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Los Estilos Personales de Negociación

Introducción

Cuando uno acude a negociar, lleva consigo todas las experiencias pasadas de
negociación, que se unen en nuestra mente formándonos una idea preconcebida sobre lo
que podemos llegar a esperar de la reunión o conversación que mantendremos.

Esto significa que nos dispondremos a negociar con una postura


predeterminada, aquella que mejor nos defienda de los efectos “nocivos” de nuestras
experiencias pasadas.

El objeto de esta nota técnica es alertar a los lectores sobre esta rigidez en
nuestra mente, que catalogaremos en diversos estilos personales de negociación. Una
vez que nos demos cuenta de qué posición adoptamos mecánicamente, quedará como
tarea entender por qué lo hacemos, así como cuándo se originó ese comportamiento.

En nuestros cursos exponemos diversos principios útiles para negociar con


eficacia, resumidos en el “decálogo para una negociación eficaz”, objeto del próximo
capítulo. Uno de ellos postula la necesidad de posicionarse adecuadamente en
el espectro competitivo-colaborativo. Esto significa que debemos ser flexibles para
saber cuán-do es momento de defender nuestras necesidades con los dientes apretados y
cuándo se trata de aflojar tensiones, explorar información y eventualmente efectuar
concesiones a la otra parte.

Nuestra experiencia nos demuestra que en la toma de perspectiva de la mesa de


negociación hallamos las pistas para movernos en ese espectro, para gestionar con
habilidad la tensión de competitiva a colaborativa, que es la forma más prudente y
creadora de valor dentro de todas las posibilidades.

Es justamente en esta toma de distancia “mental” del proceso, que algunos


autores denominan “el balcón”, que debemos reconocer los estilos de negociación que
se están desempeñando, tanto de nuestra parte como de la otra, para entender cómo
afectan el potencial resultado de la interacción, y para desenmascararlos llegado el caso.

Nota Técnica IAE, Universidad Austral, preparada por el profesor Alejandro Zamprile y por el asistente de
Investigación Nicolás Luzuriaga, bajo la supervisión del profesor Roberto Luchi, con fecha septiembre de 2001, en
Pilar, Buenos Aires, Argentina, para servir de base de discusión y no como ilustración de la gestión adecuada o
inadecuada de una situación determinada.
Prohibida la reproducción, total o parcial sin previa autorización escrita de ACES. (IAE, Universidad Austral).
ISBN: 950.893.422.0
Copyright © 2001, IAE.

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La historia de Carlos

Ahora bien, ¿cuáles son esos estilos?

Para ilustrarlos, voy a contarles una historia que vivió mi amigo Carlos, quien
tuvo la suerte o la desgracia, de familiarizarse con estos estilos en un episodio fuera de
lo común.

Carlos era encargado de la parte de inmuebles e infraestructura (“Facilities”) de


un prestigioso banco. Un día debía acudir a efectuar la devolución formal de un local
alquilado a su dueño. En dicho local había funcionado durante años una sucursal del
banco, pero el aumento de las operaciones y las ventas habían dejado en evidencia que
era un lugar pequeño e incómodo para albergar a la cantidad de clientes que entraban a
la hora pico.

Carlos había conseguido un local mucho más amplio y mejor ubicado a sólo
dos cuadras del otro. El banco había optado esta vez por comprar, y una vez mudada la
sucursal era el momento para devolver el viejo local.

Carlos estuvo en la puerta a la hora señalada, y se encontró con el mayor de los


dos hermanos Suárez, dueños del local. Era un hombre de unos sesenta años, calvo, de
nariz aguileña y ojos claros, pero apagados. Tenía un aspecto inseguro y se movía con
excesivo nerviosismo.

No más entrar en el salón principal del local, Carlos se percató de que la gente
de la limpieza ni siquiera había pasado luego de la mudanza. Había una gran cantidad de
telarañas y suciedad en diversas formas: polvo, tierra y papeles. Un revoque descuidado
en lo alto de la pared mostraba el lugar donde había estado el aire acondicionado. La
alfombra, deshilachada en varios lugares, estaba directamente cortada allí donde había
estado la línea de cajas de atención al cliente. Esta disposición de la alfombra, que
dejaba a la vista “geométricamente” retazos de un viejo parquet, resultaba casi
insultante. Carlos pensó –culpándose– que tendría que haber hecho cambiar esa
alfombra, cuanto menos.

Como pretendiendo que nada estaba fuera de lo normal, mientras recorrían el


local vacío, Carlos le contaba a Roque Suárez la pena que había sentido el banco por
tener que interrumpir una relación locador-locatario que había durado casi treinta y
cinco años. Por toda respuesta, el inquilino mascullaba un “sí, de acuerdo” con marcada
tensión en la voz.

“Menos mal que este hombre es apocado”, pensó Carlos, al ver cómo el otro
continuaba mirando disimuladamente las paredes blancas vacías, que contaban con va-
rias zonas más oscuras, allí donde había habido muebles apoyados durante años y años.
Se preguntó si ese hombre no estaría sufriendo por el solo hecho de tener que estar allí.
Era tal su timidez que por momentos le resultaba gracioso.

Carlos se adelantó a Suárez en el recorrido de los cuartos adyacentes, donde


funcionaban las oficinas gerenciales y de atención a clientes corporativos. Una mirada

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rápida le bastó para comprobar que la situación allí era peor. Estos cuartos habían
funcionado como “bauleras” de todo material utilizado en los trabajos de mudanza: bal-
des con mezcla de cemento, pedazos de madera apilados, varios retazos de cables, una
computadora desarmada, y los restos del destruido castillete, que ocupaban la mitad de
una habitación.

Culpándose otra vez por no haber pasado el día anterior a hacer una verifica-
ción del lugar, Carlos giró sobre sus talones. Se sobresaltó cuando vio a Roque Suárez.
Había sido tan sigiloso que ni siquiera lo había escuchado. El inquilino miraba absorto
una de las paredes, la que daba al exterior. Pasado un minuto, le dijo a Carlos
entrecortadamente: “Ésta era mi habitación. Acá dormía yo”.

Por cierto que las bellas formas arquitectónicas originales aún se distinguían en
la fachada, y revelaban que ese inmueble tenía una historia que contar. Por lo pronto,
antes de ser banco, debía haber sido la vivienda de la familia Suárez.

Carlos estaba a esa altura más preocupado por la forma en que reprendería a su
gente que por el problema que tenía delante. Debía hacer firmar el acta de recepción del
inmueble, que en términos generales sentaba legalmente la conformidad de los dueños
sobre el estado del local, la ausencia de deudas y la desligación total del banco de
responsabilidades sobre el inmueble.

Sacó el acta de su carpeta, pensando en un breve discurso introductorio de


disculpa. Pero no después de adquirir un tono más formal, la tensión en la cara de
Suárez aumentó. Su miedo era casi palpable. “¿Qué le hicieron a este hombre?” pensó
Carlos. Agrandado ante un interlocutor que se achicaba, sonrió y, abreviando, le dijo al
inquilino: “Firme acá”.

Luego de un “sí, sí”, el hombre firmó apresurado y se alejó rápidamente. “Mi


hermano estará aquí en cualquier momento”, fue lo último que dijo antes de cruzar
aliviado el umbral de la puerta.

Carlos hizo un par de llamados en su celular a sus subordinados, en los que


largó buena parte de su bronca. Al terminar la última conversación, giró en redondo y se
volvió a sobresaltar.

Cosme Suárez estaba parado a su lado. Igual de calvo que su hermano, tendría
unos años menos, la misma nariz aguileña y los mismos ojos claros, que esta vez, sin
embargo, brillaban de una manera astuta. La postura calma y derecha del hermano
menor le hicieron presumir a Carlos que la segunda firma sería más difícil de conseguir.

Este hombre caminaba igual de sigiloso que su hermano, pero era seguro y
meticuloso en su recorrido por el salón. Carlos creyó conveniente el discurso que había
pensado originalmente para Roque, y comenzó a pedir disculpas formales. El inquilino,
en otro rasgo común de familia, tampoco hablaba mucho, pero su cara estaba lejos de
mostrar incomodidad. De hecho, estaba lejos de transmitir emociones, salvo un brillo
socarrón en la mirada y una sonrisa irónica.

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Para cuando Carlos había agotado sus disculpas, Cosme Suárez seguía mo-
viéndose como un gato por el salón, haciéndole esporádicos comentarios punzantes: “la
alfombra está algo gastada”, “ahí estaba el aire acondicionado, ¿verdad?”, ¿y estos res-
tos de qué son?

Carlos se ponía más y más incómodo a medida que le seguía el paso a este
hombre enigmático, que marcaba uno tras otro las desprolijidades que saltaban a la
vista. Finalmente, y luego de disculparse otras mil veces, Carlos decidió torcer el
rumbo.

Le propuso a Suárez volver a encontrarse en el local en dos días, para que el


banco pudiera hacer una limpieza a conciencia del lugar, puesto que era la intención de
la institución dejar una imagen de pulcritud y rectitud en honor a tantos años de
relación.

Cosme Suárez se volvió entonces un poco más locuaz. Luego de restarle


importancia al tema del desorden en el lugar, le comentó que un encuentro en dos días
le parecía conveniente, para terminar “como se debe” una relación tan fructífera. Carlos,
por su parte, se mostró aliviado de que tal “calurosa” situación hubiera sido bien
canalizada.

Estuvieron unos diez minutos más hablando animosamente de bueyes perdidos.


Carlos se enteró de que los dos hermanos Suárez se habían criado en aquella casa, que
contaba originalmente con una fachada distinguida, parquet de roble, y un toque de
esnobismo para aquellos años dado por un aire acondicionado en el salón.

Mi amigo no pudo evitar mostrarse curioso por la personalidad de Roque.


Cosme, sin hablar demasiado de sí mismo, le comentó que Roque al ser el mayor de los
dos había llevado el peso de continuar con los negocios de la familia, sin ser ésta su
verdadera vocación. Sin embargo, se las había arreglado bien por un tiempo, hasta que
fue estafado como un niño. La familia se vio entonces gravemente endeudada, y Roque,
completamente superado por la situación, había tenido que enfrentar las demandas des-
piadadas de los acreedores.

Fue en esa época que Cosme tomó cartas en el asunto, apuntalando a su


hermano, que cada vez estaba peor. Con el correr del tiempo, y con algunas acciones
afortunadas (como alquilar la casa propia al banco de Carlos en diez mil dólares men-
suales) las finanzas de la familia salieron a flote, pero no así Roque, que no podía su-
perar las presiones que había tenido que soportar. Hoy Roque se acababa de jubilar de
un banco de la competencia, en el que había trabajado durante veinte años en el archivo
de documentación.

Cuando Carlos le preguntó a Cosme por su propia profesión, éste miró


súbitamente el reloj, y haciendo una exclamación, se apresuró a la puerta. Ante la
mirada interrogante de Carlos, volvió a su reticencia inicial y le dijo: “discúlpeme, me
esperan, y estoy muy atrasado”.

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Carlos se acordó entonces del acta, pero para cuando terminó de sacarla de la
carpeta, Cosme se había alejado unos pasos por la calle. Lo llamó, el inquilino se
volvió, vio el acta en las manos de mi amigo, y con un gesto amable de impaciencia, le
dijo: “Pasado mañana, cuando nos veamos, te la firmo. No te preocupes, está todo
bien”.

Carlos se quedó sentado unos minutos sobre los restos del castillete, con la
incómoda sensación de haber hablado mucho y obtenido poco. Miró el acta, donde el
garabato de Roque contrastaba con el espacio en blanco donde debía firmar Cosme.

Dos días después, Carlos estaba en su oficina a punto de salir para encontrarse
nuevamente con el hermano menor. El día anterior se había cerciorado de que el local
estaba limpio y ordenado. Todo lo sobrante había sido retirado.

Cuando se estaba poniendo el saco, sonó el teléfono. Con un seco “vení”, su


jefe, el gerente de servicios administrativos, lo llamó a su oficina.

No más ver la cara del gerente, Carlos se dio cuenta de que algo malo había
pasado. La cara de su jefe estaba roja de ira, y sus ojos lanzaban llamas. Un ademán le
indicó a Carlos que debía sentarse. Luego recibió en sus manos un papel, que resultó ser
una carta documento. Carlos la leyó, palideciendo.

"Sres. Banco Acme:

Nos vemos en la obligación de comunicarnos con ustedes para expresar nues-


tro disgusto por la manera en que intentaron obligarnos a recibir el inmueble que les
hemos dado en locación.

Nos vimos insultados en nuestra buena fe al acudir al local desprovistos de


protección legal. A pesar del desorden y de la mugre que imperaban en el lugar,
tuvimos que soportar las malas maneras a las que nos sometió el empleado de ustedes,
el Sr. Carlos, para que recibiéramos el local de conformidad.

Gracias a una rápida reacción de dignidad, yo, Cosme Suárez, pude abando-
nar el lugar, cosa que no logró hacer mi hermano Roque sin antes firmar.

Es mi intención informarles que, de acuerdo con diversas cláusulas de nuestro


contrato firmado el 4 de abril de 1962, que versan sobre el reintegro del inmueble en
las mismas condiciones en las que éste fue entregado, solicitamos nos inviten a una
nueva reunión en el local una vez se hayan realizado los siguientes trabajos:

*Remoción de las alfombras, pulido y lustrado del parquet original.


*Pintado de todo el inmueble de acuerdo con su estado al comenzar la loca-
ción.
*Colocación del equipo de aire acondicionado que estaba en el salón al
comenzar la locación.
*Reinstalación de los artefactos de iluminación que estaban en el inmueble al
comenzar la locación.

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Adjuntamos fotos tomadas en la fecha mencionada, para que no quepan dudas.


Por otra parte, estamos a día tres de septiembre y aún no hemos visto
acreditado el pago del alquiler adelantado correspondiente a este mes. Es nuestro
deber recordarles que, de acuerdo con la cláusula quince del contrato, pasado el día
tres de determinado mes, los locadores devengan la totalidad del valor del pago
adelantado correspondiente a ese mes.

Esperando no ser víctimas de una nueva situación bochornosa, nos despe-


dimos de ustedes con cordialidad”.

Al final de la carta estaba el garabato de Roque y la elegante firma del “Dr.”


Cosme.

Carlos comenzó a mirar las fotos en blanco y negro sin animarse a mirar a su
jefe a la cara. La casa tenía un aspecto muy bonito en el año 62, con arañas en los techos
artesanalmente trabajadas que le daban a los salones una imagen aristocrática. En una de
las fotos se advertía la presencia de un aire acondicionado muy grande, como los que
existirían en esa época. El parquet se notaba nuevo, incluso a través de la foto. Para
despejar cualquier duda, en la última foto estaban los hermanos Suárez junto a un
jovencísimo Galván, viejo empleado del banco recientemente jubilado, a quien Carlos
había reemplazado en sus funciones.

En los minutos que siguieron, Carlos debió soportar un monólogo despiadado


por parte de su jefe, quien inclinado sobre él, lo increpaba con el dedo. Que cómo podía
ser que el local estuviera sucio, que por qué no había leído el contrato, que dónde
estaban las arañas de la foto, que por qué había sacado el aire acondicionado, qué por
qué había forzado a los hermanos a firmar, qué cómo iba él a explicar estos diez mil
dólares de septiembre en el forecast de gastos, etc.

Carlos se sentía tan abrumado por el torrente de palabras que sintió cómo se
hundía en su asiento y cómo sus manos, escondidas entre las piernas, comenzaban a su-
dar.

Cuando intentó esbozar una explicación, la voz le salió temblorosa: “En


realidad no fue así como pasó todo... no sé dónde está ese contrato...con tantas
mudanzas de las oficinas centrales... en nuestras devoluciones anteriores nunca hizo fal-
ta...a quién se le ocurre sacar fotos cuando alquila un local...a quién se le ocurre guar-
darlas treinta y cinco años...”.

Peor, el jefe lo tildó de estúpido y de negligente.

El resto de la conversación volvió a ser de un solo lado, esta vez con exigencias
concretas a cumplir. Carlos debía en diez días haber cumplido como fuera con las exi-
gencias de los hermanos, invitarlos al lugar nuevamente y hacerles firmar el acta con
anterioridad a fin del mes.

Para terminar cuanto antes con una reunión que lo castigaba psíquicamente,
Carlos había asentido a las órdenes de su jefe. Más tarde, con más calma, advirtió las

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singularidades de un caso que salía fuera de lo común. Había sido engañado con astucia
por Cosme, quien lo había puesto entre la espada y la pared.

Podría colocarle un aire acondicionado, pero ¿cómo asegurar que fuera el


mismo del 62? ¿Qué sentido tenía esto? ¿Cómo recuperar las arañas originales? La pin-
tura de la casa, junto con el restaurado del parquet, ¿podría ser terminado en diez días?

Luego de los diez días más tensos que Carlos vivió en aquel trabajo, llegó el 13
de septiembre. Carlos y su jefe concurrieron al local, donde se encontraron con los her-
manos Suárez nuevamente.

La casa había sido pintada, y el parquet restaurado, aunque había marcas visi-
bles allí, donde los muebles de caja estaban apoyados. Un aire acondicionado moderno,
de 3000 frigorías, reemplazaba en la pared el que utilizaba la sucursal. Las luces puestas
eran modernas y de excelente calidad, aunque distaban mucho de la sofisticación de las
arañas del 62.

Luego de una recorrida por el lugar, que estaba en verdad impecable y vacío de
trastos, las cuatro personas comenzaron a “negociar”.

En realidad, Carlos se abstuvo de intervenir, dada la presencia de su superior,


quien, además, al verlo con aire vengativo, lo instó a no generar tensiones en la conver-
sación. Por otra parte, Roque se veía distraído, relajado por la presencia de su hermano
menor.

La posición inicial de Cosme, que nunca dejó de lado su sonrisa socarrona, fue
clara: si bien reconocía los esfuerzos hechos por el banco, todavía no estaba en condi-
ciones de recibir el local, puesto que el parquet estaba marcado y las arañas originales,
de sumo valor afectivo para la familia, no habían sido repuestas. Estaba, sin embargo,
de acuerdo con “hacer la vista gorda” con el tema del aire acondicionado, que no era el
original de 1962.

El jefe de Carlos, lejos de montar en cólera ante un reclamo algo ridículo,


fuertemente preparado y asesorado legalmente por el abogado del banco, inició un pro-
ceso de negociación en el que utilizó herramientas diversas.

Una de éstas fueron las fuentes de poder. El jefe hizo notar con amabilidad,
pero con firmeza que la posición de los hermanos era caprichosa, y que no reconocía los
intentos de corresponder la buena voluntad demostrada por el banco. Mencionó la posi-
bilidad de consignar las llaves del local, llevando el tema a juicio, tema que no convenía
a ninguna de las dos partes (sobre todo a los hermanos) dados los altos costos en hono-
rarios legales, amén de un veredicto final sumamente incierto.

Pasado este contraposicionamiento inicial, y a través de preguntas creativas y


exploración de la información, el jefe de Carlos se dio cuenta de que Cosme había sido
desagradablemente sorprendido cuando recibió la carta documento del banco hacía 90
días, notificándole la rescisión anticipada de un contrato cuya última prórroga vencía
recién dentro de tres años.

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Estaba preocupado por el hecho de no contar más con un inquilino que durante
treinta y cinco años le había pagado puntualmente diez mil dólares mensuales. “¿A
usted le parece terminar una relación de treinta y cinco años, así sin más, con una fría
carta documento de preaviso, sin siquiera avisarme antes por teléfono?” le dijo Cosme
en un momento. Quién sabe qué otros ingresos tenía la familia Suárez.

Una vez comprobada la necesidad que movía a los hermanos, el gerente buscó
crear alternativas de valor que desbloquearan la posición contraria. “Cedió” una dis-
culpa por la manera despersonalizada con la que se había manejado el banco y ofreció a
los hermanos los servicios del oficioso broker inmobiliario de la institución para lograr
una rápido nuevo alquiler o venta del local. Incluso se comprometió a pagarle al broker
en nombre de los hermanos la mitad de la comisión de alquiler o venta en el momento
en que éste/ésta se concretara.

Lo anterior implicaría a cambio la recepción de conformidad del local por parte


de los hermanos en aquel momento. Esto, aunque evidente, no fue explicitado por el ge-
rente para no presionar a la otra parte.

El gerente sabía que podía negociar con su broker con holgura el valor de esta
comisión. La gran cantidad de mudanzas y aperturas de sucursales que el banco estaba
llevando adelante en ese tiempo resultaban en comisiones jugosas para la inmobiliaria.

Cosme cedió su posición inicial, y pidió al gerente que llamara al broker desde
su celular adelantándole el tema y dándole los datos de los hermanos. Luego todos
firmaron el acta nueva sin más reclamos.

Carlos aprendió la lección, pero para las siguientes ocasiones de devolución de


locales, exigió siempre estar acompañado por dos abogados del banco. Hasta donde sé,
hoy lo sigue haciendo.

Los cuatro estilos personales de negociación

En esta experiencia que vivió mi amigo, se topó con cuatro personalidades


diferentes de negociación, si bien dos de ellas se dieron en una misma persona.

El ciervo

Roque Suárez tenía un estilo “huidizo” para negociar. El solo hecho de tener
que contrastar intereses con otra parte lo ponía tenso e inseguro. Su lenguaje corporal lo
delataba ante Carlos, que se había preparado con buena voluntad para una negociación,
admitiendo las desprolijidades del banco. Sin embargo, vista la pasividad de Roque,
Carlos se “agrandó” y le ordenó: “Firme aquí”.

Podemos suponer que a Roque le chocaba el estado del local, como a cualquier
otra persona con dignidad. Sin embargo, prefirió no decir nada, evitar por completo una
contienda que a sus ojos se presentaba como un recuerdo de experiencias pasadas nefas-
tas, y, antes de tener que pensar en cómo seguir, la orden de Carlos para que firmara fue

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suficiente para terminar con el asunto. Quizás en su interior pensaba: “Cosme se


ocupará de esto”.

La personalidad de Roque, que en el caso aparece intencionalmente estereo-


tipada, se denomina “el ciervo”.

El ciervo es aquel personaje dócil, inseguro, que en una mesa de negociación


cede fácilmente ante cualquier presión y “huye”. Evitan la disputa y se amparan even-
tualmente en otras personas más fuertes que ellas.

Experiencias previas dolorosas generan este esquema de autodefensa en los


ciervos, que no consideran que la negociación es un proceso de aprendizaje teórico y
práctico. Suponen que todas las negociaciones han de desarrollarse con la misma suerte
que aquéllas que lo marcaron con fuego. ¿Qué estilo adquirió Carlos en los siguientes
episodios de devolución de locales?

El zorro

Carlos pagó cara su ingenuidad ante la actitud de Cosme. Igual de callado que
su hermano, su lenguaje corporal seguro y enigmático intrigaba a Carlos, que no pudo
soportar tanto misterio y comenzó a hablar, en este caso, sinónimo de ceder. Le facilitó
la tarea a Cosme, que sólo se limitó a tomar lo que Carlos ofrecía.

Luego, el menor de los hermanos lo hizo entrar en confianza, hablándole de


Roque y no de él, a tal punto que lo hizo olvidarse del “formulismo” del acta. Cuando
Carlos estaba completamente desarmado, lo tomó de sorpresa y ante un comentario que
podía torcer el rumbo se despidió rápidamente, dejándolo sin el pan (sin la firma) y con
la torta (el local seguía en poder del banco).

El zorro es aquel personaje enigmático, tramposo, que habla poco y deja que
los demás hagan el gasto. Se presumen colaborativos, pero en verdad son fuertemente
competitivos. Desarman lentamente al rival, que se ve intrigado por las verdaderas in-
tenciones del otro. Entonces el rival cede información, fortalece la posición del “zorro”,
que ahora sabe cómo jugar las cartas que el otro le da.

Terminada la negociación, la víctima del zorro percibe luego cómo la enga-


ñaron. Sin embargo, ya es tarde para lamentarse.

El buldog

Carlos tuvo que soportar en un mismo día un tercer tipo de personalidad: el


buldog.

Su jefe estaba posicionado en un rol provocado por su enojo hacia su subor-


dinado, pero que en muchas personas se trata simplemente de la actitud natural a tomar
en cualquier negociación. Agresivo, intransigente, burlón, el buldog trata a la otra per-
sona como un rival.

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No es un problema lo que hay que resolver para ellos, es una contienda. El que
gane dejará sangrando a su rival, que quedará “tirado en el piso”.

Cuando Carlos quiso exponer las razones de su engaño, la actitud amenazante


de su jefe lo había inhibido por completo. De no manejar con cuidado la situación, los
buldogs generan ciervos. Palabras entrecortadas salieron de su boca. El buldog “olió
sangre” y arremetió con más fuerza, catalogando a Carlos de estúpido y negligente.

El negociador eficaz

Por suerte, el jefe de Carlos trocó su personalidad cuando pasó de una nego-
ciación “interna” a una “externa”.

Sabía que un posicionamiento duro e intransigente a lo buldog difícilmente


haría mella en Cosme. Esto probablemente hubiera provocado la enésima sonrisa del
hermano menor, quien se habría retirado del local argumentando: “así no podemos
conversar”. Mientras, el local seguiría en poder del banco y el pago del alquiler correría.

Un posicionamiento inicial dócil y complaciente, a lo ciervo, sería una invi-


tación suicida a más astucias del “zorro” Cosme.

Por último, un zorro sabe reconocer muy bien a otro zorro. El jefe y Cosme se
hubieran “olfateado” con hostilidad durante horas, sin posibilidad de acercamiento a
ningún acuerdo.

Es entonces que el jefe de Carlos se posicionó como un auténtico “negociador


eficaz”, tomando en cuenta diversas cuestiones. Una de ellas era que había un problema
concreto que resolver, más allá de las personas involucradas, y de las emociones que da-
ban vueltas.

Ahora bien, ese problema se podía definir a partir de las necesidades de las par-
tes, que no eran realmente conocidas.

Luego de un “mostrar de dientes” inicial para exhibir las fuentes de poder da-
das por la posibilidad de un juicio, el gerente, bien preparado, exploró la información y
necesidades de la otra parte. Descubrió que había una mezcla de despecho, bronca y
preocupación dada por la perspectiva de no contar más con un ingreso mensual de diez
mil dólares. El trato despersonalizado del banco había provocado un shock en Cosme,
provocando el quiebre inicial, el despertar del zorro.

El gerente buscó la manera creativa de satisfacer estas necesidades y las suyas


al mismo tiempo.

¿Cómo lograría el banco deshacerse cuanto antes del local, con toda su carga
legal, administrativa y financiera? ¿Cómo lograrían los hermanos recapturar cuanto
antes esa fuente segura y puntual de ingresos?

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El broker de seguros del banco es la alternativa creativa aportada por el jefe.


Tiene experiencia en el rubro, tiene numerosos clientes corporativos que pueden
reemplazar eventualmente al banco como inquilinos del local. Debemos remarcar que
para los hermanos el problema no era el banco, era en menor medida el trato dispensado
por el banco y, por sobre todas las cosas, el ingreso que representaba el banco.

Para terminar de romper la resistencia de la otra parte, el jefe propone hacerse


cargo de la mitad de la comisión futura como resarcimiento “moral”.

Ambos ven así satisfechas sus reales necesidades, y el local es formalmente


devuelto.

¿Qué debió ceder el banco? Un pago futuro al broker, altamente negociable por
la escala del negocio compartido.

¿Qué debieron ceder los hermanos? Las arañas originales, que probablemente
carecieran del valor afectivo reclamado.

Conclusión

Cuando acudimos a negociar, estas tres personalidades son peligrosas. Como


ocurre en el caso, uno nunca sabe en quién se está apoyando el ciervo, uno nunca sabe
la validez de un acuerdo firmado con él.

Ante todo, y como mencionamos al principio, debemos abstraernos de la mesa


de negociación, y desde ese “balcón mental”, reconocer los estilos dominantes en cada
persona.

Nuestro deber como negociadores eficaces es desenmascarar y luego desarmar


esas posturas que muestran una falsa colaboración, en el caso del zorro y del ciervo, y
una competitividad intransigente en el caso del buldog.

La mejor manera de hacerlo es apoyándonos en el “decálogo para una nego-


ciación eficaz”, que desarrollaremos en el próximo capítulo.

A través una utilización flexible y oportuna de estos principios, podremos


gestionar la tensión que existe entre la que es competitiva real y la colaborativa real,
con la certeza de que no habrá animales raros acechando en la oscuridad.

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