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En el prefacio de Los Orígenes del Totalitarismo Arendt escribe: “¿Qué sucedió?

¿Por
qué sucedió? ¿Cómo pudo haber sucedido?. Éstas son”, continúa, “las preguntas con las
que mi generación se había visto forzada a convivir durante la mayor parte de su vida
adulta”. Quiero poner esta charla bajo el signo de esas palabras, porque esas preguntas
son también aquellas con las que mi generación se ha visto forzada a convivir durante la
mayor parte de nuestra vida adulta.

Estas preguntas llaman sin duda, para Arendt y para nosotros, a una multiplicidad de
interrogantes. Hoy solo quiero concentrarme en uno de ellos, que refiere a la necesidad
de pensar ese Mal advenido. Arendt supo desde el principio que los crímenes del
totalitarismo, el exterminio en masa, los hornos crematorios, los millones de judíos
muertos en campo de concentración, ya no podían explicarse como estábamos
acostumbrados a explicar los crímenes corrientes -en sus palabras, que “ya no puede(n)
explicarse por motivos de interés propio, codicia, ambición o resentimiento”. Y
entendió también que por eso mismo desafiaban todas las categorías con que solíamos
comprender y juzgar, y que debía enfrentar el reto de intentar comprenderlos por fuera
de las categorías morales o jurídicas que le proveía la tradición. En otras palabras, había
algo, en la forma de ese Mal, que no podría nunca entenderse tratando de remontar a sus
causas, ni sirviéndose de las categorías morales habituales. De ese mal, solía decir
Arendt, sólo podemos decir “eso no debería haber sucedido nunca”. Del mismo modo,
creo que también nosotros tenemos algo para pensar, en el Mal advenido entre nosotros:
¿cómo pudo suceder que aquí, en la Argentina, en los años setenta, pudieran
desaparecer miles de personas, retenidas en condiciones infrahumanas, tiradas vivas de
aviones, enterradas en fosas clandestinas? Hay algo, a mi modo de ver, que no puede
explicarse a partir de explicaciones causales-que estas sean que se trató de poner fin a
un proyecto de liberación, o que era la única forma de derrotar a fuerzas subversivas- ni
tampoco a partir de la calificación de quienes lo hicieron de monstruos sádicos. Hay,
para mí, un enigma –un enigma ético, o ético político– a profundizar en la cuestión de
que grandes cantidades de hombres, o de hombres y mujeres, básicamente normales,
puedan en un momento poner sordina a todas sus convicciones morales, para hacer
cosas horrorosas, o para avalarlas –algo habrán hecho.

Pero quedémonos, por el momento, en Arendt. El primer camino que se le presentó a


Arendt ante la avasalladora evidencia de un mal más allá de lo imaginable fue el de
enfrentar ese mal con la idea de que se trataba de un mal diabólico, de un mal radical,
esto es, de una voluntad de hacer el mal. Pero si bien adoptó por momentos el lenguaje
del mal radical, e incluso se nutrió de algunas intuiciones que pertenecen a esa dirección
del pensamiento, Arendt rechazó en realidad desde el inicio ese camino. Es decir, desde
el principio Arendt afirma que estamos frente a crímenes que, por su naturaleza
monstruosamente inédita, escapan a nuestra comprensión, y que entonces “no podemos
juzgar ni perdonar”, pero también que no entenderemos nada de lo que sucedió si
creemos que podemos circunscribirlo a una voluntad diabólica de hacer el mal.
Curiosamente, la primera vez que refiere a que no podemos juzgar ni perdonar esos
crímenes es en un artículo de 1946 que se llama, ni más ni menos, “La imagen del
Infierno”; pero en ese mismo año escribe a su profesor y amigo Karl Jaspers que si bien
está convencida de que esos crímenes no se dejan captar con las categorías del interés
propio o la codicia, también es necesario evitar otorgarles grandeza diabólica. Invoca la
imagen del infierno pero a la vez rechaza la apelación a lo diabólico...
En todo caso, para lo que me interesa aquí, entre 1946 y 1961 –entre sus primeros
escritos sobre el nazismo y su presencia en el juicio de Eichmann- Arendt no cesa en su
esfuerzo de comprensión de aquello que ha sucedido, y en ese esfuerzo vuelve varias
veces sobre la idea de mal radical, de un mal que encuentra su fuente en él mismo, en la
voluntad de Mal. Pero cada vez que vuelve sobre esta idea nos transmite la
insatisfacción de que no encuentra allí las claves para pensar aquello que intenta
comprender. Porque allí donde este mal es nombrado o intuido Arendt siempre vuelve a
toparse con la imposibilidad de la filosofía de decir algo más al respecto –en Kant,
quien le provee el término de Mal radical– o en el Evangelio, que nombra ese mal más
allá del mal venial como crimen imperdonable contra el Espíritu Santo. De ese mal, dice
por entonces Arendt, solo podemos afirmar que es imperdonable. No lo podemos
comprender, no lo podemos juzgar, no lo podemos perdonar –sería mejor entonces,
parece sugerir citando las palabras de Jesús en Lucas 17:2, que quien lo comete “no
hubiera nacido o que le ataran una piedra alrededor del cuello y lo echaran al mar”. O
como lo dice ella misma, todavía en el epílogo de Eichmann en Jerusalem: Eichmann
debe ser colgado porque no quiso compartir el mundo con nosotros, y nosotros,
entonces, no queremos compartir el mundo con él.

Pero no obstante aquella frase del epílogo, será la asistencia de Arendt al juicio de
Eichmann lo que la conducirá a vislumbrar otra manera de pensar ese mal, y que la
pondrá, dice Arendt, en posesión del concepto de “la banalidad del mal”. Ante lo que se
le aparece como la tremenda banalidad del personaje, de su incapacidad de pensar por sí
mismo y de reflexionar sobre lo hecho, Arendt se preguntará: ¿es posible que debamos
disociar el Mal de la voluntad de hacer el mal? ¿es posible que el Mal no sea radical,
producto de una voluntad maligna, sino el resultado de la ausencia de la disposición a
pensar? A partir de ese momento su reflexión tomará esa dirección: la renuncia a pensar
por sí mismo supone el silenciamiento del diálogo con uno mismo, propio, del pensar y
del rememorar. Quien oblitera el diálogo consigo mismo puede hacer las peores cosas
porque no recordará lo que hizo. “Los peores agentes del mal”, escribe, “son quienes no
recuerdan, puesto que nunca han dedicado un pensamiento al asunto, y sin
rememoración, nada puede detenerlos”. La inflexión de la reflexión de Arendt sobre el
Mal dará ahora al carácter imperdonable de los crímenes otra respuesta: solo se puede
perdonar a una persona; no se perdona el “qué” sino el “quién”. Y esos crímenes son
imperdonables, dice ahora Arendt, porque detrás de ellos no hay nadie, no hay
propiamente una persona, si entendemos por persona a quien se constituye como tal en
la pluralidad del diálogo consigo mismo. El autor banal de esos crímenes extremos ha
desertado del mundo plural, tanto en lo que concierne a su co-presencia entre hombres y
mujeres que piensan y juzgan, en una escena compartida, como en el plano de su
relación consigo mismo –del diálogo del dos en uno de la conciencia.

Si, entonces, para terminar, seguimos esta huella trazada por Arendt entendemos que la
imposibilidad del perdón remite ya no al qué, a lo inconmensurable del crimen, sino a la
ausencia de un quien: no puede perdonarse a alguien, que no es nadie, que ha logrado
acallar en él toda posibilidad de rememoración del mal perpetrado, que renunciando a
pensar y a juzgar, al diálogo consigo mismo, ha logrado ocultarse a él mismo el horror
de lo que ha hecho.

¿Es posible que un criminal que ha realizado crímenes horrendos pueda recuperar su
cualidad de persona? ¿Es posible que pueda, en un criminal de crímenes de lesa
humanidad, disociarse el qué –el crimen– del quién –de aquel que lo cometió? En
Eichmann en Jerusalem Arendt no observa, en Eichmann, ninguna señal de una posible
recuperación de la humanidad –de su cualidad de persona. Más bien observa una
repetición estremecedora de clishés y frases hechas, que manifiestan su incapacidad de
reflexionar propiamente acerca de los crímenes monstruosos en cuya organización tuvo
una participación destacada. Y es precisamente esa desoladora incapacidad la que la
conduce a encontrarse con la idea de la banalidad del mal, un mal sin espesor diabólico
hecho del abandono de la capacidad de pensar, rememorar y juzgar. No obstante,
dotados de las reflexiones de Arendt, podemos tal vez intuir otra posibilidad: si
observamos la escena constituida en Sudáfrica por la Comisión de Verdad y
Reconciliación, en que los autores de actos criminales, para ser amnistiados, debían
proceder a una exposición exhaustiva de sus crímenes, observamos también como, en
no pocas ocasiones, el tener que relatar esos crímenes públicamente antes las víctimas,
las familias de sus víctimas o sus propias familias, llevó a esos criminales, por primera
vez, a percibir realmente el carácter horrendo de lo que habían hecho. Obligados, por
interés propio, a recordar en voz alta y en detalle sus actos, no pudieron seguir
aferrados al olvido, a ese olvido del que Arendt decía que es la mejor manera que tiene
el criminal de escapar de las consecuencias de sus actos. Tuvieron que empezar a
convivir con el criminal que ellos mismos habían sido.

Quiero cerrar este recorrido volviendo a la Argentina. Entre nosotros torna y retorna
periódicamente el tópico del perdón y la reconciliación. Ya sea para negarle de plano toda
pertinencia a estos términos, o para acudir a ellos con la idea, según sospecho, de borrar
casi mágicamente las huellas de un pasado criminal. Por mi parte, entiendo –a la luz de lo
que han pensado otros, aquí, esencialmente Hannah Arendt– que una reflexión sobre el
perdón y la reconciliación no puede, en el terreno político, escapar a la necesidad de
tomar muy en serio la exigencia del arrepentimiento de quien ha cometido hechos
horrendos –esto es, de su recuperación de la cualidad de persona, o para traducirlo en
términos más políticos, de ciudadano de una comunidad plural. Sólo quien se reconoce
como miembro de una comunidad plural –y que en tanto tal, ha recuperado la pluralidad
del diálogo consigo mismo- puede sentir arrepentimiento y demandar perdón –y
eventualmente ser susceptible de ser perdonado. He querido en este breve recorrido
contribuir a extraer la reflexión sobre el perdón de sus posibles manipulaciones
interesadas, e invitar a que nos detengamos a pensar con seriedad la relación -que tanto y
tan bien han pensado otros- entre el Mal extremo y su banalidad, entre el arrepentimiento
y el perdón.

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