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INDALECIO PRIETO
ARTÍCULOS DE GUERRA
ARTÍCULOS PUBLICADOS
EN EL LIBERAL (BILBAO)
EN EL VERANO DE 1936
http://www.liburuklik.euskadi.eus/handle/10771/11967
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ÍNDICE
Hombre prevenido...
Jueves 9 de julio de 1936
Madrid 8.—A cuantos estas líneas leyeren, correligionarios y afines, les exhorto a vivir
prevenidos. Conviene estarlo siempre, pero mucho más en determinadas circunstancias que exigen
hallarse alerta. Si es cierto el adagio de que hombre prevenido vale por dos, no nos estorbará
duplicar así nuestra fuerza por si llega el momento de emplearla.
No hay enemigo pequeño, reza otro refrán. Pues bien, no es insignificante el que tiene
enfrente la democracia española. Conviene, además, registrar este fenómeno: que mientras el
enemigo se apiña, nosotros nos desunimos. Cierto que del lado de acá se aferran muchos al supuesto
de que llegada la hora del peligro nos volveremos a unir; pero, ¿cuándo se considera llegada la hora
del peligro? Ahí está el quid. Quienes se consuelan con la esperanza de que la unión surja
súbitamente de entre las cenizas de nuestra discordia, creen que la manifestación externa del peligro
encargada de operar semejante milagro coincide con su mismo nacimiento. Otros nos atrevemos a
considerar que el peligro nace mucho antes de manifestarse con estrépito y, por consiguiente, no
hay que esperar a su acometida para hacerle frente. Hasta nos asalta el temor de que entonces sea
tarde para aniquilarle.
También advertimos error al comparar el volumen del riesgo actual con algún otro pretérito de
cierta semejanza. Entonces se pudo aguardar tranquilamente a que diese la cara para aplastarle.
Ahora nos parecería absurda una espera análoga. ¿Por qué? Por estimar mayores las dimensiones de
lo presente. No hemos de repetir ahora cuanto en ocasiones bien recientes hemos expuesto respecto
a circunstancias creadas por el ambiente, a la formación de un clima propicio a determinadas
sacudidas. No es obra imposible, si bien la reputamos lenta, y hasta ahora no se ha emprendido el
camino para realizarla, la de destruir ese ambiente. Seguimos aconsejándola; pero hoy colocamos
en lugar preferentísimo esta advertencia: vivir prevenidos.
Hombre prevenido vale por dos. Y Gobierno prevenido, lo menos lo menos, vale por cuarenta.
Cumplimiento de un deber
Viernes 10 de julio de 1936
Madrid 9.— Fernando de los Ríos. Ramón Lamoneda, Manuel Albar y yo, como miembros de
la Comisión ejecutiva del Partido Socialista, visitamos ayer en el despacho que los ministros tienen
en la Cámara al jefe del Gobierno. Sobre esa entrevista veo que se fantasea de lo lindo. Acaso las
fantasías hayan llegado hasta las columnas de este mismo periódico a través de sus servicios
informativos. El reporterismo político adolece, por lo general, en Madrid de esta falta de seriedad:
que cuando no sabe una cosa la inventa. Los reporteros no se avienen a aparecer ante el público
desconociendo los temas de una conferencia política o las deliberaciones de un Consejo de
ministros. Se les antoja que ese desconocimiento supone una deshonra profesional, cuando es tan
propio de humanos, aunque sean periodistas, ignorar muchísimas cosas. Sólo Dios, según dicen, lo
sabe todo. Pero Dios no se ha metido todavía a reportero. Lo que sabe se lo calla. De ahí tantos
tropezones como viene dando la humanidad, y que podrían evitarse mediante las oportunas
advertencias celestiales.
La omnisciencia, cualidad exclusivamente divina, no ha descendido de la divinidad al
sacerdocio, como llaman algunos cursis a la profesión periodística. Por lo tanto, resulta inevitable
que los informadores ignoren aquello cuya averiguación no está a su alcance. Ahora bien, en casos
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tales, lo discreto sería confesarlo así, o eludir la confesión si ella provoca el rubor profesional. Todo
menos apelar a la invención, como se ha apelado con respecto a la entrevista a que me refiero.
Porque cuanto acerca de ella he leído es absolutamente falso. Conste así.
Y no aguarde el lector que yo descubra aquí a qué obedeció nuestra conferencia. Eso se hará,
en todo caso, cuando sea oportuno. Por hoy me limito a decir que la Comisión ejecutiva del Partido
Socialista Obrero visitó al presidente del Consejo de ministros en cumplimiento de un deber que
consideró inexcusable.
Entonces sería el instante adecuado para que el enemigo, que está ojo avizor, diese el asalto.
Ni le escasean los medios ni le faltan ganas. Espera solamente la coyuntura, y por lo visto hay
muchos, muchísimos insensatos dispuestos a proporcionársela. Que cada cual tome en esta hora
crítica la responsabilidad que le corresponde.
semilla fructificase. ¡Extraños agricultores estos que se duelen al ver cómo han florecido las plantas
tan amorosamente cultivadas por ellos! Se duelen, pero reinciden. Por lo visto, aspiran a que no les
alcance a ellos el tóxico de sus plantaciones venenosas.
Me dicen que ayer ha caído el presidente de la Casa del Pueblo de Sigüenza. Otro más a la
lista, una lista inacabable en la que figuran, como nombres destacados, Manuel Andrés, Juanita
Rico, Faraudo, Castillo... Dado el sistema de ejecuciones, pueden —podemos— estar en capilla
muchos sin saberlo.
Camino abajo, después de enterrar a José del Castillo, vienen hacia Madrid los obreros,
chaqueta al brazo. Cuando pasan frente a las arcadas del Cementerio general, topan con una barrera
de guardias civiles a caballo, que parece la prolongación del muro que allí concluye. Detrás de los
guardias montados se alinean grupos de fascistas que custodian el cadáver de Calvo Sotelo.
Hay un cambio de miradas iracundas.
He ahí, perfectamente simbolizada, la España de hoy.
Reflexiones de la hora
Viernes 17 de julio de 1936
Madrid, 16.―Los ciudadanos de un país civilizado ―perdóneseme la redundancia, porque en
un país sin civilizar no existe ciudadanía― tienen derecho a la tranquilidad, y el Estado, tiene el
deber de asegurarla. Hace ya algún tiempo ―¿a qué vamos a engañarnos?― que los ciudadanos
españoles se ven desposeídos de ese derecho porque el Estado no puede cumplir el deber de
garantizárselo. Cuando la intranquilidad proviene de elementos sociales sobre los que carece de
control directo el Gobierno, la protesta contra ella no hiere tan hondamente a los gobernantes como
cuando la intranquilidad se produce por la agitación de organismos adscritos al servicio estatal. En
este último caso, el desasosiego público resulta francamente intolerable, y más todavía si lo
ocasionan individuos de institutos armados.
La fuerza pública ha de estar sometida en todo instante a las órdenes del Gobierno, bueno o
malo, perfecto o defectuoso, como sea. A ella no le incumbe medir la capacidad o incapacidad de
los Gobiernos, ni le es lícito acogerlos con distintos grados de simpatía. La fuerza pública, en tanto
no se la invite a salirse de la órbita legal, ha de estar sometida incondicionalmente a quienes
gobiernen. Otra conducta equivale a seguir caminos de anarquía.
Del mismo modo que la Historia llega a justificar las revoluciones del paisanaje, puede
aprobar las insurrecciones militares cuando unas y otras concluyen con regímenes que, por
cualquier causa, se hayan hecho incompatibles con el progreso político, económico o social exigido
por los pueblos. Pero la Historia no aplaudirá jamás en el elemento civil el desorden constante, ni en
el elemento militar la indisciplina continua porque ni ese desorden ni esa indisciplina son factores
verdaderamente revolucionarios.
España vive un período ya excesivamente largo de trastornos, que tienen su origen en
perturbaciones de esa clase en uno y otro sector. Con que tales perturbaciones sólo existieran en uno
de los campos, sería ya bastante para que su mantenimiento indefinido fuera dañosísimo; pero si
persisten simultáneamente en ambas zonas, resulta del todo irresistible. Hay enfermos cuya dolencia
no es mortal, pero la fiebre producto de la dolencia les consume. España está en este caso. La
temperatura febril que padece la está aniquilando. ¿No hay modo de hacerla remitir?
A la generación que le ha tocado vivir época tan agitada no le es fácil, atenta como se halla al
incidente de cada día, apreciar en conjunto, panorámicamente esta descomposición. Eso lo podrán
apreciar mejor que nosotros las generaciones venideras, cuando la Historia agrupe los sucesos, no
sólo por su orden cronológico, sino también por su carácter. Quizá entonces se advierta que al
período presente de la vida española, en el que tantas cosas están en crisis, hay que señalarle como
punto inicial el año 1917, cuando nacieron las Juntas militares de Defensa.
Para la Historia, ese será un jalón. Para el periodismo —historia al menudeo, en que los
acontecimientos grandes aparecen envueltos y casi ocultos entre nubes de sucesos chicos—, el jalón
lo clavaríamos nosotros en el 16 de abril último, cuando el famosísimo entierro del alférez d la
Guardia civil.
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EL DOCUMENTO
La carta a que se refiere el señor Prieto dice así:
Ostende, 13 de octubre de 1935.
Señor D. Felipe Sánchez Román.—Madrid.
Mi querido amigo: He dado otra lectura al borrador del documento que tuvo usted la atención
de enviarme, y en el cual Izquierda Republicana, Unión Republicana y Partido Nacional
Republicano esbozan un plan político que ha de servirles de bandera en la oposición y de
compromiso para cuando lleguen a ocupar el Poder. Esta nueva lectura que le ofrecí no ha servido
para rectificar el criterio que ya le expuse en París, sino para ratificarme en él.
Conforme a lo que usted me pidió, voy a recoger en esta carta las objeciones que ya le hice
verbalmente. Quizá por escrito pierdan la fuerza pasional con que las defendí durante nuestras
conversaciones de hace días, si bien en las líneas que siguen figurarán detalles que entonces omití;
pero fundamentalmente podrá usted apreciar que se trata de una repetición de lo que en París le dije.
Tiene el documento, en la forma y en el fondo, dos defectos muy acusados. En cuanto a la
forma, su extensión, y por lo que respecta al fondo, su vaguedad.
Si Izquierda Republicana, Unión Republicana y Partido Nacional Republicano se juntan
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simplemente en coalición circunstancial y transitoria, estimo erróneo trazar un plan que, como muy
bien se dice en el promio del mismo, no puede ser ejecutado en breve espacio de tiempo, sino en
período muy largo, probablemente mucho más largo que el de la subsistencia de la coalición misma.
A mi entender, coaliciones de esta naturaleza sólo pueden justificarse para ejecutar programas de
realización rápida, porque de otro modo, y sin posibilidad de alcanzar fines verdaderamente
prácticos, se confunden en aglomeraciones grises los matices y se ahogan incluso diferencias
temperamentales cuyo mantenimiento puede ser útil en el juego de una política a largo plazo.
Se echa de ver, y así se confiesa en la primera página del programa, que se ha querido atender
sólo a los problemas de urgencia. Esta ha sido la idea inicial, pero luego, y quizá como
consecuencia de la heterogeneidad de colaboraciones, se ha concluido por formar un plan de
desmesurada envergadura para encomendarle a una coalición.
Y dicho esto, paso a formular mis observaciones, cuya suma constituye el juicio general que
dejo previamente estampado.
colectividades son, en su vida legal, la suma del conjunto de las libertades individuales, y, por tanto,
no resulta posible sin herir éstas la acción restrictiva que con respecto a las organizaciones
ciudadanas se dibuja en la declaración que comento.
Al articularse en el mismo capítulo los medios conducentes a tal restricción, se cita la
conveniencia de una ley que no podrían admitir los partidos políticos situados a la izquierda de
aquellos otros que enarbolan esta bandera. Temo que declaración de tal índole dificulte hasta
imposibilitarla una coalición electoral en la que figurase el Partido Socialista. Entre las amargas
experiencias que el Partido Socialista tiene figura la de haber sido utilizada su fuerza predominante
en las Cortes constituyentes para lograr leyes de excepción tan remarcadas como las de Orden
público y de Vagos. A los socialistas que fuimos ministros entonces llegó a ganarnos con bastabte
anticipación la sospecha de que seríamos lanzados del Poder en cuanto las leyes referidas quedasen
promulgadas. Así estaba planeado, y nuestra sospecha la confirmaron los hechos, y además la
proclaman declaraciones terminantes de cierta alta potestad que acaban de ser transcritas en libro ya
famoso. Después de esos antecedentes, y aunque no existieran, ¿cómo va a exigirse a los socialistas
la prestación de sus fuerzasen una coalición electoral que tenga como uno de sus primeros designios
lograr una ley que dejaría fuera de la legalidad todas sus organizaciones políticas y sindicales? Si
los partidos republicanos que van a suscribir el programa tuvieran por sí solos fuerzas bastantes
para alcanzar el Poder, no dejaría de ser torpe el anuncio de que hablo; pero si, como es evidente,
los republicanos de izquierda sólo pueden obtener el Gobierno mediante un Parlamento en cuya
izquierda ha de tener un grupo importante de diputados el Partido Socialista, la torpeza, a mi juicio,
sube de punto hasta constituir un escollo en el cual podrían estrellarse todas las voluntades que
ahora trabajan en pro de un frente capaz, por la suma de sus elementos, de abatir la reacción
imperante.
No creo que el propósito de lograr esa ley pueda dar grandes pasos de avance; pero si los
diera, en forma de que llegara a presentarse el correspondiente proyecto en las Cortes, podría darse
el caso paradójico y disolvente de que la ley resultara aprobada con los votos de las derechas,
adversarias más o menos francamente del régimen republicano, bajo la esperanza de que al tenerla
cualquier día en sus manos se convirtiera en un formidable instrumento de opresión. En realidad, la
ley pretendida ―que equivale a impedir la formación del bloque de izquierdas o a romperlo
prontamente― plantea de nuevo el tema de los partidos ilegales.
Sé, porque usted me lo ha dicho, que semejante pensamiento se calca de una ley vigente en
Checoeslovaquia; pero hay que tener en cuenta la idiosincrasia de cada país, y la del nuestro no es
muy propicia a semejantes procedimientos. La monarquía misma, salvo periodos
excepcionalísimos, no puso en duda la legalidad de los partidos republicanos.
POLÍTICA AGRARIA.—Es ésta una de las partes del plan quizá más a fondo estudiadas.
Como solución de tipo republicano, acaso no esté mal; pero ya creo haber dicho a usted ―e
igualmente se lo dije a Azaña en Bruselas, y por lo visto le impresionó mucho― que en problemas
de esta naturaleza las soluciones republicanas están ya desbordadas, y al quedar desbordadas
pueden resultar inútiles. Mas en las observaciones que por indicación de usted hago, prescindo de
parangonarlas con las soluciones que yo propondría como socialista. Voy, pues, a hacer unos
reparos desde el mismo punto de vista republicano.
En efecto, sería una buena política la de proteger por diversos medios a la pequeña propiedad
ejercitada por el cultivador directo. Una de las medidas indicadas a tales efectos es la desgravación
fiscal; pero no aparece por parte alguna el procedimiento de compensar descenso tan considerable
en los ingresos del Estado. Además, la generalización de esa política sin las debidas
compensaciones supondría el derrumbamiento de muchísimas Haciendas locales.
Quizá a estas alturas no resulte muy justa la aseveración de que la política arancelaria es más
proteccionista de la industria que de la agricultura, y lo digo porque ante la desvalorización sufrida
por los productos del campo en todo el mundo, las barreras arancelarias son ahora en España tan
altas o más para los productos agrícolas que para los industriales.
A pesar del estudio profundo que respecto de este problema refleja el programa, tiene también
la mácula de una excesiva vaguedad, a lo cual se suma como defecto expositivo la repetición de
conceptos en que hubo de basar sus propagandas antilatifundistas Canalejas, y de otros recogidos
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por González Besada en su ley de Colonización interior, aunque con resultados poco prácticos.
Claro que esta falta de originalidad no puede considerarse como un pecado capital, sino que nos
revela la existencia de una realidad ya apreciada hace muchísimo tiempo; pero la anoto en el debe
teniendo en cuenta la impresión recia que un documento de este género debe producir en el país.
En otro orden de cosas, diré que el aceleramiento de la realización de obras hidráulicas
eliminaría casi totalmente el margen de fracaso de los asentamientos en secano, margen que, a mi
juicio, puede ser enorme, pues procediendo a los asentamientos en regadíos su éxito estaría
archigarantizado. A cuenta de la conveniencia de las obras hidráulicas y del ritmo acelerado en su
construcción me remito a la idea que expuse en Consejo de ministros en 1933, y que intenté poner
en práctica, auxiliado por Viñuales, asegurando la cooperación financiera de de la Federación de
Cajas de Ahorros, en forma que dejara descartado todo espíritu usurario y se lograra una eficacia
muy difícil de obtener a través de la indolencia estatal.
eminentemente protectora de las Cajas de Ahorros de carácter benéfico que iría eliminando el
privilegio inmoral de la Banca privada, consiguiéndose, además, que los beneficios obtenidos por
esas instituciones se reflejaran en obras benéfico-sociales, aliviando al Estado y a las Corporaciones
populares de parte muy considerable de las cargas que representan tales atenciones.
POLÍTICA OBRERA.—No tengo nada fundamental que objetar a las declaraciones que en
este ramo se hacen, si no he de perder de vista que corresponden a partidos republicanos burgueses.
He aquí las observaciones que me ha sugerido la lectura del documento. Son ellas reflejo
exclusivamente de mi criterio personal y sin situarme en el ángulo de mi filiación política. Van
consignadas aprisa, como anotaciones puestas al margen del documento.
Temo que éste, por su estructura y por los términos de vaguedad que en él preponderan,
decepcione en vez de entusiasmar, sobre todo después de la expectación producida por sus
constantes anuncios; y temo, además, que la subsistencia de aquellos puntos que me he permitido
calificar de escollos estorben en vez de facilitar la estrecha unión de las izquierdas que la situación
política de España hace ahora de todo punto indispensable.
Queda cumplido como buenamente pude el encargo que usted me confió. Acaso mis juicios le
parezcan descarnados. Creo que la sinceridad me obligaba a ofrecérselos así, en vez de disfrazarlos
o atenuarlos con eufemismos.
Suyo afectísimo amigo, Indalecio Prieto
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Quienes hayan leído mis últimos artículos en el diario donde habitualmente escribo, parte de
los cuales fueron reproducidos por la prensa de Madrid, comprenderán que en lo que está
actualmente ocurriendo en España no puede haber para mí el factor de la sorpresa. Porque en esos
artículos me cuidé con reiteración machacona de advertir la existencia del peligro, de marcar sus
dimensiones. Una de mis advertencias más cautelosas fue la de decir que quienes confiasen en que
el movimiento subversivo no había de tener mayores proporciones que aquellas que alcanzó el del
10 de agosto de 1932 se equivocaban fundamentalmente, pero que se equivocaban, a mi juicio, y
con igual magnitud, quienes preparando la subversión abrigasen la esperanza de un éxito tan fácil
como aquel que fue conseguido el 13 de septiembre de 1923.
Dije que la sublevación, para mí segura, cuya proximidad y cuya intensidad me cuidé de
anunciar públicamente, habría de encontrar una gran resistencia; que la lucha habría de ser cruenta.
Tomaron muchos ese reiterado aviso mío como una expresión de pesimismo temperamental, que no
niego y menos he de negar ahora —porque el reconocimiento de ese defecto mío es posible, así lo
aguardo, que dé más valor a mis palabras—, y supusieron otros que todo ello obedecía a una
maniobra política que figuraba entre mis designios, pero cuya finalidad no lograba yo alcanzar, ni
nadie, con un sentido de la realidad, podía adivinar.
Pues bien; estamos, no diré yo que en la plenitud de la subversión, porque no es plenitud
cuando se está en un periodo de visible decaimiento; pero estamos en medio de la subversión, en la
rebelión más honda, más profunda, más cruenta, más trastornadora de todas cuantas pueda registrar
hoy la Historia de España. En este trance de dolor, en este trance dramático, intensamente trágico,
constituye hoy España el espectáculo del mundo. El mundo entero tiene puestos en nosotros sus
ojos. Quizá algunos de entre quienes me escuchan supongan que lo queacabo de decir en orden al
cumplimiento de mis predicciones representa una jactancia, más pueril, más mezquina, más
desdeñable en estos instantes tan críticos para España.
Para dejar compensada esa jactancia, si de tal la reputan algunos de los que me escuchan, voy
a hacer esta confesión de un error mío: error que yo podía callar dejándole en la intimidad de mi
pecho, porque nada me obliga a la confesión por cuanto que en este aspecto yo no había hecho
públicamente ninguna clase de predicciones. La compensación que ofrezco a esa jactancia es la
confesión del error siguiente: en el que yo estaba al suponer que el pueblo madrileño, que me
perdone esta suposición íntima que ahora confieso, que el pueblo madrileño no era capaz de llegar
al heroísmo de bravura, de fortalecimiento ciudadano, de virilidad, en suma, de que ha dado
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ejemplo en estas jornadas que habrán de quedar incorporadas, escritas con letras de sangre a la
Historia de nuestra patria. Yo no creí que el proletariado de Madrid, todos sus elementos populares,
hubiesen sido capaces de realizar lo que han realizado.
Y ahora, puesto que vuestra curiosidad estará más legítimamente prendida de la información
que de las palabras que tengan tono de arenga y aires de proclama, os voy a dar yo mi información.
Conste que, a la hora actual, y en los días que van transcurridos desde que se inició en la plaza de
Melilla la subversión militar, hoy en declive, ni he escuchado una referencia radiográfica ni he leído
una línea de periódico. Mi atención ha estado atenta a los problemas del minuto, adherido
incondicionalmente al Gobierno de la República, sin titubeos. Viviendo la vida dramática de estas
jornadas al minuto, no me interesaba nada, no he querido enterarme, de nada de lo que había
sucedido, sino de lo que estaba sucediendo, de lo que iba a suceder. Por consiguiente, mi actividad
ha estado completamente separada de la Prensa y de las impresiones radiofónicas. La información
que yo os voy a dar es la mía, la que he vivido yo. Y al hacerlo constar así sé que me expongo a
contradicciones con las versiones radiofónicas y de Prensa que hayan llegad ante vosotros. Pero yo,
entre mis cualidades, que mi soberbia me veda callar, tengo la de una profunda observación de los
hechos y de los hombres; y a través de esta observación mía, no sólo enfocada a los incidentes
inmediatos a mí, sino también enfocada a la contemplación panorámica del país en guerra civil, vais
a encontrar ahora reflejada esa información después de pasar por el tamiz de mi espíritu, pero con
una absoluta imparcialidad, porque no creo en la eficacia del embuste, ni creo tampoco, ni conviene
en estos momentos, en la eficacia del disimulo, ola deformación. Ante todo, la verdad.
Empiezo por confesar, lo he dicho antes, que estamos ante la subversión de mayor magnitud
que ha podido registrar hasta ahora la Historia de España; que esa subversión está en franco declive.
Yo no me desataré en improperios, que serían inútiles, dirigidos a quienes han producido esa
subversión. Tengo por seguro que muchos de ellos sentirán, temblando el alma en estos momentos
cuando yo lleve hasta lo profundo de ella el acento de mi voz con el crimen cometido, crimen
monstruoso, que han incurrido en una enorme equivocación. Y la equivocación procede de suponer
a las multitudes españolas totalmente desvinculadas de la conquista que para ellas significaba la
República democrática. Cierto, y entre estos sectores me encuentro yo, que hay fuerzas, las
principales en que el régimen se suplanta, que no se conforman porque ello no colma sus
aspiraciones con las conquistas que en el orden social y en el político les representa la República.
Pero todos, con una visión exacta de la realidad, se dan cuenta perfecta, y en los momentos de la
lucha lo han evidenciado con su brío tesonero y bravo, que no pueden consentir en nuestro país un
retroceso político y social.
Habréis advertido que sin querer, dejándome arrastrar por mi temperamento, me he desviado
circunstancialmente de mi propósito de informaros. A mi entender, el movimiento subversivo está
perdido desde el instante mismo en que le falló una de sus piedras más fundamentales. Esa piedra
fundamental a que aludo fue la escuadra, la armada española. Contaban quienes han preparado la
subversión con la adhesión incondicional de la flota de guerra española. Esa flota de guerra
española está al lado del Gobierno de la República. Cierto que ello ha sido posible después de
deponer a los mandos, con todos los cuales se contaba, pero la adscripción a la legalidad
republicana vigente por parte de la Armada española, regida en su mayor parte hoy, que ostentan los
puestos de mando en los puentes de cada uno de los barcos por hijos del pueblo, imposibilita la
aportación a los campos de lucha en la Península del ejército de África, ejército de África que,
naturalmente, por la misión que desempeña, es un ejército a cuyas unidades hay que atribuir mayor
eficiencia que a las unidades peninsulares. El ejército de África, sus elementos bélicos, no pueden
pasar el Estrecho, quedan allí confinados.
Ahora bien; permitidme, españoles que me escucháis —pidiendo a todos que rindáis vuestra
pasión partidista, vuestra pasión parcial en estos momentos de lucha— el reconocimiento de un
hecho, a mi juicio monstruoso. Es este: de que los directores de la rebelión no han vacilado en
colocar a España, en el plano internacional, en circunstancias delicadísimas, provocando la
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subversión en territorios que no son de plena soberanía nacional. España, que a través de diversos
Tratados internacionales, tiene una misión muy circunscrita, muy limitada, entreverada incluso con
una soberanía superior a la del sultán, que solamente se delega en el jalifa, tiene una misión de
protectorado sobre una zona del antiguo imperio marroquí. Y es lamentable, triste, que quienes
hayan querido subvertir el régimen en España no hayan vacilado en llevar la zona de la lucha a un
territorio en el cual la disciplina, el acatamiento a las instituciones, la corrección de la conducta eran
prendas inexcusables de garantía de que España sabía cumplir allí la misión que otras potencias en
convenio con ella le confiaron. Tras esto, quizá en esa ceguera que ha producido el fracaso inicial
de ver a la escuadra española cortar todo posible envío de fuerzas a la península, yo también he de
lamentar que se hayan producido incidentes verdaderamente peligrosos para el prestigio de España,
que es un patrimonio común, a las puertas mismas de Tánger y hasta en la misma dársena de la
plaza inglesa de Gibraltar. No han debido de medir bien, desbocados por la pasión, la
responsabilidad —responsabilidad histórica, mucho más alta que esta otra que se puede desdeñar
perfectamente, de jugarse la carrera, el destino, el porvenir y la vida, que yo acepto en el enemigo
todas esas cualidades— de no haber limitado su acción a esta tierra española, constante escenario de
desventuras y que ahora siente en sus entrañas el palpitar de esta inmensa tragedia.
Pues bien, volviendo al relato: la sublevación fracasó. Allí se desarticuló una de las piezas
principales, y luego se desarticuló otra en la acometida a Madrid. Sabéis, lo sabréis de sobra, cómo
se rindió el Cuartel de la Montaña después de una lucha brava, y cómo tras esta rendición el
movimiento quedó totalmente desarticulado en Madrid. Por cinco sitios, simultáneamente, en los
dos días anteriores a éste que está finalizando cuando os hablo, se ha intentado forzar el paso a
Madrid. En los cinco sitios, simultáneamente, han sido batidos los rebeldes. De su moral sabemos lo
que ellos no saben de la nuestra. Sabemos de moral porque tenemos prisioneros suyos en gran
número y por ello tenemos el testimonio fehaciente de cómo los soldados que figuran en las
columnas de avance organizadas por los rebeldes no sienten impulso alguno en sus acometidas.
Aprovechan el primer contacto con nuestras milicias o con las avanzadas de los elementos armados
que permanecen fieles al Gobierno, para entregarse. La primera prueba de su desvinculación con el
movimiento a que se les ha arrastrado, está en que muestran completa su dotación de municiones
cuando les aprehenden, a fin de justificar que no han disparado un solo tiro. Se bate al enemigo en
el alto de León, cayendo en nuestro poder varias piezas del 15 del regimiento de Segovia; se bate al
enemigo en el alto de Navacerrada y se le bate y se le dispersa en el puerto de Somosierra. Yo, que
incluso me he permitido en esta febrilidad que se ha apoderado de todos, dar consejos tácticos y
estratégicos, me apresuré a recomendar a aquellas gentes nuestras que bajaban por Somosierra,
camino de Aranda, que se contuvieran antes de llegar a la llanada y orillas del Duero, donde podrían
incluso ser objeto de resultados parcialmente desfavorables. A Madrid le bastaban y le sobraban las
montañas inaccesibles de todos los puertos por los cuales es posible la entrada en Madrid a través
de la sierra del Guadarrama. Todos ellos han querido ser tomados; todos ellos están en nuestro
poder; en todos esos lugares ha sido batido el enemigo.
Frente a todos los embustes que esta magia bruja de la radiotelefonía puede producir, y entre
los cuales figura, en unos, el de mi muerte, en otros, el de mi huida, yo os digo que lo hecho ha
constituido para las milicias de Madrid, bisoñas, mal encuadradas, una victoria, un triunfo
alentador, que anoche se traducía en las calles de Madrid en manifestaciones populares donde
juntos, en una multitud abigarrada, Guardia civil al servicio del Gobierno, guardias de Asalto fieles,
carabineros leales y el pueblo entero de Madrid se juntaban por las rúas marchando en avalancha
inmensa, formando en el cortejo un entusiasmo caluroso que emocionaba y arrancaba lágrimas
incluso a los hombres que por su contacto con las multitudes, por su veteranía, están acostumbrados
a dominar la emoción.
Pues bien; no sólo os puedo hablar de los combates victoriosos librados en los picachos de la
sierra de Guadarrama. El acceso más fácil a Madrid procedente del Norte y del Nordeste por la
carretera de Aragón quiso asegurarse con una resistencia que yo debo calificar de heroica por parte
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de los elementos que defendieron aquella antigua ciudad. Once horas duró aquel combate, y ese
combate terminó con una victoria absoluta de las fuerzas populares adictas al Gobierno que
rebasaron a Guadalajara, carretera de Aragón adelante y carretera de Soria arriba, tan impetuosas al
encuentro de fuerzas que dicen salir de ciudades más norteñas y que hasta ahora, salvo avanzadas
exploradoras, por cierto todas ellas desprovistas de audacia, no han dado fe de vida.
Este es Madrid. ¡Ah!, este es Madrid, muy distinto al que presentan las informaciones falsas,
según las cuales Madrid está sitiado, sufriendo las angustias de un asedio, las torturas de una falta
de víveres. En Madrid hay de todo, y asedio no sufre ninguno. No hay más angustia, entre el calor
vivo del entusiasmo de las multitudes, no hay más angustia en el centro de la jornada que el de este
calor del estío madrileño, verdaderamente abrasador. Por lo demás, Madrid, yo no os diré que es el
Madrid normal, porque el Madrid normal es un Madrid relativamente silencioso en esta época de la
canícula en que lo abandonan una gran parte de sus habitantes. Madrid es en estos días un Madrid
ruidoso de júbilo, de algazara y de entusiasmo. Este es Madrid.
Ahora bien, silenciosos oyentes míos, tenéis derecho a formularme esta pregunta: «Bien, ese
será Madrid; pero, ¿qué es España? Pues os lo voy a decir.
Yo he comunicado radiotelefónicamente durante el día de hoy con el Norte de España. Todo el
Cantábrico es nuestro, todo: Asturias, Santander, Vizcaya, Guipúzcoa. En Asturias —sublime
generosidad nuevamente manifestada de los mineros asturianos—, está sitiado en Oviedo el coronel
Aranda con todas las fuerzas que estaban al servicio de aquella Comandancia militar,
extraordinariamente dotada, es cierto, desde los sucesos de octubre de 1934.
No niego eficiencia, por la cantidad y por la selección, a las fuerzas que manda el coronel
Aranda. No niego tampoco inteligencia a este militar, que es quizá —yo rindo justicia al enemigo—
uno de los militares más perfectamente conocedores de su oficio. ¡Ah!, pero estos conocimientos
del coronel Aranda, que han sido útiles en la sorpresa y en el engaño con respecto a su actitud en las
horas preliminares de su sublevación, son totalmente inútiles a esta hora; está encajonado en
Oviedo, está realmente sitiado en Oviedo. Y la generosidad de los mineros asturianos es esta; que
teniendo bríos, medios, pues disponen incluso de artillaría, fuerza sobrada para asolar Oviedo,
renuncian de momento al empeño, queriendo evitar la torrentera de sangre que nuevamente va a
correr por las rúas de la vieja ciudad —mi cuna—; quieren aguardar a que en la inteligencia del
coronel Aranda, ante el convencimiento de que aquellos auxilios que esperaba son totalmente
imposibles, y han pedido que a través de una pequeña demostración aérea se haga entender al
coronel Aranda que su resistencia es inútil y que su porfía en el mantenimiento de la sublevación,
una vez que se agote la paciencia de estos hombres generosísimos, puede traducirse en la página
más ferozmente sangrienta de esta maldita subversión que por bien de todos debiera acabar
Instantáneamente.
Hay un viejo aforismo militar: «plaza sitiada, plaza tomada». Al coronel Aranda, conocedor
del terreno, no se le puede ocurrir la malaventurada idea de hacer una salida, que equivaldría a que
cuantos están a sus órdenes cayesen. ¿Auxilios, de dónde? ¿De dónde? ¡Si a la hora actual todos lo
reclaman para sí angustiosamente! Lo pide por radio Zaragoza, amenazada por tres columnas que
bajan de Cataluña en diversas direcciones, y por esta otra que desbordando Guadalajara marcha
también en dirección a la ciudad de los Sitios; lo reclama Valladolid, lo exige Burgos, todos, aparte
del ropaje con que se quieren encubrir las situaciones críticas con acentos de angustia verdadera.
Todo el litoral de Levante, todo, de Cataluña a Málaga, es enteramente nuestro, unido a Madrid por
una comunicación que no se ha interrumpido ni puede interrumpirse a través de la carretera de
Cuenca y de la vía férrea.
Y oíd esta predicción para que, si se cumple, sirva, cuando menos, para dar mayor crédito a
mis palabras: que dentro de muy poco, al rayar el día próximo, caerá Albacete y quedará asegurada
también otra comunicación con esta zona de Levante, donde no se ha producido ningún alzamiento
contra la República. Albacete está amenazado esta noche por la invasión de dos columnas
fortísimas, procedente la una de Alicante, a través de Almansa y Chinchilla, y la otra de Murcia a
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través de Hellín. Ambas columnas jubilosas, entusiastas y llenas de ardor acampan esta noche a la
vista de Albacete, dispuestas a entrar en la ciudad en cuanto raye el día y a deshacerse ese nudo que
puede cortar una de las comunicaciones con Madrid.
En esta subversión militar, habiendo fallado la sorpresa, que es como pueden producirse todas
las subversiones —y digo que ha fallado la sorpresa porque ninguno de los directores del
movimiento ha podido imaginar el volumen de la resistencia popular—, un ejército o parte de un
ejército que actúa, fijaos bien, no en territorio extranjero, sino en su propia patria, y que no cuente
con la adhesión popular, con la adhesión del pueblo, ese ejército, por eficaces que fueran sus
medios, y son bien defectuosos aquellos de que disponen las fuerzas sublevadas, ese ejército
forzosamente tiene que sucumbir. Ello es fatal, irremediable, inevitable. No hay genios de la guerra
entre los generales que acaudillan esas fuerzas. Dejo a salvo todos los respetos que colectivamente
me merecen y los muy particulares que he rendido públicamente a alguno de ellos; pero aunque
hubiese genios, aunque el espíritu de la milicia española, desde Aníbal aquí, por una concentración
prodigiosa y sobrehumana acabara por vincularse en uno de ellos, sus facultades no podrían llegar a
transformar una realidad tan evidente como es esta: que el pueblo no está con ellos, el pueblo está
con la República, el pueblo está con el Gobierno. ¡Ah!, su error es creer expresión y representación
del pueblo los grupos de gentes apasionadas, furiosamente alocadas, paisanos que se han adherido a
las columnas. Yo les rindo este tributo porque a ello me obliga el respeto y el culto que siempre
tributo a la verdad. Son esos paisanos los que, formando la vanguardia, se baten, son oficiales
también los que se baten.
El soldado no se bate, el soldado no siente el impulso acometedor que ha engendrado la
pasión de los directores de este movimiento. ¡Ah! y cuando esto es así la masa de combatientes
flaquea, porque no tiene hondura moral y combativa. Por mucho, por grande, por temerario que sea
el valor en la lucha, su esfuerzo es inútil. No tiene más que un camino: el del sacrificio; pero no
tiene el otro camino; el de la eficacia. Y el sacrificio, inútil a veces, ni siquiera enaltece.
En estas condiciones, yo, que soy un pesimista impenitente, tengo que proclamar aquí mi
pleno optimismo. Tened la seguridad de que si no lo sintiera, de que si no estuviere arraigado dentro
de mí, yo no lo gritaría a pleno pulmón como lo grito hoy a través de este micrófono para que llegue
mi voz a toda España. Acaso, más que acaso seguramente, yo no me sentiría capaz de disimularlo,
de decir cosa contraria a mi sentimiento, de enfocar el panorama con lentes distintas a aquellas con
las cuales yo lo veo. Hubiese eludido este trance, no hubiese comparecido aquí, ante vosotros,
porque no me hubiese sentido capaz de afrontarle.
El error terrible de quienes han promovido y dirigido esta subversión consiste en no tener
capacidad para medir exactamente la realidad. Voy a ponerme, para esta digresión que sabréis
permitirme, en el propio plano de los subversos, de los sublevados, de los insurrectos, de los
rebeldes, y voy a descontar que ambiciones personales, de medro o de gloria, que son también
ambiciones, y son ambiciones personales las de la gloria personal cuando se va en busca de ellas en
daño del pueblo; voy a suponer que la ambición del medro, desde luego la del lucro y hasta la de la
gloria estén descontadas en este instante; voy a establecer el supuesto de que ellos creyeran que el
régimen republicano llevaba rumbos defectuosos, contenía anormalidades, causaba daños.
Aceptémoslo a efectos de esta digresión; pero, ¿acaso han creído que un daño infinitamente mayor,
la brecha terrible que están abriendo en el pecho de esta patria desangrada, está justificado por la
corrección de daños que, si existen y en el volumen mismo que ellos lo aprecien; son infinitamente
menores a este desgarrón inmenso que nos deja al descubierto del mundo nuestras propias entrañas?
¿No es su acción más propia de vesánicos?
Yo, que soy un español hasta el tuétano y que mis ideas internacionalistas no han menguado
jamás, jamás, oídlo, jamás, el amor por España, donde nací y en cuya tierra irán a fundirse mis
huesos, quiero llamar a la conciencia de todos, pero singularmente de esos hombres que están dando
el espectáculo de que, aparte de aquellos sucesos iniciales a que antes me referí, en una casa
relativamente ajena, que no en la propia, y donde nuestra conducta debe ser más sensata, de
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aquellos incidentes posteriores donde la temeridad ha llegado a arrojar bombas desde los aviones
elevados en Marruecos casi en los malecones de la plaza de Gibraltar. ¿Consuela acaso a esos
hombres el espectáculo de que nuestras dársenas peninsulares se vean ahora pobladas de navíos
extranjeros que no vienen en visita de mera cortesía ni de cumplimientos rituales, sino a asegurar la
vida y a proteger los intereses de sus súbditos como una declaración previa de nuestra incapacidad
colectiva para asegurar en sus límites mínimos esas vidas y esos intereses? Medítenlo, medítenlo,
medítenlo. No haré a cuenta de ello más reflexiones, que a hombres que tengan el alma cultivada
por los efluvios de sentimientos delicados que en ellos hacen florecer las ideas generosas, creo que
bastará simplemente esta anunciación para que quede grabado, como yo quiero que quede, esta
impresión de una angustia que si tiene algo en sí no es la angustia de una derrota, que no preveo,
que descarto, que la elimino porque el triunfo nuestro es seguro, es definitivo, pero que tendrá
tantos o tantos o tantos metros cúbicos de sangre como ellos quieran.
Su impotencia para mi es evidentísima; su derrota está en mi espíritu registrada ya de un
modo inconmovible. ¡Ah! El valor supremo de los grandes hombres es el de la abnegación; la
bravura es cosa circunstancial, acaso inconsistente, pero contagiosa, como el miedo. Aquí, en las
masas populares, se ha contagiado la bravura, se ha contagiado la valentía, se ha contagiado el
ardor; en las masas que les siguen, en las masas de los soldados, hijos del pueblo, se contagia el
miedo. Pues entre estos dos contagios, respecto de los cuales el valor de las subjetividades, por muy
destacado que sea, es nulo, el resultado es fácil de prever.
¡Ah!, ¿qué quieren? ¿Teñir más de sangre las calles de las viejas ciudades de España y los
campos de nuestra vieja nación? Yo, sin querer, porque no era ese mi propósito, pero dejándome
arrastrar por un impulso espiritual, esta alocución mía parece ir dirigida, y lo es en efecto, es una
realidad indiscutible, más al enemigo, más al adversario, que al amigo, al afín. Se equivocarán
quienes dejando desbordarse por el recelo supongan que esto es una arenga de encargo. Es
sencillamente una manifestación de mi espíritu, y yo digo a los republicanos, socialistas, obreros
todos que están al lado del Frente Popular, yo lo digo no como una insuflación de un optimismo
artificioso, sino como la expresión de una convicción hondamente sincera, que el triunfo es nuestro.
No necesito decir que no desfallezcáis, porque os veo contagiados en esa ola de valor volcánico que
cuando surge lo arrolla todo.
Y al enemigo le digo: estás ya de hecho vencido. Mide tu responsabilidad, mide tu
equivocación, mírate por dentro, contémplate y a ver si encuentras en tu panorama interior paisaje
alguno que te invite a la continuación d esta lucha; porque rendición, no la esperes, rendición no la
esperes, rendición no la esperes. Encontrarás cadáveres, pero no hallarás prisioneros. Nada más,
españoles.
la fuerza pública, y Madrid recobró su fisonomía normal. Juegan los niños en plazas y jardines, y
cuando el sol deja de caldear la calle, las terrazas de los cafés se pueblan de comentaristas que,
ahora, naturalmente, consagran sus charlas a los episodios de la sublevación en vez de dedicarlas a
los incidentes parlamentarios o a las proezas taurinas de Domingo Ortega.
La única nota pintoresca es la de ver en posesión de los Círculos aristocráticos y de recreo a
las milicias populares y a los partidos republicanos. Han desaparecido de los sillones de paja de las
terrazas casineras los señorones de antes, y en su reemplazo encontramos a ciudadanos modestos y
jóvenes milicianos vestidos con el mono azul y tocados con la gorra cuartelera.
Lo demás, está como siempre. Muchos madrileños, para distraerse, organizan excursiones a la
Sierra. El Guadarrama tiene ahora, además de los encantos de su divina frescura, el atractivo de ver
aeroplanos y oír algún que otro cañonazo, cuyo eco, por muy distante, no puede llegar a Madrid.
Ahora se va al alto del León y al puerto de Somosierra a dejarse acariciar por la brisa serrana y,
además, a distraerse con el espectáculo de las guerrillas milicianas e incluso a gozar del
estremecimiento producido por el estampido de los obuses.
Madrid, tranquilo, riente y bien abastecido, parece como ausente de la gran tragedia que vive
a estas horas España. Semeja una ciudad asentada a cien mil leguas de los focos de una rebelión
que, si se prolonga, agotará y aniquilará a la nación. Y si se liquida mediante el empleo de todos los
modernos recursos bélicos, destruirá el país, porque una guerra civil en 1936 es cosa mucho más
espantosa que una guerra civil en 1836.
Bilbao se aprestaba a preparar para el 25 de diciembre de este año la conmemoración del
centenario de la batalla de Luchana. Aquel éxito de Espartero, como todos los demás episodios de
dicha contienda y de la posterior que terminó en 1874, puede aparecer —aparece ya— como
incidente minúsculo, insignificante ante las luchas de ahora, en que entran en juego la artillería
moderna y la aviación.
Por ahí van esta noche mis reflexiones, mientras, acodado en el barandal de un balcón,
contemplo este maravilloso cielo de Madrid y me llega de la calle la frívola algarabía de las bocinas
de los autos y del pregón de los vendedores de periódicos.
¿De cuándo data mi preocupación de que un estado de desorden muy prolongado en España
puede originar complicaciones internacionales que, incluso, hagan peligrar nuestra independencia?
De hace mucho tiempo.
Esa preocupación asomó varias veces en discursos y artículos míos, y recuerdo que hube de
formularla de modo muy especial en una conferencia que hace cerca de dos años di en Toledo a las
Juventudes socialistas allí agrupadas.
Quienes oyeran mi discurso que la otra noche se radió desde Madrid, observarían que mis
palabras emocionadas reflejaban esa misma preocupación, la cual se adueña más profundamente de
mi espíritu a medida que van transcurriendo estas horas angustiosas de la gran crisis española.
Europa no contempla nuestra guerra civil como una simple contienda interior.
La multitud de barcos de guerra extranjeros que hacen flamear sus banderas respectivas en
nuestras radas más importantes, señala mejor que nada toda la transcendencia que puede tener en el
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Madrid aplastó en germen el peligro que sobre él se cernía, a la hora misma que las milicias
populares rindieron el Cuartel de la Montaña. Tras éste, y sin resistencia alguna, se entregaron los
demás, en los que por cierto, no tuvo la rebeldía expresiones manifiestas, aunque había motivos
para sospechar que estuviese latente. Y a seguido, cuanto en las proximidades de Madrid se fraguó
insurreccionalmente lo hizo fracasar la valentía del pueblo en armas. Se sublevaban los regimientos
de Alcalá de Henares y fueron prontamente reducidos a la obediencia, quedando prisioneros todos
los promotores. Saltó luego la subversión más a retaguardia, en Guadalajara, y al cabo de un
combate de doce horas, muy encarnizado por el tesón de los sediciosos y el coraje de los asaltantes,
las fuerzas insurrectas quedaban aniquiladas. Sin dejar enemigos a la espalda, los leales, victoriosos,
continuaron adelante hasta más allá de Sigüenza. Esto, por lo que toca a la carretera de Aragón. En
otros sectores, triunfos también espléndidos, sirvieron para deshacer los estorbos que suponían
Toledo y Albacete sublevados.
¿Dónde están, pues, esas columnas que avanzando sobre Madrid lo tienen cercado? ¿Donde?
En ninguna parte, porque distan de ser siquiera columnas ni columnillas un par de núcleos artilleros
que por el Norte, en algunas crestas de la sierra de Guadarrama, hostilizan ligeramente; núcleos que
va desmoronando la deserción. Se entretienen disparando cañonazos que Madrid ni siente ni oye y
que sólo sirven, como el otro día dije, para que las excursiones serranas ofrezcan un nuevo atractivo
a los madrileños curiosos y desocupados. Toda guerra es propensa a los bulos; pero como ésta,
pocas.
El entusiasmo popular
Domingo 2 de agosto de 1936
Madrid 1.―En los quince días que llevamos de rebelión yo no había tenido hasta hoy
contacto directo con las masas populares. Sabía de su entusiasmo, pero no lo había sentido palpitar
de cerca.
Esta tarde lo oí vibrar con pasión cuando, invitado por el jefe del Gobiemo, concurrí, en la
estación de Atocha, al recibimiento de las fuerzas militares que venían de Valencia. Una multitud
compacta aparecía alineada a ambas orillas del paseo del Prado, apiñándose aún más densa en la
glorieta de Atocha. La estación, con su marquesina caldeada por el sol, parecía un inmenso
hervidero. Allí dentro la muchedumbre, apretujada en vías y andenes, soportaba una temperatura
infernal.
A medida que iban llegando los ministros y otros hombres representativos del Frente Popular,
eran acogidos con ovaciones clamorosas. Pero aun fue más prolongada la que acogió la presencia de
una Comisión de marinos.
Y luego, al llegar los trenes militares, el entusiasmo no tuvo límites. Soldados y paisanos
confundían sus gritos frenéticos de adhesión a la República. El ejército vitoreaba al pueblo y el
pueblo vitoreaba al ejército. Se sentían mutuamente reencarnados. En las plataformas que
transportaban los cañones, en los tejadillos de los vagones y las ventanillas de los coches, puños
cerrados simbolizaban el saludo de los que venían a los que esperaban y el de los que esperaban a
los que venían.
Más tarde, cuando las luces de la ciudad comenzaban a parpadear, los soldados, envueltos por
el pueblo y precedidos de banderas, desfilaron por las calles. Los he visto, y ahora me llega de lejos
el eco de los aplausos, que semejan el tableteo de cientos de ametralladoras. Tomo el espectáculo
como signo cierto de que el entusiasmo popular, lejos de decaer, aumenta. A un pueblo en pie
resulta muy difícil batirle. La moral es factor importantísimo y a veces decisivo en esta clase de
contiendas. Pues bien; la moral del pueblo madrileño alcanza alturas inverosímiles.
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Si eso del cerco a Madrid de que viene fantásticamente hablando la Prensa extranjera, fuese
una realidad en vez de una paparrucha y las tropas facciosas pudieran asomarse a la capital, en cada
barrio, en cada calle, en cada esquina se verían obligadas a librar combates cruentos. Asistiríamos a
jornadas como la del 2 de mayo de 1808, pero infinitamente más sangrientas.
No hay cuidado de que semejante trance llegue. Madrid se siente tan holgada en su defensa,
que estos infantes y artilleros que llegaron de Valencia esta tarde, como el millar de campesinos que
arribaron de Ciudad Real por la mañana, servirán de núcleo a columnas que se organizan para
marchar al ataque de los focos de la sublevación, todos muy distantes de aquí.
El tiempo es elemento que favorece al Gobierno. Mientras desgasta a los enemigos, a él le
permite ir encuadrando las fuerzas que de todas partes se le unen. Tiene el Gobierno una cantera
inagotable: el pueblo. Y al pueblo, poseído como está de un fervoroso entusiasmo, no hay quien le
aplaste.
En plena guerra
Martes 4 de agosto de 1936
Madrid 3.—En España estamos en plena guerra, una guerra cuyo alcance no supieron medir
quienes la han provocado, pues creyeron sin duda, que su plan iba a ser cosa de coser y cantar. A
estas horas habrán ya apreciado toda la magnitud de su error, error nacido de que al calcular sus
fuerzas, deslumbrados por la extensión de las mismas, olvidaron calcular las del adversario, que
dieron por nulas. No supusieron que era tan grande la adhesión del pueblo a la República, ni su
fervor por defenderla. Y lo que creyeron iba a reducirse a la lectura de un bando marcial y a lo
sumo, a algún paseo militar, se lo encuentran hoy trocado en una guerra espantosa.
Toda guerra es escuela de crueldades. No escapará la nuestra a esta consecuencia fatal,
verdaderamente terrible. Ni siquiera cuando los sangrientos combates cesen habrá sonado la hora de
la paz. El rescoldo de los odios lo estará avivando a cada instante la pasión, y acaso surjan nuevas
llamaradas. Es muy distinto el final de una lucha entre dos países enemigos, cuyos ejércitos, al
concertarse la paz, pierden todo contacto, que la conclusión de una guerra civil que determina la
convivencia en el mismo territorio de los combatientes. De vencedores y vencidos. El rencor
sobrevivirá por mucho tiempo al armisticio. Ese rencor será más hondo cuanto más se prolongue la
bárbara pelea, que llegará a secar de tal manera los espíritus que no deje florecer en ellos los
principios más elementales de la moral en que ha de descansar la solidaridad humana.
Nuestras preocupaciones deben situarse más allá del término de la guerra civil. Quizá esas, de
orden espiritual, parezcan en estos momentos de furia prédicas pueriles que ahoguen fácilmente el
estampido de las bombas; pero aun en el orden material estricto hay motivos para que no podamos
contemplar sin angustia el porvenir de España.
La lesión que la guerra civil produce en nuestra economía es ya bien evidente. Para apreciar
esa lesión no sólo hay que contar el esfuerzo económico que realiza el Estado para sofocar la
rebelión. Desde un punto de vista nacional es computable también el esfuerzo que en ese aspecto
realizan los insurgentes. Legiones de hombres están apartados hoy del trabajo, que es riqueza, para
consagrarse a la guerra, que es destrucción. Las manos que habían de recoger las cosechas empuñan
las armas, mientras en el campo se agostan y pudren las mieses y los frutos. Y en tanto, cañones y
aeroplanos siembran la ruina. La peseta, que aún mantiene su fuerza adquisitiva en el interior, es un
signo monetario casi nulo en el exterior. No tenemos crédito. La contienda civil ha acabado de
desbaratarlo. Y a medida que la lucha se prolongue, esas heridas se profundizarán poniendo en
peligro la vida misma de España. Todo eso han hecho quienes, según su decir, se proponían
salvarla.
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incomprensible.
Madrid 8.―Poco después de las diez de la noche habló al pueblo español desde el micrófono
instalado en el ministerio de la Gobernación el ex ministro D. Indalecio Prieto. He aquí su
discurso:
A los pocos días de haber estallado la sublevación, que dura ya tres semanas vencidas, me
acerqué a este mismo micrófono a proclamar mi optimismo respecto al resultado definitivo de esta
lucha fratricida que ensangrienta a España. En aquel instante mi optimismo se basaba
principalmente en presunciones; hoy vengo a ratificarlo, pero ya asentado en hechos. Recordaréis
quienes me oísteis en aquella noche y formáis también en la de hoy este auditorio invisible, que
entre los hechos que vaticiné figuraba para el día siguiente la rendición de Albacete. La predicción
mía quedó estrictamente cumplida. Al día siguiente Albacete dejó de ser un núcleo rebelde, y las
columnas de republicanos y socialistas levantinos, procedentes unas de Alicante y otras de Murcia,
que liberaron a Albacete, pudieron, luego de su descanso triunfal, ir a engrosar las columnas que
marchan hacia el Sur, en busca de la liberación de nuevas ciudades.
Digo que en los hechos se cimenta el optimismo que vuelvo a proclamar hoy, porque es
indiscutible que en las tres semanas transcurridas el enemigo no ha conseguido una sola victoria, no
ha obtenido un solo triunfo, no ha logrado un solo éxito. Puede decirse que el panorama es la
generalización de lo que acaba de referirnos Belarmino Tomás, por lo que respecta a Oviedo. Las
guarniciones sublevadas siguen encerradas en las ciudades en que iniciaron la sublevación. No han
extendido su radio de dominación. Por lo que respecta a Madrid, objetivo principal —no era
ciertamente ningún mérito el sospecharlo— de los revoltosos, acabo de leer en un periódico
extranjero unas declaraciones hechas por el general Mola, en las cuales registra como una
decepción el hecho de no haber caído Madrid en poder de los sublevados el día 28 de julio, fecha
que los directores de la sublevación señalaron, a lo visto, para la conquista de la capital de la
República, luego de haberse disipado los efectos fulminantes, únicos obtenidos por ellos, que
llevaba consigo la sorpresa de la sublevación.
Y el tiempo, a medida que corre, es un factor favorable a la República, favorable al Gobierno
que la representa, favorable, en síntesis, a la legalidad republicana, contra la cual se ha alzado parte
del Ejército, y que defienden, con heroísmo, con bravura, que habrá de saber registrar la Historia,
muchedumbres populares; el tiempo, que es un factor que favorece nuestra causa, la causa de todos
los demócratas, la causa de todos los hombres que somos enemigos de la reacción, porque él
consiente a las instituciones legales ir organizando, encuadrando, encauzando el entusiasmo
popular, que en los primeros momentos de lucha tuvo por única característica el ímpetu, el
entusiasmo ardoroso, pero que necesita, para una lucha que sigue manteniéndose, aquella
organización esencial, para que su labor dé un rendimiento más eficaz.
Extensa es la rebelión militar. Inútiles los disimulos en cuanto a esa extensión. Pero es
evidente ―de las mismas declaraciones del general Mola, que comento, se deduce― que han
padecido el tremendo error de suponer que les bastaban simplemente dos o tres días para instaurar
ese régimen autoritario, ciertamente indefinido, del cual no conocemos siquiera las líneas generales,
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aunque sabemos lo que podría ser si llegara a triunfar por la estela sangrienta, ignominiosa,
vergonzosa para todos los españoles, que han dejado a su paso las columnas y los destacamentos de
las fuerzas sublevadas.
Permite al Gobierno el tiempo la organización de las fuerzas populares que, en sustitución de
las del Ejército que está en subversión, han de constituir el pilar defensivo de la República, como
están siéndolo ya. Pero, además, en estas palabras mías, que quiero dejar desprovistas de acento de
pasión, y que han de ser, si ellas responden a mi propósito, profundamente reflexivas; pero, además,
repito, ya es viejo el concepto de que una guerra la gana aquella de las partes en lucha que disponga
de más medios para la resistencia. Una guerra no es simplemente heroísmo; una guerra no es
simplemente valentía; una guerra, en suma, no se resuelve por la superioridad exclusiva del factor
humano; una guerra es infinitamente más que eso; una guerra son medios de resistencia. Esto nos lo
han enseñado muchísimas contiendas bélicas, pero si quisiéramos buscar el ejemplo más reciente y
más magno, lo encontraríamos en la guerra europea. No veáis en esta cita de aquella contienda, de
cuyas conturbaciones no ha podido curarse todavía el mundo civilizado, afanes hiperbólicos de mi
parte; pero pensad conmigo que esta contienda, de la cual estamos siendo todos actores en el suelo
ensangrentado de nuestra Patria, no es un simple motín, no es una trivial asonada; es una guerra,
con todo el terrible acento que la palabra lleva, es una guerra. Y, más que una guerra, es una guerra
civil; es una guerra entre compatriotas, es una guerra entre hermanos. Pues como una guerra hay
que tratarla, como una guerra hay que considerarla, como una guerra hay que examinarla. Y éste es
el examen que, con la concisión a que me obligan las circunstancias en que hablo y el imperio del
tiempo, voy a realizar.
¿Del lado de quién pueden estar las mayores posibilidades del triunfo en una guerra? De quien
tenga más medios, de quien disponga de más elementos; ello es elementalísimo. Pues bien; extensa,
cual es la sublevación militar que estamos combatiendo, los medios de que dispone son
inferiorísimos a los medios del Estado español, a los medios del Gobierno. Si la guerra, cual dijo
Napoleón, se gana principalmente con dinero, dinero y dinero, la superioridad financiera del Estado,
del Gobierno de la República, es evidente. Yo he hecho recientemente, días atrás, bajo mi firma,
esta consideración que repito ante el micrófono, convencido de que su divulgación es mucho mayor
por este medio que el que alcanzaron mis líneas escritas. Doy por ciertos todos los auxilios
financieros que se dicen prestados a los elementos que han organizado la subversión, y, aún
dándolos por ciertos, yo no puedo dejar de reconocer este hecho; a saber: que esos medios han
podido ser suficientes para preparar la sublevación, para iniciarla, para desencadenarla; pero que
esos medios son notoriamente insuficientes para sostenerla. Podría juntarse todo el alto capitalismo
español en la voluntad suicida de ayudar la subversión, y todos los elementos financieros de que el
capitalismo puede disponer libremente en estos instantes son escasísimos ante los muy dilatados del
Estado, Porque, para auxiliar una sublevación ya en armas, se necesita eso que dijo Napoleón:
dinero. De nada sirven cualesquiera otros signos de riqueza, en estos instantes. ¿Es que el
capitalismo puede enajenar sus participaciones en las grandes empresas industriales, para traducir
esas participaciones en dinero y entregarlas al tesoro de la rebelión? ¿Es que puede enajenar sus
minas, vender sus fábricas, ceder sus talleres...? ¿Dónde están los compradores de todas esas
fuentes de riqueza, en estas circunstancias tan angustiosamente dramáticas? No existen, no hay
comprador posible. Pues bien; no habiendo compradores, no habiendo manera de ceder esos bienes
y traducirlos en dinero, que pueda invertirse en el mantenimiento de la sublevación, los recursos en
auxilio de la rebelión, que pueda seguir prestando los elementos capitalistas a los subversos, son
escasos, nimios, insignificantes ante los recursos del Estado. Porque no olvidéis, españoles que me
estáis escuchando, que en estos momentos, y como una consecuencia fatal e indeclinable de esta
sublevación insensata, nuestro signo monetario ha perdido todo su prestigio, ha perdido todo su
valor en el extranjero.
La peseta no tiene ya cotización más allá de nuestras fronteras. Sirve para nuestras
transacciones interiores. No tocamos aún —lo tocaremos, desgraciadamente— el efecto del
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desmoronamiento de nuestro crédito; pero fuera de España los españoles que quieran hacer
transacciones han de hacerlas con moneda extranjera, con francos franceses, con francos suizos, con
dólares, con libras esterlinas; es decir, con signos monetarios que representan oro. No hay más
moneda para el español, perdido su crédito público y privado en el extranjero, que la moneda oro.
Pues bien; todo el oro de España, todos los recursos monetarios españoles válidos en el
extranjero, todos, absolutamente todos, están en poder del Gobierno: son las reservas de oro que han
venido garantizando nuestro papel moneda. El único que puede disponer de ellas es el Gobierno.
Ese tesoro nacional permite al Gobierno español, defensor de la legalidad republicana, una
resistencia ilimitada, en tanto que en ese orden de cosas —no examino de momento otras— la
capacidad financiera del enemigo es nula. ¿De qué le sirve haberse apoderado de cantidades
verdaderamente considerables en billetes del Banco en los establecimientos de crédito de aquellas
ciudades donde está en dominio la subversión? Para el tráfico interior, temporalmente,
momentáneamente, pueden serle útiles; para la adquisición de elementos de auxilio, de material,
todo eso es nulo, porque fuera de España no sirve, ni significa, ni vale nada.
Pero, además, la guerra es hoy, principalmente, una guerra industrial. Tiene más medios de
vencer aquella parte contendiente que disponga de mayores elementos industriales. Y pasad
imaginativamente vuestra mirada por el mapa español; ved las zonas que están dominadas por la
rebelión y aquellas otras que, libres de ella, por fortuna, mantienen incólume su adhesión al
Gobierno que representa la República y que hoy nos representa a todos ios ciudadanos españoles,
no ya amantes de la democracia, sino sencillamente enemigos de la reacción: todo el poderío
industrial de España, todo lo que puede ser cooperación eficaz al mantenimiento de la lucha, en
orden a la producción industrial, todo eso, absolutamente todo —y no hay en la rotundidez de la
expresión hipérbole alguna—, todo eso está en nuestro poder. Y pensad que al aplicar la palabra
nuestro es porque, como os he dicho antes, la causa que personifica el Gobierno de la República es
la causa de toda la democracia española.
Pues bien; con los recursos financieros, totalmente en manos del Gobierno, con los recursos
industriales de la nación, también totalmente en manos del Gobierno, podría crecer hasta la esfera
de lo legendario el valor heroico de quienes impetuosamente están en armas contra la República, y
aun así, aun cuando su heroísmo llegara a grados tales que pudiera ser cantado ensalzadoramente
por los poetas que quisieran adornar la Historia de esta época triste de la República; aún así, serían
inevitable, inexorable, fatalmente vencidos.
Pero yo, que hablo de lo que soy testigo principalmente, y digo, en honor de estos bravos
milicianos populares, que han hecho del desdén a la vida el culto más generoso a su ideal, que no
hay superioridad en bravura, en heroísmo, en valentía, en los elementos sublevados. No voy yo a
hacer a cuenta de esto parangones que para unos —para los nuestros— podría incluso sonar a
halago y a adulación —y yo no adulo nunca ni halago a la fuerza, aunque la fuerza esté adscrita
devotamente a lo más íntimo y más profundo de mis sentimientos— y podría parecer con respecto a
los otros que en el parangón iba un desdén, acaso un denuesto, una imprecación injuriosa. No es ése
mi propósito. Pero yo digo que en estos aletazos de la pasión política española, que nos ha llevado
al campo de batalla, con toda justicia, con toda sinceridad, con toda lealtad, no puedo atribuir al
enemigo ninguna superioridad de moral combativa.
Lo dije la otra vez y lo confirmo hoy: los soldados no se baten. Cualesquiera contactos
establecidos con ellos bastan para que en cuanto la coyuntura se presenta la deserción, que en este
caso es adscripción a la legalidad, se produzca instantáneamente. Y donde no están desarmados los
soldados, los hijos del pueblo, a quienes la obligatoriedad de la ley obligó a vestir el uniforme, están
en la retaguardia y a veces las vanguardias, constituidas por determinados elementos, no sólo
significan que ellas constituyen por si lo único en que se puede confiar en cuanto a moral
combativa, sino que, además, desempeñaba la función de aprehensores de quienes están en su
retaguardia, porque su misión principal es constituir una línea que forme un valladar entre nuestras
líneas y las suyas, para que no puedan acercarse a los nuestros los soldados que con el corazón y
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con el alma entera están deseando adscribirse, unirse, a los que en lucha brava y leal defienden la
legalidad republicana.
No es de muchas fechas el caso más característico y más numeroso de este fenómeno que
señalo. Lo ha constituido el copo de la casi totalidad de una de las dos columnas salidas en
combinación de Zaragoza para recobrar el pueblo de Sástago, recientemente perdido, en las
proximidades de aquella ciudad. No es que los soldados no combatieran; no es que los soldados,
ante el contacto con nuestras fuerzas, sintieran deprimido su valor y retrocedieran, no; es que en
masas se sentaban en el suelo, sin disparar un solo tiro y esperaban tranquilamente a que los
nuestros se acercaran para entregarse a ellos y, tras la entrega, hacer el ofrecimiento de que sería
para ellos designio de honor el que se les otorgara la merced de figurar en la vanguardia de las
columnas que hubiesen de entrar en Zaragoza.
Yo sé, porque conozco el orgullo de ciertas gentes, y al conocer este orgullo descubro la
dificultad insuperable de que el orgullo se abata para dar paso a un estado de conciencia que
reconozca un error y procure enmendarlo en la esfera de lo posible, yo sé que estas palabras serán
ociosas para los caudillos de la rebelión; sé, además, que aquellos hijos del pueblo que han sido
arrastrados por ellos a la sedición no oirán el eco de lo que digo. Pero aun descontados estos
factores, que neutralizan el esfuerzo de mi palabra, yo no puedo callar mi convicción, soy un
hombre de responsabilidad, cada vez más fina, más atildada, si queréis admitir estos dos objetivos.
Hablo a una parte considerable de la nación española, y ante ella, ante esta generación de
españoles, jalón de nuestra historia, yo hablo para determinar unas responsabilidades, para fijarlas,
para delimitarlas. Y la responsabilidad de quienes por orgullo y sin probabilidades de éxito
mantienen una lucha fratricida, tras cuya prolongación puede estar la ruina de España, porque son
visibles los peligros para su integridad y son visibles también las amenazas para su independencia,
yo quiero fijarla ante los conciudadanos que me oyen para que todos la consideren, la examinen y la
enjuicien.
Yo digo a quienes me oyen, incluso a los gobernantes, que tenemos que prepararnos como si
la lucha hubiese de ser larga. Ya vaticina su larga duración el general Mola en las declaraciones a
que reiteradamente he hecho referencia en estas mis palabras radiadas. Hay que prepararse como
para una lucha larga; tomar todas las previsiones para el mantenimiento de ella. Y si la ventura, la
ventura que yo ansío con el alma plena de esperanza, nos acorta este período angustioso de nuestra
Historia, tanto mejor; pero lo que yo digo a los gobernantes que asumen la responsabilidad de
dirigir a la nación española es que tienen que hacer sus preparativos y sus previsiones como para
una lucha larga, como para una guerra, porque en una guerra estamos, aunque no haya sido ésa
nuestra voluntad, pero tenemos que rendirnos a la voluntad ajena, que la ha provocado.
Y el Gobierno no puede abdicar de su dignidad de tal; no abdicará. Yo estoy en contacto
continuo con los hombres que lo constituyen y sé, lo sé bien —no por una impresión fugaz, sino por
una convivencia a lo largo de todas las horas de la jornada—, que su ánimo, tenso, no está propicio
a la flaqueza, ni está propicio al desmayo. Se lo impone así su espíritu. Pero lo establece también así
su deber. No puede el Gobierno flaquear; no flaqueará, porque el Gobierno, para serlo plenamente
en estos instantes tan dramáticos, ha de ser forzosamente la representación, la encarnación, la
significación del espíritu que milita en la calle, y en los campos, y en los montes donde se pelea. Y
el Gobierno ha de estar y está al unisono de esas vibraciones, manteniendo enhiesto su espíritu,
como lo mantienen las masas populares que le asisten, porque al asistirle labran su propia defensa,
aseguran su porvenir, impiden que España sea un ejemplo triste: porque, por las trazas, y a juzgar
por los hechos, en cuyo comentario no quiero entrar, los regímenes autoritarios que han suscitado,
con justicia, la hostilidad de todas las democracias mundiales, serían algo así como plácidos y
paternales sistemas de Gobierno ante este que se implantara en España y cuya característica iba a
ser la ferocidad —oíd la palabra, españoles—, ¡la ferocidad, la ferocidad!
Y no insisto en el tema, no insisto en el tema: me duele el alma, me duele profundamente el
alma cuando lo rozo. Porque yo sé que aquí, dentro de nuestro recinto patrio, podríamos unos a
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otros golpearnos, con justicia o con injusticia —que la pasión política suele ser el sudario en que se
envuelve muchas veces lo justo—, pero fuera de aquí, ante el mundo, somos españoles y lo que aquí
ocurra, lo que aquí está ocurriendo, puede llenarnos de sonrojo y puede constituir —oídlo bien—
una afrenta ante el mundo.
Pues bien; no sé qué autoridad tendrá mi palabra cerca de las multitudes populares que luchan
por la República y que al luchar por ella —no me asusta el decirlo— tienen ya adquirido,
conquistado, el derecho a una ordenación jurídica de los frutos de la victoria; lo que sí quiero
decirles es que por muy fidedignas, terribles, trágicas, que sean las versiones de lo que haya
ocurrido y está ocurriendo en las tierras dominadas por nuestros enemigos, aunque día a día nos
lleguen, agolpados en montón, los nombres de camaradas, de amigos queridos que encontraron
simplemente en la adscripción a un ideal el titulo jurídico, si se quiere, ante la sublevación que
justificara su muerte alevosa, yo os pido que no los imitéis. Yo os lo ruego, yo os lo suplico. Ante la
crueldad ajena, la piedad nuestra; ante la sevicia ajena, vuestra clemencia; ante todos los excesos
del enemigo, vuestra benevolencia generosa. No olvidéis, no olvidéis que quienes constituimos esta
generación que declina, nos podremos ir de la vida un poco angustiados, si dejamos una España
endurecida de corazón, insensible a la solidaridad humana. Oídme bien, son palabras reflexivas que
hace tremolar la emoción, pero palabras sinceras, hondas, nacidas de lo más intimo de mi espíritu.
No les imitéis, no les imitéis y superadles en vuestra conducta moral, superadles en vuestra
generosidad. ¡Ah! Yo no os pido, conste, no os pido que perdáis vigor en la lucha, ardor en la pelea;
pido pechos duros para el combate, duros, de acero, como se denominan algunas de las milicias
valientes, pechos de acero pero corazones sensibles, capaces de contraerse ante el dolor humano y
que sean albergue de la piedad, sentimiento delicado y tierno, sin el cual parece que perdemos algo
de nuestra grandeza humana.
Si, yo ya sé; ya lo sé que entre los grupos facciosos combatientes, galones y estrellas de
jerarquía militar aparecen bordadas en las mangas de las sotanas; otra vez parte del clero español,
impreparado para su misión espiritual, vuelve a evocar las páginas montaraces de nuestra guerra
carlista y a traer, como en un mensaje siniestro desde su tumba en tierra colombiana, el espectro del
cura Santa Cruz. ¡Qué vesania! ¡Qué insensatez! Y tras estos curas montaraces, que se baten contra
sus hermanos, con olvido absoluto de todo lo que debe ser su patrimonio espiritual, encima de eso,
las palabras ciegas de pasión de eminencias de la Iglesia que santifican estos combates, y que, en
vez de tener su mano abierta para la bendición, la crispan en una cerradura de puño amenazando a
sus hermanos de España, que, al luchar por regímenes de igualdad, acaso tengan en lo más profundo
de su alma clavada la imagen de Cristo Redentor. ¡Qué insensatez! Como la de nuestra clase
capitalista, como la de ese Ejército que otra vez trae a nuestras tierras de España la afrenta
ignominiosa de que moros del Rif se complazcan en abatir carne cristiana, hundiendo en las
entrañas de mujeres y de niños indefensos las gumías y acribillando a balazos a los hombres de
España. Y con qué sádico placer; todo aquel que puede suscitar el rencor de hombres sometidos,
pero que no olvidaron jamás, porque no se desposeyeron de esa levadura: el odio al cristiano. Se
pasa el Estrecho con ellos, diciéndoles: “¡Ahí los tenéis! ¡Ahí los tenéis! Son carne vuestra, quedan
entregados a vuestros sádicos placeres de venganza. Ahí tenéis carne cristiana que macerar, que
magullar y que ultrajar”.
Terribles responsabilidades todas. La lucha se prolongará, puesto que el propósito es
prolongarla. El triunfo, lo repito, el triunfo es nuestro, indiscutiblemente nuestro. ¡Ah!, el hecho de
que la contienda no se liquide rápidamente por un triunfo inevitable, acarreará una responsabilidad
mucho más grande para quienes, provocándola insensatamente, la prolongan sólo a virtud del
impulso de la locura y de su orgullo, y entonces se triunfará, pero se triunfará sobre una España
desangrada, sobre una España empobrecida. No es responsabilidad de quienes defienden la
legalidad republicana, ni ese empobrecimiento ni esa sangría. Si, podemos y debemos justamente
concitar el ímpetu de nuestros odios contra esas legiones de insensatos que han provocado esta
situación catastrófica; sí, debemos mantener ese odio, y con ese odio embadurnar nuestro pecho y
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endurecerlo para el combate, pero dentro del pecho mantener sensible el corazón para la piedad,
para la solidaridad humana. Y todo el vigor en el combate, todo el ímpetu en la batalla, todo el ardor
en la pelea y a la hora de la derrota, se trueque en piedad; porque así, sólo así podéis levantar,
milicianos de España, en alto vuestro nombre y sacar del fango, donde lo están enlodando otros, el
nombre de España, que, cualesquiera que sean nuestras ideas, a todos, absolutamente a todos, nos es
santo.
Hacedlo así, milicianos a quienes me dirijo, poniendo en el vítor a la República todo el fuego
de que soy capaz. Yo os pido: para la hora del combate, la dureza del pecho: para la hora de la
derrota del enemigo, la piedad para con él. Así os lo pide un hombre que piensa y siente como
vosotros, milicianos de España. ¡Viva la República!
ello, el hecho de que la República le confiara un cargo bien retribuido. En efecto; la benevolencia,
que toma frecuentemente aspectos de bobaliconería, y el paisanaje, que suele pasar sobre bastantes
escrúpulos, otorgaron esa merced a un sujeto con respecto al cual ya había extendido yo mucho
antes, desde el Gobierno, el título de confidente, previniendo de ello a las personas en torno a las
cuales andaba revoloteando. Seguro que no todos estábamos en la idea...
Pero, sin darme cuenta, mi pluma ha empezado a esbozar la biografía del general Mola, y
hasta se ha entretenido en minucias impropias de la ocasión, porque a lo que yo iba —y ahora voy a
ello— es a replicar a las palabras del general.
¿De dónde infiere éste que la guerra civil será corta porque a ella pondrá pronto término la
victoria de los facciosos? No será, ciertamente, con los avances de las tropas que personalmente
manda Mola, pues todas ellas están, poco más o menos, en los sitios donde se encontraban cuando
se sublevaron. Podrán haberse movilizado las tropas del Norte dentro del área que ocuparon en el
instante mismo de insurreccionarse; pero, ¿qué extensión han conseguido en esa área?
Absolutamente ninguna. Si acaso, habríamos de computarles repliegues y no avances. ¿Cómo, si
avanzan desde Pamplona y Vitoria, no se han adueñado de Guipúcoa y Vizcaya? ¿Y cómo no han
ido desde Zaragoza sobre Barcelona y Valencia? ¿Cómo, partiendo de Burgos, no han invadido
Santander? ¿Cómo desde Valladolid no se ha caminado hacia Asturias? ¿Cómo con todos los
núcleos militares de Castilla la Vieja no se ha entrado en Madrid? Pues, sencillamente, porque no se
ha podido. Y cuando al cabo de tres semanas largas no cabe hacer en el balance militar más que una
inmovilización desmoralizadora, las palabras anunciando un triunfo inmediato suenan a hueco.
Madrid era el objetivo de las fuerzas que Mola manda, y tan presto creyeron sus compañeros
los generales del Sur que la capital caía en sus manos, que incluso llamaban telefónicamente desde
Sevilla preguntando por él al ministerio de la Gobernación cuatro o cinco días después del estallido.
Y Madrid está indemne, habiendo, cuando no rechazado, contenido en los puntos donde se
presentaron por sorpresa, a las avanzadas que tenían encargo de abrir los boquetes por donde había
de entrar victorioso en la capital el ejército de Mola.
En cuanto a la eficiencia de las zonas industriales, supongo que el general con quien discuto
cambiaría muy gozosamente si para el cambio se le ofreciera coyuntura, Galicia por Asturias
Burgos por Santander, Logroño por Vizcaya, Navarra por Guipúzcoa. Y Huesca, Teruel y Zaragoza
juntas, no ya por Cataluña, sino por Barcelona sola, y Vitoria, Ávila y Segovia, por Valencia.
Las palabras radiadas de Mola tienden a tranquilizar al buen burgués, a ese a quien se le hizo
creer que todo iba a reducirse al cambio de decoración teatral, y que un día, acostándonos en una
República democrática, al despertar del día siguiente nos hallaríamos bajo un régimen autoritario.
Ahora, ese buen burgués se encuentra con que no sólo no tendrá modo de rescatar los dineros que
dio para la insurrección, sino que, además, está abocado a que se le conviertan en cenizas sus
acciones industriales y bancarias y sus títulos de renta. Porque no cabe duda que al empobrecerse el
país, como se ha de empobrecer con la guerra civil, las primeras víctimas del empobrecimiento
serán los ricos, al pulverizarse por la devualación sus preciadísmos títulos mobiliarios.
No sé porqué, acaso por suponerle más inteligente que casi todos sus colegas de subversión,
creo que el general Mola figura hoy, aunque no lo deje entrever, en la lista de los arrepentidos. ¡Ah
si pudiera retroceder hasta la víspera del día en que, por su encargo, el coronel García Escámez
notificó la proximidad de la sublevación al segundo jefe de la Guardia civil de Navarra! ¡Con qué
gusto retiraría semejante orden! Con el mismo con que, seguramente, habría rechazado en 1930 la
Dirección general de Seguridad de haber sabido lo que se le venía encima.
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inhibición que se aconseja a Inglaterra y Francia, dispensaran auxilio a los rebeldes? En caso tal
significaría mayor paradoja la conducta abstencionista a ultranza de estos dos países, y en el fondo,
habida cuenta de sus resultados, la veríamos transformada en una cooperación más o menos directa
a la rebeldía, aunque, naturalmente, no sea ese el propósito. Ello aparece tan claro que no necesita
demostraciones de ningún género.
El artículo que comentamos es de una data algo atracada. Tenemos la firme esperanza de que
de entonces acá haya ido girando el pensamiento oficial inglés hasta situarse en el terreno correcto
que claramente señalan las primeras líneas del mencionado artículo. La posición que ella dibuja es
la que corresponde a un país noblemente amigo. De otro modo, se llamaría neutralidad a lo que
sería faltar fundamentalmente a ella.
Culpas de todos
Jueves 13 de agosto de 1936
Madrid 12.―Buena parte de las dificultades con que el Gobierno de la República ha
tropezado ahora en el extranjero proceden de la actitud de nuestro Cuerpo diplomático. Salvo
contadas y honrosísimas excepciones, los representantes de España negaron su asistencia en
momentos muy críticos al Gobierno del cual dependían, desorientaron, engañándola, a la opinión de
los países en que ostentaban nuestra representación y llegaron a revelar, con osadía acaso sin
precedentes, secretos de Estado. El delito cometido por algunos de esos funcionarios entra en la
categoría de alta traición.
No es propósito mío, en estas notas escritas a vuela pluma y con el difícil sacrificio de dejar al
margen de ellas mis más hondas preocupaciones, examinar responsabilidades en cuanto a lo que
actualmente acaece. Las hay terribles, en verdad, de nuestro lado. Ese examen sería inoportuno en
estos momentos, porque podría llevarnos a polémicas improcedentes y quebrantadoras. Ahora bien;
no creo que provoque ni asomo de discusión proclamar la responsabilidad que nos alcanza por igual
a todas las izquierdas —cuando menos a las que están y estuvieron representadas en el Gobierno—
por haber sostenido el Cuerpo diplomático que sirvió a la monarquía.
Claro que lo mismo se podría decir de otros órganos del Estado; pero acaso no tan
justificadamente como con respecto a la diplomacia, que era casi hechura personal del propio rey.
La República pudo y debió extirparla, sin que siquiera le asaltase el escrúpulo de sacrificar a
intereses políticos, desde luego altos y respetabilísimos, una rama competente de difícil reemplazo.
En nuestra diplomacia no había lumbrera alguna. Ese Cuerpo lo constituía, en general, un
señoritismo saturado de mentecatez. Cierto que en 1931 se sustituyó a embajadores cuya
preeminencia respondía, no a prendas de talento, sino a servicios domésticos y hasta de celestineo
en relación con la persona del monarca. A uno de ellos le hube yo de denominar en el Congreso
hace bastantes años “proveedor d e corbatas de la real casa” . Lo de las corbatas era un eufemismo
parlamentario, porque los verdaderos títulos de aquel señor consistían en suministrar queridas y en
tutelar hijos naturales. Pero ni en 1931 ni después se hizo el intenso desmoche que debió hacerse.
Tras algunas amputaciones, bien reducidas en número, el Cuerpo subsistió con toda la morralla de
monárquicos cretinos, imagen viva de la más bufa de las vanidades. Jamás se identificaron con la
República. La desdeñaron siempre. Cuando pudieron, se burlaron de ella, y ahora la han traicionado
de manera alevosa.
El lector, siguiendo estas reflexiones mías, acaso circunscriba la responsabilidad del yerro de
no haber descuajado entero el Cuerpo diplomático que creó la monarquía a quienes hubimos de
desfilar por los Gobiernos de la República. No sería justa esa apreciación, por demasiado
superficial. Los gobernantes, digámoslo claro, no estuvieron asistidos suficientemente por sus
respectivos partidos políticos para el desmoche, que debió realizarse sin contemplaciones en toda la
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organización burocrática del Estado. Hablo por propia experiencia. A raíz de la sublevación del 10
de agosto de 1932, las Cortes votaron una ley a virtud de la cual se autorizaba al Gobierno para
destituir a los funcionarios cuyo desafecto al Régimen se manifestara en actos hostiles a éste. Fui yo
uno de los ministros que aplicaron aquella ley excepcional. Pues bien; por cada uno de los casos en
que apliqué me vi en constante asedio, no de gentes del bando opuesto, sino de diputados
republicanos y socialistas, que me pedían con insistencia molestísima, y algunos incidentes me
costó ello, la reposición de los destituidos. Y a veces registré el caso curiosísimo de que las más
vehementes súplicas en ese sentido corrieran precisamente a cargo de quienes alegando hechos
concretos e intolerables me habían exigido la destitución.
Cuando a un gobernante se le dificulta así el camino no se le puede exigir que avance. Merced
a la enfermiza tendencia que los españoles sienten a la prestación de favores personales, trátese de
quien se trate, hay errores de la República computables a cuantos nos adscribimos a ella. Acaso sea
uno de los más notorios este que tan caro pagamos ahora, de no haber arrojado en su día a la calle a
los diplomáticos que nos dejó, entre otras lamentables herencias, la monarquía.
Para el logro de esa conjunción hay que salvar muchos, muchísimos obstáculos. No es tarea
fácil ni corta. Por eso yo me atreví a pronosticar una guerra larga. Hay que clavar esta convicción en
el ánimo de nuestras mentes. Si por ventura la lucha resulta corta, tanto mejor. Al presente,
mahometanos sedientos de sangre cristiana y católicos con escapularios y medallas sobre los
uniformes, en la más extraña amalgama guerrera que vieron los siglos, intentan enlazar con los
rebeldes que se extienden más al norte de la frontera portuguesa desde Cáceres hasta Pontevedra.
Pero Madrid, el objetivo tan locamente ansiado, está todavía muy distante, muy distante.
funcionarios, etcétera).
Agricultura.—Normas de aplicación inmediata sobre la Reforma agraria para evitar abusos y
represalias.
Problema de los desahucios.
Normas de inmediata aplicación sobre el problema triguero.
Enseñanza.—Anulación de toda disposición tomada contra los institutos religiosos a partir del
16 de febrero.
Libertad absoluta de enseñanza a las Congregaciones religiosas en espera de la ley de
reorganización de la instrucción publica e inspección del Estado.
Anulación de la libertad de cátedra, con pérdida de la misma, multas y confiscaciones cuando
se utilice para exponer doctrinas contra la moral cristana, religión, patria, familia, Gobierno o en
defensa de teorías marxistas.
Reposición del crucifijo en las escuelas.
Normas precisas de inspección escolar por delegados especiales del Gobierno con amplias
facultades.
Deposición de maestros comunistas.
Enseñanza de la religión en las escuelas oficiales por el párroco.
Política religiosa.―Anuncio de concordato con Roma.
Incompatibilidad del Estado para intervenir en asuntos espirituales de conciencia. (Cuarto
voto.)
Obras públicas.―Comisión para el estudio inmediato del problema ferroviario y aplicación
de las más urgentes medidas.
Puesta en marcha tras rápido estudio, sin trámites ni dilaciones, de un plan de obras
provisionales acoplado a la realización de un plan más vasto a estudiar más detenidamente.
Industria y Comercio.―Medidas urgentes para resolver el problema de las divisas y comercio
exterior.
Trabajo.―Disolución de las organizaciones sindicales marxistas.
Anulación del decreto de represaliados.
Evitación de represalias o abusos patronales.
Creación de delegados sociales de Trabajo sustitutivos de Jurados mixtos.
Observe el lector cómo, salvo aquella parte encaminada a marcar una regresión en las leyes
genuinamente políticas y en las de Enseñanza y Trabajo, el programa carece en absoluto de
contenido. Gedeón hubiese redactado otro más completo. El programa enuncia los temas, pero no
señala soluciones. A mera enunciación se reducen títulos como esos de “Problemas de desahucios”,
“Normas de inmediata aplicación sobre el problema triguero”, “Comisión para estudio inmediato
del problema ferroviario y aplicación de las más urgentes medidas”, “Puesta en marcha de un plan
de obras provisionales”, “Medidas urgentes para resolver el problema de las divisas y comercio
exterior”…
Ni una sola palabra para decir en qué consistirán esas normas y medidas. No caben mayores
vaciedades en cuanto a los problemas que más fundamentalmente agobiaban a España. Y hablo en
pasado, “agobiaban” en vez de agobian”, porque los problemas que han creado los insurrectos son
mucho más graves aun.
He ahí para qué se ha promovido la más sangrienta y destructora sublevación de cuantas
registra la Historia de España, y acaso, a poco que se prolongue, de cuantas registra la Historia del
mundo.
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La guerra en la retaguardia
Domingo 16 de agosto de 1936
Madrid 15.—En la guerra no lo hace todo el heroísmo. Lo haría, si acaso, en tiempos del Cid.
Ahora, la guerra es principalmente producción, por lo cual resulta tan interesante como el valor en
la vanguardia la organización en la retaguardia.
Esta mañana he visto desfilar por el paseo del Prado, en correcta formación, marcando muy
marcialmente el paso, un batallón de milicianas, y a diario la Prensa gráfica nos solaza con bellas
estampas de muchachas equipadas militarmente que actúan con bravura en la Sierra. No desconozco
el estímulo guerrero que significa ver cómo la mujer participa de los rigores y peligros de la
campaña. Todo eso es muy simpático y muy atrayente, pero, a mi juicio, poco práctico. Sobrando,
como sobran, hombres para combatir, la mujer es infinitamente más útil en labores de retaguardia
que provista de fusil en las líneas avanzadas.
No descubro con ello nada nuevo. Lo que digo es algo elementalísimo, pero lo proclamo
porque pasado el ímpetu inicial del entusiasmo me parece llegada ya la hora de iniciar en la
retaguardia una organización seria y eficaz. Viví en Francia unos cuantos meses de los años de 1917
y 1918, durante la guerra mundial, y allí vi cómo atraídos hacia los frentes los hombres casi en
masa, fue necesario utilizar las mujeres para trabajos hasta entonces reservados exclusivamente a
los hombres. Vi a las mujeres francesas de conductoras e interventoras en los trenes metropolitanos;
de revisoras de billetes en los expresos de las grandes líneas; de encargadas de los servicios de
alumbrado y de limpieza, en fin, en cien faenas de las cuales había permanecido apartado el sexo
femenino; pero singularmente fueron utilizadas en la producción de municiones. Todo ello, claro es,
además de aquellas otras labores propias de la feminidad, como el cuidado de hospitales de sangre,
la protección a los huérfanos de la guerra y la confección de vestuario y calzado para las tropas.
La contienda civil que nosotros sostenemos, aunque terriblemente cruenta, no exigirá tal
“consumo” de hombres —perdóneseme la expresión, un poco brutal por ser guerrera— que exija
que nuestras mujeres desempeñen trabajos masculinos; pero éstas tienen misiones interesantísimas
que realizar a retaguardia. La principal entre todas es atender desde detrás de las líneas de batalla a
los combatientes. Fijemos, de momento, la atención en un solo problema: el vestuario. Dentro de
pocas, de muy pocas semanas, no podrán permanecer las milicias en el campo, y menos en las
cumbres serranas, sin más traje que el mono liviano de tela de mahón o de terliz. Necesitarán ropas
de abrigo, trajes invernales, que incluso se hacen ya indispensables en algunas noches frescas.
Sobre ese problema hay que poner mano inmediatamente creando talleres a cientos y
empleando mujeres a miles. No es sólo traje de abrigo lo que necesita el miliciano, sino, además,
ropa interior, alpargatas, botas, calcetines, todo lo que en campaña se destroza cien veces antes que
en la vida urbana. No se aspirará a que los ciudadanos que han empuñado las armas para ir a pelear,
estén tiritando de frío.
Pensemos en que esta guerra nuestra puede ser una guerra de posiciones, como lo fue en su
última etapa la guerra europea. Para que las fuerzas leales puedan mantenerse, no sólo bien vestidas,
sino bien alimentadas, bien provistas de todo, es decisiva la organización de retaguardia, que exige
unidad de acción, coordinación de esfuerzos, suma de voluntades y dirección inteligente. Ahí tiene
la mujer republicana y socialista vastísimo campo de acción. Ahí, y en la guarda de los niños que
queden desvalidos y en el incremento de la producción de municiones. Todos o casi todos los
servicios de Intendencia deben correr a su cargo.
A mí me agradan mucho esas fotos que el reporterismo nos trae del frente con figuras de
lindas muchachas a las que dan una gracia especial la gorra cuartelera, el mono que sirve a nuestras
tropas populares de uniforme veraniego y todo el atuendo miliciano; pero me agradarán mucho más
las fotos, que espero ver pronto, en que aparezcan esas mismas muchachas afanosas y disciplinadas
en fábricas y talleres, para surtir de cuanto necesiten a los hombres que sigan en el frente.
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mundo entero, podrán no ver en eso sino facetas de pintoresquismo; pero es lo cierto que tal
fenómeno revela magníficamente las razones políticas y sociales de los respectivos emplazamientos
de los sectores que sostienen la pelea.
Ya en el extranjero, aunque con lentitud, van conociendo toda la verdad de la trascendencia de
nuestra contienda. La verdad concluye siempre por abrirse camino. Claro que a veces se le abre
muy tarde, sin otro resultado práctico que el de dejar recogidos los hechos de manera justa en la
Historia. Celebramos que ahora la verdad camine más deprisa por tierras lejanas donde se nos
desconoce. Hemos visto atisbos de cómo marcha la verdad, en una agudísima caricatura del
dibujante inglés Low. Un grupo de soldados españoles rodeados de Regulares indígenas y
legionarios del Tercio, medita ante los partes de guerra, y con aire meditabundo, exclama el más
destacado de los caudillos rebeldes: “¡Qué lástima no tener bastantes moros y legionarios
extranjeros para matar a los españoles! Así habríamos salvado a España.”
Afortunadamente para ellos, y para todos, el resultado victorioso del combate de ayer junto al
puente de Santa Amalia retrasa de modo considerable el peligro. Pero no lo elimina por completo.
Puede resurgir. Por ahora, el teniente coronel Yagüe ve alejadas las posibilidades de llegar a Oviedo
como llegó en octubre del 34, y con las mismas tropas, Tercio y Regulares, que acaudillaba
entonces.
Si es verdad lo que con sádico entusiasmo se comunicó por radio desde Elvas a un diario
italiano respecto a la ferocidad de los invasores de Badajoz, hay motivos para recordar los tiempos
neronianos. En Badajoz, a los prisioneros se les encerró en los corrales de la Plaza de Toros, y
obligados luego a salir al ruedo por la puerta d el chiquero, cuando aparecían en el redondel, desde
tendidos, gradas y palcos los facciosos les ametrallaban a placer. En la Roma de Nerón, los
cristianos, empujados hasta la arena del circo, sucumbían despedazados por fieras auténticas:
leones, tigres, panteras, leopardos... El emperador, su corte y la plebe eran solamente espectadores
complacidos de la matanza. Al cabo de veinte siglos, registramos la innovación de que los
espectadores sean, a la vez, actores en el martirio, y de que las fieras tengan traza humana. Es
posible que en el palco presidencial del circo extremeño haya sustituido a la clámide imperial que
lucía en el palco del circo romano la zamarra de cualquier cacique ávido de disfrutar con la orgía
sangrienta.
Pensando en esto le entran a uno ansias de morirse, por la sensación asfixiante que producen
juntas la pena y la vergüenza.
Cada uno de los combates serios que entablan constituye una catástrofe para los facciosos.
Hoy les ha vencido un “republicano de toda la vida”, la frase, a pesar de habar sido tan manoseada,
sigue conservando su valor, porque Julio Mangada, este militar con aire de filósofo, no es un
republicano improvisado. Por proclamar su fe en tiempos de la monarquía sufrió toda clase de
persecuciones, sin que éstas llegaran jamás a arredrar su ánimo, casi estoico. Mangada tiene la
audacia del clásico guerrero español y la serenidad del gran caudillo. Es hombre de armas y de
letras, y sus características más acusadas como hombre son la abnegación y la generosidad. Esta
noche conversaba yo telefónicamente con su hijo, que le acompaña en las correrías guerreras. D.
Julio se acercó al aparato un instante; pero no para comentar la dura y gloriosa jornada, sino para
decir escuetamente esto: “Que me envíen mil quinientos hombres más, porque tengo un frente muy
extenso.” Y se retiró sin decir una palabra más. Esta sobriedad pinta un carácter, porque Mangada,
habitualmente, es locuaz, de esos que encuentran en la conversación un placer. Pero cuando afanes
imperiosos se adueñan de su espíritu administra avaramente la palabra. Sus afanes de esta noche
eran atender a los heridos, contabilizar el copioso botín y planear la brega de mañana.
La desesperación del enemigo por su derrota la revelaron los rabiosos bombardeos aéreos a
que se entregó luego sañudamente sobre Navalperal de Pinares, como al quisiera ejercer el derecho
del pataleo, pues ya no podía hacer variar estos dos hechos aciagos para él: un objetivo frustrado y
una columna poderosa totalmente deshecha.
“Columna fantasma” han dado en llamar por aquí a la de Mangada. El remoquete le viene de
su presentación inopinada y sorprendente donde menos se la espera. No podía proceder el apodo de
su falta de corporeidad. Bien a su costa, han podido hoy enterarse los sediciosos de que tal fantasma
no es una sombra vana, sino que tiene garras de acero.
Un amigo de España
Viernes 21 de agosto de 1936
Madrid 20.—El embajador francés en Madrid ha recorrido con el gobernador civil de
Guipúzcoa y varios periodistas extranjeros aquellos lugares de San Sebastián damnificados por el
bombardeo aéreo y naval. Ha teslimoniado su protesta por tales agresiones contra una ciudad
abierta y turística que nada tiene de plaza militar, y ha encabezado con quinientas pesetas la
suscripción a beneficio de las víctimas. Es este un acto amistoso digno de gratitud, que le ha sido
rendida públicamente al representante de Francia por el gobernador en una cariñosa nota expandida
por la radio.
Monsieur Herbette es un gran amigo de España, y acaso lo sea por conocerla bien. Ningún
diplomático extranjero de los acreditados cerca del Gobierno de la República está mejor enterado de
nuestras cosas que el embajador francés. Este, fiel a su antigua profesión de periodista, sigue
aferrado a una gran avidez informativa. Nadie tan constante como él en la tribuna diplomática del
Congreso, ni nadie entre sus colegas tan afanoso de escudriñar en los fenómenos de la política
española.
Otra singularidad para nosotros simpática concurre en el embajador francés: su amor a la
democracia. Porque, bueno será decirlo de pasada, la República española tuvo muy poca suerte con
las delegaciones diplomáticas extranjeras, que en su gran mayoría las personificaron hombres tras
cuya corrección se adivinaba desafecto o, cuando menos, poca simpatía por el nuevo Régimen. En
eso ha venido siendo monsieur Herbette una de las muy contadas excepciones. Quizá por ello los
gobernantes del bienio negro quisieron, aunque inútilmente, desplazarle de España.
Hablaba yo una tarde del invierno de 1934 con Herriot en el despacho de ministros de la
Cámara de Diputados francesa, y al indicarle que Herbette podía ser en Madrid intérprete de ciertas
indicaciones, Herriot me interrumpió moviendo en ademán negativo la mano derecha con que tenía
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sujeta la pipa. Herbette, según el ministro, no era el hombre adecuado para la gestión, porque
precisamente el Quai d’Orsay había tenido que resistir las sugestiones del Gobierno español para
que fuese reemplazado.
El acto amistoso que ayer realizó monsieur Herbette en San Sebastián, ¿cabe interpretarlo
como un rasgo puramente personal, o tiene todo el alcance que le puede atribuir la representación
que ostenta quien le ha verificado?
Me inclino a creer que la iniciativa corresponde de modo exclusivo a D. Juan Herbette, testigo
muy cercano desde su residencia veraniega de Fuenterrabía de grandes excesos de los facciosos;
pero bajo la plena seguridad de que al proceder como procedió interpretaba los sentimientos de su
Gobierno. Acaso ha hecho lo que ha hecho como un lenitivo, como un consuelo, cubriendo con su
noble gesto el hueco abierto por actitudes irresolutas, vacilantes y, desde el punto de vista del
Derecho internacional, injustificadas en absoluto. Me duele decirlo, pero no sé callarlo.
De la jornada de hoy recojo como nota destacadísima más aún que la de las dos nuevas
derrotas infligidas a los rebeldes en la Sierra de Guadarrama, donde esta mañana hicieron un
desventurado debut los moros que funestos caudillos han traído a España para imponer la
civilización, el respeto a la familia y el amor a Dios, esa de los “requetés” que desertan en las líneas
de combate guipuzcoanas pasándose directamente a nuestras tropas o atravesando la frontera. Las
deserciones venían teniendo como únicos autores a los soldados, que, eso sí, no desaprovechan
coyuntura para huir de la opresión a que les tienen sometidos los jefes sediciosos; pero el hecho de
que les imiten ya quienes se alistaron de manera voluntaria y llenos de bríos en la facción significa
que se está agrietando profundamente el castillo de ilusiones ―¡trágicas ilusiones!― levantado por
unos cuantos insensatos.
Ya dije que descartados los efectos de sorpresa en la intentona, el tiempo había de correr a
favor del Gobierno. Y a favor del Gobierno corre; pero habría sido mucho mayor la velocidad si
escrúpulos absurdos que ni política ni jurídicamente podrán justificarse jamás, no hubiesen asaltado
a ciertos Gobiernos en orden al cumplimiento de compromisos generales a todos ellos, pero que de
modo especialísimo obligaban y obligan a uno determinado. Mediante el cumplimiento de dichos
compromisos, es muy probable que a estas horas estuviese sofocada la rebelión y no siguiera
desangrándose España. Aunque bien intencionada la actitud de Francia, como tengo ya reconocido,
no deja de ser errónea y candorosa. Su invitación a la neutralidad ―una neutralidad equívoca―
equivale en estos tiempos de deslealtades internacionales a atar las manos de quienes, no ya por
solidaridad, sino en su propio interés, debieran auxiliar al Gobierno español legítimamente
constituido, y a dejar libres las de quienes por simpatía política, y principalmente porque les abriría
la puerta a su ambición imperialista, desean sustituir la actual República democrática española por
un régimen de autoritarismo reaccionario.
Esta torpeza obliga a nuestro Frente Popular a centuplicar su esfuerzo. Cuando triunfe, podrá
registrar como apéndice de su victoria el haber librado a Francia de un azote tan terrible como el
que ahora padece España. Porque si aquí llegara a vencer el fascismo, que no vencerá, ya veríamos
cuánto tardaba en estallar en tierra francesa una insurrección análoga a esta contra la cual peleamos
nosotros.
Quizá por pensar así, pero guardando dentro de su pecho el pensamiento, monsieur Herbette
conmovió ayer a los donostiarras, tan afrancesados de suyo, con tan noble gesto. Mas sea por lo que
sea, hay que agradecerle este acto tan significativo a este buen amigo de España.
49
Heroísmo inútil
Sábado 22 de agosto de 1936
Madrid 21.―Estos días, cada jornada se apunta el Gobierno una victoria. Hoy, al atardecer,
ha quedado abatida la resistencia que ofrecía en su acuartelamiento del antiguo convento de los
jesuitas de Gijón el regimiento de Simancas. No digo que se ha rendido porque, según mis
informes, no ha habido tal rendición. Los insurrectos, principalmente oficiales, con el Cuartel
envuelto en llamas desde hacía doce horas, siguieron defendiéndose dentro de un patio detrás de
sacos terreros y murieron matando. Descubrámonos respetuosamente ante sus cadáveres.
Un mes largo ha durado el asedio de los que han sucumbido hoy y cuya defensa era punto
menos que imposible desde que se rindió en Cuartel inmediato el regimiento de Zapadores. Un mes
en que no sólo los combatientes, sino la población civil entera de Gijón ha sufrido las torturas de
una lucha espantosa en la cual los bombardeos del “Almirante Cervera” causaron víctimas
inocentes y ocasionaron daños cuantiosos. Y estos estragos, ¿para qué? Para sostener la resistencia
de los que desde el momento de quedar sitiados estaban perdidos.
Entre las primeras noticias que llegan del asalto al Cuartel hay una espeluznante, la de que los
asaltantes hallaron amarrado en escondido calabozo el cadáver de un capitán, único oficial que se
negó a secundar la sublevación Sus compañeros, por lo visto, le sacrificaron. Pero estas notas han
de ser comentario y no narración, y por eso voy a prescindir de todo relato detallado del suceso.
Simancas era una de las unidades de Infantería mejor dotadas. Gil Robles, desde el ministerio
de la Guerra, puso especialísimo empeño en dotar magníficamente a estas fuerzas, cuyo armamento
era copioso y moderno. El regimiento quedó hoy aniquilado. Probablemente, entre la inmensa
hoguera que desde las nueve de la mañana constituía el Cuartel, se habrá destruido gran parte del
material. Las continuas detonaciones que sonaban dentro parecían obedecer a la explosión de
granadas y cajas de cartuchería: pero aun así, algún armamento estará a salvo. En busca de él andan
a estas horas quienes habiendo producido por la mañana el incendio se dedican afanosos por la
noche a sofocarlo, a fin de que no se pierda todo el botín.
Que se recoja mucho o poco armamento en el Cuartel de Simancas, es cosa secundaria. Lo
importante es que extinguido ese foco el coronel Aranda está totalmente solo en Asturias, porque
maldito si le sirve de compañía útil la pequeña columna que, procedente de Galicia, está
embotellada por los mineros desde hace bastantes días en el difícil y sinuoso camino del puerto de
La Espina. A estas tropas gallegas las cogerá inmovilizadas en aquel abrupto lugar la noticia de la
rendición de Oviedo, como las habrá cogido hoy el mensaje del aniquilamiento de Simancas, y
acaso su mando dé en meditar si no le sería más conveniente volver grupas en busca de sus por
ahora plácidas guarniciones en vez de intentar la prosecución de un avance notoriamente imposible.
Para cortar el paso a esa columna y para cerrarlo a los núcleos mucho más insignificantes que
asoman por Pajares y Litariegos, los mineros necesitan poquísima gente. Se lo da todo hecho el
terreno.
Destruidos los focos de la revuelta en Gijón, de cuyos Cuarteles sólo quedan escombros, el
esfuerzo del proletariado asturiano, que con tanta cautela ha sabido contener sus impaciencias, se
concentrará sobre Oviedo. ¿Habrá allí también una resistencia a la desesperada, o se rendirá Aranda
perdida toda esperanza de socorro? Serán pocos los días que falten para trocar el apretado cerco en
furioso ataque si el coronel no se rinde, y entrarán en juego la artillería, la aviación y esa arma
terrible que es la dinamita en manos de los mineros, que la encienden con sus pitillos como si se
tratara de cohetes de romería. ¿Habrá también en Oviedo otro derroche de heroísmo inútil? Pronto
vamos a verlo.
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Pero, sobre todo, cuidemos de no caer bajo las garras de un fascismo extranjero después de
derrotar al fascismo interior que ahora nos presenta combate. Aquel sería aún más repulsivo.
He ahí, levemente esbozados algunos de los magnos problemas que se nos habrán de
presentar a la hora del triunfo. Conviene ir pensando en ellos desde ahora.
TRANSPORTES
Carreteras.—Se garantizarán por el siguiente orden de prelación; Oviedo-Gijón, Oviedo-
Avilés, Oviedo-Santander, Oviedo-Galicia, Mieres-Puerto de Pajares.
Vías férreas.—Orden de prelación: Oviedo-Gijón, Oviedo-Avilés, Oviedo-León, Oviedo-San
Esteban de Pravia, Oviedo-Llanes.
MOVILIZACIÓN
Se ha preparado en primer lugar la movilización civil de servicios públicos para caso de
huelga. Después, la civil para reforzar la defensa de las plazas y pueblos de menor importancia. En
primer término está estudiada la movilización militar de cuatro reemplazos (1930 a 1934).
Movilización civil de servicios.—Todos los servicios públicos de Oviedo, Gijón y Avilés
pueden incautarse en doce horas bajo la dirección de jefes y oficiales que los han estudiado. Hay
exceso de voluntarios capacitados para atenderlos. Oviedo, después de aislado, tendría agua para
cuarenta días, luz y calefacción por gas sin limitaciones, luz eléctrica de fabricación térmica
suficiente para los servicios oficiales, pan para diecisiete días, alimentación para un mes. Gijón,
después de aislado, tendría agua para treinta días, luz y calefacción por gas sin limitaciones, luz
eléctrica de fabricación térmica suficiente, abastecimientos propios para un mes, e ilimitados por
mar. El tener sus depósitos de agua a tres kilómetros (en Roces) puede dificultar el abastecimiento,
pero puede suplirse el mismo dada la gran cantidad de pozos y manantiales dentro de la población.
Movilización militar de voluntarios civiles.—Puede realizarse en seis horas, en la medida de
mil hombres para Oviedo y quinientos para Gijón, sobrando voluntarios de responsabilidad En
todos los pueblos de importancia está prevista la movilización de grupos de veinte a cien hombres.
El encuadramiento está asegurado en principio por las fuerzas de Guardia civil y Asalto, y además,
por unos sesenta jefes y oficiales de las fábricas militares, Cajas de Recluta, Centros de
movilización, Comisión militar de movilización de industrias civiles, Comandancia exenta de
Ingenieros, disponibles, transeúntes y retirados. Serían utilizados exclusivamente para la defensa
de las poblaciones.
Movilización militar.—Los cinco reemplazos de la primera situación del servicio activo en
Asturias suman unos ocho mil hombres, mas unos dos mil en Caja de la primera situación, sin
instrucción, correspondiendo mil quinientos a Zapadores, cerca de seis mil a Infantería y el resto
del último reemplazo licenciado de Artillería. Aun prescindiendo de los de la zona minera y
extremistas del resto de la provincia, y contando con bastantes faltas de concentración, con que
cada uno de los cinco reemplazos disponibles aludidos pueda facilitar de ochocientos a mil
hombres, bastarían dos reemplazos para nutrir los Cuerpos y servicios y sostener una campaña de
dos meses. Está preparada su movilización y concentración con transporte automóvil a los puntos
de concentración previstos. La munición de las fuerzas del Ejército, Guardia civil y Asalto es
completa.
El mando único
Miércoles 26 de agosto de 1936
Madrid 25.―Dos o más años tardaron los ejércitos aliados que se batían al Norte de Francia y
en territorio belga durante la gran guerra en establecer el mando único. La heterogeneidad de
aquellos ejércitos hacía dificilísimo semejante acuerdo, al cual se oponía no sólo el puntilloso amor
propio de los respectivos caudillos, sino incluso la honrilla nacional, pues resultaba muy duro que
tropas de un país cifradas en millones de hombres, aparecieran bajo las órdenes de un general aliado
pero, al fin, extranjero. Mas las altísimas conveniencias de unificar la acción concluyeron por
apartar todos esos obstáculos subalternos y bajo el mando único, pudieron al cabo los aliados ganar
la guerra.
En nuestra guerra civil es también absolutamente indispensable que tropas y milicias al
servicio de la causa de la libertad tengan mando único. Corresponde éste, como es natural, al
Gobierno o a la persona en quien el Gobierno delegue, y aunque desde el ministerio de la Guerra se
viene ejerciendo dicho mando, pueden estorbarle, a mi juicio, iniciativas aisladas que surgen por
exceso de entusiasmo. Vale más un solo mando, por malo que sea, que veinte mandos buenos que lo
ejerzan de modo simultáneo y no trabado, ya que esta pluralización supone, o acciones
contradictorias o dispersión de fuerzas que esteriliza energías.
Esto que acabo de decir constituye el abecé del arte de guerrear. Todos tenemos ahora, un
objetivo común: derrotar al fascismo. Las gentes de ideología más extrema verían truncadas sus
esperanzas si no aniquilamos al fascismo. Ese aniquilamiento podrá ser, para unos, el máximo y
para otros, el mínimo, pero para todos es aspiración común e indeclinable. Pues bien; a tal enemigo
se le derrota con mayor facilidad cuanto más perfecta sea la coordinación de quienes pelean contra
él. No basta con haber triunfado en Cataluña y todo Levante, con haber ahogado la sublevación en
Madrid y sus cercanías ni con haberla contenido en el Cantábrico, ni bastará con que en cualquier
día próximo se rindan Oviedo y Córdoba y se tome Aragón. Hay que triunfar en España entera, y
para obtener esta victoria general, la única que nos habrá de salvar, es improcedente atalayar el
problema guerrero desde puntos de vista locales, provinciales o regionales. Tan absurdo como
contemplarlo con las miras estrechas del partidismo. Si nos llegara la mala hora de una derrota, idea
que, desde luego, desecho, no habría cuartel para nadie en las izquierdas, y el mismo extremo rigor
padecerían los republicanos tibios que los anarquistas más exaltados. Ahí están, para demostrarlo,
las represalias realizadas por la facción, que a la hora de fusilar no se ha entretenido en hacer
distinciones. Con ser de izquierda basta para el suplicio y la muerte.
Creo que hemos pasado del periodo del entusiasmo inicial para entrar ya de lleno en el de la
organización, sin la cual no habrá modo de proseguir con éxito la guerra. Y no hay organización
posible sin un alto mando único, que conociendo en su conjunto, las necesidades de la campaña y a
la vista de las disponibilidades, señale uno a uno los objetivos sobre los cuales deba concentrarse la
acción, y distribuya las fuerzas, obteniendo de ellas la máxima elasticidad y, por lo tanto, logrando
la mayor eficacia.
El ímpetu de los leales de cada zona tiende, como es natural, a atacar a los rebeldes que tienen
más próximos; pero, a veces, los objetivos que de ese modo se persiguen interesan muy
secundariamente y el esfuerzo que para conseguirlo se emplea adquiriría una utilidad centuplicada
aprovechándole en atenciones distintas. Pongamos, por ejemplo, el caso de más bulto que se
presenta ante nuestros ojos: la acción contra las Baleares. El triunfo ha venido nimbando a los
reconquistadores, a quienes acompañan mis fervientes votos por que también la victoria corone la
más ardua empresa en que ahora andan metidos de tomar la isla de Mallorca. En nuestro poder
desde los primeros instantes Mahón por la actitud heroica de la marinería, no creo que de aquel
archipiélago nos importara de momento otra cosa que recoger en dicha base naval y en Ibiza el
armamento copioso allí depositado y traerlo a la Península, donde era infinitamente más útil que en
Mallorca. Comprendería yo la acumulación de toda clase de elementos para someter a la legalidad
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cargados de vituallan para los rebeldes. El teniente coronel Romero no acierta a concebir trato tan
desigual. A su juicio, a quienes se debe prender en Arbaua es a los oficiales rebeldes que habían
querido asesinarle, y no a él. Aún le parece más fuera de las normas internacionales el descarado
aprovisionamiento de los insurrectos españoles en territorios que están bajo el Protectorado de
Francia.
Romero va luego encontrando, si no la explicación jurídica de estos hechos, que no pueden
tenerla, otra que mana de una realidad que se le presenta cada vez más clara en los días de su
cautiverio, a lo largo de las conversaciones con quienes le tienen detenido. Aquellos militares
franceses eran también fascistas y contemplaban con vivísima simpatía el movimiento sedicioso
iniciado en el Marruecos español. No sólo por afinidad espiritual, sino, además, por ver en nuestra
lucha el prólogo de una contienda idéntica en Francia, y estimar que el triunfo del fascismo español
sería anticipo de análoga victoria en su país.
“A nosotros ―llegó a decir a Romero uno de sus guardianes— nos interesa mucho que
vuestra guerra civil dure, cuando menos, un par de meses más hasta que se reanuden las sesiones de
nuestro Parlamento, porque entonces, bajo la presión de los éxitos que lograran los militares
españoles sublevados, caería el Gobierno de judíos que preside León Blum.” Y como Romero
acogiese estas palabras con gesto de asombro, creyéndolas expresión de un criterio personal
exaltadísimo, su interlocutor las confirmó, añadiendo: “Aquí, en Marruecos, todos los oficiales
franceses pensamos de esa manera.”
Cuanto a mí me había referido Romero quise que lo repitiera ante Herman, redactor de Le
Populaire, el periódico parisino desde el cual León Blum adoctrina a diario a los socialistas galos.
Herman no acusó gran sorpresa. Por el contrario, asentía a lo que Romero iba narrando. A lo visto,
no le descubría esto ningún secreto en cuanto al estado de ánimo de la oficialidad francesa residente
en Marruecos, que acaso sea también la de buena parte de la que guarnece la metrópoli.
Mientras oía a Romero, recordaba yo la jornada del 14 de julio del año último en París. Por la
mañana, en la avenida de los Campos Elíseos, desde el balcón de las oficinas del diario argentino
La Nación, presencié la ceremonia oficial, consistente en el desfile militar ante el presidente de la
República y el Gobierno. Por la tarde, desde los ventanales del entresuelo de un café de la plaza de
la Bastilla, vi la colosal manifestación del Frente Popular, triunfante después en las urnas, y aún
tuve tiempo, atravesando en automóvil la recia barrera que formó la Guardia móvil, dividiendo
París en dos mitades, de volver a los Campos Elíseos para contemplar el paso ante el Arco de
Triunfo de los “Cruces de Fuego”, presididos por el coronel La Rocque. Pude ese día, recogiendo el
espíritu palpitante en aquellos actos, darme cuenta de que Francia se hallaba profundamente
escindida, como lo estaba ya España, y teniendo cada sector la misma significación política y social
de los que aquí se han lanzado a una furiosa pelea. Por la plaza de la Bastilla pasaron ante mí
multitudes obreras (hombres, mujeres y niños) frenéticas de entusiasmo, alzando el puño y
entonando himnos proletarios. Por la majestuosa avenida que va desde la plaza de la Concordia a la
de la Estrella, desfilaron luego en correcta formación, muchos con el pecho constelado de
condecoraciones guerreras, los voluntarios del fascismo, y entre ellos muchos sacerdotes. Igual que
aquí.
El recuerdo de estos espectáculos inolvidables de hace un año —frío y ceremonioso el de la
mañana, y apasionados e impresionantes los de la tarde— y el relato que acabo de escuchar de
labios del teniente coronel Romero, me dicen que asistimos a una batalla universal entre la
democracia y la reacción, batalla gigantesca que, naturalmente, tiene diversas etapas. La que ahora
cubre España es, desde luego, mucho más sangrienta que las de Italia, Alemania y Austria. No
sabemos cómo serán las etapas que hayan de sobrevenir en otras naciones.
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Cualquier lenguaraz, aun sin proponérselo, puede ser un confidente peligroso, y en las guerras
civiles suele haber más espías que combatientes.
situación de asfixia. Para mí esto era inconcebible, aunque la realidad quiera demostrarme lo
contrario.
Cuando el Gobierno francés se decidió a proclamar una neutralidad tan equívoca como
injusta, di desde estas mismas columnas la voz de alarma. Hoy son ya muchas las voces que se
alzan clamorosamente en Europa contra tan absurda actitud. Ese clamor, seguramente, ha formado
una convicción en las masas. Pues bien, es preciso que tal convicción se exprese en resoluciones
congruentes con ella adoptadas por los Gobiernos. Y esto lo pedimos en nombre del pueblo español,
que al defender su libertad defiende también la de los demás pueblos amenazados del mismo azote.
Vencerá, repito, quien disponga de más elementos modernos de combate. Que no se nos
nieguen a nosotros aquellos a que moral y legalmente tenemos derecho. Y, sobre todo, que no se nos
brinde a título de amistad una inhibición que pugna con sagrados compromisos.
que la noche del primer bombardeo apenas hubo familias que atendiendo las indicaciones
publicadas se decidieron a refugiarse en el Metro. Las más, luego de apagar las luces domésticas,
tomaron puesto tranquilamente en los balcones para ver los aparatos agresores. El riesgo que
corrieron fue, más que por las bombas aéreas, por los disparos de fusil de los milicianos, a quienes
no hubo medio de impedir que dieran gusto al gatillo apuntando al cielo. El debut de los madrileños
fue, pues, magnífico, excelente.
Estas agresiones sobre el casco urbano de una ciudad sin perseguir objetivos determinados (en
París se buscaba, principalmente, la destrucción de sus nudos ferroviarios y de sus industrias de
guerra) tienen por única finalidad desmoralizar a la población civil. Según todas las trazas, en
Madrid no lo va a lograr el enemigo por mucho que intensifique los ataques aéreos por la noche,
que es cuando más impresión pueden producir. No me sorprendería que aquí se acabase tomando
esto a broma, como se tomó la gripe de 1918, llamada “el soldado de Nápoles”, por coincidir con
una canción zarzuelera entonces muy en boga. Desde luego, el bombardeo aéreo, por duro que sea,
ha de causar muchísimas menos víctimas que aquella peste. Surgirá el apodo, no lo duden ustedes, y
surgirán también cantares. Aunque la cosa ahora tiene proporciones muchísimo mayores,
acordémonos de la canción que inventaron los bilbaínos sitiados el año 1874:
La primer bomba al río cayó
y la segunda corta quedó,
y a la tercera, llegamos ya,
a recibirla sin novedad.
Pues bien; yo afirmo, aunque sin poner música a mi afirmación, que aquí se ha recibido sin
novedad incluso la bomba primera. El bombardeo de anoche ha sido para los madrileños como un
festejo, en sustitución de las verbenas veraniegas que las circunstancias han hecho suprimir este
año.
Recapitulación
Martes 1 de septiembre de 1936
Madrid 31.―Al concluir el mes de agosto, se nos ocurre echar una mirada retrospectiva de
los acontecimientos desde que la subversión estalló, procediendo a una recapitulación sincera.
Dos méritos cabe atribuir a los rebeldes; primero, el de haber conseguido traer a la Península
parte del ejército de África; segundo, el de lograr después la unión de sus fuerzas del Sur y del
Norte a través de Extremadura. No hallamos otras cosas de relieve que registrar en su favor después
de la fecha en que surgieron las insurrecciones en los territorios de África y en los peninsulares.
Esos dos éxitos sólo han sido posibles por la acumulación de material de guerra moderno y
abundantísimo procedente de dos naciones extranjeras, y por el auxilio, en forma distinta, de una
tercera. La escuadra española, poniéndose al lado del Gobierno después de reducir la marinería a los
jefes y oficiales que, según testimonios que obran en el sumario, estaban comprometidos desde el
mes de marzo, impidió el paso de tropas de Marruecos. Sólamente al amparo de la sorpresa que
produjo el estallido pasaron fuerzas, muy escasas, de Regulares indígenas y Tercio a bordo del
“Churruca”. Luego, el transporte se siguió haciendo, aunque lenta y difícilmente, por el aire, de
Tetuán a Algeciras y Sevilla, utilizando los trimotores de que disponían los rebeldes; pero cuando la
aviación de éstos se reforzó con aparatos de marca italiana y este refuerzo pudo entorpecer la acción
vigilante de nuestros buques de guerra, se consiguió que el “España número 5”, muy protegido
desde el aire, llevase de Ceuta a Algeciras unos contingentes numerosos de tropas marroquíes.
Situadas estas tropas en Andalucía, hubieron de esperar allí otro auxilio extranjero eficacísimo
para avanzar hacia Mérida. Su avance se inició luego de montar en el aeródromo de Tablada los
aviones alemanes desembarcados en Cádiz, y bajo la protección de escuadrillas formadas por
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Fotografías y papeles
Miércoles 2 de septiembre de 1936
Madrid 1.―El reporterismo gráfico, el elemento más sugestivo de la Prensa moderna, tiene
ahora ancho campo en nuestra guerra civil. Los periódicos publican multitud de clisés que
reproducen escenas heroicas, escenas sentimentales, escenas patéticas y hasta escenas cómicas. Y es
que la guerra civil aun dentro de su terrible espanto, no desdeña lo bufo. Es muy difícil hallar
tragedia alguna que esté enteramente limpia de toda faceta ridícula. La vida es así, incluso cuando
se deshace en desgarrones sangrientos.
A partir de julio no había visto yo en las páginas periodísticas otras instantáneas guerreras que
las obtenidas en los frentes leales. Es hoy cuando he tenido opción de ver por vez primera placas
impresionadas en el campo rebelde. Las contemplo curiosamente mientras llega hasta mí el eco de
tambores y cornetas, de canciones proletarias, de vítores y aplausos, el eco, en fin, del estruendo
que produce el desfile interminable de las juventudes agrupadas militarmente.
Cae la tarde. El sol, al retirarse, decora de modo fantástico el cielo, tachonando su fondo azul
con otros colores maravillosos, anaranjados y rojos, cual si se incendiara el firmamento. Es el
mismo cielo desde el que se siembra la muerte. Quizá cuando estos colores espléndidos los anegue
la oscuridad vuelvan los aeroplanos, como el viernes, y como anoche a arrojar sobre Madrid
bombas cargadas de trilita. Tan magnífica puesta de sol reclama la augusta soledad del campo.
Desde luego, riñe con el estruendo callejero que promueve la multitud enardecida.
Luego de ensoñar unos minutos mirando hacia arriba desoyendo el barullo, mis ojos se
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vuelven sobro las hojas satinadas que antes curioseaba. Son las del último número de la revista
inglesa The Sphere. En gran parte está consagrada a la guerra civil española, actualidad máxima en
el mundo entero. Vistas de puentes destruidos, de casas derrumbadas, de guerrillas en despliegue, de
heridos, de prisioneros... Nada de esto nos llama la atención. La visión del desastre de nuestra
España reviste ya cierta monotonía. Un hecho aislado de esos que en multitud ha recogido el
objetivo nos causaría impresión. Su agrupamiento parece dejarnos insensibles. Acaso la capacidad
para el dolor sea muy poco elástica y se rompa, originando el embotamiento moral cuando las
causas del dolor son muchas.
Nuestra atención se concentra en instantáneas más singulares. Una de ellas nos presenta
alineados al obispo de Madrid-Alcalá, a varios canónigos más y a algunos jefes rebeldes delante de
hileras de tropas sediciosas, presidiendo una ceremonia en Vigo. Otra de las fotografías reproduce la
escena de una misa de campaña en el frente guipuzcoano, escena en la cual el paisaje, la figura del
oficiante y la traza de los fieles evocan las luchas fratricidas del siglo XIX en el País Vasco. Por
último, dos grabados soberbios en que vemos a los generales Cavalcanti, Franco y Mola
dirigiéndose a la catedral de Burgos y saliendo del templo, al que concurren rodeados de séquito
numeroso y entusiasta para asistir a misa.
Estos documentes gráficos revelan la íntima compenetración entre la Iglesia católica y los
rebeldes, exactamente lo mismo que en las antiguas carlistadas. La Iglesia no ha querido
permanecer neutral en esta contienda pavorosa. Se ha sumado a uno de los bandos y le ha cubierto
de bendiciones. No ha querido seguir en esta ocasión, como no las ha seguido en otras, las cautas
normas de Roma, de acatar en todo país el régimen legalmente constituido. Aún había, además de
ésta, otra posición muy discreta, la neutralidad; pero también ha sido despreciada por los
representantes de la Iglesia, que han preferido alistar a ésta como beligerante. Lo que pueda
subsistir de los intereses del catolicismo en España cuando la legalidad triunfe, se reducirá a aquella
parte del clero que no ha rehuido la verdadera significación del sacerdocio.
Pero The Sphere”, con buen arte periodístico, ha sabido destacar, colocándola de portada, la
fotografía más interesante de su reportaje. Aparecen en ella varios rifeños de los que Franco nos ha
traído como garantía del más fino respeto a los principios de la civilización cristiana. Los moros
están retratados en Burgos. Se tocan con fez y llevan adherida a la guerrera la estampa del Sagrado
Corazón. Seguramente que la católica alegoría ha sido prendida sobre los pechos musulmanes por
piadosas damas burgalesas.
¿No tiene todo esto un regusto de herejía, y hasta de escarnio? Si Isabel la Católica puede
atalayar desde la gloria a la morisma en tierras castellanas, creerá que fue un sueño su vida terrestre,
que culminó en la derrota de los infieles. ¿Cómo podían hallarse ahora los moros en Castilla si ella
los arrojó incluso de Granada? ¿Y qué dirá el Cid Campeador en su mansión celestial, adonde le
habrán llevado sus proezas contra los sarracenos enemigos de Dios, al verlos nada menos que en su
tierra nativa de Burgos?...
Hago alto en estas notas para recibir a un amigo que me trae una chapa metálica y unos
papeles ensangrentados. La chapa es la de un avión italiano que ayer fue derribado. Los papeles
moteados de sangre son órdenes fechadas el 29 de agosto bajo la firma: “El general jefe del Aire, A.
Kindelan.” Entre los papeles hay una tarjeta que sirve para identificar al aviador, también italiano,
que fue hallado cadáver. La tarjeta contiene unas líneas de efusiva salutación al “aviatore romano
Ernesto Mónico, en prueba de afecto, en recuerdo de su hallazgo por los montes la noche del 22 de
agosto de 1936”. Y en la cartulina, en caracteres impresos, el nombre y la dirección de quien envía
el saludo: “Miguel Matías Moriñigo, párroco de Cabeza de Diego Gómez (Salamanca).”
Seguramente este clérigro que anda por las montañas en días de guerra va por ellas
empuñando un fusil. Cuando sepa el trágico fin de aviador venido desde Roma, como los moros
vienen desde el Rif, a matar españoles, ¿le darán tiempo los menesteres guerreros al montaraz
párroco salmantino para encomendar a Dios en una oración a su amigo el “aviatore” romano?
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El imperio de la verdad
Jueves 3 de septiembre de 1936
Madrid 2.―Estoy de completo acuerdo con cuanto dice D. Angel Ossorio en un artículo que
bajo el epígrafe “La verdad y la ilusión” publica en Ahora. Tiene razón el ilustre jurisconsulto, tan
noblemente situado en la actual contienda, al repudiar los embustes que han venido salpicando con
excesiva frecuencia las informaciones oficiosas y periodísticas relativas a la guerra civil que nos
viene de duelo. En público no había yo dicho nada acerca de ello hasta hoy, pero en privado, y
procurando ponerle remedio, escribí bajo mi firma que el sistema me parecía francamente estúpido.
Suscribo íntegras todas las razones expuestas por el Sr. Ossorio y Gallardo para demostrar los
inconvenientes que ofrece semejante procedimiento, siendo los principales de entre ellos el
descrédito en que quedan envueltas esas informaciones, la desilusión experimentada por la gente al
ver desmentidas noticias halagüeñas e incumplidos pronósticos venturosos, y el engaño que sufre el
público sobre la duración de la lucha.
La más grave de tales desventajas es, a mi entender, la última de las que quedan enumeradas.
Bajo la influencia de una literatura mala en el fondo y, además, deplorable en la forma, muchos
elementos combatientes, y con ellos los organismos directivos de algunos sectores, habían dado en
creer que la facilidad y rapidez del triunfo les permitía desde ahora mismo tomar posiciones a fin de
dejar afirmado previamente el predominio de la respectiva tendencia para después de la victoria. Y
por tener la atención excesivamente consagrada a dichas precauciones, ha podido desviarse un tanto
del objetivo inmediato e ineludible; el aplastamiento de la sublevación fascista.
Acaso de ahí se haya derivado cierta parte de la flojera en cuanto a la unidad de acción, tema
al cual dediqué uno de mis recientes artículos. Con satisfacción anoto la tendencia rectificadora que
respecto a ello se acusa estos últimos días y por la cual quedará destruido un germen de
disgregación que, al fructificar, podía haber sido muy peligroso. Tan necesaria como la unidad de
mando es la unidad de acción. De nada vale la una sin la otra. Acopladas ambas serán base
inconmovible del triunfo.
Pero para alcanzar éste resulta indispensable mantener la moral en vanguardia y en
retaguardia, y la moral no se mantiene con la siembra de ilusiones engañosas, pintando como fácil
una victoria que se obtendrá, sí, mas a costa de muchísimo esfuerzo. La guerra será larga y dura, me
atreví a pronosticar desde el micrófono de la radio. Algunos de mis oyentes, embriagados por los
éxitos de la rendición del Cuartel de la Montaña en Madrid y del Campamento de Carabanchel, y de
la toma de algunas ciudades, me motejaron entonces de pesimista y me reprocharon en tono
cariñoso que me hubiese expresado en términos que creían deprimentes. Yo había expresado mi
firme convicción. Si la realidad me desmentía, eso íbamos ganando todos y mi amor propio no
había de padecer por el error sufrido. En cambio, si yo pregonaba una victoria inmediata y sin
sacrificios, y los hechos concluían por negarla, la equivocación podía revestir efectos desastrosos.
¿A qué ocultar, por ejemplo, que nos hallamos ahora en los comienzos de una ofensiva
formidable contra Madrid? La revelan ataques impetuosísimos como el de hoy en el sector de
Oropesa, donde nuestra aviación, en un alarde magnífico —el mejor, seguramente, de todos los
suyos en esta para ella gloriosísima campaña— ha castigado durísimamente al enemigo. La verdad
permite proclamar este nuevo éxito de nuestros aviadores (alguno de ellos hubo que repitiendo sus
salidas desde Madrid hizo hasta seis bombardeos); pero al mismo tiempo no veda el reconocimiento
de que por esa parte de Extremadura subsiste un grave peligro, porque allí han concentrado los
insurrectos sus mejores tropas, allí actúan coordinadamente sus máximos caudillos y allí acumulan
el material que les envían sin recato algunas naciones de las comprometidas en el desdichadísimo
pacto de “no intervención”.
Conociendo la existencia del peligro es como se pueden crear los arrestos suficientes, no sólo
para contener la avalancha, sino para diezmar a los invasores. De otro modo puede formarse un
ambiente frívolo en el cual el peligro que venía ocultándose, por aparecer de modo inopinado,
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adquiera a los ojos de ignorantes y distraídos proporciones superiores a las efectivas, atribuvéndole
los asustadizos caracteres de catástrofe. Por eso es preferible a toda hora, incluso en la más crítica,
el imperio de la verdad. Ella puede destruir muchas quimeras de los que dan por olvidar la áspera
realidad presente para poner el pensamiento en venturosos días del futuro, para llegar a los cuales
hay que pasar por aquellos otros en que el fascismo quede definitivamente abatido.
mismo en que invitó a guardarla a las demás naciones, y es evidente que algunas de ellas —ahí
tenemos el caso citado, entre otros— no han querido observarla, por lo menos, hasta quedar
convenida unánimemente la “no intervención”. Si hasta que el pacto fue firme —ya veremos qué
firmeza efectiva alcanza—, Francia se hubiese ceñido a la norma común del Derecho internacional
y, además, a cierta cláusula del acuerdo comercial que firmó con España en 1935, el Gobierno de la
República española habría podido mantener y aumentar la superioridad en material aéreo y terrestre,
garantía indiscutible de una inmediata victoria. Habiéndosenos privado de medios a los cuales
tenemos perfecto derecho y a cuya compra, no se olvide esto, se nos obligó en negociaciones
recientes, hemos de sostener una lucha más larga, más sangrienta y desastrosa para España.
He comentado varias veces la injusticia tremenda que entraña el pacto de “no intervención”
Me alegro mucho de que el eco del clamor que ha levantado en España llegase hoy tan directa y
autorizadamente a oídos de Blum. De haber estado yo presente en la visita de hoy me hubiere
atrevido a decir que era preferible que en vez de negarse por igual a insurgentes y leales material
guerrero nos lo suministrasen a ambos bandos con entera libertad, porque así, cuando menos, podría
adquirir el Gobierno español en algún sitio lo que en todns partes se le niega y que los rebeldes,
desde luego, encuentran. Esa igualdad que se ha ideado en Francia constituye la más terrible de las
desigualdades.
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