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“El diablo de la botella” (The Bottle Imp) es uno de los tres cuentos que conforman la
colección Island Nights’ Entertainments (1893), una de sus últimas obras antes de su
fallecimiento; no obstante, el cuento fue originalmente publicado en 1891, en una revista
de Samoa bajo el título "O Le Tala I Le Fagu Aitu". La elección del idioma samoano para
la redacción de la historia sugiere que esta fue diseñada especialmente para el público
lector de la Polinesia y no uno occidentalizado, lo cual es señalado por el propio
Stevenson en una nota previa a una edición para Estados Unidos. Es de esperarse que esta
inclinación consciente por un lector implícito polinesio sea consecuencia del natural
afecto que Robert Louis Stevenson, incansable viajero, experimentaría por las islas del
Pacífico Sur, llegando a relacionarse con personajes de las casas reales hawaiana y
samoana, quienes lo tenían en estima como intelectual y narrador (de ahí el cariñoso
apelativo de Tusitala). Desde este punto llama la atención el doble posicionamiento del
individuo isleño en la ideología personal de Stevenson, no solo como objetos de narración
sino como sujetos de esta: al emplear el idioma samoano como canal digno de portar
contenido estético, no solo señala a los samoanos como consumidores de literatura, sino
también como creadores cuya herramienta verbal ha tomado prestada. Un acto de
considerable carga simbólica al tratarse del orbe colonialista del siglo XIX, donde el
grado de agencia discursiva era un indicador de subalternidad: las escenas de la vida
polinesia ya formaban parte del imaginario occidental, pero con un subtexto político que
consolidaba su exotismo y dependencia cultural.
Uno de los tópicos recurrentes que nos remiten a la finalidad expuesta es la configuración
del núcleo familiar o conyugal, representado en el cuento por la dupla Keawe-Kokua.
Keawe es presentado desde el inicio de la obra como un hombre “pobre, valiente y
activo”, que “leía y escribía tan bien como un maestro de escuela” además de ser “un
marinero de primera clase”: se constituye así en un perfil simpático para ambas
sensibilidades (occidental y polinesia), que conjuga la dosis suficiente de adversidad para
generar tesón y voluntad, así como competencias técnicas e intelectuales; un individuo
que aspira a otros horizontes (el “gran mundo”) pero que conserva aún el arraigo terrestre
(para subrayar más lo autóctono del personaje, se nos informa que un antiguo gobernante
del mismo nombre yace enterrado cerca del lugar de nacimiento del Keawe de nuestra
historia). La introducción de Kokua también es bastante notable: si bien su primer
avistamiento por Keawe está recubierto de un cariz más romántico e idealizado –siendo
los primeros atributos señalados su belleza física y actitud orgullosa–, posteriormente se
nos revelan cualidades suyas más inusuales, como su notable grado de instrucción (fue
idea suya valerse de divisas extranjeras para seguir vendiendo la botella) y su iniciativa
al resolver problemas e incluso contravenir la disposición de su marido: una conjunción
ideal entre feminidad hogareña y un grado de agencia poco usual en personajes femeninos
del siglo XIX (no obstante más frecuente en la sociedad polinesia, con una mayor paridad
entre hombres y mujeres). Todo lo anterior se consolida con la elección del autor de que
el narrador empleado, el cual no puede ser catalogado del todo como onmisciente, se
focalice desde las perspectivas de Keawe y de Kokua también. Nos damos cuenta de ello
cuando Kokua se percata del sufrimiento de Keawe a causa de la botella, y de pronto el
narrador nos introduce en los pensamientos de Kokua; hasta ese momento estábamos
informados solo de la subjetividad de Keawe como protagonista del relato.
Este núcleo conyugal termina imponiéndose tanto a las adversidades físicas como a la
perdición moral: dejando de lado la mala influencia de la botella –de clara connotación
demoníaca– y su amenaza de condenación eterna en el infierno, los valores de ambos
personajes no se ven comprometidos, sino que son reforzados. Ni Keawe ni Kokua
cometen desmesura al solicitar deseos de la botella que pudiesen incurrir en vicios;
además de la Casa Resplandeciente (único deseo material de Keawe), la compra
reiterativa de la botella por ambos es por amor al otro, con tal de verlo libre de sufrimiento
espiritual; claramente la botella no logra desequilibrar su sentido de la ética, siendo
cualquier otro vicio de los personajes secundarios producto de su propia constitución
moral. Asimismo, su afán desinteresado vence al espíritu materialista que simboliza la
botella, y que se encarna sobre todo en el personaje del contramaestre, quien cegado por
la avaricia y el prospecto de una vida prodigiosa termina por librar a la pareja protagonista
del influjo de la botella, permitiéndoles vivir en paz.