Documente Academic
Documente Profesional
Documente Cultură
3.2.Pozos en el desierto
Si como los touaregs, o como el principito, o como los israelitas, nos dejamos
adentrar en el desierto, descubriremos que siempre esconde pozos de agua fresca. Quien
transita los caminos de su interior de la mano de Jesús, en abandono confiado al
Padre/Madre que sabe lo que necesitamos, abiertos a la fuerza vivificante del Espíritu,
esa persona experimenta milagros, es decir, nada falta, Dios se hace Providencia: el
camino cerrado se abre, sale agua de la roca, hay alimento abundante. Al pueblo le fue
mostrado que sólo saliendo de la esclavitud se manifiesta la pujanza, la exuberancia de
la vida. No obstante, todo ello no quiere decir que desparezcan las dificultades, los
cansancios, las desorientaciones. Nuestro ego siempre se queja, siempre estará
intentando sobrevivir y para ello creará dramas o se camuflará de mil maneras con tal
que no demos el paso siguiente hacia la verdadera libertad que nos conecta con nuestra
esencia, que permite nacer al hombre/mujer nuevo/a.
Siempre hay pozos en el desierto. “Al caer, al levantarnos, siempre estamos
protegidos en un único amor”i dice Juliana de Norwich. “Si la confianza del corazón
estuviera al inicio de todo, tú legarías lejos, muy lejos” dice en uno de sus diarios el
Hno. Roger de Taizé. Todos los hombres y mujeres que han permanecido fieles a la
llamada de su Esencia, que han permitido el nuevo nacimiento de lo alto, han atravesado
sus opacidades, sus desiertos y han descubierto que allí mismo está Dios acompañando.
Salir al desierto es ir hacia la Vida atravesando una aparente muerte. Y es que siempre
vamos de nacimiento en nacimiento y no faltan pozos de aguas cristalinas en el camino,
es más, el manantial lo llevamos dentro, como Jesús descubrió a la samaritana.
5.2. Adorar a Dios en espíritu y verdad: pero y si lo que nos da de verdad miedo
es Dios mismo. Entonces somos muy capaces de encerrar a Dios en el Templo
para que no nos complique la vida, no sea que nos ponga de nuevo en camino. Dice
Simone Weil:
Hay un esfuerzo que hacer que es con mucho el más duro de todos, pero que no
pertenece al terreno de la acción. Consiste en mantener la mirada orienta hacia Dios y
volverla a dirigir a Él cuando se aparta, aplicarla en cada instante con toda la
intensidad de que se es capaz. Esto es lo que la parte mediocre de nosotros mismos, que
es lo que llamamos nuestro yo, se siente condenada a muerte por esta orientación de la
mirada a Dios. Y no quiere morir; se rebela y fabrica todas las mentiras posibles para
desviar la mirada.
Un de las mentiras son los falsos dioses a los que se pone el nombre de Dios. Se
puede creer que se piensa en Dios cuando en realidad se ama nada más que a ciertos
seres humanos que nos han hablado de él, cierto medio social, unos hábitos de vida, un
estado de sosiego del alma, una fuente de alegría sensible, de esperanza, de
confortación o consuelo. En tal caso, la parte mediocre del alma está en completa
seguridad, ni siquiera la oración la amenaza.ii
La parte mediocre del alma, como dice Simone Weil, el ego, el hombre/mujer
viejo/a siente horror ante la semilla que Dios deja en nosotros y, en un movimiento sutil,
es capaz de hacernos creer que cumplir determinadas normas y ritos ya nos sitúa en al
esfera divina, nos hace “santos”. Nos transformamos sin percibirlo en fariseos
satisfechos de sí mismos, incluso capaces de juzgar a otros y definirlos como menos
cumplidores o impíos. Por eso Jesús le dirá a la samaritana que a Dios se le adora no en
el Templo de Jerusalén o en un monte, sino “en espíritu y verdad”, es decir, reconocer a
Dios, dejar a Dios ser Dios supone asumir su Libertad, como la del aire que nadie puede
retener. Dejar a Dios ser Dios es comenzar reconociendo nuestra propia verdad, que
somos criaturas imperfectas, que no podemos saberlo todo, que nuestro conocimiento
está sujeto a las leyes del espacio y del tiempo y que, por lo tanto, las formas que
tenemos de definir a Dios y de darle culto son fruto de contextos culturales, epocales y
no pueden ser en sí mismas sagradas ni santas, pues sólo Dios es santo. Jesús denuncia
constantemente en los evangelios el poner la norma por encima del ser humano, el hacer
del Templo un lugar de compra-venta. Antes que él, los profetas ya denunciaron con
fuerza la prostitución de lo sagrado que hace que el hombre se sienta pío y se crea en
posesión de la verdad olvidando la misericordia y la justicia.
No es el templo lo que nos hace estar más cerca de Dios, ni el rito, ni nuestros
proyectos pastorales, comunitarios, ni siquiera la oración. Es el amor, esencia divina, el
dinamismo que nos libera y nos descubre que somos templos vivos de Dios, piedras
vivas. Todo lo demás son medios, concreciones que necesitamos pero que nunca
debiéramos absolutizar.
El Debir se encontraba separado del resto del Templo por un velo. En ese
camerín sagrado tan sólo podía entrar el Sumo Sacerdote una vez al año y lo hacía con
una cuerda atada a su tobillo, de este modo, en caso de desmayo, tirando de la cuerda, se
podía sacar al sacerdote del Debir sin profanar ese lugar totalmente Santo. El templo de
Jerusalén en su arquitectura describe a Dios como separado y separador puesto que
nadie puede ver a Dios cara a cara y quedar con vida y puesto que en referencia a Dios
se divide a las personas en creyentes y gentiles, en puros e impuros, varones y mujeres y
un largo etcétera de divisiones que nada tienen que ver con Dios.
Será Jesús quien rompa este velo divisorio entre Dios y el hombre y, por lo
tanto, entre los propios seres humanos. Jesús al morir entrega todo en manos de Dios,
del Abbá. En ese momento de su muerte, los sinópticos nos dicen que el velo del templo
se rasgó de lado a lado. Imponente imagen. Lo que separaba, lo que velaba la presencia
de Dios queda roto en Jesús, el Divino-humano, el hijo de Dios.
Jesucristo nos descubre que si existe una morada de Dios, un Debir, ese es el
interior de cada persona. Dios desea volcar su amor en nuestros corazones, vaciarse en
nosotros pero, previamente, nosotros debemos vaciarnos de nosotros mismos, de
nuestro ego, de esa “parte mediocre del alma” que teme a Dios más que a cualquier
cosa. El éxodo interior es el que nos conduce desde el atrio de nuestro ser hacia su
Debir, la tentación puede ser quedarse en el Santuario creyendo que allí mora Dios.
Jesús, el Espíritu, nos conducen más allá, siempre más allá…
Si somos llamados a transitar los agrestes caminos que nos lleven hacia la
Esencia y nos conformamos con las autopistas del ego, entonces la sal se vuelve sosa.
Somos sal, somos luz. Ni en exceso ni en defecto. Transitar los caminos del
interior nos llevará a descubrir las dosis exactas.
Ir hacia sí mismo, hacia el núcleo divino de nuestro ser para ahí liberar la
energía, es emprender el camino de la tierra prometida y vivir la gran aventura del
pueblo hebreo.iii
i
Juliana de Norwich: Libro de las Visiones y Revelaciones. Ed. Trotta. Madrid 2002. Pág.119.
ii
Simone Weil: Pensamientos desordenados. Ed. Trotta. Madrid 1995. Pág. 31.
iii
Annick de Souzenelle: EL Egipto interior o las diez plagas de alma. Ed. Kier. Buenos Aires 1999. Pág. 43.