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950.893.422.0
Introducción
Cuando uno acude a negociar, lleva consigo todas las experiencias pasadas de
negociación, que se unen en nuestra mente formándonos una idea preconcebida sobre lo
que podemos llegar a esperar de la reunión o conversación que mantendremos.
El objeto de esta nota técnica es alertar a los lectores sobre esta rigidez en
nuestra mente, que catalogaremos en diversos estilos personales de negociación. Una
vez que nos demos cuenta de qué posición adoptamos mecánicamente, quedará como
tarea entender por qué lo hacemos, así como cuándo se originó ese comportamiento.
Nota Técnica IAE, Universidad Austral, preparada por el profesor Alejandro Zamprile y por el asistente de
Investigación Nicolás Luzuriaga, bajo la supervisión del profesor Roberto Luchi, con fecha septiembre de 2001, en
Pilar, Buenos Aires, Argentina, para servir de base de discusión y no como ilustración de la gestión adecuada o
inadecuada de una situación determinada.
Prohibida la reproducción, total o parcial sin previa autorización escrita de ACES. (IAE, Universidad Austral).
ISBN: 950.893.422.0
Copyright © 2001, IAE.
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La historia de Carlos
Para ilustrarlos, voy a contarles una historia que vivió mi amigo Carlos, quien
tuvo la suerte o la desgracia, de familiarizarse con estos estilos en un episodio fuera de
lo común.
Carlos había conseguido un local mucho más amplio y mejor ubicado a sólo
dos cuadras del otro. El banco había optado esta vez por comprar, y una vez mudada la
sucursal era el momento para devolver el viejo local.
No más entrar en el salón principal del local, Carlos se percató de que la gente
de la limpieza ni siquiera había pasado luego de la mudanza. Había una gran cantidad de
telarañas y suciedad en diversas formas: polvo, tierra y papeles. Un revoque descuidado
en lo alto de la pared mostraba el lugar donde había estado el aire acondicionado. La
alfombra, deshilachada en varios lugares, estaba directamente cortada allí donde había
estado la línea de cajas de atención al cliente. Esta disposición de la alfombra, que
dejaba a la vista “geométricamente” retazos de un viejo parquet, resultaba casi
insultante. Carlos pensó –culpándose– que tendría que haber hecho cambiar esa
alfombra, cuanto menos.
“Menos mal que este hombre es apocado”, pensó Carlos, al ver cómo el otro
continuaba mirando disimuladamente las paredes blancas vacías, que contaban con va-
rias zonas más oscuras, allí donde había habido muebles apoyados durante años y años.
Se preguntó si ese hombre no estaría sufriendo por el solo hecho de tener que estar allí.
Era tal su timidez que por momentos le resultaba gracioso.
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rápida le bastó para comprobar que la situación allí era peor. Estos cuartos habían
funcionado como “bauleras” de todo material utilizado en los trabajos de mudanza: bal-
des con mezcla de cemento, pedazos de madera apilados, varios retazos de cables, una
computadora desarmada, y los restos del destruido castillete, que ocupaban la mitad de
una habitación.
Culpándose otra vez por no haber pasado el día anterior a hacer una verifica-
ción del lugar, Carlos giró sobre sus talones. Se sobresaltó cuando vio a Roque Suárez.
Había sido tan sigiloso que ni siquiera lo había escuchado. El inquilino miraba absorto
una de las paredes, la que daba al exterior. Pasado un minuto, le dijo a Carlos
entrecortadamente: “Ésta era mi habitación. Acá dormía yo”.
Por cierto que las bellas formas arquitectónicas originales aún se distinguían en
la fachada, y revelaban que ese inmueble tenía una historia que contar. Por lo pronto,
antes de ser banco, debía haber sido la vivienda de la familia Suárez.
Carlos estaba a esa altura más preocupado por la forma en que reprendería a su
gente que por el problema que tenía delante. Debía hacer firmar el acta de recepción del
inmueble, que en términos generales sentaba legalmente la conformidad de los dueños
sobre el estado del local, la ausencia de deudas y la desligación total del banco de
responsabilidades sobre el inmueble.
Cosme Suárez estaba parado a su lado. Igual de calvo que su hermano, tendría
unos años menos, la misma nariz aguileña y los mismos ojos claros, que esta vez, sin
embargo, brillaban de una manera astuta. La postura calma y derecha del hermano
menor le hicieron presumir a Carlos que la segunda firma sería más difícil de conseguir.
Este hombre caminaba igual de sigiloso que su hermano, pero era seguro y
meticuloso en su recorrido por el salón. Carlos creyó conveniente el discurso que había
pensado originalmente para Roque, y comenzó a pedir disculpas formales. El inquilino,
en otro rasgo común de familia, tampoco hablaba mucho, pero su cara estaba lejos de
mostrar incomodidad. De hecho, estaba lejos de transmitir emociones, salvo un brillo
socarrón en la mirada y una sonrisa irónica.
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Para cuando Carlos había agotado sus disculpas, Cosme Suárez seguía mo-
viéndose como un gato por el salón, haciéndole esporádicos comentarios punzantes: “la
alfombra está algo gastada”, “ahí estaba el aire acondicionado, ¿verdad?”, ¿y estos res-
tos de qué son?
Carlos se ponía más y más incómodo a medida que le seguía el paso a este
hombre enigmático, que marcaba uno tras otro las desprolijidades que saltaban a la
vista. Finalmente, y luego de disculparse otras mil veces, Carlos decidió torcer el
rumbo.
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Carlos se acordó entonces del acta, pero para cuando terminó de sacarla de la
carpeta, Cosme se había alejado unos pasos por la calle. Lo llamó, el inquilino se
volvió, vio el acta en las manos de mi amigo, y con un gesto amable de impaciencia, le
dijo: “Pasado mañana, cuando nos veamos, te la firmo. No te preocupes, está todo
bien”.
Carlos se quedó sentado unos minutos sobre los restos del castillete, con la
incómoda sensación de haber hablado mucho y obtenido poco. Miró el acta, donde el
garabato de Roque contrastaba con el espacio en blanco donde debía firmar Cosme.
Dos días después, Carlos estaba en su oficina a punto de salir para encontrarse
nuevamente con el hermano menor. El día anterior se había cerciorado de que el local
estaba limpio y ordenado. Todo lo sobrante había sido retirado.
No más ver la cara del gerente, Carlos se dio cuenta de que algo malo había
pasado. La cara de su jefe estaba roja de ira, y sus ojos lanzaban llamas. Un ademán le
indicó a Carlos que debía sentarse. Luego recibió en sus manos un papel, que resultó ser
una carta documento. Carlos la leyó, palideciendo.
Gracias a una rápida reacción de dignidad, yo, Cosme Suárez, pude abando-
nar el lugar, cosa que no logró hacer mi hermano Roque sin antes firmar.
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Carlos comenzó a mirar las fotos en blanco y negro sin animarse a mirar a su
jefe a la cara. La casa tenía un aspecto muy bonito en el año 62, con arañas en los techos
artesanalmente trabajadas que le daban a los salones una imagen aristocrática. En una de
las fotos se advertía la presencia de un aire acondicionado muy grande, como los que
existirían en esa época. El parquet se notaba nuevo, incluso a través de la foto. Para
despejar cualquier duda, en la última foto estaban los hermanos Suárez junto a un
jovencísimo Galván, viejo empleado del banco recientemente jubilado, a quien Carlos
había reemplazado en sus funciones.
Carlos se sentía tan abrumado por el torrente de palabras que sintió cómo se
hundía en su asiento y cómo sus manos, escondidas entre las piernas, comenzaban a su-
dar.
El resto de la conversación volvió a ser de un solo lado, esta vez con exigencias
concretas a cumplir. Carlos debía en diez días haber cumplido como fuera con las exi-
gencias de los hermanos, invitarlos al lugar nuevamente y hacerles firmar el acta con
anterioridad a fin del mes.
Para terminar cuanto antes con una reunión que lo castigaba psíquicamente,
Carlos había asentido a las órdenes de su jefe. Más tarde, con más calma, advirtió las
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singularidades de un caso que salía fuera de lo común. Había sido engañado con astucia
por Cosme, quien lo había puesto entre la espada y la pared.
Luego de los diez días más tensos que Carlos vivió en aquel trabajo, llegó el 13
de septiembre. Carlos y su jefe concurrieron al local, donde se encontraron con los her-
manos Suárez nuevamente.
La casa había sido pintada, y el parquet restaurado, aunque había marcas visi-
bles allí, donde los muebles de caja estaban apoyados. Un aire acondicionado moderno,
de 3000 frigorías, reemplazaba en la pared el que utilizaba la sucursal. Las luces puestas
eran modernas y de excelente calidad, aunque distaban mucho de la sofisticación de las
arañas del 62.
Luego de una recorrida por el lugar, que estaba en verdad impecable y vacío de
trastos, las cuatro personas comenzaron a “negociar”.
La posición inicial de Cosme, que nunca dejó de lado su sonrisa socarrona, fue
clara: si bien reconocía los esfuerzos hechos por el banco, todavía no estaba en condi-
ciones de recibir el local, puesto que el parquet estaba marcado y las arañas originales,
de sumo valor afectivo para la familia, no habían sido repuestas. Estaba, sin embargo,
de acuerdo con “hacer la vista gorda” con el tema del aire acondicionado, que no era el
original de 1962.
Una de éstas fueron las fuentes de poder. El jefe hizo notar con amabilidad,
pero con firmeza que la posición de los hermanos era caprichosa, y que no reconocía los
intentos de corresponder la buena voluntad demostrada por el banco. Mencionó la posi-
bilidad de consignar las llaves del local, llevando el tema a juicio, tema que no convenía
a ninguna de las dos partes (sobre todo a los hermanos) dados los altos costos en hono-
rarios legales, amén de un veredicto final sumamente incierto.
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Estaba preocupado por el hecho de no contar más con un inquilino que durante
treinta y cinco años le había pagado puntualmente diez mil dólares mensuales. “¿A
usted le parece terminar una relación de treinta y cinco años, así sin más, con una fría
carta documento de preaviso, sin siquiera avisarme antes por teléfono?” le dijo Cosme
en un momento. Quién sabe qué otros ingresos tenía la familia Suárez.
Una vez comprobada la necesidad que movía a los hermanos, el gerente buscó
crear alternativas de valor que desbloquearan la posición contraria. “Cedió” una dis-
culpa por la manera despersonalizada con la que se había manejado el banco y ofreció a
los hermanos los servicios del oficioso broker inmobiliario de la institución para lograr
una rápido nuevo alquiler o venta del local. Incluso se comprometió a pagarle al broker
en nombre de los hermanos la mitad de la comisión de alquiler o venta en el momento
en que éste/ésta se concretara.
El gerente sabía que podía negociar con su broker con holgura el valor de esta
comisión. La gran cantidad de mudanzas y aperturas de sucursales que el banco estaba
llevando adelante en ese tiempo resultaban en comisiones jugosas para la inmobiliaria.
Cosme cedió su posición inicial, y pidió al gerente que llamara al broker desde
su celular adelantándole el tema y dándole los datos de los hermanos. Luego todos
firmaron el acta nueva sin más reclamos.
El ciervo
Roque Suárez tenía un estilo “huidizo” para negociar. El solo hecho de tener
que contrastar intereses con otra parte lo ponía tenso e inseguro. Su lenguaje corporal lo
delataba ante Carlos, que se había preparado con buena voluntad para una negociación,
admitiendo las desprolijidades del banco. Sin embargo, vista la pasividad de Roque,
Carlos se “agrandó” y le ordenó: “Firme aquí”.
Podemos suponer que a Roque le chocaba el estado del local, como a cualquier
otra persona con dignidad. Sin embargo, prefirió no decir nada, evitar por completo una
contienda que a sus ojos se presentaba como un recuerdo de experiencias pasadas nefas-
tas, y, antes de tener que pensar en cómo seguir, la orden de Carlos para que firmara fue
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El zorro
Carlos pagó cara su ingenuidad ante la actitud de Cosme. Igual de callado que
su hermano, su lenguaje corporal seguro y enigmático intrigaba a Carlos, que no pudo
soportar tanto misterio y comenzó a hablar, en este caso, sinónimo de ceder. Le facilitó
la tarea a Cosme, que sólo se limitó a tomar lo que Carlos ofrecía.
El zorro es aquel personaje enigmático, tramposo, que habla poco y deja que
los demás hagan el gasto. Se presumen colaborativos, pero en verdad son fuertemente
competitivos. Desarman lentamente al rival, que se ve intrigado por las verdaderas in-
tenciones del otro. Entonces el rival cede información, fortalece la posición del “zorro”,
que ahora sabe cómo jugar las cartas que el otro le da.
El buldog
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No es un problema lo que hay que resolver para ellos, es una contienda. El que
gane dejará sangrando a su rival, que quedará “tirado en el piso”.
El negociador eficaz
Por suerte, el jefe de Carlos trocó su personalidad cuando pasó de una nego-
ciación “interna” a una “externa”.
Por último, un zorro sabe reconocer muy bien a otro zorro. El jefe y Cosme se
hubieran “olfateado” con hostilidad durante horas, sin posibilidad de acercamiento a
ningún acuerdo.
Ahora bien, ese problema se podía definir a partir de las necesidades de las par-
tes, que no eran realmente conocidas.
Luego de un “mostrar de dientes” inicial para exhibir las fuentes de poder da-
das por la posibilidad de un juicio, el gerente, bien preparado, exploró la información y
necesidades de la otra parte. Descubrió que había una mezcla de despecho, bronca y
preocupación dada por la perspectiva de no contar más con un ingreso mensual de diez
mil dólares. El trato despersonalizado del banco había provocado un shock en Cosme,
provocando el quiebre inicial, el despertar del zorro.
¿Cómo lograría el banco deshacerse cuanto antes del local, con toda su carga
legal, administrativa y financiera? ¿Cómo lograrían los hermanos recapturar cuanto
antes esa fuente segura y puntual de ingresos?
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¿Qué debió ceder el banco? Un pago futuro al broker, altamente negociable por
la escala del negocio compartido.
¿Qué debieron ceder los hermanos? Las arañas originales, que probablemente
carecieran del valor afectivo reclamado.
Conclusión
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Bibliografía
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Raiffa, Howard,The Art & Science of Negotiation, How to resolve conflict and
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Ury, William, ¡Supere el No! Cómo negociar con personas que adoptan
posiciones obstinadas, Grupo Editorial Norma, 1993.
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