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Artículo de periódico

DIOSES CRUELES
Gabriel Albiac

ABC, 10 de octubre de 2017

París. Sentado frente al Champ de Mars, un hombre sabio medita sobre el desierto
anímico que siguió a los años de la gran exaltación revolucionaria. Es el verano de
1847. Y Jules Michelet no sabe que, en apenas siete meses, la marea revolucionaria
volverá a sacudir su ciudad y el mundo. Pero en ese mes de julio del 47, el profesor
Michelet acaba de clausurar el curso que cada año dedica a la minuciosa anatomía de
los años del gran arrebato que lo trastrocó todo, entre 1789 y 1794. Ha alzado nota de
los alumnos que abandonan el aula: "Otra generación más a la que nunca volveré a
ver", se dice. Y retorna al silencio de su soliloquio.

Sentado, ante ese lugar que vio, en julio de 1791, el choque sangriento y decisivo, ante
ese lugar que es, cuando él lo mira, "sólo una explanada árida", el más erudito
historiador de la revolución en su siglo es como fulminado por la iluminación de la cual
arranca su obra definitiva, la Historia de la revolución francesa: "La Revolución tiene
como monumento propio… el vacío…". Los puntos suspensivos marcan su estupor
ante lo descubierto. Y enfatiza, de inmediato, cómo el vacío del que habla se erige en
encrucijada de lo sagrado para el tiempo que viene: "Aquí reside un Dios. ¿Cuál?
Nadie lo sabe". Aquí reside. Nadie sabe tampoco hasta qué punto pueden los dioses ser
crueles. Pero el sabio profesor sí lo sospecha.

El matiz léxico entre "revolución" y "golpe de Estado" es sutilísimo. Tanto que tal vez
no exista, más allá de las intenciones retóricas que un vocablo y otro connotan. Pero, en
su verdad, ambos asientan triunfo o derrota sobre una amarga realidad que trasciende a
sus cuidadas escenografías: la sangre. Una revolución –o un golpe de Estado– no es un
paso de danza. Ni siquiera el paso aterrador de las danzas guerreras. Es el tránsito a lo
real irrevocable. Y los hombres no conocen más realidad irrevocable que la muerte.

En Cataluña, una dirección política enloquecida ha forjado la ficción de una revolución


–o de un golpe de Estado, no voy a discutir ahora de eso– angelical, sin confrontación
física, sangre ni muerte. Una revolución –o un golpe de Estado– de infantil cuento de
hadas. Y su ilimitado angelismo es hoy hipermoderno. E ilimitadamente homicida.
Hipermoderno, porque en él todo se juega en la suplencia consensuada de lo real por lo
virtual. Ilimitadamente homicida, porque el paso al acto de un conflicto en el cual todo
aparece con reglas de virtualidad escénica carece de freno. La sangre de las redes, a
fuerza de ser fingida, y el Photoshop de lo atroz trocado en obra estética, hacen hasta del
dolor más hondo insignificancia; o, lo que es peor, épica placentera.

Vivimos con un pie en la raya: entre ficción y mundo. En la raya: de lo peor. Del punto
en el cual la bella sangre photoshopeada de las redes abrirá paso al bofetón asqueroso de
la sangre corpórea. Aún es tiempo de pararlo. O nadie va a salir indemne de esto. Otra
vez el sagrado "monumento al vacío". Y a los dioses más crueles.

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