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LUIS ASTRANA MARÍN

GOBERNARÁ LERROUX

Madrid, 1932

ÍNDICE
LA GRAN FIGURA DE ESPAÑA.................................................................3
HORAS DE EMOCIÓN..................................................................................3
EL PODER Y EL ALTO CLERO...................................................................5
EL ENIGMA DE LAS MASAS......................................................................7
LA PERSPECTIVA DE RUSIA.....................................................................8
CUESTIÓN DE RESISTENCIA...................................................................10
EL IMPUNISMO DE LA RAZA..................................................................12
LAS CAUSAS DE LO QUE SUCEDE........................................................14
LA VIDA DE LAS CORTES........................................................................16
MIEDO E INDECISIÓN...............................................................................17
¿QUÉ SE HACE?..........................................................................................19
LA TRISTEZA DE LA REPUBLICA..........................................................20
DIÁLOGO ENTRE CERVANTES Y QUEVEDO......................................22
MAURA Y LOS RADICALES....................................................................24
EL FRACASO DE LOS SOCIALISTAS.....................................................25
GOBERNARÁ LERROUX..........................................................................27
APÉNDICE. Artículo de Emilio Burges Marco............................................29
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LA GRAN FIGURA DE ESPAÑA


Desde que Alejandro Lerroux apareció en la política todos vieron en él al supremo caudillo de
la Democracia, todos le saludaron como la esperanza más firme de la República. En torno suyo
agrupó cuanto representaba libertad, ansia de romper la dilatada cadena de desdichas del pasado y
vehemente deseo por que España volviera a figurar en el rango de las primeras potencias de Europa.
No hay que esforzar el recuerdo: cuanto entre nosotros ha significado confianza en el porvenir de la
República, militó bajo las banderas de Lerroux. Toda España ha estado con Lerroux, toda España se
apartó un día de Lerroux, toda España vuelve a estar con Lerroux. Todos cambiaron; sólo él
permaneció inconmovible. ¿Por qué? Únicamente él vio; únicamente él no tuvo que rectificar. Y
con la serenidad misma con que un tiempo viera desertar a sus afines, con ella les torna a abrir sus
brazos y los estrecha. No ha pasado nada, porque ha pasado todo: ha pasado que la experiencia
mostró cómo él era el único. Y ya lo habéis visto: ni un reproche por su parte, y no porque las
ingratitudes no le toquen, como a los demás humanos, en el corazón...
¡Pues ya le tenemos otra vez! No él nos tiene a nosotros, sino nosotros le tenemos a él. Si
siempre nos hubiera tenido, ha tiempo que la República habría marchado por un camino de flores.
Ya le tenemos. Seamos ahora consecuentes. Tenerle es tenernos. ¿España le tiene? Pues España se
tendrá.
¡Ya se tiene España, ya se sostiene, pues tiene a Lerroux! Mirad la situación, en que todo se
cae a pedazos, y decidme qué sería de España si no le tuviera. Apoyémosle todos como un hombre,
si queremos salvar este tenebroso Estado.
Es la gran figura hacia la cual se vuelven todas las miradas; y mientras él no gobierne, nada se
gobernará.
¡Españoles, todos a una por que acaben estas vergüenzas y gobierne Lerroux! España y la
República por encima de todo.

HORAS DE EMOCIÓN
Poca fe tienen en el porvenir de España (cuya suerte ha corrido las más duras pruebas a lo
largo de la Historia) los que, por las dificultades lógicas del momento, vislumbran una hecatombe
en nuestros destinos. Poca fe y poca comprensión. Esta hora había de llegar, y sólo pedía hallarse
preparados para afrontarla. Y aun cuando no se estuviera, la función crearía el órgano. Siempre que
las cosas suben a lo peor (como aconteció con la dictadura), o se mantienen o remiten; nunca
pueden ascender, y lo natural es que bajen. Quien habla del caos, ¿podría demostrar que existe en la
Naturaleza? No hay en ella sino las convulsiones propias de la vida, que es una guerra y una
transformación constante. Ni aun en la muerte existe el caos. El dardo de ébano de la muerte no deja
de vibrar, y lleva también su dirección fija.
Se discute mucho, combaten entre sí muchas ideas: esto se censura, esto se objeta, esto se
teme. ¿Por fin hay ideas que chocan? Luego hay ideas. ¡Hola! ¿Esto extraña? ¡Es que no estábamos
acostumbrados a pensar!
¡Ya era hora de que los cadáveres protestaran contra los gusanos que se los comían! Lo que
todavía es rebaño, todavía busca al pastor.
No feneció España con la Monarquía, ¿y había de fenecer con la República? Quienes
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sembraban de flores el camino del dictador, ¿cómo van a avenirse con el nuevo estado de cosas?
Empero fuerza es que vayan aviniéndose. Ya han visto que el bien que hacía el tirano era tardarse
en hacer mal.
Se dice: «Antes no había huelgas, y ahora las hay todos los días». Antes no había nada; y por
no haber, no había ni huelgas. Pues hay huelgas, es que se trabaja. Mejórese el trabajo y no
existirán. Más vale que existan huelgas, que no que no exista trabajo. La falta de trabajo es la peor
huelga.
Unos hombres que siempre se ponen de parte del ocio y de la comodidad, para quienes se
vivía en el mejor de los mundos, porque sólo para ellos era el mundo, se lamentan de que la
República no tenga programa. De que no tenga su programa, se entiende. Y ¿qué mejor programa
que no tener su programa? Con que la República no haga lo que hizo la Monarquía, con que haga lo
contrario, desarrollará el más perfecto programa. Si la Monarquía hizo lo peor y lo pésimo, hacer lo
contrario de la Monarquía implica ya algo bueno y aceptable. Y que la República ha hecho lo
contrario de la Monarquía es evidente, pues ha derribado la Monarquía. Sólo ésta se levantará
cuando aquélla la imite.
Hay otros hombres (mitad impacientes y mitad despechados) que culpan de incapacidad a los
gobernantes provisorios. Quisieran que quien no ha gobernado nunca gobernara bien desde el
primer momento, como si el gobernar fuera una ciencia y no un arte. Cada uno es entendido y docto
en aquello que el ejercicio continuado le dio experiencia y sabiduría. Todas las cosas requieren su
tiempo y sazón. ¿Quién juzgaría de la cosecha al día siguiente de echar el grano en el surco? De la
excelencia de los grandes gobernantes no se supo sino después de mucho tiempo. Basta verles
asistidos de buena voluntad, de modestia y desinterés. Escarmentad de las improvisaciones.
Recordad al que intempestivamente era saludado como salvador de la patria. Hay que esperar el
fruto, y el arte de gobernar es el más difícil.
Ahuyentemos de nosotros el pesimismo desalentador. España es inconmovible e inmortal.
Cualquier ensayo o experiencia inconveniente se subsanará al cabo. Empero también es preciso
ensayar. Ensayar es indagar, es experimentar; los grandes progresos del mundo, de ensayo tras
ensayo han sobrevenido. Aquí hemos sido siempre refractarios al libre examen y al método
experimental. Seamos ahora sus cultivadores. Hay que romper la corteza de las cosas para ver lo
que tienen dentro. Siempre es hora para retroceder; lo difícil es avanzar.
Alegrémonos, pues, de que haya llegado tiempo en que pueden hacerse todas las experiencias;
coadyuvemos a ellas; tengamos fe en nosotros mismos. Lo que vamos a hacer va a ser para
nosotros; lo vamos a hacer nosotros. Somos dueños de nuestros destinos. España no perecerá jamás
mientras haya españoles que sepan ser fieles consigo propios.
Otro punto: el de la hermandad. Acertaremos siempre con sólo que seamos cada vez más
hermanos. El que no lo quiera ser, que se separe noblemente. ¿Qué fin tendría el retenerlo contra su
voluntad? Pero ¿quién no lo querrá ser? Y ¿quién que dejara de serlo no volvería arrepentido? Por
bien de nosotros, confiemos en nosotros. Todo mal será pasajero. Centenares de lunas han repetido
sus cuartos centenares de veces sobre nuestras cabezas unidas, para que un eclipse repentino las
separe. No podemos vivir unos sin otros, ni uno sin todos, ni todos sin uno. En este espectáculo
donde muchos ven confusión, yo veo diversidad y riqueza. Movimiento, fiebre, ganas de
superación, ansias de sacar el pecho adelante: libertad.
¿Qué otra cosa podría esperarse? El ciego que de improviso siente la luz no permanece
estático. Clamorea su inefable beneficio, mira a todas partes, se agita, se palpa, se interroga si es
verdad el milagro. Al principio le parece que sueña: todavía no cree en él. Así los españoles,
durante tanto tiempo en las tinieblas, se mueven, se agitan, vocean estrepitosamente al recibir la luz.
Todavía no creen «que sea verdad tanta belleza».
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Aún ven indistintamente las cosas. Ya se acostumbrarán a la luz. A muchos este traje nuevo
de la República sólo les caerá bien con el uso. Otros, los conversos, van disfrazados de
moharraches; mas se quitarán la careta y vestirán como las personas decentes: tiempo al tiempo. Y
la Iglesia, ¿no habría de beber de esta agua? Eso dijo; empero de esta agua republicana habrá de
beber. Y no sólo beber, mas bautizar con ella y bendecirla. Entonces se podrá decir que algo tendrá
esta agua cuando la bendicen.
Todo se aquietará y recobrará su normal fisonomía, y el «finis Hispaniae» no sucederá nunca.
El español, por riqueza espiritual, con la misma facilidad se exalta que se deprime; pero, al cabo, se
serena. No tardará en decir: «Basta; vamos a ponernos serios». Pues ha llegado este instante. He
aquí la misma hora española que se malogró a principios del siglo XVI. Demos gracias a la
Naturaleza que nos permite vivir para ver el momento cumbre, un momento al que se pueden
aplicar las mismas palabras de Cervantes a la batalla de Lepanto, porque «no lo vieron los siglos
pasados ni esperan ver los venideros».
Serenidad, pues, y confiemos en nosotros mismos. España tiene hoy hombres que no ceden en
nada ante los mejores de Europa. Ya irán saliendo. Lo que se ve es provisional.
Y, en tanto, esperemos aquel día feliz, añorado por el príncipe de los poetas, en que «cada
cual, sentado junto a su propia viña, comerá en seguridad lo que plante y cantará a todos sus vecinos
las alegres canciones de la paz»
Ese día será el día de Lerroux.

EL PODER Y EL ALTO CLERO


Posiblemente no se da en el Mundo pueblo menos religioso que el español. Pues entonces,
¿de dónde dimana la enorme fuerza que durante tantas centurias ha adquirido la religión en este
pueblo? Del poder (de su usufructo), no de la religión; no del sentido puro religioso, sino de su
deformación: del clero. Porque clero y Poder fueron siempre tan unos, que el Poder ha sido el clero
y el clero el Poder. Empleo la voz clero en su sentido de clericalismo católico. Hablo del
sentimiento religioso en su acepción cristiana.
De suerte que la influencia religiosa en España ―como antaño en otras naciones― sólo ha
obedecido a la imposición. Y por la imposición ha podido subsistir en un pueblo que, si no logró
crear una filosofía propia, menos sabría ejercer una crítica libérrima.
A dos recursos descendió el clericalismo, una vez apartada la Iglesia de la fuente popular que
la nutría; dos recursos que parecen uno solo: política e intransigencia. Por la primera quiere seguir
imponiéndose; por la segunda no admite beligerancia: créese el depositario de la verdad. La Iglesia,
al aliarse con los príncipes y guarecerse bajo el estrépito de las armas, rememora el fatídico 666 del
Apocalipsis.
Es curioso notar que ya hubo herejes que no sólo dijeron que la Iglesia, al convertirse en
religión de Estado con Constantino, había abjurado de la doctrina de Cristo, sino que tuvieron a los
Papas por la encarnación del Anticristo. Y en verdad, a tenor de la Sagrada Escritura, la Iglesia irá
poco a poco relajándose, y una de las primeras señales de la venida del Anticristo será la ausencia
total de fe. Esto quiere decir que la Iglesia ha de perseverar en sus normas. De modo que no
esperemos la enmienda hasta el fin del Mundo.
Mas allá lo discutan ortodoxos y heterodoxos. Lo cierto es que la Iglesia, al entregarse a la
política, sálese de su función augusta y trueca lo espiritual por lo material, lo imperecedero por lo
efímero.
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Empero, ¿habría persistido de no aferrarse al Poder, de no constituir un Poder dentro de otro


Poder, y, al constituirlo, señorearlo?
La Iglesia sabe bien ―aunque lo rechace― que el enigma de la vida pertenece a la ciencia;
que la doctrina católica no ha mejorado la condición moral del hombre; que, sin el apoyo del Poder,
no se hubiera mantenido fuerte. Y, naturalmente, se aferra a la imposición, a la intransigencia. Y
argumenta así: «La verdad es una; yo soy la verdad; luego todo lo demás es mentira; no
discutamos.» O lo que dice Graciano en «El mercader de Venecia»: «Yo soy el señor Oráculo, y
cuando abro la boca, que ningún perro ladre.» Ahora, que las restantes confesiones aseguran lo
mismo: ellas poseen también la verdad. Y entre tantas verdades lo cierto es que la verdadera verdad
se ignora; porque, de hallarse descubierta, conoceríamos todas las verdades y toda la verdad.
Y «ser o no ser». La cuestión estriba en saber si la religión es verdadera o falsa. Si verdadera,
hace bien en defender su origen; si falsa, hay que defenderse contra ella. Este punto está
suficientemente discutido y ha costado mares de sangre a la Humanidad. El problema es otro. No
que sea verdadera, sino que muchos la tengan por verdadera. Tener una cosa por verdadera no es
que sea verdadera ni que sea falsa. Trátase de una creencia, no de una verdad. Esta creencia
engendra un derecho, sostenida por muchos.
A la inversa, la idea antagónica supone que la religión es una falsedad; no se trata de que
pueda serlo, sino que así se cree también por muchos.
Y he aquí otro derecho. Unos creen esto, otros lo otro. ¿La verdad? A lo menos no está clara
la verdad. Y sino está clara la verdad...
¿Qué ha de hacer el Poder, el Estado, ante las distintas creencias? Respetarlas. Otorgarles a
todas el mismo grado de protección. Que discutan. Que muestren la verdad. ¿No dicen que poseen
la verdad? ¡Pues daca la verdad!
El juego dura ya muchos siglos. No seamos intransigentes. La verdad no se ha mostrado por
ninguna parte. Estamos en camino: la vida es una peregrinación. Hemos descubierto algunas
verdades, no la verdad. Lo único que se sabe es aquellos secretos que poco a poco arrancamos a la
avara Naturaleza, merced al estudio y a la observación. Nada debe el Mundo a los teólogos; menos
a los metafísicos. Pues ¿y a los moralistas? ¡Si cada siglo tiene una moral!
Siendo así, ¿a qué mezclar la religión con la política? ¿A qué imponer lo que, si fuera verdad,
ello solo se impondría sin necesidad de defensa?
Pero a la región serena de la filosofía sucedió el interés humano. Cada uno quiso imponer su
verdad y buscó un arma: así se alió el clero con el Poder. El clero de hoy ―hablo siempre del alto
clero― es el mismo clero que combatió Cristo. Predica la pobreza, y sólo la tiene en el
entendimiento. No le importa sino lo que puede menoscabar su influjo político. Si el Poder no se le
somete, se revolverá contra el Poder. ¡Dichosa edad y siglos dichosos aquellos en que los romanos
pontífices elevaban su tiara sobre el poder temporal de los reyes, les arrebataban las coronas si no se
ceñían a su capricho, y aun relevaban a los súbditos del juramento de fidelidad!
Pero ya los jefes de Estado pueden decir lo que el último rey español (me refiero a Fernando
el Católico) escribía a su virrey en Nápoles, mandándole que ahorcara al cursor del Papa por
entremeterse en sus negocios políticos: «Y digan y fagan en Roma lo que quisieren; y ellos al Papa,
y vos a la capa.» He ahí cómo trataban a los Papas los antiguos reyes españoles, antes que la realeza
se envileciese en las manos extranjeras de Austrias y Borbones.
El Poder civil debe siempre refrenar las eternas provocaciones del alto clero. El
mantenimiento del orden, la sumisión a la soberanía del pueblo, la consolidación del Estado
importan más (en esta hora suprema) que unas pocas Compañías. En cierto modo se está anudando
nuestra historia desde Fernando el Católico. Pues veamos ese Papa y esta capa. Las diócesis no
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pueden administrar desde Roma. No se toleren imposiciones ni conspiraciones desde el Vaticano.


Conteste quien pueda (si se agotaran los cauces de la concordia) lo que el dicho rey don Fernando
V: «Y estamos muy determinados, si su santidad no revoca luego el breve y los autos por virtud dél
fechos, de le quitar la obediencia de todos los reinos de Castilla y Aragón y de facer otras
provisiones convenientes a caso tan grave y de tanta importancia.» Y Julio II hubo de revocar lo
hecho. Que el Papa reduzca a la obediencia a todos esos que se someten a su obediencia. Y el
Gobierno recabe del Pontífice ―pues la diplomacia de la Santa Sede es serena, cauta y
comprensiva― la sumisión de ellos, para que no perturben más las conciencias. Y en Roma al Papa
y aquí a la capa. No se deje el Gobierno arrebatar esta capa si no quiere quedarse a cuerpo.
Que si en el siglo XVI podían los virreyes ahorcar cursores de pontífices, no es mucho que
Repúblicas del siglo XX puedan someter a clérigos revoltosos.

EL ENIGMA DE LAS MASAS


Próximas las elecciones, ¿cómo se conducirán las masas, o, más concretamente, la masa
principal? Nada hay en el mundo tan difícil de conocer como el espíritu de las masas, tan propenso
a la mudanza, a la versatilidad.
Quizá a las masas se las conoce mejor por instinto, como quiera que el instinto es más agudo
que la inteligencia en percibir los cambios que se operan en el carácter a consecuencia de la
sugestión exterior. Siempre reservan sorpresas las masas. ¿Cuáles serán las predominantes en los
acontecimientos que se avecinan, en la nueva apelación a las urnas?
No se puede negar que uno de los hombres que ha estudiado más a fondo modernamente el
espíritu de las masas es Freud. Para él no existe tanta diferencia, ni menos oposición, entre la
psicología individual y la social. Hállanse, efectivamente, relacionadas, de modo que la primera es,
desde un principio, colectiva. Su tesis, a este respecto, se orienta hacia dos posibilidades, a saber.
Que el instinto social no es un instinto primario e irreductible, y que los albores de su formación
pueden sorprenderse en más limitados círculos, como el de la familia. Freud, inspirándose en
Gustavo le Bon, plantea estas preguntas. ¿Qué es una masa, por qué medios adquiere la facultad de
ejercer un influjo tan decisivo sobre la vida anímica individual, y en qué consiste la modificación
psíquica que impone al individuo? La contestación incumbe a la psicología colectiva.
La noción de lo inconsciente no coincide por completo en Le Bon con la adoptada por el
psicoanalista. Freud reconoce que el nódulo del yo, al que pertenece «la herencia arcaica» del alma
humana (recordad los mítines de los cavernícolas), es inconsciente; pero postula, además, la
existencia de «lo reprimido inconsciente, surgido de una parte de tal herencia; concepto de que
carece, o al menos elude, la teoría de Le Bon.
De aquí que difieran ambos, aunque en puntos de escasa monta, al tratar de los individuos
integrados en masa. Claro es que lo fundamental del alma colectiva estaba ya dicho: que la multitud
es impulsiva, versátil e irritable; que se deja guiar con preferencia por lo inconsciente. Se nos
antoja, empero, exagerada (a no ser en masas absolutamente amorfas) la afirmación de que para el
individuo que forma parte de una multitud no existe noción de lo imposible. Que las multitudes
llegan rápidamente al extremo, nadie lo negará; mas hay que distinguir entre multitudes y
multitudes, pues no solamente han de considerarse en estado de rebelión o motín o tras las
saturnales de una revolución. El propósito de Freud conviene en que bajo la influencia de la
sugestión ―y aun sin ella― las masas son también capaces del desinterés y del sacrificio por un
ideal. Y añade con acierto: «Las grandes creaciones del pensamiento, los descubrimientos capitales
y las soluciones decisivas de grandes problemas no son posibles sino al individuo aislado, que
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labora en la soledad. Sin embargo, también el alma colectiva es capaz de dar vida a las creaciones
espirituales de un orden genial, como lo prueban, en primer lugar, el idioma, y después los cantos
populares, el folklore, etc. Habría, además, de precisarse cuánto deben el pensador y el poeta a los
estímulos de la masa, y si son realmente algo más que los perfeccionadores de una labor anímica en
la que los demás han colaborado simultáneamente.» Lo irrefutable en la psicología de las masas es,
sin duda, que prestan al individuo la impresión de un poder ilimitado y de un peligro (y no es
pequeño el que se cierne), si no siempre invencible, a lo menos de continuo arrollador; y que bajo el
influjo de las mismas aquél experimenta una modificación, a veces muy honda, de su actividad
anímica; es decir, la sugestión.
De manera que, para Freud, todos los individuos quieren ser iguales, pero bajo el dominio de
un caudillo. Por eso carecerá en absoluto de eficacia toda masa dirigida, no por un hombre, sino por
un Comité, y trasladamos la idea a quien le interesa, que le interesará a alguien. «Muchos iguales
―dice con razón Freud―, capaces de identificarse entre sí, y un único superior: tal es la situación
que hallamos realizada en la masa dotada de vitalidad.» ¿Y esto por qué? Porque, más que el
«animal gregario» que imaginó Trotter, es el hombre un «animal de horda», o más concretamente,
un elemento constitutivo de una horda conducida por un jefe.
Para que exista verdadera masa ha de haber verdadera jefatura, o no habrá jefatura ni masa.
Frecuentemente oímos: «Lo que importa son las ideas, no los hombres.» Teoría bien estólida, que
parece engendrada por la envidia, porque la idea no es nada sin el hombre, ni ella será buena si éste
no la hace tal.
Freud ha calado sutilmente en las masas. ¿No rezuma agudeza calificar a la neurosis obsesiva
de religión privada desfigurada, y a la religión de neurosis obsesiva general? Pero lo principal de las
masas, el punto obscuro y difícil, es cuando reaccionan individualmente. En las masas
revolucionarias esta dificultad se acrecienta. Y su versatilidad se agudiza, de modo que bien pudo
Cromwell contestar a la felicitación de un cortesano, por la masa enorme que le seguía proclamando
el triunfo del Protector de Inglaterra: «La misma gente me acompañaría si me llevaran a ahorcar.»
Llena de peligros está la hora en España. Deseemos que no se sucedan días de dolor. La masa
es el enigma que pronto va a resolverse. Que ninguna injusticia la haga reaccionar en sentido
opuesto al bien común. Tan preñado de incertidumbres y responsabilidades se halla el momento,
que el enigma de las masas no es sino otro enigma. Queremos confiarnos, y nos persigue.
¡Se está gobernando tan mal!…

LA PERSPECTIVA DE RUSIA
Siempre que se nos ocurre pensar en Rusia viene a nuestra imaginación ―por extraño
consorcio de ideas― el gran movimiento de la Reforma. Como muchas naciones europeas cerraron
los ojos ante el reformismo del siglo XVI (que pronto había de aplastarlas), así no pocos pueblos de
nuestros días oblitéranse frente a la realidad del fenómeno ruso. Pues el que tenga ojos de leer, lea;
y el que oídos de oír, oiga. Y aun es preciso oír con los ojos.
El doctor E. J. Dillon presenta a los ojos de Europa ―espantados unos, con cataratas otros―
su Rusia de ayer y de hoy. Es para leer, es para oír. Nada de polémica, nada de propaganda. El autor
observa, analiza, y luego extrae sus conclusiones. Muévese en una región mesurada, discreta,
justiciera; por decirlo así, científica. Habla el Dillon octogenario ya, el gran filólogo reconocido
universalmente. Este inglés, desde 1877 estuvo relacionado con Rusia y sus asuntos. Allí vivió
como estudiante, profesor universitario, periodista y asesor político. Cultivó la amistad de Tolstoy,
trató a Dostoyevsky y mantuvo contacto con elementos de todas las capas sociales de aquel país. Al
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surgir la gran guerra volvió a su patria. Y ahora ha tornado a Rusia con el exclusivo fin de estudiar
su desarrollo bajo el régimen soviético. Y he aquí muestra su libro, un libro que posee el encanto de
ir comparando paralelamente el estado de cosas de hoy con el del tiempo de los zares. Los temas
principales que abarca son: sistema de gobierno, administración de justicia, situación de las mujeres
y niños, publicación y venta de libros, métodos educativo y culturales, el problema de los obreros
campesinos, museos y hoteles, música y arte, y el trato que reciben los extranjeros que por vez
primera visitan Rusia. El ex catedrático de Filología comparada de la Universidad de Kharkoff
resume así sus impresiones: «Si la perspectiva del futuro se transforma en realidad, la Unión de las
Repúblicas Soviéticas dominará dentro de pocos años Europa, y aunque no alcancen todo su
objetivo en el breve período de tiempo sugerido, Sovietlandia desorganizará muchas naciones y
cambiará la faz del continente europeo.»
Sigan oyendo los que tengan oídos de oír. Dillon, con certero instinto, hace una alusión a
España. Dice que los pueblos de habla hispana, que parecen destinados a desempeñar un papel
importante en el prometido milenio, tienen que sentir interés por los modos y medios que los
Soviets se esfuerzan en hacer triunfar. Asegura que, a pesar de las protestas que se oyen contra la
dificultad de comprobar lo que pasa en las Repúblicas soviéticas, es lo cierto que todo lo que en
ellas se hace, hácese a la luz del día, y que abundan las estadísticas; de modo que «puede verse
fácilmente lo que se ha progresado, los errores que se han cometido y cuánto camino falta todavía
por recorrer.» Y añade: «Los Soviets son una intensa realidad activa, que podemos maldecir o
bendecir, según sea la ética de nuestro juicio; pero que, aunque se quiera, no puede ignorarse.
Dirigen un temible ejército de destructores, que tiene por misión el derrumbar a cada una de las
instituciones de los pueblos individualistas y capitalistas. Si se compara a estos fanáticos
derrocadores de instituciones con los de Francia de la mitad de la centuria pasada, aparecen los
citados en último término como una mera populachería. Toda una generación, deliberadamente, se
sacrifica con objeto de destruir el viejo orden de cosas para establecer uno nuevo, que creen
beneficiará a las generaciones venideras.»
Lo que se infiere con evidencia innegable es el racionalismo que anima todo el espíritu
soviético, que materializa, sistematiza y mecaniza, llevando por norte la eliminación de cuanto no
ofrezca la razón por fundamento. («Sabor de azufre», dirán algunas confesiones.) De suerte que allá
en Sovietlandia todo el mundo maravilloso y místico de la fantasía es letra muerta. Han arrancado
de la imaginación infantil gnomos y hadas. ¡Afuera chismes y cuentos! Un martillazo dio en tierra
con el poderío de la «Reina Mab».
Y en todo se arrojan a las mayores empresas con una osadía que espanta; empero, ¿se
preocupan jamás de calcular cuidadosamente el empeño que requiere cada una? Así el llamado
«Plan de los cinco años», esfuerzo inaudito para redoblar la producción de la industria y aumentar
el rendimiento de la agricultura en un 50 por 100 para fines e 1933. Con esta misma osadía han
llegado a construir en Magnnetogorks la fundición de acero más grande del Mundo, y en el río
Dnieper, la central eléctrica más potente del Orbe. Millares de ingenieros y obreros trabajan en estas
y otras empresas nunca acometidas.
Todo esto quiere decir que, sean cuales fueren las ideas que sustentemos, estamos obligados a
estudiar un movimiento de trascendencia enorme, que ha puesto de relieve los problemas más
intrincados y perturbadores que afrontó nunca la raza humana.
El efecto que nos causa el estado actual de inmenso territorio eslavo a través de las
manifestaciones de Dillon es sumamente inquietante. El panorama ofrece tonos desoladores;
empero con frecuencia hay mucho que admirar. En punto a los problemas de la publicación y venta
de libros y a los métodos educativos y culturales, Rusia se halla a una altura que para nosotros
quisiéramos. En lo que toca al sistema de gobierno y a la administración de justicia, se advierten
rectificaciones saludables, ya que algunas cosas son francamente inadmisibles, absurdas. Ahora, el
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desarrollo que el espíritu crítico adquirió allá permite darse cuenta de todo y poner eficaz remedio
en mucho. Dentro de un período más o menos largo no poco volverá a sus antiguos cauces. El error
principal ha estribado en querer derribarlo todo, como si hasta la llegada del Soviet el Mundo no
hubiera hecho nada de provecho. De esta verdad se halla ahora penetrada la mayoría. La situación
de las mujeres y los niños. Si la comparamos con los días de la Rusia de los zares, acusa un
progreso excepcional. La mujer es hoy la colaboradora más eficaz en la implantación del marxismo
a rajatabla.
Eludamos las extralimitaciones en la relación sexual; porque si allí puede hacer todo el mundo
lo que se le antoje, no a todo el mundo se le antoja hacerlo.
Mas lo importante, lo que constituye el nudo de todas las cuestiones que se agitan en torno de
Rusia, lo principal que pretendió resolver el Soviet, esto es, el problema de la tierra, queda por
resolver todavía. Desde la revolución de octubre la agricultura ha pasado por dos etapas y
actualmente está en la tercera. En la primera (que finó en 1921) determinóse que el laboreo de las
tierras no era obligación del individuo, sino de la comunidad. Desistióse de este principio porque
perjudicaba así a la industria como a la agricultura. En 1922 comienza la segunda etapa, durante la
cual se da al campesino mucho margen y se le permite que mire por sí y por su familia.
Dos años ha se implantó, y va abriéndose paso, la etapa tercera, que tiende a extender y
aumentar por todos los medios el colectivismo. Las familias de una o más aldeas han de «juntar
brazos y bolsas» y trabajar todas en condiciones iguales, unir sus ganancias y pagar cada cual su
cuota por los útiles modernos que haya de adquirir del Estado a su justo precio, y luego vender a la
Cooperativa-Estado la cosecha por la cantidad que éste decida abonar. La experiencia ha resultado
impopular. Sobre el asunto se expresa así Dillon: «La crítica nacional, que es la más severa, opina
que la nueva disposición no hará sino prolongar las condiciones provisionales que han prevalecido
desde la revolución de octubre y destruir en realidad el sentimiento de confianza y seguridad que
hasta ahora sostenía a los labriegos, y sin el cual debe esperarse reducción en las cosechas, escasez
de subsistencias, suspensión del comercio con el exterior, aumento en el costo de la vida y, en
general, un deslizamiento de tierra agrario.»
Parece que la mayoría de los labriegos se aparta con desdén de toda esta legislación. Y
colocado el Gobierno entre consideraciones políticas y necesidades económicas y financieras, se
limita aprobar... ¡Entonces! He aquí, fundamentalmente, el estado de Rusia, una inmensa prueba, un
colosal ensayo, que unas veces sale a tuertas y otras a derechas; pero, desde luego, inaplicable casi
en total a otra nación que no tenga las características de la raza eslava. Por eso, el que tenga oídos
de oír, que oiga.

CUESTIÓN DE RESISTENCIA
¿No expuse ya mi sospecha de que las matracas autonomistas no eran en el fondo otra cosa
que odio y envidia a Castilla? Pues he aquí que viene la respuesta de Cataluña, inundada a estas
horas de folletos, prospectos y proclamas de la más exaltada castellanofobia. Ni en la rebelión de
1640 se dio nada parecido. El epíteto menos duro que se nos aplica a los castellanos es el de
ladrones. ¡Excelente muestra de la cordialidad de los estatutos! Más iracundias y matracas veremos;
más tonterías; más desahogos incultos, o, por mejor decir, cavernícolas. Dejémoslos; que digan lo
que quieran. No prestemos atención a lo que ello mismo se complace en la inferioridad. Quien tal
escribe, ¿quiere dialogar con los castellanos? Con que los castellanos no nos ocupemos de estatutos,
basta. Y así, felicitémonos de que cayera en el vacío la sugestión de aquel concejal que pidió un
estatuto para Castilla la Nueva. ¿qué idea de Castilla tenía el munícipe? Aplaudamos también la
negativa de la Mancha a mancharse con otro estatuto. Ya saben nuestros paisanos cómo acabó don
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Quijote en la playa de Barcelona. No se les pegue el estilo catalán. Castilla es una cosa seria.
Constantemente se oye discantar sobre quién trajo la República: si la trajo éste, si la trajo el
otro; si vino por fas, si vino por nefas; si fue la clase media, si fue la clase baja; si se debe a éstos, si
se debe a aquéllos. Y nadie ha dicho que la República existe por Castilla; porque Castilla es
republicana; pues hasta que Castilla no fue republicana, todos los intentos por implantar la
República española resultaron baldíos. Ya lo dijo Pi y Margall (¡oh qué gran diferencia entre aquel
gran catalán y algunos de ahora!) en el año 74: «La República ha fracasado porque Castilla no es
republicana.» Y acertó de medio a medio. Sólo le faltó decir a Pi por qué no era republicana
Castilla. Y a nosotros por qué lo es. Fácilmente se colige: sólo ahora era posible la República, si
había de pervivir; y aun así, ya se ve cuán ancha viene en algunas partes. Pero Castilla ha visto que
estaba el fruto en sazón a despecho de cualquier grano agraz. De donde no se tema por esta vez
declaraciones irreflexivas de puertos francos, cantonalismos ni extrañas acuñaciones de moneda.
Podrá ir lento el carro, pero irá seguro; tambalearáse, mas no dará vuelcos.
La República está consolidada: es cuestión de resistencia, digo, de ir resistiendo, o mejor, de
consistencia. Porque conforme vaya resistiendo, se irá consolidando: obra de tiempo, en fin. ¿Y se
consolidará disgregándose? La propia palabra lo repugna. Pues ¿qué es consolidar, sino volver a
unir lo que antes se había quebrado o roto, para que quede firme, que es la acepción más genuina
del «consolidare» latina?
No esperéis, por tanto, que se consolide la República si se desune o se fracciona. Por el
contrario, su misión es unir. De manera que las autonomías mal entendidas son contrarias a la
consolidación de la República, por cuanto separan.
Cierto que las autonomías son peores que el separatismo, y el breve transcurso de pocos
meses nos ha dado la razón. ¿Qué es en el fondo el estatuto catalán? Un modo de seguir traficando,
de seguir amenazando, de continuar manteniendo el equívoco. Suponed que ya está aprobado el
estatuto catalán, íntegro, con modificaciones o como os cuadre. ¿Creéis que el «problema» catalán
ha terminada? Si lo creéis, correríais peligro en tiempo de Herodes, por inocentes. Oíd lo que ya en
1645, en carta de 12 de febrero, escribía D. Francisco de Quevedo: «En tanto que en Cataluña
quedare algún solo catalán, y piedras en los campos desiertos, hemos de tener enemigo y guerra.»
Ved si de entonces acá no han incordiado los catalanes con protestas, rebeliones, apelación a las
armas, incluso aliándose con los extranjeros para guerrear contra la patria común (España, quiero
decir), etc., y reconoceréis la verdad de las palabras de Quevedo.
Una estadística de actos catalanes contra España dejaría asombrado al lector. Y ahora los
propios catalanes, aprobado el estatuto, ¿van a abandonar el rico y beneficioso camino tradicional
de protesta y rebeldía constantes? Ya se han puesto de acuerdo para la nueva acción, que, como
todos esperábamos, consiste en que unos por un lado consigan que las Cortes aprueben el estatuto
en Madrid, y otros por otro muestren en Cataluña su disconformidad. El juego está claro, y todos
hemos de vivir para verlo. De una parte, la Generalidad con el estatuto y su autonomía, con los
brazos abiertos y rebosando amor; de otra, el Estado libre catalán, los «Nosoltres sols», que ya hizo
público un manifiesto de protesta contra el estatuto, declarándose oficialmente separatista. ¿Se trata
de dos entidades antagónicas? Nada de ello. Todo es uno y lo mismo. El eterno equívoco catalán.
De manera que con estatuto y sin estatuto la pesadilla catalana subsistirá siempre. Pero
entonces, ¿qué es lo que quieren los catalanes? Muchos lo ignoran. Otros se contentarían con que
Barcelona fuese la capital de España y que todos los españoles hablasen catalán. En tanto esto llega
(que también los judíos esperan al Mesías), la cuestión reside en obtener ventajas y a armar fajina
perenne.
Creo que a la larga o a la corta este juego y equívoco resultarán fatales para Cataluña. Muchos
catalanes buenos y sensatos, de verdad hijos amantes de España, deploran el precipicio a que una
mala política arrastra a su región. Y temen con fundamento llegar a ser un día poco gratos al resto
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de los españoles. Tan poco, que no sean ellos quienes quieran separarse, sino los demás de ellos.
La consolidación, pues, de la República, no peligra por el estatuto catalán, como quiera que
todo quedará lo mismo. En cuanto a los estatutos restantes, no pasan de una maniobra caciquil, hija
de la irreflexión, que se caerá por sí sola.
Tampoco se vislumbra peligro (contra lo que muchos creen) en la cuestión religiosa. La
fuerza de la Iglesia ha dependido más de las armas que le prestaba el Estado que de la conciencia de
los fieles. Es decir, que su fuerza radicaba fuera de sí, era prestada. Y «sub lata causa»...
Mayormente que España es más católica que cristiana, más fanática que religiosa. Hay mucho
sentimiento mahomético imbuido en la conciencia de los fieles, con más ribetes de política que de
fe pura y acendrada. Ni saben lo que creen ni creen lo que saben. Y como necesitan creer en algo, o,
mejor, hacer como que creen, adoptan la confesión que hallan más cerca. El pueblo sufrido,
explotado y hambriento, que ve a la Iglesia no bajar a los pobres, sino aliarse con los poderosos;
atender a los ricos, alabar a los tiranos, mimar a la fuerza armada; que en los púlpitos, en vez de
tronar contra la riqueza insolente, contra la injusticia, la explotación, el fraude, la miseria de los
humildes, ve que, por el contrario, predica contra las doctrinas que intentan redimirle de estos males
y esclavitud; el pueblo ha vuelto la espalda a la Iglesia católica, porque la Iglesia católica se la ha
vuelto a Cristo. No nos extrañe, pues, que el clero vaya contra la República; la ha traído el pueblo.
No tema la República a la Iglesia mientras cuente con el pueblo. Haga entrar a la Iglesia en la
ley, como Cristo entró, sin protestar, contra la potestad de Octavio César, porque «su reino no era
de este mundo». Y el clero quiere que su reino sea de este mundo y del otro. La separación de la
Iglesia y el Estado se impone. ¿Qué teme la Iglesia? ¿No es de origen divino y se ve asistida por el
Espíritu Santo? Pues si eso dice y cree, ¿qué
Quedan otros problemas en la consolidación de la República: el social, el agrario, el
económico, el hacendístico; todos son uno mismo, y no se pueden resolver sin ayuda del otro. A tan
punto crudo han venido, como que sólo podía resolverlos la República. Por eso ésta puede darse por
consolidada, porque sólo ella los puede resolver. Si no, se hubieran resuelto antes.
Todo es, para acabar, cuestión de resistencia, y la República, por ahora, tiene de aliado al
Tiempo. Y ¿quién si no el Tiempo es el supremo valentón del resistir?

EL IMPUNISMO DE LA RAZA
Se dan siempre los extremos en el pueblo español: las muchas virtudes y los muchos defectos.
Hablar de éstas es ocioso; tratar de ellos, imprescindible. Porque tal vez los muchos defectos
ahogan las muchas virtudes.
Entre estos defectos, los principales radican sin duda en la falta de sentimiento de justicia y en
su repugnancia por el criticismo. En realidad, lo segundo es consecuencia de lo primero. Tan poco
arraigado está el sentimiento de justicia, que ni aun los que la ejercen lo sienten. Decir aquí
jurisconsulto no es decir otra cosa que burlador de la ley, sofista, forjador de distingos, artimañas,
trampantojos y sutilezas para dar a la ley el giro adecuado a sus fines: la satisfacción del cliente, por
absurdos que pida. Por eso cada ley tiene tantos intérpretes como abogados.
Pedía Platón que se desterrase a los poetas de toda República bien organizada, y Cervantes,
que se introdujera a los alcahuetes. Bien que se introduzca a los alcahuetes (que bien introducidos
están); pero Platón erró de medio a medio: no hay que desterrar a los poetas; sino a los juristas. No
desterremos la ley; empero echemos de toda República bien organizada a los que no viven sino de
la ley; quiero decir, de burlarla. De un Parlamento de jurisconsultos no cabe esperar sino desgracias
para la nación. Junta de abogados es lo mismo que junta de médicos: que, cuantos más se reúnen,
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mayor peligro hay en el paciente. No sé qué desventura puede existir mayor, si una monarquía de
dictadores y déspotas o una República de abogadillos. A esta calamidad propendemos, luego de
haber padecido aquella peste. A aquella peste hará buena esta otra calamidad. Contad los abogados
del Parlamento: tendréis la suma proporcional de los males que nos aguardan.
Pues ¿cómo en un Parlamento abogacil no se hace que caiga el peso duro (pero ejemplar y
necesario) de la ley sobre los que durante tantos años han delinquido? Huelga la respuesta. El
abogado no tiende a que se cumpla la ley, sino a ver de qué modo la ley no se puede cumplir: a
salvar al culpable. Deducid ahora.
Pueden dormir tranquilos todos los que llevaron la nación a la ruina: el rey perjuro, en quien
comenzó el impunismo dejándole marchar (responsabilidad que un Comité revolucionario podría
exigir un día); los mal llamados ministros del dictador, los representantes de la Justicia, que
acataron un Poder que sabían era ilegal; todos los nombrados diputados de la Asamblea Nacional,
todos los gobernadores civiles, todos los delegados gubernativos, todos los alcaldes que
envilecieron su vara; todos pueden dormir tranquilos. No pasará nada.
Y no pasará nada, porque no ha pasado ya. Hay tiempo para todo, y también el de cortar
cabezas tiene su sazón. Lo malo en España no está en cometer grandes delitos, sino en pequeños.
Aquéllos pueden eludirse; éstos suelen castigarse.
Andan estos días unos ruborosos de la ley (que enrojecen de pudor, debiendo enrojecer de
vergüenza) a cuestas con la virginal teoría de que no es lícito, o a lo menos lógico, exigir
responsabilidades a nadie cuando al responsable mayor se ha dejado escapar. No estamos de
acuerdo. La mejor justicia es aquella que se hace según la ley de cada uno. A cada uno júzguese
según su ley. La ley de los que sirvieron al ex rey era que éste es irresponsable. Ellos recababan
para sí toda la responsabilidad. Caiga, pues, sobre ellos. Pero no hay cuidado. La mayoría se
pasaron ya a la República.
Porque la República es hoy de los monárquicos, y no sé qué temor hay de que venga la
Monarquía, cuando la Monarquía ha vuelto ya. Y apuesto doble contra sencillo. Visitad los
ministerios, por ejemplo, y si en ellos no veis desempeñando iguales puestos a las mismas personas
de la Monarquía, váyame yo a cuidar de un par de mulas. Los cargos que dieron los dictadores, en
las propias manos siguen. Pero ¿qué más sino ver el Parlamento?
¿Cuándo, después de una revolución, se hubiera tolerado que se sentaran juntos diputados de
la bochornosa Asamblea Nacional y diputados de las constituyentes? Pues amigablemente viven.
Protegidos han sido del Gobierno, que, cuando vinieron las elecciones, ya se cuidó éste de dar de
lado a muchos republicanos de toda la vida. Había que complacer a los catecúmenos. Los hijos de
sus padres han podido ser padres de sus hijos.
Y uno se espanta de que granujas de toda laya y condición, que años y años les hemos visto
vivir de la Monarquía y ser los perseguidores más crueles y declarados de la República, nos quieran
dar normas de conducta y hacernos creer que sólo ellos son los verdaderos republicanos y que lo
fueron toda la vida. La cana escarcha cayó en el regazo de la encendida rosa. Nada hay recto; es
todo oblicuo; la ambición corre desatada; la desvergüenza se muestra ya desnuda; la impudicia
política y moral no reconoce freno. ¿Cómo en este ambiente no ha de hallar defensa la impunidad?
Púdranse en los campos de África los huesos de toda una juventud, esperanza de la nación. Canten
sobre ellos los cierzos del invierno. Nosotros nos abrigaremos con pieles de marta.
Y, naturalmente, como republicanos y monárquicos andan tan confundidos que son unos,
asusta la Convención. ¿Cuándo nos asustó a los republicanos un Comité de salvación pública? ¿Tan
melindrosos nos hemos vuelto? Tanto, que ya no nos conociera la República que nos parió.
No pasará nada. Se fue el rey; pero quedaron otros reyes. El Parlamento se exhala en
discusiones estériles, cuyo fin no parece otro sino la prolongación de las dietas. ¡Cámara bien
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ordinaria!
Ahora se comienza a padecer los males de los primeros meses ociosos, en que a rajatabla
debieron resolverse problemas como el religioso y de responsabilidades, cada día de más difícil
solución. Quiero decir favorable a la República. Someted ésta ahora al arbitrio de los leguleyos, y se
habrá perdido definitivamente.
¿Queréis salvarla? Acometed esta paradoja: inclinadla a la verdadera izquierda y aumentad la
Guardia civil. Pero en la cuestión de las responsabilidades no os entretengáis en matar a los
muertos.

LAS CAUSAS DE LO QUE SUCEDE


Quisiera en lo que escribo que resplandeciese un lenguaje sencillo y claro, común; pero que
fuera el duro lenguaje de la verdad. Hay quien opina que en esta hora la verdad debe callarse, como
si la verdad hubiera de callarse nunca, y como si no fuera cierto, con el satírico:
Que es lengua la verdad de Dios severo,
Y la lengua de Dios nunca fue muda.
No puede la República seguir gobernando como si fuera Monarquía. ¿Se sabe por muchos lo
que es República? No lo parece, a juzgar por cómo obran. Y es que el sentimiento democrático no
se improvisa: nace con el hombre y muere con él. No se ama de repente al pueblo; quien no lo amó
desde un principio, no lo amará en su fin. Ni en su fin ni en su medio. Ni hasta el fin.
De los que sólo son republicanos desde unos días, sólo hay que esperar desgracias para la
República. Y de los que por despecho de la Monarquía la usurpan, ¿será difícil vaticinar? «La
República debe ser para todos», se ha dicho por ahí. La frase es noble o es infame, según se la
interprete. Es infame si quiere significar que debe entregarse a todos, que es tanto como prostituirse;
es noble en el sentido de elevar a todos, o sea como la interpreta Lerroux: que la República debe
acoger a todos cuantos quieran ser dignos de ella. En tanto, la República no debe ser (o no debiera
ser) sino para los republicanos.
Pues bien; en no haber sido sólo para los verdaderos republicanos radica el peligro que corre.
Porque, óiganlo todos: o la República es para los republicanos, o no será. Que no estriba la
existencia de la República en mantenerse como Poder, sino en mantenerse como República. ¿Qué
nos importa que se sostenga una República si no obra como tal? A alguna tenemos de ejemplo.
Porque la República que actúa como Monarquía, que coarta la libertad del pensamiento, que
encarcela sin juzgar, ésa no es República, o, a lo menos, ésa no es la República que preconizamos
los demócratas. Leyes hay para castigar los delitos; aplíquense con rigor o con la templanza
requerida; empero juzguen los jueces, sean oídos los encartados. No se procese sin oír; que si ello es
malo, pero es encarcelar sin procesar ni oír siquiera. Se dirá que si los revoltosos, que si el orden
público, que si tal. Y podrá ser verdad: yo sólo digo que lo mismo decía la Monarquía. Preso que
cae en prisión debe ser oído inmediatamente por el juez, y no debe ser detenido ni una hora más de
la que establecen las leyes.
Muchos enemigos tiene la República, muchos. Se los ha creado, y los peores son los
republicanos. Los monárquicos ya fueron vencidos: se pasaron a la República; los republicanos
dudo que lo sean: se están apartando de ella. No quiere decir esto que la República peligre ni esté a
punto de caer. Como Poder está consolidado ya; como República necesita consolidarse. Podrá
mantenerse el Poder; pero puede sucumbir la República.
Pues ¿qué sucede? Sucede descontento, injusticia, malestar general. La vida sigue más cara,
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las sinecuras persisten, los monopolios no cesan. La República continúa mangoneada por los
monárquicos. En todos los departamentos del Estado se ven las mismas caras. Su falso
republicanismo les ha durado tan poco, tan seguros se sienten, que ya algunos no rebozan sus ideas
contrarias al nuevo régimen. En esta atmósfera, ¿qué cabe esperar? Veo a viejos e ilustres
republicanos consumirse de ira, contemplando su obra de tantos años echada por tierra, que sólo ha
servido para entronizar (¡qué bien empleada la palabra¡) a los mismos que los perseguían.
Aguántense, que la República es para todos. Para todos, menos para los republicanos.
No falta quien justifique esto de entregar la República a los monárquicos. Arguyen diciendo
que la República necesita prosélitos y establecer una concordia general, sin advertir que los
monárquicos se ríen, se van apoderando de todos los resortes del gobierno y espían la hora de
asestar su golpe decisivo contra la República. Porque, ¿podrán gobernar nunca los monárquicos
sino como tales, por máscaras con que se encubran? Así, por cada converso se pierde un
republicano, que se ve preterido.
Otra cosa fuera que, desde el primer momento, la República hubiera sido sólo para los
republicanos; que ellos la consolidaran, y extendieran su beneficio a todos cuantos sucesivamente
abandonasen sus hábitos de tiranía y adquiriesen fervor y sentido democráticos. No fue así, y ésta es
la tragedia. Los mismos republicanos que gozan del Poder y hacen lo que pueden, se ven arrastrados
por los antiguos comulgantes del monarquismo, que, naturalmente, no pueden sentir la fe
republicana ni de improviso refrenar las convicciones de toda la vida. He ahí el peligro grave. Por
eso vemos que el verdadero sentido liberal, sereno, constructivamente rebelde de la República, lo
dan, así en el Parlamento como en el Gobierno, los viejos republicanos. Y que todo ande mezclado
y confuso, y que la patulea moceril (que sólo sabe vociferar y representar el papel de Termagante)
vote luego proposiciones retrógadas. Todo hay que posarlo en la conciencia, que no se tiene de
muchas cosas sino cuando han pasado por ellas muchos soles.
Vino la República sobre flores, perfumada como las lluvias de abril y pujante como una
planta en mayo. Un carnaval de entusiasmo en un carnaval de ingenuidad. Yo pregunté: ¿No se ven
muertos? Mala señal. Se verán después, y entonces no tendrán justificación. No veo la revolución,
sino un cambio de régimen. ¿No pasa nada? Pues entonces es que no pasa nada.
Pero era el instante de que pasara, de realizar grandes anales en quince días, de acometer en
horas labor de siglos. Y no pasó. Todo prosiguió igual. En la historia del mundo no se habrá
ofrecido momento tan hermoso para gobernar, y para gobernar bien. Todos habrían aceptado lo que
se hubiese hecho. A la alegría misma cedía el paso la reflexión. Pasaron los días, y como antes no vi
muertos, tampoco después vi republicanos; o, por mejor decir, los únicos muertos eran los
republicanos. Nadie se acordó de ellos; algún cargo para algún pariente o amigo, y nada más. Pero
todo el mundo defendía a la República. Los mismos sindicalistas y anarquistas, ante los primeros
chispazos autónomos, declararon que defenderían la unidad de la patria con las pistolas en la mano.
Era preciso otorgar un margen de confianza al Gobierno. ¿Quién no se lo otorgó?
Después... El hado funesto, la estrella maligna del general Berenguer, que dio al traste con la
monarquía, al ser excarcelado turbó la paz de la República. Fue cuando el pueblo se lanzó a la calle.
El fino instinto popular olió (mientras los demás estábamos acatarrados) que la República hedía a
insoportable tufo monárquico. Y, en su furor, quemó conventos y cometió desmanes. Todo lo cual
pudo haberse evitado con un simple decreto de expulsión de Órdenes religiosas. Pero ¿dónde
estaban los republicanos?
No es mi intento hacer historia. Sólo probar que la República, en vez de tener por enemigos
únicamente a los monárquicos (que ésos siempre lo serán), ha logrado tener también a los
republicanos.
Apruébense pronto las leyes complementarias; dése la República a los republicanos; elimínese
del Poder a las fuerzas sociales que no engendran sino discordias, y fórmese un Gobierno fuerte y
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de autoridad, que imponga a todo el mundo el cumplimento de la ley.


No hay otra solución. Y la República, para los republicanos. No «para todos». El «Para
todos» es un libro malo del doctor Montalbán. La República, para que la gobierne Lerroux.

LA VIDA DE LAS CORTES


¿Por qué se alarga la vida a las Cortes? ¿Alargar la vida? La palabra huele a enfermo; aún
más, a moribundo. ¿quién ha oído jamás que se trate de alargar la vida a los sanos? Cortes sanas,
vida natural. Salud perfecta, término justo. Luego si las Cortes son sanas, alargarlas es dar un corte
por lo sano. Y eso sería lo que las enfermase. Pues en cuanto a estar enfermas, fuera peor el remedio
que la enfermedad. Nadie se salva a quien se prolonga la vida. Sucumbe al fin, y lo que se prolonga
es el dolor. No hay nada tan acertado como morir a tiempo. Así las Cortes: mueran cuando deben.
Ya entiendo que muchos quieren alargar la vida a las Cortes por alargar su propia vida. ¡Ah, si
estuviera en algunos el poder de prolongar las Cortes hasta el estallido del Juicio final! Sería
gracioso verlos comparecer ante la Universal Residencia con su acta de constituyente en la mano.
Aquel mitinista chirle, polilla de Comité, sociólogo cafetil, sin oficio ni beneficio, ¿de qué
vivirá si se cierran las Cortes? Aquel abogadillo camaleón, católico ayer, upetista ayer, republicano
hoy, anticlerical hoy, que no cree en los milagros, teniendo cerca el de su acta, ¿qué dirá cuando
acaben las Cortes? Aquel periodistilla famélico, susto de las reuniones, sacabocados del mediodía,
gangrena de los enchufes y convidado «a porta inferi», ¿de qué se ocupará si terminan las Cortes?
Aquel cunerón tragaldabas, que en su vida le vieron por el distrito ni una vez asistió al Parlamento,
si no fue a la hora de cobrar, ¿qué hará de su buche, cerradas las Cortes? Aquel fantasma que dice
que vive de sus cuentos, siendo cuento lo que dice, ¿qué inventará si su prebenda expira con las
Cortes? Aquel orador de su pueblo, célebre en los Juegos florales, sordomudo en la cámara, ¿cómo
se las arreglará clausuradas las Cortes? ¿Qué explicación dará de su mudez, habiendo sido azuda en
la conversación? Aquel emboscado guedejudo, monárquico hasta los tuétanos, que se insinuó con la
República para conservar el puesto, ¿no temerá un cambio de cosas, cerradas las Cortes? Aquel
asambleísta amanecido, madrugón de las definiciones, camboísta un tiempo, agrario después,
revisionista hoy, nieve de los Alpes siempre, ¿conservará su acta en unas nuevas Cortes? Aquel
jefecillo melindroso, cara de traidor de melodrama, que vive de lo que odia, predica lo que no siente
y habla de lo que no sabe, ¿volverá a medrar después de las Cortes? Angel cazador de destinos, que
todas las mañanas sale a ojeo de sinecuras, y, repleto el morral, vuelve a su casa 1, ¿no dará paz a la
escopeta finadas las Cortes? Aquel gobernador de chicha y nabo, que él mismo se espanta de su
nombramiento y se cree el solo mantenedor del estado, cuando es éste quien mantiene el suyo, ¿no
verá con ojos de tragedia el final de las Cortes? El sociólogo embustero, que prometió lo que no
podía dar, y ahora no podrá dar cuenta de lo que prometió; el pastor estadista, que teme el descarrío
de sus ovejas; el funcionario hipócrita, y muchos, muchos individuos de todo estado y condición, de
toda profesión y oficio, que viven a la sombra del Poder, esperan aterrados la conclusión de las
Cortes. Observan despavoridos la marcha de los días, quisieran detener los relojes, que el Tiempo se
parara, gastándole una treta a la Humanidad. Para ellos todo va de la mejor manera, se vive en el
mejor de los mundos, todo es risueño y agradable. ¿Para qué cambiar? ¿Por qué no han de ser
permanentes las Cortes? «¡Nihil mutari!» ¡No se mude nada!
Otros, por el contrario, ven con alegría el final de las Cortes. ¿Por qué habían de durar tanto?
¿Seis meses? ¡Qué barbaridad! No debieron durar ni una semana. «Acábense cuanto antes»,
1 Esta líneas se publicaron en La Libertad con fecha 26 de noviembre del año pasado. A los pocos días, alguien se
enamoró de este pensamiento, y quiso disfrazarlo colgándole unos faisanes... Ya no se cazan faisanes, sino
sinecuras...
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exclama el plutócrata. «Volvamos a lo antiguo», piensa el clérigo. «Mejor estábamos antes»,


rezonga el acaparador. Aquel maridillo mantenido, que vivía de su mujer y, lejos de agradecérselo,
la maltrataba, y ve ahora que ella le plantea el divorcio, quisiera no sólo que acabaran las Cortes,
sino que se hundiera el Parlamento. «Múdese todo (meditan algunos), que por lo menos tendremos
una cosa buena: el cambio.» «¡Las Cortes! (dice el comunista). Pero ¿han hecho algo las Cortes?
¡Abajo esa ficción!» Y el realista, coincidiendo: «Cortes eran las de la monarquía; éstas son un
cortijo.» «Pues está claro (añade el sindicalista): estas Cortes no han servido más que para la
Unión.» El camandulero en espera de destino, que al presente no hay, ése quiere que acaben las
Cortes; aquel a quien prometieron una gobernaduría, ése aguarda que mueran; el que se quedó sin
acta ventea la posibilidad de ella con un cambio de cosas; el religioso, volver a su hábito; el
alfonsino, a su conspiración; el ex militar a su pronunciamiento, el noble a sus pergaminos; el
explotador, a sus explotaciones; el que no medró y el que medró antes, esperan medrar.
Por esta o la otra razón, unos quieren que sigan las Cortes, otros que acaben. Sólo hay un
grupo indiferente: los del estatuto catalán. Apruébese el estatuto, y vivan o mueran las Cortes. ¿Qué
les importa a ellos? En todo, como se ve, palpita un interés. Los que viven de las Cortes quieren
prolongarlas. Los que esperan su medra quieren que concluyan.
¿Y el pueblo? ¿Qué quiere el pueblo? El pueblo querrá que no se comprometa su victoria, que
las Cortes duren lo que deben durar. Y ¿cuánto deben durar? Porque su victoria se puede
comprometer lo mismo si duran mucho que si duran poco. Al pueblo se le dijo que las Cortes iban a
ser Constituyentes. Pues hecha la Carta constitucional, a esa misma hora debieron terminar las
Cortes Constituyentes. Y decirle al pueblo: «Esto hemos hecho: ¿es esto lo que querías? ¿Estás
conforme? ¿Te parece que basta? ¿Debemos rectificar algo? ¿Debemos continuar?» Y que el pueblo
hablase. Y si le parecía que se debía rectificar algo, rectificarlo. Y si pedía que se continuara, se
continuase. Y si quería que se acabara, alto y acabar.
Fue tan admirable la manera como el pueblo trajo la República, que es imprescindible
preguntarle si es esto lo que quería. Y sino, hacer lo que él quiera. Y nadie tema peligro alguno para
la República porque se haga lo que el pueblo quiere. ¿Quién contra el pueblo? Porque si el pueblo
no quiere lo que habéis hecho, es inútil pretendáis que prevalezca. Y si lo quiere, podéis dormir
tranquilos.
Habéis hecho algunas cosas que no dijisteis al pueblo las ibais a hacer. Preguntadle si está
conforme. Si no está, rectificad; no os ha de ser imposible; y si está, alegraos de haber sabido ser
fieles intérpretes del pueblo, y dad a Dios muchas gracias de contar con un pueblo tan noble, tan
generoso, tan magnífico, tan suave como el español. ¡Sentíos dignos de tan gran pueblo! Y entonces
gobernad para todos, gobernad para él.
Nadie quiere que vuelva lo pasado. Si gobernáis bien, vuestros mismos enemigos colaborarán
con vosotros. Pero haced; no destruyáis. Edificad; no os entretengáis con fantasmas. Mirad que todo
está por hacer. Al cabo de las centurias volvemos los españoles a gobernarnos por nosotros mismos.
Ya lo veis: todo ha quedado en ruinas. Las propias ruinas están cayéndose. No despreciéis ningún
valor, esté donde estuviere. Estableced la concordia. Ha llegado la hora de reflexionar.
No alarguéis, pues, la vida de las Cortes. Terminad lo antes posible. Y al día siguiente, a
trabajar, a edificar. Pensemos en lo que fuimos, y eso podrá darnos la medida de lo que seremos.

MIEDO E INDECISIÓN
¿Qué me decís de estos hombres, anteayer anticlericales ( el ayer está un poco obscuro, como
el mañana incierto), que ahora llevan el espanto de dios reflejado en los ojos? ¿Ahora? Sí, en esta
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hora, que para ellos debiera ser suprema. ¿Ahora? Sí, en la hora de todos, que es el «ahora y en la
hora de nuestra muerte».
Parece notable considerar las bravatas que se emplean en la juventud contra el clero y las
ideas religiosas, y cómo a medida que entra la vejez, y más por la debilidad del cerebro que por la
madurez del raciocinio, los hombres de creencias poco firmes buscan atenuantes de su retroceso, y
ellos mismos se fabrican una retórica de cautelas. Miedo se llama esa figura. Y si reflexionamos en
las cosas que suceden, es miedo por cualquier parte que se miren.
Por miedo no se resolvió desde el primer instante la llamada cuestión clerical, que no debió
consistir, triunfante la revolución, sino en la disolución inmediata de «todas» las Órdenes religiosas.
Por miedo se ha procedido desbaratadamente. Porque así como entonces estuviera justificada toda
energía, hoy tenía que sufrir el enervamiento, consecuencia de los muchos monárquicos y católicos
que se han pasado al bando de la República.
Me recuerda lo que ocurre aquellos versos de Juvenal:
Nune patimur longae pacis mala, saevior armis
luxuria incubuit, victumque ulciscitur orbem.
Que acomodando los términos, podrían reducirse al refrán común de «aquellos polvos traen
estos lodos»; aquella paz estúpida de los primeros días republicanos (que ahora se ha descubierto
estuvo invertida en el reparto de prebendas) trae estos días de inquietud, y hará que la cuestión
religiosa se resuelva mal; si de un modo, porque molestará a unos; si de otro; porque a otros. Se
plantea el problema aquel de Crisipo: «Si gobierno mal, enfado a los dioses; y si bien, a los
hombres.» De suerte que, de cualquier modo que se gobierne, se errará. Disolved «todas» las
Órdenes religiosas, y molestaréis a los monárquicos que os sirven, y para quienes son vuestras más
tiernas miradas y los faisanes más regalados de vuestros favores2. No las disolváis, y habréis
engañado al Pueblo, que vengará en vosotros vuestra perfidia. Pero las disolvéis a medias, y
enfadáis a los hombres y a los dioses. No tiene salida vuestra incapacidad. ¡Ved vuestra situación!
Creíais que la República erais vosotros, y es el Pueblo: ya lo veréis. Pues hasta para satisfacerle es
tarde; porque ya recela de vosotros.
Mucho más recelará cuando vea que no podéis darle lo que ansía; que habéis ido tan lejos en
el río de vuestros errores, que el retroceder os es ya lo mismo que ganar la otra ribera. Que no
podéis dar al pueblo lo que vosotros mismos le habéis predicado y fijasteis en el proyecto
constitucional, está claro, pues andáis con medias tintas. Y yo digo que no las hay peor para
vosotros que dejar de cumplir vuestras promesas por no haberlas sabido realizar a tiempo. El miedo
os llevó a aquello, el miedo os trae a esto.
Ya sabéis lo que pasó a los triunviros romanos en la galera de Sexto Pompeyo. Le propuso su
capitán Menas que, pues aquellos tres copartícipes del Mundo se hallaban en su navío, era fácil a
Pompeyo apoderarse de todo: no había sino cortar el cable y, ya en alta mar, cortarles el pescuezo.
Y le repuso Pompeyo: «¡Debiste hacerlo y no decírmelo! Arrepiéntete de haber dejado a tu lengua
traicionar tu intención. Si la hubieses ejecutado sin yo saberlo, la hubiera aplaudido después; pero
ahora debo condenarla.»
Las Órdenes religiosas, que han dominado a España, cayeron un día en la galera de la
República. Los Menas, sin consultar con nadie (y ya sabemos quiénes son estos nadie), debieron
entrarse con ellas en alta mar, y allí arrojarlas; pero no lo hicieron. Aplicad el sucedido, y ved si
ahora se puede cortar el cable de la galera, y si habrá Pompeyo que no repruebe a estos Menas su
proceder. Eso antes. Eso había que haberlo hecho, y no decirlo; realizarlo, no discutirlo; llevarlo a la
práctica, no a la Constitución.

2 Estos faisanes hay que relacionarlos con el ojeo y caza de que hablamos en otra nota.
19

¿Por qué? Porque cada cosa en su tiempo. Ni la galera ni el cable de la galera están ahora tan
libres que se pueda maniobrar sin peligro. Otras galeras son ya piratas del mar, y de alejarse mucho
la de la República, podría ser cercada o apresada. Y aun desprenderse del cable le costaría gran
trabajo; que los triunviros del interior lo vigilan ya cuidadosamente, y aun se dice que lo asen desde
la orilla. Mala situación la de Pompeyo con la extemporánea proposición de estos Menas. Ha dejado
su capitán que se preparen. Lo que habrá que pensar es salir como fuere del trance, para no caer
prisioneros en la propia galera.
Son incompatibles los frutos del miedo y de la indecisión. Todo lo que se hace mal, se hace
por hacerlo tarde. Las cosas que se desvirtúan, carecen, naturalmente, de virtud. Hacer una
República con extremistas no podía llevar sino a hacer una República extremista, o sea a extremizar
la República. ¿Habría problema religioso si la República fuese de los republicanos? ¿No teníamos
esto resuelto? ¿Se discutió jamás? Hay miedo, cuando nunca debió haber miedo. Todos lo tienen;
unos de sí, y aun dentro de sí; otros, de los demás. La República es la esclava de su culpa. Al
extremimonarquizarse, llevóse consigo el germen de su muerte. La monarquía no solamente se
perdió a sí propia, sino que perderá a la República. Todas las dificultades que sufre son de índole
extremimonárquica.
Disolved todas las Órdenes religiosas: saldréis perdiendo. Procurad la conservación de ellas:
saldréis perdiendo. Habéis seguido una fórmula intermedia: salisteis perdiendo también. De
cualquiera manera que procedéis, perdéis siempre.
―Pues, diablo de hombre, ¿qué hemos de hacer?
―Lo que no habéis hecho. Y, más que hacer, lo que debisteis hacer es deshacer.

¿QUÉ SE HACE?
Esta calma es sólo aparente: una tregua en las escaramuzas de la pasión.
Se va por mal camino, no se hace nada. Y si la frase peca en lo de las negaciones, diremos:
«Se hace nada», pues no hacer nada supondría que se hace algo. Mejora aquello que no debió haber
empeorado: eso es todo.
¿Qué se ha hecho? Tan poco; que fuera mejor que preguntáramos que se había deshecho o
que se deshará todavía. Porque si para unos queda mucho por hacer, o más bien, está todo por hacer,
para otros queda mucho por deshacer o está todo por deshacer. Y lo desharían todo, como les
dejaran.
Es España un país indestructible: ya se ha visto. Nada puede contra él. Por mayores pruebas
ha pasado. Empero también es un pueblo que al fin reflexiona. El adagio popular lo indica: «El
español piensa bien; pero piensa tarde». Alegrémonos de ello, cuando tantos pueblos hay que
piensan mal y pronto. Se impone el buen sentido; mas requiérese al obrar. Deshacer saben muchos;
hacer, pocos. Lo que importa es crear. Gobernar no es más que crear. Quien no crea no gobierna.
Quien no sabe gobernar es inútil que obre de buena voluntad: errará tan desdichadamente como el
que obre de mala. Cread, si queréis que crean.
Gobernar no es administrar ni mantener le orden. Mala teoría decir que para gobernar basta
ser honrado. Hay quien no alega otra cosa. Gobernar es labor de sapiencia más que de moral. Los
griegos supieron bien esto cuando enviaban al ostracismo. Seamos honrados, y que aparezca la
capa; mas la manera de tener la capa y que no se pierda es ser aptos.
Hay, pues, que gobernar, y para ello hay que saber. Como digo luego, de la tristeza se puede
esperar algo; de la alegría, nada. La tristeza ha infundido reflexión; de aquí el buen sentido.
20

Por fortuna, no se desesperó España, creyendo que sus males, que no tuvieron remedio con la
Monarquía, no lo tendrían tampoco con la República. Ya se ha advertido que sus males tienen
remedio con la República. No habléis de Monarquía; no renovéis la antigua llaga. Empero también
os digo que en cualquiera de los regímenes se puede gobernar mal, y lo peor que tienen las
Repúblicas cuando se gobierna mal es que matan la esperanza, irritan y sublevan. Porque bien que
las Monarquías gobiernen mal; pero las Repúblicas deben gobernar bien. Las Repúblicas no tienen
derecho a existir si no gobiernan mejor que las Monarquías. Por cuanto es más fácil a las
Repúblicas gobernar mejor, siendo régimen más perfecto.
Se dice que nuestra República tropieza con dificultades, y es fábula podrida. Las Repúblicas
no pueden tropezar con dificultades; tropiezan con dificultades lo que no saben gobernar en ellas.
¿Qué dificultades, como régimen, tiene la República? Ninguna. Un camino libre para realizar
cuanto se le antoje. Una colaboración preciosa en la Prensa, como jamás pudo soñarla ninguna
Monarquía: colaboración noble, desinteresada, franca, leal. ¡Si es la que ha hecho la revolución! Un
ansia vehemente en los ciudadanos por emprender nuevos rumbos, por trabajar, por superarse, por
hacer una nación de este montón de ruinas. Una vía láctea de trabajadores intelectuales, de médicos,
de ingenieros, de escritores, de artistas: arquitectos insignes, médicos eminentes, matemáticos
ilustres, profesores de reputación mundial. En el orden manual, los mejores obreros de la Tierra.
Y contando con esto ¿no sabéis gobernar? Confesad que estaríais mejor aplaudiendo a los que
gobernaran. Pues ¿qué hace falta a España teniéndolo todo, sino saber gobernar? No os veo
emprender nada. Valéis más para gobernados que para gobernantes.
Notad que cuanto más buen sentido vaya imponiéndose, cuanto mejor juicio y serenidad,
tanto más resaltará vuestra impericia, vuestra incapacidad o vuestra abulia. Os inclináis al «statu
quo». He ahí la muerte.
El «status quo» es el peor de los gobiernos: doctrina de difuntos, régimen de cadáveres. «Lo
que siempre se ha hecho, siempre se haga.» No hallaréis teoría más perniciosa. «Lo que siempre se
ha hecho, nunca se haga» debe ser vuestra norma. Huid de aquel antiguo refrán. Al pie de la letra lo
siguió la Monarquía.
Hora es que rectifiquéis. Servid siquiera de coro. Estad sobre el pueblo.
Mirad que, si no, el pueblo estará sobre vosotros.

LA TRISTEZA DE LA REPUBLICA
¿Quién ha dicho que sea malo tener tristeza? Todo lo contrario. El Eclesiastés lo abona: «Cor
sapientum ubi tristitia, et cor stultorum ubi laetitia». «Está el corazón del sabio donde hay tristeza, y
el corazón del necio donde hay alegría.» Pues siendo así, ¿qué indica la tristeza de la República sino
conciencia y meditación de su responsabilidad?
Sé lo que vais a argüirme. Comprendido. Pero yo os digo que prefiero esta hora de tristeza de
la República a aquella de la alegría inconsciente, cuando bullían las turbas como en Carnaval y yo
preguntaba ante la estupefacción de los que quisieron escucharme: «¿No hay muertos? Mal
principio.» Pues ahora os digo: ¿Hay tristeza? Signo de buen fin.
Ya esperaba yo esta hora. ¿Cómo no había de esperarla? Conocía uno de los principales
defectos de nuestro pueblo (entre tantas virtudes), que consiste en pasar con excesiva rapidez de la
alegría a la tristeza, del entusiasmo a la depresión. Pues ¿qué aguardaban de la República? ¿La
felicidad al día siguiente? ¿El milagro? ¿También esperabais el milagro? ¡Qué milagro tan español
hubiera sido!
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Cierto que esperabais más, y cierto que pudieron haberos dado algo. No os lo han dado, y
estáis tristes. Pues ved: ya camináis por el buen sendero, abrís los ojos, empezáis a comprender,
adquirís conciencia, se os pega sabiduría. Presto conoceréis el Mundo.
El Mundo os dirá cómo va el Mundo. Va el Mundo muy mal, y titubeando, y como para dar
un estallido. En ninguna parte se está bien, y aunque éste es un consuelo de tontos, por él tienen que
pasar también los sabios.
La tristeza peca, en esta parte, de injustificación. Estáis mal; peor están otros. Pero vuestra
tristeza es buena: queréis estar bien. No os hagáis ilusiones: no estaréis bien en mucho tiempo. Cada
día estaréis peor, como los otros. Ciertamente, es éste un tiempo malo; mas acordaos en cuántas
épocas quisieron no haber nacido.
Aquí no había pasado nunca nada. Siempre se dijo que no pasaría nada. Terrible cosa es
considerar que hemos presenciado tiempos mejores los que nunca los hemos visto buenos. «Aquí no
pasará nunca nada», os he oído decir muchas veces. Parecíais cadáveres que hablaban desde el
cementerio. Lo erais. No os dabais cuenta de lo que pasaba. Ahora os la dais. Habéis pasado de la
condición de cadáveres. Os estáis sacudiendo de los gusanos que os roían. ¿Y os mostráis tristes?
Confesad entonces que no sabéis lo que pensáis.
Alegraos de estar tristes. Se podrá esperar de vosotros alguna cosa buena. Pronto os veré
cuerdos. Ya es hora de que desechéis la alegría estúpida que os inundaba. Estáis desalojando de
vuestro corazón a vuestro peor enemigo. Erais un pueblo de cascabeles; todo lo acogíais
indiferentes, y a los sones de la marcha de Cádiz celebrabais vuestras mayores tragedias. Las
marchas fúnebres se os antojaban pasodobles. Habéis recobrado vuestra conciencia, vuestra
seriedad. Cuando estéis alegres será con motivo. No será como hasta ahora, que estabais alegres
sencillamente porque no estabais tristes.
Pronto os habéis entristecido. Pues más tristes habéis de estar. Mucho es lo que ha pasado.
Más es lo que pasará. ¡Y no iba a pasar nada! Conservad vuestra tristeza. No queráis hacer frente
con una sonrisa a los pavorosos problemas que reclama la inquietud del Mundo. Vuestra tristeza
será ahora la coraza de acero que os mantendrá preparados. Os enseñará a resistir contra ideas
fantasmas, contra tópicos y contra vestigios. Ya habéis reído bastante. Mientras reíais, se reían de
vosotros. Nada debe el Mundo a vuestra risa. Erais los juglares del Mundo. Ha pasado la comedia.
Habéis entrado en la tragedia, y es fuerza que cada uno represente su papel. ¡Por Dios, que
siquiera una vez se os vea derramar una lágrima! Antes os faltarán lágrimas que motivos por que
llorar. Así, daos cuenta que ha llegado el instante de que os pongáis serios, de que retornéis a
aquella gravedad primera, que tanto ensalzó el Mundo cuando eran los ingleses quienes os llamaban
graves.
La hora es de serenidad y de recogimiento. Mejor es tener tristeza que no alegría, si con la
alegría no hemos tenido nada. Porque la alegría nos ha hecho perderlo todo y nos ha enajenado de
nosotros mismos. Y pues el Mundo no está para risas, vayamos al compás del Mundo.
¿Os imaginabais que la Monarquía había de dejaros la risa por herencia?
La tristeza tenía que ser su legado. Pero ¡oh beneficio del mal! La tristeza ha desterrado de
vosotros vuestra peor parte, y ha transformado, como por rica alquimia, vuestros defectos en las
cualidades más preciosas.
Ahora que no sois alegres se puede creer en vosotros. Podéis ser algo.
Antes erais nada.
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DIÁLOGO ENTRE CERVANTES Y QUEVEDO


MIGUEL.― ¿Y cree vuesa merced, señor don Francisco, que todo no sea sino odio a
Castilla?
DON FRANCISCO.― Sí creo; mas una buena parte es hija de la ignorancia.
MIGUEL.― ¿No será que ya no alienta en los españoles aquel espíritu de universalidad que
en nuestro tiempo traía atónito el círculo de la tierra?
DON FRANCISCO.― En tiempo de vuesa merced; que, por Dios, que yo vi clara la
decadencia, y asistí a la pérdida de Portugal y al levantamiento de Cataluña.
―¿Y a qué la atribuisteis? Habladme de «vos» en son de familiaridad.
―Pues bien, Miguel: cuanto sucede en España es sólo culpa de los españoles. Su decadencia
es su falta de amor a España, su falta de amor a sí, su desconfianza en sí. Acordaos que en nuestra
época no odiaban a España sino los extranjeros; ahora no la odian sino los españoles. Este
sentimiento es ajeno a Castilla, y por eso os dije que todo cuanto ocurre procede de odio a Castilla,
y que mientras no gobierne Castilla no resurgirá España.
―¡Buena va la gobernación de Castilla! ¿Cuántos gobiernos habéis conocido castellanos?
Porque desde la rota de nuestros Comuneros no diréis que ha gobernado Castilla. Solamente el
predomino de su lengua...
―Cierto, y ése es fundamento de aquel odio.
―Más bien creo yo que muchos de los españoles de hoy menosprecian su lengua porque les
vienen grande. Odio estéril; que el vuelo del castellano es ya tan alto, que se halla por sobre la
jurisdicción de los españoles.
―A vos se debe, Miguel.
―Y a vos, don Francisco.
―Si desde la otra parte de la vida se pudiera sentir indignación, ¿qué merecerían estos que
atentan contra el idioma que con tanto esfuerzo les dimos?
―Merecerían una de vuestras más terribles sátiras. Pero entiendo yo que todo es bulla y que
no hay sino tenerles compasión.
―Una cosa os quiero preguntar, Miguel. En vuestro tiempo, ¿quién escribía en catalán?
―Os llevo poco más de veinte años. Como en el vuestro, nadie apenas escribía en catalán.
Era orgullo de los catalanes expresarse en castellano, porque desde los Reyes Católicos todo el
mundo se había hecho español. El catalán era una reliquia, la voz íntima reservada al hogar, al trato
y al contrato; pero en literatura todos los catalanes empleaban el castellano, que conocían como
nosotros, si bien en mis días no florecieron sus ingenios. Eran brava gente aquellos catalanes, los
primeros en amor a España. Yo los amé y quise como a las niñas de mis ojos, y bien sabéis vos mi
apología de los catalanes, de Barcelona, de Cataluña. En ninguna parte tuve mejores amigos ni hay
mejores amigos que los catalanes.
―Sí, también sé que en Tarragona os tiró «Avellaneda» su Quijote.
―Pero no se ha demostrado que fuera catalán. Juraría que no lo fue.
―También fue vencido vuestro invencible caballero de la Mancha en la playa de Barcelona.
―Le llevé yo para que allí le venciesen.
―Pues ved los monumentos que tenéis en Barcelona; que no sé que las letras de vuestra
23

apología se hayan escrito en letras de oro a las puertas de la ciudad.


―Las escribirán un día, no tengáis la menor duda.
―Si las escriben, serán traducidas. Porque habéis de saber que nadie quiere allí vuestro
castellano, y que no habrá desde ahora escuela, colegio, liceo, seminario, instituto y universidad de
donde no se os desplace o, por mejor decir, se nos desplace.
―No os canséis, don Francisco, que no se ha de entibiar un ápice el cariño que siento por
Cataluña. Todo eso no son más que fantasmas y vestiglos que se han levantado en la imaginación de
unos cuantos Quijotes catalanes. Pero yo espero que se dejarán de libros de caballerías y volverán a
su primitivo amor. Con que me lean a mí, basta.
―Siempre seréis el compendio del ideal. No se os lee en Cataluña, Miguel. Dentro de poco,
ni se os sabrá leer.
―Os digo que sí. Vos, don Francisco, tenéis ojeriza a Cataluña. Andá, picarillo, que no os
acordáis que en Barcelona vieron la luz por vez primera vuestros «Sueños», que os han llevado a la
inmortalidad.
―Impresión fraudulenta, Miguel; que no cobré de aquello ni un florín.
―Cobrasteis gloria; y, sin embargo, escribisteis contra Cataluña.
―No sino contra los catalanes, contra sus enredos y equívocos, que querían (y quieren) hasta
cambiar el curso del Sol; yo supe desarrebozarlos de su falso amor a España, que vos, bondadoso,
creísteis; yo predije que tendríamos enemigos en ellos en tanto hubiera piedras en sus campos. Vos
fallecisteis sin conocer, por suerte vuestra, su inicua rebelión.
―Yo los veo todavía dentro de España.
―¡No sabéis cuántas lágrimas y sangre, cuántas tragedias y conmociones lleva (y llevará) ese
todavía! No quieren ser españoles, Miguel.
―Digo que el verlos todavía dentro de España muestra que lo estarán siempre. Yo os prometo
que conozco los catalanes, y, o mucho han cambiado, o serán no sólo buenos españoles, sino de los
mejores españoles.
―Han cambiado mucho.
―No os engañen las apariencias, don Francisco. Son gente fervorosa y práctica, y nada les
conviene más que ser españoles.
―Se han vuelto imperialistas.
―Esa gangrena de los Estados no creo corroa jamás a Cataluña.
―Ved, Miguel. Ha tiempo rompieron sus lazos con Aragón; han creado una bandera (ante la
cual hacen inclinarse a todas), con una estrella solitaria, para indicar que son un algo independiente
y aparte; han falsificado una lengua...
―Pero el catalán...
―El catalán que vos conocisteis ha desaparecido hasta en su forma gráfica; ahora no lo
conoceríais. Han falsificado una lengua, arrancando de ella toda raíz y voz castellana, y de
remiendos y andrajos de otros idiomas han fabricado su capa de pobre. El francés, el portugués, el
italiano son para cualquier español más fáciles de entender hoy que el catalán. La idea es que en
nada sus voces se parezcan al castellano. ¿Adivináis el imperialismo?
―Eso es grave, y me dejáis confuso. Con todo, los idiomas fabricados llevan en sí propios el
germen de su ruina. Pero reconozco en cuanto habéis dicho, considerado en conjunto, y si es así, un
afán en cierne de separación.
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―Sabía que mis palabras penetrarían en tan gran entendimiento.


―No sé qué deciros. Ganas siento de llorar. Si eso ha ido tan adelante, no hay medio de
atajarlo.
―Está próximo a votarse un Estatuto reconociéndoles su autonomía.
―¿Eso hay? Luego ¿se establecen diferencias entre los españoles?
―Juzgadlo vos.
―Pero... Decidme. ¿No me oís?
―Apresuraos, apresuraos. Ha llegado el instante de restituirnos a los Campos Elíseos de la
Muerte. No hay tiempo que perder.
―Sí... Vámonos poco a poco; que ya en los nidos de antaño no hay pájaros hogaño.

MAURA Y LOS RADICALES


En la mayoría de los hombres está el mayor de los daños en conocer la razón y seguir la
pasión, y no cabe duda que de los individuos de muchas palabras nunca hay que esperar
consistentes obras. Sucede que quienes carecen de partes personales, en cuanto son conocidos se
hallan perdidos, al revés de quienes las poseen buenas, que, no bien se les conoce, ya son amados y
medrados.
El discurso de don Miguel Maura muestra claramente cómo cada hombre lleva dentro de sí el
germen de su ruina; cómo cuando una pasión se apodera del alma, el gusto es cebo del sentido; el
sentido queda esclavo del deseo, éste es incendio del corazón; el corazón tiene espíritus muy
señores; éstos ofuscan el entendimiento y le hacen idolatrar aquello que es objeto de la pasión. Creo
que me entenderéis y que escribo claro. También entenderéis que el que se concierta con quien pide
paz para unir su fuerza, no espera paz, sino una guerra cruel. Pues meditad en esto: corren por ahí
muchos héticos de envidia, muchos achacosos de ambición. El ver a uno en preeminencia conjura
las pasiones del ambicioso vano. ¿Por qué? Porque éste es como el hambriento: viendo a otro en un
espléndido banquete, se irrita más.
Oí el discurso del señor Maura por radio y, con no parecer buena la letra, resultaba peor la
música: el tono. Era un conglomerado de disonancias, de acordes de segunda menor, aquella
insistencia del «Para eso me basto yo solo», siendo así que en buena armonía política un hombre no
es nada ni basta para nada. Oyéndolo pensaba yo en las muchas veces que se da prisa el daño
propio, y en que a los ambiciosos que suben a alguna dignidad puede preguntárseles si suben a
estar, o suben a subir, o suben a caer.
Esto en cuanto al tono. En cuanto a la letra, es cosa probada que nada hay que más
descontente a todos que lo que se hace con intención de agradar a todos. Todo el discurso del señor
Maura era del más rezagado monarquismo. Decidme, de cuanto discantó, ¿qué hubiera rechazado
una monarquía? Nada absolutamente. Ningún postulado republicano le satisfizo. Por su parte,
ningún ideario expuso. En todo halló algo que reparar y algo que alabar. Dio su opinión sobre los
demás y no quiso cambiar su moneda: sin duda guardaba su tesoro bajo siete llaves. Empero, bien
neta se traslucía su intención: no consistía en infundir en las derechas los principios republicanos,
sino en asociar a la república el ideal monárquico de las derechas.
En fin, seguía y seguía perorando en su discurso. Y yo me pregunté: «¿Cómo no se le habrá
ocurrido atacar a Lerroux? ¡Qué cosa más extraña!» No lo hube acabado de decir cuando,
efectivamente, allá estaba el ataque a Lerroux. ¡Si no podía faltar! Era obligado.
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Escuché su diatriba, y vi entonces que el objeto y fin del discurso no era otro que atacar a
Lerroux y al partido radical. «¡Hablara yo para mañana!», dije entre mí. ¿En qué año estamos? ¿No
se le ocurre otra cosa?
No hay pecado para mí como la vulgaridad. Y no pude por menos de apagar el aparato
radiofónico cuando oí que pedía a Lerroux expusiera su programa y hablara claro. ¡A Lerroux, que
lo viene exponiendo desde hace cuarenta años en medio de la calle! ¿Más claro? ¡Pues oíd todavía
la singular perspicacia del orador! Reprochaba a Lerroux que fuera suave en la forma y fuerte en el
fondo, cuando éste sería el ideal del gobernante; y el gobernante ideal aquel que cumpliera en el
Gobierno más de lo que hubiese prometido en la oposición. He ahí el error que se viene padeciendo:
que se predique lo que no se puede llevar a cabo, que se prometa lo que no ha de cumplirse, que se
desespere al hombre haciéndole ver que truena, cuando ni se forman nubes ni viene la benéfica
lluvia.
Basta. La indiferencia espera la fuerza; el hierro se va al más poderoso imán.
Lo que temían los radicales era que Maura se les insinuara en el partido. Un ataque más ¿qué
les importa? Mala cosa cuando en el ánimo se representa la temeridad con rostro de valentía y la
cordura con rostro de cobardía. Siempre los enemigos nos hacen mejores o más aviados.
No hará buen gobernante Maura; ya lo verá. Es sentencia de Tucídides que para el Gobierno
son mejores los ingenios tardos y moderados que los impetuosos y veloces. Y a la verdad, ¿qué
política puede haber donde falta prudencia?

EL FRACASO DE LOS SOCIALISTAS


¿Qué espera el Gobierno para marcharse? ¿A quién representa el Gobierno? ¿Qué dice? ¿qué
piensa? Ni hace, ni dice, ni piensa. Respecto de a quién representa, nosotros lo ignoramos. Sobre
quién «lo» quiere y sobre quién «le» quiere, lo ignoramos también. Puede que le quiera alguien;
pero no lo quiere la mayoría. Pues entonces, ¿por qué no lía los bártulos y se va con los socialistas a
otra parte? ¿Con los socialistas dije? Ved una opinión socialista en la Asamblea del Comité de la
Unión General de Trabajadores.
El compañero Antonio Muñoz se expresó así: «Hay que convenir en que la labor de los
ministros socialistas no satisface a la clase trabajadora.» Pues si no satisface a la clase trabajadora,
¿a quién satisface? Y otro compañero, el señor Cordero, replicó: «Hay una legislación social que se
va a perder por la incapacitación de los trabajadores.» Ahora va a resultar que los pobres
trabajadores (que siempre sufren y siempre tienen razón) son los culpables. Y aún preguntó el señor
Cordero: «¿Hemos conseguido mejoras?» Esto no debiera preguntarlo el señor Cordero, sino que
debieran preguntárselo a él.
Empero este escarceo entre los señores Muñoz y Cordero carece de importancia ante otra
manifestación. El propio compañero Muñoz dijo: «Que se vayan los ministros; si se hunde la
República, que se hunda.» Hermanitos vivos, ¿a esto hemos llegado? ¿Había de venir un día, con el
régimen republicano triunfante, en que se pronunciara semejante blasfemia?
«Que se vayan los ministros; si se hunde la República, que se hunda.»
Examinemos la frase, que tiene más intríngulis que palabras. Presupone que la República se
sostiene porque no se van los ministros, cuando es todo lo contrario, que la República podría
hundirse si no se van los ministros.
Y digo «podría» por apuntar a una posibilidad bien lejana; porque lo cierto es que, se vayan
los ministros o se queden, la República es indestructible.
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«Si se hunde la República, que se hunda.» ¿Cómo no se expulsó del local a este incauto de
Muñoz? ¿Y era trabajador? ¿Y era socialista? ¿Y era republicano?
Quiero creer que ésta es expresión no socialista, sino de un socialista. De todas suertes, bien
pudiera recoger el criterio del partido o de una parte del partido; bien pudiera ser socialista, mas no
es republicana. Un republicano no puede decir jamás: «Si se hunde la República, que se hunda.»
Que lo puede decir un socialista, bien claro está.
Y es que ya los socialistas no parecen republicanos. Para ellos son accidentales las formas de
gobierno, como para otros que no quiero nombrar. Los que piensan que las formas de gobierno son
accidentales, y en éste país colaboran con la República y en aquél con la monarquía, ésos no son
republicanos; ésos son los peores enemigos de los republicanos. Que varios socialistas no parezcan
republicanos no quiere decir que muchos socialistas no sean buenos republicanos; entended lo que
digo, aunque os arroje la pluma; pero hay socialistas que no parecen republicanos.
Si hubieran sido republicanos, ha mucho tiempo estaría implantada la República en España.
Porque no lo fueron se retrasó. Porque no lo son tiene dificultades. Porque no lo serán irán al
fracaso. Ya están mascando el fracaso. Ya están mascando.
Bien entiendo lo que este incauto de Muñoz quiso decir: «Húndase la República antes que
perezca la Unión General de Trabajadores, porque con la actuación de sus ministros se compromete
su porvenir.» Aunque es colocar la República debajo de la Unión, el compañero Muñoz «despuntó
de agudo». Cierto que la actuación de los ministros es desastrosa para el porvenir de aquella
Asociación; pero ¿por qué había de hundirse la República?
Y es que el incauto de Muñoz cree que la República se hundiría sin el apoyo de sus ministros.
Ya hemos contestado a ese error.
«Que se vayan los ministros.» Aquí debió hacer punto Muñoz, y hubiera estado en su punto.
Pero no se van, y como no los echéis vosotros, los socialistas, no se irán. Y ¿por qué habían de irse?
Por ahora van bien. Y dice el proverbio que el que va bien no se mueve. Empero ya se irán, ya nos
iremos todos, porque vendrán las elecciones, «que es el plazo que nos dan para buscar sepultura».
Esto le debemos los republicanos a ciertos socialistas: la implantación del voto femenino, para
que perezcamos a manos de las mujeres. Porque en cuanto vote la mujer, ningún republicano espere
salir triunfante de las urnas. Esas urnas serán urnas funerarias. Todos nos vamos a ver las caras de
cadáveres. ¡Lindo servicio el prestado por algunos socialistas a la República! Debió excluírseles de
la Revolución. Habrían ido mejor las cosas. Todas las dificultades han venido por ellos.
Y todavía no rectifican. Y todavía no se van. Ven a su propio partido insatisfecho, y ni aun a
su partido satisfacen. Pues ¿qué hacéis? ¿A qué esperáis? ¿A gastaros aún más? Vuestra actuación
se puede resumir en tres palabras: gobernar mal y pronto. Con vuestra gestión no está conforme
nadie, auque vuestros amigos los delegados la aprueben. Habéis desesperado de tal modo a los
trabajadores, que ya lo veis: vuestros propios compañeros prefieren, antes que continuéis vosotros,
que se hunda la República.
Yo os confieso que no creí nunca que de labios socialistas saliera esta frase. Porque siempre
he tenido y tendré a los socialistas por buenos y por honrados y por el modelo perfecto de los
trabajadores. Y pues ha salido, no puede ser hija del corazón, sino de la desesperación a que les
conduce vuestra actitud.
Por obstinaros en permanecer en el Gobierno, se os unen elementos impuros, que tenéis que
eliminar, y os abandonan los elementos puros. De una organización admirable, corréis el peligro de
descender a una fuerza sin cohesión. Tontamente estáis nutriendo y vigorizando agrupaciones que
yacían muertas. ¿No decís que apoyáis una República de tipo burgués?
A tiempo os halláis aún de rectificar; pronto será tarde. Pero quede esto como pleito de
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vosotros. Allá en vuestra casa, si os queréis suicidar; mas no perturbéis la del vecino.
Apresurad, pues, vuestra salida. Dejad el Gobierno. Arreglad los presupuestos y confeccionad
la ley Electoral. No queda más por hacer, y aun en esto hay algo que deshacer. Porque si en la ley
Electoral no se elimina el voto femenino, entregaréis la República, limpia, en bandeja y legalmente,
a la reacción. Todo el mundo lo dice, y todo el mundo no se puede engañar.
Que si caemos, caigamos por los hombres y como hombres; ¡pero que hayamos de caer por
las mujeres y como mujeres!
Y la reacción no habría de perdonarnos; que ésta sí que exclamaría de corazón: «¡Si se hunde
la República, que se hunda!»
Mas no haya miedo que se hunda. Porque visto lo que sucede…

GOBERNARÁ LERROUX
¿Y quién, si no él, podría gobernar? Gobernará Lerroux. Todavía no se ha comenzado a
gobernar. Por eso no gobierna todavía Lerroux. Gobernará Lerroux. Veo a muchos danzantes que
quieren gobernar, y no sabrían gobernar, porque no sabe ni gobernarse. Gobernará Lerroux.
Hay quien cree que es más fácil gobernar que hinchar un perro. Y todo es hinchazón.
Gobernará Lerroux. Recuerdo que muchos de los que ahora tiene enfrente pueden exhibir limpia su
frente gracias a él. Esta frase no la entenderán todos. Y los que todos no lograron ser uno, ¿podrán
con quien lo es todo? Gobernará Lerroux.
¡Singular entereza la de este hombre! Desde que comenzó a actuar en política, todos los odios
y calumnias se cebaron en él. Tantas cabezas querían cortarle, que menester hubiera sido que fuese
hidra para satisfacer a todos. ¡A cuántos republicanos pudo llamarles hijos de pelícano! Y cuando
todos los males de la patria eran por los que gobernaban, censurábanle a él, que no gobernaba,
cuando el remedio hubiera estado en que gobernase. ¡Y aun hoy se oponen a que gobierne! «Tarde
llegamos, Boscán.» ¡Qué ingratitud!
Gobernará Lerroux. Quiero decorar esta frase a estilo senequista. Toda España ha blasfemado
contra Lerroux. ¡Y no tenía más que a Lerroux! ¡Y no tiene más que a Lerroux! España debe una
reparación a Lerroux. Gobernará Lerroux. Es el homenaje que ha de ofrecerle.
«Tarde llegamos, Boscán.» Lo digo porque la República llegó tarde. Porque llegó sobre las
ruinas y cadáver de un pueblo. Porque llegó cuando debía estar de retorno. Porque no dejasteis que
gobernara Lerroux. Preferisteis la muerte a que gobernara. Y he aquí que ya tenéis la muerte
encima, y habréis de llamarle para que gobierne. Por vuestra culpa sucumbió Costa, y sucumbió
Giner, y sucumbieron tantos que ahora necesitaríais.
Y por milagro os queda Lerroux. ¡Y queréis que os haga el milagro!
«Tarde llegamos, Boscán.» ¿Creéis que se puede gobernar así? Pues matad al médico y
otorgad una recompensa a la enfermedad. Gobernará Lerroux. Todos vuestros trampantojos y
dilaciones serán inútiles. Todas vuestras zancadillas, estériles. Gobernará Lerroux.
De haber podido, le hubierais dado de lado. ¿Qué calumnia os falta por inventar? Decís que es
de la derecha los que no sabéis hacer cosa a derechas, los que sois ahora de la izquierda porque todo
el mundo lo es. Pero vosotros sois ambidextros. Por un lado habríais querido que fuese presidente
de la República, para que no gobernase; por otro hubierais querido que gobernara, para que no fuera
presidente de la República. Pues, sutiles, dondequiera que él se siente, ¿no estará allí la cabecera?
No podemos ocultar vuestra envidia ni vuestros temores. Gobernará Lerroux.
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Cada día que pasa sin que Lerroux gobierne es una puñalada que se asesta al corazón mismo
de la República. Apresuraos. Hay mucho que rectificar y toda la concordia por establecer.
Apresuraos. Liad los bártulos. Al trote, al trote.
Dejad que gobierne Lerroux, si queréis que se gobierne, si se lo impedís, será igual.
Gobernará Lerroux. La República no debe ser para todos, sino para los republicanos; pero hay que
gobernar para todos. Muchos no saben gobernar más que para sí. ¿Quién puede gobernar para
todos? Uno solamente. Gobernará Lerroux.
Existen infinitos más enemigos de la República de lo que se cree. Porque en el número se
cuentan infinitos republicanos que, imaginándose que sirven a la República, no hacen con sus obras
sino comprometerla. No vale llamarse republicano ni ser republicano; lo que vale es proceder como
republicano: en esto estriba la valía. Hay quien dice que no se ha consolidado la República. Los que
no se han consolidado son ciertos republicanos. Es preciso gobernar para todos: se gobierna para
unos cuantos; gobiernan unos cuantos. Gobernará Lerroux.
Necesariamente hay que inclinar la República a la izquierda. Esto no admite discusión. Pero
los que más se creen de la izquierda, por paradoja extraña, más piensan en la derecha. Mirad los
estatutos, mirad el idioma, mirad las leyes de defensa, mirad el voto a la mujer: todo eso es
derechismo puro, que, apuntando a la libertad, da en el blanco de la reacción. No queréis que
gobierne Lerroux porque no sabéis las sorpresas que os aguardan con Lerroux. Pero el pueblo las
presiente. Gobernará Lerroux.
Cada día os veo más inclinados a la derecha: afiláis el cuchillo que os ha de degollar. Dijisteis
que habíais quitado el lastre a la República. Parecía, en efecto, que lo habíais quitado; empero
habéis vuelto a cargar con él. No podéis caminar ligeros. Iréis al fondo con el lastre. En vez de subir
descendéis; en vez de avanzar dais marcha atrás. Manteneos siquiera donde os quedasteis. Pero al
fin se gobernará como debió gobernarse. Gobernará Lerroux.
Asombra considerar en qué procedimientos tan derechistas ponen algunos el izquierdismo.
Republicanos de la noche a la mañana, no han podido posar sus ideas un día entero. He ahí por qué
son trasnochadas. Pasó por ellas la noche; no las iluminó el mediodía. Y éstos quieren que Lerroux
haya pasado; que Lerroux, sin gobernar, haya gobernado. Y no se dan cuenta de que son ellos los
que se pasan, y se gastan, y se trasnochan. Y Lerroux permanece en un perenne mediodía.
Gobernará Lerroux.
Ya lo veréis. Para gobernar él no tiene que hacer sino dejar que gobernéis vosotros. Gobernad
quienes queráis, cuantos queráis, como queráis; todo el tiempo que os plazca. Él os dejará ir.
Clavaos en la gobernación, prendéos a ella con clavos de bronce, ataos con lazos de oro, o , sin lo
preferís, con puntas de hierro. Pero él será quien gobierne. Gobernará Lerroux. Con vosotros, sin
vosotros o contra vosotros. Gobernará Lerroux.
Hay República para siempre y Lerroux para tiempo. Al tiempo. Poco transcurrirá sin que
tenga realización esta profecía.
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APÉNDICE.
Artículo de Emilio Burges Marco,
en República (Teruel), jueves 19 de noviembre de 1931

¿GOBERNARÁ LERROUX?
Comentario a un artículo que en «La Libertad» publicó, el 13 de los corrientes, Luis Astrana
Marín y en el cual nos decía por 18 veces que gobernará Lerroux.
Si Lerroux es ese hombre providencial, perfecto, ecuánime, imprescindible, enérgico,
milagroso y gubernamental que nos describe Luis Astrana... ¡que gobierne Lerroux!
—Según Astrana, todavía no se ha comenzado a gobernar, y se gobierna sólo para unos
cuantos.
Si como expone el panegirista de Lerroux, éste ha de gobernar, y lo ha de hacer a gusto de
todos... ¡que gobierne Lerroux!
—Según Astrana, toda España ha blasfemado contra Lerroux, y no tiene más que a Lerroux, y
debe una reparación a Lerroux.
Pues aunque se haya blasfemado de Lerroux, si a España no le queda más hombre que
Lerroux... bueno, ¡que gobierne Lerroux!
—Según Astrana, Lerroux permanece en un perenne mediodía.
Precisamente ese mediodía, es lo que más nos preocupa porque es la hora del cocido; si con
Lerroux, lo mismo que el mediodía, ha de ser perenne el cocido, encantados… ¡que gobierne
Lerroux!
—Según Astrana, no queremos que gobierne Lerroux, porque no sabemos las sorpresas que
nos guarda Lerroux.
Si esas sorpresas consisten en suprimir los monopolios, enchufes y prebendas, solucionar el
paro obrero, abaratar las subsistencias, expulsar de su partido a los frigios que lo desacrediten, y
aplicar con energía los radicalismos que contiene la nueva Constitución, vengan esas sorpresas y...
¡que gobierne Lerroux!
—Según Astrana, cada día que pasa, sin que Lerroux gobierne, es una puñalada que se asesta
al corazón mismo de la República.
Esto es muy serio, pues son muchísimos los días que van pasando sin que gobierne Lerroux, y
diariamente soporta la República una puñalada. Ningún ciudadano humanitario, aunque sea radical-
socialista, puede consentir ese monstruoso crimen pasional, antes que nuestra República muera
cosida a puñaladas... ¡que gobierne Lerroux!
Según Astrana, si se le impide gobernar a Lerroux, será igual, porque gobernará Lerroux.
Así pues, son inútiles vuestras campañas, detractores abominables, ¡está escrito!... ¡que
gobierne Lerroux!
—Y al final de su artículo, nos cuenta Astrana: «gobernad quienes queráis, cuantos queráis,
como queráis, todo el tiempo que os plazca... pero él será quien gobierne. Gobernará Lerroux, con
vosotros o contra vosotros».
¿Contra vosotros?...
¿Pero no habíamos quedado, señor Astrana, en que Lerroux era el único hombre que
30

gobernaría para todos?…


...............
Tal vez sin intentarlo, acaba usted de demostrarnos señor Astrana, que Lerroux es inmortal.
Porque si gobiernan quienes quieran, como quieran, todo el tiempo que quieran... Un año. Dos.
Tres... ¿quién lo sabe?... ¡y Lerroux esperando!... ¡y Lerroux eternamente joven!
A pesar de esto, dice usted que habrá República para siempre y Lerroux para tiempo.
Demostrada la inmortalidad de Lerroux, elevemos a los dioses un «Te Deum» en acción de
gracias por tan señaladísimo favor y... ¡que gobierne Lerroux!
EMILIO BURGES MARCO.
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CLÁSICOS DE HISTORIA
http://clasicoshistoria.blogspot.com.es/

151 Francisco López de Gómara, Hispania victrix (Historia de las Indias y conquista de México)
150 Rafael Altamira, Filosofía de la historia y teoría de la civilización
149 Zacarías García Villada, El destino de España en la historia universal
148 José María Blanco White, Autobiografía
147 Las sublevaciones de Jaca y Cuatro Vientos en el diario ABC
146 Juan de Palafox y Mendoza, De la naturaleza del indio
145 Muhammad Al-Jusaní, Historia de los jueces de Córdoba
144 Jonathan Swift, Una modesta proposición
143 Textos reales persas de Darío I y de sus sucesores
142 Joaquín Maurín, Hacia la segunda revolución y otros textos
141 Zacarías García Villada, Metodología y crítica históricas
140 Enrique Flórez, De la Crónica de los reyes visigodos
139 Cayo Salustio Crispo, La guerra de Yugurta
138 Bernal Díaz del Castillo, Verdadera historia de... la conquista de la Nueva España
137 Medio siglo de legislación autoritaria en España (1923-1976)
136 Sexto Aurelio Víctor, Sobre los varones ilustres de la ciudad de Roma
135 Códigos de Mesopotamia
134 Josep Pijoan, Pancatalanismo
133 Voltaire, Tratado sobre la tolerancia
132 Antonio de Capmany, Centinela contra franceses
131 Braulio de Zaragoza, Vida de san Millán
130 Jerónimo de San José, Genio de la Historia
129 Amiano Marcelino, Historia del Imperio Romano del 350 al 378
128 Jacques Bénigne Bossuet, Discurso sobre la historia universal
127 Apiano de Alejandría, Las guerras ibéricas
126 Pedro Rodríguez Campomanes, El Periplo de Hannón ilustrado
125 Voltaire, La filosofía de la historia
124 Quinto Curcio Rufo, Historia de Alejandro Magno
123 Rodrigo Jiménez de Rada, Historia de las cosas de España. Versión de Hinojosa
122 Jerónimo Borao, Historia del alzamiento de Zaragoza en 1854
121 Fénelon, Carta a Luis XIV y otros textos políticos
120 Josefa Amar y Borbón, Discurso sobre la educación física y moral de las mujeres
119 Jerónimo de Pasamonte, Vida y trabajos
118 Jerónimo Borao, La imprenta en Zaragoza
117 Hesíodo, Teogonía-Los trabajos y los días
116 Ambrosio de Morales, Crónica General de España (3 tomos)
115 Antonio Cánovas del Castillo, Discursos del Ateneo
114 Crónica de San Juan de la Peña
113 Cayo Julio César, La guerra de las Galias
112 Montesquieu, El espíritu de las leyes
111 Catalina de Erauso, Historia de la monja alférez
110 Charles Darwin, El origen del hombre
109 Nicolás Maquiavelo, El príncipe
108 Bartolomé José Gallardo, Diccionario crítico-burlesco del... Diccionario razonado manual
32

107 Justo Pérez Pastor, Diccionario razonado manual para inteligencia de ciertos escritores
106 Hildegarda de Bingen, Causas y remedios. Libro de medicina compleja.
105 Charles Darwin, El origen de las especies
104 Luitprando de Cremona, Informe de su embajada a Constantinopla
103 Paulo Álvaro, Vida y pasión del glorioso mártir Eulogio
102 Isidoro de Antillón, Disertación sobre el origen de la esclavitud de los negros
101 Antonio Alcalá Galiano, Memorias
100 Sagrada Biblia (3 tomos)
99 James George Frazer, La rama dorada. Magia y religión
98 Martín de Braga, Sobre la corrección de las supersticiones rústicas
97 Ahmad Ibn-Fath Ibn-Abirrabía, De la descripción del modo de visitar el templo de Meca
96 Iósif Stalin y otros, Historia del Partido Comunista (bolchevique) de la U.R.S.S.
95 Adolf Hitler, Mi lucha
94 Cayo Salustio Crispo, La conjuración de Catilina
93 Jean-Jacques Rousseau, El contrato social
92 Cayo Cornelio Tácito, La Germania
91 John Maynard Keynes, Las consecuencias económicas de la paz
90 Ernest Renan, ¿Qué es una nación?
89 Hernán Cortés, Cartas de relación sobre el descubrimiento y conquista de la Nueva España
88 Las sagas de los Groenlandeses y de Eirik el Rojo
87 Cayo Cornelio Tácito, Historias
86 Pierre-Joseph Proudhon, El principio federativo
85 Juan de Mariana, Tratado y discurso sobre la moneda de vellón
84 Andrés Giménez Soler, La Edad Media en la Corona de Aragón
83 Marx y Engels, Manifiesto del partido comunista
82 Pomponio Mela, Corografía
81 Crónica de Turpín (Codex Calixtinus, libro IV)
80 Adolphe Thiers, Historia de la Revolución Francesa (3 tomos)
79 Procopio de Cesárea, Historia secreta
78 Juan Huarte de San Juan, Examen de ingenios para las ciencias
77 Ramiro de Maeztu, Defensa de la Hispanidad
76 Enrich Prat de la Riba, La nacionalidad catalana
75 John de Mandeville, Libro de las maravillas del mundo
74 Egeria, Itinerario
73 Francisco Pi y Margall, La reacción y la revolución. Estudios políticos y sociales
72 Sebastián Fernández de Medrano, Breve descripción del Mundo
71 Roque Barcia, La Federación Española
70 Alfonso de Valdés, Diálogo de las cosas acaecidas en Roma
69 Ibn Idari Al Marrakusi, Historias de Al-Ándalus (de Al-Bayan al-Mughrib)
68 Octavio César Augusto, Hechos del divino Augusto
67 José de Acosta, Peregrinación de Bartolomé Lorenzo
66 Diógenes Laercio, Vidas, opiniones y sentencias de los filósofos más ilustres
65 Julián Juderías, La leyenda negra y la verdad histórica
64 Rafael Altamira, Historia de España y de la civilización española (2 tomos)
63 Sebastián Miñano, Diccionario biográfico de la Revolución Francesa y su época
62 Conde de Romanones, Notas de una vida (1868-1912)
61 Agustín Alcaide Ibieca, Historia de los dos sitios de Zaragoza
60 Flavio Josefo, Las guerras de los judíos.
33

59 Lupercio Leonardo de Argensola, Información de los sucesos de Aragón en 1590 y 1591


58 Cayo Cornelio Tácito, Anales
57 Diego Hurtado de Mendoza, Guerra de Granada
56 Valera, Borrego y Pirala, Continuación de la Historia de España de Lafuente (3 tomos)
55 Geoffrey de Monmouth, Historia de los reyes de Britania
54 Juan de Mariana, Del rey y de la institución de la dignidad real
53 Francisco Manuel de Melo, Historia de los movimientos y separación de Cataluña
52 Paulo Orosio, Historias contra los paganos
51 Historia Silense, también llamada legionense
50 Francisco Javier Simonet, Historia de los mozárabes de España
49 Anton Makarenko, Poema pedagógico
48 Anales Toledanos
47 Piotr Kropotkin, Memorias de un revolucionario
46 George Borrow, La Biblia en España
45 Alonso de Contreras, Discurso de mi vida
44 Charles Fourier, El falansterio
43 José de Acosta, Historia natural y moral de las Indias
42 Ahmad Ibn Muhammad Al-Razi, Crónica del moro Rasis
41 José Godoy Alcántara, Historia crítica de los falsos cronicones
40 Marcelino Menéndez Pelayo, Historia de los heterodoxos españoles (3 tomos)
39 Alexis de Tocqueville, Sobre la democracia en América
38 Tito Livio, Historia de Roma desde su fundación (3 tomos)
37 John Reed, Diez días que estremecieron al mundo
36 Guía del Peregrino (Codex Calixtinus)
35 Jenofonte de Atenas, Anábasis, la expedición de los diez mil
34 Ignacio del Asso, Historia de la Economía Política de Aragón
33 Carlos V, Memorias
32 Jusepe Martínez, Discursos practicables del nobilísimo arte de la pintura
31 Polibio, Historia Universal bajo la República Romana
30 Jordanes, Origen y gestas de los godos
29 Plutarco, Vidas paralelas
28 Joaquín Costa, Oligarquía y caciquismo como la forma actual de gobierno en España
27 Francisco de Moncada, Expedición de los catalanes y aragoneses contra turcos y griegos
26 Rufus Festus Avienus, Ora Marítima
25 Andrés Bernáldez, Historia de los Reyes Católicos don Fernando y doña Isabel
24 Pedro Antonio de Alarcón, Diario de un testigo de la guerra de África
23 Motolinia, Historia de los indios de la Nueva España
22 Tucídides, Historia de la Guerra del Peloponeso
21 Crónica Cesaraugustana
20 Isidoro de Sevilla, Crónica Universal
19 Estrabón, Iberia (Geografía, libro III)
18 Juan de Biclaro, Crónica
17 Crónica de Sampiro
16 Crónica de Alfonso III
15 Bartolomé de Las Casas, Brevísima relación de la destrucción de las Indias
14 Crónicas mozárabes del siglo VIII
13 Crónica Albeldense
12 Genealogías pirenaicas del Códice de Roda
34

11 Heródoto de Halicarnaso, Los nueve libros de Historia


10 Cristóbal Colón, Los cuatro viajes del almirante
9 Howard Carter, La tumba de Tutankhamon
8 Sánchez-Albornoz, Una ciudad de la España cristiana hace mil años
7 Eginardo, Vida del emperador Carlomagno
6 Idacio, Cronicón
5 Modesto Lafuente, Historia General de España (9 tomos)
4 Ajbar Machmuâ
3 Liber Regum
2 Suetonio, Vidas de los doce Césares
1 Juan de Mariana, Historia General de España (3 tomos)

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