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Hugo Perez Navarro

Un tal Julio
A Hugo Perez Ramos, con quien entrelazamos, riendo, algunas de
estas ideas.

A Cintia Martínez, inteligente lectora primordial

Julio, sus apariciones


Lo conocí una noche apacible y luminosa de enero de fines de los sesenta, cerca de la subida de Colón, en Mar
del Plata. Llegó de la mano de una chica de Avda. La Plata y Rivadavia, a la que había conocido en medio de
un grupo como de veinte pibes más o menos de mi edad (cumpliría diez y seis en un par de meses) que
andaban caminando, cantando y tocando la guitarra entre Colón y la Rambla, con los que me crucé y me
integré rápidamente.
En una conversación que se dio una de esas noches, alguno de los pibes lo mencionó. Es evidente que
su nombre estaba en el aire, como acaso también lo estuviera el de Borges. Pero el pibe no dijo Borges: dijo
“Cortázar”. Y algo se encendió.
Seguramente porque quien entusiasmaba era Julio, aquel del que hablaban, aquel a quien leían, aquel
que interesaba a estos chicos de entre 14 y 18 años. Julio, el cronopio, a quien le había zarpado el nombre una
linda y efímera revista de rock & pop y cultura adolescente. Y por ahí siguió la conversación. Recordé un
tedioso acercamiento a él por la Autopista del Sur en el colegio; pero ese recuerdo no contaba: ahora se
trataba de otra cosa. En un momento la chica de Avda. La Plata y Rivadavia propuso prestarme Los reyes y le
hizo saber su decisión al pibe que lo había nombrado, quien con gesto de experto avaló la idea. A la noche
siguiente me lo trajo.
Fue mi primer encuentro en serio con Cortázar, cuya lectura había intentado forzar -sin éxito- la bella y
aburridísima profe de castellano de segundo año. ¿Qué había cambiado desde aquella ominosa lectura del cole,
impuesta por la profesora junto con su propio estilo soporífero? Tal vez que Julio era “joven” y se expresaba
como joven. O tal vez, más bien, que ahí, en esas noches, ninguna autoridad nos imponía nada, que se trataba
de una elección, de algo que podíamos hacer y sentir por nosotros mismos.
Conocer el mito de Teseo y el Minotauro no me ayudó a comprender Los reyes, cuya lectura me dejaba
a cada paso la sensación de que algo se me escapaba, de modo infinito. Pero lo que iba destilando entonces a
cada página, lo que aún hoy me asombra de aquella lectura es que tales carencias no sólo no impidieron sino
que tal vez hasta me ayudaron a descubrir la fascinación del lenguaje, de ese lenguaje increíble de las palabras y
de las situaciones -dadas y posibles- que he recorrido y recorro con un placer que incrementa el deseo y un
deseo que se renueva en la pretensión de saciarse. Y con esa extraña familiaridad que me envuelve cada vez
que vuelvo al mundo-Julio.

[1]
Julio, del lado de allá.
José Pablo Feinmann escribió, allá por 2002: “La metáfora de la casa tomada (que es una de las grandes
herramientas teóricas para entender a la Argentina) fue creada por Julio Cortázar en un cuento perfecto que
publicó en su libro Bestiario, de 1951. Habría, él, de aclarar luego que escribió ese cuento instigado por la
llegada del peronismo (del primer peronismo) al poder. Con ironía y acaso con autoironía habría de decir ‘me
fui del país porque los bombos peronistas no me dejaban escuchar a Bela Bartok’. […] Se va. Acepta describirse como un
joven culto de clase media que huye a París ante la invasión de ‘los otros’”.
Un raje gorila, podría decirse. Con una justificación extremadamente gorila, podría decirse.
Lo cierto es que en El examen -un texto escrito poco antes de su partida y publicado después de su
muerte, y en el que se ven nítidamente esbozos de lo que años después será Rayuela-, se percibe un clima
pesado, abrumador. Los protagonistas de la novela procuran vivir lo mejor que pueden haciendo un mundito
propio de lecturas, música, arte y referencias cultas para no involucrarse con el ominoso halo de la época. Una
época marcada por el inicio de la contraofensiva oligárquica y el desasosiego del peronismo, que no
encontraba una estrategia para frenarla. Porque es real que la ofensiva gorila generó dentro del peronismo un
clima de hostilidad rencorosa que terminó buscando al enemigo allí donde no estaba. Y desarrolló como arma
el consignismo hueco, la búsqueda de lealtad en las formas y no en la política, y eligió la autofagia, en vez de la
profundización del modelo.
No es fácil vivir en un clima en el que los temerosos encubren su mediocridad bajo la exaltada
sacralización de los jefes y en el que la repetición mecánica y descerebrada de consignas no tiene límites y lo
peor, no tiene ideas. Con lo cual, esas consignas se vacían de sentido, y todo se limita a levantar la voz para no
decir nada. Porque desde el consignismo nunca hay nada para decir, si entendemos que decir es marcar los
caminos que lleven a la victoria.
Y en estas situaciones, el hecho de pertenecer o no a una causa, termina siendo irrelevante. Lo vivimos
en los infaustos días de López Rega. Lo vivió Cooke, en la misma época en la que transcurre El examen,
cuando, por haber votado en contra del Acta de Chapultepec, que sometía a la Argentina a los dictámenes del
imperialismo norteamericano, fue excluido de las listas y no pudo ser reelegido como diputado. Después,
Perón daría marcha atrás y a días de que se produjera el golpe que lo derrocaría, no llamó a los serviles para
organizar la defensa: lo llamó a Cooke. Pero ya era tarde. Previsiblemente, los miserables, pobres de espíritu y
carentes de ideas, que se alojan siempre en las estructuras con potencial transformador, que vacían las
consignas a los gritos y susurran al entregar a sus compañeros, no pudieron frenar la caída.
“Ya llevaba diez años escribiendo, pero no publicaba nada o casi nada (el tomito de sonetos, quizá un cuento). De
1946 a 1951, vida porteña, solitaria e independiente; convencido de ser un solterón irreductible, amigo de muy poca
gente, melómano lector a jornada completa, enamorado del cine, burguesito ciego a todo lo que pasaba más allá de la
esfera de lo estético. Traductor público nacional. Gran oficio para una vida como la mía en ese entonces, egoístamente
solitaria e independiente.”
Y se fue. Y, como les pasa a muchos intelectuales, descubrió la vida no como parte de la vida vivida,
sino como parte de un proceso intelectual, a la distancia. Porque a la distancia, la realidad no puede ser sino
objeto de un análisis intelectual: la distancia achica el pathos de los hechos: no se los padece como estando allí.
Yo me solidarizo con el pueblo de Gaza: pero las bombas no caen a mi lado.

[2]
Y Julio descubrió la profunda y dura realidad latinoamericana desde París. Acaso, como lo dijo, con
dolor, con el dolor de creer que desde allí no podía hacer nada. ¿No podía? Sí, podía. Y lo hizo. Échale la culpa
a Cuba.

El compañero Julio
Hay otra aparición, otra intensa llegada de Julio, acaso a principios de 1970 o 1971, también ligada a Mar del
Plata. Esta vez en un interminable viaje de regreso a Río Cuarto, navegando entre las “Cartas a mamá”,
espiando “Las babas del diablo” o persiguiendo a Johnny Carter o Charly Parker, que frasea “esto-lo-estoy-
tocando-mañana”, como sólo se puede tocar (y sólo se puede escuchar) si uno se escapa por la cornisa
irregular y salvaje de una frase musical de Johnny/Charly Carter/Parker o de Coltrane o de Dizzy o del
benemérito Thelonius Monk.
Eso, durante más de 14 horas de micro, con Las armas secretas en mis manos, cuando ya muchos
jóvenes andaban con armas (no tan secretas y nada literarias) en las manos, pasando de la crítica social a la
acción política y procurando que la crítica de las armas hiciera blanco allí donde lo señalaban las armas de la
crítica. Tratando, en suma, de perfilar un mundo mejor, para los más, para los que peor lo pasan siempre, aquí,
en América Latina y en el Tercer Mundo, una categoría extinguida con la caída del Muro, que sin embargo no
consiguió extinguir la pobreza que dicha categoría significaba.
Y en esa misma ruta del sueño que soñábamos tantos, había caído, en octubre de 1967, el más ilustre
soñador, y el más despierto. La noticia le llega a Julio estando él en Argel, en un congreso internacional por los
derechos de los pueblos oprimidos. Quien se la transmite es el escritor cubano Roberto Fernández Retamar.
Esto es parte de la respuesta.
“La verdad es que la escritura, hoy y frente a esto, me parece la más banal de las artes, una especie de refugio, de
disimulo casi, la sustitución de lo insustituible. El Che ha muerto y a mí no me queda más que silencio, hasta quién sabe
cuándo; si te envié este texto fue porque eras tú quien me lo pedía, y porque sé cuánto querías al Che y lo que él
significaba para ti. […] Y para ti también es esto, lo único que fui capaz de hacer en esas primeras horas, esto que nació
como un poema y que quiero que tengas y que guardes para que estemos más juntos.

CHE
Yo tuve un hermano. caminé de a ratos
No nos vimos nunca cerca de su sombra.
pero no importaba. No nos vimos nunca
Yo tuve un hermano pero no importaba,
que iba por los montes mi hermano despierto
mientras yo dormía. mientras yo dormía,
Lo quise a mi modo, mi hermano mostrándome
le tomé su voz detrás de la noche
libre como el agua, su estrella elegida.

Ya nos escribiremos. Abraza mucho a Adelaida. Hasta siempre,


Julio
Para entonces Julio, movilizado por el impacto y el significado de la Revolución Cubana se había
vuelto un convencido difusor del socialismo que implicaban casi todos los procesos de liberación,

[3]
fundamentalmente latinoamericanos. En 1963 había llegado por primera vez a Cuba invitado por Casa de las
Américas para desempeñarse como jurado en un concurso.
"La revolución cubana… me mostró de una manera cruel y que me dolió mucho el gran vacío político que había en mí,
mi inutilidad política… los temas políticos se fueron metiendo en mi literatura..."
A partir de entonces, ya nunca dejaría de interesarse por la política latinoamericana. En esa etapa
escribió su notable cuento “Reunión”, que narra el reencuentro de Fidel y el Che, después de la separación
ocurrida tras el accidentado desembarco de los revolucionarios en suelo cubano. Antes de su publicación,
alguien le alcanzó a mostrar el texto al Che, lector cultísimo, quien tras leerlo, lo devolvió sin el menor
comentario. En tanto, entre tantas estaciones de apoyo y adhesión a los nuevos esfuerzos por construir un
mundo más vivible, Julio viajará varias veces a La Habana, hará una pasadita por Buenos Aires, en 1970,
donde será entrevistado por Paco Urondo, irá a la Santiago del Chile de Allende, y más tarde se enamorará de
la Revolución Nicaragüense, y pasará por todos los rincones de nuestra América donde parecía madurar la
justicia como una fruta henchida de sol, sumándose a quienes, con plena lucidez, soñaban un claro día de
justicia.
La intensidad y perseverancia de su compromiso político –que incluyó la donación en 1973 de las
regalías de El libro de Manuel a los presos políticos de varios países, entre ellos la Argentina-, permitió la
apertura de varias cabezas, empezando por la suya y por la de los sectores de la izquierda peronista, quienes
celebraron un acercamiento que implicaba una lectura distinta del peronismo de parte de Julio. Seguramente
porque en esos años había otro peronismo para leer: un peronismo montado sobre la historia y la fuerza
revolucionaria del pueblo y los trabajadores, que apuntaba a la superación del peronismo clásico, en línea con
a la propuesta de Cooke, de los dirigentes de la Juventud Peronista y de los programas generados por los
propios trabajadores en los congresos de Huerta Grande y La Falda. Una línea, un proyecto que profundizaba
el histórico sentido revolucionario del peronismo y que, en su etapa de acumulación hacia el retorno, Perón
aceptaba y aún estimulaba, definiéndolo como “socialismo nacional” y bendiciendo las acciones de las
organizaciones armadas peronistas.

Julio y don Juan.


—La cloche, le clochard, la clocharde, clocharder. Pero si hasta han
presentado una tesis en la Sorbona sobre la psicología de los
clochards.
—Puede ser —dijo Oliveira—. Pero no tienen ningún Juan Filloy
que les escriba Caterva. ¿Qué será de Filloy, che?

Debe ser algo muy loco eso de leer que un tipo que se instaló en París a comienzos de los 50 sólo para
escribir, mencione un fragmento de un texto que uno escribió y circuló entre unos pocos lectores y que uno
de esos pocos –a miles de kilómetros- se acuerde de los personajes de uno de esos libros de circulación
limitada y se pregunte incluso por uno: “¿Qué será de Filloy, che?”
Tal vez sea una manifestación del destino azaroso de los libros, pues es sabido que casi toda la obra de
Filloy –tal el caso de Caterva- fue editada por él mismo. Al menos hasta principios de los 70, cuando Paidós
empezó a publicar algunos títulos como Op Oloop, La Potra y Estafen. Recientemente, en sus últimos años o
poco después de su muerte, apareció un chaqueño –experto en hacer negocios con el esfuerzo ajeno-, se hizo

[4]
pasar por experto en Filloy y acaso valiéndose de las referencias cortazarianas, consiguió que se editaran
algunas obras más.
Filloy nació 20 años antes que Cortázar y vivió 20 años más.
Ambos fueron escritores, eruditos cósmicos, altos, geniales. Cada uno con su estilo y su temática, pero
con puntos de conexión importantes. La cita de Caterva en Rayuela, y alguna otra que anda por ahí, no son
simples juegos ni exhibición de datos exóticos. El sentido de coincidencia e integración meta-estética es
evidente.
Julio siempre fue joven para escribir: tuvo un estilo de apariencia informal, de expresión irreverente,
que destiló hasta su última línea una percepción fresca y juguetona de la vida, que se abría a la posibilidad de
desplazar la imaginación hacia el “otro lado” de la vida, que aunque no cesa de ser lo que es, puede ser
sentida/mirada con otros ojos, más amplios, como los suyos.
Don Juan, en cambio, al margen de las palíndromas que tanto irritaban a Sabato y de algún otro juego
específico, se apegó a formas clásicas. Su irreverencia no estaba en las formas, sino en las ideas, en los
argumentos, muchos de las cuales resultaban provocadores por el solo hecho de mostrar aspectos de la
realidad que la misma realidad generaba y la mojigatería que ornaba a los poderosos de la villa chica, no
soportaba ver.
Julio y don Juan nunca se encontraron, salvo en las letras.
Yo en cambio, viví 22 años en la calle Deán Funes, la vuelta de la casa de don Juan, que vivía en San
Martín, a la misma altura, arriba del viejo diario El Pueblo, en cuyo local hoy venden rasquetas y facturas que,
por default, recuerdan a las de la confitería Boston de Mar del Plata.
Innumerables tardes lo vi a caminando desde el centro hacia el lado de la estación de ferrocarril o
volviendo de alguno de los barrios del casco céntrico, haciendo su paseo vespertino, con su metro noventa y
pico, su corpachón, sus largos brazos de gorila y su belfo que alguna me vez me hizo pensar que si silbaba,
sonaría como un saxo barítono.
Acaso, además de la distancia, la coincidencia en no coincidir nunca físicamente, la estatura
descomunal de ambos, y el amor por el box, hayan también coincidido en la ternura con la que –más allá de
las formas- uno y otro miraban a la gente que animaba en sus textos, como imágenes translúcidas de las
personas de carne y hueso con las que se cruzaban por ahí, todos los días.

Julio, sus reapariciones


Curiosamente, la censura de libros de la U 9 de La Plata, por donde pasaron miles de presos políticos de la
última dictadura, no incluía todos los libros de Cortázar. No se podía leer historia argentina, por ejemplo ni
economía. Pero sí la obra de lo que para la dictadura sería un agitador subversivo. Así llegaron y volvieron a
mis manos Octaedro, Rayuela, Todos los fuegos el fuego y Final del Juego, donde sobresale el cuento “No se culpe a
nadie”, con ese martillazo final: “Y ocho pisos.”
Estando en la afortunadamente demolida cárcel de Caseros “nueva”, las dos torres ensambladas en
forma de H, a las que el sol era un visitante que tenía prohibida la entrada, llegó primero Alguien que anda por
ahí y poco después, Un tal Lucas. Este último, en especial, fue una corriente de aire fresco, con olor a mar, con

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todos los recursos, los fraseos, los tics esperables y con mucho más de lo previsible, como siempre. Y acaso
con algo más. Algo que, en un recreo, Cacho Paoletti me develó, casi susurrando, en una síntesis magistral:
-Lo noté como despidiéndose…
Corría el año 1980.

Julio… ¿qué Julio?


El retorno a la democracia trajo una tremenda oleada de libertad, vastísima, feliz, similar a la de la “primavera”
camporista, aunque absolutamente más relajada y sin conflictos en el seno del pueblo.
El anuncio del juicio a las juntas de ex comandantes militares fue recibido con alborozo en todos los
espíritus sinceramente democráticos y amantes de la libertad y en especial por quienes esperaban una justicia
reparadora que jamás se había dado en nuestra historia.
Recientemente, y en medio de las referencias suscitadas por el centenario de cortazariano, circuló una
versión –que posiblemente quede como tal- según la cual Alfonsín había decidido poner a Julio lo al frente de
la CONADEP. La decisión era absolutamente coherente: Cortázar era el personaje justo. No sólo no había
almorzado con Videla, sino que había luchado en defensa de los derechos humanos, denunciando las
violaciones cometidas por varias dictaduras en distintos lugares del mundo e integrando en su momento el
prestigioso Tribunal Russell-Sartre, que denunció los crímenes de Estados Unidos en Viet-Nam y el Tribunal
Russell II, centrado, precisamente, en enjuiciar a las dictaduras latinoamericanas. En 1983, precisamente, había
estado en La Habana para asistir a la reunión del Comité Permanente de Intelectuales por la Soberanía de los
pueblos de Nuestra América.
Sin embargo, si la idea existió en algún momento, fue rechazada por el entorno alfonsinista embarcado
en la falaz y reaccionaria teoría de los dos demonios, que equiparaba el accionar de las organizaciones
guerrilleras y la militancia popular y de izquierda con el terrorismo de Estado. Desde esa mezquina visión
Cortázar era políticamente incorrecto, absolutamente desaconsejable.
Esta hipótesis cobra sentido a la luz de los hechos que sí se dieron. Porque es extremadamente
sintomático que, cuando Julio estuvo en Buenos Aires entre el 30 de noviembre y el 4 de diciembre para ver a
su madre, no fuera recibido por el gobierno alfonsinista, como toda la sociedad esperaba. Sin embargo, a su
paso por las calle, el gigantón genial de los ojos descomunales fue reconocido y saludado con enorme cariño
por la gente de a pie, por un pueblo admirado y orgulloso de tenerlo entre los suyos. Sería su último viaje al
país.

Instrucciones para tomar una casa enorme, bella y luminosa


Desde aquel encuentro marplatense hasta hoy, y en circunstancias absolutamente diferentes, los cuentos,
novelas y algunos textos en particular, las lecturas suscitadas, el juego en la lectura y en la escritura, la música
de Thelonius, de Charlie Parker o de Art Tatum y tanto más que me ha quedado y que aún me deja el tal Julio,
han ido formando buena parte de lo de mucho de bueno que puede tener la vida cruzada por la literatura
como una de las mejores vías para transitar por este mundo.

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No hace mucho, en uno de los talleres de lectura inspirados por el inteligente corazón de Lucero
Gómez Cruz, en la hermosa biblioteca del barrio Obras Sanitarias, una zona apenas alejada del centro de Villa
Mercedes, me permití sugerirles a los chicos ahí presentes -que felizmente no eran pocos- que leyeran a
Cortázar, que entraran en su literatura por cualquiera de sus libros, porque la obra del tal Julio , es una casa
enorme, bella y luminosa, a la que puede accederse por la puerta o por las ventanas, una casa de la que no
siempre se quiere salir y a la que uno puede y quiere volver siempre, sin avisar, porque sí, porque vale la pena
estar allí unos minutos y porque cada minuto allí es algo que se disfruta toda la vida.

DERECHOS RESERVADOS

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