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MONTREIM

Me dijiste qué tipo de


historias te gustaban y
escribí una de ellas.

Este libro es tuyo, Adrián


Danael

Corrupt, you corrupt


Bring corruption to all that you touch
Hold, you'll behold
And beholden for all that you've done
And spell, cast a spell
Cast a spell on the country you run
And risk, you will risk
You will risk all their lives and their souls
And burn, you will burn
You will burn in hell
yeah You'll burn in hell
You'll burn in hell
Yeah you'll burn in hell for your sins
An our freedom's consuming itself
What we become is contrary to what we want
Take a bow
Death, you bring death
And destruction to all that you touch
Pay, you must pay
You must pay for your crimes against the Earth
Hex, feed the hex
Feed the hex on the country you love
Yeah and beg
You will beg
You will beg for their lives and their souls
Yeah and burn
You will burn
You will burn in hell
yeah You'll burn in hell
You'll burn in hell
yeah You'll burn in hell
You'll burn in hell
Yeah you will burn for all your sins

Take a bow - Muse

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I

El cadáver mostraba una deshidratación parcial, con la


boca abierta y los ojos cerrados, como si le hubieran atacado
mientras dormía. Aún quedaba en el cuerpo cierta placidez. Olía
a carne seca y no se veían inicios de putrefacción. Danael movió
la cabeza negativamente mientras escribía sus ilegibles notas.
Nunca los habría. Los cuerpos que aparecían así estaban
momificados y conservados a la perfección. Los primeros que se
encontraron fueron estudiados, y en dos semanas no hubo signos
de que llegaran a pudrirse, o de que fueran a hacerlo. Danael
sospechaba que seguirían así indefinidamente, pero las familias
les rogaron poder enterrarlos y hubo que complacerles.
El cuerpo yacía en la cama, con las sábanas subidas hasta
el pecho. Dormía cuando lo atacaron. Danael ya había visto a
otros así. Habían sido asesinados en la seguridad de sus camas o
en la comodidad de sus sillones. Nadie había visto al culpable y
en la habitación no había ni huellas, ni sangre, ni ninguna
característica extraña. Era como si la muerte hubiera entrado por
la ventana y se hubiera marchado tranquilamente. Las gentes de
Montreim hacían gestos supersticiosos cuando se hablaba del
tema, y colgaban cabezas de ajo en las puertas y las ventanas
para protegerse de la plaga. Pedían que los cadáveres fueran
retirados de las casas y quemados cuanto antes, lo que impedía
hacer una investigación exhaustiva. Danael sabía que no era
contagioso: en un edificio entero sólo morían una persona o dos,
mientras que el resto seguía sano y sin síntomas. No creía que
fuera algún tipo de enfermedad castigadora. Presentía que era un
asunto humano, y fuera quien fuese el culpable, tendría que
detenerlo.
Danael era el encargado de recopilar posibles pistas,
mientras uno de sus subalternos inspeccionaba al muerto por
tercera vez y otro tranquilizaba a la viuda. La mujer ya había
refrenado el ataque de nervios que sufrió al ver el cuerpo de su

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marido. No era un trago fácil. Danael había tardado en acomodar
su estómago a las visiones de las momias dormidas.
Todo estaba muy limpio. Las paredes habían sido
blanqueadas, el suelo era de madera, encerado con frecuencia, y
las mesitas de noche, a ambos lados de la cama de matrimonio,
eran de buena madera barnizada, con tiradores de bronce
bruñido. Ese era otro importante factor. La “plaga” no sólo se
abatía sobre los sucios o los pobres, también familias burguesas
como aquella la sufrían.
—No hay nada, para variar –dijo el compañero de Danael,
Dvorak-. Ni huellas, ni sangre, ni agua de lluvia de fuera. Nada
de nada.
—Hum –contestó Danael.
El capa azul tuvo una corazonada y, dejando el papel en
el que escribía sobre la cama, alcanzó la mesita de noche y miró
dentro. Había pañuelos, un reloj y demás recuerdos que no eran
importantes ni esclarecedores. En la otra tampoco había nada de
interés.
Salió de la habitación y husmeó por el pasillo. Unos
metros más allá del dormitorio vio una puerta de roble. Abrió
con cuidado, sabiendo que el culpable podía esconderse en
cualquier lado.
El estudio tenía las mismas paredes blanqueadas, el
mismo suelo de madera y una amplia ventana que daba al
exterior, sobre la que golpeaban furiosas las gotas de lluvia.
Había varias estanterías con libros sin apariencia de haber sido
leídos y un escritorio de roble macizo con dibujos de hojas de
hiedra en las esquinas. Sobre éste había varios papeles sin interés
y una lámpara de gas. No se veían muchas como aquella en la
ciudad, pero el muerto tenía dinero. Danael se imaginó cómo
luciría en su salón, y cómo la encendería por las noches cuando
sus hijas se hubieran ido a la cama.
En realidad no le importaban los objetos decorativos, ni la
opulencia de las habitaciones. Buscaba pistas, no motivos de
envidia. Y las pistas interesantes solían tener un olor

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nauseabundo sin importar si estaban en un armario desvencijado
o en un suntuoso estudio.
Danael abrió el cajón del escritorio y se felicitó. Sacó de
dentro un envoltorio de arpillera y no tuvo que abrirlo para saber
qué contenía. Skonia. El crujido de las hojas secas de su interior
le hizo sonreír, pero su boca volvió a tensarse al momento. La
skonia no era un motivo para la alegría, aunque sí era un hilo del
que se podía tirar. Danael siguió husmeando. Debajo del saquito
había una pipa de madera. Olisqueó el contenido y el acre olor de
la planta se le coló hasta los sesos. Skonia, sin duda.
Danael acudió al salón. La mujer, muy delgada y rubia, se
limpiaba las lágrimas con un pañuelo de hilo. Stannis intentaba
hablar con ella, pero no lograba calmarla. Era un hombre rudo,
de pelo negro y mucho vello. Miró a Danael con las espesas
cejas alzadas y expresión resignada.
—Señora –dijo Danael con voz suave-. ¿Sabía que su
marido consumía skonia?
—¿Skonia? –su voz se convirtió en un hilo agudo al
tiempo que su rostro enrojecía-. ¿Él? ¡Walter no era un adicto!
¡Nunca se le habría ocurrido tomar...! -Danael le enseñó la bolsa
y la pipa con ademán confiado. La expresión de la mujer se
tensó. Dejó de hacer aspavientos y asintió.- Desde hace unos
años –su tono de voz se tornó queda-. Siempre le digo... le decía
que tenía que acabar. Walter era un buen hombre...
—Ser un buen hombre no lo alejaba del tráfico de skonia
–replicó él engolando la voz-. Muchas personas respetables son
consumidoras.
—¿Tiene algo que ver con...?
—Es posible.
Ella hizo una mueca de tristeza.
—Walter intentaba dejarlo. De verdad.
El capa azul abandonó el salón para hablar con Dvorak.
Éste había abierto la ventana del dormitorio y se había asomado.
Estaba tan relajado que le faltaba silbar. Danael carraspeó. Le

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incomodaba la pereza inherente de los capas azules. Era uno de
los motivos por los cuales Montreim era un pozo de decadencia.
Dvorak se dio la vuelta. La cara pecosa se tornó en grana.
—Era adicto a la skonia –anunció Danael.
—¿Cree que tiene algo que ver?
—Por supuesto.
—Pero había otros que no eran adictos. ¿Cómo se
explicaría?
—No lo sé, pero lo haré. Atraparé a quienquiera que esté
haciendo esto.
Habló con tal seguridad que Dvorak se estremeció.
Luego, el joven guardia esbozó una sonrisa pícara.
—Señor, tengo entendido que su esposa va a dar a luz
pronto –le brillaban los ojos. Dvorak era joven y sus rasgos de
duende lo rejuvenecían aún más-. ¿Es el cuarto, señor?
—Sí –respondió él con seriedad.
—Le felicito, señor. Espero que sea varón.
—Será varón.
—Sí, señor. Eso espero...
El estúpido diálogo se interrumpió por un crujido
proveniente del piso de arriba.
—¿Ha oído eso? –preguntó Danael, excitado.
El teniente se tensó como una cuerda, elevando
ligeramente la oreja derecha para captar de nuevo ese sonido. No
eran pisadas, era como el chirrido que hacen los muebles al ser
arrastrados.
—¡Hay alguien arriba! –exclamó. Echó a correr hacia el
salón-. Señora, ¿cómo se llega al desván?
—Hay unas escaleras fuera. Teníamos unas dentro, pero
se rompieron cuando Walter...
Danael salió corriendo sin esperar a oír la historia de las
escaleras. La lluvia le golpeó en la cara cuando atravesó el patio,
corriendo sobre los charcos y empapándose los pies. Las
escaleras eran de piedra, con una balaustrada de madera y metal
casi nueva. Las subió en tres pasos y empujó la puerta sin que

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sirviera de nada. Estaba atascada. Cargó contra ella y las bisagras
explotaron. Danael perdió el equilibrio y a punto estuvo de caer
al entrar, con el olor penetrante de la humedad y el polvo
golpeándole las narices, pero la visión del interior le hizo
tensarse al momento.
Había un hombre allí, vestido con una capa blanca y
brillante, tanto que los ojos le dolieron. Estaba de pie entre las
montañas de cacharros viejos que se guardaban en el desván.
Danael desenvainó la espada, procurando tapar la puerta con su
cuerpo.
—¡Quedas detenido en nombre del Regente!
El encapuchado emitió un gemido que hizo que los oídos
de Danael pitasen. Éste gritó de dolor y se acercó a la figura a
tientas, pues el resplandor obligaba a que cerrase los ojos. El
hombre volvió a gemir y Danael tropezó a un lado, golpeándose
el hombro con un viejo estante. Soltó la espada.
—¡Quedas...!
La figura lo apartó con violencia. Danael chocó contra un
perchero apolillado y cayó al suelo. El capa azul intentó
agarrarlo por el extremo de la túnica, pero se movía demasiado
deprisa. Era como una anguila, sinuosa entre las olas. A pesar de
que su manto ondeaba, no se le quedó trabado por los múltiples
muebles y esquinas puntiagudas. Danael recogió la espada e
intentó ponerse en pie antes de que la sombra se escapase. No
tuvo suerte. Cuando corrió hacia la escalera no había nada más
que la lluvia golpeando el patio empedrado. Ni rastro de la figura
inmaculada.
Dvorak apareció a los pies de la escalera, con su cara de
niño burlón.
—¿Señor? ¿Está bien? –su voz tenía un deje irónico que
no pasó desapercibido a su superior.
—Sí –respondió Danael, apretando los dientes.
—Le hemos oído caer. ¿Ha visto al sospechoso?
—El asesino se ha escapado. Rápido, Stannis y tú,
buscadlo por allí –señaló hacia el establo que se hallaba varios

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metros más allá, en el límite que marcaba la propiedad y el pinar
que la circundaba.
—Sí, señor.
Danael volvió al desván y recogió la espada. Se
encontraba aturdido por la anormalidad del sujeto.
Definitivamente, un hombre común no habría podido hacer eso.
Debía de tratarse de un asesino especializado, que había
intentado ocultarse en el desván después de matar al señor de la
casa. Danael rebuscó entre los muebles viejos algo que le diera
una pista. Pero no había nada, ni siquiera huellas, sólo la señal
del polvo removido por el ondear de la capa. ¿Cómo lo habría
hecho? ¿Qué entrenamiento podía recibir un hombre para matar
como mataba y ser capaz de un sigilo imposible?
La puerta había estado cerrada con llave cuando él la echó
abajo. Eso significaba que quienquiera que fuese había llegado
allí de otro modo, a no ser que tuviera la llave. Pero si la tenía,
¿por qué se encerraría con llave si eso bloqueaba su único modo
de escapar? ¿Por qué no se había marchado mientras los capas
azules estaban dentro, sin que nadie se diese cuenta?
El teniente descubrió por dónde había subido el
encapuchado. Danael abrió una trampilla del suelo, que daba al
pasillo de la casa mediante una escalera de mano rota. Había
unos tres metros desde el suelo hasta arriba. Tres metros no era
algo que una persona pudiera saltar. Pasó los dedos por el marco
de la trampilla, buscando sin suerte signos de ganchos de
escalada. Era como si hubiera flotado hasta arriba. ¿Cómo lo
había hecho?
—Es imposible –murmuró Danael-. Imposible...
Volvió al salón. Tenía un aspecto lamentable, con el
polvo del desván ennegreciendo la ropa húmeda. Odiaba perder
su buena presencia, sobre todo cuando estaba de servicio.
Al verlo de esa manera, la mujer se llevó la mano a la
boca.
—Le hemos oído caer. ¿Se encuentra bien?

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—Sí –respondió el teniente, lacónico-. Oiga, ¿su esposo
estaba enfrentado a alguien?
—No...
—¿Tenía problemas económicos?
—No... Nosotros...
—¿Problemas con el juego? ¿Apuestas? ¿Negocios
turbios?
—No, no...
—¿Quién le daba la skonia?
Danael notó por primera vez reticencia en la mujer. Tardó
en contestar y, cuando lo hizo, su voz sonaba rasposa y débil.
—Walter... Walter tenía tratos con una mujer. Estuvo aquí
dos veces.
—¿Cuándo?
—La última vez... –hizo memoria, pero cerró los ojos
negando con la cabeza-. La verdad, no lo recuerdo. No sólo vino
ella.
—¿Mandó sicarios? ¿Mandó a alguien envuelto en una
capa blanca?
—Vinieron dos sicarios, pero ninguno vestía de blanco.
La última vez... –se mordió los labios-. Oh, dioses, Walter estaba
tan asustado.
—¿Lo amenazaron de muerte?
—No quiso decírmelo, pero estaba aterrorizado. Se lo
noté, se lo notaba todo. Me dijo que... que quizá tuviéramos que
mudarnos. A Parnasa. Pero yo le dije que no... ¡Dioses! ¿Lo ha
matado esa mujer?
—El del desván no era una mujer, pero quizá haya sido
cosa suya.
Danael carraspeó. La esposa estaba a punto de llorar y
aún le quedaban un par de preguntas cruciales.
—¿Sabe cómo se llamaba la mujer?
—No.
—¿Podría describirla?

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—Era... alta... no sé, quizá... –se apretó las sienes con los
dedos-. Pelo negro, corto. Vestía como un hombre. Era muy
fanfarrona y sonreía mucho. Walter estaba lívido, pero ella
parecía encantada.
—¿Annaris? –Danael levantó la voz, apresurado-. ¿Se
llama Annaris?
—¡Annaris! Es verdad. Se presentó y me besó la mano.
—Ha sido de gran ayuda.
—¿Atraparán a esa mujer? ¿Le harán pagar el daño que
ha hecho?
—Sí –los ojos de Danael brillaban-. No lo dude.
Stannis y Dvorak irrumpieron en el salón, rojos y
jadeantes. El primero tenía un manchurrón de barro en el brazo,
como si se hubiera resbalado mientras buscaba. El segundo
resollaba como un fuelle.
—Ni rastro de ese hombre, señor –barbotó Stannis.
—Me lo imaginaba –dijo Danael con tono resignado-. No
importa, ya sé quién está detrás de todo esto.
—¿Quién? –preguntó Dvorak.
—Moveos. Tenemos mucho papeleo que rellenar -Danael
no quería hablar de la cuestión con sus subordinados. Había
aprendido por el mal camino que eran necesarios pies de plomo
cuando se trataba de Annaris. La criminal tenía comprados a
muchos nobles y sobornaba a los altos mandos, de modo que
intentar cogerla era jugar con fuego. Danael se había jurado que
antes o después lo haría. Tenía la corazonada de que ésta iba a
ser la buena.

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II

Danael seguía las máximas que le había inculcado su padre


antes de morir. No habían tenido tiempo de relacionarse
demasiado, ya que el hombre murió recién nacida la hermana
menor de Danael. No obstante, debido a la deferencia con la que
Viktor Kurtz trató a su único hijo varón, sus enseñanzas
permearon con fuerza en la conciencia de Danael y lo marcaron
para siempre. Viktor Kurtz siempre decía que era necesario
gobernarse a sí mismo para gobernar a los demás, como si el
destino de los Kurtz fuera el de ser reyes. Nada más lejos de la
realidad, pues su casta era más bien baja. No pasaron hambre
hasta después de la guerra, cuando las cosas empezaron a ir mal
en Antelios y hasta los nobles comían nabos si los había, pero
desde luego no vivían con desahogo.
Viktor Kurtz creía que la justicia y la bondad eran algo que
debían imponerse a los demás y que sólo él mismo era capaz de
distinguir qué era bueno y qué era malo, así como sería capaz
quien aprendiera de su método. Danael, el objeto de sus
enseñanzas, tardó en darse cuenta de que no era el sabio juez que
pretendía. Sólo entonces consintió en agachar la cabeza y acabar
con sus ínfulas de sabiduría. Siempre creyó en la bondad
absoluta, pero cuando el hambre hizo que Isabella y él tuvieran
que emigrar al norte, no tardó en descubrir el grado de inocencia
que tenía su filosofía. A pesar de esto, Danael continuó aferrado
a la idea de hacer el bien y de ser justo. Se dio cuenta de que los
norteños no eran dados al bien, lo que le acarreó muchos
berrinches e impotencia ante lo que veía cada día.
Como todos los Kurtz, necesitaba a un hijo a quien
transmitirle sus enseñanzas. Un hijo varón, fuerte y serio como
él, que escuchase sus historias y quisiera ser bueno y justo. Pero
el hijo varón no llegaba. Isabella ya había tenido tres partos,
todas niñas. Las dos primeras fueron Isabella y Felicia, que
nacieron al mismo tiempo y eran idénticas. Danael a veces tenía

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problemas para distinguirlas. Después, Isabella tuvo un hijo
varón, pero nació muerto. Lo llamaron Danael para que el alma
del niño no tuviera mala fortuna en la otra vida. Isabella parió
después a Sarah, y durante dos años no engendraron hijo. Él
había seguido consejos de vieja, tomando infusión de avena para
hacer fuerte su semilla, y también había evitado mirar el vientre
de su mujer, pues pensaba que iba a apagar la vida en su interior
con sus ojos ansiosos. Gracias a todo esto, Isabella volvió a
quedarse embarazada.
Danael aplicó sus labios a una jarra de licor, con los
párpados pesándole y la cabeza hecha un lío. La Taberna del
Cojo era un sitio tan bueno como cualquier otro para
emborracharse la noche en que su mujer había dado a luz a otra
niña. Ya eran cuatro hijas y ningún hijo. Danael sentía deseos de
llorar, pero su rígido código de hombre se lo impedía. Cuatro
hijas eran muchas hijas y le costaría mantenerlas a todas con la
holgura que le hubiera gustado. Se encontraba lamentando la
fertilidad de su mujer cuando horas antes había sido feliz al
imaginar el llanto fuerte del niño, que anunciaría su salud y
virilidad. No había habido suerte. Algo iba mal. Isabella tenía
algo mal en su matriz, que sólo producía niñas. ¿Tan difícil era
dar a luz a un niño vivo? Danael, en la nebulosa de su
borrachera, pensó que si él hubiera parido, habría salido varón.
Las mujeres no sabían hacer las cosas bien y aunque por lo
general no era correcto reprochárselo, esta vez no podía reprimir
sus sentimientos. Isabella lo había hecho terriblemente mal y lo
llevaba haciendo desde que se casaron.
Intentaba no castigarla. Jamás había pegado a su esposa y
jamás lo haría. Eso era de brutos ignorantes y crueles. Pegar a
una mujer era lo peor que un hombre podía hacer. Pero Danael
era humano. Su frustración se traducía en una actitud hosca no
intencionada para con su mujer. Sus largos silencios y el
distanciamiento mutuo, que ya de por sí era amplio, la hacían
sufrir. Danael también sufría, pero no podía evitarlo. No podía.
Sentía que le estaban negando su sueño. Y un sólo sueño no

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convierte a un hombre en codicioso. Si era algo tan sencillo los
dioses tenían que ser benevolentes con él.
Todo había ido bien. La comadrona ya estaba avisada y el
parto se desarrolló con rapidez, al ser Isabella una madre
experimentada. Danael esperaba fuera, porque eran cosas de
mujeres y no había lugar para él en el dormitorio. Sufría con
impaciencia los quejidos de Isabella y casi empujaba con ella,
dejándose él la piel al otro lado de la puerta. Cuando oyó el
llanto del bebé, entró esperanzado. La comadrona sostenía entre
sus brazos a la niña aún unida a la placenta, con la cara
congestionada y ensangrentada. Danael cerró la puerta. Dejó la
casa con aparente tranquilidad y cuando llegó a la escalera se
abrazó la cabeza y posó la nariz en sus rodillas. Ahora posaba la
nariz sobre la mesa, aunque no por mucho tiempo. No había
bebido tanto como para que no le importara la suciedad de la
taberna, que se pegaba a la piel y hacía que oliera a mugre.
Un hombrecillo bajo y regordete, con gafas, se sentó a su
lado. Danael levantó la cabeza con rapidez. Aunque estuviera
bebido, necesitaba tener presencia.
—Hola –saludó el hombre, frotándose las manos-. Hace frío,
¿eh?
—Es la madrugada –contestó Danael.
Le habría dado gracias por venir, pero Gallon era un
criminal y no lo merecía. Aunque sonriera y pareciera amable,
había hecho cosas horribles. Danael no conocía su historia
completa, pero intuía que en sus lagunas había asuntos turbios.
Muy turbios. Cualquiera que se aliase con Annaris no era trigo
limpio.
—¿Bebes? ¿Qué bebes? ¿Cerveza? ¡Otra!
Danael arrugó el gesto, molesto por sus gritos. Gallon se dio
cuenta de que había bebido más de la cuenta y emitió una risita.
—¿Algo que celebrar, teniente? –preguntó Gallon.
—Mi mujer ha dado a luz –respondió con voz ronca.
—¡Ah! ¡Pues lo celebro contigo!

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—No hay nada que celebrar –cortó Danael-. Has venido a
hablar conmigo de cosas importantes.
Gallon torció la boca ante su hosquedad.
—¿Y eso significa que tendré que estar serio como un
muerto?
—Hay demasiados muertos últimamente como para estar de
otra manera.
El tabernero puso la jarra de cerveza frente a Gallon y el
hombrecillo bebió.
—No sé nada sobre las muertes –dijo Gallon con
naturalidad, pasándose la mano por los labios.
—Sí lo sabes –dijo Danael.
—No, lo juro por mis hijos -La gente del norte juraba por los
hijos sin saber lo sagrados que eran. A Danael le disgustaba-. No
sé nada, nada de nada. Es una plaga o eso dicen. Mi mujer ha
puesto ajos en las puertas y las ventanas.
—No es una plaga: alguien está haciendo esto. Y hoy me lo
he encontrado en un desván -Gallon alzó las cejas, aparentando
desconcierto-. Tu jefa tiene algo que ver con ello, estoy seguro.
—Annaris no es mi jefa. Tuvimos relación en el pasado,
pero... Ahora no nos vemos. Nada.
Danael chascó la lengua.
—Necesito encontrarla.
—Encontrar a Annaris no es fácil si ella no quiere. Mucha
gente está dispuesta a esconderla: tiene demasiados amigos.
—Lo sé por experiencia. Si no fuera por ellos ya habría
entrado en prisión. La habría encerrado yo mismo. Pero los
nobles la miman, y dejan que extienda su maldad por la ciudad.
Es odioso.
—No sé si lo que hace Annaris es extender la maldad... –
replicó el hombrecillo como si hablara con un niño.
—Lo es –dijo Danael, brusco-. Extorsiona, roba, asesina,
manipula y trafica con skonia. Sume a los hombres en esta... esta
suciedad que llena Montreim.

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—Vivo en Montreim antes de que ella llegase aquí y la
ciudad ya estaba sucia desde siempre.
—No contribuye a limpiarla.
—Nadie lo hace.
—Pero la ensucia más.
Gallon pareció querer reír, pero Danael le chistó.
—No he venido a hablar contigo de la ciudad; he venido a
que me digas dónde puedo encontrar a Annaris.
—Cuando viene suele ir a casa de su amante. Vive en Talas
Quelatur, es puta.
—Olvidaba que le gustasen las mujeres...
—Se llama Miriam, Jillian, Marian... –siguió Gallon sin
prestar atención a su inciso-. Algo así. La llaman la semielfa
porque es muy guapa y tiene las orejas puntiagudas –sonrió y
miró a Danael por encima de las gafas-. No hay elfos ya, ¿hmm?
No ha nacido de una elfa.
—Lo sé –cortó-. Miriam, la semielfa. Talas Quelatur. Me
acordaré.
—Has tenido suerte –dijo Gallon con aparente alegría-.
Annaris ha vuelto hace poco.
—Ya no se volverá a marchar –aseguró Danael.
Gallon se encogió de hombros. Danael lo miró con reproche.
Era un criminal menor, que obligado por los capas azules para no
ser internado en prisión, delataba a otros delincuentes. Danael
odiaba a la gente como él, traidores sin importar a quién, pero en
su trabajo tratar con ellos era una constante. Lamentaba tener que
hacerlo porque después se sentía sucio, como si su inmundicia se
hubiera pegado a él.
—Tengo entendido que ya intentaste pillarla una vez y no
pudiste –murmuró Gallon.
—Sí. Localizamos uno de sus escondrijos, que resultó ser
uno de los centros de difusión de la skonia, un almacén a las
afueras de la ciudad. Pero no pude detenerla.
—¿Qué pasó?

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—Los jueces se opusieron. Por lo visto habíamos cometido
algunos errores de protocolo. Hay algunas cosas que un capa
azul no puede hacer. Joder, ¿a quién le importa? Ojalá
tuviéramos permiso para ser realmente duros. Así se acabaría la
delincuencia –Danael bebió un trago largo-. La vi una vez y se
rió de mí. Sabía quién era yo y lo mucho que había tratado de
detenerla. Y ella se reía porque yo no podía alcanzarla. Cuando
lo haga... –se interrumpió. Había hablado demasiado-. Ya está. Si
eso es todo lo que me tienes que decir, puedes marcharte.
—Me tomaré la cerveza contigo, si no te importa.
Danael gruñó y Gallon lo tomó como un no. Ambos se
sintieron incómodos. Ya habían hablado del tiempo con
resultado pésimo, así que Gallon intentó sacar otro tema.
—Y tu hijo, ¿ha sido niño o niña?
Danael se levantó, tiró una moneda de oro al tabernero y se
marchó.

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III

Danael tenía dos hermanas que vivían solas en Antelios y


que tras la muerte de su madre se habían convertido en un par de
solteronas. Era costumbre en el sur que, cuando a un joven le
interesaba una muchacha, acudiera al hombre de la casa para
pedir su mano. Durante varios años, Danael rechazó a todos los
pretendientes a pesar de no ser más que un mocoso de baja
estatura, lo cual seguiría siendo hasta el estirón de los diecisiete.
Nadie era suficientemente bueno: Danael veía crueldad y maldad
en todos ellos, y a las quejas de sus hermanas él argumentaba
que su padre tampoco los hubiera aceptado. En estas y más
cosas, Danael era inflexible, tiránico. Se tomaba la tarea de
controlar a su madre y sus hermanas con gran responsabilidad.
Intentaba hacerlo tan bien que resultaba pesado e insufrible. Sus
hermanas se quejaban, pero nunca se rebelaron. Danael se había
impuesto a ellas y lo habían aceptado, porque era el hombre. Era
el orden natural de las cosas y todas lo sabían.
Dejó su casa pasada la veintena, cuando se enamoró de la
hija de un marino. Isabella era delicada, bella y cariñosa, y su
padre un hombre honrado. Isabella parecía corresponderle y
aceptó de buen grado su petición después de que lo hiciera el
marino. Danael trabajó como una mula un año entero para
casarse con ella; después de eso, llegó la crisis.
Tras la guerra, el norte se recuperaba y el sur ya no podía
seguir aprovechándose de los precios imposibles que había
impuesto en el grano. Danael e Isabella tuvieron que partir en
busca de trabajo. Él se cuidaba de no embarazarla, pues
engendrar un hijo en un hogar inestable traía mala suerte, como
decía su madre. Danael se empleó en muchos trabajos distintos,
todos ellos mal pagados y con horarios abusivos. Isabella pasaba
las horas sola en la habitación que tenían alquilada en Parnasa,
mirando a las musarañas. Danael sabía que le estaba dando mala
vida. El dinero no les llegaba, así que Isabella empezó a aceptar

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encargos de costura. Cuando él se enteró, se enfadó mucho, con
una de esas rabias calladas y hoscas tan propias de él.
Para que Isabella no trabajase, Danael decidió enrolarse en
una milicia comandada por el conde Schwartald, que se dedicaba
a limpiar el norte de rebeldes para intentar recuperar la amistad
del rey tras la guerra. Al principio, Danael creyó que la carrera
de soldado era un camino de deber y justicia. Los rebeldes eran
los malos, o eso pensaba. Tras nueve meses de asesinatos
indiscriminados de elfos y humanos, de quemar poblados
inocentes y permitir a sus compañeros violar muchachas, dejó la
milicia. Isabella y él volvieron a mudarse, esta vez a Montreim.
Su esposa quedó embarazada; Danael lo interpretó como la señal
de que allí debían permanecer.
Danael fue aceptado por el cuerpo de guardia. El trabajo era
sencillo en comparación con las noches al raso, y consistía en
apartar a los verdaderos criminales de las calles para dar
seguridad a las gentes de bien. Se sentía un cernedor, que
separaría la harina del salvado, el bueno del malo. Su ilusión
terminó desvaneciéndose, pues no había gente buena a quienes
proteger. En el mejor caso, eran sólo egoístas. De ese modo,
Danael empezó a odiar la ciudad en la que vivía y, en especial, a
sus gentes.
Despertó pensando en sus hermanas sin saber muy bien por
qué. Quizá hubiera soñado con ellas, pero no lo recordaba. Hacía
mucho que no recordaba nada de lo que soñara. Habría ido a
hablar con la prostituta a primera hora, pero despertar le había
costado un mundo. No lo habría hecho de no ser por Felicia e
Isabella, que perseguían a Sarah por toda la casa mientras su
madre amamantaba al nuevo bebé. Danael chascó la lengua
hinchada al salir de entre las sábanas. Notaba la boca pastosa y
un ligero dolor de cabeza. Miró con ojos enrojecidos a su mujer
y a la niña, sintiéndose mal por haberse abandonado a la pereza.
Les daba mal ejemplo.
—¿Cómo estás? –preguntó Isabella.

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—Bueno –contestó él-. Esas niñas, ¿no se pueden estar
quietas?
—No puedo con todo –se excusó ella, encogiéndose de
hombros-. Esta pequeñita tenía hambre.
Danael se rascó la barba. Recién levantado carecía de
presencia. A pesar de tener los ojos de un azul profundo, que
intimidaban en su oscuridad, y de su mentón prominente que
terminaba una cara de rasgos hoscos, el pelo castaño claro y
revuelto, las ojeras y la ropa de dormir sudada no le daban buen
aspecto. La noche anterior le había sentado fatal.
—¿Estáis bien las niñas y tú? –preguntó a la mujer.
—Sí –respondió ella con media sonrisa.
—Bien.
El capa azul buscó su ropa cómoda, la que usaba para estar
en casa. Se vistió con unos calzones de algodón azuleado y una
camisa holgada del mismo material, en crudo. Su jaqueca se
resintió con las risas de sus hijas mientras se ponía la ropa. Se
dirigió a la puerta y las miró con reproche, haciendo que se
detuvieran enseguida. A pesar de la falta de presencia, habían
aprendido a respetarle y a temerle.
—Danael –dijo su esposa desde la silla-. ¿Cómo vamos a
llamarla?
—No lo sé –él se volvió mientras intentaba domar su pelo
con las manos.
—Trae mala suerte tener a un bebé sin nombre...
—Ya, Isabella. Pero no puedo pensar ahora en el nombre de
la niña. Tengo demasiadas cosas en la cabeza...
—¿No quieres verla? Quizá si la coges, se te ocurre.
En el semblante del hombre apareció por un momento la
sombra del temor a su hija.
—Está mamando. Se molestará y llorará.
—No, ya ha terminado –Danael se echó hacia atrás
instintivamente cuando le invitó a coger a la cría-. Toma -
Isabella puso al bebé en los brazos de su marido. Era una cosita
fea, con mucho pelo negro y la cara arrugada. Hizo un ruidito de

22
incomodidad y Danael cambió la postura instintivamente. El
bebé meneó las manitas, como si quisiera alcanzarlo. Él arrugó la
frente.
—¿Se te ocurre algún nombre? –preguntó Isabella.
—Annaris –dijo él de pronto.
—¿Annaris? ¿No es un nombre un poco raro?
—¡No! ¡Annaris no!
Devolvió a la niña a los brazos de Isabella. La mujer lo miró
estupefacta.
—¿Qué te pasa, Danael?
Él se giró para coger la vaina de la espada y ceñírsela al
cinturón.
—Tengo que hacer una cosa. Es urgente. Es cosa de una
criminal.
—¿Y vas a ir vestido de calle?
—Tienes razón.
Se cambió la camisa cruda por una gris y los calzones por
unos negros. Ambas prendas tenían más uso que cualquier otra
en el armario. Isabella dejó al bebé en la cuna y se acercó para
ayudarle con la capa.
—Quédate en la cama –ordenó él, abrochándosela sin dejar
que Isabella lo ayudara-. Necesitas descansar.
—¿Y las niñas?
—Ya son mayores, tendrán que ir aprendiendo lo que es la
responsabilidad. Mi padre me habría dejado solo incluso desde
más pequeño.
Isabella se metió entre las sábanas y Danael se inclinó sobre
ella para darle un beso en la mejilla.
—Piensa en el nombre, Danael –dijo ella a modo de
despedida.

Danael no tuvo que preguntar mucho para saber dónde vivía


la semielfa. Tal y como Gallon había dicho, gozaba de mucha
fama en Talas Quelatur. Sus compañeras de profesión no

23
parecían muy contentas con ella: le dijeron que usaba trucos
desleales, que se codeaba con gente peligrosa y que fumaba
skonia. Danael dio crédito a todos los comentarios, pero cuando
empezaron a contradecirse se dio cuenta de que muchas sólo
estaban celosas.
El capa azul llegó al edificio donde vivía, un sucio conjunto
de pisos exactamente igual al vecino. En Talas Quelatur era fácil
perderse porque las calles parecían siempre las mismas: oscuras,
frías y de apariencia frágil. Las construcciones de murallas para
adentro –dado que en el extrarradio las casas eran decentes, dado
que se construían para nobles- se componían casi al azar.
Muchas veces ni se sabía la altura final de un edificio, y la labor
de los constructores se limitaba a poner un piso encima de otro
que con suerte se mantenía en equilibrio. Otros parecían
achaparrados, como si unos pisos hubieran cedido bajo otros. Ese
era el caso de la vivienda de Jillian. Danael no dejó de observar
que, a pesar del penoso aspecto de las casas, el patio trasero de la
casa estaba cuidado.
Subió al primero piso y llamó a la puerta, que retemblaba a
cada golpe de su puño. Sin duda, no aguantaría un buen
empellón.
Dentro no contestaron, pero Danael escuchó pasos.
—Sé que estás ahí –dijo irritado. Odiaba esa parte en la que
tenía que amenazar e intimidar para que le prestaran atención.
Apretó las mandíbulas-. Abre o echaré la puerta abajo.
Volvieron a oírse pasos, cada vez más furiosos. Danael
aporreó la puerta otra vez.
—¡Abre ya! –reclamó el teniente con impaciencia.
—Un momento... –dijo una voz femenina.
Danael esperó cruzado de brazos. Solía ser más calmado,
pero no le gustaba ese tipo de gente. Para él, una mujer tenía que
respetarse a sí misma y una prostituta no tenía dignidad, y menos
si andaba con mujeres de la calaña de Annaris.

24
La puerta se entreabrió. Danael captó una fragancia de mujer
y unos ojos dorados e intensos, en un rostro de piel cobriza y sin
mácula.
—¿Eres Jillian? –preguntó con suavidad, calmado por la
evidente belleza de la mujer-. ¿Jillian la semielfa?
—Soy yo –la chica arrastraba las palabras. Lo que le habían
advertido era cierto: la chica estaba de skonia hasta las orejas.
No era extraño, teniendo a Annaris de amante.
—Me llamo Danael Kurtz –dijo engolando la voz-. Soy
teniente de la guardia. Quiero hacerte unas preguntas.
—Sí –la chica no parecía haber captado el mensaje, pues le
miraba perpleja.
—¿No vas a dejarme pasar? –insistió, con una nota más
fuerte en la voz.
—Sí. Disculpe.
Abrió del todo la puerta y se hizo a un lado, permitiéndole
pasar. La casa era muy sencilla y parca en muebles, apenas una
mesa, una cama y un hogar. A la izquierda había una puerta que
llevaba a otra habitación, que le costó descubrir debido al
montón de ropa y trastos que había por todas partes. Todo estaba
tirado sin orden ni concierto, como si fuese una zona de guerra.
—Disculpe el desorden –dijo la chica seseando.
—Está bien.
Danael recogió y guardó las hojas de skonia que quedaban
en la mesita del centro de la habitación. Notó que ella se ponía
tensa, pero que no se atrevió a discutirle nada. A Danael le
habría gustado explicarle que era por su bien, pero las chicas así
ya estaban perdidas. Le daba mucha lástima.
—Iré al grano. Espero que seas sincera. Mentir a un teniente
es razón de encarcelamiento. ¿Entiendes lo que quiero decir?
Ella no dijo nada. Apretaba los dientes y le miraba con ojos
turbios. Danael conocía el hechizo que podía ejercer unos ojos
así en algunos hombres. Si él pudiera manejar a las personas
como las chicas como ella hacían, el mundo sería un lugar mejor.

25
Se sintió ofendido por el intento de ella... e inferior porque en
cierto modo le tentaba.
—¿Lo entiendes? –repitió, con tono áspero.
—Sí, lo entiendo.
—¿Dónde está Annaris?
—¿Quién es Annaris?
Danael suspiró. Si empezaban así, no acabarían nunca.
—Sé que la conoces –la aspereza del tono se volvió más
fuerte-. Sé que te frecuenta.
—No sé dónde está Annaris –las palabras se arrastraban
cada vez más. Danael la observó cuidadosamente por si había
fumado más de la cuenta y su salud estaba en peligro. Continuó
con su ronda de preguntas mientras la miraba.
—¿Cuándo la viste por último vez?
—Hace un par de meses.
—Dicen que volvió anoche a la ciudad, y que cada vez que
viene te hace una visita.
—Pues no ha venido.
Danael dio un paso adelante. Clavó sus ojos en los de ella,
como si intentase demostrarse que su mirada no era más fuerte.
Ninguna mujer podría ser más fuerte que ningún hombre. Tal vez
la prostituta creyera, animada por las acciones de su amante, que
era posible, pero Danael le demostraría que no.
—¿Por qué no ha venido?
—Nos hemos enfadado.
—¿Por qué?
—¿Por qué quiere saberlo?
—Porque si me das una razón lo suficientemente buena tal
vez me crea lo que me estás diciendo –replicó en tono cansado.
Ella le sostuvo aquella mirada de oro líquido, como si se
negara a doblegarse. Danael fue capaz de distinguir las vetas
marrones y amarillas de sus iris, tal y como ella los tonos más
verdosos de los suyos.
—No le gusta que me drogue.

26
Danael perdió el contacto visual por un momento, para
ocultar una media sonrisa. Le hacía gracia el esfuerzo que hacía
ella en su sopor narcótico, pero era demasiado triste que todavía
le intentase engañar.
—No le gusta que te drogues... –murmuró, meneando la
cabeza.
La tomó de la muñeca.
—Me hace daño –se quejó Jillian. Danael no la apretaba,
pero ella parecía creer que sí.
—Escucha, debes pensar que soy imbécil si crees que voy a
creerme que a Annaris, una de las peores traficantes de skonia en
el norte, no le gusta que te drogues.
Los ojos de ella brillaron, amenazando lágrimas. Bajó la
mirada y sus fosas nasales se dilataron. Danael había vencido.
—No me vende Annaris –dijo finalmente.
—¿No? ¿Entonces quién? -enarcó una ceja.
—Leah, Leah... –gimió, retorciéndose-. Me hace daño.
¡Suélteme!
Danael la soltó para que dejase de chillar. Los capas azules
conocían bastante bien a Leah. Sabían dónde y cómo operaba, y
no la detenían. Danael no entendía el motivo, pero sus superiores
parecían querer ignorarla. Decían que era insignificante. Danael
no lo creía así.
Chascó la lengua y se apartó de la prostituta. Dioses, se
sentía impotente ante tanta inmundicia.
—Leah –asintió.
Jillian se frotó la muñeca como se lamería las heridas un
animal.
—Escucha, niña, Annaris está metida en un aprieto –advirtió
Danael-. Voy tras ella y esta vez no se me va a escapar. Si la
proteges, irás a la cárcel. No es un buen lugar. Allí no hay
skonia; te pudrirás, y eres muy joven para hacerlo.
—¿Qué le importa si soy muy joven para pudrirme? –la
prostituta intentó rebelarse de nuevo. Danael la sometió con la
mirada y ella se dejó hacer. Endulzó el tono.

27
—Tienes razón, no me importa, pero...
De repente, se escuchó una tos ronca. Danael miró en
derredor, llevándose la mano a la espada.
—No estará aquí... –se acercó a la otra habitación y echó un
vistazo. Había otra cama y lo que parecían juguetes, pero ni
rastro de niños. ¿Tendría un hijo la chica? ¿Y en tal caso, dónde
estaba?
Volvió con ella.
—Digamos que estáis enfadadas y no ha venido a verte –
admitió Danael, a sabiendas de que volver una vez y otra sobre
lo mismo no les llevaría a ninguna parte-. Si la encuentro y
resulta que no ha sido así, volveré a por ti y te arrepentirás de
haberme mentido –y de haberle desafiado. Y de haber arruinado
su vida juntándose con quien no quería. Sintió lástima otra vez.
—No tendré que arrepentirme de nada. Estoy siendo sincera.
—Si sabes algo de ella, viene a que le pidas perdón o lo que
sea... Dímelo. Ponte en contacto conmigo. Ve a los cuarteles y
déjame un mensaje –quería creer que Jillian tenía una
oportunidad. Que la gente no podía estar tan contaminada de la
maldad de los otros, que aún podían curarse-. Annaris no es
alguien a quien proteger. No es buena idea tener relación con una
persona con unos negocios tan turbios.
—Sé cuidarme solita.
—Ya lo creo –suspiró.
La prostituta le invitó con la mirada a que se fuera y él
accedió. No había sacado nada en claro, más que una profunda
sensación de tristeza por las pobres mujeres de Montreim. Bajó
las escaleras haciendo la señal del pulgar y el meñique, que
alejaba los malos espíritus. Que jamás sus hijas tuvieran que
vivir en pocilgas como aquella.
Cuando salió, una sombra blanca empezó a seguirle.

Montreim no se parecía al lugar donde había nacido. Los


edificios se amontonaban unos sobre otros, todos de piedra

28
desgastada excepto en las afueras, donde empezaban a
extenderse las nuevas viviendas de madera, que eran más baratas
y también más frías. A Danael le habían ofrecido una de
aquellas, pero había preferido pagar más por vivir en un piso en
una de las casas de piedra. Eran menos frías, pero también tenía
problemas. Había goteras por toda la casa y, cuando llovía fuerte
por las noches, no podía dormir por culpa del ruido que hacían.
Las nuevas viviendas serían una trampa de barro cuando
arreciaran los temporales otoñales. Miedo le daba pensar en lo
que ocurriría entonces.
La ciudad estaba en pleno apogeo. Las gentes eran como
hormigas, moviéndose de acá para allá por los callejones y
callejuelas. En el norte había trabajo y se notaba. Habían
empezado a construirse diversos edificios modernos,
emplazamientos públicos, plazas y templos donde los elfos
tenían antes sus altares. Mucha gente honraba los lugares
sagrados y Danael los reverenciaba con más temor que devoción,
dado que haber derribado las construcciones de los elfos podía
enfadar a sus espíritus. Las matanzas y los ultrajes contra su
pueblo habrían hecho que los chamanes élficos lanzasen una
maldición sobre la ciudad. Una mañana se había encontrado a
una loca gritando algo sobre que los elfos se vengaban de los
humanos mediante la nueva plaga, pero Danael estaba seguro de
que era cosa de humanos. De una humana, para ser exactos. Era
curioso que su peor enemiga –si es que podía llamarla así, ya que
nunca habían hablado ni se habían enfrentado- fuera una mujer.
Danael notaba bullir la rabia dentro de él cuando pensaba en ello.
Era un claro ejemplo de por qué la mujer no debería tener poder.
Las personas se corrompían, pero las mujeres eran mucho más
susceptibles a esa corrupción, porque eran débiles. Pero estaba
claro que si Annaris reinaba en Montreim era porque ambas
estaban hechas a imagen y semejanza. Igual de oscuras, frías y
peligrosas.
La guerra había devastado el norte y había partido el
territorio durante cuatro años. Los rebeldes habían luchado

29
contra el rey, aliados con los supervivientes elfos que aún
resistían tras los siglos de conquista. Entre ambos bandos
arrasaron la tierra. Montreim fue reducida a escombros y Parnasa
quedó en un estado lamentable. Antelios se había alejado del
conflicto convenientemente, y vendía suministros y armas a
ambos bandos, con lo que ganó mucho dinero. Para Danael,
aquellos fueron los años de su niñez, la fortuna y la abundancia.
Y después, de las cenizas se alzó Montreim. El último bastión
del norte, desafiando a las oscuras montañas y a las tormentas,
asentada sobre el antiguo reino de los elfos reducido ahora al
polvo. Montreim era un gigante. Fue sorprendente su
recuperación y su enriquecimiento acelerado, mientras que la
inflación dejaba a los antelianos sin pan que llevarse a la boca.
Montreim era el futuro, tan oscuro, tan frío, tan peligroso.
Danael sabía que ése era el futuro de sus hijos. Temía haberse
equivocado al quedarse en la ciudad, pero ya no había vuelta
atrás. Tendría que defender los valores que sólo él creía conocer
y luchar, y aguantar hasta que le quedasen fuerzas.

30
IV

Evitó volver a casa porque le pesaba su propio silencio, que


era como una cortina que no podía correr. Él estaba a un lado y
su familia al otro. Danael lo prefería así, porque si dejase escapar
sus sentimientos, lastimaría a Isabella y nunca habría deseado
eso.
Su trabajo no le distrajo. Fue un día bastante aburrido, sin
persecuciones ni situaciones de peligro, sólo discusiones entre
vecinos y algún robo en el mercado. Danael no hizo sino cavilar
y revolver una y otra vez las mismas ideas. No fue capaz de
desconectar ni un momento, y Stannis y Dvorak no fueron de
ayuda. Preguntaron por su nuevo vástago, pero su cara les bastó
para entender que no había habido suerte. Danael apretó la
mandíbula. Stannis tenía un hijo y Dvorak dos, y ninguno era
demasiado avispado. Los dioses dan pan a los desdentados,
pensaba. Ninguno de los dos podría educar a sus hijos como
debía, porque eran vagos, irresponsables y egoístas. Eran
norteños.
Cuando terminó su turno acudió a la Taberna del Cojo otra
vez. Conocía sitios mejores para tomar una cerveza con gente
más o menos agradable, pero no quería darse un respiro. Quería
revolcarse en la mierda y llenarse de odio, para así poder
desplazar el odio inconsciente que sentía por su propia vida.
Danael ignoró a quienes lo miraban de soslayo por su
distintivo de teniente y dio un trago a la cerveza para quedarse
mirando en un punto fijo. Pensó en sus hermanas. Había sido
raro recordarlas por la mañana después de tanto tiempo sin saber
de ellas. Sólo había recibido una carta hablándole de la muerte
de su madre, sin nada en referencia a su estado. Quizá estuvieran
resentidas. En ocasiones, Danael podía ser muy irritante; incluso
él se daba cuenta.
Se sentó a su lado una mujer vestida de tela sonrosada, fina y
semitransparente. Tenía unos labios llenos y sensuales, que se

31
curvaban en una media sonrisa. Tendría unos treinta años, el pelo
rojizo y, a juzgar por Danael, poca vergüenza.
—Estoy casado –dijo él con voz cansada.
—¿Desde cuando eso es un impedimento? Si supieras
cuántos hombres casados son clientes míos...
—Tenme respeto. Soy un teniente de la guardia.
—Ya lo he visto. Con muy malas pulgas, también.
—También.
La mujer volvió a sonreír.
—Eres el hombre más guapo del local.
—Y el más decente.
—Oh, pero eso no es un gran problema. Ven conmigo y se te
pasará.
Danael la taladró con la mirada. Ella la bajó al instante. El
pelo le cayó por uno de los lados de la cara, como señalando una
moradura en su mejilla, que hasta entonces Danael no había
querido encontrar.
—¿Qué tienes ahí? –el teniente señaló el moretón.
—No es nada –respondió ella, recuperando la sonrisa.
—¿Quién te ha pegado?
Ella no respondía. Danael le puso la mano en la muñeca.
—Quiero ayudarte –respondió él.
—La guardia nunca nos ayuda.
—Yo sí.
—¿Y qué eres tú? ¿Un héroe encantador? No quiero
meterme en problemas...
—Odio a los norteños. Os falta confianza: por eso sois como
sois. No confiáis en nadie.
Ella estuvo a punto de replicar, pero no quiso mirarle.
Danael se dio cuenta de que la había intimidado y no iba a lograr
nada así.
—No eres de aquí, por eso el acento, ¿no? –dijo ella
cambiando de tema.- ¿De dónde eres?
—De Antelios.
—¡Antelios! Qué sitio tan encantador.

32
Estaba fingiendo sorpresa. Los ojos la delataban. Huían de
los de Danael, no brillaban, no emitían ninguna calidez. Danael
sintió pena por ella. A saber para quién trabajaba, por cuánto
dinero y soportando qué abusos.
—Toma –dijo el teniente.
—¿Qué?
Danael sacó de su bolsa un puñado de monedas y se las
entregó.
—¿Entonces te vienes? –la prostituta se mordió la lengua.
—No. Pero será como si hubiera ido. Díselo a la persona que
te ha pegado.
Para su sorpresa, ella se irritó. Lanzó las monedas sobre la
mesa con violencia, provocando un chirrido metálico que se
clavó en los oídos de Danael.
—¡No estoy mendigando! ¿Quién te crees que eres? ¿Un
sacerdote?
—Podrías apreciar lo que intento hacer por ti.
—¡Yo no te he pedido ayuda!
Danael estaba asombrado, casi asustado. Las mujeres eran
impredecibles. En un momento parecían corderitos acongojados
y después, fieras.
—Has perdido mucho tiempo hablando conmigo –intentó
explicar el teniente-. Tu jefe volverá a pegarte si no le llevas los
beneficios.
—¡Pues que sepas que trabajo sola! Lo de la mejilla... Joder,
¡no me apetece darte explicaciones!
El capa azul enarcó una ceja.
—¿Qué...?
—¡Métete el dinero por el culo!
La prostituta salió de la taberna. Muchos miraron a Danael y
éste se hundió en el asiento. Se sintió muy humillado. Nunca
antes una mujer le había gritado en público. Es más, una mujer
nunca le había gritado. Era como si todas se hubieran
confabulado contra él.

33
Regresó a casa y la encontró hecha un desastre. Su
experimento para que las niñas practicaran la responsabilidad
había fracasado. Las pilló haciendo un fuerte con los taburetes y
la mesa, con plumas de las almohadas volando por todas partes y
con Sarah pintada de hollín como si fuera negra.
Recibieron varios azotes cada una y tuvieron que lavar a
Sarah y recoger el cuarto, hasta la última pluma. Danael fue a ver
a Isabella y la encontró durmiendo, con la niña en brazos. Se
acercó para besarla, pero la niña despertó y se sintió cohibido. El
bebé volvió a llevar sus manos hacia él. Quería alcanzarlo, como
si le exigiera su amor. Danael la tomó en brazos y la observó de
cerca.
—¿Ya estás contenta?
La niña abrió la boca, haciendo muecas. Danael pensó que
iba a llorar de un momento a otro, así que le metió el dedo entre
los labios para que no lo hiciera. El bebé le succionó el dedo. Un
escalofrío recorrió la espalda del teniente.
—Tenemos que buscarte un nombre –murmuró en tono
queda.
—¿Danael? –Isabella había despertado y, al verle con su hija
en brazos, sonrió.
Él se la devolvió como si hubiese sido atrapado haciendo
algo malo.
—Las niñas han estado ensuciándose y desordenando la casa
–informó él-. Voy a ver cómo van arreglándolo todo.
Isabella y Felicia se las habían apañado para limpiar a su
hermana, pero ahora ellas estaban hechas un desastre. Danael las
obligó a bañarse también y preparó la cena. Su vida en la milicia
le había enseñado a cocer algunos nabos y zanahorias para hacer
una sopa comestible.
Se sentaron a la mesa y Danael dio las gracias a los dioses
por la comida. Sarah no sabía usar la cuchara, así se le caía de
entre los dedos, golpeando la mesa con un molesto ruido. Danael
le dio un coscorrón.

34
—Isabella, ayuda a tu hermana.
Isabella hizo pucheros, pero Danael la obligó con una mirada
dura. Con desgana, la niña alimentó a su hermana. Felicia sorbía
la sopa sonoramente. Danael le dio otro coscorrón.
—Los codos. No pongas los codos sobre la mesa.
Felicia clavó los antebrazos en el canto de la tabla de madera
y dilató las fosas nasales, enfurruñada. Danael cenó en silencio y
las niñas lo imitaron, aunque tardaron el doble de tiempo en
terminar.
Danael las envió a la cama que las tres compartían. Por
primera vez, las gemelas no pelearon por ponerse lo más lejos
posible de Sarah, que a veces se hacía pis por la noche. Parecían
pequeñas soldados formando frente a su general.
—¿Nos cuentas un cuento? –preguntó Felicia.
—Estoy cansado –respondió él.
Las niñas se disgustaron tanto que Danael improvisó una
historia, pero fue una chapuza y casi le hicieron marcharse. Las
besó en la frente a todas y cerró la puerta al salir.
Danael sintió crujir sus vértebras. Necesitaba un día de
asueto. Nunca había sido especialmente dormilón, pero
últimamente se notaba muy cansado. Le dolían cosas que ni
siquiera en las marchas de madrugada en la milicia había notado
resentidas. Estaba envejeciendo. Pronto sería un anciano sin
hijos varones a quienes llevar por el camino debido.
Se metió en la cama después de acostar a la niña en la cuna.
Isabella lo abrazó y Danael la apretó entre sus brazos. No
consiguió dejar salir las palabras de perdón que le rasgaban la
garganta. Ambos se quedaron dormidos sin apagar las velas.
El bebé los despertó unas horas más tarde. Danael salió de la
cama y le entregó a la niña a su mujer para que la calmara.
—Ya está, mi niña –canturreó ella-. Tranquila.
Danael salió de la habitación y se paseó por la casa a
oscuras. Ya no podría volverse a dormir y lo sabía. Al despertar,
las preocupaciones le habían vuelto de golpe: Annaris, las
prostitutas, la plaga... De haber podido, habría salido en ese

35
momento en busca de la criminal para acallar sus ansiedades,
aunque no tuviera ni idea de dónde encontrarla.
En cambio, entró en la habitación de sus hijas. Y la visión le
paralizó.
La ventana, por la que entraba el frío de la calle y el eco de
la lluvia, estaba abierta. En el centro de la habitación, la figura
encapuchada refulgiendo en un blanco cegador. Se había
inclinado sobre las niñas y emitía un sonido muy desagradable,
como de succión.
Danael atacó gritando. Embistió a la figura con todas sus
fuerzas, pero parecía como si hubiera empujado unas cortinas
llenas de aire, pues sólo sintió el peso de la capa. La figura gimió
y las niñas gritaron. Danael las miró. Sarah y una de las gemelas
estaban despierta, pero la otra...
La visión le perforó el corazón. Sintió como si realmente le
hubieran clavado un puñal en el pecho. Una de sus hijas no se
movía, estaba apergaminada, como una anciana. Los ojos
cerrados y la boca abierta, sin aliento ni vida.
Perdió el control. La rabia lo absorbió y cargó contra el
encapuchado con las manos desnudas, a pesar de que se
hundieran en la nada. Notaba la garganta desgarrada por los
gritos. No supo si decía algo o si sólo aullaba.
La figura se escapó por la ventana como un papel arrastrado
por el viento y Danael la siguió.
Llovía a mares. Danael resbaló en las tejas y se lastimó un
pie desnudo, pero no lo sintió. Caminaba en pos del
encapuchado, deseando desmembrarlo con sus propias manos.
La figura se alejaba con gran agilidad, sin detenerse. Danael
tropezaba constantemente, pero se aferraba a las tejas como si
tuviera garras, avanzando con celeridad, pero no con la
suficiente. La figura desapareció en la oscuridad y Danael se
quedó encogido sobre sí mismo. La lluvia le golpeaba la espalda
y el cuello. Estaba ardiendo de ira, pero ésta se disipó de golpe.
La lluvia le pareció helada en comparación a lo que le surgía de
dentro. Como una bola, vomitó un torrente de sollozos y de

36
gemidos. Sus lágrimas golpearon el tejado, confundiéndose con
las gotas de lluvia.
Solo y desesperado, Danael creyó que el peso de sus gritos
lo mataría.

37
V

Danael llevaba horas mirando el mismo punto fijo. Después


de descargar todos sus sentimientos, en una gama que iba de la
ira al llanto, se había quedado quieto y entumecido. Tenía
todavía una manta por encima. Había absorbido parte de la
humedad de Danael y ahora ambos estaban empapados. Isabella
le dijo a Felicia que se la quitase de los hombros, porque podría
resfriarse. La niña lo hizo, temerosa de que un arranque de su
padre la hiciera pedazos, pero Danael ni se inmutó.
Sarah miraba fijamente a su madre con dos dedos metidos en
la boca. No entendía muy bien lo que estaba pasando, pero había
notado el cuerpo gélido de su hermana Isabella junto a ella, y los
gritos de su padre y el llanto de su madre la habían hecho llorar.
Intuía en cierto modo que algo muy grave había ocurrido, aunque
aún no era capaz de saber qué. Felicia, en cambio, sí que lo sabía
y lloraba por su querida gemela. Se había refugiado en brazos de
su madre hecha un mar de lágrimas hasta que ésta tuvo que
atender al bebé. La pequeña estaba hambrienta, pero no había
leche que darle porque la de su madre se había cortado. Así que
los cinco habían llorado por un motivo distinto, separados cada
uno por su propia escalada de lágrimas hasta que Danael paró.
Siendo poseedor de la autoridad familiar, las hembras también
callaron.
Stannis y Dvorak acudieron con el juez para llevarse el
cadáver. No se atrevieron a darle el pésame a su jefe, que ni
parecía haberse dado cuenta de que estaban allí. Sí le
murmuraron unas palabras de condolencias a Isabella, que
asintió con los ojos húmedos.
—Tendrán que... bueno, enterrarla hoy mismo –dijo Stannis
sin saber qué hacer con las manos.
Isabella volvió a asentir y apretó al bebé entre sus brazos.
Los agentes y el juez colocaron a la niña muerta en una parihuela
y la cubrieron con una sábana para sacarla del cuarto sin que se

38
viera su lamentable estado. Cuando el cuerpo dejó la casa,
Danael se puso en pie, tambaleante, y se dirigió a sus
subalternos.
—Sé quién ha sido. Venid conmigo. Tenemos mucho que
hacer –tenía la voz rota, aunque intentara transmitir seguridad.
—Señor, será mejor que descanse –le dijo Dvorak-. No es
bueno que...
—Esa cabrona ha matado a mi hija –dijo Danael, apretando
la mandíbula-. Voy a encontrarla y haré que pague.
—Señor, no creo que usted deba...
—¡No me lleves la contraria! –gruñó el teniente.
—Le han dado una semana libre. Por el luto –explicó
Stannis.
Dvorak lo corroboró.
—¿Me han apartado del cargo para que no reabra heridas,
verdad? –Danael hizo una mueca de amargura-. Hace años
también lo hicieron, cuando estaba a punto de ponerle las manos
encima a esa mujer, pero esta vez no lo lograrán. Haré que
pague, aunque tenga que hacerlo yo solo y por mi cuenta.
—Señor... –Stannis cerró la boca de golpe ante la mirada de
Danael.
Danael fue al dormitorio a cambiarse de ropa. Se visitó con
el uniforme oscuro de la guardia. Se ciñó la vaina de la espada a
la cadera, metió el acero en ella y se colocó un puñal en el otro
costado, oculto bajo la camisa. Danael no era un hombre rebelde,
pero en ese momento no se sentía él mismo. A pesar de que
estaba contrariando a sus superiores, pensaba que era lo que
debía hacer. Continuaba siendo un guardia y tenía el deber de
hacer cumplir la ley, y eso mismo iba a hacer.
Dvorak y Stannis fruncieron el ceño al verlo llegar de esa
manera.
—Señor, no está permitido llevar espada en la ciudad –
dijeron al unísono.
—Sí lo está para nobles y guardias, y aún soy lo segundo –
replicó él, sombrío.

39
—Bueno, ya me entiende, señor... –dijo Dvorak con voz
ahogada.
—¿Vas a detenerme? –el joven con cara de duende adoptó
una expresión espantada. Danael negó con la cabeza-. Si no vas a
detenerme, no me hagas perder el tiempo con tonterías. Ahora
escuchad: si no queréis venir conmigo no voy a obligaros, pero
tendréis que hacerme un favor.
—¿Cuál? –preguntó Stannis, pálido como la leche.
—Id a buscar una nodriza para mi hija Isabella. Mi mujer ha
perdido la leche.

Danael había conocido a Annaris cuando era un guardia


raso. Si cogían a un vendedor de skonia –la cual por entonces
comenzaba su apogeo-, el nombre que revelaba era el de
Annaris. Si había una reyerta entre ladrones, uno de ellos
trabajaba para la mujer. Si se comerciaba con objetos robados,
todos llevaban su marca. Su nombre era el eco que se repetía por
todo Montreim: cuando algo iba mal, era indirecta o
directamente producido por Annaris.
Annaris era el crimen, el mal. Danael empezó a odiarla
desde que conoció su existencia. A sus compañeros no parecía
importarles el poder que amasaba aquella mujer. Mientras todo
fuera bien en sus casas, mientras ningún familiar fuera asesinado
allá afuera, en la oscuridad de la noche, dormirían tranquilos. A
Danael le enfermaba. No la había sufrido en carnes propias, pero
no podía evitar querer cogerla con toda su alma. ¿Es que nadie
tenía deseo de justicia? Sus compañeros creían que era debido a
su deseo de ascender, ya que no moverían un dedo si no fuera
para su propio beneficio. Era cierto que Danael quería ascender
para darle a su familia la vida que deseaba, pero el hecho de
atrapar a Annaris era un fin en sí mismo, no un medio para
beneficiarse.
Por aquel entonces hubo una oleada de cruentos asesinatos
por toda la ciudad en cuestión de horas. Todos quisieron detener

40
al asesino temiendo por sus hijos y esposas, pero Danael quiso
hacerlo por justicia. El asesinato era uno de los peores actos que
se podían cometer: lo había visto día tras día durante meses y se
había prometido que no volvería a permitirlo.
Un chivatazo los llevó a la casa de una familia burguesa, los
Vazkartas. El asesino esperaba junto al cadáver del hijo mayor
de los Vazkartas, aún caliente. Levantando las manos con gran
sorpresa, aulló su inocencia, pero los guardias se echaron sobre
él y lo redujeron a golpes, mientras lo insultaban y escupían, con
el miedo de sus corazones ya enfriado. Fue el mismo Danael
quien lo encerró en la celda de los cuarteles, donde el asesino se
encogió gimoteando.
Pidieron para él la pena de muerte y Danael estuvo de
acuerdo. La guardia presentó diversas pruebas y demostró que
había pertenecido al Gremio, una caterva de asesinos que
dispensaban la muerte comprada. A pesar de que denunciar a sus
jefes habría jugado en su favor, el asesino insistió en que nadie le
había pagado por matar a nadie, porque era inocente. Las gentes
de Montreim se enfurecieron. Hubo intentos de lincharlo, así que
se redobló la vigilancia en los cuarteles. Los mismos guardias le
tiraban la comida a la cara, o le escupían al pasar frente a la
celda. Danael no consideraba honorable golpear a un prisionero
indefenso, pero más de una vez tuvo que refrenarse al escuchar
sus patéticos lamentos.
Sin embargo, le escucharon con atención cuando habló de
Annaris y de algo llamado “La Hermandad”.
—No me ejecutarán, eso lo sé. Tengo amigos influyentes
que me enviarán a prisión -aseguró con voz ronca-. Pero si voy
allí, mis antiguos compañeros me van a borrar del mapa.
Juradme que me protegeréis y os entregaré a media Hermandad
en bandeja.
Lo escucharon. Danael habría preferido no hacerlo, pero la
promesa de coger a Annaris le sedujo. El asesino les habló de
una Hermandad, un grupo que operaba desde la sombra y
manejaba a nobles y políticos como a títeres. Afirmaba que

41
tenían todo poder y que Montreim era lo que la Hermandad
quería que fuera. Dijo que Annaris era un importante miembro,
cuyos negocios eran métodos de control de la ciudad, y que
apretaba Montreim con puño de hierro y exprimía cada gota de
su jugo.
Danael quedó atónito ante lo que oía. No quiso creerse la
historia, pero tras hacer sus propias investigaciones descubrió
que todo aquello era verdad. El Gremio de asesinos pertenecía a
la Hermandad y Montreim estaba controlada por muñecos de
paja, desde el regente Reuben hasta los más bajos funcionarios.
Danael sintió un mazazo que lo derribaba. Hasta entonces había
creído que el mal era algo superficial que podía erradircarse,
pero se dio cuenta de que si quería limpiar la ciudad tendría que
quemar los mismos cimientos.
Accedió al trato con el asesino. Cuando se lo llevaron a
prisión tras un juicio irrisorio, Danael pidió algunos favores y le
dio protección. Luego buscó los puntos débiles de Annaris,
removiendo la sucia negrura de los bajos fondos siguiendo las
directrices del asesino. Descubrió varias propiedades a nombre
de la mujer, incluido un almacén que parecía ser su principal
fuente de ingresos, desde donde se vendían skonia y objetos
élficos robados.
Estaba a punto de reunir a una partida de guardias para
entrar, requisar la mercancía y detener a Annaris, pero recibió
una orden urgente que lo evitó. Sus superiores estaban furiosos y
parecían dispuestos a expulsarlo del cuerpo, o incluso a llevarlo a
prisión. Danael quedó estupefacto, pero no le costó reconocer la
mano de la Hermandad detrás de aquello. El cuerpo al que
pertenecía estaba tan manchado como todo lo demás. Mientras
que los compañeros que habían escuchado al reo y que habían
guardado silencio recibieron recompensas, a él le amenazaban
con juzgarlo como a un criminal.
Lo más increíble fue lo que se decidió: Danael fue
ascendido. Anonadado, dejó que el Regente le apretase la mano
como agradecimiento por sus esfuerzos para limpiar la ciudad,

42
frente a una cohorte de guardias mentirosos, traidores y
corruptos. Si aceptó, pensaba Danael, era por su familia. ¿Qué
sería de ellas si no aceptaba aquel ascenso cierrabocas y lo
enviaban a prisión? Habrían quedado en la deshonra y en la
pobreza. Danael prefirió deshonrarse él solo y pedirle perdón a
su padre en silencio, antes que permitir la desgracia de sus hijas.
Danael salió de los cuarteles ese mismo día y vio a una
mujer detenida frente a la puerta, sujetando un caballo por las
riendas. Sonreía burlona. Pelo negro y rizado, aquella sonrisa
que era de todo excepto sincera... Por supuesto que sabía quién
era. Danael enrojeció de ira y dio tres pasos hacia ella, con
intenciones casi asesinas, pero la mujer negó con la cabeza,
riendo. Danael consiguió dominarse a sí mismo, pero el
significado de la risa le volvería loco los siete años siguientes.
Annaris le decía con aquella risa que nunca la atraparía. Danael
se juró que lo haría.

Invirtió toda la mañana en buscar a Annaris, una tarea


realmente ardua. Su uniforme no hizo la tarea más sencilla, pues
muchos labios se apretaban al resplandor de su capa azulada,
pero Danael no la ocultó. El cuerpo de guardia de Montreim
estaba manchado desde el más bajo escalafón hasta el mismo
comandante, pero él le devolvería la dignidad haciendo cumplir
la ley. Cuando atrapase a Annaris lo haría como guardia, no
como Danael. Se había prometido aquello para poder perdonarse
las faltas cometidas al permitir que le callaran.
Volvió a la casa de la prostituta, decidido a no ser delicado
con ella, pero nadie contestó a los golpes en la puerta. No se
desanimó; siguió preguntando y buscando, esquivando a sus
compañeros para evitar problemas y animándose pensando en su
padre, hasta caer agotado a la mitad de la tarde. Sus emociones
habían drenado sus fuerzas. Hasta entonces sólo se había movido
por la inercia de la rabia, pero ahora que ésta comenzaba a
enfriarse, la tristeza tomaba el relevo.

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Lloró escondido en un rincón mugriento hasta que salió la
luna. Se peinó con las manos y al pasar junto a una fuente se lavó
la cara. La tristeza ya se había ido, volvía la rabia. Necesitaba
encontrar a esa mujer.
Acudió al viejo almacén de Annaris a él con la esperanza de
encontrarse alguna pista de su paradero. Intentó forzar la puerta
sin resultado. Rodeó el edificio, de piedra gris y tejadillo negro,
para comprobar si le sería posible colarse a través de los
ventanucos, pero los encontró rejados. Sólo podían abrirse desde
el interior. Danael dejó escapar un hondo suspiro y se alejó del
almacén, con la sensación de que estaba dejando escapar algún
detalle.
—Kurtz –llamó una voz.
Danael giró sobre sus talones para encontrarse una figura
encapuchada y oscura que por desgracia tenía formas de hombre.
No era Annaris, aunque guardaran cierto parecido en la sonrisa
burlona.
—¿Te conozco? –preguntó el teniente, poniendo la mano
sobre la empuñadura de la espada.
El hombre se quitó la capucha, revelando su tez amarillenta
y sus ojos hundidos y brillantes.
—Héctor Sallaad.
Su rostro había cambiado, pero no hasta el extremo de
hacerle irreconocible. Danael tampoco habría podido olvidar su
cara aunque hubiese querido: era el asesino que había intentado
vender a Annaris siete años atrás.
—Ah. Eres tú –gruñó Danael, frunciendo el ceño. No
entendía a qué jugaba Sallaad: lo más lógico por su parte habría
sido huir de la ciudad, no regresar para intentar que lo mataran.
—Qué casualidad.
Danael lo encaró con rostro imperturbable.
—Sea lo que sea que estás buscando aquí, es mejor que...
—No, no, no –siseó Sallaad, irritadísimo-. No lo digas, o
cometeré un asesinato.

44
—¿Me estás amenazando? –preguntó Danael, apretando los
dedos en torno a la empuñadura. Un movimiento y le habría
hundido la hoja metálica en las tripas.
—No, sólo digo que estoy cansado de que me echen de todas
partes –y sonrió forzadamente. No quería problemas. Sallaad
podía ser bocazas, pero no tonto. O no demasiado.
—Pensaba que no volverías –dijo el teniente, tensando la
espalda.
—Qué original. Todo el mundo cree que soy un cobarde.
—Cobarde –la mandíbula de Danael se tensó. Sallaad era un
cobarde, además de un traidor-. ¿Has dejado de serlo en algún
momento?
—Estamos en una calle vacía, lejos de los ojos de
cualquiera... –Sallaad volvió a mirarlo burlón y Danael negó con
la cabeza.
—Si quisieras matarme ya lo habrías hecho. Te apetece
hablar.
—Eres listo, Kurtz. Sí, me apetece hablar.
Sallaad enseñó los incisivos en lo que intentaba ser una
sonrisa. Tenía unos dientes horribles, rotos y desiguales, con un
tinte color mantequilla podrida. Su rostro estaba hundido por el
hambre, y había arrugas que un hombre de su edad no debería
tener. Llevaba barba descuidada y el pelo largo y sucio. No se
parecía al Sallaad que habían detenido, el que había sido
atractivo y bien arreglado. Era, más bien, la progresión natural de
un despojo humano como él.
—A mí no me apetece hablar, no quiero compañía –advirtió
Danael-. Sallaad, tómalo como una orden.
—Pues vamos a hablar –aseguró el asesino-. Necesito
información.
—No voy a darte ninguna información. No ayudaré a
criminales.
—Me ayudaste hace años.

45
—Porque sólo consistía en salvarte el culo para poder yo
detener a los jefes de tu Hermandad –replicó apretando los
dientes-. Y no lo conseguí.
El asesino dio un paso más. Danael extrajo unos centímetros
de metal de la vaina.
—Cuidado –advirtió Danael. Si se acercaba más, lo mataría,
vaya que sí.
—No soy contagioso.
—No quiero tenerte más cerca de lo necesario. Eres
traicionero.
—No voy a clavarte el cuchillo.
—Hace un momento estabas dispuesto a hacerlo.
Sallaad chascó la lengua. Su rostro se contrajo en una mueca
sardónica.
—¿Quieres que te suplique? Muy bien, te suplicaré. Necesito
tu ayuda. Tú y yo estamos aquí esta noche por un motivo y
podemos ayudarnos en ello. Estamos aquí buscando a alguien,
¿verdad? ¿Está dentro? ¿Sabes quién es? ¿Sabes en qué se
mueve? Llevo buscándolo todo el día y estoy acariciando el
momento de encontrarnos...
—No voy a ayudarte –espetó el teniente una vez más.
—¡Oye! ¡Tienes que ayudarme! –Sallaad estaba
desesperado. Parecía dispuesto a arrodillarse por la ayuda de
Danael. El capa azul deseó escupir el asco profundo que le
inspiraba aquel asesino.
—Te he dicho que no tenemos nada de qué hablar. Ocúpate
de tus asuntos, que yo me ocuparé de los míos. Y da gracias por
que no te detenga.
El asesino saltó como un rayo y cogió a Danael de la camisa.
El teniente lo agarró también y pegó su nariz a la de Sallaad
hasta que pudo notar su agrio aliento.
—¿Quieres que te mate? –gritó Danael-. ¿Quieres que te
mate ahora? ¡Lo haré si no dejas de tocarme los cojones! No he
tenido un gran día, Sallaad. Ahora mismo no me importaría
romperte la cara. No eres más que un pedazo de mierda y yo

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estoy muy enfadado. ¡Y como no te largues te juro por mi padre
que te abro en canal!
Danael le dio un empujón y Sallaad trastabilló. El teniente lo
miró asqueado una vez más. Era repulsivo.
—No voy a entrar en vuestros putos juegos –advirtió-. Yo
soy la autoridad aquí y te ordeno que te vayas. ¡Y si ves a esa
zorra dile que se prepare, porque la estoy esperando!
Danael siguió empujándolo hasta alejarlo del perímetro.
Sallaad cayó de boca en un charco de barro. Levantándose, miró
a Danael asustado y echó a correr. El capa azul esperó a que
viniera de nuevo para vengarse, traicionero como era, pero nada
ocurrió. Lo había asustado de verdad.
—Gente como ésa... es la que me pone frenético –murmuró.

47
VI

Danael pensó que había sido una mala idea quedarse allí
parado cuando se dio cuenta de que no iba a conseguir nada.
Dudaba que el almacén siguiera operativo. Se frotó las manos
con dolor; el frío las atenazaba. La humedad de su ropa le hizo
temblar. Cuando estornudó, Danael se dio por vencido. Su
familia le necesitaba fuerte y sano. Si enfermaba no podría
protegerlas... ni capturar a Annaris.
Como si su pensamiento la hubiese materializado, Annaris
había aparecido en la puerta de almacén. Sacaba la llave, colgada
de una cadena al cuello, y abría el candado. Danael sintió sus
miembros desentumecerse, su energía reanimarse. Caminó sin
sigilo, aunque Annaris no le oyó llegar hasta que él le tocó el
hombro. La mujer se giró y Danael la empotró contra la puerta.
Annaris soltó una exclamación de sorpresa y por un momento en
sus ojos se vio verdadero terror, pero cuando consiguió
vislumbrar al capa azul, pareció relajarse. Danael colocó la punta
de la espada en su cuello.
—Quedas detenida en nombre del Regente –gruñó, haciendo
esfuerzos por no matarla allí mismo.
Annaris enarcó una ceja.
—¿De dónde has salido tú? –chascó la lengua y puso los
ojos en blanco-. ¿Cuánto te dan ellos? Te daré quinientas piezas
de oro. Ahora suéltame.
—A mí no vas a sobornarme. Vas a pagar por lo que has
hecho.
La espalda de Annaris volvió a golpear la puerta. Danael
temblaba, y no sólo de frío.
—¿Qué he hecho? –preguntó la mujer, como si de verdad no
lo supiera.
—No te andes con juegos. Has mandado matar a mi hija.
Annaris torció la boca.

48
—¿Tú eres el padre de Jörga Schaffer? ¿No eres un poco
joven?
—¿Jörga Sch...? –estrujó la camisa de Annaris entre los
dedos-. ¡Isabella Kurtz!
—No conozco a Isabella Kurtz. Mira, si te calmas podemos
hablarlo...
—Mientes.
Danael sintió la punta de una daga en el estómago. Ella, de
algún modo, había sacado su arma y ahora también lo
amenazaba.
—Ahora sí que vas a estarte calmado –aseguró ella.
Danael se echó hacia atrás despacio, sin dejar apuntarla con
la espada. Annaris se revolvió el pelo haciendo volar pequeñas
gotas de lluvia, desdeñándole. Relajada y cómoda, como si no
creyera que él pudiera matarla.
—Mira –dijo ella, una vez se dignó a fijar su vista en él de
nuevo-, no tengo ni idea de quién eres tú, ni de quién es esa
Isabella. Te juro que no le he hecho daño a tu hija, al menos a
sabiendas.
—Mentirosa.
—Te estoy diciendo la verdad.
—¿No me recuerdas?
—¿Tendría que hacerlo? Todos los capas azules me parecéis
iguales.
—Me llamo Danael Kurtz. Hace siete años casi te detuve.
Annaris entrecerró los ojos, estudiándolo. Su boca se curvó
en una sonrisa de risueño reconocimiento.
—¡Ah! ¡Tú!
Danael la empujó otra vez. Dioses, encima se atrevía a reírse
de él.
—Oye, para ya –protestó Annaris-. Estoy empezando a
cansarme.
—Vamos, tira la daga y acompáñame –ordenó Danael.
—Escucha, soldado, no le he hecho nada a tu hija. Te lo
juro. Olvida lo de detenerme, ¿vale? Ya sabes que no vas a

49
lograr nada con ello. Si quieres, te daré oro. Y si no, déjame en
paz. Tú y yo sabemos que esto no lleva a ningún lado.
—No me creo tus juramentos. He visto con mis propios ojos
a esos asesinos vestidos de blanco.
Annaris alzó las cejas, esta vez sorprendida de verdad.
—Joder. Mierda. Joder –soltó de golpe.
—¿Lo admites?
—No. ¿Crees que trabajan para mí? ¡Ojalá! ¡Así sólo tendría
que pedirles amablemente que se largasen de mi vida!
Danael estaba confuso. Sabía que no podía creerle ni una
palabra, pero por una vez, Annaris parecía sincera.
—¿Cómo que se largasen de tu vida? –preguntó finalmente,
intrigado.
—Es una historia muy larga y muy jodida de contar. No me
creerías, simplemente no me creerías. Pero yo no le he hecho
nada a tu hija, de verdad.
Danael apretó los dientes y Annaris lo miró sin sonreír.
—Oye... siento –lo dijo con dificultad, como si le costase
admitirlo- lo que le haya pasado a tu hija, ¿de acuerdo? Si tuviera
tiempo dejaría que llorases en mi hombro y te daría palmaditas
en la espalda, pero tengo prisa.
—Deja de hacerte la graciosa conmigo –advirtió Danael,
harto de sus impertinencias. Clavó sus ojos azules en los de ella,
grises-. ¿Quienes son ellos, si no son tus amigos?
—No tengo ni idea. Son... bueno, creo que son elfos.
De haber estado de mejor humor incluso puede que se
hubiera reído.
—¿Elfos? No soy estúpido, Annaris.
—Ya sé lo que me vas a decir: todos los elfos están muertos.
Pero es que estos son elfos muertos. ¡Son fantasmas de elfos!
Danael negó con la cabeza.
—¿Ves? ¡Te dije que no te lo ibas a creer! - Annaris golpeó
la puerta con el puño, rabiosa-. ¿Los has visto de cerca? No
tienen pies. No tienen cara. Sólo esas puñeteras capas y esa
hambre de esencias. Van por ahí alimentándose de la gente.

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¿Crees que alguien humano puede dejar así de seca a una
persona? Si has visto a alguna víctima te habrás dado cuenta de
que no han muerto de manera corriente. No hay heridas, ni
veneno... ¡nada! Y eso es lo peor, que no hay nada de nada.
¿Crees que alguien puede hacer eso sin que haya magia de por
medio?
—No me lo creo...
—¡Yo tampoco me lo creía! Me bastó con verlos en acción
para creérmelos, joder.
Danael recordó aquel sobrenatural resplandor, aquella
infinita gracia, los gemidos. Ni en sus peores pesadillas podría
haber imaginado nada parecido. Su corazón se aceleró de miedo.
Si ella estaba siendo sincera, si no eran humanos sino espectros...
—¿De dónde han salido? –preguntó Danael, con un nudo en
la garganta.
—De cualquier parte, no lo sé. Este sitio está lleno de
tumbas de elfos. Mi abuelo me contaba leyendas sobre ellos.
Protegían sus tumbas con hechizos y todas esas mierdas. Los
humanos fuimos muy listos al llegar a este lugar y construir la
ciudad sin prestar atención a lo que había debajo. Joder, después
de lo que los humanos hicieron con los elfos, es normal que estén
cabreados. Y nosotros ahora estamos jodidos.
Mientras hablaba, se había vuelto para abrir el almacén al
haber bajado Danael la espada, atónito por lo que oía. La puerta
cedió dejando salir un fuerte olor a humedad. Annaris entró y
prendió con yesca y pedernal la antorcha de la pared. Danael la
siguió. El interior del almacén era estrecho, atestado de trastos
por todas partes. Se parecía al desván donde había encontrado al
primer encapuchado –o elfo, o lo que fuera-, y Danael temió por
un momento ver a otro, escondido por orden de Annaris para
matarlo.
Había una silla de montar sobre un arcón a la que Annaris le
dio una patada. La silla salió volando hasta un montón de cestas
de mimbre que se desparramaron por el suelo. La mujer se
inclinó sobre el arcón y metió la llave en el candado. Lo abrió y

51
rebuscó en el interior hasta dar con una bolsa grande llena de
monedas y algunos pergaminos enrollados. Annaris los metió
deprisa en su petate.
—Esos elfos... –murmuró Danael, ladeándose mientras ella
rebuscaba.
—Los llamo Vacíos –corrigió Annaris.
—Esos Vacíos, ¿qué es lo que hacen? Quiero decir, ¿cómo
matan?
—Se tragan el alma de sus víctimas –cerró de golpe el arcón
y Danael saltó en el sitio. La mano tras la espalda hizo la señal
del pulgar y el meñique.
—Si están sueltos por Montreim, hay que detenerlos –afirmó
él-. No podemos permitir que ataquen a más gente.
—Si fuera así de sencillo...
Annaris masculló una maldición y siguió revolviendo los
cacharros. Por alguna parte resonaba una gotera, que hizo que
Danael recordara a su familia. Si lo que Annaris le había dicho
era cierto, entonces su mujer y sus hijas podían ser las siguientes,
y no iba a permitir que les pasara nada malo.
—Tú los conoces –insistió él-. Nadie más que tú los conoce,
así que imagino que tú los has traído hasta aquí.
—Bueno, ¿y qué?
—¿Y qué?
El rostro de Danael se congestionó de rabia. Tomó a Annaris
del brazo para que se diera la vuelta y le incrustó el puño en la
mejilla. El cuello de Annaris resonó al girarse el rostro de
improviso. Annaris soltó una exclamación.
—Eso es por mi hija. Y ahora escucha, tú y yo tenemos...
Annaris se volvió hacia el teniente y le descargó un puñetazo
en su estómago. Danael se dobló, ahogando las palabras. La
mujer sacó de nuevo su daga y apuntó a Danael con ella. Tras
alejarse unos pasos mientras se recuperaba, Danael la imitó.
—A mí no me pega nadie, ¿entiendes? –siseó Annaris, muy
enfadada.
—A mí tampoco –respondió Danael en voz baja.

52
Se estudiaron durante un buen rato a la luz anaranjada de la
antorcha. Ninguno de los dos iba a ceder, y Danael consideró una
estupidez seguir jugando mientras ahí fuera corrían peligro miles
de personas, así que bajó la daga, confiando en que Annaris
hiciera lo mismo. La mujer chascó la lengua y se relajó otra vez.
—Tú y yo tenemos algo pendiente y no lo voy a olvidar. Por
tu culpa mi hija ha muerto, sin olvidar todo lo que has hecho
antes –siguió Danael, retomando lo que había empezado a decir
antes de que se liasen a puñetazos-. Voy a obligarte a que me
digas cómo detener a esos fantasmas y como premio haré que te
reduzcan la pena cuando te lleve a prisión.
—¿Qué coño...? –las cejas de Annaris se arquearon
maliciosamente-. ¿Tú a mí vas a obligarme a algo? ¡Permíteme
que lo dude!
—Yo soy el que tiene la espada aquí, no lo olvides.
—¿De que te sirve una espada, eh? Si fueras a usarla ya lo
habrías hecho, en lugar de intentar convencerme. En todo caso, si
tú tienes una espada yo tengo una daga, y te aseguro que soy
letal en distancias cortas. Y ahora... Tengo mucho que hacer.
Y giró sobre sus talones y reanudó la búsqueda. Danael
estaba helado. Nunca nadie le había hablado así. Jamás habría
imaginado que las palabras de aquella mujer le calarían tan
hondo... y fuesen tan certeras. Ya había intentado usar la fuerza y
la razón, y con ambas había sido como intentar atrapar el agua
con las manos.
Sintiéndose derrotado, Danael suspiró:
—¿Por qué los trajiste a Montreim?
Annaris revolvió un montón de cajas, que cayeron al suelo
aumentando el desorden.
—No los traje porque yo quisiera. Me siguieron.
—¿Qué es lo que quieren? Aparte de alimentarse de
nosotros...
—¿Qué te hace pensar que quieren algo?
—Por lo que has dicho, te exigen algo. Creo que trabajas
para ellos de alguna manera.

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La mujer se paró, cambió el peso de un pie a otro y observó
a Danael con condescendencia. Danael habló con dureza:
—Tienes una responsabilidad. Mucha gente puede morir si
no haces algo para evitarlo.
—Hace tiempo descubrí que preocuparse sólo por lo que a
una le importa es la mejor manera de sobrevivir. Siento lo de la
gente, pero no puedo hacer nada.
—No quieres, que es distinto.
—Oye, para el carro, ¿de acuerdo? Si tú quieres salvar el día,
adelante. Pero yo me pondré a cubierto por lo que pueda pasar.
—Quiero salvar la ciudad. Dime cómo.
Annaris abrió otro cofre, dejando escapar una exclamación
de victoria. De una bolsa de cuero duro sacó una pieza de metal,
un aro de unos veinte centímetros de diámetro con piedras
incrustadas. Estaba roñoso, las piedras deslucidas, pero había
algo en él que inspiraba poder. Annaris cogió el brazo de Danael
y le colocó el aro en la mano.
—Con esto –respondió ella.
—No me creo que con esto pueda matarlos.
—Odian estas cosas. Son reliquias que les pertenecieron en
vida y que ahora detestan. Los mantendrá a raya.
—Pero esto sólo me protegerá a mí.
—Tengo soluciones para una sola persona, que debería ser
yo misma. No me pidas algo que proteja a la ciudad, capa azul.
Danael se guardó el aro a falta de algo mejor que hacer.
Annaris se colgó el petate de la espalda y lo miró de hito en hito.
Danael sabía que esperaba a que se hiciera a un lado, pero él no
estaba dispuesto a ceder.
—Te quedarás aquí mientras yo me encargo de los Vacíos –
determinó el capa azul.
Annaris se echó a reír. Se reía tan fuerte que el almacén
entero retumbaba. Paró de golpe y miró a Danael con furia
concentrada.
—Hazte a un lado, capa azul.

54
Danael negó con la cabeza, se giró y salió el de almacén.
Annaris corrió tras él, pero el teniente cerró la puerta antes de
que lo alcanzara. La mujer se estampó contra ella.
—¡Kurtz, abre la puta puerta! ¡Kurtz!
Danael puso el candado y lo cerró con un sonoro clic.
—¡Como no te maten, hijo de puta, te mataré yo!
—Cuando todo haya terminado, volveré a por ti. Te lo
prometo, Annaris.

55
VII

Danael regresaba a casa. Después de pasar todo el día fuera,


su mujer y sus hijas estarían preocupadas por él. Además, Danael
temía por ellas, y quería asegurarse de que todo estaba en su sitio
y que el elfo no había vuelto a atacarlas. Con el aro en su poder
podría defenderlas. ¿Cómo haría para expulsarlos de la ciudad?
No lo sabía. Nadie se creería su historia, así que estaba solo en
aquello. En cierto modo y por irónico que fuera, sólo tenía a
Annaris de su lado.
Caminando en la oscuridad vio por el rabillo del ojo aquel
brillo cegador, las inmaculadas capas de los fantasmas que se
arremolinaban sobre él. Había dos o tres, no podía distinguirlos
bien. El corazón le tamborileaba en las sienes y los oídos cuando
levantó el aro con decisión:
—¡Marchaos! ¡Marchaos!
No retrocedieron, sino que lo miraron sin ojos desde el
hueco de sus capuchas. Era verdad que estaban vacíos. Con un
escalofrío, Danael sacudió el aro frente a ellos con energía. Uno
se acercó levitando y el aro empezó a brillar con gran energía.
Vibraba en la mano del capa azul que, aterrado, comprendió que
no hacía sino atraerlos. El otro Vacío también se acercó al aro,
fascinado. Deseaban el aro. Annaris se la había jugado.
Danael echó a correr. Los fantasmas avanzaban sin prisa
pero sin pausas, sin piernas que se cansaran al galopar. El capa
azul sabía que en una carrera de resistencia ellos acabarían
ganando y se harían con el aro y con su alma. Pero si deseaban el
aro tal vez fuera por algún motivo mágico. Tal vez fuera un
artefacto mágico. Jadeando, Danael se decidió a no soltar el
trozo de metal brillante bajo ningún concepto. Aumentó el ritmo,
a sabiendas de que sería una decisión difícil de acatar: no era un
muchacho, y el cansancio se le clavaba en los costados
insidiosamente.

56
Se alejó de los callejones y llegó a la plaza de la Victoria,
justo con los primeros rayos del sol, viciados a través de las
nubes. Tuvo que detenerse: le ardían los pulmones. El aire que le
entraba en ellos parecía que fuera a romperle la caja torácica.
—Dioses... voy a morir si no me matan...
No sabía a dónde ir, no sabía qué hacer. Un frío pensamiento
le nació en los riñones y llegó hasta su nuca, pero lo desechó
instantáneamente. No iba a soltar el aro, de ningún modo. No iba
a condenar a más personas a sufrir su calvario. Aquellos seres se
habían tragado el alma de su hija. Dioses, cómo le horrorizaba
pensarlo...
Sacudió la cabeza. Tal vez Annaris pudiera ayudarlo.
Claramente, ella sabía mucho más de lo que había dicho. Esta
vez la obligaría a soltarlo aunque fuese a golpes. ¿Qué otra cosa
merecía una escoria traidora como ella?

Rompió el candado de un espadazo, pero la hoja de metal se


partió también.
—¡Annaris! –gritó, sin apenas aliento.
La mujer salió del almacén hecha una furia. Cargó contra
Danael y lo tiró al suelo, sin importar que estuviese armado con
media espada. Annaris hizo crujir su nariz de un puñetazo.
—¡Annaris! ¡El aro! –aulló, aturdido.
Annaris le arrancó la reliquia de las manos y la arrojó al
suelo.
—Estas cosas no han hecho más que darme problemas.
¡Joder! ¡Y tú eres un pedazo de cabrón!
—Vienen dos... –resolló Danael-. Están viniendo... los
atrae...
—¡Ya sé que los atrae!
Danael la apartó de un empellón y trató de levantarse, sin
suerte. Su respiración sonaba como un fuelle viejo.
—Me... has engañado...

57
—La idea era que me libraran de ti, y ahora vienen a por los
dos. ¡Eres imbécil, Kurtz!
—Tenemos que encerrarlos. En el mismo almacén, por
ejemplo.
—¿Y qué solucionas con ello?¡Hay más de dos! ¡Hay como
quince! –Annaris se interrumpió y frunció el ceño-. Tendrías que
haberles dado el aro y haber salido corriendo...
—No puedo darles el aro. Los hará más fuertes. ¿O no?
Annaris asintió de mala gana, pero le tendió una mano para
ayudarle a levantarse. Danael aceptó la ayuda, incrédulo. Habría
esperado que lo apuñalase antes que echarle una mano. ¿Qué
quería decir eso?
—Podemos tenderles una trampa –insistió Danael.- Los
encerraremos en el almacén. Pero tendríamos que colaborar.
—No, yo me voy –respondió Annaris sacudiendo la cabeza
con energía-. Jillian me está esperando.
—No, quédate.
—¿Y para qué iba a ayudarte, para que me detuvieras
después? ¿Crees que soy idiota?
—No te queda otra opción. Si no te vas te perseguiré aro en
mano y nos matarán a los dos.
—No serías capaz.
—No me conoces de nada. Ahora mismo soy un hombre
desesperado y estoy dispuesto a cualquier cosa.
Annaris dilató las fosas nasales. Danael se mantuvo firme.
Al final ella ladeó la cabeza.
—Me estoy ablandando –gruñó ella, poniendo los ojos en
blanco-. ¿Qué coño quieres hacer?
—Necesito que uno de los dos se quede dentro del almacén,
mientras el otro cierra la puerta. Cuando entren, los
encerraremos, y quien esté dentro saldrá por el ventanuco.
—¿Y quién estará dentro? Yo no pienso hacerlo.
—Yo no pienso dejar que me encierres para que me maten.
—Pues estamos listos.
Danael apretó los dientes.

58
—¡No nos queda tiempo, Annaris! Tendrás que entrar tú.
—¿Yo? ¡Ja! Ya te he dicho que no soy idiota.
—¿Por qué no confías en mí? ¡Yo soy el guardia!
—¡Como si eso importase!
—Pero esta vez sí que importa, soy una persona de palabra.
Annaris sonrió.
—No.
Danael levantó las manos con rabia.
—Moriremos los dos si no accedes –Annaris parecía
dispuesta a quedarse allí a esperar la muerte con tal de no
transigir. Danael se mesó la barba con ademán ansioso y se
encaró a ella-. Júrame que no me encerrarás.
Ella se echó a reír.
—Eres un ingenuo, capa azul. Mi palabra no vale nada;
podría romperla en cualquier momento.
—Ya lo sé, pero estamos en un callejón sin salida y lo único
que puedo hacer es esperar que seas honrada, por estúpido que
suene. Y más vale que lo seas, porque si me dejas tirado,
romperé las ventanas con mi último aliento, para que salgan y te
atrapen a ti también.
Annaris esbozó una sonrisa. El resplandor blanco de los
Vacíos anunció su llegada desde varios metros. Los espectros
avanzaban levitando hacia el almacén. Danael tiró la espada y
recogió el aro del suelo.
—Voy a provocarles, tú enciérralos. Saldré por el ventanuco
de atrás.
Annaris se alejó sin decir nada; Danael incitó a los espectros
moviéndose hacia ellos y después hacia el interior del almacén,
agitando el vibrante aro sin cesar.
—¡Eh! Venid aquí, elfos. Venid a por esto.
Las capas de los Vacíos, arreboladas por el viento,
refulgieron con fuerza. Danael tuvo que cerrar los ojos, soltando
un gruñido. Entró corriendo en el almacén, seguido de ellos.
Aquel espacio era mucho más angosto de lo que en un principio
había imaginado.

59
Escuchó a Annaris cerrar la puerta por debajo de los
gemidos agónicos de los elfos. No podía mirarlos, ni quería. La
piel se le puso de gallina, como en un eterno escalofrío. Aquellas
dos sombras estaban hambrientas de él, de su alma. El terror le
dio alas y trepó por encima del baúl y de las cajas sin dilación.
Perdió pie en una pero se recuperó en el momento justo. El anillo
vibraba en su mano como si quisiera horadarle un surco en la
palma. Tiró de las rejas del ventanuco y se abrieron con un
chirrido. El ventanuco, sin embargo, se atascó.
Un sudor tan frío como los elfos que se aproximaban a él le
recorrió la espalda. Metió una mano en el aro y dejó que le
bajase hasta la mitad del antebrazo. Colocó las dos manos en
torno al marco y tiró con todas sus fuerzas. La madera se había
hinchado por la humedad y estaba atascada.
—¡Annaris! ¡No se abre la ventana!
Pero no hubo respuesta al otro lado. Danael no tuvo tiempo
de maldecirla. Un Vacío le rozó la pierna. Sus dedos se
hundieron en el marco y consiguieron abrir el ventanuco. Se
aupó para salir. Le agarraron el pie y tiraron hacia abajo. Danael
cayó de bruces contra las cajas, astillándolas.
—¡Annaris! ¡Ayúdame!
Se giró e intentó pelear, debatirse, resistir, pero el aro
vibraba con tal fuerza que le aturdía. Sus manos se hundieron en
las capas llenas de aire, mientras sus oídos se hallaban cada vez
más saturados de aullidos.
—¡Annaris! ¡Annaris, necesito ayuda!
No había peleado tanto para acabar de esa manera. Las
buenas personas debían tener una oportunidad. Se aferró a la
pared con uñas como garras y consiguió ponerse en pie. De un
salto sacó medio cuerpo del almacén, pero los Vacíos tiraron en
la dirección opuesta.
—¡Annaris!
Danael miró atrás y volvió a cegarse. Notó un aguijón
clavándosele en la pierna y chilló de dolor. Iba a morir, no había
más que decir. Danael se encomendó a los dioses en voz alta.

60
¿Dónde iban las almas que eran devoradas por aquellos
fantasmas?
Un apretón en la mano le hizo volver su cabeza al exterior.
Annaris, buscando una mejor manera de auparlo, soltó la mano
de Danael para luego cogerle de la muñeca. El capa azul pateó a
sus captores y se dejó arrastrar a través del ventanuco; parte de
su vestimenta se destrozó en el proceso. Annaris y él, ya al otro
lado, cerraron la ventana al unísono.
Danael se dejó caer en el suelo, presa del temblor del pánico.
—Dioses, dioses, Annaris, por un momento creí...
—¡Cállate! ¡La puerta sigue abierta, has roto el candado!
El teniente se levantó como un resorte y corrió hasta la
entrada del almacén, justo en el momento preciso para cerrarla y
evitar que los Vacíos escapasen. De su cinturón descolgó unos
grilletes, que utilizó para mantener la puerta atrancada.
Ahora sí que se permitió apoyarse en la pared para
recobrarse. Entre jadeos miró a la criminal como si no la
conociera.
—Pensé que me dejarías ahí dentro.
Annaris apretó la mandíbula.
—Lo habría hecho, pero tus gritos... He visto y oído a
hombres morir a manos de esos fantasmas. No quería oírlo otra
vez, eso es todo. Por mí, podrías haberte muerto.
—Aún así, Annaris, te agradezco...
—Que no me agradezcas nada, joder. Lo que te pase me
importa una mierda, ¿de acuerdo?
Danael no dijo nada. Se sacó el aro del brazo y lo sostuvo
frente a él. La vibración y el brillo habían mermado, pero no del
todo. Ni siquiera la pared de piedra haría perder la conexión que
existía entre el aro y los Vacíos.
—Si sigues con eso en la mano, volverán a por ti –advirtió
Annaris.
—Tengo que llevarlo yo –cortó Danael, irguiéndose.
—Vale, entonces me marcho.

61
Annaris echó a andar; Danael no la detuvo. Se prendió el aro
del cinturón y caminó en la dirección opuesta.

La luz del día, tenue a través de la capa plomiza de nubes,


asomaba con timidez. Danael sintió hambre, y decidió pasarse
por una panadería para desayunar rápido y volver a moverse
cuanto antes. Compró un buen trozo de pan y se lo comió sin
detenerse. Lo principal era no quedarse quieto en ningún sitio,
pero estaba agotado. Necesitaba descansar.
Se paró en una esquina para evitar una patrulla de la guardia,
y también para darles un respiro a sus agotados miembros. Las
gotas de lluvia que se le había adherido al pelo se desenredaron
al pasarse los dedos sucios por ellas. Danael se sentía débil. El
esfuerzo y la falta de sueño habían hecho que se notase febril.
Echaba de menos la cama, con su mujer dándole calor y
atendiéndole como a un niño.
Había pasado demasiado tiempo detenido. Volvió a ponerse
en marcha.
Un brazo le rodeó el cuello y fue arrastrado hasta el abrigo
de un callejón. Notaba un aliento fétido contra su cara, y la
aspereza de una barba. Reconoció la voz, igualmente desabrida:
—Muy bien, Kurtz, ahora vas a decirme dónde está Annaris.
Danael forcejeó para quitárselo de encima, pero Sallaad le
dio una patada en la espinilla. El capa azul se dobló y gritó, y el
asesino le sujetó por el pelo.
—No te tengo miedo –gruñó Danael, intentando conservar la
apostura.
—Cuando te mate a ti iré a por tu familia –dijo Sallaad en su
oído-. He oído que ya has perdido a una niñita. ¿Quieres perder a
otra?
El teniente sacudió la cabeza, iracundo, pero sus cabeceos de
toro y su ímpetu fueron reducidos a patadas.
—¿Quieres que las mate? –repitió Sallaad, malicioso-. Las
acuchillaré como a los cerdos y violaré sus cuerpecillos.

62
—Hijo de puta... Annaris ha ido en busca de Jillian –dijo
entre dientes.
—¿Jillian? ¿Quién es Jillian?
—Su amante.
—¡Ah! ¡La puta! Ya es tarde, me la he cargado.
Danael se imaginó a la pobre chica muerta, desangrada sobre
el suelo sucio de su casa. Luego se imaginó a su propia familia
asesinada. Hijo de puta...
—Es todo lo que sé –se excusó-. Si Annaris no lo sabe, tal
vez vaya a buscarla a su casa...
—Talas Quelatur –el asesino asintió para sí-. Me queda
cerca.
Sallaad tomó la cabeza de Danael e hizo que se golpease
contra la pared. La frente del teniente comenzó a sangrar.
Mareado, escuchó cómo el asesino se escapaba tan rápido como
había venido.
Danael se irguió como pudo, con una mano contra la pared.
La sangre le chorreaba por la frente con profusión y teñía su
vista de rojo. Se limpió con el dorso de la mano, pero sólo
consiguió extender la mancha.
Sabía algo claro: no podía dejar a Annaris a merced de
Sallaad. Ninguno de los dos era bueno, pero ella le había
ayudado. Además, Sallaad se había atrevido a amenazar a sus
hijas. Lo pagaría muy caro. Ayudaría a Annaris, detendría a
Sallaad y así ella tendría que apoyarlo en la caza de los Vacíos.
Por poco que quisiera aliarse con su enemiga, era su única salida.
¿Qué diría su padre de aquello? Su padre estaba muerto. Su
padre nunca se había enfrentado a una amenaza tan grande, ni se
había encontrado con personas tan despreciables. ¿Qué sabía su
padre?
Se encaminó hacia Talas Quelatur renqueando.

63
64
Jillian

Tonight I'm nothing


It doesn't matter where I've been
Delay of reaction is
The unseen movie of this life
I remember one of my friends
Telling me to go ahead
Water on every side
There's a dead spot in my eye
If I listen close at night
There's something coming my way
Like someone called my name
But I didn't care to look that way
I just fixed my eyes into the crowd
It would have been strange to turn around
If you would tell me that I was someone
Then for a second I would think
Just like I would try to consider
How it would feel to know
I have to get on with this
It's a decision for tonight
Out to look for chances
It is murder of my mind
Once I was someone new
I was chosen for a while
Then with time I am changing
At least that is what they say
What is worth with being here
I pray so often for a change

I am nothing - Katatonia

65
I

A Jillian no se le daban bien las tareas domésticas, así


que intentaban dejarlas para el último momento, cuando no le
quedara más remedio que lavar o coser. Precisamente se
encontraba haciendo lo segundo, lo cual le había enseñado a
hacer su madre. Era de las pocas cosas que le quedaban de ella,
algo así como el lunar a medio camino entre el cuello y el culo, o
la manía de morderse los labios cuando estaba tensa, ciertos
aspectos triviales de la vida que le aportaban poca cosa y que no
ayudaban para nada.
Jillian había perdido el dedal la última vez que se puso a
coser, haría un par de meses. Había rodado bajo la cama y no
había vuelto a verlo. Tal vez Viktor lo había cogido para jugar, o
la misma suciedad de la casa lo había engullido. En ocasiones,
Jillian pensaba irónica que ella y su hijo serían devorados por la
miríada de pelusas polvorientas que se arremolinaban por los
rincones. A Jillian no se le daban bien las tareas domésticas.
Nada bien. No era extraño que se pinchase cada poco mientras
remendaba uno de los dos calzones de su hermano Stefan,
soltando maldiciones en voz baja. Empezó a sentir resquemor
hacia él, porque además de no ayudar nada en la casa, se
desgarraba la ropa sin importarle que ella tuviera que hacer el
trabajo sucio más tarde.
Llovía, pero Jillian no se había dado cuenta todavía. La
lluvia golpeaba su cristal con tanta frecuencia que consideraba
ese sonido parte del ambiente. Montreim era un lugar muy
pluvioso, húmedo y frío. Jillian se había echado una manta por
encima, ya que no había combustible para la estufa, y la única
fuente de calor de la habitación provenía de las velas. No era
mucho. El aliento de Jillian se enredaba frente a su boca en
nubecillas de vapor que tampoco notó. Se encontraba
ensimismada en la aguja y el hilo por no querer pensar en sus
problemas reales, más allá de los pinchazos en los dedos. Más

66
allá de la ansiedad que corría por sus venas y nublaba su
pensamiento.
Se oyeron dos golpes secos en la puerta, pero Jillian no
hizo caso. Pensó que se trataba de Stefan, que ni siquiera se
molestaba en sacar la llave, así que siguió cosiendo. Los golpes
se repitieron y se hicieron más insidiosos. Se oyó una voz:
—Jillian, joder, me estoy helando aquí fuera.
Jillian sintió que el corazón le daba un vuelco, y dejó la
labor de lado para acudir a la puerta. La abrió sin hacer caso de
las precauciones que solía tomar y sonrió al ver a Annaris. Con
el pelo negro revuelto y húmedo, Annaris tenía el aspecto de un
cachorro abandonado en la lluvia. Debió de ser una ilusión
óptica, pues al momento recobró el aire de aspereza común en
ella y miró a Jillian con una ceja enarcada.
—Estás muy flaca –dijo por saludo.
—¡Annaris!
Jillian estuvo a punto de abrazarla, pero se detuvo en el
último instante por el ademán incómodo de la otra. Eso aumentó
más la incomodidad, y Jillian se quedó en una postura forzada,
como si hubiera querido acercarse a Annaris pero una cuerda que
la atase al fondo de la pared hubiera tirado de ella, parándola en
seco.
—Sé que soy guapa y es imposible no mirarme, pero al
menos podrías dejarme pasar –rezongó Annaris, revolviéndose el
pelo con los dedos y haciendo saltar gotitas por todos lados.
—Claro –Jillian se apartó y Annaris entró en la casa.
Jillian olisqueó el aroma que desprendía la mujer al
pasar: era fuerte y suave a la vez, como si estuviera compuesto
por capas. El aroma que más le gustaba era el de abajo del todo,
su olor personal, femenino y dulce. Pero siempre olía a más
cosas: a metal, a polvo, a barro, a lluvia... y a algo que no podía
precisar pero que olía realmente bien. Esa era la capa que la
envolvía y que era a la vez su identidad. Annaris, la viajera.
Annaris evitó mirarla mientras dejaba su bolsa, se
desataba la capa y la meneaba para quitar las gotas adheridas.

67
—¿Llueve? –preguntó Jillian, todavía incómoda.
—Ya quisieras que me mojara tanto por venir a verte –
rió Annaris tendiéndole la capa oscura.
Jillian sonrió, sin sentirse un ápice avergonzada.
Conocía a Annaris hacía mucho tiempo y estaba acostumbrada a
sus comentarios rudos, y los apreciaba. Suponía que era la forma
de Annaris de mostrarle afecto. O quizá no. Jillian prefería no
pensar en ello, porque era más feliz cuando se limitaba a pasar el
tiempo con Annaris.
—La casa está hecha un desastre –advirtió Jillian.
—Ya me he dado cuenta.
Mientras Jillian permanecía a un lado, la otra mujer se
movió por la habitación como si fuera su propia casa. Sus
enormes botas hacían un ruido infernal, y parecía que la frágil
casa de madera iba a derrumbarse con cada paso. Jillian sabía
que al día siguiente los vecinos del bajo se quejarían.
Había una pila de ropa a un lado de la cama, y en la
mesita restos de la cena que habían tomado. En un rincón, el
niño jugaba con una araña metida en el tarro. La luz de las velas
no dejaba ver el vivo color rubio de su cabello, pero otorgaban
un brillo extraño a sus ojos leoninos, fijos en el arácnido.
Annaris lo miró con una ceja enarcada.
— Realmente es fascinante cómo la naturaleza ha
creado cazadores tan perfectos y despiadados –comentó, y Jillian
no supo si se refería a la araña o a Viktor.
Viktor meneaba con violencia a la araña cuando Jillian
se acercó a Annaris por su espalda y le puso las manos en las
caderas. Se apretó contra ella y hundió su nariz en la nuca de
Annaris, aspirando de nuevo su olor. Viktor no pareció darse
cuenta de nada, sino que siguió martirizando al animal. Annaris
se dio la vuelta y apartó a Jillian con suavidad. Echó mano de un
saquete que le colgaba del cinturón, lo desató y depositó en la
mano de Jillian. Estaba, indudablemente, lleno de monedas.
—¿Esto es para pagarme? ¿Desde cuando me pagas?

68
—No necesito ni quiero pagar por un coño que habrán
usado tres o cuatro tíos en las últimas horas –contestó Annaris
incisiva.
— Entonces es que te gusta lo suficiente como para no
tener escrúpulos a la hora de darle uso a este coño tan
desgastado... –respondió Jillian sin mirarla. Abrió el saco y
observó a la luz una moneda con el sello de Antelios.
—Las putas de Talas Quelatur también tienen derecho a
que caliente su cama, un privilegio por el que algunos hombres
matarían. Es caridad. Como esto –señaló al saco y miró a Jillian
con una mueca. Luego su expresión se tornó seria-. He oído que
tienes problemas con el casero. Dale este dinero y asegúrate de
que entienda que es mejor no joder a quien me folle por caridad.
En realidad sí había algo que le servía de ayuda en la
vida diaria y que había heredado de su madre. Cabello trigueño y
suave que le caía en ondas a ambos lados de la cara, de forma
ovalada y labios llenos. Con pómulos altos, cejas bien definidas
y ligeramente curvadas y ojos amarillos como veta de oro, Jillian
era bastante atractiva. Era menuda y flaca, aunque en tiempos
mejores había tenido curvas generosas y pechos llenos. Sensual y
delicada, y con una mirada muy profunda, Jillian era apodada “la
semielfa”. Algunos decían que era hija de los últimos
descendientes de los elfos que habían resistido en el norte a los
envites de los humanos con poca fortuna, pero en realidad Jillian
era hija de un humano corriente, solo que había tenido suerte
heredando una combinación de rasgos que le daban ese aspecto.
En Montreim era bastante cotizada, y no eran pocos los que
acudían a ella buscando al ser etéreo del que hablaban las
leyendas. El resultado era impreciso, y Jillian no sabía decir si
sus clientes quedaban satisfechos con sus propias fantasías, o si
resultaba buena amante pasiva, pero le iba bien. Había desatado
muchas envidias entre sus compañeras de profesión, pero seguía
ganando buen dinero, lo cual no explicaba por qué tenía deudas.
Jillian fue a guardar el saco y reparó en que, junto a los
restos de la cena, quedaba el tubo de madera tallado y dos hojas

69
quemadas. Annaris se dio cuenta de ello al mismo tiempo y
cruzó los brazos mientras Jillian lo recogía a marchas forzadas.
—Sabes que odio esa mierda –reprobó Annaris.
—Lo siento –se disculpó Jillian sin mucha convicción,
pero con las orejas gachas.
Eso sí que lo explicaba. Annaris chascó la lengua.
—Seguro que sí.
Jillian guardó las hojas en su cajón. Una vez cerrado,
levantó los ojos y sonrió, como si nada hubiese sucedido.
—Oye, Anna, ¿quieres cenar algo?
—Lo último que he comido ha sido unos restos de torta
de maíz con carne esta mañana, y lo he vomitado todo porque
estaba en mal estado. Me muero de hambre.
—Sólo me quedan las sobras de mi cena, pero te
prometo que no está malo.
—¿Qué es? –Annaris se sentó a la mesa y señaló una
pasta blanca con tropezones verdes.
—Pasta de sémola con especias. Lo ha hecho Yirne. No
está mal.
—Hum.
Jillian sirvió la pasta, un trozo de carne fría y pan.
También le tendió la jarra de agua para que bebiera a placer y se
sentó a su lado. Annaris se subió las mangas de la camisa oscura
y probó la pasta, no muy convencida. Jillian percibió la tensión
en sus hombros y en el rostro: a pesar de que intentaba parecer
relajada como siempre, había algo que la preocupaba. También
se dio cuenta de que tenía un tatuaje nuevo en la cara interna del
antebrazo, que se asemejaba a un brazalete.
—¿Y eso? Es nuevo, ¿no?
—Me lo hice en Julianna –respondió Annaris, lacónica.
Masticó con dificultad un trozo de pan demasiado grande y tuvo
que beber agua para pasarlo. Luego miró el plato como si se
tratase de una incógnita y dejó los cubiertos provocando un ruido
metálico-. Tengo hambre pero no tengo ganas de comer.
—Déjame verlo... –pidió Jillian, tendiéndole la mano.

70
—Jill...
—Anda, déjame verlo... –cerró sus dedos en torno al
antebrazo.
—Jill, joder –Annaris dio un tirón y la jarra volcó. Se le
derramó sobre las piernas. Annaris se apartó de un salto-. Mira lo
que has hecho.
—Si no te hubieras puesto así no se hubiera caído.
Toma –le pasó el calzón de Stefan a modo de trapo y como tal lo
usó Annaris.
Jillian acostó al niño en su habitación después de secar
el agua de la mesa y el suelo. Al fin volvía con Annaris para
empezar lo que deseaba desde que había cruzado el umbral de la
puerta. Se sentó junto a ella otra vez y hundió los dedos entre los
rizos cortos de Annaris, que aún estaban húmedos. Ella todavía
se mostraba hosca.
—Anda, no seas boba y deja que te mime –dijo Jillian,
zalamera-. Prometo no mirar ese espantoso tatuaje.
—Vete a la mierda –respondió Annaris con gentileza.
Jillian le masajeó los hombros y Annaris crujió el
cuello.
—Estás muy tensa.
—Si tú tuvieras que visitar a una mujer torpe que te tira
jarras de agua por encima por si la lluvia no te ha calado lo
suficiente, también lo estarías.
La prostituta rodeó con los brazos la cintura de Annaris
y puso la barbilla en su hombro. Bajó la mano derecha más allá
de la cintura.
—Bueno, al menos ahora sí que estás mojada –contestó
tocando la entrepierna húmeda. Su lengua rozó la oreja de
Annaris y la piel de ésta se electrizó. Ronroneó, o poco le faltó, y
tiró de Jillian para colocarla sobre su regazo, rodearla con los
brazos con afán posesivo y besarla.
—Eres una puta.
—Ya lo creo –sonrió Jillian.

71
II

Jillian tuvo un sueño muy vívido en el que encontraba una


espada preciosamente ornamentada, con grabados de oro y plata
y rubíes engarzados en la empuñadura. Debía elegir si se la
entregaba a Annaris o a su hermano Lex. No supo por qué
opción optaba al final, porque el cielo se cayó sobre su cabeza,
con una tormenta de agua y truenos que la despertó de golpe.
Al abrir los ojos vio que a Annaris se le había caído la
banqueta al suelo y la recolocaba molesta por su propia torpeza.
No se dio cuenta de que Jillian ya estaba despierta, sino que
siguió vistiéndose en silencio. Cuando se abrochaba el cinturón,
la prostituta hizo ver que se estiraba y revolvía entre las sábanas.
Aún olían a ella. Ladeó la cabeza con los ojos entrecerrados y
esbozó un bostezo.
—¿Qué haces? –preguntó a Annaris-. ¿Te vas a marchar?
—Sí –Annaris se guardó la daga en el tobillo, en una
pequeña vaina atada con correas que no parecía muy accesible en
un momento de peligro.
Jillian puso mala cara.
—¿Por qué? ¿No puedes quedarte? ¿Por qué no dormimos
un rato más? Tengo sueño. Anda, ven –extendió un brazo para
agarrarla, pero Annaris sólo la miró con una ceja enarcada.
—Tengo que marcharme. Me están buscando. Un cabrón de
la guardia, por lo que creo.
—Pero si ni siquiera es de día –Jillian se hizo un ovillo, con
un berrinche infantil. No tenía ni idea de cómo hacía Annaris
para tener oídos y ojos en todas partes, pero así era. Odiaba
cuando le daban noticias que hacían que se fuera.
—Ya casi ha amanecido. Es una hora muy buena para
librarme de problemas –respondió Annaris mirando por el
ventanuco.
Jillian buscó sus ojos para comprobar si la dureza en su voz
era sólo fingida. Annaris tenía capas, y todavía no había llegado

72
a verlas y entenderlas todas. ¿Quería quedarse, o prefería irse,
una vez que había conseguido lo que buscaba? Jillian se sintió
miserable, reducida a un objeto del que se extraía un beneficio y
después se dejaba de lado. Como una vaca ordeñada, que no
sirve de nada hasta que se necesite la leche.
Y aquellos pensamientos la torturaron por dentro sin ninguna
confirmación, pues Annaris era tan inescrutable como siempre.
Se abrochó la capa, que se había secado de milagro durante la
noche.
—Te he dejado dinero, pero es para que pagues el alquiler,
¿entendido? –Annaris la miró con desconfianza-. No quiero tener
que volver para evitar que te peguen la patada a ti y a ese
hermano imbécil que tienes, porque dejo que te la den.
—Pagaré el alquiler, no te preocupes –suspiró Jillian.
Annaris atusó los hombros para eliminar el polvo adherido.
—Eso espero, porque te necesito por aquí.
Te necesito. Unas palabras que nunca había dicho, al menos
en referencia a Jillian. La prostituta estaba asombrada.
—Estaré aquí, no te preocupes –sonrió la chica-. Siempre
estoy para ti.
Annaris pareció dudar un momento, pero abrió la bolsa de
viaje y sacó un paquete del interior. Ocupaba toda su mano y
estaba envuelto en una piel tosca. Se lo tiró entre las sábanas.
— Entonces hazme un favor. Es muy importante. Eso es una
cosa que debo entregar hoy. Como por culpa de ese imbécil no
me conviene andar mucho por la ciudad, te lo dejo a ti. Llévalo
tú.
—¿Qué es?
—Nada que te importe. Limítate a llevarlo, no lo abras.
Cuanto menos te involucres en esto, mejor.
Jillian tomó el paquete y lo agitó. Algo metálico sonó
dentro.
—Tendría que haber explotado –gruñó Annaris con una
sonrisa irónica.
—La curiosidad mató al gato.

73
—Sí, y más te vale que te mantengas al margen y dejes
aparcada la curiosidad.
—¿Es algo peligroso?
—El paquete no.
—¿Pero la persona a la que se lo llevo sí? Gracias por
enviarme a llevárselo, entonces.
—No te hará nada si te limitas a hacer lo que te digo –
Annaris se detuvo y la miró muy seriamente-. Ya sé que tienes
esa manía de meterte en mis asuntos, pero esta vez es mejor que
me hagas caso.
—¿Hay premio por hacerlo? –Jillian se retorció como una
gata.
—¿Quieres más dinero? –Annaris se echó a reír.
—No quiero dinero. Te quiero a ti.
—Ya. Pues si tanto me quieres, grábate en la cabeza lo que
te he dicho.
—¿Y si lo hago te tendré?
—Si todo esto acaba bien, tú y yo nos iremos de vacaciones
una larga temporada.

Viktor despertó cuando Annaris se fue. Jillian consiguió


robarle un beso antes de que se marchara, además de una última
advertencia sobre que debía obedecerla. La prostituta se
preguntaba por qué siempre se le escapaba de entre los dedos. En
los años que la conocía nunca había conseguido retenerla más de
unas horas, un par de días a lo sumo. Annaris aparecía y
desaparecía en su vida, y Jillian la esperaba como a la estrella de
la mañana. Todo lo demás era gris y vano, una sucesión de
acontecimientos largos y sucios que vaciaban a su vida de
sentido.
Cuando Annaris se fue, Jillian fue llevada por una fuerza
invisible hasta el cajón donde guardaba la skonia. Lo abrió
esperando encontrar la cura a su mal, que al menos duraba un par

74
de horas, pero estaba vacío. Vacío. Un escalofrío recorrió su
espalda.
—Será zorra... –gruñó, cerrando el cajón de golpe.
Se dio la vuelta, enfadada. Su hijo la miraba de hito en hito
con sólo los puestos. Volvió a estremecerse. En ocasiones
Viktor la asustaba. Parecía tan adulto e inteligente como extraño
e... inhumano. Sólo tenía cinco años, pero se comportaba como
el eco del adulto en el que se convertiría. Alguien extraño y frío,
escalofriante.
—Ah, hola, Viktor. Buenos días.
—Tengo hambre.
—No queda nada de comer. Voy a llevarte con la tía Yirne;
ella te dará el desayuno.
—Vale.
—Vístete, anda. ¿Puedes vestirte tú solo?
—Sí.
Llamaron a la puerta. Jillian pensó esperanzada que sería
Annaris, pero al abrirla descubrió a su casero.
—¿Tienes el dinero? –espetó el grasiento hombre.
—Sí. Espera –gruñó ella, volviéndose al interior.
Recogió el saquete de la mesita de noche y se lo entregó al
casero.
—Está todo. Los tres meses que te debo.
El casero abrió el saco y miró las monedas.
—Antelios...
—Sí, Antelios –respondió Jillian con rudeza, esperando a
que se marchase. El casero percibió el tono y se guardó el oro.
—Será mejor que te tapes, o cogerás frío –advirtió el
hombre, señalando la poca ropa que llevaba ella encima.
Jillian cerró la puerta de golpe y soltó un insulto en voz baja.
Odiaba a ese hombre, que se permitía el lujo de juzgarla pero que
seguía cobrando su oro. Según él, no debería admitir a putas en
sus propiedades, pero Talas Quelatur estaba lleno de ellas. Y él
cobraba el dinero ganado con su sucio trabajo, y hasta el
momento no se había quejado de ello más que cuando faltaba.

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Volvió a la habitación. Viktor ya estaba vestido y jugueteaba
con el cadáver de la araña, que había matado antes de irse a
dormir. Jillian se masajeó las sienes. Recogió el paquetito de la
cama y volvió a mirarlo. Lo abrió con cuidado y posó sobre su
mano el objeto del interior. Era una joya, o lo había sido, porque
estaba cubierto por una capa de lo que parecía roña. La cadena
era casi entera de plata, salvo algunos eslabones dorados que
parecían colocados al azar. No había broche, aunque estaba claro
que era una joya. Jillian la hizo saltar en su palma.
Necesitaba comprar más skonia.
Ya no tenía dinero y no podía, ni quería pedírselo a Yirne.
No sabía dónde estaba Stefan. Y necesitaba más skonia.
Miró la cadena en su mano y la hizo saltar de nuevo. La
envolvió en la piel y empezó a vestirse.

76
III

La primera vez que estuvo con un hombre fue la primera vez


que cobró por ello. Tenía casi dieciséis años, pero acudió ella
sola a Talas Quelatur para ofrecerse a un mercader en la taberna.
Era la primera vez, pero descubrió que se le daba bien tratar con
la gente y que los hombres eran muy fáciles de persuadir con su
exótico atractivo y un par de miradas acertadas. No le gustó
demasiado, pero tampoco esperaba gran cosa. El hombre charló
con ella antes y después, y le pagó el dinero religiosamente.
Jillian recordaba su sonrisa y los ojos sinceros circundados por
arrugas, algo que no encontraría a menudo.
El dinero sirvió para solventar parte de las deudas de Stefan.
El señor Reuben se aseguró de que ella pagase mediante el envío
semanal de un par de matones que le recordaran su deuda. Sólo
tuvieron que ponerse violentos en dos ocasiones, y fueron lo
suficientemente gentiles como para golpear a Jillian en aquellos
lugares que sólo se verían en la intimidad, donde la luz de una
vela no alcanzaría a descubrirlos. Al cabo de un par de meses,
Jillian había subsanado sus deudas ella sola.
Debido a que nadie quería darle un empleo desde que el
señor Reuben había contado a todo el mundo lo sucedido en su
casa, tuvo que continuar pateando las calles para ganarse el pan.
No era tan malo, después de todo. Seduciendo a hombres se
sentía otra persona, segura y fuerte, alguien que sabía lo que
quería y lo conseguía. La mala racha que había pensado que era
aquel año se había transformado paulatinamente en su propia
vida. Y de ese modo Jillian dejó de soñar con una casa al otro
lado de Montreim y se centró en salir adelante mediante el duro
trabajo. Y lo hizo sola, siempre, excepto durante su embarazo.
Su hermana Ilona esperó a que diese a luz para casarse y escapar
a su nido de amor y prosperidad para olvidarse de su familia.
Jillian cruzó el umbral de la adolescencia a la adultez sin
darse cuenta, sin querer hacerlo. Ni su hijo ni su hermano

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resultaban un aliciente a su vida, ni un motivo para continuar. No
tuvo ambiciones ni ilusiones que la hicieran luchar por algo
mejor, sólo la inercia que la había empujado desde que salió de
las sangrientas entrañas de su madre. A excepción, claro está, de
Annaris.

Había dejado de notar las gotas de lluvia al salir de casa


hacía mucho tiempo. En Montreim, las nubes nunca terminaban
de aliviar su carga. A los forasteros podía molestarles, pero a
Jillian había terminado gustándole la sensación de humedad y
frío en los huesos. Al igual que su madre y que su padre, viviría
y moriría en aquel lugar, y si algo era Jillian, era adaptable.
Como siempre hacía, Yirne había aceptado quedarse con el
niño para permitir que Jillian se moviese por la ciudad. La
muchacha también era prostituta y creía en la generosidad y la
ayuda entre compañeras, así que a menudo daba de comer a
Viktor con tal de que Jillian le echase una mano de vez en
cuando. Jillian solía decirle que si alguna vez había tenido una
amiga, ésa era ella, y prometía pagarle toda su ayuda con creces.
Uno de estos días.
Cruzó Talas Quelatur envuelta en un abrigo cómodo, nada
parecido a su uniforme de trabajo. Saludó con la cabeza a sus
conocidos y devolvió las miradas hostiles a sus rivales. Intentó
que los olores de los puestos de comida no penetrasen en su
nariz, dado que no llevaba dinero. Anduvo por la calle de la
Justicia sin mirar el lugar donde colgaron a su padre, cuando el
cadalso aún no había sido trasladado a la Victoria. Llegó a las
Hormas y dobló el callejón embarrado que conducía a la casa de
Leah. Un perro que miró desconfiado a la chica se resguardaba
de la lluvia bajo una caja de madera hecha trizas en el suelo.
Jillian dio tres golpes al portón de madera y esperó. Se descorrió
la mirilla. Unos ojos oscuros se asomaron, tan desconfiados
como los del perro.
—¿Quién eres?

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—Jillian.
—Pasa.
Tras el ruido de los muchos cerrojos y candados siendo
abiertos, una bocanada de aire viciado salió para recibir a Jillian.
La prostituta entró, pero tardó en acostumbrarse a la oscuridad
del interior, ya que sólo había una vela encendida. Un bulto en
una de las camas tosía y llenaba la habitación de un eco ronco y
dolorido. Jillian se preguntó si sería una víctima de la plaga
misteriosa de la que se hablaba tanto en la ciudad.
Leah cerró la puerta con varias llaves antes de volverse a
mirar a Jillian.
—Pensé que no iba a verte hasta la semana que viene –dijo
la mujer, baja y regordeta.
—Esperaba no verte hasta dentro de una semana, pero me la
han quitado –replicó Jillian.
—¿La skonia? ¿Quién?
—Es una larga historia, pero da igual. ¿Qué puedo hacer,
denunciar el robo a la guardia? ¿”Disculpen, señores, pero
alguien me ha quitado mi droga ilegal”?
—Guárdalo bien para la próxima vez, ¿quieres? –murmuró
Leah con voz rasposa-. Si te lo han robado para fumársela me
importa una mierda, pero si te la requisan los guardias te
preguntarán de dónde la has sacado. Y si eso ocurre, les dirás
quién soy y estaré bien jodida.
—No lo diría.
—Eso decís todos, pero ya he tenido malas experiencias.
Ninguno sois de fiar. Venderíais a vuestra madre para conseguir
unas hojas...
—Mi madre murió hace años y me echó el último rapapolvo
cuando tenía ocho años.
—No te estoy echando nada, te estoy previniendo por si
algún día se te ocurre la brillante idea de que puedes pedirme
ayuda. Suficientemente jodida estoy ya como para meterme en
más fangales.

79
El bulto tuvo un ataque de tos, y Leah acudió con él para
darle agua a sorbitos cortos. Jillian entrevió a un hombre mayor
y amarillento al que casi no le quedaba pelo.
—No quiero pedirte ayuda, quiero pedirte un favor –empezó
Jillian, una vez el hombre se calmó.
—No.
—Leah, por favor... Entiendo que no confíes en mí y que...
Mira. Voy a pagarte, ¿de acuerdo?
—Escucha, chica, estás muy equivocada si...
Jillian sacó del bolsillo el paquete de piel. Lo abrió, y
descubrió la cadena ante ella.
—Tengo esto. Te lo doy.
—¿De dónde lo has sacado? –Leah se lo arrebató y le echó
un vistazo de cerca.- Está muy viejo.
—Se puede limpiar –aseguró Jillian, con un suspiro-. Mira,
te juro que voy a pagarte esta misma tarde. Le pediré dinero a mi
hermano. Pero hasta entonces, puedes quedártela. Si no he
venido a pagarte esta tarde, véndela y cóbrate la skonia.
—¿Y dónde vendo yo esto?
—Por los dioses, Leah, estamos en Montreim. Hay miles de
sitios donde puedes vender algo como esto sin hacer preguntas.
—No tengo tiempo para andar de acá para allá, ¿sabes?
Tengo que cuidar de mi padre.
—Pero no tendrás ni que venderla. Te daré el dinero, te lo
prometo.
Leah dudó.
—Se dice que hace años debías mucho dinero al padre del
Regente...
—No soy puta por gusto, lo soy porque Reuben me echó de
su casa e hizo que nadie volviera a admitirme como criada. Y
pagué mi deuda con él. Yo siempre pago, aunque me tenga que
levantar las faldas para hacerlo.
—Es la última vez que confío en nadie –dijo Leah, metiendo
la cadena en un cofre sobre la mesita y cerrándolo con llave.
Después levantó una tabla del suelo y sacó un tarro lleno de

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hojas secas de color gris verdoso. Lo abrió y extrajo un puñado,
que puso en la mano de Jillian antes de volver a guardarlo todo.
—Gracias, Leah, te debo una.
—Confórmate con venir esta tarde y pagarme. Tengo que
llamar otra vez al sanador.
—Tu padre no mejora, ¿no?
—Mi padre se morirá dentro de poco y no hay sanador que
pueda ayudarle en eso. No, es para mí.
—¿Qué te pasa?
—Me duele el pecho y me cuesta respirar últimamente.
Jillian miró al bulto entre las mantas y después a Leah. Se
llevó la mano al pecho aprensivamente, en un gesto que intentó
ser disimulado. Leah no se dio cuenta. Abrió la puerta y le hizo
un gesto para que saliera.
—Esta tarde. Sin falta.
—Esta tarde. No te preocupes, Leah.
—Hace años que me preocupo por todo; no me pidas
imposibles.

Jillian volvía a casa pensando en el precio de esa cadena. Se


sentía miserable otra vez. No sólo no tenía el amor de Annaris;
tampoco era digna de su confianza. Lo que había dicho Leah era
cierto: su palabra no valía nada.
¿Cuánto costaría la cadena? ¿Cuánto podría darle Stefan? ¿Y
por qué le había dado Leah tan pocas hojas?
Se oyó un trueno y Jillian se estremeció.
Una sombra blanca comenzó a seguirla.

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IV

Stefan había estado en casa, siguiendo el ritual de


desparrame de objetos tales como una navaja, un sacacorchos, un
papel arrugado con algo escrito y lo que parecía la horma de un
zapato. Stefan tenía la manía de guardar cosas diversas aunque
carecieran de utilidad, y al llegar a casa daba vuelta a los
bolsillos y dejaba por ahí todo lo que había tomado “prestado”.
En ocasiones los recuperaba, pues había descubierto que servían
para algo en concreto, pero casi siempre se sumaban a la
montaña de cosas viejas y desvencijadas que Jillian guardaba sin
ánimo para tirarlas alguna vez.
Después de ojear extrañada la horma del zapato, abrió la
ventana y dejó que la habitación, cargada con el olor de Stefan,
se aireara. Se sentó en la cama para preparar la skonia, mientras
pensaba en su hermano. Stefan nunca había sido un hombre
demasiado razonable. Algunos lo calificarían de impulsivo, y
Jillian creía a veces que simplemente era estúpido. También
sentía pena por él. Stefan era el hijo menor de la familia, y había
vivido hasta los nueve años pegado a Marin, su hermano gemelo,
hasta que éste cayó de una tapia y se rompió la cabeza. Fue poco
antes de que Lex muriera y antes de que Jillian empezase a
trabajar para el señor Reuben. Podía entender a Stefan: ambos
habían perdido personas muy importantes para ellos, y desde
entonces su vida había iniciado una marcha en picado. Sin
embargo, la culpa de la situación actual de Jillian era Stefan, y
no la muerte de Lex.
Cuando tenía catorce años, Jillian empezó a trabajar para el
viejo Reuben, el padre del actual regente de la ciudad. Su casa
estaba situada en la periferia, donde se respiraba aire fresco y
donde la asfixiante muchedumbre no removía los barrizales en
los que se convertían las calles cuando llovía. No por nada se
habían alejado los nobles todo lo posible de Montreim, hasta
ocupar el terreno que anteriormente había sido un bosque. Al

82
estar tan alejados de la ciudad habían perdido sus poderes, pero
tampoco parecía importarles.
Para Jillian, ser la criada de un noble era una oportunidad de
oro. Ella, la hija de un ladrón ahorcado años atrás en la Justicia,
podía respirar el mismo aire que los nobles, poner bolsas de agua
caliente entre sus sábanas y a veces escamotear su comida. Por
entonces, Jillian todavía tenía cierta esperanza de una vida mejor.
Pero cuando escuchó que su madre había llevado a Stefan ante el
señor para que lo empleara, supo que no todo iba a irle tan bien.
Desde el primer momento se dio cuenta de que había sido
una mala idea. Lo seguía a todas partes, vigilando lo que hacía.
Al principio, se limitaba a hacer aquello para lo que le pagaban,
que era cuidar de los caballos, pero a Jillian le palpitaban las
sienes al pensar que a su padre le habían ahorcado por robar uno.
Creyendo que el instinto ratero estaba en la sangre, intentó alejar
a su hermano de las cuadras aun descuidando sus tareas.
La ama de llaves le soltó un bofetón cuando la atrapó
escondiéndose detrás de las caballerizas.
—¿Es que no aprecias tu trabajo, niña? Si andas
holgazaneando, el señor te echará de aquí. Y no seré yo quien me
meta en medio, no señor.
Jillian pensó con amargura que si no espiaba a Stefan e
impedía que hiciera alguna estupidez, la echarían igualmente. Se
empleaba a fondo en dejarlo todo a medias, intentando que no se
notara mucho que el resto de criadas terminaba su trabajo, pero
fue en vano.
Un día encontró a Stefan dentro de la casa, mirando una
estatuilla de oro de la repisa de la chimenea.
—Reuben está forrado. ¿Cuánto debe valer todo lo que hay
en el salón?
—No se te ocurra hacer nada –advirtió Jillian-. Te patearía el
culo hasta que murieras de viejo.
—No voy a hacer nada –dijo con una sonrisa que dejaba
entender todo lo contrario.
—Nuestro padre era un ladrón. ¿Quieres acabar como él?

83
Stefan alegó tener mucho trabajo y se deslizó fuera de la
casa. Jillian o habría matado con sus propias manos.
Al cabo de una semana, su hermano se había obsesionado
con un cáliz de plata y esmeraldas que Reuben guardaba en una
vitrina. Pasaba junto a él con ojos golosos y casi relamiéndose, y
a Jillian se le escapaba lo que tuviera en la mano, o chocaba con
las otras criadas. Intentaba alejarlo de allí, pero era imposible. Lo
veía cuchicheando con gente extraña fuera de la casa y se moría
de nervios. Intentó hablar con él, le amenazó y hasta estuvo a
punto de rogarle que se marchara, pero nada hizo efecto. Su
rendimiento se resintió, y debido a sus continuas escapadas,
recibió otro aviso del ama, y se le advirtió que la próxima vez
que la pillasen haciendo novillos la echarían.
Una madrugada, Stefan y otros tres ladrones más entraron en
la casa, sin ningún cuidado ni discreción. No hubieron metido la
cubertería de plata en el saco y abierto la vitrina cuando el señor
Reuben bajó al salón con una tranca de madera. Los colegas de
Stefan fueron tan gentiles de abandonarlo llevándose todo el
botín mientras el viejo le daba una paliza.
Limpiándose las manos de sangre, con el anillo incrustado
de piedras roto y cuajado de sangre, sudoroso y con ojos
brillantes, indicó a Jillian que podía darse por muerta si ella o su
hermano se acercaban a su propiedad.
—De mí no se ríe nadie, y menos un par de mocosos como
vosotros –dijo con pedantería.
—Señor... lo habéis dejado medio muerto... –sollozó Jillian,
incapaz de reconocer a su hermano en aquel rostro hinchado y
destrozado.
Reuben se encogió de hombros.
—No os he hecho matar porque sería indigno. Suerte tienes
que sólo haya vareado a tu hermano. Además, quiero de vuelta lo
que me habéis robado.
Jillian arrastró a Stefan hasta su antigua casa sin ayuda de
nadie. El sanador dijo que Stefan se quedaría cojo de por vida, y
que suerte tendría si no le quedaban más secuelas de la paliza. El

84
sanador no tuvo en cuenta la situación de los hermanos y advirtió
a Jillian que debían pagarle. En una sola noche, Stefan había
logrado llevarlos a la ruina, asfixiados por las deudas. Él fue
incapaz de levantarse de la cama en dos años, así que fue Jillian
quien pagó hasta la última moneda. Una vez pudo ponerse en
pie, Stefan no hizo ademán de compensarla. Aún lo mantenía a
medias, y a menudo le ofrecía quedarse a dormir en su casa, a
salvo de los hombres a los que robaba o debía dinero. Stefan le
decía a veces entre dientes:
—No te preocupes, Jill, pronto empezarán a irnos bien las
cosas.
Jillian fumaba pensando que Annaris tenía razón. Stefan era
un maldito parásito que se había agarrado a ella para hundirla en
el mar de suciedad que era Montreim. No se merecía compartir
su misma sangre, ni la condescendencia con la que Jillian había
tratado el problema de Reuben. Se merecía que lo hubiera
molido a palos en cuanto se levantado, aunque lo hubiera dejado
cojo de la dos piernas y nunca pudiera moverse otra vez, aunque
hubiera tenido que alimentarlo ella misma todos los días. Al
menos eso habría sido lo justo, si es que la justicia era lo que le
habría hecho sentirse mejor.
Su conciencia empezaba a apearse de su cuerpo. Stefan era
una sombra nebulosa, al igual que Annaris y el viejo Reuben y
Lex. Lex... la persona a la que más había querido antes de
Annaris. Un hermano que jamás le habría fallado. ¿Por qué no
había muerto Stefan? ¿Por qué había muerto él? ¿Por qué los
dioses eran tan cabrones?
Se echó a reír y a llorar, y se tumbó de lado. Abrazada a la
almohada miró con fijeza a la puerta. Annaris volvería pronto y
ella estaría esperándola, y le diría todo lo que había pensado, y le
rogaría que jamás se fuera. Entrecerró los ojos y se sintió mucho
mejor. Dejó de pensar. Era incapaz de pensar. Su cuerpo no le
respondía. Tampoco era capaz de sentir nada. Su cuerpo era una
masa insensible, una jaula, y ya no estaba dentro. Empezó a
escaparse por la boca, con un sonido de succión como recordaba

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que hacía Viktor pescado a su pezón. Vio una mancha rojiza en
el vacío, y notó su sangre fluir hacia ella. Ahora los capilares de
sus labios reaccionaban, ardiendo y entumeciéndose. Alguien la
estaba besando, pero el beso dolía como si le clavaran los
dientes. La lengua se estremecía con calambres eléctricos y el
aire le rasguñaba los labios al desvanecerse de su boca. Pero
aquello no era doloroso, era más bien como sentirlo todo a través
de un grueso abrigo.
Estaba muriéndose. Su alma intentaba aferrarse al cuerpo,
pero la corriente succionadora la arrastraba fuera. Sólo le
quedaba una delgada cadena, atada a sus pies. Sólo eso. Estaba a
punto de romperse.
—¡A ella no! ¡A ella no!
El alma dejó de ser succionada y volvió de golpe al cuerpo,
provocando graves espasmos. Tosiendo con fuerza, Jillian se
agarró el pecho en un intento de recuperar el aliento robado.
Abrió mucho los ojos pero no vio nada; después, sólo blanco.
—¡Fuera! ¡Lárgate!
Jillian sintió un tentáculo insinuante e invisible que intentaba
aferrarla otra vez. Sus ojos se aclararon y se dio cuenta de que
aquella blancura era algo. Quizá una figura encapuchada y
esbelta. A su lado estaba Annaris, y el color oscuro de su ropa
hizo que sus ojos dolieran. Su cara, sin embargo, estaba roja y
contraída de rabia. Increpaba a la figura con gestos de amenaza.
La sombra blanca se encogió sobre sí misma y emitió un gemido
lastimero.
—¡Fuera, maldito seas!
La figura blanca se escapó por la ventana como una pluma
elevada por la brisa. Jillian no pudo dejar de relacionar ese
movimiento con la sensación de que su alma había estado a
punto de ser arrancada de sí misma. Se palpó el pecho otra vez
para comprobar que estaba allí, viva y latiendo, y se sobresaltó
cuando sonó un fuerte golpe. La puerta se había cerrado,
arrastrada por la corriente de la ventana, la cual Annaris cerró
jadeante.

86
Se giró hacia ella.
—¿Estás bien? –preguntó, tocando su rostro con dedos
helados y mirándola con ansiedad-. ¿Jillian, estás bien? ¿Te ha
hecho daño? ¿Me ves?
—Dioses, Annaris, casi me muero, casi... –gimió Jillian,
aferrándose a su cuello y besándolo. Fue incapaz de dejar de
repetir aquellas palabras o de dar gracias a Annaris. Sus labios
estaban doloridos, pero no le importó. Annaris la apretó contra
su cuerpo y Jillian creyó que iba a explotar de placer.
—Si no llego a entrar, ahora... –murmuró Annaris, con el
corazón galopándole en la voz. Era la primera vez que Jillian la
veía asustada.
—Gracias, Annaris, gracias... Te amo, te amo...
Y la amaba más aún por estar asustada. Le importaba. ¡Le
importaba! No era sólo su puta, era algo más. Nadie se pondría
así por una puta. Jillian sonrió y la besó de nuevo, obviando el
dolor en los labios, pero Annaris se apartó.
—Pensaba que te había quitado toda la skonia –gruñó
Annaris-. ¡Si hubieras estado lúcida, no te habría atacado!
Jillian cogió a Annaris del brazo y ésta lo retiró con
amargura.
—Anna... –murmuró, sintiéndose estúpida-. Anna, no te
enfades... Es sólo... Necesitaba un poco.
Annaris se cruzó de brazos y se levantó, dándole la espalda.
—Lo necesitabas tanto que te dejaste la puerta abierta.
—Si no me la hubiera dejado abierta, no habrías podido
entrar.
—Si no te hubieras drogado, no habría tenido que hacerlo –
Annaris la miró con una expresión indescifrable. ¿Era ira, era
miedo?-. Ahora mismo podría estar delante de un puto cadáver,
imbécil. ¿Crees que me apetece verte muerta?
—¡Joder, Annaris! –Jillian notaba que las lágrimas le corrían
por las mejillas-. Te marchas y yo me siento sola. Te echaba de
menos... No te enfades conmigo...

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La mujer apretó la mandíbula, apartando la vista. Jillian se
arrastró hasta ella y se aferró a su pierna.
—Annaris... –lloriqueó-. Annaris...
—Levanta, joder, no seas patética –la mujer tiró de ella y la
obligó a ponerse en pie. Jillian buscó el apoyo de Annaris,
tambaleándose.
—¿Me perdonas? –murmuró sin mirarla.
—Sí, te perdono. Límpiate esas lágrimas, anda.
Jillian se pasó el dorso de la mano por el rostro dejándose
una estela brillante de lágrimas y mocos.
—¿De verdad piensas eso? –preguntó, aún cabizbaja.
—¿El qué?
—¿Crees que soy patética?
¿Fue la pausa tan larga como a ella le pareció?
—No, Jill.
—¿De verdad? Porque a veces pienso que no soy más que
una idiota y que si me conociera, sentiría lástima de mí –levantó
los ojos dorados cuajados de lágrimas.
—Oye, que soy Annaris. Podría estar con cualquier otra
furcia ahora mismo.
La concepción que tenía Annaris de la dulzura era más bien
ruda, pero a Jillian le fue suficiente. Se sorbió los mocos, asintió,
y tragó saliva.
—Estoy asustada. ¿Qué era esa cosa?
Annaris le colocó un mechón de pelo tras la oreja, con
aparente concentración.
—A partir de ahora, duerme siempre con las ventanas
cerradas. Mantenlas siempre cerradas, ¿entendido?
—Sí, pero...
—Y procura no andar sola por ahí. Da igual que tengas que
trabajar; es más, no vayas. Yo te daré el dinero que necesites, ¿de
acuerdo? No salgas de casa.
—¿Qué está pasando, Annaris?
Una vez formulada la pregunta, Jillian se preguntó si
realmente lo quería saber. La ignorancia es la felicidad, o eso se

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dice. Quizá era mucho más fácil cerrar los ojos, obedecer, y
callar. Seguir a Annaris. Confiar en Annaris. ¿No era eso lo que
había hecho siempre?
Sí. Por eso no repitió la pregunta. Por eso y porque llamaron
a la puerta.

89
V

En tensión, sus cuerpos se aproximaron inconscientemente,


temiendo que volviese la sombra. Tras unos segundos de
incertidumbre, Annaris negó con la cabeza, así que Jillian se
inclinó sobre la mirilla. Un capa azul esperaba al otro lado de la
puerta, serio.
—Es un guardia –susurró Jillian-. Annaris, ¿es...?
Annaris chistó.
—Sé que estás ahí –advirtió el guardia desde fuera-. Abre o
echaré la puerta abajo.
—Escóndete, Anna.
—¿En la habitación?
—No, bajo la cama.
Annaris se deslizó bajo el catre. Jillian colocó una tela
arrugada para taparla.
—¡Abre ya! –reclamó el hombre con impaciencia.
—Un momento... –Jillian entreabrió la puerta y echó un
vistazo. El guardia era un hombre de unos treinta años, o quizá
más. Tenía el pelo castaño claro, corto. Una barba enmarcaba
una mandíbula cuadrada. Parecía no haber dormido, pero aparte
de eso, era bien parecido.
—¿Eres Jillian? ¿Eres Jillian la semielfa?
—Soy yo –se percató de que arrastraba las palabras por
culpa de la skonia. Intentó parecer lo más lúcida posible, por si
acaso.
—Me llamo Danael Kurtz. Soy teniente de la guardia.
Quiero hacerte unas preguntas –hablaba con un acento del sur
que no había conseguido diluir. Tenía los ojos azules y fríos, y
parecía sumamente importunado por tener que hablar con
alguien como Jillian.
—Sí.
—¿No vas a dejarme pasar?
—Sí. Disculpe.

90
Abrió del todo la puerta y se hizo a un lado. El teniente echó
un vistazo general a la habitación y su rostro confirmó que no
esperaba otra cosa. Jillian se sintió ofendida al instante, sin saber
muy bien por qué.
—Disculpe el desorden –dijo, seseando.
—Está bien –contestó el teniente sin cambiar la expresión.
Cogió la skonia de la mesita y se la guardó. Jillian estuvo a punto
de protestar por ello, pero el teniente no dejó espacio para que lo
hiciera-. Iré al grano. Espero que seas sincera. Mentir a un
teniente es razón de encarcelamiento. ¿Entiendes lo que quiero
decir?
Desde luego: aquello equivalía a peligro. Iba a mentirle y el
teniente lo sabía de antemano. ¿También él creía, como Leah,
que la escoria como ella no tenía ni palabra ni orgullo?
—¿Lo entiendes? –repitió, con tono áspero.
—Sí, lo entiendo.
—¿Dónde está Annaris?
—¿Quién es Annaris?
—Sé que la conoces –la aspereza del tono se volvió más
fuerte-. Sé que te frecuenta.
Ahora sus ojos reprobaban sus costumbres y apetitos. Jillian
quiso echarlo fuera de su casa a empujones.
—No sé dónde está Annaris –Jillian aumentó a propósito el
arrastre de palabras. Si la juzgaba demasiado drogada, se iría. O
tal vez la pegase para sacarla de su somnolencia. Tal vez el
señor Danael Kurtz fuera de esos que utilizaban la violencia, a
quienes les gustaba dominar a las mujeres de cualquier modo.
Jillian había padecido a alguno de esos en un par de ocasiones.
—¿Cuándo la viste por última vez?
—Hace un par de meses.
—Dicen que volvió anoche a la ciudad. Y que cada vez que
viene te hace una visita.
—Pues no ha venido.

91
El teniente se acercó más a ella. Era alto y corpulento. Ahora
la empujaría y se daría contra la mesa. Un latigazo de dolor en
los riñones la despertaría del todo.
—¿Por qué no ha venido? –su agrio aliento golpeó la nariz
de Jillian en cada palabra.
—Nos hemos enfadado.
—¿Por qué?
—¿Por qué quiere saberlo?
—Porque si me das una razón lo suficientemente buena tal
vez me crea lo que me estás diciendo.
Jillian clavó sus ojos dorados en él.
—No le gusta que me drogue.
Era la primera frase sincera que salía de su boca, y sin
embargo a él le pareció divertida.
—No le gusta que te drogues... –y torció los labios, como si
fuera a sonreír pero el palo que tenía metido por el culo se lo
impidiera.
La tomó de la muñeca.
—Me hace daño –se quejó Jillian.
—Escucha, debes de pensar que soy imbécil si crees que voy
a creerme que a Annaris, una de las peores traficantes de skonia
en el norte, no le gusta que te drogues.
Jillian apretó los labios. Llevaba tiempo sospechándolo, pero
no lo había confirmado hasta entonces. Annaris no creía en la
sinceridad, las confesiones y todas esas cosas que deberían tener
dos personas que mantienen una relación. Nunca le había dicho
hasta qué punto estaba metida en qué cuestiones, aunque Jillian
no se consideraba tonta.
—No me vende Annaris –dijo finalmente.
El teniente enarcó una ceja.
—¿No? ¿Entonces quién?
Apretó la mano y Jillian se quejó.
—Leah, Leah... Me hace daño. ¡Suélteme!

92
Leah tenía razón: ninguno de ellos tenía palabra. Merecería
que el teniente le pegase una paliza. Casi lo esperaba. Pero él se
apartó, asqueado de ella.
—Leah.
¿Se lo creía? Si se lo creía le pediría su dirección. Las
autoridades solían apretar a quienes sabían de un vendedor para
descubrir su madriguera y después visitarle. Aparentemente, no
la había creído, pero dejó de hacer preguntas.
Jillian se frotó la muñeca.
—Escucha, niña, Annaris está metida en un aprieto –
murmuró el teniente-. Voy tras ella y esta vez no se me va a
escapar. Si la proteges, irás a la cárcel. No es un buen lugar. Allí
no hay skonia. Te pudrirás, y eres muy joven para hacerlo.
—¿Qué le importa si soy muy joven para pudrirme? –Jillian
no pudo soportar el tono amigable y fingido. Sus palabras
hablaban de apartarla de la cárcel, pero sus ojos decían
claramente que esperaba que se consumiera como el despojo que
era. Una adicta sin honor, que era incapaz de cumplir sus
promesas. Una madre de dudosa calidad. Alguien sin futuro.
—Tienes razón, no me importa, pero...
Annaris tosió bajo la cama. El teniente lo oyó con tanta
claridad como Jillian. Ella notó cómo se le erizaba hasta el
último vello de la espalda.
—No estará aquí... –el teniente miró en derredor, localizando
la otra habitación y acercándose a grandes pasos. Se cercioró de
que Annaris no estuviera allí, y al cabo de unos segundos salió.
Jillian intentó que se fuera. Cuando era pequeña creía que la
voluntad era suficiente para conseguir las cosas, si una se
concentraba lo suficiente. Pero el hombre seguía en el piso, con
aquella condescendencia que a ratos se transformaba en
desagrado. ¿No lo estaba intentando lo suficiente o era la skonia,
que le impedía concentrarse? ¿Por qué no podían las cosas
obedecer a su voluntad por una vez?

93
—Digamos que estáis enfadadas y no ha venido a verte –dijo
él, como si se lo tragase-. Si la encuentro y resulta que no ha sido
así, volveré a por ti y te arrepentirás de haberme mentido.
—No tendré que arrepentirme de nada. Estoy siendo sincera.
—Si sabes algo de ella, viene a que le pidas perdón o lo que
sea... Dímelo. Ponte en contacto conmigo. Ve a los cuarteles y
déjame un mensaje –Jillian no contestó. El teniente pareció
dispuesto a escupir-. Annaris no es alguien a quien proteger. No
es buena idea tener relación con una persona con unos negocios
tan turbios.
—Sé cuidarme solita.
—Ya lo creo.
El teniente se dio la vuelta y salió. Jillian lo acompañó hasta
la puerta para cerrar y asegurarse de que se quedaba fuera.
Aliviada, se apoyó en la pared y recuperó el color. Esperó a oír
cómo bajaba las escaleras y sólo entonces se permitió respirar.
Se tambaleó hasta la cama.
—Annaris, sal.
Primero surgió una mano que apartó la tela hecha un ruguño.
Annaris reptó hasta salir, levantarse, y sacudir el polvo de su
ropa.
—Ya te vale –murmuró Jillian-. Podías haber esperado para
toser.
—Si limpiaras un poco no me habría ahogado con el polvo.
Además, eso está lleno de arañas. Tu hijo tiene para rato.
Jillian se frotó la muñeca, con la mirada gacha. Habían
cambiado tanto sus emociones en tan poco que se sentía agotada
y dolorida. En cambio, Annaris parecía relajada y pensativa,
calibrando el peligro pero dispuesta para capear el temporal. Se
sentó en la cama e hizo crujir el cuello y los nudillos.
Transcurrieron los minutos en silencio, hasta que la mujer lo
rompió.
—Gracias –carraspeó Annaris.
—Ten cuidado, ¿eh?.
—He de irme.

94
—¿Te esconderás, verdad? Ese tipo parecía dispuesto a
encontrarte a cualquier precio...
—No a cualquiera –sonrió la mujer-. Yo me habría agachado
a mirar debajo de la cama.
—Anna –Jillian suspiró y posó las manos en sus hombros-.
No sé en qué estás metida y no quiero saberlo. Haré lo que tú me
digas, pero ten mucho cuidado.
—Ten cuidado tú. No siempre podré protegerte.
Jillian lo sabía. Annaris se marchó, y ella se hizo un ovillo
sobre la cama. El teniente se había llevado su skonia. Tenía que
pedirle a Stefan dinero. Tenía que pagar a Leah, recuperar la
cadena y llevársela a quien le había indicado Annaris. Pero
estaba agotada. Había estado a punto de perder la vida, y ahora
que se daba cuenta de lo complicada que era sólo quería dormir.
Sólo un minuto. Sólo una hora.
No se enteró cuando Yirne trajo a Viktor al anochecer.

95
VI

Sin abrir los ojos, Jillian tanteó el cuerpo caliente que había
a su lado.
—Annaris...
Notó el pecho plano de Viktor, que dormía chupándose el
pulgar. Jillian meneó la cabeza, confundida e incómoda. Tenía la
boca seca y una jaqueca de campeonato. Hoy no pensaba salir de
la cama. Iba a quedarse allí, esperando a que Annaris volviera.
Abrió los ojos de golpe y se incorporó. El frío la hizo
entumecerse a pesar de que su corazón galopara. Las sienes le
palpitaban y era como si le diesen martillazos. Cada golpe era un
recordatorio: ¡tonta, tonta, tonta!
Tropezó en su búsqueda de ropa y se golpeó una espinilla. El
dolor la hizo recobrar totalmente el sentido. Estaba en problemas
y no encontraba las botas, y sentía muchas ganas de echarse a
llorar. Gateó por la habitación y miró bajo la cama. Localizó una
bota. La otra estaba junto a la puerta. Se frotó los brazos y las
piernas para entrar en calor, pero no llegó a calzarse antes de que
tocaran la puerta.
Tuvo cuidado de no hacer mucho ruido para poder fingirse
ausente en caso de que fuese el guardia otra vez. Congelada en el
aire, Jillian escuchó una voz femenina.
—Jillian, soy Yirne, he venido en cuanto me he enterado.
Respiró aliviada, casi alegre.
—Yirne, tengo un problema terrible –Jillian abrió pensando
que los dioses habían acudido en su ayuda-. Necesito que me...
—Jillian... No lo sabes, ¿verdad? –musitó la chica.
—¿El qué?
—Han matado a tu hermano. Lo han apuñalado en la calle.

Lo enterraron aquel mismo día. Esperaron a que el féretro de


madera barata fuera descendido a la tumba y fuera cubierto de

96
tierra a paletadas. Yirne, Viktor y ella eran las únicas en el
cementerio.
Lo habían matado fuera de una taberna, a traición. No sabían
quién, pero las posibilidades eran amplias, porque Stefan era
bocazas e indeseable y nadie le tenía demasiado aprecio. Para
cuando lo encontraron habían pasado dos horas y no le quedaba
nada en los bolsillos. Le habían quitado las botas y la capa, y
conservaba la expresión de sorpresa de quien se ha visto asaltado
en medio de la oscuridad. Jillian lo había visto poco antes de dar
permiso para que lo enterrasen. Por culpa de la plaga, la guardia
obligaba a quitar de en medio a los cadáveres tan pronto como
pudieran.
Jillian no había llorado, y no por falta de ganas. Era verdad
que Stefan había sido el parásito que la había hundido, y en el
momento en el que lo necesitaba iba y se moría. No era justo.
Stefan se había ido sin aportarle nada, sin devolverle ninguno de
sus esfuerzos. Jillian se sentía vacía y estafada. Y muy culpable.
Pero esto no se debía a la muerte de su hermano, sino al hecho de
haber dormido mientras su mundo se desmoronaba.
Se estremeció por entero y empezó a llorar de verdad. El
enterrador dio unos golpes de pala sobre la tumba para asentar la
tierra y se marchó. Yirne le dio unas palmaditas en la espalda a
Jillian. Viktor se hurgó la nariz.
Apareció una cuarta persona frente a la tumba que llamó la
atención de Jillian. La prostituta levantó la vista con rapidez por
si era Annaris. Aunque no lo era, su presencia no dejó de
sorprenderla. Se trataba su hermana Ilona.
—Hola –saludó con tono neutro, aproximándose al montón
de tierra removida.
Jillian guardó silencio. Emitió una oración y echó a andar a
marchas forzadas. Yirne tiró de Viktor para seguirla. Ilona
aceleró el paso para colocarse a la altura de su hermana.
—Siento lo de Stefan –dijo.
—Bueno –replicó Jillian, limpiándose las lágrimas sin dejar
de caminar-. Era también hermano tuyo.

97
—No lo he dicho como si sólo fuera tu hermano, ¿eh? Pero
ya sabes, hacía mucho que no os veía...
Jillian ladeó la cabeza como habría hecho Annaris.
—¿Se vive bien en la Victoria?
Ilona chascó la lengua.
—Me gustaría hablar contigo. A solas...
—Si no te importa venir a mi casa...
—No.
—A mí sí.
Jillian apretó el paso, orgullosa. Ilona la siguió, jadeante al
igual que Yirne y Viktor.
—Oye, Jill, no sé qué crees que hago aquí, pero sea lo que
sea, no es por lo que tú piensas. No he venido a atacarte. Nuestro
hermano ha muerto. ¿Por qué no hablamos como en los viejos
tiempos?
—Porque ya no hay viejos tiempos. Madre, padre. Lex.
Stefan. Todos han muerto. Ya no somos una familia porque no
hay ninguna familia. Tú tienes a tuya y yo la mía.
Jillian intentó derrotarla con sus ojos dorados. Quiso que
Ilona se estremeciera con su mirada, pero no funcionó. Ilona la
miraba con sinceridad pero sin sentirse subyugada, seducida o
fascinada. Ilona sabía todo lo que Jillian era y no era, así que el
truco no funcionaba. Se dio por vencida.
—De acuerdo. Vamos a mi casa.

Yirne las dejó a solas, despidiendo a Viktor con un beso en


el pelo y la promesa de estar en el piso de abajo si Jillian la
necesitaba. Ilona observó la habitación del mismo modo que el
capa azul el día anterior, desde su privilegiado punto de vista.
Probablemente pensara que aquello era una pocilga, justo a la
medida de su hermana pequeña, pero por lo visto Ilona no quería
insultarla, así que no opinó nada. Tomó asiento en un taburete
mientras Jillian recopilaba las pertenencias de Stefan y las
depositaba sobre la mesa.

98
—Lo siento mucho –murmuró Ilona-. Lamento que todo esto
haya pasado. Sobre todo lo siento por ti.
—¿Por mí? ¿Por qué? –Jillian cruzó los brazos.
—Porque Stefan y tú estabais muy unidos.
Sorprendida, Jillian se mordió los labios y sonrió con
cinismo. Había pensado que escucharía algo sobre lo complicado
que sería salir adelante sin su dinero.
—Qué curioso que digas eso.
—¿No es así? Pensaba que... Al vivir juntos...
—Stefan y yo no estábamos más unidos que tú y yo.
Vivíamos juntos de vez en cuando, sí, pero no hacía nada para
ganarse mi cariño. Más bien lo contrario.
—Entonces no entiendo nada...
—¿Qué es lo que no entiendes?
—¿Por qué le permitías vivir contigo? ¿Por qué lo cuidaste
durante tanto tiempo?
—¿Lo hiciste tú, o tu marido? –Jillian chascó la lengua-.
Nadie más quiso ocuparse de él. Cuando madre murió, decidiste
que mientras que viviera en casa de Reuben no había de qué
preocuparse. Estaba solo. Hice lo que tenía que hacer.
—Pero Jillian te... –se interrumpió buscando la palabra
adecuada-. Hizo que tu patrón te echara a patadas.
—No me lo recuerdes.
—¿Por qué lo hiciste? No lo entiendo. Yo lo habría odiado.
—Pero no soy tú.
Jillian tenía clavada esa espina desde hacía mucho tiempo.
Cuando era niña siempre intentó emular a su hermana. Sentía
una envidia tremenda hacia la deferencia de sus padres con ella,
su astucia, su modo de actuar, su madurez. Había tratado de
imitarla en todo, fracasando estrepitosamente. Había aspirado a
provocar el mismo efecto en Stefan que el que Ilona provocaba
en ella, sin resultados. Se había sentido frustrada y herida, y sólo
Lex había podido ayudarla haciéndola sentir querida, especial,
pero cuando él murió, ¿qué importaba todo aquello?

99
Mientras que ella se ganaba la vida en casa del viejo Reuben,
Ilona luchaba junto a su futuro marido por hacerse un hueco en
la familia de éste. Él estaba enamorado y no le importaba que
ella fuese la hija de un ladrón, pero a sus padres sí. No obstante,
con esfuerzo consiguieron prometerse. Casi al mismo tiempo,
Jillian comenzaba a venderse.
Como gesto final de generosidad, Ilona la atendió hasta que
pudo recuperarse del parto de Viktor. Después se esfumó para
vivir su felicidad en casa de su amado y rico esposo.
No se habían visto desde entonces, estando las dos
demasiado ocupadas para encontrarse. La brecha entre ambas era
muy grande, pero Jillian se había acostumbrado. No entendía por
qué ahora Ilona quería saltar el abismo. ¿Acaso quería volver a
su vida como un alma caritativa, como su salvadora?
No iba a permitirlo ni en broma.
—Es verdad, no eres yo –admitió Ilona-. Nunca he intentado
que lo fueras, Jill.
Eso era verdad.
—¿De qué querías hablar? –preguntó la chica en tono hosco.
—Ahora que Stefan ha muerto debes de tener problemas.
—Sabía que ibas a decir algo así antes o después.
—No me malinterpretes. Tras todos estos años me he dado
cuenta de que sí somos una familia y tú eres mi hermana
pequeña. Quiero ayudarte. Hugo ha abierto un negocio. Necesita
gente con ganas de trabajar y de confianza. Hemos pensado en ti.
—¿Qué? –Jillian frunció el ceño-. ¿Me estás proponiendo
trabajar para ti?
—En realidad sería para Hugo.
—Y para ti, joder.
—¿Qué más da eso?
—Me da. No quiero trabajar para ti. No quiero eso.
—¿Es para tanto, Jillian?
—No lo digo por despecho, lo digo porque es lo que quiero
en realidad. Ya tomé las riendas de mi vida hace tiempo, antes
que tú. Sé cómo quiero vivir.

100
—¿Entonces qué quieres? –las cejas de Ilona se arquearon-.
¿Seguir como ahora? ¿Ser...?
—Puta, sí. Me encanta ser puta –replicó con sarcasmo.
—¿De verdad es esta la vida que quieres llevar? Por los
dioses, Jill, mírate. Mira tu casa. Mira a tu hijo. ¿Quieres que
viva así, pudiéndole dar una vida mejor?
—Ya te he dicho que no necesito lecciones de vida de la
mejor mujer de Montreim –espetó Jillian en voz alta.
—Ah, ya, prefieres a la peor mujer de Montreim.
La chica entornó los ojos.
—Ya me han hablado sobre ella –siguió Ilona-. Esa mujer es
horrible. Es una ladrona, una asesina, una... una matona. ¿Sabes
a qué se dedica en la Victoria? Va de comercio en comercio
extorsionando a los mercaderes, y si alguien se niega a pagar, sus
amigos van a destrozarle la tienda. Y, por los dioses, ella es la
culpable de que ahí fuera haya tantos adictos a la skonia. Utiliza
a todo el mundo, es...
—¡Cállate! –siseó Jillian-. No sabes nada de ella, igual que
nadie. Yo la quiero porque la conozco...
—Hermana, por favor, mírate. Te tiene comiendo de su
mano. ¿Es para tanto lo que te hace?
Lo que te hace. Sonaba retorcido y sucio. Jillian se habría
echado a reír si no estuviera hirviendo de ira.
—Ilona, cierra la boca. De verdad, no sabes nada. No
necesito tu puñetera caridad: puedes meterte el trabajo por el
culo. Annaris ya me da todo lo que necesito.
—Te tiene dominada. Estás imbécil. ¿No te das cuenta en lo
que te ha convertido?
—Me he convertido en esto yo solita.
—Pues entonces debe de encantarte vivir así. Te encanta ser
miserable, ¿o no?
—Márchate o...
—¿O Annaris vendrá para cerrarnos el negocio? ¿Vas a
hacer que me mate?
—Vete, por favor.

101
Ilona metió las manos en los bolsillos, con el mismo orgullo
que destilaba Jillian.
—Si recapacitas, búscame. Siempre habrá un hueco para ti
en mi vida.
—Bonita frase para decirme después de haberme dado la
espalda tanto tiempo.
Jillian acompañó a la puerta a su hermana. Antes de irse,
Ilona se volvió.
—Yo no te di la espalda, Jill. Nos la diste tú.

Annaris y Jillian se conocieron cuando no hacía un año que


se prostituía. Jillian trabajaba de noche y buscaba clientes en la
Taberna del Cojo. Al dueño le venía bien su presencia pues era
un buen reclamo para los hombres, que siempre se tomaban algo
antes de acostarse con ella.
Jillian nunca había recibido la atención de otra mujer, ni la
había buscado. Al principio creyó que Annaris era un hombre,
porque la ambigüedad de su ropa, la oscuridad y el cabello corto
le impidieron reconocer sus formas femeninas. No fue hasta que
la tocó que se dio cuenta de que era una mujer, con unas manos
pequeñas y muy finas.
—Pero si eres mujer... –murmuró Jillian sorprendida.
Annaris se echó a reír y el local entero la secundó. Las
carcajadas amenazaron con echar abajo el local y el disfraz de
Jillian.
—Acostumbro a serlo, sí –replicó, y le apretó el culo con
fuerza-. Pero te follaré mejor que un hombre.
Uno de los amigos de Annaris chistó a su fanfarronada. Ella
sonrió y le palmeó un hombro.
—Eh, lo que digo es verdad. Tu hermana me lo confirmó el
otro día.
—Deja a mi hermana tranquila, zorra desviada –replicó él,
entre molesto y divertido-. Ya te he dicho que no es de ésas.

102
—Ésta tampoco, y se lo va a pasar muy bien esta noche -
Annaris tiró del brazo de Jillian y la atrajo hacia su cuerpo-. ¿O
sí? ¿Eres de esas?
Jillian se sentía incómoda. Sabía tratar con hombres, pero no
con mujeres. Le parecía que su papel de dama élfica no
impresionaba a Annaris y, despojada de él, se veía obligada a
responder como lo habría hecho Jillian:
—Depende de lo que te esfuerces. Por lo que parece no lo
conseguiste con su hermana, así que no parece probable que lo
sea.
Los amigos de Annaris se echaron a reír, golpeando la mesa
con el puño. Por la expresión de la mujer morena, la chica pensó
que aquello había enfriado sus ánimos y que ya no estaría
interesada en ella, así que coqueteó con los hombres. Así lo
prefería Jillian. Además, le daba miedo acostarse con otra mujer.
Pero tan pronto como uno la sentó sobre sus rodillas, Annaris le
retorció los huevos y la bajó de allí.
Follaron en una habitación alquilada y después cada una se
fue por su lado.
—¿He cumplido lo que he dicho, o qué? –preguntó Annaris,
pagándola.
—Si alguna vez vuelves por aquí, ven a buscarme.
—¿Qué clase de respuesta es ésa?
—La que le vaya mejor a tu orgullo.
La siguiente vez que se encontraron, Jillian tenía tripa de
cuatro meses y medio. Annaris fue a buscarla a Talas Quelatur,
sola. Al encontrarla le dio unos golpecitos en la barriga.
—Un pequeño accidente, ¿eh?
—Gajes del oficio –respondió Jillian con una sonrisa cínica.
Esa vez Annaris se quedó a dormir en su casa, aprovechando
que Ilona estaba con su prometido. Se vieron cuatro veces más
después de que Viktor naciera. Stefan las descubrió un día al
subir de improviso y Annaris lo despachó sin salir de la cama.
Jillian admiraba su dominio y su carácter. Cuando Viktor
cumplió el año, Jillian dejó de cobrarla.

103
Jillian descubrió que se había enganchado a Annaris.
Aunque sus visitas se espaciaban cada vez más, aguardaba
desesperada el siguiente encuentro. La necesitaba. Cuando
Annaris estaba con ella todo iba bien, no había preocupaciones ni
problemas. No tenía que lamentarse por cómo habían terminado
las cosas, porque tenía lo que más deseaba en la vida. Antes o
después, ella se marchaba y volvían la ansiedad y la angustia.
Cuando Ilona se marchó, Jillian se puso a pensar en ello. Era
adicta a Annaris y ella lo sabía, y la dominaba.
La pregunta era, ¿le importaba aquello?

104
VII

—Tendría que haberle pedido el dinero. Qué estúpida soy.


Jillian suspiró y enterró la cara en las manos. Menudo
momento había escogido para ser orgullosa. Ahora estaba igual
que antes. No, estaba peor, porque las horas pasaban y no sabía
cuándo iba a hartarse Leah.
Viktor la miraba de hito en hito, y Jillian tuvo la sensación
de que él también la juzgaba.
—Por los dioses, Viktor... Hago lo que puedo.
No era verdad, pero los niños se lo tragaban todo y
necesitaba que alguien creyera en ella.
—Me meo –dijo él.
—Pues ya sabes dónde está el cubo, hijo.
—Ayúdame.
—Cuanto antes aprendas tú solo, antes te valdrás por ti
mismo.
—Ayúdame –repitió enfurruñado.
Jillian estuvo a punto de discutirle, pero unos golpes secos
en la puerta, acompañados de la voz de Annaris no se lo
permitieron.
—Jillian, abre la puerta.
La prostituta obedeció, con el corazón acelerado.
Annaris estaba acalorada, pero no de subir escaleras. Estaba
rabiosa. Jillian se encogió sobre sí misma, pero Annaris la cogió
del cuello y la empujó contra la pared. La cabeza de Jillian
rebotó con fuerza contra ella, pero la chica no fue capaz de
percibirlo. Le temblaban las rodillas.
—Annaris, no... –suplicó.
—¡Estúpida! ¡Eres estúpida, grandísima puta! –tronó la
mujer, con una fuerza que casi hacía temblar los cristales-.
¿Sabes lo que has hecho? ¿¡Sabes lo que me has hecho!?
—Lo siento... Me... estás ahogando... –dijo Jillian con un
hilo de voz.

105
Annaris la soltó y le dio un bofetón. Las piernas le fallaron y
tuvo que sujetarse a la pared para no caer. Un hilillo de sangre
chorreó por su labio inferior.
Viktor miraba a Jillian otra vez, muy serio, de nuevo con esa
mirada. Jillian sollozaba en seco. Annaris se paseaba por la
habitación hecha una furia, como si fuese a destrozar los
muebles.
—Creía que tenías dos dedos de frente. Que no ibas a
ponerme en peligro, que ibas a pensártelo antes... Jodida zorra...
—Te lo llevas todo, yo necesitaba...
—¡Y una mierda!
Annaris la golpeó en la cabeza y se hizo daño en los dedos.
Jillian se mordía el labio con tanta fuerza que ya no le corría
sangre. Miraba a la mujer con ojos aterrados.
—Deja de llorar –ordenó Annaris, tirándole del brazo-.
Joder, Jillian, me cago en la puta. ¡Sólo tenías que llevar la puta
cadena a donde te dije! ¿En qué estabas pensando, joder? ¿En
qué?
—Lo siento...
—¡No me ayuda que lo sientas! Tú no sabes en lo que estoy
metida. Estoy muerta.
Jillian se alarmó.
—¡Lo siento! Tenía pensado recuperarla en cuanto Stefan
me diera el dinero, pero lo han matado. He ido al entierro esta
tarde, él...
—Me importa una mierda que se haya muerto tu hermano.
Es más, me alegro. Si no lo hubiera hecho otro, habría acabado
haciéndolo yo.
—Escucha, Annaris –Jillian se irguió con dificultad-. Sé
dónde está la cadena. Podemos recuperarla.
—Por supuesto que vamos a recuperarla. Ahora mismo vas a
llevarme a donde la hayas vendido.
Al hablar, tiró del brazo de Jillian. Ésta trastabilló, se agarró
al suyo y Annaris gruñó de dolor. Volvió a empotrarla de un

106
empujón y se levantó la manga hasta el codo para soplarse el
antebrazo.
Jillian observó que el tatuaje estaba en carne viva,
palpitando, como si en vez de un dibujo una cadena real que se
hubiera hincado en la piel. A juzgar por el gesto de dolor
contenido de Annaris, así era.
Ahogó una exclamación.
—Oh, Anna...
—¿Y tú qué miras? –espetó la mujer al niño, que observaba
a ambas con ojos opacos.
Él no dijo nada.
—Dioses, ¿qué es eso?
—Así me controlan –respondió ella lacónica-. Les has
enfadado al no darles lo que querían.
—Lo siento, Annaris, lo siento tanto...
—Deja de sentirlo y muévete. Cuanto antes les demos lo que
quieren antes nos dejarán en paz.
—¿Son esas cosas blancas, verdad? ¿Qué son? ¿Qué
relación tienen contigo?
—Cuanto menos sepas, mejor.
Jillian se limpió la barbilla con el dorso de la mano
consiguió alzarse.
—No, Annaris, estamos juntas en esto.
Annaris chascó la lengua con desprecio.
—¿Por qué no? –protestó Jillian.
—Como para intentar explicártelo...
—No soy una cría.
—Sí que lo eres. Y me baso en lo que me demuestras.
—Pues déjame demostrarte que no es así...
—No quiero que me demuestres nada: limítate a obedecerme
y punto, ¿entendido?
Jillian hizo ademán de resistirse, pero Annaris acalló el gesto
con una mirada. La chica entendió lo que quería decir. Nunca te
has rebelado contra mí y no es un buen momento para empezar.
Las palabras de Ilona la apuñalaron por la espalda.

107
Jillian hizo pucheros, pero sin que Annaris la viera.

Llevaba varios años acudiendo a Leah para conseguir


skonia, y en ocasiones había ido así de desbocada y ansiosa, pero
nunca acompañada. Nunca habría esperado ir al callejón de las
Hormas con Annaris tirándole del brazo sin dejarle tiempo a
respirar. Llovía y empezaba a oscurecer. La lluvia se le metía en
los ojos y la boca, no permitiéndole ver a dónde iban. Tampoco
necesitaba marcarle el camino. Annaris conocía a Leah y su
escondite de sobra, así que era ella la que conducía a Jillian.
Annaris golpeó la puerta tres veces.
—Leah, soy Annaris. Abre ahora mismo.
Repitió el gesto con malhumor creciente. Su rostro se
recortaba en las sombras y la mandíbula apretada le daba un
toque demasiado atractivo. Aunque le diera miedo, Annaris
furiosa era algo digno de ver. Toda la fuerza y la pasión de su
carácter emanando por sus poros. Ilona podía decir cualquier
cosa pero, fuese verdad o no, Jillian no era capaz de librarse de
su amor por Annaris. Se mordió los labios con fuerza otra vez.
Leah no contestaba al otro lado. Annaris se apartó y cargó
contra la puerta. Sin ningún cerrojo echado, la puerta se desgajó
del marco como el viejo trozo de madera que era y Jillian vio
desaparecer a Annaris más allá del umbral.
—¿Qué coño...? –chilló la mujer dentro de la casa. Luego se
la oyó vomitar.
Jillian entró, preocupada. Descubrió el cadáver de Leah. Le
habían cortado la garganta y se había desangrado en cuestión de
segundos. El suelo estaba cubierto por una sustancia marrón, una
mezcla de la sangre y suciedad, y ahora el vómito de Annaris.
Jillian apartó la mirada. Annaris se apoyaba contra la pared,
pálida y sudorosa.
—Mierda... –su voz sonaba rasposa por la tos que sigue a las
nauseas.
—Annaris, ¿Estás bien?

108
—¿A ti te parece que estoy bien? Busca la cadena.
—Pero...
—¡Que la busques, coño!
La prostituta pasó por encima del cadáver, provocando un
sonido muy desagradable al pisar la pegajosa pasta. Localizó el
cofre, abierto y lleno de monedas, pero la cadena...
—No está... No está aquí...
—¿Cómo que no está? –Annaris intentó volverse, pero en
cuanto sus ojos se posaron en el cadáver, volvió de nuevo a la
seguridad de la anodina pared.
—Está todo el oro, pero se han llevado la cadena. La guardó
aquí, aunque puede que la haya vendido ya...
—¿Que la haya vendido ya? –la mujer emitió un gemido
ronco, y salió de la casa tambaleándose. Jillian la siguió-. Ahora
sí que no hay solución. –cerró los ojos y se llevó las manos a la
cabeza-. Estoy muerta.
—¡No! ¡Tiene que haber una manera! ¿Y si han sido ellos
los que han matado a Leah?
—Ellos no derraman ni una gota de sangre.
—¿Y no se te ocurre alguien más? Tal vez un enemigo, un
guardia o...
—Nos largamos –cortó Annaris, irguiéndose-. Vete a casa y
coge ropa, dinero, lo que sea, y reúnete conmigo en la puerta de
la ciudad.
—¿Qué? ¿Así, de repente?
—¿Quieres quedarte y esperar a que nos maten?
—No, pero... ¿y Viktor?
—Viktor no puede venir con nosotras. Déjaselo a Yirne.
Dile que es para una emergencia y no vuelvas por él. Es una
buena chica, ¿no? Ella cuidará de él.
—Pero...
—Joder, Jillian, deja de ponerme peros y obedece.
—¿No puedes venir conmigo? –Annaris negó con la
cabeza.- ¿A dónde vas tú?

109
—A recoger todo el dinero que pueda, a conseguir un
caballo y un arma. Nos veremos dentro de una hora en la puerta
de la ciudad. Date prisa.
Annaris arrancó a andar, pero Jillian la tomó de la muñeca y
le estampó un beso. La mujer morena apretó sus labios contra los
suyos, sujetándola de la nuca con firmeza.
Annaris apoyó su frente contra la suya.
—En la puerta de la ciudad. No me falles ahora.

110
VIII

Jillian esperó en la puerta de la ciudad un caballo que llevase


en su lomo a Annaris. Pasaron algunos, pero ninguno conducido
por una mujer. La prostituta terminó sentándose en un murete a
la vera del camino, sujetándose la cara con las manos. Empezó a
dolerle la espalda, así que dio un pequeño paseo.
Apresuradamente regresó a la puerta, pero Annaris seguía sin
venir.
Jillian esperó durante muchas horas, agotada, con las piernas
entumecidas por el frío. Se arrebujaba en el abrigo, entrecerraba
los ojos, y luego cambiaba de postura. Estuvo a punto de echarse
a llorar, sintiéndose más abandonada que en toda su vida.
¿Dónde estaba Annaris? Empezaba a darle crédito a lo que Ilona
había dicho. ¿A Annaris le preocupaba la vida de Jillian? Tal
vez. O tal vez no. Tal vez fuera su juguete, su amante siempre
dispuesta, la tonta a la que había engatusado. Annaris había sido
una hipócrita, regañándola por consumir skonia cuando ella
ganaba dinero gracias a ella. Y sus estallidos de ira que la
asustaban, pero estaba obligada a guardar silencio y a obedecer.
Pero no, no podía ser. Annaris y ella habían comenzado de
manera muy distinta a como estaban ahora. Jillian aún no se
había convertido en una adicta, ni era tan patética. Antes era
hermosa y sensual, un verdadero reclamo que había servido para
que Annaris volviese a buscarla una y otra vez. Ahora había
cambiado. Quizás se había cansado de su pasividad y su pobreza.
Ya no era nada especial, sólo una chica con un color de ojos raro.
Ya no tenía ninguna chispa, ningún interés. Jillian pensaba a
menudo que, de conocerse a sí misma, jamás se habría gustado.
En ningún sentido.
Quizás si empezara de nuevo, como una mujer normal que
amase a su hijo, limpiase su casa e hiciera que todo fuera
perfecto, Annaris volvería a ella. Jillian empezaba a sentirse
seducida por la oferta de Ilona. Trabajar en una tienda sería duro:

111
había que estar el doble de horas para conseguir el mismo dinero
que siendo puta. Pero era un trabajo decente, el tipo de empleo
que desempeña una madre capaz para alimentar a sus hijos. Sí.
Lo haría. Iría en busca de Ilona y le diría que aceptaba su oferta.
Ahora Annaris había tenido que huir para protegerse, pero
volvería. Siempre regresaba, pasase el tiempo que pasase. Y
cuando lo hiciera, vería que Jillian se había convertido en una
mujer, una mujer hecha y derecha. Y entonces todo volvería a
estar bien.
Amaneció, y Jillian decidió que Annaris no iba a ir. Si quería
recuperarla tendría que ponerse a trabajar cuanto antes. Regresó
a casa cojeando, agotada. Iría a ver a Ilona enseguida. Bueno,
primero dormiría un poco y después se encontraría con su
hermana. Y tiraría la skonia y la dejaría del todo.
Subió a su piso. La puerta estaba abierta y la claridad de
dentro se colaba por la abertura. Jillian pensó que Yirne habría
subido, y sonrió. Pagaría a Yirne lo que le debía y hablaría con
Ilona para que se uniera al negocio de su marido. A pesar de que
Annaris se hubiese marchado sin ella, estaba contenta. Por fin
sería lo que siempre había querido ser, alguien a quien Annaris
tendría que amar.
Abrió la puerta, y el alma se le cayó a los pies.
—¿Jill?
Había una mujer tendida en el suelo sobre un charco de
sangre. Lo primero que vio fue las numerosas puñaladas por todo
el cuerpo. Jillian cayó de rodillas al suelo. Era su hermana, con el
rostro ceniciento y contraído. A su lado estaba Annaris, muy
alarmada. Se agachó junto a Jillian rápidamente, mientras ésta la
golpeaba en el pecho.
—¿Por qué lo has hecho? –chilló-. ¿La has matado? ¿Por
qué la has matado?
—¡Yo no la he matado! –exclamó Annaris, tomándola de
las muñecas para evitar que siguiese golpeándola.
—¡La has matado para que no me fuera con ella!
—¿Pero qué dices? ¡Jillian!

112
Annaris la cogió de la cara y la obligó a sostenerle la mirada.
—Jillian, no he sido yo –dijo Annaris. ¿Brillaban los ojos
acerados por culpa de las lágrimas?-. Te lo juro. Me la he
encontrado así.
—¿De verdad?
—Joder, claro. ¿Crees que yo haría algo así?
—¿Y por qué no has venido a buscarme?
—Porque... –Annaris apretó los dientes-. He tenido
problemas. He venido en cuanto he podido. ¿Me crees, Jill? ¿Me
crees?
—Pensaba que me habías dejado tirada...
Annaris la miró con tristeza.
—Pensaba que eras tú...
Luego empujó la cabeza de Jillian contra su pecho y la chica
prorrumpió en llanto. Los brazos de Annaris la rodeaban con
fuerza, pero ella era incapaz de parar. Jillian se aferraba a la capa
empapada de Annaris como si fuese a caerse. No importaba que
ya estuviese en el suelo. Se mordía los dedos para intentar frenar
los sollozos, pero era imposible. Sólo se calmó después de varios
minutos, cuando Annaris le acarició la espalda, produciendo un
murmullo que podría ser interpretado como una tonada.
Jillian tragó saliva.
—Te he puesto perdida la camisa... –susurró.
Annaris se encogió de hombros y habló con una suavidad
inusitada.
—Jill, escucha. Quienquiera que le haya hecho esto a...
¿quién es ella?
—Mi hermana.
—Pues quien le haya hecho esto a tu hermana debe de estar
por aquí y nos anda buscando.
—¿Quién ha sido, Anna?
—No lo sé. Ojalá lo supiera, pero no sé nada.
Si Annaris no lo sabía, debían de estar en peligro real.
—Tenemos que irnos cuanto antes, Jill. Nos matarán a
nosotras también si no nos vamos.

113
Annaris se levantó y le tendió la mano. Jillian se dio cuenta
de que su hijo estaba escondido en un rincón, mirando el cadáver
con expresión ausente.
—Viktor... Dioses, lo habrá visto todo...
—Jillian, tenemos que irnos.
—Pero Viktor...
—Lo encontrará Yirne. No te preocupes, estará bien.
—¿Pero cómo va a estar bien? ¡Annaris!
—Mira, Jillian, se me está agotando la paciencia. Estoy muy
cansada y quiero salir de la ciudad cuanto antes. Tu hijo estará
bien, peores carnicerías ha hecho con arañas. Yirne vendrá a por
él. Ahora levántate.
Annaris balanceó la mano frente a ella, insistente. Jillian
miró a su hijo y luego a ella. Le dio la mano y se levantó.

Annaris había conseguido un caballo. En las alforjas, por lo


que le dijo mientras bajaban por las escaleras, había dinero,
mantas, ropa y comida. Annaris ayudó a Jillian a subir al animal
y luego lo hizo ella. Tomó las riendas espoleó al caballo hacia la
puerta de la ciudad.
Jillian no hacía más que pensar en la cara de Viktor mientras
miraba a su hermana. Jamás lo había visto así, tan ausente, tan
extraño. No podía dejarlo allí. ¿No había decidido ser mejor
persona? Tenían que volver.
Tardó en atreverse a decirlo en voz alta y, cuando lo
consiguió, Annaris gruñó con hosquedad.
—Por favor, Annaris –pidió Jillian-. Podemos llevarlo aquí
detrás, es pequeño. No puedo dejarle allí solo. Te lo pido como
último favor.
Annaris chascó la lengua y tiró de las riendas para obligar al
caballo a darse la vuelta.
—Me estoy volviendo una blanda, joder.
Jillian sonrió, colocando la barbilla en el hombro de Annaris.
Annaris detuvo el caballo dos calles antes de llegar a la casa.

114
—Voy por él. Espera aquí, ¿de acuerdo?
Jillian asintió. Observó cómo la mujer desaparecía al mismo
tiempo que el cielo tronaba. Empezó a llover.
La prostituta dejó que el agua regara su rostro y limpiara la
señal de las lágrimas. Se sintió en paz. Aún tenía un gran dolor
en el pecho, pero empezaba a disiparse. Estaban a punto de irse,
de dejarlo todo atrás. Annaris había vuelto y Jillian estaba segura
de que sí la quería. Y con aquel paso, Jillian cambiaba para
convertirse en algo mejor. Por primera vez en mucho tiempo se
sintió feliz.
Annaris no volvía y Jillian empezó a inquietarse. Dirigió al
caballo hacia su casa con gran dificultad, pues nunca había
montado. Subió las escaleras corriendo y abrió la puerta.

115
116
Héctor

Gonna make you suffer


Gonna make you bleed
Gonna make you beg for mercy
On your hands and knees
I want high ascencion
Cold love and elevation
Want war with the gods,
I want exaltation
Wanna feel the last beat of your heart
Wanna feel the last beat of your heart
I want now a new eve
Wanna taste it on my tongue
I want to be immortal
Wanna be forever young
I want to be a legend
Want world to know my name
I ain´t got no regret
And don´t feel no shame
Wanna feel the last beat of your heart
Wanna feel the last beat of your heart
Come into my arms
Open yourself wide
Surrender to my kiss
Take me deep inside
I want exaltation
Cold love and elevation
Wanna feel the last beat of your heart.

Last beat of your heart – Mission UK

117
I

Una corriente de aire frío lo hizo estremecer cuando atravesó


el patio de la cárcel por última vez. Dos guardias lo custodiaban
a ambos lados, algo estúpido. Alguien que se ha pasado siete
años en prisión no comete una majadería el día en que se marcha.
El cuerpo le pesaba. Era como arrastrar su propio cadáver
con hilos de marionetista. Por una parte deseaba salir. Había
estado encerrado demasiado tiempo, y su salud física y mental
estaba en un estado deplorable. Por otra, salir significaba la
muerte. Sólo en la cárcel había estado protegido, y ahora que
abandonaba el único lugar en el que alguien velaba por su
seguridad, tenía miedo.
A sus vigilantes se sumaron otros dos. Penetraron en el
pabellón número uno a través de bloques de celdas de puertas
metálicas. Había un murmullo bajo, el ruido de las pisadas en el
suelo de piedra sumado al correteo de las ratas, sus chillidos, y el
sonido de las respiraciones amortiguadas de los presos. Héctor se
apartó el asqueroso pelo de la cara con ambas manos, pues
estaban encadenadas. Uno de los guardias le dio un toque en el
costado con una vara.
—Las manos donde las vea.
—No voy a hacer nada malo. –replicó Héctor con voz
cansada-. Me voy.
—¿De vuelta a casa, Sallaad? –preguntó uno de los guardias
con sorna.
Héctor no contestó.
—Si yo fuera tú, en cuanto me pusieran en la calle echaría a
correr hacia el sur todo lo rápido que pudiera. Dejaría por el
camino los pulmones, pero al menos habría esquivado los
puñales.
—Es verdad –dijo otro-. Tus amigos estarán contentos de
volver a verte. Debe de haber un comité de bienvenida fuera de
la prisión.

118
—Haz algo y vuelve a entrar –sugirió el primero que había
hablado-. Dale un puñetazo al Regente, cágate en un templo,
róbale un caballo a tu padre...
—Podrías pedirle ayuda a tu padre. Seguro que estaría
dispuesto.
—No, su padre lo espera afilando un cuchillo. Él es el que ha
pagado para que lo maten.
—–Sois muy graciosos –gruñó Héctor-, pero lo siento, no
me apetece reírme ahora.
El preso cerró los ojos. Más allá de esos muros había gente
que lo quería muerto. Antiguos compañeros que se sentían
traicionados y que no dudarían en pasarlo a cuchillo. Llevaban
esperando siete años para ello. Héctor, lejos de querer escapar a
otro lugar para empezar de nuevo, tenía en mente regresar a
Montreim para sellar su destino. Le esperaba la muerte, pero
también Gabi Henkel.
Lo llevaron ante el regidor. Héctor no pisaba su despacho
desde hacía años, cuando había hecho un trato con el capa azul.
El regidor ahora peinaba canas que Héctor no conocía. Se mostró
indiferente cuando selló la libertad del preso y ni siquiera le dijo
adiós.
Le entregaron sus pertenencias. Un abrigo ligero y unos
documentos. No había rastro de las botas y la ropa que tenía
cuando entró en prisión. Los guardias se las habían quedado.
Le soltaron las manos y pudo ponerse el abrigo. Su cuerpo
delgado y débil seguía sin desear moverse, y la prenda era un
nuevo lastre. Le costó acostumbrarse al peso, pues durante
mucho tiempo había llevado sólo unos calzones y una camisa de
arpillera que no le resguardaban del frío. Sólo el agradable calor
del abrigo le permitió continuar.
Atravesó el amplio corredor hasta la salida. La luz del sol
estuvo a punto de cegarlo.
—Ya eres libre –dijo uno de los guardias-. Corre.
Héctor metió las manos en los bolsillos y echó a andar.

119
La prisión se alejaba a cada paso que daba. Le dolían las
pantorrillas pues no estaba acostumbrado a caminar. Los zapatos,
demasiado grandes para sus pies, amenazaban con salírsele, así
que apretaba los dedos contra la suela. Pronto el dolor fue
insoportable y tuvo que sentarse en una piedra.
No había nada en kilómetros a la redonda. La calzada
provincial quedaba a muchas horas a pie, y hasta el momento
sólo había podido seguir el camino polvoriento recorrido de vez
en cuando por carros que traían y llevaban prisioneros. La cárcel
había sido construida en tiempos del rey Iorek cuando Montreim
no era más que un campamento minero y la mayor ciudad del
norte era Parnasa, así que comunicaba directamente con ésta.
Para llegar a Montreim había que tomar diversos caminos
secundarios.
Todo parecía dificultar la ruta de Héctor, como si el destino
quisiera alejarlo de Montreim, como si le dijera “Márchate, inicia
una nueva vida”. Pero Héctor no quería una nueva vida. Ya había
perdido dos y no tenía ánimos de comenzar de nuevo. No, de
ninguna manera: estaba decidido a terminar. Moriría muy pronto,
una semana, o quizá dos, pero primero iba a vengarse. Llevaba
siete años contando los días para clavarle un cuchillo en la
garganta al traidor que lo envió a la cárcel y le destrozó la vida.
Lo asesinaría y después se dejaría matar por el Gremio si ése era
su castigo. Así, cuando fuera al otro mundo, se sentiría satisfecho
y liberado. Y quizás hasta feliz.
Retomó el camino después de frotarse los pies. Las uñas las
tenía ennegrecidas y le crecían irregularmente por arrancárselas a
falta de tijeras. Tenía hambre y sed, y por primera vez, ganas de
lavarse. El sol le molestaba en los ojos, pero conforme avanzaba
hacia el oeste el cielo se ennegrecía y el aire se llenaba del olor
de las tormentas.
Medio día después, estaba en Montreim.

120
II

Los muros que circundaban la ciudad lo recibieron con la


indiferencia que solían, pero a pesar de aquello, generaron un
torrente de recuerdos que provocó un salto en su estómago. Eran
los recuerdos o el miedo de quien conoce su destino de antemano
y sabe que no es más que una res conducida al matadero. Sin
embargo, esta vez era la misma res quien se conducía al
matadero por propia elección.
Sería difícil explicar por qué Héctor regresó a Montreim si
no se conociera antes el hastío que sentía hacia su propia vida.
Una vez, hacía muchos años, Héctor ya había comenzado de
cero, sin dinero en el bolsillo, ni familia, ni amigos, y había
llegado a tenerlo todo. Héctor se sabía envidiado y admirado a
partes iguales, y no podía dejar de ser feliz. Había vencido a la
adversidad y se había reinventado a sí mismo.
Había transcurrido mucho tiempo desde aquello, y la mitad
lo había pasado encerrado como un perro, alejado de sus
compañeros por su propia seguridad y contando los días para
vengarse de quienes le tendieron una trampa. Héctor arañaba las
paredes pensando en Gabi Henkel, el verdadero traidor, quien
había destruido todo lo que había construido durante los años
anteriores.
Todo estaba igual y a la vez muy cambiado. Los mercadillos
se apostaban en las mismas esquinas y la misma gente olorosa y
sucia se arremolinaba pidiendo limosna. Héctor antes los
despreciaba abiertamente, pero esta vez se cuidó de demostrarlo.
Caminaba con la cabeza gacha, intentando no llamar la atención
y recordando los tiempos en que su frente tocaba al cielo de tan
orgulloso de su poder, de los ropajes finos que podía vestir y de
las armas labradas que podía portar. Ahora era un mendigo
maloliente, cuyas ropas raídas se pegaban a su cuerpo por la
suciedad, cuyo cabello estaba enmarañado y lleno de parásitos, y

121
lo peor, sin arma alguna. Pero Héctor no habría podido blandir ni
un cuchillo de mantequilla, de lo cansado que se sentía.
¿Para eso había vuelto? ¿Para buscar a Henkel y no tener
fuerzas de levantar la daga frente a él? Eso sería regalar su
propia vida. Necesitaba descansar y recobrar fuerzas para
acometer su destino.
Aunque Héctor imaginaba que sus antiguos compañeros de
oficio estarían encantados de asesinarlo, creía que aún le
quedaba un amigo. Debía tentar a la suerte y llamar a su puerta
con la esperanza de que le tendiera una mano y no al cuello. Lo
esperó frente a su casa, con la ansiedad del que vive minutos
regalados. Ni siquiera tendría que haber sobrevivido aquellos
años. El castigo por el crimen que le habían imputado era la
muerte, pero gracias a Reuben no lo habían ahorcado. Bonito y
último acto de caridad por su parte. Él se lo pagaría acabando
con el verdadero traidor.
Entrada la noche, cuando ya no había vendedores callejeros
y las gentes se retiraban, Gallon regresó a casa. Héctor salió a su
encuentro en la oscuridad y le dio un susto de muerte.
Gallon soltó un grito.
—¡Por los dioses, Héctor! ¿Qué estás haciendo aquí?
—Necesito tu ayuda.
—¡Deberías estar a leguas de aquí! ¿Quieres suicidarte?
—¿Recuerdas aquella vez en la que te salvé el culo, cuando
Darko Improsas intentaba robarte el negocio?
—Ya no sigo con aquello...
—Me dijiste que me debías una y aún lo recuerdo. Han
pasado muchos años, pero si creías que ibas a pasar sin
devolverme el favor, te equivocabas.
—¡Por supuesto que no! –Gallon sonrió con cierta tensión-.
Siempre te he considerado un gran amigo, un hermano. Vamos,
entra en casa.
Héctor fue conducido por su amigo hacia el interior de la
morada. Era mejor que humilde, con tres cuartos y un hogar

122
caliente y seco. Héctor se acercó al fuego como una flecha, sin
preocuparse de las caras de los hijos de Gallon, en la mesa.
La esposa de Gallon intentó pedirle explicaciones a su
marido, pero éste la acalló con un gesto.
—Es nuestro invitado esta noche. Dale de cenar, Mariola.
Debe de tener hambre.
Héctor puso las manos junto al fuego y se las frotó. El calor
consiguió colarse en sus gélidos huesos, al fin.
—¿Pero qué te pasa? ¿Ahora te dedicas a recoger mendigos
de la calle? –inquirió la mujer en tono bajo, pero lo
suficientemente alto como para que un oído acostumbrado a
seguir a las ratas por el sonido de sus pisadas la escuchara.
—Es un viejo amigo que acaba de salir de la cárcel.
—¡De la cárcel! Estás loco, Gallon.
—Calla, mujer, y ponnos la cena.
—Pues dame tiempo, porque no pensaba recibir visita –
remarcó la última palabra en tono desagradable y Gallon
refunfuñó.
Héctor se volvió y miró a los niños sin disimular. Eran un
niño y una niña de edades parecidas. La niña abrió la boca al
recibir la mirada del hombre y Mariola le dio un coscorrón.
—Sigue comiendo.
El asesino sonrió de medio lado.
—Compañero, estás mugriento –observó Gallon mirándolo
con los brazos cruzados sobre el pecho.
—No vengo de un palacio precisamente.
—A mi mesa no se sientan hombres mugrientos. Lávate,
aunque sean las manos. Mejor, date un baño. Mariola, prepara el
baño.
—Prepara el baño, sirve la cena... ¿Cuántas manos crees que
tengo?
—Tengo hambre –dijo Héctor-. Me da igual si me haces
comer en el patio, pero tengo hambre.

123
—Vale. Mariola, prepara la cena. Después se baña -Héctor
se rascó la cabeza-. Y se despioja. Compañero, en verdad pareces
un perro viejo.
El niño se rascó la cabeza y su hermana lo imitó.
—Y no te acerques a los niños –le advirtió la mujer-. No
quiero que les pegues los piojos.
El asesino clavó su mirada avellana en ella, con desprecio.
Las mujeres no le hablaban así antaño. Antes suspiraban por él,
no lo trataban como a un despojo. Claro que antes no era un
despojo.
Héctor se sintió mucho mejor después de una sopa caliente y
un trozo de queso. El asesino tragó la primera en tres sorbos
groseros y el queso lo engulló de golpe. Estaba famélico. Había
aprendido a devorar la comida, aunque después le diese dolor de
estómago. En prisión no le daba mucho, así que se abalanzaba
sobre ello en cuanto se lo servían.
Durante la cena sólo se oyeron sus ruidos. Gallon y él sabían
que tenían mucho de qué hablar, pero prefirieron no empezar
hasta no estar tranquilos y a solas.
Mariola preparó la tina de mal humor, llenándola con cubos
de agua caliente y fría, lo que le llevó mucho tiempo. Para
cuando terminó, los hijos de Gallon ya se habían acostado previo
beso de su padre. Héctor se aguantó un comentario mordaz
acerca del amor que prodigaba Gallon a su familia. Sólo sonrió
de medio lado, preguntándose si Gallon sería tan cabrón como lo
había sido su padre.
Héctor se quitó la ropa con pudor, tapándose sus partes antes
de entrar en la bañera No le hacía gracia que la mujer le viera así
de escuálido. El agua le quemó los pies, pero al rato se sintió en
calma. Los músculos tensos de su espalda se relajaron, y la
suciedad pegada a su cuerpo comenzó a deshacerse.
Mariola dijo que no pensaba lavar a Héctor y fue a acostarse.
Le indicó a su marido que para quitarle los piojos debía lavarle la
cabeza con vinagre y se marchó sin oír sus quejas. Héctor volvió
a sonreír. Gallon se sentó en un taburete junto a la tina.

124
—Pareces un perro viejo y mojado.
—Deja de compararme con perros. En la cárcel he sido
cualquier animal que se te ocurra.
Héctor se enjabonó la cara. Tenía la barba bastante crecida,
aunque débil y escasa. Había sido imberbe casi toda su
adolescencia, y sólo a partir de los veinte consiguió algo más que
una pelusa. Antaño le había acomplejado no tener barba. Ahora
le molestaba.
—¿Puedes decirme qué has venido a hacer aquí? –preguntó
Gallon-. Imagino que no ha sido para hacerme una visita.
—No –respondió Héctor-. Aprecio tu amistad, pero no tanto.
—Supongo que sabes que soy el único amigo que te queda.
—Lo sé. Pero es sólo porque no perteneces al Gremio.
—Me estoy poniendo en peligro por ti igualmente, Héctor.
—También lo sé.
—Y si te pillan, te despellejan. Y si me pillan a mí... No me
lo quiero ni imaginar.
—No te van a pillar. Por lo que a mí respecta, nunca me has
ayudado. Me iré en cuanto me haya secado y no volverás a
verme.
—¿Qué vas a hacer?
Héctor se enjuagó el rostro y se rascó la cabeza.
—Voy a encontrar a Gabi Henkel y voy a matarlo.
—¿Gabi Henkel?
—¿Lo conoces?
—No –respondió lacónico. Se limpió las gafas empañadas y
se las recolocó.
—Gabi Henkel es el tipo que me traicionó. Se las arregló
para cargarme el muerto. Yo no maté a Allen Vazkartas, Gallon.
Te lo juro.
—Te creo, amigo.
—Y tampoco maté a todas las personas que dicen que maté
–Héctor chascó la lengua-. Todo ha sido una trampa y no sé el
motivo. Cuando aún estaba en el Gremio, Reuben me puso al
corriente de que había un traidor y me encargó que lo encontrara.

125
Ese traidor es Henkel –golpeó la superficie del agua y provocó
una pequeña ola.
—¿Cómo lo sabes?
—Henkel testificó en mi contra y dijo que me había visto
matando a varios de mis compañeros, entre ellos a Allen. Fue un
testimonio débil, pero al juez le bastó. Con las pruebas falsas que
había amañado, nadie me creyó inocente.
—Te encontraron junto a Allen con un cuchillo
ensangrentado.
—Recibí un mensaje de Allen que me citaba en su casa, pero
obviamente no fue él. Me tendieron una trampa. ¿Por qué si no
iba a estar allí la guardia? Pero Allen era mi amigo, Gallon.
Nunca lo habría asesinado.
—Compañero, no te preocupes: te creo. Sé suficiente sobre
Montreim como para no creerme que haya sido todo una
conspiración.
—He pasado siete años en la cárcel por algo que no hice. Me
he cargado a cientos de personas en toda mi vida, y van y me
encierran por algo de lo que soy inocente.
—Irónico.
—Una putada bien grande. Un motivo más que válido para
vengarme, ¿no crees?
—¿Y la venganza es tan importante, Héctor? Te espera la
muerte. ¿Por qué no te vas y...?
—¡No! Prefiero morir a que quien me la haya jugado siga
viviendo tan tranquilo. Que me maten si quieren, no me importa
siempre y cuando haya podido acabar con el que me hizo esto.
—Está bien, está bien... –Gallon se pasó la mano por la
barbilla y frunció el ceño. Pareció pensar en algo y abstraerse por
un momento, pero su conciencia volvió de golpe-. Escucha,
Héctor, si pretendes sobrevivir al menos para vengarte,
necesitarás dinero. Yo te doy comida y cama esta noche, si
quieres, pero no puedo poner en peligro a mi familia.
—Lo entiendo, Gallon, y te lo agradezco.

126
—Nadie querrá contratarte ahora. Los únicos asesinos a
sueldo que hay en esta ciudad pertenecen al Gremio, y si alguien
lo intenta por su cuenta... –hizo un gesto de cortarse el cuello-.
Pero veré si puedo encontrarte algo. Mucha gente busca un
asesino estos días pero no quiere comprometerse con el Gremio.
Te encontraré algo.
—De acuerdo –respondió Héctor sin convicción. No lo creía
necesario, pero Gallon iba a insistir si se negaba.
—Y... esto... Héctor. Estoy un poco escaso de dinero. Si me
dieras una parte del botín...
—Por eso tan preocupado porque encuentre un trabajo, ¿eh?
–Héctor sonrió, o más bien enseñó los dientes-. No te preocupes,
te haré el favor. Después de todo te estás portando.
Gallon le ayudó a lavarse la cabeza. Héctor resopló tiritando
por el contraste entre el agua caliente y el frío del vinagre.
—Apesta.
—Tú también apestas. El vinagre camufla tu olor y mata a
tus bichos.
Cuando salió de la bañera, Gallon le tendió una toalla.
—Te has quedado muy delgado.
Nunca había destacado por la corpulencia, pero ahora estaba
en los huesos. Tenía las mejillas hundidas, los dedos huesudos y
se le notaban todas las costillas. Antes había sido atractivo, pero
ahora no lo era ni la mitad. Tenía el pelo largo, castaño oscuro, y
la débil barba le cubría las mejillas y el mentón. Apenas se le
notaba el bigote. Sus ojos eran marrón claro y lucía unas ojeras
muy marcadas. Lo peor eran sus dientes. En prisión se le habían
caído muchos por la alimentación deficiente. Ahora los tenía
amarillentos y rotos en muchos sitios, y al abrir la boca o al
sonreír de medio lado hacía pensar en un serrucho.
Gallon echó su ropa a la chimenea y le regaló una camisa
gris y unos calzones marrón oscuro, rotos en la rodilla. Se le
caían, así que le dio también un cinturón. Héctor se sintió un
espantapájaros, con aquella ropa que no le valía y le colgaba

127
cómicamente. Cuando Gallon le tendió una daga, se sintió
mucho mejor.

128
III

Aunque Héctor se viera obligado a dormir en el suelo frente


a la chimenea al final de su vida, había nacido en una cuna noble
y cálida, que habría conservado de no ser por su estupidez.
Cuando Héctor tenía catorce años, su padre le regaló una
daga. Fue la primera de muchas que recopiló a lo largo de su
vida. Un hombre debe tener un arma, le dijo Orelon. Héctor la
observó a la luz, moviendo la hoja para que reluciera. Era
hermosa y cara, con la empuñadura labrada en oro y engarzada
en rubíes. Más tarde, Héctor se dio cuenta de que la daga era más
ornamental que útil, pero en ese momento estaba pletórico. No
recordaba que sus hermanos mayores hubieran recibido nunca
una daga y eso le hacía sentir mejor.
Llevaba la daga siempre engrasada, a punto para rebanarle el
cuello a quien fuera preciso. Teniendo en cuenta que la guerra
había terminado y que en los terrenos de su padre vivían veinte
mercenarios que lamentaban el fin de la contienda y cazaban
aldeanos en sus ratos libres, las posibles víctimas de Héctor eran
muy limitadas. Pero eso no le restaba el entusiasmo al afilar su
daga, cosa que hacía dos veces al día.
Su padre había perdido a su esposa mucho tiempo atrás, al
nacer el último de sus hijos. Por entonces, aunque la guerra había
acabado, aún quedaban reductos de resistencia en las montañas.
Orelon Sallaad se mantuvo demasiado ocupado aplastándolos
como para preocuparse de volver a casarse. Un hombre no debe
estar mucho tiempo sin una hembra a su lado, dijo el día en que
compró a su nueva esposa. La muchacha tenía la edad de Héctor;
era bonita y delicada, de pelo rubio y ojos grandes y azulados.
Andaba siempre a la zaga de sus damas de compañía,
entreteniéndose con una mosca que pasara. A veces participaba
en juegos infantiles, como al escondite y a Héctor le gustaba
espiarla entonces. Era tan frágil e inocente que despertaba en él
sentimientos que nunca había sentido.

129
En esta ocasión, la muchacha tenía una manzana roja en las
manos y su dama de compañía buscaba entre sus bolsillos.
Héctor tomó la manzana de la mano de su madrastra y sacó su
daga antes de que la dama alcanzara a encontrar su cuchillo. Peló
la fruta y la cortó en cuatro trozos. Uno se le cayó al suelo, pero
mantuvo la compostura y sonrió a la joven. Ella imitó el gesto y
se llevó a la boca un pedazo de manzana. Héctor tuvo una
erección instantánea y salió casi corriendo para ocultarla.
Sus damas de compañía sabían lo que buscaba el muchacho,
así que procuraban alejarlos. Pero Héctor insistió en su acoso, a
sabiendas de que a ella le gustaba. Le guiñaba un ojo cuando se
cruzaban. Le ofrecía las mejores piezas de fruta durante la
comida, deleitándose cuando ella se llevaba a la boca una uva o
un gajo de naranja. Se lavaba en la fuente frente a la ventana de
su madrastra, enjabonando su cuerpo lascivamente mientras las
cortinas se removían inquietas al otro lado del cristal. Héctor se
volvía más audaz cada vez, más deseoso de tocar a la joven, de
besarla, de gozarla. Recorría la casa sin importarle la proximidad
de los criados o de las damas de compañía y se entregaba al
juego de miradas, que después se convirtió en uno de roces. Y
finalmente, acabaron en la cama.
Héctor le desgarró el vestido de lino, o tal fue su intención.
En realidad el tejido sólo crujió. Ella se desabrochó la prenda y
permitió que él, reanudada su pasión, enterrara la cara en su
pecho y lo recorriera con la lengua. La joven tiró de él, siendo
más experta en el tema que tocaba, y le ayudó a quitarse los
calzones. Héctor la penetró de golpe, resultando demasiado
impetuoso para ambos. Trastabilló y ella se agarró a su camisa.
El estallido de la puerta les impidió continuar las embestidas.
Orelon golpeó en la cara a su hijo, que cayó de espaldas, con los
por las rodillas. Las criadas delatoras se asomaron por el quicio
de la puerta, pero enseguida desaparecieron, temerosas de la ira
del amo.
—¡Bastardo! ¡En mi cama, con mi esposa! Tendría que
haberte ahogado al nacer.

130
—¡No lo mates, no lo mates! –chillaba la chica.
—Tú te callas. Ya te daré lo tuyo más tarde –respondió
Orelon fulminándola con la mirada-. En cuanto a ti, bastardo, no
puedo matarte porque sería maldito siete veces. Pero ya no eres
hijo mío. No volverás a pisar esta casa ni estos terrenos, y como
te encuentre aquí, haré que te maten sin que me importe la mala
suerte.
—¡Te lo imploro, padre! –gemía Héctor-. ¡Juro que jamás la
tocaré un pelo! ¡Juro que...!
—Ponte en pie, escoria –ordenó su padre. Héctor no le
obedeció, pues temblaba de terror-. Muy bien. Si no vas a
levantarte, haré que te echen.
Y bajó al piso de abajo para pedirle a Iason y a Gregor que
subieran a por él y lo sacaran a rastras. Los dos fornidos hombres
tomaron a su antiguo amo de los brazos. Héctor apenas tuvo
tiempo de subirse los calzones para evitar que los criados le
vieran las vergüenzas. Lloró a quienes creía sus amigos, pero
éstos le volvieron la cara.
En la linde de la granja lo lanzaron al suelo. Héctor se
levantó y tiró del brazo de Iason, que de un manotazo lo apartó.
Después lo intentó con Gregor, pero éste le enseñó el puño.
—Lárgate –siseó-. No me obligues a pegarte, imbécil.
—Gregor, no me hagas esto. Te lo imploro...
—Que te largues he dicho.
Gregor e Iason se marcharon, volviéndose cada poco para
comprobar que no les seguía. El chico empezó a tiritar. Sus pies
desnudos estaban doloridos de haber sido arrastrado. Ni siquiera
le habían dado unas botas.
Empezaba a anochecer y las luces de la granja fueron
encendiéndose. Iason y Gregor llevaban una antorcha cada uno y
se dirigían al establo. Las piernas le dolían del frío y todo su
cuerpo se estremecía mientras él sollozaba.
Héctor esperó durante varias horas a que alguien volviera a
por él, pero no ocurrió. Padre no iba a perdonarle. Tendría que
irse, pero ¿dónde? A ciegas se internó en la oscuridad, sin saber

131
a dónde estaba yendo ni qué era lo que le había hecho cerciorarse
de que nadie iba a pillarlos aquella tarde.

Héctor despertó temblando como quince años antes. El alba


rompía en Montreim y hacía clarear la habitación en la que se
encontraba. Del fuego sólo quedaban las brasas. Héctor se acercó
a la ventana y levantó la mirada con pesadumbre, lamentando ver
el mismo cielo encapotado de siempre, ése que le había
fascinado con sus tormentas de rayos el día que llegó a la ciudad.
Ahora lo odiaba. En prisión había visitado a menudo en sueños
la granja en la que se crió, donde los días de sol eran tantos.
Deseaba volver a sus catorce años para darle un tortazo a su
madrastra por haber sido tan zorra. De haber hecho eso, en aquel
momento sería dueño de una buena parcela de terreno, tendría
una esposa solícita y dos o tres amantes, y un buen grupo de
mercenarios estúpidos que torturasen a ladrones en su establo.
Héctor se dio cuenta de que había un par de medallones de los
dioses colgados de la ventana. ¿Desde cuando era Gallon tan
piadoso?
Tomó prestada una capa con capucha y salió de la casa sin
hacer ruido, dispuesto a iniciar su búsqueda cuanto antes. El olor
del pan recién hecho le hizo salivar y su estómago produjo un
gruñido que habría arruinado cualquier intento de sigilo.
Necesitaba comer, pero no tenía dinero para ello y no quería
robar para no llamar la atención. Gallon tal vez tenía razón: no
podría sobrevivir ni tres días sin dinero.

Cuando abandonó la granja anduvo descalzo más allá de la


arboleda y siguió el camino sin saber muy bien a dónde quería ir.
Empezaba a tener hambre y sed, y el frío era ya tan constante
que no lo acuciaba, simplemente estaba allí. Héctor se echó a
llorar otra vez, lamentando que no hubiera moras o bayas que

132
comer en las lindes del camino. No sabía dónde iba a dormir esa
noche, y eso también lo atemorizaba.
—Padre, por qué –musitaba al caminar-. ¿Por qué me haces
esto? ¿Por qué no me perdonas? He jurado que nunca más...
Vio tres figuras que se acercaban en la oscuridad, hablando
entre ellas. Héctor se quedó quieto, con las manos bajo las axilas
para calentárselas, y cuando estuvieron a una distancia
suficiente, les habló.
—Oíd, soy Héctor Sallaad. Necesito un lugar donde pasar la
noche y cenar. Si me ayudáis, mi padre os estará agradecido -La
figura más baja y rechoncha se paró y tiró del brazo de quien iba
a su lado. Escuchaban-. Por favor, ayudadme. Necesito...
—¿El hijo de Sallaad? ¿Qué hace aquí perdido? –preguntó
una de ellos.
—¿No será un truco? –murmuró la otra mujer.
—Seguid andando –ordenó el hombre-. Puede ser cosa de
los mercenarios de Sallaad.
—¡No! Ellos no están aquí, no... –Héctor intentó
interponerse en su camino. Juntó las manos a modo de suplica-.
Por favor, creedme, yo...
—Mira, hijo –contestó la mujer gorda-. Ningún Sallaad
estaría aquí a estas horas con la pinta que llevas. No me gusta dar
limosna a los mendigos, y menos cuando se inventan una historia
tan increíble. Si eres hijo de Orelon, deberías volver atrás. El
camino lleva a tu casa.
—Pero no puedo volver...
—¿Por qué?
—Porque... –Héctor se interrumpió, contrariado-. No tengo
por qué darles explicaciones a campesinos. Tendréis que
ayudarme porque soy vuestro señor.
—¿Nuestro señor? –el hombre se rió-. Sigue tu camino,
niño. Nosotros tenemos prisa.
Y echaron a andar. Héctor se interpuso entre ellos otra vez.
—No, no... Me habéis entendido mal. Por favor. Por favor,
por la bondad de los dioses...

133
—Que te largues –dijo el hombre empujándolo.
Héctor se quedó allí quieto, con los ojos llenos de lágrimas.
—Nuestro señor... –reía la mujer delgada.
—Ten cuidado por dónde vas, hay muchos bandidos por ese
camino –advirtió la mujer gorda sin volverse.

Héctor volvió a casa de Gallon y se coló por la ventana. El


barrio aún no había despertado y nadie se percató de su
presencia. Fue a la cocina y se sirvió los restos de sopa de la
noche anterior, dando cuenta de ello de un trago. Estaba frío,
pero no le importó.
El trasiego de cubiertos debió de despertar a Gallon, que
bajó en ropa de dormir frotándose los ojos. Héctor le ignoró.
—Había olvidado que estabas aquí. Pensaba que eras un
ladrón –suspiró el hombre de gafas.
—Los ladrones trabajan de noche, no por la mañana –
respondió Héctor metiéndose un trozo de pan en la boca-.
Además, tus vecinos están aún dormidos. Me he dado una vuelta
por el barrio.
—¿Te han visto?
—No me han visto, Gallon, no soy estúpido.
Gallon recuperó el aliento. Se sentó a la mesa y apoyó los
codos en la mesa, mirando de hito en hito a Héctor. Éste le
devolvió la mirada con las cejas alzadas.
—¿Te parece bien salir a plena luz del día y volver a entrar a
mi casa?
—Te digo que los vecinos no me han visto. Soy un
profesional. Podría haberme cargado a tu familia y tardarían tres
días en descubrirlo.
—¡No bromees con eso! Sabes lo que me pasaría si
descubrieran que te ayudo, ¿verdad?
Héctor se rascó la garganta, provocando un sonido áspero
con el roce de la barba.

134
—Anatema –siguió Gallon-. Me considerarían anatema y me
cazarían como a un conejo. Y matarían a mi familia, me
obligarían a verlo y tendría que dar gracias porque no me
obligasen a violar sus cadáveres.
—Eso no ocurriría –contestó el asesino-. He estado en
búsquedas de anatemas y nadie obligó a nadie a follarse a ningún
muerto.
—Era una manera de hablar.
—Si tienes tanto miedo, ¿por qué me ayudas?
—Porque mi madre me decía que me fuera a la tumba sin
deberle ningún favor a nadie, por eso
—Admite que hago que tu vida sea más interesante. No
debes de entretenerte mucho con la familia perfecta que tienes.
Gallon se levantó para buscar algo que llevarse a la boca.
Gruñó al ver que no había nada.
—Dioses, Héctor, comes por dos.
—He comido por medio durante demasiado tiempo. Deja
que me dé un banquete antes de morir.
—Si quieres un banquete, págatelo tú. Mis hijos no tienen
nada que comer ahora.
—Que tu esposa vaya al mercado. ¿O te duele tanto la
bolsa?
—Lo que me duele es que abras la boca. Y hablando de
dinero, ya es hora de que consigas algo tú.
—Estoy esperando.
Gallon se limpió las lentes con su camisa y su aliento.
Héctor golpeó la mesa con los dedos en un gesto de impaciencia.
Su amigo miró hacia la puerta, asegurándose de que no hubiera
nadie antes de inclinarse sobre Héctor.
—Hay un noble que quiere librarse de un idiota. Se llama
Stefan; el apellido no lo sé. Anda por Talas Quelatur apostando
dinero que no tiene y arrastrando deudas desde hace años. Es
cojo, con el pelo castaño claro y una cicatriz en la mejilla. Lo
reconocerás enseguida. Por lo visto ese ladrón se atrevió a
meterse en la casa del noble, robar sus cosas... Bueno, le pillaron

135
y el noble lo dejó tullido de una paliza. Pero el tipo no aprende.
Por lo visto está reuniendo compinches para volver a robar en su
casa.
—Yo esperaría a que viniera y le dejaría cojo de las dos
piernas. O haría que se comiera mis monedas una por una, hasta
que se ahogara.
Gallon chascó la lengua.
—No me hagas imaginar el modo de sacarlas.
—Lo siento, olvidaba que eras un blandengue chupatintas.
—Sigue así y te va a dar de comer quien yo te diga.
Héctor sonrió de veras por primera vez en mucho tiempo.
Sacó la daga y se limpió las uñas con ella. Hacía una pelotita con
la suciedad que sacaba y la dejaba caer al suelo. Gallon sacó de
un cajón una bolsa de galletas revenidas y empezó a comérselas.
—Entonces me lo cargo, ¿no? –dijo Héctor finalmente.
—Sí. Ya sabes: nadie debe verte. Lo ha matado un fantasma.
—¿Vas a decirme cómo debo hacer mi trabajo?
—No, pero... en fin, ya sabes. Mucha discreción. Estamos
caminando en la cuerda floja -Gallon escupió un trozo de
almendra-. ¿Será posible? ¿Por qué le echan esas cosas? Casi me
rompo un diente.
—Hay algo que no entiendo –dijo Héctor, dejando la
limpieza de sus uñas a un lado-. Si has dormido toda la noche
hasta que yo he vuelto de la calle, ¿cómo es que me has
conseguido ese trabajo?
Héctor le clavó la mirada y la papada de Gallon retembló
con un suspiro. El hombrecillo asintió con una sonrisa.
—Está bien. Me lo habían encargado a mí.
—¿A ti? Pero si no eres más que... –Héctor apretó los
dientes-. La Hermandad, ya veo. ¿Qué coño tiene que ver la
Hermandad con el cojo?
—En realidad Stefan intentó robar en casa del padre de
Reuben. Reuben no debe de saber nada de todo esto. Es su padre
quien quiere vengarse. Por alguna razón pensó que yo sería un
buen asesino o igual es que desde que Reuben le apartó de la

136
política no es capaz de encontrar a nadie mejor. Pensaba
contratar a otro para que lo hiciera por mí. Has llegado como
caído del cielo.
Héctor dio un puñetazo a la mesa.
—No sólo no tienes que pagar sino que encima vas a cobrar
por ello. Muy bonito, Gallon.
—Oye, hago lo que puedo.
—¡Sí, pero no me jodas!
Héctor le agarró del hombro y le tumbó sobre la mesa con
tanta rapidez que Gallon no lo vio venir. El asesino apretó la
nuca de su amigo, haciendo que su nariz se hundiera entre los
restos de pan.
—Gallon, ¿intento huir de la Hermandad y tú me haces
trabajar para ellos? ¿Qué eres, imbécil? ¿O me la estás jugando?
—¡Te juro que no, Héctor! ¡Te juro que no! Confía en mí.
Héctor siguió apretando. La nariz de Gallon crujió y sus
gafas se rompieron.
—¡Héctor!
El asesino lo soltó y Gallon intentó recomponerse.
—¿Pero qué demonios te pasa? ¿Así pagas a un amigo? ¿Al
único que te queda?
—Me estás poniendo en peligro –farfulló Héctor.
—Tú mismo te has puesto en peligro al volver. ¿Quién te
mandaba hacerlo? Tendrías que haber huido para salvar el culo,
pero en lugar de eso pones en peligro el mío. -Gallon le regaba
con su saliva.
—Soy inocente –bramó el asesino-. Yo no maté a mis
compañeros. He venido para averiguar quién lo hizo y matarlo.
—Reuben no va a volver a ser tu amigo porque lo hagas!.
Héctor, puede que no los mataras, pero para salvarte en la cárcel
vendiste a muchos de nosotros.
Héctor cerró la boca. Ahí tenía razón. Gallon se quitó las
gafas y las dejó en la mesa.
—No sé cuáles son tus intenciones más allá de matar a quien
sea que tengas que matar...

137
—Gabi Henkel, ya te lo he dicho.
—Sí, Gabi Henkel. ¿Y luego qué? ¿Esperas que te den una
palmadita en la espalda y un hueso? Ya no eres el perro de nadie,
Héctor, sólo eres un cadáver que todavía no lo sabe. Estás
equivocado al pensar siquiera en volver a ser lo que eras. Nunca
volverás a pertenecer a la Hermandad.
—No quiero volver a la Hermandad. Quiero vengarme.
Aunque hubiera dicho aquello, puede que Gallon tuviera
razón. Por más que se hubiera mentalizado, morir no era
agradable. Demonios, había matado a demasiada gente como
para no saber qué era lo que tenía que evitar. Sólo tenía treinta
años y aún le quedaban por delante muchos más. Volver a
Montreim había sido recordar los buenos tiempos, los años de
abundancia y felicidad. Querría volver a vivirlos, volver a ser lo
que era antes. Se estaba mintiendo a sí mismo con aquella falsa
determinación.
—Joder, Gallon, me das miedo.
—Tú sí que me das más miedo a mí. Maldito loco... Me has
roto las gafas.
—Te las pagaré.
—Ni te imaginas cuánto valen.
—Pues te pagaré el arreglo. Sólo se te ha roto una patilla.
—Maldito loco...
Héctor guardó la daga en su funda. Se peinó la melena con
los dedos y se miró en el reflejo de una olla. Tenía un aspecto
terrible.
—No tienen por qué saberlo –murmuró.
—No, Héctor, sólo tienes que matarlo y salir corriendo.
—Y después podré ponerme a buscar a Henkel.
—Exacto.
—Bien. Me voy, entonces.
—Mañana tendré el dinero.
—¿Puedo pasar la noche aquí?
—Hoy no.
Héctor chascó la lengua.

138
—Te prestaré dinero para una habitación, tranquilo –dijo
Gallon-. Sólo procura que nadie te vea.
—Al final no voy a conseguir nada de ese botín entre una
cosa y otra.
—Pensaba que no lo querías.
—Necesito comer.
Gallon lo siguió hasta la puerta. Le tendió una capa color
marrón negruzco con capucha.
—Tápate con esto. No quiero que los vecinos te vean. Con el
griterío ahora sí que estarán despiertos.
—Gracias, Gallon.
—Si todo esto acaba y no he muerto, estaremos en paz y ya
no te deberé nada. Así que procura que no me maten.
Héctor volvió a sonreír mientras salía por la puerta.

139
IV

Se decía que Montreim era el refugio de bandidos, proscritos


y demás escoria, el lugar donde iban a parar quienes no estaban
hechos para los demás lugares. Héctor sabía que, en realidad, no
había mucha diferencia entre la capital y Montreim. Era quizá su
situación, más al norte que cualquier otra ciudad, o su pasado. La
historia de Montreim era un cúmulo de sangre: sangre de elfos,
de colonos, y de las víctimas de los horribles rituales de los
brujos elfos que habían gritado hasta desgañitarse en los altares,
tanto tiempo atrás.
Héctor había pasado casi la mitad de su vida entre los muros
de la ciudad, con la silueta de las montañas recortadas al norte y
los rayos relampagueantes en la distancia, y una capa de lluvia, a
veces fina y otras muy gruesa, que perlaba a todos sus habitantes.
Las calles hedían pero, ¿qué ciudad tenía el privilegio de poseer
un alcantarillado que canalizase sus desechos? Sólo Antelios, y
allí hedían sus gentes. Había trabajo en los numerosos edificios
nuevos en proceso de construcción, como el nuevo templo. Los
aledaños de Montreim eran granjas fructíferas de las que se
nutría la ciudad. El olor del barro se mezclaba con el del pan
recién hecho. Se escuchaban tanto risas de niños como gritos de
pelea. No era diferente de cualquier otra ciudad, pues existían en
ella las dos caras de la moneda.
Y aunque Héctor había vivido sus momentos más felices en
Montreim, sentía un profundo odio por ella. Era ahora que la
suerte le había deparado la cara amarga de la moneda en todos
sus lanzamientos cuando detestaba aquello que le había dado la
gloria.
Montreim era la Hermandad. Para el ciudadano medio esto
no suponía un problema, ya que la Hermandad era sólo una
leyenda susurrada en las noches de taberna, cuando la gente está
demasiado borracha para preocuparse de los oídos en las
sombras. Para aquellos que caminaban en la cuerda floja, que se

140
habían acercado demasiado al sol para calentarse y que se habían
quemado, sí era un problema.
Héctor se había codeado con los amigos y los títeres de la
Hermandad. Había trabajado para ellos. Había gastado su dinero
en sus negocios, y luego había vuelto a por más. Cuando había
sido el rey, la Hermandad le había gustado. Ahora que era
anatema, la cosa cambiaba. A veces pensaba en qué habría
ocurrido si hubiese aceptado las propuestas de Reuben de entrar
en política. No habría acabado en prisión, sino que seguiría
saboreando las mieles del éxito.
Lástima que le gustase matar.
No es que fuese un loco con sed de sangre. Nunca había
necesitado el cuchillo, pero después de tanto tiempo dedicando a
ello lo apreciaba como un arte. Había zapateros a los que les
gustaba coser el cuero y ver cómo surgía de entre sus dedos una
bota o una sandalia. Había cocineros que apreciaban el arte
culinario y sentían esa magia del barboteo del puchero y la
satisfacción cuando sus amos les felicitaban. Del mismo modo,
Héctor encontraba placentera la caza de la presa y el momento en
el que su cuchillo se clavaba en un corazón. Era bueno en lo que
hacía, hasta el punto de que, si le hubieran preguntado para qué
había nacido, él habría respondido que para matar.
La primera vez que mató a alguien fue a los catorce años, y
no sintió nada más que horror, repugnancia y odio hacia sí
mismo. Pero volvió a hacerlo sin dudar cuando fue necesario,
poco después.
Había estado perdido en la oscuridad, helado. Se abrazaba el
cuerpo con los brazos para tratar de recuperar el calor. Los ojos
le escocían por la sal de las lágrimas y su rostro estaba pegajoso
debido a la mezcla de éstas y del polvo. El hambre lo partía en
dos, al igual que la certeza de que iba a morir y que a su padre no
iba a importarle.
Héctor nunca había creído en su propia muerte, y
encontrarse con la posibilidad de dejar de existir lo llenaba de
angustia. En su infancia, su madre había muerto, pero él se había

141
convencido de que, como protagonista de su propia historia, su
voz interna jamás moriría. No podía concebir el fin de su
existencia, así que se había negado esa posibilidad. Después de
todo, era un noble, y los perros mercenarios de su padre mataban
campesinos. Él era el amo, podía decir cuándo y dónde moriría
una persona –aunque nunca lo había ordenado, pues sentía
respeto por las vidas ajenas aun cuando eran campesinos-. Sus
hombres le defenderían si la situación lo requería, de modo que
era prácticamente inmortal.
Ahora no era nadie, ni siquiera un campesino del que otros
sintieran compasión y al que llevaran a la lumbre para regalarle
un tazón de sopa. No era nada más que un bulto tembloroso entre
los matojos del bosque, aguardando al amanecer.
Le sacaron de su sueño las pisadas de dos hombres. Eran
bandidos, llevaban dagas, y lo miraban como a un tierno trozo de
carne.
—Se ha despertado –anunció uno. Tenía el pelo ordenado en
trenzas sucias y casi desbaratadas.
—Chico, dánoslo todo –ordenó el otro, cuya constitución era
propia de alguien fuerte pero desentrenado.
—No tengo nada más que esto... –respondió volviendo a
meter los brazos por las mangas de la camisa, después de haber
dormido abrazado a su propio cuerpo.
—¿Qué haces en y aquí tirado? –rió el primero.
—Me suenas de algo –dijo el gordo.
—Soy... soy el hijo de Orelon Sallaad –Héctor se puso de
pie, sólo para comprobar que no era tan alto como ellos. No
podría intimidarlos-. Ayudadme y os recompensará.
—El hijo de Orelon... ¿Ese imbécil que ayuda a los soldados
a torturar a los nuestros?
—No –Héctor negó con la cabeza.
Su hermano consideraba muy divertido ver zurrar a los
campesinos, y a veces tomaba partido. Héctor sólo miraba y se
reía, nunca le hacía daño a nadie, pero los bandidos no parecían
distinguirlos. El chico se tensó, preparado para correr.

142
—Los Sallaad son escoria –dijo el otro bandido-. Mientras
nosotros pasamos hambre, vosotros os atiborráis en vuestros
banquetes. Y por si fuera poco, nos asesináis sin motivo alguno.
—Yo tenía una granja. Los mercenarios de tu padre la
quemaron. Violaron a mi esposa y mataron a mi hijo. ¿Por qué
tendría que ayudar al hijo de Sallaad?
—¿Por qué no lo matamos?
—¿Al chico?
—Sí. Venguémonos de Sallaad. Él mató a nuestros hijos.
Matemos al suyo.
—¡No! Esperad... –Héctor retrocedió tembloroso-. Juro por
los dioses que yo nunca he... nunca le he hecho daño a nadie.
—Mi Olga tampoco le hizo daño a nadie, y tuvo que
aguantar a quince tipos que la escupían mientras la violaban.
—Te sacaremos las tripas.
—¿Pero qué os pasa? –chilló Héctor-. ¡Estáis locos!
Héctor recordó el modo en que se habían reído Gregor e
Iason cuando marcaron con un hierro ardiente a aquel ladrón que
había intentado llevarse un caballo del establo. Después lo
habían echado al camino igual que habían hecho con él. Y días
antes habían desangrado a un artesano que se había negado a
inclinarse ante ellos. Estaban locos. Todos lo estaban. Incluso él
se había reído con las historias que Gregor le contaba. Tal vez
también estuviera loco, pero él nunca mataría a un chico inocente
que encontrase en el camino.
El hombre de las trenzas sacó la daga y se lanzó a por él.
Héctor echó a correr, pero las piedras del camino le lastimaron
los pies fríos. El otro intentó rodearlo. Tenía las piernas más
largas y llevaba botas. Héctor se encontró en el medio de ellos
dos, sin saber a dónde ir.
—No te puedes escapar, chico noble.
—Si me matáis mi padre os buscará –advirtió él-. Os matará.
—¿Cómo sabrá que hemos sido nosotros? Hay muchos
bandidos por aquí.

143
—Sí, porque los soldados de tu padre se dedican a joder a
los campesinos en lugar de poner orden.
—No podéis... Tened... tened compasión de mí.
Cuando se echaron a reír, aprovechó para escapar en la otra
dirección. Tropezó y cayó, clavándose una roca afilada en la
rodilla. Gritó muy fuerte e intentó arrastrarse por el camino
polvoriento, pero los bandidos se acercaron a él sin prisa. Sus
torpes intentos por escapar les divertían. Estaban disfrutando con
su terror.
—Oh, dioses, piedad... –murmuró Héctor al voltearse.
—Los dioses no harán nada por ti esta vez, muchacho.
El hombre fornido se inclinó sobre él. Algo ocurrió. Hubo
un destello y Héctor vio cómo la daga se dirigía a su garganta.
Pero era muy lenta. Él podía moverse mucho más rápido que la
hoja de metal. Llevó sus manos a la muñeca del hombre y la
aferró. La daga intentó cortar su cuello, pero sólo cortaba el aire.
Héctor no supo cómo, pero doblegó a aquel hombre. Pronto tenía
la daga en su mano, y el bandido estaba caído a un lado.
No sabía cómo lo había conseguido, pero sí lo que tenía que
hacer. Llevó la punta de la daga al cuello del bandido y lo cortó.
Era más duro de lo que parecía, pero sus manos se movieron
solas. El hombre produjo un barboteo. Empezó a sangrar a
chorro y Héctor se apartó de él. Se levantó y amenazó al otro con
la daga.
Antes de que pudiera darse cuenta de lo que había ocurrido,
el bandido ya había huido. Entonces volvió en sí.
—Oh dioses, dioses...
El gordo se moría entre estertores y gorgoteos. Héctor se
miraba las manos como si fueran mágicas. No eran manos
humanas. Eran manos de gigante, o lo habían sido durante unos
segundos, pues nunca habría podido haberle arrebatado la daga a
un hombre adulto con sus propias manos.
Sin pensar, le quitó las botas al muerto y se las puso. Eran
más grandes que sus pies, pero éstos le cosquillearon
agradecidos al contacto con el cuero aún caliente. Héctor

144
también le quitó los , y tuvo que arremangar la pernera varias
veces para poder caminar. Su camisa estaba llena de sangre, así
como sus manos y la camisa del muerto. Lamentó no poder
usarla, pero llamaría demasiado la atención y no debía hacerlo.
No quería tener otro encuentro desagradable.
Limpió la daga en la camisa del gordo y se la metió en la
trasera del calzón. El contacto frío del metal le reconfortaba,
pero prefirió cambiarlo de lugar por si se cortaba por accidente.
Estaba listo para partir. No sabía lo que tenía que hacer, pero
los dioses no querían que muriera y él pensaba contentarlos.
Nunca lo matarían.
Siguió andando y tuvo que pararse a vomitar, pero no había
nada en su estómago y sólo escupió saliva. Se sintió mucho
mejor cuando empezó a correr.
Héctor entró después en una granja para robar comida. El
dueño le descubrió y el muchacho tuvo que herirlo en un
costado. Con los bolsillos llenos de pan seco corrió hasta dejarlo
atrás. Esa vez no sintió ganas de vomitar. Se sentía vivo y
esperanzado, y había entrado en calor.
Ése era el sentimiento que lo embargaba cuando se
entregaba a su tarea. La caza y el asesinato eran un canto a la
vida, a su vida. Mientras matara, él no estaría muerto.
A veces, incluso conocía a su víctima antes de matarla. Se
sentaba a su lado en la taberna y bebía una jarra de cerveza
escuchándoles hablar. Él sonreía pensando en cómo la gente no
sabía nunca dónde les esperaba la muerte. Le gustaba que sus
víctimas supiesen quién las mataba.
Era una lástima que no pudiese hacerlo con el tal Stefan, ya
que no quería arriesgarse a que lo reconocieran. Aguardó a que
el hombre saliera de la taberna. En la oscuridad no pudo
distinguir el pelo castaño, pero sí su modo de cojear. Héctor vio
que renqueaba como si tuviese cojo de las dos piernas. Era obvio
que se había bebido la taberna entera. Se habría bebido hasta el
agua de las letrinas si le hubiesen dicho que era vino negro.

145
Cantaba entre dientes una cancioncilla e iba solo. No era buena
idea caminar solo en la madrugada.
Héctor se acercó a él y le tocó la espalda.
—Stefan.
Éste se dio la vuelta, permitiéndole a Héctor distinguir la
cicatriz de la mejilla.
—¿Qué coño quieres? –farfulló el ladrón. El aliento le
apestaba.
Héctor le hundió el cuchillo en el estómago y Stefan chilló
como un cerdo al ser desangrado.
—Esto es de parte del viejo Reuben –le dijo al oído.
Desclavó y volvió a meterle la hoja de metal algunos
centímetros más arriba.
—Esto es de mi parte.
Los dedos de Stefan se crisparon en su hombro. Manaba
sangre. La daga salió y entró de nuevo, entre las costillas.
—Y esto es de parte de la Hermandad.
Stefan hizo un ruido ronco, faltándole el aire. Abrió mucho
los ojos y se dejó caer sobre Héctor. Él se apartó en el momento
preciso y Stefan se topó con el suelo. Murió deprisa.
—Ahora veamos si admiten este regalo –dijo, guardando el
cuchillo después de limpiarlo.

146
V

Héctor merodeaba la casa del regente desde hacía varias


horas. Tenía un objetivo que lo había obsesionado durante su
estancia en la cárcel y estaba deseoso por cumplirlo. Hundir su
daga en Henkel sería muy dulce, pero después de haber probado
de nuevo la sangre había descubierto que esa no era la única que
quería tomar. Quería ser la muerte, no morir. La vida aún le
guardaba muchos placeres y con Stefan se había sentido más
vivo que nunca.
Había estudiado el recorrido de los guardias y sabía cómo
colarse. Tardó en reunir el valor suficiente para entrar, y cuando
lo hizo el alba estaba a punto de echársele encima. Conocía la
casa de sobra, aunque habían movido algunos muebles. Recorrió
el largo pasillo principal con los ojos de los retratos de los
antepasados de Reuben fijos en él. Héctor los miró con
condescendencia. Escuchó unas pisadas y corrió a ocultarse entre
las sombras, contento de no haber perdido sus dotes de sigilo.
Quienquiera que fuese pasó de largo y bajó al piso inferior.
Héctor volvió a respirar.
La habitación de Reuben estaba en el otro extremo de la
mansión. Héctor giró el picaporte de la puerta con sumo cuidado
y la cerró tras de sí. Dentro apestaba a colonia, como si a Reuben
se le hubiera caído una botella esa misma noche. Héctor se
reencontró con la alcoba en la que lo había recibido tantas veces:
cortinajes, cuadros, un busto del rey Virgilius, una chimenea que
calentaba la estancia, una mesa con sillas de madera maciza y
una vajilla de la mejor loza con reborde de oro y cubertería del
mismo material.
El bulto que era Reuben entre las mantas se movía
acompasadamente. Héctor pensó en lo fácil y que sería rebanarle
el cuello y por un momento se sintió en casa. Aquella era la
seguridad del poderoso, quien a nada debería temer. Su padre

147
también había dormido así, con sus terrenos llenos de hombres
atolondrados y la casa vacía de ellos.
Héctor sonrió y se acercó a la mesa. Los restos de la cena
aún estaban dispuestos allí; Héctor los engulló pasándolos con un
golpe de vino. El ruido de la botella hizo que Reuben se
removiera entre las sábanas. Héctor se acercó a él y se sentó en
la cama. Le puso la mano en la boca y lo despertó.
Los ojos de Reuben se abrieron de par en par.
—Hola –saludó Héctor.
El Regente farfulló algo, pero bajo la mano no se le
entendía. Héctor levantó el puñal y sonrió otra vez. Su piel
amarillenta, las sombras, y la melena sucia y enredada lo hacían
parecer demente.
—No, no voy a matarte. Sólo quiero hablar contigo, Reuben,
así que mantén esta reunión privada y no llames a los imbéciles
de tus criados.
Reuben contestó algo que Héctor no entendió, pero que
interpretó como un sí. Levantó la mano, pero sin alejar un
centímetro la daga.
—¿Se puede saber qué diablos estás haciendo aquí? –
preguntó Reuben con aparente comodidad-. Por los dioses, creía
que tenías algo de sentido común. Estás firmando tu sentencia de
muerte.
—Soy yo el que tiene el cuchillo aquí.
—Y dudo mucho que quieras matarme. Enfúndala otra vez y
hablaremos.
Héctor guardó la daga y, levantándose, se cruzó de brazos.
Reuben salió del lecho y se calzó las zapatillas. Eran de
terciopelo suave, como su ropa de cama.
—Aún estoy a tiempo de matarte si me jodes –advirtió
Héctor-. No tengo nada que perder.
—Y la verdad, no sé qué quieres ganar –contestó Reuben
poniéndose la bata-. Pensaba que te marcharías bien lejos.
Volver es un suicidio, y yo nunca te he tenido como un loco. ¿Te
has machacado los sesos contra los barrotes de la celda?

148
—Sabías cuándo me soltaban, ¿verdad?
—Claro que lo sabía: sigo tu caso. Estaba marcado en mi
calendario. Conseguiste que te redujeran la pena portándote
como un corderito, todo un logro.
—Siete años... siete años encerrado –murmuró Héctor.
—Siete años por tu culpa –replicó Reuben con voz clara,
concentrado en los cordones de la bata-. Tú nos traicionaste.
—¡No os traicioné! Me tendieron una trampa.
Reuben levantó la mirada e hizo una mueca. Era obvio que
no le creía.
Héctor golpeó la mesa. Los cubiertos tintinearon.
—Me da igual que ahora tengas una pataleta de crío –dijo el
noble-. ¿Crees que voy a volver a confiar en ti?
—Si he vuelto, ha sido para vengarme del traidor. –Héctor
ladeó la cabeza, tanteando la expresión de Reuben que, por el
momento, seguía igual-. Me traicionaron, os lo dije. Me hicieron
ir a casa de Allen y cuando llegué, ya estaba muerto. Sé el
nombre de su asesino.
—Sorpréndeme.
—Gabi Henkel. La última misión que me encargaron fue la
de acabar con el traidor al Gremio. Sabía que iba tras él, así que
buscó la forma de acabar conmigo. No tuvo huevos para
matarme, seguro, así que intentó que otros lo hicieran por él.
—Muy rebuscado, ¿no te parece?
—Fue él quien testificó en mi contra. ¿Acaso no lo
recuerdas?
Reuben apretó el gesto. Las sombras caprichosas que
proyectaba el fuego sobre su rostro hacían que pareciera más
viejo, con ojeras más marcadas. Tenía la piel cetrina y el pelo
castaño oscuro, casi negro. Le clareaban las sienes, pero su pelo
había empezado a encanecerse desde que Héctor le conocía.
—No hay ningún Henkel en el Gremio.
—Pues en la Hermandad.
—Tampoco.

149
—Tú no controlas la Hermandad, sólo el Gremio. No lo
puedes saber todo.
—Héctor... –Reuben lo miró con paternalismo y suspiró-.
¿Por qué no dejas las cosas como están y te largas?
El asesino tiró de la mesa y la hizo saltar por los aires. La
cubertería y la vajilla impactaron contra la pared
estrepitosamente y se rompieron en miles de pedazos.
—Te aseguro que estoy harto de que me digan eso –gritó-.
Hasta los cojones.
—Acabas de perder el derecho de hablar conmigo. –Reuben
seguía impertérrito. Héctor deseó darle un puñetazo y derribarlo.
Joderle la vida. Destruir su casa. Matar a sus seres amados.
—Voy a encontrar a Henkel y lo mataré –dijo, con decisión-.
Y te traeré su cabeza para que veas que te soy leal.
—¿Qué clase de fantasía te has creado, Héctor? ¿Una en la
que me enseñas un cadáver y yo te acojo otra vez en mi seno? Tú
y yo sabemos que eso no puede ser. Cometiste muchos errores en
el pasado.
—Me tendieron una...
—Una trampa, sí. Pero aunque intenté ayudarte después, me
traicionaste. Si hubieras esperado callado, no te habría hecho
falta delatar a nadie. Te habría sacado de la cárcel, pero actuaste
como un estúpido codicioso. Es lo que eres, Héctor.
—¿Sabías lo de la trampa? ¿Lo sabías?
—Sí, Héctor, lo sabía.
Puñetazo en la cara. Reuben no se había movido del sitio,
pero Héctor sintió como si se lo hubiese dado.
—No entiendo nada.
—En la Hermandad hay más intereses que los míos y, desde
luego, que los tuyos. Te recomiendo que te marches, Héctor. De
verdad. Nadie te buscará fuera de estos muros: no eres tan
importante.
Héctor volvió a sentir un acceso de ira, pero Reuben lo
acalló.

150
—Hay que saber retirarse, y éste es un buen momento para
hacerlo.
—No lo haré. Mataré a Henkel y entonces que sea lo que
tenga que ser.
Se oyeron voces en el pasillo. El estruendo de la mesa había
levantado a los criados. Reuben se cruzó de brazos, dando por
terminada la conversación y esperando a que Héctor se fuera. El
asesino huyó por la ventana, cayó sobre unos arbustos y corrió
hasta saltar la tapia sin detenerse. Lo persiguieron pero consiguió
darles esquinazo en el bosque.
Paró cuando su cuerpo empezó a quejarse a viva voz por el
esfuerzo. Se dejó caer en el suelo, abatido, furioso. Su cuerpo
hizo ademán de plegarse en posición fetal, pero luchó contra ese
deseo. Se revolvió, poniéndose en pie y quitándose las briznas de
hierba adheridas a la ropa.

Rasgó la bolsa de monedas sin cuidado y se desparramaron


por la mesa provocando un fuerte ruido. Gallon hizo un mohín,
pero Héctor ni se inmutó. Detuvo de un manotazo las tres o
cuatro monedas que casi caían por el borde y dividió el botín en
dos montones con el mismo cuchillo con que había cortado la
bolsa.
—Está demasiado equilibrado –se quejó Gallon-. Me debes
la comida y las gafas.
—¿Qué tipo de amigo serías si intentaras timarme?
—¿Timarte? ¡Pero si me estás tangando tú!
Héctor clavó el cuchillo en la mesa con tanta violencia que
saltaron astillas. La dureza de su mirada no hizo que Gallon se
echara atrás. Movió la mano para apartar unas monedas del
montón de Héctor, pero el asesino bajó el cuchillo hasta el punto
en que hoja y piel se tocaron. Saltó una gota de sangre.
—Yo que tú no lo intentaba.
—¡Vamos, Héctor! ¿Vas a pagarme así mi hospitalidad?

151
—Me lo he pensado mejor. Si necesitas dinero, mendiga.
Conozco un lugar donde te amputarían las piernas por la mitad
de tu montón.
—Soy tu único amigo... Te he apoyado...
—Ya tengo todo lo que quería de ti. Ahora lo hago solo.
Desclavó la daga y arrastró el dinero hacia su propia bolsa.
Gallon dio un golpe en la mesa.
—¡Esto no es justo!
—La vida es dura.
—¿Así me pagas el peligro que corro ayudándote? ¡Soy tu
amigo!
—Tu amistad es muy discutible. No me hagas explicarte el
por qué.
Gallon estaba rojo de ira. Héctor sonrió de medio lado.
—También lo hago porque puedo. No tienes huevos para
matarme.
—Podría delatarte. La Hermandad estaría muy contenta de
saber que has vuelto a la ciudad.
—Tarde. Ya lo saben.
Ató la bolsa y guardó el cuchillo. Se abrochó el cinturón y
subió un pie a la mesa para atarse la bota, manchándolo todo de
barro.
—¿Ya lo saben? ¿Saben que estás aquí? ¿En mi casa?
—No, al menos de momento –el asesino le enseñó los
dientes con una sonrisa forzada-. Esta noche he ido a visitar a
Reuben.
—¡Estás loco!
—Tenías razón: no se ha abierto de brazos. No estaba muy
contento por verme, pero me ha servido para algo.
—¿Te largas?
—Gallon, di de nuevo esa palabra y te juro que te acuchillo
delante de tus hijos.
El hombre apretó la mandíbula. Héctor podía leer en su
expresión el profundo disgusto y la sensación de ser un imbécil.
—Traidor –dijo Gallon por toda respuesta a la amenaza.

152
Héctor alzó una ceja.
—Verás, Reuben me dijo que sabía que era una trampa. Lo
sabía. Él me traicionó a mí, no yo a él. Como ves, no soy un
traidor. Y estoy cansado de todo, Gallon. Ya estoy harto de estar
en esta puta ciudad haciéndole la pelota a la gente equivocada.
Estoy harto de ponerte buena cara cuando en realidad te apesta el
aliento y tu mujer es gorda como una vaca.
—Tu boca huele a mierda de cerdo –contestó Gallon.
— Estoy harto de que me utilicen, de que me confundan y
me jodan. Ahora me toca joder a mí.
—¿Y qué?
—Iré a buscar a Henkel y lo mataré. Y dependiendo del
humor que tenga luego, tal vez me vaya, o tal vez vuelva a casa
de Reuben para echarle el cadáver a los pies. Y después igual lo
mato también a él.
—Estás como una cabra. Si tocas a Reuben te desmembrarán
en la plaza de la Reina...
—Se acabó pensar en la Hermandad o en el Gremio. Se
acabó lamerle las botas a Reuben. A partir de ahora sólo cuento
yo. Por mí como si prenden fuego a la ciudad. No volveré para
ayudar a nadie.
Gallon soltó una risa sarcástica.
—¿Cuándo has ayudado a alguien que no fueras tú,
compañero? ¿Cuándo has hecho algo por alguien?
—Lo he hecho. –Héctor volvió a enseñar los dientes-. Lo
hice cuando pertenecía al Gremio. Todo el día escuchando que
trabajábamos por la Hermandad, por el bien de la ciudad. Por...
A partir de ahora lo haré todo por el puto dinero. Y empezaré a
vivir de verdad.
—Lárgate de mi casa.
Héctor lo derribó de un puñetazo. Se frotó los nudillos,
dolorido. Gallon hizo lo propio con la cara.
—Te lo dije. Odio esa palabra.

153
VI

Se movió por la ciudad a trompicones, deteniéndose sólo


para comer y beber cuando era necesario. Pensó con orgullo que
su cuerpo era una máquina diseñada para matar. La comida y el
agua eran la leña que avivaba su fuego interior. Su propósito
vital sería arrasarlo todo. Pensó que tendría que escribir sus
pensamientos más adelante, cuando todo hubiera acabado. Si los
nobles tenían biógrafos que relataban sus inmundas vidas, él no
iba a ser menos teniendo muchísimo más que contar.
El mal humor se desparramaba en todos sus movimientos.
Llamaba a la gente, la miraba con desagrado y preguntaba el
paradero de Gabi Henkel, con la imagen de su cuello siendo
retorcido por sus manos. Lo imaginaba rubio y de ojos azules,
sospechosamente parecido a Allen. Tenía el cuerpo esmirriado,
ideal para maltratarlo antes de matarlo. Sus ojos se abrían como
platos cuando Héctor lo encaraba y le gruñía:
—Hola, hijo de puta. He venido a matarte.
Las palabras exactas no las tenía muy matizadas, pero sabía
que quería hacerle sufrir siete años condensados en un par de
horas.

Fue muy desagradable ser llevado a los cuarteles. Le


llamaron asesino y lo empujaron a una celda solitaria llena de
inmundicias y meados. Héctor lamentó echar a perder su capa
favorita por intentar dormir la primera noche, y aún así no lo
consiguió. En su cabeza circulaba la misma secuencia una y otra
vez: entraba en casa de Allen siguiendo el encargo de la nota
misteriosa y se encontraba con el cadáver de su compañero. Acto
seguido, la guardia se echaba sobre él y lo arrastraban hasta la
celda.
Pasó tres días en la oscuridad hasta que al fin se abrió la
puerta para dejar paso al juez, que le explicó los cargos que se le

154
imputaban: el asesinato de catorce personas, entre ellos Allen
Vazkartas. Héctor no dejó de expresar su inocencia y de pedir un
abogado, pero nadie lo tuvo en cuenta. No había abogados para
él. Había pensado que Reuben le enviaría ayuda, pero no fue así.
Se dio cuenta de que tras la muerte de Allen Reuben pensaría
que era un traidor. Nada más falso: Héctor había obedecido a la
Hermandad en todo, y había seguido sus designios durante los
cinco años que había pertenecido al Gremio. Empezó a
desalentarse. En la oscuridad se le ocurrían muchas ideas locas,
todas relacionadas con una fuga, pero era imposible. Los muros
eran a prueba de todas sus mañas, y los guardias lo maltrataban
como a un muñeco de trapo. Héctor se fue hundiendo en la
desesperación, y cuando escuchó que su juicio iba a celebrarse,
supo que estaba condenado a muerte.
Alguien le había puesto una trampa. Había sido el traidor,
ese traidor sin nombre que tanto mal había hecho en la
Hermandad. Héctor había estado trabajando en el Gremio para
eliminarlo, pero el traidor se le había adelantado. A ojos de todo
el mundo era un despreciable asesino. Ya le había despojado de
todo, pero aún faltaba el golpe de gracia.
El juicio fue tan rápido que no le dejaron asistir a él.
Tampoco se le hablaron de las pruebas que se habían presentado,
así que dedujo que eran falsas. También estaba el testimonio de
un tal Gabi Henkel que lo situaba en al menos diez de las escenas
del crimen, lo que terminó de convencer a todos. Ni siquiera los
de la Hermandad creyeron en su inocencia.
Héctor, en cierto modo, tuvo suerte. Fue condenado a la
cárcel por un delito que siempre acababa en la horca, algo
extraño teniendo en cuenta que el pueblo clamaba por su sangre.
No le cupo duda que la mano de Reuben estaba detrás de todo
aquello, pero tampoco sabía por qué. Lo entendió cuando
recordó que la Hermandad siempre se ocupaba de sus asuntos en
privado. Le habían considerado anatema y esperaban a tenerlo a
mano para hacerle pagar. La horca habría sido algo generoso. La
cárcel sería su patíbulo.

155
Tiró a la basura su lealtad y habló de ciertos asuntos turbios
de la Hermandad y del Gremio a condición de que se le
protegiera. En la prisión se le apartó del resto de presos y vivió
siete años en una mazmorra diminuta, hasta que le anunciaron
que un nuevo juez había revisado su caso y que había encontrado
incongruencias. Héctor sintió ganas de reír, pero sabía que si lo
se le quebrarían las costillas. Esperó cinco meses a la resolución,
y antes de que se diera cuenta estaba libre de nuevo. Libre para
encontrar a Henkel y subsanar sus errores, aunque algunos no se
podían arreglar.

Pasó el día de acá para allá preguntando sobre aquel nombre.


Nadie sabía de quién hablaba, o eso decían. Héctor fue perdiendo
la paciencia gradualmente, y cuando empezó a poner el cuchillo
en las gargantas, la información brotó de ellas con prisa.
De un vendedor de objetos robados sacó en claro que Gabi
Henkel poseía algunos locales por todo Montreim. Le sorprendió
saber que incluso la Taberna del Cojo le pertenecía. Cuando
pertenecía al Gremio, Allen y él habían ido alguna vez allí junto
a Annaris, una mujer de la Hermandad. A Héctor el local no le
llamaba demasiado la atención, era otra tasca maloliente donde
los parroquianos se ahogaban en licor barato, las putas
encontraban clientes y los vendedores de skonia hacían fortuna.
Iba, en realidad, por Annaris. Se trataba de una mujer que sin ser
bonita era atractiva; a pesar de no ser demasiado femenina, a
Héctor le gustaba mucho. Ella parecía coquetear con él; lo
miraba y se le insinuaba a menudo.
—Le echo una semana –dijo Héctor a Allen en una ocasión-.
Me la follo en una semana.
—¿A Annaris? –preguntó él, sonriendo.
—¿A quién va a ser? ¿Y de qué coño te ríes?
—Bueno... Annaris lleva mucho tiempo intentando follarse a
mi hermana.

156
Héctor abrió la boca, sorprendido, y después torció el gesto.
Allen se echó a reír.
—¡No me digas que no te has dado cuenta! ¡Si cada vez que
pasa una mujer por nuestro lado, ella gira tanto el cuello que le
cruje!
La cara de Héctor era un poema. Allen lo miró y se rió más
fuerte, sujetándose las costillas.
—¡Una semana!
—Perra desviada... –gruñó el asesino.
—¡En una semana! –Allen siguió carcajeándose. Tenía el
rostro congestionado-. Te la vas a follar en una semana. Menudo
tío, te la vas a comer enterita.
—¿De qué te ríes tanto? –Héctor torció la boca, ofendido.
—De todas las pajas que te habrás hecho pensando en
follártela. –Allen lloraba.
—Cállate. Seguro que ya se ha follado a tu hermana.
—¡Qué va! Mi hermana no es de esas. –Allen dejó de
carcajearse, pero cada poco le salía una risita risueña que le hacía
brotar más lágrimas-. Está prometida. Ay, joder. Me duele la
tripa.
—Te mataría.
Lo decía en broma, claro.
Desde entonces, Héctor empezó a bufar a Annaris cuando se
encontraban, como si ella le hubiera tendido una trampa. Le daba
la sensación de que Allen y Annaris se miraban a veces y tenían
que hacer esfuerzos para no reír. Como cada vez que estaban
juntos no dejaba de sentirse abochornado, prefirió encontrarse
con ella lo menos posible, lo cual no era fácil ya que Annaris y
Reuben eran bastante amigos y a menudo estaba en su casa.
Aquella fue una mancha que perduró en su orgullo mucho
tiempo, pero que había olvidado. El recuerdo de la taberna trajo a
su memoria todo lo demás y volvió a sentirse abochornado, pero
también tuvo ganas de encontrarse con ella y darle un
escarmiento.

157
Decidió revisar uno por uno los locales. Preguntaba allí por
Gabi Henkel, atrayendo miradas oscuras. Prefirió dejar los más
frecuentados, y aprovechó para hacer una pausa y descansar
antes de continuar. Cenó fuerte en una posada y se desentumeció
frente al fuego, aunque no por mucho tiempo. Pronto salió de
nuevo a la calle.
Héctor se arrebujó en la capa y se ciñó la capucha. Aunque
le restaba visibilidad, la llovizna le molestaba más. Puso la mano
sobre la empuñadura de la daga para darse seguridad, y cruzó la
noche sin que nadie se percatase de ello.
Tenía la corazonada de que encontraría algo en el último
local. Era más bien su esperanza pues si no conseguía nada, su
única pista se iría a la mierda. Era un almacén solitario que
Héctor había visitado muchos años antes, cuando estaba ocupado
por vendedores de skonia. Lo rodeó para comprobar si había
alguien. Por las ventanas no veía nada, pero tal vez Henkel
estuviese durmiendo.
Mientras se planteaba si debía entrar, algo le llamó la
atención. Por el rabillo del ojo notó que alguien se acercaba y se
dio la vuelta, alertado. Sacó el cuchillo. A la luz de la luna pudo
distinguir el uniforme de los capas azules. Se trataba de un
guardia, un teniente para más señas. Parecía cansado, pues
flexionaba las piernas y cambiaba el peso de un pie a otro
constantemente. Héctor lo reconoció.
—Kurtz –dijo en voz alta.
El capa azul giró la cabeza, sorprendido.
—¿Te conozco? –preguntó engolando la voz. Se tensó al
acercársele Héctor.
El asesino se quitó la capucha.
—Héctor Sallaad –dijo.
—Ah. Eres tú.
Kurtz frunció el ceño. No había dormido y el cansancio
hacía mella en su rostro. Tenía el pelo rubio oscuro y barba
corta. Sus rasgos estaban muy marcados, con mentón cuadrado y
la nariz cincelada. Su casi total falta de expresión le hacía

158
parecer una estatua. Héctor sabía que siempre estaba así, como si
le hubieran metido un palo por el culo.
—Qué casualidad –comentó el asesino.
—Sea lo que sea que estás buscando aquí, es mejor que...
—No, no, no –jadeó-. No lo digas o cometeré un asesinato.
—¿Me estás amenazando?
—No, sólo digo que estoy cansado de que me echen de todas
partes.
—Pensaba que no volverías.
—Qué original. Todo el mundo cree que soy un cobarde.
—Cobarde. –Kurtz estuvo a punto de sonreír-. ¿Has dejado
de serlo en algún momento?
—Estamos en una calle vacía, lejos de los ojos de
cualquiera... –advirtió Héctor, apretando la daga. La rabia se le
subió al estómago. Imbécil pretencioso.
—Si quisieras matarme ya lo habrías hecho. Te apetece
hablar.
—Eres listo, Kurtz. Sí, me apetece hablar.
Se estudiaron mutuamente. La última vez que se habían visto
fue el día en que llevaron a Héctor a prisión. Kurtz estaba más
viejo, nada que ver con los veinte o veinticinco años que debía
tener cuando se conocieron. Seguía siendo tan serio y duro, pero
lo veía muy cansado. Héctor y él habían congeniado, si es que
podía decirse así, cuando el primero estaba muerto de miedo y el
segundo necesitaba ayuda para ascender. Kurtz le proveyó de
protección y Héctor le dio nombres. Por lo que parecía, les había
ido bien a ambos. Al menos a Kurtz sí.
—A mí no me apetece hablar –cortó Kurtz-. No quiero
compañía. Sallaad, tómalo como una orden.
—Pues vamos a hablar –gruñó Héctor tragando bilis-.
Necesito información.
—No voy a darte ninguna información. No ayudaré a
criminales.
—Me ayudaste hace años.

159
—Porque sólo consistía en salvarte el culo mientras yo podía
arrestar a unos cuantos criminales. Y no fueron muchos.
Héctor dio otro paso adelante.
—Cuidado –advirtió Kurtz, con el miedo en los ojos.
—No soy contagioso.
—No quiero tenerte más cerca de lo necesario. Eres
traicionero.
—No voy a clavarte el cuchillo a traición.
—Hace un momento estabas dispuesto a hacerlo.
Héctor chascó la lengua. Meneó la cabeza.
—¿Quieres que te suplique? –La rabia volvió a subírsele a la
cabeza-. Muy bien, te suplicaré. Necesito tu ayuda. Tú y yo
estamos aquí esta noche por un motivo, y podemos ayudarnos en
ello. Estamos aquí buscando a alguien, ¿verdad? ¿Está dentro?
¿Sabes quién es? ¿Sabes en qué se mueve? Llevo buscándolo
todo el día, y estoy acariciando el momento de encontrarnos...
—No voy a ayudarte –dijo Kurtz con terquedad.
—¡Oye! ¡Tienes que ayudarme!
—Te he dicho que no tenemos nada de qué hablar. Ocúpate
de tus asuntos, que yo me ocuparé de los míos. Y da gracias de
que no te detenga.
Héctor se acercó a Kurtz y lo agarró del cuello de la camisa.
Kurtz lo agarró también, y pegó su nariz a la del asesino. Héctor
se tambaleó.
—¿Quieres que te mate? –le gritó Kurtz-. ¿Quieres que te
mate ahora? Lo haré si no dejas de tocarme los cojones. No he
tenido un gran día, Sallaad. Ahora mismo no me importaría
romperte la cara. No eres más que un pedazo de mierda, y yo
estoy muy enfadado. Y como no te largues te juro por mi padre
que te abro en canal.
Héctor estuvo a punto de orinarse en los calzones. Le
flaquearon las piernas y Kurtz lo empujó. El asesino lo miró
contrariado.

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—No voy a entrar en vuestros putos juegos –siguió-. ¡Yo
soy la autoridad aquí, y te ordeno que te vayas! Y si ves a esa
zorra dile que se prepare, porque la estoy esperando.
Kurtz era demasiado corpulento y estaba lleno de ira.
Dominaba a Héctor y lo alejaba del almacén como si fuera un
muñeco. Lo arrastró y lo empujó de nuevo, esta vez con fuerza
suficiente para hacerle caer. Héctor sintió el sabor del barro en la
boca. Héctor se arrastro como pudo, y sin darse la vuelta echó a
correr.

Se detuvo tres calles más allá, con el costado aguijoneándole


y un dolor sordo en el estómago por haber cenado demasiado o
demasiado deprisa. Sintió ganas de vomitar, así que se metió los
dedos para ayudarse. Necesitaba expulsar toda la rabia y la
vergüenza, una plasta anaranjada en el suelo. Héctor se apoyó en
la pared, jadeando. Le dolía todo el cuerpo. Necesitaba
descansar.
El olor de la carpintería le hizo darse cuenta de que estaba en
el centro otra vez. Su posada estaba muy cerca, pero no quería
darse por vencido. Deseaba volver para darle su merecido al capa
azul, pero antes necesitaba tumbarse un poco.
Había un tablón de madera en el suelo, un sobrante que el
carpintero habría tirado, que Héctor juzgó cómodo. Se echó
sobre él mientras intentaba recuperar el aliento. Sin darse cuenta,
se quedó dormido.

Kurtz lo azotaba con el látigo de su padre mientras el viejo


Orellon bramaba órdenes a sus mercenarios. Allen Vazkartas y
Annaris, los mercenarios, le cogieron de los brazos y lo
arrastraron como si quisieran arar la tierra con sus pies. Kurtz, en
el carro, chascaba el látigo rabiando, como si Héctor fuese un
buey de tiro. No veía bien por culpa de la sangre y del sudor, y
no sentía más que dolor. Annaris y Allen reían sin parar. Su
madre detenía la comitiva y le arrancaba de sus brazos, y lo

161
abrazaba. Héctor se dejó mecer por su madre, pero luego sintió
vergüenza al notar el hedor que emanaba de sus ropas y se
apartó.
Kurtz le dio un revés a Annaris y la hizo caer al suelo.
Reuben cerró la puerta de la mazmorra y Héctor corrió hacia
ella. Le gritó perdón y lloró y pateó y prometió mil cosas.
Reuben se encogió de hombros y le dijo con tristeza que no
podía hacer nada. Cuando Héctor se dio la vuelta, desesperado,
se encontró cara a cara con Gabi Henkel. Su rostro era cuadrado
y tenía el pelo corto y oscuro. Héctor quiso saber quién era, pero
Gabi sólo se rió. Kurtz también se rió junto a Héctor. El asesino
llevó sus manos hacia el rostro de Gabi.
Héctor despertó de golpe, confuso. Estaba agitado y tenía
ganas de llorar, pero sólo fue un momento. En cuanto recordó el
sueño, supo dónde estaba Gabi Henkel. ¿Cómo había sido tan
tonto? Kurtz también lo sabía. Él le había dado la clave.
Se puso en pie y resbaló con su propio vómito. No pudo
caerse hacia atrás, porque algo le sostuvo. Otra persona. Y antes
de que pudiera ver quién era, le pasaron una cuerda por el cuello.
Héctor estaba siendo estrangulado.

162
VII

La cuerda se apretó contra su nuez y Héctor se removió


intentando zafarse de ella. Llevó su mano atrás en busca del
rostro de su atacante, pero éste se le escapó entre los dedos. La
cuerda le abrasaba la piel, y por más que se movía no era capaz
de deshacerse de ella. Hizo un ruido gutural, un gruñido
ahogado, y se echó hacia atrás de golpe. El otro hombre dio un
grito y apretó más fuerte la soga. Héctor sentía la sangre
acumulada latiéndole en los ojos. Empezaba a morir,
percibiéndolo todo mucho más difuso, con el pecho a punto de
explotar.
—Así se pagan tus crímenes, perro –le susurró la voz del
atacante.
Héctor dejó de luchar y todo fue más fácil. El atacante se
confió y redujo su fuerza. En ese momento, Héctor embistió de
espaldas. El atacante se resbaló con el barro y se dejó llevar,
trastabillando. Dio un alarido cuando se golpeó contra la pared.
Soltó el agarre y Héctor se apartó, tocándose con una mano el
cuello dolorido mientras tosía trabajosamente.
El otro vestía de negro y parecía joven. Tan joven como
Héctor cuando se unió al Gremio. El chico hizo un esfuerzo para
desclavarse de la pared, soltando otro grito. Se llevó la mano al
costado, donde se había clavado una punta de metal que
sobresalía de entre los ladrillos. Sangraba.
—Tú no me conoces –gruñó Héctor, acercándosele. ¿A qué
había venido? ¿Había acaso una recompensa por su pellejo?-
Cuando yo estaba en el Gremio tú aún eras un mocoso. Fui una
leyenda.
—No eres ninguna leyenda, eres un mierda. En el Gremio no
respetamos a quienes asesinan a sus compañeros.
—Yo no maté a nadie.

163
Héctor intentó apuñalarlo, pero el chico lo esquivó. Le sujetó
el brazo de la daga con la mano izquierda, mientras con la
derecha buscaba sus puntos débiles. Héctor se removía como un
pez fuera del agua, y aún así el cuchillo del chico lo encontró dos
veces, aunque sólo le rozó las costillas.
Le dio un codazo en la cara y el chico se echó hacia atrás.
Héctor saltó sin pensarlo, y le clavó el cuchillo en el vientre una
vez y otra, hasta que el chico dejó de hacer esfuerzos por zafarse.
Aún seguía vivo cuando Héctor se cansó.
Se llevó la mano al cuello y tosió de nuevo, sintiendo que la
garganta se rebelaba contra el aire que respiraba.
—Joder... -Guardó la daga en sus y tanteó el suelo en busca
de la cuerda. Cuando la encontró, enrolló se enrolló un extremo a
cada mano y la tensó-. Que te estrangulen es jodidamente
horrible, chaval.
Héctor rodeó el cuello del chico con la cuerda y apretó. Éste
se removió como había hecho él, sólo que vomitaba sangre y
estaba mucho más débil. Viendo que no era necesaria, dejó la
cuerda de lado y lo estranguló con sus propias manos. Héctor
apretó hasta que sintió crujir algo en su garganta. Fue muy
desagradable, así que se alejó de él asqueado.
Volvió a toser y sintió arcadas, pero no le quedaba nada en
el estómago que vomitar. Sin embargo, se sentía levemente
esperanzado. No habría esperado poder vencer en una pelea
directa contra alguien tan joven y sano. Annaris moriría sin duda.

Héctor llegó a casa de Gallon cuando ya había amanecido.


Entró por la ventana y lo encontró dormido junto a su esposa. El
asesino pateó la cama, que se meneó como si fuera a romperse.
—¡Levanta, hijo de puta! –voceó Héctor.
Gallon se incorporó tapándose con las mantas, como si le
fueran a proteger de la cólera de Héctor.
—¿Qué es lo que quieres? –preguntó Gallon con voz
ahogada.

164
Héctor se acercó a él y lo sacó de la cama tirándole del
cuello de la camisa. Mariola empezó a gritar.
—¡Cállate, vaca gorda! Te mataré –ella obedeció, y Héctor
se volvió hacia su amigo.
Gallon se cubrió la cara con las manos. El asesino lo levantó
y lo empotró contra el armario. La puerta se astilló.
—Ya sé quién es Gabi Henkel. Y tú también.
—¿Qué? ¿Yo? –gimió el hombre.
—Sí, tú. Trabajaste para Annaris hace mucho tiempo.
—No trabajé con ella. Le di clases.
—¿Clases de qué?
—La enseñé a leer y a escribir y... –El cuello de la camisa
volvió a ahogarle. Héctor sentía un extraño placer al hacerle lo
mismo que había padecido él antes, como con el chico asesino-.
¡Basta, Héctor, por favor!
Héctor lo soltó, sólo para ver cuán rastrero era. Las rodillas
de Gallon lo traicionaron y cayó.
—Sigue –ordenó Héctor, dándole un puntapié.
—Fue hace unos diez años –siguió el hombrecillo a duras
penas-. Reuben me pidió que la educara. Era de familia pobre, y
no sabía leer...
—Y sabías su nombre.
—¡Te digo que no tenía ni idea!
Héctor le pegó un puñetazo.
—Cuando nos conocimos trabajabas para ella. ¿Recuerdas el
almacén de las afueras? Es suyo. Allí te conocí hace mucho
tiempo, cuando para ganar dinero extra vendías skonia. No me
acordaba, pero tú te encargabas de las cuentas.
Gallon lo miró temeroso.
—Ese almacén está a nombre de Gabi Henkel –prosiguió-.
Si lo sabe gente de la calle, tú tendrías que saberlo mucho mejor
–Héctor le pateó otra vez, furioso-. Incluso Reuben lo sabe. Me
dijo que en la Hermandad no había ningún Gabi Henkel, pero él
sabía quién era.

165
—Annaris no pertenece a la Hermandad –gritó Gallon-. Es
sólo una amiga de Reuben.
—¿Y por eso la protege?
—No lo sé.
Héctor tiró de él y lo zarandeó hasta la cama.
—Annaris era amiga de Allen –dijo el asesino-.
Seguramente me inculpó para vengarse por su muerte. Pero yo
no lo maté...
—Sé que no lo mataste –dijo Gallon-. Te he sido fiel,
Héctor... Yo... te he ayudado...
—No empieces otra vez. Si me hubieras querido ayudar, me
habrías dicho quién era Henkel y dónde estaba.
—Tenía las manos atadas, Héctor... Me habrían matado...
—Vamos, dime dónde está ahora –Hundió el pie en las
carnes fofas de Gallon. El hombrecillo se limpió el sudor de la
frente con una mano.
—Dudo mucho que esté aquí...
—¿Por qué?
—Porque la noche que llegaste yo... Le dije a un teniente
dónde podía encontrarla. Él la estaba buscando, creía que había
estado matando a un montón de gente en la ciudad... Él...
—¿Kurtz? ¿Danael Kurtz?
Gallon asintió.
—Eres un hijo de puta –le espetó Héctor-. Tan traidor como
cualquier otro. ¿Es que no voy a poder confiar en nadie, joder? –
Apretó la mandíbula y acercó su rostro al de Gallon-. Dime qué
le dijiste a Kurtz.
—Se ve con una puta de Talas Quelatur... Jillian la semielfa.
Cuando viene se queda en su casa. Vino el otro día...
—Bien.
—Pero si el capa azul la está buscando, habrá ido a
esconderse...
—¿Dónde?
—Eso no lo sé.
Héctor le enseñó los dientes.

166
—¡Te juro por mis hijos que no lo sé, Héctor!
—Voy a hacer como que me lo creo.
El asesino se llevó la mano a las heridas. Se le habían abierto
al zarandear a Gallon, y ahora notaba la sangre cayéndole por la
espalda. Apretó los dientes otra vez.
—Voy a ir a hablar con esa puta, pero cuando encuentre a
Annaris y le de su merecido, volveré a por ti. Te enseñaré lo que
es la lealtad.

La puerta de la casa de la puta estaba entreabierta. Héctor le


dio una patada y se abrió de golpe. La mujer que estaba dentro se
sobresaltó.
—¿Quién eres? –preguntó, asustada.
El asesino se acercó a ella.
—Soy el hombre que va a matarte si no me dices dónde está
Annaris.
—¿Qué?
Héctor respondió con un puñetazo. La mujer cayó de
espaldas, tirando la mesa. El sonido de la loza rota anunció que
los vasos se habían hecho añicos. Al intentar levantarse, la mujer
se lastimó las manos.
El asesino la cogió del pelo y pegó su boca a su oreja.
—¡Dime dónde está Annaris! –gritó.
La mujer soltó un alarido a su vez. Empezó a llorar.
—Yo no s...
—¡Mentira!
La empujó contra la pared y la golpeó de nuevo. Los labios
de la mujer se rompieron contra sus nudillos. Empezó a llorar
más fuerte.
Héctor estaba fuera de sí. Era como si esa chica fuese
Annaris, como si ya la hubiera encontrado. Pegarla era fácil. Era
más fácil que escuchar sus quejidos y sus “no sé dónde está”. La
zarandeó por toda la habitación. La tiraba del pelo, la pateaba. Le
pegaba en la cara. Ella se hizo un ovillo gimiente y Héctor se

167
desfogó con ella sin saber lo que estaba haciendo. Dejó de oír sus
súplicas. Sólo quería que las cosas le fueran bien por una vez.
Nunca antes había sido tan violento, y menos con una chica
joven. Podía matar a cualquier persona, pero le daba cierto
reparo hacerlo con chicas. Esta vez no. Estaba furioso. Quería
matar a Annaris, pero podía contentarse de mientras con una puta
con la que encima sí que follaba.
La acuchilló hasta que dejó de gritar. Se dio cuenta de que
estaba muerta y que ahora no iba a poder descubrir dónde estaba
Annaris. ¿Qué iba a hacer ahora? Necesitaba pensar en frío.
Necesitaba calmarse.
Tardó varios minutos. Cuando lo hizo se dio cuenta de que,
escondido entre la pared y la cama, había un niño rubio. El niño
lo había visto todo sin emitir un solo sonido. Héctor pensó que
ojalá ella hubiera sido tan silenciosa como él. Tal vez así no
hubiese perdido el control.
—¿Qué estás mirando? –Intentó amilanarle con un gesto
violento, pero el niño no se encogió. Siguió mirándole con ese
rostro impertérrito que le provocó un escalofrío.
Escuchó un crujido en el piso de arriba y se preguntó qué
capacidad tendrían los vecinos para ignorar los gritos. Necesitaba
salir de allí ya.
Rebuscó entre la ropa de la puta y sacó un abrigo de piel,
negro y muy grande, demasiado para una chica. El calor y el
polvo lo agobiaron, pero estaba ensangrentado y a plena luz del
día cualquier capa azul podría darle el alto.
Merodeó por los alrededores de los cuarteles esperando
encontrar a Kurtz y captó una conversación entre dos capa
azules. El de cara de crío le contaba al otro que había una orden
de busca y captura contra su jefe, pues había desobedecido las
órdenes de sus superiores. Al parecer, la familia del teniente
estaba en peligro. Héctor se rió pensando que tenían algo en
común.
Acudió a la panadería donde había desayunado lo que
parecía mucho tiempo atrás. En realidad, sólo había sido menos

168
de semana, pero los días se le habían torcido en la cabeza y ya no
distinguía qué había pasado cuándo. Echó mano de un par de
monedas, y pagó por dos bollos, cabizbajo para que no vieran las
gotas de sangre adheridas a su rostro y a su cabello. Para su
sorpresa, Kurtz entró tras él. Tenía una pinta horrible, como si se
hubiera pasado corriendo toda la noche. Su uniforme estaba
sucio y desgarrado, y compró lo primero que le dieron antes de
salir con rapidez. Héctor disimuló hasta que se fue.
—Los dioses son misericordiosos –murmuró, siguiendo a
Kurtz.
¿Estaban los dioses de su parte? No lo sabía. Jugaban sus
dados de una manera extraña, haciendo que la fortuna de Héctor
fluctuara de desastrosa a extraordinaria. Se dijo que una vez
todo pasara, tendría que donar algo de oro a un templo.
Continuó hasta llegar a una calle desierta. La vaina vacía que
llevaba Kurtz en la cadera tintinaba contra el aro de metal roñoso
que también pendía de su cinto. Al principio de la noche el
guardia iba armado. ¿Dónde habría perdido la espada? Los
dioses estaban de su lado, no había duda alguna.
Sin más preámbulos, saltó sobre el guardia y le rodeó la
garganta con un brazo. Lo arrastró hasta una callejuela.
—Muy bien, Kurtz, ahora vas a decirme dónde está Annaris.
El teniente intentó soltarse y Héctor le dio una patada con
todas sus ganas. Apestaba a sudor y a humedad. Era como si se
hubiera revolcado en la tarea de una lavandera.
—No te tengo miedo –gimió el capa azul.
Héctor sonrió.
—Cuando te mate a ti iré a por tu familia –dijo, recordando
lo que había escuchado en los cuarteles.
Notó la tensión de Kurtz. Parecía empalidecer de miedo.
Aquello le hizo feliz.
—Ha ido en busca de Jillian –dijo por fin.
—¿Jillian? ¿Quién es Jillian?
—Su amante.
—¡Ah! ¡La puta! Ya es tarde, me la he cargado –casi rió.

169
—Es todo lo que sé –respondió Kurtz como disculpándose-.
Quizá haya ido a la casa a verla...
—Talas Quelatur. Me queda cerca.
Lo empujó contra la pared y lo escuchó quejarse. Héctor
salió corriendo de vuelta a Talas Quelatur. Oh, los dioses lo
amaban, después de todo. Si Annaris acudía a casa de su amante
estaba perdida. Héctor sería letal en un entorno cerrado donde
pudiera usar la sorpresa. Iban a pasarlo muy bien juntos,
rememorando los siete años de encierro.
Subió las escaleras de tres en tres. La puerta seguía abierta,
el cuerpo de la puta en el suelo, pero el niño ya no estaba.
Tampoco iba a ponerse a buscarlo. Estaba pletórico, eufórico.
Quería cantar. Sabía que Annaris era suya y se moría de ganas de
enseñarle lo que había aprendido en el Gremio. Podía matar a
una persona muy lentamente, provocándole infinidad de dolor.
Se escondió tras la puerta. Las piernas ya no le dolían. Su
estómago rugía hambriento, pero él no lo sentía. Era el estómago
de otro, o la bestia sanguinaria que se había despertado en su
interior. Como un león que se agazapa en la hierba, esperó al
momento preciso. No importaban los minutos. Podría aguardar
horas.
La puerta se abrió y Héctor percibió el olor de Annaris.
Saltar sobre alguien desde la espalda era tan fácil...

170
Annaris
Now here I go,
Hope I don’t break down,
I won’t take anything, I don’t need anything,
Don’t want to exist, I cant persist,
Please stop before I do it again,
Just talk about nothing, let’s talk about nothing,
Let’s talk about no one, please talk about no one, someone, anyone
You and me have a disease,
You affect me, you infect me,
I’m afflicted, you’re addicted,
You and me, you and me
I’m on the edge,
Get against the wall,
I’m so distracted,
I love to strike you,
Here’s my confession,
You learned your lesson,
Stop me before I do it again
You’re clear - as a heavy lead curtain want to drill you - like an ocean,
we can work it out, I’ve been running out, now I’m running out. Don’t
be mad about it baby,
You and me, you and me,
I want to tie you, crucify you,
Kneel before you, revile your body,
You and me, were made in heaven,
I want to take you, I want to break you,
Supplicate you, are incurable,
I want to bathe you in holy water I want to kill you,
Upon the alter, you and me, you and me

Infected – Bad Religion

171
El pasado

La niña dejó de un salto el halda de su madre y ladeó la


cabeza. Tenía ojos de pícara, grises como el acero, pero mucho
más dulces. Sus labios se curvaron en una sonrisa traviesa, al
tiempo que decía:
—Juega conmigo, madre.
—Ahora no –respondió ésta, trenzando canastos de mimbre-.
Ve a jugar tú sola un rato.
—Juega conmigo, por favor –insistió la niña, tirándole de la
falda. Como no daba resultado, se agarró a su pierna y tiró. La
madre le dio un coscorrón suave y ella soltó un quejido
exagerado.
—Anda, vete. -Le palmeó el culo y la niña aprovechó la
inercia para echar a correr. Llevaba las riendas de su caballo en
una mano y la espada en la otra.
—¡Soy el rey Virgilius! ¡Mataré a los infieles!
—Ten cuidado, Gabi, no te alejes mucho –advirtió la mujer.
Gabi se dio la vuelta y saludó con la mano de la espada. Su
madre le devolvió el saludo desde el poyo de la entrada de la
casa. Gabi se volvió ceñuda hacia el horizonte, siendo de nuevo
el rey Virgilius. Galopó por las tierras de su familia hasta la valla
que las rodeaba, y salió más allá.
—¡Soy el príncipe Iorek! –Clavó una espada a un elfo
salvaje y luego a otro. Sentía la brisa matinal, la sangre de sus
enemigos, la gloria de la batalla. Oía los gritos de guerra y los
imitaba-. ¡Paso al gran príncipe Iorek!
La costumbre y muchas rodillas despellejadas la habían
dotado de destreza caprina para saltar por los riscos de la
montaña. Gabi ya no era Gabi: era un fiero general del ejército
que cargaba contra las huestes élficas en alguna batalla de las
que su abuelo le contaba... a Gabi. Su caballo relinchó subiendo
la pendiente y atravesó las líneas a la carga. Después volvió a
bajar, tropezando una sola vez y reponiéndose al instante.

172
El rey Virgilius se detuvo ante la linde del bosque. El fin del
rastro las boñigas de vaca indicaba dónde terminaba el campo de
batalla. Gabi endureció el rostro y le hizo una señal a su caballo
para que continuara.
—Vamos, Pontiax, no tengas miedo. Soy el rey y nada
puede ocurrirme.
El jamelgo intentó detenerse, pero su jinete poseía una
determinación férrea, de modo que se internaron en el espeso
bosque teñido de dorado y rojo. El rey vio en el suelo una señal
que utilizaban los magos elfos, de modo que desenvainó de
nuevo.
—No podéis esconderos –advirtió a la espesura-. Salid que
os vea.
Los matorrales se movieron y la hojarasca crujió. Pontiax
levantó la cabeza y relinchó dos veces. Gabi lo calmó con una
suave palmada en el cuello.
—Elfos marranos, cerdos, tramposos... ¡cabrones! ¡Salid que
os vea!
De entre los arbustos surgieron dos elfas, una madre que
cargaba en brazos a una niña más pequeña que Gabi. Ambas
tenían el pelo cobrizo y los ojos dorados, una mirada amarilla tan
profunda que asustaba. Las dos tenían orejas puntiagudas que
sobresalían de su cabello, enmarañado y lleno de hojas. Las dos
parecían muy cansadas, y la madre tenía un arañazo sangrante en
el cuello.
Gabi comprendió que eran tan reales como las cagadas de
vaca que había dejado atrás. La elfa parecía asustada por los
gritos de Gabi, pero al descubrir que era sólo una niña se había
despreocupado. Dijo algo, pero Gabi no lo comprendió. Había
enmudecido. Jamás había visto algo tan bello e inhumano como
los dos seres que tenía ante ella.
La elfa se acercó y Gabi se cayó de culo. No entendía lo que
intentaba decirle, pero sí entendió el gesto de llevarse un cuenco
a la boca. Tenían sed.

173
Gabi se levantó y echó a correr hasta que no pudo más.
Después volvió, pensándoselo mejor, pero las elfas ya no
estaban.

Por la noche, la madre de Gabi se levantó de la cama,


despertándola. La niña se encogió sobre el calor de las sábanas,
dispuesta a seguir durmiendo todo lo posible, pero al escuchar
unas voces en el exterior se puso en pie. Atravesó la vivienda
con la tierra del suelo congelándole los pies y, tiritando, echó un
vistazo afuera desde el quicio de la puerta.
Las elfas estaban allí y su madre hablaba con ellas en tono
bondadoso, aunque Gabi supuso que no se entendían
mutuamente. Les llenaba los odres de agua, e incluso les
entregaba un paquete que por lo que indicaba su madre, era
comida.
Gabi estaba asombrada. Había elfos en su casa, y encima su
madre les ayudaba. A decir verdad, junto a su madre no eran tan
fascinantes como el bosque. Su atractivo se debía a los pómulos
altos y las orejas puntiagudas, pero se parecían mucho a los
humanos. Tenían hambre y sed, y podían ser heridos. Gabi sintió
compasión por ellos y por los elfos de las historias que su abuelo
le contaba.
Volvió a la cama una vez su madre despidió a las elfas. Se
fingió dormida cuando su madre se metió entre las sábanas, pero
no consiguió engañar a su ojo experto.
—Gabi, sé que no duermes.
—¿Hmmm? –musitó, sin dejar de hacer que dormía.
—Has visto a esa mujer, ¿verdad? –le acarició con dulzura el
pelo, negro y rizado-. No hables de esto con nadie, ¿de acuerdo?
—Hmmm... –respondió, haciéndose un ovillo y volviéndose
a dormir.
Gabi nunca volvió a incluir elfos en sus retozos
imaginativos, pero escuchaba con atención los relatos de su
abuelo.

174
Su padre y su tío llegaron días después con tres liebres y una
cierva a cuestas. Iban tiznados de verde y de marrón en las
culeras de los calzones y en los codos por las caídas en la hierba
húmeda. Sonreían y cantaban estruendosamente, y cuando
dejaron la cierva en el suelo, Gabi corrió a esconderse al establo.
Gateó hasta ocultarse tras la portezuela, con cuidado de sortear
los coletazos de las vacas.
—¡Ya era hora! ¡Conejos! –exclamó su madre, que salió de
casa para recibir con un beso y un abrazo a cada uno.
—Nos ha costado atrapar a estos, son unos cabrones
escurridizos –dijo su tío, de amplia sonrisa.
—Ha sido una buena caza –anunció su padre-. Pero por fin
tengo a mi pieza favorita... –Tomó a su madre de la cintura y le
dio varias vueltas. Su madre se agarró a la cabellera negra y
espesa y lo besó con fuerza.
Gabi metió la mano sin querer en un charco de orina.
—¡Agh! –chilló, descubriendo su posición.
—¿Dónde está Gabi? –preguntó su tío, aun sabiendo donde
se encontraba-. ¿Dónde se ha metido esa bribona?
Caminó hacia el establo y su padre lo siguió.
—¿Gabi? –llamó éste, abriendo la portezuela.
La niña ya se había escondido en el heno. Su tío y su padre
buscaron entre las vacas sin encontrarla, hasta que ella
estornudó. Saltaron sobre la niña, que no pudo escurrirse entre
sus manazas. Su tío la cogió y la hizo saltar en el aire, como una
muñeca.
—¡Aquí estás!
—Ven aquí, bribona –rió su padre, intentando cogerla a
pesar de sus pataleos y sus arañazos.- Eres una zorra muy lista,
¿eh?
Gabi le mordió la mano, pero no pudo evitar su firme
agarrón y el abrazo que le siguió. Se retorció entre los brazos del

175
hombre y saltó. Era más rápida que él, así que se metió entre sus
piernas para salir corriendo fuera del establo.
A Gabi no le gustaba su padre. No es que fuera un padre
tiránico o violento. Era un buen hombre, fuerte y bueno, con una
risa que hacía retumbar la casa cuando llegaba. Pese a las
muestras de hostilidad por parte de su hija, nunca dejaba de
pincharla, voltearla ni hacerle cosquillas. Gabi odiaba que le
pasara la barba por la cara para hacerla rabiar, pero a él parecía
encantarle. Además, por la noche ella era relegada a su pequeño
jergón, mientras sus padres hacían ruidos bajo las mantas. Por
suerte, su padre no estaba en casa mucho tiempo. La mayor parte
de las noches se encontraba fuera, así que era Gabi la que dormía
con su madre. Cuando él volvía, la devoraban los celos.
Cenaron la cierva aquella noche mientras sus padres
hablaron de asuntos que Gabi no entendía.
—Tres poblados al norte y otros tres al sur –decía su tío, con
la grasa chorreándole por la barbilla-. Están intentando rodear a
los rebeldes, pero les es difícil. Nosotros conocemos las
montañas y ellos no.
—No nosotros. Nosotros no tenemos nada que ver –
interrumpió su madre-. ¿O sí?
Su tío y su padre intercambiaron miradas.
—Hemos ayudado a un par de rebeldes, pero porque no
podíamos hacer otra cosa –replicó su padre, finalmente-. No
podíamos negarles el...
—¿Y qué pasará ahora? –interrumpió ella-. Los rebeldes
creerán que este es un lugar seguro y vendrán. No quiero tener
nada que ver con la guerra, Francis. Piensa en tu hija.
Gabi levantó la mirada, inquieta. ¿Por qué decía aquello su
madre cuando había ayudado a las elfas? ¿No eran los elfos
rebeldes? Al menos eso había oído decir a su tío.
Su padre miró a Gabi y frunció el ceño.
—Ya te digo, no pasará nada. No tengas miedo, mujer, no va
a venir nadie. Estáis seguras.

176
—¡Gabi! ¡Gabi!
La niña se desplomó desde sus sueños al catre, y tardó en ser
plenamente consciente de lo que ocurría. Su madre la agitaba. La
luz del día entraba por las ventanas, aún escasa.
—¿Qué pasa? –murmuró la niña.
—¡Ven conmigo! ¡Rápido!
La llevó casi en volandas a través de la vivienda, hasta las
escaleras que conducían al sobrado. Empujó a la niña y susurró:
—Sube.
Gabi, asustada, no se atrevió a contradecir a su madre y
subió los tres primeros escalones. La puerta explotó de una
patada. Tres hombres entraron gritando como locos. Su madre
soltó un alarido y protegió a Gabi con su cuerpo.
—¡Tengo una hija! ¡No la hagáis daño, es una niña!
—Al suelo, mujer –farfulló un hombre, arrojándola al suelo
de tierra prensada.
Pisó su cabeza con una bota llena de barro. Gabi intentó
apartársela, pero la empujaron contra la escalera. Gimió al
clavarse los escalones en la espalda. Su madre se echó a llorar y
Gabi la imitó, asustada. Entró otro hombre, aunque podía ser uno
de los que ya estaban. Todos le parecían iguales. Agarró a su
madre del pelo y la sacó de la casa a rastras.
—Coged a la cría –ordenó, sin dejar de tirar de la mujer.
—¿La matamos? –preguntó el que más cerca estaba de ella.
—No.
Los soldados llevaron a Gabi fuera. La niña berreaba, su
madre berreaba, su tío, tirado en la hierba, también berreaba. En
el suelo, su padre ya estaba muerto. Gabi chilló al verlo.
Todos los soldados portaban espadas y algunos, ballestas.
Había muchos, y a cada momento surgían más. Dos salieron de
casa con sus abuelos y los echaron al suelo. Todos lloraban en el
interior del círculo de soldados. Gabi notaba los mocos
rozándole los labios y la lengua, pero no podía dejar de gemir.
—Matadlos ya, no hay nadie más dentro de la casa.

177
Gabi contempló cómo las espadas se hundían en los cuerpos
de la gente que amaba. Primero fue su tío, luego su abuelo,
después su madre, y por último su abuela. Fue tan rápido y
limpio que tardó en darse cuenta de que ya no se movían ni
gritaban y que ella era la única que lo hacía.
Quemaron la casa y se fueron, llevando a la niña consigo.
Gabi dejó de llorar y de gritar, pero no de temblar. Un soldado la
subió a su caballo y se encargó de darle de comer cuando
pararon esa noche a descansar tras la larga marcha, pero ella no
quiso. Se pasó sin comer todo el día hasta que volvieron a
acampar. El soldado intentó darle la sopa a la fuerza; Gabi se la
escupió a la cara tres veces. El soldado dejó de darle de comer y
prefirió tenderle la comida para que quedase a su alcance y ella
decidiera si la quería o no.
Se encontraron con otro grupo, y un hombre que gritaba
mucho ordenó que se dividieran. Habló aparte al soldado que
cuidaba de Gabi, pero ella consiguió escuchar algo de lo que le
decía. El rey había dicho que los niños tenían que ser protegidos.
Tom no parecía muy contento, pero tenía miedo del hombre que
gritaba y asintió a lo que le dijo. Durmieron en un campamento
todos juntos y, a la mañana siguiente, el hombre que gritaba dio
nuevas órdenes. La partida de soldados se dispersó, y el joven y
ella se quedaron solos.
—Me llamo Tom –dijo él montándola de nuevo en su
caballo-. Voy a llevarte a Julianna.
—Te odio –respondió la niña.

Tom la dejó en un orfanato en la capital y nunca volvió a por


ella. Gabi se alegró al principio, pero rápidamente se dio cuenta
de que Tom, pese a su brusquedad, había sido bueno con ella. En
aquel lugar, nadie lo era.
El orfanato debía ser el infierno en la Tierra. Había muy
pocos cuidadores para tantos niños, que crecían asalvajados,
crueles y violentos . Entre aquellas paredes no había más ley que

178
la del más fuerte: todo valía para no ser avasallado por los
demás. Los niños más astutos y fuertes eran los líderes, mientras
que los demás los obedecían. Los grupos eran susceptibles de
cambiar de la noche a la mañana: si un líder se veía insultado y
superado por sus inferiores, automáticamente era convertido en
paria y alguien más fuerte tomaba su lugar. Cada uno era
agredido por otro, que a su vez agredía a un inferior, de modo
que la cadena se perpetuaba eternamente. Lo más bajo de la
cadena eran los niños nuevos. Había huérfanos de guerra de
todos los bandos. Algunos habían visto cosas horribles y a otros
sus padres los habían enviado al orfanato para protegerlos.
Fueran como fuesen, el tormento comenzaba en el mismo
instante en que pisaban la institución.
Gabi no recordaba nada de lo ocurrido en su montaña.
Cuando intentaba volver atrás, al momento en que su familia fue
asesinada ante sus ojos, una película roja lo cubría todo y sentía
ganas de vomitar. Había aprendido a no volver atrás en busca de
consuelo. Ya no podía recordar cómo eran los abrazos de su
madre o los besos ásperos de su padre. Ahora sólo podía
sobrevivir.
Gabi fue el blanco de los golpes y los escupitajos de un
grupo de niñas que dormían en la misma habitación que ella,
junto a otras veinte. Las camas se compartían: tres o cuatro niños
en el mejor de los casos, seis en el peor. A Gabi le tocó dormir
con una de las amigas de Daina, una de las líderes entre las
niñas. La primera noche, la niña estuvo asustada y acongojada.
Lloró en silencio hasta caer dormida y sin darse cuenta se orinó
encima.
A la mañana siguiente, Gabi intentó cubrir con su manta el
húmedo colchón, pero se había extendido más allá de lo que
podía abarcar. Las dos niñas que dormían con ella lo notaron.
—¡Se ha meado en la cama! ¡Se ha meado! ¡Qué asquerosa!
—¡Asquerosa! Apestas a mierda, asquerosa.
Se unieron otras voces a aquel coro. Poco después toda la
habitación se había unido para llamarla guarra, apestosa,

179
asquerosa. Ninguna de ellas olía mejor que Gabi, pero no les
importaba, porque la nueva había tenido el atrevimiento de
mearse en la cama.
Daina le dio un puñetazo en la cara y Gabi se hizo un ovillo.
No quiso llorar, pero las lágrimas se le escapaban entre sollozos.
Nunca había estado con otros niños y no entendía por qué eran
tan crueles. Echó de menos a Tom y a sus padres, pero ya no
podía evocar sus rostros. No podían protegerla.
Durante tres meses fue aplastada por sus compañeras hasta
reducirla a un pedazo insignificante de sí misma. Ya no era el rey
Virgilius –que había quedado enterrado muy en el fondo, con los
cuerpos de sus padres-, ni cabalgaba en busca de elfos por un
bosque imaginario. Su debilidad se acentuó, mental y
físicamente. No comía, dado que las niñas le quitaban la comida.
No dormía, pues tenía miedo de orinarse y que sus compañeras
la ahogasen con una almohada. Sabía que iba a morir allí, que no
iba a soportarlo... y así fue: Gabi murió. Fue apagándose poco a
poco hasta que un día, cuando la niña se levantó de la cama,
Gabi no lo hizo con ella.
Marija había llegado hacía un par de días y Daina ya la
martirizaba. Marija era menuda, de ojos grandes y acuosos y de
lágrima fácil, la víctima perfecta. Daina le dio tres bofetones
cuando no tuvo los reflejos de bajar la mirada cuando ésta se
dirigió a ella. No conseguía comer más que las migajas que le
dejaban y hablaba sola. Una mañana, Marija sacó un espejo de
donde la niña no pudo ver. Marija intentó ocultarlo, sabiendo que
iban a rompérselo si lo encontraban, pero no había podido
evitarlo. La niña supo después que había pertenecido a su madre.
Una de las amigas de Daina saltó sobre Marija y le arrebató el
espejo. Se lo pasó a Daina, que lo tiró contra la pared. El espejo
saltó en mil pedazos.
—¿Por qué hacéis esto? –lloró Marija, desconsolada.
No hubo respuesta. Daina y sus amigas salieron de la
habitación, riéndose, y la niña esperó a que Marija dejase los

180
trozos del espejo en el suelo, habiendo comprobado que no iban
a unirse de nuevo, para cogerlos.
Tuvo cuidado de no cortarse, pero el cristal se le resbaló y se
cortó el pulgar. A pesar de que se mareaba con la sangre, se
mantuvo firme y guardó el trozo más grande debajo de su
colchón; los otros los tiró por la ventana.
La niña esperó a la noche sin poder ocultar su
nerviosismo. Sus compañeras le dieron un golpe en la cabeza.
—No te mees esta noche, asquerosa. -Casi todas las
noches decían algo así, así que la niña guardó silencio y cerró los
ojos para fingirse dormida.
Cuando todas las niñas de la habitación acompasaron su
respiración, ella se levantó y fue hacia la litera más apartada. Se
agazapó sobre Daina sin despertar a las otras tres niñas que
dormían con ella. Con el espejo en la mano pensó que tal vez
podría matarla allí mismo sin que se diera cuenta, pero tenía
mejores planes.
—Despierta, Daina –ordenó la niña poniéndole el cristal
en el cuello.
—¿Qué estás haciendo? –protestó Daina con asco-.
Quítate de encima o...
La niña le hizo un corte con el cristal y Daina chilló.
—Te voy a rajar, Daina. Voy a cortarte el cuello y te
vas a ahogar en tu propia sangre.
—¡No, por favor! -Daina se debatía lloriqueando,
mirando a sus compañeras en busca de ayuda, pero las otras
estaban igual de asustadas y no se movieron.
—Escúchame bien, Daina. Una vez vi cómo un soldado
mataba a unas personas. Las trinchó con la espada. Se llamaba
Tom. Él me dijo cómo tenía que hacer para que la gente sangrase
como un cerdo y eso es lo que voy a hacer contigo, zorra
estúpida.
Daina había enmudecido. La niña la miró con un brillo
de locura en los ojos, como si de veras fuera a hacerlo.

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—No voy a dudar en cortarte en trocitos si me sigues
molestando. Y esto va por todas -alzó la voz para que sus
compañeras, que ya habían despertado por los grititos de Daina,
la escucharan-. Dejadme en paz, porque os mataré si no lo
hacéis.
Nunca más la tocaron. Daina se hizo amiga suya y le
ofreció compartir el colchón como prueba de amistad. La niña
aceptó, pero no dormía bien. Temía que alguna descubriera su
espejo, oculto en el hueco entre la litera y la pared, y la matase
durante la noche.
Llegaron nuevas niñas. Una de ellas se llamaba Rosa y
era enclenque y tímida. La niña le robó la comida el primer día, y
el segundo, y el tercero. Luego le rompió la muñeca de trapo que
llevaba consigo, haciéndola trocitos con su cristal. Daina y sus
amigas rieron mientras lo hacía.

Annaris se convirtió en mujer a los trece años y decidió que


ya era suficiente. Sus tutores legales –muy difusos en cuanto a lo
que oficialidad se refiere, pero al efecto los directores del
orfanato- también decidieron que era hora de irse. La joven fue
puesta en la calle con tres monedas, ropa vieja y su trozo de
espejo, además de un buen surtido de cicatrices en distintas
partes del cuerpo.
Aquello era todo lo que se había llevado del orfanato. El
amor, el cariño y la comprensión habían muerto cuando Tom,
ahora tan difuso en su memoria, se perdía en la distancia. Sabía
que no era la única. En aquel lugar desangelado, pocas eran las
que no perdían los recuerdos de los buenos tiempos o la propia
bondad. Era algo natural, así que después de un tiempo todo el
mundo se acostumbraba.
Como ya no era una niña, quiso empezar de cero, así que
tomó su nombre de la protagonista de una de las historias de su
abuelo. Era extraño, pues mientras que no podía evocar la cara
del anciano, sí que recordaba sus historias. De ese modo borró

182
todos los signos de su pasado, a excepción de los documentos y
salvoconductos que llevaban su nombre verdadero. Y dado que
era una mujer nueva, sin oficio ni hogar, se decidió a ser lo mejor
posible.
Se decantó por convertirse en herrera. Siempre se había
sentido atraída por el ardor de la fragua y el poder de doblegar el
acero bajo el martillo, pero en Julianna nadie quiso escucharla
cuando entró a las herrerías a ofrecerse como aprendiz. No tenía
dinero, ni padres, y sus manos eran demasiado delicadas.
—Tus manos se romperán con el primer golpe de martillo y
esas uñas no durarán nada con el calor de la fragua –le dijo el
herrero, escupiendo entre los dientes.
—Pero soy fuerte y no tengo miedo de trabajar duro.
—Eres mujer. ¿Qué clase de mujer viene a pedirle trabajo a
un herrero? Empléate como costurera, como lavandera, o lo que
sea. Mantente alejada de mi fragua, ¿entendido?
Annaris siguió su consejo y, aunque le agradara poco, fue a
pedir trabajo a la jefa de las lavanderas, que la aceptó por pena.
La joven lavó camisas malolientes hasta que los dedos se le
quedaron arrugados, rojos y ardientes. Acabó agotada y
decepcionada, pues no le daban más que comida. Nada de
dinero.
—Estás aprendiendo y manchas más que lavas –explicó la
jefa-. El sueldo vendrá después, cuando ya sepas manejarte.
—¿Y cuándo será eso?
—Dentro de dos semanas.
Acudió al río durante esas dos semanas, deseando ser
considerada una lavandera al fin. Peleaba con la ropa y la frotaba
con violencia, sacando espuma negruzca que la corriente se
llevaba río abajo. Le dolían los riñones y los brazos, le ardían las
manos y se resfrió.
—Ya han pasado dos semanas –dijo Annaris a la jefa,
esperando el momento en que sería considerada una lavandera de
pleno derecho, con un sueldo decente.
—Sí.

183
—¿Y bien?
—Me temo que eres demasiado...
—¿Qué? –Annaris gritó sin darse cuenta-. ¿Puede decirme
que no me he esforzado, que no sé lavar? ¿Puede quejarse de mí?
La lavandera gruñó.
—Las otras no te quieren cerca, hija. No les gustas.
—¿Por qué? –aulló ella, desesperada.
—Dicen que eres hombruna, maleducada, que hablas con
una lengua muy sucia, que te distraes, que las miras con odio y
que les da miedo esas cicatrices que tienes.
—¡Serán putas! Yo no... –contuvo el aliento-. Por favor,
señora, debe admitirme. Sólo sé hacer esto; me he pasado dos
semanas trabajando con todas mis fuerzas y ahora me dice que
no sirvo. ¡No es justo, joder! No soy ninguna muñeca, lo admito.
No soy la mujer más fina de Julianna, pero trabajo duro.
La lavandera negó con la cabeza.
—Ellas tienen más antigüedad que tú, ellas tienen prioridad.
Mira, si quieres dedicarte a esto puedes intentar hacerlo por libre.
No lo haces mal del todo. Pero si las otras te pescan, te
arrancarán los ojos.
Annaris gruñó con rabia. Se preguntó si podría matarlas a
todas con su cristal, pero eran demasiadas y algunas estaban
gordas como vacas. Entre dos la estrujarían con toda su fuerza y
la matarían. No podía hacer nada.
La joven se perdió por Julianna sin nada que llevarse a la
boca. Gracias al hambre, descubrió que alguna gente era
descuidada y que a veces había comida o ropa en puestos mal
vigilados. Empezó a robar dinero a los mendigos que dormían y
después a las gentes de a pie. Eso sí que se le daba bien. Tenía
las manos finas, la medida justa para meter la mano en sus bolsas
y sacar un puñado de monedas. Era una experta en distraer a la
víctima y quitarle todo lo que llevaba de valor en cuestión de
segundos. Temía a la guardia, pero con el tiempo su actitud se
relajó, pues era más lista y más rápida que ellos y nunca podrían
pillarla.

184
La atraparon seis meses después y la retuvieron en los
cuarteles varios días. Los guardias la castigaban físicamente, la
insultaban y se reían de ella. Annaris se había acostumbrado a
ello en el orfanato, así que no le molestaba. Dejaba que su mente
fluyera fuera de su cuerpo, de modo que era como si le estuviese
pasando a otra.
Después descubrieron otra cosa. Annaris tenía quince años y
aunque no era bonita tenía pechos generosos. Los guardias la
manosearon y pellizcaron, ladrando canciones obscenas en su
oído y amenazando con violarla. Aquello sí que le molestó, pues
nunca antes habían abusado de ella de aquel modo. Intentó
defenderse, pero eso sólo hizo que los guardias la provocaran
con más insidia. No se atrevieron a forzarla porque luchaba con
uñas y dientes y porque en Julianna se castraba a los violadores,
pero se aseguraron de que lo pasara mal.
El juez la dejó ir después de unos azotes. Con el culo y el
orgullo heridos, Annaris volvió a la calle sintiéndose sucia y
ansiosa de algo que desconocía.

Viajó al norte y vivió en Parnasa un tiempo. El lugar era


mucho menos bullicioso que Julianna y, por tanto, los robos no
pasarían tan desapercibidos. No quería volver a sentir las manos
de los hombres revolviéndose en su ropa como culebras.
Recordarlo le provocaba nauseas. No se atrevió a robar de nuevo
por miedo a la prisión, así que se hizo pasar por una buena chica
y encontró trabajo en una panadería. Tenía que levantarse muy
temprano y amasar hasta que le dolían las pestañas. Era mucho
más duro que robar. No obstante, era un trabajo justo y tenía
comida y cama.
Annaris no sabía por qué, pero le costaba dormir por las
noches, turbada por sueños nebulosos y frágiles que después no
recordaba. Despertaba sudorosa en su habitación y se tocaba.
Había visto a los chicos hacerlo, y aunque era distinta a ellos, su
instinto la guiaba. De todos modos, eran soluciones fugaces que

185
no servían de mucho, pues dos noches después volvía a sentir lo
mismo y volvía a no poder dormir. La sensación se incrementaba
cuando había mujeres a su alrededor. Sin saber por qué, su vista
se iba a los pechos y a las faldas, y se preguntaba qué habría
debajo. ¿Era aquello lo que necesitaba? Había escuchado a los
hombres cantar canciones en la taberna, y cuanto más borrachos
estuvieran peor sería la tonada. Una de ellas era “La moza de
Casandevel”, que trataba de una doncella que renegaba de los
hombres y follaba con mujeres. Nadie se dio cuenta en la taberna
de que para Annaris, la canción no era divertida. Mientras todos
reían ella meditaba sobre la grosera letra y se sentía identificada
en muchos aspectos.
Annaris estuvo a punto de buscar a una prostituta, pero se
contuvo por creerse mejor que eso. No dudaba de que, tarde o
temprano, acabaría seduciendo a alguna mujer. Y lo intentaba, de
veras que lo intentaba. Lo hacía públicamente, sin sentirse
cohibida ante las miradas curiosas y despectivas que provocaba
su comportamiento. Sus objetivos, mozas respetables, siempre se
ofendían.
Su trabajo en la panadería peligró cuando el dueño, un joven
de cejas muy negras y espesas llamado Joaquim, le explicó que
debía moderarse o la echaría.
—No quiero desviadas que espanten a la clientela –le dijo,
con voz ronca-. Mantente alejada de las clientas.
Y así lo hizo. Joaquim vivía con su hermana, una preciosa
chica de pelo rojizo, rellenita y de pechos pesados. Annaris no le
había prestado atención hasta que Ivana, que así se llamaba, la
acompañó una vez en las tareas de amasado.
—Mi hermano está enfermo –anunció, subiéndose las
mangas hasta los codos-. Hoy te ayudaré yo.
Ivana tendría unos catorce o quince años. Llevaba la camisa
suelta y al inclinarse sobre la masa casi se le veían los pechos,
dejando sus curvas insinuantes al alcance de los ojos de Annaris.
Cuando Ivana se apartó el pelo de la cara y se manchó de harina,
Annaris estuvo a punto de desfallecer.

186
—Ivana... –gimió, dispuesta a arrojarla contra la mesa allí
mismo. Tuvo que detenerse al entrar Joaquim.
—Ivana, ya puedes irte –le dijo a la joven. Se subía los al
hablar-. La próxima vez, hermana, mira a ver si la leche está en
mal estado, ¿quieres?
Ivana suspiró y puso los ojos en blanco. Salió de la
habitación dejando una estela de sensualidad inocente. Annaris
se mordió los labios con ansiedad.
Por la noche, Annaris abandonó su catre en el piso inferior
de la casa y subió por las escaleras temblando de nerviosismo.
Hasta el más leve crujido le hacía detenerse varios minutos, a
espera de oír el murmullo del sueño de Joaquim. Llegó al fin
hasta la puerta de la habitación de Ivana y en la oscuridad se
quitó toda la ropa. Se coló entre las sábanas de la muchacha, que
al parecer estaba dormida. Pero al meterse Annaris en la cama,
Ivana la apresó con las piernas y, lejos de estar sorprendida o
asustada, correspondía a su excitación. Para ser menor que ella
parecía mucho más experimentada y mucho más dominante.
Annaris no pudo más que dejarse hacer, ahogando sus gemidos
con la mano.
—Ahora vete –dijo Ivana cuando terminaron-. Joaquim se
despertará dentro de poco y querrá que lo ayudes. Por supuesto,
no debe saber nada de esto.
—Pero si no podré dormir apenas. Estoy agotada...
—Se siente –sonrió Ivana-. Yo hoy me sentiré indispuesta.
Nos veremos mañana por la noche.
Entonces se dio la vuelta y se puso a dormir sin ponerse el
camisón.
En efecto, la noche siguiente Annaris volvió a su cama, y la
siguiente, y la siguiente. Ivana la asustaba. Era una muchacha de
dos caras: ante su hermano y todos los demás era inocente,
atenta, amable, nada más que una niña que echaba de menos a
sus padres muertos. Por la noche era una zorra apasionada que
gustaba de juegos dolorosos e incómodos y que manejaba a
Annaris a su capricho.

187
—Llevaba queriendo meterte en mi cama desde que llegaste
–le explicó Ivana-. Pero no te dejabas, así que tuve que jugar
sucio.
—Y envenenaste a tu hermano para exhibirte ante mí –
respondió Annaris con tono irónico.
—No lo envenené, sólo le di leche pasada para que estuviera
toda la noche en las letrinas.
—Eres una zorra, ¿sabías?.
—Quéjate, pero por fin te di lo que andabas buscando. Me
debes tanto que creo que nunca dejarás de pagarme...
Ivana se había iniciado en el sexo, según ella le dijo, con una
de sus amigas de la infancia, de la que se había enamorado. El
final de su historia ocurrió cuando los padres de la chica la
enviaron a un templo, probablemente para separarlas. Ivana no
parecía echarla de menos, no más que a un juguete con el cual se
han pasado buenos ratos.
Eso era algo que Annaris odiaba. Le disgustaba
enormemente no tener el poder, estar a merced de una niña
caprichosa. Ivana le había insinuado que si no la complacía en
sus deseos, Joaquim se enteraría de que era amantes y que él la
mataría. Le recordaba a cuando Daina la tenía a su merced y ella
misma no era más que una chiquilla llorosa que se meaba en la
cama.
La situación se fue haciendo cada vez más insostenible
conforme los deseos de Ivana se iban haciendo más retorcidos,
dejando claro que Annaris era una marioneta en sus manos.
Annaris decidió rebelarse. Una noche no subió, así que Ivana
bajó de madrugada a buscarla. Al ver que Annaris estaba bien,
durmiendo plácidamente, dio una patada furiosa al jergón.
Annaris se despertó de golpe.
—¿No te he dicho que subieras? –inquirió Ivana.
—No quiero subir hoy. Estoy harta de no dormir. Quiero
descansar.
Ivana se subió a horcajadas sobre ella y la besó, pero
Annaris la apartó con rudeza.

188
—He dicho que no.
—¿Quieres que llame a Joaquim? ¿Es eso? –Ante la
indiferencia de Annaris, cogió aire como si fuera a llamarlo.
Annaris la empujó y cayó al suelo con un gritito.
Annaris se sentó sobre sus caderas, alcanzó de su mesita de
noche un estilete y lo puso en su garganta.
—Se acabó, Ivana.
—No te atreverás a matarme, ¿verdad?
—No me gusta la sangre, pero puedo hacer algo mejor.
Cogió a la muchacha de la muñeca y tiró de ella hasta la
habitación principal. Joaquim bajó por la escalera en .
—¿Se puede saber qué son esos golpes? ¿Qué haces con ese
cuchillo?
Annaris hizo que Ivana se arrodillara en el suelo,
manteniéndola amenazada con el arma.
—Joaquim, ya es hora de que sepas algo. Aquí tu hermana y
yo hemos estado follando desde hace tres meses. Ahora puedes
matarme si quieres.
Ivana emitió una exclamación de horror y Joaquim la imitó.
El hermano tiró de ella para alzarla y mirarla a la cara. Annaris
se escabulló hacia su habitación para vestirse a toda prisa
mientras los hermanos arreglaban sus diferencias. Recogió sus
escasas pertenencias, preparadas de antemano, y huyó por la
ventana de su dormitorio.
Con el tiempo, Annaris aprendió a dar con la chica adecuada
en el lugar adecuado. No encontró a nadie que fuera tan abierta
en su inclinación como ella, pero por eso mismo llamaba la
atención de las que querían y no se atrevían. Nunca más tuvo que
doblegarse a los deseos de ninguna, ya que era libre de escoger y
de marcharse cuando quisiera.
Su escasa experiencia con los empleos honrados había hecho
que se desencantara, de modo que volvió a robar. Con
diecinueve años era la delincuente más buscada del norte y eso le
gustaba. Le agradaba la fama, sentirse envidiada por sus ropajes
caros. Comprarse objetos lujosos por el mero placer de hacerlo,

189
para luego regalarlos a mendigos porque no los necesitaba.
Viajaba y trabajaba sola y no necesitaba a nadie. Era la mujer
más libre que jamás había conocido, y eso también le gustaba.

En Montreim descubrieron dónde dormía y la guardia la


atrapó. La llevaron a los cuarteles a rastras. Ella se defendió con
todas sus fuerzas, y a pesar de que le dejaron un ojo morado y el
labio partido, arañó, pateó y arrancó el pelo de tres guardias. La
arrojaron a una celda y no le dieron ni comida ni agua.
No logró conciliar el sueño esa noche. Imaginaba que, si no
la mataban los guardias, lo harían después en la horca delante de
toda la plaza. No podía creerse que fuese a morir tan pronto. Ni
siquiera había cumplido veinte años.
A primera hora de la mañana, su celda se abrió. En lugar de
entrar un soldado o un leguleyo, entró un noble. Annaris había
robado mucho a gente como él: pomposo, recargado y altivo.
Tenía el pelo rubio y fino, y los ojos verdosos. Era de la edad de
Annaris, pero quería aparentar más. Ordenó que cerrasen la
puerta tras de él, lo que la extrañó, pero no abrió la boca al
respecto.
—Gabrielle Henkel, Annaris –murmuró el noble, quitándose
los guantes-. Ha costado encontrarte.
—Ya pueden montar una fiesta.
—Sí, desde luego, pero no por lo que tú crees.
El noble hizo ademán de sentarse en el camastro, pero reculó
al darse cuenta de lo inmundo que era. Annaris sonrió.
—Me han dado la mejor habitación de todo Montreim. Estoy
orgullosa de que quieras compartirla conmigo.
—Tienes mucho valor para hablarme así.
—Eres un crío que no sabe nada de la vida. Si empezase a
contarte todo lo que he visto y he hecho, te pondrías todavía más
pálido y tendría que sujetarte para que no te desmayaras en el
suelo de mi preciosa alcoba.
—Me gusta que odies a los nobles.

190
—No sólo robo a la nobleza. El pueblo llano también tiene
cosas bonitas en sus casas.
—Tenemos mucho de qué hablar tú y yo. Si quieres, claro.
—No entiendo a dónde quieres llegar. ¿No me van a colgar?
—Lo harán si no haces un juramento.
—¿Un juramento? ¿Para qué? ¿De qué valen las palabras?
—Los juramentos pueden romperse, pero en Montreim la
pena por hacerlo es ejemplar. No temas, no voy a pedirte nada
extraordinario. En realidad, poco difiere de lo que has estado
haciendo. Sólo necesitamos tu lealtad.
—¿Necesitamos? ¿Tú y quienes?
—Si quieres saberlo, acepta el trato.
El noble sonrió con franqueza. Annaris chascó la lengua.
—¿Acaso tengo otra opción?

La sacaron del calabozo y la montaron en un carruaje. Allen


Vazkartas, que así se llamaba el joven, fue con ella en todo
momento. Allen le preguntó por sus trucos de ladrona y ella se
los reveló. Le gustaba que la escuchasen, y a él parecían
interesarle mucho.
—No entiendo. Eres un noble. ¿No se supone que tú robas,
pero usando la ley de tu parte?
—¿Quién te ha dicho que sea un noble? El carruaje y la ropa
son prestados.
—O sea, que lo has hecho para impresionarme.
—Puede que sí –Allen sonrió con ojos pícaros.
—Todavía no me has dicho para quién trabajas. ¿Cómo se
llama?
—Reuben. Él sí que es noble, pero forma parte de algo más.
—¿Qué es ese algo más?
—La Hermandad.
—¿Debería saber qué es eso?
—No. La ciudad no conoce a su compañera más fiel.
—¿Ladrones?

191
—Roban, matan... y castigan a los ladrones y asesinos. Son
las dos caras de Montreim, la ley y el caos. Lo son todo. Te
preguntarás qué quiere de ti una sociedad tan poderosa. Reuben
se siente atraído por la gente audaz y tú eres de esa clase de
personas. Se oye de ti en estos parajes más de lo que crees. Te
esperábamos desde hacía tiempo.
—Y Reuben es el jefe de todo ese tinglado, imagino.
—No. Tiene mucho poder dentro de la Hermandad, pero no
es el jefe. La verdad es que nadie sabe quién es el jefe.
La incógnita quedó en el aire y los persiguió hasta que
bajaron en la mansión del tal Reuben. Un par de hombres
trabajaban en el jardín, dando forma a los setos con tijeras de
podar. Un criado los atendió al bajar del carruaje y los acompañó
al interior. Otro se llevó sus capas y un tercero les preguntó qué
deseaban tomar mientras les invitaba a sentarse en el salón. Todo
parecía tan caro, tan noble, que Annaris sintió ligero reparo al
poner su duro culo de plebeya en el sofá. Sí que engulló sin
dudar los dulces que le ofreció un criado, pues no había comido
desde el día anterior.
Enseguida llegó Reuben. Tendría unos treinta y pocos, pero
ya peinaba canas. Tenía el pelo castaño, clareándose en las
sienes, y los ojos oscuros marcados con dos profundas ojeras. Su
nariz era afilada y recta, como el pico de un halcón. Annaris
pensó, con más realismo que pesimismo, que ante un hombre
como él su ojo morado y su labio partido no infundirían mucho
respeto, y que era cuestión de tiempo que la despachara
asqueado. Pero no: Reuben pareció aceptarla, pues al momento
se puso a hablar y Annaris lo escuchó encantada.
Primero, Reuben la alabó. Le dijo que era un placer conocer
a la gran Annaris, de la que hablaban todos los nobles del norte.
Quería conocerlo todo sobre sus métodos, le gustaba la gente
como ella. Annaris sonrió con franqueza a todos sus cumplidos.
No obstante, se dio cuenta de que lo que Reuben intentaba era
cegarla con halagos para conducirla mejor e intentó cerrarse a

192
sus palabras, pero la oferta que le hacían era demasiado
tentadora.
Qué era la Hermandad era algo que Annaris no comprendía
del todo. Imaginaba que era algo muy grande, una reunión de
muchas personas dirigidas por muy pocas, o quizá por sólo una.
Esa Hermandad se dedicaba a controlar todos los aspectos de
Montreim, tal y como Allen le había explicado. La Hermandad
tenía el control de la ciudad por medio del Regente, que no era
más que una figura vacía. El propio Reuben se convertiría más
adelante en Regente, según afirmó, para tener control directo de
la ley. La Hermandad también metía mano en todos los negocios:
había mercaderes a su servicio que regulaban los precios y
controlaban la producción de todas las industrias. Los gremios
estaban controlados por la Hermandad e incluso existían dos
grupos de gremios criminales: el de ladrones y el de asesinos.
—Y me queréis en el gremio de ladrones, ¿no? –dijo
Annaris.
—No –respondió Reuben-. No serás parte de la Hermandad
por así decirlo, pero trabajarás para mí. Necesito... Necesitamos
cosas.
—¿Qué cosas? –Annaris empezaba a interesarse en serio.
—Cosas como las que los antiguos elfos guardaban en sus
ciudades fortaleza.
A la mente de Annaris acudió la imagen que se le había
grabado en la memoria y que ni la sangre había conseguido
arrancar de allí, la de la mujer elfa con su hija en brazos en el
bosque de cobre y oro.
—Hay muchos objetos por los que ciertas personas pagarían
fortunas –explicó Reuben-. Obras de arte, joyas... También hay
una planta de la que se obtienen diversos medicamentos, además
de ser muy adictiva e ideal para su venta y distribución.
Necesitamos dinero y tú nos lo darás.
—¿Y qué obtengo a cambio?
—Libertad. Podrás hacer lo que quieras en este territorio, lo
que quieras. Usa el sentido común: hay ciertas cosas que no

193
podremos tapar. Pero si deseas matar a alguien, podrás hacerlo.
Podrás extorsionar, robar, o chantajear. Cualquier cosa. Serás
tratada como un miembro de la alta esfera de la Hermandad, pero
sin tener acceso a sus secretos. Eres una mujer inteligente y
astuta, con gran potencial. Si no te da miedo viajar, tendrás todo
lo que desees.
—Interesante.
La mujer se acarició la barbilla, analizando las posibilidades.
Podría amasar una gran fortuna y nadie la detendría. Tendría el
poder que había soñado y una ciudad entera para ejercerlo.
—Sólo te pondré una condición. Tendrás que aprender a leer
y a escribir, y también hacer cuentas. Y no estaría mal que
aprendieras geografía y tasación.
—¿Estudiar? –Annaris sonó divertida. Reuben la miró con
ojos cálidos-. De acuerdo.
—Allen ha puesto su casa a tu disposición para que vivas en
ella. El tutor corre de mi cuenta –Annaris asintió-. Sólo te pido
dos cosas: respeto y lealtad. No me gusta que me traicionen. Si
alguna vez lo haces, aunque sea sólo una, me encargaré de que
sufras el peor de los tormentos. Y no es una frase vacía.
—Tranquilo. No soy estúpida –Annaris se metió en la boca
el último dulce y lo tragó antes de contestar-. ¿Cuándo
empezamos?

Annaris se reveló como una pésima estudiante, incapaz de


concentrarse más de quince minutos, rezongando todo el tiempo
y leyendo muy mal. Incluso amenazó al tutor, que usaba con ella
un tono despreciativo cuando fallaba, y Reuben tuvo que
contratar a otro.
Por las tardes, Annaris solía tomar café con mucho azúcar en
compañía de Allen, quien se convirtió con el tiempo en el único
amigo que Annaris había tenido nunca. Allen no tenía títulos de
nobleza, pero su familia poseía un terreno modesto del que
sacaban bastante dinero, lo que le permitía vivir

194
desahogadamente. Al contrario que a Annaris, a Allen le gustaba
mucho todo lo relacionado con la historia y la literatura, y tenía
mucho talento para la música. Tocaba el laúd muy bien, y lo más
que había conseguido Annaris con dicho instrumento era
levantarse a sí misma dolor de cabeza. También amaba los
libros. Ella se reía de él y amenazaba con destrozarlos a
machetazos, pero sabía que Allen no se lo perdonaría.
En ocasiones, Allen y ella iban a casa de Reuben. El padre
de éste, un viejo guerrero veterano de muchas batallas, los
agasajaba como si fuesen nobles de visita. A Annaris le
encantaba la comida que les ofrecía, especialmente los dulces. A
veces también se les unía otro hombre, llamado Héctor Sallaad,
amigo de Reuben y de Allen. Annaris se reía del tipo con ironías
que no alcanzaba a entender, y cuando Allen le contó que Héctor
sentía algo por ella, Annaris se carcajeó sin parar durante una
hora.
Los trabajos que Reuben la encomendaba eran sencillos: ir a
ruinas y saquearlas, buscar tal o cual joya, reunir cierta cantidad
de skonia y distribuirla en la ciudad... Cada vez que Annaris iba
a Tramat o a Iburia, regresaba cargada de joyas y de tesoros. Sus
hombres, un grupo de bribones muertos de hambre, habían
aprendido a obedecerla una vez les demostró que sus tetas no
eran impedimento para ninguna cosa. Les prometió un sueldo
regular y mantuvo a raya a quienes intentaron llevarse más botín
por la fuerza. Después de amputar las primeras dos manos dejó
de haber problemas.
En sus dos primeros viajes había conseguido tanto dinero
como en toda su carrera delictiva y había comprado varios
locales y viviendas por toda la ciudad. Reuben estaba encantado
y la consideraba su favorita. Allen comenzó a sentir celos y dejó
de invitarla a sus timbas y fiestas. A Annaris no le importó
demasiado; se había dado cuenta de que el joven se arrimaba al
sol que más calentaba, y que la amistad que se suponía
compartían era fingida. No obstante, seguían reuniéndose de
cuando en cuando en casa de Reuben.

195
Un día, mientras jugaba a las cartas con Allen y Héctor,
mordió un fruto seco y se rompió el molar. Al sacarse el trozo de
diente de la boca vio que estaba negruzco. De hecho, llevaba
varios días notando molestias por culpa de las caries. Annaris se
guardó el diente roto frotándose la mandíbula.
El dolor fue empeorando hasta que un par de días después se
quejó a viva voz mientras esperaba la llegada de Reuben. Una
criada pasó por su lado limpiando y murmuró:
—Para el dolor de muelas lo mejor es enjuagarse con agua
de cocer cebollas.
—Lo que necesito es que me saquen las muelas, pero no
pienso dejar que nadie me las toque –replicó irritada,
volviéndose para mirar a la criada.
Era una joven, casi una cría, muy atractiva, con el cabello
castaño claro y ondulado, y ojos despiertos de un precioso color
dorado. Annaris se quedó sin respiración, recordando de nuevo
sus siete años y a su elfa en el bosque. Y con ella, también la
muerte de su familia. Annaris sintió nauseas y tuvo que correr
para vaciar el estómago en el patio.
Pocos días después, echaron a la criada y a su hermano por
ladrones. Annaris le perdió la pista y lo lamentó. De haber tenido
más tiempo, habría hablado con ella y la habría tentado. Durante
los meses siguientes pensó en la criada a menudo, pero no quiso
preguntarle a Reuben. Su viejo padre estaba muy enfadado con la
pareja y prefería no parecer interesada en ellos.
Annaris se atrevió a llevar la skonia al sur desoyendo los
consejos de Reuben, que prefería mantener la distribución en el
norte. Aquello le dio mucho más dinero, que utilizó para
conseguir más poder. Pronto se convirtió en la mujer más
influyente de la ciudad, mano derecha del regente Reuben. Y así,
gracias a los cientos de ojos y oídos que tenía en la ciudad, fue
como encontró de nuevo a la chica elfa, que se había convertido
en puta después de que el viejo Reuben la echase de su casa.
Annaris pagó por ella dejando de lado el orgullo y no se
arrepintió.

196
Allen fue asesinado poco después y Reuben pidió a Annaris
que testificara contra Héctor. Después de aquello, todo empezó a
irles muy bien, si es que podía mejorar. Nadie se le oponía. Era
respetada y temida. La ciudad era suya. Por eso se estableció en
Montreim, pese a tener una docena de lugares mejores para vivir.
La razón, en realidad, era Jill.
Annaris se dio cuenta de que no era sólo un divertimento, ni
un desahogo. A pesar de que Jillian era tan imperfecta, débil y
triste, Annaris la quería. Quizás la quería precisamente por eso,
porque le daba justo lo que Annaris buscaba: una réplica ágil en
las conversaciones, disposición para irse a la cama cuando ella
quisiera y completa sumisión. Odiaba sentirse tan atada y
necesitar a Jillian, pero no podía evitarlo. No era como con
Allen. Nunca había deseado la amistad del chico, pero con Jillian
todo era diferente.
Aunque intentaba dejar ver una distancia con su
condescendencia y el modo en que trataba a la prostituta, por
dentro sabía la verdad. Se había enamorado, y era tan nuevo y
poderoso que le daba la vuelta a sus principios y destrozaba sus
defensas.

Seis años después, Annaris cometió un grave error. Reuben


la había enviado al norte otra vez para recuperar un medallón que
había pertenecido a los antiguos elfos, en teoría a su último
príncipe. Annaris partió junto a su banda y tras varios días de
viaje llegó a las ruinas de Tramat. Como siempre, les recibió la
densa neblina de las montañas y Annaris llenó sus pulmones con
ella.
Acamparon en los alrededores y entraron en lo que antaño
fue la calle principal. A ambos lados les saludaban fachadas en
un estado miserable, de palacios derruidos, de templos bañados
de herrumbre y sangre con farolillos de metal retorcido. El
terreno se fue haciendo cada vez más irregular, salpicado de
escombros y maleza.

197
—Tened cuidado –advirtió Annaris, aunque ellos gruñeron
que no era necesario, que sabían lo que hacían.
Bajaron por un camino empedrado y uno de sus subalternos
resbaló, cayéndose de espaldas y haciéndose una brecha en la
cabeza. Annaris se echó a reír y los demás se la unieron mientras
el herido los miraba ceñudo.
Exploraron las ruinas como hacían siempre. La última vez se
habían llevado todo lo que habían encontrado, pero se habían
dejado zonas sin explorar. Annaris permitió que buscasen las
chucherías que desearan mientras ella investigaba un edificio de
forma cilíndrica aparentemente hundido en el suelo. Dicho
edificio era el que guardaba en su interior el medallón, o eso le
había dicho Reuben.
La puerta estaba atascada y tuvo que forzarla para poder
entrar. El interior estaba oscuro y hedía a humedad. Annaris
odiaba la oscuridad, así que salió fuera, encendió una antorcha, y
volvió a entrar.
Avanzó por lo que parecía una escalera de caracol que daba
a un subterráneo. En las paredes había imágenes de la nobleza,
frescos de elfos nobles, de gran porte y parecido entre sí. Annaris
se maravilló ante su imagen. Fijándose en una de las figuras se
dio cuenta de que llevaba al cuello el medallón que buscaba.
Subió para ordenar a sus subalternos que la ayudasen a
explorar el subterráneo. Las pinturas de los elfos perdieron parte
de su magia al ser contemplada por cinco pares de ojos , así que
Annaris no quiso que se detuvieran a verlas. Les indicó que
según lo que Reuben había dicho, el subterráneo bien podía ser
un laberinto y necesitar de días para explorarlo entero. Era hora
de ponerse manos a la obra.
Annaris caminó junto a otro de sus hombres por los largos
pasillos pintados con escenas de la vida élfica. Todo estaba
desierto, con los frescos como únicos elementos distintivos de
qué parte exploraban. Annaris empezó a impacientarse. Llevaban
varias horas allí metidos y nadie había encontrado nada.

198
—No hay nada, sólo dibujos en las paredes y ratas –le
informó uno de sus hombres.
—¿Estás seguro?
—Joder, sí. ¿Acaso soy ciego?
Annaris lo empujó, irritada, y el subalterno chocó contra la
pared. Los demás vocearon en su contra, y por un momento
Annaris pensó que iban a rebelarse, pero un ruido de piedras
rozándose los hizo enmudecer.
Donde había chocado el subalterno se había abierto una
puerta secreta, y de la sala a la que daba paso provenía una luz
blanca muy pura.
—No lo habíais mirado todo –murmuró ella-. Vamos,
adelante.
Con miradas orgullosas, los hombres penetraron en la sala
uno a uno, seguidos de Annaris.
El interior era de piedra y la luz provenía de algún punto en
lo alto. No parecía el sol, pero Annaris no podía precisarlo. Hasta
donde llegaban sus ojos sólo había un blanco que le dolía en las
retinas. En el centro había un pedestal cilíndrico que ella se
acercó a estudiar. Tenía grabada la forma de una mano que
invitaba a ser tocada. Annaris obedeció a su instinto y lo hizo.
Oyó una risa velada a sus espaldas y se volvió, bufando. Nadie
dijo nada.
—El medallón debe de estar por aquí. Buscadlo.
Se dio la vuelta para imitar a sus hombres, pero se escuchó
un crujido a su espalda. La puerta se cerró de golpe y la luz se
hizo grisácea. Las tinieblas cubrieron la sala y Annaris soltó un
grito aterrado.
De la fuente de luz pura surgieron varias figuras
encapuchadas. Al mismo tiempo, Annaris sintió un dolor
punzante en el antebrazo derecho. Intentó sacar su daga oculta,
pero sus miembros no le respondían. Sus hombres tampoco se
movían.
Oyeron un gemido largo seguido por una frase en una lengua
que desconocían. Annaris no tardó en percatarse de que provenía

199
de las figuras, las cuales avanzaban hacia ellos flotando en el
aire.
Uno de sus hombres fue abrazado por una de las criaturas y
comenzó a gritar. La voz se extinguió como un suspiro y lo
último que oyó Annaris fue su cuerpo caer. Otra de las figuras se
aproximaba a ella.
—¡Piedad! ¡Piedad, os lo ruego! Os daré lo que queráis, pero
no me matéis.
Las figuras se detuvieron en seco. Una se adelantó, y para
sorpresa de Annaris, habló en su idioma.
—Humana. ¿Qué puedes ofrecernos?
—¿Qué queréis? –preguntó ella con voz temblorosa.
—Tenemos hambre de muchas décadas. Queremos nutrirnos
y recuperar nuestras esencias.
—¿Comer?
—Necesitamos esencias. Deseamos esencias de los
humanos, los enemigos que nos las arrebataron.
—Esencias... –Annaris jadeaba por el terror. La figura sin
rostro ni cuerpo estaba fija en ella, pero no tenía ojos ni hablaba
por una boca. Era una voz que llenaba el ambiente, proveniente
del otro mundo-. ¿Queréis esencias? Tomad las de mis hombres.
Os las regalo.
Sus subalternos protestaron, pero las figuras blancas se
abatieron sobre ellos con rapidez, provocando el consecuente
silencio. Annaris se llevó las manos a la cabeza, horrorizada.
—Seguimos hambrientos. Devoraremos tu esencia.
—¡No! –Los latidos de su corazón le galopaban en la
garganta-. Por favor, perdonadme la vida. Perdonádmela y os
mostraré dónde podéis devorar más esencias. Más humanos de
los que jamás hayáis visto. Os hartareis de tantas esencias.
—No podemos abandonar este lugar –replicó el espectro-.
Nuestra vida mortal transcurrió en esta ciudad hasta que llegaron
los humanos descargando fuego y azufre sobre nuestros hogares.
Sus enfermedades nos exterminaron rápidamente y sólo aquellos
que huyeron pudieron salvar la vida. Nosotros atamos nuestras

200
almas a Tramat, en espera de la venganza. Tramat es nuestro
hogar y nuestro amarre a este mundo.
Otra de las figuras exigió algo en su idioma. Annaris
empalideció al ser franqueada por dos espectros.
—¿Qué hacéis? –gritó, al borde del pánico.
—Necesitamos un vehículo que nos lleve lejos de Tramat.
Nos ataremos a tu cuerpo mortal y nos llevarás hasta esa fuente
de esencias de la que hablas.
—¿Pero me haréis daño?
—Necesitamos que nos conduzcas hasta las esencias.
Annaris lo tomó como un no. Se encogió al sentir el frío
creciente de los espectros, que se aproximaban y la rodeaban. El
interlocutor se colocó frente a ella y le tomó la mano con una
fuerza invisible. La piel le cosquilleaba de manera desagradable.
Después fue como si un cuchillo al rojo le tallara el brazo.
Annaris apretó los dientes para contener un quejido de dolor, y
no respiró hasta que terminó de ser marcada. Su brazo ardía, y
con la tenue luz que proyectaban los espectros vio que en su
carne había un signo, una cadena labrada en torno a su brazo.
—Ahora condúcenos fuera, humana –ordenó el espectro con
voz gélida.
—Me llamo Annaris –dijo ella, temblorosa-. ¿Y vosotros?
—Nosotros no tenemos nombre. Estamos vacíos de todo lo
que no es el ansia de esencias, pero cuando vivía me llamaron
Zarostor, el intérprete, vasallo del príncipe Lestor.
—¿Está el príncipe entre vosotros?
—Ése es.
La plancha de piedra cedió y la luz volvió a la sala. Annaris
avanzó dubitativa y salió seguida de los espectros. Los Vacíos.
Su resplandor se vició al encontrarse fuera, pero conservaron el
color blanco inmaculado. Parecían figuras humanoides
encapuchadas con capas níveas, pero en cualquier caso,
antinaturales.
Los Vacíos volvieron a quejarse y el intérprete se lo expresó
a Annaris.

201
—Tenemos hambre.
—Tomad las esencias de quienes encontremos en el camino.
Montreim se encuentra a varios días de aquí. Paciencia.

202
El presente

Annaris sintió una mano como una garra que la cogía del
pelo y la hacía arrodillarse. Por un momento pensó que se trataba
del idiota del crío, pero no era tan alto. Y no olía tan mal.
—Oh, joder –dijo una voz masculina junto a su oído-.
Dioses, creo que estoy a punto de correrme ahora mismo.
La mujer se abstuvo de decir nada al respecto, dado que el
hombre que la agarraba tenía el filo de su daga al borde de su
garganta. Su nariz se llenó con su olor a mierda. Joder, era como
si se hubiera estado revolcando en estiércol.
—Hola, Annaris. Hola, Gabi Henkel.
—Hola, quien seas –respondió ella.
—Oh, me conoces, zorra. Me conoces muy bien. Tan bien
como para poner mi nombre en tu testimonio y condenarme a
siete años en la cárcel. –Dio énfasis a sus palabras tironeándola
del pelo. Annaris sintió como si las raíces de sus cabellos
aullaran con cada empellón. Se le humedecieron los ojos por el
dolor a pesar de sus esfuerzos por no llorar.
—¿Sallaad? -¿Es que era el día de reencontrarse con viejos
amigos, o qué? ¿Y por qué todos la cogían desprevenida, si
siempre estaba alerta?
—¡Sí, zorra, sí! –Volvió a tironear y ella se balanceó como
si fuera una muñeca-. ¿Has visto lo que le he hecho a tu amante?
–Dirigió la mirada de Annaris hacia el cadáver-. Pues no es nada
comparado con lo que voy a hacerte a ti.
Annaris tuvo el valor de esbozar una sonrisa, a pesar de que
la sangre le diese ganas de vomitar.
—Ésa no es Jillian, es su hermana. Jillian está viva. Por mí
como si te haces un collar con las tripas de la hermana, Héctor
Sallaad.
Héctor gruñó y la golpeó con la empuñadura de la daga.
Annaris cayó de costado y Héctor retorció el cuello de su camisa.

203
El tejido se quejó cuando la arrastró por el suelo un par de
metros.
—Siete años... –murmuraba él, como enloquecido-. Siete
años... Y todos me habíais mentido. Reuben, tú... Joder. Todos.
Se sentó sobre su cadera y la miró a los ojos. Tenía un
aspecto lamentable con el rostro sucio, el pelo enmarañado y
grasiento y sangre de Ilona pegada a la piel. Héctor levantó la
daga y le pasó el frío metal por la mejilla.
—No sé qué puedo hacerte. Se me ocurren tantas cosas que
no sé por dónde empezar...
Empezar por darse un baño era una idea, pero Annaris se
mordió la lengua para evitar decirlo. Realmente estaba asustada.
Héctor había enloquecido, pasando de ser un simple idiota a ser
un idiota loco con un cuchillo más que dispuesto a clavárselo.
Annaris tragó saliva, observando fijamente sus movimientos.
Héctor le hizo un corte irregular desde la frente al pómulo
izquierdo. Annaris apretó los dientes, notando como su piel se
rompía y comenzaba a sangrar. Eso dejaría marca, joder.
—Te cortaré la lengua y la nariz y las orejas. Y te sacaré los
ojos. Así ya no podrás decir que me viste matando a Allen.
Joder. Entiendo que te cabrearas cuando creíste que lo maté,
pero... ¿inculparme? Dioses, si sólo hubiéramos hablado...
Hizo otro dibujo, esta vez desde la mejilla derecha al
mentón. El filo de la daga lastimó los labios de Annaris y no le
bastó con apretar los dientes. Al oírla gemir, el asesino pareció
complacido.
—Me encanta que hagas eso. Hazlo otra vez, por favor.
Héctor llevó la daga a su ojo izquierdo y la clavó en él.
Annaris gritó en serio. Notó cómo la sangre fluía mientras el
metal se abría paso por su globo ocular. El dolor era espantoso, y
sabía que si se lo permitía la dejaría ciega. Annaris se revolvió
fuera de sí y logró soltarse del agarre del asesino. Le dio un
manotazo en plena cara, dejándole perplejo, y aprovechó para
escapar de entre sus piernas. Sus latidos se apresuraron. Podía
sentirlos en cada uno de los cortes que él le había hecho.

204
—¡Puta! -Héctor, recuperándose, le hizo un corte en la
pantorrilla mientras ella reptaba por el suelo de la habitación.
Annaris lo pateó con esa misma pierna y gateó hasta el taburete
roto, donde se apoyó para levantarse. Héctor le dio un empujón y
la mujer, que no había logrado mantener el equilibrio, se golpeó
contra la pared. El asesino levantó la daga de nuevo. Iba a
clavársela en el otro ojo. La puerta se abrió de pronto.
Annaris rogó porque fuese Jillian.
—¡Annaris! –gritó la chica.
Héctor pareció confuso ante su llegada, momento que
Annaris aprovechó para revolverse y zafarse de él, pero sus
garras de acero la sujetaron del pelo otra vez.
—¡Jillian! –gritó Annaris, y la boca se le llenó de su propia
sangre.
La prostituta se lanzó sobre Héctor sin dudar. No tenía
armas, pero no parecía importarle. Intentó reducir al asesino con
las manos desnudas, pero no pesaba mucho y él sacaba fuerzas
de su locura. Annaris se escurrió hacia un lado, corcoveando. Su
ojo estaba cejado por la sangre y no logró distinguir bien cómo,
pero Héctor logró apresar a Jillian y colocarle la daga en la
garganta. La hoja de metal brillaba húmeda por la sangre de
Annaris.
Jillian le dirigió una mirada apenada.
—Oh, Anna, tu ojo... –musitó, como si la daga no estuviera e
su cuello.
Héctor le dio un fuerte tirón en el pelo y Jillian tuvo que
clavar la vista en el techo. Por las mejillas le corrían lágrimas.
Annaris era incapaz de desviar la vista de ella.
—Cierra esa puerta y acércate –le ordenó Héctor.
Annaris temblaba, lívida. Su cerebro no funcionaba bien.
Sus piernas le hormigueaban por el torrente de sangre que era
bombeado hacia ellas. Jillian se retorcía en manos del asesino. El
ojo le escocía horriblemente.
—Cierra la puerta o la mato ahora mismo –bramó él.

205
Annaris echó a correr. Desconectó, sencillamente: el pánico
la había abrumado. Sus piernas se movían solas, apenas sentía el
dolor o el frío aire que entraba en sus pulmones. No sintió nada
más que el barro bajo sus pies y la estrechez de la calle por la
que podría escapar.
¡No! ¡No, otra vez no! Jillian dependía de ella ¡Tenía que
volver, tenía que salvarla! No podía ser una cobarde otra vez...
—Oh, joder, joder –jadeó, dando la vuelta y corriendo hacia
la casa.
Voló por las escaleras. Tenía tiempo. Había sacado la daga
de su bota y pensaba usarla. Héctor seguiría allí, así que se
lanzaría sobre él y liberaría a Jillian aunque fuese a puñaladas.
Abrió la puerta. No habían transcurrido más que segundos...
No.
Jillian estaba en el suelo. Tenía un corte en el cuello y había
sangre por todas partes. Annaris volvió a sentirse paralizada. Su
primer impulso fue acudir junto a Jillian y poner su mano en la
herida para impedir que se desgarrara, pero ya no había nada que
impedir. El suelo se había encharcado en escarlata. La sangre de
Jillian y la de su hermana se habían mezclado. Era casi poético.
Annaris se quedó allí lo que pareció una eternidad. Se vio a
sí misma entrando en la casa, siendo recibida por Jillian. Notó
sus abrazos y sus besos y la incomodidad de tenerla pegada todo
el tiempo. Notó su calor, aún presente en su piel. Escuchó su risa
y sus murmullos de placer, y sus lamentos.
—¿Por qué te vas siempre? –preguntó la prostituta haciendo
pucheros-. Te necesito, Annaris. Necesito que estés conmigo.
Un grito la hizo volver en sí. La ventana que daba al patio
estaba abierta, y desde ella provenía un sonido de lucha. Annaris
atravesó la habitación pasando por encima de los dos cuerpos sin
mirarlos. No se permitió hacerlo, porque habría vomitado sin
remedio. Se asomó por la ventana.
Héctor y Danael peleaban en el patio. El capa azul era más
fuerte que Héctor y se notaba. Le golpeó dos veces con el puño
en la cara e hizo que se tambalease, pero el asesino le lanzó un

206
tajo. Aprovechando el titubeo de Danael, se escondió entre las
columnas de los lados.
Annaris saltó desde el balcón, haciéndose daño en la pierna
herida al caer a pesar de ser sólo un primero. La lluvia golpeaba
el empedrado del patio y los charcos que allí se formaban. La
sangre que llevaba encima empezó a deshacerse y a mezclarse
con el agua.
Bajó la mirada. Un hilillo de sangre surgía desde su pierna y
caía sin prisa en un charquito. Annaris se sintió fascinada por
ello y lo observó durante horas, hasta que Danael la llamó:
—¡Annaris, cuidado!
La mujer pudo esquivar en el último momento la pasada letal
de Héctor. El asesino había saltado desde la sombras con la daga
en ristre, con una risa que parecía el ruido de una sierra contra la
madera.
Annaris cojeó hacia el otro lado del patio y se escondió tras
una columna.
—¡Siete años! –aullaba Héctor, al otro lado-. ¡Te mataré!
¡Te mataré!
Annaris se sentía sin fuerzas, sin ánimo. Una parte de ella
deseaba morir allí mismo. ¿Para qué continuar? Se notaba tan
exhausta que no le habría importado que la matasen. Pero no
quería que lo hiciera Héctor. Jamás se lo permitiría.
Se asomó para vigilar dónde se hallaba el asesino. Se
encontraba junto a una columna y, tras él, Danael se le acercaba
con cuidado.
—Eres un monstruo –gritó Annaris-. Has matado a Jillian,
pedazo de cabrón...
—¡Volvería a hacerlo! –rió Héctor-. ¡Se lo merecía!
Héctor estuvo a punto de ser alcanzado por Danael, pero su
pisada en un charco hizo que se diese cuenta. Se giró y le
alcanzó en un brazo. Danael se agarró la herida, gruñendo de
dolor, y Héctor aprovechó para correr hacia Annaris. Ella se
escabulló como pudo varios metros más allá.

207
—No, no se lo merecía –murmuró Annaris-. Jillian era
buena...
—¡Jódete! –ladró él desde la oscuridad-. Te he quitado lo
que más querías, igual que tú hiciste conmigo.
Imaginarse sus ojos torvos provocó que la rabia se le
revolviera por dentro.
—Oh, Héctor, pobre imbécil –gritó Annaris-. Realmente te
has creído toda tu historia.
Héctor atravesó el patio rugiendo, daga en mano, pero
Danael se interpuso. A pesar de la herida, el teniente le rompió la
nariz y obligó a Héctor a que se escabullera de nuevo hacia las
columnas, sangrando como un cerdo.
—¿Te duele, hijo de puta? –preguntó la mujer, cojeando
hacia la otra columna-. Duele como los años en prisión, ¿eh? Los
merecidos años en prisión. Los mataste a todos, asesino...
—¡Cállate! –profirió él.
—¿Qué pasa, Héctor? –Annaris se apoyó contra la columna,
dolorida-. ¿Te da vergüenza oírlo? ¿Te da vergüenza escuchar lo
que hiciste?
—¡No soy un traidor! –Parecía que fuese a llorar si Annaris
seguía restregándole la verdad.
—Oh, no, no lo eres. Eres aún peor. Un asesino rastrero.
Héctor soltó un alarido. Annaris vio que estaba confuso, sin
saber dónde se encontraban Danael o ella. Se tambaleó en su
busca, girando sobre sí mismo. La ira fluía tan rápido por las
venas de Annaris que le martilleaba la cabeza.
—Hace siete años te encargaron que te deshicieras del
traidor al Gremio –dijo en voz muy alta-. Allen y tú os cargasteis
a todo vuestro grupo a sangre fría. En tres noches los asesinasteis
a todos, inocentes o culpables, vuestros propios compañeros. Os
habían ofrecido mucho dinero, ¿verdad? No os lo pensasteis
demasiado. Y menos tú, Héctor.
—¡Mentira! –aulló él.
—Eso es lo que tú quisieras. Mentira es lo que te has
contado a ti mismo.

208
—¡Mentirosa! ¡Puta mentirosa! -Héctor anduvo hacia el
lugar desde el que provenía la voz de Annaris. Parecía borracho.
—Y después, otra persona te sugirió que mataras a Allen y
tú fuiste a hacerlo –continuó ella, cambiando de posición-. Tu
gran amigo Allen vendido por un poco más de oro.
—¡Eso no es verdad! Allen era mi amigo, nunca le habría
matado...
—Pero ya se te habían adelantado, ¿verdad? Cuando llegaste
a la casa ya estaba muerto.
Héctor se volvió violentamente. Luego se tiró del pelo con la
mano izquierda.
—Necesitaban una cabeza de turco –Annaris sonreía. Era
una sonrisa dura como el cuero-. La gente estaba preocupada.
Reuben y yo pensamos en ti porque eras idiota, un simple peón.
Él había confiado en ti, te había pedido que limpiaras la
Hermandad de traidores y tú los habías matado a todos. Pensó
que la cárcel te serviría de escarmiento, así que me dijo que
testificara en tu contra. –Un paso en falso hizo que le recorriera
la pierna un latigazo de dolor. Se detuvo y se mordió el labio-.
Mentí. No te había visto matarlos a todos, pero sabía que habías
sido tú. Allen me lo contó. También dije que le habías matado a
él. Otra mentira. Pero las mejores mentiras son las medias
verdades...
—Cállate, perra... –gimoteó él.
—Y Reuben te habría salvado –Annaris se sentía triunfante,
como un abogado en su alegato final-. Le dabas pena pero le
caías bien. Te consideraba leal. El plan era salvarte de la cárcel
con un poco de tiempo, pero hablaste. Ahí se demostró lo
imbécil que eres. No confiaste en él y le contaste a la guardia
cosas que no tenías que decir. ¡Si te hubieras callado...!
—¡Muérete!
—Allen era el traidor, ¿sabes? Lo descubrimos poco después
de que limpiaseis el Gremio. Se había dedicado a filtrar
información falsa para manipular a Reuben y aliarse con los
nobles. El muy envidioso... ¿No es para reírse?

209
—¡Annaris! ¡Vacíos! –gritó Danael, aunque no supo desde
dónde.
Vio por el rabillo del ojo a tres Vacíos que, atraídos por el
aro, se habían acercado al patio. Tres, uno por cada humano. Los
cabrones iban a ponerse las botas. Danael salió de entre las
columnas. Tenía el aro en la mano, como si se preparara para
salir corriendo.
—Ahí estás, puta –dijo Héctor. El grito de Danael había sido
suficiente para que la encontrase. Si iba a morir aquel día,
prefería hacerlo tranquila. Le abriría las tripas a Héctor aunque
los Vacíos se le comieran el alma.
Annaris salió de entre las columnas con su puñal en la mano.
Héctor tenía el pelo pegado a la cara por el agua, la sangre y el
barro, y los ojos desorbitados. Le alegró pensar que, aunque los
dos tuviesen un aspecto lamentable, ella no estaba loca.
—Antes me reía de ti, pero ahora me das asco. ¿Cómo has
podido matar a Jillian? No eres más que un hijo de puta...
—¡Annaris! –gimió Danael.
El grito de Danael la hizo percatarse de que los tres Vacíos
avanzaban hacia ella y Héctor. Él no los había visto aún: tenía
los ojos fijos en ella. Annaris retrocedió y Héctor lo tomó como
un signo de debilidad. Dio un paso adelante.
—¡Dale el aro! –gritó Annaris al capa azul-. ¡Dáselo a él!
Danael dudó por un instante, pero le lanzó la reliquia a
Héctor. El asesino la cogió por instinto y lo miró intrigado. En
sus manos empezó a brillar, porque los Vacíos estaban ya sobre
él.
—¿Qué cojones...? ¿Qué...? –Los Vacíos lo rodearon. Héctor
soltó un grito-. ¡Apartad de mí! ¿Qué sois? ¿Qué vais a
hacerme...?
Annaris entrecerró el ojo para evitar deslumbrarse y cojeó
hacia Danael. Ella creyó que él la rodeaba con el brazo mientras
eran testigos de la muerte de Héctor. Los Vacíos estaban
hambrientos y ansiosos. Arrancaron el alma de Héctor sin que su

210
cuerpo muriese primero, y se la disputaron mientras el asesino
moría entre espasmos.
Una vez se alimentaron del alma de Héctor, los Vacíos
ulularon hacia la posición de Danael. Ellos serían los siguientes.
—Los dioses cuiden a Isabella –murmuró el teniente.
Annaris no dijo nada. Cerró el ojo.
Hubo una vibración terrible en el ambiente y cuando Annaris
abrió el ojo otra vez vio al Vacío que tenía delante
completamente paralizado. El aire apestaba a agua caliente. Vio
cómo los otros dos Vacíos se movían rápido y se alejaban
profiriendo sus horribles alaridos. Annaris sintió cómo el ojo
izquierdo le latía dolorido con cada grito, y se llevó la mano a la
cara para intentar protegérselo. Danael la soltó.
Junto al cadáver de Héctor, cuyos ojos y boca estaban
abiertos de puro horror, yacía el aro de metal bañado por la
lluvia. Reuben se agachó para recogerlo y se lo entregó a otra
persona que Annaris no podía distinguir bien, pero que desde
luego no formaba parte de su guardia personal. Era demasiado
enclenque.
La persona tomó el aro y se lo encajó en el brazo. Annaris
distinguió algo metálico en él, que brilló intensamente al
colocárselo. También vio a los tres guardaespaldas de Reuben
cerca de su señor e impertérritos.
—Regente... –dijo Danael, improvisando una inclinación.
—Reuben –murmuró Annaris, incrédula-. ¿Cómo coño has
hecho eso?
Reuben se acercó a ella con paso tranquilo. Las gotas de
lluvia golpeaban su capa de armiño y no parecían disgustarle. Lo
que sí le desagradó fue el cuerpo de Héctor en el suelo, pero sólo
le dirigió una mirada fugaz antes de volverse a Annaris.
—Me alegra ver que has salido bien parada de todo esto –
dijo sin sonreír.
—Ahórrate el discurso, Reuben. Dime cómo lo has hecho.
—Todos los problemas tienen solución. Me temo que no
buscaste la solución adecuada.

211
Annaris ladeó la cabeza.
—¿Vas a decirme que tú sabías lo de los Vacíos? ¿Que los
puedes vencer?
Reuben se encogió de hombros.
—Sabíamos que en las ruinas de los elfos se encontraban
muchas maravillas perdidas. La vieja armadura de Lestor es una
pieza ansiada por aquellos que conocen las historias élficas de
hechicería y poder.
—Las reliquias que ellos me obligaron a buscar eran trozos
de esa armadura –Annaris entornó los ojos-. Sabía que era algo
que les daba poder, pero no me imaginaba que vosotros también
lo supierais...
—¿Para qué crees que invertimos tanto tiempo y esfuerzo en
ti, Annaris? Te observamos durante mucho hasta decidir que eras
la persona ideal. La Hermandad te formó para que te hicieras con
artefactos mágicos y la armadura era uno de ellos. Por supuesto
que sabíamos qué buscábamos y qué íbamos a encontrar.
—¿La Hermandad...? –Danael miró a Reuben asqueado.
Annaris habría sonreído, de no ser por lo molesta que se
sentía.
—Todo esto lo sabíais y no me lo dijisteis –se quejó-.
Maldito seas, Reuben. ¿No se suponía que confiabais en mí?
—El mejor peón es aquel que no sabe lo que es. Además,
¿qué habrías hecho de conocer el poder de los artefactos? Te los
habrías quedado. O peor aún, te habrías reído de mí. Nadie cree
hoy en día en la magia, Annaris. La magia murió con los elfos
hace muchos años.
—Pero después de todo lo que he visto, creo. Desde luego
que creo –Annaris suspiró-. Os he servido bien durante más de
diez años. Me merecía un voto de confianza.
—En realidad te has servido a ti misma. Nunca abogaste por
nuestros intereses, sólo por los tuyos. Nosotros te dimos los
medios para que te expandieras a gusto, sin saber que todo lo que
hacías nos beneficiaba de algún modo. Todo lo que has podido

212
hacer ha sido gracias a nuestra supervisión. No habrías llegado a
nada sin nosotros.
—Lo dudo mucho.
—¿Ah, no? Aquí mismo está el ejemplo. Podríamos
habernos librado de los espectros con rapidez. Como ves, son
vulnerables al poder de la armadura, cosa que tú desconocías. De
haber confiado en nosotros y habernos informado de lo ocurrido,
te habríamos ayudado. Eres una mujer audaz y muy útil, la
verdad. Pero te callaste... Para cuando supimos lo que ocurría ya
estabas sumida en esta espiral de autodestrucción. Todo esto lo
has provocado tú sola, me temo. Pero para eso estamos aquí,
para remediarlo.
Annaris negó con la cabeza, incapaz de creérselo. Iba a
replicar cuando Danael interrumpió la conversación.
—Por los dioses, ¡eso es un elfo!
Annaris le echó un vistazo al chico que acompañaba a
Reuben. A pesar de la sangre, consiguió distinguir a un
adolescente, delgado y frágil, con el pelo cobrizo y los ojos
castaños. Bajo la capa negra que le cubría casi por completo
llevaba puesta la armadura de Lestor.
—¿Elfos? –preguntó Annaris-. Y elfos jóvenes.
—Desde luego –Reuben sonrió.
—Claro. Una raza entera no puede desaparecer sin que la
Hermandad tenga algo que ver en ello. Y puede que hasta los
criéis vosotros mismos.
La sonrisa de Reuben se acentuó.
—Considero útil los poderes que poseen y que pueden
desencadenar.
Danael, indignado, murmuraba algo que Annaris no podía
entender.
—Te recomiendo que desaparezcas un tiempo, Annaris.
Tienes mi simpatía, pero no la del resto de mis socios –dijo
Reuben con voz clara-. En cuanto a ti, teniente... Creo que es
buena idea que guardes silencio. Serás ascendido si permaneces
callado y ni tú ni tus seres queridos sufriréis daño alguno.

213
—Elfos... –Danael sacudió la cabeza. No parecía haberse da-
do cuenta de la amenaza implícita en las palabras del Regente-.
Es una locura. ¿Qué pasará ahora? ¿Qué va a pasar con la
ciudad? ¿Seguirá a merced de los fantasmas?
—La plaga será erradicada gracias a la armadura de Lestor –
explicó Reuben con suficiencia-. Habrá un tiempo de paz y
esplendor, seguido de un profundo desarrollo que afectará a
Montreim por entero. Será una etapa de bonanza económica y
cultural. La guerra quedará atrás de una vez y todo el mundo
tendrá una oportunidad, y habrá felicidad y grandeza. Nos
extenderemos por todo el norte... y después por todo el mundo.
Danael dio un paso adelante y levantó el puño, como si fuese
a golpear a Reuben. Sus guardaespaldas desenvainaron las
espadas, así que el teniente se lo pensó.
—Mi hija ha muerto –escupió-. Y también ha muerto mucha
más gente. ¿Qué pasa con ellos?
—Lamento tu pérdida –dijo el Regente-, pero, ¿qué es la
vida de una niña comparada con la de todos los demás? –Le puso
una mano en el hombro, que Danael desdeñó con descortesía-.
Entiendo cómo te sientes y dejaré pasar tu insolencia por esta
vez. Sin embargo, mi generosidad es limitada. Si no aceptas lo
que te he ofrecido, me temo que es hora de que tú y tu familia os
marchéis de Montreim.
—No necesito vuestra generosidad, Regente –Danael
levantó la barbilla con orgullo y se giró. Annaris le vio irse entre
las columnas, en dirección al barrio.
Reuben sacó de sus bolsillos y pañuelo y se lo tendió a
Annaris. La mujer lo aceptó y se limpió la sangre de las mejillas,
aunque le escocieron tanto los cortes que no volvió a hacerlo.
—¿Puedo pedirte un favor? –preguntó-. Un último favor.
—Supongo que sí.
—No mates al capa azul. Deja que se vaya, pero no lo mates.
Reuben se encogió de hombros.
—Concedido. Tienes unas amistades extrañas, Annaris.
—No es verdad. Nunca he tenido amigos.

214
Epílogo

Annaris recogió a Viktor y sus cosas y salieron de la casa.


Después de todo lo que había ocurrido, hacerse cargo del niño
era lo menos que podía hacer, por muy raro que él fuera. Annaris
pensaba que a Jillian le habría gustado que ella se quedase a su
hijo, y se lo debía. Le debía muchas cosas, en realidad.
Las heridas del rostro seguían frescas y dejarían feas
cicatrices. Se tapaba la cuenca ocultar vacía con un parche y
caminaba con lentitud debido a la herida de la pierna. Estaba
hecha una mierda, a decir verdad.
Viktor no había hablado mucho desde que su madre muriera.
Tampoco es que hablara demasiado antes, pero ahora parecía
encerrado en su mutismo y torturaba seres cada vez con más
frecuencia. Annaris sabía que el niño era un sádico en potencia, y
en parte por eso le daba miedo llevárselo. No quería criar a un
nuevo Héctor Sallaad, pero era lo que tenía que hacer.
—Oye –le dijo mientras caminaban-. No sé qué idea tienes
de vivir conmigo... Te diré desde ahora que no será algo bonito,
no se me da bien ocuparme de otras personas. No soy tu madre,
así que no esperes amor y comprensión. Tampoco se puede decir
que Jillian te diera demasiado amor, pero joder, quiso que
volviera a por ti. Yo no habría vuelto a por ti, ¿sabes? Habría
seguido adelante.
Si lo hubiera hecho, pensó Annaris sin poder evitarlo, Jillian
seguiría viva. Viktor no dijo nada.
—Realmente me porté como una cerda con ella -Annaris
frunció el ceño, disgustada consigo misma-. Nunca creí que
alguien como ella me... –se interrumpió-. No lo entenderías,
niño. Tu madre era una tía corriente y al mismo tiempo, no lo
era. He conocido a muchas mujeres mejores que ella, pero
joder... Creo que ninguna me hacía sentir... así –suspiró Notaba
un nudo en la garganta-. Odiaba eso, odiaba que me hiciera sentir
de esa forma. Joder... A veces rogaba porque se muriera, ¿sabes?

215
Así me liberaría de ese sentimiento y podría volverme a creer la
historia de que nada más que yo importa. Y ahora está muerta.
Y... –Apretó los dientes- La echo de menos. La echo muchísimo
de menos. ¡Mierda! Está muerta y yo sólo puedo sentirme mal
por ello. No me ha ayudado en nada... Ojalá estuviera viva y
pudiera ir a verla otra vez. Ojalá todo fuera como antes.
Se detuvo y se limpió las lágrimas con la mano, sintiendo un
agudo dolor en los costurones de las heridas.
—No me hagas caso, eh.
Siguieron hasta la plaza de la Victoria, donde la esperaba
Danael. Ya no vestía de azul, sino que llevaba una camisa blanca
y grises, sencillos. Parecía estar mejor que la última vez que se
habían visto, en el entierro de Jillian. Habían hablado un poco.
Danael no ocultaba su desprecio por ella, pero ya no parecía
odiarla. Necesitaba alguien a quien hablarle de la Hermandad, de
los sentimientos que le inspiraba la ciudad, de su hija muerta.
Annaris no quería ser su confidente, pero le había escuchado
porque no había sido capaz de negarse. Se sentía un poco
culpable, por gracioso que fuera. Por primera vez en sus treinta
años, Annaris se sentía culpable. Era para llorar de la risa.
En su fingida amistad, Danael y ella habían acordado
despedirse. Y allí estaban, pasando un momento de lo más
incómodo.
—¿Y el niño? –preguntó él, señalándolo intrigado.
—Es el hijo de Jillian. Me lo llevo. Creo que a ella le habría
gustado que me encargase de él.
—¿A dónde iréis?
—No lo sé. La verdad es que no tengo ni idea. Tengo dinero
y comida y cuando me aburra de viajar, me asentaré en alguna
parte. ¿Y tú?
—Nos mudaremos a otra parte. De todos modos, vayamos a
donde vayamos, llegarán allí. -Annaris vio que la mandíbula de
Danael se contraía. Antes se habría reído de él, pero sabía cómo
era sentirse así de impotente-. Oye –dijo con voz ronca-. ¿Crees
que podrás ocuparte de un niño?

216
Annaris entornó el ojo.
—No sé, no tiene mucho misterio.
—Tengo tres niñas en casa, sé a lo que me refiero. A ti no te
van los niños. Acabarás loca.
—Bueno, ya, pero tengo que llevármelo. El crío no tiene a
nadie, ¿sabes? Toda su familia murió en dos días. La otra puta,
Yirne, tampoco quiere quedárselo -A decir verdad, no le
extrañaba.
Danael se rascó la barba.
—Yo estaría dispuesto a quedármelo.
Annaris soltó una carcajada sarcástica.
—Hablo en serio –insistió el capitán-. Siempre he querido
tener un varón.
La mujer miró al niño, que escuchaba con expresión ausente.
Sí, sin duda estaría mejor con Danael que con ella.
Dejó la bolsa con las cosas de Viktor en el suelo y se cruzó
de brazos.
—Todo tuyo. Y no vale echarse atrás.
A Danael le brillaban los ojos de la emoción.
—¿Cómo se llama? –preguntó.
—¿Cómo te llamas? –preguntó a su vez Annaris.
El niño levantó la mirada vacía y pareció pensarse si iba a
molestarse en contestar. Al final abrió la boca para decir su
nombre.
—Viktor.
—¡Viktor! –exclamó Danael -Aquel hombre hecho y
derecho parecía dispuesto a llorar. Annaris arqueó una ceja y él
la miró sonriendo-. ¿No lo entiendes? Mi padre se llamaba
Viktor. Siempre quise... Los dioses... Los dioses son
misericordiosos.
Por supuesto que lo eran.

217
Agradecimientos

Ares Cancio: Por entender tan bien a Jillian, mucho mejor


que yo. Por enseñarme las cosas bonitas que escribo sin darme
cuenta.
Sara Serantes (Sam): Por demostrar que las piedras en los
estanques generan ondas. Y ondas de verdad.
Jose Herrera: Por ser mi fan.
Alba Lanuza: Por darme envidia. Nunca te agradeceré
suficiente que me hicieras ponerme a escribir en serio.
Cristina Domenech: Por animarme a hacer el NaNoWriMo.
Por amar la literatura y enseñarme tanto sobre ella. Por amarme a
mí.
Adrián Sánchez: Por darme la idea y el aliento. Por
fustigarme para que siguiera corrigiendo. Por imprimirme mis
“princeps”. Este libro es tuyo.

218
ÍNDICE

Danael...........................................................................5
Jillian...........................................................................65
Héctor........................................................................117
Annaris......................................................................172
Epílogo......................................................................215
Agradecimientos.......................................................218

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