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ENSAYOS & DISCURSOS

Una recopilación esencial de la brillante obra no narrativa de Faulkner, puesta


al día y con abundante material nuevo. Pero sobre todo una singular mirada a la vida
del maestro estadounidense.
Este volumen incluye el discurso de aceptación del Premio Nobel, una reseña
de El viejo y el mar de Hemingway (en la que sugiere que su autor ha encontrado a
Dios), y algunas joyas reunidas recientemente, como el ácido ensayo 'Sobre la crítica'
o el cautivador 'Nota sobre una fábula'. Piezas como 'Sobre la privacidad (El Sueño
Americano: ¿Qué le sucedió?)' deberían ocupar un lugar junto al discurso del Nobel
como uno de los más importantes y proféticos documentos del siglo, se trata de una
maravillosa crítica sureña al materialismo y al falso progreso estadounidenses. La
edición contiene también cartas al público elocuentemente dogmáticas sobre los temas
más variados, desde las relaciones raciales y la naturaleza de la ficción hasta la caza
de ardillas salvajes en su finca. Este libro ofrece un medio excelente para analizar el
pensamiento del escritor y debería servir de ayuda para juzgarlo correctamente. No
sólo no ha pasado de moda con el tiempo, sino que se ha vuelto más incisivo e
impactante.

Título Original: Essays, speeches & publics letters (1966)


Traductor: Sanchez Usanos,, David
©1966, Faulkner, William
©2012, Capitán Swing Libros, S.L
ISBN: 9788494027949
Generado con: QualityEbook v0.84
Generado por: oleole, 18/10/2017
William Faulkner

Ensayos & Discursos

INTRODUCCIÓN de David Sánchez Usanos


Prólogo de James B. Meriwether
Colección Entrelineas
William Faulkner o cómo ganar una partida de dados

DAVID SÁNCHEZ Usanos

Hay un momento en la vida en el que todo adolescente sueña con ser escritor. No
con escribir libros, sino con ser escritor. Es decir, con llevar una vida bohemia, libre del
yugo de horarios, jefes y oficinas, siempre atenta a lo verdaderamente importante: la pasión
violenta, la esquiva felicidad, los mil signos que arroja el destino. Una vida de aventura,
seducción y velocidad. Una constatación de que se es diferente, de que no se forma parte de
esa gente gris y sin gracia que puebla —y domina— el mundo. Esa idea termina muriendo
irremediablemente. Como la adolescencia, tal vez con ella. A veces ese horizonte, el
apuntado por la afirmación «algún día seré escritor», se va desplazando constantemente
hasta que termina convirtiéndose en un gesto, en un ritual privado, en algo que se guarda en
el fondo del alma como una especie de salvoconducto expedido por alguna misteriosa
autoridad, un secreto que nos protege, que nos redime, de la vida monocorde que vamos
viviendo «mientras tanto». Otras veces esa promesa se abandona como se abandona una
pasión juvenil, como algo que, pasados los años, se interpreta que pertenecía a un momento
muy particular de nuestra vida, una canción, un olor o una prenda que en aquella época lo
eran todo pero que ahora sólo nos provocan, en el mejor de los casos, una sonrisa
condescendiente.
Pero quien asiste de un modo definitivo a la muerte de esa romántica idea de «ser
escritor» es precisamente el que acaba siéndolo. Porque se reencuentra con aquel yugo que
quería conjurar: editores y editoriales, cartas de rechazo y cifras de ventas, novedades,
prisas, presiones, apuros, malos modos. El horario, el jefe, la oficina. Y entonces descubre
que ser escritor es un oficio. Como el que cría caballos, el que trabaja a martillo los metales
o el que labra la madera. Que tiene que ver con la pasión, con la violencia y con la vida
aguijoneada por el azar o el destino. Pero que esos elementos, por sí mismos, no son
literatura. Más bien son los materiales con los que él ha de intentar hacer libros. Aprende
que escribir no es veleidad sino, como decíamos, oficio. Entonces, una vez que entra en
contacto con el negocio, hay algo de aquel adolescente que se marcha para no volver.
William Faulkner sabía muy bien de qué iba esto. Conocía a fondo el oficio y en
esta colección de ensayos, cartas y discursos aparece una y otra vez el amor de su vida, el
demonio de tres caras que se alimentó de su alma a cambio de un trozo de inmortalidad: el
Sur, el Mississippi, la literatura. Y Faulkner lo nombra, lo describe y lo santifica. Faulkner
no nos muestra los secretos de su pericia, aquello que le hace escribir como escribe. Nadie
puede enseñar eso, porque nadie lo sabe. Faulkner tampoco sabía cómo lo hacía y, por
tanto, no podría habérnoslo contado aunque hubiese querido. Lo que sí nos muestra, lo que
sí ha decidido compartir, es cierto credo y cierta sintomatología relativos a la literatura: por
qué quiere escribir, cuál es la causa de que determinados textos no funcionen, qué
reacciones le suscitan ciertos personajes y descripciones. Fenomenología, eso es. Lo que
Faulkner nos expone es una fenomenología de la escritura: la presentación, o
descomposición, de la experiencia del escritor. Un retrato, una pintura, a partir de la que
podemos reconstruir la idea de la literatura que tenía Faulkner. Y esta aparece como un
poder, una fuerza, que nunca se puede dominar por completo. Como si el escritor fuese una
especie de alquimista que dispone un conjunto de elementos que se transmutan en algo
distinto. En algo vivo.
Esta colección de textos aborda numerosas cuestiones: lo intrincado del conflicto
racial en el sur de los Estados Unidos, las paradojas de una modernidad —o
mercantilización— profundamente insatisfactoria o la sobrecargada atmósfera de la Guerra
Fría. Pero estos y otros asuntos se encuentran siempre anudados por la experiencia literaria.
La literatura se presenta como una estrategia orientada a la comprensión pero también a la
supervivencia. Una táctica que permite al escritor, si tiene éxito, burlar a la muerte (o al
olvido, que viene a ser lo mismo). Pero también constituye una ocasión para que otros
encuentren consuelo, alivio o esperanza en un mundo que siempre parece estar a punto de
derrumbarse. Faulkner, en su escritura, se muestra tremendamente lúcido, deja abundantes
muestras de humor e ironía y por momentos da la impresión de estar sirviendo a un
propósito, a un proyecto, que excede lo estrictamente individual y que tiene que ver con el
mundo, con el género humano. Lo que lleva a cabo, y lo que antes mencionábamos respecto
al consuelo y la esperanza, no ha de interpretarse como una literatura de evasión. De hecho
entiende la literatura desde un punto de vista casi biológico, como algo necesariamente
anclado a un suelo y a un clima, en estrecho contacto con la tierra. Pero, al mismo tiempo,
junto a esa condición casi animal de la literatura, observamos cómo también tiene una
intención decididamente terapéutica, casi soteriológica. Faulkner nos quiere curar de algo,
nos quiere salvar de algo. Quizá del mundo, quizá de la modernidad. Pero lo quiere hacer
desde dentro: no hay otro refugio que este, no hay nada ni nadie para relevar al hombre de
su responsabilidad. El hombre, ese animal que suda, sangra, ama, desea y traiciona, pero
que también sueña, ríe y se sacrifica. Y trabaja y se angustia en un magma que bulle que los
griegos llamaron «cosmos» y los romanos «mundo». Faulkner siente la tensión: sólo se
puede escribir de y desde el mundo, pero su mundo estaba yendo en una dirección que le
repugnaba. Faulkner casi anticipa, casi prevé, la derrota, su propia derrota, pero no se
resigna. Sigue escribiendo y confiando en ese extraño animal.
A pesar de que esta colección presenta cierta diversidad formal (ensayos, discursos,
cartas, reseñas literarias, críticas teatrales) y temática, hay algunos aspectos que aparecen
de manera recurrente y que invitan a ofrecer algo parecido a un catálogo de los motivos de
Faulkner.

Mississippi

Édouard Glissant acertó plenamente cuando al estudio que dedicó a Faulkner lo


tituló simplemente Faulkner, Mississippi. No es sólo el nombre de un río o de un estado, es
el título de una saga. No se trata de algo constante, sostenido, pero sí es cierto que con
relativa frecuencia detectamos en Faulkner un tono, un modo, entre bíblico y épico donde
abundan las parataxis, las enumeraciones, las líneas de filiación. Una manera de narrar que
no se construye a partir de la perspectiva de ningún personaje protagonista, ni siquiera de
algún grupo o linaje, sino que constituye la crónica de las generaciones que se suceden y
entrecruzan. Como aquellas tragedias griegas en las que una especie de maldición atraviesa
los días y los años persiguiendo y castigando a toda una progenie. Aquí el Mississippi
aparece como un testigo omnisciente, con un ritmo y un tiempo que se rige por parámetros
distintos a los de los hombres, como si él mismo fuese el ritmo y el tiempo. Como un
animal mitológico que, adormecido, tolera el cosquilleo que le producen esas extrañas
criaturas, que asiste con curiosidad a sus caprichosas e inconscientes vicisitudes. Pero, de
vez en cuando, la fiera se siente obligada a dar un coletazo, a mostrar un poco de su fuerza
y de su tamaño quizá con la esperanza de que el hombre aprenda algo alguna vez.
A menudo la naturaleza que nos presenta Faulkner se parece a un ejército que se
repliega ante el avance de las tropas civilizadoras (diques, carreteras, centros comerciales),
pero, aun en su ordenada retirada, es como si conservase la jurisdicción sobre la última
palabra, la certidumbre de que si quiere, puede. Como el reflujo de la marea, que
únicamente significa una tregua, un momento tras el que inexorablemente vendrá de nuevo
el ascenso de las aguas. El Mississippi es el territorio donde acontece ese juego, esa
alternancia entre pasaje y permanencia, un depósito en el que se acumulan los sedimentos
de la raza de los hombres. Pero el Mississippi, como aventurábamos, no es sólo el
continente pasivo en el que transcurre la acción sino que en ocasiones interviene como una
fuerza implacable que recuerda al género humano la caligrafía de su ley. Y también a veces
ese animal mitológico decide susurrar al oído del escritor un trozo, sólo un trozo, de la
canción que todo lo explica.
El Mississippi da nombre a un amor que trasciende el tiempo y la vida de los
mortales. Por eso no resulta extraño que la escritura de Faulkner incidentalmente dé la
sensación de recurrir a la forma mítica: una estructura que desafía o descoyunta el espacio y
el tiempo, muy atenta a la eufonía y consagrada a la exposición de una verdad de carácter
superior, que no repara en prescindir de convenciones relativas a la lógica o a la gramática.
El Sur

Faulkner se refiere a menudo al Sur como a su país, su tierra natal, su patria. El Sur
no es sólo el bando de los derrotados, sino que representa el pasado, un conjunto de valores,
una estructura social más primitiva y elemental, en la que todo parecía regido por esquemas
más conectados con los ciclos de las cosechas, con los ritmos de la tierra. Pero el Sur es
también la tierra tozuda que se arroja a una guerra sabiendo que la perderá, la cólera del que
se siente ultrajado por una afrenta irreparable. El Sur, la idea del Sur, es decisiva en la
escritura de Faulkner no sólo por esta fuerte conexión o comunión con la naturaleza que
también subrayábamos a propósito del Mississippi, por esa intensidad sensorial que hace
que la piel sepa cuándo viene un tornado, que huele las tormentas en el aire, que hace que
por momentos todo lo vivo parezca entenderse en una especie de lenguaje primordial. El
Sur es también la constatación de la pérdida y la derrota, la certidumbre de pertenecer a una
estirpe humillada y ofendida cuyos mejores días han quedado atrás. Ello contrasta
sobremanera con esa concepción de los Estados Unidos como una nación preñada de
futuro, como un pueblo que rinde ciego culto al éxito, ingenuo, optimista y confiado. Frente
a ello Faulkner no se cansa de mencionar la humildad y el sacrificio como virtudes
emblemáticas del escritor —de hecho para él la derrota actúa como motor de la escritura—
al tiempo que advierte de los peligros de una civilización en la que el éxito se ha convertido
en algo demasiado sencillo.
El Sur de Faulkner se parece a un refugio donde lo primitivo aún resiste a la
civilización. En el Sur no hay un circuito intelectual, el escritor no pertenece a ningún
grupo auto-consciente que se sienta parte de otras manifestaciones culturales o artísticas, no
tiene un igual con el que medirse. El escritor se encuentra desamparado intentando conectar
la historia de la literatura —ensamblada de un modo autodidacta, haciendo más cierta que
nunca la afirmación de que cada autor construye a su alrededor su propio canon— con la
tierra y el suelo del que se nutre. Ello hace que el escribir no sea tanto una actividad
vinculada al entendimiento cuanto una actitud existencial. La literatura funciona como un
culto pagano: una liturgia individual que tiene que ver con el cielo en llamas, la lluvia de
febrero y un panteón de nombres inscritos en los lomos de desvencijados libros en la
biblioteca del abuelo. Desde luego la vida del escritor no es un itinerario suntuoso a través
de conferencias, universidades y cenas de gala.
Pero el Sur significa también conflicto racial. La cuestión negra es abordada por
Faulkner con valentía y con una tremenda atención al matiz. Huye de tópicos y consignas y
expone sus análisis desde una incómoda posición intermedia, habla de algo que conoce bien
y que desea que cambie. Tiene miedo de que la tierra que ama naufrague de nuevo, pero ese
amor no le impide ver sus cicatrices y sus defectos. El Sur también es una ciénaga propicia
para lo sórdido y lo luctuoso, pero la plasticidad con la que se presenta lo miserable y lo
abyecto en la literatura del Sur no significa que esas cosas sólo sucedan allí. Faulkner siente
la tentación de afirmar que quizá la nobleza y la ternura broten con un esplendor especial de
un suelo tan cruel. Pero en él pesa más esa vocación de universalidad que le hacer ver el
Sur como una sinécdoque de América, de la humanidad entera.

América

Los Estados Unidos no son un país, son un continente. Una geografía plural, salvaje
y diversa que, junto a su innegable realidad, también realiza una función simbólica hacia
adentro y hacia fuera. Los estadounidenses han de recordar siempre que pertenecen a una
tierra y a una cultura fundada sobre los cimientos de la libertad y el valor del individuo. Es
como si la humanidad entera considerase que América es un eterno experimento, un utópico
espejo en el que mirarse y poder ver de lo que se es capaz cuando se libra de las cadenas de
la superstición. Así parece pensar Faulkner. Pero el sueño americano se cae a pedazos, las
palabras con las que se enunció han perdido su significado, ahora se parece demasiado a la
melodía que acompaña a los anuncios publicitarios. El que los discursos de los políticos
estén repletos de fórmulas ampulosas y que el himno nacional se haya convertido en la
obligada banda sonora de casi cualquier acontecimiento público por nimio que sea parecen
síntomas de una América acomplejada, de una nación y una cultura de cartón-piedra. A
veces parece que la guerra que perdió el Sur fue sólo la feroz manifestación episódica de
una contienda mucho mayor. Un movimiento de colonización por parte de una fuerza que
tiene que ver con la mercantilización, con lo frívolo, superficial y desalmado del mundo
moderno.
Faulkner observa cómo la rica diversidad de los Estados Unidos comienza a
disolverse en un magma homogéneo y gris que se extiende por todo el país (tono crítico que
se verá prolongado, por ejemplo, en el John Steinbeck de con Charley: en busca de
América o, a otro nivel, en las lúcidas observaciones de Robert Stone en su autobiografía
Recordando los sesenta). Una uniformidad relacionada con la creciente influencia de los
medios de comunicación de masas y con la expansión y consolidación de un modo de vida
absolutamente sometido a los intereses económicos. A pesar de ello, Faulkner sigue
persiguiendo y encontrando resquicios de heroísmo y grandeza en las manifestaciones más
heterogéneas, sea una carrera hípica (ah, el caballo, vínculo inequívoco con ese pasado
noble y fabuloso) o alguna anécdota medio inventada sobre pilotos de combate.
En fin, que esa inequívoca actitud crítica respecto a su país convive, como en el
caso del Sur, con un amor inquebrantable y una buena dosis de confianza en sus
posibilidades. Desde aquí tenemos que leer los mensajes que lanza apostando por una
unidad interna frente a las amenazas exteriores (el comunismo, por ejemplo) y el valor
ejemplar que sigue concediendo a América. No a aquello en lo que se está convirtiendo,
sino a la idea de América, a lo que representa para el género humano, a la fuerza que posee
como relato.
El oficio del escritor y el papel de la literatura

Finalmente todas las líneas de este horizonte físico y mental confluyen en la


máquina de escribir, en los manuscritos que circulan de editor en editor, en los papeles que
abarrotan un arcón de la biblioteca de Princeton, en adaptaciones para guiones de
Hollywood. William Faulkner consideraba que la literatura, su eficacia simbólica, no era
explicable en función de parámetros lógicos pero que el escritor, a pesar de esa taumaturgia
que le había sido concedida, no estaba autorizado a mirar a nadie por encima del hombro,
sino que precisamente para logar esa magia tenía que comportarse con la máxima humildad
y respeto por su oficio.
Cuando juzga el trabajo de otros escritores y dramaturgos se muestra tan implacable
y comprometido con la verdad como cuando se ocupa de sus propios textos. Localiza con
precisión los aspectos que convierten a una obra en fallida, ofrece dibujos exactos de los
límites a los que puede llegar una determinada propuesta y también tiene muy claro que
cuando la literatura funciona es porque consigue reproducir la vida. Pero, como
señalábamos al principio, no espere el lector encontrar una receta para lograrlo. En 1948
Jean-Paul Sartre escribía un texto de título directo y conciso: ¿Qué es la literatura? A
Sartre le interesaba mucho Faulkner, al menos aquella técnica para distorsionar el tiempo
que empleó en El ruido y la furia, así que no nos parece demasiado forzado si alteramos
algunas de las preguntas que se encuentran en aquel libro de Sartre y se las planteamos a
Faulkner en una entrevista ficticia.
—Señor Faulkner, ¿qué es para usted la escritura?
—Fundamentalmente consiste en decir «no» a la muerte. La literatura es una forma
de inmortalidad, un intento de dejar constancia de que se ha estado a este lado de esa puerta
negra que un día se cerrará para siempre, es escribir «yo estuve aquí», plantearse preguntas
a las que sólo un Dios podría contestar pero que, como dijo el filósofo, sería indigno del
hombre no intentar responder. Como hizo Camus con esa revuelta permanente y esa
apología del hombre y de la vida a partir de lo absurdo de su condición.
Para un norteamericano, especialmente si es del Sur como lo soy yo, el dedicarse a
la literatura no tiene nada que ver con lo que hacen en Europa. Creo que aquí resulta muy
difícil hablar de una «tradición», desde luego no la tenemos en nuestro teatro, además, se da
la paradójica circunstancia de que somos unos provincianos pero no queremos pasar a la
historia como escritores norteamericanos. Queremos mejorar la literatura mundial, o al
menos hacerla más completa, añadiéndole nuestra visión, nuestra propia aportación que, si
bien está elaborada a partir de una circunstancia particular, aspira a ser universal.
La escritura no es tanto el producto final, que nunca responde del todo a la intención
o al control del escritor, cuanto el proceso, la búsqueda constante, la angustia y el sudor. Un
oficio que se debe practicar con seriedad y humildad. A veces se parece a un ejercicio de
olvido, hay que luchar contra la tentación de creer que se sabe demasiado acerca de esto.
Escribir es leer, o más bien releer, puesto que durante la escritura resucitan, o mejor:
regurgitan, las lecturas que uno realizó cuando su carácter aún se estaba formando.
Por cierto, nadie ha de pensar que con esto estoy abogando por la superioridad de la
literatura norteamericana respecto a las demás. Hay virtudes que aún estamos lejos de
poseer. Si nos fijamos por ejemplo en nuestra crítica literaria, observamos que, a diferencia
de la que se practica en Inglaterra, aquí está dominada por el efectismo y la pompa.
Naturalmente hay excepciones, y desde luego la crítica literaria no es literatura, pero a lo
mejor quiere decir algo. De la poesía contemporánea prefiero no hablar.
Pero los estadounidenses aún guardamos un as en la manga, quizá nuestra mejor
baza: nuestro idioma. El inglés que se habla en los Estados Unidos goza de una frescura, de
un vigor y de una proximidad a la vida como en ninguna otra parte del mundo (con la
excepción de algunas zonas de Irlanda).
—¿Para qué se escribe?
—Simple: para elevar el corazón del hombre. Para emocionar. Hay determinados
momentos en la historia, y este parece ser uno, en los que el hombre parece estar nublado
respecto a lo que verdaderamente importa. Así que los escritores, que también son hombres,
adoptan diversas estrategias para escribir y vender libros. Una de las más habituales
consiste en escribir desde y hacia lo bajo. Ya me entiende. Estuve mucho tiempo sin leer
literatura contemporánea, tenía bastante con mis clásicos, pero cuando leo algo de lo que se
hace ahora detecto un tipo de impotencia que antes estaba ausente y que quizá tenga que
ver, claro, con que la humanidad esté en peligro. Un peligro que no se refiere tanto a la
bomba atómica sino al hecho de que nos hayamos quedado sin alma, de que hayamos
perdido, o estemos perdiendo, nuestra individualidad y nuestra libertad.
En este mundo no parece haber demasiado sitio para el escritor, y dado que el
asunto del escritor es el hombre, eso quizá quiera decir algo. Pero no crea que soy un
pesimista, al contrario: creo que hay algo indestructible e inmortal en el hombre y que está
en su mano cambiar el mundo.
—¿Quién escribe?
—La respuesta más evidente consiste en decir que el escritor. Aquel que siente la
necesidad de contar algo, que lo escribe y que encuentra a un editor que considera que
puede sacar algún beneficio de ello y a un público que decide gastar parte de su dinero en
su obra. Pero esta respuesta resulta incompleta. Lo cierto es que hay algo que escribe a
través del escritor, un demonio que le agarra por las entrañas, un tirano caprichoso que
quizá algún día se marche dejándole un inquietante vacío.
***

En William Faulkner podemos encontrar intuiciones y consideraciones que también


compartían algunos de sus contemporáneos. Quizá algún lector encuentre que sus
reflexiones acerca de la naturaleza, el lenguaje y la relación del artista respecto a su propia
tradición le aproximan a autores tan dispares como T. S. Eliot o Martin Heidegger. También
podrá observar ciertos aspectos paradójicos, o, al menos, aparentemente chocantes. Por
ejemplo, que un autor que odiaba tanto el artificio y que consideraba que una de las
principales virtudes del escritor era la sobriedad escribiese a veces de una manera tan
sinuosa. Pero esto tampoco admite una respuesta simple, pues Faulkner es hombre de una
gran variedad estilística, algo de lo que da muestra esta colección.
Lo que sí parece establecido de una manera sólida es el estatus que posee Faulkner
en la república de las letras: es un coloso de talla mundial. A pesar de lo que pudiera
pensarse, a menudo los norteamericanos no se sienten tan seguros de sí mismos y de su
valía en el ámbito de la cultura. Pero cuando se les pregunta por un escritor contemporáneo
del que estén orgullosos ese nombre suele ser el de William Faulkner. Pocos escritores
como él gozan de un prestigio y un reconocimiento tan unánime dentro de su país.
Creo que William Faulkner estaba aquejado de la misma extraña enfermedad que
una vez confesó padecer Roland Barthes: veía el lenguaje. Lo veía con la misma claridad
que los maizales o los surcos que deja el arado. Se internó tan a fondo en sus secretos que
una parte de su magia, ay, quedó encerrada para siempre en el interior de los muros del
idioma inglés, una lengua que ya nunca sería la misma después de su llegada.
Existe una clase de amor que se parece a una prisión, que se acepta y que se
saborea, no con la intensidad arrebatada de la pasión no correspondida, sino con la
serenidad con la que se reconoce la melodía que suena de fondo todos los días de la vida.
William Faulkner comprendió muy pronto que escribir sería su dulce condena y que ser
escritor consistía en contar historias que le robasen tiempo al sueño, a la muerte y al olvido,
en serle fiel a aquel viejo río que parecía haberlo visto todo. Sigo sin saber cómo lo hizo,
pero de alguna manera ganó aquella extraña partida, porque tantos años después y a tantas
millas de allí, aquella canción suya aún me sigue haciendo llorar.
Prólogo

JAMES B. Meriwether

La primera edición de esta colección fue publicada por Random House el 7 de enero
de 1966. Pretendía ser una colección tan completa como fuese posible de la prosa de no-
ficción que Faulkner había publicado o había planeado publicar, y contenía sesenta y tres
textos diferentes. Desde entonces ha aparecido un conjunto de artículos nuevos que habría
incluido en la edición original de haber sabido de ellos, e incluso han pasado a estar
disponibles otros cuyo sitio es este. En total se han añadido treinta y nueve nuevos artículos
a esta edición.
Los principios editoriales de esta nueva edición siguen siendo los mismos, así como
las categorías de los textos. Con el fin de evitar un incómodo número de subdivisiones, he
ampliado la definición de «cartas públicas» para incluir notas de sobrecubiertas, anuncios y
comunicados de prensa y he incluido «teatro» con las reseñas de libros. Se han llevado a
cabo de modo silente numerosas correcciones de errores en los textos de la primera edición,
y las notas finales de otros se han expandido cuando ha habido nueva información
disponible.
Se han incluido aquí las seis reseñas que Faulkner realizó para el periódico de
estudiantes de la Universidad de Mississippi, Mississippian, en 1920, 1921 y 1922. Carvel
Collins los volvió a publicar en William Faulkner: Prosa temprana y poesía,[1] Boston,
1962, un volumen hace tiempo descatalogado. Collins también editó William Faulkner:
bosquejos de Nueva Orleans,[2] Nueva York, 1968, que incluía como apéndice el ensayo de
Faulkner sobre Sherwood Anderson de 1925. Aunque dicho volumen se ha vuelto a
reimprimir recientemente por la editorial de la Universidad de Mississippi, el ensayo sobre
Anderson ha sido incluido aquí puesto que resulta obvio que su sitio está junto al resto de
textos críticos de Faulkner de 1925.[3]

***

Los lectores de la ficción de William Faulkner conocen su extraordinaria variedad.


Por tomar sólo tres ejemplos entre lo mejor de su trabajo: ¿podrían tres novelas, escritas por
un autor en el lapso de menos de quince años, diferir más unas de otras que El ruido y la
furia, ¡Absalom, Absalom!, y Desciende, Moisés7. A mucha menor escala, se encuentra la
misma variedad en su prosa de no-ficción. Así, textos mayores como los ensayos
«Mississippi», «Sobre la privacidad» y «Sobre el miedo», y el prólogo a la Antología de
Faulkner[4] son obras maestras a pequeña escala (y son asombrosamente diferentes unas de
otras). O atendamos a los discursos: el del Premio Nobel o los dirigidos a Pine Manor y al
Consejo del Delta[5] son probablemente los mejores y, de nuevo, son muy diferentes. Uno
también puede aprender un montón acerca de la inteligencia de William Faulkner, de su
conocimiento, de su imaginación, de su talento y de su sentido del humor observando las
diferencias que hay entre cualquiera de sus discursos y el resto no sólo en la variedad de sus
intereses y en la fuerza de sus convicciones, sino también en lo consciente que era de su
audiencia concreta y de cómo él aparecía ante esa audiencia. Incluso textos claramente
menores, como muchas de sus cartas a los editores de varios periódicos, muestran la misma
variedad, el mismo tipo de diferencias (véase, por ejemplo, la carta al editor del York Times
del 26 de diciembre de 1954, la del Memphis Commercial Appeal el 20 de marzo de 1955, y
la del Oxford Eagle del 15 de octubre de 1960).
Realmente esta colección es una parte muy importante de la obra de Faulkner. Tal y
como el novelista y crítico George Garrett subrayó en su reseña de la edición original de
este libro, los ensayos de Faulkner estaban «escritos como todo lo demás que escribió,
como una parte del trabajo de toda su vida…». Y continúa diciendo que estos ensayos, y
muchos de los otros textos de este volumen, «están formulados con su propio estilo y
vocabulario, que fue diseñado para no sonar como mucha de la crítica contemporánea y
definitivamente para no formar parte de la aceptada y degradada jerga de ninguna escuela
crítica… Más aún, uno debe ser consciente de la relación de un texto con otro y con la
totalidad de su obra» (Shenandoah, primavera de 1966; otro extracto de esta reseña está
citado en la cubierta de este libro.[6] Más del distinguido trabajo crítico de Garrett sobre
Faulkner aparece en «La literatura sureña y William Faulkner», un apartado de su libro Las
penas de Ciudad Opulenta: una selección de ensayos literarios y reseñas,[7] University of
South Carolina Press, 1992.)
En 1976, el crítico y novelista Warren Beck publicó uno de los mejores, más
grandes e —inexplicablemente— más desatendidos libros de crítica sobre Faulkner,
titulado, con engañosa modestia, Faulkner: Ensayos[8] (University of Wisconsin Press).
Sus apuntes dispersos acerca del discurso del Premio Nobel destacan como ejemplo
supremo de lo que se puede aprender de Faulkner, el escritor de ficción, a partir de su prosa
de no-ficción. Él lo llamó «la profunda declaración humanista de Faulkner… un credo de
artista que podría haberse colocado como prefacio de cualquiera de sus novelas». Este
discurso, dijo, «define con grandes y duraderos términos… el papel del artista en el mundo
moderno, de acuerdo con los augustos conceptos sobre los que basó una entrega a su
vocación», y declaró «lo que toda su ficción había supuesto, su posición como un realista
humanísticamente comprometido». Eligiendo cuidadosamente a su audiencia, Faulkner se
dirigió a los escritores más jóvenes, y lo hizo «con preocupación no sólo por el futuro de la
literatura sino por su actual servicio… advirtiendo y alentando, uniendo coraje y compasión
como valores humanos probados en un mundo tremendamente inquieto», hablando «de las
convicciones que aglutina y de su invencible resistencia». En la expresión del discurso
«resuena el intento de toda su vida de presentar ficcionalmente la realidad existencial
subjetiva de los seres humanos en su lucha en pos del autocontrol y de la integridad, aún
tentados por la indiferencia, distendiéndose en ambivalencia, pero enardeciéndose a sí
mismos para la afirmación moral basada en “viejas verdades”».
Todo en esta colección de prosa de no-ficción es, entonces, revelador de Faulkner el
artista y Faulkner el hombre. Los textos, al mostrarnos algo de lo que este escritor
inmensamente dedicado, inmensamente complejo y profundamente hermético eligió revelar
públicamente acerca de sí mismo durante las últimas cuatro décadas de su carrera, nos
permiten comprender, un poco mejor, al hombre y su obra.
Agradecimientos

DEBO mi más profundo agradecimiento a Jill Faulkner Summers, albacea del


patrimonio de William Faulkner, por su permiso y por su ánimo. A mi editora de Random
House, Danielle Durkin, también debo darle las gracias por su aliento, por su paciencia y
por sus habilidades como correctora.
30 de septiembre de 2003
Nota a la edición de Capitán Swing

LA segunda edición de los Ensayos, discursos y cartas públicas de Faulkner (que es


la que aquí se presenta) incluía una gran cantidad de material nuevo. Para destacar que se
trataba de una novedad y diferenciarlo bien de la primera edición, el editor norteamericano
decidió añadirlo a continuación de la primera edición, a modo de adenda. Puesto que en
España nunca ha habido una primera edición y que el libro que se presenta es, por tanto,
completamente inédito, no vimos más sentido en mantener esta bipartición y sencillamente
nos regimos en nuestra edición por un criterio cronológico de orden.
Prefacio del editor estadounidense a la primera edición

EN cierta ocasión William Faulkner planeó un libro de cinco o seis ensayos


relacionados entre sí que se iba a llamar El sueño americano. Pero sólo escribió dos de sus
capítulos, «Sobre la privacidad» y «Sobre el miedo», en 1955 y 1956. Y aparentemente
nunca más consideró hacer una colección miscelánea de sus ensayos, a pesar de que en la
última fase de su carrera parte de lo mejor que escribió lo hiciera dentro de ese género.
Suponemos que, de haber aprobado y ayudado a compilar un volumen tal, éste habría sido
selectivo, una colección más pequeña y unitaria que ésta. Pero, a falta de cualquier
introducción por su parte, ahora parece lo mejor hacer de este libro un documento tan
completo como sea posible del logro del Faulkner maduro en el campo de la prosa de no-
ficción.
Sus tempranos ensayos y reseñas de libros, escritos mientras era todavía un
estudiante y un aprendiz de poeta, se han omitido aquí, del mismo modo que unas pocas
cartas «públicas» fragmentarias o no publicadas. Por lo demás, esta colección incluye el
texto de todos los artículos de madurez de Faulkner, los discursos, reseñas de libros,
introducciones a libros y cartas destinadas a su publicación. La mayoría de los textos
pertenece a la última parte de su carrera, y muchos reflejan el mayor sentido de
responsabilidad como figura pública que Faulkner mostró tras ganar el Premio Nobel de
Literatura en 1950. Y aunque alguna de la escritura en este campo fuese ocasional, escrita
por encargo y con una fecha límite, puesto que necesitaba el dinero, aquí no hay trabajo
formulario, Faulkner no aceptaba compromisos que no encontrase atractivos y que no
pensase que podía desempeñar bien.
Para establecer el texto, siempre que fue posible fueron consultados los originales
mecanografiados de Faulkner y la correspondencia con sus editores y agentes. Si el texto
reproducido aquí depende de alguna autoridad, ésta está indicada en nota al pie al final de
cada selección, señalando el lugar y la fecha original de su publicación.
Asimismo, se han realizado varias correcciones editoriales que no se indican. En
algunos de los textos se impuso un alto grado de consistencia sobre el sistema original de
sangrado, puntuación y entrecomillado. Los títulos de los libros y periódicos se han puesto
todos en cursiva, los títulos de partes de libros o contribuciones a periódicos se han puesto
entre comillas. Los encabezamientos de las cartas se han unificado. Se han corregido varios
errores mecanográficos y de impresión obvios. Por otra parte, he mantenido, cuando los he
advertido, los arcaísmos e innovaciones de grafía, puntuación y construcción habituales,
intencionados o propios de la idiosincrasia de Faulkner.
J.B.M.
ENSAYOS & DISCURSOS
William Faulkner
I. DISCURSOS
Sermón Funerario por Mammy Caroline Barr

Llevado a cabo en Oxford, Mississippi, el 4 de febrero de 1940

Caroline me ha conocido toda mi vida. Fue un privilegio para mí verla fuera de la


suya. Después de la muerte de mi padre, para Mammy vine a representar la cabeza de esa
familia a la cual ella había dado medio siglo de fidelidad y devoción. Pero la relación entre
nosotros nunca se convirtió en la de señor y siervo. Ella todavía permanecía como uno de
mis recuerdos más tempranos, no sólo como persona, sino como fuente de autoridad acerca
de mi conducta y de seguridad para mi bienestar físico, y de activo y constante afecto y
amor. Ella era un activo y constante precepto para el comportamiento decente. De ella
aprendí a decir la verdad, a refrenar el gasto, a ser considerado con el débil y respetuoso
con el mayor. Vi fidelidad a una familia que no era la suya, devoción y amor hacia gente
que no había parido.
Había nacido siendo esclava y con una oscura piel y la mayoría de su temprana
madurez la pasó en un tiempo oscuro y trágico para la tierra de su nacimiento. Ella atravesó
vicisitudes que no había causado; asumió preocupaciones y aflicciones que ni siquiera eran
las suyas. Se le pagó un sueldo por ello, pero pagar aún es sólo dinero. Y ella nunca recibió
mucho, de modo que nunca almacenó ninguno de los bienes de este mundo. Aunque
también lo aceptó sin reparo ni cálculo ni queja, de modo que debido a ese mismo fallo se
ganó la gratitud y el afecto de la familia a la que había conferido la fidelidad y la devoción,
y obtuvo la aflicción y el lamento de los extraños que la amaron y la perdieron.
Ella nació y vivió y sirvió y murió y ahora es llorada; si existe un cielo, ella ha ido
allí.
[La amada sirvienta de las familias Faulkner y Faulkner, Mammy Caroline Barr;
murió el 31 de enero de 1940. El 4 de febrero William Faulkner llevó a cabo el sermón por
su funeral tal como ella le había pedido, en la sala de estar de Rowanoak. El 5 de febrero
fue publicado en el Memphis Commercial Appeal. (Véase el texto correspondiente en el
apartado siete de este volumen.)
El 7 de febrero Faulkner escribió a Robert K. Haas de Random House, dándole las
gracias por «una nota y un recorte de prensa». (Véanse las Selected Letters of William
Faulkner,[9] editadas por Joseph Blotner, Nueva York, p. 118) Obviamente el recorte de
prensa no es el texto del sermón funerario del Commercial Appeal, publicado sólo dos días
antes, sino supuestamente un anuncio de la muerte y del sermón funerario a través de una
agencia de noticias. En esta carta Faulkner le dice a Haas, «Esto es lo que dije, y cuando
después lo tuve en papel resultó ser prosa bastante buena». Y terminaba la carta con el
texto del sermón aquí reproducido, abreviado y muy revisado respecto a la versión del
Commercial Appeal.]
Sermón funerario Mammy Caroline Barr

Memphis Commercial Appeal, 5 de febrero de 1940

En tanto que el mayor de la familia de mi padre, aquí debo ser llamado maestro. Esa
situación nunca se dio entre «Mammy» y yo. Ella nos crió a todos nosotros desde la
infancia. Ella se alzaba como una fuente no sólo de autoridad e información, sino de afecto,
respeto y seguridad. Ella fue uno de mis primeros asociados. La he conocido toda mi vida y
he tenido el privilegio de verla fuera de la suya.
Ella tenía un carácter devoto y fiel. Mammy no demandaba nada de nadie. Tenía el
inconveniente de haber nacido sin dinero y con una piel negra y en una mala época en este
país. Ella no preguntó por las probabilidades y aceptó los inconvenientes de su lote,
haciendo lo mejor con sus escasas ventajas. Ella entregó su destino a una familia. Esa
familia lo aceptó e hizo algún aprecio de ello. A ella se le pagó por la devoción que dio pero
eso todavía es sólo dinero. Tan seguro como que hay un cielo, Mammy estará en él.
[Con motivo de la muerte, el 31 de enero de 1940, de la querida sirvienta de la
familia Mammy Caroline Barr, Faulkner pronunció un sermón funerario en Rowanoak el 4
de febrero. El texto de ese sermón, aparentemente el que llevó a cabo el 4 de febrero, fue
publicado en el Memphis Commercial Appeal el 5 de febrero. Ese texto es el reproducido
aquí.]
Discurso con motivo de la recepción del Premio Nobel de Literatura

Estocolmo, 10 de diciembre de 1950

Siento que este premio no me ha sido concedido a mí como hombre, sino a mi


trabajo —el trabajo de una vida en la agonía y el sudor del espíritu humano, no por la gloria
ni mucho menos por el beneficio, sino para crear a partir de los materiales del espíritu
humano algo que no existía antes—. Así que este premio es mío sólo en fideicomiso. No
resultará difícil encontrar un destino para el dinero que resulte parcialmente acorde con el
propósito y la relevancia de su origen. Pero también me gustaría hacer lo mismo con el
aplauso, usando este momento como un pináculo desde el cual pueda ser escuchado por los
hombres y mujeres jóvenes que ya se dedican a la misma angustia y penalidad, entre los
que ya está aquel que un día estará aquí donde estoy yo.
Hoy en día nuestra tragedia consiste en un miedo físico general y universal
sostenido desde hace tanto tiempo que incluso podemos soportarlo. Ya no hay problemas
del espíritu. Sólo está la pregunta: ¿cuándo seré barrido? Debido a ello, el o la joven que
hoy se dedica a escribir ha olvidado los problemas del corazón humano en conflicto
consigo mismo que es lo único que puede generar buena escritura porque es de lo único que
merece la pena escribir, que merece la agonía y el sudor.
Debe aprenderlo de nuevo. Debe enseñarse a sí mismo que lo más bajo de todo es
estar asustado; y, enseñándose eso, olvidarlo para siempre, sin dejar sitio en su taller para
nada salvo las viejas certezas y verdades del corazón, las viejas verdades universales sin las
cuales cualquier historia es efímera y está condenada —amor y honor y piedad y orgullo y
compasión y sacrificio—. Hasta que hace eso, trabaja bajo una maldición. No escribe
acerca del amor sino acerca de la lujuria, acerca de derrotas en las cuales nadie pierde nada
de valor, acerca de victorias sin esperanza y, lo peor de todo, sin piedad ni compasión. Sus
aflicciones no afligen hasta lo más hondo de un modo universal, no dejan cicatrices. No
escribe acerca el corazón sino acerca de las glándulas.
Hasta que no aprenda otra vez estas cosas, escribirá como si estuviese entre ellos y
contemplase el fin del hombre. Resulta bastante fácil decir que el hombre es inmortal
simplemente porque resistirá: que cuando la última campanada de muerte haya repicado y
se haya extinguido de la última insignificante roca que cuelga sin conocer la marea en el
último atardecer rojo y agonizante, que incluso entonces todavía habrá un sonido más: ese
de su endeble voz inexhausta, todavía hablando. Me niego a aceptar esto. Creo que el
hombre no sólo resistirá: prevalecerá. Él es inmortal, no sólo porque entre todas las
criaturas él tenga una voz inexhausta, sino porque tiene alma, un espíritu capaz de
compasión y sacrificio y resistencia. El deber del poeta, del escritor, consiste en escribir
acerca de estas cosas. Es un privilegio suyo el ayudar a resistir al hombre elevando su
corazón, recordándole el coraje y el honor y la esperanza y el orgullo y la compasión y la
piedad y el sacrificio que han sido la gloria de su pasado. La voz del poeta no sólo tiene que
ser el registro del hombre, puede ser uno de los puntales, de los pilares que le ayuden a
resistir y prevalecer.
[Este texto ha sido reproducido a partir del mecanoescrito original de Faulkner de
la versión que apareció primero en el New York Herald Tribune Book Review el 14 de
enero de 1951. Esta versión fue ligeramente revisada respecto a la que presentó en
Estocolmo, y que fue publicada en su momento en los periódicos americanos.]
A la clase que se gradúa. University High School

Oxford, Mississippi, 28 de mayo de 1951

Hace años, antes de que ninguno de vosotros hubiese nacido, un sabio francés dijo:
«Si la juventud supiese; si la edad pudiese». Todos sabemos lo que quería decir: que cuando
eres joven, tienes el poder de hacer cualquier cosa, pero no sabes qué hacer. Entonces,
cuando te has hecho viejo y la experiencia y la observación te han enseñado respuestas,
estás cansado, asustado; no te importa, quieres que te dejen solo mientras estés seguro; ya
no tienes la capacidad ni el deseo de afligirte acerca de perjuicios que no sean los tuyos.
De modo que vosotros, hombres y mujeres jóvenes en esta sala esta noche, y en
miles de otras salas como ésta hoy sobre la tierra, tenéis el poder de cambiar el mundo,
librarlo para siempre de la guerra, de la injusticia y del sufrimiento, con tal de que sepáis
cómo, de que sepáis qué hacer. Y así, de acuerdo con el viejo francés, puesto que no sabéis
qué hacer porque sois jóvenes, entonces cualquiera que esté aquí de pie con una cabeza
llena de pelo blanco debería ser capaz de decíroslo.
Pero quizá éste no sea tan viejo y tan sabio como pretende o reclama su pelo blanco.
Porque no puede daros ni una respuesta ni tampoco un patrón superficiales. Pero puede
deciros esto, porque esto cree. Lo que hoy nos amenaza es el miedo. No la bomba atómica,
ni siquiera el miedo a ella, porque si la bomba cayese esta noche en Oxford, todo lo que
podría hacer sería matarnos, lo cual no es nada, puesto que al hacerlo se habría robado a sí
misma su único poder sobre nosotros: que es el miedo a ella, el estar asustados de ella. Lo
peligroso para nosotros no es eso. Lo peligroso para nosotros son las fuerzas que hoy en el
mundo están intentando usar el miedo del hombre para robarle su individualidad, su alma,
tratando de reducirle mediante el miedo y el soborno a una masa que no piensa — dándole
comida gratis que no se ha ganado, dinero fácil y sin valor por el que no ha trabajado—; las
economías o las ideologías o los sistemas políticos, comunistas o socialistas o
democráticos, comoquiera que deseen llamarse, los tiranos y los políticos, americanos o
europeos o asiáticos, comoquiera que se llamen, que reducirían al hombre a una masa
obediente para su propio engrandecimiento y poder, o porque ellos mismos están perplejos
y temerosos, temerosos de, o incapaces de, creer en la capacidad del hombre para el coraje
y la resistencia y el sacrificio.
Esto es a lo que debemos resistir, si vamos a cambiar el mundo para la paz y la
seguridad del hombre. No hay hombres en la masa que puedan y deseen salvar al Hombre.
Es el propio Hombre, creado a imagen de Dios de modo que tenga el poder y el deseo de
elegir lo correcto a partir de lo incorrecto, y por tanto capaz de salvarse a sí mismo porque
merece la pena salvarse; —el Hombre, el individuo, hombres y mujeres, que siempre
rechazarán ser engañados o asustados o sobornados para que entreguen, no sólo el derecho
sino también el deber, de elegir entre la justicia y la injusticia, el coraje y la cobardía, el
sacrificio y la avaricia, la piedad y el interés propio—; que siempre creerán no sólo en el
derecho del hombre a permanecer libre de injusticia y rapacidad y decepción, sino en el
deber y la responsabilidad del hombre para ver que la justicia, la verdad y la piedad y la
compasión se ven realizadas.
Así que, nunca temáis. Nunca temáis alzar vuestra voz a favor de la honestidad y la
verdad y la compasión, contra la injusticia y la mentira y la avaricia. Si vosotros, no sólo
los de esta sala esta noche, sino los del resto de miles de salas como ésta por el mundo hoy
y mañana y la semana que viene, hacéis esto, no como una clase o clases, sino como
individuos, hombres y mujeres, cambiaréis la tierra. En una generación todos los Napoleón
y los Hitler y los César y los Mussolini y los Stalin y todos los demás tiranos que quieren
poder y engrandecimiento, y los políticos simples y los oportunistas que simplemente están
perplejos o permanecen ignorantes o están asustados, que han usado, o están usando, o
esperan usar, el miedo y la avaricia del hombre para esclavizar al hombre, se desvanecerán
de su faz.
[Oxford Eagle, 31 de mayo de 1951; publicado allí todo en cursiva.]
Discurso con motivo de su nombramiento como oficial de la Legión de
Honor

Nueva Orleans, 26 de octubre de 1951

Un artista debe recibir con humildad esta dignidad que le confiere este país que ha
sido siempre la madre universal de los artistas.
Un americano debe conservar siempre con ternura cada recuerdo de este país que ha
sido siempre la hermana de América.
Un hombre libre debe guardar con esperanza y también con orgullo el abrazo de
este país que fue la madre de la libertad del hombre y del espíritu humano.[10]
[En noviembre de 1951 Faulkner entregó un manuscrito de este alegato a su editor;
Saxe Commins. Fue reproducido como ilustración en el Princeton University Library
Chronicle, XVIII (primavera de 1957), del cual ha sido tomado aquí, sin ninguna
corrección.]
Al Consejo del Delta

Cleveland, Mississippi, 15 de mayo de 1952

Cuando me llegó por primera vez la invitación para estar hoy aquí, venía del señor
Billy Wynn. Contenía uno de los cumplidos más amables que cualquiera puede recibir. El
señor Wynn dijo, «No sólo queremos honrar a este colega del Mississippi, queremos que él
nos honre a nosotros».
Eso no se puede superar. Para darle la vuelta a la metáfora, ésa no sólo es una
espada de doble filo, sino con ambos filos en el mismo lado; el receptor resulta elogiado
dos veces de un golpe. Él es honrado de nuevo al honrar a los que profieren el honor
original. Que es exactamente la clase de gesto que a nosotros los sureños nos gusta pensar
que sólo otro sureño podría haber pensado, inventado. Y, en efecto, pasa tan a menudo
como para convencernos de que estábamos en lo cierto.
Él también me dio el permiso del Consejo para hablar de cualquier tema que me
gustase. Ese tema no será ni escribir ni cuidar de la granja. Durante el año pasado, en el
correo de mis admiradores, había una correspondencia con otro caballero del Mississippi,
que tenía una actitud muy desfavorable tanto respecto a mi capacidad para escribir como
respecto a mis ideas. Él es del Delta, debe de estar hoy aquí, y puede ratificarlo. En una de
sus últimas cartas, habiendo reseñado otra vez su opinión respecto a uno del Mississippi
que podía degradar y mancillar su estado nativo y su gente como había hecho yo, dijo que
no sólo no creía que podía escribir, ni siquiera creía que supiese nada acerca de cuidar una
granja. Contesté que no había sido yo quien había reivindicado mi nivel como escritor, y
que entonces estaría de acuerdo con él en eso; y que después de quince años intentando
lidiar no sólo con el Señor sino también con el Gobierno Federal para hacer crecer del suelo
algo que diese beneficio, estaba deseando estar de acuerdo con él en ambas cosas.
Así que no voy a hablar acerca de escribir ni acerca de cuidar una granja. Tengo otro
tema. Y, pensando en ello, quizá tampoco sepa mucho de éste, debido a que ya ninguno de
nosotros parece saber mucho acerca de ello, a que todos nosotros hemos olvidado una de
las cosas básicas sobre las que fue fundado este país.
Hace años, nuestros padres fundaron este país, esta nación, sobre la premisa de los
derechos del hombre. Tal como lo expresaron, «el derecho inalienable del hombre a la vida,
a la libertad y a la persecución de la felicidad». En esos días, ellos sabían lo que esas
palabras significaban, no sólo los que las expresaban, sino los que las oían y creían y
aceptaban y suscribían. Porque hasta esa época, los hombres no siempre tenían esos
derechos. Al menos, hasta esa época, ninguna nación se había fundado nunca sobre la idea
de que esos derechos fuesen posibles, y no digamos inalienables. De modo que no sólo los
que decían las palabras, sino los que únicamente las oían, sabían lo que significaban. Que
era esto: «Vida y libertad en las que perseguir la felicidad. Vida libre y a salvo de la
opresión y la tiranía, en la que todos los hombres tendrían la libertad para perseguir la
felicidad». Y ambos sabían lo que querían decir con «perseguir». No sólo seguir a la
felicidad, sino trabajar para ella. Y ambos sabían también lo que querían decir con
«felicidad»: no sólo placer, ociosidad, sino paz, dignidad, independencia y respeto por uno
mismo; ese derecho inalienable del hombre era la paz y la condición libre con las cuales,
mediante su propio esfuerzo y sudor, podría ganar la dignidad y la independencia, sin deber
nada a ningún hombre.
Así que entonces sabíamos lo que significaban estas palabras, porque no teníamos
estas cosas. Y, puesto que no las teníamos, conocíamos su valor. Sabíamos que valían el
sufrimiento y la resistencia y, si era necesario, incluso la muerte para ganarlas y
preservarlas. Estábamos deseando aceptar por ellas incluso el riesgo de muerte, puesto que
aunque nosotros mismos las perdiéramos en una vida de renuncias para preservarlas,
todavía seríamos capaces de legárselas intactas e inalienables a nuestros hijos.
Que es exactamente lo que hicimos, en esos viejos días. Dejamos nuestros hogares,
la tierra y las tumbas de nuestros padres y todas las cosas familiares. Abandonamos
voluntariamente, volviendo nuestra espalda a, una seguridad que ya teníamos y que
podríamos haber continuado teniendo, siempre y cuando estuviésemos dispuestos a pagar
un precio por ello, precio que era nuestra condición libre y libertad de pensamiento e
independencia de acción y el derecho de responsabilidad. Esto es, permaneciendo en el
viejo mundo, podríamos haber estado no sólo seguros, sino incluso libres de la necesidad de
ser responsables. En lugar de ello, elegimos el ser libres, la libertad, la independencia y el
inalienable derecho a la responsabilidad; casi sin cartas de navegación, en frágiles barcos de
madera sin nada salvo velas y nuestro deseo y voluntad de ser libres para moverlos,
cruzamos un océano que ni siquiera se ajustaba a las cartas que teníamos; conquistamos una
selva con el objeto de establecer un lugar, no para estar seguros en él porque no queríamos
eso, simplemente lo habríamos repudiado, cruzamos tres mil millas de un mar oscuro y
desconocido justo para escapar de eso; sino un lugar en el que ser libres, en el que ser
independientes, en el que ser responsables.
Y lo hicimos. Incluso mientras todavía estábamos combatiendo la selva con una
mano, con la otra ahuyentábamos y repelíamos el poder que nos habría seguido incluso al
interior de la selva que habíamos conquistado, para compelernos y mantenernos en el viejo
orden. Pero lo hicimos. Fundamos una tierra, y la fundamos no sólo sobre nuestro derecho a
ser libres e independientes y responsables, sino sobre el inalienable deber del hombre de ser
libre e independiente y responsable.
Eso es de lo que estoy hablando: de responsabilidad. No sólo del derecho, sino del
deber del hombre de ser responsable, de la necesidad del hombre de ser responsable si
desea permanecer libre; no sólo responsable ante y para su prójimo, sino hacia sí mismo;
del deber de un hombre, del individuo, de ser responsable de las consecuencias de sus
propios actos, de pagar su propia deuda, sin deber nada a ningún hombre.
Una vez lo supimos, una vez lo tuvimos. Porque ¿por qué? Porque lo queríamos por
encima de todo lo demás, luchamos por ello, resistimos, sufrimos, morimos cuando fue
necesario, pero lo ganamos, lo establecimos, para que nos durase y así fuese legado a
nuestros hijos.
Sólo que algo nos pasó. Los hijos lo heredaron. Vino una nueva generación, una
nueva era, una nueva época, un nuevo siglo. Los tiempos eran más fáciles; la vida y el
futuro de nuestra nación como nación ya no pendía de un hilo; otra generación, y ya no
teníamos enemigos, no porque fuésemos fuertes en nuestra juventud y vigor, sino porque el
viejo y cansado resto de la tierra reconoció que aquí había una nación fundada sobre el
principio de la responsabilidad individual del hombre como individuo.
Pero todavía recordábamos la responsabilidad, incluso aunque, con tiempos más
fáciles, no necesitásemos mantener la responsabilidad tan activa, o al menos no tan
constantemente. Además, no sólo era nuestra herencia, era todavía demasiado reciente para
nosotros como para olvidarla, las tumbas de aquellos que nos la habían legado todavía
estaban verdes, e incluso de aquellos que habían muerto para que fuese legada. De modo
que todavía la recordábamos, aunque una buena parte del recuerdo fuese sólo de boquilla.
Después más generaciones; al final cubrimos por completo la faz de la tierra
occidental; todo el cielo del hemisferio occidental era una clamorosa afirmación americana,
un vasto Sí; éramos la dorada envidia de todo el mundo; nunca el asombrado sol había visto
él mismo tal tierra de oportunidad, en la que todo lo que un hombre necesitaba eran dos
piernas para moverse a un sitio nuevo, y dos manos para agarrarlo y mantenerlo, con el fin
de amasar para sí suficiente substancia material como para durarle el resto de sus días y,
¿quién sabía?, incluso algo de sobra para sus hijos y los de su mujer. Y todavía pronunciaba
de boquilla las viejas palabras «ser libre» y «libertad» e «independencia»; el cielo todavía
resonaba y ululaba con la atronadora afirmación, el dorado Sí. Porque las palabras, según la
vieja premisa, todavía eran verdaderas, debido a que él todavía creía que eran verdaderas.
Porque no se había dado cuenta todavía de que cuando decía «seguridad», quería decir
seguridad para sí mismo, para el resto de sus días, quizá con un poco de sobra para sus
hijos: no para los hijos ni para los hijos de los hijos de todos los hombres que creían en la
libertad y en la condición libre y en la independencia, como los viejos padres en los viejos
Inertes, peligrosos tiempos habían querido decir.
Porque en algún lugar, en algún momento, algo le había pasado a él, a nosotros, a
todos los descendientes de los viejos duros, duraderos, inflexibles hombres, así que ahora,
en 1952, cuando hablamos de seguridad, ni siquiera queremos decir para el resto de
nuestras propias vidas, no digamos para nuestros hijos y los de nuestra esposa, sino sólo
mientras nosotros mismos podamos mantener nuestro lugar individual en un rollo de
asistencia pública o en un pesebre de dinero fácil burocrático o político o de alguna otra
organización. Porque en algún lugar, en algún punto, habíamos perdido u olvidado o
nosotros mismos nos libramos voluntariamente de esa otra cosa que, si falta, la condición
libre y la libertad y la independencia ni siquiera pueden existir.
Esa cosa es la responsabilidad, no sólo el deseo y la voluntad de ser responsable,
sino la evocación de los viejos padres de la necesidad de ser responsable. Ya sea que la
perdiésemos, la olvidásemos o deliberadamente la descartásemos. Ya sea que decidiésemos
que la condición libre no valía la responsabilidad de ser libre, o que olvidásemos que, para
ser Ubre, un hombre debe asumir y mantener y defender su derecho a ser responsable de su
condición libre. Quizá incluso nos fue robada la responsabilidad, puesto que durante años el
mismo aire —radio, periódicos, panfletos, folletos, las voces de los políticos— ha sido un
clamor hablando acerca de los derechos del hombre —no de los deberes y obligaciones y
responsabilidades del hombre, sino sólo de los «derechos» del hombre—; tan alto y tan
constante que aparentemente hemos venido a aceptar los sonidos como su propia
autoevaluación, y a creer también que el hombre no tiene nada más que derechos: no los
derechos de independencia y condición libre para trabajar y resistir según su propio sudor
con el fin de ganar por sí mismo lo que los viejos ancestros entendían por felicidad y su
persecución, sino sólo la oportunidad de intercambiar su condición libre y su independencia
por el privilegio de estar libre de las responsabilidades de la independencia; el derecho no a
ganar, sino a que se le dé, hasta que al final, por un simple uso compuesto, hemos
convertido en respetable e incluso hemos elevado a sistema nacional lo que los viejos
padres habrían desdeñado y condenado: la caridad.
En cualquier caso, ya no tenemos responsabilidad. Y si nos fue robada por esto que
parece haber relevado a la responsabilidad, fue porque éramos vulnerables a ese tipo de
violación; si simplemente perdimos u olvidamos la responsabilidad, entonces nosotros
también vamos a ser desdeñados. Pero si deliberadamente la descartamos, entonces nos
hemos condenado nosotros mismos, porque creo que en algún tiempo, quizá no demasiado,
descubriremos que, como se dijo de uno de los actos de Napoleón, lo que hemos cometido
es peor que un crimen: fue un error.
Hace doscientos años, el estadista irlandés John Curran dijo, «Dios ha concedido al
hombre la libertad únicamente a condición de vigilancia eterna; condición que si él rompe,
tendrá como consecuencia de su crimen y castigo por su culpa la servidumbre». Eso sólo
fue hace doscientos años, porque nuestros propios padres de Nueva Inglaterra y Virginia y
Carolina sabían eso hace trescientos años, por eso es por lo que vinieron aquí y fundaron
este país. Y me niego a creer que nosotros, sus descendientes, realmente lo hayamos
olvidado. En lugar de eso prefiero creer que es porque el enemigo de nuestra condición
libre ahora ha cambiado de camisa, de abrigo, de cara. Ya no nos amenaza a lo largo de una
frontera internacional, no digamos a través del océano. Se enfrenta a nosotros bajo las
cúpulas donde se posan las águilas de nuestros capitolios y desde detrás de las salpicaduras
alfabéticas en las puertas de la asistencia social y otros departamentos de reglamentación
económica o industrial, vestidos no de pompa militar pero con la indumentaria de lo que el
propio enemigo nos ha enseñado a llamar paz y progreso, y una civilización y abundancia a
lo que nosotros antes nunca habíamos tenido por lo bueno y no digamos por lo mejor; su
artillería es una moneda devaluada y sin respeto que ha emasculado la iniciativa por la
independencia robando la iniciativa de la única escala recíproca que conocía con la que
medir la independencia.
Los economistas y sociólogos dicen que la razón de esta condición es que hay
demasiada gente. Yo no sé acerca de eso puesto que en mi opinión soy aún peor sociólogo y
economista que lo que mi entusiasta del Delta me consideraba como escritor o granjero.
Pero aunque fuese un sociólogo o un economista, me negaría a creerlo. Porque creer esto,
que el crimen del hombre contra su condición libre es que hay demasiados, es creer que la
resistencia del hombre frente al sufrimiento sobre la faz de la tierra está amenazada, no por
su ambiente, sino por sí mismo: que no puede esperar lidiar con su ambiente y con sus
males, porque ni siquiera puede lidiar con su propia masa. Que es exactamente lo que esos
que abusan y seducen a la masa de hombres para su propio engrandecimiento y poder y
para ocupar una oficina creen: que el hombre es incapaz de responsabilidad y de ser libre,
de fidelidad y resistencia y coraje, que no sólo no puede elegir el bien a partir del mal, sino
que ni siquiera puede distinguirlo, no digamos practicar la elección. Y creer eso es haber
dado por perdida la esperanza del hombre, como esos que le han despojado de su
inalienable derecho a ser responsable, habiéndolo hecho, también debéis abandonarlo y
dejar que el hombre se cueza en paz y en su propio jugo carente de registro y memoria, para
su merecida y no lamentada condena.
Yo, al menos, me niego a creerlo. Me niego a creer que los únicos herederos
verdaderos de Boone y Franklin y George y Booker T. Washington y Lincoln y Jefferson y
Adams y John Henry y Paul Bunyan y John Appleseed y Lee y Corckett y Hale y Helen
Keller sean los que reniegan y protestan en los titulares de los periódicos por los abrigos de
visón y los petroleros y las acusaciones federales por corrupción en cargo público. Creo que
los verdaderos herederos de los viejos y duraderos padres todavía son capaces de
responsabilidad y respeto hacia sí mismos, con tal de que puedan recordarlos de nuevo. Lo
que necesitamos no es menos gente, sino más espacio entre ellos, donde esos que se
levantarían por su propio pie, puedan, y esos que no, tengan que hacerlo. Entonces la
asistencia, la beneficencia, la compensación, en lugar de ser premios en metálico
patrocinados nacionalmente para la holgazanería y la ineptitud, irían donde los viejos
independientes e inflexibles padres las habrían destinado y bendecido: a aquellos que
todavía no pueden, hasta el día en el que el último de ellos, salvo el enfermo y el viejo, esté
entre aquellos que no sólo pueden, sino que lo harán.
[Delta Democrat-Times, 18 de mayo de 1952; se ha hecho una corrección respecto
al impreso del discurso publicado por el Consejo del Delta en mayo de 1952.]
Discurso en el Congrés pour la Liberté de la Culture

París, 30 de mayo de 1952[11] Allocution de M. William Faulkner[12]

Señor presidente, damas y caballeros,

Desearía poder decir esto en francés porque debería ser dicho en francés por un
americano.
No soy alguien que haga discursos. No he preparado un discurso que pronunciar
aquí. Pero esto es algo que debe ser dicho por un americano. He sabido desde hace tiempo
que los americanos se comportan mal en Europa.
Creo que la mayoría de los europeos no sabe por qué. Nosotros todavía pensamos
desde la perspectiva de un continente que ha de ser cubierto, no conquistado, sino
completado, y de toda la gente que puede tener una estrella en la bandera. Ahora nos resulta
difícil pensar en gente que no puede tener una estrella en nuestra bandera pero sí somos
conscientes de que todos no podemos; que nuestra tierra es más grande que nuestro
continente; que nuestra tierra es el mundo entero.
Y nosotros nos comportaremos o deberíamos comportarnos mejor de lo que lo
hacemos y creo que nos comportaremos mejor de lo que lo hacemos. Creo que en la
inteligencia de los miembros franceses de aquí, y en el músculo de los americanos debe
descansar la salvación de Europa.
Je pense que presque tous les Américains ont une dette de gratitude envers la
France et je crois que, dans le monde entier; tous les hommes libres doivent un petit
quelque chose à ce pays qui a été toujours la «Mére» universelle de la liberté de l’homme
et de l’espirit humain.
(Applaudissements)[13]
Discurso a la clase que se gradúa Instituto Pine Manor Júnior

Wellesley, Massachusetts, 8 de junio de 1953

Lo que está mal en este mundo es que todavía no está terminado. No está
completado hasta ese punto en el que el hombre puede poner su firma al final del trabajo y
decir, «Está terminado. Lo hicimos, y funciona».

Porque sólo el hombre puede completarlo. No Dios, sino el hombre. Es el alto


destino del hombre y también la prueba de su inmortalidad, que suya sea la elección entre
finalizar el mundo, borrarlo del largo anal del tiempo y del espacio, y completarlo. Esto no
es sólo su derecho, sino también su privilegio. Como el fénix que emerge de las cenizas de
su propio fracaso con cada generación, hasta que ahora es vuestro turno en vuestro destello
y vuestra sacudida de tiempo y espacio que llamamos hoy, en ésta y en todas las estaciones
del tiempo y del espacio hoy y ayer y mañana, donde un puñado de gente de edad como yo,
que debería saber pero que ya no puede, se enfrenta a gente joven como vosotros que
podéis hacer, con tal de que supiesen dónde y cómo, para llevar a cabo este deber, aceptar
este privilegio, compartir este derecho.
En el principio, Dios creó la tierra. La creó completamente provista para el hombre.
Entonces Él creó al hombre completamente equipado para lidiar con la tierra, por medio de
la libertad de la voluntad y la capacidad de decisión y la aptitud para aprender cometiendo
errores y aprendiendo de ellos porque tenía una memoria con la que recordar y así aprender
de sus errores, y así en su momento labrar su propio destino pacífico en la tierra. No fue un
experimento. Dios no sólo creía en el hombre, conocía al hombre. Sabía que el hombre era
competente para un alma porque era capaz de salvar ese alma y, con ella, a sí mismo. Sabía
que el hombre es capaz de empezar desde el arañar y de lidiar con ambos, con la tierra y
consigo mismo; capaz de enseñarse a sí mismo a ser civilizado, a vivir con su prójimo en
amistad, sin angustiarse a sí mismo ni causar angustia y aflicción a otros, y apreciando el
valor de la seguridad y la paz y la condición libre, puesto que nuestros sueños por la noche,
la evolución tan lenta de nuestros propios cuerpos, nos recuerdan constantemente el tiempo
en que no los teníamos. Él no quería decir estar libre del miedo, porque el hombre no tiene
derecho a estar libre del miedo. No somos tan débiles y timoratos como para necesitar estar
libres del miedo; sólo necesitamos usar nuestra capacidad para no estar asustados de ello y
así relegar al miedo a su adecuada perspectiva. Él quería decir seguridad y paz con las que
no estar asustado, condición libre en la que decretar y después establecer la seguridad y la
paz. Y Él sólo pedía al hombre que trabajase para merecer y ganar estas cosas —libertad,
condición libre tanto del cuerpo como del espíritu, seguridad para el débil y el desvalido, y
paz para todos— porque éstas eran las cosas más valiosas que Él podía establecer dentro de
nuestra capacidad y alcance.
Durante todo este tiempo, los ángeles (con una excepción; Dios probablemente
había tenido problemas con éste antes) simplemente miraban y observaban —el sereno e
intachable serafín, esa colección blanca y brillante que, con la excepción de ese a cuya
arrogancia y orgullo ya Dios había tenido que poner freno, estaban contentos simplemente
con deleitarse para la eternidad en la gloria reflejada del milagro del hombre, contentos
simplemente con observar, sin involucrarse y sin ni siquiera importarles, mientras el
hombre corría su curso sin valor y sin remordimiento hacia y finalmente dentro de ese
crepúsculo donde ya no sería más. Porque eran blancos, inmaculados, negativos, sin
pasado, sin pensamiento ni aflicción ni remordimientos ni esperanzas, salvo ese —el
espléndido oscuro incorregible, que poseía la arrogancia y el orgullo con los que pedir, y la
temeridad con la que objetar, y la ambición con la que sustituir— que consiste no sólo en
negarse a aceptar una condición sólo porque sea un hecho, sino en querer sustituirla por
otra.
Pero la opinión de éste acerca del hombre era incluso peor que la de los negativos y
brillantes. Éste no sólo creía que el hombre era incapaz de nada salvo de bajeza, éste creía
que la bajeza había sido inculcada en el hombre para ser usada por ellos como base
personal para el engrandecimiento de una más alta y más despiadada bajeza. De modo que
Dios también usó el espíritu oscuro. No lo arrojó simplemente a alaridos fuera del universo,
como podía haber hecho. En lugar de eso, Él lo usó. Ya vio con antelación la larga lista de
despiadados avatares de la ambición — Genghis y César y William y Hitler y Barca y
Stalin y Bonaparte y Huey Long—, no sólo la ambición y lo despiadado y la arrogancia de
mostrar al hombre contra qué revolverse, sino también la temeridad de revolverse y el
deseo de cambiar lo que a uno no le gusta. Porque Él también vio con antelación la larga
lista de los demás avatares de ese rebelde e inflexible orgullo, la larga lista de nombres, más
larga y duradera que la de los tiranos y opresores. Ellos son el largo anal de hombres y
mujeres que se han angustiado por las condiciones de otros hombres y que han sostenido
para nosotros no sólo el espejo de nuestras locuras y avaricias y lujurias y miedos, sino que
también nos han recordado constantemente la tremenda forma de nuestra naturaleza divina
—naturaleza divina e inmortalidad que no podemos repudiar aunque osemos hacerlo,
puesto que nosotros no podemos librarnos de ella sino que sólo ella puede librarse de
nosotros— los filósofos y artistas, los elocuentes y afligidos que siempre nos han recordado
nuestra capacidad para el honor y el coraje y la compasión y la piedad y el sacrificio.
Pero ellos sólo pueden recordarnos que somos capaces de revuelta y de cambio. No
necesitan, no necesitamos a nadie que nos diga contra qué debemos revolvernos y qué
debemos borrar de la faz de la tierra si vamos a vivir en ella con paz y seguridad, porque
eso ya lo sabemos. Ellos sólo pueden recordarnos que el hombre puede revolverse y
cambiar contándonos, mostrándonos, recordándonos cómo, no liderándonos, puesto que
para ser liderados debemos entregar nuestro libre albedrío y nuestra capacidad y nuestro
derecho de tomar decisiones a partir de nuestra propia alma personal. Si vamos a ser
guiados hacia la paz y la seguridad por algún individuo gauletier[14] o por un grupo de
ellos, como un rebaño de ovejas a través de la puerta de una cerca, será simplemente de un
cercado a otro, a través de otra cerca con otra puerta en ella que se cierra, y toda la historia
nos ha mostrado que éste será el cercado y la cerca del gauletier y su mano será la que
cierre y cande la puerta, y ese tipo de paz y de seguridad será exactamente la clase de paz y
de seguridad que se merece un hato de ovejas.
De modo que Él usó esa porción del carácter del oscuro orgulloso para recordarnos
nuestra herencia de libre albedrío y decisión; Él usó a los poetas y a los filósofos para
recordarnos, a partir de nuestra propia angustia documentada, nuestra capacidad para el
coraje y para la resistencia. Pero somos nosotros mismos los que debemos emplearlas. Este
tiempo es el vuestro, aquí, en esta sala y en todas las demás como esta que hay en el mundo
en esta época y esta ocasión de vuestras vidas. Somos nosotros, nosotros, no en tanto que
grupos o clases sino como individuos, simples hombres y mujeres individualmente libres y
capaces de ser libres y de decisión, quienes debemos decidir, afirmar simple y firmemente y
para siempre que nunca jamás seremos guiados como ovejas hacia la paz y la seguridad,
sino que nosotros mismos, nosotros, simples hombres y mujeres y mutuamente
confederados por un tiempo, por un propósito, por un fin, por la simple razón de que
ambos, la razón y el corazón, nos han enseñado que queremos la misma cosa y que
debemos tenerla y proponernos tenerla.
Para hacerlo nosotros mismos, en tanto que individuos, no porque lo tengamos que
hacer con el fin de sobrevivir, sino porque lo deseemos, lo queramos a partir de nuestra
herencia de libre albedrío y decisión, cuya posesión nos ha dado el derecho a decir cómo
hemos de vivir, y la larga prueba de nuestra constatada inmortalidad para recordarnos que
tenemos el coraje de elegir ese derecho y ese curso.
La respuesta es muy simple. No quiero decir fácil, sino simple. En realidad es tan
simple que la primera reacción de uno es algo parecido a esto: «Si eso es todo lo que
requiere, lo que obtendrás a cambio no puede ser muy valioso, muy duradero». Hay una

anécdota acerca de Tolstói, creo que era, que dijo en medio de una discusión sobre
este asunto, «De acuerdo, empezaré siendo bueno mañana, si tú también lo eres». Lo cual
era ingenioso, y tenía, como a menudo tiene el ingenio, verdad en ello —en realidad una
profunda verdad para todos aquellos que son incapaces de creer en el hombre—. Pero no
para aquellos que pueden y de hecho creen en el hombre. Para ellos, es sólo ingenio, la
desesperante repudia del hombre por un hombre agotado en la desesperación por su propia
angustia acerca de la condición humana. Éstos no dicen, «La respuesta es simple, pero qué
difícil», en lugar de eso éstos dicen, «La respuesta no es fácil, sino muy simple». No
necesitamos, el fin ni siquiera precisa, que a partir de este momento nos dediquemos
nosotros mismos a ser Juana de Arco con trompetas y estandartes y el polvo de la batalla en
pos de un fin que ni siquiera veremos dado que simplemente será un escenario para el
monumento al martirio. Puede hacerse desde, de manera concomitante con, la vida normal
que todo el mundo quiere y que todos deberían tener. En realidad, la vida normal que todos
quieren y se merecen y pueden tener —con tal de que por supuesto trabajemos para ello,
estemos dispuestos a hacer un sacrificio en una cantidad razonable que se equipare con
cuánto vale y cuánto lo queremos y cuánto nos lo merecemos— puede dedicarse a este fin y
ser mucho más eficaz que todas las altas voces y los lloros y los estandartes y las trompetas
y el polvo.
Porque empieza en el hogar. Todos sabemos lo que quiere decir «hogar». Hogar no
es necesariamente un lugar fijo en la geografía. Se puede mover, con tal de que los viejos
valores reconocidos que lo convierten en hogar y sin los cuales no puede ser hogar también
se lleven consigo. Esto no necesariamente significa o requiere confortabilidad física, ni
mucho menos, de hecho nunca, sino seguridad física para el espíritu, para el amor y la
fidelidad de tener paz y seguridad con las cuales querer y ser fiel, para la devoción y el
sacrifico. Hogar significa no sólo hoy, sino mañana y mañana, y luego otra vez mañana y
mañana. Significa alguien a quien ofrecer amor y fidelidad y respeto a quien es digno de
ello, alguien con quien ser compatible, cuyos sueños y esperanzas son tus sueños y
esperanzas, que quiere y trabajará y se sacrificará también para
que lo que compartís entre los dos dure para siempre; alguien a quien no sólo
quieres sino que también te gusta, lo que es más, puesto que debe sobrevivir a lo que
cuando somos jóvenes queremos decir con amor, porque sin el gusto y el respeto, el propio
amor no durará.
Hogar no son simplemente cuatro paredes —una casa, un jardín en una calle en
concreto, con un número en la puerta—. Puede ser una habitación alquilada o un
apartamento —cualesquiera cuatro paredes que alberguen un matrimonio o una carrera o
ambas cosas a la vez, un matrimonio y una carrera—. Pero deben ser todas las habitaciones
o los apartamentos; todas las casas en esa calle y todas las calles en esa asociación de calles
hasta que lleguen a ser un todo, un conjunto de gente que tiene las mismas aspiraciones,
esperanzas, problemas y deberes. Quizá esa colección, asociación, todo, está lista en el
pequeño punto de la geografía que nos produce a imagen suya, para ser los herederos de sus
problemas y de sus sueños. Pero esto tampoco es necesario; puede estar en cualquier parte,
mientras lo aceptemos como hogar; incluso podemos trasladarlo, únicamente se nos pide y
se nos exige que estemos dispuestos a aceptar los nuevos problemas y deberes y
aspiraciones con los que hemos reemplazado a los viejos que dejamos detrás de nosotros,
que aceptemos las esperanzas y las aspiraciones de la gente que ya está allí, que ha
establecido ese lugar como un todo digno de ser servido, y estén dispuestos a aceptar
nuestras esperanzas y aspiraciones a cambio de sus deberes y problemas. Porque los
deberes y problemas ya eran nuestros; simplemente cambiamos su designación; no
podemos deshacernos de las obligaciones mudándonos, porque si lo que queremos es un
hogar, no queremos escapar de ellas. En realidad todavía son las mismas, ejecutadas y
resueltas por la misma razón y resultado: la misma paz y seguridad en la cual el amor y la
devoción puede ser amor y devoción sin miedo de la violencia y el ultraje y el cambio.
Si aceptamos que esto quiere decir «hogar», no necesitamos mirar más allá del
hogar para encontrar dónde empezar a trabajar, empezar a cambiar, empezar a librarnos
nosotros mismos de los miedos y presiones que están haciendo la simple existencia más y
más incierta y sin dignidad ni paz ni seguridad, y que, para esos que son incapaces de creer
en el hombre, al final librarán al hombre de sus problemas librándole de sí mismo.
Hagamos lo que está dentro de nuestro poder. No será fácil, por supuesto: sólo simple.
Pensemos primero en, trabajemos primero en pos de, salvar el todo, la asociación, la
colección que llamamos hogar. En realidad, debemos dejar de pensar desde la perspectiva
que nos han endosado las escisiones de la ambición de ese viejo espíritu oscuro y
despiadado: términos vacíos y estruendosos como «nación» y «madre patria» o «raza» o
«color» o «credo». No necesitamos mirar más allá del hogar; sólo necesitamos trabajar por
aquello que queremos y nos merecemos aquí. Hogar —la casa o incluso la habitación
alquilada mientras ello incluya todas las casas y las habitaciones alquiladas en las que se
esperen y se aspiren las mismas esperanzas y aspiraciones— la calle, entonces todas las
calles donde habite esa asociación voluntaria de gente, simples hombres y mujeres
mutuamente confederados mediante idénticas esperanzas y aspiraciones y problemas y
deberes y necesidades, hasta ese punto en el que puedan decir, «Estas cosas simples —
seguridad y condición libre y paz— no sólo son posibles, no sólo pueden y deben ser, sino
que serán». Hogar: no donde yo vivo o eso vive, sino donde nosotros vivimos: mil, después
decenas de miles de pequeños conjuntos aislados y fijados más firmes y más inexpugnables
y más sólidos que rocas o ciudadelas sobre la tierra, de modo que las despiadadas y
ambiciosas escisiones del antiguo espíritu oscuro miren a ése y digan, «Aquí no hay nada
para nosotros», después miren más allá, al resto de los que están fijados y establecidos
como fortalezas sobre toda la tierra habitada, y digan, «Ya no hay nada para nosotros en
ninguna parte. El hombre —simples hombres y mujeres sin miedo e invencibles— nos ha
vencido». Entonces el hombre podrá poner su firma al final de su trabajo y decir, «Lo
terminamos, y funciona».
[Atlantic Monthly, agosto de 1953]
Con motivo de la recepción del Premio Nacional del Libro en la categoría
de ficción

Nueva York, 25 de enero de 1955

Con artista por supuesto quiero decir cualquiera que haya intentado crear algo que
no estaba aquí antes de él, sin otras herramientas ni materiales que esas no comercializables
del espíritu humano; que ha intentado grabar, sin importar cuán crudamente, en la pared de
ese olvido final más allá del cual tendrá que pasar, en la lengua del espíritu humano,
«Kilroy estuvo aquí».[15]
Eso es básicamente, y pienso que en esencia, todo lo que alguna vez hemos
intentado hacer. Y creo que todos estaremos de acuerdo en que fallamos. Que lo que
hicimos nunca coincidió y nunca coincidirá con la forma, con el sueño de perfección que
heredamos y que nos condujo y que continuará conduciéndonos, incluso después de cada
fallo, hasta que la angustia nos libere y la mano finalmente caiga inmóvil.
Quizá simplemente también estemos condenados a fallar, puesto que, mientras
fallemos y la mano continúe teniendo sangre, lo intentaremos de nuevo; puesto que, si
alguna vez alcanzásemos el sueño, coincidiésemos con la forma, escalásemos el último pico
de perfección, nada quedaría salvo saltar al otro lado de ello hacia el suicidio. Lo cual no
sólo nos privaría de nuestro americano derecho a la existencia, no sólo inalienable sino
también inofensivo, puesto que según nuestros estándares, en nuestra cultura, el ejercicio
del arte es un pacífico pasatiempo como la cría de dálmatas, sino que el que se nos
depurase, se nos quitase o se
nos despojase de él dejaría desperdicios en forma de, en el mejor de los casos, indigencia, y
en el peor puro crimen como resultado de la energía sin agotar. Mientras que de esta
manera, constante e incesantemente ocupados, obsesionados, inmersos intentando hacer lo
imposible, enfrentados siempre con el fallo que nos negamos a reconocer y aceptar, no nos
metemos en problemas, no nos interponemos en el camino de la gente práctica y ocupada
que lleva la carga de América.
Así que todos son felices —los gigantes de la industria y del comercio, y los
manipuladores llamados gobernantes que buscan el beneficio o el poder a partir de las
emociones de la masa, que llevan la tremenda carga de la solvencia geopolítica, ambos
conjuntamente son América; y los inofensivos criadores de los perros moteados (también
ilesos, protegidos, inmunes por nuestro inalienable derecho a exhibir nuestros perros unos a
otros buscando aclamación, e incluso también al público; defendidos por nuestro derecho a
recaudar de ellos la tarifa de cinco o diez dólares por las ediciones especiales firmadas, e
incluso la tarifa de miles por parte de expertos especiales llamados Picasso o Matisse)—.
Entonces sucede algo como esto —como esto, aquí, esta tarde—; no sólo una vez e
incluso no sólo una vez al año. Entonces ese criador angustiado descubre que no sólo sus
colegas criadores, que deben apoyar su mutua vocación en una especie de desesperada
confederación defensiva mutua, sino otra gente, gente a la que él había considerado
advenedizos, también sostiene que eso que él está haciendo es válido. Y no sólo individuos
aislados que mantienen que sus obras son válidas, sino lo bastantes como para confederarse
a su vez, por ningún beneficio mutuo o provecho o defensa sino simplemente porque
también creen que no sólo es válido sino importante que el hombre escriba en esa pared «El
hombre estuvo aquí también en 1953 d.C. o en el 54 o en el 55» y así dejar constancia
como ésta esta tarde.
Para contar no al artista individual sino al mundo, al propio tiempo, que lo que hizo
es válido. Que incluso el error merece la pena y es admirable, únicamente con tal de que
ese error sea lo suficientemente espléndido, el sueño lo suficientemente espléndido,
suficientemente inalcanzable aunque suficientemente valioso para siempre, dado que era de
perfección.
Así que cuando le pasa esto (o a uno de sus colegas; no importa a cuál, puesto que
todos comparten la corroboración de la devoción mutua) le viene el pensamiento de que
quizá una de las cosas que están mal en nuestro país sea el éxito. Que en él hay demasiado
éxito. Que el éxito es demasiado fácil. En nuestro país un joven puede obtenerlo sin nada
más que una pequeña industria. Puede obtenerlo tan rápida y fácilmente que no ha tenido
tiempo para aprender la humildad para manejarlo, o incluso descubrir, darse cuenta, de que
necesitará humildad.
Quizá lo que necesitemos sea un puñado de dedicados mártires-pioneros que, entre
el éxito y la humildad, sean capaces de elegir lo segundo.
[New York Times Book Review, 6 de febrero de 1955, este texto ha sido reproducido
a partir del mecanoescrito original de Faulkner.]
A la Asociación Sureña de Historia[16]

Memphis, 10 de noviembre de 1955

De momento y como hipótesis, digamos que un sureño blanco e incluso quizá


cualquier americano blanco, también yo, maldice el día en que el primer negro fue traído
contra su voluntad a este país y vendido como esclavo. Vivir en cualquier parte del mundo
en 1955 d.C. y estar en contra de la igualdad debido a la raza o al color es como vivir en
Alaska y estar en contra de la nieve.
Durante los últimos dos años he visto (un poco de algunos, bastante de otros) Japón,
las Filipinas, Siam, India, Egipto, Italia, Alemania Occidental, Inglaterra e Islandia. De
estos países, el único del que diría de un modo definitivo que no será comunista dentro de
diez años es Inglaterra. Y si estos otros países no permanecen libres, entonces Inglaterra no
resistirá más como una nación libre. Y si todo el resto del mundo se vuelve comunista,
también será el fin de América tal y como la conocemos; seremos estrangulados hasta la
extinción por el simple bloqueo económico puesto que no habrá nadie más en ningún lugar
a quien vender nuestros productos; ya estamos viendo eso con el problema de nuestro
algodón.
Y la única razón por la que todos estos países todavía no son comunistas es
América, no sólo debido a nuestro poder material, sino debido a la idea de la condición
libre y la libertad y la igualdad individual humana con las que fue fundada nuestra nación, y
con las que nuestros padres fundadores postularon el significado del nombre América.
Estos países todavía están libres del comunismo simplemente por eso —esa creencia en la
libertad individual y la igualdad y la condición libre—, esa creencia singular lo
suficientemente poderosa como para ahogar la idea del comunismo. No tenemos otra arma
con la que combatir al comunismo salvo ésta, puesto que en diplomacia somos como niños
comparados con los diplomáticos comunistas, y en la producción siempre iremos detrás de
ellos puesto que bajo un gobierno monolítico toda la producción puede ir para el
engrandecimiento del Estado. Pero entonces, no necesitamos nada más, dado que esa idea
—esa simple creencia del hombre de que puede ser libre— es la fuerza más poderosa de la
tierra; todo lo que necesitamos hacer es usarla.
Pero eso es superficial y simple, nos gusta pensar que la situación del mundo hoy es
como un precario y explosivo equilibrio entre dos ideologías irreconciliables
confrontándose entre sí; cuyo precario equilibrio, una vez que se tambalee, arrastrará con él
al mundo entero hacia el abismo. Eso no es así. Sólo una de las fuerzas es una ideología,
una idea. Porque la segunda fuerza es el simple hecho del Hombre: la simple creencia del
individuo humano de que él puede y debe y será libre. Y si nosotros, que todavía somos
libres, queremos continuar así, todos los que todavía somos libres haríamos mejor
confederándonos y confederándonos rápido con todos los demás que aún tienen la opción
de ser libres —confederarnos no como gente blanca ni como gente negra ni gente azul o
rosa o verde, sino como gente que todavía es libre, con toda la otra gente que todavía es
libre; confederarnos juntos y también adherirnos juntos, si queremos un mundo o incluso
una parte del mundo en la que el hombre individual pueda ser libre, para continuar
resistiendo—.
Y haremos mejor en llevar con nosotros a tantos como podamos de las gentes no-
blancas de la tierra que todavía no son completamente libres pero que quieren y tienen en
mente serlo, antes de que esa otra fuerza que se opone a la condición libre del individuo los
engañe y los coja. Hubo un tiempo en el que el hombre no-blanco estaba contento de —en
cualquier caso, lo estaba— aceptar su instinto de ser libre como un sueño irrealizable. Pero
ya no más; el mismo hombre blanco le enseñó algo diferente con esa fase de su —la del
hombre blanco— propia cultura, que adoptó la forma de la expansión colonial y la
explotación basada y moralmente justificada sobre la premisa de la desigualdad no debido a
la incompetencia individual sino a la raza de la masa o al color. Como resultado de lo cual,
en sólo diez años hemos observado a las gentes no-blancas expeler, mediante sangrienta
violencia cuando ha sido necesario, al hombre blanco de todo el Oriente Medio y Asia, que
una vez dominó. Y en ese vacío ya se ha empezado a mover ese poder otro y hostil con el
que está en guerra la gente que cree en la condición libre —ese poder que le dice al hombre
no-blanco: «No te ofrecemos ser libre porque no hay tal cosa como el ser libre; tus señores
feudales blancos de los cuales te acabas de deshacer ya te lo han demostrado. Pero te
ofrecemos igualdad, al menos igualdad en el ser esclavo; si tenéis que ser esclavos, al
menos podéis ser esclavos de vuestro propio color y raza y religión»—.
Nosotros, el hombre blanco occidental que cree que existe una condición libre
individual sobre y más allá de esta mera igualdad en el ser esclavo, debemos enseñar esto a
las gentes no-blancas mientras todavía quede un poco de tiempo. Nosotros, América, que
somos la fuerza más poderosa que se opone al comunismo y al monolitismo, debemos
enseñar a todas las otras gentes, blancas y no-blancas, esclavos o (aún durante un tiempo)
todavía libres. Nosotros, América, tenemos la mejor oportunidad para hacer esto porque
podemos hacerlo aquí, en casa, sin necesidad de enviar costosas expediciones de libertad a
lugares extraños y hostiles ya convencidos de que no hay tal cosa como el ser libres ni la
libertad ni la igualdad ni tampoco la paz para los no-blancos, o podríamos practicarlo en
casa.
La mejor oportunidad y el trabajo más fácil, porque nuestra minoría no-blanca ya
está de nuestro lado; no necesitamos venderles América y el ser libre porque ya están
vendidos; incluso cuando son ignorantes, fruto de una educación inferior o de la ausencia
de educación, incluso a pesar de los precedentes y la historia de desigualdad, todavía creen
en nuestros conceptos de ser libre y de democracia.
Eso es lo que ha hecho América por ellos en sólo trescientos años. No hecho a ellos:
hecho por ellos puesto que para nuestra propia vergüenza hemos hecho poco esfuerzo hasta
para enseñarles a ser americanos, por no hablar de usar sus capacidades y aptitudes para
hacer de nosotros una América más fuerte y unificada; —la gente que sólo hace trescientos
años estaba comiendo elefante podrido y carne de hipopótamo en los bosques tropicales de
África, que vivía junto a una de las mayores masas de agua en el interior de la tierra y
jamás pensó en navegar, que anualmente tenía que trasladar pueblos enteros y tribus debido
a la hambruna y a la peste y a los enemigos humanos sin pensar ni una vez en la rueda, sin
embargo en sólo trescientos años en América han producido a Ralph Buncle y a George
Washington Carver y a Booker T. Washington, que todavía han de producir un Fuchs o un
Rosenberg o un Gold o un Greenglass o un Burgess o un McLean o un Hiss, y por cada
comunista prominente o compañero de viaje como Robeson hay miles de blancos.
No estoy convencido de que el negro quiera la integración en el sentido en el que
algunos de nosotros afirmamos temer que lo haga. Creo que él es lo suficientemente
americano para repudiar y negar por puro instinto americano cualquier constricción o
regulación que nos prohíba hacer algo que en nuestra opinión si lo hiciésemos sería
inofensivo, y que probablemente no lo querríamos hacer en ningún caso. Creo que lo que
quiere es igualdad, y creo que también sabe que no hay una cosa tal como la igualdad per
se, sino sólo la igualdad para: igual derecho y oportunidad para hacer de la vida de uno lo
mejor que uno pueda dentro de la propia capacidad y aptitud, sin miedo de la injusticia o de
la opresión o de la amenaza de violencia. Si les hubiésemos dado este igual derecho a la
oportunidad hace noventa o cincuenta o incluso diez años, no habría habido resolución de
la Corte Suprema sobre cómo llevamos nuestras escuelas.
Es una vergüenza para nosotros los hombres blancos que en nuestra presente
economía el negro tenga que tener desigualdad económica; una doble vergüenza para
nosotros que temamos que el darle más igualdad social ponga en peligro su presente estatus
económico; una triple vergüenza que incluso entonces, para justificar nuestra postura,
tengamos que ensombrecer la cuestión con la pureza de la sangre blanca; menudo
comentario ese de que el único lugar que queda en la tierra adonde el hombre blanco puede
huir y tener su sangre incorrupta protegida y defendida por la ley está en África —África: la
fuente y origen de la gente cuya presencia en América habrá conducido al hombre blanco a
huir de la deshonra—.
Ahora pronto todos nosotros —no sólo los sureños ni siquiera tampoco los
americanos, sino toda la gente que todavía es libre y quiere permanecer así— vamos a tener
que tomar una decisión, no sea que la próxima (y última) confrontación que afrontemos sea,
no comunistas contra anti-comunistas, sino simplemente el puñado que quede de gente
blanca contra las miríadas de masas de toda la gente en la tierra que no es blanca. No
tendremos que elegir entre color ni raza ni religión ni tampoco Este y Oeste, sino
simplemente entre ser esclavos y ser libres. Y tendremos que elegir completa y
definitivamente; ahora ya ha pasado el momento en el que podíamos elegir un poco de
cada, un poco de ambos. Podemos elegir un estado en el que ser esclavos, y si somos lo
suficientemente poderosos para estar entre los dos o tres o diez de cabeza, podemos tener
cierta licencia —hasta que alguien más poderoso se alce y nos ametralle contra el muro de
un sótano—. Pero no podemos elegir una condición libre establecida sobre una jerarquía,
sobre un sistema de castas de grados de igualdad como rangos militares. Debemos ser libres
no porque clamemos por la condición libre, sino porque la practiquemos; nuestra condición
libre debe ser apuntalada mediante una homogeneidad igual e inalterablemente libre, sin
importar de qué color sea, de modo que todas las demás fuerzas hostiles de todas partes —
sistemas políticos o religiosos o raciales o nacionales— no sólo nos respeten porque
practiquemos la condición libre, nos teman porque seamos libres.
La cuestión ya no es acerca de blancos contra negros. Tampoco es ya acerca de si la
sangre blanca debe o no permanecer pura, es acerca de si la gente blanca debe permanecer
libre o no.
Aceptamos el insulto y el desdén y el riesgo de violencia porque no nos sentaremos
tranquilamente a ver nuestra tierra natal, el Sur, no sólo el Mississippi, sino todo el Sur
destrozarse y arruinarse a sí mismo dos veces en menos de cien años por la cuestión negra.
Denunciamos ahora el día en que nuestra gente sureña, que resistirá hasta el final
estos inevitables cambios en las relaciones sociales, dirá, cuando haya sido forzada a
aceptar lo que en una ocasión debieron haber aceptado con dignidad y con buena voluntad,
dirá, «¿Por qué nadie nos dijo esto antes?, ¿por qué no nos lo dijeron a tiempo?».
[Memphis Commercial Appeal, 11 de noviembre de 1955; el texto reproducido aquí
es una versión revisada y ampliada del que primero apareció en el pliego Tres visiones de
las decisiones de segregación, Atlanta, Consejo Regional Sureño,[17]1956]
Discurso en el seminario de literatura americana

Nagano, Japón, 5 de agosto de 1955

En una discusión en Tokio, una afirmación mía fue tergiversada, si es que no citada
erróneamente. Ésta produjo la impresión de que yo creía que América no tenía cultura, que
éramos todos unos salvajes sin tradición intelectual ni espiritual.
No lo dije porque no creo que sea así. Tal como lo veo, ningún pueblo tiene una
cultura mutua salvo aquellos a los que les sucede que creen fundamentalmente en las
mismas cosas, como los pueblos que creen en la condición libre o los pueblos que creen en
la servidumbre.
Creo que todos los grupos raciales y étnicos tienen sus propias culturas individuales.
La cultura japonesa, por ejemplo, es una cultura de la racionalidad, y la cultura británica
una de la insularidad. Esto es, cada una de éstas hace de su cultura su carácter nacional.
Así que nuestra cultura americana no es sólo éxito, sino generosidad con éxito —
una cultura de generosidad exitosa—. Deseamos y trabajamos para tener éxito con el fin de
ser generosos con los frutos de dicho éxito. Obtenemos tanto placer del don como de la
ganancia. Todas estas culturas son importantes y, en cierto sentido, son interdependientes.
Para mí una prueba de esto es el hecho de que estemos reunidos aquí en Japón, a
diez mil millas de América, discutiendo en el idioma inglés acerca de literatura americana
—esto es, estamos equiparando y comparando nuestras dos culturas separadas que
producen nuestra literatura nacional—. Comparados con el japonés, somos torpes y
groseros e incluso maleducados. Sin embargo, de la torpeza y de la grosería ha venido ese
poder que produjo a los escritores americanos que consideran dignos de ser discutidos aquí.
De nuestra torpeza y nuestra grosería vino allí esa fuerza que produjo escritores lo
suficientemente importantes para formar parte de un seminario de intelectuales, los
anfitriones de los cuales son la gente que ha hecho una cultura de lo intelectual.
Creo que es nuestra cultura americana de éxito y generosidad la que permitió a los
escritores americanos ofrecerles algo hoy aquí. Creo que como nuestra cultura del éxito
material, nuestros escritores no están interesados únicamente en el éxito sino en la
generosidad. Estamos tan interesados en que lo que tenemos que ofrecer a los escritores de
otras naciones sea aceptable como en ser escritores de éxito en nuestro propio país. Creo
que estamos mucho más interesados en la escritura universal de lo que lo estamos en ser
escritores americanos.
Creo que nuestra cultura americana provoca que nuestros escritores piensen en sí
mismos como escritores americanos sólo de un modo secundario, que primero pensamos en
nosotros mismos como hombres y como mujeres que tratan con esa cualidad universal que
es la literatura. Creo que realmente no estamos intentando producir literatura americana ni
tampoco añadirnos a su prestigio. Creo que estamos intentando incrementar el prestigio de
una literatura universal. Creo que cuando parecemos groseros y provincianos, es porque
somos provincianos.
Es porque nuestra cultura de lo intelectual es tan nueva que hemos llevado con
nosotros al seno del arte de la literatura una cierta ingenuidad de la que todavía somos
demasiado jóvenes en el oficio como para habernos librado. Una prueba de esta ingenuidad
americana es que no hay envidias basadas en el género e incluso muy pocas acerca del éxito
material entre los escritores americanos. Ningún americano asume que la prerrogativa del
hombre sea tener más talento o ser más importante en literatura que una mujer escritora.
Hemos sido, como nación, un pueblo afortunado. Hemos escapado de muchos de
los problemas y aflicciones que otros pueblos han tenido que sufrir y somos conscientes de
esto, y una parte de nuestra cultura de éxito y generosidad es un deseo de compartir esta
buena fortuna con los pueblos menos afortunados, si podemos, mediante las cualidades del
espíritu como también de las del libro de bolsillo; que el escritor americano está muy
orgulloso de su posición en la literatura universal sin estar celoso de ninguna otra nación.
Creo que la mayoría del resto de gente de la literatura no puede concebir en
absoluto que el americano pueda ser un escritor sin ser un hombre de ideas. El escritor
europeo, si es un escritor, es per se un miembro de todos los demás procesos intelectuales
correlativos. El escritor americano puede ser un escritor y no ser parte en absoluto de esa
universalidad de ideas. Lo que le sirve como idea no es en absoluto un proceso racional,
sino un concepto emocional de y una creencia en la verdad universal del corazón del
hombre y su registro en la literatura. Esto es de lo que estamos orgullosos de participar y de
compartir.
[En Japón en agosto de 1955 Faulkner fue entrevistado con frecuencia, y sus
comentarios eran ampliamente citados en la prensa japonesa. Para corregir o prevenir
malentendidos de algunos de estos comentarios, escribió una declaración que pronunció
como discurso en Nagano el 5 de agosto. En 1965 se le entregó a Joseph Blotner un
mecanoscrito (no a cargo de Faulkner) del discurso, que publicó en el número de verano
de 1982 del Mississippi Quarterly. Ni él ni el presente editor, que editó ese número, estaban
al tanto de que una versión de ese discurso había sido publicada en el Mississippi
Commercial Appeal el 28 de agosto de 1955, «Distribuida por el servicio internacional de
prensa». Ese texto publicado fue reproducido en Each in its Ordered Place: A Faulkner
Collector s Notebook [Cada cosa en su lugar correspondiente: un cuaderno de notas de un
coleccionista de Faulkner], por Cari Petersen (Ann. Arbor, Michigan, 1975). El texto aquí
tomado es el del mecanoscrito y el del Mississippi Quarterly]
Con motivo de recibir la medalla de plata de la Academia de Atenas

Atenas, 28 de marzo de 1957

Acepto esta medalla no sólo como un americano ni como un escritor sino como uno
elegido por la Academia Griega para representar el principio de que todo hombre debe ser
libre.
El espíritu humano no obedece a las leyes físicas. Cuando el sol de Pericles
proyectó la sombra del hombre civilizado alrededor de la tierra, esa sombra se combó hasta
que tocó América. Así que cuando alguien como yo viene a Grecia está recorriendo la
sombra hacia atrás hasta la fuente de la luz que proyecta la sombra. Cuando el americano
viene a este país regresa a algo que era familiar. Ha vuelto al hogar. Ha regresado a la cuna
del hombre civilizado. Estoy orgulloso de que el pueblo griego me haya considerado digno
de recibir esta medalla. Será un deber para mí volver a mi país y contar a mi pueblo que las
cualidades de la raza griega —dureza, bravura, independencia y orgullo— resultan
demasiado valiosas para perderse. Es el deber de todos los hombres ver que no se
desvanecen de la tierra.
[Comunicado de prensa emitido por el Servicio de Información de los Estados
Unidos de América en Atenas al mismo tiempo que el discurso. Faulkner recibió ayuda
para escribir este discurso de Duncan Emrich, consejero para asuntos culturales de la
embajada americana. Véase Joseph Blotner, Faulkner: A Biography, Nueva York, 1984, p.
637.]
A la Academia Americana de Artes y Letras al presentar la medalla de
oro en la categoría de ficción para John Dos Passos

Nueva York, 22 de mayo de 1957

El artista, el escritor, nunca debe tener ninguna duda acerca de adonde pretende ir;
el objetivo, el sueño, debe ser tan alto como para ser digno de ese destino y de esa angustia
en el esfuerzo por alcanzarlo. Pero debe tener humildad respecto a su competencia para
llegar allí, respecto a sus métodos, a su oficio y a su destreza en el oficio.
De modo que el hecho de que el artista realmente ya no tenga más sitio en la cultura
americana de hoy en día que en la economía americana de hoy en día, ningún sitio en la
urdimbre y la trama, en los músculos y tendones, en el mosaico del sueño americano tal y
como existe hoy, quizás sea una buena cosa para él puesto que le enseña la humildad con
antelación, le introduce bastante a fondo en el hábito de la humildad independientemente de
si él lo hubiera hecho o no; en cuyo caso, ninguno de nosotros ha sido mejor entrenado en
la humildad que este hombre a quien está honrando hoy la Academia. Lo cual también
prueba que ese hombre, ese artista, que puede aceptar la humildad, hará, deberá, a tiempo,
antes o después, trabajar a través de la humildad y del olvido hacia ese momento en el que
él y el valor del trabajo de su vida serán reconocidos y honrados al menos por sus colegas
de oficio, como lo están en este momento John Dos Passos y el trabajo de su vida.
Resulta un honor para mí compartir esto al haber sido elegido para entregarle esta
medalla, ningún hombre se lo merece más, y pocos han esperado más para ello.

[Proceedings of the American Academy of Arts and Letters and the National
Institute of Arts and Letters, segunda serie, Nueva York, 1958; el texto reproducido aquí ha
sido tomado de una copia del mecanoscrito de Faulkner. Según Malcom Cowley, el
discurso de Faulkner fue abreviado y grabado. Lo que dijo fue: «La oratoria no puede
añadir nada a la estatura de John Dos Passos, y si sé algo acerca de los escritores, debe estar
agradecido por un poco menos que esto. De modo que diré que mío es el honor de tomar
parte en el suyo al entregarle esta medalla. Ningún hombre se la merece más». Véase
Malcom Cowley, The Faulkner-Cowley File, Nueva York, 1966, pp. 146-147.]
A las sociedades Raven, Jefferson y ODK de la Universidad de Virginia

Charlottesville, 20 de febrero de 1958

Una palabra a los de Virginia

Hace cien años Abraham Lincoln dijo, «Esta nación no puede perdurar medio
esclava y medio libre». Si hoy estuviera vivo lo enmendaría, «Esta nación no puede
perdurar albergando una minoría tan grande como un diez por ciento mantenida en una
ciudadanía de segunda clase por el accidente de la apariencia física». Como diría un
hombre de menor valía, ni éste ni ningún país o comunidad de gente puede permanecer más
tiempo en paz con el diez por ciento de su población arbitrariamente sin asimilar que lo que
puede permanecer en paz un pueblo de cinco mil habitantes con quinientos caballos
desembridados perdidos en las calles, o digamos una comunidad de cinco mil gatos con
quinientos perros sin asimilar entre ellos, o viceversa. Para la coexistencia pacífica, todo
debe ser una cosa: o todos ciudadanos de primera clase, o todos ciudadanos de segunda
clase; o todos personas o todos caballos; o todos gatos o todos perros.
Quizá el negro todavía no sea capaz más que de una ciudadanía de segunda clase.
Puede que su tragedia sea que su competencia para la igualdad está en función de la ratio de
su sangre blanca. Pero aunque esto fuese así, todavía restaría el problema de los ciudadanos
de segunda clase. Aunque el negro estuviese conforme con permanecer sólo como un
ciudadano de segunda clase aunque relevado de sus responsabilidades de primera clase
debido a su clasificación, no se solucionaría el problema. Todavía restaría el hecho de que
somos una nación establecida sobre el hecho de que sólo estamos unificados en el poder el
noventa por ciento.
Sólo con el noventa por ciento de unanimidad, nos enfrentaríamos (y esperamos
sobrevivir a ello) a un mundo enemigo unificado contra nosotros aunque sea sólo en
enemistad. Ni siquiera podemos estar unificados en un noventa por ciento contra ese mundo
enemigo que nos sobrepasa en número, porque demasiado de ese noventa por ciento de
poder se gasta y consume por el problema físico del diez por ciento de irresponsables.
Resulta bastante fácil para el negro maldecirnos, al Sur, por el hecho de que su
problema todavía esté sin resolver. Si yo fuera un norteño, esto es lo que haría: decirme a
mí mismo que hace cien años, nosotros, nosotros dos, el Norte y el Sur, lo habíamos puesto
a prueba y lo habíamos solucionado. Que no somos nosotros, el Norte, sino vosotros, el
Sur, quienes habéis rechazado aceptar ese veredicto. Tampoco nos ayudará nada recordarle
al Norte que, según la ratio de negros respecto a la población blanca, probablemente haya
más desigualdad e injusticia allí que entre nosotros.
En lugar de eso, deberíamos aceptar esa estrategia. Digámosle al Norte: Muy bien,
es nuestro problema y lo solucionaremos. Como hipótesis, pongámonos de acuerdo en que
el negro es incapaz de asumir la igualdad debido a que no podría mantenerla y conservarla
aunque le forzásemos con bayonetas; que una vez que las bayonetas fuesen retiradas, el
primer hombre despiadado y elegante, negro o blanco, que viniese se la quitaría, porque él,
el negro, todavía no es capaz de asumir, o se niega a aceptar, la responsabilidad de la
igualdad.
Así que nosotros, el hombre blanco, debemos cogerle de la mano y enseñarle esa
responsabilidad; ésta no será la primera ni la última vez en el largo registro de la historia
humana en que el principio moral ha sido idéntico a e incluso inextricable respecto al
práctico sentido común. Enseñémosle que, con el fin de ser libre e igual, primero debe ser
digno de ello, y luego en adelante trabajar para siempre para mantenerlo y conservarlo y
defenderlo. Debe aprender para siempre a dejar de pensar como un negro y actuar como un
negro. Esto no será fácil para él. Ésa será su carga, porque por su raza y su color, para él no
será suficiente simplemente pensar y actuar como cualquier hombre blanco: debe pensar y
actuar como el mejor de los hombres blancos. Porque aunque el hombre blanco, por su raza
y su color, puede practicar la moral y la rectitud sólo el domingo y dejarlas colgadas el
resto de la semana, el negro nunca puede aflojar ni desviarse.
Ése es nuestro trabajo aquí en el Sur. Es posible que la raza blanca y la raza negra
realmente nunca puedan gustarse y confiar mutuamente; esto se debe a que el hombre
blanco nunca puede conocer realmente al negro, porque el hombre blanco en sus relaciones
siempre ha forzado al negro a ser un negro en lugar de otro ser humano, y por tanto el negro
no puede permitirse, no osa, ser abierto con el hombre blanco y dejar que el hombre blanco
sepa lo que él, el negro, piensa. Pero sé que nosotros en el Sur, habiendo crecido y vivido
entre negros durante generaciones, somos capaces en casos individuales de que nos gusten
y de que confiemos en individuos negros, algo que el Norte nunca puede hacer porque el
norteño sólo le teme.
Así que sólo nosotros podemos enseñar al negro la responsabilidad de la moral y de
la rectitud individual —ya sea llevándole a nuestras escuelas blancas, o proporcionándole
profesores blancos en sus propias escuelas hasta que hayamos enseñado a los profesores de
su propia raza a enseñarle y entrenarle en estos duros y desagradables hábitos—. Que
alguna vez aprenda o no su a-b-c o qué hacer con fracciones simples, no importará. Lo que
debe aprender son las cosas duras —auto-contención, honestidad, confiabilidad, pureza; a
actuar no sólo tan bien como cualquier hombre blanco, sino a actuar exactamente tan bien
como el mejor de los hombres blancos. Si no lo hacemos, pasaremos el resto de nuestras
vidas esquivando a los quinientos caballos desembridados; estaremos esperando cada año
otro Clinton u otro Little Rock[18] no sólo para destrozar más y más lo que hace tanto
creamos a partir de las pacíficas relaciones entre las dos razas, sino para ser monumentos y
jalones internacionales a nuestro ridículo y a nuestra vergüenza.
Y el lugar para empezar con esto es Virginia, la madre de todo el resto de nosotros
en el Sur. Comparado con vosotros, mi país —Mississippi, Alabama, Arkansas— todavía es
frontera, tierra salvaje. Incluso todavía en nuestra tierra salvaje miramos atrás a esa reserva-
madre como si realmente no estuviese tan distante y tan alejada. Incluso en nuestra tierra
salvaje todavía fluye la sangre de la vieja Virginia y los viejos nombres de Virginia —Byrd
y Lee y Cárter— todavía perduran. No hay familia en nuestra tierra salvaje que no tenga
esa tía mayor o esa abuela que cuente a los niños tan pronto como pueden oír y entender:
Tu sangre es también sangre de Virginia; el padre de tu tatarabuelo nació en Rockbridge o
en Fairfax o en Prince George —Valley o Piedmont o Tidewater—, justo bajo el jalón más
próximo, así que Virginia es un sitio vivo para ese niño mucho antes de que haya oído (o le
importe) alguna vez Nueva York o, más aún, América.
Así que dejemos que empiece en Virginia, hacia la que estamos mirando el resto de
nosotros como el niño mira hacia el padre en pos de una señal, una señal de adonde y cómo
ir. Hace cien años los impetuosos de Mississippi y Georgia y Carolina del Sur no habrían
escuchado cuando la madre de todos nosotros intentase controlar nuestro curso temerario y
precipitado; os ignoramos entonces, para desgracia nuestra, la vuestra más que la de nadie
puesto que soportasteis la mayoría de las batallas. Pero esta vez os oiremos. Dejemos que
ésta sea la voz de esa tierra salvaje, hablando no sólo a la Madre Virginia sino al mejor de
sus hijos —hijos hallados y escogidos dignos de ser educados según el viejo patrón en la
Universidad fundada por el señor Jefferson para ser no sólo un monumento muerto a, sino
la fuente duradera de sus principios de orden para la condición humana y las relaciones del
hombre con el hombre—, al mensajero, al portavoz de todos, que diga a la madre de todos
nosotros: Muéstranos el camino y guíanos por él. Creo que te seguiremos.
[University of Virginia Magazine, primavera de 1958; compilado en Faulkner in the
University, editado por Frederick L. Gwynn y Joseph L. Blotner, University of Virginia
Press, 1959. Este texto ha sido reproducido a partir del mecanoescrito de Faulkner.]
Al English Club de la Universidad de Virginia

Charlottesville, 24 de abril, 1958

Hace dos años el presidente Eisenhower concibió un plan basado en una idea que
básicamente es una idea sensata. Ésta consistía en que las condiciones mundiales, el dilema
universal en este momento, son las que son simplemente porque hombres y mujeres de
diferentes razas y lenguas y condiciones no pueden discutir unos con otros estos problemas
y dilemas que son fundamentalmente suyos, sino que deben intentar hacerlo sólo a través
de las organizaciones formales de sus antagonistas y aparentemente irreconciliables
gobiernos.
Esto es, que a la gente de toda condición debería dársele la oportunidad de hablar
con sus homólogos en toda la tierra —trabajador con trabajador, científico con científico,
doctores y abogados y comerciantes y banqueros y artistas con sus homólogos en todas
partes—.
No había nada malo respecto a esa idea. Ciertamente ningún artista —pintor,
músico, escultor, arquitecto, escritor— la discutiría porque esto —el intentar comunicarse
de persona a persona independientemente de raza o color o condición— es exactamente lo
que todo artista lleva toda su vida intentando hacer, y lo seguirá intentando mientras
respire.
En mi opinión lo que la condenó aparecía sintomáticamente en la fraseología del
propio concepto del presidente: trabajador con trabajador, artista con artista, banquero con
banquero, magnate con magnate. Lo que la condenó fue un mal inherente a nuestra propia
cultura; una cualidad maligna inherente a (y quizás necesariamente aunque yo por mi parte
no creo esto último) la cultura de cualquier país capaz de resistir y sobrevivir a través de

este período de la historia. Ésta es la creencia mística, casi una religión, de que el
individuo humano no puede hablar con el individuo humano porque ya no existe el
individuo humano. La creencia de que ya no hay un lugar en el que el individuo humano
pueda hablar tranquilamente con un individuo humano de cosas tan simples como la
honestidad con uno mismo y la responsabilidad hacia los otros y la protección al débil y la
compasión y la piedad para todos porque esas cosas individuales como la honestidad y la
piedad y la responsabilidad y la compasión ya no existen y el mismo hombre sólo puede
esperar continuar renunciando y negando su individualidad dentro de un grupo
reglamentado del tipo de su arbitraria facción, desplegado contra una arbitraria facción
opuesta que se le opone como un grupo reglamentado, ambos ocupando el mismo aire al
mismo tiempo con las mismas recargadas abstracciones de «democracia del pueblo» y
«derechos de las minorías» e «igual justicia» y «asistencia social» —todos los sinónimos
que conllevan la misma irresponsabilidad no sólo al invitar sino incluso al obligar a todos a
participar en ello—.
Así que en este caso —quiero decir el comité de persona a persona del presidente—
también el artista, que lleva toda su vida intentando comunicar de persona a persona los
problemas y las pasiones del corazón humano y cómo sobrevivirlos o en cualquier caso
resistirlos, en efecto ha sido solicitado por el presidente de este país para que afirme la
mitología que de hecho se ha dedicado a negar durante su vida: la mitología de que un solo
individuo humano no es nada, y que puede tener peso y sustancia sólo cuando se organiza
en el anonimato de un grupo donde entregará su alma individual a cambio de un número.
Sería bastante triste si sólo en momentos tales como éstos — quiero decir de
reconocimiento formal por parte de su país de la validez de la dedicación de su vida— el
artista tuviera que correr a toda velocidad hacia lo que casi debería llamarse un deseo
universal de reglamentación, un deseo universal de obliterar del hombre la humanidad
incluso hasta el punto de liberarle no sólo de responsabilidad moral sino incluso del dolor
físico y de la mortalidad difuminándole individualmente en un cualquiera, sin importar cuál
mientras se desvanezca en uno de ellos, grupo económico nacionalmente reconocido
mediante profesión o negocio u ocupación o franja de impuesto sobre la renta o, si no se
ofrece nada más, lista de la compañía financiera. Su tragedia reside en que hoy incluso debe
combatir esta presión, gastar parte de su escasa pero (si es un artista) preciosa fuerza
individual contra este deseo universal de difuminar su humanidad individual, con el fin de
ser un artista. Lo que lleva por fin a la idea que quiero sugerir, que es lo que me parece el
dilema en el que participan todos los jóvenes escritores de hoy.
Creo que quizá todos los escritores, mientras están «en boga», trabajando a toda
velocidad para intentar dejar dicho todo lo que sienten la tremenda urgencia de decir, no
leen a los escritores más jóvenes, a los que vienen después, a ellos mismos, quizá por la
misma razón que tiene el esprínter o el corredor de una distancia: no tiene tiempo de
interesarse por quien está detrás de él o incluso con él, sino sólo por quien está enfrente. De
cualquier forma esto era cierto en mi propio caso, así que hubo un lapso de
aproximadamente veinticinco años durante los cuales casi no tenía conocimiento alguno de
la literatura contemporánea.
Así que, cuando hace poco tiempo empecé a leer la escritura que se está haciendo
ahora, llevé a ella no sólo ignorancia sino una especie de inocencia, frescura, lo que puede
llamarse un punto de vista y un interés virgen de prejuicios. En cualquier caso obtuve una
impresión de la primera historia, que se ha repetido tan constantemente desde entonces que
la presentaré como una generalización. Esto es, que el joven escritor de hoy está compelido
por el presente estado de nuestra cultura que intenté describir, el de funcionar en una
especie de vacío de la raza humana. Sus personajes no funcionan, viven, respiran, luchan,
en ese barullo y ebullición de la simple humanidad como lo hacían los de nuestros
predecesores, que eran los maestros de los que aprendimos nuestro oficio: Dickens,
Fielding, Thackeray, Conrad, Twain, Smollett, Hawthorne, Melville, James; sus nombres
son legión, los personajes que creaban no sólo eran destetados sino incluso engendrados en
un barullo y ebullición de simples seres humanos cuya propia existencia era una afirmación
de un incurable e indomable optimismo —hombres y mujeres como ellos, inteligibles y
comprensibles incluso cuando eran antipáticos, incluso en ese mismo momento en el que te
estaban asesinando o robando o traicionando, puesto que también los suyos eran los
mismos simples apetitos y esperanzas y miedos humanos sin complicar por la
reglamentación o la compulsión grupal— un barullo y ebullición de humanidad en el cual
aventurarse no sólo sin miedo y bienvenidos sino también con placer y sin amenaza de
daño puesto que lo peor que les podía pasar era una cabeza golpeada por lo que sólo era
otra cabeza humana, un codo o una rodilla despellejados, pero eso también era sólo un
despellejamiento producido por otra rodilla u otro codo humano —un barullo y ebullición
de humanidad que aceptaba y creía y funcionaba de acuerdo con, no ángulos, sino
principios morales; donde la verdad no era dónde estabas de pie cuando mirabas algo sino
una cualidad inalterable o una cosa que podría y de hecho machacaría tus sesos si no la
aceptabas o al menos la respetabas.
Permitidme repetirlo: no he leído toda la obra de esta presente generación de
escritores; todavía no he tenido tiempo. Así que debo hablar sólo de los que conozco. Estoy
pensando ahora en el que calificaría como el mejor: El guardián entre el centeno[19] de
Salinger, quizá porque éste expresa completamente lo que he intentado decir: un joven,
dueño de su voluntad, que algún día será un hombre, más inteligente que algunos y más
sensible que la mayoría, que (él ni siquiera lo habría denominado por instinto porque no
sabía que lo poseía) porque quizá Dios lo había puesto allí, amaba al hombre y deseaba ser
parte de la condición humana, de la humanidad, que intentó pertenecer a la raza humana y
falló. Para mí, su tragedia no era que no fuese, como quizá pensaba él, lo suficientemente
duro o lo suficientemente valiente o lo suficientemente digno para ser aceptado en la
humanidad. Su tragedia era que cuando intentó entrar en la raza humana, allí no había raza
humana. No había nada que pudiera hacer salvo zumbar, arrebatado e inviolado, dentro de
las paredes de cristal de su vaso hasta que, o bien lo dejase o bien, mediante su propio
arrebatado zumbar, se destruyese a sí mismo. Por supuesto uno piensa inmediatamente en
Huck Finn, otro joven dueño de su voluntad que algún día pronto será un hombre. Pero en
el caso de Huck todo contra lo que tenía que combatir era su pequeño tamaño, que el
tiempo lo curaría por él; en algún momento sería tan grande como cualquier hombre con
quien tuviera que vérselas; e incluso tal como era, todo lo el daño que podía hacerle el
mundo adulto era despellejarle un poco la nariz; la humanidad, la raza humana, le aceptaría
y de hecho ya le estaba aceptando; lo único que tenía que hacer era crecer en ella.
Éste es el dilema del joven escritor tal como yo lo veo. No sólo el suyo, sino que
todos nuestros problemas consisten en salvar a la humanidad de ser desalmada como el
semental o el verraco o el toro son castrados; salvar al individuo del anonimato antes de que
sea demasiado tarde y se desvanezca la humanidad del animal denominado hombre. Y
quién mejor para salvar a la humanidad que el escritor, el poeta, el artista, puesto que es
quien más debería temer su pérdida puesto que la humanidad del hombre es la sangre de la
vida del artista.
[Faulkner in the University, editado por Frederick L. Gwynn y Joseph L. Blotner,
University of Virginia Press, 1959. El texto ha sido corregido a partir del mecanoscrito de
Faulkner.]
A la Comisión Nacional de los Estados Unidos para la UNESCO

Denver, Colorado, 2 de octubre de 1959

Ni es el momento ni hay ya necesidad alguna de que nosotros los americanos, los


del Sur, los del Centro o los del Norte, nos demos unos a otros la bienvenida a nuestro país,
o que nos demos la bienvenida unos a otros en la humanidad del hombre. El hecho de que
estemos aquí en este momento, que hayamos recorrido todas nuestras diversas distancias,
con problemas y sacrificios y gastos, para estar aquí en este momento, es prueba de que
hemos cumplido nuestro aprendizaje del espíritu humano y ahora somos miembros plenos y
veteranos en la humanidad del hombre.
Esto es, nos hemos congregado aquí desde nuestras arduas distancias porque
creemos que «Yo, mí» es más importante que cualquier gobierno o lenguaje. Somos
descendientes de gente que en el viejo hemisferio creía que era posible, y que rompió los
viejos vínculos hacia un nuevo hemisferio en el que esa creencia podía ser puesta a prueba.
Hay ocasiones, demasiadas ocasiones, en las que hemos fallado en ese sueño. Pero a partir
de cada fallo allí emerge siempre un nuevo puñado que se niega a dejarse convencer por el
fallo, que todavía cree que los problemas humanos pueden resolverse. Tal como nos hemos
reunido hoy aquí, no en el nombre de razas o ideologías, sino en el de la humanidad, en el
del espíritu del hombre, para intentarlo de nuevo. Quizá fallemos de nuevo, pero al menos
habremos aprendido que nuestro fallo tampoco será importante. Ese fallo ni siquiera tendrá
laureles en los que descansar, puesto que de ese fallo también emergerá su respectivo
puñado, todavía irreconciliable y sin desánimo.
El señor Khrushchev dice que el comunismo, el estado policial, enterrará a los
libres. Él es un caballero inteligente, sabe que esto es una tontería puesto que la condición
libre, el tenue concepto del hombre y la creencia en el espíritu humano, es la causa de todos
sus problemas en su propio país. Pero si quiere decir que el comunismo enterrará al
capitalismo, está en lo cierto. Ese funeral tendrá lugar diez minutos antes de que la policía
entierre el juego. Porque el hombre sencillo, la raza humana, enterrará a ambos. Eso será
cuando hayamos gastado el último grano, trago y pizca de nuestros recursos naturales. Pero
el mismo hombre no estará en esa tumba. El último sonido en la tierra sin valor será el de
dos seres humanos intentando lanzar una nave espacial casera y ya peleándose acerca de
adónde van a ir a continuación.
[Nota de prensa de Unesco News, 2 de octubre de 1959. Faulkner recibió ayuda
para escribir este discurso del funcionario de Asuntos Exteriores Abram Minell. Véase
Joseph Blotner, Faulkner: A Biography, Nueva York, 1984, p. 674.]
Discurso con motivo de la recepción del premio Andrés Bello[20]

EL artista, tanto si lo ha elegido como, si no, descubre que se ha dedicado a seguir


un único curso y uno del cual nunca escapará. Esto es, él intenta, con todos los medios en
su haber, en su imaginación, en su experiencia y en su observación, poner de una forma
más duradera que su propia frágil y efímera vida —en pintura o en música o en mármol o
en las cubiertas de un libro— aquello que ha aprendido en su breve lapso de respiración —
la pasión y la esperanza, la belleza y el horror y el humor, o el delicado y frágil e indomable
hombre luchando y sufriendo y triunfando en medio de los conflictos de su propio corazón,
en la condición humana—. No va a resolver el dilema ni tampoco espera siquiera sobrevivir
salvo a través de la forma y de la importancia, de la memoria, del mármol y de la pintura y
de la música y de las palabras ordenadas que algún día ha de dejar tras él.
Por supuesto ésta es su inmortalidad, quizás la única. Quizás el propio impulso que
le ha compelido a esa dedicación sea simplemente el deseo de dejar inscrito, detrás de esa
puerta final hacia el olvido a través de la que tiene que pasar primero, las palabras «Kilroy
estuvo aquí».
Así que hoy, mientras estoy aquí de pie, ya he probado esa inmortalidad. Pues yo,
un forastero criado en el campo que siguió esa dedicación a miles de millas, para buscar e
intentar capturar e imitar durante un momento, en un puñado de páginas impresas, la verdad
de la esperanza del hombre en el dilema humano, he recibido aquí en Venezuela el
espaldarazo oficial que dice en efecto: tu dedicación no fue en vano. Lo que encontraste e
intentaste imitar era la verdad.
Discurso en el Teatro Municipal

Caracas, 6 de abril de 1961[21]

Cualquiera que haya recibido tantos honores como yo desde que aterricé en
Venezuela debe suponer que no queda nada nuevo para él. Se equivocaría. En esta puesta
en escena de «Danzas Venezuela» vio no sólo otro cálido y generoso gesto de un país
americano hacia un visitante de otro. Vio el espíritu y la historia de Venezuela capturada y
mantenida en un conmovedor instante de gracia y destreza, por jóvenes hombres y mujeres
que dieron la impresión de que lo estaban haciendo desde el amor y el orgullo hacia la
poesía y la tradición de la historia de su país y de las vidas de su gente, para que el
extranjero, el extraño, vea y comprenda y así se lleve consigo de vuelta a casa un
conocimiento más completo del país que ya había venido a admirar —para que nunca
olvide el gesto ni la inspiración procedentes de la poesía de Blanco y los demás poetas,
quizá incluso sin nombre, cuya dedicación consiste en registrar la historia de las naciones y
de los pueblos, que la señora [sic.] Ossona tradujo en movimiento lleno de gracia e
importancia, ni a la señora Ramón y Rivera que lo dirigió ni a los jóvenes hombres y
mujeres que lo ejecutaron—. Él se lo agradece a todos. No olvidará la experiencia ni a
aquellos que la hicieron posible.
A la Academia Americana de Artes y Letras con motivo de la aceptación
de la medalla de oro en la categoría de ficción

Nueva York, 24 de mayo de 1962

Señora Welty, señor presidente, miembros de la Academia, damas y caballeros: este


premio tiene para mí un valor doble. No sólo es un reconfortante reconocimiento a un
número considerable de años de razonablemente duro y arduo, en cualquier caso
consistentemente dedicado, trabajo. También reconoce y afirma, y así preserva, un valor
indeterminado en nuestra leyenda y sueño americano que bien merece la pena preservar.
Quiero decir un valor indeterminado en nuestro pasado: ese pasado que era un
tiempo más feliz en el sentido de que éramos inocentes respecto a muchas de las tensiones
y angustias y miedos a las que nos han compelido estos días atómicos. Este premio evoca
los desgastados aires y los apagados huecograbados que registran ese desvanecido
esplendor aún inherente en los nombres de San Louis y Leipzig, el valor indeterminado que
ellos celebraban y significaban grabada aún hoy en las etiquetas de las botellas de vino y en
los botes de ungüento.
Creo que esas medallas de oro, reales y únicas sobre la miríada engendrada de su
progenie que eran las brillantes cintas ondeando y destellando entre las casetas y los
puestos de olvidadas ferias del condado como reconocimiento y galardón de una pieza de
encaje o de una tarta de manzana, hacían mucho más que constatar una victoria. Afirmaban
la premisa de que no hay grados de lo mejor; que lo mejor de un hombre es igual a lo mejor
de cualquier otro, sin importar cuán separado en el tiempo o en el espacio o en la
comparación, y que debería ser considerado como tal.
Deberíamos mantener ese valor indeterminado, ahora más que nunca, cuando los
caminos entre objetivos y ganancias se vuelven más cortos y más fáciles y las metas se
vuelven menos exigentes y se obtienen más fácilmente, y cada vez hay menos espacio entre
codos y cada vez más presión sobre el individuo para que se abandone en una dentadura sin
rostro como una boca llena de dientes, sólo con el fin de encontrar espacio para respirar.
Deberíamos recordar esos tiempos en los que la idea de una individualidad de excelencia
compuesta de recursos e independencia y singularidad no sólo se merecía una cinta azul
sino que obtenía una. Dejemos que el pasado derogue al pasado cuando —y si— pueda
sustituirlo por algo mejor; no deroguemos el pasado simplemente porque lo era.
[Proceedings of the American Academy of Arts and Letters and the National
Institute of Arts and Letters, serie segunda, Nueva York, 1963. Joseph Blotner escribió un
borrador de este discurso. Véase Blotner; Faulkner: A Biography, Nueva York 1984, p.
703.]
II. ENSAYOS
Verso, viejo y naciente: un peregrinaje (1924)

A la edad de dieciséis descubrí a Swinburne. O mejor, Swinburne me descubrió a


mí, saliendo de alguna oscura maleza de mi adolescencia, como un salteador,
convirtiéndome en su esclavo. Mi vida mental en aquel período estaba tan completa y
suavemente cubierta con una superficie de insinceridad —obviamente necesaria para mí en
esa época, para mantener intacta mi integridad personal— que no he podido decir hasta este
día cuánto me removió, lo profundas que eran las huellas que su pasaje dejó en mi mente.
Ahora me parece que no encontré en él nada salvo una flexible vasija para que pudiese
poner mis propias vagas formas emocionales sin romperlas. Fue diez años después cuando
encontré en él mucho más que el sonido brillante y amargo, más que el satisfactorio oropel
de sangre y muerte y oro y el inevitable mar. Cierto, me introduje en Shelley y Keats —
¿quién no, a esa edad?—, pero no me conmovieron.
No creo que fuese tanto la seguridad en mí mismo, mera complacencia y morbidez
juvenil, lo que los contrarrestó y me dejó frío. Entonces no estaba interesado en el verso por
el puro verso. Leía y empleaba el verso, en primer lugar, con el propósito de promover
varias aventuras en las que estaba metido, en segundo lugar, para completar un gesto
juvenil que estaba realizando entonces, el de ser «diferente» en un pueblo pequeño. Más
tarde, al disminuir mi interés en la fornicación, inevitablemente volví al verso, encontrando
en ello un homólogo emocional mucho más satisfactorio por dos motivos: (1) no se
requería ningún socio (2) era mucho más simple cerrar un libro, y dar un paseo. Con esto
no quiero decir que alguna vez encontrase algo sexual en Swinburne: no hay sexo en
Swinburne. El matemático, seguro; y erotismo tal como hay erotismo en la forma y en el
color y en el movimiento dondequiera que se encuentre. Pero no ese sexo torturado de —
digamos— D. H. Lawrence.
Es una costumbre que el tiempo honra el leer a Ornar a la novia de uno como
acompañamiento a la consumación —como un obbligato de cuerda entre los suspiros—.
Descubrí que el verso no sólo podía usarse para cegar temporalmente el espíritu respecto a
las indignas posturas de la carne, sino también para acelerar todo el asunto. ¡Ah, mujeres,
con sus hambrientas y arrebatadoras pequeñas almas! Con un hombre se trata —bastante a
menudo— del arte para beneficio del arte; con una mujer siempre se trata del arte para
beneficio del artista.
Lo que quiera que fuese lo que encontré en Swinburne, me satisfizo completamente
y llenó mi vida interior. Ahora no puedo comprender cómo pude considerar a los demás con
tan pálida complacencia. Seguramente, si a uno le conmueve mínimamente Swinburne,
inevitablemente encontrará alguna afinidad en los predecesores de Swinburne. Quizá
suceda que Swinburne, al haber tomado su herencia y elaborarla para desesperación de
cualquier aspirante a poeta, la ha vulgarizado hasta producirle cosquilleos tanto al más soso
de los paladares como al más refinado, tal como el agua usada puede ser bebida tanto por
puercos como por dioses.
Por tanto, creo que estuve lo más cerca posible de aproximarme a la poesía con una
mente libre de prejuicios. Estaba sometido al proselitismo habitual de una persona más
mayor, pero los hilos eran movidos de manera demasiado irregular y aislada como para
influir en mi punto de vista. En esa época no tenía opiniones, las opiniones que
posteriormente me formé eran facticias y las descarté. Me acerqué a la Poesía sin temor
reverencial, como diciendo: «Ahora veamos qué es lo que tienes». Había usado al verso,
ahora dejaría que el verso me usase a mí si podía.
Cuando el coordinado caos de la guerra fue sustituido por el descoordinado caos de
la paz me tomé en serio lo de leer versos. Sin bagaje de ningún tipo me uní al pelotón que
anima con estrépito a los poetas contemporáneos. No siempre podía decir de qué iba todo
aquello pero me dije a mí mismo «Éste es el canon», creyendo, como tantos, que si uno
gritaba lo suficientemente alto para ser oído entre el barullo, y convencía así a otros de que
«estaba al tanto», sería automáticamente galardonado. Pertenecía a una B.P.O.E.[22]
emocional.
La belleza —espiritual y física— del Sur reside en el hecho de lo mucho que Dios
ha hecho por él y lo poco que ha hecho el hombre. Tengo que dar gracias por ello a
cualesquiera dioses que haya: al haber fijado mis raíces en este suelo, salvo mediante la
letra impresa, todo contacto con poetas contemporáneos resulta imposible.
He pasado esa página para siempre. Leí con gusto a Robinson y a Frost, y a
Aldington; la leve música de Conrad Aiken aún resuena en mi corazón; pero más allá de
estos, ése período nunca debió haber tenido lugar. Ya ni siquiera intento leer a los demás.
Fue Un chico de Shropshire[23] lo que cerró ese período. Encontré un ejemplar de
bolsillo en una librería y cuando lo abrí descubrí allí el secreto tras el que corrían los
modernos aullando como chuchos en un camino helado en un oscuro bosque, dejando,
cierto es, una ocasional nota claramente bella, pero chuchos al fin y al cabo. Aquí estaba la
razón para haber nacido en el seno de un mundo fantástico: descubrir el esplendor de la
fortaleza, la belleza de pertenecer al suelo como un árbol alrededor del que los locos debían
aullar y despojarle de sus aires de desilusión y muerte y desesperación, dejándole desolado,
sin amargura; bello en su tristeza.
A partir de este punto el camino resulta obvio. Leí a Shakespeare, y a Spenser, y a
los isabelinos, y a Shelley, y a Keats. Leí «Tú, todavía inviolada novia del sosiego»[24] y
encontré un agua tranquila además de fuerte y potente, sosegada con su propia fuerza, y que
deja tan satisfecho como el pan. Esa bella conciencia, tan segura de su propio poder que no
necesita crear la ilusión de la fuerza mediante el frenesí y el movimiento. Tómense las odas
a un ruiseñor, a una urna griega, «Música para oír», etc.: aquí está la belleza espiritual por
la que los modernos se esfuerzan en vano con artimañas, y bajo la cual uno todavía sabe
que hay entrañas; masculinidad.
Ocasionalmente veo verso moderno en revistas. En cuatro años he encontrado una
única causa de interés; una tendencia entre ellos a retornar de nuevo a rimas formales y
formas convencionales. ¿También ellos han visto la señal de peligro?, ¿todavía hay
esperanza?, ¿o en esta época, en esta década, resulta imposible la creación de poesía?,
¿existe en algún lugar entre nosotros un Keats embrionario, alguien que afine su laúd para
la belleza del mundo? La vida no es diferente de lo que era cuando Shelley la atravesó
como una golondrina yendo hacia el sur desde el insoportable invierno inglés; quizá el vivir
sea diferente, pero no la vida. El tiempo nos cambia, pero el propio tiempo no cambia. Aquí
hay el mismo aire, la misma luz en la que Shelley soñaba con dorados hombres y mujeres
inmortales en un mundo plateado y en el que el joven John Keats escribió «Endimión»
intentando ganar el suficiente dinero como para casarse con Fannie Brawn y abrir una
botica. ¿No hay nadie entre nosotros que pueda escribir algo hermoso, apasionado y triste
en lugar de desmoralizador?
[Double Dealer, abril de 1925; reproducido en William Faulkner: early prose and
poetry, ed. Carvel Collins, Boston, 1962; el texto reproducido aquí se basa en el
mecanoscrito de Faulkner, fechado el «24 de octubre» y publicado en Mississippi Poems by
William Faulkner, Oxford, Mississippi, 1979.]
Sobre la crítica (1925)

WALT WHITMAN dijo, entre pretenciosas e hipertrofiadas banalidades, que para


tener grandes poetas también debe haber grandes audiencias. Si Walt Whitman se dio
cuenta de esto debe de resultar universalmente obvio en estos días de radios que nos
informan y de las llamadas revistas de alto copete que corrigen nuestra información; por no
hablar del toque personal de los programas de lectura. Y aun así, ¿qué han hecho los
periódicos y los programas para hacer de nosotros grandes audiencias o grandes escritores?,
¿han cogido estas sibilas al neófito delicadamente de la mano instruyéndole en los
fundamentos del gusto? Ni siquiera han intentado inculcarle una reverencia por sus
misterios (despojando así a la crítica incluso de su valor emocional —¿y de qué otro modo
vas a controlar al rebaño si no es mediante sus emociones?, ¿hubo alguna vez alguna
multitud lógica?—). De modo que no hay tradición, no hay espíritu de equipo: todo lo que
se necesita para ser admitido en las filas de la crítica es una máquina de escribir.
Ni siquiera intentan moldear sus opiniones por él. Es cierto, resulta poco apreciado
el moldear la opinión de alguien en su lugar, pero es un agradable pasatiempo el cambiar su
opinión de una falacia a otra, por el bien de su alma. El crítico americano, como el
prestidigitador, intenta averiguar exactamente cuánto debe dejar ver al espectador y todavía
salirse con la suya —la superioridad de la mano sobre el ojo—. Confunde la pieza a
examinar con un instrumento con el que realizar difíciles arpegios de la inteligencia. Esto
parece tan pretencioso, tan inútil, como el corneta que lleva a cabo acrobacias acústicas
mientras espera a que se junte la banda. Con esta diferencia: el corneta después de un rato
se cansa y lo deja. Aquí se da la asombrosa posibilidad de que el crítico disfrute de su
propia música. ¿Es así, disfrutan leyéndose unos a otros? Uno puede imaginar igual de fácil
barberos afeitándose unos a otros por diversión.
El crítico americano permanece ciego, no sólo su público sino también él, respecto a
la esencia principal. Su negocio se ha convertido en gimnasia mental: se ha convertido en
una reencarnación del charlatán de feria de memoria privilegiada, manteniendo embelesada
a la rústica parroquia, no por lo que dice, sino por cómo lo dice. Sus mentes vuelan libres
ante la vistosa ampulosidad de la pirotecnia. ¿Quién no ha oído esta conversación?
«¿Has visto el último… (escoja usted mismo)? Jones Brown está bien esta vez; él…
humm, ¿cuál es ese libro? Una novela, creo… lo tengo en la punta de la lengua, de algún
tío. En cualquier caso, Jones se refiere a él como un boy scout estético. Es bueno: tienes que
leerlo.»
«Sí, lo haré: Brown siempre está bien, ¿te acuerdas de cuando dijo de alguien: “Un
loro que no podía volar y que nunca había aprendido a maldecir”?»
Y aun así, cuando le preguntas por el nombre del autor, del libro o acerca de qué
trata, ¡no te lo puede decir! Él tampoco lo ha leído, o no sólo no le ha conmovido sino que
ha esperado a leer a Brown para formarse una opinión. Y Brown no le ha ofrecido ninguna
opinión en absoluto. Quizá el propio Brown no tenga ninguna.
¡En Inglaterra hacen este tipo de cosas mucho mejor que en América! Por supuesto
que en América hay críticos igual de juiciosos y tolerantes y sólidamente preparados, pero
con pocas excepciones no tienen estatus: las revistas que establecen el estándar los ignoran;
o ante condiciones insoportables, ignoran a las revistas y viven fuera. En un número
reciente de The Saturday Review el señor Gerald Gould, reseñando El jugador oculto[25]
de Alfred Noyes dice:
«La gente no habla así… No refleja la forma de hablar común de la gente común; lo
que generalmente resultaría pálido… al dar tantísimos detalles resulta confuso».
Aquí está la esencia de la crítica. Tan exacta y clara y completa: no hay nada más
que decir. Una crítica que no sólo el público, sino también el autor, puede leer con
provecho. ¿Pero qué habría hecho el crítico americano ante esto? ¿Quién de nuestros
árbitros literarios habría dejado pasar esta oportunidad de referirse al señor Noyes como un
«boy scout estético» o alguna otra cosa igual de pretenciosa e irrelevante?, ¿y qué lector
cogería el libro con una mente imparcial, sin un ligero malestar de paternalismo y
compasión… no hacia el libro, sino hacia el señor Noyes? Uno de cada cien. ¿Y qué
escritor, con su propia compulsión al sufrimiento, su propio impulso a calificar de tábano a
todo papel que le hostigue, podría obtener algún provecho o sustento de ser denominado un
boy scout estético? Ninguno.
Cordura, ésa es la palabra. Vive y deja vivir; critica con gusto en virtud de un
criterio, y no riñas. La reseña inglesa critica al libro, la americana al autor. El crítico
americano le endosa al público lector un distorsionado bufón en el seno de cuya sombra
acechan imprecisamente los títulos de varios volúmenes íntegros. Sin duda, si hay dos
profesiones en las que no deberían existir envidias profesionales son la prostitución y la
literatura.
Tal como es, la competición se vuelve encarnizada. El escritor no puede empezar a
competir con el crítico, está demasiado ocupado escribiendo y también está orgánicamente
incapacitado para la contienda. Y si tuviese tiempo y se armase adecuadamente, sería
injusto. El crítico, una vez que se ha convertido en un hábito para sus lectores, es
considerado infalible por ellos; y su contacto con ellos es lo suficientemente directo como
para permitirle tener siempre la última palabra. Y con el americano la última palabra es la
que tiene peso, es la definitiva. Probablemente porque le da la oportunidad de decir algo de
sí mismo.
[Double Dealer, enero-febrero de 1925; reimpreso en William Faulkner: early
prose and poetry, ed. Carvel Collins, Boston, 1962. Ese texto es el reproducido aquí.]
Literatura y guerra (c. 1925)

SIEGFRIED SASSOON conmueve a uno que haya subido él mismo con esfuerzo
hasta Arras o hasta su objetivo correspondiente, que haya caminado sobre plataformas y las
ha oído y sentido aplastarse y ser succionadas por el barro, que por casualidad haya visto un
cadáver pudriéndose bajo los impresionantes cielos flamencos, que haya olido ese terrible
olor de guerra —una combinación de comida sin comer y evacuada y barro en el que se ha
dormido y ropa sucia y sudada—, que haya pasado cuatro días sin whisky maldiciendo al
Estado Mayor. (Uno no maldice a Dios en la guerra: desde luego cualquiera que tuviera la
posibilidad de estar en cualquier otra parte, está allí).

Y Henri Barbusse conmueve a uno que se haya tendido en la ladera de una colina
que se disuelve empapado de la cabeza a los pies por la lluvia hasta que las propias
partículas de la tierra se levantan flotando hasta lo alto de la atmósfera, y el aire y la tierra
son un único medio en el que uno intenta en vano ponerse de pie y que parece que ni
siquiera un arma de fuego podría penetrarlo.

Y uno puede resultar conmovido por Rupert Brook si no ha hecho nada de esto, si la
guerra es para él la división de Guardias en eterno desfile, mientras los gloriosos muertos
pueden llenar al mismo tiempo tanto sillas como ataúdes, en una región donde los hombres
no necesitan comer ni ansían tabaco. Y donde no hay lluvia.
Pero queda para R. H. Morgan el usar la última guerra para un exitoso fin literario,
tal y como la Guerra Civil necesitaba su Stephen Crane para limpiarla de sus sargentos
negros tirados borrachos en las habitaciones de invitados de las grandes casas, y cortarle
sus lánguidos rizos oscuros.
Lo mismo de siempre.[26] ¡Qué gran eslogan! ¿Quién ha acusado al anglosajón de
ser siempre sentimental acerca de la guerra? El espectro emocional humano es como su
espectro auditivo: hay algunas cosas que no puede sentir, como hay sonidos que no puede
oír. Y la guerra, tomada en conjunto, es una de esas cosas.
[Mississippi Quarterly, verano de 1973, ed. Michael Mitígate. Ese texto, basado en
el mecanoscrito de Faulkner, fue escrito probablemente a comienzos de 1925, es el aquí
reproducido. Los libros a los que se refiere Faulkner son: Sassoon, Los poemas de guerra,
Londres, 1919; Barbusse, Le Feu, 1916; traducido como Bajo el fuego: la historia de una
escuadra, Londres, 1917; y Mottram, La granja española, Londres, 1924.][27]
Y ahora qué hacer (c. 1925)

SU bisabuelo entró al país a pie desde las montañas de Tennessee, donde había
asesinado a un hombre, trabajó y ahorró y compró una pequeña tierra, ganó un poco más
con las cartas y los dados, y murió a punta de pistola mientras intentaba legislarse a sí
mismo un poco más; su abuelo era un sordo, un hombre recto vestido de lino blanco, que
desperdició su substancia heredada en política. Todavía tenía un bufete de abogados, pero
se sentaba la mayor parte del día en el jardín del juzgado, un meditabundo viejo frustrado
demasiado sordo para tomar parte en una conversación y a quien el más niño podía vencer a
las damas. Su padre amaba a los caballos más que los libros o el aprendizaje; tenía un
establo para alquilar, y aquí creció el chico, impregnado con el violento olor a amoníaco de
los caballos. A los diez podía ponerse de pie sobre una caja y guarnecer un caballo y
ponerlo entre las varas de la calesa casi tan rápido como un hombre adulto, deslizarse raudo
como un grillo bajo su vientre para abrochar las correas, maldiciendo con su aguda voz de
grillo; para cuando tuvo doce había adquirido del mozo de cuadra negro una inquietante
habilidad con un par de dados.
Cada nochebuena su padre llevaba al establo una cesta llena de whisky en botellas
de una pinta[28] y permanecía con ella en la puerta de la oficina, contra la luz de la
hoguera, mientras entraban los negros y alzaban la mirada al cielo y chasqueaban sus
relucientes dientes en la cueva del granero, llena de bufidos y pisotones de satisfacción. El
chico, convertido en adolescente, ayudaba a beber esto; las mujeres mayores olían su
aliento e intentaban salvar su alma. Luego tuvo dieciséis y empezó a adquirir una especie
de complejo de inferioridad respecto al negocio de su padre. Había recibido educación
primaria y un año de instituto con chicas y chicos (en los días lluviosos, conducía por el
vecindario en un coche provisto por su padre y dejaba subir a todo lo que cupiese sin
cobrar) cuyos padres eran abogados y doctores y comerciantes —todo profesiones nobles,
de cuello almidonado—. Él hasta entonces había sido muy desenvuelto, aceptando todo tipo
de medios de ganarse el pan como algo incidental respecto a cualquiera que fuese la
siguiente ocupación preferida por un hombre. Pero no ahora. Todo esto cambió con su
cambiante cuerpo. Antes y durante la pubertad había aprendido de los mozos de cuadra
negros y del vigilante nocturno blanco acerca de las mujeres, escuchando lo que decían.
Ahora, en la calle, cuidaba de las mismas chicas que una vez había llevado a la escuela en
el carro de su padre, observando sus piernas formándose, imaginando sus muslos
desarrollándose, con un sentimiento de desafiante inferioridad. Había un gigante en él, pero
el gigante tenía sus músculos tensos. Los chicos, los hijos de los doctores de los
comerciantes y de los abogados, holgaban en las esquinas delante de las tiendas. Ninguno
de ellos podía hacer que un par de dados se comportase como él hacía que se comportase.
Un automóvil llegó al pueblo. Los caballos lo observaban con los orgullosos ojos
dando vueltas y soltando bufidos de alarma. Llegó la guerra, se oyó un sonido lejano. Tenía
dieciocho, no había estado en la escuela desde los tres años; el desgastado carro se oxidaba
tranquilamente entre los estramonios del jardín de la cuadra. Ya no olía a amonio, puesto
que ahora podía ganar veinte o treinta dólares cualquier domingo en la partida de dados en
el parque arbolado cerca de la estación; y en la esquina de la tienda donde pasaban las
chicas en delicadas tropas, tocándose uno a otro con manos y con brazos que no podrías
decir si eran del hijo de un abogado o del de un comerciante o del de un doctor. Las chicas
no lo hacían, con sus muslos madurando y sus bocas que te mantienen despierto por la
noche con cosas innombrables —vergüenza por la integridad perdida, viril orgullo, deseo
como una droga—. Ahora el cuerpo está mancillado, con su orgullo manchado. Pero, ¿de
todos modos para qué es?
Una chica se metió en problemas, y él se enganchaba a las escalerillas de los
furgones o se tumbaba en las góndolas vacías mientras las juntas de los raíles hacían clic
bajo las frías estrellas. La escarcha todavía no había caído sobre el algodón, pero había
tocado las carreteras recubiertas de goma de Kentucky y las amplias tierras de pastos, y se
tendía sobre el maíz agavillado de las tierras de cultivo de Ohio bajo la luna. Se tendió
sobre su espalda en un montón de heno en Ohio. El templado heno seco le llegaba por las
piernas. Había recibido un baño de sol de verano, y le mantuvo suspendido en una seca y
sibilante calidez donde se movía despierto, dándole vueltas a la cabeza, pensando en casa.
Las chicas estaban bien, pero había muchas chicas en todas partes. Tantas en el mundo por
las que tenía que pasar un hombre, con cortesía. Eso significaba con mucho tacto. Nada con
las chicas. Separar las piernas separar las receptivas. Lo había sabido todo acerca de eso
antes, pero la realidad era como leer una historia y después verla en las películas, con
música y todo. Asuntos delicados. Subrepticios, pero como trampas. Como ir tras algo que
quieres, y meterte en un nido de telas de araña. Ya tienes la cosa, entonces tienes que quitar
la tela de araña, y cada vez que tocas una, se te pega. Incluso después de que no la quieras
más, las telas de araña se aferran a ti. Hasta que después de un rato te acuerdas de la forma
en que picaban las telas de araña y quieres la cosa de nuevo, pensando únicamente en
cuánto picaban las telas de araña. No. Arenas movedizas. Eso era. Métete una vez por unas,
después sigue. Pero un hombre no lo hará. Quiere ir hasta el final, como sea; evadirse hasta
la otra orilla. De alguna manera todo incompleto. Teniendo que dar media vuelta, con las
telas de araña aferrándose a ti, «Cristo, de verdad tienes que decírselo. No puedes pensar en
ello lo suficientemente rápido. Y nunca olvidan cuándo lo haces y cuándo no. En cualquier
caso, ¿qué quieren?».
A través de la luna se deslizaba una V de gansos, su solitario grito flotaba a la luz de
frías y altivas estrellas a través del maíz agavillado y la tierra presentada decúbito supino,
solitario y triste y salvaje. Los gansos estaban yendo al sur, pero él seguía constantemente
en dirección norte. En un pueblo de Ohio una noche, en un salón, conoció a un hombre que
estaba viajando de capital de condado a capital de condado con un caballo al paso,
siguiendo las ferias del condado. El hombre era astuto en un cuello sin corbata, lacrimoso
panegírico del paso del caballo; y juntos se dejaron ir otra vez hacia el sur y otra vez sus
prendas se impregnaron de amonio. Los caballos otra vez olían bien, fuertemente a
amoníaco, con sus orejas como hojas de parra tocadas por la escarcha.
[Mississippi Quarterly, verano de 1973, basado en un manuscrito de Faulkner
aparentemente sin terminan probablemente escrito en la primavera o a comienzos del
verano de 1923. Éste es el texto aquí reproducido.
Una inusual característica del pasaje es su contenido muy claramente
autobiográfico. Puede que Faulkner intentase que fuese un relato corto, y no todo en él
debería ser tomado literalmente pero en la parte que completó recurrió a su propia vida
más de lo que lo hizo en ningún otro texto de ficción de todos los que escribió. No hasta
que un cuarto de siglo más tarde, en el en parte ficticio ensayo «Mississippi», centrase de
nuevo tan claramente una pieza escrita en sus propias experiencias.]
Sherwood Anderson (1925)

POR alguna razón la gente no parece interesada en lo que ha escrito el señor


Anderson, sino en de qué fuentes proviene. La mayor parte de los que especulan acerca de
su origen dicen que deriva de los rusos. Si es así, ha regresado a casa, pues El triunfo del
huevo ha sido traducido al ruso. Un menor número sostiene la teoría francesa. Un ebanista
de Nueva Orleans descubrió que recuerda a Zola, aunque no alcanzo a ver cómo llegó a
esto, salvo que sea que Zola también escribió libros.
Como la mayoría de la especulación todo esto es interesante pero infructuoso. Los
hombres crecen del suelo, como el maíz y los árboles: prefiero pensar en el señor Anderson
como un vigoroso campo de maíz en su Ohio natal. Como cuenta en su propia historia, su
padre no sólo le sembró físicamente, sino que implantó en él esa creencia, necesaria para un
escritor, de que sus propias emociones eran importantes, y también implantó en él el deseo
de contárselas a alguien.
Aquí están los brotes verdes, batallando con la tierra por el sustento; y aquí estaba el
señor Anderson, ayudando en establos de alquiler y en carreras de caballos, desmontando
bicicletas en una fábrica hasta que el impulso de contar su historia se volvió demasiado
fuerte para resistirlo más.
Winesburg, Ohio

¡La simplicidad de su título! Y las historias están hechas con la misma simplicidad:
cortas, él cuenta la historia y para. Su propia inexperiencia, su urgente necesidad de no
malgastar tiempo ni papel le enseñaron uno de los primeros atributos del genio. Como
norma los primeros libros muestran más fanfarronadas que otra cosa, a menos que sean
tediosos. Pero no hay ninguna de estas cualidades en Winesburg. El señor Anderson es
vacilante, humilde con sus George Willards y sus Wash Williamses y las hijas del banquero
White, como si estuviese pensando: «¿Quién soy yo para husmear en las almas de estas
gentes que, como yo, brotaron del mismo suelo para sufrir las mismas penas que yo?». La
única indicación de la individualidad del escritor que encuentro en Winesburg es la
compasión por ellos, una compasión que, si el libro se hubiese hecho tan largo como una
novela, se habría convertido en sensiblería. De nuevo los dioses cuidaron de él. Esta gente
vive y respira: son bellos. Está el hombre que organiza un club de béisbol, el hombre con
las manos «parlantes», Elizabeth Willard, de mediana edad, y el médico algo mayor, entre
los que había un amor que podría haber soñado el cardenal Bembo. Hay una palabra griega
para un amor como el suyo que probablemente nunca ha oído el señor Anderson. Y tras
todos ellos un suelo de tierra fecunda y maíz en la verde primavera y el lento,
absolutamente caluroso, verano y el riguroso masculino invierno que no te hace daño, pero
que te hace más fuerte.
Hombres que marchan[29]

Del mismo modo que entre el maíz hay mazorcas inferiores y buenas mazorcas, así
hay libros inferiores y buenos libros en la lista del señor Anderson. Hombres que marchan
resulta decepcionante después de Winesburg. Pero entonces cualquier cosa que estuviese
haciendo en esa época cualquier otro americano habría resultado decepcionante después de
Winesburg.

El hijo de Windy McPherson[30]

Después de leer La historia de un contador de historias,[31] uno puede ver de


dónde viene Windy McPherson. Y la comparación, creo, da una clara indicación de cuánto
ha crecido el señor Anderson. Hay en ambos, Hombres que marchan y El hijo de Windy
McPherson, una falta de humor fundamental, hasta el punto de que esta falta de humor
milita contra él, pero el maíz que está creciendo tiene poco tiempo para el humor.
Pobre blanco[32]

El maíz todavía crece. Los cuervos de la hambruna ya no pueden molestarlo ni


arrancarlo de raíz. En este libro parece que tiene de nuevo los dedos de las manos y de los
pies dentro del suelo, como pasaba en Winesburg. Aquí está otra vez la vieja tierra
refulgente y la gente que responde a las compulsiones del trabajo y de la comida y del
sueño, cuyas pasiones no son cerebrales. Una chica joven sintiendo la dulce aterradora
inevitabilidad de la adolescencia, se lo toma con tanta calma como un árbol se toma el
aumento de su savia, y ve la primavera que lo trae volverse lánguida y somnolienta con el
verano, con su trabajo realizado.

Muchos matrimonios[33]

Aquí, creo, hay una mala mazorca, porque no es el señor Anderson. No sé de dónde
vino, pero sé que esto no es un desarrollo lógico a partir de Winesburg y Pobre blanco.
Aquí el hombre es el propietario de una fábrica, un burgués, un hombre que era un «capo»
porque se vio forzado por la naturaleza a llevar su fábrica con gente que no tenía fábricas
de su propiedad. En sus otros libros no hay «subordinados» porque no hay «capos» —salvo
que se dé la circunstancia de que tu verdadera democracia sea al mismo tiempo una
monarquía—. Y se olvida de la tierra. Cuando hace esto está perdido. Y de nuevo el humor
está completamente ausente. Un hombre de cuarenta años que ha llevado una vida
sedentaria en cierto modo debe de parecer gracioso desnudo, caminando de aquí para allá
por una habitación y hablando. ¿Qué haría con sus manos?, ¿han visto alguna vez a un
hombre andar pesadamente una y otra vez y hablar, sin meterse las manos en los bolsillos?
Sin embargo, esta historia ganó el premio Dial en su año, así que posiblemente esté
equivocado.
Éste ha sido traducido al ruso y adaptado al teatro y producido en Nueva York.

Caballos y hombres

Una colección de relatos breves, que recuerdan a Winesburg pero más sofisticados.
Después de leer este libro inevitablemente quieres releer Winesburg. Lo que le hace a uno
preguntarse si después de todo no será el relato breve el medio del señor Anderson.
Ninguna trama continuada que te moleste, nada tedioso; sólo las definidas fases episódicas
de la gente, cuyo retrato es lo que mejor hace la manera titubeante e inquisitiva del señor
Anderson. «Soy un tonto»,[34] el mejor relato breve de América, según mi opinión, es la
historia del orgullo adolescente de un chico por su profesión (carreras de caballos) y por su
cuerpo, de su creencia en un mundo bello y apasionado creado para que los elegidos
disputen carreras de caballos en él, de su juvenil deseo pagano de pavonearse ante los ojos
de su chica que al final le derribará. Hay aquí una emoción personal que toca la fibra
elemental de la humanidad.
¡Caballos! Qué evocadora palabra en la historia del hombre. Los poetas han usado
al caballo como un símbolo, los reinos se han ganado por él; a través de la historia ha sido
parte de los deportes de los reyes desde los días que atronaba en cuadrigas, hasta el polo
moderno. Su historia y la historia del hombre están entremezcladas más allá de cualquier
desenlace; por separado ambos son mortales, como un cuerpo participan de la inmortalidad
de los dioses. A veces uno le da una patada a un perro sólo por placer.
Los caballos son una parte misma del suelo del que viene el señor Anderson. Con
caballos sus antepasados colonizaron la tierra, con caballos la estrujaron y la domesticaron
para el maíz; huesos y sudor de incontables hombres y caballos han ayudado a hacer
fecunda la tierra. ¿Y por qué no tendría que recibir él (el caballo) su diezmo del grano que
ayudó a producir?, ¿por qué lo mejor de su raza no debería conocer impertérrita la
arrogancia y el esplendor de la velocidad?
Está bien. Él, el elegido de su raza, se vuelve, junto al elegido de la raza de los
hombres, de nuevo inmortal sobre una pista de carreras: dejemos que sus hermanos de
menor brillo marquen el camino para los menos brillantes de la raza de los hombres,
dejémosles que tiren del carro hasta el pueblo y vuelvan tarde al anochecer, deslomándose
bajo las estrellas. No es para él, castrado y desposeído de orgullo, el tirar de un chirriante
carro cargado hacia el granero, no es para él el caminar lentamente delante de una calesa
bajo la luna, entre los campos de maíz a lo largo de la tierra.
En este libro hay gente, gente que habla y que vive, y la vieja tierra dura que coge
su trabajo agotador y les da, quizá a regañadientes, pero les da, cien veces más.

La historia de un contador de historias

Aquí el señor Anderson, intentando hacer una cosa, en realidad ha escrito dos libros
distintos. La primera mitad, que evidentemente estaba orientada a describir su retrato físico,
es en realidad una novela basada en un personaje —su padre—. No recuerdo un personaje
exactamente como éste en ninguna parte —una especie de cruce entre el Barón Hulot y
Gaudissart—.[35] La segunda mitad del libro, en la que dibuja su retrato mental, es
bastante diferente: me deja con la ligera sensación de que debería haber estado en un
volumen separado.
Aquí el señor Anderson husmea en su propia mente, de la misma manera vacilante
con la que lo hizo en la mente del propietario de la fábrica. Hasta este momento nunca
había sido filosófico; cree que sabe poco acerca de todo eso, y deja que el lector saque sus
propias conclusiones. Ni siquiera ofrece opiniones.
Pero en esta segunda mitad del libro en ocasiones adopta acerca de sí mismo un
humor algo pesado, nada que ver con el fino humor con el que dibuja al personaje de su
padre. Creo que esto se debe al hecho que el señor Anderson está interesado en sus
reacciones frente a otra gente, y muy poco en sí mismo. Esto es, no tiene un ego lo
suficientemente activo como para escribir bien de sí mismo. Por eso es por lo que George
Moore sólo es interesante cuando habla de las mujeres que ha amado o de las inteligentes
cosas que ha dicho. ¡Imagínense a George Moore intentando escribir Caballos y hombres!
¡Imagínense al señor Anderson intentando escribir Confesiones de un hombre joven!
[36]Pero el maíz está madurando: creo que la primera mitad de Una historia de un
contador de historias es la mejor delineación de personaje que ha hecho; pero tomando el
libro en conjunto estoy de acuerdo con el señor Llewellyn Powys en el Dial: no es su mejor
contribución a la literatura americana.
No quiero decir de manera implícita que el señor Anderson no tenga sentido del
humor. Lo tiene, siempre lo ha tenido. Pero sólo recientemente tiene un poco en sus
historias, sin escribir deliberadamente una historia con un propósito humorístico. A veces
me pregunto si esto no se debe al hecho de que no tuvo tiempo libre para escribir hasta
mucho después de que estas gentes existieran en su mente; que los ha querido hasta que su
perspectiva estuvo ligeramente equivocada. Tal y como nosotros queremos a quienes
amamos; a veces los encontramos ridículos, pero nunca cómicos. El ridículo indica un
sentimiento de superioridad, pero encontrar algo que participe de un eterno humor
sarcástico en nuestros seres queridos es ligeramente incómodo.
Nadie, sin embargo, puede acusarle de falta de humor en el retrato del padre en su
último libro. Lo cual, creo, indica que todavía no ha madurado, a pesar de lo que ha logrado
hasta ahora. El que concibió a este hombre todavía tiene algo que aparecerá a su debido
momento.
Estuvimos pasando un fin de semana en un bote en el río, Anderson y yo. Yo no
había dormido mucho así que estaba fuera observando el amanecer que convertía
temporalmente en magia incluso los tramos embarrados del Mississippi, cuando se unió a
mí, riendo.
«Anoche tuve un sueño gracioso. Déjame contártelo», fue su primera observación
—ni siquiera un buenos días—.
«Soñé que no podía dormir, que había estado montando a caballo por el campo —
había cabalgado durante días—. Al final encontré a un hombre, y le di el caballo a cambio
de dormir una noche. Esto fue por la mañana y me dijo dónde llevar el caballo, así que
cuando oscureció yo estaba justo a tiempo, de pie frente a su casa, sujetando el caballo,
preparado para irme volando a la cama. Pero el tío nunca apareció —me dejó allí de pie
toda la noche, sujetando el caballo—.»
¡Echarle la culpa de este hombre a los rusos! O a cualquier otro. Uno de sus mejores
amigos lo llamaba «el Chéjov Fálico». Él es americano, y además de eso, uno del medio-
oeste, del suelo: a su manera es tan típico de Ohio como Harding[37] lo era a la suya. Un
campo de maíz con una historia que contar y una lengua en la que contarla.
No puedo entender la pasión que tenemos en América por dar a nuestros propios
productos algún remoto significado geográfico, ¡pollo de «Maryland»!, ¡aliño «romano»!,
¡el «Keats» de Omaha!, ¡Sherwood Anderson, el Tolstói «americano»! Parecemos estar
maldecidos con una pasión por el cliché geográfico.
Ciertamente ningún ruso habría soñado jamás con ese caballo.
[Dallas Morning News, 26 de abril de 1925; reproducido en Princeton University
Library Chronicle, primavera de 1957; reproducido en William Faulkner: New Orleans
Sketches, ed. Carvel Collinsy Nueva York, 1968. El texto reproducido aquí incorpora varias
correcciones menores de errores respecto al texto del periódico y la estandarización de los
títulos de los libros.]
La composición, edición y recorte de Banderas en el polvo (c. 1934)

UN día, hace unos dos años, estaba ociosamente especulando acerca del tiempo y la
muerte cuando se me ocurrió la idea de que sin duda mientras mi carne accedía más y más a
las compulsiones estandarizadas de la respiración, vendría un día en el que el paladar de mi
alma ya no reaccionaría al simple pan y sal del mundo tal y como lo había encontrado en
los años de descubrimiento, igual que después de un rato el paladar físico permanece
apático hasta que se le provoca mediante trufas. Así que empecé mi búsqueda.
Todo lo que deseaba era simplemente una piedra de toque; una simple palabra o
gesto, pero habiendo estado previamente estos dos años bajo la maldición de las palabras,
habiendo conocido dos veces antes la agonía de la tinta, nada servía salvo el intento de
recrear a la fuerza entre las cubiertas de un libro el mundo que ya estaba preparado para
perder y lamentar, sentía, con la morbidez del joven, que no sólo estaba al borde de la
decrepitud, sino que hacerse mayor tenía que ser una experiencia que de entre todo el
nutrido mundo sólo me resultaba peculiar a mí, y deseaba, si bien no la captura de ese
mundo y su fijación tal y como hubieras preservado una rama o una hoja como una señal
del bosque extinto, sí al menos conservar el evocador esqueleto de la hoja disecada.
Así que comencé a escribir, sin mucha intención, hasta que me di cuenta de que para
hacerlo verdaderamente evocador debía ser personal, con el fin de preservar en la escritura
no sólo mi propio interés, sino preservar mi creencia en el sabor del pan y la sal. Así
introduje gente, puesto que qué podía ser más personal que la reproducción, en sus dos
sentidos, el estético y el mamífero. En su único sentido, realmente, puesto que el estético es
todavía el principio femenino, el deseo de sentir los huesos abriéndose y partiéndose con
algo vivo engendrado del ego y concebido por la desatada declaración de la carne. Así que
conseguí alguna gente, algunos los inventé, otros los creé a partir de cuentos que aprendía
de cocineras negras y chicos de las cuadras de todas las edades entre Joby el de un brazo,
de dieciocho, que me enseñó a escribir mi nombre en tinta roja en el guardapolvo de lino
que llevaba por alguna razón que ambos habíamos olvidado, a la vieja Louvinia que
recordaba cuándo «caían» las estrellas y que llamaba a mi abuelo y a mi padre por sus
nombres de pila hasta que se murió. Creados, digo, porque están compuestos parcialmente a
partir de lo que eran en la vida real y parcialmente a partir de lo que deberían haber sido y
no fueron: así que mejoré a Dios, quien, tan dramático como Él era, no tenía sentido ni
sentimiento para el teatro.
Y tampoco lo tuve yo, pues el primer editor a quien le presenté seiscientas extrañas
páginas de manuscrito lo rechazó sobre la base de que era caótico, sin pies ni cabeza. Yo
estaba estupefacto; mi primera emoción fue la ciega protesta, entonces me volví objetivo
por un instante, como el padre al que se le dice que su hijo es un ladrón o un idiota o un
leproso; durante un momento terrible lo contemplé con consternación y desespero, entonces
como el padre oculté mis propios ojos en la furia de la negativa. Me aferré obstinadamente
a mi ilusión; le enseñé el manuscrito a varios amigos, que me dieron la misma opinión
general —que el libro carecía de cualquier tipo de forma—; finalmente uno de ellos lo llevó
a otro editor, que propuso revisarlo lo que hiciera falta sólo para ver qué había allí.
Mientras tanto yo me había negado a tener nada que ver con eso. Hice este prefacio
discutiendo acaloradamente con la persona designada para editar el manuscrito en todas las
ocasiones en las que fue lo suficientemente torpe como para que la pillase. Dije, «Una col
ha crecido, madurado. Miras a esa col; no es simétrica; dices, recortaré esta col y la
convertiré en arte; la haré que recuerde a un pavo real o a una pagoda o a tres donuts. Muy
bien, digo yo: si haces eso, entonces la col se morirá».
«Entonces sacaremos de esto algo de chucrut», dijo. «La misma cantidad de agrio
chucrut alimentará al doble de gente que la col.» Un día después o así vino a mí y me
enseñó el manuscrito. «El problema es», dijo, «que aquí tenías casi seis libros. Estabas
intentando escribirlos todos a la vez». Me enseñó lo que quería decir, lo que había hecho, y
por primera vez me di cuenta de que yo lo había hecho mejor de lo que imaginaba y el
largo trabajo que había tenido que crear se abrió ante mí y me sentí rodeado por el limbo en
el que las sombrías visiones, la multitud que se desplegaba a medio formar, estaban
esperando cada una con su porción de esa verosimilitud que se va a unir formando todo un
mundo que por alguna razón creo que no debería salir del todo de la memoria del hombre, y
contemplé estas sombrías pero ingeniosas formas a causa de cuyo parto podría reafirmar los
impulsos de mi propio ego en este mundo real sin estabilidad, con un montón de humildad,
y especulé sobre el tiempo y la muerte y me pregunté si había inventado el mundo al cual
debería dar vida o si él me había inventado a mí, proporcionándome una ilusión de viveza.
[En marzo de 1934, Faulkner envió desde Oxford a su agente Morton Goldman en
Nueva York un manuscrito sin título de dos páginas describiendo la escritura de su tercera
novela, Banderas en el polvo (aunque el título no aparece en el texto), el rechazo de su
editor y la subsiguiente edición y recorte por otra mano. (Esa persona fue su amigo y
futuro agente Ben Wasson, al que tampoco se nombra.) El manuscrito es obviamente
temprano y no fue enviado a su agente para su publicación, puesto que la letra a mano
resulta difícil de leer, sino presumiblemente con la esperanza de que fuese vendido a un
coleccionista. (Faulkner estaba pasando por serias dificultades financieras en esa época.)
Y es posible que tuviese la voluntad de deshacerse del manuscrito porque ya lo había
mecanografiado, algo que ahora se cree que no sobrevivió.
El texto fue transcrito y publicado por primera vez por Joseph Blotner en la Yale
University Library Gazette, enero de 1973, como «Ensayo de William Faulkner sobre la
composición de Sartoris» [«William Faulkner s Essay on the Composition of Sartoris»]. La
pieza fue editada subsiguientemente por George Hayhoe y su editor, y un texto limpio, con
notas textuales, apareció como apéndice a la tesis doctoral de 1979 de Hayhoe en la
Universidad de South Carolina, «Un estudio crítico y textual de Banderas en el polvo de
William Faulkner» [«A Critical and Textual Study of William Faulkners Flags in the
Dust»], que dirigió este editor. Este texto limpio, con posteriores enmiendas, es el aquí
reproducido.
Resulta difícil decir con exactitud cuándo fue escrito el texto. Faulkner afirma que
esto fue dos años antes después de que empezase Banderas, lo cual, caso de ser verdad, lo
situaría afínales de otoño de 1928 o a comienzos de 1929. Pero su fecha bien puede ser
hasta un año posterior.
¿Cuál fue el propósito de Faulkner al escribir esto? Quizá sea un borrador de un
memorándum para el editor de Sartoris —o para Watson—. Ciertamente su cuidado al
describir sus reacciones al rechazo y subsiguiente edición y recorte de su novela sugieren
que tenía la intención de hacer algún uso de ello, quizá incluso publicarlo de alguna
forma. Hayhoe piensa que pudo haber sido escrito como introducción para una edición o
reedición posterior de Sartoris. Pero Faulkner no habría pensado que una crítica tan
severa de la novela pudiese haber formado parte de su reedición, y puede que lo hubiese
escrito sólo para su propio beneficio.]
El hijo de MacGrider (1934)[38]

APROXIMADAMENTE dos veces al año Charlie Hayes y yo hacemos un poco de


pesca de barracones o de aeropuerto. En el invierno será junto a la estufa en la oficina del
señor Holmes, pero en el verano casi cualquier sombra, incluso la del ala de un aeroplano,
servirá. La mayoría de las veces es en Canadá o cerca de los Grandes Lagos, aunque
durante los dos últimos años nos hemos ido tan al sur como Reelfoot Lake o incluso
Arkansas; a veces supongo que realmente creemos que lo vamos a hacer.
Así que (fue el sábado de la semana pasada; mi hermano estaba echando gasolina a
nuestro aeroplano en el aeropuerto municipal para bajar a casa y fui donde la señora Caya a
por chicle), cuando entré por la puerta y vi a Hayes y a otro hombre en el mostrador,
inmediatamente enganché una mosca y empecé a quitar algo de sedal. Hayes y el otro
hombre no estaban comiendo. Ambos llevaban gafas protectoras, así que supe que era un
estudiante incluso antes de que viese que Hayes tenía lápiz y papel y estaba dibujando un
diagrama de un perfil aerodinámico.
«Éste es el señor tal y tal», dijo Hayes: ésa era la forma en la que yo oía los
nombres, pues carecía por completo de esa cualidad mental que se queda con los nombres
enseguida. O quizá yo ya estuviese haciendo un lanzamiento en falso,[39] metiéndome la
mano en el bolsillo para la moneda del chicle y Hayes y yo dejando ya Chicago hacia los
lagos del norte de Michigan, cuando el otro hombre me ofreció un cigarrillo. Me di cuenta
de que había sacado una cerilla junto a la moneda, y repentinamente pensé, o quizá
simplemente registré: ¿Grider?, ¿Grider?
«El hijo de Mac Grider, George», dijo Hayes. Entonces miré al otro por primera
vez, recordándole como si le hubiese echado una ojeada desde atrás mientras entraba: un
hombre en el sentido en el que se refieren unos a otros como hombres en los institutos,
porque incluso desde atrás eso es lo que parecía. Como si estuviese en el segundo año del
equipo de boxeo; grande de hombros pero no especialmente grande en ningún sitio más,
con una camisa abierta y un par de pantalones de verano, con una cara sorprendentemente
joven y una boca y un mentón más delicados de lo que cabría esperar.
«Oh», dije. Entonces Hayes y yo estábamos subiendo hacia Sault Ste. Marie, y,
puesto que el pronóstico del tiempo decía que haría más frío al día siguiente, habíamos
matado un alce americano o dos. Entonces me llamó mi hermano; salimos todos juntos, yo
aminoré hasta que apareció Grider.
«¿Cómo va lo de volar?», dije.
«Bien», dijo. «He estado en ello aproximadamente una semana.»
«Una semana», dije.
«Sí. No soy tan bueno. Me gusta, no obstante.»
Eso fue el sábado. El miércoles yo estaba de nuevo en el campo; entré donde la
señora Caya y allí estaba él. Tenía exactamente el mismo aspecto de antes, sólo que ahora
estaba solo, esta vez fumando una pipa y encajando las bolitas en una de esas mesas de
billar en miniatura dentro de una caja de cristal con ranuras. Él me reconoció; sé que lo
hizo, pero ni siquiera me miró hasta que dije:
«Hola».
Me miró. «Hola», dijo. Entonces miró a la mesa; cargó el émbolo cuidadosamente.
«Volé solo ayer por la mañana», dijo.
«¿Qué?», dije. «¿Qué?, ¿solo?» El sábado me había dicho que llevaba en ello
aproximadamente una semana. «Eso está bien», dije. «Buen trabajo.»
Ajustó con cuidado el émbolo. «Sí», dijo. «Me encanta esto. También el barco,
supongo.»
Eso fue todo. Después le vi a él y a otro chaval de su edad cruzando la pista hacia el
aeroplano en el que había aprendido a volar. Llevaban una cámara; después vi que tenía en
él su nombre pintado a mano, y pude imaginar cómo probablemente se había acercado a
Hayes con la idea de hacerse su foto junto al aeroplano, preguntándole a Hayes si él
pensaba que eso se parecería demasiado a darse aires.
La historia de Mac Grider no es noticia para ninguno de Memphis, imagino;
ciertamente no para ninguno que haya leído Pájaros de guerra. Él estuvo en la primera
compañía de candidatos americanos para el servicio aéreo para ir a ultramar. Eso fue en
1917, cuando en casa para ellos no había aeroplanos en los que volar y cuando tenían que
coger un barco en el que ni siquiera sabían adonde estaban yendo y que cuando llegaban
inmediatamente se convertían en huérfanos militares sin estatus ni rango (ni a veces paga)
mientras los otros cuerpos volvían a casa convertidos en oficiales hasta calzarse
completamente las espuelas en noventa días o menos.
Esta compañía americana fue a Inglaterra y fue enviada a la Escuela Británica de
Aeronáutica Militar[40] en Oxford y allí dividida y enviada al Real Cuerpo Aéreo,
progresando a través de las etapas de vuelo primarias y avanzadas y después al Grupo de
Pilotos, donde, en un estado anómalo que no era ni chicha ni limonada, con el estatus de
reclutas aunque viviendo como oficiales, soldados americanos todavía con certificados
británicos de piloto languidecían de nuevo hasta que el gobierno de casa recordaba decidir
qué hacer con ellos; con lo que finalmente emergían uno por uno, con cargos de los Estados
Unidos y alas del R.C.A.,[41] y eran destinados a escuadrones británicos en Francia.
Entonces era la primavera de 1918. El comandante William Bishop lideraba las
listas del R.C.A. con sus 74 Hunos[42] y su Cruz de la Victoria[43] y sus dos Órdenes al
Servicio Distinguido[44] y su Cruz Militar[45] y ahora se había convertido en demasiado
valioso para arriesgarlo en combate donde algún principiante alemán en su primer vuelo
pudiese derribarlo por accidente, así que fue llamado de nuevo por Inglaterra y se le dio un
escuadrón; se le permitió organizado a él mismo y elegir a los hombres que quisiese.
Tres de los hombres que eligió eran americanos, Elliott Springs, Laurence Callahan
y Grider. El escuadrón partió hacia Francia, donde se convirtió en el Escuadrón Sexagésimo
Quinto, de aviones S.E.5,[46] cazas monoplaza, y que tenía el exclusivo honor de estar
comandado de forma alternativa por tres de los pilotos de combate británicos más laureados
de la guerra, el canadiense Bishop, el inglés McCudden, el irlandés Mannock. Grider tiene
un récord oficial de aparatos enemigos destruidos antes de que no consiguiese regresar de
patrulla un día de agosto de 1918. Su cuerpo fue encontrado cerca de Lille, tras las líneas
alemanas, e identificado y enterrado por la Cruz Roja alemana.
Así que estaba de pie en la pista, observando al hijo de Grider y a su acompañante
jugando con la cámara, cuando Hayes vino a mí.
«Escucha», dijo, «quiero que hagas algo. Escribe rápidamente algo para los
periódicos acerca de esto: El hijo de Mac Grider. Veintidós años. Segundo año en
Annapolis. Pilotando solo en una semana».
«¿En una semana?», dije. «¿Realmente pilotó solo en el transcurso de siete días?»
«Sí. Estuvo a punto de atascarse; tiene que volver a la escuela el 28.
Así que haz algo rápido. Algo de lo que no se avergüence.»
«Si yo hubiese volado solo en el transcurso de una semana querría estar
avergonzado», dije.
«Ya sabes lo que quiero decir», dijo Hayes. «Hazlo.»
Estaban allí de pie junto al aeroplano, medio jugando con la cámara, como haría la
gente de veintidós años.
«Avergonzado», dije. «No sé si puedo o no puedo. Pero lo intentaré, no obstante.»
Al final tuvieron la cámara lista, enfocada, fuese lo que fuese lo que hicieran con
ella. Él todavía llevaba la camisa abierta, los finos pantalones de verano, las gafas
protectoras de cristal común de ventana que probablemente había tomado prestadas y que
nunca costarían mucho más de dos dólares nuevas.
Así fue. Si se hubiera presentado con su permiso de estudiante y un par de gafas
protectoras de caza con cierre hermético y lentes Calobar no te habría sorprendido. O
incluso podía haber aparecido con una réplica del uniforme de su difunto padre, Sam
Browne y botas y todo, y un montón de mujeres habrían llorado por la foto e incluso los
hombres no habrían pensado demasiado mal de él.
Pero no lo hizo: sólo estaba de pie donde le diese bien el sol, con ropa que se podría
haber puesto para segar el jardín de atrás, mientras su compañero entornaba los ojos ante la
cámara, moviendo dispositivos y eso.
«Date prisa», dijo. «Odio congelar así la cara.»
[Memphis Commercial Appeal, 23 de septiembre de 1934; reproducido en
Mississippi Quarterly, verano de 1975. Ese texto es el aquí reproducido.]
Una nota sobre Sherwood Anderson (1953)[47]

UN día, durante los meses en los que caminábamos y hablábamos por Nueva
Orleans —o Anderson hablaba y yo escuchaba—, le encontré sentado en un banco en
Jackson Square, riéndose solo. Me dio la impresión de que había estado allí así durante
algún tiempo, simplemente sentado solo en el banco riéndose. No era nuestro lugar de
encuentro habitual. No teníamos ninguno. Vivía encima de la plaza y, sin ningún
preacuerdo especial, después de que me hubiese tomado algo de comer a mediodía y
supiese que él también había terminado su almuerzo, solía caminar en esa dirección y, si
para entonces no le había encontrado dando una vuelta o sentado en la plaza, por mi parte
simplemente me sentaba en el bordillo desde el que podía ver su entrada y esperaba hasta
que saliese de allí con sus brillantes ropas, medio de ir a las carreras medio bohemias.
Esta vez él ya estaba sentado en el banco, riéndose. Enseguida me contó lo que era:
un sueño: la noche anterior había soñado que caminaba millas y millas por carreteras
comarcales, guiando un caballo que estaba intentando cambiar por dormir una noche —no
por una simple cama para la noche, sino por el hecho mismo de dormir—; y conmigo
escuchándolo ahora, continuó desde ahí, elaborándolo, convirtiéndolo en una obra de arte
con la misma tediosa (tenía la apariencia de un titubeo pero realmente no lo era: era una
búsqueda, una caza) casi insoportable paciencia y humildad con las que hizo todo lo que
escribió, yo escuchándole y no creyendo una palabra de todo aquello: esto es, que eso
hubiese sido un sueño soñado mientras dormía. Porque lo conocía mejor. Sabía que lo había
inventado, fabricado; había fabricado la mayoría, o al menos parte, mientras yo estaba allí
observando y escuchándole. Él no sabía por qué se había visto forzado a, o en cualquier
caso había necesitado, afirmar que había sido un sueño, por qué tenía que haber esa
conexión con el sueño y el dormir, pero yo sí lo sabía. Era porque había escrito su biografía
entera en una anécdota o quizás en una parábola: el caballo (al principio había sido un
caballo de carreras, pero ahora era un caballo de trabajo, carro y silla de arar, sano y fuerte
y valioso, pero sin pedigrí documentado) representando la vasta rica fuerte dócil extensión
del valle del Mississippi, su propia América, la que él, con su camisa de ir a las carreras
azul brillante y su corbata bohemia moteada de bermellón con nudo Windsor, estaba
ofreciendo con humor y paciencia y humildad, pero sobre todo con paciencia y humildad, a
cambio de su propio sueño de pureza e integridad y duro e incesante trabajo y talento, del
cual Winesburg, Ohio y El triunfo del huevo[48] habían sido síntomas y símbolos.
Él nunca habría dicho esto, él mismo nunca lo habría expresado con palabras.
Nunca habría sido capaz de verlo aunque, y ciertamente él lo habría negado, probablemente
con bastante violencia, yo hubiese intentado señalárselo. Pero esto no habría sido debido a
que podría no haber sido verdadero, tampoco debido a que, verdadero o no, no lo hubiese
creído. En realidad, no habría habido mucha diferencia entre que fuese verdadero o no o si
lo creía o no. La razón por la que lo habría repudiado era la gran tragedia de su carácter.
Esperaba de la gente que se riese de él, que lo ridiculizase. Esperaba de gente que en modo
alguno le igualaba en estatura o en talento o en ingenio que fuese capaz de hacerle parecer
ridículo.
Por eso trabajaba tan laboriosa y tediosa e infatigablemente en todo lo que escribió.
Era como si se dijese a sí mismo: «Esto al menos será, debe ser, tiene que ser
invulnerable». Era como si ni siquiera escribiese a partir de la devoradora insomne
implacable sed de gloria por la que cualquier artista normal hubiese destruido a su anciana
madre, sino por lo que para él era más importante y urgente: ni siquiera por la mera verdad,
sino por la pureza, por la exactitud de la pureza. Suyas no eran ni la intensidad ni el ritmo
de Melville, que fue su abuelo, ni el entusiasta humor por la vida de Twain, que fue su
padre; él no tenía nada de la torpe indiferencia respecto a los matices de su hermano mayor,
Dreiser. Suyo era ese vacilar en pos de la exactitud, de la palabra y de la frase exactas
dentro del limitado rango de un vocabulario controlado e incluso reprimido por lo que en él
era casi un fetiche de simplicidad, ordeñarlas hasta dejarlas secas, buscar siempre penetrar
hasta el último confín del pensamiento. Trabajó tan duro en esto que finalmente llegó a ser
simplemente estilo, un fin en lugar de un medio; de modo que pronto llegó a creer que, con
tal de que mantuviese el estilo puro e intacto e invariado e inviolado, lo que el estilo
contenía tendría que ser de primera clase: inevitablemente sería de primera clase, y por lo
tanto él mismo también.
En este momento de su vida, tenía que creer esto. Su madre había sido una asistenta,
su padre un jornalero; estos orígenes le había enseñado que la cantidad de seguridad y éxito
material que había logrado era, tenía que ser, la respuesta y el fin de la vida. Pero lo dejó, lo
repudió y descartó a una edad más avanzada, cuando tenía más años que la mayoría de los
hombres y mujeres que toman esa decisión, para dedicarse al arte, a escribir. Pero, cuando
hubo tomado esa decisión, descubrió que él sólo era un hombre de uno o dos libros. Tenía
que creer que, si mantenía puro ese estilo, entonces lo que el estilo contendría sería puro
también, lo mejor. Por eso era por lo que tenía que defender el estilo. Ésa era la razón de su
dolor y de su enfado con Hemingway por Torrentes de primavera,[49] y conmigo en menor
grado, dado que mi falta no tenía la extensión de un libro sino que era simplemente una
impresión privada y un volumen para suscriptores que poca gente fuera de nuestro pequeño
grupo de Nueva Orleans iba a ver o acerca de lo cual iba a oír hablar, a propósito del libro
de caricaturas de Spratling que titulamos Sherwood Anderson y otros famosos criollos[50] y
para el que escribí una introducción con un estilo como de un Anderson de manual.
Ninguno de nosotros —ni Hemingway ni yo— podríamos haber tocado, ridiculizado, su
trabajo mismo. Pero habíamos hecho que su estilo pareciera ridículo; y en aquella época,
después de Risa oscura,[51] cuando había alcanzado el punto en el cual debería haber
parado de escribir, tenía que defender ese estilo a toda costa porque por aquel entonces él
también tenía que haber sabido en su corazón que no quedaba nada más.
La exactitud de la pureza, o la pureza de la exactitud: lo que prefieran. Era un
sentimental en su actitud hacia la gente, y muy a menudo errado respecto a ellos. Creía en
la gente, pero era como si sólo lo hiciese en teoría. Esperaba lo peor de ellos, aun cuando
cada vez estaba preparado de nuevo para resultar decepcionado o incluso herido, como si
nunca hubiese pasado antes, como si la única gente en la que pudiese realmente confiar, con
la que podía permitirse ir, fuese la de su propia invención, los fingimientos y símbolos de
su propio sueño vacilante. Y a veces era un sentimental en su escritura (también lo era
Shakespeare a veces) pero nunca fue impuro en ella. Nunca la escatimó, la abarató, tomó el
camino fácil; nunca se equivocó al aproximarse a la escritura salvo por su humildad y su
casi religiosa, casi abyecta, fe y paciencia y voluntad para rendirse, para renunciar a sí
mismo por ella y en ella. Odiaba el desparpajo; si era rápido, él creía que también era falso.
Me dijo en una ocasión: «Tienes demasiado talento. Lo puedes hacer demasiado fácil, y de
formas demasiado diferentes. Si no eres cuidadoso, nunca escribirás nada». Durante
aquellas tardes en las que paseábamos por el barrio antiguo, yo escuchaba mientras me
hablaba a mí o a otra gente —cualquiera, en cualquier parte— que hubiese conocido en las
calles o en los muelles, o en las noches en las que estábamos sentados junto a una botella,
él, con un poco de ayuda de mi parte, inventaba otros personajes fantásticos como el
insomne hombre con el caballo. Uno de ellos se suponía que era un descendiente de
Andrew Jackson, abandonado en aquella ciénaga de Lousiana después de la batalla de
Chalmette, ya no medio-caballo medio-caimán pero de momento medio-hombre medio-
oveja y enseguida medio-tiburón, quien —eso, la fábula entera— al final se volvió tan
difícil de manejar y (eso pensábamos nosotros) tan graciosa, que decidimos pasarla a papel
escribiéndonos cartas uno a otro como si se tratase de dos miembros de una expedición
exploratorio-zoológica temporalmente separados. Le traje mi primera respuesta a su
primera carta. La leyó. Dijo:
«¿Te satisface?»
Dije, «¿Señor?»
«¿Estás satisfecho con ello?»
«¿Por qué no?», dije. «Pondré lo que sea que dejé fuera en la próxima.» Entonces
me di cuenta de que estaba más que disgustado: estaba brusco, áspero, casi enfadado. Dijo:
«O lo tiras, y lo dejamos, o te lo llevas y lo haces de nuevo.» Cogí la carta. Trabajé
tres días en ello antes de llevársela de vuelta.
La leyó otra vez, bastante despacio, como siempre hacía, y dijo, «¿Estás satisfecho
ahora?»

«No señor», dije. «Pero es como mejor lo sé hacer.»


«Entonces lo pasaremos», dijo, poniendo la carta en su bolsillo, su voz una vez más
cálida, sonora, afirmada por la risa, dispuesta a creer, dispuesta a ser herida de nuevo.
Aprendí de él mucho más que eso, pusiera o no pusiera siempre en práctica el resto
más veces que aquello. Aprendí que, para ser un escritor, uno primero tiene que ser lo que
uno es, lo que uno ha nacido; que para ser americano y escritor, uno no tiene
necesariamente que ser un hipócrita respecto a cualquier imagen americana convencional
como la suya o la del propio Dreiser del lacerante maíz de Indiana u Ohio o Iowa, o los
corrales de Sandburg o la rana de Mark Twain. Únicamente tenías que recordar lo que eras.
«Tienes que tener algún lugar a partir del cual comenzar: entonces empiezas a
aprender», me contó. «No importa dónde esté, con tal de que lo recuerdes y no te
avergüences de él. Puesto que un lugar a partir del cual empezar es tan importante como
cualquier otro. Tú eres un chico de campo; todo lo que conoces es esa pequeña parcela allí
al norte de Mississippi desde la que empezaste. Pero esto también está bien. También es
América; retíralo, tan pequeño y desconocido como es, y todo colapsará, como cuando
extraes un ladrillo de un muro.»
«No de un muro cementado, o enyesado», dije.
«Sí, pero América todavía no está cementada ni enyesada. Todavía la están
construyendo. Por eso es por lo que un hombre con tinta en sus venas no sólo todavía puede
sino que a veces tiene que seguir moviéndose a su alrededor, seguir moviéndose alrededor y
escuchar y mirar y aprender. Por eso es por lo que colegas ignorantes y sin escolarizar
como tú y yo no sólo tienen una oportunidad de escribir, sino que deben escribir. Todo lo
que América pide es que la mires, que la escuches y que la comprendas si puedes. Sólo que
la comprensión tampoco es importante: lo importante es creer en ello aunque no lo
comprendas, y entonces intentar contarlo, apuntarlo. No siempre estará lo suficientemente
bien, pero siempre hay una próxima vez: siempre hay más papel y más tinta, y algo más
que intentar comprender y contar. Y probablemente eso tampoco estará exactamente bien,
pero también habrá una próxima vez respecto a esa. Porque mañana América va a ser algo
diferente, algo más, algo nuevo que mirar y escuchar e intentar comprender; y, aunque no
puedas comprender, cree. Creer, creer en el valor de la pureza, y creer más. Creer no sólo
en el valor, sino en la necesidad de fidelidad e integridad; afortunado el hombre a quien
elige la vocación por el arte y escoge serle fiel, puesto que la recompensa por el arte no
espera al cartero.»
Él llevó esto al extremo. Lo cual, a la vista de esto, es imposible. Quiero decir que,
en sus últimos años, cuando probablemente por fin admitió ante sí mismo que sólo quedaba
el estilo, trabajó en esto tan dura y laboriosamente y con tal autosacrificio, que a veces
parecía un poco más grande, un poco más alto de lo que era. Era cálido, generoso, alegre y
le encantaba reír, sin mezquindad y celoso únicamente de la integridad que creía
absolutamente necesaria en cualquiera que se aproximase a su oficio; estaba dispuesto a ser
generoso con cualquiera, una vez que se convenciera de que ése se aproximaba a su oficio
con su propia humildad y respeto por ello. Durante aquellos días y semanas en Nueva
Orleans, gradualmente me fui dando cuenta de que allí había un hombre que estaría
recluido toda la mañana, trabajando. Luego por la tarde aparecería y caminaríamos por la
ciudad, hablando. Luego por la noche nos encontraríamos de nuevo, ahora con una botella,
y ahora hablaríamos de verdad; el mundo en minúscula estaría entonces en cualquier patio
sombrío donde el vaso y la botella chocasen y las palmeras silbasen como arena seca con
cualquier movimiento de aire. Y luego a la mañana siguiente él estaría recluido de nuevo,
trabajando; con lo cual me dije a mí mismo, «Si esto es lo que conlleva ser un novelista,
entonces ésta es la vida hecha para mí.»
Así que empecé una novela, La paga de los soldados. Había conocido a la señora
Anderson antes de conocerle a él. Hacía algún tiempo que no les veía cuando me la
encontré en la calle. Ella hizo comentarios sobre mi ausencia. Dije que estaba escribiendo
una novela. Preguntó si quería que Sherwood la viese. Contesté, no recuerdo exactamente
qué, pero la idea era que por mí estaría bien si él quería. Me dijo que se la llevase cuando la
terminase, lo cual hice en unos dos meses. Pocos días después mandó a buscarme. Dijo,
«Sherwood dice que hará un intercambio contigo. Dice que si no tiene que leerla, le dirá a
Liveright (Horace Liveright: su editor entonces) que la acepte».
«Hecho», dije, y eso fue todo. Liveright publicó el libro y vi a Anderson sólo una
vez más, puesto que entre tanto había tenido lugar el desafortunado asunto de la caricatura
y rehusó verme, durante varios años, hasta una tarde en un cóctel en Nueva York; y de
nuevo tuvo lugar ese momento en el que él apareció más alto, más grande que cualquier
cosa que jamás hubiese escrito. Entonces recordé Winesburg, Ohio y El triunfo del huevo y
algunos de los textos de Caballos y hombres,[52] y supe que había visto, que estaba
mirando, a un gigante en una tierra poblada en su mayoría —en su inmensa mayoría— por
pigmeos, aunque él no hubiese hecho más que dos o quizá tres gestos equiparables a lo
gigantesco.
[Atlantic, junio de 1953; este texto ha sido reproducido a partir del mecanoescrito
de Faulkner.]
Nota sobre Una fábula (c. 1953)

ESTE no es un libro pacifista. Al contrario, este escritor tiene una opinión casi tan
pobre del pacifismo como de la propia guerra, debido a que el pacifismo no funciona, no
puede hacer frente a las fuerzas que producen las guerras. En realidad, si este libro tiene
algún propósito o moral (los cuales no tiene, deliberadamente quiero decir, en su
concepción, puesto que hasta donde supe o tuve la intención era simplemente un intento de
mostrar al hombre, a los seres humanos, en conflicto con sus propios corazones y
compulsiones y creencias y la dura y duradera e inconsciente etapa de la tierra en la que sus
aflicciones y esperanzas deben angustiarse), era el mostrar mediante poética analogía,
alegoría, que el pacifismo no funciona; que para poner fin a una guerra, el hombre o bien ha
de encontrar o inventar algo más poderoso que la guerra y la aptitud del hombre hacia la
beligerancia y su sed de poder a toda costa, o bien ha de usar el fuego mismo para combatir
y destruir al fuego con él; que el hombre finalmente tendrá que movilizarse a sí mismo o
armarse a sí mismo con los instrumentos de la guerra para poner fin a la guerra; que el error
que hemos cometido constantemente es disponer nación contra nación o ideología política
contra ideología política para parar la guerra; que los hombres que no quieren la guerra
tendrán que armarse a sí mismos como si fuera para la guerra, y derrotar mediante los
métodos de la guerra las alianzas de poder que mantienen la obsoleta creencia en la validez
de la guerra: a quienes (a esas alianzas) hay que enseñarles a aborrecer la guerra no por
razones morales o económicas, ni siquiera por simple vergüenza, sino porque estén
asustadas de ella, porque no se atrevan a arriesgarse a ella puesto que saben que en la
guerra ellos mismos —no en tanto que naciones o gobiernos o ideologías, sino como
simples seres humanos vulnerables a la muerte y a las heridas— serán los primeros en ser
destruidos.
Tres de estos personajes representan la trinidad de la conciencia del hombre —
Levine, el joven piloto inglés, que simboliza el tercio nihilista; el viejo general francés de
intendencia, que simboliza el tercio pasivo; el mensajero de las trincheras inglés, que
simboliza el tercio activo—. Levine, que contempla el mal y se niega a aceptarlo
destruyéndose a sí mismo; el que dice «Entre la nada y el mal, escogeré la nada;» quien, en
efecto, para destruir el mal, también destruye el mundo, esto es, el mundo que es el suyo, él
mismo —el viejo general de intendencia que dice en la última escena, «No me estoy riendo.
Lo que ves son lágrimas»; esto es, hay mal en el mundo; resistiré a ambos, al mal y al
mundo también, y llevaré luto por ambos— el mensajero de las trincheras, la cicatriz
viviente, que dice en la última escena, «Eso está bien; temblor. No voy a morir —nunca»,
esto es, hay mal en el mundo y voy a hacer algo respecto a ello.
[Mississippi Quarterly, verano de 1973; texto basado en uno mecanoscrito de los
archivos de su editor, para quien Faulkner escribió el pasaje afínales de 1933 o comienzos
de 1954, aparentemente como una copia para la sobrecubierta o como comunicado para
usarse como publicidad para la novela, que fue publicada en agosto de 1954.]
Mississippi (1954)

EL MISSISSIPPI comienza en el vestíbulo de un hotel de Memphis, Tennessee, y se


extiende hacia el sur hasta el Golfo de México. Está salpicado de pequeños pueblos
concéntricos alrededor de los fantasmas de los caballos y de las mulas que una vez
estuvieron atados a la barra que rodea el edificio del juzgado del condado, y casi debe
decirse que sólo tiene esas dos direcciones, norte y sur, dado que hasta hace pocos años era
imposible viajar al este o al oeste a través de él salvo que caminases o cabalgases uno de los
caballos o una de las mulas; incluso en la temprana madurez del niño, para llegar por tren a
cualquiera de los pueblos de los condados adyacentes que estuviesen a treinta millas al este
o al oeste, tenías que viajar noventa millas en tres direcciones diferentes en tres
ferrocarriles diferentes.
En el principio era virgen —hacia el oeste, a lo largo del Gran Río, las ciénagas de
aluvión enhebradas por pantanos negros y casi inmóviles e impenetrables con caña y
menta-parra[53] y ciprés y fresno y roble y resina; hacia el este, las crestas de madera noble
y las praderas donde morían los montes Apalaches y pastaban los búfalos; hacia el sur, las
estériles tierras de pinos y los perennes robles[54] de musgo colgante y las ciénagas más
grandes con menos tierra que agua acechando con caimanes y mocasines de agua,[55]
donde en su momento empezaría Louisiana—.
Y donde en el principio los predecesores se deslizaban con sus simples artefactos, y
construyeron los túmulos y se desvanecieron, legando sólo los túmulos en los que el
siguiente linaje algonquiano[56] constatable dejaría las calaveras de sus guerreros y de sus
jefes y de sus bebés y de sus osos aniquilados, y los cascos de los cacharros y cabezas de
martillo y de flechas y de vez en cuando una pesada espuela de plata española. Entonces
había ciervos que vagaban en manadas plácidas como el humo, y osos y panteras y lobos en
la maleza y en los fondos, y todas las bestias menores —mapaches y zarigüeyas y castores
y visones y ratas almizcladas (no almizcleras: almizcladas)[57]—ellos todavía estaban allí
y parte de la tierra todavía era virgen a comienzos del siglo xx cuando el propio chico
empezó a cazar. Pero exceptuando que de vez en cuando miraban hacia fuera desde detrás
de la cara de un hombre blanco o de un negro, los Chickasaws y los Choctaws y los
Natchez y los Yazoos estaban tan desaparecidos como los predecesores, y la gente con la
que el chico se deslizaba eran los descendientes de los Sartorises y los De Spains y los
Compsons que habían comandado los regimientos Manassas y Sharpsburg y Shiloh y
Chickamaugra, y los McCaslins y los Ewells y los Holstons y los Hogganbecks, cuyos
padres y abuelos los habían establecido, y de vez en cuando también un Snopes, porque a
principios del siglo xx los Snopes estaban por todas partes: no sólo tras las máquinas
registradoras de pequeñas tiendas mugrientas situadas en calles laterales frecuentadas por
negros, sino tras escritorios presidenciales de bancos y mesas de directores de empresas de
venta al por mayor a supermercados, y en las dependencias del diácono en las iglesias
baptistas, acaparando las desmoronadas casas georgianas y troceándolas en apartamentos y
en sus lechos de muerte decretando anexos y pilas bautismales en las iglesias como
recordatorios de sí mismos o quizá por puro terror.
Ellos también cazaban. Ellos también estaban en los campamentos donde los De
Spains y los Compsons y los McCaslins y los Ewells eran superiores en su correspondiente
jerarquía, disparando a las ciervas no sólo cuando la ley decía que no sino cuando lo decía
el superior, disparándolas ni siquiera porque se necesitase la carne sino dejando la propia
carne para que se la comiesen los carroñeros en los bosques, disparándolas sólo porque eran
grandes y se movían y eran extrañas, de un tiempo más antiguo que las pequeñas tiendas
mugrientas y la acumulación y la capitalización del dinero; el chico ahora un hombre y en
su correspondiente jerarquía superior del campamento y lidiando, teniendo que lidiar, no
con la decreciente selva donde había cada vez menos juego, sino con los Snopes que
estaban destruyendo lo poco que quedaba.
Éstos eligieron a los Bilboes y votaron infatigablemente por los Vardamans,
nombrando a sus hijos después de ellos; su origen estaba en un amargo odio y miedo y
rivalidad económica hacia los negros que labraban pequeñas granjas no más grandes que
las suyas y adyacentes a ellas, porque el negro, acordándose de cuando no había sido libre
en absoluto, era por tanto capaz de valorar lo que tenía lo suficiente como para luchar por
retener incluso ese poco y se había enseñado a sí mismo cómo hacer más con menos:
cultivar más algodón con menos dinero para gastar y comida para comer y menos o peores
herramientas para trabajar: así, hasta que él, el Snopes, pudo escapar de la tierra hacia el
interior de las pequeñas tiendas mugrientas situadas en calles laterales donde podía vivir no
junto al negro sino a su costa cobrándole de más en la carne y en la comida y en la melaza
inferiores cuyo precio él, el negro, ni siquiera podía leer siempre.
En el principio, el obsolescente, desposeído mañana por el ya obsoleto: el salvaje
algonquiano —Chickasaw y Choctaw y Natchez y Pascagoula— mirando hacia abajo desde
los altos riscos del Mississippi a una canoa Chippeway que contenía tres franceses, y tuvo
escaso tiempo para girarse y mirar detrás de él a un millar de españoles venir por tierra
desde el océano Atlántico, y durante un ratito más tuvo el privilegio de observar un flujo-
reflujo-flujo-reflujo de extrañas nacionalidades tan rápido como un mago extiende y hace
desaparecer cartas inconstantes: el francés durante un segundo, el español quizá durante
dos, luego el francés durante otros dos y luego el español otra vez y luego el francés otra
vez durante ese último suspiro antes de que el anglosajón, que vendría para quedarse,
perdure: el hombre alto rugiendo con la Biblia protestante y el whisky hervido, la Biblia y
la jarra en una mano y probablemente un hacha india en la otra, peleando, turbulento,
calzonazos y polígamo: un invencible casado doncel sin destino sino únicamente con
movimiento, avance, arrastrando tras él a su mujer grávida y a la mayoría de los parientes
de su suegra al interior de la selva intransitada, para engendrar a ese niño detrás de un rifle
con bípode y obsequiarle a ella con otro antes de moverse de nuevo, y al mismo tiempo
sembrando su otra semilla inagotable en trescientas millas de morenos vientres: sin avaricia
ni compasión ni tampoco previsión: talando un árbol que costó cientos de años que
creciese, para extraer de él un oso o una taza de miel silvestre.
Él perduró, incluso después de que también estuviese obsoleto, los hijos más
jóvenes de los dueños de las plantaciones de Virginia y de Carolina vienen a sustituirle en
vagones cargados de esclavos y de semilleros de índigo por los mismos caminos que él
había desbrozado con poco más que el hacha. Entonces alguien le dio a un doctor Natchez
una semilla de algodón mejicano (quizá ya con el gorgojo de la cápsula en ella, ya que,
como el Snopes, él también se había apoderado de la tierra del sur) y cambió toda la faz del
Mississippi, ahora los esclavos limpian rápidamente la tierra virgen en la que todavía
(1850) acechan los fantasmas de Murrell y de Masón y de Haré y de los dos Harpes, y la
convierten en plantaciones para conseguir beneficio allí donde él, el desplazado y obsoleto,
sólo había querido para su diente el oso y el ciervo y lo endulzado. Pero él permaneció, aún
aferrado; todavía está allí incluso en la madurez del chico, viviendo en una choza de palos o
de maderas al borde de lo que queda de la decreciente selva, por y a expensas de la
tolerancia y a veces incluso de la beneficencia del propietario de la plantación para quien, a
su intratable manera e incluso con una cierta dignidad e independencia, él es un adulador,
poniendo trampas para manches y ratas almizcleras, ahora que casi han desaparecido
también el oso y la pantera, todavía imprevisor, talando todavía el árbol de doscientos años
incluso aunque ahora sólo haya en él un mapache o una ardilla.
Comandando, cuando llegó ese momento, no los regimientos Manassas ni Shiloh
sino confederándose en bandas irregulares y cuadrillas sin guardar mucha lealtad a nadie ni
a nada, en vez de eso unificándose en torno a un rito y a un propósito de robar caballos de
las líneas federales; esto en los intervalos de los asaltos (o intentos de ello) a las casas de la
plantación del mismo hombre respecto al que había sido y tenía la intención de volver a ser
el independiente adulador, una vez que la guerra hubiese terminado y suponiendo que el
hombre volviese de su Sharpsburg o de su Chickamauga o de dondequiera que hubiese
estado como mayor o coronel; intentándolo, esto es, hasta que la esposa del mayor o del
coronel o la tía o la suegra, que había enterrado la plata en el huerto y aún mantenía algunos
de los antiguos esclavos, lo ahuyentaba y lo dispersaba, e incluso disparándole cuando era
necesario, con el arma de caza o las pistolas de duelo del marido o del sobrino o del yerno
ausente —las mujeres, las indómitas, las invictas, que nunca se rindieron, negándose a
permitir que las balas minie yanquis[58] fuesen extraídas de la columna del pórtico de la
repisa de la chimenea o del dintel, que setenta años después se levantarían y abandonarían
Lo que el viento se llevó en cuanto era mencionado el nombre de Sherman—;
irreconciliables y enfurecidas y todavía hablando de ello mucho después de que los
hombres extenuados y exhaustos que habían luchado y perdido desistiesen de intentar
hacerlas callar: incluso en la época del chico el propio chico sabe acerca de Vicksburg y de
Corinth y acerca de dónde había estado exactamente el regimiento de su abuelo en la
primera de Manassas antes de recordar haber oído mucho acerca de Santa Claus.
En esos días (1901 y 2 y 3 y 4) Santa Claus acontecía únicamente en Navidad, no
como ahora, y durante el resto del año los niños jugaban con lo que podían encontrar o
ingeniar o hacer, aunque exactamente igual que ahora, en el 51 y en el 2 y en el 3 y en el 4
todavía jugaban, imitando en pequeño, aquello a lo que habían estado expuestos, lo que
habían oído o visto o lo que les había emocionado mucho. Lo que también era cierto en la
época y la situación del chico: las viejas mujeres indómitas y que no se habían rendido
todavía mantenían, treinta y cinco y cuarenta años después, algunos de los viejos esclavos
de la casa: también mujeres que, como las blancas, declinaban, rehusaban abandonar las
viejas formas y las viejas angustias. El propio chico se acordaba de una de ellas: Caroline:
libre desde hacía tantos años pero que había declinado marcharse. Tampoco aceptó nunca la
totalidad de su paga semanal de los sábados, la familia nunca supo por qué a menos que la
única verdadera razón fuese la aparente: por el simple placer de mantener a toda la familia
recordándole constantemente que estaban en deuda con ella, obligando al abuelo del chico
luego a su padre y a su vez finalmente a él a ser no sólo su banquero sino también su
contable, teniendo la cifra de ochenta y nueve dólares en su cabeza de algún modo o por
alguna razón, y aunque la propia suma se había alterado, a veces más y a veces menos y a
veces fuese ella misma la que estaba varias semanas en deuda, nunca cambió: uno de los
niños, blanco o negro, se encargaba de presentarse a cualquier hora, normalmente cuando la
mayoría de la familia estaba reunida para una comida, con el mensaje: «Mami me ha
pedido que os diga que no os olvidéis de que le debéis ochenta y nueve dólares.»
Para el niño, incluso en esa época, ella ya parecía más anciana que Dios, llamando a
su abuelo «coronel» pero nunca al padre del niño ni tampoco al hermano o a la hermana de
su padre otra cosa que no fuesen sus nombres de pila incluso cuando ellos mismos se
convirtieron en abuelos: una matriarca con un montón de descendientes (y probablemente
la mitad de muchos más de los que se había olvidado o a los que había sobrevivido), uno de
ellos también un chico, si era un tataranieto o simplemente un nieto era algo que ella no
recordaba, nacido en la misma semana que el chico blanco y llevando ambos el mismo (el
del abuelo del chico blanco) nombre, amamantados en el mismo pecho negro y durmiendo
y comiendo juntos y jugando juntos al juego que era la cosa más importante que el chico
blanco conocía en aquella época dado que a los cuatro y cinco y seis años su mundo era
todavía un mundo femenino y no había oído nada más que pudiese recordar: con bobinas
vacías y astillas y palos y una zanja rayada rellena de agua de pozo simulando el Río,
jugando por ahí otra vez a la Guerra en miniatura, las irremediables viejas batallas —Shiloh
y Vicksburg, y el Cruce de Brice que no estaba lejos de donde el niño (ambos) había nacido
—, el niño por ser blanco arrogándose el derecho a ser el General Confederado —
Pemberton o Johnston o Forrest— dos veces por cada vez que lo era el niño negro, si no, si
faltaba esa vez de cada tres, el negro no jugaría en absoluto.
No el hombre alto, él todavía era el cazador, el hombre de los bosques; y no el
esclavo porque ahora era libre; sino esa semilla de algodón mejicano que alguien le dio al
doctor Natchez era lo que ahora estaba despejando rápidamente la tierra, arándola bajo el
pasto de los búfalos de las praderas del este y la zarza y la Arundaria del fondo de los
arroyos y los ríos de las colinas centrales y desempantanando toda esa vasta superficie de
tierra de aluvión con forma de Delta a lo largo del Gran Río, el Viejo: construyendo diques
que le mantenían fuera de la tierra lo suficiente para plantar y recoger la cosecha:
aumentando un pie en la escala de su nueva dimensión por cada pie que el hombre le
constreñía en la vieja: de modo que los barcos de vapor que llevaban algodón embalado a
Memphis o a Nueva Orleans parecían avanzar lentamente por el cielo mismo.
Y también los barquitos de vapor en los ríos más pequeños, penetrando el
Tallahatchie, llegando incluso a la altura del cruce de Wylie sobre Jefferson. Aunque la
mayoría del algodón de esa zona, y en el este hasta ese punto sin beneficio económico en el
que resultaba más conveniente continuar por el este hacia el Tombigbee y luego al sur hacia
Mobile, iba las sesenta millas por tierra hasta Memphis en mula y en carro; había un
asentamiento —una especie de taberna y una herrería y unas pocas cabañas desoladas— en
el risco sobre Wylie, a la distancia exacta en la que un carro o una caravana de ellos
cargados de algodón que hubiesen empezado o reanudado viaje en las proximidades de
Jefferson tendría que detenerse para pasar la noche. O ni siquiera un asentamiento sino una
guarida, cuyos moradores acechan sin ser vistos durante el día entre los helechos y entre los
matorrales del fondo del río, apareciendo sólo de noche e incluso entonces sólo el tiempo
suficiente para introducirse en la cocina de la taberna donde el conductor del carro de
algodón de ese día se sentaba confiado ante el fuego, con lo cual conductor carro mulas y
algodón y todo se desvanecería: el cuerpo probablemente dentro del río y el carro quemado
y las mulas vendidas días o semanas después en un corral de Memphis y el algodón
inidentificable ya de camino a la fábrica de Liverpool.
Al mismo tiempo, a dieciséis millas en Jefferson, había un pre-Snopes, de hecho
uno de los hombres altos, realmente un gigante de hombre: un dedicado lego predicador
baptista pero furioso no con un furioso sueño incansable de un cielo ni tampoco de un
Orden universal con O mayúscula, sino de simple seguridad cívica. Recibió advertencias de
todo el mundo para que no fuese allí porque no sólo podía no conseguir nada, era muy
probable que perdiese su propia vida intentándolo. Pero se fue, solo, hablando no del
evangelio ni de Dios ni siquiera de la virtud, sino que simplemente seleccionó al más
grande y audaz y al menos por su apariencia el más villano de por allí y le dijo: «Pelearé
contigo. Si me tumbas, te llevas el dinero que tengo. Si te tumbo, te bautizo en el seno de
mi iglesia»: y apaleó y magulló y encajó a ése dentro de la santidad y de la virtud cívica,
después desafió al siguiente más grande y más villano y luego al siguiente; y al domingo
siguiente bautizó a todo el asentamiento en el río, los carros de algodón cruzan ahora en el
transbordador a remo y pasan plácida y desahogadamente hacia Memphis hasta que
vinieron los ferrocarriles y les quitaron los fardos.
Eso era en los setenta. Ahora el negro era un granjero libre y una entidad política;
uno, que no podía firmar con su nombre, era jefe de la policía federal en Jefferson. Después
llegó a ser el contrabandista oficial del pueblo (Mississippi fue uno de los primeros en
intentar el noble experimento, un poco después Maine), reanudando —realmente nunca la
interrumpió— su vieja lealtad a su viejo maestro y obteniendo su nombre profesional,
Mulberry, del enorme árbol viejo de detrás de la tienda del doctor Habersham, entre cuyas
raíces había túneles como de galería donde ocultaba las unidades embotelladas de su
comercio.
Pronto él (el negro) le tomaría la delantera en esa rivalidad económica con los
Snopes que iba a enviar a los Snopes a manadas al Ku Klux Klan —no al viejo original del
caótico y desesperado final de la guerra que, comparado con lo desesperado de la época, al
menos era honesto y serio en su desesperado objetivo, sino al posterior innoble de los
veinte cuyo único parentesco con el viejo era el viejo nombre—. Y ahora había en la tierra
un poco de dinero para construir ferrocarriles, traído allí por el hombre que en el 66 había
sido un oportunista[59] norteño pero que ahora era un ciudadano; sus hijos hablarían la
delicada y carente de consonantes lengua de los negros como los hijos de los padres que
habían vivido por debajo de los ríos Potomac y Ohio desde el Capitán John Smith, y sus
hijos presumirían de su herencia sudista. En Jefferson su nombre era Redmond. Él había
aportado el dinero con el que el coronel Sartoris había abierto a Europa los campos de
algodón locales construyendo su línea de conexión hacia el norte con el principal ferrocarril
desde Memphis al océano Atlántico —vía estrecha, como un juguete, con tres locomotoras
también diminutas como juguetes, llamadas después como las tres hijas del coronel
Sartoris, cada una con su placa de plata en la lata de aceite grabada con el nombre de pila
de la hija: como juguetes, los coches de tamaño normal levantados en el empalme y
depositados después en los estrechos vagones, la diminuta locomotora ahora invisible por
delante de sus cargas de modo que parecían en proceso de estar siendo precipitadamente
secuestradas en los campos en los que servían por una arrogante columna de humo y un
arrogante chillido de silbato— quien, después de la inevitable disputa, finalmente disparó
mortalmente al coronel Sartoris en una calle de Jefferson, conducido, creía todo el mundo,
al desesperado acto por la misma arrogancia e intolerancia que había conducido al
regimiento del coronel Sartoris a degradarle de su grado de coronel en las elecciones de
otoño después de la Segunda Manassas y Sharpsburg.[60]
De modo que ahora había ferrocarriles en la tierra; ahora las parejas que se habían
acostumbrado a ir por tierra en carruaje a los embarcaderos del Río y a los barcos de vapor
para la tradicional luna de miel de Nueva Orleans podían coger el tren casi desde cualquier
parte. Y actualmente también coches cama, todo el camino desde Chicago y las ciudades
del norte donde estaba el efectivo, el dinero, así que los ricos norteños podían bajar
confortables y realmente abrir la tierra: instalando con sus dólares yanquis las vastas y
ruidosas plantas y fábricas en la sección sureña de pinares, los pequeños pueblos que
habían sido aldeas sin cambio ni alteración durante cincuenta años, experimentan un auge y
una escalada repentinos que de la noche a la mañana los convierte en ciudades sobre los
yermos cubiertos de tocones que permanecerían hasta que por simple desesperación
económica la gente se enseñase a sí misma a cultivar pinos tal y como en otras zonas
habían aprendido a cultivar maíz y algodón.
Y también serrerías norteñas en el Delta: mediados de los veinte ahora y el Delta
experimentando un auge tanto con la madera como con el algodón. Pero principalmente un
auge de puro dinero: el incremento de un troglodita que había engendrado gemelos
trogloditas: solvencia y bancarrota, ellos tres inflando la tierra con dinero tan rápidamente
que el problema era cómo librarse de él antes de que te abrumase hasta el sofoco. Hasta que
en algo parecido a la autodefensa, no sólo por algo en que gastarlo sino por algo en lo que
apostar el incremento además del simple gasto, siete u ocho de los pueblos más grandes del
Delta formaron una liga de béisbol, actualmente haciendo incursiones tan lejos —y también
exitosamente— en busca de lanzadores, jugadores entre la segunda y la tercera base y
jardineros[61] dinámicos, como las dos grandes ligas, el chico, ahora un adolescente,
familiarizándose con esta liga y con una de las grandes compañías madereras del Norte no
sólo por casualidad sino lo uno debido a lo otro.
En esta época la actitud mental del adolescente era la de la mayoría de los otros
adolescentes del mundo que habían tenido alrededor de veintiún años en abril, 1917,
incluso aunque a veces admitiese ante sí mismo que posiblemente estuviese usando como
excusa el hecho de que tenía diecinueve ese día para seguir la que progresivamente estaba
descubriendo que sería siempre su verdadera vocación: ser un vagante, un vagabundo sin
perjuicio ni posesión. En cualquier caso, era bastante maduro para tener conocidos, algo
que empezó con ese de la compañía maderera que en ese momento estaba llevando a una
lenta bancarrota a un pueblo donde vivía un abogado que había sido designado árbitro de la
bancarrota: un amigo de la familia del adolescente mayor que él, pero que le tenía en buena
consideración y por eso le invitó a unirse también al paseo. Su destreza oficial era la de ser
intérprete, ya que sabía un poco de francés y la compañía que estaba feneciendo tenía
conexiones europeas. Pero jamás se llevó a cabo ninguna labor de intérprete toda vez que el
séquito no fue a Europa sino que en su lugar se trasladó a una sola planta de un hotel de
Memphis, donde todos —incluido el intérprete— tuvieron el privilegio de firmar recibos
por comida y entradas para el teatro e incluso el whisky de contrabando (Tennessee estaba
entonces en su mutación seca) que los botones producirían, aunque por supuesto no en los
sitios discretos y de aspecto inocente concentrados a unas pocas millas justo sobre la
frontera del estado de Mississippi, donde estaban disponibles la ruleta y los dados y el
blackjack.
Entonces de repente el señor Sells Wales también estaba en ello, trayendo con él la
liga de béisbol. El adolescente nunca supo qué conexión (si es que hubo alguna) tenía el
señor Wales con la bancarrota, tampoco estaba realmente preocupado como para
planteárselo, y no digamos para ocuparse y preguntar, no sólo porque había desarrollado el
sentido de noblesse oblige hacia la vocación que sabía que era la suya verdadera, lo que
habría sido razón suficiente, sino porque el propio señor Wales ya era una leyenda en el
Delta. Dueño de una plantación que no se medía en acres sino en millas y reputado único
dueño de uno de los equipos de la liga de béisbol o en todo caso de la mayoría de sus
jugadores, desde luego del receptor, del robador de base entre la segunda y la tercera y del
jardinero[62] que anota un promedio de 0.340 que se decía había sido raptado o pirateado a
los Chicago Cubs, su indumentaria cotidiana siete días a la semana era una barba de dos o
tres días y botas altas embarradas y un abrigo de caza de pana, el cuento, la leyenda que
contaba cómo entró en un ostentoso hotel de San Louis con esa indumentaria y pidió una
habitación al recepcionista de esmoquin, quien miró una vez la barba y las botas
embarradas pero sobre todo a la cara del señor Wales y dijo que estaban llenos: en ese
punto el señor Wales preguntó cuánto querían por el hotel y se le respondió, con desdén, en
decenas de miles, y —así lo cuenta la leyenda— se sacó del bolsillo de pana un fajo de
billetes de mil dólares suficiente para haber comprado hotel y medio al precio establecido y
le dijo al recepcionista que quería todas las habitaciones del edificio libres en diez minutos.
Por supuesto ésa era apócrifa, pero el propio adolescente vio ésta: el señor Wales y
él estaban tomando un reposado desayuno un mediodía en el hotel de Memphis cuando el
señor Wales de repente recuerda que su equipo profesional de béisbol privado estaría
jugando uno de sus partidos más importantes a sesenta millas de allí esa tarde a las tres y
telefoneó a la estación de ferrocarril para tener listo un tren especial en treinta minutos, que
consistía en: una locomotora y un furgón de cola: llegan a Coahoma sobre las tres con una
milla todavía hasta el campo de béisbol: un hombre (no había taxis en la estación a esa hora
y pocos en cualquier parte del Mississippi en aquella época) sentado detrás de la rueda de
un Cadillac sucio aunque todavía en buen estado, y el señor Wales dijo:
«¿Cuánto quieres por ello?».
«¿Qué?», dijo el hombre del coche.
«Tu automóvil», dijo el señor Wales.
«Doce cincuenta», dijo el hombre.
«Vale», dijo el señor Wales abriendo la puerta.
«Quiero decir mil doscientos cincuenta dólares», dijo el hombre.
«Vale», dijo el señor Wales, luego al adolescente: «Entra.»
«Sujétese aquí, señor», dijo el hombre.
«Lo he comprado», dijo el señor Wales entrando también. «Al campo de béisbol»,
dijo. «Deprisa.»
El adolescente nunca vio el Cadillac de nuevo, aunque se familiarizó bastante con la
locomotora y el furgón de cola durante las semanas inmediatamente siguientes mientras la
carrera por el banderín de la liga se ponía más y más caliente, el señor Wales mantenía el
tren especial de guardia en los patios de Memphis como veinticinco años antes un
millonario residente en la ciudad habría pillado al instante un carruaje y una pareja con un
asentimiento de cabeza, de modo que al adolescente le parecía que apenas volvía a
Memphis a descansar ya estaban otra vez yendo rápidamente Delta abajo a otro partido de
béisbol.
«Yo debería estar interpretando alguna vez», dijo en una ocasión.
«Interpreta, entonces», dijo el señor Wales. «Interpreta lo que este maldito mercado
de algodón va a hacer mañana, y ambos podríamos dejar de perseguir a este estéril equipo
de barrio.»
La semilla de algodón y las serrerías también estaban limpiando el resto del Delta,
empujando lo que quedaba de selva más y más lejos en dirección sur dentro de la V del
Gran Río y las colinas. Cuando el adolescente, entonces un hombre joven de dieciséis y
diecisiete años, fue admitido por primera vez en el club de caza dentro del cual en su
momento jerárquico sería el superior, los terrenos de caza, la caza del ciervo y del oso y del
pavo salvaje, podían alcanzarse en un solo día o en una sola noche en un carro tirado por
mulas. Ahora usaban automóviles: cien millas luego doscientas hacia el sur y todavía más
al sur mientras la selva disminuía en la confluencia del río Yazoo y el grande, el Viejo.
El Viejo: todas las corrientes que lo afluían también entre diques, junto con él, y
ninguno de los diques prestaba ninguna atención a cuándo le convenía a su humor o a su
capricho, acumulando agua todo el camino desde Montana a Pensilvania cada generación o
así y derramándola por las tripas artificiales de la enclenque e infundada esperanza de sus
víctimas, bombeando el agua, no con rapidez: sólo que inexorablemente, dando todo el
tiempo del mundo para medir su cresta y telegrafiar río adelante, incluso advirtiendo del día
exacto en el que entraría en la casa y sacaría el piano a flote y descolgaría los cuadros de las
paredes, e incluso arrancaría la misma casa si no estaba fijada al suelo con seguridad.
Inexorable y sin prisa, sobrepasando uno a uno los pequeños afluentes que lo
alimentan y empujando agua dentro de ellos hasta que durante días su corriente fluya hacia
atrás, corriente arriba: tan lejos corriente arriba como el cruce de Wylie sobre Jefferson. Los
pequeños ríos también estaban entre diques pero allí detrás estaba la tierra de los
individualistas: supervivientes y descendientes de los hombres altos ahora obligados a ser
granjeros, y de los Snopes, que eran más que individualistas: eran Snopes, así que donde los
dueños de las plantaciones de miles de acres a lo largo del Gran Río se confederaban como
un solo hombre con sus sacos terreros, sus máquinas y sus arrendatarios y mozos
asalariados negros para contener las vías de agua y las grietas, aquí detrás el dueño de una
granja de cien o doscientos acres patrullaba su sección de dique con un saco terrero en una
mano y una escopeta en la otra, por si acaso su vecino corriente arriba lo dinamitaba para
salvarse (su vecino) a sí mismo.
Bombeando el agua mientras el hombre blanco y el negro trabajaban codo con codo
por turnos con barro y con lluvia, con los focos de los automóviles y balizas de gasolina y
barriles de whisky y café hirviendo en tandas de cincuenta galones en bidones de aceite
fregados y escaldados; lamiendo, tentativa, casi inocentemente, simplemente inexorable (él
sin prisa), entre y por debajo y en medio y finalmente sobre los desesperados sacos terreros,
como si todo su propósito hubiese sido simplemente darle al hombre otra oportunidad de
probar, no a él sino al hombre, sólo cuánto podía aguantar el cuerpo humano, soportar,
resistir; entonces, habiendo dejado al hombre probar, haciendo lo que podía haber hecho a
cualquier hora en las pasadas semanas si le hubiese importado: arrancando sin precipitación
ni tampoco malicia o furia alguna, una o dos millas de diques y bidones de café y barriles
de whisky y balizas de gas en un colapso de lodo, brillando tibiamente todavía durante un
ratito entre las mitades paralelas de algodón hasta que los campos desaparecían junto con
las carreteras y los senderos y por último los propios pueblos.
Desaparecidos, ocultos bajo una vasta e inmóvil expansión amarilla, fuera de la cual
únicamente se proyectaban la parte de arriba de los árboles y de los postes telefónicos y las
decapitaciones de las moradas de los humanos como enigmáticos objetos colocados en un
sucio espejo por un inescrutable e impenetrable designio; y los túmulos de los predecesores
en los cuales, entre una maraña de mocasines, osos y caballos y ciervos y mulas y pavos
salvajes y vacas y pollos domésticos esperaban pacientes en un armisticio mutuo; y las
propios diques, donde entre un revoltijo de melifluos restos flotantes el joven continuó
naciendo y el viejo muriendo, no debido a las duras condiciones climáticas sino al puro
tiempo y decadencia, como si el hombre y su destino fuesen al final incluso más fuertes que
el río que los había desposeído, inviolable e invencible por la alteración.
Entonces, habiendo probado eso también, él —el Viejo— se replegaría, no retirarse:
decrecer, volviendo de la tierra lenta y también inexorablemente, vaciando los afluentes y
los pantanos en la vieja tripa vanamente esperanzada, pero tan lenta y gradualmente que no
parecía que las aguas cayesen sino que el suelo de tierra subía, trepando de nuevo al nivel
de la luz y del aire: una mancha constante amarilla-marrón a una altura constante en los
postes telefónicos y en las paredes de las desmontadoras y de las casas y de las tiendas
como si la línea se hubiese trazado en tránsito y hubiese sido pintada de un gigantesco e
ininterrumpido brochazo, la propia tierra una pulgada aluvial más alta, el rico suelo una
pulgada más profundo, secándose en grandes grietas bajo el caliente y fiero deslumbrar[63]
de mayo: pero no por mucho tiempo, puesto que casi a la vez viene el arado, el arar y
sembrar ya dos meses tarde pero eso no importa: para agosto el algodón una vez más de la
altura de un hombre y todavía más blanco y más denso para la época de la recogida, como
si el Viejo dijese: «Hago lo que quiero cuando quiero. Pero pago a mi manera.»
Y los botes, por supuesto. Se proyectaban sobre esa planicie amarilla y líquida e
incluso se movían por ella: los esquifes y las gabarras de los pescadores y de los tramperos,
las lanchas de los ingenieros de los Estados Unidos que dirigían la Comisión de Diques, y
un pequeño barco de vapor para aguas de poco fondo echando humo de modo paradójico
entre y a través de los propios campos de algodón, su piloto no un hombre de río sino un
granjero que sabía dónde estaban las cercas sumergidas, su vigía en la cabeza del mástil, un
mecánico con unos alicates para cortar los cables del teléfono para que la chimenea pasase
a través: en realidad no hay paradoja, dado que para empezar en el Río recordaba a una
casa, así que aquí no parecía diferente de las casas carentes de base entre las que humeaba,
y en una ocasión incluso humeó con la máxima presión de la caldera para adelantar como
un pato real macho tras un pato real hembra que escapa.
Pero éstos no eran suficientes, rápidamente se vio que estaban muy lejos de ser
suficientes; esta vez el Viejo realmente había ido en serio. De modo que empezaron a llegar
de los puertos del Golfo los arrastreros dedicados al camarón y los cruceros de placer y las
lanchas de la Guardia Costera cuyo fondo sólo había conocido el agua salada y las
desembocaduras de las rías, para ser manejados por sus tripulaciones de agua salada pero
supervisados por los hombres que sabían dónde estaban las carreteras y las cercas
sumergidas por la sencilla razón de que habían trazado surcos con sus arados de mula a lo
largo de ellos o sobre ellos toda su vida, navegando entre los cadáveres hinchados de
caballos y mulas y ciervos y vacas y ovejas para coger los pacientes restos flotantes del
Viejo, blancos y negros, de los árboles y de los tejados de las desmontadoras y de las
cabañas de algodón y de las chozas flotantes y de las ventanas de la segunda planta de las
casas y de los edificios de oficinas; después —los hombres de agua salada, para quienes la
tierra era bien un monótono y pelado marjal salado o bien una ciénaga impenetrable
infestada de serpientes y caimanes con enredaderas con flores en forma de trompeta[64] y
musgo español; algunos de los cuales nunca habían visto la tierra en la que fueron
introducidos los pilotes que sostenían las casas en las que vivían— se quedaron incluso
después de que ya no fueran necesarios, como esperando ver emerger de las aguas qué clase
de país era el que soportaría la economía en la cual la gente —hombres y mujeres, blancos
y negros, incluso más negros que blancos, más en una proporción de diez a uno— vivía de
lo que ellos habían salvado; viendo la tierra durante ese momento antes de que la mula y el
arado la alteren justo por encima del borde del agua que descendía, después otra vez de
vuelta al Río antes de que los pesqueros y los cruceros y las lanchas también se conviertan
en algo abandonado entre los escombros arrojados e inútiles junto a los corrales y los
establos y las letrinas en ruinas; de vuelta al Viejo, encogido de nuevo en sus riberas
normales, dormitando e incluso con un aspecto inocente, como si junto a él hubiese algo
más que hubiese cambiado, en cualquier caso por poco tiempo, toda la faz de la tierra
adyacente.
Ahora se dirigían de vuelta a casa, pasando por los pueblos del río, algunos de los
cuales eran respetables cuando el sur del Mississippi era una selva española: Greenville y
Vicksburg, Natchez y Grand y Petit-Gulf (ahora desaparecidos e incluso el antiguo sitio
conocido por otro nombre) que habían conocido a Masón y al menos a uno de los Harpes y
desde los cuales o en los cuales Murrell había establecido su frustrada insurrección de
esclavos que pretendía borrar a los blancos de esa tierra y dejarle a él como su emperador,
la tierra desapareciendo más allá del dique hasta que pronto no podrías decir dónde
empezaba el agua y paraba la tierra: sólo que esas exuberantes verdes y soleadas sabanas no
soportarían más tu peso. Los ríos ya no fluían hacia el oeste, sino ahora hacia el sur, ya no
amarillos o marrones, sino negros, siguiendo las millas de marjal amarillo y salado desde
los que venía una brisa de mosquitos de más allá de la orilla en nubes tales que en tu
picante y ardiente angustia te parecería verlas cruzando la tierra en un vago atisbo, y
encuentran la corriente y después la sal incorrupta: todavía no el Golfo pero al menos el
Sound tras la larga barrera de islas —Ship y Horn y Petit Bois—, el fondo de los pesqueros
y los cruceros de nuevo en casa entre los faros y los indicadores del canal y los astilleros y
las redes secándose y las plantas para el procesamiento de pescado.
El hombre también recordaba eso de su juventud: un verano que pasó siendo
derribado inocentemente por el viento en veleros catboat ya que, nacido y criado durante
generaciones en el interior del norte de Mississippi, no reconocía el extremo de la borrasca
hasta que la tenía encima. Al verano siguiente volvió porque descubrió que tanta agua le
gustaba, esta vez como marinero de cubierta en uno de los pesqueros de arrastre,
recordando: un cacharro de hierro de cuatro galones sobre un lecho rojo de carbón vegetal
en la cubierta de proa, en el que camarones decapitados se cocían entre puñados de sal y
pimienta negra, nunca vaciado, nunca lavado y constantemente renovado, de modo que te
los comías al pasar como cacahuetes durante todo el día; recordando: la previa al amanecer,
rota enseguida por el violento y subtropical día amarillo y carmesí casi como una explosión
audible, pero todavía oscuro durante un breve lapso, el oscuro barco deslizándose en los
fondos de camarones en un remolino insonoro de fósforo de proa a popa como una ahogada
voltereta de luciérnagas, la cara del joven tendida en el borde con la mirada fija en el agua
oscura observando al camarón agitado reventar disparado hacia fuera en ardientes y
difuminados abanicos como estelas de cohetes diminutos.
También aprendió las islas barrera; uno de una tripulación de cinco aficionados
pilotando una gran balandra en carreras lejos de la orilla, aprendió no sólo cómo mantener
un casco en su quilla y moviéndose sino cómo llevarlo de un sitio a otro y traerlo de vuelta:
así que, ahora un profesional, viviendo en Nueva Orleans comandaba a cambio de dinero
una lancha motora que pertenecía a un contrabandista (esto era en los años veinte), cuya
tripulación consistía en un negro cocinero-marinero de cubierta-estibador y el hermano
pequeño del contrabandista: un italiano delgado de veintiuno o veintidós años con ojos
amarillos como un gato y una camisa de seda ligeramente abultada por una funda de pistola
sobaquera de calibre demasiado pequeño para hacer algo que no fuera matarles a todos,
aunque el capitán o el cocinero hubiesen soñado resistir o enconarse respecto a los
problemas siempre y cuando hubiesen venido, que el capitán o el cocinero extraerían de la
cartuchera y la esconderían en la primera oportunidad (sin ocultarla realmente:
simplemente arrojada dentro del aceitoso pantoque bajo el motor, donde, incluso aunque
Pete descubriese pronto dónde estaba, era seguro puesto que se negaba a meter la mano y el
brazo en el agua contaminada con aceite sino en lugar de eso limitándose a tumbarse en las
inmediaciones del puente de mando, refunfuñando); llevando la lancha a través del
Pontchartain y hacia el sur por los Rigolets hasta salir al Golfo, el Sound, permaneciendo
después sin mostrar ninguna luz hasta que el bote guardacostas (pasaban casi a su hora;
también el suyo era un trabajo, aunque comparativamente hablando fuese uno desesperado)
realizase su fugaz y arrogante avance en dirección este, yendo, a ellos siempre les gustaba
pensarlo, hacia Mobile, a un baile, después mediante brújula hacia la isla (había poco más
que un banco de arena que servía de base a una línea de pinos jironados y raídos siempre
azotando en el ventoso estruendo y bramido del verdadero Golfo al otro lado de ellos)
donde la goleta caribeña sepultaría los barriles de alcohol verde que la madre del
contrabandista convertiría y embotellaría y etiquetaría como escocés o bourbon o ginebra
de vuelta en Nueva Orleans. Había un poco ganado salvaje en la isla que tendrían que
vigilar, el negro trabajando duro y Pete aún refunfuñando y negándose a colaborar de
ninguna manera por lo de la pistola, y el capitán atento a la carga (no podían arriesgarse
mostrando una luz) que vendría cada tres o cuatro viajes —las angulosas y salvajes formas
entrevistas cargando repentinamente y sin avisarles al tiempo que giraban y corrían
atravesando la arena de pesadilla y se arrojaban en el bote—, colocándola paralela a la
orilla, los animales siguiéndoles, hasta que los habían conducido lo suficientemente lejos
como para que el negro volviese hacia tierra a por los barriles restantes.
Entonces se quedarían al pairo otra vez y se echarían hasta que el bote pasase de
vuelta hacia el oeste, el baile obviamente había terminado, en el mismo arrogante e
imperioso avance.
Eso también era el Mississippi, aunque uno diferente de donde el niño se había
criado; la gente era católica, la sangre española y francesa todavía se mostraba en los
nombres y en las caras. Pero no era uno profundo, si no contabas el mar ni los botes en él:
una playa en curva, una delgada línea ininterrumpida de fincas y apartahoteles poseídos y
habitados por millonarios de Chicago, alzándose a continuación de otra delgada línea, esta
vez de humildes apartamentos habitados por negros y blancos que llevaban los barcos y
trabajaban en las plantas para el procesamiento de pescado.
Entonces empezaba el Mississippi que conocía el hombre joven: los vecindarios
decadentes habitados por gente que el hombre joven reconocía porque en su país también
había ese aire: descendientes, herederos al menos en espíritu, de los hombres altos, que no
trabajaban en ninguna factoría ni en granjas ni trabajaban ninguna tierra ni huerto siquiera,
que no vivían de la tierra sino de sus moradores: guías de pesca y pescadores profesionales,
tramperos de ratas almizcleras y cazadores de caimanes y furtivos de ciervos, la tierra
emergiendo ahora, una vez más tierra en lugar de medio-agua, observada y arrasada con los
pinos de hoja larga que el capital norteño convertiría en dólares en los bancos de Ohio e
Indiana e Illinois. Pero no del todo. Algo transformaría las aldeas y villas en ciudades e
incluso las construirían completamente nuevas de la noche a la mañana, ciudades con
nombres del Mississippi pero diseñadas en Ohio e Indiana e Illinois puesto que eran más
grandes que los pueblos del Mississippi, emergiendo, alzándose hoy entre los altos pinos
que las crearon, luego mañana (así de pronto, así de veloz, así de rápido) entre el
achaparrado conjunto respecto al que fueron monumentos. Porque la tierra había hecho su
única cosecha: el suelo demasiado fino y ligero para ser realmente competitivo con el
algodón: hasta que la gente descubrió que crecía lo que en otros suelos no: los tomates y las
fresas y la fina caña de azúcar: no el sorgo de los condados del Norte y del Oeste que la
gente del verdadero país de la caña llamaba alimento para puercos, sino la verdadera caña
de azúcar que en la refinación producía la melaza.
Pueblos grandes, para el Mississippi: ciudades, las llamábamos: Hatiesburg, y
Laurel, y Meridian, y Cantón; y pueblos cuyo nombre provenía de más lejos de Ohio:
Kosciusko llamado así por un general polaco que pensaba que la gente debería ser todo lo
libre que quisiese ser, y Egipto porque allí había maíz cuando no lo había en ningún otro
sitio en los malos e improductivos tiempos de la vieja guerra respecto a la cual las viejas
mujeres aún no se habían rendido, y Filadelfia donde los indios Neshoba cuyo nombre
porta el condado todavía permanecen por la sencilla razón de que no les molesta vivir en
paz con otra gente, sin importarles su color ni su política. Éstas eran las colinas ahora: el
condado de Jones que el viejo Newt Knight, su principal propietario y primer ciudadano o
morador, lo que se prefiera, segregó de la Confederación en 1862, estableciendo así una
tercera república en el interior de las fronteras de los Estados Unidos hasta que una fuerza
militar confederada lo sometió a su capital del fuerte asediado; y Sullivans Hollow: un
largo y estrecho valle aislado donde unos pocos clanes o familias con nombres del norte de
Irlanda y de las Tierras Altas de Escocia disputaban entre ellos y se mataban como antes de
la batalla de Culloden aunque formaban un bando común inmediatamente y siempre para
resistir a cualquier forastero también como antes de la batalla de Culloden: véase la leyenda
del inspector de hacienda que investigaba destilerías ilegales de whisky, capturado y
mantenido apresado en un establo y trabajando en los surcos como la yunta de un arado
para mulas. Ningún negro dejó jamás que la oscuridad le cogiese en Sullivans Hollow. En
realidad, en este país no había negros en absoluto: una estrecha tira del cual se extendía al
norte dentro de la propia sección del hombre joven: un remoto distrito allí a través del que
los negros pasaban infrecuente y rápidamente y sólo a la luz del día.
No es muy extenso, porque casi enseguida empieza al este el país de la pradera que
vierte su agua en Alabama y Mobile Bay, con sus viejos y firmes pueblos casados entre
ellos y las casas de las plantaciones con pórticos y columnas al estilo tradicional georgiano
de Virginia y Carolina en lugar de la influencia española y francesa de Natchez. Estos
pueblos son Columbus y Aberdeen y West Point y Shuqualak, donde está la buena caza de
perdiz y se crían y entrenan los buenos perros perdigueros —también caballos—:
cazadores; Dancing Rabbit también está aquí, donde el tratado que les desposeía del
Mississippi fue firmado entre los Choctaws y los Estados Unidos; y en uno de los pueblos
vivía un pariente del hombre joven, ahora muerto, descanse: un soltero invencible e
incorregible, un líder de los cotillones e inveterado asistente a cenas puesto que, cada vez
que se necesitaba un hombre soltero extra, él era el primero en quien pensaba cualquier
anfitrión.
Pero también era un hombre hecho y derecho, y más aún: era un hombre joven
hecho y derecho, que jugaba al póker y tomaba copas con los solteros jóvenes del pueblo y
los apóstatas todavía lo suficientemente jóvenes a tiempo de resistirse al matrimonio, que
caminaba no sólo con polainas y un bastón y guantes amarillos y un sombrero de fieltro,
sino también con un aire de sardónico e inviolable ateísmo, hasta que al final fue forzado al
desesperado recurso final del rezo: sentado después de cenar una noche entre los
vendedores en la fila de sillas en la acera frente al hotel Gilmer, esperando a ver qué (si es
que algo) traería la noche, cuando pasaron dos de los jóvenes solteros en un Ford modelo T
y le invitaron a cruzar la frontera hacia las colinas de Alabama en busca de un galón de
whisky clandestino. Que fue lo que hicieron. Pero la destilería que buscaron no estaba en
las colinas porque eso no eran colinas: era el final de la cola de la cadena montañosa de los
Apalaches. Pero como el motor del modelo T de todas formas tenía que moverse rápido
para tener luces delanteras, ir subiendo la montaña era una mejora real, especialmente
después de que hubieran tenido que cambiar a marcha corta. Y como venían de la
generación anterior al coche a motor, nunca se les ocurrió que volver cuesta abajo podría
ser algo diferente hasta que cogieron el galón y se tomaron un trago y dieron la vuelta y
empezaron a bajar. O quizá fue el whisky, dijo él, contándolo: el pequeño coche lanzándose
cada vez más rápido tras una fina estela de luz de casi el mismo volumen que la que habrían
producido dos luciérnagas, alrededor de las pronunciadas curvas que, cuanto más rápido iba
el coche, se volvían más y más frecuentes y cerradas y pronunciadas, serpenteando entre las
curvas casi de ángulo recto con una pared de roca en un lado y varios cientos de pies de
noche vacía y vertical al otro, hasta que al final rezó; dijo: «Señor, sabes que no te he dado
preocupaciones durante cuarenta años, y con que me lleves de vuelta a Columbus prometo
no molestarte nunca de nuevo.»
Y ahora el hombre joven, ahora de mediana edad o en todo caso aproximándose a la
mediana edad, está también de vuelta en casa donde los que alteraron los pantanos y los
bosques de su juventud han alterado la faz misma de la tierra; lo que recordaba como una
densa jungla en el fondo del río y una rica tierra de cultivo ahora es un lago artificial de
veinticinco millas de largo: un proyecto de inundación controlada para los campos de
algodón más allá de la inmensa presa de tierra, con unos pocos más esquifes con motor
fuera borda en él cada año, y al menos un velero. De camino a su pueblo desde su hogar el
hombre que se aproxima a la mediana edad (ahora un escritor profesional: que hubiera
querido continuar siendo el trampero y vagabundo sin posesiones de su joven madurez pero
el tiempo y el éxito y el endurecimiento de sus arterias lo habían vencido) solía pasar por el
patio de atrás de un amigo doctor cuyo hijo era estudiante en Harvard. Un día el estudiante
le paró y le invitó a entrar y le enseñó el casco sin terminar de una balandra de veinte pies,
diciéndole, «Cuando la termine, señor Bill, quiero que me ayude a manejarla». Y cada vez
que pasaba después de eso, el estudiante repetía: «Recuerde, señor Bill, quiero que me
ayude a manejarla en cuanto la tenga en el agua», a lo cual el que se acercaba a la mediana
edad repetía como siempre: «Bien, Arthur. Mantenme informado.»
Entonces un día salió de la oficina de correos: una voz le llamó desde un taxi, que
en los pequeños pueblos del Mississippi era cualquier coche a motor propiedad de cualquier
hombre joven sin ataduras al que le gustase conducir, que se decretaba a sí mismo taxi
como Napoleón se decretó a sí mismo emperador; en el coche con el conductor estaba el
estudiante y un hombre joven cuyo padre había desaparecido recientemente en algún lugar
del Oeste a partir de las ruinas de un banco del cual había sido presidente, y un cuarto
hombre joven cuyo tipo es universal: el payaso del pueblo, comediante, cuyo humor carece
de vicio y muy a menudo ingenioso y siempre gracioso. «Ella está en el agua, señor Bill»,
dijo el estudiante. «¿Está preparado para ir ahora?» Y lo estaba, y la balandra también; el
estudiante había cosido sus propias velas con la máquina de su madre; la sacaron al lago y
la mantuvieron con rumbo firme y avanzando, cuando de repente al que se acercaba a la
mediana edad le pareció que parte de él no estaba allí sino casi diez pies fuera, observando
lo que veía: un estudiante de Harvard, un taxista, el hijo de un banquero fugado y un payaso
de pueblo y un novelista de mediana edad manejando un barco casero en un lago artificial
en las profundidades de las colinas del norte del Mississippi; y pensó que eso era algo que
no te pasaba más que una vez en la vida.
En casa otra vez, su tierra natal; había nacido de ella y sus huesos dormirían en ella;
amándola incluso aunque odiase algo de ella: la jungla del río y las colinas que lo
bordeaban donde todavía era un niño que había montado detrás de su padre en el caballo
tras el lince rojo o el zorro o el mapache o tras cualquier cosa que estuviera delante de los
sabuesos que berreaban y donde había cazado solo cuando se hizo lo suficientemente
grande como para que le confiasen un arma, era ahora el fondo de un lago enlodado que
estaba siendo levantado gradualmente y a un ritmo constante cada año por otro estrato de
latas de cerveza y chapas de botella y señuelos de pesca perdidos —la selva, las dos
semanas en los bosques, acampado, la comida áspera y el sueño áspero, la vida de los
hombres y caballos y sabuesos entre hombres y caballos y sabuesos, no para asesinar el
juego sino para continuar con él, tocar y dejar ir, jamás saciarse— ahora se había
desplazado río abajo mucho más lejos hasta la planicie del Delta de modo que los trenes de
mercancías de una milla de largos, visibles desde millas a través de los campos donde el
algodón es hipotecado en febrero, plantado en mayo, cosechado en septiembre y puesto en
el crédito agrícola en octubre con el fin de pagar la hipoteca de febrero con el fin de
hipotecar la cosecha del año que viene, parecían estar pasando de una vez dos o incluso tres
de las pequeñas aldeas de nombre indio sobre el mismo suelo donde él, ahora un joven
capaz de que se le confiase incluso un rifle, había participado en el ritual anual del viejo
Ben: el gran oso viejo con un pie echado a perder por una trampa que se había granjeado un
nombre, una designación como un hombre vivo a través de la leyenda de las trampas y los
cepos que había destrozado y los sabuesos que había asesinado y los disparos a los que
había sobrevivido, hasta que Boon Hogganbeck, el capataz del establo del padre del joven,
corrió hacia él y lo mató con un cuchillo de caza para salvar a un sabueso al cual él, Boon
Hogganbeck, amaba.
Pero lo que más odiaba era la intolerancia y la injusticia: el linchamiento de negros
no por los crímenes que habían cometido sino porque sus pieles eran negras (cada vez había
menos y menos y pronto ya no habría más pero el mal estaba hecho y era irrevocable
porque nunca debió haber habido ninguno); la desigualdad: las escuelas pobres que tenían
cuando tenían alguna, las casuchas en las que tenían que vivir a menos que quisiesen vivir
al raso: que podían adorar al Dios del hombre blanco pero no en la iglesia del hombre
blanco; pagar impuestos en el juzgado del hombre blanco pero no podían votar allí o para
ello; trabajando según el reloj del hombre blanco pero teniendo que cobrar su paga según el
cálculo del hombre blanco (Capitán Joe Thoms, un dueño de una plantación del Delta
aunque no uno de los grandes, quien después de un año de mala cosecha sacó mil dólares
de plata del banco y llamó uno por uno a sus cinco aparceros al salón donde doscientos de
esos dólares estaban extendidos descuidadamente en la mesa bajo la lámpara, diciendo:
«Bien, Jim, esto es lo que hicimos este año.» Entonces el negro: «Gran Dios, Capi Joe,
¿todo eso es mío?». Y Capitán Thoms: «No, no, sólo la mitad de eso es tuyo. La otra mitad
me pertenece, recuerda»); la intolerancia que podía enviar a Washington a algunos de los
senadores y congresistas que enviamos allí y que podían erigir en un pueblo no mayor que
Jefferson cinco denominaciones distintas de iglesias pero no tomar en consideración ni un
pie cuadrado de suelo donde los niños pudiesen jugar y la gente mayor pudiese sentarse y
mirarlos.
Pero lo ama, es suyo, recordando: el intentar, el tener que, estar en la cama hasta
que el romper del alba trajese la Navidad y las otras épocas casi tan buenas como la
Navidad; ser despertado a las tres en punto para tomar el desayuno a la luz de un farol con
el fin de conducir en calesa hasta el pueblo y la estación para coger el tren de la mañana
para tres o cuatro días en Memphis donde vería automóviles, y el día de 1910 cuando, con
doce años, observó a John Moisant hacer aterrizar un monoplano Bleriot de ruedas de
bicicleta sin alerón (se combaba todo el extremo del ala para ladearlo o mantenerlo recto)
en el campo de la pista de carreras de Memphis y supo para siempre que después de eso
también él algún día tendría que volar solo; recordando: su primer amor, de ocho años de
edad, rellenita con el pelo color miel y recatada y de nombre Mary, los dos sentados uno al
lado del otro en las escaleras de la cocina comiendo helado; y otra, esta vez Minnie, nieta
del viejo de las colinas a quien él, ahora un hombre, compró whisky clandestino, vino al
pueblo a los diecisiete para trabajar tras la barra de refrescos de una tienda, observándola
servir sirope de coca-cola en los vasos levantados virginal e inocente y sin timidez
enganchando su pulgar a través del anillo de la jarra haciéndola oscilar arriba y abajo con
un movimiento ininterrumpido sobre su brazo levantado en horizontal exactamente como
había visto a su abuelo servir whisky de una jarra miles de veces.
Incluso aunque lo odiase, porque por cada Joe Thoms con doscientos dólares de
plata y cada Snopes en traje de noche encapuchado, en algún lugar del Mississippi también
había esto: recordando: Ned, nacido en una cabaña en el patio de atrás en 1854, en la época
del bisabuelo del de mediana edad y había sobrevivido a tres generaciones de ellos, que no
sólo caminó y habló de manera tan constante durante tantos años con las tres generaciones
que caminaba y hablaba como ellos, sino que tenía dos tremendos baúles llenos de las ropas
que habían llevado —no sólo la levita azul de botones dorados y la chistera con los que
había sido el cochero del bisabuelo y del abuelo, sino las levitas de paño fino que había
vestido el propio bisabuelo, y las de cola de pájaro de la época del abuelo y las de cola corta
de su padre que el de mediana edad podía recordar mirando en el dorso por quien habían
sido confeccionadas, junto a los sombreros también con sus ochenta años de cambios: de
modo que, echando una mirada ocioso por encima y hacia fuera de la ventana de la librería,
el de mediana edad vería ese dorso, ese pantalón, ese abrigo y sombrero bajando el camino
hacia la carretera, y su corazón se pararía e incluso le daría un vuelco—. Él (Ned) tenía
ahora ochenta y cuatro y en estos últimos pocos años había empezado a tener una pequeña
confusión, llamando al de mediana edad no sólo «Amo» sino a veces «Amo Murry», que
era el padre del de mediana edad, y también «Coronel», internándose una vez a la semana a
través de la cocina en la sala de estar o quizás encontrándose ya allí, diciendo: «Aquí es
donde quiero yacer, justo aquí donde pueda mirar hacia fuera por esa ventana. Y quiero que
sea un día soleado, de modo pueda darme el sol. Y quiero que pronuncies el sermón. Quiero
que te tomes una copita de whisky por mí y te eches y pronuncies el mejor sermón que
jamás hayas pronunciado.»
Y también Caroline, a quien el de mediana edad también había heredado en su
correspondiente jerarquía, que nadie sabía ya exactamente cuántos años tenía por encima de
cien pero sin confundirse, ella: que no había olvidado nada, llamando todavía «Memmy» al
de mediana edad, desde hacía cincuenta y tantos años cuando eso era lo más aproximado a
«William» a lo que sus hermanos podían llegar; su hija más pequeña, de cuatro cinco y seis
años de edad, viniendo a la casa y diciendo, «Papi, mami me pidió que te diga que no
olvides que le debes ochenta y nueve dólares».
«No lo haré», decía el de mediana edad. «¿Qué estáis haciendo ahora todos?».
«Cosiendo una colcha», contestó la hija.
Que lo estaban. Ahora había electricidad en la cabaña, pero ella no la usaba,
insistiendo todavía en las lámparas de queroseno que siempre había conocido. Tampoco
usaba los anteojos, llevándolos únicamente como un ornamento a lo largo de la frente del
inmaculado velo blanco —paño para la cabeza— que limitaba su cabeza ahora calva. No
los necesitaba: un brasero con cenizas de madera en la chimenea en invierno y verano
donde se asaban boniatos, el niño blanco de cinco años en una mecedora en miniatura a un
lado y la anciana negra, no mucho más grande, en su silla al otro, la cesta brillante con
trozos y fragmentos de ropa entre ellos y en esa tenue luz en la cual el de mediana edad no
habría podido leer su propio nombre sin gafas, las dos con sus infinitesimales y tediosas y
pacientes puntadas templando las brillantes estrellas y los cuadrados y los diamantes en
otro patrón para ser doblado entre las virutas de cedro en el baúl.
Entonces era el Cuatro de Julio, la cocina se cerraba después del desayuno de modo
que el cocinero y el mayordomo pudiesen atender la gran merienda; en mitad de la calurosa
mañana la anciana negra y el niño blanco recogían tomates verdes del jardín y los comían
con sal, y esa tarde bajo la morera en el patio de atrás los dos se comieron la mayor parte de
una sandía de quince libras, y esa noche Caroline tuvo el primer ataque. Debería haber sido
el último, así lo pensó también el doctor. Pero con la luz del día se había recuperado, y esa
mañana empezaron a llegar las generaciones de sus entrañas, desde sus propios niños de
setenta y ochenta años, hasta sus bisnietos y sus tataranietos —caras que el de mediana
edad no había visto nunca antes hasta que la cabaña ya no dio abasto—: las mujeres y las
chicas durmiendo dentro en el suelo y los hombres y los chicos en la tierra de enfrente, la
propia Caroline ahora consciente y en este momento sentada en la cama; no se había
olvidado de nada: matriarcal e imperial, y más aún: imperiosa: diez y once en punto de la
noche y el de mediana edad desvestido y en la cama, leyendo, cuando como era de esperar
oiría los lentos y tranquilos pies descalzos o en calcetines subiendo las escaleras de atrás;
en este momento la extraña cara oscura —nunca la misma de hacía una o dos noches o de
dentro de dos o tres noches después— le miraría a través de la puerta, y la tranquila, cortés,
nunca servil voz diría: «Ella quiere helado.» Y se levantaría y se vestiría y conduciría a
través del pueblo aunque supiese que estaría todo cerrado y haría lo que había hecho hace
dos noches: conducir treinta millas hasta la autopista de circunvalación y después al norte o
al sur hasta que encontrase un drive-in o un puesto de perritos que le vendiese el cuarto de
galón de helado.
Pero ese ataque no era el definitivo; en este momento ella estaba caminando otra
vez, incluso, a pesar de la orden permanente del mayordomo de anticiparse a ella con el
coche, todo el trayecto hasta el pueblo para sentarse con su, la del de mediana edad, madre,
a hablar, a él le gustaba pensar, de los viejos tiempos de su padre y de él y de los tres
hermanos menores, dos mujeres que ellas mismas no habían pesado juntas doscientas libras
en una casa con el estruendo de cinco hombres: aunque probablemente ellas no lo hiciesen
puesto que las mujeres, a diferencia de los hombres, habían aprendido cómo vivir sin
complicarse por ese tipo de sentimentalismo. Pero era como si ella supiese que el ataque del
verano era como el carraspeo dentro del reloj del abuelo que precedía al ataque de
medianoche o mediodía, porque nunca volvió a tocar la última colcha sin acabar.
Actualmente se había desvanecido, nadie sabía dónde, y mientras venía el frío y los días se
acortaban ella empezó a pasar más y más tiempo en la casa, no en su cabaña sino en la casa
grande, sentada en un rincón de la cocina mientras el cocinero y el mayordomo estaban por
allí, luego en el cuarto de costura de la esposa del de mediana edad hasta que la familia se
juntaba para la comida de la noche, el mayordomo llevando su mecedora al salón para que
se sentase allí mientras comían: hasta que de repente (ahora era casi Navidad) insistió en
sentarse en la sala de estar hasta que la comida estuviese lista, nadie supo por qué, hasta
que al final ella se lo dijo a través de la esposa: «Señora Hestelle, cuando esos negros me
amortajen, quiero que me haga un gorro limpio y nuevo y un delantal con el que yacer.»
Ésa fue su despedida: dos días después de Navidad vino el ataque definitivo; dos días
después de eso ella yacía en el cuarto de estar con el gorro nuevo y el delantal que no vería,
y el de mediana edad ciertamente se recostó y pronunció el sermón, la oración, esperando
que cuando llegase su turno hubiese alguien en el mundo que le debiese a él el sermón que
todos le debían a ella, que había estado, como lo había estado él desde su infancia, dentro
del alcance y del rango de esa lealtad y de esa devoción y de esa rectitud.
Amándolo todo incluso aunque tenía que odiar algo de ello puesto que ahora sabía
que no se ama por algo: se ama a pesar de; no por las virtudes, sino a pesar de los fallos.
[Holiday, abril de 1954; este texto ha sido reproducido a partir del mecanoescrito de
Faulkner.]
Impresión de Nueva Inglaterra por parte de un invitado(1954)

NO es el país lo que impresiona a este. Es la gente —los propios hombres y mujeres


tan individuales—, que mantienen la integración individual y la privacidad tan fuertes y
queridas como hacen con la libertad y la condición libre; manteniéndolas tan fuertes que
dan por hecho que todos los demás hombres y mujeres son también individuos, y los tratan
como tales, haciendo esto simplemente dejándoles solos con absoluta y completa dignidad
y cortesía.
Como esto. Una tarde (era octubre, el incomparable verano indio[65] de Nueva
Inglaterra) estábamos Malcom Cowley y yo conduciendo por carreteras secundarias al
oeste de Connecticut y Massachusetts. Nos perdimos. Estábamos en lo que alguien del
Mississippi llamaría montañas pero que los de Nueva Inglaterra llaman colinas; la carretera
todavía no se estaba poniendo peor: simplemente más abrupta y solitaria y aparentemente
yendo a ninguna parte salvo hacia arriba, en dirección a una cadena de colinas. Al final,
justo cuando estábamos a punto de dar la vuelta, encontramos una casa, un buzón, dos
hombres, granjeros o vestidos como granjeros —abrigos forrados de borrego y gorras con
orejeras sujetas sobre la corona— de pie junto al buzón, y observándonos tranquilamente y
con perfecta cortesía mientras llegábamos a su altura y nos deteníamos.
«Buenas tardes», dijo Cowley.
«Buenas tardes», dijo uno de los hombres.
«¿Esta carretera cruza la montaña?», dijo Cowley.
«Sí», dijo el hombre, todavía con esa perfecta cortesía.
«Gracias», dijo Cowley, y condujo, los dos hombres todavía observándonos
tranquilamente —durante quizá cincuenta yardas—, cuando Cowley frenó repentinamente
y dijo, «Espera», y dio marcha atrás otra vez hasta el buzón donde los dos hombres aún nos
observaban. «¿Puedo pasar con este coche?», dijo Cowley.
«No», dijo el mismo hombre. «No creo que pueda.» De modo que giramos y dimos
la vuelta por donde veníamos.
Eso es lo que quiero decir. En el Oeste, el de California habría sido granjero sólo
como pasatiempo, su verdadera dedicación y lo que diría ser sería vendedor de coches, nos
habría asegurado que nuestro coche posiblemente no habría podido cruzar pero que no sólo
tenía un coche que sí podía hacerlo, sino que era el único coche al oeste de las montañas
Rocosas que podía hacerlo; en los estados del Centro y del Este habríamos recibido
indicaciones para circunvalar las montañas, basadas en oscuras bifurcaciones de tercer nivel
y en casas lejanas con pararrayos en la chimenea noreste y pasos sobre arroyos en los que si
te fijabas con cuidado podías discernir los restos de puentes desaparecidos en estos cuarenta
años, que el mismo Gabriel no habría podido seguir; en mi propio Sur los dos del
Mississippi nos habrían adoptado antes de que Cowley hubiese cerrado la boca y puesto el
coche en marcha de nuevo, diciendo (uno de ellos; el otro estaría ya entrando en el coche):
«Claro, seguro, no habrá ningún problema; aquí Jim irá con vosotros y telefonearé al otro
lado de las montañas para que mi sobrino os encuentre con su camión donde os atasquéis;
os remolcará perfectamente e incluso tendrá un mecánico esperando con un cárter nuevo».
Pero no el de Nueva Inglaterra, que respeta tu derecho a la privacidad y tu libre
albedrío diciéndote, dándote única y exactamente aquello por lo que has preguntado, y nada
más. Si quieres probar tu coche por la carretera, es asunto tuyo y no suyo el preguntarte por
qué. Si quieres romperlo y pasar la noche a pie hasta la siguiente ventana iluminada o perro
de vigilancia molesto, también es asunto tuyo, dado que es tu coche y son tus piernas, y si
hubieses querido saber si el coche podía cruzar la montaña, lo habrías preguntado. Porque
él es libre, valora la privacidad, no hecho así por la severa y rocosa tierra —el suelo fino y
pobre y los largos y duros inviernos— que le tocó en suerte, sino al contrario: habiendo
elegido deliberadamente por su propia voluntad esa tierra severa y ese clima porque sabía
que era lo suficientemente duro para lidiar con ello; habiendo sido criado por la larga
tradición que le envió desde la vieja Europa desgastada de modo que pudiese ser libre; le
enseñó a creer que no hay razón válida por la que la vida deba ser suave y dócil y amena y
sumisa, que la cosa es ser individual y mantener la privacidad y que el hombre que no
puede lidiar con cualquier ambiente en cualquier parte para empezar es mejor que no
abarrote la tierra.
Destacar contra ese ambiente que ha sido con él todo lo malo que podía ser, y que
ha fallado, le deja a él no sólo como superior sino también como su maestro. De vez en
cuando lo abandona, por supuesto, pero también se lo lleva consigo. Lo encontrarás en el
Medio Oeste, lo encontrarás en Burbank y en Glendale y en Santa Monica con gafas de sol
y sandalias de paja y con la parte de atrás de la camisa por fuera de los pantalones. Pero
abre la chaqueta del pijama hawaiano y aráñale un poco y encontrarás el suelo fino y las
rocas y las largas nieves y el hombre que no ha sido expulsado del todo de su lugar de
nacimiento porque al final le haya vencido, sino que lo ha dejado porque él mismo fue el
vencedor y el espíritu se había marchado con su sangre que se enfría y que se ralentiza, y
sencillamente ahora está usando esa tierra de nunca jamás de los místicos y los astrólogos y
los adoradores del fuego y los adictos a las zanahorias crudas como pasatiempo para sus
años de declive.
[New Engand Journeys Number 2, Deadborn, Michigan, 1954; la puntuación del
texto reproducido aquí ha sido corregida a partir de un mecanoscrito de Faulkner sin
revisar.]
Un inocente en Rinkside (1955)

EL vacante hielo parecía cansado, aunque no debería estarlo. Le dijeron que lo


habían puesto hacía sólo diez minutos tras un partido de baloncesto, y que diez minutos
después del partido de hockey sería retirado de nuevo para hacer sitio para algo más. Pero
no parecía expectante sino resignado, como el estimulante espejo de hielo en el escaparate
de Navidad, no antes de que le coloquen los abetos en miniatura y los renos y las
acogedoras casitas con luces, sino después de que lo hayan desmantelado y despejado.
Entonces se llenó de movimiento, de velocidad. Para el inocente, que nunca lo ha
visto antes, parecía discordante e inconsecuente, estrambótico y paradójico como el
arrebatado asaeteo de ingrávidos insectos que corren en la superficie de charcas estancadas.
Entonces se rompería, fundiéndose a través de una especie de torbellino caleidoscópico
como el juguete de un niño, en un patrón, en un diseño casi precioso, como si un inspirado
coreógrafo hubiese instruido a una compañía de dispuestos pacientes y trabajadores
bailarines —un patrón, un diseño, que le estaba intentando transmitir algo, decirle algo
urgente e importante y verdadero en ese segundo antes de que, ya desbordante de
movimiento y velocidad, empezase a desintegrarse y disolverse—.
Entonces aprendió a encontrar el disco y seguirlo. Entonces emergerían los
jugadores. No emergerían como los gigantes sudorosos con las manos desnudas de una
masa troglodita de fútbol americano, sino en lugar de eso tan fluidos y rápidos y sin
esfuerzo como estocadas o relámpagos —Richard con algo de la cualidad apasionada
centelleante fatal y extraña de las serpientes, Geoffrion como un ágil despiadado y precoz
chico que quizá no pudo hacer nada más pero que no lo necesitó entonces—; y otros —el
veterano Laprade, todavía con el saber hacer y la gracia—. Pero ahora él también tenía
tiempo, o más bien el tiempo le tenía a él, y lo que quedaba ya no era sacrificable de un
modo tan irresponsable, descuidado y satisfactorio; ahora no quedaba lo suficiente como
para comprar con ello pasión fresca y triunfo fresco.
Emoción: hombres en rápido duro y directo conflicto físico, no con las manos
desnudas, sino armados con las hojas de cuchillo de los patines y los duros rápidos y
diestros palos que podían romper huesos cuando se usaban bien. Había advertido cuántas
mujeres había entre los espectadores, y por un momento pensó que quizá era por eso —que
aquí la sangre masculina podría manar de verdad, no procedente del crudo impacto o de un
gran puñetazo sino del golpe rápido y delicado de las armas, que, como el estoque europeo
o la pistola de la frontera, reducían el simple tamaño y la fuerza física a la adecuada
perspectiva de la pasión y de la voluntad—. Pero sólo durante un momento porque a él, al
inocente, tampoco le gustaba la idea. Era la emoción de la velocidad y la gracia, con el
disco como catalizador, lo que le daba razón, significado.
Lo observó —el deslumbrar[66] del hielo asaeteado de figuras, las gradas
concéntricas ascendiendo en secciones estipuladas por los nombres escritos a mano de los
distintos clubes de fans de los ídolos, desapareciendo arriba del todo en la nube de humo de
tabaco retenida por el techo—, el techo que paraba y retenía toda esa penetrante y tensa
observación, y la concentraba hacia abajo en dirección al deslumbrar del hielo arrebatado y
frenético con el movimiento; hasta que el subproducto de la velocidad y el movimiento —
su violencia— no tenía oportunidad de agotarse hacia arriba en el espacio y dejar así en el
hielo únicamente el veloz y centelleante patrón cambiante. Y pensó que quizá le estaba
pasando algo al deporte en América (suponiendo que por definición deporte es algo que
haces tú mismo, en soledad o no, porque es divertido), y ese algo es el techo que estamos
colocando sobre él y sobre ellos. Patinaje, baloncesto, tenis, competiciones de atletismo e
incluso carreras de obstáculos se han trasladado a pista cubierta; fútbol y béisbol funcionan
bajo la cobertura de arcos de luz y en su momento serán también a prueba de lluvia y de
frío. Allí todavía continúa el genuino manejo de la mosca en aguas con trucha o la captura
de pájaros alzándose frente a un perro o el colocar adecuadamente una bala en un ciervo o
incluso en un animal más grande que te hará daño si no lo haces. Pero no por mucho
tiempo: en su momento también estarán a cubierto bajo las luces y la retenida nube de
humo de tabaco de los espectadores, las secciones concéntricas portando el nombre y el
blasón del león o del pez así como el de Richard o Geoffrion el del rifle de mira telescópica
o el de la caña de cuatro onzas.
Pero (por repetir) no por mucho tiempo, porque el inocente tampoco se cree
demasiado eso. A nosotros —los americanos— nos gusta observar; nos gusta la descarga de
adrenalina de la emoción vicaria del triunfo o del éxito. Pero también nos gusta: la descarga
de la emoción personal del triunfo y del miedo al haber preparado realmente un caballo en
el muro de piedra o punteado en una balandra sobrecargada o averiguado mediante una
prueba real si puedes alinear a tiempo dos objetivos y un búfalo. Allí también debía de
haber chicos pequeños en esa muchedumbre, arrebatados con el espantosamente lento pasar
del tiempo, anhelando la hora en la que serían Richard o Geoffrion o Laprade —los mismos
chicos pequeños negros que el inocente ha visto boxeando con la sombra delante de un
fotografía de Joe Louis en su propio pueblo del Mississippi—, los mismos chicos pequeños
noruegos que observó mirando fijamente la pista sin nieve del salto Holmenkollen un día de
julio en las colinas sobre Oslo.
Sólo se preguntó (el inocente) qué tenía que ver un partido de hockey profesional,
cuyo propósito es conseguir beneficios decentes y razonables para sus propietarios, con
nuestro himno nacional. ¿De qué tenemos miedo? ¿Es de nuestro carácter nacional de lo
que tenemos tantas dudas, tanto miedo de que no lo mantengamos entre las garras, que no
sólo no osamos abrir una competición de atletismo o un desfile de belleza o una subasta
inmobiliaria, sino que incluso debemos usar una carrera de la cámara de comercio por
disposición de la señorita Sewage o una arriesgada venta de tierra, para recordarnos que esa
libertad ganada sin honor ni sacrificio y mantenida sin una constante vigilancia y un
inagotable honor y una completa voluntad para sacrificarse de nuevo si hubiese la
necesidad, para empezar no merecía la pena tenerla? ¿O por berreárnoslo o coreárnoslo
cada vez que diez o doce o dieciocho o veintidós hombres jóvenes se disponen formalmente
a entablar combate por un disco o por una pelota, o simplemente una mujer joven camina
en traje de baño sobre una plataforma iluminada, lo esperamos con las palabras y la
melodía tan apagadas y evisceradas por la repetición, que cuando lo oímos no nos altera ese
estado como de sueño en el que «honor» es una pausa y «verdad» un ángulo?
[Sports Illustrated, 24 de enero de 1955; este texto ha sido reproducido a partir del
mecanoescrito de Faulkner.]
Kentucky: Mayo: Sábado Tres días para la tarde (1955)

Tres días antes

Esto vio Boone: el pasto azul de Kentucky, la tierra virgen ondulándose hacia el
oeste ola tras espesa ola desde los huecos de los Allegheny, entonces sin nombre,
abundantes en ciervos y búfalos cerca de los depósitos de sal y de los manantiales de caliza
cuya agua en su momento produciría el excelente whisky bourbon; y también los hombres
salvajes —los hombres rojos y también los blancos que tenían que ser asimismo un poco
salvajes para perdurar y sobrevivir y así marcar la jungla con las pruebas de su dura
supervivencia— Boonesborough, Owenstown, las estaciones de Harrody Harbuck;
Kentucky: el oscuro y sangriento suelo.
Y también conoció Lincoln, donde las viejas cercas de palos erosionadas y
duraderas circundaban la verde y sacrosanta marcha de las colinas redondeadas curadas del
arado ahora hace mucho, y los grandes árboles viejos daban sombra a la antigua cabaña de
una habitación en la cual el bebé vio la primera luz; ni un sonido allí ahora pero un viento y
unos pájaros como cuando el niño volvió la cara por primera vez a la carretera que le
llevaría a la fama y al martirio —salvo que quizá te guste pensar que allí está también en
algún lugar la voz del hombre, pronunciando en la escena de su propia natividad la simple e
incomparable prosa con la que nos recuerda nuestros deberes y responsabilidades si
deseásemos continuar como nación—.

Dos días antes

Incluso sólo con pasar por los establos, te llevabas contigo el olor del linimento y
del amonio y de la paja —el aroma fuerte y tranquilo de los caballos—. E incluso antes de
que alcances la pista puedes oír a los caballos —el ligero duro y rápido ruido sordo de las
pezuñas aumentando in crescendo y ya desvaneciéndose rápidamente—. Y ahora podemos
verles en la temprana luz gris, en parejas y en grupos a medio o a moderado galope bajo los
chicos que se ejercitan. Entonces uno solo, a la vez furioso y solitario, yendo a más no
poder, gallardo, el jinete echado hacia delante, excedente y precario, no respecto al caballo
sino simplemente (por un instante) con él, en la postura convencional de velocidad —y
quién sabe, quizá ellos dos, ambos hombre y caballo: el animal soñando, con la esperanza
de que al menos durante ese momento se pareciese a Whirlaway o Citation, el chico de que
al menos durante ese momento él fuese indistinguible de Arcaro o Earl Sande, quizás
sintiendo ya en sus rodillas el fragante barrido de la guirnalda victoriosa—.
Y ahora nosotros mismos estamos en la pista, pero cuidadosa y discretamente detrás
de la cerca fuera del camino: ya no somos un puñado coagulando en un murmullo de dobles
hectómetros primeros puestos en la parrilla de salida o décimas de segundo, sino que ahora
hay cientos de nosotros y aún están viniendo más, todos estirándonos para mirar en la
dirección única de la rampa de acceso. Entonces es como si el gris, nublado, húmedo aire
de después del amanecer hubiese hablado sobre nuestras cabezas. Esta vez el chico que se
ejercita es un negro, moviendo su montura sin ningún paso académico ni calculado,
simplemente moviéndola rápido, sacándola fuera de la pista y del camino, hablándonos no
a nosotros sino a todo lo circundante: tanto hombre como bestia que hubiese dentro oyendo:
«Ahora todos vosotros también podéis apartaros del camino; aquí viene el gran caballo».
Y ahora todos podemos verle mientras entra por la rampa de acceso guiado por la
mano de un mozo que porta las riendas. El mozo desabrocha las riendas y ahora los dos
caballos descienden por la rampa de acceso ahora vacía hacia la pista ahora vacía, en la que
el desenlace final de la espera y de la expectación habrá crecido casi como un sonido
audible, un suspiro, una exhalación.
Ahora nos pasa (hay dos de ellos, dos caballos y dos jinetes, pero sólo vemos uno),
no sólo el Gran Caballo del argot profesional de las carreras porque parece grande, más
grande de lo que sabíamos que era, de modo que la mayoría de los otros caballos que
hemos observado esta mañana parecen enanos a su lado, con la cabeza pequeña, casi suave,
los pequeños pies pulcros y las estilizadas y delicadas cuartillas que le ha legado la antigua
sangre árabe, el hombre que lo montará el sábado (el propio Arcaro) estirado como una
mosca o un grillo sobre la gran cruz. Ni siquiera camina. Está paseando. Porque está
mirando a su alrededor. No a nosotros. Ha visto gente; el lisonjero y adulador rugido
humano se ha desvanecido bajo sus pies repiqueteantes demasiadas veces como para que
mantengamos su atención. Y tampoco a la pista puesto que ha visto pistas antes y
normalmente se parecen a ésta desde este punto (justo entrando en la recta opuesta a meta):
vacías. Simplemente está mirando esta pista, que es nueva para él, mientras el jinete de
obstáculos camina a pie por el nuevo recorrido que después cabalgará.
Él —ellos— continúa, todavía caminando, desapareciendo finalmente detrás de la
mole del marcador al otro lado del recinto; ahora los prismáticos están ajustados y aparecen
los cronómetros, pero nada más hasta que una voz dice: «Se lo llevan para dejar que vea el
paddock». Así que por un momento volvemos a respirar.
Porque ahora tenemos avanzadilla: gente diseminada en las propias gradas que
puede ver la entrada, para avisarnos a tiempo. Y lo hacen, aunque cuando lo vemos, debido
a la mole del marcador, ya está en plena zancada, pareciendo que vuela raso justo por
encima de la barra superior como un tremendo halcón marrón en el planeo final tras
lanzarse en picado, cabalgando todavía en el giro de los vestuarios; entonces parece que
pasa algo; no es una vacilación ni un frenazo aunque sólo después es cuando nos damos
cuenta de que ha visto la entrada de vuelta a la rampa de acceso y durante un instante
pensó, no «¿Quiere Arcaro que volvamos ahí dentro?» sino «¿Quiero salirme aquí?»
decidiendo en el siguiente segundo (uno de ellos: hombre o caballo) que no, y ahora
cabalgando de nuevo, bajando hacia nosotros y pasándonos como si fuese su intención
recuperar el segundo o dos o tres que le había costado su indecisión, un flujo, una
acometida, el movimiento a la vez largo y deliberado y un poco desgarbado; un impuso y
un poder; algo un poco huesudo, no tanto sin gracia cuanto demasiado ocupado como para
preocuparse de la gracia, como el movimiento de un gran trabajador de la caza, una vez
más pareciendo que vuela raso justo por encima de la barra superior como el gran halcón
menguante, inflexible e inalterable, voraz no respecto a la carne sino respecto a la velocidad
y a la distancia.

Un día antes

Las barras desgastadas y sin pintura del viejo Abe ahora son los blancos paneles de
millonarios que corren en líneas rectas trazadas con regla a través del oleaje verde y suave
de las colinas de Kentucky; entre los ordenados y como aparcados surcos de yeguas con
linajes registrados desde hace más tiempo de lo que saben o les importa a la mayoría de los
hombres paradas junto a potros de más valor por cabeza para una cabeza económica que
niños de suburbio. La última noche llovió; el aire gris todavía está húmedo y lleno de una
especie de luminosidad, de titileo, como si cada gotita todavía mantuviese en suspensión
aérea su molécula de luz, de modo que la estatua que de cualquier modo dominaba la
escena a todas horas ahora parecía mantener su dominio sobre el mismo aire como un tenue
sol, hasta que, cerniéndose gigantesca sobre nosotros, parece oro —la efigie dorada del
caballo dorado—, «Gran Rojo» para el mozo negro que lo amaba y que no le sobrevivió
mucho, la efigie de Gran Rojo por supuesto, mirando con el calmado orgullo de los viejos y
viriles reyes guerreros, sobre la tierra donde su prole aún retoza cual infantes, hasta el
momento de la tarde del sábado en la que también ellos vestirán el manto de rosas en el
destellar y deslumbrar del magnesio; no sólo su propia efigie, sino también símbolo de todo
el linaje registrado desde Arístides pasando por los Whirlaways y los Count Fleets y los
Gallant Foxes y los Citations: la epifanía y la apoteosis del caballo.

El día

Desde la primera luz del día nos hemos estado moviendo, convergiendo, hacia
delante, a través de la extensión georgiano-colonial de la entrada, la antesala del trono, para
ejercer nuestro propio oficio de acólitos en ese ceremonial.
Una vez el caballo movió el cuerpo físico del hombre y sus pertenencias domésticas
y sus artículos de comercio de un sitio a otro. Hoy en día todo lo que mueve es una parte o
el total de su cuenta bancaria, ya sea apostando por él o intentando seguir poseyéndolo y
alimentándolo.
Así que, en cierto modo, a diferencia de otros animales que ha domesticado —vacas
y ovejas y puercos y pollos y perros (no incluyo a los gatos; el hombre nunca ha domado a
los gatos)—, el caballo está económicamente obsoleto. Aunque todavía perdure y
probablemente continuará mientras el hombre lo haga, mucho después de que las vacas y
las ovejas y los puercos y los pollos, y los perros que los controlan y protegen, se hayan
extinguido. Porque las otras bestias y sus guardianes únicamente proporcionan al hombre
alimento, y algún día la ciencia le alimentará por medio de gases sintéticos eliminando así
la necesidad económica que cubren. Mientras que lo que el caballo proporciona al hombre
es algo hondo y profundo en su naturaleza y necesidad emocional.
Perdurará y sobrevivirá hasta que cambie la misma naturaleza del hombre. Porque
casi se pueden contar con los dedos de una mano los tipos y clases de seres humanos en
cuyas vidas y memorias y experiencias y descargas glandulares no tiene sitio el caballo.
Éstos serán a los que no les guste apostar a nada que implique el elemento del azar o la
habilidad o lo imprevisto. Ellos serán a los que no les gusta observar algo en movimiento,
ya sea grande o que esté yendo deprisa, sin importar lo que sea. Ellos serán a los que no les
gusta observar algo vivo y más grande y más fuerte que el hombre, bajo el control de la
voluntad del enclenque hombre, haciendo algo que el propio hombre es demasiado débil o
demasiado inferior en vista u oído o velocidad para hacer.
Habrá que excluir de éstos incluso a los que no les gustan los caballos —los que no
tocarían un caballo ni se acercarían a uno, que nunca han montado uno e incluso ni lo han
intentado—; que pueden y hacen y arriesgarán y perderán sus camisas por un caballo que
nunca han visto.
Así que alguna gente puede apostar a un caballo sin haber visto uno fuera de una
calesa de Central Park o la caravana de un vendedor ambulante. Y quizá nadie pueda
observar a los caballos correr para siempre, con una ventana de apuestas mutuas tan
próxima, sin hacer una apuesta. Pero es posible que alguna gente pueda y de hecho lo haga.
Así que no es simplemente apostar, la oportunidad de probar con dinero tu suerte o
lo que puede llamarse facultad de juzgar, lo que conduce a la gente a las carreras. Es mucho
más profundo que eso. Es una sublimación, una transferencia: el hombre, con su
admiración por la velocidad y por la fuerza, proyecta su propio deseo de supremacía física,
de victoria, en el agente —el equipo de béisbol o de fútbol americano, el boxeador
profesional—. Sólo que las carreras de caballos son más universales porque está ausente la
brutalidad del combate profesional de boxeo, como también lo que está atenuado en el
fútbol americano o en el béisbol —el largo tiempo que se requiere para que acontezca el
orgasmo de la victoria—, en las carreras de caballos es una cuestión de minutos, nunca más
de dos o tres, repetida seis u ocho o diez veces en una tarde.
4:29 de la tarde

Y también esto: la canción, la mansión de ladrillo, que corresponde a la apoteosis:


Stephen Foster como doncella del Caballo mientras la banda anuncia que ahora están a
punto de ser las únicas cuatro y media en punto de todas las posibles cuatro y media de una
tarde única de sábado de todas las posibles tardes de sábado. Los acordes de metal se
hinchan y se suspenden y desaparecen sobre el recinto abarrotado y las gradas mientras se
anuncia el desfile de los diez caballos —los diez animales que durante los próximos dos
minutos no sólo simbolizarán sino que soportarán la carga y serán la justificación, no sólo
de sus propios tres años de vida individuales, sino de las generaciones de selección y cría y
entrenamiento y cuidado que les han traído a estos únicos dos minutos donde uno será el
supremo y nueve los fallos supremos—, traídos hasta este momento que para él será
supremo, el ápice de su vida que, incluso contada en lustros, es sólo de veintiún años, el
comienzo de la edad adulta. Tal es el precio que pagará por la supremacía; tal es el riesgo
que asumirá. Pero ¿qué ser humano rechazaría tanta pérdida, a cambio de tanta ganancia, a
los veintiuno?
Sólo pasan un poco más de dos minutos: una simultánea colisión metálica mientras
saltan las puertas. Aunque realmente no sepas lo que has oído: fuese ese choque metálico, o
el trueno simultáneo de las pezuñas en ese primer salto o las voces masificadas, el jadeo, la
exhalación —fuese lo que fuese, el todavía indistinguible cúmulo de caballos, como una ola
marrón moteada con las sedas brillantes de los jinetes como astillas discurriendo hacia
nosotros a lo largo de la barra hasta que, aproximándose, podemos empezar a distinguir
individuos, que nos pasa fluyendo como caballos individuales—, caballos que (incluyendo
al jinete) una vez erguidos tienen casi ocho pies de alto y diez de largo, parecen ahora
flechas del doble de longitud y de un grosor menor de la mitad, pasan disparados y se
agrupan de nuevo conforme disminuye la perspectiva, convirtiéndose después en caballos
individuales una vez más aproximadamente en el giro en la recta opuesta a meta, fluyendo,
para agruparse por última vez en la misma recta de meta, entonces otra vez individuos,
caballos individuales, el caballo individual, el Caballo: 2:01:4/5 minutos.
Y ahora se alza bajo el manto de rosas sobre el destellar y deslumbrar del magnesio
y la zumbante película de inmortalidad celuloide. Éste es el momento, la cima, el pináculo;
después de esto, todo es decaer. Nosotros que observábamos hemos visto demasiado; la
expectación, la presión glandular, ha sido demasiado alta como para durar mucho; es el
atardecer no sólo del día sino también de la capacidad emocional; el Boots and Saddles[67]
sonará dos veces más y la condensación de luz y de movimiento irá otra vez a través del
movimiento de los caballos y de los jinetes profesionales. Pero correrán como en un sueño,
hacia el anticlímax; ahora debemos apartarnos durante un poco tiempo, aunque sea sólo
para asimilar, para acostumbrarse a vivir con, lo que hemos visto y experimentado. Aunque
todavía no hemos escapado de ese momento. En realidad, ésta será la forma en la que lo
asimilaremos y lo soportaremos: las voces, la charla, en los aeropuertos y estaciones desde
los que nos dispersaremos de vuelta donde nos esperan nuestras viejas vidas, en los aviones
y trenes y autobuses llevándonos de vuelta hacia la vieja y confortable rutina familiar como
el viejo y confortable sombrero o abrigo: el portero, el conductor de autobús, la guapa
taquígrafa que han ahorrado durante un año, probablemente reservando en Navidad, para
poder decir: «Yo vi el derbi», el editor de deportes que, habiendo pasado una semana
hablando y comiendo y bebiendo caballo y que ahora sólo quiere llegar a casa y tomarse un
doble antes de dormir e irse a la cama, todos hablando, todos con opiniones, válidas y
duraderas:
«Eso fue un accidente. Espera a la próxima vez.»
«¿Qué próxima vez?, ¿qué caballo usarán?»
«Si lo hubiera estado montando yo, lo habría montado diferente.»
«No, no, fue montado perfectamente. Fue ese pequeño chaparrón lo que puso la
pista rápida como California.»
«¿O quizá la lluvia lo asustó, dado que no llueve en Los Ángeles? Quizá cuando
sintió humedad en sus pies pensó que iba a hundirse y sólo estaba saltando en busca de
tierra firme, ¿eh?»
Y así. De modo que después de todo no es el Día. Es sólo el octogésimo primero.

[Sports Illustrated, 16 de mayo de 1955]


Sobre la privacidad (El Sueño Americano:
¿Qué le sucedió?) (1955)

ESTO era el Sueño Americano: un santuario en la tierra para el hombre individual:


una condición en la que sería libre no sólo respecto a las viejas jerarquías establecidas por
empresas de pocos propietarios de poder arbitrario que le habían oprimido como una masa,
sino libre respecto a esa masa en la cual las jerarquías de la iglesia y el estado le había
comprimido y mantenido individualmente esclavizado e individualmente impotente.
Un sueño simultáneo para los distintos individuos de entre los hombres tan
apartados y aislados como para no tener contacto para equiparar sueños y esperanzas con
las viejas naciones del Viejo Mundo que existían como naciones no sobre la ciudadanía
sino sobre la condición de súbditos, que perduraron sólo bajo la premisa del tamaño y de la
docilidad de la masa de súbditos; los hombres y mujeres individuales que dijeron con una
voz simultánea: «Estableceremos una nueva tierra donde el hombre pueda asumir que cada
hombre individual —no la masa de hombres sino los hombres individuales— tiene derecho
inalienable a la dignidad y a ser un individuo libre en el seno de una estructura de coraje
individual y de trabajo honorable y de responsabilidad mutua».
No sólo una idea, sino una condición: una condición de vida humana diseñada para
ser coetánea con el nacimiento de la propia América, engendrada creada y simultánea
respecto al mismo aire y a la misma palabra América, que con ese único golpe, un instante,
debía cubrir la tierra con un único suspiro simultáneo como el aire o la luz. Y así fue, así lo
hizo: irradiando hasta cubrir incluso las viejas cansadas repudiadas y todavía esclavizadas
naciones, hasta que por todas partes los hombres individuales, que no tenían nada salvo
haber oído el nombre, no digamos saber dónde estaba América, pudieron responder a ello,
elevando no sólo sus corazones sino también las esperanzas que hasta ahora no sabían —o
en cualquier caso no osaban recordar— que poseían.
Una condición en la cual todo hombre no sólo no sería rey, ni siquiera querría serlo.
Ni siquiera tendría la necesidad de preocuparse de tener la necesidad de ser un igual
respecto a los reyes porque ahora estaba libre de reyes y de toda su similar congerie; libre
no sólo de los símbolos sino de las mismas viejas jerarquías arbitrarias que representaban
los símbolos-marioneta —cortes y gabinetes e iglesias y escuelas— para los que había sido
valioso no en tanto que un individuo sino sólo en tanto que un número, su valor compuesto
en esa ratio inmutable para sus números puramente estúpidos, ese incremento animal de su
masa dócil y sin voluntad.
El sueño, la esperanza, la condición que nuestros antepasados no nos legaron, sus
herederos y asignatarios, sino que nos legaron a nosotros, sus sucesores, al sueño y a la
esperanza. Ni siquiera se nos dio entonces la oportunidad de aceptar o declinar el sueño que
ya fue nuestro dueño y nos poseyó al nacer. No fue nuestra herencia porque fuimos la suya,
nosotros mismos en nuestras sucesivas generaciones fuimos la herencia del sueño legada
por la idea del sueño. Y no sólo nosotros, sus hijos nacidos y criados en América, sino
hombres nacidos y creados en las viejas extrañas y repudiadas tierras, también sintieron ese
aliento, ese aire, oyeron esa promesa, ese ofrecimiento de que había una cosa tal como la
esperanza para el hombre individual. Y las mismas viejas naciones, tan viejas y ancladas
durante tanto tiempo en los viejos conceptos de hombre como para haber pensado ellas
mismas más allá de toda esperanza de cambio, haciendo oblación a ese nuevo sueño de ese
nuevo concepto de hombre de dones de monumentos y dispositivos para marcar los portales
de ese derecho y esperanza inalienables; «Aquí hay sitio para vosotros los de cualquier
parte de la tierra, para todos vosotros individualmente sin hogar, individualmente
oprimidos, individualmente inindividualizados».
Un don gratuito dejado para nosotros por esos que han bregado mutuamente y
perdurado individualmente para crearlo; nosotros, sus sucesores, ni siquiera tuvimos que
ganarlo, merecerlo, y no digamos conquistarlo. Ni siquiera necesitamos nutrirlo y
alimentarlo. Sólo necesitábamos recordar que, al vivir, era entonces perecedero y debía ser
defendido en sus crisis. Algunos de nosotros, quizá la mayoría de nosotros, no podríamos
haber probado mediante definición que sabíamos exactamente lo que era. Pero entonces no
lo necesitábamos: quienes ya no necesitábamos definirlo más de lo que necesitábamos
definir ese aire que respirábamos o esa palabra, los cuales, ambos, simplemente por existir
simultáneamente —el respirar el aire americano que hizo América— juntos han engendrado
y creado el sueño en ese primer día de América como el aire y el movimiento crearon la
temperatura y el clima en el primer día del tiempo.
Porque ese sueño era la aspiración del hombre en el verdadero significado de la
palabra aspiración. No era meramente la esperanza ciega y sin voz de su corazón: era la
inhalación real de sus pulmones, sus luces, su metabolismo viviente e incesante, de modo
que realmente vivíamos el Sueño. No vivíamos el sueño: vivíamos el propio Sueño,
exactamente igual que no vivimos meramente en el aire y en el clima sino que vivimos Aire
y Clima; nosotros mismos individualmente representantes del Sueño, el Sueño mismo
realmente audible en las fuertes voces desinhibidas que no se asustaban de decir clichés en
los propios encabezamientos, dándoles a los avatares del cliché de «Dame la libertad o
dame la muerte» o «Que esto sea la auto-evidencia de que todos los hombres fueron
creados iguales en un derecho mutuo a ser libres» que en cualquier caso nunca habían
carecido de verdad, suponiendo que la esperanza y la dignidad sean verdad, una validez y
una inmediatez que los absolvía incluso del cliché.
Ése era el Sueño: no que el hombre fuese creado igual en el sentido de que fuese
creado negro o blanco o marrón o amarillo y entonces condenado irrevocablemente a eso
para el resto de sus días —o, mejor dicho, no condenado con igualdad sino bendecido con
igualdad, sin que él mueva un dedo sino en lugar de eso yaciendo encogido y dormitando
en su baño templado y sin aire como el embrión aún en el útero—; sino la libertad en la que
tener un igual comienzo en la igualdad con todos los demás hombres, y el ser libre para
defender y preservar esa igualdad por medio del coraje individual y del trabajo honorable y
de la responsabilidad mutua. Entonces lo perdimos. Nos abandonó, lo que nos había
sostenido y protegido y defendido mientras nuestra nueva nación de nuevos conceptos de
existencia humana conseguía un punto de apoyo lo suficientemente firme para permanecer
erguidos entre las naciones de la tierra, sin pedirnos nada a cambio salvo recordar siempre
que, estando vivo, era por tanto perecedero y entonces debía ser siempre sostenido en la
incesante responsabilidad y vigilancia del coraje y el honor y el orgullo y la humildad.
Ahora se ha marchado. Nos adormilamos, nos dormimos y nos abandonó. Y en ese vacío ya
no suenan las fuertes y altas voces no sólo carentes de miedo sino ni siquiera conscientes de
que existía el miedo, hablando en una unificación mutua de una esperanza y una voluntad
mutuas. Porque lo que oímos ahora es una cacofonía de terror y conciliación y compromiso
balbuceando únicamente los fonemas; las altas y vacías palabras de las que hemos
emasculado todo significado cualquiera —ser libre, democracia, patriotismo— que éste sea,
despertados al fin, tratamos desesperadamente de ocultarnos a nosotros mismos esa
pérdida.
Algo le sucedió al Sueño. Pasaron muchas cosas. Esto, pienso, es un síntoma de una
de ellas.
Hace unos diez años un crítico literario y ensayista muy conocido, un buen amigo
de toda la vida, me contó que una adinerada revista ilustrada semanal de amplia difusión le
había ofrecido una buena suma por escribir un texto sobre mí —no sobre mi trabajo o sobre
mis obras, sino sobre mí como ciudadano privado, como individuo—. Dije No, y expliqué
por qué: creo que únicamente las obras de un escritor son de dominio público, para ser
discutidas e investigadas y para escribir acerca de ellas, el propio escritor las había puesto
allí al presentarlas para ser publicadas y al aceptar dinero por ellas; y por tanto él no sólo
aceptaría sino que debía aceptar lo que sea que el público desee decir o hacer acerca de
ellas desde el elogio a la quema. Pero que, hasta que el escritor cometa un crimen o se
presente a un cargo público, su vida privada es suya; y no sólo tenía el derecho de defender
su privacidad, sino que el público tenía el deber de hacerlo toda vez que la libertad de un
hombre debe detenerse en el punto exacto en el que empieza la del siguiente; y que yo creía
que cualquiera con gusto y responsabilidad estaría de acuerdo conmigo.
Pero el amigo dijo No. Dijo:
«Estás equivocado. Si escribo el texto, lo haré con gusto y responsabilidad. Pero si
me rechazas, tarde o temprano lo hará alguien que no se preocupará ni por el gusto ni
tampoco por la responsabilidad, al que no le importaréis nada tú ni tu estatus como escritor,
como artista, sino sólo como mercancía: como producto comercial: para ser vendido, para
incrementar la circulación, para hacer algo de dinero».
«No me lo creo», dije. «Hasta que no cometa un crimen o anuncie mi candidatura,
no pueden invadir mi privacidad después de haberles pedido que no lo hagan.»
«No sólo pueden», dijo, «sino que una vez que tu reputación europea llegue de
vuelta aquí y haga que financieramente merezcas la pena, lo harán. Espera y verás».
Lo hice. Hice ambas cosas. Hace dos años, por pura casualidad, en el transcurso de
una charla con un editor en el sello que publica mis libros, me enteré de que la misma
revista ya había puesto en marcha el mismo proyecto que yo había declinado hacía ocho
años; no sé si se lo habían notificado formalmente a los editores o si únicamente lo habían
oído también por casualidad, como me pasó a mí. Dije No otra vez, recapitulando las
mismas razones que todavía creía que no eran ni siquiera rebatibles por cualquiera que
poseyera el poder de la prensa pública, dado que las cualidades del gusto y de la
responsabilidad tendrían que ser inherentes a dicho poder para ser válido y que se le
permitiese perdurar. El editor me interrumpió.
«Prueba otra vez con ellos. Di “Se lo pido: por favor no lo hagan”.» Entonces
presenté el mismo Les pido: por favor no lo hagan al escritor que iba a escribir el texto. No
sé si era un miembro de la redacción designado para el trabajo o si se presentó voluntario
para ello o si quizá él mismo vendió a sus empleadores la idea. Sin embargo recuerdo que
su respuesta implicaba «Tengo que hacerlo,
si me niego me despedirán». Que probablemente sea correcta, pues obtuve la misma
respuesta de un miembro de la redacción de otra revista acerca del mismo asunto. Y si eso
era así, si el escritor, un miembro del gremio al que servía, también era víctima de la misma
fuerza de la que yo era víctima —ese uso irresponsable que es por tanto un abuso y que en
su caso es traición, de ese poder llamado Libertad de Prensa que es uno de los más potentes
e inestimables defensores y conservadores de la dignidad y de los derechos humanos—,
entonces la única defensa que se me dejaba era negarme a cooperar, a tener nada que ver
con el proyecto. Aunque ahora mismo supiese que eso no me salvaría, que nada podría
pararlos.
Quizá ellos —el escritor y su empleador— no me creyeron, no me podían creer.
Quizá osaron no creerme. Quizá ahora es imposible para cualquier americano creer que
alguien que no se esté escondiendo de la policía realmente no quiera, como un don gratuito,
su nombre y su fotografía en ningún órgano impreso, sin importar cuán bajo o modesto o de
difusión restringida sea. Aunque quizá la cuestión nunca alcanzó este punto: ambos —el
editor y el escritor— sabían desde el principio, independientemente de que yo lo supiese o
no, que nosotros tres, ellos dos y su víctima, éramos todos víctimas de esa falla (en el
sentido en que los geólogos usan el término) de nuestra cultura americana que diariamente
nos está diciendo: «¡Cuidado!», los tres afrontándolo como uno solo no con una idea, un
principio de elección entre el buen y el mal gusto o la responsabilidad o la falta de ella, sino
como un hecho, una condición de nuestra vida americana antes de que los tres estuviésemos
(en ese momento) desvalidos, condenados en ese momento.
Así que el escritor vino con su grupo, fuerza, equipo y consiguió su material donde
y como pudo y se marchó y publicó su artículo. Pero ése no es el punto. El escritor no será
culpado dado que, con las manos vacías, él (si mi recuerdo es correcto) habría sido
despedido del trabajo, lo cual le privaba del derecho a elegir entre el buen y el mal gusto.
Tampoco el empleador dado que, para mantener su trabajo (el del empleador) también
precario en esta estructura incluso él, director y jefe de uno de sus componentes
integrales, puede verse obligado a servir a las costumbres del momento con el fin de
sobrevivir entre sus rivales.
No es lo que dijo el escritor, sino el hecho de que lo dijese. Que él —ellos— lo
publicaban, en un órgano reconocido que, para ser y seguir siendo reconocido, funciona
bajo el supuesto de ciertos estándares inflexibles; lo publicaban no sólo pasando por encima
de las protestas del sujeto sino con inmunidad completa respecto a ellas; una inmunidad no
sólo supuesta para sí mismo por el órgano sino una inmunidad ya garantizada por
adelantado por el público al que vende sus manufacturas por un beneficio. Lo aterrador (no
chocante; esto no puede chocarnos dado que permitimos su nacimiento y lo observamos
crecer y lo apoyamos y validamos e incluso lo usamos individualmente para nuestros
propios fines y necesidades) es que esto podría haber pasado en cualquier caso bajo esas
condiciones. Que podría haber pasado en cualquier caso sin que el sujeto ni siquiera
hubiese sido avisado con antelación. E incluso cuando él, la víctima, fue advertido con
antelación por accidente, aun así estaba desvalido para prevenirlo. E incluso después de que
se hubiese hecho, la víctima no podía interponer recurso de ningún tipo ya que, a diferencia
del sacrilegio o la obscenidad, no tenemos leyes contra el mal gusto, quizá porque en una
democracia la mayoría de la gente que hace las leyes no reconoce el mal gusto cuando lo
ve, o quizá porque en nuestra democracia el mal gusto se ha convertido en una mercancía
con la que comerciar y por tanto imponible y por tanto algo con lo que se puede ejercer
presión e influencia por parte de las federaciones de comercio que simultánea y
concurrentemente crearon el mercado (no el apetito: eso no necesitaba creación: sólo
condescendencia) y el producto para servirlo, y el mal gusto por simple solvencia fue
purificado de mal gusto y absuelto. Y aunque hubiese habido base para el recurso, aun así la
cuestión habría permanecido en la parte negra del libro de cuentas dado que el editor podría
cargar el juicio y las costas a pérdidas operativas y el incremento de ventas fruto de la
publicidad a capital invertido.
El punto es que hoy en América cualquier organización o grupo, simplemente por
funcionar bajo una frase como Libertad de Prensa o Seguridad Nacional o Liga Contra la
Subversión, pueden postular para sí mismas completa inmunidad para violar la condición
individual[68] —la falta de privacidad individual con la que no se puede ser un individuo y
la falta que individualmente no es nada que merezca la pena tener o conservar— de
cualquiera que no sea él mismo un miembro de una organización o grupo lo
suficientemente numeroso o rico como para asustarles. Esa organización no será de
escritores, artistas, por supuesto; siendo individuos, ni siquiera dos artistas podrían
confederarse alguna vez, ni mucho menos los suficientes. Además, los artistas en América
no tienen que tener privacidad porque no necesitan ser artistas por lo que a América
respecta. América no necesita artistas porque no cuentan en América; los artistas no tienen
más sitio en la vida americana que los empleadores de los miembros de la redacción de
revistas ilustradas semanales en la vida privada de un novelista del Mississippi. Pero están
las otras dos ocupaciones que son valiosas para la vida americana, que requieren, que
demandan privacidad para perdurar, para vivir. Éstas son las ciencias y las humanidades,
los científicos y los humanistas: los pioneros en la ciencia del perdurar y la destreza
mecánica y la autodisciplina y la habilidad como el Coronel Lindbergh que finalmente fue
compelido a repudiarlo por la nación y por la cultura, una de cuyas costumbres era el
derecho inalienable a violar su privacidad en lugar del deber inalienable de defenderla, la
nación que asumió un derecho inalienable para arrogarse la gloria de su renombre aunque
no tuviese el poder de proteger a sus hijos ni la responsabilidad de preservarlos de su
aflicción; los pioneros en la simple ciencia de salvar la nación como el Doctor
Oppenheimer que fue hostigado e impugnado según esas mismas costumbres hasta que fue
despojado de toda privacidad permaneciendo allí únicamente las cualidades del
individualismo de cuya posesión nos vanagloriamos dado que sólo ellas nos diferencian de
los animales —gratitud por la amabilidad, fidelidad a la amistad, caballerosidad hacia las
mujeres y capacidad para amar— ante lo cual se vieron impotentes incluso sus hostigadores
sometidos a investigación oficial, marchándose (uno espera) avergonzados de sí mismos,
como si todo el negocio no hubiera tenido absolutamente nada que ver con la lealtad o la
deslealtad o la seguridad y la inseguridad, sino que simplemente se trataba de apalearle y
despojarle completamente hasta desnudarle de la privacidad que de haberle faltado nunca le
habría permitido llegar a ser uno de ese puñado de individuos capaces de servir a la nación
en un momento en el que aparentemente nadie más podía, y al fin reducirle así a un número
más sin identidad en esa masa sin identidad anónima y sin privacidad que parece ser
nuestro objetivo.
E incluso quizá eso es sólo un punto de partida. Porque la propia enfermedad viene
de mucho más atrás. Viene de ese momento de nuestra historia en el que decidimos que las
viejas y simples verdades morales de las que el gusto y la responsabilidad eran los árbitros
y los controles estaban obsoletas y debían ser descartadas. Viene de ese momento en el que
repudiamos el significado que nuestros padres habían estipulado para las palabras
«libertad» y «condición libre» sobre el cual, por el cual y para el cual nos fundaron como
nación y nos dedicaron como un pueblo, manteniendo nosotros en nuestra época
únicamente los fonemas correspondientes. Viene de ese momento en el que sustituimos la
libertad por la licencia —licencia para cualquier acción que se mantenga en los límites de la
prescripción de las leyes promulgadas por las confederaciones de los practicantes de esa
licencia y los cosechadores de los beneficios materiales—. Viene de ese momento en el que
sustituimos el ser libre por la inmunidad para cualquier acción para cualquier recurso, con
la única condición de que el acto se lleve a cabo bajo la égida de los vacíos fonemas del ser
libre.
En ese mismo instante la verdad también se desvaneció. No abolimos la verdad; ni
siquiera podríamos hacerlo. Simplemente nos dejó, nos volvió la espalda, no con desprecio
ni siquiera con desdén ni siquiera tampoco con (esperemos) desesperación. Simplemente
nos dejó, quizá para volver cuando lo que quiera que sea —el sufrimiento, el desastre
nacional, quizá cuando (si nada más sirve) acontezca la derrota militar— nos haya
enseñado a valorar la verdad y a pagar cualquier precio, aceptar cualquier sacrificio (oh sí,
también somos valientes y duros; sólo que intentamos aplazar todo lo posible el tener que
serlo) para recuperarla y mantenerla otra vez como nunca deberíamos haberla dejado ir: en
sus propios e innegociables términos de gusto y de responsabilidad. La verdad —esa larga
limpia clara simple firme incuestionable recta y brillante línea, a un lado de la cual lo negro
es negro y al otro lo blanco es blanco— ahora se ha convertido en un ángulo, en un punto
de vista que no tiene nada que ver con la verdad ni tampoco con los hechos, sino que
únicamente depende de dónde estés cuando lo miras. O más bien —mejor— de dónde te las
ingenias para tener situado a aquel al que estás intentando engañar u ofuscar cuando te
mira.
Una apuesta sencilla en realidad, una apuesta combinada, un triple del día:[69] la
verdad y el ser libre y la libertad. El cielo americano que una vez fue el empíreo infinito del
ser libre, el aire americano que una vez fue el aliento viviente de la libertad, ahora se han
convertido en una vasta presión aplastante que deroga ambos, destruyendo la individualidad
del hombre en tanto que hombre mediante (en su momento) la destrucción del último
vestigio de privacidad sin la que el hombre no puede ser un individuo. Nuestra propia
arquitectura nos ha advertido. Hubo un tiempo en que no podías ver ni desde el interior ni
desde el exterior a través de los muros de nuestras casas. Ahora es el tiempo en el que a
través de los muros puedes ver desde el interior lo de fuera aunque todavía no desde fuera
el interior. Vendrá un tiempo en el que se puedan hacer ambas cosas. Entonces se habrá ido
realmente la privacidad: aquel que sea lo bastante individual como para querer incluso
cambiarse su camisa o bañarse dentro será maldecido por una voz americana universal
como subversivo respecto al modo de vida americano y a la bandera americana.
Si (por esa época) los propios muros, opacos o no, todavía pueden mantenerse en
pie tras esa furiosa ráfaga, esa fuerza, ese poder que se alza como un trueno en el cénit
americano, de múltiples caras aunque mutuamente conjuntadas, bramando las palabras y
frases que hace mucho que fueron emasculadas de cualquier denotación o significado
distinto al de herramientas, implementos, para el posterior hostigamiento del espíritu
humano privado e individual, por sus furiosos e inmunizados sumos sacerdotes:
«Seguridad». «Subversión». «Anti-Comunismo». «Cristianismo». «Prosperidad». «El
Modo Americano». «La Bandera».
Con posibilidades en la balanza (más un rápido juego de pies de vez en cuando, por
supuesto) un individuo puede defenderse a sí mismo de la libertad de otro individuo. Pero
cuando poderosas federaciones y organizaciones y amalgamas como las corporaciones
editoriales y las sectas religiosas y los partidos políticos y los comités legislativos pueden
incluso absolver a una de sus unidades de trabajo de las restricciones de la responsabilidad
moral por medio de eslóganes como «Libertad» y «Salvación» y «Seguridad» y
«Democracia», bajo el cobijo de cuya absolución los individuos practicantes asalariados
quedan liberados de responsabilidad individual y restricción, entonces mantengámonos en
guardia. Entonces incluso la gente como el Doctor Oppenheimer y el Coronel Lindbergh y
yo (también el miembro de la redacción de la revista semanal ilustrada si realmente fue
compelido a elegir entre el buen gusto y la inanición) tendremos que confederarnos en su
momento para preservar esa privacidad con la que sólo el artista y el científico y el
humanista pueden funcionar.
O para preservar la misma vida, respirando; no sólo artistas y científicos y
humanistas, sino también los parientes políticos o biológicos de doctores osteópatas. Por
supuesto estoy pensando en el doctor de Cleveland recientemente condenado por el brutal
asesinato de su esposa, tres de cuyos parientes —el padre de su esposa y sus propios padre
y madre— con una excepción ni siquiera han sobrevivido a ese proceso en lo que concierne
a la propia prensa, que mantuvo el lamentable asunto en la mayoría de las portadas de la
nación hasta el mismísimo final, ahora está declarando oficialmente que fue cubierto en
exceso mucho más allá de su valor e importancia. Estoy pensando en las tres víctimas. No
en el hombre condenado: sin duda el vivirá todavía mucho tiempo; sino en los tres
parientes, dos de los cuales murieron —uno de ellos en cualquier caso— porque, por citar a
la propia prensa «estaba cansado de la vida», y la tercera, la madre, por su propia mano,
como si hubiese dicho puedo aguantar más esto. Quizá murieron únicamente por el crimen,
aunque uno se pregunta por qué la coincidencia de sus muertes no se produjo con la
comisión del asesinato sino con la publicidad del proceso. Y si no fue meramente por la
propia tragedia por lo que una de las víctimas estaba, cito, «cansada de la vida» y otra
obviamente dijo no puedo aguantar más —si tenían más de una razón para renunciar e
incluso (una) para repudiar la vida—, y si el hombre era culpable tal como dijo el jurado
que lo era, ¿Lo que hizo ese poder medieval de caza de brujas llamado Libertad de Prensa,
que en cualquier cultura civilizada debe ser aceptado como ese dedicado paladín a través de
cuya inflexible rectitud debe prevalecer la justicia y tener lugar la misericordia, no fue
exactamente aprobar y amparar que los propios parientes del criminal fuesen eliminados de
la faz de la tierra como expiación por su crimen? Y si él era inocente como dijo ser, ¿en qué
crimen participó ese mismo campeón del débil y del oprimido?
O (por repetir) no el artista. América todavía no ha encontrado un sitio para aquel
que lidia sólo con cosas del espíritu humano excepto para usar su notoriedad para vender
jabón o cigarrillos o plumas estilográficas o para anunciar automóviles y cruceros y hoteles
en complejos turísticos, o (si se le puede enseñar a contorsionarse lo suficientemente rápido
como para alcanzar los estándares) en la radio o en las películas donde puede producir
suficientes tasas de beneficios para merecer atención. Pero el científico y el humanista, sí:
el humanista en ciencia y el científico en la humanidad del hombre, quienes aún deberían
salvar esa civilización que los profesionales en salvarla —los editores que apoyan su propio
engorde sobre la lujuria y la lascivia del hombre, los políticos que apoyan su propio tráfico
sobre su estupidez y su codicia, y los hombres de iglesia que apoyan su propio comercio
sobre el miedo y la superstición— parecen estar demostrando que no pueden.
[Harper’s (julio de 1955; este texto ha sido reproducido a partir del mecanoescrito
de Faulkner.]
Impresiones de Japón (1955)

LAS máquinas hace tiempo que deceleraron; el cielo cubierto se hunde lentamente
hacia arriba sin rastro de nada semejante a la velocidad hasta que de repente ves la sombra
del avión deslizando las pequeñas colinas algodonadas; y ahora la velocidad ha vuelto de
nuevo, avión y sombra lanzándose uno hacia el otro como hacia una precipitada
destrucción.
Para penetrar a través del cielo cubierto y lanzar una vez más esa sombra hacia
abajo, sobre una isla. Parece tierra, como cualquier otra recalada hecha desde el aire,
aunque sabes que es una isla, casi como si vieses sus dos flancos limitados por el mar en el
mismo instante, como una diapositiva transparente; una isla encontrada en la inmensidad
del agua de un modo incluso más milagroso que la isla de Wake o Guam,[70] puesto que
aquí hay una civilización, una ordenada y antigua homogeneidad de la raza humana.
***

Es visible y audible, hablada y escrita también: una comunicación entre hombre y


hombre puesto que los humanos hablan; los oyes y los ves. Pero para estos oídos y estos
ojos occidentales no significa nada porque no se asemeja a nada que esos ojos occidentales
recuerden; no hay nada con que compararlo, nada con lo que la memoria y el hábito puedan
decir, «Porque esto se parece a la palabra para casa u hogar o felicidad»; no sólo críptico
sino también acróstico, como si los símbolos salpicados de los caracteres retuvieran no sólo
mera comunicación sino algo urgente e importante más allá de la simple información,
ofreciendo una promesa de alguna sabiduría o conocimiento últimos que contuviesen el
secreto de la salvación del hombre. Pero luego nada más, porque no hay nada con que
compararlo para la memoria occidental: luego no la mente para escuchar sino sólo el oído
para oír ese gorjeo y ese planeo de sílabas como el llanto de pájaros en boca de los niños,
como música en boca de mujeres y chicas jóvenes.
***

Las caras: Van Gogh y Manet las habrían amado: esa del peregrino con bastón y
fardo y lleno de polvo por la caminata, ascendiendo las escaleras hacia el Templo en la
temprana luz del sol; el lego del Templo o quizás el sirviente, su hábito plegado
aproximadamente a la altura de sus muslos, acuclillado en la entrada del recinto antes de
que empiece, o quizá habiéndose ya puesto en marcha, el día; esa de la mujer vieja
vendiendo cacahuetes bajo la entrada para que los turistas alimenten con ellos a las
palomas: una cara gastada con la vida y el recuerdo, como si una vida no hubiese sido lo
bastante larga sino que cada aliento por separado hubiese necesitado grabarse en toda esa
miríada de finas líneas; una cara duradera y ahora incluso un consuelo para ella, como si en
estos momentos hubiese emborronado cualquier cosa que hubiese tras ella que le hubiese
dolido o apenado, dejándola ahora libre de las angustias y de las aflicciones y de lo que
perdura: en cualquier caso aquí hay una que nunca leyó a Faulkner y que tampoco sabe ni
le importa por qué vino a Japón ni le preocupa un carajo lo que piensa de Ernest
Hemingway.
***

Él está demasiado ocupado para tener tiempo de preocuparse acerca de si es feliz o


no, bastante sucio, quizá de unos cinco años, sin pasado y aparentemente inmune incluso a
sus padres, jugando en la cuneta con la colilla de un cigarrillo.

***

El cuenco de montañas que contiene el lago está tan lleno de aire duro y rápido
como la boca de un túnel del viento; ahora hemos estado pensando durante algún tiempo
que quizá ya es demasiado tarde para tomar rizos en la vela mayor: sin embargo ahí está. Es
sólo un esquife aunque para los ojos occidentales resulta tan invencible e irrevocablemente
extraño como un junco chino, conducido por una abollada máquina fueraborda hecha en
Estados Unidos y que contiene una mujer en kimono bajo un abierto parasol de papel que
no habría suscitado comentario alguno en el soleado tramo del Támesis inglés, tan frágil e
invulnerable en el centro de ese duro azul cuenco de viento como una mariposa en el ojo de
un tifón.
***

La masa de pelo lacado azul-negro de la geisha encierra la pintada cara como un


yelmo, sobrepasa, corona la ordenada y ritual postura del grácil cuerpo como el morrión de
piel de oso de un granadero, demasiado pesado en apariencia para que esa grácil garganta lo
sostenga, la pintada fija inexpresiva cara inmóvil e inmune también sobre la estudiada
postura: aunque tras esa pintada e inerte máscara hay algo rápido y vivo y élfico: o más que
álfico: travieso: o incluso más que travieso: sardónico y burlón, un don para la comedia, y
más: para el burlesque y la caricatura: para una astuta y viciosa venganza sobre la raza de
los hombres.
***

Kimono. La cubre de la garganta a los tobillos; con un gesto tan femenil como el
colocar una flor o tan femenino como el poner en la cuna a un niño, las mismas manos
pueden estar ocultas en las mangas hasta que allí permanece una intacta modestia en forma
de cáliz proclamando su feminidad donde la desnudez meramente habría hecho ostentación
de su cualidad de hembra mamífera. Una modestia que hace alarde de su propia inmodestia
como la rosa carmesí arrojada únicamente mediante un blanco golpe de mano, desde la
ventana del balcón —modestia, que no hay nada más inmodesto y que por lo tanto es la
posesión más querida de una mujer—; ella debería defenderlo con su vida.
***

Lealtad. En sus ropas occidentales, blusa y falda, ella es tan sólo una más de las
mujeres jóvenes regordetas y anodinas pero en kimono en el diestro equilibrado rápido
desplazamiento deslizante también ella recibe su porción de esa herencia nacional de magia
femenina. Aunque ella tiene más que eso; ella participa de su porción de esas otras
cualidades que las mujeres tienen en esta tierra que no les fueron dadas por lo que llevan
puesto: lealtad, constancia, fidelidad, no por, pero al menos uno espera que no sin,
recompensa. Ella no habla mi idioma ni tampoco yo el suyo, aunque en dos días conoce mi
hábito de hombre de campo de despertarme pronto tras la primera luz de modo que cada
mañana cuando abro los ojos ya hay una cafetera en la mesa del balcón; ella sabe que me
gusta un cuarto fresco para desayunar cuando vuelvo del paseo, y así está: el cuarto
arreglado y la mesa dispuesta y el periódico de la mañana listo; ella pregunta sin palabras
por qué hoy no tengo ropa para lavar, y sin palabras pide permiso para coser los botones y
zurcir los calcetines; ella me llama hombre sabio y profesor, cosas que no soy, cuando habla
de mí a otros; ella está orgullosa de tenerme como cliente y, espero, encantada de que
intente merecerme ese orgullo y equipare con cortesía esa lealtad. Hay un montón de lealtad
suelta en esta tierra. Incluso un poco de ella es demasiado valiosa para ser ignorada.
Desearía que toda fuese merecida o al menos agradecida como intenté que fuera.
***

Éste es el mismo arrozal que conozco allí en casa en Arkansas y en Mississippi y en


Lousiana, donde de vez en cuando sustituye al algodón. Éste es sólo un poco más pequeño
y se cultiva de un modo un poco más salvaje, justo encima de la fila simple de judías que
marca el borde mismo de los canales de irrigación, aquí el trabajo se hace a mano mientras
que en mi país lo hacen las máquinas ya que tenemos más máquinas que gente; la
naturaleza es la misma: sólo es diferente la economía.
Y los nombres son también los mismos nombres: Jonathan y Winesap y Delicious;
el pesado follaje de agosto es azul-gris con el mismo ramo que usamos. Pero ahí cesan las
semejanzas: cada una de las manzanas envueltas en su rollo de papel hasta que el árbol
entero se convierte para estos ojos occidentales en significativo y festivo y ceremonial
como el simbólico árbol del rito occidental de la Navidad. Sólo que es más significativo
aquí: donde en Occidente hay un pequeño árbol a menudo artificial para una familia,
arrancado de la tierra viva para ser decorado con espumillón ritual y después morir como si
el árbol no fuese el protagonista de un rito sino la víctima de un sacrificio, aquí no hay un
árbol para una familia sino que todo árbol es vestido y decorado para proclamar y saludar a
dioses más antiguos que Cristo: Deméter y Ceres.
***

Ahora más breve y más rápido, hacia el cercano final del viaje: vara de oro,[71] tan
evocadora del polvo y del otoño y de la fiebre del heno como en el Mississippi, contra una
alta valla de bambú.
El paisaje es hermoso pero las caras son todavía mejores.

La rauda flexible y estrecha gracia con la que la chica joven hace una reverencia y
en ese mismo fluido movimiento se recupera, más dura a través de la misma delicadeza que
la rígida cultura que la inclina como lo está la propia rama del sauce respecto a la fuerte
ráfaga que nunca puede hacer más que balancearla.
Las herramientas que usa evocan aquellas con las que Noé debió de haber
construido su arca, aunque la estructura de la casa parece alzarse y sostenerse sin clavos en
las ajustadas juntas sin tener ni siquiera la necesidad de clavos, como si aquí hubiera una
magia, un arte en la simple construcción de edificios habitables por el hombre que nuestros
ancestros occidentales parecen haber perdido en alguna parte cuando se trasladaron.
Y siempre el agua, el sonido, su salpicadura y su goteo, como si aquí hubiese una
gente haciendo constante oblación al agua como ciertas gentes lo hacen a lo que llaman su
suerte.
Tan amable es la gente que con tres palabras el invitado puede ir a cualquier parte y
vivir: Gohan: Sake: Arrigato. Y una palabra más: Ahora mañana el avión se aligera, un
momento más y las ruedas arrancarán libres del suelo, arrastrando su sombra de vuelta
hacia el cielo cubierto antes incluso de que las ruedas se plieguen, dentro del cielo cubierto
y después a través de él, la tierra, la isla ahora desaparecida que la memoria siempre
conocerá aunque los ojos no la recuerden más. Sayonara.
[Comunicado de prensa emitido por la embajada de los Estados Unidos en Tokio,
1955; recopilado en Faulkner at Nagano, ed. Robert A. Jelliffe, Tokio, 1956, del cual ha
sido tomado el texto reproducido aquí, con correcciones de un texto mecanoscrito
incompleto de Faulkner. ]
A la juventud de Japón (1955)

HACE cien años, mi país, los Estados Unidos, no eran una economía y una cultura,
sino las dos cosas, tan opuestas una a la otra que hace noventa y cinco años fueron a la
guerra una contra otra para probar cuál debería prevalecer. Mi bando, el Sur, perdió esa
guerra, cuyas batallas no se libraron en suelo neutral en la inmensidad del océano, sino en
nuestros propios hogares, en nuestros jardines, en nuestras granjas, como si Okinawa y
Guadalcanal no hubiesen sido islas en el lejano Pacífico sino distritos de Honshu y
Hokkaido. Nuestra tierra, nuestros hogares, fueron invadidos por un conquistador que
permaneció después de que fuésemos derrotados; no sólo fuimos devastados por las batallas
que perdimos, el conquistador pasó los siguientes diez años después de nuestra derrota y
rendición saqueándonos lo poco que la guerra había dejado. Los vencedores en nuestra
guerra no hicieron ningún esfuerzo para rehabilitarnos y restablecernos en comunidad
alguna de hombres o de naciones.
Pero todo esto es pasado; nuestro país es uno ahora. Creo que nuestro país es
incluso más fuerte debido a toda esa vieja angustia dado que la propia angustia nos enseñó
compasión por otras gentes a las que la guerra había herido. Lo menciono sólo para explicar
y mostrar que los americanos al menos de mi parte de América pueden comprender el
sentimiento de la gente joven japonesa de hoy de que el futuro no les ofrece nada salvo
falta de esperanza, con nada más que mantener o en lo que creer. Porque la gente joven de
mi país durante esos diez años debe haber dicho a su vez: «¿Qué podemos hacer ahora?,
¿dónde podemos buscar futuro?, ¿quién nos puede decir qué hacer, cómo esperar y creer?».
Me gustaría pensar que también hubo alguien en aquella época que les hablase
claramente acerca de que poca experiencia y conocimiento debían haber añadido unos
pocos años más a lo que tenían, que les asegurase de nuevo que el hombre es duro, que
nada, nada —la guerra, la aflicción, la falta de esperanza, la desesperación— puede durar
tanto como puede durar el hombre; que el propio hombre prevalecerá sobre todas sus
angustias, con tal de que haga el esfuerzo; que haga el esfuerzo de creer en el hombre y en
la esperanza —que no busque una mera muleta en la que apoyarse, sino con la que erguirse
sobre su propio pie al creer en la esperanza y en su propia dureza y resistencia—.
Creo que ésa es la única razón del arte —de la música, de la poesía, de la pintura—
que el hombre ha producido y para el que todavía está preparado para dedicarse. Ese arte es
la fuerza más poderosa y duradera que ha inventado o descubierto el hombre con la que
registrar la historia de su invencible durabilidad y coraje bajo el desastre, y con la que
postular la validez de su esperanza.
Creo que la guerra y el desastre son lo que más recuerda al hombre que necesita un
registro de su resistencia y de su dureza. Creo que es por eso por lo que después de nuestro
propio desastre floreció en mi país, en el Sur, un resurgimiento de buena escritura, escritura
de calidad lo suficientemente buena como para que gentes de otras tierras empezasen a
hablar de una literatura «regional» del Sur, incluso hasta yo, un hombre de campo, he
llegado a ser uno de los primeros nombres en nuestra literatura con los que el pueblo
japonés quiere hablar y al que quiere escuchar.
Creo que algo muy parecido a eso ocurrirá aquí en Japón en los próximos años —
que de vuestro desastre y desesperación saldrá un grupo de escritores japoneses a los que
todo el mundo querrá escuchar, que contarán no una verdad japonesa sino una verdad
universal—.
Porque la esperanza del hombre se da cuando el hombre es libre. La base de la
verdad universal acerca de la que habla el escritor es la condición de ser libre en la cual
esperar y creer, puesto que sólo en libertad puede existir la esperanza —la libertad y el ser
libre no han sido dados al hombre como un don gratuito sino como un derecho y una
responsabilidad que ganarse si se lo merece, si es digno de ello, si está dispuesto a trabajar
por ello mediante el coraje y el sacrificio, y después a defenderlo siempre—.
Y ese Ser Libre debe ser un completo ser libre para todos los hombres; ahora
debemos elegir no entre color y color ni entre tipo y tipo ni entre ideología e ideología.
Debemos elegir simplemente entre ser esclavos y ser libres. Porque ahora ha pasado el día
en que podíamos elegir un poco de cada. No podemos elegir una condición libre establecida
sobre una jerarquía, sobre un sistema de castas de grados de igualdad como rangos
militares. Hoy pensamos el mundo como si fuera un desvalido campo de batalla en el cual
dos poderosas fuerzas se enfrentan una contra la otra bajo la forma de dos ideologías
irreconciliables. Creo que sólo una de ellas es una ideología porque la otra simplemente es
una creencia humana en que no debe existir ningún gobierno inmune al control del
consentimiento de los gobernados; que sólo una de ellas es un estado político o una
ideología, porque la otra es simplemente un estado mutuo de hombres que creen
mutuamente en la libertad, en el que la política es únicamente uno más de los burdos
métodos para hacer y mantener bien esa condición en la cual todo hombre debe ser libre.
Un burdo método, hasta que hayamos encontrado algo mejor, que como muchos de los
mecanismos de la democracia social chirría y traquetea. Pero hasta que encontremos uno
mejor, la democracia lo hará, puesto que el hombre es más fuerte, más duro y más resistente
incluso que sus errores y sus estupideces.
[A la juventud de Japón, 1955 (hoja publicada por el Servicio de Información de los
Estados Unidos); compilada en Faulkner at Nagano, ed. Robert A. Jelliffe, Tokio, 1956.]
Carta a un editor norteño (1956)[72]

MI familia ha vivido durante generaciones en la misma pequeña zona del norte de


Mississippi. Mi tatarabuelo mantenía esclavos y fue a Virginia comandando un regimiento
de infantería de Mississippi en 1861. Expongo esto como credenciales de sinceridad y de
atención a los hechos de lo que intentaré decir.
Desde el comienzo de la presente fase del problema racial en el Sur, me he opuesto
públicamente a las fuerzas que en mi país natal mantenían las condiciones a partir de las
cuales ha crecido el presente mal y problema. Ahora debo oponerme públicamente a las
fuerzas que fuera del Sur usen la compulsión legal o policial para erradicar ese mal de la
noche a la mañana. Estuve en contra de la segregación obligatoria. Estoy con la misma
fuerza en contra de la integración obligatoria. Por supuesto en primer lugar por principios.
En segundo lugar porque no creo que funcione.
Hay más sureños aparte de mí que creen lo mismo y han adoptado la misma postura
que he adoptado yo, pagando el mismo precio de contumelias e insultos y amenazas por
parte de otros sureños que previmos y estuvimos dispuestos a aceptar porque creíamos que
estábamos ayudando a nuestra tierra natal, a la que amamos, a aceptar una nueva condición
que debía aceptar tanto si quiere como si no. Esto es, siendo todavía sureños, aunque no
estando presentes pero siendo independientes, ni comprometidos ni deshonrados por el
Citizens Council ni por la NACCP;[73] permaneciendo en el medio, estando en posición de
decir a cualquier incipiente irrevocabilidad: «Espera, ahora espera, para y primero
considéralo».
Pero ¿dónde iremos si ese medio se vuelve insostenible?, ¿si tenemos que dejarlo
vacante para no vernos pisoteados? Más allá del aspecto legal, más allá incluso de la simple
e incontrovertible inmoralidad de la discriminación por la raza, había otra medida
simplemente humana que nos llevó al bando de los negros: el simple instinto humano de
abogar por el contendiente más débil. Pero si nosotros, el puñado (comparativamente) de
sureños que hemos intentado postularnos, somos compelidos por la simple amenaza de ser
pisoteados si no nos quitamos del camino, a dejar vacante ese medio desde el que
podríamos haber trabajado para ayudar al negro a mejorar su condición —compelidos a
movernos debido a que ya no existe ningún medio—, tendremos que realizar una nueva
elección. Y esta vez el contendiente más débil no será el negro, puesto que él, el negro,
ahora será un segmento del contendiente más fuerte, y así el contendiente más débil será
esa minoría blanca asediada que son nuestra sangre y nuestros parientes. Estas fuerzas no
sureñas dirán ahora, «Id, entonces. No os queremos puesto que ya no os necesitaremos de
nuevo». Mi respuesta a eso es, «¿Estáis seguros de que no?».
Así que diría a la NACCP y a todas las organizaciones que compelan a la
integración inmediata e incondicional: «Id despacio ahora. Parad un poco ahora, un
momento. Ahora tenéis el poder; podéis permitiros aplazar por un momento el usarlo como
una fuerza. Habéis hecho un buen trabajo, habéis zarandeado a vuestro oponente dejándolo
desequilibrado y ahora él es vulnerable. Pero parad ahí durante un momento; no le deis la
ventaja de una oportunidad para nublar la cuestión mediante esa apelación puramente
sentimental al mismo instinto humano universal de simpatía automática por el contendiente
más débil simplemente porque ahora él sea el débil».
Y también diría esto. El resto de los Estados Unidos no sabe casi nada acerca del
Sur. La idea y la fotografía que actualmente sostienen de una gente decadente e incluso
obsoleta a través de la endogamia y el analfabetismo —la endogamia como resultado del
analfabetismo y el aislamiento ya que no hay nada más que hacer por la noche— hasta ser
una especie de delincuentes juveniles con un folklore de sangre y violencia, aunque, como
delincuentes juveniles, pueden ser controlados mediante la firmeza una vez que se les ha
hecho creer que la policía va en serio, resulta tan carente de fundamento y tan ilusoria como
esa de hace una generación (oh sí, nosotros también contribuimos a ella) de pórticos con
columnas y magnolias. El resto de los Estados Unidos supone que su condición en el Sur es
tan simple y tan carente de complejidad que puede ser cambiada mañana mediante el
simple deseo de la mayoría nacional respaldada por un edicto legal. En realidad, el Norte ni
siquiera reconoce lo que se ha visto en sus propios periódicos. Tengo a mano un editorial
del New York Times del 10 de febrero sobre los disturbios en la Universidad de Alabama
debidos a la admisión como estudiante de la señorita Lucy, una negra. El editorial decía:
«Ésta es la primera vez que la fuerza y la violencia se han convertido en parte de la
cuestión». Eso no es correcto. Para todos los sureños, sin importar qué bando acerca de la
cuestión de la igualdad racial defiendan, la primera implicación, y —para el sureño—
incluso promesa, de fuerza y violencia fue la propia decisión de la Corte Suprema. Después
de eso, bajo cualquier condición y siguiéndolo como la noche al día, aconteció el caso de
los tres adolescentes blancos, miembros de una excursión de grupo de un instituto de
Mississippi (y, como hacen los adolescentes, probablemente llevando las brillantes blazer
multicolor o las chaquetas con el escudo a la espalda con el nombre de la escuela) que
fueron acuchillados al pasar por una calle de Washington por negros a los que nunca habían
visto antes y que aparentemente tampoco volvieron a ver nunca más; y esa del chico
Till[74] y los dos jurados de Mississippi que libraron a los acusados de ambos cargos; y de
la del dependiente de un garaje de Mississippi asesinado por un hombre blanco porque,
según el hombre blanco, el negro llenó completamente el depósito de gasolina del coche del
hombre blanco cuando todo lo que quería el hombre blanco era echar dos dólares.
Este problema está muy lejos de ser meramente legal. Está incluso muy lejos de ser
el problema moral que es y que todavía era hace cien años, en 1860, cuando muchos
sureños, incluido Robert Lee, reconocieron que era un problema moral en el mismo instante
en el que en su momento eligieron defender al contendiente más débil porque ese
contendiente más débil era sangre y pariente y hogar. El norteño no es ni siquiera
consciente de lo que realmente demostró esa guerra. Supone que únicamente demostró al
sureño que estaba equivocado. No hizo eso porque el sureño ya sabía que estaba
equivocado y aceptó esa táctica incluso cuando supo que era fatal. Lo que esa guerra
debería haber hecho, pero no hizo, era probar al Norte que el Sur irá hasta donde haya que
ir, incluso aunque resulte un lugar fatal y condenado de antemano, antes que aceptar la
alteración de su condición racial por la mera fuerza de la ley o la amenaza económica.
Desde que me opuse públicamente a la desigualdad racial obligatoria, he recibido
muchas cartas. Unas pocas de aprobación. Pero la mayoría oponiéndose. Y de éstas unas
pocas eran de negros sureños, con la única diferencia de que eran educadas y corteses en
lugar de ser amenazas e insultos, diciendo en efecto: «Por favor, señor Faulkner, deje de
hablar y estése tranquilo. Usted es un buen hombre y cree que nos está ayudando. Pero no
nos está ayudando. Nos está perjudicando. Está siendo un juguete en manos de la NAACP
de modo que lo están usando para crear problemas para nuestra raza que no queremos. Por
favor, guarde silencio, cuide de los problemas de su gente blanca y déjenos a nosotros que
nos ocupemos de los nuestros». Esta en particular era una larga, de una mujer que estaba
escribiendo para y en el nombre de un pastor y de toda la congregación de su iglesia. Venía
a decir que el chico Till obtuvo exactamente lo que pidió, bajando allí con sus ideas de
Chicago, y que todo lo que quería su madre era sacar dinero debido al papel que
desempeñaba su pérdida. Lo cual suena exactamente como la gente blanca que en el Sur
justificaba e incluso defendía el crimen negándose a admitir que lo fuera.
Hemos tenido muchos crímenes personales violentos e inexcusables de raza contra
raza en el Sur, pero desde 1919 los mayores ejemplos de tensión racial comunal han sido
más frecuentes en el Norte, como la familia negra cuya admisión en el distrito residencial
blanco de Chicago fue rechazada, y la coreano-americana que sufrió por la misma razón en
Anaheim, California. Quizá es porque nuestra solidaridad no es racial, sino que es la
mayoría blanca segregacionista más la minoría negra, como mi corresponsal de arriba, los
que prefieren la paz a la igualdad. Pero supongamos que la línea de demarcación debe
convertirse en una de raza: ¿la minoría blanca como yo mismo compelida a unirse a la
mayoría segregacionista blanca sin importar cuánto nos opongamos al principio de
desigualdad; la minoría negra que quiere la paz compelida a unirse a la mayoría negra que
aboga por la fuerza, sin importar que lo único que quiere esa minoría es la paz?
De modo que el norteño, el liberal, no conoce el Sur. No puede conocerlo desde su
distancia. Supone que está lidiando con una simple teoría legal y una simple idea moral. No
lo está. Está lidiando con un hecho: el hecho de una condición emocional de tan fiera
unanimidad como para despreciar el hecho de que es una minoría y que irá todo lo lejos que
haya que ir y contra cualquier pronóstico en este momento para justificar y, si es necesario,
defender esa condición y su derecho a ella.
Así que diría a todas las organizaciones y grupos que forzarían la integración en el
Sur mediante un proceso legal: «Parad ahora durante un momento. Habéis mostrado al
sureño lo que podéis hacer y lo que haréis si es necesario; dadle un espacio en el que
recupere el aliento y asimile ese conocimiento; para mirar alrededor y ver que i) Nadie va a
forzarle a él a la integración desde fuera; 2) Que él mismo afronta una obsolescencia en su
propia tierra que sólo él puede curar; una condición moral que no sólo debe ser curada sino
una condición física que tiene que ser curada si él, el blanco sureño, ha de tener alguna paz,
si no quiere verse enfrentado con otro proceso legal u otra maniobra cada año, año tras año,
durante el resto de su vida».
[Life, 5 de marzo de 1956; este texto ha sido reproducido a partir del mecanoescrito
de Faulkner, con las correcciones que hizo o aceptó antes de que el artículo fuese publicado
por primera vez.]
Sobre el miedo: El Sur profundo de parto: Mississippi (1956)[75]

(El Sueño Americano: ¿Qué le sucedió?)

Inmediatamente después de la decisión de la Corte Suprema de abolir la segregación


en las escuelas, se empezó a hablar en Mississippi de las formas y medios de incrementar
impuestos para elevar los estándares de las escuelas negras para equipararlas con las
blancas. Escribí la siguiente carta a la página de debate de nuestro periódico más leído en
Memphis:
Nosotros los del Mississippi ya sabemos que nuestras actuales escuelas no son lo
suficientemente buenas. Nuestros hombres y mujeres jóvenes nos lo demuestran ellos
mismos cada año mediante el hecho de que, cuando los mejores de ellos quieren la mejor
educación a la que tienen derecho y para la que son competentes, no sólo en humanidades
sino también en profesiones y oficios —abogacía y medicina e ingeniería—, deben salir del
estado para obtenerla. Y bastante a menudo, demasiado a menudo, no vuelven.
De modo que nuestras actuales escuelas ni siquiera son lo suficientemente buenas
para la gente blanca; nuestro actual embalse estatal de educación ni siquiera tiene la calidad
lo suficientemente alta para saciar la sed de nuestros jóvenes hombres y mujeres blancos.
En tal caso, cómo podría saciar la sed y la necesidad del negro, que obviamente está más
sediento, lo necesita aún más, de otro modo el Gobierno Federal no habría tenido que
aprobar una ley obligando a Mississippi (entre otros, por supuesto) a hacer que le fuese
accesible lo mejor de nuestra educación.
Esto es, nuestras actuales escuelas ni siquiera son lo suficientemente buenas para la
gente blanca. Así que, ¿qué hacemos?, ¿hacerlas lo suficientemente buenas, mejorarlas lo
máximo que sea posible? No. Nos vamos por las ramas, rastrillamos y raspamos para
incrementar impuestos adicionales para establecer otro sistema que en el mejor de los casos
sólo igualará al que ahora mismo no es lo suficientemente bueno, que por lo tanto tampoco
será lo suficientemente bueno para los negros; tendremos dos sistemas idénticos ninguno de
los cuales será bueno para nadie.
Pocos días después de que mi carta apareciese en el periódico, recibí por correo una
copia en papel carbón de una carta dirigida a la misma página de debate del periódico de
Memphis. Reza como sigue: «Cuando Willie Faulkner el Llorón vierte sus lágrimas acerca
de lo inadecuado de las escuelas de Mississippi… ponemos en cuestión su sentido común
en estos respectos» etc. A partir de ahí continuaba citando ciertos hechos de los cuales todos
los sureños nos sentimos con razón orgullosos: que la reserva de semillas para la educación
en nuestra tierra fue preservada a través de los viles tiempos que siguieron a la Guerra Civil
cuando nuestra tierra era un país derrotado y ocupado, por dedicados profesores que
obtuvieron poco a cambio de su dedicación. Después, tras un breve comentario sarcástico
referido a la calidad de mi escritura y al motivo del beneficio, que era la razón obvia por la
que yo era escritor, cerraba diciendo: «sugiero que Willie el Llorón seque sus lágrimas y
trabaje un poco la sed de conocimiento acerca de la economía básica de su estado».
Más tarde, después de que esta carta apareciese a su vez publicada en el periódico
de Memphis, recibí del que la escribió una carta dirigida a él por un corresponsal de otro
pequeño pueblo de Mississippi, consistiendo en general en un comentario sarcástico
respecto al Premio Nobel que me fue otorgado, y elogiando al escritor Willie el Llorón por
su presteza a la hora de llamar la atención de cualquiera lo suficientemente traidor como
para sostener que la educación es más importante que el color de la piel de los educandos.
Adjunto a ella estaba la respuesta del que me llamaba Willie el Llorón. Ésta decía en efecto:
«En mi opinión Faulkner es el comentarista más capaz de los acontecimientos de la vida
sureña hasta la fecha… Si pudiésemos insultarle a propósito de que adquiriese un
conocimiento exacto de la economía básica de nuestra región, él podría [sic] hacernos un
tremendo bien en nuestra lucha contra la integración».
Mi respuesta fue que no creía que el insulto fuese un método muy bueno para
enseñar nada a nadie, para persuadir a nadie de pensar o actuar como el que insultaba
pensaba que debían hacerlo. Repetí que lo que necesitábamos en Mississippi eran las
mejores escuelas posibles, para hacer el mejor uso posible de los hombres y de las mujeres
que producíamos, sin importar de qué color fuesen. Y que si ni siquiera podíamos tener un
sistema escolar que hiciese eso, al menos tuviésemos uno que no hiciese distinciones entre
los alumnos salvo por la mera habilidad, dado que nuestra principal y quizá desesperada
necesidad hoy en América era que al menos todos los americanos debían estar en el bando
de América; que si todos los americanos estuviesen en el mismo bando, no tendríamos la
necesidad de temer que otras naciones e ideologías duden de nosotros cuando hablemos de
la condición libre del ser humano.
Pero esto no viene al caso. El punto es lo que hay detrás de esto. La tragedia no es el
callejón sin salida, sino lo que hay detrás del callejón sin salida —el callejón sin salida de
dos hechos aparentemente irreconciliables a los que nos enfrentamos en el Sur: uno es el
decreto de nuestro gobierno nacional de que debe haber absoluta igualdad en la educación
entre todos los ciudadanos, el otro es la gente blanca del Sur que dice que los alumnos
blancos y negros nunca deben sentarse juntos en la misma clase—. Sólo irreconciliables en
apariencia, porque deben reconciliarse puesto que la única alternativa al cambio es la
muerte. De hecho, hay gente en el Sur, nacidos sureños, que no sólo creen que deben
reconciliarse sino que aman nuestra tierra —ni aman específicamente a la gente blanca ni
específicamente a los negros, sino nuestra tierra, nuestro país: nuestro clima y nuestra
geografía, la calidad de nuestra gente, blancos y también negros, por su honestidad y su
justicia, el esplendor de nuestras tradiciones, las glorias de nuestro pasado— lo suficiente
como para intentar reconciliarse, incluso a expensas de disgustar a ambos bandos: el
desprecio de los radicales norteños que creen que no hacemos lo suficiente, el desprecio y
las amenazas de nuestros propios sureños reaccionarios que están convencidos de que
cualquier cosa que hacemos ya es demasiado.
La tragedia es la razón tras el hecho, el miedo detrás del hecho de que alguna gente
blanca en el Sur —gente que por lo demás es racional, culta, educada, generosa y amable—
luchará —deberá luchar— contra cualquier pulgada que gane el negro en la mejora social;
el miedo detrás de la desesperación que conduciría a hombres racionales y exitosos (mi
correspondiente, el del Willie el Llorón, es un banquero, quizá presidente de un —quizá el
presidente del— banco en otro pequeño pueblo del Mississippi como el mío) para agarrarse
a un clavo ardiendo de manera tan ofensiva y amenazar e insultar para cambiar la visión o
en cualquier caso la voz que ose sugerir que esa mejora de las condiciones del negro no
necesariamente presagian la condena de la raza blanca. La tragedia tampoco es tanto el
miedo como la innoble calidad del miedo —miedo no del negro como individuo negro, ni
siquiera como raza, sino como una clase económica o un estrato o un factor, dado que a lo
que el negro amenaza no es al sistema social del hombre blanco sureño sino al sistema
económico del hombre blanco sureño—, ese sistema económico que el hombre blanco sabe
y no osa admitirse a sí mismo que está establecido sobre una obsolescencia —la artificial
desigualdad del hombre— y que por tanto es en sí mismo obsoleto y a partir de ahí
condenado. Él sabe que hace sólo trescientos años el desnudo abuelo del negro estaba
comiendo elefante podrido o carne de hipopótamo en una selva tropical africana, sin
embargo en sólo trescientos años el negro produjo al Doctor Ralph Bunche[76] y a George
Washington Carver y a Booker T. Washington.[77] El hombre blanco sabe que hace sólo
noventa años ni el uno por ciento de la raza negra podía poseer una escritura para
establecerse, por no hablar de leer esa escritura; sin embargo en sólo noventa años, aunque
su único contacto con el juzgado del condado es la ventanilla a través de la que paga los
impuestos para la cual no tiene representación, puede poseer la tierra y trabajarla con un
surtido inferior y con herramientas y dotación gastadas —equipamiento con el que
cualquier hombre blanco habría sufrido de inanición— y criar hijos y alimentarlos y
vestirlos y enviarlos a las escuelas que hay disponibles e incluso de vez en cuando enviarlos
al Norte, donde pueden tener igualdad de oportunidades académicas, y terminar su vida
manteniendo la cabeza alta porque no debe nada a ningún hombre, incluso con el suficiente
sobrante para pagar su ataúd y su funeral. Eso es de lo que está asustado el hombre blanco
en el Sur: que el negro, que ha hecho tanto sin oportunidades, pueda hacer mucho más con
unas iguales que puedan quitarle al hombre blanco la economía, ahora el negro el banquero
o el comerciante o el dueño de la plantación y el hombre blanco el aparcero o el
arrendatario. Por eso es por lo que el negro puede ganar en nuestro país la distinción más
alta por el valor más allá de todo lo que el deber exige para salvar o defender o proteger
vidas blancas en campos de batalla extranjeros aunque el hombre blanco sureño ose no
permitir que los hijos del negro aprendan el abe en la misma clase que los hijos de las vidas
blancas que salvó o defendió.
***

Ahora la Corte Suprema ha definido exactamente lo que quiere decir con lo que
dijo: que con «igualdad» quería decir, simplemente, igualdad, sin adjetivos calificativos o
condicionales: no «separados pero iguales» ni «igualmente separados», sino, simplemente,
iguales; y ahora las voces del Mississippi están hablando de algo que ya ni siquiera existe.
En la primera mitad del siglo xix, antes de que la esclavitud fuese abolida por la ley
en los Estados Unidos, Thomas Jefferson y Abraham Lincoln mantuvieron ambos que el
negro todavía no era competente para la igualdad.
Eso fue hace más de noventa años, y nadie puede decir si sus opiniones serían o no
diferentes ahora.
Pero supongamos que no hubiesen cambiado su creencia, y que esa opinión sea
correcta. Supongamos que el negro todavía no es competente para la igualdad, que es algo
que ni él ni el hombre blanco sabrán hasta que lo probemos.
Pero sabemos que, con el apoyo del Gobierno Federal, el negro va a obtener su
derecho a intentarlo y ver si se ajusta o no a la igualdad. Y si el hombre blanco sureño no
puede confiar en él con algo tan moderado como la igualdad, ¿qué va a hacer el hombre
blanco sureño cuando tenga el poder —el poder de sus propios quince millones de
unanimidad respaldados por el Gobierno Federal que ya es el aliado del negro—?
En 1849, el senador John C. Calhoun realizó su alegato a favor de la secesión si se
adoptaba alguna vez la Cláusula Condicional Wilmot.[78] El 12 de octubre de ese año, el
senador Jefferson Davis escribió una carta pública al Sur diciendo: «La generación que
evite su responsabilidad en este asunto siembra el viento y deja la tempestad como cosecha
para sus hijos. Déjennos reunimos y construir fábricas, emprender actividades industriales y
prepararnos para nuestro propio sustento».
En esa época la constitución garantizaba el negro como propiedad junto con
cualquier otra propiedad, y el senador Calhoun y el senador Davis tenían la entonces
incuestionable validez de los Derechos de los Estados para respaldar su posición. Ahora la
constitución garantiza al negro igual derecho a la igualdad, y los derechos de los estados de
los que están hablando las voces del Mississippi ya no existen. Nosotros —Mississippi—
revendimos nuestros derechos de los estados al Gobierno Federal cuando aceptamos el
primer subsidio para el mantenimiento del precio del algodón hace veinte años. Nuestra
economía ya no es agrícola. Nuestra economía es el Gobierno Federal. Ya no cultivamos en
campos de algodón del Mississippi. Ahora cultivamos en los pasillos de Washington y en
las salas de comisiones del Congreso.
Entonces nosotros —el Sur— no tuvimos en consideración las palabras del senador
Davis. Pero mejor que lo hagamos ahora. Si vamos a contemplar nuestra tierra natal hecha
polvo y arruinada dos veces en menos de cien años debido a la cuestión negra, vamos a
estar seguros esta vez de que a partir de ahora sabemos adónde estamos yendo.
***

Hay muchas voces en Mississippi. Está esa de uno de nuestros senadores de los
Estados Unidos, que, aunque no esté hablando para el Senado de los Estados Unidos y por
lo que abogue no case mucho con el juramento que adoptó cuando entro en su alto oficio
hace muchos años, al menos no ha hecho ningún intento de esconder su identidad ni su
condición. Y está la voz de uno de nuestros jueces locales, que, aunque ahora no está
hablando desde la tribuna y por lo que aboga también resulta un poco torcido respecto a su
juramento de que ante la ley todos los hombres son iguales y que el débil debe ser socorrido
y defendido, tampoco hace ningún intento de ocultar su identidad ni su condición. Y están
las voces de los ciudadanos ordinarios que, aunque no reclaman hablar específicamente
para los White Citizens Councils ni para la NACCP, no intentan esconder sus sentimientos
ni sus convicciones; por no mencionar esos hombres de escuela —maestros y profesores y
alumnos— que, puesto que la mayoría de las escuelas de Mississippi son propiedad del
Estado o concertadas, no siempre osan firmar con sus nombres las cartas abiertas.
De hecho están todas las voces, salvo una. Esa voz que adumbra a todas ellas al
silencio, siendo superior a todas puesto que es la viva articulación de la gloria y de la
soberanía de Dios y de la esperanza y de la aspiración del hombre. La Iglesia, que es la
fuerza unificada más poderosa de nuestra vida sureña puesto que no todos los sureños son
blancos y demócratas, pero todos los sureños son religiosos y todas las religiones sirven al
mismo único Dios, sin importar bajo qué nombre. Dónde está esa voz ahora, la única
referencia que he visto estaba en un foro de cartas abiertas a nuestro periódico de Memphis
que dijo que hasta donde él (el escritor) tenía conocimiento, ninguno de los que pidió
permiso para dudar que un segmento de la raza humana estuviese condenado para siempre a
ser inferior respecto a todos los demás segmentos sólo porque hace cinco mil años el Viejo
Testamento dijera que lo estaba, era miembro de iglesia alguna.
¿Dónde está esa voz ahora, la cual debería haber propuesto quizá dos pero
ciertamente una de estas dos preguntas todavía sin respuesta?
1. La constitución de los Estados Unidos dice: Ante la ley no debe haber
desigualdad artificial —raza, credo o dinero— entre los ciudadanos de los Estados Unidos.

2. La moralidad dice: Haced a los otros lo que querríais que los otros os hiciesen.
[79]

3. El cristianismo dice: Yo soy la única distinción entre los hombres dado que
quienquiera que crea en Mí, nunca morirá.

¿Dónde está esa voz ahora, en nuestra época de conflicto e indecisión?, ¿está
intentando mediante su silencio decirnos que no tiene validez y que no quiere nada fuera de
su santuario detrás de su simbólico chapitel?
***

Si los hechos expuestos en la versión del caso Till de la revista Look son correctos,
éstos quedan así: dos adultos, armados, en la oscuridad, secuestran a un chico de catorce
años y se lo llevan para asustarle. En lugar de eso, el chico de catorce años no sólo se niega
a asustarse sino que, desarmado, solo, en la oscuridad, asusta tanto a los dos adultos
armados que tienen que destruirlo.
¿De qué tenemos miedo nosotros los de Mississippi?, ¿por qué tenemos una opinión
tan baja de nosotros mismos que tenemos miedo de gente que según todos nuestros
estándares son nuestros inferiores? —económicamente: por ejemplo, tienen tanto menos
que tienen que trabajar para nosotros no con sus condiciones sino con las nuestras;
educativamente: por ejemplo, sus escuelas son peores que las nuestras en un grado tal que
el Gobierno Federal tiene que amenazar con intervenir para darles iguales condiciones;
políticamente, por ejemplo: no tienen recurso legal para protegerse ni para tener restitución
por injusticia y violencia—.
¿Por qué tenemos una opinión tan baja de nuestra sangre y de nuestras tradiciones
como para temer que, tan pronto como el negro entre en nuestra casa por la puerta
principal, pedirá matrimonio a nuestra hija y ella aceptará inmediatamente?
Nuestros ancestros no tenían tanto miedo —nuestros abuelos que lucharon en la
Primera y la Segunda Manassas y en Sharpsburg y en Shiloh y en Franklin y en
Chickamauga y en Chancellorsville y en Wilderness; por no hablar de esos que
sobrevivieron a eso y tuvieron el coraje y el aguante adicional e incluso superior de resistir
y sobrevivir a la Reconstrucción, y preservar así algo para nuestra presente herencia. ¿Por
qué nosotros, descendientes de esa sangre y herederos de ese coraje, tenemos miedo?, ¿de
qué tenemos miedo?, ¿qué nos ha pasado en sólo cien años?
***

Sólo como hipótesis, podemos estar de acuerdo en que todos los sureños blancos
(quizá todos los americanos blancos) maldijeron el día en que el primer británico o yanqui
zarpó con el primer cargamento de negros esposados a través de la Travesía Central[80] y
los subastó en la esclavitud americana. Porque eso ahora no importa. Vivir hoy en cualquier
lugar del mundo y estar contra la igualdad a causa de la raza o el color es como vivir en
Alaska y estar contra la nieve. Ya tenemos nieve. Y como el de Alaska, no nos basta con
vivir en el armisticio. Como el de Alaska, mejor que la usemos.
Repentinamente, hace unos cinco años y sin ninguna advertencia hacia mí mismo,
adopté el hábito de viajar. Desde entonces he visto (un poco de algunos, un poco más de
otros) el Lejano y el Oriente Medio, el norte de África, Europa y Escandinavia. Los países
que vi por supuesto no eran comunistas (entonces), pero eran algo más: ni siquiera tenían
inclinación por el comunismo, allí donde me parecía a mí que deberían haberla tenido. Y
me pregunté por qué. Entonces repentinamente me dije a mí mismo con una especie de
asombro: es por América. Esta gente todavía cree en el sueño americano; todavía no saben
que le ocurrió algo. Creen en nosotros y están deseando confiar y seguirnos no a causa de
nuestro poder material: Rusia lo tiene: sino a causa de la idea de la condición libre del
individuo humano y de la libertad y de la igualdad sobre las que fue fundada nuestra
nación, que nuestros padres fundadores[81] postularon que significase la palabra
«América».
Y, cinco años después, los países que todavía están libres del comunismo todavía
son libres simplemente por eso: esa creencia en la libertad y en la igualdad y en la
condición libre del individuo, que es una idea lo suficientemente poderosa como para
ahogar[82] la idea del comunismo. Y podemos dar las gracias a nuestros dioses por eso
dado que no tenemos otra arma con la que combatir al comunismo; en diplomacia somos
como niños comparados con los diplomáticos comunistas, y la producción en un país libre
siempre puede sufrir porque bajo un gobierno monolítico toda producción puede ir para el
engrandecimiento del Estado. Pero entonces, no necesitamos nada más dado que la simple
creencia del hombre en que puede ser libre es la fuerza más poderosa de la tierra y todo lo
que necesitamos es usarla.
Pero eso produce un retrato superficial y simple, nos gusta pensar que hoy la
situación del mundo es como un precario y explosivo equilibrio entre dos ideologías
irreconciliables confrontándose entre sí: cuyo precario equilibrio, una vez que se tambalee,
arrastrará con él todo el universo hacia el abismo. Eso no es así. Sólo una de las dos fuerzas
opuestas es una ideología. La otra es ese simple hecho del Hombre: esa simple creencia del
individuo humano de que él puede, debe y será libre. Y si nosotros que todavía somos libres
queremos continuar así, todos los que todavía somos libres haríamos mejor
confederándonos y confederándonos rápido con todos los demás que aún tienen la opción
de ser libres —confederarnos no como gente blanca ni como gente negra ni gente azul o
rosa o verde, sino como gente que todavía es Ubre, con toda la otra gente que todavía es
libre; confederarnos juntos y también adherirnos juntos, si queremos un mundo o incluso
una parte del mundo en el que el hombre individual pueda ser libre, para continuar
resistiendo—.
Y haremos mejor en llevar con nosotros a tantos como podamos de las gentes no-
blancas de la tierra que todavía no son completamente libres pero que quieren y tienen en
mente serlo, antes de que esa otra fuerza que se opone a la condición libre del individuo los
engañe y los coja. Hubo un tiempo en que el hombre no-blanco estaba contento de —en
cualquier caso, lo estaba— aceptar su instinto de ser libre como un sueño irrealizable. Pero
ya no más; el mismo hombre blanco le enseñó algo diferente con esa fase de su —la del
hombre blanco— propia cultura que adoptó la forma de la expansión colonial y la
explotación basada y moralmente justificada sobre la premisa de la desigualdad no debido a
la incompetencia individual sino a la raza de la masa o al color. Como resultado de lo cual,
en sólo diez años hemos observado a las gentes no-blancas expeler, mediante sangrienta
violencia cuando ha sido necesario, al hombre blanco de todas las porciones de Oriente
Medio y Asia que una vez dominó, en cuyo vacío ya se ha empezado a mover ese poder
otro y hostil con el que está en guerra la gente que cree en la condición libre —ese poder
que le dice al hombre no-blanco: «No te ofrecemos ser libre porque no hay tal cosa como el
ser libre; tus señores feudales blancos de los cuales te acabas de deshacer ya te lo han
demostrado. Pero te ofrecemos igualdad, al menos igualdad en el ser esclavo; si tenéis que
ser esclavos, al menos podéis ser esclavos de vuestro propio color y raza y religión»—.
Nosotros, el hombre blanco occidental que cree que existe una condición libre
individual sobre y más allá de esta mera igualdad en el ser esclavo, debemos enseñar esto a
las gentes no-blancas mientras todavía quede un poco de tiempo. Nosotros, América, que
somos la fuerza nacional más poderosa que se opone al comunismo y al monolitismo,
debemos enseñar a todas las otras gentes, blancas y no-blancas, esclavos o (aún durante un
tiempo) todavía libres. Nosotros, América, tenemos la mejor oportunidad para hacer esto
porque podemos empezar aquí, en casa; no necesitaremos enviar costosos equipos para
trabajar en el ser libres a lugares no-blancos extraños y hostiles ya convencidos de que no
hay tal cosa como el ser libres ni la libertad ni la igualdad ni tampoco la paz para los no-
blancos, o podríamos practicarlo en casa. Porque nuestra minoría no-blanca ya está de
nuestro lado; no necesitamos venderle al negro América y el ser libre porque ya está
vendido; incluso cuando es ignorante fruto de una educación inferior o de la ausencia de
educación, incluso a pesar de los precedentes de su historia de desigualdad, él todavía cree
en nuestros conceptos de ser libre y de democracia.
Eso es lo que ha hecho América por ellos en sólo trescientos años. No hecho a ellos:
hecho por ellos puesto que para nuestra propia vergüenza hemos hecho poco esfuerzo hasta
para enseñarles a ser americanos, por no hablar de usar sus capacidades y aptitudes para
hacer de nosotros una América más fuerte y unificada; —la gente que hace sólo trescientos
años vivía junto a una de las mayores masas de agua en el interior de la tierra y jamás pensó
en navegar, que anualmente tenía que trasladar pueblos enteros y tribus debido a la
hambruna y a la peste y a los enemigos sin pensar ni una vez en la rueda, que sin embargo
en trescientos años se han convertido en dotados artesanos y hombres de oficio capaces de
mantenerse a sí mismos en una cultura de tecnocracia; la gente que hace sólo trescientos
años estaba comiendo carroña en las junglas tropicales sin embargo en sólo trescientos años
ha producido las Phi Beta Kappas y los Doctor Bunches y los Carvers y los Booker
Washingtons y los poetas y los músicos; que tiene que producir todavía un Fuchs o un
Rosenberg o un Gold o un Burgess o un Mclean o un Hiss, y donde por cada Robeson hay
miles de blancos—.
Los Bunches y los Washingtons y Carvers y los músicos y los poetas que no sólo
fueron buenos hombres y mujeres sino también buenos profesores, enseñándole —al negro
— mediante el precepto y el ejemplo lo que un montón de nuestra gente blanca no ha
aprendido aún: que para ganar igualdad, uno debe merecerla, y para merecer igualdad, uno
debe comprender lo que es: que no hay una cosa tal como la igualdad per se, sino sólo la
igualdad para: igual derecho y oportunidad para hacer de la vida de uno lo mejor que uno
pueda dentro de la propia capacidad y aptitud, sin miedo de la injusticia o la opresión o la
violencia. Si les hubiésemos dado esta igualdad hace noventa o cincuenta o incluso diez
años, no habría habido resolución de la Corte Suprema sobre la segregación en 1954.
Pero no lo hicimos. No osamos; es una vergüenza para nosotros hombres blancos
sureños que en nuestra presente economía el negro tenga que tener desigualdad económica;
una doble vergüenza para nosotros que temamos que el darle más igualdad social ponga en
peligro su presente estatus económico; una triple vergüenza que incluso entonces, para
justificar nuestra postura, tengamos que ensombrecer la cuestión con el espantajo del
mestizaje; menudo comentario ese de que el único lugar que queda en la tierra adonde el
hombre blanco puede huir y tener su sangre incorrupta protegida y defendida por la ley está
en África —África: la fuente y origen de la amenaza cuya actual presencia en América
habrá conducido al hombre blanco a huir de ella—.
Ahora pronto todos nosotros —no sólo los sureños ni siquiera tampoco los
americanos, sino toda la gente que todavía es libre y quiere permanecer así— va a tener que
tomar una decisión, no sea que la próxima (y última) confrontación que afrontemos sea, no
comunistas contra anti-comunistas, sino simplemente el puñado que quede de gente blanca
contra las miríadas de masas de toda la gente en la tierra que no es blanca. No tendremos
que elegir entre color ni raza ni religión ni tampoco Este y Oeste, sino simplemente entre
ser esclavos y ser libres. Y tendremos que elegir completa y definitivamente; ahora ya ha
pasado el momento en el que podíamos elegir un poco de cada, un poco de ambos.
Podemos elegir un estado en el que ser esclavos, y si somos lo suficientemente poderosos
para estar entre los dos o tres o diez de cabeza, podemos tener cierta licencia —hasta que
alguien más poderoso se alce y nos ametralle contra el muro de un sótano—. Pero no
podemos elegir una condición libre establecida sobre una jerarquía, sobre un sistema de
castas de grados de igualdad como rangos militares. Debemos ser libres no porque
clamemos por la condición libre, sino porque la practiquemos; nuestra condición libre debe
ser apuntalada mediante una homogeneidad igual e inalterablemente libre, sin importar de
qué color sea, de modo que todas las demás fuerzas hostiles de todas partes —sistemas
políticos o religiosos o raciales o nacionales— no sólo nos respetarán porque ponemos en
práctica la condición libre, sino que nos temerán porque somos libres.
[Harper’ s, junio de 1956; este texto ha sido reproducido a partir del
mecanoescrito revisado de Faulkner.]
Una carta a los líderes de la raza negra (1956)[83]

RECIENTEMENTE se me ha citado en varias revistas afirmando que «Yo… entre


los Estados Unidos y Missississippi… elegiría Mississippi… incluso (“pagando el precio
de” o “si eso significa que”) se abatan a tiros a negros en la calle». Cada vez que vi esta
afirmación, la corregí mediante carta, en este sentido: Que es una afirmación que no haría
ningún hombre sobrio ni creería ningún hombre sano, debido a que no sólo es estúpido,
sino peligroso, dado que el momento para esa elección y el subsiguiente acto nunca tendrá
lugar, pero incluso sugerirlo sólo inflamaría a la poca (creo) gente de los Estados Unidos
que todavía cree que tal momento podría acontecer.
Cito lo siguiente de un texto mío publicado en Life, el pasado 5 de marzo, titulado
«Una carta al Norte», esta parte de la carta dirigida específicamente a la NAACP y el resto
de organizaciones que trabajan activamente por la abolición de la segregación: «Id despacio
ahora. Parad un poco ahora, un momento. Ahora tenéis el poder; podéis permitiros aplazar
por un momento el usarlo como una fuerza. Habéis hecho un buen trabajo, habéis
zarandeado a vuestro oponente dejándolo desequilibrado y ahora él es vulnerable. Pero
parad ahí durante un momento; no le deis la ventaja de una oportunidad para nublar la
cuestión mediante esa apelación puramente sentimental al mismo instinto humano universal
de simpatía automática por el contendiente más débil simplemente porque ahora él sea el
débil… Habéis mostrado al sureño lo que podéis hacer y lo que haréis si es necesario; dadle
un espacio en el que recupere el aliento y asimile ese conocimiento; para mirar alrededor y
ver que 1) Nadie va a forzarle a él a la integración desde fuera; 2) Que él mismo afronta
una obsolescencia en su propia tierra que sólo él puede curar; una condición moral que no
sólo debe ser curada sino una condición física que tiene que ser curada si él, el blanco
sureño, ha de tener alguna paz, si no quiere verse enfrentado con otro proceso legal u otra
maniobra cada año, año tras año, durante el resto de su vida».
Con «Id despacio, parad un momento», quería decir «Sed flexibles». Cuando escribí
la carta, y entonces empleé todos los medios que conocía para que se publicase a tiempo,
Autherine Lucy acababa de ser compelida a abandonar temporalmente la Universidad de
Alabama por una violencia local ya de proporciones peligrosas. Creía que cuando el juez
diese validez a su exigencia de ser readmitida, que es algo que tendría que hacer, las fuerzas
que la apoyan la enviarían de vuelta para la readmisión, y que cuando eso ocurriese
probablemente ella perdería su vida. Eso no ocurrió. Quiero creer que las fuerzas que
apoyan a la señorita Lucy fueron ellas mismas lo suficientemente sabias como para no
enviarla de vuelta —no sólo suficientemente sabias para salvar su vida, sino
suficientemente sabias para prever que incluso su martirio a largo plazo sería menos
efectivo que el simple, prolongado, interminable valor fastidioso de su amenaza, que era lo
que yo quería decir con «…una condición física que tiene que ser curada si él, el blanco
sureño, ha de tener alguna paz, si no quiere vérselas con otra [sic] Señorita Lucy cada
año… durante el resto de su vida»—.
Tampoco que el individuo negro abandone o disminuya un ápice su esperanza y
deseo de igualdad, sino que sus líderes y organizaciones sean siempre flexibles y adaptables
a la circunstancia y a la localidad en sus métodos para obtenerlas. Si yo fuese hoy un negro
en América, éste es el curso que aconsejaría seguir a los líderes de mi raza: enviar todos los
días a la escuela blanca, a la que está facultado para ir por su habilidad y capacidad, a un
estudiante de mi raza, vestido con ropa nueva y limpia, cortés, sin amenaza ni violencia, a
solicitar admisión; cuando fuese rechazado me olvidaría de él en tanto que individuo, pero
mañana enviaría a otro, todavía vestido con ropa nueva y limpia y siendo cortés, para ser
rechazado en su momento, hasta que al final el propio hombre blanco tenga que reconocer
que no habrá paz para él hasta que él mismo haya resuelto el dilema.
Ésta era la forma en la que lo hacía Gandhi. Si yo fuera un negro, aconsejaría a
nuestros mayores y a nuestros líderes seguir este invariable e inflexible curso —un curso de
inflexible y carente de violencia flexibilidad dirigido no simplemente contra las escuelas
sino contra todas las instituciones públicas de las que somos excluidos, como se está
haciendo contra las líneas de autobús Montgomery, en Alabama—. Pero siempre con
flexibilidad; invariable e inflexible sólo en lo relativo a la esperanza y al deseo pero
siempre flexible para adaptarse al tiempo y al lugar y a la circunstancia. Yo sería miembro
de la NAACP, puesto que en nuestra cultura estadounidense todavía no ha habido ninguna
otra cosa que haya representado tanta esperanza para mi raza. Pero me quedaría sólo con
condiciones: Que reconozca la parte más seria de nuestro problema, que, hasta donde yo sé,
todavía no ha sido reconocida públicamente; Que haga de esa misma flexibilidad el santo y
seña de sus métodos. Diría a otros de mi raza que nunca debemos contener nuestras
esperanzas y demandas de igualdad de derechos, sino únicamente contener con flexibilidad
nuestros métodos de demandarlos. Diría a otros miembros de mi raza que no sé cuánto
tiempo llevará ese «despacio», pero si me garantizas que con «ir despacio» quieres decir ser
flexible, no creo que nada salvo «ir despacio» haga avanzar nuestras esperanzas. Diría a mi
raza, el santo y seña de nuestra flexibilidad debe ser la decencia, la tranquilidad, la cortesía,
la dignidad; si vienen la violencia y la sinrazón, no debe ser de nosotros. Diría que todos los
negros de Montgomery deberían apoyar el boicot, pero nunca que todos ellos deben, dado
que mediante ese deben estaríamos rebajándonos a los mismos métodos que aquellos a los
que nos oponemos están usando para oprimirnos, y nuestra victoria no valdrá nada hasta
que no sea deseada y no compelida.
Diría que nuestra propia raza debe ajustarse psicológicamente, no a una
continuación indefinida de una sociedad segregada, sino más bien a una continuación tan
prolongada como sea necesario de esa inflexible e inagotable flexibilidad que al final hará
que el propio hombre blanco se harte y se canse de combatirla.
Es bastante fácil decir de un modo superficial, «Si fuera un negro, haría esto o lo
otro». Pero un hombre blanco sólo puede imaginarse por un momento como un negro; no
puede ser ese hombre de otra raza y otras aflicciones y otros problemas. De modo que hay
algunas cuestiones que puede plantearse pero no responder, por ejemplo:
P. ¿Disminuirías tus miras en tus objetivos vitales y reducirías tus aspiraciones por
una cuestión de realismo?
R. No. Impondría flexibilidad en los métodos.
P. ¿Aplicarías esto a tus hijos?
R. Les enseñaría ambas cosas: las aspiraciones y la flexibilidad. Pero aquí hay
esperanza, puesto que la propia vida es esperanza simplemente por estar vivo dado que
vivir es cambiar y cambiar debe ser o bien avance o bien muerte.
P. ¿Cómo te conducirías tú mismo de modo que evitases la controversia y la
hostilidad y ganases amigos en lugar de enemigos para tu gente?
R. Con decencia, dignidad, responsabilidad social y moral.
P. ¿Cómo rogarías a Dios por la justicia humana y la salvación racial?
R. No creo que el hombre ruegue a Dios por la justicia humana y por la salvación
racial. Creo que él confirma a Dios esa inmortal dignidad humana individual que siempre
ha sobrepasado a la injusticia y ante la cual familias y clanes y tribus, que hablan de sí
mismos como raza de hombres y no como la raza del Hombre, ascienden y mueren y se
desvanecen como tanto polvo. Él únicamente afirma su propia creencia en la gracia y la
dignidad y la inmortalidad del hombre individual, como el Iván de Dostoievsky hizo
cuando repudió cualquier cielo cuyo orden estuviese fundado sobre el angustioso llanto de
un solo niño.
P. Rodeado de gente blanca antagonista, ¿le resultaría duro no odiarles?
R. Me repetiría a mí mismo las palabras de Booker T. Washington cuando dijo: «No
permitiré que ningún hombre, sin importar cuál sea su color, me haga odiarle alguna vez».
Así que si fuese un negro, diría a mi gente: «Vamos a ser siempre inagotable e
inflexiblemente flexibles. Pero siempre decentemente, tranquilamente, cortésmente, con
dignidad y sin violencia. Y, sobre todo, con paciencia. El hombre blanco ha dedicado
trescientos años a enseñarnos a ser pacientes; ésta es al menos una cosa en la que somos
superiores a ellos. Vamos a convertirlo en un arma contra él. Vamos a usar esa paciencia no
como una cualidad pasiva, sino como un arma activa. Pero vamos a practicar siempre la
pulcritud y la decencia y la cortesía y la dignidad en nuestros contactos con él. Ya nos ha
enseñado a ser más pacientes y corteses con él respecto a como lo es él con nosotros;
vamos a ser superiores en lo otro también».
Pero, sobre todo, diría esto a los líderes de nuestra raza: «Debemos aprender a
merecer la igualdad, así podremos mantenerla y conservarla después de que la obtengamos.
Debemos aprender responsabilidad, la responsabilidad de la igualdad. Debemos aprender
que no hay tal cosa como un “derecho” sin ninguna atadura, dado que cualquier cosa que se
le dé a uno gratis a cambio de nada vale exactamente eso: nada. Debemos aprender que
nuestro inalienable derecho a la igualdad, a ser libres y a la libertad y a perseguir la
felicidad, quiere decir exactamente lo que nuestros padres fundadores querían decir con
ello: derecho a la oportunidad de ser libres e iguales, con tal de que uno lo merezca, trabaje
para ganárselo y entonces trabaje para conservarlo. Y no sólo el derecho a esa oportunidad,
sino la buena disposición y la capacidad para aceptar la responsabilidad de esa oportunidad
—la responsabilidad de la pulcritud física y la rectitud moral, de la conciencia capaz de
elegir entre bueno y malo y una voluntad capaz de obedecerla, de formalidad para con otros
hombres, el orgullo de la independencia respecto a la caridad o a la asistencia social.
El hombre blanco no nos ha enseñado eso. Sólo nos ha enseñado paciencia y
cortesía. Ni siquiera vio que teníamos el medio ambiente en el cual podríamos enseñarnos a
nosotros mismos pulcritud e independencia y rectitud y formalidad. Así que debemos
enseñarnos eso a nosotros mismos. Como raza debemos impulsarnos a nosotros mismos por
nuestros propios medios hasta donde seamos competentes para las responsabilidades de la
igualdad, de modo que podamos mantenernos en ella cuando la consigamos. Nuestra
tragedia es que esas virtudes de responsabilidad son las virtudes de las que el hombre
blanco alardea, aunque nosotros, los negros, debamos ser superiores en ellas. Nuestra
esperanza es que, habiéndole derrotado en paciencia y cortesía, probablemente también
podamos vencerle en estas otras».
[Ebony, septiembre de 1956; este texto ha sido reproducido a partir del
mecanoescrito de Faulkner.]
Albert Camus (1961)

CAMUS dijo que la única función verdadera del hombre, nacido en un mundo
absurdo, es vivir, ser consciente de la vida de uno, de su revuelta, de su condición libre.
Dijo que si la única solución al dilema humano es la muerte, entonces estamos en el camino
equivocado. La pista correcta es la que lleva a la vida, a la luz del sol. Uno no puede sufrir
incesantemente por el frío.
Así que hizo la revuelta. Rechazó sufrir por el frío incesante. Rechazó seguir una
pista que sólo llevaba a la muerte. La pista que siguió era la única que no le llevaba sólo a
la muerte. La pista que siguió le llevó a la luz del sol puesto que era esa que consiste en
hacer con devoción, con nuestros frágiles poderes y nuestro absurdo material, algo que no
ha existido en la vida hasta que nosotros lo hacemos.
Dijo, «No me gusta creer que la muerte se abre hacia otra vida. Para mí es una
puerta que se cierra». Eso es, eso intentó creer. Pero se equivocó. A pesar de sí mismo,
todos los artistas lo hacen, pasó esa vida buscándose a sí mismo y exigiéndose a sí mismo
respuestas que sólo Dios podría saber; cuando se convirtió en el laureado Nobel de su año,
le telegrafié «On salut lame qui constamment se cherche et se demande»;[84] ¿por qué no
lo dejó entonces, si no quería creer en Dios?
En el mismo instante en que golpeó el árbol, todavía estaba buscándose y
exigiéndose a sí mismo; no creo que en ese brillante instante las encontrase. No creo que se
puedan encontrar. Creo que sólo pueden ser buscadas, siempre por algún frágil miembro de
la absurdidad humana. De esos nunca hay muchos, pero en algún lugar siempre hay al
menos uno, y uno será siempre suficiente.

La gente dirá «Era demasiado joven; no tuvo tiempo para terminar». Pero no es
Cuánto dura, no es Cuánto; es simplemente Qué. Cuando la puerta se cerró para él, ya
había escrito a este lado de ella lo que todo artista que también lleva consigo a través de la
vida esa misma presciencia y odio respecto a la muerte espera escribir: yo estuve aquí.
Estaba haciendo eso, y quizá en ese segundo brillante supo incluso que había tenido éxito.
¿Qué más podría querer?
[Trasatlantic Review, primavera de 1961; este texto ha sido reproducido a partir del
mecanoescrito de Faulkner. Éste apareció previamente en Nouvelle Revue Française, marzo
de 1960, en francés.]
III. PRÓLOGOS
Prólogo a Sherwood Anderson y otros famosos criollos

(Nueva Orleans, 1926)[85]

Primero déjame decirte algo acerca de nuestro barrio, el Vieux Carre. ¿Conoces
nuestro barrio, con sus calles estrechas, sus balcones de hierro forjado y su atmósfera del
sur de Europa? Una atmósfera de riqueza y delicadas risas, ya sabes. Tiene una especie de
desahogo, una especie de conciencia de la falta de importancia de cosas que a los forasteros
como yo —no soy un nativo— nos enseñaron a creer que eran importantes. Así que no
sorprende que mientras uno camina por el barrio vea aquí y allá artistas en la zona de
sombra de las esquinas de las calles, bosquejando casas y balcones. He contado hasta
cuarenta en una sola tarde, y aunque no conocía sus nombres ni el valor de sus pinturas,
eran mis hermanos. Y en esta camaradería, donde no se porta ninguna insignia ni se
requiere ningún signo de saludo, pasaba junto a ellos mientras se inclinaban sobre sus
lienzos, y mientras seguía caminando meditaba sobre la riqueza de nuestra vida americana
que permite que cuarenta personas pasen día tras día pintando cuadros en una simple área
comprimida en seis manzanas.
Cuando este joven, Spratling, vino a verme, no le recordaba. Quizá pasé junto a él
en la calle. Quizá era uno de los pintores junto a cuyo caballete me había detenido, para
examinarlo. Quizá me conocía. Quizá me reconoció cuando me detuve, quizá había sido
consciente de la camaradería entre nosotros y se había dicho a sí mismo, «Hablaré con él
acerca de lo que deseo hacer; le contaré mis pensamientos. Él comprenderá, puesto que
existe una camaradería entre nosotros».
Pero cuando vino a llamarme, no le recordaba de nada. Vestía un cuidado traje de
negocios y sólo llevaba un portafolios bajo el brazo, y no le reconocí. Y después de que me
dijera su nombre y dejase el portafolios en una esquina de mi mesa y se sentase frente a mí
y empezase a exponerme su plan, tuve una especie de visión. Me vi a mí mismo siendo
metido en algo. Me vi a mí mismo contrayendo una obligación de la que más tarde debería
arrepentirme y, mientras estábamos sentados cara a cara en mi mesa, formulaba en mi
mente las palabras con las que debería decirle No. Entonces él se echó hacia delante y
desabrochó el portafolios y lo extendió abierto frente a mí, y comprendí. Y le dije, «Me
quieres como caballo de tiro, ¿no?». Y cuando sonrió con su rápida sonrisa tímida, supe que
deberíamos ser amigos.
Tenemos un inestimable rasgo universal, nosotros los americanos. Ese rasgo es
nuestro honor. Qué pena que no prevalezca más en nuestro arte. Esta característica única,
siendo nacional y autóctona, podría, al concentrar nuestras fuerzas emocionales
interiormente hacia sí mismas, hacer por nosotros lo que la insularidad de Inglaterra hizo
por el arte inglés durante el reinado de Isabel. Un problema que tenemos los artistas
americanos es que nos tomamos nuestro arte y a nosotros mismos demasiado en serio. Y
quizá el vernos en los ojos de nuestros colegas artistas permitirá que esos que se han
alejado para establecerse de forma diferente tengan un sano contacto con el manantial de
nuestra vida americana.
W.F.
Introducción a la edición de la Modern Library de Santuario

(Nueva York, 1932)

Este libro fue escrito hace tres años. Para mí es una idea barata, porque fue
deliberadamente concebido para hacer dinero. Durante unos cinco años había estado
escribiendo libros que se publicaban y no se vendían. Pero estaba bien. Entonces era joven
y tenía la tripa dura. Ni había convivido ni conocía a nadie que escribiese novelas y relatos
y supongo que no sabía que la gente ganaba dinero con ellos. No me molestaba demasiado
que de vez en cuando los editores rechazasen los manuscritos. Porque entonces era de
entrañas duras. Podía hacer un montón de cosas que me podrían hacer ganar el poco dinero
que necesitaba, gracias a la infalible bondad de mi padre, que me suministraba cuanto pan
necesitase a pesar del ultraje a sus principios de haber sido el progenitor de un gorrón.
Entonces empecé a volverme un poco delicado. Todavía podía pintar casas y hacer
trabajos de carpintería, pero me volví delicado. Empecé a pensar en ganar dinero con la
escritura. Empecé a preocuparme cuando los editores de las revistas me devolvían los
relatos breves, lo suficientemente preocupado como para decirles que más tarde tendrían
que comprar esos relatos, así que por qué no hacerlo ahora. Mientras tanto, con otra novela
completada y consistentemente rechazada durante dos años, acababa de dejarme las
entrañas escribiendo El ruido y la furia, aunque no fui consciente de que había hecho eso
hasta que el libro fue publicado, porque lo había hecho por placer. Entonces creí que nunca
me publicarían otra vez. Dejé de pensar en mí desde un punto de vista editorial.
Pero cuando el tercer manuscrito, Sartoris, fue aceptado por un editor y (habiendo
rechazado él El ruido y la furia) fue aceptado todavía por otro editor más, que en ese
momento me advirtió que no vendería, empecé a pensar de nuevo en mí como un objeto
impreso. Empecé a pensar en libros desde el punto de vista del posible dinero. Decidí que
yo mismo también debía hacer algo de dinero. Me tomé un poco de tiempo, y especulé
acerca de lo que una persona en el Mississippi creería que eran tendencias actuales, elegí lo
que creí la respuesta correcta e inventé el cuento más horrible que pude imaginar y lo
escribí en aproximadamente tres semanas y lo envié a Smith, que había sacado El ruido y
la furia y que me escribió inmediatamente, «Dios mío, no puedo publicar esto. Nos
meterían a los dos en la cárcel». Así que le dije a Faulkner, «Estás condenado. Desde este
momento tendrás que trabajar durante el resto de tu vida». Eso fue en el verano de 1929.
Conseguí un trabajo en la central eléctrica, en el turno de noche, de seis de la tarde a seis de
la mañana, descargando carbón. Cogía el carbón de la carbonera con la pala y lo ponía en
una carretilla y lo llevaba y lo vertía donde el fogonero lo pudiera poner en la caldera.
Hacia las once en punto la gente se iba a dormir, así que no se requería tanta energía.
Entonces podíamos descansar, el fogonero y yo. Él se solía sentar en una silla y dormitaba.
Yo me había inventado una mesa a partir de una carretilla en el almacén de carbón, justo al
otro lado de un muro donde funcionaba una dinamo. Hacía un ruido profundo y constante,
como un murmullo. No había más trabajo que hacer hasta las cuatro de la mañana, cuando
teníamos que limpiar los fuegos y ponerlos de nuevo en marcha. En estas noches, entre las
doce y las cuatro, escribí Mientras agonizo en seis semanas, sin cambiar una palabra. Se lo
envié a Smith y le escribí que con eso me levantaría o me caería.
Creo que me había olvidado de Santuario, como cuando se te olvida algo hecho
para un propósito inmediato que no se llevó a cabo. Mientras agonizo fue publicado y no
me acordé del manuscrito de Santuario hasta que Smith me envió las galeradas. Entonces
vi que era tan terrible que sólo se podían hacer dos cosas: rasgarlo o reescribirlo. Lo pensé
otra vez, «podría vender; quizá unos diez mil lo compren». Así que rasgué las galeradas y
reescribí el libro. Ya había estado listo una vez, así que tenía que pagar por el privilegio de
reescribirlo, intentando hacer de él algo que no avergonzase demasiado a ruido y la furia y
Mientras agonizo e hice un buen trabajo y espero que lo compres y que se lo digas a tus
amigos y espero que también lo compren.
William Faulkner

Nueva York, 1932.


DOS INTRODUCCIONES A “EL RUIDO Y LA FURIA”[86]
Introducción a El ruido y la furia (1)

(Oxford, Mississippi, 19 de agosto de 1933)

El arte no es parte de la vida sureña. En el Norte parece ser diferente. Es la piedra


minera más dura en la fundación de Manhattan. Es parte del brillo o de la cutrez de las
calles. Los edificios surgen como flechas a partir de ello y debido a ello, para ser demolidos
y surgir de nuevo. Habrá gente que lleve vidas pequeñoburguesas (esos incontables y casi
invisibles huesos de su articulación, que si falta alguno todo el esqueleto colapsará) cuyo
pan dependa de ello —chicos y chicas políglotas de las residencias de las escuelas a las
salas de las editoriales y a las galerías de arte; hombres de pelo gris y barriga que manejan
máquinas de linotipia y cortan entradas de conciertos y luego van sosegadamente a casa en
Brooklyn y en estaciones suburbanas donde les esperan hijos y nietos— mucho después de
que los descendientes de los políticos irlandeses y los mañosos napolitanos estén tan
olvidados como los salvajes indios y las palomas.
Y también de Chicago: de ese ritmo no siempre armónico o afinado; lujurioso, en
voz alta, siempre cambiante y siempre joven; atrayendo desde una cuenca fluvial que es
casi un continente a hombres y mujeres jóvenes hacia su descontento vital y después
expulsándoles de nuevo para escribir Chicago en Nueva Inglaterra y Virginia y Europa.
Pero en el Sur el arte, para ser siquiera visible, debe convertirse en una ceremonia, en un
espectáculo; algo entre un campamento gitano y una venta benéfica de iglesia donada por
un puñado de cómicos enmascarados que deben consumirse a sí mismos en una protesta y
en una activa auto-defensa hasta que no haya nada con lo que hablar —una sola semana,
digamos, de furioso esfuerzo para un espectáculo que será ofrecido el viernes por la noche
y después borrado y desvanecido, dejando únicamente un mandil almidonado con pintura o
una gastada cinta para máquina de escribir en la esquina y quizá un pequeño cheque para
estopilla o tela de banderín en las manos de un asombrado y desconcertado comerciante—.
Quizá esto sea porque el Sur (hablo en el sentido del sueño autóctono de cualquier
colección concreta de hombres que tengan algo en común, aunque sea sólo la geografía y el
clima, que moldea sus aspiraciones económicas y espirituales en ciudades, en un patrón de
casas o de comportamiento) es viejo puesto que está muerto. Nueva York, sea lo que sea lo
que crea de sí mismo, es joven puesto que está vivo; todavía es una progresión lógica e
ininterrumpida de los holandeses. Y Chicago incluso presume de ser joven. Pero el Sur,
como Chicago es el Medio Oeste y Nueva York el Este, está muerto, asesinado por la
Guerra Civil. Sin duda hay una cosa que se conoce de un modo caprichoso como el Nuevo
Sur, pero eso no es el Sur. Es una tierra de inmigrantes que están reconstruyendo los
pueblos y las ciudades como réplicas de los pueblos y ciudades de Kansas e Iowa e Illinois,
con rascacielos y toldos de lona rayada en lugar de balcones de madera, y enseñando a los
jóvenes que despachan gasolina y a las camareras de los restaurantes a decir ¿ah sí?[87] y a
pronunciar fuerte la r, y a colgar en los cruces de calles tranquilas y sombreadas, donde
nadie salvo los turistas norteños en Cadillacs y Lincolns circula a un paso más rápido que el
trote de un caballo, luces que cambian del rojo al verde y perentorios y salvajes timbres.
Sin embargo este arte, que no tiene lugar en la vida sureña, es casi la suma total del
artista sureño. Es su respiración, su sangre, su carne, su todo. No tanto porque se le obligue
a volver sobre él o porque debido a las circunstancias se vea introducido en él a la fuerza;
forzado a elegir, al estilo de la dama o el tigre,[88] entre ser un artista y ser un hombre. Esto
siempre ha sido cierto a propósito de él y sólo de él. Sólo los sureños han llevado látigos y
pistolas a los editores a propósito del trato o maltrato hacia sus manuscritos. Esto —las
pistolas reales— era en los viejos tiempos, por supuesto, ya no sucumbimos al impulso.
Pero todavía está allí, todavía está con nosotros.
Porque el sureño está escribiendo acerca de sí mismo, no acerca de su ambiente: que
ha cogido, hablando de un modo figurado, al artista que hay en él en una mano y al medio
en la otra y los ha empujado uno dentro del otro como un gato que araña y bufa en un saco
de arpillera. Y escribe. Nunca hemos tenido y probablemente nunca tendremos ningún sitio
con música o con artes plásticas. Necesitamos hablar, contar, puesto que la oratoria es
nuestra herencia. Parece que en el simple lapso furioso de la respiración (o de la escritura)
del individuo intentamos dirigir una salvaje acusación contra la escena contemporánea o
escapar de ella hacia una región fantástica de espadas y magnolias. Ambos caminos están
enraizados en el sentimiento; quizá los únicos que escriben salvaje y amargamente del
incesto en cabañas de suelo de arcilla sean los más sentimentales. En cualquier caso, cada
camino es una cuestión de violento partidismo, en el cual el escritor inconscientemente
escribe en cada línea y en cada frase sus violentos desesperos y furias y frustraciones o sus
violentas profecías procedentes de sus aún más violentas esperanzas. Ese frío intelecto que
puede escribir con calma y con completa imparcialidad y gusto respecto a su escena
contemporánea no está entre nosotros; no creo que viva el escritor sureño que pueda decir
sin mentir que escribir le resulte mínimamente divertido. Quizá no queremos que lo sea.
Parece que he tomado ambos caminos. He intentado escapar y he intentado acusar.
Después de cinco años miro hacia atrás El ruido y la furia y veo que ése era el punto de
inflexión: en este libro hice ambas cosas al mismo tiempo. Cuando empecé el libro, no
tenía ningún plan. Ni siquiera estaba escribiendo un libro. Previamente había escrito tres
novelas, con una progresiva disminución de desahogo y placer, y recompensa o
emolumentos. La tercera fue presentada durante casi tres años en los que me dediqué a
enviarla de editor a editor con una especie de terca y menguante esperanza de al menos
justificar el papel que había usado y el tiempo que había pasado escribiéndola. Esta
esperanza al final tuvo que morir, porque un día de repente pareció como si una puerta se
hubiese cerrado silenciosamente y para siempre entre mí y todas las direcciones de editores
y listas de libros y me dije a mí mismo, ahora puedo escribir. Ahora sólo puedo escribir.
Con lo cual yo, que había tenido tres hermanos y ninguna hermana y que estaba destinado a
perder a mi primera hija en la infancia, empecé a escribir acerca de una niña pequeña.
No me di cuenta entonces de que estaba intentando manufacturar la hermana que no
tuve y la hija que iba a perder, aunque lo anterior debía haber resultado evidente a partir del
hecho de que Caddy tenía tres hermanos casi antes de que escribiese su nombre en el papel.
Simplemente empecé a escribir sobre un hermano y una hermana salpicándose uno al otro
en el arroyo y la chica caía y se mojaba la ropa y el hermano pequeño lloraba, pensando
que la hermana estaba vencida o quizá herida. O quizá sabía que él era el niño y que ella
interrumpiría cualquier pelea de agua para consolarle. Cuando hizo eso, cuando detuvo la
pelea de agua y se agachó sobre él con sus ropas empapadas, la historia entera, que está
contada toda por el mismo hermano pequeño en la primera sección, pareció explotar ante
mí en el papel.
Vi que el pacífico destello de esa ramificación se iba a convertir en el oscuro,
doloroso flujo del tiempo arrastrándola a un lugar del que no podría regresar para
consolarle, pero que sólo la separación, la división, no sería suficiente, no lo
suficientemente lejos. Debía arrastrarla también al deshonor y a la vergüenza. Y que Benjy
a partir de ese momento nunca crecería; que para él todo conocimiento empezaba y
terminaba con esa feroz, jadeante, pausada y agachada figura húmeda que olía como a
árboles. Que nunca crecería hasta donde la aflicción por la pérdida pudiese aderezarse con
comprensión y a partir de ahí con el alivio de la rabia como en el caso de Jason, y del
olvido como en el caso de Quentin.
Vi que habían sido enviados al prado a pasar la tarde para mantenerles fuera de la
casa durante el funeral de la abuela con el fin de que los tres hermanos y los niños negros
pudiesen mirar el trasero embarrado de las bragas de Caddy mientras esta trepaba por el
árbol para mirar por la ventana el funeral, sin darse cuenta entonces de la simbología de las
bragas sucias, porque de nuevo aquí el coraje era de ella, que más tarde tendría que afrontar
con honor la vergüenza que iba a engendrar, que Quentin y Jason no podrían afrontar: el
uno buscando refugio en el suicidio, el otro en la vengativa rabia que le condujo a robar a
su sobrina bastarda la exigua suma que Caddy podía enviarle. Pues yo ya había continuado
hasta la noche y el dormitorio y Dilsey y las bragas manchadas de barro restregando el
desnudo trasero de esa pequeña niña condenada —intentando limpiar con la triste hija
ilegítima de su mancha ese cuerpo, esa carne, cuya vergüenza simbolizaban y profetizaban,
como si ella ya viese el negro futuro y el papel que debía desempeñar en él intentando
mantener unido ese hogar que se desmoronaba—.
Entonces la historia estuvo completa, terminada. Allí estaba Dilsey para ser el
futuro, para levantarse sobre las ruinas caídas de la familia como una chimenea arruinada,
demacrada, paciente e indomable; y Benjy para ser el pasado. Tenía que ser un idiota, así
que, como Dilsey, debía ser impermeable al futuro, aunque a diferencia de ella negándose a
aceptarlo de ninguna manera. Sin pensamiento ni comprensión; informe, neutro, como algo
sin ojos y sin voz que podría haber vivido, existido únicamente por su capacidad de
sufrimiento, en el principio de la vida; medio fluido, tentativo: una pálida y desvalida masa
de toda la estúpida agonía bajo el sol, en un tiempo que no es todavía el suyo salvo porque
podía llevar todas las noches ese feroz, valeroso ser que no era para él sino un toque y un
sonido que podía ser oído en cualquier campo de golf y un olor como a árboles, en el seno
de las brillantes formas del sueño.
Toda la historia está allí, en la primera sección tal como Benjy la contó. No intenté
hacerla deliberadamente oscura; cuando me di cuenta de que la historia debía ser publicada,
seguí con tres secciones más, todas más largas que la de Benjy, para intentar clarificarla.
Pero cuando escribí la sección de Benjy, no la estaba escribiendo para ser publicada. Si
ahora lo tuviera que rehacer lo haría de modo diferente, porque su escritura tal y como está
ahora me enseñó cómo escribir y cómo leer, e incluso más: me enseñó lo que ya había
leído, porque al completarla descubrí, en una serie de repercusiones como un trueno de
verano, a los Flauberts y a los Conrads y a los Turgenievs que hacía nada menos que diez
años había consumido por completo y sin asimilarlos en absoluto, como haría una polilla o
una cabra. No he leído nada desde entonces; no he tenido que hacerlo. Y desde entonces
sólo he aprendido una cosa acerca de la escritura. Esto es, que la emoción definitiva y física
y sin embargo nebulosa de describir que me proporcionó la escritura de la sección de Benjy
—ese éxtasis, esa entusiasta y jovial fe y anticipación de sorpresa que las hojas todavía
inalteradas bajo mi mano mantuvieron inviolada e infalible— no volverá. La falta de
reluctancia a la hora de empezar, la fría satisfacción por el trabajo bien y arduamente hecho
está allí y continuará estando allí mientras pueda hacerlo bien. Pero eso otro no volverá.
Nunca lo conoceré de nuevo.
Así que escribí las secciones de Quentin y Jason intentando clarificar la de Benjy.
Pero vi que únicamente era contemporizar;
que las tenía que haber dejado completamente fuera del libro. Me di cuenta de que
habría compensaciones, de que en cierto sentido podría dar entonces una vuelta final a la
tuerca y extraer alguna destilación definitiva. Sin embargo me llevó más de un mes coger
un bolígrafo y escribir El día amaneció sombrío y fresco[89] antes de hacerlo. Hay una
historia en alguna parte acerca de un viejo romano que conservaba junto a su cama un
ánfora tirrena que amaba y cuyo borde se estaba borrando lentamente al besarlo. Yo mismo
había hecho un jarrón, pero supongo que supe todo el tiempo que no podía vivir para
siempre en su interior, que quizá estaría mejor tenerlo de modo que yo también pudiese
tumbarme en la cama y mirarlo; sin duda sería así cuando viniese el día en el que no sólo se
hubiese ido el éxtasis de la escritura, sino también la falta de reluctancia y el tener algo
digno que decir. Está bien pensar que dejarás algo detrás de ti cuando mueras, pero está
mejor haber hecho algo con lo que te puedas morir. Mucho mejor el culo embarrado de una
pequeña niña condenada trepando a un florido peral en abril para mirar el funeral por la
ventana.
Oxford de agosto de 1933

[Mississippi Quarterly, verano de 1973]


Introducción a El ruido y la furia (2)

(Oxford, Mississippi, 1946)

Escribí este libro y aprendí a leer. He aprendido un poco acerca de escribir desde La
paga de los soldados —cómo acercarme al lenguaje, a las palabras: no tanto con seriedad,
como hace un ensayista, sino con una especie de alertado respeto, como cuando te acercas a
la dinamita; incluso con alegría, como cuando te acercas a las mujeres; quizá con las
mismas secretamente inescrupulosas intenciones—. Pero cuando terminé El ruido y la furia
descubrí que realmente hay algo a lo que el gastado término Arte no sólo puede, sino que
debe, ser aplicado. Descubrí entonces que había pasado por todo lo que había leído
siempre, desde Henry James pasando por Henty y periódicos de sucesos, sin hacer ninguna
distinción ni haber digerido nada de ello, como haría una polilla o una cabra. Después de El
ruido y la furia y sin tener en mente abrir otro libro y en una serie de repercusiones
retardadas como trueno de verano, descubrí a los Flauberts y a los Dostoyevskys y a los
Conrads cuyos libros había leído hacía diez años. Con El ruido y la furia aprendí a leer y a
dejar de leer, puesto que no he leído nada desde entonces.
Tampoco parece que haya aprendido nada desde entonces. Durante la escritura de
Santuario, la novela siguiente a El ruido y la furia, esa parte de mí que aprendía mientras
escribía, que quizá sea la verdadera fuerza que conduce al escritor al parto de la invención y
a la pesadez de poner setenta y cinco o cien mil palabras en papel, estuvo ausente porque yo
todavía estaba leyendo por repercusión los libros que había tragado por completo hacía diez
años o más. De la escritura de Santuario únicamente aprendí que había algo que faltaba:
algo que me dio El ruido y la furia y Santuario no. Cuando empecé Mientras agonizo había
descubierto lo que era y supe que también estaría ausente en este caso porque éste sería un
libro deliberado. Deliberadamente me propuse escribir un tour-de-forcé. Antes siquiera de
que hubiese puesto el bolígrafo sobre el papel y escribiese la primera palabra, sabía cuál
sería la última palabra y casi dónde caería el último punto. Antes de que empezase dije, voy
a escribir un libro con el cual, en caso necesario, pueda levantarme o caer si nunca vuelvo a
tocar la tinta. Así que cuando lo terminé la fría satisfacción estaba allí, como había
esperado, pero también como había esperado estaba ausente esa otra cualidad que El ruido
y la furia me había dado: esa emoción definitiva y física y sin embargo nebulosa de
describir: ese éxtasis, esa entusiasta y jovial fe y anticipación de sorpresa que las hojas
todavía inalteradas bajo mi mano mantenían inviolada e infalible, esperando a ser liberada.
No la había en Mientras agonizo. Dije, esto es porque sabía demasiado acerca de este libro
antes de que empezase a escribirlo. Dije, es más que probable que nunca más vaya a tener
que saber tanto acerca de un libro antes de que empiece a escribirlo, y la próxima vez
volverá. Esperé casi dos años, entonces empecé Luz de agosto, sin saber acerca de ella nada
más que una mujer joven, embarazada, estaba caminando sola por una extraña carretera
comarcal. Pensé, ahora lo volveré a capturar, puesto que no sé más de este libro de lo que
sabía acerca de El ruido y la furia cuando me senté frente a la primera página en blanco.
No volvió. Las páginas escritas crecieron en número. La historia estaba yendo
bastante bien: deseaba sentarme a ello cada mañana sin reluctancia aunque todavía sin esa
anticipación y esa alegría que era lo único que hacía que la escritura fuese un placer para
mí. El libro estaba casi terminado antes de que admitiese el hecho de que no se repetiría,
puesto que ahora era consciente de que antes de que fuese escrita cada palabra sabía
exactamente lo que haría la gente, puesto que ahora estaba eligiendo deliberadamente entre
posibilidades y probabilidades de comportamiento y sopesando y midiendo cada elección
según la escala de los James y los Conrads y los Balzacs. Supe que había leído demasiado,
que había alcanzado esa etapa que tienen que atravesar todos los jóvenes escritores, en la
que se cree que se ha aprendido demasiado acerca del negocio. Recibí una copia del libro
impreso y descubrí que ni siquiera quería ver qué tipo de cubierta le había puesto Smith.
Me pareció tener una visión de él y de los subsiguientes a El ruido y la furia colocados en
una fila ordenada sobre una estantería en la que miraba los títulos de los lomos con una
decreciente atención que era casi desagrado, y que cada siguiente libro suscitaba menos y
menos, hasta que finalmente la propia Atención pareció decir, Gracias a Dios no habrá
necesidad de abrir otra vez ninguno de estos. Creía saber entonces por qué no había
capturado de nuevo ese primer éxtasis, y que nunca volvería a capturarlo; que cualesquiera
novelas que escribiese en el futuro estarían escritas sin reluctancia, pero también sin la
anticipación de la alegría; que en El ruido y la furia quizá había puesto la única cosa en la
literatura que siempre me conmovería mucho: Caddy trepando al peral para mirar por la
ventana el funeral de su abuela mientras Quentin y Jason y Benjy y los negros miraban
hacia arriba al trasero embarrado de sus bragas.
Ésta es la única de las siete novelas que escribí sin que la acompañase ningún
sentimiento de impulso o esfuerzo, o sin que la acompañase ningún sentimiento de
agotamiento o alivio o desagrado. Cuando la empecé no tenía ningún plan en absoluto. Ni
siquiera estaba escribiendo un libro. Estaba pensando en libros, en publicar, sólo en pasado,
en decirme a mí mismo, No me tendré que preocupar en absoluto de si a los editores les
gusta o no les gusta éste. Cuatro años antes había escrito La paga de los soldados. No me
había llevado mucho escribirlo y se publicó rápidamente y me dio unos quinientos dólares.
Dije, Escribir novelas es fácil. Escribí Mosquitos. No fue tan fácil de escribir y no se
publicó tan rápido y me hizo ganar unos cuatrocientos dólares. Aparentemente el ser un
novelista es algo más que escribir novelas, algo que antes no tenía tan claro. Escribí
Sartoris. Me llevó mucho más, y el editor lo rechazó enseguida. Pero continué
presentándolo por ahí durante tres años con una terca y menguante esperanza, quizá para
justificar el tiempo que había pasado escribiéndolo. Esta esperanza murió lentamente,
aunque no dolió nada. Un día me pareció cerrar una puerta entre mí y todas las direcciones
de editores y listas de libros. Y me dije a mí mismo, Ahora puedo escribir. Ahora puedo
hacer yo mismo un ánfora como esa que el viejo romano mantenía cerca de su cama y cuyo
borde desgastó lentamente a besos. Así que yo, que nunca había tenido una hermana y que
estaba destinado a perder a mi hija en la infancia, me dispuse a hacer yo mismo una
preciosa y trágica niña pequeña.
[Southern Review, otoño de 1972]
Nota a modo de prefacio a «Apéndice: Compson, 1699-1945»

CUANDO FAULKNER escribió El ruido y la furia en 1928 según todos lo dejó sin
terminar. En 1946, cuando Malcom Cowley cogió El ruido y la furia recogiendo y
recopilando material para su Faulkner portátil Faulkner descubrió que el libro ni siquiera
estaba terminado para sí mismo. Posiblemente se dio cuenta de esto en 1946 sólo porque
fue incapaz de terminarlo hasta 1946; porque en 1928 y en 1938 todavía no sabía lo
suficiente acerca de la gente para terminar con la suya, así que el libro realmente no era un
inconscientemente intencionado tour de forcé en el ofuscamiento sino más bien el casero, el
experimental, el primer proyector de imágenes en movimiento —lentes combadas, escasa
luz, mecanismo poco fiable e incluso una mala pantalla— que tuvo que esperar hasta 1946
para que las lentes se corrigiesen, la luz se mantuviese constante, los rodamientos girasen
con suavidad. Entonces era demasiado tarde, no obstante. El libro estaba hecho. Ahora era
su último año de virginidad. Todo lo que Faulkner podía hacer era intentarlo y elaborar una
clave. Pensó que una o dos páginas servirían. Se fue casi a veinte. Aquí está.
[Faulkner escribió «Apéndice: Compson, 1699-1945», una adición a El ruido y la
furia, para su inclusión en el Portable Faulkner de Viking, editado por Malcom Cowley,
publicado en abril de 1946. Fue publicado de nuevo en diciembre de 1946 en el volumen
doble de la Modern Library de El ruido y la furia y Mientras agonizo, y Faulkner envió
una nota introductoria para el Apéndice a su editor Robert N. Linscott, probablemente en
mayo de 1946. La nota no aparece en el libro, y la versión que envió a Linscott
aparentemente no ha sobrevivido. Sin embargo, un borrador de ella aparece en el reverso
de una página mecanografiada en un temprano borrador de Una fábula y fue publicada en
«A Prefatory Note by Faulkner for the Compson Appendix», por James B. Meriwether, en
American Literature, mayo de 1971. Ese texto es el aquí reproducido.]
Prólogo a la Antología de Faulkner

(Nueva York, 1954)

Mi abuelo tenía una moderada aunque razonablemente difusa y católica librería;


ahora me doy cuenta de que obtuve la mayoría de mi temprana educación en ella. Era un
poco limitada en cuanto a su contenido de ficción, puesto que lo que le gustaba era la
emoción romántica simple y directa como la de Scott o Dumas. Pero había una heterogénea
diseminación de otros volúmenes, elegidos aparentemente al azar y por mi abuela, puesto
que las guardas llevaban su nombre y las fechas en los años 1880 y 1890, en esa época en la
que incluso en un pueblo tan grande como Memphis, Tennessee, las señoritas paraban sus
carruajes en la calle frente a los comercios y a las tiendas, y los encargados e incluso los
propietarios salían a recibir sus peticiones —esa época en la que la mayoría de la compra de
libros y de su lectura era realizada por mujeres, llamando a sus hijos Byron y Clarissa y San
Elmo y Lothair por los románticos y trágicos héroes y heroínas y por sus incluso más
románticos creadores—.
Uno de esos libros era de un polaco, Sienkiewicz —una historia de la época del rey
John Sobieski, cuando los polacos, casi sin ayuda, impidieron a los turcos invadir Europa
Central—. Éste, como todos los libros de ese período, al menos los que tenía mi abuelo,
tenía un prefacio, un prólogo. Nunca leí ninguno; estaba demasiado ansioso por meterme en
lo que la gente misma estaba haciendo y por lo que se estaban angustiando y sobre lo que
estaban triunfando. Pero leí el prólogo de éste, el primero que me tomé el tiempo de leer;
ahora no sé por qué. Decía algo así:
Este libro fue escrito a expensas de un considerable esfuerzo, para elevar el corazón
de los hombres, y pensé: «bueno que se te haya ocurrido decir eso». Pero nada más. Ni
siquiera pensé, «Quizá algún día yo también escribiré un libro y es una lástima que no se
me haya ocurrido eso a mí primero, así podría ponerlo en la primera página del mío».
Porque entonces no había pensado en escribir libros. El futuro no se extiende tan lejos. Esto
era en 1915 y 1916; había visto un aeroplano y mi mente estaba repleta de nombres: Ball, e
Immelman y Boelcke, y Guynemer y Bishop, y yo estaba esperando, aguardando, hasta que
fuese lo suficientemente mayor o lo suficientemente libre o en cualquier caso pudiese llegar
a Francia y convertirme en alguien glorioso y también condecorado.
Entonces eso había pasado. Era 1923 y escribí un libro y descubrí que mi condena,
mi destino, era seguir escribiendo libros: no con un propósito exterior ni ulterior:
únicamente escribir libros por el hecho de escribir libros; obviamente, puesto que el editor
consideraba que merecían el riesgo financiero de ser impresos, alguien los leería. Pero eso
carecía de importancia al compararlo con la necesidad de tenerlos escritos, aunque
naturalmente uno espera que quien los lea los encuentre verdaderos y honestos e incluso
quizá conmovedores. Porque uno estaba demasiado ocupado escribiendo libros durante el
tiempo en que el demonio que le conducía todavía le consideraba digno, merecedor, de la
angustia de ser conducido, mientras la sangre y las glándulas y la carne aún se conservaban
fuertes y potentes, el corazón y la imaginación aún estaban sin embotar respecto a las
locuras y a los apetitos y a las heroicidades de los hombres y mujeres; aún escribiendo
libros porque tenían que ser escritos después de que la sangre y las glándulas empezasen a
aminorarse y a enfriarse un poco y el corazón empezase a decirle, «Ni sabes la respuesta ni
la encontrarás nunca», pero aún escribiendo porque el demonio todavía era amable, sólo
que un poco más severo y despiadado: hasta que repentinamente un día ve que ese viejo
polaco medio olvidado había tenido la respuesta todo el tiempo.
Para elevar el corazón del hombre; lo mismo para todos nosotros: para los que están
intentando ser artistas, los que están intentando escribir simple entretenimiento, los que
escriben para chocar y los que simplemente están escapando de sí mismos y de sus propias
angustias privadas.
Algunos de nosotros no sabemos que esto es por lo que estamos escribiendo.
Algunos lo sabremos y lo negaremos, por miedo a ser acusados y auto-recluidos y
condenados por sentimentalismo, algo con lo que por alguna razón hoy en día la gente está
avergonzada de ser corrompida; algunos de nosotros parece que tenemos curiosas ideas
acerca de dónde está localizado el corazón, confundiéndolo con otras glándulas, órganos y
actividades más bajas. Pero todos escribimos con este único propósito.
Esto no significa que estemos intentando cambiar al hombre, mejorarle, aunque ésta
es la esperanza —quizá incluso la intención— de algunos de nosotros. Al contrario,
analizados a fondo, esta esperanza y este deseo de elevar el corazón del hombre son
completamente egoístas, completamente personales. Él elevaría el corazón del hombre para
su propio beneficio porque de esta forma él puede decir No a la muerte. Está diciendo No a
la muerte para sí mismo por medio de los corazones que espera haber elevado, o incluso
por medio de las meras glándulas inferiores que ha perturbado hasta el punto en el que
pueden decir No a la muerte por su cuenta al saber, al ser conscientes, al haberles dicho y
haberlo creído: «Al menos no somos vegetales porque los corazones y las glándulas
capaces de formar parte de esta emoción no son las de los vegetales, y perdurarán, deben
perdurar».
Así que quien, desde el aislamiento de la fría e impersonal letra, pueda engendrar
esta emoción, él mismo formará parte de la inmortalidad que ha engendrado. Algún día él
ya no será más, entonces eso no importará, porque aislado e invulnerable en la fría letra
permanece lo que es capaz de engendrar todavía la vieja e inmortal emoción en los
corazones y en las glándulas cuyos propietarios y custodios están a generaciones incluso
del aire que ha respirado y en el que se ha angustiado; si fue capaz una vez, sabe que será
capaz y potente aun mucho después de que sólo quede de él un nombre muerto y que se
desvanece.
Nueva York Noviembre, 1953
IV. RESEÑAS DE LIBROS Y OBRAS DE TEATRO

LAS primeras seis reseñas/ensayos-reseñas fueron publicadas originalmente en


1920,1921 y 1922 en el periódico de estudiantes de la Universidad de Mississippi; The
Mississippian. El nombre del autor aparece deformas diversas como: William F. [sic]
Falkner; W. Falkner; y W. F. Fueron compilados en Wiliam Faulkner: Early Prose and
Poetry, ed. Carvel Collins (Boston: Little Brown, 1962). Al editar estos textos, Collins no
sólo corrigió una gran cantidad de errores de imprenta en la prosa de Faulkner, sino que
también realizó correcciones en las citas. Esos textos corregidos han sido reproducidos aquí
con pocos cambios.
Reseña de En abril una vez de W. A. Percy[90] (1920)

EL señor Percy es un nativo del Mississippi, un licenciado de la Universidad del Sur


y de la escuela de derecho de Harvard. Fue miembro de la Comisión para la Ayuda a
Bélgica[91] en los primeros días de la guerra, después sirvió como teniente adjunto en la
trigésimo séptima división. Ahora vive en Greenville.
El señor Percy —como, ¡ay!, tantos de nosotros— sufrió la desgracia de nacer fuera
de su tiempo. Él debería haber vivido en la Inglaterra victoriana e irse a Italia con
Swinburne, pues como Swinburne, él es una mixtura de apasionada adoración por la belleza
e igualmente apasionados desesperación y disgusto respecto a sus manifestaciones y
accesorios en la raza humana. Su musa es de tipo latino —emotivos éxtasis de
extravagancia lírica y una efímera fuerza artificial alcanzada al precio de la verdadera
fuerza de la belleza—. La belleza, para él, es casi como un dolor físico, evidente en la
simplicidad de este poema, que es lo más cercano a la perfección que hay en el libro—.
Oí un pájaro al romper el día
cantar desde los árboles otoñales
una canción tan mística y calma,
tan llena de certezas,
que ningún hombre, creo,
podría escucharla mucho tiempo
salvo de rodillas.
Aunque éste no era sino un simple pájaro solo, entre árboles muertos.[92]
La influencia del franco culto pagano a la belleza del pasado cae pesadamente sobre
él, es como un chico pequeño cerrando sus ojos contra la oscuridad de la modernidad que
amenaza la brillante simplicidad y la colorida pompa romántica de la Edad Media con la
que se llenan sus ojos. Uno puede imaginarle a él mejor como un violinista que se vuelve
ciego más o menos en la época en que muere Mozart, parecería que la última cosa que vio
con su subjetivo intelecto fue a Browning levantado con naif admiración ante su propia
mediocridad, de la que la «Epístola desde Corinto»[93] de Percy es el fruto. Esto es con
mucho lo mejor que hay en el libro, y hubiera sido mejor excepto por el hecho de que el
señor Percy, como todo hombre que haya vivido alguna vez, es víctima de su edad.
En conjunto, el libro mantiene su nivel de belleza lírica. Ocasionalmente se vuelve
pura vocalización, pues no siempre es la palabra lo que busca el señor Percy, sino el sonido.
Hay un elemento que más que ningún otro tiende a contribuir a su olvido: la sección
dedicada a los poemas de guerra. Cuántas, cuántas, cuántas resmas de papel se han
arruinado con poesía perteneciente a la última guerra que nadie, probablemente, conocerá
jamás, sin embargo todavía los ruiseñores llevan espadas y brazaletes de la Cruz Roja.
El señor Percy no ha escrito un gran libro —hay demasiada música en él para eso,
es un violinista con un instrumento inferior—, aunque (lo cual es muy inusual tal como van
los modernos libros de poesía) el oro supera en peso a la escoria. Cuánto, no me
comprometería a decirlo, pues él es una persona a la que resulta difícil hacer justicia; como
Swinburne, él oscurece por completo el horizonte mental, a uno o le gusta apasionadamente
o le deja frío para siempre.
[Mississippian, 10 de noviembre de 1920]
Reseña de Giros y películas de Conrad Aiken[94]

EN la niebla generada por la pubertad mental de los versificadores americanos


mientras escriben un Keats inferior o sollozan sobre el medio oeste, aparece una fisura azul
caída del cielo —los poemas de Conrad Aiken—. Él, solo entre la jauría que aúlla, parece
tener en mente un propósito definido. Los otros —quizá haya media docena de excepciones
— son tantos sonidos altos perdidos en un único profundo seto de ligustro; los otros los
atacan enérgicamente con la boca abierta y los ojos cerrados, algunos en los más o menos
impenetrables matorrales de Browingnesca oscuridad, otros enlodados sin esperanza en las
ciénagas de la mediocridad, y todos creando una ráfaga final antes de que la oscuridad
amablemente los engulla.
Muchos de ellos se han dado cuenta de que la estética es tan ciencia como la
química, que hay ciertas reglas científicas definidas que, cuando son aplicadas con
propiedad, producen gran arte de un modo tan seguro como ciertos elementos químicos,
combinados en las proporciones adecuadas, producen ciertas reacciones; sin embargo sólo
el señor Aiken ha hecho algún esfuerzo para descubrirlas y aplicarlas inteligentemente. Con
él nunca nada es accidental, muy felizmente ha escapado de nuestra maldición nacional de
llenar todos y cada uno de los espacios, religioso, físico, mental y moral, y junto a él los
ruiseñores británicos, el señor Vachel Lindsay con su cacerola de estaño y su cuchara de
hierro, el señor Kreymborg con sus litográficas acuarelas y el señor Carl Sandburg con su
sentimental propaganda de Chicago son otras tantas marionetas tanteando en una vacía
oscuridad.
El señor Aiken tiene una mente plástica, usa la variación, la inversión, el cambio de
ritmo y trucos métricos como ésos con un hábil resultado, y su clara impersonalidad nunca
le permitirá escribir versos pobres. Nunca es un agente de prensa como lo son tantos de sus
contemporáneos. Es bastante difícil citar un ejemplo suyo, pues ha escrito con ciertas
formas musicales en mente, y cualquier división de su trabajo que corresponda a las
dimensiones habituales de un poema es como un acorde aislado respecto a una fuga; sin
embargo los tres cuartetos de «Discordantes»:[95]
La música que oigo contigo es más que música, y el pan que parto contigo es más
que pan; ahora que estoy sin ti, todo está desolado; todo lo que una vez fue tan bonito está
muerto.

Tus manos una vez tocaron esta tabla y esta plata, y he visto tus dedos sostener este
vaso.

Estas cosas no se acuerdan de ti, mi amada,— y sin embargo tu toque sobre ellas no
pasará.

Pues era en mi corazón donde te movías entre ellas, y las bendecías con tus manos y
con tus ojos; y en mi corazón siempre te recordarán, — te conocieron una vez, oh bella y
sabia.[96]

Éste es uno de los más bellos, impersonalmente sinceros poemas de todos los
tiempos.
La fase más interesante de la obra del señor Aiken son sus experimentos con un
abstracto verso tridimensional diseñado según la forma de la música polifónica: La giga de
Forslin[97]y La casa del polvo.[98] Esto es interesante debido a sus posibilidades
completamente ilimitadas, él tiene el mundo entero ante sí; puesto que todavía nadie ha
hecho un intento satisfactorio de sintetizar las reacciones musicales con las reacciones
frente a documentos abstractos. La señorita Amy Lowell intentó una prosa polifónica que, a
pesar haber creado algunas estatuillas deliciosas de vidrio perfectamente soplado, es sólo
una flatulencia literaria; y la ha dejado, con la caña en la mano, mirando fijamente con
sorpresa na'if al aire donde han estallado sus burbujas.
El señor Aiken nunca ha sido aleatorio, se ha desarrollado de manera constante,
nunca se ha perdido por un momento, aunque resulta casi imposible descubrir de dónde
procede su impulso inicial. A veces parece que esté completando un ciclo de regreso a los
griegos, otras veces parece haber leves rastros de los simbolistas franceses, aislados a través
de sus poemas hay trozos de suave sonoridad que Masefield debiera haber formado; y así
finalmente uno regresa al punto de partida —¿de dónde vino, y adonde está yendo?—.
Resulta interesante observar, pues —digamos en quince años— cuando la marea de
esterilidad estética que está engulléndonos lentamente se haya retirado, quedará nuestro
primer gran poeta. Quizá éste es el hombre.
[Mississippian, 16 de febrero de 1921]
Reseña de Aria da Capo: Una obra en un acto[99] de Edna St.Vincent
Millay

ALGO lo suficientemente nuevo para ser eminente en esta época de pubertad


mental, esta alta gesticulación de los mesías estéticos de nuestro Valhalla emocional que
tienen un ojo en la bola y otro en la grada. En la jerga periodística se diría de la señorita
Millay que se ha apuntado un «tanto»; verdaderamente es así en el sentido de que sus
contemporáneos (aquellos que alguna vez se den cuenta de que ella ha hecho algo
«diferente») se preguntarán a sí mismos por qué no se les ocurrió a ellos antes, lo cual es
muy natural. Aquí hay una idea tan simple que te lleva a preguntarte por qué nadie bajo el
cielo había pensado antes en ello. Sin duda la razón es su simplicidad.
La obra en sí misma es algo ligero; ya la sorprendente frescura de la idea de una
tragedia pastoril representada y concluida por intrusos contra un convencional fondo de
serpentinas de papel y confeti de colores en medio de una meticulosamente artificial suite
de Pierrot y Columbine[100] la hace merecedora de verla otra vez. Sin embargo, ésta es una
afirmación injusta; pues casi todos los dramaturgos y versificadores modernos nos ofrecen
una estéril colisión de ideas carentes de imaginación; una especie de taquigrafía emocional.
Aria da Capo posee más que una idea hábilmente desarrollada, aunque es difícil señalar
exactamente qué es lo que la hace funcionar; no hay una inusual profundidad de
experiencia, sea mental o física, que pueda rastrearse en ella aparte de esas características
adquiridas sin un esfuerzo consciente por todo escritor joven, procedentes de las lecturas
realizadas durante el período de su desarrollo mental, ya sean por elección o compulsión. El
lenguaje es bueno; la rima ni fallida debido a una atención demasiado estrecha, ni
descuidada debido a una falta de ella; la elección de palabras, con una excepción —una
intervención de Pierrot de la que ahora no me acuerdo que contiene una palabra de
inexcusable crudeza—, es sensata: y —providencial genio— la obra no es demasiado larga;
es decir, sin relleno, sin cojines de sofá mentales que detengan la caída de la condenada y
agotadora mente. Una saludable tenue simplicidad; los dioses le han dado a la señorita
Millay una muñeca fuerte; y aunque una sola idea no hace ni estropea un texto escrito, es
algo; y esta suya viviría incluso aunque la señorita Amy Lowell la adornase
intrincadamente con cristales rotos, o el señor Cari Sandburg la dispusiese en los corrales,
para ser representada, en una tarde de sábado, por el sindicato de carniceros del vacuno.
[Mississippian, enero de 1922]
Teatro americano: Eugene O'Neill

ALGUIEN dijo —un francés, probablemente; ellos lo han dicho todo— que el arte
es preeminentemente provinciano: es decir, que viene directamente de una cierta época y de
una cierta localidad. Esta es una afirmación muy profunda; pues Lear y Hamlet y Todo está
bien[101]nunca podrían haber sido escritos en otro lugar salvo en Inglaterra durante el
reinado de Isabel (esto queda demostrado por los Hamlets que han salido de Dinamarca y
Suecia, y los Todo está bien de la comedia francesa) ni Madame Bovary podría haber sido
escrita en ningún otro sitio que en el valle del Ródano en el siglo XVIII; de la misma
manera que Balzac es París siglo XIX. Pero hay excepciones a ello, como las hay a todas
las reglas que conservan una partícula de verdad; dos modernas serían Conrad y Eugene
O’Neill. Estos dos hombres son anomalías, especialmente Joseph Conrad; en este punto
este hombre le ha dado la vuelta a toda la tradición literaria. Todavía es demasiado pronto
para comprometerse acerca de O’Neill, aunque, tan joven como es, ya es alguien que le
hace a uno preguntarse acerca de la verdad de la afirmación de más arriba.
No resulta especialmente difícil —después de que un hombre los haya escrito y
legado— seguir los hilos que él reunió y ponerlos sobre el papel en la forma de su propio
trabajo. Puede verse cómo Shakespeare tomó rudamente lo que necesitó de sus
predecesores y contemporáneos, dejando tras él un teatro que no hay mano que tenga
sangre que pueda sobrepasarlo; los dramaturgos alemanes han seguido su destino de forma
obvia y lógica conforme a los estándares teutónicos de pensamiento hasta la obra de
Hauptmann y Moeller; Synge es provinciano, tiene el sabor del suelo del que brotó como
no lo tiene ningún otro moderno (ahora Synge está muerto); mientras que el único hombre
que está logrando algo en el teatro americano supone una contradicción respecto a todos los
conceptos de arte.
Esto debe de ser por el hecho de que América no tiene teatro o literatura dignos de
ese nombre, y por tanto no tiene tradición. Si ésta fuese la razón, por fuerza uno debe creer
que el destino le ha gastado una broma realmente pesada al arrojar en el seno de la América
del siglo xx a un Hombre que habría alcanzado increíbles cotas en una tierra que poseyese
tradiciones. Los hechos relativos a Conrad, sin embargo, que es incluso una contradicción
mayor que O’Neill, proporcionan una base para la esperanza de que el azar no sea lo
suficientemente diabólico para perpetrar tal cosa; y también muestran cuán indefinible,
incalculablemente genial —horrible palabra— es.
El factor más inusual acerca de O’Neill es que un americano moderno escriba obras
sobre el mar. No hemos tenido tradiciones de agua salada en cien años. Los errantes son los
ingleses, mientras que nosotros en esencia no lo somos. Sin embargo aquí hay un hombre,
hijo de un «jefe» político de Nueva York, crecido en la ciudad de Nueva York y estudiante
de Princeton, que escribe acerca del mar. Él mismo ha sido, por accidente, marinero: fue
enrolado a la fuerza en un velero rumbo a Sudamérica y forzado a realizar el viaje como un
hábil marino desde Río a Liverpool con el fin de llegar a casa. No es físicamente fuerte,
tiene unos congénitos pulmones delicados, de ahí que tenga que llevar una vida prudente en
lo que respecta a las adversidades y a las duras condiciones climáticas; y sin embargo la
primera fase de su escritura estuvo dominada por el mar.
Y ha escrito obras bien saludables, y —cosa extraña— Nueva York se ha dado
cuenta de sus posibilidades. El emperador Jones se representó allí, y La paja[102] y Anna
Christie[103] se están representando en Nueva York este invierno. Estas dos últimas son
obras tardías, no acerca del mar, pero lo que las hace funcionar es lo mismo que hizo
funcionar Oro[104] y Diff’rent, lo que hizo que el emperador Jones se levantase y caminase
con aire arrogante con su egoísmo y su crueldad, y finalmente muriese por sus propios
miedos hereditarios: todas ellas poseen la misma claridad y simplicidad de trama y
lenguaje. Nadie desde El conquistador ha tenido la fuerza tras el lenguaje de la escena que
tiene O’Neill. «¿Quién osa silbar eso en el palacio del Emperador?» de El emperador Jones
se retrotrae a «gente como la que haría que los mismos obispos mitrados se estirasen tras
los barrotes del paraíso para ver a la dama Helen caminar en su dorado chal» de El
conquistador.
Todavía se está desarrollando; sus obras posteriores La paja y Anna Christie delatan
un cambio de actitud respecto a sus personajes, un cambio desde una imparcial observación
de su gente rebajada por la pura circunstancia, a una consideración más personal de sus
alegrías y esperanzas, de sus sufrimientos y desesperos. Quizá en su momento haga algo
que posea la riqueza del material dramático natural de este país, la mayor de cuyas fuentes
es nuestro lenguaje. Una literatura nacional no puede surgir del folklore —aunque sabe
Dios que ese forzamiento ya se ha intentado con bastante frecuencia— pues América es
demasiado grande y hay demasiados folklores: los negros sureños, grupos de españoles y
franceses, el viejo oeste, pues éstos siempre seguirán siendo coloquiales; tampoco vendrá
de nuestro argot, que es asimismo autóctono de restringidas porciones del país. Puede, sin
embargo, provenir de la fuerza del imaginativo idioma que resulta comprensible para todos
los que leen inglés. Hoy en ningún lugar, salvo en partes de Irlanda, se habla el idioma
inglés con la misma fuerza terrenal que en los Estados Unidos; aunque estemos, como
nación, todavía sin articular.
[Mississippian, 3 de febrero de 1922]
Teatro americano: Inhibiciones

Sólo por medio de alguna asombrosa ciega maquinación del azar veremos en los
próximos veinticinco años en América una obra fundamentalmente firme —una estructura
sólidamente construida, adecuadamente producida y correctamente interpretada—.
Dramaturgos y actores se encuentran ahora a merced de las circunstancias que
inevitablemente deben conducir a toda la gente cuyo juicio no esté temporalmente aberrado
hacia diversas condiciones de deseado alivio; desde una franca adulación respecto al
mercado de Frank Crane[105] —que sostiene una escupidera espiritual, por decirlo así, para
ese estrato que, desafortunadamente, tiene dinero en este país— a Europa; y al whiskey
sintético.
Toda la gente que escribe está tan patéticamente desgarrada entre un deseo de crear
una figura en el mundo y un mórbido interés en sus egos personales —el mortal fruto de
injertar a Sigmund Freud en el dinámico caos de un revoltijo de nacionalidades—. Y, con
una inquietud nacional característica, esos con imaginación y algo de talento la encuentran
insoportable. O’Neill le ha dado la espalda a América para escribir acerca del mar, Marsden
Hartley explota vengativos petardos en Montmartre, Alfred Kreymborg se ha ido a Italia y
Ezra Pound juega furiosamente con espurio bronce en Londres. Todos han encontrado
América estéticamente imposible; sin embargo, al ser de América, volverán algún día, unos
pocos a un indigesto exilio, otros a escribir alegremente para las películas.

Tenemos, en América, un inagotable fondo de material dramático. Dos fuentes se le


ocurren a cualquiera: los viejos días del río Mississippi y el romántico desarrollo de los
ferrocarriles. Y sin embargo, cuando se menciona al Mississippi, sólo viene a la mente
Mark Twain: un mediocre escritor que no habría sido considerado ni de cuarta categoría en
Europa, que equipó un poco los armazones literarios «de éxito asegurado» comprobados
desde antiguo con el suficiente color local para intrigar al superficial y al perezoso.
El arte sólido, sin embargo, no depende de la calidad o de la cantidad de material
disponible: un hombre con habilidad real encuentra suficiente lo que tiene a mano. El
material ayuda a esa persona que no posee suficiente fuerza impulsora para crear figuras
vivientes a partir de su propio cerebro, la riqueza de material le permite construir mejor lo
que de otra manera no podría. No obstante, nadie en América —ningún escritor— puede
desprenderse él mismo de los shibbóleth17 y pogromos literarios nacionales para hacer esto;
aquellos que están haciendo cosas que realmente merecen la pena trabajan infinitamente
más de lo que mostrarían los resultados conseguidos, debido a que deben superar toda esta
auto-tortura, primero deben matar los dragones que ellos, ellos mismos, han criado. Un
crítico teatral de un periódico de Nueva York me relató un ejemplo apropiado: Robert
Edmund Jones, un diseñador de decorados escénicos, descubrió que, durante algún tiempo,
había estado sujeto a una dolencia intangible. Descubrió que la calidad de su trabajo se
había estado deteriorando misteriosamente, que su sueño y su apetito estaban siendo
socavados. Un amigo —quizá el que le asistió en el descubrimiento de su alarmante
condición— le aconsejó que se retirase a cierto profesional de la nueva terapia
psicoanalítica. Lo hizo así, fue «psicoanalizado», e inmediatamente recobró su apetito, su
apacible sueño, y su antiguo entusiasmo por el diseño escenográfico. Esto es lo que todos
los escritores que están expuestos a las tendencias literarias predominantes en América
deben combatir; y, mientras el socialismo, el psicoanálisis y la actitud estética sean tan
rentables como populares, esas condiciones seguirán prevaleciendo.
Contamos con un arco iris en nuestro dramático horizonte: el lenguaje tal y como se
habla en América. En comparación con ello, el británico es un affaire de domingo por la
noche con leche y pan —melodiosos pero ligeramente tediosos ruiseñores en un seto de
recortadas formas—. No se consideran aquí otras lenguas: el nórdico es esencialmente el
poeta y el dramaturgo, como el francés es el pintor y el alemán el músico. No se sigue
siempre que una obra construida de acuerdo con las sólidas reglas —es decir, simplicidad y
fuerza del lenguaje, riguroso conocimiento del material y claridad de la trama— dé como
resultado una buena obra; de otro modo escribir teatro llegaría a ser un proceso
comparativamente simple. (El lenguaje no significa nada para Shaw: excepto por un
accidente de nacimiento bien podría haber escrito en francés.) En América, sin embargo,
con nuestro escaso equilibrio mental, el lenguaje es nuestro lógico salvador. Muy pocos
autores son capaces de decir algo de forma simple; estos extremistas fluctúan entre las
maneras de diversos estilistas muertos y olvidados —consiguiendo a partir de ahí un
vehículo que bien podría servir para anunciar detergente y cigarrillos— y la pura idiocia.
Aquellos que se dan cuenta de que el lenguaje es nuestra mejor apuesta, que emplean argot
y nuestros «duros» coloquialismos con el fin de erigir un edificio, se parecen a ese albañil
que se empeña en construir un rascacielos sólo con ladrillo, olvidando que se necesita una
armadura de acero en su interior.
Nuestra riqueza de lenguaje y nuestra inarticulada condición (la incapacidad para
derivar beneficio alguno del lenguaje) se deben a la misma causa: nuestro caos racial y
nuestra instintiva rapidez para darnos cuenta de nuestras necesidades más simples y para
satisfacerlas a partir de cualquier fuente. Como nación, somos un pueblo de acción (el
asombroso crecimiento de la industria cinematográfica es una prueba); incluso nuestro
lenguaje es acción antes que comunicación entre mentes: aquellos que han de ser llamados
con justicia hombres de ideas toman su pensamiento a conciencia, una especie de agilidad
mental como un ejercicio sueco invertido, y franca e ingenuamente solicitan de todo lo que
esté a su alrededor que vea y admire.
Ésta es la Hidra que hemos criado, y respecto a la cual nos hemos convertido en
pesimistas o en idiotas que asesinan; que tienen los fundamentos del lenguaje más vigoroso
de los tiempos modernos; un lenguaje que parece, al extranjero recién llegado, una masa de
sutilezas debido a que es empleado sólo como un medio de alivio, cuando la acción física
es imposible o insatisfactoria, por todas las clases, empezando por el profesor de Harvard,
siguiendo por la distante joven gardenia liberal, hasta el más humilde vendedor de
palomitas del estadio.
[Mississippian, 17y 24 marzo de 1922]
Reseña de Linda Condon-Cyntherea - El chal brillante de Joseph
Hergesheimer[106]

NADIE desde Poe se ha permitido a sí mismo estar esclavizado por las palabras
tanto como Hergesheimer. Sin embargo, lo que era, en Poe, una mórbida pero masculina
curiosidad emocional ha degenerado con la edad en una deliberada adulación hacia las
emociones en Hergesheimer, como una atenuación de los violines. Un extraño caso de
crucifixión sexual vuelta hacia sí misma: Mirándola y el Cardenal Bembo se vuelven gestos
de espumillón. Él es lo suficientemente subjetivo como para soportar la vida con justa
ecuanimidad, pero tiene miedo de vivir, del hombre en su lamentable arcilla desafiando al
azar y a la circunstancia.
Nunca ha escrito una novela —alguien ha de acuñar todavía la palabra para cada
unidad de su obra—: Linda Condon, con la que alcanza su cúspide, no es una novela. Se
parece más a un encantador friso bizantino: unas pocas figuras inolvidables en un
silencioso movimiento detenido, por siempre más allá del alcance del tiempo e inquietando
al corazón como la música. Su gente nunca se mueve desde dentro; no crean vida acerca de
ellos; son como marionetas que adoptan posturas llenas de gracia pero carentes de
significado en respuesta a las compulsiones del autor, y que mantienen estas actitudes hasta
que él dispone sus miembros de nuevo en otros gestos tan llenos de gracia como carentes de
significado. Su tacto, sin embargo, es delicado e impecable —siempre una gracia social—.
Uno puede imaginar a Hergesheimer sumergiéndose a sí mismo en Linda Condon como en
un tranquilo puerto donde la edad no pueda hacerle daño y donde el rumor del mundo le
alcance únicamente como un lejano y tenue ruido de lluvia. Quizá escribió el libro por este
motivo: sin duda un hombre de su delicadeza y perspicacia nunca sufriría la ilusión de que
Linda Condon fuese una novela.
Por esta razón el libro inquieta al corazón, la sombra más débil de una insistencia;
como si uno fuese despertado de un sueño, hacia un espacio en el interior de una tranquila
región de luz y sombra, insonora y más allá de la desesperación. La figlia delta sua mente,
l’amorosa l’idea.[107]
Cytherea no es nada —el apóstol Santiago hace un gesto obsceno—. Más bien, el
apóstol Santiago intentando que le quede bien un sombrero de copa y un abrigo para la
mañana. Un intento palpable e infructuoso de remedar los colores literarios de la época.
El chal brillante es mejor. Novela barata sublimada poblada, como Cytherea, por
hombres mórbidos y mujeres obscenas. Pero habilidosa; los trucos del negocio nunca
fueron empleados con mayor eficacia, salvo por Conrad. El inicio de El chal brillante es
bueno —habla del chal durante una página o así antes de que uno sea consciente de la
presencia del chal como un objeto material, antes de que la propia palabra sea dicha; es
como estar en una habitación llena de gente, con alguien al que uno todavía no ha mirado
directamente, aunque es consciente todo el tiempo de su presencia—.
Estos dos libros oscilan hacia el extremo opuesto de Linda Condon. Hergesheimer
ha intentado entrar en la vida, con desastrosos resultados; Sinclair Lewis y The New York
Times le han corrompido. Nunca debería intentar escribir nada en absoluto acerca de la
gente; debería emplear su tiempo, si tiene que escribir, describiendo árboles o fuentes de
mármol, casas o ciudades. Aquí su habilidad para escribir prosa impecable no sería
torturada por sus desafortunadas reacciones a las simiescas imbecilidades de la raza
humana. Tal como es, se parece a un emasculado sacerdote rodeado de las marionetas que
ha tallado y vestido y pintado —un mundo terrorífico sin movimiento ni significado—.
[Mississippian, 15 de diciembre de 1922]
Reseña de Ducdamé [108] de John Cowper Powys

VIVIR significa vegetar. Eso es todo lo que la naturaleza requiere. Todo lo que sea
inquietarse y darle vueltas a esto y a aquello es un invento humano. Y cuando se pone a la
gente en un escenario natural que de ninguna manera intriga al ojo, la importancia de los
personajes se vuelve desdeñable: no son convincentes. Imaginen que aparecen Punch y
Judy[109] sin un escenario cubierto.
Personajes como Rook y sus mujeres, y Lexie y las mujeres que no tuvo, deberían
ponerse en forma de obra —sólo el diálogo, para ser leído—. Pero escribirlos contra un
fondo de tranquilo, encantador campo inglés derrota sus propios fines. ¿Por qué resulta que
los americanos parecen no sentir esa parte de la superficie terrestre en la que están sus
raíces? Joseph Hergesheimer, un Pater decadente, tiene que ir a La Habana para escribir
encantadora prosa; y cuando intentamos describir nuestro entorno hacemos calendarios
verbales, litografías en linóleo.
La significación material y estética no son lo mismo, pero la importancia material
puede destruir la importancia artística, a pesar de lo que nos gustaría creer. Aquí está el
invierno y el último rumor del verano indio como una mujer rubia, cansada, con una mirada
fija revertida tan bien hecha que la señora Ashover y su problema y Lexie con su inminente
muerte se vuelven bastante vivaces, pues, al sufrir las compulsiones del aire y de la
temperatura y de la estación tal como lo hace el hombre, todo es inminente, particularmente
la muerte en esta estación, así que ambos pierden su importancia. ¿Dónde está el hombre
que pueda morir tan majestuosamente como lo hace diciembre? Lexie debería haber muerto
con diciembre y así haber vivido, obteniendo de ese modo su inmortalidad, como los viejos
soldados de Napoleón obtuvieron su inmortalidad a partir de él. Él estaba muerto en Elba: y
ellos estaban muertos, con independencia del hecho de que se demorasen en las tabernas
después de eso.

Pero Lexie, viviendo, sirve a un propósito… «Allí sonaron desde algún árbol vecino
invisible para ellos los dos viejos como el mundo ¡cucú!, ¡cucú! del inconquistable augur
de la dulce travesura.
La cara de Lexie relajada… “¡Todavía no han cambiado su tono!”, gritó, “¡el verano
no ha hecho más que empezar!”»
Acumulando la calderilla de sus días, sus horas y sus minutos. La única vez que
Lexie realmente vive como un personaje. Y sin duda deberá vivir: la mera pasión de un
hombre ensombrecido por la inminente y cierta muerte, debería vivir.
¡Esta época neurótica! La gente es como niños. La sofisticación es como la forma
de un sombrero. Pensemos en qué podría haber hecho, digamos Balzac u O. Henry, con un
hombre predestinado a una muerte próxima e inevitable. Podría haber asaltado trenes,
cometer las indiscreciones que uno que tuviese miedo de vivir hasta cumplir los noventa no
hubiese podido y no se hubiese atrevido. Pero Lexie no hace ninguna de estas cosas: ni
siquiera seduce majestuosamente a nadie.
Si llega a pasar

que algún hombre se vuelva tonto, dejando su riqueza y su felicidad por satisfacer
un pertinaz deseo,
Ducdame, ducdame, ducdame: aquí verá

gruesos tontos como él, si viene a mí.[110]

Reunir tontos dentro de un círculo: Dios ya hizo eso. Dios y Balzac. Los tontos
responden a las mismas compulsiones que nosotros (la así denominada intelligentsia). ¿Y
por qué reunir tontos dentro de un círculo? Salvo que tengas algo que venderles como
Henry Ford.
Rook Ashover, su hermano Lexie, Netta y Ann y Nell y el clérigo, viendo el nuevo
año: dejad al pájaro de canto más alto ponerse en el único árbol de Arabia: muerte y
división, y el amor y la constancia están muertos. Aunque todavía aprovechas los amargos
días, y Horacio con un ojo en Menelao piensa ¡Eheu! ¡fugace![111]
«¡Susannah y los Mayores!», murmuró Lexie… «¿pero no resultan provocativos y
tentadores? Desearía que pudiésemos escondernos entre la maleza y verlo hacer el amor a
Leda».
Allí está Lexie. Y aquí está Netta, descendientes de cantineras con una pasión por lo
gentil. Abnegación. Ella deja a su amante por el bien de su amante. ¿Hacen esto las
mujeres? Quizá su asombrosa habilidad para hacer que el azar sirva a sus propios fines es la
causa de que hagan cosas bastante oscuras (oscuras para los hombres, claro). ¡Pero pensar
en mujeres abandonando algo que puede o debe ser de utilidad! Ofende a la inteligencia.
Catarsis: una purga de escoria con forma de amor; un persistente olor o un único
guante después de que la misma música se haya desvanecido. Majestuoso de leer, pero no
inevitable, en estos días de motivaciones monetarias y excitaciones íntimas. Y sin duda, las
mujeres no tendrán que molestarse con esto. El hombre inventó la castidad como inventó la
seguridad —algo para que lo lleve su mujer provisional particular—.
Así que dice: «La castidad es importante, como creían mis padres. Ellos tenían una
visión sentimental de la castidad. Pero yo no creo eso: no creo que nada sea verdadero: las
personas son sombra de una sombra, que sirven a algún oscuro fin. De modo que tengo una
visión sentimental acerca del hecho de que no soy sentimental».
Personas como el sacristán, Pod —«si el santo Dios hubiese querido que
durmiésemos solos nunca nos lo habría metido en la cabeza para que nos martillease con
estas camas dobles de aquí»— y el señor Twiney —ciertamente ellos no harían un libro;
pero, al ser de la tierra terrenal, hacen que los Rooks y las Anns parezcan más fútiles que
nunca.
Esta gente no es material dramático. Lo que queremos cuando leemos es gente que
haga las cosas que no podemos o no nos atrevemos a hacer, o gente que motive historias en
nosotros. O gente en la que las compulsiones del clima se revelen únicamente cuando la
acción misma ha sido llevada a cabo.
Juntar a la gente dentro de un círculo es como quitarte el abrigo en un restaurante
Childs[112] —lo haces bajo tu propia responsabilidad—. Pues a veces consigues una
novela, y a veces no. De una novela lograda obtienes una sensación de completud, de
forma: esto es, en ellas la gente hace las cosas que tú harías si fueses, uno por uno, ellos.
Probablemente todos somos tontos; y la mayoría de nosotros lo sabe: pero resulta
insoportable creer que las cosas que hacemos no son importantes. Y las cosas que hace esta
gente no son importantes, porque hacen cosas que no nos gusta creer que haríamos.
…aquí verá
gruesos tontos como él, si viene a mí.

Ser gruesos tontos: ser un grueso tonto es tan duro como ser un santo. Ser un grueso
lo que sea es bastante grandioso —contrabandista o político o cortesano—. Uno que puede
mentir con sinceridad, o estrujar todas las patatas antes de comprarlas; ser sinceramente
desagradable para convivir —ya es algo—. Pero esta gente no es sinceramente tonta,
ninguno de ellos lo es. En el sentido de que sus acciones hayan cambiado la tendencia de la
vida de alguien. Van siendo armados caballeros sin ninguna importancia. Pero quizá esto es
lo que quería el señor Powys. Pero sin duda ellos no hacen esas cosas que a nosotros en
tanto que individuos nos gustaría hacer para preservar ese mundo de delicada fábula en el
que vivimos.
[Esta reseña apareció en el Times-Picayune (Nueva Orleans), 22 de marzo de 1925,
firmada «W. F.». Fue descubierta y confirmada la autoría de Faulkner por el profesor
Carvel Collins en 1950, y publicada de nuevo en el Mississippi Quarterly, verano de 1975-
Ese texto es el aquí reproducido.]
Reseña de El camino de vuelta de Erich María Remarque

HAY una victoria más allá de la derrota de la que el vencedor no sabe nada. Una
frontera, una orilla que sirve de refugio más allá de las batallas perdidas, los nombres de
bronce y los mausoleos de los líderes, guardada e indicada no por la triunfante diosa de
miembros humanos con la palma y la espada, sino por alguna sacerdotisa meditabunda e
inmóvil de pura desesperación.
El hombre no parece capaz de soportar mucha prosperidad; menos aún lo es un
pueblo, una nación. La derrota es buena para él, para ello. La victoria es el cohete, el
deslumbrar, la apoteosis momentánea en los ángulos adecuados que resulta condenada por
el tiempo y lo demás: una difusión repleta de chispas a lo último, muriendo y muerta,
dejando quizá una palabra, un nombre, una fecha, para tedio de los niños de primaria en
historia. Es la derrota la que, sirviéndole contra su creencia y su deseo, lo devuelve a lo
único que puede sostenerle: sus colegas, su homogeneidad racial; él mismo; la tierra, el
suelo implacable, monumento y mausoleo de sudor.
Esto está más allá del discurso, de las palabras duras, de las excusas y de las
razones; más allá de la desesperación. Más allá de ese espantoso deseo y necesidad de
justificar el desastre y otorgarle significado aferrándose a él, explicándolo, que está
demostrado que es la mejor manera de mantener lo inexorable. La victoria no requiere
explicación. Es suficiente por sí misma: la pantalla excelente, el escudo; inmediata y final:
será contemplada únicamente por la historia. Mientras que todo el mundo contemporáneo
observa la derrota y al invicto que, por ese hecho, sobrevivió.
De ahí viene la necesidad de hablar, de explicarlo. Eso es por lo que Remarque pone
en boca de sus personajes discursos que ellos habrían sido incapaces de producir. No es que
los discursos no sean verdaderos. Si los personajes los hubiesen oído pronunciados por
otros, habrían sido los primeros en decir, «Eso es así. Esto es lo que pienso, lo que habría
dicho si lo hubiese pensado primero». Pero no podrían haber pronunciado los propios
discursos. Y este método no está justificado, a menos que un hombre esté escribiendo
propaganda. Es privilegio del escritor poner en boca de sus personajes mejores discursos de
lo que ellos habrían sido capaces, pero sólo con el propósito de permitir y ayudar al
personaje a justificarse a sí mismo o a lo que él mismo cree que es, desnudándose
espiritualmente. Pero cuando el personaje debe expresar ideas morales aplicables a una
raza, a una situación, está mejor confinado en ese fondo atemporal y asexual de senadores
griegos.
Pero quizá ésta sea una cuestión menor. Quizá sea un error racial del autor, como el
resultado de la Guerra fue debido en parte a un error racial alemán: una creencia de que un
cálculo matemático sería superior a la desesperación de ratas acorraladas. En cualquier
caso, Remarque se justifica a sí mismo: «… intenté consolarle. Lo que dije no le convenció,
pero me produjo cierto alivio… Siempre es así con el consuelo».
Es un libro conmovedor. Porque Remarque estaba conmovido por su escritura.
Concediendo que su intento sea más que oportunismo, aún resta por ver si el arte puede ser
producido a partir de la experiencia auténtica transferida al papel palabra por palabra, de
una peculiar reacción frente a una condición real, aunque sea de manera vicaria. Para un
escritor, no importa cuán susceptible sea, la experiencia personal es exactamente lo que es
para el hombre de la calle que le coge por las solapas porque es un escritor, con la misma
creencia, la misma convicción de importancia individual: «Escucha. Todo lo que tienes que
hacer es ponerlo por escrito tal como pasó. Mi vida, lo que me ha pasado a mí. Será un
buen libro, pero yo no soy un escritor. Así que te la daré a ti. Si yo fuese un escritor, tendría
tiempo de ponerla por escrito yo mismo. No tendrás que cambiar una palabra». Con eso no
se hace un libro. No importa cuán vivido sea: en algún lugar entre la experiencia y la página
en blanco y el lápiz, muere. Quizá las palabras lo matan.
Concedámosle a Remarque el beneficio de la duda y llamemos al libro una reacción
frente a la desesperación. La victoria también tiene su desesperación, puesto que los
victoriosos no sólo no ganan nada, sino que cuando el hurra finalmente muere, ni siquiera
saben por lo que estaban luchando, lo que esperaban ganar, porque el pequeño porcentaje
que había en todo el asunto lo consiguieron los derrotados. Si Alemania hubiese salido
victoriosa, este libro no habría sido escrito. Y si los Estados Unidos no hubiesen traído al
cincuenta por ciento de sus tropas intactas, salvo por los ocasionales casos de sífilis y por la
vida en la gran ciudad, no habría sido comprado (que espero y confío que lo sea) ni leído. Y
tampoco será la Legión Americana[113] la que compre las cuarenta mil copias, incluso
aunque hubiese cuarenta mil de ellos que tengan sus deudas saldadas.
Te conmueve, como te conmueve mirar a un niño haciendo pasteles de barro el día
del funeral de su madre. Aunque al final todavía queda esa sensación de que falta lo
importante, el sentimiento de que, como tanto de lo que viene del bando perdedor en
cualquier contienda, y particularmente de Alemania desde 1918, fue creado sobre todo para
el mercado occidental, para ser vendido entre los paganos como cristal coloreado. Más allá
del sentimentalismo, de la derrota y del discurso, al menos emerge este hecho: América ha
sido conquistada no por los soldados alemanes que murieron en las trincheras francesas y
flamencas, sino por los soldados alemanes que murieron en los libros alemanes.
[New Republic, 20 mayo de 1931]
Reseña de Piloto de pruebas de Jimmy Collins

ESTABA decepcionado con este libro. Pero fue mejor de lo que yo esperaba. Quiero
decir, mejor en tanto que literatura actual. Tenía la expectativa, esperaba, que fuese una
especie de nueva tendencia, una literatura o una torpeza de auto-expresión, no de un
hombre, sino de este negocio completamente nuevo de velocidad que sólo consiste en estar
moviéndose deprisa; una especie de embrión, en lugar de la revelación por sí mismo de un
hombre que probablemente era bastante buen tío y que lo hizo bastante bien y que tenía
más que decir que algunos que conozco y que en cierto sentido sólo incidentalmente estaba
escribiendo acerca de volar.
Pues el libro terminó por ser una colección perfectamente normal y bastante buena
de anécdotas procedentes de la vida y de la experiencia de un aviador profesional. Son de
un amplio rango y de distintos grados de valor e interés, y una, una experiencia real que se
lee como ficción, es excelente, concisa, y ordenada, no sólo sostenida sino sobria. Ninguna
es larga y ninguna está sobre-contada (su sentido de la sobriedad junto a sus dotes para la
narrativa eran las mejores cualidades del autor), aunque tengo la sensación de que para
empezar algunas de ellas nunca sostenían el relato, y la mayoría estaban afectadas por una
especie de sentimental jerga periodística —ese entendimiento reporteril que parece saber de
inmediato y por puro instinto cuándo llega al pueblo un personaje público y dónde
encontrarlo— que muestra especialmente en sus descripciones de la naturaleza. Nunca
quedas cautivado por una sola descripción del cielo por la noche o de la tierra por la noche
o de la puesta de sol o de la luz de la luna o de la niebla; lo has visto antes unas cien veces y
ha sido expresado exactamente de esa forma en diez mil columnas de periódico y de
revista. Pero entonces Collins era un escritor de periódico. Pero aunque no lo hubiera sido,
esto podría haberle disculpado con justicia por el tipo de vida que un piloto de pruebas tenía
que llevar: una vida que nunca se atreve a la soledad, que incluso la ociosidad debe tener
lugar donde se congrega la gente, que no se atreve al retiro hacia la introspección, donde
podría contemplar con calma el puro lenguaje o tendría que dejar de ser un piloto de
pruebas. Pero tenía una innegable destreza narrativa; sin duda habría escrito hubiese volado
o no. En realidad, el libro mismo indica que aparentemente él quería escribir, o al menos
que volaba sólo para ganar dinero para mantener a su familia.
Collins está muerto, se mató en el accidente de un aeroplano que estaba probando
para la marina, pues es costumbre de los militares no permitir que sus propios pilotos
prueben nuevos aeroplanos. El último capítulo del libro se titula «Estoy muerto», y consiste
en un obituario que escribió el propio Collins. No tengo la intención de hacer ningún
comentario sobre los métodos editoriales del siglo xx, los groseros y llamativos esquemas
de la edición moderna, para cuyo beneficio mediante una casualidad casi increíble Collins
escribió el documento, respondiendo al desafío, creo que en broma, de un amigo, y
obedeciendo creo que en broma, puesto que el libro afirma que el picado que lo mató era el
último de una serie en el último aeroplano que tenía la intención de probar, habiendo
amasado quizá unos ingresos mediante su escritura: pero esto debería haber sido un
documento privado, mostrado en privado por el amigo a quien se lo dejó. Lamentas leer
esto en un libro. No debería haber sido incluido. Debería haber sido citado, como mucho,
citado no como el documento que es, sino por una figura que contiene, la única figura o
frase en el libro que repentinamente cautiva la mente con el fino choque de la poesía:
El frío pero vibrante fuselaje
fue la última cosa que sintió
mi caliente y viva carne.
Pero aún hay otra razón por la que «Estoy muerto» no debería haber sido incluido.
Porque esta vez Collins se sobrescribió a sí mismo, la única vez en el libro. Porque, aunque
debió de haberlo empezado en broma, no continúo, puesto que ningún hombre bromea ante
sí mismo acerca de su propia muerte. Así que esta vez sobrescribió. Pero supongo que esto
también debe perdonársele, puesto que aunque un hombre deje de ser sentimental acerca
del amor probablemente el día que descubra que ambos, tanto él como su primer amor, no
sólo pueden desear e incluso tener a otro sino que lo hacen, él nunca conocerá ese día en el
que ya no sea sentimental acerca de su propio fallecimiento.
Pero esto no es lo que tengo contra el libro. Lo que tengo no es lo que yo esperaba.
Esperaba encontrar, una especie de embrión, un precursor aún informe o un síntoma de la
velocidad, de la alta velocidad de hoy que creo está mucho más cerca del final de los
límites de los que eran capaces los seres humanos y los materiales cuando el hombre
extrajo hierro por primera vez, que del comienzo de esos límites tal como estaban hace diez
o doce años cuando el hombre empezó a ir realmente rápido. No de los límites para las
máquinas, sino de los hombres que las pilotan: el límite en el que los vasos sanguíneos
revienten y las entrañas se rompan al hacer cualquier clase de giro que te mantenga en el
mismo condado, por no hablar de la percepción de la distancia y de la profundidad, incluso
cuando inventen o descubran alguna manera de alterar más la ley de la ratio entre velocidad
máxima y velocidad de aterrizaje que no sea mediante alerones en las alas de modo que
todos los vuelos no tengan que parar y empezar desde uno de los Grandes Lagos. Incluso
los pilotos de precisión de hoy deben tener una coordinación y percepción de la
profundidad absolutamente perfectas, así que quizás, siendo perfectas, éstas funcionarán a
cualquier velocidad hasta el infinito. Pero aún tendrán que hacer algo acerca de los vasos
sanguíneos y las entrañas del piloto. Quizá se las ingenien para crear un tipo de especie o de
raza, como solían crear y criar razas de cantantes y eunucos, como el Agello de Mussolini,
que vuela a más de cuatrocientas millas por hora. No serán ni bueyes de establo ni gallos de
pelea, serán capones: niños seleccionados de cada generación por medio de reglas o incluso
mediante máquinas y enclaustrados y en cierto sentido emasculados y entrenados para
conducir los vehículos en los que el resto de nosotros nos lanzaremos de un sitio a otro.
Tendrán que ser cogidos en la infancia porque el piloto de precisión de hoy en día empieza
a entrenar en la adolescencia y sigue durante los treinta. Esto sería una especie y en su
momento una raza y en su momento producirían un folklore. Pero probablemente para
entonces el resto de nosotros no pueda descifrarlo, quizá ni siquiera oírlo puesto que ya
tenemos objetos que pueden superar su propio sonido y así sus propios cantantes viajarían
en lo que para nosotros sería un vacío a prueba de sonido.
Pero no era este folklore en el que estaba pensando. Ése tardará años en producirse.
Había pensado en ese que podría existir incluso ahora y del que había esperado que este
libro fuese el síntoma, el primer precursor titubeante. No sería un folklore de la edad de la
velocidad ni de los hombres que la llevan a cabo, sino de la propia velocidad, sin estar
poblada por nada humano, ni siquiera mortal, sino por las propias inteligentes intencionadas
máquinas que no transportan nada que haya nacido o tenga que morir o que tan siquiera
sufra dolor, moviéndose sin propósito comprensible hacia ningún destino discernible, que
produce una literatura inocente de amor y de odio y por supuesto de piedad o de terror, y
que sería la historia de la desaparición final de la vida sobre la tierra. Yo los observaría, a
los pequeños débiles mortales, desvaneciéndose contra un vasto y atemporal vacío
rellenado con el sonido de increíbles máquinas, en el que furiosos meteoros se mueven en
ningún medio lanzado a ninguna parte, sin detenerse ni languidecer, destruyéndose para
siempre unos a otros.
[American Mercury; noviembre de 1935; véase también la versión sin abreviar.]
Reseña de Piloto de pruebas de Jimmy Collins

(texto sin abreviar)

Estaba decepcionado con este libro. Pero fue mejor de lo que yo esperaba. Quiero
decir, mejor en tanto que literatura actual. Tenía la expectativa, esperaba que fuese una
especie de nueva tendencia, una literatura o una torpeza de auto-expresión, no de un
hombre, sino de este negocio completamente nuevo de velocidad que sólo consiste en estar
moviéndose deprisa; una especie de embrión, en lugar de la revelación por sí mismo de un
hombre que probablemente era bastante buen tío y que lo hizo bastante bien y que tenía
más que decir que algunos que conozco y que en cierto sentido sólo incidentalmente estaba
escribiendo acerca de volar. En lugar de eso, el libro terminó por ser una colección
perfectamente normal y bastante buena de anécdotas procedentes de la vida y de la
experiencia de un aviador profesional. Son de un amplio rango y de distintos grados de
valor e interés, y una, una experiencia real que se lee como ficción, es excelente, concisa, y
ordenada, no sólo sostenida sino sobria. Las otras se dividen en grupos, que van desde las
anécdotas de accidentes que no fueron fatales, anécdotas acerca de las que los propios
aviadores se ríen con lo que Laurence Stallins denominó una vez «ese humor extravagante
y macabro de los aviadores» y que los no-aviadores escucharían con horrorizado y
aterrorizado desconcierto. Hay otro grupo de relatos de hangar, charlas de trabajo de pilotos
que algunos no-pilotos disfrutarán y otros los encontrarán sólo grises y aun otros realmente
incomprensibles. Luego hay un tercer grupo de historias. Quiero decir, cuentos
manufacturados: algunos el tipo de historia que te encuentras en una revista de chicos, uno
el cuento de la retribución poética, después otro que es el clásico griego en el que el hombre
es destruido intencionalmente y sin razón por los dioses —en este caso el Azar y el Terror
— y hay una historia sentimental de las que te encuentras en una revista de chicas.
Ninguna es larga y ninguna está sobre-contada —su sentido de la sobriedad junto a
sus dotes para la narrativa son las mejores cualidades del autor—, aunque tengo la
sensación de que para empezar, algunas de ellas nunca sostenían el relato —y la mayoría
estaban afectadas por una especie de sentimental jerga periodística—, ese entendimiento
reporteril que parece saber de inmediato y por puro instinto cuándo llega al pueblo un
personaje público y dónde encontrarlo— que muestra especialmente en sus descripciones
de la naturaleza. Nunca quedas cautivado por una sola descripción del cielo por la noche o
de la tierra por la noche o de la puesta de sol o de la luz de la luna o de la niebla; lo has
visto antes unas cien veces y ha sido expresado exactamente de esa forma en diez mil
columnas de periódico y de revista. Pero entonces, entiendo que Collins colaboraba en la
columna de un periódico. Pero aunque no lo hubiera hecho, esto podría haberle disculpado
con justicia por el tipo de vida que un piloto de pruebas tenía que llevar: una vida que
nunca se atreve a la soledad, que incluso la ociosidad debe tener lugar donde se congrega la
gente, que no se atreve al retiro hacia la introspección donde podría contemplar con calma
el puro lenguaje o tendría que dejar de ser un piloto de pruebas. Pero tiene una innegable
destreza narrativa; sin duda habría escrito hubiese volado o no. En realidad, el libro mismo
indica que aparentemente él quería escribir, o al menos que volaba sólo para ganar dinero
para mantener a su familia. Y era un comunista; lo dijo él mismo, con una simplicidad
admirablemente tranquila, que no veía otra creencia económica que uno pudiera sostener:
así que sería el único aviador comunista fuera de Rusia pues la idea de un aviador
profesional americano y exoficial del ejército que profesase el comunismo difícilmente
tiene sentido. Y «Regreso a la tierra» tanto acelerará tu respiración como la detendrá, y
«Colegas del asiento de atrás» te partirá en dos, y «Lucha en las alturas» hará rugir a
cualquier marido; y puesto que uno de los trabajos del escritor es mostrar al hombre en sus
siempre absurdos y no siempre satisfactorios choques con el mundo que él creó, hizo bien
su trabajo.
Porque no es Collins quien hace daño a este libro. Él está muerto, se mató en el
accidente de un aeroplano que estaba probando para la marina, pues es costumbre de los
militares no permitir que sus propios pilotos prueben nuevos aeroplanos. El último capítulo
del libro se titula «Estoy muerto» y consiste en un obituario que escribió el propio Collins.
No tengo la intención de que esto sea ningún comentario sobre los métodos editoriales del
siglo xx, los groseros y llamativos esquemas de la edición moderna para cuyo beneficio,
mediante una casualidad casi increíble, Collins escribió el documento, respondiendo al
desafío, creo que en broma, de un amigo, y obedeciendo creo que en broma, puesto que el
libro afirma que el picado que lo mató era el último de una serie en el último aeroplano que
tenía la intención de probar, habiendo amasado quizá unos ingresos mediante su escritura:
pero esto debería haber sido un documento privado, mostrado en privado por el amigo a
quien se lo dejó. Lamentas leer esto en un libro. No debería haber sido incluido. Debería
haber sido citado, como mucho, citado no como el documento que es, sino por una figura
que contiene, la única figura o frase en el libro que repentinamente cautiva la mente con el
fino choque de la poesía:
El frío pero vibrante fuselaje
fue la última cosa que sintió mi
caliente y viva carne.
Pero aún hay otra razón por la que no debería haber sido incluido. Porque esta vez
se sobrescribió a sí mismo, la única vez en el libro. Porque, aunque debió de haberlo
empezado en broma, no continúo, puesto que ningún hombre bromea ante sí mismo acerca
de su propia muerte. Así que esta vez sobrescribió. Pero supongo que esto también debe
perdonársele, puesto que aunque un hombre deje de ser sentimental acerca del amor
probablemente el día que descubra que ambos, tanto él como su primer amor, no sólo
pueden desear e incluso tener a otro sino que lo hacen, él nunca conocerá ese día en el que
ya no sea sentimental acerca de su propio fallecimiento.
Pero esto no es lo que tengo contra el libro. Lo que tengo no es lo que yo esperaba.
Esperaba encontrar una especie de embrión, un precursor aún informe o un síntoma de la
velocidad, de la alta velocidad de hoy que creo está mucho más cerca del final de los
límites de los que eran capaces los seres humanos y los materiales cuando el hombre
extrajo hierro por primera vez, que del comienzo de esos límites tal como estaban hace diez
o doce años cuando el hombre empezó a ir realmente rápido. No de los límites para las
máquinas, sino de los hombres que las pilotan: el límite en el que los vasos sanguíneos
revienten y las entrañas se rompan al hacer cualquier clase de giro que te mantenga en el
mismo condado, por no hablar de la percepción de la distancia y de la profundidad, incluso
cuando inventen o descubran alguna manera de alterar más la ley de la ratio entre velocidad
máxima y velocidad de aterrizaje que no sea mediante alerones en las alas, de modo que
todos los vuelos no tengan que parar y empezar desde uno de los Grandes Lagos. Incluso
los pilotos de precisión de hoy deben tener una coordinación y percepción de la
profundidad absolutamente perfectas, así que quizás, siendo perfectas, éstas funcionarán a
cualquier velocidad hasta el infinito. Pero aún tendrán que hacer algo acerca de sus vasos
sanguíneos y sus entrañas. Quizá se las ingenien para crear un tipo de especie o de raza,
como solían crear y criar razas de cantantes y eunucos, como el Agello de Mussolini, que
vuela a más de cuatrocientas millas por hora. No serán ni bueyes de establo ni gallos de
pelea, sino capones: niños seleccionados de cada generación por medio de reglas o incluso
mediante máquinas y enclaustrados y en cierto sentido emasculados y entrenados para
conducir los vehículos en los que el resto de nosotros nos lanzaremos de un sitio a otro.
Tendrán que ser cogidos en la infancia porque el piloto de precisión de hoy en día empieza
a entrenar en la adolescencia y sigue durante los treinta. Esto sería una especie y en su
momento una raza y en su momento producirían un folklore. Pero probablemente para
entonces el resto de nosotros no pueda descifrarlo, quizá ni siquiera oírlo puesto que ya
tenemos objetos que pueden superar su propio sonido y así sus propios cantantes viajarían
en lo que para nosotros sería un vacío a prueba de sonido.
Pero no era este folklore en el que estaba pensando. Ése tardará años en producirse.
Había pensado en ése que podría existir incluso ahora y del que había esperado que este
libro fuese el síntoma, el primer precursor titubeante. No sería un folklore de la edad de la
velocidad ni de los hombres que la llevan a cabo, sino de la propia velocidad, sin estar
poblada por nada humano, ni siquiera mortal, sino por las propias inteligentes intencionadas
máquinas que no transportan nada que haya nacido o tenga que morir o que tan siquiera
sufra dolor, moviéndose sin propósito comprensible hacia ningún destino discernible, que
produce una literatura inocente de amor y de odio y por supuesto de piedad o de terror, y
que sería la historia de la desaparición final de la vida sobre la tierra. Yo los observaría, a
los pequeños débiles mortales, desvaneciéndose contra un vasto y atemporal vacío
rellenado con el sonido de increíbles máquinas, en el que furiosos meteoros se mueven en
ningún medio lanzado a ninguna parte, sin detenerse ni languidecer, destruyéndose para
siempre unos a otros, renovándose para siempre sin ni siquiera amor ni copulación.
[El texto originalmente publicado de la reseña de Faulkner de Piloto de pruebas,
de Jimmy Collinsy en American Mercury, noviembre de 1935. Posteriormente se encontró
el mecanoscrito de Faulkner. Había sido muy editado: se habían omitido casi trescientas
palabras y se había añadido un título, «Folklore del aire». El texto mecanoscrito fue
publicado en el Mississippi Quarterly, verano de 1980. Ese texto es el aquí reproducido.]
Reseña de El viejo y el mar de Ernest Hemingway

LO mejor que ha hecho. El tiempo ha de mostrar que ésta es la mejor composición


de cualquiera de nosotros, quiero decir de sus y de mis contemporáneos. Esta vez, él
descubrió a Dios, a un Creador. Hasta ahora, sus hombres y mujeres se habían hecho a sí
mismos, dado forma a sí mismos a partir de su propio barro; sus victorias y sus derrotas
eran a manos de unos a otros, sólo para probarse a sí mismos o los unos a los otros lo duros
que podían ser. Pero esta vez, él escribió acerca de la piedad: acerca de algo en alguna parte
que los hizo a todos ellos: el viejo que tenía que capturar al pez y perderlo, el pez que tenía
que ser capturado y después perdido, los tiburones que tenían que robar al viejo su pez; los
hizo a todos y los amó a todos y se apiadó de todos. Está bien. Alabado sea Dios por lo que
sea que hizo y por amar y compadecerse de Hemingway y de mí evitando que lo retocase.
Shenandoah, III (otoño de 1952)
V. CARTAS PÚBLICAS
Al Times-Item de Nueva Orleans[114]

[Times-Item de Nueva Orleans, 4 de abril de 1925]

¿Qué problema hay con el matrimonio?» No creo que haya ningún problema con el
matrimonio. El problema reside en las partes implicadas. El hombre invariablemente
obtiene infelicidad cuando se involucra en algo con el único propósito de obtener algo.
Coger lo que tiene a mano y hacer de ello lo que su corazón desee, ésa es la cosa. Los
hombres y las mujeres olvidan que cuanto mejor es la comida, más rápida es la indigestión.
Dos hombres o dos mujeres —que formen una asociación— siempre recuerdan que
el otro tiene debilidades y, al tener en cuenta la falibilidad del género humano, obtienen
éxito y felicidad. Pero muchos hombres y muchas mujeres cuando se casan parecen ignorar
el hecho de que ambos deben tener claramente en mente lo que desean crear, obtener y
alcanzar, y entonces trabajar juntos y con tolerancia mutua para ello.
Ninguno de nosotros creerá que nuestras penas siempre son ocasionadas por
nosotros mismos. Todos creemos que el mundo nos debe felicidad; y cuando no la tenemos,
le echamos la culpa de ello a esa persona más cercana a nosotros. El primer frenesí de
pasión, de intimidad de cuerpo y de mente, nunca es amor. Eso es sólo el oleaje a través del
que tenemos que ir para alcanzar el mar en calma del amor, de la paz y de la satisfacción
reales. Las grandes olas pueden ser divertidas, pero con grandes olas no puedes navegar con
seguridad hacia el interior del puerto. Y sin duda la gente casada quiere llegar junta a algún
puerto —algún refugio desde el que otear hacía atrás los años dorados cuando la tolerancia
mutua haya eliminado algunos lugares escabrosos y el tiempo haya borrado el resto—.
Con que la gente recordase que la pasión es un fuego que se agota a sí mismo, pero
que el amor es un combustible que alimenta su fuego inmortal, no habría matrimonios
infelices.
No hay nada malo respecto al matrimonio. Si lo hubiera, el hombre habría
inventado algo distinto que ocupase su lugar.
Al editor de libros del Chicago Tribune[115]

[Chicago Tribune, 16 de julio de 1927]

Es una pregunta difícil. Puedo nombrar a la ligera muchos libros que debería
gustarme haber escrito, con tal de que se me concediese el privilegio de reescribir partes de
ellos. Pero me atrevo a decir que hoy hay cierto número de ángeles en el cielo
(particularmente recientes llegadas americanas) que miran hacia abajo sobre el mundo y
meditan con cierto pesar acerca de lo mucho más limpio que habrían hecho el trabajo que,
con el perfecto calor de su furia creativa, hizo el Señor.
Creo que el libro que incluiría sin reservas en la lista pensando «Desearía haber
escrito eso» es Moby Dick. Su simplicidad como griega: un hombre de carácter enérgico
conducido por su sombría naturaleza y su funesta herencia, empeñado en su propia
destrucción y arrastrando a su mundo inmediato con él con un despótico y completo
desprecio por ellos en tanto que individuos; el certero punto en el que las distintas
naturalezas capturadas en la fatalidad de su ciego curso (y pasivas como con un
conocimiento previo de su inalterable condena) son arrastradas —una especie de Gólgota
del corazón se vuelve inmutable como el bronce en la sonoridad de su profunda ruina—;
todo contra el grave y trágico ritmo de la tierra en su fase más atemporal: el mar. Y el
símbolo de su condena: una Ballena Blanca. Hay una muerte para un hombre, ahora; nada
que ver con tu paciente pasto para pequeñas bestias que pacen que ni siquiera pueden verse
directamente con los ojos. Hay magia en la propia palabra.
Una Ballena Blanca. Blanca es una gran palabra, como el estrépito de una masa de
trompetas; y el mismo leviatán tiene una especie de plácida y torpe majestad en su nombre.
¡¡¡Y ahora júntalas!!! Una muerte para Aquiles, y las divinas sacerdotisas de Patmos que
lleven luto por él, que more la blanca y pura tristeza en sus dorados cabellos.
Y aun así, cuando recuerdo a Moll Flanders[116] y toda su abundante y rica
fecundidad como un mercado donde todo lo que había sobrevivido hasta esa época debía
esperar y pasar, o cuando rememoro Cuando éramos muy jóvenes,[117] puedo desear sin
ningún esfuerzo en absoluto que se me hubiese ocurrido eso antes que al señor Milne.
William Faulkner
Al editor del Memphis Commercial Appeal[118]

[ Memphis Commercial Appeal, 15 de febrero de 1931]

Sobre la cuestión de la carta de W. H. James a propósito del linchamiento en el


Commercial Appeal del 2 de febrero.

La historia no ofrece ningún registro de linchamientos previos a los días de la


reconstrucción por muchas razones.
Los propietarios de esclavos y los esclavos de la época previa a la Guerra Civil, a
partir de cuyas relaciones tuvieron lugar, o pudieron tener lugar, los linchamientos, no eran
demasiado representativos, del mismo modo que los sicilianos expatriados y las mujeres
que compraban en las tiendas de Chicago, a partir de cuya coincidencia accidental tuvo
lugar el asesinato de inocentes transeúntes (o mirones), tampoco son representativos de los
emigrantes europeos o de las mujeres y los niños americanos, o de los General Cooks y los
George Rogers Clarks que hicieron posible Chicago.
Segundo, no había ninguna necesidad de linchamientos hasta después de los días de
la reconstrucción.[119]
Tercero, la gente de raza negra que resulta linchada no es representativa de la raza
negra, exactamente igual que quienes los linchan no representan a la raza blanca.
Ningún hombre equilibrado puede, creo, profesar creencia moral alguna a favor del
linchamiento. Pero, desde que nos dispusimos a guiar completamente nuestro propio
destino, en América hemos visto errores de justicia elemental en todas partes. Como todas
las nuevas tierras, todavía inconscientes de nuestras propias fuerzas, hemos sido presa de
los oportunistas y de los demagogos; de hombres cuyo único derecho para gobernarnos era
que no tenían una camisa limpia que ponerse. ¿Así que resulta extraño que a veces nos
tomemos violentamente de nuevo por nuestra mano esa justicia que vimos descarriarse en
las torpes manos en las que voluntariamente la pusimos? No digo que no cometamos
torpezas con nuestra justicia «casera». Lo hacemos. Pero quien ha sido víctima de nuestra
torpeza también fue torpe. Todavía tengo que oír, fuera de una novela o de un relato, que
algún hombre de cualquier color y con un historial irreprochable haya sufrido violencia a
manos de hombres que le conociesen.
Se me dirá que el estándar para un hombre negro es más estricto que para un
hombre blanco. Esto es obvio. Insistir en esto es cuestionar y condenar el humano deseo
que alberga cualquier hombre, blanco o negro, de aprovecharse de lo que la circunstancia,
no él mismo, ha hecho por él. El hombre negro fuerte (mental o físicamente) que se
aprovecha del débil; no sólo no resulta censurado, está protegido por la ley, puesto (y el
hombre blanco lo mismo) que la ley ha establecido que los diversos factores materiales
elementales que forman una comunidad tienen valor sólo cuando están a cargo de alguno,
independientemente del color y el tamaño y la religión, que pueda protegerlos.
Realizar un linchamiento requiere cierta dosis de sentimentalismo, un escape de los
monótonos sucesos del día a día. Fijémonos en los crímenes en compensación de los cuales
tienen lugar los linchamientos. Sacralidad de la feminidad, lo llamamos. No una cosa, sino
una reacción: algo tan violento y tan nebuloso que ni siquiera puede ser determinado por
ninguna palabra legal, puesto que las palabras legales fueron todas inventadas en tierras y
por gentes que tuvieron tiempo para dejar atrás (o que no se podían permitir) nuestra
americana susceptibilidad hacia la resonancia vocal.
El linchamiento es un rasgo americano, característico. Es una desgracia para el
hombre negro que lo sufra, igual que es una desgracia para él el sufrir los siguientes
ejemplos de sentimentalismo por parte de la gente blanca.
Pongamos que James acude a su recaudador de impuestos, que le dirá (su condado
es bastante representativo de Mississippi Hill Country[120] en tanto que distinto del delta)
que hay más tierra vendida debido a los impuestos de propietarios blancos que de
propietarios de color, aunque la lista de morosos sea la misma. Debe de haber una razón
para esto, una razón del hombre blanco: como, por ejemplo, se comprobará que el hombre
de color nunca había tenido escrituras de la tierra, al haber usado, como hacen, dos o
incluso tres nombres distintos para hacer negocios o pedir dinero prestado a las
asociaciones de préstamo del gobierno, y haber usado así la tierra libre de impuestos
durante un año y haber recogido la cosecha y haberse marchado. Así: Joe Johnson acuerda
con un hombre blanco y un banco comprar una cantidad de tierra. Él está a punto de
conseguir una buena cosecha; es alguien que trabaja duro; quizá lleva la herrería del
vecindario; está saliendo adelante. Entonces un día el cajero del banco y la secretaria de
préstamo agrícola comparan notas y descubren que a cierto John Jones se le han prestado
setecientos dólares sobre una tierra de idéntica descripción a esa temporalmente propiedad
de un tal Joe Jones. No hay nada que hacer. Joe Johnson, o John Jones, engañó a dos
hombres blancos. «Oh, bien», dicen los hombres blancos, el cajero y la secretaria, «Es un
buen hombre. Podrá arreglárselas». Y no sólo podrá y se las arreglará, sino que quizá
consiga una buena cosecha con trabajo duro. Pero primero ha cometido un grave delito en
persona y otro por poderes al permitir transigir con ello a uno de esa inconsciente raza que
sostiene con la Biblia que la justicia es una cuestión de retribución violenta e inmediata
sobre la persona del pecador: un sentimental.
Hay un hombre de color, un amigo que me ha ayudado cuando lo necesitaba y al
que he ayudado cuando él lo necesitaba, que ha comido de mi pan y que entre él y yo el
burdo balance material de trabajo y recompensa hace mucho que desapareció de nuestro
alcance, para ser quizá totalizado y pasado a un recibo en algún lugar mejor, espera él, que
de vez en cuando me habla de su hermano. El hermano fue a Detroit hace unos años, donde,
me escribe, «no ha dado palo al agua en quince años, porque la gente blanca de allí arriba le
da comida. Todo lo que tiene que hacer es ponerse en una cola en un lugar determinado en
un día determinado, y recibe la comida o su equivalente en un impreso, que vende a
inmigrantes espaguetis y centroeuropeos que todavía no han aprendido a hablar el
suficiente inglés para ahorrarse el beneficio que saca el intermediario».
En Europa no linchan a la gente. Pero pensemos en un hombre que viva quince años
sin hacer nada en absoluto, digamos en Francia o en Italia. Salvo en América eso no podría
pasar en ningún lugar bajo el sol.
James habla de «tan humilde y sumiso como…». Dejemos que él piense acerca de
esto. Humildad y sumisión normalmente son la parte de la persona débil que está esperando
aprovecharse, sin importar el color. Humildad y sumisión son una parte falsa del bagaje
social de un hombre negro o blanco. No las necesita. Y el hombre negro que es considerado
un número valioso en la fábrica social (dueños de una propiedad, comerciantes; cualquiera
que haga un trabajo justo y reciba un salario justo al cabo del día y lo emplee en la
comodidad de su vida presente y en la seguridad de su vejez) no tiene motivo para asumir
la humildad. Y no lo hace. De hecho, hay cierta clase de gente de color que comercia con la
humildad exactamente igual que hay cierta clase de gente que comercia con otras
debilidades y vicios del hombre; únicamente sucede que el hombre negro está más en forma
para comerciar con la humildad, como el irlandés lo está para la política.
James nos recuerda que la historia no registra ningún linchamiento previo a los días
de la reconstrucción. Tampoco la historia registra ninguna peculiar ni reseñable expulsión,
ni estancia temporal, de yanquis en el Sur hasta ese período. Particularmente los de Nueva
Inglaterra, que hacía algún tiempo que empezaron a practicar la costumbre de ahorcar a la
gente cuya conducta no aprobaban. He vivido en Mississippi los treinta años que tengo,
pero la mayoría de los linchamiento[s] de los que he tenido noticia han ocurrido en
periódicos de fuera; véase los tres que leí en periódicos franceses en París durante un
período de nueve semanas, uno de los cuales sucedió en Oregón, D. C., Washington, el
segundo en Halma, Alabama, D. C., América, y el tercero en un lugar llamado NveZique.
Tenían fotografías, llamas y todo, y los hombres allí, mirando a la cámara. La mayoría de
ellos llevaba batas de abrigo, y un hombre próximo al frente tenía zapatos de madera.
No tengo nada a favor de los linchamientos. Ningún hombre equilibrado negará que
la violencia de las multitudes no sirve para nada, del mismo modo que negará que mucha
de nuestra jurisprudencia natural y lógica tampoco sirve para nada. Únicamente sucede que
nosotros —miembros de la multitud y acosados por la multitud— vivimos en esta época.
Nos las arreglaremos, y moriremos en nuestras camas, aquellos de nosotros que se lo
merezcan y sean afortunados. Por supuesto, con la población que hay, algunos de nosotros
no lo haremos. Algunos morirán ricos, y algunos morirán en nudos cruzados empapados en
gasolina, para hacer un día festivo. Pero hay una cosa curiosa respecto a las multitudes.
Como nuestros jurados, tienen una manera de tener razón.
William Faulkner Oxford, Miss.
Nota acerca de Hombres en la oscuridad, de James Hanley[121]

UN condenado buen trabajo. Eso es lenguaje: ni británico ni americano ni


sudafricano, ni de Ebury Street ni de Chicago: simplemente lenguaje. Es casi como un
ciclón bien limpio o una dosis de sales, puesto que la mayoría de libros hoy en día suenan
como si estuvieran escritos o por mariposones o por garañones.
Nota y carta para uso promocional a Clifton Cuthbert[122]

[William Faulkner: The Cari Petersen

Collection, Berkeley, 1991]

«Acabo de terminar su libro», escribe William Faulkner a Clifton Cuthbert, autor de


JOY STREET, recién publicada por William Godwin. «Odiaba tener que dejarlo incluso
para dormir. No me habría creído (salvo por esa inequívoca cualidad de frescura) que éste
fuese un primer libro, sabe qué contar y qué no contar, es uno de los mejores primeros
libros que he leído.»
[nota]

[Cubierta de Trueno sin lluvia, Nueva York, 1933]

«La historia es muy emocionante; odiaba tener que dejarlo incluso para dormir. No
me habría creído (salvo por esa inequívoca cualidad de frescura) que fuese un primer libro.
En realidad, como corresponde al oficio, sabe qué contar y qué no contar, es uno de los
mejores primeros libros que he leído.»
William Faulkner
Anuncio clasificado en el Memphis Commercial Appeal[123]

NO me haré responsable de ninguna deuda contraída o facturas hechas, o recibos o


cheques firmados por la señora de William Faulkner o por la señora Estelle Oldham
Faulkner.
William Faulkner
Al presidente de la Liga de Escritores Americanos

[Writers Take Sides: Letters about the War in Spain from 418 American Authors,
Nueva York, 1938]

Con la máxima sinceridad deseo dejar constancia pública de que me opongo


irrevocablemente a Franco y al fascismo, a todas las violaciones del gobierno legal y a los
ultrajes contra el pueblo de la España Republicana.
William Faulkner
Al editor del Memphis Commercial Appeal

[Memphis Commercial Appeal, 12 de julio de 1941]

Leo en los periódicos que el Comandante General del Segundo Ejército ha


considerado apropiado sancionar a una unidad bajo su mando por causa de: véase gritar
«yu-ju» a golfistas y a damas en pantalones cortos. Desde entonces, ha sido reprochado por
todo civil, militar y personal experto sediento de sangre que ha superado la edad de
reclutamiento dentro y fuera del Congreso.
Estoy de acuerdo con ellos, estando a salvo del reclutamiento, también, y aunque
todavía no en el Congreso, sin embargo también lo suficientemente sanguinario como para
estarlo. El castigo no guarda ninguna proporción con la ofensa. El hombre que grite «yu-ju»
a una dama en pantalones cortos no le va a hacer ningún daño, en pantalones o en cualquier
otra cosa ni siquiera fuera de ellos; tampoco, a menos que su actitud cambiase
considerablemente, hará ningún daño a nadie más.
El sancionar a un hombre así no es asunto del comandante del ejército. Debería
haberse delegado al personal adecuado de la comandancia. No sé cuál es su título, pero con
seguridad que la nación que hace que sus generales se ocupen de cuestiones menores de
disciplina, que les ha endosado a sus tropas de reemplazo la designación de «selectas» con
su terminación femenina, no se habrá equivocado conforme se incremente el grado y el
rango. Los cabos, por supuesto, pueden ser azafatas, los sargentos pueden ser madres
voluntarias en casa, los sargentos mayores pueden ser matronas, si están casados; ayudantes
de matrona en caso contrario; los sargentos mayores de regimiento pueden ser incluso la
señora del presidente si lo desean. De aquí en adelante, dentro del rango de los oficiales, se
correrá un tupido velo, puesto que ningún periódico va a imprimir lo que una dama puede
llamar a otra.
El Arkansas Legión Weekly ha invocado los nombres del Capitán Flagg y de la
dama de Armentières. También estoy de acuerdo con eso. Ciertamente me gustaría oír lo
que Flagg o Mademoiselle llamarían a un hombre de caqui que gritase «yu-ju» a una chica
en pantalones cortos.
El general Lear se equivocó, indudablemente. Debería ser reprendido por todo
experto naval y del ejército que alguna vez haya comprado o mendigado u obtenido un
voto. Su sistema (enseñar a las tropas que son soldados y no comediantes de pueblo en
viaje de placer) está desfasado desde hace veinticinco años, nos retrotrae hasta el 17 y en el
18, cuando no sólo no consiguieron enseñar a los soldados americanos que posiblemente
podrían perder batallas, sino que ni siquiera les enseñaron a reconocer una palabra como
«retirada estratégica». Incidentalmente, me pregunto cuántos de los hombres de esa unidad
se quejaron, más allá del normal y natural refunfuñar que es el derecho y el privilegio
inalienable de todo soldado y que sus oficiales, justo hasta el comandante general, el mismo
Lear, defenderían hasta la muerte —no, más allá de la muerte: hasta el consejo de guerra—.
William Faulkner Oxford, Miss.
«Se llamaba Pete»

[Oxford Eagle, 15 de agosto de 1946]

Se llamaba Pete. Era sólo un perro, un pointer de quince meses, todavía casi un
cachorro aunque había pasado una temporada de caza aprendiendo a ser el perro que habría
sido en otras dos o tres si hubiese vivido hasta entonces.
Pero era sólo un perro. Esperaba poco del mundo al que vino sin pasado y tampoco
sin nada de inmortalidad: —comida (no le importaba qué o cuán poca con tal de que le
fuese dada con afecto —el toque de una mano, una voz que conocía aunque no pudiese
comprender y contestar a las palabras que decía); la tierra sobre la que correr; aire que
respirar, sol y lluvia en sus estaciones y el tipo de codorniz que era su herencia mucho antes
de que conociese la tierra y sintiese el sol, cuyo olor ya conocía por su incondicional y fiel
ancestro antes de que él mismo lo hubiese olfateado. Eso era todo lo que quería. Pero eso
habría sido suficiente para llenar los ocho o diez o doce años de su vida natural porque doce
años no son tantos y no cuesta mucho llenarlos.
Aunque doce años son pocos, normalmente él debería haber sobrevivido a cuatro
del tipo de automóviles que lo mataron —coches capaces de subir colinas demasiado rápido
como para evitar a un perro pointer grande—. Pero Pete no sobrevivió al primero de sus
cuatro. No lo estaba persiguiendo; había aprendido a no hacerlo antes de que se le
permitiera estar por la carretera. Estaba parado en la carretera esperando a su pequeña
dueña a caballo para recogerla, y escoltarla con seguridad hasta casa. No debería haber
estado en la carretera. No pagaba impuestos de circulación, no tenía carnet de conducir, no
votaba. Quizá su problema fue que el automóvil que vivía en el mismo jardín que él tenía
un claxon y unos frenos y él pensó que todos los tenían. Decir que no vio el coche porque el
coche estaba entre él y el sol del final de la tarde es una mala excusa porque ello introduce
la cuestión de la visión y ciertamente nadie incapaz de ver con el sol a su espalda a un perro
pointer grande en una autopista recta de dos carriles pensaría de ninguna manera en
permitirse a sí mismo conducir, no digamos uno sin claxon o frenos, porque la próxima vez
Pete podría ser un niño humano y matar niños humanos con automóviles va contra la ley.
No, el conductor tenía prisa: ésa fue la razón. Quizá todavía le quedaban muchas
millas y ya llegaba tarde a cenar. Por eso no tuvo tiempo de aminorar o parar o rodear a
Pete. Y puesto que no tenía tiempo para eso, naturalmente no tuvo tiempo para parar
después; además Pete era sólo un roto perro tirado que lloraba en una cuneta junto a la
carretera y en cualquier caso el coche ya lo había sobrepasado y el sol estaba ahora a la
espalda de Pete, de modo que ¿cómo se esperaba que el conductor oyese su llanto?
Pero Pete lo ha perdonado. En su año y cuarto de vida nunca obtuvo de los seres
humanos nada que no fuese bondad; con mucho gusto habría dado los otros seis u ocho o
diez que le quedaban antes que hacer que uno llegase tarde a cenar.
Inscripción en el monumento a los muertos del condado de Lafayette en la
Segunda Guerra Mundial[124]

ÁFRICA ALASKA ASIA


EUROPA EL PACÍFICO
7 DIC., 1941 2 SEPT., 1945
ELLOS MANTUVIERON NO LA SUYA,
SINO LA LIBERTAD DE TODOS LOS HOMBRES,
MUY LEJOS DE CASA
HASTA ESTE ÚLTIMO SACRIFICIO
Al editor del Oxford Eagle

[Oxford Eagle, 13 de marzo de 1947]

Bravo por su texto acerca de la preservación del palacio de justicia. Aunque me


temo que su causa ya está perdida. Ya nos hemos deshecho de los árboles que daban sombra
que una vez circundaron el jardín del palacio de justicia y limitaban el propio barrio, junto a
las galerías del segundo piso que una vez formaron toldos para la acera; ahora todo lo que
hemos dejado para distinguir un viejo pueblo del sur de cualquiera de los diez mil pueblos
construidos ayer desde Kansas a California es el monumento Confederado, el palacio de
justicia y la cárcel. Demolámoslo también y levantemos algo cubierto de neón y altavoces
de radio.
Su causa está condenada. Seguirán el camino de la vieja iglesia Cumberland. Estaba
aquí en 1861; en 1865 era el único edificio en el barrio o cerca del barrio todavía en pie.
Era más dura que la guerra, más dura que el brigadier yanqui Chalmers y su artillería y sus
zapadores con dinamita y palancas y barriles de queroseno. Pero no fue más dura que el
sonido del timbre de una caja registradora. Tuvo que irse —obliterada, eliminada, sin dejar
rastro— para que un pulpo desparramado que cubre el país desde Portland, Maine, hasta
Oregón pueda despachar montones de gangas rebajadas, bananas y papel higiénico.
A esto lo llaman progreso. Pero no dicen adonde está yendo; también hay algunos
de nosotros a los que nos gustaría tener la oportunidad de decir si queremos o no queremos
montar.
William Faulkner
Al editor del Memphis Commercial Appeal[125]

[Memphis Commercial Appeal, 26 de marzo de 1950]

Todos los nativos de Mississippi se sumarán al elogio del condado de Attala. Pero
junto al orgullo y la esperanza haríamos mejor en sentir también preocupación y aflicción y
vergüenza; aflicción no por los niños muertos, sino preocupación y aflicción porque lo que
hicimos no fue suficiente; en efecto, sólo fue un poco mejor que nada, no por la justicia, ni
siquiera por el castigo, tal como no se inflige justicia o castigo al perro rabioso o a la
serpiente de cascabel; aflicción y vergüenza porque nos hemos puesto en evidencia ante la
gente forastera que está tan presta a mostrarnos nuestros fallos y decirnos cómo
remediarlos, al haber puesto el mismo precio a asesinar a tres niños que a atracar tres
bancos o robar tres coches.
Y aquellos de nosotros que hemos nacido en Mississippi y hemos vivido toda
nuestra vida en él, que hemos continuado viviendo en él cuarenta y cincuenta y sesenta
años con ciertos costes y sacrificios únicamente porque amamos Mississippi y sus maneras
y sus costumbres y su suelo y su gente; quienes a causa de ese amor siempre hemos estado
listos y deseando defender nuestras maneras y hábitos y costumbres de los ataques de los
forasteros que creíamos que no los comprendían, también haríamos mejor en temer —temer
que nos hayamos equivocado; que lo que habíamos defendido y amado no sólo no quería la
defensa y el amor, sino que no era digno de una e indefendible de lo otro—.
Temor que, al menos, cabe esperar que los dos miembros del jurado que salvaron al
asesino no compartan.
Cabe esperar que cualesquiera razones que hayan tenido para salvarle sean
suficientes para que puedan dormir por las noches sin pesadillas acerca de los diez o quince
años o así a partir de ahora cuando el asesino sea puesto en libertad condicional o
perdonado o liberado de nuevo, y por supuesto mate a otro niño, que se espera —y uno lo
dice con aflicción y desesperación— que al menos esta vez sea de su propio color.
Oxford, Miss.

William Faulkner
Al editor del Memphis Commercial Appeal

[Memphis Commercial Appeal 9 de abril de 1950]

Acabo de leer la carta de Clayton Steven en su número del domingo, en respuesta a


mi carta acerca del caso Turner.
La postura que adopté y la protesta que hice fue contra cualquier hombre borracho,
no me importa de qué color sea, que mate a tres niños o incluso sólo a un niño. No me
importa de qué color sean o sea.
Me parece que los que inyectaron asuntos raciales en esta tragedia fueron
quienesquiera que permitieron o crearon una situación dispuesta de balde-gratis-por nada
para todos nuestros críticos norteños, la oportunidad de haber hecho esta misma declaración
y protesta, pero con cien veces el salvajismo y mil veces la injusticia y diez mil veces
menos comprensión de nuestros problemas y nuestra aflicción por nuestros errores —sólo
que sucedió que yo, nativo de nuestra tierra y copartícipe de nuestros errores, estaba en el
lugar de los hechos para decirlo primero—. Esto debería suponer algo de satisfacción para
un sureño.
Oxford, Miss.

William Faulkner
Al editor del Mamphis Commercial Appeal

[Memphis Commercial Appeal, 30 de abril de 1950]

Acabo de recibir una carta de un ciudadano del condado de Chickasaw, donde tuvo
lugar el asesinato y donde vivían los implicados en él, acerca de la tragedia del condado
Chicksaw-Calhoun en la que se dijo que tres hombres blancos sacaron arrastras a un
granjero negro desarmado de su carro y, en presencia de su esposa e hijos, le golpearon
hasta la muerte con una herramienta de automóvil, dicho proceso se transfirió por cambio
de jurisdicción al condado de Calhoun, donde los demandados fueron declarados no-
culpables sobre la base de su auto-defensa.
La carta no está firmada.
Creo que comprendo por qué: aquellos a los que, incluso en proporción de tres
contra uno, se les rebajó la condena a tal extremo debido a la auto-preservación,
probablemente no vacilen en usar más del mismo tipo de auto-defensa contra cualquier
crítico de su comportamiento.
Así que en esta ocasión no citaré el cuerpo de la carta. No hay necesidad de ello,
puesto que los abogados de los hombres implícitamente ya han hecho lo mismo al
conseguir un cambio de jurisdicción respecto al condado y a la gente que conocía mejor a
sus clientes.
Pero citaré esto:
«La gente (del condado de Chickasaw) conocía a Malcolm Wright.
El hombre cuyo lugar alquiló este negro había acordado que el lugar debía ser para
él en el caso de que el propietario muriese primero; esto es, la pequeña granja que Wright
había trabajado durante años iba a ser suya según establecía esa voluntad.
Mi pequeña asistenta de color, una joven mujer casada, dijo “Mamá siempre nos
decía de pequeños que si nos manteníamos en nuestro lugar y lo hacíamos bien, nunca nos
haría daño nada. Pero Malcolm Wright se mantuvo en su lugar y siempre intentó hacerlo
bien”».
Ésta es la parte importante, no sólo trágico sino aterrador. Todo lo que tiene el
negro, lo tiene de nosotros, la gente blanca. Esto es, sus formas y sus hábitos son nuestras
formas y nuestros hábitos, porque tuvo que aprender e imitar nuestras formas y nuestros
hábitos con el fin de vivir entre nosotros. Le enseñamos a hablar un lenguaje, y a leerlo, a
comer y a pensar como nosotros comemos y pensamos, a vestir las mismas ropas, a querer
los mismos automóviles, los mismos placeres, a cultivar la misma tierra con los mismos
métodos para plantar el mismo algodón y el mismo maíz; incluso inventamos y le
enseñamos su religión y sus vicios; el casero y primitivo culto, el whisky de malta y los
dados.
Y ahora parece que le estamos ofreciendo un curso de postgrado. Y si esto —no sólo
el asesinato de niños pequeños en sus camas por la noche, o el arrastrar a padres
desarmados fuera de los carros en carreteras públicas y golpearlos hasta la muerte con
barras de hierro mientras sus mujeres y sus niños observan, sino la semilla, la herencia de
desesperación y odio en la sangre de sus familiares y descendientes— es lo que hemos
preparado para enseñarles ahora, entonces, damas y caballeros, mejor será que nos
asustemos.
Algunos de nosotros ya lo estamos —miedo y aflicción, ambos—. Pero hasta el
punto de que todo lo que algunos de nosotros nos atrevemos o podemos hacer es alzar
anónimas voces como la de arriba: a qué trágico paso ha llegado este país, esta tierra,
América, fundada por gente oprimida para que fuese para siempre un refugio donde ningún
hombre oprimiese a otro, que hace nada tomó parte en una sangrienta guerra siguiendo el
principio de que debía ser segura y estar asegurada la vida y la libertad de todos los
hombres, masones, metodistas, judíos, republicanos, ateos, vegetarianos o
swedenborgianos: —a qué trágico paso, cuando esa circunstancia no sólo es condonada
sino incluso sustentada y perpetuada así según precedente, por lo que sea que la sustente y
perpetúe según precedente, por la razón que sea —ignorancia o intolerancia o —la más baja
de todas— el uso de la ignorancia y de la intolerancia para promocionarse o para hacer
dinero, en el que un ciudadano no osa levantar su voz contra el ultraje y la injusticia por
miedo al martirio.
William Faulkner
Al secretario de la Academia Americana de las Artes y las Letras

[Proceedings of the American Academy of Arts and Letters and the National Institut
of Arts and Letters, serie segunda, 1951]

Acuso recibo de la medalla, también de la transcripción del señor MacLeish.


Realmente está muy bien tener estas evidencias concretas —el oro y la voz— del
considerado juicio de los iguales de uno. Un hombre trabaja por un conjunto de cosas
bastante simple —limitado—: dinero, mujeres, gloria; todas buenas de obtener, pero la
mejor es la gloria, y la mejor gloria procede de sus iguales, como el soldado que obtiene
buenas opiniones no del hombre sino de otros soldados, ellos mismos expertos en eso, que
también son valientes.
Sin embargo aún me parece imposible evaluar la obra de un hombre. Nunca ninguna
de las mías me satisfizo completamente, cada vez que escribía la última palabra pensaba: si
pudiera rehacerlo, lo haría mejor, quizá incluso bien. Pero estaba demasiado ocupado;
siempre había otra más. Me decía a mí mismo: quizá soy demasiado joven o estoy
demasiado ocupado para decidir; cuando llegue a los cincuenta, seré capaz de decidir lo
bueno que era o no era. Entonces un día tuve cincuenta y miré atrás, y decidí que todo
estaba bastante bien —y entonces en ese mismo instante me di cuenta de que eso era lo
peor de todo puesto que eso sólo significaba que ahora estaba un poco más cerca el
momento, el instante, la noche: la oscuridad: el sueño: en el que sepultaría para siempre
todo aquello por lo que me angustié y sudé, y que no me preocuparía nunca más—.
William Faulkner Oxford, Miss. 12 de junio de 1950
«A los votantes de Oxford»

Corrección al impreso de declaración de los

ciudadanos particulares H. E. Finger, Jr., John

K. Johnson y Frank Moody Purser

[Pliego distribuido en Oxford en torno

al 1 de septiembre de 1950]

1. «La cerveza fue rechazada mediante votación en 1944 por ser desagradable.»
La cerveza fue rechazada mediante votación en 1944 porque demasiados votantes
que bebían cerveza o que no tenían ninguna objeción respecto a que otra gente la bebiese
estaban ausentes en Europa y Asia defendiendo el Oxford donde los votantes que
prefirieron el hogar a la guerra pudieron votar sobre la cerveza en 1944.
2. « Una botella de cerveza del cuatro por ciento contiene dos veces más alcohol
que un chupito[126] de whisky.»
Una botella de doce onzas de cerveza del cuatro por ciento contiene el cuarenta y
ocho por ciento de una onza de alcohol. Un chupito tiene una capacidad de una onza y
media (véase el diccionario). El whisky varía entre el treinta y el cuarenta y cinco por
ciento de alcohol. Un chupito de whisky del treinta por ciento contiene el cuarenta y cinco
por ciento de una onza de alcohol. Una botella de cerveza del cuatro por ciento no contiene
dos veces más alcohol que un chupito de whisky. A menos que el whisky tenga menos del
treinta y dos por ciento de alcohol, la botella de cerveza ni siquiera contiene tanto.
3. «El dinero que se gasta en cerveza debería gastarse en comida, ropa y otros
bienes de consumo esenciales.»
Con este precedente, tendremos que convocar otra elección para votar acerca de si
se permitirán en Oxford las floristerías, las exposiciones de pintura, las tiendas de radios y
los suministradores de coches de placer.
4. «Starkville y Water Valley rechazaron la cerveza mediante votación; ¿por qué no
Oxford?»
Puesto que Starkville es la sede de Mississippi State, y Mississippi State venció a la
Universidad de Mississippi en fútbol americano, quizá Oxford, que es la sede de la
Universidad de Mississippi, hace bien en tomar a Starkville como modelo. ¿Pero por qué
imitar a Water Valley? Nuestro equipo del instituto venció al suyo, ¿no?
Vuestro por un Oxford más libre, donde los taberneros puedan ser respetuosos con
la ley seis días a la semana, y los Ministros de Dios puedan ser Ministros de Dios todos los
siete días de la semana, como el Fundador de su Ministerio les mandó cuando les ordenó
apartarse de la política temporal con sus propias palabras: «Dad al César lo que es del César
y a Dios lo que es de Dios.»[127]
William Faulkner Ciudadano particular
Al editor del Oxford Eagle

[Oxford Eagle, 14 de septiembre de 1950]

Advierto que su periódico me sitúa en la lista de los partidarios de la cerveza legal.


Eso me ofende. Soy tan completo enemigo de la libertad y la ilustración y el progreso como
cualquier votante o cualquier abstemio de Oxford.
Nuestro pueblo ya está superpoblado. Si aquí tuviésemos cerveza legal y licor que
pudiésemos comprar por la mitad de lo que pagamos a los contrabandistas, por no hablar de
los campos de juego —pistas de tenis y piscinas— y los gimnasios de los institutos y las
bibliotecas públicas que podríamos tener en un plazo de cuatro años con las ganancias y
beneficios de tiendas de cerveza y licor cuyo propietario y explotador fuese el condado,
tendríamos tal afluencia de gente, negocios e industrias con nóminas de treinta y cuarenta
mil dólares, que nosotros, los viejos habitantes, difícilmente podríamos movernos por las
calles; nuestros comerciantes no podrían dormir por las tardes debido al sonido metálico y
al tintineo de las cajas registradoras, y nosotros, los habitantes más viejos, no podríamos
entrar en las tiendas a leer gratis una revista o a que nos dejasen usar el teléfono.
No; aferrémonos a las viejas formas. Nuestros hijos adolescentes tienen coches o los
tienen sus amigos; siempre pueden conducir hasta Tennessee o hasta el Condado de
Quitman en busca de cerveza o whisky, y nosotros, ancianos a los que no nos gusta viajar,
siempre podemos telefonear para ello, como siempre hemos hecho. Por supuesto, cuesta
dos veces más cuando te lo traen a tu puerta, y normalmente bebes mucho más que si
tuvieras que levantarte e ir al pueblo a por ello, pero mejor [eso] que romper el largo y feliz
matrimonio entre los votantes abstemios y los vendedores ilegales, a los que nuestro
hermoso Estado proporciona uno de los últimos santuarios y baluartes.
En realidad, mi esfuerzo en las recientes elecciones sólo estaba relacionado con la
cerveza de un modo secundario. Estaba haciendo una protesta. Me opongo a cualquiera que
haga declaraciones públicas que cualquier niño de cuarto grado pueda refutar con un lápiz y
un papel. Me opongo más aún a un cura que insulta tanto la inteligencia de su audiencia
como para suponer que puede realizar cualquier afirmación, sin importar su falsedad, y que
por respeto a su hábito, ninguno de ellos intentará o se atreverá a comprobarlo. Pero por
encima de todo —y esos ministros de sectas que no son autónomos, que tienen sínodos y
juntas de obispos, o de otros organismos con autoridad y control sobre ellos, deberían
dedicar algún pensamiento a esto—, me opongo a los ministros de Dios que violan los
cánones y la ética de su sagrada y santa vocación al usar, sea abiertamente o bajo cuerda, el
peso y el poder de su oficio para influir en unas elecciones civiles.
William Faulkner Oxford, Miss.

8 de septiembre de 1950
Al editor de Time

[Time, 13 de noviembre de 1950]

Respuesta a Waugh a propósito de Hemingway [Waugh criticó a los críticos de la


nueva novela de Hemingway Al otro lado del río y entre los árboles][128] en el Time del
30 de octubre:
Bien por el señor Waugh. Me gustaría haber dicho esto yo mismo, por supuesto no
lo de Waugh sino el equivalente de Faulkner. Una razón por la que no lo hice es que el
hombre que escribió algunos de los textos de Hombres sin mujeres[129] y Fiesta17 y algo
del material sobre África (y algo —la mayoría— de todo lo demás respecto a esta cuestión)
no necesita defensa, porque los que le lanzan con cerbatana trozitos de papel mojados con
saliva no escribieron los textos de Hombres sin mujeres y Fiesta y los textos sobre África y
el resto, y los que no escribieron Hombres sin mujeres y Fiesta y los textos sobre África y
el resto no tienen nada sobre lo que sostenerse mientras lanzan trozitos de papel.
Tampoco el señor Waugh necesita esto de mí. Pero espero que me acepte en su
bando.
Oxford, Miss.

William Faulkner
Declaración a la prensa sobre el caso de Willie McGee[130]

[Memphis Commercial Appeal, 27 de marzo de 1951]

No quiero que Willie McGee sea ejecutado, porque eso haría de él un mártir y
crearía un hedor que duraría mucho en mi estado natal.
Si el crimen del que se le acusa no fuese uno que implica fuerza y violencia, y no
creo que eso estuviese demostrado, entonces la pena en este Estado o en cualquier otro
similar no debería ser de muerte.
No tengo nada en común con las representantes del Congreso de los Derechos
Civiles salvo que ambos decimos que queremos que Willie McGee viva.
Creo que estas mujeres que visitaron Mississippi recientemente están siendo
utilizadas; que como mejor se contribuirá a su causa será con la ejecución de Willie.
Les dije que si querían salvar a Willie deberían hablar con las mujeres de la cocina y
exponer allí sus argumentos y no con los hombres y los políticos.
Al editor del New York Times

[New York Times, 26 de diciembre de 1954]

esto es acerca del avión de pasajeros italiano que se quedó corto en la pista y se
estrelló en Idlewild después de que fracasase en tres ocasiones a la hora de tratar de seguir
el rumbo que le indicaba el instrumental que le tendría que haber llevado a la pista.
Está escrito según la idea (o postulado, si se quiere) de que el instrumento o
instrumentos —altímetro junto con indicador de deriva— que fallaron o habían fallado ya
estaban fuera de servicio o equivocados antes del momento en el que el piloto encomendó a
ellos la aeronave irrevocablemente.
Está escrito con aflicción. No sólo por el dolor de los familiares de los que murieron
en el accidente, y por la aerolínea, la compañía pública que, al vender los billetes, prometió
o en todo caso implícitamente ofreció seguridad en el viaje, sino por la tripulación, por el
propio piloto que será culpado por el accidente y cuyo historial y memoria se verán
empañados por ello; que, junto a sus desprevenidos pasajeros, fue víctima no sólo de los
fallidos instrumentos sino víctima de ese mítico, incuestionable, casi religioso temor
reverencial y veneración hacia los aparatos en el que nuestra cultura nos ha educado —
hacia cualquier aparato, con tal de que sea lo suficientemente complejo y lo suficientemente
críptico y cueste lo suficiente—.
Imagino que incluso después del primer fallo a la hora de mantener el rumbo,
ciertamente después del segundo, su instinto —su impulso, llámese como se quiera—,
después de tanta experiencia, de tantas horas de vuelo, le diría que algo estaba yendo mal. Y
su veteranía como capitán sobre el agua de un cuatrimotor probablemente le dijo dónde
estaba el problema. Pero no se atrevió a aceptar ese conocimiento y (esto presupone que
incluso después del segundo error aún le quedaba combustible suficiente para llegar a un
terreno donde pudiese ver) actuar en función de él.
Posiblemente en algún momento durante los cuatro intentos de aterrizar, muy
probablemente en alguno de los rápidos segundos finales antes de que hubiese dirigido
irrevocablemente la aeronave —ese compuesto de masa y peso por velocidad— contra el
suelo, su copiloto (o ingeniero de vuelo o quienquiera más que hubiese en la cabina en ese
momento) probablemente le dijo: «Mira. Estamos mal. Saca los alerones y aumenta la
velocidad y salgamos de aquí como sea». Pero no se atrevió. No se atrevió a desobedecer y
afrontar, incluso arriesgando también su propia vida, nuestro postulado cultural de la
infalibilidad de las máquinas, de los instrumentos, de los aparatos —un Poder más
despiadado aún que el del viejo concepto del Dios de los Hebreos, puesto que el nuestro ni
siquiera es celoso y vengativo, le traen sin cuidado los individuos—.
No osó cometer ese sacrilegio. Si lo hubiese hecho, no le quedaría nada salvo abrir
la escotilla de la cabina y lanzarse él mismo (un romano) contra las espadas giratorias de
una de las hélices centrales. Lo lamento por él, por las víctimas de ese momento. Todos
nosotros haríamos mejor lamentándonos por toda la gente perteneciente a una cultura que
sostiene que cualquier mecanismo es superior a cualquier hombre porque el uno, siendo
mecánico, es infalible, mientras que el otro, no siendo nada salvo un hombre, no es
susceptible de fallar sino que está condenado a ello.
William Faulkner Nueva York, de diciembre, 1954
Nota para El final del affaire de Graham Greene[131]

… para mí una de las más verdaderas y conmovedoras novelas de mi tiempo, en el


lenguaje de cualquiera.
William Faulkner
Al editor del Memphis Commercial Appeal

[Memphis Commercial Appeal, 20 de febrero de 1955; mecanoscrito]

Acabo de leer con interés la «Carta al editor» del señor Wolstenholme, de


Hohenwald, Tennessee, en su número del domingo 6, en la que se sugiere que los
habitantes negros de los suburbios de Memphis podrían tapar sus propias ratoneras si no
fuesen demasiado indolentes para hacerlo; y que los grupos blancos que investigan harían
mucho mejor en ir al Condado de Lewis, donde podrían encontrar un montón de gente
blanca que se merece su trabajo.
¿Esto significa que, por cada ratonera que tienen los negros del condado de Shelby,
la gente blanca del condado de Lewis tiene dos? Lo cual no puede ser correcto, puesto que
la gente blanca, al no ser negros, no son indolentes; y por tanto, por cada ratonera que tenga
un negro del condado de Shelby o del de Lewis, Tennessee, o uno del condado de
Lafayette, Mississippi, un hombre blanco del condado de Shelby o del de Lewis, Tennessee,
o uno del condado de Lafayette, Mississippi, no puede tener ninguna. Y tampoco tendrán
agua, puesto que, por la sencilla razón de que hay más ratas que gente, hay un punto
inevitable e inexorable en el cual el hombre blanco, sin importar lo poco indolente que sea,
va a tener una ratonera. Así que, ¿en qué punto de la escala de las no-ratoneras de los
negros el hombre blanco gana o en cualquier caso obtiene una? ¿Es la falta de indolencia el
doble de falta de indolencia que la indolencia, dando al hombre blanco dos veces más
ratoneras que al hombre negro, o esto nos lleva al viejo problema insoluble de física
amateur acerca de cuánto es el doble de frío de cero grados?
William Faulkner Oxford, Miss., 20 de febrero de
Al editor del Memphis Commercial Appeal

[Memphis Commercial Appeal, 20 de marzo de 1955; mecanoscrito]

Nosotros los del Mississippi ya sabemos que nuestras actuales escuelas no son lo
suficientemente buenas. Nuestros hombres y mujeres jóvenes nos lo demuestran ellos
mismos cada año mediante el hecho de que, cuando los mejores de ellos quieren la mejor
educación a la que tienen derecho y para la que son competentes, no sólo en humanidades
sino también en profesiones y oficios —abogacía y medicina e ingeniería—, deben salir del
estado para obtenerla. Y bastante a menudo, demasiado a menudo, no vuelven.
De modo que nuestras actuales escuelas ni siquiera son lo suficientemente buenas
para la gente blanca; nuestro actual embalse estatal de educación ni siquiera tiene la calidad
lo suficientemente alta para saciar la sed de nuestros jóvenes hombres y mujeres blancos.
En cuyo caso, cómo podría saciar acaso la sed y la necesidad del negro, que obviamente
está más sediento, lo necesita aún más, si no el Gobierno Federal no habría tenido que
aprobar una ley obligando a Mississippi (entre otros por supuesto) a hacer que le fuese
accesible lo mejor de nuestra educación.
Esto es, nuestras actuales escuelas ni siquiera son lo suficientemente buenas para la
gente blanca. Así que, ¿qué hacemos?, ¿hacerlas lo suficientemente buenas, mejorarlas lo
máximo que sea posible? No. Nos vamos por las ramas, rastrillamos y raspamos para
incrementar impuestos adicionales para establecer otro sistema que en el mejor de los casos
sólo igualará al que ahora mismo no es lo suficientemente bueno, que por lo tanto tampoco
será lo suficientemente bueno para los negros;
tendremos dos sistemas idénticos, ninguno de los cuales será bueno para nadie. La
cuestión no es cuán estúpida puede volverse la gente porque aparentemente no hay límite
para eso. La cuestión es, ¿cuán estúpidos en simples dólares y centavos, por no hablar de
hombres y mujeres malgastados, nos podemos permitir ser?
Oxford, Miss.

William Faulkner
Al editor del New York Times

[New York Times, 25 de marzo de 1955]

Me pregunto cuándo aprenderemos que ha llovido mucho desde el día en que


incluso los actos locales de política nacional, por no hablar de aquellos con implicaciones
en el extranjero, podían ser llevados a cabo por gente sin más bagaje que una bandera de los
Estados Unidos y un manual de derecho internacional.
Estoy pensando en la gente responsable e implicada en la expulsión de los Estados
Unidos del metropolitano de la Iglesia Ortodoxa Rusa, cuya consecuencia fue la expulsión
de Rusia del padre Bisonnette de la Iglesia Católica Romana en América. Estoy pensando
tanto en la gente que podría haber expulsado al metropolitano ruso sin que se les ocurriese
ni una sola vez que debían explicárselo a alguien; como en la gente que incluso podría
haber soñado que podrían explicárselo o justificarlo ante los comunistas, quienes debido a
su misma ideología están, lo quieran o no, obligados a ser enemigos inflexibles de la así
denominada religión cristiana.
No me refiero a los miembros del Departamento de Estado. Esto es, a los
profesionales, a los que han dedicado a ello su carrera, los jóvenes que tuvieron esa
vocación en su juventud y se enseñaron a sí mismos (el gobierno al que representan no les
enseñó; no educamos a nuestros agentes y representantes para tratar con la gente, con el
simple, incorregible, intratable, invencible corazón humano, sino sólo con números y tasas
de cambio) la suficiente humanidad del hombre para ser competentes en aquello a lo que se
dedican. Conozco a bastantes de ellos para saber que habrían tenido más juicio. Sólo que no
tenían elección, nada
que decir, desde el día en que percibieron su primera paga de sábado fueron
atosigados e incordiados por sus jefes —gente que había adquirido esa condición
simplemente como un prerrequisito incidental para su elección para otros cargos mediante
votación popular, o como recompensa por haber empleado su poder para que aun otros
fuesen elegidos o designados para cargos que esos otros querían o necesitaban o, en
cualquier caso, ansiaban—. Estoy pensando en ellos.
Sólo me pregunto, hasta el momento en que la prensa dirigió su atención (y, espero,
alarma y también miedo) a la palabra, ¿exactamente cuántos miembros del Gobierno y del
Congreso podrían haber definido la palabra «metropolitano» ni siquiera dándoles cien
veces los diez segundos habituales que permiten los concursos que regalan neveras y
lavadoras para responder a preguntas como, por ejemplo, qué día del mes es el Cuatro de
Julio?
William Faulkner Oxford, Miss., 18 de marzo de 1955

Al editor del Memphis Commercial Appeal


[Memphis Commercial Appeal, 3 de abril de 1955; mecanoscrito]
Acabo de leer las cartas del señor Neill, el señor Martin y el señor Womack en su
número del 27 de marzo, en respuesta a mi carta en el número del 20 de marzo.
Al señor Martin, y a la primera pregunta del señor Womack: Cualquiera que sea el
coste de nuestro actual sistema escolar estatal, tendremos que incrementarlo de nuevo tanto
como para establecer otro sistema igual a él. Tomemos parte de los nuevos fondos y
hagamos de nuestras actuales escuelas, desde los jardines de infancia hasta las humanidades
y las ciencias y las profesiones, no sólo las mejores de América sino las mejores escuelas
posibles; entonces las propias escuelas cuidarán de los candidatos, tanto blancos como
negros, que en un primer momento no habían sido asunto suyo.
Entonces el resto de los nuevos fondos podría fundar o mejorar escuelas de
comercios y oficios para aquellos a los que el primer sistema, el académico, ya les haya
eliminado antes de que hayan tenido tiempo de causar demasiado perjuicio desde el punto
de vista de sus propios días malgastados y las clases abarrotadas y profesores atosigados y
mal pagados que dan como resultado un aligeramiento y un descenso general de los
estándares educativos; por no mencionar el hacer el mejor uso de los hombres y mujeres
que producimos. Lo que necesitamos son más americanos en nuestro bando. Si todos los
americanos estuviesen en el mismo bando, no necesitaríamos intentar sobornar a países
extranjeros que no siempre se mantienen comprados para apoyarnos.
Aunque estoy de acuerdo en que esto sólo lo soluciona la integración: no el callejón
sin salida del conflicto emocional acerca de ello. Pero al menos observa una de las máximas
más antiguas y sensatas: si no puedes vencerles, únete a ellos.
A la última pregunta del señor Womack: no tengo títulos ni diplomas de ninguna
escuela. Soy un viejo veterano de sexto grado. Quizá por eso tengo tanto respeto por la
educación que parezco incapaz de sentarme tranquilamente y ver cómo se mantiene
subordinada en importancia respecto a un estado emocional relativo al color de la piel
humana.
Oxford, Miss.
William Faulkner
Al editor del Memphis Commercial Appeal

[Memphis Commercial Appeal, 10 de abril de 1955]

He leído la carta del señor Murphy en su número del 3 de abril. También recibí una
del doctor Flinch, decano, escuela de ingeniería, Mississippi State College, en la misma
línea. Si mi carta afirmaba o implicaba algún hecho incorrecto, me retracto y pido
disculpas.
Mi objetivo no fue injuriar nuestro actual sistema escolar, sino obtener ventaja de
cualesquiera cambios que nos depare el futuro, para mejorar la condición actual de nuestras
escuelas, que hace que sean una especie de niñeras sostenidas por la comunidad o el
Estado, donde se obliga al alumno mediante la ley o la costumbre a pasar tantas horas del
día, sin nadie salvo profesores a menudo mal pagados que se preocupe de cuánto aprende.
En lugar de mantener el estándar educativo tan bajo como el mínimo común
denominador de la clase o grupo del curso, elevémoslo hasta lo más alto.
Démosle a todo futuro alumno y estudiante la igualdad y el derecho a la educación
desde la perspectiva según la cual nuestros antepasados usaban las palabras igualdad y
condición libre y derecho: no igual derecho a la caridad, sino igual derecho a la oportunidad
de hacer lo que es capaz de hacer, condición libre para obtener el más alto de los estándares
—con tal de que sea capaz de ello—; o si no es competente o no trabaja, permitámosle
aprender pronto, antes de que cause mucho perjuicio, que está en el lugar equivocado.
Si vamos a tener dos sistemas escolares, dejemos el segundo para los alumnos
inelegibles no por el color sino porque no pueden hacer o no harán el trabajo del primero.
William Faulkner
Al editor del Memphis Commercial Appeal

[Memphis Commercial Appeal, 17 de abril de 1955; mecanoscrito]

Me gustaría decir «Bien hecho» al escritor de la carta firmada «Estudiante» de


Dorsey, Mississippi, de su número del 10 de abril. Hagamos un sondeo entre la gente joven
del Mississippi que asiste a nuestras actuales escuelas y que asistirá a las integradas si
vienen o cuando vengan para conocer su opinión de ellas; ciertamente son parte interesada.
En el Sur estamos enfrentados por dos hechos aparentemente irreconciliables: uno,
que el Gobierno Nacional ha decretado la igualdad absoluta en la educación para todas las
razas; la otra, la gente del Sur que dice que eso nunca debe suceder. Estos dos hechos deben
reconciliarse. Creo que también hay mucha gente joven en Mississippi que cree que pueden
reconciliarse, que aman nuestro Estado —no aman específicamente a la gente blanca ni
específicamente a los negros, sino nuestra tierra: nuestro clima y geografía, las cualidades
de nuestra gente, tanto blancos como negros, respecto a la honestidad y la tolerancia y el
juego limpio, el esplendor de nuestras tradiciones y la gloria de nuestro pasado— lo
suficiente como para intentar reconciliarlos, incluso arriesgándose como lo hizo el joven
escritor de Dorsey a pesar del hecho de que no firmó con su nombre. Y menudo comentario
es ése respecto a nosotros: que en Mississippi la opinión adulta común puede alcanzar tal
extremo emocional general que nuestros jóvenes hijos e hijas no se atreven, debido
probablemente a un miedo físico muy justificado, a firmar con sus nombres una opinión
adversa.
Despacho de prensa escrito en Roma, Italia, para los Estados Unidos
sobre el caso Emmett Till

[New York Herald Tribune, 9 de septiembre de 1955]

¿CUÁNDO aprenderemos que si sobrevive un condado en Mississippi será porque


todo el Mississippi sobrevive?, ¿que si el estado de Mississippi sobrevive, será porque toda
América sobrevive?, ¿y que si América sobrevive primero tiene que sobrevivir toda la raza
blanca?
Porque la totalidad de la raza blanca sólo es un cuarto de la población de la tierra de
blanco y marrón y amarillo y negro. Así que, ¿cuándo aprenderemos que el hombre blanco
no puede permitirse más, simplemente no se atreve, el cometer actos por los que los otros
tres cuartos de la raza humana pueden desafiarle, no porque los actos sean en sí mismos
criminales, sino simplemente porque los que lo desafían y acusan de esos actos no son de
pigmento blanco?
Por no hablar de los otros pueblos arios que ya son enemigos del mundo occidental
debido a ideologías políticas. ¿Ya hemos olvidado nosotros, los americanos blancos que
podemos cometer o justificar esos actos, lo que nos hicieron los japoneses ellos solos —
unos simples ocho millones de habitantes de una isla insolvente y en bancarrota— hace
únicamente quince años?
Cómo podemos esperar entonces sobrevivir al próximo Pearl Harbor, si ha de haber
uno, no sólo con todos los pueblos que no son blancos, sino con todos los pueblos con
diferentes ideologías de las nuestras desplegados contra nosotros —después de que les
hayamos enseñado (como estamos haciendo) que cuando hablamos de ser libres y de
libertad, no sólo no queremos decir ninguna de las dos, sino que ni siquiera queremos decir
seguridad y justicia e incluso ni la preservación de la vida de la gente cuya pigmentación no
es la misma que la nuestra—.
Y no sólo la gente negra en la Sudáfrica Boer, sino también la gente negra en
América.
Porque si nosotros los americanos sobrevivimos, tendrá que ser porque escojamos y
elijamos y defendamos ser los primeros de todos los americanos en presentar al mundo un
frente homogéneo e intacto, de americanos blancos o negros o púrpuras o azules o verdes.
Quizá averigüemos ahora si vamos a sobrevivir o no. Quizá el propósito de este
lamentable y trágico error cometido en mi Mississippi natal por dos adultos blancos contra
un afligido chico negro sea demostrarnos a nosotros mismos si nos merecemos o no nos
merecemos sobrevivir.
Porque si nosotros en América hemos llegado a ese punto en nuestra desesperada
cultura en el que debemos asesinar niños, sin importar por qué razón o de qué color, no nos
merecemos sobrevivir, y probablemente no lo haremos.
Al editor de Life

[Life, 26 de marzo de 1956]

Desde que Life publicó mi «Carta al Norte» he recibido muchas respuestas de fuera
del Sur. Muchas de ellas criticando el razonamiento que hay en la carta, pero hasta ahora
ninguna de ellas parece haber descubierto la razón que hay tras la carta, la razón detrás de
la urgencia para su más amplia difusión, para que llegase a tiempo; lo cual da peso a una
afirmación presente en la carta en el sentido de que los Estados Unidos de fuera del Sur no
comprenden el Sur.
La razón tras la carta era el intento de un individuo de salvar al Sur y a los Estados
Unidos al completo de la mancha de la muerte de la señorita Autherine Lucy. Ella acababa
de ser suspendida por la Universidad de Alabama; se había fijado un día en el que un juez
se pronunciaría acerca de la validez de la suspensión. Creí que cuando el juez derogara la
suspensión, que es lo que tendría que hacer, las fuerzas que apoyaban su tentativa de entrar
en la universidad como estudiante la volverían a enviar a ello. Creía que si hacían eso, ella
posiblemente perdería su vida.
Ella no fue enviada de nuevo, así que la carta no fue necesaria para ese propósito.
Espero que nunca lo sea. Pero si se presentase de nuevo una situación similar que
contuviese la semilla de una tragedia similar, quizá la carta serviría de ayuda.
Al editor del Reporter

[Repórter, 19 de abril de 1956]

A partir de las cartas que he recibido, y de las citas que he

visto en el Times y en Newsweek, creo que algunas partes de la entrevista que


concedí al entrevistador del Sunday Times de Londres y que, después de notificármelo,
puso a su disposición, no son correctas; huelga decir que no leí la entrevista antes de que la
publicasen ni tampoco la he visto publicada todavía.
Si la hubiese visto antes de que la publicasen, estas afirmaciones, que no son
correctas, nunca se me podrían haber imputado. Son afirmaciones que no haría ningún
hombre sobrio, ni, me parece a mí, ningún hombre sano creería.
Que yo sepa el Sur no está armado para resistir a los Estados Unidos, porque los
Estados Unidos ni van a obligar al Sur ni tampoco van a permitir que el Sur se resista ni se
separe.
La afirmación de que yo o cualquier otro elegiría cualquier estado frente a todo el
resto de los Estados Unidos, hasta el extremo coste de disparar por la calle a otros seres
humanos, no sólo es algo estúpido sino peligroso. Estúpido porque ningún hombre sano va
a elegir hoy un estado frente a la Unión. Hace cien años sí. Pero no en 1956. Y peligroso
porque la idea puede inflamar aún más a esa poca gente del Sur que todavía cree que tal
situación es posible.
Al editor de Time

[Time, 23 de abril de 1956]

En nuestros problemáticos tiempos acerca de la segregación, resulta imperativo que


a ningún hombre se le endosen opiniones sobre el asunto que nunca ha sostenido ni, por esa
razón, ha expresado nunca. El mes pasado en Nueva York… concedí una entrevista a un
enviado del Sunday Times de Londres, que (con mi consentimiento) se la pasó al Repórter.
No vi la entrevista antes de que fuese publicada. Si lo hubiese hecho, las citas que han
aparecido en el Time nunca se me podrían haber imputado, puesto que contienen opiniones
que nunca he sostenido, y afirmaciones que no haría ningún hombre sobrio ni, me parece a
mí, creería ningún hombre sano. Esa afirmación de que yo o cualquier otro en su sano
juicio elegiría cualquier estado frente a todo el resto de los Estados Unidos, hasta el
extremo coste de disparar por la calle a otros seres humanos, no sólo es algo estúpido sino
peligroso. Estúpido porque ningún hombre sano va a elegir hoy un estado frente a la Unión
incluso aunque tuviese la oportunidad de hacerlo. Hace cien años sí. Pero no en 1956. Y
peligroso porque la idea puede inflamar aún más a esa poca gente del Sur que todavía cree
que tal situación es posible.
Oxford, Mississippi William Faulkner
Al editor de Time

[Time, 10 de diciembre de 1956]

Hay mucha crítica y condena, por parte de individuos y de nuestra prensa, acerca de
la reciente acción de Inglaterra en Egipto. Estuviese bien o mal, ¿siempre tenemos que
recordar nosotros los críticos que las razones por las que Inglaterra creía que hizo lo que
tenía que hacer no están todas dentro de las Islas Británicas? Si el acto estuvo mal,
¿siempre tenemos que recordar nosotros los que lo condenamos que Inglaterra ya ha
frenado dos veces al enemigo dándonos así tiempo para darnos cuenta por fin de que no
podremos comprar nuestro puesto en las guerras sino que tendremos que lucharlas?, ¿puede
ser una razón de nuestra crítica y de nuestra condena el miedo a que ahora ya ni siquiera
Inglaterra puede proporcionarnos una oportunidad de no tener que luchar?
Oxford, Mississippi William Faulkner
Al editor del New York Times

[New York Times, 16 de diciembre de 1956]

Si lo que Francia, Bretaña e Israel hicieron en Egipto fuese un crimen, tirar los
frutos de ello sería peor: sería una locura; y no creo que las naciones en ninguna parte
puedan permitirse más locuras. Crímenes sí, pero no locuras.
Lo que ahora necesita este país no es un jugador de golf sino un jugador de póker.
Uno bueno —audaz, con coraje, con hielo en sus venas, y nunca he conocido a uno bueno
de otra clase—. Con las cartas que los israelíes, los británicos y los franceses le acaban de
regalar, sin haber tenido que pagar fichas para cogerlas, probablemente no sólo estabilizaría
Oriente Medio sino también el mundo entero durante los próximos cincuenta años.
William Faulkner Oxford, Mississippi, u de diciembre de 1956
Al editor de Time

[Time, 11 de febrero de 1957]

Nuestra antigua política exterior era como la política de la casa de un casino de


juego: cubrir todas las apuestas, apostar a que todo el mundo se equivoca y depender del
constante y modesto beneficio de las probabilidades de la casa inherentes a los dados o la
mesa o la ruleta. Nuestra nueva política parece ser la del director que le pide a su sindicato
que deje llevar pistola al portero.
Oxford, Mississippi William Faulkner
Al editor del Memphis Commercial Appeal

[Memphis Commercial Appeal, 15 de septiembre de 1957]

Hace unos pocos años la Corte Suprema emitió una opinión que a nosotros, los
sureños blancos, no nos gustó, y nos resistimos.
Como resultado de ello, el pasado mes se presentó al Congreso una ley que tiene
mucho más peligro para todos nosotros que la presencia de niños negros en las escuelas
blancas o de votos negros en urnas blancas —peligro que aparentemente sólo un experto
podría ver—.
El Congreso habría aprobado la ley, salvo por el hecho de que el experto estaba a
mano a tiempo. Así que escapamos —esta vez—.
Todavía continuamos resistiéndonos a esa opinión. Mientras continuemos
manteniendo al negro en una ciudadanía de segunda clase —esto es, sujeto a impuestos y al
servicio militar, aunque negándole el derecho político a votar, y la competencia económica
y educativa para ser representado entre aquellos que le cobran los impuestos y le llaman a
filas— continuarán presentándose al Congreso leyes que contengan este mismo peligro o
peligros similares, que sólo un experto puede reconocer; hasta que algún día el experto no
esté allí a tiempo, y una de ellas se apruebe.
Borrador de carta del 15 de septiembre de 1957 al editor del Memphis
Commercial Appeal[132]

EL abajo firmante está de acuerdo con el escritor M. J. Greer (cartas al editor, 1 de


septiembre) en su evaluación práctica del problema de la segregación. Todas las leyes del
mundo no harán que la gente blanca y no-blanca se mezcle si una de las partes no quiere,
exactamente igual que todas las leyes del mundo no pueden mantenerlas separadas si ambas
partes quieren mezclarse.
No creo que el negro quiera «mezclarse» con la gente blanca todavía. No creo que
le guste tanto la gente blanca. Pero, durante trescientos años de asociación con la gente
blanca, ha llegado a ser lo suficientemente parecido al hombre blanco como para rebelarse
frente a una cultura que le mantiene inferior y de segunda clase simplemente debido a su
raza y a su color —que, por causa de su pigmento, le niega el privilegio que cualquier otro
con un color de piel diferente posee por derecho natural—. No quiere estar en las iglesias y
en las escuelas del hombre blanco más de lo que quiere al hombre blanco en las suyas:
simplemente quiere el derecho a elegir no entrar en ellas.
Hace pocos años la Corte Suprema tomó una decisión que a nosotros los blancos
sureños no nos gustó, y nos resistimos. Como resultado de ello, el mes pasado el Congreso
habría aprobado una ley que contenía ramificaciones e implicaciones mucho más
amenazadoras que la presencia de un niño negro en una escuela blanca o de un voto negro
en una urna blanca, si no hubiera habido un experto a mano para verlo a tiempo. Así que
escapamos —esta vez—. Pero mientras se siga manteniendo al negro en una ciudadanía
inferior y de segunda clase —esto es, sujeto a impuestos y al servicio militar, aunque
negándole la igualdad económica y política y educativa dándole al menos el derecho y la
competencia para votar, aunque no para tener representantes entre ellos, los que le cobran
impuestos y le llaman a filas— continuarán presentándose al Congreso leyes que contengan
esas ramificaciones e implicaciones visibles sólo para un experto, hasta que algún día ese
experto no esté a mano para salvarnos, y una de ellas se apruebe. Pero al menos tendremos
la satisfacción de saber que no podemos echarle la culpa a nadie salvo a nosotros mismos.
Si realmente queremos hacer que la admisión a nuestras escuelas sea restrictiva y
selectiva y aun así mantenernos lejos del Congreso y de la Corte Suprema, todo lo que
tenemos que hacer es elevar los estándares de los cursos y de las clases hasta ese nivel en el
que las propias escuelas excluyan al inferior y al que no encaje —algo que deberíamos
haber hecho hace tiempo si realmente hubiésemos querido educar y enseñar a nuestros hijos
—. Pero eso excluiría también a algunos alumnos blancos así que…
[Inacabado]
Al editor del New York Times[133]

[New York Times, 13 de octubre de 1957; mecanoscrito]

Lo trágico de Little Rock es que finalmente ha sacado a la luz un hecho que


sabíamos que estaba allí pero que, hasta que ha sido sacado a rastras de lo oculto por la
fuerza, podíamos ignorarlo fingiendo que no estaba allí. Este hecho es el de que la gente
blanca y la gente negra no se gustan unos a otros y no confían unos en otros, y quizá nunca
lo puedan hacer.
Pero después de todo quizá esto no sea una tragedia. Ahora, al tener fuera este
hecho, donde lo tendremos que mirar y reconocer y aceptar, quizá podamos darnos cuenta
de que para nosotros no es importante gustarnos ni confiar unos en otros. Incluso que no es
[de] suma importancia para nosotros el vivir juntos, en cierto modo el frotarnos unos con
otros, en amistad y paz. Que lo que es importante y necesario y urgente (urgente: ahora
estamos alcanzando el punto en el que no tenemos más tiempo) es que nos federemos
juntos, que mostremos un unificado frente común no para una pálida paz y amistad, sino
para la supervivencia como pueblo y como nación.
Ya debe de ser demasiado tarde: como nación y como pueblo ya debemos de estar
desahuciados. Pero no me lo creo. Me niego a creer que en una crisis no podamos recuperar
nuestro carácter nacional con ese mismo coraje y dureza como hizo por ejemplo el pueblo
inglés cuando se alzó en solitario como una nación en Europa a favor del principio nacional
de que los hombres deben y pueden ser libres. La nuestra será una tarea mayor, no porque
la
amenaza sea más grande sino porque tendremos que levantarnos no como una
nación entre un continente de naciones, ni siquiera en un hemisferio de naciones, sino como
el último pueblo unido nacionalmente a favor de la libertad en un mundo hostil que ya nos
sobrepasa en número.
Contra ese principio que obliga al hombre mediante la fuerza física a renunciar a su
individualidad en el seno de la monolítica masa de un Estado dedicado a la premisa de que
únicamente debe prevalecer el Estado, nosotros, debido al afortunado accidente de nuestra
geografía, debemos representar esa última comunidad de gente unificada dedicada a la
premisa opuesta de que el hombre puede ser libre por el propio acto de fundirse y renunciar
a su libertad en el seno de la libertad de todos los hombres individuales que quieren ser
libres. Nosotros, por la buena suerte de nuestro pasado aún inédito y todavía inexhausto,
tenemos que ser el punto que aglutine a todos los hombres, sin importar de qué color sean o
qué lengua hablen, que quieran federarse en una comunidad dedicada al propósito de que
una comunidad de hombres individuales libres no sólo debe prevalecer, sino que puede
prevalecer.
Oxford, Mississippi William Faulkner
[aviso]

[Oxford Eagle, 24 de septiembre de 1959]

La señora Faulkner y yo deseamos darle las gracias al alcalde, Alderman Sisk, al


ingeniero municipal Lowe y a la oficina del procurador municipal por la retirada de la valla
publicitaria de nuestra puerta principal de Old Taylor Road.
William Faulkner
[aviso]

[Oxford Eagle, 15 de octubre de 1959]

Los bosques señalados como de mi propiedad dentro de los límites municipales de


Oxford alojan varias ardillas domésticas. Cualquier cazador que se sienta demasiado falto
de pericia en el bosque y de puntería como para aproximarse a una peligrosa ardilla salvaje,
debe sentirse seguro con éstas. Estos bosques son parte del pasto de mis caballos y vacas
lecheras; asimismo, el que llegue tarde los encontrará ya llenos de otros cazadores.
Amablemente se le pide que no dispare a ninguno de ellos.
William Faulkner
Al editor del New York Times[134]

[New York Times, 28 de agosto de 1960]

En relación con el piloto Powers del U-2: Ahora los rusos lo harán desfilar por el
mundo no-occidental durante los próximos diez años como un mono en una jaula, como un
ejemplo viviente de la clase de coraje y fidelidad y resistencia de los que ahora deben
depender desesperadamente los Estados Unidos. O mejor aún, liberarle de inmediato como
insinuación displicente de que una nación tan desesperadamente reducida no es digna del
respeto ni del miedo de nadie, y que los agentes de su desesperación ya no son lo
suficientemente peligrosos para ser dignos del honor del martirio, ni siquiera del coste de
alimentarlos.
William Faulkner Oxford, Miss. 24 de agosto de 1960
Notificación del administrador del patrimonio

ESTADO de Mississippi - Condado de Lafayette Notificación del administrador a


todos los acreedores de Maude Butler Faulkner

Habiéndosele concedido poderes de administración el 18 de octubre de 1960 por el


Tribunal de Equidad del Condado de Lafayette, Mississippi, al abajo firmante sobre el
patrimonio de Maude Butler Falkner, fallecida, se notifica mediante la presente a todas las
personas que tengan alguna reclamación contra dicho patrimonio que han de presentarla en
la oficina del mencionado tribunal para autentificarla y registrarla conforme a la ley en el
plazo de seis meses desde esta fecha, o quedarán prescritas para siempre.
17 de octubre de 1960.

William C. Falkner, Administrador Jesse J. Hardin, Registrador por Mary Wilson,


D. C.[135]

[La madre de Faulkner murió el 16 de octubre de 1960. Esta notificación del


administrador del patrimonio fue publicada en el Oxford Eagle el 20 de octubre de 1960, y
repetida el 27 de octubre y el 3 de noviembre.]
Fin
***

Este libro se terminó de imprimir el 8 de octubre de 2012

All my powers ofexpression and thoughts so sublime


Could never do youjustice in reason or rhyme
Only one thing I did wrong Stayed in Mississippi a day too long
Bob Dylan

[Ni mis pensamientos tan sublimes ni todo el poder de mi expresión / podrían jamás
hacerte justicia con rima o razón / Una sola cosa hice mal / quedarme en Mississippi un día
de más]
Metadatos

TÍTULO original:
Essays, speeches & publics letters (1966)
©Del libro: Herederos de William Faulkner
©De la introducción, traducción y notas: David Sánchez Usanos
©Del prólogo: James B. Meriwether
©De esta edición:
Capitán Swing Libros, S.L.
Primera edición en Capitán Swing: Octubre de 2012
ISBN: 978-84-940279-4-9
Depósito Legal: M 33102-2012 Código BIC: FA
Índice

WILLIAM FAULKNER o cómo ganar una partida de dados


(David Sánchez Usanos) 11
Prólogo (James B. Meriwethei)
Agradecimientos del editor estadounidense
Nota a la edición de Capitán Swing
Prefacio del editor estadounidense a la primera edición
I. Discursos
Sermón funerario por Mammy Caroline Barr (4 de febrero de 1940)
Sermón funerario por Mammy Caroline Barr (5 de febrero de 1940)
Discurso con motivo de la recepción del Premio Nobel de Literatura
(1950)
A la clase que se gradúa, University High School (1951)
Discurso con motivo de su nombramiento como Oficial de la Legión
de Honor (1951)
Al Consejo del Delta (1952)
Discurso en el Congrés pour la Liberté de la Culture (1952)
A la clase que se gradúa, Pine Manor Júnior College (1953)
Con motivo de la recepción del Premio Nacional del Libro en la
categoría de ficción (1955)
A la Asociación Sureña de Historia (1955)
Discurso en el Seminario de Literatura Americana, Nagano (1955)
Con motivo de recibir la medalla de plata de la Academia de Atenas (1957)
A la Academia Americana de Artes y Letras al presentar la medalla de
oro en la categoría de ficción para John Dos Passos (1957)
A las sociedades Raven, Jefferson y ODK de la Universidad de Virginia
(1958)
Al English Club de la Universidad de Virginia (1958)
A la Comisión Nacional de los Estados Unidos para la UNESCO (1959)
Discurso con motivo de la recepción del premio
Andrés Bello, Caracas (1961)
Discurso en el Teatro Municipal, Caracas (1961)
A la Academia Americana de Artes y Letras con motivo de la
aceptación de la medalla de oro en la categoría de ficción (1962)
II. Ensayos
Verso, viejo y naciente: un peregrinaje (1924)
Sobre la crítica (1925)
Literatura y guerra (c. 1925)
Y ahora qué hacer (c. 1925)
Sherwood Anderson (1925)
La composición, edición y recorte de Banderas en el polvo (c. 1934)
El hijo de MacGrider (1934)
Una nota sobre Sherwood Anderson (1953)
Nota sobre Una fábula (c. 1953)
Mississippi (1954)
Impresión de Nueva Inglaterra por parte de un invitado (1954)
Un inocente en Rinkside (1955)
Kentucky: Mayo: Sábado (1955)
Sobre la privacidad (El Sueño Americano: ¿Qué le sucedió?) (1955)
Impresiones de Japón (1955)
A la juventud de Japón (1955)
Carta a un editor norteño (1956)
Sobre el miedo: El sur de parto: Mississippi (1956)
Una carta a los líderes de la raza negra (1956)
Albert Camus(1961)
III. Prólogos
Prólogo a Sherwood Anderson y otros famosos criollos (1926)
Introducción a la edición de la Modern Library de Santuario (1932)
Dos introducciones a El ruido y la furia.
Introducción a El ruido y la furia \'7b1) (19 de agosto de 1933)
Introducción a El ruido y la furia (2) (1946)
Nota a modo de prefacio a «Apéndice: Compson, 1699-1945»(1946)
Prólogo a la Antología de Faulkner(1954)
IV. Reseñas de libros y obras de teatro
En abril una vez, por W. A. Percy (1920)
Giros y películas, por Conrad Aiken (1921)
Aria da Capo: una obra en un acto, de Edna St. Vincent Millay (1922)
Teatro americano: Eugene O'Neill (1922)
Teatro Americano: Inhibiciones (1922)
Linda Condon-Cytherea - El chal brillante de Joseph Hergesheimer
(1922)
Ducdame, de John Cowper Powys (1925)
El camino de vuelta, de Erich Maria Remarque (1931)
Piloto de pruebas, de Jimmy Collins (1935)
Piloto de pruebas, de Jimmy Collins (texto no abreviado) (1935)
El viejo y el mar, de Ernest Hemingway (1952)
V. Cartas públicas
Al Times-Item de Nueva Orleans (4 de abril de 1925)
Al editor de libros del Chicago Tribune (16 de julio de 1927)
Al editor del Memphis Commercial Appeal (15 de febrero de 1931)
Nota acerca de Hombres en la oscuridad, de James Hanley (1932)
Nota y carta para uso promocional a Clifton Cuthbert (1933)
[Nota] (c. 1933)
Anuncio clasificado en el Memphis Commercial Appeal
(22 de enero de 1936)
Al presidente de la Liga de Escritores Americanos (1938)
Al editor del Memphis Commercial Appeal (12 de julio de 1941)
«Se llamaba Pete», Oxford Eagle (15 de agosto de 1946)
Inscripción en el monumento del condado de Lafayette a
los muertos en la II Guerra Mundial (1947)
Al editor del Oxford Eagle \'7b13 de marzo de 1947)
Al editor del Memphis Commercial Appeal (26 de marzo de 1950)
Al editor del Memphis Commercial Appeal \'7b9 de abril de 1950)
Al Memphis Commercial Appeal (30 de abril de 1950)
Al secretario de la Academia Americana de las Artes y las Letras
(12 de junio de 1950)
«A los votantes de Oxford» (septiembre de 1950)
Al editor del Oxford Eagle (14 de septiembre de 1950)
Al editor de Time (13 de noviembre de 1950)
Declaración a la prensa sobre el caso de Willie McGee,
Memphis \'7bCommercial Appeal, 27 de marzo de 1951)
Al editor del New York Times (26 de diciembre de 1954)
Nota acerca de El final del affaire, de Graham Greene (1955)
Al editor del Memphis Commercial Appeal (20 de febrero de 1955)
Al editor del Memphis Commercial Appeal (20 de marzo de 1955)
Al editor del New York Times (25 de marzo de 1955)
Al editor del Memphis Commercial Appeal (3 de abril de 1955)
Al editor del Memphis Commercial Appeal (10 de abril de 1955)
Al editor del Memphis Commercial Appeal (17 de abril de 1955)
Despacho de prensa escrito en Roma, Italia, para los Estados Unidos
sobre el caso Emmett Till (9 de septiembre de 1955)
Al editor de Life (26 de marzo de 1956)
Al editor del Repórter \'7b\9 de abril de 1956)
Al editor de Time (23 de abril de 1956)
Al editor de Time (10 de diciembre de 1956)
Al editor del New York Times (16 de diciembre de 1956)
Al editor de Time (11 de febrero de 1957)
Al editor del Memphis Commercial Appeal (15 de
septiembre de 1957)
Borrador de carta al Memphis Commercial Appeal
(15 de septiembre de 1957)
Al editor del New York Times (13 de octubre de 1957)
[Aviso], Oxford Eagle (24 de septiembre de 1959)
[Aviso], Oxford Eagle (15 de octubre de 1959)
Al editor del New York Times (28 de agosto de 1960)
Notificación del administrador del patrimonio en el
Oxford Eagle (1960)
NOTAS

[1] William Faulkner: Early Prose and Poetry (Little Brown, Boston). Nota del T.]

[2] William Faulkner: New Orleans Sketches (Random House, Nueva York). [N. del
T.]

[3] En las Selected letters of William Faulkner [Correspondencia selecta], editada


por Joseph Blotner, [Random House,] Nueva York, 1977 hay seis cartas públicas que
habrían sido incluidas en esta colección de no haber estado disponibles allí. Con el fin de
hacer de este volumen un documento lo más comprehensivo posible de los escritos de no-
ficción de Faulkner, enumero aquí los destinatarios y los números de página de dichas
cartas: Sven Ahmen, pp. 308-309; Random House, p. 371; Bob Flautt, pp. 389- 390; W. C.
Neill, pp. 390-391; Secretary of Júnior Chamber ofCommerce [Secretaría de la Cámara de
Comercio Juvenil], Batesville, pp. 401-402; Escritores selectos, pp. 403- 404. [Nota del
editor estadounidense].
[4] «Mississippi», «On Privacy», «On Fear» y The Faulkner Reader
respectivamente. [N. del T. ]
[5] Delta Council. [N. del T.]
[6] Se refiere a la cubierta de la edición en lengua inglesa; reproducimos aquí el
extracto en cuestión: «Aquellos que se preocupan de la obra de William Faulkner estarán
profundamente agradecidos a Meriwether por reunir estos Ensayos, discursos y cartas
públicas… Ello corregirá muchos errores [y] aumentará el reconocimiento y la
comprensión de la obra [de Faulkner]». [N. del T.]
[7] «Southern Literature and William Faulkner», en The Sorrows ofFat City: A
Selection ofLiterary Essays and Reviews. [N. del T.]

[8] Faulkner: Essays. [N. del T. ]

[9] En 1983 la editorial Seix Barral de Barcelona publicó unas Cartas escogidas de
William Faulkner traducidas por Alicia Ramón. En 2012 el sello Alfaguara (Madrid)
también editó unas Cartas escogidas, siendo esta vez los traductores Alfred Sargatal y
Alicia Ramón. [N. del T.]
[10] En francés en el original:
«Un artiste doit recevoir avec humilite ce dignite conferré a lui par cette payes la
quelle a ete toujours la mere universelle des artists.
Un Americain doit cherir avec la tendresse toujours chacque souvenir de cette pays
la quelle a ete toujours la soeur d’Amerique.
Un homme libre doit guarder avec léspérance et lorgeuil aussi laccolade de cette
pays la quelle etait la mere de la liberte de Thomme et de léspirit humaine». [N. del T.]
[11] El 30 de mayo de 1952, Faulkner pronunció un breve discurso, en inglés con un
párrafo final en francés, en un encuentro organizado por el Congrés pour la Liberté de la
Culture [Congreso por la Libertad de la Cultura] bajo el título «L’Oeuvre du xxe Siécle»
[La obra del siglo xx]. Circuló, en inglés y en una traducción francesa, en una hoja,
reproducida a partir del mecanoscrito, dedicada a la conferencia. La traducción francesa fue
publicada en Arts (París), junio de 1952. La hoja impresa en inglés (con el último párrafo
en francés) es la aquí impresa. [Nota del editor estadounidense]
[12] En francés en el original («Alocución del sr. William Faulkner»). [N. del I]
[13] En francés en el original: «Pienso que casi todos los americanos tienen una
deuda de gratitud hacia Francia y creo que, en el mundo entero, todos los hombres libres
deben una pequeña cosa a este país que ha sido siempre la “Madre” universal de la libertad
del hombre y del espíritu humano.
(Aplausos)». [N. del T.]
[14] Gauletier era el jefe de distrito o gobernador provincial en la Alemania nazi; en
inglés, por extensión, se llama así a alguien altanero y autoritario. [N. del T.]
[15] Kilroy was here fue un grafiti muy popular en Estados Unidos alrededor de la
Segunda Guerra Mundial. [N. del T.]
[16] Southern Historical Association [N. del T. ]

[17] Southern Regional Council. [N. del T.]

[18] En 1875 unas cincuenta personas, la mayoría afroamericanas, fueron


asesinadas durante unos disturbios en la ciudad de Clinton, en el estado de Mississippi, en
lo que se conoce como The Clinton Riot («Los disturbios de Clinton»).
En 1957 siete chicos negros tuvieron que ser escoltados por el ejército de los
Estados Unidos para que pudieran acceder a un instituto de Little Rock, Arkansas. El resto
de estudiantes eran blancos (unos dos mil) y el entonces gobernador del Estado se había
negado, haciendo intervenir a las tropas locales, a acabar con la segregación de los
estudiantes negros. [N. del T. ]
[19] J. D. Salinger, The catcher in the rye, Little Brown, Boston, 1951. Existen
varias traducciones al castellano. [N. del T.]
[20] La traducción que ofrecemos está realizada a partir del texto inglés que
proporciona James B. Meriwether. Tal y como apunta el editor estadounidense, se trata de
una retraducción del castellano al inglés, con lo que presenta algunas diferencias (algo que
hace notar Louis Daniel Brodsky en el estudio mencionado) respecto a la versión en
castellano de Hugh Jencks. Ofrecemos a continuación, para el lector interesado, la versión
en castellano presente en L.D. Brodsky, op. cit., p. 279: «El artista, quiéralo o no, descubre
con el tiempo que ha llegado a dedicarse a seguir un solo camino, un solo objetivo, del cual
no puede desviarse. Esto es: tiene que tratar por todos los medios y con todo el talento que
tenga—su imaginación, su propia experiencia y sus poderes de observación— poner en una
forma más duradera que su instante de vida frágil y efímero —en la pintura, la escultura, la
música o en un libro— lo que él ha experimentado durante su breve período de existencia:
la pasión y la esperanza, lo bello, lo trágico, lo cómico del hombre débil y frágil, pero a la
vez indómito; del hombre que lucha y sufre y triunfa en medio de los conflictos del corazón
humano, de la condición humana. A él no le toca solucionar la disyuntiva ni espera
sobreviviría excepto en la forma y el significado —y las memorias que representan e
invocan— del mármol, la tela, la música y las palabras ordenadas que, algún día, tendrá que
dejar como su testimonio.
Ésta es, sin duda, su inmortalidad, tal vez la única que le sea concedida. Quizá el
mismo impulso que le condujera a esa dedicación no era más que el simple deseo de dejar
grabadas en la puerta del olvido, por la cual todos tenemos que pasar algún día, las palabras
“Lalo estuvo aquí”.
Así pues, estando yo aquí, en este día de hoy, siento como si hubiera ya tocado esa
inmortalidad. Porque yo, un extraño aldeano que seguía en un lugar muy distante, esa
dedicación, ese afán de intentar capturar y fijar así, por un momento en unas páginas, la
verdad de la esperanza del hombre en el medio de las complejidades de su corazón, he
recibido aquí en Venezuela la acolada que dice, en esencia: “Su dedicación no fue en vano.
Lo que buscaba y encontró e intentó capturar fue la verdad”». [N. del T.]
[21] En la velada del 6 de abril de 1961, Faulkner asistió a una puesta en escena de
«Danzas Venezuela» en el Teatro Municipal. Escribió para la ocasión un breve discurso de
agradecimiento a los bailarines. Fue traducido al español por Hugh Jencks, que lo leyó a los
bailarines y a la audiencia. Jencks proporcionó a este editor una copia del mecanoscrito
original de Faulkner, que fue publicado en el Mississippi Quarterly, verano de 1974. Ese
texto es el reproducido aquí. [Nota del editor estadounidense]
[22] Siglas de Benevolent and Protective Order ofElks, «Orden benéfica y
protectora de los alces», una agrupación creada en 1868. [N. del T.]
[23] A Shropshire Lad, K. Paul, Trench, Treubner, Londres, 1896. Se trata del poe-
mario más famoso del autor británico A. E. Housman. [N. del T.]
[24] «Thou still unravished bride of quietness»; se trata del primer verso de «Ode on
a Greek Urn» (Oda a una urna griega) de John Keats. del T.]
[25] The Hidden Player, Frederick A. Stokes Company, Nueva York, 1924. [N. del
T.]
[26] Business as usual (una traducción más literal sería: «los negocios como
siempre»). [N. del T.]
[27] Sassoon, S., The warpoems, Heinemann, Londres, 1919; Barbusse, H., Le feu
(jour- nal dune escouade), E. Flammarion, París, 1916; Underfire; the story ofa squad
(Lefeu), E. P. Dutton, Nueva York, 1917 [existe traducción castellana: El fuego: diario de
una escuadra, Ediciones de Intervención Cultural S. L., Barcelona, 2009] y Mottram, R.
H., The Spanishfarm trilogy, 1914-1918, Chatto & Windus, Londres, 1924. [N. del T]
[28] Una pinta estadounidense son 473 mililitros. [N. del T.]
[29] Marching men, John Lañe Company, Nueva York y Londres, 1917. [N. del T.]
[30] Windy McPhersorís Son, John Lañe, Nueva York y Londres, 1916. [N. del T.]
[31] A story teller’s story; the tale of an American writers journey through his own
imaginative world and through the world offacts, with many ofhis experien- ces and
impressions among other writers —told in many notes— infour books — and an epilogue
[La historia de un contador de historias; el relato del viaje de un escritor americano a través
de su propio mundo imaginario y a través del mundo real, con muchas de sus experiencias e
impresiones entre otros escritores —contadas en varias notas— en cuatro libros —y un
epílogo], B. W. Huebsch, Nueva York, 1924. [N. del T.]
[32] Poor white: a novel [Pobre blanco: una novela], B. W. Huebsch, inc., Nueva
York, 1920. [N. del T.]

[33] Many marriages, B. W. Huebsch, inc., Nueva York, 1923. [N. del T.]
[34] «Im a Fool.» [N. del T.]
[35] Personajes de La comedia humana de Balzac. [N. del T.]
[36] Confessions of a Young Man, Swan Sonnenschein & Co., Londres, 1888. [Nota
del T.]
[37] Warren Gamaliel Harding, vigésimo noveno presidente de los Estados Unidos
de América, natural del Estado de Ohio. [N. del T.]
[38] Título proporcionado por el editor. Pájaros de guerra: diario de un aviador
desconocido [ WarBirds: Diaryofan Unknown Aviator] (George H. Doran Company,]Nueva
York, 1926), escrito por Elliott White Springs, es la versión, parte ficticia parte
autobiográfica, de la vida y muerte de un piloto americano en el Royal Flying Corps [Real
Cuerpo Aéreo] y la Royal Air Forcé [Real Fuerza Aérea] en la Primera Guerra Mundial.
Springs toma un poco de su material del diario de su amigo John McGavock Grider, que se
mató en junio de 1918. Pájaros de guerra originalmente fue publicado de forma anónima,
pero en 1927 Springs añadió un prólogo en el que implícitamente afirmaba que el libro era
el diario verdadero de un amigo muerto, que había editado él. Pronto se interpretó, amplia
aunque erróneamente, que el aviador desconocido y autor del diario era John McGavock
Grider. Faulkner conocía el libro y aparentemente compartía el malentendido general acerca
de su autoría. [Nota del editor estadounidense]
[39] False cast, se trata de una de las técnicas de lanzamiento de la pesca con mosca
(Fly fishing). El texto de Faulkner hace varias referencias a esta modalidad de pesca. Ello
introduce cierta ambigüedad en todo el relato, pues fly puede ser tanto «mosca» como
«volar». [N. del T.]
[40] British School of Military Aeronautics. [N. del T.]
[41] En el texto de Faulkner el acrónimo es R.F.C., correspondiente a Royal Flying
Corps. [N. del T.]
[42] Huns, en determinados contextos referencia peyorativa a los alemanes. [N. del
T.]
[43]
Victory CrosSy abreviada V.C. [N. del T.]
[44]
Distinguished Service Order, abreviada D.S.O. [N. del T.]
[45]
Military Cross, abreviada M.C. [N. del T.]
[46]
Scout Experimental 5, tipo de avión británico de la Primera Guerra Mundial. [N.
del T]
[47] Título de Faulkner; publicado originalmente como «Sherwood Anderson: un
reconocimiento» [«Sherwood Anderson: An Appreciation»]. [Nota del editor
estadounidense]
[48] Winesburg, Ohio (B.W. Huebsch, Nueva York, 1921 [c. 1919]) [existen varias
traducciones al castellano] y The Triumph of the Egg (B.W. Huebsch, Nueva York, 1921),
respectivamente. [N. del T.]
[49] The torrents of spring: a romatic novel in honor ofthe passing ofa great race,
c.
Scribner’s sons, Nueva York, 1926 [Los torrentes de primavera: una novela
romántica en honor del fallecimiento de una gran raza]. [N. del T.]

[50] Sherwood Anderson & Other Famous Creóles (Pelican Bookshop Press, Nueva
Orleans, 1926). [N. del T.]

[51] Dark Laughter (Boni & Liveright, New York). [N. del T.]
[52] Horses and men (B. W. Huebsch, Nueva York, 1923). [N. del T.]
[53] Faulkner emplea buckvine, que es uno de los nombres con los que se conoce a
la Ampelopsis arbórea (peppervine es otro), arbusto parecido a la vid que puede
encontrarse en zonas del sur de los Estados Unidos. [N. del T.]
[54] Live oak ( Quercusvirginiana). [N. del T.]
[55] Water moccasins, tipo de serpiente del sureste de los Estados Unidos. del T.]
[56] Uno de los más grandes pueblos de nativos norteamericanos. [N. del T.]
[57] Faulkner prefiere la variante dialectal mushrat a muskrat, juego que intentamos
reproducir con «almizclada» y «almizclera». [N. del T.]
[58] En cursiva en el original («the Yankee minie balls). Se refiere a los proyectiles
inventados en el siglo xix por el general francés Claude-Etienne Minié para los fusiles que
se cargaban por el cañón. [N. del T.]
[59] El término empleado por Faulkner, carpet-bagger, se refería a aquellos
individuos procedentes de los estados del Norte que acudían al Sur a obtener beneficios
económicos sin demasiados escrúpulos ni mostrando interés ni deferencia alguna con la
población local. Posteriormente la palabra ha acabado por ser casi sinónima de
«oportunista», aplicada sobre todo a políticos y empresarios que no son oriundos de la zona
donde desempeñan su labor. [N. del T.]
[60] Dos famosas batallas de la Guerra Civil Americana. Estas batallas en muchos
casos reciben un nombre distinto en función del bando que las refiera, Faulkner siempre
emplea aquel con el que se denominan en el Sur (aquí Second Manassas y Sharpsburg por
Second Battle ofBull Run y Battle ofAntietam, respectivamente). [N. del T.]
[61] Los términos técnicos de béisbol empleados por Faulkner son: pitcher, short-
stops y outfielders. [N. del T.]
[62] Catcher, base-stealing short-stop y outfielder, respectivamente. [N. del T.]
[63] El término usado por Faulkner es glare,que tiene el significado de «brillar con
luz demasiado intensa» pero también el de «mirar de modo desafiante y fiero». Creemos de
interés reflejar este matiz pues Faulkner a menudo emplea la prosopopeya y el mencionado
vocablo inglés permite cierta ambigüedad en ese sentido. [N. del T.]
[64] Faulkner usa trumpet vine, uno de los nombres comunes en inglés para la
Campsis radicans (trepadora que puede encontrarse en zonas del sur de los Estados Unidos
y que presenta flores como las descritas). [N. del T.]
[65] Lo que en España se suele conocer como «veranillo» (de San Miguel o de San
Martín). [N. del T.]
[66] De nuevo «glare». [N. del T.]
[67] «Botas y sillas de montar» es un toque de corneta empleado en los cuerpos de
caballería del ejército de los Estados Unidos. [N. del T.]
[68] Faulkner emplea el vocablo individualness, inexistente en inglés. [N. del T.]

[69] Faulkner usa tres términos procedentes del vocabulario de las apuestas hípicas:
«across the board» (una apuesta de riesgo bajo en la que se gana si el caballo queda en
primer, segundo o tercer lugar), «parlay» (una modalidad en la que se apuesta por una
determinada combinación de resultados, los beneficios van acumulando con cada resultado
favorable pero que, en caso de no acertar uno, se pierde la totalidad de lo apostado) y «daily
triple» (se apuesta por los ganadores de tres carreras consecutivas). [N. del T.]
[70] Dos islas del Pacífico pertenecientes a los Estados Unidos. [N. del l.j
[71] Nombre con el que también se conoce al Solidago virgaurea, planta perenne y
provista de flor (comúnmente amarilla) y que se adecúa mejor que el nombre técnico (o el
mismo «Solidago») al vocablo inglés empleado por Faulkner (golden- rod). [N. del T.]
[72] Título de Faulkner; originalmente publicado como «Una carta al Norte» [«A
letter to the North»] [Nota del editor estadounidense]
[73] El Citizens Council (Consejo de ciudadanos), también denominado White
Citizens Council y Citizens Councils of America, es una organización defensora de la
supremacía blanca fundada en 1954. The Citizens Council también era el nombre del
periódico editado en Jackson, Mississippi (el primer número es de octubre de *955) por la
sección de dicho estado de la mencionada organización. [N. del T.]
NAACP es el acrónimo de National Association for the Advancement of Colored
People (Asociciacón Nacional para el Avance de la Gente de Color), la organización más
antigua de los Estados Unidos, fue fundada en 1909, para la defensa y promoción de los
derechos civiles. [N. del T.]
[74] Emmett Louis Till fue torturado y asesinado en 1955, a la edad de catorce años,
en el estado de Mississippi, acusado de coquetear con una chica blanca. [N. del T.]
[75] Título de Faulkner; publicado originalmente como «Sobre el miedo: El Sur de
parto». [N. del T.]
[76] Politólogo y activista en la lucha por los derechos civiles, mediador de 1947 a
1949 en el conflicto judío-palestino y Premio Nobel de la Paz en 1950. [N. del T.]
[77] Booker T. Washington fue un importante líder afroamericano, fundador del
Instituto Tuskegee en Alabama, institución dedicada a la formación y el desarrollo de la
población negra. En ella enseñó técnicas agrícolas el científico George Washington Carver.
[N. del T.]
[78] Wilmot Proviso: propuesta del representante de Pensilvania David Wilmot
llevada al Congreso de los Estados Unidos el 8 de agosto de 1846 según la cual se prohibía
la esclavitud en los territorios cedidos, comprados o anexionados en la guerra entre Estados
Unidos y México. La propuesta tuvo un largo recorrido dentro y fuera de las cámaras de
representación y es considerada como uno de los acontecimientos que condujo a la Guerra
Civil Americana. A continuación se ofrece un extracto a modo de ilustración: «Dispongo,
que, como condición expresa y fundamental para la adquisición de cualquier territorio de la
República de México por parte de los Estados Unidos, en virtud de cualquier tratado que
sea negociado entre ellos, y para el uso por parte del Ejecutivo de los dineros aquí
apropiados, ni la esclavitud ni la servidumbre involuntaria deben existir jamás en parte
alguna de dicho territorio, salvo por crimen, del cual en primer lugar la parte debe ser
debidamente condenada» (traducción nuestra, el original dice: «Provided, That, as an
express and fundamental condition to the acquisition of any territory from the Republic of
México by the United States, by virtue of any treaty which may be negotiated between
them, and to the use by the Executive of the moneys herein appropriated, neither slavery
ñor involuntary servitude shall ever exist in any part of said territory, except for crime,
whereof the party shall first be duly convicted»).
[79] La referencia es a Lucas 6:31 Faulkner no lo menciona explícitamente, pero
cita por la King James Versión, que reza: Do unto others asyou would have others unto you.
Nosotros hemos traducido directamente del inglés, no obstante aportamos, por si resulta de
interés para el lector, el texto de la Nácar-Colunga para ese pasaje: «Y como queréis que
hagan los demás con vosotros, así también haced vosotros con ellos». [N. del T.]
[80] Middle Passage-, ruta triangular a través del Océano Atlántico entre Europa,
África y América en la que se comerciaba con productos manufacturados (Europa),
esclavos (África) y materias primas (América). del T.]
[81] Founding Fathers (of the United States of America), la expresión se refiere a
aquellos políticos, estadistas y militares que intervinieron de manera más o menos decisiva
tanto en la Revolución Americana como en la elaboración de la Declaración de
Independencia y la Constitución de los Estados Unidos de América. [N. del T.]
[82] El término empleado por Faulkner es stalemate y procede del ajedrez, se refiere
a la situación en la que aquel a quien corresponde mover pieza no puede hacerlo pues
pondría a su rey en situación de jaque y, por tanto, la partida acabaría en tablas. En
castellano es común referirse a esta situación como «el ahogado», «ahogar al rey», de ahí
que hayamos traducido «to stalemate the idea of communism» por «para ahogar la idea del
comunismo». [N. del T.]
[83] Título de Faulkner; publicado originalmente como «Si yo fuera un negro» [«If
I were a negro»] [Nota del editor estadounidense].
[A Letter to the Leaders in the Negro Race]: dado que «race» significa también
«carrera» y que Faulkner habla a menudo de la velocidad con la que se deben adoptar
determinadas reformas, consideramos interesante señalar que el título podría haberse
traducido como «Una carta a los líderes en la carrera negra», pues en inglés posee esa
ambigüedad. [N. del T.]
[84] En francés en el original, «Saludo al alma que constantemente se busca y se
exige». [N. del T.]
[85] Originalmente este prólogo se imprimió completamente en cursiva. El libro era
una colección de apuntes publicada de forma privada, «Dibujada por Wm. Spratling y
compuesta por Wm. Faulkner [Drawn by Wm. Spratling & Arranged by Wm. Faulkner]».
[Nota del editor estadounidense]
[86] En el verano de 1933, Faulkner escribió una introducción a El ruido y la furia
para una propuesta de edición de Random House. La envió a su agente Ben Wasson, que la
envió a Bennett Cerf el 24 de agosto. (Véanse las Selected Letters of William Faulkner, ed.
Joseph Blotner, Nueva York, 1977, pp. 71, 74) El proyecto fue abandonado, pero Random
House se quedó la introducción.
Cuando se hicieron planes en 1946 para un volumen doble en Modern Library de El
ruido y la furia y Mientras agonizo, el editor de Faulkner, Robert Lincoln, encontró la
introducción y se la envió a Faulkner con la esperanza de que pudiera usarse, revisada de
algún modo, en el nuevo volumen. Faulkner rechazó el texto —«Había olvidado la
petulante rimbombante y sentimental mierda que era», escribió a Linscott— pero se ofreció
a reescribirlo y abreviarlo. Sin embargo, cuando se publicó el libro en diciembre, no había
en él ninguna introducción (Selected Letters, pp. 235-236).
Entre los papeles de Faulkner sobrevivieron muchas versiones manuscritas y
mecanografiadas completas e incompletas. Representan al menos dos versiones bastante
diferentes. El presente editor editó y publicó dos de los textos completos: el más largo, que
Faulkner fecha «19 de agosto de 1933», apareció primero en el Mississippi Quar- terly,
verano de 1973; y este editor cree que es el que Faulkner envió a Wasson; el que es mucho
más corto fue publicado en Southern Review, otoño de 1972, y este editor cree que es el que
Faulkner revisó y reescribió en 1946. Esos dos textos son los aquí reproducidos. [Nota del
editor estadounidense]
[87] Oh yeah? [N. del T.]

[88] «Lady and tiger fashion» es la expresión de Faulkner y alude a un popular


relato breve del escritor Frank R. Stockton que lleva por título precisamente «¿La dama o el
tigre?» (The lady or the tiger?) en el que se afronta una difícil disyuntiva en la que ambas
opciones resultan perjudiciales. [N. del TJ
[89] Así comienza la última sección de El ruido y la furia, la titulada «Ocho de abril
de 1928». [N. del T.]
[90] W. A. Percy, In April Once, Yale University Press, New Haven, 1920. [N. del
T.]
[91] Belgian Relief Commission o The Comittee for Relief in Belgium fue una
organi zación que durante la Primera Guerra Mundial se dedicó al suministro de comida a
Bélgica y a parte de Francia. [N. del T.]
[92] «I heard a bird at break of day / Sing from the autumn trees/ A song so mystical
and calm, / So full of certainties, / No man, I think, could listen long / Except upon his
knees. / Yet this was but a simple bird / Alone, among dead trees.» [N. del T.]
[93] «Epistle from Corynth.» [N. del T.]
[94] C. Aiken, Turns and movies, and other tales in verse, Houghton Mifflin
Company, Boston y Nueva York, 1916. [N. del T.]
[95] «Discordants.» [N. del T.]
[96] «Music I heard with you was more than music, / And bread I broke with you
was more than bread; / Now that I am without you, all is desoíate; / All that was once so
beautiful is dead.
Your hands once touched this table and this silver, / And I have seen your fingers
hold this glass. / These things do not remember you, belovéd,— / And yet your touch upon
them will not pass. /
For it was in my heart you moved among them, / And blessed them with your hands
and with your eyes; / And in my heart they will remember always,— / They knew you
once, O beautiful and wise.» [N. del T.]
[97] The Jig of Forslin. [N. del T. ]

[98] The House ofDust. [N. del T.]

[99] Aria da Capo: A Play in One Act. La referencia correspondiente al texto de la


obra que reseña Faulkner es Aria da capo, a play in one act, Harper, Nueva York, 1920. [N.
del T.]

[100] Referencia a los personajes de la pantomima y la commmedia dellarte. [N. del


T.]

[101] All’s well that ends well («Todo está bien si termina bien» o «Todo lo que
acaba
bien está bien») es el título completo de la obra de Shakespeare. del T.]
[102] Los textos de The Emperor Jones y The Straw pueden encontrarse en The
Em- peror Jones, Different, The Straw, Boni and Livelight, Nueva York, 1921. [N. del T.]
[103] Véase The hairy ape; Anna Christie; Thefirst man, Boni and Livelight, Nueva
York, 1922. [N. del T.]

[104] Gold; a play infour acts, Boni and Livelight, Nueva York, 1920. [N. l ' l
[105] Popular columnista de comienzos del siglo xx. [N. del T.]
[105] Palabra de origen hebreo, alude a un término que, a modo de contraseña, sirve
para el mutuo reconocimiento de personas del mismo grupo, bando o facción. [N.delT.]
[106] Linda Condon, A. A. Knopf, Nueva York, 1919; Cytherea, A. A. Knopf,
Nueva York, 1922; The bright shawl, A. A. Knopf, Nueva York, 1922. [N. del T.]
[107] En italiano en el original: La hija de su mente, la amorosa idea. Se trata de
una paráfrasis de unos versos presentes en el poema «Aspasia», de Giacomo Leopardi [N.
del T.]
[108] Doubleday, Page & company, Garden City, Nueva York, 1925. [N. T.]
[109] Populares marionetas en el ámbito anglosajón. [N. del T.]
[110] La cita proviene del acto segundo, escena quinta, de As you like (Como gus-
téis), de William Shakespeare. El original dice: «If it do come to pass / That any man turn
ass/Leavinghis wealth and easel A stubborn will toplease, /Ducdame, ducdame, ducdame: /
Here shall he see / Grossfools as he, / An ifhe will come to me.»[N. del T.]
[111] Referencia a un verso de Horacio, en el libro II de sus Odas, XIV (Eheu
fugaces, Postume, Postume…). [N. del T]
[112] Cadena norteamericana de restaurantes muy popular a principios del siglo xx
y, en cierto modo, predecesora de las empresas de comida rápida. [N. del T. ]
[113] American Legión (asociación de veteranos de guerra). [N. del T.]
[114] En la primavera de 1925, el Times-Item ofrecía cada semana un premio de
diez dólares para la mejor carta que respondiese a la cuestión «¿Qué problema hay con el
matrimonio?». Faulkner escribió una carta que ganó, publicada con una nota introductoria
sobre su poesía el 4 de abril. [Nota del editor estadounidense.]
[115] Faulkner era uno de los autores a los que se les preguntó qué libro les habría
gustado más escribir. [Nota del editor estadounidense]

[116] Se refiere a la obra de Daniel Defoe de 1722 Las fortunas e infortunios de la


famosa Molí Flanders [The Fortunes and Misfortunes of the Famous Molí Flanders], de la
que existen diversas traducciones al castellano. [N. del T.]
[117] When we were veryyoung, E. P. Dutton & co., Nueva York, 1924 y Meuthen &
co., Londres, 1924; se trata de un poemario de Alan Alexander Milne, el creador de Winnie
the Pooh. [N.delT.]
[118] El Memphis Commercial Appeal del 2 de febrero de 1931 publicó una carta
de W. H. James, un hombre negro de Starkville, Mississippi, alabando a un grupo de
mujeres anti-linchamiento recién organizado en Mississippi. En ella James afirmaba: «Cuán
extraño resulta que la historia nunca haya ofrecido registro de ni un solo linchamiento hasta
después de los días de la reconstrucción».
En una carta firmada «William Faulkner» y publicada en el Commercial Appeal el
15 de febrero, Faulkner respondía con cierta extensión. Esta respuesta, junto a la carta de
James, se incluyó en un ensayo de Neil R. McMillen y Noel Polk, «Faulkner sobre el
linchamiento», Faulkner Journal, otoño de 1992 (esto es, primavera de 1994). Este texto es
el aquí reproducido. [Nota del editor estadounidense]
[119] «Los días de la reconstrucción (de los Estados Unidos de América)»
[reconstruction days] o «la era de la reconstrucción» [reconstruction era] son expresiones
que se refieren a un momento temporal cuyo origen está aproximadamente en los años en
que tuvo lugar la Guerra Civil de los Estados Unidos (1861-1865) y que se prolonga hasta
finales de los años setenta del siglo XIX. [N. del T]
[120] Región situada al noroeste del estado de Mississippi. [N. del T.]
[121] Esta nota de Faulkner apareció en la sobrecubierta de la primera edición
americana de la novela de James Hanley Boy (Nueva York: Knopf, 1932). [Nota del editor
estadounidense] [Existe traducción castellana: El chico, Seix Barral, Barcelona, 1992.]
[122] En la sobrecubierta de la primera edición de la novela Thunder without rain
[Trueno sin lluvia], de Clifton Cuthbert (Nueva York: William Godwin, 1933), aparece una
nota de Faulkner alabando la primera novela de Cuthbert, Joy Street. El texto de esta nota
está tomado de la carta de Faulkner a Cuthbert, escrita probablemente a finales de 1931 o a
comienzos de 1932, que apareció en un periódico de Nueva York sin identificar. Un recorte
de prensa de la carta publicada fue citado en William Faulkner: The Cari Petersen
Collection, compilado por Peter B. Howard, Berkeley, California, 1991. El texto de esa
carta, con las anotaciones del editor, es el aquí reproducido, así como el texto de la nota de
la sobrecubierta, que difiere ligeramente. [Nota del editor estadounidense]
[123] Este anuncio clasificado apareció en el Memphis Commercial Appeal el 22 de
junio de 1936, y se volvió a imprimir en el Oxford Eagle el 25 de junio, poco después del
regreso de Faulkner de una temporada escribiendo guiones en Hollywood, donde él y Meta
Carpenter se convirtieron en amantes. Le escribió a ella que Estelle, a pesar de sus
advertencias a los comerciantes locales, «había conseguido gastar casi más de mil dólares
en su ausencia». (Véase A loving gentleman: The love story of William Faulkner and Meta
Carpenter [Un caballero encantador: la historia de amor entre William Faulkner y Meta
Carpenter], por Meta Carpenter Wilde y Orin Borstein, Nueva York, 1976.) Joseph Blotner
incluyó el texto del Commercial Appeal en Faulkner: A Biography, vol. 2, Nueva York,
1974. Ese texto es el aquí reproducido. [Nota del editor estadounidense]
[124] Faulkner fue el anónimo autor de la inscripción en el monumento a los
muertos del condado de Lafayette en la Segunda Guerra Mundial. Erigido en 1947, está en
la cara norte del juzgado de Oxford. El texto se publicó primero en el Oxford Eagle del 13
de febrero de 1947, donde se le atribuyó a Faulkner. En el texto se cambió una cosa
respecto al monumento: la fecha «2 de septiembre de 1945» había aparecido como «15 de
agosto de 1945» en el Eagle.
El texto del Eagley y el cambio para el monumento, apareció en James B. Me-
riwether, «Faulkner and the World War II Monument in Oxford», en A Faulkner
Miscellany, ed. James B. Meriwether, University Press of Mississippi, 1974. [Nota del
editor estadounidense]
[125] En marzo de 1950 tres hombres blancos fueron condenados por el asesinato
de tres niños negros en el condado de Attala, Mississippi. Dos fueron sentenciados a cadena
perpetua, el otro a diez años. [Nota del editor estadounidense]
[126] Jigger. Para lo siguiente téngase en cuenta que una onza estadounidense
referida a líquidos y fluidos equivale a 29,57 mililitros. [N. del T.]
[127] Se trata del final del conocido pasaje recogido en Me 12,13-17, citamos según
la versión Nácar-Colunga. La cita de Faulkner, que de nuevo sigue la King James Versión,
reza como sigue: «Render unto Caesar the things that are Casear’s and to God the things
that are Gods» [«Dad a César las cosas que son de César y a Dios las cosas que son de
Dios»]. [N. del T.J
[128] Éste es el título más común con el que varias ediciones en castellano
tradujeron Across the River and into the Trees, Scribner, Nueva York, 1950. [N. del T.]
[129] Men without women, Scribner, Nueva York, 1927 (colección temprana de
cuentos de Ernest Hemingway). [N. del T.]
[130] McGee, un negro condenado por la violación de una mujer blanca, fue ejecu-
tado en Laurel, Mississippi, en mayo de 1951, cuatro meses después de que la Corte
Suprema de los Estados Unidos hubiese rechazado, por tercera vez en dos años, revisar la
condena. Faulkner realizó esta declaración a la prensa el 26 de marzo para corregir las citas
erróneas que habían aparecido en los periódicos después de que la semana anterior hubiese
sido entrevistado por mujeres representantes del Congreso de los Derechos Civiles. [Nota
del editor estadounidense]
[131] De la parte trasera del fajín de la sobrecubierta de la primera edición de la
novela de Graham Greene Loser takes all, (Londres: Heinemann, 1955) [El perdedor se lo
lleva todo; hay traducción castellana: El perdedor gana, Seix Barral, Barcelona. 1990. De
The end of the affaire (Heinemann, Londres y Viking Press, Nueva York, 1951) existen
diversas traducciones al castellano con el título de El fin de la aventura o El fin del
romance]. Fue tomada de una carta que Faulkner escribió a Harold Raymond, uno de los
principales socios de Chatto and Windus, su editorial inglesa, el
22 de enero de 1952. La carta está publicada en Selected Letters of William
Faulkner, ed. Joseph Blotner, Nueva York, 1977. [Nota del editor estadounidense]
[132] La carta de Faulkner al Memphis Commercial Appeal fue incluida en la
primera edición de esta colección. Un borrador sin terminar pero mucho más largo de la
carta aparece en el reverso de dos páginas del mecanoscrito de La mansión y fue publicado
en «Faulkner’s Typescripts of The Town», por Eileen Gregory, Mississippi Quarterly,
verano de 1973. Ese texto es el reproducido aquí. [Nota del editor estadounidense]
[133] Escrito en el apogeo de la crisis de integración en los institutos en Little Rock,
Arkansas. [Nota del editor estadounidense]
[134] La carta de Faulkner fue escrita cinco días después de que el piloto Francis
Gary Powers hubiese sido condenado en Moscú por espionaje y sentenciado a diez años de
cárcel. Fue liberado en 1962 y volvió a los Estados Unidos, donde fue oficialmente
exculpado de cualquier cargo de mala praxis. [Nota del editor estadounidense]
[135] District Court, Tribunal del distrito. [N. del T.]

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