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Sabemos que el daño ha existido, existe y existirá.

Tampoco es novedad que la acción social está


abierta, por definición e inexorablemente, a consecuencias no previstas e indeseables.
Entonces, ¿Por qué hay razones para hablar, cada vez más, de una sociedad del riesgo? El reactor
de Chernobyl no suponía, hasta el accidente, un riesgo; era, sin embargo, una fuente de
peligros. Los riesgos, según Luhman, hacen su aparación tan pronto como el daño futuro es
pensado en función de las decisiones del presente, cuando los peligros son definidos y
escenificados, esto es, comunicados, desde la forma de su controlabilidad. Dicho de otra
manera, mientras que los peligros nos afectan, los riesgos los adoptamos. A partir de Chernobyl,
las centrales nucleares son un riesgo, nos interpelan constantemente a la decisión, la conciencia
del riesgo abre cursos de acción alternativos. El riesgo no se entiende fuera de la transición de
una sociedad en la que el destino venía dado metasocialmente a otra en la que el destino es
producido socialmente. Desde este marco, “Los aspectos rechazables del mundo no son
cualidades metafísicas del mundo o una justicia penalizadora sino su misma facticidad”. El
desarrollo de la tecnociencia ha liberado, o generado, unas fuerzas destructivas nunca vistas. La
amenaza es global y a menudo invisible, pero los riesgos siempre son contextualizados y
construidos localmente. A pesar de la materialidad del daño y su sintomatología, el estatus
ontológico del riesgo no es otro que el de una virtualidad que se desplaza continuamente de lo
real a lo ficticio, desdibujando los límites entre el pasado y el futuro, lo social y lo natural.

Cuando deviene el desastre, la ciencia se hace reflexiva, se problematiza a sí misma. En esta


conciencia, emerge el riesgo como fórmula de reducción de contingencias. En la racionalización
del riesgo, éstos aparecen mediados argumentativamente a través de una visibilización, un nexo
de causalidad, y un debate ético. Tradicionalmente, las las dos primeras se atribuyen a la
definición del riesgo, considerado un ámbito de objetividad científica, mientras que todo aquello
que lo trasciende se considera parte de la gestión de riesgos, abierta a intereses,
interpretaciones, etc. La ciencia reguladora que se ocupa de los riesgos modernos está guiada
por criterios prácticos y sociales. De este modo, y contra la visión idealizada de la ciencia,
“contrae un matrimonio polígamo con la economía, la política y la ética”.

Un análisis más detallado muestra cómo incluso estas instancias definitorias se sustraen de la
mera racionalidad tecnocientífica. En la definición del riesgo, los diferentes dispositivos
tecnológicos empleados estabilizan el orden y los límites de la naturaleza y la sociedad. Estos
dispositivos o instrumentos, generalmente como modelos de causalidad o probabilidad, se
dirigen a reducir la incertidumbre, a estrechar el margen de la indeterminación. El resultado
típico de una definición de riesgo es el establecimiento de “umbrales de catástrofe”. Una
imagen heurística de las traducciones que realiza la ciencia en estas definiciones podría ser el
peligrómetro. Este dispositivo representaría, por ejemplo, el riesgo de exposición a una
substancia. La primera ambivalencia que se observa es el mencionado umbral de catástrofe, ya
que la tolerancia a una substancia dañina, aunque sea a “niveles aceptables”, comporta
implícitamente una apuesta ética-política. Además, el peligrómetro, para ser más preciso,
debería contar con distintos niveles de medida, para diferentes situaciones, contextos, etc.
Ocurre que, como el mapa de Borges, cuanto con más precisión trata de ajustarse a los
contornos, más sentido pierde en tanto que dispositivo, volviéndose inútil. Por lo tanto, el
peligrómetro también tiene de ambivalente esta tensión entre lo general y lo particular, que una
vez más plantea debates éticos y políticos. En la aparente objetividad e independencia de la
ciencia, la confección de estos dispositivos de medición, en su juego de escalas y
desplazamientos, arrastra consigo posiciones, intereses, agencias, a la vez que estabilizan una
realidad determinada. La extrapolación de ensayos en animales a humanos, o de dosis altas a
dosis bajas, son ejemplos de estos “saltos de fé”. Otro ejemplo de que la incertidumbre siempre
habita la construcción del hecho científico es que raramente las definiciones riesgosas dan
cuenta de la interacción compleja de multitud de fuentes de daño (). En este sentido, cada vez
se habla más de la crisis de la sociedad del riesgo, y el advenimiento de una nueva sociedad de
la incertidumbre, en la que la tradicional gestión del riesgo se ve comprometida por la
imposibilidad de probabilizar y de aplicar los clásicos modelos de causalidad, ante una amenaza
compleja.

Que el mero cambio de los instrumentos de definición del riesgo conlleve gestiones y
consecuencias dispares radicalmente distintas, es una muestra de la porosidad de estos dos
ámbitos. La ambivalencia del conocimiento científico es precisamente la distancia entre su carta
de presentación y su factual imbricación con elementos sociales de todo tipo. La ciencia
reguladora, al abrirse a lo público, ha quedado expuesta. Las controversias y los debates
públicos han erosionado y puesto en cuestión la tradicional confianza y seguridad ciega en la
tecnociencia. La posibilidad de salvar esta brecha reside en el diálogo y negociación continua
entre instituciones y ciudadanos, bajo los presupuestos de que los saberes legos son
heterogéneos y situados tanto como el conocimiento de las instituciones científicas.

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