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EL ALMA, ANHELO HACIA LA LUZ

CORAZÓN DE LUZ

Después de un corto período infeliz, mis padres se dieron cuenta del gran amor que
siempre habían tenido el uno por el otro y se reconciliaron (permaneciendo juntos por el
resto de sus vidas). Aunque la Esperanza me había impedido morir en el agua, era incapaz
de perdonar, y de zafarme de los sombríos e insidiosos dedos de la depresión. Las crudas
palabras del poeta ruso Mayakowsky me perseguían:

“Estoy tan solo como el único ojo de un hombre camino a la ceguera”.

En una cafetería de Venice Beach, un camarada igualmente acabado, describió un retiro


monástico no muy lejos de ahí. “La Fuente del Mundo está cerca de la cima del Monte
Chatsword”, explicó. Sus ojos brillaban de esperanza: “Es gratuito y seremos bienvenidos
siempre y cuando sigamos las reglas y hagamos algún trabajo. ¡Allá, la gente practica el
amor fraternal y camina con los pies descalzos!”

“¿Amor fraternal? ¿Caminar con los pies descalzos?” Le pregunté incrédulo.

“Tiene que ver con sus votos de pobreza y con no causar daño a los seres vivos. Ellos no
cortaron los árboles sino que construyeron algunos de sus edificios alrededor de estos. Allá
podemos quedarnos tanto como queramos. ¡Vale la pena comprobarlo!”

Empacamos las pocas pertenencias y nos fuimos a las montañas. Al igual que un perro
herido, yo ansiaba un lugar despejado y tranquilo, bajo el cual pudiera descansar y sanar.

La Fuente del Mundo estaba ubicada en lo alto, sobre la contaminada ensenada de Los
Ángeles, rodeada de altos eucaliptos, álamos y pinos, rocas tan grandes como una casa y
colinas secas por el sol. Casi desde el momento mismo en que nos bajamos del carro,
brisas suaves como céfiros, comenzaron a barrer las telarañas de mi mente. Todas las
noches, en el salón principal se hacían sesiones grupales obligatorias llamadas
“Concentraciones”, en donde unos treinta monjes formados en círculos, con los ojos
cerrados y las palmas de las manos hacia arriba, una y otra vez cantaban frases como
“Amado, Amado...” o “Sean positivos, sean positivos...”, una y otra vez, primero muy
despacio y en tono bajo y después más rápido y en tono alto. Inicialmente me sentí apenado
y extraño, pero eventualmente me acomodé a la rutina. Una semana después de nuestra
llegada, tuve una experiencia que cambió profundamente el curso de mi vida.

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Durante una de las Concentraciones nocturnas, me alejé de mi entorno externo y entré en


un estado de oración que fluía de mi corazón, una especie de incesante imploración a lo
Desconocido. Mientras daba un vistazo al oscuro vacío, con mis ojos cerrados vi una luz,
era como un cometa a gran velocidad, venía directamente hacia el centro de mi cabeza y
cada vez era más y más brillante. Una onda de resplandor circundante, fugaz y dorado
abarcó mi visión. Luego apareció otro cometa brillante y después otro más, en forma
incesante, rítmica y misteriosa. Era como si hubiese entrado al palpitar viviente del corazón
del Cosmos. En el corazón de dicha Luz experimenté embriagantes olas de Amor
Incondicional. El cuerpo y el mundo, simplemente dejaron de existir. Lo único que quedaba
era un ilimitado y centelleante resplandor y una asombrosa energía que avanzaba
simultáneamente en todas las direcciones. Después de aquello que me pareció una
eternidad, quizás duró solamente unos pocos minutos, esta visión-realidad amainó,
importunada por las actividades de la vida monástica.

Esta fue mi primera experiencia de un estado de Realidad – algo más allá de los sentidos;
algo más allá de la intoxicación; quizá algo que siempre había estado esperando y buscado
a ciegas. Junto con la experiencia de Luz, vino un estado donde lo sabía todo, un amor libre
de egoísmo. Una vez fui separado de tal estado de gozo, me asaltaron numerosas dudas y
preguntas. La directora del monasterio era una mujer amable, alrededor de los 70 años,
conocida como la Anciana Nikona. Si alguien podía explicar lo que sucedió, pensé que
podría ser ella y así, no sin temor, golpeé en la puerta de su casita y fui invitado a entrar.
Con mis emociones variadas, le pregunté sobre mi misteriosa experiencia. La Anciana
Nikona admitió, “Hijo mío, no sé qué es esa Luz que has experimentado, pero sé que a

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través de ella has tenido una bendición muy elevada”. Ella sonrió y me dio una palmada en
mi mano. Le agradecí y me excusé para caminar solo en la noche, perdido en mis
pensamientos, cuestionándome, preguntándome, ¿A quién debo acudir en busca de ayuda?
¿Qué es esta Luz? ¿Me habrán escogido para algún propósito elevado o he enloquecido?
¿Quién soy? ¿Cuál es mi destino?

Durante los días siguientes le pregunté a los otros compañeros, pero sólo obtuve respuestas
vacías que no llenaban mis expectativas y además me miraban inquisitivamente. Me
pregunté seriamente si me estaba volviendo loco.

Unas noches después de mi primer encuentro con la Luz Interna, me despertó, en medio de
una absoluta oscuridad, un estruendo permanente proveniente de todas partes, como una
formidable cascada de sonidos presionando mi ser e interrumpiendo mi tranquilo sueño.
Inhabilitado, incluso para levantar siquiera un dedo, entré en un desesperado pánico.

“¡Dios! ¡Estoy muerto! ¡Ayúdame!” Grité, pero ningún sonido escapó de mis entumecidos
labios.

La parálisis física y la falta de sensación de mi cuerpo fue total y aterradora. Después de un


hercúleo esfuerzo, eventualmente comencé a mover las yemas de los dedos, luego los dedos
de mis pies y gradualmente el resto de mi alienado cuerpo, un simple cascarón donde vivía
mi ser real.

Comencé a buscar en la bien dotada biblioteca del monasterio y descubrí una traducción del
antiguo y milenario Bhagavad Gita (La Canción Celestial), el célebre sermón de Krishna,
el avatar a su discípulo Arjuna, el príncipe guerrero, quién tembló y titubeó en su deber
cuando se le llamó a la acción en el campo de batalla de la vida. El Gita examinaba la
moralidad, la religión, los deberes, el yoga, la meditación y la meta de la existencia
humana, una meta esquiva que se puede lograr mediante la realización de nuestro Ser
superior inmortal. La realización de sí mismo, afirmaba el Gita, conducía a la liberación
final del ciclo de nacimientos y muertes, a través de la realización del paramatman, del
Superser, o Dios.

En mi interior resonó algo en respuesta al antiguo mensaje; un pasaje en particular susurró


a los recuerdos adormecidos y los hizo bullir:

Deja que el yogui se siente en Sidh-aasan,


en un lugar ni muy alto ni muy bajo,
.... Y, fijando su mirada en la raíz de la nariz,
él debería aquietar su mente,
de la misma manera que la llama de una vela
en un lugar donde no sopla el viento.

Cuando busqué información sobre yoga y meditación en mis hermanos monjes, me


advirtieron que su estudio y práctica estaban prohibidos en la Fuente del Mundo. Rebelde
como siempre, pronto encontré un lugar solitario en la montaña, lejos de las miradas

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indiscretas. Aquí podía ir todos los días, sentarme con la espalda recta, la pierna izquierda
doblada por debajo, la pierna derecha doblada por encima, las manos descansando con las
palmas hacia arriba, una sobre la otra con los pulgares tocándose y los ojos cerrados, el
cuerpo y la mente un laboratorio; mi templo secreto. Rápidamente aparecía el insoportable
dolor en mis piernas occidentalizadas, pero con determinación y en forma gradual, cada día
aumenté el tiempo que permanecía sentado, de unos pocos minutos a media hora, de media
hora a una hora y así, cada vez más tiempo. La forma externa era irrelevante. Lo importante
era el hecho de que cuando me sentaba de esta manera, después de pocos minutos,
regresaba la Luz dorada, irradiando un encantador estado interno. Cada encuentro me
dejaba fortalecido; cada zambullida en el gran resplandor me ayudaba a curar la
enfermedad de mi corazón. Empecé a comprender cómo el comportamiento disciplinado
fortalecía la conexión con la divinidad y a la inversa, la disipación la debilitaba. Incluso
Miguel Angel tenía un dicho típico: “Lo que en la noche uno dedica a actos de disipación,
no se puede poner en la escultura durante el día”. La relación causal me intrigó.

Además, durante la noche, mientras los demás dormían, me escapaba del dormitorio
siguiendo una larga y precaria vereda a través de arbustos y rocas para sentarme solitario en
la cima de una inmensa roca prehistórica desde donde se veía abajo el valle oscuro y las
pocas luces del monasterio. Estas vigilias, a altas horas de la noche, bajo las relucientes
estrellas, fueron recompensadas con más experiencias de dicha e iluminación, aunque los
encuentros con la mente inferior y su fecunda fantasmagoría me dejaban agitado y
temeroso. Empecé a entender por experiencia propia que una fuerza cósmica y benigna está
siempre al servicio del buscador aspirante, pero un poder corrupto acechando en los oscuros
rincones de la mente también está siempre ahí para asaltarnos y poner a prueba nuestra
resolución. A pesar de estas intrusiones indeseables en mi práctica, perseveré en mi lucha
solitaria, invocando intensamente la protección de Dios y dejando mi ser a Su misericordia,
incluso derramando lágrimas. Entonces, como recompensa, así como se le da un dulce a un
niño, la Luz regresaba y desvanecía los fantasmas. Ahora podía empezar a identificarme
con San Antonio del desierto del norte de África y lo que soportó en una larga y famosa
batalla con las fuerzas de la oscuridad, inmortalizada en el arte medieval de Pieter Bruegel
y Mattias Gruenwald. En la siguiente pintura le doy otro giro al tema de las tentaciones de
San Antonio, basado en mis propias luchas dramáticas. Mi pintura representa a un dragón
de muchas cabezas, metáfora de la mente, atormentando al sabio del desierto. Después de
unos diez años de meditaciones solitarias y luchas en un sepulcro en una montaña, Antonio
descubre el secreto de la Luz Interna que lo rodea y se sobrepone a las fuerzas de la
oscuridad. Sin ser un simple asceta, Antonio va al rescate de los primeros cristianos de las
crueldades del circo romano y actualmente es el santo patrón de los Coptos de Egipto.

Transcurrieron dos meses. Cada vez era más presionado para que renunciara al mundo y me
convirtiera en un hermano monje hecho y derecho. Este voto significaba que debía
abandonar una incipiente carrera en el arte, el dinero, la propiedad (no tenía ninguna), la
familia y los amigos del mundo externo, llevando una vida de servicio a una misteriosa
teología con Krishna Venta, su desaparecido fundador en lo alto. De las charlas que tuve
con los pocos seguidores originales que quedaban y leyendo artículos de revistas y hojas
mimeografiadas, aprendí que Venta, un americano de raza blanca, vanidosamente
aseguraba que él era, nada mas ni nada menos que el último Mesías largamente esperado, el
Buda, Krishna, Isaías y Jesús, todos reunidos en uno, sin embargo su presunto

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comportamiento con sus seguidores dejaba mucho que desear. Yo no estaba listo ni
dispuesto a rendir mi vida y mi libertad en obediencia ciega a nadie, excepto a un alma
perfecta. Anhelaba respuestas que sonaran verdaderas a todo nivel, para las inquietudes que
obstinaban mi existencia.

Detalle de la obra del autor, Las Tentaciones de San Antonio. Óleo sobre lienzo.

Cuando llegó el día de la ordenación para varios monjes postulantes, yo ya había decidido
partir. A medida que avanzaba a través del terreno del monasterio, sentía como si un gran
peso psíquico estuviera sobre mis tobillos, haciendo extremadamente más difícil cada
movimiento. Miré a mi alrededor y observé a varias brujas viejas susurrando de manera
inaudible, mientras dirigían su mirada sobre mí, sujetándome. ¡Realmente misterioso!
Luché con cada onza de voluntad para subir los escalones que me conducían a un camino
abierto, pero una vez afuera de los predios de la Fuente, me sentí ligero como una pluma y

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mis pies alzaron vuelo. Corrí y corrí cuesta abajo por un camino montañoso hasta más no
poder.

El Lago Sagrado. Lleno de esperanzas y sin dinero, antes de que el día terminara, me
encontré por primera vez a las puertas de la Hermandad del Lago Sagrado de la
Autorrealización, en las montañas de Santa Mónica, fundado décadas atrás por el gran
santo yogui Paramahansa Yogananda, quién vino desde la India a occidente para traer la
ciencia del kriya yoga. El aura pacífica y meditativa, la belleza del lago similar a una joya,
los cisnes planeando y la brillante atmósfera me atrajeron muchas veces durante los meses
siguientes. Me iba en autostop desde mi estudio en Venice Beach, para meditar y leer la
Autobiografía de un Yogui de Yogananda, en la cual descubrí numerosas referencias de la
Luz Divina experimentada por los santos y buscadores de diversas épocas, lugares y credos.
Las historias extraordinarias y con frecuencia milagrosas de los grandes santos y
científicos del espíritu de la India, me atraían poderosamente. Yogananda fue un hombre de
gran sabiduría como Cristo, pero desencarnó conscientemente en 1952. Después de su
muerte bien documentada, el cuerpo de Yogananda permaneció en un estado de integridad
durante semanas. Pero ahora, ¿Adónde ir? No pude reconocer su destacada posición entre
sus amables y serviciales seguidores que conocí. Al regresar a viejas rondas y sueños de
arte a pocas millas al sur en Venice, California, visité ocasionalmente el Lago Sagrado para
reflexionar sobre el significado de la vida.

Siempre rebelde y temerario, una noche de luna llena, inadvertido y en secreto, trepé sobre
la puerta de hierro forjado cerrada, navegando silenciosamente el sendero sombrío que con
frecuencia había pasado en las horas diurnas, y encontré mi camino en el otro extremo del

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lago, debajo de la puerta de loto, al lado de una inmensa urna de piedra con las cenizas de
Mahatma Gandhi. Mientras los cisnes se deslizaban silenciosamente por el lago y estatuas
de mármol fantasmales de Jesús, Buda, San Francisco, Quan Yin y Krishna miraban hacia
abajo desde lo alto del jardín, este buscador se sentó en posición de loto, con los ojos
cerrados, buscando internamente ayuda, comprensión y sabiduría. Mientras se sentó
envuelto en el silencio, emergió del éter un panorama cada vez más revelador y pasaron las
horas. Con la conciencia cada vez más retirada, él empezó a ver seres extendiendo
bendiciones, las cuales venían con olas de felicidad.

Regresando de nuevo a Venice Beach, le pregunté a mi corazón cómo podría reconciliar


tan sublimes experiencias con mi una vez más desdichada existencia.

Una de mis dificultades fue que dichas experiencias místicas iniciales fueron muy
sobrecogedoras, por no decir desconcertantes. Había muy pocos puntos de referencia.
Aunque maravillosamente inspiradoras y grandes, ¿cómo podían los Maestros del pasado y
sus palabras darle una guía práctica a los vivos? Luego estaban las afirmaciones
contradictorias que hacían una plétora de maestros y seguidores. ¿Cómo determinar su
validez y alcance? Una cosa era segura, esta Luz recién descubierta era la fuente del bien y
del poder sagrado, quizás la Fuente oculta de toda la Vida e Inteligencia en el universo.
¿Podría esto ser suficiente para transformar una vida humana disoluta?

Pitágoras, el antiguo matemático, filósofo y místico griego, se había referido a la “Ciencia


de la Luz”, la cual, al dominarla, se puede alterar la estructura de la materia. De este modo,
Pitágoras demostró su dominio sobre los elementos cuando controló a un águila y a un
temible oso, los cuales obedecieron su voluntad superior.

Una extraordinaria experiencia que involucró el poder de esta misma Luz nos ocurrió a
unos amigos y a mí en 1963, en San Francisco. Mientras caminábamos a altas horas de la
noche en medio de una multitud, un miembro de nuestro grupo se adelantó caminando por
la congestionada Market Street y se interpuso en la vía de un autobús que venía a gran
velocidad. De repente, fui consciente de los cambios subconscientes, y el Observador
clarividente emergió para ser testigo y partícipe. Todo y a todos los veía como en un sueño,
en cámara lenta. En esa densidad llegó una repentina ráfaga de adrenalina y un grito fuerte,
“¡Cuidado!” salió automáticamente de mi boca. Un brillante relámpago de Luz envolvió
toda la escena. Todo se detuvo, congelado en el tiempo y el silencio, el autobús, la gente y
todos los sonidos. En dicha pausa de fracciones de segundo, solamente quien sería la
víctima pudo romper el estancamiento y quitarse de la vía que lo conduciría a una muerte
segura. La extraña quietud fue reemplazada por el estrépito de todo. La breve suspensión
del tiempo y del espacio fue envuelta por la Luz. ¡Una vida fue salvada! Sucedió un
milagro misterioso y todos aquellos que fuimos testigos, estábamos profundamente
agradecidos y desconcertados.

En mi búsqueda, aunque carente de madurez o sabiduría, nunca dudé en investigar a


cualquier maestro, religión o enseñanza. En algunas partes, los seguidores se mantenían
firmes en su decisión de que sus libros sagrados, biblias o volúmenes de las enseñanzas que
venían de Maestros del pasado eran ahora la encarnación del Gurú o Maestro para ser
seguidas de manera incuestionable.

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Muchos reclamaban a su sendero como el mejor y buscaban conversos con avidez. Yo


ansiaba una revelación abierta, un maestro viviente de estatura universal; sin embargo, él o
ella debería ser el más humilde de los humildes, si eso era posible, cuyas enseñanzas fueran
universales y gratuitas (instintivamente siempre había sentido que la Verdad debería ser
gratis para el buscador sincero, nunca un negocio, en lo que muchos grupos de la Nueva
Era y religiones establecidas se habían convertido); que pudiera contestar todas las
preguntas candentes, pertinentes y oportunas; alguien que personificara aquello que él o
ella enseñara; alguien que no le diera mucho énfasis a los ritos, rituales y dogmas externos.

Tales períodos en que anhelaba a Dios eran inestables y de corta duración, eran satélites
parcialmente lanzados desde la atmósfera de la Tierra que regresaban, atraídos de nuevo
por la fuerza de gravedad de los deseos y los apegos. Entre 1961 y 1964, salvo una o dos
excepciones, los manantiales de la Luz Divina se secaron completamente, a medida que
este hijo pródigo divagaba dilapidando el capital espiritual con el cual todos venimos a este
mundo. Una y otra vez me hundí en el abismo de la adicción a las drogas y de la
desesperación. La inevitable noche oscura del alma me envolvió. Agotado y exhausto,
egoísta e irreverente, vi el abismo abierto ante mí y tuve miedo de las consecuencias. Sin
embargo, siempre había una débil conciencia de Dios, el Observador, el Registrador, el que
Espera.

Terminada la exposición individual de mis pinturas en una importante galería de arte de


San Francisco, salí hacia el encantador Condado de Mendocino, donde las empinadas
colinas cubiertas de hierba invitaban de manera incitante a un alma destrozada (ver folleto
abajo).

Durante las largas y solitarias caminatas a través de los campos secos barridos por el viento
de Diciembre, me llegaron rayos de renovación y vinculación con la Madre Tierra.
Descansando bajo un espléndido roble solitario, uno no podía más que maravillarse con los

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rayos del sol filtrándose entre las capas ricamente iluminadas de las hojas de un susurrante
árbol de roble y luego llegaban hasta los ojos, descomponiéndose en prismas y significado
interno. La solidez del mundo se volvió diáfana, translúcida; cada rasgo con su aureola, su
borde encendido. La Luz interna, que había estado perdida por dos años, comenzó a salir de
nuevo a la superficie como un torrente de esperanza y felicidad en forma de millares de
destellos, a través del baño de la visión externa. Apenas si podía mover la pluma, intenté
capturar ese éxtasis fugaz en un poema, si se le puede llamar así:

A través del portal del ojo


Todos los seres tienen Luz y color espectral.
Prestándome su esplendor, el Sol dijo,
“Toma de mí un poco de PAZ,
Y déjala que sea tu Luz durante la noche”.

Pero ¡ay!, la Luz interna / externa se disipó demasiado pronto. Incapaz de aferrarme o
rendirme a ella, supe sin embargo, que a través del Luminoso mi paz y salvación vendrían
algún día, si tan solo esas capas que nos separaban pudieran ser removidas. Por ahora, mi
búsqueda espiritual estaba mancillada, pero un rudo y misericordioso despertar venía a gran
velocidad hacia mí, como un tren nocturno a toda velocidad en una curva escondida de un
túnel. Ah, ¡Rabindranath Tagore! ¿Quién podría decirlo mejor que él?

Obstinadas son las ataduras pero mi corazón duele cuando trato


de romperlas. Libertad es todo lo que deseo, pero siento pena
al esperar por ella. Sé que dentro de Tí hay una riqueza invaluable
y que Tú eres mi mejor amigo; sin embargo, no tengo corazón para
remover el oropel que llena la habitación. La mortaja que me cubre
es de polvo y muerte, la odio, pero la abrazo con amor. Mis deudas
son numerosas, mis faltas grandes, mi vergüenza pesada y secreta,
pero cuando vengo a preguntar por mi bien, tiemblo de miedo, no sea
que mi oración sea concedida.

Rabindranath Tagore, Gitanjali, Pág. 28, Scribner Poetry, 1230 Avenue of the Americas,
NY, NY USA, 10020.

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