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Por Shiaya
Frotándose los ojos aún llenos de legañas y bostezando de nuevo, caminó como
un autómata hacia la ventana. Subió del todo la persiana, se apoyó en el alfeizar, miró
y… Parpadeó un par de veces, se frotó los ojos, volvió a mirar y… Se pellizcó hasta que
se hizo daño para cerciorarse de
que estaba despierto, volvió a
mirar y…
Su ciudad no era su
ciudad.
Lo que veía ante sus ojos
era una megápolis descomunal
de edificios interminables, una
mole de metal y ladrillo que se
extendía por todas partes allá
hacia donde mirase. Dirigió sus
ojos hacia abajo y le sobrevino
un pequeño ataque de vértigo.
¡Apenas se veía el suelo! ¡Pero
si él vivía en un tercero, qué hacía el suelo tan abajo! Se agarró con fuerza a la ventana
para que el mareo no lo empujase por el borde y continuó echando un vistazo a su
alrededor.
Los coches volaban. Coches futuristas de mil colores volaban ordenadamente en
autopistas aéreas perfectamente ordenadas en diferentes niveles.
Sacudió la cabeza y cayó sentado de culo en el suelo. O seguía soñando, o se
había visto teletransportado de alguna manera miles de años en el futuro, o alguien muy,
muy, pero que muy poderoso había hecho algo terriblemente gordo como para cambiar
la realidad de esa forma en una noche.
Fue entonces cuando se percató de que no solo la calle había cambiado. ¡Toda su
casa era distinta! Las paredes eran redondeadas, sin esquinas, de alguna especie de
aleación de aluminio brillante, Todo era moderno, aséptico, cybertrónico.
Sólo vestido con los pantalones de pijama y descalzo, Hermes salió a toda
velocidad hacia la puerta de su casa. Cuando fue a coger las llaves de su casa, y las que
Lucy le había dejado de la suya para casos de emergencia, no fueron llaves lo que
encontró. Eran tarjetas. “Lógico”, pensaba mientras cerraba tras de sí y echaba a correr
escaleras arriba. También sin esquinas, también metálicas, también futuristas.
Desde la puerta de su casa oía unos golpes y unos gritos hacia arriba, una voz
que le era familiar. ¿Podría ser el imbécil de Gael?
Al llegar al piso de las chicas (que afortunadamente seguía siendo el siguiente
hacia arriba), descubrió que era, efectivamente, Gael. Estaba aporreando la puerta del
piso de Lucy, Angie y Gael, y gritando sus nombres, totalmente fuera de sí. Parecía
presa del pánico.
La I.A. era lo más grande que podía imaginar un ser humano. Un cubo perfecto,
inmenso, cuyas paredes eran circuitos, y cables, y luces fluorescentes. Ellos estaban de
pie cerca del centro, en una plataforma de cableado trenzado que había bajo sus pies.
Ellas estaban sentadas en tres tronos flotantes, gigantes, inmensas; exactamente
en el centro del cubo. Eran ellas pero no lo eran. La I.A. las había cambiado.
Lucy, la primera de las tres. Con su eterna sonrisa, sus pecas y su cara de niña.
El cabello recogido en dos coletas y un vestidito de colegiala de color negro, macabro.
Era una muñeca. Una muñeca articulada. Todas sus articulaciones eran visibles. Por
todo a lo largo de su espalda surgían cables que la conectaban a la I.A. Contrastaba con
la vieja rueca de madera con la que estaba hilando. Pero no hilaba un hilo. Hilaba un
cable. El Cable del Destino.
La seguía Angélica. Angelical ser de silicio, androide con aspecto de mujer. De
un blanco inmaculado, su rostro era su rostro pero nada más. El resto de su cuerpo era
totalmente robótico. Piezas, engranajes, articulaciones, circuitos. Con forma humana,
femenina, pero sin serlo. Con dos agujas de tejer oxidadas, tejía el Cable del Destino. Y
también estaba conectada a la I.A. Los cables surgían de sus brazos y sus piernas.
Moira…
La mitad de su rostro era el de siempre. La otra mitad… No estaba. Lo que había
era una esfera verde brillante, y un esqueleto de metal, circuitos y cables. Lo mismo
ocurría por todo su cuerpo, mirases por donde mirases, faltaban trozos de piel y de
carne, y el hueco quedaba lleno por el esqueleto de metal, los cables, las luces. Toda la
parte de atrás de su cabeza estaba abierta, en un amasijo de metal, carne, sangre y cables
que surgían a cientos y se conectaban con la I.A. Era la que más cables tenía conectados
a las paredes del cubo, pues, además de los que surgían de su cabeza, también tenía por
la espalda, los brazos, las piernas. Con unas viejas tijeras se disponía a cortar el Cable
del Destino.
De pronto, las Parcas parecieron percatarse de que Hermes, Gael y Chava
estaban ahí. Y su cable de la vida se hizo visible, el cable que salía de sus almas y
acababa en manos de las diosas.
Lucy fue la primera en hablar, y su voz, a pesar de ser
su voz, tenía un fondo metálico y monstruoso.
– El Ordenador es tu amigo. El Ordenador quiere que
seas feliz. – dijo, y mientras pronunciaba las palabras, movía
la rueca. Un cable pelado se creó un instante alrededor de
Chava. Un cable pelado por el que viajaban millones de
voltios. El cable rodeó a Chava y le electrocutó. Todo lo que
quedó de Chava fue un esqueleto humeante.
– No ser feliz es traición. –
continuó Angie, mientras tejía
hábilmente con las viejas agujas.
El cable de la vida de Gael
comenzó a alargarse y a
enroscarse en su cuello. Apretó,
apretó y apretó, y todo esfuerzo
del joven por librarse de su mortal
garra fue en vano. No se detuvo a
pesar de haberle ahorcado. El
cable continuó apretando hasta
que la cabeza se desprendió del
cuerpo.
Cayó a los pies de Hermes, que, horrorizado, intentó
hablar con las chicas.
– ¡Lucy, Angie, qué habéis hecho! ¡Eran Chava y
Gael, vuestros novios, los hombres a quien amabais! – ellas
le seguían mirando impasibles, vacías. Ya no estaban, sólo
estaba la Parca, las Tres que son Una – ¿No os acordáis de
nada? ¡Moira, tú siempre has sido la más sensata! ¡Haz que
entren en razón! ¡Esto es una locura! ¡Una pesadilla!
– ¿Eres feliz? – concluyó Moira, tomando entre sus manos el cable de la vida de
Hermes. El corte fue rápido y certero.
– ¡¡¡NOOOOOOOO!!!
“Ese ha sido uno de tus peores miedos, tu peor pesadilla, ¿verdad? Que
descubrieran hasta dónde podían llegar…”
FIN