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L I B H L I B R A R Y

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LOS CRIMEHES
DE LA

CALLE IMUISIM
ROR

SANTOSVILLA. .//

PRECIO: $1-50 B. B.

HABANA
AÑO MDCCCLXXXIX.
Imp. ORRIUY 9.
- S A N T O S V I L_L_A

LOS C R Í M E N E S

"DE L A C-AJLJLiE

INQUISIDOR
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HABANA:

ESTABLECIMIENTO TIPOGRÁFICO, O-REILLY NÜM. 9.

1889.
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University Of Miami
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o es este trabajo, obra defensa, ni alegato de
acusaciones. Con nii guna de las personas que
figuran en los dramas de la calle Inquisidor, nos
ligan amistades,ni nos separan odios. No nos mueve
más interés que hacernos eco de una sociedad pro-
fundamente perturbada con tanta sangre que se
derrama, tanto delito que no se castiga, y tanta
impunidad que protege á los malvados.
Con el establecimiento del Juicio Oral y Público,
que abre las puertas de la publicidad á los trabajos
de los administradores de justicia; y la desapari-
ción del juicio inquisitivo y secreto, Bastilla de los
honrados, compañero de los criminales por que
uno y otro viven envueltos en el secreto y el mis-
terio, se inicia en Cuba una nueva época judicial
que determina un cambio favorable en esta socie-
dad, necesitada de más asiento y .más justicia.
Todo cuanto se haga por despertar la curiosidad
general y excitarla á seguir con avidez el curso de
VI

los procesos criminales, es asegurar la eficacia del


Juicio Oral, en la cua] todos debemos interesarnos
para que dé sus naturales frutos: calmar como nada
la relajación de la vida toda, en que vivimos.
Los crímenes objeto de este trabajo están lia-;
mados dentro de poco á ser pasto de la imaginación
popular. La leyenda se apoderará de ellos, y bueno
es dejar reunido estos datos que certifiquen á nues-r
tros descendientes hasta donde llegaba la perturba-
ción social que afligía á sus mayores.
El crimen lo hemos reconstruido apoyándonos!
en datos positivos que hemos podido adquirir.
Las circunstancias que rodearon esos crímenes,
y la resonancia que en un principio despertó, y más
que nada, el cinismo desplegado en la perpetración
de los últimos, parece que deberá colmar la medida.
En todo crimen se forman dos tendencias una
favorable al procesado, que lo cree inocente; y otra
contraria, que lo cree culpable. En este, la tenden-
cia favorable al procesado Juan Muñoz, hijo de las
victimas, es más general y más grande que la otra,
El mismo horror que causa Juan Muñoz preso,
siendo inocente, causaría Juan Casuso, que otro
cualquiera. En esas altas regiones del dolor, el sen-
tido moral de la sociedad si no se extravía, lo mis-
mo debe considerar á uno que á otro.
La campaña de la prensa ha sido insuficiente
para provocar la fortuna de los jueces en la inves-
tigación feliz de estos crímenes. El libro debe ser
el refuerzo que le ayude en la protesta»
C A P Í T U L O I.

CRÍMENES Y DELINCUENTES EN LA HABANA.

La criminalidad en la Habana toma proporciones alar-


mantes.
La comisión de un nuevo crimen extremece cada dia la
sociedad.
La inquietud de la población llega á la fatiga. Empieza
á calmarse, y una fuerte sacudida la escita nuevamente.
El amplio horizonte de la ciudad se nubla con los negros
caracteres de crímenes que se suceden sin descanso, y la
Habana adquiere un aspecto sombrío.
Nadie está seguro. En el fondo de todas las conciencias
se levanta temblorosa la idea de ser uno el destinado para
la víctima de mañana. La audacia creciente de los malva-
dos y la ferocidad de los asesinos, en la ejecución brutal de
los delitos, turban incesantemente el sosiego de sus habi-
tantes.
;pr
SANTOSVILLA.

Parece que el criminal en estos últimos tiempos se mul-


tiplica en sus maldades, como presintiendo en la desapari»
ción del tenebroso Enjuiciamiento que espira ya, la concia
sión de su época, la aurora de una vida nueva, que acak
con este reinado de la noche que los alienta.
Los salvajes de la civilización dominan por completo
recorren la ciudad como el señor sus propiedades. En 1|
calle se pasean altivos y soberbios, arrojan de la acera a!
transeúnte honrado, que se aleja sin protesta, gozoso df
esquivar la atención de aquellas miradas, frias como puña-
les, y provocativas como bofetadas en el rostro; empuja!
con fuerza los postigos de las casas, asoman con cinismo I
cabeza, y se retiran satisfechos: dentro, de rodillas, abiert
la camisa, presentándoles el desnudo pecho, espera su horí
el ciudadano.
Los matones de cárcel y los héroes de presidio, imponei
por todas partes sus respetos.
En el mapa de las ciudades, adelantadas en su cultura
la Habana quiere ocupar un lugar, ¡y alimenta en su sent
una raza de asesinos pertenecientes á tribus bárbaras, qui
mediante precios convenidos de antemano, matan al deseo
nocido, que les designa el que les paga, desconocido también
Asesinos de oficio, obreros siniestros del crimen, sentado
en la plaza pública, enseñando los robustos brazos que hai
de descargar los golpes, las anchas manos donde brillará e
puñal—los aplanados dedos que han de apretar el cuello de lí
víctima, si conviene que la muerte no deje rastro de sangre
regatean con calor el salario de su trabajo. Los autores mora
les van á allí seguros á buscarlos, y efectúan fácilment
sus combinaciones ó realizan sin fatigas sus venganzas.
LOS CRÍMENES D E L A C A L L E I N Q U I S I D O R .

Y no se dan tregua; trabajan sin descanso. Nada les


estorba; la luz del dia no les obliga á esperar mejor hora,
ni el tránsito de los habitantes les quita la ocasión, Todas'
las horas son buenas y todos los lugares á propósito.
La causa que produce tantos crímenes en la Habana, es
el apetito. La pasión que sube la sangre á la cabeza, que
arma la diestra y hace en un momento de un hombre hon-
rado un criminal, es un agente cruzado de brazos, que no
toma parte en las revueltas asesinas que nos azotan. Si se
registra la hoja penal de la Habana, el móvil de todos los
delitos se encuentra reunido en una sola reprobación: la
codicia.
Nuestro delincuente es el siervo amable del apetito, no
el esclavo airado de la pasión exaltada. En el vasto museo
de nuestros presidios, aquel forzado de Livorna que llevaba
escrito en la casaca: assasino per amore, es ejemplar que
no se colecciona.

La ignorancia, la torpeza, la brutalidad, el cinismo, la


crudeza en la temeridad, son los atributos del criminal en
la Habana. ¡Y escapan al castigo!
Han caido sobre la sociedad, como lobos hambrientos, en
su prt,sa.
Ayer, en la calle del Consulado, á las ocho de la noche,
en horas de movimiento, el corredor Fabiani se pasea del
brazo de un amigo, y el filo de un puñal penetra certera-
SANTOSVILLA.

mente en su corazón, y lo deja sin vida. El asesino, habi-


tuado á ese trabajo, atraviesa tranquilo entre los transeún-
tes, y desaparece, antes que el atónito amigo y los vecinos,
pudieran darse cuenta del suceso.
Más tarde, á las diez y media de la noche, sucumbe el
coronel Nieto, por una puñalada asestada por la espalda. El
asesino no se vuelve para ver si queda con vida la víctima.
Tiene confianza en la maestría de su brazo.
A las siete de la noche, en la transitada calle de la Ha-
bana, el valeroso Corujo traba una lucha cuerpo á cuerpo,
con sus dos matadores. En la refriega se pronuncian voces J
fuertes de angustia, y alaridos estridentes de fieras contra-;
riadas. Tres cuerpos ruedan confusamente por el suelo. Dos
de ellos se levantan, se arreglan con maneras reposadas el I
descompuesto traje, y se marchan, un poco agitada la respi-J
ración por la lucha sostenida, hablando tranquilamente,!
como el obrero después de terminar la tarea del día. Ení
tierra, el cuerpo exánime del infeliz Corujo, era la obra;
que quedaba acabada.
En la calle de San Miguel, tramo de Industria y Prado,|
regado de luz, y cruzado continuamente por paseantes, el*
joven Rodriguez Lendian, catedrático distinguido de nuestraji
Universidad, detiene en el aire dos puñaladas dirigidas con-|
tra su pecho; agarra con fuerza las manos á los criminales,*
por la muñeca al uno, por el mismo mango y filo del arma,
al otro. Los asaltantes dominados, injuriaban á la victima!
á gritos, como si estuvieran en el patio de su casa; la vícti-<
ma á su vez, daba voces y apostrofaba á los miserables!
Frente á ellos, un transeúnte se habia detenido, y mudof
contemplaba con curiosidad de villano y espanto de cobarde,
LOS CRÍMENES DE L \ CALLE INQUISIDOR.

aquella escena. El joven escapó por su arrojo de una muerte


cierta. Los criminales vencidos, escaparon también. El ca-
lor del esfuerzo, y la emoción déla lucha dejaron, sin darse
cuenta, en la mano de la victima, el puñal de uno de sus
matadores frustrados. La po icía presurosa venia á echarse
sobre él. Efectivamente, su mano servía de vaina estrecha
al puñal; el filo penetraba en la carne de sus dedos.
¡Q»é asunto tan acabado para el pintor que se propusiera
representar en un cuadro esta sociedad: Dos asesinos vigo-
roso, queriendo clavar la punta desús puñales sobre su víc-
tima; un joven pálido que se defiende y será vencido por la
inferioridad de sus fuerzas. En frente, á los" pocos pasos, un i
hombre, la Habana de nuestros dias, en actitud de conti-
nuar su interrumpida marcha, que se detiene á contemplar,
indiferente, caídos los brazos, y el aire de curioso, ligera-
mente emocionado. Y allá, en segundo término, la Policía
y la Justicia, dirigiéndose contra la víctima, dejando atrás
á los criminales que marchan en dirección contraría, y vuel-
ven la cabeza sonriendo con sarcasmo.

En una bodega, en la calzada de San Lázaro, el joven


dependiente cierra las puertas de la tienda, presuroso se
dirige dentro de la casa, vuelve con un catre á cuestas,
y arregla el codiciado lecho. Toda la prisa es poca para qui-
tarse las ropas,*y entregarse al descanso. Aquel bregar de
*odos los dias, una juventud pasada allí de pié, sin goces,
SANTOSVILLA.

en movimiento incesante, pero siempre tras el mostrador,


que se levanta como negra muralla para detener y matar en
flor todas las expansiones ardientes de la vida á esa edad,
rinden siempre su cuerpo de sueño. Allí cerca de su lecho*
duermen á un lado y á otro el dueño de la casa y un mulato;
pero él está muy solo. La suerte, que fué su verdugo, le
habia deparado una pequeña lotería y con ella habia deter-
minado regresar al pueblo de su nacimiento. Si la habita-
ción la notaba fría, pronto dormiría en un ambiente calen-
tado por el amor de sus padres, ausentes allá á dos mil
m* leguas de distancia. Esa noche soñó como nunca: ya se
veía en Santander; el vapor esperaba que subiera la marea
&£§
£*£&,
para entrar en el puerto; desembarcaba en seguida; el
deseo de abrazar á su madre anciana, le quitaba el cansan-
cio del largo viaje, y tomaba el tren el mismo dia. A media
noche se apeaba en la callaba y fria estación de su villorio,
y corría á echarse en los brazos abiertos de sus padres que
le esperaban. .;y despertó con una gran molestia dentro del
pecho, en las entrañar, abrió los ojos, y los* volvió á cerrar
para siempre. En lugar de los brazos de una madre que lo
esperaban, despertaba al golpe de la primera puñalada, de
las 23 que lo clavaron en el lecho. El dueño y el mulato se
levantaron: se disponían á llamar al sereno situado á pocos
pasos de la casa, que venia porque habia oido voces. Los tres
se miraron. ¿Y el asesino, dónde estaba? Nadie lo habia
visto entrar, ni salir. •
A la una del dia, en la callle del Inquisidor, en las horas
en que el movimiento mercantil de la ciudad lleva más
gente á esa calle, se ejecutan los asesinatos objeto de este
trabajo.
LOS CRÍMENES DE LA CALLE INQUISIDOR .

En esa casa, custodiada por un Juzgado, con doce guar-


dias fijos acaban de desaparecer alhajas y caudales; los
criminales han entrado, han robado prendas y dinero;
han levantado lozas, abierto bóvedas y quemado pape-
les....
En una panadería de la calzada del Monte, almuerzan en
una mesa ocho ó diez individuos, y mueren cuatro de ellos,
envenenados. Los criminales echaron estrignina en una de
las vasijas del vino.
Un vendedor ambulante de leche, va de un lado á otro,
como sombra fatídica, consternando la ciudad. Un dia en
la calle de Compostela envenena á toda una familia; más
tarde á otras de la calle de Animas, de Tejadillo; ¡quién
sabe á cual le tocará mañana!
Yals, citado por su amigo Iradier, entra á las siete de
la noche en una accesoria de la calle deMonserrate. Iradier
tenia pactado con un mulato y un negro, por el precio de 8
onzas, el asesinato del desgraciado Vals—sin derramar san-
gre Los asesinos apostados dentro, le descargan un fuerte
golpe en la cabeza, con un palo; se lanzan sobre él, lo arro-
jan al suelo, y allí lo estrangulan con los dedos. Iradier,
sin- ser molestado por aquellos obreros del mal, saca mil
pesos que llevaba encima la víctima, paga las 8 onzas,
y se queda tranquilamente con el resto. Los asesinos conti-
núan la tarea: doblan por la cintura el cadáver, lo amarran
fuertemente con una cuerda, lo lian en una frazada, lo me-
ten en un saco, y asi lo colocan como un fardo sobre un
carro de mudanzas; pasean el cadáver por las calles de la
Habana; uno de los criminales, para más comodidad, va sen-
tado muellemente spbre el saco, y cuando les sorprende el
SANTOS VILLA.

dia, arrojan el bulto en medio del arroyo, en la calle del


Trocadero.

Todo ese cuadro de sangre, de horrores, de maldades,


ejecutado en un dia, en un momento.
Las concepciones fúnebres de la muerte, en la Edad
R&h Media, para inspirar el pasmo y el terror, la Danza Macabra,
sin necesidad de representaciones plásticas, está siempre á
la vista de los habitantes de la Habana, en la propia realidad
y en el movimiento mismode la ciudad. Se véala Muerte mon-
tada en negro caballo, como en las ilustraciones de Tory;
solo que en vez de dos esqueletos con sus guadañas, la acom-
pañan dos vivientes, con puñales, hundiéndolos en todos los
ciudadanos que encuentran en el camino.
Todos esos numerosos delitos han quedado envueltos en
tas sombras del misterio, y los delincuentes que los perpe-
traron, sin castigo. Iradier ylos dos asesinos de oficio, sus
compañeros, son los únicos miserables que no han quedado
* impunes, gracias á la entereza del fiscal Astudillo, inteli-
gente, honrado, enérgico, celoso en su deber, magistrado de
conciencia, que provocó con firmeza y no desmayó hasta
obtener, la destitución del Juez que entendía en el proceso-
Y después de todo, Iradier y sus compañeros no han ido al
banquillo del garrote; un gran protector en la Corte gestio-
nó y les obtuvo el indulto de la pena de muerte: y mar-
charon á Ceuta esperanzados en regresar pronto á la Habana,
á comenzar otra vez la faena interrumpida.
LOS CRÍMENES DE LA GALLE INQUISIDOR. 9

La concurrencia de criminales es grande, pero el núme-


~ro de víctimas es crecido; y hay ocupación para todos. Con-
cluido el trabajo del crimen, la madre Impunidad los espe-
ra y adormece dulcemente en su regazo.
En París la astucia, la inteligencia, la habilidad, el
cálculo frió, la destreza, el arte, la serenidad, no libran á
los Práncinis y á los Prados ir á la guillotina. En la Ha-
bana, brutal, cínico, ignorante, osado, imprevisor, como es
el criminal, y ¡escapa siempre!
El criminal en la Habana no madura planes para dar el
golpe y preparar la retirada. Precauciones, recursos de la
inteligencia, sigilo, elección de lugares, de momentos, nada
de esto le preocupa. Dondequieraqueencuentre á la victima,
en medio de la calle, en el teatro, en su morada, allí le
asestará la puñalada. La cuestión es asestarla bien y que
la víctima caiga para no levantarse más. Y en esto son
hábiles maestros.
Id al Necroscomio y veréis el arte, la maestría, la fijeza
de las puñaladas. Golpes á conciencia, seguridad pasmosa.
Un cuerpo humano tendido sobre el mármol, y una sola
puñalada; una boca abierta, por la entrada del arma, en
cualquier parte del cuerpo, pero todas van á dar al mismo
sitio: el corazón. ¡Qué precisión tan siniestra, que perfec-
ción en el arte, qué seguridad en el golpe! ¡Y cuántos en-
sayos, cuántas vidas de hombres quitadas con violencia para
alcanzar esa destreza!
10 SANTOS VILLA.

. La Impunidad ronda desvergonzada nuestras calles,


alienta á los malvados que vacilan y los empuja suavemente;
se acerca al oido del ciudadano pacífico y le dice que enmu-
dezca y se recate; recoje los delincuentes del dia, como padre
cariñoso á sus hijos pequeñueíos, y los conduce á su recinto,
levantado en la ciudad como un coloso, imponiendo silencio
con el dedo. Allí albergados los delincuentes todos, las
algaradas infernales que promueven, atruenan con su estré-
pito el espacio.
La joven Justicia, en tanto, lía resignada la balanza,
arroja decepcionada la rota espada y marcha solitaria y llo-
rosa en dirección á las afueras. El criminal, guiñando los
ojos, la señala con sonrisas á la multitud.
La Policía se mueve inútilmente. Los maquinistas
serán hábiles, la inmensa máquina se echará á andar; desde
lejos se oirá el ruido lento y pesado de las enormes masas,
pero en vano. Las garras siempre abiertas, pero no hacen
presa en los malvados. Regatas de carreras sin emociones:
de antemano ya se sabe que sale victorioso el criminal.
La Impunidad se yergue soberana en esta sociedad, am-
parando todos los delitos y cubriendo con su manto á todos
los delincuentes; tras de sí, queda su característica: la anar-
quía social, hervidero de maldades, y vidas que caen derri-
badas con violencia.
¡Conturbada sociedad la nuestra, dond.e se acuesta el
ciudadano pensando que tal vez yazca en tierra al dia si-
guiente, atravesado el corazón! y su' matador se pasee aJ
rededor de su cadaver, riendo satisfecho y triunfador!
LOS CRIMINE DE LA CALLES INQUISIDOR, 11

Y la idea de que todo queda impune en la Habana, vive


con firmeza de convicción en todos los ánimos:
El dia de Año Nuevo corrió por la ciudad con la rapidez
del raya, la noticia clel asesinato de una hermosa mujer en
la calle del Prado. El criminal había disparado con un re-
vólver, y el plomo se habia alojado en el cuello de la vícti-
ma. Nadie vio al asesino, nadie sintió la detonación; solo
se oyen voces de socorro, y un cuerpo, el que las daba, que
caía al suelo como un tronco. En los escasos momentos de
vida que restaron á la víctima se negó con respetable obsti-
nación á revelar el nombre de su matador.
La Policía se preparaba á desperezar sus músculos; pero
de súbito, se esparce una noticia que deja atónitas á las tres
generaciones que forman la vida de la Habana actual: y se
escucha con tamaños ojos de sorpresa, que el autor se habia
presentado expontáneamente á la Justicia.
•I!
En efecto, un hombre de buen porte, en la edad viril-
de costumbres modestas y pacífico, se presenta en la Cárcel (
llama al Alcaide, y le dice, convulso y agitado:
—Deténgame usted. Acabo de matar una mujer en la
calle del Prado.
—Es un loco, decía la gente: y lo prueba que se ha pre-
entado por sí solo.
Yerdú, loco ó no, lo decidirán los Tribunales. Pero
qué extravío en el sentido social, deducir su locura del he-
lio solo de presentarse expontáneamente un desgraciado,
vasallo ele la exaltación homicida de una pasión, á revelar el
crimen que nadie le habia visto cometer!
Donde existen los Malojas y los Iradier no es extraño que
ediscurradeesemodo. ¡Qué diferencia entreVerdú é Iradier-1
12 SANTOS VILLA.

La exaltación de su amor, ó el arrebato de los celos em-


puñan en la mano de Verdú el revólver, y mueve el dedo
traidor que hace bajar el gatillo. Yerdú mata; nadie lo vé;
la víctima, con aquel rasgo que lava todas sus faltas, si era
culpable, se niega á revelar el nombre del delincuente; y é1
se presenta á confesar su crimen. Luego, preso, conmueve
á sus jueces con el tierno relato de sus amores, y la sinceri-
dad de su pesar. Absuelto, irá á regar flores en la tumba
de su amada; condenado, dirá como Soureau, el matador de
su querida: «Yo también debo morir, puesto que ella no
existe ya».
Iradier asesina á Vals y también se presenta expontá-
neamente á la Justicia, á revelar el nombre del matador de
Yals. . . . Y acusa á un inocente. Dias después se reúne á
sus secuaces y les dice alborozado: «Todo va bien; le car-
gan el muerto á un Comandante, amigo del que despacha-
mos»; y los convida á cerveza, y beben juntos por el buen
éxito del asunto y á salud del inocente que gime en la pri-
sión, con torturas desesperadas. ¡Y aquellas copas no les
carbonizan las entrañas!
Ese rosario de maldades, audacias, horrores, que se su-
ceden con furia epiléptica en la Habana, para ocultarse
luego en el misterio; esa satánica falange, nutrida, imponen-
te, dando una batalla diaria á 1$ sociedad, los mueve un solo
motor, los produce una sola fuerza: la Impunidad.
LOS CRÍMENES DE LA CALLE INQUISIDOR. 13

Una falta impune hace cometer dos, dice Bourssault.


Y dos hacen cometer cuatro. Así se va formando esta pro-
gresión infernal de crímenes y delincuentes, que en la vida
y desenvolvimiento de la Habana, formarán una época sa-
liente y deshonrosa.
Ya ha soplado en el ventisquero la tormenta, y viene el
alud, mole informe, dando tumbos, de gigante en la agonía,
y cae arrollando los elementos todos de la sociedad: e\
orden, el sosiego, el bienestar, el movimiento desahogado,
la tranquilidad, la vida de sus miembros; todo queda
aplastado.
Las generaciones venideras de la Habana se acercarán
al archivo histórico de su ciudad, y verán con interjecciones
de sorpresa y compasión, los estragas morales de esta época. ¡gil
«jY la luz eléctrica—exclamarán,—que iluminaba la socie-
dad de nuestros mayores, podia alumbrar, sin ahuyentarlas,
tantas iniquidades, posibles de moverse, solamente, en las
:
noches cerradas de las tribus bárbaras. í;
Esa Impunidad, dando nombre á esta época, es un mal
que tiene su origen en causas complejas. Unos lo atribu-
yen al cohecho y prevaricación en los administradores de
justicia; otros, á la mala organización de la Policía, á la
carencia de hábitos cívicos en los habitantes. Es, si acaso,
todo eso á la vez que se reúne; la vida de relación que los
junta, factores que trabajan juntos en el mismo producto y
se pasan de unas manos á las otras el objeto, hasta dejar
hecha la obra. Mutualismo de esos y de otros elementos
sociales morbosos, engendrando una síntesis terrible: la r e -
lajación de la vida toda; y un derivado de ella: la impunidad
de los crímenes y de los delincuentes.
14 SANTOS VILLA.

El asesinato de la calle del Inquisidor, por la resonancia


y las circunstancias que tuvo y que lo rodearon, parecía lla-
mado á colmar la medida. Pero en vano.
Ayudemos á colmarla exhibiéndolo, y mientras tanto,
esperemos resignados la claridad de nuevos dias.
CAPITULO II.

SITIADORES Y SITIADOS.

Domingo Sañudo, de ochenta y siete años de edad, de


Santander, y Micaela Rebollo, de sesenta y siete años, déla
í
la Habana, habitaban hacía cincuenta años, la espaciosa casa El
marcada con el número 19 de la calle Inquisidor.
Acercados los dos seres por el amor, la avaricia hizo de
las dos existencias una sola. Una pasión los juntaba y otra
pasión los fundía. El amor era la fuerza física que los cojía
del brazo para unirlos. El apetito de las riquezas, la acción
química que los combinaba.
En las postrimerías de la vida se alojaban solitarios, sin
criados, ni familiares, en una vasta casa capaz de contener
holgadamente tres familias. Quebrantados por los años, des-
deñaban los auxilios humanos cuando más lo necesitaban.
Ricos hasta la opulencia, el mundo á manos llenas les
hubiera prestado esos auxilios. Pero para ellos, el mundo
16 SANTOS VILLA.

era su casa. Concentrada su vida toda en el tesoro allí en-


cerrado, el mundo exterior no les hacía falta. Más bien les
estorbaba.
Recluidos voluntarios, de ese mundo exterior sólo querían
el dinero. La reclusión se levantaba para recibir la moneda
del que la traía, ó para buscarla fuera y volver presurosos de
la calle. Una vez dentro la moneda, no salía de las arcas; en
sus manos siempre iba de paso, á sepultarse bajo tierra. No
verían más la luz, ni sentirían más el calor de la sociedad, ni
la presión de otros dedos. La moneda quedaba prisionera.
Habían hecho de su vivienda un Banco, y más que Ban-
co, necrópolis del oro, donde sepultaban su riqueza.
El afán de acumular cantidades y de enterrarlas dentro
de la casa, para guardarlas mejor, hacia de ellos sepulture-
ros de monedas, la piqueta siempre al brazo cavando la
fosa en el piso de una habitación, ó abriendo la bóveda en
la pared de una alcoba.
Reducían la satisfacción de sus necesidades hasta llegar
á la pobreza, para colmar el deseo nervioso de atesorar, que
se habia apoderado de su espíritu, para no desprenderse
jamás.
El dinero se desnaturalizaba en sus manos: de medio
para procurar el disfrute de las necesidades y los goces de
la vida, se convertía en fin. Y lo acumulaban por acumu-
larlo únicamente.

Como el asceta que se forja un mundo nuevo, centro de


LOS CRÍMENES DE LA. CALLE INQUISIDOR. 17

felicidad, desprecia á los hombres, y huye del mutualismo, y


prefiere vivir solitario, en el fondo de una celda, olvidado
de si mismo, en la obsesión del ideal que persigue; así
D. Domingo y Da Micaela, vivían como el asceta, con su
ideai, el oro; su mundo nuevo, la abundancia inútil de su
riquiza, amontonada, enterrada, ven todas partes de la casa.
Y á ese ideal sacrificaban sus gustes, hasta sus necesidades^
y amoldaban su existencia.
En vez de poseer, y gustar las delicias del mundo se
enclaustraban en su morada, recorriendo como penitentes
de la riqueza, mudos y solitarios, cansados con el oro
siempre á cuesta, las habitaciones de la casa, frias como bó-
vedas de Banco.
En vez de señores, siervos de su fortuna, vivían subyu-
gados al montón de dinero que habían encerrado en aquella G,
morada de 50 años. Eran poseídos por su oro, en vez de
poseerlo.
El amor á la casa lo .formaban, el largo transcurso de
vivirla, y el caudal depositado en ella.
La casa tomó el aspecto de sus moradores, como los
criados de muchos años de servicio adquieren eJ tipo de la
familia de sus dueños: fria, pobre, insaciable de oro. Los
viejos dejándoselo todo á la casa, vaciando en ella sus cartu-
chos de centenes, sus paquetes de papel-moneda, y la casa
pidiendo mas y más, y nunca satisfecha.
• Esa era su vida toda, turbada un tanto por la lucha que
tenían que librar con malvados diestros, fuertes, numero-
sos, acodiciados de su fortuna.
No sentían nunca fatigas por ese combate. El nido
amoroso de sus monedas les daba alientos y se aprestaban
2
18 SANTOSVILLA.

entusiasmados á la resistencia militar que hacían ellos dos


solos, contra la horda hambrienta y feroz de los codiciosos
de sus riquezas.

Si el cuidado en la conservación de su oro y la nece-


sidad de distribuirlo dentro de la casa, como en las seccio-
nes de una arca, no hubiera bastado para entretenerlos
y alejarlos de la vida real, las rentas de numerosas pro-
piedades que allí entraban para ser enterradas á su vez, era
suficiente ocupación que los mantenía en incesante movi-
miento, avivando el fuego de la pasión de riqueza que
llenaba por entero las vidas de los dos viejos.
A veces el reflejo de una luz vagaba en las sombras, ó
el ruido acompasado de suaves pasos alteraban en medio de
la noche el silencio de aquella mansión de la avaricia. Uno
de los moradores, si dormía, despertaba sobresaltado; pero
la sangre volvía pronto á seguir su curso por las venas; los
párpados otra vez con amorosa caída se juntaban, y el
cuerpo, con dulce pereza, y regularidad de autómata, daba
media vuelta en el lecho, y volvía á quedar dormido. Ya
sabía de antemano lo que pasaba: el otro velaba como
guardian celoso, la riqueza de los dos; ó contaba y veía el
acariciado dinero, que acumulaban para eso solamente.
En esa tarea rivalizaban uno y otro. Era la solicitud
de dos madres, prodigando sus cuidados al hijo mimado y
desvalido: la conjunción de dos almas en un mismo frenesí.
Ver aquel dinero dep'osítado alli en el transcurso de
LOS CRÍMENES DE LA CALLE INQUISIDOR. 19

tantos años, contarlo, era una fiesta sin término, que les
producía siempre vivas emociones, que halagaba sus ojos y
suspendía con tiernos arrobamientos el espíritu. ¿Que no-
tas podían herir con mas encanto sus oidos que el sonido de
sus monedas de oro y plata! El aficionado se encanta en su
butaca, asistiendo á la ejecución del 4o acto de Hugonotes;
los dos viejos vaciaban un saco, regaban, el oro por el suelo,
y aquellos sonidos los deleitaba como si los envolvieran
los mismos raudales de armonías y notas celestiales.
La sola contemplación de su fortuna aplacaba sus nece-
sidades y colmaba sus gustos. El culto idolátrico á la
riqueza que llegaba al fanatismo, los convertía en anaco-
retas de un ideal nuevo; vivían dentro de un mundo de oro
que se habían forjado, y á el consagraban su alma, sacrifi-
cando su persona por completo.
La persona humana desaparecía con el frenesí del de-
voto. De igual manera que el Harpagon de Moliere, acón**
sejaba, comían para vivir solamente; y usaban las ropas
indispensables para cubrir la desnudez del cuerpo. Llenar
con monedas las paredes de las habitaciones, el pavimento y
el techo de los cuartos, vivir bajo el oro, pisar oro, recos-
tarse sobre oro; su persona ¡que les importaba! En la exal-
tación de su delirio, se olvidaban de si mismos; abstraídos en
su objeto, volvían en sí, cuando las necesidades los sacudían
con fuerza, por un brazo.
El ansia de guardar los sugetaba á una vida dura -y mi-
serable.

I
I
20 SANTOSVILLA.

Buscando en la soledad una existencia ignorada, para


entregarse libremente á sus afanes, el propio aislamiento
en que vivían, los exhibía más.
Huían del círculo social para vivir ocultos en su encie-
rro, y conseguían, por el contrario, atraer Ja atención de
la multitud, que fijaba curiosa y sorprendida la mirada en
aquellos dos viejos, que se apartaban escurriéndose, abul-
tados con billetes de Bancos J#s bolsillos, y arrastrando
azarosos pesados sacos de dinero.
Haciendo la vida angustiosa del pobre, nadando en la
opulencia, escitaban ardientemente la curiosidad general.
El cuchicheo que provocaban sus escentricidades, eran cla-
mores que subían á los aires y llegaban á todos los oídos.
La sociedad repetía sus nombres y se empeñaba en conocer
á los dos viejos que tanto querían ocultarse.
En época de miseria, como esta, despierta el rico la
atención de la generalidad por el solo hecho de tener rique-
zas. En la estrechez, acarician sin cesar, la mente del pobre,
ensueños de comodidades satisfechas; pero al dinero, siem-
pre fuera del alcance de sus maños, solo llegan sus anhelan-
tes ilusiones, y las comodidades viven solo en sus ensueños.
Y sale á la calle, y en el rico que pasa, fija sus miradas
apareciendo á sus ojos como la encarnación del bienestar
que ambiciona, con ardor nunca calmado.
Pero si en el rico que pasa, vé retratado el pobre
todas sus privaciones, la atención se convierte en asombro;
y le sigue á todas partes, y vaá saciar la vista en su misma
casa; abismándose al contemplar convertido en cuchitril de
miseria, lo que debía ser templo suntuoso del oro.
La codicia también despertada, se puso en acecho. ¡Oh
LOS CRÍMENES DE LA CALLE INQUISIDOR. ?1

que tentador! ¡cuanto oro, y que de placeres podría propor-


cionar! ¡Y que fácil la conquista: dos débiles ancianos, octo-
genarios ya, para estorbar la presa!
La leyenda se apoderó de aquella casa. Las cantidades
inmensas que guardaba, la imaginación las hacía fabulosas.
Los criminales no necesitaron mas para acodiciar esa
riqueza y disponerse á arrebatársela á los viejos. El^botin
era seductor, y la obra fácil. ¡Bóvedas y sacos repletos de
monedas, estantes atestados de billetes, y unos viejos infeli-
ces y débiles para guardar tanto tesoro!
La misma facilidad de la empresa les hizo fracasar en
las primeras tentativas. Confiaron mucho en s mismos,
y en la inferioridad del obstáculo que estorbaría sus de-
signios.
Al verse rechazado el criminal, desplegó todas sus fuer-
zas con furor y asedió la plaza con rabia.

Los ancianos habían visto venir al enemigo; el peligro


cercano acaloró la pasión; y el amor al montón de su rique-
za, se tornó en delirio. Se replegaron mas en el hogar y se
dispusieron animosos á librar la batalla, á no desmayar en
la defensa.
El enemigo recrudecía los ataques, y los ancianos, inge-
nieros por instinto, discurrían hábiles medios de defensa y
y levantaban fuertes obstáculos para rechazarlos: hicieron
de la casa-arca una fortaleza.
SANTOSVÍLLA.

El criminal se exasperaba con la sangre fría de los


viejos: no pedían auxilio á la sociedad, que los hubiera
amparado, y acogían cada tentativa frustrada de asalto, con
risas sarcasticas de poderosos.
En un principio los sitiadores apelaron con crueleza á la
fuerza. Pero dentro respondían las víctimas con la astucia;
la propia debilidad de sus años les daba recursos para ha-
cer huirá sus sitiadores y se valían del arma de los débiles:
gritaban.
Una noche bajaron con sigilo por el fondo de la casa, dos
criminales. Dentro ya, lo demás no era cosa de cuidado'-
dos octogenarios desvalidos, ¿qué resistencia podían oponer^
Pero dentro el centinela no dormía. La escasa guarni-
ción se disputaba con calor el puesto de guardia; y en la
garita, siempre ocupada, un nervioso vigilante escudriñaba
sin cansancio, con ojo celoso y avizor, entre las sombras.
Los criminales iban á forzar la entrada del comedor, y
de pronto huyen depavoridos, como si les cayera encima una
descarga eléctrica; eran como las fieras, que en el momento
de echar en tierra, la débil puerta de la choza del explora-
dor, corrieran espantadas, por un fenómeno geodésico que
las sorprendía. Cayó sobre ellos un ruido infernal, extraor-
dinario, como el tropel de una caballería en el momento do
desenvainar los sables y dar la carga; voces estrindentes de
socorro y «á ellos» «al patio.»
La anciana que velaba, los vio bajar ai patío; avisó al
esposo, corrió á la ventana á dar voces, y se unió al anciano
para producir con muebles, cacharros, abre y cierre de puer-
tas, aquel estrepito que puso tanto espanto en los ladrones.
Luego reían del susto que habían hecho pasar á los a sal"

**£¡¡$£¿j
LOS CRÍMENES DE LA CALLE INQUISIDOR. 23

tantes. E\\ lo sucesivo, el fondo de la casa se arregló ele mo-


do que el asalto era imposible per ahi: lo pusieron inex-
pugnable.

El enemigo cambió de táctica, y empleó la astucia en


vez de la fuerza. Eran los griegos cansados de combatir
inútilmente, que ingeniaban el caballo de bronce para meter
sus tropas, dentro de los muros de Troya. La dificultad toda r«" '••••'
estaba en entrar; y para entrar tenían que sustituir la ma-
terialidad de la fuerza, por el arte y la astucia.
El sitiador estudió las costumbres de los ancianos, De
esa observación arbitrarían el medio de franquear la puerta.
En la lucha del ingenio, la ventaja estaba de parte del
criminal: mayores en número y habituados á eso, discurrían 2 : i>
más, y discurrían mejor. Por la astucia, la victoria tarde ó
cercana, tenia que ser de los asesinos.
En la pujanza formidab'e de la defensa, estaba el peligro
(lela caída. Una vez dentro el criminal, la reclusión social
en que vivían los ancianos, la muralla asiática que les se-
paraba de sus semejantes, les facilitaría el triunfo, asegu-
rándoles la tranquilidad en la ejecución de sus planes.
Como no tenían criados, acostumbraba el anciano sacará
la calle la basura. Los criminales vieron allí una oportuni-
dad de perlas. Aprovecharon, una noche lloviznosa, en
que nadie transitaba por la calle, y en los momentos en que
el anciano dejaba en la acera el cajón, se arrojan de impro-
2\ SANTOSVILLA.

viso sobre el, le echan garra, le tapan la b o c a . . . . . pero


ai mismo tiempo parten voces estridentes desde la ventana; y
vuelven á huir en precipitada fuga, por segunda vez.
En otra ocasión, intentan penetrar disfrazados de hon-
rados albañiles. Ningún detalle les faltaba: el cajón de la
mezcla, la cuchara romboidal de ancha hoja y lustroso man-
go, manchones terrosos en la cara, camisa de listado, desa-
botonada al cuello, y remangada hasta medio brazo. Entran,
ya iban á ganar el comedor, pero. . . . . las mismas voces en
la ventana los obligan á emprender nuevamente la retirada.
Advertidos á tiempo del engaño, pudieron prornmpir los vie-
jos en gritos salvadores que atemorizaron á los fingidos
al 1)2 nil es.

1 I
Los codiciosos no desmayan. Los desastres escitan más
su apetito, y se levantan mejor dispuestos en cada caída.
El criminal es más perseverante que el honrado' en la
realización de sus propósitos. Porque en ellos, además de la
voluntad que manda, hay la fatalidad de la inclinación
que arrastra. Por eso, ni los fracasos lo entibian, ni las
derrotas lo abaten, ni las caídas enfrian el ardor de la deci-
sión.
Y volvieron á la carga. Parecía que abandonaban el
asalto; y en realidad se alejaban para combinar en el retiro
mieos planes y sorprender á los ancianos cuando más des-
cansaran en la tranquilidad de sus victorias.
Espiaban diariamente todos los moviiniontos de las vic-
timas. Una mañana sale el viejo á la calle. Quehaceres

m¡k
LOS CRÍMENES DE LA CALLE INQUISIDOR. 25

ineludibles le obligan á abandonar por algunas horas, su


querido albergue. La ocasión no podia pintarse más favo-
rable.
Dentro queda uno, y es el más débil de los dos, la anciana.
Esta vez, no podrá á un mismo tiempo abrir, y estar en el
postigo dando aquellas voces de socorro que ian inesperada-
mente los ahuyentaban.
Con el plan ideado, y libre de los gritos, la victoria es-
taba ya en sus manos.
Las armas elegidas eran sencillas: un lápiz en la mano
derecha, para apuntar; y una libreta grande de anotaciones
castigada por el uso.
Eran dos empleados del gas que iban á tomar nota en el
reloj del zaguán, del número de pies gastados; es decir, la
i
visita de todos los meses, á la cual estaban acostumbrados
los viejos.
Llamaron á la puerta.
—Quien?—preguntó desde el postigo de la ventana, una
voz débil y chillona.
—El gas, señora—respondieron en el acto, los fingidos
empleados.
Efectivamente: la libreta, el lápiz, el traje, probaban
que á eso venían. Las caras eran distintas, pero la Empresa
tenia muchos empleados, ;y no iban ellos á conocerlos á to-
dos; además, podían haber despedido á los que venían an-
teriormente.
La anciana se retira de la ventana y á los pocos momen-
tos, el ruido sordo de un cerrojo que se levanta con alguna
dificultad, se deja oir detrás de la puerta.
Los criminales instintivamente cruzan miradas de radian-
i
i 26 SANTOSVILLA.

te gozo, parecían besarse en ellas; sus semblantes toman


una expresión mezcla de admiración y alegria. ¡Que bien lo
habían combinado! con que facilidad caían en el ingenioso
lazo! ¡Tanta perseverancia en defenderse los ancianos para
echar á perder la obra con tan infantil imprevisión!
Ya se ven dentro. El corazón les late con fuerza ¡al fin
llegaba aquella Nueva Jerusalem del oro, tantas veces pin-
tada en sus sueños incesantes! ¡Tocaban ya la victoria, fre-
bilmente deseada! No se hablan; temen que el sonido de sus
palabras lleguen á herir el oído de la anciana, y detengan
su marcha hacia la puerta, infundiéndole sospechas, y que'
todo se malogre.
Con Ja mirada se imponen silencio mutuamente; ya sa-
ben lo que han de hacer; el más fuerte se arrojará sobre la
anciana, y desaparecerá el obstáculo; bastaba uno solo para
« acabar con ella. El otro se dirigiría rápidamente á la sala á
cerrar la ventana, para impedir que algún curioso les estor-
bara desde fuera.
En efecto, la puerta se abre. Los dos criminales se preci-
pitan dentro; el uno se dirige con las manos abiertas frente
al pecho, y los dedos en curva nerviosa, como para hacer pre-
sa en la anciana que allí detrás de la puerta estaba situada
necesariamente, para levantar el cerrojo; el otro, confiado
en la destreza de su compañero gana á todo correr el come-
dor; . . . . . pero la anciana había volado, y el otro daba de
bruces contra un inesperado obstáculo, levantado de súbito
ante sus ojos, una verja fuerte, de hierro, que incomunicaba
el zaguán del resto de la casa. La anciana en la sala, senta-
da en un viejo sillón, agachada un poco la cabeza, cosía tran-
quilamente. Dos duros golpes de la puerta, al abrirse y al
LOS CRÍMENES DE LA CALLE INQUISIDOR. 27

cerrarse, con violencia, sacaron á la anciana de la atención


de su costura; miró al zaguán, y no vio á nadie; el lápiz, y
la libreta, dejados en el suelo le explicaron la celada; y rió
mucho con el chasco que habían sufrido los supuestos em-
pleados.

jQue decepción tan amarga para los asaltantes! Otra vez


con las manos vacias y la obra por realizar! ¡Como cayeron
en frío ridiculo! ante sí mismo! ¡Oh decepción como hieres;
en un segundo arrastras por tierra las combinaciones más
ingeniosamente digeridas, los cálculos más fríamente toma- ti
dos, los resultaelos más seguros de alcanzar!
Huyeron*nuevamente, esta vez sin oír gritos de socorro,
con menos susto en el cuerpo, pero con más dolor en e|
alma. Se habían ilusionado tanto, que la caída desde tan ¡3
alto, los habia quebrantado como nunca.
Los sitiados no se dormían, ni olvidaban la defensa. La
noche de la basura, los .fingidos albañiles, les sugirieron
tener resguardadla la casa, aunque el extraño franqueara
Ja puerta principal; y que esia se abriera sin necesidad
de moverse de la sala. Para lo primero se les ocurrió una
fuerte reja de hierro, que solo se abría por la parte inte-
rior, la que daba al comedor; y para lo segundo, idearon
una cuerda con un extremo en la sala, y el otro amarrado
á la bascula de hierro que abría y cerraba la puerta.
Abierta la puerta de la calle sin necesidad de pasar al
zaguán, con solo tirar de la cuerda desde la sala, aunque
28 SANTOSVILLA

salvara el dintel, se encontraba todavía en la calle el vi-


sitante.
El acceso al zaguán era fácil: desde la ventana de la sala
podían hablar con los desconocidos que en traran. Después
lo difícil, la verja de hierro, no la abrirían más que á los
conocidos.
El enemigo redobló sus ataques. Comprendió la inutili-
dad de todo ardid; y se hizo amigo de sus victimas.
La hora del sacrificio se acercaba. El preludio estaba
hecho y habia sido largo; pero la obra era hermosa y ven-
dría pronto. La mano que estrechaba con el calor del afecto,
la de los ancianos, seria la misma que empuñaría el arma
para quitarles brutalmente la vida.
¡Corazones protervos, no les bastaría acabar la vida de
los ancianos indefensos y débiles; agregarían golpes inú-
tiles, de refinada ferocidad!

mm
CAPITULO III

LOS VIEJOS AVAROS.

O( '
i
Por su edad tan avanzada, con tan grandes riquezas,
debieron vivir en un inefable ambiente de goces apenas
apetecidos, satisfechos; en el bienestar dulce de las comodi-
dades, todas realizadas; cumplidos todos los deseos y todos
los gustos acariciados; sin afanes inquietos, ni privaciones
molestas. Y morir con muerte tranquila, en suave lecho,
aliviaela la agonía con los auxilios de la ciencia. Y prefirie-
ron la vida angustiosa del pobre, el malestar de la estrechez,
el hambre, en el seno mismo de la abundancia; la frialdad -
triste de la choza, y la oscurielad opresora de las cuevas, al
encanto del palacio propio, inundado con la alegría de la luz,
reflejada en mil espejos; las fatigas de combatientes solos;
las zozobras de peligros cercanos; el sobresalto haciendo la-
tir siempre con fuerza el corazón; y una muerte dura, cruel
y violenta, fuera ele su cama.
30 SANTOSVILLA.

Juguetes de sus pilas de monedas y sus fajos de billetes,


les consagraban todos los momentos, vivían obsedidos por el
cuidado de su tesoro, como el subdito tímido, al tirano siem-
pre quejoso y disgustado.
La pasión por la riqueza, acumulada para no hacer uso,
era igual en los dos. En la adoración idolátrica á la moneda,
tan ferviente devoto era el uno como el otro.
Pero en aquellas dos existencias sepultadas en vida, en el
mismo abismo de una pasión, la mujer imperaba. El ancia-
no, como un niño, se plegaba á la voluntad de la anciana.
Quiso infundir en la compañera de su vida aquel amor
anhelante de amasar oro y conservarlo, que á él le devora-
ba y se encontró vencido por ella.
La vehemencia del sexo triunfó. La mujer iniciada en
el culto del marido, hizo de la devoción un fanatismo, y del
deseo un frenesí. El amor anhelante de amasar llegó á co-
municársele, y en ella se convirtió en arrebato. En el bajo
relieve de la Catedral de Sens, la figura que representa la
avaricia, es una mujer: sentada sobre un saco de dinero,
vela, descansando la barba en la mano y apoyando el codo
sobre el muslo, para que no puedan quitarle nada.

—«No salgas, Domingo, le dijo un dia. Gastas, y además


. te expones á que vuelque el coche y te lastimes.» Y el viejo
no salió más á la calle desde entonces.
En la casa se habló en muehos dias de esta calaverada del
anciano. En la última salida que hizo, tomó un coche en la
LOS CRÍMENES DE LA CALLE INQUISIDOR. 31

Plaza de Tacón para regresar á la casa. ¡Despilfarraba dos


pesetas! por recorrer sentado en un coche, el trayecto desde
la Plaza de Tacón á la calle Inquisidor, que se podía hacer á
pié. Cualquier cosa para un octogenario: ¡dos kilómetros de
distancia!
Después de todo, habían resuelto en un momento de
alegría de niños, gastar con alocamiento. El empezaba ya.
¡Se sentía algo cansado y tomó un coche!
«Gastemos», sedijeronlosviejos. Yélcumplió la decisión.
Un antiguo amigo, conocedor de los hábitos mezquinos
y las privaciones tenaces del anciano, al verle entrar en
el coche, le dijo con asombro:
—«¡Bien don Domingo! ¡Con que en coche'. ..
—«Si —contestó con sonrisa de travesura, como calavera í
descubierto, ¡qué caramba!; el que venga atrás que arree.» O
Era cosa resuelta. ¡A derrochar la fortuna! Se habían
decidido; ya se habían privado de muchas cosas, y era na- 1
tural que gastaran ahora.
Y gastó las dos pesetas. Sus herederos quedarían pobres!
pero ¡allá ellos! «¡El que venga atrás que arree!»
Pero en su conciencia sintió el remordimiento de aquel
gasto, como el pródigo después de haber vaciado su bolsa; y
se reprochaba interiormente esa debilidad.
Bajó del fcoche intranquilo y contrariado; y contó á su
anciana compañera la aventura, con frases de disgusto.
Doña Micaela acogió benévolamente la nueva de aquella
dilapidación, algo disculpable, pero en fin. .. valia más que
no saliera Domingo á la calle.
Guardadores de dinero ¿cómo iban á distraer en esas
elemasias, su tesoro!
:

32 SANT0SV1LLA.

El dinero lo tenían para verlo acumulado en sus arcas;


y ellos que se afanaban por no gastar en las primeras nece-
sidades de la vida, ¡emplear el dinero en el lujo de tomar
coches inútilmente, para recorrer distancias que podían
muy bien hacerse á píe!
El gusto por lo supóríluo no lo conocían. Nunca los se-
dujo. Eso estaba bueno para los desocupados del mundo.
Ellos, entretenidos en echar dinero en una sima, que no se
llenaba nunca, no podían ambicionar goces fútiles de la vi-
da. Como el vecino de Voltaire ¡ellos los «pobres ricos»
derrochar dos pesetas, sustraerlas del saco á que estaban
destinadas, por una cosa innecesaria!

Tenían el prurito y la vanagloria de pagar todas sus cuen-


tas en el acto.
—Nunca,—decían—-hemos dado el caso de aplazar una
cuenta.
Verdad es que esas cuentas eran muy escasas. Comían
por temporadas, de cantina; y pagaban á fin de mes. Gas>
consumían poco: la casa era muy grande, pero ellos sólo
ocupaban la sala, el comedor y las elos primeras habitacio-
nes; el resto estaba siempre cerrado, y además se acostaban
temprano. En una época, compraban á un dulcero de Guana-
bacoa, una panetela cada dos dias, pero eso lo pagaban al
contado.
De todas maneras, aquel prurito, á pesar de su natu-
LOS CRÍMENES DE LA CALLE DE INQUISIDOR. 33

lidad en opulentos, revela el gran fonelo de honradez de


los dos viejos. El apego al dinero ya amasado, monedas que
habían entrado para quedarse enterradas, formaban ya
parte en las hileras de sus montones. El dolor de separarse
de algunas de ellas y el gusto de retenerlas á la vista unos
dias más, no vencía al sentimiento de rectitud, firme en
sus pechos, de pagar en seguida de presentaelas al cobro, las
deudas, pocas ó muchas que tuvieran.
Y podían decirlo con orgullo y vanagloria «que no apla-
zaban sus cuentas», porque eso suponía una lucha entablada
entre una pasión fuerte, dominadora, que los subyugaba, j | ¡It '
como esclavos débiles de un amo despótico é iracundo, la
avaricia; y un deber que su conciencia les indicaba pagar
las cuentas en el acto. En esa lucha salía triunfadora la con-
ciencia. Esa conciencia débil, impotente, recogida, para
arrancarlos de aquella vida miserabilísima, de pobreza, mi-
serías, privaciones y estrecheces, á que los reducía el furor
desatentado, epiléptico, de acumular y acumular oro, salía
vencedora esta vez y podían decirlo con jactancia: «No apla-
zamos las cuentas».

Aquella pasión de avaros tenia una debilidad.


No hay carácter por formado que sea que no tenga sus
flaquezas: ni temperamento por definido que esté, sin defec-
ciones.
Tenían la debilidad de las suscripciones.
Más que debilidad, era una costumbre, á manera de
SANTOSVILLA.

parásita, que se mantuvo siempre y vivía sin secarse, recos-


tada en su avaricia.
No había suscripción en que no se apuntaran con alguna
cantidad regular.
Alcanzaron la época de Tacón. Las suscripciones en
tiempos de este «ilustre Procer del reino,» llegaron aun
elevado grado de efervescencia; atizado sabiamente el fue-
go, por el mismo Tacón, el Carlos III de la Habana, por
las numerosas obras de embellecimiento y servicio público,
con que la dotó. (1) Los donativos particulares fueron el
apoyo angular en que principalmente descansó para realizar
esas obras. Los ciudadanos se inscribían más que por la
simpatía de la idea ó proyecto á que se encaminaba la sus-
cripción, por temor al déspota ó por deseo de agradarle.
Y adquirieron ellos también ese hábito, que el apego á
la riqueza, el amor concentrado todo en el aumento y con-
servación de su tesoro, no pudo acabar ni destruir.
El mundo no corría para ellos. Con su vida de ascetas,
(1) El General Tacón dotó á la Habana de grandes edificios y paseos. A él
se deben: la Cárcel, la Pescadería, Teatro de Tacón, Quinta de los Molinos,
ampliación del Muelle de Caballería, Plaza Vieja, Plaza del Cristo, Piaza de
Tacón, mejoras de la Alameda de Isabel II, del Paseo Militar, reforma de la
Casa de Gobierno; el empedrado de más de ciento cincuenta mil varas cua-
dradas, más de tres mil varas de "cloacas, &a. Les recursos de que se valió no
todos fueran legítimos, como reunir los prisioneros carlistas con presidiarios
comunes, en brigadas de albañiles, &a, para conseguir la mano de obra bara-
ta. Abolió unos arbitrios, como el llamado de Fagina—obligación de contri-
buir semanalmente el dueño de cada vehículo de tráfico, con una carretada de
piedra; y creó Qtros como el demarca de carruajes. Coiilas canteras del Estado
obtuvo material barato. Sobre todo se valió de donativos particulares, para
realizar sus obras.
Al General Tacón, que era llamado sin rubor por algunos de su tiempo, «el
Segundo Arístides, mejor que el primero», «otro Alejandro Magno»; que era
acreedor «á la veneración pública», que «sus enemigos solo podían nivelarse
con las bestias y llenaban de indignación á todos los vivientes de la Isla»;
que deportaba basta á murmuradores infelices; que en su época existían hasta
«suscriptores honorarios» para autorizar solamente, las listas de suscrip-
ciones, no es extraño que tratasen de agradarle en sus deseos, y que se
acostumbraran los habitantes á las suscripciones, á fuerza de hacerlo en
las que promovía.
LOS CRÍMENES DE LA CALLE INQUISIDOR. 35

apartados de todo lo que no fuera su riqueza, alejados de la


sociedad, las cosas que pasaban no las veían y las vueltas
que daba esa misma sociedad, no las notaban. Metidos den-
tro de su celda, no se dieron cuenta que las suscripciones
habían perdido el carácter de otras veces, y que el despres-
tigio las rodeaba actualmente, por completo.

% •

' —Nosotros no oprimimos nunca á nuestros inquilinos, fe


—decían á menudo con cierta complacencia de filántropos.
Y efectivamente, á los inquilinos de sus sesenta y dos
propiedades, los trataban sin duras exigencias, ni presiones
para el cobro de las rentas.
Pero habia en ese abandono humanitario de avaros, más
el cálculo de una utilidad, la experiencia de una ventaja,
que otra cosa. Propietarios de numerosas casas daban di-
nero ásus inquilinos morosos, para que se mudaran cuanto
antes, en vez de demandarlos de desahucio; y salían ganan-
ciosos.
La palabra dada por D. Domingo, era voz pública, tenia
la firmeza de los documentos notariales. «Su palabra es
una escritura»,—decían las gentes.
Podrían producirse en su pecho choques, entre su con-
cupiscencia de avaro, y las desventajas de cumplir una
promesa, ofrecida de palabra simplemente y sin testigos.
La palabra salía siempre ilesa* aunque el apetito de la ava-
ricia padeciera.
36 SANTOSVILLA.

Emprendió en cierta ocasión la obra de una casa, que


prometió, verbalmente, alquilar á un desconocido.
Acabada la casa, entraron á un rico señor deseos de vi-
virla. Le fué negada porque «ya estaba prometida»; ofreció
más precio de renta, y nada obtuvo. Al mayor precio de
renta, agregó una crecida regalía, y tampoco. Influencias,
mayor renta, regalía, nada pudo con la palabra de don Do-
mingo. «He dado mi palabra»—decia contestando á todos los
argumentos y razones que ponían enjuego para determinarlo
á faltar á ella. La casa fué para el desconocido.
No salían á la calle; raras veces y por las exigencias de
las casas de su propiedad, lo hacía últimamente Da Micaela.
Vivian como si no tuvieran que morir nunca. Ochenta
y siete años y creciente todavía el afán de atesorar, para
gastar en un dia que no llegaba nunca. El Dies irce, el día
I" aquel, en que hasta los siglos serán disueltos en polvo, solvet
seculum in faoüla, no estaba escrito para ellos, y se acer-
caba terrible, á pasos de gigante.
OAJPITULO IV.

EL CRIMEN.

La codicia acechosa iba á dar su último golpe ¡Tantas


tentativas abortadas, tantos planes sin éxito, tantos ataques
rechazados, tantos esfuerzos inútiles! Siempre derrotados,
vencidos, burlados, por aquellos dos ancianos inermes y so-
los, débiles, sin auxilios, pero siempre victoriosos por la
devoción constante en la defensa de sus riquezas!.... Todo
acabaría de una vez.
La acometida seria brutal, rabiosa, violenta. La ira
que sin cesar la tenacidad de los viejos les producía, tanto
tiempo enfrenada; las exasperaciones, de tantas caídas,
todas reunidas; Jos bochornos de su pujanza, vencida por la
inferioridad, todavía frescos en la memoria, estallarían
terribles, destrozándolo todo: vidas, arcas, cráneos....
La paciencia, los desvelos, la obstinación, el fervor
de aquellos viejos, opulentos pobres, ahí vigilantes tras
38 SANTOS VILLA.

la puerta; aquella verja, barrera infranqueable, levantada


para dificultar todos los planes; todo iba á ceder, á rodar
por el suelo en un momento.
Cuantas veces en el delirio de sus sueños, y en la ansie-
dad febril de sus deseos, se habia visto el criminal en pose-
sión tranquila del triunfo: «¡Abriré esas arcas repletas de
oro y atestadas de billetes hasta los bordes; eligiré los bille_
tes de más valor, que abulten menos; el mismo oro que me
angustia no tener ahora, allí lo desdeñaré, cuando ya no
pueda con la carga!»
Por fin, penetraban en aquel codiciado templo del oro.
Una vez dentro se echarían sobre las indefensas victimas, con
ferocidad de tigres hambrientos, y con las alegrías del sal-
vaje que después de fatigosa lucha cae sobre el rico botín?
: que abandona el enemigo desbandado.

El 9 de Octubre al medio dia tocan á la puerta. La an-


ciana estaba en las habitaciones interiores. El anciano sen-
tado en un viejo sillón en la sala, se asoma al postigo do
una de las ventanas de la calle, para ver quien llamaba: era
persona conocida y podia abrirle las dos puertas.
En las desesperaciones de sus -deseos anhelantes, supo
tener serenidad el criminal y comprendió la inutilidad de los
disfraces para realizar su objeto. Toda habilidad sería ton-
ta, todo ardid inocente, y todo plan ineficaz, como no fuera
ir con la propia caray el mismo traje. El secreto y el éxito
de todo plan estaba en el tiempo: saber esperar, tener cal-
LOS CRÍMENES DE LA CALLE INQUISIDOR. 39

nía. Era menester inspirar confianza á las victimas, cultivar


su conocimiento, darles la mano, hablar con ellos, cuando
más lejos los creyeran.
Toda la dificultad consistía en esto, y supieron vencerla.
Después, cualquier plan era bueno, cualquier medio fácil, y
cualquier ejecución sencilla, para dar con El Dorado
apetecido.
Ya el criminal conocía las costumbres de todas las horas
de los viejos, y contaba que la compañera no estaría allí en
la sala, como otras veces, para dar aquellas voces de auxilio
que los ahuyentaban; y aunque hubiera estado, encontrarían
muchos modos de alejarla.
Reconoció el anciano que era persona conocida la que
llamaba y desde la misma ventana, dijo de seguida, reti-
rándose:
—Voy á abrirle en el acto.
En efecto. Tira del extremo de la cuerda amarrada
en la sala, que suspendía el cerrojo déla puerta de la calle, y
ésta se abre; se dirige al comedor, practica la misma ope-
ración con la reja de hierro y sin esperar al que había lla-
mado torna, á pasos lentos, á la sala.
Estaba el anciano acostumbrado á esa visita. Además,
era hombre llano que no se andaba con cumplidos, y por su
edad estaba dispensado de tenerse de pié ante la verja, aguar-
dándole. Le daría la mano en la sala, aunque fuera sen-
tado ya en su sillón. El que entraba haría lo de costumbre:
empujar ligeramente las dos puertas que se cerraban por sí
solas.
40 SANTOSVILLA.

La puerta del reducto, el zaguán, estaba abierta; el


puente que daba acceso al castillo, echado; y la guarnición
desprevenida. El enemigo entraba; la plaza caía en su poder.
El que llamó no entraba solo. A la vez franqueaba la
puerta, con aire humilde, otro sujeto.
Ya en el zaguán, el «conocido» empujó suavemente la
puerta de la calle, á la vez que con un pequeño cortaplumas,
cortaba la cuerda. El que tirara desde la sala, para dar vo-
ces y facilitar los auxilios de fuera, tirar a en vano: la
puerta no se abriría. Los dueños quedaban prisioneros en
su propia casa.
Atraviesan el zaguán, salvan la verja, y ya están en la
antesala.
Al uno lo domina la emoción; una palidez lívida le baña
el rostro; su corazón redobla los tic-tac con violencia, el
gozo de la pieza ya en sus manos, agranda sus ojos; la escena
de sangre que va á efectuarse, los entorvan y dan un brillo
terrible de dureza á sus miradas. Pero es dueño de sí mismo.
Con una rápida ojeada se da cuenta de todo lo que sucede: los
pasos del viejo se dirigen á un sillón de la sala, la anciana
estará ocupada ¡tal vez contando dinero! en las habitaciones
interiores. De pronto su cara toma una expresión que quie-
re ser de estudiada hombría de bien, y es de una dulzura
siniestra, como dispuesta á contestar: «Pues, viene conmigo,
para que hablemos de aquel asunto»....
El otro está tan fresco como al entrar. Se prepara un
lance un poco fuerte, pero fácil, en que tendrá que trabajar
muy poco. Mira con insistencia al compañero, inclinado el
cuerpo hacia delante, con los ojos muy abiertos, corrió espe-
rando la señal, para lanzarse sobre algo.
LOS CRÍMENES DE LA CALLE INQUISIDOR. 41

No llevan armas. El introductor señala con un movi-


miento de cabeza y con el dedo índice, un hacha pequeña,
colocada sobre una mesa.
El otro se apodera con presteza del instrumento indicado,
y se cerciora rápidamente, de las condiciones de seguridad
y firmeza que reúne. Parece quedar satisfecho del examen*
—¡Magnífico!—dice con voz apagada.
—Vamos ligero—contesta el «conocido» encaminándose
para la sala.
El anciano en su marcha hacia el sillón, se detiene de
pronto, como tocado por un hilo eléctrico que sacudiera en
una parálisis nerviosa todas sus fuerzas; inclina la cabeza
entre.el suelo y el techo de la casa, y aplica con fijeza el
oído hacia el comedor. Creyó oir á pocos pasos de él, como
el murmullo de dos voces distintas, que helaron la sangre
en sus venas. «¡Bah!—se dijo—no es nada. Voces de gen-
tes que pasan hablando por la calle, que llegan aquí apaga-
das como murmullos. Y volvió á andar. Pero de nuevo se
apoderó de su cuerpo súbita frialdad, sus músculos tembla-
ban, sus cabellos se erizaban, la sangre afluía toda á los
pies y lo tenían como sujeto en el suelo con un peso enorme;
lo sobrecogió un terror inexplicable. En su oído, aguzado
con percepciones de tísico, por el miedo, distinguió éntrelos
pasos del conocido que entraba, otros pasos distintos, más
suaves y como arrastrándose, de igual manera que el teme-
roso viajero extraviado en medio de la noche, en las soleda-
des de un monte, percibe entre el soplo fuerte del viento
que cruza airado por las ramas de los árboles, la respira-
ción de la fiera hambrienta que se acerca.
Alucinaciones del miedo, no era nada!—volvió á de-
te SANTOSVILLA.

cirse como para darse ánimo. Pe;5o estaba preocupado;


cambió de rumbo y fué á ganar el comedor, para contar al
«conocido» el sobresalto grande, terrible, inexplicable, el
miedo sin motivo que lo habia sobrecogido.
El «conocido» entraba en la sala... El anciano le alargó
la mano y articuló las primeras silabas de una palabra, y la
concluyó con un quejido. La última sílaba fué un gemido
lloroso, arrastrado, agudo; un /Ay/ prolongado, mezcla de
dolor y de sorpresa. La entonación grave de la voz, alter-
naba con la nota lastimera del quejido. Palabra de ul-
tratumba que resuena todavía, á cada instante, en los oídos
que la oyeran.
El que manejaba el hacha, se habia escurrido detrás
del anciano y ala vez le descargaba un brutal martillazo
; sobre la cabeza. El cráneo destrozado, estallaba hecho
pedazos. /Qué práctica, que precisión en el pulso: habia
dado en el mismo centro de la cabeza/ /Qué vigor en
el golpe, habia hundido el hacha hasta el mismo cielo de la
boca, y habia roto como un vidrio los huesos de un cráneo
de 87 años de dureza/ /Qué inteligencia, empleaba la maza
del hacha en vez del filo: la sangre no salpicaría y la ropa
no recibiría manchas/
El cuerpo del anciano osciló brevemente en el espacio,
y de bruces, cayó pesadamente al suelo, como un saco de
arena arrojado sobre un pavimento de tabla.

La anciana quedaba huérfana del compañero. Cuando


LOS CRÍMENES DE LA CALLE INQUISIDOR. 43

llamaron á la puerta estaba dentro, pero había oído los gol-


pes y se acercó al comedor para saber quién llamaba. El
viejo reconocía por el postigo; ella, sin pronunciar palabra,
le interrogaba con la actitud del cuerpo. «Fulano,» dijo
el anciano dirigiéndole la voz como si contestara á su
pregunta.
/Ah, Fulano/, un conocido. No hacía falta allí. Luego>
cuando comieran, Domingo le contaría todo—y se encaminó
al interior de la casa á continuar la interrumpida ocupa-
ción.
Después, al poco momento, dejó la tarea nerviosamente.
El eco vago de un quejido que llegó hasta ella, penetró en
su alma, y tuvo el espanto confuso de una desgracia que no
se vé y que viene encima: la penumbra del peligro cercano,
desolador, que se adivina. Escuchó sin respirar, abierta la
boca para que el aire entrara y saliera sin ruido en sus
pulmones, arqueadas en alto las cejas, desencajado el sem-
blante, los ojos fijos, reconcentrado en un átomo invisible de
espacio, como mirando para dentro de sí misma, en la po-
sición del pensador, persiguiendo una idea que se esconde en
los aires. A los breves instantes, al eco del quejido, siguió
el golpe pesado, retumbante, como de un cuerpo inerte que
cae.
Ya no vaciló, y lanzóse precipitadamente hacia la sala.
Allí el compañero ele su vida estaría en peligro y corría á
salvarlo. Ella también tenia miedo: la sed le abrasaba, la
lengua se le pegaba con aspereza al paladar, una sequedad
astringente le molestaba en los labios, y se veía muy sola
en su propia casa, como si de improviso despertara de un m
sueño, y se encontrara en la soledad de los campos rodeada
k
i
1
44 SANTOSVILLA.

de fieras horribles que venían hacia ella con los garfios de


sus garras, afilados como agujas.

—Vamos á la anciana—dijo el que descargó el golpe,


apenas cayó el anciano al suelo.
Pero el introductor dudaba que estuviera muerto, y se
acercó al cuerpo caído, para cerciorarse que no respiraba
ya. El otro de pié junto al cadáver, empuñando con amor
el mango del hacha, miraba con aire satisfecho y conven-
cido á su victima: sereno, sin pestañear S.eguro de su obra,
dijo para quitar toda duda al compañero:
—Lo que es éste no volverá á hablar ni á estorbar más
nunca. Vamos con la otra.
El conocido vacila en alejarse; temia que aquella masa
humana tendida en el suelo pudiera revivir, y diera voces
cuando estuvieran adentro «despachando á la otra». Movía
la cabeza como asintiendo maquinalmente á la opinión; pero
quiere ordenar nuevos golpes para no estar pendiente de
nada. Los pasos de la anciana que se acercaba, lo sacaron
de su vacilación:
—Sí, vamos con la otra—contestó resueltamente.
La anciana venia despavorida. Tropezó con el «conocido»
cuando iba á entrar en el comedor, y respiró un poco. Coa
la vista buscó ansiosa al anciano y no lo veía; el pavor se
apoderó de ella nuevamente. /Duanto sufrir, qué eternidad
de dolor en un segundo/
—/Pero Dios mío/ Sucede algo? /Domingo? Dónde está
Domingo? Vamos Fulano, ¿qué sucede, qué pasa aquí?—decía
LOS CRÍMENES DE LA CALLE INQUISIDOR. 45

apresuradamente, con el calor de la angustia y la insistencia


del miedo.
Fijó la vista en el «conocido» y el espanto heló toda su
sangre. Quiso huir. /Qué fea tenia la cara el «conocido»;
qué aspecto tan terrorífico/
El «conocido» se empeñaba en sonreirle, y su cara se
contraía en una mueca horrible y felina.
—Quiere usted ver á D. Domingo?—dijo aumentando con
el tono, el sarcasmo sangriento de la frase. Pues ahora
mismo vá usted á reunirse con él sin molestarse.
Esas palabras sonaron en los oidos de la anciana terri-
bles, pavorosas, como voces apocalípticas que ensordecieran
de pronto los aires; quiso huir, y anonadada de estupor
volver á interrogar, implorar perdón. Balbuceó algunas
sílabas como el anciano, y terminó la palabra con un grito
de espanto y un lamento de dolor.
Esta vez el asesino caía de frente sobre ella, y descarga-
ba el mismo golpe de maza sobre la cabeza de la anciana.
Con el cráneo también hecho pedazos, cayó desplomada de
espalda contra el suelo.

y
Al primer golpe siguieron otros y otros con el filo del
hacha y todos en la cabeza. A los asesinos les dio el vértigo
de la sangre; volvieron á la sala, y el hacha se levantaba y
caia rabiosa sobre el cadáver del anciano. Remataban la
obra y desahogaban la rabia de tantos días de esperar.
En esto llaman con golpes secos á la puerta de la calle.
46 SANTOSVILLA.

Los asesinos se miraron angustiados recelosos, mudos de


sorpresa, y sintieron aquellos espasmos del miedo y aquellas
sofocaciones del terror que antes habían hecho sentir á sus
victimas.
—¡Nos sorprenden, estamos perdidos!—dijeron á la vez
con el mismo aullido de desesperación, los dos criminales.
Miraron hacia el fondo de la casa, escudriñando con
ansiedad una salida para escapar. ¡Tanta sangre, los an-
cianos, ya dos cadáveres regados por el suelo; ellos, solos
en la alegría febril de la victoria; la presa tanto tiempo co-
diciada, entre las manos; y tener que abandonarlo todo!
Tanto trabajar, tanto éxito, para acabar con una fuga!...
Volvieron á llamar á la puerta, con mas impaciencia
que antes.
Por el fondo no podían escapar. Al fin se decidieron, y
exclamaron:
—Pues á morir; vendamos caras nuestras vidas, y aho-
rremos al verdugo trabajo para mañana? «Yo abriré» dijo
el que manejaba el hecha, dirigiéndose resueltamente hacia
la puerta. El «conocido» estaba aterrado; se dirigió á la
ventana* abrió el postigo con mucha precaución, y vio que
el que llamaba era un muchacho, con grandes papeles rojos
bajo el brazo. A él le pareció un dependiente del Juzgado,
tal vez constituido á pocos pasos de allí; y se imaginó en
aquellos papeles, los numerosos infolios de su proceso, y la
sentencia de muerte, que vendrían á notificarle. Antes de
entrar en la reacción de la realidad, el compañero ya habia
abierto; y cerraba la puerta volviendo con un periódico de
modas en la mano. Lo enseñóal «conocido», y lo arrojó
después al suelo con desprecio. El repartidor de la «Moda
LOS CRÍMENES DE LA CALLE INQUISIDOR.

Elegante» traía el número ¡y ellos se habían alarmado


tanto, sin motivo!
Al repartidor le extrañó que en vez de recibir el perió-
dico el anciano desde la ventana, lo recibiera en la puerta
un joven blanco, de baja estatura; sin barba, pero no se
preocupó.

- §
Cuando esto pasaba eran la una y media; á las dos y me-
dia ya los dos afortunados criminales estaban lejos, fuera de
todo alcance, embriagados de gozo, sin atreverse á contar
todavía aquel montón abultado de billetes, todos de gran
i":
valor, suyos, ganados en una hora, en medio de un vértigo
delirante de sangre, y entre emociones de una lucha venta-
josa, con viejos decrépitos, resistiendo como niños.
¡AM ya eran ricos. ¡Serian felices, poderosos! ;
I*.

Con unos cuantos billetes sacados de esos gruesos bultos,


que echarían á la sociedad, estarían siempre mimados, ro-
deados de placeres, gustando de todos los goces de la vida.
La misma sociedad escandalizada con el crimen, iria
humilde tras ellos, esperando una golosina, como el perro
callejero sigue al desconocido que lo llama, mostrándole un
bocado. La misma sociedad iria allí á lavarles oficiosamente
las gotas de sangre que mancharán todavía sus manos.

•üi
Í ^ ^ ^ ^ ^ ^ T ^ ^ ^ ^ ^ ^ ^ ^ ^ ^

CAPÍTULO V.

LA FAMILIA DE XAS VICTIMAS.

La pasión por el oro, dejaba un espacio en el corazón de


los ancianos. Ese espacio lo ocupaba el amor á su hija y á
sus nietos. Estos compartían con el amor á la riqueza
atesorada, todo el alecto de los avaros.
<Eran dos afectos independientes, separados, que reina-
ban sin choques, ni rivalidades, ni contactos, en sus corazo-
nes; sólo que al uno lo engendraba una pasión bastarda, la
avaricia, y los esclavizaba con crueldad; y el otro nacia del
amor legítimo del ser humano, que se ve reproducido en
sus hijos, como una extensión de su carne, y los esclavizaba
con ternura, más bien los atraía.
Un afecto no rechazaba al otro. Cada uno gobernaba por
su lado, con más exigencias y tiranías aquél que éste, pero
al cabo gobernaban los dos siempre.
50 SANTOSVILLA.

Para el uno serían el subdito, el esclavo; para el otro el


ciudadano, el gobernado, con libertad, con expansiones.
En un caso el afecto, era apetito, parto siempre de las
pasiones sórdidas. Y como apetito, ciego, brutal, dominan-
te, absoluto, pidiendo siempre el sacrificio de la existencia
toda; nunca satisfecho; siempre diciendo «no es bastante».
En el otro caso el afecto, era cariño, lo único que nace
de las pasiones nobles. Y como cariño, dulce, tierno, bené-
volo, indulgente, complacido.
No podia haber en esos afectos choques, ni rupturas.
Habría sacrificio de alguno de los dos.; más absorción del ser
humano por parte del uno que del otro. El sacrificado tenia
que ser el cariño. Y el cariño haria, lo que no hubiera he-
cho el apetito: recojerse resignado, lloroso, sin protestas
que amargaran, ni quejas que entristecieran.
Por eso, al principio de casada la hija querida, vivieron
juntos en la comunidad de una misma vivienda; después en
casas distintas, pero siempre juntos, contigua una j otra.

Vivían juntos, y todos eran víctimas resignadas, de esa


mancomunidad de existencia, bajo un mismo techo.
Los viejos, devorados por el fervor anhelante de su culto
á la riqueza amasada dentro de la casa, se sentían estrechos,
inquietos en aquel vasto edificio.
La contemplación incesante, fatal, de todos los momen-
tos á sus pilas de monedas y á sus arcas de billetes; la devo-
ción exaltada á su tesoro, les pedia la soledad, el aislamiento,
LOS CRÍMENES DE LA CALLE INQUISIDOR. 51

para sacrificar mejor la satisfacción de sus necesidades or-


gánicas, como individuos humanos, y que no quedara más
que el fanático, ciegamente entregado á la devoción de su
ideal; y las privaciones de las necesidades superorgánicas,
como seres sociales, y que no quedara más que su vivienda
y el mundo exterior. •
El devoto si no se rebelaba contra el afecto de los padres,
siempre en calor, exigia má3 momentos para sus adora-
ciones.
Por su parte, los hijos necesitaban respirarla atmósfera
oxigenada de las expansiones.
Aquel aire conventual era insuficiente para la vida de
sus jóvenes pulmones. Suspiraban silenciosos poruña exis-
tencia de más libertad, de más holgura; de más lucha, por
un escenario de más movimiento, más ventilado, más amplio. ¡
El amor filial, contento del abrigo cercano del amor
paterno calmaba, más que enfriar, el ardor de esos deseos
naturales de la juventud.
Todos deseaban, y ninguno se decidía, cambiar aquel
estado de cosas. Siempre les -faltaba ánimo para despejar
aquella confusión de vaga y constante molestia en que vi-
vían. Preferían á todo, que siguiera la cosa como andaba.
Y se entregaban á la estabilidad, á la inacción sufrida de
los débiles, temiendo empeorar, alterando; y no resolvién-
dose á nada, por no exponerse á perder tranquilidad en el
cambio.
Esa es la suerte de los débiles: no resolverse nunca
á nada; vivir esclavos de las antitesis.
Todo, que la confusión se eternize, que el caos presida,
menos variar, ni buscar en los cambios soluciones despeja-
52 SANTOSVILLA,,

das; vacilando perdurablemente; dejando encomendado la


salvación de los conflictos, á la obra del tiempo y la fatalidad.
Al fin encontraron una solución que apenas, en aparien-
cia cambiaría el regimen de vida, y que Jos satisfaría todo:
afecto, pasiones, gustos; sin agraviar la armonía que salvo
ligeros disgustillos de momentos, habia reinado siempre
en la familia. Vivirían separados, pero en la casa contigua,
que los ancianos cedían á sus hijos. Asi estarían unidos y
separados á la vez.

Maria Regla, la hija cariñosa, visitaba á* sus ancianos


padres, dos ó tres veces diariamente. %
Las atenciones de sus tres hijos no le habían hecho olvi-
dar este deber de cada dia que se habia impuesto como una
religión. El yerno no iba con tanta frecuencia, porque tenia
sus distracciones, como hombre, fuera del hogar; y estaba
,i < escusado de eso. Cuando ocurría alguna novedad, las dos
familias se asistían mutuamente.
El dia 9 de Octubre, Maria Regla se entregaba tranqui-
lamente á sus quehaceres. ¡Que agena estaba de las escenas
de sangre, que pasaban ahí á su lado, separadas por un mu-
ro de piedra solamente, en la casa solariega de sus padres;
y en que los viejos autores de sus dias, débiles, indefensos,
desamparados, solos, sucumbían, llenos de espanto y supli-
cantes, entre las manos de hombres fieras, rabiosos, fuertes,
crueles, protervos, cebándose furiosos en la ancianidad
inerme y desvalida!
Durante el dia habia sentido así como el cierzo de la an-
gustia que rozara fugazmente su cara; un frió sutil, imper-
LOS CRÍMENES DE LA CALLE INQUISIDOR. 53

ceptible pero agudo, que llegaba ¿ su alma y pronto se iba.


Algo extraño que tenia en su espiritu, de que no se daba
cuenta. Tal vez, si se hubiera fijado en eso, habría llorado.
Pero ¡porque iba á fijarse! preocupaciones, histerismo quizas!
¡Fenómenos misteriosos del afecto!... Allá, á dos ó tres
mil leguas de distancia, aflige á un ser querido, desgracia
inmensa; y repercute con dolor en nuestro pecho, el eco
triste de su voz conocida que nos llama; noticia de llanto
que se trasmite rápida por los hilos espirituales, de cables
invisibles.... Una madre allá en la soledad tranquila de
su habitación, para matar el tiempo cose en dulce silencio;
de pronto suelta la costura, junta las manos, cae ai suelo
de rodillas y eleva una plegaria al cielo, por el hijo ausente
que vé ante ella, agonizando en un lecho de dolor, solo, sin
una mano cariñosa que lo atienda, ni él calor de un afecto
que lo acaricie!

A las tres de la tarde una niña de la vecindad, de la casa


del fondo, de pa calle de Santa Clara, tocaba débilmente á Ir
puerta de la calle. María Regla salió á abrirle.
Aquella niña le afectó mucho, sin saber porqué. La niña
estaba triste, desolada:
—Venia—le dijo con toda la ternura que pudo dar á su
voz, á buscar una palomita que se me ha volado á la azotea
de su papá; he tocado á la puerta, y no han querido abrir-
me, ni siquiera han querido responderme. Venga usted,
señora, y llame fuerte para que nos abran. Yo no quiero
perder mi palomita, concluyó diciendo casi sollozando.
I 54 SANTOSVILLA.

Hubiera abrazado á la niña, y llorado con ella; partici-


paba sin saber cómo de las tristezas y angustias de la niña.
La consoló con ternezas de madre, y le dijo que se marcha-
se tranquila, que más tarde ella misma cuando fuera á casa
de sus padres, le buscaría su paloma. «Habrán visto por el
postigo—decía para si, que era una niña la que tocaba, y no
le han abierto, creyendo que seria, como otras veces, tra-
vesuras de muchachos.»
La niña se retiró contenta. En la expresión de dulzura,
conque le hablaba la señora, comprendió, con su penetra-
ción de niño, ¡que no suelen tener los hombres! que no la
engañaban.
Aquella palomita, simbolizando la inocencia, habia vola-
do á la azotea de la casa del crimen, tal vez en los momentos
en que el frenesí infernal de los asesinos se redoblaba co-
bardemente en la infelicidad y desvalimiento de los ancianos.
Y se habia quedado en la azotea, temblorosa, representando
la concepción cristiana de la vida: abajo el fragor de las
maldades, las revueltas de la fuerza, saciándose harta, en
la sangre de infelices; arriba, en lo alto, el arrullo tierno de
la inocencia, y el susurre blando de la brisa.
La señora quedó un rato contemplando á la niñita que se
alejaba. Tenía como desfallecida el alma,.sin explicarse la
causa. Le parecía la tierna niña como mensajera espiritual
de una desgracia, que no quería anunciarse á su corazón de
un solo golpe.

Al poco rato, el criado que acostumbraba buscar agua


en casa de los padres, para llenar el jarrero, se le acerca
LOS CRÍMENES DE LA CALLE INQUISIDOR. 55

con aire de disgusto y extrañeza, como en son de queja y


le dice:
—Me he cansado de tocar y no responden.
Apenas concluye, profiere la señora una fuerte excla-
mación de angustia y de sorpresa, que espanta al criado,
atónito ante el inesperado efecto de su noticia; salta de
su asiento, como si la oprimida espiral de acoro, al cesar
la presión y extenderse, la impulsara; y en el traje mismo
«de casa» en que estaba, se lanza á la calle con carrera de
loca.
¡Ah, sí, era cierto! La intranquilidad confusa de su
alma todo el dia, debió habérselo" indicado. Su corazón
secretamente se lo estaba diciendo.
V ' 11
Aquella frialdad aguda, molesta en su espíritu, forma
misteriosa del presentimiento de un gran dolor cercano,
€1
que sentía y se le quitaba y volvía á sentir, lo comprendía
ahora; aquel rugido lejano, muy lejano, vago, sordo, que le
parecía oír durante el dia; el tinte oscuro de las aguas, el
silencio grave de las olas, algo así como la suspensión en
el aire, de la Naturaleza toda, eran las señales que prelu-
diaban la tormenta que se venia encima de ella, á azotarle
con furia el alma; era el anuncio de la turbonada tremenda,
que cambia de sus comunes direcciones las corrientes del
mar y arrastra juntos, barquichuelo y pescador, que habia
estado todo el dia presagiándose en su corazón.
Llamó nerviosa y febricente á la puerta; y escucha, hun-
didos en un instante los ojos dentro de las órbitas, y los
cabellos en desorden. Nadie le responde. Repite los gol-
pes, y nada; el eco recorría todo el interior del edificio, y
no traía respuesta, Desmayaba con fatigas de muerte. Al
56 SANTOSVILLA.

extremecimiento violento de la emoción, sucedía la laxitud


del desengaño. ¡Ah! sus presentimientos vagos del dia
tomaban cuerpo de realidad. Sus padres, que no salían
nunca, ¿por qué no le respondían si estaban vivos?

Pero el amor filial acendrado, despertó en su pecho la


esperanza; tal vez no le habrían oído; estarían lejos, en el
fondo de la casa, y el sonido de sus golpes no llegaba hasta
ellos. Sus nervios volvieron á dispararse y á sacudirla con
fuerza; llamó otra vez, pero en vano. Nadie respondía.
En las ansias de'su tribulación, no se le habia ocurrido
que podia llamar, dando voces, desde la ventana. Gritaría
muy fuerte, para que la oyeran; pero contra la costumbre
de sus padres, la ventana estaba cerrada. No importaba;
ella misma se subió sobre el alto peldaño de la reja y em-
i pujó con fuerza de hombre. No mandaba á nadie; era una
hija desesperada que busca á sus padres, y no tenia que
guardar las conveniencias pueriles de su sexo en la
calle.
Las hojas de madera, y las persianas que cerraban la
ventana, no resisten al empuje del brazo débil de unamujer,
que adquiría, por el amor y la ansiedad de la hija, fortaleza
de hombre.
Cedió la ventana. A su vista se presentó un cuadro de
sangre, y horror. Llevó las crispadas manos á los ojos,
como apartando de la vista una negra visión, que se empe-
ñara en perseguirla.
LOS CRÍMENES DE LA CALLE INQUISIDOR. 57

Veía allí, en la casa de sus padres á la Muerte: sombría,


tétrica, sentada en una silla, envuelta en negro manto, que
reía, con risa de cráneo, contemplando á hombres feroces,
aquelarre de asesinos danzando horrible, que descargaban
furiosos golpes y empujaban con crueldad á sus ancianos
padres, jadeantes, horrorizados, angustiosos, empeñados
inútilmente en escapar.
Eii un lado del comedor á la entrada de la sala, de bru-
ces contra el suelo, con la cabeza destrozada, estaba su
padre; mas ajdá, en el mismo comedor á la entrada del
patio, su anciana madre, tendida boca arriba, con la cabeza
también destrozada, nadaban en un charco negro de sangre \41' i
coagulada. i'Já !¡,
Prorumpió en gritos de espanto, y de dolor; pidió so- la '
corro. Creia poder salvarlos todavía.
:
* : i.
Al marido que acudía presuroso á sus gritos, le dice: S
—¡Anda Juan; rompe el postigo; entra á socorrerá papá 1
ci i !
v á mamá! < ""i ' ji

El criado fué á la casa en busca de un cincel y un marti-


llo. El marido se disponía á hacer saltar el pestillo pero los
curiosos, atraídos allí por los gritos de la hija, le aconseja-
ban que no abriera, que esperara la Justicia; pero la hija
quería auxiliar á sus padres, y no podia esperar á nadie.
—Abra usted, soy el Inspector—dijo con voz de mando
un individuo, abriéndose paso por entre el círculo de las
gentes, y levantando en alto un basten con borlas.
58 SANTOSVILLA.

El marido comenzó la obra de hacer saltar el pestillo,


pero sin resultado.
Uno de los presentes, un herrero, pidió las herramien-
tas: á los primeros golpes, saltaban pestillo y cerradura.
Entraron por el postigo, el marido, el Inspector y el Al-
calde de Barrio; luego abrieron la puerta de la calle, y los
curiosos se precipitaron en el zaguán y el comedor.

Unos buenos amigos, de la vecindad, se llevaron consigo


á la hija, anonadada, sin voluntad, desfallecida con tantas
fuertes impresiones.
Estrechando cariñosamente á sus tres hijos á la vez,
pensaba la huérfana en ia mudanza violenta de las cosas. A
las once, habia visto á sus viejos padres, y los habia dejado
sanos, contentos, en el reposo y tranquilidad de siempre.
Luego á las pocas horas, las sombras de la muerte se pro-
yectaban en el hogar de su nacimiento. El crimen había
puesto en él su trono de sangre; la multitud lo invadía,
atraída para contemplar aquel cuadro ele horror, en que
figuraban inmolados cruelmente, como victimas, sus infeli-
ces padres; abrazados ya con la muerte, que airadamente se
los arrebataba.
CAPITULO VI.

EL JUEZ GODOY: «DEJAD PASAR LA JUSTICIA».

Uno de los elementos más importantes que constituían


el estado social de Cuba, el Juez feudal, señor absoluto de
la libertad, de la honra y ¿porqué no decirlo? de la vida de
los ciudadanos, desaparece batido en brecha por el Juicio
oral y publico, que viene á emancipar un millón y medio
áe hombres libres, vasallos de un pequeño déspota, que se
llamaba Juez de Primera Instancia. (1)
El Enjuiciamiento acusatorio y secreto—levadura amasa-
da en varios siglas de opresión, arma de tiranos, instrumen-
to del arsenal del despotismo, fabricado en época en que
la dignidad humana no alcanzaba su nivel,—la madre fe-
cunda que los daba á luz, y los amamantaba, que ponia bajo
sus plantas la vida de una sociedad y el reposo y la libertad
(1) Aunque algunos funcionarios del orden judicial tienen lioy'ese nombre
de Jueces de Primera Instancia, no son idénticos á ios anteriores al estable-
cimiento del Juicio Oral y Público.

60 SANTOSVILLA.

de los ciudadanos, se derrumba; y los arrastra en su caída.


Ese Enjuiciamiento era el molde; y su hechura, el Juez
de Primera Instancia. Vaciado en ese molde, la hechura
tenía que ser deforme.
Aquel Juez autoritario, soberbio, iracundo, todo podero-
so, terrible, desdeñoso y burlón con las órdenes superiores
de la Audiencia, frunciendo siempre el ceño, con la mirada
de déspota molesto, descompuesto, que recibía á los aboga-
dos tosiéndoles fuerte, á los litigantes sin alzar la vista; á
los procesados, subiéndolos en el patíbulo, sentándolos en el
banquillo del garrote y ordenando al verdugo que les pusiera
un momento el corbatín de hierro al cuello, como el Juez Pa-
blo Martinez Sanz, no tienen razón de vida en esta sociedad.
• «Los jueces de la tierra» de la Escritura, «hijos délos
dioses, elegidos del Altísimo», ya no existirán.

Los jueces ahora son humanos; sin las prerrogativas se-


ñoriales de arreglar la hacienda de los ciudadanosy ala vez,
arrancar á un hombre de la sociedad, encausarlo, echarlo
en una cárcel; y sólo con él, separándolo del auxilio social,
sin entrada á la defensa, cercándolo con la negra y alta
muralla del «secreto del sumario», acumularle pruebas en
las sombras y en la tranquilidad de su despacho; y conde-
narlo: todo á un tiempo.
Antes el Juez era humano por la propia bondad personal
de su cultura. En'lo sucesivo lo será por la propia bondad
de las leyes nuevas,
LOS CRÍMENES DE LA CALLE INQUISIDOR. 61

Esta época que pasa puede llamarse del'terror ju-


dicial.
La sociedad como un vasto feudo, sometía á los ciudadanos al
Juez de Primera Instancia, como vasallos al señor privile-
giado, dueño de su libertad y su reposo, que si bien depen-
día por su parte de superiores, como el noble feudal de su
rey, encastillado en el «secreto del sumario» podia preparar
con comodidad y holgura las cosas, para convertir en un
mito esa dependencia.
Los ciudadanos eran feudatarios de la libertad que les
dispensaba ese funcionario como «beneficio» temporal, para
privarlo de ella cuando quisiera.
El amparo contra la arbitrariedad que daba la Ley-, en el
engranaje del infame Enjuiciamiento acusatorio y secreto,
resultaba un simpíe adorno de los cuerpos legales.
Un abogado distinguido de la Habana, de buen talento,
orador notable, de mucha consideración social, hoy diputado
á Cortes; miembro de nota en esa diputación cubana tan ga-
llarda, donde figuran el correcto Labra, el sincero Portuon-
do, el brillante Miguel Figueroa, el intencionado Ptafaei
•i
Fernández de Castro, el elevado Montoro, el discreto José
María Carbonell, el hábil Antonio Zambrana y el perseve-
rante Betancourt, Elíseo Giberga, provocó la antipatía del
Juez Martinez Sans, en un escrito judicial; y fué encarcela-
do ab-irato por ese Juez.
—Que pida escarcelación y ofrezca fianza, y valga lo que
valiere, y ordene la Audiencia lo que guste, lo tendré en la
Cárcel—decía, el Juez, con gesto de dueño, convencido de la
efectividad soberana de su voluntad. Mientras va á la Au-
diencia, y la Audiencia ordena la libertad, y yo cumplo lo que
62 SANTOSVILLA.

la Audiencia ordena, lo tendré metido en la Cárcel el tiempo


suficiente para colmar mi gusto.
Y en efecto; el Juez satisfizo su gusto, su voluntad sobe-
rana se realizó: el distinguido abogado estuvo un mes'en
la prisión.
Pero fue providencial este encierro; porque así pudo
saber la Habana entera, por medio de los órganos de la opi-
nión, las orgías autoritarias y los refinamientos de crueldad,
á que se entregaba el Juez Martínez Sans con sus procesados.


La ley para garantir la libertad á los acusados, exigía á
los jueces que hubiera fundamentos, méritos, para privar de
la libertad á un hombre.
Y el Juez de primera instancia privaba á los ciudadanos
: '•
de ese amparo de la Ley con una sencillez fría y aterradora.
Con dos rasgos de pluma, con esta fórmula: «conside-
rando que hay méritos» «decreto la prisión», ya estaba un
ser humano en la Cárcel, privado de su libertad.
Los méritos lo expresaban ó nó.
¡Cuántas veces se ha visto esa fórmula escueta, vaga,
sin expresión de los «méritos», envolviendo como en una
red de acero, al afligido ciudadano inocente, para arrojarlo
en un interminable y largo encierro, y soltarlo después!
Si se exponían los «méritos» tenían con el delito un en-
lace de tan elevada metafísica, que no se podia dar con él.
¡En qué poder tan brutal y absoluto se convertía en ma-
nos de los Jueces de primera instancia, con las armas que les
daba el régimen procesal acusatorio y secreto, «el secreto
LOS CRÍMENES DE LA CALLE INQUISIDOR'. 63

del sumario» y la condenación del reo por el mismo f Juez


que habia acumulado las pruebas, aquella sencilla y natu-
ral facultad de detener al ciudadano cuando hubiera funda-
mentos y méritos para ello!
Opresión más cruel, que la ele los reyes absolutos; por-
que siquiera éstos presentan desnuda su cólera y sus pa-
siones autoritarias, sin encubrirlas con lujo de aparien-
cias legales; y en menos contacto con sus subditos, sus apa-
sionamientos tiránicos no son tan vulgares, determinados y
frecuentes.

¿Y las consecuencias? ¿y las responsabilidades tlel Juez


de primera instancia, señor y tirano, ante los tribunales su-
periores?
El «secreto del sumario» las hacía ilusorias. <
Preso el ciudadano, la sociedad no'podia ir en su soco-
rro; no se daba entrada en el proceso ala defensa, el auxilio
humano le estaba vedado, se encontraba á solas con las
paredes de la prisión y frente á frente con su Juez; aislado,
sin más compañía que sus recuerdos, envuelto en las tris-
tezas de su soledad y en las zozobras desesperadas de su
desamparo, juguete del poder discrecional, fiero, del Juez
de Primera Instancia...
Y el Juez anacrónico, ¡moviéndose expedito dentro del
baluarte de poderosa defensa, construido por la misma orga-
nización del Estado, con reglas, leyes, facultades, derechos,
honores!; armado con el «secreto del sumario» para resistir
cualquier invasión social de protección á su victima; cebán-

%
64 SANÍOSVILLA.

dose dominante en el procesado, enjaulado en las rejas de


la cárcel y en las láminas de acero de los autos! Solo, vic-
torioso, el enemigo bajo el pié, sin poderlo estorbar nadie,
con conciencia de su posición ventajosa y su superioridad,
¡cuántas pruebas no podia el Juez acumular contra su pri-
sionero/
Aunque el cerebro del Juez viviera en grande oscuridad,
con un pequeño rayo de luz que pasara por aquellas con-
cavidades sumidas en la noche, bastaba para saber salvar
todas las responsabilidades y todas las consecuencias; de-
jando preparado ele antemano los materiales, ó construyendo
de una vez los puentes, para pasar cómodamente y sin
cuidados, por los abismos de una «ignorancia inexcusable»
; • • •
ó de cualquier otro que se pudiera presentaren la marcha
y en los desarrollos del proceso.
Si pof ser demasiado inepto el Juez, las consecuencias
no quedaban salvadas, el procesado inocente, echado á la
calle después de su ominosa y larga prisión, se encontraba
por la degradación moral sufrida y los quebrantos de los
hondos dolores soportados, con el cansancio ele la bestia
muchos años encadenada en la sujeción del hombre, y la
debilidad perezosa del convalesciente de grave enfermedad,'
con más deseos, con más ansias ele reposo y tranquilidad,
que de gestionar reparaciones molestas, difíciles, tardías,
costosas, ocasionadas al peligro de caer en otros procesos por
desacato ó falsa denuncia, y en los mortales sufrimientos de
otro encierro.
Después de todo el Juez podia haber sido más terri-
ble y no haberse contentado con tenerlo ese tiempo en la
cárcel. Un rasgo de humanidad como el que expresaba la
LOS CRÍMENES DE LA CALLE INQUISIDOR. 65

sentencia del elector Augusto de Sajonia, contra el librero


Grumbach: «Aunque merece un castigo serio, su Alteza
'Real se digna, por su gran bondad,' mitigarlo de modo que
solo sea .descuartizado vivo/»

En la ciudad de Santa Clara interpuso un litigante, con-


tra el Juez de primera instancia, el recurso permitido y
autorizado por la ley, de recusación, en la forma más téc-
nica y más tímida posible; <con la docilidad de nuestros
abuelos, cuando se dirigían á las autoridades de esta «pose-
P'
sión ultramarina.»
Dado el escrito, el abogado y el procurador, que repre-
sentaban al litigante, se encaminaron á enterarse si el Juez
admitía de plano la recusación, ó eu caso contrario, si era
menester la prueba judicial; y se encontraron que el Juez,
de plano, los echaba á los dos de cabeza en la cárcel. «Consi-
deró que habia méritos,» «decretó la prisión»; y abogado y
procurador fueron á dar á las frias galeras.
Como era natural protestaron, apostrofaron, ejercitaron
recursos legales para salir del encierro, hablaron del alto
concepto de la Justicia, progresiva como todas las nociones
grandes del espíritu; de los magistrados que debían ser los
primeros en marchar á la cabeza de la cultura de un pueblo,
del prestigio de la toga y de la consideración que en todos
los países civilizados dispensan los administradores de jus-
ticia á los deberes profesionales del abogado; y de atropellos
constitucionales. Mientras tanto, el Juez de primera ins-
tancia reía, recostado muellemente en el sillón de su despa-
cho, de aquella natural irritación de sus dos presos.
66 SANTOSVILLA.

—Los tendré un par de meses en la cárcel,—decía coa


la reposada calma de jefe autoritario que no desciende á la
vulgaridad y mal tono de encolerizarse, cuando hace valer
sus dominios sobre los inferiores.
Y así fué en efecto: los dos ciudadanos saborearon los
dos meses de encierro, vaticinados.
Después, de eso, el Juez quedó tan fresco, como el señor
después de haber gozado del derecho de pernada del vasallo;
el abogado y el procurador, sacudiendo el polvo de la
prisión, todavía estarán asombrados de haberse visto tanto
tiempo presos en la cárcel, por el acto inocente de recusar á
un Juez, cuando la ley dá hasta varias reglas para llevar á
cabo las recusaciones esas; y seguramente con pocos deseos
de liarse así, así, con otras recusaciones de Jueces de pri-
mera instancia, hasta esta fecha del Juicio oral y público,
en que las cosas han variado buenamente, para dificultar
I Í mucho esas genialidades de factura feudal.
•¡ *

El «secreto del sumario», como tocio aborto'de déspotas,


como obra salida á luz en épocas de opresión, en si, se re-
ducía á nada: unas cuantas pruebas híbridas, insustanciales,
que se elaboraban trabajosamente, y que podían perfecta-
mente salir del despacho oscuro del Juez, á la claridad de la
opinión pública, sin perjudicar al exclarecimiento del delito*
ni al descubrimiento de los autores; todo lo contrario preci-
samente. En realidad, el fondo malvado de entregar atada de
manos una sociedad á la arbitrariedad de un pequeño dés-
pota; el poder terrible confiado á un funcionario del orden
LOS CRÍMENES DE LA CALLE INQUISIDOR. 67

judicial para disponer como señor soberano, del sosiego


de los ciudadanos; la facultad señorial de dispensar, dispo-
ner y arrebatar la libertadla los hombres, libres por el de-
recho, pero no por la justicia; el medio cruelmente hábil de
sujetar ante un simple funcionario judicial como en servi-
dumbre de vasallaje, la vida expansiva ele una socie-
dad moderna.
Con toda esa aureola asiática, llamada «secreto del su-
mario,» que coronaba el viejo régimen procesal, acusatorio
y secreto que se vá en buena de Dios, la investigación délos
delitos y el descubrimiento de los culpables, ha sido bochor-
nosamente desgraciada.
En otros pueblos cultos, sin esos aparatos feudales, ni
esas preocupaciones brahmánicas, con la publicidad de
les debates, la prueba oral, la defensa al lado del acusa-
do, tres de las cuatro bases fundamentales de todo pro-
cedimiento criminal adelantado, esa investigación y ese
esclarecimiento y castigo, han obtenido éxitos constantes y
<:::
felices.
La cultura moderna exige procedimientos expansivos,
abiertos, iluminados por la luz de la publicidad, que realicen
sus fines; que den seguridades á la libertad de los ciudada-
nos honrados, contra las arbitrariedades fatales de los fun-
cionarios que han de manejar esos procedimientos; y certeza
contra los criminales que han de ser castigados; y no esos
procedimientos envueltos en sombras, rodeados de misterios
recelosos, inquisitoriales, pérfidos, estériles, que sirven para
confundir más que para esclarecer, para ocultar más que
para descubrir; prefiere el Agora de Atenas ó el Forum de
Roma, á aquel despacho bíblico del Juez de Primera Instancia
68 SANTOSVILLA.

de Cuba, bañado por las sombras ele un régimen procesal


atrasado.
Un procedimiento criminal malo, hace infecundo un
Código bueno.

Ya el «secreto del sumario» será pronto un monumento


histórico; pasará á la posteridad como han llegado hasta
nosotros otras expresiones que simbolizan épocas.
i En la corte de Carlos VI de Francia, al mismo tiempo
que se acordaba el indulto á los revoltosos, se daban órdenes
secretas al preboste para que lanzara cada noche en el río,
cierto número de los rebeldes; cosidos en un saco, marca-
dos con estas palabras: «Laissezpasser la justice du roi»
los arrojaban al rio.
¡!! «Dejad pasar la justicia del rey» se trasmitió como fór-
mula de toda justicia expeditiva de esa naturaleza.
El «secreto del sumario» se trasmitirá también entre
nosotros como expresión histórica que caracterice esta época
de terror judicial que se extingue, en la cual hombres libres
del siglo XIX tenían su libertad á merced de un funcionario
judicial encastillado en el viejo Enjuiciamiento acusatorio y
secreto, nacido en las revueltas despóticas de la Edad Me-
dia; y como fórmula de toda facultad, anacrónica y discre-
cional, que sirva á un funcionario para ahogar calladamente,
una sociedad entera.
La sociedad moderna quiere Jueces humanos y constitu-

•• 11
LOS CRÍMENES DE LA CALLE INQUISIDOR. 69

cionales, que realicen acertadamente su misión; no jueces


señoriales, bíblicos, ele casta, que no descubren crimínales;
jueces como un Guíllot de Paris, que en plena claridad, con
el sol en el zenit de la publicidad, abiertas tocias las puertas,
luche con el procesado más diestro, más hábil, más sagaz»
más sereno, más inteligente, de estos últimos tiempos, el
llamado Prado de Castillon; y lo venza, y á la vez que le
pruebe haber asesinado á María Aguetant, acceda á facilitarle
en su mismo despacho, pero «guardando todas las convenien-
cias,» entrevistas con su engañada esposa la Coronneau; y
no jueces como un Martinez Sans, aumentando sillares al
alto muro del «secreto del sumario», para mantener bien
separada la sociedad, del procesado; buscando el abrigo de
los misterios, resguardándose en las sombras de leyes y ho-
nores, y reglas, para encumbrar mas sus funciones, subien-
do privadamente á los procesados á un patíbulo ,para ate-
rrarlos; y todo para no probarles nada: jueces de mucha
dureza y ele pocos éxitos.

Una nueva época se inicia. ¡Saludémosla! El Juez de


Primera Instancia no existirá ya.
El progreso acelerado de la sociedad cubana, que sacude
en pocos años, opresiones de siglos que la abatían, ha dado
en tierra con él, y ha roto el Enjuiciamiento en que se
vaciaban.
A los jueces mandarines sucederán los jueces ciudada-
70 SANTOSVILLA.

nos. Abundarán los Alarcon, muy respetuosos con los dere-


chos de la sociedad; temblando siempre con el temor de he-
rir ligeramente, siquiera, los derechos establecidos por la
Constitución; que consideran al acusado como un ser huma-
no, y que concilian el eficaz cumplimiento de sus deberes
con el comportamiento de hombres civilizados.
El Juicio oral restaura algo al ciudadano en su libertad.
La publicidad de los debates, la prueba oral, la protección
del acusado, han venido. Faltan todavía los jurados.
Aquella rueda de siglos de opresión, el Enjuiciamiento
secreto, que giraba en nuestra organización social para en-
torpecer sus movimientos, corre avergonzado á esconderse
en el museo arqueológico del Despotismo.
¡Saludemos al proscripto que se aleja!
El hombre en Cuba se presentará ante el Juez, con la
frente alta, y el rostro sereno como el ciudadano libre que
va á buscar la justicia que se le debe; no con el temblor y
la humildad del siervo que quiere obtener una merced de su
señor.

El Juez Godoy, sirviendo á las órdenes del Enjuiciamien-


to acusatorio y secreto, gustó lo menos posible del poder
discrecional que ese régimen procesal se empeñaba en darle
y conquistó reputación de Juez humano, discreto, culto,
ilustrado, modesto, cortés. Viviendo en plena época, mori-
bunda ya, de terror judicial y de jueces señoriales, no fué
LOS CRÍMENES DE LA CALLE INQUISIDOR. 71

dominante, ni poderoso, ni soberbio, ni arrogante, ni arbi-


trario.
La prensa de la Habana, centinela avizor y sufrido de
los intereses de la sociedad, exhibía á la opinión, al par que
las genialidades autoritarias de otros jueces de Primera Ins-
tancia, la sencillez respetable de Godoy.
En el prestigio judicial ocupó un puesto de distinción; y
también puesto preferente en otro prestigio más importante,
que vale más que el judicial, porque este se puede alcanzar
sirviendo á los intereses particulares de clase, aunque estén
en oposición con los intereses de la humanidad: en el presti-
gio social; al que llegan, de las clases privilegiadas, única-
mente, aquellos que miran á lo alto, y buscan allá en las
nociones elevadas del espíritu humano, indicaciones para la
conciencia y norma para los actos, y se inspiran en ellas y
ejecutan lo mejor, aunque sea sacrificando los sabrosos
regalos del privilegio, ó atrayendo las mezquinas ojerizas de
los compañeros.
Conquistó Godoy reputación de Juez humano, bastante
recto y justo, sencillo, educado; enérgico pero modesto,
inflexible sin dureza, firme con templanza, nervioso en la
persecución acertada de sus deberes, pero sereno.
Los procesados pregonaban la reposada seriedad de su
actitud y las afables maneras de su trato; los litigantes la
suave naturalidad de sus audiencias; los abogados la cuida-
dosa consideración con que los recibía. Planta que se da
con abundancia en otras tierras de cultivo como esta, rara
aquí en los terrenos arcillosos del procedimiento acusatorio
y secreto.
Eso que es lo común y ordinario en todas partes, aquí
SANTOSVILLA.

pasmaba; el vasallo montaba en sorpresa ante la inesperada


y dulce humanidad de su señor, la suavidad del que espera-
ba encontrar áspero, la cortesía del que creía encontrar
displicente, la blandura del que esperaba hallar duro»
sin violencias en el carácter, ni brusquedad en sus formas.
Sorpresas de siervos.
En un pueblo que viste ropas ajustadas á la europea y no
los hábitos talares y casquetes por sombrero, ele sociedades
atrasadas en la adolescencia ele la civilización, Godoy era
ni más ni menos que lo que debía ser un Juez.

Ilustración, humanismo, conciencia, rectitud, honradez,


sinceridad, eso debei#tener los jueces en las sociedades mo-
dernas; nociones muy despejadas, más bien sentimiento,
instinto de los derechos ele la sociedad. El respeto á los cuí-
danos, la protección délos acusados, el castigo de los delin-
cuentes debe ser para ellos una religión. El Juez de nuestros
dias debe ser un Juez humano, no un Juez divino, «hijos de
dioses, elegidos del Altísimo».
Un juez así enaltece como es debido la Magistratura, así
como con otros se ve desdeñada, temida, rebajada, privada
de la gran virtud de su influencia social: el descanso del
ciudadano que ve en ella el amparo donde acudirá en las
transgresiones de derechos de que sea victima, la mano
atenta que detiene al criminal en su carrera de crímenes y
á la vez pone en orden la perturbación producida por los
delitos.
LOS CRÍMENES DE LA CALLE DE INQUISIDOR. 73

Una Magistratura enaltecida, enaltece también el foro;"


y se levanta á su verdadera altura esa gran respetabilidad
y libertad de la defensa, respetabilidad tan reconocida y
libertad tan disfrutada en todos los países civilizados; ayuda
indispensable del Magistrado para realizar la delicada y
difícil misión de sus funciones.
¡Ah! aquel Juez de Santa Clara oprimiendo al foro, en-
carcelando al Abogado ó Procurador que lo recusaban; aquel
Martinez Sans encerrando airaelamente en la prisión, por la
vehemencia de un escrito, al abogado distinguido que lo
firmaba ¡que incautos juguetes eran del Destino! El Magis-
trado, vejando y deprimiendo al foro, quitaba su fuerza á la
defensa, ¡para quitársela á si mismo!; despreciaba el material
que no podia dejar á un lado; porque era el material indis-
pensable para realizar bien la difícil y urgente obra que le
estaba encomendada en la vida.
Allí donde la defensa este oprimida y sea tímida y rece-
losa, la Magistratura pierde su prestigio y no puede cumplir
dignamente su misión.
Con la defensa enaltecida las relaciones jurídicas que
chocan se tratan con la eficaz templanza de la elevación y
la serenidad del buen asiento.
Con Godoy ganaba mucho la libertad de la defensa. Veía en
ella lo que se debe ver: el interés de la propia Magistratura.
Cuando el Abogaelo hablaba, veía en él los deberes déla de-
fensa, no las impertinencias del hombre oficioso que molesta.
En plenos^tiempos de este feudalismo judicial, que acaba
ya, Godoy era lo menos señorial posible, apenas hacía^uso
de las armas, del poder brutal y omnímodo, que tenían los
jueces en sus manos.
74 SANTOSVILLA.

Una sociedad que trataba de sacudir el peso de aquel


Juez feudal que le estorbaba en sus expansiones, tenia que
fijar sus miradas en Godoy, que se acercaba al ideal del Juez
conforme debe ser en los tiempos modernos.
Desde esa altura de la atención, Godoy no podia menos
que influeuciar saludablemente con su ejemplo y su conduc-
ta á sus compañeros, y contribuir anticipadamente á la
humanización de los jueces, que realiza . el Juicio Oral y
Público.
En este Renacimiento de la Magistratura cubana, ya
iniciado, Godoy merece los honores de la mención.
El Juez, funcionario simpático, realzado á sí propio por
la elevada delicadeza de la función social que desempeña,
sin perder por éso su carácter humano, empieza á abundar
por fortuna en Cuba; ya no se ti atará al hombre con despre-
cio, cuando se le juzgue; no se mirará la hacienda del liti-
gante, con desdén, ni se privará al acusado, tal vez inocente,
del auxilio de la defensa, por temor de que sea culpable y
luche, venciendo al Juez que se lo ha de probar.
El Juez será humano.
Ahí tenéis, jueces de Cuba, á ese coloso de los jueces
modernos, al Guillot de París: va humilde, conforme, á la
barra del Tribunal sentenciador, como cualquier otro ciu-
dadano, á descargarse de las acusaciones pérfidas de su reo
Prado; y su autoridad lejos de mermar se crece, y su consi-
deración lejos de rebajarse se realza. No pierde nunca su
carácter de ciueladano libre de un Estado donde todos tene-
mos deberes y derechos y justificaciones que exijir y que dar.
LOS CRÍMENES DE LA CALLE INQUISIDOR. 75

En el recio temporal de descrédito "que soplaba contra la


administración de justicia, la reputación de Godoy era una
de la que resistía á pié firme, las ráfagas violentas que
echaban otras muchas por el suelo, como débiles aristas.
Algunos creían que era la justicia aquí como un remedo
de los combates judiciales de la Edad Media, donde el mal-
vado más hábil ó más fuerte tenia siempre la razón, solo
que el dinero sustituía el lugar de la fuerza ó de la destreza;
encontraban aplicables aquellas palabras de un escritor
de la época del Directorio, que lamentándose de no encon-
trar en su tiempo la moralidad democrática desaparecida,
decia: «los tribunales han perdido todo su crédito; es voz
pública que sin dinero no hay justicia, y el cohecho se ha
perfeccionado hasta hacerlo sistema.»
Godoy, .asido á su honradez era una de las reputaciones
que lograban salvarse de aquel naufragio de descrédito.
Todavía esta sociedad, al contemplar con gusto, y respi-
rando con descanso, la marcha de la época judicial que nos
abandona para ir á ocupar un lugar en Ja historia, piensa
con tristeza en la necesidad que queda de afirmar la admi-
nistración de justicia, bastante conculcada, y de atenderla
con aquel eficaz cuidado que pusieron los Reyes Católicos
para librar á España del estado de peligro y desorden en
que estaba sumida desde el reinado anterior al de ellos.
La justicia, abandonada ó no, ha perdido en la opinión
en Cuba, parte del crédito que en toda sociedad bien asentada
debe tener para realizar su importantísima y delicada mi-
sión civilizadora.
Una institución, aunque sea buena, no puede ejercer en
toda su fuerza la función social que lleva consigo, si no la
76 SANTOSVILLA.

acompaña el buen crédito de su bondad. Les pasa á las ins-


<\ tituciones lo que á las mujeres honestas: no les basta ser
buenas, necesitan además que se las crea buenas.
Godoy adquirió y conservó sólida fama de juez honrado;
un juez «que no cogía», como se dice en la jerga de la inmo-
ralidad administrativa. La sociedad que creía á los jueces
entregados al negocio, á él era uno de los que excluía de
esa debilidad.
A su reputación, además de la cualidad do la honradez,
agregaba Godoy otro timbre indispensable en el blasón ele
un buen juez: la rectitud.
Un juez puede ser honrado y nó ser recto. La honradez
lo alejará de los negocios; la rectitud lo aparta ele otras se-
ducciones del mundo. Las influencias de la política, las
presiones de la secta, las exigencias délos partidos, no fuer-
zan á un juez recto á encanallar la alta investidura del
magistrado.

I Godoy se elevó como una de las figuras judiciales más


prestigiosas y simpáticas de la Habana. Juez reputado de
humano, honrado, inteligente y recto, era un alivio en este
malestar social, una garantía en el desorden jurídico que se
experimentaba, una «buena firma,» en el crédito mermado
de la administración judicial cubana.

La ciudad, descansando de la impresión dolorosa [de


otros crímenes, ya hecha á noticias de muertes alevosas,
acostumbrada á emociones de relatos diarios del «matado»
LOS CRÍMENES DE LA CALLE INQUISIDOR. 77

del dia, recibió conmovida como nunca, aterrada, indigna-


da, con sofocaciones de sorpresa, de dolor, de protesta, de
asombro, la relación de los hechos sangrientos del crimen
que imponían, por el silencio con que se ejecutó, por la
ferocidad y la forma de hombres en la barbarie que revistió
la ejecución, por la temeridad desenfadada de dar tantos
hachazos en dos cráneos dentro de una casa, á puertas abier-
tas y á la hora de más luz, la una del dia; por la calidad de
las víctimas, dos ancianos octogenarios; por tanto dinero
encontrado en la casa regado por todas partes. La ciudad
llegó á la neurosis de una emoción; y fué toda en tropel á
convencerse de la realidad dé aquellos hechos que salían de
los límites de lo verosímil y de lo humano.
Esta vez el amigo que nos saludaba en la calle no nos
detenía diciendonos en el tono modesto y corriente de todos
los dias, sin cambiar la expresión de su rostro, con la
naturalidad mayor del mundo:
—Conque hubo otro «matado» anoche.
La forma era más vehemente, de persona impresionada
por cosa extraordinarias.
El conocimiento y la instrucción del proceso, mejor
dicho, del sumario, tocó al Juez Godoy. La Habana res-
piró; y descansó en el buen acierto que presidiría la mar-
cha de causa tan ruidosa y donde quedaba, después de lo roba-
do, mucho oro, para que la parte malpensante de la población
no dejara de creer que en esta causa más que en ninguna,
se tocarían los efectos tristes de una administración de jus-
ticia desgraciada.
No fué asi; al que le hemos tributado*legítimos elo-
gios, tenemos que consagrarle necesarias censuras.
78 SANTOSVILLA.

Godoy en la instrucción sumarial de la causa, ni estuvo


á la altura de su reputación justamente conquistada, ni salió
elel nivel de una vulgar ineptitud.
Tomó unas cuantas declaraciones, detuvo incomunicado
,al hijo de las víctimas, y en seguida á ¡contar toda aquella
riqueza
Alguna declaración motivaría la detención del hijo de
los asesinados; pero /cuánto no pesaría en esa detención
algo de eso que el filósofo Ahrens llama la tiranía del pen-
sar común! En Madrid pensaban que el autor de otro famoso
asesinato era el hijo de la víctima; ¿por qué en la Habana
no se habia de pensar que el autor de estos asesinatos
también famosos, no era el hijo de las víctimas?
Asaltado por esa idea que justificaría alguna declaración
de las tomadas, el conteo del dinero se explica. Era el
procedimiento anterior acusatorio y secreto, que plantaba
sus tiendas: habia un acusado, y á acumular pruebas sobre
él. De seguro habia libros que demostraran la ascendencia
de la riqueza de los avaros. Con esa cifra, contado el dine-
ro /bastaba una operación de resta para averiguar si habia
sido el móvil del crimen lo que el desorden y dispersión del
dinero en todas partes indicaba, hacia evidente, el robo;
y en este caso fijar la ascendencia de lo robado, si no habia
sido el móvil el robo, en este caso pudo haberse matado
para heredar.
Si el robo no era el móvil, ¿á quién podia aprovechar el
delito? Estaba claro, al mismo que al de Madrii; al here-
dero. ¡Pues duro con el heredero!
¡Ah no! Allí hay lógica, pero no hay toda la lógica de la
tesis. Es que no podia aprovechar á otros el delito? ¿no po-
LOS CRÍMENES DE LA CALLE INQUISIDOR. 79

dia aprovechar á algún acreedor del hijo, interesado en que


hereelara? ¿no podia aprovechar á algún deudor de las
victimas interesado en que murieran?
Si en los libros constaba la ascendencia de la riqueza, el
conteo de tanto dinero aunque era muy largo y llevaría co-
mo llevó 8 dias, se explica. Quedaba despejado el problema:
el móvil del crimen había sido ó no habia 'sido el robo. Y la
investigación se dirigiría por un rumbo ó por otro.

Para verificar el conteo, Godoy, obsedido por su honra-


dez, hizo que presenciaran la operación muchas personas de
importancia y consideración social, entre ellas un pariente
de la dueña de ese dinero, de la heredera forzosa, de primer
grado; lujo de precauciones estimables para poner fuera de
toda boca maldiciente el más lijero motivo de levantar
sospechas insidiosas, y hacer frases reticentes.
Verificado el conteo del dinero, Godoy pasó de la inicia-
tiva desgraciada en que habia caido antes, á esa fatal pro-
pensión en todos los que representan una fuerza social; pasó
á la arbitrariedad. Contó el dinero, y después de contarlo
cargó con él á Arcas Reales, como si aquello fuesen bienes
mostrencos, abandonados.
El Juez Godoy indudablemente, en la obsesión de su
honradez, con la escitación encima, de la opinión alarmada;
impresionado con las terribles durezas de'aquel crimen, la
resonancia que tendría, aquel montón de oro que podia de.
saparecer, y circunstancias miles, le hicieron perder aquella
simpática calma que resplandecía en muchos de sus actos de
80 SANTOSVILLA.

juzgador, las cualidades de juez humano qne sobresalían en


él, y apareció el juez vulgar, elevado en su encumbramiento
asiático que seguía las corrientes comunes del desacierto y
del autoritarismo judicial; olvidó la prohibición de la ley
que ordena al Juez todo lo contrario, que le manda abste-
nerse de ocupar los bienes no ya habiendo un heredero
de primer grado como habia si no hasta de herederos
en el 4o. grado, consumó un despojo. Consideró como del
dominio del Estado lo que tenia dueño legitimo. El Juez gol-
peó el derecho de propiedad.
Y después de todo, ¿para que cargaba el Juez con aquel
dinero y lo llevaba á Arcas Reales? que relaciones podia te-
ner ese despojo con la persecución del delito y de los auto-
res? Porque podia darse el caso censurable también que se
cometiera el despojo por ser el único medio de descubrir á
los autores. Pero ni eso siquiera.
La conducta esta, es más censurable en Godoy que en
ningún otro, porque desde las alturas de su prestigio sus
actos eran más visibles y podría encontrar imitadores.
Mañana cargará á Arcas Reales otro Juez con la fortuna
de todos los opulentos que mueran dejando herederos forzó.
sos, y estaremos amenazados de ver igualmente maltratado
el derecho de propiedad.
«*»La Ley determinará otra cosa—dirán; pero Godoy hizo
lo mismo en la Habana cuando la causa de Sañudo, y era un
juez de mucho prestigio judicial.
¿Dónde se va con esto sino al feudalismo que señalábamos
antes: el Juez, señor de la libertad y de la hacienda de los
ciudadadanos!
LOS CRÍMENES DE LA CALLE INQUISIDOR. 81

En aquel despojo de Godoy ven muchos, ahora, una mino


providencial porque si el Juez no hubiera cargado á Arcas
Reales con el dinero de su vasalla—cumpliendo los deberes
de clientela del señor paraxon sus siervos, la verdad es que
á estas horas hubiera desaparecido, én union de la cantidad
últimamente robada, salvo tenerlo la heredera depositado en
un banco, y vivir defendiéndolo de los codiciosos, conteni-
dos ahora con la barrera de las Arcas Reales.
Pero no deben las cosas, considerarse por esos ni por
otros parecidos accidentes circunstanciales favorables ó ad-
versos: sino por los principios que deben regir; sobre todo
eu trabajos como este nuestro, de pura, imparcial, desapa-
sionada y exclusiva mira social
Criticar los actos, considerar las cosas por los principios
que deben regirlos; no por los males ó bienes que accidentes
imprevistos les hayan dado.
El procedimiento de Godoy fué arbitrario; debemos de-
cirlo claro. Y el acto que realizó, un despojo. Procedimien-
to y acto que no deben t3ner en otros jueces, imitadores;
que no puede ni debe seguir ningún Juez.
Nada importa que posteriomente la heredera se haya
plegado conforme á lo que el Juez hacía. Esas serán cuen-
tas de ella particulares; á la que no deja de importarle es á
la sociedad, interesada en que las leyes tengan su aplicación
constante y necesaria, en que no se llegue aquí á la anar-
quía-hebrea, que confundió en una las funciones del legisla-
dor que traza las reglas, y del juzgador que sólo debe limi-
tarse á aplicarlas. Ni á la tiranía que por causa del mismo
mal se produjo con el decemvirato en Roma.
El plebeyo romano derramaba su sangre, movia sus afa-
82 SANTOSVILLA.

nes, consumía sus esfuerzos por conquistar una parte en la


facultad legislativa de Roma, y la conquistaba', pero después
venia la interpretación patricia, y anulaba esos esfuerzos,
esos afanes y esa sangre.
Eso es lo que no quiere ni puede querer esta sociedad
que resulte con las leyes conquistadas al poder por el pro-
greso: que los juzgadores encargarlos exclusivamente di
aplicarlas echen en un'momento por tierra todo el trabajo,
En el estado salvaje, la ley es el apetito; en las sociedades
nacientes, las arbitrariedades de la fuerza; en las sociedades
cultas sustituye á todo eso la justicia moderadora. Amemos
lo que es nuestro.

Godoy ha tenido privada y públicamente defensores d


los actos todos que tuvieron lugar en las instrucciones su
mariales.
Pero en esas defensas ha hablado el simpatizador del:
persona que ha cometido errores, y no el partidario del pro-
cedimiento seguido por un funcionario. Es el devoto que
quiere por simpatía á la persona, legalizar los desaciertos
consumados y el despojo ejecutado; y no el científico que
hace suya una teoría y participa de la legalidad de un proce-
dimiento.
A nosotros nos merece simpatía Godoy por la gestión
bastante acertada del desempeño de su juzgado. Pero ante
la simpatía que nos mueve á justificar las extralimitaciones
LOS CRÍMENES DE L \ CALLE INQUISIDOR. 83

y los fracasos de un funcionario, y el mal que ha recibido


una sociedad, el individuo y la simpatía desaparece.
Los defensores han desenvuelto sofismas á destajo. ¿Es
acaso serio, si no, decir que al Juoz no le constaba la exis-
tencia de herederos, cuando éí, y la Habana entera, «tenían
noticias»—de lo que precisamente habla la Ley—de here-
deros nada menos que forzosos y ele primer grado, cuando
desde las primeras declaraciones que tomó, le constaba ofi-
cialmente la existencia de una hija heredera en primer gra-
do, forzosa, única?
¿Es acaso también serio decir que tenia relación con el :: !í
delito ese dinero y por lo tanto que debia ocuparlo, cuando ll
;;¡¡ l'-i
no se trataba de ladrones asesinados y de un dinero robado :
sino de todo lo contrario, de unas víctimas con herederos
forzosos, á quienes habían asesinado para robarle, quedando
lo que no pudieron cargar los ladrones? Y si tenia relación
con el delito ese dinero, ¿por qué no la tenían también los
800 pesos que se dejaban en un escaparate por «consi-
i
derar que en nada se relacionaba con la causa?» Después de
contado aquel dinero, ¿qué relación podia tener con el delito?
¿Y á qué discurrir sobre si «la medida adoptada de llevárselo
á Arcas Reales era mejor que no entregárselo á un deposi-
tario, ó enviarlo á un Raneo, cosa que prohibe la ley?», ¿á
qué esas preocupaciones y esos quebraderos de cabeza, y
esas disquisiciones sobre el destino mejor y más acertado
que se daría á un dinero, si ese dinero tenia su dueño que
dispondría lo que le pareciera más acertado ó lo que fuera de
su agrado?
No nos tratemos de engañar unos á otros, y llamemos
despojo á lo que es despojo; y censurémoslo para que no se
8i SANTOSVILLA.

imite el ejemplo; y queden esas metafísicas de los simpati-


zadores ciegos del acto del Juez, y esas disquisiciones domi-
cianas para aquellas épocas de ficciones romanas de Numa
Pompilio, cuando todavía el Derecho en Roma gastaba el ba-
bero de la lactancia.
El dinero que tiene relación con el delito es el que se
han llevado los asesino^. Ese sí debía estar en Arcas Rea-
les hasta justificar que pertenecía á las victimas para entre-
gárselo entonces á su dueña.
Si los errores, los desaciertos judiciales irritantes, se de-
fienden por razón solamente al funcionario que los comete,
no se haría esperar un desconcierto general de la vida toda,
Al amigo, al admirado, como al enemigo que falten,
la justa censura caiga sobre ellos.
Es la única manera de cumplir sus deberes el ciudada-
no, trabajando por el bien de la sociedad en que vive.
Y si el que falta es magistrado, y magistrado notable,
con más razón, porque éstos deben marchar á la cabeza de
la cultura y del progreso de las sociedades donde desempe-
ñen su función social, tan importante.
C A P I T U L O VII.

EL DESQUITE.

La constancia del ahorro mezquino durante muchos


años, las privaciones resignadas de todas clases para tocar
lo menos posible su tesoro, las rentas de las numerosas
casas que entraban y no salían, las especulaciones en pe-
queños negocios de segura utilidad, todo cuanto la avaricia
puede dictar habían hecho los dos viejos, como obedientes
esclavos, para acopiar cantielades tan crecidas que exigieran
para contenerlas, muchos espacios y muchas arcas dentro
de la casa.
No ignoraban que el dinero así estacionado, muerto, en
quietud, producia la pérdida de notables intereses. Colo-
cado tanto dinero con todas las seguridades, limitándose á
modestos rendimientos, ¿cuántas ganancias anuales, diarias,
no se perdían? Pero el afán ele los ancianos no era solo
elevar la cifra de su fortuna, como tenerla á la mano, á su

üí
86 SANTOSVILLA.

lado, en la realidad de sus ojos materiales, tocarla todos los


dias en las monedas, no deducirla por sumas ni restas, ni
documentos, ni números.
Esos principios económicos elementales de que el dinero
sin. movimiento produce una pérdida constante y se le priva
de dar su provecho legítimo no los desconocían ni los olvi-
daban; pero allí, á su calor estaría mejor guardado. Las
acciones de empresas podrían llegar á no valer nada, los
papeles del Estado podrían por una bancarrota nacional ó
por resolución del mismo Gobierno, perder su valor, los
bancos quebrar; mientras que en la casa, bien enterrado,
bien distribuido, estaba libre de esas contingencias. Y pre-
ferían' perder las rentas seguras y respetables que podia
producirles, á vivir en las angustias mortales de esos te-
mores.

Pero el dinero no se ha hecho para ser fríamente sepul-


tado, para estar encadenado, sin utilidad para su dueño;
pasando más bien como carga, que como servidor activo
que contribuye á la dicha y da el bienestar al que lo posee.
Las monedas agolpadas en crecido número recibían la
afrenta diaria de presenciar males que podían curar, con-
flictos que podían remediar, penas que podían calmar, su-
frimientos que podían sosegar, privaciones que podían
socorrer, pobrezas que podían acabar, con solo acudirá
ellas; y sus amos, despreciándolas diariamente, en todos
los momentos, privándose de todos los gustos, sufriendo
LOS CRÍMENES DE LA CALLE INQUISIDOR. 87

todas las amarguras del pob e, ¡cuando ellas estaban allí,


prisioneras, enfermas, sin el calor de la circulación ni e^
amor de los bolsillos, en numere respetable, esperando un
mandato para dar esos gustos y suprimir esas amarguras;
ansiosas de hacer su obra, de realizar su misión como ins-
trumento que dá ios goces y la felicidad!.'. .
El dinero allí esclavo, suspiraba por salir del bochorno
de su inacción, esperando ansioso á que lo llamaran para
comprar deseos de sus dueños. Estar en aquel contacto dia-
rio con los hábitos sin brillo de la miseria* y viendo al lado
continuamente á la pobreza, era un vejamen. En lugar de
las caras tristes de las privaciones, quería contemplar la
tersura de los rostros cuando las necesidades están plena-
m¿nte satisfechas. Estar al servicio de otros amos, y acudir
sin descanso á continuos llamamientos para dar todos los
gustos y traer todos los placeres.
Se vengaría de aquella sujeción forzosa, se desquitaría de
aquella inacción irritante y entraría en un movimiento
febril, en unos cambios incesantes, en una vida bulliciosa y
agítala, corriendo alocadamente de un lado á.otro, siempre
á escape, pasando del calor de unas manos ocupadas, al frío
tembloroso de otras, de unas arcas á otras, sin parar un
instante.
El dinero se vengo y se desquitó.
Manos asesinas, echando al suelo la vida de los dueños,
abrieron nerviosamente el encierro; lo cogieron con arre-
bato para repartirlo febrilmente en todas partes, y gastarlo
ansiosamente en la satisfacción de todos los gustos y en el
regaló de todos los placeres, con esa prontitud sorprendente
con que se disipan las riquezas maladq.uiridas.
8^ SANTOSVILLA.

I Lo que las mano; asesinas no pusieran en movimiento,


tampoco seguiría en la quietud de antes. El mismo dia del
crimen, el Juez con el conteo minucioso primero, numeran-
do una á una las monedas durante cuatro horas; y á las
cuatro horas, cediendo á los gritos, escitantes del oro que
pedia más movilidad/contándolo á montones en una pesa,
yendo al platillo de la balanza que lo volcaba en seguida en
una sábana, á donde iban á dar las monedas con alegría de
escolares que salen al retozo despi é< de largas horas en las
aulas; y por no parecerle escrupuloso al Juez aquel conteo
expeditivo, volviendo á ser contadas una á una por espacio'
de ocho diás; y á los ocho dias emprendiendo un viaje judi-
cial á Arcas Reales; y alli á ser contadas nuevamente; y en
Arcas Reales esperando otros conteos y nuevas destinos en
las manos ganosas de darle curso que lo esperan.
El resto tenia una vida igualmente agitada y calurosa.'

Tras del encierro, el desquite del movimiento alocado.


La moneda sacudía la sujeción de tantos años y gozaba
con fruición déla libertad. Saboreaba la victoria con febril
alegría, á raíz de conquistarla.
Aun encerrado, recogido en Arcas Reales ivé gozoso la
riña ardiente entre la heredera y los albaceas, entablada

¡I por su causa.-
r Los albaceas que quieren intervenir en el dinero para
distribuirlo.
LOS CRÍMENES DE LA CALLE INQUISIDOR. 89
V
La heredera que quiere que directamente vaya a sus
manos, lo que al fin ha de ir después.
Los albaceas obteniendo orden judicial del Juez Martí
para que le entreguen el dinero y haciendo que la orden dada
tuviera fuerza de inmediato cumplimiento para lo cual oía
las apelaciones á ía Audiencia, en un solo efecto.
La heredera en la desesperación ya, impetrando el au-
xilio del Gobernador General para impedir esa entrega; y
logrando impedirla.
Los albaceas sosteniendo el derecho de. manejar el cau-
dal por razón de su cargo.
La heredera alegando sus 'derechos de única, universal
y forzosa y libre sucesora.
La moneda se desquita ventajosamente de su largo ais-
lamiento de la vida, y de la triste interminable esclavitud
de sus dueños, los viejos avaros.
En poder de los viejos fué plana y quedó amontonada.
Ahora es redonda, está de canto, y debe rodar.
Ill

CAPITULO VIII.

EL CAUDAL DE LOS AVAROS.

Dice La Fontaine que el avaro atesora para sus ladrones,


para sus parientes y para la tierra. Hasta ahora nuestros
protagonistas sólo han atesorado para los ladrones. La t i e r
rra tenia su parte, pero los ladrones, con los últimos críme-
nes, se la han quitado. La heredera todavia no está en pose-
sión de lo que le han dejado los ladrones; y tiene que luchar
sin descanso para poseerlo tranquilamente.
El cochino y el avaro, se dice, no son buenos más que
después de muertos; el avaro es como Ja arcancia de quien no
se obtiene nada sino después de rota; su vida es una comedia
donde no se aplaude más que el final
Pero aquí el final habia sido muy cruel, muy trágico,
muy bestial, para que pudiera aplaudirse; la muerte
muy sangrienta para que fuera buena; el éxito de los
ladrones muy escandaloso para que no indigne; y la sitúa-
92 SANTOSVILLA.

ción de la heredera única, después de cinco meses sin


poseer su' legitima herencia, muy desairada para que
sean aplicables á nuestro caso, esas felices expresiones
del ingenio. Los ladrones disfrutando tranquilos de su
crimen, la infeliz heredera trabajosamente, sin descanso,
pidiendo su legitima, sin alcanzarla todavía; los ancianos
destrozados el cráneo en un charco de negra sangre, QS un
final de tragedia que indigna y no un final ele comedia que
se pueda aplaudir.
Mermada y todo, aplazada y todo, la heredera tendrá en
sus manos su legítima. La afortunada elección en su abo-
gado Antonio Montero, auditor de Marina, que ha hecho la
heredera, con las condiciones de energía, honradez, carácter,
perseverancia, inteligencia que lo adornan, son una ga-
rantía de que la'heredera recibirá casi intacta su legítima,
sin sufrir riesgos, ni derroches ágenos.

Después ele lo robado, lo que han dejado asesinos y la-


drones asciende todavía á una respetable cantidad. En con-
tar ese resto invirtió el Juzgado 8 dias.
Sacos de regular tamaño, tinajas, macetas para flores,
cestos de mimbres, calcetines, cajas de madera, talegos, es-
caparates, todo esto utilizaban y en todo se encontró dinero.
Los billetes de banco colocados en cajitas, curiosamente
fajados en paquetes de regular tamaño, estaban impregna-
dos de un fuerte olor á alcanfor.
LOS CRÍMENES DE LA CALLE INQUISIDOR. 93

El valor de las 62 propiedades se calcula en quinientos


mil duros oro; con una renta ele ocho á nueve mil duros
mensuales, ahorrada casi toda. En cuarenta años no se ha-
bia comprado un solo mueble en la casa.
Se encontraron:
En una sábana, veinte mil setecientos quince pesos en
billetes del Eanco Español de la Isla de Cuba; $ 20,715.
En varios talegos, treinta y un mil, quinientos tres pe-
sos: $31,503.
En uno de los escaparates, seis mil quinientos setenta y
seis pesos: $ 6,576.
Monedas agujereadas, cinco mil seis cientos sesenta y
nueve duros: $ 5,669. 1:'
En un pequeño talego, en monedas de un real y de á
medio real, dos mil pesos: $ 2,000.
En dos cajas arcones, ciento cuarenta y un mil, tres-
cientos cuarenta y cuatro duros en oro: $ 141,344.
Reconocida la casa por albañiles observaron al Juzgado
queen una pared del primer cuarto se notaba un sonido hueco,
que indicaba la existencia de una bóveda; y que en algunas
lozas debajo de la escalera un sonido mate indicaba la exis-
tencia debajo de ellas de una cosa maciza que no tenían las
demás.
Efectivamente.... los ladrones acaban de robar una
bóveda, construida en aquella pared y de desenterrar una
tinaja debajo de aquellas lozas, dejando los tiestos sola-
mente.
Lo robado el dia del asesinato se calcula en un millón
de duros en billetes: $ 1.000,000.
Lo robado últimamente bajo la custodia del Juzgado en
94 SANTOSVILLA.

dos cientos sesenta y ocho mil pesos oro: $268,000;


Total de la fortuna que no sacaba de la pobreza á las
victimas:
Lo robado el dia del asesinato $ 1.000,000 btes.
Lo robado últimamente » 268,000 oro.
Valor ele las 62 propiedades » 500,000 »
Lo que cargó el Juez para Arcas Reales. » 141,344 oro
y 5,576 en billetes.
, Que hacen un total en oro, de seis millones seiscientas
ochenta y seis mil, setecientas veinte pesetas: 6.686,720
pesetas ó sean 1.337,344 pesos oro.
CA-PITUI^O I X .

CALVARIO DE UN PROCESADO.

Muñoz, el hijo de las victimas, se encontró frente á fren- 1


I:

te con el anterior procedimiento inquisitivo y secreto, cayó


en sus redes y. sigue envuelto en ellas.
Entró en el perturbado hogar de sus ascendientes junto
con el Juzgado alas tres de la tarde, cuando se descubrió el
crimen; y á las primeras declaraciones que tomó el Juez, fué
detenido é incomunicado en una de las habitaciones de la
misma casa donde estaban asesinados sus padres políticos y
donde estaban los intereses de sus hijos.
¡En las once horas que estuvo allí, cuánto no sufriría,
fuera culpable ó inocente!
Era simplemente un acusado y se le trató con la fría
sequedad que á un condenado vulgar de baja ralea. La cos-
umbre inveterada, pero no por inveterada buena ni moral,
sentaba plaza.
96 SANTOSVILLA.

Aun condenado y culpable, no era humanitario tenerlo


once horas encerrado allí mismo donde yacían muertos sus
padres, recibiendo los vapores de sangre que deja el espec-
táculo del crimen, y teniendo incesantemente ante sus ojos
en los más mínimos detalles, el recuerdo de la aflicción de
su esposa y de sus hijos, que más que nunca reclamaban su
presencia junto á ellos.

Castigúese al culpable que delinque y es condenado con


la pena que marca la ley, nada más; sin precederlas ni
acompañarlas torturas. Pero haya menos dureza para con
los acusados y menos crueldad con los miembros de la espe-
cie humana.
Muñoz, once horas envuelto en la atmósfera de su pro-
pio hogar calentado siniestramente por el crimen; encerra-
do en la propia casa de los abuelos de sus hijos, convertida
primero en teatro horroroso de sangre vilmente derramada,
y después en dura cárcel p ra é ; aislado de su familia, de
su esposa, sumidos'en la suprema angustia del d< lor, á la
otra puerta; sin probar bocado, con las emociones violentas
recibidas, era duro, mas que duro cruel, tratarlo así. Simple
acusado, como lo es aún hoy, era altamente inhumano. Ha-
bia en eso una implacable dureza que" no se compadece con
nuestros tiempos.
Debilitado por el dolor acerbo, sofocado por la angustia,
en el espacio reducido de la habitación cárcel, calentado por
sus sufrimientos, en el propio traje ligero en que se encon-
traba, en seno de camisa, de golpe y porrazo lo echaron á
LOS CRÍMENES DE LA CALLE INQUISIDOR. 97
;; ,

la calle para ser conducido al vivac, á encontrarse de repen-


te con el frío de la media nqche y la humedad de la llovizna
que caía.
Ciertas atenciones al ser humano no deben ser olvidadas
nunca, tenga ó no el hombre carácter de condenado ó crimi-
nal; menos los acusados, por que puede serlo un inocente, un
ciudadano honrado en quien concurran circunstancias fata-
les colocadas irrisoriamente en su jornada por la vida, por el
cruel destino.

Planteemos la tesis en sus términos precisos. Entre un


Muñoz culpable en libertad, y un Muñoz inocente preso,
¿qué es preferible?
Para nosotros la elección es inmediata;para la Huma-
nidad tampoco hay dudas; el problema está resuelto:
Vale más, preferimos más Muñoz en libertad, siendo
culpable; que Muñoz preso, siendo inocente.
De las torturas humanas ninguna puede llegar á tan alto
grado de dolor, como el encarcelamiento injusto, como el
peso de una acusación terrible sobre un inocente.
¡Muñoz inocente, én el madero infamante de una larga
prisión, cuan doloroso no será su calvario!
Un golpe terrible conmovió su hogar: la muerte violenta
j de los ascendientes de sus hijos. En el mismo momento otro
golpe conmueve su honra: la prisión que sufre.
Si es inocente su destino es cruel hasta el sarcasmo.
El crimen traía la perturbación en el seno de su hogar.
T

• ;, i
SANTOSVILLA.

Y si no era bastante, la prisión trae la perturbación al


seno de su honra.
La honra puede salir ilesa de una acusación; salir sana,
sin heridas de una prisión, pero ¡ah! siempre deja alli algo
del calor que la ha de alimentar.

;•§:
Muñoz, culpablede^haber matado á sus padres, y en liber-
tad, ¡qué desgraciado seria!...
El asesino, desligado de su victima por los lazos del pa-
rentesco, se aleja del crimen para siempre: huye de todos
los objetos que le recuerdan el delito. Muñoz asesino, no
podría nó! apartarse de su crimen; tendría en el semblante
mismo de sus tres hijos, la protesta constante, elocuente,
implacable, muda, de su infamia; cada uno de sus rostros
angelicales, seria el recuerdo frío, terrible, délos dos ancia-
nos tendidos en el charco negro de sangre con el cráneo
destrozado!.
jUn padre perseguido por el semblante de sus hijos,
apartándose con horror, cerrando los ojos, huyendo de los
rostros de sus hijos, que lo martirizan reproduciéndole
siempre la escena cruel de su delito!... ¡Tendría bastante!
Si no tuviera bastante, seria menester poner el nive*
moral del hombre, más bajo que el de la bestia.
CAPITULO X.

EL PROCESO.

Al Juez Godoy, de tanta nombradía judicial, sustituyó en


el conocimiento de la causa el Sr. Marti, Juez Municipal
con el carácter de Juez de Primera Instancia interino: com-
pletamente desconocido en la Historia brillante del foro de
la Habana.
/Qué modo de regir la justicia en un país/ En todas par-
tes, las causas de la celebridad de esta, que forman época en
los anales judiciales, se confian á celebridades, á funciona-
rios que se hallan distinguido sobremanera en el mundo
judicial.
Aquí se encarga á un simple Juez Municipal, oscuro, sin
historia, que será todo lo idóneo, todo lo digno, todo lo ilus-
trado que se quiera, pero al cabo desconocido, sin prestigio
histórico en el foro, sin la categoría judicial y el prestigio
judicial de un Juez propietario de Primera Instancia.
100 SANTOSVILLA.

Está muy fresca la muerte del Sr. Sitjar, á quien hemos


censurado en vida, y á quien se debe imputar ahora tamaño
desacierto, para que no detengamos las consideraciones de
nuestra censura.

La causa parece que forma ya seis abultadas piezas.


Muñoz, preso, acusado como autor de los asesinatos.
Contra él existen cargos como este: Que era amigo ínti-
mo de algunos timadores. Esto que tal vez para otros podrá
decir algo, para nosotros lo que nos revela es que esta vez
esos timadores no se han dormido.
Los timadores están al rededor de todos los panales, y á
Muñoz, llamado á tener una fuerte herencia, no lo podían
olvidar. Trabajaban ya en el filón futuro.
Juan Casuso, amigo íntimo de los asesinados, también
fué acusado como autor y sufrió dos dias de prisión.
Un personaje grotesco, como burla sangrienta, figura
también en el proceso: el negro Pedro Pablo, una especie
de ser humano: carece de la luz de la razón.
La hija de las victimas ofreció 17,000 duros al que des-
cubriera al asesino de sus padres. Al dia siguiente danzaba
en los autos el imbécil ó idiota,—mente-capto, Pedro
Pablo como culpable.
En la Audiencia se ve por segunda vez la excarcelación
de Muñoz, informada en sentido de accedejrse á ella por el
Promotor Fiscal del Juzgado, pero negada por el Juez.
LOS CRÍMENES DE LA CALLE INQUISIDOR. 101

¡Quiera Dios! que este capítulo pueda terminarse mañana


diciendo:
Descubiertos y condenados los culpables, sufrieron el
castigo, impuesto por la Ley áaquel delito, que llenó de in-
dignación á toda la ciudad.

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OAJPITXJILO X I .

NUEVOS CRÍMENES.

Otros hechos, si no sangrientos más escandalosos, más


perturbadores del orden social, vienen á aumentar el volu-
men de los autos formados por. los asesinatos. Esta vez el
criminal ha llegado á una osadía fuera de todo compás. Un
verdadero ultrage en el corazón mismo de la sociedad. El
delincuente ha ido á herirla allí mismo donde la representa-
ción del orden, donde la misma Administración de Justicia,
rodeada de la fuerza pública, habia sentado sus reales. La
sociedad ha recibido callada este golpe de la desvergüenza y
el desenfado temerario de los criminales. El golpe ha sido
tan fuerte tan inmoral y vergonzozo, que ha dado en tierra
sin sentido, con el cuerpo social; la protesta, el clamor social,
ha enmudecido, porque sigue la lej' observada de los grandes
dolores, que son mudos.
¡Ah!, esta vez, la Habana ha exhibido sin reparos, des-
104 SANTOSVILLA..

cubierta la repugnante faz y entronizada en el cetro del


desvergonzado cinismo, la depravación moral más asquerosa
délos criminales, elando el espectáculo de enseñorearse abo-
feteándole el rostrp, en una sociedad; ha mostrado hasta
donde puede llegar el rebajamiento y la humillación ele una
ciuelad en la tolerancia y la burla de los criminales.
Recordaran nuestros lectores que la casa del crimen
quedó, sin saberse porqué, ocupada muchos meses por el
Juzgado.
Para custodiarla my or, el Juzgado colocó ocho guardias
I I
de Orden Público, de lo más granado del cuerpo, fijos, sin
otra misión que guardar la casa del crimen.

Como digimos anteriormente, los albañiles hicieron men-


ción al Juez de la existencia probable ele una bóveda, por el
sonido hueco que notaban debajo de un escaparate; y la
presencia de un cuerpo extraño, bajo las lozas de una de las
habitaciones.
Al Juez Godoy le sustituye el Juez Municipal Sr. Martí,
en el conocimiento de la causa; Martí hace entrega al señor
O'Farrill, actual Juez de la causa, y al dar posesión este
á la dueña, se encuentran la bóveda, presentida por los peri-
tos albañiles, vacia, robada, frescas las señales de haber sido
abierta, los marcos rotos, los intersticios del escaparate de-
bajo elel cual estaba, llenos de tierra húmeda; los tiestos ele
una tinaja, desenterrada de la loza, presentida también por
los peritos albañiles, con las junturas rotas y la tierra del
lugar donde estaba situada, recien removida; en el patio pape-
LOS CRIMENKS DE LA CALLE DE INQUISIDOR. 105

les quemados, y papeles y cartas esparcidas por todas las


habitaciones que revelaban la febril prisa que los criminales
se daban para enterarse del contenido de esos documentos;
así como la quema, la ansiedad loca, que no sabe esperar, de
destruir allí mismo donde habia guardias, desafiando el pene-
13
trante olor del papel quemado que los denunciaría á gritos,
papeles comprometedores que tan angustiosamente* deseaban
tener en sus manos para dar ai fuego los secretos que conte-
nían.
La bóveda de dos varas de largo por una vara de ancho
contenía el dinero probablemente en onzas españolas viejas,
,
en una cantidad aproximada de doscientos mil pesos; y la
tinaja capaz de contener cuatro mil onzas.
También se encontró un escaparate de la hija que conte-
nía 800 pesos billetes y alhajas valiosas,.abierto con fractura
y vacio; también robado.

Hay que confiar en que la luz descubrirá pronto la cara


de estos osados criminales. Parece que la mano ele Dios
acumula cada dia elementos que se interesen porque aque-
llos asesinatos cruentos, no queden envueltos en la impu-
nidad. El cuerpo ele Orden Público se halla con razón po-
derosamente escitado en el deseo ele descubrir los últimos
hechos, que traerán el esclarecimiento de los primeros,
para ejue el más ligero soplo ele sospecha de infidelidad en
sus ocho números, no empañe el brillo de su instituto.
La ciudad descansa en que las sombras desaparezcan, y
se anuncie el reparador castigo que la saque de la pertur-
bación moral en crue se encuentra.
CAPITULO XII.
LOS D E F E N S O R E S DE MUÑOZ. v
I.
Pedro Llórente.
La defensa de Muñoz la llevó primero el abogado Pedro
González Llórente, encargándose del trámite de excarce-
lación. , '
La elección en un abogado de la nombradia de Llórente
y la aceptación de la defensa por éste, determinaron una
corriente favorable en la opinión,.para el acusado.
El recurso de excarcelación fué desechado en ambas ins-
tancias: pero pocas veces han sonado voces más varoniles?
palabras más hermosas, acentos más elocuentes en defensa
déla excarcelación de un acusado; ni la toga del abogado se
ha visto más ensalzada, ni la misión de la defensa más ele-
vada, ni la profesión más comprendida, que como la ensalzó
y la elevó y la comprendió esta gran figura del loro cubano?
108 SANTOSVILLA.

Pedro Llórente, profundo en la ilustración; elegante en la


oratoria; noble, enérgico, preciso, conceptuoso, persuasivo
y galano en la elocuencia; selecto en los conceptos, hábil en
la exposición, abundoso en las ideas.
Llórente perdió la batalla en el ritualismo de los autos;
pero en el campo abierto de la opinión fué una victoria para
su talento y otra victoria para la honra del acusado.
La prensa recogió con avidez los cargos terribles y va-
lientes que lanzó contra elementos anormales que obran con
eficaz fatalidad en perjuico de su defendido, el reto alas
amenazas de que habia sido objeto por los enemigos de Mu-
ñoz y las reivindicaciones vehementes que salieron de sus
labios en favor de la honra del encarcelado. La oración
que pronunció en la Audiencia, y que quedará como eco
glorioso, en los anales de la oratoria forense cubana, fué
digna de la elocuencia y del gran talento de Llórente.

El año 1886, en el periódico «El Popular» que dirigía


Antonio Escobar Laredo, escritor de fino ingenio y de
gran vena festiva, periodista hábil, de penetrante inten-
ción y travesura, trazé las lineas generales de la fisonomía
moral de Llórente, uno de los jurisconsultos que más brillo
dan al foro de la Habana, y que más admiración nos produce.
Decíamos:
Cuba tiene dos grandes cargos que hacerle á Pedro Lló-
rente: que no haya escrito una obra*, y que no haya figu-
rado en el partido liberal cubano.
LOS CRÍMENES DE LA CALLE INQUISIDOR. 109

Una obra de Pedro Llórente hubiera sido comentada con


calor en Europa; tendría gran originalidad, elevación, al-
cance, horizontes nuevos... mucha y buena doctrina.
Llórente liberal, hubiera sido el ídolo de todos los cu-
banos cultos.
Y la idolatría de los "hombres cultos es la más perdura-
ble; una idolatría que se trasmite por la Historia, al par
que por la tradición, á las generaciones que nos han de su-
ceder.
m
Pedro Llórente es ele esos grandes hombres que se adi-
vinan con solo mirarlos.
Lleva retratada en su figura la superioridad de su ta-
lento. Su aspecto es interesante por el respeto que inspira,
y revela al hombre de ideas grandes y de pasmosa ilustra-
ción.
A Llórente no le hacen falta libros para estudiar; le
basta ponerse á recordar lo que sabe y tiene para entrete-
nerse un par de años seguidos.
Si alguno puede llevar en Cuba con justicia el título de
sabio, es Llórente.
Es un cerebro que debe estar elaborando siempre ideas,
pero ideas grandes.
En Cuba hay pocos cerebros que tengan las piezas tan
bien dispuestas y que funcionen con tanta regularidad, ^sin
extravíos.
Llórente es pequeño de estatura, pero cuando habla es
el hombre más alto de la Habana; se crece media vara.
110 SANTOSVILLA.

Su dialéctica es de una fuerza triturante. Cuando Lló-


rente argumenta, hay que quitarse el sombrero.
Es el más pchutt, el más elegante de nuestros oradores.
Su talento es aristocrático; nunca dice vulgaridades. Todo
lo que salga de sus labios es nuevo, sublime, hermoso, ines-
perado.
No hay en la Habana orador que cite con tanta elegan-
cia y con tanta oportunidad como Líbrente.

Cuando Llórente empieza un discurso hay que acabarlo


de oir; tiene su palabra sobre el público la fuerza de ciertas
serpientes sobre los pájaros: los fascina.
Y lo fascina en razón directa de su ilustración. A mayor
ilustración del publico, mayor íascinación por parte de Lló-
rente.
Sabe lo que dice, y no dice más que lo que quiere decir:
domina la palabra.
Pero él mismo cuando empieza una refutación no sabe
hasta donde llegará, pero llega siempre á una conclusión
lógica.
Cuando Pedro Llórente habla no se puede respirar con
desahogo; sus oyentes temen perder una sola desús sílabas;
se convierten en avaros de sus palabras; hay un pugilato
secreto en todas las inteligencias para retener el mayor nú-
mero de los conceptos sublimes y de las frases esculturales
que emite.
Cada vez que yo le oigo un discurso salgo con la cabeza
caliente; cada frase suya encierra una sentencia, y es tan
copioso de doctrina, que un trozo de sus discursos hace pen-
LOS CRÍMENES DE LA CALLE. INQUISIDOR. 111

sar más que un tratado sobre los límites de las facultades


psíquicas.

Llórente sería un gran orador,—opinaba un crítico—


pero tiene el defecto de levantar mucho los brazos.
Es lo mismo que decir de Herbet Spencer que sería un
-pensador profundo, admirable, si tuviera frías bonita letra.
Es un cargo pueril, ridículo, inofensivo.
Precisamente, unía de las cualidades que más seducen
en Llórente, es la originalidad en el gesto, ese resorte, el
más poderoso que tienen los oradores para subyugar la
atención de sus auditorios. \\\s
Puede asegurarse que Llórente no debe haber perdido
el tiempo mirándose á un espejo para estudiar actitudes.
Es un hombre muy superior para ocuparse de semejantes
detalles, y tiene demasiado buen sentido para conocer que
en esta época gusta más la naturalidad que la afectación. w
La afectación y el amaneramiento están buenos para los
pueblos que viven en la edad del romance.

a
Pedro Llórente es un jurisconsulto á lo romano del
tiempo de Augusto.
Si yo tuviera que hacer la semblanza de Llórente en una
sola frase, diría que es el Papiniano cubano.
Su opinión vale por dos opiniones de las mejores.
En la explanación de cualquier doctrina no se aparta
nunca de los principios, y de los principios deduce las más
U2 SANTOSVILLA.

inesperadas consecuencias, todas las consecuencias que pne*


den deducirse.
Como abogado es notable; como orador forense tiene las
belleza de forma de Cochin, y precisión ática.
La elocuencia, el talento, el prestigio do Llórente no
pudieron destruir las mallas que atan en los autos á Muñoz.

II.
Gabriel Camps.
Gabriel Camps, el abogado defensor de Muñoz, apenas
I cuenta veinte y seis años. Ayer todavía nos reuníamos en
las aulas, y ya ha tenido la defenaa en dos causas ele las
! más famosas de estos últimos tiempos: la del Director ele «La
I I i: República Ibérica» con el Jefe de Policía, TrujilloMonagas;
y ahora la defensa ele Muñoz en esta «causa de los Sañudos»
que ha provocado como pocas, el interés de la opinión.
Decia Grrocio que el abogado recoge por fin de tocio, el
odio de los contrarios. En Cuba tiene más justificación que
en ninguna otra parte la aserción de aquel ilustre juriscon-
sulto: aquí ese odio es brutal, desmedido, torpe, sin pudor
para manifestarse.
En esta causa, los enemigos de Muñoz caen en la lasti-
mosa confusión de términos, que toma ya, por la frecuencia
en distintos casos, el carácter de hábito irritante é indigno:
procurar por todos los medios inutilizar al abogado, no al
enemigo. ¡Como si inutilizado un abogado no quedara siem-
pre viva la entidad Defensa, y otros mil abogados más que lo
sustituyeran/
Sobre Llórente, encargado del primer incidente de ex-
LOS CRÍMENES DE LA CALLE INQUISIDOR. 113

carcelación de Muñoz, llovieron amenazas, rechazadas con


valeroso civismo.
Ahora, sobre Camps ponen en juego querellas, denun-
cias, .todo lo que^ puede inventar el deseo de anular á un
hombre.
Toman como solución de su problema, inutilizar al ac-
tual abogado de Muñoz, un cambio sencillo de personas.
¡Cuánta necedad!
Primero con amenazas de muerte, trataron de provo-,
carie cuestiones personales de fuerza.
En este terreno nada pudieron conseguir. Camps tiene
lo que es común en Cuba é indispensable á todos: valor
personal, y sabe jugarse la vida cuando es necesario. •
Este rasgo prueba ese valor:
A las diez y media de la noche, en la calle del Trocadero
y Prado, fué asaltado por cuatro criminales. Resistió
con temeridad y arrojo, con un simple bastón, á los cuatro
miserables armados con puñales, y los hizo huir; los per-
sigue en la fuga; logra echarle mano á uno de ellos, que
hacía por dos cuerpos de él; traba una lucha cuerpo á
cuerpo, lo domina, lo agarra por el cuello, y lo entrega á
una pareja de guardias que venía ya en su auxilio.

En esta «causa de los Sañudos» ha sido también Camps


víctima de dos querellas y una denuncia de soborno:
Entre los elementos de la prueba contraria á Muñoz, figu-
ra un grotesco personaje. Un hombre escitado por la in-
dignación que le produce el asesinato de los dos ancianos,
114 SANTOSVILLA.

y á fin de que tanto criminal no quede impune, contribuye


con noble civismo á ayudar á la justicia, en la obra de in-
vestigación y descubrimiento de los criminales y del delito.
Se presenta valerosamente al Juzgado, despreciando el
peligro ele despertar rencores y recibir una puñalada á la vuel-
ta de una esquina, sin mas mira que el hiende la sociedad, el
odio á los criminales, y el deseo de que la acción reparado-
ra de la justicia se realice. Y acusa á Muñoz. Declara con
valor y sin temores, que en los portales del café «Pasaje»
habia visto á Muñoz con cuatro individuos más, sentados en
una mesa del café, ofreciendo á un mulato dé pié ante
ellos, 60 onzas^para que entrara en un lugar. &a.
Extrañado Camps de aquel acto de civismo no acostum-
brado aquí ni en los ciudadanos honrados, indagó la vida del
raro denunciante, y á los pocos dias presenta al Juzgado la
historia accidentada del personaje.
Era un criminal vulgar, complicado y sentenciado por
estafa, por uso indebido de pasaporte y por fuego ala
Guardia Civil. ¡Una joya!
Aparte déla vaguedad de la acusación, la defensa busca,
ba demostrar la falta de probidad de que habla la Ley de
Partida, que concurría en este testigo.
A los pocos dias, ese personaje, denuncia al abogado
Camps de haberlo querido sobornar mediante 5.000 pesos
oro para que se retractara; y varios dias después, chas-
queado en la denuncia del soborno, pone querella criminal
de calumnia al mismo abogado Camps, sin pasar del trámite
de la conciliación.
Pero como los antecedentes penales de ese personaje
son ciertos, están tomados de los libros de la Policía, de los
LOS CRÍMENES DE LA CALLE INQUISIDOR. 115

Juzgados y de las Cárceles, Camps, que vé lo que se'debe


ver en esa conducta, un ataque indecoroso, una befa, un sar-
casmo, una burla afrentosa á la misión del Abogado, á los
deberes de la defensa, tan respetados en todas partes; el es-
carnio á la toga por un criminal de baja condición que se
mofa de todo, del Abogado, de la sociedad, de la misma
administración de justicia, con un desenfado y una impuni-
dad que escandalizan, sublevan y avergüenzan, se querellará
de injuria grave contra él, por haberlo acusado falsamente
de calumnia.

Desde la Universidad mostraba Camps, seria aplicación


y claro talento.
Tiene además entereza de carácter, constancia en los
propósitos, resoluciones firmes, conciencia de sus deberes
profesionales, amor á la toga, interés por el prestigio déla
carrera, y lo que se necesita bastante en Cuba, por desgracia
para su cultura, para luchar con éxito: valor personal.
Muñoz ha tenido buen acierto: ha sabido buscar para su
defensa el prestigio de Pedro Llórente, un gran Abogado y
jurisconsulto; á Gabriel Camps, un Abogado activo é in-
cansable.
^ ^ ^ ^ ^ ^ ^ ^ ^ ^ ^ ^ ^ ^ , ^

CONCLUSION.

Muñoz se quejaba del periódico «La Lucha» porque re-


cogía con avidez todos los datos relacionados con el crimen.
En sus manifestaciones dice siempre que.no tiene más que
dos enemigos; entre ellos uno es «La Lucha».
¡Ah que error, y que ataque' envuelve esa queja á los
principios de la prensa moderna!
Los acusados inocentes deben amar los regueros de luz
que la prensa, la gran conquista de este siglo, derrame so-
bre su prisión, aunque recoja en sus columnas, circunstan-
cias fatales que rodeen tristemente á un hombre para atraer
las sospechas de una participación mentida. Al fin la luz
descubrirá el error.
Lo peligroso es que no salgan de las sombras los hechos;
asi se ceba tranquila y sale vencedora la maldad ó la vengan-
za, y se oculta fácilmente la verdad, y se puede rodear me-
jor á la inocencia con colores artificiales de culpabilidad.
Hagámonos al amor de la publicidad en la opinión; reivin-
diquemos este signo de cultura de otros pueblos adelantados.
¡Cuánto no han detenido aquí mismo la arbitrariedad
118 SANTOSVILLA.

cruel, las campañas de los periódicos importantes! ¡Aquella


protesta enérgica de «El Dia», cuando el despojo de Godoy,
á cuántos funcionarios, en el precipicio de otro acto igual no
contendría!...
Este mismo trabajo, en la modesta utilidad social que
pueda traer, ¿cuándo hubiera visto la luz si las campañas de
los periódicos no hubieran determinado al autor, extraño á
todas las parcialidades que se mueven en esa causa, á levan-
tar su voz honrada en nombre únicamente de la sociedad,
sin hacer la defensa ni la acusación individual de nadie, sino
la defensa de la entidad inocencia, pedir el castigo de la en-
tidad culpable, la consideración ala entidad acusado,—por-
que el interés por los acusados es un interés social, sean
quienes sean; llámense Muñoz, ó de cualquier otro modo.
Federico II de Prusia era enemigo de las vias de comu-
nicación porque «facilitaban la entrada en el país á ejércitos
enemigos». Hoy la Prusia cubre su suelo con vias de comu-
nicación ¡para impedirla entrada en el pais á ejércitos ene-
migos! Eso pasará aquí con la publicidad honrada en la
prensa; mañana trabajarán por ellas los enemigos de hoy
que la combaten.
La prensa debe dar á conocer á la opinión to'do lo que le
interese; y el castigo de los culpables le interesa, recoger
todo lo que conduzca al esclarecimiento de los hechos que
dañan á la sociedad, para que se haga mejor la luz en ellos.
La prensa sigue en la Habana la evolución del periodismo
contemporáneo y tiene que entregarse en brazos de la infor-
mación.
La Habana renueva su traje. En el Gobierno Civil se
eleva el Gobernador Rodriguez Batista á una altura donde
LOS CRÍMENES DE LA CALLE INQUISIDOR. 119

convergen las simpatías de todos los partidos, de todas las


opiniones, de todas las clases, de todos los órdenes honrados
de la existencia, y realiza una gestión levantada, de cultura
y adelanto, como no se tenia visto aquí; le da á la Habana el
traje de caballero europeo, quitando con mano firme y deci-
sión reposada, los manchones asiáticos que la afeaban.
La ciudad renace y entra en los albores de dias de civili-
zación. Venancio Zorrilla desde las alturas de la Presiden-
cia de la Justicia hace esperar, si queda un poco de fé todavía
en el mundo, por lo que muestra su circular, las miras hon-
radas y los propósitos dignos en que se inspirará para bien
del orden que preside; el general Salamanca viene ya por iu
los mares conducido por el mandadero de este siglo, el va- , ¡¿
por, animado fuertemente á emprender una obra de justicia
y moralidad; y arriba -Becerra en el sitial del Ministro parece
dispuesto á hacer buenos los trabajos civilizadores de estas
tres buenas autoridades que se dan ahora la mano en Cuba. ¡»
Sitjar, Alonso, Marín, la trinidad de la rutina colonial
española que se vá; Zorrilla, Rodriguez Batista, Salamanca,
los hijos de este siglo que vienen á la América, á gobernar
una de sus más queridas regiones; la España nueva arrepen-
tida, que manda mejores gobernantes á la hija.
Rodriguez Batista es una realidad, Salamanca y Zorrilla
una esperanza. Aquel ha dado un golpe de muerte á la ab-
yección moral que la esclavitud pintó en la fachada social
de la ciudad y continúa en la tarea. A Salamanca y Zorri-
lla les toca arreglarla por dentro.

Respiremos en la Habana los aires puros de la cultura.


120 SANfOSVILLA

¡Ah, que estaliermosa ciudad de América, este pedazo esco-.


gido del-Nuevo Mundo pueda seguir las corrientes comunes
de los más altos grados de la civilización; que vengan pron-
to, el asiento, y la vida y los hábitos y las costumbres socia-
les de las ciudades europeas más adelantadas.
Esa afrenta de la Habana, que la sienta avergonzada y
tímida en el concierto de las grandes ciuelades, por tanta fre-
cuencia en los delitos, tanta fiereza en sus criminales y tan-
*ta impunidad bochornosa, que desaparezca de una vez.
¡Jueces, haced bueno el Juicio oral y público! Asesinos,
disminuid, deteneos, descansad una sola semana, para que
pueda salir la ciudad un solo dia ele su rubor y su bochorno.
¡Despierta, Habana, en tu cultura; aviva las fuerzas de tu
organización, y cumple los deberes de toda ciudad civilizada,
castigando con mano fuerte al que perturba brutalmente tu
armonía social. Que no se oiga más decir en los corrillos, con
la sangre fría de las cosas corrientes: «nada, se paga y se le
manda á dar una puñalada»! Que se realize la justicia inflexi-
ble pero serena; y que en vez ele cazar á tiros á los asesinos
que salen acariciados por la impunidad, se levante el patí-
bulo en pleno dia, como levántala ciudad predilecta del siglo
xix su guillotina, para imponerle sus penas á los Prados'y
los Prancinis. Dejemos la retórica democrática que vive
en los labios y tengamos los principios de esa democracia,
en el corazón y en la conciencia.
¡Y tú, asesino cruel de los Sañudos, cobarde, protervo,
tiembla, que si la Providencia no rigiera los mundos y esca-
paras victorioso á su castigo, hay en la vida poderes ne-
cesarios y fatales que se cumplen, y se encargarán de hacer
la obra de reparación y de justicia que necesita esta sociedad.
Z2STIDICE!.

PÁGINAS.

PREFACIO V
CAPÍTULO I.—Crímenes y delincuentes en la Habana. 1
CAP. II.—Sitiadores y sitiados 15
CAP. III.—LOS viejos avaros 29
CAP. IV.—El crimen 37
CAP. V.—La familia de las víctimas 49
CAP. VI.—El Juez Godoy; «Dejad pasar la justicia». 59
CAP. VIL—El desquite 85
CAP. VIII.,—El caudal de los avaros 91
CAP. IX.—Calvario de un procesado 95
CAP. X.—El proceso 99
CAP. XI.—-Los nuevos crímenes 103
CAP. XII.—Los defensores de Muñoz 107
CONCLUSIÓN. 117
D E L MISMO A U T O R
IV:.!
EN PRENSA

BRES DE CUBA OE «I EPOCH.

EN PREPARACIÓN

PERIÓDICOS Y PERIODISTAS
:N CUBA.

Obra que contendrá una relación histórica de la prensa


cubana, con facsímiles de los principales periódicos; y sem-
blanzas de todos los periodistas de la Habana, principalmente
desde el año 1868.

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