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Hay un momento en la vida en el que todo adolescente sueña con ser escritor. No
con escribir libros, sino con ser escritor. Es decir, con llevar una vida bohemia, libre del
yugo de horarios, jefes y oficinas, siempre atenta a lo verdaderamente importante: la pasión
violenta, la esquiva felicidad, los mil signos que arroja el destino. Una vida de aventura,
seducción y velocidad. Una constatación de que se es diferente, de que no se forma parte de
esa gente gris y sin gracia que puebla —y domina— el mundo. Esa idea termina muriendo
irremediablemente. Como la adolescencia, tal vez con ella. A veces ese horizonte, el
apuntado por la afirmación «algún día seré escritor», se va desplazando constantemente
hasta que termina convirtiéndose en un gesto, en un ritual privado, en algo que se guarda en
el fondo del alma como una especie de salvoconducto expedido por alguna misteriosa
autoridad, un secreto que nos protege, que nos redime, de la vida monocorde que vamos
viviendo «mientras tanto». Otras veces esa promesa se abandona como se abandona una
pasión juvenil, como algo que, pasados los años, se interpreta que pertenecía a un momento
muy particular de nuestra vida, una canción, un olor o una prenda que en aquella época lo
eran todo pero que ahora sólo nos provocan, en el mejor de los casos, una sonrisa
condescendiente.
Pero quien asiste de un modo definitivo a la muerte de esa romántica idea de «ser
escritor» es precisamente el que acaba siéndolo. Porque se reencuentra con aquel yugo que
quería conjurar: editores y editoriales, cartas de rechazo y cifras de ventas, novedades,
prisas, presiones, apuros, malos modos. El horario, el jefe, la oficina. Y entonces descubre
que ser escritor es un oficio. Como el que cría caballos, el que trabaja a martillo los metales
o el que labra la madera. Que tiene que ver con la pasión, con la violencia y con la vida
aguijoneada por el azar o el destino. Pero que esos elementos, por sí mismos, no son
literatura. Más bien son los materiales con los que él ha de intentar hacer libros. Aprende
que escribir no es veleidad sino, como decíamos, oficio. Entonces, una vez que entra en
contacto con el negocio, hay algo de aquel adolescente que se marcha para no volver.
William Faulkner sabía muy bien de qué iba esto. Conocía a fondo el oficio y en
esta colección de ensayos, cartas y discursos aparece una y otra vez el amor de su vida, el
demonio de tres caras que se alimentó de su alma a cambio de un trozo de inmortalidad: el
Sur, el Mississippi, la literatura. Y Faulkner lo nombra, lo describe y lo santifica. Faulkner
no nos muestra los secretos de su pericia, aquello que le hace escribir como escribe. Nadie
puede enseñar eso, porque nadie lo sabe. Faulkner tampoco sabía cómo lo hacía y, por
tanto, no podría habérnoslo contado aunque hubiese querido. Lo que sí nos muestra, lo que
sí ha decidido compartir, es cierto credo y cierta sintomatología relativos a la literatura: por
qué quiere escribir, cuál es la causa de que determinados textos no funcionen, qué
reacciones le suscitan ciertos personajes y descripciones. Fenomenología, eso es. Lo que
Faulkner nos expone es una fenomenología de la escritura: la presentación, o
descomposición, de la experiencia del escritor. Un retrato, una pintura, a partir de la que
podemos reconstruir la idea de la literatura que tenía Faulkner. Y esta aparece como un
poder, una fuerza, que nunca se puede dominar por completo. Como si el escritor fuese una
especie de alquimista que dispone un conjunto de elementos que se transmutan en algo
distinto. En algo vivo.
Esta colección de textos aborda numerosas cuestiones: lo intrincado del conflicto
racial en el sur de los Estados Unidos, las paradojas de una modernidad —o
mercantilización— profundamente insatisfactoria o la sobrecargada atmósfera de la Guerra
Fría. Pero estos y otros asuntos se encuentran siempre anudados por la experiencia literaria.
La literatura se presenta como una estrategia orientada a la comprensión pero también a la
supervivencia. Una táctica que permite al escritor, si tiene éxito, burlar a la muerte (o al
olvido, que viene a ser lo mismo). Pero también constituye una ocasión para que otros
encuentren consuelo, alivio o esperanza en un mundo que siempre parece estar a punto de
derrumbarse. Faulkner, en su escritura, se muestra tremendamente lúcido, deja abundantes
muestras de humor e ironía y por momentos da la impresión de estar sirviendo a un
propósito, a un proyecto, que excede lo estrictamente individual y que tiene que ver con el
mundo, con el género humano. Lo que lleva a cabo, y lo que antes mencionábamos respecto
al consuelo y la esperanza, no ha de interpretarse como una literatura de evasión. De hecho
entiende la literatura desde un punto de vista casi biológico, como algo necesariamente
anclado a un suelo y a un clima, en estrecho contacto con la tierra. Pero, al mismo tiempo,
junto a esa condición casi animal de la literatura, observamos cómo también tiene una
intención decididamente terapéutica, casi soteriológica. Faulkner nos quiere curar de algo,
nos quiere salvar de algo. Quizá del mundo, quizá de la modernidad. Pero lo quiere hacer
desde dentro: no hay otro refugio que este, no hay nada ni nadie para relevar al hombre de
su responsabilidad. El hombre, ese animal que suda, sangra, ama, desea y traiciona, pero
que también sueña, ríe y se sacrifica. Y trabaja y se angustia en un magma que bulle que los
griegos llamaron «cosmos» y los romanos «mundo». Faulkner siente la tensión: sólo se
puede escribir de y desde el mundo, pero su mundo estaba yendo en una dirección que le
repugnaba. Faulkner casi anticipa, casi prevé, la derrota, su propia derrota, pero no se
resigna. Sigue escribiendo y confiando en ese extraño animal.
A pesar de que esta colección presenta cierta diversidad formal (ensayos, discursos,
cartas, reseñas literarias, críticas teatrales) y temática, hay algunos aspectos que aparecen
de manera recurrente y que invitan a ofrecer algo parecido a un catálogo de los motivos de
Faulkner.
Mississippi
Faulkner se refiere a menudo al Sur como a su país, su tierra natal, su patria. El Sur
no es sólo el bando de los derrotados, sino que representa el pasado, un conjunto de valores,
una estructura social más primitiva y elemental, en la que todo parecía regido por esquemas
más conectados con los ciclos de las cosechas, con los ritmos de la tierra. Pero el Sur es
también la tierra tozuda que se arroja a una guerra sabiendo que la perderá, la cólera del que
se siente ultrajado por una afrenta irreparable. El Sur, la idea del Sur, es decisiva en la
escritura de Faulkner no sólo por esta fuerte conexión o comunión con la naturaleza que
también subrayábamos a propósito del Mississippi, por esa intensidad sensorial que hace
que la piel sepa cuándo viene un tornado, que huele las tormentas en el aire, que hace que
por momentos todo lo vivo parezca entenderse en una especie de lenguaje primordial. El
Sur es también la constatación de la pérdida y la derrota, la certidumbre de pertenecer a una
estirpe humillada y ofendida cuyos mejores días han quedado atrás. Ello contrasta
sobremanera con esa concepción de los Estados Unidos como una nación preñada de
futuro, como un pueblo que rinde ciego culto al éxito, ingenuo, optimista y confiado. Frente
a ello Faulkner no se cansa de mencionar la humildad y el sacrificio como virtudes
emblemáticas del escritor —de hecho para él la derrota actúa como motor de la escritura—
al tiempo que advierte de los peligros de una civilización en la que el éxito se ha convertido
en algo demasiado sencillo.
El Sur de Faulkner se parece a un refugio donde lo primitivo aún resiste a la
civilización. En el Sur no hay un circuito intelectual, el escritor no pertenece a ningún
grupo auto-consciente que se sienta parte de otras manifestaciones culturales o artísticas, no
tiene un igual con el que medirse. El escritor se encuentra desamparado intentando conectar
la historia de la literatura —ensamblada de un modo autodidacta, haciendo más cierta que
nunca la afirmación de que cada autor construye a su alrededor su propio canon— con la
tierra y el suelo del que se nutre. Ello hace que el escribir no sea tanto una actividad
vinculada al entendimiento cuanto una actitud existencial. La literatura funciona como un
culto pagano: una liturgia individual que tiene que ver con el cielo en llamas, la lluvia de
febrero y un panteón de nombres inscritos en los lomos de desvencijados libros en la
biblioteca del abuelo. Desde luego la vida del escritor no es un itinerario suntuoso a través
de conferencias, universidades y cenas de gala.
Pero el Sur significa también conflicto racial. La cuestión negra es abordada por
Faulkner con valentía y con una tremenda atención al matiz. Huye de tópicos y consignas y
expone sus análisis desde una incómoda posición intermedia, habla de algo que conoce bien
y que desea que cambie. Tiene miedo de que la tierra que ama naufrague de nuevo, pero ese
amor no le impide ver sus cicatrices y sus defectos. El Sur también es una ciénaga propicia
para lo sórdido y lo luctuoso, pero la plasticidad con la que se presenta lo miserable y lo
abyecto en la literatura del Sur no significa que esas cosas sólo sucedan allí. Faulkner siente
la tentación de afirmar que quizá la nobleza y la ternura broten con un esplendor especial de
un suelo tan cruel. Pero en él pesa más esa vocación de universalidad que le hacer ver el
Sur como una sinécdoque de América, de la humanidad entera.
América
Los Estados Unidos no son un país, son un continente. Una geografía plural, salvaje
y diversa que, junto a su innegable realidad, también realiza una función simbólica hacia
adentro y hacia fuera. Los estadounidenses han de recordar siempre que pertenecen a una
tierra y a una cultura fundada sobre los cimientos de la libertad y el valor del individuo. Es
como si la humanidad entera considerase que América es un eterno experimento, un utópico
espejo en el que mirarse y poder ver de lo que se es capaz cuando se libra de las cadenas de
la superstición. Así parece pensar Faulkner. Pero el sueño americano se cae a pedazos, las
palabras con las que se enunció han perdido su significado, ahora se parece demasiado a la
melodía que acompaña a los anuncios publicitarios. El que los discursos de los políticos
estén repletos de fórmulas ampulosas y que el himno nacional se haya convertido en la
obligada banda sonora de casi cualquier acontecimiento público por nimio que sea parecen
síntomas de una América acomplejada, de una nación y una cultura de cartón-piedra. A
veces parece que la guerra que perdió el Sur fue sólo la feroz manifestación episódica de
una contienda mucho mayor. Un movimiento de colonización por parte de una fuerza que
tiene que ver con la mercantilización, con lo frívolo, superficial y desalmado del mundo
moderno.
Faulkner observa cómo la rica diversidad de los Estados Unidos comienza a
disolverse en un magma homogéneo y gris que se extiende por todo el país (tono crítico que
se verá prolongado, por ejemplo, en el John Steinbeck de con Charley: en busca de
América o, a otro nivel, en las lúcidas observaciones de Robert Stone en su autobiografía
Recordando los sesenta). Una uniformidad relacionada con la creciente influencia de los
medios de comunicación de masas y con la expansión y consolidación de un modo de vida
absolutamente sometido a los intereses económicos. A pesar de ello, Faulkner sigue
persiguiendo y encontrando resquicios de heroísmo y grandeza en las manifestaciones más
heterogéneas, sea una carrera hípica (ah, el caballo, vínculo inequívoco con ese pasado
noble y fabuloso) o alguna anécdota medio inventada sobre pilotos de combate.
En fin, que esa inequívoca actitud crítica respecto a su país convive, como en el
caso del Sur, con un amor inquebrantable y una buena dosis de confianza en sus
posibilidades. Desde aquí tenemos que leer los mensajes que lanza apostando por una
unidad interna frente a las amenazas exteriores (el comunismo, por ejemplo) y el valor
ejemplar que sigue concediendo a América. No a aquello en lo que se está convirtiendo,
sino a la idea de América, a lo que representa para el género humano, a la fuerza que posee
como relato.
El oficio del escritor y el papel de la literatura
JAMES B. Meriwether
La primera edición de esta colección fue publicada por Random House el 7 de enero
de 1966. Pretendía ser una colección tan completa como fuese posible de la prosa de no-
ficción que Faulkner había publicado o había planeado publicar, y contenía sesenta y tres
textos diferentes. Desde entonces ha aparecido un conjunto de artículos nuevos que habría
incluido en la edición original de haber sabido de ellos, e incluso han pasado a estar
disponibles otros cuyo sitio es este. En total se han añadido treinta y nueve nuevos artículos
a esta edición.
Los principios editoriales de esta nueva edición siguen siendo los mismos, así como
las categorías de los textos. Con el fin de evitar un incómodo número de subdivisiones, he
ampliado la definición de «cartas públicas» para incluir notas de sobrecubiertas, anuncios y
comunicados de prensa y he incluido «teatro» con las reseñas de libros. Se han llevado a
cabo de modo silente numerosas correcciones de errores en los textos de la primera edición,
y las notas finales de otros se han expandido cuando ha habido nueva información
disponible.
Se han incluido aquí las seis reseñas que Faulkner realizó para el periódico de
estudiantes de la Universidad de Mississippi, Mississippian, en 1920, 1921 y 1922. Carvel
Collins los volvió a publicar en William Faulkner: Prosa temprana y poesía,[1] Boston,
1962, un volumen hace tiempo descatalogado. Collins también editó William Faulkner:
bosquejos de Nueva Orleans,[2] Nueva York, 1968, que incluía como apéndice el ensayo de
Faulkner sobre Sherwood Anderson de 1925. Aunque dicho volumen se ha vuelto a
reimprimir recientemente por la editorial de la Universidad de Mississippi, el ensayo sobre
Anderson ha sido incluido aquí puesto que resulta obvio que su sitio está junto al resto de
textos críticos de Faulkner de 1925.[3]
***
En tanto que el mayor de la familia de mi padre, aquí debo ser llamado maestro. Esa
situación nunca se dio entre «Mammy» y yo. Ella nos crió a todos nosotros desde la
infancia. Ella se alzaba como una fuente no sólo de autoridad e información, sino de afecto,
respeto y seguridad. Ella fue uno de mis primeros asociados. La he conocido toda mi vida y
he tenido el privilegio de verla fuera de la suya.
Ella tenía un carácter devoto y fiel. Mammy no demandaba nada de nadie. Tenía el
inconveniente de haber nacido sin dinero y con una piel negra y en una mala época en este
país. Ella no preguntó por las probabilidades y aceptó los inconvenientes de su lote,
haciendo lo mejor con sus escasas ventajas. Ella entregó su destino a una familia. Esa
familia lo aceptó e hizo algún aprecio de ello. A ella se le pagó por la devoción que dio pero
eso todavía es sólo dinero. Tan seguro como que hay un cielo, Mammy estará en él.
[Con motivo de la muerte, el 31 de enero de 1940, de la querida sirvienta de la
familia Mammy Caroline Barr, Faulkner pronunció un sermón funerario en Rowanoak el 4
de febrero. El texto de ese sermón, aparentemente el que llevó a cabo el 4 de febrero, fue
publicado en el Memphis Commercial Appeal el 5 de febrero. Ese texto es el reproducido
aquí.]
Discurso con motivo de la recepción del Premio Nobel de Literatura
Hace años, antes de que ninguno de vosotros hubiese nacido, un sabio francés dijo:
«Si la juventud supiese; si la edad pudiese». Todos sabemos lo que quería decir: que cuando
eres joven, tienes el poder de hacer cualquier cosa, pero no sabes qué hacer. Entonces,
cuando te has hecho viejo y la experiencia y la observación te han enseñado respuestas,
estás cansado, asustado; no te importa, quieres que te dejen solo mientras estés seguro; ya
no tienes la capacidad ni el deseo de afligirte acerca de perjuicios que no sean los tuyos.
De modo que vosotros, hombres y mujeres jóvenes en esta sala esta noche, y en
miles de otras salas como ésta hoy sobre la tierra, tenéis el poder de cambiar el mundo,
librarlo para siempre de la guerra, de la injusticia y del sufrimiento, con tal de que sepáis
cómo, de que sepáis qué hacer. Y así, de acuerdo con el viejo francés, puesto que no sabéis
qué hacer porque sois jóvenes, entonces cualquiera que esté aquí de pie con una cabeza
llena de pelo blanco debería ser capaz de decíroslo.
Pero quizá éste no sea tan viejo y tan sabio como pretende o reclama su pelo blanco.
Porque no puede daros ni una respuesta ni tampoco un patrón superficiales. Pero puede
deciros esto, porque esto cree. Lo que hoy nos amenaza es el miedo. No la bomba atómica,
ni siquiera el miedo a ella, porque si la bomba cayese esta noche en Oxford, todo lo que
podría hacer sería matarnos, lo cual no es nada, puesto que al hacerlo se habría robado a sí
misma su único poder sobre nosotros: que es el miedo a ella, el estar asustados de ella. Lo
peligroso para nosotros no es eso. Lo peligroso para nosotros son las fuerzas que hoy en el
mundo están intentando usar el miedo del hombre para robarle su individualidad, su alma,
tratando de reducirle mediante el miedo y el soborno a una masa que no piensa — dándole
comida gratis que no se ha ganado, dinero fácil y sin valor por el que no ha trabajado—; las
economías o las ideologías o los sistemas políticos, comunistas o socialistas o
democráticos, comoquiera que deseen llamarse, los tiranos y los políticos, americanos o
europeos o asiáticos, comoquiera que se llamen, que reducirían al hombre a una masa
obediente para su propio engrandecimiento y poder, o porque ellos mismos están perplejos
y temerosos, temerosos de, o incapaces de, creer en la capacidad del hombre para el coraje
y la resistencia y el sacrificio.
Esto es a lo que debemos resistir, si vamos a cambiar el mundo para la paz y la
seguridad del hombre. No hay hombres en la masa que puedan y deseen salvar al Hombre.
Es el propio Hombre, creado a imagen de Dios de modo que tenga el poder y el deseo de
elegir lo correcto a partir de lo incorrecto, y por tanto capaz de salvarse a sí mismo porque
merece la pena salvarse; —el Hombre, el individuo, hombres y mujeres, que siempre
rechazarán ser engañados o asustados o sobornados para que entreguen, no sólo el derecho
sino también el deber, de elegir entre la justicia y la injusticia, el coraje y la cobardía, el
sacrificio y la avaricia, la piedad y el interés propio—; que siempre creerán no sólo en el
derecho del hombre a permanecer libre de injusticia y rapacidad y decepción, sino en el
deber y la responsabilidad del hombre para ver que la justicia, la verdad y la piedad y la
compasión se ven realizadas.
Así que, nunca temáis. Nunca temáis alzar vuestra voz a favor de la honestidad y la
verdad y la compasión, contra la injusticia y la mentira y la avaricia. Si vosotros, no sólo
los de esta sala esta noche, sino los del resto de miles de salas como ésta por el mundo hoy
y mañana y la semana que viene, hacéis esto, no como una clase o clases, sino como
individuos, hombres y mujeres, cambiaréis la tierra. En una generación todos los Napoleón
y los Hitler y los César y los Mussolini y los Stalin y todos los demás tiranos que quieren
poder y engrandecimiento, y los políticos simples y los oportunistas que simplemente están
perplejos o permanecen ignorantes o están asustados, que han usado, o están usando, o
esperan usar, el miedo y la avaricia del hombre para esclavizar al hombre, se desvanecerán
de su faz.
[Oxford Eagle, 31 de mayo de 1951; publicado allí todo en cursiva.]
Discurso con motivo de su nombramiento como oficial de la Legión de
Honor
Un artista debe recibir con humildad esta dignidad que le confiere este país que ha
sido siempre la madre universal de los artistas.
Un americano debe conservar siempre con ternura cada recuerdo de este país que ha
sido siempre la hermana de América.
Un hombre libre debe guardar con esperanza y también con orgullo el abrazo de
este país que fue la madre de la libertad del hombre y del espíritu humano.[10]
[En noviembre de 1951 Faulkner entregó un manuscrito de este alegato a su editor;
Saxe Commins. Fue reproducido como ilustración en el Princeton University Library
Chronicle, XVIII (primavera de 1957), del cual ha sido tomado aquí, sin ninguna
corrección.]
Al Consejo del Delta
Cuando me llegó por primera vez la invitación para estar hoy aquí, venía del señor
Billy Wynn. Contenía uno de los cumplidos más amables que cualquiera puede recibir. El
señor Wynn dijo, «No sólo queremos honrar a este colega del Mississippi, queremos que él
nos honre a nosotros».
Eso no se puede superar. Para darle la vuelta a la metáfora, ésa no sólo es una
espada de doble filo, sino con ambos filos en el mismo lado; el receptor resulta elogiado
dos veces de un golpe. Él es honrado de nuevo al honrar a los que profieren el honor
original. Que es exactamente la clase de gesto que a nosotros los sureños nos gusta pensar
que sólo otro sureño podría haber pensado, inventado. Y, en efecto, pasa tan a menudo
como para convencernos de que estábamos en lo cierto.
Él también me dio el permiso del Consejo para hablar de cualquier tema que me
gustase. Ese tema no será ni escribir ni cuidar de la granja. Durante el año pasado, en el
correo de mis admiradores, había una correspondencia con otro caballero del Mississippi,
que tenía una actitud muy desfavorable tanto respecto a mi capacidad para escribir como
respecto a mis ideas. Él es del Delta, debe de estar hoy aquí, y puede ratificarlo. En una de
sus últimas cartas, habiendo reseñado otra vez su opinión respecto a uno del Mississippi
que podía degradar y mancillar su estado nativo y su gente como había hecho yo, dijo que
no sólo no creía que podía escribir, ni siquiera creía que supiese nada acerca de cuidar una
granja. Contesté que no había sido yo quien había reivindicado mi nivel como escritor, y
que entonces estaría de acuerdo con él en eso; y que después de quince años intentando
lidiar no sólo con el Señor sino también con el Gobierno Federal para hacer crecer del suelo
algo que diese beneficio, estaba deseando estar de acuerdo con él en ambas cosas.
Así que no voy a hablar acerca de escribir ni acerca de cuidar una granja. Tengo otro
tema. Y, pensando en ello, quizá tampoco sepa mucho de éste, debido a que ya ninguno de
nosotros parece saber mucho acerca de ello, a que todos nosotros hemos olvidado una de
las cosas básicas sobre las que fue fundado este país.
Hace años, nuestros padres fundaron este país, esta nación, sobre la premisa de los
derechos del hombre. Tal como lo expresaron, «el derecho inalienable del hombre a la vida,
a la libertad y a la persecución de la felicidad». En esos días, ellos sabían lo que esas
palabras significaban, no sólo los que las expresaban, sino los que las oían y creían y
aceptaban y suscribían. Porque hasta esa época, los hombres no siempre tenían esos
derechos. Al menos, hasta esa época, ninguna nación se había fundado nunca sobre la idea
de que esos derechos fuesen posibles, y no digamos inalienables. De modo que no sólo los
que decían las palabras, sino los que únicamente las oían, sabían lo que significaban. Que
era esto: «Vida y libertad en las que perseguir la felicidad. Vida libre y a salvo de la
opresión y la tiranía, en la que todos los hombres tendrían la libertad para perseguir la
felicidad». Y ambos sabían lo que querían decir con «perseguir». No sólo seguir a la
felicidad, sino trabajar para ella. Y ambos sabían también lo que querían decir con
«felicidad»: no sólo placer, ociosidad, sino paz, dignidad, independencia y respeto por uno
mismo; ese derecho inalienable del hombre era la paz y la condición libre con las cuales,
mediante su propio esfuerzo y sudor, podría ganar la dignidad y la independencia, sin deber
nada a ningún hombre.
Así que entonces sabíamos lo que significaban estas palabras, porque no teníamos
estas cosas. Y, puesto que no las teníamos, conocíamos su valor. Sabíamos que valían el
sufrimiento y la resistencia y, si era necesario, incluso la muerte para ganarlas y
preservarlas. Estábamos deseando aceptar por ellas incluso el riesgo de muerte, puesto que
aunque nosotros mismos las perdiéramos en una vida de renuncias para preservarlas,
todavía seríamos capaces de legárselas intactas e inalienables a nuestros hijos.
Que es exactamente lo que hicimos, en esos viejos días. Dejamos nuestros hogares,
la tierra y las tumbas de nuestros padres y todas las cosas familiares. Abandonamos
voluntariamente, volviendo nuestra espalda a, una seguridad que ya teníamos y que
podríamos haber continuado teniendo, siempre y cuando estuviésemos dispuestos a pagar
un precio por ello, precio que era nuestra condición libre y libertad de pensamiento e
independencia de acción y el derecho de responsabilidad. Esto es, permaneciendo en el
viejo mundo, podríamos haber estado no sólo seguros, sino incluso libres de la necesidad de
ser responsables. En lugar de ello, elegimos el ser libres, la libertad, la independencia y el
inalienable derecho a la responsabilidad; casi sin cartas de navegación, en frágiles barcos de
madera sin nada salvo velas y nuestro deseo y voluntad de ser libres para moverlos,
cruzamos un océano que ni siquiera se ajustaba a las cartas que teníamos; conquistamos una
selva con el objeto de establecer un lugar, no para estar seguros en él porque no queríamos
eso, simplemente lo habríamos repudiado, cruzamos tres mil millas de un mar oscuro y
desconocido justo para escapar de eso; sino un lugar en el que ser libres, en el que ser
independientes, en el que ser responsables.
Y lo hicimos. Incluso mientras todavía estábamos combatiendo la selva con una
mano, con la otra ahuyentábamos y repelíamos el poder que nos habría seguido incluso al
interior de la selva que habíamos conquistado, para compelernos y mantenernos en el viejo
orden. Pero lo hicimos. Fundamos una tierra, y la fundamos no sólo sobre nuestro derecho a
ser libres e independientes y responsables, sino sobre el inalienable deber del hombre de ser
libre e independiente y responsable.
Eso es de lo que estoy hablando: de responsabilidad. No sólo del derecho, sino del
deber del hombre de ser responsable, de la necesidad del hombre de ser responsable si
desea permanecer libre; no sólo responsable ante y para su prójimo, sino hacia sí mismo;
del deber de un hombre, del individuo, de ser responsable de las consecuencias de sus
propios actos, de pagar su propia deuda, sin deber nada a ningún hombre.
Una vez lo supimos, una vez lo tuvimos. Porque ¿por qué? Porque lo queríamos por
encima de todo lo demás, luchamos por ello, resistimos, sufrimos, morimos cuando fue
necesario, pero lo ganamos, lo establecimos, para que nos durase y así fuese legado a
nuestros hijos.
Sólo que algo nos pasó. Los hijos lo heredaron. Vino una nueva generación, una
nueva era, una nueva época, un nuevo siglo. Los tiempos eran más fáciles; la vida y el
futuro de nuestra nación como nación ya no pendía de un hilo; otra generación, y ya no
teníamos enemigos, no porque fuésemos fuertes en nuestra juventud y vigor, sino porque el
viejo y cansado resto de la tierra reconoció que aquí había una nación fundada sobre el
principio de la responsabilidad individual del hombre como individuo.
Pero todavía recordábamos la responsabilidad, incluso aunque, con tiempos más
fáciles, no necesitásemos mantener la responsabilidad tan activa, o al menos no tan
constantemente. Además, no sólo era nuestra herencia, era todavía demasiado reciente para
nosotros como para olvidarla, las tumbas de aquellos que nos la habían legado todavía
estaban verdes, e incluso de aquellos que habían muerto para que fuese legada. De modo
que todavía la recordábamos, aunque una buena parte del recuerdo fuese sólo de boquilla.
Después más generaciones; al final cubrimos por completo la faz de la tierra
occidental; todo el cielo del hemisferio occidental era una clamorosa afirmación americana,
un vasto Sí; éramos la dorada envidia de todo el mundo; nunca el asombrado sol había visto
él mismo tal tierra de oportunidad, en la que todo lo que un hombre necesitaba eran dos
piernas para moverse a un sitio nuevo, y dos manos para agarrarlo y mantenerlo, con el fin
de amasar para sí suficiente substancia material como para durarle el resto de sus días y,
¿quién sabía?, incluso algo de sobra para sus hijos y los de su mujer. Y todavía pronunciaba
de boquilla las viejas palabras «ser libre» y «libertad» e «independencia»; el cielo todavía
resonaba y ululaba con la atronadora afirmación, el dorado Sí. Porque las palabras, según la
vieja premisa, todavía eran verdaderas, debido a que él todavía creía que eran verdaderas.
Porque no se había dado cuenta todavía de que cuando decía «seguridad», quería decir
seguridad para sí mismo, para el resto de sus días, quizá con un poco de sobra para sus
hijos: no para los hijos ni para los hijos de los hijos de todos los hombres que creían en la
libertad y en la condición libre y en la independencia, como los viejos padres en los viejos
Inertes, peligrosos tiempos habían querido decir.
Porque en algún lugar, en algún momento, algo le había pasado a él, a nosotros, a
todos los descendientes de los viejos duros, duraderos, inflexibles hombres, así que ahora,
en 1952, cuando hablamos de seguridad, ni siquiera queremos decir para el resto de
nuestras propias vidas, no digamos para nuestros hijos y los de nuestra esposa, sino sólo
mientras nosotros mismos podamos mantener nuestro lugar individual en un rollo de
asistencia pública o en un pesebre de dinero fácil burocrático o político o de alguna otra
organización. Porque en algún lugar, en algún punto, habíamos perdido u olvidado o
nosotros mismos nos libramos voluntariamente de esa otra cosa que, si falta, la condición
libre y la libertad y la independencia ni siquiera pueden existir.
Esa cosa es la responsabilidad, no sólo el deseo y la voluntad de ser responsable,
sino la evocación de los viejos padres de la necesidad de ser responsable. Ya sea que la
perdiésemos, la olvidásemos o deliberadamente la descartásemos. Ya sea que decidiésemos
que la condición libre no valía la responsabilidad de ser libre, o que olvidásemos que, para
ser Ubre, un hombre debe asumir y mantener y defender su derecho a ser responsable de su
condición libre. Quizá incluso nos fue robada la responsabilidad, puesto que durante años el
mismo aire —radio, periódicos, panfletos, folletos, las voces de los políticos— ha sido un
clamor hablando acerca de los derechos del hombre —no de los deberes y obligaciones y
responsabilidades del hombre, sino sólo de los «derechos» del hombre—; tan alto y tan
constante que aparentemente hemos venido a aceptar los sonidos como su propia
autoevaluación, y a creer también que el hombre no tiene nada más que derechos: no los
derechos de independencia y condición libre para trabajar y resistir según su propio sudor
con el fin de ganar por sí mismo lo que los viejos ancestros entendían por felicidad y su
persecución, sino sólo la oportunidad de intercambiar su condición libre y su independencia
por el privilegio de estar libre de las responsabilidades de la independencia; el derecho no a
ganar, sino a que se le dé, hasta que al final, por un simple uso compuesto, hemos
convertido en respetable e incluso hemos elevado a sistema nacional lo que los viejos
padres habrían desdeñado y condenado: la caridad.
En cualquier caso, ya no tenemos responsabilidad. Y si nos fue robada por esto que
parece haber relevado a la responsabilidad, fue porque éramos vulnerables a ese tipo de
violación; si simplemente perdimos u olvidamos la responsabilidad, entonces nosotros
también vamos a ser desdeñados. Pero si deliberadamente la descartamos, entonces nos
hemos condenado nosotros mismos, porque creo que en algún tiempo, quizá no demasiado,
descubriremos que, como se dijo de uno de los actos de Napoleón, lo que hemos cometido
es peor que un crimen: fue un error.
Hace doscientos años, el estadista irlandés John Curran dijo, «Dios ha concedido al
hombre la libertad únicamente a condición de vigilancia eterna; condición que si él rompe,
tendrá como consecuencia de su crimen y castigo por su culpa la servidumbre». Eso sólo
fue hace doscientos años, porque nuestros propios padres de Nueva Inglaterra y Virginia y
Carolina sabían eso hace trescientos años, por eso es por lo que vinieron aquí y fundaron
este país. Y me niego a creer que nosotros, sus descendientes, realmente lo hayamos
olvidado. En lugar de eso prefiero creer que es porque el enemigo de nuestra condición
libre ahora ha cambiado de camisa, de abrigo, de cara. Ya no nos amenaza a lo largo de una
frontera internacional, no digamos a través del océano. Se enfrenta a nosotros bajo las
cúpulas donde se posan las águilas de nuestros capitolios y desde detrás de las salpicaduras
alfabéticas en las puertas de la asistencia social y otros departamentos de reglamentación
económica o industrial, vestidos no de pompa militar pero con la indumentaria de lo que el
propio enemigo nos ha enseñado a llamar paz y progreso, y una civilización y abundancia a
lo que nosotros antes nunca habíamos tenido por lo bueno y no digamos por lo mejor; su
artillería es una moneda devaluada y sin respeto que ha emasculado la iniciativa por la
independencia robando la iniciativa de la única escala recíproca que conocía con la que
medir la independencia.
Los economistas y sociólogos dicen que la razón de esta condición es que hay
demasiada gente. Yo no sé acerca de eso puesto que en mi opinión soy aún peor sociólogo y
economista que lo que mi entusiasta del Delta me consideraba como escritor o granjero.
Pero aunque fuese un sociólogo o un economista, me negaría a creerlo. Porque creer esto,
que el crimen del hombre contra su condición libre es que hay demasiados, es creer que la
resistencia del hombre frente al sufrimiento sobre la faz de la tierra está amenazada, no por
su ambiente, sino por sí mismo: que no puede esperar lidiar con su ambiente y con sus
males, porque ni siquiera puede lidiar con su propia masa. Que es exactamente lo que esos
que abusan y seducen a la masa de hombres para su propio engrandecimiento y poder y
para ocupar una oficina creen: que el hombre es incapaz de responsabilidad y de ser libre,
de fidelidad y resistencia y coraje, que no sólo no puede elegir el bien a partir del mal, sino
que ni siquiera puede distinguirlo, no digamos practicar la elección. Y creer eso es haber
dado por perdida la esperanza del hombre, como esos que le han despojado de su
inalienable derecho a ser responsable, habiéndolo hecho, también debéis abandonarlo y
dejar que el hombre se cueza en paz y en su propio jugo carente de registro y memoria, para
su merecida y no lamentada condena.
Yo, al menos, me niego a creerlo. Me niego a creer que los únicos herederos
verdaderos de Boone y Franklin y George y Booker T. Washington y Lincoln y Jefferson y
Adams y John Henry y Paul Bunyan y John Appleseed y Lee y Corckett y Hale y Helen
Keller sean los que reniegan y protestan en los titulares de los periódicos por los abrigos de
visón y los petroleros y las acusaciones federales por corrupción en cargo público. Creo que
los verdaderos herederos de los viejos y duraderos padres todavía son capaces de
responsabilidad y respeto hacia sí mismos, con tal de que puedan recordarlos de nuevo. Lo
que necesitamos no es menos gente, sino más espacio entre ellos, donde esos que se
levantarían por su propio pie, puedan, y esos que no, tengan que hacerlo. Entonces la
asistencia, la beneficencia, la compensación, en lugar de ser premios en metálico
patrocinados nacionalmente para la holgazanería y la ineptitud, irían donde los viejos
independientes e inflexibles padres las habrían destinado y bendecido: a aquellos que
todavía no pueden, hasta el día en el que el último de ellos, salvo el enfermo y el viejo, esté
entre aquellos que no sólo pueden, sino que lo harán.
[Delta Democrat-Times, 18 de mayo de 1952; se ha hecho una corrección respecto
al impreso del discurso publicado por el Consejo del Delta en mayo de 1952.]
Discurso en el Congrés pour la Liberté de la Culture
Desearía poder decir esto en francés porque debería ser dicho en francés por un
americano.
No soy alguien que haga discursos. No he preparado un discurso que pronunciar
aquí. Pero esto es algo que debe ser dicho por un americano. He sabido desde hace tiempo
que los americanos se comportan mal en Europa.
Creo que la mayoría de los europeos no sabe por qué. Nosotros todavía pensamos
desde la perspectiva de un continente que ha de ser cubierto, no conquistado, sino
completado, y de toda la gente que puede tener una estrella en la bandera. Ahora nos resulta
difícil pensar en gente que no puede tener una estrella en nuestra bandera pero sí somos
conscientes de que todos no podemos; que nuestra tierra es más grande que nuestro
continente; que nuestra tierra es el mundo entero.
Y nosotros nos comportaremos o deberíamos comportarnos mejor de lo que lo
hacemos y creo que nos comportaremos mejor de lo que lo hacemos. Creo que en la
inteligencia de los miembros franceses de aquí, y en el músculo de los americanos debe
descansar la salvación de Europa.
Je pense que presque tous les Américains ont une dette de gratitude envers la
France et je crois que, dans le monde entier; tous les hommes libres doivent un petit
quelque chose à ce pays qui a été toujours la «Mére» universelle de la liberté de l’homme
et de l’espirit humain.
(Applaudissements)[13]
Discurso a la clase que se gradúa Instituto Pine Manor Júnior
Lo que está mal en este mundo es que todavía no está terminado. No está
completado hasta ese punto en el que el hombre puede poner su firma al final del trabajo y
decir, «Está terminado. Lo hicimos, y funciona».
anécdota acerca de Tolstói, creo que era, que dijo en medio de una discusión sobre
este asunto, «De acuerdo, empezaré siendo bueno mañana, si tú también lo eres». Lo cual
era ingenioso, y tenía, como a menudo tiene el ingenio, verdad en ello —en realidad una
profunda verdad para todos aquellos que son incapaces de creer en el hombre—. Pero no
para aquellos que pueden y de hecho creen en el hombre. Para ellos, es sólo ingenio, la
desesperante repudia del hombre por un hombre agotado en la desesperación por su propia
angustia acerca de la condición humana. Éstos no dicen, «La respuesta es simple, pero qué
difícil», en lugar de eso éstos dicen, «La respuesta no es fácil, sino muy simple». No
necesitamos, el fin ni siquiera precisa, que a partir de este momento nos dediquemos
nosotros mismos a ser Juana de Arco con trompetas y estandartes y el polvo de la batalla en
pos de un fin que ni siquiera veremos dado que simplemente será un escenario para el
monumento al martirio. Puede hacerse desde, de manera concomitante con, la vida normal
que todo el mundo quiere y que todos deberían tener. En realidad, la vida normal que todos
quieren y se merecen y pueden tener —con tal de que por supuesto trabajemos para ello,
estemos dispuestos a hacer un sacrificio en una cantidad razonable que se equipare con
cuánto vale y cuánto lo queremos y cuánto nos lo merecemos— puede dedicarse a este fin y
ser mucho más eficaz que todas las altas voces y los lloros y los estandartes y las trompetas
y el polvo.
Porque empieza en el hogar. Todos sabemos lo que quiere decir «hogar». Hogar no
es necesariamente un lugar fijo en la geografía. Se puede mover, con tal de que los viejos
valores reconocidos que lo convierten en hogar y sin los cuales no puede ser hogar también
se lleven consigo. Esto no necesariamente significa o requiere confortabilidad física, ni
mucho menos, de hecho nunca, sino seguridad física para el espíritu, para el amor y la
fidelidad de tener paz y seguridad con las cuales querer y ser fiel, para la devoción y el
sacrifico. Hogar significa no sólo hoy, sino mañana y mañana, y luego otra vez mañana y
mañana. Significa alguien a quien ofrecer amor y fidelidad y respeto a quien es digno de
ello, alguien con quien ser compatible, cuyos sueños y esperanzas son tus sueños y
esperanzas, que quiere y trabajará y se sacrificará también para
que lo que compartís entre los dos dure para siempre; alguien a quien no sólo
quieres sino que también te gusta, lo que es más, puesto que debe sobrevivir a lo que
cuando somos jóvenes queremos decir con amor, porque sin el gusto y el respeto, el propio
amor no durará.
Hogar no son simplemente cuatro paredes —una casa, un jardín en una calle en
concreto, con un número en la puerta—. Puede ser una habitación alquilada o un
apartamento —cualesquiera cuatro paredes que alberguen un matrimonio o una carrera o
ambas cosas a la vez, un matrimonio y una carrera—. Pero deben ser todas las habitaciones
o los apartamentos; todas las casas en esa calle y todas las calles en esa asociación de calles
hasta que lleguen a ser un todo, un conjunto de gente que tiene las mismas aspiraciones,
esperanzas, problemas y deberes. Quizá esa colección, asociación, todo, está lista en el
pequeño punto de la geografía que nos produce a imagen suya, para ser los herederos de sus
problemas y de sus sueños. Pero esto tampoco es necesario; puede estar en cualquier parte,
mientras lo aceptemos como hogar; incluso podemos trasladarlo, únicamente se nos pide y
se nos exige que estemos dispuestos a aceptar los nuevos problemas y deberes y
aspiraciones con los que hemos reemplazado a los viejos que dejamos detrás de nosotros,
que aceptemos las esperanzas y las aspiraciones de la gente que ya está allí, que ha
establecido ese lugar como un todo digno de ser servido, y estén dispuestos a aceptar
nuestras esperanzas y aspiraciones a cambio de sus deberes y problemas. Porque los
deberes y problemas ya eran nuestros; simplemente cambiamos su designación; no
podemos deshacernos de las obligaciones mudándonos, porque si lo que queremos es un
hogar, no queremos escapar de ellas. En realidad todavía son las mismas, ejecutadas y
resueltas por la misma razón y resultado: la misma paz y seguridad en la cual el amor y la
devoción puede ser amor y devoción sin miedo de la violencia y el ultraje y el cambio.
Si aceptamos que esto quiere decir «hogar», no necesitamos mirar más allá del
hogar para encontrar dónde empezar a trabajar, empezar a cambiar, empezar a librarnos
nosotros mismos de los miedos y presiones que están haciendo la simple existencia más y
más incierta y sin dignidad ni paz ni seguridad, y que, para esos que son incapaces de creer
en el hombre, al final librarán al hombre de sus problemas librándole de sí mismo.
Hagamos lo que está dentro de nuestro poder. No será fácil, por supuesto: sólo simple.
Pensemos primero en, trabajemos primero en pos de, salvar el todo, la asociación, la
colección que llamamos hogar. En realidad, debemos dejar de pensar desde la perspectiva
que nos han endosado las escisiones de la ambición de ese viejo espíritu oscuro y
despiadado: términos vacíos y estruendosos como «nación» y «madre patria» o «raza» o
«color» o «credo». No necesitamos mirar más allá del hogar; sólo necesitamos trabajar por
aquello que queremos y nos merecemos aquí. Hogar —la casa o incluso la habitación
alquilada mientras ello incluya todas las casas y las habitaciones alquiladas en las que se
esperen y se aspiren las mismas esperanzas y aspiraciones— la calle, entonces todas las
calles donde habite esa asociación voluntaria de gente, simples hombres y mujeres
mutuamente confederados mediante idénticas esperanzas y aspiraciones y problemas y
deberes y necesidades, hasta ese punto en el que puedan decir, «Estas cosas simples —
seguridad y condición libre y paz— no sólo son posibles, no sólo pueden y deben ser, sino
que serán». Hogar: no donde yo vivo o eso vive, sino donde nosotros vivimos: mil, después
decenas de miles de pequeños conjuntos aislados y fijados más firmes y más inexpugnables
y más sólidos que rocas o ciudadelas sobre la tierra, de modo que las despiadadas y
ambiciosas escisiones del antiguo espíritu oscuro miren a ése y digan, «Aquí no hay nada
para nosotros», después miren más allá, al resto de los que están fijados y establecidos
como fortalezas sobre toda la tierra habitada, y digan, «Ya no hay nada para nosotros en
ninguna parte. El hombre —simples hombres y mujeres sin miedo e invencibles— nos ha
vencido». Entonces el hombre podrá poner su firma al final de su trabajo y decir, «Lo
terminamos, y funciona».
[Atlantic Monthly, agosto de 1953]
Con motivo de la recepción del Premio Nacional del Libro en la categoría
de ficción
Con artista por supuesto quiero decir cualquiera que haya intentado crear algo que
no estaba aquí antes de él, sin otras herramientas ni materiales que esas no comercializables
del espíritu humano; que ha intentado grabar, sin importar cuán crudamente, en la pared de
ese olvido final más allá del cual tendrá que pasar, en la lengua del espíritu humano,
«Kilroy estuvo aquí».[15]
Eso es básicamente, y pienso que en esencia, todo lo que alguna vez hemos
intentado hacer. Y creo que todos estaremos de acuerdo en que fallamos. Que lo que
hicimos nunca coincidió y nunca coincidirá con la forma, con el sueño de perfección que
heredamos y que nos condujo y que continuará conduciéndonos, incluso después de cada
fallo, hasta que la angustia nos libere y la mano finalmente caiga inmóvil.
Quizá simplemente también estemos condenados a fallar, puesto que, mientras
fallemos y la mano continúe teniendo sangre, lo intentaremos de nuevo; puesto que, si
alguna vez alcanzásemos el sueño, coincidiésemos con la forma, escalásemos el último pico
de perfección, nada quedaría salvo saltar al otro lado de ello hacia el suicidio. Lo cual no
sólo nos privaría de nuestro americano derecho a la existencia, no sólo inalienable sino
también inofensivo, puesto que según nuestros estándares, en nuestra cultura, el ejercicio
del arte es un pacífico pasatiempo como la cría de dálmatas, sino que el que se nos
depurase, se nos quitase o se
nos despojase de él dejaría desperdicios en forma de, en el mejor de los casos, indigencia, y
en el peor puro crimen como resultado de la energía sin agotar. Mientras que de esta
manera, constante e incesantemente ocupados, obsesionados, inmersos intentando hacer lo
imposible, enfrentados siempre con el fallo que nos negamos a reconocer y aceptar, no nos
metemos en problemas, no nos interponemos en el camino de la gente práctica y ocupada
que lleva la carga de América.
Así que todos son felices —los gigantes de la industria y del comercio, y los
manipuladores llamados gobernantes que buscan el beneficio o el poder a partir de las
emociones de la masa, que llevan la tremenda carga de la solvencia geopolítica, ambos
conjuntamente son América; y los inofensivos criadores de los perros moteados (también
ilesos, protegidos, inmunes por nuestro inalienable derecho a exhibir nuestros perros unos a
otros buscando aclamación, e incluso también al público; defendidos por nuestro derecho a
recaudar de ellos la tarifa de cinco o diez dólares por las ediciones especiales firmadas, e
incluso la tarifa de miles por parte de expertos especiales llamados Picasso o Matisse)—.
Entonces sucede algo como esto —como esto, aquí, esta tarde—; no sólo una vez e
incluso no sólo una vez al año. Entonces ese criador angustiado descubre que no sólo sus
colegas criadores, que deben apoyar su mutua vocación en una especie de desesperada
confederación defensiva mutua, sino otra gente, gente a la que él había considerado
advenedizos, también sostiene que eso que él está haciendo es válido. Y no sólo individuos
aislados que mantienen que sus obras son válidas, sino lo bastantes como para confederarse
a su vez, por ningún beneficio mutuo o provecho o defensa sino simplemente porque
también creen que no sólo es válido sino importante que el hombre escriba en esa pared «El
hombre estuvo aquí también en 1953 d.C. o en el 54 o en el 55» y así dejar constancia
como ésta esta tarde.
Para contar no al artista individual sino al mundo, al propio tiempo, que lo que hizo
es válido. Que incluso el error merece la pena y es admirable, únicamente con tal de que
ese error sea lo suficientemente espléndido, el sueño lo suficientemente espléndido,
suficientemente inalcanzable aunque suficientemente valioso para siempre, dado que era de
perfección.
Así que cuando le pasa esto (o a uno de sus colegas; no importa a cuál, puesto que
todos comparten la corroboración de la devoción mutua) le viene el pensamiento de que
quizá una de las cosas que están mal en nuestro país sea el éxito. Que en él hay demasiado
éxito. Que el éxito es demasiado fácil. En nuestro país un joven puede obtenerlo sin nada
más que una pequeña industria. Puede obtenerlo tan rápida y fácilmente que no ha tenido
tiempo para aprender la humildad para manejarlo, o incluso descubrir, darse cuenta, de que
necesitará humildad.
Quizá lo que necesitemos sea un puñado de dedicados mártires-pioneros que, entre
el éxito y la humildad, sean capaces de elegir lo segundo.
[New York Times Book Review, 6 de febrero de 1955, este texto ha sido reproducido
a partir del mecanoescrito original de Faulkner.]
A la Asociación Sureña de Historia[16]
En una discusión en Tokio, una afirmación mía fue tergiversada, si es que no citada
erróneamente. Ésta produjo la impresión de que yo creía que América no tenía cultura, que
éramos todos unos salvajes sin tradición intelectual ni espiritual.
No lo dije porque no creo que sea así. Tal como lo veo, ningún pueblo tiene una
cultura mutua salvo aquellos a los que les sucede que creen fundamentalmente en las
mismas cosas, como los pueblos que creen en la condición libre o los pueblos que creen en
la servidumbre.
Creo que todos los grupos raciales y étnicos tienen sus propias culturas individuales.
La cultura japonesa, por ejemplo, es una cultura de la racionalidad, y la cultura británica
una de la insularidad. Esto es, cada una de éstas hace de su cultura su carácter nacional.
Así que nuestra cultura americana no es sólo éxito, sino generosidad con éxito —
una cultura de generosidad exitosa—. Deseamos y trabajamos para tener éxito con el fin de
ser generosos con los frutos de dicho éxito. Obtenemos tanto placer del don como de la
ganancia. Todas estas culturas son importantes y, en cierto sentido, son interdependientes.
Para mí una prueba de esto es el hecho de que estemos reunidos aquí en Japón, a
diez mil millas de América, discutiendo en el idioma inglés acerca de literatura americana
—esto es, estamos equiparando y comparando nuestras dos culturas separadas que
producen nuestra literatura nacional—. Comparados con el japonés, somos torpes y
groseros e incluso maleducados. Sin embargo, de la torpeza y de la grosería ha venido ese
poder que produjo a los escritores americanos que consideran dignos de ser discutidos aquí.
De nuestra torpeza y nuestra grosería vino allí esa fuerza que produjo escritores lo
suficientemente importantes para formar parte de un seminario de intelectuales, los
anfitriones de los cuales son la gente que ha hecho una cultura de lo intelectual.
Creo que es nuestra cultura americana de éxito y generosidad la que permitió a los
escritores americanos ofrecerles algo hoy aquí. Creo que como nuestra cultura del éxito
material, nuestros escritores no están interesados únicamente en el éxito sino en la
generosidad. Estamos tan interesados en que lo que tenemos que ofrecer a los escritores de
otras naciones sea aceptable como en ser escritores de éxito en nuestro propio país. Creo
que estamos mucho más interesados en la escritura universal de lo que lo estamos en ser
escritores americanos.
Creo que nuestra cultura americana provoca que nuestros escritores piensen en sí
mismos como escritores americanos sólo de un modo secundario, que primero pensamos en
nosotros mismos como hombres y como mujeres que tratan con esa cualidad universal que
es la literatura. Creo que realmente no estamos intentando producir literatura americana ni
tampoco añadirnos a su prestigio. Creo que estamos intentando incrementar el prestigio de
una literatura universal. Creo que cuando parecemos groseros y provincianos, es porque
somos provincianos.
Es porque nuestra cultura de lo intelectual es tan nueva que hemos llevado con
nosotros al seno del arte de la literatura una cierta ingenuidad de la que todavía somos
demasiado jóvenes en el oficio como para habernos librado. Una prueba de esta ingenuidad
americana es que no hay envidias basadas en el género e incluso muy pocas acerca del éxito
material entre los escritores americanos. Ningún americano asume que la prerrogativa del
hombre sea tener más talento o ser más importante en literatura que una mujer escritora.
Hemos sido, como nación, un pueblo afortunado. Hemos escapado de muchos de
los problemas y aflicciones que otros pueblos han tenido que sufrir y somos conscientes de
esto, y una parte de nuestra cultura de éxito y generosidad es un deseo de compartir esta
buena fortuna con los pueblos menos afortunados, si podemos, mediante las cualidades del
espíritu como también de las del libro de bolsillo; que el escritor americano está muy
orgulloso de su posición en la literatura universal sin estar celoso de ninguna otra nación.
Creo que la mayoría del resto de gente de la literatura no puede concebir en
absoluto que el americano pueda ser un escritor sin ser un hombre de ideas. El escritor
europeo, si es un escritor, es per se un miembro de todos los demás procesos intelectuales
correlativos. El escritor americano puede ser un escritor y no ser parte en absoluto de esa
universalidad de ideas. Lo que le sirve como idea no es en absoluto un proceso racional,
sino un concepto emocional de y una creencia en la verdad universal del corazón del
hombre y su registro en la literatura. Esto es de lo que estamos orgullosos de participar y de
compartir.
[En Japón en agosto de 1955 Faulkner fue entrevistado con frecuencia, y sus
comentarios eran ampliamente citados en la prensa japonesa. Para corregir o prevenir
malentendidos de algunos de estos comentarios, escribió una declaración que pronunció
como discurso en Nagano el 5 de agosto. En 1965 se le entregó a Joseph Blotner un
mecanoscrito (no a cargo de Faulkner) del discurso, que publicó en el número de verano
de 1982 del Mississippi Quarterly. Ni él ni el presente editor, que editó ese número, estaban
al tanto de que una versión de ese discurso había sido publicada en el Mississippi
Commercial Appeal el 28 de agosto de 1955, «Distribuida por el servicio internacional de
prensa». Ese texto publicado fue reproducido en Each in its Ordered Place: A Faulkner
Collector s Notebook [Cada cosa en su lugar correspondiente: un cuaderno de notas de un
coleccionista de Faulkner], por Cari Petersen (Ann. Arbor, Michigan, 1975). El texto aquí
tomado es el del mecanoscrito y el del Mississippi Quarterly]
Con motivo de recibir la medalla de plata de la Academia de Atenas
Acepto esta medalla no sólo como un americano ni como un escritor sino como uno
elegido por la Academia Griega para representar el principio de que todo hombre debe ser
libre.
El espíritu humano no obedece a las leyes físicas. Cuando el sol de Pericles
proyectó la sombra del hombre civilizado alrededor de la tierra, esa sombra se combó hasta
que tocó América. Así que cuando alguien como yo viene a Grecia está recorriendo la
sombra hacia atrás hasta la fuente de la luz que proyecta la sombra. Cuando el americano
viene a este país regresa a algo que era familiar. Ha vuelto al hogar. Ha regresado a la cuna
del hombre civilizado. Estoy orgulloso de que el pueblo griego me haya considerado digno
de recibir esta medalla. Será un deber para mí volver a mi país y contar a mi pueblo que las
cualidades de la raza griega —dureza, bravura, independencia y orgullo— resultan
demasiado valiosas para perderse. Es el deber de todos los hombres ver que no se
desvanecen de la tierra.
[Comunicado de prensa emitido por el Servicio de Información de los Estados
Unidos de América en Atenas al mismo tiempo que el discurso. Faulkner recibió ayuda
para escribir este discurso de Duncan Emrich, consejero para asuntos culturales de la
embajada americana. Véase Joseph Blotner, Faulkner: A Biography, Nueva York, 1984, p.
637.]
A la Academia Americana de Artes y Letras al presentar la medalla de
oro en la categoría de ficción para John Dos Passos
El artista, el escritor, nunca debe tener ninguna duda acerca de adonde pretende ir;
el objetivo, el sueño, debe ser tan alto como para ser digno de ese destino y de esa angustia
en el esfuerzo por alcanzarlo. Pero debe tener humildad respecto a su competencia para
llegar allí, respecto a sus métodos, a su oficio y a su destreza en el oficio.
De modo que el hecho de que el artista realmente ya no tenga más sitio en la cultura
americana de hoy en día que en la economía americana de hoy en día, ningún sitio en la
urdimbre y la trama, en los músculos y tendones, en el mosaico del sueño americano tal y
como existe hoy, quizás sea una buena cosa para él puesto que le enseña la humildad con
antelación, le introduce bastante a fondo en el hábito de la humildad independientemente de
si él lo hubiera hecho o no; en cuyo caso, ninguno de nosotros ha sido mejor entrenado en
la humildad que este hombre a quien está honrando hoy la Academia. Lo cual también
prueba que ese hombre, ese artista, que puede aceptar la humildad, hará, deberá, a tiempo,
antes o después, trabajar a través de la humildad y del olvido hacia ese momento en el que
él y el valor del trabajo de su vida serán reconocidos y honrados al menos por sus colegas
de oficio, como lo están en este momento John Dos Passos y el trabajo de su vida.
Resulta un honor para mí compartir esto al haber sido elegido para entregarle esta
medalla, ningún hombre se lo merece más, y pocos han esperado más para ello.
[Proceedings of the American Academy of Arts and Letters and the National
Institute of Arts and Letters, segunda serie, Nueva York, 1958; el texto reproducido aquí ha
sido tomado de una copia del mecanoscrito de Faulkner. Según Malcom Cowley, el
discurso de Faulkner fue abreviado y grabado. Lo que dijo fue: «La oratoria no puede
añadir nada a la estatura de John Dos Passos, y si sé algo acerca de los escritores, debe estar
agradecido por un poco menos que esto. De modo que diré que mío es el honor de tomar
parte en el suyo al entregarle esta medalla. Ningún hombre se la merece más». Véase
Malcom Cowley, The Faulkner-Cowley File, Nueva York, 1966, pp. 146-147.]
A las sociedades Raven, Jefferson y ODK de la Universidad de Virginia
Hace cien años Abraham Lincoln dijo, «Esta nación no puede perdurar medio
esclava y medio libre». Si hoy estuviera vivo lo enmendaría, «Esta nación no puede
perdurar albergando una minoría tan grande como un diez por ciento mantenida en una
ciudadanía de segunda clase por el accidente de la apariencia física». Como diría un
hombre de menor valía, ni éste ni ningún país o comunidad de gente puede permanecer más
tiempo en paz con el diez por ciento de su población arbitrariamente sin asimilar que lo que
puede permanecer en paz un pueblo de cinco mil habitantes con quinientos caballos
desembridados perdidos en las calles, o digamos una comunidad de cinco mil gatos con
quinientos perros sin asimilar entre ellos, o viceversa. Para la coexistencia pacífica, todo
debe ser una cosa: o todos ciudadanos de primera clase, o todos ciudadanos de segunda
clase; o todos personas o todos caballos; o todos gatos o todos perros.
Quizá el negro todavía no sea capaz más que de una ciudadanía de segunda clase.
Puede que su tragedia sea que su competencia para la igualdad está en función de la ratio de
su sangre blanca. Pero aunque esto fuese así, todavía restaría el problema de los ciudadanos
de segunda clase. Aunque el negro estuviese conforme con permanecer sólo como un
ciudadano de segunda clase aunque relevado de sus responsabilidades de primera clase
debido a su clasificación, no se solucionaría el problema. Todavía restaría el hecho de que
somos una nación establecida sobre el hecho de que sólo estamos unificados en el poder el
noventa por ciento.
Sólo con el noventa por ciento de unanimidad, nos enfrentaríamos (y esperamos
sobrevivir a ello) a un mundo enemigo unificado contra nosotros aunque sea sólo en
enemistad. Ni siquiera podemos estar unificados en un noventa por ciento contra ese mundo
enemigo que nos sobrepasa en número, porque demasiado de ese noventa por ciento de
poder se gasta y consume por el problema físico del diez por ciento de irresponsables.
Resulta bastante fácil para el negro maldecirnos, al Sur, por el hecho de que su
problema todavía esté sin resolver. Si yo fuera un norteño, esto es lo que haría: decirme a
mí mismo que hace cien años, nosotros, nosotros dos, el Norte y el Sur, lo habíamos puesto
a prueba y lo habíamos solucionado. Que no somos nosotros, el Norte, sino vosotros, el
Sur, quienes habéis rechazado aceptar ese veredicto. Tampoco nos ayudará nada recordarle
al Norte que, según la ratio de negros respecto a la población blanca, probablemente haya
más desigualdad e injusticia allí que entre nosotros.
En lugar de eso, deberíamos aceptar esa estrategia. Digámosle al Norte: Muy bien,
es nuestro problema y lo solucionaremos. Como hipótesis, pongámonos de acuerdo en que
el negro es incapaz de asumir la igualdad debido a que no podría mantenerla y conservarla
aunque le forzásemos con bayonetas; que una vez que las bayonetas fuesen retiradas, el
primer hombre despiadado y elegante, negro o blanco, que viniese se la quitaría, porque él,
el negro, todavía no es capaz de asumir, o se niega a aceptar, la responsabilidad de la
igualdad.
Así que nosotros, el hombre blanco, debemos cogerle de la mano y enseñarle esa
responsabilidad; ésta no será la primera ni la última vez en el largo registro de la historia
humana en que el principio moral ha sido idéntico a e incluso inextricable respecto al
práctico sentido común. Enseñémosle que, con el fin de ser libre e igual, primero debe ser
digno de ello, y luego en adelante trabajar para siempre para mantenerlo y conservarlo y
defenderlo. Debe aprender para siempre a dejar de pensar como un negro y actuar como un
negro. Esto no será fácil para él. Ésa será su carga, porque por su raza y su color, para él no
será suficiente simplemente pensar y actuar como cualquier hombre blanco: debe pensar y
actuar como el mejor de los hombres blancos. Porque aunque el hombre blanco, por su raza
y su color, puede practicar la moral y la rectitud sólo el domingo y dejarlas colgadas el
resto de la semana, el negro nunca puede aflojar ni desviarse.
Ése es nuestro trabajo aquí en el Sur. Es posible que la raza blanca y la raza negra
realmente nunca puedan gustarse y confiar mutuamente; esto se debe a que el hombre
blanco nunca puede conocer realmente al negro, porque el hombre blanco en sus relaciones
siempre ha forzado al negro a ser un negro en lugar de otro ser humano, y por tanto el negro
no puede permitirse, no osa, ser abierto con el hombre blanco y dejar que el hombre blanco
sepa lo que él, el negro, piensa. Pero sé que nosotros en el Sur, habiendo crecido y vivido
entre negros durante generaciones, somos capaces en casos individuales de que nos gusten
y de que confiemos en individuos negros, algo que el Norte nunca puede hacer porque el
norteño sólo le teme.
Así que sólo nosotros podemos enseñar al negro la responsabilidad de la moral y de
la rectitud individual —ya sea llevándole a nuestras escuelas blancas, o proporcionándole
profesores blancos en sus propias escuelas hasta que hayamos enseñado a los profesores de
su propia raza a enseñarle y entrenarle en estos duros y desagradables hábitos—. Que
alguna vez aprenda o no su a-b-c o qué hacer con fracciones simples, no importará. Lo que
debe aprender son las cosas duras —auto-contención, honestidad, confiabilidad, pureza; a
actuar no sólo tan bien como cualquier hombre blanco, sino a actuar exactamente tan bien
como el mejor de los hombres blancos. Si no lo hacemos, pasaremos el resto de nuestras
vidas esquivando a los quinientos caballos desembridados; estaremos esperando cada año
otro Clinton u otro Little Rock[18] no sólo para destrozar más y más lo que hace tanto
creamos a partir de las pacíficas relaciones entre las dos razas, sino para ser monumentos y
jalones internacionales a nuestro ridículo y a nuestra vergüenza.
Y el lugar para empezar con esto es Virginia, la madre de todo el resto de nosotros
en el Sur. Comparado con vosotros, mi país —Mississippi, Alabama, Arkansas— todavía es
frontera, tierra salvaje. Incluso todavía en nuestra tierra salvaje miramos atrás a esa reserva-
madre como si realmente no estuviese tan distante y tan alejada. Incluso en nuestra tierra
salvaje todavía fluye la sangre de la vieja Virginia y los viejos nombres de Virginia —Byrd
y Lee y Cárter— todavía perduran. No hay familia en nuestra tierra salvaje que no tenga
esa tía mayor o esa abuela que cuente a los niños tan pronto como pueden oír y entender:
Tu sangre es también sangre de Virginia; el padre de tu tatarabuelo nació en Rockbridge o
en Fairfax o en Prince George —Valley o Piedmont o Tidewater—, justo bajo el jalón más
próximo, así que Virginia es un sitio vivo para ese niño mucho antes de que haya oído (o le
importe) alguna vez Nueva York o, más aún, América.
Así que dejemos que empiece en Virginia, hacia la que estamos mirando el resto de
nosotros como el niño mira hacia el padre en pos de una señal, una señal de adonde y cómo
ir. Hace cien años los impetuosos de Mississippi y Georgia y Carolina del Sur no habrían
escuchado cuando la madre de todos nosotros intentase controlar nuestro curso temerario y
precipitado; os ignoramos entonces, para desgracia nuestra, la vuestra más que la de nadie
puesto que soportasteis la mayoría de las batallas. Pero esta vez os oiremos. Dejemos que
ésta sea la voz de esa tierra salvaje, hablando no sólo a la Madre Virginia sino al mejor de
sus hijos —hijos hallados y escogidos dignos de ser educados según el viejo patrón en la
Universidad fundada por el señor Jefferson para ser no sólo un monumento muerto a, sino
la fuente duradera de sus principios de orden para la condición humana y las relaciones del
hombre con el hombre—, al mensajero, al portavoz de todos, que diga a la madre de todos
nosotros: Muéstranos el camino y guíanos por él. Creo que te seguiremos.
[University of Virginia Magazine, primavera de 1958; compilado en Faulkner in the
University, editado por Frederick L. Gwynn y Joseph L. Blotner, University of Virginia
Press, 1959. Este texto ha sido reproducido a partir del mecanoescrito de Faulkner.]
Al English Club de la Universidad de Virginia
Hace dos años el presidente Eisenhower concibió un plan basado en una idea que
básicamente es una idea sensata. Ésta consistía en que las condiciones mundiales, el dilema
universal en este momento, son las que son simplemente porque hombres y mujeres de
diferentes razas y lenguas y condiciones no pueden discutir unos con otros estos problemas
y dilemas que son fundamentalmente suyos, sino que deben intentar hacerlo sólo a través
de las organizaciones formales de sus antagonistas y aparentemente irreconciliables
gobiernos.
Esto es, que a la gente de toda condición debería dársele la oportunidad de hablar
con sus homólogos en toda la tierra —trabajador con trabajador, científico con científico,
doctores y abogados y comerciantes y banqueros y artistas con sus homólogos en todas
partes—.
No había nada malo respecto a esa idea. Ciertamente ningún artista —pintor,
músico, escultor, arquitecto, escritor— la discutiría porque esto —el intentar comunicarse
de persona a persona independientemente de raza o color o condición— es exactamente lo
que todo artista lleva toda su vida intentando hacer, y lo seguirá intentando mientras
respire.
En mi opinión lo que la condenó aparecía sintomáticamente en la fraseología del
propio concepto del presidente: trabajador con trabajador, artista con artista, banquero con
banquero, magnate con magnate. Lo que la condenó fue un mal inherente a nuestra propia
cultura; una cualidad maligna inherente a (y quizás necesariamente aunque yo por mi parte
no creo esto último) la cultura de cualquier país capaz de resistir y sobrevivir a través de
este período de la historia. Ésta es la creencia mística, casi una religión, de que el
individuo humano no puede hablar con el individuo humano porque ya no existe el
individuo humano. La creencia de que ya no hay un lugar en el que el individuo humano
pueda hablar tranquilamente con un individuo humano de cosas tan simples como la
honestidad con uno mismo y la responsabilidad hacia los otros y la protección al débil y la
compasión y la piedad para todos porque esas cosas individuales como la honestidad y la
piedad y la responsabilidad y la compasión ya no existen y el mismo hombre sólo puede
esperar continuar renunciando y negando su individualidad dentro de un grupo
reglamentado del tipo de su arbitraria facción, desplegado contra una arbitraria facción
opuesta que se le opone como un grupo reglamentado, ambos ocupando el mismo aire al
mismo tiempo con las mismas recargadas abstracciones de «democracia del pueblo» y
«derechos de las minorías» e «igual justicia» y «asistencia social» —todos los sinónimos
que conllevan la misma irresponsabilidad no sólo al invitar sino incluso al obligar a todos a
participar en ello—.
Así que en este caso —quiero decir el comité de persona a persona del presidente—
también el artista, que lleva toda su vida intentando comunicar de persona a persona los
problemas y las pasiones del corazón humano y cómo sobrevivirlos o en cualquier caso
resistirlos, en efecto ha sido solicitado por el presidente de este país para que afirme la
mitología que de hecho se ha dedicado a negar durante su vida: la mitología de que un solo
individuo humano no es nada, y que puede tener peso y sustancia sólo cuando se organiza
en el anonimato de un grupo donde entregará su alma individual a cambio de un número.
Sería bastante triste si sólo en momentos tales como éstos — quiero decir de
reconocimiento formal por parte de su país de la validez de la dedicación de su vida— el
artista tuviera que correr a toda velocidad hacia lo que casi debería llamarse un deseo
universal de reglamentación, un deseo universal de obliterar del hombre la humanidad
incluso hasta el punto de liberarle no sólo de responsabilidad moral sino incluso del dolor
físico y de la mortalidad difuminándole individualmente en un cualquiera, sin importar cuál
mientras se desvanezca en uno de ellos, grupo económico nacionalmente reconocido
mediante profesión o negocio u ocupación o franja de impuesto sobre la renta o, si no se
ofrece nada más, lista de la compañía financiera. Su tragedia reside en que hoy incluso debe
combatir esta presión, gastar parte de su escasa pero (si es un artista) preciosa fuerza
individual contra este deseo universal de difuminar su humanidad individual, con el fin de
ser un artista. Lo que lleva por fin a la idea que quiero sugerir, que es lo que me parece el
dilema en el que participan todos los jóvenes escritores de hoy.
Creo que quizá todos los escritores, mientras están «en boga», trabajando a toda
velocidad para intentar dejar dicho todo lo que sienten la tremenda urgencia de decir, no
leen a los escritores más jóvenes, a los que vienen después, a ellos mismos, quizá por la
misma razón que tiene el esprínter o el corredor de una distancia: no tiene tiempo de
interesarse por quien está detrás de él o incluso con él, sino sólo por quien está enfrente. De
cualquier forma esto era cierto en mi propio caso, así que hubo un lapso de
aproximadamente veinticinco años durante los cuales casi no tenía conocimiento alguno de
la literatura contemporánea.
Así que, cuando hace poco tiempo empecé a leer la escritura que se está haciendo
ahora, llevé a ella no sólo ignorancia sino una especie de inocencia, frescura, lo que puede
llamarse un punto de vista y un interés virgen de prejuicios. En cualquier caso obtuve una
impresión de la primera historia, que se ha repetido tan constantemente desde entonces que
la presentaré como una generalización. Esto es, que el joven escritor de hoy está compelido
por el presente estado de nuestra cultura que intenté describir, el de funcionar en una
especie de vacío de la raza humana. Sus personajes no funcionan, viven, respiran, luchan,
en ese barullo y ebullición de la simple humanidad como lo hacían los de nuestros
predecesores, que eran los maestros de los que aprendimos nuestro oficio: Dickens,
Fielding, Thackeray, Conrad, Twain, Smollett, Hawthorne, Melville, James; sus nombres
son legión, los personajes que creaban no sólo eran destetados sino incluso engendrados en
un barullo y ebullición de simples seres humanos cuya propia existencia era una afirmación
de un incurable e indomable optimismo —hombres y mujeres como ellos, inteligibles y
comprensibles incluso cuando eran antipáticos, incluso en ese mismo momento en el que te
estaban asesinando o robando o traicionando, puesto que también los suyos eran los
mismos simples apetitos y esperanzas y miedos humanos sin complicar por la
reglamentación o la compulsión grupal— un barullo y ebullición de humanidad en el cual
aventurarse no sólo sin miedo y bienvenidos sino también con placer y sin amenaza de
daño puesto que lo peor que les podía pasar era una cabeza golpeada por lo que sólo era
otra cabeza humana, un codo o una rodilla despellejados, pero eso también era sólo un
despellejamiento producido por otra rodilla u otro codo humano —un barullo y ebullición
de humanidad que aceptaba y creía y funcionaba de acuerdo con, no ángulos, sino
principios morales; donde la verdad no era dónde estabas de pie cuando mirabas algo sino
una cualidad inalterable o una cosa que podría y de hecho machacaría tus sesos si no la
aceptabas o al menos la respetabas.
Permitidme repetirlo: no he leído toda la obra de esta presente generación de
escritores; todavía no he tenido tiempo. Así que debo hablar sólo de los que conozco. Estoy
pensando ahora en el que calificaría como el mejor: El guardián entre el centeno[19] de
Salinger, quizá porque éste expresa completamente lo que he intentado decir: un joven,
dueño de su voluntad, que algún día será un hombre, más inteligente que algunos y más
sensible que la mayoría, que (él ni siquiera lo habría denominado por instinto porque no
sabía que lo poseía) porque quizá Dios lo había puesto allí, amaba al hombre y deseaba ser
parte de la condición humana, de la humanidad, que intentó pertenecer a la raza humana y
falló. Para mí, su tragedia no era que no fuese, como quizá pensaba él, lo suficientemente
duro o lo suficientemente valiente o lo suficientemente digno para ser aceptado en la
humanidad. Su tragedia era que cuando intentó entrar en la raza humana, allí no había raza
humana. No había nada que pudiera hacer salvo zumbar, arrebatado e inviolado, dentro de
las paredes de cristal de su vaso hasta que, o bien lo dejase o bien, mediante su propio
arrebatado zumbar, se destruyese a sí mismo. Por supuesto uno piensa inmediatamente en
Huck Finn, otro joven dueño de su voluntad que algún día pronto será un hombre. Pero en
el caso de Huck todo contra lo que tenía que combatir era su pequeño tamaño, que el
tiempo lo curaría por él; en algún momento sería tan grande como cualquier hombre con
quien tuviera que vérselas; e incluso tal como era, todo lo el daño que podía hacerle el
mundo adulto era despellejarle un poco la nariz; la humanidad, la raza humana, le aceptaría
y de hecho ya le estaba aceptando; lo único que tenía que hacer era crecer en ella.
Éste es el dilema del joven escritor tal como yo lo veo. No sólo el suyo, sino que
todos nuestros problemas consisten en salvar a la humanidad de ser desalmada como el
semental o el verraco o el toro son castrados; salvar al individuo del anonimato antes de que
sea demasiado tarde y se desvanezca la humanidad del animal denominado hombre. Y
quién mejor para salvar a la humanidad que el escritor, el poeta, el artista, puesto que es
quien más debería temer su pérdida puesto que la humanidad del hombre es la sangre de la
vida del artista.
[Faulkner in the University, editado por Frederick L. Gwynn y Joseph L. Blotner,
University of Virginia Press, 1959. El texto ha sido corregido a partir del mecanoscrito de
Faulkner.]
A la Comisión Nacional de los Estados Unidos para la UNESCO
Cualquiera que haya recibido tantos honores como yo desde que aterricé en
Venezuela debe suponer que no queda nada nuevo para él. Se equivocaría. En esta puesta
en escena de «Danzas Venezuela» vio no sólo otro cálido y generoso gesto de un país
americano hacia un visitante de otro. Vio el espíritu y la historia de Venezuela capturada y
mantenida en un conmovedor instante de gracia y destreza, por jóvenes hombres y mujeres
que dieron la impresión de que lo estaban haciendo desde el amor y el orgullo hacia la
poesía y la tradición de la historia de su país y de las vidas de su gente, para que el
extranjero, el extraño, vea y comprenda y así se lleve consigo de vuelta a casa un
conocimiento más completo del país que ya había venido a admirar —para que nunca
olvide el gesto ni la inspiración procedentes de la poesía de Blanco y los demás poetas,
quizá incluso sin nombre, cuya dedicación consiste en registrar la historia de las naciones y
de los pueblos, que la señora [sic.] Ossona tradujo en movimiento lleno de gracia e
importancia, ni a la señora Ramón y Rivera que lo dirigió ni a los jóvenes hombres y
mujeres que lo ejecutaron—. Él se lo agradece a todos. No olvidará la experiencia ni a
aquellos que la hicieron posible.
A la Academia Americana de Artes y Letras con motivo de la aceptación
de la medalla de oro en la categoría de ficción
SIEGFRIED SASSOON conmueve a uno que haya subido él mismo con esfuerzo
hasta Arras o hasta su objetivo correspondiente, que haya caminado sobre plataformas y las
ha oído y sentido aplastarse y ser succionadas por el barro, que por casualidad haya visto un
cadáver pudriéndose bajo los impresionantes cielos flamencos, que haya olido ese terrible
olor de guerra —una combinación de comida sin comer y evacuada y barro en el que se ha
dormido y ropa sucia y sudada—, que haya pasado cuatro días sin whisky maldiciendo al
Estado Mayor. (Uno no maldice a Dios en la guerra: desde luego cualquiera que tuviera la
posibilidad de estar en cualquier otra parte, está allí).
Y Henri Barbusse conmueve a uno que se haya tendido en la ladera de una colina
que se disuelve empapado de la cabeza a los pies por la lluvia hasta que las propias
partículas de la tierra se levantan flotando hasta lo alto de la atmósfera, y el aire y la tierra
son un único medio en el que uno intenta en vano ponerse de pie y que parece que ni
siquiera un arma de fuego podría penetrarlo.
Y uno puede resultar conmovido por Rupert Brook si no ha hecho nada de esto, si la
guerra es para él la división de Guardias en eterno desfile, mientras los gloriosos muertos
pueden llenar al mismo tiempo tanto sillas como ataúdes, en una región donde los hombres
no necesitan comer ni ansían tabaco. Y donde no hay lluvia.
Pero queda para R. H. Morgan el usar la última guerra para un exitoso fin literario,
tal y como la Guerra Civil necesitaba su Stephen Crane para limpiarla de sus sargentos
negros tirados borrachos en las habitaciones de invitados de las grandes casas, y cortarle
sus lánguidos rizos oscuros.
Lo mismo de siempre.[26] ¡Qué gran eslogan! ¿Quién ha acusado al anglosajón de
ser siempre sentimental acerca de la guerra? El espectro emocional humano es como su
espectro auditivo: hay algunas cosas que no puede sentir, como hay sonidos que no puede
oír. Y la guerra, tomada en conjunto, es una de esas cosas.
[Mississippi Quarterly, verano de 1973, ed. Michael Mitígate. Ese texto, basado en
el mecanoscrito de Faulkner, fue escrito probablemente a comienzos de 1925, es el aquí
reproducido. Los libros a los que se refiere Faulkner son: Sassoon, Los poemas de guerra,
Londres, 1919; Barbusse, Le Feu, 1916; traducido como Bajo el fuego: la historia de una
escuadra, Londres, 1917; y Mottram, La granja española, Londres, 1924.][27]
Y ahora qué hacer (c. 1925)
SU bisabuelo entró al país a pie desde las montañas de Tennessee, donde había
asesinado a un hombre, trabajó y ahorró y compró una pequeña tierra, ganó un poco más
con las cartas y los dados, y murió a punta de pistola mientras intentaba legislarse a sí
mismo un poco más; su abuelo era un sordo, un hombre recto vestido de lino blanco, que
desperdició su substancia heredada en política. Todavía tenía un bufete de abogados, pero
se sentaba la mayor parte del día en el jardín del juzgado, un meditabundo viejo frustrado
demasiado sordo para tomar parte en una conversación y a quien el más niño podía vencer a
las damas. Su padre amaba a los caballos más que los libros o el aprendizaje; tenía un
establo para alquilar, y aquí creció el chico, impregnado con el violento olor a amoníaco de
los caballos. A los diez podía ponerse de pie sobre una caja y guarnecer un caballo y
ponerlo entre las varas de la calesa casi tan rápido como un hombre adulto, deslizarse raudo
como un grillo bajo su vientre para abrochar las correas, maldiciendo con su aguda voz de
grillo; para cuando tuvo doce había adquirido del mozo de cuadra negro una inquietante
habilidad con un par de dados.
Cada nochebuena su padre llevaba al establo una cesta llena de whisky en botellas
de una pinta[28] y permanecía con ella en la puerta de la oficina, contra la luz de la
hoguera, mientras entraban los negros y alzaban la mirada al cielo y chasqueaban sus
relucientes dientes en la cueva del granero, llena de bufidos y pisotones de satisfacción. El
chico, convertido en adolescente, ayudaba a beber esto; las mujeres mayores olían su
aliento e intentaban salvar su alma. Luego tuvo dieciséis y empezó a adquirir una especie
de complejo de inferioridad respecto al negocio de su padre. Había recibido educación
primaria y un año de instituto con chicas y chicos (en los días lluviosos, conducía por el
vecindario en un coche provisto por su padre y dejaba subir a todo lo que cupiese sin
cobrar) cuyos padres eran abogados y doctores y comerciantes —todo profesiones nobles,
de cuello almidonado—. Él hasta entonces había sido muy desenvuelto, aceptando todo tipo
de medios de ganarse el pan como algo incidental respecto a cualquiera que fuese la
siguiente ocupación preferida por un hombre. Pero no ahora. Todo esto cambió con su
cambiante cuerpo. Antes y durante la pubertad había aprendido de los mozos de cuadra
negros y del vigilante nocturno blanco acerca de las mujeres, escuchando lo que decían.
Ahora, en la calle, cuidaba de las mismas chicas que una vez había llevado a la escuela en
el carro de su padre, observando sus piernas formándose, imaginando sus muslos
desarrollándose, con un sentimiento de desafiante inferioridad. Había un gigante en él, pero
el gigante tenía sus músculos tensos. Los chicos, los hijos de los doctores de los
comerciantes y de los abogados, holgaban en las esquinas delante de las tiendas. Ninguno
de ellos podía hacer que un par de dados se comportase como él hacía que se comportase.
Un automóvil llegó al pueblo. Los caballos lo observaban con los orgullosos ojos
dando vueltas y soltando bufidos de alarma. Llegó la guerra, se oyó un sonido lejano. Tenía
dieciocho, no había estado en la escuela desde los tres años; el desgastado carro se oxidaba
tranquilamente entre los estramonios del jardín de la cuadra. Ya no olía a amonio, puesto
que ahora podía ganar veinte o treinta dólares cualquier domingo en la partida de dados en
el parque arbolado cerca de la estación; y en la esquina de la tienda donde pasaban las
chicas en delicadas tropas, tocándose uno a otro con manos y con brazos que no podrías
decir si eran del hijo de un abogado o del de un comerciante o del de un doctor. Las chicas
no lo hacían, con sus muslos madurando y sus bocas que te mantienen despierto por la
noche con cosas innombrables —vergüenza por la integridad perdida, viril orgullo, deseo
como una droga—. Ahora el cuerpo está mancillado, con su orgullo manchado. Pero, ¿de
todos modos para qué es?
Una chica se metió en problemas, y él se enganchaba a las escalerillas de los
furgones o se tumbaba en las góndolas vacías mientras las juntas de los raíles hacían clic
bajo las frías estrellas. La escarcha todavía no había caído sobre el algodón, pero había
tocado las carreteras recubiertas de goma de Kentucky y las amplias tierras de pastos, y se
tendía sobre el maíz agavillado de las tierras de cultivo de Ohio bajo la luna. Se tendió
sobre su espalda en un montón de heno en Ohio. El templado heno seco le llegaba por las
piernas. Había recibido un baño de sol de verano, y le mantuvo suspendido en una seca y
sibilante calidez donde se movía despierto, dándole vueltas a la cabeza, pensando en casa.
Las chicas estaban bien, pero había muchas chicas en todas partes. Tantas en el mundo por
las que tenía que pasar un hombre, con cortesía. Eso significaba con mucho tacto. Nada con
las chicas. Separar las piernas separar las receptivas. Lo había sabido todo acerca de eso
antes, pero la realidad era como leer una historia y después verla en las películas, con
música y todo. Asuntos delicados. Subrepticios, pero como trampas. Como ir tras algo que
quieres, y meterte en un nido de telas de araña. Ya tienes la cosa, entonces tienes que quitar
la tela de araña, y cada vez que tocas una, se te pega. Incluso después de que no la quieras
más, las telas de araña se aferran a ti. Hasta que después de un rato te acuerdas de la forma
en que picaban las telas de araña y quieres la cosa de nuevo, pensando únicamente en
cuánto picaban las telas de araña. No. Arenas movedizas. Eso era. Métete una vez por unas,
después sigue. Pero un hombre no lo hará. Quiere ir hasta el final, como sea; evadirse hasta
la otra orilla. De alguna manera todo incompleto. Teniendo que dar media vuelta, con las
telas de araña aferrándose a ti, «Cristo, de verdad tienes que decírselo. No puedes pensar en
ello lo suficientemente rápido. Y nunca olvidan cuándo lo haces y cuándo no. En cualquier
caso, ¿qué quieren?».
A través de la luna se deslizaba una V de gansos, su solitario grito flotaba a la luz de
frías y altivas estrellas a través del maíz agavillado y la tierra presentada decúbito supino,
solitario y triste y salvaje. Los gansos estaban yendo al sur, pero él seguía constantemente
en dirección norte. En un pueblo de Ohio una noche, en un salón, conoció a un hombre que
estaba viajando de capital de condado a capital de condado con un caballo al paso,
siguiendo las ferias del condado. El hombre era astuto en un cuello sin corbata, lacrimoso
panegírico del paso del caballo; y juntos se dejaron ir otra vez hacia el sur y otra vez sus
prendas se impregnaron de amonio. Los caballos otra vez olían bien, fuertemente a
amoníaco, con sus orejas como hojas de parra tocadas por la escarcha.
[Mississippi Quarterly, verano de 1973, basado en un manuscrito de Faulkner
aparentemente sin terminan probablemente escrito en la primavera o a comienzos del
verano de 1923. Éste es el texto aquí reproducido.
Una inusual característica del pasaje es su contenido muy claramente
autobiográfico. Puede que Faulkner intentase que fuese un relato corto, y no todo en él
debería ser tomado literalmente pero en la parte que completó recurrió a su propia vida
más de lo que lo hizo en ningún otro texto de ficción de todos los que escribió. No hasta
que un cuarto de siglo más tarde, en el en parte ficticio ensayo «Mississippi», centrase de
nuevo tan claramente una pieza escrita en sus propias experiencias.]
Sherwood Anderson (1925)
¡La simplicidad de su título! Y las historias están hechas con la misma simplicidad:
cortas, él cuenta la historia y para. Su propia inexperiencia, su urgente necesidad de no
malgastar tiempo ni papel le enseñaron uno de los primeros atributos del genio. Como
norma los primeros libros muestran más fanfarronadas que otra cosa, a menos que sean
tediosos. Pero no hay ninguna de estas cualidades en Winesburg. El señor Anderson es
vacilante, humilde con sus George Willards y sus Wash Williamses y las hijas del banquero
White, como si estuviese pensando: «¿Quién soy yo para husmear en las almas de estas
gentes que, como yo, brotaron del mismo suelo para sufrir las mismas penas que yo?». La
única indicación de la individualidad del escritor que encuentro en Winesburg es la
compasión por ellos, una compasión que, si el libro se hubiese hecho tan largo como una
novela, se habría convertido en sensiblería. De nuevo los dioses cuidaron de él. Esta gente
vive y respira: son bellos. Está el hombre que organiza un club de béisbol, el hombre con
las manos «parlantes», Elizabeth Willard, de mediana edad, y el médico algo mayor, entre
los que había un amor que podría haber soñado el cardenal Bembo. Hay una palabra griega
para un amor como el suyo que probablemente nunca ha oído el señor Anderson. Y tras
todos ellos un suelo de tierra fecunda y maíz en la verde primavera y el lento,
absolutamente caluroso, verano y el riguroso masculino invierno que no te hace daño, pero
que te hace más fuerte.
Hombres que marchan[29]
Del mismo modo que entre el maíz hay mazorcas inferiores y buenas mazorcas, así
hay libros inferiores y buenos libros en la lista del señor Anderson. Hombres que marchan
resulta decepcionante después de Winesburg. Pero entonces cualquier cosa que estuviese
haciendo en esa época cualquier otro americano habría resultado decepcionante después de
Winesburg.
Muchos matrimonios[33]
Aquí, creo, hay una mala mazorca, porque no es el señor Anderson. No sé de dónde
vino, pero sé que esto no es un desarrollo lógico a partir de Winesburg y Pobre blanco.
Aquí el hombre es el propietario de una fábrica, un burgués, un hombre que era un «capo»
porque se vio forzado por la naturaleza a llevar su fábrica con gente que no tenía fábricas
de su propiedad. En sus otros libros no hay «subordinados» porque no hay «capos» —salvo
que se dé la circunstancia de que tu verdadera democracia sea al mismo tiempo una
monarquía—. Y se olvida de la tierra. Cuando hace esto está perdido. Y de nuevo el humor
está completamente ausente. Un hombre de cuarenta años que ha llevado una vida
sedentaria en cierto modo debe de parecer gracioso desnudo, caminando de aquí para allá
por una habitación y hablando. ¿Qué haría con sus manos?, ¿han visto alguna vez a un
hombre andar pesadamente una y otra vez y hablar, sin meterse las manos en los bolsillos?
Sin embargo, esta historia ganó el premio Dial en su año, así que posiblemente esté
equivocado.
Éste ha sido traducido al ruso y adaptado al teatro y producido en Nueva York.
Caballos y hombres
Una colección de relatos breves, que recuerdan a Winesburg pero más sofisticados.
Después de leer este libro inevitablemente quieres releer Winesburg. Lo que le hace a uno
preguntarse si después de todo no será el relato breve el medio del señor Anderson.
Ninguna trama continuada que te moleste, nada tedioso; sólo las definidas fases episódicas
de la gente, cuyo retrato es lo que mejor hace la manera titubeante e inquisitiva del señor
Anderson. «Soy un tonto»,[34] el mejor relato breve de América, según mi opinión, es la
historia del orgullo adolescente de un chico por su profesión (carreras de caballos) y por su
cuerpo, de su creencia en un mundo bello y apasionado creado para que los elegidos
disputen carreras de caballos en él, de su juvenil deseo pagano de pavonearse ante los ojos
de su chica que al final le derribará. Hay aquí una emoción personal que toca la fibra
elemental de la humanidad.
¡Caballos! Qué evocadora palabra en la historia del hombre. Los poetas han usado
al caballo como un símbolo, los reinos se han ganado por él; a través de la historia ha sido
parte de los deportes de los reyes desde los días que atronaba en cuadrigas, hasta el polo
moderno. Su historia y la historia del hombre están entremezcladas más allá de cualquier
desenlace; por separado ambos son mortales, como un cuerpo participan de la inmortalidad
de los dioses. A veces uno le da una patada a un perro sólo por placer.
Los caballos son una parte misma del suelo del que viene el señor Anderson. Con
caballos sus antepasados colonizaron la tierra, con caballos la estrujaron y la domesticaron
para el maíz; huesos y sudor de incontables hombres y caballos han ayudado a hacer
fecunda la tierra. ¿Y por qué no tendría que recibir él (el caballo) su diezmo del grano que
ayudó a producir?, ¿por qué lo mejor de su raza no debería conocer impertérrita la
arrogancia y el esplendor de la velocidad?
Está bien. Él, el elegido de su raza, se vuelve, junto al elegido de la raza de los
hombres, de nuevo inmortal sobre una pista de carreras: dejemos que sus hermanos de
menor brillo marquen el camino para los menos brillantes de la raza de los hombres,
dejémosles que tiren del carro hasta el pueblo y vuelvan tarde al anochecer, deslomándose
bajo las estrellas. No es para él, castrado y desposeído de orgullo, el tirar de un chirriante
carro cargado hacia el granero, no es para él el caminar lentamente delante de una calesa
bajo la luna, entre los campos de maíz a lo largo de la tierra.
En este libro hay gente, gente que habla y que vive, y la vieja tierra dura que coge
su trabajo agotador y les da, quizá a regañadientes, pero les da, cien veces más.
Aquí el señor Anderson, intentando hacer una cosa, en realidad ha escrito dos libros
distintos. La primera mitad, que evidentemente estaba orientada a describir su retrato físico,
es en realidad una novela basada en un personaje —su padre—. No recuerdo un personaje
exactamente como éste en ninguna parte —una especie de cruce entre el Barón Hulot y
Gaudissart—.[35] La segunda mitad del libro, en la que dibuja su retrato mental, es
bastante diferente: me deja con la ligera sensación de que debería haber estado en un
volumen separado.
Aquí el señor Anderson husmea en su propia mente, de la misma manera vacilante
con la que lo hizo en la mente del propietario de la fábrica. Hasta este momento nunca
había sido filosófico; cree que sabe poco acerca de todo eso, y deja que el lector saque sus
propias conclusiones. Ni siquiera ofrece opiniones.
Pero en esta segunda mitad del libro en ocasiones adopta acerca de sí mismo un
humor algo pesado, nada que ver con el fino humor con el que dibuja al personaje de su
padre. Creo que esto se debe al hecho que el señor Anderson está interesado en sus
reacciones frente a otra gente, y muy poco en sí mismo. Esto es, no tiene un ego lo
suficientemente activo como para escribir bien de sí mismo. Por eso es por lo que George
Moore sólo es interesante cuando habla de las mujeres que ha amado o de las inteligentes
cosas que ha dicho. ¡Imagínense a George Moore intentando escribir Caballos y hombres!
¡Imagínense al señor Anderson intentando escribir Confesiones de un hombre joven!
[36]Pero el maíz está madurando: creo que la primera mitad de Una historia de un
contador de historias es la mejor delineación de personaje que ha hecho; pero tomando el
libro en conjunto estoy de acuerdo con el señor Llewellyn Powys en el Dial: no es su mejor
contribución a la literatura americana.
No quiero decir de manera implícita que el señor Anderson no tenga sentido del
humor. Lo tiene, siempre lo ha tenido. Pero sólo recientemente tiene un poco en sus
historias, sin escribir deliberadamente una historia con un propósito humorístico. A veces
me pregunto si esto no se debe al hecho de que no tuvo tiempo libre para escribir hasta
mucho después de que estas gentes existieran en su mente; que los ha querido hasta que su
perspectiva estuvo ligeramente equivocada. Tal y como nosotros queremos a quienes
amamos; a veces los encontramos ridículos, pero nunca cómicos. El ridículo indica un
sentimiento de superioridad, pero encontrar algo que participe de un eterno humor
sarcástico en nuestros seres queridos es ligeramente incómodo.
Nadie, sin embargo, puede acusarle de falta de humor en el retrato del padre en su
último libro. Lo cual, creo, indica que todavía no ha madurado, a pesar de lo que ha logrado
hasta ahora. El que concibió a este hombre todavía tiene algo que aparecerá a su debido
momento.
Estuvimos pasando un fin de semana en un bote en el río, Anderson y yo. Yo no
había dormido mucho así que estaba fuera observando el amanecer que convertía
temporalmente en magia incluso los tramos embarrados del Mississippi, cuando se unió a
mí, riendo.
«Anoche tuve un sueño gracioso. Déjame contártelo», fue su primera observación
—ni siquiera un buenos días—.
«Soñé que no podía dormir, que había estado montando a caballo por el campo —
había cabalgado durante días—. Al final encontré a un hombre, y le di el caballo a cambio
de dormir una noche. Esto fue por la mañana y me dijo dónde llevar el caballo, así que
cuando oscureció yo estaba justo a tiempo, de pie frente a su casa, sujetando el caballo,
preparado para irme volando a la cama. Pero el tío nunca apareció —me dejó allí de pie
toda la noche, sujetando el caballo—.»
¡Echarle la culpa de este hombre a los rusos! O a cualquier otro. Uno de sus mejores
amigos lo llamaba «el Chéjov Fálico». Él es americano, y además de eso, uno del medio-
oeste, del suelo: a su manera es tan típico de Ohio como Harding[37] lo era a la suya. Un
campo de maíz con una historia que contar y una lengua en la que contarla.
No puedo entender la pasión que tenemos en América por dar a nuestros propios
productos algún remoto significado geográfico, ¡pollo de «Maryland»!, ¡aliño «romano»!,
¡el «Keats» de Omaha!, ¡Sherwood Anderson, el Tolstói «americano»! Parecemos estar
maldecidos con una pasión por el cliché geográfico.
Ciertamente ningún ruso habría soñado jamás con ese caballo.
[Dallas Morning News, 26 de abril de 1925; reproducido en Princeton University
Library Chronicle, primavera de 1957; reproducido en William Faulkner: New Orleans
Sketches, ed. Carvel Collinsy Nueva York, 1968. El texto reproducido aquí incorpora varias
correcciones menores de errores respecto al texto del periódico y la estandarización de los
títulos de los libros.]
La composición, edición y recorte de Banderas en el polvo (c. 1934)
UN día, hace unos dos años, estaba ociosamente especulando acerca del tiempo y la
muerte cuando se me ocurrió la idea de que sin duda mientras mi carne accedía más y más a
las compulsiones estandarizadas de la respiración, vendría un día en el que el paladar de mi
alma ya no reaccionaría al simple pan y sal del mundo tal y como lo había encontrado en
los años de descubrimiento, igual que después de un rato el paladar físico permanece
apático hasta que se le provoca mediante trufas. Así que empecé mi búsqueda.
Todo lo que deseaba era simplemente una piedra de toque; una simple palabra o
gesto, pero habiendo estado previamente estos dos años bajo la maldición de las palabras,
habiendo conocido dos veces antes la agonía de la tinta, nada servía salvo el intento de
recrear a la fuerza entre las cubiertas de un libro el mundo que ya estaba preparado para
perder y lamentar, sentía, con la morbidez del joven, que no sólo estaba al borde de la
decrepitud, sino que hacerse mayor tenía que ser una experiencia que de entre todo el
nutrido mundo sólo me resultaba peculiar a mí, y deseaba, si bien no la captura de ese
mundo y su fijación tal y como hubieras preservado una rama o una hoja como una señal
del bosque extinto, sí al menos conservar el evocador esqueleto de la hoja disecada.
Así que comencé a escribir, sin mucha intención, hasta que me di cuenta de que para
hacerlo verdaderamente evocador debía ser personal, con el fin de preservar en la escritura
no sólo mi propio interés, sino preservar mi creencia en el sabor del pan y la sal. Así
introduje gente, puesto que qué podía ser más personal que la reproducción, en sus dos
sentidos, el estético y el mamífero. En su único sentido, realmente, puesto que el estético es
todavía el principio femenino, el deseo de sentir los huesos abriéndose y partiéndose con
algo vivo engendrado del ego y concebido por la desatada declaración de la carne. Así que
conseguí alguna gente, algunos los inventé, otros los creé a partir de cuentos que aprendía
de cocineras negras y chicos de las cuadras de todas las edades entre Joby el de un brazo,
de dieciocho, que me enseñó a escribir mi nombre en tinta roja en el guardapolvo de lino
que llevaba por alguna razón que ambos habíamos olvidado, a la vieja Louvinia que
recordaba cuándo «caían» las estrellas y que llamaba a mi abuelo y a mi padre por sus
nombres de pila hasta que se murió. Creados, digo, porque están compuestos parcialmente a
partir de lo que eran en la vida real y parcialmente a partir de lo que deberían haber sido y
no fueron: así que mejoré a Dios, quien, tan dramático como Él era, no tenía sentido ni
sentimiento para el teatro.
Y tampoco lo tuve yo, pues el primer editor a quien le presenté seiscientas extrañas
páginas de manuscrito lo rechazó sobre la base de que era caótico, sin pies ni cabeza. Yo
estaba estupefacto; mi primera emoción fue la ciega protesta, entonces me volví objetivo
por un instante, como el padre al que se le dice que su hijo es un ladrón o un idiota o un
leproso; durante un momento terrible lo contemplé con consternación y desespero, entonces
como el padre oculté mis propios ojos en la furia de la negativa. Me aferré obstinadamente
a mi ilusión; le enseñé el manuscrito a varios amigos, que me dieron la misma opinión
general —que el libro carecía de cualquier tipo de forma—; finalmente uno de ellos lo llevó
a otro editor, que propuso revisarlo lo que hiciera falta sólo para ver qué había allí.
Mientras tanto yo me había negado a tener nada que ver con eso. Hice este prefacio
discutiendo acaloradamente con la persona designada para editar el manuscrito en todas las
ocasiones en las que fue lo suficientemente torpe como para que la pillase. Dije, «Una col
ha crecido, madurado. Miras a esa col; no es simétrica; dices, recortaré esta col y la
convertiré en arte; la haré que recuerde a un pavo real o a una pagoda o a tres donuts. Muy
bien, digo yo: si haces eso, entonces la col se morirá».
«Entonces sacaremos de esto algo de chucrut», dijo. «La misma cantidad de agrio
chucrut alimentará al doble de gente que la col.» Un día después o así vino a mí y me
enseñó el manuscrito. «El problema es», dijo, «que aquí tenías casi seis libros. Estabas
intentando escribirlos todos a la vez». Me enseñó lo que quería decir, lo que había hecho, y
por primera vez me di cuenta de que yo lo había hecho mejor de lo que imaginaba y el
largo trabajo que había tenido que crear se abrió ante mí y me sentí rodeado por el limbo en
el que las sombrías visiones, la multitud que se desplegaba a medio formar, estaban
esperando cada una con su porción de esa verosimilitud que se va a unir formando todo un
mundo que por alguna razón creo que no debería salir del todo de la memoria del hombre, y
contemplé estas sombrías pero ingeniosas formas a causa de cuyo parto podría reafirmar los
impulsos de mi propio ego en este mundo real sin estabilidad, con un montón de humildad,
y especulé sobre el tiempo y la muerte y me pregunté si había inventado el mundo al cual
debería dar vida o si él me había inventado a mí, proporcionándome una ilusión de viveza.
[En marzo de 1934, Faulkner envió desde Oxford a su agente Morton Goldman en
Nueva York un manuscrito sin título de dos páginas describiendo la escritura de su tercera
novela, Banderas en el polvo (aunque el título no aparece en el texto), el rechazo de su
editor y la subsiguiente edición y recorte por otra mano. (Esa persona fue su amigo y
futuro agente Ben Wasson, al que tampoco se nombra.) El manuscrito es obviamente
temprano y no fue enviado a su agente para su publicación, puesto que la letra a mano
resulta difícil de leer, sino presumiblemente con la esperanza de que fuese vendido a un
coleccionista. (Faulkner estaba pasando por serias dificultades financieras en esa época.)
Y es posible que tuviese la voluntad de deshacerse del manuscrito porque ya lo había
mecanografiado, algo que ahora se cree que no sobrevivió.
El texto fue transcrito y publicado por primera vez por Joseph Blotner en la Yale
University Library Gazette, enero de 1973, como «Ensayo de William Faulkner sobre la
composición de Sartoris» [«William Faulkner s Essay on the Composition of Sartoris»]. La
pieza fue editada subsiguientemente por George Hayhoe y su editor, y un texto limpio, con
notas textuales, apareció como apéndice a la tesis doctoral de 1979 de Hayhoe en la
Universidad de South Carolina, «Un estudio crítico y textual de Banderas en el polvo de
William Faulkner» [«A Critical and Textual Study of William Faulkners Flags in the
Dust»], que dirigió este editor. Este texto limpio, con posteriores enmiendas, es el aquí
reproducido.
Resulta difícil decir con exactitud cuándo fue escrito el texto. Faulkner afirma que
esto fue dos años antes después de que empezase Banderas, lo cual, caso de ser verdad, lo
situaría afínales de otoño de 1928 o a comienzos de 1929. Pero su fecha bien puede ser
hasta un año posterior.
¿Cuál fue el propósito de Faulkner al escribir esto? Quizá sea un borrador de un
memorándum para el editor de Sartoris —o para Watson—. Ciertamente su cuidado al
describir sus reacciones al rechazo y subsiguiente edición y recorte de su novela sugieren
que tenía la intención de hacer algún uso de ello, quizá incluso publicarlo de alguna
forma. Hayhoe piensa que pudo haber sido escrito como introducción para una edición o
reedición posterior de Sartoris. Pero Faulkner no habría pensado que una crítica tan
severa de la novela pudiese haber formado parte de su reedición, y puede que lo hubiese
escrito sólo para su propio beneficio.]
El hijo de MacGrider (1934)[38]
UN día, durante los meses en los que caminábamos y hablábamos por Nueva
Orleans —o Anderson hablaba y yo escuchaba—, le encontré sentado en un banco en
Jackson Square, riéndose solo. Me dio la impresión de que había estado allí así durante
algún tiempo, simplemente sentado solo en el banco riéndose. No era nuestro lugar de
encuentro habitual. No teníamos ninguno. Vivía encima de la plaza y, sin ningún
preacuerdo especial, después de que me hubiese tomado algo de comer a mediodía y
supiese que él también había terminado su almuerzo, solía caminar en esa dirección y, si
para entonces no le había encontrado dando una vuelta o sentado en la plaza, por mi parte
simplemente me sentaba en el bordillo desde el que podía ver su entrada y esperaba hasta
que saliese de allí con sus brillantes ropas, medio de ir a las carreras medio bohemias.
Esta vez él ya estaba sentado en el banco, riéndose. Enseguida me contó lo que era:
un sueño: la noche anterior había soñado que caminaba millas y millas por carreteras
comarcales, guiando un caballo que estaba intentando cambiar por dormir una noche —no
por una simple cama para la noche, sino por el hecho mismo de dormir—; y conmigo
escuchándolo ahora, continuó desde ahí, elaborándolo, convirtiéndolo en una obra de arte
con la misma tediosa (tenía la apariencia de un titubeo pero realmente no lo era: era una
búsqueda, una caza) casi insoportable paciencia y humildad con las que hizo todo lo que
escribió, yo escuchándole y no creyendo una palabra de todo aquello: esto es, que eso
hubiese sido un sueño soñado mientras dormía. Porque lo conocía mejor. Sabía que lo había
inventado, fabricado; había fabricado la mayoría, o al menos parte, mientras yo estaba allí
observando y escuchándole. Él no sabía por qué se había visto forzado a, o en cualquier
caso había necesitado, afirmar que había sido un sueño, por qué tenía que haber esa
conexión con el sueño y el dormir, pero yo sí lo sabía. Era porque había escrito su biografía
entera en una anécdota o quizás en una parábola: el caballo (al principio había sido un
caballo de carreras, pero ahora era un caballo de trabajo, carro y silla de arar, sano y fuerte
y valioso, pero sin pedigrí documentado) representando la vasta rica fuerte dócil extensión
del valle del Mississippi, su propia América, la que él, con su camisa de ir a las carreras
azul brillante y su corbata bohemia moteada de bermellón con nudo Windsor, estaba
ofreciendo con humor y paciencia y humildad, pero sobre todo con paciencia y humildad, a
cambio de su propio sueño de pureza e integridad y duro e incesante trabajo y talento, del
cual Winesburg, Ohio y El triunfo del huevo[48] habían sido síntomas y símbolos.
Él nunca habría dicho esto, él mismo nunca lo habría expresado con palabras.
Nunca habría sido capaz de verlo aunque, y ciertamente él lo habría negado, probablemente
con bastante violencia, yo hubiese intentado señalárselo. Pero esto no habría sido debido a
que podría no haber sido verdadero, tampoco debido a que, verdadero o no, no lo hubiese
creído. En realidad, no habría habido mucha diferencia entre que fuese verdadero o no o si
lo creía o no. La razón por la que lo habría repudiado era la gran tragedia de su carácter.
Esperaba de la gente que se riese de él, que lo ridiculizase. Esperaba de gente que en modo
alguno le igualaba en estatura o en talento o en ingenio que fuese capaz de hacerle parecer
ridículo.
Por eso trabajaba tan laboriosa y tediosa e infatigablemente en todo lo que escribió.
Era como si se dijese a sí mismo: «Esto al menos será, debe ser, tiene que ser
invulnerable». Era como si ni siquiera escribiese a partir de la devoradora insomne
implacable sed de gloria por la que cualquier artista normal hubiese destruido a su anciana
madre, sino por lo que para él era más importante y urgente: ni siquiera por la mera verdad,
sino por la pureza, por la exactitud de la pureza. Suyas no eran ni la intensidad ni el ritmo
de Melville, que fue su abuelo, ni el entusiasta humor por la vida de Twain, que fue su
padre; él no tenía nada de la torpe indiferencia respecto a los matices de su hermano mayor,
Dreiser. Suyo era ese vacilar en pos de la exactitud, de la palabra y de la frase exactas
dentro del limitado rango de un vocabulario controlado e incluso reprimido por lo que en él
era casi un fetiche de simplicidad, ordeñarlas hasta dejarlas secas, buscar siempre penetrar
hasta el último confín del pensamiento. Trabajó tan duro en esto que finalmente llegó a ser
simplemente estilo, un fin en lugar de un medio; de modo que pronto llegó a creer que, con
tal de que mantuviese el estilo puro e intacto e invariado e inviolado, lo que el estilo
contenía tendría que ser de primera clase: inevitablemente sería de primera clase, y por lo
tanto él mismo también.
En este momento de su vida, tenía que creer esto. Su madre había sido una asistenta,
su padre un jornalero; estos orígenes le había enseñado que la cantidad de seguridad y éxito
material que había logrado era, tenía que ser, la respuesta y el fin de la vida. Pero lo dejó, lo
repudió y descartó a una edad más avanzada, cuando tenía más años que la mayoría de los
hombres y mujeres que toman esa decisión, para dedicarse al arte, a escribir. Pero, cuando
hubo tomado esa decisión, descubrió que él sólo era un hombre de uno o dos libros. Tenía
que creer que, si mantenía puro ese estilo, entonces lo que el estilo contendría sería puro
también, lo mejor. Por eso era por lo que tenía que defender el estilo. Ésa era la razón de su
dolor y de su enfado con Hemingway por Torrentes de primavera,[49] y conmigo en menor
grado, dado que mi falta no tenía la extensión de un libro sino que era simplemente una
impresión privada y un volumen para suscriptores que poca gente fuera de nuestro pequeño
grupo de Nueva Orleans iba a ver o acerca de lo cual iba a oír hablar, a propósito del libro
de caricaturas de Spratling que titulamos Sherwood Anderson y otros famosos criollos[50] y
para el que escribí una introducción con un estilo como de un Anderson de manual.
Ninguno de nosotros —ni Hemingway ni yo— podríamos haber tocado, ridiculizado, su
trabajo mismo. Pero habíamos hecho que su estilo pareciera ridículo; y en aquella época,
después de Risa oscura,[51] cuando había alcanzado el punto en el cual debería haber
parado de escribir, tenía que defender ese estilo a toda costa porque por aquel entonces él
también tenía que haber sabido en su corazón que no quedaba nada más.
La exactitud de la pureza, o la pureza de la exactitud: lo que prefieran. Era un
sentimental en su actitud hacia la gente, y muy a menudo errado respecto a ellos. Creía en
la gente, pero era como si sólo lo hiciese en teoría. Esperaba lo peor de ellos, aun cuando
cada vez estaba preparado de nuevo para resultar decepcionado o incluso herido, como si
nunca hubiese pasado antes, como si la única gente en la que pudiese realmente confiar, con
la que podía permitirse ir, fuese la de su propia invención, los fingimientos y símbolos de
su propio sueño vacilante. Y a veces era un sentimental en su escritura (también lo era
Shakespeare a veces) pero nunca fue impuro en ella. Nunca la escatimó, la abarató, tomó el
camino fácil; nunca se equivocó al aproximarse a la escritura salvo por su humildad y su
casi religiosa, casi abyecta, fe y paciencia y voluntad para rendirse, para renunciar a sí
mismo por ella y en ella. Odiaba el desparpajo; si era rápido, él creía que también era falso.
Me dijo en una ocasión: «Tienes demasiado talento. Lo puedes hacer demasiado fácil, y de
formas demasiado diferentes. Si no eres cuidadoso, nunca escribirás nada». Durante
aquellas tardes en las que paseábamos por el barrio antiguo, yo escuchaba mientras me
hablaba a mí o a otra gente —cualquiera, en cualquier parte— que hubiese conocido en las
calles o en los muelles, o en las noches en las que estábamos sentados junto a una botella,
él, con un poco de ayuda de mi parte, inventaba otros personajes fantásticos como el
insomne hombre con el caballo. Uno de ellos se suponía que era un descendiente de
Andrew Jackson, abandonado en aquella ciénaga de Lousiana después de la batalla de
Chalmette, ya no medio-caballo medio-caimán pero de momento medio-hombre medio-
oveja y enseguida medio-tiburón, quien —eso, la fábula entera— al final se volvió tan
difícil de manejar y (eso pensábamos nosotros) tan graciosa, que decidimos pasarla a papel
escribiéndonos cartas uno a otro como si se tratase de dos miembros de una expedición
exploratorio-zoológica temporalmente separados. Le traje mi primera respuesta a su
primera carta. La leyó. Dijo:
«¿Te satisface?»
Dije, «¿Señor?»
«¿Estás satisfecho con ello?»
«¿Por qué no?», dije. «Pondré lo que sea que dejé fuera en la próxima.» Entonces
me di cuenta de que estaba más que disgustado: estaba brusco, áspero, casi enfadado. Dijo:
«O lo tiras, y lo dejamos, o te lo llevas y lo haces de nuevo.» Cogí la carta. Trabajé
tres días en ello antes de llevársela de vuelta.
La leyó otra vez, bastante despacio, como siempre hacía, y dijo, «¿Estás satisfecho
ahora?»
ESTE no es un libro pacifista. Al contrario, este escritor tiene una opinión casi tan
pobre del pacifismo como de la propia guerra, debido a que el pacifismo no funciona, no
puede hacer frente a las fuerzas que producen las guerras. En realidad, si este libro tiene
algún propósito o moral (los cuales no tiene, deliberadamente quiero decir, en su
concepción, puesto que hasta donde supe o tuve la intención era simplemente un intento de
mostrar al hombre, a los seres humanos, en conflicto con sus propios corazones y
compulsiones y creencias y la dura y duradera e inconsciente etapa de la tierra en la que sus
aflicciones y esperanzas deben angustiarse), era el mostrar mediante poética analogía,
alegoría, que el pacifismo no funciona; que para poner fin a una guerra, el hombre o bien ha
de encontrar o inventar algo más poderoso que la guerra y la aptitud del hombre hacia la
beligerancia y su sed de poder a toda costa, o bien ha de usar el fuego mismo para combatir
y destruir al fuego con él; que el hombre finalmente tendrá que movilizarse a sí mismo o
armarse a sí mismo con los instrumentos de la guerra para poner fin a la guerra; que el error
que hemos cometido constantemente es disponer nación contra nación o ideología política
contra ideología política para parar la guerra; que los hombres que no quieren la guerra
tendrán que armarse a sí mismos como si fuera para la guerra, y derrotar mediante los
métodos de la guerra las alianzas de poder que mantienen la obsoleta creencia en la validez
de la guerra: a quienes (a esas alianzas) hay que enseñarles a aborrecer la guerra no por
razones morales o económicas, ni siquiera por simple vergüenza, sino porque estén
asustadas de ella, porque no se atrevan a arriesgarse a ella puesto que saben que en la
guerra ellos mismos —no en tanto que naciones o gobiernos o ideologías, sino como
simples seres humanos vulnerables a la muerte y a las heridas— serán los primeros en ser
destruidos.
Tres de estos personajes representan la trinidad de la conciencia del hombre —
Levine, el joven piloto inglés, que simboliza el tercio nihilista; el viejo general francés de
intendencia, que simboliza el tercio pasivo; el mensajero de las trincheras inglés, que
simboliza el tercio activo—. Levine, que contempla el mal y se niega a aceptarlo
destruyéndose a sí mismo; el que dice «Entre la nada y el mal, escogeré la nada;» quien, en
efecto, para destruir el mal, también destruye el mundo, esto es, el mundo que es el suyo, él
mismo —el viejo general de intendencia que dice en la última escena, «No me estoy riendo.
Lo que ves son lágrimas»; esto es, hay mal en el mundo; resistiré a ambos, al mal y al
mundo también, y llevaré luto por ambos— el mensajero de las trincheras, la cicatriz
viviente, que dice en la última escena, «Eso está bien; temblor. No voy a morir —nunca»,
esto es, hay mal en el mundo y voy a hacer algo respecto a ello.
[Mississippi Quarterly, verano de 1973; texto basado en uno mecanoscrito de los
archivos de su editor, para quien Faulkner escribió el pasaje afínales de 1933 o comienzos
de 1954, aparentemente como una copia para la sobrecubierta o como comunicado para
usarse como publicidad para la novela, que fue publicada en agosto de 1954.]
Mississippi (1954)
Esto vio Boone: el pasto azul de Kentucky, la tierra virgen ondulándose hacia el
oeste ola tras espesa ola desde los huecos de los Allegheny, entonces sin nombre,
abundantes en ciervos y búfalos cerca de los depósitos de sal y de los manantiales de caliza
cuya agua en su momento produciría el excelente whisky bourbon; y también los hombres
salvajes —los hombres rojos y también los blancos que tenían que ser asimismo un poco
salvajes para perdurar y sobrevivir y así marcar la jungla con las pruebas de su dura
supervivencia— Boonesborough, Owenstown, las estaciones de Harrody Harbuck;
Kentucky: el oscuro y sangriento suelo.
Y también conoció Lincoln, donde las viejas cercas de palos erosionadas y
duraderas circundaban la verde y sacrosanta marcha de las colinas redondeadas curadas del
arado ahora hace mucho, y los grandes árboles viejos daban sombra a la antigua cabaña de
una habitación en la cual el bebé vio la primera luz; ni un sonido allí ahora pero un viento y
unos pájaros como cuando el niño volvió la cara por primera vez a la carretera que le
llevaría a la fama y al martirio —salvo que quizá te guste pensar que allí está también en
algún lugar la voz del hombre, pronunciando en la escena de su propia natividad la simple e
incomparable prosa con la que nos recuerda nuestros deberes y responsabilidades si
deseásemos continuar como nación—.
Incluso sólo con pasar por los establos, te llevabas contigo el olor del linimento y
del amonio y de la paja —el aroma fuerte y tranquilo de los caballos—. E incluso antes de
que alcances la pista puedes oír a los caballos —el ligero duro y rápido ruido sordo de las
pezuñas aumentando in crescendo y ya desvaneciéndose rápidamente—. Y ahora podemos
verles en la temprana luz gris, en parejas y en grupos a medio o a moderado galope bajo los
chicos que se ejercitan. Entonces uno solo, a la vez furioso y solitario, yendo a más no
poder, gallardo, el jinete echado hacia delante, excedente y precario, no respecto al caballo
sino simplemente (por un instante) con él, en la postura convencional de velocidad —y
quién sabe, quizá ellos dos, ambos hombre y caballo: el animal soñando, con la esperanza
de que al menos durante ese momento se pareciese a Whirlaway o Citation, el chico de que
al menos durante ese momento él fuese indistinguible de Arcaro o Earl Sande, quizás
sintiendo ya en sus rodillas el fragante barrido de la guirnalda victoriosa—.
Y ahora nosotros mismos estamos en la pista, pero cuidadosa y discretamente detrás
de la cerca fuera del camino: ya no somos un puñado coagulando en un murmullo de dobles
hectómetros primeros puestos en la parrilla de salida o décimas de segundo, sino que ahora
hay cientos de nosotros y aún están viniendo más, todos estirándonos para mirar en la
dirección única de la rampa de acceso. Entonces es como si el gris, nublado, húmedo aire
de después del amanecer hubiese hablado sobre nuestras cabezas. Esta vez el chico que se
ejercita es un negro, moviendo su montura sin ningún paso académico ni calculado,
simplemente moviéndola rápido, sacándola fuera de la pista y del camino, hablándonos no
a nosotros sino a todo lo circundante: tanto hombre como bestia que hubiese dentro oyendo:
«Ahora todos vosotros también podéis apartaros del camino; aquí viene el gran caballo».
Y ahora todos podemos verle mientras entra por la rampa de acceso guiado por la
mano de un mozo que porta las riendas. El mozo desabrocha las riendas y ahora los dos
caballos descienden por la rampa de acceso ahora vacía hacia la pista ahora vacía, en la que
el desenlace final de la espera y de la expectación habrá crecido casi como un sonido
audible, un suspiro, una exhalación.
Ahora nos pasa (hay dos de ellos, dos caballos y dos jinetes, pero sólo vemos uno),
no sólo el Gran Caballo del argot profesional de las carreras porque parece grande, más
grande de lo que sabíamos que era, de modo que la mayoría de los otros caballos que
hemos observado esta mañana parecen enanos a su lado, con la cabeza pequeña, casi suave,
los pequeños pies pulcros y las estilizadas y delicadas cuartillas que le ha legado la antigua
sangre árabe, el hombre que lo montará el sábado (el propio Arcaro) estirado como una
mosca o un grillo sobre la gran cruz. Ni siquiera camina. Está paseando. Porque está
mirando a su alrededor. No a nosotros. Ha visto gente; el lisonjero y adulador rugido
humano se ha desvanecido bajo sus pies repiqueteantes demasiadas veces como para que
mantengamos su atención. Y tampoco a la pista puesto que ha visto pistas antes y
normalmente se parecen a ésta desde este punto (justo entrando en la recta opuesta a meta):
vacías. Simplemente está mirando esta pista, que es nueva para él, mientras el jinete de
obstáculos camina a pie por el nuevo recorrido que después cabalgará.
Él —ellos— continúa, todavía caminando, desapareciendo finalmente detrás de la
mole del marcador al otro lado del recinto; ahora los prismáticos están ajustados y aparecen
los cronómetros, pero nada más hasta que una voz dice: «Se lo llevan para dejar que vea el
paddock». Así que por un momento volvemos a respirar.
Porque ahora tenemos avanzadilla: gente diseminada en las propias gradas que
puede ver la entrada, para avisarnos a tiempo. Y lo hacen, aunque cuando lo vemos, debido
a la mole del marcador, ya está en plena zancada, pareciendo que vuela raso justo por
encima de la barra superior como un tremendo halcón marrón en el planeo final tras
lanzarse en picado, cabalgando todavía en el giro de los vestuarios; entonces parece que
pasa algo; no es una vacilación ni un frenazo aunque sólo después es cuando nos damos
cuenta de que ha visto la entrada de vuelta a la rampa de acceso y durante un instante
pensó, no «¿Quiere Arcaro que volvamos ahí dentro?» sino «¿Quiero salirme aquí?»
decidiendo en el siguiente segundo (uno de ellos: hombre o caballo) que no, y ahora
cabalgando de nuevo, bajando hacia nosotros y pasándonos como si fuese su intención
recuperar el segundo o dos o tres que le había costado su indecisión, un flujo, una
acometida, el movimiento a la vez largo y deliberado y un poco desgarbado; un impuso y
un poder; algo un poco huesudo, no tanto sin gracia cuanto demasiado ocupado como para
preocuparse de la gracia, como el movimiento de un gran trabajador de la caza, una vez
más pareciendo que vuela raso justo por encima de la barra superior como el gran halcón
menguante, inflexible e inalterable, voraz no respecto a la carne sino respecto a la velocidad
y a la distancia.
Un día antes
Las barras desgastadas y sin pintura del viejo Abe ahora son los blancos paneles de
millonarios que corren en líneas rectas trazadas con regla a través del oleaje verde y suave
de las colinas de Kentucky; entre los ordenados y como aparcados surcos de yeguas con
linajes registrados desde hace más tiempo de lo que saben o les importa a la mayoría de los
hombres paradas junto a potros de más valor por cabeza para una cabeza económica que
niños de suburbio. La última noche llovió; el aire gris todavía está húmedo y lleno de una
especie de luminosidad, de titileo, como si cada gotita todavía mantuviese en suspensión
aérea su molécula de luz, de modo que la estatua que de cualquier modo dominaba la
escena a todas horas ahora parecía mantener su dominio sobre el mismo aire como un tenue
sol, hasta que, cerniéndose gigantesca sobre nosotros, parece oro —la efigie dorada del
caballo dorado—, «Gran Rojo» para el mozo negro que lo amaba y que no le sobrevivió
mucho, la efigie de Gran Rojo por supuesto, mirando con el calmado orgullo de los viejos y
viriles reyes guerreros, sobre la tierra donde su prole aún retoza cual infantes, hasta el
momento de la tarde del sábado en la que también ellos vestirán el manto de rosas en el
destellar y deslumbrar del magnesio; no sólo su propia efigie, sino también símbolo de todo
el linaje registrado desde Arístides pasando por los Whirlaways y los Count Fleets y los
Gallant Foxes y los Citations: la epifanía y la apoteosis del caballo.
El día
Desde la primera luz del día nos hemos estado moviendo, convergiendo, hacia
delante, a través de la extensión georgiano-colonial de la entrada, la antesala del trono, para
ejercer nuestro propio oficio de acólitos en ese ceremonial.
Una vez el caballo movió el cuerpo físico del hombre y sus pertenencias domésticas
y sus artículos de comercio de un sitio a otro. Hoy en día todo lo que mueve es una parte o
el total de su cuenta bancaria, ya sea apostando por él o intentando seguir poseyéndolo y
alimentándolo.
Así que, en cierto modo, a diferencia de otros animales que ha domesticado —vacas
y ovejas y puercos y pollos y perros (no incluyo a los gatos; el hombre nunca ha domado a
los gatos)—, el caballo está económicamente obsoleto. Aunque todavía perdure y
probablemente continuará mientras el hombre lo haga, mucho después de que las vacas y
las ovejas y los puercos y los pollos, y los perros que los controlan y protegen, se hayan
extinguido. Porque las otras bestias y sus guardianes únicamente proporcionan al hombre
alimento, y algún día la ciencia le alimentará por medio de gases sintéticos eliminando así
la necesidad económica que cubren. Mientras que lo que el caballo proporciona al hombre
es algo hondo y profundo en su naturaleza y necesidad emocional.
Perdurará y sobrevivirá hasta que cambie la misma naturaleza del hombre. Porque
casi se pueden contar con los dedos de una mano los tipos y clases de seres humanos en
cuyas vidas y memorias y experiencias y descargas glandulares no tiene sitio el caballo.
Éstos serán a los que no les guste apostar a nada que implique el elemento del azar o la
habilidad o lo imprevisto. Ellos serán a los que no les gusta observar algo en movimiento,
ya sea grande o que esté yendo deprisa, sin importar lo que sea. Ellos serán a los que no les
gusta observar algo vivo y más grande y más fuerte que el hombre, bajo el control de la
voluntad del enclenque hombre, haciendo algo que el propio hombre es demasiado débil o
demasiado inferior en vista u oído o velocidad para hacer.
Habrá que excluir de éstos incluso a los que no les gustan los caballos —los que no
tocarían un caballo ni se acercarían a uno, que nunca han montado uno e incluso ni lo han
intentado—; que pueden y hacen y arriesgarán y perderán sus camisas por un caballo que
nunca han visto.
Así que alguna gente puede apostar a un caballo sin haber visto uno fuera de una
calesa de Central Park o la caravana de un vendedor ambulante. Y quizá nadie pueda
observar a los caballos correr para siempre, con una ventana de apuestas mutuas tan
próxima, sin hacer una apuesta. Pero es posible que alguna gente pueda y de hecho lo haga.
Así que no es simplemente apostar, la oportunidad de probar con dinero tu suerte o
lo que puede llamarse facultad de juzgar, lo que conduce a la gente a las carreras. Es mucho
más profundo que eso. Es una sublimación, una transferencia: el hombre, con su
admiración por la velocidad y por la fuerza, proyecta su propio deseo de supremacía física,
de victoria, en el agente —el equipo de béisbol o de fútbol americano, el boxeador
profesional—. Sólo que las carreras de caballos son más universales porque está ausente la
brutalidad del combate profesional de boxeo, como también lo que está atenuado en el
fútbol americano o en el béisbol —el largo tiempo que se requiere para que acontezca el
orgasmo de la victoria—, en las carreras de caballos es una cuestión de minutos, nunca más
de dos o tres, repetida seis u ocho o diez veces en una tarde.
4:29 de la tarde
LAS máquinas hace tiempo que deceleraron; el cielo cubierto se hunde lentamente
hacia arriba sin rastro de nada semejante a la velocidad hasta que de repente ves la sombra
del avión deslizando las pequeñas colinas algodonadas; y ahora la velocidad ha vuelto de
nuevo, avión y sombra lanzándose uno hacia el otro como hacia una precipitada
destrucción.
Para penetrar a través del cielo cubierto y lanzar una vez más esa sombra hacia
abajo, sobre una isla. Parece tierra, como cualquier otra recalada hecha desde el aire,
aunque sabes que es una isla, casi como si vieses sus dos flancos limitados por el mar en el
mismo instante, como una diapositiva transparente; una isla encontrada en la inmensidad
del agua de un modo incluso más milagroso que la isla de Wake o Guam,[70] puesto que
aquí hay una civilización, una ordenada y antigua homogeneidad de la raza humana.
***
Las caras: Van Gogh y Manet las habrían amado: esa del peregrino con bastón y
fardo y lleno de polvo por la caminata, ascendiendo las escaleras hacia el Templo en la
temprana luz del sol; el lego del Templo o quizás el sirviente, su hábito plegado
aproximadamente a la altura de sus muslos, acuclillado en la entrada del recinto antes de
que empiece, o quizá habiéndose ya puesto en marcha, el día; esa de la mujer vieja
vendiendo cacahuetes bajo la entrada para que los turistas alimenten con ellos a las
palomas: una cara gastada con la vida y el recuerdo, como si una vida no hubiese sido lo
bastante larga sino que cada aliento por separado hubiese necesitado grabarse en toda esa
miríada de finas líneas; una cara duradera y ahora incluso un consuelo para ella, como si en
estos momentos hubiese emborronado cualquier cosa que hubiese tras ella que le hubiese
dolido o apenado, dejándola ahora libre de las angustias y de las aflicciones y de lo que
perdura: en cualquier caso aquí hay una que nunca leyó a Faulkner y que tampoco sabe ni
le importa por qué vino a Japón ni le preocupa un carajo lo que piensa de Ernest
Hemingway.
***
***
El cuenco de montañas que contiene el lago está tan lleno de aire duro y rápido
como la boca de un túnel del viento; ahora hemos estado pensando durante algún tiempo
que quizá ya es demasiado tarde para tomar rizos en la vela mayor: sin embargo ahí está. Es
sólo un esquife aunque para los ojos occidentales resulta tan invencible e irrevocablemente
extraño como un junco chino, conducido por una abollada máquina fueraborda hecha en
Estados Unidos y que contiene una mujer en kimono bajo un abierto parasol de papel que
no habría suscitado comentario alguno en el soleado tramo del Támesis inglés, tan frágil e
invulnerable en el centro de ese duro azul cuenco de viento como una mariposa en el ojo de
un tifón.
***
Kimono. La cubre de la garganta a los tobillos; con un gesto tan femenil como el
colocar una flor o tan femenino como el poner en la cuna a un niño, las mismas manos
pueden estar ocultas en las mangas hasta que allí permanece una intacta modestia en forma
de cáliz proclamando su feminidad donde la desnudez meramente habría hecho ostentación
de su cualidad de hembra mamífera. Una modestia que hace alarde de su propia inmodestia
como la rosa carmesí arrojada únicamente mediante un blanco golpe de mano, desde la
ventana del balcón —modestia, que no hay nada más inmodesto y que por lo tanto es la
posesión más querida de una mujer—; ella debería defenderlo con su vida.
***
Lealtad. En sus ropas occidentales, blusa y falda, ella es tan sólo una más de las
mujeres jóvenes regordetas y anodinas pero en kimono en el diestro equilibrado rápido
desplazamiento deslizante también ella recibe su porción de esa herencia nacional de magia
femenina. Aunque ella tiene más que eso; ella participa de su porción de esas otras
cualidades que las mujeres tienen en esta tierra que no les fueron dadas por lo que llevan
puesto: lealtad, constancia, fidelidad, no por, pero al menos uno espera que no sin,
recompensa. Ella no habla mi idioma ni tampoco yo el suyo, aunque en dos días conoce mi
hábito de hombre de campo de despertarme pronto tras la primera luz de modo que cada
mañana cuando abro los ojos ya hay una cafetera en la mesa del balcón; ella sabe que me
gusta un cuarto fresco para desayunar cuando vuelvo del paseo, y así está: el cuarto
arreglado y la mesa dispuesta y el periódico de la mañana listo; ella pregunta sin palabras
por qué hoy no tengo ropa para lavar, y sin palabras pide permiso para coser los botones y
zurcir los calcetines; ella me llama hombre sabio y profesor, cosas que no soy, cuando habla
de mí a otros; ella está orgullosa de tenerme como cliente y, espero, encantada de que
intente merecerme ese orgullo y equipare con cortesía esa lealtad. Hay un montón de lealtad
suelta en esta tierra. Incluso un poco de ella es demasiado valiosa para ser ignorada.
Desearía que toda fuese merecida o al menos agradecida como intenté que fuera.
***
Ahora más breve y más rápido, hacia el cercano final del viaje: vara de oro,[71] tan
evocadora del polvo y del otoño y de la fiebre del heno como en el Mississippi, contra una
alta valla de bambú.
El paisaje es hermoso pero las caras son todavía mejores.
La rauda flexible y estrecha gracia con la que la chica joven hace una reverencia y
en ese mismo fluido movimiento se recupera, más dura a través de la misma delicadeza que
la rígida cultura que la inclina como lo está la propia rama del sauce respecto a la fuerte
ráfaga que nunca puede hacer más que balancearla.
Las herramientas que usa evocan aquellas con las que Noé debió de haber
construido su arca, aunque la estructura de la casa parece alzarse y sostenerse sin clavos en
las ajustadas juntas sin tener ni siquiera la necesidad de clavos, como si aquí hubiera una
magia, un arte en la simple construcción de edificios habitables por el hombre que nuestros
ancestros occidentales parecen haber perdido en alguna parte cuando se trasladaron.
Y siempre el agua, el sonido, su salpicadura y su goteo, como si aquí hubiese una
gente haciendo constante oblación al agua como ciertas gentes lo hacen a lo que llaman su
suerte.
Tan amable es la gente que con tres palabras el invitado puede ir a cualquier parte y
vivir: Gohan: Sake: Arrigato. Y una palabra más: Ahora mañana el avión se aligera, un
momento más y las ruedas arrancarán libres del suelo, arrastrando su sombra de vuelta
hacia el cielo cubierto antes incluso de que las ruedas se plieguen, dentro del cielo cubierto
y después a través de él, la tierra, la isla ahora desaparecida que la memoria siempre
conocerá aunque los ojos no la recuerden más. Sayonara.
[Comunicado de prensa emitido por la embajada de los Estados Unidos en Tokio,
1955; recopilado en Faulkner at Nagano, ed. Robert A. Jelliffe, Tokio, 1956, del cual ha
sido tomado el texto reproducido aquí, con correcciones de un texto mecanoscrito
incompleto de Faulkner. ]
A la juventud de Japón (1955)
HACE cien años, mi país, los Estados Unidos, no eran una economía y una cultura,
sino las dos cosas, tan opuestas una a la otra que hace noventa y cinco años fueron a la
guerra una contra otra para probar cuál debería prevalecer. Mi bando, el Sur, perdió esa
guerra, cuyas batallas no se libraron en suelo neutral en la inmensidad del océano, sino en
nuestros propios hogares, en nuestros jardines, en nuestras granjas, como si Okinawa y
Guadalcanal no hubiesen sido islas en el lejano Pacífico sino distritos de Honshu y
Hokkaido. Nuestra tierra, nuestros hogares, fueron invadidos por un conquistador que
permaneció después de que fuésemos derrotados; no sólo fuimos devastados por las batallas
que perdimos, el conquistador pasó los siguientes diez años después de nuestra derrota y
rendición saqueándonos lo poco que la guerra había dejado. Los vencedores en nuestra
guerra no hicieron ningún esfuerzo para rehabilitarnos y restablecernos en comunidad
alguna de hombres o de naciones.
Pero todo esto es pasado; nuestro país es uno ahora. Creo que nuestro país es
incluso más fuerte debido a toda esa vieja angustia dado que la propia angustia nos enseñó
compasión por otras gentes a las que la guerra había herido. Lo menciono sólo para explicar
y mostrar que los americanos al menos de mi parte de América pueden comprender el
sentimiento de la gente joven japonesa de hoy de que el futuro no les ofrece nada salvo
falta de esperanza, con nada más que mantener o en lo que creer. Porque la gente joven de
mi país durante esos diez años debe haber dicho a su vez: «¿Qué podemos hacer ahora?,
¿dónde podemos buscar futuro?, ¿quién nos puede decir qué hacer, cómo esperar y creer?».
Me gustaría pensar que también hubo alguien en aquella época que les hablase
claramente acerca de que poca experiencia y conocimiento debían haber añadido unos
pocos años más a lo que tenían, que les asegurase de nuevo que el hombre es duro, que
nada, nada —la guerra, la aflicción, la falta de esperanza, la desesperación— puede durar
tanto como puede durar el hombre; que el propio hombre prevalecerá sobre todas sus
angustias, con tal de que haga el esfuerzo; que haga el esfuerzo de creer en el hombre y en
la esperanza —que no busque una mera muleta en la que apoyarse, sino con la que erguirse
sobre su propio pie al creer en la esperanza y en su propia dureza y resistencia—.
Creo que ésa es la única razón del arte —de la música, de la poesía, de la pintura—
que el hombre ha producido y para el que todavía está preparado para dedicarse. Ese arte es
la fuerza más poderosa y duradera que ha inventado o descubierto el hombre con la que
registrar la historia de su invencible durabilidad y coraje bajo el desastre, y con la que
postular la validez de su esperanza.
Creo que la guerra y el desastre son lo que más recuerda al hombre que necesita un
registro de su resistencia y de su dureza. Creo que es por eso por lo que después de nuestro
propio desastre floreció en mi país, en el Sur, un resurgimiento de buena escritura, escritura
de calidad lo suficientemente buena como para que gentes de otras tierras empezasen a
hablar de una literatura «regional» del Sur, incluso hasta yo, un hombre de campo, he
llegado a ser uno de los primeros nombres en nuestra literatura con los que el pueblo
japonés quiere hablar y al que quiere escuchar.
Creo que algo muy parecido a eso ocurrirá aquí en Japón en los próximos años —
que de vuestro desastre y desesperación saldrá un grupo de escritores japoneses a los que
todo el mundo querrá escuchar, que contarán no una verdad japonesa sino una verdad
universal—.
Porque la esperanza del hombre se da cuando el hombre es libre. La base de la
verdad universal acerca de la que habla el escritor es la condición de ser libre en la cual
esperar y creer, puesto que sólo en libertad puede existir la esperanza —la libertad y el ser
libre no han sido dados al hombre como un don gratuito sino como un derecho y una
responsabilidad que ganarse si se lo merece, si es digno de ello, si está dispuesto a trabajar
por ello mediante el coraje y el sacrificio, y después a defenderlo siempre—.
Y ese Ser Libre debe ser un completo ser libre para todos los hombres; ahora
debemos elegir no entre color y color ni entre tipo y tipo ni entre ideología e ideología.
Debemos elegir simplemente entre ser esclavos y ser libres. Porque ahora ha pasado el día
en que podíamos elegir un poco de cada. No podemos elegir una condición libre establecida
sobre una jerarquía, sobre un sistema de castas de grados de igualdad como rangos
militares. Hoy pensamos el mundo como si fuera un desvalido campo de batalla en el cual
dos poderosas fuerzas se enfrentan una contra la otra bajo la forma de dos ideologías
irreconciliables. Creo que sólo una de ellas es una ideología porque la otra simplemente es
una creencia humana en que no debe existir ningún gobierno inmune al control del
consentimiento de los gobernados; que sólo una de ellas es un estado político o una
ideología, porque la otra es simplemente un estado mutuo de hombres que creen
mutuamente en la libertad, en el que la política es únicamente uno más de los burdos
métodos para hacer y mantener bien esa condición en la cual todo hombre debe ser libre.
Un burdo método, hasta que hayamos encontrado algo mejor, que como muchos de los
mecanismos de la democracia social chirría y traquetea. Pero hasta que encontremos uno
mejor, la democracia lo hará, puesto que el hombre es más fuerte, más duro y más resistente
incluso que sus errores y sus estupideces.
[A la juventud de Japón, 1955 (hoja publicada por el Servicio de Información de los
Estados Unidos); compilada en Faulkner at Nagano, ed. Robert A. Jelliffe, Tokio, 1956.]
Carta a un editor norteño (1956)[72]
Ahora la Corte Suprema ha definido exactamente lo que quiere decir con lo que
dijo: que con «igualdad» quería decir, simplemente, igualdad, sin adjetivos calificativos o
condicionales: no «separados pero iguales» ni «igualmente separados», sino, simplemente,
iguales; y ahora las voces del Mississippi están hablando de algo que ya ni siquiera existe.
En la primera mitad del siglo xix, antes de que la esclavitud fuese abolida por la ley
en los Estados Unidos, Thomas Jefferson y Abraham Lincoln mantuvieron ambos que el
negro todavía no era competente para la igualdad.
Eso fue hace más de noventa años, y nadie puede decir si sus opiniones serían o no
diferentes ahora.
Pero supongamos que no hubiesen cambiado su creencia, y que esa opinión sea
correcta. Supongamos que el negro todavía no es competente para la igualdad, que es algo
que ni él ni el hombre blanco sabrán hasta que lo probemos.
Pero sabemos que, con el apoyo del Gobierno Federal, el negro va a obtener su
derecho a intentarlo y ver si se ajusta o no a la igualdad. Y si el hombre blanco sureño no
puede confiar en él con algo tan moderado como la igualdad, ¿qué va a hacer el hombre
blanco sureño cuando tenga el poder —el poder de sus propios quince millones de
unanimidad respaldados por el Gobierno Federal que ya es el aliado del negro—?
En 1849, el senador John C. Calhoun realizó su alegato a favor de la secesión si se
adoptaba alguna vez la Cláusula Condicional Wilmot.[78] El 12 de octubre de ese año, el
senador Jefferson Davis escribió una carta pública al Sur diciendo: «La generación que
evite su responsabilidad en este asunto siembra el viento y deja la tempestad como cosecha
para sus hijos. Déjennos reunimos y construir fábricas, emprender actividades industriales y
prepararnos para nuestro propio sustento».
En esa época la constitución garantizaba el negro como propiedad junto con
cualquier otra propiedad, y el senador Calhoun y el senador Davis tenían la entonces
incuestionable validez de los Derechos de los Estados para respaldar su posición. Ahora la
constitución garantiza al negro igual derecho a la igualdad, y los derechos de los estados de
los que están hablando las voces del Mississippi ya no existen. Nosotros —Mississippi—
revendimos nuestros derechos de los estados al Gobierno Federal cuando aceptamos el
primer subsidio para el mantenimiento del precio del algodón hace veinte años. Nuestra
economía ya no es agrícola. Nuestra economía es el Gobierno Federal. Ya no cultivamos en
campos de algodón del Mississippi. Ahora cultivamos en los pasillos de Washington y en
las salas de comisiones del Congreso.
Entonces nosotros —el Sur— no tuvimos en consideración las palabras del senador
Davis. Pero mejor que lo hagamos ahora. Si vamos a contemplar nuestra tierra natal hecha
polvo y arruinada dos veces en menos de cien años debido a la cuestión negra, vamos a
estar seguros esta vez de que a partir de ahora sabemos adónde estamos yendo.
***
Hay muchas voces en Mississippi. Está esa de uno de nuestros senadores de los
Estados Unidos, que, aunque no esté hablando para el Senado de los Estados Unidos y por
lo que abogue no case mucho con el juramento que adoptó cuando entro en su alto oficio
hace muchos años, al menos no ha hecho ningún intento de esconder su identidad ni su
condición. Y está la voz de uno de nuestros jueces locales, que, aunque ahora no está
hablando desde la tribuna y por lo que aboga también resulta un poco torcido respecto a su
juramento de que ante la ley todos los hombres son iguales y que el débil debe ser socorrido
y defendido, tampoco hace ningún intento de ocultar su identidad ni su condición. Y están
las voces de los ciudadanos ordinarios que, aunque no reclaman hablar específicamente
para los White Citizens Councils ni para la NACCP, no intentan esconder sus sentimientos
ni sus convicciones; por no mencionar esos hombres de escuela —maestros y profesores y
alumnos— que, puesto que la mayoría de las escuelas de Mississippi son propiedad del
Estado o concertadas, no siempre osan firmar con sus nombres las cartas abiertas.
De hecho están todas las voces, salvo una. Esa voz que adumbra a todas ellas al
silencio, siendo superior a todas puesto que es la viva articulación de la gloria y de la
soberanía de Dios y de la esperanza y de la aspiración del hombre. La Iglesia, que es la
fuerza unificada más poderosa de nuestra vida sureña puesto que no todos los sureños son
blancos y demócratas, pero todos los sureños son religiosos y todas las religiones sirven al
mismo único Dios, sin importar bajo qué nombre. Dónde está esa voz ahora, la única
referencia que he visto estaba en un foro de cartas abiertas a nuestro periódico de Memphis
que dijo que hasta donde él (el escritor) tenía conocimiento, ninguno de los que pidió
permiso para dudar que un segmento de la raza humana estuviese condenado para siempre a
ser inferior respecto a todos los demás segmentos sólo porque hace cinco mil años el Viejo
Testamento dijera que lo estaba, era miembro de iglesia alguna.
¿Dónde está esa voz ahora, la cual debería haber propuesto quizá dos pero
ciertamente una de estas dos preguntas todavía sin respuesta?
1. La constitución de los Estados Unidos dice: Ante la ley no debe haber
desigualdad artificial —raza, credo o dinero— entre los ciudadanos de los Estados Unidos.
2. La moralidad dice: Haced a los otros lo que querríais que los otros os hiciesen.
[79]
3. El cristianismo dice: Yo soy la única distinción entre los hombres dado que
quienquiera que crea en Mí, nunca morirá.
¿Dónde está esa voz ahora, en nuestra época de conflicto e indecisión?, ¿está
intentando mediante su silencio decirnos que no tiene validez y que no quiere nada fuera de
su santuario detrás de su simbólico chapitel?
***
Si los hechos expuestos en la versión del caso Till de la revista Look son correctos,
éstos quedan así: dos adultos, armados, en la oscuridad, secuestran a un chico de catorce
años y se lo llevan para asustarle. En lugar de eso, el chico de catorce años no sólo se niega
a asustarse sino que, desarmado, solo, en la oscuridad, asusta tanto a los dos adultos
armados que tienen que destruirlo.
¿De qué tenemos miedo nosotros los de Mississippi?, ¿por qué tenemos una opinión
tan baja de nosotros mismos que tenemos miedo de gente que según todos nuestros
estándares son nuestros inferiores? —económicamente: por ejemplo, tienen tanto menos
que tienen que trabajar para nosotros no con sus condiciones sino con las nuestras;
educativamente: por ejemplo, sus escuelas son peores que las nuestras en un grado tal que
el Gobierno Federal tiene que amenazar con intervenir para darles iguales condiciones;
políticamente, por ejemplo: no tienen recurso legal para protegerse ni para tener restitución
por injusticia y violencia—.
¿Por qué tenemos una opinión tan baja de nuestra sangre y de nuestras tradiciones
como para temer que, tan pronto como el negro entre en nuestra casa por la puerta
principal, pedirá matrimonio a nuestra hija y ella aceptará inmediatamente?
Nuestros ancestros no tenían tanto miedo —nuestros abuelos que lucharon en la
Primera y la Segunda Manassas y en Sharpsburg y en Shiloh y en Franklin y en
Chickamauga y en Chancellorsville y en Wilderness; por no hablar de esos que
sobrevivieron a eso y tuvieron el coraje y el aguante adicional e incluso superior de resistir
y sobrevivir a la Reconstrucción, y preservar así algo para nuestra presente herencia. ¿Por
qué nosotros, descendientes de esa sangre y herederos de ese coraje, tenemos miedo?, ¿de
qué tenemos miedo?, ¿qué nos ha pasado en sólo cien años?
***
Sólo como hipótesis, podemos estar de acuerdo en que todos los sureños blancos
(quizá todos los americanos blancos) maldijeron el día en que el primer británico o yanqui
zarpó con el primer cargamento de negros esposados a través de la Travesía Central[80] y
los subastó en la esclavitud americana. Porque eso ahora no importa. Vivir hoy en cualquier
lugar del mundo y estar contra la igualdad a causa de la raza o el color es como vivir en
Alaska y estar contra la nieve. Ya tenemos nieve. Y como el de Alaska, no nos basta con
vivir en el armisticio. Como el de Alaska, mejor que la usemos.
Repentinamente, hace unos cinco años y sin ninguna advertencia hacia mí mismo,
adopté el hábito de viajar. Desde entonces he visto (un poco de algunos, un poco más de
otros) el Lejano y el Oriente Medio, el norte de África, Europa y Escandinavia. Los países
que vi por supuesto no eran comunistas (entonces), pero eran algo más: ni siquiera tenían
inclinación por el comunismo, allí donde me parecía a mí que deberían haberla tenido. Y
me pregunté por qué. Entonces repentinamente me dije a mí mismo con una especie de
asombro: es por América. Esta gente todavía cree en el sueño americano; todavía no saben
que le ocurrió algo. Creen en nosotros y están deseando confiar y seguirnos no a causa de
nuestro poder material: Rusia lo tiene: sino a causa de la idea de la condición libre del
individuo humano y de la libertad y de la igualdad sobre las que fue fundada nuestra
nación, que nuestros padres fundadores[81] postularon que significase la palabra
«América».
Y, cinco años después, los países que todavía están libres del comunismo todavía
son libres simplemente por eso: esa creencia en la libertad y en la igualdad y en la
condición libre del individuo, que es una idea lo suficientemente poderosa como para
ahogar[82] la idea del comunismo. Y podemos dar las gracias a nuestros dioses por eso
dado que no tenemos otra arma con la que combatir al comunismo; en diplomacia somos
como niños comparados con los diplomáticos comunistas, y la producción en un país libre
siempre puede sufrir porque bajo un gobierno monolítico toda producción puede ir para el
engrandecimiento del Estado. Pero entonces, no necesitamos nada más dado que la simple
creencia del hombre en que puede ser libre es la fuerza más poderosa de la tierra y todo lo
que necesitamos es usarla.
Pero eso produce un retrato superficial y simple, nos gusta pensar que hoy la
situación del mundo es como un precario y explosivo equilibrio entre dos ideologías
irreconciliables confrontándose entre sí: cuyo precario equilibrio, una vez que se tambalee,
arrastrará con él todo el universo hacia el abismo. Eso no es así. Sólo una de las dos fuerzas
opuestas es una ideología. La otra es ese simple hecho del Hombre: esa simple creencia del
individuo humano de que él puede, debe y será libre. Y si nosotros que todavía somos libres
queremos continuar así, todos los que todavía somos libres haríamos mejor
confederándonos y confederándonos rápido con todos los demás que aún tienen la opción
de ser libres —confederarnos no como gente blanca ni como gente negra ni gente azul o
rosa o verde, sino como gente que todavía es Ubre, con toda la otra gente que todavía es
libre; confederarnos juntos y también adherirnos juntos, si queremos un mundo o incluso
una parte del mundo en el que el hombre individual pueda ser libre, para continuar
resistiendo—.
Y haremos mejor en llevar con nosotros a tantos como podamos de las gentes no-
blancas de la tierra que todavía no son completamente libres pero que quieren y tienen en
mente serlo, antes de que esa otra fuerza que se opone a la condición libre del individuo los
engañe y los coja. Hubo un tiempo en que el hombre no-blanco estaba contento de —en
cualquier caso, lo estaba— aceptar su instinto de ser libre como un sueño irrealizable. Pero
ya no más; el mismo hombre blanco le enseñó algo diferente con esa fase de su —la del
hombre blanco— propia cultura que adoptó la forma de la expansión colonial y la
explotación basada y moralmente justificada sobre la premisa de la desigualdad no debido a
la incompetencia individual sino a la raza de la masa o al color. Como resultado de lo cual,
en sólo diez años hemos observado a las gentes no-blancas expeler, mediante sangrienta
violencia cuando ha sido necesario, al hombre blanco de todas las porciones de Oriente
Medio y Asia que una vez dominó, en cuyo vacío ya se ha empezado a mover ese poder
otro y hostil con el que está en guerra la gente que cree en la condición libre —ese poder
que le dice al hombre no-blanco: «No te ofrecemos ser libre porque no hay tal cosa como el
ser libre; tus señores feudales blancos de los cuales te acabas de deshacer ya te lo han
demostrado. Pero te ofrecemos igualdad, al menos igualdad en el ser esclavo; si tenéis que
ser esclavos, al menos podéis ser esclavos de vuestro propio color y raza y religión»—.
Nosotros, el hombre blanco occidental que cree que existe una condición libre
individual sobre y más allá de esta mera igualdad en el ser esclavo, debemos enseñar esto a
las gentes no-blancas mientras todavía quede un poco de tiempo. Nosotros, América, que
somos la fuerza nacional más poderosa que se opone al comunismo y al monolitismo,
debemos enseñar a todas las otras gentes, blancas y no-blancas, esclavos o (aún durante un
tiempo) todavía libres. Nosotros, América, tenemos la mejor oportunidad para hacer esto
porque podemos empezar aquí, en casa; no necesitaremos enviar costosos equipos para
trabajar en el ser libres a lugares no-blancos extraños y hostiles ya convencidos de que no
hay tal cosa como el ser libres ni la libertad ni la igualdad ni tampoco la paz para los no-
blancos, o podríamos practicarlo en casa. Porque nuestra minoría no-blanca ya está de
nuestro lado; no necesitamos venderle al negro América y el ser libre porque ya está
vendido; incluso cuando es ignorante fruto de una educación inferior o de la ausencia de
educación, incluso a pesar de los precedentes de su historia de desigualdad, él todavía cree
en nuestros conceptos de ser libre y de democracia.
Eso es lo que ha hecho América por ellos en sólo trescientos años. No hecho a ellos:
hecho por ellos puesto que para nuestra propia vergüenza hemos hecho poco esfuerzo hasta
para enseñarles a ser americanos, por no hablar de usar sus capacidades y aptitudes para
hacer de nosotros una América más fuerte y unificada; —la gente que hace sólo trescientos
años vivía junto a una de las mayores masas de agua en el interior de la tierra y jamás pensó
en navegar, que anualmente tenía que trasladar pueblos enteros y tribus debido a la
hambruna y a la peste y a los enemigos sin pensar ni una vez en la rueda, que sin embargo
en trescientos años se han convertido en dotados artesanos y hombres de oficio capaces de
mantenerse a sí mismos en una cultura de tecnocracia; la gente que hace sólo trescientos
años estaba comiendo carroña en las junglas tropicales sin embargo en sólo trescientos años
ha producido las Phi Beta Kappas y los Doctor Bunches y los Carvers y los Booker
Washingtons y los poetas y los músicos; que tiene que producir todavía un Fuchs o un
Rosenberg o un Gold o un Burgess o un Mclean o un Hiss, y donde por cada Robeson hay
miles de blancos—.
Los Bunches y los Washingtons y Carvers y los músicos y los poetas que no sólo
fueron buenos hombres y mujeres sino también buenos profesores, enseñándole —al negro
— mediante el precepto y el ejemplo lo que un montón de nuestra gente blanca no ha
aprendido aún: que para ganar igualdad, uno debe merecerla, y para merecer igualdad, uno
debe comprender lo que es: que no hay una cosa tal como la igualdad per se, sino sólo la
igualdad para: igual derecho y oportunidad para hacer de la vida de uno lo mejor que uno
pueda dentro de la propia capacidad y aptitud, sin miedo de la injusticia o la opresión o la
violencia. Si les hubiésemos dado esta igualdad hace noventa o cincuenta o incluso diez
años, no habría habido resolución de la Corte Suprema sobre la segregación en 1954.
Pero no lo hicimos. No osamos; es una vergüenza para nosotros hombres blancos
sureños que en nuestra presente economía el negro tenga que tener desigualdad económica;
una doble vergüenza para nosotros que temamos que el darle más igualdad social ponga en
peligro su presente estatus económico; una triple vergüenza que incluso entonces, para
justificar nuestra postura, tengamos que ensombrecer la cuestión con el espantajo del
mestizaje; menudo comentario ese de que el único lugar que queda en la tierra adonde el
hombre blanco puede huir y tener su sangre incorrupta protegida y defendida por la ley está
en África —África: la fuente y origen de la amenaza cuya actual presencia en América
habrá conducido al hombre blanco a huir de ella—.
Ahora pronto todos nosotros —no sólo los sureños ni siquiera tampoco los
americanos, sino toda la gente que todavía es libre y quiere permanecer así— va a tener que
tomar una decisión, no sea que la próxima (y última) confrontación que afrontemos sea, no
comunistas contra anti-comunistas, sino simplemente el puñado que quede de gente blanca
contra las miríadas de masas de toda la gente en la tierra que no es blanca. No tendremos
que elegir entre color ni raza ni religión ni tampoco Este y Oeste, sino simplemente entre
ser esclavos y ser libres. Y tendremos que elegir completa y definitivamente; ahora ya ha
pasado el momento en el que podíamos elegir un poco de cada, un poco de ambos.
Podemos elegir un estado en el que ser esclavos, y si somos lo suficientemente poderosos
para estar entre los dos o tres o diez de cabeza, podemos tener cierta licencia —hasta que
alguien más poderoso se alce y nos ametralle contra el muro de un sótano—. Pero no
podemos elegir una condición libre establecida sobre una jerarquía, sobre un sistema de
castas de grados de igualdad como rangos militares. Debemos ser libres no porque
clamemos por la condición libre, sino porque la practiquemos; nuestra condición libre debe
ser apuntalada mediante una homogeneidad igual e inalterablemente libre, sin importar de
qué color sea, de modo que todas las demás fuerzas hostiles de todas partes —sistemas
políticos o religiosos o raciales o nacionales— no sólo nos respetarán porque ponemos en
práctica la condición libre, sino que nos temerán porque somos libres.
[Harper’ s, junio de 1956; este texto ha sido reproducido a partir del
mecanoescrito revisado de Faulkner.]
Una carta a los líderes de la raza negra (1956)[83]
CAMUS dijo que la única función verdadera del hombre, nacido en un mundo
absurdo, es vivir, ser consciente de la vida de uno, de su revuelta, de su condición libre.
Dijo que si la única solución al dilema humano es la muerte, entonces estamos en el camino
equivocado. La pista correcta es la que lleva a la vida, a la luz del sol. Uno no puede sufrir
incesantemente por el frío.
Así que hizo la revuelta. Rechazó sufrir por el frío incesante. Rechazó seguir una
pista que sólo llevaba a la muerte. La pista que siguió era la única que no le llevaba sólo a
la muerte. La pista que siguió le llevó a la luz del sol puesto que era esa que consiste en
hacer con devoción, con nuestros frágiles poderes y nuestro absurdo material, algo que no
ha existido en la vida hasta que nosotros lo hacemos.
Dijo, «No me gusta creer que la muerte se abre hacia otra vida. Para mí es una
puerta que se cierra». Eso es, eso intentó creer. Pero se equivocó. A pesar de sí mismo,
todos los artistas lo hacen, pasó esa vida buscándose a sí mismo y exigiéndose a sí mismo
respuestas que sólo Dios podría saber; cuando se convirtió en el laureado Nobel de su año,
le telegrafié «On salut lame qui constamment se cherche et se demande»;[84] ¿por qué no
lo dejó entonces, si no quería creer en Dios?
En el mismo instante en que golpeó el árbol, todavía estaba buscándose y
exigiéndose a sí mismo; no creo que en ese brillante instante las encontrase. No creo que se
puedan encontrar. Creo que sólo pueden ser buscadas, siempre por algún frágil miembro de
la absurdidad humana. De esos nunca hay muchos, pero en algún lugar siempre hay al
menos uno, y uno será siempre suficiente.
La gente dirá «Era demasiado joven; no tuvo tiempo para terminar». Pero no es
Cuánto dura, no es Cuánto; es simplemente Qué. Cuando la puerta se cerró para él, ya
había escrito a este lado de ella lo que todo artista que también lleva consigo a través de la
vida esa misma presciencia y odio respecto a la muerte espera escribir: yo estuve aquí.
Estaba haciendo eso, y quizá en ese segundo brillante supo incluso que había tenido éxito.
¿Qué más podría querer?
[Trasatlantic Review, primavera de 1961; este texto ha sido reproducido a partir del
mecanoescrito de Faulkner. Éste apareció previamente en Nouvelle Revue Française, marzo
de 1960, en francés.]
III. PRÓLOGOS
Prólogo a Sherwood Anderson y otros famosos criollos
Primero déjame decirte algo acerca de nuestro barrio, el Vieux Carre. ¿Conoces
nuestro barrio, con sus calles estrechas, sus balcones de hierro forjado y su atmósfera del
sur de Europa? Una atmósfera de riqueza y delicadas risas, ya sabes. Tiene una especie de
desahogo, una especie de conciencia de la falta de importancia de cosas que a los forasteros
como yo —no soy un nativo— nos enseñaron a creer que eran importantes. Así que no
sorprende que mientras uno camina por el barrio vea aquí y allá artistas en la zona de
sombra de las esquinas de las calles, bosquejando casas y balcones. He contado hasta
cuarenta en una sola tarde, y aunque no conocía sus nombres ni el valor de sus pinturas,
eran mis hermanos. Y en esta camaradería, donde no se porta ninguna insignia ni se
requiere ningún signo de saludo, pasaba junto a ellos mientras se inclinaban sobre sus
lienzos, y mientras seguía caminando meditaba sobre la riqueza de nuestra vida americana
que permite que cuarenta personas pasen día tras día pintando cuadros en una simple área
comprimida en seis manzanas.
Cuando este joven, Spratling, vino a verme, no le recordaba. Quizá pasé junto a él
en la calle. Quizá era uno de los pintores junto a cuyo caballete me había detenido, para
examinarlo. Quizá me conocía. Quizá me reconoció cuando me detuve, quizá había sido
consciente de la camaradería entre nosotros y se había dicho a sí mismo, «Hablaré con él
acerca de lo que deseo hacer; le contaré mis pensamientos. Él comprenderá, puesto que
existe una camaradería entre nosotros».
Pero cuando vino a llamarme, no le recordaba de nada. Vestía un cuidado traje de
negocios y sólo llevaba un portafolios bajo el brazo, y no le reconocí. Y después de que me
dijera su nombre y dejase el portafolios en una esquina de mi mesa y se sentase frente a mí
y empezase a exponerme su plan, tuve una especie de visión. Me vi a mí mismo siendo
metido en algo. Me vi a mí mismo contrayendo una obligación de la que más tarde debería
arrepentirme y, mientras estábamos sentados cara a cara en mi mesa, formulaba en mi
mente las palabras con las que debería decirle No. Entonces él se echó hacia delante y
desabrochó el portafolios y lo extendió abierto frente a mí, y comprendí. Y le dije, «Me
quieres como caballo de tiro, ¿no?». Y cuando sonrió con su rápida sonrisa tímida, supe que
deberíamos ser amigos.
Tenemos un inestimable rasgo universal, nosotros los americanos. Ese rasgo es
nuestro honor. Qué pena que no prevalezca más en nuestro arte. Esta característica única,
siendo nacional y autóctona, podría, al concentrar nuestras fuerzas emocionales
interiormente hacia sí mismas, hacer por nosotros lo que la insularidad de Inglaterra hizo
por el arte inglés durante el reinado de Isabel. Un problema que tenemos los artistas
americanos es que nos tomamos nuestro arte y a nosotros mismos demasiado en serio. Y
quizá el vernos en los ojos de nuestros colegas artistas permitirá que esos que se han
alejado para establecerse de forma diferente tengan un sano contacto con el manantial de
nuestra vida americana.
W.F.
Introducción a la edición de la Modern Library de Santuario
Este libro fue escrito hace tres años. Para mí es una idea barata, porque fue
deliberadamente concebido para hacer dinero. Durante unos cinco años había estado
escribiendo libros que se publicaban y no se vendían. Pero estaba bien. Entonces era joven
y tenía la tripa dura. Ni había convivido ni conocía a nadie que escribiese novelas y relatos
y supongo que no sabía que la gente ganaba dinero con ellos. No me molestaba demasiado
que de vez en cuando los editores rechazasen los manuscritos. Porque entonces era de
entrañas duras. Podía hacer un montón de cosas que me podrían hacer ganar el poco dinero
que necesitaba, gracias a la infalible bondad de mi padre, que me suministraba cuanto pan
necesitase a pesar del ultraje a sus principios de haber sido el progenitor de un gorrón.
Entonces empecé a volverme un poco delicado. Todavía podía pintar casas y hacer
trabajos de carpintería, pero me volví delicado. Empecé a pensar en ganar dinero con la
escritura. Empecé a preocuparme cuando los editores de las revistas me devolvían los
relatos breves, lo suficientemente preocupado como para decirles que más tarde tendrían
que comprar esos relatos, así que por qué no hacerlo ahora. Mientras tanto, con otra novela
completada y consistentemente rechazada durante dos años, acababa de dejarme las
entrañas escribiendo El ruido y la furia, aunque no fui consciente de que había hecho eso
hasta que el libro fue publicado, porque lo había hecho por placer. Entonces creí que nunca
me publicarían otra vez. Dejé de pensar en mí desde un punto de vista editorial.
Pero cuando el tercer manuscrito, Sartoris, fue aceptado por un editor y (habiendo
rechazado él El ruido y la furia) fue aceptado todavía por otro editor más, que en ese
momento me advirtió que no vendería, empecé a pensar de nuevo en mí como un objeto
impreso. Empecé a pensar en libros desde el punto de vista del posible dinero. Decidí que
yo mismo también debía hacer algo de dinero. Me tomé un poco de tiempo, y especulé
acerca de lo que una persona en el Mississippi creería que eran tendencias actuales, elegí lo
que creí la respuesta correcta e inventé el cuento más horrible que pude imaginar y lo
escribí en aproximadamente tres semanas y lo envié a Smith, que había sacado El ruido y
la furia y que me escribió inmediatamente, «Dios mío, no puedo publicar esto. Nos
meterían a los dos en la cárcel». Así que le dije a Faulkner, «Estás condenado. Desde este
momento tendrás que trabajar durante el resto de tu vida». Eso fue en el verano de 1929.
Conseguí un trabajo en la central eléctrica, en el turno de noche, de seis de la tarde a seis de
la mañana, descargando carbón. Cogía el carbón de la carbonera con la pala y lo ponía en
una carretilla y lo llevaba y lo vertía donde el fogonero lo pudiera poner en la caldera.
Hacia las once en punto la gente se iba a dormir, así que no se requería tanta energía.
Entonces podíamos descansar, el fogonero y yo. Él se solía sentar en una silla y dormitaba.
Yo me había inventado una mesa a partir de una carretilla en el almacén de carbón, justo al
otro lado de un muro donde funcionaba una dinamo. Hacía un ruido profundo y constante,
como un murmullo. No había más trabajo que hacer hasta las cuatro de la mañana, cuando
teníamos que limpiar los fuegos y ponerlos de nuevo en marcha. En estas noches, entre las
doce y las cuatro, escribí Mientras agonizo en seis semanas, sin cambiar una palabra. Se lo
envié a Smith y le escribí que con eso me levantaría o me caería.
Creo que me había olvidado de Santuario, como cuando se te olvida algo hecho
para un propósito inmediato que no se llevó a cabo. Mientras agonizo fue publicado y no
me acordé del manuscrito de Santuario hasta que Smith me envió las galeradas. Entonces
vi que era tan terrible que sólo se podían hacer dos cosas: rasgarlo o reescribirlo. Lo pensé
otra vez, «podría vender; quizá unos diez mil lo compren». Así que rasgué las galeradas y
reescribí el libro. Ya había estado listo una vez, así que tenía que pagar por el privilegio de
reescribirlo, intentando hacer de él algo que no avergonzase demasiado a ruido y la furia y
Mientras agonizo e hice un buen trabajo y espero que lo compres y que se lo digas a tus
amigos y espero que también lo compren.
William Faulkner
Escribí este libro y aprendí a leer. He aprendido un poco acerca de escribir desde La
paga de los soldados —cómo acercarme al lenguaje, a las palabras: no tanto con seriedad,
como hace un ensayista, sino con una especie de alertado respeto, como cuando te acercas a
la dinamita; incluso con alegría, como cuando te acercas a las mujeres; quizá con las
mismas secretamente inescrupulosas intenciones—. Pero cuando terminé El ruido y la furia
descubrí que realmente hay algo a lo que el gastado término Arte no sólo puede, sino que
debe, ser aplicado. Descubrí entonces que había pasado por todo lo que había leído
siempre, desde Henry James pasando por Henty y periódicos de sucesos, sin hacer ninguna
distinción ni haber digerido nada de ello, como haría una polilla o una cabra. Después de El
ruido y la furia y sin tener en mente abrir otro libro y en una serie de repercusiones
retardadas como trueno de verano, descubrí a los Flauberts y a los Dostoyevskys y a los
Conrads cuyos libros había leído hacía diez años. Con El ruido y la furia aprendí a leer y a
dejar de leer, puesto que no he leído nada desde entonces.
Tampoco parece que haya aprendido nada desde entonces. Durante la escritura de
Santuario, la novela siguiente a El ruido y la furia, esa parte de mí que aprendía mientras
escribía, que quizá sea la verdadera fuerza que conduce al escritor al parto de la invención y
a la pesadez de poner setenta y cinco o cien mil palabras en papel, estuvo ausente porque yo
todavía estaba leyendo por repercusión los libros que había tragado por completo hacía diez
años o más. De la escritura de Santuario únicamente aprendí que había algo que faltaba:
algo que me dio El ruido y la furia y Santuario no. Cuando empecé Mientras agonizo había
descubierto lo que era y supe que también estaría ausente en este caso porque éste sería un
libro deliberado. Deliberadamente me propuse escribir un tour-de-forcé. Antes siquiera de
que hubiese puesto el bolígrafo sobre el papel y escribiese la primera palabra, sabía cuál
sería la última palabra y casi dónde caería el último punto. Antes de que empezase dije, voy
a escribir un libro con el cual, en caso necesario, pueda levantarme o caer si nunca vuelvo a
tocar la tinta. Así que cuando lo terminé la fría satisfacción estaba allí, como había
esperado, pero también como había esperado estaba ausente esa otra cualidad que El ruido
y la furia me había dado: esa emoción definitiva y física y sin embargo nebulosa de
describir: ese éxtasis, esa entusiasta y jovial fe y anticipación de sorpresa que las hojas
todavía inalteradas bajo mi mano mantenían inviolada e infalible, esperando a ser liberada.
No la había en Mientras agonizo. Dije, esto es porque sabía demasiado acerca de este libro
antes de que empezase a escribirlo. Dije, es más que probable que nunca más vaya a tener
que saber tanto acerca de un libro antes de que empiece a escribirlo, y la próxima vez
volverá. Esperé casi dos años, entonces empecé Luz de agosto, sin saber acerca de ella nada
más que una mujer joven, embarazada, estaba caminando sola por una extraña carretera
comarcal. Pensé, ahora lo volveré a capturar, puesto que no sé más de este libro de lo que
sabía acerca de El ruido y la furia cuando me senté frente a la primera página en blanco.
No volvió. Las páginas escritas crecieron en número. La historia estaba yendo
bastante bien: deseaba sentarme a ello cada mañana sin reluctancia aunque todavía sin esa
anticipación y esa alegría que era lo único que hacía que la escritura fuese un placer para
mí. El libro estaba casi terminado antes de que admitiese el hecho de que no se repetiría,
puesto que ahora era consciente de que antes de que fuese escrita cada palabra sabía
exactamente lo que haría la gente, puesto que ahora estaba eligiendo deliberadamente entre
posibilidades y probabilidades de comportamiento y sopesando y midiendo cada elección
según la escala de los James y los Conrads y los Balzacs. Supe que había leído demasiado,
que había alcanzado esa etapa que tienen que atravesar todos los jóvenes escritores, en la
que se cree que se ha aprendido demasiado acerca del negocio. Recibí una copia del libro
impreso y descubrí que ni siquiera quería ver qué tipo de cubierta le había puesto Smith.
Me pareció tener una visión de él y de los subsiguientes a El ruido y la furia colocados en
una fila ordenada sobre una estantería en la que miraba los títulos de los lomos con una
decreciente atención que era casi desagrado, y que cada siguiente libro suscitaba menos y
menos, hasta que finalmente la propia Atención pareció decir, Gracias a Dios no habrá
necesidad de abrir otra vez ninguno de estos. Creía saber entonces por qué no había
capturado de nuevo ese primer éxtasis, y que nunca volvería a capturarlo; que cualesquiera
novelas que escribiese en el futuro estarían escritas sin reluctancia, pero también sin la
anticipación de la alegría; que en El ruido y la furia quizá había puesto la única cosa en la
literatura que siempre me conmovería mucho: Caddy trepando al peral para mirar por la
ventana el funeral de su abuela mientras Quentin y Jason y Benjy y los negros miraban
hacia arriba al trasero embarrado de sus bragas.
Ésta es la única de las siete novelas que escribí sin que la acompañase ningún
sentimiento de impulso o esfuerzo, o sin que la acompañase ningún sentimiento de
agotamiento o alivio o desagrado. Cuando la empecé no tenía ningún plan en absoluto. Ni
siquiera estaba escribiendo un libro. Estaba pensando en libros, en publicar, sólo en pasado,
en decirme a mí mismo, No me tendré que preocupar en absoluto de si a los editores les
gusta o no les gusta éste. Cuatro años antes había escrito La paga de los soldados. No me
había llevado mucho escribirlo y se publicó rápidamente y me dio unos quinientos dólares.
Dije, Escribir novelas es fácil. Escribí Mosquitos. No fue tan fácil de escribir y no se
publicó tan rápido y me hizo ganar unos cuatrocientos dólares. Aparentemente el ser un
novelista es algo más que escribir novelas, algo que antes no tenía tan claro. Escribí
Sartoris. Me llevó mucho más, y el editor lo rechazó enseguida. Pero continué
presentándolo por ahí durante tres años con una terca y menguante esperanza, quizá para
justificar el tiempo que había pasado escribiéndolo. Esta esperanza murió lentamente,
aunque no dolió nada. Un día me pareció cerrar una puerta entre mí y todas las direcciones
de editores y listas de libros. Y me dije a mí mismo, Ahora puedo escribir. Ahora puedo
hacer yo mismo un ánfora como esa que el viejo romano mantenía cerca de su cama y cuyo
borde desgastó lentamente a besos. Así que yo, que nunca había tenido una hermana y que
estaba destinado a perder a mi hija en la infancia, me dispuse a hacer yo mismo una
preciosa y trágica niña pequeña.
[Southern Review, otoño de 1972]
Nota a modo de prefacio a «Apéndice: Compson, 1699-1945»
CUANDO FAULKNER escribió El ruido y la furia en 1928 según todos lo dejó sin
terminar. En 1946, cuando Malcom Cowley cogió El ruido y la furia recogiendo y
recopilando material para su Faulkner portátil Faulkner descubrió que el libro ni siquiera
estaba terminado para sí mismo. Posiblemente se dio cuenta de esto en 1946 sólo porque
fue incapaz de terminarlo hasta 1946; porque en 1928 y en 1938 todavía no sabía lo
suficiente acerca de la gente para terminar con la suya, así que el libro realmente no era un
inconscientemente intencionado tour de forcé en el ofuscamiento sino más bien el casero, el
experimental, el primer proyector de imágenes en movimiento —lentes combadas, escasa
luz, mecanismo poco fiable e incluso una mala pantalla— que tuvo que esperar hasta 1946
para que las lentes se corrigiesen, la luz se mantuviese constante, los rodamientos girasen
con suavidad. Entonces era demasiado tarde, no obstante. El libro estaba hecho. Ahora era
su último año de virginidad. Todo lo que Faulkner podía hacer era intentarlo y elaborar una
clave. Pensó que una o dos páginas servirían. Se fue casi a veinte. Aquí está.
[Faulkner escribió «Apéndice: Compson, 1699-1945», una adición a El ruido y la
furia, para su inclusión en el Portable Faulkner de Viking, editado por Malcom Cowley,
publicado en abril de 1946. Fue publicado de nuevo en diciembre de 1946 en el volumen
doble de la Modern Library de El ruido y la furia y Mientras agonizo, y Faulkner envió
una nota introductoria para el Apéndice a su editor Robert N. Linscott, probablemente en
mayo de 1946. La nota no aparece en el libro, y la versión que envió a Linscott
aparentemente no ha sobrevivido. Sin embargo, un borrador de ella aparece en el reverso
de una página mecanografiada en un temprano borrador de Una fábula y fue publicada en
«A Prefatory Note by Faulkner for the Compson Appendix», por James B. Meriwether, en
American Literature, mayo de 1971. Ese texto es el aquí reproducido.]
Prólogo a la Antología de Faulkner
Tus manos una vez tocaron esta tabla y esta plata, y he visto tus dedos sostener este
vaso.
Estas cosas no se acuerdan de ti, mi amada,— y sin embargo tu toque sobre ellas no
pasará.
Pues era en mi corazón donde te movías entre ellas, y las bendecías con tus manos y
con tus ojos; y en mi corazón siempre te recordarán, — te conocieron una vez, oh bella y
sabia.[96]
Éste es uno de los más bellos, impersonalmente sinceros poemas de todos los
tiempos.
La fase más interesante de la obra del señor Aiken son sus experimentos con un
abstracto verso tridimensional diseñado según la forma de la música polifónica: La giga de
Forslin[97]y La casa del polvo.[98] Esto es interesante debido a sus posibilidades
completamente ilimitadas, él tiene el mundo entero ante sí; puesto que todavía nadie ha
hecho un intento satisfactorio de sintetizar las reacciones musicales con las reacciones
frente a documentos abstractos. La señorita Amy Lowell intentó una prosa polifónica que, a
pesar haber creado algunas estatuillas deliciosas de vidrio perfectamente soplado, es sólo
una flatulencia literaria; y la ha dejado, con la caña en la mano, mirando fijamente con
sorpresa na'if al aire donde han estallado sus burbujas.
El señor Aiken nunca ha sido aleatorio, se ha desarrollado de manera constante,
nunca se ha perdido por un momento, aunque resulta casi imposible descubrir de dónde
procede su impulso inicial. A veces parece que esté completando un ciclo de regreso a los
griegos, otras veces parece haber leves rastros de los simbolistas franceses, aislados a través
de sus poemas hay trozos de suave sonoridad que Masefield debiera haber formado; y así
finalmente uno regresa al punto de partida —¿de dónde vino, y adonde está yendo?—.
Resulta interesante observar, pues —digamos en quince años— cuando la marea de
esterilidad estética que está engulléndonos lentamente se haya retirado, quedará nuestro
primer gran poeta. Quizá éste es el hombre.
[Mississippian, 16 de febrero de 1921]
Reseña de Aria da Capo: Una obra en un acto[99] de Edna St.Vincent
Millay
ALGUIEN dijo —un francés, probablemente; ellos lo han dicho todo— que el arte
es preeminentemente provinciano: es decir, que viene directamente de una cierta época y de
una cierta localidad. Esta es una afirmación muy profunda; pues Lear y Hamlet y Todo está
bien[101]nunca podrían haber sido escritos en otro lugar salvo en Inglaterra durante el
reinado de Isabel (esto queda demostrado por los Hamlets que han salido de Dinamarca y
Suecia, y los Todo está bien de la comedia francesa) ni Madame Bovary podría haber sido
escrita en ningún otro sitio que en el valle del Ródano en el siglo XVIII; de la misma
manera que Balzac es París siglo XIX. Pero hay excepciones a ello, como las hay a todas
las reglas que conservan una partícula de verdad; dos modernas serían Conrad y Eugene
O’Neill. Estos dos hombres son anomalías, especialmente Joseph Conrad; en este punto
este hombre le ha dado la vuelta a toda la tradición literaria. Todavía es demasiado pronto
para comprometerse acerca de O’Neill, aunque, tan joven como es, ya es alguien que le
hace a uno preguntarse acerca de la verdad de la afirmación de más arriba.
No resulta especialmente difícil —después de que un hombre los haya escrito y
legado— seguir los hilos que él reunió y ponerlos sobre el papel en la forma de su propio
trabajo. Puede verse cómo Shakespeare tomó rudamente lo que necesitó de sus
predecesores y contemporáneos, dejando tras él un teatro que no hay mano que tenga
sangre que pueda sobrepasarlo; los dramaturgos alemanes han seguido su destino de forma
obvia y lógica conforme a los estándares teutónicos de pensamiento hasta la obra de
Hauptmann y Moeller; Synge es provinciano, tiene el sabor del suelo del que brotó como
no lo tiene ningún otro moderno (ahora Synge está muerto); mientras que el único hombre
que está logrando algo en el teatro americano supone una contradicción respecto a todos los
conceptos de arte.
Esto debe de ser por el hecho de que América no tiene teatro o literatura dignos de
ese nombre, y por tanto no tiene tradición. Si ésta fuese la razón, por fuerza uno debe creer
que el destino le ha gastado una broma realmente pesada al arrojar en el seno de la América
del siglo xx a un Hombre que habría alcanzado increíbles cotas en una tierra que poseyese
tradiciones. Los hechos relativos a Conrad, sin embargo, que es incluso una contradicción
mayor que O’Neill, proporcionan una base para la esperanza de que el azar no sea lo
suficientemente diabólico para perpetrar tal cosa; y también muestran cuán indefinible,
incalculablemente genial —horrible palabra— es.
El factor más inusual acerca de O’Neill es que un americano moderno escriba obras
sobre el mar. No hemos tenido tradiciones de agua salada en cien años. Los errantes son los
ingleses, mientras que nosotros en esencia no lo somos. Sin embargo aquí hay un hombre,
hijo de un «jefe» político de Nueva York, crecido en la ciudad de Nueva York y estudiante
de Princeton, que escribe acerca del mar. Él mismo ha sido, por accidente, marinero: fue
enrolado a la fuerza en un velero rumbo a Sudamérica y forzado a realizar el viaje como un
hábil marino desde Río a Liverpool con el fin de llegar a casa. No es físicamente fuerte,
tiene unos congénitos pulmones delicados, de ahí que tenga que llevar una vida prudente en
lo que respecta a las adversidades y a las duras condiciones climáticas; y sin embargo la
primera fase de su escritura estuvo dominada por el mar.
Y ha escrito obras bien saludables, y —cosa extraña— Nueva York se ha dado
cuenta de sus posibilidades. El emperador Jones se representó allí, y La paja[102] y Anna
Christie[103] se están representando en Nueva York este invierno. Estas dos últimas son
obras tardías, no acerca del mar, pero lo que las hace funcionar es lo mismo que hizo
funcionar Oro[104] y Diff’rent, lo que hizo que el emperador Jones se levantase y caminase
con aire arrogante con su egoísmo y su crueldad, y finalmente muriese por sus propios
miedos hereditarios: todas ellas poseen la misma claridad y simplicidad de trama y
lenguaje. Nadie desde El conquistador ha tenido la fuerza tras el lenguaje de la escena que
tiene O’Neill. «¿Quién osa silbar eso en el palacio del Emperador?» de El emperador Jones
se retrotrae a «gente como la que haría que los mismos obispos mitrados se estirasen tras
los barrotes del paraíso para ver a la dama Helen caminar en su dorado chal» de El
conquistador.
Todavía se está desarrollando; sus obras posteriores La paja y Anna Christie delatan
un cambio de actitud respecto a sus personajes, un cambio desde una imparcial observación
de su gente rebajada por la pura circunstancia, a una consideración más personal de sus
alegrías y esperanzas, de sus sufrimientos y desesperos. Quizá en su momento haga algo
que posea la riqueza del material dramático natural de este país, la mayor de cuyas fuentes
es nuestro lenguaje. Una literatura nacional no puede surgir del folklore —aunque sabe
Dios que ese forzamiento ya se ha intentado con bastante frecuencia— pues América es
demasiado grande y hay demasiados folklores: los negros sureños, grupos de españoles y
franceses, el viejo oeste, pues éstos siempre seguirán siendo coloquiales; tampoco vendrá
de nuestro argot, que es asimismo autóctono de restringidas porciones del país. Puede, sin
embargo, provenir de la fuerza del imaginativo idioma que resulta comprensible para todos
los que leen inglés. Hoy en ningún lugar, salvo en partes de Irlanda, se habla el idioma
inglés con la misma fuerza terrenal que en los Estados Unidos; aunque estemos, como
nación, todavía sin articular.
[Mississippian, 3 de febrero de 1922]
Teatro americano: Inhibiciones
Sólo por medio de alguna asombrosa ciega maquinación del azar veremos en los
próximos veinticinco años en América una obra fundamentalmente firme —una estructura
sólidamente construida, adecuadamente producida y correctamente interpretada—.
Dramaturgos y actores se encuentran ahora a merced de las circunstancias que
inevitablemente deben conducir a toda la gente cuyo juicio no esté temporalmente aberrado
hacia diversas condiciones de deseado alivio; desde una franca adulación respecto al
mercado de Frank Crane[105] —que sostiene una escupidera espiritual, por decirlo así, para
ese estrato que, desafortunadamente, tiene dinero en este país— a Europa; y al whiskey
sintético.
Toda la gente que escribe está tan patéticamente desgarrada entre un deseo de crear
una figura en el mundo y un mórbido interés en sus egos personales —el mortal fruto de
injertar a Sigmund Freud en el dinámico caos de un revoltijo de nacionalidades—. Y, con
una inquietud nacional característica, esos con imaginación y algo de talento la encuentran
insoportable. O’Neill le ha dado la espalda a América para escribir acerca del mar, Marsden
Hartley explota vengativos petardos en Montmartre, Alfred Kreymborg se ha ido a Italia y
Ezra Pound juega furiosamente con espurio bronce en Londres. Todos han encontrado
América estéticamente imposible; sin embargo, al ser de América, volverán algún día, unos
pocos a un indigesto exilio, otros a escribir alegremente para las películas.
NADIE desde Poe se ha permitido a sí mismo estar esclavizado por las palabras
tanto como Hergesheimer. Sin embargo, lo que era, en Poe, una mórbida pero masculina
curiosidad emocional ha degenerado con la edad en una deliberada adulación hacia las
emociones en Hergesheimer, como una atenuación de los violines. Un extraño caso de
crucifixión sexual vuelta hacia sí misma: Mirándola y el Cardenal Bembo se vuelven gestos
de espumillón. Él es lo suficientemente subjetivo como para soportar la vida con justa
ecuanimidad, pero tiene miedo de vivir, del hombre en su lamentable arcilla desafiando al
azar y a la circunstancia.
Nunca ha escrito una novela —alguien ha de acuñar todavía la palabra para cada
unidad de su obra—: Linda Condon, con la que alcanza su cúspide, no es una novela. Se
parece más a un encantador friso bizantino: unas pocas figuras inolvidables en un
silencioso movimiento detenido, por siempre más allá del alcance del tiempo e inquietando
al corazón como la música. Su gente nunca se mueve desde dentro; no crean vida acerca de
ellos; son como marionetas que adoptan posturas llenas de gracia pero carentes de
significado en respuesta a las compulsiones del autor, y que mantienen estas actitudes hasta
que él dispone sus miembros de nuevo en otros gestos tan llenos de gracia como carentes de
significado. Su tacto, sin embargo, es delicado e impecable —siempre una gracia social—.
Uno puede imaginar a Hergesheimer sumergiéndose a sí mismo en Linda Condon como en
un tranquilo puerto donde la edad no pueda hacerle daño y donde el rumor del mundo le
alcance únicamente como un lejano y tenue ruido de lluvia. Quizá escribió el libro por este
motivo: sin duda un hombre de su delicadeza y perspicacia nunca sufriría la ilusión de que
Linda Condon fuese una novela.
Por esta razón el libro inquieta al corazón, la sombra más débil de una insistencia;
como si uno fuese despertado de un sueño, hacia un espacio en el interior de una tranquila
región de luz y sombra, insonora y más allá de la desesperación. La figlia delta sua mente,
l’amorosa l’idea.[107]
Cytherea no es nada —el apóstol Santiago hace un gesto obsceno—. Más bien, el
apóstol Santiago intentando que le quede bien un sombrero de copa y un abrigo para la
mañana. Un intento palpable e infructuoso de remedar los colores literarios de la época.
El chal brillante es mejor. Novela barata sublimada poblada, como Cytherea, por
hombres mórbidos y mujeres obscenas. Pero habilidosa; los trucos del negocio nunca
fueron empleados con mayor eficacia, salvo por Conrad. El inicio de El chal brillante es
bueno —habla del chal durante una página o así antes de que uno sea consciente de la
presencia del chal como un objeto material, antes de que la propia palabra sea dicha; es
como estar en una habitación llena de gente, con alguien al que uno todavía no ha mirado
directamente, aunque es consciente todo el tiempo de su presencia—.
Estos dos libros oscilan hacia el extremo opuesto de Linda Condon. Hergesheimer
ha intentado entrar en la vida, con desastrosos resultados; Sinclair Lewis y The New York
Times le han corrompido. Nunca debería intentar escribir nada en absoluto acerca de la
gente; debería emplear su tiempo, si tiene que escribir, describiendo árboles o fuentes de
mármol, casas o ciudades. Aquí su habilidad para escribir prosa impecable no sería
torturada por sus desafortunadas reacciones a las simiescas imbecilidades de la raza
humana. Tal como es, se parece a un emasculado sacerdote rodeado de las marionetas que
ha tallado y vestido y pintado —un mundo terrorífico sin movimiento ni significado—.
[Mississippian, 15 de diciembre de 1922]
Reseña de Ducdamé [108] de John Cowper Powys
VIVIR significa vegetar. Eso es todo lo que la naturaleza requiere. Todo lo que sea
inquietarse y darle vueltas a esto y a aquello es un invento humano. Y cuando se pone a la
gente en un escenario natural que de ninguna manera intriga al ojo, la importancia de los
personajes se vuelve desdeñable: no son convincentes. Imaginen que aparecen Punch y
Judy[109] sin un escenario cubierto.
Personajes como Rook y sus mujeres, y Lexie y las mujeres que no tuvo, deberían
ponerse en forma de obra —sólo el diálogo, para ser leído—. Pero escribirlos contra un
fondo de tranquilo, encantador campo inglés derrota sus propios fines. ¿Por qué resulta que
los americanos parecen no sentir esa parte de la superficie terrestre en la que están sus
raíces? Joseph Hergesheimer, un Pater decadente, tiene que ir a La Habana para escribir
encantadora prosa; y cuando intentamos describir nuestro entorno hacemos calendarios
verbales, litografías en linóleo.
La significación material y estética no son lo mismo, pero la importancia material
puede destruir la importancia artística, a pesar de lo que nos gustaría creer. Aquí está el
invierno y el último rumor del verano indio como una mujer rubia, cansada, con una mirada
fija revertida tan bien hecha que la señora Ashover y su problema y Lexie con su inminente
muerte se vuelven bastante vivaces, pues, al sufrir las compulsiones del aire y de la
temperatura y de la estación tal como lo hace el hombre, todo es inminente, particularmente
la muerte en esta estación, así que ambos pierden su importancia. ¿Dónde está el hombre
que pueda morir tan majestuosamente como lo hace diciembre? Lexie debería haber muerto
con diciembre y así haber vivido, obteniendo de ese modo su inmortalidad, como los viejos
soldados de Napoleón obtuvieron su inmortalidad a partir de él. Él estaba muerto en Elba: y
ellos estaban muertos, con independencia del hecho de que se demorasen en las tabernas
después de eso.
Pero Lexie, viviendo, sirve a un propósito… «Allí sonaron desde algún árbol vecino
invisible para ellos los dos viejos como el mundo ¡cucú!, ¡cucú! del inconquistable augur
de la dulce travesura.
La cara de Lexie relajada… “¡Todavía no han cambiado su tono!”, gritó, “¡el verano
no ha hecho más que empezar!”»
Acumulando la calderilla de sus días, sus horas y sus minutos. La única vez que
Lexie realmente vive como un personaje. Y sin duda deberá vivir: la mera pasión de un
hombre ensombrecido por la inminente y cierta muerte, debería vivir.
¡Esta época neurótica! La gente es como niños. La sofisticación es como la forma
de un sombrero. Pensemos en qué podría haber hecho, digamos Balzac u O. Henry, con un
hombre predestinado a una muerte próxima e inevitable. Podría haber asaltado trenes,
cometer las indiscreciones que uno que tuviese miedo de vivir hasta cumplir los noventa no
hubiese podido y no se hubiese atrevido. Pero Lexie no hace ninguna de estas cosas: ni
siquiera seduce majestuosamente a nadie.
Si llega a pasar
que algún hombre se vuelva tonto, dejando su riqueza y su felicidad por satisfacer
un pertinaz deseo,
Ducdame, ducdame, ducdame: aquí verá
Reunir tontos dentro de un círculo: Dios ya hizo eso. Dios y Balzac. Los tontos
responden a las mismas compulsiones que nosotros (la así denominada intelligentsia). ¿Y
por qué reunir tontos dentro de un círculo? Salvo que tengas algo que venderles como
Henry Ford.
Rook Ashover, su hermano Lexie, Netta y Ann y Nell y el clérigo, viendo el nuevo
año: dejad al pájaro de canto más alto ponerse en el único árbol de Arabia: muerte y
división, y el amor y la constancia están muertos. Aunque todavía aprovechas los amargos
días, y Horacio con un ojo en Menelao piensa ¡Eheu! ¡fugace![111]
«¡Susannah y los Mayores!», murmuró Lexie… «¿pero no resultan provocativos y
tentadores? Desearía que pudiésemos escondernos entre la maleza y verlo hacer el amor a
Leda».
Allí está Lexie. Y aquí está Netta, descendientes de cantineras con una pasión por lo
gentil. Abnegación. Ella deja a su amante por el bien de su amante. ¿Hacen esto las
mujeres? Quizá su asombrosa habilidad para hacer que el azar sirva a sus propios fines es la
causa de que hagan cosas bastante oscuras (oscuras para los hombres, claro). ¡Pero pensar
en mujeres abandonando algo que puede o debe ser de utilidad! Ofende a la inteligencia.
Catarsis: una purga de escoria con forma de amor; un persistente olor o un único
guante después de que la misma música se haya desvanecido. Majestuoso de leer, pero no
inevitable, en estos días de motivaciones monetarias y excitaciones íntimas. Y sin duda, las
mujeres no tendrán que molestarse con esto. El hombre inventó la castidad como inventó la
seguridad —algo para que lo lleve su mujer provisional particular—.
Así que dice: «La castidad es importante, como creían mis padres. Ellos tenían una
visión sentimental de la castidad. Pero yo no creo eso: no creo que nada sea verdadero: las
personas son sombra de una sombra, que sirven a algún oscuro fin. De modo que tengo una
visión sentimental acerca del hecho de que no soy sentimental».
Personas como el sacristán, Pod —«si el santo Dios hubiese querido que
durmiésemos solos nunca nos lo habría metido en la cabeza para que nos martillease con
estas camas dobles de aquí»— y el señor Twiney —ciertamente ellos no harían un libro;
pero, al ser de la tierra terrenal, hacen que los Rooks y las Anns parezcan más fútiles que
nunca.
Esta gente no es material dramático. Lo que queremos cuando leemos es gente que
haga las cosas que no podemos o no nos atrevemos a hacer, o gente que motive historias en
nosotros. O gente en la que las compulsiones del clima se revelen únicamente cuando la
acción misma ha sido llevada a cabo.
Juntar a la gente dentro de un círculo es como quitarte el abrigo en un restaurante
Childs[112] —lo haces bajo tu propia responsabilidad—. Pues a veces consigues una
novela, y a veces no. De una novela lograda obtienes una sensación de completud, de
forma: esto es, en ellas la gente hace las cosas que tú harías si fueses, uno por uno, ellos.
Probablemente todos somos tontos; y la mayoría de nosotros lo sabe: pero resulta
insoportable creer que las cosas que hacemos no son importantes. Y las cosas que hace esta
gente no son importantes, porque hacen cosas que no nos gusta creer que haríamos.
…aquí verá
gruesos tontos como él, si viene a mí.
Ser gruesos tontos: ser un grueso tonto es tan duro como ser un santo. Ser un grueso
lo que sea es bastante grandioso —contrabandista o político o cortesano—. Uno que puede
mentir con sinceridad, o estrujar todas las patatas antes de comprarlas; ser sinceramente
desagradable para convivir —ya es algo—. Pero esta gente no es sinceramente tonta,
ninguno de ellos lo es. En el sentido de que sus acciones hayan cambiado la tendencia de la
vida de alguien. Van siendo armados caballeros sin ninguna importancia. Pero quizá esto es
lo que quería el señor Powys. Pero sin duda ellos no hacen esas cosas que a nosotros en
tanto que individuos nos gustaría hacer para preservar ese mundo de delicada fábula en el
que vivimos.
[Esta reseña apareció en el Times-Picayune (Nueva Orleans), 22 de marzo de 1925,
firmada «W. F.». Fue descubierta y confirmada la autoría de Faulkner por el profesor
Carvel Collins en 1950, y publicada de nuevo en el Mississippi Quarterly, verano de 1975-
Ese texto es el aquí reproducido.]
Reseña de El camino de vuelta de Erich María Remarque
HAY una victoria más allá de la derrota de la que el vencedor no sabe nada. Una
frontera, una orilla que sirve de refugio más allá de las batallas perdidas, los nombres de
bronce y los mausoleos de los líderes, guardada e indicada no por la triunfante diosa de
miembros humanos con la palma y la espada, sino por alguna sacerdotisa meditabunda e
inmóvil de pura desesperación.
El hombre no parece capaz de soportar mucha prosperidad; menos aún lo es un
pueblo, una nación. La derrota es buena para él, para ello. La victoria es el cohete, el
deslumbrar, la apoteosis momentánea en los ángulos adecuados que resulta condenada por
el tiempo y lo demás: una difusión repleta de chispas a lo último, muriendo y muerta,
dejando quizá una palabra, un nombre, una fecha, para tedio de los niños de primaria en
historia. Es la derrota la que, sirviéndole contra su creencia y su deseo, lo devuelve a lo
único que puede sostenerle: sus colegas, su homogeneidad racial; él mismo; la tierra, el
suelo implacable, monumento y mausoleo de sudor.
Esto está más allá del discurso, de las palabras duras, de las excusas y de las
razones; más allá de la desesperación. Más allá de ese espantoso deseo y necesidad de
justificar el desastre y otorgarle significado aferrándose a él, explicándolo, que está
demostrado que es la mejor manera de mantener lo inexorable. La victoria no requiere
explicación. Es suficiente por sí misma: la pantalla excelente, el escudo; inmediata y final:
será contemplada únicamente por la historia. Mientras que todo el mundo contemporáneo
observa la derrota y al invicto que, por ese hecho, sobrevivió.
De ahí viene la necesidad de hablar, de explicarlo. Eso es por lo que Remarque pone
en boca de sus personajes discursos que ellos habrían sido incapaces de producir. No es que
los discursos no sean verdaderos. Si los personajes los hubiesen oído pronunciados por
otros, habrían sido los primeros en decir, «Eso es así. Esto es lo que pienso, lo que habría
dicho si lo hubiese pensado primero». Pero no podrían haber pronunciado los propios
discursos. Y este método no está justificado, a menos que un hombre esté escribiendo
propaganda. Es privilegio del escritor poner en boca de sus personajes mejores discursos de
lo que ellos habrían sido capaces, pero sólo con el propósito de permitir y ayudar al
personaje a justificarse a sí mismo o a lo que él mismo cree que es, desnudándose
espiritualmente. Pero cuando el personaje debe expresar ideas morales aplicables a una
raza, a una situación, está mejor confinado en ese fondo atemporal y asexual de senadores
griegos.
Pero quizá ésta sea una cuestión menor. Quizá sea un error racial del autor, como el
resultado de la Guerra fue debido en parte a un error racial alemán: una creencia de que un
cálculo matemático sería superior a la desesperación de ratas acorraladas. En cualquier
caso, Remarque se justifica a sí mismo: «… intenté consolarle. Lo que dije no le convenció,
pero me produjo cierto alivio… Siempre es así con el consuelo».
Es un libro conmovedor. Porque Remarque estaba conmovido por su escritura.
Concediendo que su intento sea más que oportunismo, aún resta por ver si el arte puede ser
producido a partir de la experiencia auténtica transferida al papel palabra por palabra, de
una peculiar reacción frente a una condición real, aunque sea de manera vicaria. Para un
escritor, no importa cuán susceptible sea, la experiencia personal es exactamente lo que es
para el hombre de la calle que le coge por las solapas porque es un escritor, con la misma
creencia, la misma convicción de importancia individual: «Escucha. Todo lo que tienes que
hacer es ponerlo por escrito tal como pasó. Mi vida, lo que me ha pasado a mí. Será un
buen libro, pero yo no soy un escritor. Así que te la daré a ti. Si yo fuese un escritor, tendría
tiempo de ponerla por escrito yo mismo. No tendrás que cambiar una palabra». Con eso no
se hace un libro. No importa cuán vivido sea: en algún lugar entre la experiencia y la página
en blanco y el lápiz, muere. Quizá las palabras lo matan.
Concedámosle a Remarque el beneficio de la duda y llamemos al libro una reacción
frente a la desesperación. La victoria también tiene su desesperación, puesto que los
victoriosos no sólo no ganan nada, sino que cuando el hurra finalmente muere, ni siquiera
saben por lo que estaban luchando, lo que esperaban ganar, porque el pequeño porcentaje
que había en todo el asunto lo consiguieron los derrotados. Si Alemania hubiese salido
victoriosa, este libro no habría sido escrito. Y si los Estados Unidos no hubiesen traído al
cincuenta por ciento de sus tropas intactas, salvo por los ocasionales casos de sífilis y por la
vida en la gran ciudad, no habría sido comprado (que espero y confío que lo sea) ni leído. Y
tampoco será la Legión Americana[113] la que compre las cuarenta mil copias, incluso
aunque hubiese cuarenta mil de ellos que tengan sus deudas saldadas.
Te conmueve, como te conmueve mirar a un niño haciendo pasteles de barro el día
del funeral de su madre. Aunque al final todavía queda esa sensación de que falta lo
importante, el sentimiento de que, como tanto de lo que viene del bando perdedor en
cualquier contienda, y particularmente de Alemania desde 1918, fue creado sobre todo para
el mercado occidental, para ser vendido entre los paganos como cristal coloreado. Más allá
del sentimentalismo, de la derrota y del discurso, al menos emerge este hecho: América ha
sido conquistada no por los soldados alemanes que murieron en las trincheras francesas y
flamencas, sino por los soldados alemanes que murieron en los libros alemanes.
[New Republic, 20 mayo de 1931]
Reseña de Piloto de pruebas de Jimmy Collins
ESTABA decepcionado con este libro. Pero fue mejor de lo que yo esperaba. Quiero
decir, mejor en tanto que literatura actual. Tenía la expectativa, esperaba, que fuese una
especie de nueva tendencia, una literatura o una torpeza de auto-expresión, no de un
hombre, sino de este negocio completamente nuevo de velocidad que sólo consiste en estar
moviéndose deprisa; una especie de embrión, en lugar de la revelación por sí mismo de un
hombre que probablemente era bastante buen tío y que lo hizo bastante bien y que tenía
más que decir que algunos que conozco y que en cierto sentido sólo incidentalmente estaba
escribiendo acerca de volar.
Pues el libro terminó por ser una colección perfectamente normal y bastante buena
de anécdotas procedentes de la vida y de la experiencia de un aviador profesional. Son de
un amplio rango y de distintos grados de valor e interés, y una, una experiencia real que se
lee como ficción, es excelente, concisa, y ordenada, no sólo sostenida sino sobria. Ninguna
es larga y ninguna está sobre-contada (su sentido de la sobriedad junto a sus dotes para la
narrativa eran las mejores cualidades del autor), aunque tengo la sensación de que para
empezar algunas de ellas nunca sostenían el relato, y la mayoría estaban afectadas por una
especie de sentimental jerga periodística —ese entendimiento reporteril que parece saber de
inmediato y por puro instinto cuándo llega al pueblo un personaje público y dónde
encontrarlo— que muestra especialmente en sus descripciones de la naturaleza. Nunca
quedas cautivado por una sola descripción del cielo por la noche o de la tierra por la noche
o de la puesta de sol o de la luz de la luna o de la niebla; lo has visto antes unas cien veces y
ha sido expresado exactamente de esa forma en diez mil columnas de periódico y de
revista. Pero entonces Collins era un escritor de periódico. Pero aunque no lo hubiera sido,
esto podría haberle disculpado con justicia por el tipo de vida que un piloto de pruebas tenía
que llevar: una vida que nunca se atreve a la soledad, que incluso la ociosidad debe tener
lugar donde se congrega la gente, que no se atreve al retiro hacia la introspección, donde
podría contemplar con calma el puro lenguaje o tendría que dejar de ser un piloto de
pruebas. Pero tenía una innegable destreza narrativa; sin duda habría escrito hubiese volado
o no. En realidad, el libro mismo indica que aparentemente él quería escribir, o al menos
que volaba sólo para ganar dinero para mantener a su familia.
Collins está muerto, se mató en el accidente de un aeroplano que estaba probando
para la marina, pues es costumbre de los militares no permitir que sus propios pilotos
prueben nuevos aeroplanos. El último capítulo del libro se titula «Estoy muerto», y consiste
en un obituario que escribió el propio Collins. No tengo la intención de hacer ningún
comentario sobre los métodos editoriales del siglo xx, los groseros y llamativos esquemas
de la edición moderna, para cuyo beneficio mediante una casualidad casi increíble Collins
escribió el documento, respondiendo al desafío, creo que en broma, de un amigo, y
obedeciendo creo que en broma, puesto que el libro afirma que el picado que lo mató era el
último de una serie en el último aeroplano que tenía la intención de probar, habiendo
amasado quizá unos ingresos mediante su escritura: pero esto debería haber sido un
documento privado, mostrado en privado por el amigo a quien se lo dejó. Lamentas leer
esto en un libro. No debería haber sido incluido. Debería haber sido citado, como mucho,
citado no como el documento que es, sino por una figura que contiene, la única figura o
frase en el libro que repentinamente cautiva la mente con el fino choque de la poesía:
El frío pero vibrante fuselaje
fue la última cosa que sintió
mi caliente y viva carne.
Pero aún hay otra razón por la que «Estoy muerto» no debería haber sido incluido.
Porque esta vez Collins se sobrescribió a sí mismo, la única vez en el libro. Porque, aunque
debió de haberlo empezado en broma, no continúo, puesto que ningún hombre bromea ante
sí mismo acerca de su propia muerte. Así que esta vez sobrescribió. Pero supongo que esto
también debe perdonársele, puesto que aunque un hombre deje de ser sentimental acerca
del amor probablemente el día que descubra que ambos, tanto él como su primer amor, no
sólo pueden desear e incluso tener a otro sino que lo hacen, él nunca conocerá ese día en el
que ya no sea sentimental acerca de su propio fallecimiento.
Pero esto no es lo que tengo contra el libro. Lo que tengo no es lo que yo esperaba.
Esperaba encontrar, una especie de embrión, un precursor aún informe o un síntoma de la
velocidad, de la alta velocidad de hoy que creo está mucho más cerca del final de los
límites de los que eran capaces los seres humanos y los materiales cuando el hombre
extrajo hierro por primera vez, que del comienzo de esos límites tal como estaban hace diez
o doce años cuando el hombre empezó a ir realmente rápido. No de los límites para las
máquinas, sino de los hombres que las pilotan: el límite en el que los vasos sanguíneos
revienten y las entrañas se rompan al hacer cualquier clase de giro que te mantenga en el
mismo condado, por no hablar de la percepción de la distancia y de la profundidad, incluso
cuando inventen o descubran alguna manera de alterar más la ley de la ratio entre velocidad
máxima y velocidad de aterrizaje que no sea mediante alerones en las alas de modo que
todos los vuelos no tengan que parar y empezar desde uno de los Grandes Lagos. Incluso
los pilotos de precisión de hoy deben tener una coordinación y percepción de la
profundidad absolutamente perfectas, así que quizás, siendo perfectas, éstas funcionarán a
cualquier velocidad hasta el infinito. Pero aún tendrán que hacer algo acerca de los vasos
sanguíneos y las entrañas del piloto. Quizá se las ingenien para crear un tipo de especie o de
raza, como solían crear y criar razas de cantantes y eunucos, como el Agello de Mussolini,
que vuela a más de cuatrocientas millas por hora. No serán ni bueyes de establo ni gallos de
pelea, serán capones: niños seleccionados de cada generación por medio de reglas o incluso
mediante máquinas y enclaustrados y en cierto sentido emasculados y entrenados para
conducir los vehículos en los que el resto de nosotros nos lanzaremos de un sitio a otro.
Tendrán que ser cogidos en la infancia porque el piloto de precisión de hoy en día empieza
a entrenar en la adolescencia y sigue durante los treinta. Esto sería una especie y en su
momento una raza y en su momento producirían un folklore. Pero probablemente para
entonces el resto de nosotros no pueda descifrarlo, quizá ni siquiera oírlo puesto que ya
tenemos objetos que pueden superar su propio sonido y así sus propios cantantes viajarían
en lo que para nosotros sería un vacío a prueba de sonido.
Pero no era este folklore en el que estaba pensando. Ése tardará años en producirse.
Había pensado en ese que podría existir incluso ahora y del que había esperado que este
libro fuese el síntoma, el primer precursor titubeante. No sería un folklore de la edad de la
velocidad ni de los hombres que la llevan a cabo, sino de la propia velocidad, sin estar
poblada por nada humano, ni siquiera mortal, sino por las propias inteligentes intencionadas
máquinas que no transportan nada que haya nacido o tenga que morir o que tan siquiera
sufra dolor, moviéndose sin propósito comprensible hacia ningún destino discernible, que
produce una literatura inocente de amor y de odio y por supuesto de piedad o de terror, y
que sería la historia de la desaparición final de la vida sobre la tierra. Yo los observaría, a
los pequeños débiles mortales, desvaneciéndose contra un vasto y atemporal vacío
rellenado con el sonido de increíbles máquinas, en el que furiosos meteoros se mueven en
ningún medio lanzado a ninguna parte, sin detenerse ni languidecer, destruyéndose para
siempre unos a otros.
[American Mercury; noviembre de 1935; véase también la versión sin abreviar.]
Reseña de Piloto de pruebas de Jimmy Collins
Estaba decepcionado con este libro. Pero fue mejor de lo que yo esperaba. Quiero
decir, mejor en tanto que literatura actual. Tenía la expectativa, esperaba que fuese una
especie de nueva tendencia, una literatura o una torpeza de auto-expresión, no de un
hombre, sino de este negocio completamente nuevo de velocidad que sólo consiste en estar
moviéndose deprisa; una especie de embrión, en lugar de la revelación por sí mismo de un
hombre que probablemente era bastante buen tío y que lo hizo bastante bien y que tenía
más que decir que algunos que conozco y que en cierto sentido sólo incidentalmente estaba
escribiendo acerca de volar. En lugar de eso, el libro terminó por ser una colección
perfectamente normal y bastante buena de anécdotas procedentes de la vida y de la
experiencia de un aviador profesional. Son de un amplio rango y de distintos grados de
valor e interés, y una, una experiencia real que se lee como ficción, es excelente, concisa, y
ordenada, no sólo sostenida sino sobria. Las otras se dividen en grupos, que van desde las
anécdotas de accidentes que no fueron fatales, anécdotas acerca de las que los propios
aviadores se ríen con lo que Laurence Stallins denominó una vez «ese humor extravagante
y macabro de los aviadores» y que los no-aviadores escucharían con horrorizado y
aterrorizado desconcierto. Hay otro grupo de relatos de hangar, charlas de trabajo de pilotos
que algunos no-pilotos disfrutarán y otros los encontrarán sólo grises y aun otros realmente
incomprensibles. Luego hay un tercer grupo de historias. Quiero decir, cuentos
manufacturados: algunos el tipo de historia que te encuentras en una revista de chicos, uno
el cuento de la retribución poética, después otro que es el clásico griego en el que el hombre
es destruido intencionalmente y sin razón por los dioses —en este caso el Azar y el Terror
— y hay una historia sentimental de las que te encuentras en una revista de chicas.
Ninguna es larga y ninguna está sobre-contada —su sentido de la sobriedad junto a
sus dotes para la narrativa son las mejores cualidades del autor—, aunque tengo la
sensación de que para empezar, algunas de ellas nunca sostenían el relato —y la mayoría
estaban afectadas por una especie de sentimental jerga periodística—, ese entendimiento
reporteril que parece saber de inmediato y por puro instinto cuándo llega al pueblo un
personaje público y dónde encontrarlo— que muestra especialmente en sus descripciones
de la naturaleza. Nunca quedas cautivado por una sola descripción del cielo por la noche o
de la tierra por la noche o de la puesta de sol o de la luz de la luna o de la niebla; lo has
visto antes unas cien veces y ha sido expresado exactamente de esa forma en diez mil
columnas de periódico y de revista. Pero entonces, entiendo que Collins colaboraba en la
columna de un periódico. Pero aunque no lo hubiera hecho, esto podría haberle disculpado
con justicia por el tipo de vida que un piloto de pruebas tenía que llevar: una vida que
nunca se atreve a la soledad, que incluso la ociosidad debe tener lugar donde se congrega la
gente, que no se atreve al retiro hacia la introspección donde podría contemplar con calma
el puro lenguaje o tendría que dejar de ser un piloto de pruebas. Pero tiene una innegable
destreza narrativa; sin duda habría escrito hubiese volado o no. En realidad, el libro mismo
indica que aparentemente él quería escribir, o al menos que volaba sólo para ganar dinero
para mantener a su familia. Y era un comunista; lo dijo él mismo, con una simplicidad
admirablemente tranquila, que no veía otra creencia económica que uno pudiera sostener:
así que sería el único aviador comunista fuera de Rusia pues la idea de un aviador
profesional americano y exoficial del ejército que profesase el comunismo difícilmente
tiene sentido. Y «Regreso a la tierra» tanto acelerará tu respiración como la detendrá, y
«Colegas del asiento de atrás» te partirá en dos, y «Lucha en las alturas» hará rugir a
cualquier marido; y puesto que uno de los trabajos del escritor es mostrar al hombre en sus
siempre absurdos y no siempre satisfactorios choques con el mundo que él creó, hizo bien
su trabajo.
Porque no es Collins quien hace daño a este libro. Él está muerto, se mató en el
accidente de un aeroplano que estaba probando para la marina, pues es costumbre de los
militares no permitir que sus propios pilotos prueben nuevos aeroplanos. El último capítulo
del libro se titula «Estoy muerto» y consiste en un obituario que escribió el propio Collins.
No tengo la intención de que esto sea ningún comentario sobre los métodos editoriales del
siglo xx, los groseros y llamativos esquemas de la edición moderna para cuyo beneficio,
mediante una casualidad casi increíble, Collins escribió el documento, respondiendo al
desafío, creo que en broma, de un amigo, y obedeciendo creo que en broma, puesto que el
libro afirma que el picado que lo mató era el último de una serie en el último aeroplano que
tenía la intención de probar, habiendo amasado quizá unos ingresos mediante su escritura:
pero esto debería haber sido un documento privado, mostrado en privado por el amigo a
quien se lo dejó. Lamentas leer esto en un libro. No debería haber sido incluido. Debería
haber sido citado, como mucho, citado no como el documento que es, sino por una figura
que contiene, la única figura o frase en el libro que repentinamente cautiva la mente con el
fino choque de la poesía:
El frío pero vibrante fuselaje
fue la última cosa que sintió mi
caliente y viva carne.
Pero aún hay otra razón por la que no debería haber sido incluido. Porque esta vez
se sobrescribió a sí mismo, la única vez en el libro. Porque, aunque debió de haberlo
empezado en broma, no continúo, puesto que ningún hombre bromea ante sí mismo acerca
de su propia muerte. Así que esta vez sobrescribió. Pero supongo que esto también debe
perdonársele, puesto que aunque un hombre deje de ser sentimental acerca del amor
probablemente el día que descubra que ambos, tanto él como su primer amor, no sólo
pueden desear e incluso tener a otro sino que lo hacen, él nunca conocerá ese día en el que
ya no sea sentimental acerca de su propio fallecimiento.
Pero esto no es lo que tengo contra el libro. Lo que tengo no es lo que yo esperaba.
Esperaba encontrar una especie de embrión, un precursor aún informe o un síntoma de la
velocidad, de la alta velocidad de hoy que creo está mucho más cerca del final de los
límites de los que eran capaces los seres humanos y los materiales cuando el hombre
extrajo hierro por primera vez, que del comienzo de esos límites tal como estaban hace diez
o doce años cuando el hombre empezó a ir realmente rápido. No de los límites para las
máquinas, sino de los hombres que las pilotan: el límite en el que los vasos sanguíneos
revienten y las entrañas se rompan al hacer cualquier clase de giro que te mantenga en el
mismo condado, por no hablar de la percepción de la distancia y de la profundidad, incluso
cuando inventen o descubran alguna manera de alterar más la ley de la ratio entre velocidad
máxima y velocidad de aterrizaje que no sea mediante alerones en las alas, de modo que
todos los vuelos no tengan que parar y empezar desde uno de los Grandes Lagos. Incluso
los pilotos de precisión de hoy deben tener una coordinación y percepción de la
profundidad absolutamente perfectas, así que quizás, siendo perfectas, éstas funcionarán a
cualquier velocidad hasta el infinito. Pero aún tendrán que hacer algo acerca de sus vasos
sanguíneos y sus entrañas. Quizá se las ingenien para crear un tipo de especie o de raza,
como solían crear y criar razas de cantantes y eunucos, como el Agello de Mussolini, que
vuela a más de cuatrocientas millas por hora. No serán ni bueyes de establo ni gallos de
pelea, sino capones: niños seleccionados de cada generación por medio de reglas o incluso
mediante máquinas y enclaustrados y en cierto sentido emasculados y entrenados para
conducir los vehículos en los que el resto de nosotros nos lanzaremos de un sitio a otro.
Tendrán que ser cogidos en la infancia porque el piloto de precisión de hoy en día empieza
a entrenar en la adolescencia y sigue durante los treinta. Esto sería una especie y en su
momento una raza y en su momento producirían un folklore. Pero probablemente para
entonces el resto de nosotros no pueda descifrarlo, quizá ni siquiera oírlo puesto que ya
tenemos objetos que pueden superar su propio sonido y así sus propios cantantes viajarían
en lo que para nosotros sería un vacío a prueba de sonido.
Pero no era este folklore en el que estaba pensando. Ése tardará años en producirse.
Había pensado en ése que podría existir incluso ahora y del que había esperado que este
libro fuese el síntoma, el primer precursor titubeante. No sería un folklore de la edad de la
velocidad ni de los hombres que la llevan a cabo, sino de la propia velocidad, sin estar
poblada por nada humano, ni siquiera mortal, sino por las propias inteligentes intencionadas
máquinas que no transportan nada que haya nacido o tenga que morir o que tan siquiera
sufra dolor, moviéndose sin propósito comprensible hacia ningún destino discernible, que
produce una literatura inocente de amor y de odio y por supuesto de piedad o de terror, y
que sería la historia de la desaparición final de la vida sobre la tierra. Yo los observaría, a
los pequeños débiles mortales, desvaneciéndose contra un vasto y atemporal vacío
rellenado con el sonido de increíbles máquinas, en el que furiosos meteoros se mueven en
ningún medio lanzado a ninguna parte, sin detenerse ni languidecer, destruyéndose para
siempre unos a otros, renovándose para siempre sin ni siquiera amor ni copulación.
[El texto originalmente publicado de la reseña de Faulkner de Piloto de pruebas,
de Jimmy Collinsy en American Mercury, noviembre de 1935. Posteriormente se encontró
el mecanoscrito de Faulkner. Había sido muy editado: se habían omitido casi trescientas
palabras y se había añadido un título, «Folklore del aire». El texto mecanoscrito fue
publicado en el Mississippi Quarterly, verano de 1980. Ese texto es el aquí reproducido.]
Reseña de El viejo y el mar de Ernest Hemingway
¿Qué problema hay con el matrimonio?» No creo que haya ningún problema con el
matrimonio. El problema reside en las partes implicadas. El hombre invariablemente
obtiene infelicidad cuando se involucra en algo con el único propósito de obtener algo.
Coger lo que tiene a mano y hacer de ello lo que su corazón desee, ésa es la cosa. Los
hombres y las mujeres olvidan que cuanto mejor es la comida, más rápida es la indigestión.
Dos hombres o dos mujeres —que formen una asociación— siempre recuerdan que
el otro tiene debilidades y, al tener en cuenta la falibilidad del género humano, obtienen
éxito y felicidad. Pero muchos hombres y muchas mujeres cuando se casan parecen ignorar
el hecho de que ambos deben tener claramente en mente lo que desean crear, obtener y
alcanzar, y entonces trabajar juntos y con tolerancia mutua para ello.
Ninguno de nosotros creerá que nuestras penas siempre son ocasionadas por
nosotros mismos. Todos creemos que el mundo nos debe felicidad; y cuando no la tenemos,
le echamos la culpa de ello a esa persona más cercana a nosotros. El primer frenesí de
pasión, de intimidad de cuerpo y de mente, nunca es amor. Eso es sólo el oleaje a través del
que tenemos que ir para alcanzar el mar en calma del amor, de la paz y de la satisfacción
reales. Las grandes olas pueden ser divertidas, pero con grandes olas no puedes navegar con
seguridad hacia el interior del puerto. Y sin duda la gente casada quiere llegar junta a algún
puerto —algún refugio desde el que otear hacía atrás los años dorados cuando la tolerancia
mutua haya eliminado algunos lugares escabrosos y el tiempo haya borrado el resto—.
Con que la gente recordase que la pasión es un fuego que se agota a sí mismo, pero
que el amor es un combustible que alimenta su fuego inmortal, no habría matrimonios
infelices.
No hay nada malo respecto al matrimonio. Si lo hubiera, el hombre habría
inventado algo distinto que ocupase su lugar.
Al editor de libros del Chicago Tribune[115]
Es una pregunta difícil. Puedo nombrar a la ligera muchos libros que debería
gustarme haber escrito, con tal de que se me concediese el privilegio de reescribir partes de
ellos. Pero me atrevo a decir que hoy hay cierto número de ángeles en el cielo
(particularmente recientes llegadas americanas) que miran hacia abajo sobre el mundo y
meditan con cierto pesar acerca de lo mucho más limpio que habrían hecho el trabajo que,
con el perfecto calor de su furia creativa, hizo el Señor.
Creo que el libro que incluiría sin reservas en la lista pensando «Desearía haber
escrito eso» es Moby Dick. Su simplicidad como griega: un hombre de carácter enérgico
conducido por su sombría naturaleza y su funesta herencia, empeñado en su propia
destrucción y arrastrando a su mundo inmediato con él con un despótico y completo
desprecio por ellos en tanto que individuos; el certero punto en el que las distintas
naturalezas capturadas en la fatalidad de su ciego curso (y pasivas como con un
conocimiento previo de su inalterable condena) son arrastradas —una especie de Gólgota
del corazón se vuelve inmutable como el bronce en la sonoridad de su profunda ruina—;
todo contra el grave y trágico ritmo de la tierra en su fase más atemporal: el mar. Y el
símbolo de su condena: una Ballena Blanca. Hay una muerte para un hombre, ahora; nada
que ver con tu paciente pasto para pequeñas bestias que pacen que ni siquiera pueden verse
directamente con los ojos. Hay magia en la propia palabra.
Una Ballena Blanca. Blanca es una gran palabra, como el estrépito de una masa de
trompetas; y el mismo leviatán tiene una especie de plácida y torpe majestad en su nombre.
¡¡¡Y ahora júntalas!!! Una muerte para Aquiles, y las divinas sacerdotisas de Patmos que
lleven luto por él, que more la blanca y pura tristeza en sus dorados cabellos.
Y aun así, cuando recuerdo a Moll Flanders[116] y toda su abundante y rica
fecundidad como un mercado donde todo lo que había sobrevivido hasta esa época debía
esperar y pasar, o cuando rememoro Cuando éramos muy jóvenes,[117] puedo desear sin
ningún esfuerzo en absoluto que se me hubiese ocurrido eso antes que al señor Milne.
William Faulkner
Al editor del Memphis Commercial Appeal[118]
«La historia es muy emocionante; odiaba tener que dejarlo incluso para dormir. No
me habría creído (salvo por esa inequívoca cualidad de frescura) que fuese un primer libro.
En realidad, como corresponde al oficio, sabe qué contar y qué no contar, es uno de los
mejores primeros libros que he leído.»
William Faulkner
Anuncio clasificado en el Memphis Commercial Appeal[123]
[Writers Take Sides: Letters about the War in Spain from 418 American Authors,
Nueva York, 1938]
Se llamaba Pete. Era sólo un perro, un pointer de quince meses, todavía casi un
cachorro aunque había pasado una temporada de caza aprendiendo a ser el perro que habría
sido en otras dos o tres si hubiese vivido hasta entonces.
Pero era sólo un perro. Esperaba poco del mundo al que vino sin pasado y tampoco
sin nada de inmortalidad: —comida (no le importaba qué o cuán poca con tal de que le
fuese dada con afecto —el toque de una mano, una voz que conocía aunque no pudiese
comprender y contestar a las palabras que decía); la tierra sobre la que correr; aire que
respirar, sol y lluvia en sus estaciones y el tipo de codorniz que era su herencia mucho antes
de que conociese la tierra y sintiese el sol, cuyo olor ya conocía por su incondicional y fiel
ancestro antes de que él mismo lo hubiese olfateado. Eso era todo lo que quería. Pero eso
habría sido suficiente para llenar los ocho o diez o doce años de su vida natural porque doce
años no son tantos y no cuesta mucho llenarlos.
Aunque doce años son pocos, normalmente él debería haber sobrevivido a cuatro
del tipo de automóviles que lo mataron —coches capaces de subir colinas demasiado rápido
como para evitar a un perro pointer grande—. Pero Pete no sobrevivió al primero de sus
cuatro. No lo estaba persiguiendo; había aprendido a no hacerlo antes de que se le
permitiera estar por la carretera. Estaba parado en la carretera esperando a su pequeña
dueña a caballo para recogerla, y escoltarla con seguridad hasta casa. No debería haber
estado en la carretera. No pagaba impuestos de circulación, no tenía carnet de conducir, no
votaba. Quizá su problema fue que el automóvil que vivía en el mismo jardín que él tenía
un claxon y unos frenos y él pensó que todos los tenían. Decir que no vio el coche porque el
coche estaba entre él y el sol del final de la tarde es una mala excusa porque ello introduce
la cuestión de la visión y ciertamente nadie incapaz de ver con el sol a su espalda a un perro
pointer grande en una autopista recta de dos carriles pensaría de ninguna manera en
permitirse a sí mismo conducir, no digamos uno sin claxon o frenos, porque la próxima vez
Pete podría ser un niño humano y matar niños humanos con automóviles va contra la ley.
No, el conductor tenía prisa: ésa fue la razón. Quizá todavía le quedaban muchas
millas y ya llegaba tarde a cenar. Por eso no tuvo tiempo de aminorar o parar o rodear a
Pete. Y puesto que no tenía tiempo para eso, naturalmente no tuvo tiempo para parar
después; además Pete era sólo un roto perro tirado que lloraba en una cuneta junto a la
carretera y en cualquier caso el coche ya lo había sobrepasado y el sol estaba ahora a la
espalda de Pete, de modo que ¿cómo se esperaba que el conductor oyese su llanto?
Pero Pete lo ha perdonado. En su año y cuarto de vida nunca obtuvo de los seres
humanos nada que no fuese bondad; con mucho gusto habría dado los otros seis u ocho o
diez que le quedaban antes que hacer que uno llegase tarde a cenar.
Inscripción en el monumento a los muertos del condado de Lafayette en la
Segunda Guerra Mundial[124]
Todos los nativos de Mississippi se sumarán al elogio del condado de Attala. Pero
junto al orgullo y la esperanza haríamos mejor en sentir también preocupación y aflicción y
vergüenza; aflicción no por los niños muertos, sino preocupación y aflicción porque lo que
hicimos no fue suficiente; en efecto, sólo fue un poco mejor que nada, no por la justicia, ni
siquiera por el castigo, tal como no se inflige justicia o castigo al perro rabioso o a la
serpiente de cascabel; aflicción y vergüenza porque nos hemos puesto en evidencia ante la
gente forastera que está tan presta a mostrarnos nuestros fallos y decirnos cómo
remediarlos, al haber puesto el mismo precio a asesinar a tres niños que a atracar tres
bancos o robar tres coches.
Y aquellos de nosotros que hemos nacido en Mississippi y hemos vivido toda
nuestra vida en él, que hemos continuado viviendo en él cuarenta y cincuenta y sesenta
años con ciertos costes y sacrificios únicamente porque amamos Mississippi y sus maneras
y sus costumbres y su suelo y su gente; quienes a causa de ese amor siempre hemos estado
listos y deseando defender nuestras maneras y hábitos y costumbres de los ataques de los
forasteros que creíamos que no los comprendían, también haríamos mejor en temer —temer
que nos hayamos equivocado; que lo que habíamos defendido y amado no sólo no quería la
defensa y el amor, sino que no era digno de una e indefendible de lo otro—.
Temor que, al menos, cabe esperar que los dos miembros del jurado que salvaron al
asesino no compartan.
Cabe esperar que cualesquiera razones que hayan tenido para salvarle sean
suficientes para que puedan dormir por las noches sin pesadillas acerca de los diez o quince
años o así a partir de ahora cuando el asesino sea puesto en libertad condicional o
perdonado o liberado de nuevo, y por supuesto mate a otro niño, que se espera —y uno lo
dice con aflicción y desesperación— que al menos esta vez sea de su propio color.
Oxford, Miss.
William Faulkner
Al editor del Memphis Commercial Appeal
William Faulkner
Al editor del Mamphis Commercial Appeal
Acabo de recibir una carta de un ciudadano del condado de Chickasaw, donde tuvo
lugar el asesinato y donde vivían los implicados en él, acerca de la tragedia del condado
Chicksaw-Calhoun en la que se dijo que tres hombres blancos sacaron arrastras a un
granjero negro desarmado de su carro y, en presencia de su esposa e hijos, le golpearon
hasta la muerte con una herramienta de automóvil, dicho proceso se transfirió por cambio
de jurisdicción al condado de Calhoun, donde los demandados fueron declarados no-
culpables sobre la base de su auto-defensa.
La carta no está firmada.
Creo que comprendo por qué: aquellos a los que, incluso en proporción de tres
contra uno, se les rebajó la condena a tal extremo debido a la auto-preservación,
probablemente no vacilen en usar más del mismo tipo de auto-defensa contra cualquier
crítico de su comportamiento.
Así que en esta ocasión no citaré el cuerpo de la carta. No hay necesidad de ello,
puesto que los abogados de los hombres implícitamente ya han hecho lo mismo al
conseguir un cambio de jurisdicción respecto al condado y a la gente que conocía mejor a
sus clientes.
Pero citaré esto:
«La gente (del condado de Chickasaw) conocía a Malcolm Wright.
El hombre cuyo lugar alquiló este negro había acordado que el lugar debía ser para
él en el caso de que el propietario muriese primero; esto es, la pequeña granja que Wright
había trabajado durante años iba a ser suya según establecía esa voluntad.
Mi pequeña asistenta de color, una joven mujer casada, dijo “Mamá siempre nos
decía de pequeños que si nos manteníamos en nuestro lugar y lo hacíamos bien, nunca nos
haría daño nada. Pero Malcolm Wright se mantuvo en su lugar y siempre intentó hacerlo
bien”».
Ésta es la parte importante, no sólo trágico sino aterrador. Todo lo que tiene el
negro, lo tiene de nosotros, la gente blanca. Esto es, sus formas y sus hábitos son nuestras
formas y nuestros hábitos, porque tuvo que aprender e imitar nuestras formas y nuestros
hábitos con el fin de vivir entre nosotros. Le enseñamos a hablar un lenguaje, y a leerlo, a
comer y a pensar como nosotros comemos y pensamos, a vestir las mismas ropas, a querer
los mismos automóviles, los mismos placeres, a cultivar la misma tierra con los mismos
métodos para plantar el mismo algodón y el mismo maíz; incluso inventamos y le
enseñamos su religión y sus vicios; el casero y primitivo culto, el whisky de malta y los
dados.
Y ahora parece que le estamos ofreciendo un curso de postgrado. Y si esto —no sólo
el asesinato de niños pequeños en sus camas por la noche, o el arrastrar a padres
desarmados fuera de los carros en carreteras públicas y golpearlos hasta la muerte con
barras de hierro mientras sus mujeres y sus niños observan, sino la semilla, la herencia de
desesperación y odio en la sangre de sus familiares y descendientes— es lo que hemos
preparado para enseñarles ahora, entonces, damas y caballeros, mejor será que nos
asustemos.
Algunos de nosotros ya lo estamos —miedo y aflicción, ambos—. Pero hasta el
punto de que todo lo que algunos de nosotros nos atrevemos o podemos hacer es alzar
anónimas voces como la de arriba: a qué trágico paso ha llegado este país, esta tierra,
América, fundada por gente oprimida para que fuese para siempre un refugio donde ningún
hombre oprimiese a otro, que hace nada tomó parte en una sangrienta guerra siguiendo el
principio de que debía ser segura y estar asegurada la vida y la libertad de todos los
hombres, masones, metodistas, judíos, republicanos, ateos, vegetarianos o
swedenborgianos: —a qué trágico paso, cuando esa circunstancia no sólo es condonada
sino incluso sustentada y perpetuada así según precedente, por lo que sea que la sustente y
perpetúe según precedente, por la razón que sea —ignorancia o intolerancia o —la más baja
de todas— el uso de la ignorancia y de la intolerancia para promocionarse o para hacer
dinero, en el que un ciudadano no osa levantar su voz contra el ultraje y la injusticia por
miedo al martirio.
William Faulkner
Al secretario de la Academia Americana de las Artes y las Letras
[Proceedings of the American Academy of Arts and Letters and the National Institut
of Arts and Letters, serie segunda, 1951]
al 1 de septiembre de 1950]
1. «La cerveza fue rechazada mediante votación en 1944 por ser desagradable.»
La cerveza fue rechazada mediante votación en 1944 porque demasiados votantes
que bebían cerveza o que no tenían ninguna objeción respecto a que otra gente la bebiese
estaban ausentes en Europa y Asia defendiendo el Oxford donde los votantes que
prefirieron el hogar a la guerra pudieron votar sobre la cerveza en 1944.
2. « Una botella de cerveza del cuatro por ciento contiene dos veces más alcohol
que un chupito[126] de whisky.»
Una botella de doce onzas de cerveza del cuatro por ciento contiene el cuarenta y
ocho por ciento de una onza de alcohol. Un chupito tiene una capacidad de una onza y
media (véase el diccionario). El whisky varía entre el treinta y el cuarenta y cinco por
ciento de alcohol. Un chupito de whisky del treinta por ciento contiene el cuarenta y cinco
por ciento de una onza de alcohol. Una botella de cerveza del cuatro por ciento no contiene
dos veces más alcohol que un chupito de whisky. A menos que el whisky tenga menos del
treinta y dos por ciento de alcohol, la botella de cerveza ni siquiera contiene tanto.
3. «El dinero que se gasta en cerveza debería gastarse en comida, ropa y otros
bienes de consumo esenciales.»
Con este precedente, tendremos que convocar otra elección para votar acerca de si
se permitirán en Oxford las floristerías, las exposiciones de pintura, las tiendas de radios y
los suministradores de coches de placer.
4. «Starkville y Water Valley rechazaron la cerveza mediante votación; ¿por qué no
Oxford?»
Puesto que Starkville es la sede de Mississippi State, y Mississippi State venció a la
Universidad de Mississippi en fútbol americano, quizá Oxford, que es la sede de la
Universidad de Mississippi, hace bien en tomar a Starkville como modelo. ¿Pero por qué
imitar a Water Valley? Nuestro equipo del instituto venció al suyo, ¿no?
Vuestro por un Oxford más libre, donde los taberneros puedan ser respetuosos con
la ley seis días a la semana, y los Ministros de Dios puedan ser Ministros de Dios todos los
siete días de la semana, como el Fundador de su Ministerio les mandó cuando les ordenó
apartarse de la política temporal con sus propias palabras: «Dad al César lo que es del César
y a Dios lo que es de Dios.»[127]
William Faulkner Ciudadano particular
Al editor del Oxford Eagle
8 de septiembre de 1950
Al editor de Time
William Faulkner
Declaración a la prensa sobre el caso de Willie McGee[130]
No quiero que Willie McGee sea ejecutado, porque eso haría de él un mártir y
crearía un hedor que duraría mucho en mi estado natal.
Si el crimen del que se le acusa no fuese uno que implica fuerza y violencia, y no
creo que eso estuviese demostrado, entonces la pena en este Estado o en cualquier otro
similar no debería ser de muerte.
No tengo nada en común con las representantes del Congreso de los Derechos
Civiles salvo que ambos decimos que queremos que Willie McGee viva.
Creo que estas mujeres que visitaron Mississippi recientemente están siendo
utilizadas; que como mejor se contribuirá a su causa será con la ejecución de Willie.
Les dije que si querían salvar a Willie deberían hablar con las mujeres de la cocina y
exponer allí sus argumentos y no con los hombres y los políticos.
Al editor del New York Times
esto es acerca del avión de pasajeros italiano que se quedó corto en la pista y se
estrelló en Idlewild después de que fracasase en tres ocasiones a la hora de tratar de seguir
el rumbo que le indicaba el instrumental que le tendría que haber llevado a la pista.
Está escrito según la idea (o postulado, si se quiere) de que el instrumento o
instrumentos —altímetro junto con indicador de deriva— que fallaron o habían fallado ya
estaban fuera de servicio o equivocados antes del momento en el que el piloto encomendó a
ellos la aeronave irrevocablemente.
Está escrito con aflicción. No sólo por el dolor de los familiares de los que murieron
en el accidente, y por la aerolínea, la compañía pública que, al vender los billetes, prometió
o en todo caso implícitamente ofreció seguridad en el viaje, sino por la tripulación, por el
propio piloto que será culpado por el accidente y cuyo historial y memoria se verán
empañados por ello; que, junto a sus desprevenidos pasajeros, fue víctima no sólo de los
fallidos instrumentos sino víctima de ese mítico, incuestionable, casi religioso temor
reverencial y veneración hacia los aparatos en el que nuestra cultura nos ha educado —
hacia cualquier aparato, con tal de que sea lo suficientemente complejo y lo suficientemente
críptico y cueste lo suficiente—.
Imagino que incluso después del primer fallo a la hora de mantener el rumbo,
ciertamente después del segundo, su instinto —su impulso, llámese como se quiera—,
después de tanta experiencia, de tantas horas de vuelo, le diría que algo estaba yendo mal. Y
su veteranía como capitán sobre el agua de un cuatrimotor probablemente le dijo dónde
estaba el problema. Pero no se atrevió a aceptar ese conocimiento y (esto presupone que
incluso después del segundo error aún le quedaba combustible suficiente para llegar a un
terreno donde pudiese ver) actuar en función de él.
Posiblemente en algún momento durante los cuatro intentos de aterrizar, muy
probablemente en alguno de los rápidos segundos finales antes de que hubiese dirigido
irrevocablemente la aeronave —ese compuesto de masa y peso por velocidad— contra el
suelo, su copiloto (o ingeniero de vuelo o quienquiera más que hubiese en la cabina en ese
momento) probablemente le dijo: «Mira. Estamos mal. Saca los alerones y aumenta la
velocidad y salgamos de aquí como sea». Pero no se atrevió. No se atrevió a desobedecer y
afrontar, incluso arriesgando también su propia vida, nuestro postulado cultural de la
infalibilidad de las máquinas, de los instrumentos, de los aparatos —un Poder más
despiadado aún que el del viejo concepto del Dios de los Hebreos, puesto que el nuestro ni
siquiera es celoso y vengativo, le traen sin cuidado los individuos—.
No osó cometer ese sacrilegio. Si lo hubiese hecho, no le quedaría nada salvo abrir
la escotilla de la cabina y lanzarse él mismo (un romano) contra las espadas giratorias de
una de las hélices centrales. Lo lamento por él, por las víctimas de ese momento. Todos
nosotros haríamos mejor lamentándonos por toda la gente perteneciente a una cultura que
sostiene que cualquier mecanismo es superior a cualquier hombre porque el uno, siendo
mecánico, es infalible, mientras que el otro, no siendo nada salvo un hombre, no es
susceptible de fallar sino que está condenado a ello.
William Faulkner Nueva York, de diciembre, 1954
Nota para El final del affaire de Graham Greene[131]
Nosotros los del Mississippi ya sabemos que nuestras actuales escuelas no son lo
suficientemente buenas. Nuestros hombres y mujeres jóvenes nos lo demuestran ellos
mismos cada año mediante el hecho de que, cuando los mejores de ellos quieren la mejor
educación a la que tienen derecho y para la que son competentes, no sólo en humanidades
sino también en profesiones y oficios —abogacía y medicina e ingeniería—, deben salir del
estado para obtenerla. Y bastante a menudo, demasiado a menudo, no vuelven.
De modo que nuestras actuales escuelas ni siquiera son lo suficientemente buenas
para la gente blanca; nuestro actual embalse estatal de educación ni siquiera tiene la calidad
lo suficientemente alta para saciar la sed de nuestros jóvenes hombres y mujeres blancos.
En cuyo caso, cómo podría saciar acaso la sed y la necesidad del negro, que obviamente
está más sediento, lo necesita aún más, si no el Gobierno Federal no habría tenido que
aprobar una ley obligando a Mississippi (entre otros por supuesto) a hacer que le fuese
accesible lo mejor de nuestra educación.
Esto es, nuestras actuales escuelas ni siquiera son lo suficientemente buenas para la
gente blanca. Así que, ¿qué hacemos?, ¿hacerlas lo suficientemente buenas, mejorarlas lo
máximo que sea posible? No. Nos vamos por las ramas, rastrillamos y raspamos para
incrementar impuestos adicionales para establecer otro sistema que en el mejor de los casos
sólo igualará al que ahora mismo no es lo suficientemente bueno, que por lo tanto tampoco
será lo suficientemente bueno para los negros;
tendremos dos sistemas idénticos, ninguno de los cuales será bueno para nadie. La
cuestión no es cuán estúpida puede volverse la gente porque aparentemente no hay límite
para eso. La cuestión es, ¿cuán estúpidos en simples dólares y centavos, por no hablar de
hombres y mujeres malgastados, nos podemos permitir ser?
Oxford, Miss.
William Faulkner
Al editor del New York Times
He leído la carta del señor Murphy en su número del 3 de abril. También recibí una
del doctor Flinch, decano, escuela de ingeniería, Mississippi State College, en la misma
línea. Si mi carta afirmaba o implicaba algún hecho incorrecto, me retracto y pido
disculpas.
Mi objetivo no fue injuriar nuestro actual sistema escolar, sino obtener ventaja de
cualesquiera cambios que nos depare el futuro, para mejorar la condición actual de nuestras
escuelas, que hace que sean una especie de niñeras sostenidas por la comunidad o el
Estado, donde se obliga al alumno mediante la ley o la costumbre a pasar tantas horas del
día, sin nadie salvo profesores a menudo mal pagados que se preocupe de cuánto aprende.
En lugar de mantener el estándar educativo tan bajo como el mínimo común
denominador de la clase o grupo del curso, elevémoslo hasta lo más alto.
Démosle a todo futuro alumno y estudiante la igualdad y el derecho a la educación
desde la perspectiva según la cual nuestros antepasados usaban las palabras igualdad y
condición libre y derecho: no igual derecho a la caridad, sino igual derecho a la oportunidad
de hacer lo que es capaz de hacer, condición libre para obtener el más alto de los estándares
—con tal de que sea capaz de ello—; o si no es competente o no trabaja, permitámosle
aprender pronto, antes de que cause mucho perjuicio, que está en el lugar equivocado.
Si vamos a tener dos sistemas escolares, dejemos el segundo para los alumnos
inelegibles no por el color sino porque no pueden hacer o no harán el trabajo del primero.
William Faulkner
Al editor del Memphis Commercial Appeal
Desde que Life publicó mi «Carta al Norte» he recibido muchas respuestas de fuera
del Sur. Muchas de ellas criticando el razonamiento que hay en la carta, pero hasta ahora
ninguna de ellas parece haber descubierto la razón que hay tras la carta, la razón detrás de
la urgencia para su más amplia difusión, para que llegase a tiempo; lo cual da peso a una
afirmación presente en la carta en el sentido de que los Estados Unidos de fuera del Sur no
comprenden el Sur.
La razón tras la carta era el intento de un individuo de salvar al Sur y a los Estados
Unidos al completo de la mancha de la muerte de la señorita Autherine Lucy. Ella acababa
de ser suspendida por la Universidad de Alabama; se había fijado un día en el que un juez
se pronunciaría acerca de la validez de la suspensión. Creí que cuando el juez derogara la
suspensión, que es lo que tendría que hacer, las fuerzas que apoyaban su tentativa de entrar
en la universidad como estudiante la volverían a enviar a ello. Creía que si hacían eso, ella
posiblemente perdería su vida.
Ella no fue enviada de nuevo, así que la carta no fue necesaria para ese propósito.
Espero que nunca lo sea. Pero si se presentase de nuevo una situación similar que
contuviese la semilla de una tragedia similar, quizá la carta serviría de ayuda.
Al editor del Reporter
Hay mucha crítica y condena, por parte de individuos y de nuestra prensa, acerca de
la reciente acción de Inglaterra en Egipto. Estuviese bien o mal, ¿siempre tenemos que
recordar nosotros los críticos que las razones por las que Inglaterra creía que hizo lo que
tenía que hacer no están todas dentro de las Islas Británicas? Si el acto estuvo mal,
¿siempre tenemos que recordar nosotros los que lo condenamos que Inglaterra ya ha
frenado dos veces al enemigo dándonos así tiempo para darnos cuenta por fin de que no
podremos comprar nuestro puesto en las guerras sino que tendremos que lucharlas?, ¿puede
ser una razón de nuestra crítica y de nuestra condena el miedo a que ahora ya ni siquiera
Inglaterra puede proporcionarnos una oportunidad de no tener que luchar?
Oxford, Mississippi William Faulkner
Al editor del New York Times
Si lo que Francia, Bretaña e Israel hicieron en Egipto fuese un crimen, tirar los
frutos de ello sería peor: sería una locura; y no creo que las naciones en ninguna parte
puedan permitirse más locuras. Crímenes sí, pero no locuras.
Lo que ahora necesita este país no es un jugador de golf sino un jugador de póker.
Uno bueno —audaz, con coraje, con hielo en sus venas, y nunca he conocido a uno bueno
de otra clase—. Con las cartas que los israelíes, los británicos y los franceses le acaban de
regalar, sin haber tenido que pagar fichas para cogerlas, probablemente no sólo estabilizaría
Oriente Medio sino también el mundo entero durante los próximos cincuenta años.
William Faulkner Oxford, Mississippi, u de diciembre de 1956
Al editor de Time
Hace unos pocos años la Corte Suprema emitió una opinión que a nosotros, los
sureños blancos, no nos gustó, y nos resistimos.
Como resultado de ello, el pasado mes se presentó al Congreso una ley que tiene
mucho más peligro para todos nosotros que la presencia de niños negros en las escuelas
blancas o de votos negros en urnas blancas —peligro que aparentemente sólo un experto
podría ver—.
El Congreso habría aprobado la ley, salvo por el hecho de que el experto estaba a
mano a tiempo. Así que escapamos —esta vez—.
Todavía continuamos resistiéndonos a esa opinión. Mientras continuemos
manteniendo al negro en una ciudadanía de segunda clase —esto es, sujeto a impuestos y al
servicio militar, aunque negándole el derecho político a votar, y la competencia económica
y educativa para ser representado entre aquellos que le cobran los impuestos y le llaman a
filas— continuarán presentándose al Congreso leyes que contengan este mismo peligro o
peligros similares, que sólo un experto puede reconocer; hasta que algún día el experto no
esté allí a tiempo, y una de ellas se apruebe.
Borrador de carta del 15 de septiembre de 1957 al editor del Memphis
Commercial Appeal[132]
En relación con el piloto Powers del U-2: Ahora los rusos lo harán desfilar por el
mundo no-occidental durante los próximos diez años como un mono en una jaula, como un
ejemplo viviente de la clase de coraje y fidelidad y resistencia de los que ahora deben
depender desesperadamente los Estados Unidos. O mejor aún, liberarle de inmediato como
insinuación displicente de que una nación tan desesperadamente reducida no es digna del
respeto ni del miedo de nadie, y que los agentes de su desesperación ya no son lo
suficientemente peligrosos para ser dignos del honor del martirio, ni siquiera del coste de
alimentarlos.
William Faulkner Oxford, Miss. 24 de agosto de 1960
Notificación del administrador del patrimonio
[Ni mis pensamientos tan sublimes ni todo el poder de mi expresión / podrían jamás
hacerte justicia con rima o razón / Una sola cosa hice mal / quedarme en Mississippi un día
de más]
Metadatos
TÍTULO original:
Essays, speeches & publics letters (1966)
©Del libro: Herederos de William Faulkner
©De la introducción, traducción y notas: David Sánchez Usanos
©Del prólogo: James B. Meriwether
©De esta edición:
Capitán Swing Libros, S.L.
Primera edición en Capitán Swing: Octubre de 2012
ISBN: 978-84-940279-4-9
Depósito Legal: M 33102-2012 Código BIC: FA
Índice
[1] William Faulkner: Early Prose and Poetry (Little Brown, Boston). Nota del T.]
[2] William Faulkner: New Orleans Sketches (Random House, Nueva York). [N. del
T.]
[9] En 1983 la editorial Seix Barral de Barcelona publicó unas Cartas escogidas de
William Faulkner traducidas por Alicia Ramón. En 2012 el sello Alfaguara (Madrid)
también editó unas Cartas escogidas, siendo esta vez los traductores Alfred Sargatal y
Alicia Ramón. [N. del T.]
[10] En francés en el original:
«Un artiste doit recevoir avec humilite ce dignite conferré a lui par cette payes la
quelle a ete toujours la mere universelle des artists.
Un Americain doit cherir avec la tendresse toujours chacque souvenir de cette pays
la quelle a ete toujours la soeur d’Amerique.
Un homme libre doit guarder avec léspérance et lorgeuil aussi laccolade de cette
pays la quelle etait la mere de la liberte de Thomme et de léspirit humaine». [N. del T.]
[11] El 30 de mayo de 1952, Faulkner pronunció un breve discurso, en inglés con un
párrafo final en francés, en un encuentro organizado por el Congrés pour la Liberté de la
Culture [Congreso por la Libertad de la Cultura] bajo el título «L’Oeuvre du xxe Siécle»
[La obra del siglo xx]. Circuló, en inglés y en una traducción francesa, en una hoja,
reproducida a partir del mecanoscrito, dedicada a la conferencia. La traducción francesa fue
publicada en Arts (París), junio de 1952. La hoja impresa en inglés (con el último párrafo
en francés) es la aquí impresa. [Nota del editor estadounidense]
[12] En francés en el original («Alocución del sr. William Faulkner»). [N. del I]
[13] En francés en el original: «Pienso que casi todos los americanos tienen una
deuda de gratitud hacia Francia y creo que, en el mundo entero, todos los hombres libres
deben una pequeña cosa a este país que ha sido siempre la “Madre” universal de la libertad
del hombre y del espíritu humano.
(Aplausos)». [N. del T.]
[14] Gauletier era el jefe de distrito o gobernador provincial en la Alemania nazi; en
inglés, por extensión, se llama así a alguien altanero y autoritario. [N. del T.]
[15] Kilroy was here fue un grafiti muy popular en Estados Unidos alrededor de la
Segunda Guerra Mundial. [N. del T.]
[16] Southern Historical Association [N. del T. ]
[33] Many marriages, B. W. Huebsch, inc., Nueva York, 1923. [N. del T.]
[34] «Im a Fool.» [N. del T.]
[35] Personajes de La comedia humana de Balzac. [N. del T.]
[36] Confessions of a Young Man, Swan Sonnenschein & Co., Londres, 1888. [Nota
del T.]
[37] Warren Gamaliel Harding, vigésimo noveno presidente de los Estados Unidos
de América, natural del Estado de Ohio. [N. del T.]
[38] Título proporcionado por el editor. Pájaros de guerra: diario de un aviador
desconocido [ WarBirds: Diaryofan Unknown Aviator] (George H. Doran Company,]Nueva
York, 1926), escrito por Elliott White Springs, es la versión, parte ficticia parte
autobiográfica, de la vida y muerte de un piloto americano en el Royal Flying Corps [Real
Cuerpo Aéreo] y la Royal Air Forcé [Real Fuerza Aérea] en la Primera Guerra Mundial.
Springs toma un poco de su material del diario de su amigo John McGavock Grider, que se
mató en junio de 1918. Pájaros de guerra originalmente fue publicado de forma anónima,
pero en 1927 Springs añadió un prólogo en el que implícitamente afirmaba que el libro era
el diario verdadero de un amigo muerto, que había editado él. Pronto se interpretó, amplia
aunque erróneamente, que el aviador desconocido y autor del diario era John McGavock
Grider. Faulkner conocía el libro y aparentemente compartía el malentendido general acerca
de su autoría. [Nota del editor estadounidense]
[39] False cast, se trata de una de las técnicas de lanzamiento de la pesca con mosca
(Fly fishing). El texto de Faulkner hace varias referencias a esta modalidad de pesca. Ello
introduce cierta ambigüedad en todo el relato, pues fly puede ser tanto «mosca» como
«volar». [N. del T.]
[40] British School of Military Aeronautics. [N. del T.]
[41] En el texto de Faulkner el acrónimo es R.F.C., correspondiente a Royal Flying
Corps. [N. del T.]
[42] Huns, en determinados contextos referencia peyorativa a los alemanes. [N. del
T.]
[43]
Victory CrosSy abreviada V.C. [N. del T.]
[44]
Distinguished Service Order, abreviada D.S.O. [N. del T.]
[45]
Military Cross, abreviada M.C. [N. del T.]
[46]
Scout Experimental 5, tipo de avión británico de la Primera Guerra Mundial. [N.
del T]
[47] Título de Faulkner; publicado originalmente como «Sherwood Anderson: un
reconocimiento» [«Sherwood Anderson: An Appreciation»]. [Nota del editor
estadounidense]
[48] Winesburg, Ohio (B.W. Huebsch, Nueva York, 1921 [c. 1919]) [existen varias
traducciones al castellano] y The Triumph of the Egg (B.W. Huebsch, Nueva York, 1921),
respectivamente. [N. del T.]
[49] The torrents of spring: a romatic novel in honor ofthe passing ofa great race,
c.
Scribner’s sons, Nueva York, 1926 [Los torrentes de primavera: una novela
romántica en honor del fallecimiento de una gran raza]. [N. del T.]
[50] Sherwood Anderson & Other Famous Creóles (Pelican Bookshop Press, Nueva
Orleans, 1926). [N. del T.]
[51] Dark Laughter (Boni & Liveright, New York). [N. del T.]
[52] Horses and men (B. W. Huebsch, Nueva York, 1923). [N. del T.]
[53] Faulkner emplea buckvine, que es uno de los nombres con los que se conoce a
la Ampelopsis arbórea (peppervine es otro), arbusto parecido a la vid que puede
encontrarse en zonas del sur de los Estados Unidos. [N. del T.]
[54] Live oak ( Quercusvirginiana). [N. del T.]
[55] Water moccasins, tipo de serpiente del sureste de los Estados Unidos. del T.]
[56] Uno de los más grandes pueblos de nativos norteamericanos. [N. del T.]
[57] Faulkner prefiere la variante dialectal mushrat a muskrat, juego que intentamos
reproducir con «almizclada» y «almizclera». [N. del T.]
[58] En cursiva en el original («the Yankee minie balls). Se refiere a los proyectiles
inventados en el siglo xix por el general francés Claude-Etienne Minié para los fusiles que
se cargaban por el cañón. [N. del T.]
[59] El término empleado por Faulkner, carpet-bagger, se refería a aquellos
individuos procedentes de los estados del Norte que acudían al Sur a obtener beneficios
económicos sin demasiados escrúpulos ni mostrando interés ni deferencia alguna con la
población local. Posteriormente la palabra ha acabado por ser casi sinónima de
«oportunista», aplicada sobre todo a políticos y empresarios que no son oriundos de la zona
donde desempeñan su labor. [N. del T.]
[60] Dos famosas batallas de la Guerra Civil Americana. Estas batallas en muchos
casos reciben un nombre distinto en función del bando que las refiera, Faulkner siempre
emplea aquel con el que se denominan en el Sur (aquí Second Manassas y Sharpsburg por
Second Battle ofBull Run y Battle ofAntietam, respectivamente). [N. del T.]
[61] Los términos técnicos de béisbol empleados por Faulkner son: pitcher, short-
stops y outfielders. [N. del T.]
[62] Catcher, base-stealing short-stop y outfielder, respectivamente. [N. del T.]
[63] El término usado por Faulkner es glare,que tiene el significado de «brillar con
luz demasiado intensa» pero también el de «mirar de modo desafiante y fiero». Creemos de
interés reflejar este matiz pues Faulkner a menudo emplea la prosopopeya y el mencionado
vocablo inglés permite cierta ambigüedad en ese sentido. [N. del T.]
[64] Faulkner usa trumpet vine, uno de los nombres comunes en inglés para la
Campsis radicans (trepadora que puede encontrarse en zonas del sur de los Estados Unidos
y que presenta flores como las descritas). [N. del T.]
[65] Lo que en España se suele conocer como «veranillo» (de San Miguel o de San
Martín). [N. del T.]
[66] De nuevo «glare». [N. del T.]
[67] «Botas y sillas de montar» es un toque de corneta empleado en los cuerpos de
caballería del ejército de los Estados Unidos. [N. del T.]
[68] Faulkner emplea el vocablo individualness, inexistente en inglés. [N. del T.]
[69] Faulkner usa tres términos procedentes del vocabulario de las apuestas hípicas:
«across the board» (una apuesta de riesgo bajo en la que se gana si el caballo queda en
primer, segundo o tercer lugar), «parlay» (una modalidad en la que se apuesta por una
determinada combinación de resultados, los beneficios van acumulando con cada resultado
favorable pero que, en caso de no acertar uno, se pierde la totalidad de lo apostado) y «daily
triple» (se apuesta por los ganadores de tres carreras consecutivas). [N. del T.]
[70] Dos islas del Pacífico pertenecientes a los Estados Unidos. [N. del l.j
[71] Nombre con el que también se conoce al Solidago virgaurea, planta perenne y
provista de flor (comúnmente amarilla) y que se adecúa mejor que el nombre técnico (o el
mismo «Solidago») al vocablo inglés empleado por Faulkner (golden- rod). [N. del T.]
[72] Título de Faulkner; originalmente publicado como «Una carta al Norte» [«A
letter to the North»] [Nota del editor estadounidense]
[73] El Citizens Council (Consejo de ciudadanos), también denominado White
Citizens Council y Citizens Councils of America, es una organización defensora de la
supremacía blanca fundada en 1954. The Citizens Council también era el nombre del
periódico editado en Jackson, Mississippi (el primer número es de octubre de *955) por la
sección de dicho estado de la mencionada organización. [N. del T.]
NAACP es el acrónimo de National Association for the Advancement of Colored
People (Asociciacón Nacional para el Avance de la Gente de Color), la organización más
antigua de los Estados Unidos, fue fundada en 1909, para la defensa y promoción de los
derechos civiles. [N. del T.]
[74] Emmett Louis Till fue torturado y asesinado en 1955, a la edad de catorce años,
en el estado de Mississippi, acusado de coquetear con una chica blanca. [N. del T.]
[75] Título de Faulkner; publicado originalmente como «Sobre el miedo: El Sur de
parto». [N. del T.]
[76] Politólogo y activista en la lucha por los derechos civiles, mediador de 1947 a
1949 en el conflicto judío-palestino y Premio Nobel de la Paz en 1950. [N. del T.]
[77] Booker T. Washington fue un importante líder afroamericano, fundador del
Instituto Tuskegee en Alabama, institución dedicada a la formación y el desarrollo de la
población negra. En ella enseñó técnicas agrícolas el científico George Washington Carver.
[N. del T.]
[78] Wilmot Proviso: propuesta del representante de Pensilvania David Wilmot
llevada al Congreso de los Estados Unidos el 8 de agosto de 1846 según la cual se prohibía
la esclavitud en los territorios cedidos, comprados o anexionados en la guerra entre Estados
Unidos y México. La propuesta tuvo un largo recorrido dentro y fuera de las cámaras de
representación y es considerada como uno de los acontecimientos que condujo a la Guerra
Civil Americana. A continuación se ofrece un extracto a modo de ilustración: «Dispongo,
que, como condición expresa y fundamental para la adquisición de cualquier territorio de la
República de México por parte de los Estados Unidos, en virtud de cualquier tratado que
sea negociado entre ellos, y para el uso por parte del Ejecutivo de los dineros aquí
apropiados, ni la esclavitud ni la servidumbre involuntaria deben existir jamás en parte
alguna de dicho territorio, salvo por crimen, del cual en primer lugar la parte debe ser
debidamente condenada» (traducción nuestra, el original dice: «Provided, That, as an
express and fundamental condition to the acquisition of any territory from the Republic of
México by the United States, by virtue of any treaty which may be negotiated between
them, and to the use by the Executive of the moneys herein appropriated, neither slavery
ñor involuntary servitude shall ever exist in any part of said territory, except for crime,
whereof the party shall first be duly convicted»).
[79] La referencia es a Lucas 6:31 Faulkner no lo menciona explícitamente, pero
cita por la King James Versión, que reza: Do unto others asyou would have others unto you.
Nosotros hemos traducido directamente del inglés, no obstante aportamos, por si resulta de
interés para el lector, el texto de la Nácar-Colunga para ese pasaje: «Y como queréis que
hagan los demás con vosotros, así también haced vosotros con ellos». [N. del T.]
[80] Middle Passage-, ruta triangular a través del Océano Atlántico entre Europa,
África y América en la que se comerciaba con productos manufacturados (Europa),
esclavos (África) y materias primas (América). del T.]
[81] Founding Fathers (of the United States of America), la expresión se refiere a
aquellos políticos, estadistas y militares que intervinieron de manera más o menos decisiva
tanto en la Revolución Americana como en la elaboración de la Declaración de
Independencia y la Constitución de los Estados Unidos de América. [N. del T.]
[82] El término empleado por Faulkner es stalemate y procede del ajedrez, se refiere
a la situación en la que aquel a quien corresponde mover pieza no puede hacerlo pues
pondría a su rey en situación de jaque y, por tanto, la partida acabaría en tablas. En
castellano es común referirse a esta situación como «el ahogado», «ahogar al rey», de ahí
que hayamos traducido «to stalemate the idea of communism» por «para ahogar la idea del
comunismo». [N. del T.]
[83] Título de Faulkner; publicado originalmente como «Si yo fuera un negro» [«If
I were a negro»] [Nota del editor estadounidense].
[A Letter to the Leaders in the Negro Race]: dado que «race» significa también
«carrera» y que Faulkner habla a menudo de la velocidad con la que se deben adoptar
determinadas reformas, consideramos interesante señalar que el título podría haberse
traducido como «Una carta a los líderes en la carrera negra», pues en inglés posee esa
ambigüedad. [N. del T.]
[84] En francés en el original, «Saludo al alma que constantemente se busca y se
exige». [N. del T.]
[85] Originalmente este prólogo se imprimió completamente en cursiva. El libro era
una colección de apuntes publicada de forma privada, «Dibujada por Wm. Spratling y
compuesta por Wm. Faulkner [Drawn by Wm. Spratling & Arranged by Wm. Faulkner]».
[Nota del editor estadounidense]
[86] En el verano de 1933, Faulkner escribió una introducción a El ruido y la furia
para una propuesta de edición de Random House. La envió a su agente Ben Wasson, que la
envió a Bennett Cerf el 24 de agosto. (Véanse las Selected Letters of William Faulkner, ed.
Joseph Blotner, Nueva York, 1977, pp. 71, 74) El proyecto fue abandonado, pero Random
House se quedó la introducción.
Cuando se hicieron planes en 1946 para un volumen doble en Modern Library de El
ruido y la furia y Mientras agonizo, el editor de Faulkner, Robert Lincoln, encontró la
introducción y se la envió a Faulkner con la esperanza de que pudiera usarse, revisada de
algún modo, en el nuevo volumen. Faulkner rechazó el texto —«Había olvidado la
petulante rimbombante y sentimental mierda que era», escribió a Linscott— pero se ofreció
a reescribirlo y abreviarlo. Sin embargo, cuando se publicó el libro en diciembre, no había
en él ninguna introducción (Selected Letters, pp. 235-236).
Entre los papeles de Faulkner sobrevivieron muchas versiones manuscritas y
mecanografiadas completas e incompletas. Representan al menos dos versiones bastante
diferentes. El presente editor editó y publicó dos de los textos completos: el más largo, que
Faulkner fecha «19 de agosto de 1933», apareció primero en el Mississippi Quar- terly,
verano de 1973; y este editor cree que es el que Faulkner envió a Wasson; el que es mucho
más corto fue publicado en Southern Review, otoño de 1972, y este editor cree que es el que
Faulkner revisó y reescribió en 1946. Esos dos textos son los aquí reproducidos. [Nota del
editor estadounidense]
[87] Oh yeah? [N. del T.]
[101] All’s well that ends well («Todo está bien si termina bien» o «Todo lo que
acaba
bien está bien») es el título completo de la obra de Shakespeare. del T.]
[102] Los textos de The Emperor Jones y The Straw pueden encontrarse en The
Em- peror Jones, Different, The Straw, Boni and Livelight, Nueva York, 1921. [N. del T.]
[103] Véase The hairy ape; Anna Christie; Thefirst man, Boni and Livelight, Nueva
York, 1922. [N. del T.]
[104] Gold; a play infour acts, Boni and Livelight, Nueva York, 1920. [N. l ' l
[105] Popular columnista de comienzos del siglo xx. [N. del T.]
[105] Palabra de origen hebreo, alude a un término que, a modo de contraseña, sirve
para el mutuo reconocimiento de personas del mismo grupo, bando o facción. [N.delT.]
[106] Linda Condon, A. A. Knopf, Nueva York, 1919; Cytherea, A. A. Knopf,
Nueva York, 1922; The bright shawl, A. A. Knopf, Nueva York, 1922. [N. del T.]
[107] En italiano en el original: La hija de su mente, la amorosa idea. Se trata de
una paráfrasis de unos versos presentes en el poema «Aspasia», de Giacomo Leopardi [N.
del T.]
[108] Doubleday, Page & company, Garden City, Nueva York, 1925. [N. T.]
[109] Populares marionetas en el ámbito anglosajón. [N. del T.]
[110] La cita proviene del acto segundo, escena quinta, de As you like (Como gus-
téis), de William Shakespeare. El original dice: «If it do come to pass / That any man turn
ass/Leavinghis wealth and easel A stubborn will toplease, /Ducdame, ducdame, ducdame: /
Here shall he see / Grossfools as he, / An ifhe will come to me.»[N. del T.]
[111] Referencia a un verso de Horacio, en el libro II de sus Odas, XIV (Eheu
fugaces, Postume, Postume…). [N. del T]
[112] Cadena norteamericana de restaurantes muy popular a principios del siglo xx
y, en cierto modo, predecesora de las empresas de comida rápida. [N. del T. ]
[113] American Legión (asociación de veteranos de guerra). [N. del T.]
[114] En la primavera de 1925, el Times-Item ofrecía cada semana un premio de
diez dólares para la mejor carta que respondiese a la cuestión «¿Qué problema hay con el
matrimonio?». Faulkner escribió una carta que ganó, publicada con una nota introductoria
sobre su poesía el 4 de abril. [Nota del editor estadounidense.]
[115] Faulkner era uno de los autores a los que se les preguntó qué libro les habría
gustado más escribir. [Nota del editor estadounidense]