areola, Obras completas…, op. cit., I, p. 277.
17 Herrera, La biblioteca…, op. cit., pp. 55, 57, 59.
18 Françoise Parent-Lardeur, Lire à Paris au temps de Balzac. Les cabinets
de lecture à Paris 1815-1839, Paris, Éditions de l’École des Hautes Études en
Sciences Sociales, 1999, p. 31.

87
O bien, si su posibilidad económica se lo permitía, podía abonarse du-
rante un mes y, dependiendo de su interés, leer por 4 francos todos los
periódicos y libros que quisiera. Menos se sabe todavía de las personas
que le acompañaban en sus aventuras de viaje. El propio Ocampo en
sus relatos habla de “nuestro cuarto” cuando viaja al Sur de Francia y
también de “nuestras camas”, lo que indica que iba acompañado y que
no viajaba solo.19

La cantidad, el orden y las características de los libros


Si comparamos el número de libros pertenecientes a Melchor Ocampo
con otros conjuntos anteriores o contemporáneos a él, podríamos decir
que era de mediano tamaño. Una librería como la de don Melchor con
490 títulos era muy superior a las que llegaron a tener Miguel Hidalgo
(60), José María Morelos (57) o Isidro Huarte (40); algo parecida a la
del padre filipense Juan Benito Díaz de Gamarra (623) o la del licencia-
do José Antonio de Soto Saldaña (457), pero inferior a la de Francisco
Rubín de Celis, alférez de Toluca (1225), Juan Francisco de Castañiza,
obispo de Durango (1615) o José Pérez Calama, deán de la catedral de
Valladolid de Michoacán, que poseía una “medio vaticana”, según tes-
timonio de personas que la conocieron.20
Respecto a otras librerías ubicadas en Michoacán durante las pri-
meras dos o tres décadas de vida independiente, podemos decir que la
de Ocampo triplicaba en títulos las que poseían el abogado Mariano Mi-
ñón (155), los ex militares Mariano Quevedo (166), Isidro Reyes Olivo
(179) y Antonio Primitivo Martínez (148), así como la del comerciante

19 Herrera, La biblioteca…, op. cit., pp. 61-62.


20 Moisés Guzmán Pérez, ”L’Occident du Mexique et l’Indépendance.
Sociabilité, révolution et nation 1780-1821”, Tesis de Doctorado, París, Université
de Paris I, 2004, t. II, Anexos. Cuadro 2. Además: Cristina Gómez Álvarez y
Francisco Téllez Guerrero, Un hombre de Estado y sus libros. El obispo Campillo
1740-1813, México, Instituto de Ciencias Sociales y Humanidades, Benemérita
Universidad Autónoma de Puebla, 1997, pp. 13-14.

88
José Ignacio Couto (122); sólo era superada por la del funcionario civil
y eclesiástico Isidro García de Carrasquedo, quien llegó a contabilizar
1150 títulos repartidos en 1995 volúmenes.21
Empero, no es allí donde debemos apreciar su importancia, sino
en la calidad de sus contenidos. Ocampo es un hombre que nació en
un país donde los imaginarios y valores de la tradición se encuentran
sumamente arraigados, pero es indudable que se fue formando con los
ideales y los conocimientos introducidos por la modernidad; moderni-
dad entendida como un modo de civilización característico que se opo-
ne al modo de la tradición, es decir a todas las otras culturas anteriores
o tradicionales que se fundamentan en la continuidad y en la trascen-
dencia real.22
Los cientos de libros de don Melchor podríamos agruparlos al
menos en cuatro grandes campos del conocimiento: los libros sobre
Viajes e Idiomas, los textos relativos a la Botánica, las obras relacio-
nadas con la Naturaleza y, finalmente, aquellos que hacían alusión a la
Sociedad, subdivididos todos ellos en otros tantos temas específicos.
Llaman la atención los títulos relacionados con la botánica, historia na-
tural, geología, química, física y astronomía; libros de literatura de los
clásicos griegos y latinos así como algunos exponentes del romanticis-
mo; igual figuran libros de artes y técnicas, sobre pedagogía y educa-
ción y algunos más de política y economía, sin olvidar desde luego los
indispensables idiomas.23
La lista de libros reconstruida en parte por Fernández de Córdo-
ba nos permite observar no sólo la circulación y lectura de autores mo-
dernos, sino también algunos otros que aparecieron durante el Antiguo
régimen y que permanecieron vigentes incluso hasta mediados del siglo
XIX. Ahí encontramos estudios gramaticales como el de Ambrosio Ca-
lepino, la Suma Teológica de Santo Tomás, el Curso de Teología de Car-
los René Billuart, el Tercer Concilio Provincial Mexicano, el Tesaurus

21 Pérez, “Identidad local,…”, op. cit., pp. 343-344.


22 Enciclopaedia Universalis, Paris, Enciclopaedia Universalis France
Éditeur, 1980, Vol. 11, p. 139.
23 Pérez, “Identidad local,…”, op. cit., pp. 378-380.

89
indicus de Diego de Avendaño y el Gil Blas de Santillana escrita por
Alain René Lesage en 1715. Mención especial merecen los libros escri-
tos por los novohispanos Rafael Landívar o Juan José Moreno, este últi-
mo muy leído en su tiempo y sumamente útil para Ocampo al momento
de ordenar la reapertura del colegio de San Nicolás en 1847. También
poseía varias colecciones de periódicos y novelas como el Diario de
México, los Juguetillos y La Abispa de Chilpancingo de Bustamante,
además de El Periquillo Sarniento de José Joaquín Fernández de Lizar-
di.24 Estas últimas, contribuyeron a forjar en él un sentimiento de perte-
nencia e identidad, de apego a nuestro pasado, consciente de las luchas
de un pueblo que regó su sangre por convertirse en nación soberana e
independiente; se acercó al conocimiento de la historia de México, pero
también aprendió a percibir por medio de las lecturas del Pensador a una
sociedad anclada en la tradición y a un México al que en cierto modo, él
pertenecía y quería transformar.
En contraparte, localizamos títulos de autores que podríamos
considerar modernos, como la Enciclopedia Metódica editada en París
en 1811, los Vínculos entre lo físico y moral del hombre, de Pierre Jean
Georges Cabanis, la Historia Natural de Charles Le Clerc conde de
Buffón, el Ensayo histórico de François-René de Chateaubriand y la
Historia de Francia de Leonardo Gallois, entre otras.
En unas cuantas décadas el latín fue desbordado por el idioma
francés. Si bien desde finales del siglo XVIII éste último era empleado
por ministros y embajadores de los distintos países de Europa para fijar
sus tratados y acuerdos diplomáticos, en realidad será hasta mediados
del siglo XIX cuando los libros impresos en el idioma de Molière ten-
drán un auge mayor que el experimentado en el Siglo de las Luces. Al-
gunos estudios como el de Herrera Peña han podido precisar la influen-
cia pragmática que ejercieron ciertos autores en la obra de Ocampo,
como por ejemplo Cárceles y presidios del publicista inglés Jeremías
Bentham, bajo cuyos principios propondría la creación de un nuevo
sistema carcelario para Michoacán en el año de 1845.25
El mismo autor se dio a la tarea de cotejar y corregir un gran

24 Fernández, “Sumaria relación…”, op. cit., pp. 144-147.


25 Herrera, La biblioteca…, op. cit., p. 224.

90
número de fichas bibliográficas registradas en el inventario de libros
de Ocampo. Ya otros investigadores anteriores a él, como Fernández
de Córdoba y Arreola Cortés habían hecho un primer intento, pero fue
aquel quien logró identificar casi la totalidad de los títulos cotejando las
listas ya conocidas con los ejemplares existentes en la sala del colegio
antes mencionado.

Las posibilidades de estudio


Sobre las nuevas perspectivas de investigación que ofrece la librería de
Ocampo podemos señalar el tema de la dedicatoria. Roger Chartier ha
demostrado que durante los siglos XVI al XVIII en Europa el dedicar
un libro al monarca constituía uno de los mejores caminos para que el
autor se ganara la benevolencia real; incluso en la Nueva España de
fines del virreinato observamos cómo varias de las obras publicadas
de entonces, fueron dedicadas al rey, al virrey o a un alto personaje
del gobierno civil o eclesiástico. Faltaría estudiar la manera en que se
operó la transformación de esta práctica cultural en nuestro país en el
siglo XIX, pues si bien la costumbre de dedicar un libro a una persona
no desapareció, ahora los sujetos a los que están dirigidos podían ser
desde personas unidas por lazos de amistad con vínculos políticos e in-
telectuales, hasta gobernadores, funcionarios de gobierno y los propios
presidentes de la república.
Como ejemplos podemos citar al propio Melchor Ocampo quien
en octubre de 1840 tenía terminada su obra: Viaje de un mexicano a Pa-
rís en 1840 misma que había dedicado a su protector, Ignacio Alas. Asi-
mismo, debemos mencionar dos obras michoacanas de fines del XIX:
la Historia de la guerra de intervención en Michoacán del licenciado
Eduardo Ruiz publicada en 1896 y dedicada al presidente de la repú-
blica, Porfirio Díaz “con el profundo respeto y la sincera gratitud que le
profesa el autor”,26 y los Apuntes para la Historia de Michoacán escritos

26 Eduardo Ruiz, Historia de la guerra de intervención en Michoacán, Morelia,


Balsal Editores, Gobierno del Estado de Michoacán, 1986, p. tercera inicial.

91
por el teniente coronel Manuel Barbosa, sacados a la luz pública bajo los
auspicios del gobernador Aristeo Mercado en 1905, “con cuya bondado-
sa ayuda se publican estos apuntes”.27
Un segundo campo de estudio podría ser el análisis de las notas
escritas por el lector, mismas que aparecen insertas en los márgenes del
texto. Es lo que algunos autores contemporáneos como Chartier han
dado en llamar “marginalia”, para referirse al estudio de toda una serie
de anotaciones hechas fuera de texto que pueden ayudarnos a conocer
y comprender mucho de las habilidades heurísticas y hermenéuticas de
los lectores y del contexto político, social e intelectual en que ellos se
desenvuelven. Esta práctica podemos hallarla durante los siglos XVII
y XVIII en las librerías de algunos conventos, como el de la villa de
Charo, en Michoacán, perteneciente al marquesado del Valle de Oaxa-
ca; Matías de Escobar escribió en su crónica que “raro libro no se ha-
llará margenado del padre Lector fray Diego Rodríguez, muchos del
Maestro fray Nicolás de Posadas, no pocos del Maestro fray Nicolás de
Guerrero, y de otros casi infinitos,…”.28
Algo significativo de la librería de Ocampo es que precisamen-
te, varios ejemplares llevan notas manuscritas y a veces hasta la rúbrica
de sus diferentes propietarios, por lo que valdría la pena hacer un segui-
miento más puntual de esta práctica que nos puede ayudar a entender
los diversos mecanismos de acceso al libro, como podrían ser: su adqui-
sición en librerías, por herencia, por pública subasta o simple obsequio.
Finalmente, queremos llamar la atención acerca de otras posibi-
lidades de análisis sobre la librería del reformador. Unas de ellas pue-
den ser las transformaciones que sufrieron las técnicas de impresión de
las ilustraciones insertas en los libros, como por ejemplo el grabado en
madera que fue sustituido por el aguafuerte. Dicha técnica consistía en
dibujar con un buril sobre una plancha de cobre barnizada y atacar las

27 Manuel Barbosa, Apuntes para la historia de Michoacán escritos por


el teniente coronel..., y publicados bajo los auspicios del señor gobernador don
Aristeo Mercado, Morelia, Talleres de la Escuela Industrial Militar Porfirio Díaz,
1905, p. segunda inicial.
28 Apud, Fernández, “Relación sucinta…”, op. cit., p. 136.

92
incisiones con ácido nítrico. Luego de ser entintada podían obtenerse
reproducciones sobre papel de mayor calidad que los del grabado en
madera, como podemos observar en muchas de las obras de Alberto
Durero. Así mismo, puede ser objeto de interés para el investigador, el
tratar de identificar la mezcla de estilos plásticos -renacimiento, barro-
co, rococó y neoclásico- producidos por los inventores de los esbozos,
que otros artistas se encargaban de delinear y que uno más trasladaba a
la plancha de cobre. La invitación está abierta.

93
La construcción del Estado liberal:
los valores políticos de Ocampo

Oriel Gómez Mendoza


de la
Facultad de Historia

Y
 o soy yo y mi circunstancia… con esa sentencia, Ortega y
Gasset establecía que nada es definible por sí mismo y al mis-
mo tiempo le confiere a la circunstancia, bajo esa premisa, el
valor de todo aquello que limita o posibilita la existencia de
la cosa que se quiere comprender o explicar. Sin eso que llamaría aquí
el contexto de sentido, cualquier explicación carecería, paradójica-
mente, de sentido.
Para lo que trataré aquí la reflexión viene al caso; Melchor Ocam-
po ha sido por casi doscientos años enunciado, citado y homenajeado
de múltiples maneras: sus escritos, objetos y orígenes han sido tema de
oraciones laudatorias, de corte laico por supuesto, en cada aniversario
del natalicio y conmemoración de su muerte. El ilustre michoacano se
encuentra por muchas razones en el panteón de los héroes nacionales,
de los forjadores del Estado-nación moderno, ese mismo que tantas y
tantas vidas costó forjar; es sin duda un justo reconocimiento a sus múl-
tiples esfuerzos el que hoy sea recordado en estas líneas.
Tanto se ha hablado ya de él que parecería ocioso reconstituir
una vez más los temas que tanta tinta han gastado; quedaría sin em-
bargo pendiente algo que tiene una importancia mayúscula: la propia
circunstancia de Ocampo, el contexto histórico en el que se desarrolló
la conciencia del personaje, los valores políticos, los conceptos sobre
la vida, el individuo y la sociedad que fraguaron un comportamiento

95
particular, hasta el entrenamiento, la formación que definió al sujeto
cognoscente de ese personaje llamado Melchor Ocampo: horizonte
cultural le denominan hoy los historiadores a ese conglomerado de
experiencia y expectativa social.
El desarrollo histórico de Ocampo atravesó y experimentó, de
una manera muy activa, un singular número de controversias de ca-
rácter ideológico y político de la recién creada nación mexicana; vale
la pena hacer un recuento de los conceptos por los cuales discurrió el
personaje y de los cuales sin duda abrevó de manera vigorosa.
Con el advenimiento de la revolución francesa y de su idea so-
cializante, se desencadenaron eventos que arrojaron una novedad dia-
metralmente opuesta a la realidad hasta entonces campeante: la idea de
destruir el orden corporativo de antiguo régimen y ascender por vez pri-
mera como sujeto de derecho al individuo. Sería entonces el individuo
la célula básica de la sociedad, con la posibilidad de acogerse a dere-
chos de igualdad y libertad, que contravenían a la configuración de una
sociedad que se comprendía desigual por “designio divino”. Sobre ello
volveré más tarde. En esa perspectiva, el paladín de ese mundo nuevo,
imaginado y ferozmente defendido sería sin duda la razón, como forma
y sentido de un ordenamiento moderno, en contraposición con la fe y su
construcción eclesiástica del mundo.
A partir de ello, aparecieron conceptos diádicos que daban
cuenta nítidamente de la experiencia y la expectativa social: reaccio-
nario-progresista, liberal-conservador, centralista-federalista, monar-
quista-republicano, laico-clerical, individuo-corporación. A decir de
historiadores como Jacques LeGoff, el siglo XIX y esa efervescencia
conceptual, así como social, fueron fundamentales para que se entre-
mezclaran de manera recurrente, a veces confusa, todos esos conceptos
y crearan dos posiciones marcadas: una como deseable, la liberal y otra
indeseable, la conservadora, cada una con sus respectivas redes semán-
ticas y visiones del mundo, amén de proyectos para la construcción de
esa nueva realidad llamada Estado nacional.
Curiosamente, la vida de Melchor Ocampo atravesó de lado a
lado muchos de esos conceptos, siempre en el bando liberal; le tocó

96
experimentar un conflicto profundo y violento, del cual acabó por ser
víctima. Para ampliar esa constelación de valores, vale la pena aclarar
que siempre será pertinente definir qué o por qué causa se entiende algo
o alguien como conservador y con respecto a qué, toda vez que sin esa
explicación, el “antiguo régimen” puede ser prácticamente cualquier
cosa; la idea es reconstruir la circunstancia de Melchor Ocampo alrede-
dor de los conceptos en tensión a que hemos hecho alusión antes.
Siendo aún niño y sin mayor conciencia de lo que ocurría al-
rededor, el conglomerado novohispano en el que nació Ocampo se
enfrentaba a la disyuntiva de independizarse o seguir bajo el dominio
español y ello se resolvió todavía varios años después; esa condición
marcó profundamente la existencia de Ocampo, toda vez que bajo ese
régimen, su nacimiento y orígenes se mantienen poco claros. Sin em-
bargo, pese a que aún no era racionalmente apto para dilucidar lo acon-
tecido alrededor suyo, es obvio que el rumbo de la nación en ciernes y
los preceptos de a dónde dirigir la joven construcción político-territorial
incidirían más tarde en su formación.
Por lo pronto, la primera diada se hacía presente: ¿monarquía
o república? Apenas consagrada la independencia, las primeras discu-
siones tenían en México el color y sabor de elegir una nueva forma de
gobierno, que se alejara de ese tan aludido “antiguo régimen” en el que
la monarquía ejercía el poder por “derecho divino”. Pese a toda la carga
política -y emotiva- Agustín de Iturbide intentó consolidar un Imperio
en México, con poca fortuna, es cierto. Más pronto que tarde se volvió
a la práctica republicana, que garantizaba, ella sí, un poder emanado de
la suma de individuos y no de la potestad de un monarca, es decir, con
todas las letras a la construcción de una “cosa pública” (res-pública).
Se volvía a los preceptos liberales. Vale la pena apuntar que justamente
Ocampo en todo momento profesó la noción de que la única forma po-
sible para el establecimiento de una nación moderna sería bajo la idea
liberal-republicana, posición que a veces asumió desde la perspectiva
de los “liberales” y no siempre desde los “puros”.
Ello nos lleva a la segunda diáda: liberal-conservador. En un
inicio, si bien había acuerdos más o menos generales sobre el proceso

97
de independencia y la formación de una nueva nación, donde ya no
hubo acuerdo fue en la naturaleza y forma del ejercicio de poder, como
se vio en el párrafo anterior. Una buena parte sostenía que había ne-
cesidad de conservar estructuras, tradiciones y leyes procedentes del
conglomerado hispánico, para ir encontrando características propias
de manera paulatina. El ala liberal sostenía, sin embargo, que había
necesidad de expulsar de una buena vez a todos “los emisarios del
pasado” para encontrar una idiosincrasia acorde a los nuevos tiempos,
donde el progreso el buen gobierno y los derechos del individuo pre-
valecieran sobre tradiciones ya caducas.
Desde una perspectiva clásica el liberalismo planteaba laissez-
faire, un Estado que no regulara todas y cada una de las expresiones
sociales, políticas y económicas; sin embargo, los llamados conserva-
dores, e incluso los liberales moderados, no tenían un desacuerdo tan
profundo sobre esos temas con respecto a los llamados liberales puros
o jacobinos. Paulatinamente, la posición de conservar estructuras se
convirtió en conservadurismo y ello adquirió una carga de indeseable,
mientras que ser liberal se transformó en la idea teleológica de apegar-
se al cambio como algo no sólo deseable, sino como lo único bueno.
A partir de la tercera década del siglo XIX, las dos posiciones
eran prácticamente irreconciliables en términos políticos, aun cuando la
historiografía ha insistido que muchos así autollamados liberales en la
teoría, eran muy conservadores en la práctica y viceversa. Para el perso-
naje que ocupa estas líneas, Melchor Ocampo, la discusión teórica del
génesis sobre esa diferencia ya era tema viejo…asumió por convicción
y sin dudar la posición militante del liberalismo como la única posi-
bilidad de cambiar un estado de cosas que le resultaban en conciencia
onerosos. Orgulloso, edificaba su actuar sobre bases que los supuestos
teóricos racionalistas le daban para entender y encaminar el orden so-
cial, construido, evidentemente, sobre bases científicas.
Desde una perspectiva doctrinaria quedó claro que el camino
ensayado por unos y otros, liberales y conservadores, acarreaba expec-
tativas diferentes también; el problema comenzó cuando se volvieron
posiciones irreductibles no sólo en la doctrina sino en cierto tipo de

98
prácticas: me refiero al gobierno por ejemplo, al establecimiento de
instituciones del mismo o simplemente a los cambios hacia futuro: de
ahí la diada reaccionario-progresista. Como mencioné antes, la carga
de valores progresistas se imbricó fuertemente con los del liberalismo,
de la ciencia, la razón, la democracia y más tarde, ya a fines del XIX,
con el positivismo incluso: en contraparte, al conservadurismo se le
asignó el rol de emisario del pasado, retardatario, oscurantista, can-
grejo o monarquista. Las posibilidades de diálogo rotas comenzaron a
generar formas no políticas de resolución y bien pronto se convirtió en
un conflicto de carácter bélico.
Reacción y progreso, sin embargo, no eran vocablos que tuvie-
sen relación semántica con la ciencia política; más bien, a partir de la
revolución francesa se adaptaron los dos conceptos que tenían su base
en el nuevo lenguaje para definir y explicar al mundo: el científico.
Newton y Descartes fueron piedras de toque para explicar la mecánica
del universo a través de un procedimiento metódico que diera cuenta
de los alcances y posibilidades del entendimiento humano. La física
se encargó entonces de estudiar todo lo que existía en el entorno y los
cuerpos materiales que se dividieron en dos: estáticos y dinámicos. Se-
gún ésta, al aplicar fuerza a un cuerpo se rompía la inercia y se le daba
movimiento, sin embargo, descubrieron que a toda acción se corres-
pondía una reacción, es decir, el cambio generaba una resistencia. De
esa forma, ser reaccionario era oponerse inexplicablemente al cambio
científico o racional en aras de un posicionamiento conservador.
Melchor Ocampo, con su entrenamiento científico y su afición
por la botánica, comprendía a la perfección ese diferendo, sólo que ha-
bía decidido establecer su posición en el progresismo bajo el entendido
siguiente: era necesario cambiar el estado de cosas imperante en la nue-
va nación y desde su punto de vista los valores liberales eran el reflejo
de ese cambio deseable. El término progreso era tomado de la observa-
ción de los astros en su trayectoria y se entendía como el natural reco-
rrido que un cuerpo -en este caso el cuerpo social- describía en órbita.
En un sentido geométrico, progresión es la suma de puntos que trazan
una línea de manera ascendente y pronto el progreso como cambio se

99
convirtió o adjetivó en el posicionamiento progresista que todo hombre
con sed liberal debería asumir. De esa forma, progresar era seguir una
ruta crítica, generar un movimiento de cambio racional con el fin de lle-
gar a una meta que más tarde Augusto Comte definiría como el orden,
quien reflejaban en lo social lo que en la ciencia contemplaba la física:
estática y dinámica eran en realidad orden y progreso.
Asumir esa posición racional de cambio llevó también a enfren-
tar la sociedad decimonónica mexicana en un dilema que es otra de las
diadas para analizar: laico-clerical. Una de las instituciones más influ-
yentes en la historia de México sin duda ha sido la iglesia católica, a ve-
ces para bien, otras no tanto. Desde el cisma de la iglesia católica, ésta
se vio en la necesidad de reconfigurar su naturaleza y prácticas, sobre
todo frente al poder político del Estado. El Estado por su parte, trató de
emanciparse de la sujeción y participación eclesiástica en los distintos
ordenes sociales. Se le llamó proceso de secularización.
En medio de este proceso, en México un sector importante de la
iglesia católica apostó por el bando conservador en el conflicto ideoló-
gico y más tarde en el armado; Ocampo, si bien venía de una educación
inicial que pasó por las aulas y la instrucción católica, con el andar
de los años asumió una postura marcada y profundamente anticlerical,
que aderezaba con términos como parásitos que buscan las colmenas
bien abastecidas. Estaba convencido de que el poder civil debería tener
supremacía con respecto al eclesiástico, por ejemplo, en el registro de
nacimientos, muertes y matrimonios, lo que más tarde denominaron
precisamente registro civil, como la única instancia que podía validar
la existencia de personas y vínculos sociales. Ello estaba pensado en
detrimento de los registros eclesiásticos que atendían precisamente a la
misma inquietud.
La pertenencia de Ocampo a la masonería le llevó también a com-
prender que si bien existía en el ser humano la fe y la idea de Dios como
un arquitecto del universo, ello no estaba indisolublemente ligado a la
existencia de una institución como la eclesiástica, por lo que los dogmas
católicos le resultaban lacerantes a la razón que profesaba. En ese ejerci-
cio racional, entendía que por ejemplo la educación era fundamental para

100
la nación, pero una educación lejana a los valores católicos, una educa-
ción que fuera en efecto laica. Creo necesario aventurar una hipótesis
al respecto: la reapertura del colegio de San Nicolás bajo el influjo del
propio Ocampo, rescató el valor y tradición del nicolaísmo, sin embargo,
para realzar la valía de la educación laica así como de ese espíritu crítico
y jacobino incluso, en algún momento cercano a la mitad del XIX se le
agregó la partícula laicismo, con lo que se rescataban dos valores: el alu-
dido nicolaísmo y el carácter laico, con lo que se generó el nicolaicismo,
como postura ideológica, ética y hasta política.
Todo ello tenía sin duda un marco más amplio: la última diada
tiene que ver con la desarticulación de una sociedad altamente corpora-
tiva y la emergencia del individuo como sujeto de derecho. El principio
de orden de eso llamado antiguo régimen no estaba constituido por una
aspiración igualitaria, sino una estructura en la cual había presente de
manera inherente la desigualdad, que no era, por cierto, una construc-
ción humana sino divina; de hecho la sociedad se articulaba y descan-
saba en cuerpos armonizados en torno a la diversidad, una diversidad
que cuidaba y ponderaba respetar es estatus jurídico de cada quien. Evi-
dentemente había en ello la preeminencia de la visión religiosa, pero
también de múltiples formas de entender a la sociedad diferenciada y
ordenada con los valores de ese paradigma.
A partir de la revolución francesa, la idea de desarticular ese
orden divino para instituir una base política racional, tuvo como con-
secuencia que el individuo se elevara al rango de base social y que la
igualdad fuese la insignia del resquebrajamiento de la sociedad tradicio-
nal, con lo que el espacio liberal y su influjo determinarían la crisis del
derecho corporativo y el florecimiento de lo individual bajo la ideología
contractualista o del contrato social. Consciente de ese valor, Melchor
Ocampo fue uno de los artífices en México a mediados del siglo XIX
del proceso llamado Reforma, en el cual se expidieron leyes que des-
conocieron la figura jurídica de la institución eclesiástica para poseer
bienes, al menos bajo el cobijo del derecho corporativo, ya en desuso.
En realidad la necesidad por desestructurar las corporaciones te-
nía como fin articular un Estado moderno potente, que se impusiera a la

101
iglesia. De esa forma, una de las medidas para lograr ello fue expropiar
tierras en manos muertas para entregarlas a ciudadanos que las hicieran
productivas y no sólo sirvieran con fines especulativos. La reforma fue
más allá sin embargo: también la corporación comunal indígena sufrió
un golpe, toda vez que se desconoció la organización, usos y costumbres
de la propiedad en común, para ceder, teóricamente, el paso al principio
de propiedad individual como motor de desarrollo y progreso nacional.
Si bien todos esos procesos a que hice alusión han sido vistos
como paradigmáticos del deseable cambio social y en ellos estuvo fuer-
temente involucrado Melchor Ocampo, hubo también notables resisten-
cias. Los conservadores y la iglesia católica presentaron una feroz opo-
sición a estos cambios, lo que hizo muy convulsa la vida social del siglo
XIX. A la postre ello cobraría la vida del propio Ocampo. Comprender
que ello le significó la muerte, no obstante, también sirve para calibrar
de una mejor manera el espacio y los valores culturales en los que el
personaje en cuestión se desenvolvió. Espero con ello dar, en efecto,
sentido al contexto que sirvió para formar ideológicamente a Ocampo y
así salvar su circunstancia.

102
104
La formación del
reformador

Martín Tavira Urióstegui

L
as grandes épocas producen grandes hombres. Melchor Ocam-
po casi nacía junto con el México liberado de las cadenas del
colonialismo español. El hombre era siete años de más edad
que su país independiente. Dieron sus primeros pasos juntos.
Los dos buscaban anhelosamente la ruta por donde transitar.
Melchor Ocampo nació el 6 de enero de 1814. Hay una gran
discusión sobre el lugar en que vio la luz primera. Algunos historiado-
res afirman que fue en la Ciudad de México. Otros asientan que vino
al mundo en la hacienda de Pateo, Valle de Maravatío, Michoacán. El
propio Ocampo aclaró cuando fue electo diputado al Congreso Cons-
tituyente de 1856-1857, por varios Estados, que aceptaba representar
a Michoacán en razón de su nacimiento. El historiador Ramón Alonso
Pérez Escutia fundamenta su tesis de que Ocampo nació en Pateo, pero
en 1810, en los siguientes términos: “Indagando sobre el asunto en el
Archivo Parroquial de Maravatío para la realización de esta obra, tu-
vimos la fortuna de toparnos con datos sumamente interesantes para
contribuir a aclarar de una vez por todas este polémico detalle. En el
ramo de bautismos, concretamente en el volumen 16 correspondiente
a las castas durante los años 1806-1810, en la foja 55 frente, consta la
siguiente partida: En el año del señor de 1810, a siete de enero, yo el
B. Dn Fernando Ruíz, teniente cura, bauticé solemnemente en esta pa-
rroquia, puse oleo, crisma, y por nombre José Telésforo Melchor de los
Reyes, a un infante de tres días de nacido, hijo de José María Morque-
cho indio y de María Bernarda, mulata, vecinos en Pateo. Padrinos José
Antonio de la Luz López y María Bartola Barajas su mujer, a quienes

105
advertí su obligación. Fernando Ruíz. Rúbrica”.
Quizá nunca se devele el misterio respecto de quiénes fueron
sus padres. Se habla de que fue como el filósofo D’Alembert, hijo del
amor. Doña Francisca Xaviera Tapia y Balbuena, propietaria de la ha-
cienda de Pateo, lo crió, lo formó y lo declaró heredero universal de sus
bienes. ¿Fue realmente su hijo? Nadie ha podido desentrañar el miste-
rio. Se atribuye la paternidad del Reformador al licenciado Ignacio Alas
o al sacerdote Antonio María Uraga, ambos militantes dentro de la Re-
volución Insurgente; pero no se ha podido saber la verdad al respecto.
Sobre su apellido Ocampo, se han hecho especulaciones, pero nada en
firme se ha descubierto.
Dos grandes gestas concurrieron a forjar la conciencia política
de Melchor Ocampo, la Revolución de Independencia y la de Refor-
ma, las dos dentro de un mismo proceso social. De la Revolución de
Independencia ha de haber recibido información de su protectora, doña
Francisca Xaviera, quien ayudó de muchas formas a los insurgentes;
así como de Ignacio Alas, quien sería su tutor a la muerte de aquélla. El
Valle de Maravatío era nudo de las rutas de los luchadores por la liber-
tad. Y si hemos de aceptar que la lucha por la Reforma comenzó prác-
ticamente desde que México comenzó su vida independiente, entonces
el joven Ocampo vivió las primeras batallas transformadoras del país.
Apenas cumplía los 19 años cuando Valentín Gómez Farías emprendió
la Primera Reforma Liberal, la de 1833.
Melchor Ocampo niño vivió en la red de contradicciones que
provocaron el incendio de la Guerra de Independencia:

1.- Contradicción entre el régimen feudal en de-


cadencia y el sistema capitalista que emergía poderoso
en el escenario internacional.
2.- Contradicción entre las ideas feudales y las
ideas modernas.
3.- Contradicción entre la nación mexicana que
nacía y el dominio extranjero.
4.- Contradicción entre el crecimiento de la pobla-
ción y el desarrollo no igual de la producción económica.

106
5.- Contradicción entre las fuerzas productivas
y las relaciones feudal-esclavistas de producción que
obstaculizaban el desarrollo de aquéllas.
6.- Contradicción entre la población criolla mar-
ginada de múltiples formas y los peninsulares que de-
tentaban el poder civil, eclesiástico y militar.
7.- Contradicción entre la población mestiza que
llegaría a ser el pueblo mexicano y la población euro-
pea que la discriminaba.
8.- Contradicción entre los diversos sectores de
la clase sometida a la servidumbre y la esclavitud y la
clase feudal­esclavista.
9.- Contradicción entre la naciente burguesía y el
régimen feudal-esclavista que obstaculizaba el desa-
rrollo económico del país.
10.- Contradicción entre el alto y el bajo clero.
11.- Contradicción entre el pueblo mexicano y la
metrópoli española que saqueaba nuestras riquezas.

Las ráfagas del Movimiento Insurgente iluminaron los primeros


pasos de Ocampo. Con los combates por la Reforma pudo tener la pers-
pectiva de su país. El drama de México y la encarnizada lucha política
fue la escuela que lo educó con mayor vigor.
Se afirma que los primeros estudios los realizó en Maravatío, con
el sacristán mayor de la parroquia, José Ignacio Imitola, o con el vica-
rio de la parroquia de Tlalpujahua, José María Alas, hermano de Ignacio
también insurgente. Es probable que las primeras letras le fueran enseña-
das por algún preceptor particular contratado por doña Francisca Javiera.
En 1824 ingresó al Seminario Tridentino de Valladolid, hoy Mo-
relia, para cursar los estudios secundarios y preparatorios. Ahí fueron
compañeros de Ocampo personas que más tarde estarían en la palestra
política, como Juan Bautista Ceballos e Ignacio Aguilar y Marocho; al-
gunos de ellos serían altos dignatarios católicos, enemigos de la Refor-
ma y de las ideas de don Melchor, como Pelagio Antonio de Labastida
y Dávalos y Clemente de Jesús Munguía.

107
Es bien sabido el atraso que sufría la educación en la etapa co-
lonial. Sin embargo, México no podía ser ajeno a la penetración de
las ideas nuevas de la Ilustración Europea. En la segunda mitad del
siglo XVIII comenzó nuestro país a recibir la filosofía y las ciencias
modernas. El benefactor del Seminario Tridentino de Valladolid, Angel
Mariano Morales, fue al propio tiempo un reformador, que introdujo
los estudios de derecho e invitó a profesar en el Plantel, a distinguidos
intelectuales. Pensadores modernos eran estudiados en el Plantel, como
Condillac y Jacquier, quienes despertarían en Ocampo, el amor por las
matemáticas, ciencia que engendraría en el Reformador un rigor en el
razonamiento y en la metodología de las ciencias. Melchor Ocampo fue
un estudiante destacado en el Seminario Tridentino, tanto así que su
maestro Miguel Méndez había de certificar que sobresalió por la subli-
midad de su talento.
Después de la muerte de doña Francisca Xaviera, ocurrida en
marzo de 1831, Ocampo, bajo la tutoría del licenciado Ignacio Alas,
pasó a la Ciudad de México, en ese mismo año, a estudiar la carrera de
abogado, en la Universidad. El Vicepresidente de la República, Valentín
Gómez Parías, como encargado del Poder Ejecutivo en ausencia del Pre-
sidente Santa Anna, emprendió la Primera Reforma Liberal de 1833, con
la asesoría del Doctor José María Luis Mora, quien había elaborado todo
un Plan para la transformación radical de México, que se conoce como
el Programa de los Ocho Puntos. Esta Reforma afectó básicamente la en-
señanza superior, ya que fue suprimida la Real y Pontificia Universidad,
calificada por Mora como irreformable, inútil y perniciosa. En su lugar
se fundaron establecimientos laicos, de carácter oficial, entre los cuales
estaba la Escuela de Jurisprudencia. Ahí prosiguió Ocampo los estudios
de derecho. Seguramente las experiencias como litigante en el despacho
del licenciado José Ignacio Espinosa, hombre conectado con el partido
conservador, ya que había sido ministro de Anastacio Bustamante , le
enseñaron que el ejercicio de esa profesión no cuadraba con el carácter
ni con las ideas progresistas que ya bullían en su joven cerebro.
Por otra parte, Santa Anna, vuelto al poder y arrullado por los
conservadores echó abajo la Primera Reforma, derogando los Decretos

108
de Gómez Farías. Las instituciones nuevas creadas por éste, como la
escuela de Jurisprudencia, fueron suprimidas. Así, Ocampo, sin escuela
y sin vocación para la abogacía, decidió irse a su hacienda de Pateo, por
el año de 1835.
El joven Ocampo vio a su joven país en permanente guerra civil
y en diaria inestabilidad política. Dos corrientes se disputaban fiera-
mente la conducción del país: los conservadores y los liberales. Los
conservadores pretendían lo imposible: impedir que rigiera una ley ob-
jetiva y necesaria del proceso social, el cambio riguroso de un país que
había liquidado la dependencia. Ningún pueblo que sale del colonialis-
mo se resigna a mantener el viejo sistema impuesto por sus dominado-
res. México tenía que entrar al torrente de la historia universal, captar
la filosofía política moderna y forjar un Estado nuevo que encamara la
autoridad suprema de la nación, un Estado liberado no tan sólo de las
ataduras foráneas, sino de las cadenas medievales que pervivían. El país
no podía respirar ni oxigenar su ser con las nuevas ideas, si no ponía
fin a los privilegios del coloniaje, si no liquidaba el carcomido Estado­
Iglesia. Todo ello implicaba un conjunto de reformas económicas, so-
ciales, políticas y culturales. Los que abanderaban estas transformacio-
nes se llamaban genéricamente liberales.

El enciclopedista, amante de la ciencia


Melchor Ocampo llegaría a ser uno de esos políticos que todo quieren
abarcarlo para tener una clara concepción del universo y la vida social.
Los grandes pensadores y conductores sociales han visto que la ciencia
y la cultura son armas de gran calibre para captar la realidad y trans-
formarla. Los ilustrados europeos del siglo XVIII fueron polifacéticos.
Los creadores del socialismo científico amacizaron sus conocimientos
en las matemáticas y en las ciencias naturales. Engels hace gala de su
sabiduría científica en La Dialéctica de la Naturaleza. Vladimir Ilich
Lenin penetró en el estudio de la física y pudo refutar a Mach y a Ave-
narius en Materialismo y Empiriocriticismo.

109
Ocampo es una prolongación feliz de la Ilustración Mexicana.
Se dedicó con amor sin límites al estudio de la naturaleza, principal-
mente la botánica.
Era un infatigable excursionista dedicado a la recolección de
plantas para formar su propio jardín botánico y poder así efectuar in-
contables experimentos, particularmente con plantas medicinales.
Por 1844 un suceso trágico sacudió la conciencia de los habitan-
tes del Valle de Maravatío. Un coyote rabioso mordió a ocho personas.
Acudieron a Ocampo por su sabiduría y humanitarismo. El los aten-
dió personalmente poniendo en riesgo su propia vida. Administró a los
enfermos sobrevivientes, por vía de experimento, remedios vegetales,
como la trompetilla, el amole, el añil silvestre y el órgano. Por lo me-
nos, con estos medicamentos pudo retrasarse la muerte de las víctimas.
Especialmente tenía predilección por los cactus; e inclusive re-
dactó unos apuntes sobre esta especie. Por 1843 presentaría ante la lla-
mada Sociedad Filoiátrica una Disertación sobre el Cactus.
En su región maravatense impulsó, con la asesoría del agricul-
tor francés Luis Guiard, la industria vitivinícola.
Teniendo a su región como un amplio laboratorio natural, quiso
estudiar los ríos y las aguas termales. En 1837 remontó el río Lerma
para rectificar los datos sobre su cauce y descubrir su origen; pero segu-
ramente también con el fin de aprovechar sus aguas para la irrigación.
En mayo de 1845 la región de Maravatío se vio sacudida por
un temblor. Los habitantes presumían que pudiera brotar un volcán,
debido a los muchos hervideros que hay en las cercanías. Por tanto,
las autoridades pidieron un estudio y dictamen sobre este fenómeno
natural, al hombre tenido por sabio. Ocampo visitó al volcán de San
Andrés, hizo observaciones en las aguas azufrosas de Araró y Taimeo
y midió la temperatura de las diversas aguas termales del área. Llegó a
la conclusión, para tranquilidad de los vecinos, de que no era probable
una erupción volcánica.
Por 1839 realizó un viaje a los estados de Puebla y Veracruz,
siempre con propósitos de estudio. Sus lecturas de los viajes del barón
de Humboldt lo impulsaron a recorrer el país. Inició la ascensión al

110
Cofre de Perote, pero no llegó a la cima por enfermedad de uno de sus
compañeros. De todo lo que vio hizo apuntes y recogió -como siem-
pre- plantas.
Proyectó una colonia agrícola en Papantla, Veracruz, para lo
cual se dedicó al estudio del cultivo del tabaco.
Por sus amplios conocimientos en el cultivo de la tierra, Lucas
Alamán lo nombró Director de una Escuela Nacional de Agricultura que
no llegó a cuajar en aquel momento de 1845, de permanente crisis política.
También abordó el estudio de la geografía con el fin de elaborar
y corregir mapas. Sus conocimientos en esta materia los había de am-
pliar durante su permanencia en París.
Por sus amplios conocimientos de estadística, en 1843 el gene-
ral José María Tornel, ministro de Guerra, nombra a Ocampo miembro
de la Comisión de Estadística Militar, con el carácter de corresponsal.
Observaba el cielo, pero no en busca de seres sobrenaturales,
para lo cual era un escéptico, sino para estudiar los astros, como los
cometas de 1843 y 1845.
Melchor Ocampo fue un enciclopedista. Incursionó por multi-
tud de campos y parcelas de la ciencia y de la cultura: Las ciencias na-
turales, la geografía, las matemáticas, el derecho, la economía política,
la lingüística y como coronamiento la filosofía.
Pero no cultivó las ciencias como ocio elegante, según la con-
cepción de los griegos, sino como instrumentos para solucionar proble-
mas nacionales y desarrollar las fuerzas productivas del país. Siendo un
ilustrado moderno que arrumbaba las sutilezas escolásticas a la pieza de
los trebejos inútiles, se propuso a extraer la verdad a través del método
experimental y del razonamiento. Sin duda alguna, puede considerar-
se a Ocampo corno uno de los primeros investigadores científicos que
tuvo México.
Don Melchor había escrito gran cantidad de apuntes y sembrado
muchas plantas y árboles. Le faltaba engendrar un hijo. A mediados de
1836 engendró una hija, Josefa, producto de sus amoríos con Ana María
Escobar, a quien él llamaba nana, pero había sido compañera en el abri-
go de doña Francisca Xaviera. La hija -las hijas más bien dicho- y sus

111
amores con Ana María habían de permanecer ocultas por varios años.
Otras tres hijas había de tener en esas relaciones clandestinas: Petra,
Julia y Lucila. La sociedad timorata y prejuiciosa de la época obligaban
a esconder lo que era natural. Clara Campos le daría el hijo póstumo:
Melchor Ocampo Manzo, quien adoptó el segundo apellido de su pro-
tector, don José María Manzo, contemporáneo y amigo del reformador
y hombre de militancia política, gobernador también de Michoacán por
breve tiempo.

Sus primeros pasos en la política


En 1835, con apenas 21 años a cuestas, Melchor Ocampo emprende sus
primeras incursiones en la política. Desde luego se afilia a la corriente li-
beral, en cuyo programa estaba la defensa del federalismo. Protagonista
de esta línea en Morelia fueron el ilustre doctor Juan Manuel González
Urueña, creador genuino de la Escuela de Medicina, hoy perteneciente
a la Universidad Michoacana; fundador del semanario El Filógrafo, en
el que había de colaborar Ocampo; así como los señores José María
Manzo y José Consuelo Serreño. Estos primeros liberales michoacanos
hicieron sus armas políticas combatiendo contra los privilegios del cle-
ro y del ejército.

Viejo mundo, nuevas ideas


El 6 de marzo de 1840 Ocampo aborda el paquebote Salamandra, en
Veracruz, para dirigirse a Francia, el país de la cultura y de las ideas
revolucionarias. Quiere ensanchar sus conocimientos científicos, filo-
sóficos y políticos. Rechaza el turismo como moderno modo de perder
viajes viajando, según la feliz expresión de Rómulo Gallegos. Es, pues,
un viaje de estudio.
Durante su estancia en Europa realizó estudios de agricultura
científica, industrias agrícolas y cartografía. Perteneció a la Sociedad
Asiática, para cuyo ingreso presentó un trabajo sobre antiguos mo-

112
numentos michoacanos. Fue un asiduo asistente a las sesiones de la
Academia de Ciencias. De allá trajo instrumentos para sus trabajos
de laboratorio.
No dejó descansar la pluma, escribió dos ensayos: Suplemento al
Diccionario de la Lengua Castellana por las voces que se usan en la repú-
blica de México y Viaje de un Mexicano a París en 1840. Su amor por la
cultura nacional, de profundas raíces indígenas, afloró en lejanas tierras.
Es de singular importancia señalar que examinó la estructura
de la propiedad agraria en Francia. El fraccionamiento de la propiedad
feudal, desde el gobierno Jacobino al triunfo de la Revolución de 1789,
le demostró que la agricultura próspera no radica en la concentración
de la tierra en pocas manos. Se dice que a partir de esta experiencia,
Ocampo tuvo la obsesión de reducir su heredad.
Viaja a Italia para conocer Roma. Visitó los monumentos de la
Antigüedad y las obras del Renacimiento. Admiró el genio de Miguel
Angel en la Capilla Sixtina. Anotó la miseria y el fanatismo religioso
del pueblo italiano. Recorrió parte de la península a pie y pasó por Suiza
de regreso a París.
Un hecho notable de su estancia en París fue la visita al Doctor
José María Luis Mora, llamado Padre del Liberalismo Mexicano, co-
laborador de Gómez Farías y autor del Programa de los Ocho Puntos
para la Primera Reforma. Mora había salido de México en 1834, con
motivo de la reacción santannista contra los Decretos de 1833. Había
desempeñado algunas misiones diplomáticas en Inglaterra y en Francia.
Era un hombre legendario. Quizá los años de estar lejos de su patria lo
habían hecho huraño y un tanto amargado. El joven Ocampo admiró su
sabiduría y su liberalismo, pero lo encontró sentencioso como un Táci-
to, parcial como un reformista y presumido como un escolástico.
El 20 de septiembre de 1841 llegó al Puerto de Veracruz. Había
permanecido en Europa alrededor de un año y medio. Le esperaba en
México una intensa actividad política.

*Tomado del libro: Melchor Ocampo... Teórico y Estratega de la Reforma

113
Ocampo en el exilio
(1853-1855)

José Herrera Peña


Licenciado en Derecho y Ciencias Sociales por la UMSNH;
Doctor en Ciencias Históricas por la Universidad de La Habana.

A
l llegar al poder por última vez en abril de 1853, el general
Antonio López de Santa Anna detuvo, confinó y deportó a sus
principales adversarios políticos, entre ellos, Melchor Ocam-
po, Benito Juárez, José María Mata y Ponciano Arriaga.
El día 5 de octubre de 1853, Benito Juárez fue embarcado en
Veracruz, enfermo y con lujo de fuerza, y Melchor Ocampo, en no-
viembre, su hija con él, acompañado de Ponciano Arriaga y Juan B.
Ceballos. De La Habana, todos viajaron a Nueva Orleáns.
Ocampo propuso a sus compañeros dividirse en dos grupos; uno
en esta ciudad para vigilar el curso de los acontecimientos políticos en
el centro y sur de México, y el otro en Brownsville, Texas, para promo-
ver en el norte el descontento contra la dictadura. Juárez y los demás
decidieron permanecer en Nueva Orleáns, y Arriaga y Ocampo marcha-
ron a la frontera con México.
Estos mexicanos -y otros que compartieron sus esfuerzos- se
enfrentaron en el destierro a problemas tales como la venta de La Mesi-
lla; los intentos de anexión de Baja California; el proyecto de creación
de la república de la Sierra Madre, y la independencia del estado de
Guerrero; pero encontraron fórmulas para preservar la integridad terri-
torial de la nación -salvo en el asunto de La Mesilla- y procedimientos
para encender y propagar con su organización así como con sus ideas,
sus actividades y sus bienes, la oposición armada contra la dictadura

115
santanista, hasta lograr su caída, dos años después de su reclusión y
destierro.
El 1 de marzo de 1854 estalló en Guerrero el pronunciamiento
militar de corte liberal bajo los lineamientos del Plan de Ayutla y la
jefatura del general Juan Álvarez. Los deportados lo apoyaron. El go-
bierno preparó la respuesta. En diciembre siguiente, un plebiscito que
se llevó a cabo en México prorrogó indefinidamente la dictadura de fac-
to y facultó a Santa Anna para designar sucesor, así que éste se volvió
presidente vitalicio por voluntad popular.1
En enero de 1855 aún no prendía la guerra de guerrillas en Ta-
maulipas, Nuevo León y Coahuila, que se había esforzado Ocampo en
desatar durante los pasados meses. Chispas no faltaban, pero éstas no
incendiaban las praderas. En cambio, los fuegos que ardían aislados en
los territorios de Guerrero, Michoacán, Jalisco, Guanajuato, Querétaro
y Oaxaca empezaron a propagarse y a vincularse entre sí. La Ciudad de
México estaba conmocionada.
El 28 de febrero siguiente, los desterrados de Nueva Orleáns
consideraron llegado el momento de regresar a México. Benito Juá-
rez, José Ma. Mata, José Ma. Gómez, José Dolores Cetina, Miguel Ma.
Arrioja, Manuel Cepeda Peraza y Guadalupe Montenegro dirigieron un
comunicado a Ocampo y Arriaga, en el que les hacen saber que se tras-
ladarían a Acapulco y les pidieron que unieran su suerte a la de ellos.
Ocampo no podía desairarlos, pero consideraba que su presencia en el
destierro sería más productiva que su regreso.
El 14 de marzo siguiente, Miguel Ma. Arrioja escribió a Ocam-
po para informarle que se había reunido en Nueva Orleáns con Enrique
Dillon a fin de persuadirlo de que “nos prestara la cantidad que se ne-
cesita para un nuevo pronunciamiento en la frontera” e influyera en los
principales comerciantes de Brownsville “para que, haciendo lo mismo,

1 Francisco Zarco, Crónica del Congreso Extraordinario Constituyente


1865-1857, México, 1957, p. 122. Según el Diario Oficial, se convocaron juntas
populares que votaron en presencia y bajo la vigilancia de las autoridades, y por
435,530 contra 4,075 votos, Santa Anna fue electo presidente vitalicio. Dice Zarco
que los empleados que no votaron por la prórroga de la dictadura fueron destituidos.

116
se reúna la suma de 25 ó 30 mil pesos, que se ha calculado suficiente
para la empresa, bajo el concepto de que el contrato ha de ser autoriza-
do por mí, como representante del general Juan Álvarez, en lo cual, por
supuesto, estoy conforme”.
Arrioja pidió a Ocampo y a Arriaga que celebraran el contrato
con dichos comerciantes y se comprometieran a pagar lo doble de lo
que recibieran, “seguros de que yo he de ratificar con el poder que ten-
go lo que ustedes hagan, con más gusto y confianza que si lo hiciera yo
mismo, con cuyo objeto me tendrán allí en el próximo viaje de vapor”. 2
Este comunicado le sirvió a Ocampo para suponer “que algunos
de ustedes piensan, como nosotros, que lo que aquí se haga contra el
usurpador será de más importantes resultados que nuestra sola presen-
cia en Guerrero”.3
Al mismo tiempo, sufrió un derrame cerebral.4 No tenía a na-
die para atenderlo, salvo a su hija Josefina, pero el clima y el susto la
afectaron tanto, que también cayó enferma. Uno de sus partidarios, José
María Carvajal, se preocupó. El 27 de abril de 1855 le confesó a Ocam-
po que estaba muy intranquilo “por la incertidumbre y el temor de que
se haya agravado su enfermedad”, y le informó que había recorrido “de
ochenta a cien leguas por estos desiertos”, que no le faltaban adhesiones
“aunque muchos desmayan al no ver dinero”.5
Inesperadamente, en lugar de ir a Brownsville a gestionar los
créditos ofrecidos, Miguel Ma. Arrioja arrojó un balde de agua a las dé-
biles llamas que intentaban incendiar las desérticas praderas del Norte.

2 Miguel María Arrioja a Melchor Ocampo y Ponciano Arriaga. Nueva


Orleáns, marzo 14 de 1855, op. cit., doc. 99, pp. 147-148.
3 Ponciano Arriaga y Melchor Ocampo a G. Montenegro, José María Gómez,
José P. Cetina, Miguel Ma. Arrioja, Manuel Cepeda y Peraza, José Ma. Mata y
Benito Juárez. Brownsville, marzo 21 de 1855, op. cit., doc. 101, pp. 149-150.
4 B. Villanueva a Melchor Ocampo, Pomoca, mayo 30 de 1855, op. cit.,
doc. 115, pp. 164-165.
5 José Ma. Carvajal a Melchor Ocampo, La Joya, abril 27 de 1855, op.cit.,
doc. 103, p. 151.

117
Había recibido cartas de Acapulco que transmitió a Ocampo de
inmediato, transcribiéndole algunos “párrafos de dos cartas de Nacho
Comonfort, a fin de que se imponga a fondo del estado verdadero que
guarda la revolución en aquel rumbo, de las esperanzas que aún existen
sobre mejorar la situación y de lo que en último caso se piensa hacer”.6
Le informó el 2 de mayo, desde Nueva Orleáns, que la revolución sure-
ña había ido en declive.7 La escasez de recursos pecuniarios era absolu-
ta. El buque Bustamante nunca había llegado con las municiones y de-
más útiles que Comonfort había gestionado en Nueva York, a pesar de
“haber transcurrido ya 150 días, que hacen un tiempo doble del fijado
en el compromiso con el conductor”. La revolución se había debilitado,
según él, por “la indolencia de nuestros paisanos”, aunque también por
la indisciplina -casi deslealtad- de algunos de ellos, y dejó entender que
Ocampo, en cierta forma, era responsable indirecto de esta lamentable
situación, porque Santos Degollado, uno de sus principales partidarios,
había debilitado el movimiento al pronunciarse por las Bases Orgáni-
cas de 1843 -Constitución centralista ilegítima-, a la vez que “el gene-
ral Santa Anna piensa ya en restablecer ese sistema. En caso de que el
estado de Guerrero quedare abandonado por el resto de la nación, aún
le queda el justo y único recurso de hacerse independiente, sostener allí
la bandera de la libertad y abrigar en su seno a todos los mexicanos que
quieran ser libres”.8
La noticia secesionista de Comonfort dejó anonadados a todos
los exiliados y produjo la debacle. Mata, que estaba sano, enfermó; Juá-
rez, que estaba decidido a regresar, recapacitó, y Ocampo, que estaba
enfermo, sanó.
Mata quedó postrado. Su plan había sido ir a Brownsville por
Ocampo y Josefina, regresar a Nueva Orleáns y navegar los tres a

6 Miguel Ma. Arrioja a Melchor Ocampo, Nueva Orleáns, mayo 2 de 1855,


op. cit., doc. 104, pp. 151-152.
7 El Diario Oficial de 15 de mayo de 1855 publicó un texto que reseña: “Su
Alteza Serenísima se retira de la campaña porque no hay contra quién hacerla”.
8 Miguel Ma. Arrioja a Melchor Ocampo, Nueva Orleáns, mayo 2 de 1855,
op. cit., doc. 104, pp. 151-152.

118
Acapulco; “pero las tristes noticias me impresionaron tan fuertemente
que he estado por espacio de siete días con una fiebre nerviosa que me
ha obligado a guardar cama”. El mundo se había vuelto tan vacilante
para él, que no podía entender lo que pasaba. “¿Se habrá puesto De-
gollado de acuerdo con Santa Anna?”9
Juárez se alegró al saber que Ocampo estaba restableciéndo-
se de sus males y le hizo saber que había reconsiderado su decisión.
Ya no tenía caso irse. El 16 de mayo le escribió: “Mi marcha no ha
tenido efecto por falta de recursos, que esperaba de mi casa. Hacien-
do esfuerzos pudiera vencer esta dificultad, pero hay otra más grave
que me obliga, si no a desistir completamente, a lo menos esperar”.
Había previsto alcanzar Oaxaca con apoyo de los guerrerenses; pero
al anunciar Comonfort que “el sur se limitaría a sostener su indepen-
dencia, claro que yo tendría que hacer nuevos sacrificios pecuniarios
para regresar a esta ciudad (Nuevo Orleáns) o algún otro punto fuera
del territorio mexicano”.10
Ocampo decidió que no tenía tiempo ni derecho de enfermarse.
Necesitaba hacer despegar a breve plazo la revolución del norte para
hacer triunfar la del sur. El 22 de mayo, casi restablecido de los efectos
del derrame cerebral que lo había inmovilizado, el michoacano citó a su
casa a Juan José de la Garza, Ponciano Arriaga, Manuel Gómez y José
Ma. Mata, recién llegado de Nueva Orleáns, y les informó que cinco
días antes Santiago Vidaurri había comunicado a de la Garza que había
decidido sumar sus fuerzas a la revolución y que emprendería la marcha
hacia Monterrey.
Por fin, las semillas sembradas durante un año por Ocampo en los
desiertos, montañas, ciudades y villas fronterizas de Tamaulipas, Nuevo
León y Coahuila, empezaban a producir sus frutos; no bajo su control
directo, pero sí gracias a su influencia. Los alcaldes, gobernadores y ge-
nerales de milicias, entre ellos, Ignacio Zaragoza y Mariano Escobedo,

9 José Ma. Mata a Melchor Ocampo, Nueva Orleáns, mayo 2 de 1855, op.
cit., doc. 105, pp. 153-154.
10 Benito Juárez a Melchor Ocampo, Nueva Orleáns, mayo 16 de 1855, op.
cit., doc. 107, p. 155.

119
habían decido actuar. Vidaurri se había visto obligado a ceder a la presión.
En todo caso, Ocampo manifestó al grupo que también había
reunido y organizado algunos elementos en Nuevo León bajo la direc-
ción de José María Carvajal y otros en Tamaulipas bajo la de Juan José
de la Garza, y los instó a movilizarse a la mayor brevedad. Ponciano
Arriaga propuso que los cinco “se constituyesen en Junta Revolucio-
naria”; se eligió presidente a Ocampo, y a Mata, secretario, a quien se
encargó que procurara un préstamo de mil pesos para Carbajal, y se
nombró a Arriaga para elaborar un proyecto de plan.11
Al día siguiente, 23 de mayo, se efectuó la segunda sesión. En
cuanto al crédito, Mata informó que había obtenido los mil pesos; se
envió el dinero a Carvajal y se le ordenó que avanzara urgentemente a
Monterrey. Por otra parte, Arriaga presentó un proyecto de plan por el
que se desconoce el gobierno de Santa Anna, y se aprobó.12
Constituida la Junta Revolucionaria Mexicana en Brownsville
y a punto de desatarse los movimientos armados de Vidaurri, Carvajal
y de la Garza en el Norte de la República, Melchor Ocampo consideró
llegado el momento de expresar tajantemente su oposición a los proyec-
tos secesionistas guerrerenses, mediante carta datada el 20 de mayo de
1855 a Miguel Ma. Arrioja, fundándola en “sólidas razones”.
Arrioja envió inmediatamente el original a Acapulco, se guar-
dó una copia, y al contestarla, minimizó el asunto y aclaró que “la
independencia del Estado de Guerrero” sólo había sido una idea “para
un caso extremo y desesperado”. Por consiguiente, “hoy nadie se
acordará de ella ni se acalorará con esa pesadilla”. Por otra parte, re-
conoció que después de catorce meses de expedido el plan de Ayutla,
“la República está ya en plena conflagración general” y el triunfo se
veía muy cerca, sobre todo si la dictadura “tiene o ha tenido ya un
descalabro en Michoacán”.13

11 Actas de las sesiones de la Junta Revolucionaria Mexicana en Brownsville,


Texas, 1855. Sesión del día 22 de mayo de 1855, op. cit., doc. 108, pp. 155-156.
12 Sesión del día 23 de mayo de 1855, op. cit., doc. 109, pp. 157-158.
13 No se conoce este documento, pero Arrioja, al acusar recibo a Melchor
Ocampo, hace referencia a su contenido. Miguel Ma. Arrioja a Melchor Ocampo,

120
Así que la supuesta responsabilidad de Ocampo para transar con
Santa Anna a través de su amigo Santos Degollado no había sido más
que una calumniosa insinuación. Después de todo, Arrioja reconocía
expresamente que el destino final de la revolución del sur no dependería
de las fuerzas de Comonfort en Guerrero, sino de las de Degollado en
Michoacán y de los esfuerzos de Ocampo por desatar las fuerzas revo-
lucionarias del norte.
La vida de la Junta Revolucionaria Mexicana en Brownsville
fue breve. Duró escasamente un mes, del 22 de mayo al 21 de junio de
1855, durante el cual se llevaron a cabo trece sesiones; pero la actividad
que le imprimió Ocampo en ese tiempo fue vertiginosa y decisiva.
Todo lo que se había mantenido en estado latente durante un
año tomó fuerza y se desbordó de un solo golpe. Las villas y pueblos
regiomontanos empezaron a reconocer expresa y formalmente la jefa-
tura del general Juan Álvarez, al paso de Carvajal; Ponciano Arriaga
redactó un Manifiesto al pueblo mexicano que se distribuyó de inme-
diato; Melchor Ocampo publicó un boletín de noticias titulado Noticie-
ro del Bravo; Manuel Gómez partió a Monterrey como representante
político de la Junta ante Santiago Vidaurri; se acordaron lineamientos
de política general sobre dos asuntos: prisioneros de guerra y trato
a corporaciones eclesiásticas; se atendió a oficiales europeos experi-
mentados que ofrecieron sus servicios a la revolución y se les envió a
los frentes de guerra; Juan José de la Garza se puso a la cabeza de los
infantes y dragones que había organizado en Tamaulipas, y avanzó a
marchas forzadas a Monterrey; se reconoció la jefatura política y mili-
tar de Vidaurri en el norte de la República, y se cruzaron informaciones
y propuestas entre la Junta de Brownsville y Vidaurri, por un lado, y
entre ésta y Juan Álvarez, por otro.
José Ma. Mata, por su parte, gestionó y obtuvo créditos conforme
fueron aumentando las cargas pecuniarias de la Junta, en todos los cua-
les quedaron comprometidos los bienes personales de los conjurados, si
no eran pagados por la Nación. De este modo, sin necesidad de gravar a
la República con 50 ó 60 mil pesos, de los que se recibiría únicamente la

Nueva Orleáns, mayo 30 de 1855, op. cit., doc. 114, pp. 163-164.

121
mitad, como lo había recomendado Arrioja, la Junta se hizo de recursos
suficientes en el momento oportuno -ni antes ni después- para financiar
sus actividades revolucionarias, a un interés razonable. Los gastos de la
Junta no llegarían a 12 mil pesos y los intereses no pasarían de 3 mil,
para hacer un total inferior a 15 mil. La organización y preparación de
la revolución del norte ha sido probablemente una de las más baratas del
mundo y de la historia.
A Benito Juárez le dio mucho gusto en Nueva Orleáns, “lo mis-
mo que a los demás proscritos”, que hubiera estallado el pronuncia-
miento revolucionario en Nuevo León. El 30 de mayo de 1854 escribió
a su “muy querido amigo y señor” Ocampo: “Ese movimiento creo que
va a precipitar la caída de Santa Anna, porque se ha efectuado en el
momento más oportuno, en que la revolución ha vuelto a aparecer con
más vigor”.14
En su octava sesión del 3 de junio, el presidente Ocampo expre-
só que sería muy satisfactorio que la Junta tuviese en su seno al ciuda-
dano Benito Juárez, pero que creía que su presencia en Acapulco sería
de más utilidad a la causa pública, porque hallándose ya la revolución
en una parte de Oaxaca, podría con su influencia extenderla a todo ese
Estado de la República. En tal virtud, propuso que se le remitieran 250
pesos para sus gastos de traslado, pero que se le dejara en libertad para
que viajara a Acapulco, se incorporara a las actividades de los conjura-
dos de Brownsville o procediera en el sentido que le dictaran su juicio
y patriotismo. La propuesta fue aprobada.
El 21 de junio, al reunirse la Junta por última vez, Mata informó
que Benito Juárez había acusado recibo de los 250 pesos que la Junta le
remitió, y al dar las gracias por el apoyo recibido, manifestó que mar-
charía a Acapulco si los medios de comunicación estaban expeditos, y
si no, al lugar donde creyera que su presencia fuera de alguna utilidad.
Se dispuso que se archivara dicho documento.15

14 Benito Juárez a Melchor Ocampo, Nueva Orleáns, mayo 30 de 1855, op.


cit., doc. 116, pp. 165-166.
15 Actas de las sesiones de la Junta Revolucionaria Mexicana en
Brownsville, Texas, 1855. Sesión del día 21 de junio de 1855, op. cit., doc. 125,
pp. 176-178.

122
Tres meses después, Ocampo y Juárez se reencontrarían en
Cuernavaca como representantes de Oaxaca y Michoacán, respectiva-
mente, al Consejo de Estado establecido por Juan Álvarez, en cumpli-
miento a lo dispuesto por el Plan de Ayutla, para elegir Presidente in-
terino de la República. Al ser designado el propio Álvarez en tal cargo,
nombró a Ocampo ministro encargado de formar su gabinete y éste, a
su vez, propuso a Juárez como ministro de Justicia, Instrucción Pública
y Negocios Eclesiásticos.
A partir de entonces se iniciaría una nueva etapa en la historia
de la Nación.
Morelia, Mich., 28 de noviembre de 2013.

123
La figura del héroe:
Melchor Ocampo en los murales
de Alfredo Zalce en Morelia

Miguel Ángel Gutiérrez López


Doctor en Historia por El Colegio de Michoacán, A.C

E
l trabajo de Alfredo Zalce ha sido celebrado tanto por la crí-
tica especializada como por sus colegas. Su fama se la debe
principalmente al grabado y a la litografía. No obstante, en su
producción ocupan un lugar importante los murales que rea-
lizó en diversos lugares de la República mexicana, a través de más de
cinco décadas de labor en el ramo. Dentro de este tipo de obras destacan
las realizadas en la ciudad de Morelia, en el Palacio de Gobierno y en
el Museo Regional Michoacano. Tres de estas producciones: Los defen-
sores de la integridad nacional, La importancia de Hidalgo en la In-
dependencia (también conocido como, Los libertadores) e Historia de
Morelia, ofrecen a los espectadores un recorrido visual por la historia
de México. En los murales mencionados, la figura de Melchor Ocampo
no es central, pero sí es determinante para mostrar visualmente uno de
los principales períodos de la historia nacional: la Reforma. En esta re-
presentación, Ocampo aparece junto a Juárez, como uno de los artífices
de la construcción y defensa de la nación mexicana en el siglo XIX.
Los defensores de la integridad nacional, ubicado en el cubo de
la escalera principal del Museo Regional Michoacano, fue realizado en
1951 con el auspicio del Museo y el Instituto Nacional de Bellas Artes.
La obra fue ejecutada al fresco con la utilización de cemento coloreado.

125
En el muro derecho se encuentran Benito Juárez y Melchor Ocampo,
como parte del grupo de los hombres de la Reforma; detrás de ellos un
campesino. Junto a Juárez, un soldado con uniforme azul y huaraches
pisotea una corona imperial y un gorro de clérigo. Esta escena repre-
senta la derrota del Imperio y de los conservadores, así como el enfren-
tamiento de los liberales con la Iglesia católica. Esta escena es similar
a la que aparece en La importancia de Hidalgo en la Independencia,1
un mural pintado entre 1955 y 1957 en el cubo de la escalera principal
del Palacio de Gobierno. Ahí, Ocampo aparece a la derecha de Benito
Juárez, como parte del grupo de artífices y protagonistas de las Leyes
de Reforma y del Plan de Ayutla. En estas obras podemos encontrarlos
junto a otros insignes liberales como Ignacio Ramírez, el “Nigroman-
te”, Ignacio Comonfort y Juan Álvarez.
En estos murales Melchor Ocampo es representado como uno
de los personajes más importantes de la generación de la Reforma; sólo
sobrepasado en importancia por Benito Juárez. La defensa de la sobe-
ranía nacional y de los postulados liberales, la lucha contra el poder de
la Iglesia católica y la resistencia ante la dictadura de Antonio López de
Santa Anna son algunos de los aspectos de su participación política que
se buscan resaltar en los murales de Zalce. En la escalera del Palacio
de Gobierno, Benito Juárez sostiene en su mano izquierda un documen-
to que lleva la leyenda “Leyes de Reforma” y Juan Álvarez presenta
el “Plan de Ayutla”. En la administración presidencial de este último
Ocampo sería Ministro de Relaciones Exteriores.
El mural en el que se concede mayor protagonismo a Ocampo
es el de Historia de Morelia, realizado en el pasillo sur de la planta
alta del primer patio del Palacio de Gobierno, en 1961 por solicitud del
gobernador del estado David Franco Rodríguez. Esta obra fue inaugu-
rada en julio de 1962 por el presidente de la República Adolfo López

1 Teresa del Conde llama a este mural, Los libertadores. Véase: Conde,
Teresa del, “Zalce, corrientes profundas”, en Alfredo Zalce. Artista michoacano,
México, Gobierno del Estado de Michoacán, Secretaría de Educación Pública,
Instituto Politécnico Nacional, Instituto Michoacano de Cultura, 1997, pp. 23-24.

127
Mateos.2 Aquí, Ocampo se encuentra enmarcado por los colores de la
bandera mexicana y sobre su figura se muestra el águila real, en alusión
al escudo nacional. Integrada a la bandera se muestra una representa-
ción del pueblo de Michoacán, conformada por figuras humanas que
marchan juntas rodeando la figura de Ocampo. Quien observa esta obra
puede fácilmente identificar la importancia que le fue asignada dentro
del discurso visual con el que se exponen las historias de Morelia y del
estado. En este mural, Ocampo aparece de pie, con los brazos extendi-
dos, en una posición que denota liderazgo. A su alrededor un conjunto
de hombres marchan en actitud fraternal hacia la dirección que parece
indicarles con su mano izquierda. Junto a esta imagen está representado
el triunfo del Partido Liberal.
El águila, la bandera nacional y la representación del pueblo
hacen alusión a la defensa de la integridad del país ante la invasión
norteamericana de 1847. En esta sección, el discurso del mural corres-
ponde al Batallón Matamoros y sobre este episodio de la historia se
puede leer la siguiente inscripción: “En 1847 el pueblo de Morelia, a
iniciativa del gobernador Ocampo, formó el ‘Batallón Matamoros’ que
concurrió a la defensa de México contra la invasión norteamericana en
los combates de La Angostura y Churubusco”. Con estas palabras
y la representación del héroe michoacano, Zalce recupera una serie de
acontecimientos que le permite imbuir de sentido patriótico y antiimpe-
rialista a su discurso sobre la historia nacional.
En los murales de Alfredo Zalce puede apreciarse claramente
la oposición de dos bandos. Como elementos centrales se encuentran
los personajes identificados con la conformación y defensa de la na-
ción mexicana. En contraposición y en un segundo plano se encuentran
los agresores y traidores de esa nacionalidad. En septiembre de 1950,
algunos meses antes de iniciar los trabajos del mu ral Los defensores
de la integridad nacional, Zalce escribió en su diario, “...después de
cuatro siglos aún están frente a frente y alinean a sus bandos, por un

2 Velarde Cruz, Sofía Irene, Entre historias y murales. Las obras ejecutadas
en Morelia, Morelia, Gobierno del Estado de Michoacán de Ocampo, Instituto
Michoacano de Cultura, 2001, pp. 83, 87.

129
lado al pueblo de México y sus héroes, por el otro a sus verdugos de
ayer y de hoy”.3
La obra mural de Alfredo Zalce muestra, por un lado, la confor-
mación de la unidad nacional en medio del enfrentamiento con fuerzas
internas, pero sobre todo externas, que atentan contra ella. En este con-
texto cualquier oposición entre los “héroes nacionales” queda superada
por la consecución de un objetivo común: la defensa de la integridad y la
soberanía nacionales. En esta lucha se establece una línea continua que
parte de la conquista española y se resuelve en la Revolución mexicana
y en las transformaciones que experimentó el país en los años inmedia-
tamente posteriores. Además, en sus murales Zalce mostró sus convic-
ciones ideológicas expresadas en el papel protagónico que concedió a
algunos de los héroes nacionales, como, entre otros, Cuauhtémoc, Mi-
guel Hidalgo, José María Morelos, Emiliano Zapata, Lázaro Cárdenas
y, por supuesto, Melchor Ocampo. En conjunto, todos estos personajes
representan las luchas del pueblo mexicano por su libertad frente a entes
considerados nocivos como la España de la conquista y la colonización,
la Iglesia católica, los invasores extranjeros y las dictaduras.
El muralismo, como arte público impulsado y patrocinado des-
de las instituciones estatales, refleja en gran medida una visión oficia-
lista de la historia. Así, aparecen toda una serie de personajes, muchos
de ellos antagónicos entre sí, a pesar de lo cual la ideología nacionalista
sostiene que a través de esas diferencias personales y de facciones se
consiguió la unidad nacional. La ideología oficial hace tabla rasa de
esas discrepancias y concibe a los “héroes” patrios coadyuvando para
lograr la unidad, aunque esos no fueran sus propósitos expresos.4 En el
caso de Zalce y otros de los grandes muralistas, como Diego Rivera,

3 Alfredo Zalce. Un arte propio, (presentación de Berta Taracena), México,


Universidad Nacional Autónoma de México, Dirección General de Difusión
General, 1984, pp. 10-11. Tibol, Raquel, Gráficas y neográficas en México,
México, Universidad Nacional Autónoma de México, Secretaría de Educación
Pública, 1987, p. 183.
4 Véase: Villegas, Abelardo, “El sustento ideológico del nacionalismo
mexicano”, en El nacionalismo y el arte mexicano, México, Universidad Nacional
Autónoma de México, p. 397.

130
esta ideología también está orientada hacia la “izquierda”, con un dis-
curso que coloca a la España de la conquista, a los Estados Unidos de
Norteamérica y a la Iglesia católica como símbolos de explotación, ini-
quidad y violencia. En este discurso figuras como la de Ocampo adquie-
ren una dimensión trascendental desde el punto de vista de la defensa de
la integridad nacional.
A Alfredo Zalce parecía atraerle esa visión simplificada, por no
decir simplista, de la historia nacional que gusta de explicar la confor-
mación del Estado y la nación mexicanos como el resultado del enfren-
tamiento de bandos antagónicos e irreconciliables. Pero cabría pregun-
tarse si no le interesó esta manera de ver la historia patria precisamente
porque le permitió resolver de manera más simple el tema que se propu-
so tratar. Porque, después de todo, el muralismo en sus pretensiones de
arte público lleva implícita la intención de transmitir de manera clara y
directa un mensaje al espectador. En los murales hay un lenguaje lleno
de simbolismos sólo accesibles para quienes conocen a fondo la historia
nacional. Pero a la par de la complejidad de este discurso también pode-
mos encontrar una forma expositiva que pretende trasmitir a un público
lo más amplio posible una idea particular de esa historia.
En el movimiento muralista los héroes nacionales han tenido
una importancia relevante, ya que han sido tema frecuente a la vez
que han servido como elementos de transmisión de un mensaje, de
una ideología. Uno de esos héroes, en la obra de Alfredo Zalce, es
Melchor Ocampo que, en conjunto con los hombres de la Reforma,
va aparejado con sus contrapartes, la Iglesia católica, la invasión nor-
teamericana de 1847 y la dictadura de Antonio López de Santa Anna,
para mostrar un discurso en el que es fácil identificar a los bandos
enfrentados y crear juicios de valor sobre su importancia para la cons-
trucción de la nación mexicana.
A la par de los personajes y los individuos idealizados, los héroes,
también el pueblo, como masa anónima, fue enaltecido como el funda-
mento de la nueva sociedad que el Estado posrevolucionario planteó
construir. En los murales de Zalce aparecen Ocampo y los demás héroes
nacionales en relación directa con esa representación del pueblo; como

131
en el caso particular de la Historia de Morelia. La forma en que Zalce y
otros grandes muralistas resolvieron esta relación les permitió colocar a
los héroes patrios en un contexto y en una dimensión que trascendieron
la retórica oficial. La historia que se cuenta otorga protagonismo a una
imagen idealizada del pueblo, el cual debería ser el receptor principal de
lo que se pretende transmitir con los murales. El carácter didáctico de
estas obras es reforzado cuando se busca que aquellos a quienes se dirige
el mensaje se vean reflejados en el mismo.
Los artistas crearon obras con un marcado sentido localista
y nacionalista que, sin embargo, tuvo aspiraciones de universalidad.
Los pintores mexicanos fueron conscientes del tipo de productos que
crearon y deseaban plasmar y resaltar los elementos nacionales para
mostrarlos al mundo. El muralismo mexicano tuvo una gran carga de
búsqueda interior, de auto conocimiento, pero también tuvo el afán de
mostrar y compartir el resultado de esa indagación.
Un hecho que debe considerarse es que la posibilidad de exis-
tencia de la pintura mural tuvo su origen en el apoyo oficial. El muralis-
mo, como arte monumental dirigido a públicos amplios y diversos, fue
posible gracias al patrocinio del Estado mexicano y de los gobiernos
posrevolucionarios. Esta circunstancia, con sus excepciones, influyó
notablemente en el carácter de las pinturas que reflejaron en gran me-
dida sus afanes ideológicos. Así, los murales de Zalce convierten a los
espacios públicos en los que se encuentran en una gran aula en la que se
puede participar de un proceso de aprendizaje sobre la historia nacio-
nal, dirigido desde el ámbito oficial. Sin embargo, es necesario tomar en
cuenta que este discurso no tiene sólo este sentido y que gran parte de
su valor es generado por la visión crítica con la que los artistas, como
el caso de Zalce, asumieron la tarea que se les encomendó. Además, el
contenido de estas obras adquiere relevancia por el elevado valor artís-
tico derivado de la forma en que los pintores resolvieron el problema de
la relación entre el contenido y la forma. Los murales no son panfletos
que cumplen únicamente una función ideológica, en su conjunto cons-
tituyen un movimiento artístico que es considerado como uno de los
grandes aportes de México a la cultura universal.

132
La pintura mural se ocupó tanto de inventar una historia en co-
mún que legitimara desde el pasado al nuevo régimen, como de orientar
las transformaciones que en los órdenes económico, político y social se
planteaban emprender. El muralismo, en su conjunto, buscó dar sentido
a una nueva idea de lo mexicano como nación y como país.5 Para lo-
grar esto se perfiló un lenguaje plástico particular en el que a partir de
elementos considerados representativos se construyó un discurso cohe-
rente que de manera simplificada y directa podía mostrar visualmente,
desde sus orígenes, la historia de México.

5 Véase: Azuela de la Cueva, Alicia, Arte y poder. La revolución pictórica de


la Revolución Mexicana y su influencia en la construcción de una imagen, Tesis
para optar por el Título de Doctora en Ciencias Sociales, Zamora, Michoacán, El
Colegio de Michoacán, A. C., Doctorado en Ciencias Sociales, 2001, p. 328.

133
Bibliografía
Alfredo Zalce. Un arte propio, (presentación de Berta Taracena), Méxi-
co, Universidad Nacional Autónoma de México, Dirección General de Difu-
sión General, 1984.
Azuela de la Cueva, Alicia, Arte y poder. La revolución pictórica de
la Revolución Mexicana y su influencia en la construcción de una imagen,
Tesis para optar por el Título de Doctora en Ciencias Sociales, Zamora, Mi-
choacán, El Colegio de Michoacán, A. C., Doctorado en Ciencias Sociales,
2001.
Conde, Teresa del, “Zalce, corrientes profundas”, en Alfredo Zalce. Ar-
tista michoacano, México, Gobierno del Estado de Michoacán, Secretaría de
Educación Pública, Instituto Politécnico Nacional, Instituto Michoacano de
Cultura, 1997, pp. 23-99.
Tibol, Raquel, Gráficas y neográficas en México, México, Universidad
Nacional Autónoma de México, Secretaría de Educación Pública, 1987.
Velarde Cruz, Sofía Irene, Entre historias y murales. Las obras ejecu-
tadas en Morelia, Morelia, Gobierno del Estado de Michoacán de Ocampo,
Instituto Michoacano de Cultura, 2001.
Villegas, Abelardo, “El sustento ideológico del nacionalismo mexica-
no”, en El nacionalismo y el arte mexicano, México, Universidad Nacional
Autónoma de México, pp. 387-408.

134
Melchor Ocampo en los libros.
Las primeras biografías

Gerardo Sánchez Díaz


Instituto de Investigaciones Históricas
de la
Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo

A
partir del último tercio del siglo XIX, la personalidad, obra
y circunstancia de Melchor Ocampo han sido de interés re-
currente para distintos escritores nacionales y extranjeros.
En artículos periodísticos, folletos, discursos cívicos, libros,
capítulos en obras colectivas y tesis de grado se han abordado diversos
aspectos de la vida y quehaceres del llamado por algunos “el filósofo”
de la Reforma liberal, movimiento político y social que buscó transfor-
mar el país a mediados del siglo XIX. En ese contexto, se han escrito y
publicado breves y amplias biografías o se han desglosado sus ideas en
torno a la política, las ciencias naturales y creatividad literaria.
En las siguientes páginas nos acercaremos a la diversidad
de textos en los que de diversos ángulos se ha abordado tanto el perso-
naje como el tiempo que le tocó vivir, una época en la que las luchas
entre monarquistas y republicanos, centralistas y federalistas, conserva-
dores y liberales fueron los ejes sobre los cuales se ensayó la construc-
ción de México como nación independientes.

137
II

Los primeros estudios publicados en torno a Melchor Ocampo empe-


zaron a circular casi una década y media después de su muerte. Hasta
donde sabemos, la Biografía del ciudadano Melchor Ocampo,1 escrita
por el licenciado Eduardo Ruiz fue el primer intento de recurrir las cir-
cunstancias que rodearon la vida y acciones del personaje. La biografía
fue escrita a partir de las propias vivencias del autor y a los testimo-
nios que recogió entre quienes había conocido y tratado el personaje.
Otra fuente de información que dio sustento a esta primera biografía
fueron las notas periodísticas que dieron cuenta de la aprehensión y
fusilamiento de Ocampo y el impacto que el hecho tuvo entre la clase
políticas mexicana, especialmente entre quienes militaban en las filas
del Partido Liberal.
La Biografía del ciudadano Melchor Ocampo, se publicó por
primera vez en 1875. En la introducción el Lic. Eduardo Ruiz explicó
las motivaciones que tuvo para escribir esa biografía. Señaló, en primer

1 Eduardo Ruíz, Biografía del ciudadano Melchor Ocampo, Morelia,


Imprenta del Gobierno en Palacio a cargo de José R. Bravo, 1875. Esta primera
versión de la biografía de Ocampo, escrita por el licenciado Eduardo Ruíz está
fechada en Morelia el 3 de junio de 1875. Ese año aparecieron dos ediciones, con
tiraje de más de mil ejemplares cada una. El texto impreso en octavo de pliego se
compone por 134 páginas de las que las primeras 111 corresponden propiamente
a la biografía y el resto a anexos. Éstos últimos se componen por una selección de
pensamientos del personaje biografiado, el decreto expedido el 15 de septiembre
de 1863 por el gobernador y comandante militar de Michoacán Luis Couto,
mediante el que elevó al rango de testamento solemne la memoria privada que
Ocampo escribió de su puño y letra poco antes de ser fusilado. Le sigue la Elegía
en la muerte del señor Don Melchor Ocampo, escrita por el poeta michoacano
Gabino Ortiz, el 17 de junio de 1861, el célebre poema Melchor Ocampo, leído
por el poeta nicolaita Vicente Moreno en las honras fúnebres que tuvieron lugar
en el Colegio de San Nicolás la noche del 17 de junio de 1861, según lo había
dispuesto el gobierno del Estado. Se trata de un poema que es a la vez un grito
de rebeldía y de reclamo de justicia ante el asesinato del político michoacano.
Culmina el texto con otro poema de Moreno, leído en el homenaje que se rindió a
Ocampo en el Colegio de San Nicolás el 3 de junio de 1969.

138
lugar, que fue “el deseo de contribuir con una ofrenda de gratitud a la
memoria del Sr. Ocampo, en el aniversario de su muerte, que el tres de
junio de este año se celebró en el Colegio Civil; me hizo escribir a toda
prisa un bosquejo biográfico del filósofo michoacano. Mucho tiempo
hacía que deseaba consagrarme a este trabajo a fin de que fuera conoci-
da de todos, una vida fecunda para la historia del país, como tan tierna
y bienhechora para la juventud”.
El objetivo central de escribir y publicar esa biografía, además
de rescatar las contribuciones de Ocampo a la construcción del siste-
ma y las instituciones políticas era, sin duda, ponerlo de ejemplo como
modelo de buen ciudadano a las nuevas generaciones de mexicanos.
Ese es, sin duda, el mensaje que encierra la dedicatoria de la biografía
a los estudiantes de El Colegio de San Nicolás, institución de profun-
das raíces humanistas que había fundado Vasco de Quiroga en el siglo
XVI y que Ocampo reabrió y transformó en 1847. Al respecto, el Lic.
Eduardo Ruíz escribió: “He dedicado mi trabajo a los jóvenes alumnos
del Colegio Civil, porque ellos son el porvenir de Michoacán; porque
Ocampo, viviendo, los llamó sus hijos y porque para ellos fue el último
pensamiento del mártir, al pasar de esta vida al cielo de la inmortalidad,
¡Ojalá y sepan corresponder con sus afanes y con su patriotismo a esa
expresión de un noble y santo afecto!”.
La Biografía del ciudadano Melchor Ocampo tuvo una gran
acogida entre los lectores. En los siguientes 18 años se publicaron siete
ediciones que, al paso del tiempo, recogieron nuevos testimonios en tor-
no al personaje y su circunstancia. En 1893 apareció en México la sép-
tima edición, corregida y aumentada bajo el patrocinio del periódico La
Patria.2 Para entonces, ya habían circulado más de veinte mil ejemplares

2 Eduardo Ruíz, Biografía del ciudadano Melchor Ocampo, (Edición de


La Patria), México, Tipografía, Litografía y Encuadernaciones de Irineo Paz,
1893. La séptima edición, como todas, conservó el formato de las anteriores. El
texto original de 1875 se mantuvo igual pero se incluyeron diversos testimonios
sobre las circunstancias en que el reformador michoacano, retirado de la política
fue hecho prisionero y fusilado por militares conservadores el 3 de junio de 1861.
Entre los testimonios más significativos destacan el decreto del presidente Benito
Juárez, expedido en Palacio Nacional el 3 de junio de 1861 que declaró fuera

139
de las ediciones anteriores. En una adición a la presentación, el autor
escribió: “Han pasado diez y ocho años después de la primera edición.
Más de veinte mil ejemplares han circulado en la República y no pocos
en el extranjero. Este pequeño libro ha sido solicitado con interés y pues-
to que carece de mérito literario, su demanda es la demostración patente
del amor que inspira la memoria del señor Ocampo.
Hoy publico la séptima edición, advirtiendo que jamás se ha
especulado vendiendo los ejemplares, los cuales se han repartido sólo
entre quienes los han pedido. Yo no haré ya probablemente ninguna
otra edición; pero si esta fuere deseada por algunos, están en libertad
de reproducirla cuantas veces gusten, pues no he querido reservarme la
propiedad de la obra”.
Aunque en su Biografía del ciudadano Melchor Ocampo, el
Lic. Eduardo Ruíz se ocupó poco del origen y primeros años de vida
del personaje biografiado, fue el primero que estableció el lugar y fe-
cha de nacimiento: “El señor Ocampo nació en México el 6 de enero
de 1814. Fue su madrina de bautismo, o al menos con ese carácter la
reconocía el niño Melchor, la señorita Tapia que por aquel entonces se
había trasladado a la capital el Virreinato. Aquella mujer, tan amante
como generosa dedicó toda su vida a la educción del joven Ocampo.

de la ley a los asesinos de Ocampo, el decreto expedido por el gobernador de


Michoacán, general Epitacio Huerta que ordenó se hicieran las honras fúnebres
a Melchor Ocampo en el Atrio del templo de San Diego a las que deberían
asistir todos los funcionarios de gobierno y se encomendó pronunciar la Oración
fúnebre al Lic. Rafael Carrillo. También forman parte de esta edición la crónica
y discursos pronunciados en el homenaje que se rindió a Ocampo en el Congreso
de la Unión el 4 de junio de 1861, la entrevista que el general Félix Zuloaga
dio al periodista Ángel Pola en la que habló de su versión acerca de la muerte
de Ocampo, los desmentidos que hizo después el general Leonardo Márques en
torno a los hechos, la aprehensión y fusilamiento de Lindoro Cajiga, diversas
aclaraciones y ampliaciones sobre ese tema que en diversos momentos dieron a
conocer algunos periodistas, la crónica de la entrega de los objetos personales de
Ocampo al Colegio de San Nicolás, la crónica de la inauguración del Monumento
en la Plaza de la Paz en Morelia el 16 de septiembre de 1888 y se insertan nuevos
poemas dedicados a Ocampo por los poetas Jesús Echáiz, Agapito Silva, Carlos
López y Manuel Acuña.

140
Niño le llevó a su lado; y allí, en las márgenes del fecundo Lerma, en
aquellas poéticas colinas, en donde una Céres exuberante premia cada
año los trabajos del labrador, Ocampo imprimió en su alma el sello de
un amor sin límites por la ciencia agrícola que fue durante su vida su
única pasión favorita, el elemento más poderoso que tuvo para hacer a
sus semejantes todo el bien posible”.
Después, en forma breve, Eduardo Ruíz se ocupó de los estu-
dios, el viaje a Europa y las incursiones de Ocampo en la política es-
tatal, su periodo como gobernador, la reapertura del Colegio de San
Nicolás y sus ideas y acciones en torno a la guerra con Estados Unidos.
El mayor peso de la biografía se centra en la última década de vida de
Ocampo, la polémica relativa a la reforma de los aranceles parroquiales
y su militancia y contribuciones al proceso de la reforma liberal.

III
La segunda biografía de Melchor Ocampo se debe al periodista Ángel
Pola. Una primera versión titulada “Melchor Ocampo, 1814-1861”, apa-
reció en 1890 en un libro colectivo coordinado por Daniel Cabrera, que
tuvo como objetivo el rescate de la memoria histórica de los liberales
mexicanos que participaron en la reforma y en la intervención france-
sa.3 Una segunda versión, corregida y ampliada, con diversos documen-
tos intercalados, se incluyó en el segundo tomo de las Obras completas.
Escritos políticos.4 La biografía ampliada, señala que Ocampo nació
el 6 de enero de 1814 en la Ciudad de México, sin hacer referencia a
los padres, que fue recogido meses después por su madrina Francisca
Javiera Tapia, que lo trasladó a la hacienda de Pateo, en donde a su cui-
dado y protección el niño pasó sus primeros años. En su afán de recrear

3 Daniel Cabrera, editor, Liberales ilustres mexicanos. De la Reforma y la


Intervención, México, Imprenta del Hijo del Ahuizote, 1890.
4 Melchor Ocampo, Obras completas. Escritos políticos y biografía, por
Ángel Pola, (Biblioteca Reformista III), México, F. Vázquez editor, 1901, pp.
VII-CXXI.

141
hechos no conocidos en la vida de Ocampo, Pola desarrolló imagina-
rios, que luego fueron retomados por otros biógrafos y permanecieron
muchos puntos faltos de claridad historiográfica hasta que empezaron
a ser corregidos a partir de nuevos hallazgos documentales que fueron
analizados con mayor rigor metodológico. Sin embargo, un asunto que
ha quedado pendiente de documentar, hasta el presente, es la verdade-
ra identidad de sus padres, ya que en las biografías posteriores siguió
permaneciendo por un lado, la explicación de que provenía de padres
desconocidos que lo abandonaron recién nacido y otras basadas en la
especulación, de que era hijo de Francisca Javiera Tapia, quien había
ocultado su maternidad en el madrinazgo del niño.
Un poco más adelante, Ángel Pola en colaboración con Aurelia-
no J. Venegas, amplió la parte final de la biografía dedicada a los últi-
mos días de la vida de Ocampo, en un texto titulado, “En peregrinación,
de Pomoca a Tepeji del Río”, que se incluyó como estudio introductorio
al volumen II de las Obras completas de Melchor Ocampo, referente a
letras y ciencias.5 De esa manera, la vida y circunstancias del prócer mi-
choacano poco a poco empezaron a tejerse en las páginas de los libros.

5 Obras completas de Melchor Ocampo. Letras y ciencias. Prólogo de


Porfirio Parra, (Biblioteca Reformista, Vol. IV), México, F. Vázquez, editor, 1901,
pp. XIII-XCVI.

142
Testamento de Ocampo

P
róximo a ser fusilado, según se me acaba de notificar, declaro
que reconozco por mis hijas naturales a Josefa, Petra, Julia y
Lucila y que, en consecuencia, las nombro mis herederas de
mis pocos bienes.
Adopto como mi hija a Clara Campos, para que herede el quinto
de mis bienes, a fin de recompensar de algún modo la singular fidelidad
y distinguidos servicios de su padre.
Nombro por mis albaceas a cada uno in solidum et in rectum,
a don José María Manzo, de Tajimaroa, a don Estanislao Martínez y al
Lic. Don Francisco Benítez, para que juntos arreglen mi testamento y
cumplan esta mi voluntad.
Me despido de todos mis buenos amigos y de todos los que me
han favorecido en poco o en mucho y muero creyendo que he hecho por
el servicio de mi país cuanto he creído en consecuencia que era bueno.

Tepeji del Río, junio 3 de 1861


Melchor Ocampo

Firman éste, a mi ruego, cuatro testigos y los deposito en el Sr.


General Taboada, a quien ruego lo haga llegar a mis albaceas o a don
Antonio Balbuena, de Maravatío.
En el lugar mismo de la ejecución, hacienda de Caltengo, como
a las dos de la tarde, agrego que el testamento de doña Ana María Esco-
bar está en un cuaderno en inglés entre la lámpara de la sala y la ventana
de mi recamara.
Lego mis libros al Colegio de San Nicolás, de Morelia, después de
que mis señores albaceas y Sabás Iturbide tomen de ellos los que gusten.

Melchor Ocampo.- Miguel Negrete.- J-I. García.-


Juan Calderón.- Alejandro Reyes.

145
Exhumación de los restos
de Ocampo*

El día 2 del actual


He aquí el texto del acta levantada en San Fernando:

“E
n la Ciudad de México a las diez de la mañana del día
dos de junio de mil ochocientos noventa y siete, y para
dar cumplimiento al acuerdo de la Secretaría de Gober-
nación en el que el ciudadano Presidente de la República
dispone que el Gobierno del Distrito ordene la exhumación de los restos
del esclarecido patriota Melchor Ocampo, a fin de que sean trasladados
a la Rotonda de los Hombres Ilustres, se constituyó en el panteón de
San Fernando el Sr. Gobernador del Distrito, Lic. Rafael Rebollar, aso-
ciado del suscrito secretario y estando allí presente la comisión enviada
por el estado de Michoacán, compuesta de los ciudadanos licenciado
Melchor Ocampo Manzo, diputado a la legislatura de aquel estado;
Luis B. Valdés, secretario general del Gobierno del mismo; y Francisco
Pérez Gil, presidente del Tribunal Superior de Justicia del estado; las
señoras Josefa Mata y Ocampo de Carrera, Lucila Ocampo de Rubio,
Petra Ocampo V. de Rubio; la señorita Rosario Alanís, miembros de la
familia Ocampo; los CC. licenciados Manuel A., Mercado, oficial ma-
yor de la Secretaría de Gobernación, Francisco de P. Gochicoa, Fran-
cisco Mejía, diputados al Congreso de la Unión; doctores Joaquín Huici
y Juan José Ramírez de Arellano, citados como los tres anteriores para

* Tomado de Periódico Oficial del Estado de Michoacán, tomo V, núm. 46,


Morelia, 10 de junio de 1897, pp. 4-5.

149
este acto, los ciudadanos Aurelio Macías, jefe de la sección del estado
civil; Sebastián González encargado del panteón, Federico Gayosso,
Leopoldo Batres y los ciudadanos Gerardo carrera y coronel Genaro
Rubio, que se acaban de presentar y pertenecen también a la familia
Ocampo, se procedió a identificar la gaveta en que fueron depositados
los restos del C. Melchor Ocampo, y fue designada por el encargado del
panteón marcada con el número doce del tránsito del osario la cual se
halla cubierta con una lapida de mármol blanco, que tiene de relieve la
siguiente inscripción ´Melchor Ocampo, sacrificado por la tiranía el día
3 de junio de 1861´.
Los ciudadanos Mercado, Gochicoa y Mejía, declararon ante
el ciudadano Gobernador, que fueron testigos presenciales de la inhu-
mación del cadáver del señor Ocampo y ésta se hizo en el nicho que
se acaba de designar, todo lo cual esta conforme con el asiento que
obra a fojas treinta y cuatro del registro de inhumaciones llevado en
la oficina del Registro del Estado Civil que dice: ¨Tránsito al osario.-
fecha de inhumación 1861 junio 3- Melchor Ocampo.- Nicho número
12- perpetuidad y con el que obra a fojas 456 del libro de registro
general de inhumaciones del panteón que dice: Núm. 12. 1861- Junio
3 Melchor Ocampo´.
En vista de estar identificado el lugar de la inhumación dispuso
el ciudadano Gobernador se proceda a la exhumación; al efecto se des-
prendió la lápida y se extrajo una caja de madera en completo estado de
destrucción dejando ver otra de zinc depositada dentro de aquella que
fue abierta bajo la inspección inmediata de los facultativos menciona-
dos al principio de esta acta, encontrándose bajo una capa de carbón y
cal, los huesos pertenecientes al esqueleto de un hombre; fueron extraí-
dos con suma escrupulosidad y habiendo expresado los mencionados
facultativos que tan sólo faltan algunos pequeños huesos de una de las
manos, que sin duda se han pulverizado, el ciudadano Gobernador dis-
puso sean depositados los restos en la urna al efecto preparada, la cual
se cerró con llave que recogió el mismo ciudadano Gobernador, ase-
gurándose además con un alambre que lacró y selló el propio ciudada-
no Gobernador depositándose la urna en la capilla al efecto preparada,

150
quedó custodiada por fuerza de gendarmería a las órdenes del oficial
Ildefonso Velázquez.
Con lo que concluyó el acto, levantándose por triplicado la pre-
sente acta que firmaron en unión del ciudadano Gobernador los que
estuvieron presentes y son los mencionados al principio, así como los
ciudadanos José Mucio Guerrero, Joaquín Rincón y José Gómez Lla-
ta; disponiendo el ciudadano Gobernador se haga constar que el Sr.
Mejía manifiesta en este acto que aunque no estuvo presente al de la
inhumación tiene muchos datos para estimar identificado el lugar de
ella; que uno de los ejemplares de esta acta depositada en un bote de
cristal se coloque en el interior de la urna el día de mañana al hacer la
entrega de los restos al ciudadano Presidente de la República y que se
agregue al expediente que de este asunto se ha formado en el Gobierno
del Distrito, la carta del Sr. D. Juan García Brito, que no pudo concurrir
al acto, pero que proporciona datos para la identificación del nicho en
que se inhumaron los restos del Sr. Ocampo. Doy fe.- Rafael Rebollar.-
M. Ocampo Manzo.- Luis B. Valdés.- Francisco Pérez Gil.- Josefina
Mata y Ocampo de Carrera. F. Mejía.- Francisco de P. Gochicoa.- Lu-
cila Ocampo de Rubio.- Petra Ocampo.- J.J. R. de Arellano.- Rosario
Alanís.- Leopoldo Batres.- J. Huici.- G. Rubio.- Gerardo Carrera.- F.
Gayosso.- A. Marín.- J. M. Guerrero.- Joaquín Rincón.- José Gómez
Llata.- Sebastián González.- Ildefonso Velázquez.- Ángel Zimbrón.

151
Reapertura del Colegio de
San Nicolás

Raúl Arreola Cortés


Doctor en Historia

U
na de las instituciones que más honra y provecho han dado
al pueblo michoacano, de las que fueron creadas o fomen-
tadas por el Sr. Ocampo, es el Colegio de Sn. Nicolás en
donde hoy se hacen los estudios secundarios y preparato-
rios, pero que en otras épocas, antes de que se crearan los planteles es-
peciales para cada carrera, fue al mismo tiempo Preparatoria, Normal,
Medicina, Leyes, Bellas Artes y farmacia.
Este plantel es muy querido por todos los intelectuales michoa-
canos, pues además de ser el lugar en donde su espíritu y su mente se
han preparado para las luchas de la vida, el Colegio de Sn. Nicolás es
el guión, el estandarte de las ideas modernas, y en todas las épocas su
alumnado se ha caracterizado por su amor al estudio, su valor civil y su
participación en los más notorios hechos en favor del progreso científi-
co y social de Michoacán.
Al Colegio de Sn. Nicolás están unidos tres nombres que el
nicolaita pronuncia con respeto: Dn. Vasco de Quiroga, fundador del
plantel en el año de 1540; don Miguel Hidalgo, Padre de la Independen-
cia, Rector del Colegio a fines del siglo XVIII y don Melchor Ocampo,
su restaurador en 1847.
Don Vasco le dio vida al Colegio, e infundió a sus alumnos
el amor al proletario y al indio; Hidalgo inspira el amor a la libertad;
Ocampo muestra a la juventud las ideas revolucionarias, reformadoras
y ejemplifica la dedicación al estudio, a las ciencias, sin las cuales el

153
progreso social es vano sueño.
El Sr. Ocampo, al llegar al gobierno del Estado, se encontró
con algunos trabajos encaminados a la apertura del plantel; trabajos
que desde hacía algunos años venían verificándose, pero que por causas
diversas no habían cumplido su objeto.
La Junta Directiva de Estudios, en cuyas manos estaba activar el
asunto, había conseguido ya que el Cabildo Eclesiástico, que ejercía el
Patronato del Colegio, cediera sus derechos, con edificio, rentas y capi-
tales, al gobierno, mediante escritura; pero el Colegio no se abría, pues
su casa estaba en ruinas y faltaban muebles y elementos para el estudio.
Todo lo resolvió la buena voluntad del Sr. Ocampo, de tal suer-
te, que en el breve término de cuatro meses pudo contar Sn. Nicolás
con los elementos indispensables para abrir sus puertas a la juventud e
iniciar sus clases el 17 de Enero de 1847.
Colaboraron con el Sr. Ocampo en aquella ardua tarea, el Sr.
Lic. don Onofre Calvo Pintado, que fue desde luego su primer Regente;
él facilitó los caudales necesarios, de su propio peculio, para los gastos
que el Colegio necesitó erogar. Don Santos Degollado, que fue Secre-
tario de la Junta Directiva de Estudios, movió su influencia para que el
Cabildo cediera sus derechos al gobierno; el Sr. Degollado fue también
el primer Secretario de Sn. Nicolás; el Dr. don Juan Manuel González
Urueña, el Lic. Don Juan B. Ceballos, el Lic. Don Rafael Carrillo, el
Lic. Don Gabino Ortíz, el Lic. Don Jesús M. Herrera y don Juan Gonzá-
lez Movellán, que fueron los primeros catedráticos en su restauración.
El Sr. Ocampo donó al Colegio su primer Gabinete de Física y
al morir le heredó su biblioteca y su corazón, el cual conservan hasta la
fecha los alumnos como un recuerdo de quien trabajó por la educación
del pueblo durante su vida, y, al morir, su última voluntad fue para la
juventud nicolaita.
El Lic. Ruíz, ilustre nicolaita, dice a este respecto lo que sigue:
“Las ideas de patriotismo que tan puras y regeneradores cundieron in-
mediatamente después de la independencia, principalmente en los co-
legios, encontraban ya su mayor enemigo en las aulas seminaristas; y
cuenta que en aquella época el clero tenía monopolizadas las cátedras.

154
La gran cuestión de la enseñanza laica, era totalmente desconocida
entre nosotros; no sólo, si alguien se hubiera atrevido a proponerla,
fundándola en su importancia social y política, hubiera encontrado una
resistencia tal que habría hecho inútiles todos sus esfuerzos. Ocampo,
que lo comprendía bien, pero que no vacilaba en llevar a cabo esta re-
volución bienhechora, sin revelar el objeto de sus mitas, y antes bien,
co­mo halagando las ideas del clero, restableció el antiguo colegio de
San Nicolás Obispo, a cuya historia están unidos los nombres de Fray
Juan de San Miguel, don Vasco de Quiroga, de Hidalgo y de Morelos:
el 17 de enero de 1847 se abrieron a la juventud las puertas del instituto
civil honra y gloria de Michoacán.»
A iniciativa del Sr. Ocampo, se dio, al restablecerlo, el nombre
de “Colegio Primitivo y Nacional de San Nicolás de Hidalgo”.
En el año de 1847, funesto por haber sido ocupada la capital de
la República por las fuerzas norteamericanas, después de las sangrien-
tas y heroicas jornadas de Padierna, Churubusco, Molino del Rey y
Chapultepec, el Sr. Ocampo, como antes dijimos, envió fuertes contin-
gentes de tropa, organizada bajo su dirección, para que contribuyeran
a la defensa del territorio nacional, siendo el núcleo principal el que
formaba el Batallón Matamoros. «El bizarro Cuerpo de Matamoros»,
dice un testigo presencial y actor en aquella campaña, el Coronel Ma-
nuel Barbosa, procedente de Michoacán, con su valor bien conocido y
pericia militar, prestó a la nación importantes servicio en las batallas de
la Angostura y Valle de México, combatiendo con heroísmo en todos
los hechos de armas que ahí tuvieron lugar contra el invasor del norte.
Dicho cuerpo lo mandó entonces el Coronel Juan Ruiz, por haber enfer-
mado en México su Coronel efectivo, don Manuel Elguero.
El Gral. Don Manuel García Pueblita prestó igualmente sus
servicios en la clase de capitán de una de las compañías de aquel cuer-
po, así como muchos oficiales michoacanos y otros de aquella época,
pues que, de los subalternos de ese tiempo, pertenencientes a “Mata-
moros” vive «aun el que fue su portabandera, Isidro Alemán (1) cuyo
oficial supo defender el valioso depósito que se le confió, pasando por
mil peligros y conservarlo después a su cuidado algunos años, como

155
un recuerdo de que aquella bandera perteneció al valiente cuerpo de
“Matamoros», que, por salvarla del enemigo, arriesgó tantas veces su
vida; y con motivo del fatal descalabro sufrido por el Ejército Mexi-
cano: en Chapultepec el 13 de Septiembre de 1847, quedó en poder de
Alemán tan preciosa reliquia que regaló después al gobierno de Mi-
choacán, en 1a administración del Sr. Lic. Pudenciano Dorantes, para
que se conserve y conozca en la Sala de Armas y trofeos de aquella
capital, como recuerdo de una época luctuosa y del heroico cuerpo
que perteneció (1).
El Gral. Angel Guzmán también concurrió a la jornada de la
Angostura, que tuvo lugar el 22 de febrero de 1847, dando en aquel sitio
una buena lección a los orgullosos yankes, con una carga a la lanza, que
se le mandó diera con el Regimiento Activo de Morelia, el cual manda-
ba en jefe ese General quedando sorprendidos los soldados enemigos
el ver los efectos de aquella maniobra inesperada, tanto por el estupor
que produjo el movimiento, como por la matanza sin piedad que de él
resultó, al arrojarse los belicosos dragones sobre la artillería enemiga de
la que fue despojada la tropa invasora más de una vez; pero que al fin
una columna respetable del enemigo batió a los dragones y les obligó a
abandonar las baterías que habían recogido al carísimo precio de tanta
sangre mexicana.
La mencionada carga, según los inteligentes que la presencia-
ron, fue estimada por ellos como la única que se víó en aquellos tiem-
pos, falleciendo en ella algunos jefes y oficiales, encontrándose entre
sus cadáveres el del malogrado Mayor José Ignacio Santoyo, natural
de Zacapu, persona muy estimada por su valor y pericia militar, siendo
muy sentida su muerte por sus compañeros y amigos, perdiendo el regi-
miento un excelente jefe, su familia un deudo muy querido y la nación
un buen patriota. La primera compañía de Lanceros de dicho regimien-
to, mandado por su capitán don Nazario González, se distinguió por su
arrojo en el hecho de armas de que antes se hace mención y en aquella
compañía se encontraba detenido entonces el que esto escribe, como
prisionero de Guerra en su calidad de sargento primero de las bandas
federales y con ese motivo se encontró en las batallas de la Angostura y

156
Valle de México prestando sus servicios a la Patria.
El Gral. don Nicolás de Régules prestó sus servicios como su
subalterno de la Guardia Nacional, en cuya fecha parece que dan prin-
cipio lo que después siguió prestando al país.»
Al saberse en Michoacán la caída de la Ciudad de México en
poder de los invasores norteamericanos, el Congreso Local expidió el
Decreto número 44 de fecha 24 de septiembre, por el cual el Estado
reasumía el pleno ejercicio de su soberanía sobre todos los ramos de la
Administración Pública. Esta medida, injustamente juzgada con dureza
por algunos escritores, es fácilmente explicable si se atiende a que, la
caída de la Capital suponía la disgregación de los elementos que com-
ponían el gobierno, la posibilidad de formarse dos o más grupos políti-
cos que en distintos lugares del país pretendieron ser reconocidos como
gobierno legítimo, dadas las diferencias tan hondas que existían en los
hombres que gobernaban, y finalmente, a que, como todo lo hacía su-
poner, continuando una guerra de guerrillas para hostilizar al invasor
lo natural era que Michoacán quedara expedito para obrar militarmente
como mejor conviniera a sus circunstancias, en defensa del territorio
patrio. También por un decreto se dispuso que, en caso ofrecido, los
poderes se trasladarían a Uruapan.
Afortunadamente, el giro que tomaron los acontecimientos hi-
cieron innecesarias tales medidas y al saberse que el Gobierno legítimo
se trasladaba o Querétaro, el decreto quedó sin efecto y reconocido por
los Poderes de Michoacán el que presidieron los Sres. Lic. Peña y Peña
y Gral. Anaya, sucesivamente.
El Sr. Ocampo, con autorización del Congreso del Estado,
salió rumbo a Querétaro, capital provisional de la República, para
asistir a la Junta de Gobernadores de los Estados que debía ser oída
para determinar la paz o la guerra en lo sucesivo. El Gobernador de
Michoacán estuvo en dicha reunión, como siempre, a la altura de su
patriotismo y prudencia.
Con fecha 27 de marzo de 1848 el Sr. Ocampo presentó su
renuncia como Gobernador del Estado; renuncia que le fue acepta-
da nombrando la Cámara en su lugar al Sr. don Santos Degollado,

157
amigo íntimo del dimitente y animado de sus mismas ideas y senti-
mientos generosos.

Ocampo Senador y Ministro de Hacienda

Obedeciendo a finalidades de alta política del Gobierno general, se dis-


puso la renovación de Poderes en todo el país. Para la presidencia de la
República resultó electo el Sr. Gral don José Joaquín de Herrera, quien
recibió el mando del Sr. Lic. Peña y Peña en la propia ciudad de Queré-
taro el 3 de Junio de 1848, trasladándose pocos días después a México
como asiento definitivo del Gobierno, evacuada que fue la plaza por
los americanos después de firmarse los tratados de paz. El Sr. Herrera
debería concluir su período en Enero de 1851.
Michoacán renovó también sus Poderes, resultando electo Go-
bernador el Sr. Lic. don Juan B. Caballos. En esta vez el voto público
designó al Sr. don Melchor Ocampo Senador por nuestro Estado, así
como al Sr. Dn. Mateo Echaiz. Al Congreso de la Unión concurrieron
también hombres de gran patriotismo; recordamos entre otros, al Lic.
don Agustín Aurelio Tena, don Sabás lturbide, don Francisco de P. Cen-
dejas y al Lic. Aurelio Ortega.
La gestión del Sr. Ocampo en el Senado se caracterizó especial-
mente por el empeño que puso en que los fondos de la nación, especial-
mente los quince millones adquiridos como indemnización de la guerra
con los Estados Unidos, se invirtieran en obras de utilidad pública; que
se adoptara un sistema de economía y moralidad administrativa y que
se redujera el Ejército. Esto se comprueba con las iniciativas que pre-
sentó a la Cámara y el empeño con que las sostuvo, según se desprende
de la lectura del archivo de aquel alto Cuerpo.
De tal manera fue trascendente la labor del Sr. Ocampo, sig-
nificativa y eficaz; de tal manera su palabra se impuso por la solidez
de su razonamiento y la sinceridad y buena fe que la animaba, que el
Ejecutivo tuvo a bien confiarle, con fecha lº de Marzo de 1850, según
se le expresaba «por su patriotismo, su ilustración y sus honrosos

158
antecedentes», la Secretaría de Hacienda, en sustitución de don Fran-
cisco Elorriaga. A moción del señor Lic. Mariano Otero, el Senado le
concedió el permiso para ocupar el puesto de referencia.
Solamente dos meses duró el señor Ocampo al frente de la
Secretaría de Hacienda, habiéndose hecho cargo de ese puesto el 19
de Marzo de 1850. Su gestión, por lo mismo, no puede señalarse sino
como el impulso de un funcionario probo para cambiar un sistema
viciado por la rutina; Ocampo era, ante todo, un reformador; su pre-
sencia, en donde quiera que se dejaba sentir, no tenía desde luego otro
objetivo que el de cambiar y remover cuanto de malo, de imperfecto,
de deficiente, encontrara. Ocampo vivía con intensidad el futuro y por
eso, con los ojos fijos en el más allá, buscaba cimentar la grandeza de
su Patria en un porvenir bonancible que estaban muy lejos de com-
prender muchos de los que le rodeaban.
Por esa razón tenía que chocar desde luego con los rutinarios,
con los retrógrados o con los términos medios, que tanto abundan, pre-
cisamente entre los funcionarios que temen promover o iniciar cual-
quiera reforma, para no disgustar a los demás o perder la posición satis-
factoria que han adquirido.
Tenemos una muestra de lo que era el carácter de Ocampo en
una Comunicación que, siendo Ministro, giró a las Cámaras y en la cual
decía: «Para los que creemos que no hay nacionalidad posible donde
no hay rentas ni crédito, ni por lo mismo poder, en la suerte futura del
tesoro de México vemos cuánto tiene de grande y de querida la palabra
Patria: en este terreno neutral a todos los partidos, abierto a todas las no-
bles ambiciones, se puede más que en otro alguno ser útil a este desgra-
ciado país. He aspirado toda la vida a servirle en algo que merezca con
justicia la calificación de útil; en este momento creo que la expedición
de las leyes, que pido, bastan, por ahora, para enderezar la administra-
ción pública; a ejecutarlas con escrupulosa fidelidad me dedicaré cons-
tante y pacientemente; pero si tal es mi desgracia que la Providencia
se niegue a servirse de tan indigno instrumento para hacer algún bien a
México, me retiraré inmediatamente a la obscuridad de la vida privada,
que tanto ansío, sin que turbe la tranquilidad de mi conciencia, no digo

159
ya la comisión de un delito, pero ni la omisión de haber manifestado
francamente mis convicciones y esperanzas.”
El Sr. Ocampo pedía a las cámaras una baja de los derechos del
Arancel, el arreglo de las ministraciones que los Estados debían dar al
centro común, la abolición en toda República del sistema de alcabalas,
la mayor uniformidad posible en el sistema de los impuestos, la ca-
pitalización de los empleos y la base combinada de la moralidad y la
inteligencia especial para darlos, relegando toda otra especie de mérito
a distinta recompensa.
Viendo el Sr. Ocampo que sus iniciativas ante las Cámaras no
eran tomadas con la atención y empeño que la situación económica del
país lo reclamaba, sino que, por el contrario, se daba preferencia a otros
asuntos de escasa o ninguna significación, optó por renunciar antes que
someterse a la rutina burocrática, en la cual hubiera podido cómoda-
mente permanecer.
Comprendiendo que más podía hacer por su Patria allá en la so-
ledad de su hacienda de Pomoca, rodeado de sus sencillos campesinos,
resolvió regresar a Michoacán, como lo hizo en efecto.

La Polémica con un Cura de Michoacán

Bien conocida es en Michoacán la anécdota que dió origen a la ruidosa


polémica que sostuvo el Sr. Ocampo en el año de 1851 desde su hacien-
da de Pomoca, con un eclesiástico que encubría su verdadero nombre
con el pseudónimo de “Un Cura de Michoacán”; el eclesiástico, según
la opinión del Sr. Pola, era el Pbro. Agustín R. Dueñas, Cura de Ma-
ravatío; según el Lic. Ruíz lo fue el Cura de Uruapan, don José María
Gutiérrez; sabíalo el Sr. Ruíz por haberlo referido su padre don Toribio,
amigo de dicho eclesiástico; y, finalmente, no falta quien afirme que era
el Canónigo y Lic. don Clemente de Jesús Munguía, después Obispo
quien se ocultaba con el expresado pseudónimo.
La anécdota es la siguiente: se cuenta que un peón de la hacien-
da de Pomoca se presentó un día ante el Cura de Maravatío a pedirle

160
el entierro gratis de una de sus hijos, alegando escasez de recursos. El
Cura le contestó muy disgutado que no podía hacer caridades, porque
vivía de los productos de su ministerio, así como el sacristán, campane-
ro, monaguillos, etc. El pobre hombre le preguntaba aflijido qué debería
hacer con el cadáver y el cura dijo que lo salara y se lo comiera.
Supo el Sr. Ocampo la insolencia de aquel llamado represen-
tante de la Divinidad y mandó pagar los ocho pesos que importaba un
entierro de segunda clase.
Pero desde ese momento el filósofo de Pomoca comprendió la
necesidad de atacar el problema desde su base, yendo a la seculariza-
ción de los panteones y a la creación del Registro Civil, emprendiendo
una transformación definitiva como la que, años más tarde, llevó a efec-
to desde, Veracruz por medio de las Leyes de Reforma.
No era posible hacer en 1851 lo que más tarde, debido a
circunstancias especiales, se hizo, modificar totalmente la estructura ju-
rídica; lo que era factible, consistía únicamente en reformar la ley sobre
el cobro de derechos parroquiales, llamados aranceles, en una forma tal,
que dejaran de ser una carga gravosa al pobre; carga que daba origen a
los entierros clandestinos o al triste espectáculo de exhibir el cadáver a
la puerta de la casa, con un plato en la barriga, para que los transeúntes,
condolidos, le arrojaran una moneda, hasta completar los derechos del
cura; el cadáver, verde y descompuesto, solía estar así dos o tres días.
Para los bautismos se buscaba padrino que pagara los derechos; de ahí
la costumbre de buscarlo rico; los pobres al intentar casarse, si no tenían
el costo de los derechos, se huían, para después vivir amancebados, sin
formalidad alguna.
El arancel vigente en Michoacán databa del año de 1731, y ade-
más de ser verdaderamente leonino, estaba formado para las diversas
castas en que se dividía la sociedad colonial.
Al desaparecer las castas en la República, el clero cobró parejo,
pero aplicó a todos la categoría de españoles, es decir la tarifa máxima.
El Sr. Ocampo era Senador; pero no tenía derecho de iniciar
leyes ante la Cámara michoacana, por ello se valió del Ayuntamiento
de Maravatío, para proponer las reformas de que venimos tratando en

161
materia de derechos parroquiales.
La Cámara local, integrada en su mayoría por individuos no so-
lamente católicos, sino timoratos de hacer algo que disgustara al Clero,
no tomaron en cuenta la moción de1 Ayuntamiento de Maravatío, que
bien sabían era del Sr. Ocampo, máxime cuando vieron las protestas
miradas de un clero avaro de conservar sus ingresos.
Se cree, con justicia, que, dada la ideología que el Sr. Ocampo
mostró en el curso de la polémica, desde entonces fue anatematizado
como hereje, enemigo de la iglesia y de sus miembros y que desde ese
momento trató el clero de hacerlo desaparecer, seguros de que la inte-
ligencia y valor de aquel hombre iba a hacer mucho en contra de los
intereses conservadores.
Lo notable en esa polémica, que ocupa un volúmen de cuatro-
cientas páginas en sus Obras Completas, está no sólo en la solidez de los
razonamientos, en los conocimientos casi enciclopédicos que Ocampo
ostenta, sino en lo versado y fuerte que se muestra en Jurisprudencia
Civil y Canónica y en general en todas las ciencias eclesiásticas; un teó-
logo no hubiera argumentado con mayor firmeza al debatir ese punto.
El Sr. Pola dice: «Dada a la luz pública: aquella representación,
en la que están ya proclamadas las ideas madres de la Constitución de
57 y de la Reforma, produjo sensación en el clero y no se hizo esperar
una serie de contestaciones furibundas llenas de injurias, de calumnias,
de amenazas de muerte.
D. Melchor Ocampo sostenía, fuera de la necesidad de reformar
radicalmente los aranceles y las obtenciones parroquiales, la separación
de la Iglesia y el Estado, la libertad de cultos, la desamortización de los
bienes del clero, la enseñanza laica y obligatoria.
Juzgábase la representación absurda, anticatólica, anticonstitu-
cional, antipolítica y digno del anatema de la Iglesia a cuyo autor y a to-
dos los que la apoyasen se les castigaría con la pena de perder todo bien
espiritual y de ser excluídos del seno de la sociedad católica; pues que
en ella sosteníanse doctrinas heréticas y depresivas al poder episcopal.
Ocampo declaraba: «Es preciso acreditar que no defiendo mis
intereses, porque ninguno tengo personal en que los abusos se corrijan

162
y las clases pobres no sean sacrificadas, sino los intereses importantes
de la sociedad, el decoro del gobierno civil, sujeto mientras lo necesitó
a una tutela: benéfica, pero capaz ya de declararse en mayoría de edad.»
Y discutía cual hombre de bien y amigo sincero de la verdad diciendo:
«Por público y notorio tengo ciertos repartos indebidos que se hicieron
ciertos cabildos eclesiásticos; ciertas bibliotecas y fincas rústicas y ur-
banas de monasterios que se han vendido sin necesidad y sin licencia;
ciertas leyes que por esta misma notoriedad y publicidad se han dado
para impedir que este abuso continúe; ciertos empleados del arzobis-
pado, lanzados de su juzgado de testamentos por ciertas obras que no
eran pías; ciertas alhajas que faltan en ciertas iglesias, tomadas por
ciertos curas....»
Los Ayuntamientos, prefectos y subprefectos de Michoacán hi-
cieron suya la representación.
Un cura de Michoacán, hecho un energúmeno, llamó mentiroso,
calumniador, incendiario, socialista, ateo, a Ocampo.
«Ruego a Ud. -le indicaba Ocampo en 21 de Mayo de 51- que
pruebe mis falsedades pues de lo contrario, en defensa de mi reputa-
ción, me presentaré contra Ud. en juicio, demandándolo por injurias.»
En la primera réplica, el Clero decía por boca del anónimo: «Se
quiere fomentar un incendio que nos absorba y un cambio horrible que
nos sepulte en el abismo; pues adelante: bien saben los reformadores
que el medio favorito para atacar a la Iglesia es empobrecer al clero...»
Esto da idea del grado de preocupación en que el Clero se encontraba,
por la iniciativa que tuvo sobre sí toda la atención pública.
Un cura de Michoacán pregonaba que, de su situación angus-
tiada da enfermo, se aprovechaba Ocampo para obtener el triunfo en
la polémica; que tenía nombradía literaria, conocía la naturaleza de las
plantas y de los animales, había estudiado algunas lenguas y debía ha-
blarlas, y que poseía esqueletos.
Y D. Melchor se le ofrecía así: «...dígnese usted ocuparme en
algo que lo alivie y verá que no soy, en ningún sentido, de los que se
aprovechan de las angustiosas situaciones de sus hermanos. Las per-
sonas que me conocen bien, pudieran dar testimonio de ello y no temo

163
desafiar a quien lo contrario sepa, para que denunciándome me confun-
da ante el público.»
En una de las contestaciones de Un cura de Michoacán hay
cierta predicción, que llegó a cumplirse al pie de la letra; más adelante
veremos de qué manera.
Muchos creen que Ocampo desde esa fecha firmó su sentencia
de muerte, la cual fue meditada por el Clero, que temía la pluma del
célebre político.»

Nuevamente Gobernador del Estado


El revuelo que había levantado entre la gente fanática la polémica so-
bre tales echos parroquiales, en la cual sus impugnadores procuraron
presentar al Sr. Ocampo con la nota de impío, no fue obstáculo para
que fuera nuevamente electo Gobernador de Michoacán, haciendo la
Cámara tal declaratoria en el mes de febrero y tomando posesión de su
cargo en junio del propio año de 1852.
Si la anterior administración gubernativa del Sr. Ocampo ha-
bía estado agitada por la guerra con los Estados Unidos, impidiéndole
llevar a efecto todo el vasto plan de reformas político-sociales que se
proponía, en esta nueva ocasión, y apenas un mes después de haberse
hecho cargo del gobierno, un pronunciamiento, que empezó teniendo
un carácter puramente local y que se extendió con bandera de la reac-
ción por todo el país, vino a echar por tierra los elevados propósitos que
el Sr. Ocampo abrigaba, aleccionado ya el partido conservador, con la
práctica y la experiencia.
El pronunciamiento de Jalisco, efectuado por el Coronel José
Ma. Plancarte en contra del Gobernador López Portillo, que asumió
después, con el Plan del Hospicio, los caracteres de una revuelta nacio-
nal y que pedía el regreso del funesto Santa Anna al país, cundió bien
pronto diversos lugares de la nación, y en Michoacán encontró campo
propicio para atacar al gobierno liberal presidido por el Sr. Ocampo.
Secundando el Plan del Hospicio, se levantó en La Piedad el

164
Coronel Francisco Cosío Bahamonde, uniéndosele algunos vecinos y
marchando a Zamora, en donde fueron reforzados con elementos que
el clero y los ricos fanáticos pusieron a su disposición; en ese lugar se
le unió don Francisco Velarde, dueño de la hacienda de Buenavista, a
quien le llamaba “Burro de Oro”; de Zamora y se dispuso se imprimie-
ran la Constitución y las Leyes vigente en el Estado.
Honró la memoria del civilizador de los tarascos, don Vasco de
Quiroga, dando su nombre al antiguo pueblo de Cocupao, (hoy Quiro-
ga); los vecinos pedían que se llamara Ocampo y él declinó el honor
señalando el nombre expresado.
La instrucción pública fue el objeto principal de sus atenciones,
ordenando la apertura de escuelas en todas las cabeceras de municipa-
lidad, y obligando a todos los profesores a concurrir a recibir un curso,
por lo menos de un mes, para que aprendieran la organización conforme
al Sistema de Bell y Lancaster.
Frecuentemente ocurría al Colegio de San Nicolás, en visita que
él decía de familia, para enterarse de las necesidades del plantel, pa-
sando revista a la juventud, a la que llamaba su ejército y a los jóvenes
de menor edad les decía los cazadores. Ocampo estaba seguro de que
aquella juventud tendría que librar las más fuertes luchas intelectuales
en el campo de la transformación social. Y no se equivocó; hace cien
años que el Filósofo de la Reforma hizo la reapertura del Colegio y en
ese lapso de tiempo los nicolaitas han ido siempre a la vanguardia: ayer
de las ideas liberales radicales, que eran la norma del tiempo; hoy, de la
doctrina socialista que es el grito de reivindicación proletaria.

Principia la Dictadura Clerical


Cuando la revolución de Jalisco empezó a tomar fuerza por la ayuda
ilimitada que le prestó el clero católico, haciendo que ricos fanáticos e
ignorantes como «Burro de Oro» se agregaran a ella, que defeccionaran
militares ambiciosos como Uraga, y abriendo a todos las arcos da sus
cuantiosos tesoros, ofrecía, con los bienes de la tierra, la felicidad en la

165
otra vida a los secuaces del traidor Santa Anna, entonces el Sr. Ocam-
po lanzó un manifiesto al Estado, lleno de justa ira, en el que hacía ver
quiénes eran los corifeos de la nueva asonada y cuáles las pretensiones
que abrigaban; el manifiesto decía así: MELCHOR OCAMPO, Gober-
nador de Michoacán, a los Pueblos del Estado.- MICHOACANOS: La
inconcebible conducta de un jefe que he sujetado a un consejo de gue-
rra ha hecho dudar a algunos de mi firmeza de principios y dado lugar
a muchos para que juzguen que, de acuerdo con los pronunciados, al
menos en intenciones, sólo espero que la República consagre el levan-
tamiento de Guadalajara para aderirme a él. 1
Es pues un deber mío deciros mi resolución, a fin de que, si
algunos dudaban, sepan a qué atenerse con respecto a mí y si otros
continúan hablándoos de mí en cierto sentido, sepais, que se os engaña,
atribuyéndome ideas y deseos que nunca he tenido.
La República está casi agobiada por sus diversos males: es el
enfermo que no encuentra postura en que estar; pero no es la revo-
lución su remedio. Apenas comienza ésta y ya podeis decir vosotros
todos a cuya conciencia apelo, si el estado actual de ansiedad en que se
encuentran vuestros ánimos es preferible al contristado, pero tranquilo,
en que se hallaba hace unos meses; si la interrupción de vuestras indus-
trias y giros es preferible al progreso en que iban entrando a la plácida
sombra de la paz; si la inseguridad de vuestras propiedades y vidas es
preferible a la regularidad que iba adquiriendo el libre ejercicio de las
garantías; si la perspectiva de estabilidad, trabajosa y lenta, pero segu-
ra, es preferible al porvenir de discordias y disolución que presenta el
iniciado cambio.
¡MICHOACANOS! Echad la vista sobre los hombres que acau-
dillan la revolución, ya que no podeis extenderla sobre los viles y co-
bardes que en las tinieblas la protegen y que serían, si ella: triunfara,

1 Se refiere al Coronel Luis G. Kuiz, que capituló en Tlazazalca con el


Coronel Francisco Bahamonde, jefe de la Revolución Clerical en Michoacán,
cuyo programa político era el plan del Hospicio, proclamado en Guadalajara a
mediados de 1852. (Nota de A. P.)

166
los que recogerían los frutos.2 ¿No es cierto que en raras excepciones
de hombres bastante necios o bastante crédulos para alucinarse, los que
alzan el estandarte de la rebelión o siguen sus filas son el peor de cada
casa? ¿No es verdad que ninguno de ellos se distingue por antecedentes
honrosos, tomados ya de la moralidad de su conducta, ya de la laborio-
sidad de su industria, ya de su distinción en el saber, ya de su mérito en
servicios útiles? ¿Y creeis que tales hombres renegarían el país?
Soldados infamados nuestra guerra nacional, aspirantes que de-
sean ser algo astutas raposas que buscan lobo que les cace la presa,
gente perdida que no tiene ocupación honesta o personas irreflexivas
que sin sano criterio son el manequí de bastardos intereses: he aquí a los
Reformadores de México 3 Desgraciado país en el que tales tutores sin
más misión que el trastorno, sin más título que la falta de pudor, sin más
aspiración que la de medrar, encuentran defensores! Preguntadles cuáles
son los males de México, y os responderán por antipatías a las personas
cuyos puestos envidian; sondeadlos sobre nuestras cuestiones sociales
y políticas y os responderán con reclamaciones; pedidles el remedio de
nuestros males, y os dirán que este es el secreto que quieren hacerse pa-
gar con que pongais en sus manos vuestros destinos: Los charlatanes de
las plazas públicas siquiera os dirán el nombre y supuestas virtudes de
la droga que os ofrecen en venta! Dicen que nuestro Primer Magistrado
es inmoral e inepto; pedidles las muestras de su inteligente moralidad:

2 La protegían secretamente en Michoacán con dinero y sus influencias el


Obispo Don Clemente de Jesús Munguía y el Arzobispo Don Pelagio Antonio de
Labastida y Dávalos. (Nota de A. P.)
3 El plan del Hospicio fue proclamado por el Coronel José María Plancarte,
que se disgustó con el Gobernador de Jalisco, Lic. Jesús López Portillo, por haber
disuelto el cuerpo de guardia nacional, de la que aquel era jefe; porque le negó tres
mil pesos que solicitaba y porque en estado de embriagez quiso que continuase un
baile de barrio, cuya hora de licencia había transcurrido, por lo que agredió e hirió
a un agente de la autoridad de nombre San León, y éste ordenó su aprehensión
para procesarle. Le acompañaron en la proclamación del plan el oficial León
Lozano, revoltoso de profesión y Juan Villalvazo que había estado en la cárcel
y se le había separado de su puesto militar, por indigno de pertenecer al ejército.
Pura gente lépera hacía cola a estos tres cabecillas. (Nota de A. P.)

167
que os muestren sus obras, por ellas los conocereis; que os prueben su
dicho; a la hora de la prueba reconocereis la vaciedad de su reclama-
ción. Inepto e inmoral quien ha pacificado a la República, comenzado a
dar prestigio a la autoridad negándose a las sórdidas combinaciones del
agio, reprimido con mano vigorosa la insolencia de la antigua estrato-
cracia, condenando a la merecida inacción a las sanguijuelas del erario,
vivido sin rentas y sin gravámenes nuevos ni a las corporaciones; ni a
los ciudadanos!4 Ha errado en más de una vez .... ¿Sabeis quién no yerra
nunca? El que nada hace.
¡MICHOACANOS! La revolución dice que quiere las actuales
instituciones no os desgarreis por lo que poseeis ya. La revolución dice
que quiere que nos dirija el héroe de sainete que por su impericia, cuan-
do no sea su traición, nos entregó en detalle a los Norte-Americanos5:
no trabajeis por el origen del mayor de nuestros males, por el doble de-
sertor de la presidencia y del mando que nos abandonó vilmente luego
que destruyó nuestras fuerzas y nuestras esperanzas! La revolución pide
reformas: esperadlas más bien de la discusión que del combate! La re-
volución que no presenta ni idea nueva, ni medios razonables, ni perso-
na digna de respeto, va a consumiros en provecho de los extraños, si por
un vértigo inconcebible os dejais arrastrar al abismo a que os precipita.
¡MICHOACANOS! Es un hombre de bien quien os habla. Obs-
curo, es cierto, pero inmaculado; sin ciencia, pero sensible y sincero; sin

4 Toda esta labor fue del General Don Mariano Arista. (Nota de A. P.)
5 El artículo 11 del Plan del Hospicio decía que era digno de la gratitud
nacional el General Don Antonio López da Santa Anna por los eminentes.
En la sesión del Congreso Constituyente, del 26 de marzo de 1856 se leyó un
comunicado de los Diputados Don Melchor Ocampo y Don José María Mata
ofreciendo los interesantísimos documentos, autógrafos que lograron adquirir
durante su destierro en los Estados Unidos, y que prueban que Santa Anna en
1836 estuvo en connivencia con los aventureros Texanos y celebró el convenio
secreto de hacer que fuera reconocida la independencia de Texas. Los documentos
eran una carta de Santa Anna a Houston y una comunicación del General Juan
N. Almonte, Secretario de su Alteza Serenísima en que explicaba todas las
intenciones de éste e indicaba la cooperación que del proyecto podía prestar el
Congreso de Texas.

168
conocimientos, pero con instintos puros; sin prestigio, pero con amor
ardiente por la patria. ¡Creedme! Sean cuales fueren los males que en
el orden legal resentimos, peores sin comparación son los que vendrán
de la guerra civil. Con aquel podemos aún convalecer de ellos: con ésta
nos perdemos sin remedio! ¡Si mi sangre fuera preciosa la ofrecería
en expiación al cielo, pero humilde como es, yo la derramaré gustoso
por sostener nuestras instituciones y nuestro estado actual como menos
malo que cualquiera otro que fuese establecido por las armas!
El 24 de enero de 1853, como antes dijimos, renunció el Sr.
Ocampo al Gobierno, y la Legislatura aceptó la dimisión dándole un
voto de gracias.
Asumió el Poder Ejecutivo uno de los Consejeros del Gobierno,
don Francisco Silva; pero al pronunciarse en favor del Plan de Jalisco
la brigada del Gral. Angel Pérez Palacios que guarnecía la ciudad, fue
designado Gobernador el Coronel don José de Ugarte, uno de los ele-
mentos más connotados del Partido Conservador. El día 18 de febrero
entró Bahamonde a Morelia, quedando, desde ese momento, en poder
de la reacción clerical.
El Sr. Ocampo se retiró a su hacienda de Pomoca y en el mes de
Marzo remitió una carta al Sr. D. A. García. Esta carta, bellísima bajo
todos los conceptos, es digna de leerse porque revela, más que cuanto
pudiera decirse, el espíritu de Ocampo. Veámosla: Pomoca, Marzo 8 de
1853. Sr. D. A. García.- Muy estimado amigo y señor mío: Agradezco6
a Ud. mucho la solicitud que por mí manifiesta en su muy atenta y grata
de 23 del próximo pasado que recibí ayer tarde, inclusa en una del Sr.
D. Angel Bravo, y que paso a contestar.
En efecto, cuando ví que en Morelia ya nada útil podía hacer,
me retiré a la hacienda de un amigo que por su afecto me obligó a ello,
y poco después a esta su casa, donde vi pasar las tropas vencedoras, y
estoy y permaneceré a las órdenes de usted.
Respondiendo a los puntos que, Ud. toca, en el mismo orden

6 A la Vista de Los Diputados Constituyentes estuvieron Los susodichos


documentos y todo palparon su autencidad. Santa Anna no los dismintió (Nota de
A. P.)

169
en que me lo escribe, lo felicito como a su Estado, porque aún se con-
servan los establecimientos de instrucción pública sobre el mismo pie
en que Uds. los habían puesto; pero no creo que dure, siquiera en esto
entienden los triunfadores sus intereses. En Michoacán, el jefe actual
de su clero, sí lo ha comprendido bien, y aun antes de llegar a la silla
episcopal, ya trabajaba con tanto afán como buen éxito en fanatizar la
juventud.
Celebro, cuanto no sé explicar, la unión de las fracciones libe-
rales; son unos mismos los principios, unas las tendencias; ¿por qué no
deberían ser unos mismos los esfuerzos? Para mí la diferencia principal
entre nosotros consiste en que los unos creamos que a toda reforma
debe preceder la opinión para que sea estable, pero que deben prepa-
rarse todas; mientras otros piensan que con tal de establecer algunas,
debe atropellarse la oportunidad. Para muy pocos de nosotros nunca es
oportuno, porque son nimiamente tímidos; pero ésto es la excepción.
Repito, que celebro mucho la sensatez con que Uds. han sabido unirse;
Si por desgracia debe haber entre nosotros diferencias del más al me-
nos, del antes al después, tengamos siquiera la prudencia de ventilarlas
cuando triunfemos, porque acibararlas mientras nos dominan, aumenta
nuestra debilidad. Esta nunca llegará a ser impotencia: el mañana es
nuestro indefectiblemente, y no hay poder capaz de conservar a la espe-
cie humana en un perpétuo ayer.
Tengo plena fe en el infinito proceso ¡yo, que la tengo tan escasa
sobre tantos, tantos puntos!
Por desgracia el partido liberal es esencialmente anárquico; ni
dejará de serlo sino después de muchos miles de años. Nuestro criterio
de verdad está en la mutua glosa de los sentidos, o en las induccio-
nes rigurosamente lógicas que estén de acuerdo con 1a experiencia:
el criterio de nuestros enemigos es la autoridad. Así, cuando ellos sa­
ben que lo manda el rey o el Papa, como por otra parte saben también
que nada mandan sin consultar su interés, obedecen uniforme y ciega
mente; mientras que, cuando a nosotros se nos manda, si no se nos ex-
plica el cómo y el por qué, murmuramos y somos remisos, si es que no
obedezcamos o nos insurrecionemos. Porque cada liberal lo es hasta el

170
grado en que sabe, o en que desea manumitírse; y nuestros contrarios
son todos igualmente serviles y casi igualmente pupilos. Ser liberal en
todo cuesta trabajo, porque se necesita el ánimo de ser hombre en todo.
Dudo mucho que teman, como dice Ud., la opinión pública na-
cional, los que no la respetan, porque supongo que han de creer como
yo, que la nación no forma una, o más bien, que la cambia con frecuen-
cia, como le sucede a todo ignorante que piensa siempre conforme con
el último que ha procurado persuadirlo. Conviene siempre y por esta
misma movilidad, que se vayan acopiando materiales para la reacción.
Escribiré por lo mismo a mis amigos de Michoacán y a otros Estados,
que se precuren las representaciones de los pueblos de que Ud. me ha­
bla, a fin de que e1 tirano o la asamblea que sigan, tengan presentes los
votos que los pueblos hayan emitido cuando ninguna fuerza física los
ha obligado a levantar actas de pronunciamientos. Se protesta sostener
el plan de esta ciudad, por el que se pronunciaron los pueblos que tal
hicieron, y no reconocen sino por la fuerza y mientras no sea posible
sujetarla, el juego de cubiletes por el que unos cuantos soldados se po-
sesionaron de la revolución, diciendo a sus cofrades y a la República lo
que cuentan del cura que barajaba y corría el albur bajo la mesa: «per-
dieron, hijitos.»
Y desde luego y como medida la más importante, estoy con-
forme en que escriba en esa ciudad, como debiera escribirse en todos
los Estados, un periódico bisemanal, corto y muy barato, en el que se
siguieran paso a paso todas las disposiciones de los nuevos gobiernos,
se recordaran las aberraciones de este mismo partido hoy triunfante y
se hiciera ver con la simple comparación de sus actos y sus promesas,
con las de sus tendencias y las necesidades actuales de la humanidad,
que tal administración es impotente para hacer el bien; primero y prin-
cipalmente porque no lo comprende, y luego, porque está compuesta de
personas interesadas en la conservación del privilegio, es decir, del abu-
so de aquellos que creen que la raza humana es un rebaño y ellos pre-
destinados para domesticarla y esquilmarla. Convendrá principalmente,
según entiendo, hacer ver que la administración pasada, con todo y sus
congresistas, como ellos dicen, era en el conjunto menos dispendiosa

171
que los soldados que ahora se establecerán, e insistir sobre que en ellos
se tenía el plantel en que podían formarse los hombres de Estado, y en
éstos se tiene un semillero de déspotas inmorales. Sólo por la instruc-
ción nos salvaremos.
Estoy sumamente reconocido a Uds. por el inmerecido honor
que me hacen juzgándome capaz de ser un centro. Rehuso positivamen-
te tal distinción; pero no el ayudar en cuanto me sea posible a la mejora
del país, que no creo pueda verificarse fuera de nuestros principios.
Termino tan larga y por lo mismo tan fastidiosa carta para no
volverla más, y suplicando a Ud. me ponga las órdenes de esos seño-
res, asi como a la de Ud. está su muy adicto amigo y seguro servidor
Q.B.S.M. Melchor Ocampo.

Una Opinión Valiosa de Alamán


El historiador don Lucas Alamán, uno de los elementos más destacados
del partido conservador mexicano, su corifeo y defensor, le escribió una
carta a Santa Anna, que, como bien sabemos, se encontraba en Turbaco,
para que asumiera la Presidencia de la República. En esa carta, que tiene
fecha 23 de mayo de 1853, le hace la historia de la revuelta en virtud de
la cual se le obsequiaba nuevamente con el poder supremo de la Nación,
y le explica, a su modo, las causas que originaron el progreso de aquella
asonada clerical-militarista. La carta es interesantísima, porque demues-
tra cual es la opinión que los conservadores tenían del Sr. Ocampo, y
prueba, una vez más, la participación del clero y de la clase capitalista en
las asonadas que han derramdo tanta sangre en nuestra país. Este docu-
mento fue publicado en el folleto «El Partido Conservador en México»,
conforme al borrador que obraba en los papeles de Alamán y tiene co-
rrecciones entre paréntesis, que aparecen aquí con letra bastardilla; dice
la carta: La revolución, quien la impulsó (Quien impulsó la revolución)
en verdad, fue el gobernador de Michoacán, D. Melchor Ocampo; con
los principios impíos que derramó en materias de fe, con las reformas
que intentó en los aranceles parro­quiales y con las medidas alarmantes

172
que anunció contra los dueños de terrenos, con lo que sublevó al clero y
propietarios de aquel Estado, y una vez comenzado el movimiento por
Bahamonde, siguió el de Jalisco preparado por Suárez Navarro, pero que
no habría progresado si no se hubiesen declarado en su favor el clero y
los propietarios; desde entonces las cosas se han ido encadenando como
sucede en todas las revoluciones. (Bahamonde estalló por un inciden-
te casual; lo de Guadalajara, preparado de antemano por el mismo Sr.
Haro; pero aunque Suárez Navarro fue a aprovechar oportunamente la
ocasión, no habría progresado aquello si no se hubieran declarado por
el plan el clero y los propietarios, movidos por el Sr. D. José Palomar,
quien tomó parte muy activa, franqueando dinero por sus relaciones)
cuando hay acopiado mucho disgusto, hasta terminar en el llamamiento
y elección de Ud. para la presidencia, nacida de la esperanza de que Ud.
venga a poner término a este malestar general que siente toda la nación.
Esta y no otra es la historia de la revolución por la que vuelve Ud. a ver
el suelo de su patria.»
Según se desprende de las ideas expresadas por el Sr. Alamán
en la carta que hemos transcrito, la revuelta de Jalisco, que dió al traste
con el régimen liberal-moderado de Arista, entronizando la Dictadura
de Santa Anna, y que por lógica consecuencia destruyó también los
gobiernos de Juárez en Oaxaca, López Portillo en Jalisco, Ocampo en
Michoacán y los de otros Estados, en los que se dejaban sentir las ideas
progresistas o puras, como entonces se les llamaba, fue fomentada por
el clero y los ricos, quienes pusieron sus caudales a disposición de mi-
litares ambiciosos, los cuales no vacilaron un momento en sacrificar
un régimen legal y favorable a los intereses nacionales, en bien de los
bastardos intereses de conservadores y fanáticos.
Textualmente dice Alamán: «quien impulsó la revuelta fue
Ocampo: con los principios impios que derramó en materia de fe, con
las reformas que intentó en los aranceles parroquiales y con las medidas
alarmantes que anunció contra los dueños de terrenos.» Luego Ocam-
po, siendo un gran reformador ideológica y prácticamente, provocó las
iras de los retrógrados impulsándolos a la lucha, lucha en la que ellos
se apuntaron la primera victoria; pero que continuando después con la

173
guerra originada por el Plan de Ayutla, más tarde con la de Reforma y
finalmente, con la de la Intervención y el Imperio, vino a culminar des-
pués de quince años, en 1867, y en la colina de las Campanas, con el
triunfo definitivo del Partido Liberal.
Sufren un error quienes pudieran creer que el reformista Ocam-
po se concretó a serlo únicamente desde un punto de vista puramente
teórico y que sus tiros fueron dirigidos nada más al clero católico, como
un come-curas de tribuna populachera. El Sr. Ocampo era un economis-
ta su plan de reformas tenía que sustentar como base la transformación
económica del pueblo mexicano; sus ataques al clero eran, precisamen-
te, porque esta corporación detentaba, con refinada avaricia, los bienes
que le correspondían al pueblo, y no contento con ello lo esquilmaba
todavía más con los famosos aranceles o derechos parroquiales.
Prueba también nuestro aserto el hecho de haber anunciado me-
didas alarmantes, como las llama Alamán, en contra de los terratenientes.
En la «Reseña de algunos males de Michoacán», publicada en
la pág. 62 del II tomo de sus Obras, y que no es sino un Informe rendi-
do ante la Legislatura de Michoacán, dice: «creo que pudiera también
gastarme algo en facilitar reparto de tierras, que por desgracia no se ha
verificado, sino en los pueblos que constan en el adjunto cuadro, que
suplico a Vuestra Honorabilidad tenga muy presente cuando vuelva a
ocuparse de este negocio, como por cuenta separada se lo pedirá este
Gobierno, que cree malo el estado que guarda tal reparto».
A Ocampo, integralmente reformador, no debe desconocérsele
la honra de haber sido, en su tiempo, uno de los principales propugna-
dores del reparto de tierras a los pueblos.

Su destierro en Tulancingo
Dejó el Sr. Ocampo el gobierno de Michoacán. “Tranquilo y sin afec-
tación ninguna; preparó su viaje a la vista de todos, y aceptando la
hospitalidad del honrado cuanto leal amigo suyo, don Cayetano Gó-
mez, marchó a la hacienda de Sn. Bartolo, propiedad de aquel señor;

174
desde ahí escuchó el estrépito lejano de las armas, siguió la caída
desastrosa del Partido liberal mientras se entronizaba en la nación e1
gobierno militar de Santa Anna.
De nuevo los solitarios bosques de Pomoca le vieron llevar sus
lentos pasos, de la biblioteca al jardín, del jardín a las sementeras, de allí
a la cabaña, donde alguno de sus peones se hallaba enfermo, para prodi-
garle sus consuelos recetándolo él mismo y proporcionando a su familia
los medios de subsistencia que aquél no podía entonces ministrarle.
Todo un libro se necesitaría para referir los actos de caridad
oportuna que ejercía con tanta frecuencia, así como su generosa protec-
ción a los jóvenes que emprendían alguna carrera literaria, a propósito
de lo que podríamos referir interesantes episodios, que callaremos por
no lastimar a algunas personas que viven hoy colocadas en la sociedad,
si no de una manera brillante, si disfrutando de consideraciones que
deben su origen a la magnificencia y desinterés del filósofo.» (Eduardo
Ruíz. En 1870.)
Con los informes que el Sr. Alamán dió al Gral. Santa Anna res-
pecto al Sr. Ocampo, no era posible que el Dictador viera con buenos
ojos la permanencia del filósofo de Pomoca en territorio michoacano,
y tanto a él, como a otros distinguidos políticos del partido liberal, les
intimó orden de destierro en el año de 1853.
De Morelia salieren desterrados el Dr. don Juan Manuel Gon-
zález Ureña, que anciano y muy enfermo fue a morir en el ostracismo,
lejos de los suyos; el Sr. don Santos Degollado, el Sr. Francisco García
Anaya y el poeta don Gabino Ortiz.
De Pomoca, con lujo de fuerza fue sacado el Sr. Ocampo y con-
finado en Tulancingo. El Lic. don Jesús Barranco, contemporáneo del
ilustre patricio michoacano y residente en aquella ciudad hidalguense,
dió más tarde una noticia acerca de cómo pasaba sus días de destierro,
diciendo: «Siendo Presidente de la República el Generad don Antonio
López de Santa Anna, (desde abril de 1853 a agosto de 1855), estuvo
confinado en esta ciudad de Tulancingo por sus ideas liberales y por
orden del mismo Santa Anna el Sr. Dn. Melchor Ocampo».
No se recuerda en qué fecha llegó, qué tiempo permaneció aquí;

175
pero parece que fue poco (como uno o dos meses a lo sumo). Estuvo
viviendo en la casa en que vive la Srta. Francisca García, y cultivaba la
amistad del Sr. D. Manuel Fernando Soto, a quien probablemente vino
recomendado por liberales amigos de ambos.
«Era prefecto de este Distrito D. Manuel Régules, y como dicho
Sr. Ocampo estaba vigilado escrupulosamente por la policía, no tenía
más relaciones de amistad que la del referido Sr. Soto y las de algún
otro de los poquísimos liberales que entonces había.
«Alguna vez concurrió a una tertulia en la casa del Sr. Lic. D.
Manuel Sánchez Hidalgo, que era el Juez de 1ª Instancia, y fue censurado
este señor como desafecto al Gobierno, y por motivos semejantes el Sr.
Ocampo no tenía libertad para relacionarse con las familias, a pesar de
que la mayor parte eran conservadores.
«Sin embargo, cuando en compañía del Sr. Soto pasaba por
algún taller, entraba, conversaba con el maestro u oficial, si eran car-
pinteros; sobre la clase de las maderas, el precio de los artefactos y
sobre otros particulares relativos al arte, haciéndoles observaciones
luminosas e instructivas; y lo mismo pasaba con los herreros, alfare-
ros, pintores, etc.»
«En el archivo de la Jefatura Política de este Distrito deben exis-
tir las órdenes por las que fue confinado en esta ciudad y retirado de ella;
así como otras sobre que se le vigilara minuciosamente. Y la señora su
hija, y esposa que fue del Sr. D. José María Mata, si vive, podrá infor-
mar de la fecha en que vino a esta ciudad y del tiempo que duró en ella;
pues si no vivió con él todo ese tiempo, alguna vez estuvo a visitarlo».
«Las conversaciones que tenían los Sres. Ocampo y Soto ver-
saban sobre la implantación de las Leyes de Reforma que rigen en la
República».
«Algunos vecinos aseguraban que al Sr. Ocampo se le debe la
industria de alfarería que ahora existe en la población».
El Sr. Ocampo fue aprehendido en su hacienda en el mes de
junio do 1853 y permaneció en Tulancingo hasta septiembre. En esa
ciudad frecuentó la amistad del Sr. don Juan Calle, quien en compañía
de su hermano Luis, se dedicaba al comercio, girando un negocio por

176
valor de más de ochenta mil pesos.
Don Juan era artista pintor, muy instruído y laborioso. Entre sus
muchas e ingeniosas curiosidades, construyó un aparato de óptica muy
útil a los estudiantes de perspectiva. El Sr. Ocampo estudió el aparato
y lo describió en un artículo publicado en «La Ilustración Mexicana»,
juntamente con un dibujo explicativo.
El mismo Sr. Ocampo dice: «Entre los agradables ratos de ocio
que he pasado en este pueblo, cuento los que me ha procurado el trato
del Sr. don Juan Calle, recomendable e ingenioso artista, quien formán-
dose por sí mismo, ha conseguido no sólo una fortuna independiente,
debida tan sólo a su probidad e incansable industria, sino a una muy
variada instrucción en muchos procedimientos de las artes y oficios, y
aun en varias una hábil práctica. Estudioso, observador y de natural in-
genio, a inventado un instrumento que generosamente me ha permitido
hacer conocido de todos; y en favor de los aficionados a los estudios de
perspectiva, paso a dar de él la idea más clara que pueda, remitiéndome
a la adjunta figura.»
Así empieza el Sr. Ocampo la descripción del aparato que bau-
tizó con el nombre de «Gonioscopio de Calle». Tal descripción puede
verse en la pág. 353 del III tomo de sus obras publicadas por el Sr. Pola.
Entre las muchas cartas que recibió el Sr. Ocampo durante su
confinamiento en la ciudad de Tulancingo, se cuentan las de su íntimo y
leal amigo el Sr. Dr. don José María Manzo Ceballos. Fue el Sr. Manzo
Ceballos un liberal distinguido, muy culto y de grandes conocimien-
tos en la ciencia médica. Ocupó el puesto de gobernador del Estado
al triunfo de la Revolución de Ayutla. Como datos biográficos de este
eminente ciudadano daremos los siguientes: nació en Taximaroa (Hoy
Ciudad Hidalgo) el 14 de julio de 1815. Hizo sus estudios en e1 Se-
minario de Morelia. Su título de Médico pasó a obtenerlo a la capital
de la República, en donde concluyó sus estudios en el año de 1842.
Fue miembro de la Sociedad de Geografía y Estadística, Diputado al
Congreso de la Unión y Gobernador Provisional de Michoacán. Prestó
eminentes servicios a la Escuela de Medicina de Morelia, de la que fue
Director. Murió en Túxpan, Mich., en el año de 1874.

177
Las cartas del Sr. Manzo Ceballos, dirigidas al Sr. Ocampo, tie-
nen mucho interés por revelar el estado político de la época y muchos
de los pormenores íntimos de ambos personajes. Pertenecen dichas car-
tas al archivo del Museo Nacional y se publican ahora por primera vez:

MORELIA JULIO 8 de 1853.

Hace diez días que llegué a ésta sin novedad, y había estado vacilan-
do en escribir a U., lo que muchas veces he dejado de hacerlo por la
consideración de que lean mis cartas; pues aunque nada contengan de
interesante, me incomoda mucho la idea; pero en fin, como estas cir-
cunstancias no variarán, sabe Dios hasta cuando, es preciso resignarse
a todo menos a carecer de noticias de U.
Estuve en Pomoca y vi a Pepita y a Da. Anita, buenas; con gus-
to por saber que ya no había los temores que se concibieron por U. y
deseando que cuanto antes se vuelva U. a su casa. Dn. Blacito también
bueno, sólo Dolores con sus males; pero no quiso venirse, a pesar de
que le insté mucho. Ojalá que U. la mandara para acá.
Las aguas habían sido también muy abundantes en Pomoca y en
consecuencia se habían perdido muchas dalias, y algunas muy buenas.
Como que las tiene U. de primera; es desgracia no gozarlas.
Morelia cada día más mala; mucho espionaje y muchas amena-
zas que pronto quizá tendrán su verificativo. Dn. José7 tiene todas sus
cartas que le cogieron a U. en Pomoca y anda haciendo un gran alarde
de poseer cosas tan interesantes. Este sí que se divierte leyendo las car-
tas de los demás. Si para él hubiera un “Omnibus” a lo menos en esta
vez diría la verdad.
En mis ratos ociosos, que son los del Manchego, me ocupo, y ¡só-
plese esa! en escribir algo de moral sobre un tema de U. No pongo gran
cuidado en ello; éste sólo es mi objeto: picar a U. para ver si por último se
resuelve a escribir la obrita que hace tanto tiempo tiene pensada.
¿Sabe U. que su principio de sociabilidad es enteramente comunista?

7 Se refiere al Coronel don José de Ugarte, Gobernador del Estado (J R F.)

178
Para U., tan amante a la propiedad, lo va a poner en apuros;
pero en cambio, está fundado en la naturaleza humana, y bien desarro-
llado puede formular bien la religión socialista. ¿Qué le parece a U.?
Tan luego como haya un conducto le remitiré a U. mis apuntes, y ojalá
produzcan el efecto que me propongo. -
Todos los amigos saludan a U., lo mismo hacen Camilita y Do-
lores; yo le suplico le dé expresiones a los SS. Soto y Sancha y disponga
de su amigo que lo ama I. b. s. m. José Ma. Manzo.

MORELIA, JULIO 11 de 1853.

Cuando recibí la de U. fecha 2, el 8 ya había escrito a U. mi carta an-


terior, en la que verá U. que los motivos de no haberle escrito son la
contínua vigilancia, mejor dicho, espionaje en que estamos; pero en fin,
es forzoso prescindir de esto, pues de lo contrario sería preciso hacerlo
de nuestras relaciones.
Van los cuadernos que U. pide a Degollado,8 quien, como todos
los amigos, saluda a U. y lo mismo que yo nos alegramos que U. la pase
lo mejor posible. La sabrá U. que Prieto, Arriaga y no sé quienes otros
gozan el mismo beneficio; a nuestro turno debemos ir todos, según los
pasos que esto lleva.
Escritos ya echo pliegos de mi mamarracho, (entre paréntesis
esto prueba que para U. no tengo flojera) los he leído, y he visto ocho
mil necedades. De consiguiente que voy a reformar casi todo, pues la
idea principal me parece buena; ya se ve que soy el padre de algo, no
del todo. En fín, yo le prometo a U. un buen rato de fastidio, que ahora
necesita U. mucho para variar.- JOSE MANZO.

TEQUISQUIAPAN, AGOSTO 18 de 1853.

8 Se refiere a Don Santos Degollado. (Después de remitida esta carta, el Sr.


Manzo fue desterrado de Morelia a Querétaro y de ahí a Tequisquiapan, de donde
escribe ya la siguiente. Nota de J. R. F.)

179
Por una nueva orden hemos salido, los que escribimos de Querétaro an-
tes de ayer, confinados a este mar, como dice uno de ellos, de órganos y
peñascales y a fuerza del diablo quiere ser pueblo sólo porque tiene en
lugar de iglesia un muégano de piedras, insulto soez a la divinidad. Este
cambio nos ha sido sumamente sensible, pues todo lo bueno que tenía-
mos en Querétaro se nos ha cambiado en malo, ecepto la hospitalidad,
que aquí nos sigue con la generosidad que había desplegado en nuestro
favor en aquella ciudad, pues el vecino más rico de la población que es
un señor Trejo, así como los dueños de la Hacienda de Tequisquiapan,
que está a un cuarto de legua, han tenido verdaderas incomodidades por
que no hemos querido irnos a su casa ni recibir alguna de sus francas y
generosas ofertas. Esto es todo y lo único bueno de la población, lo de-
más es detestable: calles de órganos y empedradas al natural, con roca
primitiva, con horribles picos y hondos precipicios, animados sólo por
los gruñidos de los puercos y ladridos de los perros; indias que son el
sarcasmo del bello sexo; indios, vivos representantes de la miseria, son
hasta ahora los únicos semblantes que hemos visto alegrar la plazuela,
un mesón, en donde nosotros dirijimos los trabajos de cocina y recáma-
ra, es nuestra habitación, y nuestras esperanzas las de que nos salga un
órgano en la lengua o en otra parte.
¿Y enfermos? no faltan, porque en todas partes la humanidad
es doliente; ¿y pesetas? están en la mente de Dios, que es el repartidor
de todos los bienes, ¿y ocupación? ¡Ha! ésta es interesante; yo dirijo
los trabajos de la servidumbre y Prieto 9 compone un romance. ¿Quie-
re U. más? Esto, si no es la gloria, sí puede ser pariente del enfermo.
Pero en cambio vivimos juntos en continuas peripecias, con sus ratos de
horrible flato, con sus ratos de tristeza, con sus ratos de risa; en fín, es
nuestra vida la representación más genuina de la vida ¿De quién, pues,
nos podemos quejar?
Mucho deseo tengo, tenemos, debí decir, de recibir sus letras;
pues tenemos el disgusto de no saber si a U. también lo han removido.
¿Por qué no pide U. su pasaporte y se va a Europa? Váyase, U. y líbrese
así de las acechanzas de enemigos que realmente desean su ruina; por

9 Guillermo Prieto, (también confinado al propio lugar.)

180
sensible que sea su separación, nos daría U. un verdadero gusto ver lo
fuera de peligro.
Adiós, nuestro excelente amigo, quiera el cielo esté U. disfrutan-
do la visita de Pepilla, a quien nos saluda U. y reciba nuestro corazón.­
Guillermo Prieto.- José Manzo.

TEQUISQUIAPAN, AGOSTO 21 de 1853

Dice U. bien; nosotros no tenemos cosa que se parezca a nuestros per-


seguidores, pero ésto mismo es lo que hace nuestra culpa; ¿Le parece
a U. poco haber sido bueno y honrado ante gentes que no son ni lo uno
ni lo otro? son peores los enemigos a quienes se ha hecho bien, no lo
dude usted.
Nos escriben de Méjico que es probable que el 11 del que entra
nos hagan la gracia de nuestra libertad, en conmemoración de la azaña
de nuestro héroe... Esta noticia nos contrista; pues, en primer lugar nos
parece un nuevo insulto que nos otorguen una gracia que ni solicitamos
ni hemos de solicitar y sobre todo porque no la merecemos, por lo mis-
mo que no hemos merecido el castigo; en segundo lugar, que hecho ya
el mal, no nos acarrea ninguna ventaja, pues creo que muy pocos vol-
veremos a nuestras antiguas residencias a sufrir el espionaje e insultos
de nuestros enemigos. En fin, sea lo que fuere yo no contestaré sino de
enterado, pero no agradecido. ¿Que le parece a U.? J. M. Manzo.

TEQUISQUIAPAN, SEPTIEMBRE 4 de 1853.

En efecto, Ugarte no ha tenido conmigo y con U. sino motivos de grati-


tud: si la gratitud pudiera albergarse en esos corazones de cieno y lodo;
pero ya vemos que no es así, y que se ha convertido en vil instrumento
de otros enemigos que no nos perdonan nuestras creencias. Esto es todo,
pero para que vea U. lo que es aquel villano de mocho, le voy a contar a
U. cómo se fue expeditando para darme el golpe. Todo el mundo, y él en

181
primer lugar, estaba satisfecho que yo, en extremo obligado de las cosas
públicas, y sobre todo con las pilladas y tonterías que en la última revolu-
ción hicieron los liberales y los no liberas, no pensaba en otra cosa que en
ejercer mi profesión y mantenerme. No había pues motivo ninguno, ni
el más leve, para poder razonar mi persecución; pero ella estaba decre-
tada, y con muchos meses de anticipación comenzó Dn. Pepe a decir a
mis amigos que sentía mucho que yo me anduviera comprometiendo en
complots y en escribir en el periódico de oposición, que entonces había
en Morelia, pero que tal vez se vería precisado a perseguirme, cosa que
repugnaba mucho. Esta hipócrita cantinela la repetía a cuantos por mía
se interesaban, y aun algunos les hizo creer que yo en efecto tramaba
algo. Tenía un obstáculo bastante fuerte para herirme, y era el de sus
hermanas, que como U. sabe, me querían bien y estaban resueltas a
defenderme de cualquiera agresión. Comenzó por hacer que las curara
Cuevas, porque tenía fe en que las sumaría muy pronto, y las obligó de
tal modo, que al dejarme me hicieron, hasta con lágrimas, las más sin-
ceras protestas de que sólo un compromiso la precipitaba a dejarme. En
seguida se llevó a Da. Pepa a su casa, con qué sé yo qué pretexto, lo cual
me impedía visitarla; pero esta Señora lo hacía a mí con frecuencia, y
siempre me decía que me fuera de Morelia. Y había agotado, según
pude comprender, todos sus recursos para libertarme. Yo le había dicho
con anticipación y contestándole algunas insinuaciones que me hizo,
que ya sabía que Dn. José me perseguiría a pesar de que ella me defen-
dería, pero que estaba resuelto a sufrir y a no evitarle este nuevo rasgo
de infamia, puesto que él no quería obrar sino como un infame; que por
lo mismo no me iba de Morelia, sino que aguardaba la explosión de su
tonta y cobarde intriga.
Da. Pepa me regañaba por mis habladurías, pero yo concluía
siempre rogando le dijera a Dn. Pepe que yo ni lo temía ni esperaba de
él cosa buena; que obrara ya según mis deseos porque yo lo desprecia-
ba. Esto mismo dije a Morán varias veces y creo y tengo el gusto de que
él lo habrá sabido. Algo le dije a él también, en una sola vez que me
habló en tono de regaño amistoso; le dije que yo no me dejaba regañar
y que era viejo para consejos, que obrara como mejor le pareciera. Con

182
todos estos antecedentes ya esperaba y no me sorprendió mi destierro.
Pero tengo el gusto de que ni por mí, ni por ninguno de mis compañeros,
recibió la más ligera insinuación de el más pequeño favor. Los padres,
pues, han quedado satisfechos y los mismo nuestros nobles enemigos.
Las cartas de ese pueblo no llegan aquí sino con siete o más
días de retardo; ésto hace que no se puedan contestar con oportunidad,
y, además, mi estada en Querétaro, así como mi repentina mudanza a
éste, han hecho que se trastorne mi correspondencia; pero aunque con
atraso, he recibido sus cartas y creo que ya habrá U. recibido mis con-
testaciones.
En efecto, ya no necesitaba la recomendación para Trejo por
que tanto este Sor. como todos los vecinos notables de la población nos
han abrumado con sus buenos tratamientos y con positivos favores, a
pesar de que constantemente estamos rehusando algunos de los muchos
que nos hacen. Hablando con verdad, en todas partes hemos recibido
mil manifestaciones de aprecio y buena hospitalidad, de modo que sólo
tenemos de molesto en nuestro destierro la separación de nuestras fa-
milias y de nuestros amigos. Nuestra casa hoy es el punto de reunión
donde todo el día se ven los vecinos del pueblo, al grado que no nos
dejan sino los ratos que les robamos para escribir. Esto me ha impedido
seguir mis disparatadas disertaciones sobre moral socialista, que de otro
modo le mandaría gustoso hoy; pero quizá será más tarde.
Guillermo pasa su vida haciendo versos que yo reuno copia-
dos en un libro; a propósito, ha hecho lindísimas composiciones, que
U. verá én la primera oportunidad. Yo la paso curando enfermos con
muy buena fortuna, pues casi todos han sanado y otros están en vía de
curación. Esta circunstancia me ha grangeado alguna consideración y
aprecio en la población. Hay aquí, a un cuarto de legua, una hacienda
del mismo nombre del pueblo y cuyos dueños proporcionan cuantas
distraccíones pueden. Entre ellos hay un joven, Román Michano, de un
corazón virgen, de sentimientos sumamente generosos y expansivos;
nos quiere mucho y no omite cosa por agradarnos; nosotros, por su-
puesto, lo queremos mucho y ojalá pudieramos formar ese corazón en
que tan bien caerían las buenas doctrinas.

183
Ha venido orden para que Guillermo se vaya a Cadereyta, pue-
blo distante de éste seis a siete leguas, pero en el que, según nos han
dicho, se carece de todo, a pesar de que es más grande; pero ahora elu-
dimos la disposición con motivo de haberse enfermado de una fuerte
indigestión; pero si insisten tendrá que irse y yo que acompañarlo, pues
nos hemos propuesto estar juntos mientras podamos. Si así sucediera yo
avisaré a usted.
Tengo una polémica con Arriaga;10 en una que le escribe a Prie-
to le recomienda me haga creyente, y me recomienda la caridad. Yo le
he propuesto demostrar que sin las creencias religiosas se puede, y con
mejor éxito, ser virtuoso y ejercer la caridad. Es lástima que la dilación
que sufre la correspondencia no nos permita hacer algo pasable; ¡Qué
bueno es Ponciano! quién había de creer que bajo aquella cara tan dura
y tan seria se habrían de abrigar sentimientos tan tiernos e impresiones
tan vivas? pero ello es así y sus cartas no parecen sino de un discípulo
de Lamartine, incapaz de tirarse de balazos como éste.
Guillermo lo saluda a U. y yo me repito su muy amable amigo
que le desea ver y S.M.B.-José Manzo.

TEQUISQUIAPAN, SEPTIEMBRE 27 de 1853.

¿Creerá U. que hasta ayer haya recibido su apreciable fecha 6 de éste


y hoy la del 26 del pasado? preciso es creer que nuestras cartas sufren
previa revisión o que el correo anda como lo demás.
En efecto, es un adelanto notable el tormento y la violación ofi-
cial de la fé pública, así como el restablecimiento de los Jesuitas en nues-
tro país. No dilatará la inquisición y lo sentiré muchísimo por los gestos
que el Santo Tribunal me haga ejecutar, con la gracia que me es genial;
pero como ha de ser, cada quien, dicen, trae su sino al nacer, puede que
el mío y el de U., tatita, sea el de que nos magullen y nos quemen; a lo
menos será un bisté muy del gusto de nuestro padre Ignacillo.

10 Dn. Ponciano Arriaga.

184
Hablando de serio ¿durarán estas cosas? El género humano que
a fuerza de talento y de sangre ha ido conquistando tantos privilegios
y tantas preeminencias contra los tiranos, se dejará de un golpe quitar
cada una de estas cosas cuando ya tocaba el término de sus conquistas
políticas, es decir, el mando del pueblo, es decir, la autoridad en éste?
Cree U. posible, con nuestra civilización, con nuestras costumbres, con
nuestro poder, el establecimiento de cosas que marcaron la civilización,
las costumbres y el poder de hace tres siglos? Si tal fuera, sería preciso
creer que la humanidad es una quimera, que los hombres no tienen entre
sí más relaciones que las que les impone un déspota, que sociedad es
un accidente para los hombres; en fin, que las verdades morales que se
deducen del estado de sociedad son mentira y que lo único que hay de
cierto en las sociedades es un látigo y un fusil.
Yo que no creo esto último, y que veo que la sociedad es el es-
tado natural del hombre, y que el poder, como propio de los asociados,
es una consecuencia rigurosamente deducida de este principio, tengo fe
de que estos ataques no son sino los últimos colazos del monstruo mo-
ribundo. Imposible me parece que los hombres no despierten el día en
que tomen en sus manos la Historia y con un lápiz en la mano resuman
por orden numérico los bienes que disfrutan cuando no gobiernen los
tiranos, en contraposición con los males que sufren con éstos.
Ya entre nosotros podemos decir que perdimos la libertad en
todas líneas, el poder y prosperidad de los Estados y ganamos el des-
potismo ignorante y brutal: las alcabalas, las levas y los jesuitas. Esta
comparación, tan superficial como es, me parece sin embargo bastante
para producir la convicción en el más testarudo; vaya un caso bonito y
que promete algunas conversiones. El hijo de Berruecos barre las calles
ligado a un grillete porque habló mal de Santa Anna. ¡Ah conservado-
res! ¿pedíais la tiranía? pues no es malo que algo os toque: bien merece
el aparejo el que se creyó jumento.
Gracias a Dios no hubo perdón; ni lo quiero, ni lo espero. Las
persecuciones siguen ¡Riva Palacio ya pasó por Querétaro para So-
nora, según dicen! Se habla de Muños Ledo y de Ceballos, de éste
último lo sentiría porque este ha prostituído de un modo indecente el

185
padecimiento que Selis ha reservado a los hombres de bien. Es verdad
que lo miso podría decirse de Robles y otros pocos, pero todavía éstos
tienen cierta corteza de decencia que no pudo cubrir el otro.
En Morelia es una gloria lo que pasa, se han hecho multitud de
prisioneros, se han cometido vejaciones sin número y siguen con mano
firme dándole a los débiles y a los inocentes; sin embargo, hasta hoy es
un misterio lo del espectro, causa de todas las energías del mochito.
Adelante, adelante, ya sabrá U. que al ilustre García Torres lo
despojaron de su establecimiento y le han impedido circular los avisos
de su imprenta trasladada a otro punto, que por ellos lo multaron en 100
pesos etc. ete., ahora sí dirá el pobre de Torres: adelante, adelante.11
Salúdeme U. a los SS. Sancha y Soto, a Pepilla de mi parte y de la de
Camilita, y Prieto y U. reciba el siempre sincero afecto de su amigo q.b.s.m.

TEQUISQUIAPAN, OCTUBRE 3 de 1853.

Ayer me entregó el señor Trejo su apreciable última. Este señor viene


haciendo mil elogios de U. y yo participo de la satisfacción consiguiente.
Nada aclara el horizonte en nuestro favor. Hoy hemos recibido
cartas de Méjico en que nos dicen que probablemente con García Torres
han sido desterrados otros diez y siete: se habla de Lacunza, Olaguíbel,
Lafragua etc. Creo que estará aquí incluso Sabás. (Nota de J.R.F.: refie-
re a D. Sabás Iturbide) Parece pues que mi esperanza de que variará la
política con la muerte de Tornel sale fallida, como ha de ser, ojalá que
nos joroben, que harto lo hemos merecido por güajes
Ya Prieto piensa en escribir la historia de los últimos seis años,
para lo cual está reuniendo ahora los datos correspondientes. Se ha pe-
netrado de lo interesante que será esa obra y se ha decidido a escribirla.
Contamos con que U. hará también, por su parte, una magnífica cosa.
Yo, pobre de mí no se más que curar, y ésto mal, y no hago más que ésto.

TEQUISQUAPAN, OCTUBRE 23 de 1853

11 Se refiere al periodista e impresor D. Vicente García Torres.

186
Juntas recibí hoy sus muy apreciables fechas 11 y 18 de ésto y
a la verdad ya tenía necesidad de ellas, pues hacía cosa de 20 días que
no tenía ninguna noticia de U. Mucho me alegro que U. esté bueno y
lo mismo Pepita, así como sentiré, por el lado del egoismo, que U. se
nos vaya; aunque ya sabe U. que siempre he tenido la idea de que sólo
así está U. seguro de un atentado... Yo nada sé respecto a que quieran
mandar a U. fuera de la República; pienso casi tengo seguridad de ello,
visto lo que estos señores se proponen con todos nosotros, y es extraño
que no lo hayan hecho. ¡Cómo ha de ser!
También a mí me escribe Gallaga y vaya una carta. ¡sobre que
me transforman en Zenón! a mí, pobre diablo, que gusto y saboreo las
papas fritas y el buen chorizón, lo mismo que los postres y hasta la
plebeya panocha!. Me mandó una caricatura consistente en un puñal
con este lema en la hoja: perme reges regnant. Mucho me gustó, ojalá
cultive el género porque parece que le da bien. Mucho le agradezco no
nos olvide en nuestra mala época.
Dichoso U. que está proporcinándose calor. Si fuera artículo re-
misible le mandaría un poco del que aquí nos sobra. Estamos en este
mes lo mismo que en Agosto; por nuestro país, insoportables calores en
el día y aguaceros fuertísimos en la tarde. Son las siete de la noche y ha
llovido casi todo el día, y sin embargo estoy escribiendo sin chaqueta
porque no tolero el calor de la pieza. El frío aquí no lo ha encontrado
Prieto sino en las chicas, pues las encuentra tan heladas que ni las más
ardientes producciones de la poesía les despierta el deseo de encararse
con el vate y me encarga perfeccione U. su máquina de calentadores
aplicada al bello sexo y le mande U. un ejemplar.
Mucho me va a servir su carta del 11 para escribir a Ponciano,
que Se haya arrebatado de un tal desaliento que me da coraje. ¡Qué
diablos de naturalezas ardientes, tan fáciles para desafiar cualesquier
peligro y tan incapaces de constancia; ya se ve, el pobre de Arriaga ha
sufrido mucho, mucha pobreza, hasta no tener qué comer; enfermeda-
des y lo mismo su familia que está en Méjico. Ya vendrá en él la reac-
ción y se compondrá; tengo ésto por seguro.

187
Mucho me alegro de que no sea cierto que U. se va de Maravatío;
aunque sea en nuestros últimos años, tengo esperanzas de que los pace-
mos juntos por esa tierra que nos vió nacer, y en donde ha nacido también
nuestra amistad. Pocos amigos tendremos a esa época, pero serán buenos;
pues han pasado por las pruebas de la desgracia y de la ausencia.
Salúdeme U. a Pepilla de mi parte, y Camilita, y Prieto los salu-
dan a ustedes y yo me repito su amigo q.b.s.m.

José Manzo.

Han desterrado de Zitácuaro a Arroyito.

Estoy leyendo a Lemaitre otra vez; por fin lo conquisté de Car-


doso, en cuya casa dormía el sueño de la muerte; porque en dos años
que lo tuvo no le mereció, según creo, una leidita. A mí me gusta mu-
cho, y ha venido a rectificar y a esclarecer, esta nueva lectura, mis ideas
de un modo que aun me ha hecho concebir un plan de organización
social como unas pascuas; lástima que no sepa escribir, pudiera ser que
contuviera algo bueno. Este plan debe comenzar por fijar la idea de
Dios en el Universo; después de éste en sus relaciones con Dios; luego
la del hombre en sus relaciones con uno y otro, y deducir de aquí el
destino del hombre y como medios para llegar a él la sociedad y como
consecuencia de ésta la moral. La clave de U. es la única verdadera y da
solución, a lo menos en mi caletre, a todas las cuestiones sociales pero
va a dar al comunismo: último término de la perfección humana. Ojalá
que pueda hacer algo, se lo prometo a U. y para que se fastidie, y para
que vea que la cuestión la estudio.

Del libro: Don Melchor Ocampo

188
Referencias, sobre Melchor
Ocampo, tomadas de la obra:
“Juárez y su México”

Ralph Roeder
Universidad de Harvard

L
os amigos de Mora no dejaron de profundizar el fondo mórbi-
do de estas manifestaciones. “Sobre nuestras cuestiones inte-
riores, fundadas sobre la base de la nacionalidad -le avisaron-
existen dos partidos que se fortifican en silencio y que tienden,
el uno a la monarquía extranjera, y el otro a la agregación a los Estados
Unidos; y lo que parece increíble, estos dos partidos se apoyan sobre
una misma idea: la de nuestra incapacidad para gobernarnos.”
Ante el dilema, los amigos de Mora invocaron una vez más sus
luces. La posición que ocupaba en Londres era una atalaya que domina-
ba el horizonte político y un centro de información que recibía y coor-
dinaba la interpretación cotidiana de los movimientos mundiales. Desde
aquella eminencia resultaba fácil para un observador experto descifrar
la afinidad entre una conmoción de un lado del océano y la contraparte,
aparentemente inconexa, del otro. Pero los amigos pusieron al maestro
en un predicamento cruel. Para contrarrestar la reacción en México todos
los medios indicados eran contraproducentes. Mora no simpatizaba con
el socialismo; si una reacción provocada por la doctrina disolvente ame-
nazaba con precipitar el retroceso en Europa, ¡cuánto más lejos llevaría
el simulacro exótico a un país tan atrasado como México! En cuanto a la
agregación a los Estados Unidos, ni hablar de ello: no se había llegado
aún al suicidio nacional. ¿Cuál era, pues, la solución sensata? Propugnar

191
su programa original, en las circunstancias críticas de la posguerra, con
el peligro de provocar complicaciones incalculables para el progreso
de la patria, significaba una responsabilidad pesada para el reformador,
ya propenso a dudar de los remedios drásticos, a experimentar el temor
de engañarse y a perder la confianza con que antes aventuraba todo so-
bre las frágiles seguridades de la razón humana. El oráculo enmudeció.
Para la resolución de un problema tan delicado y difícil, sólo él tenía la
autoridad suficiente para opinar; su cordura, su valor, su inteligencia y
su contacto íntimo con las condiciones internacionales en aquel trance
le daban el derecho de dirigir a sus discípulos ; pero la invocación llegó
tarde : superado ya por la historia, Mora había llegado al fin de su misión
revolucionaria. Moralmente paralizado, estaba físicamente agotado. La
tisis, fiel compañera de su vida de miseria, engordándose con los años
magros del destierro, le obligó, al fin, a renunciar a todas sus activida-
des y a dejar trunca para siempre su obra; y regresando a París, se inter-
nó en una clínica. En los últimos meses de su existencia, casi se sentía
en su casa en Francia, bajo aquella Segunda República que parecía, con
sus turbias intrigas y sus múltiples combinaciones infructuosas, que es-
taba mexicanizando a su segunda patria. A través de la distancia que les
separaba, y con el corto tiempo que les quedaba, sus amigos consultaban
todavía al moribundo, pendientes de su última palabra. El triunfo de la
burguesía liberal en Francia, la adopción de una Constitución forjada
bajo la fórmula de Propiedad, Religión, Familia y Orden, que borraba a
la original de Libertad, Fraternidad e Igualdad, tranquilizaba sus temores
por lo pronto. Pero dudaban de la estabilidad del régimen republicano,
se sentían preocupados por la elección de Luis Napoleón a la Presiden-
cia de la República, anticipaban una vuelta monárquica con los rumores
que corrían de que el Príncipe Presidente estaba preparando un golpe de
Estado en la sombra. En tal caso, ¿llegaría la reacción hasta México?
¿Y cómo?, ¿y cuándo?, ¿y en qué forma? Pero los sondeos quedaron sin
respuesta, porque todas estas cuestiones palpitantes, todos esos enigmas
apremiantes, tenían un interés muy remoto para el doctor Mora. El 14
de julio de 1850, con la resonancia lejana de quién sabe qué celebración
nacional pulsando en su cerebro, sobrevino la muerte.

192
La última palabra, la que no llegó a pronunciar, era su legado
a la generación venidera. A la juventud liberal Mora dejó un ejemplo
de recia independencia y un ideario luminoso, oscurecido al fin por los
obstáculos que la dilación suscitó a la realización de su iniciativa. Pero
¿dónde, en 1850, estaba la nueva generación? ¿Dónde se encontraba la
juventud bastante madura para abrazar sus consejos cautos y contrácti-
les, y bastante verde para campear en su defensa? Aquella generación,
siempre en marcha y tanto tiempo esperada, había tardado mucho en
llegar y hasta la fecha contaba con pocas personalidades de relieve en
sus filas. Aquí y allí se adivinaba alguno que otro valor, pero todavía en
formación, y siempre que se le acercaba un adepto, Mora le recibía con
agrado; pero pocos fueron lo suficientemente acomodados para viajar,
y ninguno era lo bastante formidable para merecer el destierro. Tal fue
el caso de Melchor Ocampo. En 1840 vino a París y por curiosidad o
por respeto al ilustre expatriado, le hizo una visita de cumplido; pero
la impresión que le dejó Mora le quitó el deseo de tratarlo. «Es senten-
cioso como un Tácito -declaró Ocampo-, parcial como un reformista y
presumido como un escolástico.» La apreciación revelaba a ambos por
igual. Tanto se había extremado Mora en su misión, tanto se había mor-
tificado en una vocación que no perdonaba a sus adeptos, que quedó,
por ende, víctima de sus rigores; y en 1840 Ocampo no pensaba en re-
formas sociales. Diez años más tarde, al desempeñar el cargo de Minis-
tro de Hacienda en México, Ocampo modificó su opinión del recluso y
le dirigió una carta cordial, refiriéndole sus propios problemas. Pero en
1850 Mora estaba moribundo y Ocampo era apenas un pasante político.
La capa apostólica quedó vacante.
Y hacía falta estatura para asumirla. Mora dio la medida en una
breve nota autobiográfica. Formulados a la escala de su propia talla, los
requisitos del reformador eran rigurosos, y como todas sus exigencias,
difíciles de alcanzar: «Frío en sus pasiones e invariable en sus desig-
nios», empezó por asentar; preparado por una amplia cultura, máxime
en las disciplinas morales, políticas y económicas -siguió diciendo-, y
dotado de un carácter elevado, a la altura de su misión: independiente,
desinteresado, valiente, mo­desto, un aristócrata moral, en suma. De

193
todos estos atributos Mora se preciaba de ser el modelo. Pero ¿dónde
se hallaba el émulo capaz de pretender a tales prendas, sin sucumbir a
su peso en México? Con su autorretrato, Mora dictó su propio óbito. Y
si el aspirante tenía la vocación, no podía atribuirse más que la mitad
de la sucesión; con el valor, la ilustración, el carácter, ¿quién era capaz
de reunir la experiencia madura del maestro y la comprensión cosmo-
polita indispensable para promover la reforma en las arduas contin-
gencias de la posguerra? La misión era más exigente que el hombre, y
con Mora la raza privilegiada parecía haber muerto. La cruzada había
llegado a una encrucijada sin salida; el dilema cerró el paso a los más
intrépidos; la mortificación nacional se manifestaba en la postración
de la vida pública; el cansancio de la lucha era tan general que nadie
se postulaba por la sucesión revolucionaria; la juventud miraba al por-
venir con los brazos cruzados. Los viejos políticos, por consiguiente,
siguieron en el mando, a pesar de su ineptitud catastrófica, y los viejos
pensadores volvieron al escenario.
Pero los viejos pensadores volvieron en una actitud radical. Ala-
mán era tímido por temperamento, y su filosofía política se basaba sobre
el temor; pero al volver a la palestra, el temor mismo le obligó a tomar la
ofensiva y a asumir una actitud atrevida. Abandonando la Historia inaca-
bada, se echó a cuestas la defensa errática de una reacción radical y se
convirtió en mentor de un partido monárquico en todo menos el nombre.
El nombre era anatematizado: el primer propagandista que se atrevió a
abogar por la monarquía en México -se llamaba Gutiérrez Estrada- se
vio obligado a emigrar a Europa en 1840; y aunque la idea había ga-
nado terreno desde entonces, era todavía una piedra de escándalo que
provocaba alborotos en las asambleas políticas. En vísperas de la guerra
Alamán se había asociado con una camarilla monarquizante, encabezada
por el arzobispo de México y por un general que abandonó la defensa de
la frontera para apoderarse del gobierno; y cuando el autor de la Historia
se reincorporó a la vida política, no se le perdonaban sus antecedentes.
En los comicios se le tachaba de borbonista, absolutista, antipatriota y
enemigo de la independencia, y a pesar de sus protestas, se siguió detur-
pándolo con tales epítetos : el historiador no logró librarse de su libro, y

194
el autor que compuso la Historia de México en son de apología a Cortés
y de endecho por la Independencia, y que la cerró con un homenaje a
Iturbide, había puesto el índice sobre el corazón con demasiada franque-
za para disimular la vena umbilical que la hacía latir. Sin embargo, y sin
renegar de su obra, Alamán negó rotundamente que era monárquico, y
el mentís no era mentira; después de la revolución en Francia, la idea
de pedir un pretendiente en París era poco recomen­ dable en México.
El año de 1848 fue funesto para la monarquía en todas partes, y acomo-
dándose a las inclemencias del tiempo, el político se conformó con el
dicho de Mora de que «el medio más sabio y más seguro de prevenir las
revoluciones de los hombres es el de apreciar las revoluciones del tiem-
po y de acordar lo que ellas exigen». Andando el tiempo y adaptándose
a sus rigores, Alamán llegó al Congreso; pero su partido perdió terreno
en las elecciones y tuvo que contemporizar. Conservador, Alamán co-
rrió la misma suerte que como monárquico vergonzante: por más te-
rreno que cedía, siempre había más que ceder. Vino el año de 1850: el
primer periódico socialista vio la luz en México, y la primera huelga;
abundaban los sin trabajo; el malestar económico fomentó un brote de
guerra de castas; los disturbios tomaron por consigna la repartición de
las haciendas y la confiscación de los bienes del clero ; y en 1851 Mel-
chor Ocampo llamó fuertemente la atención nacional con su polémica
con el cura de Maravatío -señales todas que indicaban la tendencia le-
vantisca de los tiempos corrientes y que alarmaron a quienes andaban
sobre aviso, poseídos de previsión y de pavor. Y mientras andaban sin
defensa y obedeciendo al tiempo en México, en Francia el golpe de
Estado de Luis Napoleón borraba la pobre ficción de la Segunda Repú-
blica. «Nosotros nos llamamos conservadores -decían en su profesión
de fe porque queremos conservar la débil vida que le queda a esta pobre
sociedad.» Pero ¿cómo conservarla siguiendo siempre a la defensiva?,
¿cómo contemporizar con los contratiempos incontrastables?, ¿cuánta
vida les quedaba sin recurrir a la cura cáustica de las lágrimas? Corría
el tiempo y con cada año más urgente se volvió la alternativa de la re-
volución o la contrarrevolución, más difícil, el término medio, y más
peligroso, marcar el paso.

195
Mora y sus amigos habían vaticinado que la reacción tardaría
mucho en manifestarse en Europa; que provocaría una resistencia acé-
rrima allá; y que llegaría hasta México. Acertaron en la cola de sus de-
ducciones. En México la tregua social duró lo que duraron los millones
norteamericanos que estabilizaron al gobierno; cuando se agotaron, vino
la reacción. Pero vino tarde y no en consecuencia de un levantamiento
revolucionario, sino en forma de un movimiento contrarrevolucionario
para prevenir tal eventualidad. Promovido por el temor, y ocasionado
por un estado de ánimo que no correspondía de manera alguna al estado
de la nación, el profiláctico surtió el efecto contraproducente, provocan-
do la verdadera revolución contra la cual se preparó la inmunización. La
última palabra que Mora no llegó a pronunciar la formuló Alamán, y era
la palabra fatídica: ¡ Absit omen!
En 1853 el gobierno fue derribado por un motín y Alamán y sus
correligionarios llegaron al poder sin oposición. El motín hubiera sido
sin significación a no ser por las fuerzas que se coligaron para darle
impulso. Brotando como el acostumbrado cuartelazo, ya estaba a punto
de fracasar cuando el clero y los terratenientes se solidarizaron con los
pronunciados para resguardarse contra la premonición que todos com-
partían de una inminente oleada de reformas. Sublevándose a ciegas,
los propietarios partieron de estampida, asustados por un presentimien-
to tan fuerte que bastaba la más mínima alarma para ponerlos en movi-
miento; y muy insignificante, en efecto, fue la amenaza que precipitó
la estampida. Muchos eran los patrocinadores, pero para quienes tenían
la responsabilidad de la reacción importaba menos que el porqué del
movimiento, un estado de ánimo propenso a todos los extremos, y un
pánico tan agudo que los arrieros clamaban por providencias fuertes, y
hombres fuertes, para frenarlo. Alamán redactó un plan; mas Alamán
era un ideólogo, y tanto escaseaban los hombres fuertes en aquel mo-
mento, que ni la percepción del sabio, ni el husmeo del hato, lograron
localizar ninguno. Pero les quedaba siempre Santa Anna. Éste, por lo
tanto, fue llamado del destierro y encargado de la ejecución del plan.
Las condiciones impuestas al caudillo, así como el origen, la
causa y los fines del movimiento, le fueron comunicados por Alamán en

196
una carta que solicitaba su colaboración y que puso al desnudo la triste
anatomía de la sociedad y la débil vida que conservaba en 1853. Tres
eran los responsables de la reacción. El autor intelectual era Alamán;
el apoderado de ponerla en práctica, Santa Anna; y el crédito lo recibió
Ocampo, a cuya querella con el cura de Maravatío, Alamán atribuyó
el origen del mal. “La revolución, quien la impulsó, en verdad, fue el
gobernador de Michoacán, con los principios impíos que derramó en
materias de fe, con las reformas que intentó en los aranceles parroquia-
les, y con las medidas alarmantes que anunció contra los dueños de
terrenos, con que sublevó al clero y propietarios de aquel estado, y una
vez comenzado el movimiento, siguió lo de Jalisco, pero que no habría
progresado si no se hubiesen declarado en su favor el clero y los propie-
tarios; desde entonces las cosas han ido encadenándose, como sucede
en todas las revoluciones cuando hay acopiado mucho disgusto, hasta
terminar en el llamamiento y elección de usted para la presidencia, na-
cido de la esperanza de que venga a poner término a un malestar general
que siente toda la nación. Ésta y no otra es la historia de la revolución
por la que vuelve usted a ver el suelo de su patria.”
A cada cual su parte; y Alamán se reservó la suya al exponer,
punto por punto, el plan maestro que le valía el derecho de propiedad in-
telectual. «Es el primero, conservar la religión católica, porque creemos
en ella, y porque aun cuando no la tuviéremos por divina, la considera-
mos como el único lazo común que liga a todos los mexicanos, cuando
todos los otros han sido rotos, y como lo único capaz de sostener la raza
hispanoamericana y que puede librarle de los grandes peligros a que se
está expuesta. Entendemos también que es menester sostener el culto
con esplendor, y los bienes eclesiásticos, y arreglar todo lo relativo a la
administración con el Papa, pero no es cierto, como han dicho ciertos pe-
riódicos para desacreditarnos, que queremos inquisición, ni persecucio-
nes, aunque sí nos parece que se debe impedir por la autoridad pública
la circulación de obras impías e inmorales.» Plan razonable y conforme
a la época: nada de Inquisición, nada de persecuciones anacrónicas, pero
nada tampoco de sinrazón republicana. «Estamos decididos contra la Fe-
deración; contra el sistema representativo por el orden de elecciones que

197
se ha seguido hasta ahora; contra los ayuntamientos electivos, y contra
todo lo que se llama elección popular, mientras no descansa sobre otras
bases. . . Estamos persuadidos de que nada de esto lo puede hacer un
Congreso, y quisiéramos que usted lo hiciese, ayudado por consejeros
poco numerosos que preparasen los trabajos. Éstos son los puntos esen-
ciales de nuestra fe, que hemos debido exponer francamente y lealmen-
te, como que estamos muy lejos de pretender hacer misterio de nuestras
opiniones, y para realizar estas ideas se puede contar con la opinión ge-
neral que está decidida en favor de ellas, y que dirigimos por medio de
los principales periódicos de la capital y de los estados, que todos son
nuestros. Contamos con la fuerza moral que da uniformidad del clero, de
los propietarios, y de toda la gente sensata que está en el mismo sentido.
. . Creemos que estará usted por las mismas ideas, mas si así no fuera,
tememos que será gran mal para la nación y aun para usted.» En tal caso,
recomendó al desterrado que quemase la carta y se olvidase del asunto.
¿A Santa Anna qué le quedó? La repatriación, la dicta­ dura y
las luces de Alamán para suplir a las suyas; y sobre estas bases se cerró
el contrato. Santa Anna regresó a México y no sólo se conformó con el
plan, sino que lo puso en vigor con una energía gratuita que nada era ca-
paz de justificar sino el temor a una revolución genuina. No hubo opo-
sición; la seudorrevolución iba dirigida contra enemigos imaginarios, y
los verdaderos fueron formados por un grupo de hombres que padecían
de manía persecutoria y adolecían de hipertrofia de tino y precaución.
Se adoptaron medidas de seguridad pública para conservar el orden,
la familia, la religión y la propiedad; y a las garantías acostumbradas
Santa Anna añadió las suyas, ya históricas. Su primera providencia era
la de limpiar el país de personas indeseables; se redactó una lista de
proscritos, pero corta e incompleta; ya que en las filas liberales falta-
ban, tanto como en las suyas, hombres fuertes. Sólo dos le parecieron
lo suficientemente peligrosos para merecer la capa de Mora. Uno era
Ocampo, que fue expulsado del país sin explicaciones y sin tardar. El
otro era Juárez.
Al terminar su gobierno de Oaxaca en 1852, Juárez había vuelto
al Instituto, como rector del plantel, y a las ocupaciones de su bufete.

198
Los pobres constituían siempre su clientela, y los pleitos le llamaban
muy a menudo a la sierra; acababa de despachar un litigio en el Distrito
de Ixtlán, y estaba a punto de iniciar otro en un pueblo del valle, cuando
fue detenido, el 27 de marzo de 1853, y se le condujo fuera del estado
escoltado por un piquete de caballería, sin más explicación que un pa-
saporte, señalando como su destino inmediato la villa de Jalapa, capital
del estado de Veracruz y sede de la hacienda ancestral de Santa Anna.
En Jalapa fue confinado por casi tres meses, vigilado por la policía,
pero siempre sin acusación formal, vejado por órdenes contradictorias
de seguir adelante y burlado por vacilaciones oficiales y dilatorias des-
póticas. A pesar de sus protestas, las autoridades permanecieron im-
penetrables, hasta que el hijo de Santa Anna lo puso en un coche y lo
acompañó a Veracruz. Aquí fue encarcelado en la fortaleza marítima de
San Juan de Ulúa, pasando once días incomunicado en las mazmorras
bajo el nivel de las aguas, con el rumor de las olas y el silencio de las
piedras por única indicación de su suerte. Al duodécimo, recibió la in-
timación de hacer su maleta, y con un pasaporte para Europa, fue con-
ducido, enfermo, a bordo del paquebote británico. Fuera del pasaporte,
las autoridades no habían hecho ningún arreglo para su transporte y los
pasajeros tuvieron que hacer una colecta para pagar su pasaje hasta el
primer puerto de escala. Desembarcado en La Habana, y provisto de
fondos por su familia, prosiguió su viaje hasta Nueva Orleáns, donde,
con un puñado de desterrados políticos, resueltos todos a reorganizar su
patria, conoció, por fin, su destino.
Tanto o más misteriosos que los designios de la Providencia eran
los designios de Santa Anna; pero en los designios de la Providencia es-
taba reservado para Santa Anna, siempre carente de previsión y dirigido
por una camarilla sobredotada de tal mérito, la suerte de determinar, en
un triunfo supremo de improvidencia, el destino de Juárez. La proscrip-
ción de Ocampo era la consecuencia lógica de su actividad como agita-
dor. Ocampo representaba un peligro posible; pero el nombre de Juárez
no sonaba a siniestro en 1853. Liberal moderado e inofensivo -como
todos los liberales desarmados y morigerados por la guerra con los Es-
tados Unidos- se le conocía sólo por su gobierno modelo de Oaxaca.

199
En su propia comunidad era un hombre de talla; pero no fue hasta salir
proscrito de su provincia cuando comenzó a figurar en el mundo. Tenía
47 años y poco había hecho hasta entonces en abono de la confianza
con que Miguel Méndez lo había señalado, tanto tiempo atrás, como el
futuro misionero de la causa liberal: la promesa tanto tiempo dilatada
se había vuelto siempre más eventual, y si bien su fe permanecía firme,
mucho de su fuerza se había disipado en la contemporización, los aco-
modamientos, la circunspección con que la practicaba. Había alcanzado
la edad de discreción en que, por lo común, el carácter queda formado
y las costumbres se han fijado, y con cada año los obstáculos se acu-
mulaban y se hacían más pesados: la rutina de la vida normal, los lazos
familiares, las obligaciones y las comodidades del conformismo, la sa-
tisfacción de un modesto triunfo, el plácido maridaje de las superficies
y las profundidades, todo conspiraba insensiblemente para sosegar los
ardores entibiados de la juventud. Entonces vino el golpe: agarrado de
relance y arrancado de su complacencia, desarraigado de su tierra, arro-
jado a lo desconocido y separado de sus seguridades, Juárez recobró sus
rumbos, gracias a la memoria implacable de Santa Anna.
Porque, si los designios de Santa Anna eran misteriosos, no eran
indescifrables. No fue un capricho casual, ni siquiera una maquinación
política, sino la manifestación lógica de la mentalidad de un hombre
para quien lo político y lo personal eran inseparables, lo que llevó a
Santa Anna a vengarse del presumido que le había cerrado las puertas
de su estado seis años antes. Pero tan lejos estaba Juárez de adivinar el
motivo personal, y tan poca importancia concedía al incidente de 1847,
que no se le ocurrió relacionarlo con su desgracia en 1853. Al relatarlo
en sus Memorias, atribuyó su desgracia a los vuelcos normales de la
política, imputándola a las intrigas de oportunistas anónimos pronto a
congraciarse con el nuevo régimen -»hombres ambiciosos y vulgares
-decía- que se hacían lugar entre los vencedores, sacrificando al hombre
que durante su gobierno sólo cuidó de cumplir con su deber sin causar-
les mal ninguno. No tenían principios fijos, ni la conciencia de su propia
dignidad, y por eso procuraban siempre arrimarse al vencedor, aunque
por ello tuvieran que hacer el papel de verdugos». Y con el sentimiento

200
de la inocencia ultrajada se enfrentó a un contratiempo que sinceramen-
te creía no haber hecho nada para merecerlo. «Yo me resigné a mi suer-
te, sin exhalar una queja, sin cometer una acción humillante», terminó
diciendo. No era éste el sentimiento de un rebelde ni de un resentido;
cada palabra delataba su candidez política. La adversidad sólo tenía el
valor que él mismo le concedía por su propia conducta; y no alzó los
ojos hasta Santa Anna para no mirar tan bajo.
Pero, además de Santa Anna, había el partido. Tampoco a esta
consideración le concedió la importancia que merecía. Lejos de sos-
pechar que su suerte tuviera alguna significación política, la minimizó
como una simple desgracia personal. Conocido como un liberal discreto
y un gobernante ejemplar, no se le ocurrió que la combinación pudiera
resultar tan peligrosa como la iconoclastia de Ocampo.
¿Cómo iba a suponer que su buen gobierno en Oaxaca, sin
sectarismos y casi conservador en su constante manifestación de
moderación y orden, había de inquietar a la reacción tanto o más que una
provocación declarada? Juárez se preciaba de ser un hombre sensato; y
hacía falta una credulidad extrema, o una intuición excepcional, para
creer que un ejemplo tan seguro amenazara a un partido obsesionado por
su propia inseguridad, o que un triunfo tan conservador tuviera proyec-
ciones subversivas sólo por ser obra de un liberal. Tanpoco adivinaba la
psicología de la reacción que se creyó víctima de un accidente político,
en vez de una regla política. Nunca le había pasado un accidente com-
parable a Alamán y tenía aún mucho que aprender: primero y por regla
general, que de nada le habían servido los años de conformismo; que en
los tiempos cargados de tensión social nadie era insospechable y nadie
podía ser neutral, ni inocente, ni inocuo; y que pedir razón a la reacción
era pedir cuentas al culpable. La lección penetró tarde pero profunda-
mente y para siempre, en el destierro, donde trató a reducido grupo de
refugiados, víctimas de la misma experiencia y resueltos todos a apro-
vecharla, acabando la obra iniciada por la sociedad anónima cuya razón
social se llamaba Santa Anna. De los proscritos congregados en Nueva
Orleáns ninguno era notable, sin su relevante desgracia, con la excep-
ción de Ocampo, a quien conoció por primera vez en la emigración y

201
con quien trabó una amistad fecunda.
Ocampo no era un rebelde nato. Criado en el mundo cerrado
de la aristocracia criolla, había asimilado la mentalidad de su clase y
adquirido el sesgo moral de una vida recogida, mucho antes de romper
el molde. De un lucifer no tenía otra marca que su origen oscuro. Hijo
adoptivo o natural de una dama renombrada en Michoacán por el gran
lujo, el gran tren, y la gran caridad que desplegaba una vez al año, al
pasar la Semana Santa en la capital, y que regresó a su hacienda un
día, llevando una criatura entre las reliquias que lucía en su pecho, el
niño salió más a la madre adoptiva que al padre presunto. Éste era, o
se reputaba, un insurgente perseguido, que disfrutó de la caridad de la
dama durante la guerra de Independencia. De todos modos, cualquiera
que fuese su origen, el niño tenía buena sangre por ambos lados y no
tardó en demostrarlo. Menor de edad cuando su madre falleció, deján-
dole en herencia sus bienes y su tradición de caridad pródiga, el joven
se encontró a pocos años tan cargado de deudas que un día de 1840
desapareció de la comarca, engañando a su tutor con una patraña extra-
vagante de haber sido confundido con un enemigo de Santa Anna, asal-
tado, plagiado y embarcado para Europa. Pero siendo su tutor no sólo
el apoderado de sus bienes, sino su padre presunto, al llegar a París, le
reveló la verdad. «Sin recursos con qué cubrir mis deudas -le escribió-,
iba bien pronto a aparecer en mi verdadero carácter, es decir, como un
mentecato que, en parte por una tonta vanidad, en parte por una mal
entendida beneficencia, había preferido en los últimos tres años cum-
plir con las obligaciones que sus pródigas promesas le habían contraí-
do, más bien que atender a las sagradas de su verdadero deber. Había
insensiblemente granjeádome una tal reputación de generoso, que no
había semana, y en algunas ni un día, en que no se me presentara una
nueva demanda ... y débil e incapaz de decir un no, no podía cortar
el mal en su origen, no veía en lo futuro sino humillaciones amargas,
arrepentimiento tardío y merecido oprobio. Era, pues, indispensable
evitar con tiempo todo esto, y el único medio que mi acalorada razón
encontró fue venirme.» Pero como no hay mal que por bien no venga,
contaba con la venia del tutor y juró reformarse en París, ganar el hábito

202
del trabajo, «que nunca he tenido arraigado y que la falsa prosperidad
de los últimos años me ha hecho perder», y al mejorar de carácter re-
gresar a su tierra y servir a su patria con lo que había aprendido con la
práctica de la autodisciplina. «No hay, señor, peor tormento -insistió-
que el desprecio fundado de sí mismo.»
En París, el pródigo se dedicó a la pobreza penitencial, priván-
dose rigorosamente del socorro de su tutor por temor de que sus cen-
sores en Michoacán «tomaran mi pobreza por una refinada hipocresía
y todas mis acciones por otras tantas falsedades». Al cernir el cilicio,
vigilaba también sus motivos. “Aunque mi necesidad era grande, pues
hasta mi camisa la publicaba -siguió explicando en medio de sus mor-
tificaciones-, yo creo que el sentimiento de vanidad, por el cual creía
probar que no eran ciertas estas versiones, pudo más en mí en aquel
momento que el hambre, la desnudez y sobre todo la repugnancia que
sentía de causar a usted este nuevo embarazo.» ¡Vanidad! La palabra
corría siempre bajo su pluma y la cosa bajo su talón, y aunque la vi-
gilaba de cerca, el flaco tomaba las formas más proteicas; y cuando
lo adivinó en acecho tanto en sus privaciones como en sus prodiga-
lidades, quebrantó el ayuno. No fue sólo sus deudas, sino el afán de
correr el mundo y de mejorar de educación, lo que motivó su fuga; no
eran irreconciliables las dos razones, y al recibir un anticipo de sus
rentas, facilitado por su tutor, se resolvió a viajar. La penitencia no era
incompatible con la curiosidad; París no era el único purgatorio, ni la
mortificación, la única forma de reformar el carácter; y hubiera sido el
colmo de la improvidencia desaprovechar las oportunidades, tan abun-
dantes en Europa, de adquirir también una disciplina científica. Venci-
dos, pues, los escrúpulos, hizo un viaje a pie a través de Francia, Suiza
e Italia, informando escrupulosamente al tutor de los conocimientos
recogidos en la ruta. «Es verdad que a veces mi estómago ha pagado el
gasto, por no decir casi siempre, pues ha sido preciso ayunar para ver
todo esto, pero le aseguro que, por lo que he visto, vale bien la pena de
comer por algunos días sólo pan y manzana, y convendrá V. en que, una
vez en Italia y con mis ideas, más fácil era consentir en suicidio que en
resistir la tentación de ver.» En Italia le tocó ver y reconocer otra vez

203
los subterfugios de la vanidad, aunque en forma ajena a la suya. Roma
era toda una revelación, con la vida sórdida de la plebe, con los barrios
pobres del Transtévere, con los palacios parecidos a otras tantas ruinas
antiguas, y sobre todo con la vanagloria del gran mundo ultramontano:
en aquel centro de ilustración lo que más le impresionó era lo que me-
nos llamaba la atención de los devotos: la ostentación de la caridad, la
pordiosería universal, solazándose en la opulencia y el ocio de la capi-
tal papal, y el hedor de la miseria saturando el olor de la santidad. ‹›La
muchedumbre de mendigos es asombrosa; piden limosna al Papa, los
cardenales, los obispos, los clérigos, los frailes, los magistrados, los
empleados, los ciudadanos, los rancheros», apuntó a vuelo de pluma;
y no sólo la mendicidad, sino la anarquía de los estados pontificios le
recordaba a México. Los caminos estaban tan infestados de bandidos,
que optó por regresar a Francia por mar. Las impresiones recogidas en
el recorrido no eran las livianas con que los jóvenes de su clase solían
regresar de la grande tournée, sino las observaciones de un espectador
curioso, y el mayor provecho que sacó del viaje era haber vuelto a Pa-
rís bastante ilustrado para resentirse de otros defectos que no los suyos
propios: ya había superado el problema personal, vanitas vanitatorum.
En vísperas de emprender el viaje, conoció a Mora. Llevado por
la curiosidad, le hizo una visita de cortesía, y la impresión que le dejó
el reformador era tan significativa como desfavorable. Le cayó mal; le
juzgó autoritario, arrogante, presumido; le disgustó su dogmatismo, le
fastidió su fervor, le repugnaba su suficiencia, y sólo le concedió una
gran cultura y mucha soltura y elegancia en la expresión de sus ideas:
reacción que era el índice más fiel de su propia evolución a la sazón. La
antipatía que le inspiraba Mora puso de manifiesto cuán lejos se hallaba
de ser, o de pensar en ser, reformador en 1840. Sumamente preocupa-
do con su propia salvación para interesarse en otras aspiraciones, su
odio por aquella vocación le dictaba su juicio acerca del hombre, al que
respetaba y sobre el cual cavilaba, pero tan alejado se sentía del autor
de México y sus revoluciones, y de los problemas de su patria, que
contemplaba a su famoso compatriota como si fuera otra de las curiosi-
dades que convenía conocer en París. Y cumplida la visita de rigor, se

204
retiró a su propio rincón, resuelto a no tratarlo más. Nunca se verificó
una retirada más defensiva. La proximidad era peligrosa, porque efec-
tivamente tenían mucho en común, disciplina, independencia, superio-
ridad moral, una conciencia exigente, pero sólo servían sus afinidades
para acusar sus diferencias, porque estas prendas, que Mora consagraba
al progreso de un pueblo, Ocampo las dedicaba a su propia redención.
Conciencia, voluntad, abnegación, todo lo tenía, pero le faltaba todavía
una ambición digna de sus dotes. Aunque la distancia entre los dos era
grande, no era una disparidad intrínseca, sino de evolución. La reac-
ción del joven era negativa, precisamente porque el maestro era tan
absorbente. El Padre Mora lo llamó, un poco despectivamente, «parcial
como un reformista, un apóstol demasiado ardiente para creerlo desin-
teresado en sus doctrinas». Ocampo dudaba de su sinceridad, temía su
ardor, resistía su dominación, negaba su autoridad, y agotados todos los
pretextos para desestimarlo, acabó para salvar su propia independencia
con la fuga.
Pero se fue a Italia, y Roma contribuyó a la fecundación de su
conciencia. Más que el Padre Mora, el Padre Santo le salvó de la incuria
social. La miseria del pueblo, la mendicidad de la Curia, la explotación
de la fe, le llamaron fuertemente la atención, pero también sin surtir
efecto por lo pronto. De regreso a París, siguió dedicado a la disciplina
de su carácter, practicando la pobreza en todas sus formas, ni santas ni
saludables, y negándose inflexiblemente a regresar a México a cuidar
sus intereses -»consentiría mejor en perderlo todo y mantenerme de
chifonero que volver», contestó a su tutor- hasta terminar la prueba que
se había impuesto.
Al cabo de casi dos años, Ocampo regresó a Michoacán bastan-
te castigado, maduro y dueño de sí mismo para cumplir con sus obli-
gaciones y redondear su hacienda, aunque sin alcanzar la solvencia fi-
nanciera, pero economizando para conservar la independencia que le
aseguraba la propiedad. Regresaba, sin embargo, a su tierra, a su vida
acostumbrada, a su clase; y el hijo pródigo recayó en sus costumbres.
Por más que se esforzaba en frenar sus flaquezas, no pudo y no quiso
corregir su caridad. Aunque había aprendido, a duras penas, que «la

205
beneficencia no consiste en dar, sino en saber dar», y sabía decir un
no a cierta clase de personas : «los pedigüeños cesarán de considerar
como irrecusable, para ser servidos por mí, el solo acto de decirme que
lo necesitaban». No pudo negarse a los demás, y los demás le rodeaban
por todas partes, y sus necesidades eran siempre más apremiantes que
las suyas.
¿Cómo apartar los pobres de los pedigüeños o distinguir entre
los necesitados y los sanguijuelos? Más aún, ¿cómo negar que él nece-
sitaba de los pobres tanto o más que ellos necesitaban de su socorro?
Administrando sus bienes según la tradición feudal de responsabilidad
por sus dependientes, se interesaba personalmente en el bienestar de sus
peones y de sus vecinos con una devoción que daba que hablar en la co-
marca. Muchos fueron los servicios del señor celebrados por los humil-
des, y los servicios prestados al necesitado vinieron a ser obligaciones
indeclinables que minaban insensiblemente su independencia. A no ser
por su disposición servicial, no cabe duda de que se hubiera entregado a
la vida fácil y risueña de clase, ocupado con sus comidillas, cultivando
sus plantas, hojeando sus libros, mimando a sus tres hijas, y cediendo a
lo que llamaba su pereza española; pues en esta rutina apacible conoció
la felicidad y no pedía más del mundo que una modesta competencia
para satisfacer sus pocas necesidades.
Pero los demás pedían mucho más de don Melchor Ocampo. Pro-
pietario, se esperaba que participara en la política, obligación ineludible
de su clase, y sus vecinos ricos no alcanzaban a comprender su modestia,
ni sus vecinos pobres tampoco, siendo ambos sólo tan modestos como
sus rentas. Todo el mundo ambicionaba una carrera para don Melchor, y
resultaba difícil conciliar su pereza con su deber para con el prójimo. El
ambiente se impuso y la ambición de los demás despertó la suya. Con-
vencido por las conveniencias sociales, así como por la conciencia de
sus responsabilidades, de que los hombres superiores no pueden ser lo
que desean, sino lo que deben ser, según los demás, cedió a la demanda y
demostró su civismo desempeñando una serie de cargos públicos, como
diputado, senador y gobernador del estado, y cumpliendo con la palabra
empeñada de regresar a la patria para servirla con lo que había aprendido

206
en el extranjero. Apenas repatriado, salió electo al Congreso General de
la República en 1842, bajo la dictadura de Santa Anna; en 1848 se en-
cargó del gobierno de Michoacán durante la guerra norteamericana; en
1847 fue postulado para la Presidencia de la República; en 1850, siendo
senador en representación de Michoacán, desempeñó también el cargo
de ministro de Hacienda; en 1852 volvió al gobierno de Michoacán, y re-
nunció al poder en 1853. Partidario de ideas avanzadas en materia social,
Ocampo era intransigente en su biblioteca, pero las reformas iniciadas
durante su administración del estado no pasaban de ser modestas mejoras
materiales -reformas financieras, reformas carcelarias, reformas escola-
res-, y al aportar un poco de filantropía a la vida pública, se granjeó la
confianza de todos los sectores sociales.
Mientras se limitaba a obras públicas que mejoraban poco a
poco el promedio de la vida del estado, su gestión satisfacía las ne-
cesidades de su propia clase, preocupado por la difícil digestión de la
guerra con los Estados Unidos : la regeneración interna y anodina ali-
viaba el dilema de los propietarios en la posguerra, apretados entre una
economía menguada, por una parte, y el temor de la reforma social,
por la otra. Pero la condición del país preocupó a Ocampo al enterarse
de la cosa pública, y la condición de su clase al tratar con el clero, y la
suya propia, al tropezar con el cura de Maravatío en 1851. Una invo-
cación casual a su caridad precipitó su ruina. Al coger lo que le parecía
sólo una sanguijuela de los pobres, le picó una ortiga con virulencia
suficiente para inflamar a su clase en contra suya, y aunque Ocampo
negó, indignado la nota de reformador peligroso, se volvió, por estig-
ma y a su pesar, lo que se esperaba que fuera. Lo que no pudo el padre
Mora, lo logró un cura de pueblo: el cura le hizo sangre. Al volver al
gobierno de Michoacán, en 1852, Ocampo tenía ya formulado el idea-
rio que tanta alarma infundió a Alamán; pero fue sólo al verificarse la
patraña de su juventud cuando, confundido con un enemigo o dos de
Santa Anna, tachado de subversivo y expulsado del país, se volvió un
rebelde, en realidad.
El hombre que Juárez conoció en Nueva Orleáns fecundó su con-
ciencia e influyó en su evolución en la única forma en que una influencia

207
puede surtir efecto: estimulando sus propias aptitudes. Más adelantado en
el camino revolucionario, Ocampo le prestó el mismo servicio que Mora
le había rendido despertando capacidades latentes e insospechadas y en-
caminándolo hacia un destino ignorado. De consuno, el pequeño grupo
de refugiados recibió a Ocampo como su jefe nato, y al día siguiente de
desembarcar en Nueva Orleáns, Juárez asistió a una reunión convocada
para debatir los medios y arbitrios propios para derribar a Santa Anna. La
empresa era muy ambiciosa, ya que ninguno tenía influencia o partida-
rios en México; pero estando malparados, y teniendo mucho que ganar
y nada que perder con el intento, no les arredraron tales consideraciones.
Contaban con un brote de rebelión en el estado de Guerrero, acaudillado
por Juan Álvarez, y fincaron su fe en sus armas. Veterano de la guerra de
Independencia, Álvarez tenía nombre como viejo insurgente, y un pie
de fuerza guerrillera como cacique en su comarca, pero lo mismo que
Guerrero y casi todos los héroes de su generación carecía de experiencia
política. Los expatriados se encargaron de la dirección ideológica de la
revuelta, formulando un plan político y remitiéndolo a Acapulco, donde
Álvarez tenía establecido su cuartel general, por un correo cuyos gas-
tos se cotizaron para cubrir. La distancia era grande y la comunicación
muy lenta para sostener un contacto activo, pero tenían un apoderado
en la persona de Ignacio Comonfort, voluntario liberal que militaba con
Álvarez y le servía de asesor político, y Comonfort fue comisionado para
que proclamara el plan.
El primer fruto del destierro era, pues, la confianza en sí mis-
mos, manifestada por esta iniciativa. Nada la fundaba en aquellas cir-
cunstancias, pero la sostuvieron por espacio de varios meses con las
actividades esperanzadas a las cuales, por necesidad, los refugiados
políticos son adictos, aprovechando todas las circunstancias favora-
bles en México. El Tratado de Gadsden estaba pendiente en el Sena-
do, y como el convenio entrañaba otra cesión territorial a los Estados
Unidos, la posición del partido conservador, que basaba su derecho al
poder sobre la conservación de la integridad territorial, era sumamente
favorable. Ocampo redactó una protesta «en el nombre de la mayoría
de los desterrados de Nueva Orleáns», exhortando al Senado a que

208
suspendiera la tramitación del tratado, y fijando las condiciones en que
el partido liberal convendría en tomar el poder. Al tardar la respuesta,
se comunicó con el cónsul mexicano en Nueva Orleáns, llamando su
atención sobre el asunto, y al pasar inadvertida también esta comuni-
cación, encabezó una delegación encargada de recordar al funcionario
sus obligaciones. Acalorado por la conferencia, se retiró a un hotel
para registrar el resultado y puntualizar por escrito lo que había dicho
y quiénes hicieron uso de la palabra. El acto formal dejó constancia
de su actividad patriótica, pero de nada más: patentizaba su impoten-
cia, más palpable aún por los ademanes de protesta con que la negaba.
El Tratado fue aprobado y los millones norteamericanos aseguraron a
Santa Anna otro plazo en el poder.
Pero no faltaban las compensaciones. Advertidas sus activida-
des, tuvieron la satisfacción de verse denunciador en la prensa oficial
de México por más de lo que, en realidad, habían hecho: por fraguar
conjuras sediciosas; por dirigir la sublevación en el Sur; por protestar
contra el Tratado de Gadsden ante el gobierno de los Estados Unidos;
por enganchar voluntarios para invadir el territorio nacional. Al mis-
mo tiempo su postulación al poder fue reconocida en otros ámbitos;
Álvarez acogió su colaboración con agrado y Comonfort publicó un
plan -el Plan de Ayutla- que tenía cierto parecido con el suyo. Animado
por ambas reacciones, Ocampo se trasladó a la frontera, radicándose
en Brownsville, donde se dedicó a aguijonear a los gobernadores de
los estados contiguos y provocar en el Norte una reacción simpática al
movimiento en el Sur.
Juárez pasó a ocupar el puesto de Ocampo en Nueva Orleáns;
pero la ausencia del animador dejó un vacío sensible en la casa de hués-
pedes que servía de cuartel general a los desterrados, y la correspon-
dencia enlazada con Brownsville era la relación monótona de días sin
novedad y sin sabor. No más irrupciones en el consulado mexicano;
no más protestas ni profesiones de fe; no más sesiones acaloradas ni
discusiones exaltadas; no más proyectos de reformas, a las que prestaba
una actividad y una importancia ilusorias; faltaba Ocampo, faltaba el
porvenir. La revuelta en México no avanzaba, y hojeando los periódicos

209
en balde buscaba apoyo por aquel rumbo.
A medida que pasaban los meses invariables y tediosos y no
sucedía nada en México ni en Brownsville, la prolongada prueba de
paciencia cernía el grupo reduciéndolo poco a poco a los miembros
originales. Cansados de alimentarse de esperanzas, los comparsas se
fueron al llegar el verano, so pretexto de los rigores del clima y de una
epidemia de fiebre amarilla que ahuyentó a los endebles, y la fuerza
numérica quedó reducida a la fuerza de convicciones. Los aptos sobre-
vivieron y los aptos eran cuatro. Al congregarse por primera vez, difícil
hubiera sido adivinar quiénes estaban destinados a figurar en lo futuro,
y quiénes a caer en la marcha. Pero seis meses más tarde la acción del
tiempo y la selección natural descubrieron a los idóneos, y cuatro vete-
ranos sabían que siempre podrían contar los unos con los otros: Juárez,
Ocampo, Ponciano Arriaga y José María Mata. Pero sobre ellos también
obraba el proceso cercenador. Juárez cayó enfermo de fiebre amarilla
y se salvó por pura casualidad, «pues no teníamos fondos para que se
le atendiera debidamente», según uno de sus compañeros. Se salvó, sin
embargo, sin gastos médicos; y su recuperación demostró, para llegar al
futuro, una vitalidad física no menos esencial que su resistencia moral;
y de aquella otra dote indispensable dio constancia repetidas veces en
las pruebas a las cuales fueron sometidos los sobrevivientes.
Éstas fueron muy severas. Nostalgia, abatimiento, dudas; contra
tales fiebres estaban inmunes, resueltos todos a regresar a su tierra invic-
tos o nunca. Y no faltaban las trampas, porque Santa Anna ofreció a los
renegados una amnistía, pero no hubo más que un tránsfuga, y al saberlo
Juárez fustigó al culpable con una vehemencia rara en sus labios. «Yo
no he podido leer estos periódicos -escribió a Ocampo- pero los que los
han visto me dicen que Sandoval, como si no le bastara su humillación
para volver a la gracia del tirano, acrimina vilmente a sus camaradas del
destierro. ¡Pobre diablo, que ha tenido el talento de cambiar su ser de
hombre por el de un despreciable reptil, a quien todos debemos escu-
pir!» Poco les costaba la constancia: denunciados por Santa Anna, ya se
sabían bastante fuertes para saborear el tónico en la purga. Pero andando
el tiempo conocieron otras pruebas: el problema de conseguir medios y

210
arbitrios para derribar a Santa Anna cedió al problema de conseguir me-
dios y arbitrios para vivir. Contra la pobreza estaban armados; aunque
muy a menudo apretados por la inedia, la miseria material era lo de me-
nos en sus penalidades. Ocampo estaba curtido por las privaciones du-
rante su disciplina en Europa y aguantaba sin pena la confiscación que
de sus bienes había hecho Santa Anna. Juárez nació pobre y no había
perdido las virtudes del necesitado. Recibía remesas de Oaxaca, donde
su esposa había improvisado un pequeño comercio para sostener a su
familia; pero las remesas eran pocas e irregulares. Al padre de familia
le daba pena aprovecharlas, y a veces tuvo que estirar sus recursos, lo
mismo que sus compañeros con los empleos al alcance de mexicanos
menesterosos encallados en Nueva Orleáns. En los días aciagos todos
se proletarizaban: Juárez trabajando en un taller de imprenta o en una
fábrica de tabacos; Mata sirviendo de mesero en una fonda; Ocampo, de
ollero en la calle. Manteniéndose al borde de la penuria y al margen de
los límites sociales, todos llevaban una vida precaria con hombría; pero,
como hombres, reaccionaron distintamente a la prueba común. Para los
más sensibles, la experiencia resultó, por supuesto, más penosa, y en
una ocasión Ocampo llegó casi al lamento. Poco le costaba despreciar
las mortificaciones materiales, porque las aguantaba con orgullo, pero
las morales, mezquinas y ruines, le herían en lo vivo. En Brownsville
se relacionó con un compatriota que le sirvió de banquero, y gracias a
cuya asistencia hubiera podido dedicarse libremente a sus labores polí-
ticas, a no ser por las mujeres. Pero el banquero tenía una mujer y una
hija tan recogidas y caseras como las mexicanas del otro lado del río,
Ocampo vino acompañado de una hija que adoraba. Encontrándola un
día deshecha en lágrimas, supo con pena, igual a la suya, que se le ha-
bía ofendido en la casa del bienhechor, y todo con motivo de una gorra
que escandalizó a las señoras hasta el grado de decir que las mexicanas
que usaban tales modas eran unas sinvergüenzas. Hinc illae lacrimae...
y la carta que Ocampo puso al banquero, cortando sus relaciones. . .
«Vea usted qué fútil motivo para venir a parar en resultados que para mí
son tan dolorosos como perjudiciales -le decía-, pero la pulla no podía
ser más fuerte, la ofensa no podía ser más directa ni las palabras más

211
ultrajantes», y la quemazón le hizo recordar que no estaba casado. Las
palabras mayores le traían a las mientes otras mortificaciones que había
sufrido en silencio: cómo se le había reprendido públicamente so pretex-
to de alguna nimiedad, cómo se le había recomendado para cuidar de su
hija a una mujer amancebada; cómo... bien, futilezas, futilezas sí, pero
futilezas intolerables en los días aciagos de exilio, cuando la misma filo-
sofía era una futileza y bastaba un arañazo para que perdiera la cabeza,
y su susceptibilidad a tales miserias era la más mezquina, la más vil, la
más vulnerable de sus humillaciones. La ruptura se remendó, pero no así
el golpe a su orgullo, que quedó cargado a la cuenta de Santa Anna. De
la tiranía de las menudencias, más lesiva que el despotismo del dictador,
Ocampo miraba hacia Acapulco no sólo para asegurar la liberación de
México sino para recuperar su propia independencia moral.
La desmoralización del destierro y las penalidades pedestres que
la provocaban -la persecución ruin de la pobreza, la vulnerabilidad a
indignidad vulgares, la privación de toda actividad compensable- consti-
tuían la prueba más corrosiva del carácter bien templado; y con el trans-
curso del tiempo y el progreso nulo de la revuelta, resultaba siempre
más difícil conservar la confianza que los proscritos sacaban de su co-
laboración nominal con los combatientes en México. Reducidos a sus
propios recursos, no eran más que refugiados políticos, sin otra cosa en
común que su desdicha indisputable; y con la desintegración del grupo
volvieron a ser lo que fueron antes de formar liga, individuos aislados
que carecían de importancia sino para sí mismos, y el agobio del fracaso
acabó por quitarles también aquel consuelo. El triunfo de Santa Anna era
completo. Manteniendo un simulacro de actividad política, pero sólo un
simulacro, se hundieron lenta e inevitablemente en las ocupaciones que
les permitían disimular su impotencia Ponciano Arriaga, impaciente con
el disimulo, pasó la frontera para fomentar la agitación en los estados
colindantes; Ocampo, incapaz de intrigar, se quedó cultivando su jardín
en Brownsville; y Mata, discípulo ardiente, se dedicó a cortejar la niña
consentida de Ocampo y a servir de oficial de enlace con los desocupa-
dos en Nueva Orleáns. Juárez se quedó en Nueva Orleáns, descansando
de las diligencias de sus amigos. Dedicado a sus propias ocupaciones,

212
pasaba los días sin novedad entre el trabajo político -compulsando los
periódicos y repasando el correo- y el estudio del Derecho Constitu-
cional. Un día, sin embargo,invitado por un tribunal norteamericano a
opinar sobre un pleito relativo a la adjudicación de terrenos en Califor-
nia, tomó asiento con los magistrados y prestó sus luces a la Corte: día
fausto para sus amigos, ya que -según uno de ellos- la Corte acogió su
opinión con aprobación unánime y el consultante fue «fervorosamente
elogiado y favorecido con mil atenciones, como lo merecía en lo per-
sonal». Todo honor tributado a uno redundaba en beneficio de todos,
y la satisfacción de aquel día memorable fue compartido con gratitud
por sus compañeros congloriados. Pero raras veces se realizaban tales
tributos, y en la falta de atención que todos padecían por igual, los
amigos eran los últimos en hacer justicia a Juárez y en reconocer sus
aptitudes. Una mediocridad común y una triste monotonía de mutuo
descuido entorpecía a todos. A medida que el nivel de la vida bajaba lo
bastante, empero, para revelar sus dotes sumergidas, hasta los amigos
comenzaron a percibirlas al escorar la marea y tocar los escollos. Durante
los largos meses de desidia y fracaso, sus allegados descubrieron vaga-
mente la autosuficiencia que lo sostenía siempre y que tanta falta hacía a
los demás. A uno de ellos le llamaron la atención «sus costumbres irre-
prochables y su devoción al estudio que interrumpía sólo para visitar las
instituciones de beneficencia o de enseñanza pública, o una que otra de
las personas que trataba». De las 5 de la mañana hasta las 8 de la noche
se encerraba con sus libros; pero no había nada de notable ni en su ruti-
na ni en sus investigaciones: el Derecho Constitucional -un abogado sin
ejercicio repasando sus conocimientos, a menos que pusiera su interés en
los sistemas de colonización norteamericana-, el recreo intelectual de un
expatriado. A nadie se le ocurrió que el Derecho Constitucional fuera el
ramo de la Jurisprudencia más indicado para un político que se prepara-
ba para el porvenir, o que los sistemas de colonización interesaran a una
patriota previsor cinco años después de la guerra norteamericana. No ha-
bía nada notable tampoco en la independencia intelectual que conservaba
con una rutina impermeable a la desgracia; ni en la singularidad de que
nunca le fastidiaban los amigos ni su propia compañía; ni en el rigor con

213
que defendía su independencia material y su solvencia moral. Siempre
rechazaba las repetidas ofertas de ayuda pecuniaria hechas por Ocampo o
por uno que otro compatriota de paso por el puerto. Aunque su inflexibili-
dad le costaba algunas privaciones, nadie las conoció sino un compañero
que las compartía con él y que nunca olvidó que por algún tiempo comie-
ron en la cantina del Hotel San Carlos por diez centavos al día, hasta dar
con una negrita que les proporcionaba el rancho por ocho dólares al mes
y un cuarto por ocho más. Entonces les tocó la suerte de recibir una re-
mesa por seiscientos pesos de Oaxaca y ambos andaban acomodados. En
los días magros todos eran iguales, todos, Juárez, con la salvedad de una
diferencia que les separaba. Irreprochable, Juárez era inaccesible. La po-
breza no sólo robustecía su orgullo; lo exasperaba. Ocampo pasó un mal
rato un día al rehusar un puro que Juárez le obsequió, y citar en broma un
dicho que resultó un disparate solemne: «No, señor, gracias, por aquello
de que indio que chupa puro, ladrón seguro.» Breve y brusca, vino la res-
puesta: «En cuanto al indio, no puedo negar, pero en el segundo, no estoy
conforme.» Y Ocampo se deshizo en disculpas. Si Juárez no se hubiera
mostrado hipersensible, y si Ocampo no hubiera sido mortificado por uno
de esos desatinos que a veces cometen los más sensibles, no hubiera sido
memorable la anécdota -y nunca se hubiesen hecho amigos. Pero ambos
se lastimaban fácilmente, y en su susceptibilidad a supuestos desaires,
Juárez era más que el igual de Ocampo.
Las pequeñas particularidades que recapacitaron los desterrados
de aquellos tiempos en que las menudencias parecían enormes a todos
hubiesen pasado al olvido en, vez de a la historia, a no ser por la reve-
lación de cualidades en Juárez, entrevistas de paso, que sólo necesita-
ban días más espaciosos para manifestarse plenamente e impresionar a
sus compañeros. Siempre se podía contar con él, fuese lo que fuese el
servicio que se le pedía, sea expedir plantas a Ocampo en Brownsville;
sea dar una vuelta con Mata, nervioso y ocioso, a lo largo de los levées
del Mississipi; sea apreciar los informes expedidos del otro lado de la
frontera por Ponciano Arriaga; sea interpretar las noticias del día con
ponderación y cordura; y de todos sus buenos oficios éste era el más
menester, porque cotejaba las noticias y analizaba la situación con una

214
penetración que pasaba inadvertida hasta que los sucesos, corroborando
su parecer, obligaron a los compañeros a respetar su perspicacia. Día
crítico fue aquel en que la prensa difundió la noticia de la muerte de
Álvarez; pero don Benito no se inmutó, calificando el informe de un
infundido colado con el propósito de desanimar a los rebeldes. Como
siempre, los hechos le dieron la razón. Entre todas las fluctuaciones de
sus fortunas, don Benito conservaba siempre, con prudencia y ecuani-
midad, una confianza igualmente a prueba del desaliento indebido y del
optimismo prematuro, cualidades que superaban a la forma en que se
manifestaban, y que los observadores más atentos no llegaron a son-
dear. Hacía falta una perspicacia poco común para descubrir su presen-
cia, y una penetración microscópica para magnificar su importancia, en
los quehaceres cotidianos y los modestos servicios que las limitaban; y
entre sus amigos ninguno tenía el don de dramatizar lo trivial. Se dieron
cuenta, vagamente, de una gran suficiencia, pero no de su alcance, por-
que la ocultaba una abnegación igualmente sin límites.
Para todos el exilio era un entrenamiento para su tarea, y la dis-
ciplina del destierro, la prueba de su aptitud para sobrevivir. La ex-
periencia colectiva determinaba la aptitud individual para acometer la
empresa eventual, y de todas las penalidades que entrañaba, la más dura
era la prueba amoladora del tedio interminable que afilaba o embotaba
el ánimo; pero era la preparación indispensable para llegar a ser algo.
La serenidad de Juárez era un elemento estabilizador, y su longanimi-
dad infundía ánimo a sus amigos en los días de abatimiento moral y
ejercicios pedestres; pero vino el día en que no bastaban la resistencia
ni la constancia filosófica, para compensar la inactividad política. Por
aquello de que quien espera desespera, estaban siempre a la providencia
de Santa Anna.
En México la rebelión comenzó a ganar terreno. A fines de 1853,
Alamán falleció, no sin inocular antes a Santa Anna con el morbo mo-
nárquico que su mentor denegaba únicamente por ser impopular y pre-
maturo, pero que fue el último aliento de su espíritu moribundo; y Santa
Anna estaba bien preparado para propagar el germen y aclimatar la idea
en México. Tanto como Alamán, sabía que carecía de autoridad para

215
regir un país ingobernable por los métodos gastados y que su vuelta al
poder era un suceso provisional, aceptado, al igual que las estaciones del
año, como un fenómeno perenne y transitorio; mas esta vez su vuelta
acostumbrada vino acompañada de una novedad anormal. Al afianzarse
en el poder, el dictador adulterado -semi Santa Anna, semi-Alamán- se
atribuyó el trato de Príncipe-Presidente y el título de Alteza Serenísi-
ma, improvisó órdenes nobiliares, creó una corte de fasto exótico, y dio
cima a la ambición de su mentor con una imitación doméstica de Luis
Napoleón. El globo de prueba demostró su ligereza. Las pretensiones
de Santa Anna provocaron el acre ridículo hasta que la parodia vino ser
intolerable; el aparato real realzaba las crudas realidades de la dictadura,
y el precedente napoleónico agravaba el error. En anticipación de otro
derrumbe, tan normal como sus vueltas al poder, Santa Anna, previsor
por fin, preparó su sustitución por un príncipe extranjero. Las negocia-
ciones se iniciaron con sigilo y discreción; pero siendo el agente Gutié-
rrez Estrada, no tardaron en divulgarse. Aunque el primer hombre que
se atrevió a abogar por la monarquía en México había sido expulsado
de la República por coger hombres-inteligencias -escribió a Ocampo-,
«y yo creo que su presencia en el seno de la revolución valdría más que
todos los otros.» Ocampo optó por quedarse en Brownsville. Las chispas
flameaban, un general estaba a punto de pronunciarse, un gobernador se
insubordinaba, y se resolvió a dedicar sus energías a solevantar la insu-
rrección en el Norte.
Al mismo tiempo llegó una carta de Comonfort solicitando ayu-
da y pidiendo que Juárez se marchara a Oaxaca a provocar un levanta-
miento en su estado; pero el próximo correo llevó noticias de reveses
en Acapulco, y Juárez, pensando que la misión no provocaría más que
gastos, se resolvió a quedarse en Nueva Orleáns y siguió siendo tan mo-
desto como sus rentas. Sin embargo, sus días de retiro estaban contados.
Dos meses más tarde, cuando Comonfort, en apuros de dinero, municio-
nes y hombres-inteligencias, volvió a repetir la llamada, pidiendo que
se le mandase, por lo menos, a Juárez, éste no vaciló más. Suyas eran,
evidentemente, las cualidades de la hora menguada. Mata quiso acom-
pañarlo, pero «las tristes noticias que vinieron de Acapulco -explicó a

216
Ocampo- me impresionaron tan fuertemente que he estado por espacio
de diez días con una fiebre nerviosa que me ha obligado a guardar cama
y ha dado al traste con mi determinación. Estoy tan débil que hoy que
me determiné a salir a la calle para un asunto preciso, el movimiento del
ómnibus me desvaneció y por poco me caigo en la calle al apearme».
A Juárez le pasó algo peor: para cumplir su misión, tuvo que aceptar la
asistencia pública. Ocampo, Mata, Ponciano Arriaga y dos compañeros
más se constituyeron en Junta Revolucionaria con atribuciones guber-
namentales, giraron libranzas contra las aduanas de los estados desafec-
tos a Santa Anna, y con esa garantía consiguieron un empréstito para
sufragar su viaje a Acapulco. Si algo de presunción había en asumir la
dirección del movimiento a última hora, nadie era capaz de cumplir con
el encargo con más modestia que Juárez, y él también se daba cuenta de
que su posición en Nueva Orleáns, inmovilizado en una casa de huéspe-
des, a sotavento de la vida, era insostenible. Después de pasar dieciocho
meses en el destierro, su filosofía había dejado de ser pasiva o siquiera
meditabunda: listo para una nueva partida y deportado a su patria por
el acuerdo común de sus compañeros, estaba preparado para la empre-
sa, consciente de su destino y aureolado por los anillos de Saturno. El
último en justipreciar sus capacidades y el primero en manifestarlas se
embarcó a fines de mayo de 1855, autorizado por sus comitentes para
tratar a discreción cualquier problema que se presentara en México.

*Texto tomado del Libro: “Juárez y su México”.

217
Ocampo

Manuel Payno

U
na noche, cerca de las once, Don Melchor Ocampo salía de
la casa de una persona con quien tenía íntima y respetuosa
amistad, y que entonces vivía enla calle de * * *
Cuando cerró tras sí la pesada puerta del zaguan, un hom-
bre, embozado hasta los ojos con un capotón negro, pasó rápidamente, y
después otro. Ocampo no hizo caso, y siguió lenta y tranquilamente hasta la
esquina. Atravesó la bocacalle, y entonces advirtió que los dos embozados
se habían reunido y marchaban delante a pocos pasos, á la vez que otros dos
venían detrás, á algunas varas de distancia. Comprendió, aunque tarde, que
había caído en una emboscada. Si retrocedía á la casa de donde salió, ó se-
guía á la suya, se hallaba siempre en el centro. Registró maquinalmente sus
bolsas, y encontró que no tenía armas; pero sí un reloj de oro, unas cuantas
monedas y un lapicero. Siguió su camino derecho, pero muy despacio y sin
dar muestras ningunas de que había observado á los que le seguían, y deci-
dido á entregarles el reloj y el poco dinero que traía.
¡La rara casualidad! En todo el largo tránsito que la vista po-
día abarcar, no había ningun sereno, ni una alma se encontraba en la
calle. En este orden, Ocampo y los embozados caminaron dos ó tres
calles, y Ocampo se creyó a salvo cuando divisó ya á pocos pasos la
luz de su habitacion. Llegó por fin á la puerta, tocó, y con la prontitud
que acostumbraba el portero, le abrió; pero notó, con la ‘poca luz que
pudo entrar de la calle, que el portero estaba tambien embozado. Esto
podía ser una casualidad. Ocampo vivía solo, y aunque preocupado y
curioso, subió á su habitacion sin miedo alguno. Al entrar en el peque-
ño salón encendió una luz y se encontró sentados en el sofá á otros dos
embozados. Ocampo sonrió entre resignado y colérico.

219
-Señores; si es para broma, basta ya, les dijo. Yo no he gastado bro-
mas con nadie; pero bien se puede permitir á los amigos que se diviertan
alguna vez; y si es alguna otra cosa, acabemos tambien. La casa y todo está
á disposicion de los que no tienen valor para descubrirse la cara.
Al decir esto, echó á los piés de los embozados un manojo de
llaves pequeñas, arrimó un sillon y se sentó.
Uno de los embozados se inclinó, tomó las llaves, encendió otra
vela y se dirigió á la alcoba y á las demás piezas de la casa. A este tiem-
po los embozados de la calle se presentaron en la puerta del salón.
-Lo había adivinado, dijo Ocampo con voz firme. Este es un
golpe de mano, de acuerdo con el portero. Lo siento, porque le tenia yo
por hombre honrado. Advertiré á vdes., continuó dirigiéndose á los em-
bozados, que sin duda han recibido malos informes de mi portero, y se
han pegado un buen chasco. Yo no soy hombre rico, y aunque lo fuera,
aquí no tengo gran cosa. Encontrarán vdes. cincuenta ó sesenta pesos,
alguna ropa que no vale mucho, y libros que no han de servir á vdes. de
nada, porque si tuviesen amor á la lectura, seguramente no tendrían afi-
ción al robo. Acaben, pues no vale la pena de que pierdan así su tiempo
ni me desvelen. Tengo sueño.
Los embozados contestaron con una respetuosa cortesía, y se
sentaron; sólo uno de ellos se dirigió á las otras piezas. Al cabo de al-
gunos minutos, los dos hombres que habían entrado á registrar salieron
con un baulito de viaje y un legajo de papeles.
Ocampo volvió. á sonreír.
-Otra equivocación tal vez, les dijo. Creerán que yo tengo pa-
peles reservados. ¡Qué error! Todo lo que vdes. traen no contiene más
que apuntes sobre diversas plantas de Michoacán, y sentiré mucho que
se extravíen.
Los embozados, al oir esto, descansaron el baul en el suelo, le
abrieron y metieron cuidadosamente los papeles.
-Esto sí es singular, pensó Ocampo; y luego, dirigiéndose á
ellos, les dijo: Como habrán vdes. observado, no soy hombre que tengo
miedo, ni menos trato de armar escándalos ni de procurar que la policía
intervenga. Esto sería lo mas molesto para mí. Deseo únicamente que

220
vdes. me digan lo que tengo yo que hacer, y que vdes. hagan breve lo
que les convenga, y me dejen en paz. Les aseguro que en el acto que
se marchen, me acuesto en mi cama y no vuelvo á ocuparme más de lo
que ha pasado.
Uno de los embozados se descubrió. Era un hombre de una fi-
sonomía dura, y se podía reconocer al momento que lo que dijese lo
llevaría á cabo irremediablemente. Ocampo le examinó de piés á cabeza
con mucha sangre fría, y no pudo reconocer quién era, si bien recordaba
haber visto quizá esa misma figura alguna otra ocasion.
-Supongo que no me he equivocado, y que vd. es el Sr. D. Mel-
chor Ocampo, le dijo el hombre misterioso.
-Jamás he negado ni negaré mi nombre en ninguna circunstan-
cia de mi vida; pero ahora me permitiré saber por qué razón me veo
asaltado por gentes que se cubren el rostro. ¿Se trata de algun atentado?
-Tiempo hemos tenido para cometerlo, le respondió el descono-
cido con alguna dureza.
-¿Pues entonces?
-Aquí están las llaves de los roperos. Hemos encontrado un baúl
á propósito, y hemos únicamente acomodado en él la ropa necesaria. El
dinero que estaba en una tabla del ropero, y todo lo demás, queda en el
mismo estado, y tendríamos mucho gusto si el Sr. Ocampo pasa á cer-
ciorarse de que lo que digo es la verdad.
-Me doy por satisfecho.
-Entonces, dijo el hombre misterioso, el Sr. Ocampo tendrá la
bondad de seguirme.
-Y si no es mi voluntad, ¿qué sucederá? preguntó Ocampo con
calma.
-No quisiera yo que llegáramos á ningún extremo, y sentiría de
veras hacer cualquiera cosa que pudiera ofender á vd.
Ocampo se puso un dedo en la boca, bajó la cabeza y se quedó
pensando un rato, y luego dijo:
-Creo comprender perfectamente, y como un caballero protesto
que sin oponer resistencia alguna estoy decidido á seguir con toda calma
esta aventura. Vamos ...... supongo que se me permitirá tomar un abrigo?

221
-Había ya pensado en ello, pues que la noche está un poco fría,
respondió el hombre presentándole una capa que tenía en el brazo.
Ocampo se embozó en ella, entró á sacar á su ropero el dinero
que tenía, y tomando la delantera bajó el primero. En el patio estaban los
otros hombres embozados, y el cuarto del portero oscuro y silencioso.
Echaron á anclar por las calles solas y lúgubres, desperdigándo-
se y colocándose á ciertas distancias los embozados, mientras el hombre
con quien Ocampo había tenido el diálogo que acabamos de bosquejar,
le tomó del brazo y marchaba unido con él, como si fuera su íntimo
amigo. Así llegaron hasta el barrio ascampado y triste de San Lázaro,
sin haber atravesado una sola palabra en todo el camino. Cerca de la
garita estaba un coche con un tiro de mulas. La portezuela se abrió, y
Ocampo, el hombre misterioso, y dos más, subieron al carruaje. Contra
las prevenciones usuales de la policía y de la aduana, las puertas de
la garita se abrieron y el coche pasó, tomando el camino de Veracruz.
En el tránsito Ocampo recibió todo género de atenciones de sus com-
pañeros, que se descubrieron naturalmente, pero á los cuales no pudo
reconocer. Los alimentos eran buenos, dormían en las mejores posadas;
pero evitaron la entrada á Puebla y á Jalapa. Llegaron á las afueras de
Veracruz una tarde á la hora del crepúsculo. Se dirigieron á pie al mue-
lle, e inmediatamente se trasladaron á una barca que estaba ya con las
velas henchidas y el piloto á bordo. Antes de anochecer sopló un viento
favorable, y á la media noche apenas distinguían ya el faro de San Juan
de Ulúa. A los sesenta y cinco días llegaron á Burdeos.
-Antes de que nos separemos, dijo el hombre misterioso á Ocam-
po, quiero pediros perdón. He tenido que cumplir un en­cargo difícil, y
lo he hecho de la mejor manera posible. Ninguno de nosotros ha traspa-
sado los límites de la buena educacion, y me atrevo á creer que nuestra
compañía no ha sido tan molesta como era de esperarse, atendida la
situacion rara en que nos hemos encontrado.
-Los viajes y los matrimonios deben hacerse repentinamente, dijo
Ocampo, con cierto acento irónico; pero en verdad, yo no estoy enfadado
con ninguno de vdes. Me resta preguntar qué es lo que me falta que hacer,
y si la compañía de vdes. debe aún continuar algún tiempo más.

222
-Aquí nos debemos separar, y sólo espero que en cambio de
nuestros cuidados nos prometa vd. no pasar á tierra sino hasta que haya
salido aquel barco que cabalmente comienza á levantar sus anclas. Aquí
está una cartera que suplico á vd. reciba y no abra ni examine hasta que
se halle instalado en la posada que elija en Burdeos.
-Prometí seguir lo que los mahometanos llaman el destino, y á
nada me opongo, contestó.
Los hombres estrecharon cordialmente la mano de Ocampo, y
con sus ligeros equipajes se trasladaron al barco que habían indicado,
el cual antes de dos horas había ya salido del puerto y perdídose entre
las ondas y el horizonte de la mar. Ocampo entonces desembarcó y se
dirigió al hotel que le pareció mas modesto y apartado del centro. Allí
abrió la cartera y se encontró con una órden de una casa de comercio de
México á otra de París, para que pudiese disponer de una mesada equi-
valente á 250 pesos. La cartera, además tenía otro papel de una letra que
quizá no fue desconocida para Ocampo, en que se le aconsejaba que
viajase, que observase el mundo y que no volviese á México sino cuan-
do personas que se interesaban sinceramente por él, se lo indicasen.
Esta aventura la refirió á mi padre una persona respetable y for-
mal, y yo no he hecho más que evocar recuerdos que, aunque de época
lejana, se conservan frescos y vivos en mi memoria. No salgo garante
de la verdad, y de la cual tuve el mayor empeño en cerciorarme.
Muchos años después, y platicando yo familiarmente con Ocam-
po, hice rodar la conversacion sobre los viajes, y me atreví á preguntarle
si era cierto lo que había oido referir respecto á su primer viaje á Euro-
pa. Ocampo sonrió de la manera triste y sarcástica que le era peculiar, y
desvió la conversacion preguntándome si conocía yo una flor que, aun-
que se la daban por nueva, era originaria de México y muy conocida de
todo el mundo. Comprendí que no debía instarle mas; pero sí me llamó
la atencion el que no me dijese que era una fábula lo que se contaba: así,
ni negó ni confirmó la narracion.
El hecho fue que Ocampo permaneció muchos meses en Fran-
cia, que probablemente no hizo uso de la carta de crédito, pues vivió
no sólo con economía, sino hasta con miseria, y se dedicó á estudiar

223
las ciencias naturales, y con especialidad la botánica, en lo que fue
muy notable.
Otra anécdota ha llegado á mi noticia; y quien pudo conocer el
carácter de Ocampo, no dudará de ella. Entró una noche en Burdeos á
un café donde acostumbraba tomar un frugal alimento. Sabía ya y en-
tendía perfectamente el frances, y habiendo oído decir algo do México,
fijó la atencion en un grupo que se hallaba á poca distancia. Entre otras
cosas graves e injurias relativamente á México, uno de los tertulianos
fijó esta proposicion general: Los mexicanos todos son ladrones.
Ocampo se levantó de su asiento, y dirigiéndose al grupo, dijo
en muy buen frances:
<<Señores, alguno de vdes. ha dicho que todos los mexicanos son
ladrones. Yo soy mexicano, y con mi conciencia les aseguro que no soy
laclron; en consecuencia, el que ha sentado tal proposicion, ¡miente!>>
Ocampo se retiró lenta y tranquilamente á su asiento y siguió
tomando su café.
Entre los del grupo hubo un momento de silencio y de estupor;
pero á poco comenzaron á discutir y á vociferar. Ocarnpo les volvió la
espalda en señal del mas soberano desprecio. Ya no pudieron sufrir, y
uno se levantó, y dirigiéndose á Ocampo, le dijo:
-Espero que mañana, antes de las seis, os presentareis aquí con
vuestros testigos.
-Ahora mismo, es mucho mejor, y dos de los señores serán mis
testigos.
Dos de los concurrentes se levantaron, estrecharon la mano á
Ocampo y se pusieron á su disposicion.
-¿Cuáles son vuestras instrucciones?
-Todo lo que querais convenir lo acepto sin observación ninguna.
Al dia siguiente, en un lugar aislado y apartado de Burdeos,
tuvo lugar el duelo. Ocampo, que era menos diestro en la esgrima, sa-
lió herido y tuvo que estar en cama cerca de un mes. Su adversario le
visitó y le satisfizo ámplia y públicamente. Otros refieren que hubo un
segundo encuentro, en que el adversario recibió una herida grave; pero
de una manera ó de otra, Ocampo dejó bien puesto su honor y el de la

224
patria. No vaya á creerse que era espadachín, pero sí hombre muy pun-
donoroso y delicado, y cuando creía tener razón y obrar conforme á su
conciencia y á su deber, no conocía el miedo.

II
Algo más hay que contar de la vida privada de Ocampo. Tocóle en he-
rencia una grande y productiva hacienda de campo en el Estado de Mi-
choacán, que se llamaba Pateo. Era aún muy joven, y de pronto no se le
juzgó á propósito para la direccion de sus propios negocios. A los pocos
días de haber recibido sus bienes, dio pruebas evidentes de su aptitud, y
mas que todo de su rara probidad.
La finca era extensa y valiosa; pero reportaba muchos graváme-
nes, y había, además, una cantidad de deudas pequeñas que satisfacer.
La primera providencia de Ocampo fue llamar á todos sus acreedores.
-Esta hacienda, les dijo, es mas bien de ustedes que no mía.
Examínenla á su gusto, y convengamos en la parte de ella que cada uno
quiera tomar para pagarse su deuda.
La mayoría de sus acreedores consentían en renovar las escritu-
ras. Ocampo rehusó y quiso pagar. Los acreedores eligieron convencio-
nalmente las fracciones que les pareció, y quedó á Ocampo un potrero
sin casa ni oficinas. Sus acreedores se mostraron satisfechos y fueron pa-
gados, y él comenzó materialmente la vida ruda y laboriosa del colono.
Fijó su residencia debajo de un grande y frondoso árbol, que
todavía existe, y ayudado personalmente de los sirvientes que le eran
adictos, comenzó á levantar una casa pequeña, á cavar las zanjas, á for-
mar las cercas, á establecer las tierras de labor, á formar, en una palabra,
de una tierra salvaje una hermosa propiedad, que literalmente regó con
el sudor de su frente. En el discurso de pocos años había ya una casa
modesta, pero cómoda; un jardín cubierto de las flores más exquisitas,
y unas tierras de labor benditas por Dios, y abonadas con el sudor y el
trabajo de un hombre honrado, y no solamente admirador de la natura-
leza, sino muy inteligente en la agricultura. A esta nueva propiedad le
puso por nombre Pomoca, anagrama de su apellido.

225
III
Vulgarmente se decía: <<Ocampo es un hombre raro.>> En efec­to, no
era común, y en este sentido había razon para calificarle así. Tenía un
sistema de filosofía peculiar que no pertenecía realmente á ninguna de
las escuelas antiguas ni modernas. Era el conjunto de todas ellas, mo-
delado en su propio cerebro, con independencia de toda preocupación.
Ocampo pensaba en la misión del hombre sobre la tierra, y para él, esta
misión era la de hacer el bien y propagar la libertad en toda su mayor y
mas aceptable latitud; así, la política tenía necesariamente que formar
parte de sus creencias íntimas. ¡Pueden hacer tanto bien los gobiernos!
¡Pueden proporcionar una suma de libertades tan apetecibles y
preciosas! El constituir una parte de esa entidad que podía dispensar los
más grandes beneficios á la sociedad, era para un ciudadano un grande
honor y un motivo de legítima aspiracion. He aquí el aspecto bajo el
cual Ocampo miró siempre las cosas públicas; y no hacemos más sino
recordar hoy muchas de las conversaciones que tuvimos con él.
Con unos precedentes tan sinceros y generosos, jamás pudo en-
trar, ni aun remotamente, en sus ideas, ni la consideracion de un sueldo,
ni el deseo del mando, ni la necia vanidad de figurar. Desde el momento
que se persuadía que no podía hacer el bien en un puesto público, lo de-
jaba positivamente, y omitía esas fórmulas y esas ceremonias propias de
los que no obran con la firmeza de una conciencia ajena de todo interés.
Ocampo escribió para el público menos que Otero, que Rosa,
que Morales y que otros muchos hombres distinguidos del partido li-
beral, y sin embargo, ejerció en su época mayor influjo que ellos en la
marcha de las cosas políticas. Cuando se establecía en México el go-
bierno conservador y dictatorial, Ocampo, ó era perseguido y desterra-
do, ó desaparecía de la escena pública y se encerraba en su hacienda á
leer ó estudiar, y á cuidar sus pocos intereses, que tenía en un perfecto
estado de orden. Cuando triunfaba el partido liberal, inmediatamente
era llamado á ocupar algun puesto distinguido. Se prestaba. á servir los
cargos populares ó políticos; jamás quiso recibir ningun empleo, aun
cuando le instaron para que aceptara muchos y muy buenos, entre ellos
el de director del Montepío.

226
Así, fue gobernador de Michoacán, cuyo Estado ha añadido el
nombre de Ocampo á su antigua denominacion Tarasca. Gobernó bien,
estableció prácticamente sus doctrinas de libertad; fue, como en todos los
actos de su vida, nimiamente honrado y delicado, y se puede asegurar que
jamas tomó un solo peso que no fuese adquirido con su personal trabajo.
Fue llamado al ministerio de Hacienda en Marzo de 18GO, du-
rante la administracion del general Herrera.
En Octubre de 1855 entró á desempeñar el ministerio de Rela-
ciones, siendo presidente el general D. Juan Álvarez.
En 1858 volvió á desempeñar el mismo ministerio, siendo presi-
dente el Sr. Juárez, y en 1859 y 186O estuvo encargado al mismo tiempo
de los ministerios de Guerra y Hacienda. Fue en esta última época cuando
desplegó Ocampo toda la energía de que era capaz, y participando de los
inconvenientes y peligros de toda la época tormentosa de la guerra de la
Reforma, firmó en Veracruz el célebre manifiesto del gobierno consti-
tucional, y las leyes se expidieron una tras otra hasta completar la serie
de providencias y circulares necesarias para consumar la obra que había
costado tanta sangre y tantos trastornos en los últimos años.

IV
Triunfante el gobierno del Sr. Juárez, volvió con él á México el Sr.
Ocampo; pero á pocos días fue organizado otro Gabinete, y el infatiga-
ble Ministro de la Reforma, sin ninguna aspiracion, sin llevar un solo
peso, sin pretender, y antes bien rehusando todas las posiciones que se
le brindaron, se retiró á su hacienda de Pomoca, donde se ocupaba de
poner en orden sus negocios, y en cultivar sus hermosas flores, que fue-
ron el encanto de su vida.
Llevó á su hogar sus manos limpias. Ni el dinero ni la sangre les
habian impreso algunas de aquellas manchas que, como dice Shakes-
peare, no pueden borrar todas las aguas del Océano.
Los restos del ejército reaccionario, pasados los primeros mo-
mentos, volvieron á aparecer con las armas en la mano; y en la República,

227
que por un momento pareció tranquila, volvió á aparecer la guerra civil.
En la hacienda de Arroyozarco habia un español llamado Lin-
doro Cajiga. Por motivos mas ó menos fundados, que no es del caso
calificar, se separó del servicio de los Sres. Rosas, y reuniéndose con
una colección de hombres desalmados, formó una de esas temibles gue-
rrillas que han sido el espanto de las poblaciones pequeñas y de las
haciendas de campo.
Un día, el menos pensado, se presentó Cajiga en Pomoca y en-
contró á Ocampo desprevenido, inerme, confiado y tranquilo, en medio
de sus hijas y de sus sirvientes. Bruscamente le intimó que se diera por
preso; y á pie, y según se dijo con generalidad, tratándole de una manera
indigna, le condujo hasta donde habia una fuerza mandada inmediata-
mente por D. Leonardo Márquez, y que también estaba á las órdenes de
D. Félix Zuloaga, que se decía Presidente de la República. Lindoro Caji-
ga obró de su propia cuenta, ó fue enviado expresamente por Márquez ó
Zuloaga? El caso fue que, apenas este hombre respetable cayó en manos
de estos jefes militares, cuando determinaron que fue se fusilado.
Ocampo no suplicó, no pidió gracia, ni aun algunas horas para
disponer sus negocios; recibió con una completa calma la noticia de su
próximo suplicio.
Pidió únicamente una pluma y una hoja de papel, y escribió, en
pocas líneas el testamento que ponemos á continuación, con una mano
tan firme y un carácter de letra tan regular y tan correcta como si en
medio de su vida tranquila del campo hubiese estado describiendo las
maravillas de la naturaleza.
Fue fusilado y colgado en un árbol el dia 3 de Julio de 1861
frente á la hacienda de Jaltenge.

*Como los datos que personas que trataron íntimamente al Sr. Ocampo no podríamos tenerlos antes
de un mes, hemos tenido que reducir este articulo á meros apuntes, por no detener más la publica-
ción del LIBRO ROJO.

*Nota de los Editores: este ensayo de Manuel Payno está tomado del LIBRO ROJO.

228
Referencias, sobre Melchor
Ocampo, tomadas del libro:
“Política mexicana durante
el régimen de Juárez”

Walter V. Scholes
Universidad de Missouri

Balbuceos de la revolución

E
l 1° de marzo de 1854 se inició oficialmente una revuelta en
contra del dictador de México, Antonio López de Santa Anna.
Para él una sublevación no era nada nuevo. Tantas veces se
había apoderado y tantas otras había sido expulsado de la pre-
sidencia, que tal situación era ya casi crónica. Mas ésta última iba a
ser diferente, aunque es de dudarse que aun los participantes en ella
se dieran cuenta de las consecuencias que su revuelta alcanzaría, pues
cuando terminó en 1855 y Santa Anna quedó eliminado para siempre,
las fuerzas que se hallaban detrás del nuevo movimiento desataron du-
rante década y media de cambios y disturbios. Las disputas internas
se trocaron en guerra civil; los extranjeros establecidos en las distintas
partes del país pudieron dictar en ellas sus propias reglas; mejoraron las
relaciones con los Estados Unidos; el nacionalismo, con el presidente
Juárez como símbolo, se hizo más pronunciado; las ideas del capitalis-
mo se afianzaron y se desarrolló el culto a la ciencia.
Durante los treinta años precedentes se habían hecho numerosos
intentos para realizar cambios fundamentales, pero por diversas razones

231
tales esfuerzos resultaron infructuosos. Aun cuando muchas de sus ideas
no eran nuevas en México, los mexicanos de la segunda y tercera gene-
raciones se iban a ver enfrentados en la realidad con una difícil prueba.
Ya en el pasado los escritores, al referirse al período de 1855-1872, han
hecho hincapié especial en la pugna Iglesia-Estado y en la Intervención
Francesa; pero, al hacerlo, han pasado inadvertidos muchos de los fac-
tores internos fundamentales. Ahora bien, la Intervención amenazaba
la existencia nacional de México y el éxito de este país para repeler tal
invasión, hizo muchísimo para reforzar las ideas democráticas en este
hemisferio. Las Leyes de Reforma despojaron a la Iglesia de sus propie-
dades, sus privilegios especiales y establecieron la tolerancia religiosa,
y no prestar al hecho la debida importancia significa no percatarse del
aspecto realmente dinámico de este período: la lucha para establecer el
capitalismo democrático. Muchas de las actividades de los caudillos li-
berales en el período que aquí se estudia, indudablemente se dedicaron
a conseguir este ideal.
Aun cuando se harán constantes referencias a los distintos as-
pectos específicos de su plan, sería bueno dar aquí una breve explicación
de lo que los liberales mexicanos entendían por capitalismo democráti-
co. Los tres conceptos básicos eran: igualdad ante la Ley, instituciones
republicanas y laissez-faire. Entre sus metas específicas se hallaban: la
libertad de imprenta y de palabra, expansión de las actividades educati-
vas y redistribución de la propiedad raíz y uno de sus objetivos princi-
pales era inculcar en los mexicanos una firme creencia en el trabajo y en
el ahorro. En suma: sería ésta la revolución de la clase media mexicana.
El movimiento contra Santa Anna se hallaba respaldado por la
mayoría de los mexicanos. Obviamente el Presidente bien poco había
hecho para lograr las mejoras que tanto los liberales como los conser-
vadores pensaban que necesitaba el país. Todos convenían en que había
que hacer algo para mejorar el transporte y la producción minera y agrí-
cola, para cuyo objeto se requeriría capital extranjero.1 Ambos grupos

1 “Mejoras Materiales” llegó a ser uno de los lemas principales, tanto que
incluso un periódico de Campeche en 1859, adoptó el nombre de Las Mejoras
Materiales. Tanto se abusó de la expresión que, cuando en 1869-1870 las

232
sentían igualmente la necesidad de reducir los gastos gubernamentales
y determinaron poner coto a las transacciones del gobierno con los agio-
tistas como un paso en tal dirección. Amén de ello, la eliminación de
partidos políticos personales y el fomento de un esprit d’corps entre los
burócratas, formarían administraciones más estables y menos corrup-
tas, según convenían tanto liberales como conservadores. Asimismo,
pugnaban por una acción más efectiva para poner fin a las invasiones de
los indios en los estados fronterizos y una mayor seguridad para la pro-
piedad. Todos estaban de acuerdo, además, en una pronta liquidación
de la deuda pública.
No obstante, el pensamiento liberal iba más allá de la posición
adoptada por los conservadores. Los liberales no creían que el capita-
lismo pudiera funcionar adecuadamente sin medidas adicionales, mu-
chas de las cuales, directa o indirectamente, afectaban a la Iglesia. Esta
institución tenía que despojarse de sus tierras, mismas que se dividirían
en pequeñas parcelas individuales. Además, el clero tendría que dejar
de gozar de sus antiguas franquicias y se tendrían que abolir las obven-
ciones parroquiales. En este sentido muchas de las primeras reformas
resultarían negativas. La mira era hacer desaparecer lo que conside-
raban abusos al principio. Las instituciones republicanas, fundadas en
los derechos naturales, la soberanía del pueblo y el sufragio universal,
gobernarían al país. Un gobierno establecido de este modo, garantizaría
la libertad de expresión y de imprenta, así como la tolerancia religiosa y
una de las principales tareas del gobierno sería fomentar la inmigración
procedente de países no católicos.
Este movimiento en México no era único, puesto que los libe-
rales de toda la América Latina presentaban demandas idénticas, con la
esperanza de hacer cambiar a sus países. Tampoco se hallaba el pensa-
miento liberal mexicano en desacuerdo con el que prevalecía en Europa
y, de hecho, con varios años de diferencia, muchos de los países del
viejo hemisferio pasaron por fases similares. Por lo que atañía a la Igle-
sia, fácilmente podría uno aplicar la declaración de Binkey en relación

condiciones económicas se hallaban en extrema depresión, la frase fue empleada


como escarnio por la oposición.

233
con el clero europeo, respecto al de México: la Iglesia Católica Romana
entraba a la década de 1850 manteniendo una estrecha colaboración
con los elementos dominantes de la sociedad y en 1871 quedaba sola
y abandonada por ellos. Esta transición se hallaba asociada con cada
una de las principales corrientes de cambio: intelectual, económico y
político.2 El Estado, y ya no la Iglesia, se convertía así en el verdadero
gobierno.
Sin embargo, entre los mismos liberales se suscitaron profundas
discrepancias de opinión. El período de la Reforma fue testigo de la
continua división entre los radicales (puros) y los moderados.* Los ra-
dicales se inclinaban por adoptar medidas rápidas y enérgicas para solu-
cionar los problemas de México, mientras que los moderados insistían
en una mayor cautela. Como podría esperarse, resulta a menudo difícil
en extremo diferenciar entre los dos, puesto que en muchos aspectos
fundamentales ambos convenían en cuanto a fines y simplemente dife-
rían en cuanto a medios. Al mismo tiempo, los partidos políticos perso-
nales interferían entre las clasificaciones antes enunciadas. Así tenemos
que “lerdista”, “porfirista”, “juarista”,* etc., no eran necesariamente si-
nónimos de cualquiera de las dos divisiones principales.
La revolución contra Santa Anna en muchos aspectos resume
la complejidad de la escena política. Los elementos que se oponían al
dictador carecían de coordinación entre sí y los varios caudillos repre-
sentaban todos los distintos matices de opinión. El movimiento técnica-
mente se inició en el Estado de Guerrero, el cual se hallaba dominado
desde hacía tiempo por Juan Álvarez, en cierto modo un radical. Álva-
rez no toleraba interferencia extraña alguna dentro de sus dominios y
cuando Santa Anna dio indicios de querer intervenir, el anciano caudillo
se aprestó a la lucha. A él se unió Ignacio Comonfort, cuya correspon-
dencia indica que era básicamente un moderado a la vez que un astuto
oportunista (muchos aplicarían un término más fuerte). Santiago Vidau-
rri encabezaba la lucha al norte de México. En Puebla, contribuyó un

2 R. C. Binkey, Realism and Nationalism, 1852-1871 (Nueva York,


1935), 57.
* En español, en el original.

234
conservador descontento, Haro y Tamariz y en Guanajuato, un modera-
do, Manuel Doblado, para completar el grupo de rebeldes contra Santa
Anna. A este conjunto residente en el país, deben agregarse hombres
que habían estado en el exilio durante la última administración de San-
ta Anna: Benito Juárez, Melchor Ocampo, José María Mata, Ponciano
Arriaga y otros, que ahora retornaban a México para unirse al nuevo
movimiento.
Después de la huída de Santa Anna del país, en agosto de 1855,
los restos de su ejército que se encontraban en la Ciudad de México
o sus alrededores, quedaron al mando de Manuel Carrera, prominente
Conservador. Carrera no se había rebelado contra el dictador, pero aho-
ra, al verse al mando de la capital
y de algunas tropas, ambicionó la presidencia para sí.3 Sea cual
fuere el juicio que se haga sobre las acciones ulteriores de Comonfort,
no cabe duda que él fue factor principalísimo para lograr el acercamien-
to de los diversos elementos. Con excepción de Vidaurri, con quien
nada pudo hacer por el momento, Comonfort logró subordinar a todos
los caudillos y poner así fin a la revuelta.4
Con el triunfo de la rebelión, sus dirigentes se vieron ante un
reto de mayor envergadura: el de desarrollar un programa positivo que
viniera a materializar sus teorías. El jefe nominal del movimiento, Ál-
varez, fue nombrado Presidente Ejecutivo después de una asamblea en
Cuernavaca, a principios de octubre de 1855. En muchos aspectos, sin

3 Para un sumario véase The Mexican Revolution of Ayutla, por Richard


A. Johnson, 1854-1855 (Rock Island, III, 1939), 45-62; 100-112.
4 Antonio Gibaya y Patrón dice que la verdadera fuerza que se hallaba
atrás del nuevo movimiento, era la orden masónica. Comentario crítico, histórico,
auténtico a las revoluciones sociales de México (5 vols., México, 1926-1934),
IV y V. Indudablemente, muchos de los hombres adheridos a este movimiento
eran masones; pero la evidencia no demuestra que las ideas de la francmasonería
desempeñaran un papel vital como guía de las acciones políticas. Arriaga, Anastasia
Zerecero, León Guzmán, Ocampo, Juárez, Santos Degollado, Francisco Zarco,
Miguel Lerdo de Tejada e Ignacio Altamirano, fueron todos masones. José María
Mateos, Historia de la masonería en México desde 1806 hasta 1884 (México,
1884), 108-226.

235
embargo, esta elección resultó desafortunada, pues aun cuando Álvarez
había venido luchando por ciertas ideas democráticas ya desde el prin-
cipio del período de la Independencia, ahora era un anciano y por lo
mismo prácticamente incapacitado. En el pasado, al igual que muchos
de los partidarios del federalismo, se había opuesto al centralismo con
objeto de mantener una mano de hierro en su propio estado. Amén de
ello, existen indicios de que no se encontraba inmune a aceptar ayuda
económica en pago de sus favores. Sus partidarios (los pintos) * cons-
tituían una turba hasta cierto punto nociva, que ocasionaba frecuentes
disturbios en la Ciudad de México. Pero Álvarez había vivido tanto,
que por lo pronto se convirtió en el símbolo que la unificación requería.
Éste debe haber sido el razonamiento de aquellos que se congre-
garon en Cuernavaca y votaron por él para ocupar la presidencia pro-
visional, pues muchos de los disidentes consideraban que la elección
recaería en Comonfort.5
Es verdaderamente difícil definir un gabinete de gobierno mexi-
cano durante esta época. El número de los que lo forman varía. Gene-
ralmente el Ministro de Relaciones se considera el puesto clave, pero
en ocasiones es más importante el Ministro de la Guerra. El gabinete de
Álvarez, compuesto por Ocampo, en Relaciones; Guillermo Prieto, en
Hacienda; Juárez, en Justicia; y Comonfort, en Guerra, es un ejemplo
de la división existente entre los liberales. Poeta y maravilloso cuentis-
ta, que ya había desempeñado muchos puestos gubernamentales, Prieto
probablemente podría clasificarse como radical en este período. Por la
misma época, como en los inicios de su vida política, Juárez oscilaba

5 Ceballos a Doblado, México, octubre 3 de 1855. La Revoluci6n de Ayutla,


según el archivo del General Doblado en Documentos inéditos o muy raros para
lo Historia de México, por Genaro García, XXVI, 225-227. (En adelante haremos
referencia a esta obra simplemente como: García, Raros.) La evidencia que se
tiene demuestra que ninguna preparación se había hecho de antemano para lograr
la elección de Álvarez. Gadsden a Marcy, 17 de noviembre de 1855. Diplomatic
correspondence of the United States: Inter-American Affairs: 1831-1860, por
William R. Manning (12 vols., Washington, 1932-1939), IX, 796. En lo sucesivo
lo citaremos sencillamente como: Manning, México.)
*En español, en el original.

236
entre los moderados y los radicales. Ocampo pugnaba porque inme-
diatamente se implantaran reformas de largo alcance.6 Por otro lado,
Comonfort se oponía acremente a cualquier cambio inmediato, pues
temía que éste pudiera colocar a los conservadores y a muchos mode-
rados en contra del nuevo régimen. En virtud de que Ocampo no tuvo
éxito en lograr que prevalecieran sus propios puntos de vista, optó por
abandonar el gabinete, después de servir sólo una quincena, y muy poco
tiempo después, Prieto lo emuló. La renuncia de estos dos hombres hizo
evidente que los moderados ganaban terreno en el nuevo gobierno.
Aunque Álvarez duró en el poder desde octubre hasta principios
de diciembre de 1855, casi la única legislación positiva durante estos
meses fue la ley que reorganizaba el sistema judicial, que limitaba los
privilegios judiciales de la milicia y el clero y abolía los tribunales mer-
cantiles especiales. Publicada el 23 de noviembre, esta Ley fue conoci-
da generalmente como Ley Juárez. En relación con ella es importante
recordar que uno de los objetivos liberales era la igualdad ante la ley y,
por lo tanto, se consideró la Ley Juárez como un paso en esa dirección.
En realidad, guarda una estrecha relación con los intentos posteriores
para proporcionar igualdad de oportunidad, como consecuencia de la
abolición de los monopolios. Más tarde, por ejemplo en 1856, los Es-
tados nombraban y pagaban abogados para defender a los indios en sus
demandas por pérdidas de tierras.7 Clara es la idea aquí de que, dada la
igualdad jurídica, se tendría a la vez igualdad de oportunidad.
Pero esta ley ha sido mal interpretada y por lo general se le con-
sidera como dirigida específicamente contra el clero.8 Pocos indicios

6 Respecto a la posición de Ocampo, véase su obra: “Mis quince días de


ministro”, Obras Completas de don Melchor Ocampo, por Ángel Pola ( 3 vols.,
México, 1900-1901), II, 73-112.
7 Véase El Siglo XIX, en sus números de 3 de agosto y 3 de septiembre de
1856.
8 Esta ley se encuentra en la obra de Manuel Dublán y José María Lozano,
Legislación mexicana o colección completa de las disposiciones legislativas
expedidas desde la independencia de la República ( 34 vols., México,
1876-1904), VII, 565-626. En adelante la citaremos abreviadamente: D y
L, Legislación.

237
mostraban los liberales en 1855 de ser anticlericales. Por ejemplo, el
periódico El Siglo XIX, que usualmente se consideraba como verda-
dero reflejo de la posición liberal, no revelaba tendencia alguna en tal
dirección. Su editor, Francisco Zarco, había dejado claramente sentado
que no se inclinaba por medidas anti­clericales, aunque se aferraba sin-
ceramente a su fe en las ideas de capitalismo e igualdad política y jurí-
dica. Es cierto que una pequeña porción de la prensa revelaba un sesgo
anticlerical; pero periódicos como La Revolución9 nunca perduraron y
jamás alcanzaron la estatura de El Siglo XIX.
No obstante, la Ley Juárez creó enorme furor y esto, aunado al
hecho de que el gobierno de Álvarez se había visto inmovilizado por la
división en el gabinete, hizo pensar a mucha gente que Álvarez debería
entregar la presidencia a Comonfort. Tras innumerables maniobras, Ál-
varez renunció y Comonfort tomó posesión, a principios de diciembre
de 1855. En el gabinete del nuevo mandatario se encontraban Luis de la
Rosa, Ezequiel Montes, José M. Yáñez, Manuel Siliceo, José María La-
fragua y Manuel Payno. Así pues, los moderados habían triunfado y su
victoria se hizo más patente conforme aumentaba la influencia de Sili-
ceo. Pero más importante que ver qué facción alcanzaría la supremacía
en el régimen, se hallaba el hecho de que ahora ya existía un gobierno
y éste contaba con un programa definido.10
El gobierno ambicionaba una legislación que estableciera un es-
tatuto orgánico provisional, las garantías individuales, una ley sobre la
prensa y mayor libertad en los municipios. Sin embargo, en términos
generales, tendría que dejarse la acción específica sobre asuntos políti-

9 Por ejemplo, su número de 8 de octubre de 1855, sugería que se usaran


los bienes del clero para financiar la construcción de caminos y canales; que
los noviciados se secularizaran y que se legalizaran la tolerancia religiosa y el
matrimonio civil. Citado por Gerardo Decorme en Historia de la Compañía de
Jesús en la República Mexicana durante el siglo XIX (2 vols., Guadalajara, 1914-
1921), Il, 73. Prieto escribía a Doblado el 1° de septiembre de 1855, que sus puntos
de vista y los de Arriaga y Ocampo podrían encontrarse en La Revolución. García,
Raros, XXVI, 136-138.
10 El programa se publicó en El Pensamiento Nacional de 25 de diciembre
de 1855.

238
cos al Congreso Constituyente o al Estatuto provisional del gobierno.
El programa dejaba entrever una vaga alusión a la cuestión eclesiástica
pero las partes más importantes se referían a asuntos netamente eco-
nómicos. Bajo una nueva ley arancelaria, el comercio se hallaría tan
libre de reglamentos gubernamentales como lo permitiera la protección
a la industria nacional. El gobierno proporcionaría fondos para mejoras
internas y planeaba efectuar un censo general de propiedades raíces.
El programa observaba que bajo el sistema que entonces prevalecía de
bienes hereditarios, la división de grandes haciendas era casi imposible
y prometía reformas que hicieran más fácil tal acción. Según otra ley,
los extranjeros tendrían más facilidad para adquirir bienes raíces.
El gobierno de Comonfort tenía que caminar con mucho tiento
sobre la línea que se trazara, a fin de poder sostenerse, puesto que la
confusión y los conflictos se hallaban a la orden del día. La administra-
ción tenía que consultar tanto a los radicales como a los conservadores
y, al mismo tiempo, mostrar iniciativa e intrepidez, especialmente en lo
relativo a asuntos económicos. Por un tiempo pareció que Comonfort
tendría éxito en sus gestiones, porque cuando asumió el poder las parti-
das sublevadas eran en realidad de poca monta.
Desgraciadamente, algo de mayor envergadura se gestaba en
Puebla y lo que había sido mero descontento en diciembre se convirtió
en una revuelta de gran magnitud en enero de 1856. Aunque eran los
conservadores, entre ellos Haro y Tamariz y ciertos clérigos, los que
encabezaban el movimiento, debe hacerse hincapié en que no todos los
miembros de la diócesis de Puebla apoyaban a los rebeldes y, de hecho,
el Obispo de Puebla aconsejaba a la clerecía que se encontraba entre los
revolucionarios, que hicieran la paz con el gobierno.11 El Arzobispo de
México reprochó a aquellos sacerdotes que abusaban del púlpito para
fomentar la desobediencia y alentar la revolución.12 Al ver que todos los

11 José M. Vigil, La Reforma, en México a través de los siglos, (México, ed.


1940), V, i, 101.
12 El Siglo, 22 de enero de 1856. Comonfort personalmente sostenía que el
clero no debería participar en ninguna actividad política, pero al mismo tiempo
creía que debía existir uniformidad en cuanto a creencia religiosa en México.

239
esfuerzos para contener la revuelta habían resultado infructuosos, Co-
monfort decidió ponerse él mismo al frente de las tropas para combatir
a los rebeldes y, ayudado por Doblado y otros, puso sitio a la ciudad a
principios de marzo de 1856 y la forzó a rendirse el día 22 del mismo
mes. Debido a la participación del clero poblano en la rebelión, el go-
bierno exigió a éste una indemnización para lo cual se garantizó con los
bienes de la Iglesia en Puebla.13
Cuando se conoció en dicha ciudad la noticia de la imposición
de la pena, aparentemente se hicieron intentos de comprar al gobierno,
pues el Obispo de Puebla escribía a Mariano Riva Palacio, el 24 de
abril de 1856, comisionándolo a convenir un préstamo al gobierno de
200,000 pesos, pagadero en partidas mensuales; y en tanto que estos
pagos no quedaran liquidados, la diócesis de Puebla se hallaría exenta
de cualesquiera otras contribuciones impuestas por el gobierno. Si por
cualquier razón el gobierno llegara a disponer de bienes de la diócesis
o impidiera la administración regular de la iglesia, tales pagos se deten-
drían.14 En vista del fracaso de esta propuesta para impedir el pago de
la indemnización, el clero de Puebla continuó atacando tenazmente al
gobierno desde el púlpito.
El mismo Arzobispo cambió su postura inicial y, además de usar
el púlpito para proclamar sus miras políticas, se rehusó a cumplir con el
decreto que concedía poder a las autoridades nacionales para efectuar el
cobro de la indemnización. Bajo tales circunstancias, el gobierno creyó
necesario decretar su destierro, como lo hizo el 12 de mayo.15 Tal acción

13 El intercambio de notas sobre este asunto, entre el Ministerio de Justicia


y el Obispo de Puebla, puede verse en el libro de Francisco Zarco: Historia del
Congreso Extraordinario Constituyente de 1856-1857 (2 vols., México, 1857)
I, 183-205. (Hay edición de El Colegio de México, 2 vols., 1956.) Por lo que
respecta a las dificultades de su recaudación, véase Historia de la ciudad de
Puebla de los Ángeles (2 vols., México, 1897), II, 435-438, por A. Carrión.
14 Correspondencia de Mariano Riva Palacio, Manuscrito, Universidad de
Texas.
15 Vigil, Reforma, 136-138. Posteriormente, en 1858, tuvo lugar otra
sublevación en Puebla. Plumb, en carta fechada en la Ciudad de México el 31
de octubre de 1856, a su amigo Allen, le informaba que había estado en Puebla

240
demostraba que, aun cuando Comonfort era un moderado, abrigaba la
intención de mantenerse firme contra los conservadores y no tolerar
interferencia alguna con lo que consideraba el legítimo progreso de su
gobierno. A esta posición se aferró durante año y medio y luego final-
mente sucumbió.
Pero durante este período, al igual que durante 1861-1862 y
1867-1872, uno de los principales factores que influyó sobre la política
mexicana, fue la relación existente entre el Ejecutivo y los radicales.
Ésta no era cordial en modo alguno y un estudio del Congreso Cons-
tituyente, que celebró su primera sesión el 18 de febrero de 1856, de-
muestra claramente las diferencias básicas en sus formas de pensar.16
Los debates pronto dejaron claro que el Congreso no estaba dispuesto
a subordinarse al ejecutivo y particularmente el sector radical criticaba
durante la política gubernamental. Los poderes extraordinarios asumi-
dos por Comonfort, ocasionaban gran inquietud y el 21 de febrero los
diputados debatieron con apasionado fervor el decreto que lo nombraba
presidente provisional.
La profunda división que existía entre el Congreso y el Ejecu-
tivo quedó demostrada en diversas ocasiones. Una de las más serias
querellas resultó como consecuencia de la actitud asumida por San-
tiago Vidaurri, quien virtualmente se había convertido en gobernante
independiente del norte de la República. Enteramente de su propia ini-
ciativa, decretó que Coahuila quedaba incorporada a Nuevo León y el

el día 22 de octubre y encontró que el clero compró un número suficiente de la


pequeña guarnición, para llevar a cabo un pronunciamiento(*). A fin de aumentar
el contingente, había alquilado a léperos ( *) callejeros a razón de un peso diario.
Documentos de Plumb, Manuscrito, Stanford.
16 La Convención sirvió asimismo como cuerpo legislativo regular. Tomando
como base el material de que se dispone, resulta en extremo difícil determinar cómo
se manejaron las elecciones para este Congreso. Aparentemente el gobierno nacional
no dispuso de tiempo para organizarlas y fueron los gobernadores de los estados los
que se encargaron de ello. Emilio Rabasa, La organización política de México. La
constitución y la dictadura (Madrid,1917.), 44-45. No había conservadores en el
Congreso.
* En español, en el original.

241
15 de abril el gobierno federal declaró que tal unión era ilegal y turnó
el caso al Congreso para su decisión final. El informe rendido por una
comisión especial de diputados, influida seguramente por Ignacio Ra-
mírez, aprobó las acciones de Vidaurri, basando sus conclusiones en la
peregrina idea de que, en virtud del triunfo de la revolución de Ayutla,
los pueblos en México habían vuelto al estado natural; por lo tanto,
puesto que no había venido funcionando ningún gobierno, los pueblos
de Coahuila y Nuevo León se hallaban en libertad de proceder según
fuera su voluntad. Ramírez, en su discurso ante el Congreso en defensa
de la interpretación dada por la Comisión, empleó parte de su tiempo
en menguar la administración de Comonfort. Sin embargo, el Congreso
rechazó la resolución y la devolvió nuevamente a la Comisión.17
Las sospechas radicales respecto al Ejecutivo volvieron a salir
a relucir sobre dos asuntos de organización gubernamental. El gobierno
expidió un decreto reinstalando el Consejo de Gobierno, en el cual de-
seaba Comonfort colocar a sus propios hombres.18 La mayoría de aque-
llos a quien él nombrara eran moderados. En el mes de junio el Congreso
finalmente estudió el asunto y demostró su insatisfacción, declarándose
“no apto para la cuestión”.19 La pugna se agudizó cuando, el 15 de mayo,
el gobierno presentó su Estatuto Orgánico, que establecía un gobierno
temporal altamente centralizado. Los miembros del Congreso atacaron
acremente la ley y las autoridades locales en algunos estados, como en
Oaxaca, donde Juárez era gobernador, se rehusaron a publicarla.

17 Zarco, Congreso, I, 56-61; 271-277; 336-359.


18 El Consejo fue nombrado por Álvarez en uso de los poderes que se le
otorgaran en Ayutla. Dicho organismo había protestado contra la legalidad del
decreto nombrando a Comonfort Presidente Provisional y no se reunió desde
entonces.
19 Ibid., 362-369. Existen abundantes elementos para demostrar la disensión.
Siliceo escribía a Doblado, el 24 de mayo de 1856, informándole de las diferencias
entre el Ejecutivo y la Legislatura. García, Raros, XXXI, 191-193.
John S. Cripps escribió a Marcy el 5 de junio de 1856: “Durante los últimos diez días,
el Gabinete y el Congreso se han venido acercando a casi un abierto rompimiento
...” Manning, México, IX, 836. La. prensa de la Ciudad de México, en mayo y junio
de 1856, reflejaba la tensión existente entre los dos poderes.

242
A estos incidentes podrían agregarse muchos otros, pero final-
mente las “cabezas más serenas” proverbiales lograron imponerse y el
Congreso nombró a una comisión especial para arreglar las diferen-
cias con el Ejecutivo. Esencialmente, los radicales del Congreso temían
que Comonfort pretendiera establecer una nueva dictadura y éste a su
vez, no confiaba en el Congreso debido a las declaraciones extremistas
hechas por muchos radicales. No obstante, ambas partes reconocieron
finalmente que cada una necesitaba de la otra para sobrevivir y se con-
certó una tregua temporal. Basándose en la historia de los últimos años,
el Congreso tenía motivos para desconfiar de cualquier gobernante pero
por decreto ejecutivo, cuando menos en papel, Comonfort había logrado
resultados verdaderamente impresionantes. Había obtenido fondos para
ferrocarriles, establecido una limitada libertad de imprenta, abolido el
monopolio del tabaco, decretado un nuevo arancel que otorgaba mayo-
res libertades al comercio, entablado discusiones sobre la comunicación
interoceánica a través del Istmo de Tehuantepec,20 hecho provisión para
escuelas, adoptado el sistema métrico francés, creado un banco en la
Ciudad de México y forzado al clero a vender sus tierras.21
Por su parte el Congreso durante este tiempo, amén de sus deba-
tes sobre asuntos que le remitía el Ejecutivo, avanzaba también en su otra
función: la creación de una nueva constitución. Los debates en la prensa
y en el Congreso respecto a los diversos artículos propuestos, revelaban
la filosofía en la que se basaba la política de las varias facciones y sus
medidas prácticas para poner en vigor tal política de acción. Tres proble-
mas interrelacionados constituían las grandes interrogantes del momento:
teoría del gobierno, teoría de la economía y posición legal del clero.
En su teoría del gobierno, los liberales, adoptando como suyo el
lema y creencias de la ilustración, denunciaban la doctrina del pecado

20 Sobre este último punto, véase J. Prestan Moore “Correspondence of Pierre


Soulé: The Louísiana Tehuantepec Company”, Hispanic American Historical
Review, febrero de 1952, 59-72. (El título de esta revista será abreviado en adelante
HAHR.) Aparentemente Soulé había encontrado necesario sobornar a oficiales
gubernamentales, particularmente a Siliceo, para lograr una concesión.
21 Decretos en D y L, Legislación, VII, 633-691; VIII, 5-647.

243
original y propugnaban la perfectibilidad del hombre. Firmemente creían
que la forma federal de gobierno, basada en la libertad del individuo, so-
bre derechos naturales y en la soberanía popular, ofrecía las condiciones
óptimas para alcanzar esta perfección.22 ¿Cómo, preguntaban los libera-
les, podría prevalecer la libertad bajo un estado centralizado? Algunos
moderados argüían que los liberales ya habían tenido su oportunidad con
la Constitución Federal de 1824 y habían fracasado. José Ma. Iglesias
replicó que tal constitución no había en justicia recibido una verdadera
prueba; que los intereses bastardos la habían derrumbado en 1830 y desde
entonces todo se resumía en una palabra: calamidad.23 Para los liberales,
el progreso y el federalismo estaban estrechamente ligados.
Los liberales triunfaron al lograr incluir ciertos aspectos de su
federalismo y derechos naturales en la nueva constitución. Establecie-
ron un sistema federal, con las tres ramas de gobierno. Sin embargo,
se puso interés en sólo un cuerpo legislativo. Los derechos del hombre
fueron los primeros temas que se trataron. El artículo I declaraba: El
pueblo mexicano reconoce que los derechos del hombre son la base
y el objeto de las instituciones sociales; consecuentemente, todas las
leyes y todas las autoridades del país deben respetar y sostener las ga-
rantías que otorga la presente Constitución. Los liberales procedieron a
elaborar un total de veintinueve artículos para definir los derechos del
hombre. Según la Constitución, ningún hombre podría ser esclavizado
ni encarcelado por deudas; la educación debía ser libre; todo hombre

22 Las constituciones provisionales de los estados y territorios, establecidas


inmediatamente después de la caída de Santa Anna, reflejaban estos mismos
conceptos. Véanse, por ejemplo, las de Oaxaca, Zacatecas, Querétaro, Michoacán,
Tlaxcala, San Luis Potosí, Guerrero, Tehuantepec, Baja California, Sinaloa y Nuevo
León, en El Siglo, de octubre 1°; 7, 10 y 23; 27 de diciembre de 1855; y febrero
3, 4 y 28 de 1856. Todas ellas hablaban de los derechos naturales del individuo,
tales como la libertad, igualdad ante la Ley, propiedad y libertad de imprenta y
expresión, con algunas limitaciones en cuanto a los ataques a la religión y asuntos
privados. La mayoría de estas constituciones nada decían en lo tocante a tolerancia
religiosa; sin embargo, la de Querétaro especificaba que la religión católica romana
debería ser la única permitida.
23 Ibid., 28 de marzo de 1856.

244
podía abrazar la profesión, industria o trabajo que deseara; el servicio
personal debería recibir un pago justo; dentro de ciertos límites, preva-
lecería la libertad de imprenta, de expresión y de asociación; cualquier
hombre que lo deseara, podría portar armas; se prohibían los títulos de
nobleza; todo mundo tenía derecho de entrar y salir de México confor-
me lo deseara, no podrían erigirse tribunales especiales ni expedirse
leyes retroactivas; se abolía la pena de muerte para crímenes políticos;
con algunas excepciones, los monopolios quedaban prohibidos; se ga-
rantizaba el derecho de petición y de reunión; se abolían las costas judi-
ciales; la propiedad sólo podría ocuparse por causa de utilidad pública
y previa indemnización. La cláusula final estipulaba que en tiempos de
crisis graves, podían suspenderse dichas garantías.
La mayoría de estas proposiciones suscitaron poca controversia.
Sin embargo, dos puntos rechazados ocasionaron un gran debate: los
juicios mediante jurado y la libertad religiosa. Aquellos que se opo-
nían al establecimiento del sistema de jurados, afirmaban que esto era
incompatible con la tradición del derecho romano y sostenían con tena-
cidad que el pueblo mexicano aún no estaba apto para tal innovación.
Al someterse a votación, el juicio por jurado fue rechazado por una
votación de 42-40. 24
Ningún debate resultó más enconado que los que tuvieron lugar
con respecto a la tolerancia religiosa, pues en este punto los liberales
se hallaban divididos. La administración encabezada por Comonfort,
se rehusaba a apoyar tal medida y los miembros del gobierno se pro-
nunciaron contra ella. Pero la motivación económica y política que res-
paldaba el ataque liberal en contra de la Iglesia quedó perfectamente
demostrada en tales debates.25
Muchos liberales, tanto moderados como radicales, insistían en
que se incluyera tal artículo en la Constitución y en su discurso al Con-
greso del 29 de julio, José Antonio Gamboa esgrimió los principales ar-
gumentos de aquellos que se hallaban en favor de la inclusión. Comenzó

24 Zarco, Congreso, Il, 159-183; 993-997.


25 Véase el sumario que presenta el autor en “Church and State at the Mexican
Constitutional Convention, 1856-1857”, Américas, IV, No. 2.

245
por afirmar su fe católica y declarar que hablaba como católico. Luego
presentó la tolerancia religiosa como ofreciendo dos aspectos: ¿tiene el
hombre el derecho de escoger cómo adorar a Dios? y ¿estaría mejor el
país si existiera la libertad religiosa? Tal era la ideología política, social
y humanitaria que se hallaba en juego. Gamboa consideraba como ya
contestada la primera pregunta: la era de Torquemada ya había pasado y
la sociedad vivía ahora en el siglo de la libertad y de la hermandad del
hombre.
A la segunda pregunta replicaba que en México la tolerancia era
asunto de vida o muerte, puesto que de ello dependía la inmigración y,
sin ésta, el país jamás podría explotar adecuadamente sus enormes ri-
quezas naturales; y ciertamente Gamboa dudaba que la nación pudiera
conservar su unidad por mucho tiempo bajo las condiciones existentes.
Una población pequeña se hallaba esparcida sobre un vasto territorio y
debido a su aislamiento los mexicanos carecían del sentimiento de uni-
dad nacional. Además de ello, no existía unidad interna por la carencia
de caminos; no había agricultura por la falta de braceros; ni industria,
por la falta de capital.
Los conservadores -acusaba- estaban satisfechos con este esta-
do de cosas y a fin de impedir cambios querían detener toda clase de
reformas y mantener ignorante al pueblo; pero el partido liberal lo con-
duciría hacia la libertad y el progreso. Para ayudar en tal tarea debería
acudirse a los europeos, que traerían consigo fuerza e ingenio; México,
en compensación, les proporcionaría riquezas y un futuro. Mas ¿cómo
podrían invitarlos sin libertad de religión? ¿Qué mexicano querría ir a
un país sin Iglesia Católica? El atribuir la ausencia de inmigración sólo
a la carencia de seguridades, era incorrecto, puesto que a los Estados
Unidos inmigraron multitud de alemanes en los primeros días de su
historia. Además de esto, cuando gentes como los alemanes viajaban,
lo hacían siempre en gran número y bajo la guía de un sacerdote, que
era su jefe. Cierto es que en México ya vivían algunos protestantes,
pero podía decirse que siempre con un pie en el estribo y no podían
sentirse satisfechos ni echar raíces verdaderas, puesto que la ley mexi-
cana ni siquiera reconocía sus matrimonios. Por su parte, los europeos

246
residentes en México no se asentaban permanentemente y las riquezas
que producían tendían a fugarse a Europa, empobreciendo así al país.
El aumento de la población por medio de la inmigración era absoluta-
mente necesario no sólo para la vida económica de México, sino para
su propia existencia nacional, pues sólo incrementando la población po-
dría México contener los avances territoriales de los Estados Unidos. El
argumento básico en que los liberales apoyaban su tesis era este: la tole-
rancia religiosa daría por resultado el arribo de inmigrantes protestantes
provenientes de Europa, avezados al arduo trabajo que fomentarían y
estimularían el desarrollo económico y que seguramente comunicarían
a los mexicanos aquel vehemente deseo de superación individual, del
que se carecía por ese entonces.
Por su parte, el discurso pronunciado por Marcelino Castañeda
expresaba la mayor parte de los argumentos empleados por aquellos
que se inclinaban en contra de la tolerancia religiosa. Castañeda creía
que el pueblo mexicano no deseaba tal tolerancia y puesto que el Con-
greso representaba a este pueblo, los delegados deberían sujetarse a sus
deseos y proclamar la católica como la religión oficial de la nación.
Emitir una legislación que el pueblo desaprobaba sería absurdo, puesto
que tal ley nunca sería cumplimentada. Si a pesar de todo lo hacía el
Congreso, ello vendría a agregar un nuevo elemento de discordia. Otros
oradores han proclamado -decía Castañeda- que sin libertad de religión
México no tendría inmigración, sin inmigración no habría población y
sin población no habría caminos y sin todo ésto no existiría agricultura
ni industria. La tolerancia religiosa no solucionaría dichos problemas.
Primero debe alcanzarse la paz, justicia, buen gobierno y garantías de
orden y seguridad. Posteriormente vendría la prosperidad y México
contaría tanto con capital como con industria.
Así pues, aquellos que se oponían al artículo empleaban el ar-
gumento de que la tolerancia religiosa, al animar a los protestantes a
establecerse en México, introduciría un nuevo elemento de discordia
en el ya tan dividido país. Lo que México necesitaba por sobre todas
las cosas, era paz y solamente con paz y estabilidad podría entonces
esperarse la llegada de inmigrantes y capital extranjero. Sin embargo, el

247
argumento presentado por los opositores de que “aún no es el momen-
to”, era probablemente el más fuerte de todos en contra de la tolerancia
religiosa.
Tras muchos días de debate el Congreso finalmente decidió, por
una votación de 65-44, que no se encontraba aún listo para resolver
sobre la cuestión. Cuando se dieron a conocer los resultados se suscitó
una enorme conmoción. En las galerías hubo gritos de “viva la Reli-
gión”, “muerte a los herejes”, “muerte a los cobardes”. Tuvieron que
despejarse las galerías antes de que pudiera restablecerse el orden y el
artículo fue devuelto a la Comisión.
El 24 de enero de 1857, al clausurar la sesión del día y cuando
muchos diputados se preparaban ya para salir, la comisión solicitó per-
miso para retirar completamente el artículo. La propuesta ocasionó otra
larga discusión sobre si procedía o no hacer tal proposición y después
de algún desorden se decidió ponerla a votación; pero como no había
quorum, tuvo que posponerse la resolución. Dos días más tarde, por un
voto de 57-22, la comisión recibió licencia para retirar el artículo.
Ponciano Arriaga presentó entonces una ponencia que otorgaba
al gobierno federal facultad para intervenir en asuntos de observancia
religiosa y disciplina externa, como lo prevenía la Ley. Urgió la adop-
ción de tal medida sobre la base de que el gobierno federal podía so-
lamente ejercer los poderes que le otorgara la Constitución y nada en
ese documento le confería control alguno sobre asuntos eclesiásticos.
Se necesitaba una declaración positiva que asegurara la supremacía del
gobierno civil sobre la autoridad eclesiástica y su omisión dejaría a la
administración sin facultad alguna para encararse a las intromisiones y
violaciones eclesiásticas. La ausencia de tal conferimiento de faculta-
des al gobierno alentaría a los reaccionarios, puesto que éstos deduci-
rían del silencio del Congreso que no se daba cuenta de lo que el pueblo
realmente quería. Tras una brevísima discusión, se adoptó la ponencia
de Arriaga por una votación de 82-4 y se convirtió en el artículo 123 de
la Constitución.26
En general, todos los liberales compartían la creencia de que

26 Zarco, Congreso, I, 771-776, 788-798; II, 93-96, 813-824.

248
el país estaba muy atrás de su potencial progreso económico y social,
debido principalmente a la sofocante influencia del clero, la milicia y
los conservadores. Así pues, en cuanto a los puntos generales concer-
nientes a la Iglesia y su papel en la vida mexicana bajo la nueva Consti-
tución, la mayoría de los liberales estaban totalmente de acuerdo. Todos
ellos opinaban que su poder político y económico debía ser frenado,
sus privilegios especiales abolidos y el clero reformado. La Ley Juárez
ya había arrebatado al clero algunos de sus privilegios especiales y la
opinión liberal era de que, además, debería declararse al clero inelegi-
ble para votar o desempeñar puestos públicos. Los liberales firmemente
creían que el clero se hallaba demasiado absorbido por sus riquezas y
prebendas, para poder concentrarse en forma adecuada en sus deberes
religiosos y, por tanto, se inclinaban en favor de medidas que limitaran
los intereses clericales ajenos al ejercicio de su profesión. Tampoco era
grande el desacuerdo entre los liberales respecto a quitar al clero sus
tierras. La Ley Lerdo, promulgada por el gobierno de Comonfort el
25 de junio de 1856, llevaba la finalidad de desamortizar las tierras de
manos muertas que la Iglesia poseía o administraba. Esta Ley no con-
fiscaba la propiedad eclesiástica ni despojaba a la Iglesia de su riqueza,
sino que establecía que tal propiedad debía venderse y los fondos que
se obtuvieran en pago serían entregados a la Iglesia, con la condición de
que el comprador pagara una alcabala al gobierno de cinco por ciento.
En realidad la Ley Lerdo permitía a las mismas corporaciones efectuar
ventas convencionales de los bienes; sin embargo, las autoridades ecle-
siásticas opinaban que no tenían autoridad para reconocer el derecho
del gobierno civil para poner en vigor tales leyes, ni para discutir o dar
su consentimiento a cualquier convenio, sin antes obtener la aproba-
ción papal. Que el período de tres meses que les concedía la Ley para
vender sus propiedades no era tiempo suficiente para comunicarse con
Roma y, por lo tanto, nada harían con respecto a las ventas, las cuales
se efectuaron según las estipulaciones legales, sin el consentimiento de
la Iglesia.27
Pero aquí se presentó una aparente paradoja, puesto que en la

27 F. Hall, The Laws of Mexico (San Francisco, 1885), 223.

249
sociedad los liberales pugnaban por establecer el principio de que la
propiedad era sagrada. Sobre este punto no puede existir duda: firme-
mente creían en la propiedad privada y condenaban a los socialistas
y a los comunistas por el concepto que éstos tenían de la propiedad.28
¿Cómo, pues, podrían justificar el forzar a la Iglesia para que dispusiera
de sus tierras? La respuesta era fácil: aplicando el principio de utilidad
primordial (El bien mayor para el mayor número). “El derecho de pro-
piedad es el más sagrado de todos. . . pero el Estado puede modificar el
derecho de un individuo o individuos cuando es en interés general de la
comunidad. Todo lo que el individuo puede reclamar es una indemni-
zación.29 Obviamente los liberales opinaban que la venta de las tierras
eclesiásticas era del interés general de la comunidad y que el país en su
totalidad se beneficiaría enormemente:
El pueblo, el clero, todas las clases de la sociedad, ricos y po-
bres, la nación entera, deben dar gracias al gobierno, al señor D. Miguel
Lerdo de Tejada, por haber dictado una providencia tan eminentemente
progresista y benéfica: desde ahora cesa el estanco de bienes territoria-
les improductivos; la propiedad se divide infinitamente; cesa, o bien
pronto cesará el estado de bancarrota que guarda la hacienda, se reani-
mará la confianza y desaparecerá el descrédito que se oponía a las más
sencillas operaciones financieras de la administración, a los empréstitos
más insignificantes: el trabajo, de donde emana todo lo que es necesario
o grato al hombre, podrá ser fecundado por el capital, esa palanca pode-
rosa de la producción: la ley servirá de punto de partida para la reforma
del sistema tributario; conducirá a la próxima abolición de las gabelas
con que está agobiado el pueblo; movilizando la propiedad raíz, pondrá
en circulación grandes cantidades de numerario que se ha enmohecido
en la inamovilidad; aumentará el número de propietarios; desarrollará
directamente la agricultura, que está tan abandonada hoy y desatendida
entre nosotros; hará fructificar mil ramos industriales que actualmente
se encuentran en completa parálisis; permitirá que el gobierno se dedi-

28 Véanse por ejemplo los artículos de Iglesias sobre la propiedad, publicados


en El Siglo, de 18 de agosto y 7 de septiembre de 1856.
29 El Constituyente, Oaxaca, 13 de julio de 1856.

250
que eficazmente a introducir mejoras materiales, entre ellas la apertura
de vías de comunicación, tal vez de vías férreas que tanto reclama nues-
tra situación y la época actual; los pensionistas del erario tendrán una
vejez exenta de privaciones; nuestras fronteras se verán libres de las de-
vastadoras invasiones de los bárbaros; los nuevos propietarios brinda-
rán tierras vírgenes a los mil y mil brazos fraternales de la inmigración,
y finalmente se desarrollará forzosamente el espíritu de empresa hasta
entre los miembros de las corporaciones; ese espíritu de empresa casi
desconocido entre nosotros, y que es uno de los ejes y una de las causas
de la prodigiosa prosperidad de la vecina República del Norte.30
En el ensueño liberal sobre un rosado futuro, los pequeños te-
rratenientes harían prosperar al país mediante el cultivo de tierras hasta
ahora improductivas y los impuestos provenientes de la venta de cada
propiedad individual, llenarían las arcas nacionales. Estas esperanzas,
como resultado de la Ley Lerdo, se basaban en un profundo respeto
hacia la propiedad y fe en las consecuencias benéficas de la pequeña
propiedad privada. Dése a cada individuo oportunidad de poseer una
parcela y ésta producirá mucho más que bajo el sistema de propiedad
municipal o eclesiástica. La prensa también hacía hincapié en la ne-
cesidad del arduo trabajo y del ahorro. Claro está que la Ley Lerdo
no produjo los resultados apetecidos, sino que simplemente transfirió
las propiedades de grandes terratenientes de la Iglesia a particulares y
condujo a una enorme especulación en tierras. Las clases inferiores y
los indios simplemente se hallaban vedados de convertirse en propie-
tarios y la lista de las ventas31 mostraba sólo unas cuantas pequeñas
transacciones.32 Aunque algunos liberales, como Ignacio Ramírez, se

30 El Republicano, 2 de julio de 1856, citado en El Siglo de 3 de julio de 1856.


31 Las listas aparecen en el Cuadro sinóptico de la República Mexicana en
1856, formado en vista de los últimos datos oficiales, Miguel Lerdo de Tejada
(México, 1856).
32 G. M. McBride, en The Lands Systems of Mexico (Nueva York, 1923),
así como H. Phipps, en Some Aspects of the Agrarian Question in Mexico (Austin,
1925), han examinado cuidadosamente el problema de la pequeña parcela, pero
aún queda mucho por hacerse. Por ejemplo, ¿qué puede descubrirse si se estudia
el considerable número de señoras (*) que adquirió tierras? ¿Cuántos estados en

251
opusieron a la Ley porque ella no confiscaba la propiedad eclesiástica,
la verdad es que suscitó muy poco debate en el Congreso Constituyente
y quedó incorporada a la Constitución como su artículo 27.
Si bien no todos los liberales estaban convencidos de que la
tolerancia religiosa atraería extranjeros a México, la mayoría conside-
raba que la inmigración se vería alentada por la adopción de medidas
económicas adecuadas y, como primer paso en tal dirección, la Consti-
tución abolió la mayor parte de los monopolios y dejó el campo libre a
la iniciativa individual.
Otro objetivo que consideraban esencial, era el mejoramiento
de los transportes, no sólo construyendo al efecto caminos y vías de
ferrocarriles, sino eliminando toda clase de interferencias, especialmen-
te las alcabalas sobre artículos que transitaban de un estado a otro.33
Existía cierto movimiento tendiente a imponer un comercio libre; pero
gran número de los liberales no aprobaban la idea, sosteniendo que los
aranceles eran necesarios; aunque sí convenían en que se permitiera la
entrada al país de artículos hasta ahora vedados.
En suma: los liberales querían establecer un sistema federal de
gobierno; restringir el poder del clero; alentar el sistema capitalista;
que la educación fuera laica; establecer la igualdad política y jurídica;

1856-1857 pusieron en vigor la Ley? Aparentemente Nuevo León no lo hizo. Véase


El Siglo de 25 de marzo de 1857 y El Diario de Avisos de 21 de mayo de 1857. ¿En
cuántos lugares, como en Zacatecas, el nuevo sistema sólo vino a sobre valorizar la
propiedad y con objeto de determinar su valor se tuvo que capitalizar sobre la base
de la renta que estaba pagando, a razón de seis por ciento? En Zacatecas el peor
alojamiento producía como renta alrededor de trece pesos al año que, empleando
la regla del seis por ciento, colocaba el valor de la propiedad en poco más de 200
pesos, cuando en realidad el costo de tal casa era de setenta a ochenta pesos como
máximo. El Siglo, 17 de julio de 1856. La propiedad no rentada tenía que rematarse
en subasta pública al más alto postor.
* En español, en el original
33 La prensa de 1856-1857 daba a conocer que algunos estados que habían
derogado tales imposiciones durante 1855-1856, pronto las habían reimplantado.
No debe olvidarse que la alcabala constituía una fuente viral de ingresos para
los estados y privarlos de ella equivalía a dependizarlos enteramente al gobierno
nacional.

252
y fomentar la iniciativa individual. Probablemente podría decirse que
ellos creían que la clave del progreso social la constituía el propio inte-
rés bien orientado.34 Además, reconocían que los derechos económicos
deberían quedar garantizados por los derechos políticos. La libertad de
poseer propiedades y de seguir cualquier profesión u ocupación tendría
escaso valor sin la correspondiente libertad de imprenta y de palabra.
Pero ¿cuál era la postura de los conservadores? Éstos respalda-
ban su posición aduciendo los eternos puntos teológicos, a Aristóteles y
a escritores más recientes, como José de Maistre. En cuanto a la forma
de gobierno, la respuesta era sencilla: creían en el centralismo como el
modo más efectivo de llevar a cabo un buen gobierno.35 A la pregunta:
¿es posible que un hombre se gobierne a sí mismo? J. J. Pesado, uno de
los pensadores más notables del grupo conservador, contestaba:
Los gobiernos civiles, lo repetiremos incesantemente, no se
bastan a sí propios, y por esto necesitan de una ayuda extraña que los
ilustre en sus dudas, que les marque su camino, que les dé el vigor que
les falta, y que les concilie el amor y el respeto de los que obedecen.
Auxilio tan poderoso sólo puede darlo la religión, porque ella cuenta
con recursos inagotables, y con resortes secretos, pero poderosos, que
obran en el corazón de los hombres.36
Además:
Sin embargo, el hombre, degradado de lo que fue en sus prime-
ros días, y caído de su nativa dignidad, experimenta dentro de sí mismo
dos fuerzas que se combaten, dos leyes que se oponen y son la carne y
el espíritu, la gracia y el pecado. La religión, con la luz revelada, viene
a ilustrarlo sobre su verdadera situación, enseñándole lo que fue, lo que
es y lo que será: su origen, su caída y su reparación. . . Las leyes políti-

34 Debido a la total ausencia de estudios preparados por hombres de negocios


de aquella época en México, no puede hacerse una positiva aseveraci6n respecto a
la verdadera posición en que éstos se encontraban.
35 Puede encontrarse esta ideología en cualquiera de las publicaciones
conservadoras de entonces, como La Cruz, La Sociedad y El Diario de Avisos.
36 La Cruz, 9 de julio de 1857. La Cruz era indudablemente la publicación
conservadora más inteligente de la época, y Pesado, que se encargó de un gran
número de artículos en ella, adoptó posiciones inteligentísimas en extremo.

253
cas serán siempre insuficientes a su objeto, porque obran todas sobre el
hombre exterior, sin llegar a su alma y a sus entrañas, donde moran los
gérmenes de rebelión, y de donde nacen intereses individuales opuestos
al bien común.37
Pesado creía ciertamente que los gobiernos civiles eran profa-
nos y que lo más que podía esperarse de ellos, era que respaldaran a la
Iglesia Católica. Una administración centralizada podría cuando menos
hacer más fácil dirigir y gobernar las distintas partes componentes.
El concepto conservador de la soberanía difería profundamente
del liberal. La soberanía sobre la tierra debería delegarse en unos pocos,
capacitados para ello; la idea de permitir que cada estado, (o individuo)
se encargara de sus propios asuntos, significaba anarquía pura. Pesado
se expresaba muy firmemente a este respecto:
La voluntad humana es ilimitada, y si de ella naciese la sobera-
nía, resultaría también ilimitada. ¿Quién no ve en ésto el principio del
despotismo? ... El hombre lo quiere y lo desea todo, hasta la injusticia:
su voluntad no puede ser por esto la regla de sus acciones. Hay una
potencia a que debe sujetarse, que no es ella, y que está fuera de ella. . .
Al atribuir a todos los hombres el derecho y el ejercicio de la soberanía,
se les ha dicho que eran enteramente libres, lo que también es falso. La
soberanía colectiva y la libertad razonable son incompatibles: aquélla
sólo se combina con la anarquía. Toda sociedad que ejerce la soberanía
sobre sí misma se convierte en una tropa de esclavos: sí, esclavos de
la voluntad común, que cambia a todas horas; esclavos del azar y de
la movilidad de los votos; esclavos, en fin, de los más audaces y de los
más atrevidos, que son los que tienen el arte de atraer la multitud a sus
deseos, engañándola y corrompiéndola. Dar al pueblo en masa la sobe-
ranía, es constituirlo por el hecho mismo déspota y tirano: su legisla-
ción carece no sólo de principios fijos, sino de asiento y duración. Si el
pueblo tiene el derecho de formar su Constitución, tendrá igualmente el
de alterarla a su antojo, con razón o sin ella: si tiene el derecho de hacer
una, hará ciento, porque es condición del pueblo el de ser inquieto y ve-
leidoso; y si tiene el derecho de quitar una autoridad, las quitará todas,

37 Ibid., 20 de agosto de 1857.

254
porque estando él, que es la única, todas las demás vienen a estar de
sobra. ¿Quién garantiza a una sociedad su duración, y a los individuos
su bienestar?... No hay sociedad en que no sea mayor el número de los
ignorantes que el de los sabios, el de los inconsiderados que el de los
prudentes, el de los perezosos que el de los diligentes; en suma, el de los
malos que el de los buenos. Poniendo la soberanía en el pueblo, se sigue
que ella reside esencialmente en los ignorantes, en los inconsiderados,
en los perezosos y en los malos, y que sus resoluciones son las que
tendrán fuerza de ley, imponiendo gravámenes insoportables a los que
piensen de diversa manera que ellos, o tengan diversas costumbres... El
ejercicio de la soberanía no puede estar sino en pocas manos. En las na-
ciones bien constituidas se encontrará en personas sabias y justas, que
hagan buen uso de él; y estará rodeado de suficientes correctivos para
impedir su abuso, a lo menos hasta donde sea posible. . . El dogma de la
soberanía del pueblo, es hijo legítimo del protestantismo.38
Los conservadores no podían aceptar la forma de gobierno de-
fendida por los liberales, ni podían aceptar los puntos de vista de éstos en
cuanto a las relaciones entre la Iglesia y el Estado. También a este respec-
to Pesado dejó sentado con claridad el punto de vista conservador. En el
pasado -declaraba-los oponentes de la religión la asaltaron abiertamente;
destrozaron los altares del verdadero Dios, proclamaron el culto de la
razón y adoraron públicamente a una prostituta; mas ahora los atacantes
usan un procedimiento distinto: pretenden venerar a Jesucristo pero no
lo reconocen como Dios. Ensalzan partes de su doctrina y objetan otras.
Alaban las palabras de Dios y al mismo tiempo persiguen su iglesia, sus
creencias, ceremonias, disciplina, ley y sacerdotes. Pesado proclamaba
que el revocamiento de los privilegios especiales del clero resultaba esen-
cialmente destructivo para la Iglesia, pues la Ley Juárez implicaba un
desconocimiento del Papa como jefe de la Iglesia y una negación de la
completa jurisdicción de sus ministros en asuntos eclesiásticos.

38 Ibid., 3 de septiembre de 1857. Obviamente implícita aquí está la


necesidad de la evolución histórica, la cual puede hallarse con mayor claridad en
otros artículos. Los liberales en general censuraban la historia, denunciando al
efecto los antecedentes españoles.

255
Algunas de las más acaloradas discusiones tuvieron lugar en
relación con los bienes de la Iglesia. Los liberales citaban: “mi reino no
es de este mundo” en respaldo de sus ideas de que el clero no debería
tener posesiones temporales. Pesado replicaba que los liberales conti-
nuamente usaban el hecho de la riqueza eclesiástica como justificación
para la expropiación, como si el derecho de un individuo perjudicara
los derechos de otros. Los bienes adquiridos por la Iglesia se empleaban
para el bienestar público, puesto que servían para sostener el catoli-
cismo, socorrer al pobre y aliviar calamidades públicas. Puesto que la
Iglesia desaprobaba la usura, las rentas y réditos que obtenían de sus
bienes eran siempre pequeños.
Cada individuo tenía el derecho de adquirir propiedades y de
conservar lo que había adquirido, pues sin el derecho de propiedad no
podría existir la familia, la sociedad ni el gobierno. Las compañías o
asociaciones poseían los mismos derechos que los individuos. Por lo
tanto, el Estado no podía despojar a la Iglesia de sus propiedades, que
había obtenido legalmente y que empleaba para el bien general.39
Algunos liberales habían defendido la idea de la tolerancia reli-
giosa con respecto a la cuestión de fomentar la inmigración; pero desde
el punto de vista conservador, la tolerancia no era un prerrequisito para
lograr tal incremento. Naturalmente, se oponían a la política de tole-
rancia y los argumentos liberales en favor de ella, especialmente desde
que los liberales hacían sinónimo el protestantismo con el progreso y
la prosperidad. Pesado en La Cruz y Morales en El Siglo, polemizaron
largamente sobre el supuesto de que los países católicos se hallaban
muy por atrás de los protestantes.
Por supuesto que los conservadores querían inmigrantes, pero
los querían católicos, sobre la base de que la paz y el orden eran nece-
sarios para que la industria y el comercio pudieran florecer. Diferentes
sectas religiosas introducirían elementos de discordia y por tanto re-
tardarían la estabilidad social por muchos años. A este respecto, como
ya lo hemos hecho notar, los liberales moderados concordaban con la
opinión conservadora. Los conservadores proclamaban asimismo que

39 Ibid., 8 de mayo de 1856; 29 de enero de 1857; 9 y 16 de octubre de 1856.

256
los continuos cambios en gobiernos y aranceles no debían atribuirse a
la falta de tolerancia, sino al poco desarrollo económico; ni tampoco era
necesaria la tolerancia para alentar a los extranjeros a invertir capital.
Muy al principio de la historia de la República, las minas se habían de-
sarrollado con dinero prestado por europeos.
A pesar de una multitud de interrupciones, incluyendo las repre-
sentaciones que tuvieron lugar durante el mes de enero de La Cabaña
del Tío Tom, que todo mundo que se consideraba importante por uno
u otro motivo fue a ver, el Congreso Constituyente completó su labor
a principio de febrero de 1857. Aun cuando habían triunfado los prin-
cipios liberales, muchos de los que respaldaban al gobierno veían la
Constitución con verdadero recelo.40
El Presidente se enfrentó entonces a una tarea poco envidiable:
poner en vigor una constitución que pocos respaldaban con vehemencia
y a la que muchísimos se oponían a gritos. Tampoco resumía esto todas
sus dificultades, pues además de ello, tenía que abocarse a la delicada
operación de mantener en orden a la Iglesia sin ceder en cuanto a los
principios de la Reforma y, al mismo tiempo, refrenar a los liberales que
podrían destruir este equilibrio.41 La posición económica del gobierno,
como de costumbre, era vacilante y tenían que procurarse ingresos al
erario de algún modo. Las relaciones con otros países, especialmente
con España, se hallaban tensas y demandaban atención inmediata. Había
que llevar a cabo preparativos para las próximas elecciones presiden-
ciales y, además, siempre había revueltas que combatir.42 Sin embargo,

40 Véase, por ejemplo, carta del 28 de febrero de 1857, de Doblado a Terán.


Escritos de Terán, Universidad de Texas. El mismo Comonfort declaró más tarde
que no había tenido gran fe en la Constitución. Vigil, Reforma, 221-222.
41 Ya con anterioridad, durante el mes de julio, Comonfort opinaba que uno
de los elementos de disturbio entre los liberales era la exageración de algunos de
los diputados que componían el Congreso Constituyente. Comonfort a Joaquín
Moreno, 24 de julio de 1856. Documentos de Comonfort, Manuscritos, Universidad
de Texas. No obstante, un mes antes, el 14 de junio, al escribir al mismo Moreno,
admitía que tenía que contar con el pleno respaldo de los radicales con objeto de
llevar o cabo reformas. Ibid.
42 Comonfort, al escribir a Terán el 15 de diciembre de 1856, expresaba su

257
a pesar de estos agotadores problemas, el gobierno parecía poderoso en
febrero de 1857. Recién, había acabado con sublevamientos en Puebla y
San Luis Potosí; había logrado la completa sumisión de Vidaurri a su au-
toridad; arreglado las diferencias fundamentales con Inglaterra y estaba
negociando un empréstito con los Estados Unidos.43 Además, Comon-
fort había logrado sobreponerse a una seria crisis en el gabinete durante
diciembre anterior, a raíz de la renuncia de Lerdo.
Pero la Constitución era ahora el principal problema. Muchos
liberales abrigaban la esperanza de que los conservadores aceptarían su
derrota y procederían legalmente, formando un partido político para las
próximas elecciones. Para alentar tal participación, el gobierno, muy
a principios de febrero, concedió amnistía a los reos políticos. El 11
de marzo se promulgó la Constitución y seis días más tarde se decretó
que todos los empleados gubernamentales, militares y civiles, deberían
prestar juramento a ella o perderían sus puestos.
Aun cuando la oposición conservadora inmediatamente se hizo
patente, la Iglesia no adoptó una postura formal sino hasta el 13 de
noviembre, cuando el arzobispo de México expidió una pastoral orde-
nando al clero no prestar juramento de cumplir con la Constitución.44
El arzobispo también impartió instrucciones a los sacerdotes acerca de
cómo debían proceder con los católicos que hubieran jurado obedecer

frustración. No bien había aplastado una rebelión cuando ya brotaba otra. Escritos
de Terán.
43 Los Estados Unidos prestarían a México 15.000,000 de dólares, de los
cuales 3.000,000 se emplearían para liquidar las reclamaciones de ciudadanos de
dicho país contra México y 4.000,000 se destinarían al pago del Convenio Británico.
Forsyth a Marcy, 10 de febrero de 1857. Manning, Mexico, IX, 891-893.
44 Unos cuantos clérigos se rehusaron a dar cumplimiento a la orden del
arzobispo y fueron suspendidos. Entre este grupo se encontraban: Plácido Anaya,
Rodrigo Victoria, Francisco de Paula Campa, José María Sastra (El Diario de
Avisos, 28 de abril de 1857), Moreno y Jove, Verdugo y Sagasita (La Nación, 12 de
octubre de 1857) y Ramón Valenzuela (ibid., 16 de marzo de 1857). Cuando menos
uno de ellos, Paula y Campa, se arrepintió y pidió perdón (El Eco Nacional, 17 de
noviembre de 1857). Si bien el número de sacerdotes insurgentes no era grande, sí
fue lo suficientemente importante para hacer que la prensa conservadora hablara
sobre un posible cisma.

258
la nueva Carta Magna. Tales personas no tendrían derecho a un entierro
eclesiástico y los sacerdotes no celebrarían misas por el alma de ningu-
no que muriera sin antes hacer una retractación, particularmente si ha-
bían sido enterrados en sagrado por órdenes de las autoridades civiles.
Tampoco oirían en confesión a las personas que prestaran juramento a
ella, a menos que antes la repudiaran; y sólo aquellos que demostraran
con toda claridad su arrepentimiento, recibirían absolución. Estas mis-
mas restricciones se aplicarían a cualquiera que estuviera haciendo uso
de propiedad eclesiástica según las estipulaciones de la Ley Lerdo.45
Así pues, quienquiera que hubiera prestado juramento tendría
que hacer retractación pública y la Iglesia dejó perfectamente claro: si
un hombre tenía un puesto gubernamental, se hallaba bajo la obligación
moral de renunciar y si persistía en someterse a la autoridad civil, que-
daba condenado al infierno.
La mayoría de los conservadores sostenía que Comonfort nunca
gobernaría sobre un país pacífico, sin importar cuántas tropas tuviera a
su disposición, en tanto no se modificara la Constitución.46 El clero es-
pecialmente se convenció más y más de esto, después de que el gobierno
promulgó leyes aboliendo las obvenciones parroquiales y secularizando
los cementerios. Naturalmente, la Iglesia repudió ambas leyes; pero,
no obstante, los burócratas, tanto estatales como nacionales, procedie-
ron a prestar juramento, lo cual dio ocasión a numerosos disturbios.47
Algunos empleados prefirieron renunciar a prestar juramento y, por su-
puesto, la prensa conservadora hizo gran escándalo a propósito de tales
incidentes; pero todo parece indicar que su número no era grande.48
A pesar de todas estas dificultades y de pequeñas rebeliones en
diversas poblaciones, Comonfort no pospuso las elecciones. Algunos

45 W. H. Callcott, Liberalism in Mexico 1857-1929 ( Stanford, 1931 ) , 9-10.


46 Como ejemplo, véase El Eco Nacional, de 6 de diciembre de 1857.
47 Los jefes locales en el Estado de México describían en sus informes al
gobernador, de marzo a junio de 1857, algunas de las dificultades suscitadas por la
abierta hostilidad clerical hacia la Constitución. Documentos de M. Riva Palacio.
48 El Diario de Avisos, en marzo y abril de 1857, indicaba que en realidad
los disturbios respecto al juramento eran más comunes de lo que otros periódicos,
como El Siglo, declaraban.

259
de los radicales trataron de persuadir a Miguel Lerdo para que presenta-
ra su candidatura a la Presidencia, pero no tuvieron éxito y Comonfort
no encontró real oposición.49
Con Comonfort como Presidente y un nuevo Congreso,50 que
se habría de reunir el 16 de septiembre de 1857, el gobierno quedaba
listo para funcionar. Pero no fue sino hasta el 8 de octubre cuando se
presentó suficiente número de diputados para constituir quorum. Para
entonces existía una considerable aprensión respecto a las condiciones
generales del país, cada vez con mayores disturbios.
Poco después de que dieron principio las sesiones y aun antes de
haber nombrado su nuevo gabinete, Comonfort solicitó del Congreso
que le otorgara facultades extraordinarias. Los diputados estaban re-
nuentes a tomar una decisión hasta que el Presidente hubiera nombrado
a su gabinete, pues querían antes ver si colocaba conservadores en el
poder. El 20 de octubre el Presidente anunció quiénes formaban su ga-
binete: Fuentes, Manuel Ruiz, García Conde, Payno y Juárez. Ya tran-
quilizados por estos nombramientos y especialmente por la inclusión

49 Los periódicos El Clamor Progresista y La Página, comenzaron a apoyar


la candidatura de Lerdo. Al ser publicado el primer número de El Clamor, su editor,
Ignacio Ramírez, fue arrestado, expulsado de su puesto como juez civil y multado
con 300 pesos. El Siglo, 14 de mayo y 5 de junio de 1857. Zarco, en El Siglo,
censuró a Lerdo por no condenar tal periódico, puesto que él consideraba que El
Clamor era sólo una hoja nauseabunda. El silencio de Lerdo indicaba su respaldo
a las ideas del periódico y aun cuando finalmente acabó por denunciarlo, Zarco
opinaba que su acción había llegado muy tarde. El Siglo, 20 de junio de 1857.
50 Francisco Bulnes, en Juárez y las revoluciones de Ayutla y de la Reforma
(México, 1905), 247-249, opina que en realidad el país no aprobó la Constitución,
puesto que sólo veintiuno de aquellos que habían servido en el Congreso
Constituyente fueron reelectos al Congreso Federal. Ninguna evidencia positiva
sostiene tal tesis ni existe tampoco evidencia positiva que respalde la idea de que en
virtud de que muchos de los delegados radicaban en la Ciudad de México, quedaban
inelegibles para el puesto, ya que la nueva Constitución preveía que un Diputado
tenía que ser residente del distrito que representaba. Dando por supuesto que esta
elección se ajustó al patrón de la mayoría de las elecciones en México durante
El Siglo XIX, la explicación lógica para el cambio sufrido en la instalación del
Congreso, es que Comonfort y sus gobernadores estatales dominaron la elección.

260
del último, el Congreso comenzó a estudiar la solicitud del Presidente
durante una sesión secreta que tuvo lugar a fines de octubre. El 3 de
noviembre aprobó la ley y Comonfort la promulgó el mismo día.
A pesar del mayor poder del gobierno federal, en todo el país
continuaron las pequeñas revueltas y a fines de noviembre circulaban li-
bremente rumores de un inminente golpe de estado. El 17 de diciembre
de 1857 estos rumores se convirtieron en realidad.51
Los conservadores, bajo la bandera del General Félix Zuloaga,
proclamaron el Plan de Tacubaya,52 el cual revocaba la Constitución
de 1857 y estipulaba la elección de una nueva asamblea constituyente,
aunque reconocía a Comonfort como Presidente y le confería pode-
res extraordinarios. Dos días más tarde Comonfort anunció su decisión
de apoyar este Plan, pues creía que al asumir temporalmente poderes
dictatoriales, podría mantener control sobre los extremistas de ambos
bandos y lograr un feliz término medio, como siempre fue su objetivo.
Pronto se aclaró que tal suposición no era más que un ensueño
optimista. Comonfort confiaba en que todos los elementos correrían en
su ayuda y aunque los primeros informes procedentes de los estados
resultaron favorables, pronto se percató de que no podría contar con
los liberales de la capital. Luego llegaron noticias de que ni Doblado en
Guanajuato ni Parrodi en Jalisco ni Arteaga en Querétaro, secundarían el
Plan. Cuando posteriormente la ciudad de Veracruz, el 31 de diciembre,
revocó su aprobación e igual hicieron otras entidades, quedó claro que
las esperanzas de Comonfort se hallaban condenadas al fracaso. Desde
el 17 de diciembre los hombres y los sucesos lo venían empujando en
tantas direcciones distintas, que ahora se encontraba incapacitado para
decidirse sobre un curso de acción definido. Su vacilación despertó las
sospechas de los conservadores y el 11 de enero se produjo otro pronun-
ciamiento* de Zuloaga contra Comonfort. Con ello Comonfort tornó la
vista a los liberales y, al hacerlo, proporcionó a éstos cuando menos una

51 Véase Memoria sobre la revolución de diciembre de 1857 y enero de 1858,


por Manuel Payno (México, 1860), para un relato detallado de la conspiración.
52 Véase el texto del Plan en Vigil, Reforma, 267.
*En español en el original.

261
oportunidad. El Presidente dio la libertad a Juárez de la prisión en que
lo encerrara Zuloaga; pero nada más podía hacer en ayuda de la causa
liberal. Se desató la batalla en la capital entre las tropas gubernamen-
tales y las de Zuloaga, mas los esfuerzos de Comonfort para dominar
la ciudad resultaron infructuosos y el 21 de enero tuvo que abandonar
la capital camino al exilio en los Estados Unidos. Los conservadores
nombraron entonces a Zuloaga nuevo Presidente.
Parece extraño que Comonfort pudiera haberse alucinado con la
esperanza de que los liberales estuvieran con él en su respaldo al Plan
de Tacubaya. El mismo día de la sublevación de diciembre, los liberales
que formaban parte del Congreso aprobaron una moción protestando
por el acto y aconsejando a los estados que defendieran al gobierno
legal.53 La renuncia de Comonfort hizo desaparecer el último impedi-
mento técnico para la organización de un nuevo gobierno liberal, pues
significaba que Juárez, como ministro de Justicia, podría ahora suceder
legalmente a Comonfort como Presidente Provisional. Así comenzó la
lucha entre el centro de México (conservadores) y las provincias (libe-
rales), lucha que habría de repetirse después a la llegada de los france-
ses y de Maximiliano.

53 La declaraci6n y sus firmantes, aparece en Ibid., 282-283

262
EL PROGRAMA DEL GOBIERNO Y
LAS LEYES DE REFORMA

El 7 de julio de 1859, el gobierno de Juárez en Veracruz expidió un ma-


nifiesto dando a conocer en términos generales su programa de designios
y objetivos.54 Este manifiesto resumía el pensamiento gubernamental no
sólo en cuanto a los aspectos militares relacionados con la guerra, sino
también a los cambios administrativos que habrían de efectuarse cuan-
do se restableciera la paz. En vista de la revolución, originalmente se
pensó posponer la publicación del programa; pero la guerra había dura-
do más de lo que se creía en un principio y la lucha se había enconado
en extremo. Bajo tales circunstancias, el gobierno finalmente llegó a la
conclusión de que equivaldría a esquivar un deber que la situación im-
periosamente demandaba, el reprimir por más tiempo sus planes para
corregir los defectos básicos de la sociedad mexicana. Los asuntos de
la nación habían alcanzado una crisis, declaraba el manifiesto, pues del
resultado de la sangrienta lucha que los conservadores habían emprendi-
do contra los principios de libertad y progreso social, dependía el futuro
de la nación. Por lo tanto, el gobierno se sentía impelido a hacer del co-
nocimiento del pueblo sus derechos e intereses, no sólo para unificar la
opinión pública, sino también para que el pueblo pudiera entender mejor
las razones de sus grandes sacrificios y que todo el mundo civilizado
conociera el verdadero objetivo de la lucha en México.
Puesto que el gobierno emanaba de la Constitución de 1857, se
suscribía naturalmente a las doctrinas de dicha Carta Magna:
Iguales derechos y garantías para todos los ciudadanos; admi-
nistración dentro de los límites claramente definidos en la ley; y el prin-
cipio de autonomía estatal, en tanto los estados no interfirieran con los
derechos e intereses generales de la República. Aun cuando estas ideas
básicas habían formado parte de casi todos los códigos liberales escritos

54 Archivo Mexicano, Colección de leyes, decretos, circulares y otros


documentos (6 vols., México, 1856-1862), IV, 54-81. En lo futuro se citará
únicamente como: Archivo Mexicano.

263
desde la Independencia, no habían podido aún arraigarse en la nación, ni
podrían hacerlo en tanto dentro de sus instituciones sociales y adminis-
trativas subsistieran elementos de despotismo, hipocresía, inmoralidad
y desorden, todos los cuales operaban juntos para impedir el estable-
cimiento de buenos principios de gobierno. La administración juarista
se comprometía a eliminar estos elementos viciosos, pues creía que en
tanto ellos persistieran, serían imposibles el orden y la libertad.
Para lograr su doble objetivo de estabilidad y libertad, el gobier-
no intentaba unificar la opinión general sobre la cuestión de la reforma
social mediante una serie de medidas que producirían un triunfo com-
pleto y duradero de los principios apetecidos. Específicamente, el pro-
grama enumeraba las siguientes: separación de la Iglesia y del Estado;
supresión de monasterios y secularización del clero que vivía en tales
instituciones; abolición de cofradías y otras organizaciones de natura-
leza similar; abolición de noviciados en conventos; nacionalización de
toda la riqueza administrada por el clero secular y regular; y eliminación
de la autoridad civil en el asunto de pagos de derechos eclesiásticos.
El gobierno firmemente creía que sólo promulgando estas medi-
das podría lograrse la sumisión del clero a la autoridad civil en asuntos
temporales y a la vez quedar libre para llevar a cabo su sagrado ministerio.
Además de ello, el gobierno consideraba asimismo indispensable prote-
ger la libertad religiosa en toda la nación, pues el derecho de elección a
este respecto era esencial para el crecimiento y prosperidad del país.
La publicación del programa general del gobierno incluía, pues,
un esbozo de las Leyes de Reforma que pronto se expedirían; pero éste
era sólo el comienzo de lo que los gobernantes mexicanos liberales am-
bicionaban para el progreso de México. También pensaban corregir la
administración de justicia y entre sus planes figuraba la formulación de
nuevos códigos civiles y criminales, la introducción del sistema de ju-
rados y la eliminación de gastos de tribunales. El país contaría con más
escuelas primarias y se prepararía un nuevo plan de estudios para escue-
las secundarias y colegios. Se prestaría atención particular a la forma de
ayudar a los estados y fortalecer así los lazos que deberían existir entre
ellos y el gobierno federal. El gobierno opinaba que uno de los modos

264
más efectivos para alcanzar esta unidad, era establecer una mayor segu-
ridad interna, no sólo porque los salteadores de caminos constituían una
verdadera plaga para los habitantes, sino también porque se daba cuenta
que la inseguridad era un obstáculo para la afluencia de capital al país,
así como de mucha gente industriosa que de otro modo seguramente
vendría. Como parte del programa de gobierno, se implantarían dispo-
siciones gubernamentales que eliminaran la necesidad de pasaportes, a
fin de allanar los obstáculos para el movimiento libre dentro del país.
Además, se establecería la prensa libre y el registro civil.
La segunda mitad del programa se concretaba primordialmente
a asuntos fiscales y económicos. En el campo de las finanzas públicas,
el gobierno creía que eran necesarios cambios radicales y, encabezan-
do la lista, se hallaba la reforma de la hacienda nacional. El gobierno
planeaba abolir todos los impuestos nacionales que se cobraban sobre
movimiento de dinero y personas.55 De manera similar y aunque sus
efectos no fueran tan nocivos a la salud económica de la nación, en la
lista de derogaciones aparecía el impuesto sobre la trasmisión de pro-
piedad rural y urbana. En la misma categoría se encontraba la remoción
de impuestos restrictivos e injustos sobre la minería. El gobierno pro-
metía hacer su máximo esfuerzo para estimular el comercio internacio-
nal, mediante la simplificación de reglamentos mercantiles establecidos
bajo las leyes existentes y reduciendo los aranceles.
En opinión del gobierno, las varías leyes promulgadas para re-
glamentar la división de ingresos fiscales nacionales y estatales, falla-
ban al tratar de establecer una clara distinción en las fuentes de ingreso.
Para aclarar la situación el gobierno proponía que los ingresos prove-
nientes de impuestos directos sobre personas, propiedades, estableci-
mientos comerciales e industriales y profesiones, fueran retenidos por
los estados; los provenientes de imposiciones indirectas se destinarían
al erario nacional.56
Una de las más pesadas cargas del gobierno -problema heredado

55 Estos impuestos eran las alcabalas y peaje (ambas palabras en español, en


el original).
56 Obsérvese que esto pone a las aduanas en manos del gobierno nacional.

265
de España- era la multitud de pensionistas, clasificada variadamente como
oficiales retirados y empleados gubernamentales, pensionistas ancianos,
viudas y otros. La situación requería pronta atención y el gobierno opi-
naba que la única solución era capitalizar estas demandas de una vez por
todas. El que hubieran sido adquiridas justa o injustamente, el gobierno
no creía que con toda equidad pudieran desconocerse, si es que se habían
concedido de conformidad con las leyes y por autoridades competentes.
Los fondos para ajustar estas reclamaciones se recabarían mediante una
serie especial de los llamados bonos de capitalización, mismos que se
expedirían sobre bases y bajo circunstancias fijadas por ley.
El plan para arreglar los pagos de pensiones ofrecería una ven-
taja adicional. Según funcionaba el sistema hasta ahora, el gobierno
hacía deducciones en los salarios de los burócratas y miembros del ejér-
cito con la finalidad de proporcionarles una pensión a su retiro; pero la
prometida seguridad casi siempre había resultado ilusoria. En el futuro,
no se efectuaría deducción alguna y el individuo podría invertir su di-
nero extra para formar una provisión para su vejez. Podría colocarlo en
bancos de ahorro o en sociedades de ayuda mutua, cuyo establecimien-
to favorecería el gobierno y que se suponía brotarían en todas partes del
país. Estas sociedades mutualistas, amén de resultar medios muy efec-
tivos para asegurar los ahorros de los empleados gubernamentales así
como los de todas las demás personas con escasos recursos, producirían
a la vez enormes ventajas para la sociedad en otros aspectos, puesto que
la acumulación regular de capitales serviría para llevar a cabo muchas
empresas, tanto útiles como lucrativas para todo el país.57
El gobierno también intentaba reducir la deuda pública. Un
método para alcanzar este objetivo, sería incluido en la ley, que pronto
se emitiría, que nacionalizaba los bienes eclesiásticos. La ley estipula-
ría que los nuevos dueños pagaran parte del precio de adquisición en
efectivo y el resto en bonos del gobierno. Un arreglo similar respecto
a la venta de tierras públicas, vendría también a reducir tal deuda. El

57 Aparte de la creación de sociedades de ayuda mutua, los liberales deben


haber tenido en mente un substituto para las abolidas cofradías, que anteriormente
sirvieran como prototipo de una sociedad mutualista.

266
gobierno expresaba su confianza de que si se empleaban estos dos
métodos de amortización para liquidar el adeudo gubernamental pen-
diente, podrían retirarse gran parte tanto de los bonos de capitaliza-
ción como de la deuda exterior.
Si estos ingresos del erario no resultaran suficientes para liqui-
dar los compromisos extranjeros, el gobierno se obligaba a continuar
respetando los convenios que tenía hechos respecto a esos pagos.
El gobierno estaba ansioso por fomentar la inmigración, mas an-
tes de poder esperar ningún éxito en sus gestiones, eran esenciales dos
cosas: primero, que hubiera colocaciones suficientes cuando llegaran
los inmigrantes y para ayudar a satisfacer esta necesidad, el gobierno
tenía en mente una serie de proyectos para la construcción de caminos
y canales. Además de ello, los recién llegados deberían sentirse seguros
tanto en su persona como en sus propiedades. Este último objetivo sería
sólo una de las varias ventajas que se anticipaba que podrían lograrse
con el mejoramiento del ejército y la creación de una milicia nacional,
ya propuesta en otra parte del programa. Para dar impulso a la inmigra-
ción se urgiría a los grandes terratenientes del interior para que, en su
propio interés y en el del país, hicieran arreglos para vender o rentar tie-
rras bajo condiciones razonables a los recién llegados. La venta de las
tierras públicas se hallaría también ligada a los planes de colonización.
Al estudiar el problema del mejoramiento de facilidades de
transporte, el programa declaraba que el gobierno debía desechar la
costumbre de construir caminos por sí mismo, sino que en lugar de ello,
deberían celebrarse contratos con empresas privadas para que lo hi-
cieran bajo supervisión gubernamental, a fin de asegurarse que la obra
estaba bien hecha. Se emitiría una nueva ley que reglamentara la cons-
trucción de ferrocarriles, la cual contendría amplias y generosas condi-
ciones a fin de estimular el capital, tanto nacional como extranjero, para
que entrara en este campo de inversiones.
Pero a pesar de lo importante que fue el programa para seña-
lar la posición del gobierno en varios asuntos, quedaba completamente
opacado por las leyes específicas que afectaban la posición de la Iglesia.
El efecto de este conjunto de decretos, conocido generalmente como

267
LEYES DE REFORMA, sería sentido por muchos años. Es obvio que
las Leyes de Reforma constituían sólo una parte del programa general;
pero resulta natural que la atención, tanto de aquella época como hasta
ahora, se concentrara en ellas.58
Aun cuando algunos decretos subsecuentes tuvieron gran signi-
ficación en su efecto sobre la Iglesia, la Ley promulgada el 12 de julio
de 1859 fue la verdadera bomba. El artículo primero estipulaba la con-
fiscación de toda la riqueza administrada por el clero regular y secular.
Para prevenir una repetición de bienes en manos muertas, la ley estipu-
laba que aun cuando en el futuro el clero estaría en libertad de aceptar
compensación por los servicios religiosos que llevara a cabo, bajo nin-
guna circunstancia podrían tales regalos tomar la forma de propiedades
raíces. La ley decretaba, asimismo, la separación de la Iglesia y el Esta-
do y prometía protección gubernamental para el culto público de todas
las religiones, tanto la católica como de cualquier otra denominación.
Los artículos que se referían al clero regular, abolían todas las
cofradías y órdenes regulares y prohibían el establecimiento de nuevos
monasterios. Los regulares debían unirse al clero secular y como ellos,
se hallarían en lo sucesivo sujetos a la autoridad eclesiástica adecuada.
Todo regular que aceptara el decreto gubernamental, recibiría un regalo
de 1,500 pesos, pero se expulsaría del país a los monjes que intentaran
congregarse de nuevo en un esfuerzo por continuar su forma anterior
de vida comunal. A petición del arzobispo y obispo de la diócesis, las
autoridades civiles designarían qué templos de las órdenes suprimidas
seguirían sirviendo como casas de adoración y los objetos sagrados de
todos los demás serían entregados al obispo. Los libros, antigüedades
y obras de arte, serían transferidos a las bibliotecas y museos públicos.
Los conventos que estuvieran funcionando cuando se publicó
el decreto, continuaría sin interferencia alguna; pero en el futuro no se
admitirían novicios. Además de ello, se persuadiría a las monjas a aban-
donar sus conventos mediante la promesa de ayuda financiera.
Otro decreto, expedido al día siguiente, establecía el procedimien-

58 Las Leyes de Reforma pueden encontrarse en D y L, Legislación, VIII,


680-683; 688-695; 696-705; 762-766.

268
to a seguir para hacer un inventario de la propiedad nacionalizada por las
autoridades civiles y señalaba el método mediante el cual podían hacer los
particulares adquisiciones.59 Los grupos de edificios anteriormente ocupa-
dos por las órdenes regulares serían subdivididos y el precio sobre cada una
de las propiedades en particular sería fijado por un evaluador oficial. Estos
bienes se ofrecerían luego en subasta pública, pero sólo podían venderse si
la oferta equivalía a cuando menos las dos terceras partes del valor tasado.
De esta cantidad, un tercio sería en efectivo y otro tercio sería pagadero en
bonos de la deuda pública. Si se recibiera más de una oferta, la propiedad
se adjudicaría al individuo que ofreciera la mayor cantidad de bonos del
gobierno.
Todas las hipotecas en poder del clero, provenientes bien de
ventas de propiedad consumadas antes de la Ley de 25 de junio de 1856
o efectuadas de acuerdo con esa ley, serían liquidadas por los deudores
bajo los siguientes términos: tres quintas partes del monto del adeudo
se pagarían en bonos del gobierno y dos quintas partes en dinero, pa-
gadero en cuarenta partidas mensuales. Cualquier deudor hipotecario
que deseara aprovechar esta oportunidad, debía presentarse dentro de
los siguientes treinta días en el despacho de la autoridad competente
para dar a conocer su intención y, al mismo tiempo, pagar la cantidad
debida en bonos del gobierno y presentar sus pagarés para los abonos en
efectivo. La falta de acción dentro del período de treinta días significaba
que el deudor renunciaba a su derecho a redimir la hipoteca y, por lo
tanto, este derecho de redención sería transferido a la primera persona
que lo solicitara dentro de los siguientes diez días. Cualquier indivi-
duo que adquiriera la reclamación del deudor hipotecario, tendría que
liquidar la hipoteca en los mismos términos que el deudor original. En
cada distrito las autoridades publicarían una lista de todas las hipotecas
que se hallaban sujetas a redención y cada semana se daría a conocer
cuáles de ellas habían sido redimidas. Una vez expirados los diez días,
la propiedad sería ofrecida en subasta pública en los mismos términos
de dos quintos en efectivo y tres quintos en bonos, haciéndose la puja
solamente sobre el monto que tuviera que pagarse en bonos.

59 Ibid., 683-688.

269
Todos los bienes raíces bajo la administración del clero, que no
se hubieran aún desamortizado de acuerdo con la Ley del 25 de julio de
1856, serían vendidos en subasta pública. Las mismas reglas y regla-
mentos con respecto a la redención de hipotecas, se aplicarían respecto
al traspaso de bienes raíces, excepto que en las subastas de éstos el valor
estimativo se calcularía sobre la cantidad de impuestos que la propiedad
había pagado.
Toda persona que llamara la atención de las autoridades hacen-
darías sobre propiedad eclesiástica cuya existencia desconociera ese
departamento, tendría el derecho de adquirir títulos sobre ella. En tales
casos, el comprador tendría que pagar el setenta y cinco por ciento del
valor de la propiedad en bonos del gobierno y el resto en cuarenta men-
sualidades en efectivo. Si tal persona no deseaba hacer uso de la opción
de comprar dentro de veinte días, el gobierno remataría la propiedad en
subasta pública.
Un veinte por ciento de los fondos, tanto en efectivo como en
pagos a plazo, recabados como resultado de esta ley, permanecería a
disposición de los estados, quienes los destinarían al mejoramiento de
caminos y otros medios de comunicación, así como a proyectos que
redundaran en el bienestar general.
En 1859 y 1860 siguieron otros decretos que secularizaban los
cementerios, constituían el matrimonio en un contrato civil y recono-
cían la separación legal, aunque se prohibía el divorcio absoluto. Otras
leyes adicionales reducían el número de días festivos religiosos y expli-
caban los reglamentos sobre tolerancia religiosa.
La Ley de nacionalización de la propiedad eclesiástica no impli-
caba una idea completamente nueva en el pensamiento mexicano, pues
hacia 1830 y particularmente durante la época en que Gómez Farías
ocupaba el poder, se habían hecho peticiones para que tal decreto se
emitiera. La misma situación se repitió en 1846-1847, durante la guerra
con los Estados Unidos, así como en 1856-1857, época del Congreso
Constituyente. En realidad, antes de que el gobierno nacional expidiera
el decreto de Reforma del 12 de julio, algunos de los estados ya habían
tomado por iniciativa propia tan radical acción contra la Iglesia. En el

270
norte, Vidaurri había confiscado la propiedad eclesiástica, al igual que
González Ortega en Zacatecas. En Michoacán se habían llevado a cabo
medidas iniciales para la supresión eventual de todos los monasterios y,
por tanto, en cierto sentido, el gobierno nacional no estaba sino legali-
zando las acciones que varios estados ya habían tomado.
No puede existir gran duda de que el concepto de nacionaliza-
ción de tierras eclesiásticas había recibido considerable apoyo por parte
de los liberales; pero ¿qué hombre era responsable, por sobre todos, de
materializar la teoría en ley? Prieto, dice Roeder; Miguel Lerdo, opinan
Knapp y muchos otros; Degollado, dice Justo Sierra. Aunque cierta-
mente un gran número de hombres contribuyó a hacer que el gobierno
emitiera los decretos, basándonos en los datos proporcionados por Ma-
nuel Ruíz;60 uno de los miembros del gabinete, Sierra, parece tener la
razón cuando asigna a Degollado el papel de agente de la Reforma.
De acuerdo con Ruiz, cuando el gobierno liberal se encontra-
ba en Guadalajara en 1858, el gabinete, del cual Lerdo no era todavía
miembro, estudió por primera vez la confiscación de los bienes del cle-
ro. El gabinete se había reunido para ver qué pasos podrían darse a fin
de recabar fondos y uno de los ministros propuso que el gobierno se
apoderara sin mayor demora del dinero de todas las casas de acuñación,
usando como autoridad la Ley de 15 de noviembre de 1857. Los due-
ños del dinero recibirían el pago de su capital más el interés legal, con
riquezas del clero. El gabinete rechazó el plan porque no simpatizaba
con la idea de tomar el dinero de las casas de acuñación y en lugar de
ello se decidió imponer un préstamo forzoso; pero los ministros convi-
nieron en dar inicio a la Reforma con la confiscación de propiedades en
manos muertas.
Habiendo determinado aprovechar la primera oportunidad de

60 Publicados en México, el 18 de febrero de 1861, y citados por Jorge F.


lturribarría, en su Historia de Oaxaca, 1821-1854 (3 vols., Oaxaca, 1935-1939), II,
188-194. A principios de 1861 estaba en su apogeo una polémica en la Ciudad de
México con respecto a Lerdo, de la que se desprende que Ruíz no apoyaba a aquél.
Aunque este hecho debe tenerse presente al usar la versión de Ruíz, no invalida la
evidencia

271
expropiar tales tenencias, estuvieron de acuerdo, además, en enviar a
José María Mata a los Estados Unidos, en calidad de ministro pleni-
potenciario, con instrucciones especiales de negociar un empréstito
garantizado por los ingresos que se obtuvieran de la venta de tierras
confiscadas. Ruíz hace hincapié en el hecho de que si Lerdo no formaba
parte del gabinete que dio a Mata tales órdenes, difícilmente podía atri-
buírsele la introducción por vez primera de la idea entre sus miembros.
Agregaba que su versión podía ser confirmada por Degollado, Ocampo,
León Guzmán y Prieto. El aserto hecho por Ruíz de que el trabajo sobre
las Leyes de Reforma había comenzado mucho tiempo antes de su pu-
blicación, fue ratificado por Ocampo, quien escribió que una vez que se
hubo decidido la formación y promulgación de las Leyes de Reforma,
se reunió el gabinete y dio lectura a la mayor parte del material que él,
Juárez y Ruíz habían preparado sobre el asunto desde junio de 1858.61
Por lo que respecta a las Leyes de Reforma, Ruíz personalmente
reclamaba para sí la paternidad de la emitida el 12 de julio, nacionali-
zando los bienes del clero y ordenando la exclaustración de los regu-
lares. Lerdo, Ministro de Hacienda, preparó los reglamentos del 13 de
julio respecto a la adquisición de propiedades que habían sido nacio-
nalizadas. La Ley de 23 de julio sobre el matrimonio civil fue también
obra de Ruíz; y Ocampo redactó la Ley del 28 de julio sobre el registro
civil, la del 31 de julio sobre los cementerios y la del 11 de agosto sobre
la supresión de los días festivos.
Ruíz también negaba que Lerdo fuera el responsable del progra-
ma publicado por el gobierno el 7 de julio. Según se decía, Lerdo había
esbozado tal programa mientras se encontraba en Zacatecas y luego
vino a Veracruz para presentarlo a Juárez y al gabinete. Cuando se le
ofreció el Ministerio de Hacienda, Lerdo aceptó ingresar al gabinete
con la condición de que se aprobara su programa; y su demanda fue
satisfecha. Asumió el ministerio y se publicó su manifiesto.
Pero, por otro lado, Ruíz declaró que, a su llegada a Veracruz,
Lerdo había ido a ver al Presidente para ofrecerle sus servicios. Juárez
recibió la oferta con beneplácito y nombró a Lerdo con el doble carácter

61 Ocampo, Obras, II, 168.

272
de Secretario de Hacienda y de Fomento. Después de su nombramiento,
Lerdo informó al Presidente que tenía algunas ideas sobre varios asun-
tos de interés, que le gustaría presentar al gabinete. Juárez reunió a los
ministros y Lerdo expuso sus puntos de vista, después de lo cual cada
uno discutió francamente los distintos puntos presentados. En general,
el gabinete estuvo de acuerdo con las ideas de Lerdo, pero las obje-
ciones presentadas sobre dos de sus propuestas ocasionaron una larga
discusión. Lerdo proponía el apoyo financiero de la Iglesia y del clero al
Estado y la intervención de la autoridad civil en asuntos eclesiásticos.62
El Presidente y los otros miembros ya habían sostenido largas conferen-
cias sobre estos puntos y habían llegado a conclusiones opuestas. Ellos
no deseaban otra cosa que la completa separación de la Iglesia y del Es-
tado, 63 y un clero económicamente independiente de la administración
civil. Después de que los ministros explicaron a Lerdo las razones para
adoptar tal posición, la conferencia continuó con la discusión de otros
asuntos.
Durante la asamblea del gabinete, Lerdo había estado toman-
do notas y, basándose en ellas, preparó una circular, que remitió a la
imprenta sin consultar al Presidente ni a los demás ministros. Cuando
se enteró Juárez de que la prensa se hallaba ocupada imprimiendo este
documento, envió por Lerdo y conversó con él en privado. Ruíz no supo
qué se dijo durante esta junta, pero, como resultado, no se publicó la
circular.
Degollado, que se percató de que los ministros simpatizaban
con los proyectos de Reforma, escribió desde el interior de la Repúbli-
ca que él opinaba que el gabinete debía tomar alguna acción positiva.
Luego se apareció en Veracruz para respaldar en persona sus ideas y

62 La posición de Lerdo era similar a la de muchos liberales mexicanos de


las décadas de 1820 y 1830. Gradualmente se inclinaron en favor de la completa
separación de la Iglesia y el Estado.
63 Juárez dio a conocer claramente sus puntos de vista en una carta a Vidaurri,
el 14 de julio de 1859, en la cual asentaba que estaba convencido que la parte más
importante de la Ley que nacionalizaba la propiedad eclesiástica, era la estipulaci6n
respecto a la separaci6n de la Iglesia y del Estado. Roel, Vidaurri, 20-21.

273
después de una larga consulta con el Presidente, lo convenció de que el
gobierno debía actuar. Entonces Juárez citó al gabinete para que estu-
diara la expedición de las leyes.
Después de discutir el asunto, el gabinete convino en expedir un
manifiesto a la nación y promulgar inmediatamente después, en forma
de leyes, las varias medidas que afectaban a la Iglesia. En ese momento
sacó Lerdo las notas que había tomado durante la discusión anterior y
que incluían las ideas de Juárez sobre la absoluta independencia de la
Iglesia y del Estado y la no intervención de la autoridad civil en asuntos
eclesiásticos. El gabinete revisó las notas y, con algunas modificacio-
nes, sirvieron como base para el manifiesto del 7 de julio, que se enco-
mendó redactar a Lerdo.
Al día siguiente Ruíz, en su calidad de Ministro de Justicia,
presentó al gabinete su proyecto de decreto, que se expediría poste-
riormente, el 12 de julio. Ruíz proponía entregar al clero regular que
aceptara la Ley, la suma global de 3,000 pesos. Sobre este punto se
suscitó una larga discusión, pues Lerdo opinaba que no deberían recibir
absolutamente nada, mientras que Ruíz argüía en favor. Después de
debatir las dos opiniones durante un día, el gabinete decidió finalmente
conceder a cada miembro del clero regular la mitad de lo sugerido por
Ruíz; y aprobó el resto de los artículos con ligeras modificaciones. Al
día siguiente, Lerdo presentó un borrador de las reglas y reglamentos
para poner en vigor la Ley. El gobierno entonces ordenó la publicación
de la Ley como de sus reglamentos conexos, el 12 y 13 de julio.
Lerdo creía firmemente que el gobierno debía tratar de conse-
guir fondos en los Estados Unidos y se hallaba convencido que podría
obtener un préstamo sobre la base de la ley que confiscaba la propiedad
eclesiástica. Estaba tan ansioso de encargarse de esta comisión, que una
vez que el Presidente hubo aprobado su viaje partió inmediatamente,
sin aguardar a que se promulgaran las demás Leyes de Reforma.
A juzgar por el relato de Ruíz, lo cierto parece ser que, con
respecto al papel de la Iglesia en un Estado secular, los liberales en
general compartían puntos de vista similares, pero que se necesitó de
la impetuosidad de Degollado para dar cuerpo a estas opiniones en la

274
Ley.64 Cuando el gabinete decidió actuar, resultó relativamente sencillo
incorporar como leyes las ideas en las que prácticamente todos estaban
de acuerdo. En cierto sentido, la situación puede parangonarse con la
de Jefferson al redactar la Declaración de Independencia de los Estados
Unidos; éste no tuvo que consultar libros, pues las ideas eran bien co-
nocidas y aceptadas.
Pero aun cuando las leyes no eran sino expresión de las teorías
generales que el gabinete sostenía en común, las discusiones revelaron
multitud de discrepancias sobre ciertos puntos particulares, entre los
diferentes miembros individuales. Especialmente Ocampo y Lerdo tu-
vieron dificultad en ponerse de acuerdo, proviniendo su desavenencia,
en gran parte, por las diferencias de opinión y en parte por sus propias
personalidades. El hecho de que Lerdo hiciera pocos esfuerzos para
ocultar su sentimiento de superioridad, en nada ayudaba a aliviar la
difícil situación.65 Debido a estos desacuerdos, el 27 de junio y nueva-
mente el 5 de julio, Lerdo solicitó licencia para renunciar. Después de
la segunda petición, Juárez escribió a su ministro:
Su carta de hoy (julio 5) en que insiste en renunciar debido a
que no convenimos en los principios de Reforma que hemos venido dis-
cutiendo recientemente, vino a constituir una verdadera sorpresa para
mí. Si ello [el desacuerdo] fuera cierto, su deseo de renunciar no pare-
cería extraño; pero cuando ya hemos terminado el programa, cuando
ya hemos fijado las once del día de hoy como la hora para continuar

64 La creencia de que Degollado influyó sobre el gobierno en su decisión de


publicar las Leyes de Reforma, se ve apoyada por su carta a Doblado de 4 de julio
de 1859, desde Tampico, en la cual decía: “Ya usted sabe cuáles fueron las razones
que me hicieron salir de Colima con objeto de conferenciar con el Presidente y
su gabinete sobre lo que era necesario hacer, en mi opinión, a fin de dar pronto
término a la terrible lucha que está destrozando al país. Ahora tengo la satisfacción
de decir a usted que mi viaje tuvo buenos resultados y que todos esperamos un
pronto fin a la guerra civil y el triunfo de los buenos principios. El gobierno ha
prometido enviarme (copias de) todos los decretos relativos a la nacionalización
de las riquezas del clero, abolición de monasterios. . . y otros puntos mayores ...”
Castañeda, Guerra, 71.
65 Ocampo, Obras, 11, 170.

275
discutiendo las leyes que hemos acordado expedir, cuando concurri-
mos en los puntos principales de la Reforma y cuando con objeto de
expeditar nuestro trabajo hemos convenido en aumentar la duración de
nuestras sesiones, no entiendo cómo usted puede anticipar nuestro des-
acuerdo como razón para su renuncia. La única pregunta es si debe o no
publicarse el programa simultáneamente con el decreto; y ciertamente
el determinar este punto no debe ser motivo para abandonar nuestras
labores...66
Lerdo retiró su renuncia y como partió para los Estados Unidos
casi inmediatamente después de que se promulgara la primera ley, la
disensión no degeneró en abierta pugna.
En opinión de Sierra,67 Ocampo quería que la nacionalización
de las tierras eclesiásticas resultara, como en Francia, en la creación de
una clase media propietaria, leal a la Reforma. Por tal razón, deseaba
diferir la promulgación de las Leyes de Reforma hasta después de que
el gobierno pudiera restablecerse en la Ciudad de México, a fin de que
pudiera dársele cumplimiento en forma ordenada, para el beneficio de
muchos. Ocampo estaba convencido de que si las tierras eclesiásticas
se distribuían mientras el gobierno aún se encontraba en Veracruz, los
beneficios recaerían sólo sobre un número relativamente pequeño. Por
su parte, Lerdo consideraba las ideas de su colega visionarias en ex-
ceso, y se inclinaba en favor de la publicación inmediata de las leyes,
por una cosa: creía que colocar el control de la nacionalización en ma-
nos del gobierno central exclusivamente, equivaldría a dar una tregua a
aquellos jefes revolucionarios que estaban expropiando las riquezas del
clero por iniciativa propia.
Pero la principal razón de Lerdo para forzar la nacionalización
inmediata, era que el gobierno contaría entonces con las tierras eclesiás-
ticas para ofrecer como garantía del empréstito que pensaba negociar
con los Estados Unidos. En realidad Lerdo no podía, ni lo intentó siquie-
ra, usar las tierras mismas como garantía. De acuerdo con su plan, las
seguridades que respaldarían el préstamo serían los pagarés expedidos al

66 Juárez a Lerdo, 5 de julio de 1859. Ocaranza, Juárez, I, 183-184.


67 Justo Sierra, Juárez, su obra y su tiempo, México, 1948, 159-150.

276
gobierno por aquellos que adquirieran los bienes anteriormente en poder
del clero. Ocampo tenía poca fe en este proyecto, pues opinaba que toda
la operación se estaba calculando sobre una estimación excesivamente
abultada del valor de la propiedad en manos muertas; pero el hecho de
que Juárez publicó las leyes inmediatamente y Lerdo partió para los Es-
tados Unidos, parece indicar que el Presidente compartía la opinión de
este último y no la de Ocampo, sobre el particular.
¿Obtuvo el gobierno central un ingreso tan grande como lo es-
peraba, como resultado de la Ley que nacionalizaba los bienes ecle-
siásticos? La respuesta debe ser, con toda verdad, “No”. En primer lu-
gar, Ocampo probablemente tenía razón cuando opinaba que el valor
de las propiedades de la Iglesia estaba sobreestimado. Además de ello,
los gobernadores de los estados y los jefes militares recibieron poderes
extraordinarios que les permitieron vender la propiedad y disponer de
los productos. Los gobernadores quedaron también autorizados a per-
mitir que los nuevos dueños pagaran su adeudo con un elevado tipo
de descuento, a condición de que liquidaran el saldo en efectivo. El
gobierno central, asimismo, permitió a los gobernadores utilizar estos
fondos para gastos de guerra en los estados; y no fue sino hasta que
terminó la contienda en 1861, que el gobierno modificó su política de
permitir a los estados gran discreción en la disposición de la propiedad
nacionalizada.
Como fuente de ingresos, como palanca para obtener un em-
préstito de los Estados Unidos, y como instrumento para la creación de
muchos propietarios pequeños, la nacionalización de los bienes ecle-
siásticos resultó una medida descorazonadora. No obstante, el progra-
ma indudablemente tuvo efectos positivos en cuanto al esfuerzo por
reducir la deuda pública, establecer un sistema capitalista y privar al
clero de su enorme influencia económica.

277
1861-1863

Para quienes habían pasado los años luchando o dirigiendo el movi-


miento liberal, el retorno a la Ciudad de México constituyó un gran
consuelo. Pero la victoria no significaba paz y mucho menos prospe-
ridad y pronto los liberales descubrieron la gran verdad contenida en
el recordatorio hecho por Doblado a González Ortega. El triunfo mili-
tar sobre los conservadores era sólo el principio. En los siguientes seis
años los liberales requerirían toda su inventiva, ingenio y poderes de
recuperación, para mantener unido a México contra la lucha intestina
y la invasión extranjera. Los problemas internos eran agobiadores; el
gobierno tenía que luchar contra la destrucción ocasionada por la gue-
rra, la división en las clases sociales y la carencia de dinero. Otra tarea
dificilísima era el restablecimiento de la autoridad del gobierno central
sobre los varios jefes locales, políticos y militares. Durante la revo-
lución, el gobierno se había visto en la necesidad de delegar en estos
hombres amplios poderes sobre asuntos civiles, judiciales y militares;
en otras ocasiones los cabecillas locales simplemente se adjudicaban la
autoridad por propia iniciativa. Después de ejercer independientemente
tan amplias facultades, tales jefes no se encontraban ahora de ningún
modo ansiosos por ajustarse de nuevo a los dictados de un gobierno en
la Ciudad de México.
Un problema que se suscitó inmediatamente y que causó gran
disensión dentro del mismo partido liberal, era qué hacer con aquellos
que habían apoyado el régimen reaccionario. Los radicales estaban de-
terminados a infligir severas penas, mientras que el elemento moderado
del partido se inclinaba por una política conciliatoria, como el medio
mejor para curar las heridas causadas por la guerra.
Melchor Ocampo, que precediera a Juárez en su llegada a la
capital, expidió dos decretos el 3 de enero de 1861, encaminados a
castigar a los que habían apoyado la pasada rebelión.68 El primero
de ellos estipulaba que todos los empleados gubernamentales que

68 D y L, Legislación, IX, 3-4.

278
hubieran servido a la rebelión de Tacubaya, perderían sus puestos. El
otro declaraba que, puesto que el clero había sido el principal insti-
gador y apoyo de la revuelta y de la desastrosa guerra subsecuente,
se le hacía, en consecuencia, responsable de los daños resultantes del
conflicto. Un tercer decreto estipulaba que, de conformidad con las
Leyes de Reforma, el viático podría sólo ser paseado por las calles
sin ostentación alguna y sin que marca especial distinguiera al sacer-
docio que lo conducía. El gobierno nombró a un grupo de arquitectos
para que dividieran los nacionalizados conventos en lotes, los valua-
ran y trazaran las calles que debieran abrirse.69 No obstante, aun estas
medidas dejaron de satisfacer plenamente a parte de la prensa liberal
y El Monitor Republicano exigió el 6 de enero que se tomara acción
más radical en contra de los conservadores.70
El día 10 de enero y desde la Villa de Guadalupe, donde pasara
la noche antes de su entrada a la capital, Juárez expidió una proclama
al pueblo. En ella no asumió una posición definida sobre el problema,
sino que meramente asentaba que se concedería una amnistía tan com-
pleta como lo permitiera la buena política.71 Después de su entrada a
la Ciudad de México, al día siguiente, el Presidente no perdió tiempo
en decretar la expulsión de los representantes extranjeros de España, el
Vaticano, Guatemala y Ecuador, justificando su acción sobre la base de
que éstos se habían mostrado hostiles al gobierno liberal por la ayuda
que habían impartido a los reaccionarios. Posteriormente el gobierno
revocó la orden respecto al representante ecuatoriano, una vez que se
convenció que éste no se había visto implicado con los conservadores.

69 Vigil, Reforma, 446.


70 Ya el 2 de enero de 1861 escribía Prieto a Doblado, desde la Ciudad de
México, que varios liberales hacían la guerra a Ocampo, pero que éste último
permanecía firme llevando a cabo su programa. Prieto también informaba que Lerdo
se hallaba en eclipse parcial y permanecía en su hogar. Sin embargo, sus partidarios
trabajaban arduamente en pro de su candidatura presidencial. Castañeda, Guerra,
269.
71 Archivo Mexicano, V, 25. No fue sino hasta el 20 de enero que Juárez solicitó
a Doblado su opinión en relación con el castigo de los reaccionarios. Documentos
de Doblado, Universidad de Texas.

279
Casi al mismo tiempo salió el decreto expulsando de México al arzo-
bispo Lázaro de la Garza y Ballesteros y a los obispos Joaquín Madrid,
Clemente de Jesús Munguía, Pedro Espinosa y Pedro Barajas.
Los sectores más radicales de la prensa y algunos de los políti-
cos censuraron la orden presidencial con respecto a los obispos, califi-
cándola de más allá de sus poderes. Todos ellos querían que los clérigos
fueran juzgados por los tribunales quienes, suponían, los castigarían
con mayor severidad. Del gabinete mismo llegó la desaprobación so-
bre la acción del Presidente, pues cuando los ministros discutieron por
primera vez el asunto en una asamblea de ministros, Juan Antonio de
la Fuente se declaró en contra del exilio de los obispos y la suspensión
de algunos miembros de la Suprema Corte.72 Su desacuerdo condujo a
su renuncia a mediados de enero y en su carta al Presidente señalaba
que el gobierno no tenía derecho a privar a los tribunales de sus poderes
legales y creía que el Poder Ejecutivo había excedido su autoridad.73
La cuestión de los clérigos y la Corte creó un clamor popular,
pero el furor real resultó a consecuencia del caso de Isidro Díaz. Poco
después de que el Presidente llegara a la Ciudad de México, el gabinete
tuvo noticia de que el antiguo ministro de Miramón había sido captura-
do por fuerzas liberales. El gobierno expidió órdenes para su ejecución,
pero aparentemente gracias a la intercesión de la señora Miramón y de
Benito Gómez Farías, conmutó posteriormente la sentencia por la de
cinco años de exilio.74 Cuando los liberales se enteraron de ello, hubo
muchas demostraciones de descontento; y el temor de que el Presidente
fuera a conceder una amnistía general contribuía considerablemente a
la agitación.75
El ataque principal en contra de la actitud gubernamental en el

72 Juárez, Archivos privados, 276.


73 Archivo Mexicano, V, 60-62.
74 La señora Miramón se presentó a abogar ante Juárez acompañada de Gómez
Farías, quien dijo al Presidente que cuando él y Degollado fueron capturados en
Toluca, Díaz impidió la ejecución. (Juárez, Archivos privados, 277.)
75 Baigén a Doblado, 15 de enero de 1861; Prieto a Doblado, 15 de enero. En
una posdata en carta de Prieto a Ignacio Ramírez, aquél acusaba al gobierno de Juárez
de ser una parodia del régimen anterior de Comonfort. Documentos de Doblado.

280
caso Díaz, partió de los clubs.76 Al estudiar estos clubes es importante
recordar que entre sus miembros se encontraban algunos de los hombres
más cultos e inteligentes del país, lo que constituía a estas organizacio-
nes en factores importantísimos de la política. Estos clubes llenaban
varias funciones: eran sociedades de debate, grupos de ataque y centros
de apoyo para candidatos políticos. Los clubes que habían demostrado
ser los más fuertes eran los de los radicales. Sus miembros aspiraban
asumir el mando del gobierno y adoptar medidas radicales contra quie-
nes ellos consideraban enemigos de la Reforma, particularmente el cle-
ro. Si hubieran logrado conseguir el poder, el resultado probablemente
hubiera sido una forma suave de los horrores de la revolución francesa.
La verdad es que a Benito Juárez y sus partidarios les debemos conce-
der mucho crédito por haber evadido las demandas de los radicales y
conservar el poder en sus propias manos.
En la noche del 17 de enero, algunos clubes auspiciaron una
asamblea abierta en la Universidad y, según varios informes, se cal-
culaba que a la sesión asistieron unos 5,000 ciudadanos. Durante la
asamblea los clubes nombraron una comisión que visitara al Presiden-
te y abogara ante él por una Ley estricta de amnistía y pidiéndole al
mismo tiempo que no perdonara a Díaz. Después de hablar con Juárez
la comisión informó que el Presidente había dicho que cumpliría con
su programa y castigaría a aquellos culpables de crímenes comunes,
de conformidad con la Ley. En vista de esta respuesta, que los clubes
consideraron evasiva y convencidos de que el perdón de Díaz era ya
una certidumbre, ordenaron a la comisión que redactara una denuncia
contra el Presidente y su gabinete por haber evadido la Constitución.
Tal acusación sería presentada a la nación por medio de la prensa y pos-
teriormente al Congreso, cuando éste se reuniera. Asimismo, aprobaron
un acuerdo solicitando al Presidente que cambiara su gabinete.77
Cuando los clubes volvieron a reunirse la siguiente noche, Gar-
cía Munive, presidente del Club de la Reforma, explicó que no se había

76 Esta palabra aparece en inglés en la prensa mexicana.


77 El Boletín de Noticias, 18 de enero de 1861. En su número de la misma
fecha, El Siglo anunciaba la renuncia del gabinete

281
formulado la acusación. La comisión decidió no actuar por haber
recibido carta del general Valle, en la que, en substancia, decía que
el Presidente había rescindido la orden de enviar a Díaz al exilio y
le había ordenado someterse a jurado. Por lo tanto, Valle recomen-
daba que se retirara la acusación y García Munive propuso un acuerdo
con dicho fin. Pero los miembros se rehusaron a aceptar la decisión de
la comisión e insistieron en que se presentara la acusación. Valle, que se
encontraba presente en la asamblea, se levantó entonces para anunciar
que estaba autorizado para hablar en nombre del Presidente, a quien él
y Romero Rubio habían entrevistado en la mañana. Después de haberle
descrito el estado de la opinión pública, dijeron que el Presidente les
informó que el gabinete en pleno había presentado su renuncia78 y que
Ignacio Ramírez sustituiría a De la Fuente como Ministro de Justicia en
el nuevo ministerio. El Presidente agregó que había impartido órdenes
para que Díaz fuera regresado a México para ser juzgado. Tras una larga
discusión, los miembros finalmente accedieron a retirar la acusación.79
Aun antes de que Juárez llegara a la Ciudad de México, los clu-
bes habían tratado de presionarlo para que cambiara su gabinete. Mien-
tras se hallaba en la Villa de Guadalupe, le llegaron informes de que
algunos círculos liberales de la capital querían ver caras nuevas en el
ministerio, pero se rehusó a tomar en cuenta las renuncias ofrecidas por
su gabinete.80 Ahora, sin embargo, los clubes lograron su objetivo de
forzar al Presidente a elegir nuevos ministros. En lo privado Juárez con-
cedió que el perdón de Díaz había sido un error y a ello debía atribuirse
la crisis ministerial, pero creía haber subsanado tal equivocación con el
cambio de órdenes respecto al prisionero y la formación de un nuevo
ministerio.81 En el gabinete anunciado el 21 de enero, se encontraban
Zarco, Ramírez, Prieto, González Ortega, Miguel Auza (de Zacatecas)

78 El 17 de enero Ocampo, De la Llave, Ortega y Emparan renunciaron al


gabinete. De la Fuente había renunciado el día anterior. Archivo Mexicano, V, 60-
62; 74-75.
79 El Boletín de Noticias, 19 de enero de 1861.
80 Juárez, Archivos privados, 176.
81 Juárez a Doblado, 20 de enero de 1861. Documentos de Doblado.

282
y Pedro Ogazón (de Jalisco). Auza y Ogazón82 eran gobernadores de sus
respectivos estados y hasta que arribaran a la capital sus puestos fueron
ocupados provisional mente por otros miembros del gabinete.
De todos los gabinetes que tuvo Juárez éste fue, sin duda algu-
na, el más radical. La presencia de Ignacio Ramírez fue el factor deci-
sivo para determinar el color del gabinete, pues Ramírez era uno de los
hombres más radicales de la época. Sus convicciones materialistas lo
colocaban entre los muy pocos ateos confesos de su siglo. “Puesto que
la naturaleza se sostiene a sí misma... no hay Dios”, había declarado en
sus días juveniles durante una asamblea científica. Como consecuencia
de estas palabras “ocurrió una tumultuosa escena”, pero el auditorio fi-
nalmente le permitió la lectura de su conferencia.83 Su convicción sobre
la bondad del hombre lo predisponía a conceder al ciudadano indivi-
dual una mayor responsabilidad. Por ejemplo, se hallaba en favor del
sufragio popular, medida que había recibido poco apoyo por parte de la
mayoría de los liberales. Tan firme era su fe en la igualdad ante la ley,
que en una ocasión salió de la Ciudad de México con destino a Puebla
sólo para defender a un clérigo, pues creía que la justicia debía ser para
todos. Sin embargo, Ramírez se percató del hecho, que eludió la mayo-
ría de sus contemporáneos, de que la igualdad jurídica no mejoraría las
condiciones de vida de las masas populares. Aunque no era un verdade-
ro erudito, poseía una enorme cantidad de conocimientos dispersos, que
lo hacía sumamente efectivo en la prensa y en el Congreso. Sus rasgos
de ingenio y sarcasmo eran pinchantes contra cualquier tendencia que
él considerara que tenía sabor a su béte noire: la dictadura. En cualquier
momento estaba dispuesto a ponerse de pie y defender una idea, aun
cuando ello significara perder un empleo o ser arrojado a la cárcel.
De los otros miembros prominentes del gabinete, Zarco, editor
de El Siglo XIX, tendía más a la posición moderada, mientras Prieto se

82 Estos dos fueron nombrados probablemente a insistencia de González


Ortega, quien creía que los estados debían tener alguna voz en la confección de la
política administrativa. Ortega a Doblado, 17 de enero. Ibid.
83 G. Prieto, Memorias de mis tiempos (2 volúmenes, México, 1948), I,136-
137.

283
inclinaba a la izquierda. González Ortega era el más difícil de clasificar,
pues era indeciso y oportunista. Todas estas tendencias lo inclinaban
a seguir la pauta de los clubes políticos, por lo regular organizaciones
radicales, en lugar de estudiar cuidadosamente la labor de la que era
responsable como miembro del gabinete. No obstante, por diversas ra-
zones, era absolutamente esencial a los liberales. Era gobernador de
Zacatecas, había tenido un brillante historial militar y su habilidad
para convivir con la gente le daban un gran partidarismo.
Una vez formado el nuevo gabinete, el gobierno publicó su
programa el 20 de enero. Nuevamente se hizo hincapié en la igualdad
jurídica y el capitalismo y se dejó en segundo término la cuestión Igle-
sia-Estado. En su programa, la administración enumeraba los siguientes
objetivos:
Restaurar el orden constitucional.
Poner en vigor las Leyes de Reforma de Veracruz. Reducir la
deuda pública y equilibrar el presupuesto.
Atender y tratar con justicia las reclamaciones de extranjeros.
Tratar equitativamente a aquellos que habían combatido contra
el gobierno.
Reformar el sistema jurídico y abolir los costos judiciales.
Hacer efectiva la libertad de enseñanza y confiar ésta a la fami-
lia, municipios, estados y asociaciones religiosas, haciendo el gobierno
todo lo posible para extender la educación primaria y proporcionar edu-
cación a la mujer.
Permitir la prensa libre.
Incrementar el número de propietarios de tierras, emancipando
así a los indios de su cuasi esclavitud.
Abolir los impuestos sobre ventas tan pronto como fuera
posible.
Fomentar la colonización.
Proporcionar al comercio, industria, agricultura y minería la
mejor protección posible, que es la libertad de crecer, desarrollarse y
reunirse para ayuda mutua… El gobierno intenta proteger toda empre-
sa útil, para estimular el espíritu de asociación y efectuar mejoras, aun

284
cuando sea lentamente. Considera como un obstáculo para la industria
y para la apertura de vías de comunicación, la profusión de privilegios
otorgados por administraciones anteriores con gran falta de visión y que
han tenido sólo un valor ilusorio.84
A pesar del nuevo gabinete y de su programa, el gobierno no en-
contró siquiera una calma temporal. Como de costumbre, la carencia de
dinero era el problema más agudo. Esta dificultad crónica se había visto
agravada por el hecho de que durante la guerra se había desquiciado com-
pletamente el cobro centralizado de ingresos. El gobierno se había visto
en la necesidad de conferir amplios poderes administrativos a los estados
y, además de ello, muchos gobernadores se atribuyeron simplemente ta-
les facultades. Poco después de que Prieto tomara posesión del Ministerio
de Hacienda, trató de corregir tal situación apelando al patriotismo de
los gobernadores y en una circular que describía los serios compromisos
financieros de la administración, los exhortaba a una mayor colabora-
ción con el ejecutivo.85 Conminaba a los gobernadores estatales a que
renunciaran a los poderes extras que habían asumido durante la guerra,
especialmente en relación con asuntos fiscales, y hacerlo voluntariamente
con el convencimiento que de continuar procediendo como hasta enton-
ces, conduciría a la anarquía. Aunque Prieto estaba de acuerdo en que el
gobierno nacional no debería disponer de muchos poderes, quería que
tuviera libertad para ejercer enérgicamente los que se le habían conferido.
Asimismo, advertía a los gobernadores que el crédito público se halla-
ba en un estado caótico y que era urgente restablecerlo sobre una base
sólida: “No debemos olvidar que nuestras obligaciones internacionales
pueden convertir en una farsa nuestra independencia nacional”. Pero el
crédito público importaba mucho más que las relaciones internacionales:
a menos que el crédito del país fuera saneado, se hallaría incapacitado
para desarrollar sus ricos recursos y lograr el progreso material que todo
mundo esperaba. Se requería la cooperación de todos, si es que se desea-
ba que el país gozara de los beneficios de la Revolución.

84 Archivo Mexicano, V, 77-79.


85 Ibid., 208-220. La circular carece de fecha, pero debe haber sido escrita a
fines de enero o principios de febrero.

285
Pero las buenas intenciones y serias imploraciones del minis-
tro no mejoraron las cosas. El tesoro continuaba ardiendo y finalmente
los ataques en la prensa y en los clubes llegaron a ser tan violentos,
que Prieto nuevamente escribió a los gobernadores de los estados para
darles a conocer el panorama real de la situación hacendaria.86 Prime-
ro señalaba que los intereses, que tan acremente combatieran entre sí
durante la pasada guerra, habían ahora apuntado sus miras contra el Te-
soro. Ésta era una de las oficinas gubernamentales más atareadas, pero
cuando tomó posesión de ella la administración de Hacienda estaba to-
talmente desorganizada. La circular de Ocampo de 3 de enero despedía
a los empleados de Hacienda y con su partida el ministerio perdió hasta
las más simples tradiciones de rutina.87
Prieto analizó las fuentes de ingresos tradicionales y demostró
en cada caso por qué ya no producían entradas al Erario. La aduana de
Veracruz tenía comprometido un ochenta y cinco por ciento de sus in-
gresos para el pago de deudas extranjeras.88 El gabinete carecía de poder
para reducir esta cantidad y no obstante, ningún orden era posible sin
algún tipo de ajuste. Del quince por ciento restante, el gobierno nacional
prácticamente nada recibía. Las aduanas de Tampico y Matamoros con-
taban con ingresos inferiores y proporcionalmente adeudos mayores.
Las aduanas del Pacífico, por su parte, cumplían con obligaciones que
requerían todas sus entradas. De este modo se veía eliminada la fuente
principal de ingresos federales. Las entradas provenientes de otros im-
puestos se las habían apropiado los estados y no podía considerarse que
en nada contribuyeran para el gobierno nacional. En suma, el gobierno

86 Ibid., 601-609. Como Prieto hacía notar en su circular, el gobierno, debido


a la carencia de fondos, no contaba en el momento con un periódico oficial por
medio del cual defender su política.
87 Prieto asume muy poca responsabilidad por la desorganización de su
departamento; pero Roeder asegura que no era un administrador eficiente. El mismo
Roeder dice que cuando Prieto presentó sus cuentas poco antes de su renuncia, éstas
mostraron desorden y descuido. Se redimieron adeudos ya antiquísimos cuando no
existía suficiente dinero para sostener el gobierno. Roeder, Juárez y su México, 291.
88 Prieto escribía a Doblado el 20 de enero que “todo está comprometido; no
tenemos ni un peso”. Documentos de Doblado.

286
no podía contar con ninguna de sus fuentes de ingreso regulares, excep-
to los impuestos del Distrito Federal. El déficit mensual, excluyendo
los compromisos internacionales, era de alrededor de 400,000 pesos.89
Prieto consideraba fútil tratar de reducir el déficit aumentando
los ingresos provenientes de los impuestos existentes o creando nuevas
imposiciones, puesto que en cualquier caso el gobierno sólo tenía domi-
nio sobre ingresos en el Distrito Federal. El intentar un empréstito, bien
fuera extranjero o nacional, lo consideraba igualmente inútil. El único
plan que podría ofrecer para poner a la nación en situación financiera
bonancible, era mediante la consumación de la Reforma, el restableci-
miento de la paz, y la reducción del presupuesto militar hasta no más de
tres millones de pesos.
En ambas de sus circulares Prieto discutió los desilusionantes
resultados, sociales y financieros, de las leyes nacionalizando las tie-
rras eclesiásticas. El gobierno había esperado, como resultado de las
leyes sobre las tierras agrícolas, de 1856 y 1859, colocar la tenencia de
propiedades sobre una base amplia, haciéndola accesible aun a aque-
llos de escasos recursos y, de ese modo, emancipar a los trabajadores y
arrendatarios rurales. Había confiado asimismo en rescatar a los menes-
terosos, glorificar el trabajo y eliminar las aflicciones sociales. Pero la
legislación fue mal preparada, con el resultado que la tierra iba a parar
a manos de especuladores y negociantes que lo único que deseaban era
que el pobre cambiara de amos.
Prieto opinaba que no era aún demasiado tarde para lograr que
las Leyes de Reforma alcanzaran sus metas finales. En su opinión, dos
cambios en la administración coadyuvarían a lograr el efecto deseado:
que Hacienda compilara los expedientes completos de todas las transac-
ciones efectuadas con respecto a tierras y que los gobernadores dejaran

89 Corwin, Ministro Norteamericano, escribía desde México a Seward el 28


de agosto de 1861, que el gobierno mexicano se había visto a menudo compelido
a solicitar préstamos de individuos, de sumas que variaban entre 20,000 y 100,000
dólares, a enormes tipos de interés. Archivos Nacionales de los Estados Unidos.
Despachos Mexicanos, vol. XXVIII. La situación descrita por Corwin había sido
crónica casi desde el retorno del gobierno

287
de usar los poderes que anteriormente se les otorgaran para la dispo-
sición de tierras bajo las Leyes de Reforma. Además de ello, hasta en
tanto el Ministerio de Hacienda resolviera la ambigüedad y conflictos
en las varias leyes, las circulares expedidas por Ocampo y los proce-
dimientos en los estados, el gobierno no podría esperar ingreso alguno
proveniente de las tierras. En su esfuerzo para poner cuando menos
cierto orden al caos que prevalecía, Prieto prometía proteger a aquellos
que poseyeran títulos genuinos sobre tierras y castigar en cambio a los
especuladores ilegales.
El principal esfuerzo de Prieto para aclarar títulos a la propiedad
de tierras, apareció en un decreto expedido el 5 de febrero de 1861 y
su circular conexa de febrero 12.90 Parte de las dificultades existentes
en relación con los títulos, tenía su origen en el hecho de que la Ley
de desamortización de 25 de julio de 1856 había reconocido al clero
como propietario de la tierra en su poder. Con la Ley de 12 de julio de
1859, el gobierno dio marcha atrás en su punto de vista y consideraba al
clero como mero administrador de tal propiedad. De acuerdo con esta
posición, la Ley de 12 de julio asentaba que cualquier venta efectuada
por el clero o por un funcionario gubernamental no autorizado, de pro-
piedades abarcadas dentro de las provisiones de la ley, quedaba nula y
sin valor. Asimismo imponía penas al comprador y al funcionario que
autorizara el contrato. Prieto mantenía con todo vigor que la Ley del 12
de julio era retroactiva; es decir, la nación poseía estas riquezas antes de
que entrara en vigor la Ley.
Puesto que el clero, de acuerdo con Prieto, era sólo administra-
dor de la riqueza nacional y, por lo tanto, carecía de poder para vender
las propiedades a su cargo, todas las ventas hechas por él resultaban
ilegales. Algunos compradores, entre ellos cómplices del clero, habían
buscado la forma de arreglar las cosas de tal modo que sus títulos que-
daran seguros, sin importar quién ganara la guerra. Esto implicaba una
doble compra: una fechada bien fuera antes del 17 de diciembre de
1857 o bien autorizada posteriormente por una autoridad constitucional
y un segundo título sobre la misma propiedad obtenido por compra del

90 D y L, Legislación, IX, 54-62; 71-74.

288
clero. Para castigar tal doble transacción, la Ley de febrero declaraba
toda venta, bien fuera de tierras u otros efectos, hecha por el clero, sin
autorización expresa del gobierno, nula y sin valor. Las personas que
habían obtenido títulos dobles de una propiedad, perderían sus derechos
para la legítima adquisición y no podrían reclamar indemnización por
dinero pagado al clero o a cualquier funcionario público no autorizado.
Sin embargo, cualquier persona que perdiera el título de su propiedad
por la acción misma de la Ley, podría recobrar su derecho de volver
a comprarla mediante el pago de lo que equivalía a una multa. Para
aquellos que decidieran aprovechar esta provisión legal se concedería
un plazo de treinta días después de la publicación del decreto para dar
a conocer su intención. Los propietarios que habían adquirido su tierra
directamente del clero, en ninguna forma retenían sus derechos y sus
terrenos irían a dar a las personas que habían solicitado la compra de
las autoridades.
Una ola de protestas surgió con la publicación del decreto, pero
más importante que los clamores fue la ola de especulaciones en tierras.
Aparentemente algunas de las familias más ricas de México de los últi-
mos períodos amasaron cuando menos una buena parte de sus fortunas
especulando durante dicha época. La invalidación de títulos acumuló
una gran cantidad de tierra en venta simultáneamente, reduciendo el pre-
cio a casi una tercera parte de su valor. Además, la ley estipulaba que el
setenta por ciento del precio de venta de la tierra debía pagarse en bonos
del gobierno, que el vendedor tenía que aceptar por su valor nominal.
Desde el momento que estos bonos casi no tenían valor de mercado,
podía ocurrir una doble especulación de bonos y tierras, como en efecto
sucedió. Pronto se hizo notorio que unas cuantas personas se estaban en-
riqueciendo excesivamente.91 Los bonos rara vez circulaban fuera de la
Ciudad de México y como muchos extranjeros eran tenedores de ellos,

91 Véanse, por ejemplo, las protestas de Suárez Navarro en la sesión del


Congreso de 30 de mayo de 1861. Felipe Buenrostro, Historia del Segundo Congreso
Constitucional de la Repúblic a Mexicana, que funcionó en los años de 1861, 1862
y 1863 (México, 1874), 80-81. (En adelante se citará como Buenrostro, Congreso,
1861-63.)

289
también ellos se vieron implicados en la especulación.
En realidad, ya con anterioridad a 1861 había tenido lugar una
especulación con tierras eclesiásticas. Por ejemplo, un número de pro-
piedades en el Distrito Federal fue denunciado en Veracruz durante los
años de 1859-1860. Muchas de ellas encerraban sumas apreciables y
eran compañías las que hacían la denuncia: Limantour y Cía., F. F. Ro-
dríguez y Cía., Balbontin y Cía., José Lelong y Cía.92 Los artículos en
la prensa93 y las declaraciones en el Congreso94 indicaban que muchos
mexicanos se hallaban verdaderamente preocupados por este nuevo
monopolio de tierras así como por el hecho de que los extranjeros es-
tuvieran adquiriendo extensas propiedades. En un esfuerzo por impedir
este giro de cosas, Aguascalientes trató, sin éxito, de limitar a siete mil
veintitrés hectáreas la cantidad de tierra que podía poseer un individuo.
Prieto demostró terminantemente que los ingresos gubernamen-
tales por la venta de tierras eran desalentadores; pero la única constan-
cia real de transacciones sobre tierras con que se cuenta es la redactada
para los primeros once meses de 1861, que muestra ventas por un total
aproximado de 16.584,477 dólares. Sin embargo, más de 14.000,000 de
dólares de dicha cantidad habían sido pagados por tierras en el Distrito
Federal, por lo que el informe arroja muy poca luz sobre lo que ocurría
en los estados.95
Aun cuando el gobierno no sacó gran beneficio en cuanto a di-
nero en efectivo como resultado de la nacionalización, sí se benefició
económicamente por cuanto se vio en aptitud de reducir en algo el mon-
to del adeudo del gobierno.
Aparte del hecho de que poca gente de la clase baja sacó pro-
vecho de un modo positivo de la nacionalización, algunos de ellos en
realidad sufrieron por el cambio de propietario. Muchos de los nuevos
dueños no eran tan considerados con sus arrendatarios como lo había

92 El Boletín de Noticias, febrero de 1861.


93 Véase El Siglo, 21 de enero de 1861 y El Amigo del Pueblo, 26 de abril de
1861, como ejemplos.
94 Buenrostro, Congreso 1861-1863, 31-32.
95 Phipps, Agrarian, 82; 88.

290
sido la Iglesia y algunos idearon inclusive la manera de hacer que aqué-
llos les pagaran rentas por el período de 1858-1860, pues aun cuando
dichos dueños no se habían hallado en posesión de su tierra durante la
reacción, por ley era suya durante tal período. Por supuesto que no ha-
bían recibido ingresos de ella y ahora demandaban que los arrendatarios
les liquidaran las rentas atrasadas.96 Asimismo, los nuevos propietarios
estaban aumentando las rentas. Una comisión del Congreso que había
estudiado el proyecto de ley para moderar los arrendamientos, admitía
en su informe que los propietarios estaban cobrando cantidades exorbi-
tantes. No obstante, la comisión se rehusaba a aprobar una legislación
restrictiva, declarando que cualquier acción para limitar las rentas sería
interferir con la propiedad privada y los contratos. Tal posición no era
en forma alguna extraña, en vista de la amplia aceptación de la doctrina
de laissez-faire y Vicente Riva Palacio, liberal y dueño de haciendas,
apoyó la actitud de la comisión.97 Se hicieron algunas gestiones ten-
dientes a aliviar las condiciones de la población agrícola, pero sin resul-
tado alguno. En Colima, por ejemplo, existía un proyecto para que se
cancelaran todas las deudas de los trabajadores y hacer que se pagaran
en dinero sus salarios.98
El gobierno había confiado en que la nacionalización de las tie-
rras redundaría en un considerable estímulo para la vida económica de
México; que traería consigo un mayor movimiento de capitales, más
incentivo y una mayor producción que, a su vez se traduciría en un
incremento de actividades en otras zonas. Frustrado en sus esperanzas,
el gobierno seguía tratando, en otras formas, de revivir e incrementar
la economía nacional.99 Para estimular el comercio, la Administración

96 El Boletín de Noticias, 1º de enero de 1861.


97 Felipe Buenrostro, Historia del primero y segundo congresos constitucionales
de la República Mexicana (México, 1874-1882), III, 78-79; 146. En realidad ésta
es una obra de siete volúmenes, pero está listada como volúmenes III-IX. Es una
continuación de su obra sobre los congresos de 1856-1857 y 1861-1863, pero tiene
un título diferente. Esta obra, consistente de los volúmenes III-IX, se citará en
adelante como Buenrostro, Congresos.
98 El Siglo, marzo 23 de 1861.
99 Las Leyes pueden verse en D y L, Legislación, IX, 113-207.

291
hizo desaparecer dos asfixiantes restricciones: el antiquísimo impues-
to sobre ventas y las alcabalas; y derogó la Ley contra la usura. En
un esfuerzo para facilitar el transporte de mercancías, se fijó un nue-
vo impuesto sobre la propiedad, que se destinaría al mejoramiento de
caminos.100 El 5 de abril de 1861, Antonio Escandón recibió una con-
cesión que implicaba un considerable subsidio gubernamental, para la
construcción de un ferrocarril de Veracruz al Pacífico. Con objeto de
mejorar la seguridad del viajero, se crearon cuatro cuerpos de milicia
rural, y para mejorar el sistema telegráfico, se destinaron los ingresos
provenientes de un nuevo impuesto sobre la venta de tabacos.
Aún aferrado a la creencia de que el país necesitaba coloni-
zadores, el gobierno dio pasos para alentar la inmigración extranjera.
Aquellos extranjeros, tanto individuos como miembros de colonias, que
adquirieran y trabajaran tierras, quedarían exentos del pago de contri-
buciones durante cinco años y recibirían además una exención de diez
años sobre todos los demás impuestos. Amén de ello, todos los artícu-
los importados para consumo directo de los inmigrantes se hallaban li-
bres de derechos y aranceles por dos años. El gobierno se daba perfecta
cuenta de que concesiones como éstas habían resultado ineficaces en el
pasado, debido primordialmente a dos factores: el estado de revolución
casi constante y la carencia de registros que mostrara precisamente qué
tierras había disponibles para distribución entre los colonos. Para eli-
minar uno de estos obstáculos el gobierno ordenó un censo general de
tierras, tanto del dominio público como privado.
Aunque Juárez, como Ejecutivo, trataba de poner algún orden a
la administración de los asuntos del país, Juárez el político estaba ocu-
padísimo en contener los ataques contra su poder provenientes del seno
de las filas liberales. El 6 de noviembre de 1860 y desde Veracruz, el
gobierno había emitido un decreto convocando a elecciones especiales
en enero de 1861, para elegir un nuevo Congreso y Presidente. Aunque
de hecho no se celebrarían las elecciones sino hasta varios meses más

100 Este gravamen era una substitución de las alcabalas, pero resultaba injusto
pues recaía muy duramente sobre los que poseían las tierras más cercanas a los
caminos, El Siglo, 7 de mayo de 1861.

292
tarde, al regreso del gobierno a la Ciudad de México, la contienda entre
los principales candidatos presidenciales -Miguel Lerdo, González Or-
tega y Juárez- se tornó en acre lucha. En el curso de la campaña Lerdo
se vio envuelto en un debate de prensa con Ocampo, que apoyaba a
Juárez. Ocampo acusaba a Lerdo de que carecía de la visión interna y
serena requerida por un Ejecutivo capaz. Para demostrar su punto de
vista, citaba la opinión que Lerdo expresara durante la reciente guerra,
en el sentido de que los liberales no podrían triunfar sino con la ayuda
de norteamericanos armados y que la guerra no terminaría más por la
fuerza de las armas. Ocampo de nuevo repetía su creencia de que las
leyes que portaban el nombre de Lerdo eran injustas y que ni sus leyes
ni sus ideas contribuían al progreso del país. En respuesta, Lerdo desa-
fió a Ocampo a probar sus cargos,101 a lo que este último se obligó con
lo que consideraba amplia evidencia: publicó una exposición basada en
su memorándum a Juárez del 22 de octubre de 1859, quejándose de que
Lerdo no comprendía la cuestión de las tierras.
Prieto se sumó al ataque contra Lerdo y trató de hacer que el
candidato se comprometiera a cumplir con las Leyes de Reforma. En
una carta fechada el 22 de enero, pedía la opinión de Lerdo con respecto
al método más sencillo de poner en práctica las leyes;102 pero Lerdo no
cayó en la trampa de un intercambio público de esta naturaleza y, en vez
de ello, sus partidarios mantuvieron una corriente constante de crítica
contra la política gubernamental de permitir el regreso de conservado-
res a sus antiguos puestos en Hacienda. La respuesta de Prieto fue que
éstos eran los únicos burócratas competentes de que se disponía.
Para el mes de marzo la prensa de nuevo se quejaba estridente-
mente de la inercia del gobierno y demandaba un nuevo gabinete. Mu-
chos de los clubes se aunaron al clamor, entre ellos el poderoso Club de
la Reforma. El 14 de marzo, un miembro eminente del gabinete de Juá-
rez, González Ortega, aceptó el nombramiento de presidente honorario
de este club, cuando con toda certidumbre debía haber sabido que este
club era uno de los críticos más enconados del gobierno. Para agregarse

101 Ocampo, Obras, 11, 144-146.


102 El Boletín de Noticias, 26 de enero de 1861.

293
a una situación ya anómala de por sí, el 29 de marzo el club dirigió un
mensaje al Presidente exigiendo la renuncia de todo el gabinete.103
Además de ello, la muerte de Lerdo, acaecida el 22 de marzo,
había reforzado las ambiciones presidenciales de González Ortega, pues
significaba que podía, naturalmente, contar con el apoyo de muchos de
los partidarios de Lerdo, especialmente si demostraba que podía criticar
lo bastante al gobierno.
El 6 de abril González Ortega renunció a su puesto como Minis-
tro de Guerra, precipitando una verdadera crisis. En su carta de renuncia
declaraba que, aunque el Presidente no había encontrado conveniente
aceptar su proposición de que todo el gabinete renunciara, creía que
cuando menos él personalmente debería hacerlo. Ninguna otra acción
era posible, declaraba, puesto que la actitud de la prensa y el tono de
las circulares políticas hacían claro que la opinión pública era hostil al
gabinete. La renuncia concluía con protestas de respeto a la legalidad y
con la declaración que continuaría ocupando el mando de la División de
Zacatecas para sostener las instituciones democráticas.104 El Presidente
inmediatamente aceptó la renuncia. Contestando por el gobierno, Zarco
dijo a Ortega que había confundido la opinión pública con el bullicio de
un club que no poseía significación política y que seguramente se había
visto impelido a actuar por una minoría que carecía de principios polí-
ticos genuinos. En conclusión, Zarco informaba a González Ortega que
debería aguardar a una decisión por parte del gobierno nacional sobre la
cuestión de la comandancia de la División de Zacatecas.105
Como presidente honorario del Club Reforma, difícilmente po-
día González Ortega ignorar los cargos hechos por Zarco de que se
trataba de una organización políticamente insignificante, compuesta de

103 El Siglo, 8 de abril de 1861.


104 González Ortega, 6 de abril de 1861, al Secretario de Relaciones. Documentos
de Ortega. González Ortega se oponía especialmente a Zarco y Ramírez, El Siglo,
7 de abril de 1861. Toda la cuestión es resumida por I. E. Cadenhead. González
Ortega y la política nacional mexicana, tesis de doctorado inédita, Universidad de
Missouri, 70-73.
105 Zarco a González Ortega, 6 de abril de 1861. Documentos de Ortega.

294
irresponsables. Al día siguiente escribió a Zarco atacando a la admi-
nistración. La opinión pública -no solamente un club sino el pueblo-,
según mantenía, se oponía al gabinete por un buen número de razones.
El gobierno había expedido un cúmulo de Leyes y Decretos sin un cui-
dadoso estudio previo; había demostrado favoritismo y había fallado en
sus intentos por restaurar la paz. Finalmente, el gabinete era impopular
porque se había rehusado a escuchar la opinión pública. Por lo que ha-
cia a su derecho para retener la comandancia militar, González Ortega
replicaba que la División de Zacatecas estaba constituida enteramente
por tropas de la guardia nacional del Estado y que se encontraba bajo su
exclusivo mando.106
La renuncia causó gran conmoción en la capital y por algún
tiempo pareció que el gobierno de Juárez se encontraba en verdaderos
aprietos. Gran multitud de gente se dirigió a palacio para pedir al Presi-
dente que despidiera al resto del gabinete y repusiera a González Orte-
ga. Sin embargo, no se encontró a Juárez. Al día siguiente, 7 de abril, la
multitud se congregó de nuevo para repetir sus demandas, pero tampo-
co esta vez se presentó el Presidente.107 Durante los siguientes dos días
los ánimos se caldearon al máximo sobre lo que, en cierto modo, era la
pugna de un presidente civil contra un héroe militar popular. Asimismo,
implicaba el problema de si una oposición bien organizada podía llegar
a forzar al presidente a someterse a sus demandas. La policía tuvo gran-
des dificultades para mantener el orden y el periódico El Constitucional
en nada ayudó a aliviar la situación cuando el 8 de abril proclamó que la
única solución era invadir palacio y arrojar por la fuerza a los ministros.
Pero aun cuando algunos de sus partidarios proponían enérgicas
medidas, afortunadamente González Ortega mismo no tenía intencio-
nes de derrocar al gobierno. El primero de mayo expidió un manifies-
to al pueblo urgiéndolo a mantener la fe en sus funcionarios públicos.

106 González Ortega a Zarco, 7 de abril. Ibid.


107 González Ortega a Doblado, 8 de abril. Documentos de Doblado. Ortega
informaba en su carta que el pueblo lo había asediado durante todo el día con
peticiones de que regresara al gabinete; pero que se hallaba determinado a no
aceptar puesto alguno, sino hasta que Zarco y Ramírez renunciaran.

295
Declaró que el rumor que le atribuía estar preparando una revuelta, era
obra de gente que quería dividir al partido liberal. Aseguraba a la nación
que nunca encabezaría una revolución ni prestaría su nombre para tal
causa, pues el tiempo de la espada había pasado. México debía ahora
empezar a resolver sus problemas por medios pacíficos y legales.108
Aun antes de que apareciera la declaración de González Orte-
ga negándose a apelar en cualquier forma a las armas, los cambios en
el gabinete ya habían enfriado el furor. Prieto renunció el 6 de abril,
aterrado ante la situación financiera del país; y el 21 de abril Mata es-
tuvo de acuerdo en hacerse cargo del Ministerio de Hacienda. Como
había resultado electo al Congreso, consintió en ocupar el puesto sólo
hasta que se celebrara sesión, cuando presentaría su renuncia.109 Igna-
cio Zaragoza substituyó a González Ortega como Ministro de la Gue-
rra. Pero la calma fue sólo pasajera y aun antes de que el Congreso
celebrara su primera sesión regular el diez de mayo, algunos periódi-
cos radicales, entre ellos El Heraldo y El Movimiento, insinuaban un
golpe de Estado.110
Esta nueva sesión fue la primera asamblea que celebraba el
Congreso desde los días de Comonfort en 1857. El 9 de mayo de 1861,
Juárez se dirigió al Congreso e hizo entrega de sus poderes extraor-
dinarios. El suceso que tantos mexicanos habían esperado con ansia
era ahora una realidad: el régimen constitucional estaba restablecido.
Todos los ministros renunciaron el 11 de mayo, con la teoría de que
debería permitirse a Juárez elegir su nuevo gabinete en vista de las re-
cientes elecciones, aun cuando se ignoraba el resultado de la votación
presidencial. El nuevo congreso le permitiría, si lo deseaba, escoger su
gabinete entre la mayoría parlamentaria. Juárez, sin embargo, pensaba
que de acuerdo con la Constitución se encontraba en completa libertad
de elegir a quien quisiera para formar el gabinete y nombró a León Guz-
mán para el importante puesto de Relaciones, a Joaquín Ruíz en Justicia
y Zaragoza continuaba en Guerra. El puesto de Hacienda no fue llenado

108 Documentos de Ortega.


109 Archivo Mexicano, V, 629-636; 798-799.
110 El Siglo, 3 de mayo de 1861.

296
sino hasta el 20 de mayo, cuando un desconocido, José María Castaños,
asumió la cartera. Los cambios en el gabinete poco hicieron para cal-
mar la oposición; los clubes y periódicos contrarios a la Administración
continuaron sus ataques y a fines de mayo muchos de los clubes habían
comenzado a armarse y un periódico, El Movimiento, pedía al Congre-
so que se convirtiera en Convención.111
Poco después del primero de junio, la acre disputa política se
interrumpió momentáneamente cuando llegaron noticias a la capital de
que Melchor Ocampo había sido fusilado por los conservadores. Ocam-
po había partido hacia su hacienda en Michoacán y aunque se le ad-
virtiera que varias bandas de guerrillas conservadoras merodeaban en
la zona, se rehusó a abandonar sus tierras. El 4 de mayo había escrito
a Juárez que vendría a ocupar su asiento en el Congreso, ahora que ya
habían terminado las cosechas;112 pero por alguna razón tuvo que demo-
rar su partida. El primero de junio fue capturado por los conservadores
y ejecutado dos días más tarde. Cuando la noticia llegó a la capital, la
reacción pública fue violentísima. De todas partes brotaron demandas
para que el gobierno actuara rápida y severamente para castigar a los
culpables. La indignación pública era tan grande, que el ejecutivo tuvo
que adoptar precauciones para evitar que el populacho se amotinara
contra los conservadores. No obstante, aunque tuvieron lugar algunos
actos de violencia y una chusma destruyó las prensas del periódico con-
servador El Pájaro Verde, Juárez logró mantener las cosas en relativo
orden. La muerte de Ocampo tuvo una trágica repercusión en una muy
dramática sesión del Congreso. Degollado, previamente despedido del
ejército y totalmente desacreditado, incapacitado aun para ser sometido
a juicio, solicitó permiso para salir y destruir a los conservadores que
asesinaran a Ocampo. La Cámara accedió a su petición y el 15 de junio
partió para lo que sería su última derrota: los conservadores prepararon
una emboscada a las tropas gubernamentales y mataron a Degollado.
Leandro Valle, uno de los más prometedores jóvenes liberales, se avocó

111 Ibid., 25 de mayo de 1861.


112 Archivo de Juárez, Manuscrito. Biblioteca Nacional de la Ciudad de
México.

297
entonces la tarea de vengar a Ocampo; pero también él, 23 de junio,
cayó en manos de los conservadores y fue ejecutado. Tras todos estos
reveses, González Ortega se hizo cargo personalmente de acabar con
las guerrillas.
Mientras la situación militar y la muerte de tres notables mexi-
canos ocupaban la atención popular, los acontecimientos también se
sucedían con toda rapidez en la política. El cómputo de la votación
electoral presidencial mostraba 5,289, por Juárez; 1,989, por Lerdo, y
1,846, por González Ortega; y en su informe el comité electoral decla-
raba a Juárez como Presidente. La minoría protestó que Juárez no había
obtenido votos suficientes para ser electo y proponía que se eligiera
entre él y González Ortega. Puesto a votación, el informe de la mayoría
recibió la aprobación del Congreso, pero sólo por un pequeñísimo mar-
gen de seis votos: 61 a 55.

*Texto tomado del Libro: “Política mexicana durante el régimen de Juárez”.

298
ÍNDICE DE IMÁGENES

Páginas 2 y 3
Paisaje representativo del medio geográfico en donde se desarrolló el señor Melchor Ocampo.

Página 12
Estatua situada en la plaza Melchor Ocampo de la ciudad de Morelia.

Página 21 y 22
Imagen de la casa donde vivió Melchor Ocampo en Maravatío, Michoacán, hoy Presidencia
Municipal. Fotografía propiedad de Julio César Morales Torres.

Página 32
Telescopio que perteneció a Melchor Ocampo, resguardado actualmente en la Sala Melchor
Ocampo, del Colegio de San Nicolás.

Página 42 y 55
Casimiro Castro, Trajes mexicanos, litografía, Papel: 29x42.9, siglo XIX

Página 56
Primer acta de matrimonio ubicada en el Archivo del Registro Civil No. 1 de la ciudad de Morelia.

Página 66
Bandera del Batallón Matamoros, bajo resguardo de la Universidad Michoacana de San Nicolás
de Hidalgo, ubicada actualmente en la Sala Melchor Ocampo del Colegio de San Nicolás.

Página 81
Detalle de la tumba donde se encuentran los restos de Melchor Ocampo; ubicada en la Rotonda
de las Personas Ilustres, sita en el cementerio de Dolores de la Ciudad de México.

Páginas 82 y 103
Libros de Melchor Ocampo, a resguardo del Colegio de San Nicolás.

Página 94
Decreto del 17 de junio de 1861, donde se impone a nuestra entidad federativa el nombre de
“Michoacán de Ocampo”.

Página 104
Retrato de Melchor Ocampo ubicado en la sala que lleva su nombre. Colegio de San Nicolás de
Hidalgo.

Página 114
Fotografía de la casa donde estuvo preso Melchor Ocampo en Maravatío, Michoacán.
(Colección de Julio César Morales Torres)
Páginas 124 y 135
Mural. Historia de Morelia.1961. Alfredo Zalce. En el Palacio de Gobierno de Michoacán.

Página 126
Mural. La importancia de Hidalgo en la Independencia. Pintado entre 1955 y 1957 por
Alfredo Zalce en el Palacio de Gobierno.

Página 126
Mural. Los Pueblos del mundo contra la guerra atómica, 1951. Alfredo Zalce.
En el Museo Regional de Michoacán.

Páginas 136 y 143


Imágenes facilitadas por el Dr. Gerardo Sánchez Díaz.

Páginas 144, 146 y 147


Testamento de Melchor Ocampo, resguardado en la Secretaría de Relaciones Exteriores
en la Ciudad de México, a quien se agradece el acceso que nos dio al documento.

Página 148
Periódico Oficial de Michoacán, 1897.

Página 152
Primitivo y Nacional Colegio de San Nicolás de Hidalgo, después de ser restaurado.

Página 189
Escritorio que perteneció a Melchor Ocampo, resguardado actualmente en la Sala
Melchor Ocampo del Colegio de San Nicolás.

Página 190
Hacienda de Pateo, fotografía propiedad de Ramón Alonso Pérez Escutia.

Páginas 218 y 229


Libro Rojo, Vicente Riva-Palacio y Manuel Payno.

Página 230
Busto de Melchor Ocampo ubicado en el municipio de Contepec, Michoacán.

Página 298
Tumba donde se encuentran los restos de Melchor Ocampo, ubicada en la Rotonda de
los Hombres Ilustres, sita en el cementerio de Dolores de la Ciudad de México.

Páginas 300 y 301


Ruinas de lo que fuera el bebedero para el ganado de la Hacienda del Pateo, perteneciente a
Don Melchor Ocampo.
MELCHOR OCAMPO
BICENTENARIO
1814 ◆ 2014
Se terminó de imprimir en diciembre de 2013
en Morevalladolid, ubicado en Tlalpujahua #208
Col. Felicitas del Río, Morelia, Michoacán.

La edición consta de 1000 ejemplares, y fue coordinada por Marco Antonio Aguilar Cortés,
Eréndira Herrejón Rentería y Paula Cristina Silva Torres.

S-ar putea să vă placă și