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JULIO VEGA BATLLE

!ffm~NADEL
LA NOVELA
DE LA GASTROSOFÍA

UCMM
COLECCION «ESTUDIOS»
Director Héctor Incháustegui Cabral

DEREC 11OS RESERVADOS

Universidad Católica Madre y Maestra


Santiago, República Dominicana, 1976
JULIO VEGA BATLLE

ANADEL
LA NOVELA DE LA GASTROSOFÍA

UC'MM
DEPOSITO LEGAL: B. 6.894-1976

IMPRESO EN ESPAÑA / PRINTED IN SPAIN

INDUSTRIAS GRAFICAS M. PAIUJA


MONTAÑA, 16/ BAIlCELONA
NOTA

Esta obra es una ficción, realizada por el


nétodo literario de representar individuos y
situaciones históricas y geográficas, con he-
chos y caracteres creados por la imaginación
del autor. Por tanto, cualquier semejanza de
estos caracteres con personas vivas o desapa-
recidas es pura coincidencia. Algunos ana-
cronismos han sido inevitables.
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TRIGARTHON, EL SOLITARIO DEL ,\llAR

Nació junto al mar, en una aldea de pescadores, en las


laderas de un cerro cuyas faldas las olas lamían cariñosamente.
Una minúscula ensenada cuyas márgenes estuvieron siempre cu-
biertas de cocoteros. Dentro del imponente golfo, la rada pare-
cía una joya verde. Y allí nació, arrullado por la canción del
oleaje, de la brisa que murmuraba al azotar el follaje que el
calor marino disecaba. Su cuna fue 1" gran Bahía, sacudida
siempre por la Historia desde que llegaron los hombres blan-
cos. Se crió en aquel mar, agobiado de hermosuras pero ma-
gullado por horrendos ciclones destructores. Maravilloso golfo,
asilo otrora de piratas y aventureros y morada ahora de la
más pesada soledad. Allí creció, a la vera de aquel mar que
se fue metiendo en sus pupilas sin conciencia, mientras su
aliento infantil resbalaba en la cresta de las olas y se diluía en
los átomos del viento enagenado,
La llanura oceánica escuchó su voz, cargada de inocencias,
y admiró su presencia sobre aquellas aguas impregnadas de
misteriosa atracción, mientras el velero contrabandista en el
que navegaba de grumete se deslizaba con descaro entre los
peligrosos arrecifes y las bucólicas islas antillanas.
Fueron semanas y meses sobre la proa de aquel velero,
corredor de distancias ignoradas, por rumbos imprevistos,
hasta llegar a una tierra cuyo nombre venía a revelarse cuando
ya la quilla tocaba las arenas de la playa. Sobre la proa de
aquel barco, semanas y meses, alimentándose de mar, de azul,
de vientos salobres y calientes, con las pupilas incrustadas en
el horizonte, deseando ver la tierra para enseguida lamentar
haberla visto. Cientos de días en la proa de aquel barco velero,
oyendo sin escuchar las riñas y las carcajadas de los marine
ros, atento solamente a la línea de aquel horizonte lejano siem-
pre, que le atraía y le cautivaba con fuerza irresistible. Cente-

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nas de días echado sobre la proa, durmiendo apenas y comiendo
poco, fortalecido por sus doce años vigorosamente desarrolla-
dos con el yodo del agua y los rayos del sol.
El ciclón antillano rasgó su piel con caricias de garra y en
las noches de cálido sopor el véspero guardó su sueño y la au-
rora besó su transpirante despertar. La humedad de las tardes
ardorosas cubrió su cuerpo virginal con aceitosas humedades.
Cuando el cielo se rajaba en formidables aguaceros, caminaba
imperturbable por la playa y los senderos vecinales, recibiendo
en el rostro la refrescante lluvia tropical, como la caricia de
una bestia.
Era un niño diferente, a quien llamaban simple, porque su
bondad y su dulzura inmunizaban su cuerpo de agresiones" por-
que siempre callaba y sonreía, porque sus juegos y su voz y sus
palabras eran mansas y agradables. Era un niño diferente, por-
que siendo negro, el iris de sus ojos era de color azul, y su pelo
era lacio y sus labios recogidos y perfilada su nariz. Era un
fenómeno racial, desagradable para algunos, atractivo para otros.
Pero era un niño bueno, obediente y tranquilo. Así fue crecien-
do, junto a la indiferencia cariñosa de sus padres. Así creció
Trigarthon, el unigénito de Adom Rymer. el negro Pastor de la
Iglesia Wesleyana. Así inició su vida, como una alga marina
flotando en las olas, como un caracol sobre la arena de la playa,
endureciendo su piel y sus músculos con los empellones del mar,
mientras su alma y su instinto y su espíritu se quedaban en
la punta más extrema del vacío, entre purezas, ,como nubes blan-
cas y ligeras. Y así llegó a hombre, vigoroso y saludable de
cuerpo y alma.
Habitaba la única casa que quedaba de lo que fue una pe-
queña aldea de inmigrantes negros de Norteamérica, en la falda
de la loma, al fondo de la sabana cuya playa forma la ensenada
de Carenero, en la costa Norte de la Bahía de Samaná. Estaba
construida con gruesos tablones de madera que el curso de los
años y la brisa del mar habían endurecido, casi petrificado. Los
ladrillos del piso estaban ya desgastados por el tiempo y las
pisadas. El techo era de pencas de palma y acusaba los cons-
tantes remiendos y parches que era necesario hacerle cada vez
que un huracán lo destruía parcial o totalmente. Sus tres habi-
taciones estaban casi vacías: apenas una vieja mesa adosada
al seto y tres sillas rotas en la sala; una cama muy grande, de
madera de caoba y un armario inservible en uno de los cuartos
y en el otro un catre cerrado y cajones con algunos instrumen-
tos de labranza y que servía también para almacenar raíces

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comestibles y granos y yerbas. Sólo esta casa quedaba en pie,
como un bastión: las otras se fueron cayendo, lentamente, des-
truidas por el abandono y la intemperie,' a medida que sus due-
ños se iban para no volver, hasta que el caserío quedó deshabi-
tado. extinguido, como un simple recuerdo.
Fueron ellos los únicos que escaparon al éxodo incontenible.
En el curso de los años se fueron todos, menos ellos tres. Y
allí estaban, en aquella casa que ya era choza, pegados a la tie-
rra, tan querida. donde habían sufrido tantas penas. Era la
casa que ocupó su abuelo, el digno y majestuoso Sitermann Mi-
lord Rymer, a quien le fuera asignada cuando llegó como pas-
tor de los negros inmigrantes de aquel país tan grande, cuyo
recuerdo perduraba en la mente de los tres con caracteres le-
gendarios y en la que siempre funcionó la «Churchs de los ne-
gros wesleyanos, de la cual era pastor.
y ahora este Adom Rymer, también pastor de almas, como
su padre, doblado por los años, se negaba a abandonar la soli-
taria casa, mientras todos se iban a los cortes de caña en los
ingenios azucareros de las provincias vecinas. El se quedaba
allí, con su mujer y su hijo. su hijo negro con ojos azules, su
hijo Trigarthon, que no quiso ser pastor de almas y prefirió
ser un simple pescador. .. Todos se habían ido en busca de
trabajo más lucrativo y fácil. Pero el pastor se quedaba allí,
con su mujer y su hijo. en la desaparecida aldea, arrancándole
al mar el pescado cotidiano y al conuco una raíz, para no
morir de hambre en aquella soledad. Ya no tenía almas a quie-
nes guiar por los tortuosos senderos de la vida. Sus sermones
carecieron de auditorio; nadie podía acompañar sus cánticos
rituales. Allí estaba, rodeado por la soledad, en la luenga sa-
bana donde treinta años antes moraban sus ascendientes de
sangre africana. Allí vivió sus últimos años, pegado a su an-
ciana mujer y a aquel retoño que era su hijo, narrándoles por
enésima vez la historia de aquella inmigración ocurrida en un
pasado oscurecido ya en su memoria vacilante. En aquella es-
trechez levantó a su hijo, enseñándole a leer y escribir, y a
ser bueno y cariñoso, y austero y simple. El sol V la brisa del
mar y los años habían curtido su piel, que ahora era gris y
cubierta de arrugas profundas y sinuosas. Sus cabellos cres-
pos y duros y sus cejas y su barba estaban decaídos y blancos,
y agotado su cuerpo, otrora fuerte y saludable. Y ahora ya
el hijo sacaba la nasa cargada de peces y desenterraba la
yuca en el conuco, en las madrugadas salpicadas de estrellas
todavía.

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Un día la vida se escapó del fatigado cuerpo del anciano, y
allí quedó el muchacho, solo, frente a la mirada interrogante
de la madre, inútil por la edad, ante el susurrante mar, que
nada le decía. Dieciséis años tenía cuando el padre se fue para
la Eternidad, dejándolo solo, con la pesada carga de los re-
cuerdos frente a un futuro preñado de incertidumbres.
Entonces se dio cuenta de que había que trabajar. Termi-
naban para siempre las dulces aventuras por el mar, entre las
islas y los cayos, con marineros alegres, mirando el horizon-
te, echado en la proa de la goleta desvencijada y andariega,
arrancándole secr.etos al mar, recibiendo en su frente la lluvia
y el granizo y el viento aciclonado, surcando arrecifes morta-
les, que mordían como culebras venenosas la quilla podrida
del velero. Comprendió que tenía que trabajar para poder vi-
vir, y se tiró sobre la tierra, con furia sexual, como sobre una
hembra, para acariciarla con sus manos poderosas, y en el
orgasmo verde de las fructificaciones arrancarle el alimento
radicaso, a cambio de fatiga y de sudor. Ya no podría holgar
sobre las olas, en las tardes y en las noches aliñadas de espu-
mas y de estrellas. Ahora tenía que golpear la tierra, diaria-
mente, cada hora, para volver, bajo el sol del mediodía, cargado
de raíces, junto a la madre enferma que le esperaba silen-
ciosa en la quietud de la choza solitaria. Así pasaron los me-
ses y los años, callados y monótonos, mientras su cuerpo su-
bía, en un desarrollo jugoso de músculo y de virilidad.
Ahora tenía veinte años, era alto y fuerte, de espaldas po-
derosas y cuadradas, y era imponente, en la negrura lustrosa
de su piel, en el contrasentido de sus ojos azules y su pelo
fino, en la altivez de su majestad silenciosa... Pasaba las ma-
ñanas trabajando en el conuco, mientras de sus labios se esca-
paban canciones indecisas. Su diario despertar estaba siempre
lleno de sorpresas agradables. Daba tres vueltas en la cama,
abría los ojos, fuertemente, y al notar que ya los primeros cla-
ros de la aurora se colaban por las rendijas, daba un salto, se
ponía en pie y en un instante se vestía. Comenzaban ya los ga-
llos su cantata. Todavía llegaban ráfagas de ese airecillo em-
balsamado que en la noche sopla desde las montañas, y que
riza el mar con leves temblores continuos, que se transmiten
unos a otros, labrando sobre la superficie del agua un encaje
de paciente y mínima obra. El sol se presentía, entre la cerra-
da negrura de la noche. Y otra vez los gallos, trompeteando a
los vientos sus alboradas, con monótono acento, conociendo
cada uno de antemano, el turno en que debía cantar. Algunas

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estrellas en el cielo todavía, dispersas, de rápido titilar, siem-
pre retrasadas y a quienes el sol tiene que echar a puros em-
pellones. El mugir distante de las vacas, los primeros gruñidos
de los cerdos, plenos siempre de alegre glotonería. el piar de
las avecillas que despiertan, y una serie indescriptible de esos
pequeños sonidos y leves gritos con que se anuncia la llegada
del sol, rápida y triunfal. El fenómeno se inicia con una vaga
claridad, opaca, lechosa, que da la impresión de algo pesado,
glutinoso. Luego esa luz, que no parece venir del sol, desapa-
rece con extraordinaria rapidez, y vuelven las tinieblas, por
uno, dos minutos, hasta que por fin surge el disco solar, aba-
jo, en la misma línea del horizonte, con una potencialidad lu-
minosa que ciega. Ya el día está hecho, con toda violencia y
rapidez, majestuoso, avasallador. Se siente que la luz lo invade
todo, hasta las partículas de la tierra. Todo se anima con raras
convulsiones. Las piedras, las hojas, los insectos. Todo adquie-
re repentina vida y movimiento, como si una inyección violenta
preñara de vitalidad los seres y las cosas, capacitándoles así
para hacerle frente :J. las implacables doce horas de sol cani-
cular que se avecinan.
Ya la madre estaba levantada, y colado el café. Entonces
se iba hacia el conuco, caminando media hora, a grandes zan-
cadas, loma arriba. Al llegar, avivaba las brasas, cubiertas de
tierra desde el día anterior, y en la marmita de barro sanco-
chaba la yuca mientras en las ascuas se asaba el pescado sala-
do y seco al sol. Trabajaba hasta el mediodía, con pequeños des-
cansos para el desayuno y el almuerzo, que se hacía él mismo.
Con la azada removía la tierra. acodaba los plátanos y arraiga-
ba los plantones de la yuca y la batata. En su mano vigorosa,
el machete arrancaba la mala yerba. Del rústico chiquero sa-
caba la vaca y el becerro, para que pastaran en la sabana co-
munera, después de ordeñarle dos botellas de leche flaca y azu-
lina. Aquél era su patrimonio, la herencia paterna: una choza,
un conuco, una vaca, parida siempre, y un bote, aquel cayuco,
famoso en la región por su ligereza y solidez. De aquellas per-
tenencias debía obtener el alimento cotidiano para él y su ma-
dre, y los sobrantes que iba acumulando para vender los sá-
bados en el mercado de Samaná: yuca, plátanos, pescado, lan-
gostas vivas, que apresaba en los bajíos, durante las noches de
luna y que conservaba en los «criaderos» de maderos y juncos
entrelazados. Con el producto de aquellas ventas tenía que ad-
quirir lo estrictamente necesario para sus necesidades: fósfo-
ros, gas, alguna ropa, un par de zapatos, que le duraban años

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y que apenas calzaba, al entrar al pueblo; sus enormes pies se
sentían doloridos en "aquella apretada caja de suela tosca y
dura.
Las muchachas del pueblo le miraban con apetito carnal,
porque era hermoso y atractivo, en su elevada estatura, por el
misterio de sus ojos azules y su pelo bueno. por sus dientes
blancos y sanos y por la recia musculatura de cuerpo, limpio
y lustroso siempre, y porque lo sabían bueno y honrado y tra-
bajador. Corría la versión de su virginidad, y le llamaban «El
Doncella». El sonreía y continuaba su camino. ipdiferente, adi-
vinando apenas lo que aquello quería significar.
Cuando la calentura de la noche estival lo mantenía des-
pierto, escuchando apenas la fatigosa respiración de la madre
enferma, confundida con el rumor de las olas, su mente de
hombre simple, cargada de inocencia, rememoraba los años
de su infancia y mocedad.
Su recuerdo se perdía en los lejanos tiempos, cuando en-
tró como grumete a trabajar en aquella goleta cuyo capitán
contaba tres naufragios en su crédito. Doce años tenía cuando
comenzó a navegar. Hacían el comercio clandestino de cabota-
je, ante los ojos tolerantes de la escasa e ineficaz autoridad
aduanera. A veces extendían la nlta hasta las islas vecinas,
para hacer el contrabando. Cuando regresaban de aquellos lar-
go viajes, el muchacho mostraba a sus padres el fruto único de
su trabajo: caracoles y conchas recogidas en las extrañas pla-
yas, y un pantalón de dril azulo una camisa de rudo «kaki»
que le obsequiaba el capitán. A bordo limpiaba la sentina y
baldeaba la cubierta. La mayor parte del tiempo, cuando el
mar estaba en calma, se echaba en la proa a mirar el horizonte,
mientras su tierna imaginación se poblaba de ensueños y pue-
riles fantasías. Y así estuvo. hasta que murió su padre. Re-
cordaba siempre su voz en los atardeceres nebulosos del otoño,
repitiendo la historia de aquel suceso ocurrido hacía ya tanto
tiempo...
Durante el primer cuarto del siglo XIX se produjo la inva-
sión de los negros del país vecino. Inútilmente lucharon los
nativos de origen español contra la fuerza arrolladora de los
invasores. Agotado y miserable estaba el pueblo, y el hambre
y el dolor se extendían por todo el territorio del país. Las fa-
milias principales lograron irse a otros pueblos del continente.
La población se redujo al puñado de los que no pudieron es-
capar. La dominación duró veintidós años. Para tratar de re-
mediar la escasez de población, el gobierno invasor envió a Es-

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tados Unidos a un emisario especial, con el objeto de orgaru-
zar la inmigración de negros de origen africano. Corría el pri-
mer cuarto del siglo XIX, cuando comenzaron a llegar a San-
to Domingo los primeros contingentes de negros norteameri-
canos. Fueron distribuidos en las regiones más despobladas
del país. Un considerable número regresó a los Estados Uni-
dos porque encontraron que las condiciones aquí eran peores
que en su propio país. De los que fueron asentados en Sarna-
ná, casi todos se quedaron. Prosperaron poco a poco, conser-
vando el idioma inglés, que se fue corrompiendo al mezclarse
con el español y el patois de· los haitianos. Organizaron su
iglesia de la secta Wesleyana, con pastores que dirigían las
pequeñas churchas en las aldeas que habían fundado a lo lar-
go de la costa entre Samaná y Los Cacaos. Uno de estos pas-
tores fue Sitermann Milord Reymer, que tuvo un hijo, Adom,
y éste a su vez fue el padre de Trigarthon. Se sabía de memo-
ria aquella historia, que podía recitar palabra por palabra, por-
que la había escuchado de boca de su padre, que la repetía
incesantemente...
Su pensamiento daba saltos en el recuerdo de su pasada
vida, y rememoraba ahora cuando, en el primer cuarto del si-
glo XX se produjo un cambio político que puso término abrup-
tamente a su carrera de grumete, cuando apenas contaba die-
ciséis años de edad. El hecho coincidió con la muerte de su
padre y con el inicio del éxodo de los habitantes de las al-
deas de pescadores hacia los ingenios azucareros del este de
la isla. Recordaba vagamente su vida solitaria en aquella sao
bana despoblada, cerca de la moribunda aldea conocida con
el nombre de Ciará. La región había sido una hacienda del
rico colono francés Monsieur Arandelle. Dentro de aquella
vasta heredad se formaron los caseríos de los trabajadores de
la finca, siendo Ciará el principal, junto al «batev» de la ha-
cienda, donde estuvo la casa principal en la que residiera el
dueño.
Fueron todas pequeñas agrupaciones de chozas habitadas
por los trabajadores de la finca, ocupados en la siembra y
cultivo del café y en la crianza de ganado vacuno. Al produ-
cirse la invasión de los negros del país vecino, las nuevas
autoridades se incautaron de la rica y próspera heredad. Su
dueño, arruinado, se fue a Francia para nunca volver. Fue en
esa vasta y bien cuidada propiedad donde fueron radicados
los inmigrantes Wesleyanos. Abandonaban sus ranchos en los
algodonales del Sur de los Estados Unidos, impulsados por la

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incertidumbre de una precaria libertad. para ocupar nuevas
chozas en tierras desconocidas, frente también a las insegu-
ridades de una vida nueva, en una isla de inestabilidad polí-
tica. azotada por terribles huracanes, y en lamentable condi-
ción social, víctima de la miseria y el abandono. Luego, con el
correr de los años, todo aquello fue cambiando. Se fueron los
haitianos, acosados por los nativos triunfantes, y vinieron en-
tonces las revoluciones civiles, trayendo más miseria y más
dolor...
. En las noches claras de luna, junto a la anciana madre
adormecida, a la vera de la choza, en la soledad arrullada por
el lento ir y venir de las olas, recordaba las palabras de su
padre, del viejo Adom, el Pastor Protestante, contando con
cascada voz y trémulo entusiasmo la vieja y repetida historia
de aquella inmigración...
Eran recuerdos que cruzaban veloces por su mente, en for-
ma desordenada. Al forjar tales memorias, su alma experimen-
taba un raro placer, que lo sumía en absoluta quietud, durante
la cual solamente se movían sus grandes pupilas, como para
ayudar el trabajo afanado de la mente. El brillo de sus ojos
traslucía el hervidero de sus pensamientos. No era tonto. Sabía
pensar con claridad, aunque sus pensamientos estuviesen satu-
rados de puerilidad, porque se apoyaban en hechos y circuns-
tancias surgidos directamente de las experiencias de su pro-
pia vida, del recuerdo de las palabras de su padre. que había
sido el único amiga de su infancia. En lo profundo de su
mente, cuando había que adoptar un juicio, tomaba como pun-
tos de comparación los propios hechos de la Naturaleza, tan
simples y espontáneos, tan súbitos, que no era posible que se
mezclaran con valores o conceptos intelectuales. Hasta se po-
dría decir que sus juicios tenían la pureza de la originalidad.
Su alma era tan cándida, tan buena su conciencia, que las
ideas que tenía de la vida se forjaban con la mayor limpieza.
La serenidad de su rostro, la armonía de sus gestos y el
balance de sus movimientos, mostraban lo que era aquel hom-
bre, aquel muchacho, aquel Trigarthon, hijo del mar, negro
como la noche y simple y puro como la luz. Sabía del amor
por los cuentos que se hacían los marineros, cuando navegaba
en aquel barco en que pasó los primeros años de su mocedad.
Los animales en el campo le ofrecieron después exhibiciones
de lo que era aquello. Las inquietudes de la carne desperta-
ban en él, simplemente, una infantil curiosidad.
Su alma estaba apacible siempre, adormecida por el influ-

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jo de su propio carácter ".l por el ambiente que le rodeaba: el
azul del mar y el verde de los árboles ímpregnaban su espí-
ritu de serenidad y paz. El silencio de las noches estrelladas
10 invitaba a la meditación. En su candidez, muchas veces se
sorprendió a sí mismo sonriendo de la cara de asombro que
ponían los otros al encontrarse con él: un negro con los ojos
azules y las facciones finas y el pelo suave... -¡Ah! El cono-
cía esa historia, pero la guardaba en el fondo de su alma,
como la guardó su padre, y su madre. y su abuelo, y toda la
familia. llevándose el secreto al fondo de la tumba. Su padre
se 10 había explicado muchas veces. para que no lo olvidara.
Ahora, después del transcurso de los años. cuando ya él era
un hombre. no sabía si sentirse orgulloso o avergonzarse de
su origen. El comprendía que los otros negros se burlaban
de él y los blancos le miraban con el interés con que se ad-
mira un fenómeno. Y eran, precisamente, esas extrañas cír-
cunstancias y la posesión de ese secreto lo que tal vez había
influido para hacerlo taciturno. huraño, empujándole a vivir
recluido en la soledad de su campo. huyendo de la sociedad
de los hombres y temiendo su presencia.
Cuando en las noches claras se echaba al pie de un coco-
tero, o cuando en las cálidas veladas el sueño se ahuyentaba
de su cama, venían a su memoria las palabras de su padre.
Recordaba los nombres y las fechas ... Fue su bisabuelo... Sí.
Era un muchacho robusto, inteligente y bueno. de pura raza
africana. esclavo en una plantación de algodón en el Sur de
los Estados Unidos. Cuando apenas tenía veinte años, los blan-
cos le lincharon, porque había seducido a la hija del dueño
de la hacienda. La muchacha blanca -huyó hacia el Norte,
para ocultar su agravio y su vergüenza, y en Filadelfia se
ocultó, Allí nació el fruto de su deshonra: un niño negro. Y
aquel niño negro fue su bisabuelo. Sitennann Milord Rymer.
La madre blanca 10 abandonó al nacer y fue recogido por una
familia de esclavos. Y ahora... él, Trigarthon Ryrncr, después
de haber transcurrido casi dos siglos, venía a salir negro como
su bisabuelo, pero con los ojos azules y las facciones finas y
pelo bueno de su bisabuela. Su mentalidad no llegaba a com-
prender que aquel fenómeno tenía su causa en las leyes mis-
teriosas de la Naturaleza que rigen la evolución de los genes.
que condicionan la transmisión de los caracteres hereditarios
a través de las generaciones. ..

* * *.

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Se sentía atraído por las travesuras de la Naturaleza. La
lluvia era 1!n juego, y el fulgor de las estrellas una fiesta. Can-
turreaba sin quererlo, para dar salida a la constante alegría
de su alma y a la exuberancia de su salud. Cuando en las
tibias madrugadas ascendía la loma, en camino hacia las síem-
bras, correteaba, esquivando con saltos las piedras del camino,
haciendo cabriolas y zigzags con sus piernas fuertes y largas.
Si le hubiesen visto desde lejos, le hubieran podido creer un
loco saltimbanqui. Pero sólo era un muchacho, saludable, ino-
cente y alegre. Al bañarse en la playa solitaria. daba zambu-
llones en el agua como un delfín, enardecido por una inexpli-
cable contentura. Cuando estaba frente a otras personas, la
serenidad de su compostura no dejaba adivinar los alegres y
espontáneos movimientos que realizaba su cuerpo cuando sao
bía que nadie le podía observar. Era un muchacho que reto-
zaba con la soledad, como si fuera una pelota. En el aisla-
miento de su casa, al murmurar las oraciones que había apren-
dido de su madre, lo hacía con tan delicado desenfado que
parecía estarse dirigiendo a un compañero y no a Dios. Su voz
era pausada y sonora. Al hablar se notaba un vago acento del
idioma paterno, que no había olvidado. Cuando le hablaban
en inglés, prefería siempre contestar en español. Todos le que-
rían y todos le respetaban. Las mozas seguían mirándolo, con
mal disimulada codicia, casi con insolencia, atraídas por aquel
cuerpo fornido, saludable, joven, con la hermosura que tiene
todo lo silvestre.
Una tarde, al regresar del conuco, encontró a la madre
muerta, como una avecilla, acurrucada en el fondo de la vieja
cama de madera. Parecía dormir. Se sintió anonadado, sin poder
comprender con claridad lo que había ocurrido. Fue a los ca-
seríos vecinos, a buscar amigos, que le ayudaron a amorta-
jarIa. El entierro se verificó al otro día, detrás de la loma,
junto al conuco, donde quedaban rastros del que fue cemen-
terio de la desaparecida aldea. Al regresar a su casa estaba
cansado y aturdido. No podía coordinar claramente sus ideas.
De pronto comenzó a llorar, como un muchacho. ¿Acaso era
otra cosa?
Trigarthon estaba ahora solo, completamente solo, en aque-
lla casa donde en cada rincón había un recuerdo de su madre.
Ahora tenía que hacerlo todo: trabajar en el conuco, sacar la
nasa y limpiar el pescado y salarlo y ponerlo a secar sobre el
techo de la choza; lavar la ropa y cocinar. ¡Cocinar! Le pare-
ció imposible que pudiese hacer aquella operación. Los cal-

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deros y las pailas, viejos, descascarados y ennegrecidos por
el humo de la leña, le parecieron instrumentos de misterioso
mecanismo. No hizo caso a las ofertas de una vieja de la aldea
vecina, para que fuera a comer a su choza diariamente, pagán-
dole una mensualidad. 'Decidió cocinar él mismo, V cocinó. Su
primera experiencia le causó desaliento, pero se limitó a son-
reír. El instinto lo guiaba. Pasada la primera semana, ya se
permitía fantasear con los menjunjes que estaban en los fras-
cos, en la destartalada cocina. Se dio cuenta de que le gus-
taba la comida cocinada por él mismo, y lo hacía con entu-
siasmo. Había descubierto, inesperadamente, que le gustaba
cocinar. Al acostarse, mientras llegaba. el sueño, pensaba en
lo que cocinaría al día siguiente. A veces, mientras trabajaba
en el conuco, sentía prisa por terminar y volver a la casa para
hacer «cocinados» que se le ocurrían en su mente primitiva,
pero florecida con la elocuencia del instinto. Tal vez de la
herencia.
Los pescados secos al sol, aplanados, casi laminados, los
echaba sobre las brasas ardientes, para que se asaran, hasta
casi carbonizarlos. Otras veces, los cortaba en trozos y los
ponía a hervir, agregándole tomates maduros que se daban
silvestres junto al bohío, entreteniéndose en romperlos poco
a poco, con el cucharón de madera, dentro de la olla, para
que se unieran bien a los trozos de pescado. Sancochaba las
verduras en la paila grande, de barro negro, en cuyo exterior
se había formado una gruesa costra con las cenizas y el humo.
Una vez se le ocurrió mezclarlo todo, el pescado salado, las
verduras, trozos grandes de cebolla, cabezas enteras de ajo, y
unas hojillas débiles y perfumadas que crecían detrás de la
cocina, que su madre cuidaba amorosamente. cuyos nombres
recordaba con vaguedad: perejil, cilantro, orégano, albahaca,
cosas que sonaban dulcemente en su memoria, como si toda-
vía las estuviese oyendo de los labios de la madre. En un
frasco grande, curtido por el tiempo y los vapores del fogón,
había una mezcla hecha de jugos de limón, naranja agria, ajíes
picantes, malaguetas y pimientas, con una ligera espuma en
la parte superior, producto de la iniciada fermentación, de
sabor intensamente picante, zumo éste del cual gustaba echar
algunas gotas a aquellos potajes inventados por él. Cuidaba
de aquel frasco como si se tratara de un tesoro: metódica-
mente iba agregándole zumo de naranjas agrias, a medida que
el contenido disminuía, poniéndole asimismo los otros ingre-
dientes, consumidos ya por su voraz apetito. Sentía un deleite

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nuevo al comer aquellas cosas preparadas por él mismo. Cuan-
do, echado sobre la arena de la playa, o dormitando bajo la
sombra de un árbol, sentía las llamadas hambrientas de su
estómago, se complacía en dejar que su imaginación inventara
combinaciones culinarias que enardecían su apetito inagota-
ble, y que luego trataba de llevar a la práctica. En uno de
aquellos ensueños creó un plato que llegó a ser su favorito:
en las noches de luna, apresaba los cangrejos tiernos que
caminaban en la playa, aturdidos y deslumbrados por la luz
sideral, seleccionando aquellos que le parecían gordos y man-
tecosos, por el brillo anaranjado de sus caparazones. Luego de
lavarlos cuidadosamente con una escobilla hecha de fibras ve-
getales, los cortaba en pedazos, siguiendo las secciones natu-
rales y las divisiones óseas o cartilaginosas del gordo crus-
táceo. Colocaba aquellos trozos, después de bien lavados varias
veces en agua con jugo de limón, en la olla grande de barro,
agregándole algunas gotas del líquido sabroso de aquel frasco
que era su tesoro. tomates y cebollas cortadas en menudos
trozos, y yerbas, todas aquellas yerbas que crecían junto a la
cocina, y que él con tanto amor cultivaba diariamente, regán-
dolas y acodando sus tiernas y débiles raicillas; luego venía
el acto de poner la sal, que ejecutaba con seriedad y parsimo-
nia, y por último tapaba la olla y la dejaba así macerando
toda la noche y la mañana del día siguiente, para que el can-
grejo Se impregnara bien con aquella salsa cuyo olor incitaba
las membranas de su paladar, ansioso siempre de sabores nue-
vos. Cuando regresaba del conuco, rallaba un coco, exprimía la
carne, recogiendo la leche y agregándola al guiso encendía el fue-
go y con espectante curiosidad vigilaba los primeros hervores y
aspiraba el aroma que se esparcía por los aires, mientras su bo-
ca se hacía agua, en la nerviosidad de aquel apetito suyo que
nunca tenía fin. Cuando ya el líquido se había casi consumido,
dejaba que los trozos se sofrieran ligeramente en la propia
grasa del crustáceo, hasta que tomaran un ligero tono dorado,
lo que le indicaba que ya aquello estaba listo para ser devo-
rado. Comía con deleitoso entusiasmo y con marcada fruición
aquel guiso de gusto tan sabroso. Acompañaba este plato prin-
cipal con plátanos verdes, tiernos y frescos, que sancochaba
en olla aparte. Cuando lo comió la última vez, en la soledad
de su choza, en aquel mediodía de ligera llovizna otoñal, no
se percató de que por el tranquilo mar se acercaba un bote
de remos enfilando la proa hacia el fondeadero, frente a su
casa, mientras él se preparaba a dormitar un rato en aquellas

20
siestas que tanto reconfortaban su cansado cuerpo de rudo
trabajador.
Se solivió sobre el catre, al escuchar voces que venían
del mar y que le llamaban por su nombre. Salió a la puerta del
bohío, y en la playa vio que el bote atracaba y desembarca-
ban un señor y dos remeros, conocidos suyos. Los miró acero
carse, con un vago sentimiento de sorpresa, casi de susto,
mientras su pecho se agitaba aceleradamente, anunciándole,
con premonitorio instinto, que aquella visita iba a ser precur-
sora de cambios radicales en su vida.
El hombre le miró con atención, acercándose y tendiéndole
la mano.
-¿Es usted Trigarthon .. ,? Mucho gusto en conocerle.
Pronunció su nombre con toda claridad y entonación ingle-
sa, acentuando la a, en vez de la o, y haciendo vibrar la th,
como si fuera una Z, aguda y silbante.
Contestó que sí, con voz todavía velada por la sorpresa y
la timidez.
Era un hombre joven. Llevaba puesto un impermeable, para
defenderse de la lluvia. No parecía tener prisa, y pidió a Tri-
garthon una silla, expresando que tenía que conversar larga-
mente con él. Este sacó las dos únicas sillas que tenía, des-
fondadas ya por la vejez y la intemperie. El visitante ocupo
una de ellas, encendiendo un cigarrillo, mientras miraba aten-
tamente a Trigarthon, siguiendo los movimientos de sus ojos.
Dijo ser abogado y venir de la capital en asuntos relacionados
con Anadel, la vieja casa grande, al fondo de la ensenada, la
cual, una vez reconstruida, sería ocupada por unos señores
que vendrían del extranjero a vivir en ella por una temporada.
Había expresado al gobernador de la provincia sus deseos de
encontrar un hombre serio, honesto y laborioso, para que
trabajara junto a él, como conocedor de la Bahía, y como
capataz. cuidando la propiedad y vigilando el empleo de los
materiales de construcción, y su nombre le había sido reco-
mendado. L2l ejecución de la obra duraría unos tres meses, y
le ofrecía un magnífico jornal, con promesa de mejorarlo,
según las circunstancias. Los ingenieros, maestros de obra,
jornaleros y materiales comenzarían a llegar dentro de pocos
días. desde el extranjero.
Mientras el abogado hablaba, Trigarthon buscaba en su
memoria el recuerdo de aquella casa llamada Anadel. Era de
madera, de dos pisos, rodeados ambos de extensas galerías y
balcones. Su dueño era un rico comerciante de un cercano

21
pueblo. Había sido construida hacía muchos años, sobre las
ruinas del antiguo palacio de Monsieur Arandelle, el colono
francés cuya hacienda, expropiada hacía ya un siglo, había
servido para radicar en ella a su abuelo Sitermann Milord
Rymer y los demás inmigrantes negros, hacía ya tanto tiempo.
Estaba situada a gran altura, en la cima de un promontorio
llamado «Punta Gorda», que formaba el agudo cabo que cierra
la ensenada de «CIará». Sus dueños venían a ocuparla durante
los meses de verano, celebrando fiestas diaria~ente y orga-
nizando cacerías y pescas por todo el litoral, especialmente al
doblar la «Punta Gorda», donde está la playa de «La Agilada»,
tranquila siempre, profunda y transparente hasta su mismo
fondo. Eran gente alegre, que traían muchos amigos, y se di-
vertían sanamente. Hacía muchos años que ya no venían, y la
casa permanecía cerrada, al cuidado de un peón que vivía en
uno de los pabellones detrás de la casa. El abandono la había
desmejorado mucho, bajo el rigor de la lluvia y la brisa del
mar. Recordaba haber subido, cuando niño, hasta la casa aque-
lla, de la que los vecinos contaban maravillas. Revivía en su
mente la impresión de asombro que sufrió al sentirse junto
a aquella casa tan grande y tan hermosa. Cuando acompañando
a su padre, en el cayuco, mar afuera, atravesaba la ensenada,
el viejo le decía, apuntando con su dedo: -Aquella casa es
muy grande y muy rica... es un palacio...
y el abogado hablaba, sin cesar. Explicaba que el sueldo
que le ofrecía compensaría el relativo abandono en que ten-
dría que dejar su conuco; que podría habitar uno de los pabe-
llones, detrás de la casa, y utilizar los servicios de alguna
mujer que le preparara las comidas y le lavara la ropa. Sin
esperar la respuesta de Trigarthon, puso en sus manos un
rollo de billetes de banco, para que atendiera los primeros
gastos. Debía ir al día siguiente a ocupar su puesto.
Cuando se quedó solo, quiso calcular el alcance del paso
que acababa de dar, y se arrepintió de haberlo dado. Sentíase
culpable por su debilidad. Tendría que abandonar su conuco,
cerrar el bohío, descuidar las nasas, alejarse de aquella here-
dad donde había vivido su abuelo el pastor Sitermann Milord
Rymer, su padre Adom y donde había pasado él toda su vida.
Ahora se vería siempre rodeado de extranjeros, él, que tan
tímido era junto a personas desconocidas, que amaba tanto
la soledad, el silencio de su casa pequeña y tan querida, junto
al mar, bajo la fresca sombra de los cocoteros. ¿Y sus ani-
males? ¿Qué iba a ser de la vieja vaca, tan buena criadora,

22
que le daba leche diariamente y un becerro todos los años?
!Cómo dividiría su tiempo, para atender su nuevo trabajo sin
abandonar lo suyo, lo que realmente era suyo, la herencia de
sus padres? Sintió impulsos de tomar el cayuco e irse a Sa-
maná, para alcanzar a aquel hombre y decirle que no, rotun-
damente. Pero no tuvo fuerzas para hacerlo. Le faltó deci-
sión.
Atardecía. Ya no llovía. Sacudiendo la cabeza, como para
ahuyentar todos aquellos pensamientos, se quitó la ropa, y se
tiró de golpe en el mar, zambullendo y resoplando, como un
tiburón enardecido.
Y allí estaba ahora, desnudo y lustroso, de pie, sobre la
arena, frente a su mar querido, mirando al cielo, como una
gran estatua de pulido bronce. Allí estaba, erguido en la sole-
dad de la tarde moribunda, sin poder pensar, como la imagen
de un coloso de ébano, mientras las olas lamían sus pies inmó-
viles y la brisa jugueteaba entre los pelos de su cuerpo. Aca-
baba de terminar la mañana de su adolescencia, y se le venia
encima la adultez, cargada de incertidumbres y de asombros.
Allí estaba el hijo de los Rymer, el hombre-niño, el negro de
Jos ojos azules, virginal y honesto, amigo de la soledad, com-
pañero de las olas del mar, enfrentándose a un nuevo capí-
tulo de su vida, cuyas misteriosas páginas se abrían ante sus
ojos con inquietante vastedad.
Allí estaba ahora, el Solitario del Mar, desnudo y lustroso,
de pie sobre la arena, como una negra roca, mientras en el
horizonte se anunciaban rutas nuevas, cargadas de sorpresas,
y el destino lo ponía en manos de unos hombres que vendrían
desde los otros confines de la tierra, para bautizarle de nuevo
Con el extraño nombre de ... ¡El hijo de Poseidón!

23
11

«ANADEL»

El cayuco iba como disparado, sobre la tersa superficie


del mar, inmóvil como una lámina de pulido estaño. Apenas
producía un rumor leve el par de remos al tocar el agua, im-
pulsando al bote con la elegante y majestuosa velocidad de
un cisne. Eran las cinco de la madrugada y Trigarthon remaba
con todo el vigor de sus brazos poderosos. Se había dado
algunos chapuzones en el mar, al levantarse. como solía ha-
cerlo. Luego vistió su mejor pantalón y se llevó en el bote
la camisa y los zapatos que se pondría al llegar al término de
su viaje. Iba hacia «Anadel», la «casa grande», en el fondo
de la ensenada de Clará. En la noche apenas había dormido
algunas horas, inquieto y desvelado por los acontecimientos
de la tarde anterior. Llevaba en el bolsillo el dinero que le
había entregado el abogado, aquel señor cuyo nombre olvi-
dara ya. Había optado por no pensar mucho: la conformidad
acabó por inundar su espíritu, convencido de que las cosas
sucedían porque sí, sin que pudieran ser cambiadas por la
voluntad del hombre. No se sintió con fuerzas suficientes
para analizar lo que había acontecido el día anterior, y de-
jaba que su mente, con pensamientos superficiales y vagos,
se recreara con ideas agradables acerca de lo que le reser-
vaba su nueva situación. Aquel encadenamiento inesperado de
sucesos le había dejado un poco aturdido, sintiendo una rara
alegría, que era como una maliciosa curiosidad ante lo que le
venía encima. Hasta creyó notar un nuevo ritmo en el movi-
miento de los remos, mientras el cayuco avanzaba, tocando
apenas la superficie de las aguas. Se inquietaba al descubrir
que sonreía, sin motivo aparente alguno, mientras sus brazos
y su torso, su cuerpo entero casi, se balanceaban armoniosa-
mente, para apenas dar a los remos un ligero movimiento
horizontal, con inalterable compás.

24
Parecía que iba a llover. El cielo estaba completamente cu-
bierto con una capa gris que ocultaba las primeras luces del
sol madrugador, pero ya el mar brillaba como si estuviese
iluminado desde el fondo. Conocía palmo a palmo aquella en-
senada, llamada CIará, en el lado occidental de la enorme Bahía.
Era un violento hueco que se formaba en la costa, como un
enorme embudo, limitado al Oeste por el cabo de «Punta Gor-
da» y en el otro extremo por el abrupto promontorio de «Pun-
ta Lirio». En el fondo mismo de la Ensenada de CIará había
otra pequeña ensenada, casi diminuta, llamada Anadel, corrup-
ción del nombre del colono francés Arandelle que tuvo allí su
hacienda y que huyó cuando la invasión haitiana. La diminuta
cala tiene forma de herradura, cerrada, protegida afuera por
arrecifes que impiden la entrada de tiburones y aminoran el
oleaje cuando se producen vientos fuertes. La playa es de
arena blanca, limitada al fondo por un cerro que se proyecta
hacia el mar formando el cabo de Punta Gorda, cortado casi
verticalmente. Arriba, la explanada se extiende tierra adentro,
como un altiplano. Desde la playa se sube al cerro por una
escalera labrada toscamente en la piedra, de anchos peldaños
que hace fácil el ascenso. Por el lado del Este puede subirse
también por una trocha entre la maleza.
Trigarthon conservaba un recuerdo borroso de la casa, y
del kiosco que estaba en la punta del cerro que se internaba
en el mar. Eran recuerdos fugaces que pasaban por su mente
mezclados con la imagen de su abuelo y de su padre. Y él iba
hacia esa playa, donde estaba la casa grande, en la cual iba a
vivir ahora. Todo le parecía un sueño. A través de las prime-
ras luces de la madrugada, se vislumbraba la edificación. Su
mente se poblaba de fantasías al pensar en ella, y divisarla ya,
borrosa, en el fondo de la ensenada. Aquel recuerdo le atraía
con misterioso encanto. Toda su niñez estuvo saturada con la
visión de aquella casa que, en boca de la gente campesina, al
canzaba caracteres de palacio encantado. Se decía que era
enorme y hermosa y que en ella podían vivir cómodamente más
de treinta personas. Estaba edificada sobre la cima del cerro
que servía de fondo de la ensenada. En ella habían vivido pero
sonajes que en la mente de los pescadores resultaban como
príncipes o reyes de cuentos de hadas. Primeramente Monsieur
Arandelle, su constructor original. Después fue Mansión o For-
taleza de las autoridades extranjeras que ocuparon el país a
principios del siglo XIX. Durante todo aquel tiempo había sufrí-
do alteraciones. Tuvo que ser reparada, casi reconstruida, cuan-

25
tas veces los ciclones tropicales la hicieron pedazos con la furia
de sus vientos endemoniados. Cuando Trigarthon la conoció,
de niño, ya era propiedad de una familia rica, cuya cabeza era
el jefe político de toda la provincia. Ahora iba a ser recons-
truida de nuevo, después de muchos años de estar cerrada y
abandonada. ¿Para qué la iban a reconstruir? ¿Quién la viviría
ahora? Apenas podía colegido por algunas palabras sueltas del
abogado. «Vendrían unos extranjeros a ocupar la casa, tan
pronto estuviera reparada y amueblada.» ¿Quiénes serían aqueo
llos hombres, para cuyo bienestar iba Trigarthon a trabajar?
Su cerebro se colmaba de menudas ideas y recuerdos, que no
lograba hilvanar, y que se mantenían dispersos y confusos en
el fondo de su mente límpida y serena.
Sorprendido, de repente se dio cuenta de que sus brazos
habían dejado de remar y que el bote estaba completamente
inmóvil sobre las tranquilas aguas. No podía comprender su
conducta. ¿Por qué no continuaba remando? ¿Qué lo hacía
vacilar en su camino hacia la «casa grande»? ¿Sería mejor, tal
vez, devolverse y continuar como antes, en su choza, libre,
sin amos ni obligaciones? Había sido feliz en su pobreza y en
su soledad. Ahora iba a vivir entre muchos hombres, descono-
cidos todos. ¿Qué sería mejor? Una fuerza misteriosa le obli-
gaba a retardar su llegada a «Anadel», hacia donde se enea-
minaba fatalmente. Podía no llegar nunca, y volverse a su
choza, donde reinaba como las aves en el cielo, como los peces
en el mar. Comprendía que si seguía remando algunos minutos
más, llegaría irremediablemente, y su vida cambiaría de mane-
ra total, como de la noche al día. Se sentía conturbado. Conti-
nuaba con los remos en alto, mirando en todas direcciones,
como buscando un camino, otro camino, tal vez. Recogió los
remos y dejó que su cuerpo se deslizara horizontalmente, ocu-
pando casi todo el largo del fondo del cayuco. Así permaneció
un tiempo indefinido, mirando el firmamento y vislumbrando,
en la nebulosa madrugada, los borrosos contornos de la en-
senada.
¡Qué hermosa era la Bahía! ¡Qué maravillosa la Ensenada
de Clará! Se la sabía de memoria. Conocía con asombrosa
exactitud los lugares donde abundaban los más variados peces.
Podía enumerar con detalles minuciosos todos los islotes y los
cayos, desde el más grande al más pequeño. Había navegado
entre ellos, desde su niñez, salvando obstáculos y peligros, como
si fuera un pez, ansioso siempre de aventuras y sorpresas. El
mar, su mar tan querido, era como un órgano más de su

26
cuerpo, como un complemento de su existencia. Le quería así,
sereno a veces, furibundo otras, siempre hermoso y abierto
como una flor. Ahora podía distinguir las blancas arenas del
fondo, en la terrible profundidad de las aguas, pobladas con
una extraordinaria multitud de peces y formas vivientes que
se agitaban sin cesar y cuyos vivos colores irradiaban gloriosa-
mente desde la profundidad de las aguas.
[Cómo adoraba aquel mar, a pesar de las malas jugadas que
se había gastado con él, cuando se producían los terribles
«temporales», las violentas «turbonadas», en los meses de oto-
ño! Aquella mansedumbre se convertía de repente en un in-
fiemo. El cielo y el mar adquirían súbitamente un color casi
negro, que infundía pavor. Las aguas rugían como si fuesen
furiosos animales, mientras caía una lluvia violenta y gruesa
y reventaban los relámpagos y los rayos incendiándolo todo
por un instante con terribles fulgores. Varias veces había su-
frido los rigores de aquellas turbonadas, en pleno mar, solo en
su cayuco, sin más defensa que su par de remos y el coraje
de su pecho. Eran momentos terribles que parecían eternos y
durante los cuales la única esperanza estaba en sus brazos,
mientras el bote era juguete de las enfurecidas olas. Había
que hacerle frente a la embravecida masa de agua con la proa
erguida, y subir, con la ola, para caer de nuevo en el' abismo,
experimentando la sensación de 'tocar el fondo. Y así, hasta
que Dios quisiera. Llegaban sin anunciarse, las terribles tur-
bonadas. Duraban una hora, dos, y al volver la calma, salía
de nuevo el sol, retomando todo a la normalidad, cómo si nada
hubiera sucedido.
Se sentó, de repente, y agarrando fuertemente los remos
comenzó a avanzar, casi con furia. Ya Anadel se distinguía
claramente, con su diminuta playa, cubierta de arenas blancas.
Ya podía ver la casa, erguida sobre el cerro, como una anciana
temblorosa que agitara su enorme cuerpo al impulso de la
brisa. A la izquierda, sobre la punta saliente del cerro, estaba
la ruina del kiosco, que había sido como un observatorio y
desde el cual se dominaba toda la extensión de la ensenada.
Continuaba remando, con todo vigor, y el golpe repentino de
la quilla en las arenas, le indicó que había llegado.
Saltó a tierra y amarró el cayuco en el ruinoso muelle.
Miró a su alrededor. Oyó los ladridos de un perro que se acero
caba. Después vio a un hombre que bajaba por ía escalera de
piedra. Sintió que se le oprimía el corazón... El Solitario de)
Mar acababa de perder su soledad.

27
* * *
Conocía al hombre que bajaba de la casa pero no podia
recordar su nombre. Se le acercó y le saludó. Era el guardián
de la casa. Le dijo que había sido informado de su llegada
y lo invitó a subir. Escalaron la cuesta, por los toscos y anchos
escalones labrados en la roca y llegaron a la explanada donde
estaba la casa. Trigarthon la miró, queriendo tocarla con
sus manos. La encontraba enorme. Desde lejos no podía adivi-
narse su tamaño. Ahora. vista de cerca, parecía descomunal.
Una ancha galería rodeaba los dos pisos. Era toda de madera
y estaba tambaleante, por la vejez y el abandono. En el primer
piso había grandes salones y muchas habitaciones y depen-
dencias. En el segundo piso estaban las salas y cuartos. A pesar
de su estado ruinoso, los muebles aparecieron de un lujo ex-
traordinario a Trigarthon. Todo iba a ser reconstruido, sin
alterar las formas originales. Traerían muebles nuevos y ven-
drían muchos artesanos y maestros de obra desde el extran-
jero, para convertir aquella ruina en un palacio. Así le expli-
caba el guardián, mientras Trigarthon le seguía, mudo de asom-
bro, escuchando sus palabras y mirándolo todo, como en una
pesadilla. Luego vendrían a vivirla unos hombres muy ricos,
que llegarían de Europa tan pronto los trabajos de reconstruc-
ción hubieran tocado a su fin. Bajaron y pasaron al patio,
donde estaban los kioscos para la servidumbre. El guardián,
que ocupaba el mayor, mostró a Trigarthon el que le había
sido asignado, y donde él viviría a partir de ese momento.
Tenía dos habitaciones y un cuarto de baño, un armario, dos
camas y algunos muebles más. Al mirar todo aquello, experi-
mentó una extraña sensación, mezcla de miedo y placer. Iba a
vivir en aquel pabellón, que comparado con su choza parecía
una cosa de encantamiento. Nunca lo hubiera soñado. ¿Por qué
lo habían escogido a él? ¿Cuál sería su trabajo? Tendría
.que 'aprender cosas nuevas y tratar con gente desconocida, él,
que tanto amaba la soledad y el silencio. Se sintió inquieto y
asustado. ¿Por qué no volver a su choza, y continuar viviendo,
como antes? Pero ya era tarde. Puso en el armario la poca ropa
y otras cosas que había traído. Miró a su nuevo compañero de
trabajo, sonrió, y le preguntó, con la mayor candidez:
-¿ y ahora, qué tengo que hacer?

* * *
28
Algunos días después comenzaron a llegar lanchones caro
gados de muebles y materiales de construcción. Vinieron in-
genieros, maestros de obra, capataces, albañiles, carpinteros y
peones, y empezó el trabajo. En total eran como treinta hom-
bres y diez o doce mujeres, que lavaban y cocinaban. La mayor
parte regresaba al cercano pueblo todas las tardes, para volver
temprano al otro día. Otros dormían en las dependencias de
la casa, o en la casa misma, sobre el piso, entre cajones ~
trastos. Había transcurrido una semana, y ya Trigarthon ert
amigo de todos. Le habían asignado el puesto de capataz ~
su trabajo consistía en ir de un lugar a otro organizando los
materiales en su calidad de guarda-almacén, debiendo contro-
lar la entrega de los materiales, mediante «vales» firmados por
los maestros de obra. Un día, casi al amanecer, llegó el abo-
gado. Vino en un bote grande, de motor. Trigarthon le miró,
casi con afecto, como a un viejo conocido, pero el hombre apeo
nas se fijó en él, sin dirigirle la palabra. Daba órdenes y dís-
cutía con los ingenieros. Aquello era un bullicio enorme, que
los primeros días conturbó un poco a Trigarthon, acostum-
brado a la tranquilidad y al silencio. Luego se habituó, y ya
sentía alegría cuando al despuntar la aurora comenzaba el mar-
tilleo y las voces de los trabajadores.
¡Qué hermosa era la naturaleza en aquel pedazo de tierra!
Trigarthon se sentía satisfecho y contento en su nueva vida,
sobre aquel cerro, desde donde admiraba el conjunto de toda
la ensenada. Las noches eran frescas, acariciadas por la brisa
del mar, y los días llenos de alegría y de nuevas sorpresas
cada vez. Sobre aquel cerro, el sol parecía tener más luz. Era
una luminosidad transparente, que se exaltaba con el azul del
cielo y el verde de los árboles. Era alada y sutil, aquella luz,
que lo invadía todo, y que daba la sensación de penetrar hasta
el fondo mismo de la tierra. La fresca brisa acariciaba como si
tuviera manos amorosas y el rumor del mar era como una can-
ción, sin comienzo ni final. El aire olía a frutas y a flores. Los
árboles se poblaban de pájaros cantores que llenaban el amo
biente con sus trinos. Al canto de los trabajadores se unía el
martilleo y el ruido de las sierras y las herramientas de trae
bajo. Trigarthon se entusiasmaba en este nuevo ambiente. Se
sentía con ganas de cantar. Era algo nuevo en su vida, tan dis-
tinto a la soledad de su choza, abandonada ahora allá abajo,
en el otro extremo de la ensenada. Su alma, habituada al silen-
cio, se desbordaba en torrentes de afecto hacia todas aquellas
personas. A veces sentía la nostalgia de su antigua soledad, y

29
en las noches le apretaba el corazón un sentimiento de profun-
da melancolía. Pero siempre terminaba por anhelar que vol-
viese el día, con 'Sus afanes y su sol y su luz y el bullicio de
sus compañeros de trabajo. Al atardecer, cuando casi todos se
iban, bajaba corriendo hacia la playa y se arrojaba al mar, con
renovada alegría, sintiéndose volver a su vida anterior, satu-
rándose el espíritu con las plácidas reminiscencias y los gra-
tos y queridos recuerdos de su pasado.
En el trabajo ya todos le querían. Complacía a cada uno
con sus; atenciones y su natural cordialidad. Las mujeres que
venían diariamente a hacer la comida y otras faenas, le llama-
ban con cualquier pretexto, para conversar con él. Experimen-
taba un profundo deleite al saborear aquellas comidas, tan
distintas a los primitivos cocinados que él mismo se hacía
cuando vivía solitario en su bohío, con el resabioso mar y al
incomprensible cielo como únicos amigos. Cuando en la noche
volvía la calma, su mente se poblaba de alarmantes pensamien-
tos. Repasaba sus recuerdos y se hacía preguntas inquietantes.
¿ Qué iba a ser de él cuando terminasen los trabajos y todos
fueran despedidos? Por los rumores que circulaban entre los
obreros sabía que el grupo de extranjeros que vendría a ocupar
la casa traía numerosos sirvientes y empleados. Tendría que
volver a su choza, levantar de nuevo las siembras en su conuco
y reanudar la rutina de su antigua manera de vivir. Tales pen-
samientos conturbaban su ánimo y llenaban su espíritu de
ansiedad.
Ahora el abogado venía muy a menudo. Una tarde lo buscó,
para preguntarle acerca del trabajo. Le pareció que le hablaba
con cariño, con tono diferente a como lo hacía con los otros
empleados. Desde entonces, cada vez que llegaba, se hacía
acompañar por Trigarthon, teniéndole siempre a su lado du-
rante el tiempo que pasaba en el trabajo y haciéndole enco-
miendas y recomendaciones relacionadas con la obra.
Un día llegó el segundo cargamento de cajas. Este era mu-
cho más grande que los anteriores. También llegaron más arte-
sanos, especialmente plomeros y electricistas. Las cajas se trans-
portaban desde Samaná en lanchones chatos, arrastrados por
botes de motor. Se comenzó la construcción de una torre y la
instalación de un tanque, así como de un gran motor a la orilla
del arroyo de Clará, detrás del cerro, donde levantaron una
amplia caseta sobre base de concreto para fijar el motor des-
tinado a producir corriente eléctrica y bombear agua hasta
la casa y sus dependencias. Los trabajos avanzaban con ex-

30
traordinaria rapidez. A medida que se terminaba la pintura
interior de los cuartos, se abrían las cajas y se iban colocando
los muebles correspondientes a cada habitación. En las tres
piezas destinadas a cocinas, se colocaron grandes estufas, neo
veras y una extraordinaria cantidad de artefactos de cocina.
En el fondo del patio se había levantado un martillo con cinco
habitaciones para el servicio.
Ya Trigarthon conocía de memoria la distribución de la
casa. En la planta de arriba había un gran comedor, en el que
se instaló una mesa con capacidad para veinticuatro co-
mensales. Hacia el fondo, se arregló un amplio cuarto, con
gran cantidad de libros y muchos escritorios, muebles y alfom-
, bras que Trigarthon no se cansaba de admirar. A ambos lados
del pasillo central, estaban los dormitorios, tres de cada lado,
cada uno con su correspondiente cuarto sanitario. La planta
de abajo tenía dos salones muy espaciosos, un comedor muy
amplio también, cuatro dormitorios y varias despensas. En
los balcones se colocaron toldos y se acomodaron muebles,
especialmente sofás, hamacas y otros tipos de sillones para el
descanso. El viejo kiosco que estaba sobre la punta del cerro,
en el promontorio al borde del barranco que daba sobre el
mar, fue destruido y en su lugar se construyó otro nuevo,
más grande, y todo cubierto con una tela metálica que lo pro-
tegía de los mosquitos y demás insectos molestosos. Sólo falo
taban muy pocos detalles para que la casa estuviese lista ya
para ser ocupada. Estaba transformada. Al ampliarla, conser-
varan, sin embargo, el aspecto que tenía anteriormente, de
casa de campo, apartamento rústico. En el interior fue donde
se hicieron cambios asombrosos, convirtiéndola así en una man-
sión señorial.
Sólo quedaban trabajando muy pocos artesanos cuando co-
menzaron a llegar los sirvientes. Eran tres cocineros, dos ma-
yordomos y cinco sirvientes. Uno de los mayordomos parecía
ser el jefe de todos. Se instaló en una de las habitaciones de
la planta baja y comenzó a dar órdenes. Se expresaban en
francés pero casi todos hablaban inglés y dos de los sirvientes
hablaban el español bastante bien. El mayordomo en jefe llamó
un día a Trigarthon y le dijo:
-Dentro de pocos días llegará nuestro señor con sus invi-
tados. Tú te quedarás aquí y seguirás viviendo en el pabellón
que ocupas en el patio. Tu principal ocupación será atender
los botes y los enseres de pesca pero harás además cualesquie-
ra otras cosas que se te encomiende. Tendrás doble sueldo del

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que has tenido hasta ahora. El segundo mayordomo te dará
la ropa que sea necesaria. No debes nunca dirigirte a los se-
ñores, sino contestar cuando ellos te hagan preguntas. Tu de-
ber es callar siempre.
Habló lentamente, en inglés, acentuando cada palabra, y
Trigarthon se complació al darse cuenta de que lo compren-
día todo, a pesar de que, desde la muerte de su padre hacía
diez años, hablaba con su madre en español. Solamente las
oraciones las hacían en inglés y los antiguos cantos del him-
nario Metodista, que no había vuelto a usar desde la muerte
de su madre, y que había dejado olvidado, allá, en su bohío.
Todos estos pensamientos cruzaron velozmente por su mente,
estando todavía el mayordomo frente a él, esperando su res-
puesta. Le contestó en inglés, aceptando, y pidiéndole permiso
para ir a su casa por dos días, a vender la vaca y el becerro.
Cuando regresó, la casa estaba silenciosa. Cerca del muelle,
que había sido reconstruido, habían levantado una especie de
caseta de observación y un almacén para guardar los botes.
En la caseta encontró a un hombre alto, con polainas y casco
de tela, recostado en un sillón de playa, leyendo. Al verlo
llegar en su cayuco y atracar al muelle, se puso en pie, rápida-
mente, y lo detuvo, preguntándole qué deseaba. Le contestó
diciéndole su nombre y explicándole que trabajaba en la casa.
El hombre sonrió y hablándole en inglés le dijo que podía ama-
rrar el bote y subir, por el camino de atrás, hasta su kiosco,
en el fondo del patio. Al ascender por la empinada trocha, vol-
vió la cabeza y vio que el inglés lo seguía con la mirada, luego
éste le hizo una seña cariñosa con la mano y se acomodó de
nuevo en su sillón. La mente de Trigarthon era muy sana, pero
no tanto como para no haberse dado cuenta de que aquel hom-
bre era un policía extranjero, vestido de civil. Pudo advertir el
bulto del revólver, debajo de la chaqueta, y la corta, pero ma-
ciza fusta que llevaba en la mano, sujeta a la muñeca por
una cadena casi imperceptible.
Al llegar a su kiosco lo encontró cerrado con llave. Se
quedó perplejo un rato. Al poco salió de la casa uno de los
sirvientes y le dijo que el mayordomo deseaba verlo. Acompa-
ñado del sirviente entró en la casa. Todo había cambiado. El
orden y el silencio eran extraordinarios. Tocaron en la puerta
de una de las habitaciones de la planta baja y entraron. El sir-
viente lo dejó. Era una especie de oficina y detrás del escri-
torio estaba el segundo mayordomo quien, sin saludarlo sí-
quiera le dijo:

32
-Los señores llegan dentro de algunos días. A partir de
hoy usted no podrá entrar a la casa sino cuando sea llamado.
Cuando los señores le dirijan la palabra, limítese a escuchar
respetuosamente, manteniendo el cuerpo erguido, y sin mo-
verse. Conteste siempre: sí señor, o no señor, según el caso.
Nunca sonría ni se ponga a escuchar lo que conversan los
señores.
Hablaba en inglés, lentamente, y miraba a Trigarthon a los
ojos, como si fuera un oficial dirigiéndose a un soldado. Era
un hombre alto, seco, vestido de negro, con una calva que le
llegaba hasta la mitad de la cabeza. Al compararlo con el pri-
mer mayordomo, Trigarthon encontró que aquél era más hu-
mano, menos desagradable. El hombre continuó dándole ins-
trucciones.
-Aquí tiene la llave de su pabellón. Encontrará ropa nueva,
para que. pueda cambiarse y estar siempre limpio. Le confirmo
lo que ya se le había dicho: usted tendrá a su cargo el cuidado
de los botes; ya han llegado algunos y luego llegarán otros,
y de los aperos e instrumentos de pesca. Debe mantenerlo todo
limpio y brillante. Tenga usted la llave del almacén donde se
guardan los botes, allá abajo, en la playa, cerca del muelle.
Usted es responsable de todo lo que hay en él. Para su tra-
bajo en el mar, deberá usar camiseta blanca y pantalón corto.
En las otras ocasiones, vestirá saco y pantalón azules. Echará
la ropa usada en un canasto que se ha puesto debajo de su
cama y el lavandero la recogerá cada dos días. Debe siempre
obedecer lo que le ordene el señor que encontró en el muelle:
es el detective privado de la casa. Dentro de este sobre está el
dinero de su sueldo correspondiente a la quincena que vence
mañana. Puede retirarse.
Al lIegar al kiosco lo encontró todo cambiado. Le habían
puesto cama nueva, con mosquitero. En un ropero había ocho
pantalones de dril azul y más de una docena de pantalones
cortos, del mismo material, que le llegaban a medio muslo, y
muchas camisetas blancas. La ropa interior era abundante
y de buena calidad. También encontró dos pantalones cortos
de baño y varios pares de pantuflas de goma. Pensó que todo
aquello era un sueño. Se acostó y decidió no pensar, para evi-
tar que el atropellamiento de sus ideas le hiciese reventar la
cabeza. De repente el sonido violento de un timbre, sobre el
espaldar de la cama, le hizo dar un salto. No supo qué hacer.
Al fin abrió la puerta y salió. Se encaminó a la casa. Al llegar,
desde una ventana que daba al patio un sirviente le dijo, en

33
español, que por órdenes del mayordomo debía estar en l? .asa
de botes, lustrando los metales. Bajó. Abrió el almacén :1 en-
contró dos botes grandes de motor, y uno de remos, y colgados
de las paredes una variedad extraordinaria de redes, an-
zuelos, varas y diversos menesteres de pescar. Leyó las ins-
trucciones que había en los tarros y frascos, y se puso a bru-
ñir los metales de las embarcaciones. Anochecía cuando sonó
un timbre. Sin comprender lo que aquello quería decir, apagó
la luz, cerró el garaje y se encaminó a su kiosco. Cuando iba
a entrar, lo alcanzó un sirviente y le dijo que pasara al come-
dor de los sirvientes, que iban a servir la cena.
A las once de la noche, cuando el segundo mayordomo en-
tró en la oficina del primero para rendirle cuenta de los suce-
sos del día, tuvo lugar el siguiente diálogo:
-El negro provocó un incidente. A las nueve de la noche
bajó al muelle, se desvistió y se tiró al agua. Lanzaba bufidos
y nadaba y zumbullía como una marsopa. Me lo informó el de-
tective, que quiso impedir que lo hiciera, pero el negro insis-
tió y dijo que si le prohibían su baño en el mar antes de acos-
tarse, abandonaba el cargo y se iba inmediatamente a su casa.
Tendremos que sustituirlo.
-Es necesario tolerarlo -contestó, con voz firme el primer
mayordomo-. El abogado ha dicho que es insustituible, por-
que conoce palmo a palmo la Bahía, es honrado y trabajador,
y porque habla inglés. Olvide el incidente y sea benévolo con
él. Además, no le llame «el negro». Tiene su nombre. Se llama
Trigarthon.

* * *
Quitó el mosquitero y lo tiró al suelo. Aquello producía calor
y le quitaba aire. Abrió las dos ventanas del kiosco y se acos-
tó. Se sentía irritado e incómodo. Le habían querido prohibir
su baño nocturno. Se iría mañana. Además, aquello le parecía
un cuartel de soldados. Durante la cena, en el comedor de los
sirvientes, todos parecían mudos. No tomaban agua, sino vino,
que él se negó a probar. Le pareció que su presencia moles-
taba. Se levantó de madrugada y recogió las cosas que había
traído. Bajó a la playa, echó su cayuco al agua y comenzó a
remar, rumbo a su casa. Todavía brillaban algunas estrellas
en el cielo. El mar estaba tranquilo. Tenía la cabeza cerrada a
todo pensamiento. El golpe de los remos sobre las quietas
aguas le iba despertando poco a poco de su aturdimiento. Sin-

34
tió deseos de volverse. Le pareció que había hecho mal. Pero
una fuerza irresistible le empujaba hacia su casa. Su choza
estaba al fondo de la desierta playa entre las aldeas de Careo
nero y Los Yagrumos. Estuvo remando una hora, durante la
cual su cayuco se deslizó velozmente. Parecía que sus brazos
tuvieran más fuerza que nunca. Al llegar arrastró el bote sobre
la arena y se echó al suelo, boca abajo, agotado de cansancio.
Sentía cómo el suave oleaje lamía sus pies. Y se quedó dor-
mido.
Un ruido lejano lo despertó. El sol le daba de Ileno en la
cara. Calculó que ya era mediodía. El ruido se acercaba. Com-
prendió que era un bote de motor. Vendrían a buscarlo. Pensó
en salir huyendo, pero ya el bote estaba ahí, tripulado por dos
marineros de Samaná, conocidos suyos, y traían al abogado.
I'rigarthon respiró, aliviado, y fue a ayudarlo a salir del bote.
-¿Qué ha sucedido? -preguntó el abogado.
Trigarthon no se había percatado de que a su lado estaba
tirada la ropa y el dinero que había traído, y contestó, atur-
dido y confuso todavía:
-Parece que al llegar me dormí... El viento...
-Tienes que volver. El mayordomo me explicó lo sucedido.
Ha sido un mal entendido. Desde ahora harás lo que quieras.
No estarás sometido a las reglas de la casa. Serás independien-
te. Solamente utilizarán tus servicios cuando salgan a la mar,
en Jos botes. Tú serás el guía, porque conoces bien la Bahía y
sabes dónde están los bajíos y los cayos. Si no quieres comer
con los sirvientes, puedes hacerlo donde quieras, o te llevarán
la comida a tu kiosco. He hablado mucho de ti con el profe-
sor, y quiere conocerte. Es un hombre muy importante y te
gustará conocerlo. Es agradable y simpático, y serán buenos
amigos. Llegará dentro de dos días. Vuelve conmigo, no me
hagas quedar mal...
Se quedó mirándole, y la confianza volvió a su corazón.
No contestó una sola palabra. Fue hacia el cayuco, lo amarró
de la popa del bote motor y salieron, rumbo a la casa de
Anadel.
Cuando llegaron, el detective se estaba bañando, solo, en la
pequeña playa de Anadel, debajo del recién construido muelle.
Mientras el abogado subía por la escalera de piedras, hacia la
casa, Trigarthon amarraba su cayuco, junto al muelle. El de-
tective salió del agua, se le acercó y con un certero puñetazo
lo echó al suelo, se le tiró encima y lo arrastró hasta meterlo
en el agua y allí lo zambulló y lo zarandeaba con una fuerza

35
extraordinaria como si fuera un muñeco, mientras reía con las
más sonoras carcajadas. Trigarthon comprendió y a pesar de
que la ropa mojada le pesaba mucho, tuvo suficiente soltura
para atrapar entre sus poderosos muslos al detective y mante-
nerlo debajo del agua el tiempo que estimó necesario para do-
minarlo. Luego lo soltó y salió disparado nadando con pode-
rosas brazadas hasta que llegó a la arena. El detective salió, y
entre carcajadas le dijo:
-Está muy bien. ¡Eres un terrible tiburón de ojos azules!
Vamos a ser buenos amigos.
Aquella ocurrencia devolvió la confianza a Trigarthon. Subió
al cerro por la trocha de atrás. Entró a su kiosco, se desnudó
y se acostó en la cama, abriendo de par en par las ventanas y
la puerta. Reinaba un silencio absoluto. Parecía como si en
todo el rededor no existiera un alma viviente. Apenas se escu-
chaba el lejano ruido del motor allá, abajo, junto al arroyo de
CIará, bombeando agua hacia la casa, día y noche, sin dete-
nerse jamás. De repente advirtió que habían quitado el tim-
bre eléctrico del espaldar de la cama. Se solivió y reparó que
en un rincón del kiosco habían puesto una pequeña mesa y
sobre ella estaba una bandeja con el almuerzo: medio pollo
frito, papas, ensalada, arroz, un vaso de leche y una botella
de agua fría. Se lo comió todo y volvió a acostarse.
Las ideas daban vueltas en su cerebro, sin lograr orientar
un pensamiento fijo que le indicara cuál era su situación. Una
duda imprecisa todavía se iba forjando en su mente: ¿se pro-
ponían aislarlo o querían concederle absoluta libertad? Trata-
ba de aclarar la diferencia entre esas dos situaciones, pero no
podía. Su capacidad para analizar no estaba bien desarrollada
todavía. Decidió no seguir torturándose con esos pensamientos.
Había un hecho cierto, que lo ataba de pies y manos: la bono
dad del abogado. Le había tomado un gran cariño. Cuando pen-
saba en él, todas sus inquietudes se calmaban. Le había dicho
que los señores llegarían dentro de dos días. ¿Quiénes eran
esos señores? ¿Qué venían a hacer aquí? ¿Para qué habían gas-
tado una fortuna en reedificar la casa? Tenían que ser gentes
inmensamente ricas para poder tener tantos sirvientes y mue-
bles tan lujosos. Había un .barco anclado en medio de la bahía
del que no terminaban nunca de desembarcar cosas y más
cosas. ¿Por qué todo aquello no pasaba por la aduana de Sao
maná, como era lo usual con las cosas que venían del extran-
jero?
Calculó que ya era media tarde cuando sintió pasos que se

36
acercaban. Se cubrió con la sábana y se incorporó en la cama.
Era el abogado. Entró y sentándose le preguntó, con ese tono
afable que conquistaba a Trigarthon:
-¿Comiste bien? ¿Te gusta que te sigan trayendo las comí-
das aquí? Puedes dejar abierta la puerta. Los sirvientes reco-
gerán la bandeja y arreglarán tu cama. No tienes que preocu-
parte por nada. Eres libre de hacer lo que quieras. Sólo te pido
que permanezcas aquí para que acompañes a los señores cuan-
do salgan a navegar por la bahía. ¿Estás de acuerdo?
A una señal afirmativa de Trigarthon, el abogado le pidió
que salieran a dar un paseo por el mar, en el cayuco, agregan-
do que lo esperaría abajo,en el muelle, mientras él se vestía.
Trigarthon recordó las instrucciones del mayordomo, se puso
un calzón de los que le llegaban a medio muslo, una camisa
de cuello abierto y mangas cortas y unas sandalias de goma, y
bajó al muelle. Allí le esperaba el abogado. Subieron al cayuco.
Trigarthon tomó los remos y se hicieron a la mar.
El cielo estaba despejado y el mar sereno. La brisa era
leve y fresca. Los poderosos brazos del remero impulsaban el
cayuco velozmente. El abogado le pidió que redujera el im-
pulso. Luego le dijo:
-Quiero explicarte quiénes son las personas que vienen a
vivir la casa. Todos son franceses. El principal de ellos, el
profesor, como le llamamos, habla español e inglés. Es muy
rico. Ha arrendado a Anadel por dos años. El gobierno domini-
cano le está ofreciendo las mayores facilidades para su perma-
nencia aquí. Debes guardar el secreto de todo lo que te estoy
diciendo. Es ingeniero, dueño de las más grandes minas de
carbón de Europa. Es un hombre muy culto. Ha escrito varios
libros. Ahora está preparando uno relacionado con la comida.
Hace algunos años que perdió a su esposa y ha sufrido mucho.
Está cansado de civilización y de refinamientos. ¿Comprendes
lo que quiero decir? Yo le recomendé este lugar, porque aquí
se vive todavía en contacto con la Naturaleza, apartado del
bullicio del mundo, de las intrigas de la política y de las inquie-
tudes de los grandes centros urbanos. Es un hombre acostum-
brado al lujo y a las comodidades y por eso ha sido indispen-
sable hacer en Anadel los arreglos que ya has visto, pero tene-
mos que ayudarlo para que su permanencia aquí sea tranquila.
Le gusta mucho el mar, y tú serás quien lo acompañará cuan-
tas veces él quiera navegar por la Bahía. Ya se han traído dos
botes grandes de motor y vendrán marineros a manejarlos. Tú
serás el guía. Con él vienen tres amigos y una secretaria. Si

37
los curiosos te hacen preguntas, tú les dirás que son unos cien-
tíficos que están estudiando las mareas y los fenómenos del
mar. Nunca digas nada de lo que ves ni de lo que oyes. ¿ Me
comprendes? Yo vivo en la capital, pero estoy al servicio del
profesor y vendré a Anadel una o dos veces al mes. Puedes
tener confianza en los sirvientes. Te parecerán un poco rígidos
y secos. Es así como deben ser, pero en el fondo son buenos y
cariñosos. Yo estaré aquí para recibir al profesor y sus ami-
gos, hasta dejarlos instalados.
Ya empezaba a oscurecer. El abogado pidió a Trigarthon
que lo llevara a Samaná. Allí se hospedaba en la única fonda
del pueblo. Remando duro le tomaría un poco más de media
hora para regresar a Anadel. Cuando llegó, ya era noche cerra-
da, sobre la bahía, y en su mente, todo era noche cerrada,
también...

38
III

PIZZICATO EN LA BABIA

El yate amaneció frente a Anadel. La madrugada era nu-


blosa y la larga y blanca silueta de la embarcación apenas
podía distinguirse desde la costa. Comenzaban a arriar el ve-
lamen. Desde el observatorio del kiosco el mayordomo seguía
las maniobras con un catalejo. La servidumbre esperaba en
el muelle, con paraguas y capas impermeables. El barco estaba
inmóvil. Luego se escuchó el ruido de las máquinas y de las
hélices y la elegante nave comenzó a avanzar, lentamente, acer-
cándose a la costa. Todos seguían con atención su lento nave-
gar; se inmovilizó de nuevo y al fin echaron las anclas. La mar
estaba tranquila y el silencio sólo era interrumpido por el rui-
do de las cadenas que anunciaban el descenso de los botes. El
mayordomo bajó al muelle. Ya los botes con los pasajeros
navegaban hacia tierra.
En ese momento cruzaba frente a la costa una canoa tripu-
lada por una mujer, que remaba con gran vigor. El primer
bote de motor que se acercaba a la orilla levantaba fuertes
oleadas que hicieron tambalear a la canoa. La mujer, que se
había puesto de pie, estuvo a punto de perder el equilibrio.
Luego siguió remando, alejándose de los botes que venían des-
de el yate, para evitar las marejadas. Se detuvo a cierta dis-
tancia y poniéndose de nuevo en pie miró largo rato el desem-
barco de los pasajeros. Iba vestida con pantalones largos y en
la cabeza llevaba un sombrero de cana. A no ser por el largo
pelo que le caía sobre las espaldas, se le hubiera tomado por
un hombre. Luego reanudó su camino, hacia Samaná.
Ayudados por los marineros del yate, cinco pasajeros baja-
ron a tierra. Uno de ellos, que parecía ser el principal, saludó
a la servidumbre con un -movimiento de cabeza y una sonrisa.
Al mayordomo le tocó el hombro con su mano enguantada. Al
ver al abogado Vergara, fue hacia él y le estrechó la mano; a

39
Trigarthon, que estaba retirado del grupo de los sirvientes, lo
miró fijamente, y éste no pudo evitar sonreírle.
La vida en la mansión se inició con naturalidad. Todo es-
taba previsto. Cada huésped fue acomodado en su correspon-
diente habitación, y en ellas permanecieron hasta la hora del
almuerzo. El día había continuado nebuloso, y el mar comen-
zaba a agitarse. Todo indicaba que se iba a producir una tur-
bonada. Trigarthon bajó al muelle. Allí encontró al detective
y al abogado Vergara, envueltos en impermeables, mirando
hacia el mar. Se les acercó y les dijo:
-Es necesario que el barco se retire hacia el fondo de
la Bahía. Viene una turbonada. Por más de una hora soplarán
vientos muy fuertes. Está cerca de cayo Arenoso, que tiene
bajíos de arena a su alrededor, y puede encallar.
-¿ Cómo lo sabes? El barómetro no indica cambio alguno
-inquirió el detective.
-A las seis de la tarde habrá una turbonada -repitió Tri-
garthon. Y fue al muelle, desamarró su cayuco y lo arrastró
tierra adentro, amarrándolo de un tronco. Vergara conversó
con el detective y éste subió a la casa y regresó a los diez
minutos. Llegó a la punta del muelle y comenzó a hacer seña-
les con dos pequeños banderines. Una hora más tarde el barco
comenzó a moverse hacia el fondo de la Bahía, hasta que se
perdió de vista. El cielo continuó encapotándose y a las seis
de la tarde se produjo un violento vendaval que duró exacta-
mente cuarenta y cinco minutos. Luego todo volvió a calmar-
se, despejándose el cielo, como si nada hubiese ocurrido.
Al día siguiente el sol apareció radíoso y una suave brisa
rizaba la superficie del mar. El espectáculo era extraordinaria-
mente hermoso. Parecía que el mar estuviese cubierto por una
espumilla blanca y tremulante. Trigarthon bajó al muelle y vio
que el yate estaba de nuevo frente a ellos y que echaban un
bote al agua. Desembarcaron unos marineros que hablaron
con el detective. Este explicó a Trigarthon que iban a sacar
uno de los botes de motor porque los señores querían dar un
paseo por la bahía. Trigarthon abrió el almacén y ayudó a
sacar el bote que echaron al agua. Al poco bajaron los señores
y ocuparon la embarcación. Tenía capacidad para unas veinte
personas. Iban el profesor, sus tres amigos, la señorita, el
abogado Vergara, los dos marineros y Trigarthon, que se sentó
en la popa. El paseo duró hasta mediodía. Recorrieron gran
parte de la Bahía. De unas canastas sacaron emparedados, fru-
tas, refrescos y bocadillos para el desayuno. Hablaban en fran-

40
cés. Los marineros se guiaban de las indicaciones de Trigar-
thon, que les hablaba en inglés. Al pasar frente a cayo Alcatraz,
uno de los señores, el más joven, dirigiéndose a Trigarthon en
inglés le preguntó si podrían desembarcar un rato en el cayo
y él le contestó que había un fondeadero bastante profundo
donde el bote podría atracar pero que no había muelle y que
el desembarco era molesto y dificultoso. Decidieron ensayar.
Cuando tocaron el acantilado, uno de los marineros y Trigar-
thon saltaron a tierra sujetando el bote, ayudaron a la seño-
rita y al joven señor a saltar a tierra. Esa parte del cayo no
tenía vegetación sino que era de roca pelada y lisa. La seño-
rita se interesó en saber si era posible bañarse en la poza que
se formaba al pie de una alta roca, que parecía muy profunda
y cuyas aguas eran tan claras que se v:eían las arenas del
fondo. Trigarthon contestó afirmativamente, agregando que el
agua era muy fría y dulce, porque por el fondo desembocaba
un manantial. A las once regresaron a Anadel.
Después que almorzó en su kiosco, Trigarthon, como de
costumbre, se echó en la cama desnudo, pero esta vez cerró
la puerta. Tenía que dormir su siesta, aunque fuera media
hora. No podía. sin embargo. conciliar el sueño. Su mente era
un enjambre de pensamientos confusos. Su primer encuentro
con aquel grupo de personas le había dejado una viva impre-
sión. Durante el paseo por la Bahía, no cesaron de hablar; lo
hacían en francés; pero él pudo darse cuenta de sus nombres.
El profesor era inconfundible. Todos se dirigían a él con res-
peto y deferencia. El hombre grueso y de mayor edad era el
médico; parece que hacía chistes, porque todos se reían cuan-
do hablaba. Los dos hombres se confundían en su memoria. La
señorita se llamaba Rosina. Tenía su rostro grabado en la
mente: era muy bella y muy hermosa. Todos le parecieron
gente importante, de calidad superior. Los dos marineros del
yate que maniobraban el motor del bote, cuando se dirigían a
Trigarthon para pedirle informes sobre la ruta, lo hacían en
voz baja, como para no causar molestia a aquellos señores.
¿Por qué el destino lo había puesto a él, a Trigarthon el pes-
cador, entre aquellos seres desconocidos? Sentía como el efecto
de un impacto, pero no podía explicarse la esencia y el alcance
de aquella sensación. En su mente revoloteaba una pregunta
torturante: ¿para atender a estas cinco personas se necesitaban
los servicios de dos mayordomos, tres cocineros y cinco cria-
dos? ¿Es que no sabían atenderse a sí mismos?
Un impacto. Sí. Era el choque entre la selva y la super-

41
ciudad. Entre un espíritu simple y un grupo de almas retor-
cidas, de mentalidades activas, agudizadas por el exceso de
deleite, envenenadas de seda v de luz de neón. Y estos hombres
superdesarrollados se enfreñ'taban ahora con el corazón can-
doroso de un hombre que sabía mirar porque tenía ojos y oír
porque llevaba oídos, pero para quien los objetos y los sonidos
no tenían más que un solo valor, su valor real y natural, sin
subterfugios, sin dobleces, ni reticencias ni reservas ...
Era el encuentro entre el deterioro que produce la sapien-
cia y la suavidad de un corazón simple. Aquéllos tenían cere-
bros poderosos, estructurados en los Liceos y las Academias,
en los ateneos y las Universidades; pulidos en los museos y en
las bibliotecas donde se acumula la sabiduría; cerebros pode-
rosos, sí, pero susceptibles de fructificar en polémicas y de-
sazón y desaguar en las terribles contiendas que cubren la Tie-
rra de dolor y sangre. ¿Podrás enfrentarte a ellos, Trigarthon?
Este es el agua pura de la lluvia y la luz sana del sol. Ellos son
esa agua y esa luz transmutadas en retortas y destiladas en
poderosos alambiques hasta convertirse en ánodos y reactores,
en polos y dinamos... en moléculas rotas y átomos despedaza-
dos. ¿Podría afrontarlos? ¿No le destrozarán?

* * *
Después de cenar se reunieron todos en el balcón del se-
gundo piso, a fumar, a tomar el café y los licores. La noche
era muy clara porque el cielo estaba cubierto de estrellas y su
luz se reflejaba en las tranquilas aguas del mar. El espec-
táculo era maravilloso. El doctor Desaix, el médico, con su
sonora voz de bajo y su tono declamatorio, dirigiéndose al
grupo, dijo:
-Creo que nuestro amigo el profesor ha encontrado, por
fin, el lugar en el mundo más apropiado para escribir su tan
esperado libro. El panorama es grandioso y, principalmente,
no está contaminado. Fíjense ustedes bien en lo que digo: no
está contaminado: aquí la naturaleza es virgen todavía. Lamen-
to que hayan instalado luz eléctrica. Si yo hubiese sido el jefe
de esta expedición, hubiera proscrito todo artefacto mecá-
nico...
-¿Y con qué nos hubiéramos alumbrado durante la noche?
-preguntó, interrumpiéndole, la señorita Simoni.
-¡Ah! ¡Rosina, Rosina! ¡Siempre haciendo preguntas inoccn-
tes! ¿Quiere usted más luz que la cue irradia. ese maravilloso

42
mar? ¿Para qué se necesita la luz artificial, sino para interrum-
pir el sueño, o... el amor? Sepa usted, mi querida signorina, que
la luz del sol es tan dañina para el hombre inteligente como
es beneficiosa para los árboles y los animales. Yo me arriesgué
viniendo a pasar una larga temporada a esta isla semitropical,
no solamente para estar junto a mi amigo el profesor Croíset,
sino porque tengo el recurso de encerrarme en mi habitación
los días en que el sol ecuatorial nos castigue con su abrasadora
presencia.
-¿Es usted fotofóbico, entonces? -le interrumpió Rosina.
-Sí, lo soy, como esas prodigiosas criaturas, que sólo na-
cen, se desarrollan y viven en la penumbra y que constituyen
el regalo más preciado que los cielos han hecho al hombre
refinado.
-Se refiere usted a las trufas, naturalmente -afirmó el se-
ñor De Mers, con su acostumbrado tartamudeo.
-A las trufas y a sus hermanos, nuestro maravilloso charo-
pignon, ¡que Dios guarde!, y que abrigo la esperanza de que
merecerá un capítulo especial en el libro que prepara el profe-
sor Croiset.
-Así es -dijo éste-o Y comparto, a medias, su opinión so-
bre la oscuridad. Me agrada la penumbra. Pero la luz solar es
bella y agradable, cuando es moderada, como la que disfruta-
mos hoy. Se percataron ustedes, acaso, ¿cómo penetraba hasta
el fondo mismo de las aguas? Era una claridad limpia, casi una
fluorescencia. Tanta luminosidad es un recreo para la vista. En
cambio, y aquí es donde comparto el criterio del doctor De-
saix, es fatal para la gastronomía...
-Tenía entendido que en su obra usted usaría el término
Gastrosofía -le interrumpió el doctor Desaix.
-Hay que distinguir -replicó el profesor-o Gastronomía
es el arte de comer bien. Viene del griego: gáster, estómago, y
nomos, ley, como quien dice: leyes que rigen la alimentación.
Mientras que yo he creado en mi libro la palabra Gastrosofía
para expresar la idea de ciencia, estudio profundo, casi filosó-
fico de la necesidad y del placer de comer. Etimológicamente
gastrosofía puede descomponerse en las raíces griegas gáster,
que como hemos dicho equivale a estómago, y sophia, que sígní-
fica ciencia.
-¡Bravo! -exclamó el doctor Desaix-. Decía usted que el
exceso de sol es fatal para la gastronomía...
-En efecto, así es. Naturalmente, de manera relativa. Pero
lo que sí es cierto es que los elementos de la alta cocina, según

43
ha sido concebida durante todos los tiempos, los elementos que
forman la base de la alta cocina, repito, proceden de las zonas
templadas. El trópico es adverso al concepto de lo delicado. ¿Qué
opina nuestro amigo el abogado Vergara?
-Comparto su opinión -contestó el aludido-. Aquí mis-
mo tenemos un ejemplo a la mano: la fauna marina de toda
esta región no es gran cosa, que digamos, desde el punto de
vista culinario. La especie más abundante es un pez que lla-
man carite, de carne magra, áspera e insípida. Creo que perte-
nece a la familia de las macarelas...
-Scomberomorus macula tus -murmuró el señor De Mers.
-¡Ah! ¡Memoria prodigiosa! -exclamó el abogado Leroy,
que hasta ese momento había permanecido callado-o ¡Es una
enciclopedia ambulante!
-Es mi mejor colaborador -interrumpió el profesor- y
sin su ayuda mi trabajo se haría casi imposible. El es quien
ha organizado mis notas y el tarjetero que ha confeccionado
es una obra maestra, por su amplitud y su precisión.
-Hay una gran variedad de peces en estos mares, pero casi
todos son de carne áspera -continuó Vergara-. ¿No será que
en ellos influye la severidad del calor y de la luz solar? Sólo hay
dos especies cuya carne es pasable: el mero y el chillo. Me pa-
rece que el primero equivale a vuestro «rnérou» de las costas
del Mediterráneo. Es recomendable la lisa, que abunda cerca
de la desembocadura de los ríos y que se parece mucho al «mu-
let», Tengo el informe de un estudio muy completo que hace
pocos años hicieron unos ictiólogos estadounidenses acerca de
la fauna marina de estas islas, y les aseguro que es algo desa-
lentador. Parece que las corrientes del golfo de México arras-
tran hacia el noroeste los cardúmenes, empobreciendo las aguas
territoriales de la isla. También influye en el fenómeno lo es-
carpada que es la costa, especialmente la del Este y del Sur,
lo que hace que las aguas se mantengan agitadas y por tanto
poco propicias para la permanencia de las grandes masas de
peces pequeños, que son los que atraen a las mejores especies
comestibles. En cuanto a los crustáceos y moluscos, la situa-
ción es más o menos la misma, pero debido más bien a la falta
de iniciativa para industrializar su producción. Según el infor-
me a que me he referido, podrían establecerse magníficos cria-
deros de ostras y langostas, pero todavía nada se ha hecho y
la pesca se efectúa aun en las épocas del desove, con lo que
la cría no prospera y va degenerando y extinguiéndose poco a
poco. Quiere decir, amigos míos, que tendrán ustedes que se-

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guir consumiendo el exquisito sale, o la deliciosa truite, o el
inigualable turbot o el glorioso merlan, o las insuperables hui-
tres vertes de Marennes, y que tendrán que traerlos de Francia,
por avión expreso, arropados en hielo.
-Vive la France! -exclamó, entusiasmado el abogado Leroy.
-Permítame usted, mi querido señor Vergara, pero vaya
ponerlo en un aprieto. ¿ Qué sabe usted de la avifauna de este
país?
-Lo suficiente para desiiusionarlo. Tengo un informe del
Ministerio de Agricultura cuyos pormenores creo recordar. Sólo
vaya enumerarle las especies más importantes, desde el punto
de vista gastronómico, naturalmente.
-Tenemos un tipo de paloma silvestre, de carne oscura y
un poco áspera, pero de un gusto muy pronunciado que la hace
apreciable. Es migratoria y se ignora de dónde proviene, supo-
niéndose que hace un largo vuelo hacia la parte montañosa de
este país durante los meses de mayo, junio y julio. Hay tres o
cuatro tipos de perdices y uno o dos de codornices, así como
de otras variedades de ésa familia que aquí llaman tórtolas o
rolones, en cantidades limitadas, pero cuya carne es gorda y
suave; ya he dado instrucciones para que se les hagan suminis-
tros de estas sabrosuras. Abundaba la gallina de guinea, silves-
tre, pero casi se ha agotado. Les recomiendo un tipo de polla
zancuda semiacuática que llaman Gallareta, que abunda por es-
tas regiones y que ya tendrán ocasión de saborear. En cuanto
a patos, estamos perdidos. Las pocas variedades que existen
están degeneradas y su crianza no está organizada. Tendrán que
traer su famoso canard de Nantes y el glorioso canetón de
Rouen. Lo mismo ocurre con los pollos. Su crianza es deficiente
y el tipo que se industrializa es el usual en los Estados Unidos,
que, como ustedes saben, es algo detestable...
-Presumo, mi querido profesor, que usted habrá dado ins-
trucciones para que a este grupo de aventureros se le suminis-
tre regularmente cantidades apreciables de esa maravilla de la
culinaria universal que se llama el poulet de grain -expresó el
doctor Desaix.
-Así es -contestó el aludido-. Pero estimo que tenemos
algo superior al poulet de grain. Me refiero al poulet gras de la
región del Gresse.
El abogado Leroy interrumpió al profesor para exclamar,
con tono dramático:
-Ruego a los señores no mencionar al capón, porque para
obtenerlo hay que apelar a una crueldad intolerable; es un aten-

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tado inconcebible al mayor bien de que disfrutamos los anima-
les: la virilidad, que nos acerca a Dios, porque nos hace crea-
dores, mediante el acto más hermoso de la vida, ¡el amor!
-¡Hurra! ¡Bien por el abogado Leroy y que viva el amor!
-exclamó el Dr. Desaix, dando palmotadas.
-Llamo al orden, caballeros -dijo entre jocoso y serio el
señor De Mers-. ¡Estamos en presencia de una dama!
-¡Pero si lo que he dicho está en la Biblia! -argumentó Le-
roy-. Además, lo dije en forma muy hermosa, ¿no es cierto?
Por otra parte, Rosina es muy inteligente y demasiado culta y
sabe que nuestra charla es siempre pura.
-No se preocupen por mí, amigos míos. Soy la secretaria
del profesor Croiset y ya se podrán imaginar ustedes todas las
cosas que he tenido que pasar al papeL.. Menos mal que los
ganchos y los garfios de la taquigrafía me ayudan a no rubo-
rizarme...
-Gracias, Rosina, por la indiscreción, que me favorece, por-
que a mis años ya eso constituye un elogio. Pero escúchenme
ustedes. La medianoche ha pasado y sin embargo todos nos sen-
timos ágiles y contentos; mas, no vayan a creer que es sólo el
tabaco, el coñac y la grata conversación la que nos anima. Es
el aire nuevo y el rumor de ese mar hervoroso que parece que
platica con los millones de estrellas que cubren el firmamento.
Disfrutemos un rato más de este grandioso espectáculo, que íg-
nora y ni siquiera sospecha el hombre de la ciudad. Usted, An-
taine Leroy, asiduo de las tertulias literarias del barrio latino
de París. Y usted, doctor Desaix, adorador de la bruma. ¡Miren
cuánta luz hay en cada uno de esos luceros y cómo el mar la
reproduce multiplicándola hasta el infinito! ¿No se sienten uso
tedes cegados?
-No, mi buen profesor. Esa luz de las estrellas no es mi
enemiga, porque es leve y es fresca. La que me irrita es la del
soL.. -contestó el doctor Desaix.
-Mañana se reconciliará usted con el sol. Es una sorpresa
que nos tienen preparada el cocinero, según me ha informado
el señor Vergara. Pero quiero que lo sepan de antemano para
que la vayan saboreando desde ahora. Desesperaba de venir a
este país para poder degustar esa delicia. Vamos a comer un
auténtico palmito, acabado de cortar. Tal vez sea un crimen
derribar una Palma Real, que se toma de veinte a treinta año-
para alcanzar su apropiado desarrollo, con el único propósin
de que unos señores sibaritas se coman doce pulgadas de su pe
núltimo extremo superior. El palmito que hemos comido en Eu-

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ropa, es enlatado en las Filipinas o Hawai y proviene de una
palmera raquítica y fibrosa, que se hace menos apreciable con
el enlatado. El que comeremos mañana constituye una de las
gemas culinarias de este país. Y... mi querido doctor Desaix,
si no fuera por el sol, no hubiera Palmas Reales.
-El relato que nos ha hecho mi colega el abogado Vergara
acerca de los recursos gastronómicos que nos ofrece este país,
es bien desalentador -expresó Leroy-. Supongo que...
-Todo ha sido previsto -le interrumpió De Mers-. Las bo-
degas del Yate nos garantizan que por varios meses disfrutare-
mos del abasto necesario para satisfacer las exigencias de nues-
tros paladares. Los más selectos ingredientes y elementos de
la alta cocina figuran en esas bodegas, esperando que los co-
cineros del profesor Croiset, con su arte genial, los conviertan
en maravillosos manjares...
-Disiento de la opinión de mi colega -intervino el abo-
gado Vergara-. La enumeración que he hecho de los productos
de la fauna y la flora del país es incompleta. Podría agregar in-
númeras variedades. La diferencia entre nuestros elementos cu-
linarios y los de Europa no es tan acentuada. Es cuestión de
métodos de producción y preparación. Una pintada de nuestras
praderas, en manos de un buen cocinero, nada tiene que envi-
diar al faisán que los Argonautas encontraron en la Cólquida,
en su memorable viaje en busca del Vellocino de Oro, y que
llevaron a Grecia, de la cual ustedes lo heredaron. Ya conoce-
rán ustedes el mapuey que produce nuestra isla, es una mara-
villosa dioscorácea, con una especie de rizoma que se abulta
debajo de la tierra, produciendo un tubérculo de sabrosa y de-
licada carne, superiorísimo a la patata. Mañana, cuando llegue
mi esposa, le propondré que traiga su cocinera, para que pue-
dan saborear otros tubérculos nativos, como la yuca, la yautía,
el ñame y la batata.
-Tubérculos que crecen debajo de la tierra -le interrum-
pió Leroy-. ¿Serán fotofóbicos, acaso? -agregó, con ironía,
mirando de reojo al doctor.
-Se protegen de la inclemencia del sol, buscando frescura
en el subsuelo, para gloria de la cocina tropical -expresó el
profesor, tratando de suavizar las expresiones de enojo que el
doctor fulminaría contra Leroy.
El bote-correo llegó a Samaná a las doce del día y entre los
pasajeros venía la esposa del abogado Jorge Vergara. Este la
esperaba en el muelle. Se alojaron en la única hospedería del
pueblo, una especie de boardíng-house, propiedad de una an-

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ciana llamada Mamá Bequí, descendiente de los esclavos libero
tos de Filadelfia que vinieron a Samaná por los años de 1824
al 1830.
Después de cenar, Jorge y su esposa Josefina dieron un paseo
por el pueblo, que en otro tiempo había florecido en el comer-
cio como puerto de embarque, pero que desde hacía décadas
languidecía y estaba ya moribundo. Los hombres, al llegar a los
quince años se iban a laborar a los ingenios azucareros del
Este y las muchachas emigraban a los Estados Unidos a traba-
jar como doncellas o cocineras. Los esposos se encaminaron al
puerto y se sentaron en la punta del viejo y destartalado mue-
lle, a contemplar el mar. A una pregunta de su esposa el abo-
gado le dijo:
-Sí, mañana te llevaré a Anadel y allí permaneceremos al-
gunos días como huéspedes del profesor Croiset. Te interesará
mucho ese hombre. Es extraordinario, así como los amigos
franceses que le acompañan. Como tú hablas bien el francés,
disfrutarás de su compañía. También conocerás un tipo inte-
resante: Trigarthon, el pescador. Yo simpatizo mucho con este
muchacho. Es también descendiente directo de los esclavos li-
bertos que emigraron a este país desde los Estados Unidos du-
rante el primer cuarto del siglo pasado. Lo busqué para que tra-
bajara en Anadel, como guía, porque conoce toda esta región
y se sabe de memoria los más mínimos detalles de la Bahía de
Samaná. A veces me parece que es un lozano hijo del mar que
hubiese aprendido a vivir en tierra. Es bondadoso y noble y se
asegura que ninguna muchacha de la vecindad ha logrado ven-
cer su virginidad. Además, verás, es el único negro que tiene los
ojos azules.
-¿Y por qué le llaman profesor al señor Croiset?
-Ha escrito varios libros, algunos de ellos premiados por
academias europeas. El que está preparando ahora despertará
mucho interés. Varias Universidades le han concedido títulos
honorarios, no sólo por su vastísima cultura sino porque utiliza
su extraordinaria fortuna en proteger las artes y las letras. Ya
te he contado cómo nos hicimos amigos. Fui yo quien le sugirió
venir a Anadel a pasarse una temporada de descanso, más bien
una cura de alma, porque, a decir verdad, el hombre está satu-
rado de civilización y refinamiento. Desde hace algún tiempo es-
toy a su servicio como abogado y fui el intermediario entre
uno de sus bancos en Suiza y el Banco Central Dominicano para
la contratación de un empréstito en condiciones extraordinaria-
mente ventajosas para nosotros.

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,-¿Y el libro que prepara es sobre el arte culinario?
-Sí, en cierto sentido. Pero no es un recetario. Muy lejos
de eso. Yo diría que el profesor Croiset es un artista, un colec-
cionista de bellezas culinarias; padece de gastrofilia. Todas las
manifestaciones humanas tienen para él un hilo directo, un
vínculo que las asocia con la gastronomía. Su erudición, que es
vasttsíma, lo ha llevado a la conclusión de que todo el saber
humano converge siempre hacia la imperiosa necesidad de co-
mer. Por eso ha hecho de la culinaria un estudio profundo, so-
segado; minucioso, pero no con finalidad práctica alguna, sino
simplemente como especulación mental. Tal vez sin quererlo,
ha llevado tan lejos su curiosidad, ha profundizado tanto en
sus investigaciones, que éstas se han convertido en una verda-
dera reflexión medular, filosófica ya. Sus estudios de este te-
ma se han metodizado a tal extremo que ya virtualmente to-
can la subjetividad más pura, alcanzando grados de verdadera
ciencia. Recuerdo que una vez el profesor desarrolló ante mí
su hermosísima teoría sobre este tema. ¿Quieres oírla?
-Naturalmente.
-Se podría sintetizar así: el hombre, en la vorágine de su
eterna lucha por sobrevivir, en el «struggle» constante por su
desenvolvimiento, ha estado invadido, penetrado, de un senti-
miento primordial, siempre instintivo, luego intelectual, que
irremisiblemente lo ha llevado a una sola finalidad: comer. El
enunciado darwiniano debió decir: la lucha por la comida o
competencia vital. Así circunscrito el objetivo de la vida a la
imperiosa necesidad de comer, el intelecto del hombre, a me-
dída ique se perfeccionaba, necesariamente se iba impregnan-
do, sin saberlo tal vez, de los efluvios de aquel imperativo. Y
en todas las manifestaciones de la vida, aun en las más idea-
listas y excelsas, se encuentran siempre huellas delatoras, mar-
cas indelebles, del eterno afán de comer. Aun en las más puras
expresiones artísticas del hombre, asoma constantemente esa
Inevitable preocupación gastrosófica. Para el profesor Croiset,
la historia de la humanidad es la historia del estómago. Re-
cuerdo que me aseguró que la primera parte de la Biblia, el
Antiguo Testamento, es un verdadero libro de cocina, donde
abundan las más viejas y extrañas recetas de cocina, algunas
dictadas por el mismo J ahavé.

* * *

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El día amaneció ligeramente nebuloso y a las diez de la
mañana todavía los huéspedes de Anadel no se habían levan-
tado, excepto Rosina, que ya a las ocho había salido a dar un
corto paseo en el cayuco con Trigarthon. Iba en traje de baño,
pero envuelta en un toallón de felpa y tocada con un gran somo
brero de paja. Al regresar, se dio unos cuantos chapuzones en
la playa privada de Anadel y luego volvió a su habitación.
El detective estaba en el kiosco de la punta del cerro des-
de temprano en la mañana y ya cerca de mediodía se le unió
el abogado Leroy, arropado en un largo impermeable.
-Día brumoso tenemos hoy. muy a propósito para el doc-
tor Desaix -dijo, saludando al detective.
-¿Por qué para el doctor Desaix? -preguntó éste.
-Porque sufre de fotofobia. Se cree londinense, adorador
de las neblinas.
-Usted también parece serlo -dijo, con una leve sonrisa,
el detective-, porque le vi esta mañana examinando la bru-
ma con un anteojo al través de las persianas.
-Sí. Observaba el mar ...
-El mar... solamente... ¿o alguna otra cosa que se bañaba
en el mar?
-¿Se refiere usted a la señorita Rosina? -preguntó el abo-
gado, un poco amoscado.
-Exacto. ¡Criatura maravillosa, escultural! Tengo entendi-
do que es una experta nadadora, que ha ganado concursos en
Italia.
La conversación fue interrumpida por la llegada de un sir-
viente que vino a informar al señor Leroy que ya los señores
estaban esperándole para el desayuno. Eran las once de la
mañana.
A las dos de la tarde se sirvió el almuerzo. El palmito que
el profesor había anunciado la noche anterior constituyó el
tema de la conversación. El cocinero vino expresamente a ser-
virlo. Lo presentó entero, sobre una larga fuente de loza, cu-
bierto con una campana de plata para que se conservara ca-
liente. Medía unas doce pulgadas de largo y cuatro de espesor.
Había sido hervido cuidadosamente, para que no se desgajara,
atado con hilo a todo su rededor, retirando luego el hilo para
servirlo. Debía acompañarse con una salsa holandesa pero el
profesor sugirió que se comiese apenas con sal y mantequilla
derretida bien caliente. El cocinero lo cortó en ruedas grue-
sas y cada comensal lo sazonó a su gusto. El doctor Desaix
expresó que podía competir, ventajosamente, con los mejores

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espárragos de Argenteuil y las alcachofas del Roussillon. El
señor De Mers opinó que aventajaba al espárrago y a la alca-
chofa no sólo en sabor y delicadeza, sino en belleza, porque
su carne sugería la idea del más puro marfil. Propuso un
brindis por la Palma Real, madre de aquella joya gastrosófica,
y otro por el sol, sin cuya acción tonificante...
-¡Protesto! --:"le interrumpió el doctor Desaix-. La alu-
sión es muy directa, mi querido señor De Mers, pero le invito
a contemplar esa encantadora bruma que cubre la bahía. Fue
creada en mi honor, para agasajo de mis sentidos. [Sépalo
usted, querido amigo!
El profesor Croiset informó que en la tarde volvería el
señor Vergara trayendo a su esposa. Agregó que estaban re-
cién casados y que ella también hablaba francés y era inteli-
gente y culta como su marido. Advirtió al señor Leroy que
debía controlar sus impulsos donjuanescos, porque la señora
Vergara era joven y hermosa... pero que el esposo era terri-
blemente celoso. Todos rieron de la jocosa advertencia, pero
el señor Leroy dijo que él también era abogado y que los
juristas nunca riñen, por graves y encontradas que sean las
cuestiones que debatan entre sí.
Durante la cena, que compartieron los nuevos huéspedes,
el abogado Vergara y su esposa, el profesor, preguntó, diri-
giéndose a Vergara:
-¿Quién es una extraordinaria mujer que vimos la misma
mañana de nuestro desembarco, cruzando en un bote de remos
que estuvo a punto de zozobrar a causa del oleaje que levan.
taban nuestros botes de motor? Parecía una alemana...
-¡Ah! -contestó Vergara-. Es en realidad una mujer
excepcional. No es alemana, sino hija de franceses. Sus pa-
dres emigraron a este país a principios de siglo y se estable-
cieron en Samaná como colonos. Llegaron a ser ricos. Sólo
tuvieron esa hija, que hicieron educar en los mejores colegios
de Francia. Durante la primera guerra europea, murió el pa-
dre y algunos años después la madre, y la hija se quedó sola,
administrando lo único que se había salvado del patrimonio de
sus padres: una finca en lo que llaman los Altos de Tesón, detrás
de las lomas que cruzan la península de Samaná de Este a
a Oeste. Cuando eso sucedió la muchacha apenas tenía veinte
años, y se dedicó a defender ese resto de su antigua riqueza
con un empeño y un vigor sorprendentes. La que todos creían
una señorita inútil, que tocaba el piano y leía los románticos
franceses, se convirtió de la noche a la mañana en una «gene-

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rala». Se la veía a caballo recorrer la finca tratando con peo-
nes y capataces. Con los años se convirtió en una atleta, casi
un hombre, de carácter fuerte, dictatorial, que no vacilaba en
irse a los puños con cualquier peón de la finca. Ahora debe
tener unos treinta y cinco años, y lleva una vida tranquila y
solitaria en la antigua casa solariega de sus padres, en las
afueras de Samaná. La finca ha perdido su actividad, y ape-
nas produce algún cacao, lo suficiente para que ella viva mo-
destamente en su retiro de la vieja casa. Sólo visita la finca
dos o tres veces al mes, atendiéndola un viejo capataz de su
confianza. La soledad en que vive no impide que continúe
practicando el atletismo: es una consumada remadora y una
experta en natación; realiza grandes caminatas a pie a lo
largo de la costa. Siempre viste como un hombre y ha pero
manecido soltera, no habiéndosele conocido ninguna aventura
amorosa. A veces, se la escucha tocar el piano. Yo he ido a
su casa varias veces y he logrado vencer un poco su misan-
tropía. Ha aceptado mis visitas con extremada reserva. A raíz
de mi graduación, vine a Samaná a pasarme un par de meses
de descanso, y fue entonces cuando la conocí. Tiene una bue-
na biblioteca, y la excusa que ponía para visitarla era con-
sultar algunos de sus libros. Les aseguro que es una mujer
extraordinaria. A usted, profesor, le gustaría conocerla. Su nomo
bre es Madelaine Chanac.

* * *
Al terminar de comer se acomodaron en el balcón del se-
gundo piso a disfrutar del fresco de la noche y a continuar la
tertulia de la noche anterior. En el comedor se había conve-
nido que Vergara les hiciera una exposición de los hábitos ali-
menticios de los indígenas que poblaban la isla al ser descu-
bierta por los españoles en 1492. El abogado comenzó diciendo
que aquellos indios, a pesar de ser primitivos, no eran beli-
cosos. Que en términos generales podía afirmarse que se ali-
mentaban de raíces hervidas, asadas al rescoldo o crudas. Los
del interior eran muy aficionados a la pesca en los ríos y lagu-
nas, donde abundaban la lisa y otras especies que ellos llama-
ban guabinas, dahaos, diahacas y sagos. Todavía aparecen algu-
nos especímenes de estos tipos, y son de carne fina. Las lagu-
nas y ríos eran ricos en hicoteas y jaibas, que los indios comían
asadas o hervidas. Las primeras son muy semejantes a las pe-
queñas tortugas terrestres y todavía se pueden obtener. La

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jaiba es el cangrejo de río, de color obscuro y de sabor muy
apetecible. Había gran variedad de aves, que cazaban con fle-
chas o con trampas. Pero su principal alimentación era el
casabe, que equivale a nuestro pan. Lo confeccionaban con la
raíz de la yuca, un arbusto de la familia de las euforbiáceas.
-¿ Es la misma que en otras partes llaman mandioca, y de
la cual se extrae la tapioca? -preguntó el doctor Desaix.
-Exacto -contestó Vergara-. Pero aquí había, y tenemos
todavía, tres tipos. El que llaman yuca dulce, que no es apro-
piado para hacer casabe. y cuya raíz se come simplemente san-
cochada; luego el denominado yuca amarga, o yuca brava, que,
si mal no recuerdo es el MANIHOT UTILISSIMA de la clasifi-
cación botánica. con el que se confecciona el casabe. El proce-
dimiento es relativamente fácil: se pela la raíz, se ralla, se
exprime y, con el bagazo se confeccionan las tortas que luego
se asan sobre piedras planas calentadas al rescoldo. El jugo
que se obtiene al exprimir el rallado, es puro ácido prúsico.
El tercer tipo es una plantita que no pasa de dos palmos, que
los indios llamaban guáyiga y que conserva ese nombre. Crece
de manera silvestre y el casabe que de ella se saca es de cali-
dad inferior. Pero los cronistas españoles de la época cuentan
algo que me parece inverosímil, pero que si es cierto no deja
de constituir un refinamiento culinario digno de toda alaban-
za: dicen que los indios, una vez rallada la yuca, sin expri-
mirla, la echaban en calabazas secas, destripadas, que les ser-
vían de recipiente, y que colgaban por varios días de las ramas
de un árbol; que al producirse la fermentación de la yuca, el
poder venenoso de ésta desaparecía y que a poco se formaban
gruesos y blancos gusanos, que los indios comían como golo-
sina muy apreciada. Tal vez se trate de una leyenda...
-Habría que estudiar el caso desde el punto de vista quí-
mico o tal vez de... la alquimia -dijo, sonriendo el doctor
Desaix-, porque no le veo una explicación al fenómeno. En
la fermentación de las féculas intervienen los micodermas y
no creo que estos bichos sean capaces de neutralizar los formi-
dables poderes del ácido prúsico...
-Perdone usted, doctor, pero olvidaba decirle que el pro-
ceso de exprimir la yuca tenía, y tiene, porque todavía la co-
memos en este país, y en grandes cantidades, digo que el pro-
ceso tenía dos etapas: al exprimir por primera vez la yuca, el
líquido que extraían, que los indios llamaban hyene, era en
realidad ácido prúsico. Sin embargo, este líquido los indios lo
hervían y con él confeccionaban un vinagre muy apreciado que

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usaban como condimento en todas sus comidas. De esto deduz-
co que el ácido prúsico se transforma bajo la acción del
calor.
-A lo mejor usted tiene razón -aceptó el doctor-o Le
confieso que no soy muy ducho en materia de química. Pero
le ruego que siga explicándonos. Decía usted que el proceso
tenía dos etapas.
-Así es. Una vez exprimida la yuca y sacado el líquido que
llamaban hyene, con el cual hacían vinagre según ya expliqué,
el bagazo era expuesto al sol por varias horas, para provocar
un principio de fermentación. Luego era comprimido en car-
tuchos hechos con hojas y fibras de palma, que retorcían hasta
sacarle de nuevo el líquido que quedaba, al que llamaban anai-
boa, que era algo espeso y que utilizaban para darle cuerpo,
consistencia, a sus cocinados, y con el cual hoy se confecciona
el almidón que se usa para pegar.
-Dice usted, señor Vergara, que el casabe era para los in-
dios lo que el pan para nosotros. ¿ Se ha podido determinar el
poder alimenticio de ese producto?
-Según los análisis de laboratorio, apenas contiene un diez
por ciento de grasa. dos de proteínas, y un tres por ciento de
azúcares. El resto es fibra, cenizas, humedad y almidón.
-¿ y cuáles eran las especias que utilizaban para sazonar
sus comidas? -preguntó el señor De Mers.
-Se quedará ust(:d sorprendido. La única azúcar que con-
sumían era la que les proporcionaban las frutas. No había caña
de azúcar ni existían las abejas en la isla. No hacían uso de la
sal. En cambio, consumían el pimiento, o chile, en cantidades
extraordinarias. Le llamaban ají o axí. Lo tenían de varios tipos,
pero el más corr.ún era uno pequeñito, sumamente picante,
que crecía fácilmente, de manera silvestre. Ahora lo llamamos
caribe y se utiliza bastante en la cocina criolla. Quiere decir
que los dos únicos condimentos eran el vinagre que sacaban de
la yuca y el ají picante. Lo hervían todo junto, pescado con
raíces o aves y raíces. La carne de los mamíferos estaba reser-
vada a los caciques o reyezuelos de comarcas. Ya antes del
descubrimiento eran muy escasos estos mamíferos. Hoy están
casi agotados. Los cronistas de la época citan cuatro o cinco
variedades solamente: la hutía o jutía, un roedor parecido a
la rata; el quenú, el mohuy y el cory, también roedores herbí-
voros. Del pescado la parte más preciada eran los ojos, que
se reservaban para el cacique o el jefe del grupo. Las frutas
eran abundantísimas, a tal extremo, que el historiador Barto-

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lomé de Las Casas se entusiasma al describirlas y las compara
con las de España. La tala de los bosques y la falta de cultivo
las han exterminado. Apenas quedan algunas, como la guayaba,
el hobo, el mamey y la guanábana, que los indios no se atre-
vían a comer, porque la consideraban alimento destinado al
alma de los muertos. El origen de esta creencia. según Las
Casas, era que la fruta amanecía mordida, y los aborígenes
pensaban que eran los espíritus, cuando en realidad eran los
murciélagos que las comían durante la noche ...
-¿ Tienen ustedes hoy día una cocina propia? -preguntó
Leroy. .
-La respuesta amerita algunos comentarios previos. En
términos generales somos parcos en el comer, especialmente
los campesinos, que constituyen el núcleo más numeroso de
la población. Hacemos tres comidas: el desayuno, que más o
menos es como el europeo; el almuerzo, a base de carne de
res. cerdo, pollo, algún vegetal hervido o frito, ensalada y pos-
tre, y la cena, que es ligera y se toma temprano al anochecer.
Se consume poco pescado, prefiriéndose el bacalao seco y sa-
lado, que se importa del Canadá. El plátano verde se come en
abundancia, sancochado; la batata y otras raíces feculosas,
como el yame, yautía, mapuey, que también se consumen en
apreciable cantidad, cocidas en la misma forma, o ralladas y
hechas arepas o tortas. No tenemos una cocina autóctona, como
no la tiene ningún pueblo de América, con excepción, tal vez,
de Perú y México. En cuanto a nosotros, varios factores han
conspirado para que sea así. Primeramente, el país es muy
joven, y ya se sabe que la buena cocina es el fruto de la expe-
riencia y la tradición, elementos éstos que a su vez son el
resultado de los siglos. Luego, la condición de país insular y,
lo que es peor, pequeño. Parece que en materia gastronómica
la limitación geográfica es factor preponderantemente adverso.
La «insularídad» también parece desfavorable: ahí tenemos a
Inglaterra, que ni tiene cocina ni sabe comer, a pesar de los
esfuerzos que durante siglos ha hecho Francia para enseñarle...
Una carcajada general interrumpió la peroración del abo-
gado Vergara. Después de un ameno intercambio de comenta-
rios, el abogado continuó:
-Otro factor muy importante es la mezcla de razas. Somos
rs descendientes de una inconcebible promiscuidad de tipos:
aínas, africanos y españoles. De los primeros no heredamos
lada. De los iberos, muy poco en materia gastronómica, por
[lO decir otra cosa. Recordemos que el conde de Keyserling

55
dijo que el que quisiera tener muestras vivas de lo que fue
la era cavernaria, sólo tenía que ver lo que comen los monta-
ñeses de España. Esa tarea se agravó con la influencia africa-
na, que nos vino por el conducto de Haití. Es una extraña mez-
colanza: cavernarismo celtibérico y primitivismo taíno y afri-
cano. Agreguemos a eso la inestabilidad de los primeros colo-
nizadores: venían y pronto se marchaban a tierra firme. No se
producía el arraigamiento indispensable para producir la tra-
dición. Hoy somos un pueblo demasiado joven, inexperto; tene-
mos buen temperamento, pero somos indolentes y tal vez no
hemos logrado todavía distinguir entre el bien y el mal. Nos
ha faltado tiempo y oportunidad para educamos, aunque tenga-
mos deseos de hacerlo. Después, el clima, tan adverso y des-
favorable, y, por último, las vicisitudes sociales, políticas y
atmosféricas: revoluciones, sequías, huracanes, invasiones y
atropellos de parte de potencias europeas y norteamericanas.
El conjunto de todas esas circunstancias fatales, yo las visua-
lizo, las cristalizo en el sancocho. El sancocho nuestro es el
cocido español, el pot-au-feu francés, la minestrone italiana, el
turlu-guiuvetch de Bulgaria, el ab-goosht de los iranos, el su-ki-
ya-ki japonés, el laulau de Hawai, el stew de los irlandeses, la
sopa de Pobre de Nicaragua, el sancocho de Panamá, la carbo-
nada de Argentina; la feiollada brasileña, la cazuela chilena, el
cariucho del Ecuador. el puchero paraguayo, el chupe limeño
del Perú, el hervido de Venezuela, el ajiaco de Cuba. Y nunca
acabaría de contar. Son todos iguales: un cocimiento de car-
nes y vegetales y raíces, La diferencia está apenas en la clase
de los vegetales y de las raíces y el condimento. Pero siempre
es la misma cosa: una mezcla incongruente, que hierve duo
rante horas, donde los sabores se amalgaman, formando una
masa anónima, un revoltillo donde también se mezclan los co-
lores, resultando al final una mixtura cenicienta, pringosa y
apastada, que engullimos atropellados por el hambre. En este
país, repito, es una mentira decir que el sancocho es el plato
nacional. Se come ocasionalmente, porque es caro y porque
es impropio de nuestro clima semitropical. La prueba de ello
es que cuando llueve o hace frío, y esto ocurre raras veces,
solemos decir: «El día está bueno para un sancocho», lo que
equivale a afirmar que los otros días no son buenos para el
sancocho. Nadie ama más que yo a mi país, pero detesto el san-
cocho.
-Es usted un europeizado... -apuntó el señor de Mers.
-No. He viajado por el mundo entero. Cada país tiene sus

56
cosas buenas y sus cosas malas. Los hay que se distinguen por
su buena cocina, como Francia, Italia, China, Japón; otros por su
hospitalidad. Yo tomo de cada uno lo que más me agrada.
Cuando nuestras querellas políticas terminen y podamos orga-
nizarnos, seremos una mina de cosas exquisitas. Nuestras fru-
tas, si las cultiváramos, serían las mejores del mundo. Cuando
hayamos organizado viveros en nuestros ríos y en nuestras
playas, ofreceremos al mundo los más ricos moluscos y crus-
táceos. Cuando sepamos conservar nuestros bosques y respetar
las leyes de veda, dispondremos de una variadísima riqueza
avícola, porque la tierra es buena para el fomento de la crian-
za silvestre de Palomas, perdices, codornices, tórtolas y galli-
náceas acuáticas. Pero hay demasiados obstáculos en nuestro
camino. Las vicisitudes políticas son nuestro peor enemigo. Se
asombrarán ustedes al saber que en los 122 años de indepen-
dencia de la República, hemos tenido 79 jefes de estado. En
este número incluyo los ejecutivos colegiados. Si a esos 122 años
se restan los períodos de la anexión a España, de la domina-
ción haitiana, de la intervención norteamericana y de las pro-
longadas dictaduras de Heureaux y Trujillo, se llega a tales
cifras que el resultado final es que el promedio de duración de
un jefe de estado en este país es de trece meses y medio. Pero
hay algo más extraordinario todavía: a poco de ser des-
cubierta la isla por los españoles en 1492, se produjo aquí la
primera revolución del Nuevo Mundo, a la que se unió el pri-
mer sacerdote católico que pisó tierra americana. La Historia
recuerda su nombre: el padre Boil. Les voy a decir una cosa
que no me la van a creer: en el año 1914 se produjo un estado
de calma política que alarmó a tal extremo al presidente de
la República, que se levantó en armas contra su propio Gobier-
no para derrocarse a sí mismo.
La carcajada fue general. Los sirvientes aprovecharon el mo-
mento para llenar los vasos y traer bandejas con bocadillos. El
abogado Leroy se atrevió a decir:
-¿No estará mi querido colega zarandeando más de lo de-
bido a su propio país?
-¡No! ¡No! -contestó Vergara, con vehemencia-o Es todo
lo contrario. Lo quiero tanto que deseo que conozca sus fal-
tas, para que las corrija. No existe una nación perfecta. Todas
tienen sus fallas, voluntarias a veces, involuntarias otras. Unas
son muy frías, demasiado calientes otras. Las hay que linchan
a sus propios ciudadanos porque no tienen la piel blanca. Otras
no toleran que el hombre ahorre el fruto de su trabajo perso-

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nal. Y así continuará siendo, en todos los ámbitos de la tierra,
hasta que desaparezca la imbecilidad en los hombres. A lo
mejor desaparecerán los dos al mismo tiempo: la tierra y la
imbecilidad, hechos añicos, en la inmensidad del firmamento.
Se hizo un silencio profundo. Sólo se escuchaba el asardi-
nado lamer de las olas sobre las arenas de la playa. Se presen-
tían los claros de la aurora. El profesor Croiset, acercándose a
Vergara y poniéndole una mano en el hombro, le expresó:
-Mi tan querido amigo, nos ha proporcionado usted una no-
che sublime. Ahora amamos a su tierra, porque usted no ha
mentido y nos ha mostrado las entrañas de su patria, sangran-
tes y doloridas. Y lo admiramos a usted, por su patriotismo
sincero. Yo le felicito, porque es usted un gran contertulio y
un buen conferencista. Le ruego que prolongue su permanencia
con nosotros. Todos nos sentiremos muy contentos de tenerle
a usted y a su linda esposa con nosotros. ¡Diga usted que sí,
señora de Vergara, o nos vamos a enojar!

* * *
El desayuno se hizo temprano, a pesar de que se habían
acostado muy tarde. Pero ya estaba organizada la partida de
pesca para ese día. Rosina y Vcrgara prefirieron ir en el cayuco
con Trigarthon. El resto del grupo se acomodó en los dos
botes-motores. Vergara le había dicho a Rosina que en el ca-
yuca podrían pescar con anzuelo de mano y con atarraya.
Salieron los primeros, para tomarle la delantera a los otros,
que pescarían con curricán. Trigarthon había aconsejado ir
hasta cayo Alcatraz. Durante la ruta encontraron un pequeño
cardumen de salmonetes y detuvieron el cayuco. Trigarthon
lanzó la atarraya y lograron capturar unos diez ejemplares.
Rosina palmoteó de alegría. Quiso quitarse la bata de felpa
pero Vergara le aconsejó no hacerlo porque como llevaba traje
de baño y todavía faltaba un largo trecho para llegar al cayo,
se exponía a quemarse demasiado con el sol. Trigarthon había
dicho que en el cayo encontrarían un fondeadero y que cerca
había una poza profunda donde podrían pescar con anzuelo y
luego bañarse. Así lo hicieron, al llegar, ya bastante avanzada
la mañana. Una ligera nublazón les fue favorable, porque desde
la alta roca que servía de fondo a la poza pudieron sin mayor
molestia lanzar los anzuelos mientras charlaban y tomaban
refrescos que habían llevado en botellas termo. La poza es-
taba formada por un recodo de la roca, que la protegía del

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oleaje, por lo que sus aguas eran tranquilas y transparentes.
Desde arriba se podía ver el fondo, cubierto de arena blanca
y caracoles. Parecía el acuario de un museo, porque sus quie-
tas aguas eran cruzadas por peces de todos los tamaños y
colores. Trigarthon afirmaba que en el fondo desembocaba un
manantial de agua dulce y muy fría.
-Es extraordinaria la fuerza de Trigarthon -dijo Rosina-.
¡Qué poderosos son sus brazos! El cayuco parecía que volaba.
Apenas tocaba la superficie del agua.
-No sabía que hablara usted español, Rosina.
-Mi madre es española y mi padre era italiano. Me eduqué
en Suiza y luego viví en Londres. Además. tengo disposición
natural para aprender idiomas con facilidad.
-Debe usted serIe muy útil a nuestro amigo el profesor
Croiset, porque como es tan vasta la investigación que viene
haciendo para su libro sobre gastrosofía, el conocimiento de
varios idiomas le es indispensable.
-Pero no olvide usted que él habla más idiomas que yo,
porque también conoce el alemán y puede leer y traducir el
griego y el latín. Es nn hombre verdaderamente extraordina-
rio. Ya llevo dos años trabajando con él, y cada día me asomo
bra más su erudición.
Apenas habían logrado coger dos pececillos y ya se sentían
desanimados cuando apareció Trigarthon, que se había ido con
su anzuelo al otro lado del cayo. Traía cuatro presas, bastante
apreciables. Rosina manifestó deseos de tirarse a la poza y, sin
consultarlo con Vergara, se despojó de la bata y se lanzó al
agua. Dio un tremendo zambullón y cuando emergió a la
superficie llamó al abogado, instándolo a lanzarse. Al fin
éste lo hizo, pesadamente y con poca gracia. Se mantuvieron
flotando, mientras charlaban. El agua estaba fría pero agra-
dable. Al poco, Rosina le gritó a Trigarthon que se tirara
también y que se bañara con ellos. El respondió que no había
traído traje de baño. El abogado le indicó que Se quitara la
camiseta y los zapatos y se bañara con el pantalón corto con
que había venido. Trigarthon no se hizo de rogar y se lanzó.
La corpulenta masa de su cuerpo, al caer de cabeza, vertical-
mente, levantó el agua a su alrededor. Casi tocó el fondo de
la poza. Cuando intentó subir, se dio cuenta de que Rosina se
había zambullido y trataba de inutilizarlo agarrándole los dos
brazos por la espalda. Comprendió que era una experta nada-
dora y se dejó dominar. Cuando ella ascendía llevando a Tri-
garthon como prisionero, éste, con una rápida maniobra, se le

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soltó, la agarró por los pies, la subió a la superficie, la dejó
que tomara aire, y volvió a sumergirla. Repitió el juego varias
veces hasta que ella logró escapársele y huyó hacia arriba. El
se mantuvo en el fondo, buceando lentamente, tocando con
sus manos las arenas del fondo. Repuesta ya, Rosina exclamó,
dirigiéndose a Vergara:
-¡Pero no es posible que resista tanto tiempo debajo del
agua! ¡Es un fenómeno! ¡Tiene la fuerza y la destreza de una
bestia marina!
Cuando al fin subió a la superficie, lentamente, sin mirar
a Rosina se acercó a Vergara y le expresó, en tono de súplica:
-Haga el favor de decirle a la señorita que me perdone ...
No debí hacerlo. .
Esta rió y acercándosele le dijo:
-¿Por qué no, Trigarthon? Somos amigos y compañeros de
excursión. He pasado un rato muy agradable, pero la próxima
vez te haré beber mucha agua, porque ya conozco tus ardides
y tus mañas.
Cuando fueron a salir se percataron de que no era tan fácil.
La roca era escarpada. Trigarthon subió primero y desde me-
dio camino agarró de la mano a Vergara y lo ayudó a subir.
Con Rosina no fue simple, porque la roca podía rasguñarla y
le faltaba fuerza para asirse a los salientes del peñasco. Enton-
ces Trigarthon se lanzó de nuevo al agua y le pidió a Rosina
que se subiera a sus espaldas, y que se agarrara a su cuello
con los brazos, mientras él trataba de escalar la roca, pero
se desplomaron y cayeron en el agua. Al fin Trigarthon salió
y fue caminando hacia el fondeadero, trajo el cayuco, y acer-
cándose lo más posible a la poza logró asir de la mano a
Rosina y subirla al bote.
Cuando regresaron a Anadel, Rosina entró a la caseta de
la playa donde funcionaba el baño de agua dulce, y se dio un
duchazo para quitarse la sal marina. Mientras se secaba con
la toalla, observó en sus piernas unas ligeras manchas rosadas
y se dio cuenta que eran las marcas de las manos de Trigar-
thon, aquel negro poderoso y de extraños ojos azules, como un
Apolo de bronce, cuando la agarró en el fondo de la poza de
cayo Alcatraz y la zarandeó como a una frágil alga marina. Se
puso en pie y sacudió violentamente la cabeza, para espantar
un pensamiento que, cual un relámpago, había cruzado por su
mente, haciendo vibrar su cuerpo, con insólitos estremeci-
mientos.
Los otros dos grupos regresaron con abundante pesca. El

60
profesor había logrado un mero de doce libras y estaba entu-
siasmado. Ordenó que fuese servido en el almuerzo. La sobre-
mesa se prolongó hasta las tres de la tarde. Se comentaron las
peripecias del viaje. Uno de los botes había sido seguido por
un gran tiburón durante un buen trecho; pudieron espantarlo
a fuerza de disparos de revólver. El abogado Vergara, desple-
gando el mayor tacto, se dirigió al profesor para explicarle
que Trigarthon le había comunicado, lleno de temor y ver-
güenza, casi como si fuera una confesión, que durante las no-
ches había estado en la galería de abajo escuchando la conver-
sación que los señores sostenían en el balcón de arriba, y que
quería saber si había hecho mal. ..
-¿Pero entiende el francés? -preguntó Leroy.
-Capta el sentido de algunas frases por la semejanza de
las palabras con el español -respondió Vergara.
-No veo nada malo en ello -le interrumpió el profesor-o
Ese muchacho es simpático y atractivo. Su rostro demuestra
la pureza de su alma. Advierto en él un sincero deseo de ser-
nas útil y de aprender. Dígale que tiene mi permiso para hacer
lo que quiera. -Luego de una pausa, agregó-: Mañana Rosi-
na, el señor De Mers y yo reanudamos la redacción de mi
libro. No podremos, pues, acompañarlos en sus excursiones
por la bahía. Pero tendremos dos días libres a la semana para
salir con ustedes. Antes de levantarnos quiero darles una bue-
na noticia: nuestros amigos los esposos Vergara han aceptado,
por fin, pasarse una semana con nosotros.
Al quedarse solos en el comedor, el abogado Leroy, toman-
do por el brazo al doctor Desaix, le dijo, casi al oído:
-¿Quiere que le diga un secreto? No pasarán muchos días
sin que comparta nuestras reuniones el negro de los ojos
azules ... Parece que tiene...
-¿Que tiene qué?
-¡Bah! No sé.
* ." *
Después del almuerzo, el segundo mayordomo llamó a Tri-
garthon y le comunicó que al día siguiente era su «día libre»;
que podría salir desde temprano en la mañana y regresar en
la noche o bien temprano al día siguiente. Cuando se acostó
no pudo conciliar el sueño. Pensó que aprovecharía la oportu-
nidad para ir a su choza, olvidada allá, en el fondo de la playa
de la roda de Carenero. ¿Cuándo volvería definitivamente a
ella? Sentía una profunda nostalgia por estar de nuevo en su

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casa, y sentirse solo y tranquilo y cocinarse él mismo y bañar-
se libremente en su playa. en su mar, sin que nadie lo mi-
rase, bajo la luz de las estrellas. De repente, se acordó del
incidente en cayo Alcatraz. ¡Qué grosero había sido con la
señorita! ¡No se lo perdonaría jamás! Pero ... fue ella quien
lo provocó, cuando quiso dominarlo en el fondo de la poza.
¡No! Había sido un bruto. La agarró y la arrastró con dema-
siada violencia dentro del agua. Su cabeza daba vueltas. Se
culpaba y luego se excusaba a sí mismo. Ella era una experta
nadadora. Zambullía tanto como él. ¡Cuán hermosa era! [Cuán
grato fue el contacto de su piel cuando se agarró a sus espal-
das, al tratar de salir de la poza, y qué perfume tan maravi-
lloso emanaba de sus cabellos! Una sensación de deleite y de
angustia al mismo tiempo invadió todo su ser. Era una emo-
ción desconocida, que le hacía sufrir y gozar al mismo tiempo.
Tenía que olvidar aquellas cosas. Era necesario que durmiera
porque se iba a levantar temprano. Iría aSamaná en su cayu-
co. Necesitaba comprar algunas cosas. Tenía la obsesión de
que necesitaba comprar algunas cosas, pero no sabía lo que
era. En la gaveta del armario del kiosco en que dormía se
habían ido acumulando los jornales que le pagaban desde
hacía ya cuatro meses. Era una suma de dinero demasiado
grande para él... Compraría muchas cosas eh las tiendas de
Samaná. Muchas cosas que hacían falta en su choza, para
cuando regresara a ella. Compraría dos sillas y una mecedora,
y una o dos almohadas, y sábanas y fundas y una nueva col-
choneta para su cama. La cama vieja y grande donde durmie-
ran sus padres. Y compraría ollas y pailas y calderos nuevos,
y anafes, y frascos para echar sus vinagres y sus encurtidos. Y
también un serrucho y un martillo, y un hacha y una azada,
y dos machetes. Y compraría cuchillos y tenedores, y platos y
cucharas. Compraría de todo. La gaveta estaba llena de dinero.
No sabía cuánto habría, pero era mucho. Y trabajaría algunos
meses más para comprar dos vacas y entonces... entonces vol-
vería a su playa, a vivir como antes, a cultivar su conuco y
a tirar la naza y a salar sus pescados y a cocinar sus can-
grejos, guisados en su propia manteca, aromatizados con las
yerbas que su madre había sembrado, a la vera de la choza...
Ya el sueño le vencía. Ya se iba a dormir cuando, repentina-
mente volvió a su mente la imagen de aquella mujer. Un esca-
lofrío incomprensible recorrió todo su cuerpo. Se le escapó un
gemido. Se apretó la cara con las manos y por fin cayó en un

62
sueño letárgico... Despertó, con los primeros claros de la ma-
drugada, estropeado y confuso.

... ..
En el muelle de Samaná todos miraban asombrados a Tri-
garthon. El cayuco estaba sobrecargado hasta los bordes. No
prestaba atención a las preguntas que le hacían. Hizo un hue-
ca y se metió. El día era bochornoso. El calor y la humedad
eran intensos. Al cruzar frente a Anadel no miró hacia la
casa. A las seis de la tarde había terminado de organizar sus
nuevas pertenencias en la choza. Decidió regresar a Anadcl
siendo ya las nueve de la noche. En el camino le cayó encima
un terrible chubasco. Para poder remar con más facilidad se
quitó la camisa y la camiseta, que estaban empapadas. Cuando
alcanzó a ver las iluminadas ventanas de la casa, experimentó
una inquietud desacostumbrada. Se repuso y continuó reman-
do y con un fuerte y último empuje atracó en las arenas de
la playa. Al agacharse para amarrar el cayuco, cayó de impro-
viso sobre sus espaldas un chorro violento de luz. Desde el
observatorio del kiosco el detective lo envolvía con su pode.
roso fanal eléctrico. Se irguió sorprendido y cegado, con los
brazos abiertos. Arriba, en el balcón, se produjo un súbito
silencio y los contertulios se pusieron de pie.
-Es Trigarthon -gritó Rosina, con incontenible alegría.
-¡No! -dijo con voz tranquila el profesor Croiset-. ¡Es
el hijo de Anfitrite, que acaba de salir del fondo del mar!

* * *
El día estaba soleado y caliente. Rosina y el secretario
De Mers trabajaban con el profesor mientras el resto del
grupo se bañaba en la playa de Anadel. Trigarthon estaba en
la caseta de los botes, lustrando metales y limpiando los apeo
ros de pesca.
-Este enorme sombrero de paja me acompleja sobrema-
nera, porque me hace sentir isleño y primitivo --expresó el
doctor Desaix mientras, sofocado ya, hacía esfuerzos por mano
tenerse a flote-o Sacrifico mi dignidad, llevando este sombre-
ro odioso, para que el sol no me achicharre.
-Salgamos un rato a descansar a la sombra, doctor, pues
yo también me siento molesta con tanto sol -dijo la señora
de Vergara, y ambos así lo hicieron, yéndose a cobijar bajo

63
las ramas de los almendros, junto a la caseta de los botes. Al
ver a Trigarthon, el doctor se le acercó, y poniéndole una
mano sobre el hombro, exclamó, dirigiéndose a la señora de
Vergara:
-Mire usted, señora, este magnífico ejemplar de la fauna
humana. Si yo tuviera este cuerpo sano y joven y este cerebro
puro y nuevo, sería dueño del mundo. ¡Toque usted estas caro
nes, señora! ¡Mire esos dientes! Contemple esos ojos azules,
velados por larguísimas pestañas. Observe esa maravillosa mus-
culatura, y justificará al emperador Adriano, porque tendrá
ante sí la figura redíviva de Antino... ¿Qué edad tienes, Tri-
garthon?
-Veinte años, señor.
-¡Maravilloso! Veinte años... Debe medir seis pies y dos
pulgadas -dijo, como si hablara para sí mismo. Luego, diri-
giéndose de nuevo a Trigarthon:
-Eres muy fuerte. ¿Podrías levantar a la señora?
- y a usted también -contestó Trigarthon, y sin vacilar
levantó al doctor sin el menor esfuerzo, mientras sonreía, ino-
centemente.
-Hasta luego, muchacho -dijo el doctor amoscado, mien-
tras tomaba del brazo a la señora y salían de la caseta. Luego
agregó, con mal disimulada turbación-: Subamos al observa-
torio. Allí hace fresco y podremos tomar un bocadillo. -Mien-
tras ascendían, la señora Vergara le dijo:
-Usted fue por lana y salió trasquilado, mi querido doctor.
-Así es -contestó éste-o ¡El burlador burlado! Después
de todo, me alegro de que no la levantase a usted...
-¿Por qué, doctor?
-Ese hombre huele a vendaval, a marejada ... y ustedes
las mujeres son muy sensibles... Tal vez se hubiese pertur-
bado su sistema endocrino.
-Es usted terrible, doctor Desaix, Supe por mi esposo que
Trigarthon es casto. En el pueblo le llaman «el doncello»,
-¡Interesante! ¡Interesante! Que no lo sepa Rosina...
-Es usted un poquitín perverso... En el grupo todos lo
saben y ha sido motivo de comentarios. Parece que el único
que lo ignoraba era usted, debiendo ser el primero en saberlo...
-¡No veo por qué razón!
-Usted es médico... y tiene que interesarle el sistema en-
docrino... .
-¡Esa bendita escalera y su ironía me han rendido! -y se
dejó caer en un sillón de mimbre, al llegar al kiosco. A poco

64
se les unieron los abogados Leroy y Vergara y después subió
el detective, quien entre jocoso y serio dijo al doctor:
-Traigo un mensaje para usted, doctor Desaix. El niño mi-
mado de la casa, el hijo de Anfitrite, como le llama el pro-
fesor Croiset, me ha suplicado que suba y le diga que él le
pide perdón por haberse propasado con usted, hace un mo-
mento, cuando usted y la señora Vergara entraron a la caseta
de los botes.
-Le agradezco que se haya usted molestado, señor policía,
y no sé si le pido demasiado al rogarle que le exprese 'a Tri-
garthon que no tiene por qué excusarse, porque fui yo quien
le invitó a que demostrara la fuerza de sus músculos levantán-
dome en peso.
-Me pareció entender que usted le había pedido que levan-
tara a la señora de Vergara...
-Sí, es verdad. Ya veo que usted es buen sabueso y sabe
oír a través de las paredes. Le felicito por su eficacia.
-Perdóneme, doctor, pero fue Trigarthon quien me lo in-
formó. Ya sabe usted que el pobre muchacho tiene el vicio de
ser sincero. Con su perdón, damas y caballeros. - y salió,
dejando a los demás en un silencio embarazoso. La señora
Vergara contó la sucedido, y todos rieron, rompiéndose el
hielo que el detective había creado con su ironía sajona.
La comida fue espléndida, más de lo acostumbrado, porque
se celebraba el cumpleaños de Rosina. Al final tuvieron, natu-
ralmente, el pastel con las velas encendidas. Luego pasaron
todos al balcón.
La noche era caliente y el cielo estaba encapotado. El doc-
tor Desaix se apresuró en contar al profesor la escena de la
mañana en la casa de botes. Hubo chistes y frases mordaces.
El profesor comentó, refiriéndose al detective, que el «good
humor» inglés no tenía límites... El abogado Vergara, recor-
dando la espléndida comida que acababan de tener, felicitó al
profesor por tener tan extraordinario cocinero.
-Felicitémosnos a nosotros mismos --contestó éste-, por
saber apreciar una buena comida. Es bueno siempre distin-
guir: una cosa es saber cocinar y otra apreciar lo cocinado.
Un buen cocinero es hombre perdido si no tiene a su alrede-
dor personas que sepan apreciar lo que él cocina. La gastro-
sofía no es tan sólo la ciencia de la cocina, sino también el
arte de poder y saber apreciar una buena comida. Esto, que
podría ser una definición, lleva en sí una interrogante: ¿debe
el gastrónomo saber cocinar y tiene el cocinero a su vez que

65
ser un gastrónomo? La pregunta se complica porque plantea
un problema: ¿ cuál es el verdadero artista: el cocinero o el
gastrónomo? Se ha contestado que si se acepta que es el coci-
nero, habría entonces que convenir en que el mecenas que des-
cubre y protege al pintor es, por lo menos, tan artista como
éste, y que no existen escritores si no hay lectores. Algunos
creen haber resuelto el caso con el siguiente aforismo: no hay
arte si no hay crítica y no hay crítica si no existe el buen
gusto. Por tanto, la cocina es un arte y la gastronomía repre-
senta el buen gusto. Yo creo más bien que ambos elementos
se complementan. Hasta podría decirse que se asocian, para
formar un solo elemento que viene a ser la gastrosofía. Coci-
nero y gastrónomo son componentes indivisibles de la gastro-
sofía. El uno no puede existir sin el otro. Separadamente sólo
se concibe su existencia como entes inactivos, como simples
individuos. Tan pronto como entran a funcionar, el uno cocí-
nando y el otro degustando, la asociación se produce automá-
ticamente.
-Comer no es simplemente ingerir materia alimenticia.
Es una función indispensable al organismo, que regula el con-
cierto del mecanismo animal y proporciona el magnetismo neo
cesario para las operaciones mentales y espirituales del hom-
breo Esas operaciones generan pasiones sensuales, cuyo vigor
depende de la ingestión de los alimentos. Un animal bien nu-
trido ama más, odia más, porque las corrientes magnéticas son
más vigorosas a causa de la abundancia en el organismo de
elementos misteriosos que produce el alimento. Digo misterio-
sos, porque apenas conocemos algunos de esos elementos: calo-
rías, vitaminas, encimas ... Cuando el organismo funciona nor-
malmente, es imprescindible comer varias veces al día para
poder conservar la vida. Es, pues, necesario ofrecer a esa
función que llamamos comer todas nuestras mejores atencio-
nes y cuidados. Cuando comemos, pasan a formar parte de
nuestro cuerpo elementos vivos, pletóricos. de fuerza. Comer
es preparamos para hacerle frente a la agresión que nos cir-
cunda y amenaza destruirnos. Nuestro cuerpo asimila fuerzas
para oponerse a esas otras fuerzas que son nuestras enemigas
implacables. Como entes subjetivos, poseedores de alma y con-
ciencia, la comida es imperiosamente necesaria. Cuanto mayor
es nuestra actividad espiritual, más grande es la necesidad de
comer. Por esa razón, tal necesidad está revestida de los mis-
mos caracteres que forman las otras pasiones animales: en el
amor buscamos la belleza, la frescura de ·otro cuerpo que se

66
una al nuestro. Así, al comer buscamos también belleza y fres-
cura. Es razonable, pues, la inclinación del hombre a ingerir
cosas hermosas y frescas. Y cuando esos atributos faltan en
el elemento alimenticio que tenemos a nuestra disposición, in-
ventamos hermosura y belleza para adornar un trozo de carne,
una fruta, una raíz. Y es precisamente esa facultad de inventar
la que nos- ha llevado a la creación del arte culinario.
-Pero... dejemos esas sutiles especulaciones para otra oca-
sión. Mientras tanto, hablemos de algo más objetivo. Preparé-
monos para enfrentarnos al tema de la voracidad humana.
Es algo pavoroso. La historia de la cocina es desgarradora,
porque es la historia de la gran contienda que libera el hombre
para satisfacer la más imperiosa, la más impostergable de sus
necesidades físicas. Desde los comienzos del mundo, el hom-
bre no ha vacilado en robar y hasta en matar para procurarse
la comida. No en vano la primera articulación vocal del hom-
bre al nacer es un grito de hambre. Y ahora, después de dos
o tres mil años de civilización, de perfeccionamiento, en pleno
final del siglo xx, el hombre continúa robando y matando para
poder satisfacer la necesidad indeclinable de comer. Pero lo
más espantoso de esta tragedia es la cantidad de alimentos
que es capaz de consumir el ser humano. Los hombres dedi-
cados al estudio de dietética han hecho cálculos que casi se
acercan a la perfección, según los cuales el hombre consume
cantidades inimaginables de alimentos. Yo he confirmado esos
datos.
-Tomemos como ejemplo un hombre de 65 años de edad,
de salud normal, que dispone de una renta moderada y que
vive en un medio desarrollado económicamente. Veamos lo
que ese hombre ha comido durante esos sesenta y cinco años.
Los cálculos se han hecho a base de promedios equitativos,
teniendo en cuenta los ocho o diez primeros años de la vida,
durante los cuales el consumo de alimentos es moderado y
teniendo en cuenta asimismo el promedio de días de inapeten-
cia y de enfermedades. Esos 65 años representan 23.725 días,
durante los cuales nuestro hombre ha comido un promedio
diario de un cuarto de libra de carne de res; un octavo de
cerdo; un octavo de aves; otro tanto de pescados y mariscos;
tres cuartos de libra de farináceos y cereales; un cuarto de
vegetales y frutas; un cuarto de azúcares; un octavo de grasas;
un cuarto de productos lácteos y huevos; un octavo de condi-
mentos y misceláneos y media libra de líquidos, lo que arroja
un total de tres y cuarto libras diarias o sea sesenta y nueve

67
mil novecientas sesenta y nueve libras en sus sesenta y cinco
años de existencia.
-Esos números representan trece bueyes, dieciocho cerdos,
novecientos pollos, veintisiete quintales de pescados y maris-
cos, ciento setenta y ocho de farináceos y otros cereales, veinti-
siete de frutas, cincuenta y nueve de azúcares, veintisiete de grao
sas, cincuenta y nueve de vegetales, cincuenta y nueve de produc-
tos lácteos y huevos, veintisiete de condimentos y productos mis-
celáneos y ciento dieciocho quintales de líquidos. Con esas can-
tidades se podrían abastecer por lo menos diez supermercados.
-¡Asombroso! ¡Apasionante! -expresó el doctor Desaix, aca-
riciando su pronunciado vientre con las manos.
-Se non e vera e bene trovato! -se atrevió a decir el abo-
gado Leroy,
-Pues sepa usted que esos cálculos se basan en estadís-
ticas científicas -arguyó el doctor Desaix-. Es más, creo que
se quedan atrás, a lo menos con respeto a usted, señor Leroy,
porque no me podrá usted negar que ingiere más de tres libras
y cuarto de alimentos diariamente. Con la fagedenia que le
afecta no tardará mucho tiempo en alcanzarme... -y al de-
cirlo se acariciaba de nuevo su vientre con las manos, provo-
cando la hilaridad general.
-Los economistas actuales afirman que el noventa por
ciento de la población del mundo sufre hambre -intervino
tímidamente la señora de Vergara-. En mi viaje por la India
pude observar que la mayoría de los hombres tenían sumido
el vientre.
-Sí, es la falta de comida, pero también influye en algo
la raza y las prácticas religiosas. Pero no creo que, de manera
sistemática, el vientre hundido sea una señal de hambre. Ahí
tiene usted, por ejemplo, al hijo de Anfitrite: parece que toda
su vida ha comido bien, a juzgar por su musculatura tan de-
sarrollada, y, sin embargo, tiene el vientre sumido, como dice
usted.
-¿Y quién es el hijo de Anfitrite? -preguntó, ingenua-
mente, la señora de Vergara.
-Me refiero a Trigarthon, nuestro guía marítimo, el hijo
mimado de la casa, como le llamara el detective. Lo de hijo de
Anfitrite se lo aplicó el profesor. Vamos a comprobarlo obje-
tivamente. Debe estar ahí, abajo, escuchando nuestra plática.
¿ Quieren ustedes que le llame? -y sin esperar respuesta al-
guna, se asomó al balcón y llamó a Trigarthon. Este respondió
con un-: ¡Aquí estoy, señor!

68
Entre los contertulios se produjo un momento de silencio.
Los que conocían bien al doctor Desaix se dieron cuenta de su
doble juego y de su propósito de introducir en el grupo algún
factor inquietante, una pequeña intriga, o poner a prueba la
serenidad de todos sus compañeros, y se prepararon para reci-
bir las embestidas del terrible camarada.
Trigarthon Rymer entró por el fondo de la sala y se de-
tuvo. El profesor lo alentó a proseguir, diciéndole:
-Venga usted, Trigarthon. Quisiéramos que nos dé .algu-
nos informes acerca de los pescados y la carne que comen los
habitantes de estas regiones.
Trigarthon avanzó lentamente. Su timidez, su elevada esta-
tura y su figura erguida imprimían majestad a su presencia.
Al llegar al grupo siguió avanzando hasta situarse al margen
del balcón y a medida que el diálogo tenía lugar, Trigarthon
continuaba poniéndose de espaldas hacia el fondo hasta que-
dar en el ángulo de la galería. Calzaba pantuflas negras de
goma, pantalón corto de dril azul y camiseta blanca, ambas
piezas muy ceñidas. Desde arriba la bombilla eléctrica lo en-
volvía en un chorro de luz, que hacía que su piel negra brillara
con tonos azules.
-Es Osiris redivido... -murmuró por 10 bajo Antoine Le-
roy, mientras el profesor, para mitigar el embarazo del mu-
chacho, le dijo:
-Como has podido ver por las preguntas que te hemos
hecho, lo que nos interesa es determinar si los moradores del
lugar son muy comilones. Por ejemplo, antes de venir a vivir
con nosotros, ¿cuál era tu comida diaria, más o menos ... ?
Trigarthon advirtió que todos le miraban, y en su alma se
produjo un sentimiento de afecto hacia aquellas gentes que
le colmaban de atenciones. Al ver los ojos de Rosina fijos en
él, su corazón fue presa de una súbita y ardiente sensación de
inquietud, que sólo duró un instante. Al recuperar la calma,
sonrió y con serena voz así les contestó:
-Mis padres tenían un conuco detrás de la loma, que yo
lo he mantenido y produce plátanos y maíz y yuca y batata.
y tenía una vaca que me daba dos botellas de leche al día. Y
con mi nasa yo sacaba muchos pescados del mar. Y tenía un
criadero de langostas. Cuando se murió mi madre, yo aprendí
a cocinar, sin que nadie me enseñara. Yo comía todo lo que
quería, y lo que sobraba lo vendía en Samaná, para comprar
ropa y fósforos y... otras cosas.

69
-¿t.;uántas horas trabajabas al día y qué cantidad de ali-
mentos cocinabas cada día? -preguntó el profesor.
-Yo iba al conuco dos o tres veces a la semana, desde las
cinco a las once de la mañana. En la tardecita recogía las
nasas e iba a Samaná, los días que no me tocaba ir al conuco.
Yo comía todos los días como... tres pescados grandes (y con
las manos indicó una distancia de unas doce o catorce pulga-
das), y una batata o un pedazo grande de yuca y... dos botellas
de leche cada día. Algunas veces cocinaba arroz y me gustaba
mucho hacer un cocinado de cangrejos. También comía mu-
chas guayabas, que se dan silvestres, y para cocinar usaba
aceite de coco, que yo mismo sacaba, hirviendo el coco seco,
que llaman copra, y exprimiéndolo después. A todo lo que
cocino le pongo jugo de naranja agria, porque le da buen gusto
y el aroma se siente desde lejos, cuando el cocinado hierve
sobre el fogón. Y cocmaba lambí, que es un caracol muy
grande, pero su carne es muy dura y hay que hervirla muchas
horas; y burgaos, que es un caracol pequeño, que se pega en
los peñascos, y es muy sabroso. Y había un gran criadero de
ostiones, cerca de Punta Las Flechas, y cuando iba me comía
ochenta o cien, pero la gente de Sánchez lo descubrió y en un
año se acabó el criadero... En el conuco tengo una trampa
para coger tórtolas y perdices. Antes caían muchas, pero ya
casi se han acabado, porque los cazadores que vienen del Ci-
bao las ahuyentan. Yo las asaba sobre brasas, a la orilla del
mar, de noche, y quedaban muy sabrosas. También me gus-
taban mucho las camiguanas, que es un pescadito muy chiqui-
to, como de una pulgada, que no tiene escamas ni tripa, y que
frito se pone tostado y muy sabroso. Viene en cardúmenes, de
tardecita, y se pesca con la mano o con un cántaro agujereado.
Vienen por millones.:. Es muy sabroso... ustedes lo probarán.
Voy a acechar que pase un cardúmen por aquí, por Anadel, y
los voy a llamar para que ustedes mismos los pesquen. Da mu-
chas ganas de reír, porque uno se mete desnudo en el cardú-
men, y las camiguamas hacen cosquillas entre los muslos ...
Ustedes verán qué gracioso es...
Estaban emocionados. Le escuchaban atentamente, sin per-
der una sola de sus palabras. Trigarthon hablaba sin mirarlos,
como dirigiéndose al vacío. Sus palabras eran suaves y lentas.
El inglés en sus labios sonaba arcaico pero preciso y atrac-
tivo. A veces vacilaba, porque no encontraba la palabra, y
entonces la decía en español. Vergara la traducía, en voz baja,

70
y él asentía, con un movimiento afirmativo de cabeza y una
sonrisa de agradecimiento.
-(y siempre estabas desnudo? -preguntó Rosina, con voz
casi anhelante de emoción.
-Tan pronto llegaba del conuco me desnudaba y me echaba
al mar, antes de ponerme a cocinar. Yo vivía muy solo, y nadie
me molestaba. Mi casa es la única que hay en el fondo de la
playa de Carenero. Toda esa tierra es mía. La heredé de mi
padre. Pero no vale nada. Y... además, yo nunca la venderé,
porque ahí vivió mi abuelo, que era esclavo en Filadelfia, y ahí
está enterrado él y mi abuela, y mi papá y mi mamá... tam-
biénestán enterrados ahí. .. detrás de la loma, junto al conuco.
Ahí están las tumbas ...
-¡Hijo de los Cielos! ¡Imploro para ti los laureles de la
divinidad! -exclamó el doctor Desaix, poniéndose de pie y
acercándose a Trigarthon-. Miren ustedes, compañeros míos.
Este es Osiris, Apolo, Tritón, el hijo de Anfitrite, como uste-
des quieran. Para mí es el hombre perfecto. Simplemente el
Hijo de la Naturaleza. ¡El usufructuario de la felicidad! ¡Aquí
tenemos al hombre cuya alma es plana y sedosa, porque hasta
ella no ha llegado el tócigo del refinamiento, ni los retorci-
mientos de la mecánica que ahora llaman civilización! -Hizo
una pausa, y luego continuó-: Hemos olvidado el punto prin-
cipal de la cuestión. Dime, Trigarthon, ¿a qué se debe que
siendo tú un gran comilón, tu vientre esté sumido? A ver,
levántate la camiseta. -Sin darle tiempo a reaccionar, él mis-
mo se la levantó y dándole palmadas en el vientre, dijo:
-Miren ustedes. Ni media pulgada de adiposidad y nada
de ventriformismo. Diríase que no tiene intestinos.
Trigarthon, con suavidad, retiró de su vientre las manos
del doctor, se bajó la falda de la camiseta, cruzó lentamente
por entre el grupo y salió. Se produjo un silencio embarazoso.
Rosina se puso de pie. Apoyándose en la barandilla del balcón,
miró hacia el mar y así permaneció inmóvil por largo rato,
hasta que se escuchó la voz sosegada del profesor: .
-Es tarde. De Mers y yo trabajaremos solos mañana, por-
que es el día libre de Rosina. Con permiso de ustedes -y
salió.
* * *
Era una obsesión que ya no podía dominar. Nunca pensó
que su lascivia llegaría a tales extremos. Y ahora tenía a aquel
hombre frente a ella, apenas a un metro de distancia, semi-

71
desnudo, mirando su pecho henchírse cada vez que sus brazos
poderosos hundían los remos en las aguas del mar, en aquella
mañana tibia y gris, en que la locura era dueña de sus 'actos.
Había desafiado todos los obstáculos. Ya casi no podía disi-
mular. Advertía que todos sospechaban la salvaje pasión que
la dominaba y comprendió que querían aislarla, alejarla del
precipicio, salvarla. Pero todo era inútil. Estaba perdida. El
instinto vencía todos los miramientos y las convenciones socia-
les. Sabía que lo exponía todo. Pero ya no podía resistir más.
y aquella mañana, cuando todos aún dormían, bajó a la playa,
en traje de baño, cubierta con su bata de felpa, llevando un
canasto en las manoss Encontró a Trigarthon en la caseta de
los botes.
-Saca el cayuco. Vamos a cayo Alcatraz.
-¿A pescar?
-No. A nadar. Sube esta canasta al bote. ¡Anda, rápido!
-Déjeme ir a buscar mi traje de baño.
-Allí 10 veo, colgado.
-No es el mío. Es del detective. Me queda estrecho.
-No importa. Llévalo. ¡Rápido!
Y allá iban, bogando veloces, como el viento, en aquella ma-
ñana tibia y gris, en que la locura era dueña de sus actos.
Estaban sentados el uno frente al otro. El no se atrevía a mi-
rarla mientras ella lo escudriñaba minuciosamente, pulgada a
pulgada, admirando sus enormes pies y sus largas y finas pier-
nas. Adivinaba la curvatura de sus espaldas, sobre los riñones,
donde el músculo es tenso y vibrante. Miraba sus muslos, que
el corto pantalón mostraba casi enteros. Intuía sus caderas,
macizas y firmes, y su fina cintura. Creía desfallecer. De re-
pente se quitó la bata, quedándose en traje de baño y le dijo
a Trigarthon:
-Quítate la camiseta, para que puedas remar con más sol-
tura.
El la obedeció y ella pudo ver de nuevo su torso vigoroso.
Comprendió que iba a cometer una locura, víctima de la exal-
tación sexual que la dominaba, y haciendo un esfuerzo supre-
mo logró contenerse un tanto. Recostándose en el bote dejó
que su mano izquierda rozara el agua y se puso a cantar a
media voz. Mientras lo hacía quiso sorprender a Trigarthon,
para saber si la estaba mirando, pero el muchacho persistía
en no fijarse en ella. Al fin, llegaron al cayo, atracando el bote
en el fondeadero. Luego subieron a la roca y Rosina inmedia-
tamente se lanzó a la poza, comenzando a hacer alardes de su

72
pericia como nadadora. Trigarthon la observaba desde arriba.
Ella le gritó que se pusiera el pantalón de baño y viniese a
unirse a ella en la poza. Obediente, el muchacho se retiró a
unos matorrales y al poco apareció y se lanzó al agua. Rosina
pudo advertir que el pantalón le quedaba sumamente estrecho.
Dominando sus nervios, le hacía preguntas a Trigarthon sobre
esto y aquello y lo invitaba a zambullir y lo seguía por el
fondo de la poza. Luego salieron, repitiendo la complicada ma-
niobra de la vez anterior. De la canasta ella sacó un toallón
que tendió sobre la yerba y luego abrió un envoltorio con eme
paredados y una botella-termo con café. Invitó a Trigarthona
sentarse a su lado y a compartir el desayuno. Rosina hacía
esfuerzos para no mirar a Trigarthon, pero al fin su voluntad
fue vencida.
-¡Qué enormes son tus pies! -le dijo-. Los míos pare-
cen los de una chiquilla. comparados con los tuyos. Mis dos
manos caben en una sola de las tuyas ... Ponte de pie, por
favor ... Quiero medirme contigo...
Apenas podía articular las palabras. La emoción la ahogaba.
Al unir su cuerpo al de Trigarthon, ya ambos de pie, sintió
que las fuerzas le faltaban. Al fin pudo decirle, mirándole a
los ojos y sin separarse de él:
-¿ Por qué no quisiste cargar a la señora Vergara, cuando
el doctor te lo pidió? ¿No tienes fuerzas, acaso? -El sonrió,
y trató de separarse un poco, mas ella lo retuvo.
-No me gusta el doctor. Siempre se burla de todos. ¿Es
usted amiga de él?
-No me trates de usted. Llámame tú. Soy tu amiga. Siento
mucho cariño por ti. ¡A ver! Trata de levantarme.
El vaciló un instante y, al fin, la tomó entre sus brazos y
la cargó con la mayor facilidad. Ella dejó escapar un suspiro
y le pidió que la apretara, fingiendo tener frío. Luego pegó su
rostro al de Trigarthon y le susurró al oído:
-Te quiero mucho... -Deslizándose de sus brazos, se acos-
tó sobre el toallón, y agregó-: Acuéstate a mi lado. Quiero
decirte una cosa... -El así lo hizo y ella, incorporándose sua-
vemente y apoyándose en el codo, le dijo:
--Quiero examinar tu cuerpo, porque eres muy fuerte y
muy hermoso. Tus ojos azules parecen de terciopelo... Tus pes-
tafias... qué largas y sedosas... Tus dientes son muy bellos.
Qué fuertes son tus muslos... Si te pido una cosa, ¿verdad que
no me la negarás?
En el rostro de Trigarthon la sonrisa se iba convirtiendo

73
en sorpresa y en asombro. Retornó violentamente a su memo-
ría la sensación aquella que le atormentó la noche que siguió
al primer viaje con Rosina a este cayo. Sentía que la sangre
se agolpaba en su cabeza y que estremecimientos nuevos re-
corrían su cuerpo. Instintivamente, sus manos se alargaron y
acarició la cabeza y la cara de Rosina...- : ¿ Qué quieres que
yo haga? -le preguntó, casi sin poder hablar.
-Prométeme que me complacerás...
El movió afirmativamente la cabeza. Entonces ella se quitó
el traje de baño y con suave y lenta maestría desnudó a Tri-
garthon, mientras acariciaba su cuerpo con sus manos y sus
labios. De su pecho se escapaban breves gritos y gemidos de
placer: Oh, mon amour! -susurraba con los labios sobre la
boca del amado. Una extrema felicidad la envolvía al compren-
der que aquel poderoso hombre iba a ser suyo. Deseaba ardien-
temente ser hecha pedazos por el vigor de aquel muchacho.
Lo apretaba entre sus brazos, y besaba sus labios hasta casi
hacerle daño. Toda ella se agitaba, convulsa, ardorosa, míen-
tras suaves quejidos continuaban saliendo de su estremecido
pecho. Exacerbaba más su voluptuosidad la exuberancia de
aquel hombre y el hecho de saber que era ella la que lo iba a
iniciar. El se dejaba hacer, queriendo corresponder a las cari-
cias de Rosina, pero se sentía torpe, rudo, inhábil. Ella se
daba cuenta, y lo iba guiando, mientras su cuerpo parecía
quebrarse en el paroxismo del placer y el del hombre se en-
crespaba y su pecho rugía enloquecido, en el ímpetu de aquella
llameante iniciación... Y las grutas y las concavidades de las
rocas recogían los rotos gemidos que la brisa transportaba, al
brotar de los convulsos pechos, de las jadeantes bocas, en los
divinos estremecimientos de la pasión...
El mar seguía tranquilo, y tibia la mañana y gris. Las nubes
ocultaban el sol, en un discreto homenaje a la maravillosa
inmolación. Las aves retornaron a sus ramas predilectas. Los
cuerpos, tendidos, en sosiego enlazados todavía, se iban desu-
niendo, al ritmo del murmullo de las olas en la playa. Y la mar
los recibió de nuevo, tan puros como antes, porque el amor los
había honrado con el laurel de la Naturaleza. Y volvieron a
su nido. Y otra vez al mar, que los reconfortaba con la sal de
sus aguas y les ofrecía su dulce convivencia... hasta que la
tarde moribunda y el plácido cansancio los hicieron regresar...

74
IV

DEL MEGALITO AL PARTENON

Los gastrónomos habían llegado a Anadel a mediados de


septiembre. Transcurrido un mes, ya no les molestaba el clima
húmedo que prevalecía en aquellas regiones durante el otoño.
Los días eran generalmente nublados y tibios. En las noches
el tiempo se despejaba y soplaban brisas frescas. Eran fre-
cuentes los aguaceros torrenciales y a veces se producían vien-
tos fuertes que agitaban el mar. Habían decidido no hacer caso
al barómetro: las predicciones de Trigarthon eran infalibles y
era él quien aconsejaba cuándo podían realizar excursiones de
pesca a diversas regiones de la bahía, sin exponerse a que
inesperadamente les sorprendiera un aguacero. Erró en una
ocasión, cuando salieron de cacería hacia cayo Pascual, el últi-
mo, hacia el Este, de la cadena de islotes dentro de la bahía,
pues se desató un chaparrón con fuertes vientos, que no amai-
nó sino después de casi una hora. A pesar de que llevaban
capas impermeables, la lluvia los caló y al desembarcar en cayo
Pascual hicieron fogatas para secarse y entre risas y estornu-
dos comentaron los incidentes del caso. Con todo, pudieron
cobrar algunas palomas silvestres.
Al regreso, al pasar frente a la ensenada de Carenero, el
abogado Vergara señaló hacia el fondo de la playa e infor-
mó que una choza que apenas podía verse, al pie de la falda
de la loma, era la casa de Trigarthon. Entre la casa y el mar
se advertía una gran playa de arena azul, contra la cual las
olas se estrellaban, levantando crestas de espuma blanca.
En esas noches otoñales se habían reunido, como de costum-
bre, en el amplio balcón del segundo piso, y allí las tertulias
fueron cobrando interés a medida que el Profesor avanzaba ~n
la redacción de su obra. Por varias noches desarrolló teorías y
tópicos históricos de carácter general. Expresó que no com-
partía el criterio de que el género humano desaparecería por

75
falta de alimentos. Según su opinión, el mar, que ocupa las sie-
te décimas partes del globo, sería siempre una fuente inagota-
ble de comida para el hombre. Si los peces no se comieran los
unos a los otros, en poco tiempo los mares serían mares sóli-
dos de carne. La hembra del bacalao, en cada aovada, pone más
de veinte millones de huevos, de los cuales apenas unas diez
unidades logran llegar a la adultez. Su profundidad es asom-
brosa, llegando a alcanzar hasta nueve mil metros, y su
fecundidad no tiene límites. Ya se ha logrado hacer potable el
agua del mar. Los laboratorios modernos hacen cada día descu-
brimientos de nuevas fórmulas para producir materias sintéti-
cas, inclusive de tipo alimenticio, que sustituyen las proteínas
y demás elementos indispensables para la nutrición.
-A mí no me preocupa ese problema, porque carezco de
toda capacidad para contribuir a su solución -interrumpió el
abogado Leroy-. Eso corresponde a los que se dedican a la
dietética, o a los gobernantes, pero principalmente a los políti-
cos demagogos, que hacen del hambre de los pobres, a veces
de la supuesta hambre de los pobres, una poderosa arma para
triunfar en los sufragios......-En último caso, nos comeremos
los unos a los otros ... -expresó tímidamente el señor De
Mers-. Un hombre hambriento llega a todos los extremos
-arguyó el doctor-o No sería extraño que algún día volvié-
ramos a la práctica de la antropofagia.
-En realidad, el ser humano comenzó a diferenciarse posi-
tivamente de los animales cuando utilizó el fuego para prepa-
rar sus comidas -intervino el profesor-o Antes vivía de fru-
tas y yerbas; luego de insectos y moluscos y al fin, de carnes,
pero crudas. A lo mejor el incendio de un bosque poblado de
animales salvajes le dio la oportunidad de probar la carne asa-
da y tomarle gusto. Luego el hombre del período paleolítico
vivía de la pesca y de la caza y ya conocía el fuego como factor
culinario. Tenemos evidencia de ello por los huesos calcinados
que se han encontrado en las cavernas que eran sus viviendas
en esa época de la prehistoria. Es casi seguro que cuando había
escasez de animales, los hombres de la era paleolítica se comie-
ran los unos a los otros, o que, al menos, se comían al ene-
migo vencido. Todavía existen antropófagos entre ciertas tri-
bus africanas. Descubrimientos más o menos recientes hechos
en cavernas en las costas de Dinamarca, nos muestran vesti-
gios de lo que era la vivienda del hombre de aquella Era. Se
han encontrado fragmentos de utensilios de sílex, de carbón,
cenizas y conchas. Estos vestigios de agrupaciones humanas

76
recibieron el nombre de kjoekkenmoeddings, que en danés sig-
nifica residuos de comida. También fueron encontrados en va-
rios lugares de Europa y Japón. En la fase neolítica empezaron
a organizarse las ciudades lacustres, y se inició la crianza de
ganado, la siembra de cereales y el uso de la miel y la sal.
Esto de la sal constituye un gran paso en la gastronomía. Hoy
día son bien conocidas sus cualidades: estimula el apetito, pro-
voca la salivación, activa la circulación de la sangre y de las
mucosas estomacales.
-La dieta sin sal es uno de los castigos más horrorosos
que solemos imponer a los hombres -expresó, patéticamente,
el doctor Desaix,
-¿Hay pruebas, acaso, de que el hombre prehistórico se
alimentaba principalmente de frutos? -preguntó el abogado
Leroy-. El sistema dentario y digestivo del hombre parece
corresponder al de los grandes monos, que son positivamente
frugívoros. Asimismo, se dice que la antropofagia vino en épo-
cas muy posteriores a la paleolítica, porque antes disponía
de abundancia de frutos, y la naturaleza era entonces extraer-
dinariamente pródiga en caza y pesca.
-No olvidemos -expresó el profesor-, que hay dos tipos
de antropofagia: la originada por el hambre, que podría lla-
marse bestial o económica, y la engendrada por ideas religio-
sas, que es la mística o litúrgica. y como el hombre prehistó-
rico no ha dejado huella alguna de cultos religiosos, tenemos
que admitir que tampoco se practicó la de tipo místico. Los
partidarios de que el hombre prehistórico era antropófago
aducen que en las cavernas, los hipogeos y los alrededores de
los dólmenes se han encontrado huesos humanos dispersos y
mezclados y no en posición natural de enterramiento, y que
abundan más los húmeros, lo que prueba que los cadáveres
habían sido despedazados; además, se han hallado huesos hu-
manos rotos, como si lo hubieran sido para extraer el tuétano,
y otros calcinados. Los que sostienen la tesis de que no era
antropófago, creen que esas señales bien pudieron ser produ-
cidas por animales carniceros y que la calcinación no revela
sino ceremonias mortuorias, ya que algunas de esas cavernas
parecen sepulcrales. De todo esto resulta que no se puede afir-
mar ni negar que existiera la antropofagia en el segundo perío-
do de la prehistoria. Lo que sí puede asegurarse es que el ano
tropófago es posterior al frugívoro. En cierto sentido, viene
a resaltar que la antropofagia es una evolución en el desarro-
llo de la Humanidad.

77
- y ya que hablamos de canibalismo -continuó el profe-
sor- debemos recordar que son muy contados los pueblos de
la Tierra que no tienen en su pasado alguna muestra de antro- .
pofagia. Existe todavía en algunas tribus de la Polinesia. Los
neozelandeses la practican con el enemigo en pleno campo
de batalla. En las islas Marquesas es privilegio de los hombres
comer carne humana y en las de los Amigos y de Sandwich,
el canibalismo se practica entre los indígenas sin reparo de
ninguna clase. A mediados de este siglo los Nukivios empeza-
ban ya a echarse en cara y a afearse, de tribu a tribu, el
tener la costumbre de la antropofagía, lo cual prueba que,
aunque iban sintiendo cierta repulsión a tal costumbre, toda-
vía la practicaban.
-Entre los australianos, se observan actualmente rasgos
horribles de canibalismo. Se sabe de indígenas que aplastan la
cabeza de una pedrada a sus hijos enfermos para asarlos y
comérselos. Cuéntase de casos en que desentierran los cadá-
veres recientes para devorarlos. Los neocaledonios conside-
ran la carne humana como una verdadera golosina y se hacen
la guerra unos a otros para procurársela; algunas veces los
jefes matan y se comen algunos de sus servidores. Los de
la isla de Viti, asan en el mismo campo de batalla los ene-
migos muertos y ceban esclavos para matarlos y comerlos.
-Los negros africanos, que habitan países más fértiles y
ricos en fruta y en caza, practican mucho menos la antropofa-
gia, pero no están completamente exentos de ella. En 1863 se
encontró una tribu de cafres Basutos, que vivían exclusivamen-
te de la caza del hombre; los Fan del Africa Central compran
a sus vecinos los cadáveres de los hombres muertos de enfer-
medad y se regalan con ello. Los Niam-Niam no sólo se comen
a los prisioneros de guerra, sino también a sus propios como
patriotas que mueren abandonados.
-En América, la antropofagia ha estado extendida por
todas las regiones con más o menos intensidad. Los Moxos y
los Guaranís cebaban sus prisioneros antes de comérselos;
costumbre que también tenían los antiguos mexicanos. Los
Iroqueses eran todavía antropófagos en el siglo XVII, según
opinión de Charlevoix; y aun hoy día, en las épocas de ham-
bre, los habitantes de la Tierra del Fuego ahogan a los viejos
metiéndoles la cabeza en hogueras de leña muy verde y des-
pués se los comen.
-¿ y qué me dice usted de Europa, querido profesor? -in-
terrumpió el doctor Desaix con un poco de ironía.

78
-En Europa misma pueden citarse casos de antropofagia.
San Jerónimo dice haber visto en las Galias bretones antropó-
fagos. En Francia, en 1030, durante una hambre espantosa, se
cazaban los hombres unos a otros; y en Tournai, se puso a
la venta carne humana. Cuenta Pierre de L'Etoíle, que en
1590, durante el sitio de París por Enrique IV, una dama rica
saló y se comió a dos hijos suyos muertos de hambre.
-De todos estos hechos se deduce que la razón primitiva
de la antropofagia, es el hambre; en todas las islas pequeñas de
la Oceanía, donde se carecía y aún se carece, en gran parte,
de animales salvajes y domésticos, el ~anibalismo ha sido
ordinario y usual, y aún lo es entre los hombres que han
resistido o rechazado el contacto con la civilización. Después,
una vez contraído el hábito, la antropofagia se ha conservado
por glotonería.
-La antropofagia repugna hoy día al hombre civilizado,
pero todavía estamos lejos de la perfección en el camino de
la moralidad, cuando hay casos en que se mira sin asombro,
casi puede decirse, como cosa corriente, el destrozarse unos
hombres a otros, cual sucede en las guerras y en las conmo-
ciones populares -murmuró De Mers, tímidamente.
-¡Así es, amigo mío! -exclamó con voz solemne el abo-
gado Leroy-. La antropofagia es un crimen, previsto y sancio-
nado por las leyes penales. Pero permítame enfrentar al hom-
bre cavernario con el caballero supercivilizado de hoy día.
Aquél mataba a su semejante y se lo comía. Al hacerlo, obe-
decía a la urgencia de su estómago hambriento, dirigido por
un cerebro que no sabía distinguir entre el bien y el mal, o
apremiado por la necesidad de aplacar la ira de su dios. He
ahí los dos casos de antropofagia descritos por el profesor: la
.onómica y la mística. El hombre de hoy encierra en un cam-
) de concentración diez mil seres humanos y los va asesi-
iando lentame -te, sabiendo que hace mal, porque ha hecho
cursos de moral en escuelas y academias... ¿ Cuál de los dos ... ?
-¡No haga usted la pregunta, por favor! -le interrum-
pió Rosina-. La respuesta es obvia, pero no la quiero es-
cuchar...
-Cambiemos el tema -exclamó el doctor-, porque estoy
sintiendo unas ganas terribles de comer carne humana. Un
muslo de Rosina horneado... -El profesor lo interrumpió:
-Pongámonos de pie y rindamos el homenaje de nuestra
admiración a ese mar que ha estado armonizando nuestra con-

79
versación con la incomparable melodía de sus movientes aguas
-propuso el profesor.
-Que el último sorbo de mi copa de cognac sea en honor
de Anfitrite -exclamó el doctor, con tono melodramático.
-Mañana es domingo y no tenemos nada programado. ¿No
se les ocurre algo? -preguntó el doctor.
-Sepamos primero cómo estará el tiempo -dijo el señor
Vergara, y llamando a Trigarthon le preguntó, una vez que
hubo subido al salón. La respuesta no se hizo esperar:
-Creo que estará nublado, pero no va a llover. Hará un
poco de calor, pero la mar estará fría ...
-Gracias, Trigarthon -dijo Vergara, y agregó:
-Propongo, entonces, que nos desayunemos en el agua.
Mi mujer puede indicar al cocinero un desayuno criollo: re-
voltillo de huevos con tomate y ajíes servido sobre tortas de
casabe mojado... Algo así como nuestro «Piperada» -intervino
el doctor.
-Exacto -contestó Vergara-, pero lo comeremos a la
sans-iacon, en traje de baño, dentro del agua, en esa esplén-
dida playa que tenemos ahí enfrente. Podríamos levantarnos
a las ocho...
Fue interrumpido por Trigarthon, quien acercándose al gru-
po, siempre con su tono humilde y tímido le dijo:
-Perdone, 'señor, pero si hay que mojar el casabe, ¿por
qué no van al arroyo Bozal? Tiene su nacimiento muy cerca
de aquí, a unos quince minutos caminando a pie. Sólo hay
que subir una pequeña loma, y ahí está la fuente donde nace
el arroyo. Su agua es muy buena y también pueden pescar
jaibas y camarones.
-¡Espléndido! -dijo el profesor-o Si se aprueba la su-
gestión de Trigarthon, entonces el señor y la señora Vergara
son mañana árbitros de nuestra felicidad.

* '" '"
El grupo se reunió en el patio de la casa a las ocho de la
mañana y emprendieron la caminata. Delante iba Trigarthon
y los sirvientes. El tiempo era apacible y la subida de la cues-
ta no fue penosa. Al llegar al lugar todos quedaron encanta-
dos de su belleza panorámica. De entre unas rocas brotaba el
manantial formando una amplia charca sombreada por nume-
rosos árboles y tupidos bejucales, Luego la corriente continua-
ba, serpenteando entre rocas y descendiendo suavemente de

80
la loma. Tendieron mantas sobre la yerba y tomaron café ne-
gro bien caliente que habían traído en botellas-termo.
Mientras todos se bañaban, la señora Vergara, con el coci-
nero y Trigarthon, preparaban el desayuno. Habían hecho
fogones rústicos con piedras y en un gran caldero se hizo el
revoltillo. Cada uno vino a buscar su porción, servida sobre
una torta de casabe. Para comerlo se ayudaban con pedazos
del mismo casabe, a manera de cuchara.
-El que tenga sed, que vaya al pie del manantial y tome
el agua en el hueco de sus propias manos -dijo el señor Ver-
gara-. Puedo asegurarles que es más pura que las de Evían
y de Vittel.
Cuando la señora Vergara se unió al' grupo,el profesor le
pidió el secreto de la especia que había empleado para darle
al revoltillo el gusto tan particular y nuevo que le había sen-
tido, y ella, en voz baja le contestó:
-Acérquense, que se lo voy a explicar. Trigarthon no ha
dormido. Anoche mismo se fue remando a su casa y trajo unos
frascos con una especie de encurtido que él prepara con yer-
bas aromáticas, pero cuyo principal elemento es el jugo de
naranjas agrias semifermentado. Y ha sido con ese condi-
mento con el que se preparó el sofrito de cebollas y tomates,
al que luego se agregaron los huevos batidos. Además, la co-
chura se hizo con fuego de leña de una madera que llamamos
aromo, a lo mejor porque en realidad huele muy bien al ser
quemada. No hay, pues, tal secreto. La naranja agria, la leña
aromática y el ambiente campestre son los elementos que han
hecho sabroso el revoltillo.
-Es extraordinario el sentido de la cooperación, por no
decir del sacrificio, que tiene ese muchacho -observó el pro-
fesor Croiset-. Siempre está presto para servir y se com-
place en ser útil y oportuno.
-Dígame una cosa doctor Desaix -preguntó De Mers-.
¿No es, acaso, peligroso permanecer dentro del agua mientras
se digiere un desayuno tan copioso y suculento?
-Pierda todo temor, amigo mío -respondió el aludido-.
Los casos de apoplejía que se dice han ocurrido. han tenido su
causa en una interrupción súbita del proceso digestivo, debido
a la conmoción del cambio. pero no a la acción del agua.
Ahora hemos comido estando ya dentro del agua, y ningún
cambio brusco de temperatura ha tenido lugar en nuestros
organismos.
-En Roma -expresó el profesor-, cuando Lúculo y Nerón

81
y Petronio elevaron el culto de la mesa a las más altas cum-
bres, un signo de refinamiento era concluir el festín con un
baño en las lujosas piscinas que tenía cada palacio, y en las
que la temperatura del agua se controlaba con tuberías subte-
rráneas por las cuales circulaba agua hirviente.
-El agua siempre es buena, menos para ser bebida -dijo
el doctor-o La natación es el ejercicio más completo y que
más aprovecha al organismo, cuando se lleva a cabo con la
debida moderación. Atribuyo a la natación la robustez de Tri-
garthon y... a lo mejor también, la pulcritud de su espí-
ritu.
-En la escuela de natación que frecuentaba en Suiza, se
hacían demostraciones muy interesantes -intervino Rosina-.
Vi un documental fílmico que había sido tomado en esa escue-
la a un grupo de alumnos, adolescentes de ambos sexos. Eran
seis muchachos y seis niñas entre los once y los quince años
de edad. Al comenzar el tratamiento eran raquíticos y poco
atractivos. Durante dos años estuvieron. recibiendo clases de
natación. La película muestra la transformación que iban su-
friendo durante ese lapso. Al terminar el curso, eran fuertes y
hermosos. Habían alcanzado un desarrollo corporal extraordi-
nario. Hasta en su mentalidad influyó benéficamente el trata-
miento. Las niñas habían logrado un notable desarrollo de la
región pelviana. Sus senos eran erguidos y perfectos, así como
los contornos de los muslos, la cintura y el torso. Los mucha-
chos se convirtieron en magníficos ejemplares, vigorosos y gua-
pos, saludables y atrayentes. Constituían un espléndido con-
junto de floreciente pubertad. Parecía que el cincel de Fidias
los había esculpido.
-Me gustaría ver esa película -dijo Leroy, con graciosa
picardía.
Salieron, eufóricos. del baño. Se cubrieron con sus toallo-
nes, y al iniciar el regreso a la casa de Anadel, el abogado
Leroy les llamó la atención, diciéndoles:
-Vengan todos a ver algo verdaderamente interesante. De-
trás de esos pajonales está Trigarthon, durmiendo como un
bendito.
Se acercaron, sin hacer ruido, y en efecto, allí estaba Tri-
garthon, echado boca arriba sobre la yerba, durmiendo pro-
fundamente. Se quedaron observándolo en silencio, hasta que
el doctor Desaix exclamó, con voz velada y profunda:
-¡Es un ángel... o una bestia!
Cuando ya habían recorrido un buen trecho en su camino

82
de regreso a la casa, Rosina le expresó a la señora de Ver-
gara su deseo de no dejar solo a Trigarthon. Quería volverse
y despertarle.
-¿Quieres que yo te acompañe? -le preguntó la señora de
Vergara.
Rosina le contestó tomándole la mano, en un gesto de agra-
decimiento y amistad, y se volvieron. Al llegar frente a 'I'ri-
garthon, éste seguía dormido. La señora Vergara se alejó, discre-
tamente. Rosina se arrodilló, y tomó entre las suyas una mano
de Trigarthon. Este abrió los ojos, sorprendido, y se incorporó.
Los brazos de Rosina lo recibieron dulcemente.
-¡Ah, mon amour! Llévame esta tarde a tu casa -le dijo,
amorosamente, mientras le besaba y acariciaba su cabeza...
Cuando llegaron a Anadel, la señora Vergara iba a decirle
a su marido... Mas, éste la contuvo, y tomándole las manos,
susurró a sus oídos:
-Todos lo saben, o lo sospechan, y nada dicen. Parece que
la indiferencia y la tolerancia son leyes entre ellos. No vis-
lumbran la tragedia que ensangrentará el alma de ese pobre
negro, cuando esa mujer satisfaga su lascivia, y lo arroje de
su lado, como un guiñapo...
-¿Qué podemos hacer para salvarlo?
-Nada. Ya todo será inútil.

* * *
En la tarde, el profesor y el señor Vergara salieron a cami-
nar por la playa. Primero fueron por detrás del acantilado,
para bajar hasta la pequeña ensenada de La Aguada, separada
de Anadel por el promontorio de Punta Gorda. Apenas llevaban
veinte minutos caminando, hacia el Oeste, como si se encami-
naran a Samaná, cuando se encontraron repentinamente con
Madeleine Chanac. Venía a caballo, con un pantalón largo de
dril azul y una blusa blanca de tela burda. Se detuvo al ver
a los caminantes. Vergara se adelantó presuroso a saludarla,
extendiéndole la mano. Ella permaneció tranquila, y después
de desmontar aceptó la mano que le ofreció Vergara. Este
hizo la presentación al profesor. Después de un momento de
silencio, ella fue la primera en hablar, mirando fijamente al
profesor:
-He leído su obra «La Guerra de los Filósofos». ¿Ha escri-
to otras?

83
Hablaba en correcto francés y continuaba mirando fijamen-
te al profesor, produciendo en él una ligera turbación.
-Sí. Dos monografías.
-¿Sobre qué temas?
-Una sobre las culturas asiáticas, que titulo «Sargón», La
otra acerca de la civilización etrusca. Si usted me lo permite,
puedo ofrecerle ejemplares de las mismas.
-Muchas gracias. Se lo agradeceré.
-El señor Vergara me ha hablado de usted, y me sentiría
honrado si pudiera contar con su amistad. -Al decirlo, el pro-
fesor la miraba con una sincera y atractiva sonrisa.
-Es usted muy amable. La honrada sería yo. Puede venir a
mi casa cuando lo desee. El señor Vergara podría llevarlo.
Mientras hablaba, subió ágilmente sobre su caballo, se des-
pidió con un ligero movimiento de cabeza, y echó su montura
al trote.
-¿Qué le ha parecido? -preguntó Vergara.
-Muy curioso. Por lo que usted me había dicho, pensaba
que era una marimacho, pero es de una feminidad extraordi-
naria, a pesar del esfuerzo que hace para aparentar lo contra-
rio. Es una mujer digna de estudio. Me gustaría conversar con
ella.
-Yo me encargo de hacer los arreglos. Ya le avisaré.

* * *
Durante la cena se suscitó una discusión acerca de cuál era
más interesante, desde el punto de vista culinario, si la Bi-
blia de los cristianos o la Odisea de los paganos. El tema aflo-
ró con motivo de un entremés a base de rebanadas de pan
impregnadas en vinagre suave, miel de abeja y alcaparras con-
servadas en aceite de oliva, llamado posca, y que el cocinero
aseguraba que era una especialidad de la cocina judía.
-La Ilíada y la Odisea constituyen la Biblia de los paga-
nos -afirmó el profesor-o Homero se deleita describiendo la
comida y la manera de comer de los hombres que vivieron en
lo que llamamos los Tiempos Heroicos. Permítanme traer de
la biblioteca estas obras para leerles la descripción de la co-
mida ofrecida por Nestor en honor de Telémaco.
Así comenzó la tertulia de esa noche, ya instalados en el
balcón. En la tarde, Rosina había salido a pasear por la bahía
en el cayuco de Trigarthon, mientras los otros descansaban
después de la excursión matinal al arroyo Bozal. Al regresar

84
con los libros, el profesor leyó la descripción del banquete ofre-
ciendo por Néstor, Caballero Gerenio, en honor de Telémaco,
con asistencia de Equefron, Estratio, Perseo, Areto, el Divino
Trasímedes, el Héroe Pisístrato, Eurídice, esposa de Néstor, y
su hija Policasta: «Hecha la plegaria y esparcidas las molas,
el magnánimo Trasímides descargó un golpe sobre la becerra,
cortándole con la segur los tendones del cuello. Las hijas y las
nueras de Néstor y su esposa Eurídice prorrumpieron en pia-
doso vocerío. Levantaron la becerra, sostuviéronla en alto y la
degolló Pisístrato, Príncipe de hombres. Tan pronto como se
desangró y el cuerpo quedó sin vida, la descuartizaron. Cortá-
ronle los muslos, según el rito, y después de cubrirlos con
grasa por uno y otro lado y con trozos de carne, el anciano
los puso sobre la encendida leña y los roció con rojo vino.
Cerca de él, unos mancebos sostenían los asadores de cinco
puntas. Quemados los muslos, probaron las entrañas y después
dividieron lo demás en pequeños trozos, que asaron en los
asadores. Al mismo tiempo, la bella Policasta, hija menor de
Néstor Neleida, conducía a Telémaco al baño. Después que lo
hubo lavado y ungido con óleo suavísimo, vistióle un hermoso
manto y una túnica, y Telémaco salió del baño con el cuerpo
semejante al de los Dioses y fue a sentarse junto a Néstor,
pastor de pueblos, y celebraron el festín.»
-Convengamos, amigos míos -dijo el profesor-, que en
este pasaje, además de su belleza, Hornero nos ofrece una ver-
sión perfecta de lo que comían y cómo comían los hombres de
aquellos tiempos. Iba a decir de aquellos tiempos en que la
leyenda se confunde con la historia, pero ya los arqueólogos
modernos han demostrado que casi todos los hechos y los hom-
bres que figuran en la lliada y la Odisea, fueron reales. Para
acabar de completar el cuadro, leamos la descripción de otro
banquete que nos ofrece Homero.
-«Banquete dado por Telémaco, hijo del Divinal y pacien-
te Odisea Laertiada Itacence, fecundo en recursos y asolador
de ciudades, en honor de la diosa Palas Atenea: Y para que
sus huéspedes no se desplacieran con el tumulto de los preten-
dientes, púsoles aparte labradas sillas. Una esclava les dio agua-
manos que traía en magnífico jarro de oro y que vertió en
fuente de plata y les puso delante una pulimentada mesa.
La veneranda dispensera trájoles pan y dejó en la mesa buen
número de manjares. El trinchante sirvió platos de carne de
toda suerte y colocó a su vera áureas copas donde un heraldo

85
a menudo escanciaba vino, mientras otros realizaban cantos y
bailes, que son los ornamentos del convite.»
-Se puede observar -intervino el doctor-, que la carne
de becerros asada directamente sobre las brasas constituía la
base de la alimentación entre los guerreros. Y como en aque-
llos tiempos no se hacía otra cosa que guerrear y todos toma-
ban parte en esas guerras, hay que convenir en que todos o
casi todos se alimentaban de carne. Habrán ustedes notado
que Homero se cuida en describir los menores detalles de la
operación, y, sin embargo, en ningún momento dice que a la
carne se le puso sal. Tampoco he encontrado ese detalle en
ningún otro historiador. Y adviertan que la minuciosidad de
Homero llega al extremo de señalar que la carne antes de
ser echada sobre las brasas era rociada con vino. Citas de este
tipo abundan tanto en la Illada como en la Odisea, en las que
se hacen minuciosas descripciones de comidas, y en ninguna
figura la sal. Hay un dato muy curioso en la Odisea, en la
Rapsodia Séptima, donde Homero describe un pueblo al que
llama Lotófagos, porque su único alimento consistía en lotos
y otras flores. Describiendo una comida ofrecida por Aquiles
a unos amigos, dice que «sobre una fogata pende la olla re-
pleta de trozos de buey y plantas de la tierra». ¿Sería este
potage el precursor de nuestro pot-au-feu?
-En Homero encontramos también que los hombres de
aquella época ya sabían apreciar el solomillo de buey -expre-
só el doctor-o Así lo afirma en la Rapsodia Cuarta, al narrar
el banquete que Menelao ofreció a un grupo de amigos. En
esta ocasión Homero afirma que para comer se sentaban en
sillas, alrededor de una mesa, pero en ningún pasaje mencio-
na el uso de utensilios manuales para ayudarse en la mesa.
-Hace apenas un poco más de medio siglo que el arqueó-
logo inglés Evans descubrió en la isla de Creta las ruinas del
palacio del rey Minos. Desde Homero se venía afirmando que
la civilización griega había nacido en Creta, alcanzando su
mayor florecimiento de la época durante el reinado de Minos.
y todos creíamos que ese reinado, y la persona de Minos, y
su esposa Pasifae, y su famoso Laberinto, eran leyenda. hasta
que Evans nos demostró que todo había sido realidad, excep-
tuando, como es lógico, lo del Minotauro. Si esto resultó verí-
dico, ¿por qué dudar de que también lo fuera la existencia de
Dédalo y su hijo Icaro, y de Ariadna, y de Teseo? Del rey
Minos los historiadores han tomado la palabra minoica para
designar la civilización de aquella era, y se ha llegado a afir-

86
mar que fue en Creta donde Licurgo y Solón buscaron el
modelo de sus famosas leyes y constituciones.
-He visto unos bajorrelieves encontrados en las ruinas de
Creta, que demuestran que los hombres de aquella época eran
delgados y de baja estatura, lo que hace sospechar que eran fru-
gales en sus comidas, aunque, si creemos a Homero, los
palacios de Minos eran muchos y suntuosos. Esos bajorrelie-
ves nos enseñan que eran dados a la cacería, y que criaban
ovejas y cultivaban el trigo. La civilización minoica desapare-
ció totalmente, ignorándose las causas de su decadencia, que a
juzgar por las ruinas, debió ser muy rápida.
-Hay un personaje muy pintoresco en la arqueología mo-
derna -expresó el profesor-o Me refiero al alemán Enrique
Schliemann, que vivió de 1822 al 1890. Primero fue boticario,
después comerciante y luego banquero, pero mientras ejercía
el comercio y se enriquecía, su mente se mantenía obsesionada
por las «leyendas» de la Ilíada. Un buen día cerró su banco y
le pidió a su mujer, que era rusa, que hiciera las maletas, por-
que se «iban a vivir a Troya», y en un mapa le señaló el lugar
donde él presumía que había existido la ciudad del rey Pría-
mo. La rusa lo creyó loco y obtuvo el divorcio. Enrique puso
un anuncio en los periódicos pidiendo una esposa griega... y
la obtuvo: ¡una muchacha de veinte años! Se casó conforme
al rito homérico y se fue a vivir a Atenas. A sus dos hijos les
dio el nombre de Andrómaca y Agamenón, Por exigencias de
la madre, consintió en que un cura los bautizara, pero bajo la
condición de que durante la ceremonia el cura leyese una es-
trofa de la Ilíada.
-Al finalizar el año 1870 lo encontramos en un páramo al
nordeste del Asia Menor, haciendo excavaciones en las laderas
de una colina llamada Hisarlik, ayudado por su esposa y algu-
nos peones. Tras un año de negociaciones y mucho dinero,
logró permiso del gobierno turco para hacer las excavaciones.
Sólo Enrique y Homero afirmaban que allí estuvo Troya. Y la
encontró. El alemán fanático un día descubrió unas cajas de
cobre con extraordinaria cantidad de objetos de plata y oro.
No perdió un minuto en informar al mundo que había hallado
«el tesoro de Príamo». Nadie le creyó. Los arqueólogos se bur-
laron. Tuvo que esconder el tesoro y esconderse él, perseguido
por los turcos, que creyeron en su descubrimiento pero que
se lo querían apropiar. A fuerza de pagar dinero lo dejaron en
paz, y continuó sus excavaciones. Cuando al lugar llegaron los
más renombrados arqueólogos del mundo, Doerpfel, Burnouf,

87
ya Enrique había descubierto las ruinas, no de una, sino de
nueve ciudades. Sólo una duda persistió: ¿cuál de esas nueve
era Troya? El gobierno turco lo enjuició de nuevo, pero Enri-
que logró salvar los cofres con el «tesoro de Príarno» envián-
dolo al museo de Berlín. Pagó daños y perjuicios, y continuó
sus investigaciones.
-El mundo se estremeció cuando Enrique avisó que había
encontrado la tumba y el cadáver de Agamenón. Puso un tele-
grama al rey de Grecia con esta sola frase: «Majestad, he ha-
llado a vuestros antepasados». Y, en efecto, en las ruinas de
Micenas había encontrado los sótanos del palacio real y sar-
cófagos con esqueletos y alhajas y máscaras de oro que indi-
caban que se trataba de difuntos de la realeza.
-Para sus investigaciones se guiaba de lo que dicen Ho-
mero en la Ilíada, y Pausanias en su itinerario de Grecia.
Murió a los 68 años de edad, creyendo todavía en el «tesoro de
Príamo» y en que el sarcófago que encontró en Micenas con-
tenía el cadáver de Agamenón. A lo mejor estaba en lo cierto ...
Era tal vez un iluso, pero no se le puede negar la gloria de
haber descubierto, positivamente, las ruinas de Troya y de
Micenas.
-Las excavaciones fueron continuadas por Wace, MuIlcr,
Stamataku, y otros arqueólogos, en Tesalia, Beocia, Eubea y
la Fócida, y todas han confirmado a Homero y a Schlieman.
Ya no se puede poner en duda la existencia de Agamenón y
Menelao, de Helena y Clitennestra, de Aquiles y PatrocIo, y son,
pues, verídicos los banquetes cuya descripción acabamos de
leer. De todas estas investigaciones arqueológicas sacamos la
evidencia de que los héroes de la guerra de Troya eran emi-
nentemente carnívoros mientras los soldados tenían que con-
formarse con vegetales y trigo tostado; que aquéllos hacían
gran consumo de vino y de miel, mientras éstos sólo bebían
agua; que no conocían el uso de los cubiertos; que daban
grandes banquetes para celebrar sus éxitos en la guerra, y las
fiestas nupciales o religiosas; que eran los hombres los que
cocinaban mientras las mujeres tejían o cuidaban a sus niños.
La colonia aquella que se conoció con el nombre de Sibaris, se
hizo célebre por el refinamiento culinario de sus habitantes, a
tal extremo que el término sibarita en cierto sentido equivale
a gastrónomo. Los cocineros de Sibaris tenían el monopolio,
por un año, de los platos que inventaban. Se afirma que el
rey de Sidón, en la antigua Fenicia, tenía un famoso cocinero

88
llamado Cadmo, que emigró y fundó la ciudad de Tebas en
Beocia, siglo y medio antes de Cristo.
-Cuando las diversas civilizaciones -aqueos, dorios. pe-
lasgos- se amalgamaron y Atenas se hizo centro de esa parte
del mundo. las costumbres culinarias degeneraron considera-
blemente. La dieta de los griegos de esa época, especialmente
la de los atenienses, era sobria en demasía: pescado salado,
lentejas. habas. cebollas, coles. En las grandes ocasiones co-
mían pollo o cabrito. Sólo utilizaban la leña como combustible.
Se asegura que Demócrito, uno de los más grandes pensadores
que ha producido la Humanidad, apenas se alimentaba con al-
gunos sorbos de leche de cabra o miel de abejas y una que
otra ración de lentejas hervidas. Su muerte, según Laercio, es
algo escalofriante: tenía ya 109 años y al darse cuenta de que
llegaba su fin. se lo comunicó a su hermana. Esta le pidió
que pospusiera el fallecimiento por algunos días. Para compla-
cerla. le rogó que le trajese cada día miel recién sacada del
panal, que se acercaba a las narices para aspirar su fragan-
cia, con lo que logró sobrevivir los días que su hermana le
pidió. hasta que llegó un momento en que le dijo: «bueno,
ya quiero irme. Acompáñame al cementerio». Y se fue, cami-
nando. El pueblo le seguía. llorando ...
-Entiendo que Hipócrates, el padre de la medicina, como
le llaman, era amigo personal de Demócrito -interrumpió el
doctor Desaix.
-Sí. Eran contemporáneos y buenos camaradas -contestó
el profesor-o Y a propósito de Hipócrates, ¿recuerdan ustedes
su regla para lograr la longevidad?: Comer poco, casi nada;
andar mucho; dormir sobre piedra y levantarse con las aves
y con éstas acostarse.
-Como toda buena regla -interrumpió Leroy-, tiene sus
excepciones que la confirman.
-Si lo dice usted por mí -arguyó el doctor-, no crea que
me vov a ofender. Llevo casi medio siglo haciendo lo contra-
rio de lo que recomienda mi colega Hipócrates : como mucho;
detesto caminar a pie; duermo sobre gruesos y mullidos col-
chones de plumas de pechuga de gansos; me acuesto después
de medianoche y me levanto al mediodía. ¡Y... ya ven ustedes
no me va tan mal!
-¿Qué opina usted de Licurgo. con sus leyes suntuarias?
-preguntó el señor Vergara, dirigiéndose al doctor Desaix.
-Que le hizo mucho mal a su país -contestó el aludido-o
Un hombre con el estómago vacío se embrutece, se acobarda.

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Brillat-Savarin sentenció que «el destino de las naciones de-
pende de la manera cómo se alimentan». También formuló este
magnífico aforismo: «dime lo que comes, y te diré quién eres».
Yo me atrevería a crear este entinema: ¡tengo hambre y no
como, luego soy un imbécil! Pero no interrumpamos al profe-
sor en su interesante disertación. Hay un punto que me inte-
resa aclarar. Creía que los griegos de los tiempos heroicos eran
suntuosos en sus banquetes.
-Así es, en efecto -contestó el profesor-o Había una cos-
tumbre muy curiosa: cada invitado tenía derecho a llevar a un
amigo o pariente, al que llamaban SKIAL, que equivale a decir
la sombra. Primeramente sentábanse los comensales junto a la
mesa; más tarde comían recostados en lechos (kilai), de ordi-
nario dos personas en cada uno. Estos muebles eran de cedro
decorados con oro, plata y marfil y con hermosas colchas.
Antes. de tomar la comida los esclavos quitaban las sandalias
a los invitados, les lavaban los pies y les untaban aceites olo-
rosos en la cabeza y en la barba. La mesa no tenían mantel:
después de cada servicio era lavada y secada con esponjas.
La sala-comedor estaba elegantemente adornada con flores 'y
guirnaldas. Sobre las mesas colocaban rosas, símbolo del si-
lencio, de donde se deriva la expresión de comunicar a al-
guien una cosa «sub rosa». Los comensales iban adornados con
coronas y ramos de rosas, vestidos frecuentemente de blanco o
con claros y delicados colores. Por lo común, en Grecia los
festines eran para hombres solos.
-¿Ha leído usted algo sobre los hábitos alimenticios de
Alejandro Magno? -preguntó Leroy.
-Sí. Comía siempre sentado y rodeado de numerosos ami-
gos. En un banquete que ofreció a quinientos oficiales de su
ejército, todos tenían una silla guarnecida de plata y con almo-
hadones forrados de ricas telas. Con el tiempo adoptaron la
costumbre de comer recostados. En su obra «El Banquete de
los Sabios», Ateneo refiere una comida que dio Carano el día
de su boda: eran veinte los convidados. Se tendieron en sus
lechos y vinieron esclavos a traerle a cada uno sendas copas
de plata, regalo del anfitrión, ciñendo sus frentes con cintas de
hilos de oro. Ante cada comensal pusieron un gran plato de
bronce de Corinto y un pan de exagerada dimensión. En el
plato había una gallina, un pato, una paloma, una oca; siguió
un plato de vegetales. Después las mieles y el vino. Bebieron
hasta emborracharse, mientras las mujeres flautistas y arpis-
tas, hermosas y desnudas, alegraban el ambiente...

90
-A medida que las rígidas costumbres se iban liberalizan-
do, la cocina ganó nuevos elementos, y ya en tiempos de Perí-
eles se hacía gran consumo de quesos, pasas. perejil, sésamo,
comino, alcaparra, hinojo, salvia, menta, cilantro, tomillo del
Monte Himeto y sobre todo de cebolla y ajo que trajeron de
Egipto. Hacían generalmente cuatro comidas al día: el almuer-
zo, que llamaban acrotisma; la comida, ariston; la merienda,
hesperismo y la cena, dorpe. En esa época, que llamamos el
siglo de Pericles, se generalizó el uso del aceite de oliva. Era
muy apreciado el ganso. Consumían mucha ensalada de verdu-
ras crudas y de vinos de Siracusa, Falerno y Esmirna. También
lo importaban de la Tebaida. La cena era la más copiosa' de
sus comidas. En Aristófanes encontramos que para esa fecha
consumían carneros, cerdos, morcillas, salchichas, tripas, po-
lIos, patos, palomas, liebres, becadas, anguilas, macarelas, sar-
dinas, atún, cangrejos, camarones, ostras, tortugas, frijoles, len-
tejas, garbanzos, remolachas, cocombros, berros, higos, puerro,
granadas, naranjas, peras, manzanas. Aristóteles cita, en su
«Ética», más de veinte tipos de salsas hechas con carnes, pes-
cados o yerbas.
-¿Hasta al mismo Aristóteles le interesaban los meneste-
res culinarios? -preguntó Leroy.
-¿Existe, acaso, un solo hombre que no se haya preocu-
pado en su vida por comer cosas buenas? Con el trabajo el ser
humano solamente busca un objetivo: ¡SU bienestar! ¿Y no
son por ventura, el amor y la comida, las dos funciones fisio-
lógicas que mayor bienestar proporcionan al hombre?
-No sólo de pan vive el hombre... -murmuró, por lo bajo,
Josefina.
-Esa es una frase hecha para justificar nuestra eterna avi-
dez de comida; una disculpa por el saboreo de la lengua y de
.os labios, esgrimida por los hipócritas y los cobardes. El aní-
.nal come en silencio, pero el hombre se alboroza cuando in-
giere un manjar que le gusta. Anda por ahí una tal Emily Post
que con sus «puritanismos» quiere convertir el comedor en
una cámara funeraria. Yo me he puesto a acechar a sus discí-
pulos: en las mesas de los restaurantes o en la cena formal de
una embajada se comportan como verdaderos maniáticos, ob-
cecados por la regla de «que el tenedor va aquí, el cuchillo al
borde, el codo a un ángulo de treinta grados, la servilleta en
el regazo, la copa a la derecha, el vaso a la izquierda... mas-
ticar con los labios cerrados... », ¡Un verdadero suplicio! Pero

91
a pesar de todo ese manerismo, en sus ojos brilla la gula y el
entusiasmo.
-¡Magnífico, profesor Croiset! -exclamó el doctor-o Com-
parto su criterio: en la mesa debemos comportarnos con na-
turalidad, evitando las groserías y los gestos de mal gusto. Pero
le suplico que continúe con los griegos. Me interesaría que nos
dijera algo sobre los vinos esos que usted ha mencionado: Si-
racusa, Falerno, Esmirna...
-Indudablemente que se trataba de vinos «nuevos», casi
podría decirse de jugos de uva apenas fermentados. Pero así
sabían emborracharse. Recordemos a Baca, o Dionisio, el hijo
favorito de Zeus. Lo consideraban como el Dios del Vino y lo
concebían correteando siempre por los bosques, seguido de
una extraordinaria procesión. Paul de Saint-Victor, en «Las Dos
Carátulas», describe maravillosamente una de esas orgías dio-
nisiacas o bacanales. Si el señor De Mers quisiera leernos esa
página...
-«En su niñez, Baco correteaba por los bosques, acompa-
ñado por sus nodrizas. El dirige el cortejo. Le siguen las nin-
fas. El ruido de sus pasos conmueve la selva. Ahora, convertido
en rey, se forma una corte. Monta un carro al que están unci-
das cuatro panteras; no las estimula con látigos ni con aguijo-
nes, sino con racimos de uvas que oprime sobre su nuca y
cuyo aroma las embriaga. Todas las energías de la selva, todas
las fuerzas de la Naturaleza primitiva, todas las obscenidades
del celo universal, toman forma y aliento, figura y traje, para
agruparse alrededor del rey. Los Sátiros capricantes de orejas
puntiagudas, los Paniscos o Sylvanos, cuyo cuello está hincha-
do por glándulas que les cuelgan como a las cabras, brincan y
le siguen. Tras ellos galopa la caballería monstruosa de los
Centauros, que relinchan al percibir la fragancia del vino. En
esta Corte errante no faltan los Bufones. En ella está el viejo
Sylvano, repleto hasta el gaznate, tambaleante sobre el asno
que enseñó a podar las vides, cuando se le vio ramonearlas.
Lleva inclinada la cabeza sobre sus mamas rubicundas. Si se
apea de la montura anda pesadamente, haciendo eses. Dos Va-
cantes sostienen por los sobacos su cuerpo flotante y le em-
badurnan con heces el congestionado rostro. Le sigue Cornos,
riendo con la boca abierta hasta las orejas, cual la carátula es-
bozada en la comedia que ensaya de vez en cuando con audaz
desfachatez. El vino Pirro, Acrapos, y el vino dulce, Endoinos,
se han salido de sus toneles, antorcha en mano, para unirse a
la alborotada tropa. Hasta las tinajas de Cillero, las cráteras y

92
los ritones del festín, Ceramos, Phitos, Canthoros, vagamente
modelados en coperos de barro, escoltan trabajosamente a los
bebedores; vacilan sobre sus pies, aún cubiertos por la arcilla
de los zócalos, cual jarros mal equilibrados, y dejan correr
por sus hendeduras el rojo licor de que están colmados... »
-¿Entre los hombres distinguidos y los príncipes, había
algún refinamiento? -inquirió Vergara.
-A pesar de que los griegos vivían en una tierra árida, el
vino y su natural temperamento los hacía de gustos delicados.
En la «Teogonía» de Hesíodo, figura el dios Como, cuya misión
era presidir los festines y los regocijos. Arquíloco, el inventor
del verso yárnbico, en uno de sus poemas exclama: «Cuando
el vino ha llegado al alma con sus rayos y sus relámpagos, en-
tonces se puede entonar el noble canto del rey Dionisio.» Otro
gran poeta griego, Epicarno, cuatrocientos cincuenta años an-
tes de nuestra Era, se atrevió a poner en boca de uno de los
personajes de su obra intitulada «Filoctetes», esta frase que
podría figurar en el escudo nacional de Francia: «no hay diti-
rambo posible si se ha bebido agua».
-En contraste con estos refinamientos, tenemos la fruga-
lidad de los espartanos. Según la tradición, fue Licurgo quien
impuso a su pueblo el tan comentado plato negro que consti-
tuía la comida diaria de los lacedemonios. Consistía en un
simple hervido de carne picada con vinagre y sangre. Cicerón,
en su obra «Cuestiones Tusculanas», cita la anécdota de un
monarca persa que quiso probar ese plato y se hizo buscar un
cocinero de Esparta. Tanto le desagradó el mejunje, que insul-
tó al cocinero. Este se excusó diciéndole: «es que al guiso le
falta un ingrediente: que os hayáis bañado en el Eurotas»,
-Como dije antes, la sobriedad de los griegos desapareció
a medida que éstos extendían sus conquistas -continuó el
profesor-o De los persas aprendieron mucho. Se habla de un
Archestrato, que escribió un tratado sobre gastronomía. El pan
de Atenas se hizo célebre en el continente y así también lo
fueron las tortas de almendras de Samas, los bizcochos de Mi-
tilene, los jabalíes de Euximinianto, los corzos del Nilo, el con-
grio de Sicione, las anguilas del lago Copays en Beocia, las
manzanas de Eubea, los membrillos y las pasas de Corinto y
los higos del Atica. Artemidoro, otro autor de aquella época, en
su obra «Los Términos Culinarios», detalla los procedimien-
tos para la confección de complicadas recetas. Nos dice que
los helenos gustaban de grandes piezas de caza mayor que re-
llenaban con almendras e higos. El refinamiento llegó a tal

93
grado que sólo comían ciertas partes de determinados alimen-
tos. Así, del congrio apenas comían la cabeza, el pecho del
atún y el lomo de la ralla. Eran muy dados a los aperitivos, y
consumían aceitunas saladas y rábanos adobados en mostaza
y vinagre. En sus salsas echaban polvos de flores disecadas.
Uno de los platos más afamados era el THRION, especie de
pastelón de diversas carnes picadas sazonadas con yerbas muy
aromáticas, envuelto en hojas de parra y hervido en agua aci-
dulada y perfumada con especias singulares. Otro plato favo-
rito era el MYMA, que consistía en carne e intestinos picados,
que adobaban con queso rallado, sangre, cebollitas asadas y
granos de granada agria. Se conocía también el MATIYA: para
hacerlo tomaban una gallina gorda y viva, la ensartaban con un
cuchillo por la cabeza y la clavaban en un árbol, dejándola a
sol y sereno por veinticuatro horas. Luego de desplumada y
destripada, la hervían con abundancia de yerbas aromáticas.
Artemidoro asegura que era un plato en extremo sabroso.
-¿ Quiere eso decir que hasta en el «faisandage» los grie-
gos nos han quitado la supremacía? -preguntó el doctor.
Todos rieron la ocurrencia del doctor, mientras se retira-
ban a sus habitaciones. Eran ya las dos de la madrugada. Ro-
sina se demoró en el balcón e hizo señas a Josefina de que
quería hablarle. Al quedarse solas le dijo, en voz baja, velada
por la emoción:
-He pasado la tarde con mi maravilloso fauno negro...
allá... en su palacio de cañas. ¡Soy feliz!
La otra mujer la miró, fríamente, sin contestarle una pa-
labra, hasta que Rosina comprendió el reproche mudo, y sa-
lió, dejándola sola en el balcón.

94
v
ROMA SE LO TRAGA TODO

Después del almuerzo el abogado Vergara salió al patio y


fue al kiosco de Trigarthon y allí lo encontró. Acababa de co-
mer y estaba echado boca abajo en la cama. No demostró sor-
presa al ver entrar al abogado, como si lo estuviera espe-
rando.
-Me voy mañana para la capital. ¿Quieres que te traiga
algo?
-¿Cuándo vuelve? -contestó Trigarthon, sin hacer caso a
la pregunta.
-Dentro de quince días.
-Yo me quiero ir para mi casa.
-No lo puedes hacer. Yo quiero ayudarte. Lo que está su-
cediendo es pasajero. Ya te dejará tranquilo, cuando se le
haya pasado el capricho,
-Usted solamente piensa en ella...
Al decirlo, su voz se quebró, y se humedecieron sus gran-
des ojos claros. Vergara comprendió:
-No puedes enamorarte de ella. Es una tontería. Ya no
eres un niño. Tienes que ser fuerte de espíritu, como lo eres
de cuerpo.
-Ella me persigue...
-Lo sé. Procede con discreción. Sigue como hasta ahora.
Hazlo por tu conveniencia. Te van a subir el sueldo. Dentro
de cuatro o seis meses más, tendrás mucho dinero ahorrado, y
entonces podrás volver a tu casa. Ahora no, porque esos seño-
res te necesitan y yo les he prometido que tú les ayudarías. El
profesor es mi amigo y es mi cliente, y no puedo disgustarlo.
Tienes que hacer un esfuerzo y olvidar a esa mujer.
-Pero ella me busca...
-¡Está bien! Debes ser superior a ella, porque eres el hom-
bre. Quiérela como ella te quiere a ti. Pero nada de enamorarte.

95
¿Me comprendes? Y ahora, respóndeme: ¿qué deseas que te
traiga de la capital?
-Nada...

1: 1; *
Cuando Vergara regresó a la casa le dijeron que el profe-
sor desea ba verlo. Fue a su oficina. Hablaron de negocios y de
asuntos legales. El profesor firmó unos papeles que Vergara
llevada a la capital. Antes de salir, el profesor le dijo:
-Mire usted esas dos mesas. Están llenas de tarjetas y pa-
peles, porque estamos en la parte más ardua de mi trabajo.
Estoy terminando el capítulo de los romanos. Comprenderá
usted que no puedo prescindir de la ayuda de Rosina. Su asis-
tencia me es indispensable. Más que una mecanógrafa es una
colaboradora eficientísima. ¿Se va usted mañana?
-Sí -contestó Vergara-. Necesito darle curso a estos do-
cumentos que usted me ha firmado.
-¿Duerme usted la siesta? -al responder Vergara negati-
vamente, el profesor agregó-: Entonces le ruego que me acom-
pañe a un paseo en bote esta tarde. Ya le avisé a Trigarthon.
Son las tres. Podríamos salir dentro de treinta minutos.
A la hora convenida partieron en el cayuco de Trigarthon.
A poco de navegar un rato, el profesor le informó a Vergara
que después de almuerzo había visto un bote que se dirigía a
cayo Areaioso, y que estaba casi seguro que era la señorita
Chanac que lo tripulaba. ¿ Qué podía hacer casi a mediodía en
ese cayo? -preguntó el profesor.
-Es una mujer rara y voluntariosa. No dude usted que
haya apr-ovechado esta tarde sin sol para llevar a cabo una
de sus m.ísteriosas excursiones a los cayos de la bahía. Suele
hacerlo con frecuencia.
-No crea usted que este paseo es un simple capricho. He
estado pensando cómo volver a ver a la señorita Chanac. No
quiero ir a su casa, a pesar de ella haberme invitado, porque me
parece que lo hizo por pura cortesía. Por lo que usted me ha
dicho, es una mujer huraña, y por eso me intriga. Debe tener
un secrete) doloroso en su alma, que la hace rehuir el trato de
los hombres y preferir la soledad de su vieja casa. ¿No le
parece inaeresante hurgar en los abismos de ese espíritu?
-¿Quiere usted hacer con ella prácticas de sicoanálisis?
Le advierto que es una criatura compleja, tremenda, y que no
le va a ser fácil escrutarla.

96
-Tampoco he podido hacerlo con nuestro amigo que tri-
pula el bote -dijo el profesor en francés, para que Trigarthon
no entendiera-o Esa experiencia, y la que quiero hacer con la
Chanac, me interesan sobremanera, porque tengo la sospecha
de que existe un conjunto de circunstancias que influyen para
que los habitantes de esta región, enclavada en las márgenes
de esta bahía olvidada por la Historia, desarrollen un como
plejo de melancolía, de vaga tristeza sin causa, de hipocondría
casi lúgubre. y quiero determinar cuáles pueden ser esas cir-
cunstancias. Es bien sabido que el eterno verdor de la Natu-
raleza en estos climas semítropicales, el cielo siempre azul, el
color esmeralda del mar, la falta de cambios climatológicos
definidos, propenden a un estado de contemplación y de ocio-
sidad mental, rayanos casi en el éxtasis.
-Satiriasis contemplativa, la han llamado algunos socio-
lagos.
-Exacto. Y me temo que esa mujer esté librando una
terrible lucha dentro de su alma: de una parte su juventud
frustrada, su aferramiento a la rústica heredad que le dejó su
padre, su conciencia de que pudo ser mucho, por su cultura, y
de que no es nada; y de la otra parte esos terribles elementos:
el verde eterno de la Naturaleza, la quietud de la Historia, el
abandono social, la pereza del espíritu...
No se habían percatado de que estaban atracando en la pla-
ya de cayo Arenoso. Al desembarcar, vieron la canoa de la
señorita Chanac entre unos matorrales. Al ascender por las
rocas y llegar al llano, la encontraron echada indolentemente
sobre la yerba, a la sombra de unos cocoteros. Intercambia-
ron saludos y el profesor se excusó por lo que llamó «interrup-
ción de su soledad».
-Les invito a compartir conmigo esta soledad -dijo, son-
riente, mientras el profesor y el señor Vergara se sentaban
junto a ella, en el suelo.
La conversación se generalizó acerca de diversos tópicos.
Vergara se levantó y dijo que iría con Trígarthon a dar una
vuelta alrededor del cayo para tratar de coger algunas lan-
gostas.
-¿Cómo supo usted que yo estaba aquí?
-Esa pregunta encierra una afirmación.
-¿Cuál?
-Que yo he venido porque sabía que usted estaba aquí.
-¿ y cuál es su respuesta a esa afirmación?
-Que es positivamente cierta. Cuando terminé de almorzar

97
me asomé al balcón, y con la ayuda del catalejo vi su canoa
deslizarse por entre los cayos. Y he venido a conversar un
rato con usted. ¿Me lo permite?
-Encantada. Siempre aprovecho los días nublados para
remar un poco.
-Admiro su vigor. Pero, ¿no es acaso, demasiado fuerte
remar tan largos trechos?
-Estoy acostumbrada. Puedo hacerlo por dos o tres horas
continuas, sin cansarme. Mi canoa es muy ligera. Mas, dígame
una cosa: ¿debo considerar su venida a este cayo como una
visi ta a mi casa?
-Su pregunta es muy sutil. Le confieso que es así, y quiero
explicarle por qué...
-No es necesario. Comprendo que viaja de incógnito y pre-
fiere no ser visto en Samaná. Podría evitarlo yendo a caballo,
por la cresta de la loma que se extiende a todo lo largo de la
península. El viaje es interesante, porque desde ciertos luga-
res, se puede disfrutar de una vista panorámica de la bahía,
que abarca su totalidad cuando el aire está limpio y despejado
el cielo. Yo podría ir a buscarlo. Tengo buenas montura-s.
-Hágalo, por favor. Cuando usted quiera. Estaré siempre
listo.
-Le mandaré un recado el día anterior, para que al si-
guiente me espere a las cinco de la madrugada.
-Tal vez le defraude un poco la simpleza de mi cocinera.
En su libro se descubre que tiene usted preocupaciones gastro-
nómicas muy acentuadas: se solaza describiendo los hábitos
alimenticios de los griegos y estableciendo paralelos muy pers-
picaces con la cocina de los romanos de aquel tiempo y la gran
cocina francesa de hoy día. El título de la obra es genial: «La
Guerra de los Filósofos». En realidad fueron los griegos los
que conquistaron a Roma con su cultura y su civilización.
Hizo una pausa que el profesor aprovechó para mirarla y
tratar de adoptar un juicio concreto respecto a ella. Era, ante
todo, una mujer atlética. Llevaba pantalón corto y podía verse
la piel de sus muslos tostada por el sol, lo mismo que su ros-
tro y sus brazos. Sus facciones no eran las del tipo francés,
sino más bien anglo-sajón. El ajustado cinturón denunciaba
una cintura estrecha, demasiado estrecha para la anchura de
sus hombros, y el vigoroso desarrollo de sus piernas y sus mus-
los. Sus ojos eran pequeños, y los mantenía casi cerrados,
como si sufriera de miopía y con las pestañas unidas quisiera
defender sus pupilas de la luz. Era de elevada estatura y de

98
porte erguido, lo que contrastaba con sus maneras suaves y el
modo lento de conversar, que hacía sin gesticulación alguna,
moviendo apenas la cabeza para dar énfasis a sus afirmacio-
nes. Sus labios eran carnosos y denotaban una personalidad
recia y sensual. Llevaba una blusa blanca, de mangas cortas,
muy ajustada, que hacía resaltar los contornos de su busto.
Era una rara mezcla de masculinidad con rasgos femeninos
muy salientes. Pensaba el profesor que aquella mujer hacía
tiempo que venía realizando un esfuerzo excepcional para ocul-
tar su feminidad, y lo atribuyó a las circunstancias que rodea-
ban su vida: lucha contra el medio, esfuerzos terribles para
defender su heredad, ella sola, impulsada por un orgullo de
sexo y de raza que no le permitía ayuda y, como consecuen-
cia, miedo, casi pavor, al matrimonio. Luego la soledad, el re-
traimiento, la reclusión dentro de ella misma; las adversas
peculiaridades de la Naturaleza, la «Satiriasis contemplativa»,
como decía Vergara. Y, por último, un afán extremo por demos-
trar agresividad, valor, fuerza muscular, carácter, para impo-
nerse y hacerse respetar. Pero ... en el fondo, una mujer sensi-
ble, débil, expuesta a romperse en mil pedazos y caer vencida
al menor choque violento y repentino de algo inusual que apa-
reciera en su camino.
-Siga usted -le dijo el profesor-o Me interesa mucho oír
su crítica a mi libro. ¿O es acaso que lo considera una obra
trivial?
-No -contestó ella con aplomo-. Está muy bien escrita
y documentada. Quiero advertirle que mis conocimientos de lo
que llamamos la civilización griega, son muy superficiales. Ape-
nas lo que aprendí en el Liceo, en Marsella, de donde eran
mis padres y donde hice el bachillerato, y alguna que otra
lectura al azar, Hay, sin embargo, un punto en el que discrepo
con usted.
-Dígamelo, por favor.
-Les atribuye a los griegos de aquella época un desarrollo
mental, intelectual, que, a mi juicio, no tenían. No concibo
que pudiesen creer en augurios y presagios; que el vuelo o las
entrañas de las aves fuesen pautas que rigieran su vida; que
creyeran en oráculos y aceptaran que la voz de las pitonisas o
sibilas era la de los dioses. Tenía que ser muy primitiva la
mente que aceptare como realidad lo que declarase una mujer
enloquecida por el ayuno y la ingestión de yerbas estupefa-
cientes en el templo de Delfos, de Delos, de Epidauro o de
Cumas, En ese aspecto eran verdaderos cavernarios. Y lo mis-

99
mo digo de los romanos de esa época. Séneca, Pausanias, Plu-
tarco, Suetonio, Plinio, Tácito, Casio, Filostrato, Juvenal, Mar-
cial, Marco Aurelio, Julio César. Todos creían ciegamente en el
oráculo y en los augurios.
-Todavía seguimos con las mismas creencias -interrum-
pió el profesor-o La quiromancia...
-No me diga usted semejante cosa. Creen en ellas los
tontos, los analfabetos ...
-Yo creo en Santo Tomás de Aquino, en Fray Luis de León,
en el Pascal de la Abadía de Port-Royal, en Hilaire Belloc, en
Giovanni Papini, en Teilhard de Chardin. Creo en ellos a pesar
de que ellos creyeron en aquellas cosas, aunque con distintos
nombres: Monte de los Olivos, Calvario, Santo Sepulcro, hos-
tia, bautismo, extremaunción, reliquias, milagros, Lourdes, Fá-
tima...
-No pienso que ellos creyeron en esas majaderías. Fueron
víctimas de la duda. La perplejidad les hizo caer en la alucina-
ción; la incertidumbre y la vacilación les llevó al espejismo,
al ofuscamiento, a la obsesión.
-¿ Es usted librepensadora?
-Un poco más que eso. Creo en mí misma y en las reali-
dades que mis sentidos pueden comprobar. Mi conducta in-
duce a muchos a pensar que soy una misántropa, y es todo lo
contrario: la filantropía que padezco hasta me hace sufrir. En
materia de creencia, no puedo prescindir de la razón. En lo
subjetivo, sólo tengo fe en la conciencia, porque es el único
atributo que nos distingue de los otros animales.
-Eso es materializar el alma humana...
-El alma es apenas un concepto, con el que tratarnos de
comprender, de explicar, la parte más insondable de la con-
ciencia. Y no soy una materialista: vivo soliviada por ideas
de belleza, de espiritualidad. La razón me domina y... sin em-
bargo...
-¡Qué... Siga usted! -dijo el profesor, ansiosamente, acer-
cándosele, casi hasta tocar sus rodillas.
-La realidad de mi vida en este rincón del mundo, me
obliga a ser irracional a veces ...
-¡Qué pensamientos tan hermosos ha expresado usted! Ese
choque de su delicada conciencia con lo irracional que la ro-
dea, debe ser para usted fuente de dolores espirituales muy
sublimes. La envidio. Mi vida es una línea recta, sin sorpresas,
sin pequeños senderos imprevistos, un curso sin meandros. La

100
sinuosidad me huye. Nada es tortuoso en mi existencia y tanta
normalidad me aplasta...
-Se ha separado usted demasiado de la Naturaleza. El peso
de su enorme fortuna no lo deja respirar. Todo lo que lo ro-
dea es artificial. Se ahoga entre camafeos y joyas, porcelanas y
sedas, mármol y escayola. Sus enemigos son Fidias y Praxite-
les, Scopas y Miguel Angel, Sajonia, Sevres, Murano, Limoges.
Su inclinación hacia los estudios de la gastronomía, es una
reacción de su alma, empujándolo hacia la yerba y el caracol,
la carne animal y el tubérculo nemoroso, el agua y el fuego.
Usted ha venido aquí huyendo a ese mundo ficticio, convencio-
nal, en que ha estado viviendo. Huyendo de usted mismo, de
la momia de su alma, hastiado de civilización, con el espíritu
agobiado de barroquismo sensual. Usted se ha dejado traer
aquí, porque el instinto, el subconsciente se lo ha pedido, deses-
peradamente ansioso de ríos y de nubes, de truenos y de cho-
zas, de tierra fangosa, de limo, de árboles rotos y peñas desga-
jadas por fuerzas telúricas. ¿Quiere que le diga una cosa, pro-
fesor Charles Croiset? Oigame y no piense que soy ruda. Usted
ha vivido menospreciando el antecedente y aferrado a lo ac-
tual. ¿Sabe usted, por ventura, lo que es un huevo? Leyó que
lo pone una gallina y que sirve para usted comérselo pasado
por agua o hecho tortilla a las finas yerbas. Pero el antece-
dente de ese huevo es una tragedia horrorosa. Hay que ver al
gallo correr furibundo tras la hembra y fulminarla con la miaja
de semen que le inyecta. Y apenas han pasados algunas horas
comienza aquella baba informe a transformarse dentro de la
gallina en un objeto tan grande, tan grande, óigalo usted, que
ocupa la sexta parte del cuerpo de la madre. Y aquel objeto
deviene un complicado engendro de líquidos y sólidos cuya
superficie se endurece y que al salir del vientre rompe la
carne materna haciéndola sangrar. Ese estado de agitación que
invade a la gallina cuando acaba de poner, esa carrera loca
que emprende y el terrible cacareo con que anuncia la postu-
ra, ¿es de júbilo, o es de dolor, acaso? ¿Ha visto usted al pes-
cador cuando vuelca la red dentro del bote? ¡El espasmo que
sacude el cuerpo del pescado es algo inenarrable! ¡Le falta hi-
drógeno y se ahoga! ¡Le sobra oxígeno y se asfixia! Se le vi-
drian los ojos por la acción del aire, se le revientan las bran-
quias, sedientas y convulsas. ¡Ah! Pero el gourmet lo ignora
todo. Sólo sabe que es un filete de Sale a La Meuniére, arropado
en mantequilla hirviente y salpicado de perejil. Usted sabe
cómo se prepara y cómo se degusta una pomposa fuente de

101
Cotelette de Boeuf Roti, pero no ha visto al ternero ramonean-
do en el prado acosado por el hambre insaciable de su doble
estómago ni ha oído el tétrico vagido de dolor que se escapa
de su pecho al caer degollado por el matarife, con los ojos
abiertos de espanto y dolor. ¡Son los horripilantes anteceden-
tes de la mesa del festín! Usted vino hoya este cayo buscan-
do un ser humano que usted presume que huele a establo, que
puede remar cuatro horas sin cansarse, que tiene la piel que-
mada por el sol y el salitre de los vientos marinos, que se
enfrenta a porrazos y bofetadas con los peones de una finca
rústica enclavada en una loma estéril, sacudida por ciclones y
maremotos... Y... ¿qué ha encontrado? [Otro mártir de la
vida! Somos dos fugitivos que corremos en pos de algo que
nunca alcanzaremos: la quietud del alma, el sosiego del espí-
ritu. Nuestra culpa es haber desarrollado la conciencia en
demasía. ¡Ya no sabemos distinguir entre el placer y el dolor!
-¡Yo voy corriendo en busca de la Naturaleza y usted quie-
re huir de ella! -exclamó el profesor, echándose a su lado,
lloroso, como un niño.
-Así es, Charles Croiset, profesor de estética...
-Gracias, Madeleine, virtuosa de la sinceridad.
Se quedaron mudos, sin mirarse, mientras en los rompien-
tes las olas se volcaban, rumorosas, poniendo un fondo blando
de sonidos apagados a la tarde que se iba.

* * *
Ya obscurecía cuando Vergara y Trigarthon regresaron a
buscar al profesor. Se despidieron de Madeleine. Mientras vol-
vían a la casa, Vergara comentó:
-¿ Qué ha sacado en claro de su larga conversación con la
señorita Chanac? ¿Es una ilusa, una desequilibrada, una vícti-
ma de la «satiriasis contemplativa»?
-No -contestó el profesor, con melacólico acento-. Es
una confusa pero hermosa mezcla de Juana de Arco, Teresa de
Avila y Brunilda, redivivas...
-Por estas regiones nunca he visto Nibelungos... Abrigo la
esperanza de que no aparezca algún Sigfrido... -agregó Ver-
gara,
La cena, para despedir a Vergara y su esposa, fue esplén-
dida: consommé double au fumet de céleri; turbot grillé sauce
Valois,· filet mignon sauce bearnoise; choux-fleurs sautés y

102
bodega del profesor. Se hicieron brindis por el pronto regreso
de los Vergara.
Al otro día, en la madrugada, Vergara y Josefina se fueron
a Samaná para de ahí seguir en automóvil hasta la capital.
Cuando subían al bote, en Anadel, Trigarthon le dijo a Ver-
gara:
-Me parece que esta noche habrá mal tiempo. Hace calor
y las nubes corren mucho. Averigüe en la capital si viene algún
ciclón...

* * *
Como de costumbre, los contertulios del profesor se reu-
nieron con éste en el balcón, después de cenar. La atmósfera
estaba pesada y todo señalaba tiempo borrascoso.
-La comida ha sido espléndida, amigos míos -expresó el
doctor con su acostumbrada prosopopeya-o Trimalción se hu-
biese estremecido de alegría ante una mesa semejante.
-¿ En realidad sabía comer bien Trimalción o era un sim-
ple glotón? -preguntó Leroy.
-Por lo que leemos en «El Satiricón», parece refinado, a
no ser que Petronio se haya dejado llevar por el entusiasmo del
literato enamorado de su propia obra -replicó el doctor.
-No me parece justa la referencia, porque nuestra comida
de esta noche ha sido simple comparada con el famoso ban-
quete del potentado romano que tanta admiración despertaba
en Petronio -arguyó el profesor.
-En ese banquete se ofrecieron diez servicios y cada uno
constaba de varios platos -intervino De Mers-. Creo recor-
darlos, por el orden en que fueron llevados al comedor: papa-
figos cebados envueltos en pasta, garbanzos, carneros, riñones
y criadillas, higos, crustáceos, matrices de lechonas, tortas de
avecillas silvestres, pescados, liebres, langostas, patos y bar-
bos en una salsa que llamaban garum-piperatum, que parece
que era muy famosa porque Plinio, Séneca y Marcial la citan
en sus escritos; jabalinas y jabatos rellenos de aves; cerdos
enteros rellenos de embutidos; pasteles en forma de priapos
que al partirse chorreaban almíbares aromatizados; huevos en-
capirotados, tordos asados, ostras, almejas y una extraordina-
ria variedad de dulces, frutas y vinos. Todo esto servido con
gran aparatosidad. Parece que habían alcanzado la perfección
en materia de platos montados, al extremo de que me atrevo
a afirmar que la arquitectura culinaria de Careme y Escoffier

103
se quedan pequeñitas si las comparamos con los platos que
nos describe Petronio.
-También nos dejan atrás esos romanos en cuanto a deli-
cadezas y refinamientos -agregó el doctor Desaix,
-Fueron extraordinarios en su carrera desenfrenada en
busca de exquisiteces. A tal punto llegó la locura que, como
suele suceder, de lo sublime cayeron en lo ridículo y luego en
algo peor: en la vulgaridad -expresó De Mers.
-Si yo no sintiera tanta admiración por Roma -intervino
el profesor-, diría que los primeros Bárbaros fueron ellos.
Con el robo de las Sabinas inician su carrera y no vinieron a
parar sino cerca de ochocientos años después, cuando los otros
Bárbaros, los del Norte, se les atravesaron en el camino. Su
historia es por excelencia gastrosófica, porque se inicia con
un trago de leche de loba que Rómulo ingiere bajo el frescor
de los montes Apeninos. Allí, el mármol, virgen todavía, de la
cantera ingente, cobijó aquel banquete, primer eslabón de una
cadena que culminaría en los palacios de Trimalción, de Calí-
gula y Nerón.
-¿Cómo describiría usted esa carrera? -preguntó el doc-
tor.
~Las primeras armas de este pueblo, que con el tiempo
habría de ser dueño de Europa, fueron la azada y el arado.
Eran frugales en extremo. Plinio nos cuenta que en sus pri-
meros tiempos el pueblo romano apenas se alimentaba con un
cocido que llamaban Puls, y que consistía en unas papillas, que
hoy llamaríamos puré, hechas con harina de trigo negro,
que los ricos sublimaban con la cándida adición de huevos e
hidromiel. Su temperancia llegó a contentarse con el rudo vino
de la Sabina. Ya sabéis que se atribuye a Eneas. uno de los
pocos sobrevivientes a la destrucción de Troya, la fundación
del pueblo latino. Cuando llegó al Lacio, casó con Lavinia, hija
del rey Latino. Su hijo Ascanio fundó Alba Langa, capital del
reino. Doscientos años después, dos de sus descendientes, Nu-
mitor y Amulio, estaban todavía en el trono del Lacio. El se-
gundo echó a Numitor del trono y reinó solo. Su hija Rea Sil-
via, salió encinta del dios Marte y parió dos gemelos, que el
rey hizo tirar al río. Pero se salvaron y una loba los amamantó.
y así tenemos a Rómulo y Remo, fundando a Roma. Ya gran-
des, al conocer su historia, volvieron a Alba Langa y mataron
a su abuelo y repusieron a Numitor. Luego Rómulo mató a
Remo. Todo esto sucedió setecientos cincuenta y tres años an-
tes de Jesús. Pero ya hacía dos mil años que otras tribus

104
bajaban desde el Norte y se establecieron en la península itá-
lica, introduciendo la ganadería, la agricultura y el hilado de
las telas. Siguieron descendiendo hacia el Sur, lo que hoy se
conoce como Bolonia. De esas tribus descienden los umbros,
los sabinos y los latinos. Continuando su descenso hacía el Sur,
ocuparon la región entre el Tíber y la Bahía de Nápoles, fun-
dando ciudades, a los pies del Monte Albano, probablemente
donde ahora se encuentra el célebre Castelgandolfo. De entre
los habitantes de Alba Langa salieron los que fundaron a Roma,
llámense Rómulo y Remo o como se quiera. Y como no lle-
varon mujeres, se robaron las del pueblo vecino. Otras tribus
venían desparramándose desde la costa tirrena por la Toscana
y la Umbria: los etruscos. De la mezcla de todas estas tribus
surgió el pueblo romano. Eran guerreros, agricultores y gana-
deros. Se dice que la palabra Roma viene de «RUMON», que
en etrusco quiere decir río.
-En sus primeros tiempos Roma fue gobernada por lo que
llaman los Reyes Agrarios: Numa Pompelio, Tulio Hostílio,
Anco Marcia, los Tarquinas. Además de reyes eran generales,
jueces, sacerdotes y hacendados. La vida era campestre y ias
costumbres eran toscas. Todos labraban la tierra. La higiene
personal no existía. Su principal alimento, como ya dijimos, era
un amasijo de agua y harina hervidos. Comían aceitunas, pero
desconocían la fabricación del aceite de oliva. Sin embargo,
eran fornidos y vencieron a sus vecinos los latinos del Sur, los
Sabinos del Este y los Etruscos del Norte.
-A la muerte de Anca Marcia, el rey agrario, se apoderó del
trono Lucio, primero de la dinastía de los Tarquinas, inicián-
dose así la era de los Reyes Mercaderes. Dice Tito Livio que
este Lucio «fue el primero que se valió de la intriga para hacer-
se elegir rey y que a fuerza de discursos se aseguró el apoyo de
la plebe». Las victorias guerreras habían aumentado conside-
rablemente el número de esclavos, y esta multitud de extran-
jeros formaba el plenum, palabra de la que procede el vocablo
plebe.
-El nuevo régimen inició el intercambio comercial con los
pueblos vecinos y, posiblemente, los primeros intentos de co-
mercio marítimo. Y es a partir de ese momento cuando co-
mienzan a cambiar las costumbres alimenticias. Poco a poco
se iniciaron las conquistas, y éstas trajeron el botín. Y así,
ladrones como tenían que ser, no se contentaron con apropiar-
se de la hacienda del vencido, sino que descubrieron y adopta-
ron los elementos de la cocina de los pueblos conquistados. Y

lOS
entre los vencidos que trajeron como esclavos, llegaron coci-
neros que les enseñaron cosas nuevas y sabrosas, a las cuales,
como es natural, se fueron haciendo adictos, con entusiasmo
creciente.
-Los años que siguieron a este período de formación, cons-
tituyen el laboratorio donde se forjó el espíritu de los roma-
nos. Desde el punto de vista que nos interesa, yo divido la.
historia de Roma en cuatro grandes períodos: el de formación
social, durante el cual las inquietudes gastrosóficas apenas exis-
ten; el de la pubertad culinaria; el de la adultez gastrosófica,
que comprende la época de los Césares hasta Nerón, y el de
la decadencia culinaria, desde Galva hasta el fin del Imperio
Romano de Occidente. A partir de ese momento histórico, y
para los fines de mi obra, se inicia la Edad Media, que se
extiende entre los siglos v y xv de nuestra era. Digamos algo
de cada uno de esos grandes períodos. Ya expresamos que du-
rante el primero las inquietudes gastronómicas apenas existen.
A este período se le llama el de la formación racial; comienza
con la fundación de Roma y concluye con la destrucción de
Cartago.
-El Segundo Período, que llamo de la pubertad culinaria
romana, se inicia con la destrucción de Cartago en el año 146
y termina con la conquista de las Galias por Julio César en
el año 55 a. de C., o sea, un lapso de 95 años. Las considera-
ciones de tipo general que vaya hacer al analizar este período,
se aplican también al Tercer Período, el de la adultez, cosa que
tendremos en cuenta cuando le llegue su turno.
-Ya Grecia había «contagiado» a Roma con su sabiduría y
su arte, y el espíritu agresivo y voraz de los hijos de la Loba
exageró el templado refinamiento de los helenos. Y así fue
como pasaron su gusto de la cigarra al corazón de la avestruz;
del topo al nemoroso jabalí; del sapo al esturión. Fue preci-
samente de Grecia de donde trajeron faisanes y pavos reales,
ese pobre pavo real de Europa al que Colón dio el tiro de gra-
cia descubriendo el guanajo mejicano. Aclimataron conejos
traídos de España y gallinas númidas del Africa; albaricoques
de Armenia; melocotones de Persia; membrillos de Sidón; fram-
buesas de los Altiplanos del Monte Ida. De los brumosos bos-
ques de más allá del Ponto Euxino, tesoro del rey Mitrídates,
trajo Lúculo la cereza, proclamándola como su mayor con-
quista.
-Con la sojuzgación de los pueblos del Mediterráneo oríen-
tal, los romanos adquieren novedades culinarias que, con los

106
siglos, han venido a ser lo que hoy reconocemos en Europa
como nuestros mayores logros gastronómicos. Citemos algu-
nos: el faisán, los espárragos, la zanahoria, los hongos, la le-
chuga, la trufa, originaria de la Libia; las nueces y los melo-
cotones de Persia; del Asia trajeron la cereza, el albaricoque,
el limón, los cocombros. En Africa encontraron el melón, que
cultivaron luego en gran escala, mejorándolo, en una región de
Italia llamada Cantalupe, de donde tomó su nombre ese tipo
de melón que tanto se consume ahora en Europa y los Estados
Unidos. El famoso epigramista Cayo Valerio Marcial nos ase-
gura que los romanos de aquella época preparaban quesos ex-
quisitos, y cita los de Luna, Etruria y Velabre, así como los
vinos de la Campania, de Falerno, de Fondi, de Espoleto y de
Sorrento. Se atribuye al cónsul Scipio Metellus la ceba de gan-
sos para obtener el «foie-gras», Hacían gran consumo de la
almendra del «pistacho», que el emperador Vitelio había traído
de la Siria. La confección y uso de la mantequilla lo aprendie-
ron más tarde, después de la conquista de los pueblos ger-
manos. De la misma Cartago aprendieron mucho los romanos.
No es cierto que los cartagineses estuvieron atrasados en su
culinaria. En la obra «Salambó», Gustavo Flaubert nos ofre-
ce interesantísimos detalles de un festín ofrecido por el rey
Amílcar Barca en los jardines de su palacio en Cartago; aquello
parecía un campo de batalla. Sobre muchísimas hogueras se
asaban innúmeros bueyes; las mesas estaban cubiertas de gran
variedad de manjares: enormes panes sazonados con semillas
de anís; quesos gigantescos de diversas clases; una gran varie-
dad de aves asadas o guisadas en salsas diferentes, especial-
mente una suculenta salsa verde; muchísimos mariscos, entre
ellos caracoles, que eran muy estimados; antílopes, venados,
cervatos, carneros: enormes trozos de carne asada de camellos;
pirámides de frutas, pasteles de miel...
-En la ceba de las aves y los peces alcanzaron asombrosos
éxitos, llegando a hacer de la flaca grulla un delicioso cuerpo
de carne leve y tierna. Engordaban lampreas y... se dice y no
lo creo, que en los criaderos echaban esclavos númidas para
cebarlas. Fueron maestros en este arte, inventando los Cochlea-
riae, que eran criaderos de caracoles engordados con papillas
de harina y jugo de uvas frescas. Se atribuye a un tal Fulviv
Lupines este invento.
-¡Ah! ¡Nuestros «escargots»] ¡Y yo que los creía frances
de nacimiento y origen! -exclamó el doctor Desaix.
-Practicaron la pisicultura -continuó el profesor-, tra-

107
yendo a las aguas romanas peces de las más exóticas especies.
Cuenta un autor que Lúculo, para suministrar agua fresca de
mar a su vivero de ostras en Roma, hizo rajar una montaña,
10 que dio pie a Pompeyo para llamarlo «Xerxes Togatus», Se
afirma que existió un Apio Claudia que halló el secreto de con-
servar las ostras que le enviaban a Roma desde el país de los
Partos, negocio con el que se hizo rico. También se dice que
escribió un tratado de gastronomía que dedicó a Trajano y
que fundó una Academia Culinaria. Plinio cita el caso de un
glotón romano muy rico que se suicidó al darse cuenta de que
sólo le quedaban algunos centenares de millones, y que en su
testamento dijo: «me mato porque con tan exiguo capital
pienso que puedo pasar hambre». Esa exaltación del arte ca-
quinario llegó a alcanzar caracteres de enfermedad cuando se
piensa que hubo un emperador que a medianoche convocó
de urgencia al Senado para que decidiera la mejor manera de
guisar un rodaballo. Otro hizo votar un Senado-consulto auto-
rizándole a tomarse ciertas libertades en la mesa: «Flatum
Crepitunque Ventris In Convivio Emitendi»...
-Sus comedores llegaron a ser de una fastuosidad incom-
parable. Eran amplios, abiertos y soleados. Por sus grandes
ventanales entraba el fresco y el perfume de los jardines adya-
centes. Ricos tapices cubrían las marmóreas paredes. Los mue-
bIes eran incrustados con piedras preciosas, oro y marfil. Por
lo general tenían dos comedores, uno en el piso alto, destinado
a la cena y que llamaban cenaculum, y otro abajo, el triclini-
cum, nombre que tomó del lecho para comer que importaron
de los griegos. Primero usaron la mesa cuadrada, adoptando
luego la redonda, lo que trajo consigo el uso de los lechos para
comer. Así, al triclinium, lecho para tres, y al hexaclinium,
para seis, sucedió el sigma, cama circular que se adaptaba a la
forma de la nueva mesa. Mientras no se generalizó el uso del
mantel, las mesas estaban incrustadas con chapas de marfil o
cobre, que representaban diversos episodios. El piso del co-
medor salia tener dos niveles, el bajo para las mesas de los
comensales y el alto para los servicios y los espectáculos. Algu-
nos tenían techos movibles que en determinados momentos de
la cena se abrían y dejaban caer lluvia de flores. Cuéntase que
en casa de Heliogábalo en una ocasión cayeron tantas rosas
que los comensales quedaron sepultados hasta la cintura. Se-
gún Suetonio, el comedor del potentado Escauro estaba sos-
tenido por 30 columnas de mármol rosado cubiertas con bajo-
rrelieves que representaban vacantes desnudas perseguidas por

108
faunos. El piso de este célebre comedor estaba formado por
mosaicos que imitaban desperdicios de comidas como si natu-
ralmente hubiesen caído de la mesa. Los triclinios, de los cua-
les 60 cabían en el comedor, eran de bronce con ornamentos de
plata y concha; los colchones de esos lechos eran de lana teñi-
da de púrpura y los cojines eran traídos de Babilonia; el costo
de estos cojines ascendió a 4 millones de sextercios (unos
280.000 dólares) y estaban forrados con tapicería bordada en
oro y seda. '
-En estos comedores solía haber un mueble llamado repo-
sitorium, que equivale a nuestro trinchador, aparador o buffet.
Al frente de la servidumbre estaba el triclinarca o mayordomo;
luego el lististernator o encargado de arreglar las camas; des-
pués el praegustator, cuya función era probar los platos para
saber si estaban bien preparados o para indicar, con su falle-
cimiento, si había veneno en las comidas; venía luego el carptor
o Scisor, que trinchaba las carnes; le seguía el structor, como
si dijéramos el escultor, ya que su trabajo consistía en darle
forma bella a los platos. En último grado venía, pero con ca-
rácter casi de semidiós, el Magister o Rex Bibendi, encargado
de los vinos y jefe de los escanciadores, cuya misión era man-
tener llenas las copas de los comensales.
-En términos generales, una comida romana en las casas
acomodadas se componía de cuatro partes: primero la promulgus
gustus, compuesta de huevos, ostras, aguamiel. En estos prelí•
. minares, que se asemejan a nuestros hors d'ceuvre, extremaban
el refinamiento al límite de servir verdaderas rarezas, tales
corno un plato compuesto de lenguas de ruiseñor y sesos de
pavo real, cuya confección requería ser un experto: cada masa
encefálica del torpe gallináceo era ensartada en la lengua de
un ruiseñor, luego se envolvía, ya cocido, en las carúnculas
rojas del cuello del pavo y se sometía a un hervor intenso. El
envoltorio éste era una precaución para evitar que el delicado
bocadillo se desbaratase. Una vez cocido se quitaba la carún-
cula y se servía entre pétalos de rosas y rociado con un polvo
de varias especias secas y molidas. Venían luego los platos
principales, cuyo conjunto recibía el nombre de pugma o proe-
lium; entre esos platos predominaba la carne asada. Seguía el
ante-postre, llamado mensae secundae, que eran platillos de
verduras y otras cosas suaves que preparaban el estómago
para recibir el postre. Por fin, este último, compuesto de pas-
tas dulces y frutas secas o frescas.
-Tenían los romanos determinadas comidas, ordenadas por

109
leyes especiales, [ex cibarias, y que más bien eran preceptos
religiosos, como nuestras dietas de cuaresma. Consistían en
lentejas, habas, lechugas y tortas de trigo y miel. Casi siem-
pre eran dedicadas a algún dios cuyo favor se solicitaba. Tenían
también comidas funerarias, dedicadas a los Manes o dioses
familiares. Después del hartazgo iban a la tumba del muerto
recordado y sobre ella derramaban comida en abundancia.
Creían que en la noche vendría una diosa a recoger los alimen-
tos para llevárselos al muerto. A lo mejor se los comían canes
hambrientos o algún transeúnte menesteroso, como siempre han
existido.
Ya eran las doce de la noche, y desde hacía un buen rato
estaban soplando vientos fuertes, en forma de ráfagas. Al poco
comenzó a llover, y los contertulios se mudaron al salón para
continuar su charla. Los sirvientes tuvieron que cerrar las puer-
tas y ventanas porque el viento y la lluvia arreciaban.
-Hay una pequeña joya de la literatura de aquella época,
que nos revela datos interesantísimos acerca de nuestro tema.
Me refiero al libro «Noches Aticas», de Aula Gelio. Parece que
fue escrito a mediados del siglo II de nuestra Era. A pesar de
que el propósito de la obra es criticar las costumbres de Ate-
nas, trae referencias muy curiosas acerca de la vida de los
romanos.
En este momento fue interrumpido por la entrada del ma-
yordomo, quien informó que el detective quería transmitirle
un mensaje urgente que habían traído del yate. Concedida la
autorización, entró el detective y entregó al profesor dos hojas
de papel, que leyó y releyó con serenidad. Luego, dirigiéndose
a sus compañeros, les dijo:
-Parece que vamos a tener vientos huracanados esta noche
y mañana. Pero no hay motivo para alarma. Tengo aquí dos
radiogramas. Uno es del capitán del yate y el otro de nuestro
amigo el abogado Vergara. Vamos a leerlos con atención, de
manera que podamos seguir las instrucciones que se nos trans-
miten. El del capitán dice así: «Servicio Metereológico advierte
fuertes vientos huracanados azotarán costa Este madrugada
hoy hasta mediodía mañana recomendando embarcaciones to-
mar precauciones punto he llamado piloto oficial Samaná y si-
guiendo sus indicaciones nos dirigimos puerto Samaná consi-
derado como buen resguardo punto remítole radiograma dirí-
gele Vergara.» El otro radiograma es de nuestro amigo y su
texto es el siguiente: «Ciclón pasará sesenta millas costa Sao
maná entre cuatro a.m, y 3 p.m. mañana punto autoridades

110
marítimas esa han recibido instrucciones ofrecer yate mejor
ayuda y seguridades punto mi amigo Castanelli desde Samaná
llegará esa noche con equipo carpintero reforzar puertas ven-
tanas recomiendo seguir sus indicacíones.s
Reinó un silencio general en la sala. El profesor sonrió y
dijo: -Debemos tomarlo con calma, amigos míos. Tengo la
seguridad de que saldremos bien.
El detective había salido y regresó diciendo: -Un grupo
de señores han llegado por tierra desde Samaná. Entre ellos
está el que se nombra en el radiograma del señor Vergara.
-El profesor pidió que lo hiciera pasar. Entró un señor mu-
lato, de buenas maneras, y saludando a todos cortésmente, les
dijo:
-Mi nombre es Castanelli. A prima noche recibí instruccio-
nes del señor Vergara y vengo a cumplirlas. He traído tres car-
pinteros y cuatro ayudantes y tengo entendido que en el só-
tano de la casa hay madera y clavos. Ya comenzarán mis ayu-
dantes a reforzar las ventanas y puertas, con tablas atravesadas
clavadas por el lado de afuera. Me quedaré con ustedes hasta
que haya pasado todo peligro. Conforme a las indicaciones que
me hace el señor Vergara, debo decirles lo siguiente: no creo
que el ciclón nos pase por encima, pero sufriremos vientos
huracanados muy fuertes. Según la dirección del viento, habrá
que matener dos ventanas abiertas, en sentido opuesto, para
evitar que dentro de la casa se formen presiones. Si ustedes
me lo permiten, voy a inspeccionar la casa para determinar el
lugar más seguro donde nos podamos refugiar en caso de nece-
sidad. Les ruego tener calma. Tal vez la casa 'Sufra algunos
desperfectos, pero no habrá accidentes personales, Dios me-
diante. Les recomiendo acostarse y tratar de dormir. La crisis
será en la madrugada. .
-Estamos en sus manos, y haremos lo que usted nos in-
dique -le contestó en español el profesor Croiset-. Luego
explicó en francés a sus compañeros lo que había dicho el
señor Castanelli.
-Amigos míos -dijo el doctor Desaix, con su acostumbra-
do dramatismo-, yo no me acuesto. ¿Qué se está creyendo ese
señor? Hablaba como si fuera un generalísimo. A mí no se me
dan órdenes. Por primera vez en mi vida voy a estar frente a
un huracán, y ¿creen ustedes que voy a perder la ocasión de
contemplarlo a mis anchas? Oh [iche-moi la paix! ¿Qué va-
mas a hacer acostados? Ya dormiremos doblemente cuando
pase el asunto. Propongo que nos quedemos levantados. Ade-

111
más, creo que todo esto es exagerado. Voy a consultar a mi
barómetro -y al tocar un timbre apareció un sirviente-o Dí-
gale a Trigarthon que suba aquí inmediatamente.
Era indudable que el doctor tenía algunos tragos de más
en la cabeza. Los otros sonrieron, a pesar del temor y la expec-
tación que embargaba sus ánimos. Al poco llegó Trigarthon.
Entró, con su acostumbrada timidez. Fue el profesor quien le
pidió su opinión acerca del tiempo.
-Parece que viene un ciclón -contestó, con su voz serena
y lenta-o Se lo dije esta mañana al abogado. Ahí están unas
gentes que vinieron de Samaná y que van a clavar las puertas
y ventanas. Eso está bien. Pero yo creo que los ciclones nunca
entran a la bahía. Se meten los vientos fuertes, que tumban
ranchos y matas de plátano, pero esta casa nunca la tumbó
un ciclón de los muchos que han pasado cerca, y ahora me-
nos, porque está más fuerte después de reconstruirla. Pero...
no tengan miedo. Ese ciclón pasará lejos, mañana, corno a las
seis de la mañana. Yo estoy allá abajo, ayudando a los carpin-
teros. ¡Ah!, se me olvidaba, si ven que el viento rompe una
ventana, métanse debajo de la cama. Se lo repito, no pasará
nada. Sólo vientos un poco más fuertes que los de ahora. Y
muchos chubascos y turbonadas. Cuando oigan un trueno. .es
que ya todo pasó...
. Era imposible conversar, por el ruido del viento y del clave-
teo en las paredes de la casa. El mayordomo entró para ínfor-
mar al profesor que había dispuesto que todos los sirvientes.
permanecieran en la casa, y que ya habían mudado sus ropas
desde los kioscos del patio. Luego sirvieron un consomé ca-
liente. Los libros y papeles del profesor fueron guardados en
los archivadores de metal, y la ropa en los baúles y maletas.
De Mers y Rosina fueron al despacho a guardarlo todo en los
archivadores. Los sirvientes se ocuparían de hacer lo mismo
con la ropa del profesor, del doctor y del señor Leroy. En el
despacho, De Mers recomendó a Rosina ir a su habitación a
guardar su ropa, y que él solo se ocuparía de los papeles del
profesor. Ya en su cuarto, Rosina tocó el timbre y al llegar un
criado le pidió que llamara a Trigarthon. Cuando éste entró,
Rosina cerró la puerta y abrazándole le besó ardientemente en
los labios, Trigarthon logró desprenderse de los brazos de Ro-
sina y al salir, le dirigió una mirada de pesadumbre y compa-
sión, y de su boca se escaparon estas palabras:
-Estás loca...
Mientras tanto el viento arreciaba y la lluvia azotaba con

112
furia las paredes de madera de la casa y en el techo de zinc
el ruido era ensordecedor. Los rugidos del mar iban en aumen-
to, llevando sobresalto al ánimo del abogado .Leroy, que dijo
que esas cosas eran buenas para verlas y oírlas en películas
solamente. Ya a las cinco de la mañana, la irritación de los
elementos era espantosa. La casa temblaba, como si fuera la
frágil rama de un árbol. El agua de la lluvia se metía por las
persianas. Se sentía un calor molesto y pegajoso. Los sirvien-
tes habían recogido las alfombras. Sirvieron emparedados y café
caliente, pero nadie quiso comer. De repente, .la casa quedó a
oscuras. El fluido eléctrico se había interrumpido, debido pro-
bablemente a la rotura de algún cable. Trajeron faroles de gas.
A las seis de la mañana parecía que era medianoche. Aprove-
chando un momento en que la lluvia amainó, el detective entre-
abrió una persiana y con su fanal eléctrico enfocó el kiosco-
observatorio, y pudieron ver que las olas, al estrellarse contra
la roca, alcanzaban el kiosco con su espuma. El espectáculo era
para sobrecoger los ánimos. El doctor Desaix se daba paseos a
grandes zancadas, maldiciendo del encierro y de la oscuridad,
que le vedaban disfrutar del grandioso espectáculo. Todos se
daban cuenta que hablaba para darse valor.
De repente, se oyó un terrible crujido en el techo. En la
cara de todos se pintó el espanto. Aparecieron el detective y el
señor Castanelli, y éste ordenó: -Síganme todos, sin precipi
tarse. Vamos al sótano. -Bajaron alumbrados con el fanal
eléctrico del detective. Se sentaron sobre cajas y baúles. Aquí
los ruidos infernales eran menos perceptibles, pero el piso
estaba lleno de agua y los faroles de gas había que estados
encendiendo a cada rato porque el viento que se colaba por
las claraboyas, a pesar de estar bien cerradas, los apagaba. La
casa se estremecía y crujía como si se fuera a desplomar. Es-
taban todos juntos, los señores, los criados, Trigarthon, los car-
pinteros y Castanelli. Trigarthon y Rosina habían quedado jun-
tos, y ésta le apretaba las manos, temblorosa. Se escuchaba el
ruido de objetos que el viento arrancaba y tiraba y estrellaba
contra las paredes de la casa. El bramido del mar era pavo-
roso. El viento silbaba con espantosos chillidos ...
Por fin el tremendo meteoro comenzó a amainar. Lenta-
mente los vientos fueron perdiendo su fuerza, mientras la
lluvia arreciaba, pero ahora en forma continua y monorrítmica.
Los ánimos en el sótano empezaron a aquietarse. De improvi-
so se escuchó un lejano y prolongado trueno, y Trigarthon
dijo, con palabras que todos recibieron con alivio:

113
-Ya se fue ...
Eran las ocho de la mañana, y comenzaron a salir las pri-
meras luces del sol, como si estuviera amaneciendo...
Durante el resto del día el equipo de carpinteros que había
venido de Samaná y los sirvientes se ocuparon de poner la
casa en orden. El yate entró a la bahía siendo las tres de la tar-
de y bajaron mecánicos y electricistas para reparar los daños
en las instalaciones eléctricas y de agua. A las siete de la
noche todo estaba organizado. Los señores durmieron hasta el
anochecer. El tiempo había continuado lluvioso y nublado y un
alto grado de humedad prevalecía en la atmósfera. Durante
la cena los comentarios fueron animados.
-¡Nunca creí que iba a ser espectador de una escena tan
grandiosa! -dijo el doctor Desaix-. Les confieso que no era
miedo, sino emoción, lo que sentía. Los más violentos pasajes,
de Esquilo y Shakespeare son pálidos comparados con el dra-
ma que presenciamos anoche. ¡Cuánta grandiosidad! ¡Parecía
que el cielo se había rajado, que los elementos se habían con-
fabulado para preludiar el fin del mundo!
-Pues yo estaba muerto de miedo -confesó Leroy-. Creí
que la casa se nos venía encima y que el mar nos iba a tra-
gar. Los ruidos del viento, de las olas y de la lluvia sobre el
techo me producían espanto. ¡Era una escena infernal!
-Admito que tenía miedo, peto nunca pensé en que podría-
mos perecer. Las palabras de Trigarthon se grabaron en mi
memoria: la bahía nos protegía. Nunca había entrado en ella
un ciclón... -adujo el profesor.
-¡Cómo! -gritó Leroy-. ¿Y entonces qué fue lo que tuvi-
mos anoche?
-Apenas ráfagas aciclonadas, amigos míos -contestó el
profesor-o El yate ha vuelto a ocupar su sitio frente a Anadel
y el capitán me ha enviado un mensaje, según el cual el nú-
cleo del ciclón pasó a más de ochenta millas marítimas de dis-
tancia de la costa Norte de la península, y la dirección del
viento era del Este hacia el Oeste. Lo que sentimos fueron las
ráfagas que lograron meterse por la boca de la bahía, y que
los cayos e islotes amortiguaron bastante. Quiero felicitar a
Trigarthon por sus atinadas predicciones. - y al decirlo tocó
un timbre y ordenó su presencia. El sirviente que acudió a su
llamada informó que Trigarthon había salido en su cayuco al
mediodía, rumbo a su casa, y no había regresado todavía. Eran
las nueve de la noche. Se produjo un momento de desasosiego
en el grupo. No se atrevían a mirar a Rosina. Esta permane-

114
ció impasible, demostrando un control absoluto sobre sus ner-
vios. Al fin habló y dijo:
-Habrá ido a ver su casa. Es natural. Nada puede pasarle.
¿No le llaman ustedes el hijo de Anfitrite?
-Su casa debe haber sufrido mucho daño -se aventuró a
decir el doctor Desaix.
-No es una casa -le interrumpió Rosina, con voz agria-o
Es una choza. Debe haber desaparecido por completo.
-Le ayudaremos a reconstruirla -expresó el profesor-,
casi en el mismo instante en que entraba el detective para
anunciar que Trigarthon estaba de regreso. El profesor le pi.
dió que lo mandaran a entrar. Se asomó al pasillo, chorreando
agua, y pidió excusas por no querer entrar, para no ensuciar el
piso. A las preguntas del profesor, contestó:
-Dos ventanas se fueron, y el techo de la cocina. Todo está
mojado. Pero mañana, cuando salga el sol, todo se secará.
-Te ayudaremos para que arregles las ventanas y el techo
-le dijo el profesor, con ternura.
-Gracias, pero ya las arreglé... -respondió Trigarthon,
con voz baja, que demostraba la fatiga y el desaliento. Y sin
esperar más, hizo un ligero saludo con la cabeza, se miró la
ropa mojada, sonrió, como para disculparse, y salió.
Un silencio, mezcla de admiración y de piedad, reinó en los
ánimos. Rosina bajó la cabeza.
Para romper la incomodidad de la situación, el doctor De-
saix, con tono patético, dijo al grupo:
-Amigos míos, son las once de la noche, y las últimas doce
horas han sido duras. Debemos descansar. ¿No lo creen uste-
des así? Que el sueño vigorice nuestras mentes, porque ma-
ñana tenemos la visita de Aula Gelio, quien por boca de nues-
tro querido amigo el profesor Croiset, nos dará una cátedra
sobre la vida de los romanos.

* * *
Por la mañana todos bajarona la playa a ver los destrozos
causados por el meteoro. Los árboles habían perdido sus hojas,
y muchas ramas estaban quebradas o arrancadas por comple-
to. La arena de la playa estaba casi en su totalidad cubierta
de algas marinas, conchas, caracoles y un molusco que llaman
«plátano marino», que en realidad parece un plátano por el
tamaño, la forma y el color verde, pero que es blando y trans-
parente. Muchos de estos moluscos vivían aún. Estaban lim-

115
piando la playa, y en carretillas se llevaban grandes cantida-
des de estos moluscos y de algas y trozos de árboles que el
mar había arrojado. Después del desayuno fueron todos en bote
de motor a Cayo Levantado, donde las fuertes marejadas habían
varado un enorme tiburón. Cuando llegaron el escualo estaba
cubierto por una verdadera nube de moscas y mosquitos. Me-
día más de quince píes de largo y su aspecto era en verdad
temible. Toda la vegetación del cayo había sufrido grandes des-
trozos y sus playas estaban también cubiertas de moluscos y
peces muertos y de trozos de madera y conchas y caracoles.
Al poco de llegar a la casa vino un oficial del yate a mostrar
al profesor una serie de mensajes radiográficos que se habían
cruzado entre el abogado Vergara desde la capital y el capitán
de la nave, por los cuales el primero se interesaba en saber
cómo habían pasado el ciclón el profesor y sus amigos. El
oficial informó además al profesor que el yate no había sufrido
daño alguno.
Después de cenar pasaron al balcón. La noche era tibia y
la atmósfera pesada. El mar no se movía. La incertidumbre
velaba el rostro de los contertulios. Hablaban con recelo, como
si tuviesen miedo de algo. Entre la montaña y el mar, en
medio de la noche oscura y caliente, frente a una Naturaleza
áspera, que hacía apenas unas horas que estaba rabiando con
locura demoníaca, aquel grupo de europeos se miraban los
unos a los otros con la duda pintada en sus semblantes. La
inseguridad de la vida se les presentaba repentinamente. La tie-
rra podría abrirse y tragárselos en un instante. El cielo era
capaz de desplomarse y aplastarlos, laminarlos, hacerlos polvo,
convertirlos en cero. Era el trópico, con su despilfarro de fuer-
zas, su grosería, su imponente facultad para el daño, su voca-
ción para destruir en un instante lo que le había tomado siglos
para construir. Aquel grupo de europeos, individualistas por
educación, deshumanizados por la mecánica y el artificio, aca-
baban de tener su primer contacto con la brutalidad de la
Naturaleza, en una isla tambaleante. Acostumbrados a la base
firme y profunda de un continente que contaba sus aniversa-
rios por milenios, se sentían., vacilantes, intranquilos, sobre el
pico de una cordillera hundida en el océano hacía apenas unos
días en el calendario astronómico del Cosmos. El autocontrol
de sus ánimos los mantenía aparentemente tranquilos, pero
allá, en la hondura de sus conciencias, sobrevivía el instinto
del cavernícola que chillaba y huía de espanto ante el rayo y

116
el viento, ante la noche tenebrosa y el bramar del terremoto
enagenado.
-¡Ya todo ha pasado, amigos míos! -expresó el doctor
Desaix-. Nuestra vida recobra su normalidad. Hemos presen-
ciado un espectáculo grandioso, inigualable, que nos da una
gran ventaja sobre los amigos que dejamos en Francia. ¡Que
el cognac rebose nuestras copas! Tiene usted la palabra, pro-
fesor Croiset. Nos prometió hablarnos de Aulo Gelio, el gramá-
tico latino del siglo rr, y de sus «Noches Atícas»,
-En efecto -respondió el aludido-, Gelio asegura que
bajo el Consulado de Valerio Messala se dictó una ley que obli-
gaba a los ricos a no gastar más de 120 ases en las comidas
a las que se invitasen recíprocamente; a no servir vinos extran-
jeros y a no colocar sobre la mesa más de cien libras de ser-
vicio de plata. Agrega que luego se adoptó la Ley Fania, que
permitía gastar hasta cien libras en las comidas celebradas
durante determinadas fiestas. Después la Ley Lucinia permitía
gastar hasta cien ases en los festines nupciales. Esa misma ley
regulaba la cantidad diaria de carne ahumada o salada que
podía consumir una persona.
-Se lamenta Aulo Gelio de que estas leyes suntuarias ca-
yeran en desuso y de que ya en la época de Sila los ricos gas-
taban en los placeres de la mesa inmensos caudales, a tal
extremo, que el dictador hizo que se adoptaran leyes regulando
de nuevo los gastos de la mesa. Una de éstas, la Ley Emilia,
reglamentaba no el gasto sino la cantidad de especias y man-
jares que podían comerse. Otra de estas leyes disponía que los
magistrados o los candidatos a esos cargos no podían aceptar
invitaciones a comer en las casas de los ricos. Sin embargo,
agrega Gelio, ya en tiempos de Augusto las leyes permitieron
mayores gastos. Marco Varrón, el ilustre polígrafo romano,
amigo de Cicerón, hizo una descripción festiva de los rebus-
cados manjares que servían en sus comidas los romanos de la
época: pavos reales de Samos, grullas de Melo, cabritos de
Ambracia, murena de Tartaria, ostras de Tarento, estorninos
de Rodas, escaros de Sicilia, almendras de Taso, dátiles de
Egipto, bellotas de España. Nuestro Aulo Gelio se irrita ante
estos refinamientos y exclama: «así cobra tributo la glotonería
y agota su industria en buscar por todas partes manjares des-
conocidos. Para despreciar estos excesos debemos recordar los
versos de Eurípides que dicen: ¿y qué otra cosa necesitan los
mortales que los frutos de Ceres por alimento y el agua por
bebida? Estos regalos de la Naturaleza están a nuestro alcance

117
y nunca producen hastío, pero el hombre pervertido por el
lujo busca otros alimentos e inventa manjares refinados».
-Hasta aquí Aulio Gelio. Quisiera, sin embargo, agregar
algunos datos acerca de las costumbres hogareñas de los roma-
nos en los tiempos a que se refiere este período de su historia
culinaria. El único utensilio que usaban para comer era el
cuchillo. Luego adoptaron otro parecido a nuestra actual cu-
chara. Generalmente las carnes se llevaban a la mesa ya corta-
das en pequeños trozos. El vino lo mezclaban con agua. Pre-
servaban la nieve en depósitos especiales para disponer de ella
durante el verano con el fin de enfriar sus bebidas. En los ban-
quetes, antes de retirarse de la mesa, se proponían adivinanzas
y enigmas y diálogos al estilo de los de Platón. Eran grandes
bebedores. Los brindis se hacían protocolariamente: el primero
por Júpiter, el otro por la diosa Higea, luego por el Númen tu-
telar, después por los amigos. Se asegura que fue Escipión
quien trajo de Cartago los asientos en forma de lecho que
llamaron punicani, mullidos con paja de heno y cubiertos con
pieles de cabra, y que sirvieron para comer recostados, jun-
to a la mesa. Casi siempre se bañaban antes de cenar. Para ir
a la mesa se Ponían una toga especial llamada vestes triclinaria,
prendida con un broche sobre el hombro izquierdo, sin man-
gas. Cada comensal llevaba su propia servilleta, desde su casa.
Hacia fines del Imperio el refinamiento llegó a tal punto que
buscando nuevos sabores tomaban ámbar y perlas diluidas en
vino.
-Brillat-Savarin, citando a Berchoux, nos habla de glo-
tones famosos en Roma: Maximino podía comer 60 libras de
carne en una sola vez; Albínus engullía en una mañana qui-
nientos higos, cien melocotones, diez melones, veinte libras de
uvas y cuarenta docenas de ostras. Phagón devoró, en presen-
cia de Aurelio, un jabalí, un puerco, un camero y cien panes.
El emperador Tiberio nombró Pretor a Lucio Calpurnio Pisón,
en premio por haber pasado tres días y tres noches bebiendo
vino sin parar. Un escritor de tiempos de Domiciano asegura
que un tal Vadio Polliono, rico romano, echaba esclavos nubios
en su estanque para cebar sus anguilas y morenas.
-Mañana, amigos míos, hablaremos del período de la adul-
tez culinaria de Roma, que es algo rayano en la tragedia. Antes
de irnos a la cama, y a manera de bálsamo tranquilizador, quie-
ro leerles los Versos finales de la Egloga Primera de las Bucó-
licas, de Publio Virgilio Marón. Es un diálogo entre Melibeo y
Títiro, dos jóvenes pastores de los campos de Mantua, que se

118
lamentan de la pérdida de sus tierras, confiscadas por Octavio
en provecho de sus legionarios. Como está anocheciendo, Títiro
brinda, hospitalidad a Melibeo en su choza y así le convida a
un rústico festín:

«Aquí podrás descansar conmigo,


en esta noche, encima de hojas verdes.
Tendremos frutas en sazón,
castañas tiernas y abastanza de quesos.
Allá, a lo lejos, los caseríos humean,
y de los montes altos,
caen las sombras, cada vez mayores... »

-Dejemos, pues, a los fundadores de Roma: que descansen


en la Historia los Eneas, Ascanio, Numitor, Amulio, Rómulo,
Remo, Numa Pompilio, Anca Marcia, los Tarquinos... Ellos
fueron los anfitriones que prepararon la mesa del gran banquete
para los eminentes comensales que vendrían más adelante: Ti-
berio, Calígula, Nerón... Estos, a su vez, la dejarán servida para
deleite de Papas y Cardenales. Después ... ¡después vendrá Ala-
rico, y acabará con todo!

119
VI
LOS CESARES SE PERFUMAN CON ESPECIAS

El tiempo era agradable aquella mañana de principios de


diciembre. Soplaba un aire fresco y el sol era tenue. Por la
orilla del mar caminaban el profesor y sus amigos el doctor
Desaix y el abogado Leroy.
Charles Croiset tenía cincuenta y seis años pero su aspecto
era el de un hombre mucho más joven. Delgado y alto, siem-
pre bien rasurado, su rostro apenas mostraba algunas arrugas
en la frente. Sus ojos casi verdes y sus delgados labios denun-
ciaban el origen escocés de su abuela materna. Por el lado
de su padre era de sangre alsaciana. Tenía el pelo castaño,
casi rubio. Algunas canas asomaban por sus sienes. A pesar de
su aspecto delicado, era fuerte y resistente, porque había prac-
ticado deportes en su juventud. Sus modales eran suaves y ele-
gantes. Era un hombre de ideas liberales, a pesar de su ri-
queza. Gran parte de su cuantiosa renta era entregada a una
fundación que la administraba y la dedicaba al sostenimiento
de hospitales, escuelas, academias e institutos en Europa y
otros lugares del mundo. La obra filantrópica que realizaba
esta fundación era extraordinaria. Cada cinco años otorgaba
mil becas, que duraban igual número de años, a estudiantes de
escasos recursos económicos que hubiesen obtenido califica-
ciones apropiadas en distintos países, para cursar estudios es-
pecializados en diversas universidades.
Louis Desaix era el médico particular del profesor. Siem-
pre le acompañaba. Era un camarada agradable, por su buen
humor y su sana ironía. Como médico, se le consideraba una
eminencia, pero una exagerada modestia lo mantenía retraído
de los círculos científicos donde se abona y se echa a correr
la fama. Tenía ya 68 años, mas su constitución atlética lo ha-
cía fuerte y erguido. Nunca se había casado.

120
Antaine Leroy era abogado, miembro de un acreditado bu-
fete de juristas de París, que cuidaba los asuntos legales del
profesor. Contaba cuarenta años y era soltero. A pesar de que
era sarcástico en su conversación, tenía la virtud de hacer bue-
nas amistades, porque era sincero y leal, liberal en sus gastos
y oportuno y servicial con sus conocidos. Era un asiduo con-
currente a los cenáculos literarios del barrio latino de París.
En el bufete donde trabajaba se le tenía en gran estima, por su
talento y su capacidad jurídica, y por eso le toleraban que en
su horario fuese de lo mas impuntual y desordenado. Se ena-
moraba de todas las mujeres, con tal de que fueran inteligen-
tes, además de hermosas, pero las abandonaba en cuanto como
prendía que se le iban a entregar.
Por la orilla del mar iban los tres amigos, caminando sobre
la arena humedecida, en aquella fresca mañana de diciembre,
en la playa que conduce de Anadel a CIará. Rosina y Albert
de Mers habían salido a pescar, en el cayuco, con Trigarthon,
rumbo a cayo Alcatraz.
-Me parece -dijo el doctor Desaix-, que debemos des-
cansar una rato. Miren ustedes cuán acogedor es aquel rincón.
Parece una gruta, y hasta tiene un alero que nos protegerá en
caso de que se aparezca mi enemigo, el sol.
-En efecto, es agradable el sitio -contestó el profesor-o
Descansemos y dejemos que el rumor de las olas y el olor del
mar nos hagan creer que de pronto aparecerá un grupo de
náyades en busca de un irresistible abogado parisino que se
esconde por aquí. ..
-¡Llamado Leroy... ! -concluyó el doctor-o ¡Pero diga us-
ter que también andan en pos de un sylvano pelirrubio y de
un sátiro peludo y ventriforme!
-Propongo que usted haga venir de París un escultor -dijo
Leroy, dirigiéndose al profesor-, para que sobre esa gruta le-
vante un grupo en mármol pentélico, que nos represente a
nosotros tres, desnudos como semidioses olímpicos, y a nues-
tras pies echadas cuarenta ondinas y náyades y nereidas.
-La verdad es que el lugar es maravilloso. Siempre agra-
deceré a mi amigo el abogado Vergara el haberme traído aquí.
-dijo el Profesor, ensanchando el pecho y respirando con sa-
tisfacción-e-, Me siento contento. Experimento la sensación de
haber salido de una prisión, de haberme liberado de unas pesa-
das cadenas que me aherrojaban cruelmente el alma. Me hacía
falta reconciliarme con la Naturaleza. Es verdad que sus ca-
ricias matan, pero qué pura es, qué sana y emancipada de arti-

121
ficios. Conociendo mi mal, Vergara fue lo suficientemente inte-
ligente no sólo para traerme a este lugar donde se vive en
contacto con los elementos, sino para poner en mi casa a esa
criatura primitiva cuya presencia irradia candor, fuerza, lealtad.
¿Qué extraordinario conflicto de razas ocurrió entre sus antepa-
sados, para que siendo de tan genuina estirpe negra, tenga los
ojos tan claros y el cabello, suave como el de los arios? ¿Ha-
béis visto la luz que sus ojos emanan? Es un efluvio de sere-
nidad que me produce el efecto de un estupefaciente, como
si me hubiesen inyectado una dosis de morfina. Luego, su leal-
tad, su devoción a nosotros, su espíritu de sacrificio, su salu-
dable conformidad con la vida, a la que no le pide nada.
- y pensar que es inteligente... -interrumpió el doctor De-
saix.
-¡Síl -continuó el profesor-o Es inteligente por naturaleza
y, sin embargo... nada le pide a la vida. Está conforme con ser
como es. Ni siquiera el más leve indicio de envidia he podido
advertir en su conducta. Jamás protesta...
-Ni siquiera cuando lo zarandean... -dijo con sorna el
abogado Leroy.
-Es lamentable lo que está sucediendo -exclamó en voz
baja el profesor, después de una p¡¡Í:!sa-. Pero no debemos
interferir en asuntos tan delicados.. '.;-· Lo mejor es ignorarlo
todo.
Entonces, como para cambiar el rumbo que estaba tomando
la conversación, el doctor Desaix le preguntó al Profesor:
-Hay un asunto que quisiera que usted me explicara, Pro-
fesor, y es el siguiente: según nos ha dicho, en su libro usted
hace un recuento histórico de la gastrosofía. Comienza con
temas generales y luego pasa a la prehistoria; de ahí a los tiem-
pos Heroicos, después los Griegos y luego los Romanos. Mi
pregunta es ésta: ¿por qué salta usted a los Egipcios, a los
Hebreos, los Asirios, los Persas, los Indúes, los Arabes, etc.? Me
refiero a la parte de historia de estos pueblos anterior a lo
que usted llama el período de la Pubertad de Roma.
-La pregunta es muy interesante y oportuna, y, si me lo
permite, se la contestaré esta noche, cuando nos reunamos
despues de cenar, de manera que todos los compañeros queden
enterados.
-Me parece razonable -intervino Leroy-. Y a propósito,
¿por qué no nos internamos un poco tierra adentro, para ver
qué hay detrás de ese cerro?
Así lo hicieron, siguiendo un angosto trillo que serpenteaba

122
por entre los matorrales. Al llegar arriba, pudieron ver una pe-
queña sabana donde pastaban algunas vacas y al fondo un
arroyuelo, pero ninguna señal de habitaciones. Siguieron ca-
minando, y al acercarse al arroyo vieron dos niñas que se ba-
ñaban y que al notar su presencia echaron a correr, tomando
presurosas, las ropas que habían dejado en la orilla.
-Ahí tiene usted dos de las náyades que imaginó para nues-
tro monumento -dijo el doctor, dirigiéndose a Leroy.
- y ninfas eran, en realidad -exclamó el profesor-o Blancas
y bonitas, y casi mujeres ya. ¡Con cuánto candor se bañaban!
¡Hemos echado a perder un precioso cuadro virgiliano!
Cuando regresaron a Anadel, ya cerca de las doce del día,
todavía el otro grupo no había vuelto de su excursión de pesca
a cayo Alcatraz.

* * *
Durante la cena se comentaron las peripecias del grupo de!
Profesor en lo que desde entonces llamaron la Gruta de las
Náyades, y luego el encuentro con las dos ninfas de carne y
hueso que se bañaban en paradisíaca desnudez. De Mers refi-
rió la competencia que tuvo lugar entre Rosina y Trigarthon,
para determinar cuál podía permanecer más tiempo debajo
del agua. La lucha tuvo lugar en la poza de cayo Alcatraz y él
hizo de juez. Rosina había ganado. El doctor propuso que se
la coronara con un ramo de laurel. Leroy señaló la posibilidad
de que Trigarthon, en un gesto de caballerosidad, se dejara
ganar... ex profeso. Ante las protestas de Rosina, Leroy le ar-
gumentó:
-¿Pero olvida usted que su elemento es el agua? Lo extraor-
dinario es que pueda vivir fuera del agua. Recuerde que es el
hijo de Anfitrite...
-Es un hombre, como otro cualquiera -protestó Rosina-.
[Y le gané en muy buena lid!
-¡Ah! ¡Mujeres! ¡Mujeres! -exclamó el doctor-o Siempre
empeñadas en vencer al hombre! ¿Cuánrlo es que vais a como
prender que solamente sois pequeños instrumentos de placer?
-¡Usted es un positivista renegado, que debía ser eliminado
de la sociedad por medio de la guillotina! -dijo Rosina entre
seria y burlona-o Llamo en mi ayuda a estos caballeros y pro-
pongo que entre todos estrangulemos al médico Louis Desaix,
-¡Acepto! -exclamó el doctor-o Pero con la única condición

123
de que se me permita hacer mi testamento de viva voz y ahora
mismo.
-¡Concedido! -dijeron todos.
Con su acostumbrado énfasis oratorio, tratando de dar a
sus palabras un tono humorístico, pero no pudiendo ocultar
la melancolía de sus añoranzas, el doctor hizo un breve recuento
de su vida, afirmando que había permanecido soltero porque
nunca encontró la mujer que pudiera ser su compañera. Dijo
que su ideal de esposa no era el ama de casa dedicada a producir
hijos, sino el complemento de una vida dedicada al culto de
la belleza; que él que no estaba predestinado para formar un
hogar conforme el canon ortodoxo, sino para disfrutar el pla-
cer tan sólo, sin objetivo ni meta, y que era muy difícil en-
contrar la mujer que pudiera llenar ese cometido. Una mujer
así tenía que ser extraordinariamente inteligente y liberal, cul-
ta, sensitiva y, por sobre todo, tenía que ser hermosa y bella.
El abogado Leroy le interrumpió para pedirle que describiera
ese tipo de belleza, y el doctor la retrató como de cuerpo fino,
cabello castaño, abundoso y ligeramente ensortijado; ojos cla-
ros y grandes, labios cortos y gruesos; busto púbero y tierno;
piernas fuertes y pies largos; que su color fuera de matices
blancos, casi un pálido siena crudo; de reposada presencia pero
de corazón hervoroso, capaz de amar y odiar sin estridencias
pero con profunda substancia...
--Como abogado afirmo que eso no es un testamento, pero
sí es una declaración de amor, porque su pintura es el vivo
retrato de Rosina -exclamó Leroy.
-Es posible que sea el retrato de Rosina -dijo el doctor-
y sería una declaración de amor si yo tuviese treinta años de
edad... Pero ya estoy llegando a los sesenta y me siento aca-
bado, vencido...
Se levantaron de la mesa y pasaron al balcón. La luna llena
cubría el mar con una intensa luz metálica de blanco azulado
de cadmio, tenue, casi volátil, incorpóreo, que transfigura los
objetos, diluyendo las siluetas, esfuminando los contornos. El
mar estaba inmóvil, fijo, como si se hubiese solidificado en una
infinita superficie pulida de estaño lechoso. Cuando llegó frente
a aquel espectáculo, se quedó paralizado de emoción. Ya los
ánimos estaban predispuestos, porque la explosión de senti-
mentalismo del doctor los había contagiado. Estaban atónitos,
pasmados. El profesor Croiset rompió el silencio, con trémula
voz:
-¿ Qué puede hacer un hombre frente a esa arrobadora ma-

124
gia de luces y colores? ¿Gritar? ¿Echar a correr despavorido,
hasta caer, exhausto, en el desconsuelo de la impotencia? ¿Arran-
carse el alma y el espíritu y la mente, por inútiles, incapaces,
ineptos instrumentos de pretendida creación artística? Basta
con que la Naturaleza mueva uno de sus misteriosos resortes,
para que se origine un cambio portentoso, invente un prodigio,
produzca un cuadro nuevo, engendre una sorpresa, fabrique
un milagro, trastorne la obra de los siglos y conmueva el ánimo
del hombre, causando pavor, admiración, risa, lágrima, dolor,
asombro, contentura, desesperación, locura, alegría... ¡Qué her-
moso desorden en el orden preestablecido! ¡Qué bellísima con-
fusión, qué anárquico contrasentido en esa monocromía de gri-
ses y cobaltos y cadmios! No podemos hacer nada... Ni siquie-
ra reír... ni llorar...
-Aquella mancha blanca, informe, que se ve a lo lejos, es
el yate -dijo el abogado Leroy-. El capitán ha apagado todas
las luces de la nave. También es un artista.
-Se me ocurre hacerles una proposición -expresó el pro-
fesor-. Si todos cupiéramos en el cayuco de Trigarthon po-
dríamos dar un paseo por el mar. En el bote grande se perde-
ría todo interés, por el ruido del motor.
-Pero esos botes pueden ser movidos a remo -arguyó Le-
roy-. ¿Por qué no pedimos al yate que nos mande cuatro re-
meros y damos el paseo en uno de los botes grandes que tene-
mos aquí?
La proposición fue aceptada. El detective, con su fanal eléc-
trico, hizo las señales del alfabeto lumínico, y en media hora
había ya llegado una pequeña motonave. Desembarcaron los
remeros, sacaron el bote grande y todos se embarcaron. Trigar-
thon iba con ellos, naturalmente. Recorrieron las ensenadas de
La Agüada, CIará y Carenero, hasta llegar a la entrada del
pequeño golfo de los Yagrumos. Iban costeando, y en algunos
lugares levantaban los remos para «escuchar el silencio abso-
luto del mar». El regreso lo hicieron un poco mar adentro,
pasando sucesivamente frente a los cayos Pascual, Chinchilín,
Alcatraz, Arenoso y Levantado. Desde aquí enfilaron hacia Ana-
del, cortando las inmóviles aguas apenas con el filo de los
remos. Al pisar tierra eran las dos de la madrugada. El pro-
fesor habló algunas palabras al oído del detective. Cuando hu-
bieron subido al segundo piso, el profesor les dijo:
-Dentro de algunos minutos les invito a apagar las luces
de sus habitaciones y venir a mi oficina. Sólo tendremos la luz

125
de una vela en el pasillo. Es una sorpresa que les voy a ofre-
cer.
Transcurrido el tiempo indicado, todos estaban con el pro-
fesor, en su despacho. Al poco se escucharon unos leves toques
en la puerta y el profesor les dijo:
-Síganme todos, sin hacer ruido. Vamos a la sala. A través
de las persianas vamos a presenciar algo interesante.
Estaban curiosos e intrigados. El silencio era absoluto. Al
poco vieron como por la escalera de piedra bajaba un hombre
semidesnudo, llegaba a la orilla y después de un breve minuto
se deslizaba silenciosamente entre las aguas y desaparecía. Sur-
gió a pocos metros de distancia y nadó ligeramente, como para
no hacer ruido. Zambullóse de nuevo y después flotó sobre las
aguas, boca arriba, como un tronco que boyara suavemente.
Después salió. Se quedó un rato erguido, de pie sobre la arena,
contemplando el mar. Lal claridad lechosa que caía del cielo
lo convirtió en una estatua de bronce, que irradiaba chorros
de luces azules y verdosas. Luego subió la escalera y desapareo
ció. Cuando el grupo volvió al despacho del profesor, encontró
servido un consomé caliente. Ninguno se atrevió a hacer co-
mentario. Por fin habló el profesor:
-Hemos visto a Trigarthon celebrar su diario connubio con
el mar.
-Su organismo necesita ese contacto con las aguas saladas.
Es algo misterioso digno de meditación.
-Es el hijo de Anfitrite... -dijo, con tono convencido, el
doctor-o De sus ancas y sus hombros yo vi que colgaban líque-
nes y algas y en su piel descubrí caracoles incrustados que bri-
llaban como esmeraldas cuando la luna los alumbra desde
arriba...
-Yo advertí algo terrible -intervino Leroy-. Me pareció
que se ayuntaba con el mar. Se introdujo en la linfa como un
falo, y el agua lo recibió tremulosa, asustada, sorprendida, pero
gozosa y lasciva. Creí percibir en el aire olor de hipómanes. Me
imagino que eyaculaba plancton. Debe hacer viajes ocultos al
Mar de los Sargazos, en las noches de invierno, a velocidades
submarinas increíbles, como un torpedo enloquecido...
-¡Es un niño grande, bondadoso y tierno, y nada más!
-expresó el profesor-o Nació y ha vivido junto al mar... y
del mar tiene la fuerza y la hermosura...
y Leroy musitó:
-¿Producirá naufragios alguna vez ... ?

126
* * *
Al otro día llegaron Vergara y su señora. El grupo acababa
de almorzar y todos se reunieron en la sala para tomar el café.
Traía noticias inquietantes acerca de un inminente golpe de
Estado para derrocar al Gobierno, que apenas .tenía seis meses
de instalado. Se decía que un considerable número de oficia-
les del Ejército y la Aviación estaban envueltos en la conjura.
En la capital reinaba mucha intranquilidad. El rumor indicaba
que las fuerzas de la derecha acusaban al gobierno de estar
minado de comunistas y que el propio presidente de la Repú-
blica era de ideología comunistoide. La embajada Norteameri-
cana, como siempre, urdía en la sombra. -En la historia de la
República, esa embajada hace el papel de una eterna Penélope
-dijo Vergara-. Borda el lienzo de sus intrigas y promete su
apoyo al candidato político de turno, pero en la noche deshace
lo que teje en el día. Y así viene sucediendo, para desventura
del país, hasta que el destino nos depare un Ulises que acabe
con la insolencia de los pretendientes.
-¿Esa agitación política nos afectará, acaso? -preguntó
el doctor.
-En absoluto -contestó Vergara-. Ahora las conmocio-
nes políticas se producen en la capital y afectan poco la tran-
quilidad social en el resto del país. De todos modos, con in-
fluencia y dinero se resuelven todos los problemas que se nos
puedan presentar. De eso me ocupo yo.
-¿Y cuál es la causa de la inestabilidad política? -pregun-
tó Leroy.
-La respuesta sería larga, porque nuestro problema polí-
tico es complejo. Pero se puede sintetizar afirmando que es la
falta de educación cívica. Con esto no hago un agravio a mi
país; apenas señalo una enfermedad que ya han padecido todos
los pueblos jóvenes en proceso de formación jurídico-social. El
caso nuestro se agrava con el tutelaje a que nos mantiene sorne-
tido el gobierno norteamericano, que en materia de política
internacional, desde su fundación en 1787, ha dado pruebas de
una torpeza increíble, sólo comparable, en sentido opuesto, a
la genialidad de aquella nación en materia de comercio, de
técnica y de industria. Yo considero que en mi país, actual-
mente, no hay un solo ciudadano, incluyéndome yo, que tenga
capacidad para desempeñar un cargo en la Administración
Pública. Usted visita una oficina del gobierno, para pagar un

127
impuesto, solicitar un servicio, en fin, para realizar cualquier
diligencia necesaria, y el empleado o funcionario con el cual
usted se enfrenta es su enemigo desde el primer momento: no
hace otra cosa que ponerle obstáculos, crearle dificultades. Y
es que todavía nadie, incluyéndome a mí, se ha tomado el tra-
a
bajo de decirle ese funcionario o a ese empleado que su papel
es única y exclusivamente, y que para eso se le paga un suel-
do, el de resolverle su problema a todo el que llegue a su pre-
sencia. Porque es una verdad incuestionable que todo el que
va a una oficina pública lo hace para buscarle solución a un
problema. A esa actitud negativa del empleado, se une su des-
conocimiento del trabajo que está supuesto a desempeñar; y a
esto se agrega la falta de cortesía y buenas maneras. Y esas
fallas del funcionario y del empleado las padece también el
que visita la oficina, con lo que viene a resultar que la Admi-
nistración Pública es un desastre. Ahora... no vayan ustedes a
sentirse animados por un complejo de superioridad, porque en
Francia es casi igual, o peor si se tiene en cuenta que ustedes
nos llevan mil años de adelanto en materia de educación. En
París yo acompañé a un amigo mío, francés, a una oficina de
recaudación, a comprar un timbre para un documento, que
costaba cincuenta francos; mi amigo intentó pagar con un bi-
llete de quinientos, yeso fue suficiente para que el empleado
le dijera los más groseros insultos y hasta nos amenazara con
echarnos por la ventana. El argumento de aquel energúmeno
era que aquélla era una oficina para vender timbres y no para
cambiar billetes de banco... ¡Yeso ocurrió en la Ciudad Luz!
El caso nuestro es falta de educación; el de aquel francés era
de mala educación. La diferencia es sutil, pero es una dife-
rencia.
El abogado Vergara prometió dar a sus amigos más deta-
lles acerca de la situación política del país, pidiéndoles de nue-
vo que no abrigaran temor alguno, ya que esas conmociones
sociales casi siempre se circunscribían al ámbito de la capital.
Todos se retiraron a sus habitaciones a disfrutar de la indis-
pensable siesta.

* * *
En la cena pudieron saborear «rnapueyes» y «Ierenes» que
la cocinera de los Vergara había preparado. El profesor y sus
amigos los encontraron delicados y exquisitos y quisieron saber
por qué en Europa no se conocían esos tubérculos. Vergara

128
les explicó que su cultivo aquí sólo era posible durante los me-
ses de diciembre y enero y que era muy difícil su conservación,
aun bajo refrigeración, por lo que había que consumirlos tan
pronto eran desenterrados. La señora de Vergara les prometió
que cada día su cocinera prepararía algún plato criollo.
Una vez acomodados en el balcón, el profesor inició la con-
versación informando de la pregunta que el día anterior le
había hecho el doctor, de que en su libro, después de hablar
de los griegos, se ocupara de los romanos, saltando la antigüe-
dad egipcia, hebrea, asiria, persa, indú, árabe, etc.
-Esto se debe -explicó el profesor- a la organización que
he adoptado en mi trabajo. Tomando como base a nuestra
Europa central, comienzo con la historia de los países medite-
rráneos, o sea, Grecia e Italia, habiendo hecho primero un re-
cuento de lo poco que sabemos de la Prehistoria. Después tuve
que continuar con los Tiempos Heroicos, por la estrecha co-
nexión que tiene con los pueblos que a la postre vinieron a
formar lo que hoyes Grecia e Italia. He adoptado, pues, un
sistema que podría calificarse de histórico-geográfico. Después
del capítulo acerca de la Roma Cesárea, abordo el tema de la
Europa Septentrional contemporánea con la Grecia y la Roma
anteriores a nuestra Era, que es la relativa a los godos, los
francos, en una palabra, a los pueblos que fueron llamados
los bárbaros del Norte. Después corresponderá el turno a los del
Este de Europa, que son precisamente aquellos a los que se
ha referido el doctor y que vienen a ser los del Mediterráneo
Oriental: turcos, persas, asirios, israelitas, egipcios, etcétera.
-Díganos usted algo en relación con la actividad gastronó-
mica de la Roma Cesárea -expresó Leroy.
-Cuando se inicia la Era de los Césares -contestó el pro-
fesor-, ya la ciudad de Roma había alcanzado su plena adul-
tez en materia gastronómica y comenzaba la declinación que
inevitablemente sobreviene cuando se llega a la culminación.
En aquellos días ya Roma era una ciudad de más de un millón
de almas, por cuyas venas corría sangre de todas las nacionali-
dades. Abundaban los barrios de griegos, siríacos, israelitas y
otras razas. Los hebreos prevalecían por su natural tendencia
a formar comunidades. Ya el romano no era el antiguo hombre
estoico, guerrero ante todo, de figura seca y angulosa que nos
revela la estatuaria de otros tiempos. Predominaba el tipo
grueso, con tendencia a la obesidad. Comenzaron las mujeres
a preocuparse de su cuerpo. Se inició el uso del sostén. Papea
introduce los cosméticos: se bañaba en leche de burra; cuan-

129
do viajaba, la seguía una manada de trescientas burras. Los
baños públicos tomaron mucha importancia. Las comidas en
común o banquetes comenzaban después del baño, a media
tarde, y duraban hasta muy avanzada la noche. Preferían pla-
tos exóticos. En una de sus sátiras Juvenal nos dice que había
pescados que costaban más que el pescador. Un tal Apícío se
hizo rico cebando patos, cuyos hígados alcanzaban altos pre-
cios. Algo así como el preludio de nuestro paté de [oie graso
Nuestro gran moralista el señor De Montaigne, en sus «Medí-
taciones», afirma haber leído que en la Roma de ese tiempo
habían «técnicos» que adiestraban a los ricos en el masticar
delicadamente.
-Hay una serie de hechos históricos que vale la pena enu-
merar someramente, aunque no tengan una relación íntima con
nuestro tema, pero que, sin embargo, prepararon el terreno no
solamente para el advenimiento del Imperio de los Césares,
sino también para la introducción en la vida romana de mate-
riales y usos culinarios de extremada importancia. Me refiero
a las guerras de los romanos contra Aníbal que, a la caída de
Cartago, abrieron las puertas del Continente Africano. Luego
las guerras contra Filipo, que rindieron a los pies de Roma el
Imperio Macedónico. Después las victorias contra Antioco de
Siria, contra Yurta de Numidia y contra los teutones; la de-
rrota del rey Mítrídates, la conquista de España y por último
las victorias de Julio César en las Galias. Mientras se llevan a
cabo estas conquistas, tienen lugar dentro de Roma las guerras
civiles entre Mario y Sila.
-Es durante ese largo período, que se prolonga por más
de un siglo y medio, cuando Roma se enriquece y se adueña de
casi todo el mundo conocido hasta entonces. Su poderío no
tiene límites. Durante la Era de los Césares, desde Julio César
hasta Diocleciano, más de trescientos cincuenta años, el Impe-
rio se dilata y se hace omnipotente. En aquel momento de la
Historia, el Imperio Romano abarcaba desde el estrecho de
Gibraltar hasta las regiones occidentales de Asia: España, Fran-
cia, Suiza, el Sur de Alemania hasta las márgenes del Rhin,
Austria, Hungría, Grecia, Macedonia, los Balcanes, Asia Menor,
todo el Oriente Próximo hasta el río Eufrates, el Norte de
Africa, Cartago, Numidia, Mauritania, Libia, Egipto, Britania y
Gales. Y es, precisamente, en el curso de esa etapa de su his-
toria cuando Roma alcanza también su prepotencia gastronó-
mica. Al conquistar todos esos pueblos, tanto en el Septentrión
como en el Oriente y en el Mediodía, los romanos adquirieron

130
a la vez la cocina de esos pueblos, sus elementos alimenticios,
sus delicadezas culinarias y, lo que es más importante aún, se
trajeron a Roma los mejores cocineros que pudieron encontrar
en la vastedad de las tierras adquiridas. Nada tiene de extraño,
pues, que el fruto de tanto sibaritismo fuera una serie de em-
peradores viciosos, degenerados, obscenos, pervertidos, que lle-
varon la gula y el crimen a su más alta expresión pero que,
preciso es admitirlo también, a veces daban muestras del más
delicado refinamiento y buen gusto en asuntos gastronómicos.
-El historiador latino Cayo Suetonio Tranquilo, en su obra
«Los Doce Césares», que incluye a los emperadores que gober-
naron a Roma desde Julio César hasta Domiciano, se empeñó
en hacer resaltar el vicio de la gula que padecieron algunos de
estos grandes personajes de la historia. Lo hace con tanta saña,
que uno se siente inclinado a pensar que sufría de dispepsia
crónica y sentía repulsión por la comida. Cuando se refiere a
Nerón, lo hace con una crueldad que no encontramos en los
otros historiadores de la época. Se esmera en detallar los há-
bitos alimenticios de Tiberio, Calígula, Claudia, Gelba, Vitelio,
Vespaci:ano, Domiciano, Trajano, Heliogábalo... Dejemos, por
ahora, a estos personajes cuyo recuerdo es imposible eliminar
de la historia de la gastronomía, y ocupémonos de admirar
esta espléndida noche, con su mar y su cielo que parecen pai-
sajes edénicos. Hagamos un brindis en honor de esta bahía,
que nos ofrece un espectáculo incomparable de belleza.
Después que todos escanciaron sus copas, el doctor Desaix,
tomó la palabra:
-¿ Podría nuestro amigo el abogado Vergara decirnos si la
palabra Samaná tiene algún significado?
-Mi padre tenía una respuesta para esa pregunta -contes-
tó Vergara....... Pero yo nunca supe cuándo mi padre hablaba en
serio o en broma. El fue un indigenista, amateur por supuesto
como lo son todos los que en este país se han ocupado de esa
materia. Contaba que entre los indios taínos que poblaban la
isla corría la leyenda de que en las riberas opuestas de la bahía
vivieron sendas familias que desde hacía tiempo eran enemigas
irreconciliables. Y ocurrió lo de los Montescos y Capuletos: el
chico de un bando se enamoró de la muchacha del otro. Para
burlar la vigilancia de sus padres, se citaban en medio de la
bahía, en las noches oscuras, deslizándose en sus cayucos si-
lenciosos. Mas en una ocasión, a punto ya de reunirse, una de
esas turbonadas que se producen rabiosas e inesperadamente,
separó sus cayucos y no podían encontrarse, dislocados por la

131
lluvia, las tinieblas y las embravecidas olas. Y se llamaban el
uno al otro, con gritos desesperados. Y el viento arrastraba esos
gritos hasta ambas orillas, llenando de pavor supersticioso a
los pobres indios ribereños. Ella lo llamaba, inútilmente: ¡Sam!
y él a su vez la llamaba también: ¡Aná! ¡Sam! ¡Aná!
- y así fue corno se originó el nombre de este pequeño
mar. Corno toda leyenda, es triste y hermosa. Tiene elementos
de verosimilitud que pueden confirmarla: los taínos eran mago
níficos nadadores y remeros. Lo que falta por averiguar es si
la leyenda existió entre los taínos o solamente en la imagina-
ción de mi padre, que se gozaba creando fantasías y que a
fuerza de tanto repetirlas entre sus amigos, llegaba a creérse-
las él mismo. .
-¡Hermosísimo, como lo de esta Arcadia rediviva! -ex-
clamó el profesor.
-A propósito de Arcadias y paraísos terrenales, voy a con-
tarles el caso de míster Mack. En los días en que se rompieron
las hostilidades de la Primera Guerra Mundial, pasó frente a la
bahía de Samaná un buque mercante alemán que iba rumbo a
la América del Sur. Recibió instrucciones radiotelegráficas del
gobierno de su país de estacionarse en la bahía y esperar nue-
vas instrucciones. El barco permaneció cuatro días anclado en
el puerto y los marineros bajaban a tierra en la mañana y re-
gresaban a bordo en la tarde. Cuando el barco zarpó, uno de
los marineros desertó y se ocultó en las afueras de la pobla-
ción. Se llamaba Mack. Desde entonces vivió en Samaná. Yo le
conocí en 1928, cuando ya tenía unos cincuenta y cinco años
de edad. Era flaco y largo. Estaba quemado por el sol. Me daba
la impresión de ser una momia. Se había construido un rancho
con ramas de palma, cerca del pueblo, a la orilla del mar, y
allí vivió más de cuarenta años, solo, como un ermitaño. Murió
hace apenas tres o cuatro años.
-¿y de qué vivía? -preguntó Lera)'.
-Eso es lo interesante -contestó Vergara-. Con pedazos
de hierro y chatarra que recogía en los basureros, se fabricó
instrumentos de ebanistería y construyó un pequeño torno de
madera que movía con el pie, mediante una rueda de madera
también, como una rueca. Todo era rústico y primitivo pero
con esos aperos torneaba figuritas y floreros y candeleros con
maderas preciosas que cortaba en los montes cercanos, y que
luego vendía a los turistas que venían de otros pueblos del in-
terior del país. El negocio le dejaba unos cuarenta o cincuenta
dólares al año... Pero esa exigua cantidad le alcanzaba para

132
cubrir sus necesidades de un año: cinco o seis yardas de dril
para un traje, diez o doce cajetillas de fósforos y medio quin-
tal de lentejas. El traje 'Se lo confeccionaba él mismo, y ya
podrán ústedes imaginarse lo estrafalario y ridículo que resul-
taba, Se 10 ponía en la tarde, por una hora, para dar un paseo
por las calles del pueblo, arrogante y orgulloso... y descalzo.
No se dignaba dirigirle la palabra a nadie. A veces, los chicos
le gritaban: «¡Míster Mack, el loco!», pero él seguía impertur-
bable, como un dios. El día lo pasaba en su cabaña, desnudo,
con un taparrabos que apenas le cubría las caderas, sentado
en una destartalada mecedora que él mismo se había hecho,
mirando el mar o las estrellas. Solamente trabajaba en su tor-
no algunos días al año, lo suficiente para confeccionar las pie-
zas de ebanistería con cuya venta cubriría sus gastos. El resto
del tiempo lo pasaba, como ya les dije, contemplando el mar o
las estrellas.
-En realidad era un loco, un maniático... -arguyó Ro-
sina.
-No lo crean ustedes. Ya verán qué clase de hombre era
ése. Logré vencer su resistencia a hacer amistades, y al fin
una noche, sentados en la punta del muelle, me contó su vida:
lo habían preparado para la Marina de Guerra. Lo expulsaron
del servicio por una falta grave e ingresó en la marina mero
cante, cuando apenas contaba veinte años de edad. Viajó por
el mundo entero. Era un inadaptable y un rebelde y estuvo
preso varias veces. Había hecho cursos en la Escuela Naval y
luego amplió su cultura leyendo y viajando. Detestaba el tra-
bajo muscular. Le gustaba la ociosidad y la contemplación. Era
un verdadero misántropo.
-Cuando desembarqué en Samaná -me dijo-, descubrí
que había llegado a la soñada Jauja. Los racimos de plátanos
colgaban de las ramas, silvestres, sin dueños... No se pagaban
impuestos ni se exigían documentos de identificación. Decidí
quedarme, y deserté. Construí una choza, junto al mar, y nadie
puso objeción. Fabriqué una nasa, con juncos y bejucos y la
tiré en el mar. Por la madrugada la sacaba llena de peces, que
sancochaba en un cántaro, sobre un fogón de cuatro piedras.
Cuando empecé a ganar dinero con la ebanistería, le agregaba
lentejas, o papas, o yuca. En el monte ponía trampas y cogía
perdices montaraces. Detrás del cementerio encontré tabaco
silvestre, y con sus hojas secas me hacía cigarros. Luego cons-
truí un cayuco, para ir a sacar la nasa y para mis paseos por
el mar. Salía al campo y volvía cargado de frutas salvajes: gua-

133
yabas, granadillos, parchas, zapotes, nísperos, memísos, guaná-
banas, guineos, limones. Nada me costaba un centavo. Bastaba
alargar el brazo y la fruta caía en mis manos. Con una ali-
mentación así, más los rayos del sol y la lluvia que me cae
encima de día o cuando duermo, mi salud es perfecta.
-¿No anhela volver a su país, al seno de sus familiares y
amigos? -le preguntaba yo, y me respondía:
-No me interesa la familia y los amigos sólo sirven para
.traicionar. Si he encontrado el Edén, ¿cómo quiere usted
que lo abandone y vuelva al infierno de Europa? Lo menos que
harían conmigo sería fusilarme por desertor. Además, no me
importa lo que sucede en el mundo. Aquí vivo en paz, sin tra-
bajar. Nadie se mete conmigo... ¡y hasta me creen loco! ¿Qué
más da? Tal vez lo sea, un poco, pero si es así. .. ¡entonces es
bueno estar loco! .
-¿Dice usted que murió hace poco? -preguntó el profesor.
-Sí -contestó Vergara-. Sus últimos años fueron dramá-
ticos. Lo atrapó un reumatismo feroz, a pesar de su alimenta-
ción tan sana y de la vida al aire libre. Se fue consumiendo,
hasta no ser más que huesos y pellejo. Se le cayeron los dien-
tes y los carrillos se le hundieron. Se fue retorciendo, como un
sarmiento. Apenas podía caminar, porque las articulaciones se
le anquilosaron. Una mañana lo encontraron muerto, sobre la
arena, en la playa. Me cuentan los amigos que parecía la mo-
mia de Ramsés Segundo, arrancada de! sarcófago, despojada
de sus envolturas y arrojada a la intemperie.

* * *
-Quiero estar en tus brazos toda mi vida... y sentir tu
cuerpo junto al mío... · ¡Oh! Mon amour... ! Déjame ver tus
ojos ... no te muevas. Quiero mirar tus dientes y sentir el roce
de tus labios... Ahora, ponte de pie, para mirar tu cuerpo en-
tero. Sí. Así. .. Levanta la cabeza Echa los brazos hacia atrás,
para poder contemplar tu pecho ¡Acércate! Déjame besar tu
cuerpo todo... Ven... acuéstate junto a mí de nuevo... Abraza-
me... Así...
Estaba jadeante, enloquecida, aturdida por la lujuria. Pare-
cía incansable. La lascivia apenas le. permitía respirar. Se que-
jaba como si el intenso placer le desgarrase las entrañas. Se
retorcía entre los brazos del hombre que la oprimía contra su
cuerpo. Extraviada la mirada, desordenado el pelo, el torso su-

134
doroso y trémulo, se agitaba, convulsa, enajenada por la volup-
tuosidad.
Después... El le sirvió café y sentándose al borde de la cama
se quedó mirándola, con sus grandes y profundos ojos claros,
y le dijo:
-Quieres estar en mis brazos toda la vida... pero cuando
te vayas a tu país no volverás a acordarte de mí. Yo me que-
daré aquí solo, como he vivido siempre. Tú estarás allá, en
Francia, entre tus amigos ... y no volverás a recordarme...
-Falta mucho tiempo para eso. Seamos felices ahora. Yo
nunca pienso en el futuro. Ahora yo te quiero y tú me quieres.
Cuando yo me vaya tú también me olvidarás. No hablemos de
esas cosas. Acuéstate a mi lado y cuéntame todo lo que Ver-
gara te ha dicho de mí...
El rostro de Trigarthon se alteró con un gesto de asombro.
Poniéndose de pie se retiró algunos pasos y le preguntó:
-¿Cómo sabes que hemos hablado de ti?
-Lo he leído en tus ojos. Sé que él te ha pedido que te
alejes de mí. No debes hacerlo. Mientras yo esté aquí, segui-
remos siendo amigos y nos reuniremos aquí en tu casa o en
cayo Alcatraz o donde podamos. Nadie tiene derecho para in-
tervenir en nuestras relaciones. Tú me gustas y yo te gusto.
Nos queremos y somos felices. No le hacemos daño a nadie.
Tú eres libre y yo también. Allá en Anadel creo que todos sa-
ben que somos amantes, pero nunca se atreverán a decirnos
una palabra porque somos libres de hacer lo que queramos
con nuestros cuerpos, sin molestar a nadie. Ha sido un atrevi-
miento de Vergara hablarte de asuntos tan privados.
El la escuchaba, sin pestañear siquiera, arrobado por sus
palabras y subyugado por la presencia de su cuerpo desnudo,
echado indolentemente sobre la vieja cama. La soledad era ab-
soluta. Apenas se escuchaba el lejano rumor de las olas al des-
lizarse suavemente sobre las grises arenas de la playa o el leve
susurro de la brisa entre las ramas de los cocoteros que circun-
daban la choza. Le molestaba su propia desnudez y se cubrió
con una toalla, volvía a sentarse al borde de la cama, junto a
ella, reclinando su torso en el respaldo del lecho. Acariciaba su
pelo, cuyo perfume tanto le agradaba, mientras observaba los
detalles de aquel cuerpo tan blanco, sonrosado, tan hermoso...
Ella había entornado los ojos, para dejarse mirar, satisfecha y
orgullosa, sintiendo a su lado el calor de su amado y escu-
chando su honda y voluptuosa respiración. Luego se volvió, con
indolencia, y dejó que su cabeza reposara en los muslos de

135
Trigarthon, mientras sus manos, nerviosamente, retiraban la
toalla que el pudor del muchacho allí había puesto.
-¿Por qué siempre me llamas mon amour? -preguntó él,
con emocionada voz.
Besándole los labios, ella le contestó: -¡Quiere decir amor
mío! Así te llamaré toda la vida. Quiero que tú me llames ma
cherie, que quiere decir mi querida. Repítelo; quiero oírlo de
tus labios.
-Ma cherie -dijo con dulzura mientras la cubría de be-
sos y caricias .
Después, mientras ella dormitaba, Trigarthon salió y echó
el cayuco al agua. Se adentró en el mar y fue a sacar la nasa,
ensartando los pescados atrapados en un trozo de bejuco. Al
mediodía, al llegar a Anadel, en aquella mañana soleada de
un domingo de diciembre, encontraron al grupo bañándose en
la grata ensenada. Rosina exhibió, con orgullo, la sarta de pes-
cados y todos alabaron su destreza y buena suerte.
-¿Pero... en realidad, los pescaron ustedes? -preguntó con
sorna el abogado Vergara. .
-¡Claro que sí! -respondió Rosina con aplomo. Ya soy una
experta tirando la atarraya. ¿No es cierto, Trigarthon?
-Sí, señorita...
Después, cuando estuvo solo en su pabellón del patio, Tri-
garthon pensó que había dicho una mentira. Y no sintió remor-
dimiento...

* * *
La cena fue muy agradable. Los ánimos se alegraron con la
presencia de los Vergara y con los incomparables vinos de la bo-
dega del profesor, que el aire fresco, casi frío, incitaba a tomar
con entusiasmo. Además, la comida fue excelente. Los cocine-
ros se habían extremado en su arte. Pudieron saborear unas de-
liciosas crépes moscovites y medallones de anchoas como hors
d'oeuvre. Como entradas fueron servidas alcachofas a la griega:
el delicado retoño, cocido en vino blanco, jugo de limón y
aceite de oliva, estaba sazonado con semillas de hinojo, juní-
pero, malagueta y hojas de tomillo y laurel. Después le tocó el
turno a un maravilloso consomé de faisán tan magistralmente
hecho, que podían distinguirse el nemoroso e inconfundible aro-
ma de la montaraz gallinácea y las delicadas emanaciones del
vino de Jerez. Luego saborearon unos delicados filetes de len-
guado sauté en mantequilla con toques de vino de Saboya y

136
jugo concentrado de setas. El plato principal fue una gran
fuente de plata sobre un reverbero portátil, en la que soher-
vían suavemente pechugas de perdices rellenas de paté de [oie-
gras; la abundante salsa era a base de vino tinto y consumado
de aves silvestres, en la que sobrenadaban semillas rojas de
granada. Como entremets tuvieron berenjenas a la griega, relle-
nas con una masa hecha con la propia carne de la berenjena y
trocitos diminutos de carne de cordero, delicadamente sazona-
das con ajo, aceite de oliva y orégano; y luego un souflé de
escarola de espectacular presentación, porque fue servido en-
vuelto en llamas de cognac. Como postre pudieron saborear
petits gateaux con crema helada de avellanas.
Al pasar al balcón, las damas cubrieron sus hombros con
abrigos ligeros, porque hacía un poco de frío que invitaba a
arrebujarse en algo tibio.
-Sabemos que ahora trabaja usted en el capítulo de los
Césares -expresó Leroy dirigiéndose al profesor- y quisiera
pedirle que me diera su opinión acerca de Lúculo y nos dijera
si es o no merecida su fama de gastrónomo.
-Los historiadores de la época -contestó el profesor- afír-
man que era rico, opulento y muy inclinado a los placeres de
la mesa. Del conjunto de datos históricos que podemos reunir
se deduce que, en realidad, fue un gastrónomo apreciable. Al
volver de su campaña militar contra Mitrídates, trajo en sus
bolsillos una fortuna incalculable; el palacio que se construyó
en Miseno le costó más de mil millones de liras. Su finca en
Túsculo medía más de 20 mil hectáre JS Tenia otro palacio cé-
lebre por su galería de estatuas y su valiosa biblioteca de ma-
nuscritos que había saqueado en Oriente. En su finca de Túscu-
lo levantó huertas donde se cultivaban plantas exóticas. Su
cocina era en sí misma un palacio aparte, un verdadero labo-
ratorio en el que actuaban cocineros recogidos a todo lo ancho
del inmenso imperio del Ponto, donde el rey Mitrídates y sus
antepasados habían acumulado tesoros fabulosos, que también
vinieron a parar a las manos de Lúculo. Sus comidas se han
hecho famosas a través de la Historia: pasteles de ostras, ubres
de lechona, ánades, pavos reales de Samas, perdices de Frigia,
esturiones de Rodas. En ellas participaba la flor y nata de la
sociedad romana: Mario Licinio Craso, el rico y refinado aris-
tócrata; Tito Pompeyo Atico, de gran cultura helénica; Cicerón,
Hortensia, Catón, Pompeyo, al que luego llamarían El Grande,
y su famosa querida Flora; Clodia, la mujer de Quinto Cecilia
Metelo, a quien llamaban la Primera Dama de Roma, de espí-

137
ritu independiente, que públicamente patrocinaba el feminismo
y la poligamia. Uno de sus amantes fue el poeta Catulo, que
luego se hizo famoso por sus intrigas sociales. En estos ban-
quetes de Lúculo la conversación era en el más puro latín o
en griego y en ella campeaba la cultura y el refinamiento.
-Estamos, pues, en lo que yo llamo la Adultez Gastronó-
mica de Roma, y que algunos historiadores han calificado como
la Era Epicúrea -continuó 'el profesor-o Roma tendría en-
tonces más de un millón de habitantes. Habían desaparecido
las grandes familias: los Fabios, los Emilios, los Valerios. Pre-
dominaban los «parvenú», los generales enriquecidos. El mal-
tusianismo estaba a la moda. Tener hijos era una molestia, una
complicación que restaba tiempo al placer. Juvenal, en sus ex-
quisitas «Sátiras», critica estas prácticas diciendo: «un buen
negocio ahora es tener una mujer estéril; y si te nace un hijo,
~.quién te asegura que es tuyo?». La formación social de Roma
l'iabía cambiado, y el más orgulloso «ciudadano» temía llevar
en sus venas sangre griega, israelita o siríaca. Las familias
ricas, para no tener que ocuparse de sus hijos, los mandaban
a educar a Atenas. Alejandría o Rodas. Cuando Vespasiano vino
al trono, quiso modificar esa costumbre, y para las escuelas que
abrió en Roma trajo profesores de aquellas ciudades.
-Es en este ambiente de rebuscado refinamiento, de rique-
za y despilfarro, de corrupción social, donde van a escenificar
sus hazañas gastronómicas los emperadores que, a pesar de sus
horrendos vicios, hicieron de la mesa un culto casi religioso, su-
blime a veces, aborrecible otras. Fueron monstruos execrables,
pero a veces chispazos fulgurantes de genialidad gastronómica
alumbraron sus azarosas vidas, y durante ese largo perío-
do de la historia de' Roma; que se prolongó por más de dos-
cientos años, el arte culinario alcanzó proporciones asombro-
sas. Sé que todos ustedes conocen la historia del emperador
Calígula, pero permítanme, siquiera por curiosidad, recordar
algunos rasgos de este hombre extraordinario. Asumió el poder
teniendo 24 años de edad, y ya había dado demostraciones de
sadismo, crueldad y extravagancia. Al año de haber subido al
trono, adoptó como su sucesor a un primo de 17 años de edad,
Tiberius Gemelus, pero doce meses después hizo que se suici-
dara. Violó y vivió amancebado con sus hermanas Drusila y
Livila. La primera murió y Calígula aparentó desesperar de
dolor, decretando un año de duelo nacional, durante el cual
nadie podía reír, bajo pena de muerte. Casó con Cesonia, mujer
extravagante y disoluta, a quien exhibía desnuda ante sus ami-

138
gas. Obligó a los senadores a marchar a pie, vestidos de escla-
vos, junto a su carroza. Durante un banquete, inesperadamente
comenzó a reír a carcajadas, y cuando los dos cónsules que es-
taban a su lado le preguntaron la causa, respondió: «Me río al
pensar que puedo hacerles cortar la cabeza ahora mismo si así
lo quisiera.» Sus banquetes no tenían fin, y hacía servir los más
absurdos platos y exóticas bebidas. Se hizo construir una enor-
me galera para sus festines en el lago Nemi. Durante la dicta-
dura de Mussolini, al hacerse el dragado de ése lago, se encon-
traron los restos ele este barco en el fondo de las aguas. Era
'alto, pálido, casi obeso, y sufría de hirsutismo, por lo que le
llamaban «el cabrón». Exageraba la fealdad de su rostro ha-
ciendo muecas, que practicaba ante un espejo. Sufría de in-
somnio y obligaba a sus invitados a permanecer en vela, dedi-
cándose entonces a bailar y cantar. Se hizo construir un templo
donde debía ser adorada una estatua de oro que represen-
taba su figura. Sus comidas favoritas eran faisanes, pavos rea-
les, codornices y pintadas que se hacía traer de los bosques de
Numidia. Durante los banquetes nocturnos, invitaba a la luna
a bajar y sentarse a su lado. Obligaba a los senadores a vestir-
se de camareros y servirles en la mesa. Mientras comía, tenía
a su lado un soldado experto en cortar cabezas, y para «ameni-
zar» el festín hacía que trajeran prisioneros y los degollaban
en su presencia. Hacía alarde de ser homosexual, y besaba en
público a su favorito Valerio Cátulo. Antes de sentarse a la
mesa se daba un baño caliente y otro frío, en aguas perfuma-
das. Había que traerle las mejores perlas de todo el Imperio,
que disolvía en vinagre y hacía tomar a sus invitados. Disponía
de varias naves, construidas expresamente para poder celebrar
en ellas grandes festines, mientras navegaba por las costas de
la Campania. Estableció un lupanar en el propio palacio, obli-
gando a los. hombres y mujeres de la aristocracia romana a ir
a prostituirse, cobrando altos derechos por su uso. Se compla-
cía vistiendo y maquillándose como una mujer. A la edad de
29 años, y después de gobernar' casi cuatro, lo asesinó un tri-
buno de la corte pretoriana, llamado Casio Querea. Le sucedió
en el trono otro aborto de la Naturaleza llamado Claudia.

* * *
El profesor Charles Croiset comprendía que estaba atrasa-
do en su labor; que cada vez trabajaba menos en la redacción
de su libro; que un raro desgano lo aquejaba y lo alejaba de su

139
escritorio. No era que hubiese perdido interés en escribir su
obra, en continuar arreglando su fichero y copilando datos y
citas, sino que una fuerza irresistible lo impulsaba hacia otras
cosas que no podía individualizar con precisión. Se sentía atraí-
do por el mar, por los campos y las novedades que iba descu-
briendo a medida que se familiarizaba con su nueva vida en un
ámbito tan distinto al que estaba acostumbrado. Sus paseos
con la señorita Madelaine le producían sensaciones desconoci-
das hasta entonces. Ella venía todos los lunes, remando en su
canoa, ligera como un junco. Desde el kiosco del acantilado él
observaba el mar desde temprano, y cuando al fin la divisaba
a lo lejos, bajaba a recibirla en la playa. Cuando llovía o hacía
mucho viento y ella tenía que posponer su visita para la tarde
o para el otro día, se sentía defraudado. También le atraían las
largas caminatas a pie que hacía a lo largo de la playa con el
doctor y el abogado Leroy, Habían vuelto a la «Gruta de las
Náyades» y al arroyo donde sorprendieron a las dos niñas bañis-
tas. Tenían planeado aprovechar el primer día caluroso para
bañarse en ese arroyo, ellos solos, con la maliciosa intención de
creerse sátiros o faunos y corretear por la sabana persiguiendo
imaginarias ninfas. Una tarde nublada, después del almuerzo,
había ido él solo con Trigarthon en su cayuco a la choza de
éste. Quería hacerle hablar, sondear sus adentros, pero el mu-
chacho se mantuvo reservado y apenas contestaba con monosí-
labos. Sabía que la próxima vez ya Trigarthon habría perdido
su timidez y lograría adentrarse en el alma de aquel hombre
que tanto le intrigaba. Le entusiasmaban las excursiones de
pesca y al regresar de ellas se sentía saludable y rejuvenecido
y en la noche su sueño era largo, apacible y saludable. Le ha-
bía ido tomando afición a los platos que de vez en cuando pre-
paraba la cocinera del señor Vergara, porque encontraba en ellos
guisos de una simplicidad encantadora, sin los rebuscamientos
ni las complicaciones de la «gran cocina» a la que había estado
sujeto toda su vida. Ahora mismo, en esta mañana fresca y
tranquila de diciembre, se había levantado a las cinco de la
mañana, oscuro todavía, a esperar a la señorita Chanac que
vendría por tierra, a caballo, para llevarlo a hacer un recorrí-
do por su finca, ubicada detrás de las lomas de Tesón, casi en
la costa Norte de la Península.
Recordaba la larga perorata de aquella mujer terrible, cuan-
do le habló sutilmente de la función de la conciencia y de la
vida frustrada del hombre sometido a los rigores de la cultura
y la mecánica de la civilización moderna. Las ideas de Made-

140
laine Chanac le habían trastornado los conceptos que él tenía
acerca del objetivo de la vida, de lo que era el placer y el
dolor que proporciona la riqueza. Recordaba con asombro sus
palabras: «se ha separado usted demasiado de la Naturaleza...
el peso de su enorme fortuna no le deja respirar... » ¿Qué había
de cierto en esos pensamientos? ¿Cuál era el objeto de su
vida? Se había alejado del «gran rebaño» de los hombres, ocul-
tándose en su concha dorada, como la ostra solitaria adherida
a una roca en el fondo del mar. ¿Qué le había impulsado a vivir
de incógnito, como si fuese culpable de un pecado y a ocultarse
en el estrecho círculo de sus íntimos, que le seguían obedientes
y le escuchaban silenciosos sin atreverse a discutirle sus ideas?
¿Es que la fuerza de su riqueza lo hacía omnipotente, invulne-
rable, al extremo de infundir miedo a sus amigos?
Cuando en las limpias mañanas su mirada abarcaba panorá-
micamente la tranquila y solitaria bahía, comprendía que las
tres paredes de aquel enorme embudo le estaban oprimiendo
su cabeza y un extraño sentimiento de temor lo impulsaba a
huir, a volver a su Europa sumisa y metódica. ¿Qué hacía aquí,
dejándose ultrajar por una lugareña perturbada por la solte-
ría, que le miraba desde arriba y le decía claridades nunca
oídas, como si él fuera un insignificante peón al servicio de
su finca? ¿Qué le importaba aquel negro remero, pescador ig-
norante, que le miraba sin pestañear, con sus enormes ojos de
misterioso terciopelo? ¿Cuál era su empeño en descubrir el
alma de ese sujeto? Pero no podía sustraerse a semejantes in-
quietudes. Se sentía hechizado. La bahía inmutable le atraía
con fuerza inexplicable. Quería paladear hasta el fondo la bru-
talidad de estas aguas y estas lomas y desentrañar el alma de
estas gentes que parecían vivir en un éxtasis perenne, encarce-
lados en esta bahía conmovida, alucinada por el azul del cielo
y el esmeralda de la salvaje vegetación. ¡Ah! ¡El azul silencioso,
el esmeralda inconmovible... ! ¿No se estaría contagiando de ese
terrible mal que Vergara llamaba satiriasis contemplativa»?

* * *
Ya las luces de la aurora empezaban a sonrosar las dormi-
das aguas cuando escuchó ruidos de pasos de caballos en el
patio. Era el mayoral de la finca que venía a buscarlo. Explicó
que la señorita Chanac había decidido esperarlo allá, en la fin-
ca. No era lo convenido, pero aceptó, y subió al otro caballo.
El viaje le tomaría una hora, a paso moderado. Cuando se

141
internaron por los trillos, subiendo la loma, echó una mirada
atrás y divisó la silueta de la casa de Anadel. Todos dormían,
excepto los sirvientes que le habían preparado un ligero desa-
yuno, y el detective que envuelto en su bufanda y con su pipa
en los labios le miraba con asombro, alumbrando con su lin-
terna eléctrica las maniobras de la partida de su patrón. Por
la mente de aquel inglés cruzaron torbellinos de pensamientos
difusos. Su patrón... el hombre más rico del mundo, solo, a
caballo, por trillos escarpados, en una oscura madrugada, jun-
to a un peón desconocido... «Todos nos estamos poniendo lo-
cos ... », pensó, en voz baja, con palabras que al salir de sus
labios se mezclaban con el humo de la pipa.

* * *
Los ojos de Josefina de Vergara miraban fijamente al hom-
bre que bajaba por los peldaños de roca desde la casa de Ana-
del. Eran las ocho de la mañana. La temperatura era tibia. Su
esposo seguía dormido y ella estaba ahora sumergida hasta el
cuello en las aguas templadas de la playa. Los ruidos en el
patio en plena madrugada, con motivo del viaje a caballo del
profesor hacia la finca de Tesón. la habían despertado y tan
pronto salió el sol se puso su traje de baño y bajó a la playa.
No había dormido bien aquella noche. Se sentía inquieta, ner-
viosa, angustiada casi, y no podía explicarse la causa de su
malestar. Pensó que un baño temprano en las aguas de Anadel
la tonificarían. El hombre que venía era Antaine Leroy, en traje
de baño. Pensó que le iba a malograr su apetecida soledad. Su
instinto de mujer le había hecho percatarse de que Leroy la
perseguía con el pensamiento y la mirada. Aquel hombre alto y
delgado, de ojos inquietos y labios contraídos siempre en un ric-
tus de burla, la irritaba con su aparente indiferencia, a todas
luces calculada para hacerse interesante.
-Extraña coincidencia -dijo al llegar frente a ella-o El
día que decido bañarme casi a medianoche todavía, encuentro
que usted ha tenido la misma ocurrencia. ¿ Cree en la tele-
patía?
-La playa es amplia. Puede irse a aquel extremo -contes-
tó Josefina, dándole la espalda y sumergiéndose más en el
agua.
-Prefiero bañarme aquí, junto a usted, hasta que venga su
marido y me saque a empellones y balazos.
-Se llevaría una gran desilusión, porque Jorge no tiene re-

142
v6lver. Dispone de otras armas más poderosas y... más nobles.
-¿Debo felicitarla, o sentirme apenado? -dijo, metiéndose
lentamente en el agua y acercándose a ella.
-Se nos fue el profesor -expresó Josefina, turbada y para
cambiar el tema de la conversación.
-Sí. Por ahí anda el detective, desorientado, con escrúpu-
los de conciencia. Dice que no debió dejarlo ir con un desco-
nocido. Parece que la Chanac se quedó en su finca esperán-
dole y mandó a buscarlo con un peón. No tendremos cátedra
esta noche, porque llegará cansado y maltrecho. Imagínese us-
ted: dos horas a caballo, subiendo y bajando lomas, él, que
sólo está habituado a bestias de galope muelle, en las cómodas
alamedas del Bois de Bologne o de sus villas en la costa Azul
y en la Riviere...
-¿Cuántos palacios tiene?
-Creo que ni él mismo lo sabe. Los tiene en diversos luga-
res de Europa, pero su preferido es el de la Villa de Antibes.
Allí vivió un tiempo el que luego vino a ser su marido, y allí
se estrechó la amistad que lo une al profesor.
-Jorge nunca ha querido contarme los detalles del acciden-
te que dio origen a su amistad con el señor Croiset, y no
me explico el porqué de su extrema discreción con respecto a
ese caso.
-Me atrevo a pensar que lo hace por modestia. Se portó
como un héroe. Por pura coincidencia, él pasaba en su coche
por las cercanías de la villa, cuando el «Rolls-Royce» del pro-
fesor se estrelló contra un árbol. Ese coche se había hecho
famoso porque durante la ocupación de Francia por los nazis,
manejado por el mismo profesor, como simple chófer, prestó
importantísimos servicios a la Resistencia, burlando siempre
la vigilancia de los nazis. Cuando ocurrió el choque él venía
manejándolo, acompañado de su esposa. El coche quedó con
las ruedas hacia arriba y ya comenzaba a incendiarse cuando
pasó Vergara y, él solo, arrancó una puerta y logró sacar al
profesor y a su esposa. Exponiendo su propia vida, ya que el
tanque de gasolina explotó segundos después, logró salvar la
de dos desconocidos que iban a perecer a no mediar la decisión
heroica de ese joven abogado, valiente y noble, con el que us-
ted está casada ahora. Y fue Vergara quien, sabiendo que
comprometía su responsabilidad, llevó en su carro a los heridos
inconscientes hasta el próximo hospital. La policía no dejó que
se fuera, y así fue como Charles Croiset, esteta y filántropo
francés, conoció a su salvador. Y así nació una sincera amís-

143
tad entre el famoso potentado y el que hoy tiene la dicha de
ser su marido.
La dramática narración de Leroy había emocionado tanto a
Josefina, que sus ojos se nublaron de lágrimas. De repente
sintió afecto por aquel hombre que acababa de hacer un elogio
tan sentido de su esposo. Para disimular su inquietud, quiso
que él siguiera hablando, y fingiendo no conocer la historia,
preguntó a Leroy cómo había ocurrido la muerte de la señora
de Croiset.
-Es algo muy lamentable y triste. Parece que, tal vez como
resultado de la conmoción sufrida en el accidente, su tempera-
mento cambió. De alegre y vigorosa que era, se hizo taciturna,
a tal extremo, que al cabo de un año hubo que internarla en una
clínica, bajo los cuidados de un psiquiatra. Diagnosticaron
una profunda depresión, que poco a poco fue degenerando has-
ta la postración. Estando dormida murió, tranquilamente. El
año que siguió al accidente, lo pasó en su casa de Antibes, aten-
dida por una enfermera especializada en enfermedades nervio-
sas. Deambulaba por los salones de su lujosa villa, como un
cuerpo sin alma, con una dolorosa tristeza en su rostro. Sólo
se animaba cuando llegaba Vergara a pasarse los fines de se-
mana en la villa. El profesor agradecía aquellas visitas, porque
devolvían un poco de vida a su adorada compañera. Después,
en el hospital, apenas duró seis meses, pero ya su alma y su
cerebro estaban arruinados ...
Durante la conversación, se habían salido del agua y esta-
ban sentados en la arena, el uno junto al otro, envueltos en
sus amplios toallones. Comprendiendo que se estaban ponien-
do románticos, repentinamente Leroy asumió de nuevo su gesto
burlón y poniéndose de pie frente a ella, le dijo:
-¡Ya sabe usted que está casada con un abogado heroico!
Le felicito de nuevo.
-No sospechaba que fuera usted envidioso -le dijo ella,
con femenina provocación.
-¿Envidioso de quién: del abogado heroico o del marido
afortunado?
La pregunta tomó desprevenida a Josefina, que no supo qué
contestar. Leroy siguió el ataque:
-¿ Sabía usted que tiene la piel sedosa y brillante como el
raso? ¿Quiere decirme por qué se rasura las piernas? Me cau-
tivan las mujeres que tienen las piernas y los muslos cubiertos
de vello suave y lustroso. Me las imagino terriblemente amo-

144
rosas ... ¿Se ha dado usted cuenta de que su rara belleza y su
grácil hermosura pueden enloquecer a un hombre?
-¿Se me está usted declarando? En traje de baño resulta
cursi.
-La próxima vez lo haré de frac. Le prevengo de que...
-Dígaselo a mi marido, que allí viene bajando -cortó Jose-
fina, aliviada ya con la presencia de Vergara.

* * *
A las ocho de la noche estaban todos en el balcón, alarma-
dos ya con la prolongada ausencia del profesor, cuando oyeron
voces y ruidos de motor en el mar. Desde su torre de observa-
ción el detective encendió los fanales. Era un bote del yate,
que traía al profesor. Pidió excusas por la tardanza y dijo que
le dieran media hora para bañarse y reposar. A las nueve y
media se sentaron a la mesa.i Mientras cenaban contó las peri-
pecias de su excursión. El viaje a caballo fue un poco fatigoso.
Madelaine (todos se asombraron de que la llamara por su
nombre de pila) había venido a caballo a encontrarlo a mitad
del camino. Desayunaron huevos fritos y puré de plátanos ver-
des. Explicó, con lujo de detalles, cómo se hacía el puré, cuyo
nombre criollo era mangú. En el establo tomaron leche fresca
de cabra, acabada de ordeñar en su presencia, que encontró
sabrosísima, comparándola con la que tomaba el profeta Eze-
quiel junto a las márgenes del Cedrón. El almuerzo fue sucu-
lento: pollos tiernos criados en la finca, asados sobre brasas,
ensartados en varillas que descansan sobre ramas que termi-
nan en dos puntas, enterradas a ambos lados de las brasas, y
que llaman horquetas. Desde el día anterior estos pollitos esta-
ban marinándose en un adobo de manteca de cerdo, zumo de
naranjas agrias, limón, ajo, orégano, sal, ajíes dulces, cilantro
sabanero, romero, perejil. Las varillas con los pollos se ponen
primero cerca de las brasas para que la piel se queme y se
acaramele, conservando así la carne todos los jugos y sus aro-
mas. Quedaban torrados y crujientes, pudiendo masticarse los
tiernos huesos y saborear el delicado tuetanillo. Sirvieron diver-
sas arepas, de harina de maíz, de yuca y unas muy finas y ex-
quisitas, hechas con carne de calabazas, que aquí llaman «ahu-
yama», Hubo arroz graneado y frijoles guisados con trocitos de
tocino de cerdo; diversas ensaladas verdes y como postre dos
platos cuya receta anotó cuidadosamente, por encontrarlos muy
buenos y rarísimos. Uno era llamado plátanos pasos, de sabor

145
parecido al higo o al dátil, que se prepara manteniendo los plá-
tanos amarillos al sol, sin pelarlo. durante quince o veinte días,
con un peso encima que se aumenta cada día, hasta que el
plátano se aplasta y casi ennegrece, adquiriendo cierta crista-
lización y un delicado gusto de mosto fermentado. El otro
postre eran de torrijas, y consiste en rebanadas de pan viejo
embebidas en el zumo fermentado de las ramas de una planta
trepadora llamada bejuco de indio, zumo que recibe el nombre
de pru. Luego las rebanadas son fritas en grasa vegetal y des-
pués de escurridas y frías se sirven cubiertas de miel de abejas
y polvos de canela o nuez moscada. Comieron al aire libre, en
una mesa rústica debajo de un frondoso árbol de mango, ro-
deados de pavos y gallinas y chivos y cerdos domésticos, que
un chiquillo hijo del mayoral se ocupaba de mantener alejados
de la mesa, porque de lo contrario eran capaces de subirse y
comérselo todo. Apreció mucho ese detalle de la compañía de
las aves y animales domésticos, porque impregnó el ambiente
de un sentido pastoril maravilloso. Mientras comían tostaban
los granos verdes de café, que luego eran pulverizados en un
gran pilón y seguidamente preparado en una manga de tela que
hace de colador, resultando el café de una fragancia y aroma
incomparables.
Sin que disminuyese el entusiasmo con que hacía la narra-
ción, como un niño que hubiese descubierto cosas nuevas y
jamás soñadas, continuó informando a sus amigos cómo des-
pués de reposar la comida, montaron a caballo y bajaron a la
playa. Allí tomaron la canoa y se fueron al yate. El la había
invitado a conocer su embarcación. Como la mar estaba mansa
y suave el sol, él quiso remar un poco pero se sentía torpe y
pesado. Entonces Madelaine, de pie en la popa, con un solo
remo encajado en una horca, remó como lo hacen los gondo-
leros en Venecia, operación que aquí llaman «godillar». Estuvie-
ron toda la tarde en el yate, conversando de arte y de literatura.
Madelaine era una mujer extraordinaria, comentaba, entusias-
mado, el profesor. Su cultura era variada y extensa y era muy
inteligente. Le parecía inconcebible que una mujer de tan alta
calidad pudiese vivir sola en aquel rincón olvidado del mundo.
La comparó, por su cultura y su sensibilidad, con madame de
Staél y a George Sand por su inquietud y su rebeldía.
Cuando pasaron al balcón a tomar el café y los licores, si-
guió hablando con emocionada inspiración de las bellezas de
la vida simple y de cómo la señorita Chanac transmitía a los
oyentes su pasión y su calor por la Naturaleza. El doctor le

146
amonestó cordialmente, recordándole que había tenido un día
muy agitado v que debía retirarse a dormir. Obedeció, como si
fuera de nuevo un colegial. Se miraron los unos a los otros,
desconcertados, sin atreverse a exteriorizar sus sentimientos. Al
cabo de un largo minuto de silencio, se oyó la voz del doctor,
profunda y patética:
-Está rejuveneciendo... Su sistema endocrino funciona co-
piosamente.
-Parece embrujado. como si estuviese bajo la influencia de
un maleficio, de un poderoso sortilegio -dijo Leroy, con vela-
da ironía-o ¿No será la autora aquella cosa que está allá arrí-
ba, manando leche gelatinosa y gris, mercurio derretido, en-
demoniado ... ?
-¡La luna no está chorreando nada! --exclamó Rosina, con
airada voz, soliviándose en la silla-o ¡Los que estamos manando
chismografía somos nosotros! ¿Qué derecho tenemos a inmis-
cuirnos en la vida privada de los otros? ¡Si existe maleficio en
esta casa, todos estamos sufriéndolo! ¡Todos, sin excepción al-
guna!
-¡Es la vida nueva! -murmuró el doctor-o Es el desdobla-
miento, el despertar de almas que estaban aletargadas por la
indolencia. Es otra luz que conmueve las pupilas, llenando
nuestros espíritus de claridades ignoradas hasta ayer.
-Las puertas y las ventanas no tienen hojas en este lugar.
Hay un despejo absoluto de obstáculos y todo puede suceder.
La regla no existe y los hechos ocurren emancipados los unos
de los otros -dijo De Mers.
-Hay mucha agua y todo está lavado. El espíritu ha per-
dido su mugre. Nada está manchado. La mácula y el borrón
han emigrado -adujo Josefina.
-La asepsia nos está abrumando -interrumpió el doctor-o
Huye la bacteria y el virus se esconde, adormecido. Estamos
siendo depurados por una extraña patología social. Alguien nos
está fumigando el cerebro. Nos aplican cauterios por dentro.
Nos inoculan materias inmunizantes. Halógenos misteriosos nos
esterilizan interiormente...
-Es, simplemente, que entra en vigor el conjunto de las
cosas. no creadas por el hombre -continuó Vergara-. Es el
imperio del mundo físico, la potencia de las leyes inmutables
que organizan y rigen la vida animal. .
-No podemos violar impunemente esas leyes. Oponerse a
ellas es sucumbir -agregó Rosina-. Apenas podemos lidiar-
las, yeso es lo que hago, me someto a ellas, tolerándolas estoi-

147
camente cuando son brutales, y disfrutándolas, amplia y libre-
mente, cuando son deleitosas...
-Persisto en que aquella cosa blanca, redonda y fría, que
está allá arriba, es la causante de esta suerte de encantamiento
que nos está envolviendo. Todos seremos víctimas de ella, sin
excepción alguna -repitió Leroy. Y el doctor clausuró el de-
bate, exclamando:
-Tal vez yo sea la excepción. Tal vez ...

* * *
Durante los cuatro meses que ya los gastrónomos llevaban
en Anadel, se habían habituado generalmente a levantarse en-
tre las nueve y las diez de la mañana. El ronco silbato del bote-
correo que diariamente traía pasajeros y correspondencia desde
Sánchez a Samaná les servía de reloj-despertador. Aquel día
veinticuatro de diciembre se levantaron a las ocho de la
mañana, porque el conocido silbato les despertó a esa hora.
Su sonido fue más fuerte esta vez, porque el bote no se detuvo
en Samaná sino que siguió y atracó en el pequeño y rústico
muelle de la ensenada de AnadeI. A través de las persianas del
balcón, el profesor y Vergara, todavía en pijama y bata de entre-
casa, pudieron observar que dos hombres desembarcaban va-
rios paquetes que entregaron al detective y a Trigarthon que ya
estaban en el muelle. Vergara reconoció a un empleado de su
bufete en la capital y bajó al muelle. Había hecho un viaje es-
pecial para traer gran cantidad de correspondencia para el
grupo de AnadeI. Las cartas que recibían de Francia venían
siempre dirigidas al dicho bufete, y éste las remitía por correo
a Samaná, a un apartado-postal que Vergara había alquilado
bajo su nombre en la oficina postal de Samaná, y que Trigar-
thon iba a recoger cada dos o tres días. Esta vez habían en-
viada un «expreso», por ser mucha la correspondencia que ha-
bía llegado desde Europa. Con este motivo se produjo entre
todos una desusada actividad, porque eran cartas y tarjetas
de felicitaciones con motivos de las fiestas de Navidad.
La cena fue espléndida y a propósito para la ocasión. El pro-
fesor había invítado a Madelaine Chanac, quien llegó al atarde-
cer en un bote tripulado por un remero. Las presentaciones
tuvieron lugar en el balcón, donde todos se habían reunido
para tomar aperitivos. Madelaine llegó vestida con su acostum-
brado pantalón largo muy ajustado y una blusa tipo «chama-
rra», que es un chaquetón abierto al frente, abotonado hasta

148
arriba y de mangas largas. Había traído una maleta con ropa
y enseres personales, porque iba a dormir en Anadel y pasarse
el día siguiente allí. Le habían puesto una cama en la habita-
ción de Rosina. Para la cena los hombres se vistieron de «smo-
king». Josefina se dio cuenta de que Madelaine no había traído
trajes largos, y convino con Rosina en llevar vestidos corrien-
tes. Madelaine recogió su abundante cabellera hacia atrás, lo
que hacía destacar su ancha frente y sus pronunciadas faccio-
nes de belleza clásica. Un ceñido traje blanco denunciaba su
bien modelado cuerpo, en plena adultez.
El menú incluyó el indispensable Dindonneaú Farci aux Ma-
rrons. Comenzó con Blinis rellenos de caviar; luego: Consommé
aux nids d'hirondelles, Supreme d'écrevisses au Champagne,
Souftlé de Grenade a l'oriental, algunos otros Relevés, y Entre-
mets y el clásico Plum Pudding cocido al vapor, condimentado
a base de nuez moscada, canela, clavos, pasas y demás compo-
nentes de este postre típicamente inglés pero que se ha genera-
lizado como indispensable en toda cena de Navidad, y que se
sirve caliente acompañado de una salsa caliente también car-
gada de especias orientales y cognac. Durante la comida se
tomó champagne en abundancia.
Se reunieron después en el balcón, a tomar café y licores.
Las damas cubrieron sus hombros con ligeros abrigos y chales,
porque soplaba un aire suave y fresco, casi frío, lo que hacía
que la temperatura fuera muy agradable. Era luna llena y todo
estaba inundado por la luz del cielo, por lo que decidieron apa-
gar las bombillas eléctricas para así disfrutar del hermoso es--
pectáculo. A propósito del plum pudding inglés, el profesor se
enfrascó en una interesante disertación acerca del origen y el
uso de las especias aromáticas.
-Desde años inmemoriales las especias han constituido ma-
terial indispensable en la cocina. Hasta el punto más lejano al
que podamos llegar en la Historia de la civilización, las encon-
trarnos siendo objeto de marcada atención, porque el hombre
de todos los tiempos se preocupó por excitar el apetito o por
dar mejor gusto a sus comidas. En los pueblos donde el alí-
mento era escaso o demasiado simple, las yerbas y semillas
aromáticas sirvieron para mejorar tales deficiencias. Por siglos
y siglos, estas pequeñas hojas y raíces y simientes fueron muy
procuradas y su tráfico constituyó un renglón importantísimo
en el comercio internacional. Los pueblos árabes de la antigüe-
dad se especializaron en este negocio. Iban hasta la China y
la India en busca de ellas y matenían en secreto las fuentes

149
donde las podían hallar. Entonces caravanas cruzaban los de-
siertos trayendo y llevando la tan apreciada mercancía. Nínive
y Babilonia, Cartago, Alejandría, Roma, eran los mercados don-
de mayor consumo se hacía de las especias transportadas por
aquellas caravanas. En la Biblia encontramos detalles comple-
tos de este comercio. El rey Salomón traficaba en especias. En
este negocio se asoció con el rey fenicio Hiran, y cuando la
fabulosa reina de Saba visitó a Salomón, le trajo gran cantidad
de bestias cargadas de las más apreciadas especias. En la Bi-
blia, Tercer Libro de los Reyes, capítulo X, versículos del 1 al
13, se describe el primer encuentro entre la reina de Saba y
Salomón. Es tan sugestivo, que me lo aprendí de memoria:
« ¡Dichosos los que están contigo! [Dichosos tus criados, que
gozan siempre de tu presencia y escuchan tu sabiduría! », ex-
clamó la reina al ver por primera vez a Salomón. Luego se
narra que la reina entró en Jerusalén con muchísimos camellos
cargados de especiería y oro y piedras preciosas para obsequiar
a Salomón. «Nunca jamás en adelante se trajo a Jerusalén tan-
ta cantidad de especiería, como la que regaló la reina de Saba
a Salomón.» Siglos después, los griegos y los romanos siguieron
considerando el reino de Saba, que hoy se llama Yemen, como
la tierra de las especias. Durante el reinado de Augusto, las
tropas romanas, al conquistar diversos reinos árabes, forzaron
a sus comerciantes a descubrirles las rutas para llegar a las
regiones donde se producían los tan codiciados elementos de
la cocina. Vino a ser en las postrimerías del reinado de Tiberio
cuando los romanos lograron llegar a los países de la especie-
ría. Tácito asegura que Nerón hizo cubrir con tallos de canela
el fondo de la tumba en que fueron sepultados los despojos de
Papea. Después, con las invasiones de los visigodos, escasearon
los suministros de especias y sólo los potentados romanos lo-
graban obtener algunas a precios enormes. Lo mismo ocurrió
durante los primeros tiempos de la Era Cristiana: solamente
los príncipes y los altos dignatalios de la Iglesia podían disfru-
tarlas. Con la ocupación de España por los moros en el año 700,
revive en Europa el mercado de especias. Después, cuando los
mercaderes de la República de Venecia llegan en sus barcos
hasta el lejano Egipto, se intensifica el tráfico de las es-
pecias y su uso aumenta considerablemente. Aun así, las es-
pecias eran un lujo. La pimienta se vendía por granos. Con lo
que valía una libra de jengibre se podía comprar un esclavo.
Las Cruzadas abrieron nuevos mercados. Bagdad y Constanti-
nopla fueron ricos emporios en este comercio. Los viajes de

150
Marco Polo enseñaron nuevas fuentes de suministros. Java,
Delhi y Ormuz se hicieron famosas. Vinieron luego los portugue-
ses, que con sus viajes a las islas Malucas volcaron sobre Euro-
pa las maravillosas especias del archipiélago de Indonesia:
Madeira, Bajador, Cabo Verde, Azores, Malabar, se convirtieron
en nuevos abastecedores. Por el año 1345 se funda en Ingla-
terra el primer sindicato de traficantes de especias, bajo el
llamativo título de «Laudable Compañía de Especieros» (e The
Worshipful Company of Grocers»), Doscientos cincuenta y cin-
co años después aquel ensayo de monopolio vino a ser la fa-
masa East India Company. Mientras tanto, un soñador, un iluso
genovés, en busca de nuevas especias, descubre al Nuevo Mun-
vo, y un diluvio de aromas culinarios se extiende sobre Europa
entera.
-¿Podría usted hacernos una breve descripción del origen y
los nombres de las principales especias que utilizamos hoy en
nuestra cocina? -preguntó el señor Vergara.
-Yo comenzaría diciendo que las especias son condímen-
tos, pero que entre los condimentos el de uso más universal es
la sal. En materia culinaria es absolutamente indispensable,
porque desde hace muchos siglos el paladar humano se ha ha-
bituado a ella y ya resulta inconcebible una comida sin sal. No
dudo que en la antigüedad existieran pueblos que por una ra-
zón u otra desconocieran el uso de la sal.
-En su obra «Las metamorfosis», Ovidio nos cuenta que
Cupido convirtió a la ninfa Dafne en un laurel cuando Apolo
la quiso violar. Desde entonces las ramas del laurel han sido
símbolo de grandeza, y con ellas se coronaba a los grandes gue-
rreros y poetas. También la utilizaban los antiguos para prote-
gerse del rayo y los cataclismos. La usaron las niñas solteras
como amuleto para conseguir maridos. Los médicos de la anti-
güedad la prescribían para varias enfermedades. Su uso en la
culinaria es muy antiguo también. La hoja es aromática y trans-
mite un inconfundible acento a las carnes, al pescado y a las
sopas. Debe usarse moderadamente, bastando una hoja para
sazonar un plato destinado a cuatro o seis personas. Su nom-
bre científico es Lauros Nobilis. En Francia se le conoce con el
nombre de Laurier Sauce.
-La albahaca es un suave y delicado condimento. Es casi
de rigor en la preparación de salsas para las pastas italianas.
Se afirma que es originaria de la India. Su uso se remonta a
tiempos muy antiguos. El nombre científico es Ocimun Basili-
cum. En español Albahaca viene del árabe, Alhabac. En inglés

151
y francés su nombre Basil, basilio, se deriva del griego Basilis-
co, que era el nombre de un lagarto legendario que mataba con
su sola mirada. Tal vez de ahí proviene que muchos pueblos
de origen latino atribuyan a la albahaca propiedades embru-
jantes y otros la consideren medicinal y talismán de gran po-
der. En gastronomía es usada, a veces, como sustituto del oré-
gano.
-Un amigo mío, limeño, al oír la palabra albahaca cruzaba
los dedos en forma de cruz y pronunciaba tres veces el vocablo
lagarto, porque creía, o simulaba creer, que traía mala suerte
-expresó Vergara.
-Podría seguir haciéndoles una descripción de las especias
más usadas actualmente, pero resultaría muy largo -dijo el
profesor-o Me limitaré a enumerar las principales: anís, chile,
comino, cardamomo, apio, perifollo, canela, clavo, cilantro, enel-
do, hinojo, ajo, jengibre, mejorana, menta, mostaza, cebolla,
nuez moscada, orégano, perejil, pimienta, amapola o cardo san-
to, romero, azafrán, artemisa o salvia, ajedrea, ajonjolí o sésa-
mo, ertragón, tomillo, curcuma.
-Aquí en Santo Domingo tenemos tres variedades de cilan-
tro: el cilantro propiamente dicho, el cilantro ancho y el saba-
nero, también llamado cilántrico o culantrillo -dijo la seño-
rita Chanac-. Este último es de aroma muy fuerte.
-Yo he tratado de aclarar una confusión que tengo con res-
pecto a una especia que en español llamamos malagueta -ex-
presó Vergara-. No sé si es lo que antes llamaban Grano del
Paraíso, o si es el cardamomo, o lo que en inglés llaman Alls-
piee. Es un grano como la pimienta, pero sin rugosidad.
-Mis padres me contaban -dijo Madelaine- que cuando
emigraron a Santo Domingo a principios de siglo, tuvieron que
hacer escala en la ciudad de Nueva York, y que pudieron ad-
vertir que los norteamericanos tenían aversión al ajo. Clasifi-
caban a los españoles, italianos y franceses como «anirnals sme-
lling like garlic». Mis padres eran marselleses, y es posible que
olieran a ajo.
Una carcajada general fue el comentario. Pero Leroy se in-
dignó contra esa manera de ser de los norteamericanos. Expresó
que él era marsellés y que como todo habitante de las costas
del Mediterráneo, consideraba el ajo como un regalo de los dio-
ses al género humano.
-Esa malcrianza de los norteamericanos -expresó Ver-
gara- está desapareciendo. A medida que ese país se civiliza,
va adoptando los magníficos detalles de la cocina europea. Ya

152
están comiendo ajo y poco a poco irá desapareciendo ese pe-
culiar olor a apio que tienen los pueblos de los Estados Uni-
dos, a tal extremo que hubiese podido decirse de ellos: those
yankees, smelling like celery! Yo también soy un adorador
del ajo. Asimismo me gusta la cebolla. El pueblo inglés es muy
aficionado a la .cebolla. Stevenson la glorifica en una estrofa
bellísima de uno de sus poemas: «rosa entre raíces, alma poé-
tica de una hermosa doncella olorosa a vino... »
-El gran poeta español de mediados del siglo pasado, Ven-
tura de la Vega, escribió un breve poema, delicioso, en loor
de la sopa de ajo :-interrumpió el profesor-o Si el señor De
Mers fuera tan amable que tratara de encontrarlo en el fichero
correspondiente, se lo leería para que puedan admirarlo los
que hablan español.
Cuando De Mers regresó con el poema, el profesor lo 'Pasó
a Vergara para que éste lo leyera en alta voz:

LA SOPA DE AJO

Cuando el diario y suculento plato,


base de toda mesa castellana,
gustar me veda el rígido mandato
de la Iglesia Apostólica Romana;
yo, fiel cristiano, que sumiso acato
cuanto de aquella potestad emana,
de las viandas animales huyo,
y con esta invención las sustituyo.

Ancho y profundo cuenco, fabricado


de barro, como yo, coloco al fuego;
de agua lo lleno; un pan despedazado
en menudos fragmentos le echo luego
con sal y pimentón despolvoreado;
de puro aceite tímido lo riego
y del ajo español dos cachos mondo
y en la masa esponjosa los escondo.

Todo al calor del fuego hierve junto


y en brevísimo rato se condensa,
mientras de aquel suavísimo conjunto
lanza una parte en gas la llama intensa,
parda corteza cuando está en su punto

153
se advierte en torno y los sopones prensa.
y colocado el cuenco en una fuente
se sirve así para que esté caliente.'

-La cebolla y el ajo son condimeptos maravillosos -con-


tinuó el profesor-o El pueblo hebreo apreciaba mucho estos
bulbos. La cebolla, allium cepa, fue una de las legumbres que
más echaron de menos durante su huida a través del desierto;
le habían tomado mucho gusto cuando el cautiverio de Egipto,
cuyas cebollas tenían y tienen fama por ser dulces y suaves.
Juvenal, Plinio y' Luciano satirizan la supersticiosa importancia
que los Egipcios daban a este bulbo. Durante el Cautiverio
los judíos también se aficionaron al ajo. Herodoto de Alicar-
naso en sus Nueve Libros de la Historia, nos dice que en la
Pirámide de Keops está escrito cuánto se gastó en rábanos,
ajos y cebollas para el consumo de los peones y oficiales du-
rante los veinte años que duró su construcción. Afirma Hero-
doto que se quedó maravillado cuando el intérprete le leyó
esa inscripción, porque el costo de esos bulbos ascendió a mil
seiscientos talentos de plata.
-Otra especia cuya historia es interesante es la nuez mos-
cada. Mirystica Fragans es su nombre científico. Es una fruta
tropical, envuelta en una membrana que se industrializa IDO-
liéndola y este polvo se conoce en los Estados Unidos con el
nombre de Mace. Dentro de la fruta está la nuez, que es de-
nominada moscada. Una de las islas del archipiélago de las
Molucas, Banda, estaba cubierta de bosques del árbol que pro-
duce esta nuez, y se cuenta que al pasar cerca de ella los na-
vegantes percibían el intenso aroma de esta especia. Parece
que de las Molucas pasó a Java, de ahí a la India, luego a Ale-
jandría, hasta que la conocieron los europeos. Por el siglo VI
se dice que con lo que valía una libra de esta nuez se podían
comprar tres carneros. Se afirma que habitantes de las Anti-
llas holandesas, Curacao, Aruba y Bonaire, al nacerles una niña
sembraban varios árboles de esta especie, cuya producción, al
cabo de ocho o diez años, constituía la dote que la muchacha
aportaba al matrimonio. El árbol es corpulento y llega a me-
dir hasta treinta pies de altura; su producción se mantiene por
unos setenta años y de cada árbol se pueden cosechar más de
mil nueces al año. La dote era buena y segura, si se tiene en
cuenta el alto valor que por estas nueces pagaban los trafican-
tes que las transportaban a Europa en barcos holandeses, in-
gleses y españoles. Se formaron consorcios poderosos de ban-

154
queros y navieros para comerciar con las especias. Por toda
Europa proliferaron las especierías, o tiendas dedicadas a su
comercio. Dos poderosas empresas se hicieron tristemente fa-
mosas por los métodos brutales que ponían en práctica para
acaparar la producción y el transporte de especias: la «East In-
dia Company», de Inglaterra, y la holandesa «Dutch East In-
dia Company», Las islas Malucas por mucho tiempo fueron lla-
madas las Islas de la Especiería.
-Durante dos, tres, cuatro siglos, Europa entera fue aco-
sada por un afán incontenible de buscar especias. No sólo para
aderezar sus comidas, sino también para lograr nuevos perfu-
mes y sensaciones agradables y delicadas. Fue una carrera ver-
tiginosa a través de los mares y los desiertos de Asia y Africa
y la India. Era un apetito insaciable, devorador. Hombres por
millares murieron en los naufragios o en las ardorosas sole-
dades de los desiertos, viajando en pos del jengibre, la mosta-
za, la canela, la pimienta, el comino, la mirra, el cardarnomo, el
anís, el azafrán, el ajonjolí, el tomillo, el estragón. De repen-
te se había descubierto que la comida era mejor sazonada con
aquellas semillas y hojas, y. Europa se estremeció de placer,
Aquella revolución del gusto nos enseña muchas cosas: que
los europeos comían para saciar el hambre, exagerada por los
ejercicios de las continuas guerras y que habían descubierto
que otros pueblos, en otros Continentes, disponían de elemen-
tos que convertían sus comidas en algo placentero, casi espi-
ritual. Africa, la India y Asia les enseñaron, con sus especias,
a refinar la necesidad fisiológica de comer.
-Yo no soy vegetariana -intervino Madelaine-, pero creo
que es un régimen alimenticio liberado del factor bé-
lico que caracteriza a la cocina en general. Ya le dije al pro-
fesor, una tarde que jamás podré olvidar.j los Gourments ig-
noran el terrible antecedente de casi todos los alimentos que...
-Lo recuerdo muy bien -la interrumpió el profesor-o Me
habló usted de la dolorosa agonía del pescado antes de conver-
tirse en un [ilet de Sole Meuniére y deIa trágica muerte que su-·
fre el buey para poder transformarse en una Cátetette de boeu]
ro ti. Pero ahora quiero decirle, mi querida amiga, que esas
tragedias son la esencia del arte. Toda creación es dolorosa.
La madre se queja de dolor al parir. ¿Acaso no será de dolor
también el grito de la criatura al nacer? Siempre hay sufri-
miento en la realización de una obra de arte. Es un dolor
sublime que no debemos ver con ojos de piedad sino de ad-
miración. La muerte misma es formidablemente hermosa...

155
* * *

Al otro día fue Pascua de Navidad y los huéspedes de Ana-


del permanecieron en la casa, añorando sus lejanos hogares.
Después del desayuno se dividieron en grupos. Los esposos Ver-
gara, Rosina y De Mers salieron a caminar tierra adentro, por
la loma. El profesor, Madelaine, Leroy y el doctor se encami-
naron por el trillo a la orilla del mar, con rumbo hacia el Este.
Querían mostrar a Madelaine la gruta que habían descubierto
cerca de lo que había sido el villorrio de CIará, del cual sólo
quedaban dos o tres chozas, arriba, en el cerro, cerca del pe-
queño arroyo donde una vez sorprendieron bañándose desnu-
das a las dos niñas que huyeron al verlos. El profesor había
dicho a Madelaine que sobre la roca que formaba la gruta, Le-
roy había sugerido que se levantara un grupo escultórico en
mármol pentálico que los representara a ellos tres, el profesor,
el doctor y Leroy, desnudos como semidioses olímpicos, y a
sus pies echadas cuarenta ondinas, náyadas y ninfas.
Al llegar se acomodaron en el suelo, sobre piedras y yerba-
jos. A partir de la roca el terreno comenzaba a elevarse, hasta
culminar en un cerro. A seis u ocho metros de la roca estaba
el mar, el fondo de la pequeña ensenada de CIará. La mañana
era fresca y el sol no molestaba. Platicaron cordialmente hasta
cerca de'! mediodía. Como era su costumbre, Madelaine llevaba
pantalones largos de gruesa tela azul y chaqueta blanca. Cal-
zaba botas que le llegaban a media pierna, por debajo del pan-
talón y en la cabeza un pequeño sombrero de fibras de cana,
con las alas recogidas hacia arriba. Podría confundírsela con
un hombre, a no ser por su larga cabellera, que le caía por la
espalda recogida en un espeso y largo mechón. A lo lejos, de-
trás de los cayos, se veían pasar botes de remos y el viento
traía las voces y canciones de sus ocupantes.
-Son trasnochadores -dijo Madelaine-, que regresan a
sus hogares después de la fiesta de Nochebuena que celebraban
anoche. Por estas regiones, en todo el país, la Navidad se
conmemora con grandes comilonas, a base de puerco asado,
y que la mayoría de las veces concluye con una borrachera ge-
neral. La costumbre es tirar petardos y cohetes para levantar
los ánimos. Yo creo que la fecha del nacimiento de Cristo de-
bía conmemorarse con festividades apropiadas, y no con baca-
nales y orgías de tipo pagano.

156
-¿Es usted cristiana militante? -preguntó Leroy.
-Soy cristiana porque fui bautizada según los ritos de esa
religión, pero desde que tengo uso de razón mi actividad espiri-
tual tiene lugar dentro de mí misma. Me tiene sin cuidado creer
o no creer en Dios, porque tengo la convicción de que mi men-
te no está preparada para comprender la existencia y el fun-
cionamiento de un Ser supremo, creador y director del Universo.
Cuando trato de concebir a Dios, me encuentro repentinamente
con un mago, un hombre dotado de poderes tan extensos que
caigo en la concepción de un hechicero, un prestidigitador mag-
nífico, que saca conejos de un sombrero al conjuro de una
varita mágica. Es asunto de mucha capacidad mental, y yo no
la tengo; o es tal vez necesario que, para tener fe, se requiere
una incapacidad mental casi absoluta, y ése tampoco es mi
caso.
El profesor sonreía, mientras con una rama seca escarbaba
entre la arena. El doctor la interrumpió:
-¿ y es, acaso, indispensable, creer o no creer? Yo me li-
mito a no intervenir en el asunto. Me bastan, y me sobran las
cosas y los hechos que me incumben a mí mismo, como enti-
dad fisiológica. Admito que Santo Tomás de Aquino y los otros
teólogos se ocupen de esas cosas, porque les gustaba. Mienu as
tanto, yo me quedo con las cosas que a mí me placen, y de ahí
no paso.
-¿ y cuáles son esas cosas? -preguntó Madelaine.
-Vivir conforme a mi capacidad para sufrir o disfrutar las
realidades que me circundan, sufro ante la miseria y el dolor
ajenos y la piedad me retuerce el corazón. Gozo con lo bueno
y lo agradable que me ofrece el ámbito donde desarrollo mi
existencia. Me emociona agradablemente una obra de arte, una
conversación amena, un buen vino, una comida perfecta, la
atracción espiritual y sexual hacia una mujer hermosa...
-Pero la Naturaleza lo deja frío -interrumpió Madelaí-
ne-. No lo conmueve el paisaje, un río, un bosque, el mar, las
estrellas, la lluvia, la brisa, las nubes, la puesta del sol.
-Le confieso que esos fenómenos meteorológicos no me
conmueven en absoluto. Para mí, el pintor paisajista es un ton-
to que pierde el tiempo imitando tonterías. Admiro y me emo-
.ciona una escultura o un cuadro que represente hombres o mu-
jeres. El que inventó la expresión «naturaleza muerta» para
designar un cuadro que representa un pescado, un ramo de flo-
res, un árbol, un arroyo, el que inventó esa expresión, repito,
no se dio cuenta del tremendo alcance de esa frase. ¡Muerta!

157
Esa es la verdad: carencia de vida, que equivale a falta de
emoción. Desde que se inventó la fotografía en colores, los pin-
tores paisajistas no tienen razón de ser.
-Olvida usted el arte como manifestación de una habilidad
creadora -intervino el profesor-o Fíjese bien que digo habi-
lidad, o sea capacidad, destreza, facultad, que a su vez signi-
fica ausencia de torpeza. Para ser un artífice es necesario no
ser torpe. Llega usted fácilmente a la conclusión de que el ar-
tista, aunque pinte «naturalezas muertas», está ejerciendo su
inteligencia en un sentido creador. Ese sujeto al que llamamos
«artista» es un ser excepcional, diferente al común de los hom-
bres: es un ente que dispone de una cualidad, habilidad, don,
aptitud, talento, que lo distingue de los otros hombres. Yo ad-
miro el arte por el arte en sí, abstracción hecha de sus resul-
tados. Un artista es un ser dotado específicamente para hacer
cosas que no puede hacer la generalidad de los hombres, siquie-
ra por ese solo hecho, el artista me causa admiración y su obra
me produce emoción.
-Esa es una manera muy simple de analizar el caso ... -ar-
guyó Leroy.
-En esa simpleza está precisamente el quid pro quo del
asunto -aseguró Madelaine-. Usted confunde emoción con
placer. La primera turba el ánimo, y esa turbación puede ser
agradable o repulsiva, mientras que el placer siempre es delei-
toso. Confiesa usted que no le emociona contemplar una «natu-
raleza muerta», pero no podrá usted negarme que le produce
cierto grado de placer, aunque sea mínimo y pasajero. Y ello
se debe precisamente a que para pintar esa «Naturaleza muer-
ta» el autor tuvo que estar dotado de la inteligencia creadora
a que se acaba de referir el profesor Croiset, a la calidad ex-
cepcional de que está dotado el que pintó la obra.
-Ha completado usted mis ideas maravillosamente bien,
Madelaine -dijo el profesor-, y la felicito por la fuerza de su
razonamiento. Mire usted al buen amigo Leroy. Vencido, ahora
se enfurece contra el agua del mar, ¡tirándole guijarros!
El aludido se tornó violentamente y acercándose a Madelai-
ne, casi increpándola, le dijo:
-jMademoiselle Chanac! ¿ Qué hace usted enterrada en este
campo? Este no es su ambiente. El francés que usted habla
es excelente y su inteligencia asombrosa. ¿Por qué se empeña
en residir aquí, como una prisionera, encerrada entre un pe-
dazo de mar preterido por la civilización y una loma pelada y
agreste, entre campesinos rudos y miserables? En cualquier

158
capital de Europa sería usted una figura sobresaliente. ¡SU per-
sonalidad y su cultura le abrirán todas las puertas!
Todos se quedaron mirándola en silencio, esperando su res-
puesta. Ella bajó la cabeza, con una vaga sonrisa triste en el
rostro, y después de breves segundos contestó:
-Ese mar preterido por la Historia, esa loma, esos cam-
pesinos rudos y miserables, me enamoran con su sencillez y
su ingenuidad, y me hacen feliz. Ellos son los que con su pre-
sencia muda hacen posible la hermosa soledad en que vivo.
Tal vez usted piense que soy una mujer cobarde, que teme a
los hombres y a la brega de la vida en sociedad. Pero no es así.
De quien tengo temor es ... ¡de mí misma! En un medio esté-
ril como éste no pueden leudar mis sentimientos y mis ideas.
Fíjese usted que digo leudar porque considero que mis senti-
mientos y mis ideas son susceptibles de fermentar en una oxi-
genación peligrosa para mí misma. Samaná no es cuba apro-
piada para que en ella madure el mosto de mis inquietudes men-
tales. En un ambiente propicio, mis ansiedades se desarrolla-
rían y, como soy demasiado exigente conmigo misma, se podrían
desorbitar hasta extremos fatales.
- y si encontrara usted algo que serenara esas inquietudes,
como por ejemplo, el autocontrol, la fuerza de voluntad... ex-
presó el profesor.
-o tal vez elementos físicos,... como el matrimonio -objetó
Leroy.
Madelaine pareció conmoverse. Púsose de pie y acercándose
a la orilla del mar comenzó a echar arena en el agua con la pun-
ta de sus zapatos. Al poco rato dijo:
-Ahora soy yo la que arroja guijarros al mar... Abogado
Leroy, creo que el matrimonio sería una prisión intolerable
para mí. Peor que ese mar olvidado, y aquella loma árida, y que
estos campesinos rudos e ignorantes que me rodean según ha
concebido usted la cárcel en que vivo. Me siento demasiado
dueña de mí misma y no podría soportar la más pequeña men-
gua en el disfrute de ese derecho de propiedad absoluta que
ejerzo sobre mí.
-Cuando disponemos de un tesoro debemos compartirlo
con nuestros semejantes. No hacerlo así sería avaricia, egoís-
mo. En el caso suyo sería egolatría... -dijo tímidamente el
profesor.
-Dejadme seguir lanzando piedras en el mar... -murmu-
ró Madelaine, con voz quejumbrosa casi, pero reaccionando con
presteza, agregó-: Profesor Croiset, le propongo a usted y a

159
sus amigos que organicemos una partida de caza y pesca en la
desembocadura del río Barracote. Aseguro que sus manos no
darán abasto para cazar palomas y cotorras y al mismo tiem-
po tirar la red sobre los cardúmenes de lisas y atrapar hicoteas
y jaibas; todo ello al mismo tiempo y sin que tengamos que
salir de los botes. Esta tarde, antes de irme, arreglaremos los
detalles y fijaremos la fecha.
-Acepto -respondió el profesor-o Quiero suplicarle que
se quede con nosotros esta noche. Ya regresará a su casa ma-
ñana. No veo qué razones la obligan a irse esta tarde, como
ha dicho. Después de cenar nos sentamos en el balcón a char-
lar. Esta noche hablaremos de algunos emperadores romanos
que fueron el azote de su pueblo y mancillaron los más elemen-
tales preceptos de la gastrosofía.
-Anoche, mientras nos acostábamos, Rosina me habló de
las interesantes discusiones que ustedes sostienen sobre la his-
toria de la gastrosofía. Acepto su invitación.

* * *
Durante la cena, un plato de capones, profusamente esto-
fados con trufas, suscitó comentarios acerca de este maravillo-
so hongo, gema de la cocina francesa. El profesor expresó que
lo consideraba el elemento por excelencia de la gastronomía
refinada de hoy día, y que era tal su delicadeza que casi tocaba
los linderos de lo sobrenatural. Nace y se desarrolla debajo de
la tierra y solamente el olfato de cerdos o perros amaestrados
es capaz de descubrir su escondite. Expresó asimismo que los
griegos y los Romanos de la antigüedad apreciaban la trufa y
que Suetonio asegura que el emperador Dominiciano ordenó que
le guardaran para el otro día unas trufas que le habían ser-
vida, agregando ... «si es que existo todavía», y que, en efecto,
al siguiente día lo asesinaron.
-Si se las hubiese comido, la Historia contaría con un em-
perador trufado... -comentó con sorna el abogado Leroy.
-Ese comentario es cruel y de mal gusto -le interrum-
pió el doctor-o Usted se empeña en detractar figuras cuya
conducta no ha sido todavía bien esclarecida por la historia...
-Lo que ocurre es que mi amigo el doctor no me perdona
el aprieto en que lo puse ayer, y por eso me ataca ahora -re-
plicó Leroy-. Imagínense ustedes cómo se pondría de furioso
cuando lo 'Puse en evidencia demostrándole que la ciencia mé-
dica todavía ignora cuál es la función del timo, esa misteriosa

160
glándula con que nacen los mamíferos y que luego desaparece,
se atrofia, se esfuma, cuando el animal alcanza determinada
edad.
-Usted se empeña -replicó el doctor- en atribuirle fun-
ciones misteriosas a una simple glándula de secreción interna,
Sepa, de una vez por todas, que la Naturaleza obra siguiendo
normas muy sencillas que tienen su explicación. El timo es
una glándula transitoria que se encuentra situada entre los
pulmones, en un espacio llamado mediastino. Está muy desa-
rrollada en los rumiantes y en los terneros se conoce con el
nombre de molleja de ternero. Los ingleses la llaman sweet-
bread. En la cocina francesa se conoce con el nombre de
Ris, y se estima mucho como plato delicado. Se va atrofiando
lentamente y desaparece con la pubertad. Todavía no es muy
conocida la acción que ejerce en el crecimiento y el desarrollo
de las glándulas genitales. Apenas sabemos que es un órgano
linfoide, productor de glóbulos rojos.
-He oído decir que su extirpación retrasa el desarrollo del
organismo -insistió Leroy.
-Sí, como lo retrasa la extirpación de cualesquiera de las'
glándulas de secreción interna que juegan papel preponderante
en el crecimiento. Absténgase de buscar en ella funciones sub-
jetivas. Conozco sus inquietudes cerebrales ...
-Ustedes los científicos, se encierran dentro de los límites
de la fisiología y de ahí nada ni nadie los puede sacar. -Dijo
Leroy-. Pero sepa usted que el timo tiene funciones que to-
davía se ignoran, y que cuando se descubran quedarán explica-
dos muchísimos fenómenos de la psiquis que hoy nos mantie-
nen perplejos y asombrados. ¿ Sabe usted, acaso, lo que es la
jalea real?
-Una sustancia azucarada, resultado de la transformación
que sufren en el intestino de la abeja los néctares que extraen
de las flores -repuso el doctor-o Esa transformación, que tie-
ne por agentes la saliva y los jugos gástricos del insecto, con-
vierte el néctar en azúcares invertidas, tales como dextrosa y
levulosa,
-Usted me ha definido la miel común, mientras que la
jalea real es un tipo de miel tan especial, que inyectada por la
abeja en uno de los alveolos del panal, produce una abeja muy
diferente a la que se cría en la celdilla donde sólo hay miel co-
mún, formándose un insecto diferente, capaz de engendrar, fun-
ción ésta que está vedada a las otras abejas.
-A lo mejor contiene mayor cantidad de materias azoadas

161
y de hidrocarbonos -repuso el doctor-o De todos modos, el
auge comercial de su jalea real está ya declinado, pasado de
moda, con lo que queda demostrado que se trata de una de
las tantas supercherías que se echan a rodar periódicamente,
para desgracia de los incautos.
El profesor cortó la discusión poniéndose de pie e invitan-
do a sus compañeros a pasar al balcón. Una vez instalados,
Madelaine pidió al profesor que les hablara acerca del auge
de la cocina durante la época de los Césares.
-Ya hemos dicho algo acerca de Calígula y también sobre
la vida de Lúculo -contestó el profesor-o Hagamos esta no-
che un breve recuento de la de Claudio, Nerón, Domiciano v He-
liogábalo. Si les estoy recordando la actuación de estos mons-
truos de la Naturaleza, no es porque ellos contribuyesen al ma-
yor esplendor de la cocina, sino para presentarles un esquema
de la vida romana de aquella época, que preparó la gran deca-
dencia de que fue víctima la gastronomía con la aparición de
la continencia de los primeros cristianos y la brutal sencillez
de los bárbaros del Norte. Los cuatro subieron al trono me-
diante la traición y el crimen. Fueron asesinos, ladrones y dege-
nerados. Los banquetes oficiales que ofrecían eran escenario
de sus porquerías y dilapidaciones. Claudio era endeble y en-
fermizo. Subió al poder teniendo 50 años de edad. Vivió go-
bernado por sus libertos y sus esposas. Era alto y bello de
semblante, pero le tlaqueaban las piernas al caminar. Ofrecía
con frecuencia opulentas comidas y de ordinario tenía hasta
600 convidados. Como ya les había dicho, se asegura que pro-
yectaba un Edicto para permitir que sus invitados pudiesen
«ventosear» en la mesa: (eflatun crepitunque ventris in convi-
vio emitendí»), cuando supo que uno de sus convidados estuvo
a punto de morir por haberse «contenido» en su presencia. Co-
mía y bebía constantemente. Un día estando juzgando en el
Foro de Augusto, le llegó el olor de un plato que preparaban en
el vecindario, y seguido abandonó el tribunal y se fue a la casa
donde se hacía el cocinado. Sólo abandonaba la mesa cuando
ya estaba henchido de manjares y bebidas. En seguida se acos-
taba boca arriba para que sus criados le cosquillearan la gar-
ganta con una pluma, y así poder desahogar su estómago y
volver al festín. Al criado que manejaba esa pluma se le llamó
«rex vomitorum», Era feroz y sanguinario. Presenciaba el tor-
mento de los condenados. Se dice que murió envenenado por el
eunuco Holato, su gustador, o «praegustador», que era preci-

162
samente el funcionario de Palacio encargado de. probar los
manjares para saber si estaban envenenados.
-Le sucedió Nerón. Su verdadero nombre era Lucius Do-
minicius Nero Claudius. Es un personaje discutible. Cubrió a
Roma de sangre pero también la pobló de estatuas. Saqueó a
toda Grecia y se trajo a Roma las obras de Fidias y Praxiteles.
Asoló el territorio de todo el Imperio buscando oro y piedras
preciusas para su palacio, la· famosa «Domus Áurea» que se
hizo construir después del gran incendio que destruyó a Roma.
Los atenienses escondían bajo la tierra sus preciosas estatuas
para substraerlas al pillaje de los emisarios de Nerón. Ese pa-
lacio fue construido en nueve meses. Cubría una superficie ma-
yor qUE: la que ocupan los palacios del Louvre y las Tullerías.
Era casi una ciudad. En su enorme patio interior levantaron
una estatua colosal del Emperador, modelada por el escultor
Zenodoro; medía 120 pies de altura. Luego, Adriano la hizo
mudar delante del templo de Venus, habiendo sido necesario
emplear para ello 24 elefantes. La estatua existía todavía a me-
diados del siglo VII de nuestra era. Muchos años después de la
muerte de Nerón, los romanos llevaban flores a esta estatua.
Los patios interiores del palacio estaban sembrados de arbus-
tos y plantas raras, que perfumaban el ambiente con sus aro-
mas. Los muebles fueron traídos de lo mejor que se producía
en todo el Imperio. Nerón envió a Grecia una comisión artís-
tica a recoger todo lo que fuese bueno para el palacio. El pre-
sidente ele la Comisión fue Acrato, un liberto de la confianza
del César. Escudriñaron a toda Grecia. Sólo del Templo de Del-
fas sacaron 500 estautas. A veces el pueblo ateniense se enfu-
recía y la comisión tenía que ser protegida por los gendarmes.'
La famosa Venus de Milo, orgullo del Museo del Louvre, perdió
sus brazos en estos desórdenes callejeros: un grupo de atenien-
ses logró rescatarla del puerto donde ya estaba embalada para
ser embarcada. La escondieron tan bien, que sólo vino a apa-
recer casi diecinueve siglos después, bajo la tierra, en una isla
del 'mar Egeo llamada Milo. Cerca de tres mil obras escultó-
ricás fueron a parar a la Domus Aurea. Los aposentos priva-
dos del emperador estaban revestidos con nácares y gemas. Las
camas eran de maderas preciosas con incrustaciones de oro y
cubiertas con tapicerías orientales recamadas de perlas. Los te-
chos artesonados podían abrirse y dejaban escapar perfumes
o pétalos de flores. Ocultos mecanismos rociaban perfumes. La
cama de Nerón estaba cubierta con un paño de brocado de
oro tejido en seda purpurina y adornado con piedras preciosas

163
de extraordinario valor. La colección de sortijas del César era
algo inigualado todavía. De todos los templos del imperio se
sacaron las gemas incluyendo la grandiosa colección del Rey Mi-
trídates, que Pompeyo había consagrado a Júpiter en su tem-
plo. En los dedos de Nerón brillaba el famoso ópalo de Marco
Antonio, la Sardónica de Policarpo, rey de Samas; el ágata de
Pirro y la célebre esmeralda que había pertenecido a Alejandro
Magno, y que Nerón usaba como monóculo. Su amplísimo dor-
mitorio estaba lleno de mesas, sobre las que descansaban esta-
tuillas de Corinto y las primeras piezas de cerámica china traídas
por las caravanas de los mercaderes partos; copas y jarro-
nes de cristal finísimo; la estatuilla de topacio de la reina Ar-
sinoe; las liras de oro con que se acompañaba en sus melo-
peas. La sala principal era el gran comedor: los artesonados
del interior del techo eran de oro y gemas. En uno de los pa-
tios levantaron un lago artificial que tenía cabida para peque-
ñas naves. Había estanques para la crianza de peces; jardines
botánicos y zoológicos, con extrañas colecciones de animales;
abundaban jaulas enormes, llenas de preciosas aves. Hizo cons-
truir cotos y selvas, arroyos y cascadas. Nos asegura Plinio que
en un cerro, dentro de esos jardines, levantaron un templete de-
dicado al dios de las viñas, construido con una piedra extra-
ordinaria recién descubierta en Capadocia: era blanca y
permitía el paso de la luz solar, y parecía como si ésta fuese pro-
ducida por la misma piedra. Según Plinio, esa piedra no se en-
contró de nuevo en Capadocia ni en ningún otro lugar, y asegu-
ra que era como mármol vivo. Cuando todo estuvo terminado,
Nerón se paseó por su palacio y exclamó: «Por fin tengo una
casa digna de un gran artista». El tren de vida del emperador
era algo verdaderamente extraordinario. Jamás se puso dos
veces el mismo vestido. Cuando viajaba, mil carros transpor-
taban su equipaje.
-¿Cómo se explica -preguntó Madelaine-. que un hom-
bre sensible y hasta cierto punto refinado, cometiera los crí-
menes que se le atribuyen? Hasta Séneca, su preceptor y ami-
go fue su víctima.
-La muerte de Séneca fue algo patético -contestó el pro-
fesor-y Un centurión le transmitió el deseo de César de que
se suicidara. Escuchó impasible la terrible orden. Continuó
comiendo. Pidió su testamento e hizo algunas modificaciones.
El centurión le exigió que abreviara. Se despidió de los pre-
sentes derramando algunas lágrimas. Su médico le abrió las
venas de las muñecas. Viendo que la agonía se prolongaba, pi-

164
dió que le abriesen también las de los tobillos. Al ver que la
muerte no llegaba, tomó cicuta. El cuerpo del anciano se re-
sistía a morir. El centurión perdió la paciencia, lo metió, san-
grante, en el baño, y lo ahogó. Se había iniciado la carrera de
los grandes asesinatos. A Séneca siguió Petronio, el amigo ín-
timo de Nerón, el gran gourmet, árbitro de la elegancia. Ya el
César había hecho asesinar a su madre Agripina y a su herma-
nastro Británico; siguieron los más notables senadores; le llegó
el turno a Popea, su esposa... después... la locura llevada a sus
extremos. Le obcecaba la memoria de Popea. Intentó olvidarla,
intensificando sus istrionadas en el circo. Se convirtió en un
verdadero payaso. Llegó al colmo escenificando un matrimo-
nio con Esporo, un muchacho que se parecía a Popea y con el
que vivió en «concubinato». Lo besaba públicamente. Suetonio
asegura que un cirujano lo operó cambiándole sus órganos se-
xuales. Casi veinte siglos después un soldado yanqui fue a Sue-
cia llamándose George y después de una serie de operaciones
regresó convertido en Cristine Jorqensen...
-En sus últimos años Nerón había engordado. Su cara per-
dió el aspecto aniñado que tuvo en su juventud y ahora pare-
cía una máscara. Su máxima obsesión era cantar en público.
Se organizó una tropa de jóvenes encargados de aplaudir, na-
ciendo así la primera claque. Se pintaba y acicalaba como una
mujer y llegó a la depravación más absoluta con mujeres y con
hombres. Cuando las tropas de Sulpicio Galva se acercaron
a Roma, sublevadas desde las Galias, Nerón huyó cobardemen-
te y en una choza en las afueras de la ciudad se ocultó acom-
pañado solamente de sus favoritos Epafrodito, Erporo y Faón.
Al acercarse los soldados, no tuvo valor para darse la muerte.
Viéndose ya rodeado, apuntó su puñal a la garganta. Epafrodi-
to tuvo que empujar el arma. Se asegura que sus últimas pa-
labras fueron: «qué gran artista muere conmigo». Por muchos
años el pueblo de Roma cubrió de flores su tumba. Así se com-
portan los hombres, cuando la degeneración embota sus almas...
-Hablemos ahora de Vitelio, de quien se dijo que se ne-
cesitaba la riqueza de toda una provincia romana para satis-
facer su inmensa glotonería. Su nombre completo era Aulus
Vitalius. Nació en el año 15 de la Era Cristiana y murió en el
69. A la muerte de Otón, estando Vite'lio en un campamento, los
soldados a medianoche lo sacaron de la cama y lo proclamaron
emperador. En su viaje hacia Roma a tomar posesión del trono,
atravesó las ciudades en un carro triunfal, haciéndose servir
banquetes noche y día. Apenas se ocupó del gobierno, dejándo-

165
lo todo en manos de un grupo de favoritos, que habían sido
histriones y aurigas. El día de su entrada a Roma, le ofrecie-
ron un banquete en el que se sirvieron dos mil peces y siete
mil aves. Nos dice Suetonio que el mismo Vitelio puso colmo
a esa suntuosidad con la inauguración de un plato de enormes
proporciones, al que llamó «Escudo de Minerva», y que con-
sistía en una mezcla de hígados de escaros, sesos de faisanes,
lenguas de flamencos y huevas de lampreas. Sus capitanes de
navíos y trirremes habían ido a buscar todo esto, desde el país
de los partos hasta el mar de España. Su voracidad no era sólo
inmensa, sino también repugnante y desordenada. No podía
contenerse ni durante los sacrificios y en los mismos altares
se hacía servir carnes y pasteles. Por simple capricho ordenó
el asesinato de los más nombrados ciudadanos del Imperio, y
se gozaba contemplando su agonía. Hizo morir de hambre a su
madre enferma. Cuando supo del levantamiento de Vespasiano,
se llenó de miedo y ofreció renunciar al trono si le perdona-
ban la vida. Luego reaccionó y atacó y venció a un grupo de
partidarios de Vespasiano, los encerró en el templo de Júpiter,
y ordenó incendiar el edificio, contemplando las llamas senta-
do en la mesa del festín. Al aproximarse las tropas de Vespa-
siano, se escondió debajo de una cama, de donde lo sacaron los
soldados, llevándolo, desnudo, hasta el Foro, y propinándole
golpes e insultos. Por fin lo hicieron pedazos que arrojaron al
Tíber. Junto a él también mataron a su hermano y a su hijo.
Tenía 57 años al morir.
-¿ Cómo puede explicarse -interrumpió Leroy- que un
pueblo, el Imperio más grande del mundo, se dejara gobernar
por semejantes mamarrachos?
-La enorme población de Roma, casi dos millones dehabi-
tantes, era una mezcla de razas sin sentido civilista y con una
idea muy vaga del concepto de la patria. Esa masa se dividía en
clases y órdenes. La aristocracia estaba corrompida y el pueblo
bajo la imitaba. Habían desaparecido hacía mucho tiempo los
Fabios, los Emilios, los Valerios. Todos querían divertirse, y el
único deporte era la muerte. La sangre y la tortura no levan-
taban objeciones ni siquiera entre los moralistas más severos.
Hasta el mismo Juvenal encontraba bien las matanzas huma-
nas en el circo. Tácito admitía que lo que se derramaba en la
arena del circo era «sangre vil». Plinio, hombre que tenía en
gran concepto la moral y las buenas costumbres, creía que
aquellas matanzas tenían un valor educativo, porque templaban
el alma con el sentimiento estoico del desprecio de la vida.

166
Marcial adulaba descaradamente a Domicíano, y VIVla en las
tabernas y los burdeles. Roma no era completamente cristiana,
pero tampoco pagana de un todo. El robo y el asesinato esta-
ban a tono con el bajo nivel moral de los romanos. No había
ni siquiera el acicate de la fe religiosa. Nadie creía en nada.
-¿ Vitelio fue sustituido, acaso, por otro monstruo? -pre-
guntó el doctor.
-No. -Respondió el profesor-o Subió al trono Vespasiano,
de la familia Flavia, de origen relativamente humilde. Por su
desprecio a los placeres refinados de la mesa, no debía ocupar-
me de él, Fue un gran emperador, y sólo se le tildó de suma
avaricia. Tuvo un gesto que me reconcilia con él: a un hombre
que lo visitó para darle las gracias por un favor concedido, lo
acusó de usar perfumes, y -le dijo: «Preferiría que olieras a
ajo». Falleció de muerte natural, a los sesenta y ocho años de
edad. Gobernó diez años, y su principado, comparado con los
anteriores, fue excelente. Se produjo una sucesión de empera-
dores más o menos anodinos: Tito, Domicíano, Nerva, Trajano,
Adriano, Antonino, Marco Aurelio, Cómodo, Partinax, Juliano,
Clodio, Septimio Severo, Caracalla, Macríno, hasta llegar a He-
liogábalo, otro monstruo con inquietudes gastronómicas, bufón
y pederasta. Después sigue un desfile de príncipes ineptos, has-
ta que Roma deja de ser la capital del Imperio, y Constantino
la traslada a Bizancio.
-Este breve epítome de la Roma cesárea lo voy a terminar
dedicando un recuerdo cariñoso a Zenobia, la Reina de Pul-
mira. Esta portentosa mujer tenía como consejero de Estado
al retórico griego Casio Longino, cuya obra «Tratado de lo Su-
blime» lo ha hecho famoso. Palmira, entre el Mediterráneo y
el Eufrates, era una ciudad maravillosa por sus palacios y su
riqueza. Hacia ella convergían las rutas de las caravana') que
transportaban la seda, el incienso, el marfil y las piedras pre-
ciosas de la India, China, Persia y la Arabia del Sur. Zenobia
gobernaba como regente durante la minoría de edad de su hijo
el príncipe Vaballatus Athenodorus. Los árabes que poblaban a
Palmira eran adoradores del Sol. Todavía están en piesete-
cientas cincuenta columnas de piedra rosada del Templo del
Sol, Baal-Shamin, en las ruinas de Palmira. La mesa de Zeno-
bia era un festín constante de buen gusto oriental, romano y
griego. Los Sheiks de todos los reinos del Oriente, cubiertos de
joyas, se sentaron a su mesa, en el gran comedor de su pala-
cio, cubierto de tapices, de brocados y de alfombras. Melocoto-
nes de Tabrix, higos de Kermanhah, melones de Kashan, nue-

167
ces, almendras, alfonsigos, miel, leche cortada de cabras, beren-
jenas. siropes de frutas y pétalos de rosas, Chelou-Kebab, uvas,
cohombros, codornices, arroz, puerros, cebollas, Ab-Goosht...
cubrían las largas y bajas mesas del festín, mientras Zenobia,
la opulenta reina de Palmira, presidía desde su trono de oro y
pedrería. Pero ocurrió que Aureliano, el Emperador del Mun-
do, desde su palacio en Roma, creyó que Zenobia lo traicio-
naba, y decretó la destrucción del reino. Palmira fue asolada,
descuartizados sus habitantes, confiscadas sus riquezas. En-
tre las víctimas de este acto de barbarie estaba el preceptor
de la reina, Casio Longino. Murió como saben hacerlo los filó-
sofos: sereno, confortando a sus compañeros de martirio y
bendiciendo el nombre de su reina. Zenobia fue hecha prisio-
nera. En la procesión triunfal de Aureliano al entrar a Roma
victorioso, figuraba Zenobia. Un soldado pretoriano la llevaba
amarrada a una cadena de oro, que la agobiaba con su enor-
me peso. La crueldad de Aureliano llegó al extremo de des-
pojarla de todas sus prerrogativas reales y hacerla casar con
un insignificante senador. La pobre reina pasó el resto de su
vida como una simple burguesa, en una villa que su cruel
opresor le regaló situada en lo que hoyes el barrio de Tívoli,
cerca de Roma... La que un día fue ama y señora de la mitad
del Oriente, perdió su corona... pero allí están todavía las rui-
nas de su gran ciudad, mientras que Aureliano se esfumó en
la Historia.
-En la lista de emperadores anodinos usted incluye a Tra-
jano, Adriano y Marco Aurelío, y tengo entendido que fueron
grandes gobernantes -arguyó Desaix.
-Sí -contestó el profesor-, pero no fueron grandes gas-
trónomos. Adriano resplandece por la extraordinaria organi-
zación que imprimió en la administración del Imperio y por
sus relaciones con Antinoo, el joven bitinio de gran belleza
masculina. Cuando ese favorito se le escapó, apelando al sui-
cidio, Adriano casi enloqueció de dolor e hizo que el vasto
territorio del Imperio se cubriera de estatuas del efebo ado-
rado.

168
VII

LOS ABUELOS DE TANHAUSER

Habían organizado una partida de caza y pesca y ese día


salieron de madrugada rumbo a la desembocadura del río
Barraca te. Fueron todos en una gran lancha de motor. Lleva-
ron cajas con hielo para enfriar las botellas de bebidas refres-
cantes y para conservar las piezas que pudieran recoger, así
como sandwiches, pasteles y frutas de la más variada especie.
Los hombres iban trajeados con polo-shirts, pantalones cortos
tipo bermuda y sombreros coloniales ingleses. Rosina, Made-
laine y Josefina se habían puesto de acuerdo para llevar las
tres pantaloncitos cortos y blusas ligeras, escotadas y sin man-
gas. Se cubrían con pavas de tejido fino de cana y calzaban
chilenas policromadas que les daban aspecto de colegialas. De
la armería del yate habían traído escopetas, arpones, anzue-
los, atarrayas y demás aperos para la pesca y la caza.
La desembocadura del río Barracote queda a unos cua-
renta kilómetros de distancia de Anadel. Está en el fondo de
la bahía, hacia el Sur, y su boca mide unos doscientos metros
de ancho. Es profunda y el encuentro del río con el mar se
produce suavemente. Más abajo de la boca está la gran playa
de Los Haitises, de unos seis kilómetros de extensión, con
blancas arenas y bordeada de cocales. Aquí la pesca es abun-
dante, porque los cardúmenes acuden atraídos por la materia
alimenticia que arrastra el río, cuyas márgenes están cubier-
tas de espesa vegetación. De los árboles cuelgan bejucos retor-
cidos, que llenan de sombra el paraje. Las orillas están cu-
biertas con yerbas acuáticas, agregando mayor encanto al re-
manso de las tranquilas aguas, que se confunden silenciosa-
mente con las del mar. La fronda que circunda el curso del
río es soberbia, grandiosa, impresionante...
Todavía no había salido el sol cuando ya los excursionistas
sintieron hambre y desayunaron dentro de la lancha, que na-

169
vegaba majestuosamente sobre las dormidas aguas de la oahía.
Al pasar frente a los cayos, el ruido del motor espantaba a
los cuervos que dormían en los matorrales, y sus graznidos
llenaban el aire de novedad. En la proa la figura de Trigar-
thon se imponía. Iba enhiesto, y con los brazos indicaba al
timonel de popa la ruta que debía seguir. Vergara y Rosina
se habían subido sobre el techo de la lancha, para «disfrutar
de la luminosa obscuridad de la madrugada», según decía
ella, pero no pudieron permanecer allí mucho tiempo porque
la velocidad del bote hacía que la brisa les molestara y las
salpicaduras del agua a veces llegaban hasta ellas. Bajaron
y propusieron que las luces fueran apagadas, porque ya se
iniciaban los primeros albores del amanecer. El doctor De-
saix dijo que para gozar mejor aquel grandioso espectáculo
de la aurora, necesitaba afinar sus sentidos, y en la taza del
café virtió un trago doble de coñac, con lo que su ánimo se
exaltó y llovían las frases rimbombantes, que Leroy comen-
taba con el terrible estilete de su ironía.
-¡Mademoiselle Chanacl -declaró el doctor-o Te invito
para que nos tiremos al mar, desnudos como ángeles. Mira
allá, y alcanzarás a ver a Poseidón que nos aguarda, rodeado
de su corte de Náyades, Ninfas y Oceánidas. Desde aquí las
reconozco. Aquella es Calipso y la otra Eurídice. Mas allá dis-
tingo a Deianiar, Anfitoe, Climene, Erato y Galatea. Allí viene
el hijo de Neptuno, el grandioso Tritón. Nos llama con su
caracola de nácares 'sonora. Sabe que somos los nuevos Ar-
gonautas y los Dióscuros, y viene a escoltarnos en nuestro
viaje por las profundidades del mar.
-No se tire, Madelaine, que ese agua está friísima ... -dijo
con sorna Leroy.
-Ese artefacto humano me encoleriza con sus vulgarida-
des -exclamó el doctor señalando a Leroy-. Propongo es-
trangularlo y echárselo a los tiburones, aun a riesgo de que
se envenenen.
Eran ya las siete de la mañana cuando llegaron a la de-
sembocadura del Barracote. Una ligera neblina empañaba el
aire y se percibía un alto grado de humedad. La lancha había
disminuido la marcha y avanzaba suavemente sobre las tran-
quilas aguas.. Vergara advirtió que de momento podían le-
vantarse desde la espesura bandadas de palomas y cotorras
y que debían tener las escopetas preparadas; organizó la
posición de cada tirador y la dirección en que cada uno debía

170
disparar. Trigarthon y los dos peones que habían llevado
estaban prestos para lanzarse al agua a recoger las presas que
fueran cayendo. Todos estaban muy emocionados. Las tres
mujeres quedaron dentro del bote y los hombres estaban
sentados sobre el techo.
Comenzó a escucharse la gritería de las cotorras y de
improviso se levantó una verdadera nube de estas aves. Me-
nudearon los disparos y empezaron a caer al agua las presas,
que los dos peones y Trigarthon recogían, nadando velozmente.
Una nueva oleada de pájaros arrancó el vuelo desde las altas
copas de los árboles, tierra adentro. Ahora eran palomas ne-
gras de las llamadas «casquito blanco» porque tienen un pe-
queño moño de pI urnas de ese color en la cabeza. Caían por
docenas, y en media hora habían cobrado unas cuarenta co-
torras y otras tantas palomas. El profesor opinó que ya era
suficiente y que no debían continuar la matanza. La lancha
se encaminó suavemente hacia la margen derecha del río y
los peones, haciendo ya' pie en el agua, escarbaban entre los
pajonales. No tardaron las hicoteas en salir de sus escondrijos.
Atraparon doce, de las más grandes. Luego los peones subie-
ron a la lancha y se pusieron a desplumar y destripar las
palomas y cotorras, para conservarlas dentro de la caja con
hielo. El bote se adentró un poco en la ría, a marcha muy lenta,
mientras Trigarthon, de pie en la proa, lanzaba la atarraya.
Después de dos tiradas infructuosas, en una sola redada atrapó
una apreciable cantidad de palometas y corvinas.
Rosina palmoteaba, entusiasmada. El doctor no se cansaba
de afirmar que aquello era una Jauja incomparable. El profe-
sor no podía ocultar su alegría y besaba a las mujeres como
si repartiera golosinas. Leroy refunfuñaba alegando que aque-
lla carnicería era innecesaria. -¿ Qué vamos a hacer con tan-
tas cosas? -preguntaba, sin que nadie escuchara sus palabras.
Ya la lancha se había adentrado bastante, río arriba, cuan-
do se toparon con una mancha de camarones. Tiraron la red
y cuando la sacaron estaba repleta del sabroso crustáceo, del
tipo que llaman ojo negro, que mide unas cuatro pulgadas en
la cola solamente. El entusiasmo fue extraordinario. Decidieron
continuar, río arriba, para disfrutar de la belleza del paraje.
A medida que se estrechaba el lecho del río, el ramaje era
más tupido en ambas orillas, al extremo de que las ramas se
tocaban arriba. La umbría era magnífica y la algazara de las

171
aves ensordecedora: un verdadero paraíso de bucólico es-
plendor.
Merendaron dentro de la lancha, mecida por el leve ondu-
lar de las aguas del apacible río. Habían echado el ancla y la
suave corriente rozaba dulcemente los costados de la embar-
cación. Trigarthon, los dos marineros y los peones estaban
sobre el techo. Abajo, el profesor Croiset y sus amigos conver-
saban, jubilosos.
-¿ Quién ha dicho que el crecimiento demográfico de la
humanidad agotará las despensas de la Naturaleza? -pregun-
tó De Mers-. En una mañana y con un esfuerzo mínimo he-
mos acumulado alimento para diez familias.
-En el deporte todo esfuerzo siempre es mínimo, por cau-
sa del factor equipo. El instrumental que hemos traído no es
asequible al hombre común. Por otra parte, recuerde que hay
regiones inmensas, en el interior de algunos Continentes, donde
no aparece ni una lagartija -expresó Josefina.
-Esos contrastes son inevitables -intervino el doctor-,
y no somos nosotros los llamados a considerar tales pro-
blemas. La vida está llena de desigualdades y es una quijo-
tada tratar de remediarlas.
':"""La intención sana y la facultad para disfrutar de lo bello,
nos liberan de toda acusación -arguyó Croiset-. Disfrute-
mos de las cosas agradables que nos depara la vida... ¡mien-
tras podamos!
-Eso es lo que yo hago... -musitó Rosina, provocativa-
mente.
-eada cual lo hace a su manera -dijo Madelaine-. Mi
mayor placer es éste: el mar, la fronda, el aire, la roca...
-La centella, el rayo, la tormenta... -dijo Leroy, como
si continuara las palabras de Madelaine.
-¿ y por qué no? -respondió ésta, con viveza-o Los esta-
llidos de la Naturaleza son caricias que hay que saber gozar.
A veces matan. Pero ¿no es, acaso, la pasión sexual una con-
moción telúrica espantosa, un volcán, un alud, un terremoto?
-Prefiero el fuego penerante de un hombre enamorado a
la quemadura de la lava... -exclamó Rosina.
Avisados por Trigarthon, todos asomaron la cabeza por
los ventanales para ver un cardúmen de agujones que rodea-
ba el bote. Es un pez tubular, casi transparente, de unos
treinta centímetros de longitud y dos de grosor. Eran tantos,
que parecían una masa viva, compacta, inquieta, bullente, que

172
se trasladaba suave y acompasadamente. Vergara explicó que
no son comestibles, porque su carne es babosa y repugnante.
-Son terriblemente glotones -aseguró Vergara-. Pero
ellos a su vez sirven de pasto a otro tipo de peces, que a su
turno son devorados por otros de mayor tamaño, con lo que
se establece una dramática escala de ferocidad digestiva que
causa pavor. Es el struggle darwiniano... la terrible lucha por
la existencia o competencia vital. ..
-Dígalo usted con palabras más sencillas -interrumpió
Madelaine-; el pez grande se come al chico ...
-No siempre... -sentenció el Doctor.

* * *
Al salir al mar, vieron que unos doce o quince pescado-
res tiraban hacia tierra una gran red o chinchorro en la pla-
ya de Los Haitises. Se acercaron en la lancha, a marcha muy
lenta, para presenciar la operación. La enorme malla se iba
estrechando a medida que los pescadores tiraban de ella des-
de la playa, y ya se percibía el hervidero de los atrapados.
La labor tenía que ser pausada y cuidadosa para evitar que
las presas saltaran y se escaparan. El profesor calculó que la
red podría tener unos setenta metros de largo por cuatro o seis
de ancho. Cuando al fin la red fue sacada totalmente, las arenas
de la playa quedaron cubiertas con una extraordinaria multi-
tud de peces de diversas clases. El espectáculo era asombro-
so. Se escuchaba el aleteo de los pescados en su desesperada
agonía. Vcrgara compró a los pescadores tres corvinas de es-
pléndido tamaño.
Durante el viaje de regreso comentaron los incidentes de
la excursión. Venían agotados, exhaustos ... Esa noche no hu-
bo conferencia en el balcón. El sueño los vencía y se acostaron
temprano... Estaban saturados de mar, de jungla, de flora...
El follaje rebullía en sus cerebros, con nerviosismo de planta
trepadora, con humedad de musgo y herbolario, de zarzales y
de breñas ... Era, en sus cabezas, una sinfonía de perfumes
y colores, de piensos y forrajes, de escamas, de marismas y
moluscos, de viscosidades y jaleas, de concha, de oleajes, de
resacas, de entrañas de aves destripadas, de hígados calien-
tes... ¡Ah! Los estetas del salón versallesco, codeándose con el
fango de un riachuelo plebeyo, llamado Barracote... Ellos...

173
habituados al legendario Danubio, al erudito Sena, al sofisti-
cado Rbin...
Y... alcanzados por el sopor, durmieron doce horas ...

* * *
-En nuestra charla de anteanoche traté de describir-
les el estado en que se encontraba el Imperio Romano y el
punto a que había llegado su cocina, porque es en ese escena-
rio donde se va a desarrollar la más profunda transformación
de la historia de la gastrosofía. Roma fue el caldo de cultivo
donde se realizó esa gran alteración. Es a partir de esa época
cuando un cataclismo abate el arte culinario, dejándolo pos-
trado, casi muerto. Cuatro son los factores más importantes
que producen esta catástrofe. Mencionémoslos, aunque sea
someramente.
·-En primer lugar, el traslado de la Capital a Bizancio, la
futura Estambul de los Turcos. Allí Roma es absorbida desde
el Este por los usos y las ideas de lo que hoy conocemos como
Irak y Turquía, o sean la Bitinia, el Ponto, Capadocia, Armenia,
Mesopotamia, el país de los Partos. Por el Oeste la Macedonia
y la Tracia, que ahora constituyen a Rumanía y Bulgaria, y por
Dalmacia, la actual Yugoslavia. Este conjunto de territorios lo
conocemos hora con el nombre genérico de Cercano Oriente.
Aquí Roma, en sentido culinario, se transforma profundamente
y adquiere los hábitos, refinados a veces, repugnantes otras, de
la cocina oriental.
-Mientras esto ocurre, se. produce el segundo factor. Por
el Norte desciende una avalancha de hombres nuevos, rubicun-
dos y corpulentos. Son los Francos, los Godos, los Ostrogodos,
los Visigodos, los Germanos, los Lombardos, los Turingios, los
Vándalos, los Anglos, los Gépidos... Bajaban desde las mesetas
de la Renania y la Turingia, desde la Selva Negra, desde las
márgenes del Rin, del Danubio, del Elba, del Oder, del Lech,
del Weser... Llegan como aludes, cual torrentes hervorosos.
Son millones ... Acometen como masas sólidas de carne semi-
humana, arrollándolo todo a su paso. Eran tribus incontables
que cubrían los territorios de lo que hoyes Alemania, Bélgica,
Éscandínavía, Finlandia, Rusia... Eran tantos y duró tanto tiem-
po su éxodo hacia el Sur, que terminaron por conquistar y
luego destruir el Imperio Romano, haciéndose dueños de la Eu-
ropa Central. Los Romanos llamaban bárbaros a todo el que

174
no hablaba latín o griego; el vocablo llegó a significar incivili-
zados, y todavía tiene esa acepción.
-Estas invasiones duraron casi tres siglos y ejercieron
una influencia muy profunda en el mundo antiguo. Millones y
millones de pies duros y grandes pisotearon el suelo del Impe-
rio como para que por mucho tiempo no pudieran germinar los
frutos de las huertas que formaban la base del refinamiento
griego y romano. Los criaderos de trufas se desecaron, desa-
pareciendo así uno de los más eminentes logros de la gastro-
nomía, hasta que los hombres del Renacimiento consiguieron
revivirlo. Aquellos invasores eran rudos, groseros, y su cocina
muy primitiva. El arte culinario huyó, perseguido y escarnecí-
do, para, al fin, buscar asilo en los conventos de los monjes
de la Edad Media, que ya empezaban a proliferar a lo largo de
todo el Continente. Eran los bárbaros hombres muy simples
en su alimentación. Conocían el proceso de la panificación. Cul-
tivaban 'la cebolla en gran escala, que comían preferiblemente
asadas al rescoldo. En su dieta figuraba la carne de res y de
cerdo, Ia caza de pelo y el pescado, todo asado o simplemente
sancochado. Conocían la hidromiel y algunas de esas tribus culo
tivaban la uva. Por el año 750 se inician nuevas invasiones.
Ahora son los Merovingios. Introducen nuevos elementos culi-
narios, tales como salsas fuertemente condimentadas, las len-
tejas y el queso. Hasta comían pétalos de rosas y violetas acara-
meladas con miel. Gregario de Tours nos cuenta de la suntuo-
sa mesa del rey Chilperico. Esta inquietud gastrosófica dura
desde Meroveo hasta Childerico, con cuya muerte desaparece
la tribu de los merovingios. Luego los carolingios introducen
el uso de vajillas ricas y lujosas. Alarico capitaneando las
huestes visigodas había impuesto las grandes piezas de carne
asada y debemos reconocerle tanto a éstos como a los godos
la paternidad del arte de la rotisserie. Los normandos, con sus
tribus de varegos o rus, fueron, tal vez, los que inicialmente
despertaron en los británicos su inclinación hacia el «Roast-
beef», Así, cuando llegamos a Carlomagno, ya la mesa iba me-
jorando y quizá superando, en cierto sentido, a la del mismo
Lúculo.
-El tercer elemento es la primitiva Iglesia Cristiana, que
golpea y aturde a la gastronomía, reviviendo los antiguos ayu-
nos, con sus ermitaños de la Tebaida, sus eremitas, anacore-
tas, cenobitas y ascetas. El santoral de los primeros siglos del
Cristianismo está lleno de hombres flacos, hambrientos. Son

175
los que dieron el espaldarazo al llamado pecado de la gula.
Comer mucho o bien era una afrenta a Dios. Los gourmets es-
taban condenados a las llamas del infierno. Comer poco y malo,
o comer nada, era una virtud. Se olvidaron de que fue su mis-
mo Dios el que hizo caer una lluvia perenne de maná, para
mantener gordos y sanos a los israelitas, durante los cuarenta
años que tardaron en su éxodo desde Egipto hasta la tierra
prometida de Canaan. Olvidaron que la Biblia, el Antiguo Tes-
tamento, es el primer libro de cocina que ha existido. Contie-
ne un sinnúmero de recetas culinarias, una de ellas dictada
por el mismo Jahavé ¡para calmar el hambre del profeta Elías!
-Quiero hablarles ahora del cuarto elemento que contri-
buyó a la honda transformación que sufrió la gastronomía. Es-
te fue más bien una revolución caída de repente sobre el cuerpo
adormecido de la cocina europea. América había sido des-
cubierta, y con ella una serie infinita de nuevos recursos y ele-
mentos culinarios. ¿Fue, acaso una burla del destino, ofrecer es-
tas riquezas a la cocina europea, que estaba oprimida por el
semisalvajismo de los bárbaros y por el terrible ascetismo
de la Iglesia? ¿O fue más bien un acicate, un incentivo, un estío
mulo, divino casi, para que sacudiera sus cadenas y surgiera
de nuevo, más esplendorosa que nunca? Estas preguntas nos
serán contestadas por el Renacimiento, con sus grandes este-
tas que devolvieron a la culinaria de Europa toda su hermosu-
ra y elegancia.

* * *
Al otro día, muy temprano, un bote-motor del yate llevó
a Samaná a Madelaine y al abogado Vergara. Este seguiría
hasta la capital, donde permanecería una semana en asuntos Ie-
gales relacionados con la permanencia de sus amigos franceses
en AnadeI.
Después que su marido partió, Josefina se había vuelto a
dormir, y ya eran las once de la mañana cuando despertó. Qui-
so quedarse acostada, disfrutando del silencio que reinaba en
la casa y del agradable calorcillo de la cama. Pensó tocar el
timbre para pedir café, y se abstuvo de hacerlo. Experimenta-
ba el deseo de estar sola. Quería pensar con tranquilidad y tra-
tar de poner en claro sus ideas. El viaje inopinado de Jorge y
su empeño en ir solo la había mortificado un poco. No sabía a
qué atribuir aquella decisión de última hora de su marido. No

176
se había hablado de viaje a la capital. El bufete le había con-
cedido unas vacaciones de un mes, y ellos habían resuelto pa-
sarlas en Anadel con sus amigos franceses. Se levantó y puso
el pestillo a la puerta, acostándose de nuevo. Su imaginación
estaba inquieta y se le hacía difícil concentrar sus pensamien-
tos en una sola idea que la perturbaba a veces. Llevaba ya ca-
si un año de casada y no había señales de embarazo. Sabía que
Jorge quería dos o tres hijos. ¿Era que no se los podría dar?
Se desarropó y contempló su desnudo cuerpo. Era hermosa y
se sentía satisfecha de su vida matrimonial. No le había dado
importancia al desgano de Jorge durante la última semana. A
sus insinuaciones contestaba con una sonrisa de excusa y el
velado pretexto de que era tarde y necesitaba dormir. ¿Estaba
perdiendo interés por ella? Volvió a mirar su cuerpo. Quiso
hacerlo de nuevo, poniéndose de pie frente al espejo grande
de la puerta del cZoset. Tenía la seguridad de que era más her-
mosa que Rosina. Y, ¿por qué 'le asaltó aquella idea? Quiso re-
cordar miradas interesadas que había sorprendido en Jorge
cuando se bañaban en el mar estando junto a Rosina. ¿Estaría
Jorge pensando lo mismo, con respecto a la manera como Le-
roy la miraba a ella? Las ideas le daban vueltas en la cabeza
y no había forma de poder razonar con sosiego. Recordaba con
fruición los primeros meses que siguieron a su boda con Jor-
ge. [Cuán amoroso y delicado fue con ella! Con cuánta maestría
le enseñó los primeros pasos. Cómo admiraba sus raros capri-
chos y sus empeños por descubrir lo que él llamaba «los pai-
sajes» de su cuerpo... Se obsesionó con sus axilas, que decía
que eran extraordinariamente hermosas. Las llamaba «tem-
plos», «bujías», «himmos»... Las acariciaba como si fueran se-
res vivos, cuidándolas y mimándolas con exquisito refinamien-
to. Se ocupaba de embellecerlas con discretos y suaves perfu-
mes. Parecía el sacerdote de un extraño y nuevo rito... Ahora,
sola en su habitación, la enervaban esos recuerdos. Aquella
adoración de Jorge por sus brazos se extendió a todo su cuerpo.
La cubría de besos y caricias desde la cabeza hasta los pies.
Decía que sus senos eran Ios más hermosos y delicados que
existían sobre la tierra... Qué feliz era en los brazos de aquel
hombre viril, fuerte, vigoroso y -ardiente, pero a la vez tierno
y refinado. Sus noches eran verdaderas orgías de placer que la
dejaban satisfecha, extenuada pero feliz y orgullosa al sentirse
adorada de ese modo. Comprendía que en realidad era hermo-
sa. Al evocar esos recuerdos, comparaba al Jorge de antes,

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de hacía un año apenas, con el Jorge de hoy... Nada le podía
echar en cara pero su instinto femenino le advertía que no era
el amante ardoroso e incansable de los primeros meses. Algo
estaba cambiando. ¿Sería porque no le había dado un hijo toda-
vía? Tampoco era por eso, porque él siempre le había dicho
que durante los dos primeros años la quería para él sólo, que
su cuerpo fuese solamente' para él. ¿Cuál podría ser, entonces,
la causa de aquel enfriamiento que notaba en su marido des-
de algunos meses? Y ahora, ese viaje inesperado, dejándola
sola por primera vez, y entre hombres extraños...
EI timbre de la puerta la sobresaltó. Apresuradamente se
puso la bata y preguntó quién era. Respondió Rosina. Le pidió
un minuto mientras se arreglaba el pelo. Al abrir, Rosina pre-
guntó si estaba enferma. Le 'dijo que no y la invitó a entrar.
-Su ausencia en el desayuno nos ha preocupado, y quise
venir a ver si se sentía bien. ¿O es acaso la partida de su ma-
rido que la ha puesto triste? -preguntó Rosina con malicia.
-Gracias por su interés. Estoy bien. Me dormí de nuevo
cuando Jorge se fue y al usted llegar ya me estaba levantando.
-¡Qué precioso negligé! Nunca había visto una cosa tan de-
licada. Y qué bien armoniza con el bello color rosado de su
piel.
-Es usted muy amable, Rosina. Se lo ofrezco, gustosa-
mente. Le sentaría muy bien porque es usted muy hermosa.
-¿Me permite que la tutee? -Gracias. Le agradezco el ofre-
cimiento, pero nunca uso esa prenda. Cuando estoy sola en
mi cuarto prefiero estar desnuda. Es un mal hábito que adqui-
rí desde niña, cuando comencé a practicar ejercicios gimnás-
ticos' y a recibir clases de ballet.
-Por eso tienes el cuerpo tan bien moldeado.
-Gracias. Tú no te quedas atrás. Todos comentan lo escul-
tural de tu cuerpo y especialmente la belleza de tu piel. No
sonrías. Tú lo sabes y por eso usas traje de baño de color ne-
gro para hacer resaltar el blanco nacarado de tus muslos y tus
brazos.
El señor Vergara es un hombre dichoso...
-¿Dejaste novio en Francia... ?
-Tuve novios cuando era niña. Después sólo he tenido...
¡Bien! Tú lo sabes...
-Rosina...
-Soy sincera contigo. A toda mujer nos hace siempre falta
una amiga y confidente. No te pido que lo seas tú conmigo,

178
pero te ruego creer que no soy mala: solamente apasionada;
tal vez una enferma. Cuando me gusta un hombre, me entrego
a él en cuerpo y alma. Por eso no me casaré nunca.
-¿Y los abandonas con facilidad?
-Trato de que nos abandonemos mutuamente. Este VIaje
al trópico me ha trastornado, y creo volverme loca. Quiero se-
guir cubriendo las apariencias pero todo se confabula contra
mí. Te pido tolerancia. No le hago mal a nadie.
-El sufrirá mucho cuando lo dejes ...
-El amor a veces causa dolor. Pero eso sólo compete a
los amantes. Ambos somos mayores de edad. Pídele a tu espo-
so que no interfiera en mi vida privada, como yo no interfie-
ro en la de él ni lo haré con respecto a ti.
-No comprendo lo que quieres decir...
-En este grupo todos somos sensuales, cada uno a su ma-
nera, pero nos respetamos los unos a los otros. Somos discre-
tos y tolerantes y, como te dije, tratamos de guardar las apa-
riencias hasta donde sea posible, porque somos decentes y
queremos seguir siéndolo. Tú tienes más fuerza de voluntad
que yo, más control sobre ti misma, tal vez porque eres casa-
da y porque naciste aquí y sabes entendértelas con esta Na-
turaleza incitante y provocativa.
-¿ Quieres insinuar algo?
-Sólo trato de ser sincera contigo. Eres joven y ardiente
como yo. No sé ni me importa saber cuáles son tus relaciones
con Vergara o con... Leroy.
-¡Estás loca! .
-El sí está loco por ti.
-¿Te mandó él a' decírmelo?
-No. Sólo te hago objeto de mis confidencias. ¿Quieres
saber una cosa? Tengo otro amante. Un marinero del Yate. Me
reúno con él en mi camarote, al cual vaya menudo, pretextan-
do traer o llevar ropa o libros, o cualquier cosa.
-¿Lo sabe Trigarthon?
-Lo sospecha y nada me dice, porque le he enseñado a ser
tolerante... El mismo me lleva al Yate en su cayuco.
-Pero... eso es ...
-No me insultes, te lo suplico. Si quieres puedes tenerme
lástima y compadecerme. Pero te pido que no me desprecies,
como yo no te despreciaré a ti el día que te entregues a Leroy
o a otro hombre que te guste. Me dirás que eres casada y ho-
nesta. Te contestaré que ya has sido infiel a tu marido con el

179
pensamiento, muchas veces. Eso le pasa a todas las mujeres,
sin excepción, y los maridos lo saben y nada pueden hacer pa-
ra evitarlo. Son las leyes de la vida, impuestas por la Natura-
leza, y es una tontería luchar contra ellas... Me voy. Te ruego
que seamos amigas.
-Aguarda. ¿Será Jorge tu tercera víctima?
-No son víctimas. Son beneficiarios de mi juventud, de
mi hermosura y de mi lujuria.
-Tu lascivia es enfermiza...
-Te equivocas. Es igual a la tuya. La diferencia está en que
la administramos de distinto modo.
Cuando la puerta se hubo cerrado, Josefina se quedó pas-
mada. Una sensación de vacío apretaba su pecho mientras su
imaginación se desbordaba con una confusa muchedumbre de
luces y revelaciones. Así permaneció largo rato hasta que otra
vez tocaron en su puerta. Era un sirviente que la llamaba pa-
ra el almuerzo. Vió el reloj. Era la una y media del día.

* * *
Mientras almorzaban comenzó a caer una copiosa y pesa-
da lluvia. El cielo se había ido nublando y fue necesario encen-
der las luces. El Profesor se lamentó de que el tiempo hubiese
echado a perder su plan de ir a la gruta de las Náyades des-
pués del almuerzo. Sentía deseos de hacer ejercicio caminan-
do a pie. Cuantas veces se cruzaron las miradas de Rosina y
Josefina, ésta pudo advertir que aquélla se comportaba como
si nada hubiese ocurrido entre las dos. Su serenidad confundía
a Josefina, y no sabía si odiarla o admirarla. De repente la
lluvia cesó y comenzó a aclarar el día. Cuando se levantaron
de 'la mesa ya el sol brillaba con toda su fuerza, pero la at-
mósfera se había cargado de humedad y estaba pesada y tibia.
Josefina fue al balcón y allí encontró al señor De Mers,
que miraba, extático, la Bahía. Al sentirla le dijo:
-¿No le parece que el mar se ha solidificado? Mire usted
qué terrible quietud. No se mueve ni una hoja de los árbofes.
Me infunde miedo este silencio. Me hace sentir acorralado y
temo cometer un acto de agresión.
-Estaré a la defensiva --contestó Josefina de buen hu-
mor-o En realidad, parece que se prepara algo terrible. El sol
sale por unos momentos y se oculta de nuevo. ¿Insistirá el Pro-

180
fesor en hacer su recorrido a pie hasta la gruta de las Náya-
des?
-Me dijo hace un momento que había desistido. No va a
trabajar en su libro esta tarde, y por tanto tengo mi tiempo
libre. ¿Por qué no hacemos usted y yo el recorrido ese y va-
mos a conocer la ya famosa gruta?
-¿Por qué no? Déjeme poner unos zapatos bajos y un traje
más apropiado. Debemos llevar impermeables, por si acaso
vuelve a llover. Espéreme abajo. Estaré con usted en pocos
minutos.
Se reunieron frente al muelle y tomaron el tortuoso trillo
paralelo a la playa. En diez minutos llegaron a la gruta y se
sentaron sobre la roca. De Mers tomó una rama seca y le
pidió a ella que se descalzara para quitarle el lodo a sus za-
patos, haciendo luego lo mismo con los suyos. Estaban acalo-
rados por la caminata y porque el aire era caliente.
-Leroy quiere que se traiga un escultor de Francia para
que esculpa un grupo estatuario allí arriba que lo represente
a él, al profesor y al doctor rodeados de ninfas .,.-dijo Josefi-
na, riendo.
-Quiere muchas cosas el amigo Leroy... -contestó De Mers,
en tono misterioso--. Parece un soñador, y no lo es ...
-¿Por qué dice usted eso?
-Porque lo conozco desde hace tiempo. Es un hombre de
mucho carácter, que se empeña siempre en llevar a cabo lo que
se propone. Es una gran cualidad en un abogado.
-¿Yen qué cosa está empeñado ahora? ¿En que se haga la
escultura allí arriba?
-No precisamente en eso, bien lo sabe usted, madame de
Vergara...
-Puede llamarme Josefina. Ya es tiempo de que todos los
del grupo nos tratemos con un poco menos de protocolo y so-
lemnidad.
-Es cierto. La Bahía nos circunda y debe-nos solidarizar-
nos en nuestra defensa común.
-¿Defendernos? ¿Contra quién?
-Contra esta naturaleza provocadora y contra nuestros ins-
tintos. que el ambiente exacerba. He acompañado al profesor
en sus viajes por Grecia, Egipto, Italia, España, Haway, Fili-
pinas, y en ningún 'lugar he encontrado una naturaleza más lú-
brica que ésta. Es procaz, impúdica a veces.
-¿No podrá domeñarla vuestro refinamiento parisino?

181
-Es tan agradable conversar con una mujer bonita, inteli-
gente y culta... -dijo De Mers, como si no hubiese escucha-
do las últimas palabras de Josefina-. Créame usted que no es
una lisonja si le digo que pocas mujeres reúnen tantas precio-
sas cualidades como usted. A veces pienso que me voy a ena-
morar de usted, pero soy demasiado respetuoso con mis ami-
gos y no incurriré en esa niñada.
-Si todos pensaran como usted, las mujeres nos sentiría-
mos más seguras. Quiero corresponder a su galantería dicién-
dole que es muy difícil encontrar un hombre que, como usted,
sea tan caballeroso, digno, educado y de trato tan exquisita-
mente discreto y agradable.
De Mers bajó la cabeza, ruborizado casi, y pronunció un
«gracias, señora», apenas perceptible. Reaccionando, se puso
de pie y preguntó:
-¿Qué le parece nuestro profesor? ¿Se siente contenta en-
tre nosotros? ¿No la aburrimos con nuestra obsesión gastro-
nómica? ¿Cuándo vuelve su esposo?
-Parece usted un niño... haciendo tantas preguntas ia la
vez. ¿Quiere que firmemos un pacto de ayuda mutua?
-Ahora me toca a mí preguntarle: ¿para defendernos de
quién?
-De nosotros mismos, de nuestros instintos, de esa Natu-
raleza provocadora...
Mientras hablaban, sin proponérselo habían iniciado el viaje
de regreso, caminando muy lentamente, y deteniéndose a ca-'
da momento para comentar cualquier cosa sin importancia.
Anochecía cuando llegaron a Anadel. Divisaron a lo lejos, acer-
cándose a la playa, el cayuco de Trigarthon.
-Es Rosina... que viene de cayo Alcatraz... -exclamó con
vehemencia Josefina, involuntariamente.
-No -respondió De Mers-. Es una sacerdotisa, que re-
gresa del Templo de Afrodita...

* * *
Ya instalados en el balcón, después de cenar, Leroy insistía
en su tema de que Italia le estaba robando a Francia la supre-
macía que en materia culinaria mantenía desde hacía muchos
años. Aseguraba que Francia se dormía en sus laureles mien-
tras los italianos eran más activos cada día en el perfecciona-
miento de sus técnicas gastronómicas y en la propaganda in-

182
ternacional que sostenían, casi ferozmente, para imponer al
mundo sus pastas y su maravillosa confitería.
--.Gritan y gesticulan -decía- para proclamar la superio-
ridad de su cocina. Y hay que confesar que en los últimos
años han logrado un avance extraordinario. Han sido muy as-
tutos, explotando la candidez de esa cosa terrible que se llama
los Estados Unidos de América. Sólo en Nueva York hay más
italianos que en Roma y casi en cada esquina aparece un le-
trero que dice: «Italian Restaurant». Esta avalancha de spa-
ghetis y raviolis y lasagnas es una nueva invasión de Jos Hunos
en ese país enorme de casi doscientos millones de habitan-
tes que no saben qué hacer con el oro que rebosa en sus bol-
sillos, y cuyo maleable cerebro obedece ciegamente cualquier
extravagancia que se le ocurra a esas poderosas empresas de
«advertisement» que cubren aquel inmenso territorio. Basta
con que una de esas compañías se gaste un millón de dólares
anunciando que el «pollo a la cazadora», flotando en salsa de
tomate y queso parmesano, es bueno para la salud y que ape-
nas contiene calorías, para que cien millones de bobalicones
se crean esa mentira y se rellenen de «Chicken Cacciatore».
Esos expresivos «bambinoss han perfeccionado unas maquina-
rias portentosas que lanzan toneladas por minuto de vermice-
m, taghliatelle, canelone, gnocchi, tortellini, linguini, macarro-
ni, capelletti, farfale, rigattoni, manicotti, y cien nombres más
de pastas en infinita variedad de formas. No me explico cómo
los italianos se comían estas pastas antes de que el descubri-
miento de América les revelara la existencia del tomate.
-Nunca podrán rivalizar con nuestras maravillosas salsas
-objetó el doctor Desaix.
-Eso es lo triste del caso --continuó Leroy-, que mientras
nosotros tenemos una variedad extensa de riquísimas salsas,
ellos tienen una sola, cuya base es siempre el pomidore, y con
ella lo preparan todo. Y como los hijos del Tío Sam creen en
el tomate, pues, [allá van!, saturándose de salsa de tomate. Una
vez, en New York, un abogado americano amigo mío me in-
vitó a «lunchar» en un restaurante italiano cerca de su bufe-
te, y jamás podré olvidar la selección que hizo en el menú:
tomato [uice, tomato cream soup, shirimp coocktail in cat-
chup sauce, spaghetti a Za napolitana... Salió 'saturado de «So-
lanum Lycopersicum» para toda la vida.
. -Usted se pregunta -interrumpió el profesor- con qué
comían sus pastas los italianos antes de que América les ofre-

183
ciera el tomate. Y yo me pregunto ahora: ¿qué comíamos en
Francia antes de que esa misma América nos regalara la pata-
ta, o papa como la llaman aquí? Sepa usted que nuestra impres-
cindible Pomme de terre fue introducida en Francia hace ape-
nas cuatrocientos años. Los Conquistadores la llevaron de Perú
:1 España en 1540. Luego Sir Walter Raleigh la hizo conocer en
lnglaterra. Un tal Gaspard Bauhon comenzó a cultivarla cerca
de Lyon, pero en 1560 el Parlamento de Besancon promulgó
una Resolución prohibiendo su cultivo y su consumo «porque
producía la lepra». Vino a ser en 1597 cuando el botánico Ge-
rard afirmó que era sana y nutritiva. En 1619 el físico y lite-
rato inglés Francisco Bacon hizo en una de sus obras el elogio
de la papa, y desde entonces figuró en la mesa de los Reyes
de Inglaterra. Todavía para el año 1771 los franceses la consí-
deraban sospechosa. En 1773 Parmentier publicó un «Examen
Químico de la Papa» y empezó a cultivarla cerca de París. Cuan-
do se supo que Luis XVI la estaba comiendo, los parisienses lo
imitaron, y desde entonces ... los franceses no podemos conce-
bir la vida sin la papa.

* * *

Jorge Vergara regresó insperadamente. Había acortado su


permanencia en la capital a causa de los disturbios políticos
que acababan de ocurrir, y consideró su deber volver inmedia-
tamente a Anadel para informar a sus amigos y hacer frente
a cualquier problema que pudiera presentarse. Todos se reu-
nieron en la sala para escucharlo, mientras servían aperitivos.
Eran las doce del día. Contó Vergara que apenas hacían veinti-
cuatro horas que se había producido un golpe de Estado di-
rigido por algunos militares de alta jerarquía combinados con
grupos políticos de la oposición. El Presidente de la Repúbli-
ca había sido hecho prisionero y luego embatcado hacia el ex-
tranjero en un buque de guerra. Los líderes políticos contrarios
al régimen depuesto se reunieron en el Palacio Nacional y eli-
gieron un gobierno provisional. Aquello fue un espectáculo ver-
gonzoso -exclamó Vergara-. Tuvieron fa impudicia de tele-
visarlo. Parecían lobos hambrientos. Se repartieron el botín co-
mo piratas y cada uno echó mano a su tajada: un ministerio,
una dirección general, una embajada... La pantalla del televisor

184
reproducía aquel cónclave de granujas, rodeados de soldados
con ametralladoras, mientras un notario levantaba acta del
suceso. Era para echarse a llorar.
-¿Y qué sucederá ahora? -preguntó Leroy.
-Lo de siempre. El pueblo aguanta y hace chistes. Ya de-
ben estar llegando «los reconocimientos» de los Gobiernos ex-
tranjeros y el nuevo gobierno se consolidará. Políticamente
yo no simpatizaba con el régimen caído, pero lo respetaba por-
que había sido el resultado de unas elecciones generales, las
primeras, tal vez, realizadas honestamente en el país ... Pero ..
bien. No deben ustedes intranquilizarse. Todo se normalizará .
en la superficie, aunque el fuego de las pasiones y las ambicio-
nes políticas siga ardiendo debajo, por algún tiempo... y mien-
tras el ejército mantenga el orden público, con la poderosa
fuerza de las armas.
Durante el almuerzo siguieron comentando los sucesos po-
líticos, logrando Vergara convencerles de que no tenían que in-
quietarse, y que en Anadel estaban lejos del foco de las agita-
ciones políticas. Una vez en su habitación, Jorge abrió la male-
ta, sacó un pequeño paquete preciosamente envuelto y se lo
dió a Josefina, expresándole que era un regalo que le había
traído. Era un frasco de perfume.
-Gracias -le dijo- veo que sigues recordando cuál es mi
perfume predilecto.
-¿Y por qué había de olvidarlo? -preguntó, con notoria in-
diferencia. Y empezó seguido a desvestirse para, la siesta.
Cuando ella sacó la ropa de la maleta para colocarla en el
closet, encontró otro paquete parecido al anterior, y al pregun-
tarle de qué se trataba le contestó:
-Es una caja de polvos para Rosina ... Más abajo hay otra
igual para Madelaine.
Ella terminó de sacar la ropa y pasó al baño, regresando
con el negligé puesto y acostándose en la cama junto a él. Pa-
saron un rato en silencio, durante el cual ella trataba de en-
contrar la frase adecuada para iniciar la conversación que des-
de hacía días tenía planeado sostener con su marido. De repen-
te le preguntó:
-¿ Y por qué te apresuraste en decirme que traías otro re-
galo igual para Madelaine? Yo no te lo había preguntado.
Jorge no respondió limitándose a volverse de lado, como in-
dicando que quería dormir. Josefina le dejó hacer, tratando

185
ele ser indiferente, pero no pudiendo lograrlo insistió en su
preguntas:
-¿ Qué hicistes en la Capital? ¿A quién viste y con quién
hablaste? ¿Es que no quieres hablar?
-Estoy cansado del viaje. Déjame reposar una hora si-
quiera. Después te contaré todo -y se arrebujó en las sábanas,
ocultando la cabeza en la almohada. A poco rato parecía dormir.
Josefina se levantó con cuidado para no molestarlo, se puso
de nuevo el vestido y sin hacer el menor ruido salió al pasillo,
bajó las escalera y fue a la playa y se acomodó en uno de los si-
llones de metal cubiertos con amplios parasoles. Sentía una
confusa irritación y le molestaba pensar. Vio al detective y le
llamó con señas.
-¿Sabe ya lo ocurrido en la Capital?
-Esta mañana me enteré, oyendo las noticias por la radio.
Supongo que por eso vendría su esposo.
-Creía que estaba prohibido tener radios en Anadel.
-Así es. La consigna es mantener al Profesor liberado de
las inquietudes del mundo. Pero yo estoy exceptuado de esa
prohibición, a causa de mis funciones, y tengo uno en mi ha-
bitación, porque es indispensable que yo me entere de todo,
absolutamente de todo.
-Recalca sus palabras como si quisiera darme a entender
alguna cosa. Eso no se puede hacer con las mujeres, porque
somos muy curiosas.
-Los detectives estamos obligados a tener oído fino, mira-
da de lince y olfato de lebreles. Así es que, aunque no lo que-
ramos, nos enteramos de todo... ¿No se enfada si le hago un
chiste? -Ante el gesto afirmativo de Josefina, continuó-: Mire
usted, señora. Su esposo llegó hace un par de horas y debe
estar reposando ... solo... solito en su habitación, y usted baja
y se sienta frente al mar, a hacerle preguntas a la espuma de
las olas. ¿No es todo eso interesante?
-Y... ¿qué le dice su olfato de lebrel...?
-«Cherchéz la fernme» ... Y no me haga más preguntas ...
-¿Cree usted que Rosina ... además de inteligente y culta,
es muy bella también?
-No tanto como usted, Madame, pero no se puede negar
que es bella y culta ...
-Gracias, Sherlock Holmes, por su información. ¿Me man-
tendrá informada... ?
-Seguir pistas es mi oficio, y para ello a veces tengo que

186
cruzar el mar, cuyo oleaje borra toda huella, y llegar hasta
aquel yate que suave y discretamente se balancea en la soledad
de la Bahía... ¡Good By, Madame!
Quedó anonada, presa de las más dolorosas ideas. Sintió
como, de repente y sin poder evitarlo, sus ojos se llenaron de
lágrimas. Gimió como una niña. Se sintió desolada y se puso
rn pie, no sabiendo qué hacer. Oyó pasos a su espalda, y la voz
le un criado que le decía que su esposo la mandaba a buscar.
vaciló sin saber qué hacer. ¿Tendría fuerza para mirarlo
frente a frente? Hizo un esfuerzo y se sobrepuso. Ya dentro
de Ia casa al tomar la escalera para ir a su cuarto se encontró
con Leroy que bajaba. Se detuvieron y se quedaron mirándose,
hasta que él rompió el silencio y le dijo, en voz muy baja, ca-
si como un susurro:
-¿Qué te pasa? ¿Qué tienes en la cara? ¿Qué maravillosa pa-
lidez es ésa? ¿Por qué tiemblas?
Sin darse cuenta se sintió en sus brazos, que la estrechaban
con asombrosa emoción, mientras sus bocas se unían en un be-
so largo y ardiente. Cuando suavemente logró separarse de
aquel hombre, temblaba y sus pies no podían sostenerla. Cre-
yó que iba a caer y se agarró al pasamanos, logrando al fin, pe-
nosamente, subir los escalones. Al llegar al último, miró ha-
cia abajo, y allí estaba Leroy, siguiéndola con sus ojos entor-
nados, abiertos los brazos todavía...
-¿Por qué te fuiste? -le preguntó Jorge, al entrar.
-Estabas dormido... no quise despertarte -logró respon-
der, con voz incierta.:
-¿Te sientes enferma?
-No -contestó, con tono más seguro, agregando con fir-
meza ya-: Quiero irme a casa, mañana mismo.
El se quedó mirándola, se le acercó y con voz acariciadora
le preguntó: ¿qué te ocurre, Josefina?
Las fuerzas Ia abandonaron y echándose en sus brazos le
dijo, entre sollozos y lágrimas:
-,-¡Cómo has podido hacerme eso... Jorge! ¿Por qué me
has herido tan despiadadamente... !

187
VIII

LOS COMENSALES DE YAHVE

El doctor Desaixestaba de buen humor. Durante la cena


hizo tantos chistes que el profesor protestó diciéndole que
ya le dolía la cara de tanto reír. De Mers y Rosina no podían
soportar más y entre carcajadas se unieron a la súplica del
profesor. Vergara sonreía, viendo a sus amigos tan alegres. Le-
roy estaba inquieto, no ocultando su indiferencia ante el buen
humor de olas demás. Josefina aparentaba no comprender algu-
nos de los chistes. Cuando pasaron al balcón, Leroy pregun-
tó al profesor:
-Me informó de Mers que hoy terminó usted el capítulo
de su. libro que trata acerca de la cocina del pueblo judío. ¿Por
qué no nos hace una breve reseña de tan interesante tema?
-Comienzo el capítulo haciendo una descripción de las do-
ce tribus que fundaron Ios hijos del Patriarca Jacob. Ocupa-
ron sendas regiones en la gran faja de tierra situada al extremo
Nordeste del mar Mediterráneo, que hoy se conocen como Jor-
dania, Siria, Israel y el Líbano. Fulgurando en las páginas del
Antiguo Testamento, sus nombres son Asser, Benjamín, Dan,
Efraín, Gad, Isacar, Judá, Manasés, Neftalí, Rubén, Simeón y
Zabulón. Cubrieron toda la Tiera Santa de la Biblia. Eran
pueblos de pastores, constituidos de manera primitiva en teo-
cracias. Sus dirigentes vivían alucinados por la amenaza de un
Dios vengativo, el iracundo Yahvé, que habla con sus elegidos
y les dicta normas entre rayos y centellas. Eran tierras áridas
y calientes, donde el laboreo era duro y miserable la cosecha.
Se alimentaban principalmente de pan, leche de cabra, granos
y leguminosas. Cultivaban lentejas, frijoles y cebollas, higos y
dátiles. Sabían extraer el aceite a la oliva. Preparaban un man-
jar a base de granos y verduras sancochadas con yerbas aro-
máticas. El pescado era escaso. La carne de los animales esta-

188
ba reservada para las ofrendas religiosas y las mesas de los je-
fes, pero su preparación estaba rodeada de innúmeras restric-
ciones de tipo religioso. A sus huéspedes les obsequiaban con
carneros o cabritos asados. Sus campos a menudo eran azota-
dos por terribles plagas de langostas, que los pobres comían,
secadas al sol o tostadas sobre ascuas o en láminas de hierro.
La sal y la mostaza eran sus principales condimentos aunque
disponían de múltiples semillas y hojas aromáticas. La 'leche
cuajada y la miel de abeja se guardaban en tinajas y eran ma-
yormente reservadas para los ancianos y los niños. Desde!
tiempos muy remotos conocían el vino, que preparaban de
frutas y usaban vinagre para humedecer su pan duro y negro.
-Conocieron el aceite desde muy antiguamente, que utiliza-
ban en las consagraciones religiosas, para ungirse el cuerpo y
como única fuente de luz artificial. Preferían el aceite de oliva
a la grasa animal. Como era tan necesario, el cultivo de la oliva
era de los más lucrativos. Moisés estableció un diezmo sobre
la producción de aceite de oliva. El mejor aceite se obtenía de
la aceituna verde aún, en noviembre, que se machacaba y se
echaba en artesas inclinadas, para que el primer zumo corriese
hasta 105 receptáculos. La aceituna madura, recogida de diciem-
bre a febrero, producía más aceite pero de calidad inferior. Las
aceitunas eran exprimidas con cilindros de piedra.
-Las cabras formaban un renglón importante en la riqueza
pastoral de estas tribus. Se las destinaba a los sacrificios, por-
que la consideraban como animal «limpio»; su carne y la leche
eran objeto de gran consumo y aprecio y con la piel fabricaban
odres para almacenar o transportar aceite o vino. Los pobres
solían vestirse con una piel de cabra. También la usaban como
alfombra. En la península del Sinaí . abundaban las cabras sil-
vestres. El cabrito asado era manjar muy apreciado.
-El camello era la principal bestia de carga. Le llamaban
el «barco del desierto». Se calcula que podía caminar un pro-
medio de ocho millas por hora. La provisión de agua que lleva
en su doble estómago, que le basta para muchos días, lo hacía
ideal para las travesías por los desiertos. Puede llevar un peso
de hasta mil libras. Su utilidad lo hacía símbolo de riqueza.
Job tenía tres mil camellos. Los hebreos lo consideraban inmun-
do, porque no tiene la pezuña hendida; con todo, su leche ser-
vía de alimento a los pobres y cuando moría un camello joven
o cuando sobrevenían tiempos de hambre no vacilaban en comer
su carne. De su cuero hacían grandes odres para transportar

189
agua, así como sandalias y sogas y alfombras. Su estiércol, lo
utilizaban como combustible. Con el pelo se tejían paños bur-
dos. Juan el Bautista vestía con esos paños. Era un animal tan
útil, que hasta sirvió para la famosa frase, que algunos atribu-
yen a Jesús: «es más fácil que un camello pase por el ojo de
una aguja... » Me veo obligado a decir que esa frase figuraba ya
en el Corán y otra semejante en el Talmud, con la diferencia
de que el animal no es un camello sino un elefante.
-Antes de seguir adelante, quiero expresarles que muchos
de los hechos que figuran en el Antiguo Testamento y que has-
ta hace poco se consideraban como legendarios, se han confir-
mado con las investigaciones de los arqueólogos modernos.
Detallarles ahora esas comprobaciones, sería prolijo y no tienen
mayor interés en cuanto a la historia de la cocina de esos
pueblos.
-La salida de Moisés y los israelitas de Egipto hasta la
Tierra de Canaan, fue ocasión para que trajeran consigo nume-
roso ganado y gran botín tomado a los egipcios. Este grandioso
viaje de un pueblo errando por desiertos y montañas, duró cua-
renta años. Los fortalecía la fe religiosa. Las consecuencias de
este hecho en la cocina hebrea fueron extraordinarias. Desde la
llegada de Jacob a Egipto hasta el inicio del Exodo, transcurrie-
ron doscientos quince años. Los setenta y cinco israelitas que
habían llegado con Jacob, durante ese lapso, se multiplicaron
hasta seiscientos mil, sin contar las mujeres y los niños. La Bi-
blia afirma que fueron estos seiscientos mil los que iniciaron
el Exodo y que a ellos se agregó una «turba inmensa de gen-
tes». Después de cuarenta años de viaje, ¿cuántos llegaron a Ca-
naan? Es interesante conocer las nuevas costumbres y alimen-
tos que trajeron de Egipto y que indudablemente tuvieron que
ejercer gran influencia en la vida de los hebreos. Vale la pena
reproducir algunos datos del libro del Exodo, aunque sea en
forma escueta y sumaria.
-Durante el viaje, Yahvé les suministró codornices a mi-
llones por la mañana y lluvia de panes en la tarde. Esta lluvia
era como una escarcha que cubría las arenas del desierto. Al
verla gritaron: «¿Manhú?», ¿Qué es esto? Y Moisés les contes-
tó: «Es el pan que el Señor os da para comer».
-Eran seiscientos mil y se les había agregado «una turba
inmensa de gente» -interrumpió el abogado Leroy-. Ponga-
mos que sumaran setecientos mil; a dos codornices por cabe-

190
za, era imprescindible que cada mañana cayeran un millón
cuatrocientas mil. En cuanto a las toneladas de maná...
-¡Más respeto, señor abogado! -intervino el doctor, pro-
vocando una carcajada general-o Perdone, profesor Croiset,
y continúe, por favor.
-Se establece el precepto de la dieta y el descanso los Sá-
bados: ese día no caían codornices ni llovía maná. Moisés, a
quien se atribuye haber escrito el Libro del Exodo se esmera
en declarar: « Y los hijos de Israel comieron maná por espa-
cio de cuarenta años, hasta que llegaron a Canaan. y aquel
manjar era blanco, del tamaño de la simiente del cilantro, y su
sabor era como torta de flor de harina amasada con miel».
-Si el doctor no me reprendiera tanto -dijo Leroy- yo
me atrevería a afirmar que Moisés fue el Empresario que or-
ganizó el primer contingente de turistas, en un gran viaje in-
ternacional jamás igualado hasta hoy día.
El doctor iba a contestarle, pero el profesor intervino:
-Déjele usted. Estas interrupciones son convenientes, por-
que alivian la monotonía de la narración.
-Yo no la encuentro monótona -expresó Josefina-. Para
mí tiene mucho interés, en razón principalmente de las dos
observaciones previas que hizo el profesor. Primero, que este
acontecimiento produjo en los Hebreos cambios profundos en
sus costumbres y su alimentación; y segundo, que una gran
parte de los hechos narrados en la Biblia no son meras leyen-
das, como se había creído, sino que han sido comprobados por
investigaciones arqueológicas. Siga usted, por favor, profesor
Croiset.
- « y los hijos de Israel comieron maná por espacio de cua-
renta años, hasta que llegaron a la tierra poblada en que debían
habitar: con ese manjar fueron alimentados hasta que tocaron
los confines de la tierra de Canaan», Así termina el capítulo
décimo sexto del libro del Exodo. Los siguientes capítulos na-
rran la continuación de aquel azaroso viaje a través del de-
sierto, hasta llegar frente al Monte Sinaí, donde establecieron
sus campamentos para un largo descanso. En la cúspide del
monte escribió Moisés el famoso Decálogo: los Diez Manda-
mientos de la Ley Divina, dictados por el mismo dios Yahvé:
«no tendrás otros dioses sino yo ... no matarás ... no robarás ...
no codiciarás la mujer de tu prójimo... -Al llegar a este pun-
to el profesor hizo una pausa y luego dijo, con voz casi inau-
dible-: Si Moisés hubiese previsto el grado de libertad a que

191
llegaría la mujer en los próximos siglos, a ese gran precepto de
moral le hubiese agregado: ni codiciarás al marido de tu
amiga... Pero aquéllos eran otros tiempos.
-¿Considera usted, entonces, que esos diez preceptos es-
tán incompletos? -preguntó el doctor.
-¡Jamás! -respondió el profesor-o Constituyen el trata-
do de moral más perfecto que haya concebido el hombre. To-
do está previsto en esos Mandamientos. La observación que
hice acerca de la mujer se refiere más bien a un detalle com-
plementario, porque la palabra prójimo es muy amplia en su
significado e incluye tanto al hombre como a la mujer. Con-
tinuemos pues, acompañando a los Israelitas en su penoso via-
je.
-Los capítulos que siguen en el libro del Exodo describen
con lujo de detalles los .requisitos exigidos por Yahvé para
dejarse amar: el Tabernáculo, el Arca de la Alianza, la Mesa de
los Panes, los candelabros, el altar de los holocaustos, las vesti-
duras, la consagración de los sacerdotes, los perfumes, el lava-
torio, los óleos santos. A este libro le siguen El Levítico y Los
Números, en los que Moisés enumera Ios deberes de los sacer-
dotes y continúa narrando el viaje a través de las montañas y
los desiertos, la llegada a la Tierra de Canaan y su repartición
entre los israelitas. Habían transcurrido cuarenta años. Fue
un viaje único en la Historia y... para los hebreos constituyó
un factor muy importante en el desenvolvimiento de su vida.
El resultado fue grandioso para la cocina hebraica. Se enrique-
ció con nuevos materiales y procedimientos.
-¿Recuerda usted cuáles fueron esos materiales y procedi-
mientos? -preguntó Leroy.
-Ante todo mencionemos la confección del pan. Los He-
breos seguían métodos muy primitivos. De los Egipcios apren-
dieron el amasado y la fermentación prolongadas con trigo
mejor seleccionado y molido. El ajo fue una gran conquista,
aficionándose muchísimo a este rico bulbo. Aprendieron mejo-
res métodos para el asado de las carnes y le tomaron gusto a
la de buey, mejoraron la confección de la mantequilla y el
queso. Conocieron el engorde en establos. Descubrieron el
cohombro, que era muy apreciado y bien cultivado en Egipto.
Aprendieron a cultivar la granada, el melón, el puerro, el hi-
go del sicómoro, las uvas pequeñas y dulces del alto Egipto.
En general puede afirmarse que los Israelitas se aficionaron
a los placeres de la mesa y al uso de una gran variedad de

192
especias aromáticas para acondimentar sus manjares. Por ejem-
plo, en el libro de Ezequiel se menciona un pan que hacían los
israelitas con una mezcla de cebada, trigo, habas, lentejas y
mijo, cereales estos que primero secaban al sol y después mo-
lían. La adición de especias aromáticas, aprendida de los Egip-
cios, mejoró el sabor de este pan.
-:-En los tiempos de los Profetas y los Reyes, las comidas
del pueblo judío eran generalmente dos, sometidas a un ex-
traordinario número de preceptos: lavado previo de las manos,
la prohibición de consumir lo que llamaban alimentos conta-
minados o impuros, el envío de un bocado a un huésped ima-
ginario, las oblaciones. La carne del cabrito no podía consu-
mirse al mismo tiempo que la leche de la cabra madre. No se
podía matar una vaca y su becerro el mismo día; era pecado
terrible comer animales muertos naturalmente o estrangulados,
porque era indispensable que el animal fuese primero desangra-
do. No comían alimento alguno preparado o siquiera tocado
por uno que no fuera judío. Todavía hoy día muchas familias
conservan algunas de estas prohibiciones.
-El pueblo judío es el que más ha conservado la pureza
de su raza, debido, precisamennte a los preceptos religiosos
que lo dominan. Lo mismo ha ocurrido con su cocina. Hoy
día es casi la misma de los tiempos de Jesús. Está impregna-
da de reglas de higiene religiosa que han contribuido a soste-
nerla a través de los siglos. Ahora llamamos superstición -
eso de no comer carne de cerdo y a la regla que los obliga
comer carne solamente cuando el animal o el ave ha sid
previamente desangrado por medio de un complicado rrtuai
Todavía los judíos observan el precepto de condimentar con le-
che o crema solamente la carne de las aves o pescados y nunca
mezclar la carne de un cudarúpedo con su misma leche.
-El condimento preferido es la cebolla. Usan también pi-
mienta, jengibre y ajo. Preparan los viernes un cocido de car-
ne, vegetales y garbanzos, para comerlo al otro día, porque el
sábado no se debe trabajar. Los judíos tienen facilidad para
adaptarse al país en que viven, y de ahí que haya una cocina
judía alemana, francesa, holandesa, etc. Les gustaba mucho
un vinagre suave que hacían con jugos fermentados de diver-
sas frutas, y en el cual mojaban el pan. Eran muy aficionados
a los granos secos, especialmente a las lentejas y garbanzos.
El pescado lo preferían asado. En las orillas del mar de Gali-
lea abundaban los saladeros de pescado. En el Eclesiastés, al

193
comenzar el Capítulo Vigésimo, hay un episodio emocionante:
El Patriarca Isaac, ya muy anciano y casi ciego, sintiéndose mo-
rir, llamó a su hijo mayor Esaú y le dijo que no quería fallecer
sin antes haber comido de los manjares que siempre le habían
gustado; le pidió que tomara sus armas y fuera al campo a ca-
zarle algunas aves, para que se las guisara «como tú sabes que
me gustan». Oyéndolo su mujer Rebeca, y mientras Esaú an-
daba de caza, le pidió a su otro hijo Jacob que le trajese dos
cabritos para ella guisarlos en la forma que agradaba al ancia-
no. Es bueno recordar la rivalidad que siempre existió entre
los hermanos Esaú, el primogénito, y Jacob. Este aprovechó,
pues, la ocasión para llevar los cabritos guisados a su padre
y, haciéndose pasar por Esaú, pidió y obtuvo del viejo Patriarca
su bendición. Al regresar Esaú con las piezas cazadas, se descu-
brió el engaño, pero ello no fue óbice para que Esaú también
recibiese la bendición de su padre. En el viaje que subsecuente-
mente hizo Jacob a la Siria en busca de mujer, cumpliendo el
mandato de Isaac, se durmió en el camino y durante su sueño
se produjo la memorable visión de la Escalera que llegaba
hasta el cielo. Vemos, en este incidente dos hechos notables:
el voraz apetito del anciano, a las puertas de la muerte, comién-
dose dos cabritos y sabe Dios cuántas aves, y un Angel del
Señor, subiendo y bajando una escalera inmensa, para traer
a Jacob los mensajes de Yahvé.
-¿Se ha encontrado alguna explicación científica al asun-
to ese del maná y de las codornices? -preguntó el doctor.
-Naturalmente que sí -contestó el profesor-o Se ha podi-
do establecer que varios tipos de aves migratorias, entre
ellas las codornices, se dirigen a Europa desde el Africa siguien-
do dos rutas: una desde la punta occidental de Africa hacia Es-
paña; la otra alrededor del Mediterráneo Oriental hacia los
Balcanes. Entre las aves peregrinas se encuentran las codorni-
ces, que en los primeros meses de cada año pasan por encima
del mar Rojo. Cansadas de volar, se dejan caer en las llanuras
costeras para recuperar sus fuerzas y continuar su vuelo por
encima de las altas montañas. Flabio Josefa cuenta este hecho,
pero aún en nuestros días durante la primavera y el otoño, los
beduinos cazan con la mano en aquella misma comarca a las
cansadas codornices. Con lo que queda establecido, agrego yo,
que el asunto de las codornices no es una leyenda, sino que fue
un hecho real. En cuanto a lo del maná, se ha comprobado
que en los valles que rodean el Monte Sinaí se encuentra hasta

194
en nuestros días el llamado pan del cielo, que los árabes reco-
gen para comer y vender a los peregrinos extranjeros. Ese pan
cae por la mañana, cual rocío o escarcha, a gotas, sobre el
suelo y es dulce como la miel. En el año 1828 los botánicos Fe-
derico Simón Bodenheimer y Osear Teodor, de la Universidad
. Hebrea de Jerusalén, realizaron una expedición científica por
la península del Sinaí y trajeron fotografías del maná. Un in-
secto himenóptero vive especialmente en las ramas de los ta-
mariscos, que es una especie de acacia nativa del Sinaí, que
segrega un jugo dulce casi sólido en forma de granitos como
la semilla del cilantro, y que el vuelo de estos insectos hace
caer al suelo y lo desparrama hasta largas distancias. Los be-
duinos de hoy día con las gotas de maná amasan una papilla,
rica en vitaminas. Los tamariscos productores de maná si-
guen poblando el Sinaí a lo largo del desierto de Arabia hasta
el Mar Muerto. Así tenemos comprobado, me atrevo a decir,
que la cuestión del maná tampoco fue leyenda. Al rememorar
este pueblo gobernado por castas sacerdotales, subyugado por
tenebrosas preocupaciones religiosas, me parece verlo, transitan-
do día y noche, durante siglos, por regiones desérticas, deam-
bulando, sin horizonte ni meca, sin tierra propia donde asentar-
se... E-ran solemnes y tristes, cubiertos con una amplia túni-
ca o vestidura interior y sobre ésta un vasto y grueso manto
que apenas dejaba descubiertos los pies y la cabeza. Este ex-
ceso de ropa hacía inconcebibles la limpieza y la desnudez...
Mas, he aquí que de repente caen bajo el influjo del pensamien-
to helénico al producirse las expediciones de Alejandro Magno.
Sus costumbres griegas se introducen poco a poco en el seno
de este pueblo austero. Por más de cien años los Tolomeos go-
biernan a Judá. Luego, Antíoco el Grande se apodera de Palestina
y la influencia de las nuevas costumbres produce pánico en el
alma de los grandes sacerdotes. El gimnasio helénico aparece
en Jerusalén, y he aquí, en plena Ciudad Santa, que lanzadores
de discos y corredores pedestres hacen su aparición, llenando
el ambiente, con su desnudez olímpica. La mayoría de los de-
portistas griegos realizaban sus prácticas completamente desnu-
dos. E<l contagio no se hizo esperar y surgieron atletas judíos.
El concepto de la. belleza del cuerpo humano entre los griegos
hacía que resultara antiestética la circulación de los deportis-
tas judaicos... mostrada en público: no sólo era objeto de burla,
sino que también producía asco entre los helenos. Ante la re-
pulsión que causaban sus cuerpos semimutilados, los atletas

195
judíos sufrieron tanto, que hasta llegaron a apelar a las inter-
venciones quirúrgicas para que las cosas volvieran a su estado
natural... ¡Qué hermoso pugilato entre la desnudez y el trapo!
¡Qué expléndida lucha entre la belleza de los hijos de Palas
Atenea y la falta de gracia de los siervos del pavoroso Yahvé!

* * *
El correo de la mañana trajo noticias inquietantes. Se es-
taban produciendo brotes de anarquía en diversos lugares del
país. La hacienda de un rico comerciante en Puerto Plata ha-
bía sido ocupada por una turba de más de mil campesinos, que
destruyeron los establos y mataron o robaron el ganado. Cerca
de la capital habían ocurrido hechos semejantes en fincas im-
portantes y en la misma ciudad se producían disturbios calleje-
ros y el populacho asaltaba tiendas de comestibles y ocupaba
violentamente casas de particulares y edificios del gobierno. El
abogado Vergara decidió informar de estas cosas a los france-
ses y fue a Samaná a telefonear a sus socios de bufete en
Santo Domingo. Le aconsejaron quedarse en Anadel. Parecía
que el ejército y la policía estaban dominando la situación y se
esperaba que todo se tranquilizaría de nuevo.

* * *
Finalizaba el mes de febrero. El clima era espléndido. El
cielo de un azul casi blanco y el aire ligero. como si tuviese
más oxígeno y era reconfortante aspirarlo con fruición. La bri-
sa vibraba entre las hojas y las ramas y el mar rizado y manan-
do torrentes de aromas salitrosos. El ambiente era apacible,
como el de una nueva Arcadia. Ya los gastrónomos llevaban
cinco meses en Anadel, y se sentían contentos y dichosos. No
eran graves los pequeños enigmas que bullían adentro de los
corazones. Tropiezos emociona-les que no producían dolor; ape-
nas ligeras inquietudes, como interesantes pringues en el blan-
cor uniforme de sus vidas, en aquella sociedad de hombres y
mujeres exquisitos, superiores, donde la urbanidad tendía sus
mantos y sus óleos apaciguantes. La tórrida salacidad continua-
ba calcinando el pecho de Rosina, entre los brazos del Hijo de
los Dioses, con su cuerpo de gigante y su alma infantil y sus
ojos claros entre pestañas de terciopelo. Josefina y Jorge si-
guieron tratándose como amigos resueltos a no enfrentarse el

196
uno con el otro, evitando que sus almas se rompieran; los unía
un pacto mudo de no agresión, por falta de confianza en sus
propias fuerzas. Josefina evadía la presencia de Leroy y éste te-
mía encontrarse con ella; se sabían precípites y querían que
la autorrestricción continuara mundificando las heridas que
recíprocamente se habían causado, en su lucha desesperada por
no abismarse más profundamente en el despeñadero que los
seducía con sus ardientes simas. Madelaine Chanac y Charles
Croiset romantizaban en las playas y los cayos, como adultos
que alborearan o niños en ocasos prematuros. Louis Desaix, el
médico aburrido de sí mismo, saboreaba su holganza, compar-
tiendo con Servío Salpucius Galba la idea de que «a nadie se
le puede obligar a rendir cuenta de su .apatía». El detective
continuaba absorbiendo en su cachimbo la fruición de su ciza-
ña, en una alcahuetería británica y discreta. Y el secretario
Albert De Mers, vagando entre pasiones ajenas, queriendo ser
y no ser, saboreando su imparcialidad con doloroso estoicismo.
Trigarthon,eÍ ahijado de Poseidón, el Apolo de Bronce, el
Tritón, el mancebo de carne negra y pelo suave y ojos claros
inundados de naturalidad... el. nieto del Pastor Wesleyano...
el muchacho que perdió su doncellez en los brazos de una sui-
za agobiada de lascivia... allí estaba, rumiando sus incompren-
siones, liberado de rencores. Su alma sigue sin retoques porque
no es susceptible de reformas. Nada puede ser subsanado en
ella. La arregló la Naturaleza para que fuese siempre decorosa,
mera, limpia. En ella. no caben recodos ni sinuosidades. Para
la Naturaleza, es su ejemplar más acabado. Para Rosina Si-
moni es el falo prepotente, desmedido y eficaz. Para Vergara,
el pobre conciudadano, a quien había que preservar de la Cor-
poración de los eminentes. Para éstos ... pese a la admiración
que les había suscitado la gallardía de aquel hijo del mar, era
simplemente... un remero.

* * *
Era la hora meridiana en este postrer día de febrero, y
Louis Desaix, el médico aburrido de sí mismo, meditaba soli-
tario en su habitación. Había pedido que 1". sul -ieran el de-
sayuno. Se sentía triste, nostálgico de su Lutecia querida e
inolvidable. Pensó en sus dos hermanas, solteronas y viejas ya,
que vivían en la casa solariega de sus padres, en lo suburbios
de París. Eran los dos únicos parientes que tenía. Sus otros

197
conocidos eran sólo amigos, entre ellos Charles Croiset, com-
pañero de internado en la infancia, y que luego heredaría la
gran fortuna de los Croiset-Lesseps. Recordaba los años de
verdadera amistad con este hombre, protegido de la fortuna.
Al analizar sus cualidades, sentía más admiración por su amigo.
Cada día descubría nuevas virtudes en él. Se había hecho famo-
so, no sólo por su extraordinaria riqueza, su cultura y su fí-
Iantropía, sino especialmente por su culto a los placeres refi-
nados de la mesa. En todas las Capitales de Europa se le esti-
maba y se le consideraba como el árbitro de Ia Gastronomía.
Otra cualidad que Io había hecho célebre en los salones de Pa-
rís y del mundo literario, era su aristocracia y el metal de su
voz, que cautivaba a sus oyentes. Su constitución espiritual
era de tal naturaleza, que las ideas se cristalizaban en su cere-
bro con la mayor armonía y ordenamiento, a tal punto que
cuando hablaba parecía que recitaba .páginas aprendidas de
memoria. Su vocabulario era selecto, sin rebuscamientos ni
frases pomposas, natural y espontáneo, como el hilo de agua
de una fuente silenciosa. Parecía que musitaba, pues las pala-
bras se articulaban en su boca con extraordinaria suavidad,
sin producir roces, y las frases se sucedían unas a otras con la
mayor fluidez y naturalidad. El tono de su voz era de un tim-
bre asordinado, como si emitiera los sonidos a salto-vocee, cla-
ro, diáfano, de notable dulzura y suavidad, a tal extremo que
a menudo se podía percibir la vibración persistiendo en el aire,
como la que produce el cristal fino al ser pulsado por la uña.
Hasta podría parecer que sus palabras a veces producían eco,
de tal modo se prolongaba el sonido al ser pronunciadas indis-
tintamente. Daba la sensación de que separaba las palabras in-
tencionalmente, haciendo desaparecer la natural ligazón que
las une en la conversación, pero la separación era aparente.
producto de la manera como articulaba las palabras. Escuchar-
le era sentirse arrobado, inevitablemente, arrastrado por la
sonoridad de su conversación siempre discreta e interesante.
Oyó tocar en la puerta. Era el Mayordomo que le pedía per-
miso para hablarle de su preocupación por la salud del profe-
sor. Pidió excusas por atreverse a tocarle este asunto, pero ha-
bía considerado su deber informarle que el profesor había dor-
mido mal, apenas si había querido desayunar con un jugo de
naranjas y parecía cansado y triste. El doctor Ie agradeció sus
informes y luego de vestirse se encaminó a la habitación del pro-

198
fesor. Lo encontró en pijama todavía, leyendo, recostado en su
canapé.
-¿ Qué te pasa, Charles? -Es más de medio día y no has
bajado a atender a tus huéspedes. ¿Te sientes mal?
-Absolutamente nada, Louis. Un poco de morriña y tal vez .
cansado. Anoche me desvelé un poco.
-¡Debo regañarte, gran tunante! Estás llevando una vida
demasiado violenta. ¿Qué son esos paseos que haces casi todos
Ios días, subiendo y bajando lomas y que se prolongan por
horas y horas?
-¿Cómo sabes que subo y bajo cuestas?
. -¿ Porqué te vas por la orilla del mar y regresas por el firme
de la loma? ¿Dónde vas?
-¿Debo pensar que me estás. espiando?
-Podría hacerlo, porque es mi deber, pero no ha sido ne-
cesario, porque lo haces a las claras. Ahora me alarma tu pre-
gunta: hay en ella recelo y suspicacia.
-Vaya la gruta de las Náyades. Luego subo el cerro, atra-
vieso la pequeña sabana, cruzo el arroyuelo y llego a un
bohío donde vive Rafael con su señora y su hija, y converso
con ellos. Eso es todo. Rafael es un campesino que perdió una
pierna y no puede hacer nada. Su mujer trabaja en un peque-
ño conuco que le produce algunos plátanos, yuca y batata.
Tienen diez o doce gallinas que ponen algunos huevos al día.
Un pariente lejano, tan pobre como él, a veces le trae arroz
a cambio de plátanos y algún que otro pescado. La hija que tie-
ne doce años, camina diariamente seis kilómetros para ir a la
escuela rural de Los Cacaos, y otros seis de regreso. Es el cua-
dro de miseria y abandono más dramático que pueda concebir-
se y... sin embargo, son felices, y el bohío está limpio, y no se
quejan, ni me han pedido un centavo. Les he mandado con Tri-
garthon algunas provisiones y ropa usada para Rafael. Cuando
he vuelto se limitaron a darme las gracias, con voz llena de ver-
güenza.
-¿ y cómo es Rafael?
-Tiene cuarenta y cinco años. Es de raza blanca. La hija
casi no se atreve a mirarme la cara todavía, porque perdura
en ella el rubor de haberse dejado ver desnuda la maña-
na aquella que tú, Leroy y yo la sorprendimos en el arroyo
con la otra chiquilla. No son Samanenses. Emigraron a este lu-
gar hace quince años desde un campo de Moca, que es una
provincia del interior.

199
-¿ Por qué emigraron... ?
-En una riña con el rival que le pretendía su novia, la que
hoyes su esposa, recibió un balazo en la pierna izquierda. El
herido fue condenado a tres años de presidio pero sus fami-
liares acosaban a Rafael y decidió abandonar el lugar cuando
se repuso de la operación en la que le amputaron la pierna.
Se casó con Emilia y se vinieron al lugar en que viven ahora.
Allí nació María, hace doce años. Trigarthon es amigo de ellos,
y los ha ayudado a compartir sus miserias, cuando ha podido...
-Es un drama enternecedor... ¿Te place conversar con
ellos?
-Mucho. Son discretos. No me han preguntado quién soy
ni qué busco por aquí. Sólo en una ocasión me preguntó María
si yo era de «los extranjeros que andaban en el barco que está
parado frente a Anadel»,
-¿Y qué le dijiste?
-Que sí. Repetí la mentira convenida: que somos unos
científicos que estudiamos al mar. Siento deseos de ayudarlos,
pero temo herirlos. Les ofrecí llevarlos a conocer el yate, y
rehusaron, alegando que es difícil mover y transportar a Rafael.
La inacción lo ha hecho engordar exageradamente.
-La ropa que le mandaste no ha debido servirle, porque tú
eres delgado.
-Dije que le mandé ropa usada, pero no dije que fuese
mía. Era tuya, y la hice sacar de tu camarote en el yate: dos
trajes, ropa interior y zapatos. Espero que me perdones.
-No tiene importancia. Al paso que vamos, si continuamos
aquí andaremos desnudos. No me gusta el rumbo que están to-
mando nuestras vidas. Advierto indicios de desenfreno. ¿ Cuándo
regresamos? Ya llevamos cinco meses aquí. La primavera y el
verano se confunden y pronto comenzarán los calores del tró-
pico.
-Exageras, Louis. Lo que llamas desenfreno es apenas un
poco de abandono del protocolo. Si dijeras humanización, lo
aceptaría. La intimidad es inevitable cuando un grupo redu-
cido de hombres y mujeres conviven encerrados en una casa.
Pero la intimidad no degenera en promiscuidad cuando está
sofrenada por la inteligencia y la buena educación. Sé a lo
que te refieres. Son jóvenes y lo hacen con discreción y ele-
gancia.
-La pasión sexual no sabe de cordura. Se desborda y do-
mina a la inteligencia y a la buena educación.

200
-La pasión es siempre bella...
-Tú estetismo te ciega y te ensordece.
-Déjame disfrutar un tiempo esa ceguera, que me acerca
al hombre natural. ..
-¡Al hombre animalizado!
-¡Exacto! Acomodemos por un rato nuestras almas a esta
florescencia del amor que nos circunda, a este aire sin humo de
chimeneas ni rugidos de locomotoras. ¿Has advertido, acaso,
que detrás de esas lomas los predios no están cercados y las
vacas y los cerdos vagan libremente por los caminos? Es la
iJ.ibertad sin horizontes de Ia Naturaleza, que tú y yo descono-
cíamos o confundíamos con la llamada libertad que proclama-
ron nuestros Enciclopedistas, que no es otra cosa que una men-
tira jurídica, una burla a los hombres que vivimos encarcelados
en las grandes ciudades. aherrojados por la etiqueta y el cere-
monial, limitados por los reglamentos municipales, ahogados
bajo el peso de las apariencias, el «qué dirán» y los sofocantes
convencionalismos sociales.
-Tu liberalismo se está haciendo demasiado radical y pue-
de degenerar en plebeyismo.
-No podría, aunque quisiera. Estoy maniatado por mi fa-
ma y mi riqueza. Soy un esclavo, una víctima de mi buena for-
tuna.
-El abogado Leroy tiene razón: todos estamos embrujados.
Hace casi dos meses, la noche que regresaste de tu pasadía en
la finca de la señorita Chanac, yo te mandé a acostar, pero el
resto del grupo nos quedamos charlando en el balcón. Fue
entonces cuando Leroy dijo eso de que estábamos bajo el in-
flujo de un maleficio. Todos convinimos en que era así, menos
Rosina.
-¿ Qué opinó Resina?
-Que éramos unos chismosos ... inmiscuyéndonos en la vi-
da privada de cada uno.
-jY tenía razón! -dijo el profesor, riendo de buena gana.
No te preocupes, Louis Desaix. Todo saldrá bien. Mi salud es
buena. He pasado la mañana en mi cuarto porque deseaba des-
cansar un poco. Espérame en la sala. Dentro de un rato estaré
con ustedes.
* * *
-No insistas, Josefina. No puedo dejar estas gentes de-
samparadas. Es preciso que yo permanezca aquí hasta tanto se

201
normalice un poco la situación política en el país. Si quieres,
puedes irte tú a la capital.
-¿Cuándo podremos irnos, entonces... ?
-Dentro de diez, quince días, un mes. No lo sé. Mis socios
en el Bufete me piden que me quede aquí con ellos. ¿Por qué
no te vas tú, si tanto lo deseas? Creía que te interesaban sobre-
manera las conferencias del profesor...
Josefina no contestó. Ni Jorge ni ella se había atrevido a ha-
blarse claramente. Ambos dominaban sus sentimientos para
evitar que se produjese una situación enojosa, que querían
evitar a todo trance. Desde la última escena que habían tenido,
cuando Josefina se echó llorosa en sus brazos, no se habían pe-
dido explicaciones de ninguna clase. Se habían limitado a con-
vivir, durmiendo en la misma cama, sin que ninguno intentara
hacer demostraciones de especie alguna. Se toleraban, porque
se temían. Comprendían que aquella situación no podía prolon-
garse por mucho tiempo, pero nada hacían para solucionarla.
Se daban cuenta de que estaban al borde de un precipicio y
Josefina quería evitar la caída proponiendo que ambos abando-
naran aquel lugar, pero tenía, sin embargo, que aceptar como
buenos los argumentos de Jorge: no podía abandonar a su
diente y amigo en momentos de conmoción social. Su presen-
cia era indispensable en Anadel, sin dejar de intuir por ello
que algo latía en el ambiente que produciría un rompimiento
entre ellos dos. Creía sentirse segura de sí misma, pero tenía
la certidumbre de que Jorge la engañaba. Su orgullo no la de-
jaba tomar la iniciativa para enfrentarse cara a cara con la si-
tuación. Y decidió esperar, confiando en que tendría fuerzas
suficientes para no delinquir ante el asedio de Leroy.

* * *
Ya se habían reunido en Ia sala para tomar los aperitivos,
antes del almuerzo, cuando uno de los criados entró con un
mensaje de Trigarthon: que en la playa había entrado un enor-
me cardúmen de «camiguamas» y que él se preparaba para co-
gerlas. Todos bajaron y encontraron que ya Trigarthon estaba
metido en el mar con cubos y canastas atrapando cantidades
del pececillo. El agua hervía con el movimiento de miles y
miles de ellos. Su color plateado y lo apretado de la masa que
formaban daba la impresión de que el agua era azogue. Rosina
se descalzó y se metió en el agua hasta la rodilla. mostrando

202
sus bien modelados muslos y riendo nerviosa por las cosqui-
llas que le producían las camiguamas. Su entusiasmo contagió a
Leroy, que hizo lo mismo, arremangándose los pantalones y
quitándose- los zapatos y las medias. Era tal la cantidad, que
las canastas salían repletas. En un descuido Rosina perdió
el equilibrio y cayó al agua. Todos gritaron y rieron como chi-
quillos. La sacaron entre Leroy y Trigarthon y subió a la casa,
mohína, chorreando agua. Mientras todos ascendían por la es-
calera de piedra, Josefina afirmó que podrían comer las cami-
guamas seguidamente, como hors d'oeuvre con los aperitivos.
Basta -decía-, lavarlas bien con zumo de limón, para quitarles
la viscosidad, y luego secarlas, enharinarlas un poco y freírlas
en abundante aceite. La idea fue acogida con calor por todo
el grupo. A la media hora las sirvieron, en la sala, tostadas y
crujientes. Eran pequeñitas, como de una pulgada de largo,
y delgadas y sin escamas ni espinas.
El novedoso incidente de la pesca de las camiguamas y el
zabullón inesperado de Rosina provocaron divertidos comen-
tarios y chistes. Durante el almuerzo todos estaban alegres y
conversadores. Ya a los postres un sirviente entregó un sobre al
abogado Vergara, que habían traído desde Samaná. Después
que leyó su contenido, lo pasó al profesor. Todos advirtieron
que su rostro se animaba y sus ojos brillaban y sus labios son-
reían a medida que leía el mensaje. Al concluir, exclamó, con
mal disimulada contentura:
-Es de la señorita Chanac. Dice que acepta mi invitación
y que viene a pasarse el fin de semana con nosotros. Llegará
esta misma tarde. Yayo había dispuesto que el cuarto donde
están las maletas fuese preparado para ella, de modo que no
tenga que dormir en 'la habitación de Rosina. Así estarán amo
bas más cómodas y desahogadas.
Cuando empezaba a obscurecer llegó Madelaine, en su ca-
noa, tripulada por un remero. Detrás venía otro bote con su
remero, para llevarse al que la trajo, de modo que su canoa
permaneciera en Anadel para cuando ella quisiera regresar a
Tesón poder hacerlo remando ella misma. El profesor, Verga-
ra y Josefina la recibieron en el muelle. Se saludaron caluro-
samente. En la sala la esperaban los otros compañeros del Pro-
fesor.

203
IX

EL BANQUETE DE LOS DESAMPARADOS

La presencia de Madelaine en la cena transfiguraba al pro-


fesor. Se le veía complacido y satisfecho. Su regocijo había
contagiado a los otros comensales. Los aperitivos tomados en
la sala les despertaron el. apetito y los llevaron pronto a gozar
con fruición del magnífico menú que el Chef había preparado
con las selectas provisiones conservadas en los refrigeradores
del yate. El potaje «Raphael», del auténtico recetario de Anto-
nín Careme, rico en crestas de gallo ablandadas en vino blanco.
Luego escalopas de rodaballo gratinadas en mantequilla y que-
so y servidas en veneras, las famosas conchas del molusco bi-
valvo que los peregrinos del Patrón Santiago traían cosidas
en sus esclavinas, y que los franceses llaman coquille Saint-Iac-
queso Siguió un pastel de codornices al cognac. Sirvieron des-
pués un aspic de langosta. Luego una fuente de ortolanos, asa-
dos suavemente a fuego directo. Como entremets gustaron un
babarois de llamativa confección, a base de mermelada de man-
zanas y crema Chantilly, y rociado con calvados, el famoso y aro-
mático aguardiente, especialidad de la Normandía. Los vinos
que se sirvieron fueron Xeres, Chateau Yquem, Chateau Mar-
gaux y un Chateau Lafite de 1848, de las mundialmente renom-
bradas bodegas del profesor Croiset.
-¡Ha sido un festín magnífico! -exclamó el doctor Desaix,
con gesto de satisfacción-o Los vinos que hemos paladeado es-
capan a toda comparación. El Xeres evoca resina de bosques
encantados. Así debían oler las doncellas de los abencerrajes en
los serrallos de Granada. El Chateau y quem es un néctar un-
tuoso generador de una maravillosa sensación de paz y sosie-
go en todo el cuerpo...
Hizo una pausa, como si estuviese en una ensoñación. Todos
le miraban con interés, porque parecía arrobado, embelesado,

204
suspenso... Luego reanudó su peroración, diciendo, con vacilan-
te y emocionada voz:
-¡Oh, placer incomparable de la mesa... voluptuosidad
que se engendra y se dispersa en los confines del alma, des-
bordándose en delicadas sensaciones, en exhalaciones espiritua-
les de deleite inenarrable... ! Es la visión de un Olimpo genero-
so y afable, hospitalario y dulce, fraternal, indulgente y since-
ro.
Sus últimas palabras apenas fueron perceptibles. Parecía
adormecido. Al fin abrió los ojos, y volviendo a la realidad ex-
clamó:
-¡Qué bueno es todo esto! Qué sabrosa es la vida...
-Ha estado usted más inspirado que nunca, mi querido doc-
tor -exclamó el profesor-o Me felicito de tenerle como com-
pañero. Nada es más hermoso que sentirse uno rodeado de
amigos buenos, inteligentes y cultos. Siempre pido al Cielo que
no me prive de amigos devotos y sinceros. Mi mayor suplicio
sería verme condenado a comer soló. El placer de la mesa es
inconcebible sin la compañía de los amigos.
-¿Qué condiciones exige usted para que una comida sea
perfecta? -preguntó Josefina.
-Que sea excelente su preparación y estén bien coordina-
dos los diversos platos; que no se sirvan vinos, a no ser de su-
perior calidad; que haya buen ambiente y por último y princi-
palmente, que se reúnan cuando menos tres amigos que les
guste y sepan comer. Recordemos el precepto griego: Nunca
menos que las Gradas ni más que las Musas.
-Comparto su manera de pensar -intervino Madelaine-.
Tal vez sea yo la más indicada para saber apreciar el placer
de la mesa rodeada de buenos amigos, inteligentes y cultos,
como ha dicho usted, porque llevo veinte años sentándome a
mi mesa en absoluta soledad.
-La costumbre, generalizada mundialmente y desde tiem-
pos inmemoriales, de los hombres reunirse para comer, cons-
tituye una manifestación instintiva del alma humana. De todas
las necesidades corporales, es la única para cuya realiza-
ción nos sentimos impulsados a buscar compañía y a veces has-
ta hacer ostentacion de ella. De ahí que los festines hayan si-
do siempre una institución trascendental, y en la mayor parte
de los casos estos festines están asociados al propósito de fes-
tejar o conmemorar un acontecimiento importante y agradable.
El profesor Croiset continuó una interesante descripción

205
acerca de los banquetes en el curso de la vida de los hombres.
Es indudable que la etimología del vocablo sea la raíz banco,
banca, como indicativo de mesa o mueble apropiado para po-
ner ia comida. Traslaticiamente significa comida e implica es-
plendidez y concurrencia de muchos comensales. 'Esta palabra,
comensal, a su vez indica reunión y se deriva del latín, com-
mensalis, de cum, con, y mensa, mesa. El hombre es un ani-
mal gregario por naturaleza, y siempre se ha reunido con otros
para comer, o a lo menos con su familia. El descubrimiento del
fuego como método para hacer más fácil y agradable la inges-
tión de los alimentos, fue otro acicate para que el hombre pri-
mitivo buscara la compañía de sus semejantes para comer reu-
nidos. La arqueología ha puesto hoy día de manifiesto que el
hombre prehistórico se reunía con otros para comer y que
estas reuniones tenían carácter místico o espiritual. Las pie-
zas cobradas en la caza o en la pesca eran compartidas por la
tribu, el clan o la familia, naciendo así el hábito de reunirse
para hacer la repartición correspondiente. Como estas reunio-
nes constituían motivo de alborozo, la costumbre se extendió
y las llevaban a cabo también para conmemorar un nacimien-
to, una victoria guerrera y hasta la muerte de un miembro del
grupo. Así nacieron los banquetes. Las primeras pruebas de fes-
tines suntuosos las encontramos en los descubrimientos arqueo-
lógicos de los pueblos de Oriente. Ateneo, en su obra «El Bans
quete de los Sofistas», nos da interesantes informes sobre los
festines de la Era Clásica. Ya Herodoto nos había ilustrado
acerca de estas reuniones en los pueblos de la más lejana an-
tigüedad. El geógrafo griego Estrabón nos afirma que en la
tumba de Sardanápalo, ejemplo de Príncipe disoluto, había un
epitafio que rezaba: «caminante que pasas, bebe, come, diviér-
tete, porque todo lo demás no vale nada». Este Rey, legendario
tal vez, o acaso el último descendiente de Semíramis, Reina de
Asiria y Babilonia, fue sorprendido y liquidado por sus enemi-
gos mientras disfrutaba de un gran banquete que ofrecía a
sus soldados vencedores.
En las ruinas de antiquísimas ciudades descubiertas entre
el Eufrates y el Tigris, aparecieron bajorrelieves asirios que re-
presentan grandes banquetes ofrecidos porpríncipes y reyes. El
egiptólogo Gastón Maspero nos describe un festín de Asurbani-
pal en su grandioso palacio de Nínive. Los babilónicos eran
también muy dados a celebrar banquetes. En la Biblia, Libro
de Daniel, se refiere que el rey Baltasar fue sorprendido por su

206
enemigo Ciro durante un festín en el cual se usaron los vasos
Sagrados que Nabucodonosor había robado del templo de Je-
rusalén. Cuando 'los hebreos dejaron de ser nómadas y se asen-
taron en las tierras de Canaan, no tardaron en adquirir la cos-
tumbre de efectuar suntuosos banquetes con motivo de sus
celebraciones religiosas. En el Eclesiastés, libro canónico del
Antiguo Testamento atribuido a Salomón, podemos leer esta
encantadora frase: «no hay mayor felicidad que la de disfru-
tar de un festín acompañado de música; estos dos placeres son
comparables a una esmeralda incrustada en oro».
En el curso de esta disertación se habían trasladado al bal-
cón, acomodándose en sillones y butacas, mientras los sirvien-
tes traían cigarros, café y licores. Por pura coincidencia Jose-
fina y Leroy habían ocupado un pequeño canapé de dos asien-
tos. Sus rodillas se tocaban al menor movimiento, llenando de
intranquilidad a Josefina. Espiaba los ojos de su marido, que
estaba sentado frente a Rosina, tratando de leer en su mirada
todo 10 que pasaba por su mente. Rosina estaba más hermosa
que nunca, y sus piernas cruzadas dejaban entrever el naci-
miento de sus muslos, en lo que Josefina creía descubrir una
insinuante provocación. Adivinaba o sospechaba miradas fur-
tivas de Jorge hacia los llamativos encantos de Rosina, y deci-
dió no seguir siendo tonta y tratar de despertar los celos de
Jorge, dejando que Leroy mantuviese sus rodillas junto a las
de ella, prometiéndose a sí misma no permitir mayores avan-
ces. Leroy, a su vez, se insinuaba con discreta elegancia. Sabía
el conflicto que se había planteado entre Josefina y su marido
y se disponía a sacar ventajas de la situación. Escuchaban con
aparente atención las palabras del profesor, pero los cuatro tra-
taban interiormente de gobernar sus propias inquietudes. El
instinto sutil del profesor percibía este cuadrilátero de emo-
ciones que se iba fraguando a su alrededor y que esta noche
alcanzaba tensiones profundas. Su inteligencia le permitía ob-
servar la situación sin que con ello perdiera el hilo de su di-
sertación. Y continuó hablando, aparentemente indiferente al
conflicto de pasiones que se desarrollaba ante sus ojos.
-¿Los reyes persas -preguntó el doctor- eran también
fastuosos en sus banquetes?
-Vivían rodeados de esplendoroso lujo -contestó el Pro-
fesor-. Así lo ha confirmado la arqueología moderna. Ya Ate-
neo nos había señalado cómo era el servicio en las mesas rea-
les: se consumían mil bestias diariamente, entre bueyes, carne-

207
ros, ciervos, caballos, además de una enorme cantidad de aves.
En el libro de Ester, en el Antiguo Testamento, se narra el
banquete ofrecido por el rey Asuero, en ocasión del cual fue
repudiada la reina por haberse negado a concurrir al convite.
Tuvo lugar en los jardines del Palacio y duró siete días. El vi-
no se servía en vasos de oro, y eran de plata y maderas pre-
ciosas los lechos en que se reclinaban para comer.
-¿ y qué puede decirnos respecto a los Godos? -inquirió
Leroy.
-Diódoro de Sicilia nos dice -respondió el aludido- que
sus banquetes eran copiosos, de larguísima duración y de grose-
ro lujo. Comían junto a los braseros donde asaban grandes tro-
zas de cerdos y ciervos y gacelas que cazaban en los bosques.
El historiador griego Posidonio nos describe esos banquetes:
«las mesas eran bajas y sobre ellas se colocaban grandes ta-
rros llenos de heno hervido, fuentes de carnes diversas hervidas
o asadas a la parrilla. Comían en platos de metal los ricos, y
los pobres en platos de barro. Los trozos de carne eran enor-
mes, y a veces se los pasaban de mano a mano, dándoles un
mordisco cada uno. Lo mismo hacían con el vino, servido en
un solo jarro grande que circulaba entre los asistentes. Algu-
nas tribus bebían en los cráneos de sus enemigos muertos en
combate, que utilizaban como vasos. Los pueblos cercanos al
mar, los ríos o los lagos comían mucho pescado, asado y sazo-
nado con sal y vinagre. Durante el banquete hacían apuestas y
desafíos para luchar con armas o a los puños. Casi siempre ha-
bía que separarlos, porque se enardecían y tomaban en serio el
asunto. Según una costumbre, los muslos de los animales ser-
vidos en la mesa eran ofrecidos a los convidados que hubiesen
triunfado en esos desafíos». En sus tratos con los Romanos,
aprendieron nuevas costumbres en su cocina, pero nunca acepo
taron comer acostados en Iechos especiales. Los Francos eran
un poco más refinados y en las mesas de los banquetes acos-
tumbraban a poner flores. Con Carlomagno los festines adqui-
rieron gran importancia y esplendor. Como los Galos, también
bebían en ronda.
-Durante la Edad Media los banquetes sólo tenían lugar
entre los ricos y los altos dignatarios. Los siervos y esclavos co-
mían vergonzosamente junto a los animales domésticos. Los
festines se realizaban con mucha pompa, solemnidad y proto-
colo, especialmente cuando asistían monarcas o príncipes. El
acto se iniciaba con un lavatorio de manos en aguas perfuma-

208
das. Los pajes ofrecían las servilletas a los comensales. La pre-
sentación de la servilleta al Soberano se consideraba un gran
honor, reservado al chambelán. Como comían con los dedos,
ya que los tenedores no estaban en uso todavía, las abluciones
se renovaban durante el curso de la comida. El pan era bende-
cido y empezaban los sirvientes a traer los platos, cuyos nom-
bres anunciaban en voz alta. Eran potajes. pescados, entre-
meses, carnes asadas, aves. Luego frutas y cremas. Mientras
comían se ejecutaba música o bailes y pantomimas por los
juglares y bufones. Luis IX ofreció en Saumur, un banquete al
que asistieron tres mil caballeros. En 1378 el Emperador Carlos
IV visitó 3:1 Rey de Francia y entre los festejos figuró un ban-
quete al que concurrieron ochocientos nobles.
-El pontificado romano, durante la Edad Media y comien-
zos del Renacimiento, fue escenario de grandiosos banquetes.
El Clero de aquellas épocas hacía alardes de suntuosidad en
la mesa. Prevalecía un deseo vehemente de gozar los place-
res de la gastronomía. Las grandes familias de Italia, los Rími-
ni, los Manfredi, los Malatestas, los Sforza, los Estes, los Ba-
glioni, los Borgia, los Farnesio, los Rovere, vivían rodeados
de un lujo y esplendor grandiosos, y sus mesas se hicieron céle-
bres. El paganismo se introducía en el cristianismo, con sus
lujos, placeres y sus vicios. Los Cardenales eran ricos y 'se es-
forzaban por superarse los unos a los otros con festines opu-
lentos. Se entregaban a todos los deleites. Eran pródigos y
libertinos. El Papa Paulo II ganó fama de ser un goloso im-
penitente: murió de una hartura de melones en los jardines
del Vaticano. En el palacio del Cardenal Pedro Riario se co-
mía en vajilla de oro puro. Su magnificencia no tuvo para-
lelo y los banquetes que ofrecía a sus amigos duraban días y
noches. No respetaban los preceptos de la Iglesia, y violaban
el ayuno cristiano, comiendo carne los días de guardar. Cuando
el Cardenal Rodrigo Borja, futuro Papa Alejandro VI, visitó
a España, el obispo de Sigüenza, el famoso Pedro de Menda-
za, le ofreció un banquete en Valencia que hizo eco en los
anales de la gastronomía. El boato que caracterizó este festín
fue algo inaudito y los manjares servidos fueron verdaderas
obras maestras. Se sirvieron unos pasteles enormes rellenos
de palomas, perdices, ocas, ánades, cabritos, pavos reales. Entre
los actos que tuvieron lugar en el Vaticano para celebrar las
bodas de la hija del Papa, Lucrecia Borgia, con el príncipe Juan
Sforza, figuró un banquete al que concurrieron cerca de dos-

209
cientos invitados y que duró toda una noche. En 1498 César
Borgia viajó a Francia para recibir un título nobiliario que le
otorgaría Luis XII, yen el camino fue objeto de muchos festines
y agasajos. En la ciudad de Lyon le ofrecieron un banquete en
el que se sirvieron cuatrocientas piezas de volatería y doscien-
tos platos de dulces y confiterías que fueron verdaderas obras
de arquitectura culinaria.
-Durante el reinado de Enrique III de Francia, por los años
de 1580, se generalizó el uso del cuchillo y el tenedor en la mesa.
Este monarca era disoluto en extremo y se hacía preparar
grandes banquetes. Con el advenimiento al trono de Francia de
Francisco 1, el lujo de la mesa comenzó a adquirir extraordina-
ria importancia, cónsona con el movimiento renovador que
agitaba a toda Europa y que se conoce con el nombre de Rena-
cimiento.
-En sus castillos de Amboisey Montmorency, Francisco I
celebraba festines magníficos. Recibió a Catalina de Médecis con
un grandioso festín en París, en el que se sirvieron 30 pavos
reales, 33 faisanes, 21 cisnes, 9 grullas, 33 grandes pescados, 99
palomas, 66 garzas, 33 perdices, 99 tortas de carne, 33 gansos,
99 capones, 90 codornices, 90 pollos y 90 gallinas. Se excluyeron
carnes de res y cerdo y de caza mayor por considerarlas vulga-
res y ordinarias. La cantidad de legumbres fue extraordinaria.
Para festejar a la reina Isabel de Austria, Carlos IX le ofreció
en París un banquete pantagruélico en el que sólo se sirvieron
pescados y moluscos y crustáceos, porque era viernes. Bajo el
reinado de Luis XIII prevalece la austeridad y los banquetes
son sencillos y con lujo mesurado. Luego con el advenimiento
de Luis XIV vuelven de nuevo los banquetes a hacerse ricos y
pomposos. El servicio diario de la mesa del Rey era en extremo
complicado y minuciosamente reglamentado; constituía una
verdadera ceremonia. Bajo Luis XV la mesa se hace esplendo-
rosa. Para la consagración de este monarca Se organizó un
imponente festín en la ciudad de Reims, en el salón principal
del Palacio arzobispal al cual asistieron todos los grandes
señores de la nobleza y de la alta jerarquía eclesiástica. El
ceremonial fue complicadísimo.
-Durante el primer cuarto del Siglo XIX aparecen en Fran-
cia dos libros que influyen profundamente en la gastronomía.
Ellos son «La Fisiología del Gusto», por Brillat-Savarin, y la
«Carta del Buen Comer», por Grimod de la Reyníere. Este
último vivía en París, en un palacete donde actualmente se en-

210
cuentra el edificio de la Embajada de los Estados Unidos, en los
Campos Elíseos. Sus comidas eran suntuosas y extravagantes.
Por esta época comienzan a ponerse en vaga los restaurantes.
Los primeros, en París, eran establecimientos lujosos y la comi-
da era excelente. En la primera mitad del Siglo XX París dis-
ponía de un apreciable número de restaurantes de primera
clase. Parece que la palabra restaurant la impuso un tal Bou-
langer, que tenía un comercio en la calle Bailleul, en el que
vendía comidas, y en la puerta había puesto un aviso en latín
que decía: «venite ad me, vos qui stomacho laboratis et ego
restaurabo vos.» El sindicato o asociación de dueños de fondas
lo demandó judicialmente, porque violaba una ley que reserva-
ba a los miembros de este sindicato el monopolio de servir al
público «comidas bajo el nombre genérico de ragouts», La es-
pecialidad de Boulanger eran patas de cordero en salsa blanca.
Una Resolución del Parlamento decretó que las patas de cor-
dero en salsa blanca no eran un ragout. El triunfo de Boulan-
ger hizo que todo París se precipitara a su tienda a comer pa-
tas de cordero. Y así fue como se impuso el nombre restau-
rant a los establecimientos que servían comidas.
-A su renombre de Ciudad Luz, París agregó la fama de
sus grandes restaurantes. Los más conocidos fueron «Le Boeuf
a la Mode, Vefur, Hardy, Café Anglais, Bonnefoy, Bonnvalet,
Le Cadran Bleu, La Galiote, Le Moulin Rouge, donde debutó
el gran cocinero Escoffier, Le Voisin, Le Café de París, Le
Marguery, Le Café Tortoni, y otros más. Fueron desaparecien-
do poco a poco, a medida que el tiempo pasaba y las costum-
bres cambiaban. Tres grandes catástrofes les abatieron: las
dos guerras mundiales y la invasión de los nuevos bárbaros, que
ahora se llamaban Turistas. Hoy día prevalecen las petites boi-
tes. Algunos, que gozaron de gran fama, han podido mante-
nerse, adaptándose a las nuevas corrientes y al analfabetismo
culinario de los turistas. Tales son La Tour D'Argent, La Reine
Padouque y otros que los turistas han encumbrado a una fama
que hoy día no merecen. Las llamadas guías para turistas, que
son unos almanaques de pésimo gusto, han clasificado los res-
taurantes del mundo, especialmente los de Francia, en catego-
rías arbitrarias y antojadizas que marcan con unos astericos, y
así cuatro de estas señales indican que el esablecimiento es
de primer orden, tres quiere decir que es muy bueno y así su-
cesivamente. En esos libretos se señala uno, cerca de Lyon,
al que califican de la Catedral Culinaria del mundo, al que acu-

211
den los incautos viajeros a pagar precios inauditos por un
plato con nombre rimbombante.
-En los tiempos actuales los banquetes siguen constituyen-
do un medio para los hombres reunirse y discutir sus pro-
blemas con el espíritu contento, porque nada hay que ablande
más el corazón que Ia vista de una mesa cubierta de manjares.
Los ánimos se entusiasman haciéndose más fácil decir que sí
cuando en otras circunstancias no lo hubiéramos dicho. Los
negocios se resuelven con mayor facilidad que· en el ámbito
austero de una oficina. Para los diplomáticos y los políticos,
para los comerciantes y los artistas, la mesa es mejor que el
escritorio para zanjar dificultades y lograr acuerdos. Los pro-
blemas entre Estados se solucionan más pronto en un ban-
quete que en los estrados de una conferencia internacional
La relación fisiológica que existe entre el alma y el estómago
se pone de manifiesto en estas ocasiones. Hasta se ha llegado a
decir que esa red de filamentos nerviosos y vasculares que
está sobre el estómago y que se llama plexo solar, es el asien-
to del alma. La acción de los manjares y los vinos en el orga-
nismo, parece que excita las secreciones glandulares, a tal ex-
tremo que nos sentimos eufóricos, optimistas, propensos a la
bondad. Las endocrinas inundan el cuerpo con sus secreciones
salutíferas y nos ponemos ágiles y jubilosos, complacidos y
alegres.
-Antes de terminar recordemos el banquete ofrecido por el
gobierno de Francia a los Reyes de Inglaterra el 22 de julio de
1938, con motivo de la visita oficial de éstos a París. Tuvo efec-
to en la galería de los espejos del palacio de Versalles. Asistie-
ron doscientos ochenta invitados. La sala esaba adornada con
multitud de arbolitos de azahares en plena floración. Recuerdo
que yo critiqué ese detalle, por aquello de que o los manjares
iban a impregnarse del perfume de las flores o éstas iban a
oler a cebolla. El Protocolo había exigido que el acto no du-
rara más de noventa minutos, y fue necesario, pues, hacer mi-
lagros de coordinación y planeamientos. Ciento cincuenta laca-
yos, con pantalones cortos de raso y pelucas empolvadas, aten-
dieron al servicio. La mitad de estos sirvienes se mantuvieron
inmóviles detrás de los comensales, para subsanar cualquier
caso fortuito que pudiera presentarse, mientras los otros se-
tenta y cinco servían los manjares. La cocina fue dirigida por
Francis Cartón, presidente de la Academia de Cocineros de Pa-
rís. Se dispuso de tantos cocineros como fueran necesarios de

212
modo tal que cada uno prepara solamente cinco porciones de
cada plato, para cada cinco de los invitados. Una orquesta de
cuerdas ejecutaba antiguas melodías de Ia época de María An-
tonieta. Los champagnes de 1900 y 1895 fueron escogidos por-
que ésos eran los años de nacimiento de los monarcas. Los di-
rectores de este evento social, grandioso en los anales de la
gastronomía mundial, quisieron, y lo lograron, imprimirle un
aire de sencillez, gracia y distinción, para así romper la auste-
ridad y frialdad de los actos oficiales. El menú consistió en
ocho servicios. El primero incluía melón y ostras; el segundo
pescados del Lago de Annecy; el tercero filetes de cordero; el
cuarto timbal de codornices; el quinto lonjas de ánsar; el sex-
to supremas de pollas cebadas del Bresse; el séptimo trufas a
la moda del Périgord y el octavo, que fue el postre, crema he-
lada y melocotones, los famosos melocotones de Montreui1.
Para cada servicio se ófreció el vino correspondiente, de las
más apreciadas cosechas de Francia de los últimos cincuenta
años. Lo único lamentable fue que Jorge VI era dispéptico, y se
dijo que disimuladamente le sirvieron puré de papas y un tro-
zo de solomillo asado a la parrilla, sin condimento alguno.

* * *
En el almuerzo se regalaron con una gran fuente de cangre-
jos preparados según la «receta» de Trigarthon. Este había es-
tado tres madrugadas consecutivas «alumbrándolos» en la playa
de CIará, método que consiste en encandilarlos con hachos
encendidos: la luz los paraliza y así pueden ser atrapados con
facilidad. Había seleccionado los más grandes y gordos. J ose-
fina y Trigarthon asistieron al cocinero en la preparación del
guiso. Después de bien limpios se cortaban en trozos y por
veinticuatro horas se marinaban en zumo de naranjas agrias
y hojas y semillas sazonantes que Trigarthon había traído de
su casa. Luego eran hervidos, junto con tomates silvestres, pe-
queños y de intenso gusto, en abundante leche de coco, hasta
dejarlos sofreír en su propia grasa, amarilla y suculenta. El
profesor hizo el elogio del guisado, atribuyéndole un posible
origen Polinesio. Se habían colgado servilletas en el pecho y usa-
ban las manos en lugar de tenedores. -Así saben mejor -de-
cía Rosina, saboreándolos con voraz apetito.

* * *
213
Trigarthon se encerró en su kiosco para echar un sueño.
Estaba cansado de los tres madrugones anteriores que tuvo que
hacer para atrapar los cangrejos que sus amigos habían comido
al mediodía, y por cuya preparación el profesor le mandó sus
felicitaciones. Ahora ya eran las cuatro de la tarde y no podía
dormir su acostumbrada siesta. Había estado hasta después de
medianoche escuchando la charla del profesor. La palabra
banquete danzaba en su memoria como un torbellino. ¿Era así
como los hombres buscaban la felicidad? ¿Tenían que juntarse
en grupos y llenarse la barriga de comida y de vinos para ser
dichosos? Entonces él era un desgraciado... y la señorita Ma-
delaine también, porque habían vivido solitarios, cada uno en
su casa teniendo como únicos compañeros en la mesa al sol, a
la luna, los árboles, el mar... Esas ideas cruzaban por su men-
te mientras oía al profesor aquella noche larga y tibia, senta-
do en el rincón obscuro de la galería, separado del grupo,
casi inmóvil para no llamar la atención de aquellas gentes ex-
tranjeras cuyos nombres todavía se confundían en su memo-
ria. ¿Para qué lo hacían sentar allí, si hablaban una lengua que
él desconocía? De repente la cabeza le dió un salto y se dijo
a sí mismo que sí, que él sí estaba comprendiendo, porque
ahora sabía que hablaban de los banquetes que los hombres
celebran para llenarse el estómago de vinos y comidas. Recor-
daba vagamente nombres de reyes y de príncipes que comían
mucho sentados frente a grandes mesas repletas de manjares
y rodeados de multitud de amigos que también comían, y co-
mían y bebían durante noches enteras sin descanso... El nun-
ca había hecho esa cosa; comía solo en su choza y ahora en
su pabellón del patio de la casa de AnadeI. .. y la señorita Ma-
delaine también comía sola en su vieja casa de la finca de Te-
són... ¿Habían sido unos desgraciados por haber vivido en la
soledad? La cabeza le daba vuelas y no sabía contestarse a tan-
tas preguntas ... ¿Quién podría aclararle esas dudas?
-¡Soy un estúpido quedándome allí todas las noches! -pen-
saba, revolviéndose en la cama, inquieto y sudoroso. Decidía no
volver... Sabía sin embargo que volvería a sentarse en su rin-
-cón, tratando de no hacer ruido para no llamar la atención.
Una fuerza irresistible lo atraía, y allí estaba, todas las noches,
como un testigo mudo y silencioso. Rosina se sentaba siempre
de modo tal que él no le podía ver 'la cara. Comprendía que
ella lo hacía ex profeso. ¿Por qué? Apenas podía verle la cabe-
za, la nuca, donde él tantas veces había puesto su mano, como

214
una almohada, cuando ella se le entregaba en las playas soli-
tarias de cayo Alcatraz o en la cama de su choza en Carenero.
Sus citas con Rosina se espaciaban cada vez más. Ella le ha-
bía dicho que tenía que ir a menudo al yate, a veces sola,
otras acompañada por el abogado Vergara, en asuntos relacio-
nados con el libro que estaba escribiendo el profesor, El la
llevaba en el cayuco. Vergara también se mostraba menos co-
municativo con él y apenas le dirigía la palabra cuando lo lle-
vaba al yate acompañando a Rosina. Ya 'casi no le tenían en
cuenta y apenas lo utilizaban, como un sirviente más, para
ir a Samaná dos veces por semana a sacar la correspondencia
del apartado en la oficina del correo. ¿Qué hacía allí, recibien-
do todos los sábados, de manos del Mayordomo, un sobre con
el dinero de su sueldo? La gaveta del mueble donde guardaba
su dinero estaba llena. ¿Por qué no se volvía a su choza, a su
adorada soledad de antes, a cocinarse él mismo y a cuidar de
nuevo su conuco, ahora abandonado y lleno de yerbas malas?
-Se lo diría a ·Vergara... -Pero al otro día le faltaban fuer-
zas para hacerlo y se quedaba en Anadel, vencido por una atrac-
ción que no comprendía o que él mismo trataba de no definir.
Se había vuelto indolente y le molestaba pensar. Prefería tener
sus pensamientos en blanco y seguir como un autómata, de-
jándose mandar, dejándose poseer por Rosina cuando ésta sin-
tiera deseos de hacerlo. Sentía lástima de sí mismo. Los sir-
vientes apenas le dirigían la palabra. Sólo el detective lo tra-
taba como un igual y le conversaba todos los días.
Era un torbellino el cerebro de Trigarthon. Un raudal de
fuerzas divergentes que no lo dejaban razonar... él, que tanto
le gustaba pensar, echado en su cama o en las arenas grises de
la ensenada de Carenero, protegido por la soledad, arrullado
por el cantar del viento entre las ramas de los cocoteros y por
el murmullo de las olas al acariciar la playa Se habían ido su
vaca y su ternero y sus gallinas. Tuvo que venderlos cuando
llegaron aquellos hombres extranjeros y lo sacaron de su cho-
za y se lo llevaron al palacio de Anadel. Añoraba eJ. tranquilo
acaecer de su desierta vida, retirado dentro de sí mismo, jun-
to a sus amigos mudos, la mar, el cayuco, la vaca, la choza, la
lluvia, la luna, el cielo... el viento, la espuma de la ola, el can-
to de los ganas en el cariñoso amanecer... El recuerdo de su
adorada soledad le mordía la conciencia y le magullaba el co-
razón. Ahora todo era reciente para él y aquella novedad lo
conturbaba. En su kiosco de Anadel se sentía incómodo. Le pa-

215
recía que odiaba tantos muebles innecesarios... él, que desde
que nació dormía sobre un catre y colgaba su ropa de un clavo
en la pared de su bohío, desvencijado por la intemperie y por
los años. Aquel cuarto de baño dentro de su pabellón le parecía
una cárcel con instrumentos de tortura, y los odiaba también.
Cuando al bañarse el agua de la ducha le caía, suave, sobre su
cuerpo, sentía piedad de sí mismo. Era un sentimiento extraño
que le hacía pensar que aquello era una burla, un engaño, y se
sentía defraudado y miserable. No era lo mismo que el agua
que caía sobre su cuerpo cuando la lluvia lo llamaba en la pla,
ya solitaria. Allí podía correr y echarse en la arena y jugar con-
sigo mismo y de nuevo correr sin el estorbo de estas cuatro
paredes que ahora lo estrechaban. Le molestaba ver su cuerpo
a la luz de la bombilla que colgaba del techo de su cuarto, y
un raro sentimiento de vergüenza le hacía cubrirse prestamen-
te. Ahora, en esta lluviosa tarde, acostado en su cama de Ana-
del, sintió asco de sí mismo al verse desnudo bajo el chorro de
Iuz eléctrica de aquella bombilla poderosa. Le pareció que
aquél no era su cuerpo y hasta experimentó ganas de vomitar
al mirar sus genitales. Estaba abochornado. Tal vez ya todos
lo sabrían en los campos y en el pueblo. Creyó advertir señales
de desprecio hacia él cuando iba a Samaná... -El Doncella...
-le llamaban. Lo sabía y nunca se sintió ofendido cuando las
muchachas del pueblo le arrojaban la palabra en su propia
cara. Ya no lo llamarían más por ese nombre... Ya no era el de
antes... ¿Qué era, pues, ahora?
Como un autómata se levantó, se puso la ropa y bajó a hi
playa. En la punta del muelle estaba Rosina, sentada sobre
los tablones. En sus manos tenía un voluminoso libro, que
hojeaba con displicencia. Trigarthon sintió un impulso irre-
sistible y caminó sobre el muelle. Al llegar junto a ella, sin
poderlo evitar, de sus labios salieron estas palabras:
-¿Quiere ir hoya cayo Alcatraz?
Rosina se quedó inmóvil. Al cabo de un instante, y sin darle
el frente, respondió:
-Yo te avisaré cuando tenga deseos de ir... -y al decirlo
se puso en pie y regresó a la casa, sin mirarlo siquiera.
Una oleada de sangreIe subió a la cabeza. No se podía mo-
ver. Experimentó la sensación de que le hubiesen dado un gol-
pe terrible en la nuca. El estómago le dio un vuelco. Los dien-
tes le crujieron. Se agarró sus propias manos y apretó con
fuerza hasta sentir dolor en los dedos. Pasaron dos mintuos.

216
Comenzó a serenarse. Escuchó pasos de alguien que venía y
oyó la voz del Detective que le decía:
-¿A qué hora te acostaste anoche?
Logró controlarse y le contestó:
-No tengo reloj. Cuando los señores acabaron de hablar.
-Eran las dos de la mañana. Siempre te acuestas después
de medianoche. ¿Por qué tienes que estar allí arriba hasta
tan tarde?
-El profesor me 10 pidió.
-Te dio permiso para que estuvieras en el balcón mien-
tras ellos conversan, pero no es una obligación hacerlo. Es un
hombre bondadoso y quiere que tú te vayas instruyendo.
-Yo sé leer y escribir, pero no comprendo el francés ...
-¡Cáspita! -Es verdad. Siempre hablan en francés y nin-
gún provecho sacas con tu presencia allá arriba. ¿Quieres que
se lo advierta al profesor? Así podrás dormir toda la noche.
¿Es, acaso, que te gusta estar con ellos... ? Nada le diré, en-
tonces.
Se hizo una pausa larga, durante la cual Trigarthon respí-
ró profundamente, recobrando su serenidad.
-¿ Qué te hace sufrir? Estás más delgado. Hace tres noches
que no te bañas antes de acostarte... ¿Quieres volverte a tu
casa?
-El señor Vergara quiere que me quede aquí...
En ese momento bajaban por la escalera de piedra Rosi-
na y Vergara. Este le pidió a Trigarthon que sacara el cayuco
y los llevara al yate. Obedeció, como un autómata. Cuando ya
estaba echando el bote al agua bajó Josefina, se acercó a su
esposo y a Rosina, que ya se preparaban para embarcarse, y
les dijo:
-Voy con ustedes. Me aburro sola en mi habitación.
Durante el viaje solamente se escuchaba el ruido de los re-
mas al tocar el agua. Los marineros del yate echaron la escala.
Rosina subió primero. Con una señal de la mano Vergara in-
vitó a Josefina a subir. Esta le indicó que subiera él. Cuando
Vergara subió los primeros palos de la escalera, Josefina le dijo
a Trigarthon:
-Despégate y sigue remado. Tú y yo vamos a descansar
un rato a cayo Alcatraz.
Cuando llegaron ella le pidió que atracara el cayuco en la
arena y lo invitó a subir y sentarse arriba, al borde de la ro-
ca, junto a ella. Se quedó mirándolo, sin hablar, y se sintió

217
admirada ante el rostro sereno de Trigarthon. Habían trans-
currido dos o tres minutos de absoluto silencio. Al fin él ha-
bló, con voz tranquila:
-Parece que lloverá otra vez...
,¿Te importa que nos mojemos?
-No -contestó, sonriendo-. Pero tal vez usted puede coger
un catarro. A mí no me hace nada. Estoy acostumbrado.
-Estás sufriendo mucho, ¿verdad? Quisieras volverte a tu
casa. ¿Por qué no lo haces?
-Su marido me ha pedido que me quede en Anadel.
-El no se opondrá ahora a que tú vuelvas a tu casa...
-¿Por qué?
-Ellos dos están ahora solos en el yate...
Pudo observar cómo el rostro de Trigarthon se iba alteran-
do y cómo sus ojos se abrían en un gesto de duda, de perple-
jidad. Advirtió que sus manos temblaban y que pestañeaba sin
control; que sus labios se tornaban morados y su frente se
cubría de sudor. Intentó hablar y no pudo. Quiso moverse,
como si tratara de ponerse en pie, y le fue imposible. Obser-
vó como su respiración se aceleraba y su boca se contraía y se
dilataban las aletas de su nariz. Parecía como si una fiera estu-
viese despertando en él. Josefina sintió miedo. -¿Era posible
-pensó- que en aquel hombre el amor se convirtiera en fu-
ror? ¿Acaso llevaba él al yate a Rosina y a Vergara sin sospe-
char a lo que iban? ¿Su inocencia era tan grande que no había
dado cabida al menor recelo? ¿Tuvo ella que decírselo para que
lo supiera? -De repente comprendió cuán grande era el daño
que acababa de hacer y sintió remordimientos. ¿Qué podía ha-
cer para reparar su acción a lo menos para evitar que aquel
ser primitivo cayera en un estado de furor?
Entonces lo vio doblarse. Parecía que se le hubiese roto el
espinazo. Tornó la cabeza hacia atrás, como si con la mirada
.tratara de buscar refugio en el vacío, en la extensión del mar.
Comenzó poco a poco a serenarse. Volvió la cara hacia ella,
la miró fijamente y le dijo, con- voz imperceptible casi:
-¿ Quiere que me quede en AnadeI...? Haré lo que usted
me diga.
-Sé que estás sufriendo mucho, pero debes controlarte. Yo
sufro también, más que tú, porque Jorge es mi marido... Cuan-
do ella se vaya, podrás rehacer tu vida. Yo no. Mi matrimonio
está destruido.
-¿Hasta cuándo se quedan... los franceses?

218
-No lo sé. Dos meses... tres meses más...
-¿ Entonces... debo seguir en Anadel...?
-No sé qüé contestarte. Si te pido que te quedes, lo haría
por el interés de que esa mujer siga contigo y deje tranquilo a
mi marido...
Trigarthon se puso en pie. Parecía que había tomado- una
resolución. La ayudó a levantarse y a bajar la escarpada roca.
subieron al cayuco y emprendieron el regreso. Obscurecía ya.
A lo lejos se veía la casa de Anadel, borrosa por las nacientes
sombras de la noche. Vieron un bote de motor que regresaba
de la casa hacía el yate. Sin decírselo pensaron que había ido
a llevar a Rosina y a Jorge.

* * *
Eran felices, Madelaine y Charles Croiset. Se pasaban los
días caminando, cogidos de las manos, por entre los breñales o
los abandonados trillos verdes de la loma, o sobre las arenas
grises de las sonoras playas, Correteaban, como muchachos
holgazanes, vagabundos, jugueteando con las piedras, subién-
dose a los árboles, bañándose en los tibios arroyuelos o en los
recodos de la costa, donde el agua del mar se duerme, silencio-
sa. Se besaban tiernamente, entre risas saludables, evadiendo
la caricia honda o la intención salaz. Cuando él se enardecía
y sus manos o sus labios se hacían temerarios, ella le pacifica-
ba, con chistes y carcajadas.
-¡Eres demasiado hermosa, Madelaine! Quiero besar tu cuero
po. Desnúdate, por favor ...
-Sosiégate, novio mío adorable, mantengamos nuestro amor
en los límites de la sabiduría. La caricia de tu palabra me pro-
duce orgasmos maravillosos y tu sola presencia me satisface...
-le decía, echándose a sus pies como una niña asustada-o Dé-
jame ser feliz, no me hieras. Es tan glorioso este amor que nos
deja divinamente intactos ... Quiéreme suavemente... no me
empujes a una locura que podría tener resultados desastrosos
para ambos. Yana quisiera ser una aventura más en tu cami-
no. Déjame ser tu virgen eterna, tu novia, tu amiga...
y abrazaba sus piernas, arrodillada junto a él, sobre las
yerbas del sendero o las arenas de la playa, llorosamente hermo-
sa, suplicante. El la tomaba de la mano, la resguardaba en su
pecho:

219
-¡Sí, hermosa mía! -le decía-o Así nos amaremos síem-
pre. No me dejes ultrajar tu pureza...
y seguían caminando, cogidos de las manos, por entre los
breñales o los abandonados trillos verdes de la loma o sobre
las arenas grises de las sonoras playas, como niños inocentes y
traviesos, jugueteando con las piedras del camino, subiéndose
en las ramas de los árboles, bañándose en los tibios arroyuelos
o en los recodos de la costa, donde el agua del mar se duerme,
silenciosa...
* * *
Esta tarde en el kiosco-observatorio, Madelaine y el Profesor
habían estado conversando íntima y apasionadamente, acerca
de diversos temas. El profesor habló de la dulzura de vivir
cuando se está en paz con la propia conciencia, alejado de las
vicisitudes del trato diario del hombre con sus semejantes, que
siempre produce roces, desgarraduras ... , pesadumbre, proble-
mas. Madelaine le criticó su optimismo, fruto de la excesiva
bondad de su corazón. Opinaba que es necesario estar siem-
pre a la defensiva, preparados para el asalto, listos cada día para
el ataque, so pena de sucumbir bajo las fuerzas poderosas del
egoísmo, la envidia, la avaricia, el interés, la ambición...
Cuando ya atardecía, señalando el bote-motor que traía del
yate a Rosina y a Vergara, Madelaine le preguntó:
-¿Has logrado liberarte de esas inquietudes, tú, filósofo y
esteta?
-Adormecidas están, apenas... Me acerco a la edad peli-
grosa en que se agitan de nuevo las atracciones de la carne. Di-
cen que es la preagonía del amor, la ansiedad que anuncia el
final. Tú, en cambio, estás en plena adultez.
-Parece que soy inmune al amor. Cuando tenía quince años
vivía conmovida. Luego la muerte de mis padres y mi regreso
precipitado al país me aislaron de esas travesuras, y tuve que
enfrentarme a una realidad pavorosa, teniendo apenas dieci-
nueve años de edad. Mí primer enemigo fue el abogado de mi
padre, que quiso quitarme lo poco que quedaba de la herencia,
unos pesos en el Banco, que al fin se los robó, la casa en Samaná
y la enjuta finca, esquelética ya. Sobre ella me lancé, deses-
perada...
- y para enfrentarte a esa terrible lucha te vestiste de hom-
bre -la interrumpió el profesor- y desde entonces has olvi-
dado que eres mujer...

220
-¡Tienes razón, Charles Croiset! Desde entonces, hace die-
ciocho años, no he vuelto a pensar que soy mujer. Paso la ma-
ñana a caballo, recorriendo la finca, para que mis propios
peones" no me lo roben todo. En la tarde busco la soledad del
mar o leo ávidamente hasta que el sueño me vence. Conozco la
Bahía palmo a palmo. Cuando la cosecha de cacao deja algún
beneficio, lo invierto en libros. El mar y los libros son los úni-
cos amantes que he tenido. Hace algunos días cumplí treinta y
siete años de edad. El ejercicio físico me ha ayudado a mante-
nerme fuerte, pero ya el espíritu lo siento envejecido y can-
sado...
-¡Eres una muchacha extraordinaria, Madelaine Chanac!
Haber sido rica hasta los diecinueve años, la edad en que una
mujer inteligente y sensible, hermosa y bella, disfruta de todo
lo bueno que la vida puede ofrecer, y repentinamente verte
reducida a la miseria y tener que saltar de las habitacio-
nes alfombradas de un colegio aristocrático en París, donde
todo es delicado y pulcro, a los chiqueros de una finca agreste
en el recodo de una isla Antillana, donde todo es rudo y tosco,
grosero y repelente... !
-El cambio fue espantoso, salvaje, doloroso... pero fue pre-
cisamente mi juventud la que me dió fuerzas para soportarlo.
Estaba sola en el mundo, sin parientes ni amigos, acosada
por la codicia de los que me rodeaban, y que luego huyeron
de mí al saber que todo estaba hipotecado. En la reunión de
acreedores se repartieron los bienes dejados por mis padres, en
pago de sus acreencias. Mi propio abogado se quedó con la finca
grande, y si pude salvar la casa solariega en Samaná y el peque-
ño fundo de Tesón, fue porque mi madre "estaba casada bajo el
régimen dotal y me tocaron por herencia de ella, más bien que
por un gesto de piedad de la junta de acreedores.
-¿Y no pudiste buscar otro abogado?
-Bueno... el caso fue melodramático ... Tuve un defensor.
No era abogado, pero sabía de leyes y era litigante por natura-
leza. Había sido Notario Público pero ya no ejercía su minis-
terio. Vivía amancebado con una muchacha campesina. Prestaba
dinero a interés usurario y se había hecho rico practicando la
avaricia. Vino en mi auxilio, espontáneamente, y a él le debo
que los acreedores me dejaran lo que tengo. Pero... después se
quiso cobrar. Cultivó mi amistad, con su trato suave y paternal
en apariencia, me prestaba libros de su rica biblioteca, porque
el taimado era culto a más no poder... Me llenó la cabeza de

221
inquietudes, diciéndome que estaba expuesta a seguir siendo
objeto de demandas y pleitos judiciales, para concluir dicién-
dome que mi única salvación era que yo lo nombrara mi admi-
nistrador y me convirtiese en su querida. Si yo fuese creyente,
pensaría que la Providencia intervino en mi favor, matando al
Notario con una apoplegía fulminante ... Cayó muerto en el par-
que del pueblo, al regresar de mi casa, la tarde en que sus recla-
mos amorosos fueron más vehementes ... Es el único preten-
diente que he tenido en mi vida y... ya ves, lo hacía atraído
por mi cuerpo joven y por el interés de mi flaca heredad...
Como puedes ver, fui protagonista de una extravagante novela
lugareña y... ya eso es algo... Tomé una determinación: me
vestí de hombre, subí a un caballo y me puse a trabajar la tie-
rra y a engordar cerdos.
-¡Es una historia conmovedora! ¿Por qué no escribes una
novela?
-Lo he pensado, pero la desidia y la indolencia me restan
fuerzas para hacerlo. Son males endémicos en esta región...
-Sí, ya sé: frutos de la serenidad: el azul del mar, el verde
de la fronda, el gris del cielo: Satiriasis contemplativa es el
diagnóstico de Vergara: la dejadez, el abandono, la renuncia, la
inercia, la pereza física y la indolencia mentaL ..
-¡Exacto! Protégete de esas bacterias, si no quieres ser víc-
tima de esa terrible enfermedad. Yo la combato parcialmente,
remando en mi canoa, cosechando cacao y cebando marranos
en mi «chiquero», como calificas mi «gran» fundo de Tesón.
-¿ Qué debo hacer... ?
-Pues... regresar a tu país cuanto antes ...
-¿ Sin llevarte conmigo... ?
Madelaine quedó desconcertada. Su rostro enrojeció con
violento rubor. Se irgió, vacilante casi:
-Nos vamos a quemar, Charles Croiset. Ya no somos niños
para jugar con fuego. Déjame tranquila, en mi soledad, con mis
pantalones de hombre, y mis remos... y mi chiquero... No
soportaría un segundo trasplante.
-Eres joven todavía, y eres hermosa y buena...
-Sigamos cada cual nuestro camino: yo con mi desamparo
y mi penuria... y tú con tu gloria y tu opulencia.
-¿Por qué tiemblas, Madelaine?
El ocaso alfombraba la mar con ocres, bermellones y vio-
letas, que las olas yentes y vinientes irisaban en diabólicas ga-

222
mas. El silencio penetraba hasta el fondo de las cosas, marchi-
tándolo todo, para que la noche comenzara.
Madelaine caminó hacia la balaustrada del kiosco. Abajo se
extendía la llanura del mar. En el muelle, contemplando la vas-
tedad de la -Bahía, estaba Trigarthon, envuelto en las sombras
del ocaso. Como si hablara ·consigo mismo, Madelaine mur-
muró:
- ... Esa bahía es mi amante, mi amiga... mi adversaria... a
veces. La he domado y me obedece, pero sé bien que un día,
cuando yo menos lo espere, me devorará. Mientras tanto, yo
la dejo que me posea. Su caricia es furia y es rasguño y es
fractura. Mírala bien, Carles Croiset, ¿no adviertes que es, mons-
truosa en su belleza? Su larga península, que se interna en el
mar, me parece un falo gigantesco que vomita el semen de sus
aguas salitrosas en la inmensidad del océano. Yo la acaricio
con mis manos y mis muslos pero ella prefiere que la casti-
gue con mis remos y con la quilla cortante de mi canoa. Me
atrae y me repele, porque es el tálamo sobre el cual todos los
días celebro mi connubio con la soledad. Te aseguro que cuando
se enfurece vomita hiel y sangre y sus bramidos hacen que las
estrellas tiemblen y se aferren a la comba de los cielos ... Pero
la quiero así...
-¿Nunca te ha hablado... ? -preguntó, hipnotizado, el pro-
fesor.
-Todavía no lo ha hecho. Espero que algún día...
-¿ ... y con Trigarthon... ? -musitó Croiset, sin poder casi
respirar por la emoción.
-¡Sí! Lo idolatra. Lo besa y lo mima y lo columpia en sus
brazos poderosos...
-Yo la amo... ya... susurró el profesor.
-¡Sí! Lo sé ... pero te advierto...
-¿Qué?
-Ella exige de sus amantes que se duerman para siempre
en el período crugiente y luminoso de sus aguas.
-¿Qué debo hacer?
Como si no encontrara la respuesta, Madelaine sacudió la
cabeza y tras un breve silencio, avanzando hacia el pretil del
kiosco, exclamó con insólita vehemencia:
-¿Ves ese fenómeno terrible, desolador, que nos circunda?
¡Es el crepúsculo! ¿Comprendes? ¡El crepúsculo! Los poetas lo
encuentran hermoso y le cantan. Para mí es hermoso, porque
me sugiere la idea de que algo está llegando a su fin. Ahora

223
ven aquí, Charles Croiset, y asómate al vacío. ¿Puedes distinguir,
allá, abajo, junto al muelle, una figura que parece humana?
Es Trígarthon, que contempla el mar, el infinito, como lo es-
toy haciendo yo desde aquí arriba. El y yo pertenecemos a una
especie animal que tú nunca podrás comprender. Somos los
anacoretas del mar, de ese mar que nuestros remos golpean
diariamente, buscando algo que nunca encontramos, huyéndo-
le, tal vez, a nuestra propia soledad. Un día nos tragarán esas
olas ... Somos los Solitarios de la bahía... los desamparados ...
En esa vastedad, sobre ese húmedo desierto celebramos nues-
tros banquetes ... No el Banquete de los Sofistas a que alude
Ateneo; ni los festines de Sardanápalo, ni los del rey Baltasar,
ni el Asuero... , ni los de Carlomagno o César Borgia... ¡No!
Es el Banquete de los Desamparados, de los Solitarios del Mar.
Es el festín que aquel negro pescador y yo celebramos diaria-
mente... Nuestros comensales son las nubes, la noche tenebro-
sa, las olas, la lluvia, las estrellas titilantes, las auroras, los
huracanes, el ocaso...

* * *
Esa noche Trigarthon no concurno al balcón, ni se acostó
en la cama de su kiosco, en el patio. Se fue caminando, cerro
arriba, y se echó junto a un tronco, fatigado, abatido de aflic-
ción... Desde el cielo, las estrellas le miraban, condolidas...
El rocío del conticinio confortó su malestar, y en la sombra
se durmió, el imbele... como un niño...

224
x
HERODOTO, HISTORIADOR Y COCINERO

Los aguaceros de abril los mantenían encerrados en la ca-


sa. Madelaine Chanac había regresado a su finca y el profesor
estaba taciturno, a tal extremo que el doctor le preguntó:
-Me vas a decir cuáles son tus intenciones con la señori-
ta Chanac. Desde que se fue estás intratable. No se puede ha-
blar contigo. Apenas sales de tu despacho en el día y por la
noche permaneces mudo en el balcón. Es tiempo ya de que rea-
nudes tu trabajo.
-Ya terminé el Capítulo sobre la historia de la cocina Orien-
tal.
-No te he preguntado eso, sino que cuáles son tus intencio-
nes con respecto...
-Déjate de tonterías. ¡Louis Desaix! No te niego que me
es muy grata la compañía de Madelaine, y que sus ideas me
interesan.
-'Es una mujer hermosa y puede cautivar a un hombre sen-
sible como tú.
-Naturalmente que me cautiva, pero no del modo que
quieres insinuar.
-¿Ya ves que estás intratable? ¿No puedo hablar contigo
sobre esta cuestión?
-Pero si no hay tal cuestión. He encontrado una nueva ami-
ga, yeso es todo. Presumo que no estaréis celosos ...
-Estamos celosos, no debo negártelo. Somos tus invitados 'f
no puedes abandonarnos.
-Esta noche volveré a ser de ustedes. No te preocupes ...
Se reunieron en la sala, después de cenar, porque llovía to-
rrencialmente y el balcón se mojaba. El profesor llamó al ma-
yordomo y le preguntó por qué Trigarthon no estaba con ellos,
como de costumbre. El viejo y leal sirviente se limitó a mirar

225
la sala, con un gesto ambiguo, como preguntando si también lo
iban a sentar en la sala. Ante las palabras afirmativas del profe-
sor, el mayordomo salió y a poco entró Trigarthon y se sen-
tó al fondo del salón.
-Nos hemos puesto de acuerdo para pedirle que esta no-
che nos hable usted de la gastronomía en los pueblos de Orien-
te -expresó Leroy, dirigiéndose al profesor.
-Parece que De Mers les va informando a ustedes el tema
que desarrollo cada día en la redacción de mi libro, porque
precisamente hoy trabajamos en en análisis de las narraciones
que hace Herodoto acerca de la cocina en Egipto, la India, la
Persia y demás regiones unidas por el Corán.
-Así es, profesor --contestó De Mers.
-Entonces, comencemos con los Egipcios. Ya hemos dicho
algo de ellos, cuando hablamos de los Hebreos. Tres mil años
antes de Cristo, bajo los Faraones de la Cuarta Dinastía, ya los
egipcios bebían cerveza y eran maestros en la panificación. Con
los Faraones de esta Dinastía la cocina, como el arte, alcanza-
ron apreciable desarrollo. En esa época se construyeron las
grandes Pirámides. Los nombres de Cheops y Micerino están
asociados a esos grandiosos monumentos. Luego, bajo la XVIII
Dinastía, llamada de los Grandes Faraones, Egipto conquistó a
la Siria, la Fenicia, la Nubia, la Etiopía, aumentando así y
perfeccionando su arte culinario, aficionándose a las nuevas
especias halladas en los pueblos conquistados. Para esa época
encontramos que ya consumían carnes variadas de cuadrúpe-·
dos y aves, pescados, mariscos, lentejas, arbejas, aceitunas, hi-
gos, dátiles, manzanas, granadas, albaricoques, almendras, pe-
rejil, ajo. La cebolla la cultivaban en gran escala porque era
muy apreciada. Se afirma que se producía en aquellos territo-
rios una trufa enorme, desconocida hoy, que llegaba a pesar
más de tres libras y que era la delicia en la mesa de los Fa-
raones.
-Es interesante descubrir en su libro de historia, la curio-
sidad de Herodoto de Halicarnaso por la cocina y la manera de
alimentarse de los pueblos que visitó. Su obra tiene como ob-
jeto principal relatar las guerras entre los griegos y los persas,
pero intercala numerosos episodios y descripciones relaciona-
dos con las costumbres de esos pueblos. El padre de la histo-
ria se complace en detallar las cosas que comían esas gentes y
la manera de cocinar esos ingredientes desconocidos para la
civilización griega. A tal extremo lleva su curiosidad, que me

226
atrevo a pensar que además de historiador era un gastrónomo
en ciernes.
-Herodoto de Halicarnaso nos cuenta que los Sacerdotes
Egipcios eran refinados en su yantar. Los bueyes destinados
a los sacrificios, después de desollados y limpios, eran re-
llenados con miel, uvas, higos, perfumados con aromas y luego
asados con gran esmero. La carne de cerdo, -continúa Herodo-
to-, sólo la consumían durante el plenilunio. En determinadas
ceremonias religiosas, practicaban la inedia, dejando de ali-
mentarse por varios días. Había ciertos peces consagrados
al Nilo, que no podían comer porque eran sagrados, como las
anguilas y otro que llamaban lepidato. Cada mes, se purgaban
durante tres días consecutivos. El pescado lo preferían crudo,
después de bien secos al sol, o marinados en salmuera. Con-
servaban en sal las codornices, ánades y otras aves, que luego
comían crudas. Sigue Herodoto diciéndonos que cultivaban y
comían unos lirios que llamaban lotos, que criaban dentro del
agua. El Padre Bartolomé Pou, que tradujo al castellano la
historia de Herodoto, afirma que ese loto es el nenúfar, cu-
yos tallos crudos comen todavía algunas tribus árabes. La raíz
del loto, gruesa y blanca como una manzana, el bulbo, me-
jor dicho, la comían hervida o cruda cuando era tierna. Cultiva-
ban otra planta acuática, de flores parecidas a la rosa, cuyas
raíces forman una vaina, en la que están encerrados unos
granos, grandes como el hueso de la aceituna, que comían así
tiernos o secos al sol. Los tallos inferiores del papiro, planta
que llamaban Biblo, los comían asados al horno. Algunas tri-
bus se alimentaban solamente de peces, y Herodoto los llama
ictiofagos. Es interesante este pasaje de Herodoto, que apare-
ce en su Segundo Libro de la Historia, dedicado a la Musa
Euterpes: {{ En las lagunas de Egipto se cría pesca gregal o de
comitiva. Apenas los peces sienten el instinto de hacer crías, na-
dan en tropas por los ríos; los machos, al frente, conducen el
rebaño, van dejando caer sus semillas, que al ser absorbidas
por las hembras quedan preñadas. Después regresan y ahora
las hembras son los pilotos y van a su vez soltando los huevos,
tan pequeños como granos de mijo, que son engullidos por los
machos que vienen detrás. Los huevos que escapan a la vora-
cidad de los machos, empollan luego y cada uno produce un
pececillo».
-¿ y tiene valor alimenticio una dieta a base de pescados
solamente? -preguntó Leroy.

227
-Nuestro dietista podrá contestar mejor que yo -respon-
dió el profesor, señalando al doctor.
-La ictiofagia ha sido hábito de muchos pueblos. Antigua-
mente se le atribuían virtudes afrodisíacas a la carne del pes-
cado y hasta hace relativamente poco tiempo se creía que era
muy rica en fósforo -contestó el doctor-o El valor nutritivo
del pescado no se puede negar, pero para que la alimentación
sea completa es preciso balancearla con otros elementos. Los
ricos en grasa producen muchas calorías, como la anguila y
la lamprea. Les siguen el salmón, la trucha, la macarela, los
arenques frescos, el congrio. Relativamente, es pobre en hi-
dratos de carbono.
-Los hindúes constituyeron siempre un pueblo enigmático.
-continuó el profesor-o Su alimentación, como la de los he-
breos, estaba y en parte sigue estándolo, sujeta a preceptos
religiosos. En tiempos remotos hubo una tribu, que Herodoto
llama los Podeos, que se comían a los ancianos, pero la gene-
ralidad del pueblo indú aborrece la carne de los cuadrúpedos
rumiantes. Su principal alimento fue y es el arroz. Han sido
siempre muy dados a condimentar sus comidas con sazones
fuertes, como se evidencia en las múltiples citas que contiene
el poema nacional de aquel país, el «Ramayana». La India es
un país rico en especias aromáticas, entre ellas el cilantro, el
jengibre, el sésamo o ajonjolí. El retórico griego Ateneo, en su
obra «El Banquete de los Sabios» (Deipnosopbristae), nos di-
ce que en los banquetes que celebraban los hindúes, se coloca-
ba una mesa individual frente a cada comensal y sobre ésta un
gran plato de arroz hervido y otros platos pequeños con gran
variedad de carnes sazonadas a la manera de los hindúes». Es
seguro que Ateneo se estaba refiriendo al Curry, que es por
excelencia la sazón nacional de aquel país. Su uso se ha gene.
ralizado en todo el mundo. Es, en realidad, un magnífico condi-
mento. Se trata de una mezcla de yerbas y granos aromáticos
que pulverizan cada vez que lo van a consumir, para evitar
así que pierdan la fragancia sus múltiples ingredientes, entre
los que figuran cilantro, hinojo, pimienta, cúrcuma o turmeríc,
cardamomo, clavos, jengibre, mostaza, pimiento y otros. Los
hindúes son moderados en sus comidas. Actualmente es un pue-
blo que pasa hambre. Prevalece la desnutrición en las masas
populares, pero sus comidas, por simples que sean, constitu-
yen para ellos casi un rito.
-La India es un país enorme, de casi quinientos millo-

228
nes de habitantes, y socialmente está dividido en castas, que
se desprecian entre sí. Profesan distintas religiones, como
el brahamanismo, el budismo, el islamismo y en propor-
ción muy reducida el cristianismo. Esas religiones les imponen
reglas muy severas, especialmente el brahamanismo, cuya Tri-
nidad o Trimurti, formada por Brahma, Visnú y Siva, es im-
placable con sus adeptos. Entre esas reglas las hay que se apli-
can a la forma de la alimentación y a los alimentos que pueden
o no consumirse. Sus dioses, lo mismo que los del budismo y
el mahometanismo, se preocupaban demasiado de la cocina de
sus adeptos. Terminemos con la India y...
-La nuestra, el cristianismo, no le va en zaga a esas reli-
giones -interrumpió Leroy-. Tanto el Antiguo como el Nue-
vo Testamento están plagados de tabúes en asuntos culinarios.
Tenemos que llegar a la conclusión de que la severidad de
esos dioses tenían mucho que ver con la úlcera duodenal o la
cirrosis hepática...
-Usted no respeta las convenciones sociales -arguyó el
doctor Desaix-. Su cinismo empeora cada día. Cuídese, no va-
ya a ser que degenere en úlcera o en cirrosis... No le haga us-
ted caso, profesor, y continúe.
La cordial enemistad entre estos dos amigos provocaba siem-
pre hilaridad en el grupo. Se apreciaban mutuamente pero la
ironía punzante del uno y la circunspección del otro daban siem-
pre ocasión a joviales disputas entre ellos campeaban las agu-
dezas y el ingenio.
-Decía, pues --continuó el conferencista-, que habiendo
terminado con la India, podríamos hablar un rato de la coci-
na en esa gran familia de naciones unidas por el Corán, que
les dicta las leyes que rigen su alimentación. Entre esos pue-
blos contamos a los árabes, los iraquíes de Irak, los iraníes
de Irán y los Sirios. Ese conjunto formó antiguamente la Per-
sia y la Mesopotamia. Recordemos que musulmán es igual a
Mulim, o Musliman, palabra árabe cuyo radical es el verbo as-
lam «someterse a la voluntad de Dios». -Es fácil colegir que
las costumbres sociales de estos pueblos estuviesen subyugadas
por preceptos religiosos muy severos. El Corán, en el Versícu-
lo cuarto del capítulo quinto reza así: «Los animales muertos,
la sangre, la carne de cerdo, los animales ahogados, muertos
a golpes, por una caída o por una herida de asta, y aquellos
que hayan sido víctimas de una bestia feroz, a menos que
hayáis tenido tiempo de sangrarlos, como aquellos que hayan

229
sido inmolados en los altares, os están prohibidos». En el
versículo 97 dice Dios a sus creyentes: «La pesca, con sus ven-
tajas, os está permitida; podéis serviros de ella durante el Via-
je Santo. En la peregrinación la caza os está prohibida».
-Los persas de la antigüedad, en el aniversario del naci-
!miento de sus príncipes, celebraban grandes banquetes en
los que servían bueyes, caballos, asnos y camellos enteros co-
cidos al horno. Eran muy adictos a los dulces, las confituras
y los vinos. Después de bien comidos y bebidos, deliberaban
acerca de los negocios y lo que resolvían lo volvían a proponer
al otro día en ayunas y si les parecía bien lo aceptaban defini-
tivamente. Despreciaban las aves de plumaje blanco porque
creían que producía la lepra. Herodoto, en su libro Primero,
dedicado a la musa Clío, dice que los campos asirios eran los
mejores para la producción de granos; del trigo y la cebada
afirma que se daban tan bien que alcanzaban la altura de los ár-
boles. Preferían el aceite del ajonjolí y con el fruto de la pal--
ma producían miel y vino. Asegura asimismo que en la Arabia
se producía el mejor cinamomo, incienso y mirra. El padre
de la historia se deleita describiendo el Ládano, «que huele
mejor que nada aunque nace en hediondos lugares». Decía que
se criaba en las barbas de las cabras y que con él fabricaban
ungüentos de maravilloso perfume. Como ya se sabe, el ládano
es una resina perfumada que produce una planta cistácea lla-
mada jara. Concluye Herodoto diciendo que «Arabia es el país
más hermoso de cuantos conoció, que es un paraíso de fragan-
cia, suavísimo y casi divino». Un bajorrelieve que existe en el
Museo Británico, parece representar un banquete asirio alusivo
al rey Asurbanipal y su esposa, comiendo bajo un emparrado,
rodeados de palaciegos y guerreros. Es notable en la historia
de este pueblo el banquete que el general asirio Holofemes
celebró frente a la ciudad de Betulia, al ponerle sitio, así
como el ofrecido por el rey Baltasar, de Babilonia, al que asis-
tieron más de mil cortesanos. Jerjes, el Asuero de la Biblia,
ofreció un banquete para celebrar el tercer aniversario de su
ascensión al trono, que duró ciento ochenta días.
-En los tiempos más remotos los persas eran un pueblo
de agricultores, y su principal alimentación consistía en granos,
cereales y frutas. Después de sus victorias sobre los Medas,
los Asirios y los Caldeas, adoptaron el lujo y los placeres
de los vencidos y se aficionaron a los grandes trozos de carne
asada de bueyes, asnos y otros cuadrúpedos. Luego abrazaron

230
las costumbres de los egipcios y los hebreos, dejándose llevar
por la voluptuosidad de los placeres culinarios. La comida del
pueblo era principalmente el arroz, con trozos de carne, legum-
bres y aceite.
-Para cerrar este Capítulo, sigamos por un rato a Herodo-
to, en su libro cuarto de la Historia, dedicado a Melpómene.
Hace un recorrido por los pueblos de la Escitia, vasto país que
se extendía al Nordeste de Europa, entre el Volga y los montes
Urales. Nos cuenta que los escitas eran grandes bebedores de
Ieche. Que obligaban a sus esclavos a soplar, valiéndose de
una caña hueca, por la vulva de las yeguas, para inflarlas y ha-
cer que la leche bajara a las ubres; que esa leche de yegua la
batían hasta que sobrenadaba la flor de la leche, que es man-
jar delicado. Que el país de los escitas estaba formado por mulo
titud de pueblos de costumbres raras y diversas: los Alazones
comían mucho trigo y cebolla; los Tisagetas sólo vivían de
la caza; que en el extremo Norte del país habitaban unas tri-
bus cuyos hombres eran calvos casi todos y que de un árbol
llamado Pontico extraían un jugo al que denominaban Aschi
con el cual se embriagaban y que con el bagazo de ese árbol
formaban una pasta que era su alimentación; que en el río
Bonistenes (hoy Dniéper) se criaban unos peces muy grandes.
sin espinas, llamados Antaceos, que salaban para luego comer;
que los Escitas bebían la sangre del primer enemigo que ma-
taban, y que el cráneo lo utilizaban como vaso; que, al igual
que los Eslovenos, los Escitas celebraban banquetes funerarios
de gran aparato y esplendidez (yo agrego que todavía hoy en
Rusia se sirven licores en los velorios); que una tribu llama-
da de los Melanclenos, eran los únicos entre los Escitas que
comían carne humana comúnmente; que las Amazonas só!o se
alimentaban de la caza y de la pesca; que los Nasamones ca-
zaban langostas, que secaban al sol y luego molían para hacer
una harina que mezclada con leche comían como rico manjar;
que había una región habitada por los que Herodoto llama
los Lotófagos, que sólo se alimentaban con el fruto del loto;
que los trogloditas comían serpientes, lagartos y toda clase de
reptiles; que existía una región cuyos habitantes se alimentaban
con miel de abejas y carne de monos ... Y nunca terminaría-
mos de reproducir las acuciosas observaciones que sobre las
costumbres alimenticias de los diversos pueblos de la antigüe-
dad hace Herodoto en su libro que lo llevó a ser llamado el

231
Padre de la Historia. Yo lo llamaría también gran cronista
de la culinaria antigua.
* * *
Desayunaron temprano, y bajaron al primer piso porque
habían convenido en hacer todos juntos un paseo a pie por
la playa para reunirse en la gruta de las Náyades, al llegar a
la sala, se produjo un vibrante temblor de tierra. La casa cru-
jió como si la estuviesen triturando. Se escuchaba un ruido pa-
voroso que salía de las entrañas de la tierra. Las lámparas y
las cortinas oscilaban y parecía que toda la casa se vendría
abajo. Desde el patio llegaban los gritos de los sirvientes que
corrían despavoridos. Todos palidecieron, mudos de espanto y
consternación. Se miraban los unos a los otros, con ojos desor-
bitados. El miedo no les dejaba moverse. El seísmo duró unos
diez segundos, que parecieron siglos. Cuando cesó el fenómeno
telúrico, el primero en serenarse fue Vergara.
-Les ruego que se calmen -dijo con energía-o Ya todo ha
pasado y no hay peligro. Ha sido un simple temblor de tierra,
como los que ocurren con frecuencia en esta isla.
-¡Pero si todavía está temblando! -exclamó De Mers.
-Es una ilusión que suele producirse. Les aseguro que no
hay nada que temer -recalcó Vergara.
Ya más tranquilos y confiados se encaminaban hacia las
puertas para bajar a la playa, cuando miraron que Trigarthon
salía corriendo del pabellón de los botes y dando terribles
gritos agarraba al detective por un brazo y casi arrastrándole
subían por el trillo, volteando la cabeza para mirar el mar.
En ese mismo instante una inmensa ola se elevaba en medio
de la bahía, y moviéndose paralelamente a la costa se acer-
caba a la tierra. Era una espantosa masa de agua azul y burbu-
jeante acompañada de un pavoroso ruido, aterrados por el mie-
do, el grupo corrió hacia la casa de nuevo y al entrar a la sala
encontraron que ya Trigarthon y el detective habían entrado
por detrás y como impulsados por la enagenación cerraban
puertas y ventanas. Vergara comprendió lo que ocurría y les
gritó:
-¡Es un maremoto! ¡A las colinas! ¡Todos!
La tremenda masa de agua, con salvaje estrépito, se estrelló
contra la playa y subió hasta más de la mitad de la falda del
cerro; se detuvo un instante, y comenzó a descender con arre-
batadora agitación.

232
-¡Ya se va! -gritó Trigarthon-. ¡Vengan todos a ver! -y
al decirlo su rostro se iluminaba con extrañas muecas y gri-
tos de júbilo y temor. Se movía de un lugar a otro con los pies
casi en el aire, corriendo y saltando como un endemoniado, se
subía sobre las sillas; brincaba hacia 'las puertas y las venta-
nas y las abría con vigor inusitado, casi hasta romperlas. Al
llegar afuera, se detuvo, miró un instante fijamente al mar,
y se lanzó en una loca carrera, hacia la playa. Al llegar, se
arrancó el pantalón, la camiseta y el calzado y se tiró al agua,
como si intentara perseguir a la ola que se iba. .
Todos miraban la espeluznante ocurrencia, inmóviles y mu-
dos. Trigarthon zambullía y nadaba como un endemoniado, im-
pulsado por una trágica alegría que le hacía prorrumpir en gri-
tos y bufidos espantosos.
-¡Se va a ahogar si la ola vuelve! -gritó Rosina, presa de
pavor.
-Ya no vuelve -dijo Vergara tratando de tranquilizar a
sus amigos.
Entonces se vio como el doctor Desaix se mesaba los cabe-
llos y con el rostro contraído gritaba, entre sollozos desespe-
rantes:
-¡Quiero irme! Quiero salir de aquí. ¡Esto es el infierno!
¡Todos estamos locos! ¡El mar está loco! ¡La tierra se ha pues-
to loca! ¡Quiero irme a mi casa! ¡Quiero volver a París! ¡Allá
la naturaleza es cuerda, y es decente, y es razonable! Quiero es-
tar en París, en mi París de tierra firme y segura, con sus ci-
mientos de dos mil años de profundidad. ¡Sácame de aquí,
Charles Croiset!
El profesor se le acercó y posando su mano en la cabeza del
doctor le dijo:
-Tranquilízate, Louis. Ven conmigo -y salieron.
Entonces entró Trigarthon en la sala. Chorreaba agua por
todo su cuerpo.
-¡Qué bonito! -dijo con la cara llena de contentura-. ¡Qué
ola tan grande y tan bonita! -y sonreía, como un niño que
ignorase el peligro mortal al que estuvo expuesto.
Sin saber lo que hacía, Rosina corrió hacia él, y le abrazó,
.sollozante. El negro sonreía. Irreflexible, Rosina se refugió en
su seno, toda temblorosa, mientras de sus labios se escapaban
unos gemidos de espanto. Todos miraban, atónitos, el cuadro
que formaba la pareja. Trigarthon la retenía en sus brazos, y
acariciaba su cabeza con dulzura de madre cariñosa. Josefina

233
fue hacia ella, y separándola del humedecido cuerpo del pes-
cador, se la llevó tiernamente. Subieron la escalera, hasta pero
derse en el pasillo del segundo piso. El silencio que acompañó
a esta escena fue interrumpido por la voz tranquila y sonora
de Charles Croiset, que bajaba la escalera con soberana mago
nificencia:
-Nuestra amiga la bahía nos ha ofrecido un grandioso
espectáculo. Vayamos a darle las gracias.
En la consola había un vaso y en éste un ramo de flores. El
esteta tomó dos rosas encarnadas, y se encaminó hacia la
playa. Todos le siguieron, cabizbajos, obedientes, abatidos por
la incomprensión y el asombro.

* * *
Como si huyera de las emociones del día anterior, el profe-
sor se fue solo a Tesón. Había hecho buscar un caballo y no
permitió que le acompañaran. Rosina se llevó a Trigarthon a
su cabaña en Carenero. El doctor y Vergara fueron a conocer al
campesino Rafael, .el de la pierna mutilada, en el cerro próximo
a la gruta de las Náyades. Leroy pidió al yate un bote-motor y
salió a navegar por la bahía con Josefina. De Mers y el detecti-
ve se quedaron, platicando, en la playa de Anadel... .
El artista que fabrica y hace funcionar todo lo que está
debajo de la bóveda celeste, había pintado un óleo de extraor-
dinarias dimensiones en aquella esquina del mundo, escondrijo
de mares asustados, de ciclones bandoleros, terremotos epilép-
ticos, aguaceros enajenados, nubes licuefacentes, lunas elásti-
cas y maleables, chorreando maleficios. Fue con estos elemen-
tos que el artista pinceló el fondo de su cuadro, y en los pri-
meros planos su brocha colocó a los Eminentes. Todos eran
fenómenos, hijos de la Humanidad, litigando con la vida, en-
frentados a la abominable naturaleza en una lucha desigual. El
pintor olvidó la realidad y puso materia gris en los corazones,
y en los cerebelos puso sangre. Y así van, con el flagelo en la
mano, imponiéndose sanciones los unos a los otros ... -Así ca-
bilaba Charles Croiset, mientras un caballo lo llevaba a la fin-
ca de Tesón, en busca de Madelaine...

* * *

234
-Tu eres una mujer mala -le decía Trigarthon-, porque
tienes dos hombres a la vez. Eso es un engaño. La señora Jose-
fina sufre mucho porque quieres quitarle su marido.
-¿Recuerdas al marino del yate, el alto, de los ojos verdes,
que manejaba el bote-motor? Pues ése también es amante mío
Yo tengo los hombres que deseo. Mi intención no es hacerle
daño a nadie.sino procurarme placer a mí misma y hacer gozar
a los hombres en mis brazos. Déjate de chiquilladas y quítate
pronto la ropa.
-Estaba en la cama, desnuda y gloriosa, invitando al cor-
pulento negro. Como éste vacilara todavía, se levantó y empe-
zó a desvestirlo. Trigarthon la miraba, no sabiendo qué hacer.
Perplejo contemplaba aquel hermoso cuerpo de mujer y al
sentir en su cara el perfume de su pelo, ya no pudo más y la
abrazó, aturdido. Después..; cuando la sangre se aquietaba en
sus venas, le pidió:
-Déjame, y vuelve a tu país. Ya no te quiero, como al prin-
cipio. Me tienes dominado y no puedo rechazarte cuando me
ordenas que me acueste contigo. Me voy a poner loco y te
mataré algún día. Vete, para que no lo pueda hacer.
-Estás celoso. Eso es todo. Me quieres más que nunca, ¿ver-
dad, mon amour? ¡Sí! Me quieres más cada día. Anoche me lo
demostrastes, cuando fuiste a protegerme al ocurrir el terre-
moto. Y ahora me lo confirmas con tus caricias. ,Me gustas
mucho y nunca te dejaré ¡oh, mon amour... mon amourl Y al
decirlo, lo besaba de nuevo, ardorosa, insatisfecha todavía. No
se cansaba de mirar aquel hombre, escudriñando sus detalles
con caricias profundas. Se soliviaba con los codos para que su
mirada pudiese abarcar el conjunto de su amante poderoso,
extraordinariamente varonil, inagotable. Sus manos y sus labios
no tenían reposo. Se detenía ratos y ratos admirándole los ojos,
grandes y oblicuos, como almendras, pálidamente azules y pro-
fundos, y palpando con sus labios y sus dedos las largas pesta-
ñas de negro terciopelo... ¡Ven, mon amour! -volvía a decirle,
en los oídos, encendida de lascivia y temblorosa de ardores
insaciables... -Sí, ma cherie -le contestaba él, abrasado por
el placer... Sí, ma cherie, pero te voy a matar... porque tienes
otros hombres...
Después, cuando subían al cayuco, ella le dijo, con burlona
sonrisa: ¿Quieres matarme ahora? ¡Ven! ¡Entierra tus garras
aquí! -y desabrochándose la blusa le mostró sus senos, como

235
dos flores estallantes. Trigarthon la tomó en sus brazos y la su-
bió al cayuco...

* * *
-Casi nos echó de su cabaña. «Esto no es un circo para
que vengan a verme como si yo fuera fenómeno», fueron las
palabras de aquel campesino iracundo. ¿Qué hicimos para me-
recer su repudio? -preguntó Vergara.
-Yo no comprendía lo que hablaba, pero sus gestos eran más
que suficientes para darme a entender que no quería nuestra
visita.
-Son brutos y orgullosos estos campesinos.
-La esposa se escondió y la hija nos miraba con asombro
-dijo el doctor-o Y es bonita la criatura. Debe estar entran-
do en la pubertad porque ya a través de su ligera ropa se de-
nuncian sus formas femeninas. Debemos librar al profesor de
toda tentación...
-Ya dejó de visitarlos. Parece que el tullido presume que
el profesor está interesado en su hija. Para evitar complica-
ciones le aconsejé que descontinuara sus visitas. Pero la niña
ha ido dos veces a la pequeña ensenada de CIará, próxima a
Anadel, y allí espera al profesor, aprovechando las caminatas
que éste suele hacer casi todas las mañanas hasta la gruta de
las Náyades. El detective se consideró obligado a contarme estas
cosas, para el caso de que se estimara imprudente esa amistad
con la niña.
-¿Y usted qué piensa?
-Debemos ocuparnos de este asunto. Usted, mi querido
doctor, es el hombre llamado a poner un poco de orden en
la conducta de nuestro apreciado compañero, a quien parece
que la bahía o la luna, como diría Leroy, ha hechizado un poco.
No me compete tocarle un asunto tan íntimo y delicado. La
actitud del padre de la muchacha se me hace sospechosa. Po-
dría ser un ardid. Es posible que ese padre induzca a su pro-
pia hija a insinuarse al personaje extranjero, para luego extor-
sionarlo. Los campesinos son en extremo maliciosos y entien-
den muy poco de moral.
-¿Cree usted que debemos comunicar estos temores al se-
ñor Leroy? Es el abogado personal del profesor.
-No lo creo necesario. Mientras ustedes estén en mi país,
yo soy el abogado responsable de su seguridad. Como usted

236
es el más íntimo amigo del profesor, podría hablarle del temor
que tengo de que esa familia de campesinos le esté tendiendo
una trampa. Me consta que él es incapaz de incurrir en un
acto reprochable, y por eso mismo temo que pueda ser sorpren-
dido en su honradez y ser víctima de un chantaje.
-Le trataré el asunto y luego me comunicaré con usted.
Charles Croiset llegó a Tesón a las diez de la mañana. Al en-
trar a la finca de Madelaine Chanac le informaron que ésta se
encontraba- en los sembrados de maíz, detrás de la loma. Un
peón la fue a buscar, mientras el profesor se acomodaba en la
casa. Era ésta una vieja edificación de madera techada con
hojas de zinc acanalado, que había adquirido un color rojizo a
causa de la oxidación producida por la intemperie y la acción de
los vientos marinos. Los goznes y cerraduras de las puertas y
ventanas estaban herrumbrosos pero todo en la casa denotaba
orden y limpieza. En la sala había un viejo piano de media cola
y sobre él varias fotografías y daguerrotipos de los antepasados
de Madelaine. Un gran anaquel de vieja caoba bruñida estaba
Heno de libros. Los muebles eran antiguos, de estilo europeo
de fines de siglo XIX. El profesor leyó los lomos de los libros.
Figuraba la colección completa en edición de lujo, de la «Bi-
blioteca Clásica» de Hernando, Del techo colgaba una vieja
lámpara de bronce; sus complicadas cadenas y encajes de me-
tal estaban ennegrecidos por la herrumbre. Era de esas lám-
paras de petróleo que estuvieron en boga a principios de siglo
cuando aún no se había generalizado la luz eléctrica. El piso
de madera brillaba por su limpieza a pesar de de que el tiempo
había desgastado algunas tablas.
Una vieja sirvienta entró con una bandeja y le sirvió una
taza de café, como es la costumbre en los hogares dominicanos
cuando llega un visitante. El profesor entabló conversación con
ella:
-¿Llevas mucho tiempo con la señorita?
-Desde antes de ella nacer estoy en esta casa.
-¿La quieres mucho?
-Como si fuera mi hija. Pero ahora no nos hablamos por-
que me ha regañado mucho...
-¿Por qué?
-Ella ha cambiado desde que le conoció a usted. No parece
la misma. Casi no duerme ni come. Se pasa el día dando vuel-
tas en la casa y se queja de todo. Usted la ha trastornado. Antes
era cariñosa con todos nosotros y ahora no.

237
Madelaine llegó a tiempo para salvar la situación embara-
zosa en que se encontraba ~el profesor. Se había tirado del ca-
baIlo y al entrar corriendo' a la sala abrazó efusivamente al
profesor y lo besó en las dos mejillas. No podía ocultar su
regocijo y satisfacción por lavvísita de su amigo. Le hizo mil
preguntas sin esperar que él contestara. Su pantalón de caqui
estaba terroso y sus manos también. Al tirar el sombrero de
caña el moño se le soltó. Pidió un minuto al profesor para ir
a lavarse las manos y peinarse. pero éste la detuvo. diciéndole:
-¡No! Por favor. ¡Quédate como estás! Pareces una guerrera
, que llega triunfante del combate. Estás maravillosa, más bella
y más hermosa que nunca. Déjame mirarte. Qué gloriosas tus
manos sucias de tierra. ¡Permíteme besarlas! ¡Ah, Madelaine,
mujer incomparable!
Había tomado sus manos y las besaba y se las llevaba a la
cara como para sentirlas cubriendo sus mejillas. Ella se sentía
pasmada de emoción, aturdida ante aquel arrebato de afecto...
Estaba ya a punto de besarla en la boca y se detuvo, cohibido
ante su atrevimiento. Le pidió perdón, con palabras torpes,
y atontados gestos. Ella se repuso de su asombro y le dijo:
-Veo que ya te trajeron café. ¿Quieres otra taza? ¿No?
Pues déjame darte las gracias por tu visita. ¿Viniste solo? ¿No
te perdiste en el camino? -Sin esperar que él contestara sus
preguntas continuó diciendo-: Estamos recogiendo la cosecha
de maíz. Este año ha sido más abundante que nunca. Me has
traído suerte. Las lluvias vinieron a tiempo para el cacao; las
matas están cuajadas de bayas y la producción será espléndida.
Vaya ser rica este año y arreglaré la casa y me compraré ropa
bonita y...
-¿Para lucirle a quién? -la interrumpió con anhelante
voz ... Al ver que ella no respondía y esquivaba su mirada, con-
tinuó-: ¿A un diablo arrepentido que ha venido de Francia
en busca de su felicidad?
-Te quedarás a comer -dijo, venciendo su turbación-o
¿Qué quieres que te prepare? Sin esperar su respuesta caminó
hasta el comedor y asomándose al patio llamó a la sirvienta y
cuando ésta hubo entrado le preguntó:
-¿Qué podemos preparar para el mediodía? El profesor
se quedará a almorzar conmigo.
-La cocinera está guisando una gallina y se puede...
-¡Magnífico! -la interrumpió- Que quede bien sabrosa

238
y que prepare muchas cosas, todo lo que encuentre y manda
enseguida un peón a buscar hielo a Samaná.
-Si yo pudiese vivir con esta naturalidad tan fascinante...
-exclamó el profesor-o Todo es fácil y simple. ¿Cuáles son
tus horas de acostarte, y levantarte, Madelaine?
-Después de cenar toco un poco de piano: Leo, acostada ya,
hasta las nueve o nueve y media de la noche. Me levanto a
las cinco. Nada es más hermoso y sugestivo que la madrugada.
Así corno me infunde terror el crepúsculo, así me seduce la
aurora. Experimento la sensación de volver a la infancia. El
alba es para mí corno una inyección vivificante.
-En las ciudades la madrugada es deprimente...
-La ciudad deforma el concepto del tiempo y el espacio.
En el campo se percibe la continuidad del tiempo, lo sentirnos,
podernos palparlo, y el espacio se nos ofrece corno una realidad
tangible. El hombre pierde algo de su condición humana en la
ciudad. Se objetiviza demasiado. En el campo, la percepción
real de los conceptos de tiempo y espacio aligera el caudal del
intelecto, el lastre que la mecánica de la civilización va acu-
mulando en las honduras del alma...
-Entonces... ¿No te vienes conmigo a París?
-Prefiero... que vayas a la huerta a recoger lechugas y
rábanos tiernos para el almuerzo, mientras yo me baño -con-
testó Madelaine eludiendo de nuevo la cuestión-o Antonio, el
mandadero, te llevará.
Cuando estuvieron en la huerta el chico informó al profesor
que su caballo tenía una pezuña herida por un guijarro y que
el capataz creía que no podría regresar montado porque el ani-
mal cojeaba mucho. Cuando Charles Croiset se puso en cucli-
llas para arrancar rábanos y lechugas, pensó que otro hombre
había nacido dentro de él. Del despacho lujoso de su palacio
en Antibes, donde escribía acerca de las esculturas de Fidias y
Praxiteles, a un rústico jardín de hortalizas en Tesón... ¿Se
convertía en hortelano el profesor de estética? Pezuñas de ca-
ballo, rábanos, leohugas, cosechas de maíz y de cacao ... él, que
sólo conocía de arte y literatura clásicos... De improviso se le
ocurrió pensar cuál era la diferencia entre una copa de Se
vres y una mata de lechuga. ¿Era una Oda de Quinto Horacio
Flaco comparable a un rábano? ¿El guijarro que hiere la pe-
zuña de un caballo tenía alguna relación con Praxiteles? ¿Aca-
so fue Publio Virgilio Maron un hortelano? De repente levan-
tó la cabeza y murmuró, dirigiéndose al cielo, ante el asom-

239
bro del muchacho: «Yo soy aquel que en los futuros tiempos
modularé cantos agrestes al son de un delgado caramillo... »
Volvió a la casa con la canasta colmada de hortalizas, ágil y
sonriente, como un chiquillo que hubiese descubiero un nue-
vo juego. En la puerta que da al patio Madelaine lo esperaba,
peinando todavía sus copiosas trenzas de negro y largo pelo.
Llevaba una blusa sin mangas. Sus brazos levantados insinua-
ban la delicadeza de su busto y en sus hombros se adivinaban
las gotas de agua de la ducha que acababa de recibir. Charles
Croiset dejó caer la canasta y se quedó mirándola, extasiado,
mudo de admiración.
-¡Qué hermosa eres, Madelaine! Cuánta frescura de árbol,
de frutas, de flores embriagantes trasciende de tu cuerpo.
Ella, como siempre, trataba de no oír las lisonjas e insinua-
ciones de Croiset, y tomándolo de la mano lo llevó a la sala
y lo hizo sentar en la vieja mecedora que había sido de su
abuela,
-Tendré que llevarte en mi canoa, porque me acaban de
informar que tu caballo está cojo.
-Pero debo devolverlo a su dueño y pagarle...
-No tienes que' ocuparte de esas cosas. Ya mi capataz
averiguará quién es el dueño y le pagará. Después te pasaré
la cuenta. Mientras tanto tomemos una copa de Amontillado
para abrir el apetito.
-Ya lo tengo más que abierto con el olor maravilloso que
viene de la cocina. ¿ Qué aroma es ése? Dímelo, por favor.
-Tu olfato te engaña, Charles. Es puro ajo y nada más.
-Percibo el ajo pero hay otra especia también y necesito
saber cuál es. ¿No podemos preguntar a la cocinera?
Madelaine la hizo venir, y al hacérsele la pregunta contestó:
-Es orégano poleo. Crece silvestre. Es muy fuerte y sólo he
usado unas tres o cuatro hojitas.
-¡Grandioso! -exclamó el profesor-o Es una variedad en-
tre el orégano y la yerbabuena que ya casi se ha extinguido
en las regiones del Mediterráneo. Y, a propósito de orégano
¿sabes que este vocablo deriva del griego: oros, que signifi-
ca montaña, y ganus, que equivale a gozo, regocijo, júbilo? Qué
delicada expresión: júbilo de la montaña.
-Te vuelves campesino, Charles. Ahora cantas alabanzas
a la montaña y hace un rato te presentaste con una canasta
cargada de legumbres.
-Si supieras la frase que se me escapó cuando, arrodillado

240
ante el surco, arrancaba rábanos en tu huerta, El chiquillo que
me acompañaba se quedó boquiabierto, porque la dije en fran-
cés. Me vino de repente a la mente la frase con que Virgilio
comienza su poema La Eneida...
-« ... Yo soy aquel que en los pasados tiempos moduló can-
tos agrestes al son de un delgado caramillo... >>- le interrumpió
Madelaine:
-Exacto. Pero convertí el pasado en futuro ...
-Estás encantador, Charles Croiset. Siento ganas de be-
sarte...
Ahora fue el profesor quien se sintió turbado y ruboroso,
y avanzando unos pasos fingió que leía los títulos de los libros
en el anaquel. Luego la conversación se reanudó sobre temas
variados. Fueron a la mesa, que ya estaba preparada al estilo
antiguo español, o sea todas las viandas colocadas para que
los comensales se sirvieran ellos mismos. Después de almor-
zar reposaron una hora en las butacas de la sala, comentando
algunos libros que Madelaine estaba leyendo en esos días. A las
tres y media bajaron caminando hasta la playa, y se embarca-
ron en la canoa.
-Es la segunda vez que me llevas remando hasta Anadel,
En realidad, ¿no te cansas?
-Te he dicho que puedo hacerlo largo tiempo sin fatigar-
me. Además, el sol está oculto por las nubes y la mar muy se-
rena.
-Entonces prolonguemos nuestra felicidad, tú y yo solos.
Vayamos despacio, lejos de la costa, aunque nos coja la noche.
Regresarás en un bote de motor, ya que te has negado a pasar
este fin de semana en Anadel.
-¿ Cuál es el tema de tu próxima conferencia?
-En realidad no son conferencias; apenas recuentos de su-
cesos de todos conocidos. Mi propósito es hacer resaltar la
evolución de la gastronomía durante el curso de la Historia.
Esta noche hablaré de la cocina en la Edad Media y el Rena-
cimiento. Si el tema te interesa esperaré hasta que quieras ve-
nir a casa.
-Hoyes jueves. Mañana terminamos de recoger el maíz.
Vendré en la tarde. Manda un bote a buscarme.
-Gracias, Madelaine. Levanta los remos y descansa. Está
la tarde agradable y podemos conversar un rato, mecidos por
el suave vaiven de las olas. La Bahía está desierta. Es nuestra.
Disfrutémosla.

241
Charles Croiset se sentó en el fondo del bote, entre las pier-
nas de Madelaine, y recostó la cabeza en su regazo. La canoa
se detuvo y quedó desgobernada y al garete, porque las manos
de la timonel acariciaban delicadamente la cabeza de su pasa-
jero. Así estuvieron silenciosos mucho rato. El irguió el torso
hasta que su cara quedó entre los brazos de ella.
-Esta mañana me dijiste que sentías ganas de besarme...
Por qué no lo haces ahora, Madelaine, amada mía...
Sus labios se unieron, sosegados y tiernos; con ardoroso fue-
go después, mientras la barca ondulaba impulsada mansamen-
te por la inquietud de las aguas ...
-Déjame quererte, Madelaine -le dijo con dulzura-o Estoy
muy solo y te necesito. Eres buena y hermosa, y eres inteligen-
te y culta. ¿Porqué no me quieres... ?
Ella se había quitado las botas y abierto el cuello de la blu-
sa, porque sentía calor.
-Qué bellos son tus pies -exclamó Croiset con entusías-
mo-. Cuán tersos y sonrosados. Parecen de nácar... Desde una
ocasión en que vi tus muslos, no los he podido olvidar. Qué
firme y limpia es tu carne. Mil veces te he visto desnuda en
mi imaginación, y cada vez te deseo y te quiero más ... ¡Ah, Ma-
delaine! ¡Si pudiera explicarte las sensaciones que se producen
en mi espíritu cuando estoy contigo! Es como un placer lleno
de susto, una tranquilidad saturada de microscópicos miedos,
como si todo a mi alrededor estuviese esperando la llegada de
algo sobrenatural... y es, precisamente, ese incongruente con-
junto de sensaciones el que me produce un placer casi sexual...
-Si\gue queriéndome en tu imaginación, como yo te quie-
ro a ti, pero no echemos a perder nuestro noviazgo con pesa-
das realidades. Seamos intangibles el uno para el otro y así
nuestra pasión jamás será saciada: perdurará inmutable, fija,
permanente, como la línea del horizonte. ¡Veneraré tu recuero
do, porque he encontrado en ti al Dios que nunca tuve... !

242
XI

DE LA TE BAlDA AL GRAN TRlANON

El profesor Croiset había terminado el capítulo de su libro


en el que hacía un recuento del desarrollo de la gastronomía
durante le Edad Media. Con ese motivo, los cocineros de Ana-
del habían preparado una cena con platos tomados de antiguos
recetarios que estuvieron muy en boga durante aquel período
histórico: chandumer o cazuela de pescados, ragout de mou-
ton, garbure o puchero de verduras, granos y carnes, y el clá-
sico Manjar Blanco que popularizaron los monjes del medie-
vo. Madelaine estaba pasándose el fin de semana en Anadel y
era evidente que su presencia hacía feliz al profesor.
Como de costumbre, se acomodaron en el balcón después de
comer para tomar los licores y charlar. Soplaba una brisa ti-
bia y perfumada, que venía del Norte, desde los cerros y lomas
de la península, y el murmullo suave de las olas sobre la are-
na de la playa hacía que la noche fuera agradable, inducien-
do los ánimos a la melancolía. Trigarthon ocupó su acostum-
brado lugar en el ángulo del balcón, echándose esta vez en el
piso, con las piernas cruzadas, y recostando su corpulenta es-
palda contra los balaustres de la galería.
-Me dijo usted que esta noche nos hablaría sobre la gastro-
nomía -expresó Madelaine, dirigiéndose al profesor.
-El Medievo es uno de los períodos más caracterizados e
interesantes de la Historia -contestó el aludido-. Abarca des-
de el Siglo V hasta el XV de nuestra Era. Mil cien años de
aparente languidez durante los cuales la vida del hombre per-
manece como las ascuas bajo una capa de cenizas, incubando
los gérmenes de la transformación más profunda que iba a
sufrir el género humano. Después de cuatro siglos de lucha
desesperada, la Iglesia Católica había caído en un terrible esta-
do de marasmo, arrastrando consigo todas las actividades de la

243
sociedad humana. Durante este lóbrego período se escucha sola-
mente la voz de los padres de la Iglesia derramando pesimismo,
exaltando el dolor, aniquilando la alegría. El mundo se cubrió
de crespones y el miedo a la muerte y a las llamas del infierno
obliteraban el instinto del hombre que lo impulsa al goce de
los bienes terrenales. Pero esa misma Iglesia, con todo y su
sentido decadente de la vida, fue, sin embargo, la que mantuvo,
tal vez sin proponérselo, la tradición Romana, provocando su
recidiva a pesar de la brutalidad materialista y avasalladora de
las huestes bárbaras que caían sobre Europa. Los francos, ger-
manos, los Galos, sucumbieron al fin bajo el chorro del agua
misteriosa del bautismo
Durante el largo decurso de aquella lucha sin precedentes en
la Historia, los hombres de espíritu delicado huyeron a escon-
derse en los Conventos y allí, cubiertos y protegidos por el simu-
lado cumplimiento de los preceptos agobiantes de la Nueva Fe,
pusieron a salvo el tesoro de la gastronomía, que los griegos y
los romanos habían acumulado durante los Siglos de gloria culi-
naria que transcurrieron desde el retórico Ateneo hasta Lúculo
el Sibarita. Fue, pues, un eclipse parcial el que sufrió la bue-
na mesa. El pueblo era pobre y se pensaba más en rezar que en
trabajar. Sin embargo, en los Castillos de los señores Feudales,
en los Conventos, en las Abadías se fue formando de nuevo el
irte culinario.
-En este largo período podemos distinguir tres tendencias,
-scuelas o sistemas coquinarios: el árabe, el cristiano occiden-
:al y el bizantino. El primero estaba caracterizado por su gran
consumo de carnero, de granos, de frutas en dulce, de aguas
aromáticas, entre ellas la célebre agua de rosas que traían de
f\lejandría y Damasco. La escuela bizantina se distinguió poi
sus salsas gelatinosas, muy condimentadas con especias. En
la cristiandad occidental predominaba la sencillez. Recordemos
los conocidos Platillos, que aún perduran, hechos a base de le-
che, que también llamaban Manjar Blanco, y que hace poco
saboreamos en toda su autenticidad. En los archivos de los
Conventos y los Castillos Feudales se guardaron libros de co-
cina que hoy son piezas de museos. Citemos el «Libro de
Guisados», atribuido a un tal Ruperto de Nola, y cuyo subtítulc
rezaba «Cómo se servía de comer al rey Hernando de Nápoles»
En este recetario abundan la almendra y la avellana como con-
dimentos para casi todos los manjares. Figura una receta cuyo
nombre es encantador por su candidez: Manjar Blanco para do-

244
llentes que no comen nada. Otro de esos libros fue el intitulado
Scnt Soui, por un catalán llamado Pedro Felip, cocinero del Rey
Canuto de Inglaterra; el Libro del Vientre, de autor anónimo,
hallado hace relativamente poco tiempo en el renombrado Mo-
nnsterio Benedictino de la Villa de Ripoll, cerca de Gerona, en la
región de Cataluña, en España; el Libro de las Costumbres, escri-
to por Fray Bartolomé de Lupiciana; el Arte Cisorio, por un tal
Vlllena, revisado por Sancho de Jaraba, cocinero del Rey Juan
TI de Castilla. El favorito de este Rey, el conocido Alvaro de
Luna, Condestable de Castilla tuvo un cocinero famoso llama-
do Juan Sardinas. También se hizo célebre en aquellos tiem-
pos Guillaume Tirel, apodado Taillevent, cocinero de Felipe
VI de Valois y luego gran ecuyer del Delfín, duque de Norman-
día, por los años 1368, hasta que por el 1370 llegó a ser Jefe
de las cocinas de Carlos VI de Francia.
---<Mientras el sistema social de la servidumbre y la escla-
vitud mantenía hambrientas a las masas, los grandes señores
en el interior de sus Castillos se regalaban en los placeres de
'a mesa. Desde Carlomagno la miseria de los pueblos europeos
fue dramática. Grandes períodos de hambres y epidemias azo-
taban regularmente al Continente, al extremo de que en algu-
nas regiones resucitaron las prácticas de la antropofagia. Las
Cruzadas empobrecieron a Europa. Sin embargo, los que lo-
graban regresar de estos viajes insólitos, supieron de la vida
ostentosa de los Príncipes de Oriente. A la muerte de Luis IX
de Francia, llamado el Santo, ocurrida en Túnez en 1270, du-
rante una de esas Cruzadas, la parte de su séquito que pudo
volver a Francia, trajo consigo desde Oriente nuevas especias
y conocimientos en el arte culinario. Esas dolorosas peregrina-
ciones proporcionaron a Francia la alcachofa, traída de Vene-
cia, el ragout de mouton, reminiscencia de la cocina árabe, el
arroz de la India y el limón de la China. A pesar de todo esto,
ta cocina de Europa, en términos generales, continuó siendo
mediocre durante toda la Edad Media.
-Escribe Turpín, Arzobispo de Reims, que el Emperador
Carlomagno sólo hacía dos comidas al día: en la primera consu-
mía medio cordero y tres gallinas asadas y en la otra, aves
y pescados y caza mayor... asados también. Figurémosnos, pues,
lo que sería la comida del pueblo. Los Galos, que tenían un
rudo paladar querían estimulantes fuertes para ensanchar su
voracidad.
-En los castillos, las abadías y los conventos, la coci-

245
na ocupaba una de las habitaciones más grandes y su equipo
y su personal era impresionantes. Generalmente tenían una gran
chimenea, dentro de la cual pendía una cadena o mecanismo
en cremallera para sostener el gran. caldero en que se hacía el
cocido, el pot-au-ieu o la gran marmite. De esta cremallera se
colgaba también la varilla de metal que servía para hacer el
gigot, que generalmente era una pierna de carnero asada al fue-
go directo.
-¿Cuál era la situación en la católica España? -preguntó
Leroy.
-Allí los Visigodos habían adoptado en gran parte la co-
cina Romana, pero el cristianismo llevó a extremos intolera-
bIes la simplicidad y rudeza de las comidas. Las invasiones sa-
rracenas trajeron mayores incongruencias. Existieron siempre,
sin embargo, los sibaritas que tenían que ocultar como un pe-
cado sus inclinaciones gastronómicas. Muy cerca de la cate-
dral de Santiago de Compostela se descubrieron hace poco las
ruinas del palacio de Diego Gelmírez, prelado y señor feudal
del siglo XII. Llama la atención el enorme comedor en cuyas
repisas se esculpieron en la piedra figuras que representaban
el ceremonial del servicio de mesa. En todo palacio feudal el
comedor era la pieza más suntuosa.
-¿Y cuál era la actitud de los Papas? -inquirió Madelaí-
neo
-A partir de las Cruzadas, no hubo Pontífice romano que
no se ensañara contra la buena mesa -contestó el profesor-o
Benedicto XIV lanzó nada menos que cinco breves reglamentan-
do la comida, para «corregir el desenfreno de los apetitos y
reparar la arruinada disciplina del ayuno».
-En el Siglo XIII la mesa no estaba aún provista con man-
teles. En el siglo XIV alcanzan los banquetes un alto grado
de esplendidez y formas de etiqueta. Los banquetes de aquella
época dignos de referir son los ofrecidos por los señores feuda-
les. El llamamiento al festín se hacía por corneta, y al toque
Ilamábase tocar el agua, porque se lavaban las manos antes
de sentarse a la mesa. El comedor era adornado con ricas al-
fombras y tapices en las paredes. Ya para esta época las me-
sas ostentaban paños afelpados, que caían por los bordes: en
ellas había flores y por encima coronas y guirnaldas; en me-
dio, el salero, y por los lados los panes. A lo largo de 'la pared
habían banquetas ricamente henchidas de plumas. En Alema-
nia, a diferencia de los pueblos románicos, los dos sexos toma-

246
ban parte en el banquete separadamente; en los pueblos escan-
dinavos las mujeres sentábanse en los extremos de la mesa; los
hombres en el centro. El señor tomaba asiento en lo alto deba-
jo de un baldaquino, frente a una mesa destinada a los miem-
bros de la familia y comensales de distinción y teniendo detrás
artísticos armarios y bufetes para la vajilla y demás utensilios
de mesa. Comíase con los dedos, por lo que era indispensable
un servido especial de agua para lavarse las manos y toallas
para secarlas. Un maestresala cuidaba de todo lo concerniente
a 'la mesa. Un copero servía las bebidas. El rey y el Señor te-
nían su Copero y su Despensero especiales. Un trinchador, en
adjunta mesa, desmenuzaba los manjares. Los platos eran de
plata o de estaño. En las fiestas solemnes, hidalgos a caballo
traían la comida del Señor; un caballero con una rodilla en
el suelo presentaba las comidas a los invitados y luego las lle-
vaba al encargado de cortarlas. Los intermedios de las comi-
das eran amenizados por representaciones mímicas y bufona-
das, situándose los actores por entre las mesas dobles, ya en
uso en el siglo xv. Hecha la comida principal, se quitaban los
manteles; a continuación se hacían juegos y luego se servía el
postre de dulces y compotas. La lista de manjares de aquel tíem-
po comprendía: comidas de carne y caza (lirón, gamuza, bison-
te, osos); aves (faisán, cisne); pescado (salmón, esturión, sal-
monete, bacalao) y frutas.
-Tales eran las comidas solemnes, tan del gusto de la sa-
ciedad caballeresca de los siglos XIV, XV Y XVI. Los presentes
ceremoniales de los Príncipes de hoy día, se derivan de aque-
llos típicos banquetes. El Gobierno de Venecia, en determina-
das fiestas del año, celebraba grandes comidas; en Zaragoza,
en la Pascua del 1328, se solemnizó la Coronación de Alfon-
so IV con innúmeros festines. También tuvo fama el banquete
dispuesto por el Conde de Lancaster para el Rey de Portugal
en 1386 descrito por Viollet Le Duc; el dado por Enrique de
Inglaterra al que asistieron 3.000 caballeros. No eran menos sun-
tuosos los que celebraban algunos eclesiásticos, en la clausura
de sus Abadías o en los palacios Episcopales o en la discreta
soledad de los Conventos. Los recetarios antiguos se guardaban
como códices preciosos en las arcas de los Monasterios. Nos
cuenta Escoffier, con un dejo de ironía, que el trofeo más va-
lioso que los franceses trajeron de la conquista de España fue
un recetario que encontraron en el Monasterio de Alcántara,

247
y que el jefe de la tropa envió a su esposa la Duquesa de Abran-
tes.
-Los tiempos y las costumbres empezaban a cambiar por-
que estaban sucediendo cosas raras en el mundo. Los portugue-
ses y los españoles descubrían tierras ignoradas hasta enton
ces y una agitación desconocida conmovía a los hombres. SI
avecinaban acontecimientos imprevistos. Allá arriba, en la Re
nania, a la orilla del Rhin, en un pueblo llamado Maguncia, u:
tal Juan Gensfleisch, inventaba unos caracteres móviles que ~
ser entintados e imprimidos o prensados sobre papel reprodu-
cían letras. La Imprenta estaba naciendo. El loco aquel de Ma-
guncia se apodaba Gutemberg. Con su invento, los libros se
propagarían y sería más fácil adquirir cultura. Se acercaba el
momento en que una princesa de España, al casarse con un
monarca francés, impondría en la Corte una nueva bebida he-
cha con unas almendras traídas de México que allí llamaban
cacao y que luego los botánicos bautizarían con el nombre de
Teobroma, alimento de dioses.
-El emperador Carlos Primero de España y Quinto de
Austria, con el descubrimiento de América por sus vasallos, se
hizo dueño de medio mundo y como era un buen glotón su co-
cina se convirtió en el laboratorio en que se experimentarían
los nuevos comestibles hallados en las lejanas tierras allende los
mares. Este extraordinario monarca conservó su apetito hasta
el final, dando mucho que hacer con su tragonía insaciable a
los frailes del convento de Yuste, donde se asiló huyendo de
su imenso poder. Colmó de honores y riquezas a sus cocineros
y concedió el privilegio de usar escudo a Sebastián Elcano, por
su proeza de encontrar las Islas de las Especierías, disponien-
do que en el escudo pudiese ostentar las figuras de la canela, el
clavo y la girof.
La Edad Media tocaba a su fin y la cocina se preparaba pa-
ra recibir 10s grandes cambios del Renacimiento.

* * *
Cuando Trigarthon se acostó después de la medianoche,
no podía conciliar el sueño. Pensaba que el profesor, por quien
había sentido tanto respeto y admiración, se interesaba dema-
siado por la señorita Chanac. La idea le revolvió el estómago.
Son los mismos -pensaba-o Todos iguales. Solamente hablan
de comer cosas extrañas. Desde su obscuro rincón en la ga-

248
lcría de arriba, mientras ellos hablaban, él podía mirarlos sin
ser visto y creía haber descubierto que ninguno de ellos escu-
chaba lo que decía el profesor sino que se acechaban los unos
n los otros como si recíprocamente se temieran. ¿Por qué lo
obligaban a quedarse allá arriba todas las noches, si él no
comprendía lo que hablaban? Por algunas palabras había
deducido que el único tema de aquellos largos discursos del
profesor se refería solamente a la comida. Desde el yate traían
todos los días grandes trozos de carne y de aves y verduras y
muchas botellas de vino. ¿Es que aquellas gentes sólo vivían
para comer? La estrechez de su cerebro no lo dejaba aclarar
sus pensamientos pero de una cosa estaba seguro y era que
sólo pensaban en comer y en ocultarse los unos de los otros
para aparearse como los animales. No se atrevía a asegurarse
a sí mismo que Vergara y Rosina, y Leroy y Josefina se estaban
amando en secreto. Y ahora... el profesor y Madeleine... ¡Ya
era demasiado... ! Sentía asco de vivir entre aquella gente. ¿Por
qué no se iba ya para su casa, donde nadie lo molestaba y no
se le llenaba la cabeza de ideas complicadas y que tanto le
estaban molestando? Pero no podía hacerlo... Cuantas veces lo
intentó, le faltó decisión para llevarlo a cabo. Comenzaba a
sentir desazón cuando pensaba que Rosina y Vergara... A ve-
ces despertaba a medianoche con deseos violentos de estar
con ella y sospechaba que allá, en la casa grande, estaría acos-
tada con otro hombre. Aquella idea le dolía y lo ponía inquie-
to y desesperado, y sentía impulsos de ir y separarlos y pegar-
les hasta sacarles sangre. Pero nunca se decidía. Estaba per-
plejo, irresoluto, sin voluntad alguna. Ahora no se atrevía a pe-
dirle consejos al abogado Vergara. Le temía, evitaba encono
trarse con él. Casi le repugnaba su- presencia. Vivía angustiado,
como si presintiera que algo terrible iba a ocurrir.
Al otro día como de costumbre se levantó muy temprano.
Sintió vivos deseos de bañarse en el mar. Se puso su traje de
baño y al llegar a la orilla encontró al Detective con su pipa
en los labios.
Al ver a Trigarthon en el agua subió al muelle y sentándo-
se en el piso de tablones le preguntó:
-Estás cambiando tus costumbres. Ahora te bañas de ma-
drugada. ¿Por qué has dejado de hacerlo antes de acostarte?
Sintió rabia por las preguntas maliciosas que siempre le
hacía aquel hombre, y le contestó-: Por que los señores allá

249
arriba me acechan y se ponen a verme por las persianas y a
reírse de mí.
En la tarde, mientras reposaba en su kiosco lo vinieron a
buscar. El profesor deseaba verlo en su cuarto. Cuando entró
éste lo invitó a sentarse y le expresó:
-Me dijo el detective lo que hablaste con él esta mañana
y quiero decirte que estás equivocado. Sólo una noche nos pu-
simos a mirarte cuando te bañabas en la playa y no fue para
reirnos de tí sino porque admiramos tus costumbres y lo lim-
pio y aseado que eres. Todos te queremos en la casa y te res-
petamos porque eres bueno y leal. Yo nunca podría hacerte el
menor daño. Te he tomado cariño y quiero que nos tengas con-
fianza.
~¿Cuándo se van ustedes para su país? -le preguntó con
la mayor naturalidad.
La pregunta tomó de sorpresa al profesor. De pronto no
supo cómo interpretarla-o Dentro de algunos meses -cantes-
tó-. ¿Por qué quieres saberlo?
-Por que deseo irme a mi casa. Ya llevo mucho tiempo
aquí y sólo me utilizan para cosas malas ...
-¿ Te refieres a Rosina? Díselo a ella. Yo nunca te he pe-
dido que hagas nada malo. Háblale claramente y dile que no
quieres salir con ella, si es eso lo que te molesta. Yo no le puedo
decir nada a ella porque ésas son cosas personales en las cua-
les no debo intervenir.
-Los otros también son unos cochinos. No deben hacerle
daño a la señorita Chanac ...
Charles Croiset enrojeció de ira y de vergüenza a la vez.
Su primer impulso fue abofetearlo y echarlo de la habitación.
Dominó sus sentimientos. La mirada fija y serena de aquellos
ojos grandes y confusamente azules, lo acabó de desarmar. Se
sintió culpable y abochornado. Comprendió de repente que las
palabras de aquel hombre eran sanas y que tenía razón en todo.
Poniéndose de pie se acercó a Trigarthon y le dijo:
-Te prometo que a la señorita Chanac nadie la molestará.
Porque me has hablado la verdad, te doy las gracias y te rue-
go que te quedes en mi casa.

* * *
Avergonzado todavía, el Profesor contó a Madelaine su con-
versación con Trigarthon esa tarde. Estaban sentados en el

250
kiosco-observatorio, Ya empezaba a declinar el sol y el aire era
tibio. Madelaine llevaba una falda blanca y blusa de en-
cajes amarillos que dejaba ver sus brazos y sus hombros. Te-
nía el pelo recogido hacia atrás y lucía fresca y contenta. Rió
a carcajadas de -las ocurrencias de Trigarthon. El profesor se
dio cuenta de que Madelaine ignoraba lo que ocurría entre
Rosina y el muchacho, y cuando se lo reveló aquélla se quedó
muda de asombro, y no pudo evitar una exclamación:
-¡Es una cochina! ¿Cómo ha podido conseguirlo? Ese muo
chacho era un ángel de inocencia, a tal extremo, que en el
pueblo le llamaban El Doncello.
-Lo sé, Madelaine, y no trataré de justificar mi tolerancia.
No sé qué debo hacer. Rosina me es indispensable en el tra-
bajo. Además, va contra mi manera de ser inmiscuirme en
asuntos de esa clase. Tampoco quiero despedir a Trigarthon,
porque cometería una injusticia. Me he encariñado con él y
no quisiera que se fuera.
-Le hablaré. No te preocupes. Lo conozco desde que era
un niño y su mádre lo mandaba a Samaná a vender pescado.
Temo que el trato con ustedes durante estos úlimos meses ha-
ya alterado su antigua simpleza y que ahora esté aturdido
por reservas mentales, inhibiciones y complejos. Mañana tem-
prano le pediré que me lleve' en su cayuco a dar unas vueltas
por la Bahía y trataré de disuadirlo de su propósito de irse a
su casa. Ya te contaré el resultado de mi entrevista con... ¿có-
mo es que le llamas?
-Poseidón...
* * *
En esta apacible mañana de amortiguada claridad, el mar
se vistió con cendales de espuma. El aire jugaba con los árbo-
les, en pueril divertimento de polifónicos matices. El tierno
blancor de las nubes saturaba el ambiente de benigna inocen-
cia transparente. Incógnitos rumores se esparcían por el aire
deshaciéndose en semibelos inaudibles casi.
Los amantes metafísicos, con el alma en las manos, asidas
incorpóreamente, sobre la arena de la playa caminaban des-
calzos. El beso de las rientes olas en sus pies, los impelía, ala-
damente, hacia la gruta, tabernáculo de su pasión amistosa y
sana. Se sentían unidos por el júbilo de saberse limpios. Se
acomodaron en las rocas, junto al mar, y el translúcido colo-
quio fue un rimero de dulcísonas caricias.

251
-Te voy a contar un cuento, amigo mío, que me hicieron
ayer tarde -expresó Madelaine-. Fui a visitar a tus amigos,
que viven tras ese cerro. Sólo encontré a María, tu náyade prin-
cipiante. Me informó que su padre estaba en el hospital de Sao
maná, curándose su pierna enferma. No te inquietes: es una
cura rutinaria que le hacen cada cierto tiempo. La niña se
entristeció al verme llegar sin ti. Colegí que quería comunicar-
te alguna cosa, y me ofrecí de mensajera. ¿Sabes lo que está
ocurriendo, Charles Croiset? María se encontró un pañuelo tu-
yo, que perdiste la última vez que fuiste a verlos. Lo guarda
como un tesoro, escondido bajo la colcha de su catre. Tiene tus
iniciales y todavía conserva el perfume del agua de Colonia que
sueles usar. La pobrecita creyó que yo había ido a recuperar
tu pañuelo. Yo le dije que lo conservara y su rostro se llenó de
contento.
-¡Pobre chiquilla! Me da mucha lástima pensar que...
-Déjame terminar el cuento -le interrumpió Madelaine-.
He descubierto que la niña está locamente enamorada de ti.
A esa edad las muchachas crean ídolos en su imaginación. Se
apasionan de hombres maduros, como tú. Es la primera ma-
nifestación de la libido. Un impulso inconsciente de la carne
se apodera, por oleadas, de su espíritu. Es una voluptuosidad
platónica, que hace gozar y sufrir: el objeto de su adoración se
transforma para ellas en una obsesión maravillosa.
-¿Acaso fuiste víctima de esa obsesión?
-¡Naturalmente que sí! En el colegio, cuando tenía trece
años, me enamoré perdidamente del maestro de dibujo. Era
un hombre de unos cuarenta años de edad. Su presencia me ha-
cía temblar. En mi imaginación le escribía cartas apasionadas.
Estrechaba y besaba la almohada, pretendiendo que era su ros-
tro. Era una verdadera adoración, mezcla de sentimentalismo y
de sexualidad indefinidos. Ahora eso le está ocurriendo a María
y tú eres su príncipe encantado. Debe dormir con tu pañuelo
entre las manos, enardecida de emoción...
-¿Qué puedo hacer para... ?
-Me imagino todo lo que estás pensando -le atajó Made-
leine-. Querrás mandarla a Francia, con una beca de tu fa-
mosa Fundación educativa. No lo hagas: podrías hacerla muy
desgraciada, cuando no pueda desprenderse de su pasado mise-
rable. No trates de torcer el curso de su destino. Abstente de
"lyudar a esa familia, porque muchas veces una limosna causa
ucho dolor al que la recibe. Por más poderoso que seas ja-

252
más podrás remediar la desgracia que aflige a media huma-
nidad ... No quieras convertirte en Redentor...
-¡Ya estoy crucificado, desde hace tiempo! A veces pienso
que mi bienestar apesta. Parece que el oro, en las manos de
otro, deviene repulsivo. Es una sensación peor que la envidia...
-¿Cómo lo sabes, si nunca has sido pobre?
-Lo leo en los ojos de todos los que me rodean, hasta en los
de mis íntimos amigos... incluyéndote a ti.
-Tienes razón, Charles. Es una mezcla indefinible de envi-
dia, desprecio, inconformidad y desdén. Es la contrapartida de
la avaricia... el egoísmo humano, en su más tenebrosa manifes-
tación. Quisiera compadecerte, pero prefiero quererte... Cuan-
do regreses a Francia, mándale un retrato tuyo a María, con una
dedicatoria bien sencilla: «a mi bien amada, con todo mi cora-
zón ... »,
-¿No quieres uno para ti?
-No es necesario: ya lo tengo grabado para siempre en mi
memoria, con una dedicatoria de tu puño y letra que dice: «Pa-
ra Diana, la virgen eterna, de su hermano gemelo que tanto la
quiere, Apelo».

* * *
Cuando terminaron de comer no pudieron sentarse en el
balcón, porque llovía torrencialmente. Desde media tarde ha-
bía comenzado a llover ininterrumpidamente. Era un aguacero
macizo, de intensidad invariable, que producía la impresión de
que nunca' terminaría. El techo de hojas de zinc de la casa, al
ser azotado por aquella mole de agua, producía un ruido en-
sordecedor, que llenaba a todos de desasosiego.
Se reunieron en la sala, a tomar los licores y a fumar y con-
versar, como era la costumbre establecida desde que habían lle-
gado a Anadel. Como había sido convenido, esa noche el profe-
sor Croiset hizo una larga peroración acerca del arte culinario
al desvanecerse la sombra gigantesca que cubrió a los pueblos
de Europa durante el medievo.
-La cocina durante el Renacimiento -comenzó diciendo el
Profesor- es la misma que predominó en la Edad Media, pero
contagiada con las exuberancias, la floración y el desembara-
zo que' se produjo en Europa durante los siglos xv y XVI, al
despertar e imponerse de nuevo la cultura clásica. Estos cam-
bios fueron facilitados por el descubrimiento de la imprenta y

253
luego por el movimiento religioso que conocemos con el nomo
bre de la reforma. Fue una época de hombres inquietos, que
estaban descubriendo que se puede gozar de la vida y cumplir
con Dios al mismo tiempo; que se podía ser buen cristiano sin
que fuera necesario vestir de sayal y que al templo se podía
concurrir con el cuerpo perfumado y envuelto en sedas y bro-
cados. Y así se puso la cocina también. Se vistió de lujo y se
hizo vocinglera y librepensadora. Al cerdo horneado le pusie-
ron una rosa en el hocico y el metal de los platos y las fuentes
se trasmutó en oro y plata. Los cocineros y sus pinches se cre-
yeron otros tantos Miguel Angel, Fra Angélico, Ariosto, Ma-
quiavelo, Leonardo de Vinci, RafaeL.. Los comedores tembla-
ban bajo el peso de las cortinas de damasco y las tapicerías.
Aparecen los manteles y el tenedor es descubierto. El tráfico
entre las naciones se intensifica y así se conocen costumbres
nuevas y platos ignorados hasta entonces.
-Como ejemplo interesante del cambio que se opera en las
costumbres, citemos el caso del Archiduque de Austria y Rey de
Castilla, Felipe el Hermoso. Su Corte se había distinguido por
la austeridad de las costumbres, mas llega un momento en que
1110 puede evitar el contagio de las nuevas ideas y adop-
ta los refinamientos que ya se habían establecido en la Casa
de Borgoña. El menú del Palacio se redacta en francés. Los ser-
vicios y los funcionarios también reciben nombres franceses. El
Esculler determinaba las comidas. A la hora de comer los ofi-
ciales de cocina, avisados por el Ujier de Sala, tocaban en las
puertas de las habitaciones invitando a los palaciegos a pasar
al comedor. El Tapicero traía la gran alfombra que cubría el
Estrado del Rey. El Furrier mandaba colocar la mesa bajo el
dosel. El Ujier avisaba al Gentil Hombre de Boca y éste iba
a la panatería y allí el Sumiller le entregaba una servilleta que
éste se colocaba en el hombro izquierdo; le daba además el
salero. Entonces el Valet-Servant tomaba el cuchillo, el pan y
la servilleta del Rey. El mismo Sumiller llevaba al comedor
el mantel para la mesa real; luego iba a la cava y traía la copa,
las fuentes, las tazas, los jarros y los frascos de vino del Rey.
Todas estas operaciones eran vigiladas por el Gran Sumiller de
Cava. El Chambelán iba a buscar al Rey y lo dejaba en la
chambre al lado del comedor. El Ujier golpeaba con su vara
la puerta de la sala donde estaban reunidos los comensales, y
gritaba: «¡El Rey! ¡A la vianda, caballeros!», El Rey entraba
al comedor. Los oficiales de cocina comenzaban a traer los pla-

254
lil", m Mayordomo y el Trinchante Real se lavaban las manos
rn presencia del Rey y le colgaban la servilleta del cuello. El
Copero Mayor ofrece a Su Majestad una fuente con agua para
que 80 lave las reales manos. El Trinchante Mayor va presen-
l"mlo ni Rey los diferentes platos y éste escoge los de su agra-
du, ni Prelado Mayor de Cámara bendice la comida. Los co-
meusales, que han permanecido de pie junto a sus puestos en
In mesa, esperan que el Rey termine de comer. Cuando el Fruter
Ill'lINrnln los postres al Monarca, los invitados se sientan y co-
11110111.1111 u comer. El Limosnero Mayor da las gracias a Dios, y
.1 RQY se retira a sus habitaciones dejando a los comensales ter-
mlnllf la comida. Hubo una época en que estas comidas reales
eran públicas y el populacho podía verlas a través de las rejas
()1I0 protegían las ventanas del comedor.
-En el capítulo -en que trato de los banquetes ya hablé de
101 grandiosos festines ofrecidos por el obispo de Sigüenza,
duu Pedro de Mendoza, al Cardenal Rodrigo Borja, conocido
luego como el Papa Alejandro VI durante la visita que éste
hlzo a España para imponer el Capelo Cardenalicio a dicho
oblspo, .\c;í como el que fue ofrecido a César Borja en la ciudad
de Lyon. La fastuosidad de estos banquetes constituían el es-
plrltu del Renacimiento. Una costumbre novedosa se impuso,
como manifestación de las nuevas ideas: al finalizar estos ban-
quetes, un literato, un poeta, un humanista, dictaba una confe-
rencia que los convidados escuchaban con gran atención. Lo-
renzo de Médicis «El Magnífico», en su palacio de Florencia,
hospedaba a los grandes poetas, pintores y escultores de su
época, concediéndoles los mayores privilegios. Segismundo Ma-
Intesta, el gran Güelfo, ofrecía unos banquetes cuyo lujo y fas-
tuosidad no tienen paralelo, y después del hartazgo pasaba a
su enorme lecho donde media docena de niñas lo aguardaban
para ser desfloradas. El anciano Dogo de Venecia, Pietro Noce-
nlgo, a raíz de una enorme hartura, murió de una apoplegía en
los brazos de ocho niñas de doce años de edad que le habían
mandado de regalo desde Turquía. El Soberano de Perusa, Pao-
lo Boglioni, comía desnudo en una inmensa cama-comedor que
se había hecho construir, mientras acariciaba a su hermana de
once años, desnuda también, en presencia de sus invitados.
Miembros prominentes del Clero italiano disponían de grandes
cocineros y ofrecían festines opulentos acompañados por sus
concubinas. Igualmente se comportaban los Príncipes de las
grandes Casas: los Manfredi, los Pandolfos, los Sforza, los Este,

255
los Borja, los Médicis, mientras el predicador dominico, Jeróni-
mo Savonarola, desde su púlpito en Florencia, los castigaba
con su oratoria fogosa y exaltada. Pagó con su vida, en la hogue-
ra, el pecado de ser bueno en una época en que el placer de la
mesa y el deleite del sexo eran la consigna general. Los Papas
no se quedaban atrás y el Vaticano escenario de comilonas estu-
pendas durante las cuales el Sumo Pontífice se exhibía rodeado
de sus queridas y sus hijos naturales, los famosos Nepotes de
la Corte Pontificia. Cuando Lorenzo de Médicis, como presiden-
te de la Academia Platónica, clausuraba las sesiones de este
cónclave de sabios, se trasladaba a los lupanares de Florencia
en compañía de sus amigos a terminar la velada entre man-
jares y prostitutas. El famoso humanista Lorenzo della Valle,
protegido del Papa Calixto III, publicó un libro titulado «Sobre
el Placer», que era un canto a la buena comida y un repudio a
los ayunos de la Iglesia. Durante el pontificado de este mismo
Papa brilló por sus regios festines el Cardenal Scarampo, a
quien apodaban «el Cardenal Lúculo», por los. derroches de su
mesa.
-Los personajes de aquella época tenían un sirviente ~s­
pecial cuya misión era probar las comidas y bebidas para deter-
minar si estaban o no envenenadas. Este criado acompañaba
a su señor cuando éste era invitado a comer en casa ajena, y
portaba un mueble que llamaban navío, cerrado con triple
llave, en el que se llevaban las bebidas, el salero y las especias
que el personaje consumiría, como precaución contra posibles
envenenamientos.
-¿Cómo se comportaron los franceses durante ese walpurgis
culinario? -preguntó Leroy.
-Nuestro Rey Sol, Luis XIV, le va a contestar su pregun-
ta. Este monarca fue uno de los más ilustres comilones de la
Historia. Su cuñada, la Duquesa de Orleáns, en un escrito con-
fesó: «He visto a menudo al Rey tomarse cuatro platos de so-
pas distintas, un faisán entero, dos perdices, un gran plato de
legumbres, cuatro enormes rebanadas de jamón, un cuarto
de carnero asado, ocho huevos duros y muchas frutas diferen-
tes». Los anales de este reinado nos dicen que Luis XIV comía
solo y que la comida real generalmente consistía en ocho sopas
diversas, ocho porciones de pescado, dieciséis fuentes de car-
nes variadas, ocho asados, quince platos de legumbres, ocho
pasteles de salvajinas y dieciséis platos de dulces. Este ape-
tito de ogro no fue óbice para que el rey viviera setenta y

256
siete años con muy buena salud. Un historiador contemporá-
neo del Rey dejó escrito: «Ninguna fatiga, ninguna injuria del
tiempo podía sacudir esta figura; la lluvia, la nieve, el calor tó-
rrido lo dejaban siempre indiferente». Saint-Simón recuerda
que cuando se hizo la autopsia del cadáver del Rey, se encono
tró que la capacidad de su estómago y sus intestinos era el do-
ble de la de los hombres de su estatura.
-Fue un fagocito gigantesco -observó el Doctor-. Debió
sufrir de hiperclorhidria, de fagedenia incoercible. Sin embargo,
no llegó a la obesidad, según se puede ver en las pinturas y
esculturas que de él se conservan en nuestros museos.
-Otro gran glotón de aquella época fue Luis el Moro, Du-
que de Milán: sus comidas diarias, que siempre celebraba ro-
deado de un numeroso grupo de palaciegos, constituían ban-
quetes descomunales, en los que se servían terneras y jaba-
líes asados enteros, que llevaban a la mesa en palanquines;
pasteles gigantes que era necesario llevar al comedor montados
en plataformas con ruedas, y que a veces, al ser abiertos por
los criados, dejaban escapar bandadas de palomas voladoras.
En España, Cervantes nos deja atónitos describiendo los man-
jares del banquete con que se celebraron las bodas de Cama-
cho: «empetado en su asador, un buey entero y un novillo; seis
ollas del tamaño de tinajas con un rastro de carne cada una
que embebían y encerraban en sí carneros enteros como si fue-
ran palominos; liebres y gallinas desolladas colgando de los
árboles: infinidad de pájaros y caza; más de sesenta zaques
llenos de generosos vinos; rimeros de pan blanquísimo; una
muralla de quesos; dos calderas de aceite para freír cosas de
masa que con dos palas se las sacaban fritas y luego las zam-
bullían en otra caldera llena de miel. Los cocineros pasaban
de cincuenta. El vientre del novillo estaba relleno con doce
tiernos lechones; las especias se contaban por arrobas.» No ten-
go que repetiros las tremendas comilonas de Gargantúa, Panta-
gruel y Panurgo, que Rabelais nos describe en forma magis-
tral. Estos episodios novelescos de los dos grandes genios de
la literatura mundial, nos retratan lo que eran las costumbres
de aquellos hombres disolutos ... pero felices.
-¿ Cree usted, profesor, que estos glotones que pinta Rabe-
lais, constituyeran una crítica del gran escritor a las costum-
bres de su época? -preguntó el abogado Leroy.
-Creo que sí -contestó el aludido-o Francisco Rabelais
fue uno de los más notables humanistas que produjo Francia

257
por aquellos Siglos. Recordemos que era monje benedictino,
médico y profesor de anatomía. En su Gargantúa y Pantagruel,
aunque escrita en estilo humorístico, expone su concepto filo-
sófico de la humanidad. Su moral epicúrea en el fondo cons-
tituye una censura al espíritu excesivamente materialista del
Renacimiento. Cervantes, que vivió más o menos en la misma
época, fue otro que en forma humorística también fustigó los
excesos del hombre en aquel período. Su obra, especialmente
las Doce Novelas Ejemplares, es una crítica punzante, mordaz,
de las costumbres excesivamente liberales del Renacimiento.
-Durante el reinado de Francisco 1 aparecieron en Francia
dos libros de cocina de alguna importancia: «Fleur de Toute-
Cuisine»; por Pierre Pidoux, y «Le Viander de Taboureau», de
autor desconocido. En España se hicieron famosos un tal Ba-
ñuelos, cocinero de Carlos V, y los cocineros de Felipe II lla-
mados Suárez, Mareta y Domínguez. En Francia se hizo notorio
Nicolás Fouquet, a quien Enrique IV ennobleció con el título
de Señor de Varenne. Se habla todavía de Vatel, como un genio
de la cocina, agregándose que se suicidó porque en cierta oca-
sión no pudo servir a tiempo el plato preferido de su Señor. Se
ha establecido que en realidad no fue un cocinero sino un
maitre d'hotel de la casa del Grand Candé.
-Las innovaciones que sufrió la cocina durante el Rena-
cimiento pueden sintetizarse así: uso de batería de cocina de
cobre; interés vehemente de los grandes señores por mantener
una mesa de primera clase; tendencia, luego generalizada has-
ta hoy día, de dar a los platos el nombre de su creador; dispo-
sición de servir los diferentes platos separadamente, y consi-
derable cantidad y variedad de platos servidos en cada comida.
A propósito de estos detalles, vale la pena recordar que la his-
toria o la leyenda atribuye la invención de la salsa Bechamel al
Marqués del mismo nombre y que el carré de mouton a la
purée de len tilles es debido a la Princesa de Conti.
-Durante el reinado de Enrique IV, y bajo la influencia
de las reinas Catalina y María de Médecis, vinieron a Francia
cocineros italianos que introdujeron su magnífica respostería.
Eran artistas que se daban mucho tono, a tal extremo, que
Montaigne nos dejó este párrafo que habla por sí solo: «Hablé
con uno de estos cocineros y me hizo un discurso acerca de su
ciencia con tanta gravedad y compostura como si me estuviera
dando una cátedra de teología». A estos genios del caldero se
les habían subido los humos a la cabeza, porque los señores

258
Importantes los colmaban de honores y privilegios. Uno de
ellos, llamado La Varenne, Jefe de las cocinas del Marqués de
Uxelles, fue objeto de muchas distinciones y en sus últimos
afias se le trataba como si fuera un hombre de Estado, casi
un Ministro de la Corona. Publicó un libro. «Le Cuisinier Fran-
<:ais» en el que por primera vez se fijaron seriamente los prin-
cipios del arte culinario. Podría decirse que fue La Varenne
quien codificó las reglas que hoy rigen la Gran Cocina. Todos
estos factores y circunstancias elevaron el arte coquinario a su
más alta cumbre. Era, sin embargo, una cocina espectacular, de-
masiado ostentosa, afectada, exhibicionista. Los platos monta-
dos llegaron a ser verdaderas obras de arquitectura.
-El intercambio de cocineros de diferentes naciones; los
progresos de la ciencia, el arte y la literatura; la difusión del
libro impreso y la mayor liberalidad en la expresión del pensa-
miento, fueron causas que coadyuvaron en la formalización de
la Gran Cocina de fines del Siglo XIX y del presente Siglo XX.
Es, pues, a base de estas consideraciones que, en nuestras pró-
ximas conferencias analizaremos las cocinas de las naciones ci-
vilizadas del mundo de hoy.
Cuando, al otro día, después del almuerzo, Madelaine y el
profesor se sentaron en el kiosco-observatorio, ella le expresó
que tenía que contarle de su entrevista con Trigarthon duran-
te Ia mañana. El profesor la interrumpió para inquirir si se
oponía o no a que el doctor Desaix estuviese presente. Le explt-
có que ya él había enterado al doctor de lo que estaba ocu-
rriendo y de la misión que Madelaine llevaría a cabo frente
a Trigarthon. Al ella no oponerse, se hizo venir al doctor, quien
tomó asiento junto a ellos.
-Esta mañana, a las seis, pedí a Trigarthon que echara al
agua el cayuco y fuéramos a dar un corto paseo por la bahía
-comenzó diciendo Madelaine-. Noté que el muchacho esta-
ba inquieto. A poco de zarpar me preguntó ternblándole la voz,
si yo pretendía llevarlo a cayo Alcatraz. Me sonrojé de vergüen-
za pero la candidez de sus ojos aplacó mi ira. Le pedí que di-
jera por qué me hacía esa pregunta. Tardó en contestarme. Me
dijo que lo perdonara, que no sabía lo que estaba sucediendo,
que se sentía molesto, perseguido y quería irse a su casa, pero
que no deseaba mortificar al profesor. Insistí en que me
hablara con toda sinceridad. Recogió los remos, me miró fija-
mente, y de súbito abrió su alma y me lo dijo todo, como en
una confesión. Estuvo hablando largo rato. Yo no lo interrumpía

259
y lo miraba con afecto para no perder su confianza. Tuve que
hacer esfuerzos para mantener esa actitud, porque me decía
cosas horrendas. Mi deber es referir a ustedes todo lo que me
dijo, aun a trueque de ...
-Dilo todo, Madelaine, por favor. Estamos preparados para
oír lo peor -la interrumpió el doctor.
-Dijo que esta casa es una pocilga y que todos somos cer-
dos. Que aquí sólo se piensa en comer y en fornicar, como los
animales. Que de lo único que hablamos es de comidas asque-
rosas; que éramos unos...
-No te incluyas, Madelaine. Agradecemos tu delicadeza -le
dijo con dulzura el profesor.
-Cuando la exaltación de aquel muchacho llegó a su máxi-
mo grado. lo vi doblarse, inconteniblemente.
El doctor Desaix se puso en pie, para irse, y al salir del
kiosco tornó la cabeza y exclamó:
-Ya he oído bastante. Todo lo que ese hombre ha dicho
es la verdad. Hemos destruido un corazón angelical. Todos
somos culpables, menos usted, Madelaine, que no vive en esta
casa. Nuestro deber es reconstruir esa alma destrozada. Usted
y el profesor lo sabrán hacer; deben hacerlo.
Cuando se quedaron solos, Madelaine comprendió que su
amigo el profesor estaba dolorosamente abatido. Con la mayor
sinceridad y para reanimarlo también, le dijo:
-No creo que en este asunto haya víctimas ni victimarios.
Trigarthon tiene el alma enferma a causa del conflicto en que
se encuentra: la carne de la hembra lo atrae y lo repele. Se
siente perdido, desorbitado, sin horizontes; el instinto lo im-
pulsa a creer que es perseguido y culpa al que tiene más cer-
ca. Su confusión es absoluta. Su cerebro es un caos. El desor-
den de sus ideas le hace confundir el amor y el odio. Tú y yo
le hablaremos, para restaurarle la confianza en sí mismo que ha
perdido por causa del trasplante violento que sufrió con moti-
vo de su cambio de vida. Recuerda, querido amigo, que ese mu-
chacho pasó de la soledad al conjunto; de sus monólogos consi-
go mismo cayó en el diálogo vivo; del soliloquio saltó a la con-
ferencia. Con esas mutaciones impetuosas su alma se ha roto
en pedazos. Tú y yo vamos a recoger esos fragmentos y a re-
construir su personalidad. Le enseñaremos que la vida en socie-
dad es un constante tropezar y caer y levantarse de nuevo para
volver a caer; que el antagonismo es la regla y que nuestra exis-
tencia es un ir cediendo, cada minuto, pedazos de nosotros mis-

260
mas, fracciones de nuestros ideales. Le haremos comprender
que la tolerancia es ineludible en la convivencia.
-Está enfurecido y dudo que pueda asimilar nuestra pré-
dica.
-BI sabe escuchar. Le hablaremos en lenguaje sencillo. Nos
comprenderá, porque su alma es propensa al cariño. Es un
hombre bondadoso.
-Eres extraordinaria, Madelaine. Me asombra tu conoci-
miento del alma humana. Pero cabe preguntar: ¿son los otros,
mis amigos del grupo, propensos también al cariño?
-La influencia que tienes sobre ellos los hará sumisos ...
-¿Te refieres a mi dinero?
-¿Por qué no? -El hombre rico está envuelto en una au-
reola poderosa que lo llena de prestigio. Ese nimbo, en el caso
tuyo, se acrecienta con tu cultura, tu superioridad intelectual
y tu hombría de bien. Me contaste que Leroy sostiene que to-
dos aquí están hechizados. Pues bien, mataremos a la bruja.
-¿ Sabes quién es y dónde está?
-La buscaremos...
-A lo mejor se esconde en el fondo de «tu Bahía»...
-De nuestra Bahía, debías decir. No dudes que ella sea la
autora de todos estos encantamientos.
-Maravilloso sorti.legio... siempre que estés junto a mí,
¡Madelaine querida!

261
XII

CONTRAPUNTO

Ahora, en el comedor, estaba el corro, complaciéndose en


una cena prodigiosa: ostras verdes de Marennes, consommé de
volaille, filet de sole a l'arlesienne, cotelette d'agneau grillée, co-
combres a la créme mousse de jambon au blanc de poulet, par-
fait de [oie gras, perdreau Perigourdine, salade Rachel, Mace-
doine de [ruits glacée y friandises. El Yate era una sucursal de
la cave de Croiset, y desde allí, los vinos de las grandes cru de
Francia, los viñedos portentosos de Bordeaux, Cotes-du-Rháne,
Bourgognes, Alsace, Beaujolais, Loire, Champagne... los incom-
parables cepages de Medoc, Sauternes, Yquem Ermitage, Mal-
voise, Frontignan, Cognac, Jura ..., desde allí se traían a la mesa
de Anadel, para satisfacción del paladar de cinco privilegiados
a quienes la Fortuna llevaba de la mano: Charles Croiset, el
multimillonario, el es teta consagrado por la Fama; Louis De-
saix, el médico escéptico, de dramático gesto y voz profunda;
Antaine Leroy, el abogado cáustico, desaprensivo y mordaz,
castigador de mujeres; Albert De Mers, el gramático silente,
misántropo ortodoxo, y Rosina Simoni estenógrafa y políglota,
lasciva y hermosa, para quien todo lo que existe se reduce a
la materia, incluso el alma humana.
Era la Asamblea de los gastrósofos eminentes, de insignes
paladares; de los gastrólatras eximios, de ponderado gusto.
Eran los gastrofóricos eternos, doctos en la culinaria universal.
Huyeron de Lutecia, acosados por el sofoco de la plenitud, en
busca de una Arcadia que les diese felicidad en la inocencia,
reposo en la mundicia, alivio al dolor de su cultura. Y cayeron
en la vorágine de la contemplación, en el empíreo de la rusti-
cidad, para derivar en la crueldad de la lascivia.
Al llegar a la Bahía de Samaná, trajeron consigo la trope-
lía de sus bacilos mentales, su patógeno surrealismo, su mugre

262
Ilongorista, y la Bahía les insufló atonía labriega, agenesia ru-
pestre, moi:lorritmia de agua, anorexia de peculio. Y así, al
contacto con la roca, el agua, el campo y la penuria, se les
horró el barniz de su ultracivilización y devinieron machos,
bajo el dominio obsecante de las glándulas de Bartolino.

* * *
Esta noche Charles Croiset disertó acerca de las cocinas
de Europa en la edad contemporánea. Fue bajo el reinado de
Enrique IV de Francia cuando se inició la carrera ascendente
de la cocina francesa. Su esposa, la reina María de Médicis,
trajo de Italia cocineros que conservaban las tradiciones del
refinamiento itálico del Renacimiento y que eran expertos en
repostería y entremeses. Había llegado a Francia, traído por
los jesuitas, el guajolote de México, que desterró para siem-
pre el imperio del Pavo Real. Ya bajo Luis XIII, la cocina sen-
tó sus reales como arte refinado, gracias al delicado gusto del
Cardenal Richelieu, que la convirtió en poderosa arma diplo-
mática. La patisserie, con sus croquant, alcanzó lugar predo-
minante como elemento de gran valor en la preparación de
platos montados. La infanta María Teresa se interesó vivamen-
te por el arte culinario, y bajo su patrocinio entraron a Fran-
cia la Salsa Española, los petit-pois, el potaje Saint Germain,
el café, el chocolate y el té. Un siciliano llamado Procopio abrió
en París el primer café glacier, en la calle Mazarino, frente a
la' Comedia Francesa. El uso del champagne se impuso en las
mesas de los ricos. Madame de Maintenon prohijó la buena
mesa y se afirma que a ella se debe la creación de las cotelet-
tes en papillotes. Luis XIV, glotón de asombroso apetito, fa-
voreció el cultivo de las hortalizas y la organización de la caza
y la pesca. Durante este largo reinado la cocina logró extraor-
dinarios avances, con nuevas recetas y magníficas creaciones
gustativas. Luego, al llegar Luis XV, las cocinas del palacio
real fueron verdaderos laboratorios de exquisiteces gastronó-
micas. El mismo rey era un amateur de cocinero y su mesa
puso de moda el ananás o piña traída del Surinán, el Sagú de
la India y la pimienta de la Cochinchina. Se organizó la fabri-
cación de quesos y adquirieron renombre imperecedero los de
Brie, Roquefort, Cantal, Livarot, Vanves, Pont-l'Eveque. Entre
las creaciones de ese tiempo encontramos los pasteles de car-
ne de caza mayor trufados, los testículos de cuadrúpedos

263
tiernos, las tortillas de crestas de gallos, los ortolanos, las
setas y hongos, las lampreas a la Berry, el cordero a la Belle-
vue que fue inspiración de la Pompadour confeccionado por
primera vez en el castillo de Bellevue en honor del rey; el
ris de veau a la D'Artois, las garbures aux marrons, el conso-
mé y las bouches a la Reine, las morcillas a la Richelieu y mu-
chísimas otras creaciones que sería largo enumerar, entre ellas
la salsa mayonesa, que según algunos debe su nombre a la
región de Bayonne, y según otros al duque de Richelieu, que
la inventó durante el sitio de Port-Mahón, En aquellos días go-
zaron de gran reputación los vinos de Bourgogne, en particu-
lar el Chambertin. En 1765 un francés de nombre Boulanger,
funda en París el primer restaurante, en la antigua calle Des
Poulies, naciendo así una nueva era para la gastronomía. Re-
cordemos, por último, a Luis XVI gran comilón también. Du-
rante su fuga de París, en el camino, al llegar a Etoges, pro-
longó tanto su almuerzo, que se frustró el plan de sus amigos
para salvarlo, cayendo en manos de sus perseguidores y con-
cluyendo su vida en la guillotina. Durante ese medio siglo las
cocinas regionales de Francia alcanzaron gran renombre: la
bouillabaisse de Marsella, el lenguado a la normande, las tri-
pas a la mode de Caen, el cassoulet de Castelnaudary, el pato
rouennais, el foie gras truffé de Estrasburgo, los pasteles de
perdices de Chartres.
-La Revolución hizo emigrar no sólo a los buenos gour-
mets de la nobleza sino también a muchos cocineros. A Lon-
dres fueron a parar muchos de ellos, como Albignac, que en-
señó a los ingleses a preparar y comer ensaladas. En las pos-
trimerías del siglo XVIII, un cocinero francés, Francois Appert,
adelantándose a Pasteur, descubre el método de conservar al-
gunos alimentos en latas o tarros, basándose en el principio,
que el propio Pasteur vulgarizó después, de que la fermenta-
ción, y por consecuencia la descomposición de las sustancias
orgánicas, no puede realizarse más que en presencia del oxí-
geno del aire.
-Luego vino Napoleón, indiferente a la comida, pero que
como político y estratega comprendió que en la mesa se po-
dían tratar y resolver problemas internacionales, y las cocinas
de las Tullerías resplandecieron junto con el boato del Impe-
rio. Se afirma que en Santa Helena, privado de casi todo, el
gran corso se lamentaba de no haberse aprovechado de la es-
plendidez de sus cocinas imperiales. Después, Carlos Mauricio

264
d~1 Tullcyrand, Príncipe de Benevento, primer ministro duran-
'o el Directorio, el Consulado, el Imperio y la Restauración, se
lll"lIl1guió como un gastrónomo eminente. Para obtener las
rllpllulaciones de 1814, le sirvió de mucho la magnificencia de
1111 mesa.
-Fue durante aquellos días gloriosos para Francia -excla-
mé el profesor con entusiasmo-s- cuando alcanzó fama impere-
eedera el gran cocinero Antonín Caréme. Se le llamó «el rey
1111 los cocineros y el cocinero de los reyes». Trabajó doce años
('IIInO Jefe de las cocinas del príncipe Talleyrand y diez
"nos en el Palacio Real de Inglaterra. Fue cocinero del Empera-
llar Alejandro en San Petersburgo; en la Embajada Inglesa ante
1" Corte de Viena; prestó sus servicios en la cocina del Barón
di, Rothschild. Murió joven, teniendo apenas cuarenta y nueve
nnos de edad. Su vida fue un modelo de probidad y nobleza
do espíritu. El dinero no le interesaba. Su especialidad era la
presentación suntuosa de los platos que preparaba. Como pas-
telero era un verdadero arquitecto, un escultor. Sus aspic y
I:alantinas no han podido ser imitados. Era un verdadero cien-
tinca de la culinaria, un artista, un sabio, un genio. Murió
pobre, dejando escritas cinco obras: El maitre d'hótel Eran-
cais, El Pastelero real Parisien, La Cocina Parisien, El arte de
la Cocina en el Siglo Diecinueve, La Repostería Pintoresca.
En la primera, Caréme describe la organización de los menus
y las recetas de los platos que confeccionaba en las cocinas
de Jorge IV de Inglaterra, del Embajador de Austria y del Con-
greso de Aix-la-Chapelle. Uno de los menús que preparó en
esas ocasiones, para setenta comensales, es verdaderamente
digno de admiración: potaje de cocombros a la holandesa,
croquetas de esturión con trufas, pastel de pescados a la Ri-
chelieu, galantina de anguilas en mantequilla de camarones y
un asado de cercetas y trullos a la naranja. La simple lectura
de sus obras nos evidencia que además de un cocinero por-
tentoso era un hombre de gran cultura. Todavía hoy se le
considera como el creador de la Gran Cocina. Sus trabajos
como teórico, salsero, repostero, diseñador de platos montados
y de exquisitas combinaciones de elementos culinarios para
producir recetas admirables, lo colocan a una altura inmensa
cn el campo de la gastronomía.
-¿Cuál es, en su opinión, el país donde mejor se come? -
preguntó Josefina.
-Estimo que la cocina francesa sigue siendo la mejor del

265
mundo. Múltiples circunstancias contribuyen a esta superiori-
dad: la tradición, el epicureísmo innato del pueblo francés, la
riqueza del suelo, el esmero en el cuido de las huertas, la gran
variedad y selección de los productos agrícolas y pecuarios, la
profusión de peces y aves en las playas, ríos y praderas de
Francia, la especialización y perfeccionamiento en la produc-
ción de vinos y en la fabricación de quesos y, finalmente, la
cuidadosa confección de extractos y jugos de carnes, que son
la base de las salsas francesas, inigualadas todavía.
-Cree usted que el perfeccionamiento de la industria vi-
nícola en Italia y España llegará a mermar el prestigio de los
vinos franceses? -preguntó el abogado Vergara.
-Entiendo que no. La calidad de los vinos franceses es
todavía inigualable. El doctor Desaix es un experto catador, y
nos podrá explicar en qué consiste esa calidad --contestó el
profesor.
-Los vinos --comenzó diciendo el doctor- son alimenticios
a causa de los hidrocarburos, albúminas y gelatinas que con-
tienen. Son tónicos por el alcohol y el hierro y digestivos por
sus fermentos. Los blancos nuevos son ligeramente laxantes y
los secos diuréticos. Las principales cualidades de un vino son
el color, el gusto y el perfume. Los rojos son el producto de
la uva negra y se caracterizan por su color parecido a la cás-
cara de la cebolla. Los términos que usamos para calificar
los vinos son los siguientes: Fruité, cuando tiene sabor fres-
co de uvas; Equilibrado, cuando en él no domina ningún gus-
to especial, sino que sabe a vino; borroso, cuando tiene asien-
tos o partículas en suspensión; dulce, cuando ha sufrido poca
fermentación. Solamente son dulces los vinos blancos; el dul-
zor en los vinos rojos o tintos, es un defecto. Fuerte, cuando
está cargado de alcohol; también se dice que tiene vinosidad,
fuego; generoso, cuando produce bienestar al ingerirlo; capi-
toso, cuando se sube a la cabeza; fumoso, cuando 'es muy ca-
pitoso; Ligero, cuando tiene poco alcohol. Se dice que el vino
es corsé o estoffé, cuando 'es muy seco y contiene mucho al-
cohol; vivo, cuando impresiona vivamente al paladar, sin estar
acidulado; Nervioso, cuando es a la vez consistente o carnoso
y vivo; Friand, cuando se bebe con gula, como los Chablis;
Moelleux, cuando produce en el paladar una sensación de paz,
debido a la buena y equilibrada cantidad de glicerina y gomas
que contiene; Untuoso, cuando tiene dulzor y Moelleux, como
los Sauternes. Aroma 'es la impresión que produce en el 01-

266
1'''10. También se dice Bouquet para los vinos rojos y perfume
para los blancos. Cachet es la marca característica de cada
vino. Savia, calidad vital, el alma; porque los vinos tienen al-
ma; envejecen, se enferman y mueren. La savia se siente en
lu garganta; cuando un vino es muy viejo. pierde su savia, se
hace pasado, muere. Distinguido es el vino que place al pala-
dar; savoroso, cuando tiene mucha savia; velouté, cuando a
In vez es fino y moelleux; se dice que un vino es [aible, min-
ce, maigre, cuando es demasiado ligero. Gran vino es aquel
que, por la reunión de sus buenas cualidades, tiene una condi-
ción de excelencia incontestable. Duro, cuando le falta moel-
leux. Seco lo es el tinto cuando carece de carne y de moelleux;
su gusto entonces es algo astringente. Si es blanco, se dice
que es Seco cuando es poco licoroso. El prototipo de vino
blanco seco es el Chablis. Un vino es verde cuando tiene sabor
astringente, y es piccolo cuando carece de pretensiones.
-¿Podría el doctor explicarnos escuetamente cómo se cata
un vino? -inquirió de nuevo el abogado Vergara.
-Para empezar -contestó el aludido-- el vino debe tener
una temperatura de 17 a 18 grados centígrados para los vinos
rojos de Bordeaux; de 13 para los rojos de Borgoña y de 8 a
10 para los blancos. Eche una pequeña cantidad en un gran
vaso, alto, de fino y transparente cristal. Examine el color.
Luego imprima al vaso un pequeño movimiento giratorio, para
favorecer la expansión de los aromas; meta la punta de la len-
gua en el vino, para catar la acidez y la astringencia. Si ningún
perfume especial domina, el vino está equilibrado. Tome lue-
go un buen trago, que casi le llene los carrillos, reténgalo un
instante para que tome el calor ambiente de la boca y luego
páselo tranquilamente a la faringe; así comprobará las cuali-
dades de la savia, cuerpo, fineza y moelleux. Luego déjelo que
se deslice, garganta abajo, y al llegar al estómago, percibirá las
cualidades de viveza, capitosidad, etc. Todo esto parece fácil;
lo difícil está en poder emitir un veredicto consciente, cosa
que sólo se logra cuando se dispone de estas cualidades reuni-
das: talento, vocación gastrosófica, hábito, y aristocracia meno
tal.
-Gracias, querido docor -expresó Vergara-. Abusaría de
su bondad si le pidiera que nos explique, someramente, ¿cuál
es la clasificación oficial de los vinos en Francia?
-Con mucho gusto. Primero se dividen en cuatro grandes
grupos, a saber: los Bordeaux, los Borgoñas, los Champagnes

267
y los de un grupo muy variado que comprende los de la Costa
del Rhóne, Jura, Touraine, Anjou, Alsacia, Lorena, Beaujolais
y Lyon.
-Los Bordeaux a su vez se clasifican en cuatro grandes gru-
pos: Médoc, Grave, Sauternes y de Entre-Deux-Mers. Vaya ha-
cerles una enumeración, incompleta naturalmente, de las deno-
minaciones de cada uno de los vinos de esos grupos: entre los
Médoc, el Chateau Lafite-Rotschild, el Chateau Margal, el
Chateau La Tour, el Chateau Mouton, el Montrose, Lames-
cot-Saint-Exupery, Pontet-Canet, Bellegrave, Haut-Pauillac y
una veintena más. Entre los Graves el Mission Hout-Brion,
Hermitage-Hout-Brion y unos quince más. Entre los Sauternes
el La Tour Blanche, el Chateau Yquen, De-Halle, Romer, La
Montage, y veinticuatro tipos más. Entre los de Entre-Deux-
Mers el Saint Emilion, el Saint Georges, el Clos D'Angelus y
unos doce más.
~Los vinos de Borgoña se clasifican así: entre los rojos
el Mercurey, Chambertin, Corton, Musigny, Romanee, Saint Vi-
vant, Saint Georges, etc. y entre los blancos el Montrachet,
Charlemagne Carton, Saint Jacques, etc. La .enumeración sería
inacabable.
-Los vinos de Champagne, entre los rojos 'tenemos el Cur
Riceys, Ambonay, Nailly, Cumiers, y entre los blancos el Cra-
mant, Avise, Oger, Verzenaay, Cumiers, Espernay y Clicquot, et-
cétera.
-Para el cuarto gran grupo me limitaré a citar uno para
cada tipo: de las Costas del Rhóne el Hermitage; de los del
Jura el Poligny; de los de Touraine el Vouvray; de los de An-
jau el Clos des Cordeliers; de los de Alsacia el Riesling de
Riquewihr; de los de Lorena el Pagny; de los de Beaujolais
el Moulin a Vent; y de los de Lyon el Cote Raite.
-Quiero agotar su paciencia y su bondad, mi querido doc-
tor, y le vaya pedir que nos indique brevemente cómo debe
ser el servicio de los vinos en la mesa -insistió Vergara,
-Pues verá usted: con el potaje se sirven Madeiras, Mar-
salas, Partos, Jerez y Yucco. Con los Hors-D'Oeuvre, las en-
tradas y los pescados deben servirse Sauternes, Barsac, Cha-
blis, Montrachet, etc. Con el primer servicio se sirven Bordeaux
rojos; con el asado deben servirse Borgoñas con los entreme-
ses, vinos del Rin, o un Hermitage; con el queso, vinos rojos
de Bordeaux o de Borgoña o Champagnes y con los postres
vinos de Alicante, Chipre, Lacrimae Cristy, Málaga, Moscatel,

268
Portas o Champagne [rappé, Quiero advertirles de nuevo qu-e
he hecho una enumeración muy limitada no sólo de las clasí-
flcaciones, sino también de las denominaciones de los vinos de
Francia, que es algo muy vasto y complicado para los que no
se han dedicado a fondo al estudio de esta cuestión. Ahora, que
el profesor Croiset continúe, por favor.
-Son tan extensas las consideraciones que podríamos ha-
cer con respecto a la cocina francesa, que no terminaríamos en
mucho tiempo -continuó el profesor-o Recordemos que en
nuestro país la cocina ha llegado a ser una institución nacio-
nal. Sus características son inconfundibles: racionalización, de-
licadeza, variedad, buen gusto, simplicidad y elegancia. La bas-e
de la cocina francesa la constituye la variedad de sus salsas,
que podríamos clasificar así: salsas a base de aceite, cuyo
tipo es la mayonesa; salsas a base de leche o crema, como la
Bechamel; salsas a base de mantequilla, como la que llama-
mos holandesa; las que tienen como base los consumados de
carne o de vegetales y las mixtas, que se forman con mezclas
de uno y otro tipo. El arte del salsero consiste en saber hacer
el maridaje de los elementos con que se forman los diversos
tipos, para así obtener un resultado que armonice con el plato
al cual la salsa debe imprimir su personalidad. El cocinero
experto en salsas debe ser un artista: la despensa es para él lo
que la paleta para el pintor: toma los colores que su inspira-
ción y su genio le indica, y construye una obra de arte.

* * *
Los días pasaban y Madelaine venía cada vez más a menu-
do a la casa de Anadel. La traía y la llevaba un bote de motor.
Regularmente llegaba los viernes en la tarde y regresaba a su
finca de Tesón los lunes después del desayuno. Había tenido
dos largas conversaciones con Trigarthon. Este se limitaba a
escucharla, permaneciendo impasible. Hubiérase dicho que no
la oía. Cuando ella le preguntaba si había comprendido, res-
pondía con un movimiento afirmativo de la cabeza. Parecía in-
sensible, sordo, mudo. La segunda vez que habló con él, casi
negó a perder la paciencia ante su' silencio, y le preguntó, vi-
gorosamente-: ¿Te has vuelto loco? ¿No vas a contestarme
nunca? -:-El se quedó mirándola y luego le respondió:
-Nada puedo contestarle... No he entendido lo que me es-
taba diciendo...

269
Era inútil seguir tratando de hacer hablar a aquel hombre.
Parecía embrutecido, idiota. Así se lo comunicó Madelaine al
profesor. Decidieron esperar algunos días y luego volver a la
carga. Era necesario hacerlo hablar, para que desahogara su
pecho y para que tanto el profesor como Madelaine conocie-
ran los pensamientos de Trigarthon y pudieran así resolver, o
tratar de resolver la situación. Mientras tanto, el negro pes-
cador de los ojos claros cumplía sus obligaciones en la Casa
como un autómata. Pero ya no sonreía y su mutismo aumen-
taba cada vez más. Al encerrarse en su pabellón del patio se
enfrascaba en la lectura de su Biblia y anulaba la función de su
cerebro, para no pensar. Había llegado a esa determinación
sin proponérselo y se mantenía en ella sin tratar de compren-
der por qué y para qué lo hacía. Cuando le hablaban, miraba
a su interlocutor como si fijara los ojos en el vacío, y ejecutara
lo que se le pedía, como una máquina.

* * *
-¿Te has acostado ya con Leroy? -preguntó Vergara a su
mujer, mientras se desvestían para dormir. Con la mayor na-
turalidad, Josefina le contestó:
-No. Ni pienso hacerlo. He decidido mantenerme limpia,
a pesar de la inmundicia que me rodea. Y ya que, por fin, te
has decidido a hablar de este asunto, debo decirte que me
tiene sin cuidado lo que hagas. No necesito nada tuyo. Sé tra-
bajar y puedo ganar para vivir tranquila y cómodamente. No
daré un escándalo. Tú decidirás lo que hay que hacer...
Mientras hablaba, serenamente, iba desvistiéndose. Entró al
cuarto de baño, dejó la puerta abierta y siguió hablando. Lue-
go salió ya vestida con una bata de dormir muy corta y trans-
parente que dejaba ver los contornos de sus preciosas formas
femeninas. Se sentó en la banqueta frente al tocador y comen-
zó a quitarse el maquillaje y a peinarse. Al levantarse el pelo,
los tolanos de su nuca quedaron al descubierto y Jorge, desde
la cama, los miró con sensual codicia. Luego advirtió los ala-
dares de sus sienes, lustrosos, negros y rizados. Aquellos encan-
tos de su mujer lo trastornaban.
-Si yo te dijera que lamento lo ocurrido, que estoy arre-
pentido, ¿me perdonarías?
-Sería inútil, porque no me interesas para nada --contes-
tó, con mal disimulada emoción.

270
Al ocupar su lugar en el lecho común, tomó un libro y le
preguntó:
-¿Te molesta que lea un rato?
-Sabes que no. Siempre lo has hecho así. ¿Por qué te
perfumaste con el agua de Colonia que tanto me gusta? Hace
tiempo que no lo hacías ... -Al no contestarle, agregó-: Las ma-
nos te tiemblan y apenas puedes respirar. Has mentido cuan-
do dijiste que ya no te intereso. Nunca podrás dejar de amar-
me... como yo a ti... He cometido una locura y estoy arrepen-
tido... Te prometo que no volveré a ocuparme de esa mujer...
Mientras hablaba se había ido acercando a ella y las últi-
mas palabras las susurró en su oído. Suavemente le quitó el
libro de las manos... Fue una noche gloriosa de renovada pa-
sión, de extremados ardores...

* * *
Una avioneta amarizo junto al Yate. Traía de los Estados
Unidos un cargamento de provisiones para avituallar los frigo-
ríficos del barco. Esa noche cenaron ostras frescas Blue Point,
filetes de lenguado de Calais; roast prime ribs 01 beej an jus;
hongos silvestres de las florestas de Suiza; zanahorias enanas
de Bélgica; tallos de apio braisees y servidos con salsa holan-
desa; canetón rouennais a la bigarade; pomme de terre Lyon-
naise y bombe de cerises, glacé au kirsh.
-Es bueno repetir -comenzó el profesor, una vez instala-
dos en el balcón- lo que se ha venido diciendo desde hace
tiempo:
-Tres elementos principales caracterizan a la cocina espa-
ñola: los garbanzos, el arroz y el bacalao. Todo allí está satu-
rado de ajo. Este bulbo glorioso es 'el alma de la cocina ibéri-
ca. Tiene, además, funciones especiales: es amuleto, talismán
y medicina. A esos tres elementos acompañan otros tantos re-
cursos; el aceite, el chorizo y el pimiento morrón. Las judías y
las lentejas son básicas también en la dieta de aquel país. Ape-
sar de ser casi una isla, se consume poco pescado. Prefieren
el bacalao, traído seco y salado desde otros países. Estas ca-
racterísticas parecen tener su origen en la formación racial
del pueblo: los íberos procedentes del Africa del Norte eran
frugívoros y muy poco adictos al pescado; los fenicios y los
cartagineses eran frugales; los romanos que la ocuparon por
casi doscientos años fueron ante todo hombres de armas; los

271
vándalos. alanos y visigodos dejaban mucho que desear como
cocineros; por ochocientos años la Península estuvo dominada
por los moros, y ya se sabe que los musulmanes siempre han
comido mal.
-Pero esa formación racial ocurrió más o menos en igual
forma en Francia, y sin embargo... -preguntó Vergara.
-Fue muy distinta -le interrumpió el profesor-o En Fran-
cia tuvimos a los germanos, los galos, los alemanes, los francos,
los borgoñones, los bretones y los normandos, que fueron pue-
blos glotones y con alguna inquietud culinaria. En España, los
invasores, especialmente los íberos y los moros, eran tribus de
hombres flacos y de poco comer. Además, mientras en Francia
la tierra fue siempre fecunda, en España la aridez es casi ge-
neral, y éste es un factor que hay que tener muy en cuenta al
juzgar los hábitos alimenticios de los pueblos. La fertilidad de
la tierra francesa fue un acicate para que prosperara la cocí-
na, mientras que la aridez del suelo español agravó la templan-
za de sus ocupantes. Otro factor determinante es la multitud
de ríos en Francia y su fecundidad en las más variadas especies
de pescados. En España los ríos son escasos y pobres. Recor-
ciemos. también que casi la mitad de España es tropical por
decirlo así, mientras que el clima templado de Francia en el
Sur y sus secos inviernos en la región alpina la hacen ideal pa-
ra la agricultura y la pecuaria.
-El amigo Vergara nos recordó lo que afirma el Conde
de Keyserling, cuando compara la cocina de los montañeses
de España con la del hombre neolítico. Entiendo que este filó-
sofo exagera; recuerdo, sin embargo, que en un pueblo de Espa-
ña me presentaron un plato que me causó inquietud. Se llama
lacón, y consiste en brazos y patas de cerdo en salmuera, que
conservan en unos pequeños toneles de madera, saturada ya
con la grasa del cerdo; tanto la vasija como la carne me die-
ron de que aquello no estaba bien. La acción del tiempo y la
salmuera habían corroído los huesos, que se desmoronaban al
ser tocados. En cambio, allí comí las mejores granadas, naranjas
y melones del mundo.
-Cuando hablamos de las especias, les leí el poema que
Ventura de la Vega dedicó a la Sopa de Ajo. Todo huele a ajo
en la Península, como en Marsella, y los ajos españoles son en
verdad maravillosos. En Francia es famosa, desde hace Siglos,
la nombrada Salsa Española, que no contiene ajo, lo que me
confirma que la tal salsa no es de origen español. Me temo que

272
los franceses le pusieron ese nombre para halagar a la esposa
del Rey, que a la sazón era española. En términos generales
!le puede asegurar que la cocina de España es suculenta en ex-
tremo por la abundancia de especias. Hay regiones que se han
caracterizado por alguna especialidad culinaria, como ocurre en
casi todos los países de extenso territorio, y así tenemos el
cocido madrileño, típico de la región de Castilla la Nueva. De
Valencia se conoce el arroz con carnes y verduras que toma
el nombre de la región: de Galicia el Pote Gallego; es famosa
en el mundo la tortilla a la española, hecha con patatas, seca
pero jugosa; la región vascongada ha producido su famosa fór-
mula de bacalao a la Vizcaína. Son asimismo muy conocidos
internacionalmente los callos a la madrileña, la Ropa Vieja; la
olla podrida, el pisto manchego, los jamones serranos, el esca-
beche de 'pescados y la sopa fría llamada gazpacho. Las costas
de España son muy ricas en moluscos, tales como agujas, cala-
mares, berberechos, almejas, bogalantes, centollos, mejillones,
gambas, boquerones y muchísimos otros tipos. Merece espe-
cial mención la Vieira y nuestra coquille Saint-Jacques, emblema
del patrón Santiago.
- y ya que he detractado la cocina española, como corres-
ponde a todo buen francés, quiero ahora alabar uno de sus
platos, cuya sabrosura desmiente la inmerecida mala fama con
que hemos castigado a España. La olla podrida es un potaje de
gran estilo y envergadura. Antiguamente se preparaba en Fran-
cia un ragoút, llamado pot-pourri, semejante a la olla podrida
hasta en el nombre. Me temo que por razones de 'estética ya
en España no se la llama así, sino puchero; en otras regiones la
llaman cocido. Este jugoso y nutritivo plato lleva varias car-
nes, jamón, chorizos, zanahorias, puerros, cebollas, col, patatas
o papas como dicen en América, ajo y, como elemento distinti-
vo, los garbanzos. Su cochura es lenta y larga pero el resultado
es exquisito. El caldo se sirve separado de las carnes y las
verduras. Pasé unos días encantadores como huésped de un
amigo mío español, en su cortijo de Andalucía, y cuando pre-
paraban el puchero sus maravillosos aromas se esparcían por
toda la casa.
-Italia no tiene una cocina autóctona, si descontamos sus
pastas y las variadas formas de condimentarlas. Debemos, sin
embargo. rendir culto a sus jamones de Parrna, sus embutidos
de Milán y Bolonia y sus quesos gorgonzola y parmesano. Esta
falta de platos nacionales auténticos y exclusivos es casi in-

273
comprensible si se piensa que la cocina italiana es la más vie-
ja de Europa. La tradición heredada de los griegos y los roma-
nos no se ha mantenido. La polenta sigue siendo igual al Puls
de los soldados romanos anteriores al Imperio, con la única
variante de que el trigo ha sido sustituido por el maíz. Ya he
dicho que a María de Médicis debemos los franceses nuestra
buena repostería y confitería. Cuando casó con Enrique IV,
trajo a París reposteros italianos de alta calidad. Las morta-
delas italianas son inigualables: sólo podrían confeccionarlas
hombres de temperamento artístico, como loes todo italiano.
Hoy la cocina itálica se hace más conspicua y se expande por el
mundo. Sobre este aspecto de la cuestión, ya el abogado Leroy
nos ha hablado suficientemente.

* * *
---<Para tratar de la cocina Inglesa, recordemos primero la
frase de Talleyrand: «los ingleses tienen muchas religiones, pe-
ro una sola salsa». El actual Reino Unido carece de cocina na-
cional. Solamente lo salva del repudio universal su roast beej,
su jamón de York, y su sopa de tortuga, desaparecida ya. Va-
rios platos comunes a todas las cocinas europeas, se han in-
glesado y constituyen ahora las especialidades de Inglaterra.
Citemos algunos: los arenques ahumados de Yarmouth, el,
irish-Stew, la pasta de Yorkshire, el plum pudding, las sopas
mulligatawny, el mockturtle (que trata de imitar la sopa de
tortuga), los pescadillos llamados whitebaits. Se puede asegu-
rar que Inglaterra es un pueblo de ictiófagos. Todo inglés co-
me pescado casi diariamente, pero su preparación es mediocre.
Generalmente el inglés prefiere sazonar sus alimentos al comer-
los. De ahí su costumbre de poner al borde del plato un poco
de sal, pimienta, mostaza, etc., y a medida que toma cada por-
ción en el tenedor, con el cuchillo le unta la sazón. Es una
costumbre casi ritualista, complicada y formal. Se ha observa-
do que el inglés come 'en 'Público con un pudor inexplicable,
como si estuviera cometiendo un pecado. Pero eso es en Ingla-
terra. Cuando va a otro país, cambia su actitud y hasta se hace
parlanchín y comunicativo. A los aperitivos les llaman savories,
pero... y aquí surge un enigma: los comen al terminar... des-
pués del postre. El gran Escoffier, en su obra «Guía Culinaria»,
se indigna y dice que «esa costumbre es contraria a las reglas
gastronómicas, pero que no hay modo de que los ingleses lo

274
comprendan así, y es inútil pretender que la abandonen». La
hcbida predilecta de estos isleños es la cerveza, de la que tie-
ncn varios tipos: small beer, ale, porter, stout, layer beer, etc.
. -El Príncipe Regente, que luego sería Jorge IV, trajo para
que le dirigiera sus cocinas al gran Antonín Caréme, «rey de
los cocineros y cocinero de los Reyes», como le llamaban.
Otros grandes señores lo imitaron y trajeron de Francia coci-
neros de renombre. Durante algunos años Caréme dirigió las
cocinas Reales. Fue en esta época cuando la gran cocina france-
Na se estableció en Inglaterra. Ya los métodos culinarios fran-
ceses eran conocidos allí, llevados por los grandes señores de
Francia que tuvieron que emigrar al producirse la revocación
del Edicto de Nantes. Fueron estos emigrantes los que introdu-
jeron en Inglaterra, entre otras concepciones culinarias, el
potaje de la cola de buey, del que son tan adictos los ingleses
y al que bautizaron con el nombre de ox tail soup. Luego dos
buenos cocineros franceses continuaron la obra de Caréme:
Eustaquio Ude y Alexis Soyer. Este último dirigió la cocina del
Rejorm Club, que era entonces el círculo más notable de la
aristocracia en Londres. Durante la Gran Exposición Interna-
cional que se efectuó en Inglaterra en 1851, este Alexis Soyer
Instaló un gran Restaurante en el «Palacio de Cristal», dentro
de los terrenos de la Exposición. En el patio montó un enorme
horno, donde se cocían bueyes enteros, que luego eran trans-
portados sobre rieles al comedor, ante la mirada del público,
mientras una orquesta ejecutaba marchas y sones populares.
Eustaquio Ude era de origen inglés, pero vivió largo tiempo
en Francia y había trabajado en las cocinas de Leticia Bona-
parte y luego en Londres fue cocinero de Lord Sefton, a quien
los británicos llamaban el «Rey de Jos Gastrónomos». Para esa
época publicó su libro «The French Cook», que hizo conocer
a los ingleses los refinamientos de nuestra cocina. Jorge IV,
tanto durante su Regencia como después de ser coronado, pro-
tegió las artes y las letras e introdujo en Londres el lujo y la
suntuosidad de la mesa. A fines del siglo XIX llegó a Londres
el· gran cocinero francés Augusto Escoffier y se hizo cargo de
las cocinas del Hotel Savoy, en cuya dirección permaneció
desde 1890 a 1898. Después pasó a dirigir el Carlton Hotel, don-
de el presidente Poincaré, en su visita oficial a Londres, le im-
puso la Condecoración de la Legión de Honor, en el grado de
Caballero. Estos fueron años de gloria gastronómica para In-
glaterra... pero los cocineros eran franceses. La pérdida pau-

275
latina de sus Colonias y las dos Guerras europeas impusieron
sacrificios a Inglaterra, y su cocina decayó lamentablemente,
al extremo de que en los años que siguieron al segundo gran
conflicto armado, los ingleses' prácticamente sufrieron hambre.
-¿En definitiva, saben o no saben comer los ingleses? -pre-
guntó Vergara.
-Es un pueblo que goza la comida pero sus recursos ali-
menticios constituyen un problema -contestó el profesor-o
Consideren ustedes que Inglaterra es una isla y que su sudo
solamente produce carbón de piedra. En algunas regiones tiene
praderas muy apropiadas para la cría del ganado lanar. Sin em-
bargo, su imperio colonial le suministraba de todo. Desde casi
un siglo todos los maravillosos vinos de Oporto que Portugal
produce los acapara Inglaterra, y a ella van a parar las mejores
frutas de España. El inglés es un pueblo gran consumidor
de pescados y carneros. Los primeros los obtiene de sus riquí-
simos mares y los segundos los recibe de Australia y Africa
del Sur, sus antiguas colonias, pero que siguen mancomunadas
a ella. La isla está prácticamente cubierta de fondas, restauran-
tes y hoteles. Lo que ocurre es que el inglés no hace alarde
del placer de la mesa. Parece más bien que al comer realiza un
acto vergonzante. A lo mejor esa conducta forma parte del
Snobismo británico. Un poco de gazmoñería mezclada con ele-
gancia... Repito que al inglés le gusta comer bien, y cuando
puede, Io hace. Con ello quiero decir que, para la generalidad
del pueblo, la comida ha venido escaseando y encareciéndose
desde que Mahatma Gandhi inspiró sentimientos independen-
tistas en las Colonias británicas. Las fuentes de abastecimien-
to han venido cerrándose poco a poco. Al desaparecer los Vi-
rreinatos y las Gobernaciones Coloniales, se fueron secando
los ríos de oro que vertían sus caudales en la gran isla de Ca-
nuto, Eduardo el confesor y Victoria de Hánover, y en conse-
cuencia, el poder alquisitivo del inglés promedio se redujo con-
siderablemente.
-En los establos y los prados de Durham se crían unos
animales que llaman bullocks. Casi no tienen piernas ni cuer-
nos y parece que no llevan huesos en su interior. Son verdade-
ros fenómenos de la Naturaleza, mas ... qué carne tan mara-
villosa producen esos animales. Es algo que escapa a toda com-
paración. Los ingleses son expertos en preparar el Roast-Bee],
Es un gran trozo de carne sacado de la parte posterior del ani-
mal, que comprende el faux [ilet, el aloyau, el culotte y el

276
rompsteak, o sea el lomo, el solomillo, el lomo bajo y la cadera.
En estos bueyes de Durham, ese gran trozo de carnees de
una delicadeza inigualable, por la suavidad y el color claro de
la carne y por las grasas que se forman entre las masas mus-
culares, como láminas blancas, ligeramente amarillosas, que
al asarse transmiten a la carne un gusto peculiar muy exquisito.
La preparación de un buen roast beej es simple, ya que el úni-
co condimento que lleva es sal. Sin embargo, el éxito estriba
en el grado y tiempo de calor en el horno y, especialmente, en
la facultad especial del cocinero para hacer los asados, cosa
que no se aprende sino que se nace con ella, como se nace
poeta o escultor. En Francia decimos que es fácil aprender a
cocinar, pero que para ser rotisseur hay que nacer con ese
don natural.
-Recordemos que la carne de los animales jóvenes y ceba-
dos es más tierna y fácil de digerir a causa de la menor resis-
tencia de cierta envoltura que tienen las fibras musculares, lla-
mada miolema y de las conjuntivas. Se hace más blanda cuan-
do se refrigeran por varios días a temperaturas determinadas,
que producen varias transformaciones tales como la del gli-
cógeno en azúcar y ácido láctico. Además, parece que el éxito
del asado consiste en someter la carne primeramente a un fue-
go intenso, para lograr que en la superficie se forme una ca-
pa de albúmina coagulada, que impide la salida de los jugos
musculares.
* * *
-Te he traído otra vez a este paraje de mi predilección,
porque aquí mi alma disfruta de quietud y mi juicio se pacifi-
ca con la visión de este hermoso panorama -dijo el profesor
a Madelaine, al llegar a la entrada de la gruta de las Náyades-.
En esta pequeña cala el agua no se agita, parece dormida. co-
mo si la sombra del peñón, al extenderse sobre la superficie,
sosegase esa perenne intranquilidad que agobia a los mares.
-En tu vida anterior fuiste un pastor de las islas del Egeo.
A lo mejor Menelao te reclutó y participastes en el sitio de
Troya... Cuéntame: ¿era Paris muy hermoso? ¿Y Aquiles, cómo
era? ¿Será cierto que Patroclo era su amante? ¿Pudiste ver a
Helena? ¿Estabas en el caballo de madera y entrastes a la ciu-
dad de Príamo?
-Sí, pero no para matar troyanos. Me ofrecí de voluntario
sólo para hablar con Casandra ...

277
-¿ y qué te dijo esa niña virginal, mimada de Hécuba y pro-
tegida de Apolo?
-Besó mi frente y me pronosticó que al final de los evos,
en una isla de la mar atlántica, yo iba a encontrar a Diana, que
se arrojaría a mis brazos, henchida de amor. ..
Se besaron tiernamente, susurrándose al oído suspiros y pa-
labras cariñosas y suaves. La mansedumbre del paisaje sen-
sibilizaba sus espíritus y a través de sus entrelazadas manos
se trasmitían torrentes apacibles de pudoroso amor y de amis-
tad candorosa y limpia... Después se sentaron en las peñas, jun-
to a la orilla del mar, y solamente se miraban, sin decirse una
palabra.
Por la ladera del cerro bajó María, la hija del campesino
Rafael. La muchacha iba a seguir por el trillo, con rumbo des-
conocido, pero Croiset la llamó, invitándola a sentarse en la
arena junto a ellos. Apenas llevaba puesto un andrajoso traje-
cito y estaba descalza y despeinada.
-Mira esa criatura -le dijo a Madelaine-. Va creciendo
entre rocas, como un cactus. Tiene un alma sensible. que la
hará infeliz. Es bella y delicada, y comienza a florecer en la
pubertad. ¿Qué le reserva el destino, aquí, entre tanta aridez
y desamparo?
La niña los miraba, con los ojos muy abiertos. Los escucha-
ba sin comprender lo que decían, porque hablaban en francés.
El atuendo de aquellas dos personas la tenía hipnotizada.
-La suerte de estas muchachas campesinas es muy triste
-replicó Madelaine-s-. El primero que fije sus ojos en ella
la llevará al monte y allí la violará. En el lenguaje de estas
gentes eso se llama «llevarse una muchacha». Es el delito que
más abunda en nuestros campos: rapto de menores. Los tri-
bunales sentencian con lenidad. Si el raptor acepta casarse con
la víctima, se cierra el expediente judicial. El marido vivirá
con la muchacha algún tiempo. la hará engendrar un par de
hijos y luego la abandonará. En la mayoría de los casos el
asunto no llega al tribunal porque los padres no presentan la
querella y aceptan buenamente el hecho consumado. Así está
le país lleno de «hijos naturales». Es el primitivismo en todo
su vigor...
-A los ojos de nosotros, los que nos llamamos hombres ci-
vilizados, todo eso es cruel, pero tiene la belleza de la sim-
plicidad, del primitivismo, como dices tú. La vida en sociedad
se ha ido complicando demasiado. Superabundan las leyes y las

278
restricciones, esclavizándonos a extremos insoportables ya. En
la ciudad se vive soslayando el delito, que nos acecha en todas
partes; esquivando el reglamento, que interviene en todos nues-
tros actos, abrumando nuestra voluntad. Somos una generación
de esclavos, los nuevos parias, los ilotas de la civilización.
-¿Añoras, acaso, el desierto de la Tebaida?
-Ni siquiera anacoretas podemos ser, porque toda la faz
de la tierra está ya invadida y dominada por la mecánica de
la civilización. Nada escapa ya a la rozadura de la vecindad. Mo-
riremos ahogados por falta de Espacio Vital.
-Samaná te ofrece el yermo que ambicionas. Aquí encon-
trarás el más perfecto monacato; clausura para tu alma aque-
jada de esa enfermedad terrible que consiste en no tener en-
fermedades. Constrúyete aquí una Trapa y dale rienda suelta
1 tu naciente misantropía. En esta reclusión serás un hongo.
Nadie molestará al cartujo que deserta de la supercivilización
yo que en este Sahara de aguas verdes se convierte en ostra. Te
ofrezco este Cenobio de dulzura y de paz espiritual, para que
seas el Eremita del siglo veinte... Sólo te pido una cosa.
-¿Cuál es?
-El privilegio de ser tu sombra...

* *
Mientras cenaban, el doctor Louis Desaix disertó acerca de
los hongos y su papel en la gastronomía. Explicó que se tra-
taba de plantas completamente desprovistas del elemento que
caracteriza a los vegetales: la clorofila. Se reproducen por
medio de una simiente casi microscópica llamada espora, que
abunda en el aire y que al encontrar ambiente propicio germi-
na, dando nacimiento a unos filamentos que reciben el nombre
de micelios. Al desarrollarse las esporas, adoptan diferentes
formas, dando origen al hongo, la seta, la trufa, etc. Hay una
variedad extraordinaria. Desde el punto de vista puramente cu-
linario, se dividen en comestibles, venenosos y sospechosos.
Crecen en la superficie del suelo, bajo la tierra o adheridos
a los troncos de los árboles. Prefieren los lugares húmedos y
obscuros. Tienen un olor muy vago, indefinible casi, pero su
sabor es peculiar y único y la ternura de sus tejidos es mara-
villosa. Entre los venenosos los hay que son de acción mortal,
violenta. Lacusta, la envenenadora oficial del palacio de los Cé-
sares en Roma, era una experta en el conocimiento de estos ti-

279
pos. La muerte de Británico, ordenada por Nerón, fue casi ins-
tantánea, al ingerir una sopa que había pasado por las manos
de Lacusta. Tenemos evidencia de que los hongos eran muy
apreciados desde los tiempos de Moisés. Los griegos y los roma-
nos de la antigüedad los comían con avidez. En la cocina mo-
derna, especialmente en Francia, es un elemento culinario de
gran estimación. En multitud de recetas es un coadyuvante
indispensable. La composición química de los hongos, por tér-
mino medio, es la siguiente: hidratos de carbono 6.50, %; gra-
sas, 0.50 %; albúminas, 3 %; sales, 2 %; agua, 68 %; y desechos,
20 %. Su escaso valor alimenticio está compensado por su sa-
brosura.

* *
-Vamos a hablar esta noche de las cocinas de Alemania,
los Países Bajos, Escandinavia y Polonia -comenzó diciendo
el profesor Croiset, una vez que todos estuvieron acomodados
en el balcón-o El hecho de que los alemanes en general se sa-
turan de cerveza y echen materias edulcosantes en sus comidas
no debe inclinarnos a prejuzgarlos adversamente. Es un hecho
indiscutible que sus cervezas son las mejores del mundo. No
se limitan a tomarla como bebida en sustitución del vino o del
agua sino que la utilizan también como condimento en una gran
variedad de platos, especialmente de sopas y potajes. Se po-
dría dividir a Alemania en dos grandes zonas: la del Norte,
influenciada por las antiguas costumbres eslavas de abusar del
azúcar como condimento, y la del Sur, que se caracteriza por
sus embutidos. La producción vinícola es monótona, en el sen-
tido de que carece de la variedad de tipos y « bouquets» que
tenemos en Francia, pero es innegable que sus vinos de los
valles del Rin y del Mosela se distinguen por la belleza de su
color y por la suavidad de sus aromas. La cereza es un condi-
mento característico de la cocina alemana y hay que confesar
que, en manos de un buen cocinero, resulta maravillosa. Una es-
pecialidad de la Alemania del Norte es la Sopa de Anguilas
(Aaal-Suppe), espléndida cocción a base de vino blanco y en la
que sobrenadan trozos de anguilas y de pan tostado aromatiza-
dos con diversas y fuertes especias. En la parte central del
país se consume el Saurkraut o repollo agrio guarnecido de
salchichas, papas y otros embutidos, que equivale a nuestro
choucronte garnie, y que constituye un plato delicioso cuando

280
es acompañado de una buena cerveza. El gran filósofo Emma-
nuel Kant elogiaba el Klops preparado en Koenigsberg, que es
un plato de carnes picadas de buey y de cerdo orlado con una
pasta de harina, horneado, y que se acompaña con una salsa
muy condimentada a base de alcaparras. En general los alema-
nes comen varias veces al día: el desayuno, que comprende
pan, café con leche, queso, mantequilla, carnes frías o embuti-
dos y algún postre. En el curso de la mañana hacen otro de-
sayuno algo más ligero de salchichas, arenques ahumados, pan
y cerveza. El almuerzo es la comida principal, mittagessen, y
por lo general consiste en un potaje, uno o dos platos de carne,
legumbres, quesos y postres. En la tarde toman una merienda
de salchichas, emparedados, jamón, carnes frías, etc. La cena
también se compone de elementos similares. El alemán es glo-
tón por naturaleza y un bebedor incansable de cerveza.
-¿Son, en realidad, tan buenos los jamones de Alemania?
-preguntó Vergara.
-Los mejores del mundo, en mi opinión -contestó Croi-
set-. Los jamones de Hamburgo, de Gotha y de Stuttgart son
magníficos, pero lo que en verdad constituye una maravilla es
el de Westphalia: su carne es rosada pálida, de una ternura
y aroma incomparables y su sabor es único. Cocinarlo es un
pecado. Debe comerse crudo para poder apreciar todas sus
grandiosas cualidades.
-La cocina belga es magnífica. La patria del Manneken-Pis
es un país de buen gusto culinario. Sus especialidades son las
anguilas en salsa verde, la carbonada flamenca, en la cual in-
terviene como elemento distintivo la cerveza; los choezels-au-
modere, maravilloso guiso de tripas y páncreas; el ganso de
Visé; el Hosepot de Gante; el Conejo en ciruelas; las famosas
achicorias de Bruselas y, para poner fin a una lista intermina-
ble, los suculentos platos llamados Liegeoise, a base de riñones
de ternera, tordos, camarones, etc., aromatizados con hojas de
junípero, y que constituye la joya de la cocina belga. Uno de
los platos nacionales de Bélgica que más agrada a los fran-
ceses es el Waterzoie de Poulet a la Gantoise, que es un guiso
de pollo previamente sofrito en mantequilla y luego sohervido
lentamente con mucha cebolla, puerro, apio, tomillo, laurel, cla-
vo, todo en una base de consumado de carne.
-Holanda es el país de la leche, y, por consecuencia, su in-
dustria quesera es de primera clase. Son bien conocidos los ti-
pos Edam, Gouda, Leiden. El consumo de pescados es extraor-

281
dinario. Su mesa es variada y rica, gracias al suministro de ma-
teriales que le hacen los territorios que ella colonizó. Suecia y
Noruega han popularizado sus platos variados a base de pesca-
dos y bocadillos que se conocen bajo el nombre genérico de
Smorgasbord, verdaderos aperitivos en tal cantidad que consti-
tuyen en sí una comida completa. Suiza es también un pueblo
lechero y se llama a sí misma la Escuela Internacional de los
hoteleros y camareros. Sus productos lácteos son excelentes
y sus carnes magníficas. Los ríos de sus montañas producen
las mejores truchas. En sus lagos abundan peces de carne deli-
ciosamente tierna. El queso es uno de los elementos fundamen-
tales de la economía suiza. Existen dos tipos: los de Gruyere,
magros y ligeramente picantes, y los de Ementhal, grasos, un-
tuosos, de los cuales hay una gran variedad, según los lugares
en que se producen. En el Jura neuchatelés fabrican un tipo
especial, cilíndrico, llamado Vacherin, cremoso y delicado. Sui-
za se ha especializado en la producción de chocolates finos. La
cocina es muy variada, según el origen racial de los habitantes
de sus distintas provincias o cantones. Los embutidos del Vaud
son de primera clase. Berna es famosa por sus platos de repo-
llo agrio guarnecidos con embutidos, jamón y papas: la sabro-
sa Sauerkraut, que los soldados suizos introdujeron en Francia,
aclimatándose con el nombre de Choucroute. Recordemos, para
terminar, que el Fondue de Fromage es de origen suizo; sus
componentes son el vino blanco, queso rallado, especialmente
del tipo Gruyere, pimienta y kirsh. Se sirve en una sopera co-
mún, colocada en la mesa sobre un infiernillo para mantenerlo
caliente, y cada comensal toma su porción con un largo tene-
dor en cuyo extremo neva ensartado un trozo de pan que im-
pregna en el sabroso fondue.
-Hablemos ahora de las cocinas del Japón y de la China, en
las que palpita un sentimiento de espiritualidad que no existe
en ninguna otra cocina del mundo. Si la perfección se logra a
fuerza de experiencia, y ésta a su vez es el fruto de los años,
entonces tenemos que admitir que las cocinas de China y Japón
son las más perfectas de cuantas existen. En el Japón todo es
limpio: la gente, los árboles, el aire... Las casas brillan de lim-
pieza, aunque estén habitadas por gente pobre. El baño diario
es un rito. El trato entre las personas se rige por un hermoso
ceremonial y el acto de comer está sometido a un minucioso
protocolo. Se arrodillan en el piso, frente a la mesa, que ape-
nas se eleva un palmo, y entonces se sientan sobre sus propios

282
talones, permaneciendo así durante la comida. Todo es solem-
ne y ceremonioso. Parecen como si estuvieran oficiando frente
u un altar.
-El país está formado por muchas islas y sus mares son
riquísimos en toda clase de pescados y mariscos. Son ictiófa-
gos consumados. El pescado y el arroz constituyen la base de
la alimentación en el pueblo japonés. No voy a mencionarles
ni a describirles las especialidades de la cocina japonesa, por-
que todos ustedes las conocen. Sólo quiero referirme a la de-
licada y artística maestría con que manipulan los ingredientes,
como si estuviesen dibujando o haciendo un encaje o una fili-
grana en hilos de oro. La delicada carne del pescado la cortan
en rebanadas finas, transparentes casi, y apenas la sazonan
con «shoyu», que es un extracto del frijol de soya, de intenso
aroma y de gusto salado y dulce al mismo tiempo. Son los
descubridores del «ajinornoto», hoy conocido mundialmente,
que acentúa el sabor de los alimentos, y que hacen con el ger-
men desecado del trigo. Así preparado, el pescado no sabe a
crudo y se puede apreciar el sabor del mismo en toda su ple-
nitud. En la preparación del arroz son maestros incompara-
bles: el grano queda suelto a pesar de que su cochura se ha
realizado casi al vapor, a fuego muy lento. Yo me atrevería a
decir que un plato japonés no es sabroso por el alimento en
sí mismo, sino por la manera de cortarlo, de marinarlo, de ma-
nipularlo y presentarlo en toda su sencillez. El servicio de la
comida es de una belleza incomparable: las diversas prepara-
ciones vienen en platillos individuales y su conjunto es ya de
por sí encantador a la vista. Y como si toda esa delicadeza
fuera poco, el alimento se lo llevan a la boca con un par de
palillos delicados y graciosos, que manipulan con destreza y
habilidad rarísima. Quisiera poder hablarles de la preparación
y el servicio del té ... pero además de ser asunto largo y como
plicado, les confieso que el hondo sentido espiritual de esa
función escapa a la comprensión de nuestros cerebros de occi-
dentales.
-La cocina china, más vieja que la japonesa, es también la
obra de manos tocada por una inquietud artística de siglos.
Los chinos producen y saben preparar maravillosamente bien
una serie variadísima de vegetales que desconocemos en Eu-
ropa. En la cochura del arroz también son inimitables. Hay una
receta china que es una joya culinaria: el Shiu-Ap, que consis-
te en un pato tierno, cebado, que asan u hornean después de

283
haberlo tenido algún tiempo «marinando» en vino de arroz y
semillas de anís estrellado. Mientras la pieza de cocina, con
paciencia oriental la van untando con extracto de soya y el re-
sultado es una obra maestra. Para terminar con la cocina chi-
na, mencionemos los famosos «huevos de mil años». En reali-
dad, no son tan viejos ... pero pasan sus seis u ocho meses en-
terrados, envueltos en una pasta de cal y protegidos con papel
o trapos. Después de sufrir esta «hibernación», el huevo ad-
quiere un color traslúcido entre amarillo y verde. Se come cru-
do, cortado en rebanadas finas ... Los cocineros chinos, a dife-
rencia de los japoneses, se adaptan fácilmente al gusto de los
que podríamos llamar <dos pueblos nuevos ricos». que carentes
de cocina propia aceptan fácilmente cualquier mejunje nove-
doso que lleve un nombre extraño.
-¿Se refiere usted a los norteamericanos? -preguntó Le-
royo
-No quiero hacer alusiones personales, porque los «nuevos
ricos» de hoy podrán ser los maestros del mañana -contestó
el profesor.
- y de la cocina latinoamericana, ¿qué nos puede usted
contar? -inquirió Vergara.
-Un amigo mío, banquero, y hombre de buen humor, pen-
saba que los latinoamericanos hablaban en latín, y antes de via-
jar a este Nuevo Continente quiso aprender aquella vieja len-
gua. Se llevó el gran chasco... Yo he visitado Argentina y Mé-
xico y tengo casi todos los libros de cocina criolla que se han
publicado. Mi opinión es que la cocina de estos pueblos está
en un período de formación. Tuvieron una herencia fatal: los
indígenas y los españoles de la Inquisición rabiosa. Como
muy acertadamente dijo el señor Vergara, solamente Perú y
México tienen cocinas autóctonas. No gran cosa, que digamos.
Argentina produce magníficas carnes y sus bifes son aprecia-
bles. Tiene una especialidad, el Charquí, que es carne de res
vacuna desecada. La Feiojada del Brasil es una variante de la
fabada asturiana con una serie de elementos discordantes la-
mentable. Colombia carece de un plato verdaderamente típico,
y lo mismo le sucede a todos los otros países, menos a Méxi-
co y Perú, como ya se dijo. El segundo es muy rico en pesca-
dos, debido a sus costas, a sus ríos y a sus lagos, y especial-
mente a la variedad de patatas. Se 'prepara allí un plato a
base de corazón de buey y chiles y maíz, que llaman Anticue
chos, que es bastante original. En cuanto a México, sus chiles,

284
de una variedad extraordinaria, imprimen cierta peculiaridad
I su cocina. Las enchiladas en sí mismas no tienen mayor ori-
ginalidad, ya que encontramos algo semejante en las erepes
francesas, los blinis de Rusia, los Chuen-Kuert o Eggrolls de
China, los pancakes de Estados Unidos, los Vitel-Pane de Ru-
manía, y los Plattar de Suecia.
Ya era la medianoche. El profesor se proponía hablar de
la cocina en los Estados Unidos de América, cuando se escu-
charon unos gritos lastimeros que venían del patio.
-¡Es Trigarthon! -exclamó Rosina.
Vergara y el doctor corrieron hacia el kiosco de Trigarthon.
Ya varios sirvientes le sujetaban. El poderoso cuerpo del pes-
cador se arrastraba por el suelo, presa de atroces convulsiones.

285
XIII

DELIRIO EN LA BAHIA

El negro majestático, pulcro y silencioso, de ojos cerúleos


y sereno mirar, se agitaba inquieto y trastornado. De su pe-
cho salían palabras incoherentes y lamentos dolorosos. Sus bra-
zos se movían buscando imaginarios asideros en el aire. Una
inquietud terrible lo embargaba. Parecía acosado por visiones
horrorosas... Un ataque de neurosis, diagnosticó el doctor, y
le aplicó calmantes. En la madrugada se durmió. Cuando des-
pertó, al mediooía, Josefina estaba junto a su lecho. Le hizo
tomar una taza de caldo y con el pañuelo enjugó su frente su-
dorosa.
-¿ Te sientes mejor?
-Me duele mucho la cabeza. Cuando me bañe en el mar se
me quitará.
-El doctor quiere que te quedes acostado todo el día. Toma
esta pastilla y te sentirás bien.
Al otro día se fue, en la madrugada, caminando, por la
cresta de la loma. Dejó su cayuco abandonado, junto al mue-
lle de Anadel. Al llegar a su choza, se desplomó en la arena de
la playa y perdió el conocimiento. El sol del mediodía y la
dura pleamar lo ungieron con sus rayos y sus yodos ...
Cuando al atardecer llegaron Vergara y el doctor a buscarlo
en un bote de motor, lo encontraron, desnudo, sentado en la
arena, cruzadas las piernas, como un faquir, tranquilo y sonreí-
do. Al mirarlos, preguntó, casi como si hablara consigo mismo:
-¿Ya los policías soltaron a Rosina? ¿Se curará su pierna
rota el profesor... ? ¿Por qué le cortaron la lengua al detecti-
ve ... ? ¿Quién le robó sus pantalones a la señorita Madelaine?
Vergara y Desaix se miraron, asombrados. Comprendieron.
¿Qué haremos con él? -se preguntaron-o Entonces... lo vistie-
ron y se lo llevaron a AnadeI. Sonreía, como un niño. Se dejó

286
conducir, manso como un cordero, apacible, más que nunca ..
Pero ahora estaba hueco... Lo pusieron en su pabellón, y allí
IIe quedó, junto a los otros muebles ...

* * *
Charles Croiset se fue al Yate, con Madelaine y De Mers.
Le hacía daño ver la figura de Trigarthon, vagando, como un
sonámbulo, en la arena de la playa. Subía y bajaba por el tri-
llo: caminaba sobre el muelle, y se quedaba mirando el mar,
corno si estuviera perdido. El profesor regresaba en la tarde,
cuando va el sol se ponía y al enfermo lo habían recluido en
MU kiosco.
En su constante deambular por la playa, Trigarthon sólo
hablaba con Josefina y el doctor. Su conversación era torpe,
desatinada, incoherente. Hacía preguntas absurdas sobre los
diversos temas que había escuchado en las tertulias del balcón,
y que apenas había comprenddio, por su desconocimiento del
francés: palabras o frases sueltas, dichas en inglés o en espa-
ñol, le habían dado una idea de lo que trataban. Y ahora, su
mente desarreglada, lo confundía todo. Pacientemente, Josefina
Intentaba explicarle y sacarlo de su confusión, pero era inútil.
Todo estaba roto allá adentro, en su cabeza... Rosina trataba
de no encontrarse con él. Sin embargo, un día mientras ella
bajaba por la escalera de piedra, Trigarthon vino a su encuen-
tro, animoso y contento, y le tendió la mano. Rosina le ofreció
la suya.
-¿Cómo estás, mon amour? -le dijo, sonreído-. Esos po-
licías que te llevaron presa...
Rosina sintió un nudo en la garganta y echó a correr, an-
gustiada, hacia el muelle, subiendo al bote-motor que la espe-
raba para llevarla al Yate. No se atrevió a volver la cabeza.
Hacía una semana que Trigarthon había enfermado. Todos
evitaban mirarle, como si se sintiesen culpables de su dolencia.
Un sentimiento de malestar colectivo flotaba en el aire. Hasta
los sirvientes estaban tristes y cabizbajos, con las mentes lle-
nas de sospechas acusadoras. Durante las comidas, el ambiente
se empeoraba con la charla ficticia. De repente todo se puso
más grave porque empezaron a escucharse cantos suaves que
venían del patio o de la playa y que la brisa se empeñaba en
meter en la casa con diabólica persistencia. Era Trigarthon que
en su errante inquietud cantaba tonadas pueriles que venían

287
a su memoria fatigada desde la oquedad de su pasado borroso...
Todavía con su copa de Sauternes en la mano, con adusto
ceño, preguntó Leroy:
-¿No se va a curar? ¿Será preciso sacarlo de aquí?
-Aquí se quedará -replicó el profesor.
-Esta tarde comienzo a someterlo a un tratamiento -ex-
presó el doctor-o Había esperado hasta ahora con la esperan-
za de que la crisis cedería espontáneamente. Entiendo que se
trata de una simple afección nerviosa de origen funcional, sin
lesión anatómica. Un caso de psicastenia; una situación mórbi-
da caracterizada por un conjunto de procesos mentales que
desvían la conciencia, llevando al paciente a obsesiones impulsi-
vas que sobrevienen por crisis o períodos de agitación, produ-
ciendo manías, fobias, temores, alucinaciones insuficiencias o
ausencias de la voluntad y distracciones que inducen al ensue-
ño. La inteligencia del enfermo se agudiza y lo lleva a vivir en
el pasado o lo transporta a un porvenir imaginario. Se trata
de un emotivo y a veces hasta de un estático. Se hace inquieto,
inarmónico, incompleto. La enfermedad se desarrolla en terre-
no predispuesto por influencia de la herencia, de las emociones
fuertes, de las preocupacioses religiosas o de los problemas se-
xuales. El proceso incluye estados de melancolía, hipocondría,
delirio, y a veces induce al suicidio. Es una enfermedad cura-
ble mediante un apropiado tratamiento de psicoanálisis. A ve-
ces desaparece espontáneamente, cuando cesan las causas que
la originaron.

* * *
Cuando terminaron de almorzar Croiset volvió al Yate.
acompañado otra vez de Madelaine y De Mers. Estos dos se
quedaron en la cubierta, reposando y tomando unas tazas de
café. El profesor pasó a su camarote, donde a poco llegó el
capitán de la nave y le dijo:
-La radio de a bordo ha venido captando noticias de las
Estaciones de Santo Domingo relacionadas con disturbios po-
líticos que ocurren en el país. El señor Vergara me ha dicho
que carecen de importancia y me ha pedido que no se las
transmita a usted, para evitar mortificarle. Sin embargo, y en
vista de que la situación empeora, creo mi deber informarle
que están ocurriendo casos alarmantes, de turbas que invaden
e incendian fincas y edificios no sólo en la capital sino

288
cm muchos otros pueblos del país. Una de esas estaciones de
rndlo denuncia que elementos comunistas extranjeros dirigen
estas actividades subversivas.
El profesor pidió al capitán no informar del caso a sus de-
mús compañeros. Fue a la cubierta donde encontró a Madelai-
nc y a De Mers y les dijo:
-Cuando veníamos en el bote planeamos ir a bañarnos a
cayo Alcatraz. No podré acompañarlos pero les ruego que va-
yun ustedes. Quiero dedicar la tarde a escribir algunas cartas
particulares. Pueden regresar directamente a Anadel. Me reu-
niré con ustedes en la casa esta noche.
Se pusieron los trajes de baño en los camarotes y luego se
cubrieron con toallones y sombreros de amplias alas para pro-
tegerse del sol. Un bote de motor tripulado por dos marineros
los llevó al cayo. Como era lo habitual, los marineros pregun-
taron a qué hora debían volver por ellos y les contestaron que
l\ las seis de la tarde.
-¿Se da usted cuenta, Madelaine -dijo de Mers, mientras
se bañaban en la tranquila poza-, que yo soy la Cenicienta
del grupo?
-¿Por qué dice usted eso, amigo mío? Es usted el hombre
más discreto que he conocido. Pero quisiera preguntarle: ¿por
qué siempre está triste y silencioso?
-Nunca podré contestar esa pregunta. Es mi manera de
ser. No hablemos de mí. Escúcherne, por favor. El destino me
ha deparado esta ocasión y no quiero perderla. Perdóneme que
le trate un asunto de su vida privada...
-Hable. Dígame todo lo que quiera, joven amigo mío. Le
escucho con extraordinario interés.
-Oigame y no me interrumpa, aunque diga insensateces.
Escúcheme hasta el final. Usted ... usted, Madelaine, es una mu-
: jer hermosa, atractiva, que hace esfuerzos por no serlo. No
quiero saber porqué lo hace. El profesor Croiset la admira
mucho... tal vez la ame... pero yo sé que el afecto que usted
siente por él no es amor. Un hombre tan sensible como él,
puede sufrir mucho con cualquier desilusión. Ya la enferme-
dad de Trigarthon lo ha afectado profundamente. Yo le voy
a pedir. ..
Madelaine lo interrumpió con una carcajada y, tomándolo de
la mano lo ayudó a salir de la poza. Sentándose en la roca, le
dijo, sonriente y dulcemente:
-Te vaya tutear, porque vamos a estar ahora unido" nor
un secreto. He oído hablar mucho de tu discreción, y la voy
a poner a prueba. Oyeme bien: Charles Croiset y yo somos
amantes, pero la carne que nos atrae no es esta de los muslos
y los senos y los labios. Es esa que ves ahí. Ponte de pie, Al-
bert de Mers, y mírala. ¡Se llama la Bahía! Los besos que nos
damos son castos. Nos une el amor hacia esa Bahía que tienes
frente a tus ojos, inquieta siempre, febril, ardorosa, vehemente.
Yo lo enseñé a quererla y se la he prestado, para que la goce
como lo hago yo cuando la acaricio con la quilla de mi canoa
y con el filo de los remos. Esa Bahía me pertenece. Su enorme
longitud cabe en mis brazos, y la aprieto y la acaricio o la
castigo, como el domador a la fiera enjaulada. Ahora tu amigo
el profesor Croiset comparte conmigo esa monstruosa pose-
sión. Cuando lo traigo a este cayo, nos subimos encima de
aquella roca y desde allá nuestras miradas se esparcen sobre
toda la superficie del agua y la Bahía se estremece, aturdida de
placer.
-Ahora comprendo su entrañable afecto por Trigarthon...
-dijo de Mers, con la voz estremecida por la emoción.
-Así es. Ese negro pescador es un símbolo. Representa el
espíritu de la Naturaleza, que vosotros los eruditos creéis que
es una bestia. La Naturaleza es tierna y amorosa, inspirando
siempre sentimientos puros. Es así que el hombre, tal vez sin
proponérselo, califica de «desnaturalizado» al que no es bue-
no.
- y los volcanes, la tempestad, los terremotos ...
-Te 'enseñaron en la escuela que eran castigos de Dios o
males de la Naturaleza. Son simples fenómenos, como el parto,
la enfermedad, la vejez, la muerte. Ocurrencias que suceden
espontáneamente, pero que nos hemos empeñado en atribuir-
les causas, misteriosas, por ese afán insensato que nos aqueja
de buscar en todo la mano de un dios cruel y vengativo. Te-
nemos que despojarnos de ese pesado fardo de prejuicio y pre-
venciones que hemos venido heredando desde hace treinta si-
glos. Estás saturado de pavimento, de edificios, tranvías, acue-
ductos, ferrocarriles, que cubren tus ojos con una pavorosa
nublazón que no te deja comprender el agua, el aire, la casca-
da, la piedra, la montaña, el volcán, el terremoto, el cataclismo.
-No sé si debo reír o llorar ante ese nuevo concepto de la
vida que me acabas de enseñar y que te confieso que no estoy
preparado para comprender.
-Esa duda es ya un gran signo. Seguiré «trabajando», pa-

290
ra que ingreses en la Congregación de los Solitarios de la Ba·
hía...
-Me falta sensibilidad, preparación...
-La tendrás, como la tiene Trigarthon ...
-El es un intuitivo. Nació y ha vivido en el mar.
-No lo creas. Adora a la Bahía, porque la siente, como si
fuera una madre, una novia, un amigo que le comprende y que
le habla al oído, dulcemente...
-Pobre muchacho... ¿Crees que sanará?
-El doctor dice que sí. Hablo con Trigarthon todos los
días y advierto que va recuperándose poco a poco. ¿Quieres que
te diga una cosa? La bahía es celosa, como toda mujer, ya sea
madre, amante, hermana, amiga, y fue ella la que lo embrujó,
para protegerlo de Rosina... Esa muchacha lo hizo caer en el
delirio, en el frenesí del sexo. De su alma emigró la disciplina
de la vida pura, sencilla como el agua. Sobre esta misma roca
lo violó y después ha venido saturando su alma con íncubos y
trasgos, caprípedos y súcubos. Fue el arrebato refocilándose en
la oquedad del sexo. La Bahía lo desconectó de la razón, pa-
ra tratar de salvarlo...
-Para Rosina y Leroy la bahía se ha convertido ¡en un des-
mesurado Monte de Venus! -exclamó De Mers-. ¿Qué tósigo
ha caído sobre ellos, para que sus almas empollen erotomanías
apocalípticas?
-Esa es la utopía de la Cultura -contestó Madelaine-. Ga-
lopa en un carro tirado por Faunos y Endriagos y por las Hi-
dras de Lerna de este Siglo de las Luces. Es la apoteosis de
la repulsión y de la pestilencia, el moho de las almas en las
demencias fálicas, el fenecer de la decencia, el aborto mefíti-
co de las obscenidades.

* * *
¿Se ha metido en su cabeza la negrura del vacio? ¿Qué le
pasa al Hijo de los Mares, que no busca su cayuco y navega
en el mar, en las aguas maternales de su mar? Sólo sabe mi-
rarlo, y tocarlo con la punta de sus pies. En el extremo del
muelle, fláccidas sus piernas y sus brazos, contempla la infinita
extensión de su bahía. Sus pestañas están húmedas de llanto
contenido... Quiere desapretar su pecho, congestionado de la-
mentos comprimidos. Un dolor indefinible consume su cora-
zón...

291
* * *
-¡Tómate ese cognac y levanta la cabeza, amigo mío! -di-
jo el profesor Desaix al profesor Croiset-. Quisiste hacerte
amigo de la naturaleza, y has salido malparado. Ella te lo
advirtió, cuando llegamos aquí: te recibió con un ciclón... Ca-
lurosa bienvenida.
-Es la bahía... que me está poniendo loco -contestó Croi-
set-. La siento en todas partes. Me persigue... La veo en sue-
ños y la presiento a mis espaldas. No sé si la quiero o la odio.
Se ha vuelto un ser humano que me acosa y me hostiga.
-¡Bah! ----.exclamó Desaix-. Palabrería, literatura... fanta-
sía tropical. Te hace falta un poco de aire de La Riviera. Allí
todo funciona cumplidamente, sin los sobresaltos ni las tribu-
laciones que provocan las emanaciones de esa Bahía enérgica
y ardiente cuyas aguas huelen demasiado a mar, a marisco a
pescadería. Nuestro mar, allá en Antibes, está lavado, usa cos-
méticos y desodorantes ...
-Quieres que regresemos ... ¿pero, y mis nuevos amigos?
¿Los vaya abandonar, así, súbitamente?
- Trigarthon se curará, cuando desaparezca Rosina. La Ge-
nerala volverá a Tesón, y será dichosa, cosechando maíz... y
cuidando sus chiqueros.
-Has dicho una crueldad intolerable, Louis Desaix.
-El bisturí del cirujano es impiadoso. La sangre se resta-
ña con vendajes y el antibiótico del olvido sana la mente per-
turbada por el exceso de bondad...
El mayordomo entró con un mensaje telegráfico que ha-
bían traído a mano desde Samaná. Croiset abrió el sobre, leyó
su contenido y después de una pausa dijo, con pesadumbre:
-Es del Embajador de Francia. Me anuncia su visita. Viene
mañana a ofrecerme su asistencia, por orden del Quai D'Orsay,

* * *
La tarde era calurosa y todos bajaron a la playa a tomar
un baño de mar. Ya en el agua, el profesor les informó de la
visita del Embajador de Francia. La noticia produjo diversos
comentarios. ¿A qué vendría? Rosina adujo que los diplomáti-
cos eran espías y que era necesario que uno midiera sus pala-
bras. Leroy consideró la visita como una ingerencia oficial en
la vida privada de las personas. Vergara expreso tI ue lU I,;UIlU-
cía, que parecía un hombre sencillo. Agregó que tenía más de
cuatro años en el país, como Embajador de Francia, y que se
había ganado las simpatías de la sociedad capitaleña. Repen-
tinamente todos se quedaron mudos, al ver a Trigarthon que
bajaba por el trillo. Traía puesto su corto pantalón de baño.
Al llegar a la playa, se detuvo, indeciso. El profesor lo ani-
mó, pidiéndole que viniera a bañarse con ellos. Entró al agua
lentamente. Su mirada, inexpresiva, pasaba de un rostro al
otro. Cuando ya el agua le llegaba a la cintura, se lanzó, vio-
lentamente, y zambullido nadó un gran trecho, mar afuera, ha-
cia los arrecifes. Sacó la cabeza, respiró hondo, y volvió a zambu-
llirse, nadando ahora hacia el grupo. Al salir a la superficie,
estaba junto a Josefina. Todos aplaudieron su hazaña y él se
sintió complacido y sonrió, por primera vez desde que había
enfermado. Cuando Trigarthon subió la cuesta y se perdió de
vista, Madelaine preguntó:
-¿Quieren ustedes informarme qué es un embajador? Mi cri-
terio es que se trata de un espécimen de la fauna humana
que está a punto de extinguirse. En una librería de la capi-
tal compré hace muchos años, por pura curiosidad, un folleto
titulado «Cartilla Diplomática» y les aseguro que ningún libro
de chistes me ha hecho reír tanto. Cuántas boberías y neceda-
des ... Concibo que en los tiempos pasados tuvieran alguna utili-
dad estos señores, pero ahora, cuando el avión a chorro y la
microonda han reducido a cero las distancias ¿qué papel de-
sempeñan estos monigotes del frac y la chistera? Me pone de
buen humor leer las crónicas sociales de los diarios y revistas,
donde aparecen estos figurones ofreciendo recepciones, comi-
das formales, «[ive o'clock teas», «garden partys», musicales,
visitas de digestión ... Utilizan unas tarjetas que dobladas por
una esquina quieren decir una cosa y dobladas por la otra sig-
nifica lo contrario. Triviales acertijos de colegiales. Todo eso
es ridículo y anacrónico, además de costar una fortuna al Era-
rio Nacional. Las relaciones diplomáticas deben tramitarse aho-
ra por teléfono, o mandando un emisario cuando fuere neceo
sario, que en cuatro horas se traslada a cualquier Capital del
mundo, y no mantener misiones permanentes entre países que
nada tienen que tratar o discutir entre sí. Me los imagino pa-
voneándose en los salones de los palacios, pedantes y vanido-
sos, con el pecho cargado de cruces y medallas, como cascabe-
les de insípidos Arlequines.

293
-¿Qué haría usted con ellos, si fuera jefe de Estado? -pre-
guntó Leroy.
-Mi primer decreto sería suprimir el Servicio diplomá-
tico, y la millonada que cuesta sostenerlo se la asignaría al
Servicio Escolar...
- y si se le presenta un conflicto, un problema interna-
cional... -insistió Leroy.
-Lo arreglaría por teléfono. Mire usted un ejemplo: levan-
tó el auricular, marcó el número, y preguntó: ¿Es ése el Ouaí-
)'Orsay? Habla la Cancillería Dominicana: tengo aquí un bar-
o de matrícula francesa, que con sus desperdicios y sus acei-
es quemados me está emporcando la bahía más hermosa del
rundo. Ordénele a su capitán que no siga haciendo eso.

* * *
Ahora estaban sentados en el balcón, como acostumbraban
iacerlo. Les acompañaba el Embajajador de Francia, que ha-
oía llegado en la tarde. Estuvo conversando con el profesor du-
rante un largo rato, en el despacho de éste, antes de la cena. Era
un hombre de baja estatura, grueso y calvo, de atrayente pero
sonalidad, jovial y comunicativo. Desde joven había ingresado
en el Servicio Diplomático de su país. Ahora tendría unos se-
senta años de edad y era soltero. Había hecho la carrera com-
pleta, por escalafones, en países de habla hispana, especiali-
zándose en asuntos latinoamericanos, según afirmaba él mismo.
-Siento un gran cariño por este país -dijo el embajador-o
Ya llevo aquí casi cinco años. Es un pueblo joven, que quie-
re desarrollarse y busca su camino. Está desorientado porque
tropieza con circunstancias adversas.
-¿ Cree su Excelencia que tardará mucho en aprender?
-preguntó Leroy,
-Me parece que no -contestó el aludido-, porque es un
pueblo inteligente pero, como les he dicho, está desorientado.
Ra sufrido muchas vicisitudes: su historia está plagada de
incidentes desafortunados. La «Viña de Nabot», la llamó un
diplomático estadounidense. Ha sido víctima de atropellos por
parte de otras naciones. Esta misma bahía donde ahora esta-
mos fue objeto de apetencias políticas foráneas y estuvo a pun-
to de ser vendida a los Estados Unidos. Aquí mismo, en este
mismo lugar, entre esos cabos que se llaman Punta Gorda y
Punta Siria, levantó su campamento una comisión enviada

294
flor el presidente Franklin Pierce para estudiar la codiciada ba-
hía con el objeto de decidir su compra o arrendamiento para
establecer en ella una base naval. Llegaron el 25 dejulio de 1845.
Presidía la comisión el comodoro John Thomas Newton. En los
1\110S que llevo aquí, me he dedicado a investigar el origen de
las desgracias de este país. Ha tenido que soportar tiranías
largas y crueles: ahora mismo acaba de liberarse de una de
esas terribles dictaduras y le ocurre 10 que al niño que le le-
vantan la prohibición de comer dulces y se da un hartazgo peli-
~roso, a tal punto que confunde la libertad que acaba de ad-
quirir con la holganza y el libertinaje.
-¿No hay líderes políticos que conduzcan al pueblo? -pre-
guntó Leroy.
-Hasta ahora no ha surgido ninguno. Al caer la Dictadura,
los políticos que estaban en el destierro regresaron al país y
formaron sus partidos, pero fueron tantos y su actuación fue
tan pobre, que aturdieron más aún la conciencia del pueblo.
-Permítame, señor Embajador, externar mi opinión al
respecto -intervino Vergara-. Tenemos hombres con vocación
al liderato, pero se ha producido un fenómeno interesante. Yo
clasifico esos hombres en tres categorías: los que asumieron
posiciones importantes durante la Dictadura y ahora se sienten
amilanados y sin fuerza moral para intervenir en la política;
10s que permanecieron veinte años en el destierro y al regresar
se encuentran despistados, porque apenas conocen al país y su
actuación en la política ha resultado impropia: el destierro, con
sus penurias y sus intrigas, los hizo individualistas y descon-
fiados; y por último, el grupo de los conservadores, que SE
asustan frente a las innovaciones sociales que indefectiblemente
se están produciendo, y optan por permanecer inactivos. Creo
sin embargo, que es asunto de tiempo para que los ajustes se
realicen. La inquietud en el campo laborista es circunstancial)
por tanto pasajera, y me atrevo a afirmarlo así porque el obren
dominicano tiene la mansedumbre de las sociedades simples
primitivas en cierto sentido.
-Comparto su optimismo -dijo el Embajador-c-. Han ocu
rrido, y ocurrirán de nuevo, conflictos más o menos graves
Son fenómenos propios de los períodos de crecimiento en la
sociedades humanas; crisis dolorosas, que se sufren durant
las etapas evolutivas. La ruta sería menos larga si no existiera:
las interferencias foráneas, que dislocan el proceso natural de
desarrollo. Santo Domingo es ya un pueblo adulto y no pued

295
continuar sometido a un régimen tutelar, so pena de entorpecer
su evolución social. El caso se agrava cuando el que funge de
padrino o tutor no está capacitado para ejercer esas funciones.
-Creo que todos conocemos el nombre de ese tutor... -dijo
Josefina, con acentuada malicia.
El Embajador se limitó a sonreír y dirigiéndose al Profesor
le preguntó:
-Según me informó esta tarde, usted escribe actualmente
un libro acerca de la historia de la gastronomía, y le ruego que,
si le es posible, me aclare este punto: la supremacía culinaria
de Francia se desarrolló espontáneamente allí, es obra de los
franceses, ¿o se la debemos a otro país? En otras palabras, ¿por
qué y cómo ha logrado Francia esa preeminencia?
----Es fácil trazar la ruta seguida por la buena cocina a través
de la Historia. Me refiero a la cocina concebida como arte y
luego casi como una ciencia. La encontramos primeramente
entre los griegos, en forma rudimentaria todavía. Alejandro
Magno conquista a Grecia. Luego vence a Persia y Egipto, que
eran regiones muy vastas pobladas por distintas razas. En el
botín que trajo figuraban las incipientes delicadezas culinarias
de los pueblos vencidos. Grecia las adoptó: eran los alimentos,
las especias, Jos métodos y los cocineros de los medos, los sasá-
nidas, los partos, los árabes, los turcos, las tribus de los valles
del Nilo. El temperamento artístico de los griegos mejoró esos
elementos. Luego Roma se los apropia, cuando domina a Grecia,
y en Italia se mejoraron durante el período de los Césares. Con
la llegada del Cristianismo, la buena cocina es perseguida por
la abstinencia y los ayunos del nuevo dogma, y se esconde en los
conventos y en los castillos feudales, donde asoma la cabeza, a
escondidas, porque entonces comer bien era un pecado. Y así
permanece. hasta que el Renacimiento la saca de su escondrijo,
y la exalta y glorifica. Hasta Francia llegan los ecos de este
entusiasmo. La casa de los Médicis, en Florencia, ensalza y
ennoblece a la cocina, y de esta Casa de los Médicis de donde
sale una princesa, Catalina, que va a Francia a casarse con
Enrique n. Lleva consigo una corte de palaciegos pero también
la acompañan cocineros y reposteros de la más alta calidad en
esos tiempos. La nueva Reina encuentra en su marido un pro-
tector de las artes y las letras, y en los palacios reales se impo-
ne el boato y la pompa de la mesa. Con este impulso inicial,
Francia vuela y alcanza las cumbres de la gastronomía. Su am-
biente era propicio. El terreno estaba arado, esperando sola-

296
mente al nuevo labriego y a la semilla reciente. Entra enton-
ces a colaborar el agro francés, con sus huertas bien cuidadas,
sus mares, sus lagos y sus ríos, espléndidos en peces y maris-
cos, y sus prados y sus bosques y campiñas, donde el pasto
hace pingüe a la res lechera y abundante la prodigiosa cría para
el auge de la caza de pelo y de pluma. Y ahí tenemos que Fran-
cia, beneficiaria de todas esas circunstancias favorables, se con-
vierte en madre y maestra de la gastronomía y logra la pree-
minencia a que se ha referido su Excelencia.
-Gracias, profesor -expresó el diplomático-. Ya conozco
la ruta seguida por la buena mesa, desde los Abásidas de Bag-
dad hasta el Palacio de Versalles.
-¿Se queda su Excelencia algunos días en Samaná? -pre-
guntó Rosina.
-Me hubiera gustado hacerlo, pero tengo que regresar ma-
ñana. El profesor Croiset me invitó a ser su huésped, y me que-
daría,encantado, junto a un grupo tan interesante de personas
ilustres. Además, el chef de nuestro amigo es maravilloso, y me
gusta comer bien. Pero ya he cumplido mi misión y tengo que
volver a la Capital, porque los asuntos políticos allá no andan
tan bien como uno quisiera.
Pasada la medianoche se retiraron a sus habitaciones. Des-
pués que Vergara y Josefina estuvieron acostados, ésta pregun-
tó a su marido:
-¿Qué habrá querido decir el embajador con eso de ... «ya
he cumplido mi misión»?
-No sé, pero sospecho que no vino a hacer una simple vi-
sita de cortesía. Me temo que esa «misión» haya sido una insi-
nuación oficial para que el grupo regrese a Francia.
Ya iban a apagar la luz, cuando advirtieron que el mango
de la cerradura se movía y la puerta se abría lentamente, en-
trando Madelaine.
-No se muevan, por favor -les dijo en voz baja, con ges-
to imperativo, sentándose al borde de la cama-o He venido a
decirles adiós. Me marcho ahora mismo en mi canoa. Ya esto
se está acabando y no quiero estar presente cuando caiga el
telón. Ese diplomático ha venido a ordenarles que se vayan.
-¿Pero por qué? -le interrumpió Josefina con expresión
llena de ingenuidad y de miedo.
-Esos diplomáticos siempre están bien enterados -repuso
Vergara- y algo grave deben estar temiendo que suceda. En
la capital se ha estado hablando de posibles motines en el Ejér-

297
cito y de revoluciones, guerras civiles o alzamientos que pro-
moverán los dirigentes comunistas.
-Sea lo que fuere, me voy -expresó Madelaine-. Despí-
dame de todos ellos. Dígale al profesor que tuve que partir. Dí-
gale cualquier cosa que excuse mi huida. ¡Sí! Me voy huyen-
do. Con las primeras luces del alba llegaré a mi casa y me
lavaré la cara, para despabilarme de esta pesadilla, dulce y
amarga a la vez, en la que he vivido durante unos meses que
gravitarán sobre mi vida para siempre. Ahora, adiós. Háganse
el amor en nombre de una solterona que estuvo a punto de en-
tregársele a un francés adorable, profesor de Estética, gastró-
nomo eminente, cultor de la elegancia... La Generala vuelve a
sus chiqueros ya sus maizales. Adiós.
y salió, sonreída y calmosa. Al llegar al muelle y subir a su
canoa, echó una última mirada a la casa de Anadel, y se le hu-
medecieron los ojos. Luego miró hacia el patio, y pensó que
allá, en su pabellón, el pescador de los ojos azules dormía, co-
mo un bendito...

* * *
Trigarthon no dormía, como un bendito. Acongojado se mo-
vía, insomne, en su lecho de dolor. ¡Pensaba! Pensaba con pro-
fundo malestar. Pensaba en su choza abandonada... Pensaba en
la Bahía... Su Bahía, que allá abajo lo esperaba, lo llamaba,
con clamorosa voz de oleaje, con gemidos yentes y vinientes
que lo hacían estremecer... En su agitada conciencia la mira-
ba, ondulante, amorosa, suplicante...
¡Sí! La está mirando. Y ella lo mira a él, el uno frente al
otro, condolidos. La Baliía encadenada, cautiva de su propio
esplendor. oprimida por su obstinada belleza y su pertinaz agi-
tación, y el mancebo decoroso, confiado en la pureza del alma.
Se miran, la una frente al otro... Se conmiseran, se compade-
cen, y en la penuria de su abandono buscan consuelo...
¿Vale la pena vivir así, aislado por la tara del color de la
raza agraviada, por el estigma de la incultura y la afrenta de
la pobreza? ¿Es, acaso, felicidad acariciar una piedra o escuchar
el roce de las hojas o el crujir de las ramas que se quiebran?
Había sufrido el trasplante cegador desde una choza a un pa-
lacio, de la escasez al derroche, y ahora estaba fatigado, aplas-
tado por el peso de una realidad sangrienta, que le hizo ver

298
que la luz es tenebrosa, que el azúcar es amargo y el calor pro-
duce frío ...
¿Puede la pureza generar tormento? Se siente atribulado,
con inquietudes punzantes que lo llenan de congoja y descon-
suelo... ¡Cómo le dolía pensar, ahora que estaba recobrando su
cordura! La nostalgia de su antigua soledad lo atormentaba. No
quería que se le muriese su pasado y luchaba por recobrar su
anterior tranquilidad, pero carecía de fuerzas para decidirse a
tomar un'! resolución. Algo lo tenía atado a la casa de AnadeI.
¡Esa mujer, esos hombres lo subyugaban con vigor irresisti-
ble! Su amiga, su afectuosa camarada la Bahía, persistía en
llamarlo, extendiéndole los brazos. Percibía el rumor de su voz
acariciante, pidiéndole volver... Pero ahora su cuerpo no anhe-
laba la robusta caricia de las olas entre sus piernas ni el vio-
lento mordisco del sol en sus espaldas. El viento yodado de la
extensión marina le causaba desazón y el olor de la mar con-
traía su'> entrañas con profunda repugnancia. «¡SU mar!. .. Su
mar simpático y vagabundo, que se había metido en sus pupi-
las cuando su cayuco resbalaba sobre la cresta de las olas... ,
la llanura oceánica, que escuchó su voz de niño... , los vientos
salobres y mordientes ... que quemaban .su piel con besos de
fuego» ... ya no los quería... odiaba su recuerdo...
¿Qué se hizo de su cayuco? Y sus remos, ¿qué se hicieron?
¿Dónde están? ¿Quién le puso esta ropa, estos zapatos ... ? ¿Por
qué le quitaron su desnudez... su soledad, su vaca, su conuco,
su choza retraída en la playa de arenas azulosas ... Su Bahía...
¡ah!, ¡se la quitaron también! Ahora estaba abandonado, como
un guiñapo, arrojado en el fondo del patio de una casa, con
'Una mujer que le chupaba la sangre de su cuerpo y unos hom-
bres que le rompieron la cabeza con sermones que duraban
hasta medianoche sobre asuntos que pasaron hace siglos... ¿Para
qué? Como un perro echado a los pies de aquellos hombres,
sin entender por qué no trabajaban, por qué se pasaban la vida
comiendo y bebiendo sin cesar, por qué tenían tanto dinero,
que gastaban a raudales... sin parar...
Le dolía recordar su pasado, tan sencillo, tan limpio, tan
llano. Quería volver a ser lo que había sido... pero ya no era
posible... no podía... Estaba condenado para siempre a sufrir
el dolor de no ser nada, a vivir estrangulado por recuerdos pe-
sarasas. Tendría que alejarse, marcharse lejos ... abandonar su
Bahía, sus islotes, su cayuco. El instinto le indicaba que ya
todo iba a acabar, que los señores se irían... que su encuentro

299
con Rosina fue un ensueño, solamente, una loca pesadilla. Ya
no sentiría de nuevo su ardoroso aliento, cuajado de gemidos,
cuando trémula y convulsa, se agotaba de placer entre sus bra-
zos. No volvería a escuchar su voz, quebrada por la emoción,
susurrarle al oído... ah ... mon amour... mon amour... ni él con-
testarle, su boca entre la de ella... Ma cherie... ma cheriel El
perfume de su pelo, la frescura y suavidad de su piel blanca y
sonrosada estremecida de placer bajo el peso de su cuerpo
poderoso y eficaz sus pechos, eminentes de belleza, erguidos
y resplandecientes sus muslos, hermosos y calientes, su frá-
gil cintura, sus hinchadas caderas, rebosantes de turgencia...
No la volvería a sentir, gimiendo de placer entre sus brazos,
unidos sus labios en un tierno mordisco de lujuria inagotable .
Se quedaría solo... Todos se iban para nunca más volver ..
Y él, Trigarthon, el negro pescador, el Hijo del Mar, el Solita-
rio de la Bahía... ¿para qué lugar encaminaría sus pasos? El pro-
fesor, que siempre le miraba sonreído y le hablaba con dulzu-
ra... El doctor, que le daba palmadas en el vientre y le ponía
nombres que él nunca pudo comprender... Josefina, Madelai-
ne, que le cuidaron en su enfermedad con cariño maternal...
Y Vergara, que lo sacó de su choza y lo puso a trabajar con
estos extranjeros... ¡Trabajar! ¡Pero si nunca trabajó ¡Lo te-
nían como un adorno más, como una curiosidad, acechándolo
en las noches alumbradas por la luna para verlo bañarse en
el mar! Le llamaban el Osiris redivivo, el joven Poseidón... Lo
concebían «cubierto de líquenes y algas, ayuntado con el mar,
eyacunlando plancton, haciendo viajes misteriosos hacia el Mar
de los Sargazos, en las noches tenebrosas del invierno, a velo-
cidades submarinas increíbles ... como un torpedo enloqueci-
do... »
Ya era la medianoche. Un silencio absoluto reinaba en la
casa y sus alrededores. Algunas estrellas rompían la densa os-
curidad. Trigarthon sentía en las sientes los latidos de sus ve-
nas. Su inquietud hacía que la cama crujiera y ese ruido le per-
foraba los oídos. Estaba agobiado por la desesperación. Sospe-
chas y presunciones indefinidas le torturaban ... Sus manos es-
taban temblorosas y su frente cubierta de sudor. El aliento le
faltaba. La ropa y los zapatos le pesaban terriblemente. Al le-
vantarse de la cama sintió un miedo pavoroso. La soledad, el
silencio, la negrura de la noche... Entonces, de repente, sus
oídos y su cuerpo todo escucharon una voz portentosa, gigan-
tesca, milagrosa, aguda, chirriante, que venía desde ahajo...

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lesde lejos ... que pronunclnbn su nombre en un formidable lla-
mamiento. Era una voz mojada y pegajosa, gutural y hueca,
que espaciaba las tres sílabas de su nombre prolongando la
última con un estridor profundo y recóndito... Era una voz te-
rrible y dulce, hiriente y acariciadora... era una voz de agua,
de ola, de estrellas y de sol.,; de rayos y de tempestades, que le
llamaba sin cesar... le llamaba ... ¡le llamaba! Abrió la puerta
y salió huyendo, por el patio. El tableteo de sus chancletas au-
mentó su pánico. Bajó la cuesta del cerro corriendo, como un
enajenado, aturdido, inconsciente casi...
-¡Ya voy! ¡Ya voy! -gemía su pecho destrozado. Y corría...
más ... y más ... y siguió sobre el piso del muelle y al llegar a
la punta se lanzó al agua, torpe y pesadamente. Sintió que tra-
gaba agua y que le faltaba la respiración. Logró salir a la su-
perficie y se mantuvo a flote, cerca de los arrecifes, donde las
olas que venían desde afuera se estrellaban, erizando de espu-
mas a la mar. Miró hacia el confín, desorientado. La oscuridad
de la noche y el desvarío de su mente se conjugaron para que
no pudiera percibir la silueta del Yate. Desconcertado, aturdi-
do, braceando para defenderse del oleaje, volvió la cabeza: No
había luz en el balcón de la casa...
-¡Se fueron! ¡Se fueron! -balbucearon sus labios, en un
grito sofocado por las olas. Y echó a nadar de nuevo, herido
ya de muerte su destrozado corazón, consternado por la angus-
tia. ¡Y nadaba... nadaba, como una bestia oceánica tarponada
fatalmente ... ! Mon amour! Mon amour! -barboteaban sus la-
bios entre las burbujas de espuma que arrojaban sus pulmones
agotados-o ¡No se vayan! ¡Espérenme! ¡No me dejen solo! -cla-
maba, con la angustia del niño que se siente abandonado por
sus compañeros ... Y braceaba, irreflexible y torpemente, que-
riendo dar alcance al Yate que presumía navegando, mar afue-
ra, en la noche tenebrosa... Sus gemidos taladraban las olas
y sus lágrimas caían en las aguas, que amorosas se abrían, co-
mo brazos maternales, para acogerlo en su seno, recóndito y
sereno ...
.. .la Bahía lo reclamó, y en su regazo lo tiene, allá, abajo,
ondulante, mecido dulcemente por las canciones de cuna que
entonan las caracolas, para que duerma tranquilo, para siem-
pre, ¡el Solitario del Mar... !

FIN
Este libro se terminó de imprimir
el día 1 de marzo de 1976, en los
Talleres Gráficos de Manuel Pareja
Montaña, 16 - Barcelona - España
EDICIONES DE LA UCMM

Cómo se vive en un barrio de Santiago, Por César Carda.


Los Pintores de Santiago, por Danilo de los Santos.
La República Dominicana frente a la integración econámica, por
Clara Ravelo, Manuel José Cabral, Bernardo Vega, R. Pérez
Minaya y Julio C. Estrella.
Politica y gobierno en la República Dominicana, 1930·1966, por Ho-
ward J. Wiarda. (Edición en inglés y español).
La moneda, la banca y las finanzas en la República Dominicana, por
Julio C. Estrella. (Dos tomos).
El pueblo dominicano: 18'0·1900. Apuntes para su Sociología Histó·
rica, por H. Hoetink (Segunda edición).
La Española en el siglo XVI, Trabajo Sociedad y Politica en la Eco·
nomia del Oro, por Frank Moya Pons. (Segunda edición).
La Dominación Haitiana, por Frank Moya Pons (Segunda edición).
La Sociedad Taina, por Frank Moya Pons.
Bonao, una ciudad dominicana, por Eduardo Latorre, Julia Bisonó,
Manuel José Cabral, Henry Christopher, Felpa F. de Estévez y
Radhamés Mejia. (Dos tomos).
Mtis al/t1 de la búsqueda, por Iván Carda.
Diario de la guerra y los dioses ametrallados, por Héctor Incháuste-
gui Cabra\.
Los humildes, por Federico Bermúdez. (Con un estudio de Joaquín
Balaguer).
De literatura dominicana siglo veinte, por Héctor Incháustegui
Cabra\. (Segunda edición).
"Literatura Dominicana 60, por Ramón Francisco.
Antología panorámica de la poesía dominicana contemporénea, por
Manuel Rueda y Lupo Hernández Rueda. (Primera parte: Los
movimientos literarios. Segunda parte: Los independientes. Terce-
ra parte: Nuevas t-oces). (Dos tomos).
Cultura, teatro y relatos en Santo Domingo, por Marcia Veloz Ma-
giolo.
Poesía popular dominicana, por Emilio Rodríguez Dernorizi, (Segun-
da edición).
Santos de palo y santeros dominicanos, por Carlos Dobal.
Historia colonial de Santo Domingo, por Frank Moya Pons.
Lengua y folklore en Santo Domingo, por Emilio Rodríguez Demo-
rizi.
Por ahora (Antología Poética, 1948-197'), por Lupo Hernández
Rueda.
V~ga
jUlio Batlle nac16 ea Salltlago de 101 Oaballetw el 6
de mayo del 1899 y falleci6 en Santo DominIO el t3 de abril
del 1973. Hizo 10ustudiOl primariol en su ciudad natal,. 101
lCCunduiOl en Montrnl. Car1ad~. A loe ,~llltlnune atloe le
gnduó de Licenciado en Derecho en Ia Unh'uJidad de
~nto DominIO. Una ,.~z t~rminadOlIUSmudiOl de.empeM
una serie de carxua en la JudicaturA que comprende desde
Juez de Primera Instancia buta Juez de la Suprema Corte
de Justicia. EncaJ>n6lu Misioncs Diplom'tica. domínica-
rq. en Londres. La liaban•• Bogocá '1 Río de Jandro 001DO
Embajador. Del 1946 al 1948 fue R«1or de la Uninnicbd
de &nto DominiO. PanicipÓ en forma muy aaiva. sicndu
muj' Joven toclada. en la vida Iitenria de Santiago de 101 Ca-
balleros, Entonca tKrlbi6 una aerle de comedla.t y salnetCl
que fueron PUCStOl en escena en tt:atl'Ollocales y que no han
sido recO«idOl en libro. En ~I 1923 dlrigl6 la miau Aft4r-
AM. Su¡ cuencOl. su. "enOI '1 sw InfcuJoe bumorÍJtiCOl lpa-
rulttOn en rninaa '1 peri6dicoa. Como poeta cultiv6 desde el
principio el "veno libre". Dot cuenlOlIU)'OI. El trm no ~­
/1f'e$o '1El nMo wtorio. te coruider:an como de lo mis tObre-
toaltmtc en este upcno de su obra ,. suelea figurar en nues-
tns antoloKias. dalándosc. sicaIlpre. qut. te tnea de uno de
101 pc>a)I escritom dominicanOl que cultinea el género hu-
morütico ., que él lo hizo ron ¡racia '1 :.rofundidad. La
mayor parte de su bbor liteTuia permanece inédita.

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