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Literatura - 4° año Sociales y Naturales

Mitología griega
Índice
Los mitos.......................................................................................................................................................... 1
¿Historias sagradas o relatos maravillosos? ................................................................................................ 2
Personajes ................................................................................................................................................... 2
Marco .......................................................................................................................................................... 2
Clasificación de mitos .................................................................................................................................. 3
Mitos clásicos .................................................................................................................................................. 3
A las puertas del Olimpo ............................................................................................................................. 3
Narciso ......................................................................................................................................................... 6
Dafne y Apolo .............................................................................................................................................. 7
Ares y Afrodita ............................................................................................................................................. 9
Pigmalión y Galatea ................................................................................................................................... 10
El rapto de Perséfone ................................................................................................................................ 13
Orfeo y Eurídice ......................................................................................................................................... 13
Dédalo e Ícaro............................................................................................................................................ 18
Teseo y Ariadna ......................................................................................................................................... 20
Eneas o la obligación de vivir .................................................................................................................... 25
El nacimiento de Helena............................................................................................................................ 27
Mitos griegos en la literatura moderna......................................................................................................... 28
La historia de la belleza – Umberto Eco .................................................................................................... 28
Narciso – Manuel Mujica Láinez................................................................................................................ 29
La noche de los feos – Mario Benedetti .................................................................................................... 30
La casa de Asterión - Jorge Luis Borges ..................................................................................................... 33
Clitemnestra o el crimen – Marguerite Yourcenar.................................................................................... 34
Circe - Julio Cortázar .................................................................................................................................. 37
El embudo de la muerte – Franco Vaccarini ............................................................................................. 44
La tela de Penélope o quién engaña a quién – Augusto Monterroso ....................................................... 46
Soneto XIII – Garcilaso de la Vega ............................................................................................................. 47

Los mitos

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¿Historias sagradas o relatos maravillosos?


El mito es un relato construido por una comunidad y transmitido, en principio, de manera oral con el que
cada pueblo procuraba explicar preguntas que, en la actualidad, son respondidas por las ciencias. Desde
que el ser humano adquirió la capacidad de pensarse a sí mismo y al universo que lo rodea, intentó
responder interrogantes sobre el origen del mundo, del hombre, de las costumbres.

En principio, esas respuestas fueron el inicio de los relatos míticos, porque esas palabras constituían no solo
"cuentos", sino creencias sagradas que daban forma al modo de ser de una comunidad: establecían modelos
de comportamiento, ya que a través de las historias de dioses y héroes se daban a conocer cuáles eran las
acciones y los valores, que debían ser aceptados o rechazados. Asimismo, el mito ofrecía una certeza frente
a preguntas angustiantes.

Muchos investigadores han dedicado su vida al estudio de los relatos míticos más remotos. Además de ser
analizado desde su función en la cultura, el mito también puede ser considerado, por sus características,
como relato literario. Para los que no son integrantes de una determinada cultura, los mitos son relatos
maravillosos que presentan hechos imposibles de suceder en la vida cotidiana. En general, la estructura
narrativa es lineal y sencilla, con un narrador que, casi siempre, emplea la tercera persona gramatical; lo
que complica su lectura es el profundo entramado de significados culturales que, a veces, nos resultan
ajenos y de ardua comprensión.

En síntesis, son relatos anónimos que se transmitieron oralmente de generación en generación. Para los
pueblos que los crearon, los mitos tenían carácter de verdad y eran el fundamento de sus creencias
religiosas. En la actualidad, perdieron ese valor religioso y solo los consideramos relatos de ficción. Los que
más influyeron en nuestra cultura, y aún siguen vigentes, son los mitos de la cultura griega.

Personajes
Entre sus personajes característicos, se pueden encontrar los siguientes:

•Son inmortales y tienen •Nacen de la unión de dioses y •Son seres fantásticos que
poderes sobrenaturales. mortales acompañan o se oponen al
•Con apariencia humana, pero •Se destacan por una cualidad héroe.
mucho más bellos o fuertes. fuera de lo común, como la •Su aspecto suele ser
•Poseen os defectos y virtudes fuerza o la astucia. horrible, mezcla de humano
de los hombres: son justos, •Generalmente superan las y animal, por castigo de los
celosos y vengativos pruebas o trabajos que deben dioses.
•Intervienen en la vida enfrentar para su •Ejemplos: las gorgonas, los
cotidiana de los hombres supervivencia y la de su
cíclopes, el Minotauro, los
otorgando favores y castigos. pueblo.
centauros.
•Ejemplos: Zeus, Ares, •Ejemplos: Hércules, Aquiles,
Afrodita. Ulises

Criaturas fantásticas
Dioses Héroes o semidioses
o monstruos

Marco
El marco de un relato siempre está formado por el tiempo y el espacio en los que se desarrolla la historia.

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 Tiempo: Como se transmiten oralmente de generación en generación, suelen perder las marcas
temporales que los situarían en un momento determinado. Generalmente, el único indicio temporal
suele referirse a los primeros tiempos. (Un pasado muy lejano, perteneciente al mundo de los orígenes).

 Espacio: Suele ser indeterminado, aunque a veces hay cierta ubicación geográfica (ocurre en un
determinado pueblo).

Clasificación de mitos
Se distinguen varias clases distintas de mitos según la temática que abordan:

o Antropogénicos: narran de qué forma fue creado el hombre, a partir de qué materiales y cómo fue
instruido por los dioses en las actividades que debe realizar para subsistir en comunidad.
o Ciclos heroicos: agrupan una serie de relatos alrededor de la figura de un héroe, protagonista de
hazañas que encarnan los valores que la comunidad pone de relieve y necesita transmitir.
o Cosmogónicos: cuentan la creación del mundo. En general se relata un caos original oscuro, vacío y
silencioso, que a través de la acción de los dioses es ordenado, separado, iluminado y poblado.
o Escatológicos: relatan el fin del mundo por medio de toda clase de desastres naturales: lluvias,
invasiones de animales, destrucción y muerte.
o Etiológicos: cuentan el origen de los objetos, los animales, las plantas, las costumbres, las formas de
gobierno. Por ejemplo, la diosa Atenea les regala la democracia a los atenienses, cuando la eligen como
protectora.
o Fundacionales: narran cómo se fundaron las ciudades más importantes de una civilización. Por ejemplo,
el mito de los hijos de Wiracocha cuenta, para los incas, la fundación de la ciudad de Cuzco.
o Teogónicos: relatan el nacimiento de los dioses. Por ejemplo, la Teogonía es el mito griego, llevado a la
escritura por el poeta Hesíodo, en el que se narra el nacimiento de las diferentes generaciones de dioses
hasta llegar a Zeus, hijo de Cronos y dios que se impuso frente a sus hermanos.

Mitos clásicos
A las puertas del Olimpo1
Para los griegos las cosas empezaron así ...
Al principio, todo estaba revuelto: el agua no corría, las tierras no eran sólidas, en fin, reinaba Caos (que en
griego quiere decir "la boca del abismo"). De Caos nacieron la Noche y la Oscuridad, que lo destronaron y
engendraron a Éter (el aire luminoso de las alturas) y al Día. De ellos nacieron la Tierra y el Mar.
Por aquellos tiempos también existía Eros (el amor), un poder tan antiguo como Caos, pero que impulsaba
a la unión y a la creación. Con su fuerza, Eros engendró la vida en la Tierra, hasta entonces desierta, y
florecieron las plantas, crecieron los animales, se poblaron las aguas y el Cielo lo abrazó todo.
De la unión entre el Cielo y la Tierra, nacieron doce Titanes enormes y fortísimos, tres Cíclopes (que se
llamaban así porque tenían un solo ojo, ubicado en medio de la frente) y tres Gigantes. El Cielo, temeroso
de la fuerza de sus hijos, fue encerrándolos a medida que nacían en el abismo del Tártaro2.

1
Olimpo. Monte de Grecia. Los griegos creían que en su cima vivía la mayoría de sus dioses.
2
Abismo del Tártaro. Pozo muy profundo en el interior de la Tierra, donde los dioses griegos arrojaban a sus
prisioneros. En ese lugar de tormento y sufrimiento eternos, con características similares al infierno o Hades, eran
custodiados por cincuenta gigantes.

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Finalmente, la Tierra, como buena madre, decidió liberarlos y el menor de los Titanes, Cronos (el Tiempo),
eliminó a su padre, ocupó su lugar y comenzó a reinar junto a sus hermanos.
Cierta vez, Eros convocó a los hijos de un Titán, llamados Prometeo y Epimeteo, y les pidió que modelaran
un ser capaz de dominar a todos los animales que poblaban la Tierra.
Prometeo tomó arcilla húmeda y modeló figuras con forma semejante a la de los dioses. Eros les infundió
con su soplo el espíritu de la vida, y así nacieron las personas.
Prometeo quedó tan encantado con las criaturas recién creadas que quiso ofrecerles algo que las hiciera
mucho más parecidas a los dioses. Entonces robó una chispa del fuego sagrado y se la regaló, para que
tuvieran dominio sobre el fuego.

El nacimiento de Pandora
En venganza por el robo del fuego cometido por Prometeo, Zeus decidió el nacimiento de la mujer. Le
ordenó a su hijo Hefesto, dios del fuego y la herrería, mezclar tierra con agua, infundirle voz y vida humanas,
y crear una linda y encantadora doncella. Le ordenó también que la hiciera bella, con un rostro semejante
al de las diosas. Una diadema de oro fue el obsequio de Hefesto a su nueva criatura.
Luego Zeus la condujo ante Atenea y le pidió a la diosa que le enseñara a tejer finos encajes. Atenea la
adornó con un vestido de blancura resplandeciente y rodeó sus sienes con coronas de hierba fresca
trenzadas con flores. Afrodita la colmó de gracia y sensualidad irresistibles. Después, Zeus la llevó junto a
Hermes, el dios mensajero. A él, le pidió que le diera a la mujer una mente cínica y un carácter caprichoso.
Zeus mismo puso en el corazón de la virgen la curiosidad, que pica y aguijonea los sentidos.
Cada dios que se acercó a la joven le dio un don, y por eso la llamaron Pandora, porque todos los dioses le
habían concedido un regalo. Pero todos los obsequios juntos eran para la perdición de los hombres.
Entonces Hermes, rápido mensajero, entregó el espinoso e irresistible regalo a Epimeteo, hermano de
Prometeo.
Así como Prometeo se distinguía por su astucia y su previsión, Epimeteo lo hacía por su torpeza. Y aunque
su hermano, enemistado como estaba con Zeus, le había advertido que no aceptara ningún regalo que
viniera de parte del rey de los dioses, Epimeteo olvidó las recomendaciones y aceptó a la bella e irresistible
doncella.
Los dioses a ella le regalaron un cofre y le ordenaron que jamás intentara abrirlo. Pandora aceptó la
condición y se convirtió en la feliz esposa de Epimeteo. Durante un tiempo vivieron muy contentos; pero,
como bien habían previsto los dioses, Pandora no pudo contener su curiosidad y abrió el cofre, del que
comenzaron a salir toda clase de males, enfermedades y crímenes, que se esparcieron por el mundo. Solo
la Esperanza quedó en el fondo de la caja.

Prometeo encadenado
Zeus no dejó a Prometeo sin castigo. Mandó a su hijo Hefesto, escoltado por Bías, la Violencia, y por Cratos,
el Poder, para que encadenaran a Prometeo. Con indestructibles cadenas, lo ataron a una roca, en las
montañas del Cáucaso. Allí lo dejaron, en esas inmensas soledades.
Y envió Zeus un águila que, cada día, se abalanzaba sobre el hígado de Prometeo encadenado y lo devoraba.
Por la noche, el hígado se regeneraba. Mas, al día siguiente, todo lo que el hígado había crecido, el ave de
amplias alas lo volvía a devorar. Este castigo sufrió Prometeo por muchísimo tiempo, tanto que las vidas
humanas son incapaces de medirlo. Hasta que un día, Heracles, hijo de Zeus y de madre mortal, lo liberó de
sus cadenas y mató al águila.

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El diluvio
¿Qué ocurrió luego con los hombres creados por Prometeo? Se olvidaron de los dioses y, aunque habían
sido creados para honrarlos, no hacían sacrificios ni respetaban sus templos. La tierra se llenó de maldad:
los amigos se traicionaban entre sí; los hijos, a los padres, y los peores crímenes se cometían a cada
momento.
Por estas razones, Zeus reunió a los dioses y les dijo:
-Dioses del Olimpo, ya no se eleva hasta nosotros el humo de los sacrificios de los altares. Los humanos no
merecen vivir, puesto que, con sus crímenes, se espanta a la madre Tierra. He decidido acabar con ellos de
una vez por codas. Enviaré contra la humanidad mis tempestades, y se detendrán los vientos que las
dispersan. ¡Que comience el diluvio, que yo lo dirigiré con mi rayo! La Tierra quedará, por fin, limpia de esta
raza maldita.
Así, primero, se formó una terrible tormenta que oscureció los cielos. El brillante rayo de Zeus guiaba los
nubarrones, y su voz de trueno anunciaba la catástrofe. Se detuvieron los vientos, y se desató un diluvio tal,
que hizo que los ríos se desbordaran, y se inundaran los campos y las ciudades. Poseidón, cumpliendo las
órdenes de su enfurecido hermano, azotaba la tierra con inmensas olas del mar que dirigía con su tridente.
Los hombres, desesperados, trataban de ganar las alturas para salvarse y treparon a los montes; pero
incluso estos quedaron debajo de las furiosas aguas. Cuando dejó de llover, toda la humanidad había
perecido bajo una espantosa inundación.
En realidad, casi toda. Sobre las aguas aún turbulentas, flotaba una embarcación que había resistido los
embates de las olas colosales. Dentro de ella, se encontraban dos ancianos que, de este modo,
sobrevivieron al diluvio. Eran Deucalión y Pirra, la hija de Pandora. Deucalión, por su parte, era hijo del titán
Prometeo. El anciano había ido a visitar a su padre a la roca en la que se hallaba encadenado y, una vez más,
Prometeo había adivinado los designios de Zeus:
-Hijo mío, confía en mí y atiende a lo que voy a decirte. Con las medidas que te daré, construirás una
embarcación con fuertes maderas, que será muy semejante a una caja pero también, muy estable. No
preguntes nada y haz lo que tu precavido padre te indica.
Siguiendo las precisas instrucciones de Prometeo, Deucalión construyó la barca gracias a la cual él y Pirra se
salvaron de perecer ahogados por el diluvio.
Toda su vida habían sido muy piadosos, y habían honrado y respetado a los dioses. Al ver que pasaban los
días y que las aguas no cedían, imploraron a Zeus para que tuviera piedad de ellos, ya que nunca lo habían
ofendido.
-Ciertamente, estos ancianos son los únicos que no merecen morir -razonó Zeus tras deponer su ira. Y
llamando al divino mensajero, ordenó-: Hermes, ve y conduce la barca de Deucalión hasta la cima del monte
Parnaso3, que yo haré bajar las aguas para que puedan salvarse. Es mi voluntad que cualquier cosa que
deseen les sea concedida, porque han vivido honradamente.
Cumplió el mensajero la orden del padre de los dioses, y la barca se detuvo sobre el Parnaso. Allí
descendieron Deucalión y Pirra. Solo entonces pudieron apreciar, en toda su magnitud, la desolación y la
ruina en la que había quedado el mundo que aquellos humanos no habían sabido respetar, y comprendieron
que eran los únicos sobrevivientes de la raza humana.
Aunque estaban agradecidos a Zeus, porque había salvado sus vidas, ellos lamentaban su soledad. Eran
demasiado viejos para tener hijos y comprendían que, de este modo, se acabaría la obra que, con tanto

3
Parnaso es un monte de Delfos, hogar de Apolo y de las nueve Musas.

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amor y sacrificio, había creado Prometeo. Cerca del lugar donde se hallaban, aún quedaban en pie las ruinas
de un oráculo de la diosa Temis. Hacia allí se dirigieron y ofrecieron un sacrificio:
-Diosa, venimos a consultarte. Estamos solos en el mundo; nadie nos protegerá en nuestra vejez, pues no
tenemos hijos. No queremos que la humanidad se extinga. ¿Qué podemos hacer para tener descendencia
y repoblar el mundo? ¡Ayúdanos! -imploró Deucalión.
De las ruinas del altar del templo brotó, entonces, una voz:
-Deucalión y Pirra, el ruego que han hecho ha sido escuchado. Lo que desean se cumplirá. Cúbranse la
cabeza y arrojen hacia atrás los huesos de vuestra madre -clamó la voz, que no era otra que la de la propia
diosa Temis, quien había acudido por orden de Zeus a responder a los piadosos ancianos.
-¿Cómo podremos tocar siquiera los huesos de nuestras madres? -se preguntó horrorizada Pirra-. No nos
será posible cumplir esta condición, pues nos llena de espanto.4
Los dos se retiraron afligidos. No hablaron en todo el camino de regreso. Sin embargo, cuando llegaron a su
morada, Deucalión tuvo una idea:
-Durante todo el camino he estado meditando sin encontrar una solución; pero de repente, se me ha
ocurrido que, tal vez, el oráculo no se refiriera a nuestra madre de sangre. ¿No es, acaso, la Tierra la madre
de todo lo que existe?
-Ciertamente, lo es -respondió Pirra.
-¿Y cuáles son los "huesos" de la Tierra? ¡Las piedras! No perdemos nada con probar...
Entonces se cubrieron la cabeza con un manto y comenzaron a arrojar por sobre sus hombros, hacia atrás,
las rocas que encontraban. Ocurrió lo que tanto deseaban: de las piedras que arrojaba Pirra surgían las
mujeres; de las que arrojaba Deucalión, los hombres. Estos hombres y mujeres formaron una nueva
humanidad que se reconcilió con los dioses, a quienes veneró y respetó.

Narciso
Narciso era un joven de extremada belleza, su sola presencia enamoraba tanto a hombres como a
mujeres. Este personaje era hijo de una ninfa llamada Liríope, a quien, en una oportunidad un vidente, de
nombre Tiresias le dijo que su hijo iba a vivir muchos años, siempre y cuando nunca viera su propia imagen.
Narciso, a sus jóvenes 16 años, andaba por la vida sin otra preocupación que su propia belleza, esto le
impedía poder apreciar la hermosura de todo lo que lo rodeaba, incluso de aquellos que de él se
enamoraban. Narciso despreciaba a quienes se le acercaban atraídos por su hermosura.
En cierta oportunidad, Narciso deambulaba por unos solitarios bosques, tratando de cazar ciervos,
cuando una ninfa llamada Eco descubrió la presencia de Narciso. Eco era una ninfa que cierta vez hizo enojar
a la diosa Hera y ésta en castigo la condenó a repetir las últimas palabras que oyera de quien la hablara.
Cuando la ninfa vio a Narciso quedó prendada de su hermosura, pero se mantuvo oculta por temor a que
el joven se burlara del castigo que portaba.
Convencido, Narciso, que alguien lo observaba gritó “¿hay alguien aquí?” y la respuesta de la joven ninfa
fue “aquí…aquí”, éste se sorprendió de la respuesta, pero insistió, diciendo “¡ven!”, la joven repitió esta
palabra, pero inmediatamente después salió de entre los árboles, con los brazos abiertos, al encuentro de

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Arrojar los huesos de sus antepasados era considerado un acto impío. Por este motivo
se negaban a hacerlo.

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Narciso. Nuestro personaje, al verla acercarse, tuvo un nuevo acto de vanidad, que eran tan habituales en
él y rechazó a la ninfa, que se alejó desconsolada. Cuenta el mito, que Eco nunca más salió del bosque y se
quedó llorando su pena por el rechazo de Narciso y desde ese momento sólo se escucha su voz, repitiendo
las últimas palabras de aquellos que cruzan por el bosque.
El rechazo de Narciso a la ninfa Eco provocó la ira de Némesis, la diosa de la venganza, y urdió un plan
para que el vanidoso joven pagara por el dolor que había ocasionado. Mediante engaños, Némesis indujo a
Narciso a acercarse a un arroyo. Cuando éste lo hizo, pudo ver su reflejo en el espejo del agua y quedó
perdidamente enamorado de la imagen que el agua le devolvía. Narciso no podía dejar de admirar su propia
belleza y pasaba los días observando su imagen reflejada en el agua. Cada día que pasaba, Narciso se
desesperaba por no poder ser correspondido por su propia imagen, hasta que, consumido por la frustración,
el joven Narciso terminó quitándose la vida, arrojándose al agua. Allí donde quedó el cuerpo inerte del
joven, muy pronto creció una flor de gran belleza, que hoy todos conocemos con el nombre de Narciso.

Dafne y Apolo
Un día, cuando Apolo, el dios de la luz y de la verdad, era aún joven, encontró a Cupido, el dios del amor,
jugando con una de sus flechas.
-¿Qué estás haciendo con mi flecha?- preguntó Apolo con ira-. Maté una gran serpiente con ella. ¡No
trates de robarme la gloria, Cupido! ¡Ve a jugar con tu arquito y con tus flechas!
-Tus flechas podrán matar serpientes, Apolo -dijo el dios del amor-, ¡pero las mías pueden hacer más
daño! Incluso tú puedes caer herido por ellas!
Tan pronto hubo lanzado su siniestra amenaza, Cupido voló a través de los cielos hasta llegar a lo alto
de una elevada montaña. Una vez allí, sacó de su carcaj dos flechas. Una de punta roma cubierta de plomo,
cuyo efecto en aquel que fuera tocado por ella, sería el de huir de quien fuera herido por ella, se enamoraría
instantáneamente.
Cupido tenía destinada su primera flecha a Dafne, una bella ninfa que cazaba en lo profundo del bosque.
Dafne era seguidora de Diana, la hermana gemela de Apolo y diosa del mundo salvaje. Igual que Diana,
Dafne amaba la libertad de correr por campos y selvas, con los cabellos en desorden y con las piernas
expuestas a la lluvia y al sol.
Cupido templó la cuerda de su arco y apuntó con la flecha de punta a Dafne. Una vez en el aire, la flecha
se hizo invisible, así que cuando atravesó el corazón de la ninfa, ésta sólo sintió un dolor agudo, pero no
supo la causa.
Con las manos cubriéndose la herida, corrió en busca de su padre, el dios del río.
-¡Padre! -exclamó-: ¡Debes hacerme una promesa!
-¿De qué se trata? -preguntó el dios, quien estaba en el río rodeado de ninfas.
-Prométeme que nunca tendré que casarme! -gritó Dafne.
El dios del río, confuso ante la frenética petición de su hija, le replicó:
-¡Pero yo quiero tener nietos!
-¡No, padre! ¡No! ¡No quiero casarme nunca! ¡Déjame ser siempre tan libre como Diana! ¡Te lo ruego!
-Sin embargo, ¡yo quiero que te cases! -exclamó el dios.

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-¡No! -gritó Dafne y comenzó a golpear el agua con los puños mientras se balanceaba hacia delante y
hacia atrás sollozando.
-¡Muy bien! -profirió el dios del río-. ¡No te aflijas así, hija mía! ¡Te prometo que no tendrás que casarte
nunca!
-¡Y prométeme que me ayudarás a huir de mis perseguidores! -agregó la cazadora.
-¡Lo haré, te lo prometo!
Después de que Dafne obtuvo esa promesa de su padre, Cupido preparó la segunda flecha, la de aguda
punta de oro, esta vez destinada a Apolo, quien estaba vagando por los bosques. Y en el momento en que
el joven dios se encontró cerca de Dafne tembló la cuerda del arco y disparó hacia el corazón de Apolo.
Al instante, el dios se enamoró de Dafne. Y, aunque la doncella llevaba el cabello salvaje y en desorden,
y vestía sólo toscas pieles de animales, Apolo pensó que era la mujer más bella que jamás había visto.
-¡Hola! -le gritó; pero Dafne le lanzó una mirada de espanto y, dando un respingo, se internó en el bosque
como lo hubiera hecho un ciervo.
Apolo corrió detrás de ella gritando:
-¡Detente! ¡Detente!
-Pero la ninfa se alejó con la velocidad del viento.
-¡Por favor, no corras! -le gritó Apolo-. Huyes como una paloma perseguida por un águila; ¡yo no soy tu
enemigo! ¡No te escapes de mí!
Dafne continuaba corriendo.
-¡Detente! -profirió Apolo.
-¿Sabes quién soy yo? -dijo el dios-. No soy un campesino ni un pastor. ¡Soy el señor de Delfos! ¡Un hijo
de Júpiter! ¡Cacé una enorme serpiente con mi flecha! Pero ¡ay!, ¡temo que el arma de Cupido me ha herido
con más rigor!
Dafne seguía corriendo, con los muslos desnudos al sol y con el cabello salvaje al viento.
Apolo ya estaba cansado de pedirle que se detuviera, así que aumentó la velocidad. Las alas del amor le
dieron al dios de la luz y de la verdad una celeridad que jamás había alcanzado; no le daba respiro a la joven,
hasta que pronto estuvo cerca de ella.
Ya sin fuerzas, Dafne podía sentir la respiración de Apolo sobre sus cabellos.
-¡Ayúdame, padre! -gritó dirigiéndose al dios del río-. ¡Ayúdame!
No acababa de pronunciar estas palabras, cuando sus brazos y piernas comenzaron a tomarse pesados
hasta volverse leñosos. El pelo se le convirtió en hojas y los pies en raíces que empezaron a internarse en la
tierra. Había sido transformada en el árbol del laurel, y nada había quedado de ella, salvo su exquisito
encanto. Apolo se abrazó a las ramas del árbol como si fueran los brazos de Dafne y, besando su carne de
madera apretó las manos contra el tronco y lloró.
-Siento que tu corazón late bajo esta corteza -dijo Apolo, mientras las lágrimas rodaban por su rostro-. Y
como no podrás ser mi esposa, serás mi árbol sagrado. Usaré tu madera para construir mi harpa y fabricar
mis flechas, y con tus ramas haré una guirnalda para mi frente. Héroes y letrados serán coronados con tus
hojas, y siempre serás joven y verde, tú, Dafne, mi primer amor.

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Ares y Afrodita
El amor y la guerra a la luz del Sol
En aquellos tiempos en que los titanes ya habían sido vencidos y los jóvenes dioses olímpicos, con Zeus a la
cabeza, gobernaban las regiones celestes y terrestres, uno de los derrotados conservaba su lugar en el cielo.
¿Cómo destronar al Sol de sus alturas, siendo, como era, el ojo del mundo, el que todo lo veía y hacía ver?
Venus y Marte tuvieron una mala experiencia al respecto.
La historia, que formó parte de los cotilleos de los dioses durante mucho tiempo, cuenta que el impetuoso
dios de la guerra, Ares, se rindió ante la seductora belleza de Afrodita. Él, que no sabía de amigos ni de
enemigos pues a todos emparejaba en la muerte y en la destrucción, él, que no era bienvenido en ninguna
parte, comenzó a cortejar a la diosa del amor, tan radiante; de una belleza diferente a la de la guerrera e
inteligente Atenea, de una belleza diferente a la de Hera, esposa de Zeus y reina de los dioses, siempre
proclive al enojo y a la venganza, de una belleza más sofisticada que la de las hilarantes ninfas de los bosques
y los ríos, dulces muchachas, pero sin la impresionante presencia de Afrodita.
Afrodita, consciente de que su fuerte era el amor y no la guerra, sabía que seducir y provocar la seducción
era su arte más logrado. Dueña de una cabellera dorada y un cuerpo armonioso, todo lo resolvía con sus
encantos.
Ares se exhibió, fanfarroneando, luciendo apostura y músculos, ante la más bella de las inmortales. Afrodita,
acaso un tanto solitaria por las ausencias de su infatigable esposo, el herrero Hefesto, que no dejaba de
templar el acero para los escudos y las armas de los dioses en sus fraguas remotas, encontró divertido al
nuevo pretendiente. Hefesto era rengo y gruñón; no parecía valorar los placeres a su alcance ni la belleza
de su esposa; entretanto, Ares se presentaba como un joven dotado de todas sus fuerzas, acaso no muy
inteligente, pero, sin duda, hermoso y despreocupado.
Lo que empezó como una simple chispa terminó en un fuego predador que estalló en el lecho de la diosa.
Nadie fue testigo del adulterio, nadie pudo verlos, salvo el Sol. A él le bastaba una mínima hendija, un
tragaluz, para que todo secreto le fuera revelado.
Y lo cierto es que el Sol se indignó.
-Esto es inaceptable. Me ofende. Hefesto debe enterarse de lo que está pasando -se dijo.
Sus luminosos rayos bañaron de luz el rostro del engañado marido, que forjaba una enorme espada.
-Hefesto, he de decirte algo. Mejor, toma asiento antes y suelta esa espada, no sea cosa de que la furia te
ordene hacer daño con ella. Mira, es simple: Afrodita te engaña.
Hefesto palideció. Maldijo entre gruñidos. Al final, tomó fuerzas para preguntar:
-Sólo dime con quién me engaña y yo me encargaré.
-No te lo iba a decir, pero ya que lo preguntas ... ¡es Ares! -delató el Sol.
-¿Ares? ¡Y yo, que le he hecho, con mis propias manos y la labor de los ciclopes todo su armamento! ¡Lo
pagará caro!
-No quise a amargarte -le dijo el Sol.
-Descuida. Te agradezco -lo tranquilizó el herrero divino en tanto su mente ya estaba urdiendo una trampa
para los amantes.

Trampa para amantes

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Con dolor y sed de venganza, Hefesto puso en juego todo su arte para manejar a voluntad el metal.
Construyó una red con finas cadenas de bronce, tan delgadas que eran invisibles, entrelazadas como en una
magnífica telaraña. Con toda la astucia de la que fue capaz, colocó la red en el lecho, de modo que, ante la
mínima presión, se accionara el mecanismo.
Hecho esto, Hefesto se fue a trabajar; siempre afanoso.
Al rato, fueron a dar en el lecho los cuerpos de Ares y Afrodita, entre risas y caricias.
Cuando Hefesto regresó al hogar, encontró a los a amantes, en el lecho, inmovilizados por los lazos de
bronce, como dos fieras salvajes entrampadas en la selva, ceñidos entre sí y expuestos a las habladurías. En
realidad, el propio Hefesto abrió las puertas de marfil de su palacio y comunicó al resto de los inmortales la
noticia.
Las diosas, por pudor, no concurrieron al cuarto para ver a los amantes, pero los dioses, empezando por
Zeus, corrieron a saciar su curiosidad. Con delicada e irrefrenable malicia, todos irrumpieron en carcajadas.
Atrapados como peces en la red, desnudos a la vista de todos, sin secretos, fueron el blanco de las burlas.
Dicen que durante mucho tiempo -en ese tiempo inextinguible de los inmortales-las risas de los dioses se
escuchaban en el Olimpo, en el palacio rodeado de nubes desde donde Zeus gobernaba.
Entretanto, Afrodita pasó de la vergüenza a la furia y no tardó en exigir castigos para el delator. El Sol, que
todo lo veía y escuchaba, estaba al tanto de la cólera y sabía que se había ganado una enemiga.

Pigmalión y Galatea
El rey escultor
El rey de Chipre, el mejor escultor de su tiempo, resultaba tan severo con las mujeres que, a su juicio,
ninguna era digna de él. A la más bella le encontraba defectos morales; a la más honrada, fealdad. El
resultado de todo esto era evidente: no tenía una compañera de lecho, una amiga a quien contarle sus
pensamientos íntimos. Acaso por eso se dedicó obsesivamente a una tarea: esculpir la estatua de una mujer
de hermosura sublime, blanca y perfecta, y de tan buen juicio como sólo puede tenerlo una piedra, por
preciosa que sea.
En las largas jornadas de trabajo en su taller, el escultor sentía que la doncella de marfil quería decirle algo.
Como si su arte hubiera ido tan lejos que pudiera alumbrar vida. ¡Sólo el pudor parecía detenerla, un pudor
que le impedía moverse y susurrarle algo, un secreto jamás revelado!
Al experimentar tales sentimientos, Pigmalión se avergonzaba de sí mismo y dudaba de su mente. ¿Estaría
volviéndose loco?
Se inclinaba ante la estatua y dejaba que su mano le acariciase el rostro.
"¿Es eso cuerpo o marfil?", se preguntaba, palpando la superficie pulida.
Un día inolvidable, el rey escultor quebró la última resistencia: abrazó su obra para besarla suavemente.
Con alborozo, sintió que el beso no era resistido y hasta le pareció que ella se lo devolvía con gentileza.
Conmovido, tomó los pequeños dedos, fríos e inmaculados como la nieve, con ternura, para que la doncella
no se asustara.
Desde ese día, el rey le habló.
Le contaba las bellezas de su isla, del mar y las olas que rompían contra los peñascos, de las nubes y el cielo,
de la noche serena, las estrellas y el cambio de las estaciones, del invierno helado y la dulce primavera.

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Ya no había soledad en el taller.


Los pájaros, en otras ocasiones huidizos, se acercaban a la ventana para cantar con sus trinos de mil tonos.
Una súbita sensación de juventud se apoderó del alma del escultor y todo alrededor cobraba vida.
Aquellos fuegos, que Pigmalión creía extinguidos para siempre, crepitaban allí, en el centro de su pecho.
Latía el corazón enamorado y comenzó a hacer las cosas que hacen los enamorados. Como un atleta,
marchaba hasta el campo para recoger unas flores silvestres. Se aparecía en el taller con un ramo, la sonrisa
grande:
-Te he traído algo; algo sencillo, pero de un perfume muy grato. Son violetas.
Creía ver en la boca de marfil una sonrisa de aprobación.
Antes del amanecer, se apuraba a salir para traerle, en la rama de una encina, las marcas del rocío, el almíbar
translúcido de la noche.
¡Aún no había olvidado los gustos de las doncellas!
Le regaló piedras de colores, redondeadas por la erosión, huevecillos, caracoles.
En cada árbol imaginaba un tesoro para su dama: frutos de corazas pétreas, hojas rojas, semillas de vida
latente. Todo eso le entregaba a la mujer de marfil, quien todo lo recibía de la misma manera.
Cuando Pigmalión le hablaba, ella oía con atención, envuelta en un silencio atento, reverente.
-¡Ya no soy un solitario! -sentenció el rey, dichoso.
Por eso, se atrevió a dar otro paso. Cubrió la desnudez de su doncella con vestidos de telas espléndidas,
ajustándole en los dedos piedras preciosas, anillos; colgó de sus orejas perlas trabajadas por el tiempo; en
el cuello, no faltaron adornos, todo le sentaba de maravilla a su prodigiosa mujer, todo parecía hecho a su
medida.
Arrastrado por su corazón ahora feliz, preparó un lecho de plumas ingrávidas para que la mujer de marfil
reposara por las noches. A su diestra, él soñaba con que ella buscara su mano entre las sombras del cuarto
y lo saludase con una sonrisa flamante al salir el sol.
Pero, por las mañanas, ella permanecía en su dócil quietud, fría y silenciosa.
El don de Afrodita
Así fue pasando el tiempo hasta que llegó, como todos los años, la festividad en honor de Afrodita, la diosa
del amor. Era el día más celebrado en Chipre; decenas de novillas habían caído en la pista de los sacrificios
con sus cuernos cubiertos de oro, y el aromático incienso perfumaba el aire del templo. Cumplidos los ritos
y las ofrendas, Pigmalión se detuvo ante los altares con timidez, pero con firmeza.
-Diosa, si es que puedes darlo todo, si es que puedes escuchar a un simple mortal que te reclama un deseo,
quisiera que mi esposa...
Sin aliento, mirando alrededor, como un niño que teme ser descubierto en una travesura, continuó:
-...fuera...
No se atrevió a decir "la mujer de marfil", así que dijo:
-...igual a la mujer de marfil que hice con mis manos.
Venus, que asistía a sus propias fiestas, estremeció la sala con un viento que venía de ninguna parte. La
diosa de los rizos dorados, invisible, entendió lo que clamaba aquel desdichado. Como buen augurio, hizo
que las llamas de un cirio se encendieran tres veces, que brotaran de la nada y se apagasen. Pigmalión, ante

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aquel pavoroso signo, se preguntó por su significado. ¿Acaso la diosa mostraba su cólera con esa señal?
¿Acaso había ido demasiado lejos y ahora Afrodita era su enemiga?
Sumido en estas reflexiones, regresó a su morada, atravesando los campos verdes. Podía sentir el
estruendo de las olas al chocar contra los peñascos, una y otra vez, en la costa. ¿Era eso furia? Pronto dejó
de lado sus cavilaciones y se descubrió urgido por volver a encontrarse con su amada, cercana como el agua
y lejana como la luna.
La mujer de marfil lo aguardaba sobre el edredón de plumas.
Se reclinó en el lecho y la besó a modo de saludo.
Entonces, sintió algo diferente: un calor que nunca había sentido en sus labios.
La acarició, y ya no había dureza, como si el marfil fuese materia blanda, preparada para que él le diera la
forma que su talento le inspirara.
Temió ser engañado por sus sentidos hasta que vio venas azules en los brazos y oyó que latía un corazón
que no era el suyo.
Ella giró su mirada y lo saludó con un ademán tierno. Petrificado, como si ahora él fuera la obra de un
escultor desconocido, Pigmalión se quedó absorto.
En cuanto pudo reponerse, la ayudó a levantarse.
Con dificultad, pero con firmeza, ella se sostuvo sobre las plantas de los pies con la gracilidad de un
cervatillo.
-Te amo. Eres todo para mí -le confesó el escultor.
-Lo sé. Yo viviré para ti, para nosotros -contestó ella.
Pigmalión, conmocionado, dio gracias a la diosa con palabras elocuentes y le prometió largas ofrendas y
sacrificios.
Sin contenerse, bailó entre los arbustos del jardín elevando los brazos, con risas gozosas, mientras su
compañera de lecho lo miraba bajo el vestíbulo de entrada.
La felicidad había llegado.
-No corras, no te alejes de mí -ella estiró sus brazos, pidiendo el encuentro.
Unieron sus labios en un beso verdadero, tan cálido que la mujer se ruborizó porque ahora corrían
impetuosas corrientes de sangre por su cuerpo.
Enternecido, él le preguntó:
-¿Cómo te llamaré?
- Galatea -dijo ella, sin saber que Afrodita había puesto esas palabras en su boca.
La propia Afrodita organizó la boda y asistió. Tras haberse completado el ciclo de la Luna nueve veces en el
cielo, Galatea dio a luz a Pafos, quien, años más carde, sería el padre de Cíniras, el fundador de la ciudad de
Pafos donde se construyó el más imponente templo para la diosa Afrodita.
Pigmalión y Galatea fueron felices y tuvieron una larga y dulce vida.

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El rapto de Perséfone
Perséfone era hija de Deméter; diosa de la naturaleza y la agricultura, y era también muy hermosa. Solía
dar paseos en soledad por los campos que, en ese tiempo, estaban llenos de flores todo el año, porque no
existían ni el frío ni el hambre.
Cierto día, Perséfone estaba recostada en el pasto cuando oyó unos pasos muy cerca. Apenas se
incorporó, vio la figura de Hades, el dios del Inframundo, quien la raptó y la llevó a su reino de tinieblas para
hacerla su esposa. La madre, al advertir que su hija no regresaba, salió a buscarla. Recorrió todos los lugares
posibles donde podría encontrarla y preguntó por ella a quienes se cruzaban en su camino. Sin embargo,
nadie tenía noticias sobre la joven. Hasta que el Sol se apiadó de su dolor y le contó lo sucedido. Deméter
fue en busca de Zeus, padre de todos los dioses, para que obligara a Hades a devolverla. Pero Zeus, que
conocía muy bien el carácter de su hermano, no quería tener problemas con él.
Deméter se enfureció por el desinterés de Zeus y le juró que, mientras no le devolvieran a su hija, no iba
a hacer crecer nada sobre la tierra. De manera que, a los pocos días, todo se había convertido en un
verdadero desierto. Finalmente, Zeus no tuvo otra alternativa que intervenir; mas cuando descendió al
Inframundo a pedir la libertad de Perséfone, Hades le comunicó que eso era imposible, porque la joven ya
había comido el fruto prohibido, la granada, y todos sabían que quien comiera de esa fruta no podía volver
al reino de los vivos. A pesar de esto, tanto le rogó Zeus que, por fin, llegaron a un acuerdo: Perséfone
pasaría seis meses en el mundo de los muertos, como la esposa de Hades, y seis meses volvería a la tierra
para estar con su madre.
Desde entonces, durante el tiempo en que Deméter está con su hija, el suelo se vuelve fértil y todo
reverdece, pero cuando Perséfone vuelve al Inframundo, su madre se entristece y nada deja crecer sobre
la faz de la tierra.

Orfeo y Eurídice
Orfeo canta.
Canta recorriendo las praderas y los bosques de su país, Tracia. Acompaña su canto con una lira,
instrumento que él perfeccionó agregándole dos cuerdas... Hoy la lira posee nueve cuerdas. ¡Nueve
cuerdas... en homenaje a las nueve musas!
El canto de Orfeo es tan bello, que las piedras del camino se apartan para no lastimarlo, las ramas de los
árboles se inclinan hacia él, y las flores se apuran a abrir sus capullos para escucharlo mejor.
De repente, Orfeo se detiene: frente a él, hay una muchacha de gran belleza. Sentada en la ribera del río
Peneo, está peinando su larga cabellera. Pero se detiene con la llegada del viajero. Ella viste sólo una túnica
ligera, al igual que las náyades que habitan las fuentes. Orfeo y la ninfa se encuentran cara a cara un
instante, sorprendidos y encandilados uno por el otro.
—¿Quién eres, hermosa desconocida? —le pregunta al fin Orfeo, acercándose a ella.
—Soy Eurídice, una hamadríade.
Por el extraño y delicioso dolor que le atraviesa el corazón, Orfeo comprende que el amor que siente por
esta bella ninfa es inmenso y definitivo.
—¿Y tú? —pregunta, por fin, Eurídice—. ¿Cuál es tu nombre?
—Me llamo Orfeo. Mi madre es la musa Calíope y mi padre, Apolo, ¡el dios de la Música! Soy músico y poeta.

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Haciendo sonar algunos acordes en su instrumento —cuerdas tendidas en un magnífico caparazón de


tortuga—, agrega:
—¿Ves esta lira? La inventé yo y la he llamado cítara.
—Lo sé. ¿Quién no ha oído hablar de ti, Orfeo?
Orfeo se hincha de orgullo. La modestia no es su fuerte. Le encanta que la ninfa conozca su fama.
—Eurídice —murmura inclinándose ante ella—, creo que Eros me ha lanzado una de sus flechas...
Eros es el dios del Amor. Halagada y encantada, Eurídice estalla en una carcajada.
—Soy sincero —insiste Orfeo—. ¡Eurídice, quiero casarme contigo!
Pero escondido entre los juncos de la ribera, hay alguien que no se ha perdido nada de la escena. Es otro
hijo de Apolo: Aristeo, que es apicultor y pastor. Él también ama a Eurídice, aunque la bella ninfa siempre
lo rechazó. Se muerde el puño para no gritar de celos. Y jura vengarse...
¡Hoy se casan Orfeo y Eurídice!
La fiesta está en su apogeo a orillas del río Peneo. La joven novia ha invitado a todas las hamadríades, que
están bailando al son de la cítara de Orfeo. De golpe, para hacer una broma a su flamante esposo, exclama:
—¿Podrás atraparme?
Riendo, se echa a correr entre los juncos. Abandonando su cítara, Orfeo se lanza en su persecución. Pero la
hierba está alta, y Eurídice es rápida. Una vez que su enamorado queda fuera de su vista, se precipita en un
bosquecillo para esconderse. Allí, la apresan dos brazos vigorosos. Ella grita de sorpresa y de miedo.
—No temas —murmura una voz ronca—. Soy yo: Aristeo.
—¿Qué quieres de mí, maldito pastor? ¡Regresa con tus ovejas, tus abejas y tus colmenas!
—¿Por qué me rechazas, Eurídice?
—¡Suéltame! ¡Te desprecio! ¡Orfeo! ¡Orfeo!
—Un beso... Dame un solo beso, y te dejaré ir.
Con un ademán brusco, Eurídice se desprende del abrazo de Aristeo y regresa corriendo a la ribera del
Peneo. Pero el pastor no se da por vencido y la persigue de cerca.
En su huida, Eurídice pisa una serpiente. La víbora hunde sus colmillos en la pantorrilla de la muchacha.
—¡Orfeo! —grita haciendo muecas de dolor.
Su novio acude. Entonces, Aristeo cree más prudente alejarse.
—¡Eurídice! ¿Qué ha ocurrido?
—Creo... que me mordió una serpiente.
Orfeo abraza a su novia, cuya mirada se nubla. Pronto acuden de todas partes las hamadríades y los
invitados.
—Eurídice... te suplico, ¡no me dejes!
—Orfeo, te amo, no quiero perderte...

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Son las últimas palabras de Eurídice. Jadea, se ahoga. Es el fin, el veneno ha hecho su trabajo. Eurídice ha
muerto.
Alrededor de la joven muerta, resuenan ahora lamentos, gritos y gemidos.
Orfeo quiere expresar su dolor: toma su lira e improvisa un canto fúnebre que las hamadríades repiten en
coro. Es una queja tan conmovedora que las bestias salen de sus escondites, se acercan hasta la hermosa
difunta y unen sus quejas a las de los humanos. Es un canto tan triste y tan desgarrador que, del suelo,
surgen aquí y allá miles de fuentes de lágrimas.
—¡Es culpa de Aristeo! —acusa de golpe una de las hamadríades.
—Es verdad. ¡He visto cómo la perseguía!
—Malvado Aristeo... ¡Destruyamos sus colmenas!
—Sí. Matemos todas sus abejas. ¡Venguemos a nuestra amiga Eurídice!
Orfeo no tiene consuelo. Asiste a la ceremonia fúnebre sollozando. Las hamadríades, emocionadas, le
murmuran:
—Vamos, Orfeo, ya no puedes hacer nada. Ahora, Eurídice se encuentra a orillas del río de los infiernos,
donde se reúnen las sombras.
Al oír estas palabras, Orfeo se sobresalta y exclama:
—Tienen razón. Está allí. ¡Debo ir a buscarla!
A su alrededor, se escuchan algunas protestas asombradas. ¿El dolor había hecho a Orfeo perder la razón?
¡El reino de las sombras es un lugar del que nadie vuelve! Su soberano, Hades, y el horrible monstruo
Cerbero, su perro de tres cabezas, velan por que los muertos no abandonen el reino de las tinieblas.
—Iré —insiste Orfeo—. Iré y la arrancaré de la muerte. El dios de los infiernos consentirá en devolvérmela.
¡Sí, lo convenceré con el canto de mi lira y con la fuerza de mi amor!
La entrada en los infiernos es una gruta que se abre sobre el cabo Ténaro. ¡Pero aventurarse allí sería una
locura!
Orfeo se ha atrevido a apartar la enorme roca que tapa el orificio de la caverna; se ha lanzado sin temor en
la oscuridad. ¿Desde hace cuánto tiempo que camina por este estrecho sendero? Enseguida, gemidos
lejanos lo hacen temblar. Luego, aparece un río subterráneo: el Aqueronte, famoso río de los dolores...
Orfeo sabe que esa corriente de agua desemboca en la laguna Estigia, cuyas orillas están pobladas por las
sombras de los difuntos. Entonces, para darse ánimo, entona un canto con su lira. ¡Y sobreviene el milagro:
las almas de los muertos dejan de gemir, los espectros acuden en muchedumbre para oír a este audaz
viajero que viene del mundo de los vivos!
De repente, Orfeo ve a un anciano encaramado sobre una embarcación. Interrumpe su canto para llamarlo:
—¿Eres tú, Caronte? ¡Llévame hasta Hades!
Subyugado tanto por los cantos de Orfeo como por su valentía, el barquero encargado de conducir las almas
al soberano del reino subterráneo hace subir al viajero en su barca. Poco después, lo deja en la otra orilla,
frente a dos puertas de bronce monumentales. ¡Allí están, cada uno en su trono, el temible dios de los
infiernos y su esposa Perséfone! A su lado, el repulsivo can Cerbero abre las fauces de sus tres cabezas; sus
ladridos llenan la caverna.

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Hades mira despectivo al intruso:


—¿Quién eres tú para atreverte a desafiar al dios de los infiernos?
Entonces, Orfeo canta. Acompañando el canto con su lira, alza una súplica en tono desgarrador:
—Noble Hades, ¡mi valentía nace solamente de la fuerza de mi amor! De mi amor hacia la bella Eurídice,
que me ha sido arrebatada el día mismo de mi boda. Ahora, ella está en tu reino. Y vengo, poderoso dios, a
implorar tu clemencia. ¡Sí, devuélveme a mi Eurídice! Déjame regresar con ella al mundo de los vivos.
Hades vacila antes de echar a este atrevido. Vacila, pues incluso el terrible Cerbero parece conmovido por
ese ruego: el monstruo ha dejado de ladrar. ¡Se arrastra por el suelo, gimiendo!
—¿Sabes, joven imprudente —declara Hades señalando las puertas— que nadie sale de los infiernos? ¡No
debería dejarte ir!
—¡Lo sé! —respondió Orfeo—. ¡No temo a la muerte! Puesto que he perdido a mi Eurídice, perdí toda razón
de vivir. ¡Y si te niegas a dejarme partir con ella, permaneceré entonces aquí, a su lado, en tus infiernos!
Perséfone se inclina hacia su esposo para murmurarle algunas palabras al oído. Hades agacha la cabeza,
indeciso. Por fin, tras una larga reflexión, le dice a Orfeo:
—Y bien, joven temerario, tu valor y tu pena me han conmovido. Que así sea: acepto que partas con tu
Eurídice. Pero quiero poner tu amor a prueba...
Una oleada de alegría y de gratitud invade a Orfeo.
—¡Ah, poderoso Hades! ¡La más terrible de las condiciones será más dulce que la crueldad de nuestra
separación! ¿Qué debo hacer?
—No darte vuelta para mirar a tu amada hasta tanto no hayan abandonado mis dominios. Pues serás tú
mismo quien la conduzca fuera de aquí. ¿Me has comprendido bien? ¡No debes mirarla ni hablarle! Si
desobedeces, Orfeo, ¡perderás a Eurídice para siempre!
Loco de alegría, el poeta se inclina ante los dioses.
—Ahora vete, Orfeo. Pero no olvides lo que he decretado.
Orfeo ve que las dos hojas de la pesada puerta de bronce se entreabren chirriando.
—¡Camina delante de ella! ¡No tienes derecho a verla!
Rápidamente, Orfeo toma su lira y se dirige hacia la barca de Caronte. Lo hace lentamente, para que Eurídice
pueda seguirlo. ¿Pero, cómo estar seguro? La angustia, la incertidumbre le arrancan lágrimas de los ojos.
Está a punto de exclamar: "¡Eurídice!", pero recuerda a tiempo la recomendación del dios y se cuida de no
abrir la boca. Apenas sube a la barca de Caronte, siente que la embarcación se bambolea por segunda vez.
¡Eurídice, pues, se ha unido a él! Refunfuñando por el sobrepeso, el viejo barquero emprende el camino
contra la corriente.
Finalmente, Orfeo desciende en tierra y se lanza hacia el camino que conduce al mundo de los vivos...
Pronto, se detiene para oír. A pesar de las corrientes de aire que soplan en la caverna, adivina el roce de un
vestido y el ruido de pasos de mujer que siguen por el mismo sendero. ¡Eurídice! ¡Eurídice! Escala las rocas
de prisa para reunirse con ella lo antes posible. Pero, ¿y si se está adelantando demasiado? ¿Y si ella se
extravía?

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Dominando su impaciencia, disminuye la velocidad de su andar, atento a los ruidos que, a sus espaldas,
indican que Eurídice lo está siguiendo. Pero cuando vislumbra la entrada de la caverna a lo lejos, una
espantosa duda lo asalta: ¿y si no fuera Eurídice? ¿Y si Hades lo ha engañado? Orfeo conoce la crueldad de
la que son capaces los dioses, ¡sabe cómo estos pueden burlarse de los desdichados humanos! Para darse
ánimo, murmura:
—Vamos, sólo faltan algunos pasos...
Con el corazón palpitante, Orfeo da esos pasos. ¡Y de un salto, llega al aire libre, a la gran luz del día!
—Eurídice... ¡por fin!
No aguanta más y se da vuelta. Y ve, en efecto, a su amada. En la penumbra.
Pues, a pesar de que sigue sus pasos, ella aún no ha franqueado los límites del tenebroso reino. Y Orfeo
comprende súbitamente su imprudencia y su desgracia.
—Eurídice... ¡no!
Es demasiado tarde: la silueta de Eurídice ya se desdibuja, se diluye para siempre en la oscuridad. Un eco
de su voz lo alcanza:
—Orfeo... ¡adiós, mi tierno amado!
El enorme bloque se cierra sobre la entrada de la caverna. Orfeo sabe que es inútil desandar el camino de
los infiernos.
—Eurídice... ¡Por mi culpa te pierdo una segunda vez!
Orfeo está de vuelta en su país, Tracia. Ha contado sus desdichas a todos aquellos que cruzó en su camino.
La conciencia de su culpabilidad hace que su desesperación sea ahora más intensa que antes.
—Orfeo —le dicen las hamadríades—, piensa en el porvenir, no mires hacia atrás... Tienes que aprender a
olvidar.
—¿Olvidar? ¿Cómo olvidar a Eurídice? No es mi atrevimiento lo que los dioses han querido castigar, sino mi
excesiva seguridad.
La desaparición de Eurídice no ha privado a Orfeo de su necesidad de cantar: día y noche quiere comunicar
a todos su dolor infinito... Y los habitantes de Tracia no tardan en quejarse de ese duelo molesto y constante.
—¡De acuerdo! —declara Orfeo—. Voy a huir del mundo. Voy a retirarme lejos del sol y de las bondades de
Grecia. ¡Así, ya nadie me oirá cantar ni gemir!
Siete meses más tarde, Orfeo llega al monte Pangeo. Allí, alegres clamores indican que una fiesta está en
su plenitud. Bajo inmensas tiendas de tela, beben numerosos convidados. Algunos, ebrios, cortejan de cerca
a mujeres que han bebido mucho también. Cuando Orfeo está dispuesto a seguir su camino, unas
muchachas lo llaman:
—¡Ven a unirte a nosotros, bello viajero!
—¡Qué magnífica lira! ¿Así que eres músico? ¡Canta para nosotros!
—Sí. ¡Ven a beber y a bailar en honor de Baco, nuestro amo!
Orfeo reconoce a esas mujeres: son las bacantes; sus banquetes terminan, a menudo, en bailes
desenfrenados. Y Orfeo no tiene ánimo para bailar ni para reír.

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—No. Estoy de duelo. He perdido a mi novia.


—¡Una perdida, diez encontradas! —exclamó en una carcajada una de las bacantes, señalando a su
grupo de amigas—. ¡Toma a una de nosotras por compañera!
—Imposible. Nunca podría amar a otra.
—¿Quieres decir que no nos crees lo suficientemente hermosas?
—¿Crees que ninguna de nosotras es digna de ti?
Orfeo no responde, desvía la mirada y hace ademán de partir. Pero las bacantes no están dispuestas a
permitírselo.
—¿Quién es este insolente que nos desprecia?
—¡Hermanas, debemos castigar este desdén!
Antes de que Orfeo pueda reaccionar, las bacantes se lanzan sobre él. Orfeo no tiene ni energía ni deseos
de defenderse. Desde que ha perdido a Eurídice, el infierno no lo atemoriza, y la vida lo atrae menos que la
muerte.
Alertados por el alboroto, los convidados acuden y dan fin al infortunado viajero que se atrevió a rechazar
a las bacantes. En su ensañamiento, las mujeres furiosas desgarran el cuerpo del desdichado poeta. Una de
ellas lo decapita y se apodera de su cabeza, la toma por el cabello y la arroja al río más cercano. Otra recoge
su lira y también la tira al agua.
La noticia de la muerte de Orfeo se extiende por toda Grecia.
Cuando las musas se enteran, acuden al monte Pangeo, que las bacantes ya habían abandonado.
Piadosamente, las musas recogen los restos del músico.
—¡Vamos a enterrarlo al pie del monte Olimpo! —deciden—. Le edificaremos a Orfeo un templo digno de
su memoria.
—¿Pero, y su cabeza? ¿Y su lira?
—Ay, no las hemos encontrado.
Nadie volvió a ver jamás la cabeza de Orfeo ni su lira.
Pero durante la noche, cuando uno pasea por las orillas del río, a veces, sube un canto de asombrosa belleza.
Parece una voz acompañada por una lira.
Aguzando el oído, se distingue una triste queja. Es Orfeo llamando a Eurídice.

Dédalo e Ícaro
Dédalo era el ingeniero e inventor más hábil de sus tiempos en la antigua Grecia. Construyó magníficos
palacios y jardines, creó maravillosas obras de arte en toda la región. Sus estatuas eran tan convincentes
que se las confundía con seres vivientes, y se creía que podían ver y caminar. La gente decía que una persona
tan ingeniosa como Dédalo debía haber aprendido los secretos de su arte de los dioses mismos.
Sucedió que allende el mar, en la isla de Creta, vivía un rey llamado Minos. El rey Minos tenía un terrible
monstruo que era mitad toro y mitad hombre, llamado el Minotauro, y necesitaba un lugar donde

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encerrarlo. Cuando tuvo noticias del ingenio de Dédalo, lo invitó a visitar su isla y construir una prisión para
encerrar a la bestia. Dédalo y su joven hijo Ícaro fueron a Creta, donde Dédalo construyó el famoso
laberinto, una maraña de Ícaro y Dédalo, sinuosos pasajes donde todos los que entraban se extraviaban y
no podían hallar la salida. Y allí metieron al Minotauro.
Cuando el laberinto estuvo concluido, Dédalo quiso regresar a Grecia con su hijo, pero Minos había
decidido retenerlo en Creta. Quería que Dédalo se quedara para inventar más maravillas, así que los encerró
a ambos en una alta torre junto al mar. El rey sabía que Dédalo tenía la astucia necesaria para escapar de la
torre, así que también ordenó que cada nave que zarpara de Creta fuera registrada en busca de polizones.
Otros hombres se habrían desalentado, pero no Dédalo. Desde su alta torre observó las gaviotas que
flotaban en la brisa marina. —Minos controla la tierra y el mar —dijo—, pero no gobierna el aire. Nos iremos
por allí. Así que recurrió a todos los secretos de su arte, y se puso a trabajar. Poco a poco acumuló una gran
pila de plumas de todo tamaño. Las unió con hilo, y las modeló con cera, y al fin tuvo dos grandes alas como
las de las gaviotas. Se las sujetó a los hombros, y al cabo de un par de pruebas fallidas, logró remontarse en
el aire agitando los brazos. Se elevó, volteando hacia uno y otro lado con el viento, hasta que aprendió a
remontar las corrientes con la gracia de una gaviota.
Luego construyó otro par de alas para Ícaro. Enseñó al joven a mover las alas y a elevarse, y le permitió
revolotear por la habitación. Luego le enseñó a remontar las corrientes de aire, a trepar en círculos y a flotar
en el viento. PractÍcaron juntos hasta que Ícaro estuvo preparado. Al fin llegó el día en que soplaron vientos
propicios. Padre e hijo se calzaron sus alas y se dispusieron a volar.
—Recuerda todo lo que te he dicho —dijo Dédalo—. Ante todo, recuerda que no debes volar demasiado
bajo ni demasiado alto. Si vuelas demasiado bajo, la espuma del mar te mojará las alas y las volverá
demasiado pesadas. Si vuelas demasiado alto, el calor del sol derretirá la cera, y tus alas se despedazarán.
Quédate cerca de mí, y estarás bien.
Ambos se elevaron, el joven a la zaga del padre, y el odiado suelo de Creta se redujo debajo de ambos.
Mientras volaban, el campesino detenía su labor para mirarlos, y el pastor se apoyaba en su bastón para
observarlos, y la gente salía corriendo de las casas para echar un vistazo a las dos siluetas que sobrevolaban
las copas de los árboles. Sin duda eran dioses, tal vez Apolo seguido por Cupido. Al principio el vuelo intimidó
a Dédalo e Ícaro. El ancho cielo los encandilaba, y se mareaban al mirar hacia abajo. Pero poco a poco se
habituaron a surcar las nubes, y perdieron el temor.
Ícaro sentía que el viento le llenaba las alas y lo elevaba cada vez más, y comenzó a sentir una libertad
que jamás había sentido. Miraba con gran entusiasmo las islas que dejaban atrás, y sus gentes, y el ancho y
azul mar que se extendía debajo, salpicado con las blancas velas de los barcos. Se elevó cada vez más,
olvidando la advertencia de su padre. Se olvidó de todo, salvo de su euforia.
—¡Regresa! —exclamó frenéticamente Dédalo—. ¡Estás volando a demasiada altura! ¡Acuérdate del sol!
¡Desciende! ¡Desciende!
Pero Ícaro sólo pensaba en su exaltación. Ansiaba remontarse al firmamento. Se acercó cada vez más al
sol, y sus alas comenzaron a ablandarse. Una por una las plumas se desprendieron y se desparramaron en
el aire, y de pronto la cera se derritió. Ícaro notó que se caía. Agitó los brazos con todas sus fuerzas, pero
no quedaban plumas para embolsar el aire. Llamó a su padre, pero era demasiado tarde. Con un alarido
cayó de esas espléndidas alturas y se zambulló en el mar, desapareciendo bajo las olas. Dédalo sobrevoló
las aguas una y otra vez, pero sólo vio plumas flotando sobre las olas, y supo que su hijo había desaparecido.
Al fin el cuerpo emergió a la superficie, y Dédalo logró sacarlo del mar. Con esa pesada carga y el corazón
destrozado, Dédalo se alejó lentamente. Cuando llegó a tierra, sepultó a su hijo y construyó un templo para
los dioses. Luego colgó las alas, y nunca más volvió a volar.

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Teseo y Ariadna
Aquella noche, Egeo, el anciano rey de Atenas, parecía tan triste y tan preocupado que su hijo Teseo le
preguntó:
—¡Qué cara tienes, padre...! ¿Acaso te aflige algún problema?
—¡Ay! Mañana es el maldito día en que debo, como cada año, enviar siete doncellas y siete muchachos
de nuestra ciudad al rey Minos, de Creta. Esos desdichados están condenados...
—¿Condenados? ¿Para expiar qué crimen deben, pues, morir?
—¿Morir? Es bastante peor: ¡serán devorados por el Minotauro!
Teseo reprimió un escalofrío. Tras haberse ausentado durante largo tiempo de Grecia, acababa de llegar
a su patria; sin embargo, había oído hablar del Minotauro. Ese monstruo, decían, poseía el cuerpo de un
hombre y la cabeza de un toro; ¡se alimentaba de carne humana!
—¡Padre, impide esa infamia! ¿Por qué dejas perpetuar esa odiosa costumbre?
—Debo hacerlo —suspiró Egeo—. Mira, hijo mío, he perdido tiempo atrás la guerra contra el rey de
Creta. Y, desde entonces, le debo un tributo: cada año, catorce jóvenes atenienses sirven de alimento a su
monstruo...
Con el ardor de la juventud, Teseo exclamó:
—En tal caso, ¡déjame partir a esa isla! Acompañaré a las futuras víctimas. Enfrentaré al Minotauro,
padre. Lo venceré. ¡Y quedarás libre de esa horrible deuda!
Con estas palabras, el viejo Egeo tembló y abrazó a su hijo.
—¡Nunca! Tendría demasiado miedo de perderte.
Una vez, el rey había estado a punto de envenenar a Teseo sin saberlo; se trataba de una trampa de
Medea, su segunda esposa, que odiaba a su hijastro.
—No. ¡No te dejaré partir! Además, el Minotauro tiene fama de invencible. Se esconde en el centro de
un extraño palacio: ¡el laberinto! Sus pasillos son tan numerosos y están tan sabiamente entrelazados que
aquellos que se arriesgan no descubren nunca la salida. Terminan dando con el monstruo... que los devora.
Teseo era tan obstinado como intrépido. Insistió, se enojó, y luego, gracias a sus demostraciones de
cariño y a su persuasión, logró que el viejo rey Egeo, muerto de pena, terminara cediendo.
A la mañana, Teseo se dirigió con su padre al Pireo, el puerto de Atenas. Estaban acompañados por
jóvenes para quienes sería el último viaje. Los habitantes miraban pasar el cortejo; algunos gemían, otros
mostraban el puño a los emisarios del rey Minos que encabezaban la siniestra fila.
Pronto, la tropa llegó a los muelles donde había una galera de velas negras atracada.
—Llevan el duelo —explicó el rey—. Ah... hijo mío... si regresas vencedor, no olvides cambiarlas por
velas blancas. ¡Así sabré que estás vivo antes de que atraques!
Teseo se lo prometió; luego, abrazó a su padre y se unió a los atenienses en la nave.
Una noche, durante el viaje, Poseidón, el dios de los mares, se apareció en sueños a Teseo. Sonreía.

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—¡Valiente Teseo! —le dijo—. Tu valor es el de un dios. Es normal: eres mi hijo con el mismo título que
eres el de Egeo5...
Teseo oyó por primera vez el relato de su fabuloso nacimiento.
—¡Al despertar, sumérgete en el mar! —le recomendó Poseidón—. Encontrarás allí un anillo de oro que
el rey Minos ha perdido antaño.
Teseo emergió del sueño. Ya era de día A lo lejos ya se divisaban las riberas de Creta.
Entonces, ante sus compañeros estupefactos, Teseo se arrojó al agua. Cuando tocó el fondo, vio una
joya que brillaba entre los caracoles. Se apoderó de ella, con el corazón palpitante. De modo que todo lo
que le había revelado Poseidón en sueños era verdad: ¡él era un semidiós!
Este descubrimiento excitó su coraje y reforzó su voluntad.
Cuando el navío tocó el puerto de Cnosos, Teseo divisó entre la multitud al soberano, rodeado de su
corte. Fue a presentarse:
—Te saludo, oh poderoso Minos. Soy Teseo, hijo de Egeo.
—Espero que no hayas recorrido todo este camino para implorar mi clemencia
—dijo el rey mientras contaba con cuidado a los catorce atenienses.
—No. Sólo tengo un anhelo: no abandonar a mis compañeros.
Un murmullo recorrió el entorno del rey. Desconfiado, este examinó al recién llegado. Reconociendo el
anillo de oro que Teseo llevaba en el dedo, se preguntó, estupefacto, gracias a qué prodigio el hijo de Egeo
había podido encontrar esa joya. Desconfiado, refunfuñó:
—¿Te gustaría enfrentar al Minotauro? En tal caso, deberás hacerlo con las manos vacías: deja tus armas.
Entre quienes acompañaban al rey se encontraba Ariadna, una de sus hijas. Impresionada por la
temeridad del príncipe, pensó con espanto que pronto iba a pagarla con su vida. Teseo había observado
durante un largo tiempo a Ariadna. Ciertamente, era sensible a su belleza. Pero se sintió intrigado sobre
todo por el trabajo de punto que llevaba en la mano.
—Extraño lugar para tejer —se dijo.
Sí, Ariadna tejía a menudo, cosa que le permitía reflexionar. Y sin sacarle los ojos de encima a Teseo, una
loca idea germinaba en ella...
—Vengan a comer y a descansar —decretó el rey Minos—. Mañana serán conducidos al laberinto.
Teseo se despertó de un sobresalto: ¡alguien había entrado en la habitación donde estaba durmiendo!
Escrutó en la oscuridad y lamentó que le hubieran quitado su espada. Una silueta blanca se destacó en la
sombra. Un ruido familiar de agujas le indicó la identidad del visitante:
—No temas nada. Soy yo: Ariadna.
La hija del rey fue hasta la cama, donde se sentó. Tomó la mano del muchacho.
—¡Ah, Teseo —le imploró—, no te unas a tus compañeros! Si entras en el laberinto, jamás saldrás de él.
Y no quiero que mueras...
Por los temblores de Ariadna, Teseo adivinó qué sentimientos la habían empujado a llegar hasta él esa
noche. Perturbado, murmuró:

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La madre de Teseo había sido tomada a la fuerza por Poseidón la noche de su boda.

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—Sin embargo, Ariadna, es necesario. Debo vencer al Minotauro.


—Es un monstruo. Lo detesto. Y, sin embargo, es mi hermano...
—¿Cómo? ¿Qué dices?
—Ah, Teseo, déjame contarte una historia muy singular... La muchacha se acercó al héroe para confiarle:
—Mucho antes de mi nacimiento, mi padre, el rey Minos, cometió la imprudencia de engañar a
Poseidón: le sacrificó un miserable toro flaco y enfermo en vez de inmolarle el magnífico animal que el dios
le había enviado. Poco después, mi
padre se casó con la bella Pasífae, mi madre. Pero Poseidón rumiaba su venganza. En recuerdo de la
antigua afrenta que se había cometido contra él, le hizo perder la cabeza a Pasífae y la indujo a
enamorarse... ¡de un toro! ¡La desdichada llegó, incluso, a mandar construir una carcasa de vaca con la cual
se disfrazaba, para unirse al animal que amaba!
—¡Qué horrible estratagema!
—La continuación, Teseo, la adivinas —concluyó Ariadna temblando—. Mi madre dio nacimiento al
Minotauro. Mi padre no podía decidirse a matar a ese monstruo; pero quiso esconderlo para siempre de la
vista de todos. Convocó al más hábil de los arquitectos, Dédalo, que concibió el famoso laberinto...
Impresionado por este relato, Teseo no sabía qué decir.
—No creas —agregó Ariadna— que quiero salvar al Minotauro. ¡Ese devorador de hombres merece mil
veces la muerte!
—Entonces, lo mataré.
—Si llegaras a hacerlo, nunca encontrarías la salida del laberinto.
Un largo silencio se produjo en la noche. De repente, la muchacha se acercó aún más al joven y le dijo:
—¿Teseo? ¿Si te facilitara el medio de encontrar la salida del laberinto, me llevarías de regreso contigo?
El héroe no respondió. Por cierto, Ariadna era seductora, y la hija de un rey. Pero él había ido hasta esa
isla no para encontrar allí una esposa, sino para liberar a su país de una terrible carga.
—Conozco los hábitos del Minotauro —insistió—. Sé cuáles son sus debilidades y cómo podrías acabar
con él. Pero esa victoria tiene un precio: ¡me sacas de aquí y me desposas!
—De acuerdo. Acepto.
Ariadna se sorprendió de que Teseo aceptara tan rápidamente. ¿Estaba enamorado de ella? ¿O se
sometía a una simple transacción? ¡Qué importaba!
Le confió mil secretos que le permitirían vencer a su hermano al día siguiente. Y el ruido de su voz se
mezclaba con el obstinado choque de sus agujas: Ariadna no había dejado de tejer.
Frente a la entrada del laberinto, Minos ordenó a los atenienses:
—¡Entren! Es la hora...
Mientras los catorce jóvenes aterrorizados penetraban uno tras otro en el extraño edificio, Ariadna
murmuró a su protegido:
—¡Teseo, toma este hilo y, sobre todo, no lo sueltes! Así, quedaremos ligados uno con el otro.
Tenía en la mano el ovillo de la labor que no la abandonaba jamás. El héroe tomó lo que ella le extendía:
un hilo tenue, casi invisible. Si bien el rey Minos no adivinó su maniobra, comprendió que a ese muchacho
y a su hija les costaba mucho separarse.

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—¿Y bien, Teseo —se burló—, acaso tienes miedo?


Sin responder, el héroe entró a su vez en el corredor. Muy rápidamente, se unió a sus compañeros que
vacilaban ante una bifurcación.
—¡Qué importa! —les dijo—. Tomen a la derecha.
Desembocaron en un corredor sin salida, volvieron sobre sus pasos, tomaron el otro camino que los
condujo a una nueva ramificación de varios pasillos.
—Vayamos por el del centro. Y no nos separemos.
Pronto emergieron al aire libre; a los muros del laberinto habían seguido infranqueables bosquecillos.
—¿Quién sabe? —murmuró uno de los atenienses—. ¿Y si el destino nos ofreciera la posibilidad de no
llegar al Minotauro... sino a la salida?
Ay, Teseo sabía que no sería así: ¡Dédalo había concebido el edificio de modo tal que se terminaba
llegando siempre al centro!
Fue exactamente lo que se produjo. Hacia la noche, cuando sus compañeros se quejaban de la fatiga y
del sueño, Teseo les ordenó de pronto:
—¡Detengámonos! Escuchen. Y además... ¿no oyen nada?
Los muros les devolvían el eco de gruñidos impacientes. Y en el aire flotaba un fuerte olor a carroña.
—Llegamos —murmuró Teseo—. ¡El antro del monstruo está cerca! Espérenme y, sobre todo, ¡no se
muevan de aquí!
Partió solo, con el hilo de Ariadna siempre en la mano.
De repente, salió a una explanada circular parecida a una arena. Allí había un monstruo aún más
espantoso que todo lo que se había imaginado: un gigante con cabeza de toro, cuyos brazos y piernas
poseían músculos nudosos como troncos de roble. Al ver entrar a Teseo, mugió un espantoso grito de
satisfacción voraz. Bajo las narinas, su boca abierta babeaba. Debajo de su cabeza bovina y peluda,
apuntaban unos cuernos afilados hacia la presa. Luego, se lanzó hacia su futura víctima golpeando la arena
con sus pezuñas.
El suelo estaba cubierto de osamentas. Teseo recogió la más grande y la blandió. En el momento en que
el monstruo iba a ensartarlo, se apartó para asestarle en el morro un golpe suficiente para liquidar a un
buey... ¡pero no lo bastante violento para matar a un Minotauro!
El monstruo aulló de dolor. Sin dejarle tiempo de recuperarse, Teseo se aferró a los dos cuernos para
saltar mejor encima de los hombros peludos. Así montado, apretó las piernas alrededor del cuello de su
enemigo y, con toda su fuerza, ¡las estrechó! Privado de respiración, el monstruo, furioso, se debatió. ¡Ya
no podía clavar los cuernos en ese adversario que hacía uno con él! Pataleó, cayó y rodó por el suelo. A
pesar de la arena que se filtraba en sus orejas y en sus ojos, Teseo no soltaba prenda, tal como Ariadna se
lo había recomendado.
Poco a poco, las fuerzas del Minotauro declinaron. Pronto, lanzó un espantoso mugido de rabia, tuvo un
sobresalto... ¡y exhaló el último suspiro! Entonces, Teseo se apartó de la enorme cosa inerte. Su primer
reflejo fue ir a recuperar el hilo de Ariadna.
El silencio insólito y prolongado había atraído a sus compañeros.
—Increíble... ¡Has vencido al Minotauro! ¡Estamos a salvo! Teseo reclamó su ayuda para arrancar los
cuernos del monstruo.
—Así —explicó—, Minos sabrá que ya no queda tributo por reclamar.

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—¿De qué serviría? Por cierto, nos hemos salvado. Pero nos espera una muerte lenta: no encontraremos
jamás la salida.
—Sí —afirmó Teseo mostrándoles el hilo—. ¡Miren!
Febriles, se pusieron en marcha. Gracias al hilo, volvían a desandar el largo y tortuoso trayecto que los
había conducido hasta el Minotauro. A Teseo le costaba calmar su impaciencia. Se preguntaba qué dios
benévolo le había dado esa idea genial a Ariadna. Pronto, el hilo se tensó: del otro lado, alguien tiraba con
tanta prisa como él. Finalmente, luego de muchas horas, emergieron al aire libre. El héroe, extenuado, tiró
los cuernos sanguinolentos del Minotauro al suelo, cerca de la entrada.
—¡Teseo... por fin! ¡Lo has logrado!
Loca de amor y de alegría, Ariadna se precipitó hacia él. Se abrazaron. La hija de Minos echó una mirada
enternecida al enorme ovillo desordenado que Teseo, todavía, tenía entre las manos.
—A pesar de todo —le reprochó sonriendo—, hubieras podido enrollarlo mejor...
El alba se acercaba. Acompañados por Ariadna, Teseo y sus compañeros se escurrieron entre las calles
de Cnosos y llegaron al puerto.
—¡Perforen el casco de todos los navíos cretenses! —ordenó.
—¿Por qué? —se interpuso Ariadna, asombrada.
—¿Crees que tu padre no va a reaccionar? ¿Que va a dejar escapar con su hija al que mató al hijo de su
esposa?
—Es verdad —admitió ella—. Y me pregunto qué castigo va a infligir a Dédalo, ya que su laberinto no
protegió al Minotauro como lo esperaba mi padre.
Cuando el sol se levantó, Teseo tuvo un sueño extraño: esta vez, fue otro dios, Baco, el que se le apareció.
—Es necesario —ordenó—, que abandones a Ariadna en una isla. No se convertirá en tu esposa. Tengo
para ella otros proyectos más gloriosos.
—Sin embargo —balbuceó Teseo—, le he prometido...
—Lo sé. Pero debes obedecer. O temer la cólera de los dioses.
Cuando Teseo se despertó, aún vacilaba. Pero al día siguiente, la galera debió enfrentar una tormenta
tan violenta que el héroe vio en ella un evidente signo divino. Gritó al vigía:
—¡Debemos detenernos lo antes posible! ¿No ves tierra a lo lejos?
—¡Sí! Una isla a la vista... Debe ser Naxos.
Atracaron allí y esperaron que los elementos se calmaran.
La tormenta se apaciguó durante la noche. A la madrugada, mientras Ariadna seguía durmiendo sobre
la arena, Teseo reunió a sus hombres. Ordenó partir lo antes posible. Sin la muchacha.
—¡Así es! —dijo al ver la cara llena de reproches de sus compañeros.
Los dioses no actúan sin motivo. Y Baco tenía buenas razones para que Teseo abandonara a Ariadna:
seducido por su belleza, ¡quería convertirla en su esposa! Sí, había decidido que tendría con ella cuatro hijos
y que, pronto, se instalaría con él en el Olimpo. Como señal de alianza divina se había prometido, incluso,
regalarle un diamante que daría nacimiento a una de las constelaciones más bellas...
Claro que Teseo ignoraba las intenciones de ese dios enamorado y celoso. Singlando de nuevo hacia
Atenas, se acusaba de ingratitud. Preocupado, olvidó la recomendación que su padre le había hecho...

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Apostado a lo alto del faro que se erigía en la entrada del Pireo, el guardia gritó, con la mano como visera
encima de los ojos:
—¡Una nave a la vista! Sí... es la galera que vuelve de Creta. ¡Rápido, vamos a advertir al rey!
Menos de tres kilómetros separan a Atenas de su puerto. Loco de esperanza y de inquietud, el viejo rey
Egeo acudió a los muelles.
—¿Las velas? —preguntó alzando la cabeza hacia el guardia—. ¿Puedes ver las velas y decirme cuál es
su color?
—Ay, gran rey, son negras.
El viejo Egeo no quiso saber más. Loco de dolor, se arrojó al mar y se ahogó.
Cuando la galera atracó, acababan de conducir el cuerpo del viejo Egeo a la orilla. Teseo se precipitó
hacia él. Adivinó enseguida lo que había ocurrido y se maldijo por su negligencia.
—¡Padre mío! ¡No... estoy vivo! ¡Vuelve en ti, por piedad!
Pero era demasiado tarde: Egeo estaba muerto. La tristeza que invadió a Teseo le hizo olvidar de golpe
su reciente victoria sobre el monstruo. Con amargura, el héroe pensó que acababa de perder a una esposa
y a un padre.
—¡A partir de ahora, Teseo, eres rey! —dijeron los atenienses, inclinándose. El nuevo soberano se
recogió sobre los restos de Egeo. Solemnemente, decretó:
—¡Que este mar, a partir de ahora, lleve el nombre de mi padre adorado!
Y a partir de ese día funesto, en que el vencedor del Minotauro regresó de Creta, el mar que baña las
costas de Grecia lleva el nombre de Egeo.
Mientras tanto, Ariadna se había despertado en la isla desierta. En el día naciente, vio a lo lejos las velas
oscuras de la galera que se alejaba. Incrédula, balbuceó:
—¡Teseo! ¿Es posible que me abandones?
Siguió el navío con los ojos hasta que se lo tragó el horizonte. Comprendió, entonces, que nunca volvería
a ver a Teseo. Sola en la playa de Naxos, dio libre curso a su pena; gimió largamente sobre la ingratitud de
los hombres.
Luego, Ariadna reencontró sobre la arena su labor abandonada.
Retomó las agujas. Y en espera de que se realizara el prodigioso destino que ella ignoraba, puso
nuevamente manos a la obra.
Tejía a la vez que lloraba.

Eneas o la obligación de vivir


Tras los festejos por la aparente huida de los barcos griegos, Eneas, el mayor guerrero de Troya, dormía
apaciblemente.
Durante ese amanecer, los guardias se asombraron al ver las playas vacías de enemigos después de un sitio
que se mantuvo por diez años. Tan solo quedaba la basura acumulada en los campamentos y un extraño
presente abandonado en la arena: una mole hecha con tablones de abeto que representaba a un caballo y
que terminó adornando la ciudadela; la inexpugnable ciudadela rodeada de palacios señoriales. Algunos

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caudillos querían barrenarle el vientre, por si escondía algo en su interior; otros querían quemarlo y echar
las cenizas al mar; pero se impuso el temor de quienes no deseaban despertar la ira de los dioses. Tras
largos conciliábulos, interpretaron que el monumento era una ofrenda de los griegos para Minerva, ya que
ellos la habían ofendido con sus crímenes y el asalto a su templo.
-Quieren regresar en paz a sus hogares. Esto es una ofrenda a la diosa y un regalo para los troyanos -
dictaminó un sacerdote.
Otros decían que el monumento representaba a uno de los caballos de Neptuno, dios del mar; y que lo
habían diseñado para atraer su benevolencia.
-Quieren vientos favorables y aguas calmas, a fin de llegar más pronto a casa -afirmó el anciano rey Príamo.
Mediante troncos hicieron rodar la mole hasta la plaza central Y luego empezaron los bailes y las libaciones
para celebrar la victoria.
Entonces, mientras Eneas soñaba tranquilo, después de los festejos, lo visitó el fantasma de Héctor, el único
que lo igualaba en destreza con la espada. Pero aquello ya no era un sueño, sino una pesadilla. Héctor tenía
el mismo aspecto con el que había quedado su cuerpo luego de haber sido ultimado por el cruel Aquiles.
Sus heridas sangraban todavía; y penosamente advirtió a Eneas, el más justiciero de los héroes:
-¡Despierta, Eneas, que hoy Troya morirá! ¡Vete con tu familia, tus sirvientes y soldados leales a las costas
de Italia a fundar otra ciudad y otras murallas!
En ese momento descendían los soldados griegos por una cuerda, desde el vientre hueco del caballo. No
era un monumento> no era una ofrenda: era una engañosa máquina de guerra. De inmediato, los intrusos
abrieron las puertas de las murallas para que el ejército, que se había oculta- do con sus naves en una isla
cercana, ingresara a Troya.
Eneas, sobresaltado por la pesadilla, se despertó. A través de una ventana vio los resplandores de una
hoguera. Tomó su escudo, su espada, el arco y las flechas y salió. Mientras corría hacia la plaza, se encontró
con soldados que lo siguieron. Subió a los tejados de un palacio y desde allí disparó flechas y mató a muchos,
pero eso no impedía que todo fuera arrasado por los invasores que agrupaban a los niños y a las mujeres
para tomarlos como esclavos.
-¡Moriré como un guerrero! -se juramentó Eneas, el generoso héroe.
Cuando se acabaron las flechas, bajó a combatir cuerpo a cuerpo; aplastó a una decena de oponentes con
la fortaleza de su brazo y el filo de su espada hasta casi perder la conciencia. Se descubrió en las galerías de
un templo, solo, agotado. Le quedaban pocas fuerzas; pero su corazón recuperaba bríos al notar la crueldad
de los griegos. Entonces se manifestó Venus, su madre, la diosa del amor, quien, con sus rizos dorados, le
dijo estas palabras:
-¿Qué haces aquí? ¿Acaso no te ha dicho Héctor que la ciudadela no sobrevivirá a esta noche? Ya no habrá
Troya tal como la conociste. ¿No has tenido suficientes señales? Te aguarda la gloria en Italia. ¡Vete con los
tuyos! Los dioses te imponen vivir para que viva por ti la estirpe troyana.
Eneas, al fin persuadido, regresó al hogar, donde lo esperaba su esposa Creusa, presa de la angustia.
Despertó al pequeño Ascanio, el hijo, y cargó a su padre, que estaba ciego y lisiado, sobre sus hombros. Los
soldados sobrevivientes se dispusieron a seguirlo.
Amparados en las callejuelas oscuras, esquivando a los invasores, con sus corazones estremecidos por la
brutal alegría con que los griegos festejaban la matanza, llegaron a la salida cuando el ruido de una patrulla
los asustó y se dispersaron.

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Al reagruparse, alguien faltaba: Creusa. Ya fuera de los muros, subieron por la ladera del monte Ida,
cubierta de pinos y abetos. Allí estaban a salvo. Dejó Eneas a su querido padre, a su hijo, a los soldados y
sirvientes.
-Voy por Creusa, seguramente estará errando perdida.
Con el peligro que implicaba, volvió a entrar a la ciudad. Comprobó que su propia casa ya había sido
saqueada y que ahora era pasto de las llamas. Vio los jardines humeantes, oyó angustiado los lamentos de
los heridos, pero no encontró a Creusa. En una esquina, dos ocupantes lo reconocieron y, deseosos de matar
a un héroe, fueron por él, y solo consiguieron caer sin vida a los pocos segundos.
-¡Creusa!
Olvidado de sí y de su propio cuidado, comenzó a gritar el nombre de su esposa en medio de aquella
desolación.
Vagando sin rumbo llegó a la playa. Envuelto en el fresco de la noche y el rumor de las olas, creyó ver una
luz cercana; corrió hacia ella, pero no había nada; hasta que una sombra, más oscura que la misma noche,
le habló. Era la sombra de Creusa que, bañada por la luz de las estrellas, le dijo con voz piadosa:
-Querido Eneas, me quedo aquí. No seré la esclava de una matrona griega, no lo soportaría. Estaré por
siempre en esta tierra y tú encontrarás otra esposa en Italia. Vete, cuida a nuestro hijo y a tu padre Anquises,
vamos; un alto destino te aguarda.
En vano quiso abrazarla. La sombra de Creusa se esfumó. Y el guerrero partió hacia el monte Ida.
Al día siguiente, él y sus soldados comenzaron a cortar las maderas para construir las naves que los llevarían
a Italia.
Eneas consoló como pudo al pequeño Ascanio: su madre había muerto, pero con la satisfacción de
convertirse en polvo de la tierra amada; ellos continuarían la gloria de Troya más allá del invierno y de los
mares, según la voluntad de los dioses.
FRANCO VACCARINI,
a partir de un episodio
de la Eneida, de Virgilio.

El nacimiento de Helena
Leda era la esposa de Tíndaro, el rey de Laconia, donde se encontraba Esparta. En los días más calurosos
del verano, Leda solía tomar baños bastante prolongados, principalmente por la tarde, en el río Eurotas, en
las cercanías de la ciudad de Esparta. Durante sus baños en el río, era común que la reina contemplara el
vuelo de los pájaros. Le encantaba, mientras estaba plácidamente sumergida en las aguas cristalinas,
escuchar el graznido algo tosco de los teros. Le apasionaba, no sabía por qué, contemplar los patos que
pasaban por el cielo en bandadas numerosas. Veía muchas especies de aves migratorias cuyo nombre
ignoraba. Tampoco sabía hacia dónde se trasladaban, ni por qué causa.
Pero lo que más agradaba a la reina era contemplar a los cisnes. No sabía bien por qué, pero no podía dejar
de mirar a esas bellas aves, tal vez por su plumaje blando, tal vez por la elegancia de su pico. O tal vez fuera
por los movimientos graciosos de las aves, que le hacían recordar a la reina el modo en que bailaban los
muchachos de Esparta durante las fiestas de casamiento o en honor a alguno de sus dioses.
Zeus había reparado en la belleza de la mujer y, enamorado de ella, pensaba en cómo seducirla sin que se
enterara su esposa, Hera. Para ello, le pidió ayuda a Afrodita, la diosa del amor, que siempre estaba

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dispuesta a ayudar a los enamorados y que no podía negarse a un pedido del rey de los dioses. Además, el
asunto afectaba a Hera y, como las relaciones entre Afrodita y la esposa de Zeus habían quedado
deterioradas después del juicio de París, la diosa del amor se comprometió bastante en el tema.
-Lo mejor -dijo a Zeus la coqueta diosa- es que te transformes en un hermoso cisne, que son las aves que
Leda más admira. Yo, por mi parte, me transformaré en una potente águila y te perseguiré por el cielo ante
la vista de Leda. Cuando ella contemple desde el río esta escena, sentirá compasión por ti y hará todo lo
posible para que no caigas en mis garras. Luego, la compasión se transformará en amor.
Y fue así. Cuando Leda estaba en lo más plácido de su baño cotidiano, apareció Zeus por el aire transformado
en cisne, perseguido por el águila Afrodita. El cisne descendió hacia el remanso en el que Leda se bañaba.
La reina sintió una gran pena por el cisne y, para protegerlo del águila, lo acurrucó en su regazo durante un
largo rato. El águila, entonces, desapareció en la inmensidad del aire.
Poco tiempo después, Leda dio a luz dos huevos, que empolló amorosamente bajo la mirada azorada de
Tíndaro, que había visto muchas cosas extrañas a lo largo de su vida, pero nunca algo como eso. A veces se
entristecía pensando que su esposa abandonaba sus deberes de reina para dedicarse a cosas dignas más
bien de una gallina.
De cada huevo nacieron dos hermanos gemelos. De uno de ellos, nacieron Cástor y Clitemnestra. Del otro,
Pólux y Helena.
Según dicen algunos, el segundo huevo era producto de la unión de Leda y el cisne, mientras que el primero
era producto de la unión de Leda con su marido. Lo cierto es que Helena y Pólux eran considerados
semidioses, por ser hijos de un dios y de una mortal.

Mitos griegos en la literatura moderna

La historia de la belleza – Umberto Eco


Introducción

«Bello» -al igual que <(gracioso», «bonito» ,o bien «Sublime», «maravilloso», «soberbio» y expresiones
similares- es un adjetivo que utilizamos a menudo para califica r una cosa que nos gusta. En este sentido,
parece que ser bello equivale a ser bueno y, de hecho en distintas épocas históricas se ha establecido un
estrecho vínculo entre lo Bello y lo Bueno.
Pero si juzgamos a partir de nuestra experiencia cotidiana, tendemos a considerar bueno aquello que no
solo nos gusta, sino que además querríamos poseer. Son infinitas las cosas que nos parecen buenas -un
amor correspondido, una fortuna honradamente adquirida, un manjar refinado-y en todos estos casos
desearíamos poseer ese bien. Es un bien aquello que estimula nuestro deseo. Asimismo, cuando juzgamos
Buena una acción virtuosa, nos gustaría que fuera obra nuestra, o esperamos llegar a realizar. una acción
de mérito semejante, espoleados por el ejemplo de lo que consideramos que está bien. O bien llamamos
bueno a aquello que se ajusta a cierto principio ideal pero que produce dolor, como la muerte gloriosa de
un héroe, la dedicación de quien cuida a un leproso, el sacrificio de la vida de un padre para salvar a su
hijo... En estos casos reconocemos ·que la acción es buena, pero -ya sea por egoísmo o por temor- no nos
gustaría vernos envueltos en una experiencia similar. Reconocemos ese hecho como un bien, pero un bien
ajeno; que contemplamos ·con cierto distanciamiento, aunque con emoción, y sin sentirnos arrastrados por
el deseo. A menudo, para referirnos a actos virtuosos que preferimos admirar a realizar hablamos de una
«bella acción».

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Si reflexionamos sobre la postura de distanciamiento que nos permite calificar de bello un bien que no
suscita en nosotros deseo, nos damos cuenta de que hablamos de belleza cuando disfrutamos de algo por
lo que es en sí mismo, independientemente del hecho de que Jo poseamos. Incluso una tarta nupcial bien
hecha, si la admiramos en el escaparate de una pastelería, nos parece bella, aunque por razones de salud o
falta de apetito no la deseemos como un bien que hay que conquistar. Es bello aquello que, si fuera nuestro,
nos haría felices, pero que sigue siendo bello, aunque pertenezca a otra persona. Naturalmente, no estamos
considerando la actitud de quien, ante un objeto bello como el cuadro de un gran pintor, desea poseerlo
por el orgullo de ser su dueño, para poder contemplarlo todos los días o porque tiene un gran valor
económico. Estas formas de pasión, celos, deseo de posesión, envidia o avidez no tienen ninguna relación
con el sentimiento de lo bello. El sediento que cuando encuentra una fuente se precipita a beber no
contempla su belleza. Podrá hacerlo más tarde, una vez que ha aplacado su deseo. De ahí que el sentimiento
de la belleza difiera del deseo. Podemos juzgar bellísimas a ciertas personas, aunque no las deseemos
sexualmente o sepamos que nunca podremos poseerlas. En cambio, si deseamos a una persona (que, por
otra parte, incluso podría ser fea) y no podemos tener con ella las relaciones esperadas, sufriremos.
En este análisis de las ideas de belleza que se han ido sucediendo a lo largo de los siglos intentaremos,
por tanto, identificar ante todo aquellos casos en que una determinada cultura o una determinada época
histórica han reconocido que hay cosas que resultan agradables a la vista, independientemente del deseo
que experimentemos ante ellas. En este sentido, no partiremos de una idea preconcebida de belleza, sino
que iremos examinando las cosas que los seres humanos han considerado (a lo largo de los milenios) bellas.
[…] Hemos dicho que utilizaríamos con preferencia documentos que proceden del mundo del arte. Pero,
sobre todo al acercarnos a la modernidad, dispondremos también de documentos que no tienen una
finalidad artística, sino de mero entretenimiento, de promoción comercial o de satisfacción de impulsos
eróticos, como, por ejemplo, las imágenes que proceden del cine comercial, de la televisión o de la
publicidad. En principio, concederemos el mismo valor a las grandes obras de arte que a los documentos de
escaso valor estético, con tal de que nos ayuden a comprender cuál era el ideal de belleza en un
determinado momento.
[…] Este libro parte del principio de que la belleza nunca ha sido algo absoluto e inmutable, sino que ha
ido adoptando distintos rostros según la época histórica y el país: y esto es aplicable no solo a la belleza
física (del hombre, de la mujer, del paisaje), sino también a la belleza de Dios, de los santos o de las ideas…

Narciso – Manuel Mujica Láinez


Si salía, encerraba a los gatos. Los buscaba, debajo de los muebles, en la ondulación de los cortinajes,
detrás de los libros, y los llevaba en brazos, uno a uno, a su dormitorio. Allí se acomodaban sobre el sofá de
felpa raída, hasta su regreso. Eran cuatro, cinco, seis, según los años, según se deshiciera de las crías, pero
todos semejantes, grises y rayados y de un negro negrísimo.
Serafín no los dejaba en la salita que completaba, con un baño minúsculo, su exiguo departamento, en
aquella vieja casa convertida, tras mil zurcidos y parches, en inquilinato mezquino, por temor de que la
gatería trepase a la cómoda encima de la cual el espejo ensanchaba su soberbia.
Aquel heredado espejo constituía el solo lujo del ocupante. Era muy grande, con el marco dorado,
enrulado, isabelino. Frente a él, cuando regresaba de la oficina, transcurría la mayor parte del tiempo de
Serafín. Se sentaba a cierta distancia de la cómoda y contemplaba largamente, siempre en la misma actitud,
la imagen que el marco ilustre le ofrecía: la de un muchacho de expresión misteriosa e innegable hermosura,
que desde allí, la mano izquierda abierta como una flor en la solapa, lo miraba a él, fijos los ojos del uno en
el otro. Entonces los gatos cruzaban el vano del dormitorio y lo rodeaban en silencio. Sabían que para

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permanecer en la sala debían hacerse olvidar, que no debían perturbar el examen meditabundo del
solitario, y, aterciopelados, fantasmales, se echaban en torno del contemplador.
Las distracciones que antes debiera a la lectura y a la música propuesta por un antiguo fonógrafo habían
terminado por dejar su sitio al único placer de la observación frente al espejo. Serafín se desquitaba así de
las obligaciones tristes que le imponían las circunstancias. Nada, ni el libro más admirable ni la melodía más
sutil, podía procurarle la paz, la felicidad que adeudaba a la imagen del espejo. Volvía cansado,
desilusionado, herido, a su íntimo refugio, y la pureza de aquel rostro, de aquella mano puesta en la solapa
le infundía nueva vitalidad. Pero no aplicaba el vigor que al espejo debía a ningún esfuerzo práctico. Ya casi
no limpiaba las habitaciones, y la mugre se atascaba en el piso, en los muebles, en los muros, alrededor de
la cama siempre deshecha. Apenas comía. Traía para los gatos, exclusivos partícipes de su clausura, unos
trozos de carne cuyos restos contribuían al desorden, y si los vecinos se quejaban del hedor que manaba de
su departamento se limitaba a encogerse de hombros, porque Serafín no lo percibía; Serafín no otorgaba
importancia a nada que no fuese su espejo. Éste sí resplandecía, triunfal, en medio de la desolación y la
acumulada basura. Brillaba su marco, y la imagen del muchacho hermoso parecía iluminada desde el
interior.
Los gatos, entretanto, vagaban como sombras. Una noche, mientras Serafín cumplía su vigilante tarea
frente a la quieta figura, uno lanzó un maullido loco y saltó sobre la cómoda. Serafín lo apartó
violentamente, y los felinos no reanudaron la tentativa, pero cualquiera que no fuese él, cualquiera que no
estuviese ensimismado en la contemplación absorbente, hubiese advertido en la nerviosidad gatuna, en el
llamear de sus pupilas, un contenido deseo, que mantenía trémulos, electrizados, a los acompañantes de
su abandono.
Serafín se sintió mal, muy mal, una tarde. Cuando regresó del trabajo, renunció por primera vez, desde
que allí vivía, al goce secreto que el espejo le acordaba con invariable fidelidad, y se estiró en la cama. No
había llevado comida, ni para los gatos ni para él. Con suaves maullidos, desconcertados por la traición a la
costumbre, los gatos cercaron su lecho. El hambre los tornó audaces a medida que pasaban las horas, y
valiéndose de dientes y uñas, tironearon de la colcha, pero su dueño inmóvil los dejó hacer. Llego así la
mañana, avanzó la tarde, sin que variara la posición del yaciente, hasta que el reclamo voraz trastornó a los
cautivos. Como si para ello se hubiesen concertado, irrumpieron en la salita, maulando desconsoladamente.
Allá arriba la victoria del espejo desdeñaba la miseria del conjunto. Atraía como una lámpara en la
penumbra. Con ágiles brincos, los gatos invadieron la cómoda. Su furia se sumó a la alegría de sentirse libres
y se pusieron a arañar el espejo. Entonces la gran imagen del muchacho desconocido que Serafín había
encolado encima de la luna -y que podía ser un afiche o la fotografía de un cuadro famoso, o de un
muchacho cualquiera, bello, nunca se supo, porque los vecinos que entraron después en la sala sólo vieron
unos arrancados papeles- cedió a la ira de las garras, desgajada, lacerada, mutilada, descubriendo, bajo el
simulacro de reflejo urdido por Serafín, chispas de cristal.
Luego los gatos volvieron al dormitorio, donde el hombre horrible, el deforme, el Narciso desesperado,
conservaba la mano izquierda abierta como una flor sobre la solapa y empezaron a destrozarle la ropa.

La noche de los feos – Mario Benedetti


1
Ambos somos feos. Ni siquiera vulgarmente feos. Ella tiene un pómulo hundido. Desde los ocho años,
cuando le hicieron la operación. Mi asquerosa marca junto a la boca viene de una quemadura feroz, ocurrida
a comienzos de mi adolescencia.

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Tampoco puede decirse que tengamos ojos tiernos, esa suerte de faros de justificación por
los que a veces los horribles consiguen arrimarse a la belleza. No, de ningún modo. Tanto los de ella
como los míos son ojos de resentimiento, que sólo reflejan la poca o ninguna resignación con que
enfrentamos nuestro infortunio. Quizá eso nos haya unido. Tal vez unido no sea la palabra más apropiada.
Me refiero al odio implacable que cada uno de nosotros siente por su propio rostro.
Nos conocimos a la entrada del cine, haciendo cola para ver en la pantalla a dos hermosos cualesquiera.
Allí fue donde por primera vez nos examinamos sin simpatía pero con oscura solidaridad; allí fue donde
registramos, ya desde la primera ojeada, nuestras respectivas soledades. En la cola todos estaban de a dos,
pero además eran auténticas parejas: esposos, novios, amantes, abuelitos, vaya uno a saber. Todos -de la
mano o del brazo- tenían a alguien. Sólo ella y yo teníamos las manos sueltas y crispadas.
Nos miramos las respectivas fealdades con detenimiento, con insolencia, sin curiosidad. Recorrí la
hendidura de su pómulo con la garantía de desparpajo que me otorgaba mi mejilla encogida. Ella no se
sonrojó. Me gustó que fuera dura, que devolviera mi inspección con una ojeada minuciosa a la zona lisa,
brillante, sin barba, de mi vieja quemadura.
Por fin entramos. Nos sentamos en filas distintas, pero contiguas. Ella no podía mirarme, pero yo, aun
en la penumbra, podía distinguir su nuca de pelos rubios, su oreja fresca bien formada. Era la oreja de su
lado normal.
Durante una hora y cuarenta minutos admiramos las respectivas bellezas del rudo héroe y la suave
heroína. Por lo menos yo he sido siempre capaz de admirar lo lindo. Mi animadversión la reservo para mi
rostro y a veces para Dios. También para el rostro de otros feos, de otros espantajos. Quizá debería sentir
piedad, pero no puedo. La verdad es que son algo así como espejos. A veces me pregunto qué suerte habría
corrido el mito si Narciso hubiera tenido un pómulo hundido, o el ácido le hubiera quemado la mejilla, o le
faltara media nariz, o tuviera una costura en la frente.
La esperé a la salida. Caminé unos metros junto a ella, y luego le hablé. Cuando se detuvo y me miró,
tuve la impresión de que vacilaba. La invité a que charláramos un rato en un café o una confitería. De pronto
aceptó.
La confitería estaba llena, pero en ese momento se desocupó una mesa. A medida que pasábamos entre
la gente, quedaban a nuestras espaldas las señas, los gestos de asombro. Mis antenas están particularmente
adiestradas para captar esa curiosidad enfermiza, ese inconsciente sadismo de los que tienen un rostro
corriente, milagrosamente simétrico. Pero esta vez ni siquiera era necesaria mi adiestrada intuición, ya que
mis oídos alcanzaban para registrar murmullos, tosecitas, falsas carrasperas. Un rostro horrible y aislado
tiene evidentemente su interés; pero dos fealdades juntas constituyen en sí mismas un espectáculos mayor,
poco menos que coordinado; algo que se debe mirar en compañía, junto a uno (o una) de esos bien
parecidos con quienes merece compartirse el mundo.
Nos sentamos, pedimos dos helados, y ella tuvo coraje (eso también me gustó) para sacar del bolso su
espejito y arreglarse el pelo. Su lindo pelo.
"¿Qué está pensando?", pregunté.
Ella guardó el espejo y sonrió. El pozo de la mejilla cambió de forma.
"Un lugar común", dijo. "Tal para cual".
Hablamos largamente. A la hora y media hubo que pedir dos cafés para justificar la
prolongada permanencia. De pronto me di cuenta de que tanto ella como yo estábamos hablando con
una franqueza tan hiriente que amenazaba traspasar la sinceridad y convertirse en un casi equivalente de
la hipocresía. Decidí tirarme a fondo.

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"Usted se siente excluida del mundo, ¿verdad?"


"Sí", dijo, todavía mirándome.
"Usted admira a los hermosos, a los normales. Usted quisiera tener un rostro tan equilibrado como esa
muchachita que está a su derecha, a pesar de que usted es inteligente, y ella, a juzgar por su risa,
irremisiblemente estúpida."
"Sí."
Por primera vez no pudo sostener mi mirada.
"Yo también quisiera eso. Pero hay una posibilidad, ¿sabe?, de que usted y yo lleguemos a algo."
"¿Algo cómo qué?"
"Como querernos, caramba. O simplemente congeniar. Llámele como quiera, pero hay una
posibilidad."
Ella frunció el ceño. No quería concebir esperanzas.
"Prométame no tomarme como un chiflado." "Prometo."
"La posibilidad es meternos en la noche. En la noche íntegra. En lo oscuro total. ¿Me entiende?"
"No."
"¡Tiene que entenderme! Lo oscuro total. Donde usted no me vea, donde yo no la vea. Su cuerpo es
lindo, ¿no lo sabía?"
Se sonrojó, y la hendidura de la mejilla se volvió súbitamente escarlata.
"Vivo solo, en un apartamento, y queda cerca."
Levantó la cabeza y ahora sí me miró preguntándome, averiguando sobre mí, tratando
desesperadamente de llegar a un diagnóstico. "Vamos", dijo.

2
No sólo apagué la luz sino que además corrí la doble cortina. A mi lado ella respiraba. Y no era una
respiración afanosa. No quiso que la ayudara a desvestirse.
Yo no veía nada, nada. Pero igual pude darme cuenta de que ahora estaba inmóvil, a la espera.
Estiré cautelosamente una mano, hasta hallar su pecho. Mi tacto me transmitió una versión estimulante,
poderosa. Así vi su vientre, su sexo. Sus manos también me vieron. En ese instante comprendí que debía
arrancarme (y arrancarla) de aquella mentira que yo mismo había fabricado. O intentado fabricar. Fue como
un relámpago. No éramos eso. No éramos eso.
Tuve que recurrir a todas mis reservas de coraje, pero lo hice. Mi mano ascendió lentamente hasta su
rostro, encontró el surco de horror, y empezó una lenta, convincente y convencida caricia. En realidad mis
dedos (al principio un poco temblorosos, luego progresivamente serenos) pasaron muchas veces sobre sus
lágrimas.
Entonces, cuando yo menos lo esperaba, su mano también llegó a mi cara, y pasó y repasó el costurón y
el pellejo liso, esa isla sin barba de mi marca siniestra.
Lloramos hasta el alba. Desgraciados, felices. Luego me levanté y descorrí la cortina doble.

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La casa de Asterión - Jorge Luis Borges

Y la reina dio a luz un hijo que se llamó Asterión.


APOLODORO: Biblioteca, III, I.

Sé que me acusan de soberbia, y tal vez de misantropía, y tal vez de locura. Tales acusaciones (que yo
castigaré a su debido tiempo) son irrisorias. Es verdad que no salgo de mi casa, pero también es verdad que
sus puertas (cuyo número es infinito) están abiertas día y noche a los hombres y también a los animales.
Que entre el que quiera. No hallará pompas mujeriles aquí ni el bizarro aparato de los palacios pero si la
quietud y la soledad. Asimismo hallará una casa como no hay otra en la faz de la tierra. (Mienten los que
declaran que en Egipto hay una parecida). Hasta mis detractores admiten que no hay un solo mueble en la
casa. Otra especie ridícula es que yo, Asterión, soy un prisionero. ¿Repetiré que no hay una puerta cerrada,
añadiré que no hay una cerradura? Por lo demás, algún atardecer he pisado la calle; si antes de la noche
volví, lo hice por el temor que me infundieron las caras de la plebe, caras descoloridas y aplanadas, como
la mano abierta. Ya se había puesto el sol, pero el desvalido llanto de un niño y las toscas plegarias de la
grey dijeron que me habían reconocido. La gente oraba, huía, se posternaba; unos se encaramaban al
estilóbato6 del templo de las Hachas, otros juntaban piedras. Alguno, creo, se ocultó en el mar. No en vano
fue una reina mi madre; no puedo confundirme con el vulgo, aunque mi modestia lo quiera.
El hecho es que soy único. No me interesa lo que un hombre pueda trasmitir a otros hombres; como el
filósofo, pienso que nada es comunicable por el arte de la escritura. Las enojosas y triviales minucias no
tienen cabida en mi espíritu, que está capacitado para lo grande; jamás he retenido la diferencia entre una
letra y otra. Cierta impaciencia generosa no ha consentido que yo aprendiera a leer. A veces lo deploro,
porque las noches y los días son largos.
Claro que no me faltan distracciones. Semejante al carnero que va a embestir, corro por las galerías de
piedra hasta rodar al suelo, mareado. Me agazapo a la sombra de un aljibe o a la vuelta de un corredor y
juego a que me buscan. Hay azoteas desde las que me dejo caer, hasta ensangrentarme. A cualquier hora
puedo jugar a estar dormido, con los ojos cerrados y la respiración poderosa. (A veces me duermo
realmente, a veces ha cambiado el color del día cuando he abierto los ojos). Pero de tantos juegos el que
prefiero es el de otro Asterión. Finjo que viene a visitarme y que yo le muestro la casa. Con grandes
reverencias le digo: Ahora volvemos a la encrucijada anterior o Ahora desembocaremos en otro patio o bien
decía yo que te gustaría la canaleta o Ahora verás una cisterna que se llenó de arena o Ya verás como el
sótano se bifurca. A veces me equivoco y nos reímos buenamente los dos.
No sólo he imaginado esos juegos; también he meditado sobre la casa. Todas las partes de la casa están
muchas veces, cualquier lugar es otro lugar. No hay un aljibe, un patio, un abrevadero, un pesebre; son
catorce [son infinitos] los pesebres, abrevaderos, patios, aljibes. La casa es del tamaño del mundo; mejor
dicho, es el mundo. Sin embargo, a fuerza de fatigar patios con un aljibe y polvorientas galerías de piedra
gris he alcanzado la calle y he visto el templo de las Hachas y el mar. Eso no lo entendí hasta que una visión
de la noche me reveló que también son catorce [son infinitos] los mares y los templos. Todo está muchas
veces, catorce veces, pero dos cosas hay en el mundo que parecen estar una sola vez: arriba, el intrincado
sol; abajo, Asterión. Quizá yo he creado las estrellas y el sol la enorme casa, pero ya no me acuerdo.
Cada nueve años entran en la casa nueve hombres para que yo los libere de todo mal. Oigo sus pasos o
su voz en el fondo de las galerías de piedra y corro alegremente a buscarlos. La ceremonia dura pocos
minutos. Uno tras otro caen sin que yo me ensangriente las manos. Donde cayeron, quedan, y los cadáveres
ayudan a distinguir una galería de las otras. Ignoro quiénes son, pero sé que uno de ellos profetizó, en la

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Un estilóbato es un peldaño superior de las gradas de un templo griego, sobre el que descansan las columnas.

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hora de su muerte, que alguna vez llegaría mi redentor. Desde entonces no me duele la soledad, porque sé
que vive mi redentor y al fin se levantará sobre el polvo. Si mi oído alcanza todos los rumores del mundo,
yo percibiría sus pasos. Ojalá me lleve a un lugar con menos galerías y menos puertas. ¿Cómo será mi
redentor?, me pregunto. ¿Será un toro o un hombre? ¿Será tal vez un toro con cara de hombre? ¿O será
como yo?
El sol de la mañana reverberó en la espada de bronce. Ya no quedaba ni un vestigio de sangre.
— ¿Lo creerás, Ariadna? —dijo Teseo—. El minotauro apenas se defendió.

Clitemnestra o el crimen – Marguerite Yourcenar


Voy a explicarles, señores jueces.... Tengo ante mí innumerables órbitas de ojos; líneas circulares de
manos puestas en las rodillas, de pies descalzos descansando en la piedra, de pupilas fijas de donde mana
la mirada, de bocas cerradas donde el silencio madura un juicio. Tengo ante mí audiencias de piedra. Maté
a aquel hombre con un cuchillo, dentro de la bañera, con ayuda de mi miserable amante que ni siquiera era
capaz de sujetarle los pies. Ya conocen mi historia: no hay ninguno de ustedes que no la haya repetido
veinte veces al acabar la copiosa comida, acompañada del bostezo de las sirvientas, ni una de sus mujeres
que no haya soñado ser alguna vez Clitemnestra. Sus pensamientos criminales, sus ansias inconfesadas
ruedan por los escalones y vienen a derramarse en mí, de suerte que una especie de horrible vaivén hace
de ustedes mi conciencia y, de mí, su grito.
Ustedes han acudido aquí para que la escena del asesinato se repita ante sus ojos un poco más
rápidamente que en la realidad, pues les espera el hogar y la cena y sólo pueden dedicar unas cuantas horas
a oírme llorar. Y en ese corto espacio de tiempo es preciso que no sólo mis actos, sino que también sus
motivos estallen a plena luz, aun cuando para afirmarse han necesitado cuarenta años. Esperé a aquel
hombre antes de que tuviera un nombre, un rostro, cuando aún no era sino mi lejana desgracia.
Busqué entre la multitud de los vivos a ese ser necesario a mis futuras delicias: miré a los hombres sólo
como se mira a los transeúntes que pasan por la garita de una estación, para asegurarse que no son las
personas que uno está esperando. Si mi nodriza me envolvió en pañales al salir de mi madre, fue para él; si
aprendí a contar en la pizarra del colegio, fue para poder llevar las cuentas de su casa de hombre rico.
Para alfombrar el camino donde tal vez se posaría el pie del desconocido que haría de mí su sierva, tejí
sábanas y estandartes de oro; de tanto afanarme, dejé caer de cuando en cuando en el blando tejido unas
gotas de mi sangre. Mis padres me lo escogieron, y aunque él me hubiera raptado a espaldas de mi familia,
yo hubiera seguido obedeciendo al deseo de mis padres, puestos que nuestros sueños de ellos provienen y
el hombre que amamos es siempre aquel con quien sueñan nuestras abuelas. Le dejé sacrificar el porvenir
de nuestros hijos a sus ambiciones de hombre: ni siquiera lloré cuando murió nuestra hija. Consentí en
deshacerme en su destino como una fruta en una boca, para aportarle sólo una sensación de dulzura.
Señores jueces, ustedes lo conocieron ya ajado por la gloria, envejecido por diez años de guerra,
convertido en una especie de ídolo enorme desgastado por las caricias de las mujeres asiáticas, salpicado
por el barro de las trincheras. Sólo yo estuve con él en su época de dios. Era muy dulce para mí llevarle, en
una bandeja grande de cobre, el vaso de agua que derramaría en él sus reservas de frescor; era dulce para
mí, en la ardiente cocina, prepararle los platos que colmaría su hambre y alimentarían su sangre. Era muy
dulce para mí, entorpecida por el peso de la simiente humana, poner las manos sobre mi vientre hinchado
donde fermentaban mis hijos. Por la noche, cuando volvía de la caza, yo me arrojaba con alegría sobre su
pecho de oro.

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Pero los hombres no están hechos para pasar toda la vida calentándose las manos al fuego del mismo
hogar: partió hacia nuevas conquistas y me dejó allí, abandonada como una casa enorme y vacía que oye
latir un inútil reloj. El tiempo pasado lejos de él se perdía, gota a gota o a chorros, como sangre
desperdiciada, dejándome más pobre de porvenir cada día. Algunos soldados ebrios que venían con
permiso me contaban la vida que él llevaba en los campamentos de la retaguardia. El ejército de oriente se
hallaba infestado de mujeres: judías de Salónica, armenias de Tiflis cuyos ojos azules engarzados en
sombríos párpados recuerdan el fondo de una gruta oscura, turcas pesadas y dulzonas como los pasteles
en cuya composición entra la miel. Recibía cartas los días de aniversario; mi vida transcurría espiando por
el camino el paso del cartero rengo. De día, luchaba contra la angustia; de noche, luchaba contra el deseo;
sin cesar, luchaba contra el vacío, forma cobarde de la desgracia.
Pasaban los días uno tras otro por las calles desiertas como una procesión de viudas; la plaza del pueblo
parecía negra con tantas mujeres de luto. Yo envidiaba a aquellas desgraciadas por no tener más rival que
la tierra y por saber, al menos, que su hombre dormía solo. Yo vigilaba en lugar del mío los trabajos del
campo y los caminos del mar; recogía las cosechas; mandaba clavar la cabeza de los bandidos en el poste
del mercado; utilizaba su fusil para dispararle a los cuervos; azotaba los flancos de su yegua de caza con mis
polainas de tela parda. Poco a poco, yo iba ocupando el lugar del hombre que me faltaba y que me invadía.
Acabé por contemplar, con los mismos ojos que él, el cuello blanco de las sirvientas. Egisto galopaba a mi
lado por los eriales7; tenía casi la edad de ir a reunirse con los hombres; me devolvía la época de los besos
entre primos perdidos en el bosque, durante las vacaciones de verano. Yo lo miraba menos como un amante
que como a un niño que hubiera engendrado en mí la ausencia; pagaba sus gastos de guarnicioneros y
caballos. Infiel a mi hombre, seguía imitándolo: Egisto no era para mí sino lo equivalente a las mujeres
asiáticas o a la innoble Arginia8.
Señores jueces, no existe más que un hombre en el mundo: los demás no son más que un error o un
triste consuelo, y el adulterio es a menudo una forma desesperada de la fidelidad. Si yo engañé a alguien
fue con toda seguridad al pobre Egisto. Lo necesitaba para percatarme de que hasta qué punto el que yo
amaba me era irremplazable. Cansada de acariciarlo, subía yo a la torre para compartir el insomnio del
centinela. Una noche, el horizonte del este empezó a arder tres horas antes de llegar la aurora. Troya ardía:
el viento que volaba de Asia transportaba sobre el mar nubes de ceniza; las fogatas de los centinelas se
encendieron en las cimas: el monte Athos y el Olimpo, Elpindo y el Erimanto parecían hogueras; la lengua
de la última llama se posaba frente a mí en la pequeña colina que desde hace veinticinco años me tapaba
el horizonte.» Yo veía inclinarse la frente del vigilante, cubierta por el casco, para recibir el susurro de las
olas: por el mar, en alguna parte, un hombre engalanado de oro se acodaba en la proa y cada vuelta de
hélice lo acercaba más y más a su mujer y a su hogar ausente. Al bajar de la torre, tomé un cuchillo. Quería
matar a Egisto, mandar lavar las maderas de la cama y el pavimento de la habitación, sacar del fondo del
baúl el vestido que llevaba puesto cuando él se marchó, y suprimir finalmente aquellos diez años como si
fueran un simple "cero" en el total de mis días.
Al pasar por delante del espejo, me detuve a sonreír; de repente, me vi y al verme me di cuenta de que
tenía el pelo gris. Señores Jueces, diez años es mucho tiempo: es más largo que la distancia entre la ciudad
de Troya y el castillo de Micenas; el rincón del pasado está asimismo más alto que el lugar en donde nos
encontramos, pues sólo podemos bajar y no subir las escaleras del Tiempo. Sucede como en las pesadillas:
cada paso que damos nos aleja más de nuestra meta en vez de acercarnos a ella. En lugar de una mujer
joven, el rey encontraría en la puerta a una especie de cocinera obesa; la felicitaría por el buen estado de
los corrales y bodegas: sólo podía esperar unos cuantos besos fríos. Si hubiera tenido valor, me hubiese
matado antes que él llegara, para no leer en su rostro la decepción, al encontrarme marchita. Pero quería,
al menos, verlo antes de morir. Egisto lloraba en mi lecho, asustado como un niño culpable que siente llegar

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el castigo del padre; me acerqué y adopté mi voz más suavemente mentirosa para decirle que nada se sabía
de nuestras citas nocturnas y que su tío no tenía ninguna razón para dejarlo de querer. Yo esperaba que, al
contrario, él estuviera enterado de todo, y que la cólera y el afán de venganza me devolvieran un lugar en
su pensamiento.
Para estar más segura de ello, entregué el correo, junto con las demás cartas, una anónima en donde
exageraba mis culpas: afilaba el cuchillo que debía abrirme el corazón. Pensaba que tal vez me estrangularía
con sus propias manos que yo tan a menudo había besado: por lo menos moriría envuelta en una especie
de abrazo. Llegó por fin el día en que el barco de guerra atracó en el puerto, en medio de una algarabía de
vivas y fanfarrias; los terraplenes9 cubiertos de amapolas rojas parecían pavimentados por orden del
verano, el maestro dio un día de asueto a los chicos del pueblo; tocaban las campanas de la Iglesia. Yo lo
esperaba en el umbral de la Puerta de los Leones, una sombrilla rosa maquillaba mi palidez. Chirriaron las
puertas del coche por la empinada cuesta; los aldeanos se engancharon al varal para ayudar a los caballos.
Al volver un recodo, divisé, por fin, la parte más alta del coche, que asomaba por encima de un seto vivo, y
advertí que mi hombre no venía solo. A su lado llevaba a la hechicera10 que él había escogido como parte
del botín, aun estando algo estropeada por los juegos de los soldados. Era casi una niña; unos hermosos
ojos oscuros le llenaban el rostro amarillento y tatuado de cardenales. Él le acariciaba el brazo para que no
llorase. Le ayudó a bajar del coche, me besó con frialdad y me dijo que contaba con mi generosidad para
tratar amablemente a la muchacha cuyos padres habían muerto. Apretó la mano de Egisto. Él también había
cambiado. Resoplaba al andar y su cuello enorme y colorado desbordaba del cuello de la camisa; su barba
teñida de rojo se perdía por entre los pliegues de su cuello. Era hermoso, sin embargo, pero hermoso como
un toro en lugar de serlo como un dios.
Subió con nosotros los escalones del vestíbulo que yo había mandado alfombrar de púrpura, para que
no se notaran las manchas de su sangre. Apenas me miraba; en la cena, ni siquiera se dio cuenta de que yo
había preparado sus platos favoritos; bebió dos vasos, tres vasos de alcohol. El sobre abierto de la carta
anónima asomaba por uno de sus bolsillos. Le guiñó un ojo a Egisto y farfulló unas cuantas bromas de
borracho sobre las mujeres que buscan consuelo. La velada, interminablemente larga, se prolongó aún más
en la terraza infestada de mosquitos. Hablaba en turco con su compañera. Según parece, ella era hija del
jefe de una tribu; al moverse, me di cuenta de que llevaba un hijo en su seno. ¿Sería de él o de alguno de
los soldados que la habían arrastrado riendo fuera del campamento y arrojado a latigazos de nuestras
trincheras? Decían que poseía el don de adivinar el porvenir. Para distraernos, nos leyó las líneas de la mano.
Entonces palideció y empezó a castañetear los dientes. También yo, señores jueces, conocía el porvenir.
Todas las mujeres lo conocen: siempre esperan que todo acabe mal. Él tenía por costumbre tomar un baño
caliente antes de irse a acostar. Subí a preparárselo: el ruido del agua que salía del grifo me permitía llorar
en voz alta. Calentábamos con leña el agua del baño; el hacha que utilizábamos para cortar los troncos se
hallaba tirada en el suelo; no sé por qué la escondí en el toallero. Durante un instante, pensé en disponerlo
todo para simular un accidente que no dejara huellas, de suerte que la lámpara de petróleo cargara con las
culpas. Pero yo quería obligarlo a mirarme de frente por lo menos al morir: por eso lo iba a matar, para que
se diera cuenta de que yo no era una cosa sin importancia que se puede dejar o ceder al primero que llega.
Llamé a Egisto en voz baja: se puso pálido cuando abrí la boca. Le ordené que me esperara en el rellano.
El otro subía pesadamente las escaleras; se quitó la camisa; la piel, con el agua del baño, se le puso toda
violeta. Yo le enjabonaba la nuca y temblaba tanto como el jabón que continuamente se me resbalaba de
las manos. Él estaba un poco sofocado y me mandó con rudeza que abriese la ventana, demasiado alta para
mí. Le grité a Egisto que viniera a ayudarme. En cuanto entró cerré la puerta con llave. El otro no me vio,
pues nos daba la espalda. Le di torpemente un primer golpe que sólo le hizo un corte en el hombro; se puso
de pie; su rostro abotargado se iba llenando de manchas negras; mugía como un buey. Egisto, aterrorizado,

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le sujetó las rodillas, acaso para pedirle perdón. Él perdió el equilibrio y cayó como una masa, con la cara
dentro del agua, con un gorgoteo que parecía un estertor. Entonces fue cuando le di el segundo golpe que
le cortó la frente en dos. Pero creo que ya estaba muerto: no era más que un cuerpo blando y caliente. Se
habló de rojas oleadas: en realidad, sangró muy poco. Yo sangraba más cuando di a luz a mis hijos. Después
de morir él, matamos a su amante: fuimos generosos, si ella lo amaba. Los aldeanos se pusieron de nuestra
parte y callaron. Mi hijo era demasiado pequeño para dar rienda suelta a su odio contra Egisto.
Han pasado unas semanas: yo hubiera debido tranquilizarme, pero ya saben, señores jueces, que nunca
acaba nada y que todo vuelve a empezar. Me he puesto a esperarlo otra vez y ha vuelto. No muevan la
cabeza: les digo que ha vuelto. Él, que durante diez años ni se dignó a tomar un permiso de ocho días para
volver de Troya, ha vuelto de la Muerte. A pesar de que yo le corté los pies para impedirle salir del
cementerio... Pero esto no evitó que él se deslizara por la noche en mi cuarto, llevando sus pies debajo del
brazo, como los ladrones cuando cogen de este modo sus zapatos para no hacer ruido. Me cubría con su
sombra; ni siquiera parecía darse cuenta que Egisto estaba allí. Después, mi hijo me ha denunciado en el
puesto de policía, pero mi hijo es también un fantasma, el suyo, su espectro de carne. Yo creía que por lo
menos en la prisión estaría tranquila, pero sigue volviendo: parece como si prefiriese mi calabozo a su
tumba. Sé que mi cabeza acabará por rodar en la plaza del pueblo y que la de Egisto caerá cortada por el
mismo cuchillo. Es extraño, señores jueces, se diría que ya me han juzgado otras veces. Pero tengo la
experiencia suficiente para saber que los muertos no permanecen en reposo: me levantaré, arrastrando a
Egisto tras de mí como a un perro triste. Y erraré por las noches a lo largo de los caminos, a la búsqueda de
la justicia de los dioses. Volveré a hallar a ese hombre en algún rincón de mi infierno y gritaré de nuevo con
alegría con sus primeros besos. Luego, me abandonará para irse a conquistar alguna provincia de la Muerte.
Ya que el tiempo es la sangre de los vivos, la Eternidad debe de ser la sangre de las sombras. Mi
eternidad, la mía, se perderá esperando su regreso, de suerte que me convertiré en el más lívido de los
fantasmas. Entonces volverá, para burlarse de mí, y acariciará ante mis ojos a la amarilla hechicera turca
acostumbrada a jugar con los huesecillos de las tumbas. ¿Qué puedo hacer? Es imposible matar a un
muerto...

Circe - Julio Cortázar

And one kiss I had of her mouth, as I took the apple from her hand. But while I
bit it, my brain whirled and my foot stumbled; and I felt my crashing fall
through the tangled boughs beneath her feet, and saw the dead white faces
that welcomed me in the pit.
Dante Gabriel Rossetti
The Orchard-Pit

Porque ya no ha de importarle, pero esa vez le dolió la coincidencia de los chismes entrecortados, la cara
servil de Madre Celeste contándole a tía Bebé la incrédula desazón en el gesto de su padre. Primero fue la
de la casa de altos, su manera vacuna de girar despacio la cabeza, rumiando las palabras con delicia de bolo
vegetal. Y también la chica de la farmacia -“no porque yo lo crea, pero si fuese verdad, ¡qué horrible!”- y
hasta don Emilio, siempre discreto como sus lápices y sus libretas de hule. Todos hablaban de Delia Mañara
con un resto de pudor, nada seguros de que pudiera ser así, pero en Mario se abría paso a puerta limpia un
aire de rabia subiéndole a la cara. Odió de improviso a su familia con un ineficaz estallido de independencia.

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No los había querido nunca, sólo la sangre y el miedo a estar solo lo ataban a su madre y a los hermanos.
Con los vecinos fue directo y brutal; a don Emilio lo puteó de arriba abajo la primera vez que se repitieron
los comentarios. A la de la casa de altos le negó el saludo como si eso pudiera afligirla. Y cuando volvía del
trabajo entraba ostensiblemente para saludar a los Mañara y acercarse -a veces con caramelos o un libro-
a la muchacha que había matado a sus dos novios.
Yo me acuerdo mal de Delia, pero era fina y rubia, demasiado lenta en sus gestos (yo tenía doce años, el
tiempo y las cosas son lentas entonces) y usaba vestidos claros con faldas de vuelo libre. Mario creyó un
tiempo que la gracia de Delia y sus vestidos apoyaban el odio de la gente. Se lo dijo a Madre Celeste: "La
odian porque no es chusma como ustedes, como yo mismo", y ni parpadeó cuando su madre hizo ademán
de cruzarle la cara con una toalla. Después de eso fue la ruptura manifiesta; lo dejaban solo, le lavaban la
ropa como por favor, los domingos se iban a Palermo o de picnic sin siquiera avisarle. Entonces Mario se
acercaba a la ventana de Delia y le tiraba una piedrita. A veces ella salía, a veces la escuchaba reírse adentro,
un poco malvadamente y sin darle esperanzas.
Vino la pelea Firpo-Dempsey y en cada casa se lloró y hubo indignaciones brutales, seguidas de una
humillada melancolía casi colonial. Los Mañara se mudaron a cuatro cuadras y eso hace mucho en Almagro,
de manera que otros vecinos empezaron a tratar a Delia, las familias de Victoria y Castro Barros se olvidaron
del caso y Mario siguió viéndola dos veces por semana cuando volvía del banco. Era ya verano y Delia quería
salir a veces, iban juntos a las confiterías de Rivadavia o a sentarse en Plaza Once. Mario cumplió diecinueve
años, Delia vio llegar sin fiestas -todavía estaba de negro- los veintidós.
Los Mañara encontraban injustificado el luto por un novio, hasta Mario hubiera preferido un dolor sólo
por dentro. Era penoso presenciar la sonrisa velada de Delia cuando se ponía el sombrero ante el espejo,
tan rubia sobre el luto. Se dejaba adorar vagamente por Mario y los Mañara, se dejaba pasear y comprar
cosas, volver con la última luz y recibir los domingos por la tarde. A veces salía sola hasta el antiguo barrio,
donde Héctor la había festejado. Madre Celeste la vio pasar una tarde y cerró con ostensible desprecio las
persianas. Un gato seguía a Delia, no se sabía si era cariño o dominación, le andaban cerca sin que ella los
mirara. Mario notó una vez que un perro se apartaba cuando Delia iba a acariciarlo. Ella lo llamó (era en el
Once, de tarde) y el perro vino manso, tal vez contento, hasta sus dedos. La madre decía que Delia había
jugado con arañas cuando chiquita. Todos se asombraban, hasta Mario que les tenía poco miedo. Y las
mariposas venían a su pelo -Mario vio dos en una sola tarde, en San Isidro-, pero Delia las ahuyentaba con
un gesto liviano. Héctor le había regalado un conejo blanco, que murió pronto, antes que Héctor. Pero
Héctor se tiró en Puerto Nuevo, un domingo de madrugada. Fue entonces cuando Mario oyó los primeros
chismes. La muerte de Rolo Médicis no había interesado a nadie desde que medio mundo se muere de un
síncope. Cuando Héctor se suicidó los vecinos vieron demasiadas coincidencias, en Mario renacía la cara
servil de Madre Celeste contándole a tía Bebé, la incrédula desazón en el gesto de su padre. Para colmo
fractura del cráneo, porque Rolo cayó de una pieza al salir del zaguán de los Mañara, y aunque ya estaba
muerto, el golpe brutal contra el escalón fue otro feo detalle. Delia se había quedado adentro, raro que no
se despidieran en la misma puerta, pero de todos modos estaba cerca de él y fue la primera en gritar. En
cambio Héctor murió solo, en una noche de helada blanca, a las cinco horas de haber salido de casa de Delia
como todos los sábados.
Yo me acuerdo mal de Mario, pero dicen que hacía linda pareja con Delia. Aunque ella estaba todavía
con el luto por Héctor (nunca se puso luto por Rolo, vaya a saber el capricho), aceptaba la compañía de
Mario para pasear por Almagro o ir al cine. Hasta ese entonces Mario se había sentido fuera de Delia, de su
vida, hasta de la casa. Era siempre una "visita", y entre nosotros la palabra tiene un sentido exacto y
divisorio. Cuando la tomaba del brazo para cruzar la calle, o al subir la escalera de la estación Medrano,
miraba a veces su mano apretada contra la seda negra del vestido de Delia. Medía ese blanco sobre negro,
esa distancia. Pero Delia se acercaría cuando volviera al gris, a los claros sombreros para el domingo de
mañana.

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Ahora que los chismes no eran un artificio absoluto, lo miserable para Mario estaba en que anexaban
episodios indiferentes para darles un sentido. Mucha gente muere en Buenos Aires de ataques cardíacos o
asfixia por inmersión. Muchos conejos languidecen y mueren en las casas, en los patios. Muchos perros
rehúyen o aceptan las caricias. Las pocas líneas que Héctor dejó a su madre, los sollozos que la de la casa
de altos dijo haber oído en el zaguán de los Mañara la noche en que murió Rolo (pero antes del golpe), el
rostro de Delia los primeros días... La gente pone tanta inteligencia en esas cosas, y cómo de tantos nudos
agregándose nace al final el trozo de tapiz -Mario vería a veces el tapiz, con asco, con terror, cuando el
insomnio entraba en su piecita para ganarle la noche.
“Perdóname mi muerte, es imposible que entiendas, pero perdóname, mamá.” Un papelito arrancado
al borde de Crítica, apretado con una piedra al lado del saco que quedó como un mojón para el primer
marinero de la madrugada. Hasta esa noche había sido tan feliz, claro que lo habían visto raro las últimas
semanas; no raro, mejor distraído, mirando el aire como si viera cosas. Igual que si tratara de escribir algo
en el aire, descifrar un enigma. Todos los muchachos del café Rubí estaban de acuerdo. Mientras que Rolo
no, le falló el corazón de golpe, Rolo era un muchacho solo y tranquilo, con plata y un Chevrolet doble
faetón, de manera que pocos lo habían confrontado en ese tiempo final. En los zaguanes las cosas resuenan
tanto, la de la casa de altos sostuvo días y días que el llanto de Rolo había sido como un alarido sofocado,
un grito entre las manos que quieren ahogarlo y lo van cortando en pedazos. Y casi enseguida el golpe atroz
de la cabeza contra el escalón, la carrera de Delia clamando, el revuelo ya inútil.
Sin darse cuenta, Mario juntaba pedazos de episodios, se descubría urdiendo explicaciones paralelas al
ataque de los vecinos. Nunca preguntó a Delia, esperaba vagamente algo de ella. A veces pensaba si Delia
sabría exactamente lo que se murmuraba. Hasta los Mañara eran raros, con su manera de aludir a Rolo y a
Héctor sin violencia, como si estuviesen de viaje. Delia callaba protegida por ese acuerdo precavido e
incondicional. Cuando Mario se agregó, discreto como ellos, los tres cubrieron a Delia con una sombra fina
y constante, casi transparente los martes o los jueves, más palpable y solícita de sábado a lunes. Delia
recobraba ahora una menuda vivacidad episódica, un día tocó el piano, otra vez jugó al ludo; era más dulce
con Mario, lo hacía sentarse cerca de la ventana de la sala y le explicaba proyectos de costura o de bordado.
Nunca le decía nada de los postres o los bombones, a Mario le extrañaba, pero lo atribuía a delicadeza, a
miedo de aburrirlo. Los Mañara alababan los licores de Delia; una noche quisieron servirle una copita, pero
Delia dijo con brusquedad que eran licores para mujeres y que había volcado casi todas las botellas. "A
Héctor...", empezó plañidera su madre, y no dijo más por no apenar a Mario. Después se dieron cuenta de
que a Mario no lo molestaba la evocación de los novios. No volvieron a hablar de licores hasta que Delia
recobró la animación y quiso probar recetas nuevas. Mario se acordaba de esa tarde porque acababan de
ascenderlo, y lo primero que hizo fue comprarle bombones a Delia. Los Mañara picoteaban pacientemente
la galena del aparatito con teléfonos, y lo hicieron quedarse un rato en el comedor para que escuchara
cantar a Rosita Quiroga. Luego él les dijo lo del ascenso, y que le traía bombones a Delia.
-Hiciste mal en comprar eso, pero andá, lleváselos, está en la sala. -Y lo miraron salir y se miraron hasta
que Mañara se sacó los teléfonos como si se quitara una corona de laurel, y la señora suspiró desviando los
ojos. De pronto los dos parecían desdichados, perdidos. Con un gesto turbio Mañara levantó la palanquita
de la galena.
Delia se quedó mirando la caja y no hizo mucho caso de los bombones, pero cuando estaba comiendo el
segundo, de menta con una crestita de nuez, le dijo a Mario que sabía hacer bombones. Parecía excusarse
por no haberle confiado antes tantas cosas, empezó a describir con agilidad la manera de hacer los
bombones, el relleno y los baños de chocolate o moka. Su mejor receta eran unos bombones a la naranja
rellenos de licor, con una aguja perforó uno de los que le traía Mario para mostrarle cómo se los
manipulaba; Mario veía sus dedos demasiado blancos contra el bombón, mirándola explicar le parecía un
cirujano pausando un delicado tiempo quirúrgico. El bombón como una menuda laucha entre los dedos de
Delia, una cosa diminuta pero viva que la aguja laceraba. Mario sintió un raro malestar, una dulzura de
abominable repugnancia. “Tire ese bombón”, hubiera querido decirle. “Tírelo lejos, no vaya a llevárselo a

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la boca, porque está vivo, es un ratón vivo.” Después le volvió la alegría del ascenso, oyó a Delia repetir la
receta del licor de té, del licor de rosa... Hundió los dedos en la caja y comió dos, tres bombones seguidos.
Delia se sonreía como burlándose. Él se imaginaba cosas, y fue temerosamente feliz. “El tercer novio”, pensó
raramente. “Decirle así: su tercer novio, pero vivo.”
Ahora ya es más difícil hablar de esto, está mezclado con otras historias que uno agrega a base de olvidos
menores, de falsedades mínimas que tejen y tejen por detrás de los recuerdos; parece que él iba más
seguido a lo de Mañara, la vuelta a la vida de Delia lo ceñía a sus gustos y a sus caprichos, hasta los Mañara
le pidieron con algún recelo que alentara a Delia, y él compraba las sustancias para los licores, los filtros y
embudos que ella recibía con una grave satisfacción en la que Mario sospechaba un poco de amor, por lo
menos algún olvido de los muertos.
Los domingos se quedaba de sobremesa con los suyos, y Madre Celeste se lo agradecía sin sonreír, pero
dándole lo mejor del postre y el café muy caliente. Por fin habían cesado los chismes, al menos no se hablaba
de Delia en su presencia. Quién sabe si los bofetones al más chico de los Camiletti o el agrio encresparse
frente a Madre Celeste entraban en eso; Mario llegó a creer que habían recapacitado, que absolvían a Delia
y hasta la consideraban de nuevo. Nunca habló de su casa en lo de Mañara, ni mencionó a su amiga en las
sobremesas del domingo. Empezaba a creer posible esa doble vida a cuatro cuadras una de otra; la esquina
de Rivadavia y Castro Barros era el puente necesario y eficaz. Hasta tuvo esperanza de que el futuro acercara
las casas, las gentes, sordo al paso incomprensible que sentía -a veces, a solas- como íntimamente ajeno y
oscuro.
Otras gentes no iban a ver a los Mañara. Asombraba un poco esa ausencia de parientes o de amigos.
Mario no tenía necesidad de inventarse un toque especial de timbre, todos sabían que era él. En diciembre,
con un calor húmedo y dulce, Delia logró el licor de naranja concentrado, lo bebieron felices un atardecer
de tormenta. Los Mañara no quisieron probarlo, seguros de que les haría mal. Delia no se ofendió, pero
estaba como transfigurada mientras Mario sorbía apreciativo el dedalito violáceo lleno de luz naranja, de
olor quemante. "Me va a hacer morir de calor, pero está delicioso", dijo una o dos veces. Delia, que hablaba
poco cuando estaba contenta, observó: "Lo hice para vos". Los Mañara la miraban como queriendo leerle
la receta, la alquimia minuciosa de quince días de trabajo.
A Rolo le habían gustado los licores de Delia, Mario lo supo por unas palabras de Mañara dichas al pasar
cuando Delia no estaba: “Ella le hizo muchas bebidas. Pero Rolo tenía miedo por el corazón. El alcohol es
malo para el corazón.” Tener un novio tan delicado, Mario comprendía ahora la liberación que asomaba en
los gestos, en la manera de tocar el piano de Delia. Estuvo por preguntarle a los Mañara qué le gustaba a
Héctor, si también Delia le hacía licores o postres a Héctor. Pensó en los bombones que Delia volvía a
ensayar y que se alineaban para secarse en una repisa de la antecocina. Algo le decía a Mario que Delia iba
a conseguir cosas maravillosas con los bombones. Después de pedir muchas veces, obtuvo que ella le hiciera
probar uno. Ya se iba cuando Delia le trajo una muestra blanca y liviana en un platito de alpaca. Mientras lo
saboreaba -algo apenas amargo, con un asomo de menta y nuez moscada mezclándose raramente-, Delia
tenía los ojos bajos y el aire modesto. Se negó a aceptar los elogios, no era más que un ensayo y aún estaba
lejos de lo que se proponía. Pero a la visita siguiente -también de noche, ya en la sombra de la despedida
junto al piano- le permitió probar otro ensayo. Había que cerrar los ojos para adivinar el sabor, y Mario
obediente cerró los ojos y adivinó un sabor a mandarina, levísimo, viniendo desde lo más hondo del
chocolate. Sus dientes desmenuzaban trocitos crocantes, no alcanzó a sentir su sabor y era sólo la sensación
agradable de encontrar un apoyo entre esa pulpa dulce y esquiva.
Delia estaba contenta del resultado, dijo a Mario que su descripción del sabor se acercaba a lo que había
esperado. Todavía faltaban ensayos, había cosas sutiles por equilibrar. Los Mañara le dijeron a Mario que
Delia no había vuelto a sentarse al piano, que se pasaba las horas preparando los licores, los bombones. No
lo decían con reproche, pero tampoco estaban contentos; Mario adivinó que los gastos de Delia los afligían.
Entonces pidió a Delia en secreto una lista de las esencias y sustancias necesarias. Ella hizo algo que nunca

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antes, le pasó los brazos por el cuello y lo besó en la mejilla. Su boca olía despacito a menta. Mario cerró
los ojos llevado por la necesidad de sentir el perfume y el sabor desde debajo de los párpados. Y el beso
volvió, más duro y quejándose.
No supo si le había devuelto el beso, tal vez se quedó quieto y pasivo, catador de Delia en la penumbra
de la sala. Ella tocó el piano, como casi nunca ahora, y le pidió que volviera al otro día. Nunca habían hablado
con esa voz, nunca se habían callado así. Los Mañara sospecharon algo, porque vinieron agitando los
periódicos y con noticias de un aviador perdido en el Atlántico. Eran días en que muchos aviadores se
quedaban a mitad del Atlántico. Alguien encendió la luz y Delia se apartó enojada del piano, a Mario le
pareció un instante que su gesto ante la luz tenía algo de la fuga enceguecida del ciempiés, una loca carrera
por las paredes. Abría y cerraba las manos, en el vano de la puerta, y después volvió como avergonzada,
mirando de reojo a los Mañara; los miraba de reojo y se sonreía.
Sin sorpresa, casi como una confirmación, midió Mario esa noche la fragilidad de la paz de Delia, el peso
persistente de la doble muerte. Rolo, vaya y pase; Héctor era ya el desborde, el trizado que desnuda un
espejo. De Delia quedaban las manías delicadas, la manipulación de esencias y animales, su contacto con
cosas simples y oscuras, la cercanía de las mariposas y los gatos, el aura de su respiración a medias en la
muerte. Se prometió una caridad sin límites, una cura de años en habitaciones claras y parques alejados del
recuerdo; tal vez sin casarse con Delia, simplemente prolongando este amor tranquilo hasta que ella no
viese más una tercera muerte andando a su lado, otro novio, el que sigue para morir.
Creyó que los Mañara iban a alegrarse cuando él empezara a traerle los extractos a Delia; en cambio se
enfurruñaron y se replegaron hoscos, sin comentarios, aunque terminaban transando y yéndose, sobre todo
cuando venía la hora de las pruebas, siempre en la sala y casi de noche, y había que cerrar los ojos y definir
-con cuántas vacilaciones a veces por la sutilidad de la materia- el sabor de un trocito de pulpa nueva,
pequeño milagro en el plato de alpaca.
A cambio de esas atenciones, Mario obtenía de Delia una promesa de ir juntos al cine o pasear por
Palermo. En los Mañara advertía gratitud y complicidad cada vez que venía a buscarla el sábado de tarde o
la mañana del domingo. Como si prefiriesen quedarse solos en la casa para oír radio o jugar a las cartas.
Pero también sospechó una repugnancia de Delia a irse de la casa cuando quedaban los viejos. Aunque no
estaba triste junto a Mario, las pocas veces que salieron con los Mañara se alegró más, entonces se divertía
de veras en la Exposición Rural, quería pastillas y aceptaba juguetes que a la vuelta miraba con fijeza,
estudiándolos hasta cansarse. El aire puro le hacía bien, Mario le vio una tez más clara y un andar decidido.
Lástima esa vuelta vespertina al laboratorio, el ensimismamiento interminable con la balanza o las
tenacillas. Ahora los bombones la absorbían al punto de dejar los licores; ahora pocas veces daba a probar
sus hallazgos. A los Mañara nunca; Mario sospechaba sin razones que los Mañara hubieran rehusado probar
sabores nuevos; preferían los caramelos comunes y si Delia dejaba una caja sobre la mesa, sin invitarlos
pero como invitándolos, ellos escogían las formas simples, las de antes, y hasta cortaban los bombones para
examinar el relleno. A Mario lo divertía el sordo descontento de Delia junto al piano, su aire falsamente
distraído. Guardaba para él las novedades, a último momento venía de la cocina con el platito de alpaca;
una vez se hizo tarde tocando el piano y Delia dejó que la acompañara hasta la cocina para buscar unos
bombones nuevos. Cuando encendió la luz, Mario vio el gato dormido en su rincón y las cucarachas que
huían por las baldosas. Se acordó de la cocina de su casa, Madre Celeste desparramando polvo amarillo en
los zócalos. Aquella noche los bombones tenían gusto a moka y un dejo raramente salado (en lo más lejano
del sabor), como si al final del gusto se escondiera una lágrima; era idiota pensar en eso, en el resto de las
lágrimas caídas la noche de Rolo en el zaguán.
-El pez de color está tan triste -dijo Delia, mostrándole el bocal con piedritas y falsas vegetaciones. Un
pececillo rosa translúcido dormitaba con un acompasado movimiento de la boca. Su ojo frío miraba a Mario
como una perla viva. Mario pensó en el ojo salado como una lágrima que resbalaría entre los dientes al
mascarlo.

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-Hay que renovarle más seguido el agua -propuso.


-Es inútil, está viejo y enfermo. Mañana se va a morir.
A él le sonó el anuncio como un retorno a lo peor, a la Delia atormentada del luto y los primeros tiempos.
Todavía tan cerca de aquello, del peldaño y el muelle, con fotos de Héctor apareciendo de golpe entre los
pares de medias o las enaguas de verano. Y una flor seca -del velorio de Rolo- sujeta sobre una estampa en
la hoja del ropero.
Antes de irse le pidió que se casara con él en el otoño. Delia no dijo nada, se puso a mirar el suelo como
si buscara una hormiga en la sala. Nunca habían hablado de eso. Delia parecía querer habituarse y pensar
antes de contestarle. Después lo miró brillantemente, irguiéndose de golpe. Estaba hermosa, le temblaba
un poco la boca. Hizo un gesto como para abrir una puertecita en el aire, un ademán casi mágico.
-Entonces sos mi novio -dijo-. Qué distinto me parecés, qué cambiado.
Madre Celeste oyó sin hablar la noticia, puso a un lado la plancha y en todo el día no se movió de su
cuarto, adonde entraban de a uno los hermanos para salir con caras largas y vasitos de Hesperidina. Mario
se fue a ver fútbol y por la noche llevó rosas a Delia. Los Mañara lo esperaban en la sala, lo abrazaron y le
dijeron cosas, hubo que destapar una botella de oporto y comer masas. Ahora el tratamiento era íntimo y
a la vez más lejano. Perdían la simplicidad de amigos para mirarse con los ojos del pariente, del que lo sabe
todo desde la primera infancia. Mario besó a Delia, besó a mamá Mañara y al abrazar fuerte a su futuro
suegro hubiera querido decirle que confiaran en él, nuevo soporte del hogar, pero no le venían las palabras.
Se notaba que también los Mañara hubieran querido decirle algo y no se animaban. Agitando los periódicos
volvieron a su cuarto y Mario se quedó con Delia y el piano, con Delia y la llamada de amor indio.
Una o dos veces, durante esas semanas de noviazgo, estuvo a un paso de citar a papá Mañara fuera de
la casa para hablarle de los anónimos. Después lo creyó inútilmente cruel porque nada podía hacerse contra
esos miserables que lo hostigaban. El peor vino un sábado a mediodía en un sobre azul, Mario se quedó
mirando la fotografía de Héctor en Última Hora y los párrafos subrayados con tinta azul. "Sólo una honda
desesperación pudo arrastrarlo al suicidio, según declaraciones de los familiares". Pensó raramente que los
familiares de Héctor no habían aparecido más por lo de Mañara. Quizá fueron alguna vez en los primeros
días. Se acordaba ahora del pez de color, los Mañara habían dicho que era regalo de la madre de Héctor.
Pez de color muerto el día anunciado por Delia. Sólo una honda desesperación pudo arrastrarlo. Quemó el
sobre, el recorte, hizo un recuento de sospechosos y se propuso franquearse con Delia, salvarla en sí mismo
de los hilos de baba, del rezumar intolerable de esos rumores. A los cinco días (no había hablado con Delia
ni con los Mañara), vino el segundo. En la cartulina celeste había primero una estrellita (no se sabía por qué)
y después: "Yo que usted tendría cuidado con el escalón de la cancel". Del sobre salió un perfume vago a
jabón de almendra. Mario pensó si la de la casa de altos usaría jabón de almendra, hasta tuvo el torpe valor
de revisar la cómoda de Madre Celeste y de su hermana. También quemó este anónimo, tampoco le dijo
nada a Delia. Era en diciembre, con el calor de esos diciembres del veintitantos, ahora iba después de cenar
a lo de Delia y hablaban paseándose por el jardincito de atrás o dando vuelta a la manzana. Con el calor
comían menos bombones, no que Delia renunciara a sus ensayos, pero traía pocas muestras a la sala,
prefería guardarlos en cajas antiguas, protegidos en moldecitos, con un fino césped de papel verde claro
por encima. Mario la notó inquieta, como alerta. A veces miraba hacia atrás en las esquinas, y la noche que
hizo un gesto de rechazo al llegar al buzón de Medrano y Rivadavia, Mario comprendió que también a ella
la estaban torturando desde lejos; que compartían sin decirlo un mismo hostigamiento.
Se encontró con papá Mañara en el Munich de Cangallo y Pueyrredón, lo colmó de cerveza y papas fritas
sin arrancarlo de una vigilante modorra, como si desconfiara de la cita. Mario le dijo riendo que no iba a
pedirle plata, sin rodeos le habló de los anónimos, la nerviosidad de Delia, el buzón de Medrano y Rivadavia.
-Ya sé que apenas nos casemos se acabarán estas infamias. Pero necesito que ustedes me ayuden, que
la protejan. Una cosa así puede hacerle daño. Es tan delicada, tan sensible.

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-Vos querés decir que se puede volver loca, ¿no es cierto?


-Bueno, no es eso. Pero si recibe anónimos como yo y se los calla, y eso se va juntando...
-Vos no la conocés a Delia. Los anónimos se los pasa... quiero decir que no le hacen mella. Es más dura
de lo que te pensás.
-Pero mire que está como sobresaltada, que algo la trabaja -atinó a decir indefenso Mario.
-No es por eso, sabés. -Bebía su cerveza como para que le tapara la voz. -Antes fue igual, yo la conozco
bien.
-¿Antes de qué?
-Antes de que se le murieran, zonzo. Pagá que estoy apurado.
Quiso protestar, pero papá Mañara estaba ya andando hacia la puerta. Le hizo un gesto vago de
despedida y se fue para el Once con la cabeza gacha. Mario no se animó a seguirlo, ni siquiera pensar mucho
lo que acababa de oír. Ahora estaba otra vez solo como al principio, frente a Madre Celeste, la de la casa de
altos y los Mañara. Hasta los Mañara.
Delia sospechaba algo porque lo recibió distinta, casi parlanchina y sonsacadora. Tal vez los Mañara
habían hablado del encuentro en el Munich. Mario esperó que tocara el tema para ayudarla a salir de ese
silencio, pero ella prefería Rose Marie y un poco de Schumann, los tangos de Pacho con un compás cortado
y entrador, hasta que los Mañara llegaron con galletitas y málaga y encendieron todas las luces. Se habló
de Pola Negri, de un crimen en Liniers, del eclipse parcial y la descompostura del gato. Delia creía que el
gato estaba empachado de pelos y apoyaba un tratamiento de aceite de castor. Los Mañara le daban la
razón sin opinar, pero no parecían convencidos. Se acordaron de un veterinario amigo, de unas hojas
amargas. Optaban por dejarlo solo en el jardincito, que él mismo eligiera los pastos curativos. Pero Delia
dijo que el gato se moriría; tal vez el aceite le prolongara la vida un poco más. Oyeron a un diariero en la
esquina y los Mañara corrieron juntos a comprar Última Hora. A una muda consulta de Delia fue Mario a
apagar las luces de la sala. Quedó la lámpara en la mesa del rincón, manchando de amarillo viejo la carpeta
de bordados futuristas. En torno del piano había una luz velada.
Mario preguntó por la ropa de Delia, si trabajaba en su ajuar, si marzo era mejor que mayo para el
casamiento. Esperaba un instante de valor para mencionar los anónimos, un resto de miedo a equivocarse
lo detenía cada vez. Delia estaba junto a él en el sofá verde oscuro, su ropa celeste la recortaba débilmente
en la penumbra. Una vez que quiso besarla, la sintió contraerse poco a poco.
-Mamá va a volver a despedirse. Esperá que se vayan a la cama...
Afuera se oía a los Mañara, el crujir del diario, su diálogo continuo. No tenían sueño esa noche, las once
y media y seguían charlando. Delia volvió al piano, como obstinándose tocaba largos valses criollos con da
capo al fine una vez y otra, escalas y adornos un poco cursis, pero que a Mario le encantaban, y siguió en el
piano hasta que los Mañara vinieron a decirles buenas noches, y que no se quedaran mucho rato, ahora
que él era de la familia tenía que velar más que nunca por Delia y cuidar que no trasnochara. Cuando se
fueron, como a disgusto, pero rendidos de sueño, el calor entraba a bocanadas por la puerta del zaguán y
la ventana de la sala. Mario quiso un vaso de agua fresca y fue a la cocina, aunque Delia quería servírselo y
se molestó un poco. Cuando estuvo de vuelta vio a Delia en la ventana, mirando la calle vacía por donde
antes en noches iguales se iban Rolo y Héctor. Algo de luna se acostaba ya en el piso cerca de Delia, en el
plato de alpaca que Delia guardaba en la mano como otra pequeña luna. No había querido pedirle a Mario
que probara delante de los Mañara, él tenía que comprender cómo la cansaban los reproches de los
Mañara, siempre encontraban que era abusar de la bondad de Mario pedirle que probara los nuevos
bombones -claro que si no tenía ganas, pero nadie le merecía más confianza, los Mañara eran incapaces de
apreciar un sabor distinto. Le ofrecía el bombón como suplicando, pero Mario comprendió el deseo que
poblaba su voz, ahora lo abarcaba con una claridad que no venía de la luna, ni siquiera de Delia. Puso el

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vaso de agua sobre el piano (no había bebido en la cocina) y sostuvo con dos dedos el bombón, con Delia a
su lado esperando el veredicto, anhelosa la respiración, como si todo dependiera de eso, sin hablar pero
urgiéndolo con el gesto, los ojos crecidos -o era la sombra de la sala-, oscilando apenas el cuerpo al jadear,
porque ahora era casi un jadeo cuando Mario acercó el bombón a la boca, iba a morder, bajaba la mano y
Delia gemía como si en medio de un placer infinito se sintiera de pronto frustrada. Con la mano libre apretó
apenas los flancos del bombón, pero no lo miraba, tenía los ojos en Delia y la cara de yeso, un pierrot
repugnante en la penumbra. Los dedos se separaban, dividiendo el bombón. La luna cayó de plano en la
masa blanquecina de la cucaracha, el cuerpo desnudo de su revestimiento coriáceo, y alrededor, mezclados
con la menta y el mazapán, los trocitos de patas y alas, el polvillo del caparacho triturado.
Cuando le tiró los pedazos a la cara, Delia se tapó los ojos y empezó a sollozar, jadeando en un hipo que
la ahogaba, cada vez más agudo el llanto, como la noche de Rolo; entonces los dedos de Mario se cerraron
en su garganta como para protegerla de ese horror que le subía del pecho, un borborigmo de lloro y quejido,
con risas quebradas por retorcimientos, pero él quería solamente que se callara y apretaba para que
solamente se callara; la de la casa de altos estaría ya escuchando con miedo y delicia, de modo que había
que callarla a toda costa. A su espalda, desde la cocina donde había encontrado al gato con las astillas
clavadas en los ojos, todavía arrastrándose para morir dentro de la casa, oía la respiración de los Mañara
levantados, escondiéndose en el comedor para espiarlos, estaba seguro de que los Mañara habían oído y
estaban ahí contra la puerta, en la sombra del comedor, oyendo cómo él hacía callar a Delia. Aflojó el
apretón y la dejó resbalar hasta el sofá, convulsa y negra, pero viva. Oía jadear a los Mañara, le dieron
lástima por tantas cosas, por Delia misma, por dejársela otra vez y viva. Igual que Héctor y Rolo, se iba y se
las dejaba. Tuvo mucha lástima de los Mañara, que habían estado ahí agazapados y esperando que él -por
fin alguno- hiciera callar a Delia que lloraba, hiciera cesar por fin el llanto de Delia.

El embudo de la muerte – Franco Vaccarini


Hacía muy poco que nos habíamos casado con Daniela, y ya estábamos en la parte más oscura de la sombra;
cerca de los perros y del Embudo de la Muerte. Me cuesta decir que tuve razón.
Hubiera preferido que, como tantas otras veces, Daniela tuviera razón.
A ella le gustaban el turismo de aventura y los deportes extremos. Su sueño era que yo aprendiera
aladeltismo, alpinismo, paracaidismo, y todo ese tipo de "ismos" que te llevan directo a tumbarte bajo una
lápida. Tenía pesadillas con mi futuro epitafio:
No es que quise hacer escuela;
la culpa es de Daniela.
Si yo la invitaba a pasar unos días en el casco de una estancia o en la laguna de Junín, ella, por ejemplo,
proponía que fuéramos de mochileros al desierto de Atacama a buscar amonites del Jurásico para su
colección de fósiles. En el último viaje de solteros, casi muero infestado por la mordedura de una Ara- ña
Errante Brasileña, en un desolado hospital de Manaos. Ahí me puse firme.
Hace unos días me reprochó:
-Claro, ahora que nos casamos te achanchaste. De la oficina a casa y de casa al club; o al cine. Ya tenés
pancita.
-¡No tengo panza! -refuté, sacando pecho. Y agregué:
-Lo máximo que puedo ofrecerte este fin de semana largo es ir al delta del Paraná.

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-Está bien. Pero después escalamos el Monte Everest


-Dame tiempo. ¿Puede ser? -respondí.
Busqué una lista de lugares posibles, no más allá de la primera sección de islas. Llamé a la Secretaría de
Turismo del Tigre y una empleada me informó que los recreos y cabañas se encontraban cubiertos debido
a la llegada de un contingente de ancianos japoneses.
-¿Y si nos quedamos en casa? -arriesgué.
-Es lo último que haría. El sábado a primera hora vamos a la estación fluvial, que algo vamos a encontrar;
así, improvisado, todo sale más lindo -dijo Daniela, sin dejarme opciones.
Y eso hicimos. En el muelle trece, esquivando a los turistas, dimos con un tal señor Pedro, un hombre mayor,
bajo y enérgico, que tenía una lancha vieja, pero en buen estado. Nos recomendó hospedarnos en la Casona
de Sicilia, en la segunda sección de las islas.
-Comer y dormir en la Casona es muy barato. Si se animan a cruzar el Embudo de la Muerte, los llevo.
-¿Qué es eso? -preguntó Daniela, entusiasmada .
-Es una leyenda. Dicen que allí murió ahogada una mujer y que su ánima se convirtió en un remolino que
todo lo traga y luego lo lanza hacia arriba, con un chorro de agua.
Daniela quedó encantada por la posibilidad cierta de un peligro.
Después de atravesar el río Luján y de zarandearnos por el paso de yates prepotentes y lanchas colectivas,
iniciamos un monótono andar entre arroyos y canales. Los árboles comenzaron a formar un arco casi
perfecto encima de nosotros.
-Esto es muy agreste. Capaz que hasta hay pumas -dijo Daniela.
El señor Pedro respondió:
-No, pumas no.
-¿Jaguares? -arriesgué.
-No, jaguares, no.
Respiré más tranquilo. Sin pumas ni jaguares, al me- nos no había grandes felinos; quedaba la posibilidad
de los gatos monteses.
-No, gatos monteses, no.
-¿Qué hay de... interesante? -preguntó Daniela, su- pongo que con la ilusión de que hubiera algún
depredador natural de la especie humana, para que todo resultara más romántico.
-Están los perros.
La respuesta me alivió, pero me preocupó una mueca maliciosa, secreta, que se formó en los labios del
viejo.
La oscuridad era casi total; la techumbre vegetal no dejaba filtrar un rayo de sol; pasamos del canto de los
pájaros al silencio; y del silencio a un estruendo leja- no que se fue haciendo más y más fuerte. De pronto,
los ruidos fueron ensordecedores, el canal comenzó a ensancharse y al tomar una curva vimos un enorme
círculo de espuma donde las aguas se revolvían sin cesar.
-¡Ahora es cuando! -gritó Pedro.

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Solo había un margen muy estrecho por donde la lancha podía cruzar. Con la pericia de un domador, el viejo
superó el remolino, un remolino singular que ya tragaba las aguas y luego las vomitaba con fuerza, para
volver a tragarlas. Un fenómeno inexplicable.
-¿Cómo puede existir tal cosa? -chilló Daniela, aferrada a mis antebrazos.
-Es la ahogada, que tiene hambre -susurró Pedro.
Nos internamos en un arroyo diminuto cuando un coro de ladridos feroces nos alarmó. Un montón de
perros -luego sabríamos que eran seis- flacos, de cuello largo, con bocas babeantes y ojos rojizos se
arrojaron al agua en un intento desesperado por abordar la lancha. Uno de ellos llegó a encaramarse sobre
la proa} pero el viejo lo ahuyentó con un palo. Abandonaron la persecución con aullidos lastimeros.
Al descender en el muelle corroído de la Casona} Da- niela vibraba y yo, solo temblaba. Le pagamos el viaje
al lanchero y prometió volver el domingo a la tarde. Nos recibió una anciana esmirriada, de ojos grandes,
negros, que sonrió sin dulzura, dejando ver los espacios vacíos entre diente y diente.
-Pasen al cuarto y bajen a desayunar -ofreció.
Poco después, en la galería, la mujer nos trajo un té sin gusto y unas galletas de agua sin sal.
-El viaje nos abrió el apetito -dije, en tono ligero, pero ofuscado por la humildad de la vianda.
-Mis cachorros comerán muy bien -respondió la anciana, y dio media vuelta, hacia el monte.
-¿Irá a buscar huevos de gallina?-murmuré.
-¡Qué tierna! Para ella somos dos cachorros. ¿Viste lo que fue ese remolino? ¿No fue genial? ¡Si te hubieras
vis- to la cara! ¿Y los perros? ¡Guau! -dijo Daniela.
Contemplé la belleza de aquella casona, una belleza decadente, incluso abandonada, pero con un encanto
que superaba cualquier falta de confort.
Y entonces, no muy lejos, escuché a la anciana decir:
-Cachorros, cachorritos... la comida ya está lista. Vengan, cachorritos.
Me faltaban unos segundos para decirle a Daniela que teníamos que correr, correr, correr porque allá,
detrás del ceibo, venía la vieja con los seis perros, todos juntitos, como si fueran una sola bestia.

La tela de Penélope o quién engaña a quién – Augusto Monterroso


Hace muchos años vivía en Grecia un hombre llamado Ulises (quien a pesar de ser bastante sabio era muy
astuto), casado con Penélope, mujer bella y singularmente dotada cuyo único defecto era su desmedida
afición a tejer, costumbre gracias a la cual pudo pasar sola largas temporadas.
Dice la leyenda que en cada ocasión en que Ulises con su astucia observaba que a pesar de sus prohibiciones
ella se disponía una vez más a iniciar uno de sus interminables tejidos, se le podía ver por las noches
preparando a hurtadillas sus botas y una buena barca, hasta que sin decirle nada se iba a recorrer el mundo
y a buscarse a sí mismo.
De esta manera ella conseguía mantenerlo alejado mientras coqueteaba con sus pretendientes, haciéndoles
creer que tejía mientras Ulises viajaba y no que Ulises viajaba mientras ella tejía, como pudo haber
imaginado Homero, que, como se sabe, a veces dormía y no se daba cuenta de nada.

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Soneto XIII – Garcilaso de la Vega


A Dafne ya los brazos le crecían,
y en luengos ramos vueltos se mostraba;
en verdes hojas vi que se tornaban
los cabellos que el oro escurecían.

De áspera corteza se cubrían


los tiernos miembros, que aún bullendo estaban:
los blancos pies en tierra se hincaban,
y en torcidas raíces se volvían.

Aquel que fue la causa de tal daño,


a fuerza de llorar, crecer hacía
este árbol que con lágrimas regaba.

¡Oh miserable estado! ¡oh mal tamaño!


¡Que con llorarla crezca cada día
la causa y la razón porque lloraba!

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